Un día en el confín del Mundo
Lord Dunsany
Hay cosas que sólo conoce el guardián de Tong Tong Tarrup, que está sentado a la
entrada del bastión mascullando sus propios recuerdos.
Recuerda la guerra que hubo en los corredores de los gnomos; y cómo una vez las
hadas vinieron a buscar los ópalos que había en Tong Tong Tarrup; y la forma en que
los gigantes atravesaban los predios de abajo, mientras él los observaba desde su
puerta: recuerda demandas que todavía asombran a los dioses. Ni siquiera me ha
dicho quiénes moran en esas casas heladas allá en lo alto, en el mismo borde del
mundo, y eso que tiene fama de parlanchín. Entre los elfos, únicos seres vivos vistos
alguna vez a tan espantosa altitud, donde extraen turquesa en los más elevados riscos
de la Tierra, su nombre es el prototipo de la locuacidad con el que ridiculizan a los
habladores.
Su relato favorito cuando alguien le ofrece bash –droga a la que es adicto y por la que
se ofrecería en servicio de armas a los elfos en su guerra contra los goblins, o
viceversa, si los goblins le dieran más–, su relato favorito cuando está sosegado
físicamente por la droga y furiosamente excitado en lo mental, habla de una demanda
emprendida hace mucho tiempo, algo menos vendible que una conseja de vieja.
Imagínenselo contándola. En primer término puede verse un anciano, enjuto y barbado,
y casi monstruosamente alto, que se repantinga en la entrada de una ciudad, elevada
sobre un risco de unas diez millas de altura poco más o menos; detrás unas casas, la
mayor parte de las cuales dan al este, iluminadas por el sol y la luna y las
constelaciones que conocemos; en la cumbre del risco, una casa que mira por encima
del Confín del Mundo, iluminada por el tenue resplandor de esos espacios
extraterrestres en los que un largo ocaso atenúa la luz de las estrellas. Le entrego mi
pequeña ofrenda de bash e inmediatamente un largo dedo índice y un sucio y ávido
pulgar cogen la droga. Al fondo, el misterio de esas casas silenciosas cuyos habitantes
no se sabe quiénes son, o qué servicio les presta el guardián, o qué pago recibe éste a
cambio, o si es mortal.
Imagínenselo en la puerta de esa increíble ciudad, después de haber ingerido en
silencio mi bash, tendiéndose a todo lo largo, reclinándose y poniéndose a hablar.
Según parece, una luminosa mañana de hace centenares de años, un visitante
procedente del Mundo trepó hasta Tong Tong Tarrup. Había dejado atrás la nieve y
comenzaba ya a subir la escalera que desciende entre rocas desde Tong Tong Tarrup,
cuando lo vio el guardián. Trepaba con tanta dificultad aquellos cómodos peldaños que
el hombre canoso que lo observaba tuvo tiempo de preguntarse si el desconocido le
traería o no bash, la droga que daba sentido a las estrellas y parecía explicar el
crepúsculo. Y al final resultó que el desconocido no tenía ni una pizca de bash, y no
dispuso de nada mejor que ofrecer a aquel hombre canoso que su simple historia.
Al parecer el desconocido se llamaba Gerald Jones y había vivido siempre en Londres,
aunque de niño había estado una vez en un páramo norteño. Hacía tanto tiempo de
esto que únicamente se acordaba de que, de un modo u otro, había caminado solo por
el páramo, y que el brezo estaba en flor. No se veía más que brezo y helecho, si
exceptuamos, a lo lejos, próximo ya el ocaso, unos remotos bancales, sobre imprecisas
colinas, parecidos a los campos que cultivan los humanos. Al atardecer se levantó una
niebla que ocultó las colinas, mas él siguió caminando por el páramo. Luego llegó al
valle, minúsculo en medio del páramo y con laderas increíblemente empinadas. Se
tumbó en el suelo y contempló el valle a través de las raíces del brezo. Y mucho más
abajo de donde él se encontraba, en un huerto junto a una casa de campo rodeada de
malvarrosas más altas que ella misma, había una anciana sentada en una silla de
madera, cantando al atardecer.
El hombre se había encaprichado de la canción y la recordaba luego en Londres, y
cada vez que le venía a la mente rememoraba los atardeceres –ésos que no se ven en
Londres– y escuchaba de nuevo el suave viento que batía ociosamente el páramo y a
los abejorros que se apresuraban; así se olvidaba del ruido del tráfico. Y cada vez que
oía a los hombres hablar del Tiempo, le envidiaba sobre todo esa canción. Más tarde
regresó en cierta ocasión a aquel páramo norteño y encontró el diminuto valle, mas en
el huerto no había ninguna anciana, ni nadie que cantara canción alguna. No sentía
ningún pesar por la canción que la anciana había cantado un atardecer veraniego hacía
veinte años y que a diario se desvanecía de su mente, sino por el fastidioso trabajo que
hacía en Londres para una gran empresa completamente ineficaz; y envejeció
prematuramente, como los hombres suelen hacer en las ciudades. Y finalmente,
cuando la melancolía únicamente le producía pesar y la inutilidad de su trabajo ganaba
terreno con la edad, decidió consultar a un mago. Así es que fue a ver a un mago y le
contó sus problemas, en especial que había oído cierta canción.
–Y ahora –dijo– no se oye en ninguna parte del Mundo.
–En el Mundo, por supuesto que no –le respondió el mago–, mas puedes encontrarla
fácilmente más allá de su Confín.
Y añadió que estaba padeciendo el paso del tiempo, y le recomendó que pasara un día
en el Confín del Mundo. Jones le preguntó a qué parte del Confín del Mundo debería
dirigirse, y el mago le respondió que había oído hablar muy bien de Tong Tong Tarrup;
de manera que le pagó, como era usual, con ópalos y se puso inmediatamente en
marcha. Los caminos que conducían a esa ciudad eran sinuosos; en la estación
Victoria compró el billete que sólo despachan a los que conocen; dejó atrás Bleth; pasó
por las colinas de Neol–Hungar y llegó a la Quebrada de Poy, lugares todos ellos
situados en esa parte del Mundo que pertenece a la esfera de lo conocido. Sin
embargo, más allá de la Quebrada de Poy, en esas llanuras corrientes que tanto
recuerdan a Sussex, lo primero con lo que uno se encuentra es inverosímil. En el límite
de la llanura que se extendía a partir de la Quebrada de Poy podía verse una hilera de
vulgares colinas grises, las colinas de Sneg; allí es donde comienza lo increíble, al
principio muy raramente, mas cada vez con mayor asiduidad conforme se ascienden
las colinas. Por ejemplo, en una ocasión descendí a las llanuras de Poy y lo primero
que divisé fue un simple pastor que cuidaba de un rebaño de simples ovejas. Los
observé durante algún tiempo y nada sucedió, cuando, sin mediar palabra alguna, una
de las ovejas se acercó al pastor y, apropiándose de su pipa, se puso a fumar,
incidente que me impresionó por su inverosimilitud. Mas en las colinas de Sneg
encontré a un político honesto. Jones cruzó esas llanuras y las colinas de Sneg,
tropezándose con cosas al principio inverosímiles y luego increíbles, hasta llegar a la
larga pendiente que, más allá de las colinas, conduce al Confín del Mundo, donde,
como cuentan todas las guías turísticas, nada puede suceder. Al pie de esa pendiente
era posible ver cosas que concebiblemente podían ocurrir en el mundo que
conocemos. Mas pronto desaparecieron y el viajero no vio nada más que fabulosas
fieras, ramoneando flores tan asombrosas como ellas mismas, y rocas tan alteradas
que sus formas tenían evidentemente un sentido, el cual era demasiado sorprendente
para ser accidental. Incluso los árboles eran espantosamente poco corrientes: habría
tanto que decir de ellos, y se apoyaban unos sobre otros cada vez que hablaban y
adoptaban actitudes grotescas y miraban de soslayo. Jones vio dos abetos peleando.
La impresión que ejercían esas escenas sobre sus nervios era muy intensa; no
obstante, siguió ascendiendo y se alegró mucho finalmente al ver una prímula, única
cosa conocida que había visto en horas, mas ésta silbó y alejóse dando saltos. Vio a
los unicornios en su valle secreto. Luego, la noche cubrió el cielo siniestramente y no
sólo brillaron las estrellas, sino que también lunas menores y mayores, y oyó a los
dragones cascabeleando en la oscuridad.
Al alba apareció por encima de él, entre sus asombrosos riscos, la torre de Tong Tong
Tarrup, con sus heladas escaleras iluminadas, formando un minúsculo grupo de casas
allá arriba en el cielo. Ahora se encontraba en la abrupta montaña: la niebla la estaba
abandonando lentamente, revelando, conforme se iba alejando, cosas cada vez más
asombrosas. Antes de que la niebla desapareciera del todo, escuchó bastante cerca de
él, en lo que había creído que era una simple montaña, el ruido de un pesado galope
sobre el césped. Había llegado a la meseta de los centauros. Y de pronto los avistó en
medio de la niebla: allí estaban, producto de la fábula, cinco enormes centauros. Si
hubiera vacilado a causa del asombro, no habría ido tan lejos: cruzó la meseta y se
acercó bastante a los centauros. Nunca ha sido costumbre de los centauros el reparar
en los hombres, piafaron y se gritaron unos a otros en griego, mas no le dirigieron la
palabra. No obstante, cuando se fue, se volvieron y lo miraron fijamente; y, cuando
hubo cruzado la meseta y siguió todavía avanzando, los cinco se fueron a medio
galope hasta los límites de su verde país; pues más arriba de la elevada meseta verde
de los centauros no hay más que montaña pelada: el último verdor que el montañero ve
cuando recorre Tong Tong Tarrup es la hierba que pisan los centauros. Llegó a las
extensiones de nieve que cubren la montaña como una capa, por encima de la cual su
cumbre aparece pelada, y siguió ascendiendo. Los centauros lo observaron con
creciente asombro.
Ahora ya no le rodeaban bestias fabulosas ni extraños árboles diabólicos, sólo nieve y
el risco completamente pelado encima del cual estaba Tong Tong Tarrup. Estuvo
ascendiendo todo el día y el atardecer le sorprendió más arriba del límite de las nieves
perpetuas; y pronto llegó a la escalera tallada en la roca y avistó a aquel hombre del
pelo blanco, el guardián de Tong Tong Tarrup, sentado mascullando para sí
asombrosos recuerdos personales y esperando en vano que algún forastero le regalara
bash.
Al parecer, tan pronto como el forastero llegó a la entrada del bastión exigió
inmediatamente, pese a estar cansado, una habitación que dispusiera de una buena
vista del Confín del Mundo. Mas el guardián, aquel hombre de pelo cano, decepcionado
por la falta de bash, antes de indicarle el camino le exigió al forastero que le contara su
historia para agregarla a sus recuerdos. Y ésta es la historia, si es que el guardián me
ha contado la verdad y su memoria todavía es lo que era. Y cuando la acabó de contar,
el hombre canoso se levantó y, balanceando en el aire sus cantarinas llaves, atravesó
varias puertas, subió muchas escaleras y condujo al forastero a la casa más elevada, el
techo más alto del Mundo, y en el salón le mostró una ventana. El fatigado forastero se
sentó allí en una silla y miró por la ventana más allá del Confín del Mundo. La ventana
estaba cerrada y en sus relucientes cristales resplandecía y danzaba el crepúsculo del
Confín del Mundo, en parte como una lámpara de luciérnagas y en parte como el
cabrilleo del mar; llegaba en oleadas, repleto de lunas maravillosas. Mas el forastero no
miraba aquellas maravillosas lunas. Pues desde el abismo crecía, enraizada en
remotas constelaciones, una hilera de malvarrosas, en medio de las cuales un pequeño
jardín verde se estremecía y temblaba como el reflejo en el agua; más arriba, flotaba en
el crepúsculo brezo florecido, inundándolo hasta convertirlo en púrpura; abajo, el
pequeño jardín verde colgaba en medio de él. Y tanto el jardín de abajo como el brezo
que lo circundaba parecían también temblar y dejarse llevar por una canción. Pues el
crepúsculo estaba absorto en una canción que sonaba y resonaba por todos los
confines del Mundo, y el jardín verde y el brezo parecían danzar y murmurar al compás
que aquélla les marcaba, mientras una anciana la estaba cantando abajo en el jardín.
Un abejorro salió del otro lado del Confín del Mundo. Y la canción que envolvía las
costas del Mundo, y que las estrellas bailaban, era la misma que él había oído cantar a
la anciana hacía mucho tiempo allá abajo en el valle en medio del páramo norteño.
Mas aquel hombre canoso, el guardián, no dejó que el forastero se quedara, ya que no
le había traído bash, y le empujó con impaciencia, sin preocuparse de echar una
ojeada a través de la ventana más alejada del Mundo; pues las tierras que el Tiempo
aflige y los espacios que el Tiempo conoce no son lo mismo para ese hombre canoso;
y el bash que ingiere pasma su mente más profundamente de lo que cualquier hombre
pueda experimentar, tanto en el Mundo que conocemos, como más allá de su Confín.
Y, protestando amargamente, el viajero regresó y bajó de nuevo al Mundo.
Acostumbrado como estoy a lo increíble desde que conocí el Confín del Mundo, la
historia me plantea problemas. No obstante, es posible que la devastación causada por
el Tiempo sea meramente local y que, fuera del ámbito de su destrucción, las viejas
canciones todavía las sigan cantando aquellos que nosotros consideramos muertos.
Me esfuerzo por creer eso. Y, sin embargo, cuanto más investigo la historia que me
contó el guardián en la ciudad de Tong Tong Tarrup, tanto más plausible parece la otra
teoría alternativa: que aquel hombre canoso es un mentiroso.
[FIN]
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