EL TERROR VOLVIO A HOLLYWOOD
Robert Bloch
ESTE no es, desde luego, el tipo de historia que les gusta contar a los periodistas.
En aquel tiempo, cuando sucedió aquello, todavía trabajaba en la sección de Relacienes Públicas del estudio cinematográfico, y ellos no querían que la publicara. El porqué estaba claro.
Los periodistas siempre hemos hablado de Hollywood como una ciudad alegre y desenfadada, un mundo lleno de atractivo, gloria y popularidad. Describimos sólo la hermosa y limpia fachada: pero bajo ese mundo esplendoroso se esconden la inmundicia y las sombras.
Sólo nosotros sabemos esto: nuestra profesión consiste, en el fondo, en presentar como limpias incluso las cosas más sórdidas.
Creo, sin embargo, que los acontecimientos que voy a relatar son demasiado insólitos y terroríficos para ser silenciados.
La sombra que domina este asunto no es humana. Y el peso maldito del recuerdo de este diabólico suceso ha provocado mi ruina, ha desequilibrado mi mente.
Por eso dimití de mi puesto en el periódico. Hice de todo para olvidar, pero no lo conseguí. Ahora, por fin, me he decidido. La única manera de librarme de la obsesión que me ha perseguido durante días y días, es contar la historia. Debo librarme de ella, pase lo uue pase...
Sólo entonces podré, tal vez, olvidar los ojos de Karl Yorla...
La cosa se remonta a una agradable tarde de septiembre de hace casi tres años.
Les Kincaid y yo paseábamos perezosamente por Main Street, en Los Angeles. Les es un ayudante de producción del Estudio, y nuestro paseo no carecía de objeto: estaba buscando actores adecuados para papeles secundarios de su último western. Les tenía ideas propias al respecto: prefería personajes reales, encontrados por la calle, antes que los actorzuelos preparados por la escuela.
Vagabundeamos sin meta por las angostas callejas del Barrio Chino, el verdadero, penetrando en el corazón de la ciudad.
Era un sábado por la tarde, y una apretada multitud de desocupados filipinos zanganeaba por las estrechas callejuelas. haciendo fatigoso nuestro paseo. Estábamos ya cansados, cuando Les vio un pequeño y sucio teatro.
-Entremos a sentarnos un rato –sugirió-, estoy realmente cansado.
Aunque se trataba de un local sucio y miserable, encontraríamos una silla sobre la que dar una cabezadita. El espectáculo no me atraía demasiado, pero el cansancio me convenció. Por eso acepté.
Compré las entradas y pasamos. El interior estaba sucio y desvencijado, como era de prever. Asistimos a dos strip-teases bastante excitantes, un sketch increíblemente viejo y un Gran Final. Luego, como es costumbre en estos cinucos de periferia, se apagaron las luces y empezó la película.
Estábamos listos para dar nuestra cabezadita. Sabíamos que, por regla general, en ese tipo de locales sólo se proyectan films viejos y banales, por tanto, al oir las primeras notas de la banda sonora, cerré los ojos, me arrellané lo mejor que pude en la incómoda y chirriante butaca, y me dispuse a caer en brazos de Morfeo.
De pronto, un codazo me hizo volver a la realidad. Les me estaba despertando con su suavidad habitual.
-Mira eso –susurró-. ¿Has visto alguna vez algo parecido?
Miré a la pantalla con desgana. No sé qué pensaba encontrar, pero lo que vi fue... el horror.
La escena mostraba un cementerio en el campo, poblado de lúgubres árboles, tan espesos que la luna casi no lograba iluminar las gigantescas tumbas, haciéndolas parecer monstruosas e irreales, sobre un fondo pesadillesco.
El objetivo encuadró una tumba. Se notaba que había sido cavada recientemente. La música se volvió cada vez más obsesionante en aquel ambiente oscuro y macabro. Miraba atentamente, olvidándome de que se trataba de una película: aquella tumba era de un realismo espantoso.
Y además..., además se estaba moviendo.
Parecía como si la tierra se estuviera abriendo poco a poco. Primero se desprendía en pequeños terrones, luego cada vez más deprisa, como si una oscura fuerza intentara desgarrarla. Algo la levantaba desde dentro.
Algo que debía aparecer en pocos segundos. Empecé a tener miedo. No..., no quería ver lo que iba a pasar. Aquella forma de arañar la tierra desde abajo no era natural. ¿Qué cosa tan inhumana estaba ocurriendo?
Me puse a temblar, pero tenía que mirar forzosamente... Algo estaba a punto de surgir. La tierra resbalaba alrededor, y mis ojos no podían desprenderse de la abertura, similar a una enorme boca desdentada, que se iba agrandando más y más.
Aquel algo estaba emergiendo..., arrastrándose a través de la grieta, se agarraba desesperadamente a los inseguros bordes. Por fin logró aferrarse al suelo firme, y bajo la luz espectral de una luna diabólica vi..., reconocí..., la mano de un hombre.
Una mano informe, desprovista de carne casi por completo. Era la mano de un esqueleto, similar a una garra...
En seguida la otra mano se asió al otro borde del agujero. Lentamente, en medio de un terrorífico silencio, emergieron los brazos. Brazos desnudos, sin carne.., Los brazos de un cadáver en descomposición...
Apoyándose en el terreno, el cadáver se esforzaba por levantarse, por librarse de la tierra que lo oprimía. Cuando salió del todo, la luna se ocultó de pronto, anegando en la más completa oscuridad aquella visión horripilante.
No se veía nada. Me sentí mejor. Pero un instante después reapareció la luna. El rostro iba a quedar iluminado. ¿Cómo podía ser el rostro de un cadáver emergido de la tumba?
Pronto obtuve la respuesta: aquel rostro me miraba y yo lo vi...
Vi..., el horror.
Al principio me pareció el semblante de un niño. Pero no, no era un niño, era un hombre de expresión infantil, un poeta tal vez, de aspecto ingenuo y soñador.
Largos cabellos caían en desorden sobre un rostro afilado, en él destacaban las espesas cejas sobre los párpados cerrados. La boca y la nariz eran finas y delicadas.
Su expresión irradiaba la fuerza de una paz suprema. Parecía sumido en el sueño del sonámbulo o de la catalepsia.
El rayo de aquella luna cruel se hizo más intenso, y reveló las marcas de la putrefacción.
Los labios habían casi desaparecido, así como las aletas y el cartílago de la nariz. También la frente y el cabello estaban marcados, con incrustaciones de melma.
Los dedos esqueléticos se posaron sobre los párpados cerrados... Se abrieron los ojos...
Eran grandes, fijos, llameantes; todo en ellos hablaba de muerte. Aquellos ojos habían sido cerrados a la vida, y se abrían ahora en un mundo ultraterrenal. Habían visto el cuerpo detenerse, desmoronarse, deshacerse la carne al contacto de la tierra, en la oscuridad eterna.
Aquellos ojos habían vivido en otra existencia; una existencia espantosa que los había empujado oscuramente a volver atrás, a volver a contemplar aquella tierra que tan tristemente habían abandonado. Eran ojos famélicos, triunfantes...
Estaban hambrientos de todo lo que les había sido arrebatado por la fuerza, como sólo la muerte puede hacerlo.
El cadáver comenzó a andar. Flanqueó lentamente las tumbas, deteniéndose ante las más antiguas y escuálidas. Se arrastró a través del bosque, alcanzó la carretera. Luego se encaminó hacia la ciudad, lenta, inexorablemente...
A la vista de aquellas luces lejanas, símbolo de vida, los ojos brillaron aún con más fuerza... La muerte se disponía a mezclarse con los hombres.
Continué mirando sin darme cuenta de lo que hacía, completamente fuera de la realidad. Habían pasado sólo unos minutos, pero me parecía como si hubieran transcurrido siglos...
La película proseguía. Les y yo no decíamos una palabra.
La trama se había vuelto monótona y banal.
El muerto era un científico al que un joven doctor le había robado la mujer. El científico se había puesto enfermo y había sido atendido por el doctor, que para librarse de él le había suministrado un narcótico que lo había sumido en catalepsia.
El diálogo era en una lengua extranjera, por lo que no pude comprender muy bien. Los actores me eran completamente desconocidos, y también el montaje y la fotografía se salían de lo corriente; todo se desarrollaba según el esquema típico de El gabinete del doctor Caligari u otras cintas similares.
En una escena se veía al cadáver durante una ceremonia en la que era honrado como sacerdote de una misa negra. A un lado se veía un niño... Cómo brillaron los ojos en el rostro inocente cuando vieron el puñal acercarse implacablemente a su pecho...
El cadáver seguía dominando la escena... Los adoradores de la misa negra lo habían reconocido como un enviado de Satanás, y por eso habían raptado a su mujer, para ofrecerla como sacrificio para la resurrección de él.
Un crudo realismo dominaba aquella historia vesánica: la escena de la pobre mujer al reconocer al marido que había visto morir...
La voz profunda de él revelando aquel odioso misterio... La procesión final de los adoradores del diablo a través de las tumbas del cementerio... La muerte del cadáver resurgido...
En efecto, el esqueleto era muerto a tiros por el médico mientras oraba sobre el altar de los sacrificios.
El cadáver, acribillado, cayó, pero sus ojos, todavía vivos, tuvieron un último destello en aquella segunda muerte, y la voz resonó potente, antinatural, en una última plegaria al dios del mal. La muerte parecía no poder ya destruir por completo a aquel ser infernal... Consiguió arrastrase penosamente hasta la hoguera de los ritos, y con esfuerzos sobrehumanos se arrojó a las llamas.
El fuego invadió el objetivo, y aquella aparición espectral se desvaneció, no sin lanzar una postrera maldición... Sus ojos imploraban la tierra, que se abrió complaciente, y un grito, impregnado de infernal alegría, acompañó su caída... Satanás había recuperado lo que le pertenecía.
Cuando terminó la película y se iluminó el local, pudimos ver que en los rostros de los espectadores estaban impresas la perplejidad y el miedo más intensos.
A pesar de la banalidad del argumento, el actor que hacía el papel de cadáver había conseguido, con la fuerza de su interpretación, infundir el terror en los espectadores.
Estaba realmente muerto, sus ojos sabían... Su voz era la de Lázaro resucitado.
Les y yo todavía no conseguíamos hablar. Lentamente, nos encaminamos hacia el despacho del director del local...
* * *
Edmard Hech estaba sentado tras un escritorio cubierto de polvorientos papeles. No demostró la menor alegría al vernos, al contrario, parecía bastante molesto. Cuando Les le preguntó cómo había conseguido aquella película, se puso a despotricar.
No enteramos de que Return to the Sabbath había sido enviada desde Inglewood. Ellos habían pedido un western, que por error había sido substituido por aquella maldita cinta, que evidentemente no era la más adecuada para completar un espectáculo de revista.
Presentar a un público como aquél una película de esa clase, y en lengua extranjera, para colmo. Hech estaba fuera de sí y seguía imprecando contra los estúpidos importadores de películas.
Necesitamos un buen rato para sacarle el nombre de la agencia que le había enviado el film, pero al fin lo conseguimos.
Al día siguiente, Les habló con el jefe, y a mí se me encargó que escribiera un artículo sobre Karl Yorla, el intérprete de la película, un austríaco, rey del terror.
Yorla, invitado por nuestro periódico a venir a los Estados Unidos, se embarcó inmediatamente hacia New York.
Publiqué la noticia, intentando darle un aire muy interesante. Pero pronto me quedé sin material: había ocurrido todo tan de prisa que no habíamos tenido tiempo de informarnos. En realidad, no sabíamos nada concreto sobre Karl Yorla.
Tras pedir informes a las empresas cinematográficas austríacas y alemanas, abandonamos toda investigación sobre la vida privada del actor. No había nada de que enterarse. Evidentemente, había trabajado por primera vez en "Return to the Sabbath", pues era completamente desconocido.
La película no había sido representada nunca en el extranjero. A causa de una serie de errores accidentales, Inglewood se había hecho con una copia, que luego había sido enviada a los Estados Unidos.
No podíamos saber cuál sería la reacción del público ni cómo acogería al nuevo actor; la película no podía ser doblada y puesta en circulación. Teníamos que esperar a Karl Yorla. Todo dependía de él.
No sabíamos qué hacer. Teníamos entre manos el boom del año y no podíamos utilizarlo como hubiéramos querido.
De todos modos, Yorla había prometido que llegaría en dos semanas. Me habían encargado a mí que tomara contacto con él a su llegada. Tenía que hablar con él y sacarle unas cuantas noticias interesantes para elaborar un buen artículo.
Tres de nuestros mejores guionistas habían sido movilizados para preparar un guión adecuado al actor austríaco. La trama debería parecerse a la de la película precedente, pues queríamos incluir la escena de la resurrección del cadáver. Aquel retorno de la muerte estaba demasiado bien conseguido para desaprovecharlo.
Yorla llegó el 7 de octubre. Se hospedó en el hotel que le habíamos reservado, y al día siguiente fui a visitarlo.
Lo vi por vez pnmera en saloncito de su suite.
Jamás podré olvidar aquel encuentro. Sobre todo, no podré olvidar la primera visión que tuve de él, cuando abrió la puerta.
Karl Yorla era exactamente el cadáver resurrecto de la cinta. El que había ante mí era realmente un hombre muerto y resurgido a una segunda vida.
Naturalmente, sus facciones estaban intactas, sin las marcas de la descomposición. Pero era alto y delgado como el esqueleto del papel que había interpretado.
Su rostro era de una palidez cadavérica y sus ojos estaban marcados por profundas ojeras. Aquellos ojos eran exactamente los ojos del cadáver de la película... Los ojos profundos y terribles de un hombre que sabía.
Me saludó en un inglés dificultoso, con la voz sepulcral que ya conocía. Rió divertido al notar mi turbación, pero sólo sus labios se movían: los ojos permanecían fijos en su expresión extraña y alucinada.
Por fin conseguí hablar y explicarle cuál era mi encargo.
-Nada de publicidad -me contestó con su increíble acento-. No quiero que toda esa gente se entere de mis asuntos personales.
Intenté convencerlo con los argumentos habituales: la necesidad de interesar al público, de satisfacer su impertinente curiosidad... Pero fue inútil. Lo único que conseguí sacarle fue que había nacido en Praga y que había rodado la película únicamente para hacerle un favor a un director amigo suyo, el cual la había realizado por pura diversión, y sólo por culpa de un maldito error había sido hecha otra copia, puesta luego en circulación.
Sin embargo, la oferta de la empresa cinematográfica americana le había llegado oportunamente, justo cuando había decidido marcharse de Austria.
-Cuando salió la película, tuve complicaciones con mis amigos -me explicó lentamente-. No les gustó que la ceremonia fuera representada.
-¿Se refiere a la misa negra?, pregunté estupefacto-. ¿Ha dicho "mis amigos"?
-Sí. Los adoradores del diablo. Lo que ha visto en la cinta era todo real, ¿sabe?
¿Estaba bromeando? No... No podía dudar de su sinceridad. Aquellos ojos singulares no podían bromear...
Poco a poco fui comprendiendo la horrible verdad que había confesado de manera tan sencilla.
Él mismo era un adorador del diablo, él y ese director amigo suyo. Habían rodado la película para representarla luego en sus sesiones secretas. Todo había sido hecho por puro placer personal, sin la menor intención de mostrarlo a ojos extraños.
Podía parecer increíble, pero yo conocía Europa y el oscuro espíritu de los nórdicos. Todavía hoy el culto a Satanás existe en Budapest, Praga, Berlín... Y él, Karl Yorla, admitía que era uno de ellos.
"¡Qué noticia!", pensé en un principio. Pero en seguida comprendí que una cosa así era impublicable.
Todos los artículos sobre actores terroríficos subrayaban sus virtudes y cualidades: Boris Karloff era un perfecto gentleman al que gustaba cuidar de su jardín. Las noticias sobre Lugosi no eran muy distintas: era un hombre sensible cuyo sistema nervioso había sido afectado por los papeles que tenía que interpretar. Incluso Peter Lorre era descrito como un hombre apacible cuya única ambición era interpretar una buena comedia teatral.
No..., no era posible contar la auténtica historia de Yorla. No se podía destruir un mito.
Después de mi entrevista, hablé con Les y le pedí que me aconsejara.
-Publica el cuento de siempre -me sugirió-. Un hombre misterioso que no quiere desvelar su vida privada. Nosotros no decimos nada hasta que no salga la película. Luego, me imagino que las cosas marcharán solas. Yorla tendrá éxito. Luego, que se las arregle como pueda con la prensa.
Naturalmente, abandoné todo intento de dar publicidad al nombre de Yorla.
Y estoy realmente satisfecho de haber seguido el consejo de Les, porque de este modo ahora nadie puede recordar su nombre y sospechar las cosas horribles que sucedieron tras los hechos que he ielatado.
El guión estaba listo. Fue aprobado y se empezó a preparar las escenas.
Yorla estaba siempre en los estudios. El mismo Les se encargaba de enseñarle inglés, y el actor resultó ser un alumno diligente y brillante.
Pero Les no estaba del todo satisfecho: algo lo inquietaba.
Cierto día, una semana antes de que terminara el rodaje, Les se desahogó conmigo. Intentaba exponer claramente sus ideas, sus temores, pero ni él mismo sabía qué decir.
Yorla se comportaba de manera extraña. Nadie sabía su dirección desde que se había marchado del hotel, pocos días después de su llegada a Hollywood.
Le había contado a Les lo que yo ya sabía sobre los adoradores del diablo. Y le dijo algo más. Le habló de su temor de que lo estuviesen siguiendo; una extraña sensación le decía que sus "viejos amigos" le seguían el rastro y querían vengarse.
Sabía que los adoradores de Satanás lo consideraban responsable de la difusión de Return to the Sabbath y lo odiaban por haber divulgado sus secretos.
Ese era el motivo por el que mantenía en secreto su dirección y no quería que se conociera públicamente su pasado. En su nuevo papel utilizaba un maquillaje recargado, con la esperanza de alterar su fisonomía. De vez en cuando, durante el rodaje, se detenía de pronto con la impresión de ser espiado.
En aquella época habla muchos extranjeros en los estudios...
Demasiados para poder estar tranquilos.
-¿Qué demonios se puede hacer con un hombre así? -estalló Les después de habérmelo explicado todo-. O está loco o es imbécil. Sinceramente, se parece demasiado a su personaje y no me gusta. Si vieras cómo interpreta el papel de adorador de Satanás. Cree en ello, no hay duda. Oye... Voy a contártelo todo. Esta mañana ha venido a mi despacho. Al principio no lo reconocí: llevaba grandes gafas negras y una bufanda que le tapaban la cara por completo; pero él mismo había cambiado. Temblaba violentamente, y parecía como si fuera a caerse de un momento a otro. Me enseñó esto...
Les me dio un recorte de periódico.
Era el Times. Un breve artículo notificaba la muerte de Fritz Ohmmen, el director austríaco amigo de Yorla. Había sido hallado estrangulado en una cloaca de París: su cuerpo había sido destrozado sin piedad. Con un afilado cuchillo, habían marcado una cruz invertida sobre su estómago. La policía no había descubierto al asesino.
Le pregunté qué pensaba de aquello, pero en mi interior ya conocía la respuesta.
-Fritz Ohmmen -comentó lentamente- era el director de Return to the Sabbath, el único, junto con Yorla, que conocía a los adoradores de Satanás. Yorla está seguro de que Ohmmen se había refugiado en París. Pero evidentemente "ellos" lo han localizado.
No dije una palabra. Estaba anonadado.
Les prosiguió:
-Yo le he aconsejado que pida protección a la policía, pero se rehúsa. No puedo obligarlo. Mientras rueda, no hay peligro pero, ¿y luego, cuando vuelve a esa casa que ni siquiera sabemos dónde está? No podemos defenderlo si él no se deja.
Les estaba fuera de sí, y yo, desde luego, no podía ayudarlo.
Pensé que no había publicado ni el nombre ni la historia de Yorla y respiré aliviado.
* * *
Durante los siguientes días no lo vi apenas. Pero los rumores comenzaban a circular. Toda la compañía había notado la extraña afluencia de curiosos junto a la verja de los estudios.
Alguien intentó saltar una valla. Otro fue detenido mientras intentaba introducirse en el camión de los disfraces. Al registrarlo se le encontró una pistola con silenciador. Entonces había sido entregado a la policía, pero se había negado obstinadamente a hablar. Era un alemán...
Yorla venía a los estudios oculto tras las cortinas de un pesado automóvil. Se cubría la cara con una bufanda de lana, y temblaba continuamente. Sus clases de inglés iban de mal en peor. No quería hablar con nadie, tal vez por temor a oídos extraños. Había incluso contratado dos guardaespaldas armados que lo acompañaban a todas partes.
Algunos días después el alemán comenzó a hablar.
Todos lo tomaron por loco... No hacía más que nombrar un "Culto de Lucifer" practicado por algunos extranjeros que deambulaban por la ciudad.
Confesó haber sido "elegido" para vengar una traición. No se atrevió a decir más; únicamente se le escapó una dirección en la que, según él, estaba el cuartel general de la secta.
Huelga decir que el sitio en cuestión, un sucio almacén de la periferia, estaba desierto. El alemán fue sometido a tratamiento psiquiátrico.
Escuché el informe con una especie de presentimiento.
No era la primera vez que en Los Angeles y Hollywood se oía hablar de extrañas religiones. Muchos extranjeros se habían establecido por los alrededores, y el sur de California se había convertido en polo de atracción de los prosélitos de diversas creencias, procedentes de todo el mundo.
No pocos nombres importantes habían sido mezclados con noticias de ese tipo, pero su peso financiero era demasiado grande para que los periodistas pudieran investigar ciertos rumores.
Yo sabía todas estas cosas, y el terror de Yorla no podía dejarme indiferente.
Estaba preocupado, y por la tarde intenté seguir su auto para descubrir su refugio. Pero cuando alcanzó la zona de Topanga Canyon lo perdí de vista. Desapareció de improviso, como tragado por la luz del crepúsculo que inundaba las rojas colinas, y comprendí que era inútil continuar. Yorla estaba en un lugar seguro.
Aquélla fue la tarde de su desaparición.
Al día siguiente no se presentó en los estudios, y la película debía terminarse en dos días. El jefe y Les estaban fuera de sus casillas. Fue avisada la policía, y yo tuve que hacer un gran esfuerzo para contenerme y no revelar el escondite de Yorla.
Pero al día siguiente tampoco apareció.
Entonces me decidí a contar cuanto sabía. Hablé de mi persecución hasta el Canyon. La policía entró en acción inmediatamente. No había tiempo que perder.
Pasamos la noche en blanco, en una ansiosa vigilia. Les y yo, absortos por nuestros pensamientos, no hablamos en absoluto. Sólo por la mañana Les tuvo fuerzas para mirarme. Su mirada estaba llena de terror... Eran las ocho. La policía no nos había comunicado nada.
Había comenzado la actividad en los estudios, pero Yorla no estaba. Sabíamos que tal vez no volvería nunca.
El director de la película nos vio pasar y nos abordó ansioso.
-¿Nada nuevo?, -preguntó en voz baja.
Les negó con la cabeza. Bleskind encendió nerviosamente un cigarro.
-Nosotros seguimos trabajando -dijo enfurecido-, pero si Yorla no aparece, no podemos terminar las tomas en las que él interviene. No tenemos tiempo que perder. Si no aparece hoy mismo, tendré que buscar otro actor. -Y se alejó gesticulando.
-Vamos a ver rodar alguna escena -sugirió Les-. Tengo curiosidad por ver de qué clase de película se trata.
Fuimos al plató.
Un castillo medieval, la morada del Barón Ulmo, dominaba la escena. A un lado, una tétrica cripta de piedra ponía la nota macabra. Junto a la cripta había un altar del mal: era una gran piedra negra de aspecto siniestro.
Sylvia Channing, la heroína, estaba explorando el castillo, del que había tomado posesión aquel mismo día junto con su joven marido.
En aquella escena, Sylvia descubría el altar y leía la inscripción grabada en su base. Aquellas palabras eran una invocación a la potencia de Satanás para que la cripta se abriese y el Baron -Yorla- surgiera del sueño eterno.
Él hubiera tenido que salir de la cripta y andar. En aquel punto, la escena tendría que ser interrumpida por ausencia del actor.
La escena había sido meticulosamente preparada. Les y yo nos sentamos junto a Bleskind en cuanto comenzó el rodaje.
No se oía una palabra. Sylvia caminaba lentamente, acercándose al altar con curiosidad. Se detuvo para leer la inscripción, susurrándola con voz apagada. La apertura de la cripta comenzó a moverse. El altar se desplazó lentamente hacia un lado, dejando entrever una cavidad oscura y profunda. El objetivo encuadraba el rostro de Sylvia. Debía mirar con horror la cripta que se estaba abriendo. Estaba actuando magníficamente. Se suponía que esta viendo el cuerpo del Barón que resucitaba.
Bleskind se acercó para dar la señal de cortar la toma.
Pero...
Algo estaba emergiendo de la cripta.
El cuerpo enjuto estaba cubierto de harapos, y sobre el pecho esquelético tenía marcada una cruz invertida, una cruz de sangre grabada en la carne muerta. Sus ojos brillaban de forma repulsiva.
Era el Barón Ulmo que surgía de su tumba. Era Karl Yorla.
Su caracterización era perfecta.
Los ojos parecían realmente muertos, como en la anterior película...
Y el recurso de la cruz de sangre era realmente impresionante.
Blaskind había conseguido a duras penas controlarse y ordenar a los operadores que siguieran rodando. Nosotros quedamos anonadados por la aparición. Los ojos de Les formulaban la misma tácita pregunta que los míos.
Yorla actuaba como nunca. Se movía con una lentitud exasperante, como sólo un cadáver puede hacerlo... Mientras se levantaba de la cripta, cada parte de su cuerpo expresaba el esfuerzo sobrehumano, la insoportable agonía que le costaba cada movimiento.
No se oía el menor ruido. Sylvia se había desmayado. Los labios de Yorla se movieron imperceptiblemente. Se oyó un murmullo indefinido, similar a un lamento, que nos hizo estremecernos hasta la médula. El cadáver estaba casi fuera de la cripta. La sangre manaba lentamente de la cruz, ensuciándole el tórax. Pensé en el asesinato de Fritz Ohmmen, el director alemán, y comprendí de dónde había sacado Yorla la inspiración para su macabra caracterización.
El cadáver se irguió casi por completo. Luego se detuvo de pronto, quedó inmóvil, rigido por un instante y se desplomó hacia atrás, en el interior de la cripta.
Nos habíamos quedado todos paralizados, en medio de un silencio absoluto... Luego se oyó un grito. Y los gritos prosiguieron cuando los operadores se abalanzaron hacia la tumba para recoger al que yacía en ella.
Cuando llegué a la cripta y miré en el hueco... Yo también grité con todas mis fuerzas.
La cripta estaba vacía.
No había nada que decir. Los periódicos no lo supieron nunca. Tampoco la policía reveló nada de lo ocurrido. El rodaje de la película fue interrumpido inmediatamente.
Pero la cosa no terminó ahí. Aquel horror tuvo su epílogo.
Les y yo evitamos hablar con Bleskind. No necesitábamos explicaciones, no queríamos explicaciones. ¿Cómo podía explicarse de manera coherente aquel monstruoso suceso?
Yorla había desaparecido; nadie lo había visto entrar en los estudios. Nadie lo había visto introducirse en la cripta.
Sin embargo, había aparecido en escena, para volver a desaparecer acto seguido. La cripta estaba vacía...
Aquellos eran los hechos.
La película fue revelada inmediatamente. Bleskind, Les y yo fuimos a la sala de proyección para volver a ver en la pantalla el inexplicable suceso ocurrido por la mañana.
Comienza la proyección... Sylvia avanza hacia la cripta, lee la inscripción, la tumba se abre y... no, imposible..., de la cripta no sale nadie.
Nadie. Sólo una gran señal escarlata suspendida en el aire... La gran cruz de sangre, sin su soporte de carne lacerada...
Yorla no está.
Sólo la gran cruz invertida... Y un murmullo.
Yorla, aquella cosa, fuera lo que fuera, había musitado unas palabras ininteligibles al salir de la cripta, y la banda sonora las había grabado. En la pantalla no había nada, aparte de la sangrienta señal, pero se oía una voz, su voz, procedente de la nada. Logramos descifrar lo que decía...
Era una dirección, en Topanga Canyon.
Se encendieron las luces. Les telefoneó inmediatamente a la policía para darle las señas grabadas en la banda sonora.
Esperamos en el despacho de Les la llamada de la policía. Permanecimos en silencio. Pensábamos en Yorla, el adorador de Satanás que había traicionado su credo... Recordamos su terror a una venganza, la muerte de su amigo el director, la cruz de sangre, sobre el pecho esquelético...
Sonó el teléfono.
Mi mano temblaba violentamente cuando levanté el auricular. Era la policía que daba su informe.
Perdí el sentido.
Volví en mí tras unos minutos, pero necesité bastante tiempo antes de conseguir hablar.
-Han encontrado el cuerpo de Yorla... En la dirección de la banda sonora -susurré. Mi voz parecía ir a quebrarse de un momento a otro-. Yacía en una vieja choza de las colinas. Ha sido asesinado. Tenía una cruz invertida marcada sobre el pecho. La policía cree que ha sido obra de unos cuantos fanáticos, pues el lugar estaba lleno de libros de brujería y magia negra. Han dicho... -Me faltaba el aliento.
-Han dicho -musité con un hilo de voz- que Yorla estaba muerto desde hace, por lo menos, tres días...
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