El Bar Del Infierno
CONVERSIONES
En el siglo XIII, Danubio abajo, mucho más allá de Hungría, vivían unos gitanos cuyo caudillo se llamaba Anguil. Adoraban a Itoga y otras confusas divinidades de los Tártaros. Vivían en tiendas de cuero y basaban su economía en la caza, las ovejas o el saqueo de caravanas.
Un día llegó hasta allí Giovanni Di Pian Carpino, un franciscano que se dirigía a la China, por pedido expreso del Papa Inocencio IV.
Los hombres de Anguil lo tomaron preso y como Giovanni se negara a honrar aquellos dioses montaraces, resolvieron quemarlo vivo.
No sin cierta dificultad se completó una pira. La región era muy árida y la vegetación escasa. Giovanni fue amarrado a un poste y el propio Anguil puso fuego a las ramas secas que lo rodeaban. En ese momento, sin permitir siquiera que el misionero empezara a calentarse, un súbito aguacero apagó las llamas.
Hubo un gran estupor de los presentes, pues en aquella región no llovía casi nunca. Anguil juzgó aquel hecho como milagroso. Desató a Giovanni y le preguntó en qué consistía exactamente la religión que predicaba, para ordenar a todos sus hombres que se convirtieran a ella. Por fin, después de unas breves explicaciones de Giovanni Di Pian Carpino, todos se hicieron cristianos y prometieron construir una iglesia, no bien pudieran hacerse de los materiales indispensables.
Giovanni dio misa al pie del mismo poste al que lo habían atado, bautizó apresuradamente a los que pudo y partió hacia la China, llevando las alforjas llenas de obsequios y alimentos.
Diez años más tarde, pasó por allí Abdel El Salim, virtuoso embajador del Califa de Bagdad, que se dirigía a la China para unirse a un grupo de musulmanes que se proponían instalar allí el Islam.
Anguil y sus hombres lo recibieron amistosamente y lo invitaron a rezar en el modesto templo que habían construido. Como Abdel El Salim se negó terminantemente a hacerlo, lo condenaron a ser decapitado.
Muy pronto prepararon una piedra para que el embajador apoyara su cabeza y se designó a un veterano guerrero para que cumpliera el trámite con un hacha muy filosa. Pero en el instante mismo en que el golpe final iba a caer sobre el condenado, el verdugo quedó inmóvil, petrificado con los brazos en alto, como si fuera una estatua. Durante largos minutos trataron de moverlo, o de separar el hacha de sus manos, pero fue inútil. Finalmente, Anguil declaró que aquel milagro era muy superior al que había fundado su fe cristiana y resolvió que todos se convirtieran al islamismo. Recién entonces el verdugo recuperó el movimiento.
Pasaron diez años de fe musulmana. Al cabo de ese lapso, llegó a la aldea el rabí Esdrás Gaon que, expulsado reiteradamente, se dirigía a la China —o quizás a Sumatra— en busca de tolerancia y tranquilidad. Pensaba establecer allí un yeshivot, es decir, un lugar de estudio. Convidado por Anguil a reverenciar a Alá, se rehusó con firmeza. De inmediato resolvieron precipitarlo desde una roca cercana, que se abría ante el abismo.
El propio Anguil empujó al rabí que, después de caer unos metros, se detuvo en el aire y regresó volando a la roca. Rápidamente, todos se convirtieron al judaismo.
Transcurridos otros diez años, vino a dar en aquellos andurriales el matemático y arquitecto Luiggi De Fosca, que marchaba hacia la China, creyendo que de allí provenían los conocimientos matemáticos que los árabes habían llevado a Venecia.
De Fosca era ateo y despreciaba por igual a todas las religiones. Los hombres de Anguil le propusieron cumplir con los rituales establecidos. El matemático se negó y, sin perder tiempo, lo condenaron a morir lapidado.
A tal fin, lo instalaron junto a una cantera a la salida del pueblo. Las piedras fueron cayendo sobre él y muy pronto un certero adoquín le destrozó la cabeza.
Luiggi De Fosca murió. Anguil se paró sobre el cadáver y declaró que aquella muerte era el más prodigioso de los milagros que habían presenciado.
Presa de una frenética inspiración, ordenó a todos que dejaran de creer y, desde entonces, ninguna divinidad es reverenciada en aquella aldea.
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