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viernes, 20 de enero de 2012

MUJERES MÍSTICAS












MUJERES MÍSTICAS



S. SV - XVIII

















INTRODUCCIÓN

El período que se extiende del siglo XV al XVIII ofrece itinerarios místicos femeninos muy diferentes. Si bien el modelo teresiana prevalece, cada una de las grandes figuras aquí presentadas elaboró una espiritualidad original, marcada por el sello de su propia experiencia de la presencia de Dios.
A partir de la Edad Media, los místicos más creativos y audaces se enfrentan a poderes políticos y eclesiásticos todavía muy inflexibles. Basta con tomar en consideración los casos de santa Teresa de Ávila, de María de la Encarnación y de Madame Guyon. Teresa, aun con la ayuda de san Juan de la Cruz, tendrá las mayores dificultades, en plena Inquisición, para emprender la reforma de su Or­den (las Carmelitas descalzas). Reforma dictada por la voluntad de restituir (devolver) al Carme­lo su espíritu original, caracterizado esencialmen­te por la imitación de Elías (2 R 2, 25), e! amor a la pobreza, la soledad y la oración. La oración y la renuncia, temas típicamente teresianos, alimen­tarán en gran medida e! pensamiento contempla­tivo de las mujeres místicas de esta época, ya se trate de María Magdalena de Pazzi, de María de la Encarnación o de Madame Guyon -todos es­tamos llamados a la oración» , pero no a «la ora­ción de la cabeza», sino a la «de! corazón» (Le Moyen court, pág. 61, ed. Millon)-.
En fin, ¿quién mejor que santa Teresa ha sabido llevar conjuntamente y en equilibrio la contempla­ción y la acción? Bergson tendrá razón al afirmar que «el misticismo completo es la acción». ¿ Quién mejor que ella ha sabido poner en guardia a las al­mas contemplativas contra las posibles desviaciones
patológicas de los estados místicos? Elocuente, en es­te aspecto, el ejemplo que pone la santa: «. . . creed­me, escribe en Las Moradas (pág. 234, Editorial de Espiritualidad), que Marta y María han de andar juntas para hospedar al Señor, y tenerle siempre consigo, y no le hacer mal hospedaje no le dando de comer. ¿Cómo se lo diera María, sentada siempre a sus pies, para alimentado, si su hermana no la ayudara? Su manjar es que de todas las maneras que pudiéremos le llevemos almas para que se salven y siempre le alaben».
Dos grandes nombres honran a la Italia místi­ca de los siglos XV y XVL. santa Catalina de Gé­nova y María Magdalena de Pazzi. Sorprenden­te itinerario el de la primera, que elaboró una auténtica doctrina teológica del purgatorio. Doc­trina que marcará a san Francisco de Sales. Para Catalina, Dios es un acto puro. Todo su pensa­miento se articula en torno a esta intuición. La influencia del Pseudo-Dionisio aparece en filigra­na en las consideraciones de la santa sobre la pure­za de Dios, sobre «el Amor beatífico» (El Libro de la Vida, cap. 21). Otra idea clave de su teología es el necesario consentimiento del libre albedrío a la gracia, con miras a la conversión del pecador.
Por lo que se refiere a María Magdalena de Pazzi, mucho menos conocida que su predecesora, hay que lamentar que hasta la fecha ninguna de sus obras esté disponible en francés. Sus palabras sobre e! Espíritu Santo, en particular, son sorprendente­mente acertadas y están impregnadas de belle­za.¡Cuántos tesoros nos entrega!
Entre el siglo XV y e! XVIIL e! centro de grave­dad de la mística se desplaza desde la Europa del Norte -Alemania, Países Bajos y, en menor medi­da, Inglaterra-, hacia los países latinos de la cuen­ca mediterránea. La España del siglo XVI se impo­ne como la tierra mística por excelencia, donde la influencia de Erasmo se hace notar a partir de 1527.
Esta corriente espiritual acentúa la interioridad y le da prioridad sobre los aspectos exteriores de la fe. Provoca la oposición de las autoridades eclesiásticas
y monásticas. El regreso a la Biblia correrá parejas, en la España del siglo XVI, con la difusión de! hu­manismo de Erasmo. En cuanto a la práctica de la oración, hasta entonces reservada sólo para los reli­giosos y eclesiásticos, ésta se extiende a los laicos.
     Con san Francisco de Sales y luego Bérulle, a principios del siglo XVII la espiritualidad francesa pasa al primer plano. Dos mujeres muy distintas marcan este período: María de la Encarnación y Madame Guyon. La vida de María de la Encar­nación es original en el sentido de que aúna la acti­vidad misionera y la mística de la desapropiación. En las temibles tribulaciones que conoció en Que­bec, esta mujer supo permanecer «en soledad en el gabinete del Esposo, [.. .J, sin que nada pueda tur­bar este divino comercio» (Escritos espirituales de Tours, 1528). En lo que concierne a Madame Gu­yon, se ve atrapada en la tormenta de un fin de si­glo dominado por tres condenaciones: jansénius (1633), Molinos (1687) Y Fénelon (1699). Las entradas en el Índice se multiplican: Benito de Canfield, Surin... Igual que Fénelon, Madame Guyon es sospechosa de quietismo. Esta noción, fru­to de la inspiración del teólogo católico español Mo­linos, reposa esencialmente sobre la paz del alma y la entrega al Espíritu. La lectura de esta mujer ex­traordinaria exige una prudente interpretación. Por otra parte es muy clara: «No decimos que en ab­soluto sea preciso actuar, sino que hay que actuar por dependencia del movimiento de la gracia» (Le Moyen court, cap. XXI). La amiga de Fénelon se­rá encarcelada por haber tenido la osadía de no des­decirse de sus pensamientos. Sus escritos han con­servado toda su actualidad y su sabor.
Sin exagerar su importancia, el quietismo fue una de las crisis de la mística cristiana del final del siglo XVII
En la lectura de muchos de los textos de las mu­jeres místicas de la época moderna, lo que tal vez destaca más es su unidad, en su diversidad «La perfecta unidad, escribe Marie-Madeleine Dhabi en Le Désert intérieur (Pág. 190), es indivisible, sólo los caminos seguidos difieren».
Un mismo fervor espiritual se propaga de siglo en siglo, de escritos en escritos, como una ola de gozo, hasta nosotros. Gozo que hará decir a María Mag­dalena de Pazzi esta frase que lo resume todo:
«Dios no quiere un corazón triste. Quiere un corazón libre y alegre» (Obras, t. 1, pág. 428).

THIERRY GOSSET




CATALINA DE GÉNOVA       
1447-1510

«Compréndase bien que todo lo que es humano lo transforma enteramen­te nuestro Dios todopoderoso y mi­sericordioso y que tal es la obra del purgatorio.»
(Tratado del purgatorio, cap. XVII)

De noble linaje por parte de su padre V -miembro de la ilustre familia genovesa de los Fieschi-, santa Catalina de Génova recibe una educación clásica. A la temprana edad de tre­ce años, atraída por la vida religiosa, solicita el in­greso en el convento de Santa Maria delle Grazie. Invocando su edad, la superiora la rechazó. Casa­da a los dieciséis años con Julián Adorno, hombre cuyas costumbres y carácter se oponían diametral­mente a los suyos, Catalina padecerá cinco años presa de una melancolía extrema, tratando de ha­llar consuelo en las «delicias» y las «vanidades del mundo» (Vita, cap. 1). Período mundano que la decepcionará amargamente. A partir de 1473, su vida se vuelca (vuelve) hacia la vía del ascetismo.
Penitencias y mortificaciones se suceden durante cuatro años. Hasta su muerte, santa Catalina co­nocerá numerosos fenómenos místicos: éxtasis, fuego interior, visiones... El cuidado de los enfermos y los apestados, la visita a los pobres y la acogida de niños abandonados: otras tantas obras de miseri­cordia que aproximan a los esposos. Julián se con­virtió bajo la influencia de su esposa hasta el pun­to de inscribirse en la orden tercera franciscana. En los últimos años de su existencia, gravemente enferma, la santa vivió bajo la dirección espiritual de Cattaneo Marbotto. Murió tras una larga ago­nía en septiembre de 1510.
Varias personas, entre las que se cuenta el pro­pio Marbotto, consignaron hechos y palabras de la gran mística. Tres obras surgirán de esta lenta ela­boración: el Libro de la vida: biografía, sentencias y reflexiones místicas; el Tratado del Purgato­rio: descripción del estado de las almas en pena a medida que Dios se revela; el Diálogo espiritual que sostienen diferentes interlocutores, entre los que se cuentan el alma, el cuerpo y Dios. La doc­trina espiritual de Catalina se articula en torno a algunos temas principales: la pureza de Dios, el amor propio, «el aniquilamiento del yo». Fue una mística de la mayor envergadura.

Extractos del Traité du Purgatoire, traducción fran­cesa del Padre Marcel Bouix, Imprimerie- Librairie de l'CEeuvre de Saint Pau1, 1878, y de los Dialogues (en CEuvres), Ed. Tra1in, 1926.


Capítulo primero. Estado de las almas que es­tán en el purgatorio. Hasta qué punto están exentas de todo amor propio.

Las almas que están en el purgatorio no pueden, según me parece comprender, te­ner otra voluntad ni otro deseo que el de per­manecer en ese lugar de sufrimiento, pues sa­ben que se encuentran allí por una muy equitativa orden de la justicia de Dios.
A dichas almas les es imposible examinar retrospectivamente su conducta, así como de­cir: he cometido tales y cuales pecados por los que merezco estar aquí; quisiera no haberlos cometido, porque ahora me iría al cielo. Tam­poco pueden decir: esta alma saldrá de aquí antes que yo; o, yo saldré antes que ella. Pro­fundamente sumidas en Dios, no sabrían, ni bien ni mal, formar el más mínimo pensa­miento, ni sobre ellas mismas ni sobre las de­más, que pudiera acrecentar la pena que so­brellevan.
Sienten un gozo tan grande al verse en el orden de Dios, el cual cumple en ellas cuan­to le place y del modo que le place, que nin­guna consideración capaz de aumentar sus sufrimientos puede presentarse en su espíri­tu. Contemplan únicamente la obra de la bondad de Dios y la inefable misericordia que ejerce para con el hombre, al hacer el purgatorio el camino que conduce hasta El.
En cuanto a lo que es de su propio interés, penas o bienes, les es absolutamente imposi­ble posar su mirada en ello; pues, si pudieran, no estarían en la caridad pura.
Tampoco tienen la facultad de considerar que padecen esas penas por sus pecados; no pueden retener semejante visión dentro de su espíritu, pues se trataría de una imperfección activa, y éstas no pueden existir en este lugar donde ya no se puede cometer pecado actual.
No ven más que una sola vez la causa por la que están en el purgatorio, y es en el momen­to en que pasan de esta vida a la otra; pero, a partir de ahí, ya no la ven más: pues semejante visión sería efecto de un amor propio del que son incapaces.
Inmutablemente establecidas en la cari­dad, y en adelante en la impotencia de des­viarse por una imperfección actual, ya no pue­den querer ni desear más que la pura voluntad
de la caridad pura. En este fuego del purga­torio, al encontrarse en el orden divino, que es la caridad pura, ya no pueden alejarse de él en nada, puesto que les es del todo imposible tanto pecar actualmente como merecer.

TRATADO DEL PURGATORIO


Capítulo primero. Cómo el alma y el cuerpo se proponen ir en compañía, y cómo toman al amor propio como tercero.

Vi un alma y un cuerpo platicar juntos. El Alma dijo la primera: -Cuerpo mío, Dios me ha creado para amar y para deleitar­me; quisiera pues dirigirme hacia algún lugar donde pudiera encontrar lo que yo deseo; te ruego que me sigas sosegadamente, tú también te acomodarás. Iremos por el mundo; si doy con alguna cosa de mi conveniencia, la gozaré: tú harás lo mismo cuando descubras lo que te agrada; y cada uno de nosotros se deleitará con lo que encontrará más conforme a su gusto.

EL CUERPO respondió. -Aunque obligado a hacer lo que te plazca, veo no obstante que sin mí no puedes hacer lo que te conviene. Así pues, si quieres que vayamos en compañía, entendá­monos de buen principio, a fin de no discutimos por los caminos. Lo que has propuesto me satis­face; pero será preciso que cada uno de noso­tros, pacientemente, deje gozar a su compañero del bien que este último haya encontrado. Así nos sostendremos el uno al otro y permanecere­mos en paz. Te digo esto porque, cuando haya encontrado una cosa agradable, no quisiera que tú me  fueses infiel y dijeras: «Me niego a que te demores tanto tiempo aquí, mi deseo es ir a otra parte para ocuparme de mis asuntos.» Si tuviera que dejar entonces aquello a lo que aspi­ro para seguir tu voluntad, declaro que moriría por ello y que nuestro designio se quebraría. A fin de obviar esto, me parece que convendría to­mar a un tercero que fuese una persona justa y que no tuviera nada en propiedad. Sometería­mos todas nuestras discrepancias a su juicio.
EL ALMA. -Estoy perfectamente de acuerdo. ¿Mas quién será este tercero?
EL CUERPO.-Será el amor propio que vive con nosotros. Me dará lo que me corresponda, y lo gozaré con él: lo mismo hará por ti, dán­dote lo que precises: de este modo cada uno de nosotros tendrá, en conformidad con su natu­raleza, aquello a lo que aspira.
    EL ALMA. -¿Y si encontrásemos alimento
que a ambos pluguiera, qué haríamos?
EL CUERPO. -Entonces quien más podrá comer, más comerá, con tal que haya suficien­te para los dos; de este modo no tendremos discrepancia; y, si no hay bastante, el amor pro­pio nos dará a cada uno la porción que nos co­rresponda. Pero sería extraordinario que hu­biese un alimento que conviniera a dos personas de gusto diferente, a menos que el gusto cambiase en uno de nosotros, lo cual no puede darse naturalmente.
EL ALMA. -Por naturaleza yo soy más po­tente que tú; no temo, pues, que me convirtie­ras a tus gustos.
EL CUERPO. -y yo estoy en mi casa, don­de disfruto de infinidad de cosas propias para mi diversión; no lograrás, pues, hacerme adop­tar los tuyos, aunque seas más potente que yo. A! contrario, estando en mi propia morada, tal como acabo de decirte, más bien te convertiría a mis inclinaciones, queriendo por otra parte amarte y deleitarte; pues vas en busca de cosas que no ves y que en nada te regocijan. A me­nudo siquiera sabes dónde estás.
EL ALMA. -Hagamos, pues, la prueba: pe­ro adoptemos antes algún orden a fin de poder permanecer en paz. Oye cada uno de nosotros tenga su semana; durante la mía quiero que ha­gas cuanto me plazca; así como cuando llegue la tuya, haré lo que tú quieras, a excepción siempre, mientras viva, de la ofensa a nuestro Creador. Pero si yo llegara a morir, es decir, si me condujeras al pecado, entonces -a partir de ese momento-, cumpliría, en calidad de tu sir­vienta, todo lo que me ordenaras, me converti­ría a tu voluntad, y me deleitaría con aquello que te deleitara. Estando unidos de esta suerte, nadie que no fuese Dios jamás podrá romper nuestra unión, pues ella siempre estará defen­dida por el libre albedrío: y así, en este mundo como en el otro, probaremos juntos todo el bien y todo el mal que nos advenga. Y tú harás lo mismo si puedo vencerte. -He aquí ahora el Amor Propio. -Sé que lo has oído todo, ¿quie­res ser nuestro tercero, nuestro juez y nuestro compañero en el viaje que emprendemos?
EL AMOR PROPIO. -Me satisface, pues siento que estaré muy bien con vosotros. Daré a cada cual lo que le corresponda, cosa que no puede hacerme daño alguno. Viviré con uno como con el otro; y, aun cuando uno de voso­tros quisiera usar la violencia para conmigo y me negara los víveres, me retiraría prontamen­te hacia la parte contraria, pues no quiero, ba­jo ningún pretexto, que me falte el alimento.
EL CUERPO. -A buen seguro no te aban­donaré jamás.
EL ALMA. -Ni yo tampoco, pues estamos todos de acuerdo, y está convenido, ante todo, que la ofensa a Dios constituye un caso reservado, y que aquel de nosotros que pecara tendría a los otros dos en su contra. Ahora, en nombre del Señor, partamos, y, puesto que soy la más alta en dignidad, me corresponderá la primera semana.
EL CUERPO. -Estoy de acuerdo. Condú­ceme y haz de mí lo que quiera la razón: he aquí el Amor Propio que consiente como yo.

DIÁLOGOS



Capítulo V. El alma pregunta qué es el amor. ­Nuestro Señor le responde en parte, y le habla de la grandeza, de las cualidades, propiedades, causas y efectos de su amor.

EL ALMA. -Oh Señor, ¿qué es, pues, esta alma que Vos tanto cuidáis, a quien mos­tráis tanta estima, y que nosotros mismos es­timamos tan poco? ¡Ah, si me fuera dado conocer la causa de vuestro tan gran y tan pu­ro amor para con la criatura racional, que sin embargo veo que os es contraria en todas las cosas!
EL SEÑOR, satisfaciéndola en parte, le res­pondió así: -Si tú supieras cuánto amo a las almas, no podrías saber otra cosa en esta vida, pues este conocimiento te haría morir: y si vi­vieras sería por el efecto de un milagro. Y, en cambio, si vieras bien tu miseria -conociendo mi bondad y el amor puro y grande con el que nunca ceso de obrar para con el hombre-, vi­virías en la desesperación; pues mi amor es tal, que aniquilaría no sólo el cuerpo, sino incluso el alma (si ello fuera posible).
Mi amor es infinito y no puedo sino amar aquello que he creado: mi amor es puro, simple y nítido, y no puedo amar más que con este amor.
Todo otro amor parecería erróneo, como lo es en efecto, a quienquiera que tuviera la me­nor inteligencia del mío. La causa de mi amor no es otra que él mismo; y, como tú no eres ca­paz de entenderlo, sigue en paz y no empren­das la búsqueda de lo que no puedes encontrar.
Mi amor se conoce mejor por sentimiento interior que por ninguna otra vía; para adqui­rirlo es preciso que el amor, por su obra, sepa­re al hombre del hombre, pues el hombre es para sí mismo su propio impedimento. Este amor consume y aniquila la malignidad, y ha­ce a la criatura apta para conocer y entender un día lo que es el amor.

Capítulo VI. Dios declara al alma que hace de su cuerpo un purgatorio en este mundo. -De la necesidad que el hombre tiene de renunciar y de sumergirse enteramente en Dios; y de la miseria del hombre que se ocupa de otras cosas teniendo sólo el tiempo de esta vida para me­recer.
EL SEÑOR. -Tú comprendes mejor por la experiencia que por el razonamiento la
causa de los grandes sufrimientos por los que
debes pasar. Sepas no obstante que al alma ha­go un purgatorio con su cuerpo; por este me­dio aumento su gloria a fin de atraerla a mí sin otro purgatorio.
Para conseguido, llamo sin cesar a la puerta del corazón del hombre; si consiente y me abre, lo conduzco, con continua solici­tud, al grado de gloria para el que fue creado. Y, si viera, si comprendiera, el cuidado con el que me ocupo de mi salvación y de su prove­cho, se abandonaría a mí por completo, sin reserva; dejaría y despreciaría lo demás, aun cuando pudiera tener todo lo que he creado; y, para nunca perder mi asistencia, que le conduce a la gloria suprema, no existe marti­rio que no padeciera de buen grado.
Pero quiero que el hombre se dé a mí úni­camente por amor y con fe; el temor y la con­sideración del provecho personal son contra­rios a este amor y a esta fe, pues permanecen en el amor propio. Sin embargo, éste no puede coexistir con mi puro y simple amor, en el cual es necesario que el espíritu del hombre esté sumergido para permanecer entregado única­mente a los cuidados que le prodigo; a ese cui­dado sin el que la criatura no puede entrar en el abismo simple y puro de mi ser, pues de lo contrario le resultaría un gran infierno.

DIÁLOGOS


Capítulo V. Otros efectos del amor. -Cómo ac­túa cuando quiere; y cómo la obra es toda suya.

De las actuaciones hechas para el amor, en el amor y por el amor; y su explicación.

Oh, Amor, con tu dulzura rompes los corazones más duros que el diamante, y los
reblandeces como la cera que se derrite al fuego!
¡Oh, Amor, tú haces que el gran hombre se considere el más pequeño de la tierra, y que el rico se vea como el más pobre del mundo!
¡Oh, Amor, a los hombres sabios haces pa­recer insensatos, sustraes la ciencia a los doc­tores y les donas una inteligencia que sobrepa­sa toda inteligencia!
¡Oh, Amor, tú expulsas del corazón toda me­lancolía, toda dureza, toda propiedad, toda de­lectación mundana! Haces buenos a los malva­dos, simples a los maliciosos. ¡Mediante tu industria, agarras al hombre por su libre albe­drío, de modo tal que se contenta con ser guiado por ti solo, pues tú eres nuestra verdadera guía!






TERESA DE ÁVILA      
1515-1582

«Sólo Dios basta.» (Paciencia en las adversidades)

Beatificada en 1614, canonizada en 1622, doctora de la Iglesia en 1970, Teresa es una de las figuras místicas más influyentes de estos últi­mos siglos. Su pensamiento y su vida marcan un hito decisivo en la espiritualidad cristiana.
Descendiente de una ilustre familia judía con­versa de once hijos, en cuyo seno vio la luz el 28 de marzo de 1515, Teresa quiere, desde los siete años, «morir por Dios» en tierras moras. Su precoz vo­cación se verá duramente puesta a prueba por una salud de lo más precario.
En oposición a la piedad ritual y al fasto tan extendidos en la época, Teresa y su familia privile­gian una fe interiorizada. Abandona el hogar pa­terno a los veinte años para ingresar en el Carme­lo de la Encarnación de Ávila y toma el hábito el 2
de noviembre de 1536. La ascesis primero, y luego decisivas experiencias de oración, constituyen la trama esencial de su existencia entre 1537 Y 1560.
     A partir de 1560, animada por un celo refor­mador, la gran mística -acompañada por reli­giosas- sale a diseminar numerosas fundaciones a través de España. Su reputación se extiende rá­pidamente por Italia, Francia, Flandes... el mun­do entero. La mala salud y la oposición feroz de la vieja cristiandad y de los carmelitas moderados (Teresa estuvo amenazada de excomunión) no merman su tesón. En este período se sitúa su en­cuentro con san Juan de la Cruz (1567). Juntos llevan a cabo una reforma radical de su orden: los Carmelitas descalzos, orden caracterizada en sus orígenes por la pobreza, la humildad, la soledad y la oración. La Oración mental es la piedra angu­lar de la espiritualidad de Teresa.
De todas sus obras, el Castillo interior es tal vez la más representativa de su pensamiento. En ella expone alegóricamente una verdadera mística de la gradual ascensión del alma hacia Dios. En­tre sus escritos figuran otros textos importantes: la Vida, las Relaciones, las Constituciones, el Ca­mino de Perfección, las Fundaciones... sin ol­vidar su voluminosa Correspondencia.
La experiencia personal nutre constantemen­te sus enseñanzas espirituales. El apego a Cristo acompaña a Teresa hasta el fervor místico más alto. Sobrehumana, esta santa es sin embargo muy humana. "Humana sobre todo por un no sé qué de femenino y de maternal" (Marcel Lépée, Sainte Thérese mystique, pág. 295).
Contemplación Y acción se alían perfectamen­te en esta mujer cuyo fervor y audacia sólo se vie­ron igualados por un eminente sentido práctico.

Extractos de Las Moradas, Editorial de Espirituali­dad, Madrid, 1989, Y de Lira mística, Editorial de Es­piritualidad, Madrid, 1993.

Estando hoy suplicando a nuestro Señor ha­blase por mí, porque yo no atinaba a cosa que decir ni cómo comenzar a cumplir esta obediencia, se me ofreció lo que ahora diré pa­ra comenzar con algún fundamento, que es: considerar nuestra alma como un castillo todo de un diamante o muy claro cristal adonde hay muchos aposentos así como en el cielo hay mu­chas moradas; que, si bien lo consideramos, hermanas, no es otra cosa el alma del justo sino un paraíso adonde dice él tiene sus deleites (Pr 8,31). Pues ¿qué tal os parece que será el apo­sento adonde un rey tan poderoso, tan sabio, tan limpio, tan lleno de todos los bienes se de­leita? No hallo yo cosa con qué comparar la gran hermosura de un alma y la gran capacidad; y verdaderamente apenas deben llegar nuestros entendimientos, por agudos que fuesen, a com­prenderla, así como no pueden llegar a consi­derar a Dios, pues él mismo dice que nos crió a su imagen y semejanza. Pues, si todo es como lo es, no hay para qué nos cansar en querer comprender la hermosura de este castillo; por­que, puesto que hay la misma diferencia de él a Dios que del Criador a la criatura, pues es cria­tura, basta decir su Majestad que es hecha a su imagen para que apenas podamos entender la gran dignidad y hermosura del ánima.
2. ¿No es pequeña lástima y confusión que por nuestra culpa no entendamos a nosotros mismos ni sepamos quién somos? ¿No sería gran ignorancia, hijas mías, que preguntasen a uno quién es y no se conociese ni supiese quién fue su padre ni su madre ni de qué tierra? Pues si esto sería gran bestialidad, sin comparación es mayor la que hay en nosotras cuando no procuramos saber qué cosa somos, sino que nos detenemos en estos cuerpos y así a bulto, porque lo hemos oído y porque nos lo dice la fe, sabemos que tenemos almas. Mas qué bie­nes puede haber esta alma o quién está dentro en esta alma o el gran valor de ella, pocas veces lo consideramos; y así se tiene en tan poco pro­curar con todo cuidado conservar su hermosu­ra. Todo se nos va en la grosería del engaste o cerca de este castillo, que son estos cuerpos.
3. Pues consideremos que este castillo tiene, como he dicho, muchas moradas: unas en lo al­to, otras en bajo, otras a los lados; y en el centro y mitad de todas éstas tiene la más principal, que es adonde pasan las cosas del mundo secre­to entre Dios y Alma. Es menester que vais ad­vertidas a esta comparación; quizá será Dios servido pueda por ella daros algo a entender de las mercedes que es Dios servido hacer a las al­mas y las diferencias que hay en ellas, hasta donde yo hubiere entendido que es posible; que todas será imposible entenderlas nadie, según son muchas, ¡cuánto más quien es tan ruin co­mo yo!; porque os será gran consuelo, cuando el Señor os las hiciere, saber que es posible; y a quien no, para alabar su gran bondad; que así como no nos hace daño considerar las cosas que hay en el cielo y lo que gozan los bienaventura­dos, antes nos alegramos y procuramos alcanzar lo que ellos gozan, tampoco nos hará ver que es posible en este destierro comunicarse un tan gran Dios con unos gusanos tan llenos de mal olor y amar una bondad tan buena y una mise­ricordia tan sin tasa. Tengo por cierto que, a quien hiciere daño entender que es posible ha­cer Dios esta merced en este destierro, que es­tará muy falta de humildad y del amor del pró­jimo; porque, si esto no es, ¿cómo nos podemos dejar de holgar de que haga Dios estas mercedes a un hermano nuestro, pues no impide para ha­cérnoslas a nosotras, y de que su Majestad dé a entender sus grandezas, sea en quien fuere? Que algunas veces será sólo por mostradas, como di­jo del ciego que dio vista, cuando le preguntaron los apóstoles si era por sus pecados o de sus pa­dres (Jn 9.2-3). Y así acaece no las hacer por ser más santos a quien las hace que a los que no, si­no porque se conozca su grandeza, como vemos en San Pablo y la Magdalena, y para que noso­tros le alabemos en sus criaturas.
4. Podráse decir que parecen cosas imposi­bles y que es bien no escandalizar los flacos.
Menos se pierde en que ellos no lo crean que no en que se dejen de aprovechar a los que Dios las hace y se regalarán y despertarán a más amar a quien hace tantas misericordias, siendo tan grande su poder y majestad; cuán­to más que sé que hablo con quien no habrá este peligro, porque saben y creen que hace Dios aún muy mayores muestras de amor. Yo sé que quien esto no creyere no lo verá por ex­periencia, porque es muy amigo de que no pongan tasa a sus obras; y así, hermanas, jamás os acaezca a las que el Señor no llevare por es­te camino.
5. Pues tornando a nuestro hermoso y delei­toso castillo, hemos de ver cómo podremos en­trar en él. Parece que digo algún disparate; por­que, si este castillo es el ánima, claro está que no hay para qué entrar, pues se es él mismo; co­mo parecería desatino decir a uno que entrase en una pieza estando ya dentro. Mas habéis de entender que va mucho de estar a estar: que hay muchas almas que están en la ronda del castillo, que es adonde están los que le guardan y que no se les da nada de entrar dentro, ni sa­ben qué hay en aquel tan precioso lugar, ni quién está dentro, ni aun qué piezas tiene. Ya habréis oído en algunos libros de oración acon­sejar al alma que entre dentro de sí; pues esto lo mismo es.
6. Decíame, poco ha, un letrado que son las almas que no tienen oración como un cuerpo con perlesía o tullido que, aunque tiene pies y manos, no los puede mandar, que así son: que hay almas tan enfermas y mostradas a estarse en cosas exteriores que no hay remedio ni pa­rece que pueden entrar dentro de sí, porque ya la costumbre la tiene tal de haber siempre tra­tado con las sabandijas y bestias que están en el cerco del castillo que ya casi está hecha como ellas; y con ser de natural tan rica y poder tener su conversación no menos que con Dios, no hay remedio. Y, si estas almas no procuran en­tender y remediar su gran miseria, quedarse han hechas estatuas de sal por no volver la ca­beza hacia sí, así como lo quedó la mujer de Lot por volverla (Gn 19,26).
7. Porque, a cuanto yo puedo entender, la puerta para entrar en este castillo es la oración y la consideración, no digo más mental que vocal; que, como sea oración, ha de ser con considera­ción; porque la que no advierte con quien habla y lo que pide y quién es quien pide y a quién, no la llamo yo oración aunque mucho menee los labios: porque aunque algunas veces sí será, aunque no lleve este cuidado, mas es habiéndo­le llevado otras. Mas quien tuviese de costum­bre hablar con la Majestad de Dios como ha­blaría con su esclavo, que ni mira si dice mal, sino lo que se le viene a la boca y tiene de prendido por hacerlo otras veces, no la tengo por oración ni plega a Dios que ningún cristiano la tenga de esta suerte; que entre vosotras, herma­nas, espero en su Majestad no lo habrá por la costumbre que hay de tratar de cosas interiores, que es harto bueno para no caer en semejante bestialidad.
8. Pues no hablemos con estas almas tullidas -que si no viene el mismo Señor a mandadas se levanten, como al que había treinta años que estaba en la piscina, tienen harta mala ventura y gran peligro-, sino con otras almas que, en fin, entran en el castillo; porque, aunque están muy metidas en el mundo, tienen buenos deseos y al­guna vez, aunque de tarde en tarde, se enco­miendan a nuestro Señor y consideran quién son, aunque no muy despacio; alguna vez en un mes rezan llenos de mil negocios, el pensa­miento casi lo ordinario en esto, porque están tan asidos a ellos que como adonde está su te­soro se va allá el corazón, ponen por sí algunas veces de desocuparse y es gran cosa el propio conocimiento y ver que no van bien para atinar a la puerta. En fin, entran en las primeras piezas de las bajas; mas entran con ellos tantas saban­dijas que ni le dejan ver la hermosura del casti­llo, ni sosegar. Harto hacen en haber entrado.
9. Pareceros ha, hijas, que esto es imperti­nente, pues por la bondad del Señor no sois de éstas. Habéis de tener paciencia, porque no sa­bré dar a entender, como yo tengo entendido, algunas cosas interiores de oración, si no es así; y aun plega al Señor que atine a decir algo, porque es bien dificultoso lo que querría daros a entender, si no hay experiencia; si la hay, ve­réis que no se puede hacer menos de tocar en lo que, plega al Señor, no nos toque por su mi­sericordia.

PRIMERAS MORADAS

BÚSCATE EN MÍ

Alma, buscarte has en Mí,
ya Mí buscarte has en ti.

De tal suerte pudo amor,
Alma, en Mí te retratar,
que ningún sabio pintor
supiera con tal primor
tal imagen estampar.

Fuiste por amor criada
hermosa, bella y así
en mis entrañas pintada;
si te perdieres, mi amada,
alma buscarte has en Mí.

Que Yo sé que te hallarás
en mi pecho retratada,
que si te ves, te holgarás,
viéndote tan bien pintada.

Y si acaso no supieres
dónde me hallarás a Mí,
no andes de aquí para allí.
Si no, si hallarme quisieres,
a Mí buscarme has en ti.


Porque tú eres mi aposento,
eres mi casa y morada,
y así llamo en cualquier tiempo,
si hallo en tu pensamiento
estar la puerta cerrada.

Fuera de ti no hay buscarme,
porque para hallarme a Mí
bastará sólo llamarme;
que a ti iré sin tardarme,
y a Mí buscarme has en ti.

COLOQUIO DE AMOR

Si el amor que me tenéis,
Dios mío, es como el que os tengo;
decidme: ¿en qué me detengo?
o Vos, ¿en qué os detenéis?
-Alma, ¿qué quieres de Mí?
-Dios mío, no más que verte.
-¿Y qué temes más de ti?
-Lo que más temo es perderte.

Un alma en Dios escondida,
¿qué tiene que desear,
sino amar y más amar,
y, en amor toda encendida,
tornarte de nuevo a amar?

Un amor que ocupe os pido,
Dios mío, mi alma [y] os tenga,
para hacer un dulce nido,
adonde más le convenga.

PACIENCIA EN LAS ADVERSIDADES

Nada te turbe,
nada te espante;
todo se pasa,
Dios no se muda.
La paciencia todo lo alcanza.
Quien a Dios tiene nada le falta.
Sólo Dios basta.


MARÍA MAGDALENA DE PAZZI
1566-1607

«El hombre se parece tanto a Dios, que no se puede mirar a Dios sin ver al hombre, ni al hombre, sin ver a Dios,»

(Obras, t. 1, pág. 74, 1873)

Nacida en Florencia el2 de abril de 1566, María Magdalena de Pazzi conoció su pri­mer éxtasis a los doce años. Entrada en 1582 en el convento carmelita de Santa María de los Ánge­les, Caterina -su nombre de bautismo- se puso el hábito el3 de enero de 1583 y eligió el nombre de Maria Maddalena. Tres meses antes de pro­nunciar sus votos, el27 de mayo de 1584, cae gra­vemente enferma y no se recupera hasta Julio. A partir de 1584, las palabras de la santa en estado de arrebato son recogidas por sus compañeras y co­rregidas por ella misma. A éstas se añaden ins­trucciones ascéticas y cartas. La evolución espiri­tual de María Magdalena de Pazzi presenta tres grandes períodos. El primero (1584-1585) está dominado por una serie de éxtasis relacionados con el drama de la Pasión: visiones del Crucificado, primeros estigmas, corona de espinas, casamiento místico con Jesús. El segundo (mayo 1585-junio 1590) corresponde a la gran prueba: aridez espi­ritual, cuaresmas, sufrimientos físicos, violentas tentaciones. Por último, el tercero (1590-1607) lo abre la liberación del “foso de los leones” (10 de junio de 1590).
     María Magdalena, revigorizada por una pro­funda devoción hacia el Esposo, ejercerá sucesiva­mente de sacristana, de maestra de las jóvenes, de las novicias y terminará como sub priora (1604).
     Muere el 25 de mayo de 1607 tras tres años de calvario físico y moral. Independientemente de los fenómenos fuera de lo común que acaparan esta alma extraordinaria, la doctrina mística de Ma­ría Magdalena de Pazzi merece considerarse en todo su sorprendente vigor y modernidad. Anun­cia ya algunos aspectos del pensamiento de Mada­me Guyon, en particular el aniquilamiento del yo.

Extractos de las (Euvres (t. 1), traducidas por el Pa­dre Dom Anselme Bruniaux, Victor Palmé, Libraire­Éditeur, 1873, y de los Avis spirituels, traducción de J.-A. Solazzi, Clermont-Ferrand, 1855.


Capítulo IX De la huida a Egipto hasta el bautismo de Jesucristo.

Os habéis refugiado en Egipto, porque así lo habéis querido, oh mi Jesús, y puedo decir que no fue la primera vez; pues al aban­donar el seno de vuestro Padre, habéis ido en cierto modo hacia el tenebroso Egipto de este mundo; todavía hay otro Egipto en el que entráis, que son las almas que os reciben en el Santísimo Sacramento, y que son, en su mayoría, como un Egipto lleno de ídolos an­tes de recibiros, pues se ve dominar en ellas la concupiscencia de los ojos, la avaricia que
es una idolatría, la concupiscencia de la car­ne, que es también, como habéis dicho, una idolatría, así como el orgullo de la vida, que es una fuente de idolatrías de toda especie.
¡Oh efectos maravillosos de vuestro poder! Montáis sobre una nube blanca y ligera, fi­gura de las especies sacramentales, y a vues­tra entrada en el Egipto de las almas todos los ídolos se estremecen en sus pedestales. Las al­mas, que os reciben dignamente, ven caer an­te vos, por efecto de vuestra gracia, todos los malos deseos, todas las costumbres desorde­nadas de su vida pasada, y en el lugar de tan­tos ídolos que estas almas desgraciadas ad­miraban por sus pecados, éstas elevan otros tantos altares para adoraros en cada una de sus capacidades: ¡en el entendimiento, en la memoria, en la voluntad! En la voluntad, queriendo serviros sólo a Vos, sin buscar otra cosa que vuestro goce, consagrándose a estar a disgusto para daros gusto, como castigo por haberos disgustado, para gustarse a sí mis­mas. En el entendimiento, rechazando todo pensamiento que no esté referido a vuestra gloria. En la memoria, recordando sus ofen­sas y vuestros favores: sus ofensas, para de­testadas y castigadas; vuestros favores, para agradecéroslos. ¿Acaso no veo todas las ma­ñanas, cuando os recibimos en nuestros co­razones, que en ellos producís efectos dife­rentes y que Vos os comunicáis en mayor o menor medida, según las distintas disposi­ciones de quienes os reciben? Los grandes deseos obtienen grandes gracias; un gran amor recibe grandes dulzuras. Dios amolda su manera de ser para con nosotros, es decir, que le encontramos de ordinario dispuesto hacia nosotros, como nosotros lo estamos hacia Él. Con frecuencia, sin embargo, su misericordia cierra los ojos ante nuestra po­ca preparación, su bondad prevalece sobre nuestra negligencia, y nos ofrece consuelo, incluso cuando nuestra imperfecta disposi­ción nos hace indignos de recibir la pleni­tud de gracias que nos trae este alimento ce­lestial.
¡Oh bondad! ¡Oh dulzura de mi Dios! ¡Oh Verbo! ¡Oh Verbo! ¡Cuán grandes son, cuán in­mensas, las delicias que habéis reservado para quienes os temen! ¡Ah! ¡Quienquiera que no se inflame de amor ante semejantes llamas, o no tiene ya vida, o no tiene sentimiento alguno!
¿Y yo, miserable, qué soy yo? - Vos habéis huido de Herodes, oh mi Dios, para salvar a vuestra humanidad, pero en el día del juicio, cuando diréis: Id, malditos, al fuego eterno, He­rodes, llegado su turno, así como todos los malvados que se le parecen, querrá huir del ri­gor de vuestra Humanidad y de vuestra Divi­nidad, mas no podrá, porque vos condenaréis su alma y su cuerpo al fuego eterno, donde ya ha sufrido y sufrirá todavía, durante millones de años, innumerables tormentos. En esta huida a Egipto, me sugerís pensamientos de prudencia y de amor. De amor, mediante el ejemplo que os testimonió vuestro padre pu­tativo san José, el cual os sirvió en este viaje y en el regreso a Judea, con tanto afecto, pena­lidades e incomodidades de toda especie. Mas el amor todo lo logra. De prudencia, porque al no estar vuestra Humanidad destinada a perecer por la espada de un príncipe impío, la habéis reservado, por amor a nosotros, para mayores penas, y para un tiempo que debería ser para nosotros más fecundo en frutos de salvación.
Permanecisteis siete años en Egipto, se­gún una piadosa tradición, pero lo que hicis­teis durante este tiempo, es lo que ignoro. Todo lo que sé, es que habéis derribado un gran número de ídolos, y que así me habéis preparado pensamientos relativos a vuestro poder, así como lo habéis hecho mediante vuestra presencia en nuestras almas, como he dicho más arriba. Pero permitid que os haga una pregunta, oh mi Señor y mi Dios. ¿Por qué no nos habéis preparado palabras, o pen­samientos expresados con elocuencia, Vos que tan bien conocéis la fuerza que tienen las palabras elocuentes para grabar una verdad en el corazón? ¿Por qué simples pensamien­tos? ¡Ah! Oigo la respuesta interior que me dais: es porque con demasiada frecuencia nos dejamos llevar por nuestro torrente de pala­bras, pero para detrimento nuestro, pues las proferimos sin reflexionar.

Capítulo XIII. Combate entre el amor sensual y el amor de Dios y del prójimo.

Así debo ver en mi prójimo, no la figura del mundo, sino la del Cielo; debo ver en él la imagen _e la Santísima Trinidad, el parecido con los Ángeles, cuya pureza en parte posee, y la de los bienaventurados, cuya felicidad está llamado a compartir. Así como el mundo en­cierra todos los elementos, las plantas y las criaturas, así vemos encerrado en nuestro pró­jimo todo lo que el Verbo ha hecho para el hombre.

Capítulo XXVII. De las causas de la llegada del Espíritu Santo y sus maravillosos efectos.

Este Huésped, el más noble y el más digno L de todos los huéspedes, es el Espíritu San­to, el cual, con el peso y la agilidad de su bon­dad y de su amor por nosotros, alcanza rápida­mente a todas las almas dispuestas a recibirle. ¿Quién podría decir los efectos maravillosos que produce ahí donde es recibido? Hablo sin nada decir, y su silencio sublime es por todos oído. Está siempre inmóvil y siempre en movi­miento, y, en su móvil inmovilidad, se comuni­ca con todos. Está siempre en reposo y no obs­tante siempre actúa, y, en su reposo, realiza las más grandes, las más dignas, las más admira­bles obras. Siempre en marcha, sin por ello cambiar de lugar; ahí donde penetra afianza, conserva y al mismo tiempo lo destruye todo. Su ciencia inmensa y penetrante lo conoce to­do, lo oye todo, lo penetra todo y sin embargo no escucha nada, y, sin escuchar nada, oye la última palabra que se diga en el fondo del más íntimo de los corazones. Se inclina con com­pasión hacia quienes están humillados, los le­vanta con su descenso y los hace más humildes en su elevación. Este Huésped tan noble y tan amable reposa en el alma sin reposar; y, aunque muy estable, siempre está en movimiento; no se fija en el Padre, ni en el Verbo, ni en los es­píritus bienaventurados, ni en las criaturas con quienes no se comunica mediante la gracia más que cuando quiere, aunque siempre esté dis­puesto a comunicarse con las almas que en­cuentra bien dispuestas.

Capítulo XXIX Operaciones maravillosas del Espíritu Santo en las almas.

E1 Espíritu Santo penetra en las almas con Luna vivacidad calmosa y sosegada; las abandona con una especie de tristeza inquieta, si alguna vez puede decirse que las abandona, pues nunca lo haría por sí mismo, si no lo ex­pulsáramos de nuestros corazones. [...] ¿Qué hace entonces el Espíritu divino? Reúne y lla­ma a él a quienes están dispersos, dispersa y re­chaza lejos de él a quienes están reunidos. Sí, todos los que se encuentran dispersos y des­preciados por las criaturas, Vos los reunís, oh Espíritu divino, y los atraéis a Vos. «Venid a mí, vosotros que sufrís y estáis cargados» (Ma­teo Il, 28). Quienes soportan la pesada carga de la necesidad y del desprecio, son vistos y tratados por el mundo como viles bestias de carga; al contrario, a quienes están agrupados y unidos en la posesión tranquila de bienes te­rrenales, y que sitúan su felicidad y su fin últi­mo en estos falsos bienes, el mundo en su lo­cura los llama afortunados.

Capítulo XXX.

La Santa aprende, del propio Verbo, los obstáculos que se oponen a los efectos del Espíritu Santo.
¡Oh Verbo eterno! Hacedme conocer, os lo ruego, los obstáculos que impiden a este Espí­ritu tan fecundo y tan activo llevar a cabo ente­ramente su obra en las almas. ¡Es tan dulce y tan amable! ¿Por qué entonces sus sutiles ope­raciones son tan poco conocidas? ¡Oh Verbo! Estamos ahora en el tiempo de vuestra liberali­dad y del sentimiento de vuestra gracia, decid­me pues, os conjuro, si tal es vuestra voluntad.
EL VERBO. -Mi queridísima esposa, es­tos obstáculos son tan variados como pode­rosos, a causa de los estados tan distintos en los que se encuentran las criaturas, y del nú­mero casi infinito de estas mismas criaturas. Las hay que están alejadas de mí; la malicia de la que está lleno su corazón es un obstá­culo que impide que mi Espíritu repose en ellos. En unos, la propia voluntad es un obs­táculo; en otros, no es sólo la propia volun­tad, sino sus opiniones, su sabiduría, la pre­tensión que tienen de servirme a su manera. Sin duda quieren mi Espíritu, pero 10 quie­ren como les place y cuando les place, ha­ciéndose así incapaces de recibido. Otros, que me son más próximos, oponen un obstá­culo que me disgusta tanto como el de los precedentes; es esa maldita tibieza que les hace creer que me sirven, mientras no viven más que para ellos mismos sin darse cuenta; esos están en un estado muy peligroso porque mesuran lo que merezco según sus débiles y groseras ideas y, sin embargo, creen servirme tal como merezco. Pero yerran de un modo extraño, pues quiero ser servido con una sin­cera abnegación y una humildad tan profun­da que abata al alma hasta el centro de la tie­rra. Mi Espíritu asemeja la flecha que nunca se detiene al descender, hasta que se ha cla­vado en el suelo. El tampoco reposa más que en las almas que encuentra en el centro de su nada.

Capítulo XIII.

Dios no quiere un corazón triste. Quiere un corazón libre y alegre.

OBRAS

Que Dios solo os baste.

    Recordad que estáis en este mundo como en un exilio; así pues, no ha lugar querer estar como en la patria.

CONSEJOS ESPIRITUALES


MARÍA DE LA ENCARNACIÓN

1599-1672

«Me veía en Dios en una entera des a­propiación de mí misma y de todas las cosas, como si nunca hubiese sido.»
(Relaciones de oración)

Originaria de Tours, Marie Guyard tiene, a la edad de siete años, una visión premonito­ria de su vocación mística. Su deseo precoz de hacerse religiosa se ve contrariado por sus pa­dres, quienes la casan, en 1617, con Claude Martin, tejedor de seda. De su unión nacerá un hijo. La muerte de su marido, en 1619, la arro­ja a la necesidad de trabajar en la liquidación de su fábrica. María de la Encarnación recibió, el 24 de marzo de 1620, una gracia de conversión. Renunciando a casarse de nuevo, hace voto de castidad.
La acción y la contemplación orientarán toda su vida. Mientras su hijo crece, el deseo de abrazar la vida religiosa se va abriendo camino en ella.
Tres manifestaciones de la Trinidad: 1625, 1627 y 1631 precedieron el momento en que toma el há­bito, el 18 de marzo de 1631. Entonces entra en las Ursulinas de Tours. En 1639, su vocación apostólica le abre nuevos horizontes: se embarca en compañía de dos monjas y de una viuda rica rum­bo al Canadá. Paralelamente a la construcción de un convento, María de la Encarnación redactará su autobiografía bajo la insistencia de su hijo, con­vertido en benedictino. A este texto se suman las Relaciones, los Retiros y una abundante corres­pondencia. Aunque esencialmente autobiográfica, su obra escrita deja aparecer en filigrana influen­cias diversas: san Bernardo, santa Catalina de Sien a, santa Teresa de Ávila, Benito de Can­-field... Su celo misionero conocerá sinsabores de to­do tipo: incendio del monasterio, guerra iroquesa, enfermedades y achaques. Murió el30 de abril de 1672.
La unidad y el sentido de la medida funda­mentan una existencia presidida por la actividad. La oración es su hilo conductor.

Extractos de las (Euvres, Aubier-Montaigne, 1942; Y de los tomos I y II de los Écrits spirituels et historiques, Desclée de Brouwer, 1929 y 1930.

­Lo que llamo puramente amor, es cuando Dios de pronto se deja poseer por el alma, donde le permite por su atractivo una comu­nicación muy íntima. Sin embargo, en este es­tado, a ella sólo le apetece gozar: le basta saber por una ciencia experimental de amor que El está en ella y con ella, y que El es Dios. Ella está contenta, pero no satisfecha, pues en El hay amabilidades infinitas, y El es un abismo de amor al fondo del cual no puede llegar, sin embargo ella aspira a hundirse en este abismo y por fin estar tan perdida que no vea más que a su Amado que por amor la habrá transfor­mado en El.

VI ESTADO DE ORACIÓN


Hay almas a las que Dios llama dulce­mente, sin atractivos tan potentes como ésos; pero unas y otras son conducidas por el mismo espíritu; en este estado no acusan ninguna imperfección voluntaria y si la co­meten se trata de sorpresas y de efectos de la fragilidad humana... Cada cual tiene sus de­bilidades, y sólo las descu9re a medida que Dios le comunica la luz; y El sólo la comuni­ca por grados, a no ser que, por una vía ex­traordinaria y por un don de sapiencia muy particular, descubra sus secretos al alma en un instante para ponerla en un amor actual y en un estado de luz y de calor. Pero si bien es verdad que incluso en este estado de luz se descubren los más pequeños átomos de im­perfección de un solo golpe y sin reflexionar, se ve no obstante que siempre hay que des­truir en nosotros a un cierto nosotros mis­mos que ha nacido con nosotros... Caemos, nos levantamos... e incluso cuando caemos hablamos y tratamos con Dios sobre este mi­serable nosotros mismos.

CORRESPONDENCIA


Sobre la comunicación de los bienes entre el Es­poso y la Esposa que sigue al matrimonio espi­ritual.

Mi alma es del Amor y el Amor es de mi alma, y, si me atrevo a decido, todos los bienes son comunes y ya no hay diferencia en­tre lo mío y lo suyo. El alma, viendo así con dulce mirada que su Amado es suyo y que ella es de su Amado, se complace en ser su esclava. y por más rico que sea con sus bienes, lo quie­re todo para El y nada para ella; ella no quie­re ser nada y que Ello sea todo, y es así como ella encuentra su contento. Nada ama tanto como verse despojada y vacía y mirar con complacencia la plenitud de su Amado. ¡Oh, qué amable ocupación! El alma cae en un sua­ve laberinto donde queda encantada o, mejor, santamente embriagada. No sabe dónde está. Sólo se siente perdida en este mar de amor donde, habiéndose anonadado, lo deviene to­do, y donde, nada poseyendo, goza de sus ri­quezas infinitas por la comunicación de sus bienes.

ESCRITOS ESPIRITUALES DE TOURS


Sobre e! destino sublime de! alma que ha al­canzado la unión transformadora.

Una vez que el alma alcanza este estado, poco le importa estar en los aprietos de los quehaceres o en el reposo de la soledad. Todo le da igual, pues todo lo que tiene cerca, todo lo que la rodea, todo lo que perciben sus sentidos, no impide en absoluto el goce del amor actual. En la conversación y en el mundanal ruido, per­manece en soledad en el gabinete del Esposo, es decir, en su propio fondo, donde lo acaricia y lo entretiene, sin que nada pueda turbar este divi­no comercio. Allí no se oye ruido alguno. Todo está en reposo, y no puedo decir si, estando de este modo poseída, le sería posible al alma 1iberarse de lo que ella padece,.pues entonces pare­ce que ella no tiene ningún poder para actuar, ni siquiera para querer, como si hubiera perdido su libre albedrío. Parece que el Amor se haya apo­derado de todo, dado que ella le ha hecho dona­ción del mismo por el consentimiento en la par­te superior del espíritu, donde este Dios de amor se ha dado a ella, y ella recíprocamente a Dios. Ella ve sólo lo que Dios quiere y que Dios la quiere en este estado. Es como un cielo, en el que goza de Dios, y le sería imposible expresar lo que sucede allí dentro. Es un concierto y una ar­monía que sólo pueden saborear y oír quienes tienen dicha experiencia y la gozan. Es preciso preservar este secreto; hasta tal punto sobrepasa toda expresión, y todo lo que de él se diga pare­ce bajo y defectuoso en comparación con lo que es. El propio cuerpo, al no ser capaz de tan gran­des cosas, sucumbe, cuando desde el espíritu se las quiere hacer pasar por los sentidos para dar­las a conocer al exterior, tal como ella lo experi­menta, cuando, pensando decir una palabra e iniciar un discurso sobre lo que siente en su in­terior, el espíritu pronto lo atrae todo hacia sí; hace morir a los sentidos y, recordándo1e al alma su unión, la absorbe en placeres y encantos que sobrepasan todo lo que el espíritu humano pue­de imaginar. Se ve tan elevada por encima de las criaturas, que todo lo rico y resplandeciente de este mundo se le antoja una mota de desprecia­ble polvo; y aunque sea de baja condición, la grandeza a la que no obstante se ha visto eleva­da hace que se estime más afortunada que toda la grandeza y la pompa que bajo el cielo pueda imaginarse. Dios no hace diferencia alguna entre las almas. É1 es quien las hace lo que son. Las hay que a El place elevar del estiércol al trono y esto en absoluto lo deshonra, sino que más bien es su gloria. Me veo obligada a callar, pues no creo que todas las lenguas de los Ángeles y de los hombres juntas puedan jamás explicar lo que su­cede en esta sublime comunicación.

ESCRITOS ESPIRITUALES DE TOURS


«Quien permanece unido a Dios se vuelve un mismo espíritu con ÉL»
 (1 Cor., 6, 17.)

En seguida me entregué a este gran Dios Caridad para permanecer en su amabilísi­ma unión, a fin de ser un mismo espíritu con El. No quería otra cosa que ser El mismo me­diante una transformación de amor, no pu­diendo sufrir estar separada de El ni perderle de vista un solo instante.
No podía comprender cómo se puede vivir separado de un Dios tan lleno de encantos y dulzuras, ni cómo yo misma había podido vivir en otro tiempo, cuando no lo conocía como ahora lo conozco.
Esta operación era de una simplicidad y soledad interior todavía más grande que la de la mañana. Pues me sentía atada y como identificada con esta divina Majestad, con­templando con una penetración de amor la dicha que hay en estarle así unida por tanto tiempo, sin más impresión que la del gozo de esta unión.
Me veía en Dios en una completa desprovi­sión de mí misma y de todas las cosas, como si nunca hubiese sido. Me parecía que yo ya no era yo y que ya no tenía nada. Lo que me llevaba a decide a esta incomprensible Majestad: «¡Oh mi gran Dios, Vos sois mi yo, Vos sois mi mío!
Yo ya no soy, sois Vos quien está en mí; yo ya no vivo, sois Vos quien vive en mí (Gal., 2, 20); he­me pues toda perdida en Vos, oh mi gran Dios, oh mi yo, oh mi todo!»
Cuando saboreaba esta dicha, se me ha di­cho interiormente mediante palabras claras y que no han hecho más que pasar, este pasaje de san Pablo: «Charitas nunquam excidit, la caridad nunca decae» (1 Cor., 13, 6). Y en el mismo instante, una nueva operación interior ha reno­vado la unión, con esta visión que no era sino
un consejo que se me daba de ser fiel a Dios, y una lección que se me daba de no disminuir por mi culpa la gracia sublime que poseo por el acceso que esta divina Majestad me otorga.
Esta divina lección me ha emocionado has­ta hacerme derramar abundantes lágrimas. Y transportada de amor, urgía a este gran Dios que me hiciera el favor de estarle inviolable­mente unida a fin de ser eternamente un mis­mo espíritu con Él.
    A continuación he conversado con El con palabras amorosas, pero humildes, hasta el fi­nal de la oración.

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«¿Acaso no sabéis que sois el templo de Dios, y que el Espíritu de Dios vi­ve en vosotros?»
(1 Coro, 3, 16.)

En cuanto vio estas palabras, mi espíritu se dejó transportar, diciendo a la Majestad de Dios: «Oh mi gran Dios, soy la nada y la mise­ria misma. ¿Os contemplaré en el cielo? Meted en él a mi alma que está tan alejada. ¿Os con­templaré en la grandeza de vuestra inmensidad que no tiene fondo ni límites? Mi espíritu débil y limitado se pierde. ¿Contemplaréis finalmen­te a vuestras criaturas? Estáis demasiado es­condido y veros es no veros. ¡Ah! Soy vuestro templo, mi gran Dios. ¡Os contemplaré, pues, en mí misma, adorable e incomprensible Trini­dad, mi Vida, mi Misericordia! ¡Oh mi gran Dios! ¿Os llamaré mi Padre, mi Rey, mi Maes­tro, mi Esposo? Sois mi Padre, puesto que obe­deceros quiero; sois mi Rey, pues sólo a Vos quiero rendir mis honores y homenajes; sois mi Maestro, pues sois Vos quien instruye a mi es­píritu y quien lo llena con vuestra luz. Pero so­bre todo, sois mi Esposo, mi Amor y mis Deli­cias pues yo soy toda vuestra, y Vos sois todo mío, Vos lo sabéis, ¡oh Verbo incomprensible!

ESCRITOS ESPIRITUALES DE TOURS












MADAME GUYON

1648-1717

«Así pues, no es cuestión de permane­cer ocioso, sino de actuar en depen­dencia del Espíritu de Dios que debe animarnos.»

(Le Moyen court, ch. XXI)

Descendiente de una familia noble de Montar­gis, donde nació el 13 de abril de 1648, la fu­tura Jeanne Guyon pasa la mayor parte de su en­fermiza infancia con las religiosas. A partir de 1655, la niña manifiesta una vida interior muy ferviente. Tentada de entrar, hacia 1660, en la Visitación de Montargis, sus padres se lo impidie­ron y la prometieron a Jacques Guyon, riquísimo señor.
Cinco hijos nacieron de su matrimonio; dos de ellos murieron. Su gusto por la oración y el re­cogimiento se desarrolló en un contexto familiar hostil y agitado. A partir de 1676, año en que muere su marido, Madame Guyon se entrega a su vocación. Su itinerario espiritual se verá sem­brado de las peores asechanzas. Sospechosa de quietismo para el arzobispo de París en razón de su doctrina sobre la «pasividad mística», se verá encerrada en varias ocasiones a partir de 1688.
Encarcelada de 1695 a 1703, pasa sus cinco úl­timos años de cautividad en la Bastilla. Bossuet, bajo presión de Madame de Maintenon, fue el causante de su condena. La defensa de Fénelon, cuyo encuentro -en 1688- influyó notable­mente en su evolución espiritual, no fue de nin­guna utilidad. Ya antes de su encarcelamiento, es probable que la personalidad de la gran místi­ca dejara su huella en los medios pietistas. El pastor Pierre Poiret fue el artífice de su reputa­ción a lo largo de todo su cautiverio.
Al término de un recorrido espiritual audaz y honesto, Jeanne Guyon se extinguió el 9 de junio de 1717. Las fuentes de su espiritualidad son va­riadas y múltiples. Autores como santa Catalina de Génova, san Francisco de Sales, Jean de Saint Samson, santa Teresa de Ávila y san Juan de la Cruz ejercieron indiscutiblemente una influencia más o menos pronunciada en su mística. El pensa­miento contemplativo de Madame Guyon tiende hacia el silencio interior y «la pérdida total en la esencia divina».

Extractos de las Lettres chrétiennes et spirituelles, edi­tadas en Londres, 1767, Y de Quelques conseils tour la vie intérieure, Librairie Fischbacher, sin fecha.


Carta LXXXII. Que para cultivar bien el in­terior hay que reprimir las actividades y las reflexiones en la oración, en la lectura y en el examen de conciencia de la Comunión, a fin de dejar que Dios actúe y hable dentro de noso­tros. Tal es esta divina palabra.

1. Os he prometido, Señora, escribiros sobre determinados asuntos, mas debo reconocer con humildad que soy tan poco dueña de mí misma que con frecuencia olvido lo que menos ganas tenía de olvidar. Hace ya algún tiempo que per­cibo en vos un germen interior que os es por completo desconocido. He procurado tanto co­mo he podido desde hace algún tiempo mostrá­roslo, a fin de que tuvierais cuidado de dejado crecer y fortalecerse, como el germen de una flor, que no parece nada aún, y que se podría as­fixiar fácilmente si no señaláramos el lugar don­de se encuentra. Es un principio de vida, que subsiste en el invierno de la sequía y que per­manece escondido. Está, Señora, en lo más ín­timo de vuestra alma: está en vuestro corazón. Es ese no sé qué que os llama cuando estáis en el mundo, que os lleva a hacer, a pesar de vues­tras inclinaciones, todo lo que le place: es lo que se despierta mediante la lectura y la oración; y es, en fin, lo que os proporcionaría fuerza inte­rior, lo que os haría fácil la oración, más fre­cuente la presencia de Dios, menos enojosa la soledad, si lo cultivarais.
2. Mas, por querer hacerla demasiado bien, siempre lo asfixiáis. Hacéis como un labrador que después de haber sembrado la tierra la tra­bajara incesantemente, impidiendo con su tra­bajo fuera de temporada que el grano germi­nara y diera su fruto. Dios ha sembrado en vuestro corazón el grano de su puro amor, que produce el interior. En lugar de dejarlo crecer en reposo, hacéis todo lo contrario: al no verlo brotar enseguida hacia fuera, hurgáis incesan­temente para ver si sigue allí; y al remover de este modo la tierra, impedís que eche raíces. Cuando oráis, si sin preocuparas de vuestra imaginación permanecierais atenta a vuestro interior, sin querer examinar lo que acontece en vuestro corazón (que vos discernís fácil­mente cuando se os pone un dedo encima), si permanecierais, digo, atenta sólo a eso, veríais que lo que parece escondido en vuestro interior aumentaría poco a poco, y os daría una paz que jamás podréis obtener de otra manera.
3. No trabajéis pues más vuestro espíritu pa­ra obligado a pensar, ni para ver si piensa bien: contentaos con alimentar vuestro corazón con esta sustancia de la que tantas veces hemos ha­blado. Lo mismo ocurre con vuestras lecturas cuando éstas os recogen, permaneced simple­mente en ese recogimiento, sin querer aplicaros aquello que habéis leído ni penetrar su sentido: pues este detalle que queréis hacerle a Dios, os quita la unción simple de la que gozáis. Dejad que vuestro corazón se llene con este licor divi­no: cuando éste haya entrado una vez, tendréis un tesoro en vos misma al que podréis recurrir en caso de necesidad. Pero si cuando Dios os lo da, en lugar de dejar que se llene el corazón os divertís queriendo examinar cuál es su color, cuál su gusto y su olor, lo perderéis infaliblemente.
Lo que os digo tiene una importancia tal para vos, que sólo avanzaréis en la medida en que estéis persuadida de que debéis dejar a Dios el cuidado de llenar vuestro corazón, que os contentéis con permanecer atenta sólo a El, sin querer entrar en mil detalles que le impiden
operar en vos según sus designios. Abandonad pues todas esas actividades naturales, fruto de la vivacidad de vuestro temperamento, el cual querría ver la tarea hecha en un día. Un traba­jo eficaz es largo.
4. Cuando hay que combatirse a sí mismo y dejar a Dios como dueño del terreno, esto no se hace en un día: son precisos bastantes años. Dejad que crezca vuestro interior, y así reme­diaréis todos vuestros otros males. Vuestra prontitud, por el esmero que tendréis al re­gresar a vos misma y detener de golpe el vapor cuando quiera elevarse a lo alto, disminuirá poco a poco. Hay que tener una paciencia in­finita con uno mismo; sin ella nada haréis. No os desaniméis jamás: dejad de preocupa­ros por la longitud del camino: que no os sor­prendan vuestros defectos; mas soportaos a vos misma como Dios os soporta. Os moles­táis demasiado, y la molestia de vuestro espí­ritu impide la libertad de la unción de vuestro corazón.

 

CARTAS CRISTIANAS Y ESPIRITUALES



Carta CLXX. Abandonarse a Dios en todo momento con una fe desnuda.

No hay nada que hacer más que dejarse conducir instante tras instante por la Providencia, sin nada querer saber ni conocer del porvenir. Dejémonos conducir como ni­ños; y entreguemos a Dios todas nuestras empresas, sin querer tener ninguna seguri­dad de nuestro éxito; pues cuando el alma se abandona como es debido, Dios hace mila­gros de providencia; pero cuando se quieren certidumbres, a menudo nos equivocamos. Dejemos pues la seguridad y abracemos la fe: vayamos sin caminar, y sin saber adónde va­mos. Si Dios permite que nos extraviemos, seguramente es que hemos sido y querido ver adónde íbamos.
Hay que ir como el navío sobre las aguas: no hay huella ninguna ante sí, ninguna deja tras él. Nada hay que tener antes de marchar, ni nada retener del lugar de donde nos hemos marchado, para hacer la ruta. La Providencia nos hará todos los días una nueva ruta desco­nocida, a decir verdad; pero muy segura. No podríamos indicar mejor a Dios nuestra fe y nuestro abandono que renunciando incluso a cercioramos (de forma notoria) de su volun­tad. Olvidémoslo todo.

Carta CLXXI. Del puro abandono de sí a Dios, sin preocuparse ya más de sí mismo. Cuán puros y desnudos nos quiere Dios. Unión de las almas en Dios desde esta vida.

1. Os conjuro a abandonaros a Dios sin re­serva por todo lo que podría permitir que os su­cediera. Este es el tipo de cosas que El permite para que nos perdamos sin recursos: pero la fi­delidad y la firmeza impedirá que busquéis re­medio fuera de Dios y que os privéis de la Co­munión. Si Dios os quiere empujar tan lejos como de buen principio he sabido que lo haría, permitirá que os sucedan muchas cosas: pero el coraje evitará que os interesen. Me siento viva­mente empujada a enviaros ciertas disposiciones antiguas que os ruego tengáis a bien leer. Veréis por qué lugares tuvieron que pasar determina­das personas: yo me he encontrado más unida a vos, no obstante, y he encontrado vuestra alma sin término medio; cosa que me hace creer que Dios no se ha enfadado, y que si permite ciertos defectos es sólo por el placer de purificaros Él mismo, y a fin de que no os quede el menor apoyo. Me enfadaría si Dios os tratara con in­dulgencia: pues para mí sería prueba de que le sois menos cara.
2. Sois de Él: que os arroje al lodo o que os eleve al trono ya no es asunto vuestro. Vuestro asunto solo y único es el de no recobrar el do­minio de vos misma, de olvidaros, de dejar de miraros tanto si os arrojase al lodo como si os elevase al trono. Ya no sois vuestra. SÓLO DIOS ES; Y esto basta. Si llega a perder algo de lo que es, sólo esto puede y debe ocuparos: mas vuestro propio interés ya no os concierne; es asunto de Dios: que mate o vivifique, que pierda si quiere, ¿qué importa? ¿Acaso no es dueño de lo que es suyo? Está más cerca de vos que nunca. Vuestro fondo está en la verdad: por eso rechaza y re­chazará siempre todo lo que no sea esta única verdad. DIOS SOLO EN SÍ MISMO POR SÍ MISMO.

CARTAS CRISTIANAS Y ESPIRITUALES

Carta CCXL. ¿A qué se debe que casi todos los cristianos actuales no aprecien lo que concierne al INTERIOR?

1. Para responder a lo que me decís, que casi todos los cristianos no gozan de lo INTERIOR; es que sólo tienen la corteza de cristiano, y no la realidad. La parte principal del cristiano es el Interior; pues es por allí por donde entramos en los designios de aquel que es nuestro prin­cipio, por el cual y en el cual llevamos este nombre.
Si el cristianismo se limitara a sus ceremo­nias exteriores, Jesucristo no habría predicado con tanta fuerza todo lo que hace al verdadero cristiano, a saber, la renuncia a uno mismo, la pobreza de espíritu, llevar todos los días cada cual su cruz, y seguirle.
2. Para seguirle, hay que caminar por donde El caminó. ¿Por dónde caminó? Por el silencio, el retiro, la Oración, la vida laboriosa, la cruz, la contradicción. Se llamó nuestra vía, para con­ducirnos por el estrecho camino de la renuncia. Dijo que era nuestra verdad; así pues es preciso que nos dejemos iluminar por su luz; y no seguir los falsos brillantes. Adquiere la calidad de Vi­da ante nuestros ojos; a fin de que dejemos eva­cuar toda otra vida (esta vida de Adán) para ha­cerle sitio a la suya. Entonces será nuestra vida, poniendo la suya en el lugar de la nuestra.
3. Se habla de estados de penas, de destruc­ciones y de trastornos. Esto no sería así si la vi­da del viejo hombre no fuese para nosotros más que un vestido, que puede sacarse cuando se quiere. Pero esta vida de Adán es adherente; es­tá incorporada y como amasada con nuestra al­ma: es lo que causa el dolor, las penas, las prue­bas y las tentaciones por las que hay que pasar. Sin embargo, cierto es que nunca tendremos la vida de JESUCRISTO, que es la vida del cristiano, hasta que hayamos abandonado al viejo hom­bre. Despojaos del viejo hombre, dice san Pablo, para revestiros del nuevo. He aquí la renuncia­ción, que va la primera.
4. Dado que el Hijo tiene la vida en sí mismo, le es dado comunicarla a los demás. Pero sólo la comunica en la proporción en que se eliminan los obstáculos; por eso dijo Jesucristo: Aquel que ame su vida, la perderá; y aquel que pierda su vida, la conservará.
A medida que vamos perdiendo nuestra propia vida, tomada de Adán, tenemos esta vi­da del Verbo, para la cual hemos sido creados, y que tenía que ser nuestra verdadera vida, siendo la vida de Adán no más que una vida prestada que la serpiente le dio mediante su aliento mortal, haciéndole perder la vida de Je­sucristo, que es la vida verdadera. Por eso, en cuanto le fue dada, se le dijo que moriría.

CARTAS CRISTIANAS Y ESPIRITUALES
Muchas personas renuncian a consagrarse a lo interior, confundidas por la falsa idea de que para ello es preciso abandonar to­do tipo de ocupaciones. Sin embargo, no hay ninguna ocupación que le sea contraria, y no es necesario abandonarla para ser interior, ni abandonar el mundo, sino que hay que inten­tar, al contrario, expandir el interior en el mundo. (Vida interior.)

Cuando Nuestro Señor dijo que hay que re­zar sin cesar, no quiso encomendarnos algo imposible: no se trata de la plegaria vocal, que no puede ser continua, ni de la meditación, que tampoco puede ser perpetua. Hay una ora­ción que puede hacerse en todo momento, en todo lugar, sin que nada pueda interrumpirla, esta oración es una tendencia perpetua del co­razón hacia Dios. Esta plegaria viene del amor que despierta en nosotros la presencia de Dios, y a menudo comprobamos que se hace en nosotros, sin no­sotros. Se hace en nosotros por la fe. (Ídem.)

No se dice que no haya que actuar, sino que hay que actuar en dependencia del movimiento de la gracia; e! alma debe dejarse mover por el Espíritu vivificante que hay en ella. (Oración.)

La oración es e! alimento de! alma; cuando nos privamos de ella por nuestra culpa, nos ha­cemos padecer hambre a nosotros mismos. (Ídem.)

El silencio le da a Dios la libertad de operar en nosotros y en nosotros imprimir su volun­tad y su amor puro. En tanto que Dios nos in­vita al silencio, no hablemos, pero dado que nos otorga la libertad de dirigirle algunas pa­labras, digamos aquellas que nos vengan natu­ralmente sin buscadas. (Ídem.)

( Sin la práctica de la oración, es imposible ser interior. Es mediante ella como nos volve­mos completamente distintos de lo que sería­mos de forma natural; ella es quien da la paz y la calma a nuestra alma, quien nos hace cum­plir nuestros deberes con perfección, también es la que nos hace recibir con el mismo espíri­tu todos los sucesos de la vida, por más desa­gradables que les parezcan a los sentidos, por­que ella nos conduce insensiblemente a una sumisión perfecta ante la voluntad de Dios. (Ídem.)

No se trata de apartarse del mundo, hay que apartarse de uno mismo. (Desapego de sí mismo.)

La paz con Dios sólo puede ser perfecta mediante la total renuncia. Esta paz nos da paz con nosotros mismos y con el prójimo... (Ídem.)

¡Hay que dejar que los hombres piensen de nosotros lo que quieran; no hay que gustar a los hombres, sino a Dios. (Algunos pensamientos.)

No hay que ver siempre en el porvenir ma­les que tal vez no se produzcan. Esto nos da una melancolía que perjudica al cuerpo y al al­ma, mientras que la alegría, al contrario, en­sancha el corazón. (Ídem.)

ALGUNOS CONSEJOS PARA LA VIDA INTERIOR



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