El Bar Del Infierno
ELISA BROWN
Pancho Drummond buscaba causas justas por las cuales batirse. Era escocés, pero luchaba en la marina inglesa. Peleó por la independencia de Brasil bajo las órdenes de Lord Cochrane, el enemigo de San Martín. Más tarde, quiso alistarse junto a las fuerzas argentinas que combatían a sus antiguos compañeros. Pero los brasileños lo metieron preso en Montevideo. Después de nueve meses, Drummond consiguió escapar e inmediatamente se incorporó a la escuadra argentina que comandaba el almirante Guillermo Brown. Se radicó en Buenos Aires y empezó a frecuentar la quinta del almirante en Barracas.
Allí conoció a Elisa, la hija mayor de Brown. Él tenía veinticuatro años y ella, diecisiete. Despacharon velozmente los penosos trámites que entonces imponía una seducción. Se comprometieron y planearon casarse cuando la guerra terminara. Ahorraremos al relato las elegantes conjeturas acerca de los encuentros y los sueños de los enamorados.
El 6 de abril de 1827, Drummond marchó a la guerra con la flota de Brown. Muy pronto sobrevinieron grandes dificultades. Las cuatro naves argentinas enfrentaron a dieciséis barcos brasileños. El Independencia, comandado por Drummond, quedó varado en un banco, con grandes averías y agotadas sus municiones. Siempre propenso al arrojo, Drummond, que ya estaba herido, tomó un bote y fue arrimándose al resto de los barcos en busca de municiones para continuar la lucha. En el momento de abordar la goleta Sarandí, lo alcanzó una bala enemiga.
Drummond comprende que va a morir y, con la mayor premura, cumple sus deberes heroicos. Pronuncia unas palabras que evitan cuidadosamente la queja; entrega a su amigo, el capitán Coe, el anillo nupcial para Elisa y alcanza a mantenerse vivo hasta la llegada del propio almirante, en cuyos brazos muere.
Lo velaron en la comandancia de marina y lo enterraron con honores en el cementerio protestante. Elisa recibió la noticia sin derramar una sola lágrima. Algunos dicen que la envolvió una silenciosa demencia.
Pasaron los meses. Una tardecita de diciembre, se puso un inexplicable traje de novia y se metió en el río, cuyos juncales llegaban hasta el fondo del parque. Ella se ahogó, por suicidio o por accidente.
El almirante Brown nunca pudo reponerse de aquella tragedia. Guillermo Enrique Hudson lo vio muchos años después, vestido de negro y parado en la puerta de su casa, mirando fijamente a la distancia. Le pareció un fantasma.
Cuando Hudson escribió sus líneas, la pena de Brown ante el recuerdo de su hija era ya otro recuerdo y otra pena. Hoy, el propio Hudson es un fantasma. La quinta de Brown, con sus sauces, sus álamos y los dos cañones de Garibaldi adornando la puerta, forma parte del más perfecto olvido.
En su lugar se alza la plazoleta Elisa Brown, pálido homenaje municipal a su memoria. Completan esta sustitución la fiambrería Il Parmigiano, el bar El remanso y El emporio de la fruta y la verdura. El río, ahuyentado por tanto progreso, ha retrocedido diez cuadras. La dicha de Francis Drummond y Elisa Brown duró tan poco que casi podríamos decir que fue una mera preparación de la pena, la pena incesante que fue de Brown y de Hudson y es ahora nuestra y será mañana de otros corazones sensibles, cuando adviertan que somos sombras y que nuestras vidas son tumultos sin sentido.
MAGOS
Hsu Tang y Chao Ping tenían el poder de obrar prodigios. Una mañana se encontraron a orillas de un arroyo, en la región de Mingchong.
En el primer recodo de la conversación, Hsu Tang enfatizó un pensamiento ordenando al arroyo que dejara de fluir. El agua se detuvo inmediatamente. Chao Ping le retrucó entonces disponiendo el inmediato florecimiento de un sauce. El árbol se apresuró a cumplir. Los dos magos se entusiasmaron con aquel contrapunto y entre risas y vino siguieron demostrando su poder durante todo el día.
Al llegar la noche, la región de Mingchong se había transformado enteramente. Los lugareños no reconocieron su propia tierra y pensaron que alguna fuerza mágica los había alejado de ella. Inmediatamente, emigraron en busca de su hogar. Sólo algunos, deseosos de experiencias nuevas, permanecieron allí.
El maestro Wu Chang contó esta historia a sus alumnos. Al terminar el relato, les preguntó si habían entendido algo.
Uno respondió que la vida era un sueño de cambios vertiginosos y que nadie era nadie.
Otro, mientras se alejaba al galope, gritó que sólo podía regresarse hacia adelante.
El más joven recitó:
—Quien quiera volver al primer amor deberá buscarlo en otras mujeres.
Wu Chang dijo entonces:
—Me voy para siempre. —Y se sentó en silencio.
El BAR II
Puede decirse que los Hombres Sabios no son más que una vana multiplicación del Narrador. Recorren los salones del bar recitando máximas, pensamientos y nociones de toda índole para pedir a cambio una moneda.
Son insistentes y violentos, y no se marchan ni siquiera después de haber recibido limosna.
Casi todos llevan un loro en el hombro. La función de estas aves es repetir las palabras de su dueño, para enfatizarlas o para facilitar su comprensión. Algunos, sin embargo, opinan que no hay tal repetición y que los loros se limitan a pronunciar unas palabras confusas, que se parecen lejanamente a las que acaban de oír. Es el entendimiento turbio de los parroquianos, que no prestan atención ni a sabios ni a loros, el que da por idénticos a ambos discursos.
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