BLOOD

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miércoles, 27 de julio de 2011

¿Quién Hay Ahí?














John W. Campbell, Jr.


¿Quién Hay Ahí?

¿QUIÉN HAY AHÍ?

John W. Campbell, Jr.






Filmada como EL ENIGMA DE OTRO MUNDO (RKO, 1951).



La idea original para El enigma de otro mundo apareció en el número de agosto de 1938 de la revista Astounding Stones. El prolífico director de esa revista, John W. Campbell, Jr., escribió esta impresionante historia con el seudónimo de Don A. Stuart (por su esposa, Donna Stuart), y se convirtió en un éxito inmediato.
Mas de una docena de años más tarde, al principio de la era nuclear, el notable director–productor Howard Hawks realizó su propio tratamiento para la versión cinematográfica de esta historia clásica de invasión alienígena Las dos versiones son tan distintas que una comparación directa es totalmente imposible, y sería difícil decidir cual de las dos es más excitante.
En la novela, la tensión gira en torno a la habilidad de la Cosa de cambiar de forma y asumir la identidad de los humanos, tras eliminar convenientemente a los originales. Así, destruir al monstruo se convierte en algo más bien secundario ante la necesidad de identificarlo.
La idea del "camaleón alienígena" fue aparentemente desechada por el guionista Charles Laderer, que prefirió en vez de ello instilar en la criatura cinematográfica la terrible habilidad de reproducirse a sí misma a un ritmo sorprendentemente acelerado.
En el primer borrador del guión, el monstruo se parecía mucho a la descripción original de Campbell de un giboso antropoide con tres ojos, pelo azul parecido al caucho y tentáculos afilados cómo navajas. Sin embargo, en posteriores reescri­turas, la apariencia de la Cosa fue definitivamente cambiada a la de un gigantesco y calvo humanoide parecido a Frankenstein. Puede que eso no hiciera mucho por mejorar la historia, pero hizo maravillas con la carrera del futuro Sheriff Dillon, James Arness..., que por aquel entonces fue elegido entre cientos de aspirantes para interpretar el poco usual papel de invasor del espacio.
El alto actor de metro noventa de estatura fue tan solo el primero de una serie que reflejó la multitud de “Cosas” que podían invadirnos durante el boom de películas de ciencia ficción de los años 50. ¿Quién está ahí? y el film que inspiró desplegaron un número incontable de otras criaturas en películas con títulos tan espeluznantes como El hombre del planeta X, Invasores de Marte y Vino del espacio exterior.
Pero espectadores y críticos están de acuerdo en que ninguno de esos ensayos posteriores igualó la fuerza combinada de la novela base de John Campbell y la compulsiva versión cinematográfica de Howard Hawks.



* * *
¿Quién hay ahí?

John W. Campbell, Jr.



1

Aquello hedía. Con un hedor extraño, el hedor de una mezcla de olores que sólo conocen las cabañas sumergidas en los hielos de un cam­pamento antártico, y en el que se advierten el olor a sudor humano y el denso dejo a aceite de pescado de la esperma de foca derretida. Un dejo a linimento combatía el rancio hedor a pieles impregnadas de sudor y de nieve. El acre olor a grasa de cocinar quemada y el olor animal y no desa­gradable de los perros, diluidos por el tiempo, se cernían en el aire.
Los olores a aceite de máquina que subsistían contrastaban clara­mente con el de los arneses y cueros. Pero, en cierto modo, entre todo aquel hedor a seres humanos y a sus compañeros —los perros, las máquinas y la cocina— se percibía otra tonalidad. Era algo raro, asfixiante, el dejo apenas perceptible de un olor extraño entre los olores de la industria y de la vida: Y era un olor a vida. Pero provenía del objeto que yacía atado con cuerdas y lona embreada sobre la mesa, goteando lenta y metódicamente sobre los pesados tablones, húmedo y delgado bajo el res­plandor sin pantalla de la luz eléctrica.
Blair, el pequeño biólogo calvo de la expedición, tiró nerviosamente de la envoltura, descubriendo el hielo límpido y oscuro que había debajo y reintegrando luego a su lugar la lona embreada, con gesto de impaciencia. Sus pequeños movimientos de pájaro y su reprimida ansiedad hacían bailar su sombra sobre la orla de la ropa interior de un gris sucio que pendía del bajo cielo raso, y sobre su orla ecuatorial de cabello erizado y gris en torno de su pelado cráneo, formando una cómica aureola.
El comandante Garry se adelantó hacia la mesa. Lentamente, sus ojos rastrearon los círculos de hombres apretujados en la Casa de la Administración. Su cuerpo alto y erecto concluyó de erguirse y asintió.
—Treinta y siete. Todos están aquí.
Hablaba en voz baja, pero ostentaba la clara autoridad de un comandante nato, de un comandante que no sólo lo es por su título.
—Ustedes conocen en líneas generales lo que hay en la trastienda de este descubrimiento de la expedición del Polo Secundario. He estado conferenciando con el segundo comandante McReady y con Norris, así como con Blair y el doctor Copper. Hay una diferencia de opiniones, y como esto involucra a todo el grupo conviene que todo el personal de la expedición se ocupe del asunto.
“Voy a pedirle a McReady que les proporciones los detalles, ya que ustedes han estado demasiado atareados con sus respectivos trabajos para seguir de cerca los esfuerzos de los demás. ¿McReady?
Al surgir del segundo término, donde se cernía el azul del humo, McReady parecía una figura de algún mito olvidado, una estatua de bronce dotada de vida y que caminaba: Media metro noventa, y cuando se detuvo junto a la mesa, después de una mirada característica hacia arriba para cerciorarse de que tenía espacio suficiente bajo las cortas vigas del techo, se irguió. Llevaba aún su chaqueta, resistente y de un anaranjado detonante, pero que dada su enorme complexión física no parecía fuera de lugar. Aun allí, a metro y medio por debajo del viento que zumbaba sobre la desolada extensión antártica, penetraba el frío del continente helado y daba sentido a la aspereza del hombre. Y McReady era de bronce: su barba, de un rojo broncíneo, y la roja cabellera a tono con ella. Las nudosas manos que se crispaban y descansaban continuamente sobre los tablones de madera, eran de bronce. Hasta los hundidos ojos, bajo aquellas gruesas cejas, tenían tonalidades broncíneas.
La durabilidad del metal, que resistía al tiempo, se revelaba en los ásperos y duros contornos de su rostro y en los suaves tonos de su grue­sa voz.
—Norris y Blair están de acuerdo en una cosa: en que el ser que hemos hallado aquí no es... de origen terrestre, Norris teme que pueda haber pe­ligro en eso; Blair dice que no lo hay.
“Pero volveré a explicar cómo y por qué lo encontramos. Según todo lo que se sabía antes de que viniéramos aquí, parece ser que este punto se halla exactamente sobre el polo magnético sur de la Tierra. La brújula no apunta directamente hacia aquí, como todos ustedes saben. Los instrumentos más delicados de los físicos, especialmente diseñados para esta expedición, y su estudio del polo magnético, percibieron un efecto secundario, una influencia magnética secundaria y menos poderosa a unos ciento treinta kilómetros al sudoeste de aquí.
“La expedición magnética secundaria salió a investigar. No hay nece­sidad de detalles. Lo hallamos, pero no era el enorme meteorito ni la fuente magnética que esperaba encontrar Norris. La ganga de hierro es magnética, como ustedes saben: el hierro, con tanto mayor motivo..., y ciertos aceros especiales, más magnéticos aún. A juzgar por las indi­caciones superficiales, el polo secundario que encontramos era pequeño, tan pequeño que su efecto magnético era ridículo. Ningún material mag­nético concebible podía causarlo. Los sondeos del hielo indicaron que estaba dentro de los treinta metros de la superficie del ventisquero.
“Creo que ustedes deben conocer la estructura del lugar. Hay una ancha meseta, una extensión llana que llega a más de doscientos treinta kilómetros al sur de la estación secundaria, según dice Van Wall. Él no tuvo tiempo ni combustible para volar más lejos, pero aquella meseta se extendía con la misma lisura hacia el sur. Ahí mismo, donde estaba enterrado eso, había un cerro hundido en el hielo, una muralla de granito que había impedido que los hielos se arrastraran hacia el sur.
“Acampamos durante doce días allí, en el borde de esa cordillera hun­dida en el hielo. Cavamos nuestro campamento en el azul hielo que for­maba la superficie. Pero durante doce días consecutivos el viento sopló a 70 kilómetros por hora: Llegó hasta los 80 y bajó a los 60. La temperatura era de 63 grados bajo cero. Aumentó a 60 y bajó a 68. Aquello era meteorológicamente imposible y prosiguió en forma ininterrumpida durante doce días y doce noches.
“Más al sur, el aire helado de la meseta polar del sur surge de ese cuenco de 6.000 metros, baja por un desfiladero de la montaña, pasa por sobre un glaciar y sigue hacia el norte. Debe de haber una cordillera que forma túnel y lo encauza, y lleva ese aire helado por espacio de 600 kilómetros hasta dar con la pelada meseta donde encontramos el polo secun­dario, y a 550 kilómetros más al norte llega al océano Antártico.
“Allí siempre ha habido hielos, desde que la Antártida se heló hace veinte millones de años. Nunca debe de haberse producido un deshielo.
“Hace veinte millones de años, la Antártida estaba empezando a helarse. Pero practicamos investigaciones y bosquejamos conjeturas. Lo que sucedió fue poco más o menos esto:
“Algo bajó del espacio, una nave. La vimos allí, en el hielo azul: era algo así como un submarino sin torrecilla ni timones orientadores, de 90 metros de longitud y 15 de diámetro en su parte más gruesa.
“Aquello bajó del espacio, impulsado y llevado por fuerzas que los hombres no han descubierto aún, y no sé cómo, quizás algo funcionó mal, quedó atrapado en el campo magnético de la Tierra. Vino aquí, al sur, sin gobierno probablemente, circunvalando el polo magnético. Hubo proba­blemente una fuerte nevada, así como un acarreo de materiales de los ventisqueros, y volvió a nevar mientras el continente se helaba: El torbellino debió de ser allí particularmente fuerte, ya que el viento lanzaba un compacto manto blanco sobre el borde de esa montaña, ahora enterrada.
“La nave chocó al avanzar con una masa de granito y quedó destrozada. Aunque no murieron todos los pasajeros, el aparato debió de quedar estropeado y su mecanismo de impulsión bloqueado. Norris cree que lo atrapó el campo magnético de la Tierra.
“Uno de los pasajeros salió de la nave. El viento que soportamos allí nunca bajó de los 41 kilómetros por hora y la temperatura nunca excedió los —60º. Luego, el viento debió arreciar. Y la nevada caía en maciza sábana. Ese ser debió de extraviarse a diez pasos de distancia.
McReady hizo una breve pausa, y su grave y firme voz dejó paso al zumbido del viento en las alturas y al incómodo y malicioso gorgoteo en la chimenea del hornillo de la cocina.
El viento, un viento ventisquero, soplaba en lo alto. Ahora, la nieve recogida por las murmurantes ráfagas caía en líneas parejas y cegadoras sobre la parte delantera del sepultado campamento. Si un hombre salía de los túneles que unían los edificios subterráneos del campamento, se perdía a diez pasos de distancia. Afuera, el dedo delgado y negro del mástil radio telefónico se erguía a 100 metros de altura, y más arriba estaba el claro cielo nocturno. Un cielo de viento débil y gimiente que cubría el manto lamiente y enroscado del alba. Y, al norte, llameaban en el horizonte los extraños y airados colores del crepúsculo de la medianoche. Eso era la primavera a 100 metros de altura sobre la Antártida.
En la superficie, estaba la muerte blanca. Una muerte en que los dedos, helados y rígidos como agujas, rehuían el viento y absorbían el calor de todas las cosas tibias. El frío... y una blanca niebla del inter­minable nevar de los ventisqueros, de las muy finas partículas de nieve que lo lamían todo y oscurecían todas las cosas.
Kinner, el pequeño cocinero con cicatrices en el rostro, se estremeció. Cinco días antes había salido a la superficie para ir a un escondrijo de carne helada. Llegó a él, inició el regreso... y, de pronto, surgió del sur el viento ventisquero. La fría y blanca muerte que cruzaba el suelo lo cegó en veinte segundos. Prosiguió la marcha a ciegas, describiendo círculos. Transcurrió media hora antes de que unos hombres, guiados desde abajo con una cuerda, lo hallaran en la impenetrable lobreguez.
Le era fácil a un hombre —o a un ser— extraviarse a diez pasos.
—Y el viento era entonces, probablemente, más impenetrable de lo que creemos.
La voz de McReady le evocó a Kinner el bienvenido y húmedo calor del edificio de la administración.
—El pasajero de la nave tampoco estaba preparado, según parece. Se heló a tres metros del misterioso aparato.
“Cavamos para encontrar la nave y nuestro túnel dio por casualidad con aquel ser... helado. El hacha para el hielo de Barclay le golpeó el cráneo.
“Cuando vimos lo que era, Barclay volvió al tractor y encendió el fuego y, cuando empezó la presión del vapor, llamó a Blair y al doctor Copper. El propio Barclay estaba enfermo, entonces. En realidad, estuvo enfermo durante tres días.
“Al llegar Blair y Copper, sacamos a aquel ser metido en un bloque de hielo, como ustedes ven, lo envolvimos y lo cargamos en el tractor para volver aquí.
“Queríamos entrar en la nave. Llegamos al flanco de la misma y descubrimos que su metal era desconocido para nosotros. Nuestras herra­mientas no magnéticas de berilio-bronce no podían afectarlo. Barclay tenía alguna herramienta de acero en el tractor y tampoco eso lo raspaba. Hicimos tests razonables: hasta intentamos algún ácido de los acumula­dores, sin resultados. Cuando llegamos a una compuerta casi cerrada, cortamos el hielo a su alrededor. A través de una pequeña hendidura pudi­mos mirar y vimos que allí sólo había metal y herramientas, de modo que decidimos desprender el hielo con una bomba.
“Teníamos bombas de decanita y de termita. La termita ablanda el hielo; la decanita podía destruir cosas de valor, mientras que el calor de la termita aflojaría simplemente el hielo. El doctor Copper, Norris y yo pusi­mos una bomba de termita, le hicimos una conexión y llevamos el conec­tor por el túnel hasta la superficie, donde esperaba Blair con el tractor a vapor. A cien metros al otro lado de aquel muro de granito hicimos estallar la bomba de termita.
“El metal de la nave, que era seguramente una aleación con un noven­ta y cinco por ciento de magnesio, se incendió. El resplandor de la bomba fulguró y se extinguió; luego, empezó a brillar de nuevo. Volvimos corriendo al tractor y gradualmente el resplandor se acentuó. Desde donde estábamos pudimos ver todo el témpano, iluminado desde abajo por una luz insoportable: la sombra de la nave era un gran cono oscuro que llega­ba hasta el norte, donde la luz crepuscular había desaparecido casi. Aquello duró un instante, y contamos otras tres sombras que debían de ser pasajeros helados allí. Luego, los hielos se abatieron sobre la nave.
“No sé cómo, en el cegador infierno, pudimos ver grandes objetos inclinados, moles negras. Aquellos debían de ser los motores, lo sabíamos. Secretos que se diluían en una radiación flamígera..., secretos que ha­brían podido darle al hombre los planetas. Cosas misteriosas que podían levantar y arrojar esa nave... y que se habían impregnado de la fuerza del campo magnético de la Tierra.
“El aislamiento, algo, cedió. El campo magnético de la Tierra, que había impregnado los motores, quedó libre. La aurora cayó en el cielo, y la meseta entera quedó bañada en un fuego frío que impedía la visión. El hacha para hielo que tenía en la mano se calentó al rojo. Los botones de metal de mis ropas me quemaron, y un relámpago azulado saltó hacia arriba desde más allá de la pared de granito.
“Luego, las murallas de hielo se desplomaron sobre aquello. Por un momento, chilló como el hielo seco cuando es oprimido entre metales.
“Estábamos a ciegas y durante horas vagamos a tientas por las tinie­blas mientras nuestros ojos se reponían. Descubrimos que todas las bobinas, dinamos y receptores radiotelefónicos, auriculares y altavoces, en un kilómetro y medio a la redonda, estaban fundidos. De no haber teni­do el tractor a vapor, no habríamos llegado al campamento secundario.
“Van Wall levantó el vuelo del Gran Imán al salir el sol, como ustedes saben. Volvimos a la base lo antes posible. Esta es la historia de... eso.
La gran barba de bronce de McReady señaló el objeto que estaba sobre la mesa.






2

Blair se movió con malestar, y sus pequeños dedos huesudos se retor­cieron bajo la fuerte luz. Las pequeñas manchas marrones de sus nudillos se movieron hacia atrás y adelante, mientras los tendones temblaban bajo su piel. Apartó un fragmento de lona embreada y miró con impaciencia el oscuro objeto rodeado de hielo que estaba dentro.
El corpachón de McReady se irguió. Ese día había viajado sesenta kilómetros en el tractor que se balanceaba y trepitaba, avanzando hacia el Gran Imán. Hasta su serena voluntad era apremiada por la ansiedad de volver a confundirse con seres humanos. Reinaba la calma y el silencio en el campamento secundario, donde un viento-lobo llegaba ululando desde el polo. El viento-lobo aullaba en sus sueños: el viento zumbaba y el ma­ligno y execrable rostro de aquel monstruo miraba de soslayo, tal como él lo viera por primera vez a través del hielo límpido y azul, con un hacha de bronce hundida en el cráneo.
El gigantesco meteorólogo volvió a hablar.
—El problema es el siguiente —dijo—. Blair quiere examinar ese ser. Deshelarlo y hacer placas microscópicas de sus tejidos. Norris no cree que esté exento de peligros, y Blair sí. El doctor Copper está de acuerdo con Blair. Norris, naturalmente, es un físico y no un biólogo. Pero hace hincapié en un punto que todos debemos oír. Blair ha descrito las formas de vida microscópicas que los biólogos llaman vivas, aun en estos parajes tan fríos e inhospitalarios. Se hielan en cada invierno y se deshielan en cada verano, durante tres meses, y viven.
“Lo que hace notar Norris es que se deshielan y reviven. Debe de haber existido vida microscópica vinculada a ese ser. La hay en todos los seres vivos que conocemos. Y Norris teme que pongamos en libertad una plaga, alguna enfermedad con gérmenes desconocidos para la Tierra, si deshelamos a esos seres microscópicos que han estado congelados ahí durante veinte millones de años.
“Blair admite que esta microvida puede conservar la facultad de vivir. Los seres inorgánicos, como las células individuales, pueden conservar la vida durante periodos desconocidos cuando se les congela sólidamente. En cuanto al ser en sí, está tan muerto como los mamuts congelados que se encuentran en Siberia. Las formas de vida orgánicas y de desarrollo supe­rior no pueden soportar ese tratamiento.
“Pero la microvida pudo hacerlo. Norris insinúa que podemos liberar alguna forma de enfermedad contra la cual el hombre, por no conocerla, sería totalmente impotente.
“La respuesta de Blair es que quizá existen estos gérmenes vivos aún, pero que Norris ha planteado el asunto a la inversa. Distan mucho de ser absolutamente inmunes al hombre. Nuestra química de la vida, probable­mente...
—¡Probablemente!
El pequeño biólogo irguió la cabeza con un movimiento rápido, propio de un pájaro. La aureola de cabellos grises que le rodeaban la calva se encrespó, como irritado.
—Oiga... Una mirada...
—Lo sé —confesó McReady—. Ese ser no es terrestre. Parece imposible que pueda tener una química vital suficientemente semejante a la nuestra como para que el contagio resulte posible, ni aun en forma remota. Yo diría que no hay peligro.
McReady miró al doctor Copper. Éste movió lentamente la cabeza.
—Ninguno —afirmó, con aire confiado—. El hombre no puede con­tagiar ni ser contagiado por gérmenes que viven en parientes tan lejanos como las serpientes. Y éstas se hallan, se lo aseguro a ustedes —y el rostro pulcramente afeitado del doctor Copper hizo una mueca de malestar—, mucho más cerca de nosotros que... eso.
Vance Norris se movió con irritación. Era relativamente bajo en aquella reunión de hombres altos; medía menos de metro setenta y su com­plexión rechoncha y vigorosa tendía a dar la impresión de que era más bajo aún. Si McReady era un hombre de bronce, Norris era todo acero. Sus movimientos, sus pensamientos, todo su porte tenía el ágil y duro impulso de un resorte de acero. Sus nervios eran acero, enérgico y rápido para obrar, rápido para corroerse.
Se había decidido ahora sobre la posición por la cual abogaría y fus­tigó en su defensa con un fluir característico, veloz y cortado de palabras:
—¡Al diablo con la química distinta! Ese ser quizá esté muerto, o quizá no lo esté; pero no me gusta. ¡Maldita sea, Blair! Muéstreles el monstruo que está cuidando ahí. Muéstreles esa cosa sucia y que decidan por sí mismos si quieren que eso se deshiele en este campamento.
“Y a propósito... Tiene que deshelarse esta noche en una de las caba­ñas, si queremos que se deshiele. Alguien... ¿quién está de guardia hoy? ¡Ah, Connant! Habrá rayos cósmicos esta noche. Bueno, usted tiene que velar a esa momia suya de veinte millones de años. Desenvuélvala, Blair. ¿Cómo diablos pueden saber qué compran si no lo ven? Quizá esto tenga una química distinta. No sé qué otra cosa tiene, pero sé que tiene algo que no quiero. A juzgar por la expresión de su fisonomía, y no es humana, de modo que quizá ustedes no puedan juzgarla, estaba irritado cuando se congeló. Decir irritado, en realidad, es lo más aproximado a sus senti­mientos, los de un odio frenético, loco, demencial. ¿No han visto esos tres ojos encarnados y esos cabellos azules que parecen gusanos que se arras­tran? Nada de lo engendrado en la Tierra tiene la indecible sublimación de la devastadora ira que ese ser exhibió en su semblante al contemplar a su alrededor la helada desolación terrestre, hace veinte millones de años. ¿Loco?. Su locura era bastante evidente... ¡una locura quemante y ampollante!
“¡Qué demonios! He tenido constantes pesadillas desde que contem­plé esos tres ojos encamados. Pesadillas... Soñé que ese ser se deshelaba y resucitaba... que no había estado muerto y ni siquiera totalmente inconsciente durante esos veinte millones de años, sino sólo detenido, esperando..., esperando. También ustedes soñarán, mientras que ese maldito ser que la Tierra no quiso poseer gotea, gotea esta noche en la Casa del Cosmos.
“Y usted, Connant… —dijo Norris, volviéndose rápidamente hacia el especialista en rayos cósmicos—; usted se divertirá pasándose la noche desvelado en el silencio. El viento gime arriba..., y eso gotea... —y Norris se interrumpió por un momento y miró a su alrededor—. Lo sé. Eso no es ciencia. Pero es psicología. Ustedes tendrán pesadillas durante un año más. Todas las noches desde que miré eso las tuve. Por eso lo odio, por cierto que lo odio, y no quiero tenerlo cerca. Vuelvan a ponerlo en el lugar del que proviene y que se congele durante otros veinte millones de años. He tenido algunas bonitas pesadillas... he soñado que ese ser no era como nosotros, lo cual es evidente, sino de una carne distinta, que eso puede real­mente controlar. Que puede cambiar de forma y parecer un hombre... y esperar el momento de matar y comer...
“Eso no es un argumento lógico. Sé que no lo es. Pero ese ser, de todos modos, no tiene una lógica terrena.
“Quizá tenga una química corporal extraña, y sus gérmenes una quí­mica orgánica extraña. Un germen tal vez no soporte eso, pero... ¿qué les parece un virus, Blair y Copper? Ustedes dicen que un virus sólo es una molécula de enzima. Le bastaría una molécula de proteína de cualquier cuerpo para trabajar con ella.
“¿Y cómo pueden estar tan seguros de que, del millón de variedades de vida microscópica que eso pueda tener, ninguna de ellas es peligrosa? ¿Qué me dicen de enfermedades como la hidrofobia, que ataca a todos los animales de sangre caliente, sea cual fuere la química de su cuerpo? ¿Y de la psitacosis? ¿Tiene usted un cuerpo como el del loro, Blair? ¿Y la descomposición común... la gangrena... si se quiere? ¡Ese ser no es exi­gente en cuanto a la química del cuerpo!
Blair alzó los ojos en medio de la perorata y su mirada se encontró por un momento con los ojos airados y grises de Norris.
—Hasta ahora, lo único de contagioso que a su entender causó ese ser fueron los sueños. Llegaré a admitirlo.
Una sonrisa traviesa y algo perversa iluminó el rostro cubierto de cica­trices del hombrecillo.
—También yo lo tuve. Eso es. Ese ser contagia sueños. Sin duda, una enfermedad peligrosísima.
“En cuanto a sus demás cosas, ustedes tienen una idea lamentablemente errónea sobre los virus. En primer lugar, nadie ha demostrado que la teoría de la enzima–molécula, y sólo eso, los explique. Y en segundo lugar, cuando ustedes contraigan la enfermedad del tabaco o la herrumbre del trigo, avísenme. Una planta de trigo está mucho más cerca de la quí­mica del cuerpo de ustedes que este ser de otro mundo.
“Y la hidrofobia de ustedes es limitada, rigurosamente limitada. Ustedes no pueden contagiársela de una planta de trigo o un pez... Aunque éste es un descendiente colateral de un ascendiente común de ustedes, ni con­tagiársela a ellos. Un ascendiente de éste, Norris, no es.
Blair señaló con la cabeza el bulto envuelto en lona embreada que se hallaba sobre la mesa.
—Bueno, deshiele ese maldito ser en un tubo de formalina, si hace falta. He insinuado que...
—Y yo he dicho que eso no tendría sentido. No se puede transigir. ¿Por qué han venido aquí usted y el comandante Garry a estudiar el mag­netismo? ¿Por qué no se conformaron con quedarse en su país? Hay bas­tante fuerza magnética en Nueva York. Me sería tan imposible estudiar la vida que tuvo en otros tiempos este ser, basándome en una muestra con­servada en formalina, como a ustedes obtener la información que querían en Nueva York Y... ¡si a ésa se la trata así, nunca, en tiempos futuros, podrá haber un facsímil! La raza de la cual proviene debió de desaparecer durante los veinte millones de años que se pasó congelado, de modo que aunque proviniera de Marte, nunca encontraríamos nada semejante. Y... la nave ha desaparecido.
“Sólo se puede hacer una cosa... y es lo mejor. Hay que deshelar eso lenta y cuidadosamente, y no en formalina.
El comandante Garry volvió a adelantarse y Norris retrocedió, mur­murando con enojo:
—Creo que Blair tiene razón, caballeros. ¿Qué opinan ustedes?
—Nos parece conveniente, en mi opinión... Sólo que quizás él deba vigilarlo mientras se deshiela.
Y sonrió lastimeramente, apartándose un mechón del color de la cereza madura caído sobre su frente.
—Buena idea, en realidad... si él se queda velando junto a su hermano cadáver.
Ansiosamente, Blair estaba desatando las cuerdas. Un solo tirón de la lona embreada y dejó al descubierto aquel ser. El hielo se había derretido un poco con el calor de la habitación y era límpido y azul como un buen cristal grueso. Brillaba, húmedo y bruñido, bajo la áspera luz del globo de vidrio sin pantalla que pendía de arriba, en el techo.
Todos se tornaron repentinamente rígidos. Aquello estaba boca arriba sobre las rústicas y grasientas tablas de la mesa. El roto mango del hacha de bronce para hielo estaba sepultado en el extraño cráneo. Los tres ojos frenéticos, llenos de odio, brillaban con un fuego vivo, relucientes como sangre recién derramada, desde un rostro enmarcado por un nido repul­sivo de gusanos que se retorcían, de azules y móviles gusanos que se arras­traban donde debía crecer el pelo...
Van Wall, un piloto de metro ochenta de estatura y casi cien kilos de peso, con nervios habituados al hielo, dejó escapar una exclamación extraña y estrangulada y salió tambaleándose al pasillo. La mitad del grupo se dirigió hacia las puertas. Los demás de alejaron a tropezones de la mesa.
McReady estaba de pie cerca de la mesa observándolos, el corpachón sólidamente plantado sobre las vigorosas piernas. Norris, desde el otro extremo, contemplaba fijamente a aquel ser, con odio feroz. Fuera, Garry hablaba con media docena de hombres a un tiempo.
Blair tomó un martillo. El hielo que servía de envoltura al ser se deshi­zo rápidamente bajo su contacto, abandonando aquello que le protegiera durante veinte mil millares de años...






3

— Sé que eso no le gusta, Connant, pero hay que deshelarlo. Usted habla de dejarlo así hasta que volvamos a la civilización. Pero... ¿cómo le haríamos cruzar a ese ser el ecuador? Tenemos que llevarlo a través de una zona cálida, la ecuatorial, y durante la mitad del camino recorrería la otra zona templada, antes de llegar a Nueva York. Usted no quiere pasarse una noche desvelado junto a él, pero en cambio insinúa que yo debo colgar su cadáver en la heladera junto a la carne de vaca..., ¿no es así?
Blair interrumpió su cautelosa charla, mientras su pelado cráneo cubierto de pecas asentía triunfante.
Kinner, el rechoncho cocinero de rostro cubierto de cicatrices, le ahorró a Connant la molestia de responder:
—Escuche, señor. Ponga eso en la heladera con la carne y le juro por todos los dioses que hayan existido que lo meteré a usted ahí dentro para que le haga compañía. Ustedes han traído ya a mis mesas de la cocina todo que había de transportable en este campamento y he tenido que soportarlo. Pero si ponen cosas como esa en mi heladera, o hasta en mi escondrijo de la carne, tendrán que hacerse ustedes mismos la comida.
—Pero, Kinner —objetó Blair—. Esa es la única mesa del Gran Imán suficientemente grande para trabajar sobre ella. Todos le han explicado eso.
—Sí, y lo han traído todo aquí. Clark trae a sus perros cada vez que hay una pelea y los ata a esa mesa. Ralsen trae sus trineos. ¡Lo único que no han puesto ustedes sobre esa mesa es el Boeing! Y ya lo habrían hecho si se les hubiera ocurrido la manera de traerlo a través de los túneles.
El comandante Garry rió y le sonrió a Van Wall, el enorme piloto principal. La gran barba rubia de Van Wall se estremeció con aire de sos­pecha cuando hizo un grave gesto de asentimiento a Kinner.
—Tiene razón, Kinner. El departamento de aviación es el único que lo trata bien.
—Esto se abarrota, Kinner —reconoció Garry—. Pero temo que a todos nos pasa lo mismo. No hay mucha intimidad en un campamento an­tártico.
Una sonrisa asomó al duro rostro de Connant cuando reapareció en el de Kinner su constante y jovial aire gruñón. Pero se extinguió rápida­mente cuando sus ojos oscuros y hundidos se volvieron de nuevo hacia el ser de ojos encarnados que Blair liberaba de su capullo de hielo. Una manaza desgreñó su cabello, que le llegaba al hombro, y tiró de un me­chón retorcido que le caía detrás de la oreja, con gesto familiar.
—Sé que esa cabaña del rayo cósmico estará demasiado atestada si tengo que cuidar de noche a ese monstruo —gruñó—. ¿Por qué no sigue rompiendo el hielo que lo rodea y cuelga luego a ese ser sobre la caldera de la planta de energía? Esa da suficiente calor. Derretiría a un pollo, y hasta a todo un flanco de buey, en pocas horas.
—Lo sé —protestó Blair, dejando el martillo para gesticular más rotundamente con sus dedos huesudos y pecosos, todo el pequeño cuerpo tenso de ansiedad—. Pero esto es demasiado importante para correr riesgos. Nunca se hizo un hallazgo parecido: ni se hará. Es la única opor­tunidad que tendrán los hombres, y hay que hacerlo con toda precisión. Mire... Usted sabe que los peces que hemos extraído cerca del mar de Ross se hielan apenas los izamos a la cubierta y reviven si uno los deshiela con cuidado..., ¿verdad? Las formas de vida inferiores no mueren al helarse con rapidez y con el deshielo lento. Tenemos...
—¡Vamos, por amor de Dios! —exclamó Connant—. ¿Usted quiere decir que ese maldito ser reviviría? Lo haré pedazos...
—¡No, no, estúpido! —exclamó Blair, interponiéndose delante de Connant para proteger a su propio hallazgo—. No. Simplemente, formas inferiores de vida. Por amor de Dios, déjeme terminar. No se puede deshelar formas superiores de vida y hacerlas revivir. Espere un momento, ahora... Un pez puede revivir después del congelamiento porque es una forma de vida tan inferior que las células individuales de su cuerpo reviven y eso solo basta para restablecer la vida. Todas las formas superiores desheladas así se mueren. Aunque revivan las células indivi­duales, el organismo muere porque para vivir debe existir una organiza­ción y un esfuerzo cooperativo. Esa cooperación no puede ser resta­blecida. En todo animal intacto y rápidamente congelado hay una especie de vida latente que en ninguna circunstancia puede tornarse vida activa en los animales superiores, pues éstos son demasiado complejos, demasiado delicados. Este es un ser inteligente, que ha llegado tan alto en su evolución como nosotros en la nuestra. Quizás mayor aún. Está todo lo muerto que podría estarlo un hombre helado.
—¿Cómo lo sabe? —preguntó Connant, esgrimiendo el hacha para hielo de que se apoderara momentos antes.
El comandante Garry apoyó una mano sobre su grueso hombro, conteniéndolo.
—Un momento, Connant. Quiero aclarar esto. Convengo en que este ser no será deshelado mientras exista la más lejana probabilidad de que reviva. Admito que seria demasiado desagradable tenerlo vivo, pero no creo que haya la más remota posibilidad de que esto suceda.
El doctor Copper se sacó la pipa de entre los dientes e izó su cuerpo rechoncho y moreno de la litera sobre la cual estaba sentado.
—Blair está hablando desde el punto de vista técnico. Ese ser está muerto. Tan muerto como los mamuts que se encuentran helados en Siberia. Tenemos toda suerte de pruebas de que los animales no reviven después de haberse helado, ni siquiera los peces, en un sentido general, y ninguna prueba de que la vida animal superior pueda hacerlo, en ninguna circunstancia. ¿En qué se basa, Blair?
El pequeño biólogo se desperezó. La orla de cabello que se había eri­zado alrededor de su cráneo oscilaba con austera ira.
—Me baso en que las células individuales pueden ostentar las carac­terísticas que tenían en vida si se las deshiela adecuadamente. Las células del músculo de un hombre viven muchas horas después de muerte éste. Por el solo hecho de que vivan, y de que las células del pelo y las uñas crezcan aún, usted no acusaría a un cadáver de ser un zombie o algo así.
“Ahora bien... Si deshielo esto adecuadamente tendré una probabi­lidad de determinar a qué tipo de mundo pertenece. No sabemos, ni pode­mos saberlo de ningún modo, si proviene de la Tierra o de Marte o de Venus o de más allá de las estrellas.
“Y por el solo hecho de que ese monstruo no se parezca a la especie humana, usted no tiene por qué acusarlo de ser maligno o perverso o algo así. Quizás esa expresión de su rostro sea una resignación ante su desti­no. El blanco es para los chinos el color de luto. Si los hombres pueden tener costumbres distintas... ¿por qué no una especie tan distinta podría tener diferentes criterios sobre las expresiones faciales?
Connant rió silenciosamente, sin alegría.
—¡Una resignación pacífica! Si eso es lo mejor que puede ofrecer ese ser en materia de resignación, me habría disgustado mucho verlo furioso. Ese rostro nunca tuvo pensamientos filosóficos, como la paz, simplemente.
“Sé que a usted le interesa ese ser... pero muéstrese cuerdo. Ese ser creció en el mal, durante su adolescencia se entretuvo asando vivos a los equivalentes locales de los gatitos y en la madurez se divirtió con una nueva e ingeniosa tortura.
—Usted no tiene el menor derecho a decir eso —dijo con tono brusco Blair—. ¿Acaso sabe el abecé del significado de una expresión facial ingénitamente inhumana? Bien puede ser que no tenga el menor equi­valente humano. Ese ser es simplemente un aspecto distinto de la natu­raleza, otro ejemplo de la maravillosa adaptabilidad de la naturaleza. Al crecer en otro mundo distinto, quizá más rudo, tiene distintas formas y facciones. Pero es un hijo tan legítimo de la naturaleza como usted. Usted exhibe esa infantil flaqueza humana de odiar a los distintos. En su propio mundo, ese ser lo clasificaría probablemente a usted de pez ventrudo, de monstruo blanco con insuficiente número de ojos y un cuerpo fungoso pálido e hinchado de gas. Por el solo hecho de que su naturaleza sea distinta, usted no tiene derecho a decir que es un mal necesario.
Norris estalló en un solo y explosivo ¡ja! Luego, contempló al ser.
—Puede ser que las cosas de otros mundos no tengan que ser malas por el solo hecho de ser distintas. ¡Pero eso sí lo era! Un hijo de la na­turaleza..., ¿eh? Bueno, pues era una naturaleza de todos los diablos.
—¡Vamos! ¿Se dejarán de reñir y me sacarán de una vez de la mesa ese maldito objeto? —gruñó Kinner—. Y pónganle una lona encima. Su aspecto es indecente.
—Kinner se ha vuelto recatado —dijo burlonamente Connant
Kinner miró de soslayo al corpulento físico. La mejilla cubierta de cicatrices se contrajo para unirse a la línea de sus apretados labios, en tor­cida sonrisa.
—Bueno, grandote... ¿Y por qué gruñía usted hace un rato? Podemos poner eso en una silla próxima a usted esta noche, si quiere.
—No temo su cara —replicó con tono brusco Connant—. No me gusta mucho velar este cadáver, pero lo haré.
La sonrisa de Kinner se dilató a lo ancho de su rostro.
—Hum... —dijo.
Fue hacia el hornillo y le desprendió vigorosamente las cenizas, ahogando con el ruido el tintineo de hielo que rompía Blair al poner de nuevo manos a la obra.






4

Cluc —informó el contador de rayos cósmicos—. Cluc-burp-cluc.
Connant se sobresaltó y dejó caer el lápiz.
—¡Maldición!
El físico miró al otro rincón, observando el contador Geiger que es­taba sobre la mesa. Y se arrastró debajo de ésta, donde había estado tra­bajando, para recobrar el lápiz.
Volvió a poner manos a la obra, tratando de que su escritura saliera más pareja, ya que tendía a dar saltos y a acusar rasgos trémulos, siguien­do el ritmo de los bruscos cacareos de gallina orgullosa del contador Geiger. El grave zumbido de la lámpara de presión que usaba Connant para iluminar el recinto, la mezcla de gorgoteos y toques de clarín de la docena de hombres que dormían en el otro extremo del pasillo en la Casa del Paraíso, formaban la atmósfera sonora de los irregulares y cloquean­tes ruidos del contador y el ocasional crujir del carbón que caía en la ventruda estufa de cobre. Y un suave e incesante drip-drip-drip del ser que estaba en el rincón.
Connant sacó de un tirón un paquete de cigarrillos del bolsillo y lo abrió con tanta brusquedad que asomó un cigarrillo y se metió éste en la boca. El encendedor no funcionó y Connant hurgó irritado entre la pila de papeles en busca de un fósforo. Probo varias veces la rueda del encendedor, lo tiró con una maldición y se levantó para sacar una brasa de la estufa.
El encendedor funcionó instantáneamente cuando lo ensayó al volver a la mesa. El contador desgranó una serie de risitas en el momento en que lo hería un estallido de rayos cósmicos. Connant se volvió para mirarlo con enojo y procuró concentrarse en la interpretación de los datos resu­midos durante la semana anterior. La síntesis de la semana...
Se rindió y cedió a la curiosidad o a la nerviosidad. Tomó del escri­torio la lámpara de presión y la llevó a la mesa del rincón. Luego volvió a la estufa y tomó los morillos. El ser se estaba deshelando desde hacía ya 18 horas. Lo hurgó con inconsciente cautela: la carne no era ya dura como un blindaje y había cobrado una consistencia gomosa. Parecía un caucho húmedo y azul, al brillar bajo las gotitas de agua. Connant sintió un irrazonable deseo de verter el contenido del depósito de la lámpara sobre el ser que estaba en su caja y prenderle un fósforo. Los tres ojos encar­nados brillaron furiosamente frente a él sin verlo, las cuencas de los ojos color rubí reflejaban lóbregos y humosos rayos de luz.
Connant adivinó vagamente que los había estado contemplando du­rante largo tiempo y hasta comprendió de una manera borrosa que ya no estaban ciegos. Pero esto no parecía tener tanta importancia como el esforzado y lento movimiento de los tentáculos que surgían de la base de su cuello flaco y de lenta vibración.
Connant tomó la lámpara de presión y volvió a su silla. Se sentó, contemplando fijamente las páginas de guarismos matemáticos que tenía delante. El cloquear del contador Geiger se había vuelto extrañamente menos perturbador, el crujir de los carbones de la estufa no lo distraía ya.
El rumor de los tablones del piso, a sus espaldas, no interrumpió sus pensamientos cuando preparó su informe semanal de un modo automáti­co, llenando las columnas de datos y agregando notas sucintas y nutridas.
El crujir de los tablones del piso se acercó.






5

Blair surgió bruscamente de las profundidades del sueño, acosado por pesadillas. El rostro de Connant flotaba borrosamente allá arriba: por un momento le pareció que se prolongaba el salvaje horror de la pesadilla. Pero el rostro de Connant denotaba cólera y cierto susto.
—Blair... Blair... Maldito tronco... Despiértese.
—¿Quéeee? —preguntó el biólogo, frotándose los ojos, mientras su huesudo y pecoso dedo se curvaba hacia un mutilado puño infantil.
Desde las literas circundantes, otros semblantes se alzaron para con­templar absortos a ambos. Connant se irguió.
—Levántese... Su maldito ser se ha escapado.
—¡Se ha escapado!
La voz toruna del piloto principal bramó las palabras con un volumen que estremeció las paredes.
Otras voces gritaron repentinamente desde los túneles de comunica­ción. Los doce habitantes de la Casa del Paraíso irrumpieron dando tum­bos, bruscamente. Barclay, rechoncho y bulboso en su larga ropa interior de lana, llevaba un extintor.
—¿Qué diablos sucede? —preguntó Barclay.
—Su maldito ser se ha escapado. Me quedé dormido hace unos veinte minutos y, cuando desperté, había desaparecido. Oiga, doctor... Usted había dicho que esos seres no reviven. La vida latente de Blair se ha con­vertido en otra muy efectiva y nos ha burlado.
Copper le miró absorto, con aire ausente.
—Ese ser no era... terrestre —dijo, con un repentino suspiro—. Yo..., yo creo que las leyes terrestres no rigen para él.
—Pues pidió licencia y se la tomó. Tenemos que encontrarlo y capturarlo de algún modo —dijo Connant, que profirió una furiosa blasfemia, con los hundidos ojos negros hoscos y sombríos—. Es un milagro que ese ser infernal no me haya devorado durante mi sueño.
Blair se echó atrás con un sobresalto, los apagados ojos animados bruscamente por un fulgor de miedo.
—Puede que ese... Hum... Este... Tendremos que encontrarlo.
—Encuéntrelo usted. Es su favorito. Bastante he tenido ya con él, des­pués de haberme pasado ahí siete horas oyendo golpear el contador Geiger con intervalos de pocos segundos. Y usted, aquí roncando. Es un milagro que me haya dormido. Me voy al edificio de la administración.
El comandante Garry entró, ajustándose el apretado cinturón.
—No tendrá necesidad de hacerlo. —El bramido de Van resonó como el Boeing cuando aterriza a favor del viento—. ¿De modo que ese ser no estaba muerto?
—Puedo asegurarle que no lo llevé en mis brazos —dijo con tono brus­co Connant—. Cuando lo vi por última vez, su cráneo partido rezumaba una sustancia verde, como una oruga aplastada. Bueno... Era un mons­truo ultraterreno de temperamento ultraterreno, a juzgar por su rostro, que miraba a su alrededor con asombro. Tenía el cráneo hendido y los sesos saliéndosele por allí.
En el umbral aparecieron Norris y McReady, y también se veía acudir a otros hombres que tiritaban.
—¿Lo ha visto alguien por aquí? —preguntó Norris, con aire ingenuo—. Tiene menos de metro y medio de estatura... Tres ojos encar­nados... Los sesos saliéndosele del cráneo. ¿Se cercioró alguien, para asegurarse de que no se trataba de una humorada extravagante? Si es así, creo que todos nos uniremos para atarle a Connant al cuello el animalito de Blair, como el albatros del Ancient Mariner.
—No es una humorada —dijo Connant, estremeciéndose—. Ojalá lo fuera... Yo preferiría llevar...
Se interrumpió. Desde el pasillo llegó un aullido salvaje y alucinante. Los hombres se tornaron rígidos, bruscamente, y se volvieron a medias.
—Creo que lo han localizado —concluyó Connant
En sus oscuros ojos brillaba un raro malestar. Se lanzó hacia su litera de la Casa del Paraíso y volvió casi inmediatamente con un pesado revól­ver calibre 45 y un hacha para hielo. Esgrimía ambos cuando se lanzó por el pasillo hacia la sección de los perros.
—Habrá tomado por el pasillo que menos le convenía... Y habrá ido a parar entre los perros. Escuchen... Los perros han roto sus cadenas...
El casi aterrorizado aullar de la jauría se había convertido en un sal­vaje alboroto propio de una cacería. Las voces de los animales retumbaban de una manera atronadora en los angostos corredores, y entre ellos se distinguía un grave gruñido de odio. Un grito penetrante de dolor, una docena de ladridos furiosos.
Connant se lanzó hacia la puerta. Pisándole los talones, lo siguieron McReady, y luego Barclay y el comandante Garry. Otros hombres se lanzaron hacia el edificio de la administración y en busca de armas... a la casa de los trineos. Pomroy, que estaba a cargo de las cinco vacas del Gran Imán, se lanzó por el pasillo en dirección opuesta: tenía en mente una horquilla de dos metros, de largos dientes.
Barclay se detuvo en plena carrera al ver que la gigantesca mole de McReady se apartaba bruscamente del túnel que llevaba a la sección de los perros y desaparecía en un recodo. Indeciso, el mecánico vaciló du­rante un instante, con el extintor en las manos, no sabiendo a qué lado correr. Luego siguió a Connant sea cual fuere la intención de McReady, se podía confiar en que la pondría en práctica con éxito.
Connant se detuvo en el recodo del pasillo. Su respiración se escapó repentinamente de su garganta, sibilante.
—¡Santo Dios...!
Su revólver se descargó atronadoramente; tres ondas sonoras envara­doras y tangibles retumbaron a lo largo de los angostos pasillos. Luego otras dos. El revólver cayó sobre la endurecida nieve, y Barclay vio que el hacha para hielo adoptaba una posición defensiva. El vigoroso cuerpo de Connant le bloqueaba la visión, pero más allá oía algo maullante y que reía con una risita demencial. Los perros estaban más tranquilos: había una mortal seriedad en sus graves gruñidos. Escarbaban en la endurecida nieve y las cadenas rotas tintineaban sonoramente.
De pronto, Connant se movió y Barclay pudo distinguir qué había más allá. Durante un instante permaneció petrificado; luego profirió una vigorosa maldición. El ser se lanzó sobre Connant y los poderosos brazos del hombre descargaron el hacha para hielo de plano sobre lo que podía ser una cabeza. Se oyó un horrible crujido, y aquella carne hecha jirones, des­garrada por media docena de perrazos salvajes, se levantó nuevamente de un salto. Los ojos encarnados ardían con odio ultraterreno, con una vita­lidad ultraterrena, imposible de matar.
Barclay proyectó hacia el ser el extintor: el cegador y ampollante chorro de sustancia química pulverizada lo desorientó y lo detuvo, impi­diendo al propio tiempo los salvajes ataques de los perros, que no temían durante mucho tiempo nada viviente o capaz de vivir, y lo mantuvieron a raya.
McReady apartó a los demás de su camino y corrió por el angosto pasillo atestado de hombres que no podían llegar al lugar donde ocurrían los hechos. Proyectaba un ataque sobre base segura. Una de las gigantescas antorchas fuelles usadas para calentar los motores del avión estaba en sus bronceadas manos. El aparato bramó ruidosamente cuando McReady abrió la válvula. El frenético maullido se acrecentó con sus sibi­lantes notas. Los perros se apartaron en confuso tropel del cálido lanzazo de llama azul.
—Bar, consiga un cable de alta tensión y tiéndalo como pueda. Y un asa. Podemos electrocutar a este... monstruo, si yo no lo reduzco a cenizas.
McReady hablaba con la autoridad que da la acción planeada. Barclay se encaminó por el largo pasillo a la planta de energía, pero Norris y Van Wall ya se le habían adelantado a la carrera.
Barclay halló el cable en el armario eléctrico de la pared del túnel. Al cabo de un minuto, lo había desprendido y volvía. La voz de Van Wall resonó con el grito de advertencia de ¡Alta tensión! cuando se puso en marcha la dinamo de emergencia accionada con gasolina. Ahora habían bajado ahí otra media docena de hombres: arrojaban combustible en la caldera de la planta. Norris estaba trabajando con dedos rápidos y seguros en el otro extremo del cable de Barclay con uno de los alambres aislados de conexión de energía eléctrica.
Los perros habían retrocedido cuando Barclay llegó al recodo del pasi­llo, acobardados por aquel furioso monstruo que los miraba con unos siniestros ojos encarnados, profiriendo maullidos, con su odio de fiera acorralada. Los canes formaban un semicírculo de hocicos ensangrentados con una orla de relucientes dientes blancos, y gemían con una maligna vehemencia que corría pareja casi con la furia de los ojos encarnados. McReady se detuvo con aire confiado en el recodo del pasillo, con la antorcha fuelle pronta para la acción en sus manos. Se hizo a un lado sin apartar la mirada de la bestia cuando Barclay se adelantó. En su rostro enjuto y bronceado se veía una débil y contenida sonrisa.
La voz de Norris gritó desde el otro extremo del pasillo, y Barclay avanzó. El cable fue enrollado al largo mango de una pala para la nieve y los dos conductores fueron divididos y mantenidos a medio metro de dis­tancia por un trozo de madera atado en ángulo recto sobre el otro extremo del mango. Conductores pelados de cobre, cargados con 220 voltios, centellearon a la luz de las lámparas de presión. El ser maullaba y pre­gonaba su odio y esquivaba los ataques. McReady avanzó hasta el costado de Barclay. Los perros adivinaron el plan con la inteligencia casi telepática de los canes amaestrados. Sus gemidos se hicieron más penetrantes, más agudos, y sus ágiles pasos los acercaron más. Bruscamente, un enorme perro de Alaska, negro como la noche, saltó sobre el acorralado monstruo. El ser se apartó de él chillando y pata­leando, con sus pies como sables dentados.
Barclay saltó hacia adelante y descargó su golpe. Se oyó un horripilante y agudo grito, que se estranguló. El olor a carne quemada se acen­tuó en el pasillo y se elevó una espiral de humo grasiento. El eco del martilleo de la lejana dinamo se volvió sordo.
Los ojos encarnados se velaron y convirtieron el rostro en una rígida y convulsionada parodia de facciones. Aquellos miembros, que parecían brazos y piernas, se estremecieron y ejecutaron movimientos espas­módicos. Los perros saltaron hacia delante, y Barclay retiró su arma con mango de pala. El monstruo, tendido sobre la nieve, no se movió cuando lo desgarraron los brillantes dientes de los perros.






6

Garry miró a su alrededor, en la atestada habitación. Treinta y dos hombres, algunos de ellos recostados contra la pared en nerviosa tensión, otros relajados con aire de malestar, otros sentados, la mayoría de ellos de pie en una forzosa intimidad de sardinas. Treinta y dos, más los cinco dedicados a curar las heridas de los perros, formaban treinta y siete, el personal completo.
Garry empezó a hablar:
—Perfectamente. Creo que todos estamos aquí, Todos vieron lo que estaba sobre la mesa. Para quienes no lo hayan visto, levantaré...
Su mano se tendió hacia la lona embreada que abultaba sobre el cuerpo tendido en la mesa. De allí brotó un acre olor a carne quemada. Los presentes se movieron con malestar y se apresuraron a declarar que no necesitaban verlo.
—Parece que Charnauk no guiará más equipos de perros —prosiguió Garry—. Blair quiere examinar en forma más detallada a ese ser. Queremos saber qué pasó y asegurarnos de que está total y definitivamente muerto. ¿De acuerdo?
—El que no esté de acuerdo puede cuidarlo esta noche —dijo con una sonrisa Connant
—Muy bien, pues. Blair..., ¿qué puede decirnos sobre esto? ¿Qué era ese monstruo? —dijo Garry, volviéndose con aire interrogativo hacia el biólogo.
—Dudo de que hayamos visto alguna vez su forma natural —dijo Blair, contemplando el cuerpo cubierto—. Quizás haya estado imitando a los seres que construyeron esa nave, pero no lo creo. Los que estábamos cerca del recodo vimos a ese ser en acción: lo que está sobre la mesa es el resultado. Cuando quedó en libertad, empezó aparentemente a mirar a su alrededor. La Antártida estaba todavía helada como hace muchísimos siglos, cuando la viera por primera vez... y cuando quedara congelado. A juzgar por las observaciones que hice cuando se estaba deshelando y por los trozos de tejido que corté y endurecí entonces, lo creo nativo de un planeta más cálido que la Tierra. En su forma natural no podría soportar la temperatura terrestre. En la Tierra no hay forma alguna de vida que pueda habitar la Antártida durante el invierno, pero la mejor transacción es el perro. Esa bestia encontró a los perros y llegó tan cerca que Charnauk se le echó encima. Los demás lo olieron o lo oyeron, no sé, el caso es que se volvieron frenéticos y rompieron sus cadenas y atacaron antes de que la pelea concluyera. Lo que encontramos fue en parte a Charnauk, que, cosa extraña, sólo estaba muerto a medias, y digerido a medias por el protoplasma gelatinoso de ese animal, y en parte los restos del monstruo que encontramos primitivamente, disueltos en cierto modo hasta volver al protoplasma básico. Cuando los perros lo atacaron se con­virtió en la mejor bestia de ataque que se pueda concebir. Algún animal de otro mundo, aparentemente.
—Se convirtió —dijo con tono brusco Garry—. ¿Cómo?
—Todo ser viviente está formado de gelatina–protoplasma, y de cosas diminutas y submicroscópicas llamadas núcleos, que controlan el grueso, el protoplasma. Ese ser era simplemente una modificación de ese mismo plan de alcances mundiales de la naturaleza; células formadas por protoplasmas controlados por núcleos infinitamente diminutos. Ustedes los físicos podrían comparar eso, una célula individual de cualquier ser viviente, con un átomo; el grueso del átomo, la parte que llena el espacio, está formada por las órbitas del electrón, pero el carácter del mismo está determinado por el núcleo atómico.
“Esto no excede absurdamente lo que ya sabemos. Sólo es una modi­ficación que no hemos visto aún. Es tan natural y lógica como cualquier otra de las manifestaciones de la vida. Obedece exactamente a las mismas leyes. Las leyes están formadas por el protoplasma, su carácter es de­terminado por el núcleo.
“Sólo que, en ese ser, los núcleos pueden controlar esas células a voluntad. Digirieron a Charnauk y, mientras lo digerían, estudiaron cada célula de su tejido y modelaron sus propias células para imitarlas con exactitud. Partes de ese ser, las partes que tuvieron tiempo de terminar la transformación, son células caninas. Pero no tienen núcleos de células de perro.
Blair levantó un poco la lona embreada. Asomó una desgarrada pata de perro, de rígida pelambre gris.
—Esto, por ejemplo, no es un perro ni mucho menos: es una imi­tación. Con respecto a algunas partes, no estoy seguro: el núcleo se estaba ocultando, cubriéndose con un núcleo de imitación de las células cani­nas. Con el tiempo, ni siquiera el microscopio habría podido revelar la diferencia existente.
—Supongamos que hubiese tenido muchísimo tiempo —dijo Norris con amargura—. ¿Y entonces?
—Entonces habría sido un perro. Los demás perros lo habrían aceptado. Nosotros lo habríamos aceptado. No creo que nada lo hubiese dis­tinguido, ni el microscopio ni los rayos X ni ningún otro medio. Se trata de un miembro de una raza de soberana inteligencia, una raza que ha descu­bierto ya los más profundos secretos de la biología y los ha usado.
—¿Qué proyectaba hacer ese monstruo? —preguntó Barclay, contem­plando la giba que formaba el cuerpo bajo la lona.
Blair sonrió de una manera desagradable. La orla de cabello que circundaba su calva osciló a impulsos de una ráfaga.
—Apoderarse del mundo, supongo.
—¡Apoderarse del mundo! ¿El solo? —exclamó Connant, con voz entrecortada—. ¿Convertirse en solitario dictador?
—No —replicó Blair, meneando la cabeza. El escalpelo que esgri­miera entre sus huesudos dedos cayó y se inclinó a recogerlo, de modo que su rostro quedó oculto mientras hablaba—. Se habría convertido en la población del mundo.
—¡Habría poblado el mundo! ¿Se reproduce asexualmente?
Blair meneó la cabeza y tragó saliva.
—Ese ser... no necesitaba hacerlo. Pesaba 80 kilos. Charnauk, unos 45. Ese ser se habría convertido en Charnauk y le habrían sobrado 40 kilos para convertirse en... en Jack, por ejemplo, o en Chinook. Puede imitarlo todo..., es decir, convertirse en todo. De haber llegado al mar Antártico, se habría convertido en una foca... quizás en dos focas. Estas podían haber atacado a una ballena asesina y haberse convertido a su vez en ballenas asesinas o en una manada de focas. O quizás habría atrapado a un albatros o a una gaviota skua y hubiera volado a América del Sur.
Norris profirió una blasfemia.
—Y cada vez que ese ser digería algo y lo imitaba...
—Le habría quedado su cuerpo primitivo para recomenzar —conclu­yó Blair?—. Nada podría matarlo. No tiene enemigos naturales porque se transforma en todo lo que quiere ser. Si le hubiese atacado una ballena asesina, se habría transformado en una ballena asesina. Si ese ser fuese un albatros y lo atacara un águila, se convertiría en águila. Podría con­vertirse en un águila hembra. ¡Podría desandar camino... hacerse un nido y poner huevos!
—¿Y está seguro de que ese engendro infernal ha muerto? —preguntó en voz baja el doctor Copper.
—Sí, a Dios gracias —respondió el biólogo con voz entrecortada—. Cuando alejaron a los perros, me quedé allí durante cinco minutos, mante­niendo dentro de ese ser el cable de Barclay. Está muerto y cocido.
—Entonces, sólo podemos darle las gracias al cielo de que estemos en la Antártida, donde no hay nadie, ningún ser que imitar, salvo esos ani­males del campamento.
—Estamos nosotros —dijo con una risita Blair—. Puede imitarnos a nosotros. Los perros no pueden viajar 600 kilómetros hasta el mar: no basta el alimento. En esta temporada no hay suficientes gaviotas skua que imitar. Tan tierra adentro no hay pingüinos. No hay nada que pueda llegar al mar desde este punto..., salvo nosotros. Nosotros tenemos la inte­ligencia. Podemos hacerlo. ¿No comprenden? Ese ser tiene que imitarnos a nosotros... tiene que ser uno de nosotros..., ésa es la única manera de que pueda pilotar un avión..., pilotar un avión durante dos horas, y gober­nar... ser... todos los habitantes de la Tierra. Un mundo a su alcance... ¡si nos imita!
“Él no lo sabía aún. No había tenido la oportunidad de descubrirlo. Lo acosaron y tomó lo que tenía más cerca. Miren... ¡Yo soy Pandora! ¡He abierto la caja! Y la única esperanza que queda es que no pueda salir de aquí. Ustedes no me vieron. Yo lo hice. Yo lo solucioné todo. Yo lo rompí todo. Ningún avión puede volar. Nada puede volar.
Blair profirió una risita y se dejó caer al suelo, sollozando.
Van Wall se lanzó hacia la puerta.
Los ecos de sus pisadas se perdían en el corredor cuando el doctor Copper, sin prisa, se indicó sobre el hombrecito tendido en el suelo. De su oficina, situada junto a aquella habitación, trajo algo y le inyectó una solución en el brazo de Blair.
—Quizá se le pase cuando despierte —suspiró, levantándose.
McReady le ayudó a levantar al biólogo y a tenderlo sobre una litera.
—Todo depende de que podamos convencerlo de que ese ser ha muerto —agregó el doctor Copper.



Van Wall irrumpió en el recinto, alisándose distraídamente la rubia barba. Miro a su alrededor.
—No creí que un biólogo pudiese hacer nada parecido tan concien­zudamente. Se le olvidaron los repuestos del segundo escondrijo. No hay peligro. Yo los destruí.
El comandante Garry asintió.
—Yo me estaba preguntando qué había sido del transmisor.
—Supongo que no creerá que ese ser pueda escaparse en una onda radiotelefónica —dijo Copper con un bufido. Usted tendría cinco tenta­tivas de salvamento en los tres meses próximos si dejara de transmitir. Lo que se debe hacer es hablar fuerte. Me pregunto si...
McReady contempló pensativamente al médico.
—Eso podría ser algo así como una epidemia. Todos los que bebieran un poco de su sangre...
Copper meneó la cabeza.
—A Blair se le ha escapado algo. Ese ser puede imitar, pero, hasta cierto punto, tiene su propia química orgánica, su propio metabolismo. Si así fuera, se convertiría en un perro... y sería un perro y nada más. Tiene que ser una imitación de perro. Pero eso, uno puede percibirlo con los tests de suero. Y su química, ya que ese ser proviene de otro mundo, debe ser tan total y radicalmente distinta que unas pocas células, como las ganadas por las gotas de sangre, serían tratadas como gérmenes de una enfermedad por el perro o el cuerpo humano.
—La sangre... ¿Sangraría una de esas imitaciones? —preguntó Norris.
—Sin duda. La sangre nada tiene de místico. El músculo está for­mado por un 90 por ciento de agua, aproximadamente: la sangre sólo difiere en que tiene un dos por ciento más de agua y menos tejido conjuntivo. Las imitaciones sangrarían —le aseguró Copper.
Blair, repentinamente, se sentó en su litera.
—Connant.. ¿Dónde está Connant?
El físico se acercó al biólogo.
—Aquí estoy. ¿Qué quiere?
—¿Es usted? —inquirió Blair, con una risita. Y volvió a dejarse caer sobre la litera, convulsionado por una silenciosa risa.
Connant lo miró, desconcertado.
—¿Eh? ¿Que si soy qué?
¿Está usted ahí? —insistió Blair, con grandes risotadas—. ¿Es usted Connant? La bestia quería ser un hombre..., no un perro...






7

El doctor Copper se levantó cansadamente de la litera y lavó cui­dadosamente la jeringa hipodérmica. El leve tintineo de ésta repercutió con harta sonoridad en la habitación atestada, ahora que la gorgoteante risa de Blair se había extinguido finalmente. Copper miró a Garry y movió con lentitud la cabeza.
—Un caso sin remedio, me temo. No creo que podamos convencerlo nunca de que ahora ese monstruo está muerto.
Norris rió, con aire indeciso.
—No estoy seguro de que usted me pueda convencer a mí. ¡Oh, que el diablo se lo lleve, McReady!
—¿McReady? —preguntó el comandante Garry, volviéndose para mirar sucesivamente a Norris y a McReady con curiosidad.
—Las pesadillas —explicó Norris—. McReady formulaba una teoría sobre las pesadillas que tuvimos en la estación secundaria después de des­cubrir a ese monstruo.
—¿Y la teoría era?... —dijo Garry, mirando tranquilamente a McReady.
Norris contestó por él, con voz espasmódica, inquieta:
—Que ese ser no estaba muerto, que tenía algo así como una exis­tencia mucho más lenta, una existencia que le permitía, con todo, tener vagamente conciencia del transcurso del tiempo, de nuestra llegada, des­pués de interminables años. Soñé que ese ser podía imitar cosas.
—Y puede imitarlas —gruñó Copper.
—No sea tonto —replicó con brusquedad Norris—. No es eso lo que me preocupa. En el sueño, ese ser podía leer los pensamientos y las moda­lidades personales.
—¿Y qué tiene de malo eso? El asunto parece inquietarlo más que la idea de lo que nos divertirá un loco en un campamento antártico —dijo Copper, señalando con la cabeza a Blair, que se había dormido.
McReady meneó lentamente su cabezota.
—Usted sabe que Connant es Connant porque no sólo parece Connant, cosa que estamos empezando a creer podría conseguir también esa bestia, sino porque piensa como Connant y se mueve como Connant. Eso exige algo más que un simple cuerpo que se le parezca: exige el pensamiento de Connant, y sus modalidades. Por eso, aunque uno sepa que podría obtener el aspecto de Connant, uno no se inquieta mucho sabiendo que tiene un cerebro de otro mundo, un cerebro totalmente inhu­mano, y que difícilmente podría reaccionar y hablar como uno de los hombres que conocemos y hacerlo tan bien cómo para engañarnos por un solo momento. La idea de ese monstruo imitando a uno de nosotros es fascinadora pero irreal, porque es demasiado integralmente inhumano para engañarnos. No tiene un cerebro humano.
—Como antes dije, usted sabe decir las cosas más graves en el más grave de los momentos —dijo Norris, contemplando sin pestañear a McReady—. ¿Quiere hacerme el favor de rematar ese pensamiento... de un modo u otro?
Kinner, el cocinero de las cicatrices, estaba de pie cerca de Connant. Repentinamente cruzó toda la atestada habitación, se acercó a su familiar hornillo y desprendió ruidosamente sus cenizas.
—Ese ser no ganaría nada con asimilar simplemente el aspecto de alguien a quien tratara de imitar —dijo el doctor Copper, con tono contenido, como si pensara en voz alta—. Tendría que comprender sus sentimientos, sus reacciones. Ese ser es inhumano; tiene unas facultades de imitación que exceden toda concepción posible del hombre. Un buen actor, adiestrándose, puede imitar a otro hombre, las modalidades de otro hombre, lo suficiente para engañar a la mayoría de la gente. Desde luego ningún actor podría imitarlo en forma perfecta como para engañar a los que han estado conviviendo con el imitado en la total intimidad de un campamento antártico. Eso exigiría una habilidad sobrehumana.
—¡Ah! ¿También a usted le ha picado el germen? —dijo Norris, y profirió una blasfemia en voz baja.
Connant, que estaba de pie, solo, en un extremo de la habitación, miro a su alrededor con ojos frenéticos y muy pálido. Un suave remolino de los hombres los había agolpado poco a poco en el otro extremo, de modo que él se había quedado solo.
—¡Santo Dios! ¿Quieren callarse ustedes dos, Jeremías? —dijo Connant con voz trémula—. ¿Qué soy yo? ¿Algún ejemplar microscópico que están disecando? ¿Algún desagradable gusano que analizan en tercera persona?
McReady lo miró: sus manos, que se retorcían lentamente, cesaron por un momento de moverse. Y dijo:
Nos divertiremos mucho. Ojalá usted estuviese aquí. Firmado: Todos. Connant, si usted cree que está pasando un mal rato, pase al otro lado por unos minutos. Usted tiene algo que nosotros no tenemos: sabe cuál es la respuesta. Le diré algo: en estos momentos, usted es el hombre más temido y respetado del Gran Imán.
—Dios mío, ojalá usted pudiese ver sus ojos —dijo Connant con voz entrecortada—. Déjese de mirar, ¿quiere? ¿Qué demonios va a hacer?
—¿Se le ocurre alguna idea, doctor Copper? —preguntó con firmeza el comandante Garry—. La situación actual es algo complicada.
—¿De veras? —replicó con tono brusco Connant—. Venga aquí y mire a esa gente. Su aspecto es idéntico al de esa jauría del pasillo. Benning... ¿quiere dejar de jugar con esa maldita hacha para hielo?
El filo de cobre resonó sobre el piso cuando el mecánico de aviación dejó caer nerviosamente el hacha. Benning se inclinó, la recogió de inme­diato y la alzó con lentitud, haciéndola girar entre sus manos mientras la mirada de sus pardos ojos se paseaba espasmódicamente por la habi­tación.
Copper se sentó sobre la litera, junto a Blair. La madera crujió ruidosamente. En él otro extremo del corredor, un perro aulló de dolor y llega­ron suavemente hacia ellos las tensas voces de los conductores de trineos.
—El examen microscópico sería inútil, como ya ha señalado Blair —dijo pensativamente el doctor Copper—. Ha transcurrido un tiempo considerable. Con todo, los tests de suero serían terminantes.
¿Tests de suero? ¿Qué quiere usted decir en realidad? —preguntó el comandante Garry.
— Si yo tuviera un conejo al cual se le ha inyectado sangre humana, que es un veneno para los conejos, naturalmente, como lo es para ellos la sangre de cualquier otro animal que no sea otro conejo, y las inyecciones continuaran durante algún tiempo en dosis crecientes, el conejo estaría inmunizado contra los hombres. Si le sacaran una pequeña cantidad de sangre, la pusieran en un tubo de ensayo para separarla, y le agregaran un poco de sangre humana al suero limpio, se operaría una visible reacción, la cual probaría que la sangre era humana. Si se le añadiera sangre de vaca o de caballo, o cualquier otro material de proteínas que no fuese la sangre humana, no se operaría reacción alguna. Eso sería una prueba termi­nante.
—¿Quiere indicarme dónde podría yo atrapar a un conejo para usted? —preguntó Norris—. Siempre que ese lugar esté más cerca que Austra­lia; no queremos perder tiempo yendo tan lejos.
—Sé que no hay conejos en la Antártida —dijo Copper, con gesto de asentimiento—. Pero se trata simplemente del animal usual. Cualquier animal que no sea el hombre servirá. Un perro, por ejemplo. Pero eso requerirá varios días, y debido al tamaño mayor del animal exigirá con­siderable sangre. Dos de nosotros tendremos que contribuir.
—¿Bastaría conmigo? —preguntó rápidamente Garry.
—Valdría por dos—asintió Copper—. Me pondré a trabajar en ello inmediatamente.
—¿Y qué será de Connant, mientras tanto? —preguntó Kinner—. Saldré por esta puerta y me iré derechito al mar de Ross antes que cocinar para él.
—Quizá sea un ser humano... —empezó Copper.
—¡Un ser humano! —exclamó Connant, estallando en un torrente de blasfemias—. ¡Un ser humano! ¡Que quizá yo sea un ser humano! ¿Por quién diablos me toman?
—Por un monstruo —replicó con aspereza Copper—. Ahora cállese y escuche.
Connant se puso pálido. Se sentó pesadamente cuando la acusación se concretó en palabras.
—Hasta que lo sepamos con seguridad, se puede esperar razonable­mente que lo encerremos bajo llave —dijo Copper—. Si usted no es... un ser humano... es mucho más peligroso que el pobre Blair, y yo cuidaré de que él sea encerrado concienzudamente. Espero que su próxima etapa sea un deseo violento de matarlo a usted, a todos los perros y probablemente a todos nosotros. Cuando despierte se convencerá de que ninguno de nosotros somos seres humanos, y nada de lo que vea en el mundo alterará jamás su convicción. Sería más bondadoso dejarlo morir, pero no podemos hacer eso, naturalmente. Blair será confinado en una cabaña y usted puede quedarse en la Casa del Cosmos, con su aparato de rayos cósmicos, lo cual es poco más o menos lo que haría usted. Tengo que pre­parar un par de perros.
Connant asintió con amargura.
—Soy un ser humano. Haga ese test. Sus ojos... ¡Santo Dios! Si usted pudiera ver cómo miran sus ojos...



El comandante Garry observó con ansiedad cómo Clark, el encargado de los perros, sujetaba al perrazo pardo de Alaska, mientras Copper iniciaba el tratamiento de inyecciones. El perro se mostró reacio a cola­borar: la aguja era dolorosa y ya lo habían pinchado bastante esa maña­na. Cinco puntos de sutura mantenían cerrado un corte que le cruzaba la paletilla, las costillas y la mitad inferior de su cuerpo. Uno de los largos colmillos estaba roto: el fragmento que faltaba debía de hallarse sepul­tado en el omóplato del monstruo que estaba sobre la mesa del edificio de la administración.
—¿Cuánto demorará eso? —preguntó Garry, oprimiéndose suavemente el brazo.
Estaba dolorido a causa del pinchazo que le hiciera el doctor Copper para extraerle sangre.
Copper se encogió de hombros.
—Para serle franco, no lo sé. Conozco el método general. Lo he usado con conejos. Pero no lo he experimentado con perros. Son animales gran­des y embarazosos con los cuales no resulta cómodo trabajar: naturalmente, los conejos son preferibles y por lo general sirven. En los parajes civilizados se pueden comprar conejos inmunes al hombre a los proveedores.
—¿Para qué los usan allí? —preguntó Clark.
—La criminología es un campo de acción muy vasto. A dice que no ha asesinado a B, y que la sangre que aparece sobre su camisa proviene de haber matado a una gallina. El Estado hace un test y entonces le toca a A explicar por qué la sangre reacciona cuando se trata de conejos inmunes al hombre pero no cuando se trata de conejos inmunes a las gallinas.
—¿Qué haremos con Blair, mientras tanto? —preguntó Garry, con aire cansado. Está muy bien que lo dejemos dormir donde esta durante algún tiempo, pero cuando despierte...
—Barclay y Benning están ajustando unas trancas sobre la puerta de la Casa del Cosmos —replicó Copper con aire ceñudo—. Connant está obrando como un caballero. Creo que quizá la forma en que lo miran los demás le hace desear la intimidad. Sabe Dios que, hasta ahora, todos hemos querido individualmente un poco de intimidad... y trancas. Tendrá un plan bien definido cuando se despierte. ¿Han oído hablar alguna vez del viejo método para detener la propagación de la aftosa en las vacas?
Clark y Garry negaron silenciosamente con la cabeza.
—Si no hay fiebre aftosa, no la habrá —explicó Copper—. Uno se libera de ella matando a todos los animales que la tienen o que han estado cerca del animal enfermo. Blair es un biólogo y tiene miedo de ese ser a quien hemos puesto en libertad. Probablemente en estos momentos la respuesta aparece muy clara en su cerebro: matar a todos y a todo en este campamento antes de que una gaviota skua o un albatros errante que llegue con la primavera venga casualmente por aquí y... se contagie.
Los labios de Clark se contrajeron en una sonrisa que parecía una mueca.
—Eso me parece lógico. Si las cosas toman demasiado mal cariz... quizá sea preferible dejar en libertad a Blair. Eso nos evitaría suici­darnos. También podríamos jurar que, si las cosas se ponen feas, cui­daremos de que eso suceda.
Copper rió, con risa contenida.
—El último hombre que quedaría vivo en el Gran Imán... no seria un hombre —observo—. Alguien tiene que matar a esos... seres que no quie­ren matarse a sí mismos... ¿Comprenden? No tenemos suficiente termita para hacerlo todo a la vez, y ese explosivo de decanita no ayudaría gran cosa. Se me ocurre que hasta pequeños trozos de uno de esos seres se bas­tarían a sí mismos.
—Si ellos pueden modificar a voluntad su protoplasma... ¿No se modi­ficarán simplemente a sí mismos convirtiéndose en pájaros y huyendo en vuelo? —dijo Garry pensativamente—. Pueden leer todo lo relativo a los pájaros e imitar su estructura incluso sin haberlos visto. O imitar quizás a los mismo pájaros del planeta del cual provienen.
Copper negó con la cabeza y ayudó a Clark a liberar al perro.
—El hombre estudió a los pájaros durante siglos, procurando hacer una máquina capaz de volar como ellos. Nunca consiguió descubrir el secreto de los pájaros: obtuvo éxito sólo cuando se apartó totalmente de ese camino y ensayó métodos nuevos. Conocer la idea general del asunto y la estructura detallada del ala y el hueso y el tejido nervioso es algo muy distinto. Y en cuanto a los pájaros de otros mundos, probablemente las condiciones atmosféricas son aquí tan distintas que sus pájaros no podrían volar. Incluso es posible que ese ser proviniese de un planeta como Marte, donde la atmósfera es tan tenue que no hay pájaros.
Barclay entró en el edificio, arrastrando un cable de control de avión.
—Asunto acabado, doctor. La Casa del Cosmos no puede ser abierta desde dentro. Ahora: ¿dónde encerramos a Blair?
Copper miró a Garry.
—No hay ningún edificio de biología. No sé dónde podríamos ais­larlo.
—¿Y el escondrijo oriental? —dijo Garry después de meditar un momento—. ¿Podrá Blair cuidar de sí mismo..., o necesitará que lo cuiden?
—Estará en condiciones de hacerlo. Más vale que nos cuidemos nosotros —le aseguró sombríamente Copper—. Lleve una cocina portátil, un par de bolsas de carbón, los víveres necesarios y algunas herramientas para equipar eso. Nadie ha estado allí desde el otoño último... ¿verdad?
—Si se pone alborotador... creo que eso podría ser una buena idea —opinó.
Barclay dejó las herramientas que llevaba y miró a Garry.
—Si lo que murmura ahora indica algo, Blair cantará de noche. Y no nos gustará su canto.
—¿Qué dice? —preguntó Copper. Barclay meneó la cabeza.
—No me molesté en escuchar mucho. Hágalo, si quiere. Pero entendí que ese maldito estúpido sonó con todo lo que ha soñado McReady y algo más. Durmió junto al monstruo cuando nos detuvimos en el rastro que venía del Segundo Magnético, no lo olvide. Soñó que ese ser estaba vivo y otros detalles. Y, maldito sea, sabía que no todo era un sueño, o tenía motivos para saberlo. Sabía que aquel ser tenía facultades telepáticas que se agitaban vagamente, y que no sólo podía leer los cerebros sino también proyectar los pensamientos. Esos no eran sueños... ¿Comprende? Eran pensamientos extraviados que ese ser estaba transmitiendo, como transmite ahora sus pensamientos Blair..., una especie de murmullo tele­pático en sueños. Es por eso que él sabía tanto sobre sus facultades. Creo que usted y yo, doctor, no somos tan sensibles..., si quiere creer en la telepatía.
—Tengo que creer —dijo con un suspiro Copper—. El doctor Rhine, de la Universidad de Duke, ha probado que eso existe, que algunas personas son mucho más sensibles que otras.
—Bueno. Si quiere saber muchos detalles, vaya a escuchar la trans­misión de Blair. Este ha hecho salir a la mayor parte de los muchachos del edificio de la administración: Kinner está haciendo tintinear las cace­rolas. Cuando no puede hacer sonar una cacerola, saca cenizas.
—A propósito, comandante... ¿Qué haremos esta primavera, ahora que los aviones no cuentan?
Garry suspiró.
—Me temo que nuestra expedición fracasará. No podemos dividir nuestras fuerzas ahora.
—No fracasará... si seguimos viviendo y salimos de aquí —le prometió Copper—. El hallazgo que hemos hecho, si logramos controlarlo, es bastante importante. Los datos sobre los rayos cósmicos, la labor magnética y la tarea atmosférica no se verán grandemente entorpecidos.
Garry rió, sin alegría.
—Precisamente yo estaba pensando en las transmisiones radiotelefónicas en que comunicaremos al mundo los maravillosos resultados de nues­tros vuelos de exploración, en que trataremos de engañar a hombres como Byrd y Ellsworth, en nuestro país, convenciéndolos de que estamos haciendo algo.
Copper asintió, con aire grave.
—Adivinarán que sucede algo. Pero también comprenderán que tene­mos suficiente criterio para no apelar a esas tretas sin algún motivo, y esperarán nuestro regreso para juzgarnos. Creo que el asunto se reduce a esto: los hombres que saben, lo suficiente para advertir nuestra desilusión esperarán nuestro regreso. Los hombres que no tienen la discreción y la fe suficientes para esperar, no tendrán la experiencia necesaria para notar un engaño. Conocemos suficientemente el estado de cosas existente aquí como para hacer triunfar una buena impostura.
—Con tal de que no manden expediciones de salvamento —oró Garry—. Cuando estemos listos para salir de aquí, si es que salimos algún día, tendremos que avisar al capitán Forsythe que nos traiga una par­tida de magnetos cuando venga. Pero... no se preocupe por eso.
—Es decir... que podríamos no salir de aquí..., ¿verdad? —preguntó Barclay—. Me estaba preguntando si una bonita y fluida descripción de una erupción o un terremoto mediante la radiotelefonía, con una buena explosión, usando una mecha de decanita debajo del micrófono, podría resultar útil. Nada, desde luego, mantendrá totalmente a raya a la gente. Pero una de esas hermosas y melodramáticas escenas con el último hombre vivo podría ablandarla.
Garry sonrió, con auténtico humor.
—¿Está tratando de calcular eso también toda la gente del campa­mento? —inquirió.
Copper se echó a reír.
—¿Qué opina usted, Garry? Confiamos en vencer. Pero no estamos demasiado a nuestras anchas.
Clark sonrió, abandonando por un instante al perro a quien intentaba calmar.
—¿Confiamos, dice usted, doctor?






8

Blair se movía por la pequeña cabaña. Sus ojos lanzaban espasmódicas y rápidas miradas a los cuatro hombres que estaban con él: Barclay, McReady, el doctor Copper y Benning.
Blair estaba acurrucado contra la pared opuesta de la cabaña del escondrijo oriental, y su equipo apilado en el centro del piso, junto a la estufa, formando una isla entre él y los cuatro hombres. Sus huesudas manos se crispaban y temblaban, denotando su espanto. Sus apagados ojos revelaban su malestar mientras hacia girar la calva y pecosa cabeza con movimientos propios de un pájaro.
—No quiero que nadie venga aquí —dijo Blair con tono brusco y ner­vioso. Yo mismo me prepararé la comida. Quiero alimentos envasados. Envases sellados.
—De acuerdo, Blair —protestó Barclay—. Se los traeremos esta noche. Usted tiene carbón y el fuego está encendido. Haré un último...
Barclay dio un paso adelante.
Blair se deslizó instantáneamente al rincón más lejano.
—¡Salga de aquí! ¡Apártese de mí, monstruo —clamó el biólogo, y trató de abrirse paso con las uñas a través de la pared de la cabaña—. Apártese de mí... apártese... No quiero ser absorbido..., no quiero...
Barclay se dominó y retrocedió. El doctor Copper meneó la cabeza.
—Déjelo en paz, Bar —le dijo a Barclay—. A Blair le resulta más fácil arreglar el asunto personalmente. Creo que nos veremos obligados a cerrar la puerta…
Los cuatro hombres salieron. Benning y Barclay pusieron manos a la obra con eficacia practicando una trampilla en la puerta a través de la cual se podían hacer pasar víveres y evitando que la puerta se pudiera abrir desde el interior.
Allí Blair se movía con impaciencia de un lado a otro. Arrastró algo hacia la puerta, jadeando y profiriendo frenéticas blasfemias. Barclay abrió la trampilla y miró, mientras el doctor Copper atisbaba por sobre su hombro. Blair había arrimado contra la pared de entrada su pesada litera. Ahora la puerta no se podía abrir sin su cooperación.
—Creo que el pobre hace bien —dijo con un suspiro McReady—. Si se escapa, su confesada intención es matarnos a todos y a cada uno lo antes posible, lo cual es algo que no podemos aceptar. Pero de nuestro lado de la puerta tenemos algo peor que un loco homicida. Si hay que soltar al uno o al otro, creo que vendré a desatar esas cuerdas.
Barclay sonrió.
—Avíseme y le mostraré cómo debe hacer para desatarlas con rapidez. Volvamos.
El sol teñía al norte el horizonte con multicolores arco iris. Los hielos flotantes a la deriva se deslizaban hacia el norte, centelleando bajo sus flamígeros dardos. Pequeños montículos de redondeada blancura mostraban la cordillera del Imán, que apenas sobresalía por encima de los hielos a la deriva. Pequeños remolinos de nieve levantados por el viento giraban alrededor de sus esquíes cuando partieron hacia el campamento principal, establecido a tres kilómetros de allí. El delgado dedo de la antena de transmisión alzó una fina aguja negra hacia la blancura del continente antártico. La nieve, bajo sus esquíes, parecía fina arena, dura y que­bradiza.
—La primavera ha llegado —dijo con amargura Benning—. ¿Verdad que nos divertimos? Y yo, que esperaba con ansia el momento de alejarme de este maldito agujero hecho en el hielo...
—En su caso, no lo intentaría —gruñó Barclay—. La gente que se vaya de aquí en los próximos días será extraordinariamente impopular.
—¿Cómo sigue su perro, doctor Copper? —preguntó McReady—. ¿Ha obtenido algún resultado ya?
—¿A las treinta horas? Ojalá los hubiera. Hoy le inyecte mi sangre. Pero supongo que necesitaré otros cinco días.
McReady preguntó lentamente:
—Si Connant se hubiese... transformado... ¿nos habría puesto en guardia tan pronto después de la fuga del monstruo? ¿No habría esperado lo suficiente como para que éste tuviera una verdadera probabilidad de ponerse a salvo? Hasta que nos despertáramos, naturalmente...
—Este monstruo es egoísta —observó el doctor Copper—. No lo creerá usted poseído por el espíritu de la justicia superior..., ¿verdad? Supongo que cada parte de sí es para él el todo, que cada parte suya es toda para él. Si Connant hubiese sido transformado, para salvar el pellejo, habría… Pero los sentimientos de Connant no han cambiado: son imitados perfectamente o bien son los suyos propios. Naturalmente, la imitación, copiando a conciencia los sentimientos de Connant, habría hecho exactamente lo mismo que él.
—Oiga..., ¿no podría Norris o Van someter a Connant a algún test? Si ese ser es más inteligente que los hombres, podría saber más sobre física que Connant, y ellos lo notarían —insinuó Barclay.
Copper movió la cabeza con laxitud.
—No, si sabe leer los pensamientos. No se puede proyectar una celada para ese monstruo. Van lo propuso anoche. Confiaba que el mons­truo respondería alguna de las preguntas sobre física cuyas respuestas querría conocer.
—Esta idea de una expedición de cuatro está predestinada a hacernos más feliz la vida —dijo Benning, mirando a sus camaradas—. Cada uno de nosotros tendrá un ojo fijo en los demás para asegurarse de que no harán... nada raro. ¡Qué grupo lleno de mutua confianza formaremos! Cada uno mirará a sus vecinos con el mayor despliegue de fe y confianza... Ya estoy empezando a comprender lo que quiso decir Connant al declarar: “Ojalá pudiera usted ver sus ojos”. Creo que de vez en cuando todos tenemos la misma mirada. Uno de nosotros mira a su alrededor con unos ojos que dicen: “Me pregunto si alguno de los otros tres es...” Por lo demás, no me exceptúo a mí mismo.
—Que yo sepa, el monstruo ha muerto y sólo ha dejado en pie un leve interrogante con respecto a Connant. No se sospecha de ningún otro —declaró lentamente McReady—. La orden de “siempre cuatro” es una simple medida de precaución.
—Estoy esperando que Garry lo convierta en “cuatro en una litera” —suspiró Barclay—. Creí no tener ninguna intimidad antes, pero desde esa orden...



Nadie observaba con más tensión que Connant un pequeño tubo de ensayo de vidrio esterilizado, lleno a medias de un líquido color paja. Uno..., dos..., tres..., cuatro..., cinco gotas de la clara solución que Copper había preparado con las gotas de sangre extraídas del brazo de Connant. El tubo fue agitado cuidadosamente y luego colocado en un vaso de agua clara y tibia. El termómetro señaló calor de sangre, un pequeño ter­mostato emitió un fuerte chasquido y el calorífero eléctrico comenzó a brillar mientras las luces temblaban. Luego se formaron pequeños copos blancos de precipitación, cayendo como una nevada en el líquido color paja.
—Dios mío —dijo Connant, y se desplomó sobre una litera, sollozando como un niño. Seis días..., seis días ahí dentro preguntándome si ese maldito test mentiría...
Garry se acercó silenciosamente y pasó el brazo detrás de la espalda del físico.
—No podía mentir —dijo el doctor Copper—. El perro era inmune al hombre... y el suero reaccionó.
—¿Connant es... normal? —preguntó Norris con voz entrecortada—. ¿De modo que el monstruo ha muerto..., ha muerto para siempre?
—Connant es un ser humano —dijo Copper rotundamente—. Y el monstruo ha muerto.
Kinner estalló en risotadas, en risotadas histéricas. McReady se volvió hacia él y lo abofeteó con un rítmico compás de un-dos, un-dos. El cocinero rió, tragó saliva, lloró un instante y luego se sentó, frotándose las mejillas, murmurando vagamente palabras de gratitud.
—Yo estaba asustado, Dios mío, estaba asustado...
Norris rió, con una risa quebradiza.
—¿Cree que nosotros no lo estábamos, gorila? ¿Cree que Connant no lo estaba?
El edificio de la administración se puso en movimiento, repentina­mente rejuvenecido. Unas voces reían, los hombres que se agolparon alrededor de Connant hablaban con voz innecesariamente sonora, con voz nerviosa de seres aliviados al sentirse amigos de nuevo. Alguien gritó una proposición y una docena de hombres se marcharon en busca de sus esquíes. Blair. Blair podría recobrarse... El doctor Copper se afanaba con sus tubos de ensayo, para desahogar sus nervios, intentando soluciones. La partida de socorro para la cabaña de Blair salió de allí, golpeando rui­dosamente el suelo con sus esquíes. En el otro extremo del corredor, los perros empezaron a proferir agudos aullidos, al husmear el ambiente de excitación que llegaba hasta ellos.
El doctor Copper estaba atareado con los tubos de ensayo. McReady fue el primero en notarlo, sentado en el borde de su litera, con dos tubos de ensayo donde se sedimentaba un precipitado blanco del líquido color paja, el rostro más blanco que la sustancia de sus tubos, mientras de sus ojos dilatados por el horror se escapaban silenciosas lágrimas.
McReady sintió que el frío cuchillo del miedo le perforaba el corazón y se le helaba en el pecho. El doctor Copper lo miró.
—Garry —llamó, con ronca voz—. Garry, por amor de Dios, venga aquí
El comandante Garry se dirigió hacia él, con pasos rotundos. El silencio se aposentó en el edificio de la administración. Connant alzó los ojos y se levantó envarado de su asiento.
—Garry... El tejido de ese monstruo... también precipita. Esto no prueba nada. Sólo prueba que el perro era inmune al monstruo también. Que uno de los dos que contribuimos con sangre... uno de nosotros dos, usted o yo, Garry..., uno de nosotros es un monstruo.

9

—Bar, llame a esos hombres antes de que se lo digan a Blair —indicó tranquilamente McReady.
Barclay fue hacia la puerta: sus gritos llegaron débilmente a oídos de los hombres sumidos en tenso silencio en la habitación. Luego volvió.
—Vienen —anunció—. No les dije el porqué. Sólo les expliqué que el doctor Copper había dicho que no fueran.
—El que manda es usted ahora, McReady —dijo con un suspiro Garry—. Que Dios le ayude. Yo no puedo.
El gigante de bronce asintió lentamente, los hundido ojos fijos en el comandante Garry.
—Quizá yo lo sea —agregó Garry—. Sé que no lo soy, pero no puedo probárselo a ustedes de ningún modo. El test del doctor Copper ha fra­casado. El hecho de que haya probado que era inútil, cuando beneficiaba al monstruo que no se supiera esa inutilidad, parecería probar que era un ser humano.
Copper se meció lentamente sobre la litera.
—Sé que soy un ser humano. Pero tampoco puedo probarlo. Uno de nosotros dos es un embustero, porque el test no puede mentir y dice que uno de nosotros es un monstruo. Di la prueba de que el test se equi­vocaba, lo cual parece demostrar que soy un ser humano y ahora Garry ha dado ese argumento que prueba que lo soy..., cosa que él, de ser mons­truo, no habría hecho. Vueltas y vueltas y más vueltas y...
La cabeza del doctor Copper, y luego su cabello y sus hombros, empe­zaron a describir lentos círculos al compás de las palabras. Repentinamente, se tendió sobre la litera, bramando de risa.
—¡Eso no prueba que uno de nosotros sea un monstruo! ¡No tiene por qué probarlo! ¡Ja, ja! Si todos somos monstruos eso da el mismo resul­tado... Todos somos monstruos..., todos nosotros... Connant, Garry, yo..., todos ustedes.
—McReady —dijo en voz baja Van Wall, el rubio piloto principal—. Usted estudiaba medicina cuando se dedicó a la meteorología..., ¿verdad? ¿Podría hacer algún test?
McReady se acercó lentamente a Copper, tomó de su mano la jeringa hipodérmica y la lavó cuidadosamente con alcohol. Garry estaba sentado sobre el borde de la litera con aire impasible, observando de un modo inexpresivo a Copper y a McReady.
—Lo que dijo Copper es posible —dijo con un suspiro McReady—. Van..., ¿quiere ayudarme? Gracias.
La aguja de la jeringa penetró en el muslo de Copper. La risa del mé­dico no cesó y se diluyó lentamente en sollozos. Luego quedó profundamente dormido al surtir efecto la morfina.
McReady se volvió nuevamente. Los hombres que habían partido en busca de Blair estaban de pie en el otro extremo de la habitación, y sus semblantes estaban blancos. Connant tenía en cada mano un cigarrillo encendido: aspiraba distraídamente uno de ellos y contemplaba fijamente el suelo. El calor del que tenía en la mano izquierda lo atrajo y lo miró absor­to, y luego contempló estúpidamente por un momento el que tenía en la otra. Dejó caer uno de ellos y lo aplastó lentamente con el pie.
—El doctor Copper podría tener razón —repitió McReady—. Sé que soy un ser humano... pero, desde luego no puedo probarlo. Repetiré ese test para mi propia información. Cualquiera de ustedes que lo desee puede hacer lo mismo.
Dos minutos después, McReady alzó un tubo de ensayo con un preci­pitado blanco que se sedimentaba lentamente, desprendiéndose de un suero color paja.
—Reacciona también con la sangre humana, de modo que ninguno de los dos es un monstruo.
—No creí que lo fueran —dijo con un suspiro Van Wall—. Tampoco esto le habría convenido al monstruo: hubiéramos podido destruirlos en caso de saberlo. ¿Por qué no nos habrá destruido el monstruo a nosotros?
McReady replicó con un bufido. Luego rió silenciosamente:
—Elemental, querido Watson. El monstruo quiere tener disponibles formas de vida. Aparentemente no puede animar a un cadáver. Sólo espera..., espera mejores oportunidades. Nos reserva a los que seguimos siendo seres humanos.
Kinner se estremeció violentamente.
—Vamos, Mac. ¿Acaso yo lo sabría si fuese un monstruo? ¿Sabría si el monstruo se ha apoderado ya de mí? ¡Oh, Dios mío! Quizá yo sea un monstruo ya.
—Usted lo sabría —respondió McReady.
—Pero nosotros no —dijo Norris, con una risita casi sardónica.
McReady contempló la redoma de suero que quedaba.
—Por lo demás, esta maldita sustancia sirve para algo —dijo pensa­tivamente—. Clark... ¿Quiere ayudarme con Van? Los demás, más vale que se queden juntos aquí. Vigílense mutuamente —añadió con amargura—. Cuiden de no verse en apuros... digámoslo así.
McReady se dirigió por el túnel hacia la sección de los perros, seguido por Clark y Van Wall.
—¿Necesita más suero? —le preguntó Clark
McReady negó con la cabeza.
—Tubos de ensayo —respondió—. Ahí hay cuatro vacas y un toro y casi setenta perros. Esta sustancia sólo reacciona con la sangre humana... y los monstruos.



McReady volvió al edificio de la administración y fue silenciosa­mente al lavabo. Clark y Van Wall se le unieron momentos después. Los labios de Clark se movían en un tic, en sonrisas sardónicas impremedi­tadas y convulsivas.
—¿Qué ha hecho usted? —preguntó Connant, en súbito arranque—. ¿Más inmunización?
Clark contestó con una risita tonta y se detuvo, con un hipo.
—Inmunización. ¡Ja, ja! Eso es. ¡Inmunización!
—El monstruo es perfectamente lógico —dijo con firmeza Van Wall—. Nuestro perro inmune era el indicado y extrajimos un poco mas de suero para los tests. Pero no podemos hacer más.
—¿No puede..., no puede usar la sangre de un hombre en otro perro —comenzó Norris.
—No hay más perros —dijo McReady, con voz baja—. Ni vacas, diría yo.
—¿No hay más perros? —preguntó Benning, sentándose lentamente.
—Son muy desagradables cuando empiezan a cambiar —dijo con precisión Van Wall—. Esa plancha de electrocución que usted fabricó, Barclay, es muy veloz. Sólo ha quedado un perro..., nuestro perro inmune.
El monstruo nos lo dejó para que pudiéramos divertirnos con nuestro test.
El resto...
Van Wall se encogió de hombros y se secó las manos.
—Las vacas... —dijo Kinner, tragando saliva.
—También. Su aspecto es ridículo cuando empiezan a derretirse.
Kinner se levantó con lentitud. Su mirada se paseó rápidamente por la habitación y se detuvo, trémula, sobre el recipiente de latón de la cocina. Lentamente, paso a paso, retrocedió hacia la puerta, mientras su boca se abría y cerraba silenciosamente, como la de un pez fuera del agua.
—La leche... dijo, con voz entrecortada—. Las ordeñé hace una hora...
Salió entre los hielos, sin abrigo ni ropa gruesa.
Su voz se quebró en un alarido, mientras se abalanzaba hacia la puerta
Van Wall lo siguió por un momento con la mirada, pensativamente.
—Lo más probable es que esté loco sin remedio —dijo finalmente—. Pero podría ser un monstruo que huye.
Tres de los otros hombres vomitaban en silencio. Norris estaba ten­dido boca arriba, el rostro verdoso, contemplando fijamente el fondo de la litera suspendida sobre la suya.
—Mac..., ¿desde cuándo las... vacas son no-vacas...?
McReady se encogió de hombros, con aire desesperanzado. Se acercó al cubo de la leche y con su tubito de suero se puso a trabajar sobre él. La leche lo empañaba, dificultando la comprobación. Finalmente, dejó el tubo de ensayo en su soporte.
—El resultado del test es negativo. Lo cual significa que eran vacas, entonces, o bien que, siendo imitaciones perfectas, daban una leche per­fectamente buena.
Copper se movió inquieto entre sueños y de sus labios brotó algo in­termedio entre un ronquido y una risa. Las miradas de los demás se posa­ron en él.
—¿Le haría la morfina... a un monstruo...? —empezó a preguntar al­guien.
—¡Quién sabe! —dijo McReady, encogiéndose de hombros—. Influye sobre todos los animales terrestres que conozco.
Bruscamente, Connant irguió la cabeza.
—¡Mac! ¡Los perros deben de haber tragado trozos del monstruo y esos trozos los han destruido! El monstruo vivía en los perros. Yo estaba encerrado bajo llave. ¿No prueba eso...?
Van Wall negó con la cabeza.
—Lo siento. No prueba nada acerca de lo que es usted, sólo prueba lo que no hizo.
—No —suspiró McReady—. Nos vemos impotentes porque no sabemos lo suficiente y estamos tan nerviosos que no pensamos lo sufi­ciente. ¡Encerrado bajo llave! ¿Han visto alguna vez un corpúsculo blanco de la sangre cuando atraviesa la pared de un vaso sanguíneo? ¿No? Se adhiere como un seudópodo. Y ya está... al otro lado de la pared.
—¡Oh! —dijo Van Wall, con aire desdichado—. Las vacas trataron de derretirse..., ¿no es así? Podían haberse derretido..., haberse convertido simplemente en una hebra de sustancia y pasado por debajo de una puerta para reagruparse al otro lado. Cuerdas... No, no... Eso no bastaría. Ellas no podrían vivir en un tanque cerrado o...
—Si uno le dispara a ese animal un balazo y le perfora el corazón y no muere, es un monstruo —dijo McReady—. Es el mejor test que se me ocurre.
No hay perros ni vacas —dijo tranquilamente Garry—. El mons­truo tiene que imitar ahora a los hombres. Y el encerrar bajo llave no sirve de nada. Su test podrá dar resultados, Mac, pero temo que le costaría conseguirlo con los hombres.






10

Clark alzó los ojos del hornillo cuando Van Wall, Barclay, McReady y Benning entraron, desprendiéndose los fragmentos de hielo adheridos a su vestimenta. Los otros hombres continuaron dedicándose a lo que hacían, jugando al ajedrez, al póquer, leyendo. Ralsen estaba reparando un trineo sobre la mesa. Van y Norris estaban inclinados sobre unos datos magné­ticos, mientras que Harvey leía logaritmos en voz baja.
El doctor Copper roncaba suavemente sobre la litera. Garry estaba trabajando con Dutton en unos mensajes radiotelefónicos. Connant esta­ba usando la mayor parte de la mesa para las páginas sobre los rayos cósmicos.
Desde el otro lado del pasillo, a pesar de las dos puertas cerradas, les llegó con toda claridad la voz de Kinner. Clark puso ruidosamente una marmita sobre el hornillo y le hizo un gesto en silencio a McReady. El meteorólogo se le acercó.
—No me importa tanto el que cocine —dijo Clark nerviosamente—. Pero... ¿no habría alguna manera de detener a ese pajarraco? Todos convinimos en que sería seguro trasladarlo a la Casa del Cosmos.
—¿A Kinner? —dijo McReady, señalando la puerta—. Temo que no. Supongo que puedo atontarlo con drogas, pero no tenemos existencias ili­mitadas de morfina, y Kinner no corre el peligro de perder el juicio. Sólo está histérico.
—Pues corremos el peligro de perder el nuestro. Usted ha estado ausente durante una hora y media. Eso se ha desarrollado sin cesar desde entonces y sucedía ya antes desde hacía dos horas. Como usted sabe, hay un límite.
Garry se acercó lentamente, con aire de excusa. Por un momento, McReady advirtió la chispa salvaje de temor… de horror, que brillaba en los ojos de Clark, y advirtió inmediatamente que también brillaba en los suyos. Garry —Garry o Copper— era ciertamente un monstruo.
—Creo que si usted pudiera ponerle freno a eso, procedería con pru­dencia, Mac —dijo tranquilamente Garry—. Hay... tensión más que sufi­ciente en esta habitación. Convinimos en que Kinner estaría más seguro allí, porque todos los demás del campamento están bajo constante vigi­lancia.
Garry se estremeció.
—Y, por amor de Dios, trate de hallar algún test eficaz; trate de hallarlo.
McReady suspiró.
—Con vigilancia o sin ella, todos están en tensión. Blair ha atascado la trampilla, de modo que ésta no se pueda abrir ahora. Dice que tiene sufi­ciente alimento y grita a cada momento. De modo que nos fuimos.
—¿No hay otro test? —rogó Garry.
McReady se encogió de hombros.
—Copper tenía muchísima razón. La prueba del suero podría ser ter­minante si no hubiese estado... contaminado. Pero sólo queda un perro y no nos sirve ya.
—¿Pruebas químicas?
McReady meneó la cabeza.
—Nuestra química no es valiosa hasta ese punto. Intenté el micros­copio..., ¿comprende?
Garry asintió.
—El perro-monstruo y el perro auténtico eran idénticos. Pero... hay que seguir adelante. ¿Qué haremos después de cenar?
Van Wall se les unió silenciosamente.
—Guardia rotatoria. La mitad del personal duerme y la otra mitad está despierta. Me pregunto cuántos de nosotros somos monstruos. Todos los perros lo fueron. Nos creímos a salvo, pero de un modo u otro eso alcanzó a Copper... o a usted.
En los ojos de Van Wall fulguró una llama de malestar.
—El monstruo puede haber penetrado en todos ustedes... Todos ustedes menos yo, quizás estén dudando, mirando. No, eso no es posible. Entonces, ustedes saltarían y me verían en la impotencia. Nosotros los seres humanos, de un modo u otro, debemos tener superioridad numérica ahora. Pero... —y Van Wall se interrumpió.
McReady rió, con una breve risita.
—Usted hace lo que Norris se quejó de haber hallado en mi —dijo—. Pero si cambia a uno solo más... Eso podría alterar el equilibrio de las fuerzas. El monstruo no lucha. No creo que luche jamás. Debe de ser un ente pacífico, a su manera... Inimitable. Nunca tuvo que luchar porque siempre obtuvo sus fines pacíficamente.
La boca de Van Wall se contrajo en una sonrisa enfermiza.
—De modo que usted sugiere que quizá el monstruo tenga ya supe­rioridad numérica, pero que sólo esperan todos ellos..., todos ustedes, que yo sepa..., esperan a que yo, el último ser humano, ahogue mi fatiga en sueño. Mac..., ¿notó sus ojos, fijos en nosotros?
Garry suspiró.
—Usted no ha estado sentado aquí durante cuatro horas consecutivas, mientras todos sus ojos evaluaban silenciosamente la información de que uno de nosotros dos, Copper o yo, es un monstruo..., quizá los dos.
Clark repitió su petición.
—¿Quiere ponerle un alto al alboroto de ese pajarraco? Me está enloqueciendo. Consiga, por lo menos, que haga menos ruido.
—¿Está orando aún? —preguntó McReady.
—Orando —gruñó Clark—. No ha cesado de hacerlo ni por un momento. No me importa que rece si eso lo alivia, pero grita, canta salmos y cánticos y vocifera plegarias. Cree que Dios no podrá oírle bien desde aquí.
—Quizá no pueda —gruñó—. O habría hecho algo con ese engendro del infierno.
—Alguien intentará el test que usted mencionó, si no lo detiene —de­claró sombríamente Clark—. Creo que un hachazo en la cabeza sería tan categórico como una bala en el corazón.
—Siga con la comida. Veré qué puedo hacer. Quizás haya algo en los armarios.
McReady se dirigió con laxitud al rincón que usara Copper como dis­pensario. Tres altos armarios de rústicos tablones, dos de ellos cerrados con llave, eran los depósitos de los suministros médicos del campamento. Doce años antes, McReady se había graduado, había pedido un cargo de practicante y luego había abandonado la medicina para consagrarse a la meteorología. Copper era un hombre escogido, un hombre que sabía su profesión concienzudamente y en forma moderna. Más de la mitad de los medicamentos disponibles le resultaban totalmente desconocidos a McReady; había olvidado muchos de los otros. Allí no había una gran biblioteca médica, ni colecciones de revistas para leer las cosas que había olvidado: esas cosas elementales y simples para Copper, cosas que no merecían ser incluidas en la pequeña biblioteca con la cual se había visto obligado a contentarse. Los libros son pesados y todos los suministros habían sido traídos por vía aérea.
McReady eligió con aire esperanzado un barbitúrico. Van Wall y Barclay lo acompañaron. Un hombre nunca iba a ninguna parte solo en el Gran Imán.
Ralsen había dejado su trineo y los físicos se habían apartado de la mesa, y la partida de póquer estaba interrumpida cuando volvieron. Clark sacaba la comida. El tintineo de las cucharas y los ruidos ahogados causa­dos al comer eran los únicos signos de vida de la habitación. No se pronunciaron palabras cuando los tres volvieron: simplemente, todas las miradas se concentraron sobre ellos, interrogativas, mientras las mandíbulas se movían.
McReady, de improviso, se tornó rígido. Kinner chillaba un salmo, con voz ronca y quebrada. Miró con laxitud a Van Wall, luciendo una sonrisa que era una mueca, y movió la cabeza:
—Ajá.
Van Wall profirió con amargura una maldición y se sentó junto a la mesa.
—Tendremos que aguantarlo hasta que se canse. No podrá chillar así eternamente.
—Tiene una garganta de bronce y una laringe de hierro colado —declaró con aire salvaje Norris—. De modo que podemos tener espe­ranzas y sugerir que es uno de nuestros amigos. En ese caso, él podría seguir renovando su garganta hasta el día del Juicio Final.
El silencio se enseñoreó de la habitación. Durante veinte minutos, todos comieron sin pronunciar una sola palabra. Luego, Connant se le­vantó de un salto, con airada violencia.
—Están todos ustedes en silencio como unas imágenes talladas. No dicen una sola palabra, pero... ¡qué ojos expresivos tienen, Dios mío! Giran de un lado a otro como bolitas de vidrio que ruedan por una mesa. Guiñan y parpadean y miran fijo... y murmuran cosas. ¿No podrían mirar a otra parte para variar, por favor? Oiga, Mac. Usted es el jefe aquí. Exhi­bamos unas películas durante el resto de la velada. Hemos estado guar­dando esas películas para hacerlas durar. ¿Durar para qué? Veámoslas mientras podemos hacerlo y miremos a otros, para no mirarnos mutuamente.
—Buena idea, Connant Yo, por lo pronto, estoy totalmente dispuesto a cambiar esto en cualquier forma posible.
—Gradúe el sonido de la película para que se oiga mucho, Dutton —insistió Clark—. Quizá pueda cubrir así el alboroto de esos salmos.
—Pero no apague las luces del todo —dijo a media voz Norris.
—Las luces serán apagadas —dijo McReady moviendo la cabeza—. Exhibiremos todos los dibujos animados que tenemos. Supongo que uste­des no tendrán inconveniente en ver los dibujos viejos..., ¿no es así?
—Bravo, bravo. Precisamente me siento con ganas de ver unas pelí­culas.
McReady se volvió hacia el que había hablado, un enjuto y largui­rucho nativo de Nueva Inglaterra llamado Caldwell. Éste estaba llenan­do lentamente su pipa, soslayando una agria mirada hacia McReady.
El gigante de bronce no podo reprimir la risa.
—Bueno, Bart. Usted se sale con la suya. Quizá nuestro estado de áni­mo no sea el más adecuado para ver a Popeye y los patos de las historietas, pero algo es algo. Dutton, Barday y Benning, a cargo del proyector y el dispositivo de los mecanismos sonoros, se dedicaron en silencio a su tarea, mientras otros limpiaban el edificio de la administración y elimi­naban los platos y cazuelas. McReady se encaminó lentamente hacia Van Wall y se tendió en la litera a su lado.
—Me pregunto, Van, si debo o no explicar mis ideas por anticipado —dijo, con una sonrisa forzada—. Tengo la vaga idea de algo que podría dar resultado. Pero es demasiado vaga para preocuparse con eso. Sigan con su espectáculo, mientras trato de imaginar la lógica del asunto. Ocu­paré esta litera.
Van Wall miró y asintió. La pantalla cinematográfica estaría virtual­mente en la misma línea de aquella litera, determinando por lo tanto que las películas distrajeran menos allí, por ser menos inteligibles.
—Quizá debiera usted decirnos cuál es su plan.
—No demorará mucho, si mis cálculos son exactos. Pero ya no quiero esas pruebas con perros. Más vale que traslademos a Copper a la litera que está exactamente encima de la mía. Tampoco mirará la pantalla.
McReady señaló con la cabeza la mole de Copper, que roncaba sua­vemente. Garry les ayudó a levantar y trasladar al médico.
McReady se recostó contra la litera y se sumió en un trance casi de concentración, tratando de calcular las probabilidades, las operaciones, los métodos. A penas si advirtió que los demás se situaban silenciosamente y que la pantalla se iluminaba. Las frenéticas plegarias que gritaba Kinner y los salmos que entonaba desafinando horriblemente lo fastidiaron hasta que empezó el acompañamiento del sonido. Apagaron las luces, pero las grandes superficies coloreadas de la pantalla reflejaban suficiente luz para una fácil visibilidad. Hacían brillar los ojos cuando se movían inquietos. Kinner oraba aún, gritando, Y su voz era un ronco acompañamiento de sonido mecánico. Dutton subió de tono el ampli­ficador.
Mientras sonaba la voz, McReady sólo notó vagamente al principio que algo parecía faltar. Aunque estaba acostado, la voz de Kinner llegaba a sus oídos con bastante claridad, a pesar del acompañamiento sonoro de las películas. Bruscamente, le llamó la atención notar que ya no se oía a Kinner en el otro cuarto.
—Dutton, corte ese sonido —gritó repentinamente.
La película se proyectó por un momento sin sonido y resultó extra­ñamente inútil en el imprevisto y profundo silencio. El viento que arrecia­ba en la superficie burbujeaba melancólicas lágrimas de sonido a través de las cañerías de las estufas. McReady dijo, en voz baja:
—Kinner ya no canta.
—Entonces, por amor de Dios, pongan en marcha ese sonido. Quizás se haya interrumpido para escuchar —dijo con tono brusco Norris.
McReady se levantó y fue al otro extremo del pasillo. Barclay y Van Wall abandonaron sus sitios para seguirlo. Los centelleos abultaban y de­formaban la gris ropa interior de Barclay cuando cruzó el haz de luz del proyector. Dutton encendió las luces y la película desapareció.
Norris estaba de pie en la puerta, como se lo había pedido McReady; Garry se hallaba sentado tranquilamente en la litera junto a la puerta, obligando a Clark a hacerle lugar. La mayoría de los demás se habían quedado exactamente donde estaban. Sólo Connant se paseaba lenta­mente por la habitación, con ritmo firme e invariable.
—Si continúa así, Connant, podemos prescindir por completo de usted, sea o no un ser humano —dijo Clark, escupiendo en el suelo—. ¿In­terrumpirá de una vez ese maldito ritmo?
—Perdón.
El físico se sentó sobre una litera y se observó pensativamente los pies. Transcurrieron casi cinco minutos, cinco siglos, durante los cuales sólo se oía el murmullo del viento, y finalmente McReady apareció en el umbral.
—No teníamos suficiente dolor aquí, todavía —anunció. Kinner tiene clavado un cuchillo en la garganta, y es probable que sea ése el motivo por el cual dejó de cantar. Tenemos monstruos, locos y asesinos.






11

—¿Está en libertad Blair? —preguntó alguien.
—Blair no está en libertad. En caso contrario, habría venido aquí. Si hay alguna duda acerca del lugar de donde vino nuestro amable cola­borador... esto puede aclararlo.
Van Wall mostró un largo cuchillo de fina hoja, de unos treinta centí­metros de longitud, envuelto en un paño. El mango de madera estaba que­mado a medias, chamuscado: le había quedado la marca de la tapa del hornillo.
Clark lo miró, absorto.
—Esa marca la dejé yo esta tarde. Olvidé ese maldito cuchillo en la cocina.
Van Wall asintió.
—Yo lo he olido. Adiviné que ese cuchillo provenía de la cocina.
—Me pregunto cuántos monstruos nos quedan —dijo Benning, mi­rando cautelosamente a los demás—. Si alguien pudiera escabullirse de aquí, ir de la pantalla hasta la cocina y luego a la Casa del Cosmos y volver... ya volvió... ¿verdad? Sí... todos están aquí. Pues bien... Si uno de los hombres del grupo pudo hacer todo eso...
—Quizá lo haya hecho un monstruo —insinuó en voz baja Garry—. Existe esa posibilidad.
—Al monstruo, como lo señaló usted hoy, sólo le han quedado hom­bres para imitar. ¿Disminuiría su..., su stock, digamos? —observó Van Wall—. No, sólo tenemos que vérnoslas con un miserable común y corriente, con un asesino. Usualmente, lo llamaríamos un criminal inhumano, supongo, pero hay que diferenciar. Teníamos asesinos inhumanos y ahora tenemos humanos asesinos. O uno, por lo menos.
—Hay un humano menos —dijo en voz baja Norris—. Quizá sean los monstruos quienes dominan ahora la situación.
—No se preocupe por eso —dijo con un suspiro McReady; y se volvió hacia Barclay—. Bar... ¿quiere traer su aparato eléctrico? Voy a cer­ciorarme...
Barclay se fue por el pasillo en busca del electrocutor dentado, mientras McReady y Van Wall volvían a la Casa del Cosmos. Barclay los siguió al cabo de unos treinta segundos.
El pasillo que llevaba a la Casa del Cosmos formaba un repliegue tortuoso, como casi todos los pasillos del Gran Imán, y Norris estaba en el umbral de nuevo. Pero oyeron algo ahogado, un repentino grito de McReady. Se oyó una salvaje ráfaga de golpes, de sonidos extraños.
—Bar... Bar...
Y resonó un raro grito, semejante a un maullido salvaje, que fue aca­llado antes todavía de que el ágil Norris llegara al recodo del pasillo.
Kinner —o mejor dicho, lo que había sido de Kinner— yacía en el suelo, partido en dos por el gran cuchillo que mostrara McReady. El meteorólogo estaba de pie contra la pared y del cuchillo que tenía en la mano goteaba sangre. Van Wall se movía apenas en el suelo, gimiendo, y su mano se frotaba de un modo casi inconsciente la mandíbula. Barclay, con un indecible fulgor salvaje en los ojos, estaba inclinado sobre la denta­da arma que tenía en la mano, golpeando..., golpeando..., golpeando.
Los brazos de Kinner se habían convertido en una extraña pelambre escamosa, y la carne se había retorcido. Sus dedos se habían acortado, su mano redondeado, sus uñas convertido en garras largas y afiladas.
McReady alzó la cabeza, contempló el cuchillo que tenía en la mano y lo dejó caer.
—Bueno, quien quiera que lo haya hecho, puede hablar ahora —dijo—. Fue un asesino humano... Porque mató a un ser no humano. Juro por todo lo sagrado que Kinner era ya un cadáver cuando llegamos. Pero cuando eso descubrió que íbamos a atacarlo con la corriente eléc­trica... se transformó.
Norris miró, vacilante.
—¡Oh, santo Dios! Esos seres saben orar. ¡Pensar que estuvo aquí durante horas, mascullando plegarias dedicadas a un Dios a quien odiaba! Vociferando salmos con su voz rota, entonando cánticos sobre una Igle­sia que no conocía, enloqueciéndonos con sus incesantes aullidos...
—Bueno. Que hable el que lo hizo, sea quien sea. No lo sabe, pero le hizo un favor al campamento. Y quiero saber cómo diablos salió el autor de la habitación sin que nadie lo viera. Eso podría ayudar a protegernos. Sus gritos..., sus cantos. Ni siquiera el sonido del proyector podía ahogarlos —dijo Clark, con un escalofrío—. Era un monstruo.
—¡Oh! —exclamó Van Wall, con repentina comprensión—. Usted estaba sentado junto a la misma puerta... ¿verdad? Y casi detrás de la pantalla de proyección.
Clark asintió.
—Ahora... está callado —dijo—. Está muerto... Mac, su test no sirve de nada. Eso había muerto. Hombre o monstruo, estaba muerto.
McReady rió silenciosamente.
—¡Muchachos, les presento a Clark, el único ser a quien sabemos humano! Les presento a Clark, el único que prueba que es un ser humano tratando de cometer un crimen... y fracasando. ¿Quieren hacer el favor de abstenerse por algún tiempo todos ustedes de probar que son seres huma­nos? Creo que podemos hacer otro test.
—¡Un test! —dijo Connant con alegre brusquedad. Y luego su rostro reveló decepción—. Supongo que fracasará también.
—No —dijo con firmeza McReady—. Vigilen y tengan cuidado. Vengan al edificio de la administración. Barclay, traiga su electrocutor. Y alguien... Dutton, que se quede con Barclay para cerciorarse de que lo hace. Que cada uno vigile a su vecino porque, ¡voto al infierno, del cual vienen esos monstruos!, yo tengo algo y ellos lo saben. ¡Serán peligrosos!
El grupo quedó repentinamente en tensión. Una atmósfera de des­tructora amenaza penetró en el cuerpo de todos los hombres mientras se miraban mutuamente. “¿Será un monstruo no humano ese hombre que está junto a mí?”
—¿En qué consiste? —preguntó Garry, cuando volvieron a la habi­tación principal—. ¿Cuánto tardará?
—No lo sé con exactitud —dijo McReady, la voz llena de airada de­cisión—. Pero sé que dará resultado y que es clarísimo. Depende de una cualidad fundamental de los monstruos, no de nosotros. Kinner me convenció.
McReady estaba pesado y macizo en su inmovilidad de bronce y de nuevo seguro de sí mismo.
—Esto será necesario, supongo —dijo Barclay, alzando el arma con mango de madera y rematada por dos conductores alargados y puntia­gudos—. ¿Está listo el generador?
Dutton asintió.
—Van Wall y yo lo hemos cargado para la proyección de las películas... y lo hemos verificado cuidadosamente varias veces. Todo lo que toque el cable morirá —aseguró, con aire sombrío. Lo sé muy bien..., lo garantizo.
El doctor Copper se movió en su litera y se frotó los ojos con mano vacilante. Se sentó lentamente, parpadeó con ojos empañados por el sueño y los medicamentos, dilatados por un indecible horror a sus pesa­dillas causadas por las drogas.
—Garry —murmuró. Garry... escúcheme. Son egoístas..., vienen del infierno...
Luego masculló varias palabras ininteligibles, volvió a desplomarse en su litera y empezó a roncar suavemente.
McReady lo miró pensativamente.
—Pronto lo sabremos —dijo, asintiendo con lentitud—. Pero tiene ra­zón Copper al hablar de egoísmos. No sé qué sueños habrá tenido. Pero tiene razón. Egoísmo es la palabra adecuada. Ellos deben de ser egoístas.
Se volvió hacia los hombres que estaban en la cabaña, tensos, silen­ciosos, que se miraban con ojos hostiles.
—Egoístas. Y, como lo dijo el doctor Copper... cada parte es un todo. Cada pedazo es autónomo, es un animal en sí mismo. Eso, y lo demás, es revelador. Nada hay de misterioso en la sangre: es un tejido del cuerpo tan normal como un trozo de músculo o de hígado. Pero no tiene tanto tejido conjuntivo, aunque contiene millones, miles de millones de células.
La gran barba broncínea de McReady se arrugó en ceñuda sonrisa.
—Esto, en cierto modo, es satisfactorio. Estoy segurísimo de que nosotros los humanos superamos aún... a los otros. A los otros que están aquí. Y tenemos lo que los extraterrestres, evidentemente, no tienen. No un instinto imitado, sino innato, una pasión indomable que es auténtica. ¡Luchamos, luchamos con una ferocidad que ellos tratan de imitar, pero que nunca igualarán! Somos seres reales. Y ellos son imitaciones, falsos hasta lo más profundo de cada célula. Perfectamente. Ahora, esto es una definición. Ellos lo saben. Ellos, que leen los pensamientos. Ellos me han sacado la idea de la cabeza. Ellos no pueden evitarlo.
—Quedándonos quietos aquí...
—Déjelo. La sangre son los tejidos. Ellos tienen que sangrar: ¡Si no sangran cuando los cortan, entonces, por Dios que son una impostura infernal! Si sangran..., entonces, esa sangre, separada de ellos, es un indi­viduo... Un individuo recién formado por derecho propio, así como ellos... se desprendieron, todos ellos, de un original, ¡son individuos! ¿Comprende, Van? ¿Advierte la respuesta, Bar?
Van Wall rió, con risa muy contenida.
—La sangre..., la sangre no obedecerá —dijo—. Es un individuo nuevo, con todo el deseo de proteger su propia vida que tiene el ori­ginal..., la masa principal de la cual se separó. La sangre vivirá... ¡y tratará de huir de una aguja caliente, digámoslo así!
McReady tomó el escarpelo de la mesa. Luego sacó del armario un soporte de tubos de ensayo, una diminuta lámpara de alcohol y alambre de platino arrollado a una varilla de vidrio. Sobre sus labios aleteaba una sonrisa de ceñuda satisfacción. Por un momento contempló a los que lo rodeaban. Barclay y Dutton se le acercaron lentamente, con el instrumento eléctrico de mango de madera listo para usar.
—Dutton —dijo McReady—. Supongamos que usted se acerque a la conexión. Pero asegúrese de que ningún..., de que nadie la afloje.
Dutton se apartó.
—Vamos, Van. Supongamos que usted sea el primero.
Muy pálido, Van Wall se adelantó. Con delicada precisión, McReady le cortó una vena en la base del pulgar. Van Wall tuvo un sobresalto y luego se mantuvo firme mientras la sangre brillante caía en el tubo de ensayo. McReady colocó en su soporte el tubo de ensayo, le dio a Van Wall un fragmento de alumbre y le señaló el frasco de yodo.
Van Wall estaba inmóvil, mirando. McReady calentó el hilo de platino con la llama de la lámpara de alcohol y luego lo sumergió en el tubo. Se oyó un suave silbido. McReady repitió el test cinco veces.
—Un ser humano, en mi opinión —dijo con un suspiro McReady, y se irguió—. Por ahora, mi teoría no ha sido probada realmente... pero tengo esperanzas. Tengo esperanzas. Por lo demás, no se interesen demasiado por esto. Tenemos con nosotros a algunos seres indeseables, no hay duda. Van... ¿quiere relevar a Barclay junto al conmutador? Gracias. Está bien, Barclay. Confío en que se quedará con nosotros. Usted es un excelente muchacho.
Barclay sonrió con aire indeciso, y se sobresalto bajo el delgado filo del escalpelo. Poco después, con ancha sonrisa, recobró su arma de largo mango.
—Señor Samuel Dutt.. ¡Bar!
La tensión se desato en ese instante. Sea cual fuere el infierno que tenían en sus almas los monstruos, los hombres los igualaban en ese ins­tante. Barclay no tuvo oportunidad de mover su arma mientras una veintena de hombres se lanzaban sobre aquella cosa que había parecido ser Dutton. Aquello maullaba y escupía y trataba de crear colmillos... y estaba formado por cien fragmentos rotos, desgarrados. Sin cuchillos, sin más arma que la fuerza bruta de un personal de hombres escogidos, el monstruo fue aplastado, desgarrado.
Lentamente, todos se recobraron, los ojos fulgurantes, los movimien­tos muy sosegados. Un curioso fruncimiento de los labios traicionaba en ellos una suerte de nerviosidad.
Barclay se acercó con el arma eléctrica. La carne se quemó y hedió. El ácido cáustico que dejó caer Van Wall sobre cada gota de sangre derra­mada provocó vapores que cosquilleaban la garganta y causaban tos.
McReady sonrió, los hundidos ojos vivaces y bailarines.
—Quizá yo haya subestimado la capacidad del hombre al decir que nada humano podía igualar la ferocidad que había en los ojos de ese mons­truo —dijo serenamente—. Ojalá halláramos una manera más adecuada de tratar a esos seres. Algo que contenga aceite hirviente o plomo derretido. O quizá podamos asarlos lentamente en la caldera de la planta de energía. Cuando pienso en el hombre que era Dutton...
—No se preocupe. Mi teoría es confirmada por..., ¿por uno que sabia? Bueno, Van Wall y Barclay están probados. Creo, por consiguiente, que trataré de mostrarles a ustedes lo que ya sé. Que también yo soy un ser humano.
McReady esterilizó el escalpelo y se cortó con ademán experto la base del pulgar.
A los veinte segundos, apartó los ojos del escritorio para mirar a los hombres que esperaban. Ahora, había más sonrisas entre ellos, más sonri­sas cordiales, pero al mismo tiempo se advertía algo más en sus ojos.
—Connant tenía razón —dijo con una suave sonrisa McReady—. ¿Por qué hemos de suponer que sólo la sangre del lobo tiene derecho a la ferocidad? Quizás el lobo sea superior en cuanto a malignidad espontá­nea, pero después de estos siete días... ¡abandonad toda esperanza, oh lobos que entráis aquí!
—Quizá podamos ahorrar tiempo. Connant… ¿quiere usted acercarse para...?
Nuevamente, Barclay fue demasiado lento. Hubo más sonrisas, menos tensión aún, cuando Barclay y Van Wall concluyeron su faena.
Garry habló, con voz amarga y contenida:
—Connant era una de los mejores hombres que teníamos aquí..., y hace cinco minutos yo habría jurado que era un hombre. Esos malditos monstruos son más que una imitación.
Garry se estremeció y se dejó caer en su litera.
Y treinta segundos después, la sangre de Garry rehuyó el hilo de platino calentado y se esforzó por escapar del tubo de ensayo. Luchó con el mismo frenesí con el que una súbitamente salvaje imitación de Garry, con los ojos encarnados, todo un ser humano en descomposición, se esfor­zaba en rehuir la lengua de víbora del arma con la que Barclay avanzaba hacia él, pálido y sudoroso. El ser del tubo de ensayo chilló con una voz diminuta y metálica cuando McReady lo dejó caer sobre el fulgurante carbón del hornillo.






12

—¿El último? —dijo el doctor Copper, levantándose de su litera con los ojos inyectados en sangre y entristecidos—. Catorce, en total...
McReady asintió lacónicamente.
—En algunos aspectos..., si hubiéramos podido impedir permanentemente que se propagaran..., yo habría querido recobrar hasta las imitaciones. El comandante Garry... Connant.. Dutton... Clark...
—¿Adónde llevan esas cosas? —dijo Copper, señalando la camilla que sacaban de allí Barclay y Norris.
—Afuera. Afuera, sobre el hielo, donde tienen quince envases rotos de kerosene. Hemos arrojado ácido sobre cada gota derramada, sobre cada fragmento. Vamos a incinerarlos.
—El plan parece bueno —dijo Copper, asintiendo con aire fatigado—. Usted no me ha dicho si Blair...
McReady se sobresaltó.
—¿Lo hemos olvidado? ¡Teníamos tantos otros en quienes pensar! Me pregunto... ¿cree usted que podremos curarlo ahora?
—Sí... —comenzó el doctor Copper, y se detuvo con aire signifi­cativo.
McReady volvió a hablar.
—Es un loco. Imitaba a Kinner y su histeria al rezar...
Se volvió hacia Van Wall y dijo:
—Van, tenemos que hacer una expedición a la cabaña de Blair.
Van lo miró con ojos penetrantes. Por un momento, la preocupación que acusaba su semblante fue sustituida por un sorprendido recuerdo. Luego, se levantó e hizo un gesto de asentimiento.
—Más vale que me acompañe Barclay. Fue él quien cerró la puerta de Blair y sabrá cómo abrirla sin asustarlo demasiado.
El viaje duró tres cuartos de hora y a una temperatura de 37 grados bajo cero. Tres cuartos de hora para llegar a la cabaña sepultada entre la nieve. De allí no surgía humo y los tres hombres se apresuraron.
—¡Blair! —bramó Barclay, cuando estaba aún a cien metros de allí—. ¡Blair!
—Cállese —dijo McReady—. Y apurémonos. Quizá Blair trate de huir solo. Si tenemos que perseguirlo... sin aviones, con los tractores inutilizados...
—¿Tendría un monstruo el vigor de un hombre?
—Una pierna rota no lo detendría más de un minuto —observó McReady.
Barclay profirió una exclamación entrecortada y señaló hacia lo alto. Borrosamente, en el cielo crepuscular, algo alado describía curvas de indescriptible gracia y facilidad. Las grandes alas blancas se inclinaban suavemente y el pájaro revoloteaba sobre los hombres con silenciosa curiosidad.
—Un albatros... —dijo en voz baja Barclay—. El primero de la tem­porada, que piensa irse tierra adentro no sé por qué motivo. Si un mons­truo está suelto...
Norris se inclinó sobre el hielo y sacó algo precipitadamente de su gruesa ropa a prueba de intemperie. Se irguió. En su mano brillaba una amenazadora arma de metal azulado, y ésta rugió su desafío al silencio blanco de la Antártida.
El pájaro profirió un ronco chillido. Sus grandes alas se agitaron frenéticamente cuando una docena de plumas se desprendieron de su cola. Norris volvió a disparar. El pájaro se movía velozmente ahora, pero en una línea de retirada casi recta. Volvió a chillar, cayeron más plumas y se remontó con sordo aleteo detrás de un cerro de hielo, para desaparecer.
Norris siguió presurosamente a sus compañeros.
—No volverá —dijo, jadeante.
Barclay lo redujo al silencio con gesto de advertencia, señalando. Una extraña y feroz luz azul brotaba por las grietas de la puerta de la cabaña. Dentro resonaba un zumbido muy suave, muy suave, y también un chasquido y tintineo de herramientas, y aquellos sonidos traían un mensa­je de frenética prisa.
McReady palideció.
—Dios nos ayude si ese monstruo ha...
Asió a Barclay por el hombro e hizo el movimiento de cortar con los dedos, señalando el nudo de cables de control que sujetaban la puerta.
Barclay sacó del bolsillo los cortadores de alambre y se hincó de rodi­llas silenciosamente. El chasquido de los alambres cortados causó un indecible estrépito en la absoluta quietud de la Antártida. Sólo se oía aquel extraño y suave zumbido en el interior de la cabaña, y el frenético chasquear y tintinear de las herramientas que ahogaba esos ruidos.
McReady atisbo por una grieta de la puerta. Tomó aliento con ronco sonido y sus grandes dedos se clavaron cruelmente en el hombro de Barclay. El meteorólogo retrocedió.
—No es Blair —explicó McReady, en voz baja—. Es alguien arrodi­llado junto a un objeto que está sobre la litera... Algo que quiere elevarse, que parece un morral... y que sube a cada momento.
—Vamos juntos —dijo Barclay con aire ceñudo—. No. Norris, quéde­se atrás y saque ese hierro suyo. Eso que está ahí... puede tener armas.
El vigoroso cuerpo de Barclay y la gigantesca fuerza de McReady gol­pearon juntos la puerta. Dentro, la litera apoyada contra ésta chirrió furiosamente y se hizo añicos. La puerta saltó hacia dentro.
Un ser se levantó de un salto, como una pelota de goma azul. Uno de sus cuatro brazos, semejantes a tentáculos, se estiró como una víbora que va a asestar su golpe. En una mano de siete tentáculos brillaba un lápiz de reluciente metal y el ser lo levantó para afrontarlos. Los finos labios del monstruo se entreabrieron convulsivamente descubriendo unos colmillos de ofídio, en una mueca de odio, mientras sus ojos encarnados ful­guraban.
El revólver de Norris atronó el recinto. El rostro cubierto de odio se convulsionó en una mueca de sufrimiento y el tentáculo que se estiraba se replegó. El objeto plateado que tenía en la mano se trocó en unos restos metálicos y la mano de siete tentáculos se convirtió en una masa de muti­lada carne que rezumaba un licor amarillo verdoso. El revólver retumbo otras tres veces. En cada uno de los tres ojos aparecieron oscuros agu­jeros, y finalmente Norris lanzó el arma vacía contra el rostro.
El ser gritó con terrible odio, llevándose un tentáculo a los cegados ojos. Durante un momento se arrastró por el suelo, descargando salvajes golpes en el vacío con sus tentáculos, mientras el cuerpo se retorcía. Luego volvió a ponerse de pie, moviendo los cegados ojos, que se contraían repulsivamente, mientras la aplastada carne se desprendía en húmedos trozos.
Barclay se levantó pesadamente, avanzó con un hacha para hielo y le asestó un golpe de plano sobre el costado de la cabeza. El monstruo a quien no se podía matar se desplomó nuevamente. Los tentáculos se estiraron de improviso y de pronto Barclay cayó, aferrado en el dogal de una cuerda viviente y lívida. El monstruo se disolvía mientras lo sujetaba y era como una cinta al rojo blanco que le penetraba a Barclay en la carne de las manos, como un fuego vivo. Frenéticamente, Barclay se arrancaba su ropa, escondía las manos para que no se las aferrara. El ciego ser tanteaba y desgarraba el duro paño del abrigo a prueba de intemperie de Barclay, buscando carne..., carne que pudiera convertir...
La enorme antorcha fuelle que trajera McReady carraspeó solemne­mente. De pronto, rugió con voz ronca su desaprobación. Luego, rió con una risa gorgoteante y sacó una lengua blanco azulada de casi un metro. El ser del suelo gritó, golpeando a ciegas con los tentáculos que se retorcían y que se contrajeron bajo la burbujeante ira de la antorcha fuelle. El monstruo se arrastró y revolvió en el suelo, gritó y rengueó frenéticamente, pero McReady seguía proyectándole la antorcha sobre la cara, mientras los muertos ojos ardían inútilmente. Con frenesí, el ser se arrastraba y aullaba.
De un tentáculo brotó una salvaje garra... y se consumió en la llama. Firmemente, McReady proseguía un plan firme y deliberado. Impotente, enloquecido, el ser se retiró de aquella gruñona antorcha. Por un momento se rebeló, chillando con infrahumano odio al contacto de la nieve helada. Luego, cayó ante el chamuscante hálito del flamígero fuelle y lo envolvió el hedor de su carne. Retrocedió sin esperanzas... internándose cada vez más entre las nieves de la Antártida. El furioso viento barría el suelo y retorcía los lengüetazos de la antorcha fuelle: y el monstruo se sacudía inútilmente y dejaba un rastro de humo aceitoso y maloliente...
McReady volvió en silencio a la cabaña. Barclay lo recibió en la puerta.
—¿No hay más? —preguntó con el ceño fruncido el gigantesco meteorólogo.
Barclay negó con la cabeza.
—No hay más. ¿No se dividió?
—Tenía otras cosas en qué pensar —le aseguro McReady—. Cuando lo dejé estaba convertido en una brasa. ¿Qué hacía?
Norris rió silenciosamente.
—Somos inteligentes, no cabe duda. Rompemos las magnetos para que los aviones no funcionen, arrancamos tuberías en los motores de los camiones y dejamos a ese monstruo solo durante una semana en esta cabaña. Solo y sin que lo molesten.
McReady registró con más cuidado la cabaña. El aire a pesar de la puerta arrancada era caluroso y húmedo. En una mesa al otro extremo de la habitación, se veía un objeto formado por cables arrollados y pequeños imanes, tubos de vidrio y lámparas radiotelefónicas. En el centro había un bloque de piedra rústica. Del centro del bloque surgía aquella luz que inundaba la cabaña, la furiosa luz azul más azul que el resplandor de un arco eléctrico: y de allí surgía el suave zumbido. A un costado había otro mecanismo de cristal, fundido con inverosímil pulcritud y delicadeza, laminas de metal y una extraña y reluciente esfera incorpórea.
—¿Qué es eso? —dijo McReady, y se acerco.
Norris movió dubitativo la cabeza.
—Habría que investigarlo. Pero creo adivinar de qué se trata. Es fuerza atómica. Eso que está a la izquierda es una cosita destinada a hacer lo que han intentado los hombres con ciclotrones de cien toneladas. Separa los neutrones del agua pesada, que el monstruo obtenía del hielo circundante.
—¿Dónde lo habrá conseguido todo?... ¡Ah, sí! Naturalmente. Un monstruo no podía estar confinado dentro... ni fuera. Ha estado hurgando en los escondrijos de los aparatos.
McReady miró absorto la máquina.
—¡Dios mío! ¡Qué cerebro debe tener esa raza!
—La esfera reluciente... Creo que es una esfera de fuerza pura. Los neutrones pueden atravesar cualquier materia y ese monstruo quería un depósito de reserva de neutrones. Basta con proyectar neutrones contra sílice, calcio, berilio..., contra cualquier cosa, o poco menos, y la energía atómica se libera. Ese objeto es un generador atómico.
McReady sacó un termómetro de su chaqueta.
—Aquí hay ciento veinte grados Fahrenheit, a pesar de la puerta abierta.
Norris asintió.
—La luz es fría. Lo he descubierto. Pero emite calor para caldear el recinto mediante esa bobina. Ese monstruo tenía toda la energía eléctrica del mundo. Podía mantener esa atmósfera tibia y agradable, tal como en­tendía su raza lo tibio y lo agradable. ¿Notó usted la luz, su color?
McReady asintió.
—Más allá de las estrellas está la respuesta. Vinieron desde más allá de las estrellas. De un planeta más cálido que describía círculos alre­dedor de un sol más brillante, más azul.
McReady contempló por la ventana el rastro manchado de humo que avanzaba por la nieve.
—No creo que vuelva. Vinieron a parar aquí por mero accidente y eso sucedió hace veinte millones de años. ¿Para qué hizo todo eso?
Barclay rió silenciosamente.
—¿Se fijó en qué trabajaba cuando vinimos? Mire.
Y señaló el techo de la cabaña
Como un morral hecho de latas de café aplastadas, con correas de cuero y cintas de paño colgante y que oscilaban, el mecanismo estaba adherido al techo. Ardía en el diminuto y brillante núcleo de llamas sobrenatural, pero ardía a través de la madera del techo sin quemarla. Barclay se le acercó, asió dos de las correas y tiró hacia abajo con fuerza Luego se ató las correas alrededor del cuerpo. Un leve salto lo llevó en un arco fantasmagórico y lento a través de la habitación.
—Antigravedad —dijo silenciosamente McReady.
—Antigravedad —asintió Norris—. Sí, nosotros los habíamos dete­nido, ya que no había aviones ni pájaros. Los pájaros no habían venido..., pero el monstruo tenía latas de café y piezas radiotelefónicas, y el cristal y el taller mecánico de noche. Y una semana... toda una semana... para sí. América en un sólo salto..., con la antigravedad provista de fuerza por la energía atómica de la materia. Los habíamos detenido. Media hora más, pues el monstruo estaba precisamente ajustando esas correas sobre el aparato para que éste pudiera transportarlo, y nos habríamos quedado en la Antártida, disparando contra todos los seres vivos que vinieran del resto del mundo.
—El albatros... —dijo en voz baja McReady—. ¿Cree usted...?
—¿Con eso casi terminado? ¿Con esa arma mortal que tenía en su mano?
—No, gracias a Dios, que evidentemente oye muy bien hasta lo que sucede aquí abajo, y merced al margen de media hora, conservamos nuestro mundo, y también los planetas del sistema. La antigravedad..., ¿comprende? Y la energía atómica. Porque ellos vinieron de otro sol, de una estrella que está detrás de las estrellas. Ellos vinieron de un mundo de sol más azul.






FIN









THE THING FROM ANOTHER WORLD (EL ENIGMA DE OTRO MUNDO). RKO/A Winchester Pictures Corporation Production, 1951.



Duración: 87 minutos. Producida por Howard Hawks; productor asociado, Edward Lasker; dirigida por Christian Nyby; guión, Charles Lederer; director de fotograma, Russell Harían, A.S.C.; directores artísticos, Albert S. D'Agostino y John J. Hughes; música compuesta y dirigida por Dimitri Tiomkin; efectos espe­ciales, Donaid Steward; efectos fotográficos especiales de Linwood Dunn, A.S.C.; decorados de Darrell Silvera y William Stevens; montaje, Roland Gross; procesado, Phil Brigandi y Clem Portman; maquillaje, Lee Greenway.





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