MAUPASSANT
LA BODA DEL LUGARTENIENTE LARÉ
Desde el comienzo de la campaña, el lugarteniente Laré arrebató a los Prusianos dos cañones. Su general le dijo: “Gracias lugarteniente”, y le entregó la cruz de honor.
Como él era tan prudente como valiente, sutil, inventivo, lleno de astucias y recursos, se le confió un centenar de hombres, y él organizó un servicio de exploradores que, en las retiradas, salvó muchas veces a la armada.
Pero como un mar desbordado, la invasión penetraba por toda la frontera. Se trataba de enormes oleadas de hombres que llegaban, unos a continuación de los otros, dejando alrededor de ellos un desecho de merodeadores. La brigada del general Carrel, separada de su división, retocedía sin cesar, batiéndose cada día, pero se mantenía casi intacta, gracias a la vigilancia y celeridad del lugarteniente Laré, que parecía estar por todas partes al mismo tiempo, desbarataba todas las artimañas del enemigo, burlaba sus previsiones, desorientaba a sus ulanos, asesinaba sus avanzadillas.
Una mañana, el general lo hizo llamar:
“Lugarteniente –dijo– tengo aquí un despacho del general de Lacère que está perdido si nosotros no llegamos en su auxilio mañana al amanecer. Está en Blainville, a ocho horas de aquí. Usted partirá al caer la noche con trescientos hombres que escalonará a lo largo del camino. Yo os seguiré dos horas después. Estudie la ruta con atención; tengo miedo de encontrar una división enemiga.
El frío era intenso desde hacía ocho horas. Dos horas antes la nieve comenzó a caer; por la noche la tierra estaba cubierta y densos remolinos blancos hacían volar los objetos más próximos. A las seis, el destacamento se puso en marcha. Dos hombres iban en avanzadilla, solos, trescientos metros por delante. Después venía un pelotón de diez hombres bajo las órdenes del propio lugarteniente. El resto avanzaba a continuación en dos largas columnas. A trescientos metros sobre el flanco de la pequeña tropa, a derecha e izquierda, algunos soldados iban de dos en dos. La nieve, que caía sin parar, les cubría de un blanco polvo en la sombra; ésta no se derretía sobre sus ropas, de forma que, a medida que oscurecía, apenas manchaban la palidez uniforme del campo.
Hacíamos una parada de vez en cuando. En esos momentos no escuchábamos más que el innombrable arrugamiento de la nieve que cae, más sensación que ruido, suave murmullo, siniestro y vago. Una orden se comunicaba en voz baja, y, cuando la tropa volvía a ponerse en marcha, dejaba detrás de ella como una especie de fantasma blanco por encima de la nieve. Poco a poco se iba borrando y terminaba por desaparecer. Eran los escalafones jerárquicos los que debían guiar a la armada.
Los exploradores ralentizaron su marcha. Algo se alzaba delante de ellos.
“Girad hacia la derecha, dijo el lugarteniente, es el bosque de Ronfé; el castillo se encuentra más hacia la izquierda”.
Rápidamente la palabra: “¡Alto!” circuló. El destacamento se paró y esperó al lugarteniente que, acompañado solamente de diez hombres, llevaba a cabo un reconocimiento hasta el castillo.
Avanzaban, arrastrándose bajo los árboles. De repente todos se quedaron inmóviles. Una calma horrorosa planeó sobre ellos. Después, muy cerca, una vocecita clara, musical y joven atravesó el silencio del bosque. Decía:
“Padre, vamos a perdernos en la nieve. No llegaremos jamás a Blainville.”
Una voz más fuerte respondió:
“No temas nada, hijita, conozco el país como la palma de mi mano”.
El lugarteniente dijo algunas palabras, y cuatro hombres se alejaron, como sombras, sin hacer ruido.
De repente un grito de mujer, agudo, se elevó en la noche. Dos prisioneros comparecieron ante él: un anciano y una niña. El lugarteniente los interrogó, siempre con voz baja.
“–Vuestro nombre?
–Pierre Bernad.
–¿Vuestra profesión?
– Bodeguero del conde de Ronfé.
–¿Es vuestra hija?
–Si.
–¿A qué se dedica?
–Es costurera del castillo.
–¿A dónde os dirigís?
–Huimos.
–¿Por qué?
–Doce ulanos han pasado esta noche. Han fusilado a tres guardas y colgado al jardinero; yo he tenido miedo por la pequeña.
–¿A donde vais?
–A Blainville.
–¿Por qué?
–Porque allí hay una armada francesa.
–Conocéis el camino?
–Perfectamente.
–Muy bien: seguidnos.”
Reunimos a la columna, y comenzó la marcha campo través. Silencioso, el anciano se mantenía a los lados del lugarteniente. Su hija iba cerca de él. De repente se paró:” Padre –dijo– estoy tan cansada que no iré más lejos”.Y se sentó. Temblaba de frío parecía dispuesta a morir. Su padre quiso llevarla. Era demasiado viejo y demasiado débil.
–“Mi lugar teniente –dijo sollozando– nosotros entorpeceríamos vuestra marcha. Francia ante todo. Dejadnos.”
El oficial había dado una orden. Algunos hombres habían partido. Volvieron con ramas cortadas. Entonces, en un minuto, fue hecha una litera. El destacamento entero las había reunido.
“Allá hay una mujer que se muere de frío, dijo el lugarteniente; ¿quién quiere donar su abrigo para cubrirla?”
Doscientos abrigos se quitaron a la vez.
“ ¿ Y ahora, quién quiere llevarla ?”
Todos los brazos se ofrecieron. La joven fue envuelta con estas cálidas capotas de soldado, acostada suavemente sobre la litera y después cuatro robustas espaldas la levantaron; y, como una reina de Oriente llevada por sus esclavos, fue colocada en el medio del destacamento, que retomó su marcha con más intensidad, más ánimo, más alegre, estimulado por la presencia de una mujer, esta soberana musa que ha hecho llevar a cabo tantos prodigios a la vieja sangre francesa.
Al cabo de una hora nos paramos de nuevo y todo el mundo se acostó sobre la nieve. Allá abajo, en el medio de la llanura, se extendía una gran sombra negra. Era como un monstruo fantástico que se alargaba tal que una serpiente, después, de repente, se encogía en una bola, cogía impulsos vertiginosos, se paraba, volvía a partir sin cesar. Las órdenes circulaban en murmullos entre los hombres y, de vez en cuando, un ruidito seco y metálico crujía. La forma errante se aproximó bruscamente, y la vimos venir al trote, uno detrás de otro, doce ulanos perdidos en la noche. Un fulgor terrible les mostró de repente doscientos hombres acostados delante de ellos. Una detonación rápida se perdió en el silencio de la nieve, y los doce, con sus doce caballos, cayeron.
Esperamos mucho tiempo. Después retomamos la marcha.
El anciano que habíamos encontrado servia de guía.
Por último, una voz muy lejana gritó: “ ¡Quien vive!” Otra más próxima respondió con una orden. Esperamos de nuevo; se entablaban conversaciones. La nieve había dejado de caer. Un viento frío barría las nubes, y detrás de ellas, más alto, innombrables estrellas centelleaban. Palidecieron y el cielo se volvió rosa hacia el Oriente.
Un oficial de rango mayor vino a recibir al destacamento. Pero como él preguntaba a quien llevábamos en la litera, ella se movió; dos manecitas apartaron los gruesos capotes azules, y, rosa como la aurora, con unos ojos más claros que las estrellas que habían desparecido, y una sonrisa luminosa como el sol que se levantaba, una bonita figura respondió:
–“Soy yo, señor”.
Los soldados, locos de alegría, aplaudieron y llevaron a la joven triunfalmente hasta el medio del campo, donde se custodiaban las armas. Poco después el general Carrel llegaba.
A las nueve los Prusianos atacaban.
Estos se batieron en retirada a medio día.
Por la tarde, como el lugarteniente Laré, muerto de cansancio, se quedaba dormido sobre un haz de paja, vinieron a buscarlo de parte del general. El se encontró bajo su tienda, charlando con el anciano que había encontrado en la noche.
Tan pronto como hubo entrado, el general le tomó por la mano y dirigiéndose al desconocido:
“Querido conde–dijo– he aquí al joven del que me hablabais hace un rato; uno de mis mejores oficiales”.
Sonrió, bajó la voz y añadió: “ El mejor”.
Después, girándose hacia el estupefacto lugarteniente, le presentó “el conde de Ronfé–Quédissac”.
El anciano le tomó las dos manos:
“Mi querido lugarteniente–dijo– usted ha salvado la vida de mi hija, yo no tengo más que un medio de daros las gracias...en unos meses venid a decirme...si ella os gusta...”
Un año después, en la iglesia de Santo Tomás de Aquino, el capitán Laré se casaba con la señorita Louise–Hortense–Geneviève de Ronfé–Quédissac. Ella aportaba seiscientos mil francos de dote y era, se decía, además, la boda más hermosa que pudimos ver aquel año.
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