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viernes, 5 de noviembre de 2010

RESIDENT EVIL DOS -- LA ENSENADA CALIBAN -- parte 2ª



RESIDENT EVIL VOLUMEN DOS


LA ENSENADA CALIBAN


S.D. PERRY






parte 2ª




















Capítulo 9




Mientras Steve leía en voz alta, Rebecca observó que David miraba su reloj y la puerta varias veces. No creía que hubieran pasado diez minutos, pero no debía faltar mucho. John y Karen todavía no habían regresado.


—… donde cada uno está diseñado para medir la aplicación de la lógica a su resolución, con técnicas proyectivas de índices combinados con precisión de intervalo…


Era un tema bastante árido. Al parecer, se trataba de un informe interno sobre el análisis de algún tipo de prueba de inteligencia. Era bastante obvio que lo había escrito un científico. De hecho, era el tipo de cháchara en la que muchos investigadores terminan cayendo cuando quieren explicar algo un poco más complicado que una silla. Pero era lo que había aparecido en pantalla cuando Steve había pedido información sobre la «serie azul». Puesto que la habitación ofrecía poco más de interés, Rebecca se obligó a sí misma a prestar atención a la vez que intentaba sacudirse de encima la inquietante sensación de miedo que la atenazaba desde que habían comenzado su infructuosa búsqueda.


Alguien se había encargado de limpiar la habitación de toda prueba, y había hecho un buen trabajo. Habían encontrado libros, archivadores, grapadoras, bolígrafos y papeles, pero ni una sola hoja de papel con algo escrito, ni un solo fragmento de información a partir del cual empezar a trabajar. La búsqueda de Steve en el ordenador no había ido mucho mejor: no habían encontrado ningún mapa ni información alguna sobre el virus-T. Fuese quien fuese el que se había apoderado de las instalaciones, al parecer había logrado eliminar cualquier indicio que hubiesen podido utilizar.


Excepto por toda esta mierda aburrida seudopsicopsiquiátrica, que hasta el momento ni siquiera ha mencionado la palabra «azul». ¿Cómo se supone que vamos a lograr algo así?


Steve pulsó otra tecla y su rostro se iluminó.


—Allá vamos…


«La serie roja, cuando se examina bajo un prisma estandarizado, es la más sencilla y simple, aplicable hasta un coeficiente de inteligencia de 80. La serie verde…


Dejó de leer y frunció el entrecejo.


—La pantalla acaba de quedarse en blanco.


Rebecca levantó la vista de la mesa casi vacía que había estado registrando, y David se acercó hasta Steve.


—¿Un fallo de sistema? —preguntó preocupado.


Steve mantuvo el ceño mientras apretaba unas cuantas teclas más.


—Más bien parece un bloqueo de programa. No creo que… Eh, ¿qué es esto?


—Rebecca —dijo David en voz baja, indicándole con un gesto que se acercara.


Ella cerró un cajón lleno de archivadores vacíos sin marcar y se colocó detrás de Steve, agachándose para leer bien en la pantalla del ordenador.


«EL HOMBRE QUE LO FABRICA NO LO NECESITA. EL HOMBRE QUE LO COMPRA NO LO QUIERE. EL HOMBRE QUE LO UTILIZA NO LO SABE. »


—Es un acertijo —afirmó David—. ¿Alguno de vosotros sabe la respuesta?


Antes de que alguno de ellos pudiera responder, Karen y John aparecieron de nuevo en la habitación, ambos enfundando sus armas. Karen sostenía un trozo de una hoja de papel en la mano.


—Todo bien amañado —informó John—. Media docena de oficinas, ni una sola ventana y sólo otra puerta que da al exterior, en el extremo norte.


—Había archivadores en la mayoría de las oficinas —intervino Karen—, pero todos estaban vacíos. Sólo he encontrado esto en uno de los cajones, enganchado en una ranura. Debe haber quedado arrancado cuando limpiaron el lugar.


Le entregó el trozo de papel a David. Leyó unas cuantas líneas y su mirada adquirió de repente una intensidad mayor.


Se dio la vuelta hacia Karen.


—¿Esto es lo único que había?


—Sí —asintió Karen—, pero es suficiente, ¿no crees?


David levantó un poco la hoja rota y comenzó a leer su contenido en voz alta:


Los equipos continúan funcionando de forma independiente, pero han mostrado una mejora sustancial desde la modificación de las sinapsis auditivas. En el escenario dos, donde se encuentra presente más de una Triescuadra, el segundo equipo (B) no traba combate cuando el primer equipo (A) finaliza su tarea (cuando el objetivo deja de moverse o de hacer ruido). Si el objetivo continúa proporcionando estímulos y A ha abandonado el ataque (falta de munición/heridas incapacitantes a todos los miembros del equipo), B entra en combate. Si se encuentran dentro del radio de acción, las patrullas adicionales son atraídas hacia el combate y atacan en sucesión. No hemos logrado hasta el momento expandir la habilidad sensorial para provocar el comportamiento deseado. Los estímulos visuales de los escenarios cuatro y siete continúan siendo improductivos, aunque infectaremos a un nuevo grupo de unidades mañana y esperamos obtener resultados correspondientes al final de esta semana. Recomendamos continuar desarrollando aún más las capacidades auditivas antes de pensar en implantar detectores de calor…


—Ahí es donde está arrancada —dijo David al tiempo que levantaba la cabeza. Karen asintió de nuevo.


—Pero es suficiente para explicar un montón de cosas. Por qué el equipo en la parte trasera de la casa no actuó: el equipo que se encontraba en la parte frontal todavía estaba disparando. No fue hasta que Steve y yo los eliminamos por completo cuando el segundo equipo entró en acción.


Rebecca frunció el entrecejo. No le gustaba el informe por algo más que por las conclusiones obvias que habían sacado sus compañeros: Umbrella continuaba sus experimentos con seres humanos. Por lo que había visto en Raccoon City, el virus-T tardaba seis o siete días en apoderarse por completo del ser infectado, y luego el individuo comenzaba a caerse a pedazos en menos de un mes.


Así que, ¿qué es eso de infectar a un nuevo grupo y conseguir datos y resultados en una semana? Y ya puestos, ¿implantar detectores de calor y modificar la sensibilidad de individuos ya infectados? No deberían tener tiempo para eso. Las unidades ya deberían estar desintegrándose sin posibilidad de aprender nuevos comportamientos…


Se mordisqueó el labio llena de nerviosismo, preguntándose de repente qué demonios habían estado haciendo los investigadores del laboratorio de la Ensenada de Calibán con el virus. Si habían logrado encontrar un modo de acelerar su capacidad de infección, quizá modificando la membrana de fusión del virión, haciéndola más cohesiva…


O quizás han multiplicado la partícula de inclusión y han logrado que se multiplique de forma exponencial… Podríamos estar enfrentándonos a una cepa que actúa en horas, no en días.


Era una idea bastante desagradable, en la que ni siquiera quería pensar más hasta que dispusiera de mayor información. Además, aquello no cambiaba la situación en que se encontraban: las Triescuadras eran igualmente letales en cualquier caso.


—El letrero de la puerta norte decía que nos encontrábamos en el bloque C, sea lo que sea eso —dijo John mientras se acercaba al ordenador—. ¿Has encontrado algún mapa?


—No —Steve suspiró—, pero echa un vistazo. Le pedí información sobre la serie azul y comenzó a proporcionarme datos sobre unas pruebas de lógica y de coeficientes de inteligencia, todas clasificadas por colores, y luego apareció esto de repente. No puedo sacar nada más.


John se acercó a la pantalla y comenzó a leer murmurando.


—… que lo fabrica no lo necesita. El hombre que lo compra no lo quiere. El hombre que lo utiliza no lo sabe.


Karen, que estaba leyendo de nuevo la información que habían logrado sobre las Triescuadras, levantó la cabeza repentinamente interesada.


—Espera, ya sé qué es. Es un féretro.


Rebecca no se sintió sorprendida de que Karen conociera la respuesta del acertijo. Desde el principio le había parecido que era muy aficionada a los rompecabezas. Todos se reunieron inmediatamente alrededor de Steve mientras éste tecleaba la palabra «féretro». La pantalla permaneció igual.


—Prueba con ataúd —indicó Rebecca.


Los dedos de Steve volaron sobre el teclado. En cuanto apretó la tecla de «intro», el acertijo desapareció y fue sustituido por otro mensaje.


SERIE AZUL ACTIVADA.


A aquello le siguió otro texto.


PRUEBA CUATRO (BLOQUE A), SIETE (BLOQUE D) Y NUEVE (BLOQUE B AZUL PARA ACCEDER A LOS DATOS (BLOQUE E).


—Azul para… El mensaje de Ammon —dijo Karen con voz tensa y rápida—. Eso es. El mensaje que recibimos estaba relacionado con la serie azul, y luego decía «introducir respuesta para la clave». La respuesta era «ataúd»…


—Y los números de las pruebas son la clave —razonó David—. Después hay otras tres líneas en el mensaje, y luego dice «azul para acceder». Las líneas deben ser las respuestas a las pruebas: «letras y números a la inversa», «arco iris del tiempo», y «no contar». Jill tenía razón. Es algo que debemos encontrar.


Rebecca sintió una oleada de emoción mientras David tomaba un bolígrafo de una de las mesas y le daba la vuelta a la hoja con la información de las Triescuadras. Todo lo que les habían dado tenía sentido por fin: el mensaje del doctor Ammon realmente significaba algo.


Podemos hacerlo. Ahora ya tenemos algo con qué empezar…


David dibujó tres rectángulos en dos líneas, los mismos que aparecían en el mapa de Trent, y escribió la letra C en el interior del rectángulo que se encontraba más al sur. Después de una pausa, marcó dubitativamente los demás rectángulos, empezando por el que estaba arriba y a la izquierda y yendo de derecha a izquierda, apuntando el número de las pruebas al lado de cada letra.


—Vamos a suponer que éste es el orden apropiado —dijo—, y que tenemos que llevar a cabo las pruebas en el orden indicado, nos moveremos en una línea en zigzag entre los edificios.


—Y vamos a suponer que eso no les parece mal a las Triescuadras —acotó John en voz baja.


Rebecca sintió que sus esperanzas se reducían, y advirtió la misma mezcla de sensaciones en los sombríos rostros de sus compañeros mientras observaban en silencio los rectángulos. Sabía que finalmente tendrían que salir de allí de todas maneras, pero había logrado de algún modo evitar tener que pensar en ello, dejarlo a un lado hasta que lo había tenido delante.


Pues bien, ya lo tenía delante de las narices. Y las Triescuadras estarían allí, en el exterior, a la espera.


Estaban de pie al lado de la puerta norte del edificio, en un pasillo oscuro y caluroso. Se apretaron los cordones de las botas, se ajustaron los cinturones y metieron nuevos cargadores en las pistolas. Cuando David estuvo listo, se dio la vuelta hacia John y asintió.


—Repítemelo —ordenó David.


—Tú, Steve y Rebecca tomaréis el edificio que está a la izquierda, al noroeste de aquí. En cuanto comprobemos que todo está despejado, Karen y yo cruzamos. Si tus sospechas son ciertas, estaremos en el bloque D. Si el mapa está al revés, será el bloque B. De todas maneras, aseguramos el edificio, encontramos el número de la prueba, y esperamos a que aparezcas y que nos des la señal de avanzar.


—Y si no aparezco…


Fue Karen esta vez la que recitó las restantes órdenes.


—Si no sabemos nada de ti en media hora, regresamos aquí y esperamos a Steve y a Rebecca. Completamos las pruebas si es posible…


—… y sacamos nuestros culos por encima de la verja —terminó John sonriendo, con un destello de dientes blancos en la oscuridad.


—Correcto —dijo David—. Bien.


Estaban preparados. Existía un número infinito de variables en la ecuación, un montón de detalles que podían salir mal en un plan tan sencillo, pero siempre era así. No había forma humana de estar preparado para todo lo que podía pasar, no llegados a ese punto, y la decisión de dividirse en dos grupos era su mejor posibilidad de evitar ser detectados por las Triescuadras.


—¿Alguna pregunta antes de salir?


Fue Rebecca la que habló, con su joven voz llena de preocupación.


—Me gustaría recordaros a todos que tengáis muchísimo cuidado con todo lo que tocáis, o con lo que os toca. Los individuos que forman las Triescuadras son portadores del virus, así que procurad evitar acercaros a ellos, sobre todo si están heridos.


David se estremeció en su fuero interno al recordar lo que ella les había dicho por la mañana: una gota de sangre infectada podía contener millones o incluso cientos de millones de virus. No era un pensamiento agradable si se tenía en cuenta que un proyectil de nueve milimetros podía causar muchos daños…


Y que no caen cuando son heridos. Los tres del almacén de botes continuaron acercándose, andando y disparando y sangrando…


Estaban esperando a que les diese la señal. David descartó aquellos pensamientos de la cabeza y le quitó el seguro a su Beretta mientras ponía la otra mano en el tirador de la puerta.


—¿Preparados? Ahora, en silencio. Una… dos… tres.


Abrió la puerta de golpe y salió al exterior, adentrándose en la fresca noche y en el susurro de las olas del océano. El lugar estaba mucho más iluminado que antes, ya que la Luna había salido por completo y estaba prácticamente llena. Todo el conjunto de edificios estaba bañado por una suave luz azul y plata. Nada se movió en las cercanías.


Justo delante de él, a unos veinte metros, se encontraba el objetivo de John y de Karen, y se sintió aliviado al ver que se abría una puerta en la pared de cemento que daba al bloque C: no tendrían que dar la vuelta para entrar.


David se alejó de la puerta y se dirigió hacia la izquierda, pegándose a la estrecha sombra que proyectaba la pared. Distinguió la parte delantera del edificio que esperaba que fuese el bloque A, con unos pinos altos detrás y a la izquierda. Vio una sombra un poco más oscura en mitad de la pared: una puerta. No había cobertura alguna en los más de treinta metros de distancia hasta ella. En cuanto se separaran de la pared del bloque C, estarían completamente expuestos y serían vulnerables.


Si hay una Triescuadra entre las dos lineas de edificios…


Miró hacia atrás y vio a Rebecca y a Steve, tensos y a la espera detrás de él. Si se iban a meter en un fuego cruzado, al menos él iría en primer lugar, y Steve y Rebeca tendrían tiempo de retroceder para ponerse de nuevo a cubierto.


Aspiró profundamente, contuvo la respiración… y se alejó a toda prisa de la pared, corriendo semiagachado en dirección al negro cuadrado de la puerta de entrada. Unas siluetas pálidas y sombrías pasaron a su lado como un borrón. Todo su ser estaba en tensión a la espera del chasquido de los disparos y de los destellos de las armas automáticas, del agudo y paralizante dolor que lo derribaría al suelo… pero todo estaba tranquilo y en silencio, y el único sonido que percibía era el agitado latir de su corazón, el veloz flujo de su sangre en las venas y sus pasos apagados. Los segundos se extendieron hasta convertirse en una eternidad mientras la puerta aumentaba con lentitud de tamaño…


Un instante después, el tirador de la puerta estaba en su mano y él la abría, metiéndose de lleno en una negrura opresiva y girándose para ver cómo Steve y Rebecca entraban a la carrera detrás de él.


David cerró la puerta con rapidez pero con suavidad, para no hacer ruido. En la oscuridad del lugar percibió que estaba vacío y que allí no había nadie vivo… y, de repente, le golpeó el hedor. Oyó las arcadas de Steve y Rebecca, una respuesta involuntaria provocada por el asco que sentían. David se llevó la mano al cinturón y empuñó la linterna, aunque ya suponía lo que iba a ver.


Era el mismo olor asqueroso que habían sentido al entrar en el almacén de botes, pero cien veces más intenso. Incluso sin haber tenido la referencia del olor en el almacén, David lo hubiera reconocido. Ya lo había olido en la selva de Sudamérica y en un campamento de fanáticos religiosos en ldaho, y una vez, en el sótano de la casa de un asesino en serie. Era el hedor a podredumbre, a muerte multiplicada, y era inolvidable. Era un olor rancio, como a leche agria y a carne descompuesta.


¿Cuántos? ¿Cuántos cadáveres habrá?


El rayo de la linterna se encendió e iluminó el tambaleante y apestoso apilamiento que ocupaba toda una esquina de la sala de almacenamiento, y David se dio cuenta de que no era posible saberlo con exactitud: los cuerpos estaban comenzando a fundirse entre ellos. La carne negruzca y arrugada se había reblandecido, y la de un cadáver se entremezclaba con la de otros. Quizás había unos quince, o tal vez veinte.


Steve se alejó trastabillando mientras todo su cuerpo daba arcadas y, finalmente, vomitó con un sonido bronco y desamparado en la silenciosa habitación, excepto por él. David echó un rápido vistazo al resto de la estancia y descubrió una puerta en la pared trasera con la letra A escrita en negro.


No volvió a mirar el montón de cuerpos y le dio un ligero empujón a Rebecca para que se dirigiera hacia la puerta del otro lado, agarrando a Steve del brazo por el camino. Una vez que llegaron al otro lado de la puerta, el olor llegó a ser soportable.


Se encontraban en un pasillo sin ventanas y, aunque había un interruptor al lado de la puerta, David hizo caso omiso de su presencia durante unos momentos mientras tomaba aire y los dos miembros más jóvenes de su equipo se recuperaban de la impresión que habían sufrido.


Al parecer, habían encontrado a los trabajadores de Umbrella en la Ensenada de Calibán. Bueno, al menos a todos menos a uno. David decidió que cuando se encontraran con él primero dispararía, sin preocuparse en absoluto por hacer ningún tipo de preguntas.


Karen y John se quedaron de pie detrás de la puerta durante todo un minuto después de que los demás miembros del equipo se hubieran ido. Sólo la tenían abierta lo suficiente como para poder oír con claridad. El fresco aire nocturno se coló hacia el interior, unido al suave murmullo de las olas, pero no oyeron disparos, ni gritos.


Karen cerró la puerta y miró a John, con sus pálidas facciones apenas visibles bajo la escasa luz. El tono de su voz era bajo y tranquilo, pero reflejaba tensión.


—Ya deben de estar dentro. ¿Quieres ir tú por delante o prefieres que vaya yo?


John no pudo evitarlo.


—Mis mujeres siempre se van en primer lugar —susurró—, aunque prefiero cuando nos vamos juntos, tú ya me entiendes.


Karen suspiró profundamente, con un sonido de pura exasperación. John sonrió, pensando que era muy fácil provocarla. Sabía que no debía meterse con ella de ese modo, pero era difícil resistir la tentación. Karen Driver era una tiradora jodidamente buena con cualquier clase de arma, y era aguda como un alfiler en cuestión de inteligencia, pero también era una de las personas con menos sentido del humor que jamás había conocido.


Es mi deber ayudarla a animarse. Si vamos a morir, será mejor que lo hagamos riendo y no llorando…


Era una filosofía muy simple, pero a ella se aferraba con todas sus fuerzas: lo había ayudado en más de una ocasión a salir de una situación «desagradable».


—John, limítate a responder a la maldita pregunta.


—Yo iré en primer lugar —respondió con voz apaciguadora—. Espera a que pase y luego sígueme.


Ella asintió con cierta brusquedad, y se apartó para que él pudiera pasar. John pensó por un momento decirle que la esperaría en la puerta sólo con una sonrisa y con nada más puesto, pero decidió dejarlo. Llevaban trabajando juntos desde hacía casi cinco años, y sabía hasta dónde podía llegar antes de que ella comenzase a cabrearse de verdad. Además, era una buena frase, y no quería desperdiciarla.


En cuanto su mano tocó el tirador de la puerta, respiró profundamente y dejó que su chispeante ingenio se sentara en la parte de atrás mientras lo que él llamaba su «mente de soldado» se ponía al volante. Una cosa era el humor, y otra derrotar al enemigo, y aunque él disfrutaba enormemente con ambas, hacía tiempo que había aprendido a separarlas.


Ahora voy a convertirme en un fantasma. Voy a deslizarme a través de la oscuridad como una sombra…


Abrió con lentitud la puerta. Ni un solo ruido, ni una sola señal de movimiento. Salió del edificio empuñando relajadamente su Beretta y comenzó a moverse con rapidez a través de la oscuridad plateada, fijando su atención en la puerta que se encontraba a poco más de veinte pasos. Su mente de soldado le fue suministrando los datos: la fresca brisa marina no traía ningún ruido hostil, sólo el aroma y el rumor del océano, el crujido de sus botas al pisar el suelo desigual… Pero su corazón le decía que él era un fantasma, un ser que flotaba como una sombra invisible a través de la noche.


Llegó hasta la puerta y agarró el frío y húmedo tirador con mano tranquila… pero no se movió ni un milímetro. La puerta estaba cerrada con llave.


Nada de pánico, nada de preocuparse: era una sombra que nadie podía ver. Encontraría otra forma de entrar. John levantó una mano para indicarle a Karen que esperara y se dirigió de forma silenciosa y huidiza hacia la derecha.


Silenciosa e intangible: una sombra sin forma alguna…


Llegó a la esquina y la dobló velozmente, mientras sus sentidos reconcentrados continuaban proporcionándole información. Ni un solo movimiento en la noche susurrante; el roce rugoso del cemento contra su hombro izquierdo y contra la cadera del mismo lado; la continua sensación de fluidez y de poder en sus músculos. Allí. Había otra puerta, encarada hacia el amplio espacio vacío del océano. La luz pálida se reflejaba en el metal…


¡Ratatatatataat!


Las balas levantaron surtidores de polvo a sus pies. John se giró y dio un salto hacia atrás, aplastándose contra la pared mientras su mano agarraba el tirador de la puerta. Procedentes del almacén de botes, caminando en línea de tres…


Y John abrió la puerta de golpe y se situó detrás de ella de un salto. Oyó el chasquido de las balas en el momento en que se estrellaban contra el metal. Los proyectiles impactaron a escasos centímetros de su cuerpo, y el cling-cling-cling-cling estremeció la puerta.


Mantuvo la puerta abierta con un pie, y asomó la cabeza una fracción de segundo para apuntar contra el resplandor de sus armas, apretando el gatillo mientras trozos de cemento y pequeñas nubes de polvo saltaban de la pared a su espalda. La nueve milímetros saltó en el aire, formando parte de su mano. En ese momento era más animal que persona. Era un único ser del que formaban parte los rugientes estampidos y el ritmo de su respiración. Era consciente de que era algo más que un hombre: era el portador de la muerte.


Otro vistazo y vio que la línea de individuos estaba más cerca. Las tres siluetas comenzaban a tomar forma. John disparó otra vez y se ocultó inmediatamente detrás de la puerta. Cuando se asomó de nuevo, sólo quedaban dos figuras en pie. Crac.


Detrás de él.


John se giró en redondo y los vio: otros dos, a menos de tres metros de él, al lado de la esquina noroeste del edificio. Ambos empuñaban rifles de asalto. Pero no parece que vayan a disparar.


Entonces sintió pánico, una bestia aullante escondida en las tripas que amenazaba con devorarlo desde su interior… ¡Menuda mierda!


Las ráfagas de los M-16 seguían acercándose, pero sólo tenía ojos para las criaturas que estaban allí, de pie delante de él, mirándolo con ojos gomosos sin expresión, tambaleándose sobre unas piernas inestables. El que estaba a la izquierda sólo tenía media cara. De su nariz colgaba una masa semilíquida y pulposa de tejido, trozos negros y húmedos que se mantenían unidos mediante tiras de carne elástica. El que estaba a la derecha parecía intacto a primera vista, aunque pálido como la muerte y muy sucio… hasta que vio la destrozada masa de sus entrañas que salía por debajo de su ensangrentada camisa, con un trozo de intestino que le llegaba hasta los pies.


No entran en combate hasta que termina de hacerlo el equipo A…


John retrocedió hasta la tibia oscuridad del edificio y utilizó el brazo para mantener abierta la puerta frente al par de zombis que todavía disparaban. Sacó su brazo y apuntó con todo el cuidado que pudo, liberándose del pánico. Ninguna de las dos criaturas realizó gesto alguno de defensa. Sólo se quedaron allí, tambaleándose sobre sus piernas podridas, mirándolo.


¡Bam! ¡Bam!


Dos tiros limpios contra las cabezas, con unos estampidos que ahogaron durante un par de instantes el tableteo continuo de los M-16. Antes incluso de que se derrumbaran al suelo, John oyó el estampido de otra Beretta sacudiendo el aire nocturno.


Karen…


Echó otro vistazo al otro lado de la puerta, y vio cómo caían al suelo las dos figuras que quedaban del otro equipo. Una de ellas continuó disparando mientras caía de espaldas, con el rifle de asalto apuntando al cielo. Karen salió del lugar entre dos edificios donde estaba agazapada, de espaldas a John, con la pistola todavía apuntando al cadáver que disparaba de forma espasmódica.


Los equipos no entran en combate…


—¡No le dispares! ¡Ven aquí, déjalo!


Ella se giró, llena de gracia y agilidad, y comenzó a correr hacia él. En cuanto entró, John cerró la puerta, y el tableteo del arma automática quedó reducido a un ahogado sonido hueco.


John se dejó caer contra la puerta mientras Karen tanteaba en la oscuridad en busca del cerrojo. Su cerebro todavía le gritaba que lo que había visto era imposible que existiera, que acababa de matar a dos hombres muertos, que no había forma de que aceptara aquellos hechos, que eso lo volvería loco…


No puede ser, no puede ser, no lo creo, no lo creí antes y no lo creo ahora… y estaban muertos, estaban muertos, podridos, y estaban…


El susurro ronco de Karen rasgó la oscuridad e interrumpió sus pensamientos cada vez más enloquecidos.


—Eh, John… ¿Te ha gustado?


Él parpadeó e intentó comprender lo que le decía.


—Quiero decir, lo de irte primero. ¿Ha sido todo lo bueno que esperabas?


Sintió que un pasmo de sorpresa reemplazaba los terribles y agitados pensamientos, que la confusión desaparecía y que su mente se aclaraba de nuevo.


—No tiene ninguna gracia —repuso.


Al cabo de un instante, ambos comenzaron a soltar grandes carcajadas.
Capítulo 10


Cuanto más se alejaban de la parte delantera del edificio, más respirable era el aire, y Rebecca se sintió aliviada. Había estado a punto de vomitar por el olor, un hedor rancio que casi era palpable, como si fuera una entidad en sí mismo.


Comenzó a pensar de nuevo en el doctor Nicolas Griffith mientras atravesaban en silencio al pasillo iluminado, y recordó la historia sobre las víctimas del virus de Marburg. Aunque no tenía pruebas con respecto a la responsabilidad de la matanza de los trabajadores de Umbrella, no podía evitar pensar que él era el causante e inductor.


Pasaron por varias habitaciones abiertas a ambos lados del pasillo, todas tan vacías y tan frías como el edificio que acababan de abandonar. También pasaron junto a una puerta de salida al otro extremo del bloque y, finalmente, después de doblar otra esquina del pasillo, llegaron a una puerta marcada con la letra A, y bajo ella, los números 1-4. Bajos los números había tres triángulos, cada uno de un color diferente, rojo, verde y azul.


David abrió la puerta. Se trataba de una estancia mucho más pequeña, que apenas iluminaba la bombilla halógena de la linterna. Steve encontró los botones de la luz y descubrieron que había otras dos puertas, una a cada lado. Rebecca observó que había más triángulos de colores en la puerta de la derecha, pero ninguno en la de la izquierda.


—Yo efectuaré la prueba —dijo David—. Steve, tú y Rebecca revisad la otra habitación. Nos encontraremos aquí.


Rebecca asintió, y Steve hizo lo propio. Estaba un poco pálido, pero también parecía mantener el control, aunque bajó la vista cuando se dio cuenta de que ella lo estaba mirando. Comprendió lo que le ocurría: probablemente estaba avergonzado de haber vomitado la cena.


Abrieron la puerta y entraron en otra habitación sin ventanas, tan calurosa y con el ambiente tan cargado como el resto del edificio. Rebecca encendió las luces y ante sus ojos apareció una oficina bastante grande repleta de estanterías. En una esquina había una mesa escritorio de metal, un mueble archivador con los cajones vacíos abiertos de par en par.


Steve suspiró.


—Parece que aquí tampoco vamos a tener suerte —dijo—. ¿Prefieres la mesa o las estanterías?


—Supongo que las estanterías —repuso Rebecca encogiéndose de hombros.


—Mejor —dijo él, con una sonrisa tímida—. Tal vez encuentre unos caramelos de menta para el aliento o algo parecido en los cajones.


Rebecca sonrió a su vez, contenta de que hubiera hecho aquel chiste.


—Déjame uno para mí. Antes logré tragármelos, pero también estuve a punto de largarlos junto con el desayuno.


Se cruzaron una mirada mientras seguían sonriendo. Rebecca sintió una ligera oleada de excitación recorrerle el cuerpo mientras el momento se alargaba, mientras el instante duraba unos cuantos latidos más de lo que debería durar una mirada casual.


Steve fue el primero en apartar la mirada, pero su rostro ya tenía mejor color, y sus mejillas incluso estaban un poco sonrosadas. Estaba claro que existía una atracción, y que ésta era mutua…


Y desde luego, es el peor momento y el peor lugar para pensar en ello —le regañó su mente racional—. Olvida toda esa mierda, inmediatamente.


Los libros trataban de todo lo que ella se esperaba, si tenía en cuenta lo que había leído sobre las Triescuadras y Umbrella: química, biología, un grupo de tomos encuadernados en cuero que trataban sobre la modificación del comportamiento, varias revistas médicas… Mientras Steve rebuscaba en los cajones de la mesa, a su espalda, recorrió la hilera de libros con un dedo, empujándolos hacia la pared para separarlos entre sí mientras leía los títulos en los lomos, con la esperanza de que hubiera algo oculto entre ellos o detrás de ellos.


Sociología, Pavlov, psicología y psicología, patología…


Se detuvo y frunció el entrecejo al ver un delgado volumen metido entre dos libros mucho más gruesos. No tenía título. Lo sacó y sintió que el corazón se le aceleraba cuando lo abrió al ver la letra puntiaguda con la que habían escrito. Era un diario.


Retrocedió a la primera página y leyó el nombre «Tom Athens» escrito con letra muy clara.


Es uno de los nombres de la lista de Trent. ¡Es uno de los investigadores!


—¡Eh, he encontrado un diario! —dijo—. Pertenece a uno de los tipos que aparecen en la lista de Trent, un tal Tom Athens.


Steve levantó la vista y por sus ojos pasó un relámpago de interés.


—¿De verdad? Vete a la última página. ¿Qué fecha pone?


Rebecca pasó las páginas hasta llegar a la última.


—Dieciocho de julio, pero no escribía todos los días. La fecha anterior es nueve de junio.


—Lee la última anotación —indicó Steve—. Quizá nos diga qué está pasando.


Rebecca se acercó hasta la mesa y se apoyó en ella, aclarándose la garganta.


Sábado, 18 de julio. Ha sido un día largo y ridículo, el colofón de una semana larga y ridícula. Juro por Dios que le voy a meter una paliza a Louis si convoca otra estúpida reunión. La de hoy era para decidir si incluíamos o no otro escenario en el programa de las Triescuadras, como si necesitásemos otro. Lo único que quería era que su nombre apareciera en el acta de la reunión, y el resto fue la parrafada habitual: la importancia del trabajo en equipo, la necesidad de compartir la información para que todos podamos estar «en el camino correcto». Jesús, es como si no pudiera vivir con la idea de que hubiera una reunión mensual y no apareciera su nombre en el resumen. Y no ha logrado una mierda desde el desastre de los Ma7, y lo único que ha intentado es convencer a todo el mundo de que la culpa la tenía la doctora Chin. Y eso que no le gusta hablar mal de los muertos. Santurrón gilipollas. Alan y yo estuvimos ayer hablando de los implantes, y ese tema va sobre ruedas. Va a escribir una propuesta sobre ello esta semana, y NO vamos a permitir que Louis la toque. Con un poco de suerte, nos darán luz verde al final de mes. Alan tiene la sospecha de que los chicos de la oficina central querrán que lo hagamos sin que Birkin lo sepa, aunque sólo Dios sabe por qué. A B no le importa una mierda lo que estemos haciendo aquí. Se conforma con ser el más brillante e inteligente. Tengo que admitir que estoy deseando ver su próxima síntesis: quizás podamos subsanar alguno de los fallos en las Triescuadras. Tuvimos un pequeño susto en D el miércoles, en el 101. Alguien dejó abierto el refrigerador, y Kim jura una y otra vez que faltan productos químicos, aunque empiezo a creer que ha vuelto a contar mal. Es difícil creer que ella esté a cargo del proceso de infección. Esa mujer es una cabra loca y es condenadamente descuidada a la hora de mantener limpio el equipo. No me explico cómo es que no ha infectado a todo el equipo de investigadores. Dios sabe que hay material de sobra para ello. Debería ir a ver a D para asegurarme de que todo está listo para mañana. Tengo una nueva cepa, y Griffith en persona me ha pedido ver el proceso. Es la primera vez que sale del laboratorio desde hace semanas. De hecho, es la primera vez que se interesa por lo que estamos haciendo los demás. Sé que es una estupidez, pero aun así quiero impresionarlo. Es tan brillante como Birkin, aunque sea a su modo tan inquietante. Creo que incluso intimida a Louis, y éste es demasiado estúpido como para sentir temor… Seguiré escribiendo.


Las páginas restantes estaban en blanco. Rebecca levantó la vista hacia Steve, sin saber qué decir. Su mente trabajaba a toda velocidad para obtener retazos de información útil a partir de aquel desahogo mental. Allí había datos que le preocupaban, algo que no podía determinar con exactitud…


Productos químicos que faltan. Proceso de infección. El brillante e inquietante doctor Griffith…


No tenía la menor duda de que el doctor Griffith había matado a los demás científicos, pero no era eso lo que había hecho saltar las alarmas internas de su cerebro. Era…


—El bloque D —dijo Steve, y en su rostro se dibujó una expresión de miedo angustiado—. Si nosotros estamos en el bloque A, Karen y John están en el bloque D.


Donde hay suficiente virus-T como para infectar a todos los trabajadores de la instalación. Donde se llevaba a cabo el proceso de infección.


—Debemos decírselo a David —concluyó Rebecca, y Steve asintió.


Ambos se apresuraron a salir de la habitación. Rebecca esperaba que Karen y John no encontrasen la habitación 101… y que, si lo hacían, no tocaran nada que pudiera hacerles daño.


La sala de pruebas era grande, y tres de las paredes estaban cubiertas por cubículos abiertos por un lado. En cuanto encendió las luces, David vio que las pruebas estaban numeradas y coloreadas con toda claridad, con los símbolos pintados en el suelo de cemento delante de cada una de ellas.


Todas las pruebas de la serie roja estaban a la izquierda, más cerca de la puerta. Vio bloques de colores brillantes y trozos de madera de formas sencillas encima de la mesa de cada cubículo mientras pasaba caminando a su lado en dirección a la parte trasera de la habitación. La serie verde estaba en la pared opuesta, pero no le prestó atención. La pared trasera estaba marcada con triángulos azules, y la prueba número cuatro estaba en la esquina derecha, la más alejada.


Mientras se acercaba a la parte posterior de la estancia, oyó un ligero zumbido de energía procedente de la zona de las pruebas azules. Había un pequeño ordenador en la mesa de la prueba número dos, y un teclado y unos audífonos en la prueba tres. Como había prometido el texto de Trent, la serie estaba activada, aunque no sabía a qué estaban conectadas.


No tengo ni idea ni me importa. En cuanto haya resuelto estos pequeños acertijos, encontraremos lo que hayan escondido para nosotros y nos marcharemos de aquí. Nos alejaremos de este cementerio. No veo la hora de hacerlo.


Ya había visto más que suficiente de la Ensenada de Calibán. Los cadáveres de la entrada ya habían sido bastante ominosos, pero eran los pensamientos que habían provocado lo que le preocupaba, lo que le hacía sentirse tan ansioso de salir de allí con su equipo. Las Triescuadras eran letales y peligrosas, el monstruo en las aguas de la ensenada había sido algo horrible… pero, en cierto modo, en aquellas instalaciones acechaba un monstruo completamente distinto, uno que había matado a los de su propia especie y que luego los había amontonado como leña en un rincón. Aquel tipo de locura lo atemorizaba mucho más que la codicia inmoral de Umbrella, y sentía pánico por lo que una persona como aquélla le haría a un grupo de soldados que intentaban detenerlo.


Encontraremos el «material», probablemente notas sobre Umbrella, o quizás el propio virus… y luego saldremos pitando hacia la valla y nos alejaremos de toda esta locura. Que los Federales1 se encarguen del resto. Si son inteligentes, volarán en mil pedazos este lugar y reunirán las pistas a partir de las cenizas…


Se detuvo delante del último cubículo y volvió a concentrarse en lo que tenía que hacer. No estaba seguro de lo que vería, pero el despliegue de la prueba número cuatro le sorprendió. Había una mesa y una silla, de un seco metal de color gris. Encima de la mesa había un bloc de hojas de papel, un lápiz y un juego de ajedrez barato, con todas las piezas colocadas. Cuando entró en el cubículo, vio una placa de metal colocada sobre la superficie de la mesa, con una serie de números grabados en la placa.


David se sentó en la silla, y observó atentamente los números.


9-22-3//14-26-9-24-26//2245//15-6-20-26-9


Frunció el entrecejo y levantó la vista hacia el tablero de ajedrez, y luego miró otra vez los números. No había nada más que mirar: allí estaba todo lo relativo a la prueba. Recordó todas las pistas del mensaje de Ammon, preguntándose cuál de ellas sería la respuesta. Era la de «letras y números a la inversa» o la de «no contar». Allí no había nada que hiciera referencia a un arco iris, así que tenía que ser una de esas dos…


Si las pistas están en el mismo orden que las pruebas, se trata de la inversión de letras y números. Pero ¿qué letras? Aquí no hay letras…


David sonrió de repente mientras meneaba la cabeza. Los números de la placa de metal llegaban sólo hasta el veintiséis: era un código, y muy sencillo.


Tomó el lápiz y escribió rápidamente las letras del alfabeto2 y luego las numeró hacia atrás. A era veintiséis, B era veinticinco, y así hasta llegar a la Z, que era la letra número 1.


Miró alternativamente el papel y la placa y comenzó a escribir los números y a descifrar el mensaje.


Si… E…X…M…


La última letra era otra R. Miró al papel donde estaba escrita la frase y luego el tablero de ajedrez. Parecía que alguien tenía cierto sentido del humor.


REX MARCA EL LUGAR


«Rex» en latín era «rey».


Las blancas siempre mueven en primer lugar, así que…


Extendió la mano y tocó el rey blanco. En cuanto sus dedos entraron en contacto con la pieza, ésta se giró y quedó orientada hacia la parte trasera del tablero. Simultáneamente oyó una suave tonadilla musical procedente de algún lugar por encima de su cabeza. Levantó la vista y vio un pequeño altavoz en el techo.


No ocurrió nada más. Ni hubo luces parpadeantes, ni se produjo la apertura de un compartimiento secreto ni las paredes se alzaron para revelar un pasadizo oculto. Al parecer, había superado la prueba.


Qué poco emocionante.


Le pareció que era una prueba tremendamente complicada para algo tan supuestamente estúpido como las unidades de las Triescuadras, unos zombis sin mente… aunque quizás los investigadores habían desarrollado planes para algo distinto, algo inteligente…


Era una idea inquietante, y no quería ni pensar en ella. Se levantó y se dirigió hacia la parte delantera de la estancia…


En ese momento, la puerta se abrió de golpe y Rebecca y Steve entraron a la carrera, ambos con expresión de temor en el rostro.


—¿Qué pasa?


Rebecca agitó el pequeño libro en la mano y comenzó a hablar con rapidez.


—Hemos encontrado un diario. Dice que la cepa del virus que se utilizaba para infectar a las Triescuadras se encuentra en el bloque D, en la habitación ciento uno. Puede que no pase nada, pero si Karen o John tocan algo que haya quedado contaminado…


Ya había oído lo suficiente.


—Vamos.


Ambos se giraron y comenzaron a seguirlo cuando pasó a su lado para encabezar la marcha y deshacer el camino que habían recorrido hasta allí, mientras sus pensamientos se sucedían sin tregua. Habían pasado de largo al lado de una entrada al otro extremo del edificio: podría enviar a Rebecca y a Steve al siguiente bloque mientras él se acercaba al bloque D, tal como habían planeado de antemano… sólo que ahora tenía que ir muchísimo más rápido, además de llevar consigo el tremendo y horrible temor de que dos miembros de su equipo podían entrar en contacto de forma accidental con el temible virus-T.


Eso no va a ocurrir, porque son muy cuidadosos. ¿Qué posibilidades hay de que uno de ellos se corte y luego toque algo en una estancia que tiene que estar marcada para indicar que es un laboratorio?


Los hechos tranquilizadores no calmaron sus temores. Todos se apresuraron a llegar a la salida, mientras un nudo de miedo se aposentaba en el fondo del estómago de David.


Estaban de pie en un corredor en el centro del bloque D, escuchando en silencio para oír el sonido que les indicaría que David había llegado. Podrían percibir cualquier ruido procedente de cualquiera de las tres puertas que daban al exterior desde el lugar donde se encontraban. Después de comprobar que en el edificio no había ningún peligro y de encontrar la sala de pruebas, Karen y John habían abierto todos los pasillos que llevaban a las puertas de salida.


Karen echó un vistazo a su reloj y se frotó los ojos. Se sentía un poco cansada por todo lo que había ocurrido a lo largo de aquella noche, y también un poco enferma por lo que había visto en la habitación 101. Incluso John parecía extrañamente tranquilo y, desde luego, estaba mucho más callado que de costumbre. No había gastado ni una sola broma desde que habían salido de aquella estancia para dirigirse hasta donde estaban esperando a David.


Quizás está pensando en la camilla, con las cuerdas manchadas de sangre. O en las jeringuillas. O en el equipo quirúrgico metido en el fregadero…


Habían encontrado la sala de pruebas en primer lugar, una gran estancia repleta de pequeñas mesas, cada una de ellas marcada con números entre el uno y el ocho. Karen había quedado algo decepcionada al ver que la prueba número siete de la serie azul no era más que un puñado de fichas de colores con una letra escrita en cada una de ellas. La mitad de ellas estaban boca arriba y no querían decir nada. Todos los colores correspondían a los del arco iris, aunque había dos fichas violetas adicionales en el montón. Como no podían tocar nada hasta que David hubiera realizado la primera prueba, se dio la vuelta a regañadientes y sugirió que quizá deberían registrar el resto del edificio.


Habían atravesado un par de habitaciones vacías y una atestada sala de café, donde habían encontrado una caja de bollos increíblemente duros y poco más. En el laboratorio químico habían encontrado los mejores indicios sobre el tipo de lugar que habían creado los directivos de Umbrella. Y aunque Karen no creía en fantasmas, la estancia le había hecho experimentar una sensación como jamás había tenido antes: el lugar estaba maldito. Así de simple: maldito por los sentimientos de miedo y por la precisión fría y nazi de unos científicos que cometieron atrocidades contra seres de su propia especie.


—¿Estás pensando en esa habitación? —preguntó John en voz baja.


Karen asintió, pero no dijo nada. John pareció percibir su deseo no expresado en voz alta de que no quería hablar sobre ello, y Karen se sintió agradecida por ello. La única sensación agradable para ella en ese momento era el peso de su amuleto de la suerte en el interior de su chaleco. Deseaba poder sacarlo para sentirse reconfortada por el recuerdo de su padre y las misiones llevadas acabo con éxito. Cualquier cosa que le quitara de la cabeza aquella habitación…


El signo en el exterior de la puerta de la habitación 101 indicaba claramente que existía peligro biológico en aquel lugar. Ella y John habían discutido brevemente sobre la posibilidad de entrar. Él argumentaba que era peligroso entrar en una zona que quizás estaría contaminada, y Karen había insistido en que ninguno de los dos tenía cortes o roces profundos en la piel y que podrían encontrar alguna información sobre el virus-T que podrían llevarse con ellos. La verdad era que ella no quería, no podía dejar pasar de largo una oportunidad como aquélla: necesitaba saber lo que había detrás de esa puerta, porque estaba allí, porque si no la abría, no se quedaría tranquila.


John había accedido por fin y habían entrado, pasando en primer lugar por un corto pasillo que estaba cubierto con hojas de plástico grueso. Por encima de sus cabezas vieron unas bocas de ducha, y en el suelo un agujero de desagüe. Estaba claro que era una zona de descontaminación. Una segunda puerta, algo más pequeña, llevaba a una habitación que era el sueño de cualquier científico loco de las películas de terror.


Cristal roto en el suelo, crujiendo bajo las suelas de las botas. Un vago olor a sudor provocado por el miedo, justo por debajo del acre y penetrante olor a lejía y a desinfectante…


John encontró los interruptores de la luz, y antes incluso de que la gran estancia apareciera ante sus ojos, Karen sintió que su corazón empezaba a latirle con violencia. Una tensión siniestra llenaba la atmósfera del lugar, como un presagio que irradiara de las mismas paredes. Se parecía a cualquiera de la docena de laboratorios en los que ella había trabajado: estanterías y armarios pegados a las paredes, un par de fregaderos de metal, una gran unidad de refrigeración en una esquina con un candado en el tirador. Y en cierto modo, eso era lo peor: que el ambiente le fuese tan familiar, un lugar en el que ella siempre se había sentido a gusto.


Las pocas diferencias eran tremendas. La estancia estaba centrada alrededor de una mesa de autopsia de acero inoxidable… con ataduras en las esquinas. Y había otras dos camillas al lado de la mesa, equipadas de la misma manera. Mientras se acercaba a una de ellas, vio unas manchas oscuras y secas en cada uno de sus extremos. La fina tela de la camilla estaba empapada con la sangre procedente de los sitios donde se encontrarían las muñecas y los tobillos de una persona.


En la parte trasera de la habitación había una jaula del tamaño de un retrete. Las gruesas barras rodeaban un pequeño banco sin acolchar. A su lado había unas cuantas varas apoyadas en la pared, cada una de un metro aproximadamente, con agujas hipodérmicas en la punta. Eran el tipo de instrumento utilizado en los zoológicos para drogar a los animales salvajes, que permitía a la persona encargada de hacerlo no ponerse al alcance de sus garras.


Karen miró de nuevo la camilla y tocó ligeramente la costra de sangre seca, preguntándose qué clase de persona participaría voluntariamente como investigador en un experimento de ese tipo. La mancha de sangre era vieja y polvorienta, y su mente se llenó con las imágenes de lo que tenían que haber soportado las víctimas, a la espera en el interior de la jaula, quizás observando cómo un loco de manos enguantadas inyectaba un virus tóxico y mutante en un ser humano indefenso… Era un mal lugar, un lugar repleto de hechos malvados. Ambos lo habían sentido, ambos se habían visto afectados emocionalmente al darse cuenta de lo que había pasado en aquel sitio.


A Karen comenzó a escocerle el ojo derecho; aquello la distrajo de los terribles recuerdos y la volvió de regreso al presente. Se lo frotó, y luego miró de nuevo su reloj. Sólo habían pasado veinte minutos desde que el equipo se había separado, aunque parecía que había pasado mucho más tiempo…


Oyó el ruido de una puerta que se abría, seguido por un grito de David que resonó por el pasillo. Había entrado por la puerta que daba al oeste.


—¡Karen, John!


John le sonrió a Karen, y ella le devolvió la sonrisa, sintiendo una oleada de alivio: David estaba bien.


—¡Aquí! ¡Sigue andando! —respondió John—. ¡Gira a la derecha en el cruce de pasillos!


El eco de sus pasos apresurados llegó hasta ellos a través del pasillo. Segundos después, apareció por la esquina y siguió trotando hacia ellos, con el rostro congestionado por la preocupación.


—¿Va todo…? —comenzó a preguntar Karen, pero David la interrumpió.


—¿Habéis encontrado el laboratorio? ¿La habitación ciento uno?


John frunció el entrecejo y su sonrisa desapareció.


—Sí, está por donde tú has venido…


—¿Habéis tocado algo? ¿Tenéis algún corte o alguna pequeña herida que pueda haber entrado en contacto con cualquier cosa?


Sus rostros dejaron translucir la confusión que sentían. David habló con rapidez, mirando a uno y a otro de forma alternativa.


—Hemos encontrado un diario, y en él dice que en ese laboratorio es donde se infectaba a los miembros de las Triescuadras.


—Vaya, no me jodas. —John volvió sonreír—. Lo adivinamos en cuanto pasamos dos segundos en esa habitación.


—Ni un rasguño —repuso Karen, poniendo en alto sus dos manos.


David dejó escapar una profunda exhalación, y sus hombros se relajaron.


—Gracias a Dios. Tenía un presentimiento horrible mientras venía hacia aquí. Hemos encontrado a los investigadores en el bloque A. Ammon tenía razón, los ha matado a todos. Y ese misterioso «él» ya tiene nombre. Rebecca está bastante segura de que se trata de Nicolas Griffith. Reconoció su nombre en la lista de Trent, y el muchacho tiene un historial bastante macabro. Ya os lo contará cuando nos reagrupemos… —meneó la cabeza, y una ligera sonrisa apareció en sus labios—. Yo… Supongo que dejé que mi imaginación se desbocara por un momento.


La sonrisa de John se hizo aún más amplia.


—Demonios, David, no sabía que te preocupáramos tanto. O que pensaras que somos tan estúpidos como para pincharnos con agujas sucias en un sitio como éste.


David soltó una pequeña risa.


—Por favor, acepta mis más sinceras disculpas.


—¿Dónde están Rebecca y Steve? —preguntó Karen.


—En estos momentos, probablemente se encuentren en la siguiente área. Vi que llegaban sanos y salvos al bloque B antes de venir aquí. ¿Habéis encontrado la prueba número siete?


—Por aquí —repuso John, y comenzó a contarle el encuentro que habían tenido con las dos Triescuadras mientras se acercaban a la sala de pruebas.


Karen los siguió, frotándose con más fuerza el ojo para quitarse de encima el molesto picor. Probablemente se lo había irritado aún más al frotárselo, porque parecía estar peor. Y para colmo de males, sentía que iba a tener un dolor de cabeza.


Se frotó el ojo de nuevo, suspirando para sus adentros por el momento tan oportuno para ponerse enferma. Nunca tenía dolores de cabeza excepto cuando estaba a punto de caer enferma. El chapuzón en el frío océano debía de haberla preparado para un lindo resfriado, y por el creciente palpitar del dolor de cabeza, sería uno de los grandes.
Capítulo 11


Había preparado todas las jeringuillas después de decidir dónde se escondería, después de haberle dado las instrucciones a Athens y de haberlo enviado a que las cumpliera. No le quedaba otra cosa que hacer más que esperar. A pesar de la confianza que sentía minutos antes, en ese momento estaba nervioso y caminaba arriba y abajo del laboratorio de forma incesante. ¿Qué pasaría si Athens hubiese olvidado cómo cargar un rifle? ¿Qué pasaría si el sistema de apertura del recinto de los Ma7 no funcionaba o si los intrusos disponían de la potencia de fuego suficiente como para eliminarlos? Había procurado prepararse para cualquier posibilidad, y cada plan había dado lugar al desarrollo de un plan de contingencia, pero ¿qué ocurriría si todo fallaba y los intrusos lograban llegar hasta él?


Los mataré yo mismo. ¡Los estrangularé con mis propias manos! No impedirán que hagan lo que debo hacer. No pueden, no después de todo lo que he logrado. No después de todo por lo que he tenido que pasar para llegar hasta donde estoy…


Por segunda vez en aquel día, recordó cómo había logrado tomar el control de las instalaciones… Las extrañas y vívidas imágenes de aquel soleado día, hacía ya un mes. En lugar de desechar aquellos pensamientos, como había hecho antes, los dejó seguir y les dio la bienvenida, para recordar lo que era capaz de hacer si era necesario. Se detuvo bruscamente y se dejó caer sobre una silla, cerrando los ojos.


Un día soleado…


En cuanto se dio cuenta de lo que tenía que hacer, se dedicó a planearlo durante dos semanas, estudiando cada detalle de forma incansable hasta que quedó satisfecho de que cada variable había sido prevista. Había pasado bastante tiempo leyendo sobre el comportamiento de las Triescuadras, revisando los horarios principales y memorizando las actividades diarias de las instalaciones. Había observado y vigilado a sus colegas, aprendiéndose de memoria sus programas de trabajo hasta que fue capaz de recitarlos de atrás hacia adelante. Se quedó mirando los planos que había hecho de cada edificio y caminó por ellos en su mente un millar de veces. Después de pensarlo detenidamente, eligió una fecha, y varios días antes del día señalado, se coló en la habitación de procesamiento de las Triescuadras y robó varios frascos con sustancias extremadamente poderosas.


Kilosintesina, mamesidina, tralfenida, tranquilizantes animales y narcóticos sintéticos, algunos de los mejores productos de Umbrella…


Sólo había tardado una tarde en lograr la mezcla que quería en la proporción adecuada, justo como había esperado. Entonces se había quedado a la espera, igual que estaba haciendo en aquel momento…


El día anterior a la puesta en marcha de sus planes había observado el proceso de formación de una Triescuadra y luego le había pedido a Tom Athens que fuera al laboratorio después de la cena para discutir en privado unas cuantas ideas que había tenido sobre cómo intensificar el factor de sugestión. Encantado de aceptar su invitación, Athens había escuchado atentamente la descripción de Griffith sobre la nueva cepa que había creado, en términos hipotéticos, por supuesto, y después de una caliente y «cargada» taza de café, Athens había sido el primero en experimentar el milagro de Griffith.


Griffith sonrió al recordar aquellos gloriosos momentos iniciales, la primerísima y, por supuesto, más importante prueba de la efectividad de su cepa de virus. Le había dicho a Athens que la única voz que podría percibir con claridad sería la de Nicolas Griffith, y que todas las demás voces serían para él un balbuceo incoherente, y la sugestión había funcionado con esa facilidad. En las primeras horas de aquella mañana llena de promesas, había puesto en marcha una cinta con un discurso del propio doctor Athens, y el servicial doctor no había oído más que una charla ininteligible.


Si la cepa no hubiese superado la prueba, Griffith habría abortado su intento de tomar el control de las instalaciones, y nadie habría sabido nada. Ya tenía previsto un desafortunado accidente si el virus no actuaba del modo que se suponía que tenía que hacerlo: el cuerpo del doctor Athens habría sido descubierto al día siguiente, sobre las rocas de la orilla. Sin embargo, el increíble éxito de su creación le había demostrado, más allá de cualquier duda, que no tenía más remedio que continuar con sus planes…


Y así, pues a la cocina. Las gotas de sedante en las tazas de café, en los pastelillos, inyectados con mucho cuidado en la fruta y disuelto en la leche, los zumos…


De los diecinueve hombres y mujeres que vivían en la Ensenada de Calibán, sólo había una persona que se saltara el desayuno de forma habitual y que jamás tomaba café: Kim D'Santo, la ridícula jovencita que trabajaba con el virus-T. Griffith se había limitado a enviar al doctor Athens para que le rebanara la garganta mientras dormía, antes de que saliera el sol…


Era un día soleado, sin una sola nube en el horizonte, mientras ellos se tragaban su desayuno y se bebían su café. Luego salieron al fresco aire de la mañana y se cayeron al suelo. Muchos de ellos ni siquiera lograron salir de la cafetería antes de derrumbarse inconscientes. Unos cuantos lograron gritar que los habían envenenado, pero inmediatamente no pudieron hablar más y cayeron dormidos bajo el efecto de las drogas…


Griffith frunció el entrecejo al intentar recordar qué había ocurrido después. Había escogido a Thurman, incapaz de resistir el infantil placer de mostrarle al buen doctor lo que había logrado crear. Luego había elegido a Alan Kinneson, aunque no le había concedido el don hasta después, y lo había mantenido sedado…


Conocía los demás hechos: Thurman y Athens se habían encargado de los demás trabajadores y los habían apilado en el bloque A. Lyle Ammon había logrado permanecer escondido durante cierto tiempo, pero las Triescuadras habían logrado encontrarlo aquella misma tarde. Griffith había tomado un almuerzo algo tarde y luego se había ido a la cama, para levantarse temprano y empezar a trasladar todos los papeles y el material informático al laboratorio. Ésos eran los hechos, los datos que conocía, pero por alguna extraña razón, la realidad se había hecho borrosa y no podía recordar con exactitud qué había visto, cómo había transcurrido el resto del día para él.


Griffith rebuscó entre sus recuerdos, concentrándose en ello, pero sólo pudo traer a la memoria las mismas imágenes confusas e inciertas: el brillante sol del mediodía, bañando los cuerpos dormidos y cubiertos de rojo. El grito de las gaviotas sobre la ensenada, salvajes e incansables, sobre el cálido viento. Un fuerte olor sobre el suelo sucio…


Y sangre en mis manos y en el escalpelo que brillaba húmedo y afilado, y que yo hundía en la blanda carne de caras y estómagos y ojos, y después el rugir de las olas en la oscuridad y el carrete de hilo de pescar, y Ammon, Ammon saludando con la mano…


Abrió los ojos de repente, y la pesadilla acabó en ese mismo instante. Conmocionado, Griffith miró alrededor y vio su laboratorio iluminado por la fría y suave luz de los tubos fluorescentes. Seguro que se había quedado dormido por un momento. Sí, eso había sido, sin duda. Se había quedado dormido y había tenido una horrible pesadilla.


Miró el reloj y comprobó que sólo habían pasado unos minutos desde que había enviado a los doctores a cumplir sus instrucciones. Sintió una oleada de alivio al ver que no se había quedado dormido durante mucho tiempo, pero a medida que el alivio desaparecía, notó que el nerviosismo regresaba a su cuerpo, lo mismo que la ansiedad provocada por los intrusos. No me detendrán. Es mío.


Griffith se puso en pie y comenzó a andar arriba y abajo de forma incesante, a la espera.


Sólo fue necesario dedicar un poco más de tiempo a la prueba del «arco iris del tiempo», la número siete, que a la prueba número cuatro, a la que David llamó la «prueba del ajedrez». John y Karen le habían mostrado la pequeña mesa en la gran habitación, y se habían quedado de pie a su espalda mientras él le daba la vuelta a las fichas que estaban boca abajo y las ponía en fila. Debajo del montón de fichas con los nueve colores del arco iris había una larga muesca, de unos treinta centímetros de longitud y cinco centímetros de ancho. Estaba claro que en ella sólo cabrían siete fichas.


Los siete colores del arco iris, así que son siete fichas. Es sencillo, de modo que, ¿por qué hay nueve fichas?


David ordenó las fichas por colores y las colocó en una fila debajo de la muesca. Cada una tenía una letra distinta en su parte superior, marcada con tinta negra. Rojo, naranja, amarillo, verde, azul, añil… y tres fichas violetas con tres letras diferentes.


—¿Se supone que esto quiere decir algo? —preguntó John.


Si se leían de izquierda a derecha, las letras de las seis primeras fichas eran: E, F, M, A, M y J. Las demás fichas tenían las letras J, D y O.


—No que yo sepa —dijo Karen en voz baja.


David suspiró.


—Es el tipo de rompecabezas en el que tienes que adivinar cuál es el siguiente elemento —dijo—. Al parecer, tiene que ver algo con el tiempo. ¿Alguna idea?


Tanto John como Karen se quedaron mirando el rompecabezas, observando con atención las letras. David se preguntó si se sentirían tan cansados como él comenzaba a sentirse. John tenía un aspecto menos vivaracho que el habitual, y Karen parecía bastante agotada, con la piel algo pálida y la mirada bastante perdida.


Por supuesto que están cansados, pero al menos lo están intentando…


David volvió a mirar las fichas de colores e intentó centrar su atención en ellas, pero no pudo sacar ni una sola idea coherente de su observación. Había sido un día realmente largo, con períodos de concentración muy intensa, intercalados con situaciones cargadas de adrenalina en las venas. Había sentido miedo, dudas, decisión y luego miedo de nuevo, además de unas cuantas emociones más no demasiado claras y delimitadas. En ese momento se sentía rendido de cansancio, a la espera de lo que pasaría a continuación…


John sonrió de repente, con un brillo triunfal en la mirada.


—Las letras corresponden a las iniciales de los meses del año: enero, febrero, marzo, abril, mayo, junio… julio. Es la J, la siguiente ficha es la que tiene marcada la letra J.


—Brillante —celebró David.


Comenzó a colocar las fichas en la ranura al mismo tiempo que John, todavía sonriente, le daba un pequeño codazo a Karen.


—Y tú que pensabas que sólo valía para el sexo.


Karen, como era habitual, ni siquiera se dignó en responder. David se sintió aliviado de haber superado la segunda prueba y colocó la última ficha en su lugar. Se oyó un ligero chasquido y el arco iris bajó un poco, muy poco, quizás un milímetro. Por encima de sus cabezas percibieron un ligero sonido a campanillas procedente de un pequeño altavoz situado en el techo. Éste estaba escondido detrás de un tubo fluorescente.


—¿Eso es todo lo que recibo? —dijo John con tono pretendidamente ofendido—. ¿No hay una orquesta o un desfile?


David enderezó el cuerpo y sonrió con cansancio.


—Yo oí lo mismo cuando superé la otra prueba. Deberíamos ponernos en marcha y ver qué tal les va juntos a Steve y a Rebecca…


—Un modo interesante de decirlo —repuso John con una pequeña carcajada—. Muy bonito y educado.


David tardó unos segundos en pillar el doble sentido, aunque Karen había levantado la vista al cielo inmediatamente… y luego se había frotado los ojos. Cuando apartó la mano, David se dio cuenta de que su ojo derecho estaba muy rojo, mientras que el izquierdo, aunque también estaba ligeramente enrojecido, no presentaba tan mal aspecto.


Ella se dio cuenta de que la estaba mirando atentamente y le sonrió mientras se encogía los hombros.


—Lo tengo irritado. Me pica, pero estoy bien.


—No te lo toques más o empeorará —dijo David mientras encabezaba la marcha hacia la puerta—. Y que Rebecca le eche un vistazo en cuanto nos reunamos con ella y con Steve.


Recorrieron el pasillo en dirección a la salida trasera. David se preparó para otra carrera a través de los edificios de la instalación. Si las cuentas no le fallaban, en total habían logrado abatir a tres de las Triescuadras: tres hombres en el exterior del almacén de botes y un cuarto en el recorrido hacia el primer edificio, y luego Karen y John habían acabado con otros cinco entre los bloques C y D.


Una información muy útil, David, si por casualidad supieras cuántas escuadras hay ahí fuera.


Hizo caso omiso del sarcasmo interior de su conciencia mientras extendía la mano hacia el tirador de la puerta de metal y Karen se preparaba para apagar las luces. Desenfundaron sus armas y respiraron profundamente varias veces para prepararse. En ese instante, David notó de nuevo una sensación familiar que le recorría el cuerpo, una que ya había experimentado en situaciones similares pero a la que no había podido ponerle nombre. No era tanto una sensación como un estado de existencia, y aunque no era un hombre especialmente religioso, era lo más parecido que tenía a la creencia en el destino, la sensación de que existían hechos y fuerzas más allá de la influencia humana.


Pasase lo que pasase, fuese lo que fuese lo que estaba ocurriendo mientras se preparaban para salir fuera, todos los factores decisivos se hallaban firmemente situados en su lugar correspondiente y estaban interconectados como las piezas de un rompecabezas. Lo sentía con una certidumbre que desafiaba la razón y la lógica. Era como si una gran rueda de las oportunidades que determinaban el resultado, que les daría o les quitaría la vida, se hubiese puesto en marcha y se dirigiese hacia su inevitable final, sólo que, en lugar de ir más lentamente, la rueda girase cada vez con mayor rapidez y acelerase al mismo tiempo que les revelaba los planes que el cosmos tenía para ellos.


Había sentido a menudo cierta tranquilidad al darse cuenta de la presencia de esa rueda, la indefinible sensación de que el resultado ya había sido decidido y que lo único que podía hacer era presenciar cómo se acercaba. Cuando era un niño y su padre se encontraba en uno de sus ataques de furor provocado por el alcohol, la creencia en algo superior era lo único que a veces le había salvado de caer en una desesperación total. Sin embargo, en esa ocasión… en aquel momento sólo sentía que era algo terrible, una atracción de feria siniestra y alucinante en la que se habían montado por error, y no se habían dado cuenta de la verdad hasta que había sido demasiado tarde: no podían regresar ni dar marcha atrás, y tampoco esquivar lo que se iban a encontrar más adelante.


Entonces nos agarramos a lo que podamos y aguantamos. Haremos lo que podamos.


David se acercó más a la puerta y le quitó el seguro a la Beretta. No importa si tenía el control de lo que iba a pasar después: Rebecca y Steve estaban esperándolos.


La sala de pruebas estaba en completo silencio con excepción del zumbido procedente de las máquinas marcadas con números azules, del nueve al doce, y del esporádico roce de las páginas del diario de Athens que Rebecca estaba hojeando. Sentado en una mesa, Steve observaba cómo leía, aunque sus pensamientos estaban en otro lado, tensos e inquietos, mientras esperaban que aparecieran los demás miembros del equipo. Sentía un poco de dolor en el pecho, provocado tanto por el impacto del proyectil de pequeño calibre contra su chaleco antibalas como por la ansiedad causada por la posible situación de John y Karen.


Ambos habían estado de acuerdo, después de echar un rápido vistazo a las demás habitaciones, en que la sala de pruebas era el mejor lugar para esperar a los demás. Al parecer, el bloque B de las instalaciones era el que Umbrella había dedicado especialmente a los aspectos quirúrgicos de las investigaciones sobre armas biológicas. Todas las habitaciones eran de color blanco y estaban repletas de muebles de acero, pero también eran ominosamente espartanas y desagradables. Aunque el ambiente del edificio estaba tan cargado y hacía tanto calor como en los otros bloques, Steve sintió en éste un frío interior cuando pasaron al lado de las distintas salas de operaciones, como si las propias estancias hubiesen adquirido las características de las criaturas infectadas por el virus-T. Frías y sin vida, con un propósito oscuro y en cierto modo insensible…


Rebecca levantó la vista, con los ojos llenos de emoción.


—Escucha esto —le dijo a Steve.


»Todavía están esperando que les pasemos el informe sobre la expansión desde que el doctor Grifftth ha disminuido el tiempo de amplificación. Tenemos espacio para veinte unidades, pero voy a negarme a crear más de doce. No podemos concentrarnos en el entrenamiento de más de cuatro escuadras a la vez. Ammon me ha confirmado que me apoyará si se produce alguna discusión.


Steve asintió, mitad aliviado, mitad preocupado por la información. Ya habían eliminado a una de las Triescuadras mientras se acercaban a los bloques de la instalación, además de herir de gravedad o incluso matar a un par de individuos de otra escuadra. No estaba mal. Sin embargo, por otro lado, aquello significaba que todavía quedaban otro par de escuadras al completo rondando por ahí fuera…


A menos que ya se estén enfrentando a David y los demás…


Se enfadó consigo mismo y se obligó a pensar en otra cosa.


—¿Sabes lo que quiere decir eso de «ha disminuido el tiempo de amplificación»?


Rebecca asintió con lentitud, frunciendo el entrecejo por la preocupación.


—Estoy bastante segura de que quiere decir que el doctor Griffith ha acelerado el proceso de amplificación. Amplificación es el término que se utiliza para indicar la expansión del virus por el cuerpo del organismo infectado.


Aquello tampoco sonaba como algo en lo que quisiera pensar. Por alguna especie de acuerdo no expresado en voz alta, no habían hablado sobre la posibilidad de que John o Karen se hubiesen infectado desde que David se había marchado.


—Estupendo. ¿Has encontrado algo más?


Negó con la cabeza.


—La verdad es que no. Menciona lo que llama «los Ma7» un par de veces, pero no dice nada más concreto aparte de que son un experimento con el virus-T. Y desde luego, es una especie de gilipollas.


—¿Una especie de gilipollas?


Rebecca sonrió por un momento.


—Bueno, me he quedado corta. Es un cabrón inmoral y sediento de dinero.


Steve asintió mientras pensaba en el informe parcial que habían encontrado sobre las Triescuadras y, en general, en toda la existencia de aquellas instalaciones. Llamar a las víctimas del virus-T «unidades», crear salas de operaciones como aquéllas y pruebas de aptitud como si fueran ratas de laboratorio…


Es como si no pudieran reconocer que están realizando sus experimentos en seres humanos, con gente de verdad…


—¿Cómo pueden hacer esto? —preguntó en voz baja, tanto a sí mismo como a Rebecca—. ¿Cómo pueden dormir tranquilos por la noche?


Rebecca lo miró con ojos solemnes, como si tuviera la respuesta pero no estuviera segura de cómo expresarla. Por último, suspiró.


—Cuando te especializas en un campo, sobre todo cuando es un área de investigación que exige un pensamiento lineal y una concentración y un enfoque muy definidos sólo en un pequeño elemento de algo más general… Es difícil explicarlo, pero resulta tremendamente fácil perderse en ese pequeño elemento, y da miedo, porque también es muy fácil olvidar que existe un mundo aparte y real más allá de ese pequeño elemento. Cuando te pasas días y días mirando por la lente de un microscopio, rodeado de números y letras y procesos… Alguna gente se pierde. Y si, además, antes de empezar ya eran algo inestables emocional o mentalmente, la ambición de lograr el éxito con ese pequeño elemento se apodera de ti, y hace que todo lo demás carezca de importancia alguna…


Steve se dio cuenta de lo que quería decir, y se sintió impresionado por la profundidad que demostraba aquel pensamiento, por la claridad con que había expresado su idea…


Y todo eso unido a una sonrisa capaz de iluminar todo este lugar. Si… cuando salgamos de ésta, me voy a mudar a Raccoon City. Bueno, al menos, me enteraré de si está saliendo con alguien…


Se oyó un sonido procedente de algún punto del edificio. Pasos. Steve se levantó de la mesa y se dirigió con rapidez a la puerta.


Se asomó al pasillo y oyó la voz de David resonando por el vacío corredor.


—¡En la parte de atrás! —gritó Steve, y se quedó a la espera, mirando con ansiedad hacia la esquina que David tenía que doblar para llegar hasta ellos. Por fin lo hizo, con Karen y John sanos y salvos a su lado, con aspecto saludable y sonriendo. Rebecca se acercó hasta donde se encontraba Steve y se puso a su lado, y él vio la misma preocupación y esperanza escritos en su bello y juvenil rostro.


Extendió su mano de forma instintiva hacia la suya, y sintió un cosquilleo electrizante cuando sus dedos se tocaron. Esperaba que ella apartase la mano, pero no lo hizo; en su lugar, se apoyó en él mientras le apretaba la mano con dulzura, con la piel de la palma de su mano tibia y suave contra la suya.


El eco de la resonante de voz de John llegó hasta ellos por el pasillo, llena de buen humor y vivacidad.


—¡Eh, chavales! ¡Poneos la ropa, que viene gente!


Ella separó la mano con rapidez, pero la mirada que le lanzó compensó el gesto con creces. Steve vio una expresión de cariño y ternura que hizo que su corazón perdiera el compás, pero también madurez, una muestra clara de que se daba cuenta de las circunstancias en las que se encontraban y que sabía cuáles eran las prioridades en aquel caso.


Nada más hasta que salgamos de aquí.


Él asintió levemente, y se dieron la vuelta para esperar a los demás.
Capítulo 12


Rebecca todavía podía sentir la tibieza de la mano de Steve en la suya mientras David, John y Karen se acercaban a la puerta. Vieron que John les estaba sonriendo de oreja a oreja.


—Sentimos interrumpiros, pero pensamos que os vendría bien alguien que hiciera de carabina —dijo—. No hay nada como el amor juvenil, ¿verdad?


Rebecca intentó no sonrojarse mientras los tres entraban en la sala. De repente, se sintió muy poco profesional. Lo único que habían hecho era tomarse de la mano, y sólo durante un segundo, pero estaban en mitad de una misión, en un territorio hostil en el que cualquier fallo de concentración podía provocar la muerte de todos ellos.


Al parecer, John se dio cuenta de su actitud avergonzada.


—Ah, no me hagas caso —se disculpó, mientras su sonrisa disminuía un poco—. Sólo estoy gastándole una broma a Steve. No pretendía ofender a nadie…


David lo interrumpió y lo miró fijamente.


—Creo que tenemos cosas más importantes de las que hablar —dijo con voz tranquila—. Tenemos que ponernos al día con la información de la que disponemos, y tengo unos cuantos asuntos que me gustaría considerar con vosotros.


Señaló con la barbilla el diario que Rebecca sostenía en sus manos.


—Encontraron la habitación, pero no tocaron nada. ¿Has encontrado algo útil?


Ella asintió, sintiéndose aliviada por lo que les había dicho David y agradecida por el cambio de tema.


—Parece ser que sólo existen cuatro Triescuadras, aunque la anotación que lo menciona data de hace seis meses.


David pareció aliviado también.


—Es una noticia excelente. John y Karen se encontraron con otras dos justo fuera del bloque D, y lograron eliminar a los cinco miembros que las componían. Eso significa que es posible que sólo quede una Triescuadra.


Cogieron unas sillas de las pequeñas mesas que estaban alineadas en las paredes y formaron un semicírculo en el centro de la sala. David se quedó de pie y les habló con solemnidad.


—Me gustaría efectuar una pequeña recapitulación de lo que ha ocurrido, para asegurarme de que todos estamos informados antes de seguir adelante. En resumen: estas instalaciones se han utilizado para efectuar experimentos con el virus-T, y uno de los investigadores se ha apoderado de ellas por motivos desconocidos. Los demás trabajadores han sido asesinados y las oficinas han sido registradas para llevarse cualquier prueba incriminatoria. Rebecca cree que el responsable de todo lo anterior es el doctor Nicolas Griffith, y el hecho de que el terreno todavía sea patrullado por las Triescuadras nos sugiere que todavía sigue vivo en algún lugar de estas instalaciones, aunque no creo que debamos preocuparnos por encontrarlo. Ya hemos superado dos de las pruebas que nos planteaba el doctor Ammon a través de Trent, y tengo la esperanza de que el «material» que ha ocultado para nosotros sean las pruebas que necesitamos para acusar formalmente a Umbrella de actividades criminales.


Cruzó los brazos y comenzó a andar lentamente arriba y abajo, mirándolos a cada uno de forma alternativa.


—Es obvio —siguió diciendo— que ya disponemos de multitud de pruebas que demuestran que se han cometido actos ilegales en este lugar. Podríamos marcharnos ya y denunciar el caso a las autoridades federales. Lo que me preocupa es que todavía no disponemos de pruebas sobre la participación de Umbrella. Su nombre no aparece en ningún lugar, con excepción del equipo informático y el diario que encontraron Rebecca y Steve, y es posible encontrar una explicación para ambos casos. Creo que debemos seguir con las pruebas y encontrar lo que sea que el doctor Ammon ha dejado para nosotros antes de marcharnos, pero antes de eso, quiero escuchar lo que tenéis que decir al respecto. Esta no es una operación autorizada, y no seguimos ninguna orden, así que si creéis que debemos irnos ya, nos iremos inmediatamente.


Rebecca se quedó sorprendida, y advirtió que las expresiones de los rostros de los demás reflejaban el mismo asombro. David parecía tan seguro antes, tan entusiasta con las posibilidades de éxito. El gesto que mostraba su rostro era completamente distinto ahora. Casi parecía disculparse por querer seguir e, incluso, le dio la impresión de que quería que alguno de ellos se opusiese.


¿A qué viene ese cambio? ¿Que ha ocurrido?


John fue el primero en hablar, mirando al resto de sus compañeros antes de mirar otra vez a David.


—Bueno, hemos logrado llegar hasta aquí. Y si sólo queda otro grupo de zombis ahí fuera, yo digo que acabemos.


—Sí —asintió Rebecca—, y además, todavía no hemos encontrado el laboratorio principal, no sabemos por qué Griffith ha hecho todo esto. Puede que haya sufrido un ataque psicótico o que esté ocultando algo. Es posible que no encontremos nada, pero merece la pena echar un vistazo. Además, ¿qué pasará si se le ocurre seguir destruyendo pruebas después de que nos hayamos ido?


—Estoy de acuerdo con vosotros —convino Steve—. Si los STARS están tan involucrados en los asuntos de Umbrella como parece, no vamos a disponer de otra ocasión como ésta. Quizá es la última oportunidad que tenemos para establecer una conexión o relación entra las dos. Y ya estamos tan cerca… La tercera prueba está justo ahí. Si la superamos, estaremos un paso más cerca de lograr lo que queremos.


—Yo digo que sigamos —susurró Karen en voz baja.


Rebecca se volvió para mirarla al percibir el tenso tono de su voz, y se dio cuenta por primera vez de que el aspecto de Karen no era demasiado bueno. Sus ojos estaban completamente enrojecidos, y su piel estaba muy pálida, con un tono casi cadavérico.


—¿Estás bien? —preguntó Rebecca.


—Sí —asintió Karen mientras lanzaba un suspiro—. Es sólo un dolor de cabeza.


Debe de ser una migraña. Tiene un aspecto fatal.


—¿Qué pasa, David? ¿Qué es lo que te preocupa? —preguntó John de golpe—. ¿Sabes algo que no quieres decirnos?


David se quedó mirándolos durante unos instantes, y luego negó con la cabeza.


—No, no es nada de eso. Es sólo que… Es que tengo un mal presentimiento. O más bien, el presentimiento de que va a pasar algo malo.


—Ya es un poco tarde para eso, ¿no crees? —respondió John, pero con una sonrisa—. Por cierto, ¿dónde estabas cuando entramos en la lancha?


David le respondió con una sonrisa cansada mientras se rascaba la nuca.


—Gracias, John. Casi lo había olvidado. Entonces, está decidido. Resolvamos el siguiente rompecabezas, ¿de acuerdo? Ah, Rebecca, échale un vistazo al ojo de Karen mientras nos ponemos manos a la obra. Le está molestando mucho.


Se pusieron de pie y se dirigieron hacia la parte trasera de la sala, hacia la mesa en la esquina noroeste marcada con un nueve de color azul. Steve y Rebecca ya la habían observado con detenimiento cuando entraron en la sala por primera vez, aunque seguían sin tener ni idea de en qué consistía la prueba. En la mesa de metal lo único que había era una pequeña pantalla de ordenador en blanco con un teclado de diez botones a su lado. Un enigma.


Rebecca le indicó con un gesto a Karen que se sentara en una silla delante de la mesa de prueba número diez. El objetivo de aquella prueba también era un misterio. Consistía en una placa de circuitos conectada a una plancha y lo que parecía un par de alicates conectados a todo el conjunto por unos cables negros. Se agachó para ver mejor y frunció el entrecejo. El ojo derecho de Karen estaba extremadamente irritado. La córnea de color azul parecía flotar en un mar de color rojo. El párpado parecía ligeramente hinchado.


Se giró para pedirle la linterna a David mientras él se sentaba y, justo en ese momento, vio que la pantalla se encendía y aparecían varias líneas de escritura.


—Es una especie de sensor de movimiento —comenzó a decir Steve, pero David levantó la mano de repente mientras leía en voz alta y rápida lo que aparecía en la pantalla, con un tono que sonó nervioso.


MIENTRAS YO ME DIRIGÍA A SAINT YVES, ME ENCONTRÉ CON UN HOMBRE QUE TENÍA SIETE ESPOSAS. LAS SIETE ESPOSAS TENIÁN SIETE SACOS, LOS SIETE SACOS TENÍAN SIETE GATOS, LOS SIETE GATOS TENÍAN SIETE GATITOS. GATITOS, GATOS, SACOS, ESPOSAS, ¿CUÁNTOS SE DIRIGÍAN HACIA SAINT YVES?


En la pantalla, un reloj digital mostraba las cifras 00:59. Para cuando David terminó de leer el texto, ya habían pasado once segundos desde que apareciera el mensaje en la pantalla.


David se quedó mirando a la pantalla, y sus pensamientos corrieron a toda velocidad mientras su equipo permanecía detrás de él, todos con el cuerpo inclinado para ver mejor. Una enorme tensión emanaba de ellos. De repente, David sintió el picor de una gota de sudor bajar por su frente.


No contar, esa es la pista. Pero ¿qué quiere decir?


—Veintiocho —dijo John con rapidez—. No, veintinueve, incluido el hombre…


—Pero si cada gato tiene siete gatitos —lo interrumpió Steve, hablando a la misma velocidad—, serían cuarenta y nueve más veintiuno… setenta, setenta y uno con el hombre.


—Pero el mensaje dice «no contar» —exclamó Karen—. Si se supone que no hay que contar, ¿significa eso que no tenemos que sumar o…? Espera, está el hombre de las esposas, el que habla, que es otro más…


Ya habían pasado treinta y dos segundos. La mano de David se acercó al teclado…


¡Piensa! No contar, no contar, no contar…


—¡Uno! —dijo Rebecca casi gritando—. «Mientras me dirigía a Saint Yves…». No dice hacia dónde iba el hombre con sus esposas. Eso es lo que significa la pista: no hay que contar a nadie excepto al hombre que va a Sant Yves.


Sí, tiene sentido, una pregunta con truco…


Les quedaban veinte segundos.


—¿Alguien tiene otra idea o no está de acuerdo? —preguntó David con voz crispada.


Nadie respondió. David pulsó la tecla con la cifra 1… y la cuenta atrás se detuvo. Con dieciséis segundos de sobra. La pantalla se apagó sola y, procedente de algún punto por encima de su cabeza, oyeron una musiquilla ya familiar para algunos.


David dejó escapar un suspiro.


¡Gracias, Rebecca!


Se dio la vuelta para decírselo en voz alta, pero ya estaba agachada para examinar el ojo de Karen completamente concentrada en su paciente.


—Necesito una linterna —dijo sin mirar apenas alrededor, y John le entregó la suya.


La encendió y enfocó el ojo de Karen mientras los demás la miraban en silencio. Karen no tenía buen aspecto: debajo de los ojos se les estaban formando unos círculos oscuros, y su piel había pasado de un tono pálido a una coloración cadavérica.


—Está muy inflamado… Mira hacia arriba. Hacia abajo. A la izquierda. Ahora a la derecha. ¿Tienes la sensación de que algo se frota contra el ojo o simplemente te escuece?


—En realidad, me pica —explicó Karen—. Como si me hubiera picado un mosquito, sólo que diez veces peor. Me he estado rascando, así que quizás por eso está tan enrojecido.


Rebecca apagó la linterna con el entrecejo fruncido.


—No veo nada en el ojo que pueda provocarte picor… El otro también está bastante irritado. ¿Empezó a picarte de repente o te lo estuviste tocando antes?


—No me acuerdo —Karen meneó la cabeza—. Supongo que sólo empezó a picarme.


En los ojos de Rebecca apareció de repente una mirada de tremenda intensidad.


—¿Fue antes o después de que estuvieras en la habitación ciento uno?


David sintió que el corazón se le helaba. El rostro de Karen mostró una repentina preocupación.


—Después.


—¿Tocaste algo mientras estabas allí, cualquier cosa?


—Yo no…


Los enrojecidos ojos de Karen se abrieron de par en par de repente, con una mirada horrorizada, y cuando habló, fue con un susurro débil y apenas audible.


—La camilla. Había una mancha de sangre en la camilla y yo estaba distraída… La toqué. Oh, Dios mío. Ni siquiera pensé en ello. Estaba seca, y yo no tenía ningún corte… Oh, Dios mío. Me empezó a doler la cabeza inmediatamente después de que comenzara a picarme el ojo…


Rebecca puso las manos en los hombros de Karen y los apretó con fuerza.


—Karen, respira hondo. Hondo, ¿de acuerdo? Es posible que sólo te pique un ojo y tengas un dolor de cabeza, así que no saques conclusiones precipitadas. No podemos saberlo con seguridad.


Su tono de voz era bajo y tranquilizador, y su forma de expresarse directa. Aquello le hizo soltar un profundo y tembloroso suspiro a Karen y asentir con la cabeza.


—Pero, si su mano no tenía ningún corte… —comenzó a decir John lleno de nerviosismo.


Fue la propia Karen la que le respondió, con rostro sereno pero con la voz ligeramente temblorosa todavía.


—Los virus pueden introducirse en el cuerpo humano a través de las mucosas: la nariz, los oídos… los ojos. Yo lo sabía. Lo sabía pero no pensé en ello. No… no pensé en ello.


Levantó a la vista hacia Rebecca y David pudo ver que estaba procurando mantener la compostura.


—Si estoy infectada, ¿cuánto tiempo tardará? ¿Cuánto tiempo pasará antes de que quede… incapacitada?


Rebecca negó con la cabeza.


—No lo sé —le contestó en voz baja.


David sintió una tremenda negrura en su mente y en su corazón, una nube de miedo y de preocupación tan enorme que amenazó con anular su capacidad de pensar o incluso de moverse.


Es mi culpa. Mi responsabilidad.


—Existe una vacuna, ¿verdad? —preguntó John mientras miraba de forma alternativa a una y a otra—. Tiene que haber un remedio, ¿o es que esta gente tan egoísta no iba a tener una inyección o algo parecido por si uno de ellos se infectaba por accidente? Tiene que haber un remedio, ¿verdad que sí?


David sintió una repentina oleada de esperanza, aunque desesperada.


—¿Es posible? —le preguntó a Rebecca con rapidez.


La joven bioquímica asintió con la cabeza, lentamente al principio, pero con más energía luego.


—Sí, es posible. De hecho, es probable, ya que ellos lo crearon… —miró a David con expresión seria y urgente—. Tenemos que encontrar el laboratorio principal, donde sintetizaron el virus, y tenemos que hacerlo rápidamente. Si han desarrollado un remedio, allí estará la información sobre él…


Rebecca dejó de hablar poco a poco, y David se dio cuenta por su expresión que había dejado sin decir lo que le preocupaba: si había un remedio. Si el doctor Griffith había llevado la información allí… Si podían encontrarla a tiempo…


—El mensaje de Ammon —dijo Steve—. En esa nota decía que debíamos destruir el laboratorio. Quizá nos ha dejado un mapa o algunas indicaciones.


David se puso de pie, con sus esperanzas redobladas.


—Karen, ¿estás en condiciones de…?


—Sí —lo interrumpió la joven. Se puso de pie al mismo tiempo—. Sí, vamos allá.


Sus ojos enrojecidos brillaban con una intensidad ferviente, con una mezcla de desesperación y de esperanza tales que, al verla, a David le dolió en el corazón.


Dios, Karen. ¡Lo siento tanto!


—A paso ligero —dijo al mismo tiempo que se daba la vuelta hacia la puerta—. Pongámonos en marcha.


Recorrieron al trote la distancia que los separaba de la entrada al edificio. John tenía la mandíbula apretada y sus pensamientos volvían una y otra vez a la misma idea violenta y agresiva.


No va a ocurrir. De ninguna manera Karen va a caer por culpa de un bicho de laboratorio, no señor. Y si encuentro al cabrón que ha creado esta pesadilla, está muerto, muerto con M mayúscula, es un trozo de carne muerta. No. Karen no, de ninguna manera…


Llegaron a la puerta delantera y desenfundaron en silencio sus armas, las comprobaron y esperaron impacientes a que David diera la señal. Karen, tan concentrada y fría en los momentos de crisis, tenía aspecto de estar un poco perdida, como si le hubieran dado una patada en el estómago y todavía no hubiera logrado recuperar el aliento. Era el mismo aspecto que John había visto una y otra vez en los rostros de los supervivientes de grandes desastres: la incredulidad pasmada en los ojos, la falta de vida y expresión en el rostro, que reflejaba el vacío que sentían por dentro. Le dolía verla así, le dolía y lo hacía sentirse aún más furioso. Karen Driver no debería tener jamás ese aspecto.


—Yo iré en cabeza, John se pondrá a retaguardia, y los demás seguiréis en fila india —indicó David en voz baja.


John vio que David también tenía el aspecto de encontrarse perdido, pero de un modo diferente al de Karen. Era el sentimiento de culpa que lo corroía por dentro. Podía adivinarlo por el modo en que rehuía sus miradas y por cómo apretaba la mandíbula. John deseó poder decirle que no tenía motivo alguno para echarse la culpa, que estaba equivocado al pensar así, pero no había tiempo para ello y, además, no sabría encontrar las palabras adecuadas. David tendría que cuidar de sí mismo, lo mismo que todos los demás.


—¿Listos? Adelante.


David abrió la puerta de un empujón y salieron con rapidez, de regreso al suave murmullo de las olas y a la pálida luz de la luna. Primero David, luego Steve, después Rebecca y, por último, John. Corrían agazapados sobre la sucia superficie abierta entre los distintos edificios de la instalación.


El mismo aire oscuro, pero lleno del aroma a pino, a sal marina, sin embargo, a la mente de soldado de John aquello no le decía nada nuevo mientras recorría las sombras. Sólo pensaba en la furia, la ira, y en el miedo que sentía por Karen… por lo que la repentina ráfaga de M-16 fue una completa sorpresa para él.


¡Mierda!


John se tiró al suelo inmediatamente en cuanto las primeras ráfagas resonaron a su derecha, y vio que el enemigo estaba casi a mitad de camino del bloque en el momento que comenzó a rodar y a disparar contra ellos. Un segundo después comenzaron a sonar en el aire los estampidos de los disparos de nueve milímetros, que ahogaban el tableteo constante del fuego automático.


No puedo ver, no puedo apuntar…


Divisó los fogonazos de las armas automáticas a las tres en punto, y apuntó su Beretta hacia allí. Apretó el gatillo seis, siete, ocho veces. Los fogonazos de color naranja y blanco le impedían ver con claridad a sus atacantes, pero se dio cuenta de que uno de los tableteos había dejado de oírse… y una rabia feroz se apoderó de él, procedente no de la «mente de soldado», sino una furia que le salía aullando desde el corazón, un odio feroz contra los atacantes podridos que excedía cualquier sentimiento que hubiera tenido jamás hasta el momento. Querían que Karen muriera, aquellas estúpidas pesadillas ambulantes sin mente querían impedir que la salvaran.


No, Karen no. No, KAREN NO.


Sintió un bestial y extraño rugido palpitante en los oídos mientras se levantaba del polvoriento suelo y se ponía en pie al mismo tiempo que seguía disparando. Echó a correr y sólo cuando oyó los gritos de los demás miembros del equipo, cuando todas las Berettas excepto la suya dejaron de disparar, se dio cuenta de que el que estaba aullando era él.


John corrió hacia adelante, gritando una y otra vez contra los seres que querían detenerlos, que querían matarlos, que querían que Karen se convirtiera en una de ellos. Sus pensamientos ya no eran palabras, simplemente una sucesión de instintos negativos sin forma ni coherencia, una negación de la existencia de aquellas pesadillas y del individuo que las había creado.


Cargó contra ellos, sin darse cuenta de que habían dejado de disparar, que se derrumbaban al suelo, que las sombras habían quedado en silencio con excepción del estruendo de su semiautomática y del aullido procedente de su tembloroso cuerpo. Un instante después se encontraba de pie al lado de ellos y su Beretta había dejado de disparar y saltar en su mano, aunque seguía apretando el gatillo.


Tres siluetas de color blancuzco en las partes que no estaban teñidas de rojo, con agujeros de carne podrida sobresaliendo de sus desgarrados cuerpos. Clic. Clic. Clic.


El rostro de uno de ellos no era más que una masa de tejido cicatrizado. La carne se retorcía sobre sí misma formando grandes verrugas blanquecinas excepto en el punto rojo de su frente por donde había entrado la bala que había acabado con él. Otro tenía el ojo salido de órbita y colgando de un trozo de tejido viscoso sobre la pálida mejilla, mientras un chorro de fluido se deslizaba hacia su descompuesta oreja.


Clic. Clic.


El tercero aún seguía vivo. La mitad de su garganta había desaparecido casi por completo, convertida en una pulpa sanguinolenta. Su boca se abría y cerraba sin dejar escapar sonido alguno, y sus ojos oscuros cubiertos de mucosa parpadeaban lentamente sin dejar de mirarlo.


Clic.


Disparaba sin munición, y el aullido fue apagándose poco a poco en su garganta. Fue el sonido del percutor golpeando inútilmente el metal caliente lo que por fin lo liberó de la rabia enloquecedora que sentía; también el lento e impotente parpadeo del desamparado ser que estaba tendido a sus pies.


No sabía qué era. No sabía quiénes eran ellos. Antaño había sido un hombre, pero en ese momento no era más que un trozo de carne podrida con un arma y una misión que no podía entender en absoluto.


Le han robado el alma…


—¿John?


Sintió una mano cálida en su hombro, y a Karen hablando en voz baja tranquila a su lado. Steve y David aparecieron a su lado a continuación, y ambos se quedaron mirando a la boqueante y parpadeante parodia de ser humano que estaba en el suelo, el último resto de un experimento producto de la locura.


—Sí —dijo finalmente con un susurro—. Sí, estoy aquí.


David apuntó su Beretta hacia el cráneo del monstruo y habló en voz baja.


—Retrocede.


John se dio la vuelta y comenzó a caminar hacia su objetivo final, con Karen a su lado y Rebecca un poco más adelantada. El disparo resonó con un estampido increíblemente elevado, con un eco que pareció hacer retemblar incluso el suelo a sus pies.


Karen no, por favor. Ninguno de nosotros. Ésa no es manera de marcharse de este mundo. Ésa no es manera de morir…


David y Steve se pusieron a su lado en ese momento y, sin decir una sola palabra, todos comenzaron a trotar hacia el bloque E. Atravesaron con rapidez el silencio reclamado por la noche. Ya no existían las Triescuadras, pero la enfermedad que los había convertido en zombis corría por las venas de Karen, y la estaba convirtiendo en una criatura sin mente, sin alma, condenada a un destino peor que la muerte.


John aceleró el paso y se juró a sí mismo en su interior que si encontraba a Griffith, el doctor iba a lamentar muchísimo lo que había hecho.
Capítulo 13


El bloque E no era distinto de los cuatro primeros en los que habían entrado, con un aspecto tan industrial, aséptico y carente de personalidad como los demás, un estudio sobre la eficiencia obtenida con cemento. Atravesaron con rapidez las salas de ambiente cargado, encendiendo las luces a medida que avanzaban, en busca de la estancia que guardaba la pista final del secreto del doctor Ammon. No tardaron mucho en encontrarla: casi la mitad de la estructura del edificio estaba ocupada por la galería de tiro, donde David encontró varias cajas con cargadores completos para los M-16, pero no pudieron hallar ningún rifle de asalto para utilizarlos. John preguntó si podrían tomar los de las Triescuadras, pero Rebecca lo prohibió inmediatamente. Los rifles estarían infectados y, probablemente, repletos de virus.


Como la sangre de Karen ahora mismo, con miles de viriones replicándose, saliendo a presión de las células después de hacer estallar su membrana, en busca de nuevas células que atacar para útilizarlas y destruirlas…


—¡Por aquí! —gritó Steve desde el otro extremo del sinuoso pasillo, y Rebecca se apresuró a correr hacia él, con Karen y John siguiéndola de cerca.


David ya estaba al lado de Steve, y los triángulos de color rojo, verde y azul eran la señal de que habían encontrado la habitación correcta. Steve buscó su mirada, pero la única emoción que vio en sus ojos fue preocupación. A Rebecca no le importó, y sólo se dio cuenta de ello con aire ausente. La infección de Karen, la enloquecida carrera de John hacia la Triescuadra… No había espacio en su mente nada más que para la imperiosa necesidad de encontrar el laboratorio.


Steve abrió la puerta y entraron en fila. Rebecca siguió vigilando a Karen en busca de señales del avance de la enfermedad y preguntándose qué debería hacer con la información que había obtenido sobre el tiempo de amplificación. No tenía la menor duda de que Karen estaba infectada, sabía que nadie más lo dudaba, pero ¿qué debía decirle?


¿Le he dicho que es posible que sólo tarde horas en ser irreversible? ¿Se lo digo a David de modo discreto? Si existe una curación, tenemos que inyectársela antes de que los daños en su cuerpo sean demasiado grandes, antes de que el virus comience a freírle el cerebro, antes de que produzca tanta dopamina que deje de ser Karen Driver y se convierta en… otra cosa.


Rebecca no sabía cómo abordar la situación. Ya estaban haciendo todo lo que podían, y todo lo rápido que podían, pero ella no sabía lo suficiente sobre el virus-T como para dar nada por seguro. Tampoco quería que Karen se sintiera más aterrorizada de lo que ya estaba. Su compañera estaba haciendo todo lo posible por mantener el control, pero era evidente que estaba a punto de perder los nervios. Así lo reflejaban la creciente desesperación de sus enrojecidos ojos y el aumento del temblor de sus manos. Sin embargo, a las Triescuadras les habían inyectado sin duda mayores cantidades de virus que las que habían infectado a Karen, así que quizá todavía tardaría días…


¿Habiendo aparecido los primeros síntomas menos de una hora después del contagio? No te engañes. Deberías decírselo, advertirle a ella y a los demás de lo que puede pasar y, además, dentro de poco tiempo.


Desechó ese pensamiento de un modo casi frenético y miró alrededor, la estancia en la que habían entrado. Era más pequeña que las demás salas de prueba que habían visto y estaba más vacía. Vio una larga mesa de reuniones apoyada contía la pared de la parre trasera, con media docena de sillas detrás de ella. En la parte delantera de la estancia había una pequeña estantería que sobresalía de la pared, de poco más de un metro de largo y de treinta centímetros de ancho. Había tres grandes botones en su superficie lisa: rojo, azul y verde, otra vez. La pared de atrás de la estantería estaba cubierta de baldosas de color gris suave, fabricadas con alguna especie de plástico industrial.


—Eso es —dijo Steve—. Azul para acceder.


David, tras menos de un segundo de duda, se encaminó hacia la estantería y pulsó el botón azul… Una voz de mujer les habló desde un altavoz oculto situado en algún punto por encima de sus cabezas. Aquello les sorprendió, pero sólo se trataba de una grabación, y el tono de su voz le recordó a Rebecca los últimos minutos en la mansión Spencer. Era la voz del sistema de autodestrucción, poco tiempo antes de que todo saltara por los aires.


—La serie azul se ha completado. Acceso permitido.


Una de las baldosas detrás de la estantería se deslizó hacia un lado y dejó al descubierto un oscuro hueco en el cemento. Mientras David extendía la mano para meterla en el hueco, Rebecca sintió una repentina oleada de frustración, rabia y disgusto hacia Umbrella. Por lo que habían hecho. Era despreciable.


Todas esas pruebas, todos esos experimentos, todo ese trabajo… Todo lo que habían hecho para ofrecer una recompensa a las víctimas del virus-T. Supera las pruebas rojas, buen perro, aquí tienes tu hueso… Y, a propósito, ¿cuál había sido su recompensa si lograban superar las pruebas? ¿Un trozo de carne? ¿Drogas para tranquilizar su hambre?


Vio las mismas muecas de horror y asco en las caras de los demás, y la misma desesperación cuando lo único que David sacó del agujero en la pared fue un trozo de papel, que envolvía lo que parecía ser una tarjeta de crédito.


Se arremolinaron alrededor de él mientras David observaba atentamente el objeto, con una expresión de desengaño furioso en sus ojos oscuros. Era una tarjeta de color verde claro, similar a las que se utilizan para abrir puertas electrónicas. Era completamente lisa, excepto por la banda magnética… y las palabras garabateadas en el pequeño trozo de papel, que sólo constituían otro mensaje críptico.


ACCESO AL FARO 135 - SUDOESTE/ESTE.


—La escritura es la misma que había en la nota de Ammon —advirtió Steve con un tono esperanzado—. Quizás el laboratorio está en el faro.


—Sólo hay un modo de saberlo —dijo John—. Vamos allá.


Parecía enfadado, y tenía la misma mirada desde que habían descubierto que Karen estaba infectada. Después de ver cómo había cargado contra la Triescuadra, Rebecca casi tenía la esperanza de que encontrasen al doctor Griffith: John lo iba a despedazar en varios trozos.


David se limitó a asentir y a meterse la tarjeta en un bolsillo de su chaleco. Era obvio que sentía miedo y culpabilidad, y ambos sentimientos cruzaban por su cara formando una máscara cambiante.


—Muy bien. ¿Karen?


Ella asintió, y Rebecca se dio cuenta de que su piel, ya pálida de por sí, había tomado un tono parecido al de la cera, como si las primeras capas de la piel se hubieran vuelto traslúcidas. Karen comenzó a rascarse los brazos con aire ausente mientras ella la miraba.


—Sí, estoy bien —respondió en voz baja.


Tiene que saberlo. Merece saberlo.


Rebecca sabía que ya no podía esperar más. Eligió cuidadosamente las palabras, consciente de que tenían muy poco tiempo. Se giró hacia Karen y habló con toda la tranquilidad que pudo.


—Mira, no sé qué han hecho con el virus-T en este lugar, pero existe la posibilidad de que comiences a experimentar síntomas más graves en un período de tiempo relativamente corto. Es importante que me digas, que nos digas a todos, cómo estás, cómo te encuentras física y psicológicamente. Si se produce cualquier cambio, por pequeño que sea, debemos saberlo. ¿De acuerdo?


Karen sonrió débilmente, sin dejar de rascarse los brazos.


—Estoy cagada de miedo, ¿qué te parece? Además, está empezando a picarme todo el cuerpo.


Miró a David con sus ojos enrojecidos, y luego a Steve y finalmente a John antes de volver a centrar su mirada en Rebecca.


—Escuchad. Si… si comienzo a actuar de forma… irracional, haréis algo, ¿verdad? No me dejaréis que haga daño… a nadie, ¿verdad?


Una única lágrima bajó deslizándose por su pálida mejilla, pero no apartó los ojos, y su mirada continuó siendo tan firme y segura como antaño.


Rebecca tragó saliva y se esforzó para que su voz sonara tranquila y llena de confianza, admirada por la valentía que veía en los ojos de Karen… y preguntándose cuánto tiempo tardaría en desaparecer aquel valor bajo la rugiente ola de virus que recorría sus venas.


—Vamos a encontrar el remedio para la enfermedad antes de llegar a ese punto —dijo, con la esperanza de no estar diciéndole una mentira a Karen.


—Vámonos —ordenó David con voz tensa. Salieron del edificio.


El terreno de las instalaciones estaba ligeramente cuesta arriba, en dirección al norte. Sin embargo, cuando salieron del bloque E para dirigirse hacia la negra y elevada estructura del faro, la pendiente se hizo mucho más pronunciada. El suelo rocoso ascendía formando una ladera bastante inclinada, quizá de unos treinta grados, lo que convirtió el medio kilómetro de distancia en una marcha para montañeros. David no hizo caso de la tensión que sentía en la espalda y en las piernas: estaba demasiado preocupado por Karen y demasiado ocupado fustigándose por su propia incompetencia como para ocuparse de una incomodidad física.


Estaban más cerca de las rutilantes aguas de la ensenada en aquel punto que desde cualquier otro que habían atravesado desde su salida a nado del mar. La fresca y suave brisa bajo la luz de la luna habría sido muy agradable cualquier otra noche en cualquier otro lugar. Los suaves rayos de luz y el tranquilizador murmullo de las olas casi eran una burla de su desesperada situación. Eran un contraste tan brutal con el caos que sentía en su interior que casi deseaba que quedara alguna Triescuadra merodeando por los alrededores.


Al menos justificaría la sensación de pesadilla en la que realmente estamos metidos. Y podría hacer algo, podría repeler el ataque, podría defenderlos frente a algo tangible…


El terreno en ascensión por delante de ellos se inclinaba luego hacia el este, cayendo a pico hasta el espumeante océano que se abría por debajo de ellos. La ensenada estaba bastante calma, pero el ruido de las olas chocando contra los acantilados crecía y crecía a medida que avanzaban rápidamente, acercándose al lugar donde el océano se encontraba con las paredes rocosas repletas de cuevas que las horadaban. John se había puesto en cabeza, seguido de Karen y por los dos miembros más jóvenes del equipo a continuación. David se encargaba de la retaguardia, y dividía su atención entre las instalaciones a su izquierda y a su espalda y las oscuras estructuras que aparecían delante de ellos.


El edificio que estaba justo a la espalda del faro debía de ser el dormitorio. Era un bloque alargado y bajo, aproximadamente del doble de tamaño que los edificios de cemento que habían dejado atrás. No habían encontrado los aposentos de los trabajadores de Umbrella hasta el momento, y aquello tenía todo el aspecto de ser un gran barracón, diseñado para comer y dormir, no para ser bonito. Deberían comprobarlo, pero David no quería perder ni un momento de su búsqueda del laboratorio.


Aquella idea le provocó otra oleada de culpabilidad y angustia que intentó descartar, pero fue en vano. Tenía que ser efectivo, tenía que llevarlos cuanto antes al laboratorio sin perder el tiempo con sus propias emociones y sentimientos, pero en lo único que podía pensar, lo único que deseaba, era que ojalá fuese él quien estuviese infectado.


Pero no lo estás —le susurró una parte de su mente—. Es Karen quien está infectada y desear otra cosa es perder el tiempo. No la curará y disminuirá tu capacidad para dirigirlos.


David siguió sin hacer caso de aquella pequeña voz interior y, en su lugar, pensó cómo los había jodido a todos. ¿Quién se creía que era él para encabezar una lucha contra Umbrella, para limpiar el nombre de los STARS y para restaurar el honor de su organización? Ni siquiera podía mantener a salvo a su propia gente, ni siquiera podía planear en condiciones una operación secreta… Ni siquiera podía luchar contra los sentimientos de culpabilidad y de duda que lo azotaban en su interior.


Se acercaron al aparentemente vacío barracón, y John bajó su ritmo de marcha para que los demás lo alcanzaran. David advirtió que su equipo estaba cansado, pero que al menos Karen no tenía peor aspecto. Parecía pálida y algo frágil bajo la suave luz de la luna. El tono blancuzco de su piel bajo las luces fluorescentes se había convertido en una tez de color alabastro, y el enrojecimiento de los ojos había desaparecido en las sombras. Si no supiera la verdad…


Ah, pero la sabes. ¿Cuánto tiempo tardará esa hermosa piel en empezar a caerse a jirones? ¿Cuánto tiempo pasará antes de que tengas que quitarle su arma porque ya no confías en ella? ¿Antes de que tengas que impedir que ella…? ¡Basta!


Dejó que el grupo recuperara el aliento y se giró para observar mejor el faro, a menos de veinte metros de ellos… y de repente, sintió que su estómago se encogía y su corazón se estremecía, sin razón o motivo aparentes. Sólo era un viejo faro, un edificio antiguo cilindrico y alto, desgastado por el paso del tiempo y tan vacío al parecer como las demás instalaciones. Sin embargo, al mirarlo, había notado de nuevo aquella sensación de destino abalanzándose sobre ellos, de que las opciones se les acababan y de que la rueda de la oscuridad seguía avanzando por delante de ellos.


—Vamos —los animó John con voz llena de energía, pero David lo detuvo apoyando su mano en su brazo y negando lentamente con la cabeza.


No es seguro.


Aquella pequeña voz de nuevo, familiar y extraña a la vez.


Se quedó mirando la ominosa torre, sintiéndose perdido, sintiéndose inseguro y sin capacidad de mantener el control mientras el viento sacudía el faro por encima de ellos y las olas chocaban contra el acantilado. Los demás estaban esperando. No era un lugar seguro, pero tenían que entrar, no podían quedarse allí… y en ese instante se dio cuenta con claridad de lo que había estado fallando en su cabeza. De lo que realmente estaba mal. No era su capacidad de mando, ni su habilidad para pensar o planear o luchar. Era algo mucho peor, algo de lo que se habría dado cuenta mucho antes si no hubiera estado tan angustiado con su sentimiento de culpa.


Dejé de confiar en mis instintos. Sin la seguridad de los STARS para apoyarme, para respaldarme, dejé de hacer caso a esa voz. Estaba tan aterrorizado por la idea de fallar que perdí la capacidad de escucharme a mí mismo, de saber qué hacer. Cada vez que sentía miedo, pasaba a través de la voz y no le hacía caso… y mi equivocación fue mucho mayor y con peores consecuencias.


Mientras lo pensaba, mientras lo creía, sintió que la negrura de la duda se apartaba de sus exhaustos pensamientos. El sentimiento de culpabilidad retrocedió, lo que le permitió vislumbrar una especie de claridad y, con ella, la pequeña voz cobró un poder que casi había olvidado que pudiera conseguir.


No es un lugar seguro, así que hay que entrar con rapidez, dos por abajo y el resto por arriba y alguien cubriendo las espaldas fuera…


Todo aquello pasó por su mente en cuestión de segundos. Se giró para mirar a los miembros de su equipo, que lo estaban mirando, a la espera de que él los dirigiera. Y por primera vez en lo que le parecía una eternidad, sabía que podía.


—Creo que es una trampa —los alertó—. John, tú y yo entraremos por abajo. Yo me encargo de la zona oeste. Rebecca, quiero que tú y Steve os quedéis de pie a cada lado de la puerta y disparéis contra cualquier cosa que esté de pie. Seguid disparando hasta que indiquemos que todo está despejado. Karen, lo siento, pero esta vez te quedas sin participar.


Todos asintieron y se dirigieron a las profundas sombras que rodeaban el faro. David iba por delante, sintiéndose por fin útil por hacer algo. Quizás aquel destino giratorio era demasiado vasto, quizá se movía con demasiada rapidez para que ellos hicieran caso omiso de él, pero no iba a permitir que les pasara por encima sin siquiera plantarle un poco de cara.


Karen se merecía al menos eso. Todos se lo merecían.


Karen se quedó un poco rezagada mientras los demás se colocaban en posición, y se apoyó contra la pared trasera del gran edificio que había detrás del faro para observar y vigilar con tranquilidad. Se sentía agotada por la escalada monte arriba, agotada y mareada, con un zumbido en su cabeza que no desaparecía, que no le permitía concentrarse.


Me estoy poniendo enferma. Me estoy poniendo peor con rapidez.


Aquello la atemorizaba, pero, en cierto modo, no era tan malo como al principio. De hecho, ya apenas la atemorizaba. El temor inicial había desaparecido, se había marchado dejando sólo un ligero recuerdo de una explosión de adrenalina, como si fuera el rescoldo de un sueño. El picor la distraía, pero ya no era un picor exactamente. Lo que había sentido como un millar de bichos que le picaran en la piel, y cada una de las picaduras fuera distinguible y exigiera alivio, aquello se había… interconectado. Era la única manera que tenía de poder describir aquella sensación. Las picaduras se habían conectado entre sí y se habían convertido en una gruesa manta sobre su cuerpo, una manta que se movía y se estiraba, como si su piel se estuviese rascando a sí misma. Era raro, aunque no era exactamente desagradable…


—¡Ahora!


Al oír la voz de David, Karen volvió a concentrarse en la acción que estaba transcurriendo delante de ella. El zumbido de su cabeza hacía que todo le pareciera extraño, como si el presente hubiera aumentado de velocidad. La puerta del faro se abrió de golpe, David y John saltaron al interior, hacia la oscuridad, y las armas resonaron y lanzaron fogonazos. El tableteo agudo de un M-16 en el interior. Steve y Rebecca, agachados y disparando, dentro y fuera otra vez, sus cuerpos borrosos por la velocidad y sus Berettas danzando como extraños pájaros de metal negro.


Todo ocurrió tan rápido que le pareció que tardaba una eternidad en terminar. Karen frunció el entrecejo, preguntándose cómo era posible aquello… y entonces vio aparecer los rostros de David y de John, de nuevo bajo la luz de la luna, y se dio cuenta de que se alegraba de verlos, aunque sus caras tuvieran ese aspecto tan raro y distorsionado, y sus alargados cuerpos se movieran con tanta rapidez…


¿Qué me está ocurriendo?


Karen sacudió la cabeza, pero el zumbido pareció aumentar de volumen e intensidad… y tuvo miedo de nuevo, miedo de que David y John y Steve y Rebecca la dejaran atrás. La dejarían atrás y no tendría nadie con quien, con quien… desahogarse, y aquello sería malo.


David apareció de repente delante de ella y se quedó mirándola con aquellos grandes ojos como cerezas oscuras.


—Karen, ¿estás bien?


Karen se sintió de nuevo feliz al ver su rostro redondo y el suave sonido de su voz, y supo que tenía que decirle la verdad. Encontró la fuerza para hacerlo con un tremendo esfuerzo, para decir lo que tenía que decir. Su voz salió de su cuerpo estremecido por el picor uniforme, y le sonó tan extraña y ajena como el viento.


—Me estoy poniendo peor —dijo—. No pienso con claridad, David. No me abandones.


Sintió las tibias, las cálidas manos de John y de Rebecca tocándola, guiándola hacia la oscuridad de la puerta abierta. Su cuerpo funcionaba, pero su mente estaba confundida por el tembloroso zumbido. Quería decirles algunas cosas, cosas que bailaban a través de la nube de su mente como destellos de bonitas pinturas, pero el edificio al que la llevaban era oscuro y caliente, y había un cuerpo tirado en el suelo sosteniendo un arma. Pudo ver su cara. No era extraña; estaba pálida, blanca y arrugada, con una textura que zumbaba y ondulaba. Era una cara que tenía sentido.


—Aquí está la puerta —dijo Steve, levantando la mirada y sonriendo, blancos, dientes blancos—. Uno-tres-cinco.


Había un teclado al lado de un agujero abierto y unas escaleras que se dirigían hacia abajo, y los dientes de Steve desaparecieron, su liso rostro se arrugó.


—Karen…


—Debemos darnos prisa.


—Aguanta, nena, aguanta, llegaremos enseguida.


Karen les dejó que la ayudasen, preguntándose porqué sus caras parecían tan raras, preguntándose porque olían tan fuerte y tan bien.
Capítulo 14


Athens había fallado. El Dr. Griffith miró fijamente a la parpadeante luz blanca de la puerta, maldiciendo a Athens, maldiciendo a Lyle Ammon, maldiciendo su suerte. No le había dicho a Athens como volver dentro, lo cual significaba que los intrusos habían terminado con él. Ammon les había dejado o enviado un mensaje, tanto daba, lo importante era que venían y él debía asumir que tenían la llave. Había arrancado las señales semanas atrás, pero tal vez ellos tenían indicaciones, tal vez le habían encontrado y…


No te dejes llevar por el pánico, nada de pánico. Estás preparado para esto, tan solo continúa, siguiente plan. Primero dividir, doble efecto, menos fuego, un cebo para más tarde… y la oportunidad de comprobar lo bien que Alan puede actuar.


Griffith se volvió hacia el Dr. Kinneson y habló con rapidez, dando sus instrucciones claras y sencillas, la ruta lo más fácil posible. Griffith ya había calculado las preguntas que ellos probablemente harían, aunque sabía que esa sería una posibilidad para que obtuviesen más información. Le había dado a Alan unas pocas frases con las que contestar, después le había entregado una pequeña pistola semiautomática que sacó del escritorio de la Dra. Chin. Vigiló que Alan se la metiera debajo de la bata de laboratorio para asegurarse de que estuviera bien oculta. El cargador estaba vacío, pero no creía que eso fuera posible de adivinar, no si se apuntaba con el percutor levantado. También le entregó a Alan su llave. Era un riesgo, pero todo el plan era un riesgo. Con el destino del mundo en sus manos, estaba dispuesto a asumir cualquier riesgo.


Una vez que Alan se marchó, Griffith se sentó y se dispuso a esperar una cantidad razonable de tiempo. Su mirada se desviaba a menudo hacia los seis contenedores de acero inoxidable, con una impaciencia irresistible. Sus planes no fallarían: la rectitud de su trabajo sobreviviría a la invasión. Si atrapaban a Alan, todavía le quedaban los Ma7 y todavía le quedaba Louis, y sus jeringuillas y su escondite, con los mandos del compartimiento estanco al alcance de la mano.


Y más allá de todo eso, estaba el amanecer, a la espera. El doctor Griffith sonrió, lleno de sueños.


Karen todavía podía andar y aún parecía entender parte de lo que le decían, pero las pocas palabras que había logrado articular no parecían tener relación con nada. Había dicho «caliente» dos veces mientras bajaban por las escaleras, y «no quiero», con un gesto de miedo en su pálida e inquieta cara, mientras caminaban por el ancho túnel situado más allá del pie de las escaleras. Rebecca se sintió aterrorizada por la posibilidad de que, aunque encontraran un modo de revertir la carga vírica, fuese demasiado tarde.


Todo había ocurrido tan deprisa, de forma tan repentina, que apenas llegaba a comprenderlo. Habían encontrado a un hombre esperándolos en la oscuridad del interior del faro. Era una trampa, como David había intuido. En cuanto entraron, el individuo había comenzado a disparar con un rifle de asalto, ametrallando la puerta desde las sombras debajo de la escalera de caracol metálica, todo había acabado en pocos segundos gracias al plan de David. John y ella vigilaban al atacante caído mientras Steve descubría la puerta de acceso e introducía el código de acceso. Bajo la luz de la linterna de John se habían dado cuenta de que el hombre también estaba infectado: su pálida piel blanca estaba despellejándose en jirones y cubierta por extrañas cicatrices. Sin embargo, su aspecto era ligeramente distinto del de las víctimas de las Triescuadras. Parecía menos podrido, y sus ojos abiertos de par en par mostraban una expresión un poco más humana… pero David había llegado en ese momento con Karen y el foco de interés de Rebecca se había visto desplazado de forma cruel.


Decidió que había sido la caminata cuesta arriba por la colina. Aunque aquello no debería haber representado diferencia alguna, no encontraba otra explicación para que el proceso de amplificación se hubiese acelerado tanto. De algún modo, el virus-T había respondido a los cambios fisiológicos del aumento de latidos y presión arterial de su cuerpo…, pero mientras ayudaban a entrar a su confundida y tambaleante compañera, Rebecca descubrió que ya no le importaba cómo había ocurrido aquello. Lo único que quería era llegar al laboratorio para intentar salvar lo que quedaba de la cordura de Karen Driver.


El túnel bajo el faro, excavado en la piedra pizarra del risco, llevaba de regreso hacia las instalaciones a lo largo de un recorrido curvado y sinuoso. Unas lámparas como las utilizadas en las minas colgaban a lo largo de sus paredes, lanzando extrañas sombras mientras avanzaban, silenciosos y un poco atemorizados. Entre John y Steve llevaban a Karen. Rebecca iba en último lugar, con una horrible sensación de haber vivido ya aquello mientras caminaban. La situación le recordaba muchísimo su recorrido por los túneles que había bajo la mansión Spencer. De la roca emanaba el mismo frío húmedo, y sentía la misma impresión de estar caminando hacia un peligro desconocido, exhausta y con miedo de estropearlo todo… y de no ser capaz de impedir un desastre.


El desastre ya ha ocurrido —pensó con desesperación mientras veía a Karen luchando por seguir caminando—. La estamos perdiendo. En otra hora, o probablemente en menos, estará demasiado ida para hacerla volver.


De hecho, John y Steve no deberían estar tocándola. Ella podría morder a cualquiera de los dos con un simple giro de cabeza antes de que ninguno de ellos pudiera reaccionar. Incluso aquella idea le provocó una pena indescriptible y un fuerte y doloroso sentimiento de pérdida.


El túnel giró a la izquierda, y Rebecca se dio cuenta de que debían estar muy cerca del océano. Las paredes de roca parecían temblar por el impacto sordo de las olas, y todo el lugar olía a humedad y a pescado. Algunas partes del suelo parecían demasiado suaves y lisas como para haber sido talladas por la mano del hombre. Rebecca se preguntó si el túnel se abriría más adelante, si quizás aquella zona había estado inundada por el océano antes…


—Me cago en la leche —dijo David con un susurro enfurecido—. Mierda.


Rebecca levantó la vista. Cuando vio lo que tenían delante, perdió toda esperanza de salvar a Karen.


Nunca llegaremos a tiempo al laboratorio, no lo encontraremos.


El túnel se abría, a pocas decenas de metros de donde se encontraba David, que se había parado. Se ampliaba de forma considerable, de hecho, estaba unido a cinco túneles más pequeños, y cada uno se desviaba ligeramente en una dirección distinta.


—¿Cuál se dirige hacia el sudoeste? —preguntó John con voz ansiosa. Karen estaba apoyada contra él, con la cabeza completamente inclinada hacia adelante.


La voz de David resonó furiosa, y sus palabras llenas de frustración elevaron el tono hasta resonar en el eco del túnel, y se dirigieron hacia los cinco túneles para luego regresar y llenar la caverna con su voz.


—¡No lo sé! Creí que ya íbamos en dirección sudoeste, pero ninguno de esos túneles sigue en línea recta, y tampoco ninguno de ellos sigue en dirección este.


Se adentraron en la caverna y, sin saber qué hacer, se quedaron mirando los túneles, iluminados con lámparas en las paredes que desaparecían más allá de sus esquinas y giros. Era obvio que habían sido tallados por la acción del agua, y quizás antaño habían estado conectados con las cuevas costeras que David había pretendido encontrar en un principio. Los túneles eran más estrechos que el que acababan de recorrer, pero lo bastante anchos para que pasara una persona sin demasiados problemas y de unos tres metros de altura. No había forma alguna de saber cuál era el que llevaba al laboratorio…


Ni siquiera si alguno de ellos lleva al laboratorio. Ni siquiera estamos seguros de que el laboratorio esté aquí abajo…


—Si ninguno de los túneles lleva al este, tendremos que escoger el que parezca con mayor seguridad que lleva hacia el sudoeste —sugirió Steve en voz baja—. Además, lo único que hay al este es el mar.


Karen murmuró algo ininteligible, y Rebecca dio un paso hacia ella, muy preocupada, para ver cómo se encontraba. Aunque John y Steve la sostenían, Karen no parecía tener problemas para mantenerse de pie por sí sola.


Rebecca le tocó la sudorosa frente, y los enrojecidos ojos de mirada extraviada de Karen se fijaron en ella, con las pupilas completamente dilatadas.


—Karen, ¿cómo estás? —preguntó Rebecca en voz baja.


Ella parpadeó con lentitud.


—Tengo sed —contestó con un susurro. Su voz era apenas un barboteo líquido.


Todavía está lúcida, gracias a Dios…


Rebecca le tocó con suavidad la garganta, y notó con los dedos su pulso acelerado y agitado. Sin duda alguna, era más rápido que antes, cuando habían entrado en el faro. Fuese lo que fuese lo que le estaba haciendo el virus, el cuerpo de Karen no tardaría mucho tiempo más en sucumbir.


Rebecca se giró, sintiéndose inútil y desesperada, y queriendo gritar que alguien hiciera algo…


Entonces oyó unos pasos. El eco procedía de uno de los túneles. Desenfundó su Beretta, y con el rabillo del ojo vio que John y David hacían lo mismo, mientras Steve sostenía a Karen.


¿Por cuál? ¿Por dónde viene? ¿Griffith? ¿Es Griffith?


El ruido parecía llegar desde todos lados a la vez, rebotando en las paredes de la caverna… y en ese mismo instante, Rebecca lo vio aparecer por la boca del segundo túnel empezando por la derecha: una figura tambaleante, una bata de laboratorio rota y polvorienta…


Momentos después, el individuo los vio, y Rebecca vio con claridad, a pesar de los más de quince metros que los separaban, la expresión de sorpresa y de alegría casi histérica que asomó a su rostro. El hombre corrió hacia ellos, con su pelo castaño despeinado, los ojos brillantes y los labios temblorosos. No empuñaba ningún tipo de arma, pero Rebecca no dejó de apuntarlo con su pistola.


—¡Oh, gracias Dios, gracias Dios! ¡Tienen que ayudarme! Es el doctor Thurman, se ha vuelto loco. ¡Tenemos que salir de aquí!


Salió trastabillando del túnel y casi se abalanzó sobre David, sin hacer caso de las pistolas que lo estaban apuntando mientras hablaba.


—Tenemos que irnos. Todavía queda un bote que podemos utilizar. Tenemos que salir de aquí antes de que nos mate…


David lanzó una rápida mirada a su espalda, y vio que Rebecca y John todavía lo cubrían. Guardó su Beretta en la funda de su cadera y avanzó hacia el tipo, tomándolo del brazo.


—Tranquilo, tranquilo. ¿Quién es usted? ¿Trabaja aquí?


—Alan Kinneson —dijo el individuo con un jadeo—. Thurman me ha tenido encerrado en el laboratorio, pero oyó que venían y he logrado escaparme. ¡Pero está loco! ¡Tienen que ayudarme a llegar hasta el bote! Allí hay una radio, y podemos pedir ayuda.


¡El laboratorio!


—¿Por dónde se va al laboratorio? —inquirió David con rapidez.


Kinneson no pareció escucharlo, demasiado aterrorizado por lo que pudiera hacerle el tal Thurman.


—¡La radio está en el bote! ¡Podemos pedir ayuda y luego salir de aquí!


—El laboratorio —le repitió David—. Escúcheme. ¿Viene de allí?


Kinneson se giró y señaló al túnel que estaba al lado de la abertura por la que había aparecido, el túnel que estaba justo en el medio de los demás.


—El laboratorio está por ahí… —dijo, y volvió a señalar al túnel por el que había llegado—… y el bote está por ahí. Estas cavernas son como un laberinto.


Aunque parecía haberse calmado un poco mientras señalaba los túneles, parecía tan histérico como antes cuando se giró para mirarlos de nuevo. Parecía tener treinta y tantos años a primera vista, pero David se fijó en las profundas líneas que tenía en los lados de los ojos y en la comisura de los labios y se dio cuenta de que debía de ser mucho mayor. Quienquiera que fuese, y fuese cual fuese su edad, estaba atenazado por un pánico enloquecido.


—¡La radio está en el bote! ¡Podemos pedir ayuda y luego salir de aquí!


Los pensamientos de David corrieron a la misma velocidad que los latidos de su corazón. Ése era el momento, ésa era su oportunidad…


Llegamos al laboratorio, obligamos a ese tal Thurman a que nos dé el remedio contra esto y salimos pitando de este lugar antes de que nadie más resulte herido…


Se giró para mirar a los demás y vio la misma expresión de esperanza que él tenía en sus rostros. John y Steve asintieron con rapidez. Rebecca no parecía tan entusiasmada. Hizo un gesto con la cabeza para indicarle que se separara de Kinneson para que no pudiera oírles hablar.


—Discúlpenos un momento —dijo David, con una cortesía y una amabilidad que no sentía. Kinneson era uno de los nombres que aparecía en la lista de Trent.


—¡Tenemos que darnos prisa! —dijo el hombre balbuceando, pero no siguió a David cuando éste retrocedió unos cuantos pasos hacia el resto del equipo. Los cuatro se agruparon para hablar, con Karen apoyada en el brazo de Steve.


El tono de voz de Rebecca era apresurado y preocupado.


—David, no podemos llevar a Karen al laboratorio si Griffith… si Thurman está allí. ¿Qué pasará si tenemos que luchar?


John asintió y le echó una ojeada al científico de mirada enloquecida.


—Y no creo que debamos dejar a este tipo solo. Lo más probable es que salga zumbando con nuestro único medio de salir de aquí.


David frunció el entrecejo mientras pensaba con rapidez. Steve era el mejor tirador, pero John era mucho más fuerte. Si tenían que obligar a Thurman a que les entregara el remedio para la enfermedad de Karen, John lo intimidaría mucho más.


—Nos dividiremos. Steve, llévate a Karen contigo hasta el bote, y vigila a Kinneson. Nosotros iremos hacia el laboratorio, tomaremos lo que necesitamos y nos reuniremos con vosotros allí. ¿De acuerdo?


Todos asintieron, y David se giró para hablar con Kinneson.


—Tenemos que llegar al laboratorio, pero nuestra amiga Karen no se encuentra demasiado bien. Nos gustaría que la llevara a ella y a su escolta hasta el bote y que nos esperara allí con ellos.


Los ojos de Kinneson parecieron quedarse sin expresión por un instante. Aquella mirada vacía y en blanco llegó y desapareció con tanta rapidez que David ni siquiera estuvo seguro de haberla visto.


—Tenemos que darnos prisa —contestó con rapidez; luego se dio la vuelta y comenzó a dirigirse de nuevo hacia el túnel por el que había aparecido, caminando con paso vivo.


David se sintió preocupado de repente mientras observaba cómo se alejaba velozmente Kinneson, con su sucia bata de laboratorio ondeando a su espalda.


Ni siquiera nos ha preguntado quiénes somos.


Mientras Steve entraba en la boca del túnel llevando a Karen con él, David le tocó en el brazo y le habló en voz baja.


—Vigílalo bien, Steve. Estaremos con vosotros en cuanto podamos.


Steve asintió y se dispuso a seguir al extraño doctor Kinneson, con Karen tambaleándose a su lado.


John y Rebecca ya estaban al lado de la entrada del túnel situado en medio, con las armas todavía en la mano. La caverna se estremeció al mismo tiempo que se oyó un rugido ahogado en el exterior.


Los tres entraron en el túnel sin necesidad de intercambiar ni una sola palabra, recorriéndolo con un trote cansado pero decidido, preparados para enfrentarse al monstruo humano causante de todas las tragedias en la Ensenada de Calibán.


Steve dobló la primera esquina, con Karen agarrada de su hombro con una mano fría y sudorosa, y vio que el investigador estaba doblando otra esquina, a unos cien metros de distancia ya. Steve divisó la ondeante bata y un tacón de zapato, y la figura desapareció, con el sonido de los pasos alejándose.


Estupendo. Perdidos en un maldito laberinto de cuevas submarinas porque el doctor Caligari tiene un horario que cumplir…


Karen dejó escapar un suave quejido y Steve sintió que el estómago se le encogía un poco más; su miedo a perderse ocupó el segundo lugar de la lista de sus preocupaciones después de la que sentía por Karen. Cada vez se apoyaba más en él, y comenzaba a arrastrar los pies por el suelo de pizarra.


David, John, Rebecca… por favor, daos prisa. Por favor, no dejéis que Karen se ponga peor…


Tiró de ella con toda la rapidez que pudo, preocupado por la idea de alcanzar a Kinneson, preocupado porque los demás se encontrasen en peligro, preocupado por la mujer enferma que colgaba a su lado. Excepto por su encuentro con Rebecca, había sido el peor día de su vida. Sólo llevaba un año y medio en los STARS, y aunque se había visto metido en situaciones apuradas con anterioridad, ninguna se acercaba ni de lejos a lo que había experimentado en las pocas horas que habían pasado desde que su lancha había volcado.


Monstruos marinos, zombis con armas… y ahora Karen. La inteligente y seria Karen que está perdiendo la cabeza y, quizá, convirtiéndose en una de esas cosas. Estamos tan cerca de salir de aquí, y puede ser tan tarde de todas maneras…


Steve se dio cuenta de que ya no oía los pasos de Kinneson cuando llegaron a la siguiente esquina. La dobló a trompicones mientras pensaba que quizá debería gritarle para que los esperara, para que no se adelantara demasiado… y se detuvo en seco, sintiendo que el alma se le desplomaba a los pies. Kinneson estaba a menos de dos metros de ellos, apuntándolos con una pistola del calibre 32. Sus ojos y su cara estaban faltos de toda señal de emoción, como si fuera un maniquí. Avanzó un par de pasos y apretó el cañón de la pistola contra la boca de su estómago, con fuerza, y luego retrocedió al mismo tiempo que le sacaba su Beretta de la funda. El doctor sin expresión en los ojos se apartó a un lado, con las dos armas en la mano, y le indicó a Steve que avanzara por delante de él.


Vigílalo bien, Steve…


Steve agarró a Karen por el costado mientras se apresuraba a pensar en algún modo de detenerlo, de razonar con Kinneson. Su cuerpo se tensó, preparado para saltar mientras su mente le decía que obedeciera, que no era necesario que le dispararan…


¿Qué le ocurrirá a Karen?


—Vendrás al laboratorio —dijo Kinneson con una voz sin ninguna clase de inflexión— o te mataré.


Era la misma voz sin expresión que tendría una computadora, pero procedente del rostro inmisericorde de un humano que, de repente, no parecía humano, que no parecía humano en absoluto.


—Sabemos lo que habéis hecho aquí —contestó Steve con desprecio—. Lo sabemos todo sobre vuestras malditas Triescuadras, sobre el virus-T y si quieres salir de esta sin…


—Vendrás al laboratorio o te mataré.


Steve sintió que su cuerpo se estremecía de forma involuntaria. El tono de voz de Kinneson no había variado en absoluto, y su mirada permanecía tan fija y carente de emoción como su voz. Steve se dio cuenta en ese momento de las delgadas líneas que le salían de los bordes de sus fríos ojos castaños y de las comisuras de sus labios sin expresión.


Oh, Dios mío…


—Vendrás al laboratorio o te mataré —repitió, y esta vez, alzó las dos armas, y las mantuvo a escasos centímetros de la colgante cabeza de Karen.


Steve sabía que se estaba muriendo, sabía que existían muchas probabilidades de que la perdiera a causa del virus y que se convirtiera en una criatura enloquecida antes de que acabara la noche…


Pero tengo que protegerla todo el tiempo que pueda. Si la sacrifico para salvarme y luego resulta que existía una mínima posibilidad de salvarla…


Steve no lo haría, no podía hacerlo. Aunque ello significara perder su propia vida.


Agarró con fuerza a Karen y comenzó a andar por delante de aquel ser.


Ya había pasado más que tiempo suficiente. Si los intrusos habían hecho lo que él había supuesto que harían, ya se habrían dividido, y algunos de ellos se dirigían hacia las jaulas y el resto acompañaría al buen doctor hacia el laboratorio. Y si Alan había fallado, al menos los habría retrasado el tiempo suficiente para mantenerlos en terreno abierto. De cualquier manera, ya era el momento.


Griffith pulsó el botón del panel conectado a las jaulas de los Ma7. Pensó en lo divertido que habría sido poder ver las caras que pondrían al ver aquellas criaturas. La luz roja se convirtió en una luz verde, lo que significaba que las puertas de las jaulas ya estaban abiertas de par en par.


Bueno, no le importaba perdérselo, siempre que murieran.
Capítulo 15


El serpenteante túnel parecía no tener fin. Cada vez que doblaban una esquina, Rebecca esperaba ver una puerta cerrada, con una ranura electrónica a su lado donde poder introducir la tarjeta de apertura que llevaba David. A medida que las esquinas continuaban sucediéndose, que las luces iluminaban otro tramo de túnel, cada uno tan vacío y tan carente de detalles como el anterior, dejó de desear que apareciera la puerta. Una señal sería suficiente, una flecha pintada en la pared, una marca de tiza… cualquier indicación que borrara sus sospechas de que los habían mandado en una dirección equivocada.


¿Nos ha mentido un científico de Umbrella? Eso es imposible de creer…


Dejó a un lado el sarcasmo y tuvo que reconocer que Kinneson se había comportado de manera extraña, pero que, desde luego, parecía estar aterrorizado hasta llegar a la histeria. ¿Sería posible que, confundido por ese pánico, se hubiera equivocado de túnel al darles las indicaciones? ¿O simplemente era que el laboratorio estaba mejor escondido de lo que ellos pensaban?


¿O nos ha enviado a una búsqueda sin sentido, hacia alguna cueva sin salida… o peor aun, hacia una trampa? Hacia un lugar peligroso, pensado para retrasarnos mientras él…


Mientras él le hacía algo a Karen y a Steve. Aquel pensamiento la atemorizó aún más que la idea de estar dirigiéndose hacia una trampa. Karen estaba gravemente enferma, no podría defenderse por sí sola, y Steve…


No, Steve está bien. Podría acabar con Kinneson con una mano atada a la espalda y en un segundo…


Si no fuera porque Karen está con él. Una Karen muy enferma, que se esforzaba por mantenerse de pie.


Su anterior trote se había convertido en un paso rápido. Tanto David como John jadeaban por el tremendo esfuerzo, y sus agotados rostros estaban contraídos por el cansancio. David levantó una mano para indicar a los otros dos que se detuvieran.


—No creo que sea por aquí —dijo entre jadeos—. Ya deberíamos haber llegado a estas alturas. Y el trozo de papel que había junto con la tarjeta decía sudoeste, este. No estoy seguro, pero creo que después de la última esquina nos estamos dirigiendo hacia el oeste.


John asintió con la cabeza, con su corto cabello empapado y brillando por el sudor.


—No sé en qué dirección vamos, pero lo que sí sé es que ese tal Kinneson está lleno de mierda. El tío trabaja para Umbrella, por amor de Dios.


—Estoy de acuerdo con él —convino Rebecca respirando profundamente—. Creo que deberíamos regresar. Tenemos que llegar al laboratorio enseguida. No creo que…


¡CLAAANK!


Se quedaron inmóviles, mirándose los unos a los otros. En algún punto por delante de aquel túnel interminable, algo pesado fabricado con metal se había movido.


—¿El laboratorio? —dijo Rebecca esperanzada—. Puede que…


Un extraño ruido la interrumpió, y las palabras se le quedaron en la garganta cuando el ruido aumentó de volumen. Era un grito como jamás había oído antes: era la mezcla de un largo ladrido de perro con un gemido agudísimo, todo ello unido al llanto desesperado de un bebé recién nacido. Era un ruido terrible y solitario, que subía y bajaba a lo largo del túnel y que por fin se convirtió en un feroz aullido lastimero… al que se le unieron muchos otros.


De repente, sintió que no quería ver a la criatura capaz de lanzar aquel sonido, en el mismo momento en que David comenzaba a retroceder, con la piel de la cara pálida y los ojos abiertos de par en par.


—¡Corred! —dijo con un grito mientras apuntaba con su pistola hacia el pasillo vacío que se abría delante de ellos. Esperó hasta que los dos pasaran a su lado para darse la vuelta y comenzar a correr detrás de ellos.


Rebecca sintió de repente una oleada de energía increíble cuando una nueva descarga de adrenalina llegó a sus arterias y la hizo correr a toda velocidad por el sombrío túnel para escapar de los crecientes aullidos de aquellas criaturas que los seguían. John estaba justo delante de ella, y sus musculosos brazos y piernas se movían de forma acompasada pero a un ritmo infernal, y oía el ruido de las botas de David a su espalda.


Los aullidos aumentaban de volumen, y Rebecca pudo sentir la piedra vibrar bajo sus pies: eran las zancadas de las patas de las bestias que corrían en su persecución. … no vamos a lograrlo…


Fin el mismo instante que su mente se dio cuenta de que aquellas criaturas los alcanzarían en muy poco tiempo, oyó a David gritar.


—En la siguiente esquina…


Cuando llegaron al final del tramo, donde el túnel giraba de nuevo, Rebecca se dio la vuelta en redondo y levantó la sudorosa mano con la que empuñaba su Beretta, apuntando hacia la última esquina que habían doblado. John y David se situaron cada uno a un costado, jadeando pero con sus pistolas de calibre nueve milímetros apuntando a su lado. Eran veinte metros de pasillo despejado, pero repleto por el eco de los aullidos de sus perseguidores, a los que todavía no habían visto.


Cuando apareció el primero de ellos, los tres comenzaron a disparar, y los proyectiles se estrellaron contra una criatura. Al principio, Rebecca pensó que se trataba de una leona, luego creyó que era un lagarto gigante y, por fin, un perro. Sólo pudo distinguir una visión fragmentada de aquel ser imposible, y su mente sólo captó las partes que pudo admitir. Las pupilas parecidas a las de los gatos, la gigantesca cabeza de serpiente, con una inmensa mandíbula repleta de dientes afilados. Un cuerpo rechoncho y de pecho amplio de color arenoso, con unas patas delanteras gruesas y unos cuartos traseros musculosos que la impulsaban hacia adelante a grandes saltos y a una velocidad increíble…


Y mientras los proyectiles explosivos atravesaban su extraña piel reptilesca, apareció otra criatura detrás de la primera…


Las primeras balas lanzaron de espaldas el grueso cuerpo de la criatura más cercana y la hicieron saltar sobre sus patas con garras, a la vez que unos surtidores de sangre aguada manchaban las paredes del túnel…


Y entonces cómo, después de sacudir la cabeza, comenzó a
aullar otra vez con su grito lastimero y se lanzó de nuevo contra ellos.


Oh, mierda…


Rebecca apretó de nuevo el gatillo, cuatro, cinco, seis veces, mientras su mente le gritaba al mismo tiempo tanto como aquellos dos monstruosos animales que corrían hacia ellos, siete, ocho, nueve, diez veces…


El primero caía y se quedaba en el suelo, pero todavía quedaba el segundo, seguido de un tercero, que también recorría el túnel a toda velocidad, y la Beretta sólo tenía quince balas…


Vamos a morir…


David retrocedió de un salto, detrás de la rugiente línea de tiro. Un cargador vacío cayó al suelo, y un segundo después, estaba de nuevo a su lado, apuntando y apretando el gatillo, con la Beretta disparando de forma fluida en su experta mano.


Rebecca contó su último cartucho y retrocedió a trompicones, rezando para poder recargar su arma con la misma rapidez que David…


Levantó por fin los ojos para ver cómo el tercer animal caía de espaldas, con su amplio pecho lanzando varios chorros de sangre. Se desplomó sobre el charco de fluido rojizo que él mismo había creado y se quedó allí, inmóvil.


No se movió absolutamente nada más en el túnel, pero quedaban al menos otras dos criaturas al otro lado de la esquina. Sus aullidos lastimeros continuaron subiendo y bajando de volumen a lo largo del túnel, pero no se acercaron y permanecieron fuera de la vista, como si comprendieran lo que les había ocurrido a sus compañeros y fueran lo bastante listas para no cargar de frente contra la muerte que les esperaba.


—Retroceded —susurró David con voz ronca.


Sin dejar de apuntar contra la esquina, comenzaron a andar hacia atrás, con los gritos de las feroces bestias pasando por encima de ellos como si fueran olas del mar.


Griffith se apartó con rapidez de la puerta cuando oyó el ruido de la llave en la cerradura. No quería estar demasiado cerca de quienquiera que hubiese traído Alan. Ya tenía a Thurman preparado cerca de él, por si acaso había algún problema, pero cuando vio al joven y a su pasiva compañera entrar en el laboratorio, no creyó que hubiera ningún contratiempo.


¿Qué le pasa? ¿Unas cuantas copas de más? ¿Una herida grave que no es visible a simple vista?


Griffith sonrió, a la espera de que el joven hablara o la mujer se moviera, lleno de buen humor y con un talante cordial. Hacía tanto tiempo que no hablaba con nadie sin tener que darle instrucciones… Además, el hecho de que sus planes se estuvieran cumpliendo lo hacía sentirse contento. Alan cerró la puerta a su espalda y se quedó de pie, sin expresión alguna en el rostro, pero apuntando con sus dos armas a la extraña pareja.


El joven miró alrededor con sus ojos oscuros abiertos de par en par, y su mirada se detuvo en la puerta del compartimiento estanco, con una expresión parecida al asombro. La cabeza de la mujer seguía colgando sobre su pecho. La piel del joven tenía un tono oscuro natural. Probablemente era hispano, o quizás su origen era hindú. No era demasiado alto, pero se lo veía bastante robusto. Sí, serviría muy bien… y puesto que quizás era el que había matado al doctor Athens, aquello tendría algo de justicia poética.


La inquisitiva mirada del joven se posó por fin en Griffith, al mismo tiempo curiosa y sin miedo, un miedo que Griffith pensó que debería sentir.


Bueno, nos ocuparemos de eso…


—¿Dónde estamos? —preguntó en voz baja.


—Estás en el laboratorio de investigación química, aproximadamente a unos veinte metros por debajo de la superficie de la Ensenada de Calibán —le respondió Griffith—. Es interesante, ¿verdad? Esos inteligentes diseñadores incluso lo construyeron en el interior de los restos de un barco naufragado… ¿o construyeron los restos del barco naufragado alrededor del laboratorio? Siempre me olvido, tendrás que…


—¿Eres Thurman?


¡Qué modales!


Griffith sonrió de nuevo, meneando la cabeza.


—No. Esa criatura gorda y de aspecto lamentable que está a tu izquierda es el doctor Thurman. Yo soy Nicolas Griffith. ¿Y tú eres…?


Antes de que el joven pudiera responder, la mujer levantó su cabeza, y su rostro blanco de ojos rojos escrutó a su alrededor con mirada hambrienta.


¡Está infectada!


—Thurman, agarra a la mujer y manténla inmóvil —ordenó Griffith con rapidez. No podía permitir que dañara el excelente espécimen que Alan había logrado capturar…


Pero cuando Thurman agarró a la muchacha, el joven se resistió y empujó a Louis con un rápido movimiento de manos, con un gesto de valor en el rostro.


Griffith sintió una oleada de disgusto y enfado.


—Alan, ¡golpéalo!


El doctor Kinneson levantó la mano con rapidez y golpeó con fuerza la parte posterior del cráneo del joven, que dejó de luchar el tiempo suficiente para que Thurman tirara de la mujer para alejarla de ellos dos.


—Ya es tarde —dijo Griffith con voz confiada, preguntándose por qué demonios querría nadie permanecer unido a uno de ésos—. Mírala, ¿no te das cuenta de que ya no es humana? Es una de esas marionetas de Birkin, uno de esos seres patéticos alterados para tener siempre hambre. Un zombi. Una unidad de Triescuadra sin entrenamiento.


Mientras Griffith hablaba, se produjeron una serie de hechos increíbles para el joven. La mujer se dio la vuelta sobre sí misma a pesar de que Thurman la tenía agarrada… y con un rápido movimiento, estiró el cuello y le mordió la cara a Louis. Tiró con la cabeza, se llevó entre los dientes un trozo de su mejilla y comenzó a masticar con entusiasmo.


—¡Karen! Oh, Dios mío. ¡Karen, no!


Aunque su voz sonó evidentemente emocionada, el joven no se movió ni trató de impedirlo. Tampoco lo hizo Louis. El doctor se quedó de pie tan tranquilo, con la sangre corriendo por su cara, observando cómo la víctima del virus-T masticaba un pedazo de su cara. Griffith miraba encantado.


—Fíjate en eso —dijo en voz baja—. Ni un gesto de dolor, ni una muestra de emoción… ¡Louis, sonríe!


Thurman sonrió mientras la mujer acercaba de nuevo la cabeza y lograba morderle su protuberante labio inferior. Arrancó el labio con un sonido desgarrado y húmedo, y la sonrisa de Thurman se hizo aún más amplia. La sangre saltó al suelo. La mujer siguió masticando. Increíble. Absolutamente maravilloso.


El joven estaba temblando, y su rostro moreno se había vuelto pálido. No parecía apreciar qué era lo que merecía verse, y Griffith se dio cuenta de que probablemente nunca lo haría: sin duda, la mujer había sido amiga suya. Mucha suerte. Es como echarle flores a un cerdo…


—Alan, agarra al joven, y sosténlo con fuerza.


El joven ni siquiera forcejeó, demasiado absorto en el aparente horror que estaba experimentando. La muchacha arrancó otro trozo de carne, y la sonrisa de Thurman se estremeció, probablemente debido al traumatismo sufrido por algún músculo.


Por mucho que a Griffith le apeteciera seguir mirando, tenía trabajo que hacer. Tal vez los otros amigos del joven lograran abatir a los Ma7 y, si lo lograban, lo más probable es que fueran en busca de su amigo.


Pero para entonces, será mi amigo…


Griffith se acercó a una mesa y recogió una jeringuilla llena. Golpeó con un dedo en uno de sus lados y se dio la vuelta hacia su silencioso invitado, preguntándose si debía revelarle su brillante plan para atrapar a sus amigos. ¿No era eso lo que siempre hacían los «villanos» en las películas»? Sólo lo pensó durante un momento, y decidió que era mejor no hacerlo. Siempre lo había considerado una estupidez, y, desde luego, él no era ningún villano. Eran ellos los que habían invadido su santuario y amenazado sus planes para crear una paz mundial. Estaba claro quiénes eran los malvados.


El joven hispano todavía estaba mirando la terrible escena, con la boca literalmente abierta, mientras Karen empezaba a tragarse la nariz de Thurman, causando heridas todavía más graves en su cara. Tendría que acabar con ella antes de que los brazos de Louis cedieran, pero eso le daba bastante tiempo todavía.


Avanzó con rapidez y clavó la aguja en el musculoso brazo del joven, apretando el émbolo de la jeringuilla.


Sólo en ese momento forcejeó un poco, clavando sus pasmados ojos en Griffith y retorciendo el cuerpo. Uno de los brazos de Alan pareció ceder un poco, pero tenía bien agarrado al forcejeante hispano.


Griffith le sonrió a la cara mientras meneaba la cabeza.


—Relájate —le dijo con un tono de voz tranquilizador—. En unos minutos, no sentirás nada de nada.


Lenta, muy lentamente, retrocedieron hacia la cueva donde comenzaba el túnel en el que se encontraban. Las criaturas reptilescas los habían seguido, pero habían procurado mantenerse fuera de la vista mientras lanzaban sus lastimeros aullidos. John no dejaba de pensar en Karen y en Steve, guiados hasta Dios sabía dónde por el doctor de Umbrella, y deseó con desesperación que aquellos monstruos cargaran contra ellos. Sentía cómo pasaba el tiempo, y era posible que los minutos perdidos ya le hubieran costado a Karen su única oportunidad de curarse, minutos durante los cuales Steve podía estar luchando por su vida…


¡Vamos, cabrones estúpidos! Estamos aquí mismo. ¡Comida gratis! ¡Vamos!


Habían intentado gritar para atraerlos, habían disparado y habían pateado el suelo para simular que salían corriendo, pero las criaturas no picaron el cebo. David había intentado una vez engañarlos: los tres echaron a correr y se detuvieron en la siguiente esquina… y cuando los grandes reptiles asomaron cautelosamente el cuerpo por el túnel para seguir detrás de ellos, salieron de la esquina y comenzaron a disparar. John logró acertar una vez en el pecho de una de las criaturas, y habían confirmado que sólo quedaban dos de aquellas bestias imitantes, pero ambas habían logrado ponerse a cubierto de nuevo antes de que las hiriesen de gravedad, y no habían vuelto a caer en aquel truco.


—Cabrones astutos —dijo John con un gruñido por vigésima vez, retrocediendo de espaldas con toda la rapidez que podía—. ¿A qué demonios están esperando?


Ni Rebecca ni David contestaron, puesto que ya lo habían discutido mientras seguían retrocediendo: estaban esperando a que los tres se dieran media vuelta.


Después de lo que les pareció una eternidad en cámara lenta, de retroceder paso a paso por él túnel, oyeron por encima de los aullidos de las bestias el distante pero familiar sonido de la cavernosa estancia de roca por la que habían entrado: el ruido apagado de las olas y el estremecimiento de las paredes.


Gracias a Dios, gracias Dios. ¿Cuánto tiempo ha pasado? ¿Quince, quizás veinte minutos?


—Cuando salgamos del túnel, poneos a cada lado —les indicó David con voz tensa—. Voy a darme la vuelta y a echar a correr para atraerlos…


Rebecca sacudió la cabeza con un gesto negativo, con su juvenil rostro contraído por la preocupación.


—Eres mejor tirador que yo, y yo puedo correr mucho más rápido que tú. Yo debería servir de cebo.


Casi habían llegado a la caverna principal. John miró a David y vio que dudaba en tomar la decisión… pero, por fin, asintió suspirando.


—Muy bien. Corre todo lo rápido que puedas, y regresa hacia las escaleras del faro. Nos encargaremos de ellos en cuanto estén demasiado lejos de la esquina como para darse la vuelta.


Rebecca dejó escapar una bocanada de aire.


—Entendido. Sólo dime cuándo.


John sintió el cambio en el aire a su espalda, y los soplos de la brisa que corría por el interior de la caverna le tocaron con suavidad la nuca. Dio otro paso hacia atrás y un momento después se halló en el espacio abierto.


Dio un rápido paso lateral y se quedó de pie al lado de la esquina, justo entre la boca del túnel del que habían salido y el túnel de al lado. Vio que David también se colocaba en posición, mientras Rebecca se quedaba completamente inmóvil en mitad de la entrada del túnel…


—¡Ahora!


Rebecca se dio la vuelta y comenzó a correr, alejándose a gran velocidad. John notó la tensión en su propio cuerpo. Sostenía la Beretta al lado de su cara, mientras oía los aullidos que aumentaban de volumen, las patas pesadas que se aproximaban…


—¡Ahora! —gritó David, y ambos asomaron al mismo tiempo sus cuerpos a la vez que comenzaban a disparar.


¡Bam, bam, bam, bam, bam, bam!


Los aullantes monstruos estaban a menos de seis metros, y los proyectiles explosivos abrieron unos enormes agujeros carmesíes en sus pellejos, y los trozos de hueso y la sangre se alzaron como grandes surtidores.


Los aullidos desaparecieron bajo el tronar de los disparos, y ninguno de los dos seres reptilescos logró llegar hasta la entrada del túnel. Los dos extraños cuerpos quedaron inmóviles, como dos montones de carne en el suelo.


Rebecca apareció de regreso, al trote, en cuanto dejaron de disparar. Sus mejillas estaban encendidas y sus ojos brillaban por la prisa.


—Vámonos —dijo David.


Los tres comenzaron inmediatamente a correr por el túnel donde había desaparecido Kinneson. El tiempo que habían perdido le daba alas a sus pies.


John dejó por fin que el miedo se apoderara de él y abandonó la rabia frustrante que había estado sintiendo a lo largo de su retirada paso a paso.


Karen, no te mueras. Por favor, que no le haya pasado nada. Ni a ella ni a López…


El túnel giró y bajó ligeramente; los tres doblaron la esquina, con el terror que sentían por la suerte de sus compañeros impulsándolos a correr aún más. John se juró que si los dos estaban bien, que si Karen todavía estaba a tiempo de salvarse, si todos salían con vida de aquel lugar, daría todo lo que tenía.


Mi coche, mi casa, mi dinero, no me acostaré con ninguna otra mujer hasta que me case. Renegaré de mis malos actos anteriores y caminaré por el sendero de la virtud y…


No era suficiente, y no se imaginaba por que nadie querría aceptarlo, pero lo sacrificaría todo, costase lo que costase.


El túnel giró de nuevo, sin dejar de inclinarse hacia abajo. Doblaron la siguiente esquina… y vieron un doble par de puertas, con un pequeño pasillo entre la puerta exterior y el interior, y una gigantesca y apenas iluminada estancia al otro lado. Steve se encontraba apoyado en el quicio de la puerta interior, con la Beretta en la mano y el rostro pálido y sin expresión.


—¡Steve! ¿Qué ha…? —comenzó a decir David, pero la falta de expresión, el terrible vacío que vieron en la cara de Steve, hizo que todos se detuvieran en seco. Aunque su mente se negaba a aceptarlo, John sintió que su corazón se llenaba con una terrible y dolorosa sensación de pérdida.


—Karen ha muerto —dijo Steve en voz baja, y luego se giró y entró en la estancia.
Capítulo 16


Oh, no… Rebecca sintió una enorme oleada de tristeza en su interior mientras observaba la espalda de Steve, con John y David en silencio a su lado. El vacío pasmado que habían visto en el rostro de Steve antes de que se diera la vuelta les anunció lo que había pasado.


Pobre Karen. Y pobre Steve. Debe de haber sido terrible para él verla…


Habían encontrado el laboratorio demasiado tarde. Rebecca bajó la vista y se fijó en la ranura para tarjetas cerca de la puerta de acceso cuando entró en el pasillo que unía ambos juegos de puertas.


Sintió con una horrible emoción la futilidad y el sin sentido en que se había convertido aquella misión. Habían llegado allí para obtener información, y sólo habían encontrado una prueba tras otra, sólo habían logrado que Karen cayera enferma… y que atacara a Steve justo cuando habían llegado al único lugar donde podían haber tenido alguna oportunidad de curarla…


Pero ¿y Kinneson? ¿Y Thurman?


Atravesó la segunda puerta con el entrecejo fruncido. El laboratorio era enorme y estaba lleno de equipos, con las mesas atestadas con enormes pilas de papeles. Sin embargo, fue la compuerta abierta justo enfrente de ellos lo primero que le llamó la atención, y su mirada se fijó de inmediato en la gruesa hoja de plexiglás o de cristal reforzado que ocupaba parte de la puerta de metal.


Era un compartimiento estanco, con la puerta interior abierta, tras la segunda puerta, más allá de una reja metálica, pudo ver las oscuras aguas del mar: el laboratorio se encontraba bajo el océano.


Lo segundo en lo que se fijó fue la sangre, en el grueso rastro de color carmesí que salpicaba el suelo de cemento formando pequeños charcos y regueros, pero que finalmente se convertía en una larga mancha provocada por el arrastre de un cuerpo, lo primero que pensó fue que Steve debía de haber llevado el cuerpo de Karen… ¡Tanta sangre! Dios, no, Karen no…


Steve había entrado en el compartimiento estanco y se había dado la vuelta. Parecía estar esperando que ellos cruzaran la habitación. Rebecca comenzó a andar en su dirección, con un nudo en la garganta por las lágrimas y por la pena que sentía. John y David estaban justo a su espalda, de pie y en silencio, mirando alrededor, registrando con la vista la vacía estancia…


Entonces, detrás de ellos, la puerta que daba al pasillo se cerró de golpe.


Se dieron la vuelta en redondo y vieron a Kinneson de pie, apuntándolos con una pequeña pistola del calibre 32 y sin mostrar expresión alguna en el rostro.


—Soltad las armas.


La voz tranquila y autoritaria que había sonado era la de Steve.


Rebecca se dio la vuelta de nuevo, sintiéndose confundida… y vio que Steve los apuntaba con su Beretta, con un rostro tan inexpresivo como el de Kinneson. Ahora que estaba lo bastante cerca del compartimiento estanco, pudo ver el cuerpo en el suelo. Era el de Karen, cuyo pálido rostro estaba cubierto de sangre. En el lugar donde debería estar su ojo izquierdo sólo se veía un agujero negro rezumante de fluidos corporales.


Oh, Dios mío, ¿qué está ocurriendo?


David dio un paso hacia Steve, con la Beretta apuntando al suelo y con la voz repleta de asombro, incredulidad y confusión.


—Steve, ¿qué estás haciendo? ¿Qué ha pasado?


—Soltad las armas —repitió Steve. Su voz no mostraba señal alguna de emoción.


¿Qué le has hecho?


John lanzó un grito, se giró y disparó contra Kinneson. El proyectil atravesó limpiamente su sien izquierda, y Kinneson se derrumbó en el suelo como una marioneta sin cuerdas que la sostuvieran…


¡Bam!


El segundo proyectil salió de la pistola de Steve, y acertó a John un poco más arriba de la zona de los riñones. La sangre comenzó a salir a borbotones del agujero, y Rebecca vio en el rostro de John la incredulidad mientras trastabillaba cuando intentaba dar media vuelta al mismo tiempo que la sangre comenzaba a salirle entre los labios.


John también cayó a plomo en el suelo de cemento y se estremeció una vez más antes de quedar completamente inmóvil. Todo había ocurrido en unos pocos segundos.


—Soltad las armas —volvió a decir Steve con voz tranquila. Apuntó con su arma a Rebecca.


La muchacha no pudo hacer absolutamente nada durante unos momentos. Simplemente se quedó mirando a Steve con una expresión de profundo horror mientras las lágrimas corrían por sus mejillas, totalmente incapaz de comprender lo que había pasado.


—Suéltala —dijo David en voz baja, y dejó que la suya cayera al suelo con un tableteo metálico.


Rebecca también dejó caer su Beretta.


—Retroceded —ordenó Steve sin dejar de apuntar al pecho de Rebecca.


—Haz lo que dice —dijo David con la voz sólo un poco temblorosa.


Retrocedieron lentamente, mientras Rebecca era incapaz de apartar la vista de los ojos de Steve, del rostro juvenil y atractivo que tanto le había atraído. Ahora, ya no era más que una máscara, que llevaba puesta…


Un zombi.


Dejaron de retroceder al tropezar con una mesa, y miraron inmóviles cómo Steve avanzaba para recoger sus armas del suelo. La mente de Rebecca estaba pasmada por algo más que el horror y la sensación de pérdida. Un zombi que podía caminar y hablar como una persona. Como Kinneson. Como Steve.


¿Cómo?¿Cuándo ha ocurrido?


Justo en el momento que Steve comenzaba a retroceder, una agradable voz masculina sonó a sus espaldas, procedente de una esquina del laboratorio, desde detrás de una mesa.


—Bueno, ¿ya hemos acabado? Dios mío, menuda tragedia griega…


A aquella voz le siguió un cuerpo. Un individuo delgado y de pelo gris se puso de pie y rodeó la mesa, moviéndose con aspecto tranquilo hasta situarse al lado de Steve. Tendría unos cincuenta y pocos años y llevaba el pelo lo bastante largo como para que las puntas le rozaran el cuello de la bata de laboratorio que llevaba puesta. En su rostro brillaba una sonrisa espléndida.


—Repetiré las instrucciones que le he dado para que nuestros invitados las oigan —dijo el individuo con un tono de voz alegre—. Si cualquiera de los dos efectúa un movimiento brusco, dispárales.


Rebecca supo inmediatamente quién era, supo que no había estado equivocada, después de todo.


—El doctor Griffith —dijo en voz baja.


Griffith arqueó una ceja, ligeramente divertido al parecer.


—¡Ya veo que mi reputación me precede! ¿Cómo lo ha sabido?


—He oído hablar de usted —repuso con voz fría—. Y
también de Nicolas Dunne.


La sonrisa del hombre se congeló por un instante, pero se ensanchó de nuevo.


—Todo eso forma parte del pasado —respondió como restándole importancia al mismo tiempo que agitaba una mano en el aire—. Y me temo que nunca tendrá la ocasión de contarle a nadie sobre el placer de nuestro encuentro.


La sonrisa de Griffith desapareció por completo, y su mirada azul adquirió de repente una expresión gélida.


—Ya me habéis retrasado bastante. Estoy cansado de este juego, así que creo que voy a hacer que este agradable joven os mate…


Su rostro se iluminó de repente, y Rebecca vio la locura brillar en sus ojos, el absoluto alejamiento de la cordura.


—Ahora que lo pienso mejor, ¿por qué ensuciarlo todo aún más? Steve, si eres tan amable, por favor, dile a nuestros amigos que entren en el compartimiento estanco.


—Entrad en el compartimiento estanco —dijo con voz tranquila.


Rebecca comenzó a hablar con rapidez antes de que David pudiera dar ni siquiera un paso, con un tono de voz serio y profesional.


—¿Ha sido el virus-T? ¿Lo ha utilizado como plataforma para desarrollar sea lo que sea el nuevo agente infeccioso? Sé que ha sido el responsable del aceleramiento del tiempo de amplificación, pero esto es algo completamente nuevo, esto es algo que ni siquiera Umbrella conoce. Es un mutágeno con una membrana de fusión instantánea, ¿a que sí?


Los ojos de Griffith se abrieron de par en par.


—Espera, Steve… ¿Qué es lo que sabes acerca de la membrana de fusión, jovencita?


—Sé que la ha perfeccionado. Sé que ha logrado crear un virión de fusión rápida que al parecer es capaz de infectar el tejido cerebral en menos de una hora…


—En menos de diez minutos —la corrigió Griffith.


Toda su actitud cambió, y pasó de ser un sonriente hombre mayor a convertirse en un fanático: entrecerró los ojos, que adquirieron un brillo intenso, y apretó los labios contra los dientes.


—¡Esos estúpidos animales con su ridículo virus-T! Puede que Birkin tenga algo de cerebro, pero los otros no son más que unos idiotas. ¡Juegan a la guerra mientras yo he creado un milagro!


Se dio la vuelta y señaló con un gesto los relucientes depósitos de oxígeno que había al lado de la entrada del laboratorio.


—¿Sabes qué es eso? ¿Sabes lo que he logrado sintetizar? ¡La paz! ¡La paz y la libertad de no tener que escoger para toda la humanidad!


David sintió que su corazón se ponía a palpitar a toda velocidad, y todo su cuerpo comenzó a exudar un sudor frío. Griffith comenzó a caminar de un lado a otro delante de ellos, con los ojos brillando por su genio enloquecido.


—¡Existe suficiente material de mi cepa, de mi creación, como para infectar a miles de millones de personas en menos de veinticuatro horas! He logrado encontrar la respuesta, la respuesta a la penosa y egoísta especie en la que se ha convertido la raza humana. Cuando le entregue mi regalo al viento, el mundo será libre de nuevo, renacerá otra vez, un lugar simple y bello para todas las criaturas, grandes y pequeñas, ¡y sólo sobrevivirán gracias al instinto!


—Está loco —dijo David con un susurro, incluso a sabiendas de que Nicolas Griffith podía matarlos, de que iba a matarlos, pero fue incapaz de contenerse—. ¡Está completamente majara!


Y por eso ha muerto mi equipo, por eso han muerto todas esas personas. Quiere convertir a todo el mundo en seres como Kinneson. Como Steve.


Griffith se giró hacia él con un gruñido y lanzando escupitajos por la comisura de los labios.


—¡Y tú estás muerto! No estarás aquí cuando mi milagro bendiga la Tierra. Yo, yo… te privo de mi regalo, ¡a los dos! Cuando el sol salga mañana por la mañana, habrá paz, ¡y ninguno de los dos conoceréis ni un solo segundo de ella!


Se dio media vuelta y los señaló mientras hablaba a Steve.


—¡Mételos en el compartimiento estanco! ¡Ahora mismo!


Steve levantó de nuevo su Beretta y la utilizó para indicarles con un gesto que atravesaran la puerta estanca y entraran en el compartimiento, donde el cuerpo de Karen yacía ensangrentado y sin vida en el suelo.


Está demasiado lejos, no podré alcanzar el arma a tiempo…


—¡Steve, ahora! ¡Mátalos ahora mismo si no entran!


David y Rebecca entraron en el compartimiento estanco. David sintió el cuerpo frío y tenso. Tenía que hacer algo o el mundo se vería infectado por el sueño de aquel psicópata maníaco…


Steve cerró la puerta.


Estaban atrapados.
Capítulo 17


Griffith estaba furioso, temblaba de ira mientras la puerta del compartimiento estanco se cerraba con un gran golpe. ¿Es que no podían ver, es que no entendían, es que no se daban cuenta de otra cosa que no fueran sus miserables y estúpidas vidas?


Se quedó mirando al joven Steve, y la rabia amenazó con desbordar sus sentidos, amenazó con hacerlo enloquecer, con hacerle vomitar, con hacerle matar…


—¡Pon esa pistola en tu fea cara y aprieta el gatillo! ¡Muere, muere, muere! ¡Mátate!


Steve alzó su arma.


Rebecca gritó, golpeando inúltimente con sus puños la gruesa puerta de metal.


No, no, no, no, no…


¡Baammm!


El tronar del disparo cortó sus gritos. El cuerpo de Steve cayó contra la base de la compuerta y quedó misericordiosamente fuera de la vista.


Ya estaba muerto, ya estaba muerto. Ya no era Steve…


—Jesús… —susurró David, y Rebecca levantó la vista, directamente a los ojos engreídos y petulantes de Griffith a través de la ventana…


Y Griffith sonrió de repente, con una sonrisa triunfal, repleta de orgullo y de desprecio maligno. Los sentimientos de pérdida, tristeza y terror desaparecieron al ver aquella sonrisa. Rebecca se quedó mirando aquellos ojos y se dio cuenta de que jamás antes había odiado realmente a una persona.


Cabronazo asqueroso, hijo de…


Les había contado su plan, pero en ese momento la idea era demasiado grande para entenderla de golpe, era una tragedia tan inmensa que su mente no podía ni abarcarla ni asimilarla. Lo único en lo que podía pensar era en que había matado a Karen y a John, que había matado a Steve… y quería destruirlo más que nada en el mundo, quería verlo perder, quería verlo sufrir y sentir dolor y…


Si no hacemos nada, llevará a cabo su locura. Tenemos que detenerlo, detenerlo antes de que se ponga a bailar en la mayor tumba de toda la historia del mundo.


Griffith se aproximó a un panel de control situado al lado de la compuerta y comenzó a apretar botones sin dejar de sonreír. Oyeron el ruido de algo metálico y pesado que se movía por debajo del suelo de rejilla… y empezó a entrar agua gorgoteando, procedente de las negras profundidades de la ensenada. El compartimiento estanco era apenas lo bastante ancho para que ella y David no tuvieran que estar de pie sobre el ensangrentado y retorcido cadáver de Karen. El agua ya comenzaba a ponerse roja, y la espuma formada por el paso a través de un conducto estrecho empezó a cubrir las manos de dedos blancos de su compañera y sus propios tobillos.


Nos queda un minuto de tiempo, quizás algo menos…


Todavía podía ver el laboratorio, y allí estaba Griffith, apoyado de espaldas sobre una mesa, con los brazos cruzados sobre el pecho en un gesto de satisfacción, observándolos. Por detrás de él, se veía una escena macabra repleta de muerte. Kinneson, John y los relucientes cilindros llenos hasta los topes con el producto del malvado ingenio de Griffith.


¡Tenemos que hacer algo!


Rebecca se giró con un gesto de desesperación hacia David, rezando por que tuviera algún plan genial y brillante… y lo único que vio fue resignación y tristeza en sus ojos mientras miraba el cuerpo tendido de Karen, con los hombros hundidos por la derrota.


—David…


El levantó la vista y la miró con desesperación.


—Lo siento —susurró débilmente—. Todo ha sido culpa mía…


Las manos de Karen ya estaban flotando sobre el agua, y unos cuantos mechones de su pelo corto tapaban como un halo su deshecha cara. Rebecca empezó a dar tirones de la puerta, sin resultado, y sintió su peso inamovible, sellado por los mandos de Griffith. El agua fría comenzó a empapar la tela de sus pantalones y sintió su gélido tacto por encima de los tobillos. El olor a sal y a sangre y la oscuridad la atemorizaban tanto como el murmullo desesperado de David.


—Si no hubiese sido tan egoísta… Rebecca, lo siento tanto… tienes que creerme, de veras, yo nunca quise…


Aterrorizada y al borde de la histeria, Rebecca lo agarró por los hombros y le gritó.


—Vale, de acuerdo, eres un gilipollas, ¡pero si Griffith logra soltar su virus, van a morir millones de personas!


Por un segundo creyó que no la había oído y sintió cómo el nivel del agua seguía subiendo. Ya le llegaba a las pantorrillas, y su corazón latió con más fuerza aún… y en ese momento, los ojos de David perdieron el brillo de la desesperación y su mirada adquirió firmeza. Echó un rápido vistazo alrededor, al estrecho compartimiento, y ella advirtió que su mente comenzaba a trazar planes, que tomaba en cuenta todos los pequeños detalles del lugar: acero, compuertas estancas, una malla metálica sobre la puerta que daba al exterior, como si fuera una jaula para mantener alejados a los tiburones, de unos sesenta centímetros de ancho, y por último, el agua burbujeante que ya les llegaba a las rodillas, y que había levantado el torso y los brazos de Karen, que flotaban libremente…


—Las puertas son de acero, la ventana tiene unos cinco centímetros de ancho y es de plexiglás… cuando la puerta exterior se abra, todavía quedará la rejilla…


Él la miró a los ojos, con los suyos llenos de rabia, disculpa y asombro… Meneó la cabeza con un gesto negativo de derrota.


Ella dejó los brazos a los costados, y su cuerpo empezó a temblar por el frío mientras sus pensamientos se hundían en la más profunda y negra desesperación. David se acercó a ella medio vadeando y la abrazó con fuerza.


—Has tenido la mala suerte de conocerme —dijo con voz suave al mismo tiempo que le frotaba los brazos en cuanto a ella comenzaron a castañetearle los dientes. El agua ya le llegaba a las caderas, y la mano sin vida de Karen le rozó la pierna al pasar…


Suerte. Karen.


Rebecca sintió que su corazón se detenía en mitad de un latido.


David la tenía abrazada con fuerza, deseando un millón de cosas, a sabiendas de que ya era demasiado tarde para ellos dos. Miró hacia el laboratorio y vio a Griffith que todavía los miraba sin dejar de sonreír. Apartó la mirada y sintió un odio vacío e inútil mientras las frías aguas le llegaban a la cintura.


Maldito cabrón asesino.


El cuerpo de Rebecca se tensó de repente. Apartó a David y agarró el cuerpo de Karen. Sus dedos comenzaron a rebuscar frenéticamente en el chaleco de su compañera muerta. Rebecca se echó a reír de repente, una breve muestra de alegría histérica…


Ha perdido el juicio…


Entonces le lanzó un objeto redondo y oscuro que había sacado de uno de los bolsillos del chaleco de Karen. Al verlo, David sintió que una oleada de pura sorpresa le recorría todo su cuerpo.


—La llevaba encima para que le diera suerte —explicó con rapidez Rebecca entre dientes castañeteantes—. Está cargada.


David se llevó la granada a la espalda mientras sus pensamientos se perseguían unos a otros y calculaba cómo sacarle el mayor partido a aquel objeto y las posibilidades que tenían. El agua le llegaba un poco más arriba de la cintura, y a Rebecca a su pecho jadeante.


La puerta exterior se abre por la presión, tiro de la anilla y nos metemos en la jaula y mantenemos la compuerta cerrada…


Lo más seguro es que murieran, pero si al menos arrancaban la puerta interna de cuajo, no se irían solos al otro barrio.


Griffith observaba con actitud ausente cómo subía el agua y cómo los dos supervivientes protagonizaban todos los momentos clásicos de un melodrama. Sus pensamientos ya estaban centrados en el cercano amanecer y en el problema de llevar los pesados depósitos escaleras arriba. Supuso que aquello le serviría de lección: perder el control de esa manera no servía de nada.


La pareja estaba dando todo un espectáculo. La chica estaba furiosa con la apatía del hombre. Luego siguió la rápida y desesperada búsqueda para encontrar un modo de escapar, el abrazo final y, por último, el pánico: la chica abrazó el cadáver lleno de virus-T de su compañera al mismo tiempo que el otro individuo trataba de hablar con ella, con el entrecejo fruncido y preocupado por su cordura mientras el agua seguía subiendo.


Es triste, muy triste. Nunca deberían haber venido, nunca deberían haber intentado detenerme…


En ese instante, el hombre la estaba abrazando, en un patético intento por retrasar lo inevitable. El agua ya llegaba a la altura de la ventana. En cuanto estuvieran muertos, abriría la jaula para entregarle una golosina a los Leviatanes antes de dejarlos libres de nuevo, libres para nadar por un océano sin humanos y vivir el resto de sus días en paz.


La tierra y el océano serán uno solo —murmuró su mente en tono soñador—. Espejos de sencillez, instinto…


El cuerpo de la infectada pasó lentamente por delante de la ventana, y vio que los dos invasores se habían acercado a la otra puerta, en un intento por retener al máximo el poco aire que les quedaba. Era una pareja decidida, aunque un poco estúpida. De repente, se le ocurrió que no se había preocupado por saber quiénes eran ni quién los había enviado…


Ya no importa, ¿verdad?


El compartimiento estaba lleno de agua. Una luz del panel de control indicó que la puerta exterior se había abierto. Se había acabado…, pero ellos empezaron a patalear para salir al exterior, y algo pequeño pasó por delante de la ventana justo cuando cerraron la puerta al pasar…


Griffith frunció el entrecejo y…


¡Baaammmmm!


Sólo tuvo tiempo de sentir incredulidad antes de que la compuerta se estrellara contra su cuerpo y el rugiente torrente de líquido helado le quitara el aliento.
Capítulo 18


Cuando la granada explotó, todo ocurrió tan deprisa que a Rebecca no le dio tiempo a pensar en nada. Sólo tuvo sensaciones, una tras otra, y el terror fue el que predominó.


Una luz brillante y un movimiento explosivo cuando la puerta salió disparada hacia fuera, una sensación de resistencia contra su espalda que desapareció en un instante y luego los pulmones que gritaban pidiendo oxígeno, con un millón de burbujas como balas y, por último, una presión increíble, imposible, que parecía continuar sin final posible, todo en tonos de negro y frío. Más rápido, más rápido, movimiento y un extraño y ahogado sonido.


Unas sombras oscuras se movieron por encima de su mente consciente, tapándolo todo con crecientes manchas de inconsciencia, mientras su pecho estallaba hacia dentro y sus pulmones se devoraban a sí mismos. Braceó y pataleó, pataleó y pataleó mientras sus piernas comenzaban a debilitarse y las manchas oscuras se la tragaban…


Y luego el aire, el dulce aire, el maravilloso aire que le acariciaba su moribundo rostro. Aspiró de forma convulsiva, con grandes jadeos ansiosos, sin pensar en nada todavía. Su cuerpo pensó por ella y siguió absorbiendo vida con glotonería. La espuma y la picazón provocada por la sal, las olas que la acunaban, un zumbido agudo y elevado…


¡Baaam!


Una enorme onda de presión la lanzó hacia adelante y le metió agua a raudales por las fosas de la nariz cuando una lluvia de agua de mar provocada por la explosión comenzó a caer sobre ella.


Rebecca boqueó de nuevo en busca de aire, mareada, hasta que su mente conectó de nuevo con su cuerpo.


¡David! ¿Qué…?


—¡Rebecca!


Un grito ahogado procedente de algún punto de la oscuridad llena de zumbidos. El sonido era mucho más claro ya, era como…


¡Baaam!


Otra enorme ola, otro torrente de agua lanzado por encima de ella, en un intento por ahogarla ya que Griffith no había sido capaz de conseguirlo, y mientras la lluvia de gotas caía sobre ella, vio luz… poderosos rayos que atravesaban la oscuridad y agitada superficie de la ensenada.


Una lancha. El poderoso rugido de un motor fueraborda que se dirigía hacia ella por encima del oleaje.


—¡Rebecca!


El grito desesperado de David, a su izquierda.


¡Baaam!


Esta vez pudo ver la explosión y distinguió la enorme columna de agua recortada contra el rayo de luz que la buscaba antes de que la ola llena de restos la lanzara de espaldas, cegándola con una feroz bofetada de espuma. Logró aspirar una bocanada de aire antes de que el enorme surtidor de agua se desplomara sobre ella, cayendo con un rugido repiqueteante sobre las olas.


Cargas de profundidad. Están lanzando cargas de profundidad. Pero ¿quién? ¿Umbrella?


La lancha estaba a menos de treinta metros de ella cuando el motor se apagó de repente y los focos de luz comenzaron a recorrer el agua. Oyó un chapoteo cerca de ella…


Y uno de los cegadores rayos de luz apuntó a David y ella descubrió su rostro agotado y chorreante a poca distancia de donde se encontraba…


Oyó la voz de un hombre, procedente de la lancha, que ahora se aproximaba lentamente hacia ellos.


—¡Soy el capitán Blake, de los STARS de Filadelfia! ¡Identifíquese!


¿Los STARS?


Blake continuó hablando, y su voz adquirió volumen a medida que la lancha se acercaba.


—¡El agua no es segura! ¡Vamos a sacarle!


David respondió por fin, con una voz rota por el cansancio.


—Trapp, David Trapp, de los STARS de Exeter, y Rebecca Chambers…


Cuando Blake habló de nuevo, dijo las palabras más maravillosas que Rebecca había oído en toda su vida.


—¡Burton nos envía para ayudarlos! ¡Aguanten!


Barry. ¡Oh, gracias! ¡Dios, Barry!


A pesar de su agotamiento, de su cansancio espiritual después de una larga noche de pánico, castigada por los sentimientos de pena y terror, Rebecca tuvo fuerza suficiente para sonreír.


Fue justo en ese instante cuando percibió un gruñido ahogado a su espalda.


Sólo había oscuridad, teñida de rojo y con el eco del dolor. En aquella oscuridad, no había reposo ni paz: estaba solo y trabado en feroz combate, una lucha sin cuartel para encontrar el final de aquella ausencia de luz. Sabía que encontrar el final con rapidez era importante, pero todo un laberinto de imágenes extrañas y en cierto modo terroríficas le impedían el paso e insistían en que no hacía falta darse prisa. Un fantasma, un soldado, una rabia. La melodiosa voz y alegre risa de una mujer que había conocido y que nunca más vería… y los terribles ojos muertos que le habían arrancado la luz después de una explosión de fuego y de sonido. Unos ojos que conocía pero que tenía miedo de recordar…


El laberinto lo llamaba, lo atraía para que lo explorara con mayor profundidad y que abandonara su búsqueda del final de la oscuridad, le decía que eso sólo le proporcionaría mayor dolor… y casi había decidido dejar de luchar y que las sombras lo agarraran cuando la luz lo encontró a él con una onda expansiva y un trueno ensordecedor.


Un instante después, fue lanzado a través de una negrura líquida y helada, y recuperó la conciencia debido al dolor… y fue el dolor el que le hizo concentrarse a lo largo de aquel terrible y aullante viaje, el que lo empujó a combatir la oscuridad. Su conciencia dio vueltas y vueltas mientras el aire se le quedaba cuajado en los pulmones y el frío atenuaba el dolor… pero, momentos después, pudo respirar, y el desgarrado trozo de madera al que estaba agarrado le dijo que sí, que por fin había luz. No estaba muerto, aunque casi deseaba estarlo: apenas podía respirar, y el dolor que sentía en la espalda era insoportable… pero entonces oyó la voz de David entre el ruido del frío oleaje y sintió que, después de todo, merecía la pena estar vivo.


Intentó gritar, pero lo único que salió de su garganta fue un gruñido ahogado, un quejido de dolor y agotamiento. Vio un rayo de luz y un resplandor que lo cegó… y luego la oscuridad de nuevo, pero esta vez tuvo un momento de conciencia serena que le permitió comprender lo que ocurría. Dolor y movimiento, una sensación de ingravidez y luego algo duro que se apretaba contra su mejilla. Frío y luego más movimiento, el sonido de la tela rasgada y del papel rompiéndose. Voces excitadas dando órdenes, y otra vez, el aullido de la carne desgarrada. Cuando recuperó la conciencia de nuevo y vio una sombra con un chaleco de los STARS inclinada sobre él, con un botiquín de emergencia en una mano y una jeringuilla en la otra.


Espero que esa jeringuilla sea de morfina —intentó decir, pero, una vez más, lo único que su boca pudo emitir fue un gruñido ahogado.


Un segundo después, otras dos sombras, pero esta vez pálidas, se inclinaron sobre él mientras la otra sombra seguía trabajando sobre él con manos tibias y suaves. Las sombras borrosas eran David y Rebecca, con grandes ojeras, el pelo empapado y unas expresiones de cansancio y pena.


—Vas a ponerte bien, John —dijo David en voz baja y tranquilizadora—. Sólo tienes que descansar. Ya se acabó todo.


Un creciente calor comenzó a extenderse por todo su cuerpo, una tibieza maravillosa y adormecedora que expulsó el rugido de dolor hacia un lugar lejano y muy distante. Justo cuando aquella oscuridad amistosa llegaba para llevárselo consigo, miró a David a los ojos y logró susurrar algo que de repente quiso expresar más que nada en el mundo, que le costó un gran esfuerzo, pero que tenía que decir a pesar de todo.


—Tenéis el aspecto de haber sido tragados por un coyote y luego cagados colina abajo —murmuró—. De verdad…


El dulce sonido de la risa siguió a John hacia la curativa oscuridad.


El médico de edad madura de los STARS se había llevado a John a la pequeña cabina de la lancha, que tenía unos diez metros, y sólo salió para decirles que todo parecía ir bien. John tenía dos costillas rotas, un fuerte traumatismo y un pulmón perforado, pero lo habían vendado y su estado era estable. Estaba descansando cómodamente mientras llegaba el helicóptero de rescate médico al que habían llamado por radio. El médico estaba bastante seguro de que John se recuperaría por completo y sin secuelas. David lloró al oír aquello, pero no se sintió en absoluto avergonzado.


Se quedaron sentados en la parte trasera de la lancha, arrebujados bajo una rasposa manta de lana, mientras Blake y el resto del equipo continuaban lanzando cargas de profundidad, recorriendo con facilidad la ensenada arriba y abajo. El equipo de Pennsylvania ya había acabado con cuatro de las gigantescas criaturas antes de ver el surtidor de aire procedente del laboratorio y, al parecer, ya no quedaba ninguna de aquellas aberraciones.


David tenía un brazo alrededor de Rebecca, y la chica se había recostado sobre su pecho mientras el cielo negro se transformaba poco a poco hasta adquirir un color azul profundo que luego continuó aclarándose. Ninguno de los dos dijo una palabra, demasiado cansados para hacer otra cosa que ver al equipo trabajar soltando cargas y comprobando los resultados, arriba y abajo una y otra vez. Blake había prometido enviar unos buceadores para recuperar los recipientes metálicos de Griffith en cuanto las aguas de la ensenada estuviesen despejadas y John hubiera sido trasladado, y ya había dos trajes de buceo sobre la cubierta. Un joven miembro del equipo Alfa, y cuyo nombre David había olvidado, los estaba preparando para la inmersión con una intensidad concentrada. A David le recordó un poco a Steve…


Por alguna razón, el recuerdo de Steve no le produjo el tipo de dolor que esperaba. Le dolía, le dolía muchísimo… Karen había muerto, Steve había muerto… pero cuando pensó en lo que habían logrado impedir, en lo que habían participado…


No ha sido en balde. Hemos logrado detener a Griffith, hemos impedido que mate a millones de personas inocentes. Dios, qué orgullosos estarían…


El dolor era malo, pero el sentimiento de culpabilidad no era tan devastador como temía que fuese. Sabía que su responsabilidad por sus muertes sería algo con lo que tendría que vivir en el futuro, pero pensó que tenía posibilidades de vivir con ello sin que le remordiera continuamente la conciencia. No podía estar seguro, por completo, pero estaba convencido de que las lágrimas que había derramado por la recuperación de John lo llevaban en el buen camino para ello.


Los cansados pensamientos de David se centraron entonces en Umbrella y en la función que había cumplido dentro de la locura de Griffith. Aunque estaba seguro de que no habían planeado que su investigador principal enloqueciera de ese modo, sus directivos habían creado las circunstancias apropiadas para que aquello pudiera pasar: su completo desprecio por el valor de la vida humana sólo podía animar a alguien como Griffith. Además, sin la ayuda de Umbrella, el científico jamás hubiera tenido acceso al virus-T…


Algún día y en un futuro cercano, responderán por lo que han hecho. Quizás hoy no, ni mañana… pero pronto.


Quizá Trent los ayudaría de nuevo. Quizá Barry, Jill y Chris descubrirían más secretos en Raccoon City. Quizás…


Rebecca se acurrucó más contra él y sintió su cálido aliento incluso a través de las ropas todavía húmedas. David dejó que aquellos pensamientos se desvanecieran, y se conformó con permanecer sentado sin pensar en nada. Estaba muy, muy cansado.


Blake declaró que las aguas eran seguras cuando los primeros rayos del sol aparecieron por encima del horizonte, pero ni Rebecca ni David lo oyeron: ambos se habían quedado dormidos bajo la penumbra del nuevo día.
Epílogo


La sala de reuniones era un ejemplo perfecto de elegancia sobria y sin pretensiones. Había tres hombres sentados ante la mesa de roble de aspecto oficial, y un cuarto individuo de pie al lado de la ventana, mirando hacia fuera con semblante pensativo. El hombre junto a la ventana podía observar a los demás por el reflejo en el cristal, aunque dudaba mucho que los otros advirtieran su cuidadoso escrutinio: a pesar de que en el terreno de la política eran muy avispados, eran bastante torpes para percatarse de lo que pasaba a su alrededor más inmediato físicamente.


Tras escuchar la conferencia por teléfono, el hombre que siempre vestía de color azul habló en primer lugar, directamente al hombre de edad más avanzada, que tenía un gran mostacho que mostraba un cuidado muy esmerado.


—¿Tenemos que discutir las posibles ramificaciones de este asunto? —preguntó Azul.


Mostacho suspiró.


—Creo que el informe ya las describe bastante bien —repuso con tono descortés.


El bebedor de té entró en la conversación, dejando la taza en la mesa con un leve chasquido. El líquido humeante se elevó por los bordes, distorsionando el logotipo de la empresa que adornaba el lateral.


—No creo que sea buena idea subestimar la magnitud de esta… dificultad —dijo Té—. Sobre todo si tenemos el actual factor de inestabilidad en el desarrollo…


Azul asintió.


—Estoy de acuerdo. Las situaciones como ésta siempre encuentran el modo de salirse de madre. Primero, el laboratorio secundario en Raccoon City, ahora en la Ensenada…


Mostacho lo interrumpió con una mirada furiosa. Azul, completamente avergonzado, se aclaró la garganta. Su cara se mantuvo ruborizada mientras intentaba recuperarse.


—Es decir, creo que debemos efectuar una investigación exhaustiva en relación con estos asuntos. ¿No opina lo mismo, señor Trent?


El hombre de pie delante de la ventana se dio media vuelta, preguntándose cómo demonios habían logrado aquellas personas llegar a los puestos que ocupaban. No sonrió, sabiendo lo mucho que les preocupaba el hecho de que no lo hiciera.


—Me temo que tendré que insistir en ello —contestó Trent con frialdad.


Azul asintió con rapidez.


—Por supuesto, tómese todo el tiempo que necesite. No hay prisa, ¿verdad, caballeros?


Trent se giró sin decir ni una sola palabra más y salió de la habitación. Su aspecto externo era todo lo intimidatorio y preciso que él pretendía que fuera, que ellos querían que fuese.


Se preguntó en su interior cuánto tiempo más podría continuar el juego.


1 Se refiere a los agentes del FBI. (N del T.)


2 Ceñido al alfabeto de la lengua inglesa, puesto que parece más lógico en virtud del contexto. (N. del t.)

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