BLOOD

william hill

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domingo, 5 de junio de 2011

Dan Brown Ángeles y demonios X

Dan Brown Ángeles y demonios 

X

26

El hassassin se hallaba al final del túnel de piedra. Su antorcha aún es­taba encendida, y el humo se mezclaba con el olor a moho y aire en­rarecido. El silencio le rodeaba. La puerta de hierro que le cerraba el paso parecía tan antigua como el propio túnel, oxidada pero todavía resistente. Esperó en la oscuridad, confiado.
Casi había llegado el momento.
Jano había prometido que alguien de dentro le abriría la puerta. La traición no dejaba de maravillar al hassassin. Habría esperado toda la noche ante aquella puerta para cumplir su tarea, pero presen­tía que no sería necesario. Estaba trabajando para hombres deci­didos.
Minutos después, a la hora exacta, se oyó el ruido metálico de llaves pesadas al otro lado de la puerta. El metal arañó el metal cuan­do múltiples cerraduras se fueron abriendo. Uno a uno, tres pesados pestillos se descorrieron. Con un fuerte chirrido, como si hiciera si­glos que no los utilizaran, los tres cedieron.
Después, se hizo el silencio.
El hassassin esperó con paciencia, cinco minutos, tal como le ha­bían instruido. Después, empujó con ímpetu. La gran puerta se abrió.

27

¡No lo permitiré, Vittoria!
Kohler respiraba con dificultad, y su estado iba empeorando conforme el ascensor subía.
Vittoria le impidió salir. Anhelaba encontrar un refugio, algo fa­miliar en este lugar que ya no consideraba su hogar. Sabía que no po­dría. En este momento, tenía que tragarse el dolor y actuar. Conseguir un teléfono.
Robert Langdon estaba a su lado, silencioso. Vittoria había deja­do de preguntarse a qué se dedicaba aquel hombre. ¿Un especialista? ¿Habría podido ser Kohler menos concreto? El señor Langdon puede ayudarnos a encontrar al asesino de tu padre. Langdon no estaba sir­viendo de mucha ayuda. Su simpatía y amabilidad parecían sinceras, pero estaba ocultando algo. Los dos.
Kohler la apostrofó de nuevo.
Como director del CERN, soy responsable del futuro de la ciencia. Si conviertes esto en un incidente internacional y el CERN padece...
¿El futuro de la ciencia? —Vittoria se volvió hacia él—. ¿De veras piensa rehuir su responsabilidad, negándose a admitir que esa antimateria salió del CERN? ¿Piensa hacer caso omiso de las vidas de las personas que hemos puesto en peligro?
No digas «hemos» —puntualizó Kohler—. Habéis sido tú y tu padre.
Vittoria desvió la vista.
Y en cuanto a vidas en peligro —siguió Kohler—, este pro­blema gira en torno a la vida, precisamente. Sabes que la tecnología de la antimateria posee enormes implicaciones para la vida de este planeta. Si el CERN va a la bancarrota, destruido por el escándalo, todo el mundo pierde. El futuro del hombre depende de lugares como el CERN, de científicos como tú y tu padre, que trabajan para solucionar los problemas del mañana.
Vittoria había oído ese discurso típico de Kohler en otras oca-siones, pero nunca se lo había creído. La ciencia causaba la mitad de los problemas que intentaba resolver. El «Progreso» era la maldad su­prema de la Madre Naturaleza.
Los avances científicos conllevan riesgos —arguyó Kohler—, Siempre ha sido así. Programas espaciales, investigación genética, medicina... Todo el mundo comete errores. La ciencia necesita so­brevivir a sus propias torpezas, a cualquier precio. Por el bien de todos.
La habilidad de Kohler para analizar problemas morales con im­parcialidad científica asombraba a Vittoria. Su intelecto parecía ser el producto de un riguroso divorcio de su espíritu.
¿Piensa que el CERN es tan importante para el futuro de la tierra que deberíamos ser inmunes a la responsabilidad moral?
No discutas de moral conmigo. Cruzaste una línea cuando creaste la muestra, y has puesto en peligro todo el laboratorio. Estoy intentando proteger, no sólo los empleos de tres mil científicos que trabajan aquí, sino también la reputación de tu padre. Piensa en él. Un hombre como tu padre no merece que le recuerden como el crea­dor de un arma de destrucción masiva.
Vittoria pensó que el hombre estaba en lo cierto. Fui yo quien convenció a mi padre de que creara esta muestra. ¡Es culpa mía!
Cuando la puerta se abrió, Kohler aún seguía hablando. Vittoria salió del ascensor, sacó el teléfono y probó de nuevo.
Seguía sin haber cobertura. ¡Maldita sea! Se encaminó hacia la puerta.
Para, Vittoria. —Dio la impresión de que el director sufría un ataque de asma cuando se precipitó tras ella—. No corras tanto. He­mos de hablar.
Basta di parlare!
Piensa en tu padre —la apremió Kohler—. ¿Qué haría él?
La joven continuó andando.
Víttoria, no he sido sincero del todo contigo.
Ella aminoró el paso.
No sé en qué estaba pensando —dijo Kohler—. Sólo intenta­ba protegerte. Dime lo que quieres. Hemos de trabajar juntos.
Vittoria se detuvo a mitad del laboratorio, pero no se volvió.
Quiero encontrar la antimateria. Y quiero saber quién mató a mi padre.
Esperó.
Kohler suspiró.
Vittoria, ya sabemos quién mató a tu padre. Lo siento.
Vittoria se volvió.
¿Cómo?
No sabía cómo decírtelo. Es tan difícil...
¿Usted sabe quién mató a mi padre?
Tenemos una buena idea, sí. El asesino dejó una especie de tarjeta de presentación. Por eso llamé al señor Langdon. Es un ex­perto en el grupo que se declara responsable.
¿El grupo? ¿Un grupo terrorista?
Vittoria, robaron un cuarto de gramo de antimateria.
La joven miró a Robert Langdon, parado al otro lado de la sala. Todo empezaba a encajar. Eso explica en parte el secretismo. Estaba asombrada de que no se le hubiera ocurrido antes. Al fin y al cabo, Kohler había llamado a los servicios de inteligencia. Ahora, parecía evidente. Robert Langdon era norteamericano, de aspecto sano, con­servador, muy perspicaz. ¿Quién podía ser, si no? Vittoria tendría que haberlo adivinado desde el primer momento. Sintió renovadas esperanzas y se volvió hacia él.
Señor Langdon, quiero saber quién asesinó a mi padre, y quie­ro saber si su agencia puede encontrar la antimateria.
Langdon puso cara de perplejidad.
¿Mi agencia?
Usted trabaja para los servicios de inteligencia norteamerica­nos, supongo.
Pues la verdad es que no.
Kohler intervino.
El señor Langdon es profesor de historia del arte en la Uni­versidad de Harvard.
Vittoria experimentó la sensación de que le habían arrojado un jarro de agua fría a la cara.
¿Un profesor de historia del arte?
Es especialista en simbología religiosa. —Kohler suspiró—. Vittoria, creemos que tu padre fue asesinado por una secta satánica.
Vittoria registró las palabras en su mente, pero fue incapaz de procesarlas. Una secta satánica.
El grupo que asume la responsabilidad se autodenomina los Illuminati.
Vittoria miró a Kohler, y después a Langdon, como si se pregun­tara si la estaban haciendo víctima de una broma perversa.
¿Los Illuminati? —preguntó—. ¿Se refiere a los Illuminati varos?
Kohler se quedó de una pieza.
¿Has oído hablar de ellos?
Vittoria sintió que lágrimas de frustración pugnaban por salir a flote.
Los Illuminati bávaros: el Nuevo Orden Mundial. Juego de or­denador de Steve Jackson. La mitad de los técnicos de aquí juegan en Internet. —Su voz se quebró—. Pero no entiendo...
Kohler dirigió a Langdon una mirada de confusión.
Langdon asintió.
Un juego popular. Antigua hermandad se adueña del mundo. Pseudohistórico. No sabía que también había llegado a Europa.
Vittoria estaba perpleja.
¿De qué está hablando? ¿Los Illuminati? ¡Es un juego de or­denador!
Vittoria —dijo Kohler—, los Illuminati son un grupo que asu­me la responsabilidad de la muerte de tu padre.
Vittoria reunió toda la valentía posible para reprimir las lágrimas. Se obligó a concentrarse y analizar la situación desde un punto de vista lógico. Pero cuanto más se concentraba, menos entendía. Su padre había sido asesinado. El sistema de seguridad del CERN había sufrido un fallo garrafal. Había desaparecido una bomba de la que ella era responsable, y cuyo temporizador estaba en plena cuenta atrás. Y el director había elegido a un profesor de arte para que les ayudara a encontrar a una hermandad de satanistas mítica.
De pronto, Vittoria se sintió muy sola. Dio media vuelta para marcharse, pero Kohler se lo impidió. Buscó algo en su bolsillo. Ex­trajo una arrugada hoja de papel de fax y se la tendió.
Vittoria se tambaleó horrorizada cuando sus ojos vieron la ima­gen.
Le marcaron —dijo Kohler—. Le marcaron en el pecho.

28

La secretaria Sylvie Baudeloque era presa del pánico. Paseaba ante el despacho vacío del director. ¿Dónde demonios está? ¿Qué debo ha­cer?
Había sido un día muy peculiar. Por supuesto, cualquier día al servicio de Maximilian Kohler podía ser peculiar, pero Kohler se ha­bía comportado hoy de una forma muy rara.
¡Localízame a Leonardo Vetra! —había pedido cuando Sylvie llegó por la mañana.
Ella, obediente, telefoneó, llamó al busca y envió un correo elec­trónico a Leonardo Vetra.
Nada.
Y Kohler se había ido a toda prisa, en apariencia para localizar a Vetra. Cuando regresó unas horas después, tenía muy mal aspecto... No es que tuviera buen aspecto alguna vez, pero parecía peor que de costumbre. Se encerró en su despacho, y le oyó utilizar el ordenador, el teléfono y el fax. Después Kohler volvió a salir. No había vuelto desde entonces.
Sylvie había decidido hacer caso omiso de las bufonadas de otro melodrama kohleriano, pero empezó a preocuparse cuando Kohler no volvió a la hora de su inyección diaria. El estado de salud del di­rector exigía tratamiento regular, y cuando decidía tentar su suerte, los resultados siempre eran nefastos: shock respiratorio, accesos de tos y carrerillas del personal médico. A veces, Sylvie pensaba que Ma­ximilian Kohler deseaba morir.

Sopesó la posibilidad de llamarle al busca para refrescar su me­moria, pero había aprendido que la caridad era algo que el orgullo de Kohler despreciaba. La semana pasada se había enfurecido tanto con un científico visitante que se puso en pie y arrojó un sujetapapeles a la cabeza del hombre.
En aquel momento, sin embargo, un dilema mucho más acu­ciante estaba socavando la preocupación de Sylvie por la salud de su jefe. La centralita del CERN había telefoneado cinco minutos antes para comunicar que había una llamada urgente para el director.
No sé dónde está —había dicho Sylvie.
Entonces, la operadora de la centralita del CERN le dijo quién llamaba.
Sylvie rió a carcajada limpia.
Estás de broma, ¿eh? —Escuchó, y su rostro se tiñó de incre­dulidad—. Y la identificación del que llama confirma... —Sylvie frunció el ceño—. Entiendo. De acuerdo. ¿Puedes preguntar cuál es el...? —Suspiró—. No. Está bien. Dile que espere. Localizaré al di­rector ahora mismo. Sí, lo comprendo. Me daré prisa.
Pero Sylvie no lo había podido encontrar. Había llamado tres veces a su móvil, y cada vez había recibido el mismo mensaje: «El nú­mero marcado no se encuentra disponible en este momento». Por lo tanto, Sylvie había llamado al beeper de Kohler. Dos veces. No hubo respuesta. No era propio de él. Era como si el hombre se hubiera es­fumado de la faz de la tierra.
¿Qué voy a hacer?, se preguntó ahora.
Como no fuera registrando todo el complejo del CERN, Sylvie sabía que sólo había otra manera de conseguir la atención del direc­tor. No le haría ninguna gracia, pero el hombre que esperaba al telé­fono no era alguien a quien se debiera hacer esperar. Tampoco daba la impresión de que el individuo en cuestión estuviera de humor para oír que el director no estaba disponible.
Sorprendida por su audacia, Sylvie tomó la decisión. Entró en el despacho de Kohler y se encaminó a la caja metálica que había en la pared, detrás del escritorio. Abrió la tapa, miró los controles y locali­zó el botón correcto.
Después respiró hondo y agarró el micrófono.

29

Vittoria no recordaba cómo habían llegado al ascensor principal, pero allí estaban. Subían. Kohler iba detrás de ella, y su respiración era trabajosa. La mirada preocupada de Langdon la atravesó como si ella fuera un fantasma. Le había arrebatado el fax de la mano para guardarlo en el bolsillo de la chaqueta, lejos de su vista, pero la ima­gen aún estaba grabada en su memoria.
Mientras el ascensor subía, el mundo de Vittoria daba vueltas en la oscuridad. Papà! Le buscó en su mente. Por un momento, en el oasis de su memoria, Vittoria se reunió con él. Tenía nueve años de edad, rodaba por las colinas cubiertas de edelweiss, y el cielo suizo gi­raba sobre su cabeza.
Papà! Papà!
Leonardo Vetra estaba riendo a su lado.
¿Qué pasa, ángel?
¡Papà! —rió ella, y se acurrucó contra él—. Pregúntame qué es la materia.
Pero pareces muy feliz, corazón. ¿Para qué voy a preguntarte qué es la materia?
Pregúntamelo.
El físico se encogió de hombros.
¿Qué es la materia?
Ella se puso a reír al instante.
¿Qué es la materia? ¡Todo es materia! ¡Las rocas! ¡Los árbo­les! ¡Los átomos! ¡Hasta los osos hormigueros! ¡Todo es materia!

Leonardo Vetra rió.
¿Te lo has inventado?
Lista, ¿eh?
Mi pequeña Einstein.
Ella frunció el ceño.
Tiene un pelo horrible. Vi su foto.
Pero tiene una cabeza inteligente. Ya te dije lo que demostró, ¿verdad?
Los ojos de la niña le miraron atemorizados.
¡No, papá! ¡Lo prometiste!
¡E = mc2 ! —Le hizo cosquillas—. ¡E = mc2 ! La energía es igual a la masa por la velocidad de la luz al cuadrado.
¡Mates no! ¡Te lo dije! ¡Las odio!
Me alegro de que las odies. Porque las chicas no deben estu­diar matemáticas.
Vittoria paró en seco.
¿No?
Pues claro que no. Todo el mundo lo sabe. Las niñas juegan con muñecas. Los chicos estudian matemáticas. Las matemáticas no son para las chicas. Ni siquiera me está permitido hablar de matemá­ticas con niñas pequeñas.
¡Pero eso no es justo!
Las normas son las normas. Nada de matemáticas para las ni­ñas pequeñas.
Vittoria estaba horrorizada.
¡Pero las muñecas son aburridas!
Lo siento —dijo su padre—. Podría hablarte de las matemáti­cas, pero si me pillan...
Paseó una mirada nerviosa a su alrededor.
Vittoria siguió su mirada.
De acuerdo —susurró—. Háblame en voz baja.
El movimiento del ascensor la sobresaltó. Vittoria abrió los ojos. Su padre ya no estaba.
La realidad hizo acto de presencia y la envolvió con su garra helada. Miró a Langdon. La preocupación de su mirada era como ternura de un ángel guardián, en especial comparada con la frialdad de Kohler.
Un único pensamiento empezó a acosar a Vittoria con fuerza inexorable.
¿Dónde está la antimateria?
En un instante obtendría la horripilante respuesta.

30

Maximilian Kohler, haga el favor de llamar a su oficina de inmediato.
Rayos de sol cegadores taladraron los ojos de Langdon cuando las puertas del ascensor se abrieron al atrio principal. Antes de que el eco de la voz estentórea se desvaneciera, todos los aparatos electróni­cos de la silla de Kohler empezaron a emitir pitidos y zumbidos al mismo tiempo. Su busca. Su teléfono. El programa de correo electró­nico de su ordenador se activó. Kohler contempló las luces parpade­antes con aparente perplejidad. El director había regresado a la su­perficie de la tierra, y volvía a estar localizable.
Director Kohler, haga el favor de llamar a su oficina.
El sonido de su nombre por la megafonía pareció sobresaltar a Kohler.
Alzó la vista con expresión irritada, que dio paso a otra de preo­cupación. Los ojos de Langdon se encontraron con los de él, y tam­bién con los de Vittoria. Los tres permanecieron inmóviles un mo­mento, como si la tensión surgida entre ellos se hubiera desvanecido y hubiera sido sustituida por una aprensión compartida.
Kohler sacó el móvil del apoyabrazos de la silla. Marcó una ex­tensión y reprimió otro acceso de tos. Vittoria y Langdon esperaron.
Soy el... director Kohler —dijo respirando con dificultad—. ¿Sí? Estaba en el subterráneo, sin cobertura. —Escuchó, y sus ojos grises parecieron salírsele de las órbitas—. ¿Quién? Sí, pásemelo. —Siguió una pausa—. ¿Hola? Soy Maximilian Kohler, director del CERN. ¿Con quién estoy hablando?

Vittoria y Langdon miraron en silencio mientras Kohler escu­chaba.
Sería una imprudencia hablar de esto por teléfono —dijo Kohler por fin—. Estaré allí de inmediato. —Tosió otra vez—. Vaya a buscarme... al aeropuerto Leonardo da Vinci. Cuarenta minutos. —Dio la impresión de que la respiración de Kohler era cada vez más dificultosa. Sufrió un acceso de tos, y apenas consiguió pronunciarlas palabras—. Localicen el contenedor cuanto antes... Ya voy.
Después cerró el teléfono.
Vittoria corrió al lado de Kohler, pero éste ya no podía hablar. Langdon vio que la joven sacaba su móvil y llamaba al hospital del CERN. Langdon se sentía como un barco que había escapado de una tormenta, zarandeado pero incólume.
Vaya a buscarme al aeropuerto Leonardo da Vinci. Las palabras de Kohler resonaron en su mente.
En un solo instante, las sombras inciertas que habían nublado la mente de Langdon toda la mañana tomaron cuerpo en una vivida imagen. Parado allí, en el remolino de la confusión, sintió que una puerta se abría dentro de él... como si se hubiera derrumbado un umbral mítico. El ambigrama. El científico/sacerdote asesinado, ha an­timateria. Y ahora... el objetivo. El aeropuerto Leonardo da Vinci sólo podía significar una cosa. En un momento de asombrosa lucidez, Langdon supo que acababa de cruzar una línea. Se había convertido en un creyente.
Cinco kilotones. Hágase la luz.
Dos paramédicos se materializaron junto a ellos. Se arrodillaron al lado de Kohler y le aplicaron una mascarilla de oxígeno. Los cien­tíficos del vestíbulo pararon y retrocedieron.
Kohler aspiró dos largas bocanadas, apartó la mascarilla y, toda­vía jadeante, miró a Vittoria y Langdon.
Roma.
¿Roma? —preguntó Vittoria—. ¿La antimateria está en Roma? ¿Quién ha llamado?
La cara de Kohler estaba torcida, y tenía húmedos sus ojos gri­ses.
La Guardia...
Se estranguló con las palabras, y los paramédicos le aplicaron de nuevo la mascarilla. Mientras hacían los preparativos para llevárselo, Kohler agarró el brazo de Langdon.
Langdon asintió. Lo sabía.
Vaya... —susurró Kohler bajo la mascarilla—. Vaya... Lláme­me...
Entonces, los paramédicos se lo llevaron.
Vittoria le siguió con la mirada, con los pies clavados en el suelo. Después, se volvió hacia Langdon.
¿Roma? Pero... ¿a qué se refería con eso de la guardia?
Langdon apoyó una mano en su hombro, y susurró apenas las palabras.
La Guardia Suiza —dijo—. Los centinelas de la Ciudad del Vaticano.

31

El avión espacial X-33 tomó altura y enfiló hacia el sur, en dirección a Roma. A bordo, Langdon permanecía en silencio. Los últimos quin­ce minutos habían transcurrido como una exhalación. Ahora que ha­bía terminado de informar a Vittoria sobre los Illuminati y su conspi­ración contra el Vaticano, empezaba a asimilar el alcance de la situación.
¿Qué estoy haciendo?, se preguntó Langdon. ¡Tendría que ha­berme ido a casa en cuanto tuve la primera oportunidad! En el fondo, no obstante, sabía que no había gozado de dicha oportunidad.
La sensatez de Langdon le había exigido a gritos que volviera a Boston. Sin embargo, su asombro como especialista en la materia ha­bía podido más que la prudencia. Todo cuanto había creído siempre sobre la desaparición de los Illuminati se le antojaba de repente un engaño monumental. Por una parte, necesitaba con urgencia prue­bas. Confirmación. También se trataba de una cuestión de concien­cia. Con Kohler enfermo y Vittoria abandonada a su suerte, Langdon sabía que, si sus conocimientos sobre los Illuminati podían ser de ayuda, tenía la obligación moral de actuar.
Pero había más. Si bien le avergonzaba admitirlo, el horror que experimentó al saber dónde se hallaba la antimateria no fue sólo por el peligro que corrían las vidas humanas del Vaticano, sino por otra cosa.
El arte.
La colección de arte más grande del mundo estaba sentada sobre una bomba de tiempo. Los Museos Vaticanos albergaban más de se­senta mil piezas de incalculable valor, distribuidas en mil cuatrocien­tas siete salas: Miguel Ángel, Da Vinci, Bernini, Botticelli. Langdon se preguntó si todas esas obras de arte podrían evacuarse en caso nece­sario. Sabía que era imposible. Muchas piezas eran esculturas que pe­saban toneladas. Por no hablar de los grandes tesoros arquitectóni­cos: la Capilla Sixtina, la basílica de San Pedro, la famosa escalera de caracol de Miguel Ángel que conducía a los Museos... Incontables testimonios del genio creativo del hombre. Langdon se preguntó cuánto tiempo faltaría para que el contenedor explotara.
Gracias por acompañarme —dijo Vittoria en voz baja.
Langdon despertó de su ensueño y alzó la vista. Vittoria estaba sentada al otro lado del pasillo. Ni la chillona luz fluorescente de la cabina podía impedir a Langdon ver que de Vittoria se desprendía una aureola de compostura, un resplandor de entereza casi magnéti­co. Su respiración parecía más profunda, como si el instinto de con­servación hubiera alumbrado en su interior... una sed de justicia y desquite, alimentada por el amor filial.
Vittoria no había tenido tiempo de cambiarse los shorts y el top, y tenía la carne de gallina, tal como delataba la piel de sus piernas bronceadas. Langdon se quitó la chaqueta y se la ofreció.
¿Caballerosidad norteamericana?
Aceptó la chaqueta, y dirigió una mirada de agradecimiento a Langdon.
El avión atravesó algunas turbulencias, y Langdon se sintió en peligro. La cabina sin ventanillas se le antojó excesivamente estrecha, y trató de imaginarse en un prado, al aire libre. La idea era irónica, pensó. Había estado en un prado cuando ocurrió. Oscuridad ago­biante. Alejó el recuerdo de su mente. Historia pasada.
Vittoria le estaba observando.
¿Cree en Dios, señor Langdon?
La pregunta le sorprendió. El tono serio de Vittoria era aún más desarmante que la propia pregunta. ¿Creo en Dios? Había confiado en una conversación más trivial durante el viaje.
Un enigma espiritual, pensó Langdon. Así me llaman mis amigos. Aunque había estudiado religión durante años, Langdon no era un
hombre religioso. Respetaba el poder de la fe, la benevolencia de las iglesias, la fuerza que la religión proporcionaba a tanta gente, y sin embargo, para él, la suspensión de la incredulidad intelectual, obliga­toria para los que deseaban «creer», siempre había constituido un obstáculo demasiado grande para su mente académica.
Quiero creer —se oyó decir.
La contestación de Vittoria no llevaba implícito ningún juicio o reto.
¿Y por qué no lo hace?
Langdon lanzó una risita.
Bien, no es tan fácil. Tener fe exige saltos de fe, aceptación ce­rebral de los milagros, como inmaculadas concepciones e interven­ciones divinas, por ejemplo. Además, existen los códigos de conduc­ta. La Biblia, el Corán, las escrituras budistas... Todos comportan exigencias similares y castigos similares. Afirman que, si no riges tu vida por un código específico, irás al infierno. No imagino a un dios capaz de gobernar de esa manera.
Espero que no permita a sus estudiantes esquivar preguntas con su misma desfachatez.
El comentario le pilló desprevenido.
¿Cómo?
Señor Langdon, no le he preguntado si cree lo que el hombre dice de Dios. Le he preguntado si creía en Dios. Existe una gran di­ferencia. Las Sagradas Escrituras son cuentos... Leyendas e historias de la lucha del hombre por comprender su necesidad de encontrar un significado. No le estoy pidiendo una crítica literaria. Le pregun­to si cree en Dios. Cuando se tumba bajo las estrellas, ¿siente la pre­sencia de la divinidad? ¿Siente en lo más profundo de su ser que está contemplando la obra de la mano de Dios?
Langdon pensó durante un largo momento.
Me estoy entrometiendo en su intimidad —se disculpó Vittoria.
No, es que...
En sus clases, hablará de temas relacionados con la fe.
Sin parar.
Y supongo que hará el papel de abogado del diablo. Siempre alimentando el debate.

Langdon sonrió.
Usted debe de ser profesora también.
No, pero aprendí de un profesor. Mi padre era capaz de defender que una cinta de Moebius tiene dos caras.
Langdon rió, mientras recreaba en su mente una cinta de Moe­bius: una tira de papel en forma de anillo retorcido, que desde un punto de vista técnico sólo posee una cara. Langdon había visto por primera vez la forma de una sola cara en las obras gráficas de M. C. Escher.
¿Puedo hacerle una pregunta, señorita Vetra?
Llámame Vittoria. Señorita Vetra me hace sentir vieja.
Langdon suspiró, consciente de pronto de su edad.
Me llamo Robert, Vittoria.
Ibas a preguntarme algo.
Sí. Como científica e hija de un sacerdote católico, ¿qué opi­nas de la religión?
Vittoria hizo una pausa, y se apartó un mechón de pelo de los ojos.
La religión es como un idioma o un vestido. Tendemos a re­gresar hacia las prácticas en que nos educamos. No obstante, al final, todos proclamamos lo mismo. La vida tiene sentido. Damos gracias al poder que nos creó.
Langdon se quedó intrigado.
¿Estás diciendo que ser cristiano o musulmán depende sólo del lugar en que naces?
¿No es evidente? Piensa en la distribución geográfica de las religiones en el mundo.
¿Así que la fe es algo fortuito?
No. La fe es universal. Nuestros métodos de comprensión son arbitrarios. Algunos rezamos a Jesús, otros van a La Meca, algunos estudiamos partículas subatómicas. Al final, todos estamos buscando la verdad, algo que nos sobrepasa.
Langdon deseó que sus estudiantes pudieran expresarse con tanta claridad. Vamos, ojalá él pudiera expresarse con tanta claridad.
¿Y Dios? —preguntó—. ¿Tú crees en Dios?
Vittoria guardó silencio un largo rato.

La ciencia me dice que Dios ha de existir. Mi mente me dice que nunca comprenderé a Dios. Y mi corazón me dice que es algo que me sobrepasa.
Menuda concisión, pensó Langdon.
O sea, crees que Dios existe, pero que nunca le comprende­rás.
La comprenderé —rectificó ella con una sonrisa—. Los po­bladores originarios de América del Norte tenían razón.
Langdon rió.
La Madre Tierra.
Gaea. El planeta es un organismo. Todos nosotros somos cé­lulas con propósitos diferentes. No obstante, estamos interrelaciona-dos. Nos servimos mutuamente. Servimos a la totalidad.
Al mirarla, Langdon sintió que algo se removía en su interior, algo que no experimentaba desde hacía mucho tiempo. Había una limpidez hechizante en sus ojos, una pureza melodiosa en su voz. Se sintió atraído.
Señor Langdon, permítame hacerle otra pregunta.
Robert —dijo.
Señor Langdon me hace sentir viejo. ¡Soy viejo!
Si no te importa que lo pregunte, Robert, ¿cómo se despertó tu interés por los Illuminati?
Langdon reflexionó.
Fue el dinero.
Vittoria pareció decepcionada.
¿Dinero? ¿Te pidieron asesoramiento?
Langdon rió, cuando se dio cuenta de lo mal que habría sonado.

No. Me refiero a la moneda de curso legal. —Hundió la mano en el bolsillo de los pantalones en busca de dinero. Encontró un bi­llete de un dólar—. Me fascinó el culto cuando descubrí que los bi­lletes norteamericanos están cubiertos de símbolos de los Illuminati.
Vittoria entornó los ojos, sin saber si debía tomarle en serio.
Langdon le tendió el billete.
Mira el dorso. ¿Ves el sello de la izquierda?
Vittoria dio la vuelta al billete de dólar.
¿Te refieres a la pirámide?
La pirámide. ¿Conoces la relación de las pirámides con la his­toria de Estados Unidos?
Vittoria se encogió de hombros.
Exacto —dijo Langdon—. Absolutamente ninguna.
Vittoria frunció el ceño.
¿Por qué es el símbolo central de vuestro sello?
Un fragmento de historia misterioso —dijo Langdon—. La pi­rámide es un símbolo ocultista que representa una convergencia ha­cia lo alto, hacia la fuente de Iluminación suprema. ¿Ves lo que hay encima?
Vittoria estudió el billete.
Un ojo dentro de un triángulo.
Se llama trinacria. ¿Has visto un ojo dentro de un triángulo en algún otro sitio?
Vittoria guardó silencio un momento.
Pues sí, pero ahora no estoy segura...
Aparece en los blasones de las logias masónicas de todo el mundo.
¿El símbolo es masónico?
No. Es de los Illuminati. Lo llamaban su «delta resplande­ciente». Una llamada al cambio ilustrado. El ojo significa la capaci­dad de los Illuminati de verlo todo. El triángulo resplandeciente re­presenta el esclarecimiento. El triángulo también representa la letra griega delta, que es el símbolo matemático de...
El cambio. La transición.
Langdon sonrió.
Olvidé que estaba hablando con una científica.
¿Estás diciendo que el sello de Estados Unidos es una llama­da al cambio ilustrado?
Algunos lo llamarían el Nuevo Orden Mundial.
Vittoria pareció sobresaltarse. Contempló el billete de nuevo.
La inscripción que hay debajo de la pirámide dice Novus... Ordo...
Novus Ordo Seclorum —dijo Langdon—. Significa Nuevo Or­den Seglar.
¿Seglar significa no eclesiástico?

No eclesiástico. No sólo deja claro el objetivo de los Illumina-ti, sino que contradice de forma flagrante la frase de al lado. «En Dios Confiamos».
La preocupación se reflejó en el rostro de Vittoria.
Pero ¿cómo pudo acabar esta simbología en los billetes más poderosos del mundo?
Casi todos los estudiosos creen que fue por la mediación del vicepresidente Henry Wallace. Era un masón de rango superior, y mantenía relaciones con los Illuminati. Tanto si era miembro como si había caído bajo su influencia sin ser consciente, fue Wallace quien propuso el diseño del sello al presidente.
¿Cómo? ¿Por qué accedió el presidente a...?
El presidente era Franklin D. Roosevelt. Wallace se limitó a decirle que Novus Ordo Seclorum era otra forma de llamar a su pro­grama social y económico, conocido también como Nuevo Trato.
Vittoria no parecía muy convencida.
¿Roosevelt no pidió a nadie que echara un vistazo al símbolo antes de que la Tesorería lo imprimera?
No hizo falta. Wallace y él eran como hermanos.
¿Hermanos?
Consulta tus libros de historia —dijo Langdon con una sonri­sa—. Franklin D. Roosevelt era masón, y no lo ocultaba.

32

Langdon contuvo el aliento cuando el X-33 empezó la maniobra de acercamiento al aeropuerto internacional Leonardo da Vinci de Roma. Vittoria estaba sentada frente a él, con los ojos cerrados, como si intentara controlar la situación mediante su fuerza de voluntad. El aparato tocó tierra y rodó por la pista hacia un hangar privado.
Siento que el vuelo haya tardado más de la cuenta —se discul­pó el piloto cuando salió de la cabina—. Tuve que reducir la veloci­dad. Legislación sobre ruidos al sobrevolar zonas urbanas.
Langdon consultó su reloj. Habían estado volando durante treinta y siete minutos.
El piloto abrió la puerta.
¿Alguien puede decirme qué está pasando?
Ni Vittoria ni Langdon contestaron.
Estupendo —dijo el piloto, y se estiró—. Estaré en la cabina con el aire acondicionado y mi música. Garth y yo mano a mano.
El sol del atardecer brillaba fuera del hangar. Langdon llevaba colga­da sobre el hombro su chaqueta de tweed. Vittoria alzó la cara hacia el cielo e inhaló una profunda bocanada de aire, como si los rayos del sol le transmitieran cierta energía mística reparadora.
Mediterráneos, pensó Langdon, que ya estaba sudando.
Un poco mayor para los dibujos animados, ¿no? —preguntó Vittoria, sin abrir los ojos.

¿Perdón?
Tu reloj. Lo vi en el avión.
Langdon se ruborizó un poco. Estaba acostumbrado a tener que defender su reloj. La edición de coleccionista de Mickey Mouse había sido un regalo de sus padres cuando era niño. Pese a la necedad de los brazos estirados de Mickey marcando la hora, era el único reloj que Langdon había utilizado en su vida. Impermeable y fluorescente, era perfecto para nadar o caminar de noche por senderos sin iluminar de la universidad. Cuando los estudiantes de Langdon cuestionaban su sentido de la moda, les decía que llevaba a Mickey para que le re­cordara cada día que debía permanecer joven de corazón.
Son las seis —dijo.
Vittoria asintió, con los ojos todavía cerrados.
Creo que ya vienen a buscarnos.
Langdon oyó un zumbido distante, alzó la vista y el corazón le dio un vuelco. Un helicóptero se acercaba desde el norte. Langdon había subido una vez en helicóptero, en el valle andino de Palpa, para ver los dibujos en la arena de Nazca, y no le había gustado. Una caja de zapatos voladora. Tras una mañana de vuelos en avión espacial, Langdon esperaba que el Vaticano enviaría un coche.
Por lo visto, no.
El helicóptero aminoró la velocidad, se mantuvo inmóvil unos instantes y descendió. El fuselaje estaba pintado de blanco y en los costados lucía el escudo del Vaticano: dos llaves entrecruzadas y co­locadas bajo la tiara papal. Conocía bien el sagrado símbolo de la «Santa Sede» de gobierno, el antiguo trono de san Pedro.
El Santo Helicóptero, gruñó Langdon, mientras el aparato aterri­zaba. Había olvidado que el Vaticano también era propietario de uno de esos juguetes, utilizado para transportar al Papa al aeropuerto cuando iba a recibir a alguien, o a su lugar de veraneo en Castel Gan-dolfo. Langdon hubiera preferido un coche.
El piloto saltó de la cabina y se acercó a ellos.
Ahora le tocó a Vittoria sentirse inquieta.
¿Ése es nuestro piloto?
Langdon compartió su preocupación.
Volar o no volar. Ésa es la cuestión.

Daba la impresión de que el piloto iba ataviado para un melo­drama shakespeariano. Su guerrera abultada era a rayas verticales azules y doradas. Llevaba pantalones y polainas a juego. Calzaba una especie de zapatillas negras. Se tocaba con una boina negra de fieltro.
El uniforme tradicional de la Guardia Suiza —explicó Lang-don—. Diseñado por el mismísimo Miguel Ángel. —Cuando el hom­bre se acercó más, Langdon pestañeó—. Admito que no fue uno de los mejores logros de Miguel Ángel.
Pese al atuendo extravagante del hombre, Langdon se dio cuenta de que el piloto era un profesional. Se movía con la rigidez y la dignidad de un marine norteamericano. Langdon había leído mucho acerca de las rigurosas condiciones exigidas para convertir­se en miembro de la Guardia Suiza. Reclutados en los cuatro can­tones católicos de Suiza, los aspirantes tenían que ser varones de dicha nacionalidad. Los restantes requisitos eran: tener entre dieci­nueve y treinta años de edad, medir como mínimo metro sesenta y cinco, haber cumplido su servicio militar en el ejército suizo, y ser solteros. Este cuerpo imperial era envidiado por muchos gobier­nos, pues se consideraba la fuerza de seguridad más leal y mortífe­ra del mundo.
¿Vienen del CERN? —les preguntó el guardia con voz seca.
Sí, señor —contestó Langdon.
Han cubierto el trayecto en un tiempo notable —comentó, mientras dirigía una mirada fascinada al X-33. Se volvió hacia Vitto-ria—. ¿No trae otra ropa, señora?
¿Perdón?
El hombre señaló sus piernas.
Los pantalones cortos no están permitidos dentro de la Ciu­dad del Vaticano.
Langdon miró las piernas de Vittoria y frunció el ceño. Se había olvidado. El Vaticano prohibía mostrar las piernas por encima de la rodilla, tanto masculinas como femeninas. La norma era una manera de mostrar respeto por la santidad de la ciudad de Dios.
Es todo cuanto tengo —dijo Vittoria—. Vinimos a toda prisa.
El guardia asintió, muy disgustado. Se volvió hacia Langdon.
¿Porta armas?

¿Armas?, se preguntó Langdon. ¡Ni siquiera traigo una muda de ropa interior! Negó con la cabeza.
El guardia se acuclilló a los pies de Langdon y empezó a palpar­le, empezando por los calcetines. Un tipo confiado, pensó Langdon. Las fuertes manos del hombre subieron por sus piernas, y se acerca­ron de forma desagradable a sus ingles. Por fin, ascendieron hasta su pecho y hombros. Satisfecho al parecer, el guardia se volvió hacia Vit-toria. Recorrió con los ojos sus piernas y torso.
Ella le traspasó con la mirada.
Ni se le ocurra.
El guardia dirigió una mirada a Vittoria que pretendía ser inti-midatoria. La joven no se inmutó.
¿Qué es eso? —preguntó el guardia, y señaló un bulto cua­drado que se marcaba en el bolsillo delantero de sus pantalones.
Vittoria extrajo un móvil ultrafino. El guardia lo tomó, lo conec­tó, esperó a que diera señal de marcar, y después, al parecer satisfe­cho de que no fuera nada más que un teléfono, se lo devolvió. Vitto­ria lo guardó en el bolsillo.
Dése la vuelta, por favor —pidió el guardia.
Vittoria obedeció, extendió los brazos y dio un giro de trescien­tos sesenta grados.
El guardia la examinó con detenimiento. Langdon ya había de­cidido que los shorts y la blusa de Vittoria sólo abultaban donde debían. Por lo visto, el guardia llegó a la misma conclusión.
Gracias. Síganme, por favor.
Vittoria fue la primera en subir, como una profesional avezada, y apenas se agachó cuando pasó debajo de las aspas del helicóptero. Langdon se rezagó un momento.
¿No sería posible ir en coche? —gritó medio en broma al guardia, que estaba subiendo al asiento del piloto.
El hombre no contestó.
Langdon sabía que, teniendo en cuenta lo mal que se conducía en Roma, tal vez sería más seguro volar. Respiró hondo y subió, pero él sí se agachó con mucha cautela al pasar debajo de las aspas.

¿Han localizado el contenedor? —gritó Vittoria cuando el guardia encendió los motores.
El guardia se volvió, confuso.
¿El qué?
El contenedor. ¿No han llamado al CERN por un contene­dor?
El hombre se encogió de hombros.
No tengo ni idea de qué está hablando. Hoy hemos estado muy ocupados. Mi comandante me dijo que los recogiera. Eso es lo único que sé.
Vittoria dirigió a Langdon una mirada inquieta.
Abróchense los cinturones, por favor —dijo el piloto, mien­tras los motores aceleraban.
Langdon obedeció. Tuvo la impresión de que el diminuto fuse­laje se empequeñecía aún más a su alrededor. Después, con un es­truendo, el aparato se elevó y se dirigió hacia Roma.
Roma... la caput mundi, donde César había gobernado en otra época, donde san Pedro había sido crucificado. La cuna de la civili­zación moderna. Y en su corazón... una bomba de tiempo.

33

Desde el aire, Roma, la Ciudad Eterna, es un laberinto indescifrable de antiguas calzadas que serpentean alrededor de edificios, fuentes y ruinas.
El helicóptero del Vaticano volaba bajo en dirección noroeste, atravesando la capa permanente de niebla vomitada por el tráfico ur­bano. Langdon vio ciclomotores, autobuses turísticos y ejércitos de coches en miniatura que se movían en todas direcciones. Koyaanis-qatsi, pensó, al recordar la palabra que utilizaban los indios hopis para designar la «vida desequilibrada».
Vittoria iba sentada en silencio a su lado.
El helicóptero se inclinó de manera pronunciada.
Con el estómago revuelto, Langdon clavó la vista en la lejanía. Sus ojos descubrieron las ruinas del Coliseo. Langdon siempre ha­bía pensado que se trataba de una de las mayores ironías de la his­toria. Ahora era un símbolo dignificado del nacimiento de la cultu­ra y la civilización humanas, pero había sido construido para albergar siglos de acontecimientos bárbaros: leones hambrientos despedazando prisioneros, ejércitos de esclavos luchando hasta la muerte, violaciones en masa de mujeres exóticas capturadas en tie­rras lejanas, así como decapitaciones y castraciones públicas. Era irónico, pensó Langdon, o tal vez adecuado, que el Coliseo hubiera servido como modelo arquitectónico para el Soldier Field, el esta­dio de fútbol americano de Harvard donde cada otoño se reprodu­cían antiguas tradiciones salvajes, cuando fanáticos enloquecidos pedían a gritos que se derramara sangre, con ocasión del partido de Harvard contra Yale.
Mientras el helicóptero continuaba hacia el norte, Langdon exa­minó el Foro Romano, el corazón de la Roma precristiana. Las co­lumnas deterioradas parecían losas caídas en un cementerio que, de alguna manera, había evitado ser engullido por la metrópolis que lo rodeaba
Hacia el oeste, la amplia cuenca del río Tíber dibujaba enormes arcos a través de la ciudad. Incluso desde el aire, Langdon vio que las aguas eran profundas. Las corrientes bravias eran de color marrón, henchidas de cieno y espuma como consecuencia de las lluvias to­rrenciales.
Ahí delante —dijo el piloto, al tiempo que el aparato cobraba
altitud
Langdon y Vittoria miraron y la vieron. Como una montaña que hendiera la niebla matutina, la cúpula colosal surgía de la bruma ante ellos: la basílica de San Pedro.
Eso sí que Miguel Ángel lo hizo bien —comentó Langdon a Vittoria.
Langdon nunca había visto San Pedro desde el aire. La fachada de mármol brillaba como fuego bajo el sol de la tarde. El gigantesco edificio, adornado con ciento cuarenta estatuas de santos, mártires y ángeles, ocupaba la superficie de dos campos de fútbol de ancho y seis de largo. El cavernoso interior de la basílica podía acoger a se­senta mil fieles, unas cien veces la población del Vaticano, el país más pequeño del mundo.
Por increíble que pareciera, ni siquiera una ciudadela de tamaña magnitud podía empequeñecer la plaza que se abría ante ella. La pla­za de San Pedro, una inmensa extensión de granito, constituía un ex­traordinario espacio abierto en la congestión de Roma, como un Cen­tral Park de estilo clásico. Delante de la basílica, bordeando el enorme terreno ovalado, doscientas ochenta y cuatro columnas se proyectaban hacia fuera en cuatro arcos concéntricos que iban dismi­nuyendo de tamaño, un trompe-l'oeil arquitectónico utilizado para in­tensificar la sensación de grandeza de la plaza.
Mientras contemplaba el magnífico templo, Langdon se pregun-
tó qué pensaría San Pedro si volviera ahora. El santo había padecido una muerte espantosa, crucificado cabeza abajo en este mismo lugar. Ahora descansaba en la más sagrada de las tumbas, enterrado a cinco pisos de profundidad, justo bajo la cúpula central de la basílica.
Ciudad del Vaticano —anunció el piloto, en un tono que no auguraba la menor bienvenida.
Langdon miró los altos bastiones pétreos que se alzaban delante, fortificaciones impenetrables que rodeaban el complejo, una extraña defensa terrenal para un mundo espiritual de secretos, poder y mis­terio.
¡Mira! —dijo de repente Vittoria, al tiempo que asía el brazo de Langdon. Indicó frenéticamente la plaza de San Pedro. Él acercó la cara a la ventanilla y miró.
Allí —dijo ella, y señaló.
Langdon miró. La parte posterior de la plaza parecía un aparca­miento, ocupado por una docena de camiones con remolque. Enor­mes antenas parabólicas apuntaban al cielo desde el techo de cada ca­mión. Las antenas llevaban grabados nombres familiares:
TELEVISIÓN EUROPEA
VIDEO ITALIA
BBC
UNITED PSESS INTERNATIONAL
Langdon se sintió confuso de repente, y se preguntó si la noticia de la antimateria ya se había filtrado.
Vittoria se puso tensa de repente.
¿Para qué ha venido la prensa? ¿Qué pasa?
El piloto se volvió y la miró de una forma extraña.
¿Qué pasa? ¿Es que no lo sabe?
No —replicó ella, con voz enérgica y ronca.
Il Conclave —dijo el hombre—. Se van a encerrar dentro de una hora. El mundo entero está pendiente.

Il Conclave.
La palabra resonó un largo momento en los oídos de Langdon, antes de que se le hiciera un nudo en la boca del estómago. Il Concla­ve. El Cónclave del Vaticano. ¿Cómo podía haberlo olvidado? Había sido noticia en fecha reciente.
Quince días antes, el Papa, después de un reinado tremenda­mente popular de doce años, había fallecido. Todos los periódicos del mundo habían publicado la noticia del ataque fatal sufrido por el Papa mientras dormía, una muerte repentina e inesperada, que mu­chos tildaban de sospechosa entre susurros. Pero ahora, siguiendo la sagrada tradición, quince días después de la muerte de un Papa, el Vaticano celebraba Il Conclave, la ceremonia sagrada en la que ciento sesenta y cinco cardenales de todo el mundo (los hombres más pode­rosos de la Cristiandad) se reunían en el Vaticano para elegir al nue­vo Papa.
Todos los cardenales de la tierra se hallan reunidos hoy aquí, pen­só Langdon, mientras el helicóptero pasaba sobre la basílica de San Pedro. El extenso mundo interior de la Ciudad del Vaticano se des­plegó bajo él. Toda la estructura de poder de la Iglesia Católica Roma­na está sentada sobre una bomba de tiempo.

34

El cardenal Mortati alzó la vista hacia el magnífico techo de la Capi­lla Sixtina y trató de encontrar un momento para reflexionar con tranquilidad. Las voces de los cardenales llegados de todas partes del globo resonaban en las paredes pintadas con frescos. Los hombres se amontonaban en el tabernáculo iluminado, susurraban y se consulta­ban mutuamente en numerosos idiomas, aunque las lenguas univer­sales eran inglés, italiano y español.
Por lo general, la luz de la capilla era sublime, largos rayos de sol filtrado que cortaban la oscuridad como rayos celestiales... pero hoy no. Como la ocasión lo requería, cortinas de terciopelo negro colga­ban de todas las ventanas de la capilla. Esto aseguraba que nadie po­día enviar señales ni comunicarse con el mundo exterior. El resultado era una profunda oscuridad, paliada tan sólo por velas, un resplandor trémulo que parecía purificar a todos a quienes tocaba, dotándoles de un aspecto fantasmal.
Qué privilegio, pensó Mortati, ser yo quien dirija este santo acon­tecimiento. Los cardenales que superaban los ochenta años de edad eran demasiado viejos para ser elegibles y no asistían al cónclave, pero Mortati, con setenta y nueve años, era el cardenal de mayor edad, y había sido nombrado para dirigir la elección papal.
Según la tradición, los cardenales se reunían aquí dos horas antes del cónclave para departir con sus amigos e intercambiar opiniones de última hora. A las siete de la tarde llegaría el camarlengo del finado Papa, pronunciaría la oración de apertura y se marcharía. Entonces, la Guardia Suiza sellaría las puertas. Sería en ese momento cuando daría inicio el ritual político más antiguo y secreto del mundo. Los cardena­les no obtendrían la libertad hasta decidir quién de entre ellos sería el nuevo Papa.
Cónclave. Hasta el nombre era misterioso. «Con clave» significa­ba literalmente «encerrado con llave». No se permitía a los cardena­les ponerse en contacto con nadie del mundo exterior. Ni llamadas telefónicas. Ni mensajes. Ni susurros a través de puertas. El cónclave era un vacío, en el que nada procedente del mundo exterior podía in­fluir. Esto aseguraba que los cardenales tenían Solum Deum prae ocu-lis, sólo a Dios delante de los ojos.
En la plaza, los periodistas observaban y esperaban, especulaban con cuál de los cardenales se convertiría en el gobernante de mil mi­llones de católicos repartidos por todo el mundo. Los cónclaves crea­ban una atmósfera intensa, cargada de significado político, y la muer­te se había cebado en ellos a lo largo de los siglos: envenenamientos, peleas a puñetazos, incluso asesinatos se habían producido entre las paredes sagradas. Historia antigua, pensó Mortati. El cónclave de esta noche será unitario, dichoso y, sobre todo, breve.
O eso pensaba él, al menos.
Ahora, sin embargo, había surgido una situación inesperada. Cuatro cardenales se hallaban ausentes de la capilla. Mortati sabía que todas las salidas del Vaticano estaban vigiladas, y los cardenales desaparecidos no podrían ir demasiado lejos, pero aun así, a menos de una hora de la oración de apertura, se sentía desconcertado. Al fin y al cabo, los cuatro hombres desaparecidos no eran cardenales co­rrientes. Eran los cardenales.
Los cuatro candidatos.
Como supervisor del cónclave, Mortati ya había avisado a la Guardia Suiza, siguiendo los canales reglamentarios, de la ausencia de los cardenales. Aún no había recibido noticias. Otros cardenales habían reparado también en aquella ausencia desconcertante. Los su­surros angustiados ya habían empezado. ¡De entre todos los cardena­les, éstos tenían que ser los más puntuales! El cardenal Mortati em­pezaba a temer que, pese a todo, la noche iba a prolongarse.
No tenía ni idea de cuánto.

35

Por razones de seguridad y de control de ruidos, el helipuerto del Va­ticano se halla emplazado en la punta noroeste de Ciudad del Vatica­no, lo más lejos posible de la basílica de San Pedro.
Tierra firme —anunció el piloto cuando aterrizaron. Abrió la puerta para que Langdon y Vittoria descendieran.
Langdon bajó y se volvió para ayudar a Vittoria, pero ella ya ha­bía saltado al suelo sin el menor esfuerzo. Todos los músculos de su cuerpo parecían concertados para lograr un único objetivo: encon­trar la antimateria antes de que dejara un legado horrible.
Tras cubrir el parabrisas del morro del helicóptero con una lona re­flectante, el piloto los guió hasta un carrito de golf eléctrico de tamaño mayor del habitual, que los aguardaba a pocos pasos de donde habían aterrizado. El carrito los condujo silenciosamente a lo largo de un ba­luarte de cemento de quince metros de altura, lo bastante grueso para rechazar incluso ataques de carros blindados, y que constituía la fronte­ra occidental del diminuto Estado. Al otro lado del muro, apostados a intervalos de cincuenta metros, los Guardias Suizos estaban en posición de firmes, vigilando el terreno. El carrito giró a la derecha por la Via dell' Osservatorio. Había letreros que señalaban en todas direcciones:
PALAZZO DEL GOVERNATORATO COLLEGIO ETIOPICO BASILICA DI SAN PIETRO CAPPELLA SISTINA

Aceleraron por la calzada y dejaron atrás un edificio cuadrado con el letrero RADIO VATICANA. Langdon comprendió con asombro que era el centro de emisión de los programas de radio más escucha­dos del mundo, que propagaban la palabra de Dios a millones de oyentes en todo el globo.
Attenzione —dijo el piloto cuando giró por una glorieta.
Mientras el carrito daba la vuelta, Langdon apenas pudo creer lo que veían sus ojos. Giardini Vaticani, pensó. El corazón de la Ciudad del Vaticano. Delante se alzaba la parte posterior de la basílica de San Pedro, algo que casi nadie veía nunca. A la derecha se cernía el Pala­cio del Tribunal, la lujosa residencia papal a la que tan sólo hacía competencia Versalles en su ornamentación barroca. Habían dejado a sus espaldas el edificio del Governatorato, de aspecto severo, el cual alojaba la administración del Vaticano. Y enfrente, a la izquierda, el enorme edificio rectangular de los Museos Vaticanos. Langdon sabía que no habría tiempo para visitar museos en este viaje.
¿Dónde está todo el mundo? —preguntó Vittoria, mientras inspeccionaba los jardines y senderos desiertos.
El guardia consultó su cronógrafo negro, de estilo militar, un ex­traño anacronismo bajo su manga ancha.
Las cardenales están reunidos en la Capilla Sixtina. El cóncla­ve empieza dentro de menos de una hora.
Langdon asintió, y recordó vagamente que antes del cónclave los cardenales pasaban dos horas en la Capilla Sixtina, para reflexionar y saludar a sus colegas de todo el globo. Era un lapso de tiempo desti­nado a renovar viejas amistades entre los cardenales y facilitar un pro­ceso de elección menos acalorado.
¿Y el resto de residentes y personal?
Tienen prohibida la entrada en la ciudad, en aras del secretismo y la seguridad hasta la conclusión del cónclave.
¿Y cuándo concluirá?
El guardia se encogió de hombros.
Sólo Dios lo sabe.
Las palabras parecieron extrañamente literales.

Después de aparcar el carrito en el amplio jardín que había detrás de la basílica de San Pedro, el guardia acompañó a Langdon y Vittoria hasta una plaza de mármol situada a un lado de la basílica. Cruzaron la plaza y se acercaron a la pared posterior de la basílica, luego atra­vesaron un patio triangular, la Via Belvedere, y entraron en una serie de edificios muy pegados entre sí. La historia del arte le había ense­ñado lo suficiente a Langdon para reconocer los letreros de la Im­prenta del Vaticano, el Laboratorio de Restauración de Tapices, la oficina de correos y la iglesia de Santa Ana. Cruzaron otra plaza pe­queña y llegaron a su destino.
Las dependencias de la Guardia Suiza se encuentran situadas junto al Corpo di Vigilanza, al noreste de la basílica de San Pedro. La oficina es un edificio cuadrado de piedra. A cada lado de la entrada, como dos estatuas de piedra, se erguían un par de guardias.
Langdon tuvo que admitir que estos guardias no parecían tan cómicos. Si bien exhibían también el uniforme dorado y azul, cada uno portaba la tradicional alabarda vaticana (una lanza de dos metros y medio con una guadaña afilada como una navaja), con la cual se ru­moreaba que habían decapitado a incontables musulmanes cuando defendían a los cruzados cristianos en el siglo XV.
Cuando Langdon y Vittoria se acercaron, los dos guardias avan­zaron, cruzaron las alabardas y les impidieron la entrada. Uno de ellos miró al piloto, confuso.
I pantaloni—dijo, y señaló los shorts de Vittoria.
El piloto desechó su protesta con un ademán.
Il comandante vuole vederli subito.
Los guardias fruncieron el ceño. Se apartaron a regañadientes.
Dentro hacía frío. No se parecía en nada a las oficinas administrativas que Langdon había imaginado. Los pasillos, adornados y amuebla­dos con gusto impecable, contenían cuadros que, en opinión de Langdon, cualquier museo del mundo habría acogido con alegría en su galería principal.
El piloto señaló una escalera empinada.
Bajen, por favor.
Langdon y Vittoria siguieron los escalones de mármol, mientras descendían entre esculturas de hombres desnudos. Las partes nobles de las estatuas estaban cubiertas con una hoja de higuera de un color más claro que el resto del cuerpo.
La Gran Castración, pensó Langdon.
Era una de las tragedias más horripilantes del arte renacentista. En 1857, Pío IX decidió que la representación de los atributos varo­niles podía incitar a la lujuria en el interior del Vaticano. En conse­cuencia, agarró un escoplo y un mazo, y cortó los genitales de todas las estatuas masculinas del Vaticano. Mutiló obras de Miguel Ángel, Bramante y Bernini. Se utilizaron hojas de higuera de yeso para ocul­tar los daños. Cientos de esculturas fueron castradas. Langdon se preguntaba a menudo si habría una inmensa caja de penes de piedra en algún sitio.
Aquí —anunció el guardia.
Llegaron al pie de la escalera y vieron una pesada puerta de ace­ro. El guardia tecleó un código de entrada y la puerta se deslizó a un lado. Langdon y Vittoria entraron.
Al otro lado del umbral se encontraron con una confusión abso­luta.

36

La sala de operaciones de la caserna de la Guardia Suiza.
Langdon se quedó petrificado, mientras examinaba la colisión de siglos que tenía ante sí. La sala de mando era una biblioteca rena­centista ricamente adornada, con estanterías taraceadas, alfombras orientales y tapices impresionantes por su belleza; pero, no obstante, abundaban los aparatos de alta tecnología: hileras de ordenadores, faxes, mapas electrónicos del complejo vaticano y televisores sintoni­zados con la CNN. Hombres con uniformes coloridos tecleaban fu­riosamente en sus ordenadores y escuchaban concentrados con auri­culares futuristas.
Esperen aquí —ordenó el guardia.
Langdon y Vittoria aguardaron, mientras el guardia cruzaba la sala en dirección a un hombre muy alto y nervudo, con uniforme mili­tar azul oscuro. Estaba hablando por un móvil, tan tieso que casi se do­blaba hacia atrás. El guardia le dijo algo, y el hombre lanzó una mirada a Langdon y Vittoria. Asintió, les dio la espalda y continuó hablando.
El guardia regresó.
El comandante Olivetti se reunirá con ustedes enseguida.
Gracias.
El guardia salió y subió por la escalera.
Langdon estudió al comandante Olivetti desde el otro lado de la sala, y cayó en la cuenta de que era el comandante en jefe de las fuer­zas armadas de todo un país. Vittoria y Langdon esperaron y obser­varon. Los guardias iban gritando órdenes en italiano.

Continua a cercare! —chilló uno en un teléfono.
Hai guardato nel museo? —preguntó otro.
Langdon no necesitaba hablar italiano con fluidez para darse cuenta de que el centro de seguridad estaba enfrascado en una inten­sa investigación. Esto era una buena noticia. La mala era que, eviden­temente, aún no habían encontrado la antimateria.
¿Estás bien? —preguntó Langdon a Vittoria.
La muchacha se encogió de hombros, y le ofreció una sonrisa cansada.
Cuando el comandante terminó de hablar por teléfono y se acer­có a ellos, dio la impresión de que crecía a cada paso. Langdon era alto, y no estaba acostumbrado a levantar la vista para hablar con al­guien, pero el comandante Olivetti lo exigía. Langdon intuyó de in­mediato que el comandante era un hombre que había capeado tem­porales, de rostro saludable y acerado. Llevaba el pelo negro cortado al estilo militar, y en sus ojos ardía una determinación inflexible que sólo se conseguía con años de intenso entrenamiento. Se movía con rígida exactitud, y el auricular que llevaba escondido detrás de la ore­ja le prestaba el aspecto de un miembro del Servicio Secreto nortea­mericano, antes que el de un Guardia Suizo.
El comandante se dirigió a ellos en inglés con fuerte acento. Ha­bló con una voz sorprendentemente baja para un hombre tan alto, ape­nas un susurro, pero que comunicaba una eficiencia militar absoluta.
Buenas tardes —dijo—. Soy el comandante Olivetti, Coman­dante Principale de la Guardia Suiza. Soy quien llamó a su director.
Vittoria alzó la vista.
Gracias por recibirnos, señor.
El comandante no contestó. Les indicó con un ademán que le si­guieran y los guió entre la maraña de aparatos electrónicos hasta una puerta situada en un costado de la sala.
Entren —dijo, al tiempo que abría la puerta.
Langdon y Vittoria obedecieron y se encontraron en una sala de control a oscuras. Una batería de monitores de vídeo adosados a una pared estaba transmitiendo una serie de imágenes en blanco y negro del complejo. Un joven guardia estaba sentado, y contemplaba las imágenes con gran atención.
Fuori —dijo Olivetti.
El guardia se levantó y salió.
Olivetti se acercó a una pantalla y la señaló. Después se volvió hacia sus invitados.
Esta imagen es de una cámara remota, oculta en algún rincón del Vaticano. Quiero una explicación.
Langdon y Vittoria miraron la pantalla y contuvieron el aliento al mismo tiempo. La imagen no dejaba lugar a engaño. No cabía la me­nor duda. Era el contenedor de antimateria del CERN. Dentro, una gota trémula de líquido metálico estaba suspendida ominosamente en el centro del contenedor, iluminada por el parpadeo rítmico del reloj digital. La zona que rodeaba el contenedor estaba casi por com­pleto a oscuras, como si la antimateria estuviera en un armario o una habitación a oscuras. En lo alto del monitor destellaba un texto su­perpuesto: TRANSMISIÓN EN DIRECTO. CÁMARA 86.
Vittoria consultó el tiempo restante en el indicador destellante del contenedor.
Menos de seis horas —susurró a Langdon con el rostro tenso.
Él echó un vistazo a su reloj.
Tenemos hasta...
Calló, con un nudo en el estómago.
Medianoche —dijo Vittoria con una mirada de agotamiento.
Medianoche, pensó Langdon. Propensión al dramatismo. Por lo visto, la persona que había robado el contenedor anoche había calcu­lado el tiempo a la perfección. Experimentó una oleada de aprensión cuando se dio cuenta de que se encontraba en la zona cero.
El susurro de Olivetti sonó más como un siseo.
¿Pertenece este objeto a sus instalaciones?
Vittoria asintió.
Sí, señor. Nos lo robaron. Contiene una sustancia extremada­mente combustible llamada antimateria.
Olivetti no pareció impresionado.
Estoy muy familiarizado con las sustancias incendiarias, seño­rita Vetra. No he oído hablar de la antimateria.
Es una tecnología nueva. Hemos de localizarla de inmediato o evacuar la Ciudad del Vaticano.

Olivetti cerró los ojos poco a poco y volvió a abrirlos, como si enfocarlos de nuevo en Vittoria pudiera cambiar lo que acababa de escuchar.
¿Evacuar? ¿Es consciente de lo que está pasando aquí esta no­che?
Sí, señor. Y las vidas de sus cardenales están en peligro. Nos quedan unas seis horas. ¿Han hecho algún avance en la localización del contenedor?
Olivetti meneó la cabeza.
Aún no hemos empezado a buscarlo.
Vittoria casi se atragantó.
¿Cómo? Pero hemos oído que sus guardias hablaban de la búsqueda de...
Buscar, sí —dijo Olivetti—, pero no se trata de su contenedor. Mis hombres están buscando algo que no les concierne a ustedes.
La voz de Vittoria se quebró.
¿Ni siquiera han empezado a buscar el contenedor?
Dio la impresión de que las pupilas de Olivetti se hundían en las órbitas de sus ojos. Tenía la mirada desapasionada de un insecto.
Señorita Vetra, ¿verdad? Deje que le explique algo. El direc­tor de su instalación se negó a revelarme detalles por teléfono sobre este objeto, excepto para decirme que era preciso encontrarlo de in­mediato. Estamos muy ocupados, y no puedo concederme el lujo de dedicar hombres a esta búsqueda hasta que no cuente con más datos.
En este momento, sólo hay un dato relevante, señor —dijo Vittoria—, que dentro de seis horas ese aparato va a desintegrar todo este complejo.
Olivetti permaneció inmóvil.
Señorita Vetra, ha de saber algo. —Su tono era casi paterna­lista—. Pese a la arcaica apariencia de la Ciudad del Vaticano, todas las entradas, tanto públicas como privadas, están equipadas con los aparatos de detección más avanzados que el hombre conoce. Si al­guien intentara entrar con algún tipo de ingenio incendiario, sería de­tectado de inmediato. Tenemos escáneres isotópicos radiactivos, fil­tros olfatorios diseñados por la DEA norteamericana para detectar las rúbricas químicas más tenues de combustibles y toxinas. También utilizamos los detectores de metales y los escáneres de rayos más avanzados.
Muy impresionante —dijo Vittoria en el mismo tono frío de Olivetti—. Por desgracia, la antimateria no es radiactiva, su rúbrica química corresponde al hidrógeno puro y el contenedor es de plásti­co. Ninguno de esos aparatos lo detectaría.
Pero el aparato posee una fuente de energía —objetó Olivetti, señalando la pantalla parpadeante—. Hasta el rastro más tenue de ní­quel o cadmio sería registrado como...
Las baterías también son de plástico.
La paciencia de Olivetti empezaba a agotarse.
¿Baterías de plástico?
Un electrolito de gel de polímero con Teflón.
Olivetti se inclinó hacia ella, como para acentuar la ventaja de su estatura.
Signorina, el Vaticano es el objetivo de docenas de amenazas de bomba al mes. Yo en persona entreno a todos los Guardias Suizos en la tecnología de los explosivos modernos. Soy muy consciente de que no existe sustancia en la tierra lo bastante poderosa para provo­car el efecto que usted está describiendo, a menos que esté hablando de una cabeza nuclear con un núcleo de combustible del tamaño de una pelota de tenis.
Vittoria le dirigió una mirada intensa.
Aún quedan por desvelar muchos misterios de la naturaleza.
Olivetti se acercó aún más.
¿Quiere explicarme con exactitud quién es usted? ¿Cuál es su cargo en el CERN?
Soy miembro de alto rango del personal de investigación, y enlace con el Vaticano en esta crisis.
Perdone mi grosería, pero si esto es una crisis, ¿por qué estoy hablando con usted y no con su director? Además, es una falta de respeto entrar en la Ciudad del Vaticano con pantalones cortos.
Langdon gruñó. No podía creer que, teniendo en cuenta las cir­cunstancias, el hombre insistiera en las normas referentes a la indu­mentaria. Comprendió que si penes de piedra podían despertar pen­samientos lujuriosos en los residentes del Vaticano, Vittoria Vetra en
shorts era sin lugar a dudas una amenaza para la seguridad nacional.
Comandante Olivetti —intervino Langdon, intentando desac­tivar lo que consideraba una segunda bomba—, me llamo Robert Langdon. Soy profesor de simbología religiosa en Estados Unidos y no tengo nada que ver con el CERN. He visto una demostración de los efectos de la antimateria y refrendo la afirmación de la señorita Vetra de que es una sustancia muy peligrosa. Tenemos razones para creer que fue colocada en el interior del Vaticano por una secta anti­rreligiosa, con la esperanza de interrumpir el cónclave.
Olivetti se volvió y miró a Langdon.
Tengo una mujer en shorts diciéndome que una gota de líqui­do va a volar el Vaticano, y tengo a un profesor norteamericano di­ciéndome que somos el objetivo de una secta antirreligiosa. ¿Qué es­peran que haga?
Encontrar el contenedor —dijo Vittoria—. Ahora mismo.
Imposible. Ese artefacto podría estar en cualquier sitio. La Ciudad del Vaticano es enorme.
¿Sus cámaras no llevan localizadores GPS?
No suelen robarlas. Esta cámara desaparecida tardará días en ser localizada.
No nos quedan días —insistió Vittoria—. Nos quedan seis ho­ras.
¿Seis horas hasta qué, señorita Vetra? —Olivetti alzó la voz de repente. Señaló la imagen de la pantalla—. ¿Hasta que termine esa cuenta atrás? ¿Hasta que la Ciudad del Vaticano desaparezca? Créa­me, no me hace gracia la gente que toquetea mi sistema de seguridad. Ni me gustan los artefactos mecánicos que aparecen como por arte de magia dentro del Vaticano. Estoy preocupado. Mi trabajo es estar preocupado. Pero lo que me han dicho es inaceptable.
Langdon habló antes de poder reprimirse.
¿Ha oído hablar de los Illuminati?
El exterior gélido del comandante se cuarteó. Puso los ojos en blanco, como un escualo a punto de atacar.
Le advierto que no tengo tiempo para esto.
Así que ha oído hablar de los Illuminati, ¿no?
Los ojos de Olivetti eran como bayonetas.
He jurado defender la Iglesia católica. Claro que he oído ha­blar de los Illuminati. Hace décadas que desaparecieron.
Langdon hundió la mano en el bolsillo y sacó el fax con la ima­gen del cuerpo marcado a fuego de Leonardo Vetra. Lo entregó a Olivetti.
Soy un especialista en los Illuminati —dijo Langdon, mientras Olivetti estudiaba la foto—. Me cuesta aceptar que sigan en activo, pero la aparición de esta marca, combinada con el hecho de que los Illuminati sellaron un pacto bien conocido contra el Vaticano, me ha hecho cambiar de opinión.
Una falsificación generada por ordenador.
Olivetti devolvió el fax a Langdon.
Langdon le miró con incredulidad.
¿Una falsificación? ¡Fíjese en la simetría! Usted más que na­die debería darse cuenta de la autenticidad de...
Autenticidad es precisamente lo que le falta a usted. Tal vez la señorita Vetra no le haya informado, pero los científicos del CERN han estado criticando la política del Vaticano durante décadas. Nos piden con regularidad que nos retractemos de la teoría creacionista, que pidamos disculpas oficiales por Galileo y Copérnico, que renun­ciemos a nuestras críticas contra las investigaciones peligrosas o in­morales. ¿Qué teoría le parece más probable? ¿Que una secta satáni­ca de hace cuatrocientos años ha reaparecido con un arma avanzada de destrucción masiva, o que algún bromista del CERN está inten­tando interrumpir un acontecimiento sagrado del Vaticano con un fraude bien ejecutado?
Esa foto es de mi padre —dijo Vittoria, con una voz como lava hirviente—. Asesinado. ¿Cree que estoy para bromear?
No lo sé, señorita Vetra, pero lo que sí sé es que, hasta que consiga algunas respuestas sensatas, no decretaré ningún tipo de alar­ma. La vigilancia y la discreción son mi deber... con el fin de que los asuntos espirituales puedan tratarse con la mente clara. Hoy más que nunca.
Al menos, aplace el acontecimiento —dijo Langdon.
¿Aplazarlo? —Olivetti se quedó boquiabierto—. ¡Qué arro­gancia! Un cónclave no es un partido de fútbol que pueda suspenderse debido a la lluvia. Es un acontecimiento sagrado, con un códi­go y un procedimiento estrictos. Da igual que mil millones de católi­cos de todo el mundo estén esperando un líder. Da igual que los me­dios de comunicación del mundo entero estén fuera. El protocolo de este acontecimiento es sagrado, y no está sujeto a modificaciones. Desde 1179, los cónclaves han sobrevivido a terremotos, hambrunas, incluso a la peste. Créame, no será cancelado a causa de un científico asesinado y una gota de Dios sabe qué.
Condúzcame ante la persona responsable —exigió Vittoria.
Olivetti despidió chispas por los ojos.
La tiene delante.
No —dijo Vittoria—. Alguien del clero.
Las venas de las sienes de Olivetti empezaron a abultar.
El clero se ha ido. Con la excepción de la Guardia Suiza, los únicos presentes en la Ciudad del Vaticano en este momento son los cardenales. Y están en la Capilla Sixtina.
¿Y el camarlengo? —preguntó Langdon.
¿Quién?
El camarlengo del difunto Papa. —Langdon repitió la palabra con determinación, y rezó para que su memoria no le engañara. Re­cordó haber leído en cierta ocasión acerca de la curiosa disposición jerárquica del Vaticano tras la muerte de un Papa. Si Langdon estaba en lo cierto, durante el período de elección del nuevo Papa, el poder autónomo total se desplazaba de manera temporal al ayudante perso­nal del Papa fallecido, su camarlengo, un secretario que supervisaba el cónclave hasta que los cardenales elegían al nuevo Santo Padre—. Creo que el camarlengo es la persona al mando en este momento.
Il camerlengo? —Olivetti frunció el ceño—. El camarlengo no es más que un simple sacerdote. Es el antiguo criado personal del di­funto Papa.
Pero está aquí. Y usted responde ante él.
Olivetti se cruzó de brazos.
Señor Langdon, es cierto que las normas del Vaticano deter­minan que el camarlengo asume la autoridad durante el cónclave, pero se debe a que, al no poder ser elegido para el papado, esa cir­cunstancia asegura una elección imparcial. Es como si su presidente
muriera, y uno de sus ayudantes se hiciera cargo provisionalmente del Despacho Oval. El camarlengo es joven, y su idea de la seguridad, o de cualquier otra cosa, es muy limitada. A todos los efectos, yo estoy al mando.
Llévenos a verle —dijo Vittoria.
Imposible. El cónclave empieza dentro de cuarenta minu­tos. El camarlengo está en el despacho del Papa, preparándose. No tengo la menor intención de molestarle con problemas de seguri­dad.
Vittoria abrió la boca para contestar, pero una llamada a la puer­ta la interrumpió. Olivetti abrió.
Un guardia apareció en la puerta. Indicó su reloj.
È l'ora, comandante.
Olivetti consultó su reloj y asintió. Se volvió hacia Langdon y Vittoria, como un juez que decidiera su suerte.
Síganme. —Los guió hasta un pequeño cubículo situado en la pared posterior—. Mi despacho. —Olivetti los invitó a entrar. La ha­bitación no tenía nada de especial: un escritorio lleno de cosas, archi­vadores, sillas plegables, una fuente de agua—. Volveré dentro de diez minutos. Sugiero que aprovechen ese tiempo para decidir cómo les gustaría proceder.
Vittoria giró en redondo.
¡No puede irse! Ese contenedor está...
No tengo tiempo para esto —replicó Olivetti, enfurecido—. Tal vez debería detenerlos hasta después del cónclave, cuando tenga tiempo.
Signore —le urgió el guardia, señalando de nuevo su reloj—Spazziamo la cappella.
Olivetti asintió y dio media vuelta.
Spazzare di cappella? —preguntó Vittoria.—. ¿Se va para re­gistrar la capilla?
Olivetti se volvió y la traspasó con la mirada.
La registramos en busca de micrófonos ocultos, señorita Vetra. Una cuestión de discreción. —Señaló sus piernas—. Pero no creo que sea capaz de comprenderlo.
Cerró la puerta con estrépito. Con un ágil movimiento extrajo una llave, la introdujo en la cerradura y la giró. Un pesado cerrojo en­cajó en su lugar.
Idiota! —chilló Vittoria—. ¡No puede encerrarnos aquí!
Langdon vio a través del cristal que Olivetti decía algo al guar­dia. El centinela asintió. Cuando Olivetti salió de la sala, el guardia giró y los miró desde el otro lado del cristal, con los brazos cruzados. Una imponente pistola colgaba de su cinto.
Perfecto, pensó Langdon. Fabuloso.

37

Vittoria miró con furia al Guardia Suizo que custodiaba la puerta ce­rrada con llave del despacho de Olivetti. El centinela le devolvió la mirada. Su colorido atavío desmentía su aire ominoso.
Che fiasco, pensó Vittoria. Retenida como rehén por un hombre armado en pijama.
Langdon cavilaba, y Vittoria confió en que estuviera utilizando su cerebro de profesor de Harvard para pensar en una forma de escapar. No obstante, a juzgar por su expresión, intuyó que más que estar pen­sando estaba estupefacto. Lamentó haberle metido en aquel lío.
Vittoria sacó el teléfono móvil para llamar a Kohler, pero inme­diatamente se dio cuenta de que era una estupidez. En primer lugar, el guardia entraría y le arrebataría el teléfono. En segundo, si el epi­sodio de Kohler seguía su curso habitual, debía de estar incapacitado. Tampoco importaba... Daba la impresión de que, en aquel momen­to, Olivetti no estaba dispuesto a creer en la palabra de nadie.
¡Recuerda!, se dijo. ¡Recuerda la solución de esta prueba!
Recordar era un truco filosófico budista. En lugar de pedir a su mente que buscara una solución para un reto imposible, Vittoria pe­día a su mente que la recordara. La suposición de que en algún mo­mento anterior había sabido la respuesta creaba la condición mental de que la respuesta debía existir, eliminando de esta manera el con­cepto errado de la desesperación. Vittoria utilizaba el procedimiento con frecuencia para solucionar dilemas científicos... que la mayoría de gente consideraba insolubles.
En aquel momento, sin embargo, su esfuerzo por recordar no conducía a ninguna parte. Repasó sus opciones, sus necesidades. Te­nía que avisar a alguien. Era preciso que alguien del Vaticano la to­mara en serio. Pero ¿quién? ¿Cómo? Estaba en una caja de cristal con una sola salida.
Herramientas, se dijo. Siempre hay herramientas. Vuelve a exami­nar tu entorno.
Se relajó, entrecerró los ojos, respiró hondo tres veces. Notó que el ritmo de su corazón era más lento y que sus músculos ya no estaban tensos. El pánico caótico de su mente se desvaneció. Muy bien, pen­só, libera tu mente. ¿Cuál es el aspecto positivo de esta situación? ¿Cuáles son mis posibilidades?
La mente analítica de Vittoria Vetra, una vez calmada, era una fuerza poderosa. Al cabo de unos segundos comprendió que su en­carcelamiento era la clave de la huida.
Voy a hacer una llamada telefónica —dijo de pronto.
Langdon alzó la vista.
Iba a sugerir que llamaras a Kohler, pero...
Kohler no. Otra persona.
¿Quién?
El camarlengo.
Langdon no la entendió.
¿Vas a llamar al camarlengo? ¿Cómo?
Olivetti dijo que el camarlengo estaba en el despacho del Papa.
Muy bien. ¿Sabes el número particular del Papa?
No, pero no voy a llamar por mi teléfono. —Indicó con la ca­beza una centralita telefónica de alta tecnología que descansaba sobre el escritorio de Olivetti. Estaba llena de botones—. El jefe de seguri­dad ha de tener línea directa con el despacho del Papa.
También tiene un levantador de pesas con una pistola planta­do a dos metros de distancia.
Y nosotros estamos encerrados.
Ya me había dado cuenta.
Quiero decir que el guardia no puede entrar. Nosotros esta­mos en el despacho privado de Olivetti. Dudo que alguien más tenga la llave.
Langdon miró al guardia.
El cristal es muy delgado, y la pistola muy grande.
¿Qué va a hacer, dispararme por utilizar el teléfono?
¡Quién sabe! Este lugar es muy extraño, y tal como van las co­sas...
O eso —dijo Vittoria—, o pasaremos las siguientes cinco ho­ras y cuarenta y ocho minutos en la prisión del Vaticano. Al menos, tendremos un asiento de primera fila cuando la antimateria estalle.
Langdon palideció.
Pero el guardia irá a buscar al comandante Olivetti en cuanto descuelgues ese teléfono. Además, hay como veinte botones, y no veo la menor identificación. ¿Vas a probarlos todos, con la esperanza de tener suerte?
No —dijo la joven, al tiempo que se acercaba al teléfono—. Sólo uno. —Vittoria descolgó el teléfono y apretó el primer botón—. Número uno. Apuesto uno de esos dólares de los Illuminati que lle­vas en el bolsillo a que es el despacho del Papa. ¿Cuál, si no, sería el más importante para el comandante de la Guardia Suiza?
Langdon no tuvo tiempo de contestar. El guardia empezó a gol­pear el cristal con la culata de la pistola. Indicó por señas a Vittoria que colgara el teléfono.
Ella le guiñó un ojo. Dio la impresión de que la rabia del guardia iba en aumento.
Langdon se alejó de la puerta y miró a Vittoria.
¡Será mejor que tengas razón, porque este tipo no parece de muy buen humor!
¡Maldita sea! —dijo Vittoria mientras escuchaba—. Una gra­bación.
¿Una grabación? —preguntó Langdon—. ¿El Papa tiene un contestador automático?
No era el despacho del Papa —dijo Vittoria, y colgó—. Era el maldito menú semanal del comedor de la Guardia Suiza.
Langdon ofreció una débil sonrisa al guardia, que los estaba mi­rando airado a través del cristal mientras se comunicaba con Olivetti por su walkie-talkie.

38

La centralita del Vaticano se encuentra en el Ufficio di Communica-zione, detrás de la oficina de correos. Es una habitación relativamen­te pequeña, que alberga un tablero de control Corelco 141 de ocho lí­neas. La oficina recibe unas dos mil llamadas al día, y la mayoría se derivan de manera automática hacia el sistema de información gra­bada.
Esta noche, el único operador estaba sentado tranquilamente, bebiendo una taza de té. Se sentía orgulloso de ser uno de los escasos empleados autorizados a pernoctar en el Vaticano en una noche tan importante. El honor, no obstante, se veía un poco empañado por la presencia de Guardias Suizos que montaban guardia ante su puerta. Una escolta para ir al lavabo, pensó el operador. Ay, las indignidades que soportamos en nombre del Santo Cónclave.
Por suerte, las llamadas no habían sido muy numerosas hasta aquel momento. O quizá no cabía hablar de suerte. El interés mun­dial por los acontecimientos del Vaticano había disminuido durante los últimos años. El número de llamadas de la prensa había descendi­do, y hasta los chiflados telefoneaban menos. La Oficina de Prensa confiaba en que el acontecimiento de esta noche tendría un aire más festivo. Por desgracia, pese a que la plaza de San Pedro estaba llena de camiones de las televisiones, la mayoría parecía pertenecer a las cadenas italianas y europeas. Sólo había acudido un puñado de cade­nas de cobertura mundial, y sin duda habían enviado a sus giornalisti secondarii.

El operador asió su taza y se preguntó cuánto duraría lo de esta noche. Hasta medianoche o así, pensó. En la actualidad, muchos ciu­dadanos ya sabían quién tenía más números para ser Papa antes de que el cónclave empezara, de manera que el procedimiento era más un ritual de tres o cuatro horas que una elección auténtica. Por su­puesto, las disensiones de última hora podían prolongar la ceremonia hasta el alba... o más. El cónclave de 1831 había durado cincuenta y cuatro días. Esta noche no, se dijo. Corrían rumores de que la fumata blanca de este cónclave no se haría esperar.
Los pensamientos del operador se interrumpieron con el zumbi­do de una línea interior en el tablero. Miró la parpadeante luz roja y se rascó la cabeza. Qué raro, pensó. La línea cero. ¿Quién del interior llamaría a Información esta noche? ¿Quién queda en el interior?
Città del Vaticano, prego —dijo al tiempo que descolgaba el te­léfono.
La voz habló con rapidez en italiano. El operador reconoció va­gamente el acento como el habitual de los Guardias Suizos, italiano fluido con acento de la Suiza francesa. Pero quien llamaba no era miembro de la Guardia Suiza.
Al oír la voz de la mujer, el operador se puso en pie al instante, y a punto estuvo de derramar el té. Echó un vistazo a la línea. La lla­mada procedía del interior. ¡Tiene que haber algún error!, pensó. ¡Una mujer en la Ciudad del Vaticano! ¿Esta noche?
La mujer estaba hablando a toda prisa, y furiosa. El operador había pasado suficientes años colgado de un teléfono para saber cuándo estaba tratando con un pazzo. Esta mujer no parecía loca. Ha­blaba en tono perentorio pero racional. Serena y eficaz. El hombre escuchó su petición, perplejo.
Il camerlengo? —dijo el operador, mientras seguía intentando adivinar de dónde demonios procedía la llamada—. Me es imposible pasarle la llamada... Sí, sé que está en el despacho del Papa, pero ¿quién es usted? ¿Quiere avisarle de...? —Escuchó, cada vez más nervioso. ¿Todo el mundo está en peligro? ¿Cómo? ¿Desde dónde lla­ma?—. Quizá debería pasarla con la Guardia... —El operador se quedó de una pieza—. ¿Desde dónde ha dicho?
Escuchó asombrado, y después tomó una decisión.
Espere un momento, por favor —dijo, y dejó a la mujer colga­da antes de que pudiera reaccionar. Después, llamó a la línea directa del comandante Olivetti. Esta mujer no puede estar en...
Alguien descolgó al instante.
Per I'amore di Dio! —le gritó una voz familiar—. ¡Haga el fa­vor de pasar la llamada!
La puerta del centro de seguridad de la Guardia Suiza se abrió con un siseo. Los guardias se apartaron cuando el comandante Olivetti entró en la sala como un cohete. Cuando llegó a su despacho, el guar­dia confirmó lo que le había dicho por el walkie-talkie. Vittoria Vetra estaba hablando por el teléfono privado del comandante.
Che coglioni che ha questa!, pensó. ¡Vaya pelotas que tiene la niña!
Se encaminó a la puerta, lívido, e introdujo la llave en la cerra­dura. Abrió la puerta y gritó:
¿Qué está haciendo?
Vittoria no le hizo caso.
Sí —estaba diciendo por teléfono—. Y debo advertirle...
Olivetti le arrancó el teléfono de la mano y se lo llevó al oído.
¿Quién demonios es usted?
Durante una fracción de segundo, Olivetti perdió el aplomo.
Sí, camarlengo... —dijo—. Correcto, signore, pero asuntos de seguridad exigen... Claro que no... La retengo aquí por... Desde luego, pero... —Escuchó—. Sí, señor —dijo por fin—. Los acompa­ñaré de inmediato.
39

El Palacio Apostólico es un conglomerado de edificios cercano a la Capilla Sixtina, en la esquina noreste de la Ciudad del Vaticano. Con una imponente vista de la plaza de San Pedro, el palacio alberga los aposentos papales y el despacho del pontífice.
Vittoria y Langdon siguieron en silencio al comandante Olivetti, que los guió por un largo pasillo rococó. El cuello parecía que iba a estallarle a causa de la rabia. Después de subir por tres tramos de es­caleras, entraron en un amplio corredor apenas iluminado.
Langdon miraba con incredulidad las obras de arte que adorna­ban las paredes (bustos en perfecto estado, tapices, frisos), obras que valdrían cientos de miles de dólares. Cuando llevaban recorridas dos terceras partes del pasillo, pasaron ante una fuente de alabastro. Oli­vetti giró a la izquierda por una abertura y se encaminó hacia una de las puertas más grandes que Langdon había visto en su vida.
Ufficio del Papa —anunció el comandante, al tiempo que diri­gía a Vittoria una mirada feroz. Ella ni se inmutó. Llamó con firmeza a la puerta.
El despacho del Papa, pensó Langdon, a quien se le hacía difícil asimilar que estaba ante una de las puertas más sagradas de todas las religiones del mundo.
Avanti! —contestó alguien desde dentro.
Cuando la puerta se abrió, Langdon tuvo que protegerse los ojos. La luz del sol era cegadora. Poco a poco, enfocó la imagen que tenía ante él.

El despacho del Papa parecía más una sala de baile que una ofi­cina. El suelo era de mármol rojo y las paredes estaban adornadas con frescos de vividos colores. Una araña colosal colgaba del techo, y al otro lado una hilera de ventanas arqueadas ofrecía un asombroso pa­norama de la plaza de San Pedro bañada por el sol.
Dios mío, pensó Langdon. Esto sí que es una habitación con vis­tas.
Al final del recibidor, un hombre sentado a un escritorio tallado escribía furiosamente.
Avanti—repitió el hombre. Dejó su pluma y les indicó con un ademán que entraran.
Olivetti los guió con paso marcial.
Signore —dijo en tono de disculpa—, non ho potuto...
El hombre le interrumpió. Se puso en pie y estudió a sus dos vi­sitantes.
El camarlengo no se parecía en nada a las imágenes de hombres frágiles y devotos que Langdon había imaginado paseando por el Va­ticano. No llevaba rosario ni medallones. Ni hábitos pesados. Iba ves­tido con una sencilla sotana negra que parecía subrayar la solidez de su cuerpo robusto. Aparentaba treinta y pico años, un niño para la edad media del Vaticano. Tenía un rostro sorprendentemente atracti­vo, un remolino de recio cabello castaño y unos ojos verdes casi ra­diantes, que brillaban como alimentados por los misterios del univer­so. Sin embargo, cuando el hombre se acercó, Langdon captó en sus ojos un profundo agotamiento, como un alma que estuviera pade­ciendo los quince días más duros de toda su vida.
Soy Carlo Ventresca —dijo en un inglés perfecto—. El camar­lengo del Papa fallecido.
Su voz era amable y sin el más mínimo dejo de pretensión, y ape­nas se notaba un levísimo acento italiano.
Vittoria Vetra —dijo la joven. Avanzó y le ofreció la mano—. Gracias por recibirnos.
Olivetti se retorció cuando el camarlengo estrechó la mano de Vittoria.
Le presento a Robert Langdon —dijo Vittoria—. Profesor de simbología religiosa en la Universidad de Harvard.

Padre —dijo Langdon con su mejor acento italiano. Inclinó la cabeza cuando extendió la mano.
No, no —insistió el camarlengo—. El despacho de Su Santi­dad no me convierte en santo. Soy un simple sacerdote, un secretario que presta sus servicios en tiempos de necesidad.
Langdon se irguió.
Por favor —dijo el camarlengo—, siéntense todos.
Movió unas sillas alrededor de su escritorio. Langdon y Vittoria se sentaron. Olivetti prefirió seguir en pie.
Signore —dijo Olivetti—. La indumentaria de la mujer es fa­llo mío. Yo...
Su indumentaria no me preocupa —contestó el camarlengo, como demasiado cansado para perder el tiempo en nimiedades—. Pero si el operador de la centralita del Vaticano me llama media hora antes de que inaugure el cónclave, y me dice que una mujer está lla­mando desde su despacho para advertirme de una grave amenaza para la seguridad de la que no he sido informado, eso sí que me preo­cupa.
Olivetti estaba muy rígido, con la espalda arqueada como un sol­dado sometido a un severo escrutinio.
Langdon se sentía hipnotizado por la presencia del camarlengo. Por joven y cansado que pareciera, el sacerdote tenía un aire de héroe mítico, irradiaba carisma y autoridad.
Signore —dijo Olivetti, en tono de disculpa pero aún sin ce­der—, usted no debería preocuparse por temas de seguridad. Tiene otras responsabilidades.
Soy muy consciente de mis otras responsabilidades. También soy consciente de que, como direttore intermediario, tengo la respon­sabilidad de la seguridad y bienestar de todas las personas reunidas para el cónclave. ¿Qué está pasando aquí?
Tengo la situación controlada.
Por lo visto no.
Padre —interrumpió Langdon, mientras sacaba el fax arruga­do y lo entregaba al camarlengo—, por favor.
El comandante Olivetti avanzó con el afán de intervenir.
Padre, por favor, no se preocupe por...

El camarlengo tomó el fax, sin hacer caso de Olivetti durante un largo momento. Contempló la imagen del asesinado Leonardo Vetra y lanzó una exclamación.
¿Qué es esto?
Era mi padre —dijo Vittoria con voz débil—. Era sacerdote y hombre de ciencia. Le asesinaron anoche.
El rostro del camarlengo se suavizó al instante. La miró.
Mi querida hija. Lo siento mucho. —Se persignó y volvió a mirar el fax, con ojos llenos de aborrecimiento—. ¿Quién querría... ? Y esta quemadura en el...
El camarlengo calló y acercó más la imagen.
Dice Illuminati —explicó Langdon—. No me cabe duda de que le suena el nombre.
Una extraña expresión cruzó el rostro del camarlengo.
He oído el nombre, sí, pero...
Los Illuminati asesinaron a Leonardo Vetra para poder robar una nueva tecnología que estaba...
Signore —interrumpió Olivetti—, esto es absurdo. ¿lllumina­ti? Se trata de una patraña muy trabajada.
Dio la impresión de que el camarlengo meditaba sobre las pala­bras de Olivetti. Después, se volvió y contempló a Langdon con tal intensidad que éste sintió que le faltaba el aire.
Señor Langdon, he pasado mi vida en la Iglesia católica. Co­nozco la tradición de los Illuminati... y la leyenda de los estigmas. No obstante, debo advertirle de que soy un hombre del presente. La cris­tiandad ya tiene suficientes enemigos sin necesidad de resucitar fan­tasmas.
El símbolo es auténtico —dijo Langdon, quizá demasiado a la defensiva, pensó. Dio la vuelta al fax para que el camarlengo lo viera.
El camarlengo guardó silencio cuando vio la simetría.
Ni siquiera con los ordenadores modernos —añadió Lang­don— se ha podido generar un ambigrama simétrico de esta palabra.
El camarlengo enlazó las manos y no dijo nada durante mucho rato.
Los Illuminati están muertos —dijo por fin—. Hace mucho tiempo. Es un hecho histórico.

Langdon asintió.
Ayer le habría dado la razón.
¿Ayer?
Antes de la cadena de acontecimientos de hoy. Creo que los Illuminati han resucitado para cumplir un antiguo pacto.
Perdone. Tengo la historia un poco oxidada. ¿De qué antiguo pacto habla?
Langdon respiró hondo.
La destrucción del Vaticano.
¿La destrucción del Vaticano? —El camarlengo parecía me­nos aterrado que confuso—. Pero eso es imposible.
Vittoria negó con la cabeza.
Temo que somos portadores de más malas noticias.

40

¿Es eso cierto! —preguntó el camarlengo con expresión de asombro, mientras paseaba la mirada entre Vittoria y Olivetti.
Signore —le tranquilizó Olivetti—, admito que hemos detec­tado una especie de artefacto. Aparece en uno de nuestros monitores de seguridad, pero en cuanto a lo que afirma la señorita Vetra sobre el poder de la sustancia, no puedo...
Espere un momento —le interrumpió el camarlengo—. ¿Esa cosa se puede ver?
Sí, signore. En la cámara inalámbrica número ochenta y seis.
Entonces, ¿por qué no han ido a buscarla?
El tono del camarlengo era de irritación.
Es muy difícil, signore.
Olivetti se mantuvo firme mientras explicaba la situación.
El camarlengo escuchó, y Vittoria intuyó su creciente preocupa­ción.
Tal vez alguien sustrajo la cámara y está transmitiendo desde el exterior.
Imposible —dijo Olivetti—. Nuestros muros externos forman un escudo electrónico que protege nuestras comunicaciones internas. La señal sólo puede proceder del interior, de lo contrario no la reci­biríamos.
Imagino que están buscando esa cámara con todos los recur­sos disponibles, ¿no es cierto?
Olivetti meneó la cabeza.

No, signore. Localizar esa cámara exigiría cientos de horas y hombres. En este momento tenemos otros problemas de seguridad y, con el debido respeto a la señorita Vetra, esa gota de la que habla es muy pequeña. No podría provocar una explosión como la que ella describe.
La paciencia de Vittoria se agotó.
¡Esa gota es suficiente para arrasar la Ciudad del Vaticano! ¿Es que no ha prestado atención a lo que le dije?
Señorita —dijo Olivetti con voz acerada—, tengo mucha ex­periencia con explosivos.
Su experiencia está obsoleta —replicó la joven sin ceder te­rreno—. Pese a mi atuendo, que usted considera perturbador, de lo que me he dado cuenta, soy una física de alto nivel y trabajo en la ins­talación de investigaciones subatómicas más avanzada del mundo. Yo personalmente diseñé la trampa de antimateria que impide a la mues­tra aniquilarse. Y le advierto de que, a menos que encuentre ese con­tenedor antes de seis horas, sus guardias sólo tendrán que proteger un gran agujero en el suelo durante los próximos cien años.
Olivetti se volvió hacia el camarlengo. Sus ojos de insecto lanza­ban chispas.
Signore, no puedo permitir que esto siga adelante. Unos bro-mistas le están haciendo perder el tiempo. ¿Los Illuminati? ¿Una gota que nos destruirá a todos?
Basta —exclamó el camarlengo. Dijo la palabra en voz baja, pero dio la impresión de que resonaba en toda la habitación. Se hizo el silencio. El hombre continuó hablando en un susurro—. Peligrosa o no, Illuminati o no, sea lo que sea esa cosa, no debería estar dentro de la ciudad... y mucho menos en vísperas del cónclave. Quiero que la en­cuentren y la saquen de aquí. Organice la búsqueda de inmediato.
Olivetti insistió.
Signore, aunque utilizáramos todos los guardias para registrar el complejo, tardaríamos días en encontrar la cámara. Además, des­pués de hablar con la señorita Vetra, ordené a uno de mis guardias que consultara nuestra guía de balística más avanzada, por si hablaba de esta sustancia llamada antimateria. No encontró la menor men­ción. En ninguna parte.

Imbécil presumido, pensó Vittoria. ¿Una guía de balística? ¿Pro­baste una enciclopedia? ¡En la A!
Olivetti continuaba hablando.
Signore, si está insinuando que llevemos a cabo un registro ocular de todo el Vaticano, he de oponerme.
Comandante. —La voz del camarlengo destilaba irritación—. He de recordarle que, cuando se dirige a mí, se dirige a este despa­cho. Me doy cuenta de que no se toma muy en serio mi cargo. No obstante, según la ley, estoy al mando. Si no me equivoco, los carde­nales se hallan ahora a salvo en la Capilla Sixtina, y sus preocupacio­nes por la seguridad serán mínimas hasta que finalice el cónclave. No sé por qué duda tanto en iniciar la búsqueda. Otro pensaría que in­tenta poner en peligro adrede este cónclave.
Olivetti le dedicó una mirada desdeñosa.
¡Cómo se atreve! ¡He servido a su Papa durante doce años! ¡Y al Papa anterior durante catorce! Desde 1438, la Guardia Suiza ha...
El walkie-talkie de Olivetti le interrumpió con un pitido estri­dente.
Comandante?
Olivetti apretó el transmisor.
Sonó occupato! Cosa vuoi?
Scusi —dijo el guardia por la radio—. Llamo desde el centro de comunicaciones. Pensé que querría saber que hemos recibido una amenaza de bomba.
Olivetti no pudo expresar mayor desinterés.
¡Pues ocúpese de ella! Siga el procedimiento habitual y tome nota.
Ya lo hemos hecho, señor, pero la persona que llamó... —El guardia hizo una pausa—. No me gustaría preocuparle, comandante, pero mencionó la sustancia que me pidió que investigara. Antimateria.
Los cuatro intercambiaron miradas de asombro.
¿Mencionó qué? —tartamudeó Olivetti.
Antimateria, señor. Mientras intentábamos localizar la proce­dencia de la llamada, seguí investigando sobre la sustancia. La infor­mación que obtuve es, la verdad, muy inquietante...
¿No dijo que la guía de balística no hablaba de ella?
Encontré información en Internet.
Aleluya, pensó Vittoria.
Por lo visto, esa sustancia es muy explosiva —dijo el guar­dia—. Cuesta imaginar que esa información sea correcta, pero aquí dice que, gramo más gramo menos, la antimateria posee una carga ex­plosiva cien veces superior a la de una cabeza nuclear.
Olivetti se vino abajo. Fue como ver desmoronarse una monta­ña. La expresión horrorizada del camarlengo borró la sensación de triunfo que experimentó Vittoria.
¿Localizó la llamada? —tartamudeó Olivetti.
No hubo suerte. Un móvil con una encriptación muy potente. Las líneas SAT se confunden unas con otras, de modo que la triangu­lación no sirve de nada. La señal IF sugiere que está en Roma, pero no hay manera de localizarlo.
¿Exigió algo? —preguntó Olivetti en voz baja.
No, señor. Sólo nos advirtió de que hay antimateria oculta en el complejo. Pareció sorprendido de que no lo supiera. Me preguntó si aún no la había visto. Usted me preguntó sobre la antimateria, de modo que decidí avisarle.
Ha hecho bien —dijo Olivetti—. Bajo enseguida. Avíseme de inmediato si vuelve a llamar.
El walkie-talkie quedó en silencio un momento.
La persona que llama sigue en la línea, señor.
Pareció que Olivetti hubiera sido alcanzado por un rayo.
¿La línea está abierta?
Sí, señor. Hemos intentado localizarle durante diez minutos, sin resultado. Debe de saber que no podemos dar con él, porque se niega a colgar hasta que hable con el camarlengo.
Pásemelo —ordenó el camarlengo—. ¡Ahora mismo!
Olivetti giró en redondo.
No, padre. Un negociador experto de la Guardia Suiza es el más capacitado para hacerse cargo de la situación.
¡Ahora mismo!
Olivetti dio la orden.
Un momento después, el teléfono del camarlengo Ventresca em­pezó a sonar. El hombre oprimió el botón del altavoz.
¿Quién se cree que es, en nombre de Dios?

41

La voz que surgió del altavoz del teléfono era metálica y fría, no exen­ta de arrogancia. Todos los presentes escucharon.
Langdon intentó identificar el acento.¿Oriente Próximo, quizá?
Soy el mensajero de una antigua hermandad —anunció la voz con cadencia extraña—. Una hermandad a la que ustedes han inju­riado durante siglos. Soy un mensajero de los Illuminati.
Langdon sintió que sus músculos se tensaban, y los últimos ves­tigios de duda se desvanecieron. Por un instante, experimentó la co­nocida pugna entre emoción, privilegio y miedo mortal que le em­bargó cuando había visto por primera vez el ambigrama aquella misma mañana.
¿Qué quiere? —preguntó el camarlengo.
Represento a hombres de ciencia. Hombres que, como uste­des, están buscando respuestas. Respuestas relativas al destino del hombre, su propósito, su creador.
Sea quien sea —dijo el camarlengo—, yo...
Silenzio. Será mejor que escuche. Durante dos milenios, su Iglesia ha controlado la búsqueda de la verdad. Han aplastado a sus contrincantes con mentiras y profecías agoreras. Han manipulado la verdad en pro de sus necesidades, asesinado a aquellos cuyos descu­brimientos perjudicaban a su política. ¿Le sorprende que sean el ob­jetivo de los hombres esclarecidos de todo el globo?
Los hombres esclarecidos no recurren al chantaje para defen­der su causa.

¿Chantaje? —El desconocido rió—. Esto no es un chantaje. No queremos nada. La abolición del Vaticano no es negociable. He­mos esperado cuatrocientos años a que llegara este día. A mediano­che, su ciudad será destruida. No pueden hacer nada.
Olivetti se precipitó hacia el altavoz.
¡Es imposible superar las barreras que controlan el acceso a esta ciudad! ¡Es imposible que hayan instalado explosivos aquí!
Habla con la ignorante devoción de un Guardia Suizo. ¿Tal vez un oficial? Sabrá sin duda que, durante siglos, los Illuminati se han infiltrado en las organizaciones de élite de todo el mundo. ¿De veras cree que el Vaticano es inexpugnable?
Jesús, pensó Langdon, cuentan con alguien dentro. No era nin­gún secreto que la infiltración era el símbolo del poder de los Illumi­nati. Se habían infiltrado en la masonería, en las organizaciones ban­cadas más importantes, en gobiernos. De hecho, Churchill había dicho en una ocasión a los periodistas que, si los espías ingleses se hu­bieran infiltrado en las filas nazis hasta el grado en que los Illuminati se habían infiltrado en el Parlamento inglés, la guerra habría acabado en un mes.
Un farol clarísimo —replicó Olivetti—. Su influencia no pue­de ser tan extensa.
¿Por qué? ¿Porque sus Guardias Suizos no bajan la guardia? ¿Porque vigilan cada rincón de su mundo recluido? ¿Qué me dice de los propios guardias? ¿Acaso no son hombres? ¿De veras creen que se juegan la vida por una fábula sobre un hombre que camina sobre las aguas? Pregúntese cómo habría podido entrar el contenedor en su ciudad, si no. O cómo cuatro de sus elementos más preciados habrían podido desaparecer esta tarde.
¿Nuestros elementos? —Olivetti frunció el ceño—. ¿A qué se refiere?
Uno, dos, tres, cuatro. ¿Aún no los han echado de menos?
¿De qué diablos está habl...?
Olivetti calló de pronto, con la mirada vidriosa, como si le hu­bieran asestado un puñetazo en el estómago.
La luz se hace —dijo el desconocido—. ¿Quiere que le lea los nombres?

¿Qué está pasando? —preguntó el camarlengo, perplejo.
El desconocido rió.
¿Su oficial aún no le ha informado? Menudo pillastre. No me sorprende. El orgullo. Imagino la desgracia de contarle la verdad... Que cuatro cardenales a los que había jurado proteger han desapare­cido...
Olivetti estalló.
¿De dónde ha sacado esa información?
Camarlengo —se regocijó el desconocido—, pregunte a su co­mandante si todos los cardenales están presentes en la Capilla Sixtina.
El camarlengo se volvió hacia Olivetti. Sus ojos verdes exigían una explicación.
Signore —susurró Olivetti en el oído del camarlengo—, es verdad que cuatro cardenales no se han presentado todavía en la Ca­pilla Síxtina, pero no es preciso alarmarse. Todos notificaron su lle­gada esta mañana, por lo cual sabemos que se hallan sanos y salvos dentro del Vaticano. Usted mismo tomó el té con ellos hace unas ho­ras. Se han retrasado en llegar al encuentro con sus compañeros pre­vio al cónclave, eso es todo. Estamos buscando, pero estoy seguro de que han perdido la noción del tiempo y siguen paseando por los jar­dines.
¿Paseando por los jardines? —La calma abandonó la voz del camarlengo—. ¡Tenían que estar en la capilla hace más de una hora!
Langdon dirigió a Vittoria una mirada de asombro. ¿Cardenales desaparecidos? ¿Eso era lo que andaban buscando abajo?
Encontrará muy convincente nuestra lista —dijo el descono­cido—. Veamos: el cardenal Lamassé de París, el cardenal Guidera de Barcelona, el cardenal Ebner de Frankfurt...
Dio la impresión de que Olivetti se iba encogiendo a cada nom­bre que sonaba.
El desconocido hizo una pausa, como si el último nombre le pro­porcionara un placer especial.
Y de Italia, el cardenal Baggia.
El camarlengo se derrumbó en su silla.
I preferiti —susurró—. Los cuatro favoritos, incluido Baggia,
el que tenía más posibilidades de suceder al Sumo Pontífice... ¿Cómo es posible?
Langdon había leído lo bastante sobre elecciones papales modernas para comprender la expresión desesperada del camarlengo. Si bien en teoría cualquier cardenal menor de ochenta años podía llegar a ser Papa, sólo muy pocos gozaban del respeto necesario para lograr la mayoría de dos tercios que exigía el feroz procedimiento. Se les conocía como los preferiti. Y todos habían desaparecido.
La frente del camarlengo se perló de sudor.
¿Qué va hacer con esos hombres?
¿Usted qué cree? Soy descendiente de los hassassins.
Langdon sintió un escalofrío. Conocía bien el nombre. La Iglesia se había granjeado enemistades mortales a lo largo de los siglos: los hassassins, los templarios, ejércitos que habían sido perseguidos o traicionados por el Vaticano.
Deje en libertad a los cardenales —dijo el camarlengo—. ¿No le basta con la amenaza de destruir el Vaticano?
Olvídese de sus cardenales. No puede hacer nada por ellos Tenga la seguridad, no obstante, de que sus muertes serán recordadas... por millones de personas. El sueño de todo mártir. Los convertiré en luminarias de los medios de comunicación. Uno a uno. A medianoche, los Illuminati monopolizarán la atención de todo el mundo. ¿Para qué cambiar el mundo si el mundo no presta atención? Los asesinatos públicos poseen un horror embriagador, ¿verdad? Ustedes lo demostraron hace mucho tiempo... La Inquisición, la tortura de los Caballeros Templarios, las Cruzadas. —Hizo una pausa— la purga, por supuesto.
El camarlengo guardó silencio.
¿No recuerda la purga?—preguntó el desconocido—. Claro que no, usted es un niño. Los curas son historiadores mediocres, de todos modos. ¿Tal vez porque su historia les da vergüenza?
La purga —se oyó decir Langdon—. Fue en 1678. La Iglesia marcó a cuatro científicos Illuminati con el símbolo de la cruz. Como castigo por sus pecados.
¿Quién está hablando? —preguntó la voz, más intrigada que preocupada—. ¿Quién más hay ahí?

Langdon se puso a temblar.
Mi nombre carece de importancia —dijo, intentando que su voz sonara firme. Hablar con un Illuminatus vivo le desorientaba... Era como hablar con George Washington—. Soy un erudito que ha estudiado la historia de su hermandad.
Soberbio —contestó la voz—. Me complace que aún existan seres vivos que recuerden los crímenes cometidos contra nosotros.
La mayoría pensábamos que habían muerto.
Un error que la hermandad ha procurado alimentar. ¿Qué más sabe de la purga?
Langdon vaciló. ¿Qué más sé? ¡Que toda esta situación es una lo­cura, eso es lo que sé!
Después de marcarlos, los científicos fueron asesinados, y sus cuerpos arrojados a lugares públicos de Roma como advertencia a otros científicos de que no se unieran a los Illuminati.
Sí. Nosotros haremos lo mismo. Quid pro quo. Considérenlo una retribución simbólica por nuestros hermanos asesinados. Sus cuatro cardenales morirán, uno cada hora empezando a partir de las ocho. A medianoche, todo el mundo estará cautivado.
Langdon se acercó al teléfono.
¿Tiene la intención de marcar a fuego y asesinar a esos cuatro hombres?
La historia se repite, ¿no es cierto? Claro que nosotros sere­mos más elegantes y audaces que la Iglesia. Ellos mataban en privado, y abandonaban los cuerpos cuando nadie los veía. Me parece una co­bardía.
¿Qué está diciendo? —preguntó Langdon—. ¿Que va a mar­car y asesinar a esos hombres en público?
Muy bien. Aunque depende de lo que considere público. Soy consciente de que la gente ha dejado de ir a la iglesia.
Langdon disparó al azar.
¿Van a asesinarlos en iglesias?
Un gesto bondadoso. Permitirá a Dios enviar sus almas al cie­lo sin dilación. Parece justo. Imagino que la prensa también se lo pa­sará en grande.
Se está echando un farol —dijo Olivetti con voz fría—. No puede asesinar a un hombre en una iglesia y suponer que se saldrá con la suya.
¿Un farol? Nos movemos entre sus Guardias Suizos como fan­tasmas, sacamos a cuatro cardenales de su ciudadela, colocamos un explosivo mortífero en el corazón de su templo más sagrado, ¿y cree que es un farol? A medida que se sucedan los asesinatos y las víctimas sean encontradas, los medios de comunicación acudirán como un en­jambre. A medianoche, el mundo conocerá la causa de los Illuminati.
¿Y si apostamos guardias en todas las iglesias? —preguntó Olivetti.
El desconocido calló.
Temo que la naturaleza prolífica de su religión les dificultará la tarea. ¿No ha hecho las cuentas en los últimos tiempos? Hay más de cuatrocientas iglesias católicas en Roma. Catedrales, capillas, san­tuarios, abadías, monasterios, conventos, escuelas parroquiales...
Olivetti se mantuvo imperturbable.
Todo empezará dentro de noventa minutos —dijo el descono­cido, en un tono que no admitía dudas—. Uno por hora. Una pro­gresión mortal matemática. Ahora he de abandonarles.
¡Espere! —pidió Langdon—. Hábleme de las marcas que van a hacerles.
Su petición pareció divertir al asesino.
Sospecho que usted ya sabe cuáles serán las marcas¿O tal vez es un escéptico? Pronto las verá. La demostración de que las leyendas antiguas son ciertas.
Langdon se sentía aturdido. Sabía con exactitud a qué se refería el hombre. Imaginó la marca en el pecho de Leonardo Vetra. La tra­dición de los Illuminati hablaba de cinco marcas en total. Quedan cua­tro, pensó Langdon, y han desaparecido cuatro cardenales.
He jurado que un nuevo Papa será electo esta noche —dijo el camarlengo—. Lo he jurado por Dios.
Camarlengo —dijo el desconocido—, el mundo no necesita un nuevo Papa. Después de medianoche, no tendrá nada que gober­nar, salvo un montón de escombros. La Iglesia católica está acabada. Su reinado en la tierra ha terminado.
Se hizo el silencio.
La expresión del camarlengo era de profunda tristeza.
Se engaña. Una Iglesia es algo más que mortero y piedra. No puede borrar de un plumazo dos mil años de fe, de cualquier fe. No puede aplastar la fe destruyendo sus manifestaciones terrenales. La Iglesia católica continuará con o sin el Vaticano.
Una noble mentira, pero mentira a fin de cuentas. Los dos sa­bemos la verdad. Dígame, ¿por qué es el Vaticano una fortaleza amu­rallada?
Los hombres de Dios viven en un mundo peligroso —dijo el camarlengo.
¿Qué edad tiene usted? El Vaticano es una fortaleza porque la Iglesia católica guarda la mitad de sus riquezas entre sus paredes: cuadros únicos, esculturas, joyas valiosísimas, libros de valor incalcu­lable... Además de los lingotes de oro y las escrituras de bienes raíces en las cámaras acorazadas de la Banca Vaticana. Cálculos internos ci­fran el valor de la Ciudad del Vaticano en cuarenta y ocho mil qui­nientos millones de dólares. Están sentados sobre una buena hucha. Mañana será cenizas. Valores liquidados, si lo prefiere. Estarán en bancarrota. Ni siquiera los curas pueden trabajar por nada.
La precisión del cálculo dio la impresión de reflejarse en los ros­tros estupefactos de Olivetti y el camarlengo. Langdon no estaba se­guro de qué era más asombroso, que la Iglesia católica poseyera tan­to dinero o que los Illuminati lo supieran.
El camarlengo exhaló un profundo suspiro.
La piedra angular de la Iglesia no es el dinero, sino la fe.
Más mentiras —dijo el asesino—. El año pasado gastaron ciento ochenta y tres millones de dólares en un intento de sostener sus tambaleantes diócesis de todo el mundo. La asistencia a la iglesia está en su nivel más bajo: ha caído un cuarenta y seis por ciento en la última década. Las donaciones se han reducido a la mitad en siete años. Cada vez hay menos estudiantes en los seminarios. Aunque no quieran admitirlo, su Iglesia está agonizando. Considere esto la opor­tunidad de acabar a lo grande.
Olivetti avanzó. Ahora parecía menos combativo, como si intu­yera la realidad a la que hacía frente. Parecía un hombre que buscara una salida. Cualquier salida.

¿Y si algunos de esos lingotes de oro se destinaran a financiar su causa?
No nos insulte a los dos.
Tenemos dinero.
Nosotros también. Más de lo que imagina.
Langdon pensó en la supuesta fortuna de los Illuminati, la anti­gua riqueza de los canteros bávaros, los Rothschild, los Bilderberger, el legendario Diamante de los Illuminati.
I preferiti —dijo el camarlengo, cambiando de tema. Su voz era suplicante—. Perdónenlos. Son viejos. Son...
Son vírgenes sacrificables —rió el desconocido—. Dígame, ¿de verdad cree que son vírgenes? ¿Chillarán los corderitos cuando mueran? Sacrifici vergini nell' altare della scienza.
El camarlengo guardó silencio durante largo rato.
Son hombres de fe —dijo por fin—. No temen a la muerte.
El asesino rió.
Leonardo Vetra era un hombre de fe, pero anoche vi miedo en sus ojos. Un miedo que yo aplaqué.
Vittoria, que había guardado silencio, saltó de repente, con el cuerpo tenso de odio.
Assassino! ¡Era mi padre!
Una risita sonó en el altavoz.
¿Su padre? Pero ¿qué pasa aquí? ¿Vetra tenía una hija? De­bería saber que su padre lloriqueó como un niño al final. Penoso. Un hombre patético.
Vittoria se tambaleó, como abofeteada por las palabras. Lang­don extendió la mano, pero la joven recuperó el equilibrio y clavó sus ojos oscuros en el teléfono.
Juro por mi vida que, antes de que termine la noche, le en­contraré. —Su voz era afilada como un láser—. Y cuando lo haga...
El desconocido soltó una risita ronca.
Una mujer valiente. Estoy excitado. Quizás, antes de que ter­mine la noche, yo la encontraré a usted. Y cuando lo haga...
Las palabras flotaron en el aire como una espada. Después el hombre colgó.


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