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jueves, 17 de marzo de 2011

Los reyes malditos -- EL REY DE HIERRO --- LAS PRINCESAS ADULTERAS



SEGUNDA PARTE

LAS PRINCESAS ADULTERAS

I

LA BANCA TOLOMEI

Maese Spinello Tolomei adoptó una expresión altamente reflexiva y luego, bajando la voz, como si temiera que alguien estuviera escuchando detrás de la puerta, dijo:
-¿Dos mil libras de adelanto? ¿Os conviene esta cantidad, monseñor?
Su ojo izquierdo estaba cerrado; su ojo derecho brillaba, inocente y tranquilo.
Auque hacía años que se había establecido en Francia, no había podido desprenderse de su acento italiano. Era un hombre grueso, con doble papada y tez morena. Sus cabellos grises, cuidadosamente recortados, caían sobre el cuello de su traje fino de paño, bordeado de piel y estirado en la cintura sobre su vientre en forma de pera. Cuando hablaba, alzaba sus manos regordetas y puntiagudas, y las frotaba suavemente, una contra otra. Sus enemigos aseguraban que el ojo abierto era el de la mentira y que mantenía cerrado el de la verdad.
Aquel banquero, uno de los más poderosos de París, tenía modales de obispo. Al menos en este momento en que se dirigía a un prelado.
El prelado era Juan de Marigny, hombre joven y delgado, elegante, el mismo que la víspera, en el tribunal episcopal formado ante el portal de Notre Dame, se había hecho notar por sus posturas lánguidas antes de enfurecerse contra el gran maestre. Hermano de Enguerrando de Marigny y arzobispo de Sens, de quien dependía la diócesis de París, intervenía de cerca en los asuntos del reino. (En la división de jurisdicciones eclesiásticas establecida en la alta Edad Media, París sólo figuraba como obispado. Por esto no aparece entre las veintiuna “metrópolis” del imperio enumeradas en el testamento de Carlomagno. París dependía y siguió dependiendo hasta el siglo XVII de la archidiócesis de Sens. El obispo de París era sufragáneo del arzobispo de Sens; es decir, que las decisiones y sentencias pronunciadas por el primero podían tener recurso ante el segundo.
París no fue arzobispado hasta el reinado de Luis XIII.)
-¿Dos mil libras? – preguntó a su vez.
Fingió arreglar sobre sus rodillas la preciosa tela de su veste violeta, para ocultar la feliz sorpresa que le causaba la cifra dada por el banquero.
-Por mi fe, que esa cifra me conviene bastante – respondió fingiendo indiferencia -. Preferiría, pues, que las cosas quedaran arregladas lo antes posible.
El barquero lo acechaba como un gato acecha a un hermoso pájaro.
-Podemos hacerlo ahora mismo – respondió.
-Muy bien – dijo el joven arzobispo -. ¿Y cuándo queréis que os traiga los...?
Se interrumpió pues había creído oír ruido detrás de la puerta. Todo estaba tranquilo. Sólo se percibían los rumores habituales de la mañana en la calle de los Lombardos, los gritos de los afiladores de cuchillos, de los vendedores de agua, de cebollas, berros, requesón y carbón de leña... “¡Leche, comadres, leche...!” ¡Tengo queso fresco de Champagne!... ¡Carbón! ¡Un saco por un denario!... A través de las ventanas de tres ojivas, construidas según la moda de Siena, la luz iluminaba suavemente los ricos tapices de los muros con motivos guerreros, los muebles de roble encerado, el gran cofre reforzado con hierro...
-¿Los... objetos? – dijo Tolomei concluyendo la frase del obispo-. Como mejor os convenga, monseñor, como mejor os convenga.
Se había acercado a una larga mesa de trabajo, colmada de plumas de ganso, de pergaminos enrollados, de tablillas y esténciles. Sacó dos bolsas del cajón.
-Mil en cada una – dijo -. Tomadlas ahora mismo si así lo deseáis. Estaban preparadas para vos. Tened a bien, monseñor, firmarme este recibo...
Tendió a Juan de Marigny una hoja de papel y una pluma de ganso.
-De buena gana – dijo el arzobispo tomando la pluma sin quitarse los guantes.
Pero al firmar tuvo una leve vacilación. En el recibo estaban enumerados los “objetos” que debería entregar a Tolomei, para que el los negociara: material de iglesia, copones de oro, cruces preciosas, armas raras, cosas todas ellas provenientes de los bienes de los Templarios y guardadas en su archidiócesis. Aquellos bienes debían haber ido a parar parte al tesoro real y parte a la Orden de los Hospitalarios. El joven arzobispo, por consiguiente, cometía un desfalco, una malversación monda y lironda, y sin perdida de tiempo. ¡Poner la firma al pie de esa lista cuando el gran maestre había sido quemado la noche anterior!...
-Preferiría... – dijo.
-¿Qué los objetos no fueran vendidos en Francia? – dijo el banquero de Siena -. Por supuesto, monseñor, non sono pazzo, como se dice en mi país, no estoy loco.
-Me refería... a este recibo.
-Nadie más que y lo verá. Redunda tanto en mi interés como en el vuestro. Nosotros, los banqueros, somos un poco como curas, monseñor. Vos confesáis las almas; nosotros, las bolsas, y también estamos obligados al secreto. Y puesto que estos fondos sólo servirán para alimentar vuestra inagotable caridad no diré ni una palabra. Sólo es por si ocurriera alguna desgracia, tanto a mí como a vos, que Dios nos guarde...
Se persignó, y, rápidamente, bajo la mesa hizo los cuernos con los dedos de la mano izquierda.
-¿No os pesará mucho? – prosiguió, señalando las bolsas, como si el asunto ya estuviera zanjado.
-Gracias, mis criados aguardan abajo – respondió el arzobispo.
-Entonces... aquí... os lo ruego dijo Tolomei, señalando con el dedo el lugar donde debía firmar el arzobispo.
Este no podía echarse atrás. Cuando uno se ve obligado a buscarse cómplices, fuerza es que tenga confianza en ellos.
-Por otra parte, monseñor, bien veis por el monto de la suma, que no quiero aprovecharme de vos. Muchas serán las penas y pocos los beneficios. Pero quiero favoreceros porque sois hombre poderoso y la amistad de los poderosos es más preciosa que el oro.
Había dicho esto con un acento bonachón, más su ojo izquierdo seguía cerrado.
Al fin y al cabo el buen hombre tiene razón”, se dijo Juan de Marigny.
Y firmó el recibo.
-A propósito, monseñor – dijo Tolomei -. ¿Sabéis cómo recibió el rey los lebreles que le mandé ayer?
-¡Ah! ¿Cómo? ¿Procede, pues, de vos ese gran lebrel que no lo abandona nunca y al que él llama “Lombardo”?
-¿Lo llama “Lombardo”? Me alegro de saberlo.
El rey es hombre de ingenio – dijo Tolomei, riendo -. Figuraos, monseñor, que ayer por la mañana...
Iba a contar la historia cuando llamaron a la puerta. Apareció un dependiente para anunciar que el conde Roberto de Artois pedía ser recibido.
-Bien, lo veré – dijo Tolomei, despachando con un ademán al dependiente.
Juan de Marigny puso cara de disgusto.
-Preferiría... no encontrarme con él – dijo.
-Claro, claro... – replicó el banquero, con voz suave -. Monseñor de Artois es un gran charlatán.
Agitó una campanilla. Al poco rato, se movió una colgadura y entró en la pieza un joven, vestido con ajustado jubón. Era el muchacho que a la víspera había estado a punto de derribar al rey de Francia.
-Sobrino mío – le dijo el banquero -, acompaña a monseñor sin pasar por la galería, cuidando de que no se encuentre con nadie. Y llévale esto hasta la calle – agregó, poniéndole las bolsas de oro en los brazos -. ¡Hasta la vista, monseñor!
Maese Spinello Tolomei hizo una profunda reverencia para besar la amatista que el prelado lucía en in dedo. Luego apartó la colgadura.
Cuando Juan de Marigny hubo salido, el banquero de Siena volvió a su mesa, tomó el recibo que el otro había firmado y lo plegó cuidadosamente.
-¡Coglione! – murmuró -. Vanesio, ladro, ma sopratutto coglione. (Vanidoso, ladrón, pero sobre todo majadero)
Ahora su ojo izquierdo estaba abierto. Metió el documento en el cajón y salió a recibir al otro visitante.
Descendió a la planta baja y atravesó la gran galería iluminada por diez ventanas, donde estaban instalados los mostradores. Pues Tolomei no era solamente banquero, sino también importador y comerciante en raras mercancías de todas clases, desde especias y cueros de Córdoba, hasta paños de Flandes, tapices de Chipre bordados de oro, y esencias de Arabia.
Una decena de dependientes se ocupaban de los clientes que entraban y salían sin cesar. Los contadores hacían sus cálculos con ayuda de unos tableros especiales, colocados sobre cajas, donde apilaban fichas de cobre. La galería entera resonaba con el sordo zumbido del comercio.
Mientras avanzaba rápidamente, el obeso banquero de Siena saludaba a alguno, rectificaba alguna cifra, zamarreaba a un empleado o hacía rechazar, con un niente pronunciado entre dientes, una demanda de crédito.
Roberto de Artois estaba inclinado sobre un mostrador de armas del Levante y sopesaba un puñal damasquinado.
El gigante se volvió con brusco movimiento cuando el banquero le apoyó la mano sobre su brazo, y adoptó el aire rústico y jovial que por lo general tenía.
-Decid, pues – dijo Tolomei -. ¿Me necesitáis?
-Sí – dijo el gigante -. Dos cosas tengo que pediros.
-La primera, imagino, es dinero.
-¡Chitón! – gruñó de Artois -. ¿Acaso debe enterarse todo París, usurero de mis tripas, de que os debo una fortuna? Vallamos a conversar a vuestras habitaciones.
Salieron de la galería. Una vez en su gabinete y cerrada la puerta, Tolomei dijo:
-Monseñor, si venís por un nuevo préstamo, me temo que no sea posible.
-¿Por qué?
-Mi querido monseñor Roberto – replicó Tolomei con aplomo -. Cuando entablasteis proceso contra vuestra tía Mahaut, por la herencia de Artois, y pagué los gastos. Y perdisteis...
-Fue una infamia, lo sabéis bien – exclamó de Artois -. Lo perdí por las intrigas de esa perra de Mahaut... ¡Ojalá reviente!... ¡Hato de pillos! Se le dio el Artois para que el Franco-Condado volviera a la corona por intermedio de su hija. Mercado de canallas. Pero si hubiera justicia, y sería par del reino y el más rico barón de Francia. ¡Y lo seré, Tolomei, lo seré!
Su enorme puño golpeaba la mesa.
-Os lo deseo, mi buen amigo- dijo Tolomei siempre calmosamente -. Pero, entretanto, tenéis perdido el proceso.
Había abandonado sus modales de iglesia y usaba con de Artois mayor familiaridad que con el arzobispo.
-De todos modos recibí la castellanía de Conches, y la promesa de condado de Beaumont-le-Roger, con cinco mil libras de renta – dijo el gigante.
-Pero lo del condado no ha prosperado, y no me habéis reembolsado los gastos; al contrario.
-No consigo hacerme pagar mis rentas. El tesoro me debe años atrasados.
-De los cuales habéis pedido en préstamo buena parte. Necesitasteis dinero para reparar la techumbre de Conches y los establos...
-Se habían incendiado – dijo Roberto.
-Y luego necesitasteis dinero para mantener a vuestros partidarios en Artois.
-¿Qué haría sin ellos? Gracias a esos fieles amigos, gracias a Fiennes, a Souastre, a Caumont y a los demás, ganaré mi causa alguna vez, si es preciso con las armas en la mano... Además, decidme maese banquero...
Ahora el gigante cambió de tono, como si estuviera harto d jugar al escolar reprendido. Tomó al banquero del traje con el pulgar y el índice y comenzó a levantarlo en vilo suavemente.
-...Decidme..., me pagasteis mi proceso, mis establos y todo el condenado resto, de acuerdo; pero, ¿acaso no realizasteis alguna operación gracias a mí? ¿Quién os anunció hace siete años que los Templarios iban a ser atrapados como conejos en vivar y os aconsejó pedirles préstamos que jamás tuvieseis que devolver? ¿Quién os anunció la baja de la moneda, cosa que os permitió invertir todo vuestro oro en mercaderías que luego vendisteis a doble precio? ¿Eh? ¿Quién?
Pues Tolomei, fiel a la tradición de la alta banca, tenía sus informantes en los consejos de gobierno, y uno de los principales ere Roberto de Artois, amigo y comensal del hermano del rey, Carlos de Valois, miembro del consejo privado, que nada le ocultaba.
Tolomei se zafó, desarrugó el pliegue de su traje y dijo, con el párpado izquierdo perpetuamente entornado:
-Lo reconozco, monseñor, lo reconozco. Me habéis informado muy útilmente en estos últimos tiempos... Pero, ¡ay!...
-¿Por qué, ay?
-¡Ay! Los beneficios obtenidos gracias a vos están muy lejos de compensar las sumas que os he adelantado.
-¿Es verdad eso?
-Verdad es, monseñor – dijo Tolomei con la cara más inocente.
Mentía y estaba seguro de poder hacerlo impunemente, porque Roberto de Artois, hábil para las intrigas, entendía muy poco de cálculos de dinero.
-¡Ah! – exclamó éste, despechado.
Se rascó el pellejo y movió la barbilla de izquierda a derecha.
-De todos modos... Los Templarios... Debéis estar muy contento esta mañana – dijo.
-Sí y no, monseñor, sí y no. Hacía mucho tiempo ya que no hacían mal a nuestro negocio. ¿A quién le tocará el turno ahora? A nosotros. Los Lombardos, como se nos llama... No es fácil el oficio de mercader de oro. Y no obstante, nada podría hacerse sin nosotros... A propósito – agregó Tolomei -, ¿os informó monseñor de Valois si se iba a cambiar de nuevo el curso de la libra parisis, como he oído decir?
-No, no, nada de eso – respondió de Artois, quien no se apartaba de su propia idea -. Pero esta vez tengo sujeta a Mahaut. Está en mis manos porque tengo a sus hijas y a su sobrina. Voy a retorcerles el pescuezo... crac... como a dañinas comadrejas.
El odio endurecía sus rasgos, componiéndole una máscara casi hermosa. Se había acercado otra vez a Tolomei:
Para vengarse es capaz de cualquier cosa... De todos modos estoy dispuesto a darle quinientas libras...” Luego dijo:
-¿De qué se trata?
Roberto de Artois bajó la voz. Sus ojos brillaban.
-Las zorritas tienen sus amantes y desde anoche sé quiénes son ellos. ¡Pero punto en boca! No quiero que se sepa... aún.
El banquero reflexionaba. Se lo había dicho, pero no lo había creído.
-¿Y de qué puede serviros eso? – preguntó.
-¿Servirme? – gritó de Artois -. Vamos, banquero, ¿imagináis qué vergüenza? La futura reina de Francia y sus cuñadas pilladas como bellacas con sus mequetrefes... ¡Es un caso de escándalo jamás oído! Las dos familias de Borgoña están hundidas en el cieno hasta las narices; Mahaut perderá todo su favor en la corte; desaparecerán las herencias, junto con las esperanzas de la corona. ¡Y yo hago reabrir el proceso, y lo gano!
Se paseaba por la estancia y sus pasos hacían vibrar el pavimento, los muebles, los objetos.
-¿Y seréis vos quien de a conocer tal vergüenza? – dijo Tolomei -. ¿Iréis a ver al rey?
-No, maese, no. No me escuchará; no y, sino otra persona más indicada para hacerlo... Pero que no está en Francia... Y esto es lo segundo que venía a pediros. Necesitará alguien de toda confianza y poco conocido para que fuera a Inglaterra con un mensaje.
-¿Para quién?
-Para la reina Isabel.
-¡Ah, vamos! – murmuró el banquero.
Hubo un silencio durante el cual no se oía más que el ruido de la calle.
-Es verdad que doña Isabel tiene fama de no profesar gran afecto a sus hermanas políticas de Francia – dijo por fin Tolomei, quien no necesitaba saber más para enterarse de cómo había tramado Artois su intriga -. Vos sois buen amigo suyo y tengo entendido que estuvisteis allí hace pocos días.
-Regresé el viernes pasado y en seguida puse manos a la obra.
-Pero, ¿por qué no enviar a doña Isabel uno de vuestros hombres o un caballero de monseñor de Valois?
-Mis hombres son conocidos y también los de monseñor de Valois. En este país donde todo el mundo vigila a todo el mundo, bien pronto se desbaratarían mis planes. He pensado que sería más conveniente un mercader, un mercader en quien se pueda tener confianza, claro está. Tenéis a muchas personas que viajan por vuestra cuenta. Por otra parte, el mensaje no contendrá nada que pueda inquietar al portador.
Tolomei miró cara a cara al gigante, meditó un momento y, por fin, agitó la campanilla de bronce.
-Trataré de seros útil una vez más – dijo.
La colgadura se apartó y apareció el mismo joven que había acompañado al arzobispo. El banquero lo presentó.
.Guccio Baglioni, mi sobrino recién llegado de Siena. No creo que los prebostes y guardias de nuestro amigo Marigny lo conozcan aún... aunque por la mañana – agregó Tolomei a media voz, mirando al joven con fingida severidad -, se hizo notar por una bella proeza frente al rey de Francia... ¿Qué os parece?
Roberto de Artois examinó a Guccio.
-¡Buena planta! – dijo, riendo -. Bien formado, panatorrilla delgada, talle fino, ojos de trovador. ¿Lo enviaréis e él, Tolomei?
-Es mi otro yo... – dijo el banquero -. Menos grueso y más joven. Un tiempo fui como él, figuraos, pero ahora soy el único que lo recuerda.
-Si lo ve el rey Eduardo, que sabemos cómo es, corremos el riesgo de que ese jovencito no regrese.
El gigante soltó una carcajada, y tío y sobrino lo corearon.
-Guccio – dijo Tolomei, cesando de reír -, conocerás Inglaterra. Partirás mañana con el alba. En Londres visitarás a nuestro primo Albizzi, y con su ayuda irás a Westminster para entregar a la reina, y sólo a ella, el mensaje que monseñor escribirá para ti. Más tarde te explicaré mejor lo que debes hacer.
-Preferiría dictar – dijo de Artois -. Me las compongo mejor con la espada que con vuestras condenadas plumas de ganso.
Tolomei pensó: “Y además, el mozo desconfía. No quiere dejar rastro.”
-Como gustéis, monseñor.
Y tomó al dictado la siguiente carta:

Las cosas que habíamos intuido son verídicas y más vergonzosas de lo que pueda suponerse. Sé de quiénes se trata y tan bien los he descubierto que no lograrán escapar si nos damos prisa. Pero sólo vos tenéis el poder suficiente para llevar a cabo lo que pensamos. Poned término con vuestra venida a tanta villanía que ennegrece el honor de vuestros parientes más próximos. No tengo más deseo que ser vuestro servidor en cuerpo y alma.

-¿La firma, monseñor? – preguntó Guccio.
-Hela aquí – dijo de Artois tendiendo al joven una sortija de plata, que sacó de la bolsa. Llevaba otra igual en el pulgar, pero de oro -. Entregarás esto a doña Isabel... Ella comprenderá... Pero, ¿estás seguro de poder verla en cuanto llegues?
-¡Bah! Monseñor – dijo Tolomei -, no somos del todo desconocidos para los soberanos de Inglaterra. Cuando el año pasado vino el rey Eduardo con doña Isabel, tomó en préstamo a nuestro grupo veinte mil libras. Para procurárselas nos asociamos todos y aún no nos las ha devuelto.
-¿También él? – exclamó de Artois -. A propósito, banquero, ¿y qué hay de mi primer pedido?
-¡Ah, monseñor, jamás podré resistirme a vos! – dijo Tolomei suspirando.
Fue a buscar una bolsa de quinientas libras que le entregó, diciendo:
-Añadiremos esto a vuestra cuenta, así como el viaje de vuestro mensajero.
-¡Ah, banquero, banquero¡ - exclamó Roberto de Artois con una amplia sonrisa que iluminó su cara -. Eres un amigo. Cuando haya reobrado mi condado paterno, haré de ti mi tesorero.
-Así lo espero, monseñor – dijo el otro, inclinándose.
-Y si no, te llevaré conmigo a los infiernos, para que me consigas el favor del diablo.
El gigante salió, casi sin poder pasar por la puerta, haciendo saltar la bolsa en la mano como una pelota.
-Tío, ¿le habéis dado dinero otra vez? – dijo Guccio moviendo la cabeza con aire de reprobación -. Sin embargo, dijisteis que...
-Guccio mío, Guccio mío – respondió suavemente el banquero (y ahora sus dos ojos estaban bien abiertos) -, recuerda siempre esto, los secretos que nos revelan los grandes de este mundo son los intereses que nos rinde el dinero que les prestamos. Esta mañana, monseñor Juan de Marigny y monseñor de Artois me han dado garantías que valen más que el oro y que sabremos negociar a su debido tiempo. Y en cuanto al oro... veremos de recuperar una parte.
Permaneció un momento pensativo y luego dijo:
-A tu retorno de Inglaterra darás un rodeo. Pasarás por Nauphle-le-Vieux.
-Bien, tío – respondió Guccio sin entusiasmo.
-Nuestro representante no consigue cobrar una suma que nos deben los castellanos de Cressay. El padre acaba de morir. Los herederos rehúsan pagar. Según parece, nada tienen ya.
-¿Y qué hacer si no tienen nada?
-¡Bah! Les quedan paredes, una tierra, tal vez parientes. Les basta con tomar prestado en otra parte lo que nos deben. Si no pagan, te vas al preboste de Montesquieu, haces embargar y obligas a vender. Es duro, lo sé; pero un banquero deba habituarse a ser duro. No hemos de tener piedad con los pequeños clientes, o no podremos servir a los grandes. ¿En qué piensas, figlio mío?
-En Inglaterra, tío – respondió Guccio.
El retorno por Neauphle le parecía una tarea penosa, pero la aceptaba de buen grado. Su curiosidad, sus sueños de adolescente volaban ya hacia Londres. Iba a cruzar el mar por vez primera... La vida de un mercader lombardo era agradable y reservaba hermosas sorpresas. Viajar, recorrer los caminos, llevar mensajes a los príncipes...
El anciano contempló a su sobrino con expresión de profunda ternura. Guccio era el único afecto de su astuto y gastado corazón.
-Vas a hacer un hermoso viaje y te envidio-le dijo -. Pocas personas tienen, a tu edad, oportunidad de ver tantos países. Instrúyete, husmea, huronea, míralo todo, haz hablar y habla poco. Cuidado con el que te ofrece de beber; no des a las mujeres más dinero del que valen y no olvides descubrirte ante las procesiones... Y si te cruzas con un rey en tu camino, procura que esta vez no me cueste un caballo o un elefante.
-¿Es verdad, tío – preguntó Guccio, sonriendo -, que doña Isabel es tan hermosa como dicen?
II

LA RUTA DE LONDRES

Hay personas que sueñan permanentemente con viajes y aventuras para darse ante los demás y ante sí mismas aires de héroes. Luego cuando están en pleno baile y sobreviene en peligro, se ponen a pensar: “¿Necesitaba realmente venir a meterme en esto? ¡Qué idea más estúpida he tenido!” Ese era el caso del joven Guccio Baglioni. Nada había deseado como conocer el mar; pero ahora que navegaba por él, hubiera dado cualquier cosa por estar en otra parte.
Era la época de las mareas equinocciales y pocos navíos habían levado anclas aquel día. Haciendo un poco el bravucón por los muelles de Calais, espada al cinto y capa recogida al hombro, Guccio había encontrado por fin un patrón de barco que consintió en embarcarlo. Partieron por la tarde y la tormenta se levantó en cuanto dejaron el puerto. Encerrado en un recinto bajo el puente, cerca del mástil mayor (el lugar donde esto se mueve menos, había dicho el patrón) y en un barco de madera adosado a la pared a guisa de litera, Guccio se disponía a pasar la peor noche de toda su vida.
Las olas golpeaban el barco con topetazos de carnero, y Guccio sentía que el mundo se balanceaba a su alrededor. Rodaba del banco al suelo y se debatía largo rato en la oscuridad total, ora chocando contra el maderamen, ora contra los cabos endurecidos por el agua o contra las cajas mal sujetas que caían con estrépito y trataba de aferrarse a invisibles cosas huidizas bajo sus manos. Entre dos resoplidos de la borrasca. Guccio oyó el crepitar de las velas y de grandes masas de agua que se abatían sobre el puente. Se preguntaba si la tripulación entera no habría sido barrida y sería él el único sobreviviente a bordo de un abandonado navío. Lanzado por el viento contra el cielo, para ser proyectado luego hacia los abismos.
Seguramente moriré – se decía Guccio -. ¡Qué estupidez acabar así, a mi edad, tragado por el mar! ¡No volveré a ver París ni Siena ni mi familia! ¡No volveré a ver el sol! ¡Por qué no habré esperado un par de días en Calais? ¡Qué estúpido he sido! Si salgo con vida, per la Madonna que me quedo el Londres. Me haré descargador, faquín, cualquier cosa, pero jamás vuelvo a pisar un barco.”
Por fin rodeó con ambos brazos la base del mástil, y de rodillas, en la oscuridad, fuertemente agarrado, tembloroso, con el estómago revuelto y completamente calado, permaneció allí aguardando su fin y prometiendo exvotos a Santa María delle Nevi, a Santa María della Scala, a Santa María del Carmine –es decir, a todas las iglesias de Siena que conocía.
Con el alba, la tormenta se calmó. Guccio, agotado, miró a su alrededor. Las cajas, las velas, las anclas, los cabos se amontonaron en espantoso desorden y, en el fondo del barco, bajo el pavimento de tablas, se veía una capa de agua.
Se abrió la escotilla que daba acceso al puente y una voz ruda gritó:
-¡Hola, signior! ¿Habéis podido dormir?
-¿Dormir? – respondió Guccio con voz llena de rencor. Poco faltó para que me encontrarais muerto.
Le arrojaron una escalera de cuerda y lo ayudaron a subir al puente. Una ráfaga de aire frío lo envolvió, haciéndolo temblar bajo sus ropas mojadas.
-¿No pudisteis advertirme que habría tormenta? – dijo Guccio al patrón del barco.
-¡Bah, caballero!, es cierto que ha sido mala la noche; pero parecíais tener tanta prisa... Además, para nosotros es cosa corriente. Ahora estamos ya cerca de la costa.
Era un anciano robusto de pelo gris cuyos ojillos negros miraban a Cuccio de manera un tanto burlona.
Tendiendo el brazo hacia una línea blanquecina que surgía de la bruma, el viejo marino agregó:
-Allí esta Dover.
Guccio suspiró y se ajustó la capa al cuerpo.
-¿Cuánto tiempo tardaremos en llegar?
El otro se encogió de hombros y respondió:
-Unas dos o tres horas, no más, porque el viento sopla del Levante.
Sobre el puente yacían tres marineros, rendidos por la fatiga. Otro, colgado del brazo del timón, mordía un trozo de carne salada sin apartar los ojos de la proa del navío y de la costa de Inglaterra.
Guccio se sentó junto al viejo marino, al abrigo de una pequeña mampara de tablas que cortaba el viento, y a pesar del día, del frío y del oleaje, se quedó dormido.
Cuando despertó, el puerto de Dover se ofrecía ante su vista con su dársena rectangular y sus hileras de casas bajas, de muros rústicos y techos cubiertos de piedras. A la derecha del desembarcadero se elevaba la casa del “sheriff”, vigilada por hombres armados. En el muelle con sus cobertizos colmados de mercaderías, hormigueaba una bulliciosa multitud. La brisa traía olores de pescado, de alquitrán y de madera podrida. Algunos pescadores transitaban con sus redes y sus pesados remos al hombro. Unos chiquillos empujaban por el suelo sacos más grandes que ellos.
El barco, arriadas las velas, entró en la dársena a remo.
La juventud recupera pronto sus fuerzas y sus ilusiones. Los peligros superados sólo sirven para darle mayor confianza en sí misma y para impulsarla a nuevas empresas. El sueño de dos horas había bastado a Guccio para hacerle olvidar sus temores nocturnos. Poco faltaba para que se atribuyera todo el mérito de haber dominado la tempestad; veía en ello un signo de su buena suerte. De pie sobre el puente, una postura de conquistador, con la mano aferrada a un cabo, miraba con apasionada curiosidad el reino de Isabel.
El mensaje de Roberto de Artois cosido a las ropas y la sortija de plata en el índice le parecían las prendas de un gran porvenir. Iba a penetrar en la intimidad del poder, conocería a reyes y reinas, sabría el contenido de los tratados más secretos. Se adelantaba a los acontecimientos con embriaguez: ya se veía como prestigioso embajador, confidente escuchado de los poderosos de la tierra, ante quien se inclinaban los más altos personajes. Participaría en el consejo de los príncipes... ¿Acaso no tenía un ejemplo en sus compatriotas Biccio y Musciato Guardi, los famosos financieros toscanos, a quienes los franceses llamaban Biche y Mouche, (“Cervatilla” y “mosca”, pero también, popularmente, “golfa” y “pinta”. N de la T.) y que fueron durante más de diez años tesoreros, embajadores y validos del austero Felipe el Hermoso? El lograría aún más. Y algún día se narraría la historia del ilustre Guccio Baglioni, que se había iniciado en la vida derribando casi al rey de Francia, en una esquina de París... Ya el rumor del puerto llegaba hasta él como una aclamación.
El viejo marino arrojó una planchada para unir el muelle con el barco. Guccio pagó el pasaje y dejó el mar por la tierra firme.
Como no transportaba mercadería, no tuvo que pasar por la aduana. Al primer chiquillo que se ofreció para llevar su equipaje le pidió que lo condujera a casa del Lombardo del lugar.
Los banqueros y mercaderes italianos de esta época poseían su propia organización de correos y transporte. Formados en grandes “compañías” que llevaban el nombre de su fundador, tenían factorías en las principales ciudades y puertos. Dichas factorías eran a la vez sucursales de banca. Oficina privada de correos y agencia de viajes.
El agente de la factoría de Dover pertenecía a la “compañía” Albizzi. Se alegró de recibir al sobrino del jefe de la “compañía” Tolomei y lo trató lo mejor que pudo. Le dieron con qué lavarse; sus ropas fueron secadas y planchadas; le cambiaron el oro francés por oro inglés y le sirvieron una abundante comida en tanto que le preparaban un caballo.
Mientras comía, Guccio contó, atribuyéndose un papel importante, cuán terrible tormenta había soportado.
Había también un hombre llegado la víspera. Llamado Boccaccio, viajante por cuenta de la “compañía” Bardi. Venía también de París, donde había asistido al suplicio de Jacobo de Molay y con sus propios oídos había escuchado la maldición. Para describir la tragedia se servía de una ironía precisa y macabra que encantó a los comensales italianos. Este personaje, de unos treinta años, era de rostro inteligente y vivo, labios delgados y mirada que parecía divertirse con todo. Puesto que iba también a Londres, Guccio y él decidieron hacer el camino juntos.
Partieron hacia el medio día.
Recordando los consejos de su tío, Guccio hizo hablar a su compañero, quien, por otra parte, no quería otra cosa. El signor Boccaccio parecía haber corrido mucho. Había estado en todas partes, en Sicilia, Venecia, España, Flandes, Alemania y hasta en Oriente, y había salido con bien de muchas aventuras. Conocía las costumbres de esos países, tenía su opinión personal sobre el valor comparado de las religiones, despreciaba bastante a los monjes y detestaba a la inquisición. Al parecer, las mujeres le interesaban en gran manera. Daba a entender que las había frecuentado mucho; y de muchas de ellas, unas oscuras y otras ilustres, sabía gran cantidad de curiosas anécdotas. Poco caso hacía de su virtud, y su lenguaje se sazonaba, al hablar de ellas, con imágenes que dejaban a Guccio meditabundo. Espíritu libre el tal señor Boccaccio y muy por encima del nivel común.
-Si hubiera tenido tiempo – dijo a Guccio – me habría gustado poner por escrito esta cosecha de historias y de ideas recogidas a lo largo de mis viajes.
-¿Por qué no lo hacéis, signor? – respondió Guccio.
El otro suspiró como si confesara un sueño incumplido.
-Troppo tardi. Uno no se hace escritor a mi edad – dijo -. Cuando el oficio de uno es ganar oro, después de los treinta años no se puede hacer otra cosa. Además si escribiera todo esto, quién sabe, tal vez correría el riesgo de ser quemado.
Este viaje, estribo contra estribo, a través de una hermosa campiña verde con un compañero lleno de interés, encantó a Guccio. Aspiraba con placer el aire primaveral, las herraduras de los caballos parecían a sus oídos una feliz canción y pensaba tan bien de sí mismo como su hubiera compartido las aventuras de su compañero.
Por la noche se detuvieron en una posada. Los altos en el camino inducen a la confianza. Con un jarro de godala delante, cerveza fuerte aromatizada con jengibre, pimienta y clavo, el señor Boccaccio contó a Guccio que tenía una amante francesa de quien le había nacido un niño el año anterior, bautizado con el nombre de Giovanni. (Ese niño sería más tarde el ilustre Boccaccio, autor del Decamerón)
-se dice que los niños nacidos fuera del matrimonio son más listos y vigorosos que los otros – hizo notar Guccio sentenciosamente, pues disponía de algunas trivialidades para nutrir la conversación.
-Sin duda alguna. Dios les otorga dones de espíritu y de cuerpo para compensarles por lo que les quita en herencia y respeto – respondió el signor Boccaccio.
-En todo caso, este niño tendrá un padre que podrá enseñarle muchas cosas.
-A menos que no le guarde rencor por haberlo traído al mundo en tan malas condiciones – dijo el viajante de los Bardi.
Durmieron en el mismo cuarto. Al amanecer reanudaron la marcha. Jirones de bruma se adherían aún a la tierra. El señor Boccaccio callaba: no era hombre de amaneceres.
Hacía fresco y el cielo se aclaró pronto. Guccio descubría a su alrededor una campiña cuya gracia lo hechizaba. Los árboles todavía estaban desnudos, pero el aire olía a savia y la tierra verdeaba ya de hierba fresca y tierna. Innumerables setos cortaban el campo y las colinas. El paisaje, con sus valles orlados de florestas, el resplandor verde y azul del Támesis entrevisto desde lo desde lo alto de un monte, una jauría seguida por un grupo de caballeros, todo seducía a Guccio. “La reina Isabel tiene en verdad un hermoso reino”, se repetía.
A medida que pasaban las leguas, aquella reina ocupaba mayor lugar en sus pensamientos. ¿Por qué no agradarle al mismo tiempo que cumplía su misión? La historia de los príncipes y de los imperios ofrecía numerosos ejemplos de cosas más sorprendentes. “Por ser reina, no es menos mujer”, se decía Guccio. “Tiene veintidós años y su esposo no la ama. Los señores ingleses no han de atreverse a cortejarla por temor a disgustar al rey. En tanto que y, mensajero secreto que ha desafiado la tempestad para venir hasta aquí..., doblo la rodilla en tierra, la saludo con un gran vuelo de mi sombrero..., beso el ruedo de su vestido...,”
Ya pulía las palabras con las cuales colocaría su corazón, su astucia y su brazo al servicio de la joven reina de cabellos de oro... “Señora, no soy noble, mas si un libre ciudadano de Siena que vale tanto como cualquier hidalgo. Tengo dieciocho años y es mi caro deseo contemplar vuestra belleza y ofrendaros mi alma y mi sangre.”
-Estamos a punto de llegar – dijo el signor Boccaccio.
Se hallaba ya en los arrabales de Londres sin que Guccio se hubiera dado cuenta de ello. Las casas se espesaban a lo largo de la ruta. Había desaparecido el buen aroma del bosque: el aire olía a turba quemada.
Guccio miraba en derredor, con sorpresa. Su tío Tolomei le había hablado de una ciudad extraordinaria y sólo veía una interminable sucesión de aldeas compuestas de construcciones de negros muros, callejuelas sucias por donde pasaban flacas mujeres cargadas con pesados fardos, niños andrajosos y soldados de mala catadura.
De pronto, junto con un grupo de gente, caballos y carros, los los viajeros se encontraron frente al puente de Londres. Dos torres cuadradas guardaban su entrada, y entre ellas, por la noche, se tendían cadenas, y se cerraban con enormes puertas. Lo primero que Guccio observó fue una cabeza humana, ensangrentada, clavada en una de las picas que erizaban las puertas. Los cuervos revoloteaban en torno a aquel rostro de cuencas vacías.
-La justicia de los reyes dfe Inglaterra ha funcionado esta mañana – dijo el signor Boccaccio -. Así terminan aquí los criminales o los que son llamados de ese modo para desembarazarse de ellos.
-Curiosa Acogida para los extranjeros – dijo Guccio.
-Una manera de prevenirles de que no llegan a una ciudad de florecillas y ternuras.
Este puente era, por entonces, el único tendido sobre el Támesis. Formaba una verdadera calle construida encima del agua, y sus casas de madera, apretadas unas contra otras, albergaban toda clase de tiendas.
Veinte arcos de dieciocho metros de altura, sostenían aquella extraordinaria edificación. Cien años casi habían sido precisos para construirlo, y los londinenses lo mostraban con orgullo.
Un agua turbia remolineaba alrededor de las arcadas; en las ventanas se secaba ropa blanca y las mujeres vaciaban sus baldes en el río.
Comparado con el puente de Londres, el Ponte Veccio de Florencia le parecía a Guccio un juguete; y el Arno, al lado del Tamesis, sólo un arroyo. Lo hizo notar así a su compañero.
-De todos modos, somos nosotros quienes enseñamos todo a los otros pueblos – respondió éste.
Tardaron un tercio de hora en cruzar el puente, tan densa era la multitud, y tan tenaces los mendigos que se les colgaban de las botas.
Al llegar a la orilla opuesta, Guccio vio, a su derecha, la torre de Londres cuya enorme masa blanca se recortaba sobre el cielo gris. Luego, en pos del signor Boccaccio, penetró en la ciudad. El ruido y la animación que reinaban en las calles, el rumor de voces extranjeras, el cielo plomizo, el pesado olor de humo que flotaba sobre la ciudad, los gritos que salían de las tabernas, la audacia de las descaradas mujeres, la brutalidad de los escandalosos soldados, todo sorprendió a Guccio.
Al cabo de unos trescientos pasos, los viajeros doblaron a la izquierda y desembocaron en la Lombard Street, donde los banqueros italianos tenían sus establecimientos. Las casas eran de aspecto exterior modesto, de un piso o dos a lo sumo, pero muy bien cuidadas, con puertas lustrosas y rejas en las ventanas. El signor Boccaccio dejó a Guccio delante del banco Albizzi. Los dos compañeros de viaje se separaron con grandes muestras de amistad, se felicitaron mutuamente por el placer de la buena compañía y prometieron volver a verse muy pronto en París.
III

WESTMINSTER

Master Albizzi era un hombre alto, enjuto, de larga cara morena, con espesas cejas y mechones de cabellos negros que asomaban por debajo de su bonete. Recibió a Guccio con plácida benevolencia y afabilidad de gran señor. En pie, con su flaco cuerpo ceñido por un traje de terciopelo azul oscuro, la mano sobre el escritorio, Albizzi tenía la presencia de un príncipe toscano.
En tanto que intercambiaban los cumplidos de rigor, la mirada de Guccio iba de los altos sitiales de roble a las colgaduras de Damasco, de los taburetes con incrustaciones de marfil a las ricas alfombras que cubrían el suelo, de la monumental chimenea a los hachones de plata maciza. Y el joven no podía evitar hacer una rápida evaluación: “Esos tapices... sesenta libras cada uno, seguramente; los hachones, el doble; la casa, si cada habitación está a la altura de ésta, vale tres veces más que la de mi tío... “Pues aunque soñara con ser embajador y caballero andante de la reina, Guccio no olvidaba que era mercader, hijo, nieto y biznieto de mercaderes.
-Debisteis haber embarcado en uno de mis navíos... porque también somos armadores..., y tomar el camino de Boulogne – dijo master Albizzi -. De este modo, primo mío, habríais hecho una travesía más confortable.
Hizo servir hipocrás, un vino aromatizado que se bebía comiendo almendras garapiñadas. Guccio explicó el objeto de su viaje.
-Vuestro tío Tolomei, a quien mucho estimo, sabe lo que hace al enviaros a mí – dijo Albizzi jugueteando con el grueso rubí que llevaba en la mano derecha -. Uno de mis principales clientes y más agradecidos se llama Hugo Despencer. Por él arreglaremos la entrevista.
-¿Os referís al íntimo amigo del rey Eduardo? – inquirió Guccio.
La amiga, queréis decir, la favorita del rey. No, hablo del padre. Su influencia es más velada, pero igualmente grande. Se sirve hábilmente de la desfachatez del hijo, y si las cosas siguen como van, pronto gobernará el reino.
-Pero es la reina a quien quiero ver, no al rey.
-Mi joven primo – le explicó Albizzi con una sonrisa -. Aquí, como en todas partes, hay quienes, no perteneciendo a uno ni a otro partido, juegan a ambas cartas. Yo sé lo que puedo hacer.
Llamó a su secretario y escribió rápidamente unas líneas en un papel que selló.
-Iréis a Westminster hoy mismo, después de comer, primo mío – dijo cuando hubo despachado al secretario portador del billete -, y espero que la reina os concederá audiencia. Para todos seréis un mercader de piedras preciosas y orfebrería, venido expresamente de Italia y recomendado por mí. Al presentarle las alhajas a la reina, podréis cumplir vuestra misión.
Fue hasta un gran cofre, lo abrió y sacó una caja de madera preciosa con herrajes de cobre.
-Aquí tenéis vuestras credenciales – agregó.
Guccio levantó la tapa: sortijas con piedras centelleantes, pesados collares de perlas, un espejo cercado de esmeraldas y diamantes alternados, reposaban en el fondo de la caja.
-Y si la reina quisiera adquirir alguna de estas joyas, ¿qué debo hacer?
Albizzi sonrió.
-La reina no os comprará nada directamente, pues no tiene dinero reconocido y se le vigilan los gastos. Si desea algo, me lo hará saber. El mes pasado le hice confeccionar tres escarcelas que aún no se me han pagado.
Después de la comida, por cuyo menú Albizzi se excusó diciendo que era de cada día, pero resultó digno de las mejores mesas señoriales, Guccio se encaminó a Westminster. Lo acompañaba un lacayo del banco, especie de guardia de corps con aspecto de búfalo, quien llevaba el cofre atado con una cadena a la cintura.
El corazón de Guccio rebosaba de orgullo. Iba con la barbilla en alto y gran aplomo, contemplando la ciudad como si fuera a convertirse en su propietario al día siguiente.
El palacio, imponente por sus gigantescas proporciones, auque sobrecargado de florituras, le pareció de bastante mal gusto, comparado con los que en aquellos años se construían en Toscana y especialmente en Siena. “Esta gente anda escasa de sol y sin embargo parecen hacer todo lo posible para impedir el paso del poco que tienen”, pensó.
Entró por la puerta de honor. Los soldados de la guardia se calentaban alrededor de un fuego de gruesos troncos. Un escudero se aproximó.
-¿Signor Baglioni? Os aguardan. Voy a conduciros – dijo en francés.
Escoltado siempre por el lacayo con el cofre de las joyas, Guccio siguió al escudero. Atravesaron un patio rodeado de arcadas, luego otro, subieron una amplia escalera de piedra y penetraron en las habitaciones. Las bóvedas eran muy altas y llenas de extraños ecos. A medida que avanzaban por una sucesión de salas heladas y oscuras, Guccio se esforzaba vanamente por conservar su bella apariencia; pero se sentía disminuido de tamaño. Guccio cio un grupo de hombres jóvenes cuyos ricos atavíos y trajes guarnecidos de pieles le llamaron la atención; en el costado izquierdo de cada uno de ellos brillaba el puño de una espada. Era la guardia de la reina.
El escudero dijo a Guccio que aguardara y lo dejó allí, en medio de los gentilhombres que lo examinaban con aire zumbón y cambiaban observaciones que él no comprendía. De pronto, Guccio se sintió invadido por una sorda angustia. ¿Y si se producía algún imprevisto? ¿Y si en esa corte que sabía desgarrada por las intrigas, pasaba por sospechoso? ¿Y si antes de ver a la reina se abalanzaban y descubrían el mensaje?
Cuando el escudero regresó en su busca y le tiró de la manga, Guccio se sobresaltó. Tomó el cofre de manos del criado de Albizzi, mas, en su prisa, olvidó que estaba atado por una cadena a la cintura del hombre, quien al recibir el tirón fue proyectado hacia delante. Hubo risas, y Guccio sintió que se cubría de ridículo. Tanto fue así que entró en las habitaciones de le reina humillado, petrificado y se halló ante ella antes de haberla visto.
Isabel estaba sentada. Una mujer joven, de cara larga y rígida postura, se hallaba en pie a su lado. Guccio hincó la rodilla en tierra y en vano buscó un cumplido que no acudió a su mente. La presencia de una tercera persona acababa de ahuyentar sus bellas esperanzas. Se había figurado - ¿cómo pudo imaginarlo? – que la reina estaría sola.
La reina habló primero:
-Lady Despenser – dijo -, veamos las joyas que nos trae este joven italiano, y si son tan maravillosas como dicen.
El nombre de Despenser acabó de turbar a Guccio. ¿Qué podía hacer una Despenser en las habitaciones de la reina?
Habiéndose levantado a un gesto de la reina, abrió el cofre y se lo presentó. Lady Despenser le dedicó apenas una mirada y dijo con voz displicente:
-Son muy hermosas, en efecto, señora, pero no son para nosotras; no podríamos comprarlas.
La reina hizo un gesto de mal humor:
-Entonces, ¿por qué me ha presionado vuestro suegro para que recibiera a este mercader?
-Creo que para favorecer a Albizzi; pero ya le debemos demasiado a éste para comprar más cosas.
-Sé, señora – dijo entonces la reina -, que vos, vuestro marido y todos vuestros parientes veláis con tanto cuidado la fortuna del reino, que bien podría creerse que es vuestra. Pero aquí, tendréis que tolerar que disponga de mis bienes particulares, o la menos de lo que me han dejado. Por otra parte, me admira, madame, que cuando viene a palacio algún forastero o algún mercader, mis damas francesas se hallen alejadas como por casualidad, a fin de que vuestra madre política o vos misma podáis hacerme compañía de tal modo que parece vigilancia. Imagino que si estas mismas alhajas fueran presentadas a mi esposo o al vuestro, uno y otro encontrarían la forma de adornarse con ellas, como no osarían hacerlo las mujeres.
El tono era tranquilo y frío, pero en cada palabra se traslucía el resentimiento de Isabel contra la abominable familia que, al mismo tiempo que ridiculizaba a la corona, entraba a saco en el tesoro. Pues no solamente los Despenser, padre y madre, se aprovechaban del abyecto amor que el rey profesaba a su hijo, sino que la propia mujer de éste consentía en el escándalo y le prestaba su apoyo.
Vejada por la andanada, Eleanor Despenser se levantó y se retiró a un rincón de la sala aunque sin dejar de observar a la reina y al joven sienés.
Guccio, recobrando en parte el aplomo que era natural y que tanto y tan extrañamente le faltaba aquel día, osó por fin mirar a la reina. Había llegado el instante de darle a entender que la compadecía por sus desdichas y que sólo deseaba servirla. Mas encontró tal frialdad, tal indiferencia, que se le heló el corazón. Sus ojos azules tenían la misma fijeza helada que los de Felipe el Hermoso. ¿Cómo declarar a semejante mujer: “Señora, os hacen sufrir, y yo quiero amaros”?
Lo único que Guccio pudo hacer fue indicar el gran anillo de plata que había colocado en un rincón del cofre, y decir:
-Señora, ¿me concederéis el favor de examinar esta sortija y mirar su grabado?
La reina tomó la sortija, reconoció los tres castillos de Artois grabados en el metal y miró a Guccio.
-Me agrada – dijo -. ¿Tenéis otros objetos tallados por la misma mano?
Sacando de sus ropas el mensaje, dijo Guccio:
-Aquí están los precios.
-Acerquémonos a la luz para que yo los vea mejor – dijo Isabel.
Se levantó y acompañada de Guccio fue hasta el derrame de una ventana donde pudo leer el mensaje a su entera satisfacción.
-¿Regresáis a Francia? - murmuró luego.
-Cuando os plazca ordenármelo, señora – respondió Guccio en el mismo tono.
-Decid entonces a monseñor de Artois que estaré en Francia dentro de poco tiempo y que todo se hará como habíamos convenido.
Su semblante se había animado un poco. Concentraba toda su atención en el mensaje y ninguna en el mensajero. No obstante, la preocupación real por pagar bien a los que la servían le hizo agregar:
-Diré a monseñor de Artois que os recompense por vuestros afanes mejor de lo que yo podría hacerlo en este momento.
-El honor de veros y de serviros, señora, constituye ciertamente mi mejor recompensa.
Isabel agradeció con un leve movimiento de cabeza, y Guccio comprendió que entre una biznieta de monseñor san Luis y el sobrino de un banquero había una distancia infranqueable.
En voz bien alta, de manera que la Despenser pudiera oírla, la reina lo despidió diciendo:
-Os habré saber por Albizzi lo que decida con respecto a estas joyas. Adiós, maese.
Y lo despidió con un gesto.
IV

EL CREDITO

A pesar de la cortesía de Albizzi, que lo invitó a permanecer en Londres varios días, Guccio partió a la mañana siguiente muy temprano, bastante irritado consigo mismo. No obstante, había cumplido perfectamente su misión, y por este lado sólo elogios merecía. Pero no se perdonaba, como libre ciudadano de Siena que era y, por tanto, igual a cualquier gentilhombre de esta tierra, haberse dejado impresionar por la presencia de una reina. Pues era inútil engañarse: nunca podría negarse a sí mismo que le había faltado la palabra, al verse frente a la reina de Inglaterra, la cual ni siquiera lo había honrado con una sonrisa. “¡Al fin y al cabo es una mujer como todas! ¿Por qué he temblado?”, se decía enfadado. Mas cuando se decía esto, estaba ya lejos de Westminster.
No habiendo encontrado compañero como a la ida, hacía solitario su camino, remachando su despecho. Tal estado de ánimo no lo abandonó durante todo el viaje de retorno y fue exasperándolo a medida que pasaban las leguas.
Porque no tuvo en la corte de Inglaterra la acogida esperada, porque por su linda cara no le habían rendido honores de príncipe, cuando pisó tierra de Francia se había formado la opinión de que los ingleses eran una nación bárbara. En cuanto a la reina Isabel, si era desdichada, si su marido se mofaba de ella, bien merecido lo tenía. “¡Valla! ¡Uno atraviesa el mar, arriesga su vida, y se lo agradecen menos que si fuera lacayo! Esa gente ha aprendido a darse grandes ínfulas, pero no tienen sentimientos y desprecian la mejor dedicación. No deben sorprenderse si son tan mal queridos y tan bien traicionados.”
La juventud no renuncia fácilmente a sus ansias de grandeza. Por las mismas rutas que por las que la semana anterior se creía ya embajador y amante real, Guccio se decía rabiosamente: “Ya me vengaré.” Con quién y cómo no lo sabía aún, mas necesitaba desquitarse.
Y en primer lugar, puesto que el destino y el desdén de los reyes querían que fuese un banquero lombardo, demostraría serlo como rara vez se había visto. Un banquero poderoso, audaz y retorcido, un prestamista despiadado. ¿Su tío le había encargado que pasara por la factoría de Neauphle-le-Vieux para cobrar un crédito? ¡Pues bien! No sospechaban los deudores la tormenta que se les venía encima.
Tomando por Pontoise para desviarse a través de la Isla-de-Francia, Guccio llegó a Neauphle el día de san Hugo.
La factoría de Tolomei estaba en una casa contigua a la iglesia, en la plaza de la ciudad. Guccio entró como dueño, se hizo mostrar los libros de registro y amonestó a todo el mundo. ¿Para qué servía el factor principal? ¿Sería acaso que él, Guccio Baglione, el propio sobrino del director de la “compañía”, tuviera que molestarse por cada crédito o dificultad? Ante todo, ¿quiénes eran esos castellanos de Cressay, deudores de trescientas libras? Se le informó: el padre había muerto. Sí, eso Guccio lo sabía. ¿Y luego? Tenía dos hijos de veinte y veintidós años. ¿Qué hacían? Cazaban... Evidentemente, unos holgazanes. Había también una hija de dieciséis años... Seguramente fea. Decidio Guccio... Y luego la madre, que dirigía la casa desde la muerta del señor de Cressay. Gentes de buena cuna, pero arruinadas por completo. ¿Cuánto valían el castillo y las tierras? Entre ochocientas y novecientas libras. Poseían un molino y una treintena de siervos.
-¿Y con esto no conseguís hacerlos pagar? – exclamó Guccio -. ¡Ya veréis si conmigo dura mucho esta situación! ¿Cómo se llama el preboste de Montfort? (Los prebostes eran funcionarios reales que acumulaban funciones repartidas hoy entre los prefectos, jefes de subdivisiones militares, comisarios de distrito, agentes del Tesoro, del fisco y del registro. No hace falta decir que no eran queridos. Pero ya entonces, en algunas regiones, compartían sus atribuciones con los recaudadores de impuestos.) ¿Portefruit? Bien. ¡Si para esta tarde no han pagado, voy en busca del preboste y los hago embargar! ¡Eso es!
Montó de nuevo a caballo y partió al trote hacia Crassay, como si fuera a conquistar, él solo, una plaza fuerte. “Mi oro o el embargo... mi oro o el embargo”, se repetía. “Tendrán que encomendarse a Dios o a sus santos”.
Cressay, a una media legua de Neauphle, era una aldea construida en un costado del valle, al borde del Mauldre, arroyo que puede saltarse de un salto de caballo.
El castillo que Guccio divisó no era, en realidad, más que una casa solariega bastante deteriorada, sin foso, puesto que el arroyo le servía de defensa, con torres bajas y aledaños fangosos. La pobreza y la mala conservación eran evidentes. Los techos se desplomaban en muchas partes; el palomar parecía desguarnecido; los muros, llenos de musgo, tenían grietas y en los bosques cercanos los profundos claros dejaban adivinar abundantes talas.
Peor para ellos. Mi oro o el embargo”, se repetía Guccio al flanquear la puerta.
Pero alguien había tenido la misma idea antes que él, y ése era precisamente el preboste Portefruit.
Había un gran trajín en el patio. Tres guardias reales, esgrimiendo el bastón de la flor de lis, enloquecían con sus órdenes a algunos siervos harapientos y los obligaban a reunir el ganado, a juntar los bueyes y a traer del molino los sacos de grano que eran arrojados dentro del carro de la alcaldía. Los gritos de los guardias, las corridas de los aterrorizados labriegos, los balidos de unas veinte ovejas, los cacareos de las aves de corral, producían una magnífica batahola.
Nadie se ocupó de Guccio; nadie acudió a sujetar su caballo, cuya brida él mismo ató a una anilla. Un viejo campesino, le dijo simplemente:
-La desgracia ha caído sobre esta casa. Si el amo estuviera presente, reventaría por segunda vez. ¡No hay justicia!
La puerta de la mansión estaba abierta y por ella salían los gritos de una violenta discusión.
Parece que llego en mal día”, pensó Guccio, cuyo mal humor se acrecentaba.
Subió las gradas del pórtico y, guiándose por las voces, penetró en una sala larga y oscura con muros de piedra y techo de vigas.
Una jovencita, a quien no se tomó el trabajo de mirar, le salió al encuentro.
-Vengo por negocios y quisiera hablar con la señora de Cressay – dijo él.
-Soy María de Cressay. Mis hermanos están ahí y mi madre también – respondió la jovencita con voz titubeante, indicando el fondo de la estancia -. Pero ahora están muy ocupados...
-No importa, aguardaré – dijo Guccio.
Y para afirmar su decisión, se plantó delante de la chimenea y aproximó su bota al fuego, a pesar de que no sentía frío.
En el otro extremo de la sala se agitaba de firme. Entre sus dos hijos, barbudo uno, lampiño el otro, altos y coloradotes ambos, la señora de Cressay se forzaba por hacer frente a un cuarto personaje, a quien Guccio reconoció en seguida como el preboste Portefruit en persona.
La señora de Cressay, doña Eliabel para todos los del lugar, tenía ojos brillantes, pecho amplio y llevaba sus cuarentena de abundantes carnes muy bien enfundadas en sus vestidos de viuda. (El uniforme de viuda de la nobleza, muy parecido al de las religiosas, constaba de una larga veste negra, sin adornos ni joyas, de una toca blanca que cogía cuello y mentón y de un velo blanco sobre los cabellos.)
-Señor preboste – gritaba -, mi esposo se endeudó en la guerra del rey, donde ganó más magullones que provecho, en tanto que la propiedad, sin hombre, andaba a la buena de Dios. Hemos pagado siempre nuestros tributos y ayudado a la iglesia. Decidme, ¿uién hizo más en toda la comarca? ¡Y todo para engordad a gentes de vuestra laya, messire Portefruit, cuyos abuelos andaban descalzos por estos contornos, y para eso venís a saquearnos!
Guccio miró en torno. Algunas banquetas rústicas, dos sillas de respaldo, bancos pegados a los muros, cofres y un gran camastro con cortina que dejaba entrever el colchón de paja, constituían el moblaje. Encima de la chimenea pendía un viejo escudo descolorido, sin duda la enseña de guerra del señor de Cressay.
-Me quejaré al conde de Dreux – proseguía diciendo doña Eliabel.
-El conde de Dreux no es el rey y yo cumplo órdenes reales – respondió el preboste.
-No os creo, señor preboste. No creo que el rey ordene que se trate como a malhechores a quienes poseen título de caballería hace doscientos años. ¿O quizás las cosas no andan bien en el reino?
-¡Por lo menos dadnos tiempo! – dijo el hijo barbudo -. Pagaremos mediante pequeñas sumas.
-Terminemos esta discusión. Os he concedido tiempo suficiente, y no habéis pagado – interrumpió el preboste.
Tenía brazos cortos, cara redonda y voz cortante.
-Mi labor no consiste en escuchar vuestras quejas, sino en reembolsar las deudas – prosiguió diciendo -. Debéis aún el Tesoro trescientas treinta libras. Si no las tenéis, tanto peor. Cojo y vendo.
Guccio pensó: “Este hombre habla con el mismo lenguaje que yo me disponía a usar. Cuando haya cumplido con su misión no quedará nada. Decididamente ha sido un mal viaje. ¿No sería mejor intervenir enseguida?
Le ponía de mal humor ver al preboste llegado en mala hora, que le ganaba por la mano.
La jovencita que había salido a recibirlo no estaba lejos de allí. La miró mejor. Era rubia, con hermosos cabellos ondulados que le salían de la cofia, de tez luminosa, grandes ojos oscuros y cuerpo fino, esbelto, bien formado. Guccio tuvo que reconocer que la había juzgado precipitadamente.
María de Cressay, por su parte, parecía muy incomoda porque un forastero asistiera a la escena. No era cosa de todos los días que un joven caballero, de rostro agradable y cuya vestimenta anunciaba riqueza, pasara por aquellos campos. ¡Qué mala suerte que aquello sucediera cuando la familia se mostraba en su peor aspecto!
La discusión proseguía en el otro extremo de la sala.
-¿No basta con haber perdido al esposo y tener que pagar además seiscientas libras para conservar su casa? ¡Me quejaré al conde de Derux! – repetía doña Eliabel.
-Os hemos entregado ya doscientas setenta, que tuvimos que pedir prestadas – añadió el hijo barbudo.
-Embargarnos es reducirnos al hambre, es vendernos, es querer nuestra muerte – dijo es segundo hijo.
-Ordenes son órdenes – replicó el preboste -. Conozco mi derecho. Hago el embargo y haré la venta.
Vejado, como actor desposeído de su papel, Guccio dijo a la chica:
-Este preboste me resulta odioso. ¿Qué quiere de vosotros?
-No lo sé, ni tampoco lo saben mis hermanos. Poco comprendemos de esas cosas – respondió María de Cressay -. Dice que es por la sucesión, después de la muerte de nuestro padre.
-¿Y por eso reclama seiscientas libras? – dijo Guccio arrugando el entrecejo.
-¡Ah, señor, la desgracia ha caído sobre nosotros! – murmuró ella.
Sus miradas se cruzaron, se retuvieron por un instante, y Guccio creyó que la joven iba a echarse a llorar. Pero no. Soportaba con entereza la adversidad y sólo por pudor desvió sus hermosas pupilas de color oscuro.
Guccio reflexionaba. De pronto, dando un gran rodeo a la sala, Guccio de plantó ante el agente de la autoridad y exclamó.
-¡Permitid, señor preboste! ¿No estaréis a punto de cometer un robo?
Estupefacto, el preboste le hizo frente y le preguntó quién era.
-No viene a cuento – replicó Guccio -. Desead mejor no enteraros demasiado pronto si tenéis la desdicha de que vuestras cuentas no sean justas. Pero tengo algunas razones para interesarme en la sucesión de Cressay. Dignaos decirme en cuánto estimáis esta propiedad.
Como el otro intentara imponerle su autoridad y amenazara con llamar a sus guardias, Guccio prosiguió:
-¡Cuidado! Habláis con un hombre que hace cinco días era huésped de la señora reina de Inglaterra y que tiene poder para presentarse mañana ante el señor Enguerrando de Marigny, a fin de hacerle conocer el comportamiento de sus prebostes. Responded, messire... ¿cuánto vale esta propiedad?
Sus palabras causaron gran efecto. El preboste se turbó al oír el nombre de Marigny, la familia callaba, atenta, asombrada. Guccio tenía la impresión de haber crecido un palmo.
-El bailiazgo estimó a Cressay un valor de tres mil libras – respondió por fin el preboste.
-¿Tres mil, habéis dicho? Exclamó Guccio -. ¿Tres mil libras esta casa de campo en tanto el palacio de Nesle, uno de los más hermosos de París y morada de monseñor el rey de Navarra, esta tasado en cinco mil libras? Se estima caro en vuestro bailiazgo.
-Están las tierras.
-El total vale novecientas libras a lo sumo, y lo sé de buena fuente.
El preboste tenía en la frente, encima del ojo izquierdo, un defecto de nacimiento, una gruesa fresa que se ponía violácea por el efecto de la emoción. Y Guccio, mientras hablaba, fijaba los ojos en dicha fresa, cosa que acababa por hacerle perder al preboste su presencia de ánimo.
-¿Queréis decirme, ahora, cuáles son los derechos reales sobre la transmisión de bienes?
-Cuatro sueldos por cada libra registrada en el bailiazgo.
-Mentís en grande, messire Portefruit. El impuesto es de dos sueldos para los nobles, en todos los bailiazgos. No sois el único en conocer la ley; yo también la sé. Este hombre se aprovecha de vuestra ignorancia para embaucaros como un tunante – dijo Guccio, dirigiéndose a la familia Cressay -. Afirma que actúa en nombre del rey, pero no os dice que se ha cobrado ya el impuesto y que, después de pagar al Tesoro del rey lo que prescriben las ordenanzas, se echará al bolsillo lo restante. Y si os hace vender, ¿quién comprará, no por tres mil libras, sino por mil quinientas o, incluso, por la deuda, el castillo de Cressay?
¿No seréis vos, messire preboste, quién tiene esa hermosa intención?
Toda la irritación de Guccio, todo su rencor y su cólera hallaban ahora donde volcarse. Se acaloraba al hablar; había encontrado, por fin, la oportunidad de ser importante, de hacerse respetar y jugar al hombre fuerte. Pasándose alegremente al bando que venía a atacar asumía la defensa de los débiles y se presentaba como desfacedor de entuertos.
En cuanto al preboste, su gruesa cara redonda se había vaciado de sangre y sólo la fresa violeta, encima del ojo, se destacaba como una mancha oscura. Agitaba los cortos brazos con movimientos de pato. Protestó de su buena fe. No era él quien había hecho las cuentas. Podía haberse cometido un error... sus asistentes o bien los del bailiazgo.
-¡Muy bien! Reharemos vuestras cuentas – dijo Guccio.
En un momento le demostró que los Cressay sólo debían, todo junto, por principal e intereses, cien libras y unos sueldos.
-Y ahora, ¡dad orden a vuestros guardias para que desaten los bueyes, lleven de vuelta el trigo al molino y dejen en paz a esta honrada gente!
Y asiendo al preboste por el cuello de su traje lo llevó hasta la puerta. El otro obedeció y gritó a los guardias que había un error que era necesario verificar, que regresarían en otro momento y que, por ahora, dejaran todo en su lugar. Creía que la cosa había terminado, pero Guccio lo condujo de nuevo al centro de la sala, y le dijo:
-Y ahora, devolvednos ciento setenta libras.
Pues Guccio había tomado de tal modo partido por los Cressay, que ya decía “nosotros” al defender su causa.
El preboste se desgañitó de furia, mas Guccio lo calmó en seguida.
-¿No acabo de oír que habíais percibido anteriormente doscientas libras?
Los hermanos asintieron.
-Entonces, señor preboste... ciento setenta libras – dijo Guccio, alargando la mano.
El gordo Portefruit quiso resistirse. Lo pagado pagado estaba. Sería preciso examinar las cuentas del prebostazgo. Por otra parte, no llevaba tanto oro encima. Volvería más tarde.
-Más os valdrá que tengáis ese oro con vos. ¿Estáis seguro de no haber cobrado alguna suma en el día de hoy? Los recaudadores del señor de Marigny son eficientes – declaró Guccio -. Os conviene concluir este negocio al momento.
El preboste dudó unos instantes. ¿Llamar a sus guardias? El joven tenía aspecto vivaz y llevaba su buena espada al cinto. Además, estaban los dos hermanos de Cressay, de sólida talla, cuyas armas de caza estaban al alcance de sus manos, sobre un cofre. Seguramente los labriegos se sumarían a sus amos. Más valía no aventurarse en aquel asunto, sobre todo con el nombre de Marigny suspendido sobre su cabeza. Se rindió, y sacando de entre sus ropas una gruesa bolsa contó y entregó el exceso de lo percibido. Sólo entonces Guccio lo dejó ir.
-¡Recordaremos vuestro nombre, messire Portefruit! – le gritó desde la puerta.
Y regresó riendo ampliamente, y mostrando sus dientes hermosos, blancos y bien alineados.
Al instante, la familia lo rodeó colmándolo de bendiciones, tratándolo como a su salvador. En el entusiasmo general, la bella María de Cressay tomó la mano de Guccio y la llevó a sus labios; después, pareció aterrada de su acción.
Guccio, encantado consigo mismo, se sentía a sus anchas en el nuevo papel, se había conducido de acuerdo con el ideal mismo de la caballería: era el caballero andante que llega a un castillo desconocido para socorrer a la joven doncella afligida y proteger de los malvados a la viuda y a los huérfanos.
-Pero, en fin, ¿quién sois, señor, y a quién debemos tanto? – dijo Juan de Cressay, el que llevaba la barba.
-Me llamo Guccio Baglioni. Soy sobrino del banquero Tolomei, y vengo por el crédito.
Cayó el silencio en la estancia. Toda la familia se miró presa de angustia y consternación. Guccio se sintió como despojado de una bella armadura.
Doña Eliabel fue la primera en recobrarse. Prestamente arrebañó el oro dejado por el preboste y, componiendo una sonrisa de circunstancias, dijo, con voz jovial, que ante todo ella insistía en que su bienhechor les hiciera el honor de compartir su cena.
Comenzó a afanarse, mandó a sus hijos a diferentes tareas, y reuniéndolos luego en la cocina, les dijo:
-Cuidado, de todos modos es un Lombardo. Es preciso desconfiar de esa gente, sobre todo, cuando os han prestado un servicio. ¡Cuán lamentable es que vuestro padre tuviera que recurrir a ellos! Mostremos a éste, que por otra parte tiene buen aspecto, que no disponemos de dinero, mas procedamos de tal forma que no olvide que somos nobles.
Por fortuna, el día anterior los hijos habían cazado abundantes provisiones. Se retorció el cuello a algunas aves, y de este modo se pudo confeccionar el doble servicio de cuatro platos que exigía la etiqueta señorial. El primero constó de un caldo ligero a la alemana, huevos fritos, ganso, guiso de conejo y una liebre asada; el segundo, de una cola de jabalí con salsa, un capón, leche agria y carne blanca.
Comida sencilla, pero que representaba una variante de las gachas de harina y lentejas con tocino, con que la familia, a semejanza de los campesinos, se contentaba con harta frecuencia.
Todo ello llevó tiempo para ser preparado. Subieron de la bodega aguamiel, sidra, y hasta los últimos frascos de un vino ya un poco picado; la mesa fue puesta sobre caballetes en la gran sala, contra uno de los bancos. Un mantel blanco caía hasta el suelo, y los comensales lo recogían a la altura de sus rodillas para poder enjugarse las manos con él. Había escudillas de estaño para cada dos personas. Las fuentes se depositaban en el centro de la mesa y todos se servían de ellas con la mano.
Tres campesinos, que por lo general se ocupaban del corral, se encargaron del servicio. Olían un poco a puerco y a conejera.
-Nuestro escudero trinchante – dijo doña Eliabel en tono de excusa e ironía, designando al cojo que cortaba rebanadas de pan, gruesas como piedras de amolar, sobre las cuales se comía la carne -. Debo aclararos, signor Baglioni, que su oficio es cortar leña. Eso explica que...
Guccio comió u bebió en abundancia. El escanciador tenía la mano pesada y se hubiera dicho que daba de beber a los caballos.
La familia impuso a Guccio a hablar, lo que no resultó difícil. El joven se puso a relatar la trempestad del canal de la Mancha, con tal énfasis, que sus huéspedes dejaron la cola de jabalí en la salsa. Se explayó con todo, con los acontecimientos del día, con el estado de los caminos, con el puente de Londres, con los Templarios, con Italia, con la administración de Marigny...
De creer en sus palabras, era íntimo de la reina de Inglaterra, y tanto insistió sobre el misterio que envolvía su misión, que cualquiera hubiera creído que iba a estallar una guerra entre ambos países. “No puedo deciros más, pues es un secreto del reino y no me pertenece.” Cuando uno se luce delante de un grupo, acaba de convencerse a sí mismo, y Guccio, viendo las cosas de otra manera que por la mañana, consideraba su viaje como un gran triunfo.
Los hermanos Cressay, buenos muchachos aunque no muy listos, que jamás se habían alejado diez leguas del solar natal, contemplaban con admiración y envidia a aquel mozo, menor que ellos, que ya había visto y hecho tanto.
Doña Eliabel, un poco apretada dentro de su vestido, se complacía en mirar con ternura al joven toscano, y, no obstante su prevención contra los Lombardos, hallaba gran encanto en los cabellos rizados, en los dientes relucientes, en las negras pupilas y aun en su hablar ceceante. Habilidosamente lo adulaba con cumplidos.
Guardate de las lisonjas”, le había dicho a menudo Tolomei a Guccio. “La lisonja es el mayor peligro para un banquero. Uno difícilmente se resiste al elogio, y por ello más te vale un ladrón que un lisonjero”; pero esa noche Guccio paladeaba los elogios como si bebiera aguamiel.
En realidad, hablaba principalmente par María de Cressay; esa jovencita no le quitaba los ojos de encima y alzaba hacia él sus hermosas pestañas doradas. Tenía una manera de escuchar, con los labios entreabiertos como una granada madura, que inspiraba a Guccio el deseo de hablar.
Cuando se vive apartado, uno ennoblece fácilmente a las personas. Para María, Guccio esr como un príncipe extranjero que estuviera de viaje. Representaba lo imprevisto, lo inesperado, lo imposible soñado con harta frecuencia que llama de golpe a la puerta, dotado de un rostro, un cuerpo bellamente vestido y una voz.
El arrobamiento que leía en la mirada y en los rasgos de María de Cressay hizo que Guccio la considerara muy pronto como la más hermosa moza que viera en el mundo y la más deseable. A su lado, la reina de Inglaterra le parecía fría como una losa sepulcral. “Si compareciera en la corte, vestida como es debido – se decía -, sería la más admirada al cabo de una semana.”
Cuando se enjugaron las manos todos estaban un poco ebrios y había caído la noche.
Doña Eliabel decidió que el joven no podía partir a aquella hora, y le rogó que aceptara un lecho, por modesto que fuera.
Le aseguró que su cabalgadura estaba bien cuidada en los establos. El caballero andante continuaba existiendo y Guccio hallaba esta vida estupenda.
Muy pronto, doña Eliabel y su hija se retiraron. Los hermanos Cressay condujeron al viajero a la habitación destinada a los huéspedes. La cual parecía no haber sido usada en mucho tiempo. Apenas acostado, Guccio cayó en el sueño, pensando en una boca parecida a una granada madura sobre la cual apretaba sus labios para beber todo el amor del mundo.
V

LA RUTA DE NEAUPHLE

Lo despertó una mano que se posó suavemente sobre su hombro. Estuvo a punto de cogerla y apretarla contra su mejilla...
Abriendo un ojo, vio ante sí la abundante pechera y el rostro sonriente de doña Eliabel.
-¿Habéis dormido bien, señor?
Era claro día. Guccio, un tanto confuso, aseguró que había pasado la mejor noche del mundo y que tenía prisa por asearse y vestirse.
-¡Me avergüenza verme así delante de vos! – dijo.
Doña Eliabel llamó al labriego cojo que había servido la mesa la noche anterior, y le ordenó que avivara el fuego y trajera un cuenco de agua caliente y algunas “telas”, es decir, toallas.
-Antaño teníamos en el castillo una buena estufa, con una habitación de baños y otra para sudar – dijo ella -, pero se caía a pedazos, pues databa de los tiempos del abuelo de mi difunto y nunca tuvimos bastante para ponerla en buen estado. Ahora sirve para guardar la leña. ¡Ah, la vida no es fácil para nosotros, la gente del campo!
Ya comienza a trabajar por el crédito”, se dijo Guccio.
Tenía la cabeza algo pesada por el vino de la víspera. Preguntó por Pedro y Juan de Cressay. Habían salido de caza al alba. Con mayor vacilación inquirió por María. Doña Eliabel explicó que su hija había debido ir a Neauphle a efectuar algunas compras para la casa.
-Yo voy a salir para allá ahora mismo – dijo Guccio -. De haberlo sabido, la hubiera conducido en mi caballo y le habría evitado la pena del camino.
Guccio se preguntó si la castellana no había alejado deliberadamente a su gente, para quedar a solas con él. Tanto más que cuando el cojo trajo la vasija, de cuyo contenido derramó un buen tercio sobre el piso, doña Eliabel no se movió de la pieza y se puso a calentar las “telas” ante el fuego. Guccio aguardaba a que se retirara.
-Lavaos, mi joven señor – dijo ella -. Nuestras criadas son tan torpes que os arañarían al secaros. Y lo menos que puedo hacer es ocuparme de vos.
Tartamudeando fraces de agradecimiento, Guccio se decidió a desnudarse hasta la cintura, y evitando mirar a la dama, se roció con agua tibia la cabeza y el torso. Era bastante delgado, como es frecuente a su edad, pero bien formado en su pequeña talla. “Menos mal que no ha hecho traer una cuba; a lo mejor hubiera tenido que meterme de cuerpo entero y desnudo ante sus ojos. Esta gente del campo tiene maneras muy curiosas.”
Cuando hubo terminado, ella se le acercó con las toallas calientes y se puso a secarlo. Guccio pensaba que partiendo en seguida y a galope, todavía podría encontrar a Maria por el camino de Neauphle o en el burgo.
-¡Qué hermosa piel tenéis, señor! – dijo de pronto doña Eliabel con voz un poco temblorosa -. Muchas mujeres podrían envidiar esta suavidad... e imagino que habrá muchas que la apetezcan. Este hermoso color moreno ha de parecerles agradable.
Al mismo tiempo le acariciaba la espalda con la punta de los dedos a lo largo de las vértebras. La caricia hizo cosquillas a Guccio, que se volvió, riendo.
Doña Eliabel respiraba agitadamente. Su mirada era turbia y una rara sonrisa modificaba su semblante. Guccio se puso rápidamente la camisa.
-¡Ah! ¡Qué hermosa es la juventud!... – prosiguió diciendo doña Eliabel -. Al veros, apuesto que la disfrutáis bien y que sacáis provecho de las licencias que otorga.
La señora de Cressay calló un instante; luego, en el mismo tono de voz, le preguntó:
-Y bien, mi señor, ¿qué pensáis hacer con nuestro crédito?
Ya salió”, se dijo Guccio.
-Podéis pedirnos lo que os plazca – continuó ella -. Sois nuestro bienhechor y os bendecimos. Si queréis el oro que habéis hecho devolver a ese tunante de preboste, vuestro es, llevadlo; cien libras, si queréis. Pero bien veis nuestro estado, y nos habéis demostrado que tenéis corazón.
Al mismo tiempo lo contemplaba mientras él abotonaba sus calzas, circunstancia que no resultaba muy adecuada para discutir asuntos de negocios.
-Quien nos salva no puede perdernos – continuó diciendo doña Eliabel -. Vosotros, los de la ciudad, no sabéis cuán angustiosa es nuestra situación. Si no hemos pagado todavía a vuestro banco es porque no pudimos hacerlo. La gente del rey nos saquea, vos lo habéis comprobado. Los siervos no trabajan como antaño. Desde las ordenanzas (Las ordenanzas de Felipe el Hermoso sobre la liberación de los siervos en ciertos bailiazgos y sensecalías. Se habla de ello en los últimos capítulos.) del rey Felipe, que los incita a rescatarse, la idea de su liberación les trabaja la cabeza; nada se obtiene de ellos y esos palurdos están dispuestos a considerarse de la misma raza que vos y que yo.
Hizo una pequeña pausa, que permitiera al joven Lombardo apreciar todo lo que ese “vos” y “yo” tenía de lisonjero para él.
-Agregad a eso que hemos tenido dos años de malas cosechas. Pero bastará, lo que quiera Dios, que la próxima sea buena...
Guccio, que sólo tenía la idea de encontrarse con María, trató de eludir la cuestión.
-No soy yo sino mi tío quién decide –dijo.
Pero se sabía ya derrotado.
-Podríais convencer a vuestro tío que no es una mala inversión. No encontrará deudores más honrados. Conocednos un año más, y os pagaremos cumplidamente los intereses. Hacedlo por mí y os quedaré muy agradecida – dijo doña Eliabel, asiendo las manos de Guccio.
Luego, con ligera turbación, agregó:
-Sabed, gentil señor, que desde vuestra llegada, ayer, ¡vaya, tal vez no debería decirlo, pero tanto da!, siento afecto por vos y no hay cosa que de mí dependa que no hiciera para veros contento.
Guccio no tuvo presencia de ánimo suficiente para decirle: “Pues bien, pagad la deuda, y me veréis contento.”
Era evidente que la viuda estaba dispuesta a pagar más bien con su persona, u uno podía preguntarse si se aprestaba al sacrificio para alargar el crédito o si utilizaba el crédito para tener oportunidad de sacrificarse.
Y como buen italiano, Guccio pensó que sería placentero poseer a la madre y a la hija. Doña Eliabel tenía aún sus encantos, sus manos eran suaves y acariciadoras, y su pecho, aunque abundante, parecía conservar su firmeza. Pero sólo podía representar una diversión de propina por la que no había que perder la otra presa.
Guccio se arrancó de las obsequiosidades de doña Eliabel, asegurándole que se esforzaría por arreglar el asunto, mas para ello era preciso que corriera a Neauphle y hablara con el factor.
Salió al patio, se encontró con el cojo, a quien apremió para que le ensillara el caballo, montó y partió hacia el burgo. No vio rastro de María por el camino. Mientras galopaba, se preguntaba si verdaderamente la jovencita era tan hermosa como la viera la víspera, si no se habría equivocado con respecto a las promesas que había creído leer en sus ojos y por si todo aquello, que tal vez sólo fueran ilusiones de sobremesa, valía la pena de apresurarse tanto. Pues existen mujeres que cuando miran a uno parecen entregarse desde el primer momento, y luego resulta que es su expresión natural. Miran un árbol o un mueble de la misma manera y al fin nada conceden.
Guccio no vio a María en la plaza del burgo. Lanzó una ojeada a las callejuelas, entró en la iglesia, permaneció solamente el tiempo de persignarse y comprobar que no estaba allí y luego se dirigió a la factoría. Allí acusó a los dependientes de haberle informado mal. Los Cressay eran gente de calidad, solventes y honorables. Era preciso prolongarles el crédito. En cuanto al preboste. Era un rematado canalla... Mientras gritaba Guccio no dejaba de mirar por la ventana. Los empleados movían la cabeza al contemplar a aquel joven loco, que se desdecía hoy de lo dicho ayer y pensaban que sería una gran pena si el banco llegaba a caer en sus manos.
-Puede que venga a menudo; esta factoría necesita ser vigilada de cerca – les dijo, a manera de despedida.
Saltó a la silla y los guijarros volaron bajo las herraduras. “Tal vez haya tomado por un atajo”, se decía. “En ese caso la encontraré en el castillo, pero será difícil verla a solas.”
A poco de salir del burgo divisó una silueta que caminaba de prisa en dirección a Cressay, y reconoció en ella a María. Entonces, de golpe, oyó que los pájaros cantaban, notó que brillaba el sol y que en todos los árboles habían brotado tiernas hojitas. A causa de aquel vestido que caminaba entre dos verdes praderas, la primavera, desconocida por Guccio desde hacía tres días, acababa de florecer para él.
Acortó el paso del caballo al alcanzar a María. Ella lo miró, no con la sorpresa de encontrarlo, sino como si acabara de recibir el más hermoso presente del mundo. La marcha había coloreado su rostro y Guccio la halló más bella aún de lo que le había parecido la noche anterior.
Le ofreció llevarla a la grupa. Sonrió ella al asentir y sus labios volvieron a abrirse como un fruto. Guccio acercó su caballo al talud y se inclinó para ofrecer a María su brazo y su hombro. La joven era ligera, montó ágilmente y partieron al paso. Caminaron un rato en silencio. A Guccio le faltaba el habla. Charlatán como era, de pronto no encontraba nada que decir.
Sintió que María apenas osaba agarrarse a él para sostenerse. Le preguntó si estaba acostumbrada a montar de ese modo a caballo.
-Con mi padre y mis hermanos... solamente – respondió ella.
Nunca se había encontrado así, flanco contra espalda con un extraño. Se animó un poco y se afirmó fuertemente sobre los hombros del joven.
-¿Tenéis prisa por llegar? – preguntó él.
Ella no respondió y Guccio guió su caballo por un sendero.
-Vuestro país es hermoso – prosiguió tras nuevo silencio -, tan hermoso como mi Toscana.
No era sólo cumplido de enamorado. Guccio descubría, con embeleso, la dulzura de la campiña de la Isla-de-Francia. Su mirada se perdía en la azulada lejanía, en el horizonte de colinas cuya línea se hundía en la niebla, luego volvía a la hierva tupida de las praderas de los aledaños, a las grandes manchas de un verde más claro de los cultivos de cebada recién cosechada y a los setos de majuelo donde se abrían las yemas.
¿Qué torres eran aquellas que se veían hacia el sur, en el límite del paisaje, destacándose en medio de las ondulaciones verdes? María tuvo que hacer un esfuerzo para responder que eran las torres de Monfort-l’Amauri.
Experimentaba una mezcla de angustia y felicidad que le impedía hablar y pensar. ¿Adónde conducía aquel sendero? No lo sabía. ¿Hacia qué la llevaba aquel caballero? Tampoco lo sabía. Obedecía a algo que aún no tenía nombre, más fuerte que el temor de lo desconocido, más fuerte que los preceptos de la familia y las recomendaciones del confesor. Se sentía a merced de una voluntad extraña. Sus manos se crispaban un poco más sobre aquella capa, sobre la espalda de aquel hombre que en aquel momento, representaba, en medio de su zozobra, lo único cierto del universo.
El caballo, que iba a rienda suelta, se detuvo por propia cuenta para comer un retoño.
Guccio se apeó, tendió los brazos a María y la depositó en tierra. Pero no la soltó, y dejó las manos en torno a su cintura, que se asombró de encontrar tan estrecha y delgada. La jovencita permaneció inmóvil, prisionera, inquieta, entre las manos que la aferraban. Guccio comprendió que le era preciso hablar, pero sólo acudieron a sus labios las palabras italianas para expresar el amor:
-Ti voglio bene, ti voglio tanto bene.
A María le bastó oír el tono de su voz para comprender el significado de lo que decía.
Bajo el sol, y viéndola de tan cerca, Guccio notó que las pestañas no eran doradas como le pareció a la víspera. María era castaña con reflejos rojizos, con tez de rubia y grandes ojos azules oscuros de amplio dibujo bajo el arco de las cejas. ¿De dónde provenía, pues, aquel brillo dorado que emanaba de ella? A cada instante, María se volvía a los ojos de Guccio más exacta, más real, y esa realidad mostraba su belleza cada vez con mayor perfección. La apretó más estrechamente entre sus brazos, y deslizó su mano, despacio, lentamente, a lo largo de la cadera, luego del corpiño, para seguir descubriendo la verdad de aquel cuerpo.
-No... – murmuró ella, apartándole la mano.
Pero como temiera decepcionarlo, volvió un poco el rostro hacia el suyo. Había entreabierto las labios y sus ojos estaban cerrados... Guccio se inclinó sobre aquella boca, sobre aquel fruto que tanto codiciaba. Permanecieron así largo rato, unidos uno al otro, en medio del piar de los pájaros, los ladridos lejanos de los perros y el gran latido de la naturaleza que parecía levantar la tierra bajo sus pies.
Cuando sus labios se separaron, Guccio observó el tronco negro y retorcido de un negro manzano que crecía cerca de allí y el árbol le pareció hermoso y lleno de vida, como no había visto otro hasta aquel día. Una urraca saltaba por la cebada naciente; el mozo de la ciudad estaba sorprendido de aquel beso en pleno campo.
-Habéis venido; por fin habéis venido – murmuraba María.
Quizo él volver a besarla, pero ella lo apartó.
-No, es preciso regresar – dijo.
Tenía la certeza de que el amor había entrado en su vida y por el momento se sentía colmada. No deseaba nada más.
Cuando de nuevo se halló en la grupa del caballo, detrás de Guccio, pasó el brazo en torno al pecho del joven sienés, posó la cabeza sobre el hombro y se abandonó de este modo al ritmo de la cabalgadura, unida al hombre que Dios le había enviado.
Paladeaba el milagro y sentía lo absoluto. Ni por un momento pensó que Guccio podía estar en un estado de ánimo diferente del suyo, ni que el beso que habían cambiado pudiera tener para él un significado distinto del que ella le atribuía.
Sólo se enderezó y adoptó la postura conveniente, cuando los techos de Cressay aparecieron en el valle.
Los dos hermanos habían regresado de la caza. A doña Eliabel no le satisfizo ver aparecer a María en compañía de Guccio. Aunque se esforzaran en no dejarlo traslucir, ambos jóvenes mostraban un semblante de felicidad que despechó a la gruesa castellana y le inspiró duros pensamientos sobre su hija. Pero no osó hacer ninguna observación en presencia del joven banquero.
-Encontré a vuestra hija María y le rogué que me hiciera conocer los contornos de vuestra heredad – dijo Guccio -. Poseéis una tierra rica.
Luego agregó:
-He ordenado que posterguen vuestro crédito hasta el año próximo. Espero que mi tío lo apruebe. ¡No se puede rehusar nada a tan noble dama!
Doña Eliabel cloqueó un poco y adoptó un aire de discreto triunfo.
Renovaron a Guccio sus muestras de gratitud, mas cuando anunció su intención de partir, nada hicieron por retenerlo. El joven lombardo era un caballero encantador y les había prestado un gran servicio... Pero, al fin y al cabo, no lo conocían. El crédito había sido prolongado y esto era esencial. Doña Eliabel no tendría que hacer gran esfuerzo para convencerse de que sus encantos personales habían ayudado a ello.
La única persona que deseaba de verdad que Guccio se quedara no podía ni osaba decirlo.
Para disipar la vaga tirantez que se produjo, obligaron a Guccio a llevarse un cuarto de cabrito muerto por los hermanos, y le hicieron prometer que volvería. El lo aseguró mirando a María.
-Volveré por el crédito, estad seguros de ello – dijo con voz jovial que quería disimular sus sentimientos.
Una vez atado su equipaje a la montura, trepó de nuevo a su caballo.
Viéndolo alejarse bajando hacia el Mauldre, la señora de Cressay lanzó un hondo suspiro y dijo a sus hijos, menos para ellos que para dejas volar sus ilusiones.
-Hijos míos, vuestra madre sabe aún cómo hablar a los jóvenes. Con éste realicé una buena faena. Si no llego a hablarle a solas, hubierais visto cuán áspero de volvía.
María había entrado ya en la casa por temor a traicionarse.
Galopando por la ruta de París, Guccio se consideraba un irresistible seductor a quien le bastaba presentarse en los castillos para cosechar corazones. Tenía grabada en su mente la imagen de María en el campo de manzanos, cerca de la ribera. Y se proponía regresar a Neauphle muy pronto, tal vez dentro de pocos días.
Llegó a la calle de los Lombardos a la hora de cenar, y habló con su tía Tolomei hasta hora avanzada. Este aceptó, sin más, las explicaciones que Guccio le dio respecto al crédito. Tenía otras preocupaciones en la mente pero pareció interesarse mucho por los manejos del preboste Portefruit.
Durante toda la noche, en sueños, Guccio tuvo la sensación de que sólo podía pensar en María. A la mañana siguiente ya pensaba en ella poco menos.
Conocía en París a dos esposas de mercaderes, lindas burguesitas de veinte años, que no se mostraban esquivas con él. Al cabo de días había olvidado su conquista de Neauphle.
Pero los destinos se forjan lentamente y nadie sabe cuál de sus actos sembrados al azar ha de germinar para desarrollarse como un árbol. Nadie podía imaginar que el beso cambiado a orillas del Mauldre conduciría a la bella María hasta la cuna de un rey.
En Cressay, María empezaba a esperar.
VI

LA ARUTA DE CLERMONT

Veinte días después. La pequeña villa de Clermont-de-l’Oise era centro de una extraordinaria animación. Desde el castillo hasta las puertas de la ciudad, desde la iglesia al presbostazgo, la gente se empujaba por las calles y tabernas con alegre rumor. Todas las ventanas lucían las colgaduras de las procesiones. Porque los pregoneros habían anunciado toda la mañana, que monseñor Felipe, conde de Poitiers, segundo hijo del rey, y su tío, monseñor de Valois, vendrían para recibir, en nombre del soberano, a su hermana y sobrina la reina Isabel de Inglaterra.
Esta, que había desembarcado tres días antes en tierra de Francia, hacía su camino a través de Picardía. Había salido de Amiens aquella mañana y, si todo andaba bien llegaría a Clermont hacia media tarde. Dormiría allí y al día siguiente, sumada su escolta de Inglaterra a la de Francia, iría a Pontoise, donde su padre, Felipe el Hermoso, la aguardaba en el castillo de Maubuisson.
Poco antes de vísperas, prevenidos de la pronta llegada de los príncipes franceses, el preboste y el capitán de la villa salieron por la Puerta de París para presentarles las llaves. Felipe de Poitiers y Carlos de Valois, cabalgando a la cabeza de la comitiva, recibieron la bienvenida y entraron en Clermont.
Tras ellos avanzaban más de cien gentileshombres, escuderos, lacayos y soldados, cuyos caballos levantaban una gran polvareda.
Una cabeza descollaba sobre todas las demás: la del colosal Roberto de Artois. A caballero gigante, cabalgadura gigante. Este colosal señor, montado sobre un enorme percherón tordillo, con sus botas y capa rojas y cota de malla de seda roja atraía poderosamente las miradas. En tanto que muchos caballeros mostraban huellas de fatiga, él se mantenía erguido en su silla de montar, como si acabara de emprender la marcha.
En realidad, desde la salida de Pontoise, Roberto de Artois se sostenía fresco y lozano gracias a la aguda sensación de venganza. Era el único que conocía el verdadero motivo del viaje de la reina de Inglaterra; el único que sabía el futuro desarrollo de los acontecimientos. Y de ello extraía, por adelantado, un placer violento y secreto.
Durante todo el trayecto no había cesado de vigilar a Gualterio y a Felipe de Aunay, que formaban parte del cortejo, el primero como escudero de la casa de Poitiers, el otro como escudero de Carlos deValois. Los dos jóvenes estaban encantados con el viaje y con la pompa real. En su afán de brillar, habían colgado da la cintura de sus atavíos de gala, con toda inocencia y vanidad, las bellas escarcelas, obsequio de sus amantes. Cada vez que miraba esas limosneras, Roberto de Artois sentía en su pecho los embates de una alegría cruel; y apenas podía contener su risa. “Vamos, hermosos patitos, mis queridos majaderos”, se decía, “sonreíd pensando en los hermosos senos de vuestras queridas, no dejéis de pensar en ellos, pues a buen seguro que no volveréis a tocarlos. Respirad el aira de este día, pues no creo que gocéis de muchos más”.
Al mismo tiempo, jugueteando con su presa como un tigre feroz que escondiera sus uñas, saludaba a los hermanos Aunay con gesto cordial y les dirigía sus chanzas en alta voz. Desde que los había salvado del falso asalto de la torre de Nesle, los dos le demostraban amistad, pues se consideraban sus deudores.
Cuando el cortejo se detuvo, invitaron a Roberto a beber en su compañía una jarra de vino en la bodega de una posada.
.Por vuestros amores – brindó, levantando su cubilete -, y conservad bien el sabor de este vinillo.
Por la calle principal circulaba una densa multitud que dificultaba el avance de los caballos. La brisa agitaba suavemente las multicolores colgaduras que adornaban las ventanas. Un mensajero, llegado al galope, anunció que el cortejo de la reina de Inglaterra estaba a la vista; en seguida se produjo un gran alboroto.
.Reunid a nuestra gente – ordenó Felipe de Poitiers a Gualterio de Aunay.
Luego, volviéndose a Carlos de Valois:
-Hemos llegado a tiempo, tío mío – le dijo.
Carlos de Valois, vestido completamente de azul, un tanto congestionado por la fatiga, se contentó con inclinar la cabeza. De buena gana hubiera renunciado a aquella cabalgadura, que le había puesto de mal humor.
El cortejo avanzaba por la ruta de Amiens.
Roberto de Artois se adelantó y se puso a la altura de Valois. Aunque desposeído de su patrimonio de Artois, no dejaba de ser primo del rey y su lugar estaba en el rango de las primeras coronas de Francia. Mirando la mano de Felipe de Poitiers cerrada sobre las riendas de su negro caballo, Roberto pensaba: “Por ti, mi flaco primo, para darte el Franco-Condado, me quitaron mi Artois. Pero antes de que concluya el día de mañana recibirás una herida de la cual no se recobra fácilmente el honor ni la fortuna de un hombre”.
Felipe, conde de Poitiers y marido de Juana de Borgoña, tenía veintiún años. Por su físico y por su manera de ser se diferenciaba del resto de la familia real. No era hermoso y dominador como su padre, no obeso e impetuoso como su tío. Salió a su madre: delgado de cuerpo y de rostro, de alta talla y miembros extrañamente largos, tenía gestos siempre mesurados, voz precisa, un tanto seca; todo en él, la sencillez de los vestidos, la medida cortesía de sus frases, indicaba una naturaleza reflexiva, decidida, en la que la cabeza triunfaba sobre los impulsos del corazón. Representaba en el reino una fuerza con la cual era preciso contar.
Ambos cortejos se encontraron a una legua de Clermont. Cuatro heraldos de la casa de Francia agrupados en medio del camino elevaron sus largas trompetas, y lanzaron graves sonidos. Los ingleses respondieron con otros instrumentos parecidos, pero de una tonalidad más aguda. Se adelantaron los príncipes, y la reina Isabel, menuda y erguida sobre su jaca blanca, recibió la breve bienvenida de boca de su hermano, Felipe de Poitiers. Después, Carlos de Valois vino a besar la mano de su sobrina. Cuando le llegó el turno al conde de Artois, éste saludó a su prima con gran inclinación de cabeza y con una mirada supo darle a entender que no había obstáculos en el desarrollo de sus maquinaciones.
Mientras intercambiaban cumplidos, preguntas y noticias, las dos escoltas aguardaban y se observaban. Los caballeros franceses juzgaban los trajes de los ingleses; estos, inmóviles y dignos y con el sol dándoles en los ojos, llevaban orgullosamente sobre la pechera las armas de Inglaterra. Aunque la mayoría franceses de origen y de nombre, se les veía preocupados por hacer un buen papel en tierra extraña. (Desde finales del siglo XI, con el establecimiento de la dinastía normanda, la nobleza de Inglaterra era, en su mayor parte, de origen francés. Constituida en un principio por los barones normandos compañeros de Guillermo el Conquistador, y renovada después por los Angevinos y Aquitanios de los Plantagenet, esta aristocracia conservó la lengua y costumbres de origen.
En el siglo XIV, el francés seguía siendo el idioma habitual de la corte, así lo atestigua el : Honni soit qui mal y pense pronunciado por el rey Eduardo III en Calais, al atar la liga de la condesa de Salsbury; dicho que se convirtió en la divisa de lo orden de la Jarretera.
La correspondencia de los reyes se redactaba en francés, y muchos señores ingleses tenían entonces, feudos en los dos países.
Hacemos notar, en este punto de nuestro relato, que el rey Eduardo II vino a Francia dos veces en sus primeros dos años de vida. En el primer viaje, el año 1313, estuvo a punto de morir asfixiado en la cuna por el humo de un incendio que se produjo en Maubuisson. Nosotros relatamos aquí el segundo, efectuado sólo con su madre.)
De la gran litera pintada de azul y oro que seguía a la reina se elevó la voz de un niño.
-Hermana mía – dijo Felipe de Poitiers -, ¿habéis traído, pues, de nuevo a nuestro sobrino? ¿No es muy duro para una personita tan joven?
-Me guardaría de dejarlo en Londres sin mí – respondió Isabel.
Felipe de Poitiers y Carlos de Valois le preguntaron por el objeto de su venida. Ella contestó simplemente que quería ver a su padre, y ambos comprendieron que nada más sabrían, por el momento.
Isabel, algo fatigada del viaje descendió de la jaca y se instaló en la gran litera portada por dos mulas con arneses de terciopelo. Ambas escoltas reanudaron la marcha hacia Clermont.
Aprovechando que Poitiers y Valois cabalgaban a la cabeza del cortejo, Roberto de Artois colocó su caballo a la par de la litera.
-Estáis más bella cada vez que os veo, prima mía – dijo.
-No mintáis. No puedo estar más bella, después de una semana de camino y de polvo – respondió la reina.
-Cuando se os ha amado en el recuerdo, durante largas semanas, sólo se ven vuestros ojos y no el polvo.
Isabel se hundió en los cojines. De nuevo se sentía presa de aquella singular flaqueza que la había dominado en Westminster, frente a Roberto. “¿Será verdad que me ama?”, pensaba, “¿o bien me dirige simplemente sus cumplido a como lo hará con cualquier otra mujer?” Por entre las cortinas de la litera veía, al costado del caballo tordillo, la inmensa bota roja y la espuela de oro del conde de Artois. Veía el muslo del gigante cuyos músculos se destacaban bajo la tela, y se preguntaba si cada vez que se hallaba frente a aquel hombre, experimentaría la misma turbación, el mismo deseo de abandono. Hizo un esfuerzo por dominarse. No estaba allí para pensar en sí misma.
-Primo mío – dijo -, aprovechemos el momento en que podemos hablar y ponedme rápidamente al corriente de lo que tenéis que decirme.
En pocas palabras y fingiendo que le comentaba el paisaje, él le contó lo que sabía y lo que había hecho, la vigilancia de que había rodeado a las princesas reales, el asalto cerca de la torre de Nesle.
.¿Quiénes son esos hombres que así deshonran a la corona de Francia? – preguntó Isabel.
-Cabalgan a poca distancia de vos. Forman parte de la escolta que os sigue.
Le informó brevemente sobre los hermanos de Aunay, sobre sus feudos, su parentela y sus alianzas.
-Quiero verlos – dijo Isabel.
Roberto llamó a los hermanos a grandes voces.
-¡La reina se ha fijado en vosotros! – les dijo, haciéndoles un guiño.
Las caras de los Aunay irradiaron orgullo y placer.
El gigante los acercó a la litera como si quisiera hacer la fortuna de ambos, y en tanto que los mozos saludaban con una reverencia. Bajando la cabeza hasta el cuello de sus cabalgaduras, dijo con fingida cordialidad:
-señora, ved aquí a Gualterio y a Felipe de Aunay, los más leales escuderos de vuestro hermano y vuestro tío. Les recomiendo a vuestra benevolencia. E cierto modo son mis protegidos.
Isabel examinó fríamente a los dos hermanos, y se preguntó qué tenían en su cara o en su persona que hubiera podido desviar de su deber a hijas de rey. Eran apuestos, no cabía duda, pero la belleza masculina incomodaba un poco a Isabel. De pronto vio las escaleras en la cintura de Isabel. De pronto vio las escarcelas en la cintura de los dos caballeros y su mirada fue de ellas a los ojos de Roberto. Este le sonrió brevemente. Ya podía volver a la sombra. No necesitaba hacer el desagradable papel de delator ante la corte. “Buen trabajo, Roberto, buen trabajo”, se decía.
Los hermanos Aunay, con la cabeza llena de ensueños, regresaron a su puesto en la comitiva.
Con las campanas al vuelo de todas las iglesias de Clermont, de todas las capillas, de todos los conventos, subían de la pequeña villa llena de alegría, prolongados clamores de bienvenida dirigidos a la hermosa reina de veintidós años, que traía a la corte de Francia la más inesperada desdicha.
VII

DE TAL PADRE, TAL HIJA

Un candelabro de plata esmaltada, rematado por un grueso cirio rodeado de una corona de velas, alumbraba la mesa repleta de pergaminos que el rey acababa de examinar. Al otro lado de los ventanales se hundía el parque en el crepúsculo; e Isabel, de cara a la noche, observaba cómo las sombras iban cubriendo los árboles.
Desde la época de Blanca de Castilla, Maubuisson, en las cercanías de Pontoise, era morada real. Felipe lo había convertido en uno de sus lugares habituales. Tenía afición a ese señorío, encerrado entre altas murallas, por su parque y su abadía, donde unas monjas benedictinas llevaban una vida apacible, entregadas a los oficios. El castillo era grande, pero Felipe el Hermoso apreciaba su tranquilidad.
-Allí me aconsejo a mí mismo – había declarado cierto día a sus familiares.
Isabel había llegado después del mediodía, al término de su viaje. Se había enfrentado a sus tres cuñadas. Margarita, Juana y Blanca con rostro risueño, y había respondido con voz de circunstancias a sus palabras de bienvenida.
La cena había sido breve. Y ahora Isabel se hallaba encerrada con su padre en la sala donde a él le gustaba aislarse. El rey Felipe la miraba con helada expresión que dedicaba a cualquier criatura humana, así fuera su propio hijo. Aguardaba a que ella hablara, mas Isabel no osaba hacerlo. “Le haré tanto daño”, pensaba. Y de pronto, de resultas de estar enfrente a su padre, de aquel parque, de aquellos árboles, de aquel silencio, Isabel se sintió invadida de un ramalazo de recuerdos de la infancia, y una amarga compasión de sí misma apretó su garganta.
-Padre mío – dijo -, padre mío, soy desdichada. ¡Ah! ¡Cuán lejana me parece Francia desde que soy reina de Inglaterra! ¡Cómo hecho de menos los días que se fueron!
Estaba luchando contra la tentación de las lágrimas.
-¿Acaso habéis emprendido este viaje para comunicarme esto? – dijo el rey serenamente.
-¿A quién sino a mi padre puedo confesar que no soy feliz?
El rey miró hacia la ventana, ahora oscura, cuyos cristales hacía vibrar el viento, luego a las velas y por fin al fuego.
-Ser feliz... – dijo lentamente -. ¿Y qué es la felicidad, hija mía?, sino ajustarse al propio destino.
Estaban sentados frente a frente en sitiales de roble.
-Soy reina, es verdad – dio Isabel en voz baja -, pero, ¿acaso se me treta como tal?
-¿Os han causado algún daño?
Su pregunta no implicaba ignorancia: sabía demasiado lo que ella respondería.
-¿Ignoráis, acaso, con quién me casasteis? – dijo ella -. Acaso es marido aquél que deserta de mi lecho desde el primer día? ¿Lo es aquél que a quien ni los cuidados, ni las deferencias, ni las sonrisas que provienen de mí, arrancan una sola palabra? ¿Aquel que huye de mí como si estuviera leprosa y distribuye, no entre favoritas sino entre hombres, padre mío, ¡entre hombres!, los favores que a mí me niega?
Felipe el Hermoso estaba enterado de todo ello desde hacía mucho tiempo y desde hacía mucho tiempo tenía preparada su respuesta.
-No te case con un hombre- dijo -, sino con un rey. No os sacrifiqué por error. ¿Tengo que enseñaros, Isabel, que nos debemos a nuestro estado y que no hemos nacido para abandonarnos a nuestros dolores humanos? No vivimos nuestras propias vidas sino la de nuestros reinos, y sólo en esto podemos buscar nuestra satisfacción... en ajustarnos a nuestro destino.
Al hablar, se había acercado al candelabro y la luz hacía resaltar los marfileños relieves de su rostro.
Sólo hubiera podido amar a un hombre como él”, pensó Isabel, “y jamás amaré porque no encontraré otro igual”. Y luego, en voz alta, exclamó:
-No he venido a Francia a llorar por mi desgracia, padre mío; pero os agradezco que me hayáis recordado ese respeto de sí mismo que conviene a las personas reales; y que, para nosotros, nada ha de contar la felicidad. Ojalá que a vuestro alrededor todos pensaran igual que vos.
-¿Por qué habéis venido?
Ella tomó aliento.
-Porque mis hermanos se han casado con tres zorras, padre mío, porque li he sabido y soy tan ávida como vos de defender el honor.
Felipe el Hermoso suspiró.
-Sé que no amáis a vuestras cuñadas, pero lo que os separa...
-Lo que me separa, padre mío, es la honestidad.
Sé ciertas cosas que os han ocultado. Escuchadme, pues no traigo solamente palabras. ¿Conocéis al joven Gualterio de Aunay?
-Son dos hermanos a quienes siempre confundo. Su padre estuvo conmigo en Flandes. Ese de quien me habláis casó con Inés de Montmorercy, ¿no es cierto?, y está con mi hijo Poitiers, en calidad de escudero...
-Está también con vuestra nuera, Blanca, pero en otro menester. Su hermano menor, Felipe, que está al servicio de mi tío Valois...
-Sí – dijo el rey -, ya sé...
Un ligero pliegue horizontal marcaba su frente desprovista ordinariamente de toda arruga.
-¡Pues bien! Este está con Margarita, a quien elegisteis para que sea un día reina de Francia. En cuanto a Juana, no se le conoce amante; pero por lo menos se sabe que encubre los placeres de su hermana y de su prima, protege las visitas de los galanes a la torre de Nesle y cumple a maravilla un oficio que tiene un nombre muy antiguo... Y sabed que toda la corte habla de esto, excepto vos.
Felipe el Hermoso alzó la mano.
-¿Vuestras pruebas, Isabel?
-Las hallaréis al cinto de los hermanos de Aunay. Allí veréis, colgando, las limosneras que envié el mes pasado a mis cuñadas, las cuales reconocí ayer sobre esos gentiles hombres, en la escolta que me acompañó aquí. No me ofende el poco aprecio que vuestras nueras hacen de mis obsequios. Pero tales joyas entregadas a escuderos no pueden ser sino pago de un servicio. Imaginad vos cuál. Si necesitáis otros hechos creo poder suministrároslos fácilmente.
Felipe el Hermoso miró a su hija.
Había lanzado su acusación sin vacilar, sin flaquear, con algo de determinado e irreductible en sus pupilas, en lo que se reconoció a él mismo. En verdad, era hija suya.
El rey se levantó y permaneció largo rato en pie ante la ventana.
-Venid dijo al fin -. Vamos a sus habitaciones.
Abrió la puerta, atravesó una habitación oscura y empujó otra puerta que daba al camino de ronda. De golpe, el viento de la noche los envolvió, y agitó e hizo flotar tras ellos sus amplios ropajes. Las ráfagas sacudían las pizarras de la techumbre. De abajo subía olor a tierra húmeda. Al paso del rey y de su hija se levantaban los soldados a lo largo de las almenas.
Las habitaciones de las tres nueras estaban en la otra ala del castillo. Cuando se halló frente a la puerta de las princesas, Felipe el Hermoso se detuvo un instante. Escuchó. Risas y chillidos de alegría llegaban a él a través de la hoja de roble. Miró a Isabel.
-Es preciso – dijo.
Isabel inclinó la cabeza en silencio y el rey abrió la puerta.
Margarita, Juana y Blanca lanzaron un grito de sorpresa, y su risa se cortó en seco.
Se entretenían jugando con unos títeres con los que reconstruían una escena inventada por ellas. La cual arreglada por un titiritero las divirtió mucho; pero irritó al rey.
Los títeres reproducían a los principales personajes de la corte. El pequeño escenario representaba la cámara del monarca donde estaba acostado en un lecho bajo dosel de oro. Monseñor de Valois llamaba a la puerta y pedía hablar con su hermano. Hugo de Bouville el chambelán, respondía que el rey no podía verlo y que había prohibido que lo molestaran. Monseñor de Valois se alejaba furioso. Acudían luego las figuras de Luis de Navarra y de su hermano Carlos. Bouville daba respuesta a los hijos del rey. Por último, precedido de tres guardias con sendos mazos, se presentaba Enguerrando de Marigny. Al instante se le abría la puerta de par en par, diciéndole: “Sed bien venido, monseñor, el rey tiene grandes deseos de veros.”
Esta sátira de las costumbres de la corte había irritado grandemente a Felipe el Hermoso, quien prohibió que se repitiera; pero las jóvenes princesas lo desobedecían en secreto y se divertían mucho más sabiendo que estaba prohibido.
Variaban el texto y lo enriquecían con innovaciones y burlas, sobre todo cuando manejaban las figuras que representaban a sus respectivos maridos.
Al entrar el rey e Isabel, se sintieron como escolares cogidos en falta.
Rápidamente, Margarita cogió una sobrevesta que yacía sobre una silla y se la tiró encima para cubrir su escote demasiado amplio. Blanca echo para atrás su cabellera, desprendida al simular el enojo del tío Valois.
Juana, que era la que conservaba más la calma, dijo con viveza:
-Hemos terminado, Sire, hemos terminado. Lo habáis podido oír todo sin sentiros ofendido. En seguida arreglaremos las cosas.
Y dio unas palmadas.
-¡Hola! Comminges, Beaumont...
-Es inútil que llaméis a vuestras damas – dijo secamente el rey.
Apenas había mirado el juego; las miraba a ellas. La más joven, Blanca, tenía dieciocho años; las otras dos, veintiuno. Las había visto crecer, embellecerse, desde que llegaron a la corte a los doce o trece años para casarse con sus hijos. Pero no parecían haber adquirido más sensatez de la que tenían entonces. Jugaban aún con muñecas. ¿Sería verdad lo que había dicho Isabel? ¿Podía albergarse tan gran malicia femenina en aquellos seres que le seguían pareciendo criaturas? “Tal vez no conozco a la mujeres”, se dijo.
-¿Dónde están vuestros esposos? – preguntó.
-En la sala de armas, Sire – dijo Juana.
-Ya veis, no he venido solo – dijo el rey -. A menudo decís que vuestra cuñada no os quiere. Sin embargo, me he enterado de que os ha hecho a cada una de vosotras un muy hermoso presente...
Isabel vio extinguirse la luz de los ojos de Margarita y de Blanca.
-¿Queréis mostrarme esas limosneras que habéis recibido de Inglaterra? –prosiguió diciendo Felipe el Hermoso lentamente.
El silencio que siguió abrió un profundo abismo. De un lado estaban Felipe el Hermoso, Isabel, la corte, los barones, el reino; del otro, tres mujeres culpables y descubiertas para las cuales empezaba una espantosa pesadilla.
-¿Y bien hijas mías! – dijo el rey -. ¿Por qué ese silencio?
Continuaba mirándolas fijamente, con aquellos ojos inmensos cuyos párpados jamás se encontraban.
Por fin habló Juana:
-Dejé la mía en París.
-Yo también, yo también – dijeron las otras dos, al instante.
Felipe el Hermoso. Lentamente se encaminó hacia la puerta. Sus nueras. Lívidas observaban sus movimientos.
La reina Isabel se había recostado contra la pares, y respiraba agitadamente.
El rey sin volverse exclamó:
-Puesto que dejasteis las limosneras en París, enviaremos a dos escuderos que vallan a buscarlas inmediatamente.
Abrió la puerta, llamó a un guardia y le dio la orden de ir en busca de los hermanos de Aunay.
Blanca no resistió más. Se dejó caer sobre un taburete, vacía de sangre la cabeza, detenido el corazón, y su frente se inclinó hacia un lado, como si fuera a desplomarse al suelo. Juana la sacudió con fuerza para obligarla a recobrarse.
Margarita, con sus pequeñas manos morenas, retorcía maquinalmente le cuello de un títere.
Isabel no se movía. Sentía sobre sí las miradas de Margarita y Juana. Le pesaba su papel de delatora, y de pronto experimentó una gran fatiga. “Seguiré hasta el final”, pensó.
Los hermanos de Aunay entraron presurosos, confundidos, empujándose casi, en su deseo de servir y de hacerse valer.
Isabel extendió la mano.
-Padre mío – dijo -, estos caballeros parecen haber adivinado vuestro deseo puesto que traen colgadas de su cintura las limosneras que queríais ver.
Felipe el Hermoso se volvió hacia sus nueras.
-¿Podéis explicarme por qué esos escuderos se adornan con los regalos que os ha hecho vuestra cuñada?
Nadie respondió.
Felipe de Aunay miró asombrado a Isabel, como un perro que no comprende por qué es apaleado, y luego volvió sus ojos hacia su hermano mayor en busca de protección. Gualterio tenía la boca entreabierta.
-¡Guardia! ¡Al rey! – gritó Felipe el Hermoso.
Su voz erizó los cabellos de todos los presentes y repercutió, insólita y terrible, a través del castillo y de la noche. Hacía diez años, desde la batalla de Mons- en-Pévéle, exactamente, en la que había reagrupado sus tropas y forzado la victoria, que no se le había oído gritar. Nadie recordaba que tuviera tal fuerza en su garganta. Por otra parte, fue la única palabra que pronunció de ese modo.
-¡Llamad a vuestro capitán! – dijo a uno de los hombres que acudieron.
A otros les mandó que se quedaran a la puerta.
Se oyó una fuerte galopada por el camino de ronda, y apareció messire Alán de Pareilles con la cabeza descubierta, terminando de ajustar su uniforme.
-Messire Alán – dijo el rey – cuidaos de esos dos escuderos. Calabozo y cadenas. Tendrán que responder ante mi justicia.
Gualterio de Aunay quiso encontrar una salida.
-Sire – balbuceó -, Sire...
-Basta – dijo Felipe el Hermoso -. Desde ahora os dirigiréis al señor de Nogaret. Messire de Pairelles – prosiguió -, las princesas permanecerán bajo vuestra custodia hasta nuevo aviso. Prohíbo que ninguna de ellas salga de aquí. Prohíbo que nadie, ni sus criadas, ni sus parientes, ni aún sus mismos maridos penetren en esta sala o hablen con ellas. Vos me responderéis.
Por sorprendentes que fueran tales órdenes, Alán de Pairelles las escuchó sin pestañear. El hombre que había arrestado al gran maestre de los Templarios no podía asombrarse por nada. La voluntad del rey era su única ley.
-Veamos, caballeros... – apremió a los hermanos de Aunay, señalándoles la puerta.
Al ponerse en marcha, Gualterio dijo por lo bajo a su hermano:
-Oremos, hermano mío, todo está perdido...
Y luego, sus pasos, confundidos con los de los soldados, fueron apagándose sobre las losas.
Margarita y Blanca escucharon aquellos pasos que se llevaban sus amores, su honor, su fortuna, su vida entera. Juana se preguntaba si lograría disculparse alguna vez. Bruscamente, Margarita arrojó al fuego el muñeco destrozado.
Blanca estaba a punto de desvanecerse de nuevo.
-Ven, Isabel – dijo el rey.
Salieron. La joven reina de Inglaterra había ganado: mas se sentía cansada y extrañamente conmovida, porque su padre le había dicho: “Ven, Isabel.” Era la primera vez que la tuteaba desde su infancia.
Rehicieron el camino por el corredor de ronda. El viento empujaba desde el este enormes nubes oscuras. El rey pasó por sus habitaciones y tomando un candelabro de plata se fue en busca de sus hijos.
Su enorme sombra se hundió en la escalera de caracol. El corazón le pesaba dentro del pecho, y ni siquiera sentía gotear la cera en su mano.
VIII

MAHAUT DE BORGOÑA

Hacia medianoche, dos caballeros, que habían tomado parte en la escolta de Isabel se alejaban del castillo de Maubuisson: eran Roberto de Artois y su fiel e inseparable Lormet, a la vez criado, escudero de armas, compañero de ruta, confidente y ejecutor de cualquier faena.
Desde que Roberto había tomado s su servicio a Lormet huido de la casa de los condes de Borgoña por algún asunto “de orca” no se había apartado de él ni un minuto ni un jeme. Era asombroso ver aquel hombrecito regordeta, encorvado y ya encanecido, preocuparse en todo momento por su joven y gigantesco amo y seguirlo paso a paso, secundarlo en cualquier empresa, como había hecho recientemente en la celada tendida a los hermanos Aunay.
Clareaba el día cuando los dos jinetes llegaron a las puertas de París. Pusieron los sudorosos caballos al paso y Lormet bostezó su buena docena de veces. A sus cincuenta años resistía mejor que un joven escudero las largas cabalgatas, pero lo abatía la falta de sueño.
En la plaza de Greve se realizaba la habitual reunión de jornaleros en busca de trabajo. Capataces de los astilleros reales y patronos de barcos circulaban entre los grupos concertando peones, cargadores, y mozos de cuerda. Roberto de Artois atravesó la plaza y tomó por la calle de Mauconseil donde vivía su tía, Mahaut de Artois.
-Verás, Lormet – dijo el gigante -. Quiero que esa perra oiga su desdicha por mi boca. Se acerca uno de los momentos más placenteros de mi vida. Quiero ver la condenada facha que pone mi tía cuando le cuente lo que pasa en Maubuisson. Quiero que vaya a Pontoise y que contribuya a su ruina; que rebuzne ante el rey y que reviente de despecho.
Lormet lanzó un largo bostezo.
-Reventará, monseñor, reventará. Estad seguro de ello – dijo -, hacéis todo lo posible para eso.
Llegaron al espléndido palacio de los condes de Artois.
-¿No es una villanía que ella viva en este gran palacio que construyó mi abuelo? – prosiguió Roberto -. ¡Yo soy quién debería vivir aquí!
-Viviréis, monseñor, viviréis.
-y te nombraré portero, con cien libras al año.
-Gracias, monseñor – respondió Lormet como si ya tuviera el alto cargo y el dinero en el bolsillo.
Artois saltó de su percherón, arrojó las bridas a Lormet y asió la aldaba con la que descargó unos golpes como para tirar la puerta abajo.
Se abrió el claveteado batiente para dar paso a un guardián de elevada estatura. Bien despierto, que llevaba en la mano un garrote como el brazo.
-¿Quién va? – preguntó el guardián, indignado ante tanto alboroto.
Pero Roberto de Artois lo apartó de un empellón y entró en el palacio. Una decena de criados y sirvientes se afanaban en la limpieza matinal de la morada. Roberto, empujando a todos, subió al piso de las habitaciones, y lanzó estentóreo:
-¡Ah de la casa!
Acudió un lacayo, muy asustado con un balde en la mano.
-¡Mi tía, Picard! ¡Necesito ver a mi tía inmediatamente!
Picard, de ralos cabellos y cabeza chata, depositó su balde en el suelo y dijo:
-Está comiendo, monseñor.
-¡Bueno! ¡No me opongo! ¡Comunícale mi llegada, a prisa!
Roberto de Artois iba componiendo rápidamente en su rostro una máscara de pesar y de angustia, mientras seguía al lacayo hasta la habitación.
La condesa Mahaut de Artois, par del reino, ex-regente del Franco-Condado, era una robusta mujer de unos cuarenta y cinco años, de sólida estructura, cuerpo macizo y fuertes caderas. Su rostro bajo la gordura daba impresión de fuerza y voluntad. Tenía la frente alta, ancha y combada, los cabellos aún castaños, los labios con demasiado bozo y la boca roja.
Todo era grande en aquella mujer: sus rasgos, sus miembros, su apetito, su cólera, su avidez, sus emociones y el ansia de poder. Con energía de soldado y tenacidad de legista manejaba su corte de Arrás, como había manejado la de Dole, vigilando la administración de sus territorios, exigiendo la obediencia de sus vasallos, manejando la fuerza ajena y aniquilando sin piedad al enemigo descubierto.
Doce años de lucha con su sobrino le habían enseñado a conocerle bien. Cada vez que surgía una dificultad, cuando los señores de Artois se insubordinaban, cuando una villa protestaba contra los impuestos, Mahaut podía estar segura de que Roberto estaba detrás de ello.
-Es un lobo salvaje, un gran lobo falso y cruel – decía ella -. Pero yo tengo la cabeza más firme y sé que acabará por destruirse a sí mismo, a fuerza de emprender demasiadas cosas.
Hacía meses que apenas se dirigían la palabra y sólo se veían, por obligación, en la corte.
Aquella mañana, sentada ante una mesita puesta a los pies de la cama, Mahaut consumía, tajada tras tajada, un pastel de liebre que constituía el principio de su comida del despertar.
Así Roberto se esforzaba por fingir inquietud y tristeza, ella, al verlo entrar, simuló naturalidad e indiferencia.
-¡Vaya! Os veo muy despierto a hora tan temprana, mi sobrino. ¡Llegáis como la tormenta! ¿A qué se debe tanta prisa?
-¡Tía, tía mía! – exclamó Roberto -. ¡Todo está perdido!
Mahaut, sin cambiar de actitud, se echó tranquilamente al coleto un jarro de vino de Artois, color de rubí, proveniente de sus tierras y cuyo sabor prefería a cualquier otro.
-¿Qué habéis perdido, Roberto? ¿Otro proceso? – preguntó.
-Tía, os juro que no es éste el momento de zaherirnos con ironías. La desdicha que se abate sobre nuestra familia no admite bromas.
-¡Qué desdicha para uno puede serlo para el otro? – dijo Mahaut, con tranquilo cinismo.
-Tía, estamos en manos del rey.
Mahaut dejó traslucir cierta inquietud en su mirada. Se preguntaba qué trampa le estaría tendiendo y el porqué de ese preámbulo.
Con su ademán acostumbrado, se recogió las mangas enseñando un brazo grueso y carnoso. Luego, golpeando la mesa con la mano, llamó:
-¡Thierry!
-Tía, no podría hablar delante de nadie que no seáis vos – exclamó Roberto -. Lo que tengo que deciros concierne a nuestro honor.
-¡Bah! Podéis decir todo delante de mi canciller.
Ella desconfiaba y quería tener un testigo.
Por unos instantes ellos se midieron con la mirada; ella a la expectativa, el deleitándose con la comedia que representaba. “Llámalos, anda, llama a todo el mundo y que se enteren”, pensaba.
Resultaba curioso ver a aquellos dos seres, que tantos rasgos tenían en común, a aquellos dos de la misma sangre que tanto se asemejaban entre sí y tanto se detestaban.
Se abrió la puerta y apareció Thierry de Hirson. Canónigo capitular de la catedral de Arrás, canciller de Mahaut en la administrción de Artois y también un poco amante de la condesa, aquel hombrecito rechoncho, de cara redonda y nariz puntiaguda y blanca, no estaba desprovisto de prestancia y autoridad.
Saludó a Roberto y le dijo, mirándole con los párpados casi cerrados, lo que obligaba a echar la cabeza muy atrás.
-Es raro que nos visitéis, monseñor.
-Al parecer, mi sobrino tiene una gran desgracia que contarme – dijo Mahaut.
-¡Ay de mí! – profirió Roberto, dejándose caer en una silla.
Se tomaba su tiempo; Mahaut comenzaba a dar muestras de impaciencia.
-Tía, en otro tiempo hemos tenido nuestras diferencias – prosiguió.
-Mucho más que eso, sobrino: ruines querellas que terminaron mal para vos.
-Cierto, cierto, y Dios es testigo de que os he deseado todo el mal de este mundo.
Volvía a utilizar su treta favorita: demostrar una sencilla franqueza y confesar sus aviesas intenciones, para disimular el arma que tenía en la mano.
-Pero jamás os hubiera deseado esto – prosiguió -, jamás. Pues vos me sabéis buen caballero y firme en todo lo que atañe al honor.
-Pero,¿qué ha ocurrido? ¡Habla ya! – gritó Mahaut.
-Vuestras hijas, mis primas, están convictas de adulterio y arrestadas por orden del rey. Y Margarita con ellas.
Mahaut no se sobresaltó al instante. No lo creía.
-¿Quién te ha contado ese cuento?
-Lo sé por mí mismo, tía; y toda la corte está enterada. Sucedió a la caída de la noche.
Se regodeaba en hacer consumir a Mahaut contándole el asunto gota a gota y solamente lo que quería.
-¿Y ellas han confesado? – preguntó Thierry de Hirson, mirando siempre por debajo de los párpados.
-No lo sé – respondió Roberto -. Pero los jóvenes de Aunay confiesan en este momento en manos de vuestro amigo Nogaret.
-Mi amigo Nogaret... – repitió lentamente Thierry de Hirson. Aunque fueran inocentes, con él saldrán más negras que la pez.
-Tía – continuó Roberto -, en plena noche he hecho las diez leguas de Pontoise a París para venir a avisaros, pues nadie pensaba en ello. ¿Creéis todavía que me traen malos sentimientos?
En la dramática incertidumbre en que se hallaba, Mahaut alzó los ojos hacia su gigantesco sobrino y pensó. “Tal vez sea capaz de un buen gesto.”
Luego, con acento de enfado, le dijo:
-¿Quieres comer?
Por estas simples palabras comprendió Roberto que había sido verdaderamente herida.
Cogió de la mesa un faisán frío, lo rompió con las manos en dos pedazos y le hincó el diente. Súbitamente, vio que su tía cambiaba de color. Un rojo escarlata invadía su garganta, por encima del escote bordeado de armiño, luego el cuello y la parte inferior de la cara. La sangre se le subía a la cabeza hasta ponerla de color carmesí. La condesa Mahaut se llevó la mano al pecho.
-“¡Ya está!” pensó Roberto. “¡Ahora revienta! ¡Va a reventar!”
Se equivocó. La condesa se puso en pié, barriendo de la mesa el pastel de liebre, los jarros y las fuentes de plata, que cayeron al suelo con estrépito.
-¡Zorras! – aullaba -. ¡Con todo lo que hice por ellas! ¡Con los matrimonios que les arreglé!... ¡Dejarse atrapar como bellacas! ¡Pues bien! ¡Que lo pierdan todo! ¡Que las encierren, que las empalen, que las cuelguen!
El canónigo-canciller no se inmutó. Estaba habituado a los furores de la condesa.
-Ved, justamente es lo que yo pensaba – dijo Roberto con la boca llena -. ¡Mal os han agradecido vuestros afanes!...
-¡Debo ir a Pontoise al momento! – dijo Mahaut sin escucharlo. Tengo que verlas y decirles lo que deben responder.
-Dudo que lo logréis, tía. Están incomunicadas y nadie puede...
-Entonces hablaré con el rey. ¡Beatriz! ¡Beatriz! – llamó dando unas palmadas.
Se movió una colgadura y una soberbia joven de unos veinte años de edad, morena, alta, de pecho redondo y firme, entró sin prisa. En cuanto la vio Roberto, se sintió atraído por ella.
-Beatriz, lo has oído todo, ¿verdad? – preguntó Mahaut.
-Sí, señora – respondió la joven con voz un poco burlona, que arrastraba el final de las palabras -. Estaba detrás de la puerta, como de costumbre.
Esta curiosa lentitud que tenía en el hablar, la tenía también en la manera de andar y de mirar. Daba la sensación de una ondulante voluptuosidad. De una anormal placidez, pero la ironía le bailaba en los ojos, enmarcados por largas pestañas negras. La desdicha ajena, sus luchas y sus dramas seguramente le complacían.
-Es la sobrina de Thierry – dijo Mahaut a su sobrino, señalándola -. La he hecho primera doncella de compañía.
Beatriz de Hirson contemplaba a Roberto de Artois con disimulado pudor. Era obvio que sentía curiosidad por conocer a aquel gigante, de quien había oído hablar como de un malhechor.
-Beatriz – prosiguió Mahaut -, haz que preparen mi litera y que ensillen seis caballos. Salimos para Pontoise.
Beatriz seguía mirando a Roberto a los ojos, como si nada hubiera oído. Había en ella algo de irritante y turbio. Inspiraba a los hombres, desde el primer momento, un sentimiento de inmediata complicidad, como si estuviera dispuesta a no ofrecer ninguna resistencia. Pero a la vez, les obligaba a preguntarse si era completamente estúpida o si se burlaba socarronamente de ellos.
¡Qué mujer! Sería buen pasatiempo para la noche”, pensaba Roberto mientras ella se alejaba sin prisa.
Del faisán sólo quedaba un hueso que arrojó al fuego. Ahora sentía sed. Tomó el jarro del que Mahaut se había servido y trasegó un buen trago.
La condesa se paseaba por el cuarto de lado a lado arremangándose.
-No os dejaré sola este día, tía – dijo de Artois -. Os acompañaré. Es un deber familiar.
Mahaut alzó hacia él los ojos. Todavía sospechaba. Por fin se decidió a tenderle ambas manos.
-Me has hecho mucho daño, Roberto y apuesto que me harás mucho más. Pero debo reconocer que hoy te has portado como un buen muchacho.
IX

LA SANGRE DE REYES

Comenzaba a penetrar el día en los sótanos largos y bajos de techo del viejo castillo de Pontoise, donde Nogaret acababa de interrogar a los hermanos de Aunay. Se oyó cantar un gallo, luego dos, y una bandada de gorriones pasó junto a los tragaluces que habían abierto para renovar el aira. En la pared chisporroteaba una antorcha, agregando su acre olor al de los cuerpos torturados. Guillermo de Nogaret dijo con voz cansada:
-La antorcha.
Uno de los verdugos se apartó del muro contra el cual se apoyaba para descansar, y tomó de un rincón una antorcha nueva. Encendió su extremo pegándola a las brasas de un trébede, en que enrojecían los hierros, ahora ya innecesarios, de la tortura. Luego quitó de su soporte la antorcha gastada, que apagó y la sustituyó por la nueva. Luego volvió a su lugar, junto a su compañero. Los dos “atormentadores” como se les llamaba, mostraban los ojos cercados de rojo por la fatiga. Sus brazos, velludos y musculosos, manchados de sangre, pendían a lo largo de sus delantales de cuero. Olían mal.
Nogaret se levantó del taburete donde había estado sentado durante el interrogatorio y su delgada silueta dibujó una sombra temblorosa sobre las piedras grisáceas.
Del extremo del sótano llegó un jadeo entrecortado por sollozos; los hermanos Aunay parecían gemir con una sola voz.
Nogaret se inclinó sobre ellos. Los dos rostros tenían una extraña semejanza. La piel era del mismo gris, con regueros húmedos, y sus cabellos, pegados por el sudor y la sangre, revelaban la forme del cráneo. Un continuo temblor acompañaba a los gemidos, que brotaban de sus labios desgarrados.
Gualterio y Felipe de Aunay habían sido primero niños y luego jóvenes felices. Habían vivido para sus placeres y sus deseos, sus ambiciones y sus vanidades. Como todos los adolescentes de su rango siguieron la carrera de las armas; pero nunca habían sufrido sino pequeños males o aquellos que inventa la fantasía. Hasta ayer participaban en el cortejo de los poderosos, y cualquier esperanza les parecía legítima. Había transcurrido una sola noche, y ahora eran sólo dos animales despedazados, y si aún se sentían capaces de desear, no deseaban más que el aniquilamiento.
Sinmuestra alguna de compasión ni siquiera de desagrado, Nogaret observó un momento a los jóvenes y se enderezó. El sufrimiento y la sangre de los demás, los insultos de sus víctimas, su odio y desesperación no lo inmutaban en absoluto. Tal tranquilidad, que era una disposición natural en él, le ayudaba a servir los superiores intereses del reino. Tenía la vocación del bien público, como otros la tienen para el amor.
Vocación, ése es el nombre noble de una pasión. Aquel espíritu de plomo y hierro no conocía dudas ni límites cuando se trataba de satisfacer a la razón de Estado. Para él nada contaban los individuos; él mismo, muy poco.
Hay en la Historia un linaje singular, siempre renovado, de fanáticos del orden. Consagrados a un ídolo absoluto y abstracto, las vidas humanas no sol para ellos de ningún valor, si obstaculizan el dogma de las instituciones, y se diría que han olvidado que la colectividad a la que sirven está compuesta de hombres.
Nogaret, al torturar a los hermanos de Aunay, no oía siquiera sus quejas; eliminaba, simplemente, causas de desorden.
Los Templarios fueron más duros”, se dijo. No había tenido para ayudarles más que los torturadores locales, y no necesitó los de la Inquisición de París.
Sintió un pinchazo en los riñones y vago dolor le invadió la espalda. “Es el frío”, murmuró. Hizo cerrar el tragaluz y se aproximó al trébede donde aún había brasas. Extendió las manos y las frotó una contra otra; luego se friccionó los riñones gruñendo.
Los dos verdugos, apoyados aún contra la pared, parecían dormitar.
Sobre la estrecha mesa donde había escroto, él mismo, toda la noche – pues el rey ordenó que no usase secretario ni escribano – comprobó las hojas del interrogatorio, las arregló en una carpeta de vitela y luego suspiró, se dirigió a la puerta y salió.
Entonces los atormentadores acudieron junto a Gualterio y Felipe de Aunay, y trataron de hacerlos incorporar. Como no pudieron lograrlo, tomaron en sus brazos aquellos cuerpos que habían torturado y los llevaron, como si fueran dos niños enfermos, a un calabozo cercano.
Del viejo castillo de Pontoise, que sólo se utilizaba como capitanía y prisión, a la residencia real de Maubuisson, había una media legua. Nogaret la recorrió a pie, escoltado por guardias de la alcaldía. Marchaba con paso rápido, al aire frío de la mañana cargado de perfumes del bosque.
Sin responder al saludo de los arqueros, atravesó el patio de Maubuisson y entró en el edificio, ajeno a los cuchicheos y al aspecto de vela mortuoria de los chambelanes y gentiles hombres reunidos en la sala de guardia.
-¡El rey! – pidió.
Un escudero se precipitó para acompañarle a sus habitaciones, y el guardasellos se halló cara a cara con la familia real.
Felipe el Hermoso estaba sentado, apoyado el codo en el brazo de su sitial, y el mentón en la mano. Azulencas ojeras enmarcaban sus ojos. A su lado estaba Isabel; las dos trenzas doradas que encuadraban su rostro, acentuaban la dureza de sus rasgos. Ella era la artífice de la desgracia. Parecía compartir la responsabilidad del drama; y por ese extraño vínculo que une al delator con el culpable, se sentía como acusada.
Monseñor de Valois repiqueteaba nerviosamente sobre la mesa y movía la cabeza como si algo le oprimiera la garganta. También asistía a la reunión el segundo hermano del rey, o mejor, hermanastro, monseñor Luis de Francia, conde de Evereux, de aspecto tranquilo y ropas sin ostentación.
Estaban finalmente, unidos en su común infortunio, los tres principales interesados, los tres hijos del rey, los tres esposos sobre los cuales acababa de abatirse la catástrofe y el ridículo: Luis de Navarra, sacudido por accesos nerviosos; Felipe de Poitiers, rígido por el esfuerzo que hacía para mantener la calma; y Carlos, por último, con su hermoso semblante de adolescente, asolado por el primer pesar de su vida.
-¿Han confesado, Nogaret? – preguntó el rey.
-¡Ay, señor! Es algo vergonzoso, horroroso y han confesado.
-Léenoslo.
-“Nos, Guillermo de Nogaret, caballero, secretario general del reino y guardasellos de Francia, por la gracia de nuestro amado Sire, el rey Felipe IV, y por orden del mismo, hoy veinticuatro de abril de mil trescientos catorce, entre media noche y hora prima, en el castillo de Pontoise y con la ayuda de los atormentadores de dicha villa hemos oído, sobre un cuestionario previo, a los sires Gualterio de Aunay “bachiller” ante el monseñor Felipe, conde de Poitiers, y Felipe de Aunay escudero de monseñor Carlos, conde de Valois...” (El aspirante (bachiller), en la antigua jerarquía feudal, estaba entre el caballero y el escudero. Este título se aplicaba ora a los gentiles-hombres que no tenían medios de hacer una leva, es decir, una tropa personal, ora a los jóvenes señores que aspiraban a ser armados caballeros. El escudero, literalmente, era el que llevaba el escudo al caballero; pero el hombre se usaba indistintamente como término genérico para designar a bachilleres y varlets. Estos eran jóvenes asentados con un señor para hacer el aprendizaje de caballeros.)
A Nogaret le gustaba el trabajo bien hecho. Ciertamente los dos de Aunay habían empezado negando, pero el guardasellos tenía una manera de llevar los interrogatorios ante la cual no podían durar mucho tiempo los escrúpulos de la galantería. Obtuvo de los jóvenes confesión completa y circunstanciada. Tiempo en que empezaron las aventuras de las princesas, fechas de los encuentros, las noches en la torre de Nesle, nombres de los criados cómplices, todo, en fin, lo que para los culpables había representado pasión, fiebre y placer estaba expuesto, enumerado, consignado y detallado en la minuta del interrogatorio.
Isabel no se atrevía a mirar a sus hermanos, y ellos mismos dudaban de mirarse entre sí. Durante casi cuatro años habían sido engañados, envilecidos, vilipendiados, deshonrados. Cada palabra de Nogaret los agobiaba de desdicha y vergüenza.
Luis de Navarra estaba dándole vueltas a un pensamiento terrible, que le había nacido al oír las fechas. “Durante los seis primeros años de matrimonio no tuvimos hijos – se decía -. Y tuvimos uno cuando ese Felipe de Aunay se acostó con Margarita... En ese caso, ¡la pequeña Juana...!” y nada oyó ya, porque no cesaba de repetirse: “¡Mi hija no es mía...! ¡mi hija no es mía!” La sangre zumbaba en su cabeza.
El conde de Poitiers se esforzaba en no perder una palabra de la lectura. Nogaret no había podido arrancar de los hermanos Aunay la confesión de que la condesa Juana tuviera un amante, ni hacerles pronunciar un nombre. Ahora bien, después de todo lo que habían confesado, era de creer que si hubieran conocido tal hombre, su hubiera existido, ellos lo habrían denunciado. Lo cual no quitaba que hubiera representado un papel infame. Felipe de Poitiers reflexionaba.
-“Considerando haber aclarado suficientemente la causa, y hecha inaudible la voz de los prisioneros, hemos decidido cerrar el interrogatorio, para dar parte al rey nuestro Sire”
Nogaret había concluido. Recogió sus papeles y esperó.
Al cabo de unos instantes, Felipe el Hermoso levantó el mentón de la palma de la mano.
-Messire Guillermo – dijo -, nos habéis informado claramente sobre cosas dolorosas. Cuando hayamos juzgado, destruiréis eso – señalaba el pergamino -, a fin de que no quede rastro alguno fuera del secreto de nuestras memorias.
Nogaret se inclinó y salió.
Hubo un largo silencio, luego alguien de improviso gritó.
-¡No!
Era el príncipe Carlos que se había puesto en pie. Repitió: “¡No!”, como si la verdad le resultara imposible de admitir. Su barbilla temblaba, sus mejillas estaban teñidas de rojo y no lograba contener las lágrimas.
-Los Templarios... – dijo alucinado.
-¿Qué queréis decir? – preguntó Felipe el Hermoso.
No le agradaba que le recordaran el episodio demasiado reciente.
Sonaba todavía en sus oídos, como en los de todos los presentes menos Isabel, la voz del gran maestre: “¡Malditos hasta la decimotercera generación de vuestro linaje...!”
Pero Carlos no pensaba en la maldición.
-Aquella noche – tartamudeaba -, aquella noche estaban juntos...
-Carlos – dijo el rey : Habéis sido un esposo débil, fingid al menos que sois un príncipe fuerte.
Fue la única palabra de aliento que el joven recibió de su padre.
Monseñor de Valois no había dicho nada aún. Para él representaba una penitencia permanecer callado tan largo rato. Aprovecho el momento para estallar.
-¡Por todos los santos! – gritó -. ¡Cosas extrañas acaecen en el reino y bajo el mismo techo del rey! La caballería se extingue, señor y hermano mío, y con ella todo honor.
Y a renglón seguido pronunció una larga diatriba, que bajo su apariencia de embrollada perorata, destilaba abundante perfidia. Para Valois todo guardaba relación: los consejeros del rey, Marigny a la cabeza, abatían las órdenes de caballería, pero la moral pública se derrumbaba con el mismo golpe. Los legistas, “nacidos de la nada”, intentaban no sé que nuevo derecho sacado de las instituciones romanas, para reemplazar al bueno y antiguo derecho feudal: el resultado no se había hecho esperar. En tiempos de las cruzadas se podía dejar solas a las mujeres durante largos años. Sabían guardar el honor y ningún vasallo se hubiera atrevido a arrebatarlas a sus señores. Ahora todo era escándalo y licencia. ¿Cómo? ¡Hasta dos simples escuderos...!
-Uno de ellos pertenece a vuestra casa, hermano – le interrumpió secamente el rey.
-¡De la misma manera que el otro pertenece a la de vuestro hijo! – repitió Valois, señalando al conde de Poitiers.
Este abrió sus largas manos.
-Cualquiera de nosotros puede ser engañado por la criatura en quien ha depositado su confianza – dijo.
-¡Por eso mismo! – exclamó Valois, que de todo sacaba partido -. Por eso mismo no hay crimen mayor para un vasallo que cometer seducción y rapto de honor con la mujer de su señor. Los escuderos de Aunay han debido...
-Dalos por muertos, hermano – interrumpió el rey, con un pequeño gesto a la vez negligente y tajante, que equivalía a la más larga sentencia; y continuó -: Lo que debemos hacer ahora, es fijar la suerte de las princesas adúlteras... Hermano mío, permitid que antes interrogue a mis hijos... Hablad, Luis.
En el momento de abrir la boca, Luis de Navarra sufrió un acceso de tos y dos manchas rojas aparecieron en sus pómulos. Se hallaba poseído por la cólera, y su ahogo fue respetado.
-¡Pronto dirán que mi hija es bastarda! – exclamó cuando recobró al aliento -. ¡Eso dirán! ¡Bastarda!
-Luis, si sois el primero en gritarlo – dijo el rey, descontento -, los demás no se privarán de repetirlo.
-En efecto, en efecto – dijo Carlos de Valois, que no había pensado en ello aún, y cuyos grandes ojos azules brillaron bruscamente con una extraña luz.
-¿Por qué no gritarlo si es cierto? – repitió Luis, perdiendo el dominio de sí mismo.
-Luis, callaos – dijo el rey de Francia, golpeando la mesa -. Dignaos deciros, solamente, cuál es el castigo que queréis para vuestra esposa.
-¡Que muera! – respondió el Turbulento -. ¡Ella y las otras dos! ¡Las tres! ¡Que mueran, que mueran, que mueran!
Profería estas palabras con los dientes cerrados, y cortaba el aire con sus manos como si cortara cabezas.
Entonces Felipe de Poitiers, pidiendo a su padre la palabra con una mirada, dijo:
-El dolor os nubla la mente, Luis. Sobre Juana no pende tan gran pecado como sobre Margarita y Blanca. Ciertamente es muy culpable por haber favorecido su extravío, y ha desmerecido mucho. Pero messire de Nogaret no ha logrado pruebas de que haya traicionado el matrimonio.
-¡Hacedla atormentar por él y veréis si no confiesa! – gritó Luis -. ¡Ha ayudado a ensuciar mi honor y el de Carlos, y si nos amáis le daréis el mismo trato que a las otras dos rameras!
Felipe de Poitiers se tomó su tiempo.
-Aprecio vuestro honor, Luis – dijo al fin -, pero no menos el Franco-Condado.
Los presentes se miraron entre sí, y Felipe prosiguió diciendo:
-Vos tenéis a Navarra en derecho, Luis, porque proviene de nuestra madre y tendréis, quiera Dios que sea lo más tarde posible, a Francia. Por mi parte, yo sólo tengo a Poitiers, que nuestro padre hizo la merced de darme, y ni siquiera soy par del reino. Pero por Juana soy conde palatino de Borgoña y señor de Salins, de cuyas minas de sal procede la mayor parte de mis rentas. Que Juana sea, pues, encerrada en un convento el tiempo que se juzgue necesario, por toda la vida si es preciso al honor de la corona, pero que no se toque su vida.
Monseñor Luis de Evreux, callado hasta aquel momento, aprobó a Felipe.
-Mi sobrino tiene razón – dijo, convencido pero sin énfasis -. La muerte es un grave trance que será un gran tormento para cada uno de nosotros, y que no debemos dictar para nadie, en nuestra cólera.
Luis de Navarra le lanzó una mirada de odio.
La familia se hallaba, desde largo tiempo atrás, escindida en dos. Carlos de Valois contaba con el afecto de sus sobrinos Luis y Carlos, débiles y sugestionables, que quedaban boquiabiertos ante su facundia, el prestigio de su vida aventurera y sus tronos perdidos. Felipe de Poitiers, por lo contrario, estaba de lado del conde de Evreux, personaje tranquilo y recto, reflexivo, carente de ambición, y que se conformaba con sus tierras normandas que administraba inteligentemente.
Por lo tanto, nadie se sorprendió de que apoyara la posición de su sobrino preferido; su afinidad con él era conocida.
Más sorprendente fue la actitud de Valois quien, después del furibundo discurso pronunciado, volvió grupas y, dejando a su querido Luis de Navarra en la estacada, se declaró también en contra de la pena de muerte. El convento le parecía un castigo demasiado suave para las culpables; por lo tanto aconsejaba la reclusión en una fortaleza, a prisión perpetua; e insistía sobre la palabra: ‘perpetua’.
Tal mansedumbre en el exemperador titular de Constantinopla no era en modo alguno la expresión de una disposición natural. No podía ser más que el resultado del cálculo, y dicho cálculo lo había establecido cuando Luis de Navarra pronunció la palabra: ‘bastarda’. En efecto...
En efecto, ¿cuál era el estado de la descendencia real? Luis de Navarra no tenía otro heredero que la niña Juana, tachada desde hacía un momento de sospecha de ilegitimidad, lo cual podría obstaculizar su posible ascensión, al trono. Carlos no tenía descendencia pues los hijos de Blanca habían muerto al nacer. Felipe de Poitiers tenía tres hijas, sobre las cuales podía rebotar el escándalo... Ahora bien, si las esposas culpables eran ejecutadas, los tres príncipes se apresurarían a contraer nuevo matrimonio, y habría abundantes posibilidades de que tuvieran descendencia. En tanto que si las princesas eran encarceladas para el resto de su vida, quedarían impedidos para contraer nuevas nupcias, y por lo tanto asegurarse descendencia.
Carlos era imaginativo. Como esos capitanes que, al partir para la guerra, sueñan con la posibilidad de que muera toda la oficialidad superior a ellos, y se ven ya elevados al mando del ejército; el hermano del rey, mirando el pecho hundido de su sobrino Luis y la delgadez de su sobrino Felipe de Poitiers, pensaba que la enfermedad podía causar imprevistos desastres. Además, estaban los accidentes de caza, los torneos, las caídas de caballo... y no era la primera vez que un tío sucedía a sus sobrinos.
-¡Carlos! – dijo el hombre de los párpados inmóviles, quien por el momento, era el único y verdadero rey de Francia.
Valois se estremeció como si temiera que hubieran leído su pensamiento. Pero Felipe el Hermoso no se dirigía a él sino a su hijo menor.
El joven príncipe separó las manos de su rostro. Estaba llorando.
-¡Blanca, Blanca!, ¿cómo es posible, padre? ¿Cómo pudo hacer cosa semejante? – gemía -. ¡Me decía que me amaba...! ¡Me lo demostraba tan bellamente!
Isabel tuvo un gesto de impaciencia y menosprecio. “¡Ah, ese amor de los hombres por el cuerpo que han poseído!”, pensaba. “Esa facilidad con que se tragan todas las mentiras, con tal de no perder la mujer que desean!”
-Carlos – insistió el rey, como si hablara con un débil mental - ¿qué aconsejas que se haga con vuestra esposa?
-No lo sé, padre, no lo sé. Quiero ocultarme, quiero marcharme, quiero retirarme a un convento.
Estaba a punto de pedir que lo castigaran a él porque su esposa lo había engañado.
Felipe el Hermoso comprendió que no obtendría más de ellos. Miraba a sus hijos como si no los hubiera visto nunca; reflexionaba sobre el orden de la primogenitura, y se decía que a veces la naturaleza hace flaco servicio al tronco. ¿Cuántas tonterías sería capaz de cometer, una vez sentado en el trono, ese irreflexivo, impulsivo y cruel Luis, su hijo mayor? ¿Qué sostén podría representar para él su hermano menor, que se desmoronaba al primer drama? El mejor dotado para reinar era, sin duda, el segundo, Felipe, pero se veía que Luis no lo escucharía.
-Isabel, tu consejo – preguntó a su hija en voz baja inclinándose hacia ella.
-La mujer que haya pecado – dijo ella -, debe ser apartada para siempre de la transmisión de la sangre real. Y el castigo debe ser conocido por el pueblo, para que sepa que el crimen es castigado más severamente en la mujer o hija del rey que en la mujer del ciervo.
-Bien pensado – dijo el rey.
De todos sus hijos, ella hubiera sido el mejor soberano.
-El fallo será dado antes de vísperas – dijo el rey levantándose.
Y se retiró para consultar su última decisión, como siempre, con Marigny y Nogaret.
X

EL JUICIO

Durante todo el trayecto de París a Pontoise, la condesa Mahaut, en el interior de su litera, no había cesado de pensar en la manera de aplacar la ira del rey. Pero le costaba gran esfuerzo fijar sus ideas. La dominaban demasiados pensamientos, la agitaban demasiados temores, demasiada cólera contra la locura de sus hijas, contra la estupidez de sus maridos, contra la imprudencia de sus amantes, contra todos los que por ligereza, ceguera o sensualismo, amenazaban con socavar el edificio de su poderío. ¿Qué sería de Mahaut, madre de princesas repudiadas? Estaba decidida a echarle todas las culpas a la reina de Navarra. Margarita no era hija suya. Para salvar a sus hijas acusaría de mal ejemplo y enseñanza...
Roberto de Artois conducía la comitiva a buen paso, como si quisiera dar pruebas de un gran celo. Se complacía en ver al canónigo-canciller dando botes sobre su montura y, sobre todo, oír los gemidos de su tía. Cada vez que de la gran litera sacudida por las mulas se escapaba un lamento, Roberto, como por azar, hacía forzar la marcha. De modo que la condesa lanzó un sus piro de alivio cuando aparecieron por fin, por encima de las copas de los árboles, las torrecillas de Maubuisson.
En seguida la comitiva entró en el patio del castillo. Reinaba allí un gran silencio, roto por los pasos de los arqueros.
Mahaut descendió de la litera y preguntó al oficial de guardia.
-¿Dónde está el rey?
-Dicta justicia, madame, en la sala capitular.
Seguida de Roberto, de Thierry de Hirson y de Beatriz, Mahaut se dirigió a la abadía. A pesar de su fatiga caminaba con paso firme y ligero.
Bajo la fría bóveda, que cobijaba de ordinario los rezos de las monjas, estaba ahora toda la corte de Francia, inmóvil ante su rey.
Cuando entró la condesa Mahaut, algunas filas de cabezas se volvieron, y un murmullo recorrió la sala. Nogaret suspendió la lectura.
Mahaut vio al rey, con la corona en la cabeza y el cetro en la mano, e inmóvil la mirada.
En el tremendo ejercicio de la justicia que estaba cumpliendo, Felipe el Hermoso parecía ausentarse de este mundo, o mas bien, parecía comunicar con un universo más vasto que el mundo visible.
La reina Isabel, Marigny, Carlos de Valois, Luis de Evereux, así como los tres príncipes y muchos grandes barones permanecían sentados a ambos lados. Al pie del estrado, se veía a tres jóvenes monjes, con el cráneo rapado, arrodillados sobre las baldosas y con la cabeza gacha. Alán de Pareilles se mantenía en pie un poco apartado, cruzadas las manos sobre los gavilanes de la espada.
Gracias a Dios, llego a tiempo – se dijo Mahaut -, deben de estar juzgando algún caso de brujería o sodomía.”
Se dispuso a subir al estrado, donde era natural que tomara asiento por su condición de par del reino. De pronto, sintió que le flaqueaban las piernas. Uno de los arrodillados penitentes había alzado la cabeza: era Blanca, su hija. ¡Los tres monjes, eran, pues, las tres princesas a quienes habían rapado y vestido con un sayal! Mahaut se tambaleó, y profirió un sordo grito como si la hubieran golpeado en pleno vientre. Maquinalmente, se apoyó en su sobrino, porque era el que estaba más cerca de ella.
-Demasiado tarde, tía, llegamos demasiado tarde – dijo Roberto, saboreando su venganza.
El rey hizo una señal al guardasellos, y éste prosiguió su lectura.
-“...y por dichos testimonios y confesiones, habiendo sido convictas de adulterio las dichas damas Margarita, esposa de monseñor el rey de Navarra, y Blanca, esposa de monseñor Carlos, serán encarceladas en la fortaleza de Chäteau-Galliard por el resto de los días que plazca a Dios concederles.”
-Por vida... son condenadas por vida... – murmuró Mahaut.
-“Doña Juana, condesa palatina de Borgoña y esposa de monseñor de Poitiers – prosiguió Nogaret -, en consideración a que no ha sido convicta de haber cometido falta contra el matrimonio y que no puede imputársele tal crimen, mas habiéndose probado su complicidad y complacencia culpable, será encerrada en el torreón de Dourdan por el tiempo necesario para su arrepentimiento y que al rey le plazca.
Hubo un instante de silencio durante el cual Mahaut pensó, mirando a Nogaret: “El ha sido. Ese perro lo ha hecho todo, su rabia por espiar, denunciar y torturar. Me la pagará, me la pagará con su pellejo.”
Pero el guardasellos no había terminado su lectura: -“Los señores Gualterio y Felipe de Aunay, habiendo faltado gravemente contra el honor y traicionando el vínculo feudal, cometiendo adulterio con personas de majestad real, serán enrodados, despellejados vivos, castrados, decapitados y colgados en público cadalso, en Pontoise, la mañana que seguirá al día de hoy. Así lo ha determinado nuestro muy sabio, muy poderoso y muy amado rey.”
Las princesas se habían estremecido al oír los suplicios que aguardaban a sus amantes. Nogaret enrolló su pergamino y el rey se puso en pie. La sala comenzó a vaciarse en medio de un prolongado murmullo que se elevaba entre aquellos muros acostumbrados a la oración... La condesa Mahaut vio que todos se apartaban de ella y evitaban su mirada. Quiso ir hacia sus hijas, pero Alán de Pareilles le cerró el paso.
-No, señora – le dijo -. El rey no ha autorizado más que a sus hijos, si ellos lo desean, a oír de sus esposas su despedida y su arrepentimiento.
Ella buscó entonces al rey, pero éste había salido ya, lo mismo que luis de Navarra y Felipe de Poitiers.
De las tres esposos sólo se había quedado Carlos. Se acercó a Blanca.
-Yo no sabía... Yo no quería... ¡Carlos! – dijo ésta rompiendo en sollozos.
La navaja había dejado pequeñas placas rojas en la rapada cabeza.
Mahaut se mantenía a distancia, sostenida por su canciller y su dama de compañía.
-¡Madre! – le gritó Blanca -, decid a Carlos que yo no sabía, y que me perdone.
Juana de Poitiers se pasaba las manos por las orejas, que tenía un poco separadas, como si no pudiera acostumbrarse a sentirlas destapadas.
Apoyado en un pilar, cerca de la puerta, Roberto de Artois, con los brazos cruzados, contemplaba su obra.
-¡Carlos, Carlos! – repetía Blanca.
En ese momento, se elevó la voz dura de Isabel de Inglaterra.
-Nada de flaquezas. Carlos, portaos como un príncipe – dijo.
Estas palabras desencadenaron la furia de la tercera condenada Margarita de Borgoña.
-¡Nada de flaquezas, Carlos! ¡No tengáis piedad! – gritó -. ¡Imitad a vuestra hermana Isabel que no puede comprender los impulsos del amor! ¡Sólo tiene odio y hiel en el corazón! ¡Sin ella nunca os hubierais enterado de nada! ¡Pero me odia, os odia, nos odia a todos!
Isabel miró a Margarita con fría cólera.
-Que Dios perdone vuestros crímenes – dijo.
-¡Antes perdonará mis crímenes que hará de ti una mujer dichosa! Le lanzó Margarita.
-Soy reina – repitió Isabel -. Si no conozco la felicidad, tengo por lo menos un cetro y un reino que respeto.
-¡Y yo, si no he conocido la felicidad, he conocido el placer, que vale por todas las coronas del mundo! Por eso, nada lamento...
erguida frente a su cuñada, que llevaba diadema, Margarita, con la cabeza rapada, rostro demacrado por la fatiga y las lágrimas, conservaba aún fuerzas suficientes para insultar, para herir, para abogar por su cuerpo.
-Hubo para mí una primavera – dijo con voz oprimida y jadeante -, hubo para mí el amor de un hombre, su calor y su fuerza, el gozo de poseer y se poseída... ¡Todo eso que tú no conoces, que te mueres por conocer y que jamás conocerás! ¡Ah! ¡No debes resultar muy agradable en la cama para que tu marido prefiera buscar el placer en mozalbetes...!
lívida, aunque incapaz de responder, Isabel hizo una señal a Alán de Pareilles.
-¡No! – exclamó Margarita -. Nada tienes que decir a messire de Pareilles. Ha obedecido mis órdenes otras veces y quizá tenga que volverlo a hacer algún día. Marchará cuando yo se lo ordene.
Volvió la espalda e hizo señal al jefe de los arqueros de que estaba dispuesta. Las tres condenadas salieron de la sala, atravesaron, bajo escolta, el patio, y regresaron a la estancia que les servía de cárcel.
Cuando Alán de Pareilles cerró la puerta tras ellas, Margarita se arrojó a la cama e hincó los dientes en las sábanas.
-¡Mis cabellos, mis hermosos cabellos! – sollozaba Blanca.
Juana de Poitiers se esforzaba por recordar cómo era el torreón de Dourdan.
XI

EL SUPLICIO

El alba tardó en llegar para aquellos que debieron pasar la noche sin reposo, sin olvido y sin esperanza.
En la celda de la alcaldía de Pontoise, los hermanos de Aunay, tendidos uno junto al otro sobre un jergón de paja, aguardaban la muerte. Por orden del guardasellos les habían prodigado cuidados. Por ello sus llagas no sangraban ya, su corazón latía con más fuerza y había retornado un poco de vigor a su carne destrozada. Así sufrirían más y mejor el terror de los suplicios a que estaban condenados.
En Maubuisson, ni las princesas condenadas, ni sus tres esposos, ni Mahaut, ni el propio rey durmieron aquella noche. Tampoco durmió Isabel, obsesionada por las palabras de Margarita.
Por lo contrario, Roberto de Artois, tras veinte largas leguas de cabalgar, se dejó caer, sin ni siquiera sacarse las botas, sobre la primera cama que encontró en las habitaciones de los huéspedes. Lormet, poco antes de prima, tuvo que sacudirlo para que no le faltara el placer de ver la salida de sus víctimas.
En el patio de la abadía, esperaban tres grandes carretas con colgaduras negras, y messire Alán de Pareilles hacía alinear, a la rosácea claridad del alba, a los sesenta caballeros, con perniles de cuero, cotas de malla y cascos de hierro, que formarían la escolta del convoy, primero hacia Dourdan y luego a Normandía.
Tras una ventana del castillo miraba la condesa Mahaut de Artois, con la frente apoyada contra el vidrio y los amplios hombros sacudidos con un repentino estremecimiento.
-¿Lloráis, señora? – le preguntó Beatriz de Hirson, con su hablar arrastrado.
-Eso también puede llegarme a mí – respondió Mahaut, con voz ronca.
Después, como vio a Beatriz vestida, arreglada, peinada y con capa, Mahaut agregó:
-¿Sales, pues?
-Sí señora; iré a ver el suplicio... si lo permitís.
La plaza de Martroy, en Pontoise, donde iba a realizarse la ejecución de los Aunay, hervía ya de público cuando llegó Beatriz. Burgueses, campesinos y soldados habían fluido desde el amanecer. Los propietarios de las casas cuyas fachadas daban a la plaza habían alquilado a buen precio sus ventanas, donde de veían cabezas apretadas en varias filas.
Los pregoneros habían gritado, la noche anterior, en todos los rincones de la villa... “enrodados, despellejados vivos, castrados, decapitados...” El hecho de que los condenados fueran jóvenes, nobles y ricos, y sobre todo, que su crimen hubiera sido un gran escándalo de amor desarrollado dentro de la familia real, excitaba la curiosidad y la imaginación del pueblo.
Durante la noche habían elevado el entablado; se alzaba a dos metros sobre el suelo y aguantaba dos ruedas colocadas horizontalmente y un tajo de encina. Detrás se levantaban las horcas.
Dos verdugos. Los mismos del interrogatorio de los hermanos de Aunay, pero vestidos ahora con sobrevesta y capuchones rojos, subieron por la pequeña escala a la plataforma. Detrás de ellos dos ayudantes traían unos cofres negros que contenían los instrumentos de la tortura. Uno de los verdugos hizo girar las ruedas que chirriaron. La gente se echó a reír como si aquello fuera una gracia de titiritero. Se decían bromas, se repartían codazos y comenzó a circular de mano en mano una bota de vino de la que bebieron los verdugos entre aplausos de todos.
Cuando, rodeada por arqueros, apareció la carreta que conducía a los hermanos de Aunay, el clamor fue elevándose a media que se distinguía mejor a los condenados. Ni Gualterio ni Felipe se movían. Unas cuerdas los sujetaban a los postes de la carreta, sin las cuales no hubieran podido tenerse en pie. Las limosneras brillaban en su cintura sobre las calzas desgarradas.
Les acompañaba un sacerdote que había acudido para recibir sus tartamudeantes confesiones y sus últimas voluntades. Agotados, palpitantes, atontados, parecían no tener conciencia de lo que sucedía. Los ayudantes de los verdugos los subieron al entablado y los despojaron de sus ropas.
Al verlos desnudos, entre las manos de los verdugos, la multitud presa de histerismo, prorrumpió en alaridos. Un torrente de frases groseras y de obscenos comentarios se desató sobre la plaza, mientras ambos gentiles-hombres eran echados y atados a las ruedas, cara al cielo. Luego todos aguardaron.
Así transcurrieron varios minutos. Uno de los verdugos se sentó sobre el tajo y el otro probó el filo del hacha. La multitud comenzaba a impacientarse, a hacer preguntas, a armar bullicio.
Pronto comprendieron el motivo de la espera. Tres carretas a las que habían quitado a medias las colgaduras negras hicieron su entrada en la plaza. Por supremo refinamiento en el castigo, Nogaret, de acuerdo con el rey, había dado orden de que las princesas asistieran al suplicio.
El interés de los espectadores se vio repartido entre los dos condenados desnudos y las princesas reales prisioneras y rapadas. Hubo un movimiento de la masa que los arqueros tuvieron que contener.
Cuando divisó el entablado, Blanca se desvaneció.
Juana, aferrada a los barrotes de la carreta, gritaba a la multitud:
-¡Decidle a mi esposo, decidle a monseñor Felipe que soy inocente!
Hasta ese momento se había mantenido firme, pero sus nervios terminaron por quebrarse. Los mirones se la mostraban unos a otros riendo, como a fiera de circo en su jaula. Las arpías la insultaban.
Sólo Margarita de Borgoña tenía el valor de mirar, y los que la observaban de cerca pudieron preguntarse, si no experimentaba un atroz y espantoso placer al ver expuesto ante los ojos de todos al hombre que iba a morir por haberla poseído.
Cuando los verdugos alzaron sus mazas para romper los huesos de los condenados Margarita gritó: “Felipe!”, con voz que no era de dolor.
Las mazas se abatieron, se oyeron crujir los huesos, y el cielo se apagó para los hermanos de Aunay. Primero rompieron sus piernas y muslos, después los verdugos hicieron dar media vuelta a las ruedas y las mazas cayeron sobre el antebrazo y brazo de los condenados. Los golpes repercutían en los radios y los cubos; las maderas crujían tanto como los huesos.
Después los verdugos, aplicando las torturas según el orden prescrito, empuñaron los instrumentos férreos de múltiples garfios y arrancaron a grandes jirones la piel de los dos cuerpos.
Salpicaba la sangre y chorreaba sobre la plataforma y uno de los verdugos tuvo que secarse los ojos. Este suplicio probaba abundantemente que el color rojo, reglamentario para los verdugos, era completamente necesario.
...enrodados, despellejados vivos, castrados, decapitados...” Aunque les quedara un soplo de vida a los hermanos de Aunay, toda la sensibilidad y toda conciencia había huido de ellos.
Una ola de histeria agitó a la concurrencia cuando los verdugos de largos cuchillos de carnicero, mutilaron a los dos amantes culpables. La gente se empujaba para ver mejor. Las mujeres gritaban a sus maridos:
-¡Eso para que tomes ejemplo, calavera!
-¡Merecerías otro tanto!
-¡Ya ves lo que te espera!
Raramente tenían los verdugos ocasión de hacer una tan completa demostración de sus talentos delante de un público tan entusiasta. Cambiaron entre sí una mirada y, con movimiento ajustado de malabaristas, lanzaron al aire los objetos de la culpa.
Un gracioso gritó, señalando a las princesas con el dedo:
-¡A ellas deberíais dárselos!
Y el público se echó a reír.
Los ajusticiados fueron bajados de las ruedas y arrastrados al tajo. Dos veces brilló la hoja del hacha. Después los ayudantes llevaron hasta las horcas lo que quedaba de Gualterio y de Felipe de Aunay, de aquellos dos bellos escuderos que, dos días antes, caracoleaban por el camino de Clermont; dos cuerpos rotos, sanguinolentos, sin cabeza y sin sexo, que atados por debajo de las axilas, fueron izados al palo de la horca.
Inmediatamente, a una orden de Alán de Pareilles, reanudaron la marcha las tres carretas negras rodeadas por los caballeros de casco de hierro; y los soldados de la alcaldía empezaron a hacer desalojar la plaza.
La multitud se dispersaba lentamente, todos querían pasar cerca del entablado para echar la última mirada. Luego, en pequeños grupos, haciendo comentarios, se volvían quién a su herrería, quién a su establo, éste a su tenducho, aquél a su jardín, para reemprender tranquilamente su vida de cada día.
Pues en aquellos siglos, en que dos tercios de los niños morían en la cuna y la mitad de las mujeres, de parto; cuando las epidemias hacían estragos entre la población, cuando la enseñanza de la Iglesia preparaba principalmente para la muerte, cuando las obras de arte: crucifixiones, martirios, enterramientos, juicios finales, ofrecían constantemente la representación de la partida, la idea de la muerte era familiar a los espíritus, y sólo la muerte de una forma excepcional podía conmoverlos un momento.
Ante un puñado de obstinados mirones y mientras los ayudantes lavaban los instrumentos, los dos verdugos se repartían los despojos de sus víctimas. En efecto, por costumbre, tenían derecho a todo lo que encontraban sobre los ajusticiados de la cintura a los pies. Esto era aparte de la ganancia de su cargo.
Así, las limosneras enviadas por la reina de Inglaterra fueron a parar, ganga inesperada, a las manos de los verdugos de Pontoise.
Una hermosa muchacha morena, vestida como hija de nobles más que como burguesa, se aproximó a ellos y, en voz baja con acento un tanto lánguido, les pidió que le dieran la lengua de uno de los ajusticiados.
-Dicen que es bueno para los males de mujer – dijo -. La de cualquiera de ellos, lo mismo me da.
Los verdugos la miraron con suspicacia, preguntándose si no habría brujería en ello. Puesto que era cosa sabida que la lengua de un ahorcado sobre todo si lo había sido en viernes, servía para evocar al diablo. ¿Tendría igual utilidad la lengua de un decapitado?
Pero como Beatriz mostraba una reluciente moneda de oro en la mano, aceptaron, fingiendo sujetar mejor una de las cabezas, le quitaron lo que se les pedía.
-¿No queréis más que lengua? – dijo, guasón, el más grueso de los verdugos -. Porque por otro tanto podríamos daros también el resto.
Decididamente, no había habido nada normal en aquella ejecución.
Tres carretas avanzaban lentamente por el camino de Poissy. En la última, una mujer con cabeza rapada, en cada pueblo que pasaban, se obstinaba en gritar a los campesinos que salían a su puerta:
-¡Decid a monseñor Felipe que soy inocente! ¡Decidle que no lo he avergonzado!
XII

EL MENSAJERO DEL CREPÚSCULO

Mientras la sangre de los Aunay se secaba sobre la amarilla tierra de la plaza de Martroy, donde durante varios días acudieron los perros a husmear, Maubuisson se recobraba lentamente de la pesadilla.
Los tres hijos del rey no se dejaron ver en todo el día. Nadie fue a visitarlos, aparte de los gentiles-hombres destinados a su servicio.
Mahaut había intentado, en vano, que la recibiera Felipe el Hermoso. Nogaret le declaró que el rey trabajaba y que deseaba no ser molestado. “Es él, ese dogo, pensaba Mahaut, quien lo ha tramado todo y ahora me impide poder llegar hasta su amo.”
Todo confirmaba a la condesa en la idea de que el guardasellos era el principal artífice de la pérdida de sus hijas y de su desgracia personal.
-Quedaos con Dios, messire de Nogaret. Que él se apiade de vos – le dijo en son de amenaza, antes de subir a la litera para marchar a París.
Otras pasiones e intereses agitaban a Maubuisson. Los familiares de las princesas confinadas trataban de anudar otra vez los hilos invisibles del poder y de la intriga, aunque fuese renegado de las amistades que la víspera les enorgullecían. Las agujas del miedo, de la vanidad y de la ambición se ponían en movimiento para tejer, sobre nuevo cañamazo, la tela brutalmente desgarrada.
Roberto de Artois tuvo la habilidad de no airear su triunfo; esperaba recoger los frutos. Pero ya se desplazaban hacia él los miramientos que antes se dirigían al clan de Borgoña.
Por la noche fue invitado a la cena del rey, y en eso se vio que volvía a gozar del favor real.
Cena frugal, de duelo casi, a la que asistieron solamente los hermanos del rey, su hija, Marigny, Nogaret y Bouville. Era agobiador el silencio en la sala larga y estrecha donde fue servida. Incluso Carlos de Valois callaba; y el lebrel Lombardo, como si intuyera la pesadumbre d los comensales, se había alejado de los pies de su amo para ir a tenderse delante de la chimenea.
Roberto de Artois procuraba insistentemente encontrar los ojos de Isabel; pero Isabel demostraba la misma insistencia en rehuirlo. Habiendo fustigado, juntos, pasiones culpables, no quería dar a su gigante primo, muestra alguna de ser accesible a las mismas tentaciones. No aceptaba más complicidad que la de la justicia.
El amor no está hecho para mí, se decía ella, me tengo que resignar.” Pero le faltaba confesarse a sí misma que se resignaba mal.
En el momento en que, entre servicio y servicio, los escuderos cambiaban las rebanadas de pan, entró lady Mortimer trayendo en brazos al pequeño príncipe Eduardo, para que éste diera a su madre el beso de las buenas noches.
-Señora de Joinville – dijo el rey llamando a lady Mortimer por su nombre de soltera -: traedme a mi único nieto.
Los asistentes notaron la manera como pronunció la palabra “único”.
Tomó al niño en sus brazos y lo contempló durante largo rato, estudiando la carita inocente, sonrosada y redonda de graciosos hoyuelos.
¿De quién se mostraría hijo en los rasgos y en el carácter? ¿De su tornadizo padre, sugestionable y depravado, o de su madre, Isabel? “Por el honor de mi sangre, pensaba el rey, desearía que fueses semejante a ella; pero para dicha de Francia, ¡haga el cielo que seas solamente hijo de tu débil padre!” Porque la cuestión sucesoria se le presentaba perentoriamente. ¿Qué pasaría si un príncipe de Inglaterra tenía un día oportunidad de reclamar el trono de Francia?
-Eduardo, sonreíd a vuestro señor abuelo – dijo Isabel.
El bebé no parecía sentir miedo alguno de la mirada real. De pronto, alargando su manita, la hundió en los cabellos dorados del monarca y tiró de un mechón rizado.
Felipe el Hermoso sonrió. Los comensales lanzaron un suspiro de alivio; todos se apresuraron a soltar la risa, u por fin osaron hablar.
Concluida la comida, el rey despidió a todo el mundo con excepción de Marigny y de Nogaret fue a sentase junto a la chimenea, y permaneció callado largo rato. Sus consejeros respetaron su silencio.
-Los perros son criaturas de Dios; pero ¿tienen conocimiento de Dios? –preguntó súbitamente.
-Sire – respondió Nogaret -, sabemos mucho acerca de los hombres, puesto que también nosotros lo somos; pero muy poco, del resto de la naturaleza.
Felipe el Hermoso calló de nuevo, procurando arrancar el secreto de los ojos leonados cercados de rojo del gran lebrel echado delante de él con el hocico entre las patas. El perro movía a veces los párpados; el rey, no.
Como acaece con frecuencia e los hombres poderosos, después que han tomado trágicas responsabilidades, el rey Felipe meditaba acerca de los problemas misteriosos y vagos, buscando la certeza de un orden donde se inscribieran si error su vida y sus actos.
Por fin se volvió y dijo:
-Enguerrando, creo que hemos obrado bien. Mas, ¿adónde va el reino? Mis hijos no tienen herederos.
Marigny respondió:
-Los tendrán si vuelven a tomar mujer, Sire...
Ante Dios ya la tienen.
-Dios puede borrar... – dijo Marigny.
-Dios no obedece a los señores de la tierra.
-El Papa puede liberarlos – dijo Marigny.
La mirada del rey se volvió entonces hacia Nogaret.
-El adulterio no es motivo de anulación de matrimonio – dijo en seguida el guardasellos.
-No obstante no nos queda otro recurso – dijo Felipe el Hermoso -. Y no debo tener en cuenta la ley común, así esté ella en manos del Papa. Un rey puede morir en el momento menos pensado. No puedo esperar posibles viudedades para asegurar la sucesión real.
Nogaret alzó su mano grande, delgada y chata.
-Entonces, Sire – dijo -, ¿por qué no habéis hecho ejecutar a vuestras nueras, dos al menos?
-LO hubiera hecho, desde luego – respondió fríamente el rey – si con ellos no me hubiera enajenado, evidentemente, la voluntad de las dos Borgoñas. La sucesión del trono es, ciertamente importante, pero la unidad del reino no lo es menos.
Marigny manifestó su aprobación con la cabeza, silenciosamente.
-Messire Guillermo – prosiguió el rey -, iréis, pues, al Papa Clemente, y deberéis convencerle de que el matrimonio de un rey no es lo mismo que el de un hombre ordinario. Mi hijo Luis es mi sucesor; él debe ser el primer desligado.
-Pondré en ello todo mi celo, Sire – respondió Nogaret – pero no dudéis de que la duquesa de Borgoña hará todo lo posible para obstaculizar ante el Santo Padre.
Se oyó galopar en las cercanías del castillo, después el rechinar de las barras y los herrajes de la puerta principal. Marigny, acercándose a la ventana, dijo:
-El Santo Padre nos debe demasiado, y ante todo la tiara, para no escuchar nuestras razones. El derecho canónico ofrece bastantes motivos...
Los cascos del caballo sonaron sobre los adoquines del patio.
-Un mensajero, Sire – dijo Marigny -. Parece haber recorrido un largo camino.
-¿De quién es? – dijo el rey.
-No lo sé, no distingo sus armas... (Los correos encargados de los mensajes oficiales se llamaban ‘chevaucheurs’. Los príncipes soberanos, los papas, los grandes señores y los principales dignatarios civiles o eclesiásticos, todos tenían sus propios correos que llevaban el traje con sus armas. Los correos reales tenían el derecho de prioridad de requisición para procurarse caballos de refresco en el curso de su misión. Estos mensajeros podían hacer, relevándose, jornadas de cien kilómetros.) Convendría también – continuó Marigny – amonestar a monseñor Luis, no vaya a estropear su propio asunto, por cualquier rareza de carácter.
-Yo me ocuparé de eso, Enguerrando – dijo el rey.
En este momento entró Hugo de Bouville.
-Sire, un mensajero de Carpentras, y pide ser recibido por vos mismo.
-Que pase.
-Correo del Papa – dijo Nogaret.
La coincidencia no tenía que sorprenderlos. Entre la Santa Sede y la corte la correspondencia era frecuente, casi diaria.
El mensajero, mozo alto, fornido y ancho de espaldas, de unos veinticinco años, venía cubierto de polvo y barro. La cruz y la llave, primorosamente bordadas sobre la cota de amarillo y negro, indicaban un servidor del papado. Sostenía en la mano izquierda su chapeo y el bastón insignia de su cargo. Avanzó hacia el rey, hincó la rodilla en tierra, y desató de su cintura la caja de ébano y plata que contenía el mensaje.
-Sire –dijo -, el Papa Clemente ha muerto.
Los asistentes se sobresaltaron por igual. El rey y Nogaret principalmente. Se miraron y palidecieron. El rey abrió la caja de ébano, sacó la carta y rompió el sello que era del cardenal Arnaldo de Auch. Leyó atentamente, como para asegurarse de la veracidad de la noticia.
-El Papa hechura nuestra pertenece ya a Dios – murmuró tendiendo el pergamino a Marigny.
-¿Cuándo sucedió? – preguntó Nogaret.
-Hace seis días – respondió Marigní - . la noche del 19 al 20.
-Un mes después – dijo el rey.
-Sí, Sire, un mes después... – recalcó Nogaret.
Habían hecho a la vez el mismo cálculo. El 18 de marzo, el gran maestre de los Templarios le había gritado, entre las llamas: “Papa Clemente, caballero Guillermo, rey Felipe, antes de un año os emplazo ante el tribunal de Dios...” Y he aquí que el primero ya estaba muerto.
-Dime – prosiguió el rey dirigiéndose al mensajero e indicándole que se levantara -, ¿cómo murió nuestro Santo Padre?
-Sire, el Papa Clemente estaba con su sobrino, messire de Got, en Carpentras, cuando fue acometido por fiebres y angustias. Entonces dijo que quería volver a Guyena, para morir donde había nacido, en Villandraut; pero no pudo hacer más que la primera jornada y se tuvo que quedar en Roquemaure, cerca de Chäteauneuf. Los físicos lo probaron todo para curarlo, hasta le hicieron comer esmeraldas trituradas, que, al parecer, es el mejor remedio para el mal que padecía. Pero de nada sirvió. Le sobrevino un ahogo. Los cardenales estaban a su alrededor. No sé más. – Y se cayó.
-Vete – le dijo el rey.
Salió el mensajero. En la sala no se oía más que el susurro de la respiración del gran lebrel que dormía ante el fuego.
El rey y Nogaret no osaban mirarse.
¡Será posible, verdaderamente – pensaban -, que estemos maldecidos...?
Y ahora la palidez del rey era impresionante, y bajo su amplia veste real, su cuerpo tenía la helada rigidez de los yacentes.













TERCERA PARTE


LA MANO DE DIOS
I

LA CALLE DE LOS BORBONESES

No tardó más de ocho días el pueblo de París para tejer en torno a la condena de las tres princesas adúlteras una leyenda de lasciva y crueldad. Con imaginación callejera u jactancia de tendero, éste afirmaba saber la verdad de primera mano por un compadre suyo que llevaba los comestibles a la torre de Nesle, aquél tenía un primo en Pontoise... La imaginación popular se apoyaba sobre todo en Margarita y le asignaba un papel extravagante. Ya no se le atribuía un amante a la reina de Navarra, sino diez, cincuenta, uno por noche... Todos miraban, con multitud de historias una especie de temerosa fascinación, la torre de Nesle ante la cual velaba la guardia día y noche para ahuyentar a los curiosos. Porque el asunto no había terminado. Se encontraron varios cadáveres en aquellos parajes, y se decía que el heredero del trono atormentaba a los criados para hacerles confesar lo que supieran de la desvergüenza de su mujer, y más tarde tiraba sus cuerpos al Sena.
Una mañana, hacia tercia, la bella Beatriz de Hirson salió del palacio de Artois. Era a principios de mayo y el sol jugueteaba en los vidrios de las ventanas. Sin apresurarse, Beatriz recorría su camino satisfecha de sentir la caricia del viento tibio en la frente. Saboreaba el olor de la naciente primavera y sentía placer en provocar las miradas de los hombres, sobre todo si éstos eran de humilde condición.
Entró en el barrio de san Eustaquio y llegó a la calle de los Borboneses. Allí tenían su despacho los escribanos públicos así como también los comerciantes en cera, que fabricaban tablas de escribir al mismo tiempo que cirios, candelas y encáusticos. Pero en algunas trastiendas, a precio de oro y con infinitas precauciones, se vendían los ingredientes necesarios para la brujería: polvo de serpiente, sapos machacados, cerebros de gato, lenguas de ahorcados, pelos de rameras, así como también toda clase de plantas, cogidas en el momento preciso de la luna, para fabricar filtros de amor o venenos con que “fulminar” al enemigo. La llamaban también “calle de las brujas” a aquella estrecha vía donde el diablo, en derredor de la cera, ejercía su comercio de materia prima de los sortilegios.
Con aire desenvuelto y mirada huidiza, Beatriz de Hirson penetró en una tienda cuya muestra era un gran cirio de palastro pintado.
La tienda era estrecha de fachada, larga, baja y sombría. Del techo pendían cirios de todos los tamaños, y sobre anchas tablas clavadas en los muros, haces de candelas se alineaban junto a los panes pardos, rojos o verdes que se utilizaban para los sellos. El aire olía fuertemente a cera y cualquier objeto resbalaba un poco en las manos.
El mercader, un viejecillo tocado con un bonete de lana cruda, hacía sus cuentas con ayuda de un ábaco. Al entrar Beatriz, una amplia sonrisa desdentada hendió su rostro.
-Maese Engelberto – dijo Beatriz -, vengo a pagaros el gasto de la casa de Artois.
-Buena idea, mi hermosa doncella, buena idea. Porque el dinero, estos días, corre más aprisa hacia fuera que hacia adentro. Mis proveedores quieren cobrar al momento. Y luego viene la “maltöte” que nos estrangula. Cuando vendo por una libra, tengo que pagar un denario. El rey gana más que yo sobre mi trabajo. (El término ‘maltöte’ – del bajo latín mala tolta, mal quitado o mal tomado – fue adoptado por el pueblo para designar un impuesto sobre las transacciones, instituido por Felipe el Hermoso. Consistía en una tasa de un denario por libra sobre el precio de las mercancías vendidas. Dicha tasa de 0.50 por ciento sobre la libra de Tours y de 0.33 sobre la parisis, desencadenó graves motines y dejó el recuerdo de una medida financiera abrumadora.)
Buscó entre las tablillas de cuentas la correspondiente a la casa de Artois, y se la acercó a sus ojillos de ratón.
-Aquí veo cuatro libras y ocho sueldos, si no me he equivocado, y cuatro denarios – se apresuró a añadir, porque se había acostumbrado a cargar al comprador la dichosa “maltöte” de la que tanto se quejaba.
-Yo cuento seis libras – dijo dulcemente Beatriz, poniendo dos escudos sobre el mostrador.
-¡Ah! He aquí una buena costumbre. Así deberían hacer todos.
Se llevó las monedas a los labios, luego agregó con un guiño de complicidad.
-Sin duda, queréis ver a vuestro protegido. Estoy satisfecho porque es servicial y habla poco... ¡Maese Everardo!
El hombre que entró, procedente de la trastienda, cojeaba. Tenía unos treinta años, era delgado, aunque fornido, de rostro huesudo, y párpados hundidos y oscuros.
En seguida, maese Engelberto recordó una diligencia urgente.
-Echad el cerrojo tras de mí. Estaré ausente una hora – dijo al cojo.
Este, cuando quedaron solos, cogió a Beatriz de las muñecas.
-Venid – le dijo.
La joven lo siguió al fondo de la tienda, pasó por debajo de una cortina que él alzó y halló en el depósito donde maese Engelberto guardaba los panes de cera en bruto, los toneles de sebo y los paquetes de machas. También se veía un estrecho jergón tendido entre una vieja arca y la salitrosa pared.
-Mi castillo, mi señorío, la comandancia del caballero Everardo – dijo con amarga ironía, señalando con ademán circular el sombrío y sórdido habitáculo -. Pero es mejor que la muerte, ¿verdad?
Luego, tomando a Beatriz por los hombros, la atrajo hacia sí:
-Y tú vales más que la eternidad – susurró.
La voz de Everardo era tan apresurada, como lenta y serena la de ella.
Beatriz sonreía con la expresión habitual con que se burlaba vagamente de los hombres y de las cosas. Experimentaba un perverso deleite al sentir que había seres que dependían de ella. Por otra parte, aquel hombre estaba doblemente a su merced.
Lo había encontrado una mañana, como fiera acosada, en un rincón de la cuadra de la mansión de Artois, tembloroso y desfallecido dee miedo y de hambre. Antiguo Templario de una comandancia del norte de Francia, el tal Everardo había logrado evadirse de la prisión, la noche anterior al día en que iba a ser quemado. Escapó de la hoguera; pero no de la tortura. Recuerdo de los tres interrogatorios y de sus torturas era aquella pierna torcida para siempre, y el desvarío de su mente. Puesto que le habían roto los huesos para hacerle confesar prácticas demoníacas de las cuales era inocente, decidió, por represalia, entregarse al diablo. Al aceptar el odio perdido de la fe.
Soñaba sólo con brujerías, aquelarres y hostias profanadas. La calle de los Borboneses era su apropiado lugar. Beatriz lo colocó en casa de Engelberto que lo alojaba, lo alimentaba y, sobre todo, le proporcionaba una coartada ante el preboste. Así, Everardo, en su seboso antro, se creía verdadera encarnación de poderes satánicos, y se entregaba a esperanzas de venganza y visiones de lujuria.
Sin el tic nervioso que frecuentemente le deformaba bruscamente la cara, no hubiera estado desprovisto de cierto rudo atractivo. Su mirada tenía ardor y brillantez. Mientras recorría febrilmente con sus manos el cuerpo de Beatriz, complaciente siempre, ésta dijo:
-Debes estar contento. El Papa ha muerto.
-Sí... Sí... – dijo Everardo con alegría salvaje en la mirada -. Sus físicos le hicieron comer esmeraldas trituradas. ¡Buen revientatripas! Quienes quiera que sean, esos médicos cuentan con mi amistad. Comienza a cumplirse la maldición del gran maestre. Ya ha caído uno. La mano de Dios golpea rápidamente, cuando ayuda la mano del hombre.
-Y también la del diablo – dijo ella, sonriendo.
No parecía darse cuenta de que él le había levantado la falda. Los dedos barnizados de cera del ex Templario acariciaban un hermoso muslo firme, terso, cálido.
-¿Quieres ayudar a dar otro golpe? – prosiguió diciendo ella.
-¿A quién?
-A tu peor enemigo... al hombre a quien debes tu cojera.
-Nogaret... – murmuró Everardo.
Retrocedió un poco y la contracción deformó tres veces su rostro.
Ella se acercó entonces.
-Puedes vengarte si lo deseas – dijo -. ¿Acaso no es aquí donde se provee de luz? ¿No le vendéis las velas?
-Sí – dijo él.
-¿Cómo están hechas?
-Son candelas muy largas, de cera blanca con mechas que reciben un tratamiento especial para que despidan poco humo. También utiliza para su palacio largos cirios amarillos que llaman de legista. Estos los emplea solamente cuando dedica la noche a escribir. Quema dos docenas por semana.
-¿Estás seguro?
-Su portero viene a buscarlas por gruesas – y señaló un estante -; mira, su próxima provisión está ya lista, y la de Marigny al lado, y la de Millard, secretario del rey. Con ellas alumbran los crímenes que fabrica su mente. ¡Ojalá pudiera escupirles encima el veneno del diablo!
Beatriz seguia sonriendo.
-Puedo procurártelo – dijo -. Conozco el medio de envenenar una bujía.
-¿Es posible? – preguntó Everardo.
-Quien durante una hora respira su llama no vuelve a ver otra sino la del infierno. Es un veneno que no deja rastro y no tiene remedio.
-¿Cómo lo sabes?
-¡Ah... eso! – dijo Beatriz, moviendo los hombros y entornando los párpados como si coqueteara -. Es un polvo que basta con mezclarlo a la cera...
-¿Y por qué deseas tú que Nogaret...? – preguntó Everardo.
Contoneándose con coquetería, ella respondió:
-Quizá, porque además de ti, hay otras gentes que también quieren vengarse. Nada arriesgas.
Everardo reflexionó un instante. Su mirada se volvió más aguda, más reluciente.
-En tal caso, apresurémonos – dijo, atropellándose al hablar -. Es posible que deba marcharme muy pronto. Sobre todo, no lo repitas... pero el sobrino del gran maestre, messire Juan de Lonnwy, ha comenzado a reunirnos. También él juró vengar la muerte de messire de Molay. No hemos muerto todos, a pesar del perro de Nogaret. Días pasados recibí la visita de uno de mis antiguos hermanos, Juan del Pré, quien me avisó que estuviera preparado para ir a Langres. Sería hermosa cosa llevar al señor de Longwy como presente el alma de Nogaret... ¿Cuándo podría tener esos polvos?
-Aquí están – dijo calmosamente Beatriz, abriendo su escarcela.
Tendió a Everardo un saquito que contenía dos sustancias mal mezcladas, una gris, cristalina, y la otra blancuzca.
-Esto es ceniza – dijo Everardo señalando el polvillo gris.
-Sí – respondió Beatriz -, la ceniza de la lengua de un hombre asesinado por Nogaret... La puse a secar en un horno a medianoche. Es para atraer al diablo. Esto es serpiente de Faraón (Este veneno debía de ser el sulfacianuro de mercurio. Dicha sal se produce, por combustión, el ácido sulfúrico, vapores mercuriales y compuestos cianhídricos que pueden provocar una intoxicación a la vez cianhídrica y mercurial.
Casi todos los venenos de la Edad Media tenían como base el mercurio, substancia preferida por los alquimistas.
El hombre de “Serpiente de Faraón” designó, más tarde, un juguete de niño en cuya composición entraba dicha sal.) – dijo, indicando el polvillo blanco -. Sólo mata al arder.
-¿Y dices que poniendo estos polvos en una candela...?
Beatriz bajó la cabeza, asegurándolo. Everardo dudó un momento, su mirada iba des saquito a Beatriz.
-Pero es preciso que se haga delante de mí – dijo ella.
El antiguo Templario fue en busca del hornillo, y atizó los carbones. Luego sacó una de las bujías preparadas para el guardasellos, la puso en un molde u la hizo ablandar. Por último practicó una hendidura en la mitad, a lo largo de la bujía y derramó en su interior el contenido del saquito.
La joven mascullaba a su alrededor palabras de conjuro, en las que se oyó tres veces el nombre de Guillermo. Luego, el molde fue puesto al fuego, y después, en un cubo lleno de agua para enfriar la bujía.
La candela, rehecha, no presentaba signo alguno de la operación.
-Para un hombre habituado al manejo de la espada no es mal trabajo – dijo Everardo con semblante cruel, contento de sí mismo.
Y repuso la candela en el lugar de donde la había sacado, diciendo:
-Esperamos que sea buena mensajera de la eternidad.
La bujía envenenada, en medio del paquete, sin que nada la diferenciara de las otras, era algo semejante al premio mayor de una macabra lotería. ¿Qué día la sacaría de allí el criado encargado de reponer las velas en los candelabros del guardasellos real? Beatriz sonrió levemente, pero ya Everardo retornaba a su lado y la rodeaba con sus brazos.
-Puede que sea la última vez que nos veamos.
-Tal vez sí... tal vez no... – respondió ella.
Él la llevó hacia el camastro.
-¿Cómo hacías para conservarte casto cuando eras Templario? – preguntó Beatriz.
-Nunca pude conseguirlo – respondió él con voz sorda.
Entonces la hermosa Beatriz levantó los ojos a las vigas de las que pendían cirios de iglesia, y se dejó dominar por la sensación de que el diablo la poseía.
Por otra parte, ¿acaso Everardo no era cojo?
II

EL TRIBUNAL DE LAS SOMBRAS

Todas las noches, messire de Nogaret, legista, caballero y guardasellos, trabajaba hasta muy tarde en su gabinete, como lo había hecho durante toda su vida. Y todas las mañanas. La condesa de Artois se enteraba de que su enemigo había sido visto en perfecta salud, al parecer, dirigiéndose a buen paso, con las carpetas bajo el brazo, al palacio del rey. La condesa miraba entonces duramente a su doncella de compañía.
-Tened paciencia, señora... es una gruesa, son doce docenas... A razón de dos por semana...
Pero la paciencia no era la característica de Mahaut, que empezó a desconfiar de los poderes mortíferos de la serpiente de Faraón. Además, a saber si la candela envenenada había llegado a su destino, o si había sido cambiada por error, o si el criado la había dejado caer y se había roto precisamente aquella. Para tener seguridad, debería haberla puesto ella misma en el candelabro.
-La lengua no se puede equivocar, señora – aseguraba Beatriz.
Mahaut creía poco en brujerías.
-Costosos manejos y pobres resultados. Por de pronto, un buen veneno – refunfuñaba – se administra por la boca y no por el humo.
Pero con todo, cuando Beatriz le llevaba cada noche el candelero, no dejaba de preguntarle con su poco de inquietud:
-¿No serán las candelas del legista?
-¡No, señora, no! – respondía Beatriz.
Pero una mañana de mayo, Nogaret, en contra de lo que le era habitual, llegó tarde al consejo. Entró en la sala cuando el rey ya estaba sentado.
Nogaret, inclinándose profundamente ofreció sus excusas. Le sobrevino un vértigo y tuvo que agarrarse a la mesa.
La cuestión más urgente era la elección del Papa. La sede pontificia estaba vacante, hacía ya cuatro semanas y los cardenales, reunidos en cónclave en Carpentras según las últimas instrucciones de Clemente V estaban librando una batalla que parecía no tener fin.
Todos conocían la posición y el pensamiento del rey: quería que el papado permaneciera en Aviñón, donde él lo había puesto, lo más cerca posible de su mano; quería, si era posible, que el Papa fuera francés; quería que la enorme organización política representada por la Iglesia no actuara contra el reino de Francia, como a menudo había hecho.
Los veintitrés cardenales reunidos en Carpentras, procedentes de todas partes, de Italia, de Francia, de España, de Sicilia y de Alemania, estaban divididos en tantos partidos como capelos.
Las disputas teológicas, las rivalidades de intereses, los rencores familiares alimentaban sus luchas. Sobre todo, entre los cardenales italianos, los Caetani, los Colonna y los Orsini, existían odios inextinguibles.
-Los ocho cardenales italianos – dijo Marigny – sólo están de acuerdo en un punto: llevar el papado de retorno a Roma. Por fortuna, no sse entienden respecto al candidato.
-Pueden entenderse, con el tiempo – observó monseñor de Valois.
-Por eso no hay que dárselo – replicó Marigny.
En este momento, Nogaret sintió una náusea que pesaba sobre su estómago y estorbaba su respiración. Quiso enderezarse en el sitial donde se acurrucaba y tuvo que hacer esfuerzos para gobernar sus músculos. Luego, desapareció la fatiga, respiró hondamente y se enjugó la frente.
-Roma es la ciudad del Papa para todos los cristianos – dijo Carlos de Valois -. El centro del mundo está en Roma.
-Lo cual conviene a los italianos, sin duda, pero no al rey de Francia – dijo Marigny.
-De todos modos, no podéis cambiar la obra de los siglos, messire Engurerrando, ni impedir que el trono de san Pedro esté en el lugar donde fue establecido.
-Pero cuando el Papa quiere establecerse en Roma, no puede permanecer allí – exclamó Marigny -. Se ve obligado a huir ante las facciones que desgarran la ciudad y a refugiarse en algúncastillo bajo la protección de tropas que no le pertenecen. Se halla mucho mejor defendido por nuestra fortaleza de Villenueve, al otro lado del Ródano.
-El Papa permanecerá en su residencia de Avoñón – dijo el rey.
-Conozco a Francesco Caetani – replicó Carlos de Valois -. Es hombre de gran saber y de grandes méritos y puedo ejercer gran influencia sobre él.
-No quiero a ese Caetani – dijo el rey -. Pertenece a la familia de Bonifacio y volverá a los errores de la bula “Unam Saanctam”. (Felipe el Hermoso puede ser considerado como el primer rey galiciano.
Bonifacio VIII, por la bula ‘Unam Sanctam’, había declarado que ‘toda criatura está sometida al Pontífice Romano y que dicha sumisión es indispensable para su salvación’.
Felipe el Hermoso luchó constantemente por la independencia del poder civil en lo temporal. Por el contrario, su hermano Carlos de Valois erra decididamente ultramontano.)
Felipe de Poitiers, inclinando su largo busto, indicó que aprobaba plenamente a su padre.
-En ese asunto – dijo – hay suficientes intrigas como para que se aniquilen entre sí. A nosotros toca ser los más tenaces y firmas.
Tras un breve silencio, Felipe el Hermoso se volvió hacia Nogaret. Este, muy pálido, respiraba dificultosamente.
-¿Vuestro consejo, Nogaret? – dijo el rey.
-Sí, sire – dijo el guardasellos, haciendo un esfuerzo.
Se pasó la mano temblorosa por la frente.
-Dispensadme – dijo -, pero este espantoso calor...
-Pero si no hace calor... – dijo Hugo de Bouville.
Haciendo un gran esfuerzo, Nogaret afirmó con voz lejana:
-Por el interés del reino y de la fe se impone actuar en este sentido.
Y se calló; nadie pudo comprender por qué había sido tan breve, y tan vago.
-¿Vuestro consejo, Marigny?
-Propongo que, con el pretexto de traer los restos mortales del Papa a Guyena según su voluntad, se demuestre al cónclave la necesidad de acabar pronto. Messire de Nogaret podría encargarse de la piadosa misión, asistido de los poderes necesarios, así como de una buena escolta armada, como es conveniente. La escolta garantizará los poderes.
Carlos de Valois volvió la cabeza; desaprobaba ese alarde de fuerza.
-Y a todo esto, ¿se apresurará mi anulación? – preguntó Luis de Navarra.
-Luis, callaos – dijo el rey -. Para eso trabajamos también.
-Sí, sire – dijo Nogaret, sin darse cuenta de que había hablado.
Su voz sonaba grave y ronca. Sentía una gran perturbación en la mente y ante sus ojos las cosas empezaron a deformarse. La bóveda de la sala le pareció tan alta como la Sainte-Chapelle. Luego se acercó hasta volverse tan bajo como las de los sótanos donde tenía por costumbre interrogar a los prisioneros.
-¿Qué sucede? – preguntó, tratando de desabrochar su sobrevesta.
Se había doblado, con las rodillas contra el vientre, la cabeza gacha y las manos crispadas sobre el pecho. El rey se puso en pie, y todos los presentes. Nogaret lanzó un grito ahogado y se desplomó, vomitando.
Hugo de Baubille, el chambelán, lo condujo a su palacio, donde los visitaron los médicos reales.
Estos celebraron una larga consulta. Nada fue revelado de su informe al soberano. Pero pronto en la corte y en toda la ciudad de habló de una enfermedad desconocida. ¿Veneno? Se aseguraba que habían sido ensayados los más poderosos antídotos.
Aquel día los asuntos del reino quedaron en suspenso.
Cuando la condesa Mahaut se enteró de lo sucedido, se limitó a decir: “La está pagando”, y se sentó a la mesa. Pero prometió a Beatriz un equipo completo, es decir las seis piezas: camisa, ropa de abajo, ropa de encima, sobrevesta, capa y manto, todo de la más fina tela, y además una hermosa bolsa para la cintura, si moría Nogaret.
Nogaret, efectivamente, estaba pagando. Hacía horas ya que no reconocía a nadie. Estaba en la cama, sacudido por espasmos y escupía sangre. Al principio había tratado de permanecer inclinado sobre un recipiente. Ahora ya no tenía fuerzas, y la sangre le corría por la boca sobre un paño grueso y doblado que un criado le cambiaba de vez en cuando.
El cuarto estaba lleno de gente; amigos y criados se revelaban ante el enfermo, y en un rincón, formando un pequeño grupo solapado y gárrulo, la familia, pensando en el botín, calculaba el valor del mobiliario.
Para Nogaret, eran sólo espectros irreconocibles que se movían lejos de él, sin objeto ni razón.
Pero otras apariciones, visibles sólo para él, comenzaban a asediarlo.
Al cura de la parroquia, que vino a ayudarle, sólo le pudo confesar voces de estertor y palabras inteligibles.
-¡Atrás, atrás! – gritó con espantosa voz cuando lo ungieron con los santos óleos.
Acudieron los médicos. Nogaret, acostado, se retorcía en el lecho, con los ojos en blanco, rechazando a las sombras... Había entrado en las angustias.
Su memoria, que ya no le servía para nada, se vació ante él de golpe, como una botella boca abajo que se va a tirar, y le representaba todas las agonías a las que él había asistido, todas las muertes que él había ordenado. Muertos en los tormentos del interrogatorio, en la prisión, en la hoguera, en el potro, en las cuerdas de la horca, todos danzaban delante de él como si por segunda vez vinieran a morir.
Con las manos en la garganta, se esforzaba en quitarse los candentes hierros, con los que había quemado a tantos, del desnudo pecho. Sus piernas se agitaban convulsas; y se le oía gritar.
-¡Las tenazas! ¡Las tenazas! ¡Quitádmelas por compasión!
El olor de su sangre vomitada le parecía el hedor de la sangre de sus víctimas.
En su última hora, le había llegado a Nogaret el momento de situarse en el lugar de los ‘otros’; ése era su castigo.
-¡Nada hice en nombre mío! ¡Al rey!... ¡Sólo servía al rey!
Ante el tribunal de la muerte, el legista intentaba el último recurso.
Los asistentes, con más curiosidad que emoción, con menos compasión que desagrado, veían cómo se hundía en el más allá uno de los verdaderos dueños del reino.
A la caída de la tarde, la habitación quedó vacía. Sólo un barbero y un fraile de Santo Domingo permanecieron junto a Nogaret. Los criados se tendieron en el suelo de la antecámara, con la cabeza sobre sus manos.
Bouville tuvo que pasar sobre ellos, cuando vino por la noche, de parte del rey. Preguntó al barbero.
-Nada se ha podido hacer – dijo éste en voz baja -. Vomita menos, pero no cesa de delirar. Sólo nos resta esperar que Dios se lo lleve.
Entre los estertores de la agonía, Nogaret era el único que veía a los Templarios muertos, que lo esperaban en la profundidad de las tinieblas. Con la cruz cosida a la espalda, se mantenían hieráticos a lo largo de una ruta sin fin, bordeada de precipicios y alumbrada por el brillo de las hogueras.
-Aymom de Barbonne... Juan de Furnes... Pedro Suffet... Brintinhiac... Ponsard de Gizy…
¿Era la voz de los muertos o la suya propia que ya no reconocía?
-Sí, sire... Iré mañana...
A Bouville, viejo servidor de la corona, se le partió el corazón cuando oyó ese leve murmullo, que prometió repetir al rey.
Pero de golpe, Nogaret se incorporó, alto el mentón, erguido el cuello y gritó espantosamente:
-¡Hijo de Cataria! (Los padres de Nogaret eran cátaros, es decir, pertenecientes a una secta religiosa, que contaba con numerosos adeptos en el sur de Francia, a fines del siglo XII y principios del siglo XIII.
Divididos en ‘prefectos’ y ‘creyentes’, los cátaros profesaban la abstención de la carne y de la vida terrenal. Alentaban la no procreación y honraban a los suicidas; se negaban a considerar el matrimonio como sacramento y alimentaban una sólida hostilidad hacia la Iglesia de Roma. Fueron declarados herejes. El papa Inocencio III determinó una Cruzada contra ellos, conocida como la Cruzada contra los Albigenses, dirigida de manera salvaje por el famoso Simón de Montfort. Esta verdadera guerra religiosa intestina terminó con un tratado firmado en París en 1229.
Las sospechas que podían recaer sobre Guillermo de Nogaret por su ascendencia hereje, lo hicieron más cuidadoso e intolerante en toda cuestión concerniente a la exactitud de la fe. Igualmente fue excomulgado como consecuencia de su expedición contra Bonifacio, sanción que le fue levantada por Clemente V, bajo promesa de peregrinaje a Tierra Santa que debía cumplir él mismo o alguno de sus descendientes. En 1870, dos ancianas fueron a Roma y pidieron audiencia al Papa. Eran las últimas descendientes de Guillermo de Nogaret y habían caído en la cuenta de que la penitencia dictada a su antepasado no había sido cumplida aún, después de cinco siglos. Querían saber qué debían hacer. El Papa las liberó de la obligación.)
Bouville miro al dominico y los dos se santiguaron.
-¡Hijo de Cataria! – repitió Nogaret, y cayó sobre la almohada.
En el inmenso, atormentado paisaje de montañas y valles, que llevaba en su mente, y que lo conducía al juicio final, Nogaret había partido de nuevo para su gran expedición. Cabalgaba un día de septiembre bajo el deslumbrante sol de Italia, a la cabeza de seiscientos caballeros y de un militar de infantes hacia la roca de Anagni. Sciarra Colonna, enemigo mortal de Bonifacio, el hombre que prefirió remar tres años, encadenado al banco de una galera berberisca antes que darse a conocer y correr el riesgo de ser enviado al Papa, cabalgaba a su lado. Thierry de Hirson formaba parte de la expedición. La pequeña ciudad de Agnani les abrió las puertas. Los asaltantes, pasado por el interior de la catedral invadieron el palacio Caetani y las habitaciones pontificias. Allí, el anciano Papa, de ochenta y ocho años, con la tiara en la cabeza, con la cruz en la mano, solo en la inmensa sala abandonada, contemplaba la entrada de la horda armada. Instado a abdicar, respondió:
-Aquí tenéis mi cuello; aquí, mi cabeza. Moriré, pero moriré Papa.
Sciarra Colonna lo abofeteó con su guantelete de hierro, y Bonifacio lanzó a Nogaret: “¡Hijo de Cataria! ¡Hijo de Cataria!”
-¡Yo impedí que lo mataran! – gimió Nogaret.
Se defendía aún. Pero pronto rompió en sollozos, como había sollozado Bonifacio tirado bajo su trono; estaba de nuevo en lugar del ‘otro’...
La razón del anciano Papa no resistió a la agresión y al ultraje. Cuando lo llevaron a Roma, seguía llorando como un niño. Luego cayó en una demencia furiosa, insultando a todo el que se le aproximaba, rechazando los alimentos y arrastrándose de pies y manos por el cuarto donde lo guardaban. Un mes después, moría el Papa rechazando, en una crisis de rabia, los últimos sacramentos.
Inclinado sobre Nogaret, y haciendo sin cesar la señal de la cruz. El fraile dominico no comprendía por qué el antiguo excomulgado se obstinaba en rehusar la extremaunción que había recibido ya horas antes.
Se marchó Bouville. El barbero, conociendo su inutilidad hasta que tuviera que hacerle el arreglo funerario, se había dormido en su asiento y balanceaba la cabeza. El dominico dejaba, de tanto en tanto, su rosario para despabilar la candela.
Hacia las cuatro de la mañana los labios de Nogaret articularon débilmente:
-Papa Clemente... caballero Guillermo... rey Felipe...
Sus grandes dedos negros y achatados arañaban la sábana.
-¡Me quemo! – dijo todavía.
Luego, los ventanales empezaron a agitarse con la tímida claridad del alba, sonó débilmente una campana al otro lado del Sena, y los servidores empezaron a moverse en la antecámara.
Entró uno de ellos y abrió una ventana. París olía a primavera y a hojas nuevas. La ciudad se despertaba entre un confuso rumor.
Nogaret había muerto, y un hilillo de sangre se había sacado en su fosa nasal. El fraile de Santo Domingo dijo:
-¡Dios se lo ha llevado!
III

LOS DOCUMENTOS DE UN REINADO

Una hora después de que Nogaret hubo entregado su alma, messire Alán de Pareilles, acompañado de Millard, secretario del rey, fue al palacio de Nogaret para apoderarse de todo documento, pieza o legajo que hubiera en la morada del guardasellos,
Luego el mismo rey acudió para hacer la última visita a su ministro. Permaneció sólo breves momentos junto al cadáver. Sus lívidos ojos contemplaban al muerto, sin pestañear, como cuando le hacía su pregunta habitual: “Vuestro consejo, Nogaret” Y parecía decepcionado de no recibir respuesta.
Aquella mañana Felipe el Hermoso no dio su diario paseo por calles y mercados. Volvió directamente a palacio, donde, ayudado por Millard, se dedicó a examinar los documentos traídos de casa de Nogaret, que habían sido depositados en su gabinete.
En seguida entró Enguerrando de Marigny en las habitaciones reales. El soberano y su coadjutor se miraron, y el secretario salió.
-Al cabo de un mes, el Papa – dijo el rey -, y un mes después, Nogaret...
había angustia, casi congojaen la manera como pronunció tales palabras. Marigny tomó asiento donde el rey le designó. Guardó silencio un momento y luego dijo:
-Ciertamente, son extrañas coincidencias, sire. Pero cosas semejantes acontecen todos los días, que no os impresionan porque las ignoramos.
-Nos hacemos viejos, Enguerrando, y esto ya es bastante maldición.
Tenía cuarenta y seis años; Marigny, cuarenta y nueve. Pocos hombres alcanzaban la cincuentena en aquellos tiempos.
-Es preciso examinar todo esto – prosiguió el rey señalando los legajos.
Y se pusieron a trabajar. Una parte de los documentos serían depositados en los archivos del reino, en el mismo palacio. (En el tiempo de Felipe el Hermoso, los archivos eran una institución relativamente reciente; su fundación remontaba solamente a San Luis, quien ordenó que se agruparan y clasificaran todos los documentos sobre derechos y costumbres del reino. Hasta entonces, los documentos eran guardados, cuando lo eran, por los señores o por las comunas; el rey no conservaba para sí más que los tratados y los documentos concernientes a las propiedades de la corona. Con los primeros capetos tales documentos iban colocados en una carreta que seguían todos los desplazamientos del rey.) Otros, sobre asuntos todavía en curso, serían conservados por Marigny o enviados a sus legistas; otros, en fin, por prudencia irían al fuego.
El silencio reinaba en el gabinete, turbado apenas por los lejanos gritos de los mercaderes, y el rumor de París. El rey se inclinaba sobre los abiertos legajos. Era todo su reinado lo que veía pasar de nuevo ente sus ojos, los veintinueve años, durante los cuales había tenido en sus manos la suerte de millones de hombres y había impuesto su voluntad a toda Europa.
Y de pronto, ese desfile de acontecimientos, de problemas, de conflictos, de decisiones, le parecía ajeno a su propia vida, a su propio destino. Diferente luz iluminaba ahora lo que había sido el trabajo de sus días y la preocupación de sus noches.
Porque descubría de golpe lo que los otros pensaban y escribían acerca de él; se veía desde el exterior. Nogaret había conservado cartas de embajadores, borradores de interrogatorios e informes policiales. De aquellas líneas surgía una imagen del rey que éste no conocía: la imagen de un ser lejano, duro, ajeno al dolor de los hombres, inaccesible a los sentimientos, una figura abstracta que encarnaba la autoridad en lo alto y el despego de sus semejantes. Sobrecogido de asombro leía dos frases de Bernardo de Saisset. Aquel obispo, origen del gran conflicto con Bonifacio VIII... Dos frases terribles que sobrecogían: “Aunque su belleza no tenga igual en el mundo, solo sabe mirar a las gentes en silencio. No es un hombre, ni una bestia, es una estatua.”
Y leyó también estas palabras de otro testigo de su reinado: “Nada lo doblegará; es un rey de hierro.”
-Un rey de hierro – murmuró Felipe el Hermoso -. ¿Tan bien he ocultado mis flaquezas? ¡Cuán poco nos conocen los demás, y qué mal juzgado seré!
Un nombre encontrado al azar le hizo recordar la extraordinaria embajada que había recibido a comienzos de su reinado. Rabban Kaumas, obispo nestoriano chino, había ido a Francia, enviado por el gran Khan de Persia, descendiente de Gengis Khan, para ofrecerle una alianza, un ejército de cien mil hombres y la guerra contra los turcos.
Felipe el Hermoso contaba entonces veinte años. ¡qué seductor resultaba para un hombre joven ese sueño de una cruzada en la que participara Europa y Asia! ¡Una empresa digna de Alejandro! No obstante, aquel día eligió otro camino: no más cruzadas ni aventuras guerreras; quería dedicar todos sus esfuerzos a Francia y a la paz.
¿Había hecho bien? ¿Cuál habría sido su vida y qué imperio habría fundado de haber aceptado la alianza con el Khan de Persia? Por in instante soñó con la gigantesca reconquista de las tierras cristianas, que habría asegurado su gloria para los siglos venideros. Pero Luis XII y San Luis habían perseguido los mismos sueños que acabaron en desastre.
Volvió a la realidad. Cogió otro legajo. En él había una fecha: ¡1305! Era el año de la muerte de su mujer, Juana, que había aportado Navarra al reino; y a él, el único amor de su vida. Jamás deseó otra mujer, desde hacía nueve años que había muerto jamás miró a otras. Pero apenas se había quitado las ropas de luto cuando estallaron motines. París se sublevó contra sus ordenanzas, y tuvo que refugiarse en el Temple. Y al año siguiente, hacía detener a los mismos que lo habían acogido y defendido...
Nogaret había conservado sus notas sobre la marcha del proceso.
¿Y ahora? Después de tantos otros, la figura de Nogaret desaparecerá del mundo. Sólo quedaban de él esos legajos de escritura, testigos de su labor.
¡Cuántas cosas duermen aquí! – pensó el rey -. ¡Cuántos procesos, torturas, muertes!”
Con los ojos fijos, meditaba.
¡Por qué? – se preguntaba -. ¿Con qué fin? ¿Dónde están mis victorias? Gobernar es una obra sin final. Quizá me quedan sólo unas semanas de vida. Y ¿qué he hecho yo que tenga asegurada su permanencia después de mí...?
Volvía a experimentar la gran ansiedad de acción que siente el hombre acosado por la idea de su propia muerte.
Marigny, con el mentón en la mano, permanecía inmóvil, inquieto por la preocupación del rey. Todo le había resultado relativamente fácil al coadjutor en el ejercicio de sus tareas y sus cargos. Todo, excepto comprender los silencios de su soberano.
-Hicimos que el Papa Bonifacio canonizara a mi abuelo el rey Luis – dijo Felipe el Hermoso -, pero ¿fue en realidad un santo?
-Su canonización fue útil al reino, sire – respondió Marigny -. Una familia real es más respetada si cuenta con un santo.
-Pero ¿era necesario, después, utilizar la fuerza contra Bonifacio?
-Se disponía a excomulgaros, sire, porque no practicabais en vuestros Estados la política que él deseaba. No habéis faltado a los deberes de rey. Permanecisteis en el lugar donde os puso Dios y proclamasteis que de nadie sino de Dios habíais recibido vuestro reino.
Felipe el Hermoso indicó uno de los rollos:
-¿Y los judíos? ¿No quemamos a demasiados? Son criaturas humanas, sufrientes y mortales como nosotros. Dios lo ordenaba.
-Seguisteis el ejemplo de San Luis, sire, y el reino necesitaba riquezas.
El reino, el reino, siempre el reino; en respuesta a todo acto, las necesidades del reino: “Era necesario para el reino... Debemos hacerlo por el reino.”
-San Luis amaba a la fe y la grandeza de Dios. Pero yo ¿qué he amado? – dijo Felipe el Hermoso en voz baja.
-La justicia – dijo Marigny -, la justicia que es necesaria para el bien común y aniquila a todos los que no siguen la marcha del mundo.
-Muchos han sido a lo largo de mi reinado los que no siguieron la marcha del mundo. Y muchos más serán si se reúnen los de todos los siglos.
Levantaba los legados de Nogaret y los dejaba caer sobre la mesa, uno tras otro.
-Amarga cosa el poder – dijo.
-nada es grande, sire, si no tiene su parte de hiel – respondió Marigny -. Nuestro Señor Jesucristo lo supo también. Habéis reinado con grandeza. Pensad que habéis agregado a la corona a Chartres, Beaugency, la Champaña, la Bigorrre, Angulema, la Marca, Douai, Montpelier, el Franco-Condado, Lyon y una parte de la Guyena. Habéis fortificado vuestras ciudades, como deseaba vuestro padre, nuestro señor Felipe III, para que no estén a merced de nadie de fuera o de dentro... Rehicisteis la ley siguiendo las leyes de la antigua Roma. Reglamentasteis el Parlamento, para que formulara mejores decretos. Conferisteis a muchos de vuestros súbditos la condición de burgueses del rey (Los ‘burgueses del rey’, instituidos hacia mediados del siglo XIII, constituían una categoría especial de súbditos. Apelando a la justicia real se desligaban tanto de sus obligaciones para con el señor feudal, como de la residencia en determinada ciudad. En cualquier lugar del reino no obedecían sino al poder central. Esta institución adquirió gran desarrollo durante el reinado de Felipe el Hermoso. Bien puede decirse que los burgueses del rey fueron los primeros franceses que poseyeron un estatuto jurídico similar al de los modernos ciudadanos.). Liberasteis a vuestros siervos de muchos bailazgos y senescalías. No, sire, os equivocáis al temer haber errado. Hicisteis de un reino desgarrado un país que comienza a tener un solo corazón.
Felipe el Hermoso se levantó. Lo tranquilizaba la inquebrantable convicción de su coadjutor y se apoyaba en ella para luchar contra una flaqueza que no era habitual en su carácter.
-Puede que estéis en lo cierto, Enguerrando. Mas si el pasado os satisface, ¿qué decís del presente? Ayer, muchos debieron se sometidos por los arqueros en la calle de Saint Merri. Leed lo que escriben los bailíos de la Champaña, de Lyon y de Orleáns. Por todas partes la gente se amotina, en todas partes se queja del encarecimiento del trigo y los magros salarios. Y los que se quejan, Enguerrando, no pueden comprender que lo que reclaman, y que no puedo darles, depende del tiempo y no de mi voluntad. Olvidarán mis victorias para recordar tan sólo mis impuestos y me acusarán por no haberlos alimentado durante toda la vida...
Marigny escuchaba, más inquieto ahora por las palabras del rey que por sus silencios. Jamás le había oído hablar tanto ni confesar tales incertidumbres, ni dejar traslucir tal desaliento.
-Sire – dijo por fin -, es preciso atender a muchas cuestiones.
Felipe el Hermoso echó otra mirada a los documentos de su reinado, esparcidos sobre la mesa. Luego de pronto se irguió como si acabara de darse una orden.
-Sí, Enguerrando, es preciso – dijo.
Propio es de hombres fuertes no desconocer las dudas y titubeos, que son patrimonio común de la naturaleza humana, sino sobreponerse rápidamente a ellas.
IV

EL VERANO DEL REY

Con la muerte de Nogaret, Felipe el Hermoso pareció penetrar en una región donde nadie podía reunírsele. La primavera caldeaba la tierra y las casas.
París vivía a pleno sol, pero el rey estaba como aislado en un invierno interior. La predicción del gran maestre no se borraba de su mente.
A menudo partía hacia alguna de sus residencias de campo donde dedicaba largo tiempo a la caza, al parecer, su única distracción. Pero muy pronto lo reclamaban de París alarmantes noticias. La situación alimentaria en el reino era mala. Aumentaba el costo de la vida; a las regiones pobres no afluían los excedentes de riqueza de las regiones prósperas. Se decía abiertamente: “¡Demasiados guardias y poco trigo!” Las gentes se negaban a pagar los impuestos y se revelaban contra los recaudadores y los prebostes. Aprovechando el mal trance, las ligas de los barones de Borgoña y de la Champaña volvían a unirse, para mantener sus viejas pretensiones feudales. Roberto de Artois, valiéndose provechosamente del escándalo de las princesas y del descontento general, reavivaba la agitación sobre las tierras de la condesa Mahaut.
-Mala primavera para el reino – dijo Felipe el Hermoso delante de monseñor de Valois.
-Estamos en el decimocuarto año del siglo, hermano mío – respondió Valois -. Un año que la suerte ha marcado siempre con la desdicha.
Recordaba, para confirmarlo, una perturbadora comprobación de los años catorce: 714, invasión de los musulmanes en España, muerte de Carlomagno y desmembramiento de su imperio; 914, invasión de los húngaros y el hambre, 1114, pérdida de la Bretaña; 1214, la coalición de Otón IV vencida en Bouvines... una victoria lindante con la catástrofe. Sólo el año 1014 estaba exento de drama.
Felipe el Hermoso miró a su hermano como si no lo viera. Dejó caer su mano sobre el cuello de Lombardo, al que acarició a contrapelo.
-Ahora bien, eta vez vuestras dificultades, hermano mío, provienen de vuestros malos consejeros – dijo Carlos de Valois -. Marigny no tiene medida. Usa la confianza que le tenéis, para engañaros y comprometeros cada vez más por el camino que le es útil; pero que no pierde. Si me hubieses escuchado en el asunto de Flandes...
Felipe el Hermoso se encogió de hombros como si quisiera decir: “Nada puedo sobre eso.”
La cuestión de Flandes resurgía periódicamente. Brujas, la rica e irreductible, alentaba los levantamientos comunales. El condado de Flandes, de estatuto mal definido, se negaba a aplicar la ley general. Con negociaciones y combates, tratados y subterfugios, la cuestión flamenca era una llaga incurable en el costado del reino. ¿Qué quedaba de la victoria de Mons-en-Pevéle? Una vez más sería necesario emplear la fuerza.
Pero la leva de un ejército exigía oro. Y si iniciaba la campaña, el presupuesto sobrepasaría al de 1299, inolvidable por ser el más elevado que el reino había conocido: 1’642,694 libras. Con un déficit de 70,000. Ahora bien, desde hacía unos años, los ingresos ordinarios eran alrededor de las 500,000 libras. ¿Dónde encontrar la diferencia?
Contra la opinión de Carlos de Valois, Marigny convocó una asamblea popular para el 1° de agosto de 1314, en París. Ya había recurrido a tales consultas, sobre todo, con ocasión de los conflictos con el papado. Fue precisamente ayudando al poder civil a liberarse de la obediencia a la Santa Sede, como la burguesía había conseguido su derecho a la palabra. Pero ahora, por primera vez, el pueblo iba a ser consultado en materia de finanzas.
Marigny preparó la Asamblea con el mayor cuidado, enviando mensajeros y secretarios a las distintas ciudades, y multiplicando entrevistas, gestiones y promesas.
La Asamblea tuvo lugar en la Galería Merciere, cuyas tiendas se cerraron aquel día. Se había levantado un gran estrado, donde se instalaron el rey, los miembros de su consejo, los pares y los principales barones.
Marigny tomó la palabra el primero. Habló en pie, no lejos de su efigie de mármol, y su voz parecía más firme que de costumbre, y más segura de expresar la verdad del reino. Iba sobriamente vestido, tenía prestancia y gestos de orador. El discurso, por su redacción, iba dirigido al rey; pero lo pronunciaba de cara a la multitud, que, por esto sólo, se sentía un poco soberana. A sus pies, en la inmensa nave de dos bóvedas, escuchaban varios centenares de hombres venidos de toda Francia.
Marigny explicó por qué no debían sorprenderse de que los víveres fueran más escasos, por tanto, más caros. La paz mantenida por Felipe el Hermoso favorecería el acrecentamiento de la población. “Comemos el mismo trigo, pero somos más para compartirlo”, dijo. Por consiguiente, se hacía preciso sembrar más, y para sembrar, era necesaria paz en el Estado, obediencia a las ordenanzas, y participación de cada región para la prosperidad de todas.
Ahora bien, ¿quién amenazaba la paz? Flandes. ¿Quién rehuía contribuir al bien general? Flandes. ¿Quién guardaba su trigo y sus paños, y prefería venderlos al extranjero entes de dirigirlos al interior del reino donde se ensañaba la penuria? Flandes. Al negarse a pagar los impuestos y derechos de comercio, las villas flamencas agravaban fuertemente la proporción de las cargas de los otros súbditos del rey. Flandes debía ceder, o se le obligaría por la fuerza. Pero para esto hacía falta dinero, todas las villas representadas aquí por sus ciudadanos, debían, pues, por su propio interés, aceptar una elevación de impuestos.
-Así demostrarán – acabó Marigny – quiénes son los que darán ayuda para ir contra los flamencos.
Se alzó un rumor dominado inmediatamente por la voz de Esteban Barbette.
Barbette, jefe de la moneda de París, regidor, preboste de los comerciantes y muy rico por su comercio de telas y de caballos, era aliado de Marigny. Los dos habían preparado esta intervención. En nombre de la primera ciudad del reino, Barbette prometió la ayuda pedida, arrastró el ánimo de los presentes, y los diputados de las cuarenta y tres “buenas ciudades” aclamaron al unísono al rey, a Marigny y Barbette.
Aunque la asamblea fue una victoria, los resultados se mostraron decepcionantes. El ejército fue puesto en pie de marcha antes de que se cobrara enteramente la subvención.
El rey y su coadjutor deseaban una rápida demostración de autoridad más que una verdadera guerra. La expedición fue un imponente paseo militar. Apenas puestas las tropas en marcha, Marigny hizo saber al adversario que estaba dispuesto a negociar, se apresuró a ultimar, a primeros de septiembre, el convenio de Marquette.
Pero no bien se hubo alejado el ejército, Luis de Nevers, hijo de Roberto de Béthume, conde de Flandes, denunció el convenio. Para Marigny esto fue un fracaso. Valois, que llegaba hasta alegrarse de las desgracias del reino, si ello perjudicaba al coadjutor, acusó públicamente a éste de haberse vendido a los flamencos.
La cuenta de la campaña quedaba impagada y los oficiales reales continuaban, pues, percibiendo, con gran descontento de las provincias, la ayuda extraordinaria acordada para una empresa acabada ya sin éxito.
El Tesoro estaba agotado y, una vez más, Maraigny debió arbitrar nuevos recursos.
Los judíos habían sufrido ya dos expoliaciones; nueva esquila proporcionaría escasa lana. Los Templarios ya no existían y su oro había sido fundido hacía ya mucho tiempo. Quedaban los Lombardos.
Ya en 1311 se había decretado su expulsión, sin intención de llevarla a cabo, sino sólo para obligarlos a comprar, muy caro, su derecho de permanencia. Esta vez, no se trataba de un rescate, sino del embargo total de sus bienes y su entrega a Francia. Eso proyectaba Marigny. El comercio que mantenían con Flandes, despreciando las instrucciones reales, y el apoyo financiero que prestaban a las ligas de los señores, justificaban la medida prevista.
Pero era un hueso duro de roes. Los banqueros y negociantes italianos, burgueses del rey, se habían organizado sólidamente en “compañías” con un “capitán general” elegido, al frente de todas. Controlaban el comercio extranjero y dominaban el crédito. Los transportes, el correo privado y hasta ciertos re-cobros de impuestos pasaban a sus manos. Incluso daban limosna, cuando el caso lo requería.
Por tanto, Marigny pasó varias semanas perfilando su proyecto. Era hombre tenaz y la necesidad lo espoleaba.
Pero Nogaret ya no estaba allí. Por otra parte, los Lombardos de París, gente bien informada y aleccionada por la experiencia, pagaban bien los secretos del poder.
Tolomei, con un ojo solo abierto, velaba.
V

EL PODER Y EL DINERO

Una tarde de mediados de octubre, se reunieron en casa de Tolomei unos treinta hombres a puerta cerrada.
El más joven, Guccio Baglioni, sobrino de la casa, tenía dieciocho años; el más viejo, Boccanegra, capitán general de las compañías lombardas, setenta y cinco. Por diferentes que fueran en edad y aspecto, había en todos los reunidos una singular semejanza en la actitud, en la movilidad de expresión y de los gestos, y en la manera de llevar los vestidos.
Iluminados por gruesos cirios colocados en candelabros forjados, aquellos hombres de tez morena formaban una familia que se entendía fácilmente. Era una tribu de guerra, cuya fuerza igualaba a la de las ligas de la nobleza o a las de las asambleas de burgueses.
Allí estaban los Peruzzi, los Albizzi, los Guardi, los Bardi, con su primer comisario y viajero Boccaccio, los Pucci, los Casinelli, todos ellos de Florencia. Estaban los Salimbene, los Buonsignori, los Allarani y los Zaccaría, de Génova; estaban los Scotti de Palestina y el clan de Siena dirigido por Tolomei. Entre todos aquellos hombres existían rivalidades de prestigio, de competencia comercial y antiguos rencores heredados de sus respectivas familias por asuntos de amor. Pero ante el peligro se unían como hermanos.
Tolomei acababa de exponer la situación, con calma, pero sin disimular su gravedad. Para nadie fue una sorpresa. Había pocos imprevisores entre los hombres de la banca, y la mayoría había puesto ya a buen recaudo, fuera de Francia, buena parte de su fortuna. Pero hay cosas que no se pueden trasladar y cada uno pensaba angustiado, colérico o despechado, en lo que tenía que abandonar: bella mansión, bienes raíces, mercancías, situación adquirida, clientela, amantes y algún hijo natural...
-Tengo un medio – dijo Tolomei – para encadenar a Marigny y tal vez destruirlo.
-En ese caso, ¡no vaciles! ¡Ammazzalo! (¡Mátalo!) – dijo Buonsignori, el jefe del más grande clan genovés.
-¡Cuál es tu medio? – interrogó el representante de los Scotti.
Tolomei movió la cabeza.
-No puedo decíroslo todavía.
-¡Deudas, sin duda? – preguntó Zaccaría -. ¿Y qué? ¡Acaso eso ha incomodado alguna vez a esa gente? ¡Al contrario! ¡Nuestra partida les dará buena ocación para olvidar lo que nos deben!
Zaccaría estaba amargado. Representaba a una pequeña compañía y sentía celos de Tolomei, que tenía clientela importante.
Tolomei se volvió hacia él, y con voz de profunda convicción, dijo:
-¡Mucho más que deudas, Zaccaría! Un arma envenenada, cuyo secreto estoy obligado a guardar. Mas para utilizarla, necesito de vosotros, amigos míos. Pues debemos tratar con el coadjutor de poder a poder. Poseo una amenaza, pero quisiera acompañarla de una oferta... para que Marigny elija entre el entendimiento y la lucha.
Desarrolló su idea. Si querían expoliar a los Lombardos, era para enjugar el déficit de las finanzas públicas. Marigny tenía que llenar el Tesoro a cualquier precio. Los Lombardos se iban a mostrar benévolos y propondrían espontáneamente un importante préstamo a interés muy reducido. Si Marigny rechazaba la oferta, Tolomei sacaría el arma de la vaina.
-Tolomei, es preciso que te expliques mejor – dijo Bardi -, ¿Cuál es esa arma de la que tanto hablas?
-Si insistís, puedo revelarla a nuestro capitán, pero solamente a él.
Circuló un murmullo y todos se consultaron con la mirada.
-Sí... va bene... facciamo cosi (Sí... está bien... hagámoslo así) – se oyó.
Tolomei llevó al capitán a un rincón de la estancia. Los otros espiaban el rostro de nariz delgada, labios hundidos y ojos gastados del viejo florentino. Captaron sólo las palabras: fratello y arcivescovo. (Hermano y arzobispo.)
-Dos mil libras bien colocadas, ¿verdad? – murmuró por fin Tolomei -. Sabía que algún día me prestarían un buen servicio.
Boccanegra soltó una risita que gorgoteó en el fondo de su vieja garganta; luego regresó a su sitio y dijo, señalando a Tolomei con la mano:
-Abbiate fiduccia. (Tened confianza)
Entonces, Tolomei, tablilla en mano, comenzó a anotar las cifras de las suscripciones para el empréstito real.
Boccanegra se inscribió el primero con una suma considerable: diez mil trece libras.
-¿Por qué trece?
-Per portar loro scarogna. (Para que les traiga desgracia)
-Peruzzi, ¿cuánto puedes dar? – preguntó Tolomei.
Peruzzi calculaba, arañando su tabla.
-Te lo diré... en seguida – respondió.
-¿Y tú, Salimbene?
Por la cara de los genoveses, alrededor de Salimbene y Buonsignori, se hubiera dicho que a cada uno le arrancaban un pedazo de carne. Se les conocía como los más duros para los negocios. De ellos se aseguraba: “Cuando un genovés echa el ojo a tu bolsa, dala por vacía.” No obstante, se decidieron. Algunos decían: “Si logra sacarnos de ésta, algún día sucederá a Boccanegra,”
Tolomei se aproximó a los Bardi, que hablaban en voz baja con Boccaccio.
-¿Cuánto, Bardi?
El mayoar de los Bardi sonrió:
-Lo mismo que tú, Spinello.
El ojo de Tolomei se abrió.
-En ese caso, el doble de lo que pensabas.
-Peor sería perderlo todo – dijo Bardi, encogiéndose de hombros -. ¿No es verdad, Boccaccio?
Este inclinó la cabeza; pero se puso en pie para llevar aparte a Guccio. El encuentro en la ruta de Londres había creado entre ellos una amistad.
-¿En verdad tu tío posee la manera de retorcerle el cuello a Enguerrando?
Guccio adoptó su expresión más seria para responder:
-Caro Boccaccio, jamás he oído a mi tío hacer una promesa que no pudiera cumplir.
Cuando se levantó la sesión, habían concluido en las iglesias los oficios de la tarde, y la noche caía sobre París. Los treinta banqueros salieron de casa de Tolomei. Alumbrados por las antorchas que llevaban sus criados, fueron acompañados de puerta en puerta a través del barrio de los Lombardos, formando en las oscuras calles una extraña procesión de la fortuna amenazada, la procesión de los penitentes del oro.
En su gabinete, Spinello Tolomei, a solas con Guccio, sumaba el total de las cantidades prometidas, como se cuentan las tropas antes de la batalla. Cuando hubo concluido, sonrió. Con el ojo entreabierto y las manos en la espalda, miraba el fuego, donde los leños se convertían en cenizas; y dijo:
-Messire de Marigny, aún no habéis vencido.
Luego se dirigió a Guccio.
-Si ganamos, pediremos nuevos privilegios en Flandes.
Pues aun estando tan cerca del desastre, Tolomei pensaba, sin poderlo evitar, en sacar provecho. Se dirigió a un arcón, y lo abrió.
-El recibo firmado por el arzobispo – dijo, sacando el documento -. si vinieran a hacernos lo que a los Templarios, preferiría que los agentes de messire Enguerrando no lo encontraran aquí. Toma tu mejor caballo y sal en seguida para Nauphle, donde pondrás esto en lugar seguro en nuestra oficina. Tú te quedarás allá.
Miró a Guccio cara a cara y agregó, gravemente:
-Si me sucediera alguna desgracia – los dos hicieron los cuernos con los dedos, y tocaron madera – entregarás este pergamino a monseñor de Artois, para que lo pase al conde de Valois, el cual sabrá hacer uso de él. Ten cuidado pues el factor de Nauphle no estará tampoco a resguardo de los arqueros.
-¡Tío, tío! – exclamó excitado -. Tengo una idea. Haré como decís, pero no iré a Neauphle sino a Cressay, cuyos castellanos siguen siendo nuestros deudores. Les presté gran ayuda y nuestro crédito es una excusa muy aceptable. Creo que, si las cosas no han cambiado, la hija no se negará a ayudarme.
-¡Bie pensado! – dijo Tolomei -. ¡Tú maduras, hijo mío! En un banquero, el buen corazón siempre ha de servir para algo... Hazlo así, pero puesto que necesitas de esa gente, llegarás a su casa con regalos. Toma algunas telas bordadas de oro y puntillas de Brujas, para las mujeres. Hay dos hijos, me dijiste... y les gusta cazar. Llévales, pues, los dos halcones que hemos recibido de Milán.
Y volvió al arcón.
-Aquí hay unos recibos firmados por monseñor de Artois – prosiguió -. No se negará a ayudarme, si es necesario. Pero estoy más seguro de su apoyo si le presentas la petición en una mano y sus cuentas en la otra... Y aquí tienes también, este crédito del rey Eduardo... No sé, sobrino mío, si serás rico con todo esto, pero al menos, podrás ser temible. ¡Vamos! No te retrases ahora. Haz que te ensillen el caballo y prepara tu bagaje. No tomes más que un hombre de escolta, para no hacerte notar; pero que vaya armado.
Puso los documentos en un estuche de plomo, que entregó a Guccio junto con una bolsa de oro.
-La suerte de las compañías lombardas está ahora, mitad en tus manos, mitad en las mías – agregó -. No lo olvides.
Guccio abrazó a su tío con emoción. No necesitaba esta vez crearse un personaje imaginario; el personaje venía hacia él.
Una hora más tarde, abandonaba la calle de los Lombardos.
Entonces, maese Spinello Tolomei se puso la capa forrada de pieles, pues octubre era frío, hizo que lo acompañara un criado con antorcha y daga, y se encaminó a palacio de Marigny.
Aguardó largo rato, primero en la portería, después en una gran sala de espera que servía de antecámara. El coadjutor vivía regiamente, y había gran movimiento en su palacio hasta muy tarde. Tolomei era hombre paciente. Les recordó su presencia varias veces, insistiendo en la necesidad que tenía de ver al coadjutor en persona.
-Venid, señor – le dijo por fin un secretario.
Tolomei atravesó tres espaciosas salas y se halló frente a Enguerrando de Marigny, quien terminaba su cena, a solas en su gabinete, sin dejar de trabajar.
-Una imprevista visita – dijo Marigny, fríamente -. ¿Qué asunto es trae por aquí?
Tolomei respondió con igual tono de voz:
-Asuntos del reino, messire.
-Aclarádmelo – dijo.
-Desde hace unos días, monseñor, corre el rumor de que el consejo del reino prepara una medida que atañe a los privilegios de las compañías lombardas. Al esparcirse el rumor, nos inquieta y nos molesta gravemente el comercio. La confianza está en tela de juicio, los compradores escasean, los proveedores exigen pagos al contado y los deudores retrasan los vencimientos.
-Eso no es de la incumbencia del reino – observó Marigny.
-Veamos – dijo Tolomei -, veamos. El caso concierne a mucha gente, tanto aquí como en el extranjero. Se habla hasta fuera de Francia.
Marigny se frotó el mentón y la mejilla.
-Se habla demasiado. Vos sois hombre razonable, maese Tolomei. No debéis dar crédito a tales rumores – dijo tranquilamente al hombre a quien iba a aniquilar.
-Si vos me lo aseguráis, monseñor... Pero la guerra flamenca ha costado mucho al reino, y el Tesoro puede hallarse en necesidad de oro fresco. Por consiguiente, nosotros hemos preparado un proyecto...
-Os repito que vuestro comercio no me concierne...
Tolemei alzó la mano como queriendo decir: “Paciencia, aún no lo sabéis todo...”, y prosiguió:
-Aunque no hablamos en la gran Asamblea, no estamos menos deseosos de acudir en socorro de nuestro bien amado rey. Estamos dispuestos a ofrecer al Tesoro un préstamo, en el cual participarían todas las compañías lombardas, sin límite de tiempo, y al más bajo interés. Estoy aquí para hacéroslo saber.
Luego, Tolomei se inclinó y murmuró una cifra. Marigny se estremeció, pero pensó al instante; “Si están dispuestos a desprenderse de esa suma, quiere decir que hay veinte veces más para quitarles.”
Su vista estaba fatigada de tanto leer y de las continuas noches en vela, y sus ojos estaban enrojecidos.
-Es una buena idea, una loable intención que os agradezco – dijo, tras breve pausa -. De todos modos, debo expresaros mi sorpresa... Ha llegado a mis oídos que ciertas compañías han hecho importantes envíos de oro a Italia. Tal oro no podría estar al mismo tiempo allí y aquí.
Tolomei cerró por completo su ojo izquierdo.
-Vos sois hombre razonable, monseñor. No debéis dar crédito a tales rumores – dijo, repitiendo las mismas palabras que el coadjutor -. ¿Acaso la oferta que os hago no os prueba nuestra buena fe?
-Deseo creer lo que me aseguráis. De no ser así, el rey no podría tolerar tales resquicios en la fortuna de Francia y sería preciso ponerles término...
Tolomei no se inmutó. El éxodo de los capitales lombardos había comenzado a raíz de la amenaza de expoliación, y tal éxodo servía a Marigny para justificar su medida. El círculo vicioso.
-Veo que, al menos en esto, consideráis nuestro negocio como cosa del reino – respondió el banquero.
-Creo que nos hemos dicho todo lo que era preciso decir, maese Tolomei – concluyó Marigny.
-Cierto, monseñor...
Tolomei se levantó y dio un paso. Luego, de golpe, como si recordara algo.
-Monseñor el arzobispo de Sens, ¿está en París? – preguntó.
-Está.
Tolomei movió la cabeza pensativo.
-Vos tenéis más ocasión de verlo que yo. ¿Me haría la merced vuestra señoría de hacerle saber que desearía hablarle, desde mañana a cualquier hora, sobre el asunto que él sabe? Le interesaría hablar conmigo.
-¿Qué tenéis que decirle? Ignoraba que tuviera relaciones con vos.
-Monseñor – dijo Tolomei inclinándose -, la primera virtud de un banquero es saber callar. De todos modos, como sois hermano de monseñor de Sens, puedo confiaros que se trata de su bien, del nuestro... y del de nuestra Santa Madre Iglesia.
Luego, al salir repitió secamente:
-Desde mañana, si le place.
VI

TOLOMEI GANA

Tolomei no durmió aquella noche. Se preguntaba: ¿Habrá prevenido Marigny a su hermano? ¿Le habrá confesado el arzobispo qué arma tengo en mis manos? ¿No obtendría durante la noche el asentimiento real y se me adelantará? ¿No se pondrán de acuerdo ambos hermanos para asesinarme?
Dando vueltas en su insomnio, Tolomei pensaba con amargura en esa su segunda patria, a la que consideraba haber servido con su trabajo y su dinero. Puesto que se había enriquecido allí, estaba ligado a Francia más que a su Toscana, y la amaba verdaderamente, a su manera. ¡No sentir más bajo las suelas de sus zapatos el empedrado de la calle de los Lombardos, no escuchar la campana mayor de Notre Dame, no asistir más a las reuniones del Locutorio de los burgueses (La primera ‘casa comunal’ de París, llamada al principio Casa de las Mercancías, y después, a partir del siglo XI. Locutorio de los Burgueses, estaba situada en el sector de Chätelet. Etienne Marcel trasladó en 1357 los servicios municipales y el lugar de reunión de los burgueses a una casa de la plaza de Gréve, emplazamiento actual del Ayuntamiento de la ciudad de París.), no respirar más el olor del Sena! Todos esos renunciamientos desgarraban su corazón. “Recomenzar en otra parte una fortuna a mis años... ¡si es que me dejan con vida para comenzar!”
Sólo se adormeció al alba, pero en seguida fue despertado por los golpes de la aldaba y por unos pasos en el patio. Creyó que venían a arrestarlo y se precipitó sobre sus ropas. Apareció un criado, muy asustado.
-Monseñor, el arzobispo está abajo – dijo.
-¿Quién lo acompaña?
-Cuatro servidores con hábito, pero más parecen gente de prebostazgo que clérigos de cabildo.
Tolomei hizo una mueca.
-Abre los postigos de mi gabinete – dijo.
Monseñor Juan de Marigny subía ya las escaleras. Tolomei lo aguardó, de pie en el rellano. Delgado, con la cruz de oro golpeándole el pecho, el arzobispo se encaró al instante al banquero.
-Maese, ¿qué significa ese extraño mensaje que mi hermano me ha hecho llegar durante la noche?
Tolomei alzó sus manos regordetas y puntiagudas con ademán de pacificador.
-Nada que deba inquietaros, monseñor. No valía la pena que os molestarais. Yo habría ido, según mejor os conviniera, a vuestro palacio episcopal... ¿Queréis entrar en mi gabinete?
El criado acababa de quitar los postigos interiores, ornados de pinturas. Luego arrojó unas astillas sobre las brasas de la chimenea, aún rojas, y muy pronto chisporrotearon las llamas. Tolomei ofreció asiento a su visitante.
-¿Habáeis venido acompañado, monseñor? – dijo -. ¿Era necesario? ¿Acaso no tenéis confianza en mí? ¿Suponéis que aquí corréis algún peligro? Debo deciros, en verdad, que me teníais habituado a otras maneras...
Su voz se esforzaba por ser cordial, pero su acento toscano era más marcado que de costumbre.
Juan de Marigny se sentó junto al fuego, tendiendo hacia el hogar su mano ensortijada.
Ese hombre no se siente seguro de sí mismo y no sabe a qué atenerse conmigo – pensó Tolomei -. Llega con gran estrépito de hombres armados como si fuera a comérselo todo y luego se queda mirándose las uñas.”
-Vuestra prisa en verme dio motivo a mi inquietud – dijo por fin el arzobispo -. Hubiera preferido elegir el momento de mi visita.
-Pero si lo habéis elegido, monseñor, lo habéis elegido... Vos recordaréis haber recibido de mí dos mil libras de anticipo sobre... ciertos objetos muy preciosos, provenientes de los bienes de los Templarios, que vos me confiasteis para su venta.
-¡Han sido vendidos? – preguntó el arzobispo.
-En parte, monseñor, en buena parte. Fueron enviados fuera de Francia, como convinimos, pues aquí no podíamos deslizarlos... Espero el estado de la cuenta, y confío que todavía quedará alguna cantidad para vos.
Tolomei, apoltronado en su silla y cruzadas las manos sobre el vientre, movía la cabeza con aire bonachón.
-¿Y el recibo que os firmé? ¿Lo precisáis todavía? – dijo Juan de Marigny.
Ocultaba su inquietud, pero la ocultaba mal.
-¿Tenéis frío, monseñor? Estáis pálido – dijo Tolomei, agachándose para echar un leño al fuego.
Luego, como si no hubiera oído la pregunta del arzobispo, añadió:
-¿Qué pensáis, monseñor, de la cuestión discutida esta semana en el consejo del rey? ¿Es posible que se proyecte robarnos nuestros bienes, reducirnos a la miseria, al destierro, a la muerte?...
-No estoy informado – dijo el arzobispo -. Son asuntos del reino.
Tolomei sacudió la cabeza.
-Ayer trasmití a vuestro hermano, el coadjutor, una propuesta cuyo significado creo que no acabó de entender. Es lamentable. Nos van a expoliar porque el reino está bajo de moneda, nosotros nos ofrecemos a servir al reino por medio de un préstamo enorme, monseñor, y vuestro hermano permanece mudo. ¿No os dijo nada? ¡Es lamentable, muy lamentable, en verdad!
Juan de Marigny se movió en su asiento.
-No puedo discutir las decisiones del rey, maese – dijo secamente.
-No es aún decisión del rey – replicó Tolomei -. ¿No podéis repetir al coadjutor que los Lombardos, obligados a das su vida, que pertenece al rey, creedlo, y su oro, que le pertenece igualmente, querrían, si fuera posible, salvar la vida? Entiendo por vida el derecho a permanecer en este país. Ofrecen de buena gana lo que se pretende arrebatarles por la fuerza. ¿Por qué no escucharlos? Para esto, monseñor, deseaba veros.
Hubo un silencio.
Juan de Marigny, inmóvil, parecía mirar más allá de los muros.
-¿Qué me decíais hace un momento? – prosiguió Tolomei -. ¡Ah, sí... el recibo!
-Me lo vais a dar – dijo el arzobispo.
Tolomei se pasó la lengua por los labios.
-¿Qué haríais vos en mi lugar, monseñor? Imaginad por un momento..., es pura imaginación, ciertamente..., mas imaginad que os amenazan con vuestra ruina y que vos poseéis algo..., un talismán, eso es, un talismán, que puede serviros para evitar dicha ruina...
Fue hasta la ventana, pues había oído ruidos en el patio. Llegaron cargadores con cajas y envoltorios de telas. Tolomei calculó mentalmente el monto de las mercaderías que entraban en su casa aquel día, y suspiró.
-Sí..., un talismán contra la ruina – murmuró.
-No queréis decir que ese recibo...
-Sí, monseñor, quiero decirlo y lo digo – articuló Tolomei, con dureza -. Ese recibo prueba que habéis comerciado con los bienes del Temple secuestrados por la corona. Prueba que habéis robado, y habéis robado al rey.
Miró al arzobispo cara a cara. “La suerte está echada – pensó -. Veremos quién cede primero.”
-¡Seréis considerado mi cómplice! – dijo Juan de Marigny.
-En tal caso, nos balancearemos juntos en Montfaucon como dos ladrones – respondió fríamente Tolomei -, pero no me balancearé solo.
-¡Sois un abominable pillo! – gritó Juan de Marigny.
Tolomei se encogió de hombros.
-Yo no soy arzobispo, monseñor, y no fui yo quien se apropió de las custodias de oro, en que los Templarios presentaban el Cuerpo de Cristo. Soy solamente un mercader y en este momento tratamos un negocio, os convenga o no. Esta es la realidad de todas mis palabras. Nada de expoliación a los Lombardos, y nada de escándalo para vos. Pero si caigo, monseñor, también vos caeréis, y de más alto. Y vuestro hermano, que tiene demasiada fortuna para contar solamente con amigos, será arrastrado en pos de vuestra desgracia.
Juan de Marigny se había levantado. Estaba lívido. Su mentón, sus manos, todo su cuerpo temblaba.
-Devolvedme ese recibo – dijo, agarrando el brazo de Tolomei.
Este se desprendió suavemente.
-No – dijo.
-Os reembolsaré las dos mil libras que me prestasteis – dijo Juan de Marigny – y podréis guardaros el fruto de la venta.
-No.
-Os daré otros objetos del mismo valor.
-No.
-Cinco mil. Os doy cinco mil libras por ese recibo.
Tolomei sonrió.
-¿De dónde las sacaréis? ¡Tendría que prestároslas yo!
Juan de Marigny, con los puños apretados, repitió:
-¡Cinco mil libras! ¡Las encontraré! ¡Mi hermano me ayudará!
-Pues que os ayude como yo os requiero – dijo Tolomei abriendo las manos -. Yo, por mi parte de la cuota, he ofrecido diecisiete mil libras al tesoro real.
-El arzobispo comprendió que debía cambiar de táctica.
-¿Y si obtengo de mi hermano que seáis exceptuado de la ordenanza? Se os dejará toda vuestra fortuna y vender vuestros bienes inmuebles.
Tolomei reflexionó in instante. Le proponía la manera de salvarse, a él solamente. Todo hombre sensato, a quien se hace una tal proposición, la considera y tiene mucho mérito cuando la rechaza.
-No, monseñor – respondió -. Sufriré la suerte que se nos reserve a todos. No quiero recomenzar en otra parte y no tengo razones para hacerlo. Ahora pertenezco a Francia, tanto como vos. Soy burgués del rey. Quiero quedarme en París en esta casa que yo he construido. He pasado en ella treinta y dos años de mi vida, monseñor, y si Dios quiere, en ella la concluiré... Por otra parte, aunque tuviera el deseo de restituiros este recibo, no podría hacerlo. No está aquí.
-¡Mentís! – exclamó el arzobispo.
-No, monseñor.
Juan de Marigny se llevó la mano a la cruz pectoral, y la apretó como si fuera a romperla. Miró a la ventana; luego, a la puerta.
-Podéis llamar a vuestra escolta y hacer que registren la casa – dijo Tolomei -. Podéis hasta poner mis pies a quemar en la chimenea, como se hace en vuestros tribunales de la Inquisición. Haced todo el alboroto y el escándalo que queráis; pero saldréis de aquí como habéis venido, muera o no muera yo. Pero aunque yo muera, sabed que eso no os reportará bien alguno, pues mis parientes de Siena tienen orden, si me pasa algo anormal, de hacer llegar ese recibo al rey y a los grandes barones.
Dentro de su obeso cuerpo, el corazón le latía apresurado, y el sudor le corría por la espalda.
-¿En Siena? – dijo el arzobispo -. Pero vos me habíais asegurado que no saldría de vuestros cofres.
-No ha salido, monseñor. Mi familia y yo todo es lo mismo.
El arzobispo reflexionaba. En este momento comprendió Tolomei que había ganado, y que las cosas se desarrollarían como deseaba.
-¿Entonces? – preguntó Marigny.
-Entonces, monseñor – dijo Tolomei, con gran calma -, no tengo nada que añadir a lo que ya os he dicho hace un momento. Hablad con el coadjutor y apremiadlo para que acepte la oferta que le he hecho mientras aún sea tiempo. De lo contrario...
El banquero, sin terminar la frase, fue hasta la puerta y la abrió.
La escena que aquel mismo día se desarrolló entre el arzobispo y su hermano fue terrible. Dejando al descubierto su verdadero carácter, los dos Marigny, que hasta el momento habían marchado al unísono, se hicieron trizas uno al otro.
El coadjutor abrumó a su hermano menor con sus reproches y su desprecio, y el menor se defendió como pudo, cobardemente.
-¡Tenéis cara para recriminarme! – exclamaba -. ¿De dónde proceden vuestras riquezas? ¿De qué judíos desollados? ¿De qué Templarios quemados vivos? ¡No he hecho sino imitaros! ¡Os he servido bastante bien en vuestros manejos! Servidme ahora a mí.
-De haber sabido cómo erais, no os habría hecho arzobispo – dijo Enguerrando.
-No habríais encontrado a otro que condenara al gran maestre.
Sí, el coadjutor sabía que el ejercicio del poder obliga a infames colusiones. Pero le dolía comprobar, ahora, las consecuencias de ello en su propia familia. Un hombre que aceptaba vender su conciencia por una mitra, podía igualmente robar o traicionar. Y ese hombre era su hermano. Eso era la verdad.
Enguerrando de Marigny cogió su proyecto de ordenanzas contra los Lombardos y con rabioso ademán, lo arrojó al fuego.
-¡Tanto trabajo para nada! – dijo -. ¡Tanto trabajo!
VII

LOS SECRETOS DE GUCCIO

Cressay, bajo la claridad de la primavera, con sus árboles de hojas traslúcidas y el estremecimiento plateado del Maudre había quedado en el recuerdo de Guccio, como una visión dichosa. Pero cuando aquella mañana de octubre el joven sienés, que a cada momento volvía la cabeza para asegurarse de que ningún arquero le pisaba los talones, llegó a las alturas de Cressay, no pudo menos de preguntarse si no se habría equivocado. Parecía que el otoño había empequeñecido la casa solariega.
¿Eran tan bajas las torrecillas? – se decía Guccio -. ¿Basta medio año para cambiar hasta ese punto la memoria?”
Con las lluvias el patio se había convertido en un barrizal donde los caballos se hundían hasta las cuartillas. “Almenos – pensó Guccio -, hay pocas probabilidades de que vengan a buscarme aquí.” Arrojó las riendas a su criado y le dijo:
-Atad los caballos y que les den de comer.
Se abrió la puerta de la casa solariega y apareció María de Cressay.
La emoción le hizo apoyarse en la jamba.
¡Qué hermosa es! – pensó Guccio -. Y no ha dejado de amarme.”
Entonces las grietas desaparecieron de los muros y las torrecillas recobraron para Guccio las proporciones que guardaban en su recuerdo.
Pero ya María gritaba hacia el interior de la casa:
-¡Madre! ¡Messire Guccio ha vuelto!
Doña Eliabel recibió al joven con grandes expresiones de alegría y besó sus mejillas, estrechándolo contra su fuerte pecho. La imagen de Guccio había llenado con frecuencia sus noches. Tomó sus manos, lo hizo sentar y ordenó que se le trajera sidra y pasteles.
Guccio aceptó de buen grado la acogida y explicó su venida tal como había pensado: tenía que poner en orden la factoría de Neauphle, que se resentía de una mala dirección. Los dependientes no sobraban los créditos a su debido tiempo... Doña Eliabel se inquietó al instante.
-Nos concedisteis un año – dijo -. El invierno se nos echa encima tras cosechas muy mezquinas y aún no hemos...
guccio dio a entender vagamente que los castellanos de Cressay eran sus amigos y que no permitiría que se les incomodara. El había recordado su invitación a quedarse... Doña Eliabel se regocijó. En ninguna parte de la ciudad, dijo, hallaría tales comodidades ni compañía. Guccio requirió su equipaje, que venía sobre el caballo del criado.
-Traigo en él – dijo – algunas telas que espero os han de agradar y algunos adornos... En cuanto a Pedro y Juan, tengo para ellos dos halcones adiestrados, que les harán cobrar más piezas si es posible.
Las telas, los adornos y los halcones deslumbraron a la familia y fueron recibidos con gritos de gratitud. Pedro y Juan, con los vestidos oliendo, como siempre, a tierra, a caballo y a caza hicieron mil preguntas a Guccio. Surgido milagrosamente ahora, cuando se preparaban para el largo aburrimiento de los malos meses, les pareció más digno de afecto que su primera visita. Se hubiera dicho que lo conocían desde siempre.
-¿Y qué es de nuestro amigo, el preboste de Portefruit? – preguntó Guccio.
-Pues sigue robando todo lo que puede, pero no en nuestra casa, gracias a Dios... y a vos.
María se deslizaba por la habitación, inclinando el busto delante del fuego que atizaba o poniendo paja fresca en el lecho con cortinas donde dormían sus hermanos. No hablaba, pero no le quitaba los ojos de encima a Guccio. En el instante en que se encontraron solos, éste la cogió suavemente de los brazos y la trajo hacia sí.
-¿No hay nada en mis ojos que os recuerde la dicha? – dijo, copinado la frase de un relato de caballería que había leído recientemente.
-¡Oh, sí, messire! – respondió María con voz temblorosa -. Nunca cesé de veros aquí, por lejos que estuvieseis. No he olvidado nada.
Guccio biscó una excusa que justificase su ausencia de seis meses sin enviar mensaje alguno. Pero con gran sorpresa de su parte, en lugar de hacerle un reproche, María le agradeció que hubiera vuelto antes de lo que esperaba.
-Dijisteis que vendríais al cabo de un año por los intereses. No os esperaba antes. Pero aunque no hubierais venido os habría aguardado toda la vida.
Guccio se había llevado de Crassay el pesar de una aventura inacabada en la cual, para ser franco, poco había pensado durante todos aquellos meses. Ahora encontraba un amor deslumbrante, maravilloso, que había crecido, semejante a una planta, a lo largo de la primavera y del verano. “Tengo suerte – se dijo –, podía haberme olvidado, haberse casado...”
Los hombres propensos a la infidelidad, por fatuos que parezcan, son realmente modestos en el amor, porque juzgan a los demás por sí mismos. Guccio se admiraba de haber inspirado un sentimiento tan pujante y raro, habiéndola tratado tan poco.
-María, tampoco he dejado de teneros presente y nada me desligó de vos – dijo con todo el entusiasmo necesario para ocultar tan gran mentira.
Estaban uno frente al otro, igualmente conmovidos, igualmente confundidos en sus palabras y gestos.
-María – dijo Guccio –, no he venido por la factoría no por crédito alguno. A vos no quiero ni puedo ocultaros nada; sería ofender el amor que nos une. El secreto que voy a confiaros atañe a la vida de muchas personas y a la mía propia... Mi tío y amigos poderosos me han encargado ocultar, en lugar seguro, escritos importantes para el reino y para su propia seguridad. A esta hora probablemente los arqueros han salido a buscarme.
Siguiendo su propensión, empezaba a hinchar el personaje.
-Tenía veinte sitios donde refugiarme; pero he venido hacia vos, María; mi vida depende de vuestro silencio.
-Soy yo – dijo María – quien depende de vos, mi señor. Sólo confío en Dios y en el único hombre que me ha tenido en sus brazos. Mi vida es vuestra, vuestro secreto es el mío, yo os ocultaré lo que vos queráis que oculte, y callaré lo que vos queráis que calle, y el secreto morirá conmigo.
Las lágrimas nublaban sus pupilas azul oscuro.
-Lo que tengo que esconder – dijo Guccio – está en un cofrecito de plomo no mayor que mis manos. ¿Hay algún sitio por aquí...?
María reflexionó un instante.
-En el horno de la vieja estufa, quizá... – respondió –. No, todavía mejor en la capilla. Iremos mañana. Mis hermanos se van al alba a cazar, y mi madre los seguirá en seguida, pues debe ir a la ciudad. Si me quiere llevar, me quejaré de dolor de garganta. Vos fingid que dormís hasta muy tarde.
Guccio fue instalado en el piso, en la gran habitación limpia y fría que ya había ocupado. Se acostó con la daga al lado y la caja de plomo bajo la almohada. Ignoraba que, a aquella hora, los dos hermanos Marigny habían tenido ya su dramática entrevista, y que la ordenanza contra los Lombardos no era más que ceniza.
Lo despertó el ruido de la marcha de los hermanos. Acercándose a la ventana, vio cómo Pedro y Juan de Cressay montaban en dos malas jacas y salían al campo, cada uno con su halcón en el puño. Se cerraron las puertas. Poco después una vieja yegua gris, cargada de años, era aparejada para doña Eliabel que se alejó también, escoltada por un criado cojo.
Momentos después, María lo llamaba desde la planta baja y Guccio descendió con el cofre de plomo bajo la capa.
La capilla era una pequeña pieza abovedada, en el interior de la casa solariega, en la parte que miraba al este. Los muros estaban blanqueados con cal.
María encendió un cirio en la lámpara de aceite que ardía delante de una estatua de san Juan Evangelista, groseramente tallada en madera. En la familia de Cressay se daba siempre el nombre de Juan al hijo mayor.
María condujo a Guccio al lado del altar.
-Esta piedra se mueve – dijo señalando una pequeña losa que tenía una orilla oxidada.
A Guccio le costó algún trabajo desplazar la losa. A la luz del cirio vio un cráneo y trozos de osamenta.
-¿Quién es? – dijo, haciendo los cuernos con los dedos.
-Un abuelo; no sé cual.
Guccio colocó en el agujero, al lado del blancuzco cráneo, la caja de plomo; después, repuso la losa en su sitio.
-Nuestro secreto está sellado ante Dios – dijo María.
Guccio la abrazó y quiso besarla.
-No, aquí no – dijo ella temerosa –, en la capilla no.
Volvieron a la gran sala, donde una criada acababa de poner sobre la mesa el pan y la leche de la primera comida. Guccio se quedó de espaldas a la chimenea hasta que, ida la sirvienta, se le acercó a María.
Entonces enlazaron sus manos, María apoyó la cabeza en el hombro de Guccio, y se mantuvo así largo rato, estudiando, adivinando el cuerpo del hombre a quien, entre Dios y ella, se había decidido que pertenecería.
-Os amaré siempre, aunque vos dejarais de amarme – dijo.
Luego sirvió la leche caliente en las escudillas y partió el pan. Cada ademán suyo era un gesto de felicidad.
Transcurrieron cuatro días. Guccio acompañó a los hermanos a cazar y no se mostró torpe. Realizó algunas visitas a la factoría para justificar su presencia. Una vez se encontró con el preboste Portefruit, quien lo reconoció y lo saludó con servilismo. Esto lo tranquilizó. De haberse tomado alguna medida contra los Lombardos, messire Portefruit no se hubiera mostrado tan cortés. “Y pensar que el día menos pensado puede arrestarme – pensó –. Las libras que he traído servirán para untarle la mano.”
Doña Eliabel, aparentemente, no sospechaba nada de lo que sucedía entre su hija y el joven sienés. Guccio quedó convencido de ello por la conversación que sorprendió entre la buena señora y su hijo menor. Guccio estaba en su cuarto del piso superior. Doña Eliabel y Pedro de Cressay hablaban junto al fuego, en la sala grande, y sus voces subían por la chimenea.
-En verdad, es una pena que guccio no sea noble – decía Pedro –. Haría un buen esposo para mi hermana. Es apuesto e instruido, y goza de una situación como para desearla cualquiera... Me pregunto si no deberíamos considerar la conveniencia de...
A doña Eliabel no le gustó la sugestión.
-¡Jamás! – exclamó –. El dinero hace perder la cabeza, hijo mío. Ahora somos pobres, pero nuestra sangre nos otorga el derecho de concertar las mejores alianzas. No entregaré a mi hija a un mozo plebeyo, quién, además ni siquiera es de Francia. Ciertamente el doncel es agradable, pero que no se le ocurra galantear a María porque le llamaría en seguida al orden... ¡Un Lombardo! Por otra parte, ni siquiera piensa en ella. Si la edad no me volviera modesta, te confesaría que tiene mejores ojos para mí. Estoy segura que ésa es la razón por la cual se ha introducido aquí, como un injerto en el árbol.
Guccio, si bien sonrió al oír las iluciones de la castellana, se sintió herido por el desdén con que miraba su condición de plebeyo y su oficio. “Esta gente nos pide prestado para comer, no paga sus deudas y todavía nos considera menos que a sus labriegos. ¿Y qué haríais sin los Lombardos, mi buena señora? –se decía, muy ofendido –. ¡Pues bien! ¡Tratad de casar a vuestra hija con un gran señor y ya veréis como lo toma ella!”
Al mismo tiempo sentía cierto orgullo por haber seducido a una joven de tan alta nobleza, y que aquella noche decidió casarse con María, a pesar de los obstáculos que pudieran oponerse.
Durante la siguiente comida, miraba a María y pensaba.
¡Es mía! ¡Es mía!” Todo el rostro de María, sus hermosas pestañas arqueadas, sus pupilas punteadas de oro, sus labios entreabiertos, parecía responderle: “Soy vuestra.” Y Guccio se preguntaba: “¿Cómo no lo ven los demás?”
a la mañana siguiente, encontró en Neauphle un mensaje de su tío en que le hacía saber que el peligro había pasado por el momento, y le pedía que regresara cuanto antes.
El joven, por lo tanto, debió anunciar que un asunto importante lo reclamaba en París. Doña Eliabel, Pedro y Juan dieron muestras de sentirlo mucho. María nada dijo y prosiguió la labor de bordado en que se ocupaba. Pero cuando estuvo a solas con Guccio, demostró su angustia. ¿Había ocurrido una desgracia? ¿Lo amenazaba algo?
Guccio la tranquilizó. Por el contrario, gracias a él, a ella y a los documentos ocultos en la capilla, los hombres que querían la ruina de los banqueros italianos estaban derrotados.
María estalló entonces en sollozos porque Guccio iba a marcharse.
-Vuestra partida será para mí como la muerte – dijo.
-Volveré en cuanto me sea posible – dijo Guccio.
Al mismo tiempo cubría de besos el rostro de María. La salvación de las compañías lombardas lo alegraba sólo a medias, hubiera querido que el peligro subsistiera.
-Volveré, hermosa María – repitió –. Os lo juro, pues nada deseo en el mundo más que vos.
Esta vez era sincero. Había ido allí en busca de refugio; y se marchaba con un amor en el corazón.
Como su tío no le hablara en su mensaje de los documentos escondidos, Guccio fingió entender que debía dejarlos en Cressay. De este modo tendría pretexto para volver.
VIII

LA CITA EN PONT-SAINTE-MAXENCE

El 4 de noviembre, el rey debía cazar en el bosque de Pont-Sainte-Maxence. En compañía de su primer chambelán. Hugo de Bouville, su secretario privado Millard y algunos familiares, había dormido en el castillo de Clermont, a dos leguas de distancia.
El rey parecía descansado y de mejor humor que en los últimos tiempos. Los asuntos del reino le daban un pequeño respiro. El préstamo de los Lombardos había sacado a flote el tesoro. El invierno traería la calma a los inquietos señores de la Champaña y a los burgueses de Flandes.
Había nevado durante la noche, era la primera nevada del año, prematura, casi insólita. El frío de la mañana había endurecido la nieve fina sobre los campos y los bosques, transformado el pasaje en un inmenso mar blanco, e invirtiendo los colores del mundo.
Hombres, perros y caballos proyectaban el aliento delante de ellos en vaharadas que se abrían en el aire como grandes flores de algodón.
Lombardo trotaba junto al caballo del rey. Aunque era lebrel, participaba también en la caza del ciervo o del jabalí, trabajando un poco por cuenta propia; pero poniendo, a veces, a la jauría sobre la pista. Pues los lebreles lo mismo gozan de fama por su vista y velocidad que por su mal olfato. Lombardo tenía la nariz de un perro perdiguero.
En el centro del claro donde se agrupaban los cazadores, entre un concierto de pisadas de caballos y de hombres, de chasquidos de látigo, de relinchos y ladridos, el rey se entretuvo un momento contemplando su hermosa jauría, inquiriendo sobre alguna perra, ausente porque acababa de parir, y charlando con sus perros.
-¡Mis siervos! ¡Ea, valientes! – les decía.
El montero mayor se presentó ara dar su informe al rey. Había acorralado varios ciervos, entre ellos uno grande, que según decían los mozos de jauría tenía diez puntas. Era uno de los llamados ciervos reales, el más noble animal que podía hallarse. Además, se trataba de un ciervo “peregrino”, de esos que vagan, sin manada, de bosque en bosque más fuertes y más salvajes por estar solos.
-Acosadlo – dijo el rey.
Soltaron los perros, se les puso en el rastro, y los cazadores se dispersaron hacia los lugares donde podía aparecer el ciervo.
-Tuá! ¡Tuá! – se les oyó gritar al poco rato.
Lo habían divisado. Los ladridos de los perros llenaron el bosque, así como las llamadas de los cuernos de caza y el gran fragor de las galopadas y de las ramas rotas.
Por lo general los ciervos se hacen perseguir durante algún tiempo por los alrededores del lugar donde han sido descubiertos, dan vueltas por el bosque, confunden los rastros, tratan de encontrar a otro ciervo más joven a cuyo lado corren para desorientar a los perros y regresan al punto de donde han partido.
Aquel ciervo sorprendió a todos al tomar en línea recta hacia el norte. Presintiendo el peligro, se dirigía instintivamente hacia el lejano bosque de las Ardenas, su lugar de origen, sin duda.
Así mantuvo la carrera una hora, dos horas, sin apresurarse demasiado, a la velocidad justa para tener los perros a distancia. Luego, cuando sintió que la jauría empezaba a desfallecer, forzó bruscamente la marcha y desapareció.
El rey, muy animado, cortó el bosque en línea recta para tomar la delantera, llegar hasta la orilla y aguardar a que el ciervo saliera e al descampado.
Nada más fácil que perder una cacería. Uno se cree a cien pasos de la jauría y de los otros cazadores a quienes oye aún y, pocos minutos después, está en medio de un silencio total, completamente solo, en el centro de una catedral de árboles, sin saber por dónde han desaparecido los perros que ladraban con tanta fuerza, ni por qué hechizo o sortilegio se han desvanecido los compañeros.
Además aquel día el aire helado trasmitía mal los sonidos y los perros se movían con dificultad, entre aquella escarchada que congelaba los colores.
El rey se había extraviado. Contemplaba una gran llanura blanca, donde la vista se perdía en una inmaculada capa centelleante que cubría las praderas, los setos bajos, los rastrojos de la pasada cosecha, los tejados de una aldea y las ondulaciones de los bosques lejanos. El sol había aparecido.
El rey se sintió de pronto como extraño en el universo. Le sobrevino una especie de aturdimiento y de vacilación sobre su montura. No le dio importancia, porque era robusto y nunca le habían fallado las fuerzas.
Preocupado por saber si el ciervo se había desemboscado o no, seguía al paso la linde del bosque, procurando encontrar en el suelo las huellas del animal. “Con esta escarcha – se decía –,debería verlas fácilmente.
Divisó a un labriego que caminaba no lejos de allí.
-¡Eh, buen hombre!
El labriego se volvió y fue hacia él. Era un campesino de unos cincuenta años, sus piernas estaban protegidas por calzas de tela gruesa y en su mano derecha llevaba un garrote. Se quitó la gorra y dejó al descubierto sus cabellos grises.
-¿No has visto huir a un ciervo grande? – preguntó el rey.
El hombre asintió con la cabeza y respondió:
-Sí, señor. Un animal como ése que vos decís me pasó ante las narices no hace un Ave María. Debía de tener en el cuerpo sus buenas dos horas de caza, porque iba agobiado y con la lengua fuera. Seguramente es vuestro animal. No tendréis que correr mucho, porque iba en busca de agua. Sólo la encontrará en los estanques de La Fontaine.
-¿Lo seguían los perros?
-Nada de perros, señor. Pero hallaréis su rastro detrás de aquella gran haya. Va a los estanques.
El rey se sorprendió.
-Parece que conocéis el país y la caza – dijo.
Una ancha sonrisa hendió el rostro moreno. Los ojillos maliciosos y castaños se clavaron en el rey.
-Algo sé del país y de la caza – dijo el hombre –. Y deseo que un rey tan grande como vos halle en ellos su placer todo el tiempo que Dios quiera.
-Entonces, ¿me habéis reconocido?
El hombre volvió a asentir con la cabeza y dijo, con orgullo:
-Os vi pasar en otras cacerías, y a monseñor de Valois, vuestro hermano, cuando vino a liberar a los siervos del condado.
-¿Eres libre?
-Gracias a vos, mi Sire, y no siervo, como nací. Conozco los números, y sé usar el estilo para contar, si hace falta.
-¿Estás contento de ser libre?
Contento... claro que sí. Es decir, uno se siente de otra manera, no como muerto en vida. Y sabemos bien que esa ordenanza os la debemos a vos. A menudo nos la repetimos, como nuestra oración sobre la tierra: Considerando que toda criatura humana, formada a imagen de Nuestro Señor, debe ser igualmente libre por derecho natural... Es bueno oír esto cuando uno se creía para siempre ni más ni menos que los animales.
-¿Cuánto pagaste por tu liberación?
-Sesenta y cinco libras.
-¿Las tenías?
-El trabajo de una vida, Sire.
-¿Cómo te llamas?
-Andrés... Andrés de los bosques, me llaman, porque aquí habito.
El rey, que por lo general no era generoso, sintió deseos de dar algo a aquel hombre. No una limosna, sino un presente.
-Sé siempre buen servidor del reino. Andrés de los bosques – le dijo –. Y guarda esto que te hará recordarme.
Desanudó su cuerno de caza, una hermosa pieza de marfil, labrado y con incrustaciones de oro, que valía mas de los que el hombre había pagado por su libertad.
Las manos del labriego temblaban de orgullo y de emoción.
-¡Oh, esto... esto! – murmuraba –. Lo pondré a los pies de Nuestra Señora, la Virgen, para que proteja a mi casa. Que Dios os guarde, Sire.
El rey se alejó, henchido de alegría como hacía meses no había sentido. Un hombre le había hablado en la soledad de los bosques, un hombre que, gracias a él, era libre y dichoso. El pesado fardo del poder y de los años se aligeraba de golpe. Había hecho bien su trabajo de rey. “Desde lo alto de un trono – se dijo –, uno sabe que hiere, pero nunca sabe si se ha hecho el bien que ha querido hacer ni a quién”. Esta inesperada aprobación, surgida de la masa de su pueblo, le resultaba más preciosa y dulce que todos los elogios de los cortesanos. “Debí haber extendido la liberación a todo el reino... Este hombre a quien acabo de ver, si se le hubiera instruido en su juventud, habría hecho un preboste o un capitán mejor que muchos.
Pensaba en todos los Andrés de los bosques, del valle o del prado, en los Juan-Luis de los campos, en los Jacobo de la aldea o del cercado, cuyos hijos libres de la condición de servidumbre, constituirían una gran reserva de hombres y de fuerzas para el reino. “Veré con Enguerrando de ampliar esa ordenanza.”
En este momento oyó un “rau... rau...” ronco, a su derecha, y reconoció el ladrido de Lombardo.
-¡Sus, mi servidor, sus! ¡Adelante...! ¡Adelante! – gritó el rey.
Lombardo había encontrado el rastro y corría sin detenerse, con el hocico a ras del suelo. No era el rey quien había perdido la caza sino el resto de la partida. Felipe el Hermoso sintió un juvenil placer al pensar que iba a perseguir y dar a aquel ciervo de diez puntas él solo, con la única ayuda de su perro favorito.
Picó al caballo y salió al galope, siguiendo a Lombardo, sin noción del tiempo, a través de campos y valles, saltando taludes y setos. Tenía calor, y el sudor, frío, le corría por la espalda.
De pronto, vio una masa oscura que huía por la blanca llanura.
-¡Tuá! ¡Sus, Lombardo! – gritó el rey – ¡A la cabeza, a la cabeza!
Era el ciervo perseguido, un gran animal negro con la barriga de color claro. Ya no corría con la ligereza del principio de la cacería. Se movía lentamente, deteniéndose algunas veces, mirando hacia atrás y reanudando la carrera con torpe salto.
Lombardo ladraba con más fuerza viendo la proximidad de la pieza, y ganaba terreno.
La cornamenta del ciervo intrigaba al rey. Algo brillaba en ella y luego se apagaba. Sin embargo, la res no tenía nada de esos animales fabulosos de que hablan las leyendas. Pero que nunca se encuentran, como el famoso ciervo de san Humberto, infatigable, con su cruz enhiesta en la mitad de la testuz. Este era simplemente un animal agotado que había huido sin astucia, corriendo al ritmo de su miedo a través de los campos y que pronto se vería acorralado.
Con Lombardo a los corvejones, el ciervo se guareció en un bosquecito de hayas, y no salió más. Al instante oyó que los ladridos de Lombardo cobraban esa sonoridad más prolongada y más alta, furiosa y conmovedora a la vez, propia de los perros cuando el animal que persiguen está vencido.
El rey penetró en el bosquecillo: rayos de sol sin calor se filtraban a través de las ramas, y enrojecían la escarcha.
El rey se detuvo y sacó de la vaina su espada corta. Sentía entre sus piernas los latidos del corazón del caballo; y él mismo aspiraba el aire frío a grandes bocanadas. Lombardo no cesaba de aullar. Allí estaba el ciervo grande, pegado contra un árbol, la cabeza gacha y el hocico casi a ras de suelo; su pelaje chorreaba y humeaba. Entre sus inmensos cuernos llevaba una cruz, un poco atravesada, que brillaba. Eso fue lo que vio el rey durante un instante, porque en seguida se estupor se trocó en espanto: su cuerpo se negaba a obedecerle. Quería apearse de su cabalgadura, pero el pie no soltaba el estribo; sus piernas pendían contra los flancos del caballo como dos botas de mármol. Sus manos, dejando caer las riendas, quedaron inertes. Trató de gritar, pero ningún sonido salió de su garganta.
El ciervo, con la lengua colgante, lo miraba con sus grandes ojos trágicos. En su cornamenta la cruz se apagó y brillo de nuevo. Los árboles, el sol, todo cuanto le rodeaba, se transformó ante los ojos del rey, que sintió un espantoso estallido dentro de la cabeza, y luego lo envolvió de pronto una total oscuridad.
Momentos después, cuando el resto de la partida llegó al bosquecillo, hallaron el cuerpo del rey de Francia tendido a los pies de su caballo. Lombardo ladraba sin cesar frente al gran ciervo peregrino, cuyos cuernos sostenían dos ramas secas, desprendidas de algún árbol, puestas en forma de cruz y relucientes al sol, bajo su barniz de escarcha.
Pero nadie se preocupó del ciervo; mientras los monteros contenían a la jauría, el animal, repuesto ya, huyó seguido solamente por algunos perros que lo perseguirían hasta l noche o lo llevarían a ahogarse en un estanque.
Hugo de Bouville, inclinado sobre Felipe el Hermoso, gritó:
-¡El rey vive!
Con dos resalvos cortados, allí mismo a golpes de espada, cintos y mantas, se improvisó una camilla sobre la cual extendieron al monarca. Este no se movió más que para vomitar y vaciarse por dentro, como un pato al cual se ahoga.
Tenía los ojos vidriosos y entornados.
De esta manera lo condujeron hasta Clermont donde, por la noche, recobró parcialmente el uso de la palabra. Los médicos, requeridos inmediatamente, lo sangraron.
Sus primeras palabras, penosamente articuladas, dirigidas a Bouville que velaba, fueron:
-La cruz... La cruz...
Bouville, creyendo que el rey quería orar fue en busca de un crucifijo.
Luego Felipe el Hermoso dijo:
-Tengo sed.
Al alba, tartamudeando, pidió que se le condujera a Fontainebleau, donde había nacido. También Clemente V, sintiéndose morir había querido regresar al lugar de su nacimiento.
Decidieron transportar al rey por el río para que sufriera menos sacudidas, y lo instalaron en una gran barcaza que descendió por el Oise. Los familiares, servidores y arqueros de la escolta seguían el cortejo en barca, o a caballo por la orilla.
La noticia se adelantaba al extraño cortejo y los ribereños acudían par ver pasar a la gran figura abatida. Los labriegos se descubrían, como cuando pasaba la procesión de las rogativas por sus campos. En cada aldea, los arqueros pedían pequeños braseros para calentar el aire en torno al rey. El cielo estaba uniformemente gris, cubierto de nubes nevosas.
El señor de Vauréal descendió desde su casa solariega que dominaba un recodo del Oise y acudió a saludar al rey. Lo halló con el rostro cubierto por un color de muerte. El rey no respondió más que con un movimiento de los párpados. ¿Dónde estaba el atleta que otrora doblegaba a dos hombres con solo apretar sobre sus hombros?
La noche cayó pronto. Prendieron grandes antorchas en la proa de las barcas, y la luz roja y danzarina se proyectaba sobre las orillas; parecía una gruta de llamas que atravesaba la noche.
Así llegaron hasta la confluencia del Sena, y de allí a Possy. El rey fue conducido al castillo.
Allí permaneció diez días., al cabo de los cuales parecía estar un poco mejor. Había recobrado el uso de la palabra. Podía mantenerse de pie con movimientos torpes aún y precavidos. Insistió en seguir viaje hacia Fontainebleau. Y haciendo un gran esfuerzo de voluntad, exigió que lo subieran a caballo. De esta manera, con gran prudencia, llegó hasta Esonnes. Pero allí, a pesar de todo el tesón de su energía, debió abandonar: el cuerpo real no obedecía más a la voluntad. Acabó el trayecto en una litera. La nieve caía otra vez y el ruido de los cascos de los caballos se ahogaban en ella.
En Fontainebleau, ya se había reunido la corte. Todas las chimeneas del castillo estaban encendidas.
Cuando el rey entraba en el edificio murmuró:
-EL sol, Bouvlle, el sol...
IX

UNA GRAN SOMBRA SOBRE EL REINO

Durante unos doce días, el espíritu del rey vagó como un viajero perdido. A veces, aunque se fatigaba en seguida, parecía recobrar su actividad. Se preocupaba por los asuntos del reino, exigía revisar las cuentas, pedía con autoritaria impaciencia que le presentaran los documentos y ordenanzas para firmarlos. Jamás había demostrado tanta ansia de firmar. Luego, bruscamente, caía en un extraño aturdimiento y de su boca salían palabras raras, sin conexión ni significado. Se pasaba por la frente una mano blanda de dedos crispados.
En la corte se rumoreaba que estaba ausente de sí mismo. De hecho, comenzaba a ausentarse de este mundo.
En tres semanas, la enfermedad había convertido a aquel hombre de cuarenta y seis años en un anciano demacrado que no vivía más que a medias en el fondo de un cuarto del castillo de Fontainebleau.
¡Y siempre aquella sed que lo acometía y le hacía reclamar algo de beber! (Según los documentos e informes de embajadores que se poseen, puede llegarse a la conclusión de que Felipe el Hermoso falleció a consecuencia de un derrame en una zona no motriz del cerebro. Tuvo una recaída mortal el 27 ó 27 de noviembre.)
Los médicos aseguraban que no tenía cura, y el astrólogo Martín, con palabras prudentes, anunció que a fines del mes un poderoso monarca de occidente sufriría una terrible prueba, prueba que coincidiría con un eclipse de sol: “Ese día – escribió maese Martín –, habrá una gran sombra sobre el reino.”
Y de improviso, una tarde, Felipe el Hermoso volvió a sentir en su cerebro aquel gran estallido y la espantosa caída en las tinieblas que le había sobrevenido en el bosque de Pont-Sainte-Maxence. Esta vez no había ciervo ni cruz. No había más que un cuerpo postrado en el lecho y sin sensación alguna de los cuidados que se le prodigaban.
Cuando emergió de aquella noche da la conciencia, incapaz de saber si había durado una hora o dos días, lo primero que distinguió el rey fue una larga forma blanca rematada por una estrecha corona negra, se inclinaba sobre él. También oyó que le hablaban.
-¡Ah! Hermano Renaud – dijo el rey, débilmente –, os reconozco... Pero parecéis envuelto en bruma.
Y al instante agregó:
-Tengo sed.
El hermano Renaud, de los dominicos de Possy, gran inquisidor de Francia, humedeció los labios del enfermo con un poco de agua bendita.
-¿Ha sido llamado el obispo Pedro? ¿Ha llegado ya? – preguntó entonces el rey.
Por uno de esos impulsos del alma, frecuentes en los moribundos y que los retrotraen a sus más remotos recuerdos, la obsesión del rey en los últimos días había sido la de reclamar a su cabecera a Pedro de Latille, obispo de Chälons, uno de sus compañeros de infancia. ¿Por qué, precisamente, a él? Su deseo provocó la conjetura de todos y se buscaron secretos motivos, cuando sólo habría debido verse en eso un accidente de la memoria.
-Sí, Sire, se le ha llamado – respondió el hermano Renaud.
Efectivamente, había sido despachado un jinete hacia el obispado de Chälons, pero tarde, con la esperanza de que el obispo no llegara a tiempo.
Porque el hermano Ranaud tenía una misión que no quería compartir con ningún otro eclesiástico. En efecto, el confesor del rey era al mismo tiempo el gran inquisidor de Francia. Compartían los mismos pesados secretos. El omnipotente monarca se veía privado del amigo de su elección para asistirle en el gran trance.
-¿Me habñabais desde hace mucho rato, hermano Renaud? – preguntó el rey.
El hermano Renaud, de barbilla hundida, ojillos negros, cabeza calva, estaba encargado, so capa de la voluntad divina, de obtener del rey lo que los vivientes aguardaban aún de él.
-Sire – dijo –, Dios os estaría agradecido si dejarais en orden los asuntos del reino.
El rey guardó silencio durante unos instantes.
-Hermano Renaud – dijo –, ¿Hice mi confesión?
-Desde luego, Sire, anteayer – respondió el dominico –. Una hermosa confesión que ha causado nuestra admiración y producirá la misma en todos vuestros súbditos. Dijisteis que os arrepentíais de haber cargado a vuestro pueblo, y sobre todo a la Iglesia, con excesivos impuestos, pero que no sabíais implorar perdón por los muertos que había podido ocasionar vuestro mandato, porque la fe y la justicia se deben mutua asistencia.
El gran inquisidor había elevado la voz para que todos los presentes lo oyeran con claridad.
-¿Eso dije? – preguntó el rey.
No lo sabía. ¿había pronunciado tales palabras, o bien el hermano Renaud inventaba ese edificante final propio de todo gran personaje? Murmuró simplemente: “Los muertos...”
-Sire, sería preciso que hicierais conocer vuestra última voluntad – insistió el hermano Renaud.
Se apartó un poco, y el rey notó que la habitación estaba llena de gente.
-¡Ah! Os reconozco a todos los que estáis aquí.
Parecía sorprendido de que le quedara esa facultad de reconocer las caras.
Todos estaban a su alrededor: sus médicos, el gran chambelán, su hermano Carlos de estatura aventajada, su hermano Felipe un poco apartado y con la cabeza baja. Enguerrando y Felipe el Converso, su legista, y su secretario Maillard sentado en una pequeña mesa junto a la cama..., todos inmóviles y de tal modo silenciosos y desdibujados que parecían situados en una eterna irrealidad.
-Sí, sí – repitió –. Os reconozco bien.
Aquel gigante, allá lejos, cuya cabeza descollaba sobre todas las demás, era Roberto de Artois, su turbulento pariente... Una mujerona, no muy lejos se arremangaba como una partera. La vista de la condesa Mahaut le recordó las tres princesas condenadas.
-El Papa ¿ha sido elegido? – murmuró.
-No, Sire.
Otros problemas se arremolinaban en su mente agotada.
Todo hombre, porque cree en cierta manera que el mundo ha nacido con él, sufre, en el momento de abandonar la vida, por dejar el universo inconcluso. Con mayor motivo un rey.
Felipe el Hermoso buscó con la mirada a su primogénito.
Luis de Navarra, Felipe de Poitiers y Carlos de Francia se mantenían al lado del lecho, juntos y como de una pieza, ante la agonía de su padre. El rey tuvo que volver la cabeza para verlos.
-¡Considerad, Luis, lo que significa ser rey de Francia! – murmuró Felipe el Hermoso –. Conoced cuanto antes el estado de vuestro reino.
La condesa Mahaut pugnaba por acercarse, y todo el mundo adivinaba qué perdones quería arrancar del moribundo.
El hermano Renaud dirigió a monseñor de Valois una mirada que quería decir: “Monseñor, intervenid.”
Luis de Navarra sería rey dentro de unos instantes, y nadie ignoraba que Valois lo dominaba completamente. Así la autoridad de éste crecía lógicamente. Por esto el gran inquisidor se dirigía a él, como al poder verdadero.
Valois, cortando el paso a Mahaut, se interpuso entre ella y el lecho.
-Hermano Mío, ¿creéis que no debe cambiarse nada en vuestro testamento de 1311?
-Nogaret ha muerto – respondió el rey.
El hermano Renaud y Valois se miraron otra vez, pensando que habían aguardado demasiado. Pero Felipe el Hermoso prosiguió:
-Era el ejecutor de mi voluntad.
-Sería conveniente, pues, que dictarais un codicilo para designar de nuevo a vuestros ejecutores, hermano – dijo Valois.
-Tengo sed – murmuró Felipe el Hermoso.
Otra vez le mojaron sus labios con agua bendita.
Valois prosiguió:
-Supongo que seguís deseando que vele por el cumplimiento de vuestra voluntad.
-Cierto – dijo el rey –. Y también vos, Luis, hermano mío – agregó volviendo la cabeza hacia monseñor de Evereux.
Millard había comenzado a escribir, pronunciando a media voz la fórmula ritual de los testamentos reales.
Después de Luis de Evereux, el rey designó otros ejecutores a medida que sus ojos, más impresionantes aún ahora que aumentaba su lividez, encontraban ciertos rostros en su derredor. Nombró de este modo a Felipe el Converso, luego a Pedro de Chambly, familar de su hijo segundo, y a Hugo de Bouville.
Entonces, Enguerrando de Marigny se adelantó e hizo de manera que su maciza humanidad ocupara toda la atención del moribundo.
Marigny sabía que, desde hacía dos semanas, Carlos de Valois resaltaba ante el debilitado soberano sus quejas y acusaciones. “Es Marigny, hermano mío, la causa de vuestra inquietud... Marigny entregó el tesoro al pillaje... Marigny pactó la deshonrosa paz de Flandes... Marigny aconsejó quemar al gran maestre.”
¿Iba Felipe el Hermoso a designar a Marigny ejecutor testamentario, como evidentemente, creía todo el mundo, dándole de ese modo una última prueba de confianza?
Millard, con la pluma en alto, observaba al rey. Pero Valois se apresuró a decir:
-Creo que hay número suficiente, hermano mío.
E hizo a Millard un gesto imperativo de que cerrara la lista. Entonces Marigny, pálido, cerrando los puños sobre la cintura y forzando la voz dijo:
-¡Sire!... Siempre os serví fielmente. Os pido que me recomendéis a vuestro hijo.
Entre aquellos dos rivales que se disputaban su voluntad, entre su hermano y su primer ministro, el rey tuvo un momento de vacilación. ¡Cuánto pensaban en sí mismos, y que poco en él!
-Luis – dijo con voz cansado –, que no se toque a Marigny si prueba haber sido fiel.
Entonces Marigny comprendió que las acusaciones habían hecho mella. Ante desamparo tan descarado, se preguntaba si Felipe el Hermoso lo había apreciado alguna vez.
Pero Marigny Sabía los poderes de que disponía. Tenía en su mano la administración, a la hacienda pública y el ejército. Conocía el “estado del reino” y que no se podía gobernar sin él. Se cruzó de brazos, levantó la cabeza, y mirando a Valois y a Luis de Navarra junto al lecho donde agonizaba su soberano, pareció desafiar al futuro reinado.
-Señor, ¿tenéis otra voluntad? – preguntó el hermano Renaud.
Hugo de Bouville enderezó un cirio que amenazaba caerse.
-¿Por qué está tan oscuro? – preguntó el rey –. ¿Es de noche todavía?
Aunque ya era mediodía, había envuelto al castillo una súbita oscuridad anormal y angustiosa. El eclipse anunciado, ahora total, ensombrecía el reino de Francia.
-Devuelvo a mi hija Isabel – dijo súbitamente el rey – la sortija que me regaló, la que tiene el gran rubí llamado la Cereza.
Se detuvo un instante y de nuevo preguntó:
-¿Ha llegado Pedro de Latille?
Como nadie le respondiera, agregó:
-Le dejo mi hermosa esmeralda.
Luego prosiguió legando a diversas iglesias, a Notre Dame de Boulogne, porque allí se había casado a su hija, a Saint Martín de Tours, a Saint Denis, flores de lis de oro “por un valor de mil libras”, precisaba cada vez.
El hermano Renaud se inclinó y le dijo al oído:
-Señor, no os olvidéis de nuestro priorato de Possy.
Por el rostro demacrado de Felipe el Hermoso pareció como si cruzara una expresión de enojo.
-Hermano Renaud – dijo –, lego a vuestro convento la hermosa biblia anotada por mí. Os será muy útil a vos y a todos los confesores de los reyes de Francia.
El gran inquisidor aunque esperaba más, supo ocultar su despecho.
-Y a vuestras hermanas, las dominicas de Possy – agregó Felipe el Hermoso –, les lego la gran cruz de los Templarios. (Esta cruz estaba incrustada de perlas, rubíes y zafiros. Tenía un pie cincelado de plata sobredorada. En el centro de la cruz, una pequeña placa de cristal permitía ver un grueso fragmento de la Vera-Cruz. Fue transportada al monasterio de Possy, al igual que el corazón de Felipe el Hermoso, que en opinión de los que lo vieron, era tan pequeño que “podía compararse al de un recién nacido o al de un pájaro.
Durante el reinado de Luis XIV, la noche del 21 de julio de 1695, cayó un rayo sobre la iglesia del monasterio y lo incendió casi por entero. El corazón de Felipe el Hermoso y la cruz de los Templarios quedaron destruidos completamente.) Les llevarán también el corazón.
El rey había acabado sus donaciones. Millard leyó en voz alta el codicilo.
Cuando el secretario pronunció las palabras: “De parte del rey”, Valois, atrayendo hacia sí a su sobrino Luis y apretando con fuerza su brazo le dijo:
-Agregad: “con el consentimiento del rey de Navarra”.
Entonces Felipe el Hermoso bajó la cabeza casi imperceptiblemente, con gesto de resignada aprobación. Su reinado había terminado.
Fue preciso sostenerle la mano para que firmara en la parte inferior del pergamino. Luego murmuró:
-¿Algo más?
Sí, aún no había concluido la última jornada de un rey de Francia.
-Sire, ahora es preciso que transmitáis el milagro real – dijo el hermano Renaud.
Ordenó que desocuparan el cuarto, para que el rey transmitiera a su hijo el poder, misteriosamente aparejado a la persona real, de sanar las escrófulas.
Recostado sobre los cojines, Felipe el Hermoso gimió:
-Hermano Renaud, ved lo que vale el mundo. ¡Aquí tenéis al rey de Francia!
En el momento de morir, aún le exigían un último esfuerzo para que pasara a su sucesor la capacidad, real o supuesta, de curar una enfermedad benigna.
No fue Felipe el Hermoso quien enseñó la fórmula y las palabras sacramentales; las había olvidado. Fue el hermano Renaud. Y Luis de Navarra, arrodillado junto a su padre, con sus ardientes manos unidas a las heladas del rey, recibió la herencia sagrada.
Concluida la ceremonia se admitió nuevamente a la corte en la habitación del soberano y el hermano Renaud comenzó a rezar las oraciones de los agonizantes.
La corte repetía el versículo In manus tuas, Domine... “En vuestras manos, Señor, entrego mi espíritu”, cuando se abrió una puerta; Pedro de Latille, el amigo de infancia del rey, había llegado. Toda la atención quedó concentrada en él, mientras los labios seguían murmurando.
-In manus tusa, Domine – dijo el obispo Pedro uniéndose al resto.
Luego todos se volvieron hacia el lecho. Las oraciones se detuvieron an las gargantas: El rey de hierro había muerto. (Según los documentos e informes de embajadores que se poseen, puede llegarse a la conclusión de que Felipe el Hermoso falleció a consecuencia de un derrame en una zona no motriz del cerebro. Tuvo una recaída mortal el 26 o 27 de noviembre.)
El hermano Renaud se aproximó para cerrarle los ojos. Pero los párpados que nunca se encontraban se alzaron por sí solos. Dos veces el gran inquisidor trató, en vano, de bajarlos. Debieron cubrir con una venda la mirada de aquel monarca que entraba con los ojos abiertos en la eternidad.



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