LAS FIGURILLAS DE BARRO
Robert Bloch
Colin había venido trabajando en aquellas figuritas de arcilla durante mucho tiempo, antes de darse cuenta de que se movían. Llevaba años con ellas, allí en su habitación, y había usado en total centenares de kilos de arcilla.
Los médicos le tenían por loco; el doctor Starr, sobre todo. Pero éste no era más que un curandero y un zote. No podía comprender por qué Colin no acudía al taller junto con los demás, para trenzar cestas de mimbre o asientos y respaldos de esparto. Eso sí que era «terapia ocupacional» de verdad, y no aquella ridiculez de las figuritas, pacientemente modeladas año tras año. Así eran indefectiblemente las opiniones del doctor Starr, y más de una vez, Colin habla sentido ganas de hacerle salir la nariz por el cogote. ¡Vamos!... doctor.
Colin sabía lo que se hacía. También él había sido médico: doctor Edgar Colin, cirujano..., neurocirujano, ¡que no es humo de pajas! Había sido un especialista de renombre, una verdadera autoridad cuando Starr era todavía un interno nervioso y más que verde. ¡Qué ironía! Ahora Colin se veía encerrado en un manicomio, y el doctor Starr era su cuidador. Triste gracia. Pero, loco y todo, Colin sabia más psicopatología de lo que Starr podría nunca aprender.
Colin habla volado junto con la base de la Cruz Roja en Yprès; no acabó allí, como tantos otros, pero sus nervios resultaron destrozados. Habían permanecido en coma varios meses a raíz de aquella dantesca explosión, y cuando se hubo recuperado físicamente dijeron que tenía dementia praecox, y le enviaron aquí, a Starr.
Tan pronto como pudo valerse por sí mismo solicitó barro de modelar. Deseaba ocuparse. Aquellas grandes manos, de largos y ágiles dedos, hechas a la delicada labor de la cirugía intracraneal, no habían perdido nada de su destreza ni, por así decir, de sus ambiciones; ambiciones que no eran sino el deseo ferviente y siempre renovado de abordar tareas cada vez más difíciles, cada vez más complejas.
Como cirujano, muchas veces habla realizado piezas anatómicas de yeso con fines didácticos, actividad que poco a poco fue convirtiéndose en su afición predilecta, hasta el extremo de que llegó a conocer todos los órganos del cuerpo humano, e incluso su delicadísima estructura nerviosa, a la perfección. Ahora trabajaba con arcilla.
Starr le había animado al principio. Superado el coma, recuperado de su estupor, se habla sentido revivir gracias a este redescubierto interés. Sus primeras figurillas de arcilla le habían reportado gran atención y elogios de terceros. Su familia le envió fondos; compró herramientas adecuadas para su trabajo. La mesa de su habitación se llenó pronto del instrumental propio del escultor. Era bueno sentir sus dedos nuevamente activos asiendo, si no lancetas y escalpelos, otros instrumentos no menos maravillosos: objetos capaces de cortar, tallar y reformar cuerpos. Arcilla, carne... ¡qué más daba!
No le había importado al principio, pero con el tiempo sí. Tras meses de esforzada dedicación, Colin se sentía insatisfecho. Trabajaba ocho, diez, hasta doce horas al día, pero no se sentía feliz. Sus figuras acabadas corrían indefectiblemente la misma suerte: eran furiosamente estrujadas para dar, al fin, contra la pared, convertidas en masas deformes. Su trabajo no era bastante bueno.
Hombres y mujeres parecían en efecto réplicas de la realidad, en miniatura. Poseían músculos, tendones, rasgos muy propios y aun capas epidérmicas y minúsculos pelos que Colin insertaba pacientemente en sus diminutos cuerpos. Pero ¿de qué servía todo aquello? Era un fraude, un engaño. En su interior no había sino arcilla..., ahí estaba el fallo. Colin deseaba crear mortales completos en miniatura, y para ello debía estudiar más. Fue entonces cuando tuvo su primer roce con Víctor Starr: al pedir los libros de Anatomía. Starr se había echado a reír. Con todo, al fin se salió con la suya.
De manera que Colin aprendió a duplicar perfectamente la estructura ósea del hombre, sus órganos, los intrincados sistemas arterial y venoso. Vino por último el gran triunfo de dominar las glándulas y los nervios con sus complejas terminaciones sensitivas... Le llevó años y fueron miles los intentos fallidos y las figuras destrozadas. Hizo esqueletos de arcilla, colocó vísceras de igual material en el interior de formas cada vez más complicadas y perfectas. Era una labor delicada y de gran precisión. Era algo demencial, pero le libraba de pensar. Llegó al extremo de poder reproducir cualquier elemento del organismo con los ojos cerrados. Por fin se decidió a reunir todos sus conocimientos, creó esqueletos de arcilla y los fue dotando de todos sus órganos, inclusive el sistema nervioso, minúsculo, apenas perceptible, y de vasos, glándulas, estructura dérmica, tejido muscular..., de todo.
Luego vino el gran paso: ¡el cerebro! Se aprendió todas y cada una de sus circunvoluciones, la textura del cerebro, las terminaciones y el origen de cada nervio, los repliegues de la materia gris cortical... Estudiar, estudiar, no tenía más objeto que éste, pese a las risas, a lo que los demás decían, a la monotonía de tantos años de reclusión.
El doctor Starr acudía a verle de vez en cuando con la vana intención de hacerle desistir de aquella absorción fanática. A Colin le daban ganas de echarse a reír en sus barbas. Starr temía que aquella desusada ocupación no hiciera más que agravar el estado de su paciente. Este, en cambio, sabía que era lo único que le conservaba todavía la razón.
Y es que, últimamente, cuando no estaba trabajando, Colin notaba que le estaban ocurriendo cosas extrañas. Las antiguas deflagraciones parecían reproducirse de nuevo en su cabeza, con efecto impreciso aún, pero cierto, en su cerebro, que parecía ir desenrollándose como un ovillo. Se sentía desorganizado. A veces se le antojaba que no era ya una persona, sino un millar, y que no tenía un cuerpo, sino mil estructuras distintas y separadas, como en sus hombrecillos de barro. No era un ser humano unificado, sino un corazón, unos pulmones, un hígado, un sistema vascular, una mano, una pierna, una cabeza, elementos perfectamente individualizados y distintos entre sí, que iban desasociándose cada vez más. Su cerebro y su cuerpo habían dejado de ser una entidad. Todo en él parecía adquirir una vida propia. Los nervios ya no funcionaban coordenadamente con la sangre. El brazo no siempre seguía a la pierna.
A la postre, cada célula era una unidad. Con la llegada de la muerte, uno no abandonaba la vida de golpe. Algunos órganos lo hacían antes que otros, algunas células duraban más. Pero ¡no debiera ser así en vida! Sin embargo, era. Aquella conmoción violenta, fuera cual fuese su efecto, propiciaba aquella gradual anarquía orgánica.
Debía seguir trabajando para conservar la razón. En una o dos ocasiones trató de explicar al doctor Starr lo que ocurría, a fin de que éste le hiciera objeto de especial observación; no porque aquello le importara, sino porque acaso la ciencia pudiese obtener algunos datos importantes sobre su caso. Como de costumbre, Starr se había reído.
Colin siguió con su trabajo. Ahora construía cuerpos... Cuerpos reales. Le llevó varios días el completar el primero, con labios delicadamente tallados, estructuras auriculares y ópticas correctas, y uñas que encajaban perfectamente en las extremidades. La labor le mantenía con vida. ¡Era fascinante ver una mesa llena de minúsculas miniaturas de hombres y mujeres!
El doctor Starr no opinaba igual. Una tarde sorprendió a Colin inclinado sobre tres diminutas pellas de arcilla, en las que, absorto, aplicaba sus finísimas lancetas atendiendo a un esquema extraído de un libro.
-¿Qué está haciendo? -preguntó.
-Cerebros para mis hombres -respondió Colin.
-¿Cerebros? ¡Santo Dios!
Starr miró por encima del hombro de su paciente. Sí ¡eran cerebros! Reproducciones pequeñísimas y perfectas del cerebro humano, impecables en todos sus detalles, formadas capa sobre capa, con terminales nerviosas independientes, con un completo sistema vascular..., ¡para incorporar a cráneos de arcilla!
-¿Qué...? -exclamó Starr.
-No me interrumpa. Estoy poniéndoles los pensamientos -sentenció Colin.
¿Pensamientos? Aquello era una verdadera locura, ¡era el colmo! Starr contemplaba la escena maravillado. ¿Pensamientos en cerebros para muñecos de barro?
Al día siguiente, Colin notó que sus hombrecillos de barro se movían.
«Frankenstein -murmuró Colin-. Soy Frankenstein. -Su voz se convirtió en un susurro-. No, no soy como Frankenstein. Soy como Dios, sí, como Dios.
»¿Por qué no? -se dijo-. ¿Qué sabemos de la Creación, de la Vida? Fisiológicamente, el cuerpo humano no es más que un mecanismo adaptado para reaccionar ante los estímulos. Duplicad este mecanismo perfectamente y ¿por qué no ha de vivir? Quizá la vida sea simple electricidad.
Mientras Colin hablaba así, en voz baja, para sí mismo, las figurillas de barro le contemplaban y asentían al unisono.
«Además, me estoy desintegrando. Estoy perdiendo mi identidad. Puede que una parte de mi substancia vital haya sido transferida, incorporada a estos nuevos cuerpos. Mi... enfermedad... quizá tenga que ver con ello, aunque no alcanzo a qomprender cómo.»
Sin embargo, algo sí acertaba a presumir. Si aquellas figuras estaban animadas por su vida, él podría controlar sus acciones, de igual modo que controlaba las de su cuerpo. Las había creado, les había dado parte de si. Eran él.
Se acurrucó en un extremo de la habitación, quedo, absorto en sus pensamientos. Y las figuras se movieron.
Colin cerró los ojos y se echó atrás estremecido. ¡Era verdad!
El esfuerzo de tanta concentración le había cubierto de sudor. Se sentía exhausto y le faltaba la respiración. Su propio cuerpo se debilitaba por momentos, como sometido a un vaciamiento interior. ¿Por qué no? Había dirigido cuatro mentes a la vez, ejecutado acciones coherentes con cuatro cuerpos; era demasiado, pero real.
«Soy Dios» susurró. «Dios».
¿Y qué? ¿De qué iba a servirle aquello? Era un demente, recluído en un asilo. ¿Cómo usar su poder?
-Primero, experimentar -exclamó en voz alta.
-¿Qué?
El doctor Starr había entrado sin hacer ruido. Sobresaltado, Colin miró de reojo a sus figurillas, totalmente inmóviles ahora, afortunadamente.
-Me decía tan sólo que debo experimentar con mis muñecos de arcilla -respondió apresuradamente. El médico enarcó las cejas.
-¿Ah, si? Sabe, Colin, he estado pensando. Quizá este trabajo no sea en verdad bueno para usted. Parece cansado, agotado casi. Tengo la impresión de que se está causando un daño innecesario con todo esto; me temo, por tanto, que deberé prohibirle que siga modelando.
-¿Prohibírmelo?
El doctor Starr asintió con la cabeza.
-Pero, no puede... precisamente ahora que... quiero decir, ¡es imposible! Es todo lo que tengo y lo que me conserva vivo. Sin mi trabajo yo...
-Lo siento.
-No puede.
-El médico soy yo, Colin. Mañana retiraremos el barro. Quiero que tenga la oportunidad de reencontrarse a sí mismo, de vivir de nuevo.
Colin nunca había sido violento. Ahora, el doctor sintió de pronto su garganta atenazada por unos dedos poderosos que hacían presa en su vena yugular con precisión qulrúrgica. Se echó atrás en pánico y trató de repeler la agresión al tiempo que gritaba ahogadamente para llamar la atención de los enfermeros. La irrupción de éstos le libró in extremis. Colin fue reducido y atado al lecho.
Había oscurecido cuando el paciente despertó de un mundo plagado de odios. Estaba solo. Se habían ido; el día también. Mañana, ellos y la luz volverían de nuevo para despojarle de sus figurillas... ¡sus queridas criaturas! ¡Sus obras vivientes! Las destrozarían, pero ¿podrían en verdad aniquilar la vida? ¡Sería un asesinato!
Colin sollozó amargamente mientras pensaba en ello y se prodigaba en sus ensoñaciones. ¡Lo que podría haber hecho con sus poderes! ¡No había límites! Habría construido docenas, centenares de figurillas, y habría aprendido a concentrarse mentalmente para lógrar controlar y dirigir a voluntad una verdadera horda. Habría creado un mundo propio, poblado de criaturas que le obedecerían a rajatabla. Compañeros, esclavos..., diferentes tipos de cerebro y, por tanto, de mentalidad e idiosincrasia. ¡Una verdadera civilización particular!
Y aún más. Podría haber creado una raza. Una nueva raza, susceptible de propagarse ¡y siempre a su servicio! Un centenar de figurillas de manos diestras y dientes afilados podrían dar al traste con los barrotes de su celda, y atacar a los enfermeros y guardianes para devolverle la libertad. Y luego ¡al mundo! al mando de un ejército de barro; de unidades diminutas, cierto, pero capaces de ocultarse fácilmente en el terreno y de desplazarse sin ser vistas en cualquier lugar. Puede que un día hubiera un mundo poblado de pequeños hombrecillos de arcilla, adiestrados por él y prestos a sus órdenes.
Ahora, todo habla terminado. Puede que estuviera loco, con tales pensamientos y sueños. Era inútil. Pero de algo estaba seguro: sin el barro enloquecería aún más. Se daba cuenta de que su cuerpo iba enajenándose de él. Sus ojos, que reflejaban ahora la luz de la luna, no parecían formar parte ya de su organismo.
Todo venía de la excitación de aquella tarde. El gran descubrimiento, y luego la estúpida decisión de Starr. ¡Starr! El era el causante de sus males, el único responsable. Le había llevado a la locura. A un estado horrible y desconocido de conflicto mental que no era capaz siquiera de comprender. Starr le había sentenciado a muerte. ¡Si tan sólo pudiere pagarle en igual moneda!
Quizá sí.
Quizá pudiese matar a Starr.
¿Cómo?
Tenía que averiguar los planes de Starr, sus ideas.
¿Cómo?
Enviándole un hombrecillo de barro.
¿Qué?
Sí, destacando un emisario de barro. Aquella tarde se había concentrado en la tarea de darles vida.
Pero ¿cómo hacerlo? La arcilla es, al fin y al cabo, arcilla. Los pies de barro se desgastarían antes de mucho..., no habría tiempo de recorrer todo el pasillo de ida y vuelta. Y los oídos... por muy perfectos que fueran, estallarían al estimulo de sonidos reales.
«Piensa, piensa -sé decía-, Orden en las ideas, sobre todo. Sí, hay un modo...
»Claro, es posible! -exclamó Colin con voz ahogada. Su locura, su cruel destino era su salvación. Si sus facultades se desorganizaban y le cabía el poder de proyectar su yo en el barro, ¿por qué no proyectar también facultades especiales en las figurillas?
La luz de la lámpara no iluminó tanto su rostro como la sonrisa que lo distendía. Tomó una figurilla y empezó a trabajar en sus pies.
El hombrecillo estaba descendiendo de la mesa. Ahora se deslizaba por una de las patas..., llegó al suelo. Colin notó el impacto en sus propios pies. ¡Sí!, los suyos.
El piso vibró atronadoramente. ¡Claro! Era un temblor infinitesimal, imperceptible al oído humano, sonoro y rotundo para sus oídos de arcilla, para sus oídos. Otra parte de él -los propios ojos de Colin- observó el quiebro de la figurilla para salvar el vano entre puerta y marco. Luego, oscuridad. En tensa concentración, el sudor vino a bañar su cuerpo.
El Colin de barro no podía ver. Carecía de ojos, Pero el instinto y la memoria le guiaban.
Había irrumpido en un mundo de gigantes. Apareció el pie de un coloso. Colin se tendió junto al zócalo. Sus pasos producían monstruosas vibraciones.
Siguió su camino. El instinto le guió hasta la puerta correcta, la cuarta corredor abajo. Se deslizó por debajo de ella, tropezó con la alfombra. Aquellas hebras medirían más de un palmo, se dijo, y cortaban como navajas. Más arriba resonaban estruendos, unas voces. Dos titanes atronaban el espacio...
El doctor Starr y el profesor Jerris. Jerris podía pasar; tenía visión de las cosas, pero Starr...
Colin se agazapó bajo la imponente barrera del sillón, escaló aquella ladera y alcanzó por fin las elevadas crestas de las rodillas de Starr. Se esforzó por distinguir las palabras retumbantes.
-Este hombre, Colin, está acabado; te lo digo. Claudicación total incipiente. Intentó atacarme esta tarde cuando le dije que iba a llevarme sus figurillas de barro. ¡Cualquiera hubiera dicho que se trataba de cachorros vivos de su propiedad! Puede que él lo piense así.
Ahora. hablaba Jerris.
-Sí, puede que él lo crea así. Y que para él, y a todos los efectos, lo sean. En cualquier caso..., pero ¿qué haces tú con un muñeco colgando en tu pierna?
¿Muneco en mi pierna? ¡Colin!
En su lecho, recluido en su habitación, Colin trató desesperadamente de retirar la vida de su creación, de despojarla del oído y de las sensaciones cinestésicas, que eran las de su otro yo de barro, pero fue demasiado tarde. Se produjo una conmoción increíble; algo se cerró violentamente en torno a su persona..., siguió un estrujamiento agónico...
Colin se hundió desmadejadamente en su lecho y su mundo se pobló de destellos rojizos.
La luz le dio en pleno rostro. Se incorporó. ¿Habría soñado?
«¿Soñado?», susurró.
No oía. ¡Estaba sordo!
¡Su oído! Lo habla proyectado en la figurilla de barro, y había sido destruido cuando Starr la estrujó. ¡Era sordo!
El pensamiento era demencial. Colin saltó bruscamente del lecho, lleno de pánico, y rodó de bruces por los suelos.
¡No se tenía en pie! ¡No podía andar!
Los pies estaban en la figurilla; así lo había querido él, y de su obra no quedaba más que una masa deforme. ¡No podía andar!
Enajenación de sus facultades, de sus miembros; entonces, ¡era real! Sus oídos, sus piernas se habían incorporado de alguna manera misteriosa al hombre de arcilla. Ahora los había perdido. ¡Gracias a Dios, que no había cedido sus ojos!
Pero era horrorosa la visión de aquellos muñones donde habían estado sus piernas; terrible el buscar en sus oídos unas crestas óseas ahora ausentes. Era horrible y era odioso. Starr era el culpable. Había dado muerte a un hombre y reducido a la invalidez a otro.
Allí y ahora. Colin lo planeó todo minuciosamente. Tenía el poder. Podía animar sus figurillas de barro y también concederles una vida especial. Concentrándose, sirviéndose de su propia y peculiar desintegración física podía trasplantar parte de sí mismo a la materia. Muy bien, pues. Starr pagaría.
Colin permaneció encamado. No se levantó para la visita vespertina. Starr no debía ver sus piernas sin darse cuenta de que ya no oía.
Colin fingió sumirse en el letargo, la introspección característica del esquizoide. Starr no dijo más y abandonó bruscamente la estancia con su requisa.
La sonrisa se dibujó lenta, pero resueltamente. Colin tomó la figurilla oculta debajo de las ropas del lecho. Era un hombre perfecto, de brazos extraordinariamente musculosos, de uñas largas y afiladas. Los dientes tampoco eran malos. Pero, estaba incompleto, carecía de rostro.
Colin puso manos a la obra, con prisas, pues se acercaba la noche. Buscó un espejo, y mientras trabajaba en su creación sonreía como quien comparte una gracia con alguien... o con algo. Cayeron las sombras, .y Colin siguió trabajando, de memoria. Delicadamente, diestramente, como un artista, como creador que insufla hálito vital en el barro. Vida en barro...
-¡Te digo que esa condenada cosa estaba viva! -exclamó Jerris. Por fin había perdido su compostura, olvidándose de su cargo-. ¡Lo vi bien!
Starr sonrió.
-Era barro, nada más, y lo aplasté -replicó-. No discutamos más por esto.
Jerris hizo un gesto vago con las manos. Sí, arcilla... y anoche, cuyo recuerdo asociado al de aquella figurilla minúscula, perfectamente formada, asida a la pernera del pantalón de Starr, donde nada podría haberse adherido durante mucho tiempo. Asida, sí, y cuando Starr la estrujó, ¿no era acaso una estructura osteiforme, aunque de barro, no eran vísceras colgantes lo que se habla visto? ¿Fue un retorcimiento agónico o un efecto de la luz?
-¡Déjate de cavilaciones y acuéstate! -concluyó Starr sofocando a duras penas una carcajada irónica-. Deja de preocuparte por un demente. Colin está loco, y en lo sucesivo le trataré como tal. He tenido ya demasiada paciencia. Habrá que usar la fuerza. Y... yo, de ti no volvería a hablar de hombrecitos de barro y demás.
El tono era conminatorio. Jerris se encogió de hombros una vez más y abandonó el despacho.
Starr apagó las luces y se aprestó a la duermevela de su guardia de noche. Jerris conocía bien sus costumbres.
Era sorprendente cómo le habla afectado aquel asunto, se decía Jerris, pasillo abajo. La visión de aquella figurilla le habla conmovido muy desagradablemente. La obra era tan perfecta, ¡tan asombrosamente precisa en sus detalles más mínimos! Sin embargo, era todo barro, simple y ordinaria arcilla. No se había movido cuando Starr se hizo con ella. Las costillas se hundieron, los ojos saltaron de órbitas perfectamente modeladas y rodaron grotescamente sobre la mesa... ¡era para enfermar! ¡Y el vello, finísimo, de barro también, como los jirones de aquella piel asombrosamente dispuesta en sucesivas capas! Colin, loco o sano, era un genio.
Jerris sacudió la cabeza asintiendo para sí mismo. Pero... ¡qué diablos...! Tuvo que parpadear varias veces.
Y... lo vio.
Como una rata pequeña, presurosa, huyendo pasillo abajo sobre dos patas, en vez de cuatro. Un ratón sin pelo, sin rabo. Un ratoncillo que proyectaba contra la pared la sombra perfecta y diminuta de... ¡un hombre! Tenía rostro y levantó la mirada. Jerris casi llegó a creer que lo había visto; más aún, que aquellos ojos le habían guiñado. Era un minúsculo roedor hecho de arcilla... no, era un hombre en miniatura como los que construía Colin.
Ahogó una exclamación. Estaba loco, como todos, como Colin. Pero... había entrado en el despacho de Starr, se movía, poseía ojos y rostro, y era de arcilla.
No lo pensó dos veces. Echó a correr, pero no hacia el consultorio sino en dirección a las habitaciones de los pacientes. Buscó las llaves, tenía un juego supletorio. ¡Qué largo se le hizo el instante y qué torpes se le antojaron los dedos! Abrió, al fin. Y dio la luz.
Fue un momento infinito el que dedicó, horrorizado, a la contemplación de lo que yacía en el lecho... De aquello con muñones en lugar de piernas, desmadejado entre cinceles y martillos, con un espejo caído sobre el pecho, en cuyo azogue se revelaba un rostro dormido, que no era rostro.
Sí, el momento fue largo. El alarido procedente de la habitación de Starr debía haberse producido treinta segundos antes, quizá, de que Jerris lo oyera. Luego fueron unos gemidos, y, paralizado, siguió con la vista fija en aquella faz sin rostro, que iba descomponiéndose como rasgada por manos invisibles hasta convertirse en pulpa.
Ocurrió así. Algo arrancó el semblante del hombre yacente separando la cabeza del cuello. El gemido se reprodujo a lo lejos, al otro extremo del pasillo...
Corrió como nunca. Fue el primero en alcanzar el consultorio, un minuto antes que los demás. Vio lo que esperaba ver.
Starr aparecía hundido en su silla, con la cabeza caída a un lado. El hombrecillo de barro habla hecho su trabajo y el doctor Starr estaba muerto. La diminuta figura marrón habla clavado unas uñas maravillosamente formadas en la garganta del durmiente y con destreza qulrurgica y ayuda, quizá, de los dientes, habla sajado la yugular, precisamente en su punto más vuluerable. Starr murió antes de que pudiera librarse de aquella imagen humana diabólicamente perfecta, cuya cabeza y rostro arrancó, no obstante, en su último espasmo agónico.
Jerris tiró de la figurilla y la estrujó entre sus enfebrecidos dedos, ahora marrones y pegajosos.
Antes de que acudieran los demás tuvo tiempo aún de recoger del suelo la cabeza arrancada, en cuyo rostro increiblemente perfecto y diminuto brillaba con infinita grandeza la sonrisa triunfal de la muerte.
Estremecido de horror, Jerris aplastó también el pequeño rostro de Colin, el creador.
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