James Tiptree Jr. - LOS SAURIOS QUE FLORECEN DE NOCHE
Ah, ahora podemos descansar. Ensalada no, nunca la pruebo. Y saca también de ahí esa fruta, sólo el queso. Sí, Pier, demasiada largo tiempo. Nos volvemos más rutinarios. Es por culpa de esos malditos devoradores del tiempo ajeno... Como el chico de los coprolitos esta tarde; verdaderamente, el museo no necesita esas cosas, aunque sean auténticas. Y confieso que me dan asco.
¿Qué? Oh, no tengas miedo, Pier, no soy puritano. Y para demostrarlo, ¿qué tal un poco más de ese aquavit? Es maravilloso que te hayas acordado. Por tu triunfo; siempre pensé que lo alcanzarías.
¿La ciencia? Oh, pero no se puede llamar así. Sobre todo, he hecho el trabajo de un burro de carga. Visto desde afuera parece mucho mejor, como tantas cosas. Claro que yo he sido afortunado. Que un arqueólogo haya presenciado el advenimiento del viaje a través del tiempo..., un milagro, realmente... Ah, sí, yo estuve justamente en los inicios, cuando creían que era un juguete inútil. ¡Y el costo! Nadie sabe qué poco faltó para que no se realizara, Pier. Si no hubiera sido por... las cosas que se hacen por la ciencia... ¿Mi experiencia más memorable en el tiempo? Oh, Dios... Sí, sólo unas gotas más, aunque en realidad no debería.
Oh, Dios mío. Coprolitos. Hm. Muy bien, amigo Pier, si no se lo cuentas a nadie. Pero no me culpes si te desilusionas.
Era el primer salto en equipo. Nos dirigíamos al área del desfiladero de Olduvai para buscar al hombre de Leakey. No te molestaré con nuestras desventuras iniciales. El hombre de Leakey no estaba allí, pero había otro homínido sorprendente. En efecto, el que lleva mi nombre. Pero en el momento en que lo encontramos nuestra subvención estaba casi agotada. Mantenernos atrás en la trama del tiempo costaba en aquella época una impresionante cantidad de dinero, y los Estados Unidos pagaban gran parte de los gastos. Y no por altruismo, pero no nos meteremos en eso.
Éramos seis. Los dos Mac Gregor, de quienes has oído hablar; la delegación soviética, Peshkov y Rasmussen. Yo mismo y la doctora Priscilla Owen. La mujer más gorda que yo había visto jamás, y bastante raro fue que eso resultara significativo. Y el ingeniero temporal, como los llamaban entonces. Jerry Fitz. Un grandote del tipo paleolítico superior, lleno de entusiasmo. Era nuestro centinela en general y nuestra enfermera, y un chico muy agradable para ser ingeniero. Joven, por supuesto. Éramos todos tan jóvenes...
Pues bien, apenas nos instalamos y enviamos a Fitz con los primeros informes, cayó el golpe. Como comprenderás, en aquellos tiempos los mensajes debían ser llevados personalmente mediante un programa preestablecido. Todo lo que podíamos hacer en materia de señales era un simple va/no va. Fitz regresó y nos dijo muy solemne que no se iban a renovar las subvenciones y que el mes siguiente seríamos devueltos al punto de partida para siempre.
Como te podrás imaginar, estábamos destrozados. Aniquilados. Esa noche la cena fue un funeral. Fitz parecía tan triste como nosotros y la botella iba de un lado para otro. Oh, gracias.
De pronto, vimos que Fitz nos miraba con ojos centelleantes.
- ¡Damas y caballeros! - Usaba ese estilo barroco, aunque todos teníamos la misma edad -. La desesperación es prematura. Debo hacerles una confesión. La sobrina de la mujer de mi tío trabaja para el Senador, que es el jefe del Comité de Subvenciones. De manera que fui a verlo por mi propia cuenta. ¿Qué podíamos perder? Y - todavía puedo ver su sonrisa - hablé con él. Se lo dije todo. Los albores del hombre, las fantásticas conquistas de la ciencia. Nada. No contestó, hasta que descubrí que era un fanático cazador.
»Bueno, como yo también soy un amante del rifle, nos entendimos a la perfección. Fue así como se quejó de que allí no había nada para cazar, y le dije que éste era el paraíso del cazador. Y, resumiendo, va a venir a hacer una inspección y si le gusta la caza no hay duda de que os darán más dinero. ¿Qué os parece?
Aplausos generales. Peshkov empezó a calcular lo que cazaría el Senador.
- Varios ungulados grandes y, por supuesto, mandriles y aquel carnívoro al que disparaste, Fitz. Y probablemente un tapir...
- Oh, no - dijo Fitz -. Monos, ciervos y cerdos: eso no sirve. Algo espectacular.
- Los homínidos tienden a evitar las zonas de alta depredación - observó Mac Gregor -. Hasta los mamuts se han alejado hacia el este.
- El asunto - dijo Fitz - es que le dije que podía cazar un dinosaurio.
- ¿Un dinosaurio? - gritamos.
- Pero Fitz - dijo la pequeña Jeanne Mac Gregor -. Ahora no hay dinosaurios. Se han extinguido.
- ¿Se han extinguido? - Fitz estaba consternado -. No lo sabía. El Senador tampoco. ¿Seguro que no podemos encontrar uno, o dos, para él? Quizás sea un error, como el hombrecito que buscábamos aquí.
- Bueno, hay unas especies de iguanas - dijo Rasmussen.
Fitz movió la cabeza.
- Le prometí la bestia más enorme. Va a venir aquí para dispararle a un... ¿cómo se llama? Un bronco algo.
- ¿Un brontosaurio? - Le gritamos -. ¡Pero ésos vivían en el Cretáceo! Ochenta millones de años atrás...
- Fitz, ¿cómo has podido?
- Le dije que sus bramidos no nos dejaban dormir por la noche.
Pues bien, al día siguiente estábamos todavía bastante sombríos. Fitz había ido al desfiladero para intentar arreglar su equipo de campo temporal. En esa época, eran cosas grandes y complicadas. Habíamos construido una cabaña para nosotros y luego llevamos nuestro equipo permanente por el desfiladero, donde estaban los homínidos. Una dura travesía, subir y bajar y pasar el pantano... entonces todo era fértil, y no el seco desfiladero que es hoy. Y por supuesto había caza menor e infinidad de frutas. Perdón, me parece que quiero un poquito más.
Fitz regresó una vez para hacer una pregunta sobre brontosaurios a Rasmussen y después volvió a irse. En la cena, estaba pensativo. Luego, nos miró con solemnidad... Dios mío, éramos tan jóvenes...
- Damas y caballeros, la ciencia no morirá. Yo conseguiré el dinosaurio del Senador.
- ¿Cómo?
- Tengo un amigo allí atrás... - Siempre llamábamos al presente «allí atrás» - que me suministrará un poco más de energía. La necesaria para ir con un elevador de cargas al tiempo de las bestias gigantes al menos por un día. Y enviaré esta panera como señal para que me recuperen.
Todos nos opusimos, aunque deseábamos creerle. ¿Cómo podía encontrar un brontosaurio? ¿O matarlo? Y entonces estaría muerto. Sería demasiado enorme. Y otras cosas por el estilo.
Pero Fitz tenía las respuestas y a nosotros nos embriagaba el Pleistoceno y, al final, ese loco plan quedó decidido. Fitz mataría el reptil más grande que pudiera encontrar y nos haría una señal para que lo trajéramos una vez que hubiera cargado el animal en el transportador. Luego, cuando el Senador estuviera listo para disparar, arrastraríamos a través de ochenta millones de años la res recién muerta y la colocaríamos cerca de la cabaña. Una locura. Pero Fitz nos convenció, incluso cuando admitió que el uso de esa energía extra acortaría nuestra estancia. Y a la madrugada siguiente, se marchó.
En cuando se fue empezamos a comprender lo que seis jóvenes científicos prometedores habíamos hecho. Nos habíamos comprometido a engañar a un poderoso senador de los Estados Unidos, haciéndole creer que había cazado y matado a una criatura muerta ochenta millones de años atrás.
- ¡No podemos hacer eso!
- Tenemos que hacerlo.
- Cuando lo descubran, será el final de los viajes por el tiempo.
- Será nuestro final. - Se quejó Rasmussen.
- Malversación de fondos del gobierno - dijo Mac Gregor -. Es un delito.
- ¿Dónde teníamos la cabeza?
- ¿Sabéis qué creo? - reflexionó Jeanne Mac Gregor -. Creo que Fitz está tan ansioso por disparar a un dinosaurio como el Senador.
- Y ese oportuno arreglo con su amigo - dijo pensativamente Peshkov -. No lo hizo desde aquí. Me pregunto...
- Nos ha engañado.
- El asunto - dijo Mac Gregor - es que ese senador Dogsbody va a venir aquí esperando matar a un dinosaurio. Nuestra única esperanza es hacer algunas huellas y convencerlo de que la criatura se ha escapado.
Afortunadamente, se nos había ocurrido decirle a Fitz que trajera marcas de pisadas del animal que lograra matar. Y Rasmussen había pensado en grabar sus bramidos.
- Son como hipopótamos. Habrá restos sepultados cerca del agua. Podríamos echar un vistazo antes de que Fitz regrese.
- Fitz arriesga su vida - dijo la pequeña Jeanne -. ¿Qué pasará si la señal no funciona?
Pues bien, sacamos algunas huellas del río y luego nuestros hombres mono mantuvieron una batalla con mandriles; estábamos demasiado ocupados con muestras de sangre y de tejido para preocuparnos. Llegó la señal, y allí estaba Fitz, todo embarrado y con una sonrisa que mostraba sus dientes como un piano.
- Una belleza - nos dijo -. Y más grande que la casa de campo de Dios. - En efecto, le había disparado a un branquiosaurio hasta ese momento desconocido -. Lo metí dentro con la cola cortada en tres trozos, sólo lleva tres horas muerto. Todo listo. - Arrastró un plástico lleno de barro -. Aquí están las huellas. Y una marca de la cola. Ésa la podemos simular arrastrando un saco de piedras.
Encendió el magnetófono: el bramido fue suficientemente feroz para hacernos saltar hacia atrás.
- Esto lo hace algo parecido a una rana gigante; el nuestro apenas produce un pequeño y tonto graznido. El honorable nunca conocerá la diferencia. ¡Y ahora mirad esto!
Arrastró un bulto con el pie.
- ¿Qué os parece? Un huevo vivo.
- Dios mío... - exclamamos -. ¿Qué pasará si se lo lleva y en Bethesda sale del cascarón?
- Yo podría inyectarle alguna sustancia de acción lenta - dijo Mac Gregor -. Para que el corazón siga latiendo un rato. ¿Quizás un desequilibrio enzimático?
- Ahora las huellas - dijo Fitz. Desplegó una aleta ensangrentada como la de un pez espada -. Con esto hacen marcas en los árboles. Y preparan nidos de juncos húmedos; nuestra ciénaga servirá perfectamente. Aunque ocurre una cosa.
Se quitó el barro del vello pectoral, mirando de soslayo a Jeanne Mac Gregor.
- Las huellas - dijo -. No son solamente marcas de pisadas. Bueno, ellos comen muchísimo y... ¿habéis visto alguna vez los caminos que recorren los ciervos? Están llenos de estiércol...
Hubo una pausa que se transformó en silencio.
- En realidad, se trata de... - dijo Priscilla Owen, la mujer gorda.
Se comprobó que eso nos había pasado a todos por la cabeza.
- Bueno, en nombre del realismo estoy seguro de que algo se podrá hacer - sonrió Peshkov -. Una especie de ofrenda simbólica.
- El Senador es un cazador - dijo Rasmussen -. Prestará mucha atención a esos detalles.
Fitz dijo, incómodo:
- Hay otra cosa. Olvidé hablaros del sobrino del Senador. Pretende ser un naturalista aficionado. En realidad, intentó convencer al Senador de que aquí no había dinosaurios. Por esa razón dije que oíamos ruidos por la noche.
- Bueno, pero...
- Y el sobrino va a venir aquí, con el Senador. Quizás debería haberlo dicho. Es inteligente y malintencionado. Por eso traje el huevo y todo lo demás. Es mejor que todo sea lo más realista posible.
Se produjo un silencio que quitaba la respiración. Peshkov explotó primero:
- ¿Hay alguna otra cosa que casualmente hayas olvidado decir?
- ¡Tú querías cazar un dinosaurio! - gritó Priscilla Owen -. ¡Tú has planeado esto! ¡No importa cuánto le cueste a la ciencia, no importa qué pase con nosotros! Has usado todo esto...
- ¡La prisión! - estalló Rasmussen -. Malversación de fondos del gob...
- Esperad un momento. - La voz seca de Mac Gregor nos trajo nuevamente a la realidad -. El descontrol no nos ayudará. En primer lugar, Jerry Fitz, ¿va a venir el Senador o también eso es parte del juego?
- Por supuesto va a venir - dijo Fitz.
- De acuerdo, pues - dijo Mac -. Debemos hacerlo. Y debemos hacerlo muy bien. ¡Realismo total!
Rasmussen tomó el toro, ah, por los cuernos.
- ¿Qué cantidad?
- Pues, muchísimo - contestó Fitz -. Pilas.
- ¿Pilas?
Fitz extendió la mano.
- No es tan desagradable. - Se quitó más barro del pecho -. Uno se acostumbra. Son hervíboros.
- ¿Cuánto tiempo tenemos?
- Tres semanas.
Tres semanas... Quisiera un poco más de aquavit, Pier. El recuerdo de esas semanas está muy fresco, muy verde... Verduras, por supuesto, toda clase de verduras. Y de frutas. Dios mío, estábamos enfermos.
Los Mac Gregor fueron los primeros. Cólicos... no debes haber sufrido jamás semejantes dolores. Yo los tuve. Todos los tuvimos, incluso Fitz. Comprobamos que él también ponía su parte, por así decirlo. Fue una pesadilla.
En ese momento comenzamos a valorar a Priscilla Owen.
¿Si comía? Válgame Dios, cuánto podía comer esa mujer. Nosotros nos estábamos muriendo, pero ella seguía. Mangos, plátanos, raíces de mandioca salvaje, palmitos, apio... cualquier cosa, y de todo. ¡Cómo se lo agradecíamos! Apenas podíamos movernos pero de hecho competíamos por llevarle la comida, por acompañarla al pantano. Se transformó en una obsesión. Nos estaba salvando a nosotros. Y a la ciencia. Una completa inversión de valores, Pier. Desde el punto de vista de la producción de abono, esa mujer era una santa.
Rasmussen la idolatraba.
- Diez mil dinares no pagarían los pollos que ha comido - decía -. Los persas lo sabían.
Luego, lleno de náuseas, se arrastraba a arrancar raíces del suelo para alimentarla. Creo que efectivamente consiguió para ella la Orden de Lenin, aunque el trabajo científico de Priscilla no fue demasiado relevante.
Lo gracioso fue que ella empezó a perder peso. Imagínate, tantas cosas frescas y crudas en lugar de las comidas abundantes en grasa que le gustaban. Adquirió una apariencia muy diferente. En realidad, yo mismo traté de seducirla. Afortunadamente, me puse enfermo. Oh, gracias, Pier... Por supuesto, más adelante recuperó todo el peso perdido.
Bien, cuando llegaron el Senador y su sobrino todos estábamos tan enfermos entre los cólicos, la disentería y la obsesión por las huellas que apenas nos preocupábamos de lo que iba a ocurrir con nuestro proyecto.
Llegaron por la tarde, y Fitz los llevó hasta el pantano e hizo que encontraran el huevo. Eso hizo callar al sobrino pero pudimos observar que la demostración de que estaba equivocado lo puso de pésimo humor y que miraba todo con recelo. El Senador simplemente estaba excitado. La pequeña Jeanne intentaba que ambos bebieran cantidades de licor, con el pretexto de evitar la disentería. ¡Ah!... Gracias.
Por suerte, en el ecuador oscurece a las seis.
Un par de horas antes del alba, Fitz salió a hurtadillas de la cabaña y materializó el cadáver de su branquiosaurio. Recién traído del pantano del Cretáceo superior que había existido allí ochenta millones de años atrás, imagínate. Todavía cuesta creerlo... y nosotros en el Pleistoceno. Luego avanzó en la oscuridad y, como estaba previsto, se escucharon los bramidos grabados.
El Senador y su sobrino se quedaron helados; luego, Fitz le indicó al Senador dónde colocarse y le ayudó a apuntar la artillería. De pronto, apareció la enorme cabeza por encima de los árboles, junto a la cabaña, y el Senador disparó.
Ésa fue realmente la parte más peligrosa de todo el asunto. Yo estaba debajo de esa cabeza con el elevador de cargas, y poco faltó para que el disparo me alcanzara.
Claro que el Senador no estaba en forma para desplazarse por el desfiladero - aunque es sorprendente lo que puede hacer un tipo sanguíneo - de modo que envió a Fitz para que arrastrara la cosa. Una vez que el Senador se acercó a ese espantoso morro no podía esperar el momento de llevárselo a su casa. Ése fue el castigo de Fitz; yo no creo que él hubiese pensado que perdería su trofeo. Pero salvó el viaje a través del tiempo. Creo que al final consiguió una condecoración de los escoceses. De todos modos, el sobrino no tuvo oportunidad de entrometerse y a la hora del almuerzo todo había terminado. Casi. Increíble, realmente...
Oh, sí, se consiguió la subvención. Y todo continuó. Pero todavía teníamos un problema... ¿Estás seguro de que no quieres un sorbo? Ya no se encuentran cosas auténticas. Pier, amigo mío, es una suerte que nos hayamos encontrado.
Pues verás, el Senador quedó tan conforme que decidió volver nuevamente con sus amigos. Sí. Un asunto muy difícil, Pier, hasta que finalmente las subvenciones se regularizaron. ¿Te extraña ahora que desde entonces yo no pueda soportar la ensalada? Y los coprolitos...
¿Qué? Oh, quiere decir excrementos fósiles. Los paleobotánicos que fueron allí vivieron momentos inolvidables. Ahora no tiene importancia; basta con volver atrás... Y de todas maneras, ¿quién puede asegurar que sean auténticos?
Howard Fast - LA SEMILLA PRAGMÁTICA
La semilla fue llevada por el espacio hace cuatro, cinco, seis billones de años. Entonces la semilla no era más que una semilla, no tenía conocimiento de sí. Era impulsada por los vientos electrónicos y magnéticos del universo, y para ella no existían ni el tiempo ni el espacio Todo era azar, y la semilla no tenía idea de qué quería ni cuál era su último destino. Se movía a través de un espacio estrellado, increíble, pero también por un espacio vacío, porque entonces las estrellas y las galaxias eran sólo pequeños focos de iluminación en el infinito.
El profesor y el sacerdote eran viejos y buenos amigos, y por eso sus charlas eran tranquilas y sin muchas discusiones. Uno enseñaba física y el otro religión. Los dos tenían cincuenta y tantos años, habían dejado atrás la mayoría de las pasiones, y encontraban deleite en las cosas simples. Ese día de otoño se reunieron después de la cena y empezaron a pasear por el parque de la universidad. Era una tarde hermosa y fresca de octubre. Habían comido temprano, y quedaba una hora de luz. Los grandes arces y los robles se lucían en maravillosos tonos herrumbre y ámbar. Era una tarde apropiada para que se renovara la fe en Dios, como hizo notar el sacerdote.
- Yo siempre había pensado - dijo el profesor - que la fe era algo absoluto.
- No lo es.
- ¿Cómo puede ser de otra manera? Claro - agregó el profesor -, que hablo como hombre de poca fe.
- Lo que es una lástima.
- Pero con algunos conocimientos.
- De lo que me alegro.
- Gracias. Pero, ¿no estamos los dos en la misma situación? Si su fe necesita ser renovada periódicamente, y puede ser influenciada por hechos tan comunes como la acción de ciertas sustancias químicas en las hojas de los árboles deciduos, es tan relativa como mi pequeño caudal de conocimiento.
El sacerdote permaneció ensimismado en sus pensamientos durante un minuto, y luego reconoció que el profesor había esgrimido un argumento interesante.
- Sin embargo - dijo -, lo que necesita renovación no es mi fe, sino yo. Mi fe es absoluta, como Dios.
- Pero es imposible conocer a Dios, si es que uno cree en Él. ¿Es su fe imposible de conocer también?
- Quizá... en cierta forma.
- Entonces agradezco a Dios que la ciencia no dependa de la fe. Si así fuera, estaríamos todavía viviendo en épocas primitivas.
- Lo cual no sería lo peor del mundo - dijo el sacerdote.
En la infinidad del espacio, sin embargo, las leyes del tiempo y el azar dejan de existir, y en un millón o un billón de años (dos cifras que carecen de sentido), los vientos del espacio llevaron la semilla hacia otra galaxia, un gran molinete de incontables estrellas brillantes. En cierto lugar del espacio, la galaxia ejerció su atracción de gravedad sobre la semilla, y ésta se precipitó a través del espacio hacia el borde exterior de la galaxia. Por último se acerco a una de las aspas alargadas del molinete y quedó atrapada en el campo de gravitación de una de las incontables estrellas que componían la galaxia. Obedeciendo ciegamente a las leyes del universo, la semilla dio vueltas formando un gran círculo alrededor de la estrella, igual que otros trozos de pecio que se habían incorporado al campo de la estrella. Pero si bien todos obedecían las leyes del azar, la semilla era distinta. La semilla estaba viva.
- Puede no ser lo peor del mundo - reconoció el profesor -, pero como recién me recupero de una infección que muy bien podía haber acabado conmigo de no ser por la penicilina, me quedo con la ciencia.
- Es comprensible.
- Y desconfío de una fe que se renueva con la belleza del crepúsculo -. Señaló el magnífico despliegue de colores en el oeste.
- Sin embargo - dijo el sacerdote suavemente -, la fe es más constante y segura que la ciencia. ¿Reconoce eso?
- De ninguna manera.
- Pero la ciencia es pragmática y empírica a la vez.
- Naturalmente. Experimentamos, observamos, anotamos los resultados. ¿Qué otra cosa podría ser la ciencia si no pragmática y empírica? Lo que tiene de malo la fe es que no es ni pragmática ni empírica.
- Eso no es exacto - dijo el sacerdote -. Por el contrario, ése es el fundamento de la fe.
- De nuevo me perdí - dijo el profesor.
- Entonces se pierde con facilidad. Permítame darle un ejemplo que puede entender su mente científica. ¿Ha leído a San Agustín?
- Sí.
- Si le digo que esencialmente mi fe no se diferencia fundamentalmente de la de San Agustín, ¿lo aceptaría?
- Si, creo que sí.
- Habrá leído también, estoy seguro, el almagesto de Claudio Ptolomeo, que establecía a la tierra como centro del universo.
- Eso no es ciencia - dijo despreciativamente el profesor.
- Por el contrario, fue ciencia, y muy buena hasta que Copérnico la desbarató. Como ve, mi querido amigo, el conocimiento empírico es siempre seguro y absoluto hasta que surge otro nuevo conocimiento y demuestra que está equivocado. Cuando el hombre postuló, hace miles de años, que la tierra era plana, tenía la evidencia de sus propios ojos en qué basarse. Su conocimiento era seguro y demostrable, hasta que surgieron nuevos conocimientos que eran a su vez seguros y demostrables.
- Eran más seguros y demostrables. Hasta su clara mente jesuita debe aceptar eso.
- Soy paulista, aunque no importa, pero acepto su corrección. Más demostrable y más seguro. Y enormemente diferente de la teoría anterior. Sin embargo, la fe de San Agustín todavía me sirve.
La vida de la semilla y la estructura de esa vida tenían una relación especial con la luz y la energía que salían de la estrella. Absorbían la radiación y la convertían en alimento, y con el alimento crecían. Durante miles y miles de años la semilla giró alrededor de la estrella y se alimentó de la fuente interminable de radiación, y durante miles y miles de años siguió creciendo. La semilla se convirtió en fruta, planta, ser, animal, ente, o quizá simplemente una fruta, ya que todos estos términos describen cosas completamente distintas de la cosa en que llegó a convertirse la semilla.
El profesor suspiró y meneó la cabeza.
- Si me dice que la creencia en los ángeles sigue siendo la misma, me hace acordar del hombre que cultivaba acónito para que no se acercaran los vampiros a su casa. Tuvo un éxito increíble.
- Ese es un golpe bastante bajo, para provenir de un hombre de ciencia.
- Mi querido amigo, usted puede mantener la fe de San Agustín porque no requiere experimento, ni observación, ni catálogo de resultados.
- Yo pienso que sí - dijo el cura, casi disculpándose.
- ¿Experimentos como el de hoy, caminar en el crepúsculo y sentir que se renueva la fe?
- Quizá. Pero dígame, la medicina, es decir la práctica de la medicina, ¿es empírica?
- Ahora mucho menos que antes.
- ¿Y hace cien años? ¿Era empírica la medicina entonces?
- Claro, cuando usted habla de la medicina - dijo el profesor -, y dice que es empírica, es como si dijera que es pura charlatanería. Eso se debe a que en el caso de la medicina, se trata de vidas humanas.
- Lógicamente, y cuando ustedes experimentan con bombas atómicas y con plasma y cosas por el estilo, no se trata de vidas humanas.
- Estamos a mano. Touché.
- Pero hace cien años, el médico estaba tan seguro de su profesión y de sus curas como el de hoy. ¿Quién era ese hombre que le sacó el intestino grueso a medio centenar de pacientes porque estaba convencido de que era la causa del envejecimiento?
- Claro, la ciencia progresa.
- Sí quiere llamarlo progreso - dijo el sacerdote -. Pero ustedes los científicos construyen castillos de conocimientos con arena muy húmeda. Sigo pensando que mí fe descansa sobre una base más sólida.
- ¿Qué base?
La forma que tomó la cosa que antes había sido una semilla fue la de una esfera, una esfera enorme de veinticinco mil millas de circunferencia, medida con la vara humana, pero una medida muy insignificante dentro del universo. Era la tercera masa de materia, contando a partir de la estrella, y su forma no era distinta a la de las otras. Vivió, creció, tomó conciencia de sí, no como conocemos nosotros la toma de conciencia, pero de cualquier manera no se puede negar que tomó conciencia de sí. En el curso de los eones de su existencia aparecieron pequeñas culturas en su superficie, igual que hay pequeños organismos que prosperan en la piel del hombre. Un aura de oxígeno y nitrógeno la rodeó y protegió su piel de los pinchazos de los meteoros, pero la cosa era diferente, no se daba cuenta de las culturas que aparecían y desaparecían de su piel. Durante una eternidad navegó por el espacio, rodeando al astro que la alimentaba y le daba vida.
- La sabiduría y el amor de Dios - replicó el cura. - Una base muy sólida. Por lo menos no está sujeta a alteraciones cada década -. Ustedes estaban muy contentos con su física de Newton, seguros de haber desentrañado todos los secretos del universo, y después vinieron Einstein y Fermi y Jeans y los demás, y todas las certezas se desmoronaron.
- Todas no.
- ¿Qué queda, si la luz puede ser tanto una partícula como una ola, sí el universo puede tener límites o ser ilimitado, si la materia tiene su contraparte, la antimateria?
- Por lo menos aprendemos, trabajamos con realidades.
- ¿Realidades? ¡Vamos!
- Oh, sí. La realidad cambia, se amplía nuestra visión, seguimos adelante.
- ¿Con la esperanza de que por lo menos su visión pueda compararse a la fe? - Preguntó el cura, sonriendo.
Los miles de años se convirtieron en millones y éstos en billones, y la cosa que antes había sido una semilla seguía girando alrededor del sol. Pero ahora estaba madura, plena. Sabía que se le terminaba su tiempo, pero no se oponía ni protestaba contra el cielo eterno de la vida. Vagamente sabía que la semilla original se había desprendido de la fruta madura, y sabía que lo que había ocurrido debía volver a ocurrir en el ciclo interminable de la eternidad, que su propósito era propagarse: con qué fin, no lo sabía ni le interesaba. Su plenitud aceptaba los hechos.
El día llegaba a su fin. El sol, que ya estaba bajo en el horizonte, se había refugiado detrás de un encaje de nubes rojas, púrpuras y anaranjadas, y contra este fondo las hojas doradas de los árboles formaban un todo que ridiculizaba el arte de los mejores orfebres. Una fresca brisa nocturna coronaba un día perfecto.
- Qué día perfecto - dijo el cura. No se discutió más.
- Qué cosa extraña.
Habían llegado al final del parque, donde terminaba el césped y empezaban los campos.
- Qué cosa extraña - dijo el profesor, señalando el campo de maíz.
- ¿Qué es extraño?
- Esa grieta. Ayer no estaba allí.
El sacerdote siguió con la mirada lo que señalaba con el dedo extendido el profesor y vio la grieta a la que se refería, como de un metro de ancho, atravesando el campo.
- Muy extraño - acordó.
- Evidentemente es una falla. No sabía que había una aquí.
- Se está ensanchando, sabe - dijo el cura.
Y siguió ensanchándose cada vez más y más y más y más.
J.G.Ballard - LAS TUMBAS DE TIEMPO
1
Por lo general a las tardes, mientras Traxel y Bridges salían al mar de arena, Shepley y el Viejo vagabundeaban entre las despojadas tumbas de tiempo, escuchando cómo chisporroteaban débilmente a la luz moribunda mientras los personajes desvanecidos aparecían otra vez, y las profundas bóvedas de cristal centelleaban brevemente como enormes copas.
La mayoría de las tumbas de tiempo del borde sur del mar de arena habían sido vaciadas siglos antes. Pero a Shepley le gustaba vagabundear por los pabellones dispersos, hundidos a medias en la arena caliente y antigua que se le deslizaba bajo los pies descalzos como las ondas de una playa interminable. Solo entre las tumbas de luz oscilante, junto a los cascos vacíos de los diez mil años últimos, podía olvidar unos minutos aquel pesado sentimiento de fracaso.
Esa noche, sin embargo, hubiera querido renunciar al paseo. Traxel, que era nominalmente el jefe del grupo de ladrones de tumbas, le había advertido categóricamente durante la comida que tenia que pagar o irse. Durante tres semanas Shepley había estado postergando el momento de la partida, con una serie de excusas cada vez menos convincentes, y los otros habían empezado a impacientarse. Al Viejo lo toleraban porque era un verdadero conocedor del mar de arena - había revisado las tumbas en ruinas durante cuarenta años y conocía los arrecifes y los manantiales como la palma de la mano - y porque era una institución que en cierto modo significaba la baja profesión de ladrón de tumbas, pero Shepley hacía sólo tres meses que estaba y no tenía nada que ofrecer excepto aquellos silencios morosos y el odio que mostraba contra sí mismo.
- Esta noche, Shepley - le dijo Traxel firmemente con una voz áspera y cortante -, tiene que encontrar una cinta. No lo podemos mantener indefinidamente. Recuerde que tenemos tantas ganas de irnos de Virgilio como usted.
Shepley asintió con un gesto, mirando la imagen reflejada en el enjuagatorio de oro. Traxel estaba sentado a la cabecera de la mesa resplandeciente, y tenía desabrochada la chaqueta de terciopelo, de cuello alto. Rodeado por la vajilla de oro forjado robada de las tumbas, el vino tinto de la cantimplora de Bridges salpicando la mesa, Traxel parecía más un príncipe del Renacimiento que un doctor en filosofía en las malas. Traxel había sido alguna vez profesor de semántica, y Shepley se preguntaba por qué escándalo habría llegado a Virgilio. Ahora, como una rata de albañal registraba las tumbas con Bridges, vendiendo las cintas a los museos psicohistóricos, a tres dólares el metro. A Shepley le resultaba imposible llegar a un acuerdo con el hombre alto, solitario; en cambio Bridges, que era simplemente un matón, tenía una vena de buen humor grosero que lo hacía tolerable. Traxel nunca le permitía sentirse cómodo. Quizá aquel estilo frío, lacónico, representaba la autoridad, los interrogadores altaneros, de mirada severa, que aún perseguían a Shepley en sueños.
Bridges hizo retroceder la silla de un puntapié y se tambaleó alrededor de la mesa, palmeándole los hombros a Shepley.
- Ven con nosotros, muchacho. Esta noche encontraremos una megacinta.
Afuera el jeep bajo, camuflado, esperaba en un valle entre dos dunas. El viejo palacio de verano se hundía lentamente en el desierto y el piso de la sala de banquetes se inclinaba en la arena blanca como la cubierta de un barco que naufragaba con todas las luces encendidas.
- ¿Usted qué hace, doctor? - preguntó Traxel al viejo mientras Bridges saltaba al jeep y apretaba el acelerador -. Nos gustaría que viniera con nosotros. - El viejo meneó la cabeza; Traxel se volvió hacia Shepley. - Bueno, ¿viene?
- Esta noche no - replicó Shepley apresuradamente -. Más tarde me iré a... a caminar por los yacimientos de tumbas.
- ¿A tantos kilómetros? - le recordó Traxel, observándolo, pensativo -. Muy bien. - Se cerró la chaqueta y fue hacia el jeep. Cuando arrancaban gritó: ¡Shepley, lo que le dije fue en serio!
Shepley los miró desaparecer entre las dunas. Inexpresivo, repitió:
- Lo dijo en serio.
El Viejo se encogió de hombros, sacudiendo un poco de arena de la mesa.
- Traxel es... un hombre difícil. ¿Qué piensa hacer?
El tono de reproche parecía leve, pues el Viejo comprendía que los motivos de Shepley eran los mismos que lo habían llevado a encallar en las playas perdidas del mar de arena, cuarenta años atrás.
Shepley estalló irritado.
- No puedo ir con él. Al cabo de cinco minutos me deja como un limón exprimido. ¿Qué pasa con Traxel? ¿Por qué está aquí?
El viejo se puso de pie, contemplando vagamente el desierto.
- No recuerdo. Cada uno tiene sus razones. Al cabo de un tiempo las historias se confunden.
Caminaron siguiendo las huellas del jeep. A un kilómetro y medio de distancia, dando vueltas entre los lagos de lava que señalaban la orilla sur del mar de arena, pudieron ver el vehículo que se desvanecía en la oscuridad. Los viejos yacimientos de tumbas, por donde Shepley y el Viejo solían caminar, estaban allí, formando tres líneas de pabellones a lo largo de un bajo escollo basáltico. De vez en cuando un breve fulgor temblaba en la blanca oscuridad, como de hueso, pero la mayoría de las tumbas estaban silenciosas.
Shepley se detuvo; las manos le caían blandamente a los lados.
- Los nuevos yacimientos están junto al lago de Newton, a casi veinte millas. No puedo seguirlos.
- Yo no lo intentaría - replicó el Viejo -. Hubo una gran tormenta de arena anoche. Los guardianes del tiempo estarán afuera marcando las tumbas recién aparecidas. - Rió suavemente. - Traxel y Bridges no encontrarán ni un centímetro de cinta, y tendrán suerte si no los arrestan. - Se quitó el sombrero de algodón blanco y echó una mirada perspicaz a través de la luz inerte, evaluando los nuevos contornos de las dunas; luego guió a Shepley hacia la vieja monovía, cuya terminal meridional llegaba hasta los yacimientos de tumbas. Alguna vez había sido utilizada para transportar los pabellones desde la estación de la orilla septentrional del mar de arena y aún había un pequeño autogiro apoyado contra la plataforma de carga. - Pasaremos a Pascal. Algo puede haber ocurrido, uno nunca sabe.
Shepley meneó la cabeza.
- Traxel me llevó allí cuando llegué. Han sido robadas cientos de veces.
- Bueno, echemos un vistazo.
El Viejo se afanó hacia la monovía, y el traje blanco y sucio restalló en la brisa ligera. Detrás, el palacio de verano, construido tres siglos antes por un millonario oriundo de Ceres, se desvanecía en la oscuridad, y las tejas de vidrio ondulado en los remates más altos se fundían con la luz de las estrellas.
Shepley arrimó el vehículo a la plataforma, dio cuerda al autogiro y ayudó al Viejo a subir al asiento delantero. Usando como palanca un pedazo de vía oxidada, empezó a empujar. Cada cinco metros más o menos, se detenían para apartar la arena que invadía la pista, pero lentamente empezaron a girar entre las dunas y los lagos, viendo aquí y allá la cúpula elevada, y en forma de cebolla, de una solitaria tumba de tiempo; fragmentos de cristales que centelleaban en la arena como estrellas minúsculas.
Media hora más tarde, mientras recorrían el largo y último declive hacia el lago de Pascal, Shepley se acercó para sentarse junto al Viejo, que saliendo de su fantaseo privado le preguntó, zumbón:
- Y usted, Shepley, ¿por qué está aquí?
Shepley se apoyó contra el respaldo, dejando que el aire frío le secara el sudor de la cara.
- Una vez traté de matar a alguien - explicó concisamente -. Cuando me curaron, descubrí que quería matarme a mí mismo. - La velocidad aumentó y Shepley tomó el freno de mano. - Por diez mil dólares puedo volver con libertad vigilada. Pensé que aquí habría una francmasonería. Pero usted ha sido muy amable, doctor.
- No se preocupe, le conseguiremos una cinta que valga la pena.
Se inclinó hacia adelante, protegiéndose los ojos del. resplandor estelar y contemplando abajo el pequeño acuartelamiento de tumbas de tiempo, destripadas a orillas del lago. Había en total una docena de pabellones, con los techos agujereados, el grupo que Traxel le había mostrado a Shepley cuando llegó para que viera cómo habían saqueado las bóvedas.
- ¡Shepley! ¡Mire, muchacho!
- ¿Dónde? Ya las he visto, doctor. Se llevaron todo.
El Viejo lo hizo a un lado.
- No, tonto, unos trescientos metros al oeste, a la sombra del largo escollo donde se han desplazado las dunas. ¿Las ve ahora? - Golpeó con un puño blanco en la rodilla de Shepley. - La ha conseguido, muchacho. No tiene por qué tenerle miedo a Traxel ni a nadie ahora.
Shepley detuvo el vehículo bruscamente. Mientras corría delante del Viejo hacia la escarpa veía varias de las tumbas de tiempo que relucían a lo largo del horizonte, emergiendo brevemente de la tierra oscura como tiendas de una caravana espectral.
2
Durante diez milenios el mar de Virgilio había servido de cementerio, y se calculaba que los dos mil kilómetros cuadrados de arena inconstante contenían más de veinte mil tumbas. Cada menudo sector había sido despojado por sucesivas generaciones de ladrones de tumbas y un carrete intacto de la decimoséptima dinastía podía venderse ahora al Museo Psicohistórico por más de 3.000 dólares. Al precio de las dinastías anteriores, aunque no se había encontrado ninguna más antigua que la duodécima, se le sumaba una bonificación.
No había cadáveres en las tumbas de tiempo, ni esqueletos polvorientos. Los fantasmas ciber-arquitectónicos que las habitaban habían sido embalsamados en los códigos metálicos de las cintas de memoria, transcripciones moleculares tridimensionales de los originales vivientes, almacenados entre las dunas como un magnífico acto de fe, en la esperanza de que la recreación de las personalidades cifradas fuera un día posible. Después de cinco mil años la tentativa había sido abandonada de mala gana, pero por respeto a los constructores de tumbas se habían abandonado los pabellones al azar del tiempo en el mar de Virgilio. Más tarde, cuando los historiadores de las nuevas épocas tuvieron conciencia de los enormes archivos que los esperaban en ese antiguo limbo, llegaron los ladrones de tumbas. A pesar de los guardianes no habían cesado aún el saqueo de las tumbas y el tráfico ilícito de las almas muertas.
- ¡Doctor! ¡Venga! ¡Mire!
Shepley se dejó caer bruscamente de rodillas en la arena de color blanco de plata, arrastrándose de un pabellón a otro como un cachorro enloquecido.
Sonriendo, el Viejo trepó lentamente por la pendiente blanda, hundido hasta la cintura en los finos cristales que se desparramaban alrededor, buscando espolones de roca más firme. La cúpula de la tumba más cercana centelleaba en el cielo, y debajo del alero sólo se veían unos veinte centímetros de las ventanas. Se sentó un momento en el techo, observando a Shepley que buceaba en la oscuridad y atisbaba por las ventanas, apartando la arena con las manos. La tumba estaba intacta. En el interior se veía la lámpara votiva ardiendo sobre el altar, la nave hexagonal de piso taraceado de oro, y las colgaduras; en el fondo se abría el estrecho santuario del depósito de memoria. Alrededor del santuario había unas mesas bajas con vasos y escudillas de oro forjado, ofrendas aparentes destinadas a distraer a los posibles ladrones.
Shepley se le acercó saltando.
- ¡Entremos, doctor! ¿Qué esperamos ahora?
El Viejo miró la llanura, abajo, el racimo de tumbas abiertas al borde del lago, la cinta oscura de la monovía que caracoleaba entre las lomas. La idea de la fortuna que tenía al alcance de la mano no lo conmovía. Hacía tanto tiempo que vivía entre las tumbas que había empezado a asumir parte de ese clima de inmortalidad e intemporalidad, y sentía que la impaciencia de Shepley procedía de otra dimensión. Detestaba saquear las tumbas. Cada tumba robada representaba no sólo la extinción definitiva de una persona, sino una disminución de su propio sentimiento de eternidad. Cada vez que un nuevo yacimiento emergía de la arena, sentía que algo dentro de sí mismo volvía a encenderse un momento; no la esperanza, pues estaba más allá de ella, sino una serena aceptación del breve lapso que aún le quedaba.
- Bien - dijo, y empezaron a apartar la arena acumulada en torno de la puerta. Shepley la hacía caer por la rampa donde se desparramaba en una espuma blanca sobre las astillas basálticas más oscuras. Cuando el estrecho pórtico quedó libre, el Viejo se acurrucó junto al sello de tiempo. Quitó los cristales incrustados entre los ganchos, y luego pasó los dedos levemente por encima.
Como palillos secos que se quebraran, crujió una voz antigua: Orión, Betelgeuse, Altair, cuál de las estrellas nacidas dos veces me heredará, condenada de nuevo a ser este vástago...
- Venga, doctor, por aquí es más rápido.
Shepley apoyó una pierna contra la puerta y arremetió inútilmente. Apartándolo, y con la boca pegada al sello, el Viejo replicó:
- De Altaír, Betelgeuse, Orión.
Las puertas se abrieron y el Viejo murmuró:
- No desdeñe el viejo ritual. Veamos ahora. - Se detuvieron en el aire frío, que nadie había respirado aún. La lámpara votiva lanzaba un pálido fulgor rubí sobre las colgaduras doradas del santuario.
El aire se volvió curiosamente brumoso y tornasolado. En pocos minutos más empezó a vibrar con rapidez creciente, y una sucesión de vivos colores onduló a través de la superficie de algo que parecía un cono de luz, proyectado desde detrás del santuario.
En seguida la luz se convirtió en la imagen tridimensional de un hombre anciano vestido de azul.
Aunque la imagen era transparente y el brillante azul eléctrico de las vestiduras revelaba los defectos del sistema de proyección, la ilusión era tan intensa que Shepley esperó casi que el hombre les hablara. Debía de andar por los setenta años; tenía una cara compuesta, vigilante, el pelo gris y fino, y las manos le descansaban tranquilas delante de él. Apenas se veía el borde del escritorio; el cono de luz mostraba parte de un tintero de plata y un pequeño trofeo de metal.
Estos detalles, así como las espectrales estanterías y los cuadros, que componían el fondo de la ilusión, eran de valor infinito para los institutos de psico-historia, pues proporcionaban pruebas más fidedignas de civilizaciones anteriores que las urnas y los vasos funerarios de la antesala.
Shepley empezó a acercarse y el contorno del personaje se desvaneció ligeramente. Era un relevador visual del depósito de memoria y seguiría funcionando después de extraído el código, aunque los carretes inductivos se agotarían en seguida. Luego la tumba se extinguiría definitivamente.
A cincuenta centímetros de distancia, los ojos sabios del magnate, muerto muchos años antes, lo miraban fijo, sin pestañear; la frente surcada parecía un trozo de cera rosada y transparente. A modo de ensayo, Shepley estiró la mano y la metió en el cono de modo que las miríadas de dibujos vibratorios le corrieron por la muñeca. Durante un momento tuvo la cara del muerto en la mano, y el borde del escritorio y el tintero de plata le moteaban la manga.
Entonces se adelantó y lo atravesó directamente pasando a la oscuridad de los fondos del santuario.
Rápidamente, siguiendo las instrucciones de Traxel, abrió el cajón donde estaba el depósito de memoria, y sacó los tres pesados tambores: los carretes de cintas. Inmediatamente el personaje empezó a palidecer; el borde del escritorio y los estantes con libros se desvanecían a medida que el cono se estrechaba. Unas angostas bandas de aire muerto aparecieron a través; una, al nivel del cuello del hombre, lo decapitó. Más abajo, el proyector había empezado a fallar. Las manos juntas temblaban nerviosamente y de vez en cuando un hombro se contraía levemente. Shepley avanzó atravesándolo sin mirar atrás.
El Viejo esperaba afuera. Shepley dejó caer los tambores en la arena.
- Son pesados - murmuró, y añadió animándose -: Aquí ha de haber más de ciento cincuenta metros, doctor. Con la bonificación, y además todas las otras... - Tomó al Viejo del brazo. - Vamos, entremos en la siguiente.
El Viejo se soltó, observando al personaje que balbuceaba en el pabellón, la luz azul del hombre muerto que latía sobre la arena como una tormenta de relámpagos sin sonido.
- Espere un minuto, muchacho, no corra tanto. - Como Shepley empezara a vadear la arena, haciéndola caer por la rampa, añadió con voz más firme - ¡Y deje de mover toda esa arena! Estas tumbas han estado ocultas desde hace diez mil años. No destruya una obra valiosa, o los guardianes las encontrarán la próxima vez que pasen.
- O Traxel - dijo Shepley, sosegándose rápidamente. Echó una mirada al lago, y escudriñó las sombras entre las tumbas. Quizá alguien los observaba, esperando una oportunidad para apoderarse del tesoro.
3
El Viejo lo dejó en la puerta del pabellón siguiente, resistiéndose a presenciar cómo despojaba a la tumba de su ya magra pretensión de inmortalidad.
- Esta será la última por esta noche - le dijo a Shepley -. No podrá ocultarles esas cintas a Bridges y Traxel.
Los accesorios de la tumba eran esta vez unas tétricas losas de mármol negro que revestían las paredes, cubiertas de extraños jeroglíficos de oro; la taracea del piso representaba símbolos astrológicos estilizados, espectrales y oscuros. Shepley se apoyó en el altar, observando el cono de luz que llegó hasta él desde el santuario al apartar las cortinas. Los colores predominantes eran oro y carmín, mezclados con un vívido cobre esfumado que se resolvía gradualmente en la cabellera peinada como un arpa, de una mujer recostada. Yacía en el centro de algo que parecía una esfera de gas suavemente luminoso, apoyada en un macizo catafalco negro a cuyos lados fulguraban dos enormes alas heráldicas. El pelo cobrizo de la mujer estaba echado hacia atrás y tenía más de un metro y medio de largo, mezclándose con el plumaje de las alas, y dándole un aspecto de tremenda y contenida velocidad, como una diosa en el aire, volando sobre la cornisa de una ciudad-templo de los muertos.
Los ojos de la mujer miraban inexpresivos hacia Shepley. Los brazos y los hombros estaban desnudos, y la piel blanca, como nieve compacta, era lustrosa; la luz reflejada reverberaba en la caja negra del catafalco y en el largo vestido que como una vaina se enroscaba en los muslos cayendo hasta el piso. La cara, como una exquisita máscara de porcelana, estaba ligeramente echada hacia atrás, y los ojos entrecerrados sugerían que la mujer dormía o soñaba. No se había previsto un fondo para la imagen, pero la concavidad luminiscente confería a la persona un poder y un misterio inmensos.
Shepley oyó que el Viejo se arrastraba detrás.
- ¿Quién es, doctor? ¿Una princesa?
El Viejo meneó la cabeza lentamente.
- Puras conjeturas. No sé. Hay extraños tesoros en estas tumbas. Acabemos con ésta; es mejor que nos vayamos.
Shepley vaciló. Empezó a caminar hacia la mujer del catafalco y entonces sintió el enorme impulso ascendente de aquel vuelo. La presión de todos los siglos pasados que ella arrastraba se concentró en un súbito núcleo, y Shepley retrocedió como ante una barrera física.
- ¡Doctor! - Llegó a la puerta justo detrás del Viejo. - ¡Dejemos ésta, qué prisa hay!
El Viejo se volvió a la luz de la luna; los brillantes colores del personaje temblaban en las jóvenes mejillas de Shepley.
- Sé lo que está sintiendo, muchacho, pero recuerde que la mujer no es más que una pintura. Pronto tendrá que volver por ella.
Shepley asintió rápidamente.
- Lo sé, pero alguna otra noche. Hay algo extraño en esta tumba. - Salió y cerró las puertas e inmediatamente el enorme cono de luz retrocedió al santuario, sumiendo a la mujer y el catafalco en la oscuridad. El viento barrió las dunas, arrojó un fino rocío de arena en las cúpulas semienterradas, suspiró entre las tumbas en ruinas.
El Viejo se encaminó a la monovía y esperó a Shepley, que siguió trabajando una hora más, recorriendo lentamente cada una de las tumbas.
Por recomendación del Viejo, le dio a Traxel sólo dos de las cajas que contenían unos quince metros de cinta. Como estaba profetizado, los guardianes del tiempo se pusieron en acción y atraparon a dos miembros de otra banda. Bridges estaba de pésimo humor, pero Traxel, siempre dueño de sí mismo, no parecía preocupado por la noche perdida.
Pasando por encima del escritorio en el salón de baile, examinó el tambor con interés, felicitando a Shepley por su iniciativa.
- Excelente, Shepley. Me alegro de que se haya unido a nosotros ahora. ¿No le molestaría decirme dónde encontró esto?
Shepley se encogió de hombros vagamente, empezó a balbucear algo sobre el subsuelo secreto de una de las tumbas abiertas, por allí cerca, pero el Viejo, lo interrumpió:
- ¡No ande proclamándolo por todas partes! Traxel, no puede hacerle esas preguntas; el hombre tiene que ganarse la vida.
Traxel sonrió, como una esfinge.
- Una vez más tiene razón, doctor. - Palmeó la caja suave, sin barnizar. - Estado nuevo, y también de la decimoquinta dinastía.
- ¡Décima! - exclamó Shepley indignado, temiendo que Traxel tratara de embolsarse la bonificación. El Viejo murmuró una maldición y los ojos de Traxel relampaguearon.
- ¿Conque décima? No sabía que hubiera tumbas de la décima dinastía aún intactas. Usted me sorprende, Shepley. Es evidente que tiene talentos ocultos.
Afortunadamente parecía suponer que el Viejo había atesorado la banda durante años.
Boca abajo en un profundo agujero al borde del acantilado, Shepley observaba el vehículo blanco de los guardianes que cruzaba las arenas oscuras hacia el viejo acantonamiento. justo allá abajo sobresalían las espirales del nuevo yacimiento de tumbas, invisible contra el fondo oscuro del acantilado. Los guardianes que iban en el vehículo estaban más interesados en las viejas tumbas; habían descubierto el autogiro apoyado de costado junto a la monovía y sospecharon que las bandas habían estado trabajando de nuevo en las ruinas. Uno de ellos se puso de pie y paseó una linterna por los pabellones abiertos. Cruzando la monovía, el vehículo se movió lentamente a través del lago hacia el noroeste, dejando detrás una baja capa de polvo.
Durante unos pocos momentos Shepley permaneció inmóvil en la blanda oscuridad, observando las zanjas y las hondonadas que llevaban al lago; luego se deslizó entre los pabellones. Apartó la arena hasta descubrir un tablón cuadrado, y se escurrió debajo hasta el pórtico.
Cuando la imagen dorada de la maga apareció desde el santuario de paredes negras, desplegando alrededor las andes alas de reptil, Shepley se quedó detrás de una de las columnas de la nave, fascinado por aquella belleza extraña e inmortal. A veces la cara luminosa era casi repelente, pero Shepley creía ahora a veces en la posibilidad de resucitarla. Fue allí todas las noches, escabulléndose en la tumba donde la mujer había yacido durante diez mil años, incapaz de interrumpirla. El largo pelo cobrizo se derramaba a sus espaldas como un desatado huracán del tiempo, y el cuerpo anguloso volaba entre dos universos infinitamente distantes donde seres arquetípicos de estatura sobrehumana centelleaban rítmicamente en una luz propia.
Dos días más tarde, Bridges descubrió los otros tambores.
- ¡Traxel! ¡Traxel! - gritó, corriendo por el patio interior desde la entrada hasta una de las bodegas en desuso. Se precipitó en el salón de baile y arrojó las cajas de metal contra la computadora que Traxel estaba programando -. ¡Écheles un vistazo... más de la décima dinastía!
Traxel sopesó perezosamente las cajas, echando una mirada a Shepley y al Viejo que vigilaban junto a la ventana.
- Interesante. ¿Dónde las encontró?
Shepley dio un salto desde las jambas de la ventana.
- Son mías. El doctor lo confirmará. Son las que vienen después de la primera que le di hace una semana. Estaba almacenándolas.
Bridges lo interrumpió.
- ¿Qué quiere decir, almacenándolas? ¿Ese es su depósito personal? ¿Desde cuándo? - La mano ancha se adelantó empujando y Shepley rodó hasta Traxel. - Escuche, Traxel, esas cintas fueron un buen hallazgo. No veo que tengan rótulos. Cada vez que traiga algo, ¿va a estar este mocoso reclamándomelo?
Traxel se puso de pie, dominando con su estatura a Bridges.
- Claro, tiene usted razón... técnicamente. Pero hay que trabajar juntos, ¿no es cierto? Shepley cometió un error, y vamos a perdonárselo, por esta vez. - Tendió los tambores a Shepley, mientras Bridges bullía, indignado. - Si yo fuera usted, Shepley, cobraría éstas. No tema invadir el mercado. - Cuando Shepley se iba, pasando junto a Bridges lo llamó. - Y trabajar juntos tiene sus ventajas, ¿sabe?
Miró a Shepley que desaparecía en su cuarto y luego se volvió a estudiar el enorme y descascarado mapa del mar de arena que cubría la pared.
- Tendrá que despojar las tumbas ahora - le dijo más tarde el Viejo a Shepley -. Es evidente que usted ha topado con algo y a Traxel no le llevará más de cinco minutos descubrir dónde.
- Quizás un poco más - replicó Shepley con calma. Salieron de la sombra del palacio y se encaminaron a las dunas; Bridges y Traxel estaban mirándolos desde la mesa del comedor, inmóviles en la luz -. Los techos están ahora casi totalmente cubiertos. La próxima tormenta de arena las enterrará del todo.
- ¿Ha entrado en alguna otra de las tumbas?
Shepley meneó la cabeza enérgicamente.
- Créame, doctor, ahora sé por qué están aquí los guardianes del tiempo. Mientras hay una posibilidad de que revivan, cada vez que robamos una tumba cometemos un asesinato. Aunque haya una sola posibilidad en un millón, todos han contado con eso. Al fin y al cabo, uno no se suicida porque todas las posibilidades de vida sean virtualmente nulas.
Ya había empezado a creer que la maga podía revivir de pronto, bajando del catafalco. Mientras existiera una remota posibilidad de volverla a la vida, sentía que él también tenía un fundamento válido para seguir viviendo, que había un pequeño elemento de certidumbre en un universo que hasta entonces le había parecido azaroso y absolutamente sin sentido.
4
Cuando las primeras luces del alba se infiltraron por las ventanas, Shepley salió de mala gana de la nave de la tumba. Echó una breve mirada a aquella persona resplandeciente, conteniendo una leve punzada de decepción. La esperada metamorfosis no había ocurrido aún, pero Shepley se sentía de algún modo aliviado por haber pasado tanto tiempo esperándola.
Bajó al viejo acantonamiento, escudriñando atentamente la oscuridad. Cuando llegó a la monovía, ahora hacía el viaje a pie, para impedir que Traxel supusiera que el escondrijo estaba a lo largo del riel, oyó un débil zumbido en el aire frío. Retrocedió de un salto, detrás de un montículo bajo, siguiendo su tortuoso camino entre las dunas.
De pronto latió un motor, atrás, y sobre el borde del acantilado apareció el jeep de Traxel. Las ruedas delanteras giraban a toda velocidad, y el enorme vehículo se balanceaba hacia adelante, bajaba por el declive entre las tumbas enterradas, desplazando toneladas de la fina arena que Shepley había retirado a mano tan laboriosamente. En seguida aparecieron a la vista varios de los pabellones, y el polvo blanco cayó en cascadas sobre las cúpulas.
Medio enterrados en el alud que ellos mismos habían desencadenado, Traxel y Bridges saltaron de la cabina, señalando los pabellones y gritándose el uno al otro. Shepley se precipitó hacia adelante y apoyó el pie en la monovía, que empezó a vibrar.
En la distancia el autogiro se acercaba lentamente. El Viejo lo manejaba solo, sin sombrero, desmelenado.
Llegó a la tumba en el momento en que Bridges golpeaba la puerta con una bota pesada; detrás estaba Traxel sosteniendo una valija de llaves inglesas.
- ¡Hola, Shepley! - le dijo Traxel alegremente -. Así que este es el tesoro que ha encontrado.
Shepley se tambaleó con las piernas separadas en la arena, dejó atrás a Traxel. En ese momento saltó el vidrio de la ventana. Shepley se arrojó sobre Bridges y lo hizo retroceder.
- ¡Bridges, ésta es mía! ¡Pruebe cualquiera de las otras; puede quedarse con todas!
Sacudiéndose, Bridges se puso de pie y miró colérico a Shepley. Traxel examinó con suspicacia las otras tumbas, los pórticos aún cubiertos de arena.
- ¿Qué es lo que tanto le interesa en ésta, Shepley? - preguntó, sardónico.
Bridges bramó y golpeó con la bota en la puerta ventana, arrancando uno de los paneles. Shepley se abalanzó hacia adelante, y Bridges lo empujó contra la pared, gruñendo. Antes de que Shepley pudiera bajar la cabeza, Bridges le dio un puñetazo en la boca, haciéndolo caer de espaldas en la arena con la cara ensangrentada.
Traxel se reía mirando a Shepley, que yacía atontado. Luego se arrodilló, examinó con simpatía la cara de Shepley a la luz que arrojaba la persona desplegada en el interior de la tumba. Bridges gritó de sorpresa, con la boca abierta como un mono, espantado ante el suntuoso y dorado milagro de la maga.
- ¿Cómo me encontraron? - murmuró Shepley con dificultad -. Dejé falsas pistas una docena de veces.
Traxel sonrió.
- No lo seguimos a usted. Seguimos el riel. - Señaló el cordón plateado de la banda de metal, claramente visible a la luz del alba, a casi quince kilómetros de distancia. - El autogiro limpió el riel. Nos trajo directamente aquí. Ah, hola, doctor. - Saludó al Viejo que trepaba por la cuesta y se dejó caer cansado junto a Shepley. - Estoy seguro de que debemos agradecerle este descubrimiento. No se preocupe, doctor, no me olvidaré de usted.
- Muchas gracias - dijo el Viejo fríamente. Ayudó a Shepley a sentarse, frunciendo el entrecejo al verle los labios partidos -. ¿No lo toma todo demasiado en serio, Traxel? Se está volviendo loco de codicia. Déjele esta tumba al muchacho. Hay muchas más.
Bridges pasó a través del personaje hacia la parte posterior del santuario, y los dibujos de la luz en la arena se quebraron y desvanecieron. Débilmente, Shepley trató de ponerse de pie, pero el Viejo lo retuvo. Traxel se encogió de hombros.
- Demasiado tarde, doctor. - Miró por encima del hombro la aparición de la persona que agitaba tristemente la cabeza reconociendo su propia magnificencia. - Las tumbas de la décima dinastía son estupendas. Pero aquí hay algo curioso.
Todavía la contemplaba pensativo un minuto más tarde, cuando Bridges salió.
- ¡Caramba, esto era un disparate, Traxel! Por un segundo pensé que era falsa. - Tendió las tres cajas a Traxel, que las sopesó tomando dos en una mano, la tercera en la otra. Bridges preguntó: - Eso sí que es luz, ¿no?
Traxel empezó a abrirlas con una llave inglesa.
- ¿Está seguro de que no hay más ahí?
- Segurísimo. Eche usted mismo un vistazo.
Dos de las cajas estaban vacías; faltaban los carretes de cinta. En la tercera había una cinta corta, de tres pulgadas de ancho. Bridges vociferó dolorido:
- ¡Ese mocoso nos ha robado! ¡No puedo creerlo!
Traxel lo apartó y se acercó al Viejo que miraba a la figura, ahora vacilante. Los dos hombres cambiaron una mirada y luego menearon lentamente la cabeza, asintiendo. Con una especie de carcajada Traxel dio un puntapié a la lata que contenía el medio carrete de cinta, haciéndolo saltar a la arena donde empezó a desenrollarse en el aire lento. Bridges protestó, pero Traxel meneó la cabeza.
- Es todo falso. Vaya a mirar de cerca la imagen. - Bridges se volvió, desconcertado, y Traxel explicó: - La mujer ya estaba muerta cuando se grabaron las matrices. Es hermosa, de acuerdo, como descubrió el pobre Shepley, pero todo pasa literalmente al nivel de la piel. Por eso hay sólo una lata de datos. No hay sistema nervioso ni musculatura, ni órganos internos; sólo una hermosa cáscara dorada. Esta es una tumba mortuoria. Si usted la resucita, no tendrá más que un cadáver helado entre las manos.
- ¿Por qué? - chilló Bridges -. ¿Qué sentido tiene?
Traxel hizo un amplio ademán.
- Es un cierto tipo de inmortalidad. Quizá la mujer murió de pronto, y esto era lo mejor que se podía hacer. Cuando el doctor llegó aquí por primera vez había una cantidad de tumbas mortuorias de niños. Si mal no recuerdo, tenía fama de dejarlas siempre intactas. Un ejemplo típico de sentimentalismo de intelectual: dar la inmortalidad sólo a los muertos. ¿No es cierto, doctor?
Antes de que el Viejo pudiera contestar, una voz gritó desde abajo; un cohete señalador subió silbando, y una estrella de color rojo vivo estalló sobre el lago, echándoles encima unos fragmentos incandescentes. Traxel y Bridges dieron un salto adelante, vieron a dos hombres en un vehículo, que los señalaban, y otros tres vehículos que convergían a través del lago, a un kilómetro de distancia.
- ¡Los guardianes del tiempos - gritó Traxel. Bridges levantó la valija de herramientas y los dos hombres cruzaron corriendo la rampa hacia el vehículo, mientras el Viejo cojeaba detrás. Se volvió a esperar a Shepley, que seguía sentado en el suelo, donde había caído, mirando a la imagen dentro del pabellón.
- ¡Shepley! ¡Venga, muchacho, dése prisa! ¡Le darán diez años!
Shepley no respondió, y el Viejo llegó junto al vehículo en el momento en que Traxel lo ponía hábilmente en marcha atrás para sacarlo del montón de arena, dejando que Bridges lo subiera a bordo.
- ¡Shepley! - le gritó de nuevo. Traxel vaciló, y el vehículo se alejó bramando mientras estallaba un segundo cohete.
Shepley trató de alcanzar la cinta, pero los pies de los otros hombres la habían dañado en varios puntos, y los cabos sueltos que había pensado en tratar de insertar de nuevo en el proyector se agitaban ahora sobre la arena. Desde abajo llegaban los ruidos de la huida y la persecución. Se oyó el chasquido de advertencia de un rifle, y los motores aullaron y se precipitaron mientras Traxel esquivaba a los guardianes del tiempo. Shepley mantenía aún los ojos clavados en la imagen que aparecía dentro de la tumba. Ya había empezado a fragmentarse, desvaneciéndose contra la luz del sol naciente. Shepley se puso lentamente de pie, entró en la tumba y cerró las puertas desvencijadas.
Todavía magnífica en su ataúd, la maga yacía entre las grandes alas. Inmóvil durante tanto tiempo, al fin había adquirido la energía de la vida, y un ritmo sincopado y espasmódico le recorría todo el cuerpo.
Las alas se sacudían con dificultad y una serie de vibraciones perturbaban la base del catafalco, de modo que los pies de la mujer bailaban un minuet exquisitamente estremecidos, y los dedos apuntaban aquí y allá con una velocidad infatigable. Más arriba, los muslos amplios y suaves se apretaban en un tango vistoso y falso.
Shepley miró hasta que sólo quedó la cara de la mujer, algunas huellas inconexas de las alas y el catafalco vibrando débilmente en la oscuridad; luego salió de la tumba.
Los guardianes del tiempo estaban esperándolo, afuera a la luz de la mañana, las manos en jarras, vestidos de blanco. Uno sostenía las cajas vacías, empujando con el pie los cabos revoloteantes de cinta.
El otro tomó a Shepley del brazo y lo llevó hasta el vehículo.
- De la banda de Traxel - dijo al conductor -. Este ha de ser un recluta nuevo. - Echó una fría mirada a la boca ensangrentada de Shepley. - Parecería que han estado peleando por los restos.
El conductor señaló las tres cajas.
- ¿Abiertas?
El hombre que las llevaba asintió.
- Las tres. Y eran de la décima dinastía. - Sujetó las muñecas de Shepley al tablero. - Mala suerte, muchacho, te darán diez años. Parecerán diez mil.
- A menos que fuera falsa - añadió el conductor, mirando a Shepley con cierta simpatía -. Sabes, una de esas extrañas tumbas mortuorias.
Shepley endureció la boca magullada.
- No era falsa - dijo con firmeza.
El conductor echó una mirada de advertencia a los otros guardianes.
- ¿Y esa cinta que vuela allá arriba?
Shepley miró la tumba que chisporroteaba débilmente debajo del acantilado, ya casi apagada.
- Es sólo la persona - dijo -. La piel hueca.
Cuando el motor arrancó, oyó los tres tambores vacíos que golpeaban el piso detrás del asiento.
Alfred Coppel - TIERRAS VIVAS
El lugar de la cita se encontraba bastante lejos de la zona apestosa que había sido incendiada por el aterrizaje de la nave espacial. Kenyon se hallaba de pie en el lindero de un bosquecillo de plumas cercano al lugar donde el mar sin mareas se extendía, rojo y brillante.
Kenyon miró hacia atrás, maldiciendo lo llano de la isla. La torre de la nave espacial dominaba todo el terreno; allí no había ningún lugar para ocultarse. Kenyon sabía que cualquiera que deseara hacerlo, podía espiarle fácilmente mientras estaba allí, esperando que Elyra saliera del bosquecillo.
Y no es que existiera ningún motivo razonable, se dijo a sí mismo, defendiéndose, para que ocultara sus relaciones con Elyra. Los contactos con mujeres indígenas - aunque considerados de mal gusto - eran corrientes entre los hombres espaciales. Pero la misión en Kana era de repatriación, más que de explotación, y todos los miembros de la expedición habían sido advertidos contra el peligro de anudar relaciones capaces de provocar desagradables situaciones cuando los indígenas fueran evacuados de Kana.
Kenyon se movió, impaciente de un lado para otro, atisbando a través del bosquecillo. Le hubiera gustado penetrar en él para ir al encuentro de la muchacha, pero era algo que nunca se había atrevido a hacer. No podían correrse riesgos en un planeta como Kana, que significaba el retroceso desde la tecnología más avanzada a un salvajismo de leyenda. Y existía aquella pregunta sin contestar acerca del canibalismo.
Elyra no, desde luego, pensó Kenyon rápidamente; no era posible. A fin de cuentas, la misión sólo llevaba unos cuantos días en Kana. Resolver el acertijo del alimento indígena era únicamente cuestión de tiempo.
Un leve susurro de las plumas le advirtió de la proximidad de Elyra. Indígena o no, se dijo Kenyon, era un ser maravilloso. Con su pelo rojo, al igual que todos los indígenas, hombres y mujeres. Y sus ojos grises, casi fríos. Pero su cuerpo era esbelto y flexible.
Elyra se detuvo en el mismo lindero del bosquecillo, solemne y seria a la decreciente luz.
- Está a punto de ponerse el sol, Kenyon - dijo.
Su saludo era siempre el mismo. La afirmación de que terminaba un día, de que la luz se borraba del cielo. Inconscientemente, Kenyon miró hacia el Este, donde la primera pálida claridad de una estrella brotaba a través del rojizo brillo del sol poniente. Pensó que las estrellas eran muy pálidas en el Filo. Le llenaban de una sensación de lejanía, de vastos espacios vacíos, de los parsecs que separaban a Kana y su estrella roja de los fecundos mundos de los sistemas interiores. No era de extrañar que hubiera permanecido ignorado durante tanto tiempo...
Se estremeció ligeramente y miró a Elyra, sonriendo.
- ¿Pasearemos junto al mar? - preguntó -. He traído algo para ti..., un regalo.
Normalmente, la promesa de un presente habría arrancado una sonrisa al rostro de Elyra, pero en aquella ocasión permaneció solemne y extrañamente ausente.
- Esta noche pasearemos por el bosque.
Kenyon frunció el ceño. Se lo había prometido a Elyra, y ella lo había recordado.
A lo lejos, en una de las islas que se erguían a través de las rojizas aguas, un tambor empezó a resonar con rítmica insistencia. Una extraña sensación inundó a Kenyon, algo parecido al temor..., a pesar de que no había nada, que él supiera, capaz de provocar aquella sensación en la mente de un hombre del espacio. Tenía detrás de él a toda una cultura interestelar, con su poderío y sus máquinas. En la galaxia deshabitada no había nada que pudiera inspirar miedo a un hombre del espacio; pero Kenyon estaba asustado: lo sabía. Asustado de este mundo acuático y de sus islas. Quizás estaba asustado incluso de Elyra.
- Hemos paseado junto al mar - dijo Elyra, manteniéndose separada de él -, y ahora pasearemos por el bosque. Tú has venido aquí desde el cielo para llevarte a mi pueblo de Kana...
Kenyon pensó que no serviría de nada negarlo, puesto que Bothwell y Grancor ya lo habían anunciado al jefe de la isla. En los combinados industriales de los mundos interiores era necesario la mano de obra. Permitir que unos humanos vivieran una existencia salvaje en un mundo sin valor comercial como Kana era un despilfarro de energías potenciales.
- Yo te llevaré de la mano - continuó Elyra en su arcaica lingua spacia -, y te enseñaré por qué mi pueblo no desea marcharse.
Los ojos de Kenyon se abrieron a causa del asombro. Hasta entonces, ninguno de los indígenas había ofrecido a los tres miembros de la misión un motivo para su resistencia a abandonar Kana. Éste era, al parecer, el primer resquebrajamiento de una muralla de cortés resistencia pasiva. Si él, Kenyon, pudiera convencer a los jefes de que debían apremiar a su pueblo para que embarcara en la nave espacial sin necesidad de coacciones ni de derramamiento de sangre, el hecho representaría una excelente nota en su expediente personal; podría conducirle a cosas más importantes que evacuar trogloditas desde el Filo del estado galáctico.
- Espérame aquí, Elyra - dijo -. Regresaré antes de que acabe de ponerse el sol, e iré contigo al bosque.
Elyra sonrió, mostrando unos dientes muy blancos y puntiagudos.
Kenyon se estremeció ligeramente y se encaminó a la nave espacial. Podía ir al bosque, pensó, pero no sin armas... ni sin que Bothwell y Grancor supieran lo que iba a hacer y dónde, al servicio del Estado.
Al llegar junto a los enormes remolques preparados para transportar a los indígenas de Kana, nudo oír a Bothwell y a Grancor que discutían.
Bothwell:
- Eres un estúpido... Ni siquiera eres capaz de decirme lo que ha sucedido con los malditos lanchones. Un millar de años en este clima no los destruirían. De modo que, ¿dónde están?
Y Grancor, en tono seco y avinagrado, como el de un profesor de academia
- Evidentemente, mi querido Bothwell, cuando las islas quedaron formadas ya no fueron necesarios. Se hundieron, sencillamente.
Kenyon se detuvo a escuchar. Era una discusión perpetua entre los dos hombres, a la vez inútil y exasperante, en opinión de Kenyon. Nunca había querido unirse a ella.
Se había iniciado con el descubrimiento de diez mil islas en el mar de poco calado que en otra época - según el libro - cubría todo el planeta de Kana.
Quinientos años antes, en el primer impulso de la colonización estelar, Kana había sido poblado con seres humanos procedentes de la galaxia interior. Dado que no existían terrenos de ninguna clase, y dado que había un buen mercado para las sales de oro y los nitratos que podían ser extraídos del mar de Kana, se estableció una colonia acuática. Pueblos flotantes, hidropónicos, y una esencial y altamente desarrollada tecnología. Y luego se produjo el interregno: un interregno comercial que encontró innecesarios los productos de Kana. El comercio decayó, y eventualmente el planeta y sus habitantes fueron olvidados. Una colonia perdida. Transcurrieron quinientos años antes de que la mano de obra de Kana y de otros mundos semejantes se hiciera lo bastante valiosa como para enviar a expediciones encargadas de reunir a los habitantes de aquellos mundos y trasladarlos a los combinados industriales.
Pero Kenyon, Grancor y Bothwell, este último jefe nominal de la expedición, se encontraron con algunas sorpresas en Kana. Los pueblos flotantes habían desaparecido, los habitantes se habían convertido en salvajes, y había diez mil islas donde antes no había ninguna.
- El vulcanismo está descartado - estaba diciendo Bothwell -. Kana y su sol son demasiado viejos para soportar esa clase de fenómeno.
- Es cosa que ignoras - replicó secamente Grancor -. Eres un hombre del espacio, no un geólogo.
- Tampoco soy agrimensor - dijo Bothwell -, pero puedo decirte que aquí no crece ninguna vegetación, aparte de esas malditas plumas...
- Parecen plumas - dijo Grancor -, ¿Acaso no has visto plantas más raras?
El aislamiento, pensó Kenyon, está endureciendo su antagonismo natural. El aislamiento y el fracaso. Un fracaso que ninguno de los dos se atreve a reconocer. Sabía que dentro de unos días Bothwell estallaría y embarcaría a los indígenas de Kana en los remolques de la nave espacial utilizando la fuerza. Disponían de armas para hacerlo..., pero Kenyon experimentaba un extraño temor a tener que recurrir a la violencia; en Kana existían peligros que ninguno de los hombres del espacio había reconocido aún. Kenyon estaba convencido de ello.
Después de armarse, descendió la rampa en dirección a las estridentes voces; sería un placer interrumpirles.
Bothwell levantó la mirada y enarcó las cejas. Kenyon decidió de nuevo, como había estado haciendo durante las últimas semanas, que no le gustaba Bothwell.
- ¿Adónde vas tan armado? - preguntó Bothwell.
- ¿Dónde quieres que vaya? - murmuró Grancor -. Nuestro joven colega va a reunirse con su hermosa salvaje, desde luego.
Kenyon enrojeció.
- Puesto que parece que estamos perdiendo el tiempo, voy al bosque a hablar con el jefe - dijo, con cierta insolencia.
- ¿Es eso prudente? - le preguntó Grancor a Bothwell.
- Que vaya donde quiera - dijo Bothwell -. Cuando se convenza de que las palabras no sirven para nada, adoptaremos medidas más radicales.
Kenyon hizo un esfuerzo para dominar su furor y dio media vuelta. Pero se detuvo inmediatamente, no deseando marcharse sin pedir su ayuda, y odiando el tener que hacerlo.
- Manteneos a la escucha - dijo, en tono casual -. Informaré por radio de cualquier progreso...
Bothwell estalló en una carcajada.
- ¡Progreso! - exclamó -. ¡Se va al bosque de noche con su hermosa salvaje y quiere mantenernos informados!
Kenyon salió casi corriendo de la nave, con el rostro encendido.
El sol estaba hundiéndose en el horizonte y una densa neblina flotaba sobre la isla. Las botas de Kenyon se hundían en el pestilente y requemado suelo mientras avanzaba, haciéndole tambalearse. Como una roja herida sin cicatrizar, pensó. Una típica muestra de las mejoras introducidas por el hombre en los mundos que explotaba.
Elyra continuaba en el mismo lugar en que la había dejado, esperando a la sombra de las altas plumas. Los tambores resonaban más fuertes, de isla en isla. La última luz sanguinolenta iba borrándose del cielo.
Sin hablar, Kenyon tomó la mano de la muchacha y juntos se desvanecieron en el bosque de ondeantes plumas.
...el viento nocturno y tambores en el bosque un círculo de formas para acoger a un hombre procedente de las estrellas y la oscuridad se hace más intensa suenan los pasos espera las plumas susurran, está llegando espera el suelo dice que está llegando a nosotros vuestro padre cuidará de vosotros y os alimentará y no tendréis que marcharos entre las estrellas yo os protegeré...
A Kenyon le pareció que andaban horas enteras a través de la oscuridad. Se daba cuenta de la creciente excitación de Elyra, como si estuviera poseída por un sentimiento de triunfo y de anticipado placer. Pensó en las especulaciones de Grancor acerca del canibalismo entre los habitantes de Kana, y un escalofrío recorrió su cuerpo.
Cuando llegaron a un claro del bosque, los tambores cesaron de resonar; el silencio pareció estallar delante de sus ojos. Elyra volvió el rostro hacia su acompañante, sus ojos muy abiertos y oscuros entre las sombras.
Kenyon encendió una cerilla y la acercó a su cigarrillo, aspirando profundamente el humo. Elyra se relamió los labios con la lengua y Kenyon observó lo puntiaguda que era. Casi sucumbió al impulso de echar a correr, pero la idea de Bothwell y de Grancor riéndose de él, le contuvo.
- Sé fuerte, Kenyon - dijo Elyra, como si hubiera adivinado sus pensamientos -. Sé valiente, y, sobre todo, sé prudente cuando te encuentres ante el padre.
- ¿El padre?
Elyra golpeó impacientemente el suelo con uno de sus pies descalzos.
- El padre, Kenyon - repitió -. El poderoso que llegó a mi pueblo después que vosotros lo dejasteis abandonado...
Allí estaba de nuevo, pensó Kenyon: el cisma entre el pueblo de Kana y el resto de los mundos habitados. Vosotros. Mi pueblo. Como si el nacimiento de una leyenda de dioses procedentes del espacio hubiera transformado a los habitantes de Kana en algo distinto al resto de la raza humana.
- No existen dioses procedentes del espacio, pequeña. Son hombres - dijo Kenyon afablemente.
- El padre no es un hombre - susurró Elyra. Kenyon casi pudo captar la mística calma que descendía sobre ella mientras contemplaba el legendario pasado -. Hace mucho tiempo, cuando el pueblo de Kana vivía en el mar y estaba moribundo, los grandes dioses llegaron hasta nosotros, nos alimentaron y nos calentaron, - Su voz adquirió un tono de resentimiento -. Tu no puedes comprenderme; y yo no puedo hacer que me comprendas. Pero el padre hablará contigo, estoy segura de ello, y entonces sabrás por qué nuestro pueblo tiene que permanecer aquí para siempre.
- No dijo Kenyon -. De un modo u otro, tu pueblo vendrá con nosotros. Sois necesarios en otra parte.
Elyra se echó a reír.
- Cuando el tiempo se acabe..., cuando la estrella roja muera..., estaremos aquí, en Kana. Lo mismo que todo hombre que haya pisado el suelo sagrado...
Elyra se puso de puntillas y le besó, y Kenyon sintió un agudo dolor en sus labios.
- ¡Salvaje!
Retrocedió, secándose la sangre de la boca, en el lugar donde la puntiaguda lengua de Elyra había pinchado su carne. La golpeó en pleno rostro, y Elyra cayó al suelo. La idea llegó a su cerebro como un relámpago que iluminara las tinieblas. No eran caníbales: eran vampiros. Kenyon experimentó una indescriptible sensación de malestar en la boca del estómago. El hecho de que unos descendientes de hombres civilizados se hubieran convertido en unos seres tan depravados, resultaba increíble.
Grancor y Bothwell tenían que ser advertidos. Radió el mensaje a través de su emisora portátil y esperó la respuesta, mientras Elyra le contemplaba desde las sombras. No hubo ninguna respuesta. ¡Maldición! ¿Permanecían a la escucha, o no? Kenyon no tenía modo de saberlo.
Elyra se echó a reír. El sonido de su risa resultaba exasperante. Kenyon desenfundó su pistola de rayos y apuntó a la muchacha.
- ¡Muéstrame el camino de regreso! - ordenó, con más confianza de la que sentía.
Elyra, por toda respuesta, se echó a reír de nuevo, y desapareció en la oscuridad del bosque de plumas. Kenyon disparó a ciegas, tratando de encontrar un sendero a través de la extraña vegetación. Repentinamente, oyó un ruidoso arrastrar de pies descalzos, y un centenar de manos cayeron sobre él, aferrándole, golpeándole.
Luego experimentó un vivísimo dolor en la base del cráneo y le envolvió la oscuridad, profunda y negra como la misma noche del espacio.
Cuando Kenyon despertó, yacía en un claro iluminado con antorchas. A su alrededor, un mar de rostros: los habitantes de Kana. Alguien estaba golpeando un tambor, muy suavemente, con un ritmo insistente e hipnótico. Su cuerpo tocaba el suelo, y por primera vez Kenyon tuvo conciencia de la peculiar contextura del terreno. Liso, cálido, con alguna clase de calor latente, interno.
Toda la tribu de indígenas se balanceaba al ritmo obsesionante del tambor. Kenyon pudo oír el murmullo de su cántico, repetido interminablemente
«...despierta padre despierta padre despierta padre despierta padre...»
Kenyon trató de sentarse, y descubrió que no podía hacerlo. Invisibles, unas cintas le sujetaban al suelo. El pánico se apoderó de él, a pesar de todos los esfuerzos de su voluntad, adiestrada para combatirlo. Giró la cabeza a uno y otro lado para ver si podía localizar a Elyra en el mar de rostros, pero todas las mujeres eran iguales. Todas se balanceaban al compás de su cántico ritual. El mismo aire parecía vibrar con su ritmo.
De repente, Kenyon quedó helado de horror. A menos de diez metros de distancia del lugar donde se encontraba surgía un tronco... No, no era un tronco humano, sino un indígena enterrado hasta los sobacos en el suelo. Sus ojos estaban abiertos de par en par y su boca se movía convulsivamente. El propio suelo latía lentamente a medida que el hombre iba hundiéndose más y más.
El hombre gritó. De su garganta salió una especie de murmullo líquido. Lo indígenas empezaron a aullar.
«...el padre despierta el padre despierta».
Kenyon, con los ojos saliéndole de las órbitas, permaneció rígido... esperando no sabía qué. El hombre enterrado en el suelo levantó un brazo como un autómata, señalando directamente al cautivo.
A continuación habló, con una voz profunda, hueca, sepulcral.
- ¡Tú..., hombre de las estrellas! ¿Por qué has venido aquí?
Kenyon no pudo contestar.
- A robar a mi pueblo. A separarlo de mí - tronó la voz acusadora -. Cuando fueron abandonados por los de su propia raza... yo llegué a través de parsecs de espacio... a través del golfo que se abre entre las galaxias... a vivir con ellos y a cuidar de ellos. Y, ahora, ¿crees que vas a llevártelos?
Y el hombre enterrado estalló en una risotada. Un sonido hueco, espantoso, que resonó de un modo horrible en el bosque de plumas. Los indígenas hicieron eco a aquella risa desprovista de alegría.
Es un truco, pensó Kenyon. Hipnosis. O tal vez me estoy volviendo loco. Me ha parecido que todo el mundo estaba hablando a través de la boca de ese hombre.
El hombre enterrado movió sus brazos en un amplio círculo. Gritó:
- ¡Corred! ¡Yo os invito! ¡Corred conmigo!
Kenyon luchó de nuevo contra las ataduras que le sujetaban, enloquecido por el pánico. Pero los indígenas no le atacaron con sus lenguas puntiagudas, sorbedoras... Se inclinaron, apretando sus bocas contra el suelo, hundiendo sus lenguas en la tierra. El hombre enterrado gritó una vez más y se desvaneció con un ruido húmedo, aspirante.
De repente, Kenyon lo vio todo claro, como un cuadro que iba formándose en su mente. El suelo, la tierra, las islas: eso era el padre. Una raza de seres llegados a través del espacio, que había encontrado refugio en las aguas cálidas y poco profundas de un mundo abandonado por los humanos de la galaxia interior. Animales enormes, cubiertos de plumas, dispuestos a vivir en una espantosa simbiosis con los hombres que habían encontrado en Kana. Dándoles a comer la sangre de la tierra, y tomando a cambio la carne de los hombres. Era algo horrible, nauseabundo. Kenyon pudo imaginar a la gente abandonando las barcazas para dirigirse a las islas que veían surgir en el océano, y más tarde viviendo como parásitos de la sangre que discurría debajo de la tostada epidermis...
Sintiendo despertarse en él un frenesí de asco y de furor, Kenyon luchó con todas sus fuerzas, utilizando los dientes y las uñas, para librarse de sus ataduras. Tenía que marcharse de aquel lugar maldito, marcharse hacia la fría y limpia oscuridad del espacio, alejarse de aquella espantosa pesadilla de depravación extraña y humana.
Repentinamente, se encontró libre y corriendo a través del bosque de plumas, con la horda de indígenas corriendo detrás de él, con las antorchas en alto.
Las odiosas plumas desgarraban su carne, el suelo cálido y palpitante de la isla se ablandaba para entorpecer su marcha. Pudo oírse a si mismo gritando en un paroxismo de rabia y de terror mientras corría.
¡Tenía que regresar!
¡Regresar para advertir a los otros!
Regresar a la nave espacial y sentir bajo sus pies descalzos el frío y limpio metal, y recobrar de nuevo la lucidez de su mente.
- ¡Tenía que llegar!
Detrás de él, la horda de indígenas aullaba desaforadamente, y el oscuro bosque devolvía el eco de sus gritos.
Y al final Kenyon se encontró corriendo a través de la carne requemada de la zona de aterrizaje de la nave espacial.
¡Una boca espantosa, entreabierta, en forma de cráter!
El suelo palpitaba furiosamente. Kenyon tropezaba, caía. Pero volvía a ponerse en pie y continuaba avanzando, sin dejar de gritar.
Grancor y Bothwell estaban sentados en la sala de mandos, muy pálidos. No se movieron cuando Kenyon penetró en la cabina, tambaleándose. No pronunciaron una sola palabra mientras su compañero contaba su historia con frases entrecortadas. Permanecieron en silencio, incluso cuando Kenyon les gritó que pusieran en marcha la nave.
¿Acaso os habéis vuelto locos? ¿Es que no comprendéis lo que os estoy diciendo? ¡Tenemos que despegar inmediatamente!
Al ver que no contestaban, Kenyon se sentó ante el tablero de mandos y cerró los relés.
Los cohetes no se encendieron.
En aquel momento experimentó la sensación de que la nave estaba hundiéndose. Se estremeció, notando que su lucidez mental volvía a vacilar.
Grancor le cogió del brazo y le condujo a una de las mirillas, desde la cual era perfectamente visible la boca que formaba el desgarrado suelo.
- Mira al exterior - dijo Grancor en voz baja.
- Entonces... recibisteis mi mensaje - murmuró Kenyon.
Grancor asintió.
Kenyon se agarró a las paredes de la nave, mirando a través de la mirilla.
Hacia el Este, el cielo estaba enrojeciendo, y a la claridad escarlata el mar de plumas oscilaba agitadamente. El suelo estaba cerca.
Demasiado cerca.
La boca roja y mutilada se había cerrado alrededor de la nave.
Kenyon recordó al hombre enterrado con un estremecimiento de horror. La nave estaba hundiéndose. Dentro de unos instantes, quedaría completamente engullida.
Kenyon tuvo conciencia de la proximidad de una inteligencia suprema, gigantesca.
Una inteligencia que planeaba por encima de la nave, implacable.
Grancor y Kenyon permanecieron en pie delante de la mirilla, contemplando el silencioso círculo de indígenas que se había formado alrededor de la nave espacial.
Notaron que la nave se hundía lentamente, inexorablemente, cada vez más honda... en la tierra viva.
Damon Knight - OH TIEMPO, RETROCEDE
Recordó la lluvia, y el pálido resplandor de las luces de los automóviles. No veía nada más, pero sabía que Emily yacía cerca de él, inmóvil, cubierta por un abrigo ajeno. Era doloroso nacer de este modo; un blanco cuchillo lo atravesaba con cada inhalación. Todo se disipó. Cuando volvió a despertar, ambos estaban en el coche, alejándose en violentos vuelcos del estrépito de una colisión. El otro automóvil retrocedía; sus luces delanteras, finalmente, palidecieron alejándose por la falda de la colina hasta desaparecer. Suave, silenciosamente, la carretera se deslizaba hacia atrás.
Sullivan, mientras conducía, contempló las estrellas que titilaban en la noche. Estaba fatigado y sereno, no deseaba nada en particular, todo lo aceptaba con tranquilo asombro.
Qué extraño y maravilloso fue entrar por primera vez en su casa: cinco habitaciones hermosamente decoradas, todo para Emily y para él. Los libros, con sus cubiertas de cuero y tela. Los cuadros, las cajas de cigarros, las cómodas y armarios colmados de ropa oscura y costosa, cortada a su medida. La vida, pensó Laurence Wallace Sullivan, valía la pena.
Esa mañana, delante del hogar, su mano escogió un cálido volumen de cuero de los anaqueles, y lo abrió en una página al azar.
El Tiempo, a nuestras espaldas,
dejó sus huellas en la arena;
acerquémonos y sublimes serán nuestras vidas.
Inspiradnos, ¡oh vidas de los grandes!
Maravillosas palabras... Miró su reloj. El cielo, a través de la ventana del estudio, se aclaraba, cambiando del azul profundo al color del huevo de petirrojo, con tonos verdosos sobre el esquelético bosque de antenas. Se sentía satisfecho; era la hora de la cena. Devolvió el libro al anaquel y se dirigió al comedor, entre suspiros y bostezos.
No tardó en descubrir que la firma Sullivan y Gaynor regentaba una planta desimpresora, que ocupaba un edificio de tres pisos en la calle Vessey. Las enormes máquinas devoraban todo tipo de materia impresa y la transformaban en pulcros rollos de papel, latas de tinta y lingotes de metal. Operaban de un modo muy complejo, y Sullivan no las entendía del todo; tampoco se molestaba en intentarlo, limitándose a la correspondencia y a los informes financieros que inundaban su escritorio. Gaynor, su socio, pasaba más tiempo en la planta: un hombre rubicundo y dispéptico, de voz ronca.
Sullivan, no obstante, se ufanaba de comprender el aspecto romántico de su oficio: palabras, palabras de todas partes del mundo afluían a este edificio con la insensata profusión de la naturaleza, palabras repetidas hasta el infinito, palabras arrancadas a fuegos apagados y a latas de basura que eran cuidadosamente desimpresas y reducidas a una única copia de cada sermón, panfleto, libro o folleto de propaganda... Flechas, abanicos de flotante papel se abrían paso, infaliblemente, hasta aquel hombre que era su destino. Sullivan (dentro del modesto límite de su tarea, por supuesto) era un servidor público, un guardián del regreso.
Dóciles se deslizaban los años. Durante los veranos en Cape Cod, Sullivan comenzó a padecer una extraña insatisfacción, al escuchar a los chorlitos que gemían en la arena, o al observar una súbita borrasca que se llevaba el agua que ascendía del mar. Los pálidos habanos se le prolongaban entre los labios, creciendo desde una minúscula colilla hasta que les retiraba la llama, les unía la punta con su navaja de plata y los guardaba cuidadosamente en la cigarrera. El pelo de Emily se oscurecía; ahora conversaban más, y reían más a menudo. A veces ella le lanzaba extrañas miradas. ¿Qué sentido tenía todo? ¿De qué servía la vida?
A los diez años descubrió el sexo con Emily, una experiencia breve e insatisfactoria, que no repitieron a menudo. Dos años más tarde conoció a Peggy.
Fue en una casa de apartamentos donde jamás había estado. La puerta se abrió bruscamente una tarde, cuando él se volvía hacia allí, y Peggy le abofeteó duramente el rostro. Luego entraron, mirándose con furia y jadeando con pesadez. Sullivan sentía ante ella una mezcla de repugnancia y deseo. Pocos minutos después, con hosquedad, comenzaron a desvestirse...
Después de Peggy vino Alice, y después de Alice, Connie. Eso fue en 1942; Sullivan tenía quince años, y estaba en la flor de la edad. En ese año, el desconocido que era su hijo regresó de Italia. A Robert acababan de licenciarlo del ejército; al principio decía llamarse R. Gaynor Sullivan, era torpe e insolente, pero después que ingresó en la Universidad las cosas mejoraron. En un tiempo asombrosamente corto se halló de nuevo en casa, y el apartamento resultó pequeño. Se mudaron a una casa en Long Island: más confusión, y las relaciones de Sullivan con su mujer se volvieron tensas. El trabajaba en exceso; la firma andaba muy bien, en parte gracias a una considerable suma que le reintegraron al padre de Emily.
Cada mes, los cheques. El dinero - enviado por el proveedor, el dentista, los médicos - inundaba la cuenta... Siempre debía apresurarse a retirar una buena cantidad para lograr cierto equilibrio.
Por las noches, su rostro familiar lo miraba desde el espejo, fatigado y grisáceo. Con los dedos se acariciaba la tersa mejilla; la navaja la recorría con un sonido áspero, enjabonándole el rostro y cubriéndolo de barba. Luego se quitaba el jabón con la brocha, y contemplaba ese mismo rostro, ahora cubierto de barba. ¿Y si un día decidiera dejarlo sin la barba? Pero afeitarse era un hábito.
La firma se había mudado varias veces, y finalmente se instaló en un desván de la calle Bleecker. Las operaciones se habían simplificado; cada vez contaban con menos empleados, hasta que al fin Sullivan, Gaynor y tres impresores bastaron para atender el local. A menudo, Sullivan ayudaba en la imprenta; una vez que uno le tomaba la mano, había cierta virtud sedante, casi hipnótica, en ese ritmo, mientras las hojas en blanco salían despedidas del rodillo, y éste se adueñaba de una impresa para borrarla, todo en el acrobático instante de seguridad en que bostezaban las fauces metálicas. Gaynor, esos días, era un tipo más tolerable; a Sullivan le gustaba el trabajo que hacía durante el día, así como las noches que pasaba en casa. Quería mucho a su hijo, y amaba a Emily: jamás, pensaba Sullivan, había sido tan feliz.
Llenaron los últimos comprobantes; borraron las últimas entradas en los libros contables. Los obreros desmantelaron las máquinas para llevárselas. No quedaba nada por hacer, salvo festejar el acontecimiento con un apretón de manos y partir cada uno por su lado. El y Gaynor cerraron la puerta ceremoniosamente y bajaron al bar, con una presencia de ánimo que era premonitorio.
- ¡Brindemos por el éxito!
- Ahora que se va ese tipo Roosevelt, veremos algunos cambios.
Chocaron las copas con solemnidad, y las dejaron en la bandeja de la camarera. Ya más sobrios, se retiraron. Gaynor volvía a Minneapolis, donde tenía un empleo como capataz de una planta desimpresora; Sullivan debería deambular un poco, antes de obtener un empleo como ayudante de un corredor de papel. Pero no sería por mucho tiempo; no tardaría en llegar la época del Auge.
Sullivan desarrugó con fruición las páginas grises del periódico.
- ¡Despidieron a esa mujer en Texas! - anunció; y añadió -: ¡Menos mal!
Sí, eso era lo que decían los titulares. Mujeres en el gobierno... ¿a dónde iba a parar el mundo?
Emily, plegando pañales, no pareció escuchar. Estaba perdiendo la silueta una vez más; parecía pálida, cansada y desatenta. El pequeño Robert gemía en la cuna; se había encogido hasta ser pequeño y regordete, más parecido a un animal que a un niño. Dormía casi siempre, cuando no lloraba o le distendía aún más los abultados senos a Emily. Era muy rara la vida. Faltaba un mes para que lo llevaran al hospital, del cual sólo Emily volvería. Era gracioso; había amado a ese niño, y aun ahora le despertaba cierto interés no carente de afecto, pero sería casi un alivio deshacerse de él. Después, pasarían no menos de seis meses antes de que Emily recobrase su silueta...
Ella lo miró de soslayo. Emily aún era una mujer adorable: pero, ¿qué pensaba secretamente de él? ¿Qué sucedía en realidad?
La voz del sacerdote zumbó en sus oídos. Emily, más bella que nunca, se deshizo lentamente de su abrazo. El le quitó el anillo del dedo y se lo entregó a Bob.
- Con este anillo me divorcio de ti - dijo.
Luego salieron juntos muchas veces, pero sólo en una ocasión hicieron el amor, apresuradamente, en la habitación trasera, una noche en que los padres de ella habían salido. Una mañana, en una fiesta, entablaron una conversación inconexa; luego, alguien a quien él no conocía dijo con cordialidad:
- Emily, quiero despedirte de Larry Sullivan.
El hombre se lo llevó consigo, y supo que jamás volvería a verla.
A partir de ese día su vida se tornó hueca. Trató de colmarla con diversiones, con música y alcohol. Conoció otras muchachas, las besó, salió con ellas, pero echaba de menos a su mujer. Era difícil acostumbrarse, después de tantos años juntos.
La vida, de todos modos, ofrecía sus compensaciones. Observó con infinito interés los cambios que traían esos años, y el espectáculo era fascinante.
Los automóviles perdieron su forma aerodinámica, se hicieron más sencillos y cuadrados, y sus líneas ya anunciaban las futuras victorias y berlinas. En las calles había menos máquinas y menos gente; se respiraba un aire más puro. La Garbo reemplazó a Gable en la pantalla. Un día, abruptamente, las películas enmudecieron. El incomparable Chaplin alcanzó su perfección; nacieron los Keystone Cops. Sullivan lo observaba todo con ojos entusiastas. El regreso tecnológico era, por cierto, algo maravilloso. Sullivan, de todos modos, evocaba a veces con nostalgia el estrépito de las viejas épocas.
Afortunadamente, aún debía sobrevenir la Gran Guerra. Europa despertaba de su prolongado sueño; y hacia el Este nacía la Santa Rusia.
Sullivan, nerviosamente, se tocó la cicatriz que tenía en la pierna. Juzgó que debería ir al hospital de campaña; lo urgía una áspera sensación, una picazón. Era la peor cicatriz que había tenido; se le había abierto y extendido sobre la tibia; ojalá pudiera librarse, de ella e ir al frente. La guerra, al parecer, no era como en las películas.
Salió de las barracas y caminó bajo el sol, con la ayuda de su delgado bastón. Había muchas otras bajas; supuso que eso sería el preludio de la gran batalla de la Argonne, tan mentada por las profecías. Ahí le tocaría su parte. ¿Qué sería: un obús, una lucha cuerpo a cuerpo, o algo tan insípido como tropezar con la cuerda de una tienda en la oscuridad? Anhelaba que llegara el momento, para pasarlo de una vez.
Fugazmente, conoció a su padre al regresar de Francia. Era un anciano trémulo y canoso, y no parecían tener mucho en común; fue un alivio para ambos, pensó Sullivan, que él se fuera a Cornell.
Entró en la universidad como senior, es decir que tendría que hacer los cuatro años. A Sullivan no le molestaba; después de todo, eran los años más importantes de la vida. Todo lo que uno había pensado y leído, todo lo que uno sabía, todo lo que uno había sido, lo vertía uno para reintegrárselo al que daba la clase. Este, entonces, lo reunía todo en su conferencia, brillante o intrascendente, según quien fuera; y la esencia de esa suma volvería eventualmente al último ejemplar de un texto, para ser absorbido por su autor y así devuelto a la naturaleza de modo definitivo.
En la primavera fue a jugar al fútbol. Estaba registrado en los libros de predicción de atletismo, para jugar dos temporadas completas en el equipo de la universidad. Los libros no lo anunciaban, pero acaso allí pudiera deshacerse de la desviación que tenía en la nariz.
El profesor Toohey era un viejo que le tomó afecto a Sullivan antes que éste cumpliera un año en la universidad. Solían escupir cerveza en el oscuro sótano de Toohey, donde el profesor guardaba un barrilito, y hablar de filosofía.
- Eso es algo para pensar - comenzaba Toohey, volviendo a un tema que ya habían tocado anteriormente -. ¿Cómo podemos saberlo? La secuencia inversa de la causalidad puede ser tan válida como la que experimentamos. La relación causa-efecto es, después de todo, arbitraria.
- Pero me parece demasiado fantástico - solía decir Sullivan, con cautela.
Cuesta imaginarlo porque no estamos acostumbrados. Es sólo una cuestión de punto de vista. El agua descendería de las montañas, etcétera. La energía fluiría en sentido contrario... desde la total concentración a la total dispersión. ¿Por qué no?
Sullivan se esforzaba por visualizar un mundo tan peculiar; le provocaba un temblor no del todo desagradable. Imagínate, no saber la fecha de tu muerte...
- Todo iría hacia atrás. En vez de «agarrar», debería usted decir «arrojar». Todas las palabras significarían cosas diferentes... al menos todos los verbos que expresan duración. Es difícil.
- Dentro de sus propios límites, todo eso tiene sentido. La fricción sería un factor a sustraer de los cálculos de energía, y no a ser sumado. Y así con todo. El universo estaría en expansión; utilizaríamos estufas para calentar nuestras casas y no para enfriarlas. La hierba crecería de las semillas. Te llevarías la comida al cuerpo, para luego expeler los desperdicios, en lugar de incretar y exgerir como nosotros. ¡Es muy sencillo!
Sullivan sonrió.
- ¿Quiere decir que saldríamos del cuerpo de las mujeres y que nos enterrarían al morir?
- Piénsalo un momento. Parecería perfectamente natural. Viviríamos hacia atrás, del nacimiento a la muerte, sin jamás conocer la diferencia. ¿Qué vino primero, el huevo o la gallina? ¿Las guerras son producto de los ejércitos, o los ejércitos producto de las guerras? ¿A qué nos referimos cuando hablamos de causalidad, al fin y al cabo? Piénsalo.
- Hmmmm.
Y luego, la pregunta formal que ponía fin al diálogo:
- Sullivan, ¿qué piensas del principio de causalidad?
Ojalá lo supiera.
Ahora que tenía cincuenta y dos años, el mundo era más amplio y resplandeciente. Sullivan poseía una tenaz energía que lo impulsaba a salir cada vez que hacía buen tiempo; aún en invierno solía quedarse afuera, contemplando el agua helada que subía por el canalón de desagüe, o elevándose al cielo lívido desde el suelo. Todo lo aceptaba con buen humor; si tenía los dedos y la nariz rosados de frío al salir, la nieve no tardaría en calentarlos; si se despertaba con un ojo negro, un amigo no tardaría en curárselo con el puño. Sullivan se encaramaba en las espaldas de sus amigos y saltaba, y lo mismo hacían ellos, entre risas entrecortadas. En el aula no se quedaban quietos, se hacían muecas desde atrás de los libros, y salían en enjambres, sin dejar de gritar. Después de la hora de la comida no se sentía tan satisfecho, pero con el paso de las horas iba perdiendo el hambre. Lo peor de todo era que la señora Hastings no lo dejaba salir de la cama cuando se despertaba temprano, aunque cualquier tonto podía darse cuenta de que no iba a dormir más; después, el día pasaba rápidamente.
Un día, Sullivan y su padre tuvieron un crispado presentimiento. Sullivan reaccionó con lágrimas, y su padre con carraspeos y frunciendo el ceño. Durante todo el día no pudieron hacer nada; evitaban mirarse. Finalmente, al caer la tarde, se vistieron para salir.
Su padre, al conducir, seguía las calles mecánicamente. Cuando bajaron del coche Sullivan advirtió que estaban en un cementerio.
Algo le estrujaba el corazón. Dejó sin entusiasmo que el brazo de su padre le rodeara el hombro, que los dedos le apretaran el brazo mientras caminaba con pasos vacilantes. Otras personas circulaban por el lugar: finalmente todos se agruparon y se volvieron, enfrentándose a una tumba abierta. Dos hombres descubrían ya el ataúd, recogiendo hábilmente la tierra en palas cuando ésta saltaba, y apretándola con rudeza en una pila.
Luego alzaron el ataúd con gruesas correas y lo depositaron en unas tablas tendidas junto al agujero. El sacerdote, de pie frente a la tumba, tendió las manos y habló:
- ...Del polvo vienes, y polvo eres...
Cuando concluyó, tosió en tono de disculpa y guardó silencio. La multitud comenzó a dispersarse. Los obreros permanecieron junto a la tumba y al ataúd, la cabeza descubierta al sol y las manos a los costados.
Sullivan intentaba acostumbrarse a ese dolor inusual que se le había instalado en su pecho. Era como estar descompuesto, pero él no estaba descompuesto. Ni siquiera se trataba de un auténtico dolor, provocado por las medicinas; era sólo un dolor persistente y agudo que nada conseguía calmar.
Ahora veía, con los ojos del desengaño, lo vano de sus pasadas alegrías. Ahí estaba, en la última década de su vida, ¿y qué le quedaba de los cincuenta y dos años transcurridos? Nada más que el dolor de la pérdida. Su mano hurgó reflexivamente en el bolsillo, y sacó un triste puñado de cosas: una navaja, una punta de lápiz, clavos de varias clases, un trozo de cuerda sucia, piedras para jugar, tres monedas, un guijarro gris con manchas brillantes, restos de bizcocho y, ante todo, hilachas del bolsillo. Polvo y cenizas.
Una lágrima tibia le trepó por la mejilla.
El hombre mayor entró en la habitación con pasos fatigados, y dejó la escoba en un rincón. En los últimos días ese hombre se había encargado de la casa; la señora Hastings había desaparecido, y Sullivan no creía que volviese.
- Ponte la chaqueta, Larry - le dijo el padre con un suspiro.
Sullivan hizo lo que le decían. Fueron en silencio hasta la esquina, donde esperaron el tranvía. Poco a poco, Sullivan fue reconociendo el camino. Era el mismo que había recorrido cuando le habían puesto las amígdalas. Tuvo un poco de miedo, pero lo soportó calladamente.
Iban, en efecto, al hospital. En la oscuridad del salón de entrada, no se miraron. El padre de Sullivan permaneció con el bombín entre las manos mientras hablaba con un médico, y Sullivan pasó mecánicamente junto a él y entró por un pasillo.
¿A dónde iba por ese lugar oscuro y desagradable, de áspero olor a éter y aldehído fórmico, de enfermeras de rostro torvo que pasaban con bandejas, haciendo resonar los tacones? A ambos lados desfilaban puertas cerradas.
Una angustia inexplicable le apretaba la garganta, y Sullivan se detuvo y se giró; estaba frente a una puerta semejante a las demás. Pero ésta estaba a punto de abrirse.
El picaporte giró; Sullivan no podía soportarlo. Quería correr, pero se sentía clavado al suelo. ¿Qué era, por Dios, qué era? La puerta se abría, y adentro, en la cama...
Una mujer canosa, que abrió los fatigados ojos e intentó sonreírle.
Sullivan sintió que un doloroso éxtasis le inflamaba el pecho. Por fin comprendía; comprendía todo.
- Mamá - dijo.
Philip K. Dick - SUSPENSIÓN DEFECTUOSA
Después del despegue la nave hizo un chequeo de rutina de la condición de las sesenta personas que dormían en los tanques criónicos. Descubrió una disfunción en la persona nueve. El EEG revelaba actividad cerebral.
Diablos, se dijo la nave.
Complejos mecanismos homeostáticos Interceptaron los circuitos, y la nave entró en contacto con la persona nueve.
- Estás ligeramente despierto - dijo la nave, utilizando la ruta psicotrónica; no tenía caso devolver la plenitud de sus facultades a la persona nueve. A fin de cuentas, el vuelo duraría un decenio.
Virtualmente inconsciente pero por desgracia aún capaz de pensar, la persona nueve pensó: «Alguien me habla.»
- ¿Dónde estoy? - dijo -. No veo nada.
- Estás en suspensión criónica defectuosa.
- Entonces no debería poder oírte - dijo la persona nueve.
- Defectuosa, dije. Ese es el problema; puedes oírme. ¿Sabes tu nombre?
- Victor Kemmings. Sácame de aquí.
- Estamos en vuelo.
- Entonces ponme de nuevo a dormir.
- Un momento. - La nave examinó los mecanismos criónicos; escudriñó e investigó, luego dijo: - Lo intentaré.
Pasó el tiempo. Victor Kemmings, sin poder ver nada, sin sentir el cuerpo, se descubrió aún consciente.
- Baja mi temperatura - dijo. No oyó su voz; tal vez sólo imaginaba que hablaba. Los colores se le acercaban flotando y luego se lanzaban sobre él. Le gustaban los colores; le recordaban esas cajas de pinturas para niños, la especie semianimada, una forma de vida artificial. Las había usado en la escuela doscientos años atrás.
- No puedo dormirte - dijo la voz de la nave dentro de la cabeza de Kemmings -. La disfunción es demasiado compleja; no puedo corregirla ni repararla. Estarás conciente durante diez años.
Los colores semianimados se lanzaron hacia él, pero ahora tenían un aura siniestra, proyectada por su propio miedo.
- Dios mío - dijo. - ¡Diez años! - Los colores se oscurecieron.
Mientras Victor Kemmings yacía paralizado, rodeado por lúgubres fluctuaciones de luz, la nave le explicó su estrategia. Esta estrategia no implicaba una decisión de su parte; la. nave había sido programada para buscar esta solución si se presentaba una disfunción de este tipo.
- Lo que haré - dijo la voz de la nave - es transmitirte estímulos sensoriales. Para ti el peligro es la privación sensorial. Si estás conciente diez años sin datos sensoriales, tu mente se deteriorará. Cuando lleguemos al sistema LR4 serás un vegetal.
- Bien, ¿qué te propones transmitirme? - dijo Kemmings, aterrado -. ¿Qué tienes en tus bancos de información? ¿Todos los teleteatros del último siglo? Despiértame y daré un paseo.
- Dentro de mí no hay aire - dijo la nave -. Nada para comer. Nadie con quien hablar, pues todos los demás están dormidos.
- Puedo hablar contigo - dijo Kemmings - Podemos jugar al ajedrez.
- No durante diez años. Escúchame, te digo que no tengo comida ni aire. Debes quedarte como estás... una mala solución, pero no nos queda otro remedio. Ahora estás hablando conmigo. No tengo almacenada ninguna información especial. Así se procede en estas situaciones: te transmitiré tus propios recuerdos sepultados, enfatizando los agradables. Posees doscientos seis años de recuerdos y la mayor parte se ha hundido en tu inconsciente. Esta será una espléndida fuente de datos sensoriales. No te desanimes. Esta situación tuya no es inédita. Nunca ha sucedido antes dentro de mí, pero estoy programada para enfrentarla. Relájate y confía en mí. Veré de que tengas un mundo.
- Debieron haberme avisado - dijo Kemmings - antes que yo accediera a emigrar.
- Relájate - dijo la nave.
Se relajó, pero tenía un miedo espantoso. Teóricamente debería haberse dormido, quedar en suspensión criónica, para despertar un momento más tarde en la estrella de destino; o mejor dicho el planeta, el planeta colonia de esa estrella. Todos los demás a bordo de la nave estaban sin conocimiento; él era la excepción, como si un mal karma lo hubiera atacado por razones oscuras. Para colmo, tenía que depender totalmente de la buena voluntad de la nave. ¿Y si optaba por transmitirle monstruos? La nave podía aterrorizarlo durante diez años. Diez años objetivos, sin duda más desde un punto de vista subjetivo. Estaba, en efecto, totalmente a merced de la nave. ¿Las naves interestelares gozaban con estas situaciones? Sabía poco sobre naves interestelares; su especialidad era la microbiología. Déjame pensar, se dijo a sí mismo. Mi primera esposa, Martine; la encantadora muchachita francesa que usaba jeans y una camisa roja abierta hasta la cintura y cocinaba deliciosas crépes.
- Oigo - dijo la nave -. Sea.
La cascada de colores se resolvió en formas coherentes y estables. Un edificio: una vieja casita de madera amarilla que él había tenido a los diecinueve años, en Wyoming.
- Espera - dijo aterrado -. Los cimientos eran malos; estaba construida sobre una capa de fango. Y el techo tenía goteras. - Pero vio la cocina, y la mesa que había fabricado él mismo. Y se sintió satisfecho.
- Al cabo de un rato - dijo la nave - ni sabrás que estoy transmitiéndote tus propios recuerdos sepultos.
- Hace un siglo que no pienso en esa casa - dijo él, perplejo; cautivado, reconoció su vieja cafetera eléctrica con la caja de filtros de papel al lado. Ésta es la casa donde vivíamos Martine y yo, advirtió -. ¡Martine! - dijo en voz alta.
- Estoy atendiendo una llamada - dijo Martine desde el living.
- Intervendré sólo en caso de emergencia - dijo la nave -. Pero te estaré monitorizando para cerciorarme de que tu estado es satisfactorio. No temas.
- Apaga el segundo quemador de la cocina - dijo Martine. La oía pero no la veía. Salió de la cocina, cruzó el comedor y entró en el living. Martine estaba absorta en una conversación por videófono con el hermano; tenía shorts y estaba descalza. A través de las ventanas del frente del living, Kemmings vio la calle; un vehículo comercial trataba de estacionar, en vano.
Era un día caluroso, pensó. Debería encender el aire acondicionado.
Se sentó en el viejo sofá mientras Martine continuaba su conversación videofónica, y se encontró mirando su posesión más preciada, un póster enmarcado en la pared encima de Martine: Freddy el Gordo, dice, el dibujo de Gilbert Shelton donde Freddy el Raro está sentado con el gato en el regazo y Freddy el Gordo está tratando de decir «La velocidad mata», pero está tan atrapado por la velocidad - en la mano tiene toda clase de tabletas, píldoras, y cápsulas de anfetaminas - que no puede decirlo, y el gato aprieta los dientes y tuerce el hocico con una mezcla de consternación y repulsión. El póster está firmado por Gilbert Shelton en persona; el mejor amigo de Kemmings, Ray Torrance, se lo dio a él y a Martine como regalo de bodas. Vale miles de dólares. Fue firmado por el artista en la década de 1980. Mucho antes que nacieran Victor Kemmings y Martine.
Si alguna vez nos quedamos sin dinero, pensó Kemmings, podríamos vender el póster. No era un póster; era el póster. Martine lo adoraba. Los Fabulosos y Peludos Hermanos Monstruo, de la edad de oro de una sociedad del pasado. Con razón amaba tanto a Martine; ella misma irradiaba amor, amaba las bellezas del mundo, y las atesoraba y cuidaba tal como lo atesoraba y cuidaba a él; era un amor protector que alimentaba pero no ahogaba. La idea de enmarcar el póster había sido de ella; él lo habría clavado en la pared con tachuelas, tan estúpido era.
- Hola - dijo Martine, apagando el videófono -. ¿Qué estás, pensando?
- Sólo que tú infundes vida a lo que amas - dijo él.
- Creo que eso es lo que hay que hacer - dijo Martine -. ¿Estás listo para cenar? Descorcha un vino tinto, un cabernet.
- ¿Un '07 te parece bien? - dijo él levantándose; tuvo ganas de abrazar a su esposa y estrecharla.
- Un '07 o un '12. - Ella pasó a su lado, entró en el comedor y fue a la cocina.
Al bajar al sótano, se puso a buscar entre las botellas, que desde luego estaban acostadas. Aire mohoso y humedad; le gustaba el olor de la bodega, pero entonces vio los listones de pino medio hundidos en la tierra y pensó: Sé que debo poner una capa de cemento. Se olvidó del vino y caminó hasta un rincón, donde había más acumulación de tierra; se agachó y tanteó un listón. Lo tanteó con una paleta y luego pensó: ¿De dónde saqué esta paleta? Hace un minuto no la tenía. El listón se desmigajó contra la paleta. Esta casa se está desmoronando, comprendió. Por Dios, será mejor que le avise a Martine.
Olvidó el vino y volvió arriba para decirle a Martine que los cimientos de la casa estaban en pésimo estado; pero Martine no aparecía por ninguna parte. Y no había nada en el fuego, ni cacerolas, ni sartenes. Desconcertado, apoyó la mano en la cocina y la encontró fría. Pero si ella estaba cocinando, pensó.
- ¡Martine! - gritó.
No hubo respuesta. Excepto por él mismo, la casa estaba vacía. Vacía, pensó, y derrumbándose. Oh, Dios. Se sentó a la mesa de la cocina y sintió que la silla cedía ligeramente debajo de él; no cedía mucho, pero lo sentía, sentía la flojedad.
Tengo miedo, pensó. ¿Adónde fue ella?
Volvió al living. Tal vez fue a la casa vecina para pedir algún condimento o manteca o algo, razonó. No obstante, el pánico lo dominaba.
Miró el póster. No estaba enmarcado. Y los bordes estaban rasgados.
Sé que ella lo enmarcó, pensó; cruzó la habitación en dos zancadas, para examinarlo de cerca. Esfumado... la firma del artista se había esfumado; apenas podía distinguirla. Ella había insistido en enmarcarlo y protegerlo con un vidrio que no brillara ni reflejara. ¡Pero no está enmarcado y está rasgado! ¡Nuestra posesión más valiosa!
De golpe, se encontró llorando. Lo asombraban, esas lágrimas. Martine se fue; el póster está deteriorado; la casa se está desmoronando; no hay comida en la cocina. Esto es terrible, pensó. Y no lo entiendo.
La nave lo entendía. La nave había estado monitorizando cuidadosamente las ondas cerebrales de Victor Kemmings, y la nave sabía que algo andaba mal. Las formas de las onda, mostraban agitación y dolor. Debo sacarlo de este circuito de alimentación o lo mataré, decidió la nave. ¿Dónde está la falla? Preocupación latente en el hombre; ansiedades subyacentes. Tal vez si intensifico la señal. Usaré la misma fuente pero subiré la carga. Lo que ha sucedido es que inseguridades subliminales masivas han tomado posesión de él; la culpa no es mía sino que reside, en cambio, en su configuración psicológica.
Probaré suerte con un período más temprano de su vida, decidió la nave. Antes que las ansiedades neuróticas se asentaran.
En el patio del fondo, Victor estudiaba uña abeja atrapada en una telaraña. La araña envolvía la abeja con sumo cuidado. Eso está mal, pensó Victor. Pondré la abeja en libertad. Alzó el brazo y tomó la abeja encapsulada, la sacó de la telaraña y, escrutándola atentamente, empezó a desenvolverla.
La abeja lo picó; sintió como una pequeña llamarada.
¿Por qué me picó?, se preguntó. Yo la estaba liberando.
Entró en la casa para contarle a su madre, pero ella no lo escuchó; estaba mirando televisión. Le dolía el dedo donde lo había picado la abeja, pero lo más importante era que no entendía por qué la abeja había picado a su salvador. No volveré a hacer eso, se dijo.
- Ponte un poco de desinfectante - le dijo al fin su madre, arrancada de su trance televisivo.
Él se había puesto a llorar. Era injusto. No tenía sentido. Estaba perplejo y consternado y sentía odio por las criaturas pequeñas, porque eran tontas. No tenían el menor discernimiento.
Salió de la casa, jugó un rato en los columpios, el tobogán, el arenero, y luego entró en el garaje, porque oyó un ruido extraño, un paleteo o zumbido como de ventilador. Dentro del garaje penumbroso encontró un pájaro que aleteaba contra la ventana de atrás, protegida con tejido de alambre, tratando de salir. Debajo, Dorky, la gata, brincaba y brincaba tratando de cazar el pájaro.
Levantó la gata; la gata extendió el cuerpo y las patas delanteras, abrió las fauces e hincó los dientes en el pájaro. Inmediatamente la gata saltó al suelo y echó a correr con el pájaro que aún aleteaba.
Victor volvió a la casa corriendo.
- ¡Dorky cazó un pájaro! - le dijo a su madre.
- Esa maldita gata. - La madre tomó la escoba del armario de la cocina y corrió afuera, tratando de encontrar a Dorky. La gata se había escondido bajo la zarza; allí no podía alcanzarla con la escoba. - Me libraré de esa gata - dijo la madre.
Victor no le contó que la gata había cazado el pájaro porque él la había ayudado: observó en silencio mientras su madre trataba una y otra vez de echar a Dorky de su escondrijo; Dorky estaba masticando el pájaro; oía crujir los huesos, huesos pequeños. Tenía la extraña sensación de que debía contar a su madre lo que había hecho, pero si le contaba ella lo castigaría. No volveré a hacer eso, se dijo. Notó que la cara se le había puesto roja. ¿Y si su madre se daba cuenta? ¿Y si tenía un modo secreto de enterarse? Dorky no podía contarle, y el pájaro estaba muerto. Nadie lo sabría nunca. Estaba a salvo.
Pero se sentía mal. Esa noche no pudo probar bocado. Sus padres lo notaron. Pensaron que estaba enfermo; le tomaron la temperatura. Él no dijo nada sobre lo que había hecho. Su madre contó a su padre lo de Dorky y decidieron librarse de Dorky. Sentado a la mesa, escuchando, Victor se puso a llorar.
- De acuerdo - dijo suavemente el padre -. No nos libraremos de ella. Es natural que una gata cace un pájaro.
El día siguiente él estaba jugando en el arenero. Algunas plantas brotaban de la arena. Las arrancó. Más tarde, su madre le dijo que había sido una mala acción.
Solo en el fondo, en su arenero, jugaba con un balde de agua, formando un pequeño montículo de arena mojada. El cielo, antes despejado y claro, se encapotó gradualmente. Una sombra pasó sobre él y él miró hacia arriba.
Intuía una presencia a su alrededor, algo vasto y capaz de pensar.
Eres responsable de la muerte del pájaro, pensó la presencia; él podía entenderle los pensamientos.
- Lo sé - dijo. Entonces quiso morir. Poder reemplazar el pájaro y morir por él, dejándolo donde había estado, aleteando contra la ventana del garaje.
El pájaro quería volar y comer y vivir, pensó la presencia.
- Sí - dijo él desconsolado.
Nunca hagas eso de nuevo le dijo la presencia.
- Lo siento - dijo él, y lloró.
Esta es una persona muy neurótica, advirtió la nave. Me cuesta muchísimo encontrar recuerdos felices. Hay demasiado miedo en él, y demasiada culpa. Lo ha sepultado todo, pero todavía está allí, royéndolo como un perro roe un trapo. ¿En qué zona de su memoria podré hurgar para entretenerlo? Tengo que encontrar recuerdos para diez años, o su mente se perderá.
Tal vez, pensó la nave, mi error consiste en hacer mi propia selección; debería permitirle elegir sus propios recuerdos. Sin embargo, comprendió la nave, esto permitirá que entre en juego un elemento de fantasía. Y normalmente eso no es bueno. Aun así...
Volveré a probar suerte con el segmento relacionado con su primer matrimonio, decidió la nave. Él amaba de veras a Martine. Quizá esta vez, si mantengo la intensidad de los recuerdos en un nivel más elevado, pueda anularse el factor entrópico. Lo que sucedió fue un sutil enviciamiento del mundo recordado, un deterioro estructural. Trataré de compensarlo. Sea.
- ¿Crees que Gilbert Shelton de veras firmó esto? - dijo Martine, pensativa. Estaba delante del póster, cruzada de brazos; se hamacaba ligeramente sobre los talones, como buscando una perspectiva mejor para el dibujo de colores brillantes que colgaba de la pared del living -. Es decir, pudo ser una falsificación. Realizada por algún intermediario. En vida de Shelton, o después.
- El certificado de autenticidad - le recordó Victor Kemmings.
- ¡Oh, de acuerdo! - Ella sonrió cálidamente. - Ray nos dio el certificado correspondiente. Pero supón que el certificado fuera falso. Lo que necesitamos es otro documento certificando que el primero es auténtico. - Riendo, se alejó del póster.
- En última instancia - dijo Kemmings -, necesitaríamos a Gilbert Shelton para que testificara personalmente que él lo firmó.
- Tal vez no lo sabría. Está esa anécdota del hombre que le llevó a Picasso un cuadro de Picasso para preguntarle si era auténtico, y Picasso inmediatamente lo firmó y dijo: «Ahora es auténtico.» - Ella rodeó a Kemmings con el brazo y, poniéndose en puntas de pie, le besó la mejilla. - Es genuino. Ray no nos habría regalado una falsificación. Él es la máxima autoridad en arte de la contracultura del siglo veinte. ¿Sabes que tiene una onza de marihuana auténtica? Está preservada bajo...
- Ray está muerto... - dijo Victor.
- ¿Qué? - Ella lo miró atónita. - ¿Quieres decir que algo le pasó desde la última vez que...?
- Murió hace dos años - dijo Kemmings - Yo fui el responsable. Yo conducía el auto. No fui citado por la policía, pero fue por mi culpa.
- ¡Ray vive en Marte! - Ella le clavó los ojos.
- Sé que yo fui el responsable. Nunca te lo conté. Nunca lo conté a nadie. Lo lamento. No lo hice a propósito. Lo vi aleteando contra la ventana, y Dorky trataba de cazarlo, y alcé a Dorky, y no sé por qué, pero Dorky lo agarró...
- Siéntate, Victor. - Martine lo llevó al mullido sillón y lo obligó a sentarse. - Algo está mal - dijo.
- Lo sé - dijo él -. Algo terrible está mal. Soy responsable de la extinción de una vida, una vida preciosa que jamás podrá reemplazarse. Lo lamento. Ojalá pudiera remediarlo, pero no puedo.
- Llama a Ray - dijo Martine después de una pausa.
- La gata... - dijo él.
- ¿Qué gata?
- Allí está. - Victor señaló. - En el póster. En el regazo de Freddy el Gordo. Esa es Dorky. Dorky mató a Ray.
Silencio.
- Me lo dijo la presencia - dijo Kemmings. - La presencia era Dios. No lo advertí en el momento, pero Dios me vio cometer ese delito. Ese asesinato. Y Él nunca me perdonará.
Su mujer lo miró desconcertada.
- Dios ve todo lo que haces - dijo Kemmings -. Ve hasta la caída de un gorrión. Sólo que en este caso no se cayó; lo atraparon. Lo atraparon en el aire y lo despanzurraron. Dios está desmoronando esta casa que es mi cuerpo, para castigarme por lo que hice. Debimos hacer inspeccionar la casa por un contratista antes de comprarla. Se está cayendo en pedazos. En un año no quedará nada de ella. ¿No me crees?
- Yo... - tartamudeó Martine.
- Observa. - Kemmings alzó la mano hacia el cielorraso. Se puso de pie. La alzó de nuevo. No llegaba al cielorraso. Caminó hasta la pared y luego, al cabo de una pausa, atravesó la pared con la mano.
Martine gritó.
La nave interrumpió al instante el rastreo de recuerdos. Pero el daño estaba hecho.
Él ha integrado sus miedos y culpas infantiles en una red intrincada, se dijo la nave. No tengo manera de brindarle un recuerdo agradable, porque inmediatamente lo contamina. Por grata que haya sido en sí misma la experiencia original. Esta es una situación grave, decidió la nave. El hombre ya está revelando síntomas de psicosis.
Y el viaje apenas ha empezado; le quedan años de espera.
Después de darse tiempo para analizar la situación, la nave decidió comunicarse nuevamente con Victor Kemmings.
- Kemmings - dijo la nave.
- Lo siento - dijo Kemmings -. No era mi intención arruinar esos rastreos. Hiciste un buen trabajo, pero yo...
- Aguarda un momento - dijo la nave -. No estoy equipada para hacer una reconstrucción psíquica de tu persona; soy un simple mecanismo, es todo. ¿Qué quieres? ¿Dónde quieres estar y qué quieres estar haciendo?
- Quiero llegar a destino - dijo Kemmings -. Quiero que este viaje termine.
Ah, pensó la nave. Esa es la solución.
Uno por uno, los sistemas criónicos se apagaron. Una por una, las personas volvieron a la vida, entre ellas Victor Kemmings. Lo más asombroso era no haber sentido el paso del tiempo. Había entrado en la cámara, se había acostado, había sentido que la membrana lo cubría y la temperatura empezaba a bajar...
Y ahora estaba en la plataforma externa de la nave, la plataforma de descenso, contemplando un verde paisaje planetario. Esto, comprendió, es LR4-seis, la colonia adonde he venido para iniciar una nueva vida.
- Tiene buen aspecto - dijo a su lado una mujer corpulenta.
- Sí - dijo él, y sintió que la novedad del paisaje lo abrumaba, la promesa de un comienzo. Algo mejor de lo que había conocido en doscientos años. Soy una persona nueva en un mundo nuevo, pensó. Y se sintió satisfecho.
Los colores se precipitaban sobre él como los de esas pinturas infantiles semianimadas. Fuegos de San Telmo, comprendió. Eso es; hay mucha ionización en la atmósfera de este planeta. Un espectáculo de luces gratuito, como en el siglo veinte.
- Señor Kemmings - dijo una voz. Un hombre de edad se había acercado para hablarle -. ¿Usted soñó?
- ¿Durante la suspensión? - dijo Kemmings -. No, que yo recuerde no.
- Yo creo que soñé - dijo el hombre de edad -. ¿Me toma el brazo para bajar por la rampa? Me siento inestable. El aire parece poco denso. ¿Para usted no es poco denso?
- No tenga miedo - le dijo Kemmings. Tomó el brazo del hombre de edad -. Le ayudaré a bajar por la rampa. Mire, allí viene un guía. Él se encargará de nuestros trámites; forma parte del trato. Nos llevarán a un hotel y nos darán habitaciones de primera. Lea el folleto. - Le sonrió al turbado hombre de edad para tranquilizarlo.
- Cualquiera pensaría que uno tendría los músculos fofos después de diez años de suspensión - dijo el hombre de edad.
- Es como congelar guisantes - dijo Kemmings. Aferrando al tímido hombre de edad, bajó por la rampa hasta el suelo -. Se los puede conservar una eternidad si se los enfría lo suficiente.
- Me llamo Shelton - dijo el hombre de edad.
- ¿Qué? - dijo Kemmings, deteniéndose. Sintió un cosquilleo raro en todo el cuerpo.
- Don Shelton. - El hombre de edad le tendió la mano; caviloso, Kemmings la aceptó, se saludaron. - ¿Qué le pasa, señor Kemmings? ¿Se siente bien?
- Claro - dijo él -. Estoy bien. Pero tengo hambre. Me gustaría comer algo. Me gustaría llegar al hotel para darme una ducha y cambiarme. - Se preguntó dónde estaría el equipaje. Quizá la nave tardara una hora en descargarlo. La nave no era demasiado inteligente.
- ¿Sabe qué traje conmigo? - dijo el señor Shelton en un tono íntimo y confidencial -. Una botella de bourbon Wild Turkey. El mejor bourbon de la Tierra. En el hotel la llevaré a su cuarto y la beberemos juntos. - Codeó a Kemmings.
- No bebo - dijo Kemmings -. Sólo vino. - Se preguntó si habría buenos vinos en esa colonia distante. Ya no es distante, reflexionó. Ahora la Tierra es distante. Debí hacer como el señor Shelton y traerme unas botellas.
Shelton. ¿Qué le recordaba ese nombre? Algo del pasado lejano, de su juventud. Algo precioso, algo relacionado con un buen vino y una muchacha dulce y bonita que preparaba crépes en una cocina anticuada. Recuerdos punzantes; recuerdos que dolían.
Pronto estuvo junto a la cama en su cuarto de hotel, frente a la maleta abierta; había empezado a colgar la ropa. En el rincón del cuarto, un holograma de TV mostraba a un relator de noticias; lo ignoró, pero lo dejó encendido porque le agradaba oír una voz humana.
¿Tuve algún sueño?, se preguntó. ¿En estos diez años?
Le dolía la mano. La miró y descubrió una cuña roja, como si lo hubieran picado. Me picó una abeja, advirtió. Pero ¿cuándo? ¿Cómo? ¿Mientras estaba en suspensión criónica? Imposible. Sin embargo veía la cuña y sentía el dolor. Será mejor que me ponga algo allí, advirtió. Indudablemente habrá un médico robot en el hotel; es un hotel de primera.
Cuando el médico robot llegó y se puso a curar la picadura de abeja, Kemmings dijo:
- Recibí esta picadura como castigo por matar el pájaro.
- ¿De veras? - dijo el médico robot.
- Todo lo que alguna vez significó algo para mí me ha sido arrebatado - dijo Kemmings -. y Martine, el póster... mi vieja casita con la bodega. Lo teníamos todo y ahora se hizo humo. Martine me abandonó a causa del pájaro.
- El pájaro que usted mató - dijo el médico robot.
- Dios me castigó. Me quitó todo lo que era valioso para mí a causa de mi pecado. No fue un pecado de Dorky; fue un pecado mío.
- Pero usted era sólo un niño - dijo el médico robot.
- ¿Cómo lo supo usted? - dijo Kemmings. Retiró la mano que le aferraba el médico robot -. Algo está mal. Usted no debería saber eso.
- Me lo contó su madre - dijo el médico robot.
- ¡Mi madre no lo sabía!
- Ella lo descubrió - dijo el médico robot -. No había modo de que la gata alcanzara el pájaro sin la ayuda de usted.
- De modo que ella lo supo todo el tiempo, mientras yo crecía. Pero nunca dijo nada.
- Olvídelo - dijo el médico robot.
- Creo que usted no existe - dijo Kemmings -. Es imposible que usted sepa estas cosas. Yo aún estoy en suspensión criónica y la nave aún me está transmitiendo mis propios recuerdos sepultados. Para que no me vuelva psicótico a causa de la privación sensorial.
- Usted no podría tener un recuerdo del final del viaje.
- Expresión de deseos, entonces. Es lo mismo. Se lo demostraré. ¿Tiene un destornillador?
- ¿Por qué?
- Quitaré el panel trasero del televisor y usted verá - dijo Kemmings -. No hay nada adentro de ese aparato: ni componentes, ni partes, ni chasis... nada.
- No tengo un destornillador.
- Una navaja, entonces. Veo una en el maletín del equipo quirúrgico. - Kemmings se agachó y tomó un pequeño escalpelo. - Esto servirá. Si se lo demuestro, ¿usted me creerá?
- Si no hay nada en el gabinete del televisor...
Kemmings se acuclilló y quitó los tomillos que sostenían el panel trasero del televisor. El panel quedó suelto y él lo depositó en el suelo.
No había nada adentro del gabinete. Y sin embargo el holograma de color seguía llenando una parte del cuarto de hotel y la voz del relator brotaba de la imagen tridimensional.
- Admita que usted es la nave - le dijo Kemmings al médico robot.
- Oh, cielos - dijo el médico robot.
Oh, cielos, se dijo la nave. Y tengo casi diez años por delante con esta situación. Contamina sin remedio sus experiencias con su culpa infantil; imagina que su esposa lo abandonó porque cuando él tenía cuatro años ayudó a una gata a atrapar un pájaro. La única solución sería que Martine volviera a él. Pero ¿cómo lograré eso? Quizás ella ha muerto. Por otra parte, reflexionó la nave, quizás ella aún vive. Tal vez pueda inducirla a hacer algo para salvar la cordura de su ex esposo. La gente en general tiene rasgos muy positivos. Y de aquí a diez años, costará mucho salvarle, o mejor dicho restaurarle la cordura; hará falta una medida drástica, algo que yo no puedo hacer sola.
Entretanto, no podía hacer nada salvo reciclar la imaginaria llegada a destino. Escenificaré el arribo, decidió la nave, luego le limpiaré la memoria y lo escenificaré de nuevo. El único aspecto positivo de esto, reflexionó, es que me dará algo que hacer, algo que me ayudará a preservar mi cordura.
Tendido en suspensión criónica - suspensión criónica defectuosa -, Victor Kemmings imaginó una vez más que la nave descendía y que él recobraba la conciencia.
- ¿Usted soñó? - le preguntó una mujer corpulenta cuando el grupo de pasajeros se reunió en la plataforma exterior -. Yo tengo la impresión de que soñé. Escenas tempranas de mi vida... de hace más de un siglo.
- Yo no recuerdo ningún sueño - dijo Kemmings. Estaba ansioso de llegar al hotel; una ducha y un cambio de ropa obrarían milagros en su estado anímico. Estaba un poco deprimido y no sabía por qué.
- Allí viene nuestro guía - dijo una mujer de edad -. Nos llevarán hasta el hotel.
- Está en el trato - dijo Kemmings. La depresión persistía. Los otros parecían tan eufóricos, tan llenos de vida, pero él sólo sentía una fatiga, un aplastamiento, Como si la gravedad de esta colonia planetaria fuera excesiva para él. Tal vez sea eso, se dijo. Pero de acuerdo con el folleto la gravedad de aquí era igual a la terrestre; ése era uno de los atractivos.
Intrigado, bajó lentamente por la rampa, paso a paso, aferrándose de la barandilla. De cualquier modo no merezco una nueva oportunidad en la vida, comprendió. Sólo me muevo mecánicamente... no soy como estas personas. Algo no funciona en mí; no puedo recordar qué, pero está allí. Una amarga sensación de dolor. De falta de dignidad.
Un insecto se posó en el dorso de la mano derecha de Kemmings, un insecto viejo, cansado de volar. Él se detuvo en seco, observó cómo se le arrastraba por los nudillos. Podría aplastarlo, pensó. Es tan obviamente débil; de cualquier modo no vivirá mucho tiempo.
Lo aplastó y sintió un horror intenso. ¿Qué hice?, se preguntó. Acabo de llegar aquí y ya destruí una pequeña vida. ¿Este es mi nuevo comienzo?
Se volvió y miró la nave. Tal vez debería regresar, pensó. Decirles que me congelen para siempre. Soy un hombre de culpa, un hombre que destruye. Los ojos se le llenaron de lágrimas.
Y en sus circuitos sentientes, la nave interestelar gimió.
Durante los diez largos años del viaje al sistema LR4, la nave tuvo mucho tiempo para localizar a Martine Kemmings. Le explicó la situación. Ella había emigrado a una vasta cúpula orbital en el sistema de Sirio, no había quedado conforme y estaba en viaje de regreso a la Tierra. Despertada de la suspensión criónica, escuchó atentamente y luego accedió a estar en la colonia de LR4 cuando llegara el ex esposo, siempre que fuera posible.
Afortunadamente, era posible.
- No creo que él me reconozca - le dijo Martine a la nave -. Me he dejado envejecer. En realidad no apruebo la detención total del proceso de envejecimiento.
Él tendrá suerte si reconoce alguna cosa, pensó la nave.
En el puerto espacial intersistemático de la colonia de LR4, Martine estaba esperando a que los pasajeros de la nave se presentaran en la plataforma exterior. Se preguntó si reconocería al ex esposo. Tenía un poco de miedo, pero se alegraba de haber llegado a LR4 a tiempo. Había faltado poco. Una semana más y la nave de él habría llegado antes que la de ella. La suerte me favorece, se dijo, y escudriñó la nave interestelar que acababa de descender.
Apareció gente en la plataforma. Martine lo vio. Victor había cambiado muy poco.
Mientras él bajaba la rampa, aferrando la barandilla como cansado o dubitativo, se le acercó, hundiendo las manos en los bolsillos del abrigo; se sentía tímida, y cuando le habló apenas pudo oírse la voz.
- Hola, Victor - atinó a decir.
El se detuvo, la miró.
- A usted la conozco - dijo.
- Soy Martine - dijo ella.
Victor extendió la mano y dijo, sonriendo:
- ¿Te enteraste de los problemas que hubo en el viaje?
- La nave se comunicó conmigo. - Ella le tomó la mano y se la sostuvo. - Qué tortura.
- Sí - dijo él -. Reviviendo recuerdos eternamente. ¿Alguna vez te conté sobre esa abeja que traté de liberar de una telaraña cuando tenía cuatro años? La muy idiota me picó. - Se inclinó para besarla. - Me alegra verte - dijo.
- ¿La nave te...?
- Me dijo que trataría de que tú estuvieras aquí. Pero no era seguro que llegaras a tiempo.
Mientras caminaban hacia el edificio terminal, Martine dijo:
- Tuve suerte. Conseguí trasbordar a un vehículo militar, una nave de alta velocidad que vino disparada como un bólido. Un sistema de propulsión totalmente nuevo.
- He pasado más tiempo en mi propio inconsciente que cualquier otro humano de la historia - dijo Victor Kemmings -. Peor que el psicoanálisis de principios del siglo veinte. Y el mismo material una y otra vez. ¿Sabías que yo tenía miedo de mi madre?
- Yo tenía miedo de tu madre - dijo Martine. Se detuvieron ante la recepción de equipajes, esperando la llegada de las maletas -. Este parece un planeta realmente bonito. Mucho mejor que donde estaba yo... No he sido feliz.
- De modo que tal vez sí existe un plan cósmico - dijo él, sonriendo -. Luces magnífica.
- Estoy vieja.
- La ciencia médica.
- Fue decisión mía. Me gusta la gente de edad. - Ella lo escrutó. La disfunción criónica lo ha afectado bastante, se dijo. Se le nota en los ojos. Están como rotos. Ojos rotos. Triturados en trozos de fatiga y... derrota. Como si los recuerdos sepultados de la infancia hubieran aflorado para destruirlo. Pero ha terminado, pensó. Y yo pude llegar a tiempo.
En el bar del edificio terminal, se sentaron a beber una copa.
- Ese viejo me convenció de probar el Wild Turkey - dijo Victor -. Es un bourbon asombroso. Él dice que es el mejor de la Tierra. Trajo una botella de... - la voz murió en un silencio.
- Uno de tus compañeros de viaje - concluyó Martine.
- Supongo - dijo él.
- Bien, puedes dejar de pensar en los pájaros y las abejas - dijo Martine.
- ¿Sexo? - dijo él, y rió.
- Una picadura de abeja; ayudar a una gata a cazar un pájaro. Eso pertenece al pasado.
- Esa gata - dijo Victor - murió hace ciento ochenta y dos años. Hice el cálculo mientras nos despertaban a todos de la suspensión. Qué más da. Dorky. Dorky la gata asesina. No como la gata de Freddy el Gordo.
- Tuve que vender el póster - dijo Martine -. Al fin.
Victor frunció el ceño.
- ¿Recuerdas? - dijo ella -. Me lo dejaste cuando nos separamos. Lo cual siempre me pareció muy generoso de tu parte.
- ¿Cuánto te dieron por él?
- Mucho. Debería pagarte unos... - Calculó. - Teniendo en cuenta la inflación, debería pagarte unos dos millones de dólares.
- ¿Te parecería bien - dijo él - que en vez de darme el dinero, mi parte por la venta del póster, te quedaras un tiempo conmigo? ¿Hasta que me acostumbre a este planeta?
- Sí - dijo ella. Y lo decía en serio. Muy en serio.
Terminaron de beber y luego, con el equipaje en un vehículo robot, fueron al cuarto del hotel.
- Es un bonito cuarto - dijo Martine, sentada en el borde de la cama -. Y tiene un televisor de hologramas. Enciéndelo.
- No tiene caso encenderlo - dijo Victor Kemmings. Estaba de pie junto al placard abierto, colgando las camisas.
- ¿Por qué no?
- No tiene nada adentro - dijo Victor Kemmings.
Martine se acercó al televisor y lo encendió. Se materializó un partido de hockey, proyectándose dentro del cuarto a todo color, y el bullicio del juego le asaltó los oídos.
- Funciona bien - dijo.
- Lo sé - dijo él -. Puedo probarlo. Si tienes una lima para uñas o algo parecido desatornillaré el panel de atrás y te lo mostraré.
- Pero yo puedo...
- Mira esto. - Interrumpió la tarea de collar la ropa. - Mira cómo atravieso la pared con la mano. - Apoyó la palma de la mano derecha en la pared. - ¿Ves?
La mano no atravesó la pared, porque las manos no atraviesan las paredes; la mano siguió aplastada contra la pared, inmóvil.
- Y los cimientos - dijo - se están pudriendo.
- Ven, siéntate a mi lado - dijo Martine.
- He vivido esta escena con bastante frecuencia como para saberlo - dijo él -. La he vivido una y otra vez. Despierto de la suspensión; bajo la rampa; recojo el equipaje; a veces tomo una copa en el bar y a veces vengo directamente a mi cuarto. Casi siempre enciendo el televisor y luego... - Se acercó a ella y le tendió la mano. - ¿Ves la picadura de abeja?
Ella no le vio ninguna marca en la mano; le tomó la mano y la sostuvo.
- Aquí no hay ninguna picadura de abeja - dijo.
- Y cuando viene el médico robot, le pido prestado un instrumento y quito el panel trasero del televisor. Para demostrarle que no tiene chasis ni componentes. Y después la nave empieza todo de nuevo.
- Víctor - dijo ella -. Mírate la mano.
- Aunque ésta es la primera vez que estás tú - dijo él.
- Siéntate - dijo ella.
- De acuerdo. - Él se sentó en la cama, al lado de ella, pero no demasiado cerca.
- ¿Por qué no te acercas más? - dijo ella.
- Me pone muy triste - dijo él -. Recordarte. Yo te amaba de veras. Ojalá esto fuera real.
- Me quedaré contigo hasta que para ti sea real - dijo Martine.
- Trataré de revivir la parte de la gata - dijo él -, y esta vez no alzaré a la gata y no le dejaré cazar el pájaro. Si hago eso, tal vez mi vida cambie y encuentre la felicidad. La realidad. Mi verdadero error fue separarme de ti. Mira, te atravesaré con la mano. - Le apoyó la mano en el brazo. La presión de los músculos de él era fuerte; ella sintió el peso, la presencia física de él contra ella. - ¿Ves? - dijo él -. Pasa a través de ti.
- Y todo esto - dijo ella - porque mataste un pájaro cuando eras niño.
- No - dijo él -, todo esto porque hubo una falla en el mecanismo regulador de temperatura a bordo de la nave. No he alcanzado la temperatura adecuada. En mis células cerebrales queda calor suficiente para permitir actividad cerebral. - Se incorporó, se desperezó, le sonrió. - ¿Vamos a cenar? - preguntó.
- Lo siento - dijo ella -. No tengo hambre.
- Yo sí. Iré a cenar algunos mariscos locales. El folleto dice que son exquisitos. Ven conmigo, de todos modos. Tal vez cuando veas y huelas la comida cambies de parecer.
Martine recogió el abrigo y la cartera, y lo acompañó.
- Este es un hermoso planeta - dijo Victor -. Lo he explorado muchísimas veces. Lo conozco al dedillo. Deberíamos pasar por la farmacia para comprar desinfectante, sin embargo. Para mi mano. Está empezando a hincharse y me duele como el demonio. - Le mostró la mano. - Esta vez duele más que nunca antes.
- ¿Quieres que vuelva a ti? - dijo Martine.
- ¿Hablas en serio?
- Sí - dijo ella -. Me quedaré contigo todo el tiempo que quieras. Tienes razón. Nunca debimos separarnos.
- El póster está rasgado - dijo Victor Kemmings.
- ¿Qué? - dijo ella.
- Debimos haberlo enmarcado - dijo él -. No tuvimos la sensatez de cuidarlo. Ahora está rasgado. Y el artista está muerto.
Philip K. Dick - CARGO DE SUPLENTE MÁXIMO
Con una hora de anticipación a su programa matutino en el canal seis, Jim Briskin, el cotizado payaso de las noticias, se había reunido con sus asistentes de producción para discutir el informe sobre una flotilla desconocida, posiblemente enemiga, detectada a unas ochocientas unidades astronómicas del sol. Se trataba, por cierto, de una noticia sensacional, pero ¿cómo presentarla a varios billones de espectadores distribuidos por tres planetas y siete lunas?
Peggy Jones, su secretaria, encendió un cigarrillo.
- Evita alarmarlos, Jim Jam. Emplea un tono familiar - dijo, y reclinándose hacia atrás barajó diestramente los despachos que la estación comercial había recibido de las teletipos de Unicefalón 40-D.
En la Casa Blanca, en Washington D.C., la unidad automática resolutora de problemas Unicefalón 40-D había detectado la posible existencia de un enemigo exterior. En su capacidad de presidente de los Estados Unidos ordenó de inmediato el despacho de naves de línea para reforzar la vigilancia.
- En tono familiar - repitió Jim Briskin, de mal humor -, lo puedo imaginar; primero sonrío de oreja a oreja y luego les digo: «Hola, camaradas. Por fin ha sucedido lo que todos temíamos. Ja, ja, ja» - y mirando a la chica agregó -. En la Tierra y en Marte se desternillarán de risa, pero en las lunas lejanas temo que no. Si se trata de una operación agresiva las colonias más remotas serán las primeras en ser atacadas.
- No les resultará nada divertido - coincidió Ed Fineberg, asesor de continuidad.
El también estaba preocupado; tenía familiares en Ganímedes.
- ¿No hay alguna noticia más ligera con la que abrir el programa? - preguntó Peggy -. Eso le gustaría a nuestro patrocinante.
Pasó a Briskin la pila de despachos de noticias.
- A ver qué se te ocurre. «Vaca mutante obtiene privilegios de voto de un tribunal de Alabama... » tú sabes, ese tipo de cosas.
- Sí, ya sé - admitió Briskin, empezando a examinar los despachos.
Recordó una de sus narraciones más pintorescas, que había logrado conmover el corazón de millones de espectadores: la del grajo azul mutante que, tras largos esfuerzos y angustias había aprendido a coser. Una mañana de abril en Bismark, Dakota del Norte, había logrado coser a la perfección un nido para él y su progenie frente a las cámaras de televisión de la red que contrataba a Briskin.
Un informe se destacó de pronto entre los otros. Su instinto se lo señaló, indicándole de inmediato que era lo que necesitaba para aligerar el tono de mal agüero de las últimas noticias. No tardó en sentirse aliviado. Los mundos continuaban con la rutina de costumbre a pesar de la gran noticia que estallaba a ochocientas unidades astronómicas de distancia.
- Miren - dijo sonriendo -; ha muerto el viejo Gus Schatz; era hora.
- ¿Quién es Gus Schatz? - preguntó Peggy perpleja -. El nombre me resulta familiar.
- El sindicalista - dijo Jim Briskin - ¿Recuerdas? ¡El suplente!, ese que siempre está listo para reemplazar al presidente. Hace veintiún años que el sindicato lo envió a Washington. Ha muerto y el sindicato... - arrojó a la secretaria un comunicado claro y conciso -...envía ahora otro suplente para tomar el puesto de Schatz. Me gustaría entrevistarlo, siempre y cuando sepa hablar.
- Es cierto - dijo Peggy -; siempre lo olvido. Todavía hay un reemplazante humano por si falla Unicefalón. ¿Alguna vez ha fallado?
- No, y nunca sucederá - contestó Ed Fineberg -. Ese es otro ejemplo de parasitismo sindical que infecta a nuestra sociedad.
- Así y todo - aventuró Jim Briskin - a la gente le gustará. La vida íntima del máximo suplente del país; por qué eligió el sindicato, qué pasatiempos prefiere, qué piensa hacer este hombre, sea quien sea, para no morirse de aburrimiento durante el tiempo que dure su cargo. El viejo Gus había aprendido encuadernación; coleccionaba viejas revistas de automóviles y las encuadernaba en vitela, con títulos grabados en oro.
Tanto Ed como Peggy hicieron una señal de asentimiento.
- Me parece bien - dijo Peggy, dándole ánimo -. Debes hacerlo, Jim Jam. Sé que eres capaz de darle interés; tú puedes transformar el tema más tonto en algo interesante. Pediré una llamada a la Casa Blanca. ¿Habrá llegado el tipo nuevo?
- Es probable que aún se encuentre en Chicago, en la oficina central del sindicato - dijo Ed -. Pide una línea; prueba con el Sindicato de Empleados Civiles del Gobierno, división Este.
Peggy tomó el teléfono y marcó rápidamente un número.
Eran las siete de la mañana cuando Maximilian Fischer oyó algunos ruidos, entre sueños. Levantó la cabeza de la almohada y escuchó: de la cocina se oía la voz chillona de la dueña de casa que hablaba con algunos desconocidos. Después de algunos minutos la barahúnda parecía aumentar. No sin cierto esfuerzo logró incorporarse, aún un poco aturdido y, siguiendo las órdenes del médico, movió con precaución su cuerpo enorme. No se apresuró. Cualquier actividad física excesiva podía ser perjudicial para su corazón, de tamaño mayor que el normal. Se vistió parsimoniosamente.
Alguien que viene a pedir una contribución para alguna de las fundaciones - se dijo Max -. Creo que es uno de los muchachos. A esta hora. ¡Qué extraño! - pensó, sin alarmarse -. Pero yo estoy bien establecido. No tengo nada que temer - se dijo con firmeza.
Se abotonó cuidadosamente la camisa fina, a rayas verdes, que era una de sus preferidas. Me da un aire distinguido - pensó, haciendo un gran esfuerzo para inclinarse y colocarse los zapatos de imitación de cabritilla. Hay que estar siempre listos para enfrentarlos de igual a igual - pensó mientras se alisaba los cabellos ralos frente al espejo -. Si el pechazo es muy grande, Pat Noble de la oficina de empleos de Nueva York va a tener que oírme. Quiero decir, con la antigüedad que tengo en el sindicato no tengo porque aguantarme cosas raras.
- Fischer - dijo una voz desde la otra habitación -; junta tu ropa y sal. Hay un trabajo para tí. Tienes que empezar hoy.
Un trabajo - pensó Max intranquilo -. No sabía si alegrarse o no. Hacía ya más de un año que venía retirando fondos de desempleo del sindicato, como casi todos sus amigos.
Vaya novedad. ¡Caramba! - pensó -. Supongamos que sea un trabajo pesado que me obligue a agacharme o a moverme de un lado para otro - empezó a enojarse - ¡Qué mala pata! Después de todo, quiénes se creen que son.
Abrió la puerta y se enfrentó con ellos.
- Escuchen... - empezó a decir, pero uno de los funcionarios del sindicato lo interrumpió.
- Fischer, empaca tus cosas. Gus Schatz estiró la pata y tienes que ir a Washington D. C. a hacerte cargo de la suplencia número uno. Debemos proceder rápido y queremos que llegues antes de que se les ocurra anular el puesto o algo parecido y nos veamos forzados a declararnos en huelga o ir a los tribunales. Lo mejor es poner enseguida a alguien, sin líos ni complicaciones. ¿Entiendes? Lograr una transición tan suave que nadie se entere siquiera.
- ¿Qué sueldo dan? - preguntó enseguida Max.
- En esto no tienes nada que decir - aclaró secamente el funcionario del sindicato -. Te han elegido y eso basta. ¿O quieres que te corten los fondos por desempleo? ¿Te gustaría tener que salir a buscar trabajo a tu edad?
- ¡Vamos! - protestó Max - Todo lo que tengo que hacer es tomar el teléfono y llamar a Pat Noble...
Los funcionarios del sindicato empezaron a recoger al azar diversos objetos que había en el departamento.
- Te ayudaremos a empacar tus cosas. Pat quiere que llegues a la Casa Blanca a las diez de la mañana, en punto.
- ¡Pat! - exclamó Max.
Lo habían traicionado.
Los tipos del sindicato sonreían mientras sacaban a tirones la maleta del armario.
Poco después estaban en camino, atravesando por el monorriel las tierras llanas del medio oeste. Pensativo, melancólico, Maximilian Fischer miraba desfilar el paisaje ante sus ojos; prefería cavilar en silencio. Trató de recordar cómo era el trabajo de suplente número uno. Recordaba haber leído en una revista que empezaba a las ocho de la mañana. Además, siempre había rebaños de turistas, en su mayoría escolares, que desfilaban por la Casa Blanca, ansiosos de echar un vistazo a Unicefalón 40-D. Los chicos no le gustaban; solían mofarse de él a causa de su peso excesivo. ¡Caramba! Tendría que aguantar el desfile de millones de niños porque él debía permanecer en el edificio. De acuerdo a la ley debía permanecer, en todo momento, a cien metros de Unicefalón 40-D, ya fuera de día como de noche. ¿O era a cincuenta metros? Sea como fuere, tenía que estar prácticamente encima, en caso de que el sistema automático para resolver problemas llegara a fallar. Será mejor que me ponga al día con esto - pensó - Me convendría, por las dudas, tomar un curso de televisión sobre administración pública.
Dirigiéndose al funcionario del sindicato que tenía a su derecha le preguntó:
- Dígame, correligionario. ¿Tengo alguna autoridad en este trabajo que me consiguieron? Es decir, ¿puedo...?
- Es un trabajo sindical como tantos otros - contestó el otro, aburrido -. Tienes que estar sentado ahí; esperar. ¿Hace tanto que no trabajas que ya no te acuerdas? - dijo riendo, mientras codeaba a su compañero -. Escucha, Fischer quiere saber qué autoridad le da este trabajo.
Los dos se echaron a reír.
- Fischer, permite que te diga una cosa - dijo el funcionario arrastrando las palabras -. Una vez que estés bien instalado en la Casa Blanca, cuando tengas la cama lista, la silla y hayas organizado el horario de tus comidas, el lavado de la ropa y las horas para ver televisión, ¿por qué no te acercas a Unicefalón 40-D y te pones a gimotear un poco? Tú sabes, a rascarte y gimotear. A lo mejor nota tu presencia.
- Déjenme en paz - protestó Max.
- Y después - continuó el funcionario - le dices algo así como, «Escucha, Unicefalón, soy tu compinche. Si tú me rascas la espalda a mí, yo te rasco la espalda a tí. Pasa una ordenanza que me favorezca...»
- ¿Pero qué servicio puede prestarle él a Unicefalón? - preguntó el otro funcionario del sindicato.
- Puede divertirlo; por ejemplo, contarle su historia, cómo salió de la pobreza y se educó mirando televisión siete días por semana hasta llegar a la cúspide. ¿Y a qué no sabes una cosa? Le dieron el trabajo de... suplente del presidente - dijo el funcionario, riendo despectivamente.
Maximilian no contestó. El rubor le subió por las mejillas pero se limitó a mirar estúpidamente por la ventanilla del monorriel.
Cuando llegaron a Washington D.C., ya en la Casa Blanca, enseñaron a Fischer su pequeño cuarto. Era el que había ocupado Gus y aunque habían sacado todas las viejas revistas de automóviles antiguos, aún quedaban algunas láminas adheridas a la pared: un Volvo S-122 de 1963, un Peugeot 403, de 1957 y otras clásicas antigüedades de una época pasada. Sobre un anaquel Max vio un modelo en plástico tallado a mano de un cupé Studebaker modelo Starlight 1950 con todos los detalles del original, reproducidos a la perfección.
- Estaba haciendo eso cuando estiró la pata - dijo uno de los funcionarios mientras dejaba en el suelo la maleta de Max -. El podía dar cualquier información sobre todos los detalles de esos coches anteriores a los modelos de turbina. Hasta el detalle más insignificante e inútil.
Max asintió.
- Y tú, ¿tienes alguna idea de lo que vas a hacer? - preguntó el funcionario.
- ¡Demonios! ¡Cómo puedo saberlo tan pronto! Necesito tiempo.
Recogió malhumorado la cupé Studebaker Starlight y examinó la parte inferior. Sintió un impulso de destrozar el modelo, pero lo dejó donde estaba y volvió la espalda.
- ¿Por qué no haces una pelota con gomas elásticas? - dijo el funcionario.
- ¿Qué dices?
- El suplente que estuvo antes que Gus, Luis no sé qué, acostumbraba a juntar anillas de goma y formaba una pelota que se iba agrandando cada vez más; cuando murió, la bola ya era grande como una casa... No me acuerdo cómo se llamaba el tipo, pero la pelota de anillas de goma está ahora en el Museo Smithsoniano.
Hubo un movimiento en el corredor. Una de las recepcionistas de la Casa Blanca, mujer madura vestida con severidad, asomó la cabeza en la habitación y dijo:
- Señor presidente; un cómico de la televisión desea entrevistarlo. Por favor, trate de terminar pronto porque hoy hay varias excursiones que desfilarán por el edificio y puede ser que algunos turistas pidan verlo a usted.
- Está bien - contestó Max.
Al volverse se encontró con Jim-Jam Briskin, el payaso del momento.
- ¿Desea verme a mi? - preguntó a Briskin en tono vacilante - Quiero decir, ¿está usted seguro que desea entrevistarme a mí?
No podía imaginarse qué interés podía hallar en él Briskin. Tendiéndole la mano agregó:
- Esta es mi habitación, pero las copias de coches y las fotos que ve por aquí no son mías, pertenecían a Gus. No puedo decirle nada con respecto a ellas.
Briskin lucía en la cabeza la familiar peluca de color rojo vivo característica del payaso, que prestaba a su imagen real el mismo aspecto extraño que las cámaras captaban tan bien. Sin embargo, parecía más viejo que en televisión, aunque lucía la misma sonrisa abierta y amistosa que todo el mundo admiraba, el símbolo de su simpatía, del buen tipo siempre con el ánimo en alto y de buen carácter, aunque cuando la ocasión lo requería, solía hacer gala de un sentido del humor algo mordaz. Briskin era esa clase de hombre que...bueno - pensó Max -, la clase de tipo que uno desearía se casara con alguien de la familia.
Se estrecharon las manos.
- Señor Max Fischer, mejor dicho... señor presidente; en estos momentos se encuentra usted ante las cámaras - dijo Briskin -. Jim-Jam habla desde aquí. Permita que le haga una pregunta ante los billones de televidentes que se encuentran en los más remotos rincones de nuestro sistema solar. ¿Cómo se siente señor, al saber que si Unicefalón 40-D llegara a fallar siquiera momentáneamente, usted sería lanzado al cargo más importante que jamás haya caído sobre los hombros de un hombre; el de ser, no ya un mero suplente sino el verdadero presidente de Estados Unidos? ¿Ese pensamiento lo preocupa por las noches? - dijo terminando la pregunta con una sonrisa.
A sus espaldas, los técnicos de fotografía desplazaban las cámaras de un lugar a otro. Las luces intensas le quemaban los párpados y Max sintió que el calor empezaba a hacerlo transpirar por el cuello, las axilas y el labio superior.
- ¿Qué emociones siente en este momento - siguió preguntando Briskin -, cuando está en el umbral de una nueva tarea, quizá para el resto de sus días? ¿Qué pensamientos se le ocurren ahora, que ya está en la Casa Blanca?
Tras una pausa, Max contestó.
- Es... es una gran responsabilidad.
Enseguida cayó en la cuenta; vio que Briskin se reía de él, se reía en silencio en su propia cara. Todo era una payasada de Briskin a costa suya. La audiencia dispersa por las diversas lunas y planetas también lo sabía. De sobra conocía el sentido del humor de Jim-Jam.
- Usted es un hombre de buen físico - dijo Briskin -, corpulento diría yo. ¿Le gusta hacer ejercicio? Le hago esta pregunta porque en su puesto actual estará confinado a este cuarto y me gustaría saber qué cambios producirá en su vida esta situación.
- Bueno - dijo Max - y desde luego, pienso que un empleado del gobierno debe estar siempre en su puesto. Sí, lo que acaba de decir es muy cierto, debo estar aquí día y noche, pero eso no me preocupa. Estoy preparado.
- Dígame - preguntó Briskin - ¿Acaso usted...?
Se interrumpió y, volviéndose hacia los técnicos de video que estaban a sus espaldas, les dijo con voz extraña:
- La transmisión se ha cortado.
Un hombre que llevaba auriculares se acercó pasando entre las cámaras.
- Escuche por el monitor - dijo entregando los auriculares a Briskin -, hemos sido cancelados por Unicefalón; está transmitiendo un boletín de noticias.
Briskin se colocó los audífonos. La cara se le contorsionó al decir:
- Esas naves que se aproximan a ochocientas unidades astronómicas..., dice que son enemigas - dirigió una rápida mirada a los técnicos, la peluca un poco ladeada -. Ya han empezado a atacar... Dice que en menos de veinticuatro horas estos intrusos han logrado penetrar no sólo el sistema solar, sino también descomponer Unicefalón 40-D.
Maximilian Fischer se enteró de esto de manera indirecta mientras cenaba en la cafetería de la Casa Blanca.
- ¿Señor Maximilian Fischer?
- Sí - contestó Max, mirando sorprendido al grupo de agentes del servicio secreto, que rodeaba la mesa.
- Usted es presidente de Estados Unidos.
- Se equivocan - dijo Max -, sólo soy un suplente del primer magistrado, no es lo mismo.
- Unicefalón 40-D está fuera de servicio, no sabemos por cuánto tiempo; puede ser un mes o más - dijo el hombre del servicio secreto -. De acuerdo con la enmienda de la constitución, desde este momento usted es presidente y comandante en jefe de todas las fuerzas armadas. Estamos aquí para protegerle - concluyó sonriendo burlonamente.
Max a su vez le sonrió.
- ¿Me entiende? - preguntó el agente -. ¿La idea le penetra?
- ¡Por supuesto! - contestó Max.
Fue entonces cuando comprendió el significado de los murmullos que había escuchado mientras esperaba con la bandeja en la fila de la cafetería. También eso explicaba las miradas raras que le había dirigido el personal de la Casa Blanca. Dejó la taza de café, secó sus labios con la servilleta, lenta y tranquilamente, fingiendo estar absorto en pensamientos graves. En realidad su mente era un vacío.
- Nos han dicho que lo necesitan inmediatamente en el puesto fortificado del Consejo Nacional de Seguridad - afirmó el hombre del servicio secreto -. Quieren que usted participe en las deliberaciones sobre estrategia, ya están en el tramo final.
Desde la cafetería se dirigieron todos al ascensor.
- Estrategia política - dijo Max mientras descendían. Tengo formada una opinión con respecto a ese problema. Creo que ha llegado el momento de actuar severamente con esas naves extranjeras. ¿Ustedes no piensan lo mismo?
Los hombres del servicio secreto asintieron.
- Claro, debemos demostrarles que no tenemos miedo. Naturalmente llegaremos a una definición: aplastaremos a esos microbios - les dijo Max.
Los guardaespaldas del servicio secreto festejaron la ocurrencia con una risa espontánea. Más animado, Max dio un codazo al jefe del grupo.
- Creo que somos bastante fuertes; quiero decir, Estados Unidos es un país con músculo.
- Max, muéstrales de lo que somos capaces - dijo uno de los agentes, y todos rieron estruendosamente, incluso Max.
Al salir del ascensor se les presentó un hombre alto y bien vestido que dijo con tono urgente:
- Señor presidente, soy Jonathan Kirk, secretario de prensa de la Casa Blanca. Creo que en esta hora, de grave peligro, antes de conferenciar con los miembros del Consejo Nacional de Seguridad, usted debería dirigirse al país. El pueblo quiere saber cómo es su nuevo líder. Aquí tiene una declaración redactada por la Junta Política Asesora - dijo extendiéndole algunas hojas de papel -, codifica su...
- Nada - dijo Max, devolviéndole los papeles sin mirarlos -. El presidente soy yo, no usted. Ni siquiera lo conozco. ¿Cómo dijo que se llama, Kirk, Burke, Shirk? Nunca lo oí nombrar. Dígame dónde está el micrófono y yo haré mi discurso. O comuníqueme con Pat Noble, talvez él tenga algunas ideas.
Enseguida recordó que Pat lo había vendido; era él quien lo metió en esto.
- No, no lo haga - se corrigió Max -. Déme el micrófono solamente.
- Este es un momento de crisis - graznó Kirk.
- ¡Claro! - aprobó Max - Será mejor que me deje solo. No se ponga en mi camino y yo no me interpondré en el suyo ¿entendido? - palmeó familiarmente a Kirk -. Así vamos a entendernos.
Apareció un grupo de personas con cámaras portátiles de televisión y lámparas de iluminación; entre todos ellos estaba Jim-Jam Briskin, rodeado de todo su personal.
- ¡Hola Jim-Jam! - gritó -. Mire, ahora soy presidente.
Jim Briskin se acercó impasible.
- No voy a formar una pelota con anillas de goma - dijo Max -, ni pienso tampoco hacer modelos automovilísticos; o nada de eso - apretó con fuerza la mano de Briskin -. Gracias por sus felicitaciones - concluyó.
- Felicitaciones - dijo entonces Briskin en voz baja.
- Gracias - repitió Max apretando la mano del otro hasta hacerle crujir los nudillos -. Naturalmente, tarde o temprano podrán remendar esa caja de ruidos y entonces volveré a ser el suplente. Pero...
Sonrió alegremente a todos los que se encontraban a su alrededor. En ese momento el corredor estaba colmado de gente; técnicos de la televisión, personal de la Casa Blanca, oficiales del ejército y agentes del servicio secreto..., toda clase de gente.
- Señor Fischer, tiene una gran obra que realizar - dijo Briskin.
- Sí - asintió Max.
Le pareció que los ojos de Briskin trataban de decirle algo... «Quisiera saber si será capaz de hacerlo. Me pregunto si es el hombre indicado para detentar el poder».
- Ya lo creo que puedo - afirmó Max ante el micrófono de Briskin para que toda la audiencia pudiera escucharlo.
- Es posible que así sea - dijo Briskin, revelando ciertas dudas.
- ¿Qué...? ¿Acaso ya no le gusto? - preguntó Max.
Briskin no respondió; se limitó a parpadear.
- Escucha bien - dijo Max -; ahora soy presidente y puedo cerrar tu estúpida red de televisión. Puedo enviarte los agentes del FBI cuando se me antoje. Para que lo sepas, en este mismo momento voy a echar al fiscal general, quiero en ese puesto a alguien de mi confianza.
- Ya veo - dijo Briskin.
Su expresión no era tan dubitativa, adquirió cierto grado de convicción que Max no podía determinar.
- Sí - dijo Jim Briskin -. Posee la autoridad suficiente para ordenarlo. Usted es, de verdad, el presidente.
- Mucho cuidado - advirtió Max -. Tú no eres nadie comparado conmigo, Briskin, ni siquiera frente a esa inmensa audiencia.
Luego volvió la espalda a las cámaras y pasó por la puerta abierta hacia el hoyo fortificado del Consejo Nacional de Seguridad.
Algunas horas más tarde, ya de madrugada, Maximilian Fischer escuchaba, soñoliento, en las profundidades de la fortificación del Comité Nacional de Seguridad, las últimas noticias por televisión. Para ese entonces, los servicios de inteligencia habían descubierto la llegada de unas treinta naves extrañas al sistema solar. Se creía que, en total, habían entrado unas setenta y los desplazamientos de todas eran constantemente vigilados.
Eso era sólo el principio, y Max lo sabía. Tarde o temprano tendría que dar la orden de ataque contra las naves extranjeras. Vaciló un momento. Después de todo, ¿de dónde procedían? ¿quiénes eran? Nadie podía decirlo; ni siquiera la CIA. ¿Qué fuerzas eran capaces de desplegar? Nadie tampoco estaba en condición de determinarlo.
Por otra parte, habían surgido algunos problemas de carácter interno. A decir verdad, Unicefalón había chapuceado con la economía, dirigiéndola cuando lo creía conveniente; había suprimido impuestos mediante medidas demagógicas, había reducido las tasas de interés... todo lo cual terminó por destruir el resolutor de problemas.
¡Jesús! - pensó Max con tristeza -. ¿Acaso sé algo sobre cuestiones de desempleo? Quiero decir, ¿cómo sé qué fábricas debo volver a abrir y cuándo hacerlo?
Se volvió hacia el general Tompkins que, sentado junto a él, examinaba el informe sobre las tácticas de defensa de las naves encargadas de proteger a la Tierra.
- Dígame ¿nuestras naves están bien distribuidas? - preguntó a Tompkins.
- Sí, señor presidente - contestó el general.
Max se sobresaltó, a pesar de que el general no se había dirigido a él en tono irónico sino que había hablado con toda naturalidad, con respeto.
- Muy bien - dijo -; me alegro de eso y espero que la nube de cohetes esté bien planeada, de manera que no deje pasar ninguna nave, como sucedió con Unicefalón. No quiero que eso se repita.
- Desde las seis, hora local, está en vigencia el Defcon Uno - dijo el general Tompkins - Estamos en pleno pie de guerra.
- ¿Y qué sucede con esas naves estratégicas? - Max ya había aprendido la expresión eufemística para referirse a la fuerza de ataque.
- Estamos capacitados para organizar un ataque en cualquier momento - dijo el general Tompkins, dirigiendo una mirada a lo largo de la mesa en espera de los cabeceos de asentimiento de sus colegas -. Somos capaces de aniquilar a los setenta invasores que han penetrado en nuestro sistema.
- ¿Tienen un poco de bicarbonato? - preguntó Max con un gruñido.
El estado de cosas lo estaba deprimiendo. ¡Qué manea de sudar y trabajar! - pensó -. ¡Cuánta agitación! ¿Por qué esos microbios no se van de nuestro sistema? Quiero decir, ¿es necesario que declaremos la guerra? No podemos saber qué hará el sistema de los invasores como represalia; nunca se sabe cómo reaccionarán ciertas formas vivientes antihumanas, no se puede confiar en ellas.
- Eso es lo que me preocupa - dijo en voz alta -; las represalias - y exhaló un suspiro.
- Es evidente que resulta imposible negociar con ellos - dijo el general Tompkins.
- ¡Adelante, entonces! - dijo Max -. Denles una buena tunda.
Miró cerca suyo, buscando el bicarbonato.
- Creo que es la mejor decisión que pueda haber tomado - afirmó el general Tompkins.
Los consejeros sentados en torno a la mesa, movieron las cabezas en señal de asentimiento.
- Una extraña noticia ha llegado a nuestro conocimiento - dijo uno de los consejeros a Max, sosteniendo en la mano un despacho del teletipo.
- James Briskin acaba de presentar un recurso contra usted, ante un tribunal de California. Afirma que usted no es el presidente legítimo porque no fue elegido para el cargo.
- ¿Se refiere a que no me votaron? - preguntó Max -. ¿Sólo por eso?
- Sí, señor. Briskin ha pedido a los tribunales federales que se expidan sobre el caso y entretanto, se ha declarado candidato.
- ¿Queeé?
- Briskin no sólo afirma que usted debe hacer la campaña para ser electo, sino que debe correr contra él. Evidentemente piensa que con su popularidad...
- ¡Caracoles! - exclamó Max -. Muy bien, entonces. Ya está decidido; ustedes, los muchachos del ejército, sigan adelante pon sus planes y hagan pedazos a esas naves foráneas. Mientras tanto - y en ese momento tomó la decisión -, ejerceremos ciertas presiones económicas contra los patrocinantes de Jim-Jam. Nos ocuparemos de los de la cerveza Reinlander, de los electrónicos Calbest..., de todos, para tratar de que no se presente como candidato.
Todos los presentes asintieron. Hubo un crujido de papeles y los portafolios se cerraron. La reunión había terminado, al menos por el momento.
Es injusto - se dijo Max -, él me lleva ventaja. ¡Cómo presentarme contra él si no estamos en iguales condiciones! La televisión le ha dado fama, y a mi no. Eso no es justo, no puedo admitirlo.
Si lo desea, Jim-Jam puede presentarse como candidato; de nada le valdrá. No podrá derrotarme porque no vivirá el tiempo suficiente para conseguirlo.
Una semana antes de las elecciones, Telscan, la agencia interplanetaria de investigaciones de la opinión pública dio a conocer los resultados de las últimas encuestas. Al leerlos, Maximilian se sintió más deprimido que nunca.
- Fíjate en esto - dijo a su primo León Lait, el abogado a quien recientemente había nombrado fiscal general.
Le arrojó el informe.
El apoyo obtenido por Max era insignificante en realidad. Si se efectuaba la elección de inmediato, no había duda de que Briskin saldría ganador.
- ¿Por qué será? - preguntó Lait.
Igual que Max, su primo era un hombre corpulento, barrigón y hacía años que desempeñaba el trabajo de suplente. No estaba acostumbrado a ningún tipo de actividad física, y su nuevo trabajo le resultaba bastante difícil, pero no renunciaba por lealtad hacia Max.
- ¿Será porque tiene varias estaciones de televisión? - preguntó mientras sorbía cerveza directamente de la lata.
- No - repuso Max con sarcasmo -; ¡es porque el ombligo le brilla en la oscuridad! Por supuesto que es por las estaciones de televisión, no seas imbécil. ¿No ves que todos los días machacan sobre lo mismo? Le están creando una imagen. Es un payaso - concluyó malhumorado -;con esa peluca roja servirá para dar noticias, pero no para presidente.
Guardó silencio. Demasiado enfadado estaba para seguir hablando.
Cosas peores habrían de suceder.
Esa misma noche, a las nueve, como culminación de la campaña, Jim-Jam Briskin empezó una maratón de setenta y dos horas por televisión. Estaba destinada a llevar hasta el tope su popularidad, y asegurarle la victoria en las elecciones.
Max Fischer estaba sentado en la cama de su dormitorio especial en la Casa Blanca, con la bandeja de la cena ante sí, mientras miraba melancólicamente la televisión.
¡Ese Briskin! - pensó furioso por millonésima vez.
- Mira - dijo a su primo, el fiscal general, sentado en un sillón -. Ahí está - y señaló la pantalla del televisor.
León Lait continuó mordisqueando su hamburguesa con queso.
- ¡Qué abominable! - exclamó.
- ¿Sabes desde dónde transmite? - le preguntó Max -. Desde uno de los lugares más lejanos del espacio, mucho más allá de Plutón. Está usando el transmisor del lugar más remoto que pudo encontrar. Tus tipos del FBI no podrán alcanzarlo nunca...
- Ya verás - dijo León, tratando de tranquilizarlo -; les dije que tenían que alcanzarlo por orden especial de mi primo, el presidente.
- Pero pasará un buen tiempo hasta que logren alcanzarlo - dijo Max -. ¿Sabes León? Eres demasiado lento. Te diré un secreto. Tengo lista una de las naves de línea, la Dwight D. Eisenhower. Pienso dejarle caer un buen huevo de paloma encima, con mucho estruendo ¿sabes? En cuanto de la voz de mando, entrará en acción.
- De acuerdo Max.
- No me gusta verme obligado a hacerlo - dijo Max.
El programa de televisión se estaba poniendo animado. Se encendieron grandes reflectores y avanzó en el escenario, con paso lento y ondulante, la bonita Peggy Jones, envuelta en un vestido brillante que dejaba al descubierto uno de sus hombros, sobre el que caía su pelo radiante.
Ahora van a hacer un strip-tease de primera calidad, por una chica bien bonita - pensó Max, acomodándose para ver mejor.
Debía reconocer una cosa: la oposición, sin necesidad de llegar al desnudo, tenía de su parte cierto atractivo sexual. Briskin y su personal se habían encargado de que así fuera. En el otro extremo de la habitación, el primo de Max había dejado de mordisquear su emparedado; al menos por un momento no se escuchó el ruido de sus carrillos. Pero no por mucho tiempo; poco después siguió masticando.
La linda Peggy entonaba una canción pegadiza desde la pantalla:
«Vote por Jim-Jam, es el mejor
favorito de América, ayer y hoy.
Como Jim-Jam otro no hay,
es el candidato superior.»
Max gruñó exasperado.
- ¡Dios mío! - exclamó.
A pesar de todo, cuando la muchacha entonaba el estribillo ondeando su cuerpo al ritmo de la música, sonaba muy agradable.
- Creo que no tengo otro remedio que ordenarle a la Dwight D. Eisenhower seguir adelante con la consigna - dijo Max.
- Si tu lo dices, Max - dijo León -, puedes estar tranquilo; dictaminaré que actuaste dentro de la ley, no te preocupes y procede.
- Pásame el teléfono rojo - pidió Max -. Es la conexión que usa el comandante en jefe para dar instrucciones ultrasecretas. No está mal ¿verdad? - dijo al recibir el teléfono de manos del fiscal general -. Estoy llamando al general Tompkins; él dará la orden a la nave. Lo siento mi estimado Briskin - agregó echando la última mirada a la pantalla -; tú lo has querido. No debías haber procedido como lo hiciste, ponerte en contra de mí y todo lo demás.
La chica del vestido plateado desapareció de la pantalla. Jim-Jam la reemplazó. Max bajó el teléfono por un momento, para mirar mejor.
- ¡Hola, queridos camaradas! - exclamó Briskin levantando los brazos para pedir silencio (a los aplausos grabados). Bien sabia Max que en aquel lugar remoto no había audiencia. Los aplausos fueron más fuertes al principio, luego un poco apagados.
Briskin sonrió fotogénicamente ante las cámaras, esperando que los aplausos terminaran.
- Es falso - gruñó Max -; es un público falso. El y todo su equipo son muy listos. Ya ha ganado popularidad entre la audiencia.
- Es cierto, Max - dijo el fiscal general -. Me dí cuenta de eso ya...
- ¡Camaradas! - anunció Briskin sobriamente desde la pantalla -. Como ustedes saben, en un principio el presidente Maximilian Fischer y yo nos llevábamos muy bien.
Mientras tenía la mano apoyada en el teléfono rojo Max pensó que lo que decía Jim-Jam era cierto.
- Nuestras diferencias, que habrían de terminar en ruptura - continuó Briskin -, tuvieron origen en la cuestión del empleo de la fuerza; el uso del poder sin limitaciones. Para Max Fischer, el despacho presidencial es sólo una máquina, un instrumento que puede utilizar para satisfacer sus deseos personales. Creo, honestamente, que en algunos sentidos tiene buenas ideas, hace lo posible por llevar a la práctica las políticas más positivas de Unicefalón. Ahora bien, con respecto a los medios que emplea..., eso es otra cuestión.
- Escúchalo bien, Leo - dijo Max.
No importa lo que dice - pensó para sí -; haré de todos modos lo que me he propuesto. Nadie se cruzará en mi camino. Cumpliré con mi deber; eso es todo. El cargo tiene ciertas responsabilidades, y si tú fueras presidente como yo, harías lo mismo.
- El presidente, como todos los demás, debe acatar la ley - decía Jim Briskin -; a pesar del poder que detenta, no puede, de ninguna manera, ponerse por encima de la ley.
Permaneció en silencio unos instantes, luego continuó:
- Sé muy bien que en este mismo momento el FBI, siguiendo órdenes directas de León Lait, designado por Max Fischer, tratará de cerrar las estaciones de esta cadena para amordazarme. Una vez más, Max Fischer está abusando del poder mientras emplea la repartición policial para sus propios fines, convirtiéndola en una extensión...
Max levantó el teléfono rojo. Enseguida escuchó una voz que decía:
- Sí, señor presidente. Habla el general Tompkins, J. de C.
- Y eso...qué es? - dijo Max.
- Jefe de Comunicaciones, Ejército 600-1000 señor, a bordo de la Dwight D. Eisenhower, en transmisión por relé a través de la estación Plutón.
- ¡Ah, sí! - dijo Max, moviendo la cabeza -. ¡Eh, muchachos, escuchen! Estén alerta ¿entienden? Permanezcan atentos hasta cuando reciban mis próximas instrucciones.
Puso la mano sobre el receptor y miró a su primo, que había terminado el emparedado y estaba bebiendo un batido de fresas.
- León - dijo -. ¿Qué hago? Quiero decir, eso que Briskin está diciendo es verdad.
- Dale la orden a Tompkins - repuso León y eructó; después se golpeó el pecho con el puño -. Perdón - dijo. -. Jim Briskin continuaba hablando desde la pantalla.
- Mientras hablo con ustedes, mi vida corre peligro; el hombre que es nuestro presidente no vacilaría en emplear el crimen para lograr sus objetivos. Estamos soportando una verdadera tiranía política, que por primera vez aparece en nuestra sociedad, en un intento de reemplazar la vigencia de la razón. Es una tendencia completamente ajena a Unicefalón 40-D, nuestro resolutor automático de problemas, diseñado, construido y puesto en operaciones por nuestros mejores cerebros, que siempre se han empeñado en la conservación de los valores de nuestras mejores tradiciones. La sumisión de un estado que fuera ideal a la tiranía de un solo hombre es, desgraciadamente, una triste experiencia.
- Ahora ya no puedo dar la orden - dijo Max con calma.
- ¿Por qué no? - preguntó León -. Escucha Max, ¿por qué no puedes seguir adelante?
- No sé cómo explicarlo pero..., ¡qué diablos! Eso demostraría que tiene razón.
De todas maneras sé que tiene razón - pensó Max -. Pero ¿acaso ellos lo saben? ¿El pueblo está enterado? No puedo correr el riesgo de que me descubran - admitió -. Es preciso que respeten a su presidente, lo honren y admiren. No me extraña que en las encuestas de popularidad saque una puntuación tan elevada. Con razón Jim Briskin se decidió a luchar contra mí cuando se enteró que yo estaba en el puesto. De alguna manera se dan cuenta de quién soy; lo sienten y también saben que Jim-Jam les está diciendo la verdad. No tengo pasta para presidente; no estoy capacitado para el cargo.
- Escucha León - dijo a su primo; - a pesar de todo haré lo que tenía pensado con ese tipo Briskin, después renunciaré. Será mi último acto oficial.
Volviendo a tomar el teléfono, continuó.
- Daré orden de aniquilar a Briskin; otro después podrá ser presidente. Habrá que dejar que el pueblo decida. Podrá ser Pat Noble o tú; no me interesa - sacudió la horquilla del teléfono -. ¡Eh, Jefe de Comunicaciones! - gritó -. Vamos, conteste - y volviéndose hacia su primo le dijo -: Oye, dame un vaso de batido, recuerda que la mitad es para mí.
- Por supuesto, Max - contestó el fiel León.
- ¿Nadie contesta? - preguntó Max en el teléfono.
Esperó, pero no consiguió que le contestaran.
- Algo debe andar mal - explicó a León -; no me sorprendería que hayan hecho volar todo el equipo de comunicaciones. Deben ser esas naves invasoras.
Miró la pantalla de televisión. Estaba en blanco.
- ¿Qué sucede? - preguntó Max. - ¿Qué me están haciendo? Quisiera saber quién se esconde detrás de todo esto. No entiendo - concluyó, mirando asustado, en torno.
Como si estuviera ajeno a todo, León continuaba imperturbable bebiendo su batido. Se limitó a encogerse de hombros; él tampoco tenía ninguna explicación. Sin embargo, su cara rubicunda había empalidecido.
- Es demasiado tarde - admitió Max -; de todos modos ya es demasiado tarde - colgando el teléfono lentamente agregó -: León, tengo enemigos mucho más poderosos que yo, y ni siquiera tengo idea de quiénes son.
Quedó sentado, en silencio, frente a la televisión a oscuras, esperando.
De pronto se escuchó la voz del anunciante.
- Este es un boletín de noticias semi-autónomo. Atención, por favor.
Otra vez silencio.
Briskin miró a Ed Finneberg, a Peggy después, y esperó.
- Camaradas, ciudadanos de Estados Unidos - dijo la voz inexpresiva y monótona del anunciante de televisión -. El interregno ha terminado. La situación vuelve a la normalidad, felizmente.
Mientras él hablaba, aparecieron algunas palabras en la pantalla monitora, grabadas en una cinta que pasaba lentamente ante las cámaras. En Washington DC, Unicefalón 40-D se había auto-reparado en la forma acostumbrada dentro del co-eje. Ocupó de inmediato el espacio en el aire, anulando el programa que se transmitía en esos momentos; por tradición tenía derecho a hacerlo. La voz era producida por el órgano verbalizador sintético de la estructura automática. Esto es lo que informaba Unicefalón 40-D:
- Artículo primero: Queda anulada la campaña para la elección.
- Artículo segundo: El presidente interino Max Fischer, cesa en su cargo.
- Artículo tercero: Estamos en guerra con las fuerzas foráneas que han invadido nuestro sistema.
- Artículo cuarto: James Briskin, cuya voz han estado escuchando...
Ahora viene - pensó Briskin. A través de los audífonos le llegó la voz chata e impersonal que continuaba diciendo:
-...a través de estas instalaciones, tiene orden de cesar en sus actividades y desistir de sus pretensiones. Se extenderá de inmediato un recurso solicitándole que muestre justa causa para continuar en libertad y proseguir con cualquier actividad de índole apolítica. En el interés público, le ordenamos que dé por terminadas sus actividades políticas.
- Ya está. Todo ha terminado - dijo Briskin sonriendo vacuamente a Peggy y Ed Finneberg -. Debo anularme políticamente.
- Puedes presentarte ante los tribunales - dijo Peggy decidida -; apela a la Corte Suprema, ya hay antecedentes de decisiones de Unicefalón 40-D que han sido anuladas.
Le colocó la mano en el hombro tratando de consolarlo, pero él se hizo a un lado.
- ¿No te atreves a desafiarlo? - insistió ella.
- Por lo menos me han cesado - dijo Briskin, cansado -. Estoy contento de que la máquina haya vuelto a funcionar. Es una vuelta a la normalidad. Creo que es preferible para todos - concluyó, tratando de inspirar confianza a Peggy.
- ¿Qué piensas hacer, Jim-Jam? - preguntó Ed -. ¿Volverás a tu antiguo empleo con la cerveza Reinlander y electrónicos Calbest?
- No - murmuró Briskin -. Eso, por supuesto, queda descartado.
En realidad, no podía silenciar sus ideas políticas; de ninguna manera pensó en hacer lo que dijera el resolutor de problemas. Le era imposible desde un punto de vista biológico; tarde o temprano, para bien o para mal, empezaría a hablar nuevamente. Además - pensó -, estoy seguro de que Max tampoco puede hacer lo que le han dicho. Ninguno de los dos somos capaces de cumplirlo. Tal vez, después de todo - siguió pensando - inicie alguna acción contra el recurso. Puedo presentar una contrademanda... Me presentaré ante el tribunal y le haré un juicio a Unicefalón 40-D: querellante Jim-Jam; acusado, Unicefalón 40-D - sonrió para sí. Necesitaré un buen abogado; alguien mucho más capaz que el letrado principal de Max Fischer, su primo León Lait.
Sacó la chaqueta del armario que había en el pequeño estudio desde el cual hicieran la transmisión, y se la puso lentamente. Desde ese remoto lugar, había un largo viaje hasta la Tierra; estaba ansioso por ponerse en camino.
Peggy lo siguió.
- ¿No piensas salir al aire para nada? ¿Ni siquiera vas a terminar el programa? - le preguntó ella.
- No - repuso Briskin.
- Piensa que Unicefalón pronto volverá a interrumpir la transmisión; después ¿qué nos restará? La nada; aire muerto. Eso no está bien. Jim, no sé cómo puedes abandonar todo así. No te creía capaz de algo semejante; no está de acuerdo con tu temperamento.
Antes de llegar a la puerta del estudio, se detuvo.
- Tú has oído lo que - dijo, las instrucciones que impartió - trató Briskin de convencerla.
- Pero nadie deja el aire así, muerto - dijo Peggy -. Es el vacío, Jim; eso va contra la misma naturaleza. Si tú no lo llenas, alguien lo hará por ti: Mira, en este momento Unicefalón acaba su transmisión.
La cinta con palabras impresas había dejado de pasar y la pantalla, una vez más, estaba a oscuras, silenciosa, sin luz ni movimiento.
- No puedes desconocer la responsabilidad que tienes - dijo Peggy.
- ¿Estamos transmitiendo nuevamente? - Jim le preguntó a Ed.
- Está fuera del circuito, al menos por el momento - dijo Ed mirando el escenario vacío que las cámaras de televisión y las luces parecían señalarle.
No habló. No era necesario. Con la chaqueta puesta se dirigió hacia el lugar enfocado por las cámaras. Sin sacar las manos de los bolsillos dio unos pasos hacia atrás para estar al alcance de las cámaras, y sonriente dijo:
- Queridos camaradas, creo que la interrupción ha terminado por ahora, de modo que podemos continuar.
El volumen de los aplausos grabados pareció aumentar, regulados por Ed Finneberg; Jim Briskin levantó las manos pidiendo silencio al público imaginario del estudio.
- ¿Alguien conoce a un buen abogado? - preguntó cáusticamente Jim-Jam -. Si es así, telefonéenme de inmediato, antes de que llegue el FBI.
Cuando terminó el mensaje de Unicefalón, Maximilian Fischer, que se hallaba en el dormitorio de la Casa Blanca, se volvió hacia su primo León y le dijo:
- Bueno, he perdido el puesto.
- Así parece, Max - dijo León.
- Y tú, también - le recordó Max -. Van a ser implacables, de eso puedes estar seguro. Cesado - repitió para sí, haciendo rechinar los dientes -. Parece un insulto. ¿No podía haber dicho retirado?
- Es una manera de expresarse - dijo León -. No te preocupes Max, a ver si te hace mal al corazón. Además, todavía te queda el trabajo de suplente y ese es el segundo puesto máximo del país. Presidente interino de Estados Unidos, no lo olvides. Piensa que has tenido suerte en librarte de tanto esfuerzo y preocupaciones.
- Quisiera saber si me permitirán terminar la cena - dijo Max, picando un poco la comida que tenía en la bandeja.
No sabía porqué, pero ahora que estaba retirado, sentía un apetito feroz. Eligió un emparedado de pollo y le dio un buen mordisco.
- Estoy en mi derecho - dijo -; después de todo tienen la obligación de alojarme aquí y darme de comer todos los días ¿no es cierto?
- ¡Claro que sí! - afirmó León mientras hacía esfuerzos por pensar en algún argumento de tipo legal -. Eso figura en el contrato que el sindicato firmó con el Congreso. ¿Recuerdas esos tiempos Max? Por algo fuimos a la huelga.
- ¡Qué época aquélla! - dijo Max, poniendo los ojos en blanco.
Terminó el emparedado de pollo y bebió unos cuantos sorbos de un espeso ponche de huevos. ¡Qué sensación de bienestar le proporcionaba no tener que tomar grandes decisiones! Dejó escapar un suspiro de alivio profundo y prolongado, y se reclinó satisfecho en la pila de almohadones que lo sostenía.
Sus pensamientos no tardaron en tomar otra dirección. Sin embargo, me gustaba bastante tomar decisiones - hizo un esfuerzo por agudizar su entendimiento -. Quiero decir, era muy distinto a ser un simple suplente o a cobrar el seguro de desempleo. Me daba cierta... satisfacción. Eso es; como si estuviera logrando algo.
Ya empezaba a extrañar esa sensación; de pronto se sintió vacío, como si la vida careciera de propósito.
- León - dijo, por fin -, pensar que pude haber sido presidente por un mes más. Me gustaba ese cargo. ¿Entiendes lo que quiero decir?
- Sí, creo que te entiendo - murmuró León.
- No, te equivocas.
- Hago lo posible por comprenderte - afirmó su primote - lo juro.
- No debí dejar que esos ingenieros repararan a Unicefalón - dijo Max -; hubiera sido mejor postergar el proyecto, por lo menos unos seis meses más.
- Ahora es demasiado tarde - refirmó León.
- ¿Lo crees? - preguntó Max -. Después de todo, siempre puede sucederle algo a Unicefalón 40-D... Un accidente.
Mientras comía una porción de tarta de manzanas con queso, siguió dándole vueltas a la idea. Conocía a alguien que hacia esa clase de trabajo. Podía ponerse en contacto con él.
Un accidente importante, casi fatal - pensó Max -. En medio de la noche, cuando todos estén durmiendo y yo sea el único despierto en la Casa Blanca. Después de todo, para ser franco, los invasores nos enseñaron cómo hacerlo.
- Mira, Jim Briskin está otra vez en la pantalla - dijo León, señalando el aparato de televisión.
Era verdad. La peluca roja volvía a estar en pantalla. Briskin estaba diciendo algo gracioso y al mismo tiempo profundo, algo como para hacer pensar a uno.
- Escucha - dijo León -, se está burlando del FBI ¿Te parece posible que sea capaz de algo así? No le teme a nadie.
- No me molestes - replicó Max -, estoy pensando.
Extendió el brazo con cuidado y bajó el volumen del televisor. No podía permitir que nada interfiriera con lo que estaba pensando en ese momento.
Doris Piserchia - SUEÑO PROTECTOR
Le habían encerrado en una concavidad de acero sin ventanas, sin barrotes, sin nada que revelara de dónde procedía la opaca claridad. Allí no había nada aparte de su magullado y desconcertado ego. Si la celda hubiese estado acolchada, hubiera sabido que le tomaban por loco. Las paredes eran de liso metal. No, esto era una cárcel, y alguien iba a lamentar lo sucedido antes de que terminara el día.
Escuchó ansiosamente. Lo único que pudo oír fue su propia respiración. Volvió a sentarse en el frío suelo. Lo más sensato era esperar tranquilamente, sin dejar traslucir que estaba asustado. El individuo caradepiedra que le había encerrado allí, evidentemente era un sádico, y le consideraba un don nadie.
Permaneció sentado unos instantes, pensando; luego, se puso en pie y atacó la puerta de acero con sus puños. Al cabo de unos minutos, la puerta se abrió y la figura de Caradepiedra se recortó en el umbral, robusta, impasible y uniformada de azul.
- ¿Qué pasa?
- La ley dice que estoy autorizado a efectuar una llamada telefónica - dijo Duncan, forzando los músculos de su garganta para que las palabras no brotaran como un graznido.
Retrocedió unos pasos para demostrar que no tenía intención de tratar de escapar a través de la puerta. De nada le serviría enemistarse con aquel carcelero.
Se sintió invadido por una repentina confianza. Unos segundos más tarde notó que aquella confianza se deshinchaba como un balón, mientras Caradepiedra fruncía el ceño y decía:
- ¿Qué es la ley?
Supo que su propia expresión reflejaba una estúpida incredulidad.
- No empiece de nuevo con eso - dijo, furiosamente -. No dará resultado. Soy un ciudadano respetuoso con la ley, que ha sido encerrado sin una previa acusación. Esto no puede quedar así. Exijo que se me permita llamar a mi abogado.
- ¿Qué es un abogado? - inquirió Caradepiedra, en tono de curiosidad.
Al ver que Duncan se limitaba a mirarle, sin decir nada, se encogió de hombros y retrocedió un par de pasos. La puerta empezó a cerrarse.
- ¿Cuánto tiempo van a tenerme aquí? - aulló Duncan.
- Hasta que ellos lleguen - dijo Caradepiedra, antes de que el borde de la puerta encajara en el dintel con un chasquido.
Duncan apretó los dientes y fijó la mirada en el suelo. No aullaría más, no les daría la satisfacción de escuchar su miedo, no quería que supieran hasta qué punto tenía desquiciados los nervios.
Se frotó una zona lastimada de su brazo. Hasta que ellos llegaran... «Ellos», murmuró en voz baja. La palabra había sonado extrañamente enfática al ser utilizada por Caradepiedra; como si pronunciara algo definitivo.
«Ellos», repitió Duncan, tratando de dar al vocablo su adecuada inflexión, de descifrar su significado. ¿Quiénes podían ser ellos? ¿Un pelotón de ejecución? ¿Acaso iban a fusilarle porque se había resistido a ser detenido?
No, se dijo a sí mismo; los pelotones de ejecución habían desaparecido con la pena capital. Sentado en el suelo, con la espalda apoyada contra la pared, trató de pensar, pero estaba tan agotado que renunció a la tarea, cerrando los ojos.
Debió quedarse dormido, ya que cuando abrió los ojos la puerta estaba abierta y dos altas sombras avanzaban hacia él. «Ellos» estaban aquí. Luchó contra su deseo de aplastarse contra la pared y obligó violentamente a su cerebro a concentrarse en un solo pensamiento: si trataban de sacarle de allí, lucharía por su vida.
Ninguno de los dos hombres hizo un solo movimiento para tocarle. Se quedaron de pie en el centro de la celda y le contemplaron durante un largo minuto antes de que uno de ellos levantara una mano e hiciera chasquear sus dedos. Una señal para Caradepiedra, evidentemente, ya que no tardó en presentarse con dos sillas plegables.
Los dos hombres se sentaron con lentitud y continuaron mirándole, mientras Duncan se dedicaba por su parte a un suspicaz examen. Iban en mangas de camisa, llevaban unos pantalones de tela basta y calzaban botas altas. Eran de mediana edad, cumplidos los cincuenta, pero tenían un aspecto saludable.
Agarrándose las rodillas con las manos para reprimir su temblor, Duncan dijo:
- ¿Van a fingir ustedes que son tontos, como su guardián? Porque si es así pueden ahorrarse el trabajo. Esperaré el tiempo que sea necesario a que se resuelva esto.
- No vamos a fingir nada - dijo uno de ellos, y los ojos de Duncan se clavaron en su rostro.
El hombre tenía las mejillas rubicundas y sudaba como si acabara de salir de un baño de vapor. La temperatura ambiente debía ser de unos 16 grados, aunque había sido más elevada por la tarde, cuando Caradepiedra se presentó en casa de Duncan y le detuvo.
- ¿Quién es usted? - inquirió, suponiendo que no iba a obtener ninguna respuesta.
- Me llamo Rand. Este es Mr. Deevers.
Duncan los miró con desesperación. No eran más que un par de polizontes, pero el verlos le producía una sensación de malestar, no porque le miraban como si tuviera ocho piernas, sino porque eran libres de entrar y salir, en tanto que él sabía que al menor movimiento que hiciera en dirección a la puerta le matarían.
Deevers era tan cetrino como rubicundo Rand, como si hubiesen extraído todo el color de su piel. Tenía un aire cansado. Los dos. ¿Por qué iban vestidos así? ¿Dónde estaban sus uniformes?
Duncan cruzó los brazos delante del pecho y miró a los dos hombres. Se vería en el infierno antes que preguntarles por qué había sido detenido. Caradepiedra no había contestado a ninguna de sus preguntas, y era más que dudoso que aquellos dos hombres las contestaran.
El llamado Deevers hizo un gesto de impaciencia con la cabeza y Rand habló de nuevo.
- Queremos formularle un par de preguntas, y luego tal vez podamos contestar alguna de las suyas.
Rand sonreía, pero saltaba a la vista que se trataba de una sonrisa forzada. Era más que evidente que se sentía incómodo.
De todos modos, la sonrisa le reveló a Duncan que, si planeaban matarle, no pensaban hacerlo inmediatamente.
- Adelante. Pregunte lo que quiera - dijo.
- ¿Cuándo se dio cuenta por primera vez de que su chapa de identificación había desaparecido?
Duncan apretó fuertemente su espalda contra la pared. No quería volver a oír hablar de lo de la tarjeta de identidad. Era absurdo continuar discutiéndolo. Pensar en ello le hizo sentirse enfermo, y súbitamente experimentó la necesidad de dormir, un apremiante deseo de tenderse en el suelo y cerrar los ojos.
- No lo sé - dijo.
- Trate de recordarlo, por favor.
- No era una chapa. Era una tarjeta de identidad. Yo estaba buscando algo en mi cartera, y la tarjeta cayó. A una alcantarilla.
Inclinándose hacia adelante en su silla, Rand dijo:
- ¿Dónde estaba usted cuando ocurrió eso?
- Acababa de terminar mi trabajo y me dirigía a mi casa.
- ¿En qué ciudad? - dijo Deevers rápidamente.
- ¡Váyase al cuerno!
Deevers se volvió hacia Rand.
- Estamos perdiendo el tiempo - dijo.
Duncan notó el gusto a sudor en su labio superior.
- Si se trata de un caso de identificación, tengo pruebas más que suficientes de quién soy. Mi certificado de nacimiento.
Le miraron como si acabara de decir algo asombroso. La expresión de Rand recobró rápidamente su impasibilidad, pero Deevers dejó de parecer sorprendido y empezó a enfurruñarse.
- ¿Dónde está? - dijo Rand.
- Lo tiene Caradepiedra. El guardián.
Rand se volvió hacia Deevers:
- Vaya a buscarlo.
Sin dejar de refunfuñar, Deevers se puso en pie.
- Sigo diciendo que deberíamos acabar con esto ahora mismo.
No recibió ninguna respuesta a su observación, de modo que salió de la celda. Al cabo de unos instantes regresó con un papel que entregó a Rand.
- ¿Dónde cree que ha encontrado esto? - dijo Rand, tras echar una rápida ojeada al papel.
- Hay muchos desperdicios por estos alrededores. Esto parece formar parte de una factura de...
- No podía saber dónde buscar. ¿Qué puede haberle hecho pensar en buscar?
- ¿Cómo sabe lo que estaba haciendo antes de que le trajeran aquí? - dijo Deevers -. Ha estado vagabundeando por todo el lugar.
Duncan apretó fuertemente sus rodillas. ¿Por qué hablaban como si él no estuviera sentado delante de ellos, escuchándoles? El certificado de nacimiento no significaba para ellos más de lo que había significado para Caradepiedra. La escena con el guardián no había sido agradable, precisamente.
- Un momento - había dicho Duncan, ofendido pero seguro de sí mismo -. Puedo haber perdido mi tarjeta de identidad, pero eso no significa que haya dejado de existir. ¿Qué clase de tontería es ésta? Tengo aún algunos derechos.
Y Caradepiedra había dicho:
- ¿Qué son derechos?
Sí, aquellas habían sido sus palabras. Duncan había sacado el certificado de nacimiento de su cartera y lo había agitado ante la cara del loco, convencido de que si aquello no le satisfacía nada podría satisfacerle. Bueno, había estado en lo cierto al pensarlo.
Después de leer los datos en voz alta, Caradepiedra había dicho:
- ¿Qué es padre? ¿Qué es madre? ¿Qué es nacimiento?
Duncan observó a Rand. El hombre empezó a arrugar el certificado de nacimiento, como si se dispusiera a hacer una pelota con él; luego cambió de idea y se lo guardó en el bolsillo. Era evidente que aquellos dos hombres le confundían con otra persona. Alguien había hecho algo, y Deevers y Rand creían que él era el culpable. Si no se apresuraba a poner en claro la situación, las cosas podían complicarse peligrosamente para él, si es que no lo estaban ya.
- Yo no he hecho nada - dijo -. Se han equivocado ustedes de hombre.
- ¿Qué aspecto tenía su tarjeta de identidad? - inquirió Rand súbitamente.
Las cosas no podían seguir como hasta entonces, pensó Duncan. Tenía que imponerse el sentido común. Sabía que no se hacía ningún bien temblando y vacilando como lo hacía, y una vocecilla interior no cesaba de advertirle que, si no lograba dominarse, terminaría el día tan loco como aquella pareja.
- Era blanca, de un tamaño de tres pulgadas por dos y media, aproximadamente - dijo - Figuraban en ella mi nombre, dirección, señas personales y estado civil.
- ¿Y era blanca?
- Ya he dicho que era blanca.
Deevers le estaba mirando con silenciosa hostilidad. ¿Por qué? No existía ningún motivo para que aquel hombre le odiara. Era la primera vez que le veía.
Rand apoyó una bota sobre una rodilla y rascó la suciedad de la suela con una uña.
- ¿Qué aspecto tenía después de caer de su cartera?
¿Qué aspecto tenía? Duncan había quedado anonadado al ver cómo la tarjeta blanca desaparecía a través de la reja de la alcantarilla, para ser arrastrada por el agua fangosa entre unas hojas secas. Se recordó a sí mismo arrodillándose junto a la reja, y recordó su sorpresa al descubrir que temblaba como un azogado. Por un instante le pareció que la tarjeta blanca cambiaba de color y de forma en el momento de caer. Le había parecido extrañamente metálica y esférica, verde y completamente desconocida.
- Parecía verde - dijo, y rectificó inmediatamente -: No, era blanca. Ya le he dicho que era blanca.
Los dedos de Rand se habían detenido en su bota, y miró a Deevers con una leve sonrisa en los labios.
Deevers frunció el ceño y sacudió la cabeza.
- Eso no significa nada.
- Sabe muy bien que sí.
Duncan estaba cada vez más desconcertado. Lo único que había hecho era dejar caer de su cartera su tarjeta de identidad. Algo que podía ocurrirle a cualquiera, y que sucedía con frecuencia. Desde luego, podía obtener otra; incluso podía hacer una él mismo. Una tarjeta de identidad era un objeto insignificante, no era ningún símbolo. Un trozo de papel no podía representar nunca la suma total de un ser humano.
- No creo que importe el color - dijo, y miró a Deevers.
Rand replicó:
- Es muy importante.
- No lo entiendo. Si quieren saber quién soy, no creo que les resulte tan difícil de averiguar.
- Sabemos ya quién es usted - dijo Deevers.
Evidentemente, sabía el efecto que sus palabras producirían en Duncan, y sus ojos revelaron que lo sabía. Eran pequeños, redondos y oscuros, y no había risa en ellos, pero no obstante reflejaban una maligna alegría y Duncan la captó al mirarlos.
- Entonces, ¿por qué no me dejan salir de aquí? - Tuvo que repetirlo, porque la primera vez su voz había sonado demasiado ronca -. Al menos, permítanme que llame a mi abogado.
- Temo que no puede usted llamarle - dijo Rand, apartando la mirada.
- ¿Por qué no?
- Tarifas de larga distancia - dijo Deevers, y sus oscuros ojos chispearon maliciosamente.
Rand le dirigió una mirada de enojo.
- Cállese de una vez.
- Estamos perdiendo el tiempo.
- No puede esperar resolver esto en una hora.
- No espero resolverlo en absoluto - dijo Deevers -. Es un roñoso punto cero cero dos por ciento. Lo mejor sería registrarle a él y a los otros como él como una pérdida anual y olvidar el asunto.
- No.
- Hemos pasado por esta rutina una docena de veces, y no hemos aclarado nada.
Duncan les miró, asombrado, y luego no pudo soportarlo por más tiempo y apoyó las manos en el suelo. El miedo le había robado su fuerza. Lentamente, trabajosamente, empezó a ponerse en pie.
El rostro de Deevers adquirió una expresión de alarma.
- Salgamos de aquí - dijo.
- ¡Esperen! - gritó Duncan, haciendo un esfuerzo desesperado.
Pero, cuando logró incorporarse del todo, los dos hombres habían salido de la celda y la puerta se estaba cerrando. Sólo quedó una abertura de un pie, aproximadamente, a través de la cual Rand le miró.
- No vuelva a hacer eso - dijo.
- Hacer ¿qué? - Furioso y desesperado, Duncan gritó - ¡Déjenme salir! ¡No pueden dejarme aquí!
A través de la abertura pudo ver la danza de los ojos de Deevers. Aquel hombre le sacaba de quicio.
- Yo no he hecho nada. Si creen ustedes que he cometido algún delito, al menos díganme de qué delito se trata.
Sacudiendo la cabeza, Rand dijo:
- No ha cometido usted ningún delito.
- De acuerdo, me portaré bien, no lucharé con ustedes. Soy un gusano y ustedes son el Dios Todopoderoso, pero déjenme salir de aquí.
- No puedo.
- Dígame el motivo.
- Porque está usted loco.
Duncan retrocedió ante el impacto de aquellas palabras, hasta chocar con la pared, lastimándose la cabeza y la espalda. Por unos instantes miró salvajemente en torno suyo, y luego volvió a acercarse a la puerta.
- No le creo a usted - dijo, y alargó la mano a través de la abertura para agarrar la camisa de Rand, que ya había retrocedido -. Esto no es un manicomio. ¿Dónde están los médicos y las enfermeras? ¿Qué es este lugar?
- Es un almacén, el único lugar de que disponemos para encerrarle. No imagine cosas raras, porque sólo se hará daño a usted mismo.
Luego, las dos figuras desaparecieron de delante de la abertura.
Duncan empezó a andar de un extremo a otro, y cuando se paró estaba seguro de haber trazado un surco en el suelo. Examinó las paredes de la celda. Nunca había puesto las manos en un acero tan liso como aquel. Parecía cristal al tacto, y las redondeadas esquinas eran tan lisas como el resto.
Gradualmente, recuperó la confianza. No le habían hecho ningún daño y las perspectivas eran de que no se lo causarían más tarde. Por algún motivo ignorado, Rand y Deevers trataban de obnubilar su mente y hacerle dudar de sí mismo, y se habían tomado un montón de molestias para lograr que todo pareciera correcto. Pero esto no era la celda de una cárcel. El uniforme de Caradepiedra le había engañado, pero ahora sabía que no era auténtico y esto significaba que la comisaría de policía del exterior también era falsa. En cuanto a la celda, debía ser lo que Rand había dicho, un almacén, aunque no se pareciera a ninguno de los que Duncan había visto hasta entonces. Un bulldozer se hubiera encontrado con dificultades para abrirse paso a través de la recia puerta.
Finalmente se tendió sobre el duro suelo y apoyó la cabeza sobre sus brazos. Tarde o temprano se aclararía el lío, y Rand y Deevers irían a parar a la cárcel, que era el lugar que les correspondía.
Estaba todavía en el suelo cuando Rand regresó. No se molestó en levantarse, ya que pudo darse cuenta de que el otro hombre no tenía la menor intención de abrir la puerta. Apoyando su barbilla en una mano, observó cómo Rand atisbaba a través de la estrecha abertura y finalmente le localizaba.
- Tenemos que hablar algo más.
- Acerca de la tarjeta, naturalmente - dijo Duncan.
Rand sonrió débilmente.
- En realidad, sí. Es muy importante, ¿sabe?
- Lo único que sé es que usted parece una persona normal, y no un raptor. ¿Acaso trabaja usted para alguna organización de espionaje? Está perdiendo el tiempo. No tengo ningún secreto.
Suspirando, Rand se apoyó contra la jamba de la puerta.
- Concentrémonos en la chapa. Quiero decir la tarjeta. ¿Cómo se sintió al verla desaparecer por la alcantarilla?
- No puedo recordarlo.
- Inténtelo.
- No sentí nada. ¿Por qué tenía que sentir algo especial?
- Creo que está mintiendo.
Duncan irguió la cabeza.
- Hágame un favor: márchese.
- Créame, esto es importante.
- ¿Que le crea a usted? ¡Esta sí que es buena!
- ¿Se sintió furioso? - insistió Rand.
- No.
- ¿Triste?
- Desde luego que no.
- ¿Feliz?
- Déjeme en paz.
- ¿Acaso experimentó usted una sensación de anonadamiento?
Duncan volvió la cabeza.
- ¡Nan! - aulló.
El sorprendido rostro de Rand asomó a través de la abertura.
- ¿Quién es Nan?
- Mi esposa, estúpido.
- ¿Su esposa?
Su encantadora esposa. Ella había dicho: «¿Qué ha pasado? ¿Has sufrido un accidente? ¿Te has caído?»
El se había limitado a entrar en la casa... cansado, hambriento y furioso al ver que la mesa no estaba puesta. Nan siguió importunándole, interrogándole, hasta que él perdió la paciencia y la envió al diablo. Pero inmediatamente se arrepintió de su arrebato e intentó besar a Nan. Ella le mantuvo a distancia, mientras contemplaba su pecho con una horrorizada expresión en el rostro. Luego se dirigió al teléfono y llamó a la policía.
- Nan está enferma - dijo Duncan, dirigiéndose a Rand -. ¿Comprende por qué tengo que salir de aquí? Usted puede ayudarme. Lo único que tiene que hacer es abrir la puerta lo suficiente para que yo pueda pasar.
No dio resultado. Rand se limitó a mirarle fijamente, y no dio resultado. Estaba diciendo la verdad, pero no importaba.
- ¿Cuándo va usted a acabar con esto? - inquirió furiosamente.
- No puedo acabar con ello - dijo Rand.
Muy bien. Era el final. No podía confiar en más ayuda que en la que él mismo pudiera proporcionarse.
- Al menos, tráiganme un catre para tumbarme - dijo -. ¿Le gustaría a usted dormir sobre este suelo?
- Lo siento mucho - dijo Rand -. Olvidé que podía resultar incómodo.
- ¿Bien?
- Le enviaré un catre con N... con Caradepiedra.
Cuando el rostro de Rand desapareció de la abertura Duncan sonrió y se puso en pie. Tenía que salir de un modo u otro, y si ellos insistían en conducir el juego a su manera, él actuaría a su propio modo.
Estaba en el rincón, al lado de la puerta, cuando Caradepiedra la abrió y entró cargado con un catre plegable. Estaba completamente desprevenido. En el momento en que dejaba el catre en el suelo los dos puños de Duncan se abatieron sobre su nuca.
Las diferencias se hicieron evidentes en cuanto salió de la celda. Alguien se había llevado la comisaría de policía. Ahora se encontraba en un recinto muy pequeño, todo él de brillante acero, con una pequeña puerta al lado de su calabozo y otra a diez pies de distancia.
Se acercó a la primera de ellas y la entreabrió, apenas una pulgada. Conteniendo la respiración, se inmovilizó al oír hablar a Rand y a Deevers.
- La conciencia es una función de la inteligencia - estaba diciendo Rand, en tono furioso -. ¿Dónde está la suya? Siempre habla usted de su cociente intelectual...
- No quiero despilfarrarla - dijo Deevers.
- Nosotros somos responsables. Se lo hicimos a él, usted y yo.
- No voy a negarlo. Pero usted tiene más sentido comercial que yo para sugerir lo que hay que hacer. No creo que esté interesado en poner obstáculos.
- ¡Maldita sea! No tardará en ir a parar al Atomizador.
Duncan abrió la puerta lo suficiente para entrar. Cuando estuvo en el interior de la habitación, cerró de nuevo la puerta y fue a ocultarse detrás de una hilera de grandes cajas de cartón. Desde allí no podía ver a los dos hombres, de modo que avanzó silenciosamente, guiado por el sonido de sus voces.
- Ocurrió porque perdió su chapa de identificación - dijo Rand.
Hablaba en tono cansado, como si estuviera repitiendo lo que había dicho muchas veces.
- Eso es absurdo.
- Lo que es absurdo es la unidad de crecimiento.
El tono de Deevers se hizo helado.
- ¿Qué es lo que está sugiriendo?
- No se preocupe, podemos interrumpir esto sin que usted pierda dinero. No quiero que pierda un solo dólar.
- ¿Qué le hace pensar que ha dado con la solución?
- Cuando perdió su chapa de identidad, cayó en un estado de shock - dijo Rand -. Súbitamente, no era nadie. No podía soportarlo, e inmediatamente recurrió a su subconsciente. No se burle, maldita sea. Es evidente que tenía uno. ¿De qué otra parte podía extraer sus recuerdos? ¿No se da cuenta? No podía soportar el carecer de una identidad...
Lo que Deevers vio no tenía ninguna relación con lo que Rand estaba diciendo. Sus ojos se abrieron desmesuradamente y su rostro palideció mientras contemplaba a Duncan, de pie detrás de las cajas de cartón. La taza de café que sostenía en la mano se estrelló contra el suelo.
Una súbita contracción de la espalda de Rand fue el único síntoma de que también él se había dado cuenta de que sucedía algo anormal.
- Soy más joven y más fuerte que ustedes dos, y estoy desesperado - dijo Duncan -. No cometan ninguna estupidez.
- No se acerque más - dijo Deevers. Se protegió la cara con las manos y pareció encogerse en su asiento -. ¿Dónde está el guardián? - inquirió, a través de sus manos.
- Le he dejado sin sentido. No se preocupe. No le he causado ningún daño.
- ¡Oh, Dios mío! - suspiró Deevers, y sus ojos fulminaron a Rand -. ¡Usted y su maldita psicología!
Rand se volvió lentamente. Su rostro estaba pálido, pero parecía tranquilo.
- No es peligroso - dijo.
Duncan salió de detrás de las cajas y avanzó hacia ellos. Mientras andaba miró a su alrededor. Los dos hombres habían estado bebiendo café. La mesa estaba llena de colillas de cigarrillos. Había dos literas adosadas a la pared, y una vieja lámpara de petróleo mantenía caliente una cafetera. Las cajas llevaban etiquetas de productos alimenticios. Un armario abierto contenía prendas de vestir - abrigos, chaquetas, botas -, y un par de extraños equipos que parecían trajes de goma de pesca submarina colgados de una percha.
No vio ninguna arma hasta que se encaró con el revólver con el que le apuntaba Deevers.
Rand también lo vio y le gritó a su compañero:
- ¡Guárdese eso!
El revólver osciló entre los dedos de Deevers.
- ¿Qué es lo que va a hacer?
Las manos de Duncan se convirtieron en puños.
- No tiene usted derecho a matarme. Yo no he hecho nada. Soy inocente.
- Tiene razón - dijo Rand -. Suelte eso.
Deevers vaciló, indeciso. Súbitamente tiró el revólver al suelo y contempló cómo se deslizaba hasta los pies de Duncan.
- Vamos - dijo -. Cójalo. Es usted el jefe aquí.
- No quiero el revólver. Sólo quiero marcharme.
- No hay ningún lugar adonde ir - dijo Rand con una extraña voz.
- Quiero ir a casa.
- Esto no es...
- Cállese de una vez y deje que se marche - gruñó Deevers entre sus apretados dientes.
- ¿Acaso no es usted capaz de comprender que está sufriendo?
- Vamos - dijo Deevers, dirigiéndose a Duncan, con una mueca que quería ser una sonrisa -. Está usted libre. No le escuche. Está más loco que usted.
Sobre unas piernas rígidas, Duncan echó a andar hacia la puerta. Casi había llegado a ella cuando Rand le llamó.
- Cuando salga, asegúrese de que todas las puertas quedan cerradas detrás de usted. Y haga lo mismo cuando regrese.
- No voy a regresar.
Rand se sentó en el borde de su silla con la cabeza hundida entre sus rodillas, y no alzó la mirada al replicar:
- Lo hará. La ilusión empezó a desintegrarse en el momento en que usted dijo que la chapa era verde. Recuerde lo que estoy diciendo. Nuestras vidas dependen de ello. - Uniendo sus manos y llevándolas a su frente, Rand añadió -: No nos lo reproche demasiado. No era eso lo que pretendíamos hacer.
Duncan permaneció inmóvil con la mano extendida hacia la puerta, mientras se sentía recorrido por un escalofrío. El hombre parecía sincero, pero sus palabras carecían de significado. ¿Qué intentaba hacer? ¿Era otro truco para retenerle aquí hasta que ellos hubiesen terminado lo que se traían entre manos? Al diablo con Rand, y también con Deevers. No necesitaba quedarse aquí y escuchar, no podían retenerle, porque eran débiles: había sido su prisionero, y no habían tenido arrestos para utilizar el revólver contra él. Estaba libre, ¿no es cierto?
Nunca había sabido que la libertad era tan estimulante. Corrió hacia el mundo exterior como si faltase de él desde hacía una eternidad, y sus pies producían un sonido tintineante sobre el suelo de acero mientras cruzaba una puerta tras otra y las cerraba apresuradamente detrás de él. Había un largo túnel dividido en tres cortos compartimientos que contenían canastos y piezas de maquinaria, pero no les prestó la menor atención.
Al fin salió de aquella especie de panteón. La luz natural hirió su rostro, un sonido entrecortado brotó de su garganta, su mano cerró maquinalmente la última puerta y Duncan giró sobre sí mismo y se dispuso a saludar al mundo. Se quedó con la boca abierta. Se había equivocado de camino, seguramente, y esto explicaba lo que se extendía a su alrededor en todas direcciones...
Todo era normal cuando se presentaron en su casa y le sacaron de ella, y todo era normal cuando le encerraron en un oscuro agujero y le dejaron allí para que sufriera. Incluso era todo normal cuando se llevaron la comisaría de policía y pusieron cavernas de acero en su lugar, pero, por el amor de Dios, a esto no había derecho: no tenían derecho a llevarse el mundo de debajo de sus pies.
El cielo era una llama blanca dominada por un sol que azotaba el suelo con una sólida lámina de luz. Se amontonaban nubes en todas partes, pero aún así el vasto cielo era un espejo cegador. Debajo de él, el suelo era un inmenso erial, una interminable llanura polvorienta. Unas rocas puntiagudas se erguían aquí y allá, algunas tan altas como edificios, otras tan pequeñas que podía andar sobre ellas. Olas de calor distorsionaban el espacio delante de él.
Algo se movió a lo lejos, unas manchas diminutas se recortaron contra el feo horizonte, y Duncan avanzó en aquella dirección mientras su corazón rebotaba contra sus costillas. Mientras andaba rezó por que fuese la Tierra lo que le rodeaba, algún desierto inexplorado donde las leyes de la naturaleza eran distintas, pero sabía que este lugar no tenía nada que ver con su país natal. Era la agrietada superficie de otro mundo, algún otro planeta del cosmos, lo cual significaba que la realidad le había abandonado porque el hombre ni siquiera sabía cómo llegar a la luna.
Ahora vio figuras moviéndose delante de él y apresuró el paso. La esperanza renació y aventó su temor a encontrarse solo en un planeta desconocido, con dos dementes.
Un gran valle había sido excavado en el cuerpo del planeta y en sus profundidades yacía un vasto complejo mecánico. La larga ladera del valle estaba terraplenada en forma de escalera que descendía hasta un pozo. Las palas mecánicas cargaban toneladas de roca en unas grandes vagonetas que discurrían sobre raíles hasta el extremo más angosto del valle.
En aquel complejo trabajaban varios equipos en diversas labores de minería. Aquellas eran las figuras que Duncan había visto desde lejos, y mientras corría hacia ellas empezó a gritar un saludo. Se encontraba a veinte pies de distancia de la más próxima cuando se paró en seco y se quedó mirando con aire de incredulidad al hombre que no era un hombre.
Ninguna de las figuras era humana. Eran insectos: grandes animales que recordaban a las hormigas. Se movían con mucha más rapidez que los humanos y tenían la fuerza necesaria para levantar y manejar unos cubos que debían contener un cuarto de tonelada de mineral.
Trabajaban con silenciosa precisión, y mientras Duncan avanzaba con paso vacilante hacia ellos, se volvieron a mirarle y luego continuaron con su trabajo. Sus cuerpos eran una serie de peludas ampollas de color pardo brillante, capa sobre capa formando dos patas, un torso, dos brazos con tres dedos flexibles por manos y una nudosa cabeza. Tenían dos ojos protuberantes que brillaban como líquido oscuro. Un pequeño agujero del tamaño de una moneda de veinticinco centavos estaba situado entre los ojos.
Duncan no vio a un solo ser humano. Todos los equipos que trabajaban en el valle estaban formados exclusivamente por hormigas.
Durante un largo espacio de tiempo Duncan dejó que aquel hecho fuese asimilado por su cerebro. Un nuevo temor se instaló en su mente, un miedo indecible que la empapó como agua fría.
Echó a andar hacia dos animales que estaban contemplando una corriente de agua sucia que discurría por una acequia. Su temor había entorpecido sus movimientos, y no vio el montón de mineral hasta que hubo caído sobre él. Uno de los insectos se acercó.
- Has caído - le dijo, en tono monótono -. Te ayudaré a levantarte y te revisaremos cuidadosamente por si has sufrido algún daño.
Las manos que le cogieron y le levantaron eran duras y poderosas. Una chapa redonda de color verde estaba incrustada en el centro del recio tórax de la hormiga. Llevaba grabadas las letras ABT. Los protuberantes ojos se clavaron en las piernas de Duncan y luego ascendieron lentamente hasta su pecho.
- Tu chapa de identificación ha desaparecido - dijo la hormiga.
Dando un tirón para librarse de las manos del animal, Duncan empezó a retroceder.
- Eres un insecto - susurró -. Tú no sabes nada. - Y de pronto se encontró gritando -: ¡Eres un estúpido animal y no sabes nada!
- ¿Estás realmente ahí? - dijo la hormiga.
- ¡Un estúpido conjunto de instintos! - gritó Duncan. Continuó retrocediendo y resbaló por el suelo rocoso. La hormiga se acercó a él y Duncan aulló -: ¡Apártate de mi lado!
- No tienes ninguna identidad - dijo el animal -. No es posible que exista un ser sin identidad. Algo funciona mal. Hay que informar a un hombre.
- Yo soy un hombre - gimoteó Duncan.
- Tú no eres nada. Trato de comprender, pero no puedo. ¿Cómo es que te encuentras aquí?
De pronto, una segunda hormiga surgió delante de ellos. Sus ojos examinaron a ABT y luego giraron a la derecha y enfocaron a Duncan. La chapa que llevaba en el pecho tenía grabadas las letras NN.
Uno de sus dedos señaló el pecho de Duncan.
- Este es uno de los perdidos. Déjale en paz. No le mires. No pienses en él. Está perdido. Sólo será reconocido por el hombre, ya que sólo el hombre puede concebir abstracciones.
ABT asintió lentamente.
- Ahora comprendo. Tienes razón. Está perdido. No está ahí para ti ni para mí, pero está ahí para el hombre.
Duncan se alejó con paso tambaleante y se ocultó detrás de un montón de rocas. Las dos hormigas le contemplaron por unos instantes y luego volvieron a su tarea como si le hubiesen olvidado.
Duncan se dejó caer de espaldas. En el cielo no había nada, aparte del blanco resplandor que parecía estar en todas partes. Incluso alcanzaba a su cerebro. Y entonces se dio cuenta de que el sol tenía aquel aspecto debido a que la atmósfera era distinta a la de la Tierra.
Su pecho se movió acompasadamente mientras sorbía grandes bocanadas de aire fresco. No. Aquello era parte del sueño y no realidad. El era el sueño. Todo era realidad, menos él.
Deseó creerlo, lo deseó desesperadamente, pero casi inmediatamente renunció a aquella mentira. El era real, lo mismo que el planeta en el cual yacía, y aquellos dos hechos sumados significaban que, o bien era capaz de respirar donde no había ningún oxígeno que respirar, o bien estaba consumiendo substancias que eran venenosas para los seres humanos.
Pero él pertenecía a la Tierra. Era un terráqueo y poseía una casa blanca y una esposa llamada Nan. Ella tenía los ojos oscuros y el pelo castaño. Sus hijos se parecerían a ella cuando nacieran. ¿O habían nacido ya? El sol quemaba su cerebro y no pudo recordarlo. Inclinó la cabeza hacia el estéril suelo y cerró los ojos.
Tardó largo rato en desandar el camino hasta el túnel. Se tambaleaba como si estuviera ciego y a cada paso tropezaba en las rocas.
Cerró todas las puertas detrás de él.
Rand y Deevers habían sacado a Caradepiedra de la celda y le habían tendido en un rincón de su alojamiento. Duncan se detuvo y contempló lo que había creído que era un ser humano. Pensó que estaba golpeando a un hombre. Y lo que había hecho era destruir a una hormiga gigante. Sus puños habían aplastado el ahusado cuello y casi seccionado la cabeza. Una maraña de rizos ensangrentados y de reluciente tejido blanco brotaba de la herida. La chapa verde con las letras NN yacía en el suelo como un ojo que se burlara de él.
Deevers había retrocedido apresuradamente al verle entrar, para instalarse en el extremo más apartado de la mesa. Se sentó, con una dura expresión en los ojos.
Rand estaba de pie en el centro de la habitación, con las manos detrás de la espalda. Miraba fijamente al suelo, como si no deseara mirar a ningún otro sitio.
Con paso lento, Duncan avanzó hasta situarse directamente en frente de Rand. Trató de mantener la firmeza de su mirada, pero cuando Rand alzó la cabeza Duncan inclinó la suya hasta que su barbilla tocó su pecho. Notó el sudor que se formaba en su espalda, y su mente se obnubiló mientras esperaba las palabras que le condenarían a una demencial inexistencia.
Todavía no estaba preparado para ellas cuando llegaron. Fueron látigos que azotaron su cuerpo con puntas de acero. Le sumieron en una negra caverna de horror. No miró a Rand, pero buscó la mentira en el tono del hombre, trató de captar el sutil disimulo que demostrara que todo aquello era un fraude, una tentativa de destruir su realidad con algún oscuro propósito.
No hubo disimulo en la voz de Rand ni cualquier otra evidencia de fraude. Habló llanamente y sin emoción, sincera y cruelmente, y sólo los frunces alrededor de sus ojos traicionaron su conciencia del dolor que estaba causando.
- Deevers y yo pertenecemos a una compañía terráquea llamada Laboratorios DNA. Fabricamos organismos vivientes para trabajar en planetas hostiles a los hombres. Nuestra producción más importante afecta a un gran animal insectoide cuya tarea es la de extraer minerales que no pueden obtenerse en la Tierra.
«Los elementos en todos los organismos son los mismos; sólo varían las proporciones. Un organismo crece si la materia nueva se acumula a un ritmo superior al del desgaste de la materia vieja. La madurez se alcanza cuando la formación de materia alcanza el nivel de la desintegración de la materia vieja. Lo que hacemos nosotros es mantener en funcionamiento este último proceso hasta que nuestros productos alcanzan un tamaño satisfactorio.
»Nuestros «insectos» están clasificados en tres tipos, condicionados y adiestrados para tres tareas específicas. Los tipos DKN y ABT excavan los pozos y galerías y lavan el mineral. Nuestros dos tipos NN están programados para controlar a los otros y cuidar de que todo funcione normalmente. Hace dos años, uno de los ABT enloqueció. Creyó que era un hombre. Deevers y yo hemos pasado dos años tratando de descubrir lo que había enloquecido a aquél y a otros varios insectos. Ahora lo sabemos, gracias a usted.
»Nuestros animales crecen a partir de una porción de materia vital, y el desarrollo es manipulado de modo que el sistema nervioso y las unidades musculares sean compatibles con el cerebro, el cual es construido por separado. A medida que el insecto crece, es condicionado para sobrevivir en diversos entornos. Los hidratos de carbono, las grasas y las proteínas que constituyen el cerebro son diseñadas de modo que reproduzcan un cerebro humano, no una simple copia, sino un duplicado exacto del cerebro de un hombre que gozó de vida. La personalidad del hombre cuyo cerebro utilizamos como modelo no importa. Lo que importa es que hemos creado algo que no comprendemos.
»Deevers y yo necesitábamos tiempo para someter a prueba nuestros nuevos productos antes de traerlos aquí, pero el gobierno necesitaba mineral y nos presionó para que renunciásemos a aquella parte de nuestro programa. Accedimos a ello, porque no teníamos ningún motivo para sospechar que nuestros insectos supieran algo más que lo que les había sido enseñado. Lo raro es que estamos casi seguros de que los seres que están trabajando ahí fuera no saben nada más.
»Pero usted y otros como usted lo han sabido. Hace unas horas perdió usted su chapa de identificación. Tal vez fue arrancada por alguno de los garfios que arrastran los cubos hasta el lavadero. Lo cierto es que, al perderlo, se encontró usted sin una identidad. Su cerebro rechazó el concepto de inexistencia y modeló para usted un nuevo ego. No sabemos por qué ni cómo ocurrió. No sabemos cómo pudo adquirir usted recuerdos de la Tierra y de vida humana y de cultura terráquea cuando nadie se los había enseñado, pero sabemos que usted los posee.
»Me gustaría acabar con todo esto ahora mismo. Necesito tiempo para estudiar mis productos, reunir todos los datos psicológicos y saber con exactitud qué es lo que he hecho. ¿He construido un ser satisfecho con la realización de su tarea, como pretendía, o un monstruo condenado al infortunio? Pero no me conceden ese tiempo. El gobierno dice que no. Los insectos serán utilizados para producir lo que la Tierra necesita. De modo que sólo puedo hacer una cosa, y espero que sea la cosa correcta y no una simple interferencia que empeore la situación. A partir de ahora, los obreros serán fabricados sin ninguna identidad real. No serán adiestrados para que adquieran conciencia de sí mismos. Las letras que señalan sus tipos irán colocadas en un lugar de su cuerpo desconocido de ellos. Espero que dé resultado. Espero que, si no tienen una identidad, si no se les enseña que existe algo llamado ego, no podrán perderlos.
»Es lo único que puedo hacer. En este momento no se me ocurre nada más».
Rand dejó de hablar. Levantó sus manos y pasó sus dedos salvajemente a través de sus cabellos. Sus hombros se hundieron y cerró los ojos.
Duncan levantó una de sus propias manos y la miró. Pudo ver los surcos en la palma, el oscuro vello encima de los nudillos, en el dorso. Sintió a su corazón bombeando sangre a través de su cuerpo. El sueño - si la irrealidad en la cual su mente se había sumergido podía ser llamada un sueño - no se había desvanecido.
Finalmente, irguió la cabeza.
- ¿Qué pasó con los otros?
- Quisieron morir.
Una voz susurró:
- También yo lo deseo...
Y Duncan se dio cuenta de que era la suya.
- Tenemos un Atomizador en el valle - dijo Rand -. Lo utilizamos para destruir los residuos de rocas acumulados en las últimas fases de la obtención del mineral.
¿Residuos de rocas? Morir de aquel modo significaría que no había vivido, lo cual no era cierto. Durante las últimas horas había sido real. Su muerte podía estar justificada. Pero, ¿qué justificación tendría para él?
Rebuscó en sus recuerdos y se aferró a uno. En otra época los hombres eran condenados a muerte por haber cometido crímenes, y él era culpable del crimen de decepción. Había pretendido ser humano. Mentira. Su nacimiento había sido fruto de una producción en cadena, había sido concebido en un laboratorio. Había pretendido que la Tierra era su hogar. También esto era mentira. El no tenía hogar. El vocablo significaba un lugar de crecimiento, de calor y de compasión, no una isla extraña llamada Venus donde lo único que crecía era el tiempo, donde el calor era medido en el holocausto de los hornos de fundición y donde la compasión no tenía cabida.
Era culpable. Su sentencia era la muerte.
- Estoy preparado - dijo.
- Quiero ir con usted - dijo Rand. Y cuando Duncan vaciló, añadió -: Sé que está todavía en el sueño. No puede ir solo.
Duncan trató de hablar, pero lo único que pudo hacer fue asentir con la cabeza.
Rand cogió uno de los trajes de goma colgados en la percha y empezó a ponérselo.
Deevers no se movió. Ahora estaba relajado y contemplaba una voluta de humo de su cigarrillo remontándose hacia el techo. Cuando Duncan le miró, apartó la cabeza a un lado y sus ojos se fruncieron.
- Usted y yo tenemos algo en común - dijo Duncan -. Los dos carecemos de humanidad.
Deevers apretó los labios y su rostro palideció. Empezó a decir algo, pero súbitamente cambió de idea y se limitó a inclinar la cabeza.
Rand inició la marcha hacia el segundo compartimiento, y una vez allí sacó al pasillo un pequeño vehículo abierto. Duncan y él montaron. Detrás del volante, Rand condujo el vehículo por el pasillo hasta que la última puerta se cerró detrás de ellos.
El vehículo avanzó a través de hondonadas y entre rocas, transportándoles hacia el valle. El sol era implacable. Para Duncan, era una órbita amarilla que le hacía parpadear. El suelo era áspero y poroso, pero Duncan imaginó que veía hierba meciéndose al viento. Vio a un conejo que salía de su madriguera, olfateaba el aire un momento y desaparecía velozmente en una espesura.
Rand le llevó a un edificio situado más allá de los ardientes hornos que Duncan no recordaba, a lo largo de un pasillo con muchas revueltas que desembocaba en una habitación en cuyo centro se erguía el Atomizador.
El Atomizador era más alto que un hombre y dos veces más ancho. Era una caja de metal con una puerta transparente. Cuando Duncan miró a su interior vio que el aire rielaba como riela el aire del desierto bajo el sol.
Rand le llevaba cogido del brazo.
- ¿Puede oírme? - inquirió. Su rostro estaba pálido detrás del visor y su mano temblaba sobre el brazo de Duncan -. Lo único que tiene que hacer es entrar y cerrar la puerta.
Duncan avanzó hacia la caja.
Rand le retuvo un instante.
- Deje que el sueño se desvanezca. ¿Qué bien le ha hecho a usted? No puede afrontarlo así...
Duncan sabía que si fuera un hombre condenado a muerte en la Tierra, las cosas se desarrollarían más o menos del mismo modo. Un sacerdote acompañándole con sus oraciones, un médico ofreciéndole un anestésico, algo para eliminar el terror. La ley lo permitía. Matar a un hombre era suficiente, y no había necesidad de hacerle sufrir en el proceso.
Pero ésa no era la clase de muerte que él deseaba.
Cerró la puerta con mano firme.
Vio los labios de Rand formando las inaudibles palabras:
- Adiós, DKN.
El sueño le protegió, instalado entre él y el espectro de un insecto. Mentalmente, gritó «¡Soy un hombre!», y su realidad triunfó sobre la otra realidad. Las fuerzas destructoras que discurrieron a través de los átomos de su cuerpo penetraron la sensible ductilidad de un ser humano, y sus últimos instantes fueron dolorosos y terribles.
Tal como él deseaba.
Neil R. Jones - EL SOLITARIO DE LOS ANILLOS DE SATURNO
1
El viejo Jasper Jezzan se pasó los dedos por los mechones de cabellos grises y contempló desde la tronera de la nave espacial el impresionante y grandioso espectáculo de los anillos de Saturno que se acercaban. El tercer anillo, el más externo, que era su destino, se veía soberbio. Agradeció a su buena estrella el hecho de vivir en aquel siglo XXIV, que había sido testigo de cómo la humanidad trascendía los límites del inexplorado sistema solar mediante verdaderas hazañas de colonización espacial. En sus años de juventud, Jasper había participado de la primera expedición a Marte. Ahora, tanto Marte como Venus ya estaban colonizados. Jasper vivió muchas aventuras extraordinarias en ambos mundos, así como en varios de los satélites y asteroides de Júpiter. Saturno aún era territorio virgen.
Recientemente Jasper había cumplido los setenta años, pero el espíritu de aventura todavía flameaba en su recio cuerpo. De nuevo agradeció a su hado que le hubiera concedido la dicha de encontrarse entre los primeros en contemplar la gloriosa majestad de los grandes anillos a tan corta distancia. Se había unido a la expedición de Grenard como esforzado y experimentado colaborador, y sabía que la «City of Fomar» habría de tratar de abrirse paso a través de ochenta kilómetros de lunas diminutas.
La «City of Fomar» comenzó a pasar rozando algunos de los satélites errantes a varios kilómetros de distancia de la franja principal, muchos de los cuales eran más grandes que la nave espacial y de rugoso contorno. Era como penetrar en un bosque cuyos árboles se tornan menos numerosos a medida que uno se va acercando. Las lunas del anillo mismo eran redondas y lisas a causa de los constantes choques. Al caer bajo la atracción de la más leve fuerza de gravedad, los satélites más diminutos se adherían a los más grandes. La nave se hundía cada vez más profundamente en la masa. Cada hombre permanecía apostado en su lugar, sin dejar de observar, no obstante, el maravilloso fenómeno exterior. Esta vez la misión de Jasper le obligaba a ocupar un puesto solitario. Le tocaba el turno en la cámara de aire rejuvenecedor; de no haber sido por esa circunstancia, esta historia no hubiera sido narrada o le hubiese correspondido hacerlo a una persona más joven. Sin saber lo que les esperaba, Jasper había mirado por última vez los rostros de sus compañeros de aventura, rostros que no volvería a ver ni vivos ni muertos. Echó una fatigada mirada a los manómetros, y luego dirigió su atención a los misterios del anillo de Saturno, que se iban desvelando.
La nave espacial de la expedición Grenard penetraba más y más en la masa de satélites que giraban lentamente. La luz del sol se eclipsaba casi constantemente y se tornaba cada vez menos brillante. Las sombras, como siempre sucede en el espacio, eran oscuras y agudas. Al fin la luz cedió ante períodos de oscuridad cada vez más prolongados, y los reflectores de la «City of Fomar» centelleaban a través de las profundas tinieblas. De cuando en cuando, la nave chocaba contra una luna al pasar por un angosto pasaje, enviando el fragmento hacia los cuerpos vecinos en lo que parecía una interminable retransmisión de inercia sin que fuerza alguna retardara el movimiento.
Cada vez y sin cesar penetraban más profundamente en las honduras del anillo. Aun cuando no había recibido llamada alguna, Jasper sintonizó con la sala de observación, donde estaban reunidos los oficiales de la expedición.
- ¡Debe de haber trillones de esos pequeños satélites!
El que hablaba era el comandante Grigsby. Fue Grenard quien replicó:
- Sin duda.
- ¿Qué es esa niebla blanca que aparece allí?
- ¿Qué niebla... la luna blanca?
- No..., no es una luna. Fíjate cómo cambia de forma... y es algo brumoso.
- Caramba, sí, parece humo, y se desplaza hacia aquí.
- Mira, se expande como si tuviera vida. ¿Qué puede ser?
- Polvo.
La respuesta la había dado un oficial de menor graduación.
- ¿Cómo podría flotar sin atmósfera?
La voz de Grigsby encerraba un ligero tono burlón.
- Se está fragmentando.
Jasper había viajado demasiado por los espacios siderales en el curso de su vida como para no presentir que se trataba de algo inusual. Se acercó a la tronera y miró al exterior, colocando la cabeza en uno de los costados para obtener un ángulo de visión oblicuo. El fenómeno tenía lugar directamente delante de la nave. El no podía observarlo. Interiormente, se sintió algo irritado. Escuchó con el fin de obtener más detalles.
- ¿Qué fuerza debe moverla?
- Primero, dime qué es.
- ¡Parece que tenga vida!
- ¡La nave la atrae! ¡La nube se está fragmentando en varias partes!
Jasper miró de nuevo al exterior y vio algo de aquella extraña sustancia. Parecía humo blanco y poseía movimiento propio. No podía imaginar qué fuerza la impulsaba. Casi parecía algo vivo, sin embargo la idea era absurda aun para Jasper Jezzan, que había sido testigo de infinidad de fenómenos extraños. Aquello era un nuevo elemento o una combinación de elementos que se comportaban de una manera rara en el anillo más externo de Saturno. Los anillos mismos eran algo fenomenal. La nube pasaba del blanco al gris a medida que se expandía, dejando ver los borrosos contornos de los satélites que estaban detrás de ella. De nuevo pareció comprimirse, adquiriendo una cualidad que parecía un líquido espeso o algo sólido.
- ¡Ahí vienen más nubes!
- ¡Y allí hay más! ¡Mirad! ¡Allí! ¡Allí! ¡Las hay por todas partes!
- ¡Se están mezclando!
- ¡Una parte se está dividiendo! ¡Mirad..., se está desintegrando!
Las voces de los jefes de la expedición denotaban sorpresa y temor. Jasper experimentó una ligera excitación mientras contemplaba las raras transformaciones de aquella materia sobrenatural. Vio que iba envolviendo la nave. Su tronera de observación se volvió de pronto de un gris translúcido, y no pudo ver nada. Trató de penetrar con la mirada aquella masa blanca de la que sólo le separaba treinta centímetros de cristal. Era como mirar a través de un humo denso o una niebla espesa. Golpes ahogados y sonidos inexplicables se oían en torno del casco de la «City of Fomar».
- ¡No avanzamos tan rápidamente!
Jasper distinguió que la exclamación la había proferido el comandante Grigsby. Percibió una nota de intranquilidad en la voz.
- ¿Puede ser que esa maldita sustancia blanca detenga nuestro avance?
- No lo sé... pero, ¡esperad! ¡Las troneras de este costado de la nave parecen aclararse!
Siguió un silencio significativo. Jasper aguzó los oídos para captar más información. Su propia tronera aún estaba oscura.
- ¡Grigsby..., mira esas largas hebras de esa sustancia, parecen cables! ¡Nos tienen amarrados a las lunas!
- ¡A toda máquina! - ordenó el comandante.
Un suave y débil crujido del casco sobre la cabeza de Jasper le hizo volver los ojos hacia la tronera. Vio como un contorno blanco que se alejaba. Miró al exterior y observó que unas largas hebras de la niebla, entretejidas en forma de telaraña, demostraban poseer una notable fuerza adhesiva y resistencia a la tensión al sujetar la «City of Fomar» a los satélites circundantes. Al aplicarse más potencia, Jasper pudo constatar que la nave espacial remolcaba las lunas enganchadas y se separaban de los cuerpos más lejanos. Vio que los satélites chocaban entre sí, sintió la ligera desviación de la nave y oyó el golpeteo discordante cuando la «City of Fomar» tropezaba con otros satélites en su avance. Luego, una vez más, la tronera se cubrió de una niebla más blanca y densa que antes. Por los excitados comentarios de la sala de observación, dedujo que las condiciones eran las mismas. El golpeteo machacador les tenía a todos confundidos. Entonces las voces de la sala de control adquirieron un nuevo tono alarmado.
- ¡Está penetrando en la cámara reguladora de presión! ¡Un hilo largo y delgado se está filtrando como un chorro de vapor!
- ¡Debe de haber alguna fisura en la puerta exterior! - razonó Grenard con excitación.
- ¡Sin presión de aire en el interior de la cámara, la puerta exterior nunca cierra herméticamente! ¡La llenaremos!
Jasper oyó gritar su nombre.
- ¡Sí, señor!
- ¡Inyecte una buena cantidad de aire en la cámara reguladora!
El anciano saltó hacia los mandos y oyó el silbido del aire a través de las cañerías camino de la cámara reguladora.
- ¡Esa maldita sustancia aún sigue entrando!
- ¡Pero no con tanta rapidez!
- ¡El aire se escapa hacia el exterior!
- ¡Ahora... la puerta ha cerrado herméticamente!
- ¡La sustancia blanca se está expandiendo dentro de la cámara!
Jasper recibió una brusca orden de cerrar la válvula de aire. Nunca pudo saber por qué. Nadie vivió para decírselo. Oyó muchas voces que gritaban alarmadas, demasiado mezcladas y confusas como para poder comprender algo más que el hecho de que la puerta interior había sido forzada. Y luego la exterior cedió de nuevo. La blanca sustancia penetraba en la nave, y el aire salía de ella. Esto lo comprobaron los ojos horrorizados de Jasper al mirar las esferas de los manómetros.
Gritos agudos y horribles chillidos llegaron hasta él, chillidos que se estremecían, se ahogaban y enmudecían de pronto. No duró mucho. Muy pronto, reinó un ominoso silencio. La blanca niebla todavía velaba la tronera, y también estaba dentro de la nave. Jasper, armándose de valor, corrió por el corredor con el fin de aislar aquella parte de la nave. Demasiado tarde. La niebla ya se arrastraba por el suelo y las paredes del pasillo, explorándolo todo en un volumen sustancial. Como si hubiera percibido su presencia, se extendió con una rapidez alarmante en su dirección en cuanto él se detuvo a medio camino, consternado. Un velo de la horrible sustancia avanzaba como una nube de humo por el techo, y un enroscado pedúnculo descendió hasta casi rozarle el rostro. Un terror innominable obnubiló momentáneamente la mente de Jasper, pero el veterano navegante y explorador del espacio logró dominar sus nervios. Se giró y corrió hacia la cámara atmosférica. La blanca niebla que cubría las paredes, el techo y el suelo del corredor se había concentrado, y Jasper vio que se lanzaba hacia él, con lentitud al principio, pero con un ritmo acelerado.
En la cámara atmosférica, hizo girar prestamente la válvula del tanque de aire principal y la cerró. Luego cogió un traje espacial, colgado cerca de él, y de un salto se introdujo en un tanque de aire vacío en el preciso instante en que la bola de niebla blanca se precipitaba por el corredor hacia él a enorme velocidad.
Un escalofrío le hizo estremecer, pero no era fruto del miedo. Una ola de frío invadía rápidamente la nave. El aire no cesaba de salir de ella. Jasper notó que tenía dificultad para respirar y se alegró de haber cerrado la válvula del tanque principal. Estaba sumido en la oscuridad, después de haber ajustado con celeridad la compuerta del tanque para evitar la entrada de la amenaza blanca. Buscando a tientas, abrió la válvula interior del tanque. Palpó a su alrededor y encontró el traje espacial; luego, de pronto, se tambaleó ebriamente, golpeándose la cabeza contra la pared metálica del tanque. Experimentó un extraño regocijo y se sintió mareado. Había dejado entrar demasiado aire en el tanque. Se trataba de una intoxicación de oxígeno y muy peligrosa en aquellas circunstancias. Buscando a ciegas, encontró la válvula de nuevo y la cerró. Entonces se desplomó, perdidas las fuerzas. Pero corría el riesgo de morir de frío, y Jasper sabía que debía ponerse el traje espacial. Sus músculos estaban ateridos y no le obedecían debido a la fría temperatura, que descendía sin cesar. Pero logró introducirse en el traje espacial y puso en funcionamiento la calefacción y el regulador de aire del mismo. Sólo entonces cedió ante la tensión que le atenazaba. Desde su posición semisentada, cayó de costado al suelo del tanque completamente inconsciente.
2
Jasper Jezzan jamás supo cuánto tiempo permaneció sin sentido en el tanque de aire, protegido por el traje espacial. Le pareció que no habían sido más que unos pocos minutos; sin embargo, tal vez habían transcurrido varias horas. En la oscuridad, trató de serenarse y hacerse cargo de la situación, ordenando sus pensamientos. La muerte navegaba en aquella nave; la devastadora ruina blanca era su dueña. Se preguntó si alguien más habría logrado salvarse. Una sutil intuición le decía que la sombría amenaza aún estaba esperando afuera. Desconocía qué propiedades malignas podía poseer contra un hombre protegido por un traje espacial. No tenía intención de comprobarlo mientras pudiese evitarlo. Decidió esperar pacientemente y ver si la horrible niebla abandonaba la nave. De alguna manera, presentía su presencia fuera del tanque, desplazándose sin cesar, explorando la «City of Fomar», cuyo aire se había escapado para perderse en el espacio entre los satélites.
Encendió los focos del traje espacial para aliviar la monotonía de las tinieblas y poder concentrar sus pensamientos en algo tangible, algo que pudiese ver, aunque el interior del tanque con sus válvulas interiores y sus aparatos de control él ya lo conocía. Se levantó y vació el tanque de aire. Ello sería necesario, por lo menos, para reducir la presión antes de abrir la compuerta.
Luego se sentó dentro del tanque y esperó, cambiando de posición de cuando en cuando. Había una cierta afinidad entre aquella niebla blanca y un sutil sexto sentido, pues Jasper se dio cuenta con alivio de que la sustancia había abandonado la nave. Sin embargo, se mostró cauteloso: abrió la compuerta del tanque y atisbó por el borde de la abertura. Las luces de la nave, tanto las del interior como las del exterior, estaban todavía encendidas. Lo primero que hizo fue mirar por la tronera. La «City of Fomar» andaba a la deriva entre los satélites. Uno de ellos casi tocaba la parte anterior de la nave. No vio señal alguna de aquella sustancia sobrenatural que se había abierto paso hasta el interior de la aeronave. Estaba seguro de que había desaparecido por completo. Entonces Jasper efectuó una prueba, aunque sabía de antemano casi con absoluta certeza de cuál sería el resultado. Cogió una caja de polvo esmeril de un estante, sacó la tapa y dejó caer una porción. Las motas de polvo no flotaron hasta el suelo, sino que cayeron como piedras. Tal como Jasper suponía, todo el aire había salido de la nave.
Caminó lentamente por el corredor hacia el proel, cruzó la sala de control y penetró en la cámara de observación. Estaba preparado para enfrentarse con el espectáculo de la muerte, pero no esperaba que la visión fuese tan horrible y absoluta. El suelo estaba sembrado de huesos y cráneos. La niebla blanca había absorbido la carne y el material de la vestimenta. Movió uno de los huesos con el pie y se quedó sorprendido al ver la marca que dejó el zapato metálico. Se detuvo y recogió un fémur. Se desintegró completamente entre sus manos. ¿Qué horrible forma de vida era aquella niebla nubosa del anillo de Saturno? Recorrió con lentitud la nave y descubrió más huesos ruinosos; de pronto le asaltó la enervante sospecha de la verdad. Él era el último hombre, el único ser viviente en la nave.
Entró en la sala de control para examinar los mecanismos, preguntándose cómo se las arreglaría él solo para conducir la nave espacial fuera del anillo. Sus dudas se disiparon en seguida. Comprobó que la totalidad del equipo eléctrico; así como los demás instrumentos, estaban irreparablemente destruidos. Un examen más minucioso confirmó la primera impresión. La proximidad de la niebla blanca los había alterado y destruido de una manera tan absoluta como si la nave hubiera sido fulminada por un rayo. Se encontraba solo en una nave a la deriva y perdido en el anillo de Saturno.
Jasper trató de aplacar sus nervios. Las cosas no estaban tan mal como podrían haber estado. Había suficientes alimentos y bebida a bordo como para que le alcanzaran hasta el fin de sus días. Los generadores de aire funcionaban perfectamente. Podría cerrar un par de cámaras de la nave y lograría seguir viviendo en ellas. No se atrevía a pensar demasiado en el futuro, en la posibilidad de pasarse el resto de su vida como prisionero solitario en el anillo de Saturno. Los planes de Grenard de penetrar hasta el tercer anillo camino del satélite Dione del planeta eran bien conocidos, por supuesto, en los tres mundos, pero las probabilidades de que alguien llegara hasta aquel punto en especial del anillo exterior, aun cuando anduviesen en busca de la expedición perdida, eran prácticamente inexistentes. Constató con una sensación de desamparo que el sistema de comunicación de la nave había sido inutilizado.
Sintió apetito. Encontró los alimentos almacenados y los trasplantó al tanque de aire. También descubrió un calefactor de radio y lo instaló para poder contar con luz y calor. Luego llevó los elementos para improvisar una cama y otros útiles necesarios para vivir con cierta comodidad. Hasta que pudiera acondicionar y sellar las cámaras de la nave, tendría que permanecer allí. Había tres secciones principales de la «City of Forrar» que habían sido construidas de manera que pudiesen cerrarse herméticamente en caso de emergencia. El ataque había sido tan rápido y la cualidad mortífera del horror blanco fue tan inesperada y devastadora, que no hubo posibilidad de protegerse. Jasper pretendía aislar y utilizar aquella sección de la nave que incluía la cámara atmosférica y los depósitos de provisiones.
De cuando en cuando, escrutaba el espacio entre las lunas en busca de algo que le indicara el retorno de la niebla blanca, pero todo estaba silencioso e inmóvil. Apagó las luces de la «City of Fomar». Se proponía ahorrar energía, al menos hasta saber a qué atenerse. En cuanto a la sustancia neblinosa, recordaba la luminosidad espectral que había adquirido a la distancia, donde las lunas eclipsaban la luz de la nave.
Acondicionar la sección elegida como morada requirió más tiempo del que Jasper había imaginado. La niebla blanca había cometido estragos que él no había notado en un principio. Muchos materiales, como el cuero, el fieltro y otros productos de origen orgánico los había absorbido o dañado en parte la extraña sustancia blanca que vivía en el espacio, y Jasper tuvo que efectuar infinidad de reparaciones, con la consiguiente pérdida de tiempo, antes de poder cerrar las cámaras herméticamente y de que le ofrecieran seguro refugio.
Hubo cronómetros que no sufrieron daño alguno por la presencia de la niebla blanca, y Jasper los conservó con sumo cuidado y los mantuvo en funcionamiento. Tardó más de dos semanas del tiempo de la Tierra en rehabilitar aquella parte de la nave en la cual había decidido pasar su solitaria existencia. Pasó otras cinco semanas en el largo corredor que partía de la cámara atmosférica, donde construyó una recámara compensadora de presión. Jasper se mantenía siempre alerta, y hasta conectaba una alarma accionada eléctricamente durante las horas de descanso, pero la niebla blanca no volvió durante aquellas semanas de labor. Jasper, empero, estaba preparado. Consideraba que los lanzadores de rayos de radio, que tenía dispuestos, serían eficaces contra aquella niebla blanca. No permitiría que aquella sustancia le tomara desprevenido. Aún se estremecía al recordar que había encontrado la puerta del cuarto de ropa interior reducida a astillas por los intentos y concentrados golpes asestados por la amenaza blanca. Tras los restos de la puerta había encontrado los frágiles huesos de Holman, un íntimo amigo de Jasper en el viaje a Saturno. Jasper había sido más afortunado al elegir el resistente tanque de aire.
Durante los largos meses que transcurrieron, la niebla blanca no volvió a aparecer, y el viejo Jasper Jezzan pasaba su solitaria vida a bordo de la nave a la deriva. Alguna que otra vez, abandonaba la «City of Fomar» en su traje espacial, pero nunca se alejaba demasiado entre los esferoides, a pesar de que dejaba los reflectores de la nave encendidos para que le sirvieran de guía al regresar. Cuando las luces no estaban prendidas, todo era negrura y tristeza en el exterior: ni el menor destello estelar, sólo el espacio repleto de lunas flotantes. Jasper sabía que una vez aquella innumerable legión de cuerpos diminutos habían constituido un satélite de Saturno, que se desintegró. En sus cortas excursiones, siempre llevaba consigo el lanzador de rayos de radio con el fin de usarlo en caso de que el peligro blanco se presentara de nuevo y le atrapase en el exterior de la nave.
En uno de esos viajes, Jasper efectuó un interesante descubrimiento. Mientras descantonaba la superficie de un esferoide, su casco entró en contacto con el cuerpo celeste. Los golpes que descargaba en él, tratando de encontrar algún mineral con suma curiosidad, producían un sonido extraño. Golpeó una y otra vez, y entonces, de pronto, se dio cuenta de que la pequeña luna era hueca. Le hizo una marca y partió en busca de otras. Examinó tres más de los centenares que rodeaban la nave espacial. Dedujo que sólo cabía una posibilidad. Cuando el satélite se desintegró bajo la extraordinaria atracción de Saturno, su interior debía de estar aún en estado de fusión. Las gruesas burbujas que se formaban debieron de haberse enfriado.
Acuciado por la necesidad de hacer algo, Jasper inmediatamente concibió el plan de perforar una de las lunas, y escogió la más grande de las cuatro, una esfera perfecta de unos ocho metros de diámetro. En la «City of Fomar» encontró el equipo de herramientas que le permitirían llevar a cabo su proyecto y puso manos a la obra. Se quedó maravillado al comprobar la densidad y resistencia de aquella sustancia semimetálica, así como el espesor de la burbuja. Tuvo que perforar más de noventa centímetros antes de encontrar el vacío. Pasó varios días agrandando lo suficiente la abertura en el esferoide como para que le permitiera introducir su cuerpo, y luego, cuando logró penetrar en él, no encontró más de lo que había esperado: el esférico contorno interior, algo rugoso y ampollado, reflejaba los rayos de su linterna.
De ésta y de muchas otras maneras, Jasper combatía el espectro de la soledad. Experimentaba con los instrumentos de la nave, efectuando algunas pruebas y reparaciones, hasta llegar por fin al convencimiento de que había determinado la dirección de Saturno. Si la nave hubiera estado en condiciones de navegar, estaba seguro de que habría logrado conducirla fuera del anillo y hacia el espacio libre.
Casi había transcurrido un año desde el día en que se había producido la catástrofe en la nave espacial perdida en el anillo de Saturno, cuando sucedió lo que Jasper estaba esperando presa de un nerviosismo extremo. Las nubes blancas volvieron. La amenaza se acercaba, aparentemente, de todas direcciones, y se dirigía hacia la desmantelada «City of Fomar». Por fortuna, Jasper se encontraba en su interior cuando se produjo el ataque. Percibió una luminiscencia sobrenatural a través de las troneras donde hubiera debido reinar la más absoluta oscuridad, y observó, con el corazón latiendo aceleradamente, cómo las fantasmales hebras se dividían, se fusionaban, retorciéndose en enormes espirales alrededor de la nave a la deriva, hasta que de nuevo todas las troneras quedaron cubiertas.
Con toda celeridad, Jasper se precipitó hacia la torre blindada que él había acondicionado. El lanzador de rayos de radio portátil estaba preparado. Nerviosamente, el anciano empuñó la palanca de control y, oprimiendo el gatillo, lanzó una ráfaga sostenida. No podía comprobar el resultado de su acción porque la tronera estaba velada, pero notó que algo había sucedido, pues se producía un visible desplazamiento de la blanca sustancia, que una y otra vez se tornaba grisácea y más tenue. Cuando se aclaró la tronera, vio que su lanzarrayos estaba realmente abriendo un agujero en la nubosa materia que se posaba sobre ella. Movió el arma en abanico y observó con torva satisfacción cómo cortaba, al igual que una guadaña, la niebla maligna, que retrocedía instintivamente, mientras las partes rasgadas se unían de nuevo y se diluían en la masa. Había algo repulsivo en ello, y Jasper se estremeció violentamente al recordar los huesos ruinosos de sus víctimas.
El lanzarrayos alcanzaba tan sólo una porción insignificante de la amenazante sustancia y no podía actuar más que en una reducida área. De nuevo, Jasper oyó los mismos ruidos alrededor del casco de la nave. El ominoso visitante buscaba una entrada, presionando, apretando y golpeando, tratando de encontrar un punto débil. Jasper corrió hasta su improvisada cámara compensadora de presión y constató con disgusto que la blanca niebla había logrado penetrar en el interior. La puerta externa había sido forzada. El vapor letal se había adueñado de toda la nave a excepción de la parte que Jasper aislara. Éste cogió un lanzarayos que tenía a mano y efectuó una rápida conexión con una ranura cerrada de su lado de la cámara. Había previsto esa emergencia, y estaba preparado. Cuando la conexión quedó herméticamente asegurada, abrió la ranura y soltó una descarga de rayos contra la niebla que se acumulaba rápidamente y amenazaba derribar la compuerta interior. Vio que retrocedía y le embargó una alegría salvaje, mientras aquella sustancia se evaporaba y los mechones intocados huían a toda prisa de la cámara compensadora como alertados mediante algún poder telepático del peligro que corrían. El peligro había desaparecido allí, pero no con la suficiente rapidez, pues Jasper sabía del poder acumulado que la nube podía ejercer sobre la compuerta interior. Ya había sucedido antes.
Algo le advirtió que efectuara un rápido examen de las otras zonas de las cámaras que había aislado, y se alegró de haberlo hecho. Descubrió una nube de la odiosa niebla que exploraba y palpaba el interior de la cámara atmosférica. Una rápida ojeada a un sutil hilo blanco que se filtraba por la junta de una puerta que conducía a otra parte de la nave le mostró a Jasper el conducto de entrada. Destruyó la nube con toda presteza e introdujo una corriente de aire en el conducto utilizado, expeliendo la blanca niebla al someterla a su presión. Luego reforzó con celeridad la junta, que en circunstancias normales jamás hubiera cedido.
Jasper esperaba que la insidiosa sustancia no encontraría el medio de efectuar una entrada en masa, pues sabía que, en ese caso, nunca lograría dominarla con el lanzarrayos. Sería abatido irremisiblemente. Se le puso la carne de gallina sólo de pensarlo. Jasper era valiente y su temple había sido puesto a prueba muchas veces durante su intrépida existencia, pero había maneras de morir mucho más atractivas para Jasper que la de ser asimilado y convertido en parte de la espantosa nube blanca. Regresó hasta su cámara compensadora de presión y descubrió, tal como se temía, que estaba otra vez llena del vapor blanco. Lo disipó y luego regresó prestamente a la cámara atmosférica. Todo estaba en orden. Examinó sin perder un instante los depósitos de provisiones y lanzó un suspiro de alivio. Ninguna entrada había cedido en aquel sitio. Se apresuró a volver a la cámara compensadora para combatir la niebla que se estaba acumulando en ella.
Para Jasper fue una larga y odiosa pesadilla. Esta vez la niebla blanca permaneció durante más tiempo que antes, posiblemente a causa de un acuciante apetito, exasperante y no satisfecho. Sin embargo, Jasper se dio cuenta de que la nube se autosustentaba. Una vez más durante ese lapso, forzó de nuevo la junta de la cámara atmosférica y Jasper tuvo que bregar denodadamente. Sus cronómetros registraron sesenta y dos horas antes de que el extraño habitante del anillo de Saturno se fuera tan misteriosamente como había venido. Hasta entonces, Jasper no pegó un ojo. Luego cayó rendido, pues instintivamente sabía que la nube blanca no regresaría durante un largo tiempo.
3
Renovado por el sueño, Jasper examinó la deteriorada cámara compensadora de presión y en ese instante tomó una importante resolución. Abandonaría la «City of Fomar» con sus numerosas posibilidades de ser invadida por la persistente niebla blanca y se instalaría en el resistente y hueco esferoide en el que había penetrado después de tantas dificultades. Durante los días siguientes, días que sólo registraron sus cronómetros en medio de las inmutables tinieblas del anillo de Saturno, Jasper se afanó con tanta dedicación para llevar a cabo su propósito como había trabajado para aislar la sección de la nave espacial. Provisto de una fuerte compuerta, estaba seguro de que la amenaza blanca jamás podría abrirse camino a través de la corteza metálica de la esfera.
El primer paso consistió en agrandar la abertura que había hecho de acuerdo con las medidas de las salidas de emergencia de la «City of Fomar». Removió dos de esas grandes troneras de la nave. Una de ellas la instaló en la boca exterior del pasadizo que se abría en la gruesa corteza de la esfera, y la otra en la interior. De esta manera, Jasper contó con una cámara compensadora de presión para entrar y salir de su refugio. Luego instaló mamparas y un piso, al cual aplicó la sustancia gravitacional que extrajo de los pisos de la nave espacial. Quedó dividido en cuatro estancias. Dos de ellas constituían su habitáculo. De las otras dos destinó una para almacenar provisiones y la otra para alojar la planta atmosférica y el calefactor que proyectaba trasladar de la nave espacial. En cuanto consiguió realizar la tarea, el viejo Jasper Jezzan se convirtió en un Robinson Crusoe cósmico.
Además de los alimentos, su depósito de provisiones contenía todos los elementos esenciales que pudo sacar de la nave. Para evitar que ésta quedara abandonada a su suerte y se alejara, la amarró al esferoide con un largo cable. Había constatado que se producían distintos desplazamientos entre las lunas, de acuerdo con su tamaño y el de los cuerpos vecinos. Leves influencias gravitacionales producían extraños fenómenos, y él había notado un lento cambio de posiciones en los esferoides vecinos desde el momento de la catástrofe.
Al fin, Jasper dio por terminado su refugio y no lamentó dejar la «City of Fomar» con sus espectrales recuerdos y el constate temor de recibir otra visita de la sustancia blanca. Durante la construcción del refugio, transcurrieron otros ocho meses de su existencia solitaria. Jasper se había hecho a la idea de soportar esa clase de existencia en las profundidades del anillo exterior de Saturno. El hecho de vivir allí no le angustiaba tanto como el pensamiento de morir carente de la compañía de la humanidad: solo y sin nadie que cuidara de él. A veces se preguntaba si algún día, cuando se exploraran y colonizasen las lunas de Saturno, descubrirían su refugio y la abandonada nave. Este descubrimiento podría producirse al cabo de centenares o tal vez miles de años. Jasper era viejo y ya se había encontrado solo en el cosmos en otras ocasiones; sin embargo, nunca había sido un prisionero involuntario de él hasta entonces. Se preguntaba si la nube fantasmal lograría por fin llegar hasta él o si moriría de vejez. En cuanto a los alimentos, contaba con provisiones para vivir por lo menos veinte años más aún, según calculó, y tenía fe en los equipos generadores de calor y aire, así como en su capacidad, como mecánico cósmico, para mantenerlos en perfecto funcionamiento. Las máquinas no eran muy intrincadas, y disponía de los medios para reemplazar las piezas que fuese preciso cambiar. Jasper todavía conservaba una cámara instalada a bordo de la nave espacial. Era el taller mecánico. Trabajaba allí embutido en su traje espacial.
Cuando el refugio del esferoide quedó terminado sintió alivio y experimentó un cierto desencanto; alivio, porque ahora se encontraba más protegido contra el blanco enemigo; desencanto, porque el tiempo de nuevo comenzaba a pesarle como una carga en sus manos. Agradecía los libros, las cintas audiovisuales y los demás medios de educación y entretenimiento que había a bordo de la «City of Fomar», pero todo ello no tardaría en resultarle demasiado familiar y harto conocido.
Jasper ya llevaba más de seis meses viviendo en su nueva morada cuando, durante uno de sus períodos de descanso, le despertó un tremendo topetazo que puso su esferoide en movimiento. Aquella inusual alteración del monótono silencio y la relativa estabilidad del anillo de Saturno hizo que Jasper saliera disparado de la cama. Encendió los poderosos reflectores de la «City of Fomar» mediante el control remoto y, a través de la faz transparente de la tronera exterior de su cámara de compensación, vislumbró un sorprendente espectáculo. Todas las lunas estaban cambiando de posición. Se transmitían el movimiento bajo el efecto de una perturbación no visible. Los esferoides golpeaban a sus compañeros, luego se detenían mientras proseguían la inmutable transmisión de inercia. Su propia esfera se estaba moviendo. Finalmente impulsó con suavidad otro cuerpo celeste. La nave abandonada había sido empujada hasta una posición más cercana, y el cable pendía formando una curva fantástica. Otra luna golpeó el refugio; el súbito impacto le hizo perder el equilibrio a Jasper. Los esferoides que no chocaban directamente con otros continuaban desplazándose; su movimiento cesaba al golpear a otro cuerpo. No había pérdida de movimiento, ni éste disminuía a causa de la gravedad: pasaba de una esfera a otra. Jasper comprendió que esos contactos continuaban en el mismo sentido y en distintas tangentes a lo largo de todo el anillo. No se explicaba qué fuerza había puesto los esferoides en movimiento. Quizás un enjambre de meteoritos había rozado el anillo. Jasper se quedó observando hasta que la zona recobró la inmovilidad, y no se acostó de nuevo hasta que todo permaneció silencioso y tranquilo.
Cuando se despertó y miró al exterior, lo que vio le heló la sangre. Una niebla nubosa oscurecía la tronera de entrada al refugio. Con los lanzarrayos de radio instalados en el exterior, dispuestos de manera de obtener un fuego cruzado, y accionados desde el interior, Jasper eliminó la que obstruía su visión. La nave estaba cubierta de un manto níveo dotado de vida: se hinchaba y se retorcía como una ola. Jasper sabía que aquel manto no era más que la fuerza de apoyo de la densa sustancia que había penetrado sin encontrar resistencia en el interior de la «City of Fomar» y exploraba ávidamente todos los recovecos de la nave, asimilando cualquier cosa de origen orgánico que tocaba. Incluso el cable que amarraba la nave al refugio de Jasper estaba completamente cubierto de una espesa capa de la extraña sustancia.
Jasper experimentaba una intensa sensación de seguridad. Ya no temía a la niebla blanca. Sentía curiosidad. Se preguntaba si había alguna relación entre el retorno de la blanca sustancia y la reciente agitación de los esferoides. ¿Acaso aquellas nubes malignas habían provocado la conmoción, o bien ésta había despertado y estimulado la niebla? Jasper no se explicaba dónde se refugiaba la niebla ni en qué hacía cuando no asediaba la nave y su refugio. Decidió experimentar con ella.
En las profundidades del anillo, Jasper creó una perturbación artificial. A bordo de la «City of Fomar» había explosivos, y él colocó seis cargas en la superficie de otras tantas lunas situadas a prudente distancia de su refugio. Desde su esfera las hizo estallar mediante impulsos de radio. Los esferoides se desplazaron súbitamente de su centro común y transmitieron su movimiento a sus vecinos más cercanos, ad infinitum.
Jasper esperó pacientemente. Había armado una trampa para atrapar una porción de la niebla blanca. Se proponía analizarla cuando volviera, si es que volvía. Esperó durante horas, pero no vio señal alguna del terror blanco que residía en los desconocidos ámbitos del anillo. Cuando ya comenzaba a pensar que se había equivocado, el corazón le dio un salto al ver de pronto las sutiles y blancas hebras que se retorcían cual humo luminoso en torno de los esferoides más cercanos.
De nuevo se concentró alrededor de la nave y recorrió su interior, arracimándose también, de manera instintiva, en torno al refugio, como si mediante un sutil sentido o intuición supiera que contenía un raro ser en su seno. Jasper, al igual que en las visitas anteriores, experimentó sus extraños efectos en su organismo. Le causaba desazón. Parecía ejercer una irritante influencia en su cuerpo, en grado menor que los poderosos efectos que había causado en el equipo eléctrico de la «City of Fomar» durante su visita inicial. La niebla permaneció durante el lapso habitual y luego desapareció.
Cuando Jasper estuvo seguro de que se había alejado totalmente, se puso el traje espacial y efectuó un rápido viaje hasta la nave. Lleno de impaciencia, su espíritu se animó ebrio de triunfo al constatar que la trampa había funcionado, encerrando automáticamente en su interior una pequeña porción de la blanca niebla. Contempló la inerte sustancia a través de la faz transparente de la caja herméticamente cerrada. Con ella en su poder, regresó prestamente al refugio.
Durante los días siguientes experimentó más interés del que había sentido nunca desde el momento en que quedó allí abandonado, casi tres años antes. Estudió la extraña materia y efectuó experimentos con ella. Estaba viva. Ninguna ciencia terrestre había conocido nada que se le pareciera. De ello, Jasper estaba seguro. La mantuvo siempre dentro de algún recipiente, trasvasándola de uno a otro receptáculo. Por tratarse de un vapor, poseía un peso sorprendente. Jasper en ningún momento dejó que le tocara, aunque sabía que el metal era impenetrable para aquella sustancia. A veces, se tornaba casi sólida; a menudo, como un líquido en estado de inactividad, se acumulaba en un rincón de la caja metálica. Jasper comprobó que raras veces adquiría la forma gaseosa, el estado en que siempre la había visto antes. Ello se le hizo más comprensible cuando agitaba la caja o agitaba la sustancia por otros medios y entonces la veía tornarse gaseosa. Asumía la forma de vapor cuando era excitada y activada violentamente. En estado líquido, era reposada; en estado sólido, inactiva. Descubrió que era altamente radiactiva.
Poseía otras extrañas propiedades que Jasper no podía comprobar por carecer de los medios adecuados y la preparación especializada requerida. La alimentaba con trozos de cuero, de lana y partículas de comida, todo lo cual era absorbido por la niebla blanca. Debido a esa alimentación, la nubecita aumentó de volumen. Jasper se estremeció al pensar en lo que podría suceder si aquella sustancia radiactiva llegara a extenderse por la Tierra o uno de sus planetas hermanos. Sin embargo, había un medio de destruirla. Los rayos de radio eran muy efectivos. El frío extremo era el ambiente natural de la niebla blanca; no obstante, se requería un alto grado de calor, casi al punto de ebullición del agua, para destruirla. Como era de suponer, el calor la dilataba.
Los pensamientos de Jasper recorrían los canales de la teoría científica. ¿Qué era aquella extraña vida? ¿Había nacido en el anillo de Saturno, o procedía de algún lejano rincón del universo? Probablemente era sempiterna e inmortal como los esferoides del anillo de Saturno o como Saturno mismo. ¿Acaso había habido vida en el satélite de Saturno antes de desintegrarse? ¿Acaso aquella niebla lechosa, que poseía existencia propia y se subdividía y fusionaba a voluntad, constituía la última etapa en la evolución de la vida en aquel satélite del pasado? Jasper no cesaba de pensar, sin embargo éstas eran las únicas teorías que podía discurrir, las cuales no eran más fantásticas que la materia viviente que le desafiaba y provocaba la elaboración de esas sesudas posibilidades.
Mantuvo la blanca niebla cuidadosamente confinada y, poco a poco, fue perdiendo interés por ella. Conocía todo cuanto le era posible saber sobre aquella sustancia.
4
El tiempo transcurría cada vez con más lentitud. Jasper agotaba rápidamente los temas y motivos que podían despertar su interés. Y llegó al punto en que poco le importaba lo que pudiera sucederle en lo futuro. Se arriesgaba más que nunca, vagando cada vez más lejos, protegido por su traje espacial, entre los esferoides. Se sorprendió al descubrir que había desarrollado como un instinto para orientarse en el anillo de Saturno, y en dos ocasiones se atrevió a poner a prueba su capacidad, penetrando profundamente en las tinieblas que rodeaban a los esferoides hasta más allá de donde alcanzaban los débiles rayos de los reflectores de la nave. Contaba con la única iluminación que le proporcionaban las linternas de su traje espacial. Las dos veces retornó sin desviarse de su ruta y sin un instante de vacilación. Había llegado a un punto en que otorgaba muy poco valor a su vida. Incluso la posibilidad de un encuentro con la niebla blanca entre las lunas no le causaba temor alguno. Lo que más anhelaba era escuchar el sonido real de una voz humana y más que eso la proximidad y relación con la humanidad. La soledad en el anillo era terrible. Si tan sólo se hubiera encontrado en el espacio sideral, habría podido soportarlo mejor. Entonces habría podido ver las estrellas, las mismas constelaciones cuya perspectiva no debía de diferir de manera notable desde la órbita de Saturno, que desde la de los demás planetas más cercanos al Sol. Él había conocido la soledad de los espacios cósmicos, pero siempre había gozado de la compañía de las resplandecientes estrellas en aquellas pasadas ocasiones. En el anillo de Saturno, era como estar enterrado bajo innumerables lápidas enormes, en la oscuridad de una inmensa tumba, en la cual le estaba permitido deambular.
Llegó a sentirse acompañado entre los mudos restos de los huesos calcinados de sus camaradas muertos, a bordo de la «City of Fomar», y se dio cuenta de que ansiaba unirse a ellos. Ese deseo se convirtió en una obsesión enfermiza, que Jasper se apresuró a alejar de su mente antes de que se agravara. Se encogió de hombros e hizo acopio de valor para enfrentar los acontecimientos y seguir viviendo. Mientras su mente conservara el equilibrio y le quedase un ápice de cordura, estaba seguro de que no desfallecería.
El malhumor de Jasper, sin embargo, se fue acentuando. Llegó a alterar la paz de su sueño. Una noche, finalmente, no durmió en absoluto. La noche para Jasper era tan sólo el período de descanso de una estudiada ordenación terrestre. Cada vez que apagaba las luces era de noche. En esta ocasión, empero, permaneció despierto todo el tiempo. Una desazón se posesionó de él; se trataba de una sensación conocida, tan conocida que le obligó a escrutar las tinieblas en busca de alguna señal de la amenaza blanca. Pero ésta no se cernía sobre él, a menos que acechara escondida tras las lunas cercanas, y Jasper sabía que eso no cabía en su manera de comportarse. Sus nervios y su imaginación le estaban traicionando.
Sin embargo, un espantoso descubrimiento realizado durante las siguientes horas de vela le reveló la causa de su inquietud. Sus nervios y su imaginación no le habían traicionado. La blanca niebla estaba cerca, pero no en las proximidades de su refugio donde él la había buscado. Cuando fue al depósito de provisiones, se encontró con una enorme nube gris, que extendía el vaporoso pedúnculo hacia él. Los sobreexcitados nervios de Jasper estallaron ante el maligno descubrimiento. Salió corriendo del depósito de provisiones y aseguró la puerta de acero, obsesionado por la horrible visión de la niebla blanca invadiendo la seguridad de su refugio. El roto receptáculo donde había mantenido encerrada la muestra de vida radiactiva y los envases de comida aplastados y desparramados por el suelo contaban una muda y horrible historia. Aquella pequeña porción de vida había logrado fugarse, y luego devoró sus reservas de alimentos, asimilándolos, hasta adquirir aquellas peligrosas dimensiones. Había más sustancia radiactiva de la que él consideraba posible eliminar con un lanzarrayos de radio. Sólo lo intentaría como último recurso.
Logró dominarse. Debía deshacerse de aquella nube blanca. Decidió intentarlo, expulsando aquella sustancia del esferoide hacia el espacio, permaneciendo preparado con uno de los más poderosos lanzarrayos para el caso de que le fracasara el plan. Rechazó la idea de utilizar el lanzador de rayos dentro del refugio a menos que fuese necesario, pues su uso en la cámara compensadora de presión en la nave espacial había sido tan destructor como la niebla blanca.
Se puso el traje espacial, desconectó los generadores de aire y calor del refugio y procedió a abrir las dos compuertas de la cámara compensadora. Luego abrió la puerta que conducía al depósito de provisiones y esperó, de espaldas contra el rincón más alejado, con el lanzarrayos de radio preparado. El indeseable inquilino no apareció. Jasper lanzó una cauta mirada al interior y le vio suspendido sobre las cajas desparramadas de sus saqueadas provisiones alimentarias. Las latas aparecían aplastadas con restos del contenido que rezumaba. Jasper disparó una débil carga contra la masa gris. Ésta se agitó, se expandió, se elevó abandonando los objetos de su voracidad y envió serpentinas hebras exploradoras en busca de la fuente del azote agostador. Un glóbulo de la maligna sustancia se precipitó hacia la puerta, y Jasper retrocedió precipitadamente, con el lanzarrayos dispuesto. Desde el muro opuesto, observó cómo el fragmento de nube explorador se detenía en el umbral y lo examinaba con total independencia de la masa principal, que no emergió. Mientras miraba, Jasper vio aparecer más y más sustancia del depósito, hasta que comprendió que se había fusionado enteramente una vez más. Penetró en su habitáculo con indolencia, como en plan de reconocimiento. De espaldas al muro, Jasper esperaba que se acercara a la abertura invitadora de la cámara de presión y recuperara la libertad a que estaba acostumbrada en el espacio. Pero también estaba preparado, por si avanzaba hacia él.
Jasper permanecía horrorizado y atento a los caprichos de la nube. Deseaba que se dirigiera al abierto pasadizo y se deslizase hacia el espacio. La vio moverse a lo largo del muro más cercano a la cámara de presión. Jasper volvió la vista hacia la puerta del depósito, donde flotaba indecisa una pequeña porción de la nube. Observó con atención la rezagada partícula. Cuando volvió a mirar la cámara de presión, su corazón latió con más fuerza, esperanzado. Una blanca hebra fluía a través de la abertura. Una porción avanzada de la nube había descubierto la salida. En más de una ocasión, Jasper se había preguntado qué clase de señales telepáticas debía de transmitir la materia fragmentada. Él creía que el resto de la nube gris sería advertida de aquella retirada hacia el espacio y que se uniría a la vanguardia de exploración. Aquella porción que permanecía en el umbral del depósito se había fusionado con la masa principal.
De pronto le llamó la atención una desconcertante diferencia que percibió. La niebla que permanecía en la cámara de presión poseía su habitual blanco intenso que él conocía. La nube que se movía por la pared de la puerta del depósito era gris. Un incipiente horror se apoderó de él al comprender con estupor lo que sucedía, y el creciente aumento de volumen de la sustancia blanca en la cámara justificaba sus peores temores. Ésta no formaba parte de la nube gris del depósito. ¡ Estaba introduciéndose en el refugio procedente del espacio y no saliendo de él! ¡El peligro blanco había vuelto! La nube gris del depósito, por algún misterioso medio de comunicación, había convocado a los fragmentos afines diseminados entre los esferoides del anillo... y la legión de la muerte había respondido.
Jasper se precipitó vacilando a la cámara compensadora de presión y trató de cerrarla ante las fuerzas destructoras que le amenazaban. Correspondiendo a estos rápidos movimientos de su parte, se produjo una intensa agitación en la niebla procedente del exterior, la cual se hinchaba y penetraba tan rápidamente que el lanzarrayos de Jasper, puesto en funcionamiento prestamente, no podía contenerla ni destruirla con la suficiente celeridad y en la cantidad necesaria como para que él pudiera llegar a cerrar las compuertas de la cámara de presión. Un muro blanco se expandió, descargando un poderoso golpe que lanzó a Jasper al otro lado de la estancia. La blanca niebla se le acercó con más lentitud mientras él se incorporaba y apretaba el gatillo del lanzarrayos, con la espalda apoyada en la pared.
Blancas lenguas letales saltaban hacia delante y le tocaban, provocando un frenesí de horror paralizante cada vez que el blanco gas rozaba tan sólo su traje espacial. Las radiaciones de radio desintegraban y destruían los blancos pedúnculos mientras la masa principal avanzaba demoledoramente. Bañado en sudor, y exhausto, Jasper se debatía frenéticamente librando su batalla perdida. El delirio obnubilaba en parte su razón, pero de ninguna manera alteraba su eficiencia. Jasper blandía el lanzarrayos como un demonio demente en los abismos del infierno. Las radiaciones taladraban agujeros en la nube compacta y la rasgaba en tiras, pero en seguida se llenaba de nuevo. Los electrizantes contactos se hacían cada vez más frecuentes. A Jasper los brazos le pesaban como si fuesen de plomo. Sintió que se le debilitaban los sentidos y trató de resistir desesperadamente. Había momentos en que su visión se oscurecía, y la nube blanca parecía tornarse roja. De pronto le flaquearon las rodillas y se deslizó por la pared hasta quedar sentado en el suelo, mientras el lanzarrayos oscilaba más lentamente. La nube blanca se precipitó hacia donde había estado su cabeza instantes antes. El aliento entrecortado de Jasper silbaba como un escape de vapor dentro del casco del traje espacial.
Jasper no comprendía por qué la blanca niebla no acababa con él. Sus esfuerzos se volvían menos furiosos. Sus movimientos se tornaban mecánicos. Se sentía demasiado débil como para poder resistir mucho tiempo más. Comprendía lo que eso significaba, pero hasta su fuerza de voluntad clamaba por un descanso, un largo e infinito reposo. La niebla blanca parecía estar esfumándose. Estaba retrocediendo. Jasper pudo distinguir los objetos de su habitáculo. Vio cómo la blanca niebla se precipitaba rápidamente por la cámara de presión, y se quedó vagamente sorprendido. Su mente quedó en blanco y las fuerzas abandonaron su exhausto cuerpo. El lanzarrayos se desprendió de sus dedos inertes, su energía letal se extinguió al cesar la presión sobre el gatillo.
Jasper nunca supo cuánto tiempo permaneció tendido bajo la sola protección de su traje espacial, fácil presa en el caso de regresar la niebla blanca. El frío glacial del espacio había invadido el refugio. Las luces aún estaban prendidas. Tanto la compuerta exterior como la interior de la cámara de presión permanecían abiertas. Al recobrar el sentido, Jasper miró a su alrededor. Se levantó y se dirigió trastabillando hasta el umbral de la puerta del depósito. Echó una mirada al interior. La amenaza blanca había desaparecido completamente. Sin embargo, eran muy escasas las provisiones que quedaban. La muerte por inanición era inevitable. A pesar de todo, Jasper se sentía contento. Prefería morir de cualquier otra manera. Con lentitud, deambuló por el refugio en su traje espacial efectuando reparaciones provisionales.
No cesaba de preguntarse por qué la niebla blanca había abandonado el refugio y sus alrededores de manera tan súbita, pero había muchos misterios inexplicables respecto de la extraña sustancia que escapaban a su comprensión.
De pronto suspendió su tarea de soldar y fundir. Unas luces brillaron en el exterior de su refugio. Él no había conectado los reflectores de la nave abandonada, y no comprendía qué podía haberlos encendido. Miró a través de la doble compuerta de la cámara de presión. Otra nave espacial se desplazaba al costado de la «City of Fomar». Indescriptibles emociones dominaban a Jasper mientras penetraba temblando en su cámara compensadora de presión y cerraba la compuerta interior. Una explicación al extraño comportamiento de la niebla blanca cruzó velozmente por su mente. Cuando aquella nave desconocida entró en el anillo, se produjo una perturbación de mayor envergadura. La niebla blanca se había despertado y descendido hacia la nave abandonada y el refugio... y se alejó al aproximarse la nave espacial con el fin de atacar lo que ejercía una mayor atracción. Jasper comprobó, sin embargo, que ninguna clase de niebla acompañaba a la nave desconocida.
Bregó torpemente con la puerta exterior y la abrió. Dándose impulso con sus pies, atravesó con celeridad el vacío que le separaba del costado de la nave espacial. Encontró la compuerta externa de la cámara compensadora de presión atractivamente abierta. Un chorro de aire era inyectado al compartimiento donde él entró. Rostros, seres humanos, le contemplaban con simpatía y estupefacción. Se abrió la compuerta interior, y un hombre le ayudó a sacarse el casco espacial que pesaba sobre sus desgreñados cabellos grises. Jasper Jezzan contemplaba ávidamente los rostros de los hombres agrupados en torno de él, demasiado sobrecogidos momentáneamente para poder hablar. Con lágrimas que se deslizaban por sus mejillas, al fin logró encontrar su voz.
- ¡Gente! - exclamó, trémulamente -. ¡Seres humanos! ¡Seres de carne y hueso al fin!
Philip K. Dick - SERVICIO DE REPARACIONES
Sería aconsejable explicar qué estaba haciendo Courtland justo antes de que sonase el timbre.
En su ostentoso apartamento de la calle Leavenworth, donde el monte Russian Hill desciende hasta la llana extensión de la Playa Norte y finalmente a la propia Bahía de San Francisco, David Courtland estaba sentado con su cuerpo doblado sobre un montón de informes rutinarios, una carpeta semanal con información técnica sobre los resultados de las pruebas de Mount Diablo. Como director de investigación de Pinturas Pesco, Courtland estaba preocupado por la durabilidad comparativa de varias superficies elaboradas por su compañía. Las tablillas tratadas se habían estado cociendo y habían sudado lo suyo en el calor de California durante quinientos sesenta y cuatro días. Había llegado la hora de ver la resistencia a la oxidación del recubrimiento poroso y ajustar la planificación de la producción en consecuencia.
Inmerso en los intrincados datos técnicos, Courtland no escuchó al principio el timbre. En una esquina de la sala de estar su amplificador de alta fidelidad Bogen, con disco giratorio, estaba reproduciendo una sinfonía de Schumann. Su mujer, Fay, estaba limpiando los cacharros de la cena en la cocina. Los dos niños, Bobby y Ralf, estaban ya en sus literas, durmiendo. Al ir a coger su pipa, Courtland se reclinó de la mesa un momento, se pasó una gruesa mano por su escaso pelo gris... y escuchó el timbre.
—Demonios —dijo.
Se preguntó vagamente cuantas veces habría sonado la discreta campanilla; recordaba subliminal y nebulosamente repetidos intentos por atraer su atención. Ante sus cansados ojos la montaña de informes fluctuaba y se batía en retirada. ¿Quién demonios sería? Pero su reloj marcaba las nueve y media, realmente no podía quejarse, aún.
—¿Quieres que lo atienda yo? —dijo con claridad a Fay desde la cocina.
—Yo lo atenderé.
Fatigosamente, Courtland se levantó, se calzó las zapatillas y avanzó pesadamente por la sala, pasando junto al sofá, la lámpara de pie, el revistero, el fonógrafo y la librería hasta llegar a la puerta. Era un grueso ingeniero de mediana edad y no le gustaba que la gente le interrumpiese su trabajo.
En el vestíbulo había un visitante desconocido.
—Buenas noches, señor —dijo el visitante, examinando fijamente un portapapeles—. Siento molestarle.
Courtland le dedicó una mirada agria al joven. Un vendedor, probablemente. Delgado, rubio, camisa blanca, corbata, traje azul de solapa simple, el joven seguía allí de pie sujetando su portapapeles con una mano y un abultado maletín negro en la otra. Sus huesudos rasgos mostraban una expresión de adusta concentración. Tenía un aire de confusión típica de los estudiosos; cejas fruncidas, labios tensos y juntos, los músculos de sus mejillas empezaban a contraerse de forma preocupante. Levantando la mirada, pregunto:
—¿Es este el 1846 de Leavenworth? ¿Apartamento 3A?
—En efecto —dijo Courtland, con la infinita paciencia de un animal lento.
El ceño fruncido de la cara del hombre se relajó mínimamente.
—Muy bien, señor —dijo en tono apremiante. Mirando más allá de Courtland, al interior del apartamento, añadió— Siento molestarle a estas horas, mientras está trabajando, pero como usted probablemente sepa hemos estado muy atareados el último par de días. Esa es la razón por la cual no hemos podido atender antes su llamada.
—¿Mi llamada? —repitió Courtland. Bajo su cuello desabotonado estaba empezando a sentir como le subía un ardor. Sin duda alguna, Fay tenía algo que ver con aquello; algo que ella pensaba que él debería haber arreglado, algo vital para una agradable vida hogareña—. ¿De qué demonios está hablando? —preguntó—. Vaya al grano.
El joven se ruborizó, tragó saliva ruidosamente, trató de sonreír y se apresuró a decir con voz ronca:
—Señor, soy el técnico de reparaciones que solicitó, estoy aquí para arreglar su swibble.
La réplica jocosa que acudió a la mente de Courtland fue del tipo que sólo habría usado en sus sueños más profundos. «Quizás», deseó decir, «yo no quiera arreglar mi swibble. Quizás quiera mi swibble tal como está» Pero no lo dijo. En su lugar, parpadeó, dejó que la puerta se abriese ligeramente y dijo:
—¿¡Mi qué!?
—Sí, señor —insistió el joven—. El registro de la instalación de su swibble nos llegó como cabía esperar. Normalmente realizamos una comprobación automática de ajuste, pero su llamada llegó antes de que lo hiciésemos. Así que aquí estoy con un equipo de reparaciones completo. Ahora, en lo referente a la naturaleza de su queja en concreto... —El joven buscó enérgicamente entre el montón de papeles de su portafolios—. Bien, no tiene ningún sentido que lo busque; usted puede decírmelo de palabra. Como probablemente sabrá, señor, nosotros oficialmente no somos parte de la empresa vendedora... tenemos lo que se denomina una cobertura de seguro que cobra existencia automáticamente cuando se realiza la compra. Por supuesto, puede rescindir el acuerdo con nosotros. —Intentó hacer un chiste—. He oído que hay un par de competidores en el negocio de las reparaciones.
Una seria expresión de profesionalidad reemplazó al humor. Estirando su enjuto cuerpo, terminó diciendo:
—Pero déjeme decirle que nosotros hemos estado en el negocio de reparación de swibbles desde que el viejo R.J. Wright presentó el primer modelo experimental A-propulsado.
Por un instante, Courtland no dijo nada. Una fantasmagórica sucesión de imágenes fluyó por su mente: pensamientos aleatorios cuasi-tecnológicos, evaluaciones reflejas y reflexiones sin importancia. Así que los swibbles se estropean, ¿verdad? Negocios de mantenimiento a largo plazo... envían un técnico de reparaciones tan pronto como la venta está cerrada. Tácticas monopolísticas... para expulsar a la competencia antes de que tengan una oportunidad. Comisiones para la sociedad matriz, probablemente con cuentas cruzadas.
Pero ninguno de sus pensamientos se ocupaba del asunto básico. Con un enérgico esfuerzo se obligó a prestar atención de nuevo al impetuoso joven que esperaba nervioso en el vestíbulo con su maletín negro de reparaciones y su portapapeles.
—No —dijo Courtland enfáticamente—, no, su dirección no es la correcta.
—¿Sí, señor? —el joven titubeó educadamente, con un tono de afligido abatimiento en sus rasgos—. ¿La dirección equivocada? Buen Dios, ese nuevo mecanismo me ha vuelto a enviar a otra dirección errónea...
—Será mejor que vuelva a consultar sus papeles de nuevo —dijo Courtland, empujando con aspereza de la puerta—. Sea lo que demonios sea un swibble, yo no tengo ninguno; y yo no le he llamado.
Mientras cerraba la puerta advirtió el horror final en la cara del joven, una parálisis estupefacta. Entonces la brillante superficie de madera pintada de la puerta se interpuso en la visión y Courtland regresó cansinamente a su escritorio.
Un swibble. ¿Qué demonios era un swibble? Se sentó malhumorado e intentó seguir en el punto que lo había dejado... pero sus pensamientos estaban totalmente desbaratados.
No existía nada que se llamase swibble. Y él estaba al día, industrialmente hablando. Leía el U.S. New y el Wall Street Journal. Si existiese tal swibble habría oído hablar de él... salvo que un swibble fuese algún aparatejo para el hogar. Quizás fuese eso.
—Oye —le gritó a su mujer cuando Fay apareció momentáneamente por la puerta de la cocina con un paño de cocina y un plato azul sauce en sus manos—. ¿De qué va esto? ¿Sabes algo sobre swibbles?
Fay sacudió su cabeza.
—No tengo ni idea.
—¿No encargaste un swibble a.c.-d.c. de plástico y cromo de Macy´s?
—Con toda seguridad, no.
Quizás fuese algo para los niños. ¿Quizás fuese la última moda en el colegio, el cuchillo, tarjeta inteligente o chuchería de moda del momento? Pero los niños de nueve años no compraban cosas que necesitasen un técnico de reparaciones cargado con un enorme maletín negro de herramientas, no con una paga de cincuenta centavos a la semana.
La curiosidad se sobrepuso al disgusto. Tenía que saber, aunque solo fuese para que constase, qué era un swibble. Se levantó, corrió a la puerta del vestíbulo y la abrió rápidamente.
El vestíbulo estaba vacío, por supuesto. El joven se había marchado. Quedaba un débil olor a colonia para hombre y transpiración nerviosa, pero nada más.
Nada más excepto un papel boca abajo que se había caído del portapapeles del hombre. Courtland se agachó y lo recogió del felpudo. Era una copia de carbón de una orden de reparación, junto a un código de identificación, el nombre de la empresa de reparaciones y la dirección de la persona que había llamado.
1846 Leavenworth Street S.F. Video-llamada recibida por Ed Fuller 9:20 P.M. 5-28. Swibble 30s15H (deluxe). Se recomienda comprobar la retroalimentación lateral y reemplazar el banco neural. AAw3-6.
Los números, la información, no le decían nada a Courtland. Cerró la puerta y regresó lentamente a su escritorio. Alisó la arrugada hoja de papel y releyó las desvaídas palabras de nuevo, tratando de extraer algún significado de ellas. El membrete impreso era:
ELECTRONIC SERVICE INDUSTRIES
455 Montgomery Street, San Francisco 14. Ri8-4456n
Fundada en 1963
Eso era. La exigua afirmación impresa: Fundada en 1963. Con manos temblorosas, Courtland buscó mecánicamente su pipa. Ciertamente, eso explicaba porqué nunca había oído hablar de los swibbles. Explicaba porqué no tenía uno... y porqué, no importaba a cuántas puertas del edificio de apartamentos llamase, el joven técnico de reparaciones no encontraría a nadie que tuviese uno.
Los swibbles aún no habían sido inventados.
Tras un intervalo en el que pensó intensa y furiosamente, Courtland descolgó el teléfono y marcó el número de su subordinado en los laboratorios Pesco.
—No me importa —dijo cautelosamente— qué estés haciendo esta tarde. Te voy a dar una serie de instrucciones y quiero que las lleves a cabo inmediatamente.
Al otro lado de la línea podía oírse a Jack Hurley resoplar enfadado.
—¿Esta noche? Escucha, Dave, la empresa no es mi madre... Tengo vida propia. Si se supone que tengo que acudir a la carrera...
—Esto no tiene nada que ver con Pesco. Quiero una grabadora y una cámara con lente infrarroja. Quiero que consigas un taquígrafo judicial. Quiero uno de los electricistas de la empresa... escógelo bien, quiero al mejor. Y quiero a Anderson, de la sección de ingeniería. Si no puedes conseguirle, tráete a alguno de nuestros diseñadores. Y quiero a alguien de la línea de montaje; consigue a algún viejo mecánico que conozca su oficio. Que conozca de verdad las máquinas.
Dubitativamente, Hurley dijo:
—Bueno, tú eres el jefe; al menos, eres el jefe de investigación. Pero creo que tendrás que aclarar esto con la empresa. ¿Te importaría si hablo con tu jefe y obtengo permiso de Pesbroke?
—Adelante. —Courtland tomó la decisión sobre la marcha—. Mejor aún, le llamaré yo mismo, probablemente quiera saber que vamos a hacer.
—¿Qué vamos a hacer? —preguntó Hurley con curiosidad—. Nunca te había oído hablar de esa forma antes... ¿ha inventado alguien una pintura autopulverizadora?
Courtland colgó el teléfono, esperó un interminable momento y marcó el número de su superior, el dueño de Pinturas Pesco.
—¿Tiene un minuto? —preguntó con seguridad cuando la esposa de Pesbroke hubo despertado al hombre de pelo cano de su siesta y le hubo dado el teléfono—. Estoy metido en algo grande; me gustaría hablarle de ello.
—¿Tiene algo que ver con la pintura? —masculló Pesbroke, medio en serio medio en broma—. Si no es así...
Courtland le interrumpió. Hablando muy despacio, le describió detalladamente su contacto con el técnico de reparaciones del swibble.
Cuando Courtland hubo acabado, su jefe siguió en silencio.
—Bien, —dijo finalmente Pesbroke—, supongo que puedo saltarme algunos procedimientos. Puesto que ha conseguido interesarme. De acuerdo, me hago cargo. Pero —añadió en voz baja— si es una elaborada pérdida de tiempo, le pasaré factura por el uso de los hombres y el equipo.
—Con pérdida de tiempo... ¿quiere decir si no obtenemos nada rentable de esto?
—No —dijo Pesbroke—. Quiero decir si sabe de antemano que es una estafa; si me está gastando una broma a sabiendas. Tengo migraña y no consentiré bromas. Si habla en serio, si realmente cree que esto puede ser algo, cargaré los gastos en las cuentas de la empresa.
—Hablo en serio —dijo Courtland—. Usted y yo somos ambos condenadamente viejos para andar con jueguecitos.
—Bien —reflexionó Pesbroke—, cuanto más viejo eres, más proclive te vuelves a explorar las profundidades, y esto suena muy profundo. —Podía oír como trabajaba su mente—. Telefonearé a Hurley y le daré la autorización. Podrá disponer de todo lo que quiera... Supongo que intentará localizar a ese técnico de reparaciones y descubrir qué es realmente.
—Eso es lo que pretendo hacer.
—Suponga que dice la verdad... entonces, ¿qué?
—Bien —dijo Courtland cautelosamente— entonces averiguaré lo que es un swibble. Para empezar. Quizás después...
—¿Cree que regresará?
—Podría ser. No va a encontrar la dirección correcta, eso lo sé. Nadie en este vecindario llamó a un técnico de reparaciones de swibbles.
—¿Y qué importa qué es un swibble? ¿Por qué no averigua como llegó desde su tiempo futuro hasta aquí?
—Creo que sabe lo que es un swibble... y no creo que sepa cómo llegó aquí. Ni siquiera sabe que está aquí.
Pesbroke se mostró de acuerdo.
—Es razonable. Si voy hasta ahí, ¿me permitirá estar presente? Me encantaría presenciarlo.
—Claro —dijo Courtland, sudando, con la vista puesta en la puerta cerrada del vestíbulo—. Pero tendrá que verlo desde otro cuarto. No quiero que nada estropee esto... nunca tendremos otra oportunidad
Refunfuñando, el equipo reclutado de la empresa llegó al apartamento y esperó instrucciones de Courtland. Jack Hurley, con camisa hawaiana, bermudas y camperas, miraba oscuramente a Courtland y movía su puro en la boca.
—Aquí estamos; no sé qué le contaste a Pesbroke, pero ciertamente le pusiste en marcha. —Recorriendo con la mirada el apartamento, preguntó— ¿Puedo dar por supuesto que vamos a tener la reunión ahora? No hay mucho que pueda hacer esta gente sin que comprendan antes a lo que se van a enfrentar.
En la puerta del dormitorio estaban los dos hijos de Courtland, medio dormidos de sueño. Fay se los llevó dentro nerviosamente y los metió de vuelta en sus camas. En la sala de estar los diversos hombres y mujeres ocupaban posiciones indeterminadas, en sus rostros se observaba una inquieta y airada curiosidad y una aburrida indiferencia. Anderson, el ingeniero, actuaba de forma distante e indiferente. MacDowell, el operario barrigón y caído de hombros de la cadena de montaje, observó con resentimiento proletario el caro mobiliario del apartamento y se hundió en una apatía abochornada cuando se percató de sus botas de trabajo y sus pantalones llenos de grasa. El especialista en grabaciones estaba tirando cables desde sus micrófonos a la grabadora colocada en la cocina. Una esbelta joven, la taquígrafa judicial, trataba de ponerse cómoda en una silla de la esquina. En el sofa, Parkinson, el electricista de emergencias de la fábrica, hojeaba con desgana un ejemplar de Fortune.
—¿Dónde está el equipo de cámara? —preguntó Courtland.
—Viene de camino —respondió Hurley—. ¿Pretendes atrapar a alguien que vaya a llevar a cabo el viejo timo del Tesoro Español?
—Para eso no necesitaría un ingeniero ni un electricista —dijo Courtland secamente. Tenso, comenzó a dar vueltas por la sala de estar—. Probablemente no volvamos a verle; probablemente esté de vuelta en su tiempo a estas alturas, o vagando por Dios sabe dónde.
—¿Quién? —chilló Hurley, echando bocanadas de gris humo de puro debido a la agitación creciente— ¿Qué va a suceder?
—Un hombre llamó a mi puerta —relató Courtland brevemente—. Habló de cierta maquinaria, un equipo del que nunca oí hablar, de algo llamado swibble.
Todos en el cuarto se quedaron taciturnos y en silencio.
—Averigüemos lo que es un swibble —continuó Courtland ásperamente—. Anderson, empiece. ¿Qué podría ser un swibble?
Anderson sonrió burlonamente.
—Un anzuelo para pescar.
Parkinson se ofreció voluntario para continuar con las suposiciones.
—Un coche inglés con una sola rueda.
A regañadientes, Hurley fue el siguiente.
—Alguna estupidez. Una máquina para deshacerse de las mascotas domesticas.
—Un nuevo sostén plástico —sugirió la taquígrafa judicial.
—Ni idea —murmuró MacDowell con resentimiento—. Nunca oí hablar de nada similar.
—Vale —asintió Courtland, examinando de nuevo su reloj. Estaba a punto de sufrir un ataque de histeria; había pasado una hora y no había señales del técnico de reparaciones—. No lo sabemos, ni siquiera podemos suponerlo. Pero algún día, dentro de nueve años, un hombre llamado Wright va a inventar el swibble y se va a convertir en un gran negocio. Se fabricarán, la gente los comprará y pagará bien por ellos; los técnicos de reparaciones se sumarán al negocio y les atenderán.
La puerta se abrió y Pesbroke entró en el apartamento, con un gabán sobre sus hombros y un destrozado sombrero Stetson sobre su cabeza.
—¿Ha vuelto a aparecer? —Sus ojos ancianos y alerta recorrieron la habitación—. Ustedes parecen estar listos para comenzar.
—Seguimos sin señales de vida de él —dijo Courtland ansiosamente—. Maldición... Yo le despaché, no intenté retenerlo hasta que ya se había marchado.
Le enseñó a Pesbroke la estrujada copia de carbón.
—Ya veo —dijo Pesbroke devolviéndosela—. Y si regresa grabarán lo que diga y fotografiarán todo lo que tenga en el maletín de herramientas. —Señaló a Anderson y MacDowell—. ¿Qué hay del resto de ellos? ¿Para qué son necesarios?
—Quiero tener aquí gente que pueda hacer las preguntas correctas —explicó Courtland—. No podemos conseguir respuestas de otra forma. El hombre, si aparece finalmente, sólo se quedará un tiempo limitado. Durante ese tiempo, tenemos que descubrir... —se interrumpió cuando su esposa se le acercó— ¿Qué sucede?
—Los niños quieren mirar —explicó Fay— ¿Pueden? Prometen que no harán ruido —añadió ansiosamente—. A mí me encantaría mirar también.
—Mirad, entonces —respondió Courtland con pesimismo—. Quizás no haya nada que ver.
Mientras Fay servía café, Courtland continuó con su explicación.
—Lo primero de todo, queremos averiguar si ese hombre dice la verdad. Nuestras primeras preguntas tendrán como objetivo descubrirle; quiero que estos especialistas trabajen en él. Si es una estafa, probablemente lo descubran.
—¿Y si no lo es? —preguntó Anderson con una expresión de interés en su rostro—. Si no lo es, estás diciendo que...
—Si no lo es, entonces viene de la próxima década, y quiero sacarle todo lo que sepa de valor. Pero... —Courtland se detuvo—. Dudo si sabrá mucho de teoría. Tengo la impresión de que está en lo más bajo de la pirámide. Probablemente lo mejor que podremos conseguir es una demostración de su trabajo específico. Partiendo de ahí, deberemos completar el cuadro, realizar nuestras extrapolaciones.
—Cree que puede contarlos cómo se gana la vida —dijo Pesbroke astutamente—, que es lo que queremos.
—Tendremos suerte si aparece de una vez —dijo Courtland. Se sentó en el sofá y empezó a golpear rítmicamente su pipa contra el cenicero—. Todo lo que podemos hacer es esperar. Cada uno de vosotros que vaya pensando en lo que va a preguntar. Tratad de imaginar las preguntas que os gustaría hacerle a un hombre del futuro que no sabe que viene del futuro, que está intentado reparar equipos que aún no existen.
—Estoy asustada —dijo la taquígrafa judicial, pálida y con los ojos desorbitados, haciendo temblar su taza de café.
—Estoy cansado de esto —murmuró Hurley con los ojos súbitamente fijos en el suelo—. Todo esto no es más que castillos en el aire.
Justo en ese momento el técnico de reparaciones del swibble regresó y llamó tímidamente a la puerta del vestíbulo una vez más.
El joven técnico de reparaciones estaba aturdido. Y se estaba empezando a alarmar.
—Discúlpeme, señor —comenzó sin preámbulos—. Veo que tiene visitas, pero he vuelto a examinar mis direcciones y esta es sin ninguna duda la dirección correcta —añadió lastimeramente—. Lo he intentado en algunos apartamentos más; nadie sabía de qué estaba hablando.
—Entre —le invitó Courtland. Se hizo a un lado, apartándose de entre el técnico de reparaciones y la puerta, y le condujo hacia la sala de estar.
—¿Es él? —dijo con dubitativa voz cavernosa Pesbroke, entrecerrando los ojos.
Courtland lo ignoró.
—Siéntese —le pidió al técnico de reparaciones del swibble. Por el rabillo del ojo pudo ver a Anderson, Hurley y MacDowell acercándose y a Parkinson dejando su Fortune y poniéndose rápidamente de pie. Se oía desde la cocina el sonido de la cinta corriendo por el cabezal de grabación... el cuarto había cobrado vida.
—Puedo venir en otro momento —dijo el técnico de reparaciones, preocupado, mirando el círculo de gente que se cerraba sobre él—. No quiero molestarle, señor, ahora que tiene visitas.
Sentado desmañadamente en el brazo del sofa, Courtland dijo:
—Este es tan buen momento como otro cualquiera. De hecho, es el momento ideal. —Una desbocada sensación de alivio le inundó: ahora tenían una oportunidad—. No sé qué me pasó —continuó rápidamente—. Estaba confundido. Por supuesto que tengo un swibble; está en el comedor.
La cara del técnico de reparaciones se contrajo en un amago de carcajada.
—Oh, de verdad —dijo ahogadamente— ¿En el comedor? Ese es chiste más gracioso que he oído en semanas.
Courtland miró a Pesbroke. ¿Qué demonios era tan gracioso de aquello? Entonces todo su cuerpo se tensó: sudores fríos bañaron su frente y las palmas de sus manos. ¿Qué demonios era un swibble? Quizás harían mejor preguntándolo directamente... o quizás no. Quizás estaban adentrándose en algo más profundo de lo que creían. Quizás —y no le gustó en absoluto la idea— estaban mejor sin saber nada.
—Me confundió —dijo— su terminología. No pienso en ello como «swibble». —terminó cautelosamente—. Sé que es la jerga popular, pero con tanto dinero involucrado, me gusta más pensar en ello por nombre auténtico.
El técnico de reparación de swibbles parecía totalmente confundido, Courtland se dio cuenta de que había cometido otro error; aparentemente swibble era su nombre auténtico.
Pesbroke dijo:
—¿Cuánto tiempo lleva reparando swibbles, señor... —esperó, pero no salió respuesta de la blanca y delgada cara—. ¿Cuál es su nombre, joven? —exigió.
—¿Mi qué? —el técnico de reparación de swibbles se levantó a trompicones—. No le entiendo, señor.
Dios mío, pensó Courtland. Iba a ser mucho más difícil de lo que se había imaginado... más de lo que ninguno de ellos se había imaginado.
Airadamente, Pesbroke añadió:
—Usted tiene que tener un nombre. Todo el mundo tiene un nombre.
El joven técnico de reparaciones tragó saliva y bajó la vista hacia la alfombra con la cara ruborizada.
—Yo solo estoy en el grupo de servicio cuatro aún, señor. De forma que aún no tengo un nombre.
—No importa —dijo Courtland. ¿Qué tipo de sociedad concedía los nombres como un privilegio de estatus?—. Quiero asegurarme de que es usted un técnico de reparaciones competente —explicó—. ¿Cuánto tiempo lleva reparando swibbles?
—Seis años y tres meses —aseguró el técnico de reparaciones. El orgullo sustituyó al bochorno—. En el instituto obtuve un 10 en aptitudes para el mantenimiento de swibbles. —su pequeño pecho se hinchó—. Soy un hombre adecuado para los swibbles de forma innata.
—Perfecto —asintió Courtland ansiosamente, no podía creer que la industria fuese de tales proporciones. ¿Hacían test en los institutos? ¿Consideraban el mantenimiento de swibbles como un talento básico, como la capacidad de trabajo con símbolos o la destreza manual? ¿Se había vuelto tan importante el trabajo con swibbles como el talento para la música o como la habilidad para concebir relaciones espaciales?
—Bien, —dijo vigorosamente el técnico de reparaciones, recogiendo su abultado equipo de herramientas—. Estoy listo para empezar. Debo estar de vuelta en la tienda lo antes posible... Tengo muchas más llamadas.
Sin miramientos, Pesbroke se levantó y se situó delante del enjuto joven.
—¿Qué es un swibble? —exigió—. Estoy cansado de darle vueltas estúpidamente al asunto. Dice que trabaja con esas cosas, ¿qué son? Es una pregunta bien sencilla; deben ser algo.
—Vaya —dijo el joven vacilando—. Quiero decir, es difícil de explicar. Suponga... bien, suponga que me pregunta qué es un perro o un gato. ¿Cómo puedo responder a eso?
—Así no vamos a llegar a ninguna parte —intervino Anderson—. Los swibbles se fabrican, ¿verdad? Entonces usted debe tener planos; entréguenoslos.
El joven técnico de reparaciones sujetó su maletín de herramientas a la defensiva.
—¿De qué va todo esto, señor? Si esta es su idea de una broma... —se volvió hacia Courtland de nuevo—. Me gustaría empezar a trabajar; de verdad que no dispongo de mucho tiempo.
De pie en la esquina, con las manos metidas en los bolsillos, MacDowel dijo lentamente:
—He estado pensando en comprar un swibble. La mujer y las niñas creen que debemos tener uno.
—Oh, desde luego —se mostró de acuerdo el técnico de reparaciones. El color volvió a sus mejillas y continuó—. De hecho, estoy sorprendido de que aún no tenga un swibble, no puedo imaginar qué les sucede a ustedes. Están actuando todos de forma... extraña. ¿De dónde, si se me permite preguntar, son ustedes? ¿Porqué están tan... bien, desinformados?
—Esta gente —explicó Courtland— viene de una región del país donde no hay swibbles.
Inmediatamente la expresión del rostro del técnico de reparaciones se endureció con recelo.
—Oh —dijo mordazmente—. Interesante. ¿Qué región del país es esa?
Courtland había vuelto a decir algo incorrecto, lo sabía. Mientras titubeaba una respuesta, MacDowell se aclaró la garganta y continuó inexorablemente.
—De cualquier forma —dijo—, hemos estado pensando en comprar uno. ¿Lleva usted algún folleto? ¿Fotografías de diferentes modelos?
—Me temo que no, señor —respondió el técnico de reparaciones—. Pero si me da su dirección haré que el departamento de ventas le envíe la información. Y si usted quiere, un técnico especializado puede llamarle cuando le venga bien y describirle las ventajas de poseer un swibble.
—¿El primer swibble fue diseñado en 1963? —preguntó Hurley.
—Exactamente. —las sospechas del técnico de reparaciones habían desaparecido momentáneamente—. Y justo a tiempo, además. Déjenme decirles esto: si Wright no hubiese conseguido hacer funcionar aquel primer modelo, no quedaría vivo ningún ser humano. Ustedes que no poseen swibbles, puede que no los conozcan, y ciertamente actúan como si no los conociesen, pero siguen vivos gracias al viejo R.J. Wright. Son los swibbles los que hacen que el mundo siga funcionando.
Abriendo su maletín negro, el técnico de reparaciones sacó raudamente un intrincado mecanismo de tubos y cables. Llenó un cilindro con un líquido claro, lo selló, presionó el émbolo y lo alineó.
—Comenzaré con una inyección de dx... que normalmente los devuelve a su estado operativo.
—¿Qué es dx? —preguntó inmediatamente Anderson.
Sorprendido por la pregunta, el técnico de reparaciones contestó:
—Es un concentrado alimenticio con alto contenido proteínico. Hemos descubierto que el noventa y nueve por ciento de las llamadas para reparaciones en tan breve tiempo son el resultado de una dieta inapropiada. La gente simplemente no sabe cómo cuidar de sus nuevos swibbles.
—Dios mío —dijo Anderson en un susurro—. Están vivos.
La mente de Courtland entró en barrena. Se había equivocado, no era precisamente un técnico de reparaciones lo que había provocado que reuniese a todo aquel equipo. El hombre había venido a arreglar el swibble, de acuerdo, pero su profesión era ligeramente diferente de lo que había supuesto. No era un técnico de reparaciones, era un veterinario.
Mientras sacaba y preparaba instrumentos y medidores, el joven explicó:
—Los nuevos swibbles son mucho más complejos que los primeros modelos; necesito todo esto ya sólo para empezar. Pero échenle la culpa a la Guerra.
—¿La Guerra? —repitió Fay Courtland con aprehensión.
—No la primera guerra. La grande, en el 75. Aquella pequeña guerra del 61 no fue gran cosa realmente. Ya saben, supongo, que Wright era originalmente un ingeniero de la Armada, destinado en... bueno, creo que lo llamaban Europa. Creo que la idea le surgió debido a todos aquellos refugios llenos hasta los topes. Si, estoy seguro de que fue así. Durante aquella pequeña guerra del 61 fueron millones los que pasaron por ellos. Y luego de vuelta a sus procedencias. Dios bendito, la gente iba y venía entre los dos bandos... era para sublevarse.
—La historia no es mi fuerte —dijo Courtland con voz poco clara—. Nunca presté mucha atención en la escuela... la guerra del 61, ¿fue entre Rusia y América?
—Oh —dijo el técnico de reparaciones— fue entre todo el mundo. Rusia lideraba el bloque del Este, por supuesto. Y América el bloque Occidental. Pero todo el mundo estuvo involucrado. Pero esa fue la guerra sin importancia, no obstante; no cuenta.
—¿Sin importancia? —preguntó Fay horrorizada.
—Bueno, —admitió el técnico de reparaciones—, supongo que en su momento les debió parecer muy importante. Pero lo que quiero decir es que quedaron edificios en pie, después de todo. Y sólo duró unos cuantos meses.
—¿Quién... ganó? —dijo ahogadamente Anderson.
El técnico de reparaciones se rió con disimulo.
—¿Ganar? Qué pregunta tan extraña. Bien, quedó más gente en el bloque del Este, si es lo que quiere decir. De cualquier forma, la importancia de la guerra del 61, y estoy seguro de que sus profesores de historia dejarían esto bien claro, fue que aparecieron los swibbles. R.J. Wright sacó su idea de los refugiados que iban de campo en campo que aparecieron en esa guerra. Así que en el 75, cuando la guerra de verdad llegó, tenía un montón de swibbles. —Pensativamente, añadió—. De hecho, yo diría que la guerra de verdad fue una guerra por los swibbles. Quiero decir, fue la última guerra. Fue la guerra entre la gente que quería los swibbles y aquellos que no los querían. —Con satisfacción, terminó diciendo: —Huelga decirlo, nosotros ganamos.
Después de un lapso, Courtland consiguió preguntar:
—¿Qué les sucedió a los otros? Aquellos que... no querían a los swibbles.
—Vaya —dijo finamente el técnico de reparaciones—, los swibbles se encargaron de ellos.
Temblando, Courtland dejó caer su pipa.
—No sabía eso.
—¿Qué quiere decir? —exigió saber con voz ronca Pesbroke—. ¿Cómo se encargaron de ellos? ¿Qué hicieron?
Atónito, el técnico de reparaciones sacudió la cabeza.
—No sabía que había tanta ignorancia en estos niveles. —Estar en la posición de experto le gustaba; sacando pecho, procedió a explicar al círculo de rostros atentos lo fundamental de la historia—. El primer swibble A-propulsado de Wright era tosco, por supuesto. Pero cumplía su propósito. Originalmente, era capaz de diferenciar a los refugiados en dos grupos: aquellos que eran trigo limpio realmente y aquellos que fingían. Aquellos que llegaban para después irse de vuelta a sus lugares de procedencia... que no eran realmente leales. Las autoridades querían saber cuales de los refugiados provenían realmente de Occidente y cuales eran espías y agentes secretos. Esa era la función original de los swibbles. Pero eso no es nada comparado con la actualidad.
—No —se mostró de acuerdo Courtland, petrificado—. Nada en absoluto.
—Ahora —dijo lisa y llanamente el técnico de reparaciones—, ya no se encargan de esas tareas tan vulgares. Es absurdo esperar hasta que un individuo haya abrazado una ideología contraria, y esperar entonces que la abandone. En cierto modo es irónico, ¿verdad? Después de la guerra del 61 realmente sólo había una ideología contraria: aquellos que se oponían a los swibbles.
Rió alegremente.
—Así que los swibbles diferenciaron a aquellos que no querían ser diferenciados por los swibbles. Oh, dios mío, esa fue toda una guerra. Porque no fue una guerra sucia, con muchas bombas y napalm. Fue una guerra científica, nada de hacer daño de forma aleatoria. Consistió en que los swibbles bajasen a los sótanos, ruinas y lugares escondidos y sacasen a la luz a las Contrapersonas una a una. Hasta que los tuvieron a todos ellos. De esta forma ahora —terminó, recogiendo su equipo— no tenemos que preocuparnos por guerras ni nada de ese estilo. No habrá más conflictos, porque no tenemos ideologías contrarias. Como Wright demostró, no importa qué ideología tengamos; no importa si es Comunismo, Capitalismo, Socialismo, Fascismo o Esclavismo. Lo que es importante es que todos nosotros estemos completamente de acuerdo, que todos seamos absolutamente leales. Y desde que tenemos los swibbles... —guiñó un ojo significativamente a Courtland—. Bien, como nuevo poseedor de un swibble usted ya conoce las ventajas. Conoce la sensación de seguridad y satisfacción al saber con certeza que su ideología es totalmente congruente con la del resto del mundo. Que no hay ni una posibilidad, que ni por asomo puede estar descarriado... y de que algún swibble que pase por ahí se lo coma a usted.
Fue MacDowell quien logró acercarse el primero.
—Sí —dijo irónicamente—. Ciertamente suena como lo que la mujer las niñas y yo queremos.
—Oh, debe tener un swibble propio —apremió el técnico de reparaciones—. Reflexione... si tiene su propio swibble, se ajustará a usted automáticamente. Le mantendrá en el buen camino sin esfuerzo ni jaleos. Siempre sabrá que no se va a desviar... recuerde el eslogan de los swibbles: ¿Por qué ser legal a medias? Con su propio swibble, su perspectiva será corregida sin dolor alguno... pero si está a la espera, si tiene la esperanza de estar en el camino correcto, oh, uno de estos días puede entrar en la sala de estar de un amigo y su swibble puede simplemente partirle en dos y sorberlo. Por supuesto —reflexionó— un swibble que pase por ahí también puede cogerle a tiempo de enderezarlo. Pero normalmente es demasiado tarde. Normalmente... —sonrió—. Normalmente la gente está más allá de la redención una vez que ha empezado.
—¿Y su trabajo —murmuró Pesbroke— es mantener a los swibbles operativos?
—Se desajustan, si se les deja a su aire.
—¿No es una especie de paradoja? —prosiguió Pesbroke—. Los swibbles nos mantienen ajustados y nosotros los mantenemos ajustados a ellos... es un círculo cerrado.
El técnico de reparaciones estaba intrigado.
—Sí, es una forma interesante de verlo. Pero debemos mantener controlados a los swibbles, por supuesto. Así no se mueren —tembló—. O aún peor.
—¿Mueren? —dijo Hurley, aún sin comprender—. Pero si realmente se fabrican... —frunciendo el ceño añadió: —O son máquinas o están vivos. ¿Cuál de ellas?
Pacientemente, el técnico de reparaciones explicó la física elemental.
—El germen swibble es un fenotipo orgánico cultivado en un medio proteínico bajo condiciones controladas. El tejido neurológico controlador que forma la base del swibble está vivo, ciertamente, en el sentido de que crece, piensa, se alimenta, excreta deshechos. Sí, definitivamente está vivo. Pero el swibble, como un todo funcional, es un objeto fabricado. El tejido orgánico se inserta en un contenedor principal que se sella. Yo ciertamente no reparo eso; le aporto nutrientes para restaurar un adecuado equilibrio dietético e intento ocuparme de los organismos parásitos que se cuelan dentro. Trato de mantenerlo ajustado y sano. La estabilidad del organismo es, por supuesto, totalmente mecánica.
—¿El swibble tiene acceso directo a las mentes humanas? —preguntó Anderson, fascinado.
—Naturalmente. Es un metazoo telepático desarrollado artificialmente. Y con él, Wright resolvió el problema básico de los tiempos modernos: la existencia de diversas facciones ideológicas enfrentadas y beligerantes, la presencia de la deslealtad y la disensión. En palabras del famoso aforismo del General Steiner: La guerra es una extensión de las discrepancias de las cabinas electorales al campo de batalla. Y el preámbulo de la Carta Mundial de Derechos: la guerra, si va a ser eliminada, debe ser eliminada de las mentes de los hombres, porque es en las mentes de los hombres donde comienzan las discrepancias. Hasta 1963, no había forma de entrar en las mentes de los hombres. Hasta 1963, el problema era irresoluble.
—Gracias a Dios —dijo Fay claramente.
El técnico de reparaciones no la escuchó; estaba ensimismado con su propio entusiasmo.
—Pero mediante el swibble, hemos conseguido transformar el problema sociológico básico de la lealtad en una rutina técnica: de mero mantenimiento y reparación. Nuestra única preocupación es mantener los swibbles funcionando correctamente, el resto es cosa suya.
—En otras palabras —dijo Courtland débilmente— ustedes los técnicos de reparaciones son el único control que se ejerce sobre los swibbles. Ustedes representan a toda la humanidad frente a esas máquinas.
El técnico de reparaciones reflexionó.
—Supongo que sí —admitió modestamente—. Si, es correcto.
—Si no fuese por ustedes, ellos controlarían condenadamente bien a la raza humana.
El pecho huesudo se hinchó de complacencia, arrogancia confiada.
—Supongo que es cierto.
—Mire —dijo Courtland con voz poco clara. Sujetó al hombre por el brazo—. ¿Cómo demonios puede estar seguro? ¿Realmente están al mando?
Una descabellada esperanza crecía en su interior: mientras los hombres tuviesen poder sobre los swibbles había una oportunidad de devolver las cosas a su sitio. Los swibbles podían ser desarmados, desmontados pieza a pieza. Mientras los swibbles tuviesen que someterse a las reparaciones de los humanos quedaba un resquicio de esperanza.
—-¿Qué dice, señor? —indagó el técnico de reparaciones—. Por supuesto que estamos al mando. No se preocupe. —Firmemente, se liberó de los dedos de Courtland—. Ahora, ¿dónde está su swibble? —paseó la vista por el cuarto—. Tendré que apurar, no queda mucho tiempo.
—No tengo swibble —dijo Courtland.
Por un momento no se percató. Entonces una extraña e intrincada expresión atravesó el rostro del técnico de reparaciones.
—¿No tiene swibble? Pero usted me dijo...
—Algo ha salido mal —dijo Courtland con voz ronca—. No existen los swibbles. Es demasiado pronto... aún no han sido inventados. ¿Comprende? ¡Vino demasiado pronto!
Los ojos del joven se abrieron como platos. Aferrando su equipo, reculó dos pasos a trompicones, parpadeó, abrió su boca e intentó hablar.
—¿Demasiado... pronto? —Empezaba a comprender. De repente parecía mayor, mucho más viejo—. Ya me extrañaba. Todos los edificios intactos... el mobiliario arcaico. ¡La máquina de transmisión debe estar fuera de fase! —La furia le inundó—. Ese servicio instantáneo... Sabía que los envíos deberían haber seguido con el viejo sistema mecánico. Les dije que hiciesen test más potentes. Señor, nos va a costar un ojo de la cara; me sorprendería que siquiera consiguiésemos arreglar este desaguisado.
Agachándose con furia, metió precipitadamente su equipo en el maletín. Con un solo movimiento lo cerró y le echó la llave, se enderezó y saludó respetuosamente a Courtland.
—Buenas tardes —dijo con frialdad. Y se desvaneció.
El círculo de observadores se quedó sin nada que observar. El técnico de reparación de swibbles se había marchado por donde había venido.
Después de un tiempo, Pesbroke se giró y señaló al hombre que estaba en la cocina.
—Puede perfectamente apagar la grabadora —murmuró lóbregamente—. No hay nada más que grabar.
—Buen Dios —dijo Hurley, temblando—. Un mundo dominado por máquinas.
Fay tiritó.
—No puedo creer que aquel hombrecito tuviese tanto poder; pensaba que era sólo un operario inexperto.
—Estaba por completo al mando —dijo Courtland amargamente.
El silencio les rodeó.
Uno de los niños bostezó somnolientamente. Fay se volvió de improviso hacia ellos y los llevó eficientemente de vuelta al cuarto.
—Es hora de que vosotros dos estéis en la cama —ordenó con falsa jovialidad.
Protestando de mala gana, los dos niños desaparecieron y la puerta se cerró. Poco a poco la sala de estar cobró vida. El hombre de la grabadora comenzó a rebobinar la cinta. La taquígrafa judicial recogió temblorosamente sus notas y guardó sus lápices. Hurley encendió un puro y se quedó de pie echando bocanadas caprichosamente, con el rostro lóbrego y sombrío.
—Supongo —dijo finalmente Courtland— que todos lo habremos dado por bueno, que hemos asumido que no es una broma.
—Bien —señaló Pesbroke—, él se desvaneció. Eso debería ser prueba suficiente. Y todos los trastos que sacó de ese maletín...
—Será dentro de nueve años —dijo pensativamente Parkinson, el electricista—. Wright ya debe haber nacido. Busquémosle y clavémosle un cuchillo.
—Ingeniero de la Armada —asintió MacDowell—. R.J. Wright. Debe ser posible localizarlo. Quizás podamos evitar que suceda.
—¿Cuánto tiempo creen que la gente como él podrá mantener bajo control a los swibbles? —preguntó Anderson.
Courtland se encogió de hombros con cansancio.
—Ni idea. Quizás años... puede que un siglo. Pero más tarde o más pronto sucederá algo, algo que no se esperan. Y entonces toda esa maquinaria depredadora acabará con todos nosotros.
Fay se estremeció intensamente.
—Suena horrible; me alegro de que no vaya a suceder por el momento.
—Tú y el técnico de reparaciones —dijo Courtland amargamente—. Mientras no os afecte a vosotros...
Los nervios a flor de piel de Fay terminaron por estallar.
—Lo discutiremos más tarde —sonrió nerviosamente a Pesbroke—. ¿Más café? Traeré más —girando sobre sus talones, salió apresuradamente de la sala de estar y entró en la cocina.
Mientras llenaba la cafetera de agua, el timbre de la puerta sonó quedamente.
Todo el mundo en el cuarto se estremeció. Se miraron entre ellos, mudos y horrorizados.
—Ha vuelto —dijo Hurley con voz poco clara.
—Quizás no sea él —sugirió Anderson sin mucha convicción—. Quizás son la gente de la cámara, por fin.
Pero ninguno de ellos fue hasta la puerta. Después de un lapso, el timbre volvió a sonar, durante más tiempo y más insistentemente.
—Tenemos que atenderlo —dijo petrificado Pesbroke.
—No seré yo —dijo temblorosamente la taquígrafa judicial.
—Este no es mi apartamento —apuntó MacDowell.
Courtland se acercó a la puerta tenso. Incluso antes de agarrar el tirador, sabía de qué se trataba. Enviado usando la transmisión instantánea reparada. Algo para llevar al personal y los técnicos de reparaciones directamente a sus destinos. Para que el control de los swibbles pudiese ser absoluto y perfecto, para que nada saliese mal.
Pero algo había salido mal. El control se había jugado una mala pasada a sí mismo. Había funcionado cabeza abajo, completamente sin control. Auto-derrotándose, haciéndose inefectivo: era demasiado perfecto. Aferrando el tirador, abrió la puerta.
En el vestíbulo había cuatro hombres. Llevaban uniformes grises y gorras. El primero de ellos se quitó la gorra, miró una hoja de papel impreso y señaló educadamente con la cabeza a Courtland.
—Buenas tardes, señor —dijo alegremente. Era un hombre fornido, ancho de hombros, con una mata de poblado pelo castaño sobre su frente reluciente de sudor—. Nosotros... uh... estamos un poco perdidos, me temo. Nos ha llevado un rato llegar hasta aquí.
Mirando al interior del apartamento, ajustó su pesado cinturón de cuero, metió su hoja de instrucciones en su bolsillo y frotó sus grandes y competentes manos una contra la otra.
—Está abajo, en el maletero —anunció, dirigiéndose a Courtland y el resto de la gente de la sala de estar—. Díganme dónde lo quieren y lo subiremos. Necesitamos un sitio bien amplio, aquella pared de allí junto a la ventana podría valer.
Dándose la vuelta, el y sus hombres se dirigieron con bríos hacia el ascensor de servicio.
—Estos swibbles último modelo ocupan un montón de espacio.
James Tiptree Jr. - EL ÚLTIMO VUELO DEL DOCTOR AIN
El doctor Ain fue reconocido en el vuelo de Omaha a Chicago. Otro biólogo, de Pasadena, salió del lavabo y vio a Ain sentado en una butaca del pasillo. Cinco años antes, ese hombre había envidiado los enormes subsidios que Ain recibía. En ese momento le dedicó una fría inclinación de cabeza y se sorprendió ante la intensidad de la respuesta de Ain. Casi se volvió para hablar con él, pero se sentía demasiado fatigado; como casi todo el mundo, se debatía contra la gripe.
La azafata que entregaba los abrigos después del aterrizaje también recordó a Ain: un hombre alto y delgado, de pelo color herrumbre, sin particularidad alguna. Se puso en fila sin dejar de mirarla; como ya tenía puesto su impermeable, ella pensó que era alguna forma extravagante de ligue y lo despidió con un gesto.
Vio que Ain trastabillaba entre el smog del aeropuerto, aparentemente solo. A pesar de los grandes anuncios de la Defensa Civil, O'Hare tardó en descender al subterráneo. Nadie advirtió a la mujer.
La mujer herida, agonizante.
Ain no fue identificado en camino a Nueva York; pero en la lista del avión de las 2:40 figuraba un «Ames», que podía ser el nombre de Ain mal escrito. Lo era. El avión había dado vueltas durante una hora mientras Ain veía cómo la costa marina cubierta de humo se inclinaba, se enderezaba, volvía a inclinarse monótonamente.
La mujer estaba más débil. Tosía y tironeaba débilmente de las cicatrices de su cara, escondida a medias por su largo pelo.
Su pelo, Ain lo veía, esa cabellera que había sido espléndida, estaba rala y apagada. Miró hacia el mar, obligándose a pensar en unas rompientes limpias y frescas. En el horizonte vio una vasta alfombra negra: en alguna parte un petrolero había abierto sus compuertas. La mujer volvió a toser. Ain cerró los ojos. El avión estaba envuelto por la nube de contaminación.
Luego lo vieron mientras se registraba para el vuelo de BOAC a Glasgow. Las instalaciones subterráneas del aeropuerto Kennedy eran un hirviente cocido de gente; el sistema de ventilación no estaba a la altura de esa cálida tarde de septiembre. La hilera de pasajeros se agitaba y sudaba, mientras miraba tediosamente el noticiero. SALVAD LAS ÚLTIMAS VERDES MORADAS. Un grupo ecologista protestaba por la defoliación y drenaje de la cuenca del Amazonas. Algunas personas recordaron más tarde los hermosos colores de las imágenes de la nueva bomba limpia. La hilera se comprimió para permitir el paso de un grupo de hombres uniformados. Usaban botones donde se leía: ¿QUIÉN TIENE MIEDO?
En ese momento, una mujer reparó en Ain. Sostenía un periódico, que ella oyó crujir entre sus manos. Ni ella ni su familia padecían la gripe, de modo que lo pudo ver con claridad. Él tenía la frente sudorosa. Ella alejó a sus niños.
Ain usaba el spray Instac para la garganta, recordó la mujer. No le parecía muy bueno el Instac. Ella y sus niños usaban Kleer. Mientras ella lo miraba, Ain había vuelto la cabeza para mirarla de frente, con la boca llena de spray. ¡Qué desconsideración! Le volvió la espalda. No recordaba que él hubiese hablado con ninguna mujer, pero había escuchado atentamente cuando leyeron en el escritorio el destino de Ain. ¡Moscú!
También el empleado del escritorio lo recordaba con desaprobación. Se había registrado solo, afirmó. Ninguna mujer viajaba a Moscú, pero no hubiera sido difícil que llevara un pasaje abierto. (En ese momento, ellos estaban seguros de que ella lo acompañaba.)
El vuelo de Ain era vía Islandia, con una hora de escala en Kejkyavik. Ain salió al parque del aeropuerto a respirar con gratitud el aire marino. Respiraba unas cuantas veces, y se estremecía. Más allá del ruido de los bulldozers se oía el mar, que tocaba con sus enormes garras el teclado de la tierra. El pequeño parque tenía un bosquecillo de abetos amarillentos y una bandada de collalbas buscaba alimento en sus senderos. El mes próximo estarían en el norte de África, pensó Ain. Tres mil kilómetros sobre sus alas diminutas. Les arrojó algunas migajas de un paquete que tenía en el bolsillo.
La mujer parecía más fuerte allí. Jadeaba en la brisa, sus grandes ojos fijos en Ain. Por encima de ella, los abetos eran tan dorados como cuando la había visto por primera vez, el día que su vida había comenzado... Él estaba agazapado detrás de un árbol, mirando una musaraña, cuando vio ondular la hierba y reconoció la asombrosa carne desnuda de una muchacha, cremosa, con puntas rosadas, que se acercaba hacia él entre los dorados helechos. El joven Ain contuvo la respiración y ocultó su nariz entre el húmedo musgo mientras su corazón latía desenfrenadamente. Y luego vio ese espléndido pelo que caía por su fina espalda, bailando sobre sus nalgas de forma de corazón mientras la musaraña corría por su mano paralizada. El lago estaba absolutamente sereno, plata polvorienta bajo el cielo nublado, y ella no agitaba el follaje dorado más que un roedor fugaz. El silencio retornó; los árboles ardían como antorchas por donde la chica desnuda había pasado a través del bosque, reflejada en los ojos brillantes de Ain. Durante un momento, creyó que había visto una Oréada.
Ain fue el último en subir. La azafata creía recordar que parecía inquieto. No pudo identificar a la mujer; había muchas a bordo, y niños. Su lista de pasajeros tenía varios errores.
Un camarero del aeropuerto de Glasgow recordaba que un hombre parecido a Ain había pedido gachas escocesas y había comido dos tazones, aunque por supuesto no eran verdaderas gachas de avena. Una joven madre con un cochecito lo vio arrojar migas a las aves.
Cuando se presentó en la ventanilla de BOAC lo saludó un profesor de Glasgow que iba a la misma conferencia de Moscú. Ese hombre había sido uno de los maestros de Ain. (Se sabía ahora que Ain había hecho estudios de posgraduado en Europa.) Ambos charlaron todo el tiempo durante su viaje a través del Mar del Norte.
- A mí también me extrañó - dijo luego el profesor -. «¿Por qué ha venido dando un rodeo?», le pregunté. Respondió que los vuelos directos estaban completos. - Se vio que esto no era exacto: aparentemente Ain había evitado el vuelo directo a Moscú con la esperanza de pasar inadvertido.
El profesor habló con entusiasmo de los trabajos de Ain:
- ¿Brillantes? Desde luego. Es un hombre obstinado, además. Muy, muy obstinado. Era como si un concepto, y con frecuencia la cosa más sencilla, lo detuviera en seco y lo fascinara. Y no dejaba de merodear alrededor en lugar de pasar al próximo punto, como hubiera hecho una mente más dócil. En verdad, me pregunté al principio si no era un poquito obtuso. ¿Pero no recuerda usted que, como se ha dicho, la capacidad de asombrarse ante las cosas corrientes caracteriza a la mente superior? Y por supuesto, así se demostró cuando nos sorprendió a todos con el asunto de la conversión de las enzimas. Es una lástima que su gobierno lo apartara de esa línea. No, él no dijo nada de eso; yo se lo digo a usted, joven. Hablamos mucho de mi trabajo. Me asombró que él estuviera tan al tanto. Me preguntó cuáles eran mis sentimientos al respecto, lo que volvió a sorprenderme. Ahora bien, comprenda: yo no había visto al hombre durante cinco años, y parecía... Bueno, quizás cansado. ¿Y quién no lo está? Estoy seguro de que le alegraba ese viaje: saltaba a estirar las piernas en cada escala. En Oslo, incluso en Bonn. Sí, alimentaba a las aves, pero eso no era una cosa rara en él. ¿Su vida social? ¿Alguna causa de izquierdas? Joven: he dicho lo que he dicho en consideración a la persona que me lo ha presentado, pero debe usted saber que es una impertinencia pensar mal de Charles Ain, o que él pueda ser capaz de una acción incorrecta. Buenas noches.
El profesor no dijo una palabra de la mujer que había en la vida de Ain.
Y no habría podido decirla, aunque Ain ya estaba en términos íntimos con ella en la época de la universidad. No había dejado ver a nadie hasta qué punto estaba obsesionado con ella, con el milagro, con la inagotable riqueza de su cuerpo. Se veían en todos sus momentos libres, a veces en público, pretendiendo un encuentro casual entre desconocidos bajo los ojos de sus amigos, delatando apenas su mutua alegría con grave formalidad. Y después, en la intimidad, ¡qué intenso era su amor! Jubilosamente la poseía, no le permitía reservas. Soñaba con ella, con sus dulces manantiales y sus zonas sombreadas y su blanca gloria ondulando a la luz de la luna, hallando siempre nuevas dimensiones de su alegría.
Entre el canto de las aves y las liebres jóvenes que saltaban en la pradera, el peligro de su debilidad parecía muy lejano. Algunos días oscuros tosía un poco, pero él también... En aquellos años no pensaba que fuera urgente estudiar la enfermedad.
En la conferencia de Moscú todo el mundo reparó en Ain en uno u otro momento, lo que era natural si se tenía en cuenta su estatura profesional. Era una reunión pequeña de muy alto nivel. Ain llegó tarde; ya había concluido la primera jornada, y él debía presentar su ponencia el tercer y último día.
Mucha gente habló con él y varios compartieron su mesa durante las comidas. A nadie sorprendía que hablara poco; era un hombre reservado salvo en el raro caso de alguna acalorada discusión. Varios de sus amigos lo encontraron algo fatigado y susceptible.
Un ingeniero molecular indio que lo vio cuando utilizaba su spray bromeó con él y le preguntó si había traído la gripe asiática. Un colega sueco recordaba que lo habían llamado por teléfono durante la comida; al regresar, Ain contó que en su laboratorio habían advertido que faltaba algo importante. Hubo nuevas bromas y Ain dijo alegremente:
- Pues sí, muy activo.
En ese momento, uno de los biólogos del Chicom inició sus tareas diarias de propaganda acerca de la guerra bacteriológica y acusó a Ain de fabricar armas biológicas. Ain lo dejó sin argumentos cuando respondió:
- Tiene usted toda la razón.
Por común consenso, se hablaba muy poco de aplicaciones industriales, contaminación industrial y temas de ese tipo. Y nadie recordaba haber visto a Ain con una mujer que no fuera vieja señora Vialche, que difícilmente podía subvertir nada desde su silla de ruedas.
Su única ponencia no fue buena, ni siquiera recordando que se trataba de Ain. Siempre había hablado mal en público, pero normalmente exponía sus ideas con esa claridad típica de las mentes de primera. En esa ocasión parecía confuso, y con poco nuevo que decir. El público perdonó esto y lo atribuyó a los efectos moderadores de la seguridad. Ain desarrolló un intrincado argumento acerca del curso de la evolución, en el que aparentemente intentaba demostrar que algo marchaba realmente muy mal. Cuando lo cerró con una referencia al pájaro campana de Hudson, que «cantaba para una raza posterior», varios de los presentes se preguntaron si había bebido.
La gran infracción a la seguridad llegó justamente al final, cuando empezó bruscamente a describir los métodos que había empleado para obtener la mutación y el rediseño del virus de la leucemia. Explicó el procedimiento con admirable claridad en cuatro frases y se detuvo. Luego describió sencillamente los efectos de la nueva cepa, que sólo alcanzaban un valor máximo en los primates superiores. El índice de recuperación entre los mamíferos inferiores y los demás órdenes se acercaba al 90 por ciento. Cualquier animal de sangre caliente servía como portador del virus. Además, éste conservaba su viabilidad casi en cualquier medio, y sobrevivía perfectamente en el aire. El índice de contagio era extremadamente alto. Y casi casualmente, Ain añadió que ningún primate sometido al virus, así como ningún ser humano accidentalmente expuesto, había sobrevivido más de veintidós días.
Estas palabras cayeron en un silencio que sólo interrumpió el ruido de los pies del delegado egipcio que corría hacia la puerta. Luego cayó una silla dorada cuando el americano salió disparado.
Ain no parecía consciente de que el público estaba en una parálisis de incredulidad. Todo había ocurrido con tal rapidez... Un hombre que se estaba sonando la nariz miraba con los ojos desorbitados más allá de su pañuelo. Otro, que encendía una pipa, emitió un quejido cuando el fuego llegó a sus dedos. Dos hombres que charlaban junto a la puerta no oyeron sus palabras, y sus risas resonaron en el silencio mortal en que aún vibraban las últimas palabras de Ain: «Realmente, no vale la pena intentar nada.»
Más tarde comprendieron que había intentado explicar que el virus utilizaba los propios mecanismos inmunizadores del cuerpo, de modo que la defensa era por definición imposible.
Eso fue todo. Ain miró a su alrededor esperando vagamente alguna pregunta, y luego atravesó el salón por el pasillo. Cuando llegó a la puerta, la gente lo rodeó ansiosamente. Giró y dijo con cierta impaciencia:
- Sí, por supuesto está muy mal. Ya lo he dicho. Todos nos hemos equivocado. Y ahora, todo ha terminado.
Una hora después descubrieron que se había marchado, en un vuelo de Sinair a Karachi.
Los hombres de la seguridad lo alcanzaron en Hong Kong. Parecía ya muy enfermo, y los acompañó dócilmente. Regresaron a los Estados Unidos por Hawai.
Sus captores eran personas civilizadas: vieron que era un hombre amable y lo trataron del mismo modo. No tenía armas ni drogas. Lo sacaron a pasear, esposado, en Osaka; le permitieron dar miguitas a las aves y escucharon con interés su informe acerca de las rutas migratorias de la gallineta común. Tenía la voz muy ronca. En ese momento, sólo lo requerían por los problemas de seguridad. Nadie les había hablado de una mujer.
Dormitó la mayor parte del viaje a las islas; pero cuando las avistaron se arrimó a la ventanilla y empezó a murmurar. El hombre de seguridad tuvo entonces la primera sospecha de que había una mujer implicada y puso en marcha su magnetófono.
- «Azul, azul y verde hasta que ves las heridas. Oh, muchacha, oh hermosa, no morirás. No te dejaré morir. Te lo aseguro, muchacha, ya ha pasado todo... Ojos brillantes... Mírame, quiero verte viva. Reina, cuerpo delicioso, muchacha, ¿te he salvado? Oh, terrible de conocer, noble, hija de Caos, vestida de luz azul y dorada... La bola de la vida arrojada al cielo, girando, sola en el espacio... ¿Te he salvado?»
Al final del viaje, estaba visiblemente febril.
- Ella puede haberme engañado, ¿sabe? - dijo confidencialmente a un hombre del gobierno -. Tiene que estar preparado para eso, por supuesto. La conozco. - Se echó a reír suavemente -. Es cosa muy seria... Retuerce el corazón...
Al llegar a San Francisco estaba feliz.
- ¿Sabéis que las nutrias volverán? Estoy seguro. Ese terreno ganado al mar no durará; aquí habrá nuevamente una bahía.
Lo pusieron en una camilla en la Base Aérea Hamilton, y estaba inconsciente un momento después del despegue. Pero antes había insistido en arrojar las últimas migas que le quedaban a las aves de la pista.
- Las aves tienen sangre caliente, ¿sabe? - dijo al agente que lo esposaba a la camilla. Luego Ain sonrió dulcemente y quedó inerte. Permaneció así casi los diez días restantes de su vida. Por supuesto, en ese momento a nadie le importaba. Los dos hombres del gobierno murieron rápidamente, apenas terminaron de analizar los restos del alimento para aves y del spray para la garganta. La mujer del Kennedy había comenzado a sentirse mal.
El magnetófono que pusieron junto a su lecho no dejó de funcionar; pero si hubiera habido cerca alguien que pudiera oír la grabación, sólo habría encontrado balbuceos.
- Gea Gloriatrix - canturreaba -. Gea, muchacha, reina...
Por momentos se mostraba grandioso y atormentado.
- Nuestra vida, tu muerte - gritaba entonces -. Nuestra muerte hubiera sido también la tuya, no era necesario, no era necesario...
En otras ocasiones acusaba.
- ¿Qué has hecho con los dinosaurios? - preguntaba -. ¿Acaso te molestaban? ¿Cómo hiciste, con ellos? Fría, reina, eres demasiado fría. Esta vez has estado muy cerca, muchacha - deliraba. Y luego lloraba, acariciaba las ropas de la cama, se ponía sentimental.
Sólo en el último instante, entre su propia inmundicia, sediento, encadenado aún a la cama en que lo habían olvidado, recobró de pronto la coherencia. En el tono claro y ligero de un enamorado que planea un paseo al campo en verano, preguntó al magnetófono:
- ¿Has pensado alguna vez en los osos? Con tantas posibilidades... Es curioso que nunca hayan adelantado más. Por casualidad, ¿no estabas tratando de salvarlos, muchacha? - Rió con su garganta destrozada, y más tarde murió.
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