MAUPASSANT
EL BAUTISMO
Vamos, doctor, un poco de coñac.
—Con mucho gusto.
Y el viejo médico de marina, después dc alargar el brazo para presentar su copita, vio cómo ésta se iba llenando hasta los bordes con la deliciosa bebida de reflejos dorados.
Luego se la puso a la altura de los ojos, para mirar a través la luz de la lámpara; se la acercó a las narices y aspiró; se la llevó a los labios, vertió algunas gotas en ellos, las paladeó delicadamente y dijo:
—¡Oh, el precioso veneno, el seductor asesino, el delicioso destructor de los pueblos! Vosotros no lo conocéis. Leísteis seguramente el admirable libro que se llama L ‘Assomenoir; pero no habéis visto, como yo, de qué manera exterminaba una tribu de salvajes el inhumano alcohol, llevado en toneles panzudos y desembarcado tranquilamente por los marineros ingleses de barbillas rojas.
Y he visto también, con estos ojos míos, un drama producido por el alcohol, bien extraño y conmovedor, muy cerca de aquí, en Bretaña, en un villorrio dc las cercanías de Pont l’Abbé.
Habitaba yo entonces, durante una licencia de un año, una casa de campo que me había dejado mi padre. Ya conocéis esa región plana, con la costa arenosa donde el viento sopla en los juncales de noche y de día, donde a trechos aparecen de pie o echadas esas enormes piedras que fueron dioses y que han guardado algo de alarmante en su postura, en su aspecto y en su forma. Siempre me parece que han de animarse de pronto y recorrer la campiña con paso lento y pesado, con paso firme de colosos de granito, o volar con alas inmensas, con alas de piedra también, hacia el paraíso de los druidas.
El mar cierra y domina el horizonte; el mar agitado, lleno de escollos rodeados siempre de espuma, como negras cabezas de perros que aguardan a los pescadores.
Y los hombres se lanzan a ese mar terrible que vuelca sus traineras con una sacudida de su lomo verde y las traga como píldoras. Se lanzan en sus barquichuelos de día y de noche, atrevidos, afanosos y borrachos. Borrachos lo están con mucha frecuencia, y lo disculpan con estas palabras: “Mientras la bota está llena se ven los escollos, pero en cuanto la vaciamos, ya no vemos nada amenazador.”
Entrad en sus cabañas. Nunca encontraréis al hombre. Y si preguntáis a la mujer dónde se halla el marido, tenderá su brazo hacia el mar terrible que ruge y salpica la costa con sus blancos salivazos. El hombre naufragó una noche, borracho. El hijo mayor, también. Quedan aún cuatro muchachotes crecidos, robustos y rubios. Pronto les llegará su vez.
En mi casa de campo, cerca de Pont L’Abhé, vivía yo solo con mi criado, un viejo marinero, y una familia bretona que guardaba la finca en mi ausencia y se componía de tres individuos: dos hermanas y un hombre casado con una de ellas, que me servía de hortelano.
Aquel año, hacia Navidad, la casada parió, y me hicieron padrino de la criatura. No pude negarme; y el padre, al exponerme su pretensión, me pidió diez francos para los gastos de la parroquia.
La ceremonia debía celebrarse el 2 de Febrero. Desde ocho días antes la tierra estaba cubierta de nieve, como si una inmensa alfombra blanca y dura se hubiera extendido sobre la campiña. El mar ennegrecido contrastaba con la playa, y alzaba su lomo deshecho en olas amenazadoras, como si quisiera arrojarse sobre su vecina, que parecía muerta: de tal modo se mostraba silenciosa, fría y pálida la playa.
A las nueve de la mañana Kerandec llegó a mi puerta con su cuñada Kermagan; tras ellos iba la comadrona con el niño envuelto en una colcha.
Y nos dirigimos a la iglesia. El frío era glacial, bastante para hendir los dólmenes; uno de esos fríos desgarradores que cuartean la piel y hacen padecer horriblemente con su contacto que hiela y abrasa. Yo iba preocupado por el pobre recién nacido y pensaba que la raza bretona debía ser de hierro, puesto que sus hijos resistían aquellas temperaturas desde la hora de nacer. No habían abierto aún la puerta de la iglesia. El párroco se retrasaba.
Sentada la comadrona en un pozo cerca del umbral, empezó a desenvolver al niño. Creí que lo hacía para doblar el pañal mojado, pero dejó desnudo al infeliz, completamente desnudo, y a merced del aire helado. Me indignó tal imprudencia, y la dije:
—¿ Se ha vuelto usted loca o se propone matarlo?
La mujer respondió plácidamente:
—No, señor amo; debe presentarse a Dios completamente desnudo.
El padre y la tía miraban aquello con tranquilidad. Era la costumbre. De no hacerlo así, hubieran, supuesto que sería desgraciado el niño.
Me incomodé, insulté al hombre y amenacé con irme si no abrigaban a la tierna criatura. Todo fué inútil; la comadrona huía de mí, corriendo sobre la nieve, y el cuerpo de mi ahijado se amorataba. Ya me había resuelto a retirarme para no ser cómplice de aquellas bestias, cuando apareció el párroco seguido del sacristán y de un muchachuelo.
Corrí hacia él para darle cuenta ‘de mi justa indignación en tono violento. Ni sorprendido, ni apresurado, se limitó a responderme con tranquilidad:
—Qué quiere usted, caballero; es la costumbre. Como lo hacen todos, no es posible impedir que lo hagan éstos.
—Pues ya que ha de ser así, apresure usted la ceremonia —le dije.
El repuso:
—No puedo ir más de prisa.
Y entró en la sacristía mientras nosotros quedábamos en el umbral de la iglesia. Yo padecía más que mi pobre ahijado, el cual no dejaba de berrear al dolerse de las mordeduras del frío.
La puerta se abrió al fin, y entramos. Tuvieron desnudo al niño durante la ceremonia, que fue interminable.
El párroco mascullaba las frases latinas que salían de su boca deshechas contra sentido. Se movía con lentitud con una lentitud de tortuga sagrada, y la sobrepelliz blanca helaba mi corazón como otra nieve en que se envolviera para hacer sufrir en nombre de un Dios inclemente y bárbaro a la pobre larva humana torturada por el frío.
Terminados todos los ritos bautismales, la comadrona envolvió nuevamente en la colcha, al niño helado que no dejaba de lamentarse con voz aguda y dolorida.
El sacerdote me preguntó:
—¿Qúiere usted firmar el registro?
Dirigiéndome a mi hortelano, exclamé:
—Pronto, a casa de prisa; y calentad bien a esa criatura.
Le di algunos consejos para evitar —si era tiempo aún— la pulmonía.
El hombre prometió obedecerme, y se fue con su cuñada y la comadrona. Yo entré con el párroco en la sacristía.
Cuando hube firmado me pidió cinco francos por los derechos.
Como había dado ya diez para este objeto, seguro que los derechos estaban pagados me. negué a satisfacerlos. El cura me amenazó con rasgar la hoja del registro y anular la ceremonia. Yo le amenacé con recurrir al Juzgado.
Después de una querella muy larga y desagradable, acabé por pagar.
Apenas llegado a mi casa quise enterarme de si había ocurrido algún contratiempo a. la criatura.
Pero ni Kerandec, ni su cuñada, ni habían vuelto aún.
La parida estaba sola; temblaba en la cama y decía tener hambre, por no haber comido nada desde el día anterior.
—¿A dónde demonios habrán ido? —pregunté.
Y ella respondió, como la cosa más natural dcl mundo:
—Habrán ido a celebrar el acontecimiento.
Era la costumbre.
Me acordé al punto de mis diez francos pedidos para pagar los derechos de la parroquia, y sin duda empleados en alcohol.
Envié un caldo a la madre y mandé preparar abundante fuego en su chimenea. Ansioso y furioso, me prometía echar de casa a tales bestias, y me preguntaba con terror qué sería del miserable pequeñuelo.
A las seis de la tarde no habían comparecido aún. Dije a mi criado que los aguardara y me acosté.
Dormíme pronto, con el sueño pesado de un marinero.
A la madrugada me despertó mi criado con el agua caliente para afeitarme.
Al abrir los ojos, pregunté:
—¿Y Kerandec?
Mi criado, después de dudar un momento balbuceó:
—Ah, señor amo; ha vuelto después de media noche, borracho como una cuba; tan borracho que apenas podía moverse! Y su cuñada también; y la comadrona también. Creo que han dormido en el campo. De manera que la criatura se ha muerto sin que ninguno de los tres lo notara.
Levantándome de un salto, exclamé:
—¿Ha muerto el niño?
—Sí, señor. Lo han llevado muerto a su madre.
Cuando lo ha visto se ha puesto a llorar, y para consolarla la han hecho beber.
—¿Cómo?. ¿ La han hecho beber?
—Sí, señor. Acabo de saberlo ahora mismo. Como Kerandec no tenía ni aguardiente, ni dinero, cogió la botella del petróleo y bebieron los cuatro hasta la última gota. La parida está grave.
Apresuradamente me vestí; eché mano a un bastón, resuelto a castigar la bestialidad de aquellas gentes, y fuí a la casa del hortelano.
La madre agonizaba, borracha de petróleo, junto al cadáver del niño.
Kerandec, la comadrona y la cuñada, roncaban tendidos en el suelo.
Tuve que cuidar a la enferma, la cual murió a las pocas horas.
Cuando el médico hubo acabado su narración, cogió de nuevo la botella del coñac, y alzando su copita, observó cómo se iba ésta llenando hasta los bordes con el delicioso líquido de reflejos dorados; y después de mirar al trasluz aquel jugo transparente, semejante a un topacio derretido, tragó de un sorbo el veneno pérfido y ardiente.
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