DULCES PARA ESA DULZURA
Robert Bloch
Irma no tenía figura de bruja.
Tenía unos rasgos menudos, regulares, un cutis melocotón y crema, ojos azules, y cabello rubio, casi ceniciento. Además, era una niñita de ocho años.
—¿Por qué la fastidia así? —sollozaba miss Pall—. De este modo le vino la idea, al principio: porque él la llama brujita.
Sam Steever acomodó nuevamente la voluminosa barriga en el crujiente sillón giratorio y plegó las gordas manos sobre el regazo. Su adiposa máscara de abogado permanecía impasible; pero estaba bastante afligido.
Las mujeres como miss Pall no deberían sollozar nunca. Las gafas les resbalan, la delgada nariz se les encoge, los arrugados párpados se les enrojecen y el lacio cabello se les desordena.
—Por favor, domínese —invitaba Sam Steever—. Quizá si discutiéramos ese asunto, desde el principio hasta el fin, de una manera sensata...
—¡No me importa! —miss Pall se sorbía las lágrimas—. Yo no vuelvo allá. No lo soporto. Y a fin de cuentas, tampoco puedo hacer nada. Aquel hombre es su hermano, y ella es la hija de su hermano. La responsabilidad no pesa sobre mí. Yo hice cuanto pude...
—Claro que hizo cuanto pudo —Sam Steever sonrió benignamente, como si miss Pall fuese la presidente de un jurado—. Lo comprendo perfectamente. A pesar de lo cual, no comprendo por qué se ha trastornado usted tanto, querida señorita.
Miss Pall se quitó las gafas y se secó los ojos con un pañuelo estampado de flores. Luego depositó la mojada pelota de tela en el bolso, apretó el cierre, se puso los lentes de nuevo y se irguió en la silla.
—Muy bien, míster Steever —dijo—. Voy a esforzarme lo mejor que sepa para enterarle bien de los motivos que me inducen a dejar de ser una empleada de su hermano.
La buena mujer reprimió un sorbetón tardío, y continuó:
—Me presenté a John Steever hace -dos años, como usted sabe ya, respondiendo a un anuncio en que se solicitaba un ama de llaves. Cuando descubrí que había de actuar de gobernanta de una niña de seis años, huérfana de madre, me descorazoné. Ignoro por completo el arte de cuidar niños.
—Los seis primeros años John contrató una niñera profesional —dijo, asintiendo Sam Steever—. Ya sabe usted que la madre de Irma murió al dar a luz.
—Sí, estoy al corriente del caso —contestó miss Pall, en tono remilgado—. Naturalmente, una niña solitaria, abandonada, enternece el corazón de cualquiera. ¡Y aquella niña estaba tan terriblemente sola...! Ah, míster Steever, si usted la hubiera visto, refugiándose cabizbaja por los rincones de aquella casona tan antigua y fea...
—Sí, la vi, la vi —asintió prestamente Sam Steever con el deseo de evitar otro arranque—. Y sé cuanto ha hecho usted por Irma. Mi hermano es bastante irreflexivo, y hasta un poco egoísta, a veces. No comprende.
—Es cruel —declaró miss Pall con súbita vehemencia—. Cruel y perverso. Aunque sea su hermano, yo afirmo que no sirve para padre de ningún niño. Cuando yo llegué allí, la pequeña tenía los bracitos negros y morados de golpes. El padre solía coger un cinturón...
—Lo sé. A veces pienso que John no se ha recobrado nunca del choque que sufrió al morir su esposa. Por eso estuve tan contento cuando vino usted, querida dama. Pensé que lograría mejorar la situación.
—Lo intenté —gimoteó miss Pall—. Usted sabe que lo intenté. En dos años, nunca levanté la mano contra la niña, aunque su hermano me ha dicho muchísimas veces que la castigara. «Déle una paliza a la brujita —solía recomendarme—. Es lo único que le hace falta: una buena azotaina.» Y entonces la pequeña se escondía detrás de mí y me pedía en un susurro que la protegiese. Pero no lloraba, míster Steever. ¿Sabe usted que nunca la he visto llorar?
Sam Steever se sentía vagamente irritado y un tanto aburrido. Deseaba que la madura clueca siguiera con su polluelo. Por ello sonrió y rezumó meladura.
—Pero ¿qué problema se le plantea, exactamente, querida señora?
—Cuando llegué, todo marchaba estupendamente. Nos aveníamos muy bien. Empecé a enseñar las primeras letras a Irma... y me llevé la sorpresa de ver que ya leía a la perfección. Su hermano negó que él le hubiera enseñado; pero la niña se pasaba horas acurrucada en el sofá, con un libro en las manos. «Muy propio de ella —solía decir el padre—. Una brujita antinatural. No juega con las otras niñas. Es una brujita.» Así se expresaba siempre, míster Steever. Como si la pequeña fuese una especie de... no sé qué. ¡Y en cambio, es tan dulce, sosegada y bonita!
»¿Tan raro es que leyese? Yo misma era como ella, de niña; porque..., pero no importa.
»De todos modos, tuve una sorpresa mayúscula el día que la vi manejar la Enciclopedia Británica. "¿Qué estás leyendo, Irma?", le pregunté: Ella me lo enseñó. Era el artículo sobre brujería.
»¿Ve usted cuan mórbidos pensamientos ha inculcado su hermano en aquella pobre cabecita?
»Yo hice cuanto pude. Salí a comprarle juguetes. Ya sabe usted que no tenía ninguno en absoluto; ni una triste muñeca. ¡Ni siquiera sabía jugar! Probé de hacerle tomar afición a otras niñas de la vecindad; pero fue inútil. Las otras no la entendían a ella, y ella no comprendía a las otras. Hubo escenas desagradables. Los pequeños son crueles; no reflexionan. Y su padre no la dejaba asistir a la escuela pública. Tenía que instruirla yo...
»Entonces le traje la arcilla de escultor. Le gustó. Se pasaba horas haciendo caras de arcilla. Para una niña de seis años, Irma demostraba verdadero talento.
»Hacíamos muñecas y yo les cortaba y cosía vestídos. El primer año fue un año de dicha, míster Steever. Sobre todo durante los meses aquellos que su hermano pasó en América del Sur. Pero este año, a su regreso..., ¡no sabría ni comentarlo siquiera!
—Por favor —dijo Sana Steever—. Debe comprenderlo. John no es feliz. La pérdida de la esposa, el declive de su negocio de importación, y la bebida... Pero, en fin, usted ya está enterada de todo eso.
—De lo único que estoy enterada es de que odia a su hija —atajó viva y repentinamente miss Pall—. La odia. Quiere que sea mala; para poderla azotar «Si usted no vapulea a esta brujita, lo haré yo», suele decir. Y entonces se la lleva arriba y le da con el cinturón... Debe usted hacer algo, míster Steever, si no quiere que acuda a las autoridades yo misma.
Y la loca chismosa lo haría, sin duda, pensó Sam Steever. Remedio: otra dosis de meladura.
—Pero ¿y en cuanto a Irma...? —insistió él.
—Oh, también ha cambiado. Desde que su padre ha regresado, este año. Ya no quiere jugar conmigo, y apenas me mira. Es como si yo la hubiera defraudado, míster Steever, al no protegerla de aquel hombre. Además..., ella misma se cree bruja.
Una locura. Una locura total, increíble. Sam Steever hizo crujir el sillón, al ponerse erguido.
—Ah, no es preciso que me mire así, míster Steever. Se lo dirá ella misma... ¡sí va usted un día de visita a la casa!
El hombre percibió el tono de reproche de la voz de la gobernanta y quiso apaciguarla con un movimiento de cabeza conciliador.
—Me lo dijo con todas las letras —prosiguió miss Pall—. Si su padre quiere que sea bruja, lo será. Y no quiere jugar conmigo, ni con nadie, porque las brujas no juegan. Esta víspera de Todos los Santos pasada quería que le diese una escoba. ¡Ah, si no fuese tan trágico, sería divertido! Esa niña está perdiendo el juicio.
»Hace unas semanas, creí que había cambiado. Fue cuando me pidió, un domingo, que la llevase al templo. "Quiero ver el bautismo", me dijo. Imagínese ¡una niña de ocho años interesada en bautismos! Lee demasiado; ahí está el mal.
»Pues bien, fuimos a la iglesia y estuvo tan dulce como ella sola sabe serlo con su vestidito azul nuevo, y cogida de mi mano. Yo estaba orgullosa de ella, míster Steever, realmente orgullosa.
»Pero después se encerró, una vez más, e inmediatamente, en su concha. Anda por la casa, leyendo, corre por el patio al atardecer y habla consigo misma.
»La causa quizá esté en que su hermano no quisiera traerle un gatito. Ella le importunaba pidiéndole un gato negro. Él le preguntó para qué lo quería, y ella respondió: "Porque las brujas siempre tienen un gato negro." Entonces él se la llevó arriba.
»Yo no se lo puedo impedir, ya sabe usted. Volvió a pegarle la noche que nos quedamos sin electricidad y no supimos encontrar las velas. El dijo que ella las había robado. ¡Imagínese, acusar a una niña de ocho años de robar velas!
«Aquello fue el principio del fin. Entonces hoy, cuando el padre ha encontrado a faltar el cepillo para el cabello...
—¿Dice usted que le pegaba con el cepillo para el cabello?
—Sí. Ella ha confesado que lo robó. Ha dicho que lo necesitaba para su muñeco.
—Pero ¿no ha dicho usted antes que no tiene muñecas ni muñecos?
—En efecto; pero se hizo uno. Al menos yo creo que se lo hizo. Nunca lo he visto... ya que nunca quiere enseñarnos nada; ni nos habla en la mesa. Es imposible gobernarla, simplemente.
»Aunque el muñeco ése que se hizo... es pequeño. Lo sé porque a veces lo lleva escondido bajo el brazo. Le habla y lo acaricia; pero no quiere enseñárnoslo, ni a mí ni a él. Cuando él le preguntó por el cepillo del cabello, ella respondió que lo había cogido para el muñeco.
»Entonces su hermano se ha dejado arrastrar por una cólera terrible... ¡Se había pasado toda la mañana en la habitación empinando el codo de nuevo! Oh, no crea que no lo sé. Pero ella se ha limitado a sonreír, y ha dicho que ahora ya podía volver a cogerlo. Y se ha ido a su mesita escritorio y se lo ha entregado. No lo había estropeado nada; me fijé en que el cepillo conservaba aún el cabello del padre.
»A pesar de lo cual, él se lo ha arrancado de la mano, y luego se ha puesto a golpearle los hombros con el cepillo, y le ha retorcido el brazo, y luego...
Miss Pall se acurrucó en la silla y extrajo unos tremendos y agitados sollozos del angosto pecho.
Sam Steever le dio unas palmaditas en el hombro, agitándose a su alrededor como un elefante sobre un canario herido.
—Eso es todo, míster Steever. He venido a verle, directamente. No quiero volver a la casa aquella ni para recoger mis cosas. No puedo soportarlo más... su manera de pegarle... y el ver cómo ella no lloraba, sino que únicamente se reía, y reía, y reía... A veces creo que, de verdad, es una bruja... que su padre la ha convertido en una bruja...
Sam Steever cogió el teléfono. El timbre había roto el alivio de silencio que quedara después de la precipitada marcha de miss Pall.
—Hola... ¿Eres tú, Sam?
Sam reconoció la voz de su hermano, algo maleada por la bebida.
—Sí, John.
—Supongo que la vieja murciélago ha ido corriendo a verte para dar rienda suelta a la lengua.
—Si te refieres a miss Pall, la he visto, en efecto.
—No le hagas caso. Yo te lo explicaré todo.
—¿Quieres que vaya a verte? Hace meses que no te visito.
—Pues en seguida no. Tengo hora con el médico esta tarde.
—¿Te encuentras mal?
—Me duele el brazo. Será reúma, o algo así. Me aplico un poco de diatermia. Pero mañana te llamaré y pondremos en claro todo ese enredo.
—De acuerdo.
Pero el día siguiente John Steever no llamó. Más o menos a la hora de cenar, Sam le llamó a él.
Cosa rara, respondió al teléfono Irma. Su vocecita delgada, estridente, tenía un acento débil, en los oídos de Sam.
—Papá está arriba, durmiendo. Ha estado enfermo.
—Bueno, no le molestes. ¿De qué se trata? ¿Del brazo?
—De la espalda, ahora. Dentro de poco tendrá que volver al consultorio del médico.
—Dile que le llamaré mañana, pues. Eh..., ¿marcha bien todo, Irma? Quiero decir si no echas de menos a miss Pall.
—No. Me alegro de que se fuera. Es una tonta.
—Ah. Sí. Comprendo. Pero, si necesitas algo, telefonéame. Y espero que papá se restablezca.
—Sí. Yo también —respondió Irma. Y en seguida se puso a reír, y luego colgó.
La tarde siguiente, cuando John Steever telefoneó a Sam en la oficina de éste, no hubo risitas. Tenía la voz sobria, con la sobriedad aguda del dolor.
—Sam..., por el amor de Dios, ven. ¡A mí me pasa algo!
—¿Qué hay?
—Este dolor... ¡me está matando! Tengo que verte, pronto.
—Me espera un cliente en el despacho; pero me desembarazaré de él. Oye, espera un minuto. ¿Por qué no llamas al médico?
—Ese curandero no puede ayudarme. Me recetó diatermia para el brazo y ayer me la recetó para la espalda.
—¿No te remedió?
—El dolor desapareció, sí. Pero se ha renovado. Me siento... como aplastado. Tengo una opresión aquí, en el pecho. No puedo respirar.
—Por lo que dices, parece una pleuresía. ¿Por qué no lo llamas?
—No es pleuresía. Me examinó ya. Me dijo que estaba más sano que un dólar nuevo. No, orgánicamente no tengo nada anormal. Pero no pude explicarle la verdadera causa.
—¿La verdadera causa?
—Sí. Los ahileres. El alfiler que ese pequeño demonio está clavando en el muñeco que se hizo. En el brazo, en la espalda. Ahora me tiene cogido. No puedo bajar a impedírselo y apoderarme del muñeco. Y nadie más lo creería. Pero es el muñeco, no cabe duda; el que se hizo con cera y con el cabello de mi cepillo. Oh..., al hablar, sufro... ¡Ah, la brujita del diablo! Corre, Sam. Prométeme que harás algo..., lo que sea..., que le quitarás el muñeco..., que te apoderarás del muñeco...
Media hora después, a las cuatro y treinta, Sam Steever entraba en casa de su hermano.
Irma le abrió la puerta.
Sam tuvo un sobresalto al verla plantada allí, risueña e imperturbable, con el cabello rubio pálido peinado inmaculadamente para atrás, dejando al descubierto el rosado óvalo de la cara. Parecía una muñequita, exactamente. Una muñequita...
—Hola, tío Sam.
—Hola, Irma. Tu papá me ha telefoneado, ¿no te lo ha dicho? Decía que no se encontraba muy bien...
—Ya lo sé. Pero ahora está perfectamente. Duerme.
Algo le sucedió a Sam Steever; una gota de agua glacial le bajó por el espinazo.
—¿Duerme? —repitió con voz ronca—. ¿Arriba?
Y antes de que la niña hubiese abierto la boca, subía los escalones a saltos hasta el segundo piso y recorría el pasillo a grandes zancadas, hasta el cuarto de John.
John yacía en la cama. Estaba dormido; solamente dormido. Sam Steever notaba el subir y bajar acompasado del pecho al respirar. Tenía la faz tranquila, sosegada.
Entonces la gota de agua fría se evaporó, y Sam tuvo fuerzas para murmurar:
—Tonterías —entre dientes, al mismo tiempo que se volvía.
Mientras bajaba, improvisaba planes apresuradamente. Unas vacaciones de seis meses, para su hermano... Se abstendrían de llamarlo una cura... Un orfanato para Irma; le darían ocasión de alejarse de aquella morbosa casona antigua, de tantos y tantos libros...
A mitad de. las escaleras, se detuvo. Mirando por encima de la barandilla, vio a Irma en el sofá, acurrucadita como una bolita blanca. Hablaba a una cosa que tenía acunada en los brazos y que iba meciendo con el movimiento del cuerpo.
De modo que la muñeca (o el muñeco) existían, después de todo.
Sam Steever bajó de puntillas, silenciosamente y se acercó a Irma.
—Hola —dijo.
La niña dio un salto y levantó ambos brazos para cubrir por completo lo que fuere que estuviera mimando, y que ahora estrechaba contra sí.
A Sam Steever se le ocurrió la idea de una muñeca apretada por el pecho...
Irma levantaba los ojos hacia él, convertida en una máscara de inocencia. En aquella media luz, su cara parecía realmente una máscara. La máscara de una niña que escondía..., ¿qué?
—Papá está mejor ahora, ¿verdad que sí? —balbució Irma.
—Sí, mucho mejor.
—Yo sabía que lo estaría.
—Pero me temo que tendrá que marcharse a gozar de un descanso. Un descanso muy largo.
Una sonrisa se filtró a través de la máscara.
—Perfecto —dijo la niña.
—Naturalmente —continuó Sam—, tú no podrías quedarte sola aquí. Me estaba preguntando..., quizá podríamos enviarte a una escuela, o a una especie de hogar de...
Irma se puso a reír.
—Ah, no debe preocuparse por mí —replicó. Y dejó sitio en el sofá mientras Sam se sentaba; pero en seguida se levantó de un salto, al verle acercarse a ella.
Con el movimiento, los brazos de Irma se apartaron algo del cuerpo, y Sam Steever vio un par de piernecitas delgadas colgando bajo el codo. Eran unas piernas vestidas con pantalones y que lucían unos trocitos de cuero por zapatos.
—¿Qué tienes ahí, Irma? —preguntó Sam—. ¿Es un muñeco?
Y pausadamente extendió la regordeta mano.
Irma retrocedió.
—No puede verlo —dijo.
—Pues yo quiero verlo. Miss Pall me dijo que haces unos muñecos preciosos.
—Miss Pall es tonta. Y usted también. Vayase.
—Por favor, Irma. Déjame verlo.
Pero mientras estaba hablando, Sam Steever contemplaba ya la parte superior del muñeco, que quedó un momento al descubierto, al retroceder Irma. Era una cabeza perfecta, con mechones de cabello sobre una cara blanca. El crepúsculo disimulaba la fisonomía, pero a pesar de todo Sam reconoció los ojos, la nariz, la barbilla...
Y no pudo continuar fingiendo.
—¡Dame ese muñeco, Irma! —ordenó secamente—. Sé qué es. Sé quién es...
Por un instante, la máscara desapareció de la faz de Irma, y Sam tuvo ante su mirada la imagen del miedo descarnado.
La niña lo sabía. Sabía que él lo sabía.
Pero en seguida, con la misma presteza, la máscara volvió a su sitio.
Irma volvía a ser ni más ni menos que una chiquilla dulce, mimada y terca mientras movía la cabeza alegremente y le miraba con malicia de picaruela.
—¡Oh, tío Sam! —exclamó riendo—. ¡Qué tonto es usted! ¡Si esto no es ni siquiera un muñeco de verdad...!
—¿Qué es, entonces? —murmuró él.
Irma se rió de nuevo, levantando la figura mientras contestaba:
—Pues... ¡es caramelo, únicamente!
—¿Caramelo?
Irma hizo un gesto afirmativo. Luego, con gesto rápido, se metió la cabecita de la imagen en la boca.
Y la cortó de un mordisco.
Arriba sonó un solo grito, desgarrador.
Mientras Sam Steever se volvía y subía las escaleras corriendo, la pequeña Irma, todavía mascando gravemente, salió por la puerta principal y se hundió en la noche.
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