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miércoles, 27 de julio de 2011

Pío Baroja La lucha por la vida III


Pío Baroja
La lucha por la vida III
Aurora roja
Prólogo
Cómo Juan dejó de ser seminarista
Habían salido los dos muchachos a pasear por los alrededores del
pueblo, y a la vuelta, sentados en un pretil del camino cambiaban a
largos intervalos alguna frase indiferente.
Era uno de los mozos alto, fuerte, de ojos grises y expresión jovial; el
otro, bajo, raquítico, de cara manchada de roséolas y de mirar adusto y
un tanto sombrío.
Los dos, vestidos de negro, imberbe el uno, rasurado el otro, tenían
aire de seminaristas; el alto, grababa con el cortaplumas en la corteza de
una vara una porción de dibujos y de adornos; el otro, con las manos en
las rodillas en actitud melancólica, contemplaba, entre absorto y
distraído, el paisaje.
El día era de otoño, húmedo, triste. A lo lejos, asentada sobre una
colina, se divisaba la aldea con sus casas negruzcas y sus torres más
negras aún. En el cielo gris, como lámina mate de acero, subían despacio
las tenues columnas de humo de las chimeneas del pueblo. El aire
estaba silencioso; el río, escondido tras del boscaje, resonaba vagamente
en la soledad.
Se oía el tintineo de las esquilas y un lejano tañer de campana. De
pronto resonó el silbido del tren; luego, se vio aparecer una blanca
humareda entre los árboles, que pronto se convirtió en neblina suave.
-Vámonos ya -dijo el más alto de los mozos.
-Vamos -repuso el otro.
Se levantaron del pretil del camino, en donde estaban sentados, y
comenzaron a andar en dirección del pueblo.
Una niebla vaga y melancólica comenzaba a cubrir el campo. La
carretera, como cinta violácea, manchada por el amarillo y el rojo de las
hojas muertas, corría entre los altos árboles, desnudos por el otoño,
hasta perderse a lo lejos, ondulando en una extensa curva. Las ráfagas
de aire hacían desprenderse de las ramas a las hojas secas, que
correteaban por el camino.
-Pasado mañana ya estaremos allí -dijo el mocetón alegremente.
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-Quién sabe -replicó el otro.
-¿Cómo, quién sabe? Yo lo sé, y tú, también.
-Tú sabrás que vas a ir; yo, en cambio, sé que no voy.
-¿Que no vas?
-No.
-¿Y por qué?
-Porque estoy decidido a no ser cura.
Tiró el mozo al suelo la vara que había labrado, y quedó contemplando
a su amigo con extrañeza.
-¡Pero tú estás loco, Juan!
-No; no estoy loco, Martín.
-¿No piensas volver al seminario?
-No.
-¿Y qué vas a hacer?
-Cualquier cosa. Todo menos ser cura; no tengo vocación.
-¡Toma! ¡Vocación!, ¡vocación! Tampoco la tengo yo.
-Es que yo no creo en nada.
El buen mozo se encogió de hombros cándidamente.
-Y el padre Pulpon, ¿cree en algo?
-Es que el padre Pulpon es un bandido, un embaucador -dijo el más
bajo de los dos con vehemencia-, y yo no quiero engañar a la gente, como
él.
-Pero hay que vivir, chico. Si yo tuviera dinero, ¿me haría cura? No; me
iría al campo y viviría la vida rústica, y trabajaría la tierra con mis
propios bueyes, como dice Horacio: Paterna rura bobis, exercet suis; pero
no tengo un cuarto, y mi madre y mis hermanas están esperando a que
acabe la carrera. ¿Y qué voy a hacer? Lo que harás tú también.
-No; yo no. Tengo la decisión firme, inquebrantable, de no volver al
seminario.
-¿Y cómo vas a vivir?
-No sé; el mundo es grande.
-Eso es una niñada. Tú estás bien, tienes una beca en el seminario. No
tienes familia. Los profesores han sido buenos para ti..., podrás
doctorarte..., podrás predicar..., ser canónigo..., quizá obispo.
-Aunque me prometieran que había de ser Papa no volvería al
seminario.
-Pero ¿por qué?
-Porque no creo; porque ya no creo; porque no creeré ya más.
Calló Juan y calló su compañero, y siguieron caminando uno junto a
otro.
La noche se entraba a más andar, y los dos muchachos apresuraron el
paso. El mayor, después de un largo momento de silencio, dijo:
-¡Bah!... Cambiarás de parecer.
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-Nunca.
-Apuesto cualquier cosa a que eso que me dijiste del padre Pulpon te
ha hecho decidirte.
-No; todo eso ha ido soliviantándome; he visto las porquerías que hay
en el seminario; al principio lo que vi, me asombró y me dio asco; luego,
me lo he explicado todo. No es que los curas son malos; es que la religión
es mala.
-Tú no sabes lo que dices, Juan.
-Cree lo que quieras. Yo estoy convencido; la religión es mala, porque
es mentira.
-Chico, me asombra oírte. Yo que te creía casi un santo. ¡Tú, el mejor
discípulo del curso! ¡El único que tenía verdadera fe, como decía el padre
Modesto!
-El padre Modesto es un hombre de buen corazón, pero es un
alucinado.
-¿Tampoco crees en él? Pero ¿cómo has cambiado de ese modo?
-Pensando, chico. Yo mismo no me he dado cuenta de ello. Cuando
comencé a estudiar el cuarto año con don Tirso Pulpon todavía tenía
alguna fe. Aquel año fue el del escándalo que dio el padre Pulpon con uno
de los chicos del primer curso, y, te digo la verdad, para mí, fue como si
me hubiesen dado una bofetada. Al mismo tiempo que con don Tirso,
estudiaba con el padre Belda, que, como dice el lectoral, es un ignorante
profeso. El padre Belda le odia al padre Pulpon, porque Pulpon sabe más
que él, y encargó a otro chico y a mí que nos enteráramos de lo que había
pasado. Aquello fue como meterse en una letrina. ¡Yo, qué había de
sospechar lo que pasaba! No sé si tú lo sabrás; pero si no lo sabes, te lo
digo: el seminario es una porquería completa.
-Sí, ya lo sé.
-Un horror. Desde que me enteré de estas cosas, no sé lo que me pasó;
al principio sentí asombro; luego, una gran indignación contra toda esa
tropa de curas viciosos que desacreditan su ministerio. Luego leí libros,
y pensé y sufrí mucho, y desde entonces ya no creo.
-¿Libros prohibidos?
-Sí.
-Últimamente, en la época de los exámenes dibujé una caricatura
brutal, horrorosa, del padre Pulpon, y algún amiguito suyo se la entregó.
Estábamos a la puerta del seminario hablando, cuando se presentó él:
«Quién ha hecho esto?», dijo, enseñando el dibujo. Todos se callaron; yo
me quedé parado. «¿Lo has hecho tú?», me preguntó. «Sí, señor». «Bien,
ya tendremos tiempo de vernos». Te digo que con esa amenaza los
primeros días que estuve aquí no podía ni dormir. Estuve pensando una
porción de cosas para sustraerme a su venganza, hasta que se me
ocurrió que lo más sencillo era no volver al seminario.
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-Yesos libros que has leído, ¿qué dicen?
-Explican cómo es la vida, la verdadera vida, que nosotros no
conocemos.
-¡Malhaya ellos! ¿Cómo se llaman esos libros?
-El primero que leí fue Los Misterios de París; después, El judío errante
y Los Miserables.
-¿Son de Voltaire?
-No.
Martín sentía una gran curiosidad por saber qué decían aquellos
libros.
-¿Dirán barbaridades?
-No.
-¡Cuenta! ¡Cuenta!
En Juan habían hecho las lecturas una impresión tan fuerte, que
recordaba todo con los más insignificantes detalles. Comenzó a narrar lo
que pasaba en Los Misterios de París, y no olvidó nada; parecía haber
vivido con el Churiador y la Lechuza, con el Maestro de Escuela, el
príncipe Rodolfo y Flor de María; los presentaba a todos con sus rasgos
característicos.
Martín escuchaba absorto; la idea de que aquello estaba prohibido por
la Iglesia, le daba mayor atractivo; luego, el humanitarismo declamador
y enfático del autor, encontraba en Juan un propagandista entusiasta.
Ya había cerrado la noche. Comenzaron los dos seminaristas a cruzar
el puente. El río, turbio, rápido, de color de cieno, pasaba murmurando
por debajo de las fuertes arcadas, y más allá, desde una alta presa
cercana, se derrumbaba con estruendo, mostrando sobre su lomo haces
de cañas y montones de ramas secas.
Y mientras caminaban por las calles del pueblo, Juan seguía contando.
La luz eléctrica brillaba en las vetustas casas, sobre los pisos
principales, ventrudos y salientes, debajo de los aleros torcidos,
iluminando el agua negra de la alcantarilla que corría por en medio del
barro. Y el uno contando y el otro oyendo, recorrieron callejas tortuosas,
pasadizos siniestros, negras encrucijadas...
Tras de los héroes de Eugenio Sué, fueron desfilando los de Víctor
Hugo, monseñor Bienvenido, Juan Valjean, Javert, Gavroche, Fantina,
los estudiantes y los bandidos de Patron Minette.
Toda esta fauna monstruosa bailaba ante los ojos de Martín una
terrible danza macabra.
-Después de esto -terminó diciendo Juan- he leído los libros de Marco
Aurelio y los Comentarios, de César, y he aprendido lo que es la vida.
-Nosotros no vivimos -murmuró con cierta melancolía Martín-. Es
verdad; no vivimos.
Luego, sintiéndose seminarista, añadió:
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-Pero, bueno; ¿tú crees que habrá ahora en el mundo un metafísico
como santo Tomás?
-Sí -afirmó categóricamente Juan.
-¿Y un poeta como Horacio?
-También.
-Y entonces, ¿por qué no los conocemos?
-Porque no quieren que los conozcamos. ¿Cuánto tiempo hace que
escribió Horacio? Hace cerca de dos mil años; pues, bien, los Horacios de
ahora se conocerán en los seminarios dentro de dos mil años. Aunque
dentro de dos mil años ya no habrá seminarios.
Esta conjetura, un tanto audaz, dejó a Martín pensativo. Era, sin
duda, muy posible lo que Juan decía; tales podían ser las mudanzas y
truecos de las cosas.
Se detuvieron los dos amigos un momento en la plaza de la iglesia,
cuyo empedrado de guijarros manchaba a trozos la hierba verde. La
pálida luz eléctrica brillaba en los negros paredones de piedra, en los
saledizos, entre los lambrequines, cintas y penachos de los escudos
labrados en los chaflanes de las casas.
-¡Eres muy valiente, Juan! -murmuró Martín.
-¡Bah!
-Sí, muy valiente.
Sonaron las horas en el reloj de la iglesia.
-Son las ocho -dijo Juan-; me voy a casa. Tú mañana te vas, ¿eh?
-Sí; ¿quieres algo para allá?
-Nada. Si te preguntan por mí, dices que no me has visto.
-¿Pero es tu última resolución?
-La última.
-¿Por qué no esperar?
-No. Me he decidido ya a no retroceder nunca.
-Entonces, ¿hasta cuando?
-No sé...; pero creo que nos volveremos a ver alguna vez. ¡Adiós!
-Adiós; me alegraré que te vaya bien por esos mundos.
Se dieron la mano. Juan salió por detrás de la iglesia al ejido del
pueblo, en donde había una gran cruz; luego bajó hacia el puente. Martín
entró por una tortuosa callejuela, un tanto melancólico. Aquella rápida
visión de una vida intensa le había turbado el ánimo.
Juan, en cambio, marchaba alegre y decidido. Tomó el camino de la
estación, que era el suyo. Una calma profunda envolvía el campo; la luna
brillaba en el cielo; una niebla azul se levantaba sobre la tierra húmeda,
y en el silencio de la noche apacible, sólo se oía el estruendo de las aguas
tumultuosas del río al derrumbarse desde la presa.
Pronto vio Juan a lo lejos brillar entre la bruma un foco eléctrico. Era
de la estación. Estaba desierta; entró Juan en una oscura sala ocupada
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por fardos y pellejos. Andaba por allí un hombre con una linterna.
-¿Eres tú? -le dijo a Juan.
-Sí.
-¿Qué has hecho que has venido tan tarde?
-He estado despidiéndome de la gente.
-Bueno; ya tienes preparado tu equipaje. ¿A qué hora vas a salir?
-Ahora mismo.
-Está bien.
Juan entró en la casa de su tío, y luego en su cuarto; tomó un saco de
viaje y un morralillo, y salió al andén. Se oyó el timbre anunciando la
salida del tren de la estación inmediata; poco después, un lejano silbido.
La locomotora avanzó, echando bocanadas de humo. Juan subió a un
coche de tercera.
-Adiós, tío.
-Adiós, y recuerdos.
Echó a andar el tren por el campo oscuro, como si tuviera miedo de no
llegar; a la media hora se detuvo en un apeadero desierto: un cobertizo
de cinc con un banco y un farol. Juan cogió su equipaje y saltó del vagón.
El tren, inmediatamente, siguió su marcha. La noche estaba fría; la luna
se había ocultado tras del lejano horizonte, y las estrellas temblaban en
el alto cielo; cerca se oía el rumor confuso y persistente del río. Juan se
acercó a la orilla y abrió su saco de viaje. Tanteando, encontró su
manteo, su tricornio y la beca, los libros de texto y los apuntes. Volvió a
meterlo todo, menos la ropa blanca, en el saco de viaje, e introdujo,
además, dentro, una piedra; luego, haciendo un esfuerzo, tiró el bulto al
agua, y el manteo, el tricornio, la beca, los apuntes, la metafísica y la
teología fueron a parar al fondo del río. Hecho esto se alejó de allí, y tomó
por la carretera. -¡Siempre adelante! -murmuró-. No hay que retroceder.
Toda la noche estuvo caminando sin encontrar a nadie; al amanecer se
cruzó con una fila de carretas de bueyes, cargadas de madera aserrada
y de haces de jara y de retama; por delante de cada yunta, con la aijada
al hombro, marchaban mujeres, cubierta la cabeza con el refajo.
Se enteró Juan por ellas del camino que debía seguir, y cuando el sol
comenzó a calentar, se tendió en la oquedad de una piedra, sobre las
hojas secas. Se despertó al mediodía, comió un poco de pan, bebió agua
en un arroyo, y, antes de comenzar la marcha, leyó un trozo de los
Comentarios, de César.
Reconfortado su espíritu con la lectura, se levantó y siguió andando.
En la soledad, su espíritu atento encontró el campo lleno de interés. ¡Qué
diversas formas! ¡Qué diversos matices de follaje presentaban los
árboles! Unos, altos, robustos, valientes; otros, rechonchos,
achaparrados; unos, todavía verdes; otros, amarillos; unos, rojos, de
cobre; otros, desnudos de follaje, descarnados como esqueletos; cada
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uno de ellos, según su clase, tenía hasta un sonido distinto al ser
azotado por el viento: unos temblaban con todas sus ramas, como un
paralítico con todos sus miembros; otros doblaban su cuerpo en una
solemne reverencia; algunos, rígidos e inmóviles, de hoja verde, perenne,
apenas se estremecían con las ráfagas de aire. Luego el sol jugueteaba
entre las hojas, y aquí blanqueaba y allí enrojecía, y en otras partes
parecía abrir agujeros de luz entre las masas de follaje. ¡Qué enorme
variedad! Juan sentía despertarse en su alma, ante el contacto de la
Naturaleza, sentimientos de una dulzura infinita.
Pero no quería abandonarse a su sentimentalismo, y durante el día dos
o tres veces leía en alta voz los Comentarios, de César, y esta lectura era
para él una tonificación de la voluntad...
Una mañana cruzaba de prisa un húmedo helechal, cuando se le
presentaron dos guardas armados de escopeta, seguidos de perros y de
una bandada de chiquillos. Los perros husmearon entre las hierbas,
aullando, pero no encontraron nada; uno de los muchachos dijo:
-Aquí hay sangre.
-Entonces alguien ha cobrado la pieza -exclamó uno de los guardas-.
Será éste -y abalanzándose a Juan le asió fuertemente del brazo-. ¿Tú
has cogido una liebre muerta aquí?
-Yo, no -contestó Juan.
-Sí; tú la has cogido. Tráela -y el guarda le agarró a Juan de una oreja.
-Yo no he cogido nada. Suelte usted.
-Registradle.
El otro guarda le sacó el morral y lo abrió. No había nada.
-Entonces la has escondido —-dijo el primer guarda sujetándole a
Juan del cuello-. Di, dónde está.
-Que digo que yo nada he cogido -exclamó Juan, sofocado y lleno de
ira.
-Ya lo confesarás -murmuró el guarda, quitándose el cinturón y
amenazándole con él.
Los chicos que acompañaban a los guardas en el ojeo rodearon a Juan,
riéndose. Éste se preparó para la defensa. El guarda, algo asustado, se
detuvo. En esto se acercó al grupo un señor, vestido de pana, con
pantalón corto, polainas y sombrero ancho, blanco.
-¿Qué se hace? -gritó furioso-. Aquí estamos esperando. ¿Por qué no
se sigue el ojeo?
El guarda explicó lo que pasaba.
-Darle una buena azotaina -dijo el señor.
Se iba a proceder a lo mandado, cuando un chico vino corriendo a
decir que había pasado a campo traviesa un hombre escotero, con una
liebre en la mano.
-Entonces, no era éste el ladrón. Vámonos.
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-¡Por Cristo, que si alguna vez puedo -gritó Juan al guardame he de
vengar cruelmente!
Corriendo, devorando lágrimas de rabia, atravesó el helechal, hasta
salir al camino; no había andado cien pasos, cuando vio de pie, con la
escopeta en la mano, al hombre vestido de cazador.
-No pases -le gritó éste.
-El camino es de todos -contestó Juan, y siguió andando.
-Que no pases, te digo.
Juan no hizo caso; adelantó con la cabeza erguida, sin mirar atrás. En
esto sonó una detonación, y Juan sintió un dolor ligero en el hombro. Se
llevó la mano por encima de la chaqueta y vio que tenía sangre.
-¡Canalla! ¡Bandido! -gritó.
-Te lo había dicho. Así aprenderás a obedecer -contestó el cazador.
Siguió Juan andando. El hombro le iba doliendo cada vez más.
Le quedaban todavía unos céntimos, y llamó en una ventana que
encontró en el camino. Entró en el zaguán y contó lo que le había pasado.
La ventera le trajo un poco de agua para lavarse la herida, y después le
llevó al pajar. Había allí otro hombre tendido, y, al oír quejarse a Juan,
le preguntó lo que tenía. Se lo contó Juan, y el hombre dijo:
-Vamos a ver qué es eso.
Tomó el farol que había dejado la ventera en el dintel del pajar, y le
reconoció la herida.
-Tienes tres perdigones. Descansa unos días, y se te curará esto.
Juan no pudo dormir con el dolor en toda la noche. A la mañana
siguiente, al rayar el alba, se levantó y salió de la venta.
El hombre que dormía en el pajar le dijo:
-Pero ¿adónde vas?
-Adelante; no me paro por esto.
-¡Eres valiente! Vamos andando.
Tenía Juan el hombro hinchado y le dolía al andar; pero, después de
una caminata de dos horas, ya no sintió el dolor. El hombre del pajar era
un mendigo vagabundo.
Al cabo de un rato de marcha, le dijo a Juan:
-Siento que por mi causa te hayan jugado una mala partida.
-¿Por su causa? -preguntó Juan.
-Sí; yo me llevé la liebre. Pero hoy la comeremos los dos.
Efectivamente, al llegar al cauce de un río, el vagabundo encendió
fuego y guisó un trozo de la liebre. La comieron los dos, y siguieron
andando.
Cerca de una semana pasó Juan con el vagabundo. Era éste un tipo
vulgar, mitad mendigo, mitad ladrón; poco inteligente, pero hábil. No
tenía más que un sentimiento fuerte, el odio por el labrador, unido a un
instinto antisocial enérgico. En un pueblo donde se celebraban ferias, el
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vagabundo, reunido con unos gitanos, desapareció con ellos.
Un día estaba Juan sentado en la hierba; al borde de un sendero,
leyendo, cuando se le presentaron dos guardias civiles.
-¿Qué hace usted aquí? - le preguntó uno de ellos.
-Voy de camino.
-¿Tiene usted cédula?
-No, señor.
-Entonces, venga usted con nosotros.
-Vamos allá.
Metió Juan el libro en el bolsillo, se levantó y echaron los tres a andar.
Uno de los guardias tenía grandes bigotes amenazadores y el ceño
terrible; el otro parecía campesino. De pronto, el de los bigotes, mirando
a Juan de modo fosco, le preguntó:
-Tú te habrás escapado de casa, ¿eh?
-Yo, no, señor.
-¿Adónde vas?
-A Barcelona.
-¿Así, andando?
-No tengo dinero.
-Mira, dinos la verdad y te dejamos marchar.
-Pues la verdad es que soy estudiante de cura y he ahorcado los
hábitos.
-Has hecho bien -gritó el de los bigotes.
-¿Y por qué no quieres ser cura? -preguntó el otro-. Es un bonito
empleo.
-No tengo vocación.
-Además, le gustarán las chicas -añadió el bigotudo-. Y tus padres,
¿qué han dicho a eso?
-No tengo padre ni madre.
-¡Ah!, entonces..., entonces, es otra cosa...; estás en tu derecho.
Al decir esto, el de los bigotes sonrió. A primera vista era un hombre
imponente; pero, al hablar, se le notaba en los ojos y en la sonrisa una
gran expresión de bondad.
-¿Y qué vas a hacer en Barcelona?
-Quiero ser dibujante.
-¿Sabes algo ya del oficio?
-Sí; algo sé.
Fueron así charlando, atravesaron unos pinares en donde el sol
brillaba espléndido, y se acercaron a un pueblecito que en la falda de una
montaña se asentaba. Juan, a su vez, hizo algunas preguntas acerca del
nombre de las plantas y de los árboles a los guardias. Se veía que los dos
habían trocado el carácter adusto y amenazador del soldado, por la
serenidad y la filosofía del hombre del campo.
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Al entrar en una calzada en cuesta, que llevaba al pueblo, se les acercó
un hombre a caballo, ya viejo, y con boina.
-¡Hola, señores! ¡Buenas tardes! -dijo.
-¡Hola, señor médico!
-¿Quién es este muchacho?
-Uno que hemos encontrado en el camino leyendo.
-¿Lo llevan ustedes preso?
-No.
El médico hizo algunas preguntas a Juan, y éste le explicó adónde iba
y lo que pensaba hacer; y hablando todos juntos, llegaron al pueblo.
-Vamos a ver tus habilidades -dijo el médico-. Entraremos aquí, en
casa del alcalde.
La casa del alcalde era de esas tiendas del pueblo en donde se vende
de todo, y que son, además, medio posadas y medio tabernas.
-Danos una hoja de papel blanco -dijo el médico a la muchacha del
mostrador.
-No hay -contestó ella muy desazonada.
-¿Habrá un plato? -preguntó Juan.
-Sí, eso sí.
Trajeron un plato y Juan lo ahumó con el candil. Después cogió una
varita, la hizo punta y comenzó a dibujar con ella. El médico, los dos
guardias y algunos otros que habían entrado, rodearon al muchacho y se
pusieron a mirar lo que hacía, con verdadera curiosidad. Juan dibujó
una luna entre nubes y el mar iluminado por ella, y unas lanchitas con
las velas desplegadas.
La obra produjo verdadera admiración entre todos.
-No vale nada -dijo Juan-; todavía no sé.
-¿Cómo que no vale nada? -replicó el médico-. Está muy bien. Yo me
llevo esto. Vete mañana a mi casa. Tienes que hacerme dos platos como
éste, y además un dibujo grande.
Los dos guardias también querían que Juan les pintase un plato; pero
había de ser igual que el del médico; con las mismas nubes, y las mismas
lanchitas.
Durmió Juan en la posada, y al día siguiente fue a casa del médico, el
cual le dio una fotografía para que la copiase en tamaño grande. Tardó
unos días en hacer su obra. Mientras tanto, comió en casa del médico.
Era este señor viudo y tenía siete hijos. La mayor, una muchacha de la
edad de Juan, con una larga trenza rubia, se llamaba Margarita y hacía
de ama de casa. Juan le contó ingenuamente su vida. Al cabo de una
semana de estar allí, al despedirse de todos, le dijo a Margarita con cierta
solemnidad:
-Si consigo alguna vez lo que quiero, la escribiré a usted.
-Bueno -contestó ella riéndose.
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Antes de su salida del pueblo fue Juan a despedirse también de los dos
guardias.
-Vas a ir por el monte o por la carretera? -le preguntó el de los bigotes.
-No sé.
-Si vas por el monte, nosotros te enseñaremos el camino.
-Entonces, iré por el monte.
Al amanecer, después de una noche de insomnio, sobre el duro saco
de paja, se levantó Juan; en la cocina de la venta estaban ya los
guardias. Salieron los tres. Aún no había amanecido cuando comenzaron
a subir por el camino en zigzag, lleno de piedras blancas, que escalaba
el monte, entre encinas corpulentas de hojas rojizas. Salió el sol; desde
la altura se veía el pueblo en el fondo de un valle estrecho; Juan buscó
con la mirada la casa del médico; en una de las ventanas había una
figura de mujer. Juan sacó su pañuelo y lo hizo ondear en el aire; luego
se secó disimuladamente una lágrima... Siguieron andando; desde allá el
sendero corría en línea recta por el declive de una falda cubierta de
césped en la que los rebaños blancos y negros pastaban al sol; luego, las
sendas se divisaban y se juntaban camino adelante. Encontraron al paso
un viejo harapiento, con las guedejas largas y la barba hirsuta. Iba
descalzo, apenas vestido, y llevaba una piedra al hombro. Le llamaron los
dos guardias, el hombre miró de través y siguió andando.
-Es un inocente -dijo el de los bigotes-; ahí abajo vive solo, con su perro
-y mostró una casa de ganado, con una huerta limitada por tapia baja
hecha de grandes piedras.
Al final del sendero que atravesaba el declive, el camino se torcía y
pasaba por entre pinares, hasta terminar junto al lecho seco de un
torrente lleno de ramas muertas. Los guardias y Juan comenzaron a
subir por allá. Era la ascensión fatigosa. Juan, rendido, se paraba a cada
instante, y el guardia de los bigotes le gritaba con voz campanuda:
-No hay que pararse. Al que se pare le voy a dar dos palos -y después
añadía, sonriendo y haciendo molinetes con una garrota que acababa de
cortar-: ¡Arriba, chiquito!
Terminó la subida por el lecho del torrente y pudieron descansar en un
abrigadero de la montaña. Se divisaban desde allá extensiones sin
límites, cordilleras lejanas como murallas azules, sierras desnudas de
color de ocre y de color de rosa, montes apoyados unos en otros. El sol
se había ocultado; algunos nubarrones violáceos avanzaban lentamente
por el cielo azul.
-Tendrás que volver con nosotros, chiquito -dijo el guardia de los
bigotes-; se barrunta la borrasca.
-Yo sigo adelante -dijo Juan.
-Tanta prisa tienes?
-Sí, no quiero volver atrás.
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-Entonces, no esperes; vete de prisa a ganar aquella quebrada.
Pasándola, poco después hay un chozo donde podrás guarecerte.
-Bueno. ¡Adiós!
-¡Adiós, chiquito!
Juan estaba cansado, pero se levantó y comenzó a subir la última
estribación del monte por una escabrosa y agria cuesta.
-No hay que retroceder nunca -murmuró entre dientes.
Los nubarrones iban ocultando el cielo; el viento venía denso, húmedo,
lleno de olor de tierra; en las laderas las ráfagas huracanadas rizaban la
hierba amarillenta; en las cumbres, el aire apenas movía las copas de los
árboles de hojas rojizas. Luego, las faldas de los montes se borraron
envueltas en la niebla; el cielo se oscureció más; pasó una bandada de
pájaros gritando...
Comenzaron a oírse a lo lejos los truenos; algunas gruesas gotas de
agua sonaron entre el follaje; las hojas secas danzaron frenéticas de aquí
para allá; corrían en pelotón por la hierba, saltaban por encima de las
malezas, escalaban los troncos de los árboles, caían y volvían a rodar por
los senderos... De repente, un relámpago formidable desgarró con su luz
el aire, y al mismo tiempo, una catarata comenzó a caer de las nubes. El
viento movió con rabia loca los árboles y pareció querer aplastarlos
contra el suelo.
Juan llegó a la parte más alta del monte, un callejón entre paredes de
roca. Las bocanadas de viento encajonado no le dejaban avanzar.
Los relámpagos se sucedían sin intervalos; el monte, continuamente
lleno de luz, temblaba y palpitaba con el fragor de la tempestad y parecía
que iba a hacerse pedazos.
-No hay que retroceder -se decía Juan a sí mismo.
La hermosura del espectáculo le admiraba en vez de darle terror; en las
puntas de los hastiales de ambos lados de esquistos agudos caían los
rayos como flechas.
Juan siguió a la luz de los relámpagos a lo largo de aquel desfiladero
hasta encontrar la salida.
Al llegar aquí, se detuvo a descansar un instante. El corazón le latía
con violencia; apenas podía respirar.
Ya la tempestad huía; abajo, por la otra parte de la quebrada, se veía
brillar el sol sobre la mancha verde de los pinares...; el agua clara y
espumosa corría a buscar los torrentes; entre las masas negruzcas de las
nubes aparecían jirones de cielo azul.
-¡Adelante siempre! -murmuró Juan. Y siguió su camino.
La lucha por la vida III. Aurora roja
Primera parte
I
Un barrio sepulcral - Divagaciones trascendentales
Electricidad y peluquería - Tipos raros, buenas personas
La casa estaba en esa plazoleta sin nombre, cruzada por la calle de
Magallanes, cerca de antiguos y abandonados cementerios. Limitaban la
plazoleta, por un lado, unas cuantas casas sórdidas que formaban una
curva, y por el otro, un edificio amarillo, bajo, embutido en larga tapia.
Este edificio amarillo, con su bóveda pizarrosa, su tinglado de hierro y su
campana, era, a juzgar por un letrero medio borrado, la parroquia de
Nuestra Señora de los Dolores.
A derecha e izquierda de esta iglesia seguía una tapia medio derruida;
a la izquierda, la tapia era corta y tenía una puerta pequeña, por cuyas
rendijas se veía el cementerio, con los nichos vacíos y las arcadas
ruinosas; a la derecha, en cambio, la pared, después de limitar la
plazoleta, se torcía en ángulo obtuso, formando uno de los lados de la
calle de Magallanes, para lo cual se unía a las verjas, paredones, casillas
y cercas de varios cementerios escalonados unos tras de otros. Estos
cementerios eran el general del Norte, las Sacramentales de San Luis y
San Ginés y la Patriarcal.
Al terminar los tapiales en el campo, desde su extremo se veían en un
cerrillo las copas puntiagudas de los cipreses del cementerio de San
Martín, que se destacaban rígidas en el horizonte.
Por lo dicho, se comprende que pocas calles podrían presentar méritos
tan altos, tan preeminentes para obtener los títulos de sepulcral y de
fúnebre como la de Magallanes.
En Madrid, donde la calle profesional no existe, en donde todo anda
mezclado y desnaturalizado, era una excepción honrosa la calle de
Magallanes, por estar francamente especializada, por ser exclusivamente
fúnebre, de una funebridad única e indivisible. Solamente podía
parangonarse en especialización con ella alguna otra callejuela de
barrios bajos y la calle de la justa, hoy de Ceres. Esta última, sobre todo,
dedicada galantemente a la diosa de las labores agrícolas, con sus
casuchas bajas en donde hacen tertulia los soldados; esta calle, resto del
15
antiguo burdel, poblada de mujeronas bravías, con la colilla en la boca,
que se hablan de puerta a puerta, acarician a los niños, echan céntimos
a los organilleros y se entusiasman y lloran oyendo cantar canciones
tristes del presidio y de la madre muerta, podía sostener la comparación
con aquélla, podía llamarse, sin protesta alguna, calle del Amor, como la
de Magallanes podía reclamar con justicia, el nombre de calle de la
Muerte.
Otra cualidad un tanto paradójica unía a estas dos calles, y era que,
así como la de Ceres, a fuerza de ser francamente amorosa, recordaba el
sublimado corrosivo y a la larga la muerte; así la de Magallanes, por ser
extraordinariamente fúnebre, parecía a veces una calle jovial, y no era
raro ver en ella a algún obrero cargado de vino, cantando, a alguna
pareja de golfos sentados en el suelo, recordando sus primeros amores.
La plazoleta innominada, cruzada por la calle de Magallanes, tenía una
parte baja por donde corría ésta y otra a un nivel más alto, que formaba
como un raso delante de la parroquia. En este raso o meseta, con una
gran cruz de piedra en medio, solían jugar los chicos novilleros de la
vecindad.
Todas las casas de la plazoleta y de la calle de Magallanes eran
viviendas pobres, la mayoría de piso bajo, con un patio grande y puertas
numeradas; casi todas ellas eran nuevas, y en la línea entera únicamente
había una casa aislada, una casita vieja de un piso, pequeña y rojiza.
Tenía la tal casuca un tejado saliente y alabeado, puerta de entrada en
medio, a un lado de ésta una barbería y al otro una ventana con rejas.
Algunas casas, como los hombres, tienen fisonomía propia, y aquélla
la tenía; su fachada era algo así como el rostro de un viejo alegre y
remozado; los balcones con sus cortinillas blancas y sus macetas de
geranios rojos y capuchinas verdes, debajo del alero torcido y
prominente, parecían ojos vivarachos sombreados por el ala de un
chambergo.
La portada de la barbería era azul, con un rótulo blanco que decía:
LA ANTISÉPTICA
PELUQUERÍA ARTÍSTICA
En los tableros de ambos lados de la tienda había pinturas alegóricas:
en el de la izquierda se representaba la sangría por un brazo, del cual
manaba un surtidor rojo, que iba a parar con una exactitud matemática
al fondo de una copa; en el otro tablero se veía una vasija repleta de
cintas oscuras. Después de contemplar éstas durante algún tiempo, el
observador se aventuraba a suponer si el artista habría tratado de
representar un vivero de esos anélidos vulgarmente llamados
sanguijuelas.
Pío Baroja
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¡La sangría! ¡Las sanguijuelas! ¡A cuántas reflexiones
médicoquirúrgicas no se prestaban estas elegantes alegorías!
Del otro lado de la puerta de entrada, en el cristal de la ventana con
rejas, escrito con letras negras, se leía:
REBOLLEDO
MECÁNICO-ELECTRICISTA
SE HACEN INSTALACIONES DE LUCES
TIMBRES, DINAMOS, MOTORES
LA ENTRADA POR EL PORTAL
Y, para que no hubiera lugar a dudas, una mano con ademán
imperativo mostraba la puerta, oficiosidad un tanto inútil, porque no
habla más portal que aquél en la casa.
Los tres balcones del único piso, muy bajos, casi cuadrados, estaban
atestados de flores. En el de en medio, la persiana verde, antes de llegar
al barandado, se abombaba al pasar por encima de un listón saliente de
madera; de este modo, la persiana no cubría completamente el balcón y
dejaba al descubierto un letrero que decía:
BORDADORA
SE DAN LECCIONES
El zaguán de la casa era bastante ancho; en el fondo, una puerta daba
a un corralillo; a un lado partía recia escalera de pino, muy vieja, en
donde resonaban fuertemente los pasos.
Eran poco transitados aquellos parajes; por la mañana pasaban carros
con grandes piedras talladas en los solares de corte y volquetes cargados
de escombros.
Después, la calle quedaba silenciosa, y en las horas del día no
transitaban por ella más que gente aviesa y maleante.
Algún trapero, sentado en los escalones de la gran cruz de piedra,
contemplaba filosóficamente sus harapos; algunas mujeres pasaban con
la cesta al brazo, y algún cazador, con la escopeta al hombro, cruzaba
por aquellos campos baldíos.
Al caer de la tarde los chicos que salían de una escuela de párvulos
llenaban la plaza; pasaban los obreros, de vuelta del Tercer Depósito, en
donde trabajaban, y ya al anochecer, cuando las luces rojas del poniente
se oscurecían y las estrellas comenzaban a brillar en el cielo, se oía,
melancólico y dulce, el tañido de las esquilas de un rebaño de cabras.
Una tarde de abril, en el taller de Rebolledo, el mecánico-electricista,
Perico y Manuel charlaban.
-¿No salís hoy? -preguntó Perico.
La lucha por la vida III. Aurora roja
17
-¿Quién sale con este tiempo? Va a llover otra vez.
-Sí, es verdad.
Manuel se acercó a mirar por la ventana. El cielo estaba nublado, el
ambiente gris; el humo de una fábrica salía de la alta chimenea y
envolvía la torre de ladrillo y la cúpula pizarrosa de una iglesia cercana.
El lodo cubría el raso de la parroquia de los Dolores, y en la calle de
Magallanes, el camino, roto por la lluvia y por las ruedas de los carros,
tenía profundos surcos llenos de agua.
-¿Y la Salvadora? -preguntó Perico.
-Bien.
-¿Ya está mejor?
-Sí. No fue nada... un vahído.
-Trabaja mucho.
-Sí; demasiado. Se lo digo, pero no me hace caso.
-Vais a haceros ricos pronto. Ganáis mucho y gastáis poco.
-¡Pchs!... no sé.
-¡Bah!... que no sabes...
-No. Que ésas deben tener algún dinero guardado, sí; pero, no sé
cuánto... para emprender algo; nada.
-¿Y qué emprenderías tú si tuvieras dinero?
-¡Hombre!... tomaría una imprenta.
-¿Y qué le parece eso a la Salvadora?
-Bien; ella, como es tan decidida, cree que todo se puede conseguir con
voluntad y con paciencia, y cuando le digo que hay alguna máquina que
se vende o algún local que se alquila, me hace ir a verlos... Pero, todavía
eso está muy lejos; quizá, tiempo adelante podamos hacer algo.
Manuel volvió a mirar distraído por la ventana, mientras Perico le
contemplaba con curiosidad. Comenzó a llover; cayeron gruesas gotas,
como perlas de acero, que saltaron en el agua negra de los charcos; poco
después una ráfaga de viento arrastró las nubes y salió el sol; se aclaró
el cuarto; al poco tiempo volvió a nublarse, y el taller de Perico Rebolledo
quedó a oscuras.
Manuel seguía con la vista los cambios de forma del humo negrísimo
espirado por la chimenea de la fábrica; unas veces subía a borbotones,
oblicuamente, en el aire gris; otra, era una humareda tenue que
rebasaba los bordes del tubo, como el agua en un surtidor sin fuerza, y
se derramaba por las paredes de la chimenea; otras, subía como una
columna recta al cielo, ,v, cuando venía una ráfaga huracanada, el viento
parecía arrancar violentamente pedazos de humo y escamotearlos en la
extensión del espacio.
El cuarto donde hablaban Perico y Manuel era el taller del electricista:
un cuartito pequeño y bajo de techo como un camarote de barco. En la
ventana, sobre el alféizar, había un cajón lleno de tierra, donde nacía
Pío Baroja
18
una parra que salía al exterior por un agujero de la madera. En medio
del cuarto estaba la mesa de trabajo, y, unido a ésta, un banco de
carpintero con su tornillo de presión. A un lado de la ventana, en la
pared, había un reloj de pesas, de madera pintarrajeada, y al otro lado,
una librería alta con unos cuantos tomos, y, en el último estante, un
busto de yeso que, desde. la altura que se encontraba, miraba con cierto
olímpico desdén a todo el mundo. Había, además, en las paredes, un
cuadro para probar lamparillas eléctricas, dos o tres mapas, fajos de
cordones flexibles, y, en el fondo, un viejísimo y voluminoso armario
desvencijado. Encima de este armatoste, entre llaves de metal y de
porcelana, se advertía un aparato extraño, cuya aplicación práctica era
difícil de comprender al primer golpe de vista, y, quizá, también al
segundo.
Era un artificio mecánico, movido por la electricidad, que Perico tuvo
en el escaparate durante mucho tiempo como un anuncio de su
profesión. Un motor eléctrico movía una bomba; ésta sacaba el agua de
una cubeta de cinc y la echaba a un depósito de cristal, colocado en alto;
de aquí el agua pasaba por un canalillo, y, después de mover una rueda,
caía a la cubeta de cinc, de donde había partido. Esta maniobra continua
del aparato atraía continuamente un público de chiquillos y de vagos.
Perico se cansó de exhibirlo, porque se colocaban los grupos delante de
la ventana y le quitaban la luz.
-Sí, hombre -dijo Perico después de un largo rato de silencio-; debías
establecerte cuanto antes y casarte.
-¡Casarme! ¿Con quién?
-¡Toma! ¿Con quién? Con la Salvadora. Tu hermana, el chiquillo, tú y
ella... podéis vivir al pelo.
-Es que la Salvadora es una mujer muy rara, chico -dijo Manuel-. ¿Tú
la entiendes? Pues yo tampoco. Me tiene, creo yo, algún cariño, porque
soy de la casa, como al gato; pero en lo demás...
-¿Y tú?
-Hombre, yo no sé si la quiero o no.
-¿Aún te acuerdas de la otra?
-Al menos aquélla me quería.
-Lo que no impidió que te dejara; la Salvadora te quiere.
-¡Qué sé yo!
-No digas. Si no hubiese sido por ella, ¿dónde estarías tú?
-Estaría hecho un golfo.
-Me parece.
-Si no lo dudo; pero el cariño no es como el agradecimiento.
-¿Y tú no tienes más que agradecimiento por ella?
-No lo sé, la verdad. Yo creo que por ella sería capaz de hacer cualquier
cosa; pero me impone como s¡ fuera una hermana mayor, casi como si
La lucha por la vida III. Aurora roja
19
fuera mi madre.
Manuel calló, porque el padre del electricista, Rebolledo el jorobado, y
un amigo suyo entraron en el taller.
Eran los reciénvenidos un par de tipos extravagantes; llevaba
Rebolledo, padre, un sombrero hongo de color café con leche, con gasa
negra, chaqueta casi morada, pantalones casi amarillentos, de color de
la bandera de la peste, y un bastón de caña con puño de cuerno.
El amigo era un viejecillo con aire de zorro, de ojos chiquitos y
brillantes, nariz violácea, surcada por rayas venosas, y bigote corto y
canoso. Iba endomingado. Vestía una chaqueta de un paño duro como
piedra, un pantalón de pana, un bastón hecho con cartas, con una bola
de puño, y, en el chaleco, una cadena de reloj con dijes. Este hombre se
llamaba Canuto, el señor Canuto, y vivía en una de las casas anejas al
cementerio de la Patriarcal.
-¿No está tu hermana? -preguntó Rebolledo, el barbero, a Manuel.
-No; ya ve usted.
-Pero bajará.
-Creo que sí.
-Le voy a llamar.
El jorobado salió al portal y gritó varias veces:
-¡Señá Ignacia! ¡Señá Ignacia!
-Ya vamos -contestaron de arriba.
-¿Tú querrás jugar? -preguntó el barbero a Manuel.
-Hombre... la verdad; no me distrae.
-¿Y tú? -añadió, dirigiéndose a su hijo.
-No, padre, no.
-Bueno; como quieras.
-A éstos no les gustan las diversiones manuales -dijo, muy serio, el
señor Canuto.
-¡Pchs!, si no somos más que tres, jugaremos al tute arrastrado
-murmuró él barbero.
Se presentó la Ignacia en el cuarto: una mujer de treinta a cuarenta,
muy esmirriada, y poco después entró la Salvadora.
-¿Y Enrique? -la dijo Manuel.
-En el patio de al lado, jugando.
-¿Quieres echar una partida? -preguntó Rebolledo a la muchacha.
-Bueno.
-Entonces, somos dos contra dos.
-Ya la han pescado a usted -dijo Perico a la Salvadora-, la compadezco.
-Tú, cállate -exclamó el barbero-; estos muchachos son unos sosos.
Anda, siéntate aquí, Salvadora. Tú y yo en contra de la señá Ignacia y del
señor Canuto. Les vamos a ganar; ya verás... y eso que son dos marrajos.
Pío Baroja
20
Corte usted, señá Ignacia... Vamos allá.
Los dos hombres y la Ignacia jugaban con gran atención; la Salvadora
se distraía, pero ganaba.
Mientras tanto, Perico y Manuel hablaban cerca de la ventana. Sonaba
en la calle el gotear de la lluvia densa y ruidosa. Perico explicaba las
cosas que tenía en estudio, entre las cuales había una que se figuraba
haber ya resuelto, y que era la simplificación de los arcos voltaicos;
pensaba pedir patente para explotar su invento.
Hablaba el electricista con Manuel, pero no dejaba de contemplar a la
Salvadora con una mirada humilde llena de entusiasmo. En esto,
apareció en el cristal de la ventana una cabeza que estuvo largo rato
mirando hacia adentro.
-¿Quién es ese fisgón? -preguntó Rebolledo.
Manuel se asomó a la ventana. Era un joven vestido de negro, delgado,
pálido, con sombrero puntiagudo y el pelo largo. El joven retrocedió
hasta el medio de la calle para mirar la casa.
-Parece que anda buscando algo -dijo Manuel.
-¿Quién es? -preguntó la Salvadora.
-Un tipo raro, con melena, que anda por ahí mojándose -contestó
Perico.
La Salvadora se levantó para verle.
-Será algún pintor -dijo.
-Mal tiempo ha escogido para salir a pintar -repuso el señor Canuto.
El joven, después de mirar y remirar la casa, se decidió a meterse en
el portal.
-Vamos a ver lo que quiere -murmuró Manuel; y, abriendo la puerta
del cuarto, salió al zaguán, en donde estaba el joven de las melenas,
seguido de un perro negro de lanas finas y largas.
-¿Vive aquí Manuel Alcázar? -preguntó el joven de las melenas, con
ligero acento extranjero.
-¡Manuel Alcázar! ¡Soy yo!
-¿Tú?... Es verdad... ¿No me conoces? Soy Juan.
-¿Qué Juan?
Juan... tu hermano.
-¿Tú eres Juan? ¿Pero de dónde vienes? ¿De dónde has salido?
-Vengo de París, chico; pero, déjame que te vea -y Juan llevó a Manuel
hasta la calle-. Sí, ahora te reconozco -le dijo, y le abrazó, echándole los
brazos al cuello-; pero, ¡cómo has variado! ¡Qué distinto estás!
-Tú, en cambio, estás igual, y hace ya quince años que no nos hemos
visto.
-¿Y las hermanas?
-Una vive conmigo. Anda, sube a casa.
Manuel, azorado con la llegada imprevista de su hermano, le
La lucha por la vida III. Aurora roja
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acompañó hasta el piso principal.
Rebolledo, el señor Canuto y los demás, desde ta puerta del taller,
presenciaron la entrevista con el mayor asombro.
Pío Baroja
II
La vida de Manuel - La tertulia del Enano
El señor Canuto y su fraseología
Manuel había llegado a encarrilarse, a reglamentar su trabajo y su
vida. El primer año, la amistad de Jesús le arrastró en algunas
ocasiones. Luego dejaron de vivir juntos. La Fea se casó con el Aristón, y
la Ignacia, la hermana de Manuel se quedó viuda. La Ignaciano tenía
medios de ganarse la vida; lo único que sabía era lamentarse, y con sus
lamentaciones convenció a su hermano de que viviera con ella.
La Salvadora se fue con la Fea, a la que consideraba como su hermana;
pero, a los pocos días, salió de la casa porque Jesús no la dejaba a sol y
a sombra, empeñado en convencerla de que tenía que amontonarse con
él. Entonces, la Salvadora fue a vivir con Manuel y con la Ignacia.
Pactaron que ella daría una parte a la Ignacia, para la comida de su
hermano y la suya. Buscaron casa y la encontraron en la calle de
Magallanes que, además de ser barata, estaba cerca del taller donde
trabajaba Manuel.
Al poco tiempo, ya no se hicieron cuentas aparte. La Salvadora fue la
depositaria del dinero, y la Ignacia, la que llevaba el peso de la casa y
hacía la comida, mientras lanzaba quejas contra el destino adverso.
Con el objeto de librarse de la explotación de los camiseros, la
Salvadora y la Fea habían puesto, entre las dos, una tienda de
confecciones de ropas para niños en la calle del Pez. La Salvadora iba
todas las mañanas a la tiendecilla, y por la tarde trabajaba en casa.
Luego se le ocurrió que podría aprovechar estas horas dando lecciones
de bordado, y no se descuidó; puso su muestra en el balcón, y, al cabo
de cuatro o cinco meses, iban, por la tarde, cerca de veinte chiquillas con
sus bastidores a aprender a bordar.
Este trabajo, de día en el taller, por la tarde en la escuela y de noche
en casa, y la falta de sueño, tenían a la muchacha flaca y con grandes
ojeras. No recordaba lo que había sido de niña; su carácter se había
dulcificado de tal manera, que estaba desconocida; lo único que persistía
en ella era su amor al trabajo. A los veinte años, la Salvadora era una
23
muchacha alta, esbelta, con la cintura que hubiera podido rodear una
liga, y la cabeza pequeña.
Tenía la nariz corta, los ojos oscuros, grandes, el perfil recto y la
barbilla algo saliente, lo que le daba un aspecto de dominio y de tesón.
Se peinaba dejándose un bucle que le llegaba hasta las cejas y le
ocultaba la frente, y esto contribuía a darle un aire más imperioso.
Por la calle llevaba siempre un ceño de mal humor, pero cuando
hablaba y sonreía variaba por encanto.
Su expresión era una mezcla de bondad, de amargura y de timidez que
despertaba una profunda simpatía; su risa le iluminaba el rostro; pero,
a veces, sus labios se contraían de una manera tan sarcástica, tan
punzante, que su sonrisa entonces parecía penetrar como la hoja de un
cuchillo.
Aquella cara tan expresiva, en donde se transparentaba unas veces la
ironía y la gracia; otras, como un sufrimiento lánguido, contenido,
producía a la larga un deseo vehemente de saber qué pasaba dentro de
aquella cabeza voluntariosa. La Salvadora, como casi todas las mujeres
enérgicas y algo románticas, era entusiasta de los animales; con ella la
casa, al cabo de algún tiempo, parecía un arca de Noé. Había gallinas,
palomas, unos cuantos conejos en el corral, dos canarios, un verderón y
un gatito rojo, que se llamaba Roch.
Algunas veces Manuel, cuando salía pronto de la imprenta, bajaba por
la calle Ancha y esperaba a la Salvadora. Pasaban las modistas en
grupos, hablando, bromeando, casi todas muy peripuestas y bien
peinadas; la mayoría, finas, delgaditas, la cara indicando la anemia, los
ojos maliciosos, oscuros, verdes, grises; unas con mantilla, otras de
mantón, y sin nada a la cabeza. En medio de algún grupo de éstos solía
aparecer la Salvadora: en invierno, de mantón; en verano, con su traje
claro, la mantilla recogida y las tijeras que le colgaban del cuello. Se
destacaba del grupo de sus amigas y se acercaba a Manuel, y los dos
juntos marchaban calle arriba, hablando de cosas indiferentes, algunas
veces sin cambiar una palabra.
A Manuel le halagaba que supusieran que la Salvadora era su novia, y
constituía para él un motivo de orgullo verla acercarse y ponerse a su
lado y notar las miradas maliciosas de las amigas.
A los dos años de estar Manuel instalado en la calle de Magallanes, los
Rebolledos alquilaron el piso bajo de la casa. El jorobado fue quien
arregló la barbería y el taller de su hijo. Se encontraban, los dos en auge;
el barbero se había transformado en peluquero, y su Barbería Antiséptica
de la tapia del Rastro se llamaba en la calle de Magallanes La Antiséptica,
peluquería artística. Perico Rebolledo estaba hecho un hombre. Después
de pasar tres años con un ingeniero electricista, había aprendido tal
número de cosas, que Rebolledo padre no se atrevía ya a discutir con él
Pío Baroja
24
para no demostrar su ignorancia.
El jorobado experimentaba una mezcla de orgullo y de envidia; sólo
discutiendo con su hijo sentía más la envidia que otra cosa; pero, en
presencia de extraños, los elogios que se hacían de Perico le llenaban de
orgullo y de júbilo.
Siempre que podía, el jorobado dejaba su barbería en manos de un
mancebo, chato como un rodaballo, con menos frente que un chimpancé,
con los pelos pegados y llenos de cosméticos; y entraba en el taller.
-¡Si uno no tuviera que estar rapando barbas! -murmuraba
melancólicamente.
Cuando cerraba la barbería era cuando el hombre se encontraba a sus
anchas. Miraba y remiraba lo que hacía Perico, y encontraba defectos en
todo. Como no había llegado a comprender, por falta de nociones de
matemáticas, la manera de resolver problemas en el papel, se refugiaba
para demostrar su superioridad en los detalles, en las cosas que exigían
habilidad y paciencia.
-Pero, chico, esto no está bien limado. Trae esa lima, hombre; no
sabéis hacer nada.
Perico le dejaba hacer.
El jorobado había encontrado la manera de que el contador de la luz
eléctrica marcara al revés, o no marcara, y hacía un gasto de fluido
tremendo.
Muchas veces, la Ignacia, la Salvadora y Manuel, después de acostar
al chico, bajaban al taller. Manuel hablaba de la imprenta y de las luchas
de los obreros; la Salvadora de su taller y de las chicas de su escuela;
Perico explicaba sus proyectos, y el jorobado jugaba al tute con la Ignacia
o dejaba volar su imaginación.
En el invierno crudo, unos días el jorobado y otros la Ignacia, llenaban
un brasero de cisco y alrededor solían pasar la velada. Algunas noches
se oía en la ventana un golpecito suave; salía la Ignacia a abrir, se oían
pasos en el portal, y entraba el señor Canuto, envuelto en su parda capa,
con la gorra de pelo hasta las orejas y una pipa corta entre los dientes.
-¡Fresco, fresco! -decía, frotándose las manos-. Buenas noches a todos.
-¡Hola, señor Canuto! -contestaban los demás.
-Siéntese usted -le indicaba el jorobado.
Se sentaba el hombre, y terciaba en el juego.
Luego había una pregunta que todas las noches se la hacían
maliciosamente.
-¿Y de historias, qué hay, señor Canuto?
-Nada; murmuraciones, nada -replicaba él-. Cuchichí, chuchachá...,
cuchichear.
Sonreían los circunstantes, y a veces la Salvadora no podía contener la
carcajada.
La lucha por la vida III. Aurora roja
25
El señor Canuto, el veterinario, era un tipo raro, un tanto misántropo,
que vivía en una casilla del cementerio de la Patriarcal.
Había sido anarquista militante y murguista, pero hacía ya mucho
tiempo que no practicaba ni una cosa ni otra. Este hombre no leía libros,
ni periódicos, ni nada, y, a pesar de esto, sabía muchas cosas; había
llegado a formar en su cabeza una verdadera enciclopedia de
conocimientos caseros, y como tenía un ingenio recatado y sagaz, todo lo
que oía lo guardaba en su memoria; después discurría acerca de las
cosas oídas, las estudiaba desde todos sus puntos de vista y sacaba sus
consecuencias; así es que encontraba en sus paseos solitarios soluciones
para todos los problemas humanos, aun los más trascendentales y
abstrusos. Su individualismo era tan feroz, que hasta el lenguaje lo había
transformado para su uso particular.
Cuando murmuraba por lo bajo:
-¡Teorías, alegorías, chapucerías! -era que lo que le contaban le parecía
una cosa desdichada y absurda.
En cambio, cuando aseguraba:
-Eso reúne..., pero que reúne mucho -era que estaba satisfecho.
Ahora, cuando llegaba a decir:
-Na, que ese gachó ha echado el sello y que va coayugando -era que
para él no se podía hacer mejor una cosa.
Además de transformar la significación y el sentido de las palabras,
para hacerlas más incomprensibles, las cortaba. Así, el depen, era el
dependiente; el coci, el cocido; la galli, la gallina, y no se contentaba con
esto, sino que muchas veces daba a las palabras una terminación
cualquiera, y decía: el depen... dista, la galli... menta, el coci... mento y
el burg... ante, en vez de burgués.
El señor Canuto era amigo íntimo de Rebolledo. El uno decía del otro:
-Es de los pocos hombres de inteligencia que hay en España.
En general, estas tertulias se suspendían en el verano para tomar el
fresco.
Algunas noches de julio y de agosto iban al bulevar de la calle de
Carranza, y allí refrescaban con horchata o limón helado, y para las once
u once y media estaban en casa.
Verano e invierno, la vida de las dos familias transcurría
tranquilamente, sin disputas, sin grandes satisfacciones; pero también
sin grandes dolores.
Pío Baroja
III
Los dos hermanos - Juan, charla
Recuerdos de hambre y de bohemia
Manuel subió las escaleras con su hermano, abrió la casa y pasaron al
comedor. Manuel estaba completamente azorado; la llegada de Juan le
perturbaba por completo. ¿A qué vendría?
-Tienes una bonita casa -dijo Juan contemplando el cuartito limpio,
con la mesa redonda en medio y el aparador lleno de botellas.
-Sí.
-¿Y la hermana?
-Ahora vendrá. No sé qué hace. ¡Ignacia! -llamó desde la puerta.
Entró la Ignacia, que recibió a su hermano más sorprendida que
satisfecha. Tenía la mujer ya su vida formada y reglamentada, y su
egoísmo se sentía inquieto ante un nuevo factor que podía perturbarla.
-Y este perro, ¿de dónde ha venido? -preguntó alborotada la mujer.
-Es mío -dijo Juan.
Al entrar la Salvadora, Juan no pudo evitar un movimiento de
sorpresa.
-Es una amiga que vive con nosotros como una hermana -murmuró
Manuel.
Al decir esto, Manuel se turbó un poco, y la turbación se comunicó ala
Salvadora; Juan saludó, y se inició entre los cuatro una conversación
lánguida. De pronto entró gritando el hermano de la Salvadora en el
comedor; Juan le acarició, pero no preguntó quién era; el chico se puso
a jugar con el perro. La discreción de Juan, al no decir nada, les azoró
aún más; las mejillas de la Salvadora enrojecieron como si fueran a echar
sangre, y, balbuceando un pretexto, salió del cuarto.
-¿Y qué has hecho?, ¿qué ha sido de tu vida? -preguntó
maquinalmente Manuel.
Juan contó cómo había salido del seminario; pero el otro no le oía,
preocupado por la turbación de la Salvadora.
Luego Juan habló de su vida en París, una vida de obrero, haciendo
chucherías, bibelots y sortijas, mientras estudiaba en el Louvre y en el
27
Luxemburgo, y trabajaba en su casa con entusiasmo.
Mezcló en sus recuerdos sus impresiones artísticas, y habló de Rodin
y de Meunier, con un fuego que contrastaba con la frialdad con que era
escuchado por la Ignacia y Manuel; después expuso sus ideas artísticas;
quería producir este arte nuevo, exuberante, lleno de vida, que ha
modernizado la escultura en las manos de dos artistas, uno francés y el
otro belga; quería emancipar el arte de la fórmula clásica, severa y
majestuosa de la antigüedad; quería calentarlo con la pasión, soñaba
con hacer un arte social para las masas, un arte fecundo para todos, no
una cosa mezquina para pocos.
En su entusiasmo, Juan no comprendía que hablaba a sus hermanos
en un lenguaje desconocido para ellos.
-¿Tienes ya casa? -le preguntó Manuel en un momento en que Juan
dejó de hablar.
-Sí.
-¿No quieres cenar con nosotros?
-No, hoy no; mañana. ¿Qué hora es?
-Las seis.
-¡Ah!, entonces me tengo que marchar.
-Y, oye, ¿cómo has llegado a encontrarme?
-Por una casualidad; hablando con un escultor, compañero mío, que
se llama Alex.
-Sí, lo conozco. ¿Y cómo sabía dónde vivía yo?
-No, ése no lo sabía; ése me dirigió a un inglés que se llama Roberto, y
éste sabía dónde estabas de cajista. Por cierto, me encargó que fueras a
verle.
-¿En dónde vive?
-En el Hotel de París.
-Pues iré a verle. ¡Qué! ¿Te vas ya?
-Sí; mañana vendré.
Se fue Juan, y la Ignacia, la Salvadora y Manuel hicieron largos
comentarios acerca de él. La Ignacia era la que más escamada estaba con
la llegada; suponía si trataría de vivir a costa de ellos; la Salvadora lo
encontraba simpático; Manuel no decía nada.
-La verdad es que viene hecho un tipo raro -pensó-; en fin, ya veremos
qué le trae por aquí.
Al día siguiente, al llegar Manuel a casa, se encontró con su hermano,
que charlaba en el comedor con la Ignacia y la Salvadora.
-¡Hola! ¿Te quedas a cenar?
-Sí.
-A ver si ponéis alguna cosa más -dijo Manuel a la Ignacia-. Éste estará
acostumbrado a comer bien.
-¡Quiá!
Pío Baroja
28
Manuel notó que en poco tiempo Juan había logrado hacerse
agradable a las dos mujeres; el hermano de la Salvadora hablaba con él
como si lo hubiese conocido toda su vida.
Encendieron la luz, pusieron la mesa y se sentaron a cenar.
-¡Qué agradable es este cuarto! -dijo Juan-. Se ve que vivís bien.
-Sí -contestó Manuel con cierta indiferencia-; no estamos mal.
-Éste -replicó la Ignacia- nunca te dirá que está bien. Todo lo de fuera
de casa le parece mejor. ¡Ay, Dios bendito! ¡Qué mundo tan desengañado!
-Qué desengañado, ni qué nada -replicó Manuel-; yo no he dicho eso.
-Lo dices a cada paso -añadió la Salvadora.
-Bueno. ¡Qué opinión tienen de uno las mujeres! Aprende aquí, Juan.
No vivas nunca con ninguna mujer.
-Con ninguna mujer decente, quiere decir -interrumpió la Salvadora
con amable ironía-; si es con una golfa, sí. Ésas tienen muy buen
corazón, según dice éste.
-Y es verdad -repuso Manuel.
-Ya se desengañará -exclamó la Ignacia.
-No le haga usted caso -murmuró la Salvadora-; habla por hablar.
Manuel se echó a reír de tan buena gana, que los demás rieron con él.
-Tengo que hacer un busto de usted -dijo de pronto el escultor a la
Salvadora.
-¿De mí?
-Sí, la cara solamente; no se alarme usted. Cuando tenga usted tiempo
de sobra, lo empezaremos. Si lo concluyera en este mes, lo llevaría a la
Exposición.
-¿Pues qué, tiene mi cara algo de particular?
-Nada -dijo Manuel burlonamente.
-Ya, ya lo sé.
-Sí tiene de particular, sí, mucho. Ahora que será muy difícil coger la
expresión.
-Sí que será difícil, sí -dijo Manuel.
-¿Por qué? -preguntó la Salvadora algo ruborizada.
-Porque tienes una cara especial. No eres como nosotros, por ejemplo,
que siempre somos guapos, elegantes, distinguidos...; tú, no; un día
estás fea y desencajada y flaca, y otro día de buen color, y casi, casi hasta
guapa.
-¡Qué tonto eres, hijo!
-¿Será muy nerviosa? -preguntó Juan.
-No -replicó la Ignacia-; es que trabaja como una burra, y así se va a
poner mala; ya lo ha dicho el señor Canuto. Una enfermedad viene con
cualquier cosa...
-¡Vaya una autoridad! —dijo riéndose la Salvadora-. ¡Un veterinario! A
ése le debía usted hacer el retrato. Ese sí que tiene la cara rara.
La lucha por la vida III. Aurora roja
29
-No, no me interesan los veterinarios. Pero de veras, ¿no tiene usted al
día una hora libre para servirme de modelo?
-Sí dijo Manuel-; ¡ya lo creo!
-¿Y hay que estarse quieta, quieta? Porque no lo voy a aguantar.
-No; podrá usted hablar, y descansará usted cuando quiera.
-¿Y de qué va usted a hacer el retrato?
-Primero, de barro, y luego lo sacaré en yeso o en mármol.
-Nada, mañana se empieza —dijo Manuel-. Está dicho.
Estaban en el postre cuando llamaron a la puerta, y entraron en el
comedor los dos Rebolledo y el señor Canuto. Manuel los presentó a
Juan, y mientras tomaban café, charlaron. Juan, a instancia del
barbero, contó las novedades que había visto en París, en Bruselas y en
Londres.
Perico le hizo algunas preguntas relacionadas con cuestiones de
electricidad; Rebolledo el padre, y el señor Canuto escuchaban atentos,
tratando de grabar bien en la memoria lo que oían.
-Sí, en esos pueblos se debe poder vivir —dijo el señor Canuto.
-Cuesta trabajo llegar -contestó Juan-;pero el que tiene talento sube.
Allí la sociedad no desperdicia la inteligencia de nadie; hay mucha
escuela libre.
-Ahí está. Eso es lo que no se hace aquí -dijo Rebolledo-. Yo creo que
si hubiera tenido sitio donde aprender, hubiera llegado a ser un buen
mecánico, como el señor Canuto hubiera sido un buen médico.
-Yo, no -dijo el viejo.
-Usted, sí.
-Hombre, hace algún tiempo, quizá. Cuando vine aquí y puse mi
máquina en movimiento, no sé si por la primera expansión de los gases,
fui encaramándome, encaramándome poco a poco, eso es; pero luego
vino el desplome. Y yo no sé si ahora mi cerebro se ha convertido en un
caracol o en un cangrejo, porque voy en mi vida reculando y reculando.
Eso es.
Este extraño discurso fue acompañado de ademanes igualmente
extraños, y no dejó de producir cierta estupefacción en Juan.
-Pero ¿por qué no habla usted como todo el mundo, señor Canuto? -le
preguntó, burlonamente, la Salvadora por lo bajo.
-Si tuviera veinte -y el viejo guiñó un ojo con malicia ya te gustaría mi
parafraseo, ya. Te conozco, Salvadorita. Ya sabes lo que yo digo.
Cuchichí, cuchichá..., cuchichear.
Se echaron todos a reír.
-¿Y cómo llegó usted a París? -preguntó Perico-. En seguida que se
escapó usted del seminario, ¿fue usted allá?
-No, ¡quiá! Pasé las de Caín antes.
-Cuenta, cuenta eso -dijo Manuel.
Pío Baroja
30
-Pues nada. Anduve cerca de un mes de pueblo en pueblo, hasta que,
en Tarazona, entré a formar parte de una compañía de cómicos de las
legua, constituida por los individuos de una sola familia. El director y
primer actor se llamaba don Teófilo García; su hermano, el galán joven,
Maximiano García, y el padre de los dos, que era el barba, don Símaco
García. Allí todos eran Garcías. Era esta familia la más ordenada,
económica y burguesa que uno puede imaginarse. La característica,
doña Celsa, que era la mujer de don Símaco, repasaba los papeles
mientras guisaba; Teófilo tenía una comisión de corbatas y de botones;
don Símaco vendía libros; Maximiano ganaba algunas pesetas jugando al
billar, y las muchachas, que eran cuatro, Teodolinda, Berenguela,
Mencía y Sol, las cuatro a cual más feas, se dedicaban a hacer encaje de
bolillos. Yo entré como apuntador, y recorrimos muchos pueblos de
Aragón y de Cataluña. Una noche, en Reus, habíamos hecho La cruz del
matrimonio, y al terminar la función, fuimos Maximiano y yo al Casino.
Mientras él jugaba a mi lado vi a un chico que estaba haciendo un
retrato, al lápiz, de un señor. Me puse yo también a hacer lo mismo en
la parte de atrás de un prospecto.
»Al terminar él su retrato, se lo entregó al señor, quien le dio un duro;
después se acercó donde yo estaba y miró el dibujo mío. “Está bien eso”,
dijo. “¿Has aprendido a dibujar?” No. “Pues lo haces bien. ¡Ya lo creo!”
Hablamos; me dijo que andaba a pie por los pueblos haciendo retratos,
y que se marchaba a Barcelona. Yo le conté mi vida, nos hicimos amigos,
y, al final de la conversación, me dice: “¿Por qué no vienes conmigo?”
Nada; dejé los cómicos y me fui con él.
»Era un tipo extraño este muchacho. Se había hecho vagabundo por
inclinación, y le gustaba vivir siempre andando. Llevaba en la espalda un
morralito y dentro una sartén. Compraba sus provisiones en los pueblos,
y él mismo hacía fuego y guisaba.
»Pasamos de todo, bueno y malo, durmiendo al raso y en los pajares;
en algunos pueblos, porque llevábamos el pelo largo, nos quisieron
pegar; en otros, marchábamos muy bien. A mitad del camino, o cosa así,
en un pueblo donde llegamos muertos de hambre, nos encontramos con
un señor de grandes melenas y traje bastante derrotado, con un violín
debajo del brazo. Era italiano. “¿Son ustedes artistas?”, nos dijo. “Sí”,
contestó mi compañero. “¿Pintores?”. “Sí, señor, pintores”. “¡Oh,
magnífico! Me han salvado ustedes la vida. Tengo comprometida la
restauración de dos cuadros en la iglesia, en cincuenta duros cada uno,
y yo no sé pintar; les estoy entreteniendo al cura y al alcalde diciendo que
necesito pinturas especiales, traídas de París. Si quieren ustedes
emprender la obra, nos repartiremos las ganancias”.
Aceptamos el negocio, y mi compañero y yo nos instalamos en una
posada. Comenzamos la obra, y, mal que bien, hicimos la restauración
La lucha por la vida III. Aurora roja
31
de uno de los cuadros, y gustó al pueblo. Cobramos nuestros cincuenta
duros; pero, al repartir el dinero, hubo una disputa entre mi amigo y el
italiano, porque éste quería la mitad, y mi amigo no le dio ni la tercera
parte. El italiano pareció conformarse; pero, al día siguiente, por lo que
nos enteramos después, fue a ver al alcalde y le dijo: “Necesito ir a
Barcelona para comprar pinturas, y quisiera que me adelantaran
dinero”. El alcalde le creyó, y le dio los cincuenta duros de la otra
restauración por anticipado.
No le vimos al italiano en todo el día. Por la noche vamos a la tertulia,
que la hacíamos en la botica del pueblo, y allí nos dice el alcalde: “De
modo que el italiano ha tenido que ir a Barcelona, ¿eh?” Yo iba a decir
que no; pero mi amigo me dio con el pie y me callé. Al salir de la botica,
el compañero me dijo: “El italiano se ha llevado los cuartos; no hemos
podido pagar la posada. Si nos quedamos aquí, nos rompen algo;
vámonos ahora mismo”.
»Echamos a andar y no paramos en dos días. Una semana después
llegamos a Barcelona, y como no encontramos trabajo, nos pasamos todo
un verano comiendo dos panecillos al día y durmiendo en los bancos. Por
fin, salió un encargo: un retrato que hice yo, por el que me pagaron
cincuenta pesetas. Poco dinero se habrá aprovechado tan bien. Con esos
diez duros, alquilamos una guardilla por treinta reales al mes,
compramos dos colchones usados, un par de botas para cada uno y
todavía nos sobró dinero para un puchero, carbón y un saco de patatas,
que llevamos al hombro entre los dos, desde el mercado hasta la
guardilla.
»Un año pasamos así, dejando muchos días de comer y estudiando;
pero mi compañero no podía soportar el estar siempre en el mismo sitio,
y se marchó. Me quedé solo; al cabo de algún tiempo me empezaron a
comprar dibujos y empecé a modelar. Cogía mi barro, y allí, dale que
dale, me estaba hasta que salía algo. Presenté unas estatuitas en la
Exposición, y las vendí, y, cosa curiosa: el primer encargo de alguna
importancia que tuve fue para un seminario: varios bustos de unos
profesores. Cobré y me fui a París. Allí, al principio, estuve mal; vivía en
una guardilla alta, y cuando llovía mucho, el agua se metía en el cuarto;
luego encontré trabajo en una joyería y estuve haciendo modelos de
sortijas, y, al mismo tiempo, aprendiendo. Llegó la época del Salón,
presenté mi grupo Los rebeldes, se ocuparon de mí los periódicos de
París, y, ahora, ya tengo encargos suficientes para poder vivir con
holgura. Ésa ha sido mi vida.
-Pues es usted un hombre -dijo el señor Canuto levantándose-, y,
verdaderamente, me honra dándole a usted la mano. Eso es.
-Templado es el chico -dijo Rebolledo.
Eran ya cerca de las once, y hora de retirarse.
Pío Baroja
32
-¿Vienes a dar una vuelta? -dijo Juan a su hermano.
-No. Manuel no sale de noche -repuso la Ignacia.
-Como se tiene que levantar temprano... -añadió la Salvadora.
-¿Ves? -exclamó Manuel-. Esta es la tiranía de las mujeres. ¿Y todo por
qué? Por el jornal nada más; no creas que es de miedo a que me dé un
aire. Por el jornalito.
-¿A qué hora vendré a empezar el busto? -preguntó Juan.
-¿A las cinco?
-Bueno; a las cinco estaré aquí. Salieron de casa los dos Rebolledos, el
señor Canuto y Juan, y en la puerta se despidieron.
La lucha por la vida III. Aurora roja
IV
El busto de la Salvadora - Las impresiones de Kis
Malas noticias - La Violeta - No todo es triste en la vida
El busto de la Salvadora, hecho por Juan, fue durante un mes, el
acontecimiento de la casa. Todos los días variaba el retrato; unas veces,
era la Salvadora melancólica; otras, alegre; tan pronto imperiosa como
lánguida, con la mirada abatida, como con los ojos fijos y
relampagueantes.
Había entre los críticos de la casa disparidad de pareceres.
-Ahora está bien -decía el señor Canuto.
-No; ayer estaba mejor -replicaba Rebolledo.
Todas las tardes Juan trabajaba sin descansar un momento, mientras
la Salvadora, con su gatillo rojo en la falda, cosía. El perro de Juan
también se había ganado la amistad de Salvadora, y se arrimaba a ella y
se acurrucaba a sus pies.
-Este perro está entusiasmado con usted -le dijo Juan.
-Sí. Es muy bonito.
-Quédese usted con él.
-No, no.
-¿Por qué no? Yo no le puedo llevar siempre conmigo, y le tengo que
dejar encerrado en casa. Aquí viviría mejor.
-Bueno; pues que se quede. ¿Cómo se llama?
-Kis.
-¿Kis?
En inglés quiere decir beso.
-¿Es inglés el perro?
-Debe serlo; me lo regaló una inglesa; una jorobadita pintora, a quien
conocí en el Louvre.
-Si es recuerdo, no quiero que lo deje usted.
-No; está mejor con usted.
Kis se quedó en la casa, con gran satisfacción de Enrique, el hermano
de la Salvadora. Las impresiones que experimentó aquel can inglés en su
nueva morada, se desconocen.
34
Sólo se sabe que le asombró bastante la conducta de Roch el gatillo
rojo, que parecía un conejo, y que tenía las patas de atrás mucho más
largas que las de delante.
Kis le invitó varias veces con ladridos alegres a jugar con él, y Roch,
que era, sin duda, un ser insociable y algo hipocondríaco, se puso a
bufar, y luego, corriendo, saltó a la falda de la Salvadora, donde parecía
haber hecho su nido, y allí se quedó haciendo rum rum.
Este Roch, con su facha de conejo, era un ser extravagante e
incomprensible. Cuando la Salvadora cosía a máquina, se ponía a su
lado y le gustaba mirar de cerca la luz eléctrica, hasta que, aturdido,
cerraba los ojos y se dormía.
En vista de la insociabilidad de Roch, Kis hizo nuevas exploraciones en
la casa; conoció a Rebolledo y a su hijo, que le parecieron personas
respetables; en el corral observó a las gallinas y al gallo, y no le
inspiraron bastante confianza para proponerles un juego. Las palomas,
con sus arrullos monótonos, le parecieron completamente estúpidas, y
los pájaros no le dieron la impresión de cosas vivas.
Hizo conocimiento en el patio con unos gatillos blancos, que tomaban
el sol y echaban a correr cuando le veían, y con un burro, un tanto
melancólico y no muy fino en sus maneras, a quien llamaban Galán.
Pero, de todos los personajes que conoció en aquella extraña casa,
ninguno le asombró tanto como un galápago, que le miraba con sus
ojillos redondos, parpadeando.
Luego Kis ingresó en una partida de perros vagabundos, que andaban
por la calle de Magallanes y merodeaban por los alrededores, y como no
tenía preocupaciones, a pesar de ser de aristocrática familia, fraternizó
al momento con ellos.
Una tarde, la Salvadora y Juan hablaban de Manuel.
-Creo que ha andado en algunas épocas hecho un golfo, ¿eh?
-preguntó Juan mientras modelaba el barro con los dedos.
-Sí; pero ahora está muy bien; no sale de casa nunca.
-Yo, el primer día que vine, me figuré que estaban ustedes casados.
-Pues, no -replicó la Salvadora, ruborizada.
-Pero acabarán ustedes casándose.
-No sé.
-Sí, ya lo creo; Manuel no podría vivir sin usted. Está muy cambiado y
muy pacífico. De chico era muy valiente; tenía verdadera audacia, y yo le
admiraba. Recuerdo que en la escuela vino un día uno de los mayores
con una mariposa, tan grande, que parecía un pájaro, clavada con un
alfiler. «Quítale ese alfiler», le dijo Manuel. « ¿Por qué?» «Porque le estás
haciendo daño». Me chocó la contestación; pero me chocó más todavía
cuando Manuel fue a la ventana, la abrió, y cogió la mariposa, le secó el
alfiler y la tiró a la calle. El chico se puso tan furioso que desafió a
La lucha por la vida III. Aurora roja
35
Manuel, y a la salida se dieron los dos una paliza que tuvieron que
separarlos a patadas, porque ya hasta se mordían.
-Sí, Manuel tiene esas cosas.
-En casa de mi tío solíamos jugar él y yo con un primo nuestro, que
tenía entonces uno o dos años. Era un chico enfermo, con las piernas
débiles, muy pálido, muy bonito, de mirada triste. A Manuel se le ocurrió
hacerle un coche, y dentro de un banco viejo, de madera, puesto del
revés con el asiento en el suelo, y tirando nosotros con unas cuerdas, lo
llevábamos al chico de un lado a otro.
-¿Y qué fue de aquel chico?
-Murió el pobrecillo.
Mientras hablaban, Juan seguía trabajando. Al oscurecer clavó los
palillos en el barro y cubrió el busto con una tela mojada.
Llegó Manuel de la imprenta.
-Hemos estado hablando de cosas antiguas -le dijo Juan-
-¿Para qué recordar lo pasado? ¿Qué has hecho hoy?
Juan descubrió el busto, Manuel encendió la luz y quedó
contemplando la estatua.
-Chico -murmuró-, ya no la debes tocar. Es la Salvadora.
-¿Crees tú? -preguntó Juan preocupado.
-Sí.
-En fin, mañana lo veremos.
Efectivamente, después de muchos ensayos, el escultor había
encontrado la expresión. Era una cara sonriente y melancólica, que
parecía reír mirada de un punto, y estar triste mirada de otro, y que, sin
tener una absoluta semejanza con el modelo, daba una impresión
completa de la Salvadora.
-Es verdad -dijo Juan al día siguiente-; está hecho. ¡Tiene algo esta
cabeza de emperatriz romana!, ¿verdad? De este busto se ha de hablar
-añadió; y, contentísimo, fue a que sacaran de puntos a la estatua. Tenía
tiempo de llevarla a la Exposición.
Un sábado, por la noche, Juan se empeñó en convidar al teatro a su
familia. La Salvadora y la Ignacia no quisieron ir, y Manuel no manifestó
tampoco muchas ganas.
-A mí no me gusta el teatro -dijo-. Lo paso mejor en casa.
-Pero hombre, de vez en cuando...
-Es que me fastidia ir al centro de Madrid por la noche. Casi casi le
tengo miedo.
-¡Miedo!, ¿por qué?
-Es que soy un hombre que no tiene energía para nada, ¿sabes?, y
hago lo que hacen los demás.
-Pues hay que tener energía.
-Sí, eso me dicen todos; pero no la tengo.
Pío Baroja
36
Salieron los dos, y fueron a Apolo. No hacía un momento que estaban
en el pórtico del teatro, cuando una mujer se acercó a Manuel.
-¡Demonio!... la Flora.
-¡Anda la...!, si es Manuel -dijo ella-. ¿Qué es de tu vida?
-Estoy trabajando.
-¿Pero vives en Madrid?
-Sí.
-Pues hace una barbaridad de tiempo que no te veo, chico.
-No vengo por estos barrios.
-¿Y a la justa, no la ves?
-No. ¿Qué hace?
-Está en la misma casa.
-¿En qué casa?
-¡Ah!, ¿pero no lo sabes?
-No.
-¿No sabes que está en una casa de ésas?
-No sabía nada. Desde lo de Vidal, no la he vuelto a ver. ¿Cómo está?
-Hecha una jamonaza. Se da al aguardiente.
-Sí, ¿eh?
-Una barbaridad, lo da también la vida. No hace más que beber y
engordar.
-Pues tú estás igual que antes.
-Más vieja.
-¿Y qué haces?
-Na, por ahí trampeando. Yo, hecha la Pascua, chiquillo; marchando
mal. Si tuviera algún dinero, pondría una tiendecilla, porque para hacer
como la Justa yo no tengo redaño. ¡Palabra de honor, chico!; aunque
apabullada, yo no podría vivir entre esas tías cerdas, porque, aunque
una sea cualquier cosa, estando libre, puede una hacer su capricho, y si
un hombre le da a una asco, mandarlo a tomar dos duros; pero, ¡leñe!,
en una casa de esas hay que apencar con todo.
-¿Y la Aragonesa?
-¡La Aragonesa!, por ahí anda en coche; ya no saluda... Está con un
señor rico.
-¿Y Marcos, el Cojo?
-En la cárcel; ¿no te enteraste?
-No. ¿Qué pasó?
-Pues, nada, que fue al Círculo un militar, que está más loco que una
cabra, y se llevó todo el dinero que había en la casa. Entonces Marcos y
otro matón lo esperaron en la escalera; pero el militar echó a correr y no
le cogieron. Al día siguiente, el militar, que está guillao, se presentó en el
Círculo, tomó café, y le dijo al mozo; «Dígales usted a los dos matones de
esta casa que vengan aquí, que tengo que darles a cada uno un encargo».
La lucha por la vida III. Aurora roja
37
Fueron el Cojo y el otro, y el militar empezó a bofetadas con ellos, y se
armó una de tiros que todos fueron a la cárcel.
-¿Y al Maestro? ¿Le conocías tú?
-Sí; aquél se largó hace tiempo; no se sabe dónde está.
-¿Y la Coronela?
Ésa tiene una academia de baile.
La gente comenzaba a salir de la función, y los que iban a entrar se
estrujaban esperando que dieran la señal. Ya la masa del público iba
avanzando, cuando la Flora preguntó:
-¿Te acuerdas de la Violeta?
-¿De qué Violeta?
-Una gorda, alta, amiga de Vidal, que vivía en la calle de la Visitación.
-¿Una que hablaba francés?
-Ésa.
-¿Qué la ha pasado?
-Que le dio un paralís y ahora anda pidiendo limosna. Si pasas por la
calle del Arenal, de noche, la verás. Espérame a la salida.
-Bueno.
Manuel, preocupado, no pudo prestar atención a lo que se
representaba. Salieron del teatro. En la Puerta del Sol, Juan se encontró
con un escultor, compañero suyo, y se enfrascó en una larga discusión
artística. Manuel, harto de oír hablar de Rodin, de Meunier, de Puvis de
Chavannes y de otra porción de gente, que no sabía quiénes eran, dijo
que tenía que marcharse, y se despidió de su hermano. Antes de entrar
en la calle del Arenal, en el hueco de una puerta, había una mendiga.
Estaba envuelta en un mantón blanco destrozado; tenía pañuelo en la
cabeza, falda haraposa y un palo en la mano.
Manuel se acercó a mirarla. Era la Violeta.
-Una caridad. Estoy enferma, señorito -tartamudeó ella con una voz
como un balido.
Manuel le dio diez céntimos.
-¿Pero no tiene usted casa? -le preguntó.
-No; duermo en la calle -contestó ella en tono quejumbroso-. Y esos
brutos de guardias me llevan a la Delegación y no me dan de comer. Y lo
que temo es el invierno, porque me voy a morir en la calle.
-Pero ¿por qué no va usted a algún asilo?
-Ya he estado, pero no se puede ir, porque esos granujas de golfos nos
roban la comida. Ahora voy a San Ginés, y gracias que en Madrid hay
mucha caridad, sí, señor.
Mientras hablaban se acercaron dos busconas, una de ellas una mujer
abultada y bigotuda.
-¿Y cómo se ha quedado usted así? -siguió preguntando Manuel.
-De un enfriamiento.
Pío Baroja
38
-No le hagas caso -dijo la bigotuda con voz ronca-; ha tenido un
«cristalino».
-Y se me han caído todos los dientes -añadió la mendiga mostrando las
encías-, y estoy medio ciega.
-Ha sido un «cristalino» terrible -agregó la bigotuda.
-Ya ve usted, señorito, cómo me he quedado. ¡Me caigo cada costalada?
No tengo más que treinta y cinco años.
-Es que era muy viciosa además -dijo la mujer bigotuda a Manuel-.
¿Qué, vienes un rato?
-No.
-Yo... yo también he sido de la vida -dijo entonces la Violeta-; y
ganaba... ganaba mucho.
Manuel, aterrado, le dio el dinero que llevaba en el bolsillo: dos o tres
pesetas. Ella se levantó temblando con todos sus miembros, y,
apoyándose en el palo, comenzó a andar arrastrando los pies y
sosteniéndose en las paredes. Tomó la paralítica por la calle de
Preciados, luego por la de Tetuán y entró en una taberna.
Manuel, cabizbajo y pensativo, se fue a su casa.
En el comedorcito, a la luz de la lámpara, cosía la Ignacia, y la
Salvadora cortaba unos patrones. Había allá un ambiente limpio, de
pureza.
-¿Qué habéis visto? -preguntó la Salvadora.
Y Manuel contó, no lo que había visto en el teatro, sino lo que había
visto en la calle...
La lucha por la vida III. Aurora roja
V
A los placeres de Venus - Un hostelero poeta - ¡Mátala!
Las mujeres se odian - Los hombres también
Juan llevó a la Exposición el grupo de Los Rebeldes, una figura de una
trapera, hecha en París, y el busto de la Salvadora. Estaba contento;
había ambiente para su obra.
Algunos decían que el grupo de Los Rebeldes recordaba demasiado a
Meunier; que en la Trapera se veía la imitación de Rodin; pero todos
estaban conformes en que el retrato de la Salvadora era una obra
exquisita, de arte tranquilo, sin socaliñas ni martingalas.
A los pocos días de inaugurarse la Exposición, Juan tenía ya varios
encargos.
Satisfecho de su éxito, y para celebrarlo, invitó a su familia a comer un
día en el campo. Fue un domingo, una tarde de mayo, hermosa.
-Vamos a la Bombilla -dijo Juan-. Eso debe ser muy bonito.
-No, suele haber demasiada gente -replicó Manuel-. Iremos a un
merendero del Partidor.
-Donde queráis; yo no conozco ninguno.
Salieron de casa, la Ignacia, la Salvadora, Juan, Manuel y el chico;
siguieron la calle de Magallanes, entre las dos tapias, hasta salir por el
antiguo camino de Aceiteros, frente al cementerio de San Martín. Las
copas de los negros cipreses se destacaban por encima de las tapias en
el horizonte luminoso. Pasaron por delante del camposanto; había allí
sombra y se sentaron a contemplar los patios a través de la verja.
-¡Qué hermoso es! -dijo Juan.
El cementerio, con su columnata de estilo griego y sus altos y graves
cipreses, tenía un aspecto imponente. En las calles y en las plazoletas,
formadas por los mirtos amarillentos, había cenotafios de piedra ya
desgastados, y en los rincones, tumbas, que daban una impresión
poética y misteriosa.
Mientras contemplaban el camposanto, aparecieron los dos Rebolledos
y el señor Canuto.
-?Qué, se va de paseo? -elijo el jorobado.
40
-Sí, a merendar -contestó Juan-. ¿Si quieren venir con nosotros?
-Hombre... vamos allá.
Siguieron todos reunidos el curso del canalillo. Luego, abandonándolo
y a campo traviesa, marcharon en dirección de Amaniel.
Bajaron el repecho de una colina.
Se veía enfrente una vallada ancha, dorada por el sol, y en el fondo,
sobre el cielo de turquesa, el Guadarrama, muy azul, con sus cumbres
de plata bruñida. Resplandecía el césped cuajado de flores silvestres,
brillaban los macizos de amapolas como manchas de sangre caídas en la
hierba, y en los huertos, entre las filas de árboles frutales, se destacaban
con violencia las rosas rojas, los lirios de color venenoso, las campanillas
de las azucenas y las grandes flores extrañas de los altos y espléndidos
girasoles.
Un estanque rectangular ocupaba el centro de una de las huertas, y
por su superficie plana, negra y verdosa, nadaban los patos, blancos
como copos de nieve, y al cortar el agua dejaban en ella un temblor
refulgente de rayos deslumbradores.
-Pero esto es muy bonito -decía Juan a la Salvadora-;todo el mundo me
ha dicho que Madrid era muy feo.
-Yo no sé, como no he visto nada -replicó ella sonriendo.
Desde una loma se veían unos merenderos hundidos entre árboles. Se
oía el rumor de los organillos.
-Vamos a meternos en uno de éstos -dijo Juan.
Bajaron hasta llegar frente a un arco con este letrero:
A LOS PLACERES DE VENUS
HAY PIANO Y MUCHO MOVIMIENTO
-No vaya a venir aquí golfería -dijo Manuel a su hermano. -Quiá,
hombre.
Entraron, y por una rampa en cuesta, entre boscaje, bajaron a un
cobertizo de madera con mesas rústicas, espejos y unas cuantas
ventanas con persianas verdes. A un lado había un mostrador como de
taberna; en medio, un organillo con ruedas.
No había mas que tres o cuatro mesas ocupadas, y en el mostrador, un
viejo y varios mozos de café.
-Esto parece una casa de baños -dijo Juan-; parece que por una de
esas ventanas se ha de ver el mar. ¿No es verdad?
Se acercó uno de los mozos a la mesa a preguntarles lo que deseaban.
-Pues, nada; queremos merendar.
-Tendrán ustedes que esperar algo.
-Sí; esperaremos.
En esto, el señor viejo que estaba en el mostrador salió de allá, se
acercó a ellos, les saludó respetuosamente, agitando la gorra en la mano,
La lucha por la vida III. Aurora roja
41
y, sonriendo, dijo:
-Señores: soy el amo de este establecimiento, en donde han tomado
ustedes asiento y se les servirá un alimento con un buen condimento,
que aquí hay un buen sentimiento, aunque poco ornamento, y si alguno
está sediento, se le traerá un refrescamiento; conque vean este
documento -y enseñó una lista de los precios - y ande el movimiento.
Ante un discurso tan absurdo, todo el mundo quedó asombrado; el
viejo se sonrió y remató su perorata exclamando:
-¡Mátala! ¡Viva la niña!
Leyeron la lista de los precios; llamaron al mozo, quien los dijo que, si
les parecía bien, podrían trasladarse a un cuarto que daba a la terraza,
donde estarían solos.
Subieron por unas escaleras a un barracón largo, dividido en
compartimientos, con un corredor a un lado.
Un par de chulos de chaqueta corta y pantalón de odalisca, sacaron el
organillo a la terraza. Iba entrando gente, y las parejas comenzaban a
bailar.
Trajeron la merienda, el vino y la cerveza, y se iban a poner a comer,
cuando volvió el amo del merendero y saludó con la gorra en la mano.
-Señores -dijo: -Si están ustedes bien en este departamento y sienten
desfallecimiento, deben dedicarse pronto al mandamiento y echar fuera
el entristecimiento, el descontendo y el desaliento. Por eso digo yo, y no
miento, mi mejor argumento: ¡Ande el movimiento!
Rebolledo, el jorobado, que miraba al viejo sonriendo, agazapado en su
silla como un conejo, terminó la alocución gritando:
-¡Mátala! ¡Viva la niña! .
El viejo sonrió y ofreció su mano al jorobado, quien se la estrechó
cómicamente. Todos, se echaron a reír a carcajadas, y el viejo, muy
satisfecho de su éxito, se marchó por el corredor. Al único a quien no le
pareció bien la cosa fue al señor Canuto, que murmuró:
-¿A qué viene este burgante con esas teorías?
-¿Qué teorías? preguntó Juan algo asombrado.
-Esas simplezas que viene diciendo, que no son más que teorías...
alegorías, chapucerías y nada más. Eso es.
-En vez de tonterías, dice teorías el señor Canuto -advirtió Manuel a
Juan, por lo bajo.
-¡Ah, vamos!
Comieron alegremente al son del pianillo, que tocaba tangos, polcas y
pasodobles. La terraza, poco a poco se había llenado de gente.
-Qué, ¿echamos un baile, señora Ignacia? -dijo Perico a la hermana de
Manuel.
-Yo, ¡Dios bendito! ¡Qué barbaridad!
-Y usted, ¿no baila? -preguntó Juan a la Salvadora.
Pío Baroja
42
-No, casi nunca.
-Yo la sacaría a usted si supiera. Anda, tú, Manuel. No seas poltrón.
Sácala a bailar.
-Si quiere, vamos.
Salieron por el corredor al patio enlosado, mientras el organillo tocaba
un pasodoble. Bailaba la Salvadora recogiéndose la falda con la mano,
con verdadera gracia y sin el movimiento lascivo de las demás mujeres.
Cuando acabó el baile, Perico Rebolledo, algo turbado, le pidió que
bailara con él.
Al volver Manuel al sitio donde había merendado, tropezó en el
corredor con dos señoritos y dos mujeres. Una de éstas se volvió a
mirarle. Era la Justa. Manuel hizo como que no la había conocido y se
sentó al lado del señor Canuto.
Volvió la Salvadora de bailar, con las mejillas rojas y los ojos brillantes,
y se puso a abanicarse.
-¡Olé ahí las chicas bonitas! -dijo el jorobado-. Así me gusta a mí la
Salvadora; coloradita y con los ojos alegres. Señor artista, fíjese usted y
vaya tomando apuntes.
Ya me fijo -contestó Juan.
La Salvadora sonrió ruborizada y miró a Manuel, que estaba violento.
Trató de buscar el motivo del malestar de Manuel, cuando sorprendió
una mirada de la justa, fija, dura, llena de odio.
-Será la que vivió antes con él -pensó la Salvadora, y, con indiferencia,
la estuvo observando.
En esto vino el mozo, y, acercándose a Manuel, le dijo:
-De parte de aquella señora, que si quiere usted pasar a su mesa.
-¡Gracias! Dígale usted a esa señora que estoy aquí con mis amigos.
Al recibir la contestación, la justa se levantó y fue acercándose por la
galería adonde estaba Manuel.
-Viene hacia aquí esa pelandusca -dijo la Ignacia.
-Más te vale ver lo que quiere -añadió la Salvadora con ironía. Manuel
se levantó y salió al corredor.
-¿Qué? -exclamó de un modo agresivo-. ¿Qué hay?
-Na -contestó ella-. ¿Es que no te dejaban ésas salir?
-No; es que a mí no me daba la gana.
-¿Quién es esa que está contigo? ¿Tu querida? -y señaló a la Salvadora.
-No.
-¿Tu novia?... Chico, tienes mal gusto. Parece un fideo raído.
-¡Pchs! Bueno.
-¿Y ese de los pelos?
-Es mi hermano.
-Es simpático. ¿Es pintor?
-No; es escultor.
La lucha por la vida III. Aurora roja
43
-Vamos, artista. Chico, pues me gusta. Preséntame a él.
Manuel la miró y sintió una impresión repelente. La Justa había
tomado un aspecto de bestialidad repulsiva; su cara se había
transformado haciéndose más torpe; el pecho y las caderas estaban
abultados; el labio superior lo sombreaba un ligero vello azulado; todo su
cuerpo parecía envuelto en grasa, y hasta su antigua expresión de viveza
se borraba, como ahogada en aquella gordura fofa. Tenía todas las trazas
de una mujerona de burdel que ejerce su oficio con una perfecta
inconsciencia.
-¿Dónde vives? -la preguntó Manuel.
-En la calle de la Reina, en casa de la Andaluza. No es cara la casa.
¿Irás?
-No -dijo Manuel secamente, y, volviéndole la espalda, se acercó
adonde estaban los suyos.
-Muy flamenca, guapetona -dijo el jorobado.
Manuel se encogió de hombros con indiferencia.
-¿Qué le has dicho? -preguntó Perico-. Se ha quedado paralizada.
El organillo no dejaba de tocar un momento; la justa, su compañera y
los dos señoritos, comenzaron a ponerse impertinentes. Reían, gritaban,
tiraban huesos de aceituna. La Justa miraba siempre a la Salvadora de
una manera fulminante.
-¿Por qué me mira así esa mujer? -y la Salvadora hizo esta pregunta a
Manuel, sonriendo.
-¿Qué sé yo? -contestó él con tristeza-. ¿Vámonos?
-Estamos bien aquí, hombre -dijo Juan.
-¿Os habéis incomodado porque he hablado con ésa? -preguntó
Manuel a la Salvadora.
-¿Nosotras? ¿Por qué? -y la Salvadora volvió rápidamente la cabeza y
le relampaguearon los ojos.
Uno de los señoritos salió a bailar con la Justa, y, al pasar por delante
de donde estaba Manuel y los otros, hizo en voz alta algún comentario
insultante acerca de las melenas de Juan.
-Vámonos -repitió Manuel.
A sus instancias, se levantaron; pagó Juan y salieron.
-Ahí va uno que se lleva la merienda guardada -dijo uno de los que
bailaban al ver pasar al jorobado.
Perico se detuvo, dispuesto a pegarse con el que insultara a su padre;
pero Manuel le cogió del brazo y lo empujó hacia la salida.
-Esto es lo que no pasa en ningún lado -dijo Juan-. Sólo aquí hay este
afán de insultar y de molestar a la gente.
-Falta de educación -mumuró el jorobado con indiferencia.
-Y luego no pasa nada -añadió Perico-;porque a uno de estos
chulapones, con toda su fachenda, se le da un golpe y se queda con él,
Pío Baroja
44
alborota mucho y nada.
-Pero es muy desagradable -repuso Juan- eso de no poder ir a ningún
lado sin que alguien trate de ofenderle a uno. En el fondo de esto -dijo
después burlonamente- hay un espíritu provinciano. Recuerdo que en
Londres, en uno de esos parques enormes que hay allá, por las tardes
veía jugar a la raqueta a dos señores, uno gordo, bajito, con una gorrita
en la cabeza, y el otro flaco, esquelético, con levita y sombrero de paja.
Yo iba con un español y un inglés, y el español, como es natural, se las
echaba de gracioso. Al ver aquel par de tipos, verdaderamente ridículos,
que jugaban en medio de una porción de personas que les miraban muy
serios, el español dijo: «Esto no podría pasar en Madrid, porque se reirían
de ellos y tendrían que dejar su juego». «Sí -contestó el inglés-; ése es el
espíritu provinciano, propio de un pueblo pequeño; pero a un inglés de
Londres no le asombra nada, ni por muy grande, ni por muy ridículo que
sea».
-Lo partió por el eje -dijo el señor Canuto guiñando un ojo
maliciosamente.
-Yo no les hubiera hecho caso -dijo la Salvadora, que no oyó el cuento
de Juan.
-Ni yo -añadió la Ignacia-. ¡Jesús bendito, qué mujer! ¿Qué descaro!;
¡es una perdición!
-Bueno, bueno: por eso mismo me he querido yo marchar, por evitar
una riña -saltó Manuel-; porque a vosotras os gusta armarla, y luego, si
viene alguna consecuencia desagradable, entonces vienen las
lamentaciones.
-Si tú tienes mal humor por el encuentro, nosotras no tenemos la
culpa -repuso la Salvadora.
Manuel enmudeció y volvieron hacia Madrid, tomando el camino de la
Moncloa. Después, por la calle de Rosales, se metieron en el paseo de
Areneros.
Al llegar aquí había oscurecido; pasaban los tranvías, atestados,
haciendo sonar sus timbres; se acercaban unos, otros huían
rápidamente hasta que en el aire polvoriento se perdían las miradas rojas
o verdes de sus farolillos redondos.
Desde la proximidad del hospital de la Princesa, hacia el campo, se
veían paredones blancos, ventanas abiertas, iluminadas, de casas de
cuatro pisos de Vallehermoso. A lo lejos se divisaba el horizonte confuso,
rojizo, y los desmontes, dorados por los últimos rayos del sol, que se
dibujaban en líneas rectas en el cielo.
-Da todo esto una impresión angustiosa, ¿verdad? -dijo Juan.
Nadie le contestó. Iba oscureciendo aún más; la noche arrojaba
puñados de ceniza sobre el paisaje; el cielo tornaba un color siniestro,
gris, sucio, surcado por algunas vagas estrías rojizas; la llama oscilante
La lucha por la vida III. Aurora roja
45
de los faroles se estremecía en el aire polvoriento.
En el final del paseo, Juan se despidió de todos. Luego, solo, se detuvo
un momento a mirar el campo. Enfrente se veía la torre de ladrillo del
Hospital de Clérigos; más lejos, una cúpula plomiza y los cipreses del
cementerio de San Martín, destacándose en el horizonte. De la chimenea
de la fábrica de electricidad salía el humo a borbotones densos, v en el
aire pesado del crepúsculo iba extendiéndose paralelamente a la tierra
como un escuadrón de caballos salvajes.
Y el paisaje árido, unido a la pobreza de las construcciones, a los gritos
de la gente, a la pesadez del aire, al calor, daba una impresión de fatiga,
de incomodidad, de vida sórdida y triste...
Pío Baroja
VI
Las vagas ambiciones de Manuel - Las mujeres mandan
Roberto - Se instala la imprenta
En los días anteriores a la apertura de la Exposición, Juan no apareció
por casa de Manuel. Pintores y escultores se pasaban la vida de café en
café, discutiendo y, sobre todo, intrigando. Juan estaba asqueado al
verse en aquel ambiente de miserias, de ruindades, de bajas
maquinaciones.
Su grupo, Los Rebeldes, mal colocado en el salón adrede, apenas se
veía. El retrato de la Salvadora estaba en mejor sitio y había causado
efecto; los periódicos hablaban de Juan; uno del jurado le había dicho
que él le votaría para una segunda medalla; pero como todas estaban
comprometidas, no le podrían dar mas que una tercera. Juan le contestó
que hiciesen en conciencia lo que les pareciese; pero el del jurado le
advirtió que le dijera si iba o no a aceptar la tercera medalla, porque, en
el caso de no aceptarla, se la darían a otro.
Juan sintió deseos de rechazarla; pero esto pensó que indicaría que
estaba mortificado, y la aceptó.
-¿Cuánto te dan por eso? -le preguntó Manuel.
-Mil pesetas.
-Entonces, haces bien en aceptar. Los periódicos dicen que tus
estatuas son de lo mejor de la Exposición; para la gente has obtenido un
triunfo. Ahora te dan ese dinero. Tómalo.
-¡Psch!
-Si no lo quieres, dámelo a mí; esas pesetas me podrían hacer el gran
avío.
-¿A ti? ¿Para qué?
-Hombre, tengo ya desde hace tiempo la idea de tomar una imprenta
en traspaso.
-¿Pero vives mal así?
-No.
-Tantas ganas tienes de ser propietario?
-Todo el mundo quiere ser propietario.
47
-Yo, no.
-Pues yo, sí; me gustaría tener un solar, aunque no sirviera para nada,
sólo para ir allá y decir: esto es mío.
-No digas eso -replicó Juan-; para mí ese instinto de propiedad es lo
más repugnante del mundo. Todo debía ser de todos.
-Que empiecen los demás dando lo que tienen -dijo la Ignacio terciando
en la conversación.
-Nosotros no tenemos que arreglar nuestra conducta con la de los
demás, sino con nuestra propia conciencia.
-¿Pero es que la conciencia le impide a uno ser propietario? -preguntó
Manuel.
-Sí.
-Será la tuya, chico; la mía no me lo impide. Yo, entre explotado o
explotador, prefiero ser explotador; porque eso de que se pase uno la vida
trabajando y que se imposibilite uno y se muera de hambre...
-No tiene uno derecho al porvenir. La vida viene como viene, y sujetarla
es una vileza.
-Pero, bueno, ¿qué me quieres decir con esto, que no me darás el
dinero?
-No, el dinero te lo llevas, si es que me dan la medalla; lo que te digo
es que no me gusta esa tendencia tuya de hacerte burgués. Vives bien...
-Pero puedo vivir mejor.
-Bueno; haz lo que quieras.
La Salvadora y la Ignacia no compartían las ideas de Juan; al revés,
sentían de una manera enérgica el instinto de propiedad.
A consecuencia de esta conversación, se despertaron nuevamente los
planes ambiciosos de Manuel. La Salvadora y la Ignacia le instaron para
que estuviese a la mira por si salía alguna imprenta en traspaso, y pocos
días después le indicaron una anunciada en un periódico.
Manuel fue a verla; pero el amo le dijo que ya no la quería traspasar.
En cambio, supo que un periódico ilustrado vendía una máquina nueva
y tipos nuevos por quince mil pesetas.
Era una locura pensar en esto; pero la Salvadora y la Ignacia le dijeron
a Manuel que fuera a verla y que propusiera al amo comprarla a plazos.
Hizo esto Manuel; la máquina era buena; tenía un motor eléctrico
moderno, y los tipos eran nuevos; pero el amo no se avenía a cobrar en
plazos.
-No, no -le dijo-; soy capaz de rebajar algo el precio; pero el dinero lo
necesito al contado.
Entre la Salvadora y la Ignacia tenían tres mil pesetas, podían contar
con las mil de la medalla de Juan; pero esto no era nada.
-Qué le vamos a hacer -dijo Manuel-; no se puede..., paciencia.
-Pero la máquina, ¿es buena? -preguntó la Salvadora.
Pío Baroja
48
-Sí; muy hermosa.
-Pues yo no dejaría eso así -dijo la Salvadora.
-Ni yo tampoco -repuso la Ignacia.
-¿Y qué voy a hacer?
-¿No tienes ese amigo inglés que vive en el Hotel de París?...
-Sí; pero...
-¿No te atreves? -preguntó la Ignacia.
-Pero ¿cómo me va a dar quince mil pesetas?
-Que te las preste. Con probar nada se pierde. El «no», lo llevas contigo.
A Manuel no le hizo ninguna gracia la cosa; dijo que sí, que iría a ver
a Roberto, pensando que se les olvidaría la idea; pero al día siguiente las
dos volvieron a la carga.
Manuel pensó hacer como que iba al hotel y decirles a ellas que no
estaba Roberto en Madrid; pero la Ignacia se le adelantó y se enteró de
que no se había marchado.
Manuel fue a ver a su amigo de muy mala gana, deseando encontrar
algún pretexto para aplazar indefinitivamente la visita o que le dijeran
que no le podía recibir; pero al entrar en la puerta del hotel se encontró
con Roberto.
Estaba dando órdenes a un criado. Parecía más fuerte, más hombre,
con un gran aplomo en los movimientos.
-¡Hola, ilustre golfo! -le dijo al verle-. ¿Cómo estás?
-Bien, ¿y usted?
-Yo, admirablemente... ya me he casado.
-¿Sí?
-Estoy en camino de ser padre.
-¿Y el proceso?
-Terminó.
-¿A favor de usted?
-Sí; ya no falta más que la resolución de unos expedientes.
-Y la señorita Kate, ¿está aquí?
-No; en Amberes. ¿Venías a buscarme? ¿Qué me querías?
-Nada; verle.
-No; tú venías a algo.
-Sí; pero, la verdad, vale más que no se lo diga a usted, porque es una
tontería.
-No, hombre; dilo.
-Son cosas de mujeres. Ya sabe usted que soy cajista, y mi hermana y
otra muchacha que vive conmigo están empeñadas en que me debo
establecer... Y ahora se puede comprar una máquina nueva y tipos
también nuevos...; y no tengo dinero bastante para eso...; y ellas me han
empujado para que le pida a usted el dinero.
-¿Y cuánto se necesita para eso?
La lucha por la vida III. Aurora roja
49
-Piden quince mil pesetas; pero pagándole al contado al dueño,
rebajaría mil o quizás dos mil.
-¿De manera que necesitas unas trece o catorce mil pesetas? -Eso es;
yo ya me figuro que usted no podrá dar ese dinero... Ahora, perder no se
puede perder gran cosa. Porque usted podría ser el socio capitalista, y se
ensayaba...; que a los dos años, por ejemplo, no daba resultado, pues se
vendía la máquina y las cajas con mil o dos mil pesetas de pérdida, y la
pérdida la pagaba yo.
-Pero, además, hay que abonar los gastos de instalación en la nueva
imprenta, de traslado, ¿verdad?
-No; de eso me encargaría yo.
-¿Tienes dinero, eh?
-Unas cuatro mil pesetas.
-De manera que me propones ser tu socio capitalista, ¿no es eso?
-Sí.
-¿Qué ganaré yo? ¿La mitad de los ingresos?
-Eso es.
-¿Después de descontados vuestros jornales?
-Le va a quedar a usted muy poco.
-No importa; acepto.
-¿Acepta usted? -dijo Manuel en el colmo del asombro.
-Sí, seré tu socio. Dentro de unos años pondremos una gran casa
editorial, para ir descristianizando España. Vamos a ver al dueño de la
máquina.
Tomaron un coche y se hizo la compra. Se especificó el número de
letras y de casilleros; Roberto cogió el recibo, pagó y le dijo a Manuel:
-Ya me dirás dónde nos trasladamos. ¡Adiós! Tengo mucho que hacer.
Manuel se despidió de la imprenta donde trabajaba y se fue a su casa.
Ya era un burgués, todo un señor burgués.
Tuvo grandes dificultades la instalación de la imprenta.
El dueño de la máquina dijo que él ya no necesitaba el local, y Manuel
tuvo que pagarlo mientras buscaba otro. Después de andar mucho, llegó
a encontrar una tienda a propósito para imprenta en la calle de
Sandoval. Tenía prisa de instalarse cuanto antes y se arregló con los
albañiles para que hicieran las obras necesarias en un mes. Pero los
albañiles tardaron más de lo convenido y tuvo que pagar los alquileres
de las dos casas. Por más que Manuel vigilaba y atendía a los menores
detalles, no podía evitar el robo; las obras le costaron un dineral; entre
la portada, la muestra y los arreglos del interior, se fueron las tres mil
pesetas. Lo único barato fue la instalación eléctrica, que la hizo Perico
Rebolledo.
Luego había que hacer una porción de diligencias, había que pedir
permiso en el Ayuntamiento para las cosas más fútiles, y Manuel andaba
Pío Baroja
50
hecho un zarandillo de un lado a otro.
Tras de muchas dilaciones y contratiempos, pudo trasladar la
máquina y las cajas, y notó que le habían robado casi la mitad de la letra.
El motor eléctrico hubo que componerlo. Por fin, se arregló todo; pero no
había trabajo. La Ignacia se lamentaba de que su hermano hubiese
perdido su buen jornal; la Salvadora, siempre animosa, confiaba que
vendría trabajo, y Manuel se pasaba las horas en la imprenta, flaco,
triste, irritado.
Hizo anuncios, que repartió por todas partes, pero los encargos no
venían.
La lucha por la vida III. Aurora roja
VII
El amor y la debilidad - Las intermitentes y las golondrinas
El bautizo de S.M. Curda I en una imprenta
A consecuencia de la fatiga y de las preocupaciones, Manuel comenzó
a encontrarse malo. Sentía un gran desmadejamiento en todo el cuerpo;
apenas dormía y estaba siempre febril. Una tarde la fiebre se hizo tan
alta, que tuvo que guardar cama.
Pasó la noche con un calenturón terrible, en una somnolencia extraña,
despertándose a cada momento con sobresaltos y terrores.
A la mañana siguiente se encontraba mejor; sólo de cuando en cuando
algún escalofrío le recorría el cuerpo.
Estaba dispuesto a salir, cuando sintió que de nuevo le empezaba la
fiebre. Le pasaban los escalofríos por la espalda como soplos de aire
helado.
La Salvadora estaba con sus discípulas y Manuel llamó a la Ignacia.
Avísale a Jesús. Si no está ahora colocado, que vaya a la imprenta.
Estoy muy mal. Yo no sé lo que tengo.
Se acostó con la cabeza pesadísima. Sentía un latido en la frente, que
se comunicaba a todo el cuerpo. Se imaginaba que le llevaban debajo de
un martillo de fragua y le ponían en el yunque; unas veces boca arriba,
otras de costado. Cesaba esta impresión y escuchaba dentro de su
cerebro el ruido de la prensa y del motor eléctrico, y esto le producía una
angustia enorme. Después de dos o tres horas de una fiebre alta, se
encontró de nuevo bien.
Por la noche, Jesús y el señor Canuto fueron a verle. Habló Manuel con
Jesús de los asuntos de la imprenta, y le recomendó que no los
abandonara. El señor Canuto salió y vino poco después con unas hojas
de eucalipto, con las cuales la Ignacia hizo un cocimiento para Manuel.
Algo mejoró con esto, pero los accesos de fiebre seguían y hubo que
llamar a un médico. Se encontraba además Manuel en un estado de
excitación que no le dejaba descansar un momento.
-Tiene intermitentes y una gran depresión nerviosa -dijo el médico-.
¿Trabaja mucho?
52
-Sí, mucho -contestó la Salvadora.
-Pues que no trabaje tanto.
Recetó el médico y se fue. Toda la noche estuvo la Salvadora al lado del
enfermo. A veces Manuel la decía:
-Acuéstate -pero estaba deseando que no lo hiciera.
Le atendía la Salvadora con una solicitud de madre; se molestaba
continuamente por él. Era pródiga de sus atenciones y avara de las
ajenas. Manuel, hundido en la cama, la miraba, y cuanto más la miraba,
creía encontrar en ella nuevos encantos.
-¡Qué buena es! -se solía decir a sí mismo-. La molesto a cada paso y
no me odia. -Y este pensamiento de que era buena, le daba ideas
fúnebres, porque pensaba qué sería de él si ella se casara. Era una idea
egoísta; nunca había sentido como entonces tanto miedo a morirse y a
quedar desamparado.
A los dos días, la Ignacia dijo que para que la Salvadora pudiese
atender a sus quehaceres, lo mejor sería llamar a la mujer del señor
Canuto, una vieja emplastera, que asistiría muy bien a Manuel.
Éste no replicó, pero mentalmente se deshizo en insultos contra su
hermana; la Salvadora repuso que no había necesidad de traer a nadie,
y Manuel se sintió tan emocionado, que las lágrimas le brotaron de los
ojos.
Se encontraba Manuel en un estado de impresionabilidad extraño; la
cosa más insignificante le producía un arrebato de cariño o de odio.
Entraba la Salvadora y mullía el almohadón o le preguntaba si
necesitaba alguna cosa, e inmediatamente Manuel sentía un
agradecimiento tan grande, que hubiera querido exponer su vida por
ella; en cambio, venía la Ignacia y le decía: «Hoy parece que estás mejor»;
y sólo por esto, Manuel temblaba de ira.
-Así deben ser los perros, como yo soy ahora -pensaba algunas veces.
A los seis días, Manuel se levantaba. Era el mes de agosto; solían estar
las maderas del balcón cerradas; por una rendija entraba un rayo de sol;
nadaban en su luz los corpúsculos del aire y pasaban las moscas,
atravesando aquella barra de oro como gotas de un metal incandescente.
Se sentía la calma enorme de los alrededores desolados, y en aquellas
horas de siesta, venía de la tierra calcinada como un soplo de silencio;
todo estaba aletargado; sólo se oía el lejano silbido de algún tren y el
chirriar de los grillos...
Los sábados invariablemente, por las mañanas, debajo del balcón en
donde trabajaba la Salvadora, solía ponerse un ciego a cantar,
acompañándose de una guitarra de son cascado, canciones antiguas.
Era un ciego bien vestido, con gabán y sombrero hongo, que llevaba un
perrillo blanco como guía. Solía cantar con muy poca voz, pero afinando
siempre, aquella habanera de Una vieja: «¡Ay, mamá, qué noche
La lucha por la vida III. Aurora roja
53
aquella...!», y algunas otras romanzas sentimentales.
Manuel llamaba al ciego el Romántico, y por este nombre le conocían
en la casa; la Salvadora solía echarle todos los sábados diez céntimos
desde el balcón.
Por las tardes, Manuel, desde el comedor, oía a las discípulas de la
Salvadora cuando entraban. Notaba sus conversaciones en el portal, el
crujido de los peldaños viejos de la escalera; luego sentía el beso que
daban a la maestra, el ruido de la máquina, el chasquido de los bolillos
y un murmullo de risas y de voces.
Cuando las niñas se marchaban, entraba Manuel en la escuela y
charlaba con la Salvadora. Abrían el balcón, las golondrinas trazaban
rápidos círculos alegres y locos en el cielo rarificado; el aire de la tarde
se opalizaba, y Manuel sentía lánguidamente el paso de las horas y
contemplaba los crepúsculos tristes de cielo anaranjado, cuando en la
callejuela solitaria se encendían los faroles y pasaban, haciendo sonar
las esquilas, algunos rebaños de cabras.
Un día Manuel tuvo un sueño que luego le preocupó mucho; soñó con
una mujer que estaba a su lado, pero esta mujer no era la justa; era
delgada, esbelta, sonriente. En su sueño se desesperaba por no
comprender quién era aquella mujer. Se acercaba a ella, y ella huía, pero
de pronto la alcanzaba y la tenía en sus brazos palpitante. Entonces la
miraba muy de cerca y la reconocía. Era la Salvadora. Desde aquel
instante comenzó una nueva preocupación por ella...
Una tarde, en la convalecencia, cuando aún Manuel se encontraba
débil, hizo un calor bochornoso. El cielo estaba blanquecino,
anubarrado; polvaredas turbias se levantaban de la tierra. A veces se
ocultaba el sol, y el calor entonces era más sofocante. En el interior de la
casa los muebles crujían con estallidos secos. Desde la ventana veía
Manuel el cielo, que tomaba tintes amarillos y morados; después
comenzó a oírse el rodar lejano de los truenos. Llegaba un olor fuerte a
tierra mojada. Manuel, con los nervios en tensión, sentía una gran
angustia. Brilló un relámpago en el cielo y comenzó a llover. La Salvadora
cerró la ventana y quedaron en la semioscuridad.
-¡Salvadora! -llamó Manuel.
-¿Qué?
Manuel no dijo nada; le agarró la mano y la estrechó entre las suyas.
-Déjame que te bese -le dijo Manuel en voz baja.
La Salvadora inclinó la cabeza y sintió en la mejilla el beso de los labios
de Manuel, que quemaban, y él sintió en sus labios una frescura
deliciosa. En aquel momento entró la Ignacia.
A medida que Manuel iba restableciéndose, la Salvadora volvía a ser
como habitualmente, igual en su carácter, tan amable para unos como
para otros. Manuel hubiera querido una preferencia.
Pío Baroja
54
-La hablaré, pensó.
En casa no era fácil, porque la Ignacia se creyó en el caso de vigilarles
a los dos.
-Ya no falta más que esto -decía indignado Manuel-; pero, en fin,
cuando salga nos entenderemos.
De cuando en cuando, Manuel preguntaba a Jesús:
-¿Qué tal la imprenta?
-Bien -contestaba él invariablemente.
Jesús comía en la casa y dormía en un cuarto próximo al desván, en
donde la Ignacia le había puesto una cama.
El primer día que Manuel se sintió con fuerzas, se marchó a la
imprenta. Entró. No había nadie.
-¿Qué demonios pasa aquí? -se dijo.
Se oían voces en el patio. Manuel se asomó a una ventana a ver lo que
ocurría. Estaban los tres cajistas, Jesús y el aprendiz, todos vestidos de
mamarracho, cantando y paseándose por el patio.
Abría la marcha el aprendiz, con un embudo en la cabeza y golpeando
en una sartén. Tras de él iba uno de los cajistas, que llevaba una falda
de mujer, unos trapos arrebujados en el pecho y en los brazos un palo
envuelto en una tela blanca, como su fuera un niño. Después marchaba
Jesús, vestido con una dalmática de papel y en la cabeza un birrete con
un barboquejo; luego, uno de los cajistas, que llevaba una escoba como
un fusil, y, al último, el otro cajista, con una espada de madera en el
cinto.
Todas las vecinas habían salido a las ventanas a presenciar la
ceremonia. Después de los cánticos, Jesús se subió a un banco, cogió
una bota de vino y lo derramó sobre la cabeza del muñeco.
-En el nombre del padre, del hijo y del espíritu santo -gritó-, te bautizo
y te doy el nombre de Curda I, rey de todas las Cogorzas, príncipe de la
jumera, conde de la Tajada y señor de la Papalina.
El de la sartén comenzó a golpearla furiosamente.
-¡Silencio! -exclamó Jesús con voz vibrante-. Pueblo de Madrid: ¿juras
defender a su majestad Curda I, a todas horas y en todos los momentos?
-Sí, sí -gritaron los cuatro, enarbolando escobas, espadas y sartenes.
-¿Reconoceréis como vuestro legítimo rey y soberano a su majestad
Curda I?
-Sí, sí.
-¿Juráis dar vuestras haciendas y vuestras vidas a su majestad Curda
I?
-Sí, sí.
-¿Juráis derramar vuestra sangre en los campos de batalla por su
majestad Curda I?
-Sí, sí.
La lucha por la vida III. Aurora roja
55
-¿Juráis no reconocer nunca ni aun en el tormento, otro rey que su
majestad Curda I?
-Sí, sí.
-Pues, bien; pueblo inepto, pueblo nauseabundo, si así lo hacéis, Dios
os lo premie, y si no, os lo demande. ¡Sus! ¡Papalina y cierra España!
¡Muera el infiel marroquí! Acordaos de que vuestros padres tuvieron la
honra de morir por los Papalinas, de ser destripados por los Papalinas,
de ser violados por los Papalinas. ¡Vivan los Papalinas!
-¡Vivan los Papalinas! -gritaron todos.
-Ahora que comience la libación -dijo Jesús-. ¡Que rompan a tocar las
músicas! ¡Que arda en festejos el pueblo!
Luego con su voz natural, le dijo al chico:
-¡Anda, trae unos vasos!
El aprendiz entró en la imprenta; Manuel le cogió del brazo y le dijo:
-Dile a ése que estoy aquí.
Con la orden se acabó inmediatamente la ceremonia y volvieron los
obreros al trabajo.
-Muy bien dijo Manuel-; muy bien -y engarzó una serie de blasfemias-.
Ahora se van ustedes todos a la calle. De manera que dejan ustedes esto
solo y se ponen a armar escándalo, para que el amo de la casa le despida
a uno...
-Es que el chico ayer pescó la primera curda -dijo Jesús-, ¿sabes?, y la
hemos celebrado.
-Haberla celebrado en otra parte. Bueno. A trabajar, y otra vez estas
fiestas las hacen ustedes en los Cuatro Caminos.
Jesús fue a las cajas, pero al poco rato volvió.
-Dame la cuenta -le dijo a Manuel muy fosco.
-¿Por qué?
-Me marcho; no quiero trabajar aquí.
-¿Pues qué hay?
-Eres un cochino burgués que no piensas más que en el dinero. No
tienes alegría.
-Mira, sigue ahí, si no quieres que te meta el componedor por la boca,
¡ladrón!
-Eres un mal compañero...; además, siempre me estás insultando.
-¿Y me vas a dejar ahora que todavía estoy malo?
-Bueno, me quedaré hasta que te cures.
Pío Baroja
Segunda parte
I
Juego de bolos, juego de ideas, juego de hombres
Hay entre Vallehermoso y el paseo de Areneros una ancha y extensa
hondonada que lentamente se va rellenando con escombros. Estos
terrenos nuevos, fabricados por el detritus de la población, son siempre
estériles. Algunos hierbajos van naciendo en los que ya llevan aireándose
algunos años. En los modernos, manchados de cal, llenos de cascote, ni
el más humilde cardo se decide a poblarlos.
Por encima de estas escombreras pasan continuamente volquetes con
tres y cuatro mulas, rebaños de cabras escuálidas, burros blanquecinos,
chiquillos harapientos, parejas de golfos que se retiran a filosofar lejos
del bullicio del pueblo, mendigos que toman el sol y perros vagabundos.
En la hondonada se ven solares de corte de piedras, limitados por
cercas de pedruscos, y en medio de los solares, toldillos blancos, bajo los
cuales los canteros, protegidos del sol y de la lluvia, pulen y pican
grandes capiteles y cornisas marcados con números y letras rojas.
En el invierno, en lo más profundo de la excavación, se forma un lago,
y los chiquillos juegan y se chapotean desnudos.
En esta hondonada, en el borde del paseo de Areneros, al lado de unas
altas pilas de maderas negras, había un solar, y en él, una taberna, un
juego de bolos y una churrería.
El juego de bolos estaba en medio, la taberna a su derecha y la
churrería a la izquierda. La taberna se llamaba oficialmente «La Aurora»;
pero era más conocida por la taberna del Chaparro. Daba al paseo de
Areneros y a un pasadizo entre dos empalizadas; tenía un escalón a la
entrada, y una muestra llena de desconchaduras y de lepras. Por dentro
era un cuarto muy pequeño con una ventana al solar. En medio de la
taberna, por las mañanas, solían verse cuatro o cinco barreños con
ceniza, y encima, unos pucheretes de barro, en donde hervía el cocido de
unos cuantos mozos de cuerda que iban a comer allí.
El local tenía sus refinamientos de lujo y de comodidad; en las paredes
había un zócalo de azulejos; en el invierno se ponía una estufa, y
continuamente había, cerca de la ventana, un reloj parado de caja
58
grande pintarrajeada.
La churrería estaba al otro lado del solar. Era una barraca hecha de
tablas pintadas de rojo; tenía el tejado de cinc, y por en medio de él, salía
una alta y gruesa chimenea, sujeta por cuatro alambres y adornada con
una caperuza.
Como trazo de unión entre la churrería y la taberna, estaba el juego de
bolos. Tenía éste su entrada por una valla pintada de rojo con un arco
en la puerta. Se dividía en dos plazas separadas por un gran tabique o
biombo, hecho con trapos sujetos con un alto bastidor. En el fondo, en
un sotechado con gradas, se colocaban los espectadores.
Dando la vuelta al juego de bolos había una casita blanca casi cubierta
con enredaderas; detrás de ésta, un antiguo invernadero arruinado, y
junto a él, una noria, cuya agua regaba varios cuadros de hortalizas. Al
lado del invernadero, medio oculto entre altos girasoles, se veía un coche
viejo, una antigua berlina destrozada, sucia, con las portezuelas abiertas
y sin cristales, que servía de refugio a las gallinas. La churrería, la
taberna y el juego de bolos eran de los mismos dueños: dos socios que
habitaban en la casita de las enredaderas.
Los dos socios eran tipos diametralmente opuestos. Al uno, rubio,
bastante grueso, con patillas, le decían el Inglés; el otro, delgado, picado
de viruelas, con los ojos pequeños y enrojecidos, se llamaba Chaparro.
Los dos habían sido mozos de café. Eran hombres que, con los genios
más opuestos y contradictorios, se entendían admirablemente.
Chaparro solía estar siempre en la taberna; el Inglés, siempre en el
juego de bolos; Chaparro llevaba gorra; el Inglés, sombrero de jipijapa;
Chaparro no fumaba; el Inglés fumaba en pipa larga; Chaparro vestía de
negro; el Inglés, trajes claros y anchos; Chaparro estaba siempre
incomodado; el Inglés, alegre; Chaparro creía que todo era malo; el
Inglés, que todo era bueno, y así, con esta disparidad absoluta, se
entendían los dos compadres.
Chaparro trabajaba mucho, no paraba nunca; el Inglés, más pacífico,
miraba jugar a los bolos, leía el periódico, con sus anteojos puestos sobre
la nariz, regaba sus plantas, que las tenía en cajas en grandes jarrones
de piedra, que debían de haber ido a parar allí de algún derribo, y
meditaba. Muchas veces no hacía ni esto siquiera; salía a la hondonada,
se tendía al sol y contemplaba vagamente la sierra y la línea austera,
apenas ondulada, de los campos madrileños bajo el cielo azul radiante.
Una tarde paseaba Juan con un pintor decorador, a quien había
conocido en la Exposición, por el paseo de Areneros, cuando vieron el
juego de bolos del Inglés, y entraron.
-Aquí podríamos tomar algo -dijo Juan.
-No habrá quien sirva -contestó el otro. Llamaron a un chico que
recogía las bolas. -Ahí al lado, en la taberna, se pueden ustedes sentar.
La lucha por la vida III. Aurora roja
59
Se sentaron debajo de un emparrado y siguieron hablando. El que
hablaba con Juan era un hombre ilustrado, que había vivido en Francia,
en Bélgica y viajado por América. Solía escribir en un periódico
anarquista, en donde firmaba: Libertario, y por este apodo se le conocía.
Había dedicado un artículo elogioso al grupo de Los Rebeldes, y luego
había buscado a Juan para conocerle.
Sentados bajo el emparrado, el Libertario hablaba. Era éste un hombre
delgado y alto, de nariz corva, barba larga y modo de expresarse irónico
y burlón. A pesar de que a primera vista parecía indiferente y bromista,
era un fanático. Trataba de convencer a Juan. Hablaba con un tono un
tanto sarcástico, manoseando con sus dedos largos y delgados su barba
de prócer, suave y flexible. Para él, lo principal en el anarquismo era la
protesta del individuo contra el Estado; lo demás, la cuestión económica,
casi no le importaba; el problema para él estaba en poder librarse del
yugo de la autoridad. Él no quería obedecer; quería que si él se asociaba
con alguien fuese por su voluntad, no por la fuerza de la ley. Afirmaba
también que las ideas de bien y de mal tenían que transformarse por
completo, y con ellas, las del deber y la virtud.
Hacía sus afirmaciones con cierta reserva y, de cuando en cuando,
observaba a Juan con una mirada escrutadora.
El Libertario quería dejar una buena impresión en Juan, y ante él, sin
alardes, iba exponiendo sus doctrinas.
Juan escuchaba y callaba; asentía unas veces, otras manifestaba sus
dudas. Juan había tenido un gran desengaño al conocer a los artistas de
cerca. En París, en Bruselas, había vivido aislado, soñando; en Madrid
llegó a intimar con pintores y escultores, y se encontró asombrado de ver
una gente mezquina e indelicada, una colección de intrigantuelos, llenos
de ansias de cruces y de medallas, sin un asomo de nobleza, con todas
las malas pasiones de los demás burgueses.
Como en Juan las decisiones eran rápidas y apasionadas, al retirar su
fe de los artistas la puso de lleno en los obreros. El obrero era para él un
artista con dignidad, sin la egolatría del nombre y sin envidia. No veía
que la falta de envidia del obrero, más que de bondad, dependía de
indiferencia por su trabajo; de no sentir el aplauso del público, y
tampoco notaba que si a los obreros les faltaba la envidia, les faltaba
también, en general, el sentimiento del valor, de la dignidad y de la
gratitud.
-Aquí se está bien -dijo el Libertario-, ¿verdad?
-Sí.
-Podíamos reunirnos los domingos por la tarde; yo vivo por aquí cerca.
-Sí, hombre.
-Yo vendré con algunos amigos que tienen ganas de conocerle. Todos
han visto Los Rebeldes, y son entusiastas de usted.
Pío Baroja
60
-¿Son anarquistas también? -Sí.
Salieron al paseo de Areneros por la taberna.
-Voy a ver el número de esta casa para decírselo a los amigos -dijo el
Libertario.
Pues, no tiene número -replicó Juan-; pero tiene nombre: «La Aurora».
-Buen nombre para una reunión de los nuestros.
Se despidieron. Juan marchó a casa de Manuel. En el cerebro del
escultor comenzaba a germinar la idea de que había una misión social
que cumplir, y que esta misión era él el encargado de llevarla a cabo.
Mientras Juan se reunía con sus nuevos amigos, Manuel trabajaba en
la imprenta. Iban poco a poco viniendo los encargos.
Una vez Manuel había dicho a la Salvadora: -Quisiera hablar contigo
despacio.
-¿Por qué no esperar a ver si salimos adelante? -le había contestado
ella, suponiendo de qué se trataba.
Y se entendieron sin más explicaciones, y los dos se pusieron a
trabajar. Manuel, de noche, después de cerrar la imprenta, llevaba él
mismo los encargos en una carretilla. Se ponía una blusa blanca y
echaba a andar.
Hay trabajos que parece que despiertan el pensamiento, y uno de ellos
es empujar una carretilla. Al cabo de algún tiempo no se nota si uno lleva
el carretón, o si es el carretón el que le lleva a uno. Así en la vida, muchas
veces, no se sabe si es uno el que empuja los acontecimientos o si son
los acontecimientos los que le arrastran a uno.
A Manuel, su vida pasada le parecía un laberinto de callejuelas que se
cruzaban, se bifurcaban y se reunían sin llevarle a ninguna parte; en
cambio, su vida actual, con la preocupación constante de allegar para
echar el ancla y asegurarse un bienestar, era un camino recto, la calle
larga que él iba recorriendo con el carretoncillo poco a poco.
El recuerdo de la justa había quedado ya borrado para siempre de su
memoria. Algunas veces, al pensar en ella, se preguntaba: ¿Qué hará
aquella pobre mujer?
Jesús seguía viviendo en su guardilla y trabajaba en la imprenta con
intermitencias.
Un domingo del mes de noviembre, después de comer, Jesús preguntó
a Manuel:
-¿No vas a ir hoy a «La Aurora»? Vamos a tener junta.
-¿En dónde? ¿En la taberna del Chaparro?
-Sí.
-Yo no voy. ¿A qué?
-¡Qué burgués te estás haciendo! Allá estará tu hermano; va todas las
noches.
-Le están haciendo la pascua a Juan, metiéndole en esas cosas de
La lucha por la vida III. Aurora roja
61
anarquismo, que no son más que memadas.
-¿Ya has renegado también de la idea?
-Hombre, a mí la anarquía me parece bien, con tal de que venga en
seguida y le dé a cada uno los medios de tener su casita, un huertecillo
y tres o cuatro horas de trabajo; pero, para no hacer más que hablar y
hablar, como hacéis vosotros, para llamarse compañeros, y saludarse
diciendo: ¡Salud!, para eso prefiero ser sólo impresor.
-Tú, con anarquía o sin anarquía, serás siempre un burgués infecto.
-Pero ¿es que es necesario ser anarquista y emborracharse para vivir?
-¡Claro que sí! ; por lo menos tomar la vida de otra manera. Conque,
¿vienes o no a «La Aurora»?
-Bueno; iré a ver lo que es eso. El día menos pensado os van a meter
a todos en la cárcel.
-¡Quiá!, hay la mar de puertas en el solar ese.
Jesús contó que hacía unos días habían estado unos polizontes, por
una delación, en la taberna, y se encontraron con que no había nadie.
Entraron Jesús y Manuel en la taberna, y, por la puerta de al lado del
mostrador, pasaron a un cuarto con zócalo de madera y una mesa
redonda en medio. Había ya diez o doce personas, y entre los conocidos
de Manuel estaban el señor Canuto y Rebolledo. El cuarto era tan chico,
que no cabían en él. Iba viniendo más gente. El Libertario llamó a
Chaparro.
-¿No hay un sitio por ahí donde pudiéramos meternos? -le preguntó.
-No.
-En esa cosa con cristales que tienen ustedes, ¿no podría entrar?
-¿En el invernadero? Allí no hay sillas, ni mesa, ni nada.
-Sí; pero, ya ve usted. Aquí no cabemos. ¿Hay luz?
-No.
-Bueno; pues traiga usted unas velas.
Salieron al solar; estaba lloviendo a cántaros. Corriendo, se metieron
en el invernadero. El Inglés y el Libertario trajeron entre los dos una
mesita, la pusieron en el centro y encima colocaron dos bujías metidas
en dos frascos vacíos. No había sillas y se fueron sentando, unos sobre
un banco, otros en tiestos del revés, y otros en el suelo. Tenía aquello un
aspecto tétrico; la llama de las bujías temblaba a impulsos del viento;
sonaba la lluvia, densa y ruidosa, en los cristales, y al escampar se oía
el tintineo acompasado y metálico de las goteras. Sin saber por qué,
todos hablaban bajo.
-Yo creo, compañeros -dijo Juan, levantándose y acercándose a la
mesa-, que el que tenga algo práctico que decir, debe levantarse y hablar.
Hemos constituido este grupo de partidarios de la idea. Casi todos
conocemos este sitio por el nombre de «Aurora»; como nuestro grupo
debe tener un nombre, por si hay que relacionarlo con otras sociedades,
Pío Baroja
62
propongo que desde hoy se llame «Aurora Roja».
-¡Aceptado! ¡Aceptado!
La mayoría estuvo conforme. Algunos propusieron otros nombres,
como Ravachol, Angiolillo, Ni Dios ni amo; pero, en general, todos fueron
del parecer que se pasara a otro punto y que quedase el nombre de
«Aurora roja».
Luego de aclarado esto, se levantó un joven delgado, vestido de negro,
y echó un verdadero discurso. ¿Qué había que hacer? ¿Qué había de
perseguir el grupo designado con el nombre de «Aurora roja»? Unos eran
partidarios de la labor puramente individual; pero él encontraba que esta
labor individual tenía un carácter poco revolucionario y era demasiado
cómoda. Uno que no fuese escritor, ni orador, ni anarquista de acción,
que no se reuniera ni se asociara, podía echárselas de anarquista
tremendo y hasta podía serlo con la misma tranquilidad que un
coleccionista de sellos. Además, no había peligro en esto.
Y eso ¿qué importa? -dijo Juan; a nadie se le exige que sea valiente.
Los actos de los anarquistas tienen más valor por eso, porque nacen de
su conciencia y no de mandato alguno.
-Es verdad -dijeron los demás.
-Yo no lo niego; lo que yo quiero decir es que no necesitamos liebres
con piel de león, y que sería conveniente un compromiso entre todos
nosotros.
Mientras este joven defendía la necesidad de la asociación, Jesús
explicó a Manuel quién era. Se llamaba César Maldonado y era
estudiante; había figurado entre la juventud republicana. Era hijo de un
mozo de café y había muchas probabilidades para creer que su
anarquismo era una manera de vengarse de la posición humilde de su
padre. En el fondo, el joven aquel era un presuntuoso, lleno de esa
soberbia jacobina que sabe disimular las bajas pasiones con grandes
frases.
A su lado, y defendiendo todas sus ideas, había un vascongado, alto y
ancho, cargado de espaldas, que se llamaba Zubimendi, hombre triste,
con unos puños formidables, que no hablaba apenas, que había sido
pelotari, y últimamente se dedicaba a servir de modelo.
-Para formar una Asociación habrá que hacer un reglamento, ¿no es
eso? -preguntó el Libertario levantándose.
-Según -contestó Maldonado-. Yo no creo que deba haber reglamento;
basta un lazo de unión; pero lo que sí considero indispensable es poner
un límite al ingreso en el grupo y otorgar ciertas prerrogativas para los
directores, pues si no, los elementos extraños podían llegar hasta
cambiar el objeto que perseguimos.
-Yo -replicó el Libertario-, soy enemigo de todo compromiso y de toda
Asociación que no esté basada en el libre acuerdo. ¿Vamos a
La lucha por la vida III. Aurora roja
63
comprometernos a una cosa y a resolver nuestras dudas por el voto?
¿Por la ley de las mayorías? Yo, por mi parte, no; si hay necesidad de
comprometerse y de votar, no quiero pertenecer al grupo.
-Hay que ser prácticos -replicó Maldonado.
-Si yo fuera práctico, hace tiempo hubiese puesto una casa de
empeños.
Se levantó un hombre alto, delgado, rubio, picado de viruelas, de
aspecto enfermizo, con el bigote fino y bien cuidado, y se acercó a la
mesa.
-Compañeros -dijo sonriendo.
-¿Quién es éste? -preguntó Manuel a Jesús.
-El Madrileño, un chico listo que trabaja en el Tercer Depósito.
-Compañeros: A mí me parece que vuestro pleito se puede resolver con
mucha facilidad. El que quiera asociarse y comprometerse, que lo haga;
el que no, que lo deje.
Excepto tres o cuatro partidarios de Maldonado, que defendieron la
utilidad del compromiso, los demás no quisieron asociarse.
-Entonces, ¿para qué reunirnos? -preguntó uno de los amigos del
estudiante.
-¿Para qué? -contestó Juan-; para hablar, para discutir, para
prestarnos libros, para hacer la propaganda, y si llega el momento de
ejecutar, individual o colectivamente, cada uno hará lo que su conciencia
le dicte.
-Yo, por mi parte, estoy conforme con esto -dijo el Libertario-. Que cada
cual sea responsable de sus actos. No podemos aceptar una solidaridad
con nadie desde el momento que todavía ni siquiera nos conocemos... De
manera que el que quiera reunirse libremente, el domingo que viene,
aquí estaremos.
Se levantaron todos.
-Bueno, vamos -dijo uno-, que ha dejado de llover. Salieron al solar,
que estaba encharcado, y se despidieron, dándose fuertes apretones de
manos.
-¡Salud, compañero! -¡Salud!
Y en todos ellos se notaba cierta alegría de jugar a los revolucionarios...
El mismo Manuel, a pesar de su aburguesamiento, sintió el atractivo
de aquella reunión, y al domingo siguiente estaba en «La Aurora»,
fraternizando con los compañeros.
Formaron la peña en la tejavana de uno de los juegos de bolos, que no
se utilizaba. Allí se podía hablar libremente. Cada domingo se iba
haciendo el grupo más numeroso: se habían comprado folletos
anarquistas de Kropotkin, de Reclus y Juan Grave, y pasaban de una
mano a otra. Ya comenzaban a hablar todos con cierta terminología
pedante, entre sociológica y revolucionaria, traducida del francés.
Pío Baroja
64
En el grupo se manifestaron pronto tres tendencias: la de Juan, la del
Libertario y la del estudiante César Maldonado. El anarquismo de Juan
tenía un carácter entre humanitario y artístico. No leía Juan casi nunca
libros anarquistas; sus obras favoritas eran las de Tolstoi y las de Ibsen.
El anarquismo del Libertario era el individualismo rebelde, fosco y
huraño, de un carácter más filosófico que práctico; y la tendencia de
Maldonado, entre anarquista y republicana radical, tenía ciertas
tendencias parlamentarias. Este último quería dar a la reunión aire de
club; pero ni Juan ni el Libertario aceptaban esto; Juan, porque veía una
imposición, y el Libertario, además de esto, por temor a la policía.
Una última forma de anarquismo, un anarquismo del arroyo, era el del
señor Canuto, del Madrileño y de Jesús. Predicaban éstos la destrucción,
sin idea filosófica fija, y su tendencia cambiaba de aspecto a cada
instante, y tan pronto era liberal como reaccionaria.
El primer domingo, en la reunión del juego de bolos, el señor Canuto
llevó la voz cantante. El señor Canuto había sido uno de los entusiastas
de La Internacional, y cuando la escisión de los partidarios de Marx y de
los de Bakunin, el señor Canuto se había puesto del lado de Bakunin.
Había saludado con entusiasmo la Commune, creyendo que venía con
ella la revolución social; después tuvo sus ilusiones con el levantamiento
de Cartagena; luego, todas las asonadas, todos los motines, pensó que
iban a traer la gorda; hasta que, al último, desesperanzado ya, no quería
oír hablar de nada. Era de los entusiastas de Pi y Margall; había conocido
al caballero Fanelli, a Salvochea, a Serrano, a Mora, y recordaba una
porción de frases extravagantes de Teobaldo Nieva, el autor de la Química
de la cuestión social.
Las historias del señor Canuto tenían para todos cierto carácter
arcaico, y no llegaron a interesar. Hablaba de cosas pasadas, de artículos
de El Condenado y de La Solidaridad, y de las épocas en que él había
tenido gran mano en las cuestiones de los anarquistas. Apenas estaba
enterado de las corrientes-modernas, y la fama de Kropotkin y Grave,
cuyos libros no había leído, le parecía una usurpación cometida en
contra de Fourier, Proudhon y otros. Es verdad que tampoco había leído
las obras de éstos; pero sus nombres le sonaban.
Él quería su anarquía, la de su tiempo, la de Ernesto Álvarez, sobre
todo. Estas últimas cosas catalanas, como decía él con cierto desdén, le
molestaban.
No tuvo esta segunda reunión el mismo atractivo que la primera, y
muchos salieron aburridos. Con el objeto de avivar el interés, se anunció
para el domingo siguiente que se discutirían puntos de la doctrina, y que
Maldonado y Prats contestarían a las objeciones que se les hicieran.
-Este Prats, ¿quién es? -preguntó Manuel al Madrileño.
Se lo presentó. Era un hombre bajo, barbudo, con una cara de pirata
La lucha por la vida III. Aurora roja
65
berberisco, de un color bronceado, con rayas y vetas negruzcas. Tenía
este hombre pelos en toda la cara, alrededor de los ojos, en la nariz
aguileña, en las cejas. Con su aspecto terrible, su manera de hablar
bronca, las manos de oso, peludas y deformes, imponía.
-¿Vendrás -el domingo, compañero? -le dijo a Manuel después de
saludarle.
-Sí.
-Entonces, hasta el domingo.
Y se dieron un apretón de manos.
-¡Vaya un tipo! -dijo Manuel.
-No es tan tremendo como parece este Rama Sama -añadió el
Madrileño -. En fin, veremos si el domingo esto se anima. Salieron
Manuel y el Madrileño. Era el Madrileño, por lo que les oyó decir Manuel,
hombre burlón y paradójico y que tenía un gran fondo de malicia. Su
tipo, según aseguraba, era Pini el estafador, y le encantaba que unos
ladrones hubiesen dado dinero a Juan Grave para la propaganda
anarquista. A Manuel le pareció que debía ser un hombre capaz de
sacrificarlo todo por una frase ingeniosa o por un chiste.
El Madrileño había sido amigo de Olvés, de Ruiz y de Suárez, autores
de una explosión en «La Huerta», el hotel donde vivía Cánovas.
-Paco Ruiz era un hombre de buen corazón -le dijo a Manuel-. Si yo
hubiera estado en Madrid, no hubiese hecho la barbaridad de poner la
bomba en casa de Cánovas.
-¿Y no hizo daño a nadie con la bomba? -le preguntó Manuel.
-A nadie más que a él, que murió.
-¿Y cómo no se pudo escapar?
-Se pudo escapar. Verás lo que pasó; él llevaba una botella de pólvora
cloratada, la puso delante de la verja del hotel y encendió la mecha.
Cuando se retiraba, vio que iba a entrar una criada con unos niños.
Inmediatamente Paco volvió, recogió la botella, y en la mano le estalló; le
arrancó el brazo la explosión y lo dejó muerto.
El Madrileño, conocido de la policía como amigo de anarquistas, había
sido víctima de un seudocomplot de la calle de la Cabeza, y había estado
algunos meses preso.
Pío Baroja
II
El derecho - La ley - La esclavitud - Las vacas
Los negros - Los blancos
Otras pequeñeces
El domingo siguiente llegó Manuel tarde a la reunión; hacía un
hermoso tiempo de invierno, y Manuel y la Salvadora lo aprovecharon
para pasear.
Cuando entró Manuel en el juego de bolos, la discusión estaba en su
período álgido.
-Qué tarde -le dijo el Madrileño-; te has perdido la gran juerga; pero,
en fin, todavía continúa.
Las caras estaban congestionadas.
-¿Quiénes son los que discuten?
-El Estudiante, Prats y ese jorobado amigo tuyo. El jorobado era
Rebolledo.
-Lo que proclamamos nosotros -decía el estudiante Maldonado con voz
iracunda- es el derecho al bienestar de todos.
-Ese es el derecho que yo no veo por ningún lado -replicó Rebolledo,
padre.
-Pues yo, sí.
-Pues yo, no. Para mí, tener derecho y no poder, es como no tener
derecho. Todos tenemos derecho al bienestar; todos tenemos derecho a
edificar en la Luna. ¿Pero podemos? ¿No? Pues es igual que si no
tuviéramos derecho.
-Se pueda o no se pueda, el derecho es el mismo -replicó Maldonado.
-Claro -dijo Prats.
-No, claro no -y el jorobado agitó enérgicamente la cabeza con
vigorosos signos negativos-, porque el derecho de la persona varía con los
tiempos y hasta con los países.
-El derecho es siempre el mismo -afirmó el grupo jacobino.
-Pero ¿cómo antes se podía haces una cosa, por ejemplo, tener
esclavos, y ahora no? -preguntó el jorobado.
-Porque las leyes eran malas.
67
-Todas las leyes son malas -afirmó rotundamente el Libertario.
Las leyes son como los perros que hay en el Tercer Depósito -dijo con
ironía el Madrileño-; ladran a los que llevan blusa y mala ropa.
-Si se suprimiera el Estado y las leyes -afirmó uno de los
circunstantes- los hombres volverían a ser buenas personas.
-Esa es otra cuestión -repuso con desdén Maldonado-; yo le contestaba
al señor -y señaló a Rebolledo-, y, ¡la verdad!, no recuerdo lo que decía.
-Usted decía -dijo el jorobado- que las leyes antiguas, que permitían
tener esclavos, eran malas, y yo digo que no; lo que sí afirmo es que si
volvieran aquellas leyes volvería a haber el derecho de tener esclavos.
-No ...; la ley es una cosa; el derecho es otra.
-El derecho es lo que a cada uno le corresponde naturalmente como
hombre... Todos tenemos derecho a la vida; creo que no lo negará usted.
-Ni lo niego ni lo afirmo...; pero que mañana vengan los negros, por
ejemplo, a Madrid, y, a éste quiero y a éste no quiero, empiecen a cortar
cabezas, ¿qué hace usted con el derecho a la vida?
-Podrán quitar la vida, no el derecho a la vida -replicó Prats. -¿De modo
que estará uno muerto, pero tendrá derecho a la vida?
Aquí, en Madrid, todo se resuelve con chistes -dijo el catalán enfadado.
-No, no es un chiste; es una aplicación de lo que ustedes dicen.
-Es usted un reaccionario.
-Yo discuto como puedo. Presento mis argumentos, y por ahora no me
han convencido.
-Pero ¿es que usted no cree -gritó Maldonado- que todo el que nace
tiene derecho a vivir?
-No sé -contestó el jorobado-; las vacas también nacen y deben tener
derecho a vivir; pero, a pesar de esto, las matamos y nos las comemos en
bistec; es decir, se las comen los que tienen dinero.
Se echaron todos a reír.
-Es que se va de la cuestión -dijo Prats.
-No -replicó el jorobado-; es que a mí las pamplinas me hacen la
santísima, ¿sabe usted?, y aquí se habla mucho, pero no se dice na,
Todos esos derechos que ustedes dicen, yo no los veo por ninguna parte,
y pa mí todo eso de los derechos es hablar de la mar. Es como si a mí me
quisieran demostrar que tengo derecho a quitarme la joroba. Yo creo que
estas cosas las hacen las circunstancias, y pondré un ejemplo: Que tengo
que pasar una botella de vino por las Puertas y me la ven, que yo haré
que no me la vean, y me piden el consumo, y yo ¿qué hago? Pagar. ¿Por
qué? Porque tienen el derecho de exigirme el pago; pero mañana
suprimen los consumos, pues no me pueden pedir ni una perra gorda,
aunque traiga un bocoy, porque ya no tienen derecho a exigirme nada.
Yo encuentro esto más claro que el agua. El hombre vive, si puede, y si
no puede, se muere, y al que se muere lo entierran, y no hay más derecho
Pío Baroja
68
ni más filosofía que eso.
-Así, echándolo todo a rodar, no hay discusión posible -dijo
Maldonado.
-Yo encuentro que tiene razón -exclamó el Libertario.
-Sí; desde su punto de vista, sí -añadió Juan.
-De esa manera de pensar -repuso el Libertario- son la mayoría de los
españoles. En un pueblo donde hay un cacique no se pregunta si el
cacique tiene razón o no tiene razón, sino si tiene fuerza. Es el más
fuerte..., pues tiene razón... Es la ley natural..., la lucha por la vida.
El jorobado quedó engreído de su triunfo, y, sin duda, no quiso quedar
ante el auditorio como un negador sistemático, y con cierta modestia
añadió al cabo de un rato:
-Yo no sé de estas cuestiones nada; hablo al buen tuntún...; ahora, hay
cosas que me parecen bien, como la que se ha dicho antes, de repartir el
trabajo entre todos, y hasta eso de suprimir la herencia.
-Pero si niega usted los principios, ¿con qué derecho va usted a
impedir que el hijo herede al padre? -preguntó Maldonado. -Pondría una
ley que lo prohibiera. A mí me parece natural que todos los hombres
tengan al empezar su vida medios idénticos de trabajo; luego el listo y el
trabajador, que vayan arriba; el holgazán, que se fastidie.
-Con la anarquía ya no habrá holgazanes -dijo Prats.
-¿Y por qué no?
-Porque no; porque la holgazanería es un producto de la organización
social de hoy; suprima usted ésta, y ya no habrá holgazanes.
-¿Por qué?
-Porque nadie tendrá interés en no trabajar, como no habrá avaros
tampoco.
Se entabló entonces un diálogo vivo entre Prats y Rebolledo.
-¿Y el que guarde dinero? -preguntó el jorobado.
-No habrá dinero, ni propiedad, ni guardias para vigilar la propiedad.
-¿Y los ladrones?
-No habrá ladrones.
-¿Y los criminales?..., ¿los asesinos?
-No habrá criminales. Sin propiedad, no hay ladrones, ni gente que
asesine para robar.
-Pero hay hombres que asesinan porque tienen mala sangre desde
chicos.
-Ésos son enfermos, y hay que curarlos.
-¿Entonces, las cárceles se convertirán en hospitales?
-Sí.
-¿Y lo alimentarán a uno allá sin hacer nada?
-Sí.
-Pues va a ser el gran oficio el de criminal dentro de poco.
La lucha por la vida III. Aurora roja
69
-Usted todo lo quiere tomar al pie de la letra -dijo Prats-.
Esas cosas de detalles se estudiarán.
-Bueno, y otra cosa: los obreros, ¿qué vamos ganando con la anarquía?
-¿Qué? Mejorar la vida.
-¿Ganaremos más?
-¡Claro! A cada uno se le dará el producto íntegro de su trabajo.
-Eso quiere decir que a cada uno se le dará lo que merece.
-Sí.
-¿Y quién lo tasa? ¿Y cómo se tasa?
-¿No se ve claramente lo que uno ha trabajado? -dijo Prats de
malhumor.
-En el oficio de usted y en el mío, sí; pero en los ingenieros, en los
inventores, en los artistas, en los hombres de talento, ¿quién les tasa el
trabajo?
Esta exclusión de su persona entre los hombres de talento indignó al
catalán, que dijo en un arranque de malhumor:
-Ésos, que vayan a romper piedra a la carretera.
-No -arguyó Maldonado-; que cada uno haga su obra. El uno dirá: «he
escrito este libro»; el otro: «he cultivado este prado»; el otro: «he hecho
este par de zapatos»; y no será el uno superior al otro.
-Bueno -replicó Rebolledo-; pero aun suponiendo que el inventor no
sea superior al zapatero, dentro de los inventores habrá uno que invente
una máquina importante y otro que haga un juguete, y uno será superior
a otro; y dentro de los zapateros habrá también unos buenos y otros
superiores a otros.
-No, porque la idea de categoría habrá desaparecido.
-Pero eso no puede ser.
-¿Por qué no?
-Porque es como si yo le dijera a usted: «Este banco es mayor que esa
bocha»; y usted me dijera: «Mañana no lo será, porque vamos a suprimir
los metros, las varas, los palmos, todas las medidas, y no se verá si es
mayor o menor».
-Es que usted todo lo mira tal como es ahora, y no puede usted
comprender que el mundo cambia en absoluto -dijo Maldonado con
desdén.
-¡Sí, no lo he de poder comprender! Tan bien como usted. Yo no dudo
de que tenga que variar; de lo que dudo es de que usted sepa cómo va a
variar. Porque usted me dice: no habrá ladrones, no habrá criminales,
todos serán iguales...; no lo creo.
-No lo crea usted.
-Claro que no; porque si tuviera que creer en esos milagros, por su
palabra de usted, antes hubiera creído en el Papa. Maldonado se encogió
de hombros, y dijo algunas impertinencias respecto del barbero.
Pío Baroja
70
-Me ha convencido usted -le dijo Manuel al jorobado.
-Claro -exclamó el Madrileño impaciente-, como que todas esas
fórmulas son mamarrachadas. No hay mas que una cosa: la Revolución
por la Revolución, pa divertirse.
-Eso es -dijo el señor Canuto-; qué tanta teoría, ni tanta alegoría, ni
tanta chapucería. ¿Qué hay que hacer? ¿Pegarle fuego a todo? Pues a
ello. Y echar con las tripas al aire a los burgantes y tirar todas las iglesias
al suelo, y todos los cuarteles, y todos los palacios, y todos los conventos,
y todas las cárceles... Y si ve a un cura, o a un general, o a un juez, se
acerca uno a él disimuladamente y se le da un buen cate o una puñalá
trapera... y adivina quién te dio... Eso es.
Prats protestó, diciendo que los anarquistas eran hombres dignos y
humanos, y no una partida de asesinos.
-¡Pero será este hombre mendrugo! -exclamó el señor Canuto en el
colmo del desprecio; luego, compadecido de las pocas luces de su
interlocutor, le dijo-: Mire usted, pollo, antes de que usted viniera al
mundo, me dolían a mí los molares de saber lo que es la anarquía; pero
he visto algo en la vida -poniéndose el dedo índice junto al párpado
inferior del ojo derecho-; más que muchos, y he cambiado de táctica
militar. ¿Está usted enterado? Y me he convencido de que la cuestión
está en echar el sello y no meter el zueco. ¿Me comprende usted? Pues
bien; mi sistema actual es mismamente tan científico como un mauser.
Echa usted el cañón y dispara...: pum..., pum..., pum..., todas las veces
que usted quiera; ahora, si pone usted el fusil apuntándose al pecho, es
posible que se atraviese usted el corazón.
-No le entiendo a usted -dijo el catalán.
-¿No? -y el señor Canuto sonrió mirando a su interlocutor con lástima-
. ¡Qué le vamos a hacer! Quizá yo no de pie con bola -y, haciéndose el
humilde, continuó-: pero sí que me figuraba conocer un poquito de la
vida y del rentoy. Pero vamos a cuentas. Si usted tiene una caballería o
un niño, es igual para el caso, con úlceras escrofulosas, ¿qué hace
usted?
-¡Yo qué sé! No soy veterinario ni médico.
-Usted tratará de que desaparezcan esas úlceras, ¿no es verdad?
-Claro.
-Y para esto puede usted hacer muchas cosas. Primera, intentar curar
al enfermo: yodo, hierro, nueva vida, nuevo alimento, nuevo aire;
segunda, aliviarlo, limpiar las úlceras, desinfectarlas y demás; tercera,
paliar, o lo que es lo mismo, hacer la enfermedad menos dura, y cuarta
cosa, disimular las úlceras, o sea poner encima una capa de polvos de
arroz. Y esto último es lo que usted quiere hacer con las úlceras sociales.
-Será verdad; a mí no me lo parece.
-¿No? Pues a mí, sí. Yo le daría a usted un consejo. No sé si se ofenderá
La lucha por la vida III. Aurora roja
71
usted. Eso es.
-No, señor, yo no me ofendo.
-Pues hágase usted socialista.
-¿Por qué?
-Porque eso que dice usted y hacerse socialero, es lo mismo que ir a
cazar al Pardo con un morral muy grande, ¿sabe usted?, y una escopeta
de caña. Eso es.
Pío Baroja
III
No hay que confiar en los relojes ni en la milicia - Las mujeres son
buenas - Aun las que dicen que son malas
Los borrachos y los perros
Comenzaba a encarrilarse la imprenta. El trabajo se iba regularizando,
pero Manuel ni un momento podía dejar el taller. Así, que si alguna
diligencia tenía que hacer, la hacía de noche, después de cerrar la tienda.
Jesús seguía viviendo en la casa, sin trabajar y sin hacer nada. Por las
tardes iba a ver al señor Canuto, a charlar con él; luego cenaba, se
acostaba, y al día siguiente aparecía a la hora de comer. Muchas veces
no se le veía el pelo.
Jesús tiene dinero -le dijo una vez la Salvadora a Manuel-. ¿Qué hace?
¿Trabaja en algún lado?
-Que yo sepa, no.
-Pues tiene dinero.
-No sé cómo se las arreglará.
Una noche que Manuel fue a casa de un editor a entenderse con él
para la publicación de unos libros, se le hizo tarde, y al llegar a la plaza
del Callao vio a Jesús parado en una esquina, borracho, sin poder
sostenerse. Manuel pensó en seguir adelante sin hacerle caso, pero luego
le dio lástima y se acercó a él.
-¿Qué haces aquí? -le dijo.
-¿Quién es usted... para preguntarme a mí eso? -tartamudeó Jesús-.
¡Ah!, ¿eres tú? Estaba tomando el fresco.
-Tienes una curda indecente. Vamos a casa. ¡Anda!
-¿Qué anda? ¿Qué?
-¡Cómo estas! No te puedes tener.
-Y a ti, ¿qué te importa? Tú no eres más que un cochino burgués...,
eso..., y un avaro. Entre tu hermana y esa otra te han hecho un roñoso...,
y un mal compañero.
-Bueno; yo seré un burgués; pero no huelo que apesta, como tú.
-Pero, ¿a qué huelo yo? A vino, a vino...
Jesús decía «a vino», como si hubiera dicho a rosas.
73
-Eres un sinvergüenza -exclamó Manuel-, un borracho indecente.
-¿Tú sabes por qué me emborracho yo? ¿Tú sabes? Porque tengo un
ansia muy grande; porque tengo una sed...
-Sí, una sed de vino y aguardiente.
-Pero ¿para qué hablo yo con hombres que no me comprenden?... Soy
un huérfano...
-Mira, no me vengas con cosas de zarzuela, ¡A casa!
-¿A casa?... No quiero. Mira, Manuel, yo no sé qué tengo más grande,
si el cerebro o el corazón..., ¡porque mira que yo tengo cerebro!...
-Yo creo que lo que tú tienes mayor es la «asaúra».
-Pues aún tengo mayor el estómago, ¡gracioso! Y a mí no me vengas tú
con esos ratimagos de chulo, ¿sabes?, porque tú serás un buen
tipógrafo; pero de gracia madrileña..., no tienes ni tanto así.
-Ni me importa.
-Y tú, ¿por qué no te emborrachas?
-Porque no quiero.
-Porque no quieres, ¿eh?... Te conozco, lebrel... Tú tienes, una tristeza
muy honda...
-Sí; soy un pobre huerfanito, como tú.
-No ...; tú no eres más que un burgués..., y la otra tiene la culpa...,
porque antes eras un buen compañero...; pero la otra te domina, y tu ya
no sabes hacer nada sin ella.
-Bueno, hombre, me domina; ¿qué le vamos a hacer?
Al llegar a una taberna de la calle Ancha, Jesús se detuvo, se apoyó de
espaldas a la pared, y afirmó rotundamente que no se iba de allí aunque
le mataran.
-¡Anda, no seas estúpido! -le dijo Manuel-, te voy hacer andar a
patadas.
-Pégame; pero no me voy.
-Pero ¿qué quieres hacer?
-Tomar aquí unas copas.
-Bueno, tómalas.
En esto pasó de prisa una mujer. Jesús se abalanzó sobre ella; la
mujer comenzó a chillar asustada.
-Está borracho; no le haga usted caso -le dijo Manuel, interponiéndose
entre los dos.
-¿Y qué? -replicó Jesús-: La convido a cenar. ¿Quieres venir a cenar
conmigo, prenda?
-No.
-¿Y por qué no?
-Porque tengo que ir a casa.
-¿A casa a las dos de la mañana? ¿A qué?
-Pero ¿son las dos? -preguntó la muchacha a Manuel. -No debe faltar
Pío Baroja
74
mucho.
Pasaron por delante de la Universidad y miraron el reloj. Eran las dos
en punto. La muchacha quedó asombrada y vacilante; luego se decidió y
se echó a reír. Estaba algo alegre, tenía la blusa con las puntillas rotas y
manchada de vino. Contó que había ido con su novio, que era sargento,
y con otra amiga, con su correspondiente galán, a los Cuatro Caminos.
Allí los novios las habían hecho beber a las dos, hasta emborracharlas:
luego las engañaron, diciéndoles que eran las seis cuando daban las
nueve, y que eran las nueve cuando daba ya la una. Ella estaba sirviendo
y pensaba llegar a una hora regular a casa; pero ya que no podía, le tenía
todo sin cuidado.
-¿Y qué vas a hacer? -le preguntó Manuel.
-Dejaré la casa y buscaré otra.
-Lo que vamos a hacer -dijo Jesús-, es irnos los tres a cenar ahora
mismo.
-Bueno; vamos donde queráis -exclamó la muchacha, y se agarró del
brazo a Manuel y a Jesús.
-¡Bravo! -gritó Jesús-. ¡Olé por las mujeres valientes! Manuel vaciló; le
esperarían en casa... Aunque ya se habrían acostado.
-Un día es un día -murmuró-. Vamos allá-; además, la muchacha era
agradable, con la nariz respingona, abundante de pecho y de caderas.
-¿De modo que vas a dejar a tus amos? -preguntó Manuel. -¡Qué voy a
hacer!
-Bien hecho -gritó Jesús-; deja a los amos...; que les sirva su señora
mamá... ¡Mueran los burgueses!
-Calla -exclamó Manuel-; van a venir los guardias. -Que vengan... Yo
me río de los guardias municipales..., y de los guardias civiles..., y de los
guardias de orden público... Y yo le digo a esta mujer, que es un cachito
de gloria, que hace bien en ir a los Cuatro Caminos... con el sargento,
con el soldado o con quien le dé la gana... Todos somos libres. Pues ¡qué!,
¿las amas no tienen también sus líos?... ¿Verdad, corazón?
-Ya lo creo.
La muchacha cogió estrechamente del brazo a Manuel.
-¿Y tú no dices nada?
-Que tienes una espetera, que ya ya.
-Mientras más gracia dé Dios, ¡mejor! -replicó ella riendo-. ¿Cómo te
llamas?
-Manuel. -¿Y qué eres?
-Éste -saltó Jesús-, éste es un cochino burgués... que quiere hacerse
rico... para casarse con una mujer... y poner entre los dos una casa de
préstamos... ¡Ja... ja!...
-No le hagas caso -dijo Manuel-, no sabe lo que se dice. ¿Cómo te
llamas tú?
La lucha por la vida III. Aurora roja
75
-Yo, Paca.
-¿Estas sirviendo de veras?
-Sí.
Varias veces Jesús trató de coger a la muchacha por el talle y de darle
un beso.
-Bueno; si éste me agarra, me voy -dijo ella. Jesús, ofendido, comenzó
a insultarla.
-A mí lo que me sobran son mujeres más guapas que tú..., ¿sabes?...,
y tú no eres mas que una fregona..., y yo tengo siempre cinco duros en
el bolsillo pa tirarlos; y ese que va contigo es un gallina..., y si no que
salga..., que le voy a romper un ala.
Manuel se volvió y cogió de un brazo a Jesús.
-Si es una broma -dijo éste-. Parece mentira que te pongas así por una
broma. ¡Si a mí me gusta que vayas con ella, hombre! ¡Si yo no soy un
ganguero como tú! Y ahora voy a convidar yo a otra, y nos iremos a
cenar.
Efectivamente, invitó a una mujer, y los cuatro entraron en una
taberna de la calle del Horno de la Mata, que estaba llena, y pasaron a
un cuartito, precedidos de un muchacho con un mandil azul.
-¿Qué desean los señores? -preguntó éste.
-Tráete -le dijo Jesús- dos raciones de pescado frito, chuletas asadas
para cuatro..., queso, y que manden por unos cafés... ¡Ah!, y mientras
tanto, a ver si hay por ahí unas aceitunas y una botella de vino blanco.
-Todo esto lo voy a tener que pagar yo -pensó Manuel. Sirvieron las
aceitunas y el vino, y Jesús llenó las copas. La mujer que había venido
con Jesús era pálida, con el pelo negro y lustroso, peinado como un
casco. Contempló a la criada con curiosidad.
-Tú no eres de la vida -la dijo.
-¿Cómo? -preguntó la muchacha.
-No -saltó Manuel-; es una chica que está sirviendo. Oye -y Manuel
atrajo hacia sí a la Paca-, ¿qué te suelen decir los amos?
-¡Tantas cosas!
-Y tú, ¿qué les contestas?
-¿Yo?... pues, según.
-¡Bah! -murmuró Manuel-, ya veo que ese sargento no ha sido el
primero.
La muchacha se echó a reír a carcajadas. La otra mujer se quitó de la
cintura el brazo con que Jesús la estrechaba.
-No seas pelma- le dijo.
La mujer tenía la tez marchita; los ademanes, tímidos. Había en ella
cierta dignidad, que indicaba que no era de las nacidas con vocación
para su triste oficio. En los ojos negros, en el rostro, prematuramente
arrugado, se leía la fatiga, el insomnio, el abatimiento; todo esto
Pío Baroja
76
amortiguado por un velo de indiferencia y de insensibilidad.
-¿De manera que tú estás sirviendo? - preguntó la mujer pálida a la
criada.
-Sí.
-¿Qué edad tienes?
-Diez y ocho años. -Yo tengo una hija que tiene quince.
-¿Usted?
-Sí.
-No parece que tenga usted edad bastante.
-Sí, soy vieja; he cumplido ya treinta y cuatro. La chica está en Ávila
con mis padres. Yo, claro, no quiero que venga conmigo, y los abuelos
suyos son pobres. Cuando tengo algún dinero se lo envío. Jesús se puso
serio, y comenzó a preguntarle por su vida.
-Hace un año tuve un hijo, y me lo tuvieron que sacar con unos
ganchos -siguió contando la mujer, mientras cortaba la carne con el
cuchillo-. Desde entonces estoy mala; luego, hace unos meses, he tenido
el tifus, me llevaron al Cerro del Pimiento, y allí me quitaron toda la ropa
que tenía. Salí tan desesperada, que quise matarme.
-¡Se quiso usted matar! -exclamó la criada.
-Sí.
-¿Y qué hizo usted?
-Cogí las cabezas de unos fósforos, las eché en un vaso de aguardiente,
hasta que se deshicieron, y lo bebí. ¡Me entraron unos dolores!... Vino un
médico y me dio un vomitivo. Luego, durante cuatro o cinco días, echaba
el aliento en la oscuridad, y brillaba.
-Pero ¿tan desesperada estaba usted? -preguntó la criada.
-Tú no sabes cómo vivimos nosotras. ¿Ves? Hoy yo no gano; pues
mañana tengo que empeñar esta blusa, y si me ha costado tres duros,
me dan por ella dos pesetas. Luego, a los hombres les gusta hacer sufrir
a las mujeres... Créeme, hija, sigue sirviendo; por muy mal que estés, no
estarás peor que así...
Jesús dijo que se había puesto malo, y salió del cuarto.
-¿Y no podría usted encontrar algún trabajo? -preguntó Manuel a la
mujer.
-¿Yo? ¿Adónde voy? No tengo fuerzas..., estoy anemia. Además, está
una acostumbrada a hablar mal y a beber, y la conocen a una lo que es
en seguida. Si tuviera salud, me hubiera puesto a nodriza. Todavía tengo
leche. Con tu permiso, rubia -dijo a la criada-, y se desabrochó la blusa,
sacó el pecho y apretó la ubre con dos dedos-. Ahora, que esto debe estar
envenenado -añadió-. Si yo puediera colocar a mi hija en un taller, o en
una buena casa, ya no me importaría nada. Porque cuando se empieza
la vida mal...
La conversación tomó entre los tres un giro tétrico, y se contaron sus
La lucha por la vida III. Aurora roja
77
respectivas lástimas. De pronto se oyó la voz de Jesús, que gritaba:
-¡Socorro! ¡Socorro!
-¿Qué le pasa a ese hombre? -preguntó Manuel; y salió al pasillo de la
taberna.
-¡Socorro! ¡Socorro! -seguía gritando Jesús.
Manuel se encontró en el corredor con el mozo de la taberna.
-¿Qué hay? -le dijo.
-No sé; su compañero debe ser; hace un momento me ha preguntado
dónde estaba el retrete; no sé qué le habrá pasado. Entraron en la cocina
de la taberna.
-Dejadme salir -gritaba Jesús-. ¡Socorro! ¡Socorro! Que me han cerrado
la puerta.
Y se oía un estrépito de puñetazos y patadas.
-Pero si la puerta está abierta -dijo el muchacho-; y, efectivamente, la
abrió, y salió Jesús espantado de dentro.
Manuel no pudo menos de soltar una carcajada al ver a Jesús
manchado de yeso, con los pelos alborotados, lleno de espanto. Jesús
abrió y cerró la puerta del retrete varias veces para convencerse de que
estaba abierta, y no replicó.
-Vamos a tomar café, y andando -dijo Manuel-, que ya es tarde. A ver
qué se debe -preguntó al mozo.
-A ti no te importa lo que se debe -exclamó Jesús-, porque esto no lo
paga nadie más que yo.
-¿Pero tienes jierro?
Mira -y Jesús enseñó cinco o seis duros a Manuel.
-Pero ¿de dónde sacas ese dinero?
-¡Ah!..., eso no se puede decir...; eres muy curioso.
-Yo creo que el señor Canuto y tú os dedicáis a hacer moneda falsa.
-¡Je!... ¡je!...; tú lo que quieres es averiguar mi secreto..., pero nones.
Tomaron el café, bebieron unas copas de aguardiente y salieron de la
taberna; Jesús con la mujer pálida; Manuel, con la criada. -¿Adónde
quieres ir? -preguntó Manuel a ésta.
-Yo, a mi casa.
-¿No quieres venir conmigo?
-No; yo no soy una perdida. ¿Usted qué se ha figurado?
-Nada, mujer, nada. Vete adonde te dé la gana. ¡Adiós! La muchacha
se detuvo; luego llamó:
-¡Manuel! Anda a paseo. -¡Manuel! -volvió a llamar.
-¿Qué quieres?
-El domingo que viene ¡espérame!
-¿En dónde?
-En casa de mi hermana.
La muchacha dio las señas de su casa.
Pío Baroja
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-Bueno. ¡Adiós!
La muchacha le presentó la mejilla; Manuel la besó. Trató de
abrazarla; pero ella huyó riendo. Cuando Manuel llegó a su casa, la
Salvadora estaba cosiendo aún; Roch, acurrucado en la mesa, debajo
de la lámpara, dormía; por las maderas entreabiertas del balcón se
filtraba la claridad triste de la mañana.
-¿Has estado hablando con ese señor hasta ahora? -preguntó la
Salvadora.
-No.
Y contó lo que le había pasado con Jesús.
Como era ya de día, Manuel no se acostó. Al salir, camino de la
imprenta, vio a Jesús sentado en un portal de la calle de San Bernardo;
un perro vagabundo le lamía las manos y Jesús le acariciaba y le dirigía
largos discursos.
La lucha por la vida III. Aurora roja
IV
El inglés quiere dominar - Las razas - Las máquinas
Buenas ideas, bellos proyectos
Una tarde lluviosa de febrero, Manuel había encendido la luz en su
despacho de la imprenta, cuando se detuvo un coche a la puerta, y entró
Roberto.
-¡Hola! ¿Qué tal estás?
-Bien, ¿y usted?; ¿qué le trae por aquí con un tiempo tan malo?
-Te traigo trabajo.
-¡Hombre!
-He encontrado a mi antiguo editor, y hablando de sus negocios, me he
acordado de tu imprenta...
-De nuestra imprenta, querrá usted decir.
-Es verdad, de nuestra imprenta. Se me quejaba de que le hacían sin
cuidado los libros. Yo conozco, le he dicho, a un impresor nuevo que
trabaja bien. Pues dígale usted que venga, me ha contestado.
-¿Y qué hay que hacer?
-Unos libros con grabados, estadísticas y números. ¿Tú podrás tirar
grabados?
-Sí; muy bien.
-Pues vete hoy o mañana a verle.
-Descuide usted; iré. ¡Ya lo creo! Tendré que tomar otro cajista bueno.
-¿Y qué? ¿Trabajas mucho?
-Sí.
-Pero ganas poco.
-Es que como los obreros están asociados, se imponen.
-¿Y tú no estabas asociado antes?
-Yo, no.
-¿No eres socialista?
-¡Psch! -¿Anarquista quizá?
-Sí; me es más simpática la anarquía que el socialismo.
-¡Claro! Como es más simpático para un chico hacer novillos que ir a
clase. ¿Y cuál es la anarquía que tú defiendes?
80
-No; yo no defiendo ninguna.
-Haces bien; la anarquía para todos no es nada. Para uno, sí; es la
libertad. ¿Y sabes cómo se consigue hacerse libre? Primero, ganando
dinero; luego, pensando. El montón, la masa, nunca será nada. Cuando
haya una oligarquía de hombres selectos, en que cada uno sea una
conciencia, entre ellos la libre elección, la simpatía, lo regirá todo. La Ley
sólo quedará para la canalla que no se haya emancipado.
Un cajista entró, con el componedor y unas cuartillas en la mano, a
hacer una pregunta a Manuel.
-Iré luego -dijo éste.
-No, hombre, vete ahora -repuso Roberto. -Es que quería oírle a usted.
-Me quedaré un rato todavía y filosofaremos.
Salió Manuel del despacho y a los pocos minutos volvió y se sentó.
-Usted también es algo anarquista, ¿verdad? -preguntó a Roberto.
-Sí; lo he sido a mi manera. -¿Cuando vivía usted mal, quizá?
-No. Eso no ha influido en mis ideas para nada. Puedes creerlo. Mi
primer sentimiento de rebeldía lo experimenté en el colegio. Yo trataba de
comprender lo que leía, de desentrañar el sentido de las cosas. Mis
profesores me acusaban de holgazán porque no aprendía las lecciones de
memoria; yo protestaba furioso. Desde entonces, todo pedagogo, para mí,
es un miserable. Hasta que comprendí que hay que adaptarse al medio
o aparentar conformidad con él. Ahora, por dentro, soy más anarquista
que antes.
-¿Y por fuera?
-¡Por fuera! Si en Inglaterra llego a entrar en política, seré conservador.
-¿De veras?
-¡Claro! ¿Qué haría yo en Inglaterra siendo anarquista? Vivir
oscurecido. No; yo no puedo despreciar ninguna ventaja en la lucha por
la vida.
-Pero usted ha resuelto ya su problema.
-En parte, sí.
-¿En parte? ¿Pues qué quiere usted más? Tiene usted el dinero que
quiere; se ha casado usted con una mujer preciosa, bonísima...
-Aún queda algo que conseguir.
-¿Qué?
-El dominio, el poder. Si yo ya no deseara, estaría muerto. En la vida
hay que luchar siempre; dos células lucharán por un pedacillo de
albúmina; dos tigres, por un trozo de carne; dos salvajes, por unas
cuentas de vidrio; dos civilizados, por el amor o por la gloria...; Yo lucho
por el dominio.
-¿Y siempre habrá que luchar?
-Siempre.
-¿No cree usted que vendrá la fraternidad?
La lucha por la vida III. Aurora roja
81
-No.
-¿No se podrá conseguir que deje de haber explotadores y explotados?
-Nunca. Viviendo en sociedad, o es uno acreedor o es uno deudor. No
hay término medio. Actualmente, todo hombre que no trabaja, que no
produce, vive de la labor de otro, o de otros cien; es indudable, cuanto
más rico es, más esclavos tiene, esclavos que él no conoce, pero que
existen. Y mañana sucederá igual; siempre habrá suplementos de
hombres que suden por el sabio, por la mujer bonita, por el artista...
-Tiene usted unas ideas muy negras.
-No; ¿por qué? En el porvenir no pueden suceder mas que dos cosas:
o que, a pesar de las leyes que están hechas a beneficio de los débiles,
de los inmorales, de los no inteligentes, sigan corno hasta ahora
dominando los fuertes, o que la morralla se imponga y consiga debilitar
y acabar, con los fuertes.
-Me chocan mucho las ideas de usted; quisiera verle discutir con el
Libertario.
-¿Quién es el Libertario?
-Un amigo mío.
-No nos convenceríamos.
-¿Por qué?
-Porque cada uno es como es, y no puede ser de otra manera. Yo soy
una mezcla de individualismo inglés de los manchesterianos y del
individualismo español, agresivo y cabileño. En el fondo experimentamos
todos la fatalidad de la raza; tú no sabes por qué eres anarquista, y, por
qué siéndolo, no tienes instinto de destrucción... A todos les pasa lo
mismo.
-No, a todos, no.
A todos. Si el español es más individualista que el alemán, ¿crees tú
que es por su gusto? No. Es un resultado del clima... de la alimentación.
Una fatalidad, no tan clara, pero parecida a la que hace el Jerez fuerte y
el Rhin suave.
-Pero hay anarquistas alemanes.
-Sí; como hay naranjas en Inglaterra y abetos en España.
-Bueno; pero las ideas, ¿no las pueden tener allí como aquí?
-Sí; pero las ideas son lo de menos. Tú serás un buen chico, de poca
voluntad, de buenas intenciones, y lo serás igual siendo carlista,
protestante o mahometano. Y es que debajo de las ideas están los
sentimientos y los instintos; y los instintos no son mas que el resultado
del clima, de la alimentación, de la vida que ha llevado la raza de uno.
En ti está toda tu raza, v en tu raza está toda la tierra donde ella ha
vivido. No somos hijos de la tierra; somos la misma tierra, que siente y
piensa. Se cambia el terreno de un país y cambian los hombres en
seguida. Si fuera posible poner Madrid al nivel del mar, al cabo de
Pío Baroja
82
cincuenta años los madrileños discurrirían de otra manera.
-¿Entonces, usted da poca importancia a las ideas?
-Sí; muy poca. La inteligencia pura es en calidad igual en todos los
hombres. Un químico español y un químico noruego tienen que hacer un
análisis y lo hacen lo mismo; piensan sobre su ciencia y piensan lo
mismo; pero salen del laboratorio y ya son distintos: el uno come mucho,
el otro poco; el uno se levanta temprano, el otro tarde... Los obreros
alemanes y los ingleses, que leen mucho más que los españoles y los
italianos, no se hacen anarquistas, ¿por qué? ¿porque no entienden las
teorías? ¡Bah! Las comprenden muy bien; pero es que el alemán es, sobre
todo, hombre de orden, bueno para mandar y para obedecer, y el inglés
es hombre práctico que no quiere perder el tiempo... El español, no; es
anarquista porque es perezoso; tiene todavía la idea providencial; es
anarquista como mañana lo será el moro. Yo creo que para los
meridionales, para todos estos mediterráneos medio africanos, lo mejor
sería un gobierno dictatorial, fuerte, que pudiera dominar el desconcierto
de los apetitos y suplir la falta de organización que tiene la sociedad.
-¿El despotismo?
-El despotismo ilustrado, progresivo, que actualmente en España sería
un bien.
-¡Obedecer aun tirano! Eso es horrible.
-Para mí, para mi libertad, es más ofensivo acatar la ley que obedecer
a la violencia.
-Es usted más anarquista que yo -dijo riéndose Manuel-. ¿Usted cree
de veras en esa dictadura?
-Si fuera posible que saliera un hombre, sería utilísima. Figúrate tú un
dictador que dijera: voy a suprimir los toros, y los suprimiera; voy a
suprimir la mitad del clero, y lo suprimiera; y pusiera un impuesto sobre
la renta, y mandara hacer carreteras y ferrocarriles, y metiera en presidio
a los caciques que se insubordinan, y mandara explotar las minas, y
obligara a los pueblos a plantar árboles...
-Eso ya no se puede hacer hoy, don Roberto.
-Sí, hombre, sí. Todo sería cuestión de tener fuerza.
-Las cosas pasadas yo creo que ya no vuelven.
-¿Por qué no? Cada cosa puede tener varios momentos. El clan del
celta, por ejemplo, era un gran atraso con relación a la ciudad del griego
o del romano; pero es muy posible que, dentro de unos cientos de años,
volvamos a vivir en una especie de clan. Cuando la energía eléctrica se
pueda enviar a cientos de kilómetros y los medios de comunicación sean
rapidísimos, ¿qué necesidad tendremos de vivir apiñados en calles
estrechas? No; viviremos en agrupaciones, diez o doce familias que se
quieren, que se conocen, formando una especie de clan en medio del
campo y comunicados por tranvías y ferrocarriles con otros clans. Y esto
La lucha por la vida III. Aurora roja
83
ya está pasando con las fábricas. Hace algunos años se produjeron las
grandes aglomeraciones de fábricas; hoy se inicia una verdadera
revolución en la vida fabril y en el maquinismo. En vez de marchar a la
concentración, se va a la difusión y cuando la fuerza motriz se pueda
transportar y distribuir con un precio económico, las grandes
aglomeraciones de fábricas habrán desaparecido. Todo cambia, no hay
nada definitivo, ni en el mundo físico ni en el moral. Este despotismo
progresivo, hoy en España sería un bien.
-Quizá; lo seguro es que nosotros no lo veremos.
-Por lo menos, es lo más probable. En fin, hemos arreglado la sociedad
y me marcho. No te olvides de ir a ver al editor.
-No, no me olvidaré.
-Bueno. ¡Adiós, Manuel!
-¡Adiós, don Roberto!
-Y en eso de la anarquía, tómalo como sport, no te metas demasiado.
-¡Oh! Yo lo tomo con mucha tranquilidad.
-Sí; pero siempre es malo significarse. Porque en esas ideas,
perseguidas por los gobiernos, no hay término medio: o es un desdichado
que no puede vivir, o es un granuja que vive explotando a los demás; y
las dos cosas deben ser desagradables. ¡Vaya, adiós!
Roberto entró en su coche rápidamente, y los caballos comenzaron a
trotar por la calle.
Pío Baroja
V
El buen obrero socialista - Los esparcimientos de Jesús
¿Para qué sirven los muertos?
En vez de tomar un cajista, como había pensado, lo que hizo Manuel
fue poner un regente, y no se arrepintió.
Manuel no tenía condiciones para la dirección; además, estaba rendido
con el trabajo del taller y el corretear por las noches.
El regente que llevó Manuel a su casa tenía unos treinta y tantos años,
era hombre ilustrado, rechoncho, fuerte, con ideas socialistas. Se
llamaba Pepe Morales.
Era el tipo del obrero inteligente y tranquilo, trabajaba muy bien, lo
hacía todo con maña, no se impacientaba nunca y era puntual como un
reloj. Desde que entró Morales, el trabajo en la imprenta comenzó a
regularizarse.
Manuel podía estar, después de comer, algún tiempo charlando. En el
corral de la casa crecía una higuera achaparrada. La Salvadora y la
Ignacia habían pedido al casero permiso para desempedrar el patio y
hacer un jardinillo; en un rincón pusieron dos parras y otras plantas que
el señor Canuto trajo de su huerta.
Los días de buen tiempo bajaban todos al corralillo, seguidos de Kis y
de Roch. Las gallinas cacareaban; el gallo, petulante, con sus ojos como
los botones de un pantalón, se contoneaba gallardo, y en la guardilla se
arrullaban las palomas.
A poco de estar en la imprenta, Morales, con su mujer y sus hijos, fue
a visitara Manuel. La mujer del regente era muy guapa e hizo grandes
amistades con la Salvadora. Se contaron una a otra sus apuros y sus
preocupaciones.
Manuel, mientras tanto, no adelantaba nada en sus negocios
amorosos; había entre la Salvadora y él algo que les separaba. Muchas
veces Manuel, por la noche, al acostarse, se decidía a tomar una
resolución para el día siguiente; pero se levantaba y todos sus planes se
le olvidaban; le parecía que los detalles menudos de la vida,
interponiéndose en su camino, le impedían decidirse.
85
-Sin embargo -decía-, habrá que resolverse.
Algunas veces pensaba si la Salvadora guardaría algo en el fondo de su
corazón, si estaría enamorada de otro, y la observaba. Ella notaba la
observación y le miraba, como diciendo: No te oculto nada; soy así.
-En fin -murmuraba Manuel-, esperaremos a que se arregle la cuestión
económica.
En ocasiones, sin que Manuel comprendiera el motivo, la Salvadora se
ruborizaba y sonreía turbada...
Un día, la Salvadora contó a Manuel algo extraño que había visto.
-Ayer, por la noche, estaba sin poder dormir, cuando oí que en la
guardilla andaba Jesús. Escuché y al poco tiempo sentí pasos muy
ligeros en la escalera, como de un hombre que va descalzo, y después, el
ruido de la puerta de la calle. Me levanté, me asomé al balcón, y le vi a
Jesús, calle de Magallanes arriba. Eran las dos de la noche. Me fui a mi
cuarto, y estuve escuchando para ver si le oía al volver; pero me dormí.
Hoy la Ignacia ha sacado la ropa de Jesús para cepillarla, y las botas y
los pantalones estaban llenos de tierra, como si hubiese andado por el
campo.
-¿Adónde irá ese hombre? -preguntó Manuel.
-No sé; pero, seguramente, no irá a hacer cosa buena.
-Nos pondremos en acecho. Si otra vez le oyes que sale, llámame.
-Bueno.
Das después, al mediar la noche, sin que nadie le llamara, Manuel se
despertó. Se oía ruido arriba, en el cuarto de Jesús. Se incorporó en la
cama, y escuchó largo rato. Se oyeron pasos lentos, leves; después, el
crujido de los peldaños de la escalera. Manuel se levantó, se vistió y se
acercó a la puerta. El que bajaba en aquel momento salía a la calle.
Manuel abrió el balcón, se asomó y vio a Jesús; luego bajó de prisa las
escaleras; la puerta estaba entornada.
Adelantó Jesús por el oscuro callejón, convertido en un río de fango, y
Manuel le siguió a larga distancia. La noche estaba oscura y temerosa;
caía una lluvia fina y penetrante.
Al llegar al final del pasadizo que formaban las tapias de la calle de
Magallanes, se oyó un silbido suave, que fue contestado por otro.
Después de recorrer la calle oscura, Jesús volvió hacia la izquierda,
pasó al lado de la tapia derruida del cementerio; luego se detuvo, miró
enderredor, por si le seguían, se encaramó en la cerca y desapareció. Al
poco rato, otro hombre hizo la misma operación. Manuel, esperó, por si
acaso.
Siguió esperando en su acechadero, y viendo que ya nadie aparecía, se
fue acercando al sitio por donde escalaban la tapia. Tuvo la mala suerte
de meterse en un barrizal. En los pies se le iban formando pellas de barro
y no avanzaba mas que a duras penas. Llegó tras de mucho bregar al
Pío Baroja
86
sitio del escalo.
La tapia estaba allí rota, dejando un boquete. Manuel se asomó por la
abertura. Se veía el cementerio abandonado, con algunas lápidas
blancas, que resplandecían a la vaga claridad de las estrellas.
No se oía nada. Juzgó Manuel que si se quedaba allí le podían
descubrir; volvió sobre sus pasos, y entró en un antiguo patio del
cementerio, ya abierto y sin cerca, en donde se levantaban unas
casuchas derrudas. Manuel recordaba que por allá había una puerta
desvencijada que daba al camposanto. Efectivamente, la encontró; tenía
grandes rajaduras y se puso a mirar por una de ellas el interior del
cementerio.
En aquel punto sonaron las horas.
Por entre nubarrones apareció en el cielo la luna amarillenta y triste,
rodeada de un gran cerco; las nubes iban pasando rápidamente por
delante de ella. De pronto, Manuel vio en el cementerio dos bultos; luego
el viento trajo un rumor lejano de voces.
Escuchó con atención.
-Tú vas con las letras de bronce a la calle del Noviciado -decía una voz-
, y yo iré a la calle de la Palma.
-Bueno -contestó la otra voz.
-Y por la tarde, en el cafetín.
Ya no se oyó más; Manuel vio a la luz de la luna, un hombre
encaramado sobre el sitio derruido de la tapia, y luego otro; después
pasaron dos sombras rápidamente por el camino. Resonaron sus pasos
recatados y se alejaron. Muy despacio, Manuel salió del escondrijo y
regresó por la calle de Magallanes. En algunas ventanas brillaba la luz
de los vecinos madrugadores. Manuel se acercó a su casa. La puerta
estaba cerrada, pero el balcón había quedado abierto.
-Vamos a ver si tengo pulso -se dijo Manuel, y se encaramó por la reja
del taller de Rebolledo, hasta agarrarse al hierro del bancón; allá, con
algún esfuerzo, logró subir. Cerró el balcón y volvió a acostarse...
Al día siguiente Manuel contó a la Salvadora lo que pasaba. La
muchacha quedó aterrada.
-Pero ¿será verdad? ¿Habrás oído bien?
-Sí; estoy seguro. ¿Se ha levantado Jesús?
-No; creo que no.
-Bueno; pues cuando se levante, dile a la Ignacia que le siga.
-Bueno.
Al volver Manuel a comer, la Salvadora le dijo que Jesús había ido con
un saco oculto en la capa a una prendería de la calle del Noviciado.
-¿Ves cómo es verdad?
-Pues si lo cogen lo llevan a presidio.
-Hay que quitarle la llave, y, además, asustarle.
La lucha por la vida III. Aurora roja
87
-Mañana hablad de que se dice por ahí que roban en el camposanto.
En la comida, la Salvadora, de sopetón, dijo:
-Ha habido ladrones en los cementerios de al lado estas noches
pasadas.
-¿Quién dice eso? -preguntó Jesús inquieto.
-Eso han dicho en la calle unas mujeres.
-Pero ¿qué van a robar ahí? Si no hay nada -murmuró Jesús.
-Pueden robar lápidas de mármol -replicó Manuel-, garras de ataúdes,
crucifijos, lo que suele haber en los cementerios.
-¿Y para qué van a robar eso? -repuso Jesús cándidamente.
-¡Toma! ¿Para qué? Para venderlo.
-Esas cosas no valen nada. Ya sé yo por qué dicen que roban.
-¿Por qué?
-Porque habrán visto al chico ése que va a hablar con la hija del
conserje.
-Yo también he oído -añadió la Ignacia- que en este camposanto se
robaba. Hasta he oído contar que hace algún tiempo se sacó el cadáver
de una niña.
-¡Bah!
-Sí; dicen que se presentó un señor en un coche delante de la puerta
que hay cerca de las casillas. El señor y otro hombre entraron en el
cementerio, rompieron un nicho, sacaron una caja, la llevaron al coche,
la metieron dentro, y salieron echando chispas hacia Madrid.
-¿Quién sería ese señor? -preguntó la Salvadora.
-Pero si todas esas cosas son mentiras y majaderías -exclamó Jesús
incomodado-. ¿Quién sabe que robaron esa niña muerta?
-La señora Jacoba, la que vive en una de las casas de la Patriarcal, lo
decía -contestó la Ignacia.
-La señora Jacoba estaría idiota.
-No; pues hay hombres que desentierran los muertos para sacarles los
untos -añadió la hermana de Manuel.
-Usted también es imbécil -gritó furioso Jesús-. ¿Usted cree que los
muertos sirven para algo? Pues no sirven más que para oler mal.
-Bueno, no, grites tanto -replicó Manuel-; que roban y que se han
llevado muchas cosas del cementerio, es verdad, y que han avisado a la
policía, también es verdad; ahora, lo de la niña muerta, probablemente
será mentira.
Jesús se calló.
Con el pretexto de que se había encontrado una noche la puerta de la
calle abierta, al día siguiente encargaron al cerrajero que pusiera nueva
cerradura. Jesús no dijo nada hasta unos días después.
-¿Por qué se cierra la puerta ahora? -preguntó a Manuel.
-Para que no entre nadie.
Pío Baroja
88
-Bueno; dadme una llave a mí.
-No hay más que una.
-Mandad hacer otra; yo la pagaré.
-No puede ser.
-¿Por qué?
-Porque no queremos que andes en malos pasos.
-¿Qué malos pasos?
-Ya sabes lo que te quiero decir.
-No sé; no te entiendo.
-¡Bah! Sí me entiendes.
-¡Como no te expliques más claro!
-¿De dónde sueles sacar el dinero que gastas?
-Hago mis combinaciones.
-¿Quieres que te diga una cosa?
-¿Qué?
-Que tus combinaciones huelen a cementerio que apestan. Jesús
palideció profundamente.
-¿Me has espiado, eh? -dijo con voz débil.
-Sí.
-¿Cuándo?
-Hará unos ocho días.
-¿Y qué? ¿Qué has visto?
-He visto que tú, el señor Canuto y otros, os vais a ganar el presidio.
-Bueno.
-Te advierto que está avisada la policía.
-Ya lo sé.
-¡Parece mentira; el señor Canuto metido en eso! Yo que le creía una
buena persona.
-¿Y qué? ¿No se puede ser una buena persona y aprovecharse de lo que
no sirve para nadie? ¿Para qué quieren ellos el cobre, las lápidas, ni lo
demás?
-Hombre... para nada.
-¿Pues entonces?..., la gente está llena de preocupaciones...
-Sí; pero eso de abrir una sepultura... es muy grave. ¡Rediez!
-Todos los días traen momias a los Museos, y las venden, y nadie se
indigna.
-No es igual. Esas momias murieron hace tiempo.
-Y los chicos de San Carlos, ¿no abren a los muertos frescos y les
cortan las orejas y el corazón?
-Pero eso es para estudiar.
-Y lo nuestro para comer, que es más serio... Hacemos como Ravachol.
-¿También Ravachol se dedicaba a robar sepulturas?
-Sí; no tenía supersticiones como vosotros.
La lucha por la vida III. Aurora roja
89
-¿Y cuánto tiempo hace que desvalijáis ese cementerio?
-Cerca de un año.
-¿Y habéis apañado muchas cosas?
-¡Psch!..., la mar de porquerías... lápidas de mármol, verjas, cadenas
de hierro, asas de metal, crucifijos, bustos, candelabros, letras de
bronce...; la Biblia en verso.
-¿Y dónde habéis vendido tanta cosa?
-En las prenderías. En un cafetín teníamos el centro de operaciones.
-Bueno; pues ya sabéis, la policía anda rondando. Avísale al señor
Canuto.
-No; si ya lo sabe.
Unos días después le dijo Jesús a Manuel:
-¿Quieres darme diez duros?
-¿Para qué?
-Para irme al Moro.
-¿Al Moro?
-Sí; voy a Tánger. Os dejaré en paz.
-¿Y qué vas a hacer allá?
-Eso es cuenta mía. ¿Tú me das el dinero?
-Sí, hombre; ahí tienes los diez duros.
-¡Gracias! ¡Que os vaya bien!
-¿Pero cuándo te vas? -Hoy mismo.
-¿No quieres despedirte de la Salvadora?
-No; ¿para qué?
-Como quieras -le dijo Manuel fríamente.
Pío Baroja
VI
El francés que canta - El protylo - Cómo se llegan
a tener las ideas - Sinfonía en rojo
Casi todos los domingos había presentación de un compañero en la
«Aurora roja». Los dos más curiosos, por lo exóticos, fueron un francés y
un ruso.
El francés era un joven anguloso, torcido, raro, con los ojos bizcos, los
pómulos salientes y una perilla de chivo.
Se presentó dando grandes apretones de mano y haciendo reverencias
ceremoniosas a todos. Habló largamente de sus viajes de vagabundo. Él
era el hombre de las carreteras; ninguno le entendía bien: parte porque
hablaba incorrectamente el castellano, y parte porque sus teorías eran
incomprensibles.
-¿Y no tienes familia, compañero? -le preguntó alguno.
-Sí -contestó él-; pero quisiera ver a mi padre, a mi madre y a mis
hermanos ahorcados en un jardín reducido.
Después de contar sus aventuras, habló de que había visto a Ravachol,
y cantó la canción del Pere Duchesne, a la cual el terrible anarquista
había puesto letra, y que iba entonando al ir a la guillotina, en
Montbrison.
Caruty, con las manos en la espalda, como si estuviera atado, y
lanzando a derecha y a izquierda miradas de altivo desprecio, se puso a
cantar:
Peuple trop oublieux
Nom de Dieu.
Ya se figuraba el francés que era Ravachol y que iba insultando a los
burgueses. En la canción, se le aconsejaba al pueblo que no fuera
generoso, que no fuera militar, que tirara todos los cuarteles a tierra,
todo esto acentuado por vigorosos Nom de Dieu. Terminaba la canción,
diciendo:
91
Luego, ya entrenado, Caruty cantó canciones socialistas y otras de
café-concierto de Bruant y de Rictus...
Otro de los presentados fue un judío que se llamaba Ofkin. Era éste
comisionista y viajaba por una casa de París, y vendía toda clase de
esencias y de perfumes. Era un fanático, muy frío y muy seco. Tenía el
pelo castaño, la barba en punta, la mirada azul; era muy pálido; en el
cuello se le notaban cicatrices escrofulosas; vestía levita larga y negra,
pantalón claro y sombrero de paja pequeño y flexible. Con esta
indumentaria parecía un charlatán de feria. Hablaba una mezcla de
castellano, de italiano y de francés.
Su conferencia fue de un carácter opuesto a la de Caruty.
La del francés, todo arte, y la del ruso, todo ciencia.
Para Ofkin, la cuestión social era una cuestión de química, de creación
de albuminoides por síntesis artificiales. Transformar pronto las
substancias inorgánicas en orgánicas: ésta era la base para resolver la
lucha por la vida. Que tantos millones de hombres inorganizan tanta
cantidad de substancia orgánica, pues todo es cuestión de volver a
organizarla. Esto, aseguró el ruso que se había hecho ya; se estaba
trabajando en crear el protylo, una substancia protoplasmática
primitiva, parecida al bathibyus de Haecke1, con vida y crecimiento. De
aquí a la creación de la célula no había mas que un paso.
El auditorio del juego de bolos no se entusiasmó con el protylo tanto
como el judío ruso; se miraron todos, unos a otros, un poco asombrados.
A Manuel le produjo el efecto de que la anarquía de aquel señor era
también algún producto químico, encerrado en un frasco.
Un domingo de abril, por la tarde, se habían reunido en el invernadero,
huyendo de la lluvia unos cuantos y charlaban alrededor de la mesa.
-¿Y Maldonado? -preguntó Manuel al llegar y notar su falta.
-Ya no viene -dijo Prats.
-¡Hombre, me alegro!
-Todos dicen lo mismo -exclamó el Madrileño-. Maldonado es el tipo del
republicano español. ¡Son admirables esos tíos!
-¿Por qué? -dijo el Bolo.
-Sí, hombre; odian a los aristócratas, porque no pueden ser
aristócratas; se las echan de demócratas, y les molesta todo lo plebeyo;
se las echan de héroes, y no han hecho ninguna heroicidad; se las echan
de Catones, y el uno tiene casa de juego; el otro, una taberna... ¡Rediós!
Pío Baroja
92
Coupe le curé en deux
Nom de Dieu
Et le bon Dieu dans la merde.
Nom de Dieu
Et le bon Dieu dans la merde.
Así es muy fácil ser austero... Luego todos son absolutistas..., y toda su
emancipación consiste en dejar de creer en el Papa para creer en
Salmerón o en cualquier fabricante de frases por el estilo... A nosotros
nos odian porque ya discurrimos sin necesidad de ellos.
-¡Qué mala intención tienes! -dijo el Bolo, que era anarquista con
simpatías republicanas-. Hay que verles a esos en el Congreso.
-Yo no he estado nunca en el Congreso -replicó el Madrileño.
-Ni yo -añadió Prats.
-Yo sí -repuso el Libertario.
-¿Y qué? -le preguntaron.
-¿Vosotros habéis visto la jaula de monos del Retiro?..., pues una cosa
parecida... Uno toca la campana, el otro come caramelos, el otro grita...
-¿Y el Senado?
-¡Ah! Esos son los viejos chimpancés... muy respetables.
-¡Qué guasón! -dijo el Bolo.
Siguieron hablando. Manuel aprovechó la clara para ir a su casa y
preguntar a la Salvadora si pensaba salir, y viendo que no quería, volvió
al juego de bolos.
Hablaba en aquel momento el Libertario.
-¿Cómo se llega a tener las ideas? -decía-. ¿Quién lo sabe?... Hace
algunos años, en París, se presentó una mañana, en mi guardilla un
mocetón alto, fornido, afeitado, con cara de cura.
-¿No me conoce usted? -me dijo con acento andaluz cerrado.
-No. Ya me figuro que debe usted ser paisano, pero no le conozco.
-Pero ¿no se acuerda usted de Antonio, el hijo del sacristán del pueblo?
-¡Ah!... ¿eres tú?, ¿y qué haces aquí?
-Nada; vengo de Cardiff; he estado trabajando cerca de un año en las
minas.
-¿Y en el pueblo?
-Aquello está muerto. Allá no se puede vivir.
-¿Y qué piensas hacer?
-Me voy a América. Tengo una recomendación para un capitán que
hace la travesía de Burdeos a la Habana.
Le llevé a mi restaurante: un agujero de Montrouge; un nido de
anarquistas y revolucionarios rusos. Las mujeres se entusiasmaron con
mi paisano, por el aire bárbaro e ingenuo que tenía. La verdad es que el
chico era simpático y modesto, lo que es bastante raro en un andaluz.
Después de comer solíamos cantar todos a coro, hombres y mujeres. El
dueño del tabernucho, el Pere David, nos suplicaba que no gritásemos;
pero no le hacíamos caso, y desde la calle se oían las canciones
anarquistas.
Había una que, cuando le expliqué a mi paisano lo que significaba, le
entusiasmó; no la recuerdo ahora, hablaba de la dinamita...
La lucha por la vida III. Aurora roja
93
-¿Sería ésta? -preguntó Caruty; y se puso a cantar:
-Eso es -dijo el Libertario-. Eso de «dynamitons» entusiasmaba a mi
paisano.
-¿Qué quieren éztos? -me decía.
-Derribarlo todo -le contestaba yo.
-¿ Tó?
-¡Todo!... Monarquía, República, curas, reyes, obispos... ¡todo abajo!
-¡Qué gachós! -decía él, con una admiración de salvaje...
»Se fue con una de las mujeres del restaurante y le perdí de vista; unos
meses después, cuando se comenzó la revisión del proceso Dreyfus, en
París, a cada paso había alborotos en las calles. Un día los anarquistas
organizaron una manifestación en la plaza de la República. A la cabeza
iban Sebastián Faure y sus amigos. Se veían tipos raros, melenudos, con
levitas largas y entalladas, gente pálida, de mirada triste... Luego venía
una tropa que daba miedo, unos tíos de barbas, chillando, amenazando
con el bastón y con los puños, y entre ellos, aprendices de taller y
gomosos elegantes...; una mezcolanza que ni Dios la entendía. Iban por
el bulevar Magenta hacia la estación de Estrasburgo. Un grupo llevaba
una gran bandera roja, y tras él venían otros grupos cantando Les
Lampions, y gritando de cuando en cuando, pero muchas veces seguidas:
»-¡Viva Zola! ¡Viva Zola! ¡Viva Zola!
»Se oían también gritos chillones de ¡Viva la Anarquía!, y el público
comenzaba a correr asustado.
»En esto salieron de una bocacalle doscientos o trescientos
municipales, y como una cuña entraron entre los manifestantes, a
puñetazos y empujones y cortaron la manifestación. Veinte o treinta
cargaron sobre el grupo que llevaba la bandera e intentaron cogerla. La
bandera retrocedió, anduvo si caigo o no caigo, inclinándose,
levantándose... Yo me paré a ver en qué terminaba aquello.
»Ya iba a desaparecer la bandera entre la gente, cuando de pronto se
irguió de nuevo; los manifestantes se pusieron a cantar La Marsellesa
como locos, cargaron sobre los guardias y los arrollaron. Toda la
avalancha pasó gritando, vociferando, y se rehizo la manifestación. Yo
me adelanté, cruzando unas callejuelas, hasta salir otra vez al bulevar.
»Al pasar junto a mí, iba la bandera roja desplegada, y la llevaba mi
paisano el andaluz, que marchaba en medio de una turba de exaltados.
Pío Baroja
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Dame dynamite
que l'on danse vite
chanton et buvons
et dynamitons dynamite,
dynamite dynamitons.
El muchacho me miró con los ojos como ascuas... Se ale jaron. Desde
alguna distancia, La Marsellesa, cantada por miles de personas,
resonaba como una tempestad, y yo veía por encima de la multitud
ondear la bandera roja, que brillaba, soberbia y triunfante, como una
entraña sangrienta.
El Libertario dejó de hablar; los demás quedaron silenciosos. En las
pupilas de todos había como un destello siniestro, y en los labios
contraídos, una expresión de amargura. Afuera caía mansamente la
lluvia suave de la primavera...
-Ése no era más que un sentimental -dijo de pronto Prats.
-¿Y qué? -preguntó Juan.
-Creía en la Anarquía como en la Virgen del Pilar.
-En todo lo que se cree, se cree lo mismo -contestó Juan.
-Yo -dijo Skopos, que era un muchachito afeitado, grabador, hijo de un
griego, vendedor de esponjas, y que acababa de ingresar en el grupoconocí
a Angiolillo en Barcelona; nos reuníamos unos cuantos en un
cafetín próximo a la Rambla. Casi todos éramos anarquistas platónicos.
Una vez, por cierto, dos de los más jóvenes del grupo fueron a un club
en donde había bombas, y cada uno cargó con la suya, y salieron a la
calle. Anduvieron de un lado a otro, sin saber dónde colocarlas.
Contaban ellos que iban a una casa rica a poner la bomba, y el uno le
decía al otro: «¿Y si hay chicos aquí?» Por último, fueron al puerto y
tiraron las bombas al mar.
-¿Y Angiolillo? -preguntó Juan.
-Pues solíamos verle muchas veces. Era un tipo delgado, muy largo,
muy seco, muy fino en sus ademanes, que hablaba con acento
extranjero. Cuando supe lo que había hecho, me quedé asombrado.
¡Quién podía esperar aquello de un hombre tan suave y tan tímido!
-¡Ése era también un sentimental! -exclamó Prats.
-Con muchos sentimentales así se hubiera hecho ya la revolución -
repuso el Libertario.
Para mí, el verdadero tipo del anarquista es Pallás -añadió Prats.
-¡Claro! Como que era catalán -dijo con sorna el Madrileño.
-No -murmuró el Libertario-. Cada uno tiene el derecho de ser de
donde le dé la gana.
-No; si yo no niego ese derecho -replicó el Madrileño-; yo lo que quiero
decir es que si él no tiene ninguna satisfacción por ser paisano nuestro,
nosotros no tenemos tampoco ningún entusiasmo por ser paisanos de
los catalanes.
-Todos los españoles son dogmáticos y autoritarios -siguió diciendo el
catalán, haciendo como que no oía la observación-; lo mismo los
andaluces, que los castellanos, que los vascongados. Además, no tienen
el instinto de la revolta...
La lucha por la vida III. Aurora roja
95
Me hace mucha gracia a mí este hombre hablando de gente
autoritaria... -comenzó a decir el Madrileño.
-¿Y Pallás? -interrumpió Juan, comprendiendo que el Madrileño iba a
decir algo desagradable para el catalán-. ¿Era templado Pallás?
-Sí, era...; ya lo creo.
—Se achicó también -dijo el Madrileño-, y aquí está el Libertario que lo
vio.
-Sí, es verdad -dijo el Libertario-; los últimos días en la cárcel, se
descompuso. Y era natural. Nosotros solíamos ir a verle, y nos hacía la
apología de la idea. El último día, ya en capilla, estábamos
despidiéndonos de él, cuando entraron un médico y un periodista. «Yo
quisiera -dijo Pallás- que después de muerto, llevaran mi cerebro a un
museo para que lo estudiaran.» «Será difícil», le contestó el médico
fríamente. «¿Por qué?» «Porque los tiros se los darán a usted,
probablemente, en la cabeza, y los sesos se harán papilla». Pallás
palideció y no dijo nada.
-Es que sólo con la idea hay que ponerse malo -saltó diciendo Manuel.
-¡Pues bien valiente estuvo Paulino al morir! -exclamó Prats.
-Sí, luego ya se animó -dijo el Libertario-. Le estoy viendo al salir al
patio de la cárcel cuando gritó: ¡Viva la Anarquía!; al mismo tiempo, el
teniente que mandaba la tropa, dijo a sus soldados: ¡Firmes!, y las
culatas de los fusiles, al dar en el suelo, apagaron el grito de Pallás.
Manuel tenía los nervios estremecidos; todos sentían una gran
atracción, una acre voluptuosidad al escuchar aquellos relatos terribles.
El señor Canuto hacía más gestos que de costumbre.
-¿Y por esto fue por lo que echaron la bomba en el teatro? -preguntó
Perico Rebolledo.
-Sí -contestó Prats-; la venganza fue terrible; ya lo había dicho Paulino
Pallás.
-Yo lo vi -saltó diciendo Skopos.
-¿Estabas dentro?
-Sí; fui al Liceo a ver al director de un periódico que me había
encargado le hiciese unos dibujos. Tomé una delantera de paraíso, y
busqué con la vista al director hasta que lo vi en una de las butacas. Bajé
y me puse a esperarle en una puerta. Tardaba en acabar el acto, yo
estaba atento a que saliera la gente, cuando oigo una detonación sorda
y sale una llamarada por la puerta. Me figuré que habría pasado algo;
pero algo de poca importancia, un cable de luz eléctrica fundido o una
lámpara rota; cuando veo venir hacia mí un turbión de gente espantada,
con los ojos desencajados, empujándose y espachurrándose unos a
otros. La ola de gente me echó fuera del teatro; pregunté en la calle a dos
o tres lo que pasaba; nadie lo sabía. Yo estaba sin sombrero y sin abrigo,
y entré a recogerlos. Subo, y un acomodador me pregunta, temblando,
Pío Baroja
96
qué era lo que quería; le digo que buscaba mi gabán, lo encuentro, y
entonces se me ocurre mirar hacia la sala. ¡Cristo! La cosa era terrible;
me pareció que había cuarenta o cincuenta muertos. Bajé a las butacas.
Aquello era imponente; en el teatro, grande, lleno de luz, se veían los
cuerpos rígidos con la cabeza abierta, llenos de sangre; otros, estaban
dando las últimas boqueadas. Había heridos gritando y la mar de
señoras desmayadas, y una niña de diez o doce años muerta. Algunos
músicos de la orquesta, vestidos de frac, con la pechera blanca
empapada en sangre, ayudaban a trasladar los heridos... era imponente.
-Pero hubiera sido aún más terrible si llegan a hacer lo que querían,
que era apagar las luces del teatro antes de echar las bombas -dijo Prats.
-¡Qué barbaridad! -exclamó Manuel.
A oscuras hubieran muerto todos -añadió riendo Prats.
-No -exclamó Manuel levantándose-; de eso no se puede reír nadie, a
no ser que sea un canalla. Matar así de una manera tan bárbara...
-Eran burgueses -dijo el Madrileño. Aunque lo fueran.
-Y en la guerra, ¿no matan los militares a gente inocente? -preguntó
Prats-. ¿No disparan sobre las casas con bala explosiva?
-Pues los que hacen eso son tan canallas como el otro.
-Éste, como ya tiene su imprenta -dijo el Madrileño con sorna-, se
siente burgués.
-Por lo menos, no me siento asesino. Ni tú tampoco.
-Una de las bombas no estalló -dijo Skopos-, cayó sobre una mujer
muerta por la primera bomba. Por esto, la carnicería no fue mayor.
-¿Y quién hizo esa bestialidad? -preguntó Perico Rebolledo.
-Salvador.
-Ese sí que tendría las entrañas negras...
-Debía ser una fiera -dijo Skopos-. Él se escapó del teatro en el
momento del pánico, y al día siguiente, cuando el entierro de las
víctimas, parece que se le ocurrió subir a lo alto del monumento de Colón
con diez o doce bombas, y desde allí irlas arrojando al paso de la
comitiva.
-No comprendo cómo se puede tener simpatía por hombres así -dijo
Manuel.
-Mientras estuvo preso -siguió diciendo Skopos-, hizo la comedia de
convertirse a la religión. Los jesuitas le protegieron, y allí anduvo un
padre Goberna solicitando el indulto. Las señoras de la aristocracia se
interesaron también por él, y él se figuraba que le iban a indultar... Pero
cuando le metieron en capilla y vio que el indulto no venía, se
desenmascaró, y dijo que su conversión era una filfa. Tuvo una frase
hermosa: ¿y tus hijas? -le dijeron-. ¿Qué va a ser de tus pobrecitas hijas?
¿Quién se va a ocupar de ellas?» «Si son guapas -contestó él-, ya se
ocuparán de ellas los burgueses».
La lucha por la vida III. Aurora roja
97
-¡Ah!... Es bien... Es bien -gritó Caruty, que hasta entonces había
estado silencioso e inmóvil-. Es bien... le grand canaille.. Es bien... Es
una frase...
-Yo asistí a la ejecución de Salvador -siguió diciendo Skopos- desde un
coche de la Ronda; cuando subió al patíbulo iba cayéndose...; pero ¡la
vanidad lo que puede!...; el hombre vio un fotógrafo que le apuntaba con
la máquina, y entonces levantó la cabeza y trató de sonreír... Una sonrisa
que daba asco, la verdad, no sé por qué... El esfuerzo que hizo le dio
ánimos para llegar al tablado. Aquí trató de hablar; pero el verdugo le
echó una manaza al hombro, le ató, le tapó la cara con un pañuelo negro,
y se acabó... Yo esperé a ver la impresión que producía a la gente. Venían
obreros y muchachas de los talleres, y todos, al ver la figurilla de
Salvador en el patíbulo, decían: ¡Qué pequeño es! Parece mentira.
Y hablaron de otros anarquistas, de Ravachol, de Vaillant, de Henry,
de los de Chicago... Había oscurecido y siguieron hablando... Ya no eran
las ideas, eran los hombres los que entusiasmaban. Y entre su
humanitarismo exaltado y su culto de sectarios por una especie de
religión nueva, aparecía en todos ellos, saliendo a la superficie, su fondo
de meridionales, su admiración por el valor, su entusiasmo por la frase
rotunda y el gesto gallardo...
Manuel se sentía inquieto, profundamente disgustado en aquel
ambiente.
Y todos los domingos aumentaba el número de adeptos en «La Aurora
roja». Unos, contagiados por otros, iban llegando... Y crecía el grupo
anarquista libremente, como una mancha de hierba en una calle
solitaria...
Pío Baroja
VII
Un paraíso en un Camposanto - Todo es uno y lo mismo
Bastante tiempo después de la partida de Jesús, una noche, desde
casa de Manuel, se oyeron tiros.
-¿Qué habrá pasado? -se preguntaron todos.
-Quizá sean matuteros -dijo la Ignacia.
-También se ha dicho que andaban unos ladrones robando alambre del
telégrafo -advirtió Manuel.
Pasados unos días, se supo que los guardias habían sorprendido a
unos cuantos ladrones en el cementerio de la Patriarcal. Al huir, les
echaron el alto, y viendo que no se paraban, dispararon. A los disparos,
los merodeadores se detuvieron asustados, y los guardias prendieron al
Corbata y al Rubio, y como no declaraban, les arrimaron a cada uno de
ellos una paliza monumental, hasta que cantaron de plano.
Por la noche, al volver Manuel a casa, se encontró en la puerta con un
hombre, cuya presencia le sobrecogió. Era Ortiz, el polizonte, vestido de
paisano.
-¡Hola, Manuel! ¿Qué tal estás? -le dijo.
-Bien -contestó Manuel secamente.
-Ya sé que trabajas, que vas marchando. ¿Y la Salvadora?
-Está buena.
-¿Y Jesús?
-Ya hace unos días que no le hemos visto.
-¿Sabes que han robado en ese cementerio?
-No; no sabía nada.
-¿No habéis notado algo desde vuestra casa?
-No.
-Pues ya llevan mucho tiempo robando. Es raro que...
-No, no es raro; porque yo no me ocupo de lo que hacen los demás.
¡Adiós!
Y Manuel se metió en el portal.
-Si preguntan por aquí algo -le dijo Manuel a la Salvadora y a la
Ignacia-, no digáis ni una palabra.
99
Todo el barrio se conmovió con la noticia. Se volvió a hablar de muertos
robados, y se supieron detalles cómicos y macabros. Un larguero de
mármol de una sepultura había ido a parar a una tienda de quesos; las
letras de bronce de los nichos estaban en algunos escaparates de tiendas
lujosas. Se dijo que Jesús y el señor Canuto eran los directores de la
banda.
Por la noche, el jorobado le dijo a Manuel:
-He tenido carta del señor Canuto.
-¿Sí?, ¿dónde está?
-En Tánger, con Jesús; de buena se han escapado los dos.
-Pero robaban, ¿eh?
-Sí, hombre. Todo lo que podían. El señor Canuto vivía ahí hecho un
príncipe. Ahora, yo, a los de la policía, les he dicho que no sabía nada.
Que averigüen ellos si pueden. El señor Canuto había convertido el
cementerio en un paraíso.
-Sí, ¿eh?
-¡Ya lo creo! Tenía su cosecha de plantas medicinales que vendía a los
herbolarias, y con las malvas su mujer hacía emplastos y bizmas. En una
época, el señor Canuto y Jesús hicieron el suministro de caracoles para
los ventorrillos, hasta que acabaron con todos los del cementerio. ¡Las
cosas que no han pensado! ¡Qué puntos! En un charco tenían galápagos,
y sanguijuelas en otro. Luego se les ocurrió poner conejos para criarlos
y cogerlos a lazo, pero se les escapaban por los agujeros de los nichos.
¡Si llevaban una vida pistonuda! ¿Que no tenían dinero? Pues, ¡hale!,
desenterraban un ataúd, y vendían todo lo que encontraban.
Dos días después, un domingo por la tarde, fue el juzgado al
cementerio, y Ortiz llamó a Manuel y a Rebolledo para que les
acompañara.
No se notaba la devastación llevada a cabo por el señor Canuto y
Jesús; el cementerio, de por sí, se encontraba ya bastante arruinado.
En algunos puntos, la tierra estaba removida; cerca de un pozo se
advertían aún los cuadros de hortalizas labrados por el señor Canuto, y
en ellos la hierba era más verde y jugosa.
El juez hizo algunas preguntas a Rebolledo, que le contestó con su
gran habilidad. Juntos recorrieron el cementerio. Estaba todo talado, las
sepulturas rotas, las lápidas de los nichos arrancadas.
Reinaba en los patios un gran silencio.
De los techos de las galerías colgaban trozos de cascote, sostenidos por
cañas y tomizas podridas. En las paredes, debajo de las arcadas,
aparecían los nichos abandonados y rotos, cubiertos de polvo. Pendían
de un clavo coronas de siemprevivas, de las que no quedaba mas que su
armazón; aquí se veían cintajos y lazos deshechos; allá, una fotografía
descolorida cubierta con un cristal convexo, un ramo arrugado y seco, o
Pío Baroja
100
el juguete de algún niño.
Por un corredor oscuro, una verdadera catacumba, repleta a un lado y
a otro de nichos, salieron al segundo patio.
Era éste tan ancho como una plaza; una pradera salvaje, limitada por
ruinosos tapiales.
El hombre había convertido un trozo del yermo madrileño en un jardín
frondoso; de un erial desnudo había hecho un parque dedicado a la
silenciosa muerte; la naturaleza conquistó el parque y lo transformó,
fecundándolo, con su lluvia de gérmenes en un mundo vivo; con una
selva espesa, poblada de matorrales, de zarzas, de plantas parásitas, de
espinas, de flores silvestres, de pájaros y de mariposas.
Ya no quedaban allí avenidas, ni paseos, ni plazoletas; los hierbajos
borraron lentamente toda huella humana.
Ya no quedaban arbustos, ni mirtos recortados: las ramas crecían con
libertad; ya no quedaba silencio: los pájaros piaban en los árboles. junto
a las tapias, entre el follaje tupido y verde, brillaban las campanillas
purpúreas de las digitales, y las rosas menudas de algún rosal silvestre.
Rodeadas de malezas y de zarzas, medio ocultas por los jaramagos y
las ortigas, se veían las lápidas de mármol, blancas, rotas, y las de
piedra, carcomidas y verdeantes por los musgos. En algunas partes, el
follaje era tan espeso, que las tumbas desaparecían, envueltas en
plantas trepadoras, entre grandes cardos espinosos y yezgos de negras
umbelas.
Del fondo de algunos nichos brotaban florecillas tristes, rojas y azules,
y junto a sus tallos y a sus hojuelas verdes se veían pedazos de ataúdes,
restos de la estameña de los hábitos y del traje blanco de los niños.
En las paredes, en los huecos de las piedras de la vieja tapia derruida,
corrían, al sol, las lagartijas y las salamandras.
Algunos arbolillos enclenques, debilitados por las hierbas parásitas,
nacían en medio de aquella selva, y de sus brazos desgajados, por entre
su ramaje podrido, salían pájaros de colores que volaban como flechas
por el aire de invierno, ligero y sutil...
De este patio pasaron a otro que daba hacia una explanada frontera al
Tercer Depósito. Llegaba hasta allá el rumor de los organillos de los
merenderos próximos; zumbaban los alambres del telégrafo al ser
movidos por el viento, y, a veces, se oía el cacareo de algún gallo o el
silbido de un tren.
Unas vacas rojas pastaban en aquellos campos.
-¿Y esas vacas? -preguntó el juez.
-Son de una vaquería de la calle de Magallanes -dijo el conserje.
-Este terreno, ¿no pertenece al cementerio?
-Sí; pero lo tiene arrendado el cura. Ya hace mucho tiempo que no se
entierra aquí.
La lucha por la vida III. Aurora roja
101
-El cura también es un punto -dijo Rebolledo a Manuel-; se ha llevado
las puertas de hierro de la capilla a una posesión suya. Volvieron el juez
y el actuario a reconocerlo todo de nuevo, y al caer la tarde se retiraron.
Manuel, Ortiz y Rebolledo salieron los últimos.
Iba anocheciendo; un aire de tristeza y de ruina llenaba el cementerio;
a lo lejos de las hierbas húmedas, de color de esmeralda, brotaban
ligeras neblinas.
Ortiz se acercó a Manuel.
-¿Sabes? -le dijo-, ya le cogimos al Bizco.
-¿Sí? ¿Cuándo?
-Hará unos meses. No te puedes figurar quién me ayudó a cogerlo.
-No.
-Un amigo tuyo.
-¿Quién?
-El Titiritero... aquel viejo.
-¿Don Alonso?
-Sí. Había entrado en la policía.
-¿Y sigue ahí?
-No; creo que murió.
-¡Pobre! ¿Y el Bizco?
-El Bizco tiene para rato. Probablemente le condenarán a muerte.
-¿No le han juzgado todavía?
-No. Si quieres verle...
-¡Yo! ¿Para qué?
-Al fin y al cabo ha sido amigo tuyo.
-Es verdad. ¿Y cuándo le juzgarán?
-Dentro de unos días. En los periódicos lo podrás ver.
-Quizá vaya. ¡Adiós!
-¡Adiós! Si vas, avísame.
Pío Baroja
VIII
Como cogieron al Bizco y no vino la buena - Nunca viene la
buena para los desdichados
Don Alonso de Guzmán Calderón y Téllez había encontrado la manera
de ganarse la vida en el Cinematógrafo Salomón, por otro nombre, el
Cinecromovidaograph. El dueño del Cinecromovidaograph era Salomón,
no precisamente el del templo, sino un hombre chiquito y malhumorado,
barbudo y de color de cobre, que se llamaba o se hacía llamar así. Este
hombre, cuyo hígado debía tener proporciones impropias de un hígado
modesto y normal, vivía con su mujer y dos hijas en una barraca de su
propiedad, que se armaba y se desarmaba, y para viajar tenía una
carreta, una roulotte, tirada por un caballo normando.
Salomón podía haber sido feliz; el cinecromo daba mucho dinero; los
negocios marchaban bien, y, sin embargo, Salomón era desgraciado.
La causa de su desgracia eran las mujeres. Ya su tocayo, el rey sabio,
lo había dicho; «La mujer es más amarga que la muerte».
¿Es que la señora de Salomón se había permitido faltar a la fe jurada
en el altar a su dueño y señor? Jamás. ¿Es que Salomón trataba de libar
la felicidad en el corazón de otras mujeres? Nunca. Salomón era fiel a su
consorte, la divina Adela. La divina Adela era fiel a Salomón. Pero la
divina Adela tenía un genio irresistible.
La divina Adela procedía de una capa social más elevada que su
marido. La divina Adela era hija de un pedagogo, de un hombre de esos
que enseñan a los chicos la Historia de España y el postulado de
Euclides.
Ahora bien: de enseñar el postulado de Euclides a enseñar un
cinematógrafo, ¡qué abismo! La divina Adela había medido con sus ojos
este abismo. A los diez años de casada, su mesalliance, como decirnos en
el mundo diplomático, la obsesionaba y la tenía irritada y nerviosa.
Si su marido pedía una camiseta, la divina Adela se horrorizaba; si
lanzaba una interjección fuerte, le daba un ataque de nervios. La divina
Adela tenía a Salomón por un hombre cruel, despótico, grosero, a quien
ella, a pesar de todo, amaba.
103
-¿Para qué me he casado yo con este hombre, con este saltimbanqui?
-preguntaba de vez en cuando, con la vista en el vacío-. Venid aquí, hijas
mías -les decía a sus niñas-, con vuestra madre.
Don Alonso estaba con Salomón de criado y de voceador del
cinematógrafo. Tenía un frac y unos pantalones encarnados, una comida
regular... lo bastante para ser feliz. Era un buen escenario para que don
Alonso luciese sus habilidades. Allí, a la puerta de la barraca, el hombre
tiraba diez o doce bolas al alto y las iba recogiendo rápidamente; hacía
luego danzar por el aire una botella, un puñal, una vela encendida, una
naranja y otra porción de cosas.
-¡Entrad, señores, a ver el cinecromovidaograph! -gritaba-. Uno de los
adelantos más grandes del siglo xx. Se ven moverse a las personas.
¡Ahora es el momento! ¡Ahora es el momento! Va a comenzar la
representación. ¡Un real! ¡Un real! Niños y militares, diez céntimos.
Entre las películas del cinecromovidaograph había: La marcha de un
tren, La escuela de natación, Un baile, La huelga, Los soldados en la
parada, Maniobras de una escuadra, y, además, varios números
fantásticos. Entre éstos, los más notables eran: uno de un señor que no
puede desnudarse nunca, y otro de un hombre que roba y a quien le
persiguen dos polizontes, y se hace invisible y se escapa de entre los
dedos de sus perseguidores y se convierte en bailarina y se ríe del juez y
de los guardias.
Una mañana, camino de Murcia, tuvo Salomón la mala idea de
detenerse en un pueblo próximo a Monteagudo.
El alcalde del pueblo entendió que debía ver la representación, para
prestar o no su consentimiento al espectáculo.
En vista de que en el público abundaba el elemento rico, Salomón
pensó que debía suprimirse el cuadro de La huelga. Se representaron los
demás cuadros con aplauso; pero al llegar al Ladrón invisible, el alcalde,
hombre religioso, católico y dedicado a la usura, afirmó en voz alta que
era inmoral que no cogieran a aquel bandido.
-Que vuelvan a hacerlo, pero que cojan al ladrón -dijo en voz alta.
-Es imposible, señor alcalde -replicó don Alonso.
-¡Cómo que es imposible! -repuso el alcalde-. O se hace eso, o los llevo
a ustedes a la cárcel. A escoger.
Don Alonso quedó sumido en un mar de confusiones, y estimó, como
lo más oportuno, apagar las luces, para dar a entender que se había
acabado la representación. Nunca lo hubiera hecho.
Los espectadores, furiosos, se lanzaron contra él. Don Alonso escapó
fuera de la barraca. «¡A ése!», gritó un chico al verle. «¡A ése!», gritaron
unas mujeres; y hombres y mujeres, y chicos y perros, echaron a correr
tras él. Don Alonso salió del pueblo. Cruzó, volando, unos rastrojos.
Comenzaron a llover piedras a su alrededor. Afortunadamente se hacía
Pío Baroja
104
de noche, y los salvajes del pueblo, pensando en su cena, abandonaron
la cacería. Cuando se vio solo, don Alonso, rendido, se tiró en la tierra.
El corazón le golpeaba como un martillo en el pecho.
Lo encontró en la carretera, al día siguiente, la Guardia Civil. Con su
frac negro lleno de barro, don Alonso tenía las trazas de un hombre
escapado de un manicomio.
-¿Quién es usted? -le dijeron los civiles.
Don Alonso contó lo que le había ocurrido.
-¿Tiene usted cédula?
-Yo, no, señor.
-Entonces, venga usted con nosotros.
Les siguió don Alonso, aunque estaba molido, hasta un pueblo
próximo. Allí los guardias le entregaron al alguacil, y éste le metió en la
cárcel, donde pasó la noche.
-Pero ¿por qué me detienen a mí? -preguntó varias veces el pobre
hombre.
-Como no tiene usted cédula...
Al día siguiente le sucedió lo mismo, y así, por tránsitos de la Guardia
civil, comiendo rancho, durmiendo de cárcel en cárcel, vestido de
harapos, entre basura y piojos, don Alonso llegó a Madrid. Lo llevaron al
Gobierno civil y le presentaron a un señor. Interrogado por él, le contó
sus cuitas con un acento de tal verdad, que el hombre se compadeció y
le dejo marcharse.
-Si no encuentra usted destino -añadió el señor-, quizá se lo pueda
proporcionar yo.
Don Alonso escribió a Salomón, pero éste no le contestó. Fue repetidas
veces al Gobierno civil, y una de ellas el señor aquél le dijo:
-¿Quiere usted ser de la policía?
-Hombre...
-Dígame sí o no, porque si no, le doy el cargo a otro.
-Sí, sí; ahora que yo no sé si tendré condiciones...
-¿Quiere usted, sí o no?
-Sí, señor.
-Entonces, dentro de unos días tendrá usted el nombramiento.
Por esta serie de circunstancias, don Alonso fue de la policía.
Meses después de su ingreso en las huestes del Gallo, don Alonso tuvo
que entrar en campaña. Una noche, en el soto de Migascalientes, cerca
de la Virgen del Puerto, encontraron una mujer muerta, con una
puñalada en los riñones. Era una mujer ya de cierta edad, llamada la
La lucha por la vida III. Aurora roja
105
Galga; una desdichada que ganaba algunos céntimos por aquellos
andurriales.
Al día siguiente, la policía detuvo, en un merendero, a un randa, a
quien le decían el Chaval.
Prendieron al mozo, que, al principio, negó con energía su
participación en el crimen; pero al último confesó la verdad.
Él no era el asesino. La Galga tenía dos amantes, uno él y otro el Bizco.
El Bizco le había amenazado varias veces a él si no dejaba a la Galga, y
un día se habían desafiado; pero, al llegar al lugar del desafío, el Bizco le
dijo que la Galga les engañaba a los dos.
Se le había visto con uno a quien llamaban el Malandas, en un
merendero. El Bizco y el Chaval decidieron castigar a la Galga, y el Bizco
la citó en el Soto.
Era un día encapotado y frío. Al presentarse la Galga, salieron juntos
el Chaval y el Bizco. El Bizco se lanzó sobre ella, y le pegó un puñetazo
en la cara; ella volvió la espalda, y entonces él, sacando una navaja, se
la hundió por los riñones. Esto era lo que había ocurrido.
Don Alonso y Ortiz fueron los encargados de seguir la pista al Bizco.
Tenían confidencias de que se le había visto después del crimen, una vez
en el puente de Vallecas y otra en la California.
-Usted -le dijo Ortiz a don Alonso-, hace lo que yo le diga, nada más.
-Está bien.
-Hay necesidad de coger a este hombre cuanto antes.
El primer día registraron, los dos, el Cuartelillo de la plaza de Lavapiés;
la Casa del Cura, de la calle de Santiago el Verde; los rincones de la
Huerta del Bayo y las tabernas de la calle de Peña de Francia y de
Embajadores, hasta el Pico del Pañuelo. Al anochecer se sentaron a
descansar en el merendero de la Manigua.
-¿A que no sabe usted por qué llaman a esto la Manigua? -le dijo Ortiz
a don Alonso.
-No.
-Pues, es muy sencillo. Viene la gente aquí, bebe este vinazo, se
emborracha y vomita... y, claro, tienen el vómito negro...; por eso se
llama la Manigua.
Fuera de este descubrimiento, no hicieron ningún otro relacionado con
sus pesquisas.
Al día siguiente, muy de mañana, se metieron los dos por la calle del
Sur.
-Vamos a ver si aquí nos enteramos -dijo Ortiz, señalando una
taberna.
Entraron en una tabernucha próxima a los camposantos. Ortiz conocía
al tabernero, y hablaron los dos de los buenos tiempos en que se pasaba
el vino de matute a carros.
Pío Baroja
106
-Aquello era un negocio, ¿eh? -exclamó Ortiz.
-Sí, era -dijo el tabernero-; entonces se veía aquí «luz divina». Ganaban
lo que querían.
-Y tranquilamente.
-Me parece. Aquí se detenían los matuteros, y los mismos de
Consumos les acompañaban a dejar el contrabando. Hubo días que se
metieron en la bodega de esta casa más de treinta cubas.
-¿Usted habrá hecho su pacotilla? -preguntó don Alonso.
-¡Quiá, hombre! Eso era en tiempo del que me traspasó la taberna.
Cuando tomé yo esto, estaban arrendados los Consumos; pusieron esa
fila de estacas altas, entre la vía y las casas, y, ahora, no entra ni un
cuartillo de vino sin pagar.
Preguntó Ortiz por el Bizco, de pasada, pero el tabernero no le conocía,
ni había oído hablar de él.
Salieron los dos polizontes de la taberna, y, en vez de seguir por el
camino de Yeseros, fueron por la margen del arroyo de Atocha, hasta el
punto en que éste vierte sus aguas sucias en el Abroñigal. Pasaron por
debajo de un puente del ferrocarril, y siguieron remontando el curso del
arroyo. En la orilla, en medio de un huerto, se levantaba una casuca
blanca con un emparrado. En la pared, encalada, se leía un letrero
trazado con mano insegura: «Ventorro del Cojo».
-Vamos a ver si aquí saben algo -dijo Ortiz.
Un raso empedrado con cantos, con una higuera en medio, había
delante de la puerta del ventorrillo. Entraron. En el zaguán, un hombre
de malas trazas y de mirada torva, que estaba sentado en un banco, hizo
un movimiento de sorpresa y de desconfianza al ver a Ortiz.
Éste no se dio por enterado; pidió dos copas en el mostrador, a una
mujer flaca y negruzca, y con el vaso en la mano, y mirando al hombre
de reojo, le preguntó:
-¿Y qué tal por el ventorro del Maroto?
-Bien.
-¿Se reúne buena gente por allá?
-Tan buena como en cualquier otra parte.
-¿Sigue andando por ahí el Bizco?
-,Qué Bizco?
-El Bizco, hombre...; ese rojo...; demasiada que lo conoce usted.
-Ése nunca ha ido por el ventorro del Maroto, sino por el Puente.
Ortiz vació la copa, se limpió los labios con el dorso de la mano, y,
saludando a la ventera, salió de allá.
-Este gachó -dijo en voz baja a don Alonso-, mató a un segador, y se
salvó del presidio no sé cómo.
-Parece que nos sigue -murmuró don Alonso, mirando hacia atrás.
-No nos vaya a hacer la santísima -exclamó Ortiz; y sacando el revólver
La lucha por la vida III. Aurora roja
107
del cinto esperó un instante.
El hombre del ventorro del Maroto se había apostado tras un ribazo;
luego, viéndose descubierto, huyó.
-Vámonos de aquí- dijo Ortiz.
Echaron los dos a andar de prisa y salieron pronto al Puente de
Vallecas.
Entraron en un merendero. Una mujer gorda, bajita, ya vieja, de
pómulos salientes, con un pañuelo rojo atado a la cabeza, daba al
manubrio de un organillo.
-¿Está el Manco? -le preguntó Ortiz.
-Ahí debe estar.
Unas cuantas parejas que bailaban al son del organillo se pararon al
ver a Ortiz y a don Alonso.
El Manco, un hombre alto, rubio, afeitado, con el pecho de gigante y el
cuello redondo, de mujer, les salió al encuentro.
-¿Qué buscan? -dijo con voz afeminada.
-A uno a quien llaman el Bizco.
-Aquí no viene ése hace ya tiempo.
-¿Pues dónde anda?
-Por las Ventas.
Salieron del merendero y siguieron nuevamente por la orilla del arroyo
Abroñigal. Algunos chiquillos negruzcos se chapoteaban en el agua.
Comenzaba a anochecer cuando aparecieron entre los tejares del
barrio de doña Carlota. Madrid brotaba por encima de las frondas del
Retiro. Sonaban las esquilas de algunos rebaños.
En los alrededores de la barriada había grandes hoyos con pilas de
ladrillo. Estaban ardiendo los hornos, salía de ellos un humo espeso de
estiércol quemado que, rasando la tierra, verde por los campos de
sembradura, se esparcía en el aire y lo dejaba irrespirable. A lo lejos,
algunas humaredas pálidas subían de la tierra al horizonte incendiado
por un crepúsculo espléndido de nubes de púrpura.
Ortiz preguntó a un hombre que estaba levantando ladrillos si conocía
al Bizco.
-¿Ese randa de pelo rojo?
-Sí.
-Le he visto hace unos días. Debe vivir por la Elipa.
-Bueno, vamos por allá -murmuró Ortiz.
Siguieron por la orilla del arroyo. El cielo de nubes rojizas iba
oscureciéndose. Cruzaron el camino de Vicálvaro.
-Por aquí fui yo al Este a enterrar a una chica que se murió -dijo Ortiz-;
la llevé a la pobrecita debajo del brazo, envuelta en un mantón. No tenía
ni para una caja.
Este recuerdo trajo a la memoria del guardia sus miserias, y contó a
Pío Baroja
108
don Alonso su vida.
Don Alonso estaba deseando que acabase aquellas narraciones
vulgares para asombrar a Ortiz con sus historias de América.
El guardia seguía y seguía hablando, y don Alonso murmuraba
distraídamente:
-Ya vendrá la buena.
Mientras charlaban fue anocheciendo. Salió la luna en menguante;
una neblina tenue comenzó a cubrir el campo; algún árbol solitario se
erguía derecho y proyectaba la sombra de su follaje en el camino; alguna
estrella cruzaba el cielo dejando una ráfaga blanca. El agua plateada del
arroyo se deslizaba por la tierra silenciosa, trazando curvas como una
larga serpiente.
Seguían hablando cuando don Alonso vio la silueta de un hombre que
aparecía entre dos árboles. Agarró del brazo a Ortiz, indicándole que se
callara. Se oyó un ruido de ramas y el paso furtivo de alguien que huyó.
-Qué era? -dijo Ortiz.
-Un hombre que ha salido de ahí.
-¿De dónde?
-No sé, a punto fijo. Me ha parecido que de entre esos árboles.
Se acercaron; había en el ribazo, que allí tenía más de un metro de
alto, un montón de maleza y unos pedruscos.
-Aquí hay algo -dijo Ortiz metiendo su bastón. Quitó dos piedras
grandes, luego una tabla, y apareció la boca de un agujero. Encendió un
fósforo. Era un boquete cuadrado, abierto en la tierra arenosa y húmeda.
Entraron los dos. Tendría la cueva tres metros de profundidad por uno y
medio, de anchura. Ocupaba el fondo una cama de paja y de papeles con
una manta gris. En un rincón había huesos mondados y latas de
conserva vacías.
-Aquí tiene el lobo la madriguera -dijo Ortiz-.Sea el Bizco u otro, este
ciudadano no está dentro de la ley.
-¿Por qué?
-Porque no paga contribución.
-¿Qué vamos a hacer?
-Esperarle. Yo le aguardo aquí dentro. Usted pone la tabla como estaba
antes, con dos piedras encima, y se queda ahí fuera. Cuando venga, que
vendrá, le deja usted entrar, y, en seguida, se echa usted a la puerta.
-Bueno.
Ortiz amartilló el revólver y se sentó en la cama. Don Alonso, después
de tapar la boca del agujero, buscó un sitio resguardado en donde no se
le viera y se tendió en el suelo. Le molestaba bastante haber tenido que
oír la historia vulgar de Ortiz y no haber podido contar sus aventuras. La
verdad es que su vida era rara. ¡Él, convertido en policía! ¡Acechando a
un hombre!
La lucha por la vida III. Aurora roja
109
Horas y horas esperaron: Ortiz dentro y don Alonso fuera. Estaba ya
clareando cuando apareció el Bizco. Llevaba algo debajo del brazo.
Atravesó el arroyo, se acercó al ribazo, quitó la tabla... Don Alonso,
empuñando el revólver, se levantó con rapidez y se asomó a la boca del
agujero.
-Ya está -dijo Ortiz desde dentro; y salieron inmediatamente el guardia
y el Bizco.
¿Será éste? -preguntó el guardia.
-Sí.
-Si trata de huir, tire usted -dijo Ortiz a don Alonso.
Don Alonso apuntó con el revólver al bandido, que temblaba, sin
oponer resistencia, y Ortiz le ató codo con codo.
Ahora, andando.
Don Alonso estaba entumecido; le dolía todo el cuerpo. Echaron a
andar los tres por el camino de la Elipa.
Al llegar cerca del nuevo hospital de San Juan de Dios estaba
amaneciendo; un amanecer tristón y anubarrado.
Don Alonso se encontraba cada vez peor; sentía escalofríos por todo el
cuerpo, un dolor de cabeza violento y una lancetada en el pecho.
-Yo estoy malo -le dijo a Ortiz-, no puedo con mi alma.
-Bueno; entonces, yo me marcho.
Ortiz y el Bizco se alejaron.
Don Alonso quedó solo y fue avanzando penosamente. Cuando llegó
cerca de la tapia del Retiro pidió auxilio a un guardia municipal. Éste le
acompañó, y en la calle de Alcalá tomaron un coche. Don Alonso tosía y
no podía respirar; le sacaron del coche al llegar al hospital y le metieron
en una camilla.
Al echarse, don Alonso quedó rendido y sintió como si le dieran un
martillazo en la cabeza.
-Yo tengo algo muy grave, y quizá me vaya a morir -pensó con
angustia.
No se dio cuenta de cuándo le metieron en la cama; comprendió que
estaba en el hospital y sintió que su cuerpo ardía. Una monja se le acercó
y puso un escapulario en el hierro de la cama.
Don Alonso, entonces, recordó un cuento, y, a pesar de la fiebre, el
cuento le hizo reír. Era un gitano que estaba muriéndose y llamaba a
todos los santos de la corte celestial en su ayuda; viéndole tan apurado,
una vecina le llevó un Niño Jesús y le dijo al enfermo:
-Rece, hermano, que éste le salvará.
Y el gitano contestó compungido:
-¡Ay, hermana! Si lo que yo necesito es un Santo Cristo con más...
barbas que un capuchino.
Luego, el cuento se complicó con recuerdos lejanos, la fiebre aumentó
Pío Baroja
110
y don Alonso murmuró convencido:
-Ya vendrá la buena.
Después de ocho días, pasados entre la vida y la muerte, el médico de
la sala dijo que la pleuresía de don Alonso se había complicado con el
tifus y que era necesario trasladar al enfermo al hospital del Cerro del
Pimiento.
Una mañana fueron los camilleros, cogieron a don Alonso, lo sacaron
de la cama y lo metieron en una camilla.
Luego, los dos mozos bajaron las escaleras del hospital, tomaron por
la calle de Atocha arriba, después por la de San Bernardo hasta el paseo
de Areneros. Entraron hacia las proximidades de San Bernardino por
una zanja cortada en la tierra arenosa y amarillenta, y llegaron al Cerro
del Pimiento. Llamaron; pasaron a un vestíbulo y levantaron el hule de
la camilla.
-¡Anda la...! Se ha muerto el socio -dijo uno de los mozos-. ¿Lo
dejaremos aquí?
-No, no, llevadlo -replicó el conserje del hospital.
-¡Pues es una broma tener que llevarlo otra vez! -dijo el otro-. Más
valiera morirse.
Cogieron con resignación la camilla y salieron.
Hacía una mañana espléndida, hermosísima. Se sentía con intensidad
la primavera.
El césped brillaba sobre las lomas; temblaban las hojas nuevas en los
árboles; refulgían al sol las piedras en las calzadas, limpias por las
lluvias recientes... Todo parecía nuevo y fresco: los colores y los sonidos;
el brillo de los árboles y el piar de los pájaros; la hierba, salpicada de
margaritas blancas y amarillas, y las mariposas sobre los sembrados.
Todo, hasta el sol. Todo, hasta el cielo azul que acababa de brotar del
caos de las nubes, tenía un aire de juventud y de frescura...
Entraron los dos camilleros, de nuevo, por la zanja, entre las altas
paredes cortadas a pico.
-¿Y si lo dejáramos aquí? -preguntó uno de los mozos.
-Dejémosle -contestó el otro.
Levantaron el hule de la camilla, y, poniéndola de lado, hicieron que el
cadáver cayera desnudo en una oquedad. Y el muerto quedó
despatarrado, mostrando sus pobres desnudeces ante la mirada azul,
clara y serena del cielo, y los camilleros se fueron a tomar una copa.
Indudablemente, no había venido la buena.
La lucha por la vida III. Aurora roja
IX
La dama de la toga negra - Los amigos de la dama
El pajecillo, el lindo pajecillo
Hay en Madrid un palacio con grandes salas y largas galerías, en las
que por todas partes no se ven mas que Cristos; una vieja dama de gran
alcurnia, que ejerce una de las funciones más importantes y severas de
la sociedad.
Esta vieja dama viste toga negra, cala birrete, también negro, habla
gravemente, y, entre las imágenes del Cristo, administra a diestro y
siniestro reprimendas y castigos.
Antes, en el Olimpo, era una severa matrona con los ojos vendados;
ahora es una vieja arpía, con la vista de lince, el vientre abultado y el
estómago sin fondo.
En el Olimpo esta dama discurría y estaba rodeada de inmortales;
ahora, en vez de discurrir, tiene un libro con más interpretaciones que la
Biblia, y en vez de personas dignas a su alrededor, está rodeada de
curiales, alguaciles, escribanos, relatores, prestamistas, corredoras de
alhajas, hombres buenos, abogados de fama y abogados de poyete..., una
larga procesión de sacacuartos y escamoteadores, que empieza muy alto
y acaba en el verdugo, que es un escamoteador de cabezas.
-Tienes que ir a ver a tu amigo -dijo Juan a Manuel.
-Bueno.
Buscaron a Ortiz, y con él entraron en la Audencia. Había en los
pasillos una gran animación. Uno de los patios estaba plagado de gente.
Por las ventanas de las galerías se veían señores de birrete escribiendo o
leyendo. En los armarios de aquellas oficinas se amontonaban
expedientes.
-Todos esos papeles, todos esos legajos -dijo Juan- estarán empapados
de sangre; habrá ahí más almas marchitas y desecadas que flores en un
herbario.
-¡Y qué se va a hacer! -repuso Manuel-; si no hubiera criminales...
-Éstos sí que son criminales -murmuró Juan.
-Vamos a ver si podéis pasar -dijo Ortiz.
112
Entraron en una antesala de la galería baja. Había allá un señor de
barba blanca y mirada severa, y dos jóvenes. Los tres estaban vestidos
con toga y birrete.
-Soy enemigo del indulto -decía el señor de la barba blanca-; le he
condenado dos veces a muerte y las dos le han indultado. Ahora espero
que lo ejecutarán.
-Pero es una pena tan severa -murmuró uno de los jóvenes sonriendo.
-¿Hablan del Bizco? -preguntó Manuel a Ortiz.
-No, creo que no.
-¡Nada, nada! -exclamó el viejo de la barba blanca-; hay que hacer un
escarmiento. Hemos quedado en que se fije la fecha del recurso para
después de mayo, no vaya a ser indultado por el santo del rey.
-¡Qué bárbaros! -exclamó Juan.
-En estos casos -repuso el joven togado tímidamente-, es cuando se
pregunta uno si la sociedad tiene derecho para matar; porque,
indudablemente, este hombre no ha estado nunca en posesión de su
conciencia, y la sociedad, que no se ha cuidado de educarle, que le ha
abandonado, no debía tener derecho...
-La cuestión de derecho es una cuestión vieja, de la que nadie se ocupa
-replicó el viejo con cierta irritación-. ¿Existe la pena de muerte? Pues
matemos. Considerar la pena como medio de rehabilitación moral, aquí
entre nosotros, es una estupidez. ¡Enviar a uno a que se rehabilite a un
presidio!... El derecho a la pena, el derecho a ser rehabilitado..., muy
bonito para la cátedra. El presidio y la pena de muerte no son mas que
medidas de higiene social, y desde este punto de vista, nada tan higiénico
como cumplir la ley en todos los casos, sin indultar a nadie.
Manuel miró a su hermano.
-¿No tiene razón?
-Sí; dentro de lo suyo, tiene razón -replicó Juan-. A pesar de eso, yo
encuentro a ese viejo sanguinario bastante repulsivo.
Se abrió una puerta y apareció un hombre bajito, de bigote negro y
rizado, con lentes, algo ventrudo, movedizo y calvo.
-¿Qué tal? -le preguntó el juez.
-Mal; el jurado está cada vez más torpe. Yo le advierto a usted que lo
hago a propósito, y todos los pretextos que envían las personas discretas
para no ser jurados, los acepto. Cuanto más brutos sean los que
componen el jurado, mejor. A ver si se desacredita de una vez.
-También la ley debían modificarla... -comenzó diciendo el joven.
-Lo que debían hacer era suprimir el jurado -afirmó el hombre
chiquito.
Ahora puedes bajar un momento -dijo Ortiz a Manuel- y preguntarle si
quiere algo.
Bajó Manuel unos escalones. Se abrió la puerta de un calabozo. Había
La lucha por la vida III. Aurora roja
113
allí una medrosa semioscuridad. Un hombre estaba tirado en un banco.
Era el Bizco.
El Bizco en aquel instante pensaba. Pensaba que afuera hacía un sol
hermoso; que en las calles andaría la gente disfrutando de su libertad;
que en el campo habría sol, y pájaros en los árboles. Y que él estaba
encerrado. Entre la bruma de su cerebro no había ni un asomo de
remordimiento, sino una gran tristeza, una enorme tristeza. Pensaba
también que estaba condenado a muerte, y se estremecía...
Nunca se había preguntado por qué era odiado, por qué era
perseguido. Él había seguido el fatalismo de su manera de ser. Ahora, mil
cuestiones se iban amontonando en su cerebro.
La vagancia había sido para su alma como una hemorragia del
espíritu. Su poca inteligencia se había esparcido en las cosas como se
esparce el perfume en el aire.
Y ahora, en la soledad, en el aislamiento, la inteligencia dormida del
Bizco se despertaba y comenzaba a interrogarse a sí misma...
-¡Eh, tú! -le dijo el carcelero-;aquí vienen a verte.
El Bizco se levantó y quedó contemplando a Manuel con el mayor
estupor.
Al ver a Manuel no se extrañó; le miró fijamente, con estúpida
indiferencia.
-¿No me conoces?
-Sí.
-¿Quieres algo?
-No quiero nada.
-¿No necesitas algún dinero?
-No.
-¿No tienes que hacerme algún encargo?
-No.
Se miraron los dos atentamente. El Bizco volvió a tenderse en el banco.
-Si me matan, dile al verdugo que no me haga mucho daño -dijo.
-Pero ¿no quieres nada más?
-No quiero nada de ti.
Salió Manuel del calabozo y se reunió a su hermano.
Hablando Manuel con sus amigos de la extraña recomendación que le
había hecho el Bizco, el Bolo, el zapatero de portal, le dijo:
-Yo le conozco al verdugo. ¿Quieres que vayamos a verle una noche?
-Bueno.
-Pues yo iré a buscarte a la imprenta un día de éstos.
-Sería mejor que me dijeras un día fijo.
-¿El sábado?
Pío Baroja
114
-Bueno.
Fueron Juan, Caruty y el Libertario a la imprenta y esperaron a que
llegara el Bolo. Luego, en compañía de éste y de Manuel, se encaminaron
por la calle de Bravo Murillo.
En la puerta de una taberna de una calle próxima había un hombre de
mediana estatura, fuerte, fumando un cigarro.
-Ahí está -dijo el Bolo, señalándole con disimulo e indicándolo a los
amigos-. Ése es.
Se acercó a saludarle.
-¿Qué hay, compadre? -le dijo, dándole la mano-. ¿Cómo estamos?
-Bien, ¿y usted?
-Éstos -advirtió el Bolo, mostrando a Manuel, al Libertario, a Juan y a
Caruty- son amigos míos.
-Por muchos años -contestó él-. Vamo a tomá una copa -añadió con
acento andaluz cerrado.
-Nos sentaremos un rato -saltó Manuel.
-No; hablaremos en casa.
Bebieron una copa y salieron a la calle.
-¿De manera que usted es el ejecutor de la justicia? -preguntó el
Libertario.
-Sí, señó.
-Mal oficio tiene usted, paisano.
-Malo é -contestó él-, pero peó é morirse de jambre.
Fueron los cinco andando, hasta detenerse frente a una casa alta, de
ladrillo. Atravesaron el portal y entraron en un cuarto pequeño,
iluminado por un quinqué encendido, puesto encima de una mesa. Nada
indicaba allí al personaje sombrío y terrible que en aquel rincón vivía.
Era un cuarto pobre, igual a todos los cuartos pobres. Había en las
paredes algunos retratos. A un lado, una puerta de cristales con
cortinillas, que daba a una alcoba, y enfrente de ésta, una cama.
Al entrar, ninguno percibió una mujer, de negro, pequeña, sentada en
un taburete, con un niño en brazos. Era la hembra del buchí; al verla, la
saludaron; tenía aquella mujer un aspecto tétrico, una cara de japonesa,
una seriedad fatídica.
El verdugo les invitó a sentarse a todos; salió al portal en seguida, y
llamando al chico de la portera, le envió por un frasco de vino; luego tomó
una silla y se sentó. Era un tipo rechoncho, con la cabeza cuadrada, de
patillas y bigotes rubios, la cara juanetuda. Vestía decentemente y
llevaba sombrero hongo. Hablaron durante algún tiempo de una porción
de cosas indiferentes, y Manuel contó lo que le había pedido el Bizco.
Esté usté sin cuidao -dijo el verdugo-; si llega el caso, se hará tó lo que
se pueda.
-Y antes de ser ejecutor -le preguntó el Libertario-, ¿ha probado usted
La lucha por la vida III. Aurora roja
115
otras cosas?
-¡Si he probao!... La mar. He sío sordao en Cuba durante muchos años;
he sío herraor, barbero, carretero, vendeor de juguetes..., ¿y qué?, no
podía viví.
-¡Tan mal le iba! -exclamó Juan.
-Muriendo de jambre estaba, y cuando ya acosao dice uno: prefiero viví
matando que no morirme de jambre, entonces tóos son despresios.
Interrumpió su palabra un golpecito dado en la puerta recatadamente;
era el chico, que traía el frasco de vino. El verdugo cogió el frasco y
comenzó a escanciar en los vasos.
-¿Y qué? ¿Cuántos has ejecutado hasta ahora? -le preguntó el
Libertario, hablándole de pronto de tú.
-Unos catorse o quinse.
-¿Y usted no bebe? -le dijo Manuel viendo que no se echaba vino en el
vaso.
-No; yo no bebo nunca.
-¿Ni cuando tiene usted que trabajar?
-Entonse, meno.
-¿Ha ejecutado usted algún anarquista?
-¿Anarquista? No sé lo que es eso.
-Y los que tú has matado... ¿han muerto valientes? -preguntó el
Libertario.
-Sí; casi tos. Yo los trato bien, aunque me esté mal desirlo. No soy como
el de antes, que les hasía sufrí a posta.
-¿De veras? -dijo Juan.
-Sí; iba borracho, y el hombre se dormía en la brega.
-¡Qué barbaridad! -exclamó el Libertario-. Y todos van templados, ¿eh?
-Tós. Pero tan templao como el Diente, ninguno. ¡Vaya un gaché! Entré
en la capiya y él estaba tendío. «¡Eh! -le dije-. Compare; soy el ejecutó de
la justicia. ¿Me perdona?» « Sí, hombre, ¿por qué no?» «Anda, ponte esto»,
y le di la túnica. Y esto, ¿qué é? ¿E que me voy a vestí de máscara?
«Echamos un sigarro, y como éramos paisanos, jablando de la tierra
fuimos al tablao. Se sentó en el banquiyo, era tan bajito que no yegaba;
entonse se levantó un poco y serró la argoya. «A ti te perdono —-me dijo-;
a estos farsantes, que les den morsiya. ¡Aprieta, y buena suerte!» Era un
hombre el Diente.
-Y tal... que debía ser un hombrecito -dijo el Libertario sonriendo.
-Con él estrené yo el correaje nuevo..., porque yo no ato con cuerda. Lo
veréis ustedes. ¡Chica! Trae esas correas para que las vean esto señore.
La mujer fatídica, con el niño en brazos, trajo una cincha negra, con
varias hebillas brillantes. Todos hicieron un ademán de repulsión al
Pío Baroja
116
verla.
-Y el aparato, ¿cómo es? -dijo el Libertario.
El aparato... muy sensiyo. Do planchas de asero que se ajuntan. Se
ponen así -y el verdugo cogió el frasco de vino por el cuello con su mano
ancha y velluda—, y luego se hace ¡crac!, y ya está.
Juan, densamente pálido, se secaba la frente llena de sudor frío.
Caruty recitaba en francés unos versos de Villon, sobre la horca.
-Ya ve usté -siguió diciendo el verdugo-, estas correas las he tenío que
pagar yo; pues no se lo agradesen a uno. Todavía lo quieren a uno
desacreditá. Lo que me pasó en Almería con el cura y su sobrino. Vamo,
¡que me dio una ira! Teníamo que acabá con do y fuimo el de Graná y yo
y echamo a suerte; a mí me tocó er cura. Bueno -dije-, ya que ha de sé
uno de lo do, prefiero cargarme la corona. Pue bien; cuando iba en el tren
tó el mundo se separaba de mí; voy a una posá y disen que no me dan
de comé, y voy a otra y me quieren reventá... ¡Redió! ¿Soy yo el que lo
manda mata?, ¿soy yo el presidente de la Audiensia, que pone su firma
en la sentensia de muerte? Entonse, ¿por qué me despresian a mí? ¿No
le pasan el expediente de indurto al ministro y a la reina y lo niegan? Pues
entonse mata la reina, y el ministro, y el presidente de la Audiensia, y el
jué, y tóos, tanto como yo... ¡Mardito sea el veneno! Pero hay que viví; que
si no fuera por eso...
El verdugo se levantó para dejar las correas, cantando:
Mala puñalá le den.
Mala puñalá le diera.
-Como uno de los tió de la taberna de esta calle -siguió diciendo al
volver a sentarse-,que solía jugar a la brisca conmigo, y como é natural,
una vese ganaba y otra perdía. Y la otra ve, porque perdió cuatro jugás
seguías, me dijo: «Dio me libre de su mano de usté, ¡compare!» ¡Molé.; si
yo ya sé que soy el verdugo; si yo ya sé que tengo un ofisio mardesío...
Se veía que el hombre se rebelaba contra su ignominia. Luego le pasó
el arrechucho y siguió diciendo:
-¿Y luego qué porvení tenemo lo verdugo? Na; no tenemo jubilasión, y
cuando uno e viejo, como el maestro Lorenzo, de Graná, que el pobretico
no tiene fuersa ni para mové el torno, a morirse de jambre. El verdugo de
Fransia, sí, ése está bien; ése tiene treinta mil reale y jubilasión. A mí, si
me dejasen, haría también dinero.
-¿Pues qué haría usted? -le dijo Juan.
-¡Yo! ¿Qué haría? Alquilá una tienda o un entresuelo en la calle de
Alcalá, y con mi chico haser ejecusiones en figuras de sera.
Todos hicieron un movimiento de asco. ¡Un verdugo de figuras de cera!
La idea era macabra.
Quedaron largo tiempo silenciosos. Sonaron horas en un reloj de la
La lucha por la vida III. Aurora roja
117
vecindad.
-Vámonos -dijo el Bolo de pronto. Se despidieron todos dando la mano
al verdugo y salieron al paseo de Areneros. La noche estaba negra; el
cielo, oscuro y sombrío como una amenaza.
-Dicen que es necesaria la pena de muerte –murmuró Juan-. Nosotros,
los pobres, debíamos decir a los burgueses: ¿Queréis matar? Matad
vosotros.
-Mientras haya desdichados con hambre -repuso el Libertario habrá
hombres capaces de ser verdugos.
-¿Qué pasaría si estos hombres llegasen a tener conciencia? -dijo
Juan-. Una huelga de verdugos sería curiosa.
-Sería quitar un puntal a la sociedad -repuso el Libertario-. El verdugo,
como el cura, como el militar y el magistrado, es uno de los sostenes de
esta sociedad capitalista.
-¿Cuánto durarán todavía los verdugos? -preguntó el Bolo.
-Mientras los magistrados castiguen, mientras los militares maten,
mientras los curas engañen... -contestó con voz sombría el Libertario-,los
habrá.
Caruty recitó una canción de un condenado a muerte, que escribe una
carta a su querida desde la prisión de la Roquette y le cuenta cómo oye
con estremecimientos de angustia el ruido que hacen al armar la
guillotina.
Pío Baroja
Tercera parte
119
I
Las evoluciones del Bolo - Danton, Danton, era el hombre
¿Anarquía o socialismo? - ... Lo que gusteis
Dejó de aparecer Juan por casa de Manuel. Éste creyó que estaría
trabajando, cuando supo por los amigos que se encontraba malo, con un
catarro terrible. Fue a buscarle, y lo vio en la casa de huéspedes muy
abandonado, con mal aspecto. Tosía mucho, tenía las manos ardorosas
y rosetas malares en las mejillas.
-Lo mejor es que vayas a casa -le dijo Manuel.
-¡Si no tengo nada!
-No importa. Vale más que vayas allá.
Fue efectivamente, y al cabo de una semana de cuidados, Juan se puso
mejor y volvió a la vida normal.
Mientras los demás peroraban en las reuniones de la taberna de
Chaparro, Manuel se hizo amigo del Bolo, un zapatero de portal, de la
calle de Palafox, hombre bajito, rechoncho, encarnado, muy feo y algo
cojo.
Una noche, el zapatero se presentó en casa de Manuel a llevarle la
Historia de la Revolución Francesa, de Michelet. Al ver aquel tipo la
Salvadora, y sobre todo la Ignacia, exigieron a Manuel que no volviera
más a aparecer por casa semejante hombre. Manuel se echó a reír, y por
más que dijo que el Bolo era una buena persona, no llegó a convencer a
las dos mujeres.
El Bolo procedía, políticamente, de los republicanos. Al principio,
según se decía, se había afiliado el partido socialista; pero después,
viendo el aspecto gubernamental que iba tomando poco a poco el
socialismo en España, y, sobre todo, la lucha que se entablaba entre
socialistas y republicanos, se separó de los socialistas, considerándose
ácrata. Como sus inclinaciones eran las de un hombre normal, no podía
menos de encontrar bárbaro todo esto de las bombas y de la dinamita;
pero delante de los socialeros, de las adormideras del socialismo,
defendía la utilidad y la necesidad de los atentados.
En el fondo de su odio por los socialistas, latía la idea de que ellos
120
habían quitado toda la masa obrera al partido republicano,
inutilizándolo, quizá para siempre, sólo con el calificativo del partido
burgués. El Bolo no podía acostumbrarse a oír a los compañeros tratar
sin consideración intelectual a los hombres como Salmerón, Ruiz
Zorrilla, que habían sido siempre sus ídolos; no podía acostumbrarse a
oír tratar a estos hombres ilustres como reaccionarios sin relieve;
figurones de cartón, más o menos serios, que barajaban con grandes
aires de hierofante, frases conceptuosas, sin ningún valor filosófico ni
práctico.
La única satisfacción del zapatero como político era ver que los
libertarios tenían casi como uno de los suyos a Pi y Margall, y que el
recuerdo del viejo y venerable don Francisco se conservaba en todos ellos
con entusiasmo y con respeto...
Manuel tardó mucho tiempo en comenzar a leer la Historia de la
Revolución. Al principio, le aburrió; pero luego, poco a poco, se sintió
arrastrado por la lectura. Primero se entusiasmó con Mirabeau; luego,
con los girondinos: Vergniaud, Petion, Condorcet; después, con Danton;
luego llegó a creer que Robespierre era el verdadero revolucionario;
después, Saint Just; pero, al último, la figura gigantesca de Danton fue
la que más le apasionó. De los revolucionarios, el más repugnante le
pareció Sieyes; el más simpático, Anacarsis Cloots, el ateo prusiano.
Sentía Manuel una gran satisfacción sólo por haber leído aquella
historia. Algunas veces pensaba:
-Ya no me importaría ser golfo, no tener dinero; habiendo leído la
Historia de la Revolución Francesa, creo que sabría ser digno...
Después de Michelet, leyó un libro acerca de la revolución del 48; luego
otro sobre la Commune, de Luisa Michel, y todo esto le produjo una gran
admiración por los revolucionarios franceses. ¡Qué hombres! Además de
los colosos de la Convención: Babeuf, Proudhon, Blanqui, Baudin,
Delescluze, Rochefort, Félix Pyat, Vallés..., ¡qué gente!
-Lo que se debía hacer -le dijo un día Morales a Manueles poner una
encuadernación aquí al lado.
-Pero ¿sólo para lo que se trabaja en casa? -preguntó Manuel.
-No; buscar un encuadernador que alquile la puerta de al lado, y a él
le convendría estar junto a una imprenta, y a nosotros tener aquí una
encuadernación.
-Eso sí es verdad.
-Estese usted a la mira.
Se enteró Manuel, preguntó en varias imprentas, y ya iba a abandonar
sus gestiones, cuando el dueño de La Tijera, periódico órgano de los
sastres, le dijo:
-Yo conozco a un encuadernador que piensa mudarse de casa. Y tiene
parroquia, porque trabaja bien.
La lucha por la vida III. Aurora roja
121
-Pues voy a verlo.
-Le advierto a usted que es muy zorro. Como que es judío.
-¡Hombre, judío!
-¿Eso qué importa?
-Después de todo, nada. ¿Y cómo se llama?
-Jacob.
-¿Jacob? ¿Uno de barba negra, bajito? -preguntó Manuel.
-Sí.
-Entonces es amigo mío. Voy a verlo en seguida.
Le indicó el propietario de La Tijera, órgano de los sastres, dónde
estaba la casa, y por la tarde Manuel fue a ver a Jacob. Llamó en un piso
bajo, en una puertecilla, y pasó a la encuadernación.
Era un cuartucho con dos rejas a la calle, por las cuales entraba en
aquel instante la luz del anochecer. Cerca de una ventana, Mesoda, la
mujer de Jacob, cosía las hojas de un libro. En medio había una mesa
grande, iluminada con dos bombillas eléctricas, y sobre la mesa, una
niña doblaba unos pliegos impresos. El viejo judío, padre de Jacob,
pegaba en el lomo de unos libros tiras de papel, que antes embadurnaba
con engrudo. A un lado de la mesa, en la zona de sombra, entre una
prensa y una guillotina de cortar papel, andaba Jacob colocando pilas de
libros sin cubierta aún.
En la pared, de un ancho listón de madera con escarpias, colgaban
tijeras, punzones, compases, escuadras, reglas y otros instrumentos del
oficio.
Manuel se dio a conocer, y toda la familia le agasajó en extremo; luego,
cuando hizo la proposición de mudarse de casa a Jacob, éste, muy serio,
presentó grandes dificultades: le perjudicaba el traslado; la casa era más
cara; además, había que hacer gastos.
-Bueno -le dijo Manuel-, tú decídete; el trabajo que yo tengo de
encuadernación te lo daré a ti si vas allá; ahora, si no quieres, no vayas.
Jacob volvió a lamentarse y a quejarse, y después de hacer prometer a
Manuel una indemnización pequeña para gastos de traslado, se decidió
a establecerse en la vecindad de Manuel.
Como había supuesto Morales, fue esto muy ventajoso; se evitaban el
llevar y el traer los pliegos a la encuadernación; además, Jacob trabajaba
más barato y proporcionaba parroquia.
Morales solía ir con mucha frecuencia a casa de Manuel, por la noche,
y allí discutía, sobre todo con Juan. Los Rebolledos terciaban también en
las discusiones.
Manuel no pensaba afiliarse a ningún partido; pero en medio de aquel
ambiente apasionado, le gustaba oír y orientarse.
De las dos doctrinas que se defendían, la anarquía y el socialismo, la
anarquía le parecía más seductora; pero no le veía ningún lado práctico;
Pío Baroja
122
como religión, estaba bien; pero como sistema político social, lo
encontraba imposible de llevarlo a la práctica.
Morales, que había leído libros y folletos socialistas, llevaba las
discusiones por caminos distintos que Juan, y consideraba las cosas
desde otros puntos de vista. Para Morales, el progreso no era mas que la
consecuencia de una lenta y continua lucha de clases, terminada en una
serie de expropiaciones. El esclavo expropiaba a su amo al hacerse libre;
el noble expropiaba al villano, y nacía el feudalismo; el rey, al noble, y
nacía la monarquía; el burgués, al rey y al noble, y llegaba la revolución
política; el obrero expropiaría al burgués, y vendría la revolución social.
El aspecto económico, que Morales encontraba el más importante,
para Juan era secundario. Según éste, el progreso era únicamente el
resultado de la victoria del instinto de rebeldía contra el principio de
autoridad.
La autoridad era todo lo malo; la rebeldía, todo lo bueno; la autoridad,
era la imposición, la ley, la fórmula, el dogma, la restricción; la rebeldía
era el amor, la libre inclinación, la simpatía, el altruismo, la bondad...
El progreso no era mas que esto: la supresión del principio de
autoridad por la imposición de las conciencias libres.
Manuel, algunas veces, decía:
-Yo creo que lo que se necesita es un hombre..., un hombre como
Danton.
Morales y Juan trataban de demostrar sus ideas con argumentos.
Morales afirmaba que las predicciones socialistas se verificaban. La
concentración progresiva del capital era un hecho comprobado. La
máquina grande mataba la pequeña; el almacén, la tiendecita; la
posesión, la heredad. El gran capital iba absorbiendo al pequeño; las
Sociedades en comandita y las Compañías absorbían el gran capital; los
trust, absorberían a las Sociedades; todo iba pasando a un número de
manos más reducido; todo iba convergiendo a un poseedor único, hasta
que el Estado, la colectividad, expropiaría a los expropiadores, se
posesionaría de la tierra y de los instrumentos de trabajo.
Mientras la evolución se verificaba los capitalistas chicos, expropiados,
y los trabajadores, actualmente burgueses, como médicos, abogados,
ingenieros, irían engrosando la masa obrera, intelectualizándola, lo que
apresuraría la revolución social.
Replicaba Juan que si era verdad este movimiento de concentración,
era también cierto que existía el contrario, y quizá mayor que éste, un
impulso de difusión; y que en Inglaterra y Francia, la propiedad, sobre
todo territorial, tendía al fraccionamiento, a la diseminación, y que esto
no sólo ocurría con la tierra, sino también con el dinero, que se iba
democratizando. En Francia, sobre todo, el número de contribuyentes
con cinco mil pesetas de renta había cuadruplicado desde la tercera
La lucha por la vida III. Aurora roja
123
República.
-En el fondo, llegáis los dos a la misma conclusión -decía Manuel-: a
la necesidad de generalizar la propiedad; sólo que Morales quiere que
esto lo haga el Estado, y tú quieres que se haga libremente.
-Yo no veo la necesidad del Estado -decía Juan.
-Pero el Estado se impone -replicaba Morales-. Nosotros no decimos un
Estado tal como es ahora, sostenido por el capitalismo y el ejército, sino
un centro de contratación... el Municipio, por ejemplo.
-Pero ¿para qué queremos ese centro?
-Para realizar las obras comunes, útiles a todos, y además para
impedir el desarrollo de los egoísmos.
-Vamos, entonces al despotismo -replicaba Juan.
-No; el Ayuntamiento de un pueblo suizo ejerce actualmente una
acción en los individuos más fuerte que el de San Petersburgo, pero es
una acción útil. Uno que nace en Basilea, tiene, desde que nace, la
atención del Estado: el Estado le vacuna, el Estado le educa y le enseña
un oficio, el Estado le da alimentos baratos y sanos, el Estado le envía
un médico gratis cuando está enfermo, el Estado le consulta por un
plebiscito por si hay que hacer reformas en las leyes 0 en las calles, el
Estado le entierra gratis cuando se muere.
-Pero eso es una tiranía.
-Una tiranía, ¿por qué?
-Vivir uniformados, haciendo todos lo mismo.
-Uniformados, no. Haciendo todos lo mismo, en parte, sí. Porque todos
comemos, dormimos y paseamos. Nosotros no queremos la uniformidad
en la vida de una nación, y menos aún en la vida de los individuos; que
cada Municipio tenga su autonomía, que cada hombre viva como quiera
sin molestar a los demás. Nosotros no queremos mas que organizar la
masa social y dar forma práctica a la aspiración de todos, de vivir mejor.
-Pero a costa de la libertad.
-Eso es según a lo que se llame libertad. La libertad absoluta llevaría
a la concurrencia libre. El fuerte se tragaría al débil.
-No; ¿para qué?
-Son ustedes unos visionarios. Afirman ustedes brutalmente la
individualidad, y cuando se les dice que el individuo puede extralimitarse
en el uso de la libertad, no lo creen.
Con estas discusiones, Manuel iba haciéndose cargo de la cuestión en
sus distintos puntos de vista, y al mismo tiempo, aunque no tuviese una
dependencia directa, comprendía y se explicaba otras muchas cosas que
antes no se había tomado el trabajo de comprender.
Esta actitud suya de expectación le hacía ecléctico; unas veces estaba
con su hermano, otras, con Morales.
Manuel no encontraba mal el anarquismo como necesidad de cambio
Pío Baroja
124
de valores. Comparando este período con el anterior a la Revolución
francesa, encontraba que los anarquistas de hoy eran en menor
intensidad y en menor altura; algo semejante a los filósofos de entonces.
Lo que le parecía absurdo y estúpido a Manuel era el procedimiento
anarquista. En cambio, respecto al socialismo que defendía Morales, le
parecía lo contrario; le resultaba antipático el plan y su sistema de
organización del trabajo por el Estado, sus bonos, sus almacenes
nacionales, su intento de hacer del Estado un Proteo monstruoso
(panadero, zapatero, quincallero), y de convertir el mundo en un
hormiguero de funcionarios, marchando todos al compás. A esto Morales
decía que el socialismo, por boca de Bebel, había dicho que toda
concepción sobre la futura sociedad socialista no tenía ningún valor.
En principio, a Manuel, la teoría socialista le parecía mucho más útil
para el obrero que la de los anarquistas.
El anarquismo se consideraba siempre en vísperas de un cambio total,
de una revolución completa. Se encontraba en el caso del que le ofrecen
un empleo modesto para vivir y lo desprecia porque cree que va a heredar
una gran fortuna. O todo, o nada. Y los anarquistas esperaban la
revolución como los antiguos el santo advenimiento, como un maná,
como una cosa que vendría sin esfuerzos pesados y molestos.
-¿Pero no es más lógico -decía Morales-, reunir las energías de toda
clase, para ir avanzando poco a poco, hasta llegar a un gran desarrollo,
que no esta revolución providencial de los anarquistas, que es una cosa
como los polvos de la Madre Celestina, para traer la felicidad del mundo?
Juan sonreía.
-La anarquía hay que sentirla -solía decir.
-Pero ¿por qué no han de aceptar ustedes la asociación? Es la mayor
defensa del proletariado. Ustedes no admiten mas que la propaganda
individual por la idea o por el hecho. La propaganda de la idea es, al cabo
de poco tiempo, para un señor que hace un periodiquito, un buen
negocio, y la propaganda por el hecho, es sencillamente un crimen.
-Para los burgueses, sí.
-Para todo el mundo. Matar, herir, es un crimen.
-Puede ser un crimen conveniente.
-Sí, puede serlo. Pero si esta doctrina se aceptara, tendría unas
consecuencias horribles. No habría bandido ni déspota que no afirmara
la conveniencia de sus crímenes.
-La anarquía hay que sentirla -terminaba diciendo Juan.
Manuel, casi siempre, se inclinaba del lado de Morales.
Las discusiones con los amigos de Morales, que eran todos socialistas,
le hacían ver a Manuel el lado flaco del anarquismo militante.
Según ellos, la idea anarquista iba perdiendo su virulencia
rápidamente, y ya, al menos entre los obreros, no asustaba a nadie. El
La lucha por la vida III. Aurora roja
125
mismo radicalismo de las teorías fatigaba a la larga, se llegaba en la
anarquía pronto al fin, y el fin era un dogmatismo como otro cualquiera.
Luego, la predicación de la rebeldía terminaba, en los espíritus
independientes, en ser rebelión contra el dogma, y nacían los libertarios,
los ácratas, los naturistas, los individualistas..., y el anarquismo, con su
crítica destructora, se destruía y se descomponía a sí mismo. Se había
disgregado, fundido; había entrado en su cuerpo de doctrina el germen
de la desesperación, y quedaba del anarquismo lo que debía quedar: su
crítica de negación política, su metafísica, su filosofía libre, y la
aspiración de un cambio oficial.
En todas partes sucedía lo mismo. El dogma-anarquía, con su
andamiaje de principios, marchaba a la bancarrota, y al mismo tiempo
que el desprestigio del dogma, venía el de sus defensores y
propagandistas. Después de los Quijotes de la anarquía, de los filósofos
nihilistas, de los sabios, de los sociólogos, de los anarquistas
dinamiteros, venían los anarquistas editores, Sanchos Panzas del
anarquismo, que vivían del dogma y explotaban a los compañeros con
periodiquitos en donde se las echaban de importantes y de grandes
moralistas.
Estos buenos Sanchos largaban su sermón plagado de lugares
comunes de sociología callejera; hablaban de la abulia, de la
degeneración burguesa, de la amoralidad o del agiotismo; en vez de citar
a santo Tomás, citaban a Kropotkin o a Juan Grave; definían lo lícito y
lo ilícito para el anarquista, tenían la exclusiva de la buena doctrina; sólo
ellos despachaban en su tienda el verdadero paño anarquista: los demás
eran viles falsificadores vendidos al gobierno. Tenían la manía de decir
que eran fuertes y sonrientes, y que vivían sin preocupaciones, cuando
la mayoría de ellos eran pobres animales domésticos, que se pasaban la
vida haciendo artículos, poniendo fajas a los paquetes postales de sus
periódicos, y reclamando el dinero a los corresponsales morosos.
Cada pequeño mago de estos reunía un público de papanatas que le
admiraba, y ante quienes ellos hacían la rosca como pavos reales, y
tenían una petulancia tal, que no era raro ver que el más insignificante
Pérez se encarara desde su periodiquín con Ibsen o con Tolstoi, y le
llamara viejo cretino, cerebro enfermo, y hasta le expulsara del partido
como indigno de pertenecer a él.
En Madrid eran dos los periódicos que se disputaban el público
anarquista: La Anarquía y El Libertario, y los dos se odiaban
cordialmente.
El odio entre La Anarquía y El Libertario era un odio de empresa. El
dueño de La Anarquía había llegado hacía unos años a defender las ideas
libertarias en un sentido radical y científico, y con la aparición de su
periódico mató las publicaciones ácratas anteriores. Poco a poco, al
Pío Baroja
126
asegurar la vida económica de La Anarquía, el propietario, sin darse él
cuenta quizá, había ido moderando su radicalismo, quitando fierro, como
se dice vulgarmente, considerando la idea corno un diletantismo; y este
momento lo aprovecharon los de El Libertario para echar su periódico a
la calle. Inmediatamente la escisión se produjo.
Trataban los de una y otra publicación de demostrar que les separaban
ideas, principios, una porción de cosas, y lo único, en el fondo, que les
separaba era una cuestión de perros chicos.
Para los socialistas, la importancia que el anarquismo activo tenía en
España era consecuencia de la torpeza del Gobierno. En ningún lado,
según ellos, eran tan ineptos los hombres de la anarquía militante como
en España; ni un escritor, ni un orador, ni un hombre de acción; sólo la
torpeza del Estado podía dar relieve a hombres de una insignificancia tan
absoluta. Con un Gobierno libre como el de Inglaterra, aseguraban ellos,
al año ya no se sabía si había anarquistas en España.
Según los amigos de Morales, la crisis, aunque existía también en el
socialismo activo, no era tan honda. Los oradores y los escritores del
partido socialista no tenían el atrevimiento de ser pastores de
conciencias; se contentaban con recomendar la asociación y con poner
los medios para mejorar la vida de las clases obreras. Aun la misma
cuestión de la doctrina se subordinaba a la asociación para la lucha.
-Nosotros -terminaba diciendo Morales-, tendemos a la organización, a
la disciplina social, que en todas partes es necesaria, y en España, más.
Esto de la disciplina hacía torcer el gesto a Manuel; le parecía mejor
aquella frase dantoniana: «¡Audacia! ¡Audacia! ¡Audacia!»; pero no decía
nada, porque era burgués.
Como es natural y frecuente entre sectarios de ideas afines, socialistas
y anarquistas se odiaban, y, como en el fondo y a pesar de los nombres
pomposos, la evolución de las ideas en los dos partidos era bastante
superficial, unos y otros se insultaban en las personas de sus respectivos
jefes, que eran unos buenos señores que, convencidos de que el divino
papel que representaban era demasiado grande para sus fuerzas, hacían
lo posible para sostenerse en el pedestal en que estaban subidos.
Para los socialistas, los otros eran unos imbéciles, locos que había que
curar, o pobres ingenuos, capitaneados por caballeros de industrias, que
se pasaban de cuando en cuando por el Ministerio de la Gobernación.
En cambio, para los anarquistas, los socialeros eran los que se vendían
a los monárquicos, los que se pasaban de cuando en cuando por el
Ministerio a cobrar el precio de su traición.
Los dirigidos, en general, en uno y otro bando, valían mucho más que
los directores; eran más ingenuos, más crédulos, pero valían más como
carácter y como arranque los anarquistas que los socialistas.
Al bando anarquista iban sólo los convencidos y exaltados, y al
La lucha por la vida III. Aurora roja
127
ingresar en él sabían que lo único que les esperaba era ser perseguidos
por la justicia; en cambio, en las agrupaciones socialistas, si entraban
algunos por convencimiento, la mayoría ingresaba por interés. Estos
obreros, socialistas de ocasión, no tomaban de las doctrinas mas que
aquello que les sirviera de arma para alcanzar ventajas: el societarismo,
en forma de sociedades de socorros o de resistencia. Este societarismo
les hacía autoritarios, despóticos, de un egoísmo repugnante. A
consecuencia de él, los oficios comenzaban a cerrarse y a tener
escalafones; no se podía entrar a trabajar en ninguna fábrica sin
pertenecer a una sociedad, y para ingresar en ésta había que someterse
a su reglamento y pagar además una gabela.
Tales procederes constituían para los anarquistas la expresión más
repugnante del autoritarismo.
Casi todos los anarquistas eran escritores y llevaban camino de
metafísicos; en cambio, entre los socialistas, abundaban los oradores. A
los anarquistas les entusiasmaba la cuestión ética, las discusiones
acerca de la moral y del amor libre; en cambio, a los socialistas les
encantaba perorar en el local de la Sociedad, constituir pequeños
congresos, intrigar y votar. Eran, sin duda, más prácticos. Los
anarquistas, en general, tenían más generosidad y más orgullo; y se
creían todos apóstoles, hombres superiores. Se figuraban muchas veces
que con cambiar el nombre de las cosas cambiaba también su esencia.
Para la mayoría era evidente que desde el momento en que uno se
declaraba anarquista, ya discurría mejor, y que en el acto de ponerse
esta etiqueta cogía uno sus defectos, sus malas pasiones, sus vilezas
todas y las arrojaba fuera como quien hecha la ropa sucia a la colada.
De buenas intenciones y de buenos instintos, excepto los impulsivos y
los degenerados, hubiesen podido ser, con otra cultura, personas útiles;
pero tenían todos ellos un vicio que les imposibilitaba para vivir
tranquilamente en su medio social: la vanidad. Era la vanidad vidriosa
del jacobino, más fuerte cuanto más disfrazada, que no acepta la menor
duda, que quiere medirlo todo con compás, que cree que su lógica es la
única lógica posible.
En general, todos ellos, por el sobrecargo que representaba la lectura
y las discusiones después de un trabajo fuerte y fatigador, por el abuso
que hacían del café, estaban en excitación constante, que aumentaba o
remitía como la fiebre. Unos días se notaba en ellos la fatiga y la
desilusión; otros, en cambio, el entusiasmo se comunicaba y había una
verdadera borrachera de hablar y de pensar.
Los dos partidos obreros, con sus hombres, representaban en la clase
proletaria los partidos burgueses: el socialismo, el conservador
oportunista, prudente; el anarquismo, el paralelo al republicano, con las
tendencias levantiscas de los partidos radicales.
Pío Baroja
128
La diferencia entre estos partidos y las agrupaciones de la burguesía,
estaba, más que en las ideas, en los hombres. Ambos partidos obreros
tenían la seguridad de no llegar nunca al poder; en sus filas se alistaban
hombres exaltados o creyentes, a lo más, algunos interesados; pero no
ambiciosillos de dinero o de gloria como en las oligarquías burguesas.
Les daba sobre éstas una gran superioridad a los dos partidos obreros
su internacionalismo, que hacía que buscasen sus hombres tipos, sus
modelos, más bien fuera que dentro de España. La táctica de la
adulación, del servilismo, empleada para escalar puestos en las
oligarquías burguesas, liberales, conservadoras o republicanas, no servía
para nada entre socialistas y anarquistas.
A veces, cuando discutían en el despacho de la imprenta, solía entrar
Jacob, el judío, a preguntar si los pliegos tales o cuales estaban e no
tirados. Oía las discusiones, las apologías entusiastas del socialismo y de
la anarquía, y nunca decía su opinión. Indudablemente, no le interesaba
nada aquello. Para él eran los que se debatían asuntos de otra raza, de
hombres de otra religión y le eran perfectamente indiferentes.
La lucha por la vida III. Aurora roja
II
Paseo de noche - Los devotos de santa Dinamita
El cerro del Pimiento
Había dicho el médico que Juan se encontraba enfermo de gravedad;
le recomendó que estuviese el mayor tiempo posible al aire libre; casi
todos los días que hacía bueno salía a pasear.
Juan tosía mucho; tenía grandes fiebres y sudaba hasta derretirse.
Mientras estuvo así, la Salvadora y la Ignacia no le dejaron salir de casa.
La Ignacia dijo que si sus amigos, los anarquistas, iban a visitarle, ella
los despacharía a escobazos.
La Salvadora y la Ignacia cuidaban a Juan, le instaban para que
descansara; no le dejaban trabajar.
A Manuel, entonces, se le ocurrió si la Salvadora estaría enamorada de
su hermano. En este caso, él era capaz de marcharse de casa, decir que
se iba a América y pegarse un tiro.
Tenía Manuel con esta idea una gran preocupación moral y se sentía
inquieto. Si su hermano quería también a la Salvadora, ¿qué debía
desear él? ¿Que viviese o no? Estas dudas y casos de conciencia le
perturbaban.
Le obsesionaba la enfermedad de Juan, y cuando se libertaba de esta
idea, le asaltaba la- otra, el temor por la marcha de la imprenta, o un
miedo pueril por un peligro lejano.
Juan, a pesar de las recomendaciones del médico, no reposaba. Se
había agenciado veinte o treinta libros anarquistas, y continuamente
estaba leyendo o escribiendo. Se veía que ya no vivía mas que por su
idea.
Sin decir a nadie nada, había vendido Los Rebeldes y el busto de la
Salvadora, y el dinero lo había dado para la propaganda.
Manuel, muchas veces, en la calle, se encontraba con algunos obreros
desconocidos, que se le acercaban tímidamente:
-¿Cómo está su hermano? -le preguntaban.
-Está mejor.
-Bueno, eso quería saber. ¡Salud! -y se marchaban.
130
-Mira -le dijo un día Juan a Manuel-, vete al Círculo del Centro y diles
que mañana por la tarde iré a La Aurora, y que hablaremos.
Manuel fue a un Círculo que estaba próximo a la calle del Arenal. Una
porción de gente, a quien no conocía, le preguntó por Juan; al parecer,
tenían por él un gran entusiasmo. Vio al Libertario, al Madrileño y a
Prats.
-¿Cómo está Juan? -le dijeron.
-Ya va mejor. Mañana os espera en la taberna.
-Bueno; ¿qué, te vas?
-Sí.
-Espera un momento -le dijo el Libertario.
Estaban discutiendo una huelga de canteros. Manuel se cansó de una
discusión que para él no tenía interés y dijo que se marchaba.
-Nos iremos nosotros también.
Salieron con Manuel, Prats, el Libertario y el Madrileño.
Estos dos últimos tenían que andar siempre juntos mortificándose.
El anarquismo del catalán era, sobre todo, catalán, y Barcelona el
modelo ideal de anarquismo, de industria, de cultura; en cambio, al
Madrileño, bastaba que una cosa fuera catalana para que le pareciera
mala.
-Allá no hay mas que pacotilla -decía el Madrileño-; desde los géneros
de punto, hasta el anarquismo, todo es ful.
-Y aquí, ¿qué hay en este pueblo indecente? -replicó Prats-. Si esto
debían conventirlo en cenizas.
-¿Aquí? Aquí hay la mar de sal.
-Aquí... chistes es lo que saben hacer. ¡Cochina rasa!
-Dejad eso... -gritó el Libertario-. ¡Vaya unos anarquistas! Se pasan la
vida discutiendo si valen más los castellanos o los catalanes. Y luego
quieren que desaparezcan las fronteras.
Manuel se echó a reír.
Siguieron los cuatro por la calle del Arenal, atravesaron la Puerta del
Sol y subieron por la calle de Preciados.
-Es que a mí me da asco lo que pasa aquí -dijo Prats-. Esto está
muerto... En aquella época, en Barcelona, allá había alma... aunque éste
no lo crea -y señaló al Madrileño; después siguió, dirigiéndose a Manuel:
-Había agitación, que es lo que se necesitaba; solíamos dar conferencias
bíblicas, y teníamos reuniones en donde cada noche se explicaba un
punto de las ideas libertarias. Nosotros les convencíamos a los
estudiantes y a los hijos de los burgueses y les atraíamos a nuestro
campo. Recuerdo en una reunión de éstas a Teresa Claramunt,
embarazada, que gritaba furiosa: ¡Los hombres son unos cobardes!
¡Mueran los hombres! ¡Las mujeres haremos la revolución!
-Sí, fue una época de fiebre de todo el pueblo entero -dijo el Libertario.
La lucha por la vida III. Aurora roja
131
-¡Sí fue! En todas partes se daban mítines de propaganda, se hacían
bautizos anarquistas, matrimonios anarquistas, se mandaban
proclamas a los soldados para que se indisciplinaran y no fueran a Cuba,
y gritábamos en los teatros: ¡Muera España! ¡Viva Cuba libre!... Luego,
ya hubo día en que las calles de Barcelona estuvieron dominadas por los
anarquistas.
-¡Bah! -exclamó el Madrileño.
-Que lo diga éste.
-Sí, es verdad -contestó el Libertario-;hubo días en que los polizontes
no se atrevieron a dar la cara a los anarquistas; en el Centro de
Carreteros, en el Club de la Piqueta Demoledora y en algunos otros
sitios, había bombas cargadas y botellas explosivas puestas en los
armarios, a la vista de todos los socios y al servicio del que las pidiera.
-¡Qué barbaridad! -dijo Manuel.
-Y eran bonitas las bombas -añadió el Libertario-; había unas en forma
de naranja, otras de pera, otras eran de cristal, redondas, con balas
también de cristal, que pesaban muy poco.
-A todas les llamábamos corre-cames -repuso Prats-, lo que llaman
aquí los chicos carretillas... ¿Te acuerdas -preguntó al Libertario- cuando
pasábamos en grupos y nos saludábamos, gritando: ¡Salut y bombes
d’Orsini!...? Un día nos comprometimos más de doscientos a entrar en la
Rambla, un domingo por la tarde, echando bombas a un lado y a otro.
-Y no hicisteis nada -dijo el Madrileño-. Pa mí que los catalanes son
muy blancos para eso.
-¡Quiá, no! -replicó el Libertario-. Es gente templada.
-Sí, lo será -replicó el Madrileño-; pero yo te digo a ti que estuve en
Barcelona trabajando cuando la bomba de Cambios Nuevos, y pude ver
el valor tan decantado de los anarquistas catalanes. Empezaron a
encerrar gente en Montjuich, y había que ver la jinda. Todos aquellos
señoritos que se las echaban de terribles y que no les importaba la vida
tres pepinos, empezaron a correr como liebres. Unos se metieron en
Francia, otros se escondieron en el campo... y los que cayeron, todos o
casi todos, renegaron de la idea: el uno era federal; el otro, librepensador;
el otro, regionalista; pero anarquista, ninguno..., un hatajo de
sinvergüenzas.
-No tienes razón -dijo el Libertario.
No, casi nada.
Siguieron bajando por la calle Ancha y se cruzaron con Caruty, que iba
oliendo a éter, encogido, envuelto en un gabán desgarrado.
Caruty les saludó estrechándoles la mano con toda su fuerza. -Vengo
de dejara Avellaneda -dijo-. Está un hombre admirable. Él se ha
comprado un pequeño perro y unos dientes postizos. Hoy ya no tenía
demasiado dinero y me ha dicho: «Vamos a cenar a la Bombilla». Hemos
Pío Baroja
132
cenado, efectivamente; yo he recitado los versos de papá Verlaine, y él ha
principiado los suyos; pero los dientes que venía de comprar le
molestaban mucho, y al comenzar su poesía Los Desesperados, me ha
dicho: «Espera un momento»; él se ha metido los dedos en la boca y ha
agarrado la dentadura y la ha arrojado por la ventana, y ha seguido
recitando sus versos. ¡pero, con un fuego, con una verva! ¡Y una dignitá
en el ademán! Tiene una pose amplia ese hombre. Sí. Está un poeta
admirable -dijo Caruty convencido.
Siguieron los cinco por la calle Ancha. Se detuvieron cerca de la casa
de Manuel, delante de una fábrica. Por los ventanales se veía el local
ancho, iluminado fuertemente, y los grandes volantes negros que giraban
zumbando; los reguladores de Wat, de acero, unos con las bolas .muy
separadas, otros con las bolas juntas, volteaban con rapidez.
-¿Te vas ya? -le dijo a Manuel el Libertario-. Hace una hermosa noche.
-¡Hombre! Entraré en casa a decir que se acuesten.
Subió rápidamente, sin hacer ruido, y pasó al comedor.
Voy a dar una vuelta -le dijo a la Salvadora.
-Bueno.
-¿Y Juan?
-Acostado.
-A cuéstate tú también.
Salió. Los cinco entraron por la calle de Magallanes, entre las dos
tapias. Era una de esas noches negras, en las que no se ve dos pasos
más allá. Hacía una temperatura suave, tibia. Al principio de la calle
estrecha, la luz de un farol oscilaba con el viento y alumbraba el suelo
lleno de piedras; luego, en la oscuridad, se divisaban vagamente las
tapias y por encima las copas negras de los cipreses. Los alambres del
telégrafo zumbaban misteriosamente.
-Una noche también muy negra -dijo el Libertario- fuimos en
Barcelona al Tibidabo unos amigos, entre ellos Angiolillo. Los catalanes
cantaban trozos de ópera de Wagner. Angiolillo empezó a cantar
canciones napolitanas y sicilianas y le hicieron callar. Decían los
catalanes que la música italiana era una porquería. Angiolillo calló; se
apartó del grupo y cantó a media voz las canciones de su tierra. Yo me
reuní con él. Íbamos por el monte, cuando de pronto, a lo lejos, oímos la
marcha de Tanhauser, que entonaban los otros a coro. Había salido la
luna llena. Angiolillo enmudeció, y en voz baja murmuró varias veces:
¡Oh, come é bello!
Llegaron los cuatro al cementerio de San Martín y se arrimaron a la
verja; en la oscuridad, los altos cipreses se erguían majestuosos.
Caruty habló de sus paseos con el papá Verlaine, borracho, por las
calles de París; de las frases rotundas y brillantes de Laurent-Tailhade,
y de sus conversaciones con Emilio Henry.
La lucha por la vida III. Aurora roja
133
Aquél estaba un joven hombre terrible -exclamó Caruty-; solía ir a
Londres por bombas y las llevaba a París, sin que lo notara nadie.
-Pero eso de poner bombas así es una barbaridad -dijo Manuel.
-Al terrorismo de Estado no hay más remedio que contestar con el
terrorismo anarquista -exclamó el Libertario.
-Pero hay que confesar que los provocadores son siempre los
anarquistas -replicó Manuel.
-No; no es cierto. El primer provocador ha sido el Gobierno.
-¿En España también?
-Sí; en España también.
-Pero yo creo que antes de los atentados no iban a comenzar la
represión.
-Pues se comenzó -repuso el Libertario-. Cuando Lafargue, el yerno de
Karl Marx, vino a España a pactar con Pi y Margall la formación del
partido socialista obrero, Pi le contestó que la mayoría de los españoles
que habían seguido la marcha de la Internacional estaban del lado de
Baleunin. Y era verdad. Vino la Restauración y se trató de arrancar
violentamente esta semilla revolucionaria. Ya con la Mano Negra, que no
era mas que un comienzo de asociación obrera, el Gobierno cometió un
sinfín de atropellos y quiso ver en ella una cuestión de bandolerismo...
Pasados bastantes años, vienen los sucesos de Jerez, se demuestra que
Busiqui y el Lebrijano, que eran dos bárbaros que no se habían
distinguido como anarquistas, ni como nada, habían asesinado a dos
personas en una noche de alboroto, y se les agarrota; pero, al mismo
tiempo que a ellos, se agarrota a Lamela y a Zarzuela, que eran
anarquistas, pero que no tenían participación alguna en los asesinatos.
Se les mató porque eran propagandistas de la idea. El uno era
corresponsal de El Productor, y el otro, de La Anarquía; los dos incapaces
de matar a nadie, los dos inteligentes; por eso, más peligrosos para el
Gobierno, cuyo fin era exterminar a los anarquistas. Pasan años y Pallás
comete, para vengar a los de Jerez, el atentado de la Gran Vía. Fusilan a
Pallás, y Salvador echa la bomba desde el quinto piso del Liceo. Se
prende a una porción de anarquistas, y cuando iban a condenara Archs,
Codina, Cerezuela, Sabat y Sogas, como culpables, encuentran a
Salvador, el autor del atentado. Entonces, viendo que esos cinco
anarquistas se les escapaban de entre las manos, ¿qué hace el Gobierno?
Manda abrir nuevamente el proceso de Pallás, y, como cómplices, fusila
a los cinco. Agarrotan a Salvador, y luego viene una cosa estupenda: la
bomba de la calle de Cambios Nuevos, que cae desde una ventana, al
final de una procesión. No la echan cuando pasan los curas ni el obispo,
ni cuando pasa la tropa, ni cuando pasa la burguesía: la echan entre la
gente del pueblo. ¿Quién la arrojó? No se sabe; pero seguramente no
fueron los anarquistas; si alguien tenía interés entonces en extremar la
Pío Baroja
134
violencia, era el Gobierno, eran los reaccionarios, y yo pondría las manos
en el fuego apostando a que el que cometió aquel crimen tenía relación
con la policía. Se consideró el atentado como un ataque a la fuerza
armada; se proclamó el estado de sitio en Barcelona y se hizo un copo de
todos los elementos radicales, que fueron a parar a Montjuich. Se fusiló
a Molas, Alsina, Ascheri, Nogués y Más. De éstos, todos, menos Ascheri,
eran inocentes. Después viene Miguel Angiolillo -concluyó diciendo el
Libertario-, que había leído en los periódicos franceses lo que estaba
pasando en Montjuich; oye a Enrique Rochefort y al doctor Betances, que
achacaban la culpa de todo lo ocurrido a Cánovas, de quien decían
horrores; llega a Madrid, aquí habla con algunos compañeros, le
confirman lo dicho por los periódicos franceses; va a Santa Agueda, y
mata a Cánovas... Esta ha sido la obra del Gobierno y la réplica de los
anarquistas.
Manuel no podía comprobar si esta versión era cierta o no; tenía
bastante confianza en el Libertario; pero podía estar engañado por sus
entusiasmos de fanático.
-Yo lo que no puedo creer -dijo Manuel-, es que la policía haya llegado
a producir un atentado sólo para extremar la represión.
-¡Pues si eso se ha visto aquí en pequeño! -exclamó el Madrileño-.
Cuando el complot de la calle de la Cabeza... en lo de los Cuatro
Caminos. Se puede decir que cuando en un Círculo de obreros
anarquistas aparecen cartuchos de dinamita, proceden de la policía.
-¿Sí?
-Sí, hombre, sí -dijo el Libertario-. Ascheri, uno de los que fusilaron en
Montjuich, había sido de la policía. Cuando un anarquista trabaja por su
cuenta, nadie lo suele saber, ni aun sus compañeros muchas veces.
-Es verdad -dijo Prats-. Yo me acuerdo de Molás, uno de los que
fusilaron en Montjuich, cuando hacía sus primeras pruebas con la
dinamita. Molás era ladrón y solía vivir temporadas robando. Algunas
veces pasaba mucho tiempo sin que se le viera. Yo una vez le dije: « ¿Qué
haces?» «¿A ti qué te importa? ¡Yo trabajo por la causa!» -me contestó-.
Una noche me dijo: «Anda, ven, si quieres, a ver lo que hago». Echamos
a andar, y, ya por la mañana, llegamos a un sitio desierto, donde no
había más que un tejar. Sacó de un agujero del suelo un tubo de hierro
de una cañería. Por lo que me dijo, estaba cargado de dinamita. Arrimó
el tubo al tejar, le puso una mecha, la encendió y echamos a correr.
Hubo una explosión formidable. Al volver no se veía mas que un agujero
en el suelo; del tejar no quedaba ni rastro.
-¿Es que no sabían en Barcelona hacer bombas que estallaran al
choque? -preguntó Manuel.
-No.
-Y luego, ¿cómo aprendieron?
La lucha por la vida III. Aurora roja
135
-Un relojero suizo hizo las primeras, que pasaron de mano en mano
como curiosidad -contestó Prats-; luego aprendieron a hacerlas los
cerrajeros, y como los trabajadores de Barcelona son tan hábiles...
-¿Y la dinamita?
-Para eso todo el mundo tenía la receta. Luego no sé quién trajo un
Indicador Anarquista con una porción de fórmulas.
-Un amigo mío -dijo el Madrileño-, que era mecánico, había escrito un
catecismo para su hijo, y le examinaba al chiquillo delante de nosotros.
Recuerdo las primeras preguntas, que decían así: «¿Qué es la dinamita,
niño?» «La dinamita es una mezcla de arena y de nitroglicerina, que se
hace detonar por medio de la cápsula de un fulminante.» «¿Cómo se
prepara la dinamita, niño?» «Se prepara primero la nitroglicerina,
tratando la glicerina con una mezcla en frío, de ácido nítrico y de ácido
sulfúrico, y luego se mezcla con una substancia inerte.» El chico sabía
cómo se hacían todas las bombas y todos los explosivos. Cuando al padre
lo llevaron a Montjuich, nos solía decir: «Yo no sé si me matarán; pero
tengo un consuelo, que mi hijo sabe hacer dinamita.»
Se levantaron todos del banco, porque sentían frío. Comenzaba a
amanecer. La luz fina y velada de la mañana iba filtrándose entre las
nubes de un gris de estaño. Desde el repecho de la colina vieron la
cavidad inmensa del Tercer Depósito, que estaban construyendo.
Siguieron después el Canalillo, con sus filas de chopos, sin hojas, al lado
de la cinta de agua que brillaba y se curvaba en mil vueltas.
-Yeso de las órdenes del Comité Central de Londres, ¿es verdad?
-preguntó Manuel.
-¡Quiá, hombre! Son leyendas -replicó el Libertario-. No ha habido
nunca tales órdenes .
... Ya la claridad de la mañana se esparcía por la tierra, sembrada de
hierba. El cielo se llenaba de nubes pequeñas y blancas, como vellones
de lana, y en el fondo, cortando el horizonte, iba apareciendo el
Guadarrama, orlado por la claridad del día.
Un labrador sembraba, marchando detrás del arado; sacaba el grano
de una espuerta que le colgaba del cuello y echaba un puñado de semilla
al aire, que brillaba un momento como una polvareda y caía en los
surcos de la tierra oscura.
Caruty cantó una canción en argot campesino, en la que se llamaba
ladrones y canallas a los propietarios. Después entonó la Carmañola
Anarquista:
Pío Baroja
136
Ça ira, ça ira, ça ira,
tous les bourgeois á la lanterne;
ça ira, ça ira, ça ira,
tous les bourgeois on les prendra;
y saltaba el hombre, exagerando los movimientos de una manera
grotesca...
Había aclarado ya el campo; algún tinte de rosa brotaba del cielo; el
Guadarrama iba apareciendo velado por nieblas alargadas y blancas;
cerca surgía una como ciudad amurallada, con una tapia de ladrillos y
casitas pequeñas de tejados rojos, con su iglesia en medio. Un sendero
violáceo a la claridad de la mañana iba ondulando por el campo, hasta
llegar a aquella aldea roja. Se acercaron a ella. Desde un altozano se veía
el interior. En una de las casetas ponía: «Desinfección».
-Este es el hospital del Cerro del Pimiento -dijo el Libertario.
Siguieron adelante.
Salió el sol por encima de Madrid. La luz se derramó de un modo
mágico por la tierra; las piedras, los árboles, los tejados del pueblo, las
torres, todo enrojeció y fue dorándose poco a poco.
El cielo azul se limpió de nubes; el Guadarrama se despejó de nieblas;
un pálido rubor tiñó sus cimas blancas, nevadas, de un color de rosa
ideal. En los desmontes, algún rayo de sol vivo y fuerte, al caer sobre la
arena, parecía derretirla e incendiarla.
Se metieron los anarquistas por una zanja y salieron al paseo de
Areneros y siguieron adelante, hasta desembocar en la calle de Rosales.
El paisaje desde ella era espléndido. Sobre las orillas del río se extendía
una niebla larga y blanca; los árboles de la Casa de Campo, enrojecidos
por el otoño, formaban masas espesas de ocre y de azafrán; algunos
chopos altos y amarillos, de color de cobre, heridos por el sol, se
destacaban con sus copas puntiagudas entre el follaje verde oscuro de
los pinos; las sierras lejanas se iban orlando con la claridad del día, y el
cielo azul, con algunas nubes blancas, clareaba rápidamente...
Se despidieron al llegar a la calle de Ferraz.
-Hay algo de loco en todos ellos -se dijo Manuel-. Habrá que separarse
de esta gente.
La lucha por la vida III. Aurora roja
III
El mitin en Barbieri - Un joven de levita
La carpinteria del arca de Noé - ¡Viva la literatura!
Había que hacer el mitin cuanto antes. Juan no sólo no estaba aún
repuesto, sino que se encontraba peor. Desde casa iba dirigiendo el
movimiento de propaganda; tenía gran correspondencia con los
anarquistas de provincias y con los extranjeros. El médico no le permitía
salir mas que un momento por las tardes en las horas de sol. Manuel era
el encargado de no permitir la menor transgresión.
-Yo haré lo que sea -le decía a su hermano-. Pero tú quédate en casa.
-Bueno; pues no hay que perder el tiempo para hacer el mitin.
-¿Le veremos a Grau?
-¡Psch!... bueno; no querrá ir.
Prats era partidario de que se viera a Grau. Manuel le acompañó.
Fueron los dos a Vallehermoso, y en una callejuela subieron al tercer
piso de una casa. Llamaron; una muchacha les preguntó qué querían;
dijeron a lo que iban; la muchacha vaciló y abrió la puerta. Pasaron por
un pasillo a un despacho con un balcón en donde apenas cabían tres
personas. En la pared había una porción de retratos. Manuel y Prats
estuvieron contemplándolos.
-Ésta es Luisa Michel -dijo Prats.
Era una mujer de rostro escuálido y perfil aguileño, con la frente
desguarnecida y el cabello corto. Después Prats mostró a Kropotkin,
calvo y barbudo, agazapado tras de sus anteojos, con cierto aire de gato
fosco; a Eliseo Reclus, de cara apacible de soñador y de poeta; a Gorki,
con su tipo innoble y repulsivo.
Se sentaron Prats y Manuel, y pasó media hora larga sin que
apareciera nadie.
-Hay que hacer aquí más antesala que para ver a un ministro -dijo
Manuel.
Por fin, salió una señora flaca, de aire autoritario. Escuchó lo que dijo
Prats, de pie, con marcada impaciencia, y contestó que su marido estaba
trabajando. Le daría el encargo y él les enviaría la contestación.
138
Salieron de la casa de Grau, y Manuel, en derechura, se fue a la
imprenta.
Por la noche en La Aurora, donde había gran movimiento para
concertar los preparativos del mitin de propaganda, se habló de la
negativa de Grau a tomar parte en la reunión.
El Madrileño despotricó contra Grau.
-Es un vividor -dijo-; un farsante, vendido al Gobierno.
-No -replicó el Libertario-; es un temperamento de burgués, que vende
su periódico como otro vende pastillas de chocolate.
-Sí -dijo el Madrileño-;pero cuando se tiene temperamento de burgués,
pone uno una tienda de ultramarinos, o una zapatería, o cualquier cosa;
todo, menos un periódico anarquista. Cuando uno es partidario del amor
libre y enemigo del matrimonio, no se casa; cuando se predica contra la
propiedad, no se trabaja para reunir cuatro cuartos.
-Grau será lo que se quiera -dijo Prats-; pero es una persona honrada
y decente. En cambio, el director de El Libertario es un miserable, una
cucaracha, un reptil.
¡Bah! ¡Como es amigo tuyo! -replicó el Madrileño-. ¡Por eso le defiendes
a ese farsante!
-¡Farsantes, vosotros!
-Si estáis todos vendidos al Gobierno.
-Vosotros sí que lo estáis. Queréis sembrar la cizaña en el campo
anarquista -gritó Prats enfurecido-. ¿Cuánto dieron a vuestro periódico
por hablar bien de Dato?
-Y vosotros -exclamó el Madrileño-, ¿qué cobrasteis por la campaña
rabiosa que hicisteis contra los republicanos?
-La hicimos por dignidad.
-¡Por dignidad! Para vosotros todo es negocio. Habéis comido pan de
Montjuich. Estáis engañando a la gente de una manera asquerosa; todos
tenéis salvoconducto de la policía.
-¡Canallas! -vociferó Prats, fuera de si-. Vosotros sí que estáis vendidos
al Gobierno y a los jesuitas para desacreditarnos. Pero tened en cuenta
que hemos desenmascarado a muchos farsantes.
-Claro, queréis ser vosotros los únicos y os molestan los hombres
dignos. ¿Por qué odiáis a Salvochea? Porque vale más que vosotros;
porque ha sacrificado su vida y su fortuna por la anarquía, y vosotros no
habéis hecho más que vivir de ella.
-Escupe tu baba, ¡miserable! -exclamó Prats.
-El miserable eres tú -gritó el Madrileño, acercándose a su contricante
con el puño levantado.
El Libertario y Juan se interpusieron entre los dos y lograron
calmarlos.
-¡Imbéciles! ¡Idiotas! -murmuró el Libertario-. Saben que lo que dicen
La lucha por la vida III. Aurora roja
139
es mentira y lo dicen a pesar de todo... No parece sino que tienen interés
en desacreditarse a sí mismos... Créelo, Juan, necesitamos un hombre...
-¿Y por qué no citáis al mitin a los socialistas? -preguntó Manuel.
-¿Para qué? -preguntó el Libertario.
-Para discutir con ellos.
-¡Quiá! -replicó en tono humorístico el Madrileño-. A ésos, todo lo que
no tenga que ver con la bazofia y con el jornal no les importa nada.
-La cuestión sería dar el mitin en un teatro del centro -dijo el
Libertario.
Hombre, yo conozco a uno que está empleado en la Zarzuela -contestó
Manuel.
-Podríamos ir a verle.
-Bueno.
A Manuel le molestaban estas idas y venidas. Afortunadamente,
Morales llevaba la imprenta como una seda.
Unos días después, el Libertario y Manuel fueron a la Zarzuela,
aunque convencidos de que no les habían de ceder el teatro.
Se acercaron a allá, vieron que unos coristas o comparsas entraban
por un pasillo y siguieron tras ellos. Preguntaron en la portería por el
Aristas, y les dijeron que estaba en el escenario.
Recorrieron un largo callejón sombrío hasta aparecer frente a una
puerta atada con una cuerda y que se cerraba a golpes por un resorte.
Empujaron la puerta.
-¿Qué quieren ustedes? -les dijo un hombre con gorrilla.
-Preguntamos por el Aristas.
En el otro lado.
Pasaron; el escenario estaba en una semioscuridad extraña; al lado de
las candilejas cantaban una mujer y un hombre; en el fondo, sentados
en corros, había coristas embozados en la capa y mujeres arrebujadas en
el mantón con toquilla en la cabeza.
Encontraron al Aristas y le expusieron lo que querían.
-No, no puede ser. ¡Para un mitin anarquista! ¡En la Zarzuela!
¡Imposible! -dijo el Aristas-. Ahora se lo diré al representante.
-Como usted quiera -dijo con indiferencia el Libertario, a quien le
molestaba el aire de superioridad del Aristas.
Dirigidos por él, cruzaron el escenario, y por una escalerilla de un
extremo bajaron al patio de butacas. La sala estaba a oscuras; arriba, de
la claraboya del techo, se filtraba una pálida luz.
Se sentaron el Libertario, Manuel y el Aristas. Habían concluido de
cantar un coro; el músico, sentado al piano, daba instrucciones.
Un cómico, con aire acaponado, se asomó a las candilejas y comenzó
a decir, con voz aguda y unos visajes repulsivos, que él se llamaba
Fulano de Tal y de Cual; que le gustaba seguir a las modistas, porque era
Pío Baroja
140
un pillín, y una porción de sandeces y de cosas incongruentes.
-¿Qué bien trabaja, eh? -exclamó el Aristas sonriendo-. Gana ocho
duros al día.
-¡Qué barbaridad! -murmuró el Libertario-. ¡Cuántos de nosotros
tenemos que ser explotados para que viva uno de estos mamarrachos!
-¿Qué tiene que ver eso? ¿A usted le quitan el dinero? -preguntó el
Aristas.
-Sí, señor. El dinero que nos quitan los burgueses a mí y a otros como
yo, lo vienen a gastar con nenes como este capón.
-Ya se ve que no entiende usted nada de arte -dijo desdeñosamente el
Aristas.
De arte? Pero ¡si eso no es arte ni es nada! Sirve para distraer a los
burgueses mientras hacen la digestión. Es como el bicarbonato de sosa
para el flato.
El Aristas se levantó y se fue. Volvió al poco rato, y secamente le dijo a
Manuel que de ningún modo podían dar el teatro para un mitin, y menos
para un mitin anarquista.
-Está bien -dijo el Libertario-. Vámonos.
Volvieron a subir por la escalerilla al tablado, buscaron la puerta y
salieron del teatro.
No hubo más remedio que hacer el mitin en Barbieri. El Libertario, el
Madrileño, Prats y otros compañeros hicieron los preparativos. El día
fijado, un domingo de enero, frío y desapacible, Manuel avisó un coche,
y él, la Salvadora y Juan fueron al teatro. Juan iba muy abrigado.
Entraron en el teatro. La sala estaba bastante oscura; la luz entraba
por un alto ventanal e iluminaba con una luz borrosa la sala aún vacía.
Juan fue al escenario.
-Ten cuidado -le dijo la Salvadora-, no te enfríes.
Manuel y la Salvadora se sentaron en las butacas.
Se encendieron dos lámparas del telón de boca. A la luz mezclada del
día triste y de las bombillas eléctricas, se vio el escenario como una
cueva. En medio se habían sentado alrededor de la mesa unos cuantos
hombres mal vestidos; a un lado había otra mesita pequeña, con tapete
azul, una botella y un vaso. En el fondo del escenario se veía una fila de
hombres sentados en un banco, a los cuales no se les distinguía, y entre
éstos se sentó Juan.
Iba llenándose el teatro; entraban obreros endomingados con sombrero
hongo, otros de blusa y gorra, andrajosos y sucios. En las plateas se
instalaban algunos que parecían capataces, con sus mujeres y chicos, y
en un palco del proscenio había unos cuantos escritores o periodistas,
entre los que señalaba un hombre con el pelo rojo y la barba también
roja, en punta. Entró el Libertario en el teatro y se acercó a saludar a
Manuel. Éste le presentó a la Salvadora.
La lucha por la vida III. Aurora roja
141
-¡Salud, compañera! -le dijo el Libertario estrechándole la mano.
-¡Salud! -contestó ella riendo.
-La conocemos a usted mucho -añadió el Libertario-;éste y su hermano
no saben más que hablar de usted.
La Salvadora sonrió y se turbó un tanto.
-Y qué, ¿vas a hablar? -le preguntó Manuel al Libertario.
Eso quieren; pero no me hace gracia. Si les pudiera convencer de que
no... Yo no sirvo para orador.
Luego se apoyó en una butaca, de espaldas al escenario, miró hacia
atrás y añadió:
-¡Qué pocos son los que tienen caras de persona!, ¿eh?
La Salvadora y Manuel volvieron la cabeza. La verdad que ninguno de
los tipos tenía mucho que celebrar. Había rostros irregulares, angulosos,
de expresión bruta(, frentes estrechas y deprimidas, caras amarillas o
cetrinas, mal barbadas, llenas de lunares; cejas torvas, bajo las cuales
brillaba una mirada negra. Y sólo de trecho en trecho, alguna cara triste,
plácida, de hombre ensimismado y soñador...
-¡En qué pocas miradas hay algo de inteligencia, y, sobre todo, en qué
pocas hay bondad! -añadió el Libertario-. Aires solemnes, graves, tipos
de orgullosos y de farsantes... La verdad es que con esta raza no se va a
ninguna parte. Bueno, me voy al escenario. ¡Salud, compañeros!
-¡Salud!
Estrechó la mano de la Salvadora, dio una palmada en el hombro de
Manuel y se fue.
Se encendió la batería de las candilejas. El presidente, un viejo de
barba blanca, que estaba sentado entre Prats y un obrero enfermizo,
pálido, de mirada vaga, hizo sonar la campanilla y se levantó. Dijo unas
cuantas palabras, que no se oyeron, y concedió la palabra a uno de los
oradores.
Inmediatamente uno de los que se hallaban sentados en el fondo del
escenario avanzó hasta colocarse delante de la mesa, llenó un vaso de
agua, bebió un sorbo y..
-¡Compañeros! -dijo.
A pesar de las amonestaciones del presidente, que reclamó silencio, al
orador no se le entendió gran cosa, parte por el ruido que el público hacía
al entrar, y parte por la monotonía del discurso, que debía estar
aprendido de memoria y recitado. Al terminar se le aplaudió y se fue.
Después vino un viejecillo; cogió la botella muy pausadamente, llenó el
vaso de agua, se caló unas antiparras, dejó sobre la mesa un paquete de
periódicos y comenzó a hablar.
Era, sin duda, el compañero un señor muy metódico y prudente,
porque no decía una palabra sin referirse a lo que había publicado este
o el otro periódico. A cada paso leía trozos con una lentitud desesperante.
Pío Baroja
142
El público, aburrido, hablaba en voz alta, y algunos chuscos en el
gallinero relinchaban con gran maestría.
Dijo el viejecillo que era zapatero, y contó cosas interesantes de la
gente de su oficio, siempre documentándose. Cuando concluyó hubo en
todo el mundo un suspiro de alivio.
Tras del viejo se presentó un joven de gran levita y cuello almidonado
muy alto. Era un periodista desconocido, que indudablemente trataba de
pescar algo en las turbias aguas del anarquismo.
El público, que había acogido con indiferencia a los dos primeros
oradores, rompió a aplaudir a las primeras frases que pronunció el joven
de la levita.
En su discurso enfático, petulante, hueco, barajó términos científicos
de sociología y de antropología.
En la actitud de aquel joven siempre había algo así como un reto. A
cada instante parecía decir a los cuitados del público: ¡Ya veis que llevo
levita!, ¡que llevo sombrero de copa!, ¡que soy hombre ilustrado!; pues,
¡asombraos!, ¡admiradme! He descendido hasta vosotros. Me he
identificado con vosotros.
Puesto en el camino de las jactancias, el joven de la levita dijo que
despreciaba a los políticos, porque eran unos asnos; despreciaba a los
sociólogos que no se afiliaban a la anarquía, porque eran unos
ignorantes; despreciaba a los socialistas, por vendidos al Gobierno;
despreciaba a todo el mundo, y cada baladronada de éstas era acogida
por los papanatas del público con estrepitosos aplausos.
Él acogía los aplausos con cierto gestecillo desdeñoso del hombre a
quien le convencen en su casa de que tiene mucho talento. Para final de
su oración, el joven enlevitado hizo una frase de latiguillo.
Al poder de las armas -dijo-, opondremos nosotros nuestra austeridad;
si ésta no basta, a las armas contestaremos con las armas; y si la fuerza
del Gobierno quiere arrollarnos y exterminarnos, recurriremos al poder
destructor de la dinamita.
Después de esta frase, que fue coreada por los bravos y los aplausos
del público, el enlevitado, muy derecho, como si llevara en la cabeza el
Sancta Sanctorum de la Anarquía, se retiró con cierto aire displicente de
hombre no comprendido.
Después de éste, habló el Libertario. La sala había quedado
emocionada con las frases campanudas y huecas del periodista, y la voz
algo parda y confusa del Libertario no se llegó a oír; habló de la miseria,
de los niños anémicos, y viendo que no le hacían caso, cortó el discurso
y se fue sin que nadie se ocupara de él. Mapuel aplaudió, y el Libertario
se echó a reír, encogiéndose de hombros.
Seguía en el público la marejada producida por el discurso del joven de
la levita, cuando se acercó a la mesa, decidido, un hombre de blusa,
La lucha por la vida III. Aurora roja
143
tostado por el sol, con la mirada atravesada.
El hombre puso los dos puños sobre la mesa y esperó a que se callara
la gente. Luego, con voz vibrante y acento andaluz, cortado y bravío, dijo:
-¡Esclavos del capital! ¡Vosotros sois unos idiotas, que os dejáis
engañar por cualquiera! Vosotros sois unos estúpidos, que no tenéis
noción de vuestro interés. Ahora mismo acabáis de oír y aplaudir a quien
ha dicho que hay obreros intelectuales que son como vosotros... ¡Es
mentira! Esos que se llaman obreros intelectuales son los más ardientes
defensores de la burguesía; esos periodistas son como los perros que
lamen la mano del que les da de comer. (Aplausos).
Una voz gritó:
-No es verdad.
-¡Fuera ése! ¡Fuera!
-Dejadle hablar.
-Yo he conocido un verdadero obrero intelectual -siguió diciendo el
orador-, un verdadero apóstol, no como esos gomosos de la gabina y del
futraque. (Aplausos). Era un maestro de escuela que predicaba la idea
por los pueblos y las cortijadas de la serranía de Ronda. Aquel hombre
siempre andaba a pie; aquel hombre vestía peor que cualquiera de
nosotros; a aquel pobretico le bastaba para vivir una panilla de aceite y
un currusco de pan. En las gañanías, enseñaba a leer a los braceros a la
luz del candil. Aquél era un verdadero anarquista; aquél era un amigo de
los explotados, no como los de aquí, que hablan mucho y no hacen nada.
¿Qué hace la Prensa por nosotros? Nada. Yo soy tejero, y los del oficio,
mal comparados, vivimos peor que cerdos, en chozas que no tienen dos
varas en cuadro. Y allí, métase usted con toda la familia y gane usted un
jornal de dos pesetas. Y eso no todos los días, porque cuando llueve no
hay jornal; pero, en cambio, hay que recoger ladrillos y cargar carros;
todo gratis, para que el patrón no se arruine. Y esto, comparado con lo
que pasa en Andalucía, es la gloria. Y es lo que yo digo: cuando un
pueblo sufre todo esto, es que es un pueblo de gallinas...
El orador aprovechó esta oportunidad para hacer gala de nuevo de sus
instintos agresivos, y volvió a insultar con verdadera elocuencia al
público, que le aplaudió con entusiasmo. Se veía que era un hombre
fanático y feroz. Tenía una mandíbula de lobo, unos músculos maséteros
abultados, de animal carnívoro, y al hablar se le contraían las comisuras
de los labios y se le fruncía la frente. Se comprendía que aquel hombre,
irritado, era capaz de asesinar, de incendiar, de cualquier disparate.
Al último, para demostrar la inutilidad de los intelectuales, habló de
los astrónomos, a quienes llamó imbéciles, porque perdían el tiempo
mirando al cielo.
-¡Qué le habrán hecho a éste los astrónomos! -dijo Manuel a la
Salvadora.
Pío Baroja
144
Después de una incitación al pillaje, el tejero terminó diciendo:
-No queremos ni Dios ni amo. ¡Abajo los burgueses! ¡Fuera esos
farsantes que se llaman obreros de la inteligencia! ¡Viva la Revolución
Social!
Se aplaudió al andaluz, y se presentó en la tribuna un hombre grueso,
cachazudo y calvo, de unos cincuenta años, que dijo, sonriendo, que él
no tenía más odio que a la Biblia.
Era un tipo contrario al anterior, tranquilo, bien avenido con la vida.
Para él, la Biblia no era mas que un conjunto de necedades y de
disparates. Se burló, con cierta gracia, de los siete días del Génesis, de
la creación de la luz antes del sol y de otra porción de historias.
Dijo también que una de las cosas que le hacían reír era la existencia
del alma.
-Porque, ¿qué es el alma? -preguntó él-. Pues el alma no es mas que el
juego de la sangre que corre por el venaje de todo el sistema humanitario
-y se miró a los brazos y a las piernas-, y, si se va a ver, lo mismo que el
hombre tienen alma los animales; pero no sólo los perros, sino hasta los
más insiznifzcantes.
Después de esta explicación materialista del alma, digna del
Eclesiastés, explicó el hombre gordo el infundio del Arca de Noé, como él
lo llamó.
-Yo no sé -dijo- si Noé sería maestro carpintero; yo lo soy; pero lo que
sí puedo decir es que el arca aquélla no era una chapuza ni mucho
menos (risas), y que para meter allí una parejita de cada animal, lo
mismo terrestre que volátil, que acuario, se necesitaba toda una señora
arca. Yo no le quito a Noé nada como carpintero; a cada uno lo suyo
(nuevas risas); pero si le hubiera conocido a este señor, le hubiera
preguntado: ¿Qué necesidad tenía usted de meter en el arca los
chinches, las cucarachas y otros inseztos? ¿No hubiera sido mejor
dejarles que se ahogaran?... La verdad es que este Noé debía tener alma
de burgués (risas). Y si bien se quiere, el hombre era poco galante,
porque en orsequio de las señoras, que son a quienes más les pica (risas,
gritos y patadas), debía haber suprimido las pulgas. Y otra cosa se me
ocurre. Si las golondrinas comen moscas, y allá, dentro del arca, las dos
golondrinas se comieron las dos moscas, ¿de dónde vienen las que hay
ahora? Y los camaleones, que se alimentan del aire, ¿cómo vivían allí si
no había aire?
-¿Y por qué no había de haber aire? -preguntó uno desde arriba.
-Si había aire, estaría viciado -contestó el hombre gordo-. Porque
cuarenta días y cuarenta noches en un sitio cerrado y sin ventilación,
con todos los animales de la tierra, habría que ver la peste... En fin,
compañeros, que todo eso no es mas que una filfa muy grande, y he
dicho.
La lucha por la vida III. Aurora roja
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Se aplaudió algo burlonamente este discurso, y se levantó Juan, muy
pálido, con los ojos abiertos, como espantados. Manuel sintió una gran
desazón.
-A ver si se trabuca -dijo a la Salvadora.
-No lo hará bien -contestó ella, también intranquila.
Se acercó Juan modestamente a la mesa, y comenzó a hablar con una
voz velada y algo chillona, sin equivocarse. Interesado el público por el
aspecto de niño enfermo de Juan, quedó silencioso. Juan, al sentirse
escuchado, se tranquilizó; tomó el tono natural de su voz y comenzó a
hablar con convicción y facilidad, de una manera fluida e insinuante.
-La anarquía -dijo- no era odio, era cariño, era amor; él deseaba que
los hombres se libertasen del yugo de toda autoridad, sin violencia, sólo
por la fuerza de la razón.
Él quería que los hombres luchasen para salir del antro oscuro de sus
miserias y de sus odios a otras regiones más puras y serenas.
Él quería que el Estado desapareciera, porque el Estado no sirve más
que para extraer el dinero y la fuerza que él supone de las manos del
trabajador y llevarlo al bolsillo de unos cuantos parásitos.
Él quería que desapareciese la ley, porque la ley y el Estado eran la
maldición para el individuo, y ambos perpetuaban la iniquidad sobre la
tierra. Él quería que desaparecieran el juez, el militar y el cura, cuervos
que viven de sangre humana, microbios de la Humanidad.
Él afirmaba que el hombre es bueno y libre por naturaleza, y que nadie
tiene derecho de mandar a otro. El no quería una organización
comunista reglamentada, que fuera enajenando la libertad a los
hombres, sino la organización libre, basada en el parentesco espiritual y
en el amor.
Él prefería el hambre y la miseria con la libertad a la hartura en la
esclavitud.
-Sólo lo libre es hermoso -exclamó; y en una divagación pintoresca
dijo-: El agua, que corre clara y espumosa en el torrente, es triste y negra
en el pantano; al pájaro se le envidia en el aire y se le compadece en la
jaula. Nada tan bello como un barco de vela, limpio y preparado para
zarpar. Es pez en su casco y pájaro en su arboladura; tiene velas
blancas, que parecen alas; un bauprés, que parece un pico; tiene una
aleta larga, que se llama quilla, y una aleta caudal, que es el timón. Es
una gaviota que navega, marcha y se le mira con envidia como a un
amigo que se va. En cambio, ¡qué triste el barco viejo y desarbolado que
ya no puede salir del puerto! Y es que la vejez también es una cadena.
Y Juan siguió hablando así, pasando de un asunto a otro.
Él quería que las pasiones, en vez de ser constantemente reprimidas
por una férula implacable, fuesen aprovechadas como fuerza de
bienestar.
Pío Baroja
146
Él no veía en la cuestión social una cuestión de jornales, sino una
cuestión de dignidad humana; veía en el anarquismo la liberación del
hombre.
Además, para él, antes que el obrero y el trabajador, estaban la mujer
y el niño, más abandonados por la sociedad, sin armas para la lucha por
la vida...
Y habló con ingenuidad de los golfillos arrojados al arroyo, de los niños
que van a los talleres por la mañana muertos de frío, de las mujeres
holladas, hundidas en la muerte moral de la prostitución, pisoteadas por
la bota del burgués y por la alpargata del obrero.
Y habló del gran deseo de cariño del desheredado, de su aspiración,
nunca satisfecha: de amor. Una misma congoja agitaba todos los
corazones; algunas mujeres lloraban. Manuel contempló a la Salvadora
y vio que en sus ojos trataban de saltar las lágrimas. Ella sonrió, y
entonces dos lágrimas gruesas corrieron por sus mejillas.
Y Juan siguió hablando; su voz, que se iba haciendo opaca, tenía
entonaciones de ternura; sus mejillas estaban encendidas. En aquel
momento parecía sentir los dolores y las miserias de todos los
abandonados.
Nadie seguramente pensaba en la posibilidad o imposibilidad de las
doctrinas. Todos los corazones de la multitud latían al unísono. Ya iba a
terminar Juan su discurso, cuando se produjo un escándalo en las
últimas filas de butacas.
Era Caruty, que se había subido al asiento, pálido, con la mano
abierta.
-¡Fuera! ¡Fuera!, que se siente -gritaron todos, creyendo quizá que
intentaba replicar al orador.
-No, no me sentaré -dijo Carury-. Tengo que hablar. Sí. Tengo que
decir: ¡Viva la Anarquía! ¡Viva la Literatura!
Juan le saludó con la mano y dejó la tribuna.
Una agitación extraña se sintió en el público. Entonces, como
despertado de un sueño y dándose cuenta de su belleza, todos, de pie, se
pusieron a aplaudir de una manera rabiosa. La Salvadora y Manuel se
miraban conmovidos con lágrimas en los ojos.
El presidente dijo algunas palabras, que no se oyeron, y terminó la
reunión.
Comenzó a salir la gente. En el pasillo del escenario se habían
amontonado grupos de entusiastas de Juan. Eran obreros jóvenes y
aprendices con trajes azules; casi todos anémicos, tímidos, con aire de
escrofulosos.
Al salir Juan le estrecharon alternativamente la mano con efusión
apasionada.
-¡Salud, compañero!
La lucha por la vida III. Aurora roja
147
-¡Salud!
-Dejadle al hombre, que está malo -dijo el Libertario.
Carury se pavoneaba entusiasmado. Sin notarlo, sin comprender
quizá, había dado la nota verdadera del discurso de Juan: ¡Viva la
Anarquía! ¡Viva la Literatura!
En el momento de salir a la calle, dos agentes de la Policía se echaron
sobre el francés y le prendieron. Carury sonrió y cantó entre dientes,
mirando con desprecio a una burguesía imaginada, la canción de
Ravachol.
Juan, Manuel y la Salvadora volvieron en coche a casa.
-¿Qué ha querido decir Carury? -preguntó Manuel-. ¿Que la Anarquía
es cosa de Literatura?
-Ni él mismo lo sabrá-dijo Juan.
-No, no; él ha querido decir algo -repuso Manuel.
¡Anarquía! ¡Literatura! Manuel encontraba una relación entre estas
dos cosas, pero no sabía cuál.
Pío Baroja
IV
Gente sin hogar - El Mangue y el Polaca - Un vendedor
de cerbatanas - Un gitano - El Corbata
Santa Tecla y su mujer - La Filipina - El oro escondido
En los paseos que Juan daba en el invierno por las tardes al sol, un
día que le sorprendió la lluvia, entró en una de las casuchas que había
al lado de la tapia de la Patriarcal, mirando al Tercer Depósito.
Se encontró que la casucha estaba habitada por dos muchachuelos y
una chiquilla. Los dos chicos le contaron al momento su vida y milagros.
Uno se llamaba el Mangue, y el otro, el Polaca; los dos eran aprendices
de torero. A la chica le decían la Chai.
El Mangue era un chiquillo delgaducho y listo como una sabandija; el
Polaca tenía una cabeza enorme, unos ojos inexpresivos, redondos como
dos botones, y los labios abultados. El padre del Mangue era carbonero
y quería obligarle a trabajar; pero él se había escapado de casa con la
Chai y el Polaca, y durante todo un verano y un otoño habían andado en
las capeas. El Polaca había estado en un asilo hasta los seis años. Un
día, por una falta leve, una monja le tuvo durante ocho días desnudo,
atado con cuerdas de esparto, a pan y agua. A consecuencia de este
bárbaro castigo, el Polaca enfermó y lo llevaron al hospital. A la salida se
echó a andar por las calles.
-¡Qué infamia es esa farsa de caridad oficial! -murmuró Juan-. ¡Qué
infamia!
El Mangue y el Polaca, con la ilusión de ser toreros, vivían contentos.
-¿Y ganabais algo en esas capeas? -les preguntó Juan.
-Sí, lo que nos daban.
-¿Y cómo ibais de un pueblo a otro?
-Nos subíamos a los estribos del tren, y antes de llegar a una estación
nos bajábamos.
-Pero, todos los días no habría capeas.
-No.
-Y, mientras tanto, ¿qué comíais?
-Sacábamos patatas del suelo y comíamos uvas y frutas.
149
-Y, ahora, ¿qué hacéis?
-Ahora, nada. Esperando el verano.
La Chai era una muchacha fea y de aspecto encanallado, y, por lo que
pudo observar Juan, trataba como esclavos a sus dos amantes.
-¿Y vivís solos aquí vosotros?
-No, hay más en estas casillas.
A Juan le interesó aquella madriguera y volvió al día siguiente. Hacía
una hermosa tarde de sol. En el antiguo patio del cementerio, arrimado
a una tapia, había un vendedor de cerbatanas y de majuelas, que tenía
su mercancía en una cesta; un gitano y un golfo, les preguntó Juan por
el Mangue y por el Polaca, y se sentó junto a ellos.
El gitano dijo que tenía como profesión la de matar pájaros con
tirabeque; profesión que a Juan le pareció bastante cómica.
-No crea usted... que es guasa -dijo el gitano-. ¿A que le doy al bote de
pimiento?
-¡A que no! Una perra gorda -apostó el de las cerbatanas.
El gitano preparó su tirabeque, casi científicamente disparó... y no le
dio al bote.
Se trabó una larga discusión entre el gitano y el de las cerbatanas.
-Y usted, ¿qué hace? -le preguntó Juan al golfo.
-¿Yo? -exclamó el otro en tono displicente.
-Sí.
-Yo soy ladrón.
-¡Mal oficio!
-¿Por qué?
-Porque no produce mas que disgustos.
-¡Pchs! También suelo vender perros; pero eso es peor.
-¿Y qué es lo que roba usted?
-Lo que se tercia. Antes robábamos aquí en este camposanto.
-¿Entonces, conocería usted a jesús?
-A Jesús, el cajista, ya lo creo. ¿Era amigo de usted?
-Sí, amigo y compañero. Yo soy anarquista.
-Pues yo soy el Corbata. Cuando hago de don Tancredo me llaman el
Raspa.
-¡Ah! ¿Hace usted de don Tancredo?
-Sí; el año pasado un toro me dejó a la muerte. Y espero el año que
viene para ir a los pueblos a repetir el experimento.
-¿Y si le matan a usted?
-¡Psch! Es igual.
-¿Y cómo le han soltado ya de la cárcel?
-Me las he arreglado para que me saquen.
-¿Y qué tal en la cárcel? ¿Hay buena gente?
-¡Sí hay! Mejor que fuera. Ahí he conocido a los Ladrilleros, dos buenas
Pío Baroja
150
personas.
Los Ladrilleros no habían hecho mas que asesinar a uno, para robarle.
-Uno de los Ladrilleros domesticaba gorriones en el pasillo de arriba
-contó el Corbata-. Solía hacer que los pájaros fuesen a comer miguitas
de pan en su mano, y les hacía bailar y dar vueltas. Tenía dos en su
cuarto más listos que una persona, y no dejaba que los tocara nadie. Un
día va el director y le ve que no tenía mas que un gorrión: «¿Y el otro
gorrión? ¿Se ha muerto?», le preguntó. «No, señor director». «¿Es que se
ha escapado?» «Tampoco». «Pues, ¿dónde está?» «Usted me perdonará,
señor director -le dijo el Ladrillero sonriendo-, pero el preso de ahí al lado
estaba tan triste el pobrecillo, que le he prestado el gorrión por tres días
para que se distraiga».
El Corbata contó esto sonriendo, como una debilidad disculpable de
un niño. El de las cerbatanas dijo que esto no le chocaba, porque en los
presidios había tan buena gente o más que fuera. -Un acaloro,
cualquiera lo puede tener- terminó diciendo.
Al marcharse Juan, el Corbata, distraídamente, le quitó el pañuelo,
Juan lo notó, pero no dijo nada.
Unos días después, Juan vio en la era de la Patriarcal a un amigo del
Corbata, que se llamaba el Chilina. Era éste un joven delgado, de
bigotillo negro, con la cara redonda, afeminada, y una mirada indiferente
y fría, de unos ojos verdes. El Corbata le había conocido en la cárcel y le
tomó bajo su protección.
El Chilina era un golfo siniestro, lleno de pereza, de vicios y de malas
pasiones.
-He vivido en una casa de zorras -le dijo a Juan riendo-, hasta que se
murió mi madre, que estaba allá. Me echaron de la casa, y la misma
noche me encontré con una mujer. «¿Quieres venir?», me dijo. «Si me das
todo lo que ganas, sí», le contesté. «Bueno, toma la llave»; me dio la llave
y nos arreglamos. Así estuve hasta hace un año, viviendo bien; pero, una
mujer me faltó y la di una puñalá. Ahora estoy aquí porque me tengo que
ocultar.
Unos días después, el Chilina llevó a las casas del cementerio una
mujer tagala con el objeto de explotarla.
Esta mujer ganaba algunos céntimos entregándose a los hombres por
aquellos descampados.
Le llamaban la Filipina, era bastante fea, tenía un cándido cinismo, el
instinto natural de su vida salvaje; se ofrecía con una absoluta
ignorancia de ideas de moralidad sexual. No sentía el desprecio de la
sociedad cerniéndose sobre su cabeza. Acostumbrada, desde la infancia,
a ser maltratada por el blanco, no llegaba a herirle la abyección de su
oficio, y por esto no manifestaba odio contra los hombres. Lo que le daba
miedo era el tener que andar de noche por aquellos andurriales.
La lucha por la vida III. Aurora roja
151
El Corbata y el Chilina la poseían cuando querían en los rincones
apartados, cerca de las tapias del cementerio, y ella se entregaba como
quien hace un favor. El Chilina, además, le sacaba el dinero.
Otras dos personas se acogieron en las casucas en aquel invierno: un
mendigo viejo, sucio y repugnante, con una barba enmarañada y ojos
purulentos, y su mujer, una arpía con la que estaba amontonado.
Este mendigo se ponía en las bocacalles, y, golpeando la acera con la
garrota, gritaba varias veces el santo del día.
El Corbata, la primera vez que le vio, le oyó decir:
-Hoy. Hoy... Santa Tecla... Santa Tecla... hoy.. hoy -y desde entonces
le llamaba Santa Tecla.
-¡Qué hermoso -pensaba Juan- sería sacar a estos hombres de las
tinieblas de la brutalidad en que se encuentran y llevarlos a una esfera
más alta, más pura! Seguramente, en el fondo de sus almas hay una
bondad dormida; en medio del fango de sus maldades hay el oro
escondido que nadie se ha tomado el trabajo de descubrir. Yo trataré de
hacerlo...
Todas las tardes, lloviera o hiciera bueno, iba Juan a las casuchas del
camposanto a hablarles a aquellos hombres. Acudían algunos mendigos
de San Bernardino y escuchaban con atención. Formaban un corro.
Enfrente, los cipreses del cementerio de San Martín sobresalían por
encuna de las tapias. Oían todos las palabras de Juan como una música
alegre y dulce, y la Filipina, quizá la que menos entendía, era la que con
más fe le escuchaba.
Cuando se marchaba Juan a su casa, muchas veces se decía a sí
mismo:
-El oro está dentro; saldrá a la superficie.
Un anochecer, Juan presenció una apuesta entre Santa Tecla y la vieja
arpía, con quien se hallaba amontonado.
-¿Qué sabes tú, vieja zorra? -decía Santa Tecla.
¿Qué sé yo? Más que tú, asqueroso; mucho más que tú -replicaba la
vieja haciendo gestos repugnantes.
-Tú crees que toda la gente es tan mala como tú.
-Si parece que tienes telarañas en los ojos.
-Calla, calla, arrastrá.
-Si es que tú pareces tonto; ya te figuras tú que la gente te da dinero
porque eres tú.
-Calla... ¡leñe!, ¡tanto moler y tanto amolar!... Porque tú eres una
cochina zorra, ya crees que todas lo han de ser.
-Y lo son. ¡Me parece! -y la vieja hizo un gesto desvergonzado.
Santa Tecla metió la mano por la abertura y se puso a rascarse el
pecho con dignidad.
-Pues, sí, pues, sí -chilló la vieja-, mañana va otro ciego cualquiera al
Pío Baroja
152
Buen Suceso y le dan limosna lo mismo que a ti.
-¡Cállate, cerda! Si eres más venenosa que un sapo. ¿Tú qué sabes?
-¿Que no sé? Haz una apuesta. A que mañana domingo, si voy yo de
tu parte a las señoras del coche y les digo que tú estás malo, -a que no
me dan nada?
-A que sí.
-¿Cuánto apostamos?
-Una botella.
-Está.
-Hay que ver en qué termina la apuesta -dijo el Corbata.
Al día siguiente fue Juan. Santa Tecla paseaba por la era, dando
muestras de impaciencia. El Corbata y el Chilina tomaban el sol,
tendidos en la hierba. Al mediodía apareció la vieja en la vuelta del
camino con una botella en la mano.
Santa Tecla sonrió.
-¿Qué? -dijo cuando se asomó la vieja-. ¿Han dado?
-Ná, ni una perra. Les dije: «¡Señoritas, una limosna pa el cie,’ guecito,
que mi pobre marío está mu malo y no tenemos ni pa melecínas!»
¿Y qué?
-Pus ná, que entraron en la iglesia sin mirarme. Luego las seguí hasta
su casa... y la señora ha llamao al portero y le ha dicho que me eche. ¡Ah,
perras! Aquí traigo la botella. ¡Dame los dos reales!
-¡Los dos reales! ¿Pero tú te has figurao que a mí me la das? Lo que te
voy a dar es un estacazo por liosa.
-No pagues, si no quieres. Pero, que me muera si no es verdad lo que
digo.
-Bueno, trae la botella -y Santa Tecla cogió la botella, la destapó y
comenzó a beber y a murmurar:
-¡Desagradecías, más que desagradecías!
-¿Ves? -gritaba la vieja atenta al odio más que a la golosina-. ¿Ves lo
que son?
-¡Desagradecías! -gruñía el viejo.
-Pero oiga usted compadre -le preguntó el Corbata en tono de chunga-.
¿Usted qué ha hecho por esa gente? ¿Rezar?
-¿Y te parece poco? -replicó el mendigo, componiendo el semblante.
-A mí, muy poco.
-Si tú eres un hereje, yo no tengo la culpa -refunfuñó el viejo con la
barba llena de vino. El Corbata y el Chilina se echaron a reír a
carcajadas, mientras Santa Tecla, con la botella ya vacía en la mano,
murmuraba entre dientes, cabeceando:
-Son unas desagradecías. ¡Para que haga uno por ellas nada!
Juan había contemplado entristecido la escena. Vino la Filipina; el
Chilina se acercó a ella a pedirle el dinero que había ganado. Era
La lucha por la vida III. Aurora roja
153
domingo y quería divertirse el mozo.
-No tengo mas que unos céntimos -dijo ella.
-Te los habrás gastado.
-No; es que no he ganado.
-A mí no me vienes tú con infundios. Venga el dinero.
Ella no replicó. Él le dio una bofetada, luego otra, después, furioso, la
echó al suelo, la pateó y la tiró de los pelos. Ella no lanzaba ni un grito.
Al fin, ella sacó de la media unas monedas, y el Chilina, satisfecho, se
marchó.
Juan y la Filipina encendieron una hoguera de ramas, y los dos, muy
tristes, se calentaron en ella.
Juan se fue a su casa. El oro de las almas humanas no salía a la
superficie.
Pío Baroja
V
Esnobismo sociológico - Anarquistas intelectuales - Humo
Un día Juan recibió una carta de un señor desconocido. Le decía este
señor que había pensado hacer un periódico radical, casi anarquista, y
quería saber si podía contar con él y con sus amigos. En el caso de que
no tuvieran inconveniente, les invitaba a tomar café en su casa, en donde
les presentaría unos compañeros.
-¿Iremos? -le preguntó el Libertario a Juan.
-¿Por qué no?
Fueron Juan, Manuel, el Libertario y Prats.
Los pasaron a un gabinete amueblado con ese carácter deplorable, que
es el encanto de los carpinteros y de los cursis, que se llama estilo
modernista. Había desparramados por el cuarto sillones bajos, sillas
blancas con las patas torcidas, y dos o tres veladores repletos de
baratijas. En las paredes había, encuadrados en marcos blancos,
algunos grabados ingleses; en donde no se veían mas que mujeres
delgadas, con el talle largo, un lirio en la mano y una expresión de
estupidez desagradable.
Estaban sentados, esperando, cuando entró el amo de la casa, y
saludó afectuosamente a todos. Era un joven alto, afeitado, con levita,
gran corbata azul y un chaleco claro rameado.
-Pasemos a mi despacho -dijo-. Les presentaré a mis amigos.
Pasaron a un cuarto más grande; después de hacer una porción de
ceremonias chinescas en la puerta, el anfitrión presentó a los
anarquistas a unos jóvenes, entre ellos un militar.
El despacho era grande, de techo alto; tenía varios retratos al óleo, y,
cerca de los balcones, había vitrinas llenas de miniaturas y sortijas. En
el fondo había una chimenea encendida.
-Sentémonos por aquí, al lado del fuego -dijo el anfitrión.
Se sentaron todos y el dueño de la casa tocó un timbre. Vino un criado
y acercó una mesita de té con tazas y pastas.
Sirvió el criado a unos té, a otros, café.
El Libertario y Prats sonreían burlonamente, sobre todo cuando el
155
criado les preguntó:
-¿De qué quiere la copa el señor? ¿De ron? ¿De Chartreuse?
-Me es igual.
Pasó luego el criado con una caja de puros, y, mientras fumaban, se
habló de la compañía del Español, de los cómicos extranjeros, de Gabriel
d’Annunzio y de otra porción de cosas.
Cuando ya la conversación languidecía, el dueño de la casa se
arrellanó en la butaca y dijo:
-Vamos a hablar de nuestro asunto. Yo quisiera hacer una revista de
una gran independencia de criterio y que representara las tendencias
más avanzadas en sociología, en política y en arte, y para eso me he
permitido llamarles. Yo, digo la verdad, soy anarquista en el sentido
filosófico, por decirlo así. Yo creo que hay que renovar esta atmósfera en
que vivimos. ¿No les parece a ustedes?
El anfitrión sonrió amablemente. No estaba, al parecer, muy
convencido de la necesidad de la renovación.
-Yo quisiera saber -prosiguió- si ustedes podrían llegar a un acuerdo
para poder trabajar en común, porque de la parte económica me
encargaría yo.
-Nosotros somos anarquistas -dijo el Libertario-, y cada uno de
nosotros tiene sus opiniones particulares; pero nosotros cuatro, y con
nosotros nuestros amigos, ayudarán en lo que puedan, con el trabajo y
con la propaganda, a un periódico que sirva para atacar la actual
sociedad.
Juan, Prats y Manuel asintieron a lo dicho por su compañero.
-Pero eso es muy vago -dijo con cierto aire displicente un joven
acicalado y repeinado, hablando con ceceo de gomoso.
-¿Vago? Yo no veo la vaguedad -replicó con rudeza el Libertario-.
Ayudaremos con gusto a todo lo que sirva para desprestigiar el Estado,
la Iglesia y el Ejército. Somos anarquistas.
-Pero hay que saber qué anarquismo es el de ustedes -indicó el
gomoso; y añadió, dirigiéndose al anfitrión: -Porque hay el nihilismo
filosófico; hay la anarquía, que es la fórmula lógica y científica del
socialismo radical, y, además de esto, hay el sentimiento anarquista, que
es un sentimiento bárbaro, salvaje, de hombres primitivos.
-Ese sentimiento bárbaro y salvaje es el nuestro -dijo, sonriendo, el
Libertario.
-¿Un sentimiento puramente de destrucción?
-Eso es, puramente de destrucción.
-Yo estoy con estos señores -saltó un joven de barba y anteojos, de
aspecto ensimismado y hablar meloso-, creo que hay que destruir
mucho, disolver las ideas hechas, atacar los dogmas en sus principios.
-Hay que construir -interrumpió el gomoso con un gesto de desdén.
Pío Baroja
156
-Pero ¿usted cree que la sociedad no tiene fuerza de cohesión para
resistir todas las ideas, aun las más disolventes?
-Había que discutir eso.
-Discutir, ¿para qué? -repuso el de las barbas-. Es una convicción que
yo tengo y de la que usted no participa.
-Pero usted, ¿qué quiere en último término? Una revolución filosófica.
-Todas las revoluciones son filosóficas. Primeramente cambian las
ideas; luego se modifican las costumbres, y, por último, vienen las leyes
a inmovilizarlas.
-Las ideas están ya transformadas -replicó el gomoso.
-Perdone usted. Yo creo todo lo contrario. Creo que no hay liberal
verdadero en toda España.
-¡Qué exageración! Y, entonces, ¿cómo se va a verificar el cambio que
usted desea?
-El cambio se hace inconscientemente, por irrespetuosidad en los de
abajo y por falta de convicciones en los de arriba. Esto se agrieta, porque
se descompone. Nadie cree en su misión, ni el juez que condena, ni el
cura que dice misa, ni el militar, perdone usted -dijo al oficial- que mata
en la guerra.
-Yo -saltó el oficial-, hago una diferencia entre el militar y el guerrero:
el uno es el de las paradas, el otro, el de las batallas.
-Esta sociedad de los explotadores, de los curas, de los soldados y de
los funcionarios, yo creo que se hunde -siguió diciendo el de las barbas.
-¡Bah!
-Es mi opinión -y el de las barbas se quedó mirando al fuego muy
ensimismado.
-Yo -lijo el oficial a Juan-, encuentro muy simpáticas las ideas de
ustedes. No espero mas que la sociedad me pise la cola para saltar y
clavar las uñas. Ahora, encuentro una cosa que no me gusta, y es que
ustedes tratan de suprimir en el hombre el instinto guerrero.
-No -repuso Juan-; lo que queremos es aplicarlo a algo más noble que
a exterminarse unos a otros.
-Yo, lo que quisiera saber -dijo el joven sociólogo-,quiénes son los que
van a hacer esa revolución.
-¿Quiénes? -contestó el Libertario-,los desharrapados, los que viven
mal. ¡Que hubiese diez hombres de talento y de iniciativa en España, y
la revolución estaba hecha!
-Quizá les parezca absurdo lo que voy a decir -exclamó el oficial-; pero,
para mí, la revolución social es una obra que debía realizarla el ejército.
El oficial explicó su plan. Era un hombre atezado, flaco, con un perfil
de aguilucho, un temperamento vehemente. Por su cerebro pasaban las
ideas y los proyectos más extraordinarios, como una rueda de fuegos
artificiales, sin dejar más rastro que un poco de humo. El quería que la
La lucha por la vida III. Aurora roja
157
revolución social la hiciera el ejército, dando la batalla a los capitalistas;
quería, también, que el ejército hiciese en el país las obras públicas de
canalización, de construcción de caminos, de tendido de líneas férreas,
de repoblación de árboles, y que, luego de arreglado el terreno de
España, se le licenciara si ya no era útil. Tenía una concepción
napoleónica de una Europa federada, entre cesarista y anarquista.
El joven gomoso encontró muy mal las ideas del capitán. Este joven
gomoso y sociólogo escribía en periódicos y revistas y se llamaba a sí
mismo anarquista intelectual. No tenía simpatía por nada ni por nadie.
Para él, lo que había que debatirse antes de todo eran las posibilidades
científicas de la doctrina. Su ideal era una sociedad de categorías: arriba,
los sociólogos, como modernos magos, definiendo y. dictando planes y
reformas sociales; abajo, los trabajadores, ejecutando los planes y
cumpliendo las órdenes. La parte sentimental del socialismo y de la
anarquía le parecía despreciable.
-Yo estaría con ustedes -dijo el joven sociólogo-, siempre que ustedes
se atuvieran a la parte científica de la doctrina. La idea anarquista, sí; el
sentimiento anarquista, no; porque no produce mas que crímenes y
brutalidades.
-Ustedes los sociólogos, los ateneístas -murmuró el de las barbas con
sorna-, quieren catalogar las ideas y los hombres, como los naturalistas
clasifican las piedras y las mariposas. Se han muerto doscientas
personas de hambre. No hay que indignarse, la cuestión es ver si el año
pasado murieron más o menos.
-¿Nos vamos a poner a llorar?
-No digo eso. Lo que quiero decir es que todos los números y todas las
estadísticas no sirven para nada. Dice usted: la idea anarquista, sí; el
sentimiento anarquista, no. Pero, eso no puede ser, no ha sido nunca.
Entre miles de anarquistas que habrá actualmente en el mundo, no
llegarán a quinientos los que tengan una idea clara y completa de la
doctrina. Los demás son anarquistas, como hace treinta años eran
federales, como antes progresistas, y como en épocas pasadas,
monárquicos fervientes. Podrá ser un sociólogo anarquista por un
espejismo científico; pero el obrero lo será porque, actualmente, es el
partido de los desesperados y de los hambrientos. El obrero se contagia
con el sentimiento anarquista que hay en el ambiente; el sabio, no; toma
la idea, la estudia como una máquina, ve sus tornillos, observa su
funcionamiento, señala sus imperfecciones y luego va a otra cosa; el
obrero, por el contrario, no tiene términos de comparación, se agarra a
las ideas como a un clavo ardiendo; ve que el anarquismo es el coco de
la burguesía, un partido execrado por los poderosos, y dice: «¡Ése es el
mío!»
-Está bien; pero yo no soy anarquista de ese modo. Para mí la anarquía
Pío Baroja
158
es un sistema científico.
-Pues para el pueblo no es mas que la protesta de los hambrientos y
de los exaltados.
-Seguramente no nos entendemos -dijo Juan-; ¡vámonos!
-No; no nos podemos entender -replicó incomodado el sociólogo-.
Primeramente, debíamos saber cuál es el programa de ustedes.
-Creo que mi compañero ha dicho que somos anarquistas.
-Yo también lo soy.
-Pues entonces debemos estar conformes. Nosotros queremos aligerar
ésta atmósfera pesada, abrir los balcones, que entre la luz para todos;
queremos una vida más intensa, más fuerte; queremos agitar, remover
esto.
-Pero eso no es un programa claro.
-¡Programa claro! ¿Para qué? -exclamó el Libertario-. ¿Para no
realizarlo nunca? ¿Es que vamos a tener la vanidad de suponer que los
que vengan detrás de nosotros van a considerar como infalibles los
planes que nosotros hemos forjado? No, ¡qué demonio! Lo que se siente
es la necesidad del cambio, la necesidad de una vida nueva. Todos
sentimos que esta organización social no responde a las necesidades de
hoy. Está todo variando, evolucionando con una rapidez enorme; no sólo
varía la ciencia, sino las ideas de moral; lo que ayer se tenía por
monstruoso, hoy se considera natural; lo que ayer pasaba por lógico, hoy
se tiene como injusto. Se está verificando un cambio completo en las
ideas, en los valores morales, y en medio de esta transformación, le ley
sigue impertérrita, rígida. Y ustedes nos preguntan: ¿Qué programa
tienen ustedes? Ése. Acabar con las leyes actuales... Hacer la revolución;
luego; ya veremos lo que sale.
-No estamos conformes...
-Bueno. ¡Vámonos! -dijo Juan.
Se levantaron los cuatro. El dueño de la casa les aseguró que les había
oído con verdadero placer y que tendría una gran satisfacción en ser su
amigo.
El militar les saludó con efusión y también el de los anteojos. Salieron
los cuatro a la calle.
-Abrígate -dijo Manuel a Juan.
-¡Quiá! No hace frío.
La noche estaba suave y tibia; la tierra, abrillantada por una lluvia
menuda; el cielo, oscuro, gris, parecía pesar sobre la ciudad como un
manto de plomo; las luces de los escaparates brillaban resplandecientes
en la atmósfera húmeda, y el aire limpio, las aceras mojadas, las luces
de los faroles y de las tiendas, todo esto reunido, daba una impresión de
vida amplia y hermosa.
-¡Qué imbéciles son! -dijo Prats.
La lucha por la vida III. Aurora roja
159
-No; que no se quieren comprometer -replicó el Libertario-. Es natural.
Cada uno defiende su posición. Quizá nosotros hiciéramos lo mismo. Lo
que es interesante es el instinto anarquista que hay en todos los
españoles.
-Sí; desgraciadamente, es verdad -pensaba Manuel.
-Estas tentativas de unión fracasan siempre -erijo PratsSólo en
Barcelona, cuando funcionaba el Centro de Carreteros y había allí
reuniones secretas, se vio a la juventud radical burguesa ayudar a los
anarquistas.
-Sí, es verdad -repuso el Libertario-; ese elemento radical burgués es el
que mejor podría ayudarnos. Los ingenieros, los médicos, los químicos,
todos esos van preparando la revolución social, como los aristócratas
prepararon la revolución política.
Se despidieron.
-¡Salud, amigos! -dijo el Libertario.
-¡Salud!
Manuel y Juan fueron a su casa.
Pío Baroja
VI
Miedos pueriles - Los hidalgos - El hombre de la Puerta del Sol
El enigma de Passalacqua
Hay entre las diversas formas y especies de miedos, pavores y terrores,
algunos extraordinariamente cómicos y grotescos.
A esta clase pertenecen el miedo de los católicos por los masones; el
miedo de los republicanos por los jesuitas; el miedo de los anarquistas
por los polizontes, y el de los polizontes por los anarquistas.
El miedo al coco de los niños es mucho más serio, mucho menos pueril
que esa otra clase de miedos.
Al católico no se le convence de que la masonería es algo así como una
sociedad de baile, ni el republicano puede creer que los jesuitas son unos
frailucos vanidosillos, ignorantuelos, que se las echan de poetas y
escriben versos detestables, y se las echan de sabios y confunden un
microscopio con un barómetro.
Para el católico, el masón es un hombre terrible; desde el fondo de sus
logias dirige toda la albañilería antirreligiosa, tiene un Papa rojo, y un
arsenal de espadas, triángulos y demás zarandajas.
Para el republicano, el jesuita es un diplomático maquiavélico, un
sabio, un pozo de ciencia y de maldad.
Para el anarquista, el polizonte es un individuo listo como un demonio,
que se disfraza y no se le conoce, que se cuela en la taberna y en el club,
y que está siempre en acecho.
Para el polizonte, el que está siempre en acecho, el listo, el terrible, es
el anarquista.
Todos suponen en el enemigo un poder y una energía extraordinarios.
¿Es por tontería, es por romanticismo, o solamente por darse un poco
de importancia?
Es muy posible que por todas estas causas juntas. Lo cierto es que al
católico no se le puede convencer de que si las ideas antirreligiosas
cunden no es por influencia de los masones ni de las logias, sino porque
la gente empieza a discurrir; a los republicanos tampoco habrá nadie que
les convenza de que la influencia jesuítica depende, no de la listeza ni de
161
la penetración de los hijos de san Ignacio, sino de que la sociedad
española actual es una sociedad de botarates y de mequetrefes
dominados por beatas.
Los polizontes no pueden creer que los atentados anarquistas sean
obras individuales, y buscan siempre el hilo del complot; y los
anarquistas, no pueden perder la idea de que son perseguidos en todos
los momentos de su vida.
Los anarquistas padecen además la obsesión de la traición. En
cualquier sitio donde se reúnan más de cinco anarquistas, hay siempre,
según ellos, un confidente o un traidor.
Muchas veces este traidor no es tal traidor, sino un pobre diablo a
quien algún truchimán de la policía, haciéndose pasar por dinamitero
feroz, le saca todos los datos necesarios para meter en la cárcel a unos
cuantos.
Al acercarse el período de la coronación, los periódicos, por hablar de
algo, dijeron que se preparaban a venir a Madrid policías extranjeros por
si llegaban anarquistas con fines siniestros.
Al leer esto hubo un hombre que pensó que la tal noticia podía valer
dinero. Este hombre no era un hombre vulgar, era Silvio Fernández
Trascanejo, el hombre de la Puerta del Sol.
Entre los muchos Fernández, más o menos ilustres del mundo,
Fernández Trascanejo, el hombre de la Puerta del Sol, era
indudablemente el más conocido. No había mas que preguntar por él en
la acera del café Oriental, en cualquiera de esos clubs al aire libre que en
la Puerta del Sol se forman junto a los urinarios; todo el mundo le
conocía.
Trascanejo era un hombre alto y barbudo, con un sombrero blando de
ala ancha a lo mosquetero que le cubría media cara, una chaqueta de
alpaca en verano, un abrigo seboso en invierno, y en las dos estaciones,
una sonrisa suntuosa y un bastón.
Era un desharrapado que se las echaba de marqués.
-No me gustan los términos medios, ¿está usted? -decía-: o voy hecho
un andrajoso, o elegante hasta el paroxismo.
El hombre de la Puerta del Sol vestía y calzaba indudablemente de
prestado, y el que le prestaba las ropas debía ser más grueso que él,
porque siempre estaba holgado en ellas; pero en cambio, el donador tenía
el pie más pequeño, porque a Trascanejo los tacones le caían hacia la
mitad de la planta del pie, con lo cual solía caminar a modo de bailarina.
Trascanejo no trabajaba, no había trabajado nunca. ¿Por qué?
Un sociólogo de estos que ahora se estilan me ha dicho en secreto que
piensa escribir una memoria para demostrar, casi científicamente, que el
80 al 90 por 100 de la golfería en España, literatos, cómicos, periodistas,
políticos, etc., proviene en línea directa de los hidalguillos de las aldeas
Pío Baroja
162
españolas en el siglo XVII y XVIII. La tendencia a la holganza, según el
tal sociólogo, se ha transmitido pura e incólume de padre a hijos, y,
según él, la clase media española es una prolongación de esta caterva de
hidalgos de gotera, hambrones y gangueros.
Trascanejo era hidalgo a cuatro vientos, y por eso no trabajaba; su
familia había tenido casa solariega y un escudo, con más cuarteles que
Prusia, entre los cuales había un jefe que representaba tres conejos en
campo de azur.
El hidalgo se pasaba el día en ese foro que tenemos en el centro de
Madrid, al que llamamos Puerta del Sol.
Siempre tenía este hombre, que era un pozo de embustes y de malicias,
alguna noticia estupenda para solazar a sus amigos íntimos.
-Mañana se subleva la guarnición de Madrid -decía con gran misterio-.
Tenga usted cuidado. Están comprometidos la Montaña, San Gil y
algunos sargentos de los Docks. ¿Tien usted un Pitillo? Yo iré a la
estación del Mediodía con los de los barrios bajos.
Este hombre, almacén de noticias falsas, que anunciaba revoluciones
y pedía cigarros, tenía una vida interesante. Vivía con su novia, señorita
ya vieja, entre cuero y mojama, y la madre de ella, señora pensionista,
viuda de un militar. Con la pensión y con lo que trabajaban las dos
damas, pasaban con cierta holgura y hasta tenían bastante para
convidar a comer a Silvio a diario.
Cada día este hombre, de una imaginación volcánica, preparaba un
nuevo embuste para explicar que no le hubiesen dado un cargo de
gobernador o de cosa parecida, y ellas le creían y tenían confianza en él.
El hombre de la Puerta del Sol, que en la calle era el prototipo del hablar
cínico, desvergonzado e insultante, en casa de su novia era un hombre
delicado, tímido, que trataba a su prometida y a la madre de ella con un
gran miramiento. Entre la señorita ya acartonada y el golfo callejero se
había desarrollado desde hacía veinte años un amor platónico y puro.
Algún beso en la mano y una porción de cartas, ya arrugadas, eran las
únicas prendas cambiadas de su amor.
Silvio había cobrado algunas veces-por servicios prestados a la policía,
y la noticia de los posibles atentados anarquistas le puso en guardia.
-Hay un complot que explotar -se dijo-. Este complot está
incubándose, en cuyo caso no hay más que descubrirlo; o no hay nada
pensado, y en este caso la cuestión está en organizarlo.
Trascanejo olfateó por dónde olía a anarquismo, y a los pocos días cayó
en la taberna de Chaparro.
Habló con Juan.
-Si ustedes están dispuestos a ayudar, nada más que ayudar, tengo
gente para dar el golpe. Contamos con Pepe el Pollero, con Matías, el
cortador de la plaza de la Cebada. No necesitamos mas que una señal.
La lucha por la vida III. Aurora roja
163
Se discutió por todos los socios, con gran misterio, si se tomaría parte
en el complot.
Una tarde, al salir Manuel de la imprenta, se encontró con el
Libertario.
Te venía a buscar-le dijo éste.
-¿Pues qué hay?
-Vigila a Juan. Es muy cándido y lo van a meter en algún lío. Me da en
la nariz que hay algún manejo de la policía. Ahí, por la taberna, se han
descolgado tipos que me escaman. Ahora un descubrimiento de un
complot vendría al Gobierno de perillas.
-¿Y qué dicen que van a hacer?
-Dicen que van a matar al rey. Es una añagaza burda. Figúrate tú: a
los anarquistas qué nos importa que el rey viva o que no viva, que mande
Sagasta o cualquier mamarracho de los republicanos.
La Salvadora y Manuel, ya sobre aviso, vigilaron a Juan.
-Un día Juan recibió una carta, que leyó con gran interés.
-Es un amigo de París -dijo-, que aprovechándose de los trenes
baratos, quiere ver Madrid.
-Un amigo; ¿no será algún anarquista? -dijo la Salvadora alarmada.
-No. ¡Quiá!
Manuel no se hizo cargo de la cosa. Juan fue a su trabajo y Manuel a
la imprenta.
A los siete u ocho días llegó otra carta, y una noche, antes de cenar,
Juan salió de casa y se presentó con un hombre joven, afeitado, mal
vestido.
-Es mi amigo Passalacqua -dijo Juana Manuel cuando éste volvió de la
imprenta-; le he conocido en París.
Manuel contempló con atención al amigo.
Era un muchacho afeitado, de tez pálida y aceitosa. Tenía la cabeza
piriforme; la frente, estrecha, y unas greñas negras y ensortijadas que le
caían en rizos; el cuello, redondo, de mujer; los ojos, azules claros, y los
labios, pálidos. Su aspecto era de un ser linfático y poltrón. Cenaron
todos, y como el italiano no sabía apenas español, habló únicamente con
Juan en francés. De vez en cuando se echaba a reír, y entonces su cara
estúpida se transformaba y tomaba un aspecto de ironía y de ferocidad.
Al terminar la cena, Juan quiso ceder el cuarto suyo a Passalacqua y
dormir él en una butaca; pero el otro le contestó que no, que dormiría en
el suelo, que estaba acostumbrado.
-Haced la cama arriba, en el cuarto de jesús -dijo Juan a la Ignacia y
ala Salvadora.
Llevaron las dos mujeres un colchón y mantas al sobrado.
-Ya está la cama -dijo la Salvadora.
El italiano, al despedirse, estrechó la mano de Juan y de Manuel, cogió
Pío Baroja
164
su maleta y subió las escaleras, hasta el cuarto de la guardilla. Luego
tomó el candelero con un cabo de vela de manos de la Ignacia.
-¿Tiene llave este, cuarto? -preguntó.
-No.
Dejó su maleta con gran cuidado sobre la silla.
-Está bien -añadió-. Mañana, al amanecer, quisiera que se me llamara.
-Se le llamará.
-Buona sera.
-Malas trazas tiene el pájaro -dijo Manuel a su hermano.
-¿Por qué no vas a la cama? -preguntó la Salvadora a Juan.
-Todavía es temprano.
-¡Qué ganas tiene de enviarte a la cama hoy la Salvadora! -dijo
torpemente Manuel.
Ella le lanzó una mirada, y Manuel comprendió que se trataba de algo
extraño, y se calló. Juan estaba muy pensativo; por más esfuerzos que
hacía se le notaba una honda preocupación. Entró en el cuarto y estuvo
paseándose largo rato.
-¿Qué pasa? -preguntó Manuel cuando se quedaron solos. La
Salvadora puso un dedo en los labios.
-Aguarda -murmuró.
Esperaron largo rato.
Juan apagó la luz en su cuarto; entonces la Salvadora en voz baja dijo
a Manuel:
-Ese hombre trae algo en la maleta; quizá una bomba.
-¡Eh!
-Sí.
-¿Por qué supones eso?
-Tengo indicios para creerlo. Es más: estoy segura.
-Pero, bueno; ¿qué has visto?
-He visto que cuando ha dejado la maleta lo ha hecho con gran
cuidado; luego, al venir con Juan, he visto que por la calle, detrás de
ellos, iban siguiéndoles dos hombres; además, ya ves cómo está Juan...
preocupado...
-Sí, es verdad.
-Ese hombre trae algo.
-Sí, creo que sí.
-¿Y qué hacemos?
-Hay que coger esa maleta-dijo Manuel.
-Iré yo -dijo la Salvadora.
-¿Y si se despierta?
-No se despertará. Viene muy cansado.
Pasada una hora, salieron a la escalera, y subieron los dos muy
despacio. Acercaron el oído a la puerta del desván. Se oía la respiración
La lucha por la vida III. Aurora roja
165
lenta del hombre, que dormía.
-Yo sé dónde ha dejado la maleta -dijo la Salvadora-; a tientas estoy
segura de cogerla.
Empujó la puerta, que rechinó suavemente, entró en el desván y salió
al instante con la maleta en la mano.
Bajaron los dos al comedor sin hacer el menor ruido y pusieron la
maleta encima de la mesa. Estaba cerrada y bien cerrada. Manuel cogió
un cuchillo y, forcejeando, la descerrajó.
Sacaron un manojo de ropa; luego, folletos, y de en medio, una cosa
dura envuelta en periódicos. Por el peso comprendieron que era -.lgo
terrible. Se quedaron pálidos, horrorizados. Destaparon el bulto. Era una
caja de metal, cuadrada, de un palmo de alta, reforzada con alambres y
con un asa de cuerdas.
-¿Qué hacemos con esto? -se preguntó Manuel, perplejo.
No se atrevían a tocarlo.
-¿Por qué no llamas a Perico? -dijo la Salvadora.
Bajó Manuel de puntillas la escalera. El electricista estaba todavía en
el taller. Le llamó y le contó lo que pasaba.
-Vamos a ver eso -dijo Perico al oír la relación de Manuel.
Subieron los dos despacio, sin hablarse, y contemplaron el aparato.
-¡Ah, ya comprendo lo que es! -dijo Perico-. Esto -y señaló un tubito de
cristal que salía por en medio de la caja y que estaba lleno de un líquido
amarillento- debe tener un ácido. Si se quiere que estalle la máquina, se
le da vuelta, el ácido corroe este corcho, lo que da tiempo al que pone la
bomba de escapar; luego entra el ácido dentro y provoca la explosión. Si
llegáis a dar vuelta a la caja, creo que a estas fechas ya no lo podríais
contar.
La Salvadora y Manuel se estremecieron.
-¿Y qué hacemos? -preguntaron los dos.
-Hay que romper el tubo. ¡Ánimo! Y salga lo que saliere. Perico apretó
el tubito con un alicate y lo hizo saltar.
-Ahora ya no hay cuidado. Vamos abajo.
Cogió el electricista la caja, y seguido de Manuel bajó la escalera. En el
taller cortaron los alambres que reforzaban el aparato, y con un
destornillador Perico soltó una tapadera sujeta a tuerca. Hecho esto,
volcó la lata y salió una gran cantidad de polvo rojizo, que recogieron en
un periódico. Había un par de kilos.
-¿Esto será dinamita? -preguntó Manuel.
-Debe serlo.
-¿Y qué hacemos con ella?
-Échala en la pila de la fuente con cuidado, y abre el grifo. Se irá
marchando poco a poco.
Hizo esto Manuel, y dejó la llave de la fuente abierta.
Pío Baroja
166
-Aquí queda algo dentro -murmuró Perico.
Metió la punta de una tijera en la lata y la fue abriendo.
Había pedazos de hierro retorcidos, y en el sitio de donde partía el tubo
de cristal lleno de ácido había una cajita pequeña hecha con dos naipes
y llena de polvos blancos, que olían a almendras amargas.
Lavaron la caja y tiraron los trozos de hierro por el sumidero del patio.
Terminada la operación, subieron de nuevo. La Salvadora había
separado las ropas, los papeles encontrados en la maleta y un cuchillo
largo, de cocina, con su vaina. Este cuchillo tenía un mango de madera
pintado de rojo, adornado con los nombres de todos los anarquistas
célebres, y en medio de ellos se leía la palabra Germínal. Fueron mirando
uno a uno los papeles. Había proclamas impresas, recortes de
periódicos, grabados y notas manuscritas. En uno de los papeles estaba
el dibujo de la bomba. Perico lo cogió para verlo. Por lo que señalaba el
papel, en el compartimiento pequeño, hecho con dos naipes, lleno de
polvos con olor a almendras amargas, había una mezcla de bicromato,
permanganato y clorato potásicos, empapados en nitrobencina. En el
tubito había ácido sulfúrico, y el resto estaba lleno de dinamita y de
pólvora cloratada.
-Yo voy a quemar todos estos papeles -dijo Manuel.
Hicieron fuego en la cocina y echaron los periódicos, y sobre ellos el
cuchillo. Cuando se carbonizó el mango, bajó Manuel el cuchillo al patio
y lo metió en la tierra. Rebolledo, el jorobado, que había notado los pasos
por la escalera, se levantó a ver lo que ocurría.
-¿Qué pasa? -dijo en alta voz.
Le hicieron enmudecer y le enteraron de lo ocurrido.
-¿Qué hay? -dijo Juan desde su cuarto, que al ruido se había
alarmado.
-Nada -le contestó la Salvadora-. Perico, que ha perdido la llave.
-Registradle a Juan, por si acaso -dijo el jorobado-; no tenga alguna
carta que le comprometa.
-Es verdad -dijo Manuel-. ¡Qué torpes hemos estado! Precisamente
hace unos días ha recibido dos cartas.
Entró la Salvadora como a dar nuevas explicaciones al enfermo y volvió
con la chaqueta y el gabán de Juan. Allí estaban las dos cartas, una de
ellas horriblemente comprometedora, pues se hablaba claramente de un
complot. Se registraron las ropas de Juan y se quemaron todos los
papeles.
-Yo creo que ahora podéis estar tranquilos -dijo Rebolledo-. ¡Ah!, una
cosa. Cuando venga la policía, que vendrá por lo que decís, si no traen
los agentes auto del juez, preguntarán si les dejáis entrar, y les
contestáis que sí, pero que vengan con dos testigos. En el mismo
momento advertidle a Juan y decidle lo que habéis hecho, pero que no
La lucha por la vida III. Aurora roja
167
tenga tiempo de advertir nada al otro.
Pasaron la noche la Salvadora y Manuel en el comedor con gran
inquietud. Como si aquella máquina infernal hubiese estallado en su
cerebro, Manuel sentía que todas sus ideas anarquistas se
desmoronaban y que sus instintos de hombre normal volvían de nuevo.
La idea de un aparato así calculado fríamente le sublevaba. Nada podía
legitimar la mortandad que aquello podía producir. ¡Cómo Juan podía
intervenir en un proyecto tan salvaje! ¡Él, tan exageradamente bueno y
humano! Es verdad, como había dicho Prats una vez, que en la guerra se
bombardeaban pueblos enteros y se sembraba la muerte por todas
partes; pero en la guerra había una presión nacional sobre los ejércitos
que combatían, había además una disgregación de la responsabilidad;
cada uno hacía lo que le mandaban, y no podía hacer otra cosa, a riesgo
de ser fusilado; pero en el caso de los anarquistas era distinto: no había
fuerza que les impulsara a cometer el crimen; al contrario, todo
conspiraba para que no lo cometiesen...; y, sin embargo, ellos iban
llevados por un bárbaro fanatismo, salvando todos los obstáculos, a
sembrar la muerte entre infelices.
A la hora de costumbre, Manuel salió de casa; no había dado la vuelta
a la calle de Magallanes cuando dos hombre le detuvieron.
-¿Es usted Manuel Alcázar?
-Servidor de usted.
-Queda usted detenido.
-Está bien.
-Vamos a registrar su casa. ¿Quiere usted darnos permiso para
hacerlo, o quiere que vengamos con auto del juez?
-Lo mismo me da.
-Entonces, haga el favor de decírselo así a su familia.
-Bueno.
Volvieron a la casa.
-¡Ah!, yo exijo una cosa -dijo Manuel al entrar en el portal.
-¿Qué?
-Que asistan dos vecinos al registro.
-Está bien.
Manuel, con un agente, fue al juzgado de guardia, e inmediatamente le
llevaron a presencia del juez.
-Tengo entendido -le dijo el juez- que es usted un anarquista
peligroso..
-¿Yo? No, señor, no soy anarquista.
-Entonces, el agitador es un hermano de usted.
-Mi hermano es anarquista, pero no de acción.
-Su hermano es escultor, ¿verdad?
-Sí, señor.
Pío Baroja
168
-Y un escultor notable. ¿Cómo no influye usted para que abandone
esas ideas?
-Si pudiera, crea usted que lo haría; pero no tengo influencia para eso.
Él ha estudiado y ha visto más que yo.
-Pues siento que su hermano se haya metido en un mal negocio.
¿Cuándo recibió su hermano las cartas de Passalacqua?
-¿Qué cartas? -preguntó cándidamente Manuel.
-¿No ha recibido su hermano de usted unas cartas?
-No sé; no le puedo decir a usted, porque yo paso muy poco tiempo en
casa.
-¿Usted vio ayer al forastero que su hermano Juan ha hospedado en
su casa?
-Sí, señor.
-¿Sabe usted cómo se llama?
-Mi hermano dijo que era un italiano que iba a pasar la noche.
-¿Llevaba ese italiano una maleta pesada?
-No sé. Yo no lo vi. Cuando llegué de la imprenta estaba cenando. Las
mujeres de casa le hicieron la cama en el desván y yo no me enteré de
más.
-Bueno. Espere usted un instante.
Al cabo de poco tiempo le dijeron que podía marcharse.
Volvió de prisa a su casa. La Salvadora estaba sonriendo. Contó la
escena entera. Juan había quedado asombrado al ver que en la maleta
no había bombas ni cuchillo, ni folletos.
Passalacqua, al ser registrado por los agentes, no había dicho esta
boca es mía; los policías lo registraron todo y se llevaron unos libros de
Juan.
Después del registro habían detenido al italiano como indocumentado,
y a Juan le habían dejado libre.
Por la noche, los periódicos hablaron del registro llevado a cabo en
casa de Manuel. Lo consideraban como una plancha de la policía.
Passalacqua había declarado que efectivamente era anarquista, pero
no anarquista de acción, y que venía a España a buscar trabajo.
Había indicios para creer que no se llamaba Passalacqua, sino Butti, y
que estaba reclamado por la policía italiana. Venía de América, en donde
había estado preso por varios robos. El Gobierno decretaría
inmediatamente su expulsión.
Por la noche, al volver Manuel de la imprenta, se encontró con Juan.
-¿Pero cómo es posible que hayas tomado parte en un proyecto tan
estúpido? -le preguntó.
-Es necesario; hay que hacer la revolución; hay que sacrificarse por
ella.
-Pero es imbécil; ¿qué ibais a adelantar con eso?
La lucha por la vida III. Aurora roja
169
-¿Qué? Hacer saltar este armazón social, este conglomerado de
iniquidades a fuerza de bombas. Hay que barrer todo lo que queda de
esta sociedad podrida.
-En nombre del bienestar de todos, ¿eh?
-Tú lo has dicho -contestó Juan.
-Yen nombre del derecho a la vida de los que han de vivir, vais a matar
al niño, y al viejo, y a la mujer... que ya viven.
-Es necesario -replicó Juan con voz sombría.
-¡Ah! ¡Es necesario!
-Sí. El cirujano que amputa un miembro gangrenado tiene que cortar
carne sana.
-Y tú, Libertario -repuso Manuel-; tú, que crees que el derecho de vivir
de un hombre está por encima de todo; tú, que no aceptas que uno evite
la fatiga y haga trabajar a otro, aceptas que un inocente tenga que
sacrificar su vida para que los hombres de mañana vivan bien. Pues yo
te digo que eso es imbécil y monstruoso. Y si a mí me dijeran que la
felicidad de la humanidad entera se pudiera conseguir con el lloro de un
niño, y eso estuviera en mi mano, yo te digo que no le haría llorar a un
niño, aunque todos los hombres del mundo se me pusieran de rodillas...
-Y harías bien -murmuró Juan-. Por los niños, por las mujeres, por los
débiles, nosotros trabajamos. Y por ellos hay que destruir la sociedad
actual, basada en la iniquidad; por ellos hay que cauterizar brutalmente
la llaga social.
Para Juan, en su exaltación, todos los caminos, todos los
procedimientos eran buenos, con tal de que trajeran la revolución
soñada. Esta sería la aurora de un nuevo día, la aurora de la justicia, el
clamor del pueblo entero, durante tantos años vejado, martirizado,
explotado, reducido a la miserable situación de bestia de carga. Sería
una aurora sangrienta en donde a la luz de los incendios crujiría el viejo
edificio social sustentado en la ignominia y en el privilegio, y no quedaría
de él ni ruinas, ni cenizas, y sólo un recuerdo de desprecio por la vida
abyecta de nuestros miserables días.
Sería el barro negro de las Injurias y de las Cambroneras que ahogaría
a los ricos; la venganza justa contra las clases directoras que hacían del
Estado una policía para salvar sus intereses, obtenidos por el robo y la
explotación, que hacían del Estado un medio de calmar a tiros el hambre
de los desamparados.
Aquella mayor parte de la humanidad que agonizaba en el infierno de
la miseria se rebelaría e impondría la piedad por la fuerza, e impediría
que se siguieran cometiendo tantas infamias, tantas iniquidades. Y para
esto, para excitar a la rebelión a las masas, todos los procedimientos
eran buenos: la bomba, el incendio, el regicidio...
¡Qué se podía contestar a un fanatismo así!
Pío Baroja
170
No había argumentos posibles; pero Manuel, cuando vio a Juan ya
más tranquilo, le atacó de soslayo.
-Por lo menos -dijo-, ya que estás dispuesto a un sacrificio tan grande,
entérate primero de si no te engañan. Este Passalacqua era de la policía.
-¿Crees tú?
-Sí. Estoy seguro. ¿Quién viaja con un montón de papeles
comprometedores, con un cuchillo grande, con el mango lleno de
nombres de anarquistas?
-Eso no tiene nada de particular.
-Pues, bien; yo te digo que Passalacqua es de la policía, que sabía, que
iban a venir a registrar esta casa, y que si sigues fiándote así de
cualquiera, no te sacrificarás por la anarquía, sino que harás el caldo
gordo al Gobierno. Tú no le conocías a Passalacqua, ¿verdad?
-No.
-¿Cómo te relacionaste con él?
-Hace una semana recibí una carta de Passalacqua, de Barcelona; me
decía que venía por un asunto urgente, y si yo tenía un sitio seguro
dónde acogerle. Le contesté que sí, y entonces me escribió que el día
primero del mes llegaría; que tenía la intención de poner una bomba al
paso de la comitiva en las fiestas de la Coronación, y que le reconocería
por estas señas: joven, afeitado, con boina, con una maleta amarilla en
la mano derecha y un paraguas negro en la izquierda. Al verle, debía
preguntarle: «¿Éste es el tren de Barcelona?». Y él me contestaría: «Yo no
sé, señor; no entiendo bien el castellano». Efectivamente, así lo hice; bajé
a la estación del Mediodía y me encontré con el italiano. Tomamos un
coche. Passalacqua me indicó lo que trataba de hacer y que llevaba la
bomba en la maleta. Iba yo a llevarle a mi antigua casa de huéspedes,
cuando me dijo: «Soy indocumentado. Quizá no me quieran admitir
aquí».
-¿Ves? -saltó Manuel-,tenía interés en venir a tu casa.
-Yo le dije que sí, que le admitirían; pero él se empeñó en que estaría
más seguro en mi casa. Yo no hubiera querido comprometeros a
vosotros; pero le traje aquí. Al irme a la cama pensaba: Si viene la policía
nos revienta. Cuando me han despertado, he dicho: Aquí está; y, la
verdad, al resultar que no había nada, ni bomba, ni papeles, me he
quedado asombrado. ¿Cómo habéis podido saber que iban a registrar la
casa?
-La Salvadora lo sospechó; después yo tengo indicios para creer que
Passalacqua es de la policía.
Manuel insistió en este punto para ver si llevaba la duda y la
desconfianza al ánimo de su hermano.
La lucha por la vida III. Aurora roja
VII
Otra vez Roberto - La lucha por la vida - El regalo del inglés
El amor
Una tarde, después de comer, estaba Manuel regando las plantas de
su huertecillo, cuando se presentó Roberto.
-¡Hola, chico!, ¿qué tal? ¿Estás de jardinero?
-Ya ve usted. ¿Y la señorita Kate?
-Muy bien. Allí, en Amberes, con su madre. Hemos hablado mucho de
ti.
-¿Sí? ¿De veras?
-Te recuerdan con verdadero cariño.
-Son muy buenas las dos.
-Tengo ya un chico.
-¡Hombre! ¡Cuánto me alegro!
-Es un pequeño salvaje. Su madre lo está criando. ¿Y tus negocios?
¿Qué tal van?
-No tan bien como yo quisiera; no le voy a poder devolver el dinero tan
pronto como yo creía.
-No importa. Cuando puedas. ¿Qué te pasa? ¿No marcha el negocio?
-Sí, va muy despacio; pero, me matan los obreros socialistas.
-¿Los socialistas?
-Sí. Está uno atado de pies y manos. Las sociedades hacen ya en todos
los oficios lo que quieren, ¡con un despotismo! Uno no puede tener los
obreros que se le antoje, sino los que ellos quieran. Y se ha de trabajar
de esta manera, y se ha de despachar a éste, y se ha de tomar al otro. Es
una tiranía horrible.
-Y con esto, tu tendencia anarquista se habrá aumentado.
-Claro que sí. Porque si hay que hacer la revolución social, que la
hagan de una vez; pero, que le dejen a uno vivir... ¿Quiere usted subir
un rato, don Roberto?
-Bueno.
-Subieron los dos y pasaron al comedor. Roberto saludó a la Salvadora.
-¿Tomará usted café, don Roberto?, ¿eh? -le preguntó Manuel.
172
-Sí.
Le trajeron una taza de café.
-¿Tu hermano es también anarquista? -preguntó Roberto.
-Mucho más que yo.
-Usted debe curarles de ese anarquismo -dijo Roberto a la Salvadora.
-¿Yo? -preguntó ella ruborizándose.
-Sí, usted, que seguramente tiene más buen sentido que Manuel. Al
artista no le conozco. A éste, sí, desde hace tiempo, y sé cómo es: muy
buen chico; pero, sin voluntad, sin energía. Y no comprende que la
energía es lo más grande; es cómo la nieve del Guadarrama, que sólo
brilla en lo alto. También la bondad y la ternura son hermanas; pero son
condiciones inferiores de almas humildes.
-Y si yo soy humilde, ¿qué le voy a hacer?
-¿Ve usted? -replicó Roberto dirigiéndose a la Salvadora-. Este chico no
tiene soberbia. Luego es un romántico, se deja arrastrar por ideas
generosas; quiere reformar la sociedad...
-No me venga usted con bromas. Yo ya sé que no puedo reformar nada.
-Eres un sentimental infecto.
Luego añadió, dirigiéndose también a la Salvadora:
-Yo, cuando hablo con Manuel, tengo que discutir y reñirle. Perdone
usted.
-¿Por qué?
-¿No le molesta a usted que le riña?
-Si le riñe usted con razón, no.
-Y que discutamos, ¿tampoco le molesta?
-Tampoco. Antes me aburrían las discusiones, ahora ya no; me
interesan muchas cosas y también soy algo avanzada.
-¿De veras?
-Sí; casi, casi, libertaria; y no es por mí, precisamente; pero me indigna
que el Gobierno, el Estado o quien sea, no sirva más que para proteger a
los ricos contra los pobres, a los hombres contra las mujeres, y a los
hombres y a las mujeres contra los chicos.
-Sí, en eso tiene usted razón -dijo Roberto-. Es el aspecto más
repugnante de nuestra sociedad ése, el que se encarnice con los débiles,
con las mujeres, con los niños, y que, en cambio, respete todas las
formas de la bravuconería y todas las formas del poder.
-Yo, cuando leo esos crímenes -siguió diciendo la Salvadora-, en que
los hombres matan a una mujer, y luego se les perdona, porque han
llorado, me da una ira...
-Sí, ¿qué quiere usted? Es el jurado sentimental, que va a la Audiencia
como quien va al teatro. Así le condenan a veinte años de presidio a un
falsificador y dejan libre a un asesino.
-¿Y por qué las mujeres no habían de ser jurados? -preguntó la
La lucha por la vida III. Aurora roja
173
Salvadora.
-Sería peor; se mostrarían, seguramente, más crueles para ellas
mismas.
-¿Cree usted?
-Para mí es seguro.
-La pena debía ser -dijo Manuel- menor para la mujer que para el
hombre; menor para el que no sabe que para el que sabe.
-A mí me parece lo mismo -añadió la Salvadora.
-Y a mí también -repuso Roberto.
-Eso es lo que debía modificarse -siguió diciendo Manuel-; las leyes, el
Código. Porque eso de que haya república o monarquía o Congreso,
bastante nos importa a nosotros. ;Por qué, por ejemplo, han de poner en
el Registro civil si un niño es legítimo o no? Que le apunten, y nada más.
-Pues eso se va consiguiendo poco a poco -replicó Roberto-. Se van
haciendo liquidaciones parciales, y las leyes cambian. En España,
todavía, no; pero vendrán esas modificaciones, y vendrán mejor, ¡créelo!,
si hay una voluntad fuerte, un poder audaz encargado de dominar el
desconcierto de los egoísmos y de los apetitos.
-Pero, eso sería el despotismo.
-Sí; el despotismo ilustrado. Para mí, la autoridad es mejor que la ley.
La ley es rígida, estable, sin matiz; la autoridad puede ser más oportuna
y, en el fondo, más justa.
-Pero, obedecer a un hombre es horrible.
Yo prefiero obedecer a un tirano que a una muchedumbre; prefiero
obedecer a la muchedumbre que a un dogma. La tiranía de las ideas y
de las masas es, para mí, la más repulsiva.
-¿No cree usted en la democracia?
-No; la democracia es el principio de una sociedad, no el fin; es como
un solar lleno de piedras de un edificio derruido. Pero este estado es
transitorio. Lentamente se va edificando, y cada cosa toma su lugar, no
el antiguo, sino otro nuevo.
-¿Y siempre habrá piedras altas y piedras bajas?
-Seguramente.
-¿Usted no cree que los hombres van a la igualdad?
-Quiá, al revés, vamos a la diversidad; vamos a la formación de nuevos
valores, de otras categorías. Claro que es inútil actualmente, y además
perjudicial, que un duque, por ser hijo de duque y nieto de otro y
descendiente de cobrador de gabelas del siglo XVII, o de un lacayo de un
rey, tenga más medios de vida que cualquiera; pero, en cambio, es
natural y justo que Edisson tenga más medios de vida y de cultura que
ese cualquiera.
-Pero, entonces, se va a la formación de otra aristocracia.
-Sí; pero de una aristocracia cambiante en consonancia con las
Pío Baroja
174
aristocracias de la naturaleza. No vas a cruzar el Támesis con un puente
de las mismas dimensiones con que cruzas el Manzanares.
-Me parece una desigualdad. Una cosa que habría que evitar.
-¡Evitar! Es imposible. La humanidad lleva su marcha, que es la
resultante de todas las fuerzas que actúan y que han actuado sobre ella.
Modificar su trayectoria es una locura. No hay hombre, por grande que
sea, que pueda hacerlo. Ahora sí, hay un medio de influir en la
humanidad, y es influir en uno mismo, modificarse a sí mismo, crearse
de nuevo. Para eso no, se necesitan bombas, ni dinamita, ni pólvoras, ni
decretos, ni nada. ¿Quieres destruirlo todo? Destrúyelo dentro de ti
mismo. La sociedad no existe, el orden no existe, la autoridad no existe.
Obedeces la ley al pie de la letra y te burlas de ella. ¿Quieres más
nihilismo? El derecho de uno llega hasta donde llega la fuerza de su
brazo. Después de esta poda, vives entre los hombres sin meterte con
nadie.
-Sí, ¿pero usted no cree que fuera de uno mismo se puede hacer algo?
-Algo, sí. En mecánica podrás encontrar una máquina nueva; lo que no
podrás encontrar será el movimiento continuo, porque es imposible. Y la
felicidad de todos los hombres es algo como el movimiento continuo.
-Pero ¿no es posible un cambio completo de las ideas y de las
pasiones?
-Durante muchos años, sí. El agua que cae en el Guadarrama tiene
que ir al Tajo necesariamente. Las ideas, como el agua, buscan sus
cauces naturales, y se necesitan muchos años para que varíe el curso de
un río y la corriente interna de las ideas.
-Pero ¿usted no cree que con una medida enérgica podía cambiarse
radicalmente la forma de la sociedad?
-No. Es más, creo que no hay actualmente, ni aun pensada siquiera,
una reforma tan radical que pueda cambiar las condiciones de la vida
moderna en su esencia. Respecto al pensamiento, imposible. Se destruye
un prejuicio; nace en seguida otro. No se puede vivir sin ellos.
-¿Por qué no?
-¿Quién va a vivir sin afirmar nada por el temor de engañarse
esperando la síntesis última? No es posible. Se necesita alguna mentira
para vivir. La República, la Anarquía, el Socialismo, la Religión, el
Amor... Cualquier cosa: la cuestión es engañarse. En el terreno de los
hechos no hay tampoco solución. Que venga la anarquía, que no vendrá,
porque no puede venir; pero bueno, supón que venga y tras ella una
repartición pacífica y equitativa de la tierra, y que esta repartición no
traiga conflictos ni luchas... Al cabo de algún tiempo de cultivo intensivo,
de fecundidad, ya está el problema de las subsistencias y la lucha por la
vida en circunstancias más duras, más horrorosas que hora:
-¿Y qué remedio habrá entonces?
La lucha por la vida III. Aurora roja
175
-Remedio, ninguno. El remedio está en la misma lucha; el remedio está
en hacer que la sociedad se rija por las leyes naturales de la
concurrencia. Lo que en castellano quiere decir: «Que a quien Dios se la
dé, san Pedro se la bendiga». Y para esto, lo mejor sería echar todos los
estorbos; quitar la herencia, quitar la protección comercial, todo arancel;
romper con las reglamentaciones del matrimonio y de la familia; quitar
la reglamentación del trabajo; quitar la religión del Estado; que todo se
rija por la libre concurrencia.
-¿Y los débiles? -preguntó Manuel.
-A los débiles se les llevará a los asilos para que no molesten, y si no
se puede, que se mueran.
-Pero, eso es cruel.
-Es cruel, pero es natural. Para que pueda perpetuarse una raza es
preciso que gran número de individuos mueran.
-¿Y los criminales?
-Exterminarlos.
-Eso es feroz. Es usted muy duro, muy pesimista.
-No. Eso de pesimismo y optimismo no son más que fórmulas vacías,
absolutamente artificiales. ¿Que el dolor está mezclado a nuestra vida en
mayor cantidad que el placer, o al contrario? Eso no lo puede calcular
nadie, ni importa tampoco el calcularlo. ¡Créeme! En el fondo no hay mas
que un remedio y un remedio individual: la acción. Todos los animales,
y el hombre no es mas que uno de ellos, se encuentran en un estado
permanente de lucha; el alimento tuyo, tu mujer, tu gloria, tú se lo
disputas a los demás; ellos te lo disputan a ti. Ya que nuestra ley es la
lucha, aceptémosla, pero no con tristeza, con alegría. La acción es todo,
la vida, el placer. Convertir la vida estática en vida dinámica; éste es el
problema. La lucha siempre, hasta el último momento, ¿por qué? Por
cualquier cosa.
-Pero no todos están a bastante altura para luchar -dijo Manuel.
-El motivo es lo de menos. El acontecimiento está dentro de uno
mismo. La cuestión es poner en juego el fondo de la voluntad, el instinto
guerrero que tiene todo hombre.
-Yo no lo siento, la verdad.
-Sí, tus instintos se funden en un sentimiento de piedad para los
demás; ¿no es verdad? No sientes el egoísmo fiero... Estás perdido.
Manuel se echó a reír.
Pasó Juan por el corredor.
-Este muchacho está mal -dijo Roberto-. Debía marcharse de Madrid;
al campo.
-Pero, no quiere.
-¿Trabaja mucho ahora?
-No; preocupado con esas cosas de anarquía, no hace nada. -¡Qué
Pío Baroja
176
lástima!
Se levantó Roberto y se despidió de la Salvadora muy afectuosamente.
-Crea usted que le envidio a Manuel -la dijo.
La Salvadora sonrió algo confusa.
Manuel acompañó a Roberto a la puerta.
-¿Sabes quién me persigue todos los días?
-¿Quién?
-Un señor Bonifacio Mingote. Creo que tú le conoces.
-Sí.
-Me habló pestes de la madre de Kate, sin saber quién era yo...
¡Figúrate! Yo me las eché de incomodado y ahora no hace mas que
escribirme cartas que yo no leo.
-¿Y qué es de él? ¿Cómo vive ahora?
-Creo que vive con una mujer que le pega y le hace barrer la casa.
-¡Él, que era tan conquistador!
-Sí, ¿eh?...; pues, ya ves: ha sido conquistado... Oye, te tengo que decir
una cosa -dijo Roberto en la puerta de la escalera.
-Usted dirá.
-Mira, no sé cuándo volveré a España; es muy posible que tarde,
¿sabes?
-Sí.
-He hablado con mi mujer y con mi suegra de ti, las he enterado de
cómo vivías; las he hecho un retrato de la Salvadora, y se han alegrado
mucho al saber que estabas bien; y las dos me han dicho que, en
recuerdo de su amistad, te quedes tú solo con la imprenta.
-Pero, eso no puede ser.
-¡No ha de poder ser! Aquí tienes la escritura de venta. Guárdala.
-¡Pero, es mucho dinero!
-¡Quia, hombre, qué ha de ser mucho dinero! Oye ahora un consejo.
Cásate cuanto antes con esa muchacha. ¡Adiós!
Y Roberto cogió la mano de Manuel, se la estrechó afectuosamente y
bajó las escaleras; luego, desde el portal, exclamó:
-¡Ah! Hay una advertencia; si al primer chico que tengas le llamas
Roberto, vendré desde Inglaterra a ser su padrino.
Manuel, sin salir aún de su asombro, volvió al comedor, al lado de la
Salvadora.
-Me ha regalado la imprenta -dijo.
-¡Eh!
-Sí. Esta es la escritura. Ya no tienes necesidad de trabajar tanto ni de
ahorrar. Es un barbián mi amigo, ¿verdad?
-Sí; es muy simpático.
-Y generoso.
-Debe serlo.
La lucha por la vida III. Aurora roja
177
-Y enérgico, ¿verdad?
-Sí.
De pronto, Manuel, con aire cómicamente desolado, dijo:
-¿Sabes que estoy celoso?
-¡Celoso! ¿De quién?
-De Roberto.
-¿Por qué?
-Porque le has oído con admiración.
-Es verdad -replicó burlonamente la Salvadora.
-¿Y a mí no me admiras?
-Ni pizca. Tú no eres enérgico...
-Ni tan guapo, ¡eh!...
-Es verdad.
-Ni tan listo...
-Claro que no.
-¿Y dices que me quieres?
-Te quiero, porque tengo mal gusto; te quiero así, brutito, feo, poco
enérgico.
-Entonces... déjame que te bese.
-No; cuando estemos casados.
-¿Y qué necesidad hay de esa farsa?
-Sí; por los hijos.
-¡Ah! ¿Tú quieres que tengamos hijos?
-Sí.
-¿Muchos?
-Sí.
-¿Y no te da miedo tener muchos hijos?
-No; para eso somos las mujeres.
-Entonces tengo que besarte; no hay más remedio. Te besaré con
respeto; ¿no quieres? Te besaré como a una santa. ¿No te convences
tampoco? Te besaré como si besara la bandera roja, ¿sabes?
La Salvadora vaciló y presentó la mejilla; pero Manuel la besó en los
labios.
Pío Baroja
VIII
La coronación - Las que encarecen los garbanzos
El final del señor Canuto
No se varió nada en la casa con el matrimonio, que se celebró sin
ceremonias de ninguna clase. Manuel estaba resplandeciente. El estado
de Juan era lo que turbaba su felicidad; le veía siempre inquieto, febril.
De noche, soñando, hablaba a gritos, y tosía continuamente hasta
romperse el pecho. Ya no tomaba las medicinas ni hacía caso de las
prescripciones del médico; salía a todas las horas, bebía aguardiente
para excitarse algo y se reunía con los amigos en la taberna de Chaparro.
Mientras tanto, Silvio Fernández Trascanejo maniobraba a sus anchas.
Se había ganado la confianza de todos los socios de La Aurora, y les
había hecho creer que había una conjuración revolucionaria terrible para
el día de la Coronación.
-Con que uno dé la señal -decía Fernández-, yo me echo al centro con
la gente de los barrios bajos.
El más convencido de todos era Juan.
-La cosa está hecha-le dijo el Madrileño a Manuel una vezAhora se va
a batir el cobre bien. Hay, además, setenta y dos compañeros que han
venido a Madrid. Están perseguidos de cerca por la policía española y
extranjera; pero no saben dónde se encuentran. Hemos recibido
instrucciones de Londres; nos pondremos a lo largo de la carrera a
esperar. Si podemos coger al rey vivo, mejor.
Juan estaba febril, deseando que llegara el momento; sus nervios, en
constante tensión, no le dejaban reposar un instante. Estaba dispuesto
a sacrificarse por la causa. Además, y esto le perdía, veía el
acontecimiento en artista. Veía la brillante comitiva de reyes, de
príncipes, de embajadores, de grandes damas, pasando por en medio de
las bayonetas, y se veía a él avanzando, deteniendo la comitiva con el
grito estridente de ¡Viva la Anarquía!
La noche antes del día de la fiesta, Juan no apareció por la casa.
Manuel fue a La Aurora, por ver si le encontraba.
179
Estaban allá el Inglés, Prats, el Madrileño y Silvio, que peroraba. No le
habían visto a Juan. En esto entró el Libertario, se acercó a Silvio, le
agarró de la solapa, y le dijo:
-Usted es un soplón y un polizonte. ¡Hala! Fuera de aquí.
Quedaron todos extrañados. Silvio, que estaba sentado, se levantó
dignamente, recibió, también dignamente un puntapié certero que la
arreó el Inglés, el del juego de bolos. Al llegar a la puerta de la taberna,
el hombre de los tres conejos en campo de azur se sintió hidalgo, recordó
su apellido, se volvió, hizo un corte de mangas a todos, y echó a correr
por el paseo de Areneros como un huracán, llevándose una mano atrás
y otra al sombrero, sin duda para que no se lo llevara el aire.
-Era un polizonte? -dijeron Prats y el Madrileño asombrados.
-Sí.
-¿Y todo lo que nos ha contado es mentira?
-Y tan mentira.
Al día siguiente no había venido Juan, y Manuel salió de casa. La
Salvadora quedó cosiendo, desazonada.
Era un día de mayo esplendoroso; un cielo azul; una tarde de oro. La
luz intensa, cegadora, vibraba llanamente en las colgaduras amarillas y
rojas, en las banderas, en los gallardetes, en los farolillos de las
iluminaciones.
Hormigueaba la gente por las calles. En los balcones y en las ventanas,
en las cornisas y en los tejados, en las tiendas y en los portales, se
amontonaban los curiosos. El sol reía en los trajes claros de las mujeres,
en los sombreros vistosos, en las sombrillas rojas y blancas, en los
abanicos que aleteaban como mariposas, y bajo el cielo azul de Prusia
todo palpitaba y refulgía y temblaba a la luz del sol con una vibración de
llama.
Manuel fue husmeando por entre la multitud; a veces, el gentío lo
llevaba a un lado, y tenía que estarse en la esquina de una calle, quieto,
durante algún tiempo.
Un temblor le iba y otro le venía, pensando que a cada momento podía
oír una explosión. Por fin, se hizo la masa menos compacta, y Manuel
pudo avanzar; la gente iba hacia la carrera de San Jerónimo.
-¿Ha pasado algo? -dijo Manuel a un municipal.
-No.
-¿Por qué va la gente hacia allá?
-Para ver otra vez al rey.
-¿Tiene que volver a pasar por aquí?
-Sí.
Manuel avanzó hasta ponerse en primera fila, cerca de los soldados, en
la calle Mayor. Miró a todas partes por si veía a Juan o a alguno de los
compañeros. No vio a nadie.
Pío Baroja
180
No tardó mucho en estar la comitiva de vuelta: A la entrada de la
carrera de San Jerónimo se veía avanzar la tropa de jinetes que abría el
paso.
La muchedumbre, mal contenida por los guardias civiles, avanzaba en
oleadas; pasaban por entre los caballos, hombres y mujeres
congestionados, rojos, sudando. Los soldados que formaban la carrera
hacían retroceder a la gente con la culata de sus fusiles.
Comenzó a pasar la comitiva por entre las filas de soldados y los
cuchillos del mauser, que refulgían al sol; aparecieron los palafreneros a
caballo, abriendo la marcha, con sus trajes vistosos, de casaca, media
blanca y sombrero de tres candiles; luego, siguieron varios coches, de
concha y de laca pintados y dorados, con sus postillones a la grupa y sus
lacayos tiesos, empelucados, llenos de galones, y los caballos hermosos,
de movimientos petulantes, con penachos blancos y amarillos. Después
de estos coches de respeto, pasaron otros también dorados, ocupados
por señoras ajadas, adornadas con diademas, con el traje cubierto por
montones de perlas, acompañados por hombres de aire insignificante,
enfundados en uniformes vistosos, con el pecho llego de cruces y de
placas...
-¿Quiénes son? -preguntó Manuel.
-Serán diputados o senadores.
-No -repuso otro-; éstas son mayordomos de Palacio. Criados
elegantes.
Dos viejas gordas, sudorosas, vociferando, peleándose con la gente,
llegaron hasta ponerse en primera fila.
-Ahora veremos bien -dijo una de ellas.
-¿Ve usted esas que pasan por ahí? -dijo un aprendiz con sorna,
señalando a las damas con el dedo-. Pues esas son las que hacen subir
los garbanzos.
-Y que el pueblo no pueda vivir -añadió un hombre de malas trazas.
-¡Qué feas son! -murmuró una de las viejas gordas a su compañera.
-No, que serán guapas -replicó el aprendiz-. Con esa señora se podría
poner una carnicería -añadió, señalando con el dedo una anciana y
melancólica ballena que iba en un coche suspendido por muelles.
-Y tó lo llevan al aire -siguió diciendo la vieja a su compañera, sin hacer
caso de las observaciones del muchacho.
-Pa que no las entre la polilla -replicó el aprendiz.
-Y tien las tetas arrugás.
-No, que las tendrán duras.
-¿Y esas señoras son las ricas? -preguntó la lugareña a Manuel, muy
preocupado.
-Sí.
-Parece que tienen cara de no haberse desayunado nunca. ¿Verdad,
La lucha por la vida III. Aurora roja
181
usted? -preguntó el aprendiz en serio.
-Ya vienen, ya vienen.
Se estrechó más la gente. Manuel tembló. Pasaron las infantas en sus
coches, con los caballerizos a los lados; luego, los príncipes de Asturias.
-¡Ahí va Caserta! -se oyó decir.
Luego del coche de los príncipes vino otro vacío, después unos cuantos
soldados de la Escolta Real y el rey, la reina y una infanta.
El rey saludaba militarmente, hundido en el coche, con el aire fatigado
e inexpresivo.
La regente, rígida, miraba a la multitud con indiferencia, y sólo en los
ojos de la infanta, de tez morena, había un relámpago de vida y alegría.
-Qué delgado está.
-Parece enfermo -se oía decir a un lado y a otro.
Pasó todo el cortejo; la masa de gente se hizo más permeable. Manuel
pudo acercarse a la esquina de la calle Mayor, y en ella se encontró con
el señor Canuto. Por el brillo de las mejillas le pareció que debía estar
borracho.
-¿Qué hay? -le dijo Manuel-. ¿De dónde viene usted?
-De Barcelona.
-¿Ha visto usted a Juan?
-Ahí está, en la calle Mayor.
-¿No ha pasado nada?
-¿Te parece poco? Se ha acabado el reinado de María Cristina -dijo el
señor Canuto en voz alta-. Esta buena señora tendrá muchas virtudes;
pero lo que es suerte, no nos ha dado muy buena a los españoles. ¡Vaya
un reinado! Miles de hombres muertos en Cuba, miles de hombres
muertos en Filipinas, hombres atormentados en Montjuich, inocentes
como Rizal fusilados, el pueblo muriéndose de hambre. Por todas partes
sangre... miseria... ¡Vaya un reinado!...
Manuel abandonó al señor Canuto en su peroración y se dirigió a la
esquina de la calle Mayor.
Juan estaba pálido y sin fuerzas, formando un grupo con Prats, Caruty
y el Madrileño.
Estos dos últimos, borrachos, gritaban y escandalizaban.
-Vamos, tú -le dijo Manuel a Juan-. Esto se ha terminado.
Volvieron todos por la Puerta del Sol y se encontraron con el Libertario
y con el señor Canuto.
-¿No decía yo que no pasaría nada? -dijo el Libertario
sarcásticamente-. Yo no sé qué ilusiones os habíais hecho vosotros.
Nada. Los terribles revolucionarios que iban a pedir cuenta al gobierno
de los miles de hombres sacrificados en Cuba y Filipinas para sostener
la monarquía, modelos de corrección y de sensatez, se han marchado de
Madrid a derrochar su oratoria fanfarrona por los rincones de provincias.
Pío Baroja
182
Nada. Esto es la sociedad española, este desfile de cosas muertas ante la
indiferencia de un pueblo de eunucos.
El Libertario tenía una exaltación fría.
-Aquí no hay nada -siguió diciendo burlonamente-;esto es una raza
podrida; esto no es un pueblo; aquí no hay vicios ni virtudes, ni pasiones;
aquí todo es m... -y repitió la palabra dos o tres veces-. Política, religión,
arte, anarquismo, m... Puede ese niño abatido y triste recorrer su ciudad.
Lo puede hacer y puede andar, si quiere, a latigazos con esta morralla.
Ese rebaño de imbéciles no se incomodará.
-¡Tienes razón! -exclamó el señor Canuto.
En esto cruzó la Puerta del Sol, entre la gente, un batallón. Sonaban
estrepitosamente los tambores, brillaban las bayonetas y los sables. Al
llegar frente a la calle del Arenal la banda comenzó a tocar un pasodoble.
Se pararon.
-Aquí está la mili, como siempre, haciendo la pascua -dijo el señor
Canuto.
Al pasar la bandera los soldados se cuadraban; el teniente decía:
¡Firmes!, y saludaba con el sable.
-El trapo glorioso -exclamó alto el señor Canuto-; el símbolo del
despotismo y de la tiranía.
Un teniente oyó la observación y se quedó mirando al viejo
amenazadoramente.
Caruty y el Madrileño intentaron cruzar por en medio de los soldados.
-No se puede pasar -dijo un sargento.
-Estos sorchis, porque visten con galones -dijo el Madrileño-, ya se
figuran que son superiores a nosotros.
Pasó una bandera y dio la coincidencia de que se parara delante de
ellos.
El teniente se acercó al señor Canuto:
-Quítese usted el sombrero -le dijo.
-¿Yo?
-Sí.
-No me da la gana.
-Quítese usted el sombrero.
-He dicho que no me da la gana.
El teniente levantó el sable.
-¡Eh, guardias! -gritó-. ¡Prendedle!
Un hombre bajito, de la policía secreta, se echó sobre el señor Canuto.
-¡Muera el ejército! ¡Viva la Revolución social! ¡Viva la Anarquía! -gritó
el viejo, temblando de emoción y levantando el brazo en el aire.
Luego ya no se le vio; desapareció entre la multitud; unos polizontes se
arrojaron sobre él; los guardias civiles metieron sus caballos entre la
gente... Juan intentó ir en socorro del viejo; pero le faltaron las fuerzas,
La lucha por la vida III. Aurora roja
183
y se hubiera caído si no le hubiera agarrado Manuel. Éste fue
sosteniéndole hasta sacarle de en medio del gentío. Pasaron entre los
caballos y los coches amontonados en la Puerta del Sol. Juan iba
poniéndose muy pálido.
-Ten fuerza un momento, ya vamos a salir -le decía Manuel.
Llegaron a la acera y tomaron un coche. Cuando pararon delante de su
casa, en la calle de Magallanes, Juan estaba desmayado y tenía las ropas
llenas de sangre.
Pío Baroja
IX
La noche - Los cuervos - Amanece - Ya estaba bien
Habla el Libertario
Al llegar, Manuel tomó en brazos a Juan y le subió a su casa.
La Ignacia y la Salvadora, al verle en aquel estado, preguntaron
desoladas:
-¿Qué ha sido? ¿Qué ha sido?
-Nada, que le ha dado un vómito y no sé cómo no se ha muerto. Está
desmayado.
Le desnudaron entre los tres, le pusieron botellas de agua caliente y
llamaron al médico. Le dio éste una poción de morfina, porque de cuando
en cuando el enfermo seguía tosiendo y echando sangre.
-¿Cómo está? -le preguntó la Salvadora al médico.
-Mal, muy mal. Hay una depauperación grande y la enfermedad se
encuentra muy avanzada. No puede resistir más que días.
Se marchó el médico, se tranquilizó Juan, y pasó toda la noche
durmiendo, con un sueño tranquilo. A veces, su respiración se hacía
bronca y sibilante; otras, de su pecho salía un gorgoteo, como él del agua
al salir de una botella. Pasaban minutos en que parecía que ya no
alentaba, hasta que un suspiro profundo normalizaba de nuevo la
respiración.
La Salvadora y Manuel pasaron toda la noche en el cuarto, observando
al enfermo.
Por la mañana, la Ignacia salió de casa a oír misa.
-Vete tú también a la imprenta -dijo la Salvadora a Manuel-; si pasa
algo, ya te avisaré.
Al volver de la calle la Ignacia, dijo con cierto misterio a la Salvadora.
-¿Se ha marchado Manuel?
-Sí.
-Me alegro.
-¿Por qué?
-Porque he avisado un cura para que confiese a Juan. El pobre lo está
deseando. ¡Como ha sido seminarista! Pero no se atreve a pedirlo.
185
Quedó la Salvadora azorada con la noticia.
-¿Pero sabes tú si él querrá confesarse? -preguntó.
-Sí, ya lo creo. Se lo diremos nosotras.
-Yo, no; yo, no se lo digo.
-Pues se lo diré yo.
Y la Ignacia se acercó a la cama.
-No, no le despiertes.
-Déjame.
En aquel momento sonó la campanilla de la casa.
-Aquí está -dijo la Ignacia.
Al ruido de abrir y cerrar la puerta, Juan abrió los ojos, y al ver a la
Salvadora sonrió.
-Siento una gran debilidad, pero estoy muy a gusto. ¿He dormido
mucho rato? -preguntó.
-Sí, todo el día. Nos has dado un susto grande -balbuceó la Salvadora-,
y la Ignacia, como es así, ha llamado a un cura, y está ahí.
-El rostro de Juan se demudó.
-¿Está ahí? -preguntó intranquilo.
-Sí.
-No lo dejes entrar. ¡Defiéndeme, hermana mía! Quieren turbar mis
últimos momentos. ¡Defiéndeme!
Y Juan buscó la mano de la Salvadora.
-No tengas cuidado -dijo ella-. Si no quieres, no entrará. -No, no;
nunca.
-Espera un momento, le voy a decir que se vaya.
Salió la Salvadora al comedor. Un cura alto, flaco, huesudo, con una
sotana raída, paseaba de arriba a abajo.
-Permítame usted, señor cura -le dijo la Salvadora.
-¿Qué quieres, hija mía?
-Mire usted, señor cura, mi cuñado nos ha dado un susto grande.
Creíamos que se iba a morir; por eso su hermana le ha avisado a usted;
pero ahora ya ha pasado el peligro y no queremos asustarle.
-¿Asustarle? -repuso el cura-; no, al revés: se tranquilizará.
-Es que ha tomado hace poco una medicina y está entontecido. -No
importa, no importa; me han dicho que es un chico muy bueno, pero de
ideas avanzadas, antirreligiosas; además, ha sido seminarista y es
necesario que se retracte.
Y el cura trató de pasar a la alcoba.
-No entre usted, señor cura -murmuró la Salvadora.
-Mi obligación es salvar su alma, hija mía.
-Entonces, espere usted un momento; yo le hablaré de nuevo -replicó
ella.
Y entrando en la alcoba cerró la puerta con llave.
Pío Baroja
186
-¿Se ha marchado? -la preguntó Juan débilmente.
-Sí.
-¡Defiéndeme, hermana mía! -gimió el enfermo-; que no entre nadie
mas que mis amigos.
-Nadie entrará -repuso ella.
-¡Gracias! ¡Gracias! -murmuró él; y volviéndose de lado, añadió-: Voy a
seguir con mi sueño.
De cuando en cuando la Ignacia, con voz imperiosa, llamaba a la
puerta de la alcoba; pero Juan apenas oía y la Salvadora no contestaba.
-Si vieras -murmuró el enfermo- las cosas que he soñado esta noche.
¡Oh, qué sueños tan hermosos!
En esto se oyó un murmullo de voces; luego llamaron más fuerte a la
puerta de la alcoba.
-Abre, Salvadora -dijo la voz de Manuel.
Abrió ella y Manuel entró de puntillas en el cuarto.
-Ya se ha marchado -advirtió en voz baja.
-Tu mujer es una mujer valiente -murmuró sonriendo Juan-; le ha
despedido al cura que venía a confesarme.
Juan tendió una mano a la Salvadora y otra a Manuel.
-Nunca he sido tan feliz -dijo-. Parece que la proximidad de la muerte
ha de ser terrible, ¿verdad? Pues yo la veo venir como una cosa tan vaga,
tan dulce...
Durante todo el día Juan estuvo hablando con sus hermanos de la
infancia, de sus ideas, de sus sueños...
Los Rebolledos estaban en el comedor por si se ofrecía algo.
Al anochecer se oyó una aldabada discreta, se cerró recatadamente la
puerta y alguien subió salvando de dos en dos los escalones. Era el
Libertario, que venía a enterarse de lo que pasaba. Al saber el estado de
Juan, hizo un ademán de desesperación.
Contó que el señor Canuto estaba en el hospital, gravísimo. Le habían
dado sablazos en la cabeza y en la espalda. Tenía una conmoción
cerebral y probablemente moriría.
-¿Va usted a entrar a ver a Juan? -le preguntó Perico Rebolledo.
-No; voy a avisar a los amigos y luego volveré.
Salió el Libertario corriendo, y al poco rato volvió, acompañado de
Prats, del Bolo, y del Madrileño.
Pasaron los cuatro a la alcoba. Juan estaba cansado de hablar y sentía
una gran debilidad. Alargó la mano a los amigos, y murmuró:
-Ahora estoy soñando cosas hermosas, muy hermosas. ¡Adiós,
compañeros! Yo he cumplido mi misión, ¿verdad?... Seguid trabajando.
Ahí os dejo mis papeles... Si creéis que son útiles para la idea,
publicadlos... ¡Adiós!
Se quedaron los anarquistas en el comedor charlando. Dejaron el
La lucha por la vida III. Aurora roja
187
balcón abierto. De la taberna alguien había dado la noticia al círculo de
la gravedad de Juan, y de vez en cuando se acercaba alguno a la casa, y
desde la misma calle gritaba:
-¿Eh?
-¿Quién es? -decía Prats o el Libertario saliendo al balcón.
-¡Salud, compañero!
-¡Salud!
-¿Cómo está Juan?
-Mal.
-¡Qué lástima! Vaya..., ¡salud!
-¡Salud!
Al cabo de un rato se repetía lo mismo.
La Salvadora y Manuel estaban en el cuarto de Juan, que divagaba
continuamente. Sentía el enfermo la preocupación de ver la mañana, y a
cada paso preguntaba si no había amanecido.
Tenían abiertas las contraventanas por orden de Juan. A las cuatro
empezó a amanecer; la luz fría de la mañana comenzó a filtrarse por el
cuarto. Juan durmió un rato y se despertó cuando ya era de día.
En el cielo azul, con diafanidades de cristal, volaban las nubes rojas y
llameantes del crepúsculo.
-Abrid el balcón -dijo Juan.
Manuel abrió el balcón.
-Ahora, levantadme un poco la cabeza.
Metió la Salvadora el brazo por debajo de la almohada y le irguió la
cabeza. Luego le colocaron un almohadón debajo para que estuviera más
cómodo.
Ya el sol de una mañana de mayo, brillante como el oro, iba
iluminando el cuarto.
-¡Oh! Ahora estoy bien -murmuró el enfermo.
El reflejo rojo del día daba en el rostro pálido del enfermo. De pronto
hubo una veladura en sus pupilas, y una contracción en la boca.
Estaba muerto.
La Salvadora y la Ignacia vistieron a Juan, que había quedado como
un esqueleto. Quitaron la mesa del comedor y allí pusieron el cadáver.
Su rostro, después de la muerte, tomó una expresión de serenidad
grande.
Durante todo el día no pararon de ir y venir compañeros. Entraban,
hablaban en voz baja y se marchaban entristecidos.
Por la noche se reunieron más de doce personas a velar al muerto.
Manuel entraba también a contemplarle.
¡Quién le había de decir que aquel hermano a quien no había visto en
tanto tiempo iba a dejar una huella tan profunda en su vida!
Recordaba aquella noche de su infancia, pasada junto a su madre
Pío Baroja
188
muerta. El mismo flujo tumultuoso de pensamientos le sobrecogían.
¿Qué hacer?, pensaba. Se ha hundido todo. ¿Es que ya no quedaba en
la vida cosa digna de ser deseada? ¿Es que ya no había más plan que
hundirse para siempre en la muerte?
-¡Te has ido al otro mundo con un hermoso sueño -y miraba el cadáver
de Juan-,con una bella ilusión! Ni los miserables se levantarán, ni
resplandecerá un día nuevo, sino que persistirá la iniquidad en todas
partes. Ni colectiva ni individualmente podrán libertarse los humildes de
la miseria, ni de la fatiga, ni del trabajo constante y aniquilador.
-¡Acuéstate! -dijo la Salvadora a Manuel, viéndole tan excitado.
Estaba rendido y se tendió en la cama.
Tuvo un sueño extraño y desagradable. Estaba en la Puerta del Sol y
se celebraba una fiesta, una fiesta rara. Llevaban en andas una porción
de estatuas; en una ponía: «La Verdad»; en la otra, «La Naturaleza»; en la
otra, «El Bien»; tras ellas iban grupos de hombres de blusa con una
bandera roja. Miraba Manuel asombrado aquella procesión, cuando un
guardia le dijo:
-¡Descúbrete, compañero!
-¿Pues qué es lo que pasa? ¿Qué procesión es ésta?
-Es la fiesta de la Anarquía.
En esto pasaron unos andrajosos, en los cuales Manuel reconoció al
Madrileño, Prats y al Libertario, y gritaron: « ,Muera la Anarquía!», y los
guardias los persiguieron y’ fueron dándoles sablazos por las calles.
Enredado en este sueño le despertó la Salvadora.
-Está la policía -le dijo.
Efectivamente, a la puerta había un hombre bajito, de barba, elegante,
acompañado de otros dos.
-¿Qué quiere usted? -le dijo Manuel.
-Tengo entendido que hay una reunión de anarquistas aquí y vengo a
hacer un registro.
-¿Trae usted auto del juez?
-Sí, señor. Traigo también orden de prender a Juan Alcázar.
-¡A mi hermano! Ha muerto.
-Está bien; pasemos.
Entraron los tres policías en el comedor sin quitarse el sombrero. Al
ver la gente allí reunida, uno de ellos preguntó:
-¿Qué hacen ustedes aquí?
-Estamos velando a nuestro compañero -contestó el Libertario-. ¿Es
que está prohibido?
El principal de los polizontes, sin contestar, se acercó al cadáver y lo
contempló un instante.
-¿Cuándo lo van a enterrar? -preguntó a Manuel.
-Mañana a la tarde.
La lucha por la vida III. Aurora roja
189
-Es usted su hermano, ¿verdad?
-Sí.
-A usted le conviene que no haya atropellos, ni escándalos, ni ninguna
manifestación en el entierro.
-Está bien.
-Nosotros haremos lo que nos parezca-dijo el Libertario.
-Tenga usted cuidado de no ir a la cárcel.
-Eso lo veremos -y el Libertario metió la mano en el pantalón y agarró
su revólver.
-Bueno -dijo el polizonte, dirigiéndose a Manuel-; usted es hombre de
buen sentido y atenderá mis indicaciones.
-Sí, señor.
-¡Buenas noches! -saludaron los policías.
-¡Buenas noches! -contestaron los anarquistas.
-Cochina rasa -gruñó Prats-. Este maldito pueblo había que quemarlo.
Todos hablaron en el mismo sentido. Odio eterno, eterna execración
contra la sociedad.
Por la mañana algunos se fueron al trabajo, y quedaron Prats, el
Libertario y Manuel. Estaban hablando cuando se presentó en el cuarto
la Filipina.
La Salvadora la dejó pasar. Había estado en el hospital, enferma. Se le
notaba la enorme palidez en los labios y en los ojos. Le habían operado
a la pobre y olía de un modo insoportable a yodoformo. Entró, tocó la
cara del cadáver con las manos y empezó a llorar. Manuel la contempló
con melancolía. Aquella tristeza de animal en los ojos, el cuerpo débil, las
entrañas quemadas por el cirujano...
-¡Maldita vida! -murmuró-. Había que reducirlo todo a cenizas.
Salió la Filipina y a la media hora volvió con lirios blancos y rojos, y los
echó en el suelo delante de la caja.
A las dos era el entierro, y para antes de esta hora había ya un grupo
grande en la calle de Magallanes. Al dar las dos, Perico Rebolledo, Prats,
el Libertario y el Bolo sacaron la caja en hombros y la bajaron hasta el
portal. Un amigo de Prats echó una bandera roja encima del ataúd y se
pusieron todos en marcha. Cruzaron por entre callejuelas hasta salir al
paseo del Cisne. Iban allá a dejar la caja en el coche, cuando cuatro
mujeres, a quienes Manuel no conocía, les sustituyeron, y siguió el
cortejo. Las cuatro, con el mantón terciado, braceaban garbosamente. En
la Castellana la gente se paraba a mirarles. En el barrio de Salamanca
pusieron la caja en el coche y siguió todo el cortejo a pie. Al pasar de las
Ventas, en el camino del Este, por detrás de cada loma, salía una pareja
de municipales, y cerca del cementerio había un piquete de guardias a
caballo.
Entraron los obreros en el cementerio civil, colocaron la caja al borde
de la fosa y la rodearon los acompañantes.
Estaba anocheciendo; un rayo de sol se posó un instante sobre la
lápida de un mausoleo. Se bajó con cuerdas la caja. El Libertario se
acercó, cogió un puñado de tierra y lo echó a la hoya; los demás hicieron
lo mismo.
-Habla -le dijo Prats al Libertario.
El Libertario se recogió en sí mismo pensativo. Luego, despacio, con
voz apagada y temblorosa, dijo:
-Compañeros: Guardemos en nuestros corazones la memoria del
amigo que acabamos de enterrar. Era un hombre, un hombre fuerte con
un alma de niño... Pudo alcanzar la gloria de un artista, de un gran
artista, y prefirió la gloria de ser humano. Pudo asombrar a los demás, y
prefirió ayudarlos... Entre nosotros, llenos de odios, él sólo tuvo cariños;
entre nosotros desalentados, él sólo tuvo esperanzas. Tenía la serenidad
de los que han nacido para afrontar las grandes tempestades. Fue un
gran corazón, noble y leal...; fue un rebelde, porque quiso ser un justo.
Conservemos todos en la memoria el recuerdo del amigo que acabamos
de enterrar..., y nada más. Ahora, compañeros, volvamos a nuestras
casas a seguir trabajando.
Los sepultureros comenzaron a echar con presteza paletadas de tierra,
que sonaron lúgubremente. Los obreros se cubrieron y, en silencio,
fueron saliendo del camposanto. Luego, por grupos, volvieron por la
carretera hacia Madrid. Había oscurecido.

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