MAUPASSANT
BOITELLE
A Robert Pinchan
El viejo Boitelle (Antonio) tenía en la zona la especialidad de las tareas sucias. Cada vez que había que limpiar una letrina, un estercolero, un pozo negro, que vaciar una cloaca, cualquier agujero fangoso, iban a buscarlo a él.
Llegaba con sus instrumentos de pocero y sus zuecos embadurnados de mugre, y se ponía a la tarea renegando sin cesar de su oficio. Cuando le preguntaban entonces por qué hacía aquel trabajo repugnante, respondía con resignación: «¡Pardiez!, tengo bocas a las que alimentar. Y esto rinde más que otras cosas.»
Tenía, en efecto, catorce hijos. Si alguien le preguntaba qué era de ellos, decía con aire indiferente:
«Me quedan ocho en casa. Hay uno en la mili y cinco casados.»
Cuando alguien quería saber si estaban bien casados, proseguía con vivacidad:
«No les llevé la contraria. No les llevé la contraria para nada. Se casaron con quien quisieron. No hay que oponerse a las inclinaciones, la cosa sale mal. Si vivo entre basuras es porque mis padres se opusieron a mis gustos. De no ser por eso, habría sido un obrero como los otros.»
He aquí en qué sus padres contrariaron sus gustos.
Era entonces soldado, y hacía el servicio en El Havre, no más burro que otros, ni más espabilado tampoco, aunque, eso sí, un poco simple. Durante las horas libres, su mayor placer consistía en pasear por los muelles, donde se congregan los vendedores de pájaros. Unas veces solo, otras con un paisano, marchaba lentamente a lo largo de las jaulas donde los loros de dorso verde y cabeza amarilla del Amazonas, los loros de dorso gris y cabeza roja del Senegal, los guacamayos enormes con pinta de pájaros cultivados en invernadero, con sus plumas floridas, sus penachos y sus copetes, las cotorras de todos los tamaños, que parecen coloreadas con minucioso cuidado por un Dios miniaturista, y los pequeños, pequeñísimos pajarillos saltarines, rojos, amarillos, azules y abigarrados, al mezclar sus gritos con el ruido del muelle, aportan al estruendo de la descarga de los barcos, de los transeúntes y de los carruajes, un ruido violento, agudo, piante, ensordecedor, de bosque remoto y sobrenatural.
Boitelle se detenía, los ojos muy abiertos, la boca abierta, risueño y encantado, enseñándoles los dientes a las cacatúas prisioneras que saludaban con su moño blanco o amarillo el resplandeciente rojo de sus pantalones y el cobre de su cinturón. Cuando encontraba un pájaro parlero, le hacía preguntas; y si el animal estaba ese día dispuesto a responder y dialogaba con él, se quedaba alegre y satisfecho hasta la noche. También al contemplar a los monos pasaba muy buenos ratos, y no imaginaba en los ricos un lujo mayor al de poseer esos animales, lo mismo que otros tienen gatos y perros. Esa afición, esa afición a lo exótico, la llevaba en la sangre como otros llevan la de la caza, la medicina o el sacerdocio. Le era imposible, cada vez que se abrían las puertas del cuartel, dejar de volver al muelle como si se hubiera sentido atraído por un ardiente deseo.
Una vez, habiéndose detenido casi extasiado ante un arara monstruoso que hinchaba sus plumas, se inclinaba, se erguía, parecía hacer las reverencias cortesanas del país de los loros, vio abrirse la puerta de un pequeño café contiguo a la pajarería, y aparecer una joven negra, tocada con un pañuelo rojo, que barría hacia la calle .los tapones y la arena del establecimiento.
La atención de Boitelle se distribuyó al punto entre el animal y la mujer, y nadie habría podido decir en verdad cuál de los dos seres contemplaba con más asombro y placer.
La negra, tras haber echado fuera la basura de la taberna, alzó los ojos y se quedó a su vez deslumbrada con el uniforme del soldado. Permanecía en pie, frente a él, con la escoba en las manos como si estuviera presentando armas, mientras el arara seguía inclinándose. Ahora bien, al cabo de unos instantes, el sorche se sintió molesto con aquella atención, y se marchó a pasitos cortos, para no semejar batirse en retirada.
Pero volvió. Casi todos los días pasó por delante del Café de las Colonias, y con frecuencia divisó a través de los cristales a la criadita de piel negra que servía cañas o aguardiente a los marineros del puerto. A menudo también ella, al verlo, salía; pronto, incluso, sin haberse hablado nunca, se sonrieron como conocidos; y Boitelle sentía el corazón agitado, al ver relucir de repente, entre los labios oscuros de la moza, la resplandeciente línea de los dientes. Por fin un día entró, y se quedó muy sorprendido al ver que ella hablaba francés como todo el mundo. La botella de gaseosa, de la cual ella aceptó un vaso, perduró, en el recuerdo del sorche, como algo memorablemente delicioso; y cogió la costumbre de ir a tomar, a aquella tabernucha del puerto, todas las líquidas dulzuras que le permitía su bolsa.
Constituía para él una fiesta, una felicidad en la que pensaba sin cesar, ver la mano negra de la criadita sirviendo algo en su vaso, mientras los dientes reían, más brillantes que los ojos. Al cabo de dos meses de trato, se habían hecho muy buenos amigos, y Boitelle, tras el asombro inicial al ver que las ideas de la negra eran similares a las buenas ideas de las chicas de su pueblo, que respetaba el ahorro, el trabajo, la religión y la buena conducta, la amó aún más, se prendó de ella hasta el punto de querer casarse.
Le comunicó este proyecto, que la hizo bailar de alegría. Ella tenía, por otra parte, algo de dinero, heredado de una vendedora de ostras que la había recogido cuando la dejó en El Havre un capitán americano. Este capitán la encontró cuando ella contaba unos seis años, acurrucada entre las balas de algodón en la cala de su navío, unas horas después de salir de Nueva York. Al llegar al Havre, confió a los cuidados de aquella ostrera compasiva el animalillo negro oculto a bordo, no sabía por quién ni cómo. La vendedora de ostras murió, y la joven negra entró a servir en el Café de las Colonias.
Antoine Boitelle agregó:
«Lo haremos si mis padres no se oponen. Nunca les llevaría la contraria, ¿comprendes? ¡Nunca! Les diré dos palabritas la primera vez que regrese al pueblo.»
A la semana siguiente, en efecto, habiendo conseguido veinticuatro horas de permiso, fue a casa de su familia, que cultivaba una pequeña granja en Tourteville, cerca de Yvetot.
Esperó al final de la comida, a la hora en que el café, bautizado con aguardiente, abría más los corazones, para informar a sus mayores de que había encontrado una chica que se ajustaba tan bien a sus aficiones, a todas sus aficiones, que no debía existir en la tierra otra que le conviniera tan a la perfección.
Los viejos, ante esta frase, se pusieron también circunspectos, y pidieron más explicaciones. No ocultó nada, por lo demás, salvo el color de su piel.
Era una criada, sin gran capital, pero laboriosa, ahorrativa, limpia, de buena conducta y muy sensata. Todas esas cosas valían más que el dinero en manos de una mala ama de casa. Tenía algunos cuartos, por lo demás, heredados de la señora que la había criado, un dinerillo, casi una pequeña dote, mil quinientos francos en la caja de ahorros. Los viejos, conquistados por sus palabras, confiando también en su juicio, cedían poco a poco, hasta que llegó al punto delicado. Riéndose con una risa un poco forzada:
«Sólo hay una cosa, dijo, que podría no gustaros. No es blanca del todo.»
No lo comprendían, y tuvo que explicar largamente, con muchas precauciones, para no desanimarlos, que pertenecía a la raza oscura de la cual sólo habían visto muestras en las estampas de Epinal.
Entonces se quedaron inquietos, perplejos, temerosos, como si les hubiera propuesto una unión con el diablo.
La madre decía: «¿Negra? Pero ¿cuánto? ¿Por toas partes? »
Respondía: «Pos claro: Por toas partes, lo mesmo que tú eres blanca por toas partes.»
El padre proseguía: « ¿Negra? ¿Tan negra como el alquitrán? »
El hijo respondía: «A lo mejor un poquito menos. Es negra, pero no es desagradable. ¡Y la sotana del señor cura es negra, y no es más fea que una sobrepelliz blanca!»
El padre decía: «Y en su tierra, ¿las hay más negras que ella?»
Y el hijo, convencido, exclamaba:
«¡Pos claro!»
Pero el buen hombre meneaba la cabeza.
«¡Debe ser desagradable! »
Y el hijo:
«No es más desagradable que otra cosa, ya que uno se acostumbra en seguida.»
La madre preguntaba:
«¿Y no manchan la ropa más que otras, esas pieles?
—No más que la tuya, ya que es su color.»
Así, pues, tras otras muchas preguntas, se convino que los padres verían a la muchacha antes de decidir nada, y que el mozo, que acabaría el servicio militar al mes siguiente, la traería a casa con el fin de que pudieran decidir, charlando con ella, si no era demasiado oscura para entrar en la familia Boitelle.
Antoine anunció entonces que el domingo 22 de mayo, día en que lo licenciaban, saldría para Tourteville con su amiguita.
Para este viaje a casa de los padres de su enamorado se había puesto sus ropas más bonitas y más vistosas, en las que predominaban el amarillo, el rojo y el azul, de forma que parecía empavesada para una fiesta nacional.
En la estación, al salir del Havre, la miraron mucho, y Boitelle estaba orgulloso de dar el brazo a una persona que atraía así la atención. Después, en el vagón de tercera donde se sentó a su lado, provocó tal sorpresa entre los aldeanos que los de los departamentos vecinos se subieron a las banquetas para examinarla por encima del tabique de madera que dividía la caja con ruedas. Un niño, ante su aspecto, se puso a gritar de miedo, otro ocultó el rostro en el delantal de su madre.
Sin embargo, todo fue bien hasta la estación de llegada. Pero cuando el tren aflojó la marcha al aproximarse a Yvetot, Antoine se sintió a disgusto, como en el momento de una inspección cuando no se sabía bien la teoría. Después, asomándose a la portezuela, reconoció de lejos a su padre que sujetaba las riendas del caballo enganchado a la carreta y a su madre que se había acercado a la empalizada que contenía a los curiosos.
Bajó el primero, alargó la mano a su amiguita y, tan tieso como si escoltase a un general, se dirigió hacia su familia.
La madre, al ver llegar a aquella dama negra y abigarrada en compañía de su hijo, se quedó tan estupefacta que no podía abrir la boca, y el padre se las veía y se las deseaba para contener al caballo, encabritado a la vez por la locomotora y la negra. Pero Antoine, asaltado de pronto por la sincera alegría de ver a los viejos, se precipitó con los brazos abiertos, besuqueó a su madre, besuqueó a su padre, a pesar del susto de la jaca, y después, volviéndose hacia su compañera, a quien los transeúntes atónitos examinaban deteniéndose, se explicó:
«¡Ya está! Os había dicho que a primera vista es una pizca rara, pero en cuanto se la conoce, de verdad, no hay nada más agradable en este mundo. Decidle hola, para que no se aturda.»
Entonces la señora Boitelle, intimidada también hasta casi perder la cabeza, hizo una especie de reverencia, mientras el padre se quitaba la gorra murmurando:
«Buenos días tenga usted». Después, sin demora, se encaramaron a la carreta, las dos mujeres atrás en unas sillas que las hacían saltar por el aire a cada bache de la carretera, y los dos hombres delante, en la banqueta.
Nadie hablaba. Antoine, inquieto, silboteaba una canción del cuartel, el padre azotaba a la jaca, y la madre miraba de soslayo, con miradas de garduña, a la negra, cuya frente y cuyos pómulos relucían bajo el sol como zapatos bien embetunados.
Queriendo romper el hielo, Antoine se volvió.
«¿Qué?, dijo, ¿no habláis?
—Hace falta tiempo», respondió la vieja.
Él prosiguió:
«Vamos, cuéntale a la chica la historia de los ocho huevos de tu gallina.»
Era una broma célebre en la familia. Pero como su madre seguía callada, paralizada de emoción, tomó él la palabra y contó, riéndose mucho, la memorable aventura. El padre, que se la sabía de memoria, desfrunció el ceño con las primeras palabras; su mujer pronto siguió su ejemplo, y la propia negra, en el pasaje más gracioso, saltó de pronto una carcajada tal, una carcajada tan ruidosa, arrolladora, torrencial, que el caballo, excitado, emprendió un corto galope.
Habían trabado conocimiento. Conversaron.
Apenas llegados, cuando todos bajaron, después de que él acompañó a su amiga a su cuarto para quitarse el traje, que podría manchar al hacer un buen guiso preparado a su manera, destinado a conquistar a los viejos por el estómago, él se llevó a sus padres a la puerta, y les preguntó, con el corazón palpitante:
«Bueno, ¿ qué os parece?»
El padre calló. La madre, más atrevida, declaró:
«¡Es demasiao negra! No, de veras, es demasiao. Me se ha revuelto la sangre.
—Os acostumbraréis, dijo Antoine.
—Pué ser, pero no de momento.» Entraron, y la buena mujer se emocionó al ver a la negra cocinar. Entonces la ayudó, con las faldas remangadas, activa a pesar de su edad.
La comida fue buena, fue larga, fue alegre. Cuando a continuación dieron una vuelta, Antoine se llevó aparte a su padre.
«Bueno, padre, ¿qué te decía yo?»
El campesino no se comprometió.
«No tengo opinión. Pregúntale a madre.»
Entonces Antoine dio alcance a su madre y, quedándose rezagado con ella:
«Bueno, madre, ¿qué te decía yo?
—Probe hijo mío, de veras, es demasiao negra. Con sólo un poquito menos, no me opondría, pero es demasiao. ¡Paece Satanás! »
No insistió, sabiendo que la vieja era obstinada, pero sentía que en su corazón entraba un huracán de pesar. Buscaba qué tendría qué hacer, qué podría inventar, sorprendido además de que no los hubiera conquistado ya como lo había seducido, a él. Y marchaban los cuatro a pasos lentos a través de los sembrados, cada vez más silenciosos. Cuando pasaban junto a una cerca, los granjeros aparecían en la barrera, los chavales trepaban a los taludes, todos se precipitaban al camino para ver pasar a la negraza que se había traído el joven Boitelle. Se distinguía a lo lejos gente que corría a campo traviesa como se acude cuando redobla el tambor que anuncia los fenómenos vivos. El señor y la señora Boitelle, espantados con la curiosidad difundida en la campiña al acercarse ellos, apresuraban el paso, uno junto a otro, precediendo de lejos a su hijo, a quien su compañera preguntaba qué pensaban de ella sus padres.
Respondió vacilando que aún no se habían decidido.
Pero en la plaza del pueblo se produjo una salida masiva de todas las casas, sobresaltadas, y ante la creciente aglomeración, los viejos Boitelle emprendieron la huida y llegaron a su alojamiento, mientras Antoine, sublevado por la cólera, con su amiga del brazo, avanzaba con majestad ante los ojos agrandados por el pasmo.
Comprendía que se había acabado, que no cabían esperanzas, que no se casaría con su negra; y también ella lo comprendía; y al acercarse a la granja ambos se echaron a llorar. En cuanto hubieron entrado, ella se quitó de nuevo el traje para ayudar a la vieja en las tareas; la siguió por todas partes, a la lechería, al establo, al gallinero, ocupándose de la mayoría del trabajo, repitiendo sin cesar: «Déjeme a mí, señora Boitelle», hasta el punto de que, al caer la noche, la vieja, conmovida e inexorable, le dijo a su hijo:
«De tos modos, es una buena chica. Lástima que sea tan negra, pero de veras, lo es demasiao. No podría acostumbrarme, tié que marcharse, es demasiao negra.»
Y el joven Boitelle le dijo a su amiguita:
«Ella no te quiere, te encuentra demasiao negra. Tiés que irte. Te llevaré al tren. No importa, no te desanimes. Les hablaré cuando te hayas marchao.»
La acompañó a la estación, pues, dándole todavía esperanzas, y tras haberla besado, la ayudó a subir al vagón, que miró alejarse con los ojos hinchados por el llanto.
Por mucho que imploró a los viejos, jamás accedieron.
Y cuando había contado esta historia, que todo el pueblo conocía, Antoine Boitelle agregaba siempre:
«A partir de entonces, no tuve ganas de na, de na. Ningún oficio me gustaba, y me convertí en lo que soy, un basurero.»
Le decían:
«Pero, de todos modos, usted se casó.
—Sí, y no puedo decir que mi mujer no me guste, ya que le he hecho catorce hijos, pero no es la otra, ¡oh no, pos claro! ¡Oh, no! La otra, ya ve usted, mi negra, sólo tenía que mirarme, y yo me sentía como transportao... »
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