Alejandro Dumas
Los tres mosqueteros
2ª parte
XXV. Porthos
XXVI. La tesis de Aramis
XXVII. La mujer de Athos
XXVIII. El regreso
XXIX. La caza del equipo
XXX. Milady
XXXI. Ingleses y franceses
XXXII. Una cena de procurador
XXXIII. Doncella y señora
XXXIV. Donde se trata del equipo deAramis y de Porthos.
XXXV. De noche todos los gatos son pardos
XXXVI. Sueño de venganza
XXXVII. El secreto de Milady
XXXVIII. Cómo, sin molestarse, Athos encontró su equipo
XXXIX. Una visión
XL. El cardenal
XLI. El sitio de la Rochelle .
XLII . El vino de Anjou . .
XLIII. El albergue del Colombier-Rouge .
XLIV. De la utilidad de los tubos de estufa
XLV. Escena conyugal
XLVI. El bastión Saint-Gervais
XLVII. El consejo de los mosqueteros
XLVIII. Asunto de familia
XLIX. Fatalidad
L. Charla de un hermano con su hermana
LI. Oficial
LII. Primera jornada de cautividad
LIII. Segunda jornada de cautividad
LIV. Tercera jornada de cautividad
LV. Cuarta jornada de cautividad
LVI. Un recurso de tragedia clásica
LVII. Evasión
LVIII. Lo que pasó en Portsmouth el 23de agosto de 1628
LIX. En Francis
LX. El convento de las Carmelitas de Béthune
LXI. Dos variedades de demonios
LXII. Gota de agua
LXIII. El hombre de la capa roja
LXIV. El juicio
LXV. La ejecución
LXVI. Conclusión
LXVII. Epílogo
***
Capítulo XXV
Porthos
En lugar de regresar a su casa directamente, D'Artagnan puso pie en tierra ante la puerta del
señor de Tréville y subió rápidamente la escalera. Aquella vez estaba decidido a contarle todo lo
que acababa de pasar. Sin duda, él daría buenos consejos en todo aquel asunto; además, como
el señor de Tréville veía casi a diario a la reina, quizá podría sacar a Su Majestad alguna
información sobre la pobre mujer a quien sin duda se hacía pagar su adhesión a su señora.
El señor de Tréville escuchó el relato del joven con una gravedad que probaba que había algo
más en toda aquella aventura que una intriga de amor; luego, cuando D'Artagnan hubo acabado:
-¡Hum! -dijo-. Todo esto huele a Su Eminencia a una legua.
-Pero ¿qué hacer? -dijo D'Artagnan.
-Nada, absolutamente nada ahora sólo abandonar Paris como os he dicho, lo antes posible. Yo
veré a la reina, le contaré los detalles de la desaparición de esa pobre mujer, que ella sin duda
ignora; estos detalles la orientarán por su lado, y a vuestro regreso, quizá tenga yo alguna buena
nueva que deciros. Dejadlo en mis manos.
D'Artagnan sabía que, aunque gascón el señor de Tréville no te nía la costumbre de prometer, y
que cuando por azar prometía, mantenía, y con creces, lo que habia prometido. Saludó, pues,
lleno de agradecimiento por el pasado y por el futuro, y el digno capitán, que por su lado sentía
vivo interés por aquel joven tan valiente y tan resuelto, le apretó afectuosamente la mano
deseándole un buen viaje.
Decidido a poner los consejos del señor de Tréville en práctica en aquel mismo instante,
D'Artagnan se encaminó hacia la calle des Fossoyeurs, a fin de velar por la preparación de su
equipaje. Al acercarse a su casa, reconoció al señor Bonacieux en traje de mañana, de pie ante el
umbral de su puerta. Todo lo que le había dicho la víspera el prudente Planchet sobre el carácter
siniestro de su huésped volvió entonces a la memoria de D’Artagnan que lo miró más
atentamente de lo que hasta entonces había hecho. En efecto, además de aquella palidez
amarillenta y enfermiza que indica la filtración de la bilis en la sangre y que por el otro lado podía
ser sólo accidental, D'Artagnan observó algo de sinuosamente pérfido en la tendencia a las
arrugas de su cara. Un bribón no ríe de igual forma que un hombre honesto, un hipócrita no llora
con las lágrimas que un hombre de buena fe. Toda falsedad es una máscara, y por bien hecha
que esté la máscara, siempre se llega, con un poco de atención, a distinguirla del rostro.
Le pareció pues, a D'Artagnan que el señor Bonacieux llevaba una máscara, a incluso que
aquella máscara era de las más desagradables de ver.
En consecuencia, vencido por su repugnancia hacia aquel hombre, iba a pasar por delante de
él sin hablarle cuando, como la víspera, el señor Bonacieux lo interpeló:
-¡Y bien, joven -le dijo-, parece que andamos de juerga! ¡Diablos, las siete de la mañana! Me
parece que os apartáis de las costumbres recibidas y que volvéis a la hora en que los demás
salen.
-No se os hará a vos el mismo reproche, maese Bonacieux -dijo el joven-, y sois modelo de las
gentes ordenadas. Es cierto que cuando se pone una mujer joven y bonita, no hay necesidad de
correr detrás de la felicidad; es la felicidad la que viene a buscaros, ¿no es así, señor Bonacieux?
Bonacieux se puso pálido como la muerte y muequeó una sonrisa.
-¡Ah, ah! -dijo Bonacieux-. Sois un compañero bromista. Pero ¿dónde diablos habéis andado de
correría esta noche, mi joven amigo? Parece que no hacía muy buen tiempo en los atajos.
D'Artagnan bajó los ojos hacia sus botas todas cubiertas de barro; pero en aquel movimiento
sus miradas se dirigieron al mismo tiempo hacia los zapatos y las medias del mercero; se hubiera
dicho que los había mojado en el mismo cenegal; unos y otros tenían manchas completamente
semejantes.
Entonces una idea súbita cruzó la mente de D'Artagnan. Aquel hombrecito grueso, rechoncho,
cuyos cabellos agrisaban ya, aquella especie de lacayo vestido con un traje oscuro, tratado sin
consideración por las gentes de espada que componían la escolta, era el mismo Bonacieux. El
marido había presidido el rapto de su mujer.
Le entraron a D'Artagnan unas terribles ganas de saltar a la garganta del mercero y de
estrangularlo; pero ya hemos dicho que era un muchacho muy prudente y se contuvo. Sin
embargo, la revolución que se había operado en su rostro era tan visible que Bonacieux quedó
espantado y trató de retroceder un paso; pero precisamente se encontraba delante del batiente
de la puerta, que estaba cerrada, y el obstáculo que encontró le forzó a quedarse en el mismo
sitio.
-¡Vaya, sois vos quien bromeáis, mi valiente amigo! -dijo D'Artagnan-. Me parece que si mis
botas necesitan una buena esponja, vuestras medias y vuestros zapatos también reclaman un
buen cepillado. ¿Es que también vos os habéis corrido una juerga, maese Bonaceux? ¡Diablos!
Eso sería imperdonable en un hombre de vuestra edad y que además tiene una mujer joven y
bonita como la vuestra.
-¡Oh, Dios mío, no! -dijo Bonacieux-. Ayer estuve en Saint-Mandé para informarme de una
sirvienta de la que no puedo prescindir, y como los caminos estaban en malas condiciones he
traído todo ese fango que aún no he tenido tiempo de hacer desaparecer.
El lugar que designaba Bonacieux como meta de correría fue una nueva prueba en apoyo de
las sospechas que había concebido D'Artagnan. Bonacieux había dicho Saint-Mandé porque
Saint-Mandé es el punto completamente opuesto a Saint-Cloud.
Aquella probabilidad fue para él un primer consuelo. Si Bonacieux sabía dónde estaba su
mujer, siempre se podría, empleando medios extremos, forzar al mercero a soltar la lengua y
dejar escapar su secreto. Se trataba sólo de convertir esta probabilidad en certidumbre.
-Perdón, mi querido señor Bonacieux, si prescindo con vos de los modales -dijo D'Artagnan-;
pero nada me altera más que no dormir, tengo una sed implacable; permitidme tomar un vaso
de agua de vuestra casa; ya lo sabéis, eso no se niega entre vecinos.
Y sin esperar el permiso de su huésped, D'Artagnan entró rápidamente en la casa y lanzó una
rápida ojeada sobre la cama. La cama no estaba deshecha. Bonacieux no se había acostado.
Acababa de volver hacía una o dos horas; había acompañado a su mujer hasta el lugar al que la
habían conducido, o por lo menos hasta el primer relevo.
-Gracias, maese Bonacieux -dijo D'Artagnan vaciando su vaso-, eso es todo cuanto quería de
vos. Ahora vuelvo a mi casa, voy a ver si Planchet me limpia las botas y, cuando haya terminado,
os lo mandaré por si queréis limpiaros vuestros zapatos.
Y dejó al mercero todo pasmado por aquel singular adiós y preguntándose si no había caído en
su propia trampa.
En lo alto de la escalera encontró a Planchet todo estupefacto.
-¡Ah, señor! -exclamó Planchet cuando divisó a su amo-. Ya tenemos otra, y esperaba con
impaciencia que regresaseis.
-Pues, ¿qué pasa? -preguntó D'Artagnan.
-¡Oh, os apuesto cien, señor, os apuesto mil si adivanáis la visita que he recibido para vos en
vuestra ausencia!
-¿Y eso cuándo?
-Hará una media hora, mientras vos estabais con el señor de Tréville.
-¿Y quién ha venido? Vamos, habla.
-El señor de Cavois.
-¿El señor de Cavois?
-En persona.
-¿El capitán de los guardias de Su Eminencia?
-El mismo.
-¿Venía a arrestarme?
-Es lo que me temo, señor, y eso pese a su aire zalamero.
-¿Tenía el aire zalamero, dices?
-Quiero decir que era todo mieles, señor.
-¿De verdad?
-Venía, según dijo, de parte de Su Eminencia, que os quería mucho, a rogaros seguirle al Palais
Royal.
-Y tú, ¿qué le has contestado?
-Que era imposible, dado que estabais fuera de casa, como podía él mismo ver.
-¿Y entonces qué ha dicho?
-Que no dejaseis de pasar por allí durante el día; luego ha añadido en voz baja: «Dile a tu amo
que Su Eminencia está completamente dispuesto hacia él, y que su fortuna depende quizá de esa
entrevista».
-La trampa es bastante torpe para ser del cardenal -repuso sonriendo el joven.
-También yo he visto la trampa y he respondido que os desesperaríais a vuestro regreso.
«¿Dónde ha ido?», ha preguntado el señor de Cavois. «A Troyes, en Champagne», le he
respondido. «¿Y cuándo se ha marchado?» «Ayer tarde».
-Planchet, amigo mío -interrumpió D'Artagnan-, eres realmente un hombre precioso.
-¿Comprendéis, señor? He pensado que siempre habría tiempo, si deseáis ver al señor de
Cavois, de desmentirme diciendo que no os habíais marchado; sería yo en tal caso quien habría
mentido, y como no soy gentilhombre, puedo mentir.
-Tranquilízate, Planchet, tu conservarás tu reputación de hombre verdadero: dentro de un
cuarto de hora partimos.
-Es el consejo que iba a dar al señor; y, ¿adónde vamos, si se puede saber?
-¡Pardiez! Hacia el lado contrario del que tú has dicho que había ido. Además, ¿no tienes prisa
por tener nuevas con Grimaud, de Mosquetón y de Bazin, como las tengo yo de saber qué ha
pasado de Athos, Porthos y Aramis?
-Claro que sí, señor -dijo Planchet-, y yo partiré cuando queráis; el aire de la provincia nos va
mejor, según creo, en este momento que el aire de Paris. Por eso, pues...
-Por eso, pues, hagamos nuestro petate, Planchet y partamos; yo iré delante, con las manos
en los bolsillos para que nadie sospeche nada. Tú te reunirás conmigo en el palacio de los
Guardias. A propósito, Planchet, creo que times razón respecto a nuestro huésped, y que
decididamente es un horrible canalla.
-¡Ah!, creedme, señor, cuando os digo algo; yo soy fisonomista, y bueno.
D'Artagnan descendió el primero, como había convenido; luego, para no tener nada que
reprocharse, se dirigió una vez más al domicilio de sus tres amigos: no se había recibido ninguna
noticia de ellos; sólo una carta toda perfumada y de una escritura elegante y menuda había
llegado para Aramis. D'Artagnan se hizo cargo de ella. Diez minutos después, Planchet se reunió
en las cuadras del palacio de los Guardias. D'Artagnan, para no perder tiempo, ya había ensillado
su caballo él mismo.
-Está bien -le dijo a Planchet cuando éste tuvo unido el maletín de grupa al equipo-; ahora
ensilla los otros tres, y partamos.
-¿Creéis que iremos más deprisa con dos caballos cada uno? -preguntó Planchet con aire
burlón.
-No, señor bromista -respondió D'Artagnan-, pero con nuestros cuatro caballos podremos
volver a traer a nuestros tres amigos, si es que todavía los encontramos vivos.
-Lo cual será una gran suerte -respondió Planchet-, pero en fin, no hay que desesperar de la
misericordia de Dios.
-Amén -dijo D'Artagnan, montando a horcajadas en su caballo.
Y los dos salieron del palacio de los Guardias, alejándose cada uno por una punta de la calle,
debiendo el uno dejar Paris por la barrera de La Villette y el otro por la barrera de Montmartre,
para reunirse más allá de Saint-Denis, maniobra estratégica que ejecutada con igual puntualidad
fue coronada por los más felices resultados. D'Artagnan y Planchet entraron juntos en Pierrefitte.
Planchet estaba más animado, todo hay que decirlo, por el día que por la noche.
Sin embargo, su prudencia natural no le abandonaba un solo instante; no había olvidado
ninguno de los incidentes del primer viaje, y tenía por enemigos a todos los que encontraba en
camino. Resultaba de ello que sin cesar tenía el sombrero en la mano, lo que le valía severas
reprimendas de parte de D'Artagnan, quien temía que, debido a tal exceso de cortesía, se le
tomase por un criado de un hombre de poco valer.
Sin embargo, sea que efectivamente los viandantes quedaran conmovidos por la urbanidad de
Planchet, sea que aquella vez ninguno fue apostado en la ruta del joven, nuestros dos viajeros
llegaron a Chantilly sin accidente alguno y se apearon ante el hostal del Grand Saint Martin, el
mismo en el que se habían detenido durante su primer viaje.
El hostelero, al ver al joven seguido de su lacayo y de dos caballos de mano, se adelantó
respetuosamente hasta el umbral de la puerta. Ahora bien, como ya había hecho once leguas,
D'Artagnan juzgó a propósito detenerse, estuviera o no estuviera Porthos en el hostal. Además,
quizá no fuera prudente informarse a la primera de lo que había sido del mosquetero. Resultó de
estas reflexiones que D'Artagnan, sin pedir ninguna noticia de lo que había ocurrido, se apeó,
encomendó los caballos a su lacayo, entró en una pequeña habitación destinada a recibir a
quienes deseaban estar solos, y pidió a su hostelero una botella de su mejor vino y el mejor
desayuno posible, petición que corroboró más aún la buena opinion que el alberguista se había
hecho de su viajero a la primera ojeada.
Por eso D'Artagnan fue servido con una celeridad milagrosa.
El regimiento de los guardias se reclutaba entre los primeros gentilhombres del reino, y
D'Artagnan, seguido de un lacayo y viajando con cuatro magníficos caballos, no podía, pese a la
sencillez de su uniforme, dejar de causar sensación. El hostelero quiso servirle en persona; al ver
lo cual, D'Artagnan hizo traer dos vasos y entabló la siguiente conversación:
-A fe mía, mi querido hostelero -dijo D'Artagnan llenando los dos vasos-, os he pedido vuestro
mejor vino, y si me habéis engañado vais a ser castigado por donde pecasteis, dado que como
detesto beber solo, vos vais a beber conmigo. Tomad, pues, ese vaso y bebamos. ¿Por qué
brindaremos, para no herir ninguna suceptibilidad? ¡Bebamos por la prosperidad de vuestro
establecimiento!
-Vuestra señoría me hace un honor -dijo el hostelero-, y le agradezco sinceramente su buen
deseo.
-Pero no os engañéis -dijo D'Artagnan-, hay quizá más egoísmo de lo que pensáis en mi
brindis: sólo en los establecimientos que prosperan le recibien bien a uno; en los hostales en
decadencia todo va manga por hombro, y el viajero es víctima de los apuros de su huésped; pero
yo que viajo mucho y sobre todo por esta ruta, quisiera ver a todos los alberguistas hacer
fortuna.
-En efecto -dijo el hostelero-, me parece que no es la primera vez que tengo el honor de ver al
señor.
-Bueno, he pasado diez veces quizá por Chantilly, y de las diez veces tres o cuatro por lo
menos me he detenido en vuestra casa. Mirad, la última vez hará diez o doce días
aproximadamente; yo acompañaba a unos amigos, mosqueteros, y la prueba es que uno de ellos
se vio envuelto en una disputa con un extraño, con un desconocido, un hombre que le buscó no
sé qué querella.
-¡Ah! ¡Sí, es cierto! -dijo el hostelero-. Y me acuerdo perfecta mente. ¿No es del señor Porthos
de quien Vuestra Señoría quiere hablarme?
-Ese es precisamente el nombre de mi compañero de viaje. ¡Dios mío! Querido huésped,
decidme, ¿le ha ocurrido alguna desgracia?
-Pero Vuestra Señoría tuvo que darse cuenta de que no pudo continuar su viaje.
-En efecto, nos había prometido reunirse con nosotros, y no lo hemos vuelto a ver.
-El nos ha hecho el honor de quedarse aquí.
- Cómo? ¿Os ha hecho el honor de quedarse aquí?
- Sí, señor, en el hostal; incluso estamos muy inquietos.
-¿Y por qué?
-Por ciertos gastos que ha hecho.
-¡Bueno, los gastos que ha hecho él los pagará!
-¡Ay, señor, realmente me ponéis bálsamo en la sangre! Hemos hecho fuertes adelantos, y esta
mañana incluso el cirujano nos declaraba que, si el señor Porthos no le pagaba, sería yo quien
tendría que hacerse cargo de la cuenta, dado que era yo quien le había enviado a buscar.
-Pero, entonces, ¿Porthos está herido?
-No sabría decíroslo, señor.
-¿Cómo que no sabríais decírmelo? Sin embargo, vos deberíais estar mejor informado que
nadie.
-Sí, pero en nuestra situación no decimos todo lo que sabemos, señor, sobre todo porque nos
ha prevenido que nuestras orejas responderán por nuestra lengua.
-¡Y bien! ¿Puedo ver a Porthos?
-Desde luego, señor. Tomad la escalera, subid al primero y llamad en el número uno. Sólo que
prevenidle que sois vos.
-¡Cómo! ¿Que le prevenga que soy yo?
-Sí porque os podría ocurrir alguna desgracia.
-¿Y qué desgracia queréis que me ocurra?
-El señor Porthos puede tomaros por alguien de la casa y en un movimiento de cólera pasaros
su espada a través del cuerpo o saltaros la tapa de los sesos.
-¿Qué le habéis hecho, pues?
-Le hemos pedido el dinero.
-¡Ah, diablos! Ya comprendo; es una petición que Porthos recibe muy mal cuando no tiene
fondos; pero yo sé que debía tenerlos.
-Es lo que nosotros hemos pensado, señor; como la casa es muy regular y nosotros hacemos
nuestras cuentas todas las semanas, al cabo de ocho días le hemos presentado nuestra nota;
pero parece que hemos llegado en un mal momento, porque a la primera palabra que hemos
pronunciado sobre el tema, nos ha enviado al diablo; es cierto que la víspera había jugado.
-¿Cómo que había jugado la víspera? ¿Y con quién?
-¡Oh, Dios mío! Eso, ¿quién lo sabe? Con un señor que estaba de paso y al que propuso una
partida de sacanete.
-Ya está, el desgraciado lo habrá perdido todo.
-Hasta su caballo, señor, porque cuando el extraño iba a partir, nos hemos dado cuenta de que
su lacayo ensillaba el caballo del señor Porthos. Entonces nosotros le hemos hecho la
observación, pero nos ha respondido que nos metiésemos en lo que nos importaba y que aquel
caballo era suyo. En seguida hemos informado al señor Porthos de lo que pasaba, pero él nos ha
dicho que éramos unos bellacos por dudar de la palabra de un gentilhombre, y que, dado que él
había dicho que el caballo era suyo, era necesario que así fuese.
-Lo reconozco perfectamente en eso -murmuró D'Artagnan.
-Entonces -continuó el hostelero-, le hice saber que, desde el momento en que parecíamos
destinados a no entendernos en el asunto del pago, esperaba que al menos tuviera la bondad de
conceder el honor de su trato a mi colega el dueño del Aigle d'Or; pero el señor Porthos me
respondió que mi hostal era el mejor y que deseaba quedarse en él. Tal respuesta era demasiado
halagadora para que yo insistiese en su partida. Me limité, pues, a rogarle que me devolviera su
habitación, que era la más hermosa del hotel, y se contentase con un precioso gabinetito en el
tercer piso. Pero a esto el señor Porthos respondió que como esperaba de un momento a otro a
su amante, que era una de las mayores damas de la corte yo debía comprender que la habitación
que el me hacía el honor de habitar en mi casa era todavía mediocre para semejante persona.
Sin embargo, reconociendo y todo la verdad de lo que decía, creí mi deber insistir; pero sin
tomarse siquiera la molestia de entrar en discusión conmigo, cogió su pistola, la puso sobre su
mesilla de noche y declaró que a la primera palabra que se le dijera de una mudanza cualquiera,
fuera o dentro del hostal, abriría la tapa de los sesos a quien fuese lo bastante imprudente para
meterse en una cosa que no le importaba más que él. Por eso, señor, desde ese momento nadie
entra ya en su habitación, a no ser su doméstico.
-¿Mosquetón está, pues, aquí?
-Sí, señor; cinco días después de su partida ha vuelto del peor humor posible; parece que él
también ha tenido sinsabores durante su viaje. Por desgracia, es más ligero de piernas que su
amo, lo cual hace que por su amo ponga todo patas arriba, dado que, pensando que podría
nagársele lo que pide, coge cuanto necesita sin pedirlo.
-El hecho es -respondió D'Artagnan- que siempre he observa do en Mosquetón una adhesión y
una inteligencia muy superiores.
-Es posible, señor; pero suponed que tengo la oportunidad de ponerme en contacto, sólo
cuatro veces al año, con una inteligencia y una adhesión semejantes, y soy un hombre arruinado.
-No, porque Porthos os pagará.
-¡Hum! -dijo el hostelero en tono de duda.
-Es el favorito de una gran dama que no lo dejará en el apuro por una miseria como la que os
debe...
-Si yo me atreviera a decir lo que creo sobre eso...
-¿Qué creéis vos?
-Yo diría incluso más: lo que sé.
-¿Qué sabéis?
-E incluso aquello de que estoy seguro.
-Veamos, ¿y de qué estáis seguro?
-Yo diría que conozco a esa gran dama.
-¿Vos?
-Sí, yo.
-¿Y cómo la conocéis?
-¡Oh, señor! Si yo creyera poder confiarme a vuestra discreción . . .
-Hablad, y a fe de gentilhombre que no tendréis que arrepentiros de vuestra confianza.
-Pues bien, señor, ya sabéis, la inquietud hace hacer muchas cosas.
-¿Qué habéis hecho?
-¡Oh! Nada que no esté en el derecho de un acreedor.
- Y...?
- El señor Porthos nos ha entregado un billete para esa duquesa, encargándonos echarlo al
correo. Su doméstico no había llegado todavía. Como no podía dejar su habitación, era preciso
que nos hiciéramos cargo de sus recados.
-¿Y después?
-En lugar de echar la carta a la posta, cosa que nunca es segura, aproveché la ocasión de uno
de mis mozos que iba a Paris y le ordené entregársela a la duquesa en persona. Era cumplir con
las intenciones del señor Porthos, que nos había encomendado encarecidamente aquella carta,
¿no es así?
-Más o menos.
-Pues bien, señor, ¿sabéis lo que es esa gran dama?
-No; yo he oído hablar a Porthos de ella, eso es todo.
-¿Sabéis lo que es esa presunta duquesa?
-Os repito, no la conozco.
-Es una vieja procuradora del Châtelet, señor, llamada señora Coquenard, la cual tiene por lo
menos cincuenta años y se da incluso aires de estar celosa. Ya me parecía demasiado singular
una princesa viviendo en la calle aux Ours.
-¿Cómo sabéis eso?
-Porque montó en gran cólera al recibir la carta, diciendo que el señor Porthos era un veleta y
que además habría recibido la estocada por alguna mujer.
-Pero entonces, ¿ha recibido una estocada?
-¡Ah Dios mío! ¿Qué he dicho?
-Habéis dicho que Porthos había recibido una estocada.
-Sí, pero él me había prohibido terminantemente decirlo.
-Y eso, ¿por qué?
-¡Maldita sea! Señor, porque se había vanagloriado de perforar a aquel extraño con el que vos
lo dejasteis peleando, y fue por el contrario el extranjero el que, pese a todas sus baladronadas,
le hizo morder el polvo. Pero como el señor Porthos es un hombre muy glorioso, excepto para la
duquesa, a la que él había creído interesar haciéndole el relato de su aventura, no quiere
confesar a nadie que es una estocada lo que ha recibido.
-Entonces, ¿es una estocada lo que le retiene en su cama?
-Y una estocada magistral, os lo aseguro. Es preciso que vuestro amigo tenga siete vidas como
los gatos.
-¿Estabais vos all'?
-Señor, yo los seguí por curiosidad, de suerte que vi el combate sin que los combatientes me
viesen.
-¿Y cómo pasaron las cosas?
-Oh la cosa no fue muy larga, os lo aseguro; se pusieron en guardia; el extranjero hizo una
finta y se lanzó a fondo; todo esto tan rápidamente que cuando el señor Porthos llegó a la
parada, tenía ya tres pulgadas de hierro en el pecho. Cayó hacia atrás. El desconocido le puso al
punto la punta de su espada en la garganta, y el señor Porthos, viéndose a merced de su
adversario, se declaró vencido. A lo cual el desconocido le pidió su nombre, y al enterarse de que
se llamaba Porthos y no señor D'Artagnan, le ofreció su brazo, le trajo al hostal, montó a caballo
y desapareció.
-¿Así que era al señor D'Artagnan al que quería ese desconocido?
-Parece que sí.
-¿Y sabéis vos qué ha sido de él?
-No, no lo había visto hasta entonces y no lo hemos vuelto a ver después.
-Muy bien; sé lo que quería saber. Ahora, ¿decís que la habita ción de Porthos está en el primer
piso, número uno?
-Sí, señor, la habitación más hermosa del albergue, una habita ción que ya habría tenido diez
ocasiones de alquilar.
-¡Bah! Tranquilizaos -dijo D'Artagnan riendo-. Porthos os pagará con el dinero de la duquesa
Coquenard.
-¡Oh, señor! Procuradora o duquesa si soltara los cordones de su bolsa, nada importaría; pero
ha respondido taxativamente que estaba harta de las exigencias y de las infidelidades del señor
Porthos, y que no le enviaría ni un denario.
-¿Y vos habéis dado esa respuesta a vuestro huésped?
-Nos hemos guardado mucho de ello: se habría dado cuenta de la forma en que habíamos
hecho el encargo.
-Es decir, que sigue esperando su dinero.
-¡Oh, Dios mío, claro que sí! Ayer incluso escribió; pero esta vez ha sido su doméstico el que ha
puesto la carta en la posta.
-¿Y decís que la procuradora es vieja y fea?
-Unos cincuenta años por lo menos, señor, no muy bella, según lo que ha dicho Pathaud.
-En tal caso, estad tranquilo, se dejará enternecer; además Porthos no puede deberos gran
cosa.
-¡Cómo que no gran cosa! Una veintena de pistolas ya, sin contar el médico. No se priva de
nada; se ve que está acostumbrado a vivir bien.
-Bueno, si su amante le abandona, encontrará amigos, os lo aseguro. Por eso, mi querido
hostelero, no tengáis ninguna inquietud, y continuad teniendo con él todos los cuidados que
exige su estado.
-El señor me ha prometido no hablar de la procuradora y no decir una palabra de la herida.
-Está convenido; tenéis mi palabra.
-¡Oh, es que me mataría!
-No tengáis miedo; no es tan malo como parece.
Al decir estas palabras, D'Artagnan subió la escalera, dejando a su huésped un poco más
tranquilo respecto a dos cosas que parecían preocuparle: su deuda y su vida.
En lo alto de la escalera, sobre la puerta más aparente del corredor, había trazado, con tinta
negra, un número uno gigantesco; D'Artagnan llamó con un golpe y, tras la invitación a pasar
adelante que le vino del interior, entró.
Porthos estaba acostado y jugaba una partida de sacanete con Mosquetón para entretener la
mano, mientras un asador cargado con perdices giraba ante el fuego y en cada rincón de una
gran chimenea hervían sobre dos hornillos dos cacerolas de las que salía doble olor a estofado de
conejo y a caldereta de pescado que alegraba el olfato. Además, lo alto de un secreter y el
mármol de una cómoda estaban cubiertos de botellas vacías.
A la vista de su amigo Porthos lanzó un gran grito de alegría y Mosquetón, levantándose
respetuosamente, le cedió el sitio y fue a echar una ojeada a las cacerolas de las que parecía
encargase particularmente.
-¡Ah! Pardiez sois vos -dijo Porthos a D'Artagnan-; sed bienvenidos, y excusadme si no voy
hasta vos. Pero -añadió mirando a D'Artagnan con cierta inquietud- vos sabéis lo que me ha
pasado.
-No.
-¿El hostelero no os ha dicho nada?
-Le he preguntado por vos y he subido inmediatamente.
Porthos pareció respirar con mayor libertad.
-¿Y qué os ha pasado, mi querido Porthos? -continuó D'Artagnan.
-Lo que me ha pasado fue que al lanzarme a fondo sobre mi adversario, a quien ya había dado
tres estocadas, y con el que quería acabar de una cuarta, mi pie fue a chocar con una piedra y
me torcí una rodilla.
-¿De verdad?
-¡Palabra de honor! Afortunadamente para el tunante, porque no lo habría dejado sino muerto
en el sitio, os lo garantizo.
-¿Y qué fue de él?
-¡Oh, no sé nada! Ya tenía bastante, y se marchó sin pedir lo que faltaba; pero a vos, mi
querido D'Artagnan, ¿qué os ha pasado?
-¿De modo, mi querido Porthos -continuó D'Artagnan-, que ese esguince os retiene en el
lecho?
-¡Ah, Dios mío, sí, eso es todo! Por lo demás, dentro de pocos días ya estaré en pie.
-Entonces, ¿por qué no habéis hecho que os lleven a París? De béis aburriros cruelmente aquí.
-Era mi intención, pero, querido amigo, es preciso que os confiese una cosa.
- Cuál?
- Es que, como me aburría cruelmente, como vos decís, y tenía en mi bolsillo las sesenta y
cinco pistolas que vos me habéis dado, para distraerme hice subir a mi cuarto a un gentilhombre
que estaba de paso y al cual propuse jugar una partidita de dados. El aceptó y, por mi honor, mis
sesenta y cinco pistolas pasaron de mi bolso al suyo, además de mi caballo, que encima se llevó
por añadidura. Pero ¿y vos, mi querido D'Artagnan?
-¿Qué queréis, mi querido Porthos? No se puede ser afortunado en todo -dijo D'Artagnan-; ya
sabéis el proverbio: «Desgraciado en el juego, afortunado en amores.» Sois demasiado
afortunado en amores para que el juego no se vengue; pero ¡qué os importan a vos los reveses
de la fortuna! ¿No tenéis, maldito pillo que sois, no tenéis a vuestra duquesa, que no puede dejar
de venir en vuestra ayuda?
-Pues bien, mi querido D'Artagnan, para que veáis mi mala suerte -respondió Porthos con el
aire más desenvuelto del mundo-, le escribí que me enviase cincuenta luises, de los que estaba
absolutamente necesitado dada la posición en que me hallaba...
-¿Y?
-Y... no debe estar en sus tierras, porque no me ha contestado.
-¿De veras?
-Sí. Ayer incluso le dirigí una segunda epístola, más apremiante aún que la primera. Pero estáis
vos aquí, querido amigo, hablemos de vos. Os confieso que comenzaba a tener cierta inquietud
por culpa vuestra.
-Pero vuestro hostelero se ha comportado bien con vos, según parece, mi querido Porthos -dijo
D'Artagnan señalando al enfermo las cacerolas llenas y las botellas vacías.
-iAsí, así! -respondió Porthos-. Hace tres o cuatro días que el impertinente me ha subido su
cuenta, y yo les he puesto en la puerta, a su cuenta y a él, de suerte que estoy aquí como una
especie de vencedor, como una especie de conquistador. Por eso, como veis, temiendo a cada
momento ser violentado en mi posición, estoy armado hasta los dientes.
-Sin embargo -dijo riendo D'Artagnan-, me parece que de vez en cuando hacéis salidas.
Y señalaba con el dedo las botellas y las cacerolas.
-¡No yo, por desgracia! -dijo Porthos-. Este miserable esguince me retiene en el lecho; es
Mosquetón quien bate el campo y trae víve res. Mosquetón, amigo mío -continuó Porthos-, ya veis
que nos han llegado refuerzos, necesitaremos un suplemento de vituallas.
-Mosquetón -dijo D'Artagnan-, tendréis que hacerme un favor.
-¿Cuál, señor?
-Dad vuestra receta a Planchet; yo también podría encontrarme sitiado, y no me molestaría
que me hicieran gozar de las mismas ventajas con que vos gratificáis a vuestro amo.
-¡Ay, Dios mío, señor! -dijo Mosquetón con aire modesto-. Nada más fácil. Se trata de ser
diestro, eso es todo. He sido educado en el campo, y mi padre, en sus momentos de apuro, era
algo furtivo.
-Y el resto del tiempo, ¿qué hacía?
-Señor, practicaba una industria que a mí siempre me ha parecido bastante afortunada.
-¿Cuál?
-Como era en los tiempos de las guerras de los católicos y de los hugonotes, y como él veía a
los católicos exterminar a los hugonotes, y a los hugonotes exterminar a los católicos, y todo en
nombre de la religión, se había hecho una creencia mixta, lo que le permitía ser tan pronto
católico como hugonote. Se paseaba habitualmente, con la escopeta al hombro, detrás de los
setos que bordean los caminos, y cuando veía venir a un católico solo, la religión protestante
dominaba en su espíritu al punto. Bajaba su escopeta en dirección del viajero; luego, cuando
estaba a diez pasos de él, entablaba un diálogo que terminaba casi siempre por al abandono que
el viajero hacía de su bolsa para salvar la vida. Por supuesto, cuando veía venir a un hugonote,
se sentía arrebatado por un celo católico tan ardiente que no comprendía cómo un cuarto de
hora antes había podido tener dudas sobre la superioridad de nuestra santa religión. Porque yo,
señor, soy católico; mi padre, fiel a sus principios, hizo a mi hermano mayor hugonote.
-¿Y cómo acabó ese digno hombre? -preguntó D'Artagnan.
-¡Oh! De la forma más desgraciada, señor. Un día se encontró cogido en una encrucijada entre
un hugonote y un católico con quienes ya había tenido que vérselas y le reconocieron los dos, de
suerte que se unieron contra él y lo colgaron de un árbol; luego vinieron a vanagloriarse del
hermoso desatino que habían hecho en la taberna de la primera aldea, donde estábamos
bebiendo nosotros, mi hermano y yo.
-¿Y qué hicisteis? -dijo D'Artagnan.
-Les dejamos decir -prosiguió Mosquetón-. Luego, como al salir de la taberna cada uno tomó
un camino opuesto, mi hermano fue a emboscarse en el camino del católico, y yo en el del
protestante. Dos horas después todo había acabado, nosotros les habíamos arreglado el asunto a
cada uno, admirándonos al mismo tiempo de la previsión de nuestro pobre padre, que había
tomado la precaución de educarnos a cada uno en una religión diferente.
-En efecto, como decís, Mosquetón, vuestro padre me parece que fue un mozo muy
inteligente. ¿Y decís que, en sus ratos perdidos, el buen hombre era furtivo?
-Sí, señor, y fue él quien me enseñó a anudar un lazo y a colocar una caña. Por eso, cuando yo
vi que nuestro bribón de hostelero nos alimentaba con un montón de viandas bastas, buenas
sólo para pata nes, y que no le iban a dos estómagos tan debilitados como los nuestros, me puse
a recordar algo mi antiguo oficio. Al pasearme por los bosques del señor Principe, he tendido
lazos en las pasadas; y si me tumbaba junto a los estanques de Su Alteza, he dejado deslizar
sedas en sus aguas. De suerte que ahora, gracias a Dios, no nos faltan, como el señor puede
asegurarse, perdices y conejos, carpas y anguilas, alimentos todos ligeros y sanos, adecuados
para los enfermos.
-Pero ¿y el vino? -dijo D'Artagnan-. ¿Quién proporciona el vino? ¿Vuestro hostelero?
-Es decir, sí y no.
-¿Cómo sí y no?
-Lo proporciona él, es cierto, pero ignora que tiene ese honor.
-Explicaos, Mosquetón, vuestra conversación está llena de cosas instructivas.
-Mirad, señor. El azar hizo que yo encontrara en mis peregrinaciones a un español que había
visto muchos países, y entre otros el Nuevo Mundo.
-¿Qué relación puede tener el Nuevo Mundo con las botellas que están sobre el secreter y
sobre esa cómoda?
-Paciencia, señor, cada cosa a su tiempo.
-Es justo, Mosquetón; a vos me remito y escucho.
-Ese español tenía a su servicio un lacayo que le había acompañado en su viaje a México. El tal
lacayo era compatriota mío, de suerte que pronto nos hicimos amigos, tanto más rápidamente
cuanto que entre nosotros había grandes semejanzas de carácter. Los dos amamos la caza por
encima de todo, de suerte que me contaba cómo, en las llanuras de las pampas, los naturales del
país cazan al tigre y los toros con simples nudos corredizos que lanzan al cuello de esos terribles
animales. Al principio yo no podía creer que se llegase a tal grado de destreza, de lanzar a veinte
o treinta pasos el extremo de una cuerda donde se quiere; pero ante las pruebas había que
admitir la verdad del relato. Mi amigo colocaba una botella a treinta pasos, y a cada golpe, cogía
el gollete en un nudo corredizo. Yo me dediqué a este ejercicio, y coo la naturaleza me ha dotado
de algunas facultades, hoy lanzo el lazo tan bien como cualquier hombre del mundo.
¿Comprendéis ahora? Nuestro hostelero tiene una cava muy bien surtida, pero no deja un
momento la llave; sólo que esa cava tiene un tragaluz. Y por ese tragaluz yo lanzo el lazo, y
como ahora ya sé dónde está el buen rincón, lo voy sacando. Así es, señor, como el Nuevo
Mundo se encuentra en relación con las botellas que hay sobre esa cómoda y sobre ese secreter.
Ahora, gustad nuestro vino y sin prevención decidnos lo que pensáis de él.
-Gracias, amigo mío, gracias; desgraciadamente acabo de desayunar.
-¡Y bien! -dijo Porthos-. Ponte a la mesa, Mosquetón, y mientras nosotros desayunamos,
D'Artagnan nos contará lo que ha sido de él desde hace ocho días que nos dejó.
-De buena gana -dijo D'Artagnan.
Mientras Porthos y Mosquetón desayunaban con apetito de conva lecientes y con esa
cordialidad de hermanos que acerca a los hombres en la desgracia, D'Artagnan contó cómo
Aramis, herido, había sido obligado a detenerse en Crèvecceur, cómo había dejado a Athos
debatirse en Amiens entre las manos de cuatro hombres que lo acusaban de monedero falso,y
cómo él, D'Artagnan, se había visto obligado a pasar por encima del vientre del conde de Wardes
para llegar a Inglaterra.
Pero ahí se detuvo la confidencia de D'Artagnan; anunció solamente que a su regreso de Gran
Bretaña había traído cuatro caballos magníficos, uno para él y otro para cada uno de sus tres
compañeros; luego terminó anunciando a Porthos que el que le estaba destinado se hallaba
instalado en las cuadras del hostal.
En aquel momento entró Planchet; avisaba a su amo de que los caballos habían descansado
suficientemente y que sería posible ir a dormir a Clermont.
Como D'Artagnan se hallaba más o menos tranquilo respecto a Porthos, y como esperaba con
impaciencia tener noticias de sus otros dos amigos, tendió la mano al enfermo y le previno de
que se pusiera en ruta para continuar sus búsquedas. Por lo demás, como contaba con volver
por el mismo camino, si en siete a ocho días Porthos estaba aún en el hostal del Grand Saint
Martin, lo recogería al pasar.
Porthos respondió que con toda probabilidad su esguince no le permitiría alejarse de allí.
Además, tenía que quedarse en Chantilly para esperar una respuesta de su duquesa.
D'Artagnan le deseó una recuperación pronta y buena; y después de haber recomendado de
nuevo Porthos a Mosquetón, y pagado su gasto al hostelero se puso en ruta con Planchet, ya
desembarazado de uno de los caballos de mano.
Capítulo XXVI
La tesis de Aramis
D'Artagnan no había dicho a Porthos nada de su herida ni de su procuradora. Era nuestro
bearnés un muchacho muy prudente, aunque fuera joven. En consecuencia, había fingido creer
todo lo que le había contado el glorioso mosquetero, convencido de que no hay amistad que
soporte un secreto sorprendido, sobre todo cuando este secreto afecta al orgullo; además,
siempre se tiene cierta superioridad moral sobre aquellos cuya vida se sabe.
Y D'Artagnan, en sus proyectos de intriga futuros, y decidido como estaba a hacer de sus tres
compañeros los instrumentos de su fortuna, D'Artagnan no estaba molesto por reunir de
antemano en su mano los hilos invisibles con cuya ayuda contaba dirigirlos.
Sin embargo, a lo largo del camino, una profunda tristeza le oprimía el corazón; pensaba en
aquella joven y bonita señora Bonacieux, que debía pagarle el precio de su adhesión; pero,
apresurémonos a decirlo, aquella tristeza en el joven provenía no tanto del pesar de su felicidad
perdida cuanto de la inquietud que experimentaba porque le pasase algo a aquella pobre mujer.
Para él no había ninguna duda: era víctima de una venganza del cardenal y, como se sabe, las
venganzas de Su Eminencia eran terribles. Cómo había encontrado él gracia a los ojos del
ministro, es lo que él mismo ignoraba y sin duda lo que le hubiese revelado el señor de Cavois si
el capitán de los guardias le hubiera encontrado en su casa.
Nada hace marchar al tiempo ni abrevia el camino como un pensamiento que absorbe en sí
mismo todas las facultades del organismo de quien piensa. La existencia exterior parece
entonces un sueño cuya ensoñación es ese pensamiento. Gracias a su influencia, el tiempo no
tiene medida, el espacio no tiene distancia. Se parte de un lugar y se llega a otro, eso es todo.
Del intervalo recorrido nada queda presente a vuestro recuerdo más que una niebla vaga en la
que se borran mil imágenes confusas de árboles, de montañas y de paisajes. Fue así, presa de
una alucinación, como D'Artagnan franqueó, al trote que quiso tomar su caballo, las seis a ocho
leguas que separan Chantilly de Crèvecceur, sin que al llegar a esta ciudad se acordase de nada
de lo que había encontrado en su camino.
Sólo allí le volvió la memoria, movió la cabeza, divisó la taberna en que había dejado a Aramis
y, poniendo su caballo al trote, se detuvo en la puerta.
Aquella vez no fue un hostelero, sino una hostelera quien lo recibió; D'Artagnan era
fisonomista, envolvió de una ojeada la gruesa cara alegre del ama del lugar, y comprendió que
no había necesidad de disimular con ella ni había nada que temer de parte de una fisonomía tan
alegre.
-Mi buena señora -le preguntó D'Artagnan-, ¿podríais decirme qué ha sido de uno de mis
amigos, a quien nos vimos forzados a dejar aquí hace una docena de días?
-¿Un guapo joven de veintitrés a veinticuatro años, dulce, amable, bien hecho?
-¿Y además herido en un hombro?
-Eso es.
-Precisamente.
-Pues bien, señor sigue estando aquí.
-¡Bien, mi querida señora! -dijo D'Artagnan poniendo pie en tierra y lanzando la brida de su
caballo al brazo de Planchet-. Me devolvéis la vida. ¿Dónde está mi querido Aramis, para que lo
abrace? Porque, lo confieso, tengo prisa por volverlo a ver.
-Perdón, señor, pero dudo de que pueda recibiros en este momento.
-¿Y eso por qué? ¿Es que está con una mujer?
-¡Jesús! ¡No digáis eso! ¡El pobre muchacho! No, señor, no está con una mujer.
-Pues, ¿con quién entonces?
-Con el cura de Montdidier y el superior de los jesuitas de Amiens.
-¡Dios mío! -exclamó D'Artagnan-. El pobre muchacho está peor.
-No, señor, al contrario; pero a consecuencia de su enfermedad, la gracia le ha tocado y está
decidido a entrar en religión.
-Es justo -dijo D'Artagnan-, había olvidado que no era mosquetero más que por ínterin.
-¿El señor insiste en verlo?
-Más que nunca.
-Pues bien, el señor no time más que tomar la escalera de la derecha en el patio, en el
segundo, número cinco.
D'Artagnan se lanzó en la dirección indicada y encontró una de esas escaleras exteriores como
las que todavía vemos hoy en los patios de los antiguos albergues. Pero no se llegaba así donde
el futuro abad; el paso a la habitación de Aramis estaba guardado ni más ni menos que como los
jardines de Armida; Bazin estaba en el corredor y le impidió el paso con tanta mayor intrepidez
cuanto que, tras muchos años de pruebas, Bazin se veía por fin a punto de llegar al resultado
que eternamente había ambicionado.
En efecto, el sueño del pobre Bazin había sido siempre el de servir a un hombre de iglesia, y
esperaba con impaciencia el momento siempre entrevisto en el futuro en que Aramis tiraría por
fin la casaca a las ortigas para tomar la sotana. La promesa renovada cada día por el joven de
que el momento no podía tardar era lo único que lo había rete nido al servicio del mosquetero,
servicio en el cual, según decía, no podía dejar de perder su alma.
Bazin estaba, pues, en el colmo de la alegría. Según toda probabilidad, aquella vez su maestro
no se desdiría. La reunión del dolor físico con el dolor moral había producido el efecto tanto
tiempo deseado: Aramis, sufriendo a la vez del cuerpo y del alma, había posado por fin sus ojos
y su pensamiento en la religión, y había considerado como una advertencia del cielo el doble
accidente que le había ocurrido, es decir, la desaparición súbita de su amante y su herida en el
hombro.
Se comprende que en la disposición en que se encontraba nada podía ser más desagradable
para Bazin que la llegada de D'Artagnan, que podía volver a arrojar a su amo en el torbellino de
las ideas mundanas que lo habían arrastrado durante tanto tiempo. Resolvió, pues, defender
bravamente la puerta; y como, traicionado por la dueña del albergue, no podía decir que Aramis
estaba ausente, trato de probar al recién llegado que sería el colmo de la indiscreción molestar a
su amo durante la piadosa conferencia que había entablado desde la mañana y que, a decir de
Bazin, no podía terminar antes de la noche.
Pero D'Artagnan no tuvo en cuenta para nada el elocuente discur so de maese Bazin, y como no
se preocupaba de entablar polémica con el criado de su amigo, lo apartó simplemente con una
mano y con la otra giró el pomo de la puerta número cinco.
La puerta se abrió y D'Artagnan penetró en la habitación.
Aramis, con un gabán negro, con la cabeza aderezada con una especie de tocado redondo y
plano que no se parecía demasiado a un gorro estaba sentado ante una mesa oblonga cubierta
de rollos de papel y de enormes infolios; a su derecha estaba sentado el superior de los jesuitas
y a su izquierda el cura de Montdidier. Las cortinas estaban echadas a medias y no dejaban
penetrar más que una luz misteriosa, aprovechada para una plácida ensoñación. Todos los
objetos mundanos que pueden sorprender a la vista cuando se entra en la habitación de un
joven, y sobre todo cuando ese joven es mosquetero, habían desaparecido como por encanto; y
por miedo, sin duda, a que su vista no volviese a llevar a su amo a las ideas de este mundo,
Bazin se había apoderado de la espada, las pistolas, el sombrero de pluma, los brocados y las
puntillas de todo género y toda especie.
En su lugar y sitio D'Artagnan creyó vislumbrar en un rincón oscuro como una forma de
disciplina colgada de un clavo de la pared.
Al ruido que hizo D'Artagnan al abrir la puerta, Aramis alzó la cabeza y reconoció a su amigo.
Pero para gran asombro del joven, su vista no pareció producir gran impresión en el mosquetro,
tan aparta do estaba su espíritu de las cosas de la tierra.
-Buenos días, querido D'Artagnan -dijo Aramis-;creed que me alegro de veros.
-Y yo también -dijo D'Artagnan-, aunque todavía no esté muy seguro de que sea a Aramis a
quien hablo.
-Al mismo, amigo mío, al mismo; pero ¿qué os ha podido hacer dudar?
-Tenía miedo de equivocarme de habitación, y he creído entrar en la habitación de algún
hombre de iglesia; luego, otro error se ha apoderado de mí al encontraros en compañía de estos
señores: que estuvieseis gravemente enfermo.
Los dos hombres negros lanzaron sobre D'Artagnan, cuya intención comprendieron, una mirada
casi amenazadora; pero D'Artagnan no se inquietó por ella.
-Quizá os molesto, mi querido Aramis -continuó D'Artagnan- porque, por lo que veo, estoy
tentado de creer que os confesáis a estos señores.
Aramis enrojeció perceptiblemente.
-¿Vos molestarme? ¡Oh! Todo lo contrario, querido amigo, os lo juro; y como prueba de lo que
digo, permitidme que me alegre de ve ros sano y salvo.
«¡Ah, por fin se acuerda! -pensó D'Artagnan-. No va mal la cosa.»
-Porque el señor, que es mi amigo, acaba de escapar a un rudo peligro -continuó Aramis con
unción, señalando con la mano a D'Artagnan a los dos eclesiásticos.
-Alabad a Dios, señor -respondieron éstos inclinándose al unísono.
-No he dejado de hacerlo, reverendos -respondió el joven devolviéndoles a su vez el saludo.
-Llegáis a propósito, querido D'Artagnan -dijo Aramis-, y vos vais a iluminarnos, tomando parte
en la discusión, con vuestras lutes. El señor principal de Amiens, el señor cura de Montdidier y
yo, argumentamos sobre ciertas cuestiones teológicas cuyo interés nos cautiva desde hace
tiempo; yo estaría encantado de contar con vuestra opinión.
-La opinión de un hombre de espada carece de peso -respondió D'Artagnan, que comenzaba a
inquietarse por el giro que tomaban las cosas-, y vos podéis ateneros, creo yo, a la ciencia de
estos señores.
Los dos hombres negros saludaron a su vez.
-Al contrario -prosiguió Aramis-, y vuestra opinión nos será preciosa. He aquí de lo que se
trata: el señor principal tree que mi tesis debe ser sobre todo dogmática y didáctica.
-¡Vuestra tesis! ¿Hacéis, pues, una tesis?
-Por supuesto -respondió el jesuita-; para el examen que precede a la ordenación, es de rigor
una tesis.
-¡La ordenación! -exclamó D'Artagnan, que no podía creer en lo que le habían dicho
sucesivamente la hostelera y Bazin-. ¡La ordenación!
Y paseaba sus ojos estupefactos sobre los tres personajes que tenía delante de sí.
-Ahora bien -continuó Aramis tomando en su butaca la misma pose graciosa que hubiera
tornado de estar en una callejuela, y examinando con complaciencia su mano Blanca y regordeta
como mano de mujer, que tenía en el aire para hacer bajar la sangre-; ahora bien, como habéis
oído, D'Artagnan, el señor principal quisiera que mi tesis fuera dogmática, mientras que yo
querría que fuese ideal. Por eso es por lo que el señor principal me proponía ese punto que no
ha sido aún tratado, en el cual reconozco que hay materia para desarrollos magníficos:
«Utraque manus in benedicendo clericis inferioribus necessaria est.»
D'Artagnan, cuya erudición conocemos, no parpadeó ante esta cita más de lo que había hecho
el señor de Tréville a propósito de los presentes que pretendía D'Artagnan haber recibido del
señor de Buckingham.
-Lo cual quiere decir -prosiguió Aramis para facilitarle las cosas-: las dos manos son
indispensables a los sacerdotes de órdenes inferiores cuando dan la bendición.
-¡Admirable tema! -exclamó el jesuita.
-¡Admirable y dogmático! -repitió el cura, que de igual fuerza aproximadamente que
D'Artagnan en latín, vigilaba cuidadosamente al jesuita para pisarle los talones y repetir sus
palabras como un eco.
En cuanto a D'Artagnan, permaneció completamente indiferente al entusiasmo de los dos
hombres negros.
-¡Sí, admirable! ¡Prorsus admirabile! -continuó Aramis-. Pero exige un estudio en profundidad
de los Padres de la Iglesia y de las Escrituras. Ahora bien, yo he confesado a estos sabios
eclesiásticos, y ello con toda humildad, que las vigilias de los cuerpos de guardia y el servicio del
rey me habían hecho descuidar algo el estudio. Me encontraría, pues, más a mi gusto, facilius
natans, en un tema de mi elección, que sería a esas rudas cuestiones teológicas lo que la moral
es a la metafísica en filosofía.
D'Artagnan se aburría profundamente, el cura también.
-¡Ved qué exordio! -exclamó el jesuita.
-Exordium -repitió el cura por decir algo.
- Quemadmodum inter coelorum inmensitatem .
Aramis lanzó una ojeada hacia el lado de D'Artagnan y vio que su amigo bostezaba hasta
desencajarse la mandíbula.
-Hablemos francés, padre mío -le dijo al jesuita-. El señor D'Artagnan gustará con más viveza
de nuestras palabras.
-Sí, yo estoy cansado de la ruta -dijo D'Artagnan-, y todo ese latín se me escapa.
-De acuerdo -dijo el jesuita un poco despechado, mientras el cura, transportado de gozo, volvía
hacia D'Artagnan una mirada llena de agradecimiento-; bien, ved el partido que se sacaría de esa
glosa.
-Moisés, servidor de Dios... no es más que servidor, oídlo bien. Moisés bendice con las manos;
se hace sostener los dos brazos, mientras los hebreos baten a sus enemigos; por tanto, bendice
con las dos manos. Además que el Evangelio dice: Imponite manus, y no monum; imponed las
manos, y no la mano.
-Imponed las manos -repitió el cura haciendo un gesto.
-Por el contrario, a San Pedro, de quien los papas son sucesores -continuó el jesuita-, Porrigite
digitos. Presentad los dedos, ¿estáis ahora?
-Ciertamente -respondió Aramis lleno de delectación-, pero el asunto es sutil.
-¡Los dedos! -prosiguió el jesuita- San Pedro bendice con los dedos. El papa bendice por ta nto
con los dedos también. Y ¿con cuántos dedos bendice? Con tres dedos: uno para el Padre, otro
para el Hijo y otro para el Espíritu Santo.
Todo el mundo se persignó; D'Artagnan se creyó obligado a imitar aquel ejemplo.
-El papa es sucesor de San Pedro y representa los tres poderes divinos; el resto, ordines
inferiores de la jerarquía eclesiástica, bendice en el nombre de los santos arcángeles y ángeles.
Los clérigos más humildes, como nuestros diáconos y sacristanes, bendicen con los hisopos, que
simulan un número indefinido de dedos bendiciendo. Ahí te néis el tema simplificado,
argumentum omni denudatum ornamento. Con eso yo haría -continuó el jesuita- dos volúmenes
del tamaño de éste.
Y en su entusiamo, golpeaba sobre el San Crisóstomo infolio que hacía doblarse la mesa bajo
su peso.
D'Artagnan se estremeció.
-Por supuesto -dijo Aramis-, hago justicia a las bellezas de semejante tesis, pero al mismo
tiempo admito que es abrumadora para mí. Yo había escogido este texto: decidme, querido
D'Artagnan, si no es de vuestro gusto: Non inutile est desiderium in oblatione, o mejor aún: Un
poco de pesadumbre no viene mal en una ofrenda al Señor.
-¡Alto ahí! -exclamó el jesuita-. Esa tesis roza la herejía; hay una proposición casi semejante en
el Augustinus del heresiarca Jansenius, cuyo libro antes o después será quemado por manos del
verdugo. Tened cuidado, mi joven amigo; os inclináis, mi joven amigo, hacia las falsas doctrinas;
os perderéis.
-Os perderéis -dijo el cura moviendo dolorosamente la cabeza.
-Tocáis en ese famoso punto del libre arbitrio que es un escollo mortal. Abordáis de frente las
insinuaciones de los pelagianos y de los semipelagianos.
-Pero, reverendo... -repuso Aramis algo atarullado por la lluvia de argumentos que se le venía
encima.
-¿Cómo probaréis -continuó el jesuita sin darle tiempo a hablar que se debe echar de menos el
mundo que se ofrece a Dios? Escuchad este dilema: Dios es Dios, y el mundo es el diablo. Echar
de menos al mundo es echar de menos al diablo; ahí tenéis mi conclusión.
-Es la mía también -dijo el cura.
-Pero, por favor... -dijo Aramis.
-¡Desideras diabolum, desgraciado! -exclamó el jesuita.
-¡Echa de menos al diablo! Ah, mi joven amigo -prosiguió el cura gimiendo-, no echéis de
menos al diablo, soy yo quien os lo suplica.
D'Artagnan creía volverse idiota; le parecía estar en una casa de locos y que iba a terminar loco
como los que veía. Sólo que estaba forzado a callarse por no comprender nada de la lengua que
se hablaba ante él.
-Pero escuchadme -prosiguió Aramis con una cortesía bajo la que comenzaba a apuntar un
poco de impaciencia-; yo no digo que eche de menos; no, yo no pronunciaría jamás esa frase,
que no sería ortodoxa. . .
El jesuita levantó los brazos al cielo y el cura hizo otro tanto.
-No, pero convenid al menos que no admite perdón ofrecer al Señor aquello de lo que uno está
completamente harto. ¿Tengo yo razón, D'Artagnan?
-¡Yo así lo creo! -exclamó éste.
El cura y el jesuita dieron un salto sobre sus sillas.
-Aquí tenéis mi punto de partida, es un silogismo: el mundo no carece de atractivos, dejo el
mundo; por tanto hago un sacrificio; ahora bien, la Escritura dice positivamente: Haced un
sacrificio al Señor.
-Eso es cierto -dijeron los antagonistas.
-Y además -continuó Aramis pellizcándose la oreja para volverla roja, de igual modo que
agitaba las manos para volverlas blancas-, además he hecho cierto rondel que le comuniqué al
señor Voiture el año pasado, y sobre el cual ese gran hombre me hizo mil cumplidos.
-¡Un rondel! -dijo desdeñosamente el jesuita.
-¡Un rondel! -dijo maquinalmente el cura.
-Decidlo, decidlo -exclamó D'Artagnan-; cambiará un poco las cosas.
-No, porque es religioso -respondió Aramis-, y es teología en verso.
-¡Diablos! -exclamó D'Artagnan.
-Helo aquí -dijo Aramis con aire modesto que no estaba exento de cierto tinte de hipocresía:
Los que un pasado lleno de encantos lloráis,
y pasáis días desgraciados,
todas uuestras desgracias habrán terminado
cuando sólo a Dios vuestras lágrimas ofrezcáis,
vosotros, los que lloráis.
D'Artagnan y el cura parecieron halagados. El jesuita persistió en su opinión.
-Guardaos del gusto profano en el estilo teológico. ¿Qué dice en efecto San Agustín? Severus
sit clericorum sermo.
-¡Sí, que el sermón sea claro! -dijo el cura.
-Pero -se apresuró a añadir el jesuita viendo que su acólito se desviaba-, vuestra tesis agradará
a las damas, eso es todo; tendrá el éxito de un alegato de maese Patru.
-¡Plega a Dios! -exclamó Aramis transportado.
-Ya lo veis -exclamó el jesuita-, el mundo habla todavía en vos en voz alta, altissima voce.
Seguís al mundo, mi joven amigo, y tiemblo porque la gracia no sea eficaz.
-Tranquilizaos, reverendo, respondo de mí.
-¡Presunción mundana!
-¡Me conozco, padre mío, mi resolución es irrevocable!
-Entonces, ¿os obstináis en seguir con esa tesis,
-Me siento llamado a tratar esa tesis, y no otra; voy, pues, a continuarla, y mañana espero que
estaréis satifescho de las correcciones que haré según vuestros consejos.
-Trabajad lentamente -dijo el cura-, os dejamos en disposiciones excelentes.
-Sí, el terreno está completamente sembrado -dijo el jesuita-, y no tenemos que temer que una
parte del grano haya caído sobre la piedra, otra al lado del camino, y que los pájaros del cielo
hayan comido el resto, aves coeli comederunt illam.
-¡Que la peste lo ahogue con tu latín! -dijo D'Artagnan, que se sentía en el límite de sus
fuerzas.
-Adiós, hijo mío -dijo el cura-, hasta mañana.
-Hasta mañana, joven temerario -dijo el jesuita-; prometéis ser una de las lumbreras de la
Iglesia; ¡quiera el cielo que esa luz no sea un fuego devorador!
D'Artagnan, que durante una hora se había mordido las uñas de impaciencia, empezaba a
atacar la carne.
Los dos hombres negros se levantaron, saludaron a Aramis y a D'Artagnan, y avanzaron hacia
la puerta. Bazin, que se había quedado de pie y que había escuchado toda aquella controversia
con un piadoso júbilo, se lanzó hacia ellos, tomó el breviario del cura, el misal del jesuita y
caminó respetuosamente delante de ellos para abrirles paso.
Aramis los condujo hasta el comienzo de la escalera y volvió a subir junto a D'Artagnan, que
seguía pensando.
Una vez solos, los dos amigos guardaron primero un silencio embarazoso; sin embargo era
preciso que uno de ellos rompiese a hablar, y como D'Artagnan parecía decidido a dejar este
honor a su amigo:
-Ya lo veis -dijo Aramis-, me encontráis vuelto a mis ideas fundamentales.
-Sí, la gracia eficaz os ha tocado, como decía ese señor hace un momento.
-¡Oh! Estos planes de retiro están hechos hace mucho tiempo; y vos ya me habíais oído hablar,
¿no es eso, amigo mío?
-Claro, pero confieso que creí que bromeabais.
-¡Con esa clase de cosas! ¡Vamos, D'Artagnan!
-¡Maldita sea! También se bromea con la muerte.
-Y se comete un error, D'Artagnan, porque la muerte es la puerta que conduce a la perdición o
a la salvación.
-De acuerdo, pero si os place, no teologicemos, Aramis; debéis tener bastante para el resto del
día; en cuanto a mí, yo he olvidado el poco latín que jamás supe; además debo confesaros que
no he comido nada desde esta mañana a las diez, y que tengo un hambre de todos los diablos.
-Ahora mismo comeremos, querido amigo; sólo que, como sabéis, es viernes, y en un día así
yo no puedo ver ni comer carne. Si queréis contentaros con mi comida... se compone de
tetrágonos cocidos y fruta.
-¿Qué entendéis con tetrágonos? -preguntó D'Artagnan con inquietud.
-Entiendo espinacas -repuso Aramis-; pero para vos añadiré huevos, y es una grave infracción
de la regla, porque los huevos son carne, dado que engendran el pollo.
-Ese festín no es suculento, pero no importa; por estar con vos, lo sufriré.
-Os quedo agradecido por el sacrificio -dijo Aramis-; pero si no aprovecha a nuestro cuerpo,
aprovechará, estad seguro, a vuestra alma.
-O sea que, decididamente, Aramis, entráis en religión. ¿Qué van a decir nuestros amigos, qué
va a decir el señor de Tréville? Os trata rán de desertor, os prevengo.
-Yo no entro en religión, vuelvo a ella. Es de la iglesia de la que había desertado por el mundo,
porque como sabéis tuve que violentarme para tomar la casaca de mosquetero.
-Yo no sé nada.
-¿Ignoráis vos cómo dejé el seminario?
-Completamente.
-Aquí tenéis mi historia; por otra parte las Escrituras dicen: «Confesaos los unos a los otros», y
yo me confieso a vos, D'Artagnan.
-Y yo os doy la absolución de antemano, ya veis que soy bueno.
-No os burléis de las cosas santas, amigo mío.
-Vamos hablad, hablad, os escucho.
-Yo estaba en el seminario desde la edad de nueve años, y dentro de tres días iba a cumplir
veinte, iba a ser abate y todo estaba dicho. Una tarde en que estaba, según mi costumbre, en
una casa que frecuentaba con placer (uno es joven, ¡qué queréis, somos débiles!), un oficial que
me miraba con ojos celosos leer las Vidas de los santos a la dueña de la casa, entró de pronto y
sin ser anunciado. Precisamente aquella tarde yo había traducido un episodio de Judith y
acababa de comunicar mis versos a la dama que me hacía toda clase de cumplidos e, inclinada
sobre mi hombro, los releía conmigo. La postura, que quizá era algo abandonada, lo confieso,
molestó al oficial; no dijo nada, pero cuando yo salí, salió detrás de mí y al alcanzarme dijo:
«Señor abate, ¿os gustan los bastonazos?» «No puedo decirlo, señor, respondí, porque nadie ha
osado nunca dármelos.» «Pues bien, escuchadme, señor abate, si volvéis a la casa en que os he
encontrado esta tarde, yo osaré.» Creo que tuve miedo, me puse muy pálido, sentí que las
piernas me abandonaban, busqué una respuesta que no encontré, me callé. El oficial esperaba
aquella respuesta y, viendo que tardaba, se puso a reír, me volvió la espalda y volvió a entrar en
la casa. Yo volví al seminario. Soy buen gentilhombre y tengo la sangre ardiente, como habéis
podido observar, mi querido D'Artagnan; el insulto era terrible, y por desconocido que hubiera
quedado para el resto del mundo, yo lo sentía vivir y removerse en el fondo de mi corazón.
Declaré a mis superiores que no me sentía suficientemente preparado para la ordenación, y a
petición mía se pospuso la ceremonia por un año. Fui en busca del mejor maestro de armas de
Paris, quedé de acuerdo con él para tomar una lección de esgrima cada día, y durante un año
tome aquella lección. Luego, el aniversario de aquél en que había sido insultado, colgé mi sotana
de un clavo, me puse un traje completo de caballero y me dirigí a un baile que daba una dama
amiga mía, donde yo sabía que debía encontrarse mi hombre. Era en la calle des Francs-
Burgeois, al lado de la Force. En efecto, mi oficial estaba allí, me acerqué a él, que cantaba un lai
de amor mirando tiernamente a una mujer, y le interrumpí en medio de la segunda estrofa.
«Señor, ¿os sigue desagradando que yo vuelva a cierta casa de la calle Payenne, y volveréis a
darme una paliza si me entra el capricho de desobedeceros?» El oficial me miró con asombro,
luego me dijo: «¿Qué queréis, señor? No os conozco.» «Soy -le respondí- el pequeño abate que
lee las Vidas de santos y que traduce Judith en verso.» «¡Ah, ah! Ya me acuerdo -dijo el oficial
con sorna-. ¿Qué queréis?» «Quisiera que tuvierais tiempo suficiente para dar una vuelta
paseando conmigo.» «Mañana por la mañana, si queréis, y será con el mayor placer.» «Mañana
por la mañana, no; si os place, ahora mismo.» «Si lo exigís...» «Pues sí, lo exijo.» «Entonces,
salgamos. Señoras -dijo el oficial-, no os molestéis. El tiempo de matar al señor solamente y
vuelvo para acabaros la última estrofa. » Salimos. Yo le llevé a la calle Payenne justo al lugar en
que un año antes a aquella misma hora me había hecho el cumplido que os he relatado. Hacía un
clara de luna soberbio. Sacamos las espadas y, al primer encuentro, le deje en el sitio.
-¡Diablos! -exclamó D'Artagnan.
-Pero -continuó Aramis- como las damas no vieron volver a su cantor y se le encontró en la
calle Payenne con una gran estocada atravesándole el cuerpo, se pensó que había sido yo poque
lo había aderezado así, y el asunto terminó en escándalo. Me vi obligado a renunciar por algún
tiempo a la sotana. Athos, con quien hice conocimiento en esa época, y Porthos, que me había
enseñado, además de algunas lecciones de esgrima, algunas estocadas airosas, me decidieron a
pedir una casaca de mosquetero. El rey había apreciado mucho a mi padre, muerto en el sitio de
Arras, y me concedieron esta casaca. Como comprenderéis hoy ha llegado para mí el momento
de volver al seno de la Iglesia.
-¿Y por qué hoy en vez de ayer o de mañana? ¿Qué os ha pasado hoy que os da tan malas
ideas?
-Esta herida, mi querido D'Artagnan, ha sido para mí un aviso del cielo.
-¿Esta herida? ¡Bah, está casi curada y estoy seguro de que no es ella la que más os hace
sufrir!
-¿Cuál entonces? -preguntó Aramis enrojeciendo.
-Tenéis una en el corazón, Aramis, unas más viva y más sangrante, una herida hecha por una
mujer.
Los ojos de Aramis destellaron a pesar suyo.
-¡Ah! -dijo disimulando su emoción bajo una fingida negligencia-. No habléis de esas cosas.
¡Pensar yo en eso! ¡Tener yo penas de amor! ; ¡Vanitas vanitatum! Me habría vuelto loco, en
vuestra opinión. ¿Y por quién? Por alguna costurerilla, por alguna doncella a quien habría hecho
la corte en alguna guarnición. ¡Fuera!
-Perdón, mi querido Aramis, pero yo creía que apuntabais más alto.
-¿Más alto? ¿Y quién soy yo para tener tanta ambición? ¡Un pobre mosquetero muy bribón y
muy oscuro que odia las servidumbres y se encuentra muy desplazado en el mundo!
-¡Aramis, Aramis! -exclamó D'Artagnan mirando a su amigo con aire de duda.
-Polvo, vuelvo al polvo. La vida está llena de humillaciones y de dolores -continuó
ensombreciéndose-; todos los hilos que la atan a la felicidad se rompen una vez tras otra en la
mano del hombre, sobre todo los hilos de oro. ¡Oh, mi querido D'Artagnan! -prosiguió Aramis
dando a su vez un ligero tinte de amargura-. Creedme, ocultad bien vuestras heridas cuando las
tengáis. El silencio es la última alegría de los desgraciados; guardaos de poner a alguien,
quienquiera que sea, tras la huella de vuestros dolores; los curiosos empapan nuestras lágrimas
como las moscas sacan sangre de un gamo herido.
-¡Ay, mi querido Aramis! -dijo D'Artagnan lanzando a su vez un profundo suspiro-. Es mi propia
historia la que aquí resumís.
-¿Cómo?,
-Sí, una mujer a la que amaba, a la que adoraba, acaba de serme raptada a la fuerza. Yo no sé
dónde está, dónde la han llevado; quizá esté prisionera, quizá esté muerta .
-Pero vos al menos tenéis el consuelo de deciros que no os ha abandonado voluntariamente;
que si no tenéis noticias suyas es porque toda comunicación con vos le está prohibida, mientras
que...
-Mientras que...
-Nada -respondió Aramis-, nada.
-De modo que renunciáis al mundo; ¿es una decisión tomada, una resolución firme?
-Para siempre. Vos sois mi amigo, mañana no seréis para mí más que una sombra; o mejor
aún, no existiréis. En cuanto al mundo, es un sepulcro y nada más.
-¡Diablos! Es muy triste lo que me decís.
-¿Qué queréis? Mi vocación me atrae, ella me lleva.
D'Artagnan sonrió y no respondió nada. Aramis continuó:
-Y sin embargo, mientras permanezco en la tierra, habría querido hablar de vos, de nuestros
amigos.
-Y yo -dijo D'Artagnan- habría querido hablaros de vos mismo, pero os veo tan separado de
todo; los amores los habéis despechado; los amigos, son sombras; el mundo es un sepulcro.
-¡Ay! Vos mismo podréis verlo -dijo Aramis con un suspiro.
-No hablemos, pues, más -dijo D'Artagnan-, y quememos esta carta que, sin duda, os
anunciaba alguna nueva infelicidad de vuestra costurerilla o de vuestra doncella.
-¿Qué carta? -exclamó vivamente Aramis.
-Una carta que había llegado a vuestra casa en vuestra ausencia y que me han entregado para
vos.
-¿Pero de quién es la carta?
-¡Ah! De alguna doncella afligida, de alguna costurerilla desesperada; la doncella de la señora
de Chevreuse quizá, que se habrá visto obligada a volver a Tours con su ama y que para dárselas
de peripuesta habrá cogido papel perfumado y habrá sellado su carta con una corona de
duquesa.
-¿Qué decís?
-¡Vaya, la habré perdido! -dijo hipócritamente el joven fingiendo buscarla-. Afortunadamente el
mundo es un sepulcro y por tanto las mujeres son sombras, y el amor un sentimiento al que
decís ¡fuera!
-¡Ah, D'Artagnan, D'Artagnan! -exclamó Aramis-. Me haces morir.
-Bueno, aquí está -dijo D'Artagnan.
Y sacó la carta de su bolsillo.
Aramis dio un salto, cogió la carta, la leyó o, mejor, la devoró; su rostro resplandecía.
-Parece que la doncella tiene un hermoso estilo -dijo indolente mente el mensajero.
-Gracias, D'Artagnan -exclamó Aramis casi en delirio-. Se ha visto obligada a volver a Tours; no
me es infiel, me ama todavía. Ven, amigo mío, ven que te abrace; ¡la dicha me ahoga!
Y los dos amigos se pusieron a bailar en torno del venerable San Crisóstomo, pisoteando
buenamente las hojas de la tesis que habían rodado sobre el suelo.
En aquel momento entró Bazin con las espinacas y la tortilla.
-¡Huye, desgraciado! -exclamó Aramis arrojándole su gorra al rostro-. Vuélvete al sitio de
donde vienes, llévate esas horribles legumbres y esos horrorosos entremeses. Pide una liebre
mechada, un capón gordo, una pierna de cordero al ajo y cuatro botellas de viejo borgoña.
Bazin, que miraba a su amo y que no comprendía nada de aquel cambio, dejó deslizarse
melancólicamente la tortilla en las espinacas, y las espinacas en el suelo.
-Este es el momento de consagrar vuestra existencia al Rey de Reyes -dijo D'Artagnan-, si es
que tenéis que hacerle una cortesía: Non inutile desiderium in oblatione.
-¡Idos al diablo con vuestro latín! Mi querido D'Artagran, bebamos, maldita sea, bebamos
mucho, y contadme algo de lo que pasa por ahí.
Capítulo XXVII
La mujer de Athos
-Ahora sólo queda saber nuevas de Athos -dijo D'Artagnan al fogoso Aramis, una vez que lo
hubo puesto al corriente de lo que había pasado en la capital después de su partida, y mientras
una excelente comida hacía olvidar a uno su tesis y al otro su fatiga.
-¿Creéis, pues, que le habrá ocurrido alguna desgracia? –preguntó Aramis-. Athos es tan frío,
tan valiente y maneja tan hábilmente su espada...
-Sí, sin duda, y nadie reconoce más que yo el valor y la habilidad de Athos; pero yo prefiero
sobre mi espada el choque de las lanzas al de los bastones; temo que Athos haya sido zurrado
por el hatajo de lacayos, los criados son gentes que golpean fuerte y que no terminan pronto.
Por eso, os lo confieso, quisiera partir lo antes posible.
-Yo trataré de acompañaros -dijo Aramis-, aunque aún no me siento en condiciones de montar
a caballo. Ayer ensayé la disciplina que veis sobre ese muro, y el dolor me impidió continuar ese
piadoso ejercicio.
-Es que, amigo mío, nunca se ha visto intentar curar un escopetazo a golpes de disciplina; pero
estabais enfermo, y la enfermedad debilita la cabeza, lo que hace que os excuse.
-¿Y cuándo partís?
-Mañana, al despuntar el alba; reposad lo mejor que podáis esta noche y mañana, si podéis,
partiremos juntos.
-Hasta mañana, pues -dijo Aramis-; porque por muy de hierro que seáis, debéis tener
necesidad de reposo.
Al día siguiente, cuando D'Artagnan entró en la habitación de Aramis, lo encontró en su
ventana.
-¿Qué miráis ahí? -preguntó D'Artagnan.
-¡A fe mía! Admiro esos tres magníficos caballos que los mozos de cuadra tienen de la brida; es
un placer de príncipe viajar en semejantes monturas.
-Pues bien, mi querido Aramis, os daréis ese placer, porque uno de esos caballos es para vos.
-¡Huy! ¿Cuál?
-El que queráis de los tres, yo no tengo preferencia.
-¿Y el rico caparazón que te cubre es mío también?
-Claro.
-¿Queréis reiros, D'Artagnan?
-Yo no río desde que vos habláis francés.
-¿Son para mí esas fundas doradas, esa gualdrapa de terciopelo, esa silla claveteada de plata?
-Para vos, como el caballo que piafa es para mí, y como ese otro caballo que caracolea es para
Athos.
-¡Peste! Son tres animales soberbios.
-Me halaga que sean de vuestro gusto.
-¿Es el rey quien os ha hecho ese regalo?
-A buen seguro que no ha sido el cardenal; pero no os preocupéis de dónde vienen, y pensad
sólo que uno de los tres es de vuestra propiedad.
-Me quedo con el que lleva el mozo de cuadra pelirrojo.
-¡De maravilla!
-¡Vive Dios! -exclamó Aramis-. Eso hace que se me pase lo que quedaba de mi dolor; me
montaría en él con treinta balas en el cuerpo. ¡Ah, por mi alma, qué bellos estribos! ¡Hola! Bazin,
ven acá ahora mismo.
Bazin apareció, sombrío y lánguido, en el umbral de la puerta.
-¡Bruñid mi espada enderezad mi sombrero de fieltro, cepillad mi capa y cargad mis pistolas!
-dijo Aramis.
-Esta última recomendación es inútil -interrumpió D'Artagnan-; hay pistolas cargadas en
vuestras fundas.
Bazin suspiró.
-Vamos, maese Bazin, tranquilizaos -dijo D'Artagnan-; se gana el reino de los cielos en todos
los estados.
-¡El señor era ya tan buen teólogo! -dijo Bazin casi llorando-. Hubiera llegado a obispo y quizá
a cardenal.
-Y bien, mi pobre Bazin, veamos, reflexiona un poco: ¿para qué sirve ser hombre de iglesia,
por favor? No se evita con ello ir a hacer la guerra; como puedes ver, el cardenal va a hacer la
primera campaña con el casco en la cabeza y la partesana al puño; y el señor de Na gret de La
Valette, ¿qué me dices? También es cardenal; pregúntale a su lacayo cuántas veces tiene que
vendarle.
-¡Ay! -suspiró Bazin-. Ya lo sé, señor, todo está revuelto en este mundo de hoy.
Durante este tiempo, los dos jóvenes y el pobre lacayo habían descendido.
-Tenme el estribo, Bazin -dijo Aramis.
Y Aramis se lanzó a la silla con su gracia y su ligereza ordinarias; pero tras algunas vueltas y
algunas corvetas del noble animal, su caballero se resintió de dolores tan insoportables que
palideció y se tambaleó. D'Artagnan, que en previsión de este accidente no lo había perdido de
vista, se lanzó hacia él, lo retuvo en sus brazos y lo condujo a su habitación.
-Está bien, mi querido Aramis, cuidaos -dijo-, iré sólo en busca de Athos.
-Sois un hombre de bronce -le dijo Aramis.
-No, tengo suerte, eso es todo; pero ¿cómo vais a vivir mientras me esperáis? Nada de tesis,
nada de glosas sobre los dedos y las bendiciones, ¿eh?
Aramis sonrió.
-Haré versos -dijo.
-Sí, versos perfumados al olor del billete de la doncella de la señora de Chevreuse. Enseñad,
pues, prosodia a Bazin, eso le consolará. En cuanto al caballo, montadlo todos los días un poco, y
eso os habituará a las maniobras.
-¡Oh, por eso estad tranquilo! -dijo Aramis-. Me encontraréis dispuesto a seguiros.
Se dijeron adiós y, diez minutos después, D'Artagnan, tras haber recomendado su amigo a
Bazin y a la hostelera, trotaba en dirección de Amiens.
¿Cómo iba a encontrar a Athos? ¿Lo encontraría acaso?
La posición en la que lo había dejado era crítica; bien podía haber sucumbido. Aquella idea,
ensombreciendo su frente, le arrancó algunos suspiros y le hizo formular en voz baja algunos
juramentos de venganza. De todos sus amigos, Athos era el mayor y por tanto el menos cercano
en apariencia en cuanto a gustos y simpatías.
Sin embargo, tenía por aquel gentilhombre una preferencia nota ble. El aire noble y distinguido
de Athos, aquellos destellos de grandeza que brotaban de vez en cuando de la sómbra en que se
encerraba voluntariamente, aquella inalterable igualdad de humor que le hacía el compañero más
fácil de la tierra, aquella alegría forzada y mordaz, aquel valor que se hubiera llamado ciego si no
fuera resultado de la más rara sangre fría, tantas cualidades cautivaban más que la estima, más
que la amistad de D'Artagnan, cautivaban su admiración.
En efecto, considerado incluso al lado del señor de Tréville, el elegante cortesano Athos, en sus
días de buen humor podía sostener con ventaja la comparación; era de talla mediana, pero esa
talla estaba tan admirablemente cuajada y tan bien proporcionada que más de una vez, en sus
luchas con Porthos, había hecho doblar la rodilla al gigante cuya fuerza física se había vuelto
proverbial entre los mosqueteros; su cabeza, de ojos penetrantes, de nariz recta, de mentón
dibujado como el de Bruto, tenía un carácter indefinible de grandeza y de gracia; sus manos, de
las que no tenía cuidado alguno, causaban la desesperación de Aramis, que cultivaba las suyas
con gran cantidad de pastas de almendras y de aceite perfumado; el sonido de su voz era penetrante
y melodioso a la vez, y además, lo que había de indefinible en Athos, que se hacía
siempre oscuro y pequeño, era esa ciencia delicada del mundo y de los usos de la más brillante
sociedad, esos hábitos de buena casa que apuntaba como sin querer en sus menores acciones.
Si se trataba de una comida, Athos la ordenaba mejor que nadie en el mundo, colocando a
cada invitado en el sitio y en el rango que le habían conseguido sus antepasados o que se había
conseguido él mismo. Si se trataba de la ciencia heráldica, Athos conocía todas las familias
nobles del reino, su genealogía, sus alianzas, sus armas y el origen de sus armas. La etiqueta no
tenía minucias que le fuesen extrañas, sabía cuáles eran los derechos de los grandes
propietarios, conocía a fondo la montería y la halconería y cierto día, hablando de ese gran arte,
había asombrado al rey Luis XIII mismo, que, sin embargo, pasaba por maestro de la materia.
Como todos los grandes señores de esa época, montaba a caballo y practicaba la esgrima a la
perfección. Hay más: su educación había sido tan poco descuidada, incluso desde el punto de
vista de los estudios escolásticos, tan raros en aquella época entre los gentileshombres, que
sonreía a los fragmentos de latín que soltaba Aramis y que Porthos fingía comprender; dos o tres
veces incluso, para gran asombro de sus amigos, le había ocurrido, cuando Aramis dejaba
escapar algún error de rudimento, volver a poner un verbo en su tiempo o un nombre en su
caso. Además, su probidad era inatacable en ese siglo en que los hombres de guerra transigían
tan fácilmente con su religión o su conciencia, los amantes con la delicadeza rigurosa de nuestros
días y los pobres con el séptimo mandamiento de Dios. Era, pues, Athos un hombre muy
extraordinario.
Y sin embargo, se veía a esta naturaleza tan distinguida, a esta criatura tan bella, a esta
esencia tan fina, volverse insensiblemente hacia la vida material, como los viejos se vuelven
hacia la imbecilidad física y moral. Athos, en sus horas de privación, y esas horas eran frecuentes,
se apagaba en toda su parte luminosa, y su lado brillante desaparecía como en una profunda
noche.
Entonces, desvanecido el semidiós, se convertía apenas en un hombre. Con la cabeza baja, los
ojos sin brillo, la palabra pesada y penosa, Athos miraba durante largas horas bien su botella y
su vaso, bien a Grimaud que, habituado a obedecerle por señas, leía en la mirada átona de su
señor hasta el menor deseo, que satisfacía al punto. La reunión de los cuatro amigos había
tenido lugar en uno de estos momentos: un palabra, escapada con un violento esfuerzo, era todo
el contingente que Athos proporcionaba a la conversación. A cambio, Athos solo bebía por
cuatro, y esto sin que se notase salvo por un fruncido del ceño más acusado y por una tristeza
más profunda.
D'Artagnan, de quien conocemos el espíritu investigador y penetrante, por interés que tuviese
en satisfacer su curiosidad sobre el te ma, no había podido aún asignar ninguna causa a aquel
marasmo, ni anotar las ocasiones. Jamás Athos recibía cartas, jamás Athos daba un paso que no
fuera conocido por todos sus amigos.
No se podía decir que fuera el vino lo que le daba aquella tristeza, porque, al contrario, sólo
bebía para olvidar esta tristeza, que este remedio, como hemos dicho, volvía más sombría aún.
No se podía atribuir aquel exceso de humor negro al juego, porque al contrario de Porthos, quien
acompañaba con sus cantos o con sus juramentos todas las variaciones de la suerte, Athos,
cuando había ganado, permanecía tan impasible como cuando había perdido. Se le había visto,
en el círculo de los mosqueteros, ganar una tarde tres mil pistolas y perder hasta el cinturón
brocado de oro de los días de gala; volver a ganar todo esto adernás de cien luises más, sin que
su hermosa ceja negra se hubiese levantado o bajado media línea, sin que sus manos perdiesen
su matiz nacarado, sin que su conversación, que era agradable aquella tarde, cesase de ser
tranquila y agradable.
No era tampoco, como en nuestros vecinos los ingleses, una influencia atmosférica la que
ensombrecía su rostro, porque esa tristeza se hacía más intensa por regla general en los días
calurosos del año; junio y julio eran los meses terribles de Athos.
Al presente no tenía penas, y se encogía de hombros cuando le hablaban del porvenir; su
secreto estaba, pues, en el pasado, como le había dicho vagamente a D'Artagnan.
Aquel tinte misterioso esparcido por toda su persona volvía aún más interesante al hombre
cuyos ojos y cuya boca, en la embriaguez más completa, jamás habían revelado nada, sea cual
fuere la astucia de las preguntas dirigidas a él.
-¡Y bien! -pensaba D'Artagnan-. El pobre Athos está quizá muerto en este momento, y muerto
por culpa mía, porque soy yo quien lo metió en este asunto, cuyo origen él ignoraba, y cuyo
resultado ignorará y del que ningún provecho debía sacar.
-Sin contar, señor -respondió Panchet-, que probablemente le debemos la vida. Acordaos
cuando gritó: «¡Largaos, D'Artagnan! Me han cogido»
Y después de haber descargado sus dos pistolas, ¡qué ruido terrible hacía con su espada! Se
hubiera dicho que eran veinte hombres, o mejor, veinte diablos rabiosos.
Y estas palabras redoblaban el ardor de D'Artagnan, que aguijoneaba a su caballo, el cual sin
necesidad de ser aguijoneado llevaba a su caballero al galope.
Hacia las once de la mañana divisaron Amiens; a las once y media estaban a la puerta del
albergue maldito.
D'Artagnan había meditado contra el hostelero pérfido en una de esas buenas venganzas que
consuelan, aunque no sea más que a la esperanza. Entró, pues, en la hostería, con el sombrero
sobre los ojos, la mano izquierda en el puño de la espada y haciendo silbar la fusta con la mano
derecha.
-¿Me conocéis? -dijo al hostelero, que avanzaba para saludarle.
-No tengo ese honor, monseñor -respondió aquél con los ojos todavía deslumbrados por el
brillante equipo con que D'Artagnan se presentaba.
-¡Ah, conque no me conocéis!
-No, monseñor.
-Bueno, dos palabras os devolverán la memoria. ¿Qué habéis hecho del gentilhombre al que
tuvisteis la audacia, hace quince días poco más o menos, de intentar acusarlo de moneda falsa?
El hostelero palideció, porque D'Artagnan había adoptado la actitud más amenazadora, y
Panchet hacía lo mismo que su dueño.
-¡Ah, monseñor, no me habléis de ello! -exclamó el hostelero con su tono de voz más
lacrimoso-. Ah, señor, cómo he pagado esa falta. ¡Desgraciado de mí!
-Y el gentilhombre, os digo, ¿qué ha sido de él?
-Dignaos escucharme, monseñor, y sed clemente. Veamos, sentaos, por favor.
D'Artagnan, mudo de cólera y de inquietud, se sentó amenazador como un juez. Planchet se
pegó orgullosamente a su butaca.
-Esta es la historia, Monseñor -prosiguió el hostelero todo tembloroso-, porque os he
reconocido ahora: fuisteis vos el que partió cuando yo tuve aquella desgraciada pelea con ese
gentilhombre de que vos habláis.
-Sí, fui yo; así que, como veis, no tenéis gracias que esperar si no decís toda la verdad.
-Hacedme el favor de escucharme y la sabréis toda entera.
-Escucho.
-Yo había sido prevenido por las autoridades de que un falso monedero célebre llegaría a mi
albergue con varios de sus compañeros, todos disfrazados con el traje de guardia o de
mosqueteros. Vuestros caballos, vuestros lacayos, vuestra figura, señores, todo me lo habían
pintado.
-¿Después, después? -dijo D'Artagnan, que reconoció en seguida de dónde procedían aquellas
señas tan exactamente dadas.
-Tomé entonces, según las órdenes de la autoridad que me envió un refuerzo de seis hombres,
las medidas que creí urgentes a fin de detener a los presuntos monederos falsos.
-¡Todavía! -dijo D'Artagnan a quien esta palabra de monedero falso calentaba terriblemente las
orejas.
-Perdonadme, monseñor, por decir tales cosas, pero precisamente son mi excusa. La autoridad
me había metido miedo, y vos sabéis que un alberguista debe tener cuidado con la autoridad.
-Pero una vez más, ese gentilhombre ¿dónde está? ¿Qué ha sido de él? ¿Está muerto? ¿Está
vivo?
-Paciencia, monseñor, que ya llegamos. Sucedió, pues, lo que vos sabéis, y vuestra precipitada
marcha -añadió el hostelero con una fineza que no escapó a D'Artagnan- parecía autorizar el
desenlace. Ese gentilhombre amigo vuestro se defendió a la desesperada. Su criado, que por una
desgracia imprevista había buscado pelea a los agentes de la autoridad, disfrazados de mozos de
cuadra...
-¡Ah, miserable! -exclamó D'Artagnan-. Estabais todos de acuerdo, y no sé cómo me contengo
y no os mato a todos.
-¡Ay! No, monseñor, no todos estábamos de acuerdo, y vais a verlo en seguida. El señor
vuestro amigo (perdón por no llamarlo por el nombre honorable que sin duda lleva, pero
nosotros ignoramos ese nombre), el señor vuestro amigo, después de haber puesto de combate
a dos hombres de dos pistoletazos, se batió en retirada defendiéndose con su espada, con la que
lisió incluso a uno de mis hombres, y con un cintarazo que me dejó aturdido.
-Pero, verdugo, ¿acabarás? -dijo D'Artagnan-. Athos, ¿qué ha sido de Athos?
-Al batirse en retirada, como he dicho, señor, encontró tras él la escalera de la bodega, y como
la puerta estaba abierta, sacó la llave y se encerró dentro. Como estaban seguros de encontrarlo
allí, lo dejaron en paz.
-Sí -dijo D'Artagnan-, no se trataba de matarlo, sólo querían hacerlo prisionero.
-¡Santo Dios! ¿Hacerlo prisionero, monseñor? El mismo se aprisionó, os lo juro. En primer
lugar, había trabajado rudamente: un hombre estaba muerto de un golpe y otros dos heridos de
gravedad. El muerto y los dos heridos fueron llevados por sus camaradas, y no he oído hablar
nunca más de ellos, ni de unos ni de otros. Yo mismo, cuando recuperé el conocimiento, fui a
buscar al señor gobernador, al que conté todo lo que había pasado, y al que pregunté qué debía
hacer con el prisionero. Pero el señor gobernador fingió caer de las nubes; me dijo que ignoraba
por completo a qué me refería, que las órdenes que habían llegado no procedían de él, y que si
tenía la desgracia de decir a quienquiera que fuese que él estaba metido en toda aquella escaramuza,
me haría prender. Parece que yo me había equivocado, señor, que había arrestado a uno
por otro, y que al que debía arrestar estaba a salvo.
-Pero ¿Athos? -exclamó D'Artagnan, cuya impaciencia aumentaba por el abandono en que la
autoridad dejaba el asunto-. ¿Qué ha sido de Athos?
-Como yo tenía prisa por reparar mis errores hacia el prisionero -prosiguió el alberguista-, me
encaminé hacia la bodega a fin de devolverle la libertad. ¡Ay, señor, aquello no era un hombre,
era un diablo! A la proposición de libertad, declaró que era una trampa que se le tendía y que
antes de salir debía imponer sus condiciones. Le dije muy humildemente, porque ante sí mismo
yo no disimulaba la mala situación en que me había colocado poniéndole la mano encima a un
mosquetero de Su Majestad, le dije que yo estaba dispuesto a someterme a sus condiciones. «En
primer lugar -dijo-, quiero que se me devuelva a mi criado completamente armado.» Nos dimos
prisa por obedecer aquella orden porque, como comprenderá el señor, nosotros estábamos
dispuesto a hacer todo lo que quisiera vuestro amigo. El señor Grimaud (él sí ha dicho su
nombre, aunque no habla mucho), el señor Grimaud fue, pues, bajado a la bodega, herido como
estaba; entonces su amo, tras haberlo recibido, volvió a atrancar la puerta y nos ordenó
quedarnos en nuestra tienda.
-Pero ¿dónde está? -exclamó D'Artagnan-. ¿Dónde está Athos?
-En la bodega, señor.
-¿Cómo desgraciado, lo retenéis en la bodega desde entonces?
-¡Bondad divina! No señor. ¡Nosotros retenerlo en la bodega! ¡No sabéis lo que está haciendo
en la bodega! ¡Ay si pudieseis hacerlo salir, señor, os quedaría agradecido toda mi vida, os
adoraría como a un amo!
-Entonces, ¿está allí, allí lo encontraré?
-Sin duda, señor, se ha obstinado en quedarse. Todos los días se le pasa por el tragaluz pan en
la punta de un horcón y carne cuando la pide, pero ¡ay!, no es de pan y de carne de lo que hace
el mayor consumo. Una vez he tratado de bajar con dos de mis mozos, pero se ha encolerizado
de forma terrible. He oído el ruido de sus pistolas, que cargaba, y de su mosquetón, que cargaba
su criado. Luego, cuando le hemos preguntado cuáles eran sus intenciones, el amo ha respondido
que tenía cuarenta disparos para disparar él y su criado, y que dispararían hasta el
último antes de permitir que uno solo de nosotros pusiera el pie en la bodega. Entonces, señor,
yo fui a quejarme al gobernador, el cual me respondió que no tenía sino lo que me merecía, y
que esto me enseñaría a no insultar a los honorables señores que tomaban albergue en mi casa.
-¿De suerte que desde entonces?... -prosiguió D'Artagnan no pudiendo impedirse reír de la
cara lamentable de su hostelero.
-De suerte que desde entonces, señor -continuó éste-, llevamos la vida más triste que se
pueda ver; porque, señor, es preciso que sepáis que nuestras provisiones están en la bodega; allí
está nuestro vino embotellado y nuestro vino en cubas, la cerveza, el aceite y las especias, el
tocino y las salchichas; y como nos han prohibido bajar, nos hemos visto obligados a negar
comida y bebida a los viajeros que nos llegan, de suerte que todos los días nuestra hostería se
pierde. Una semana más con vuestro amigo en la bodega y estaremos arruinados.
-Y sería de justicia, bribón. ¿No se ve en nuestra cara que éramos gente de calidad y no
falsarios, decid?
-Sí, señor, sí, tenéis razón -dijo el hostelero-, pero mirad, mirad cómo se cobra.
-Sin duda lo habrán molestado -dijo D'Artagnan.
-Pero tenemos que molestarlo -exclamó el hostelero-; acaban de llegarnos dos gentileshombres
ingleses.
-¿Y?
-Pues que los ingleses gustan del buen vino, como vos sabéis, señor, y han pedido del mejor.
Mi mujer habrá solicitado al señor Athos permiso para entrar y satisfacer a estos señores; y como
de costumbre él se habrá negado. ¡Ay, bondad divina! ¡Ya tenemos otra vez escandalera!
En efecto, D'Artagnan oyó un gran ruido venir del lado de la bodega; se levantó, precedido por
el hostelero, que se retorcía las manos, y seguido de anchet, que llevaba su mosquetón cargado,
se acercó al lugar de la escena.
Los dos gentileshombres estaban exasperados, habían hecho un largo viaje y se morían de
hambre y de sed.
-Pero esto es una tiranía -exclamaban ellos en muy buen francés, aunque con acento
extranjero-, que ese loco no quiera dejar a estas buenas gentes usar su vino. Vamos a hundir la
puerta y, si está demasiado colérico, pues lo matamos.
-¡Mucho cuidado, señores! -dijo D'Artagnan sacando sus pistolas de su cintura-. Si os place, no
mataréis a nadie.
-Bueno, bueno -decía detrás de la puerta la voz tranquila de Athos-, que los dejen entrar un
poco a esos traganiños, y ya veremos.
Por muy valientes que parecían ser, los dos gentileshombres se miraron dudando; se hubiera
dicho que había en aquella bodega uno de esos ogros famélicos, gigantescos héroes de las
leyendas populares, cuya caverna nadie fuerza impunemente.
Hubo un momento de silencio, pero al fin los dos ingleses sintieron vergüenza de volverse atrás
y el más osado de ellos descendió los cinco o seis peldaños de que estaba formada la escalera y
dio a la puerta una patada como para hundir el muro.
-Planchet -dijo D'Artagnan cargando sus pistolas-, yo me encargo del que está arriba,
encárgate tú del que está abajo. ¡Ah, señores, queréis batalla! Pues bien, vamos a dárosla.
-¡Dios mío! -exclamó la voz hueca de Athos-. Oigo a D'Artagnan, según me parece.
-En efecto -dijo D'Artagnan alzando la voz a su vez-, soy yo, amigo mío.
-¡Ah, bueno! Entonces -dijo Athos-, vamos a trabajar a esos derribapuertas.
Los gentileshombres habían puesto la espada en la mano, pero se encontraban cogidos entre
dos fuegos; dudaron un instante todavía; pero, como en la primera ocasión, venció el orgullo y
una segunda patada hizo tambalearse la puerta en toda su altura.
-Apártate, D'Artagnan, apártate -gritó Athos-, apártate, voy a disparar.
-Señores -dijo D'Artagnan, a quien la reflexión no abandonaba nunca-, señores, pensadlo.
Paciencia, Athos. Os vais a meter en un mal asunto y vais a ser acribillados. Aquí, mi criado y yo
que os solta remos tres disparos; y otros tantos os llegarán de la bodega; además, todavía
tenemos nuestras espadas, que mi amigo y yo, os lo aseguro, manejamos pasablemente.
Dejadme que me ocupe de mis asuntos y hs vuestros. Dentro de poco tendréis de beber, os doy
mi palabra.
-Si es que queda -gruñó la voz burlona de Athos.
El hostelero sintió un sudor frío correr a lo largo de su espina.
-¿Cómo que si queda? -murmuró.
-¡Qué diablos! Quedara -prosguió D'Artagnan-, estad tránquilo, entre dos no se habrán bebido
toda la bodega. Señores, devolved vuestras espadas a sus vainas.
-Bien. Y vos volved a poner vuestras pistolas en vuestro cinto.
-De buen grado.
Y D'Artagnan dio ejemplo. Luego, volviéndose hacia Planchet, le hizo señal de desarmar su
mosquetón.
Los ingleses, convencidos, devolvieron gruñendo sus espadas a la vaina. Se les contó la historia
del apasionamiento de Athos. Y como eran buenos gentileshombres, le quitaron la razón al
hostelero.
-Ahora, señores -dijo D'Artagnan-, volved a vuestras habita ciones, y dentro de diez minutos os
prometo que os llevarán cuanto podáis desear.
Los ingleses saludaron y salieron.
-Ahora estoy solo, mi querido Athos -dijo D'Artagnan-, abridme la puerta, por favor.
-Ahora mismo -dijo Athos.
Entonces se oyó un gran ruido de haces entrechocando y de vigas gimiendo: eran las
contraescarpas y los bastiones de Athos que el sitiado demolía por sí mismo.
Un instante después, la puerta se tambaleó y se vio aparecer la cabeza pálida de Athos, quien
con una ojeada rápida exploró los alrededores.
D'Artagnan se lanzó a su cuello y lo abrazó con ternura; luego quiso llevárselo fuera de aquel
lugar húmedo; entonces se dio cuenta de que Athos vacilaba.
-¿Estáis herido? -le dijo.
-¡Yo, nada de eso! Estoy totalmente borracho eso es todo, y jamás hombre alguno ha tenido
tanto como se necesitaba para ello. ¡Vive Dios! Hostelero, me parece que por lo menos yo solo
me he bebido ciento cincuenta botellas.
-¡Misericordia! -exclamó el hostelero-. Si el criado ha bebido la mitad sólo del amo, estoy
arruinado.
-Grimaud es un lacayo de buena casa, que no se habría permitido lo mismo que yo; él ha
bebido de la tuba; vaya, creo que se ha olvidado de goner la espita. ¿Oís? Está corriendo.
D'Artagnan estalló en una carcajada que cambió el temblor del hostelero en fiebre ardiente.
Al mismo tiempo Grimaud apareció detrás de su amo, con el mosquetón al hombro la cabeza
temblando como esos sátiros ebrios de los cuadros de Rubens. Estaba rociado por delante y por
detrás de un licor pringoso que el hostelero reconoció en seguida por su mejor aceite de oliva.
El cortejo atravesó el salón y fue a instalarse en la mejor habitación del albergue, que
D'Artagnan ocupó de manera imperativa.
Mientras tanto, el hostelero y su mujer se precipitaron con lámparas en la bodega, que les
había sido prohibida durante tanto tiempo y donde un horroroso espectáculo los esperaba.
Más allá de las fortificaciones en las que Athos había hecho brecha para salir y que componían
haces, tablones y toneles vacíos amontonados según todas las reglas del arte estratégico, se
veían aquí y allá, nadando en mares de aceite y de vino, las osamentas de todos los jamones
comidos, mientras que un montón de botellas rotas tapizaba todo el ángulo izquierdo de la
bodega, y un tonel, cuya espita había quedado abierta, perdía por aquella abertura las últimas
gotas de su sangre. La imagen de la devastación y de la muerte, como dice el poeta de la
antigüedad, reinaba allí como en un campo de batalla.
De las cincuenta salchichas, apenas diez quedaban colgadas de las vigas.
Entonces los aullidos del hostelero y de la hostelera taladraron la bóveda de la bodega; hasta
el mismo D'Artagnan quedó conmovido. Athos ni siquiera volvió la cabeza.
Pero al dolor sucedió la rabia. El hostelero se armó de una rama y, en su desesperación, se
lanzó a la habitación donde los dos amigos se habían retirado.
-¡Vino! -dijo Athos al ver al hostelero.
-¿Vino? -exclamó el hostelero estupefacto-. ¿Vino? Os habéis bebido por valor de más de cien
pistolas; soy un hombre arruinado, perdido aniquilado.
-¡Bah! -dijo Athos-. Nosotros seguimos con sed.
-Si os hubierais contentado con beber, todavía; pero habéis roto todas las botellas.
-Me habéis empujado sobre un montón que se ha venido abajo. Vuestra es la culpa.
- Todo mi aceite perdido!
-Él aceite es un bálsamo soberano para las heridas, y era preciso que el pobre Grimaud se
curase las que vos le habéis hecho.
-¡Todos mis salchichones roídos!
-Hay muchas ratas en esa bodega.
-Vais a pagarme todo eso -exclamó el hostelero exasperado.
-¡Triple bribón! -dijo Athos levantándose. Pero volvió a caer en seguida; acababa de dar la
medida de sus fuerzas. D'Artagnan vino en su ayuda alzando su fusta.
El hostelero retrocedió un paso y se puso a llorar a mares.
-Esto os enseñará -dijo D'Artagnan- a tratar de una forma más cortés a los huéspedes que Dios
os envía...
-¿Dios? ¡Mejor diréis el diablo!
-Mi querido amigo -dijo D'Artagnan-, si seguís dándonos la murga, vamos a encerrarnos los
cuatro en vuestra bodega a ver si el estropicio ha sido tan grande como decís.
-Bueno, señores -dijo el hostelero-, me he equivocado, lo confieso, pero todo pecado tiene su
misericordia; vosotros sois señores, y yo soy un pobre alberguista, tened piedad de mí.
-Ah, si hablas así -dijo Athos-, vas a ablandarme el corazón, y las lágrimas van a correr de mis
ojos como el vino corría de tus toneles. No era tan malo el diablo como lo pintan. Veamos, ven
aquí y hablaremos.
El hostelero se acercó con inquietud.
-Ven, lo digo, y no tengas miedo -continuó Athos-. En el momento que iba a pagarte, puse mi
bolsa sobre la mesa.
-Sí, monseñor.
-Aquella bolsa contenía sesenta pistolas, ¿dónde está?
-Depositada en la escribanía, monseñor; habían dicho que era moneda falsa.
-Pues bien, haz que te devuelvan mi bolsa, y quédate con las sesenta pistolas.
-Pero monseñor sabe bien que el escribano no suelta lo que coge. Si era moneda falsa todavía
quedaría la esperanza; pero desgraciadamente son piezas buenas.
-Arréglatelas, mi buen hombre, eso no me afecta, tanto más cuanto que no me queda una
libra.
-Veamos -dijo D'Artagnan-, el viejo caballo de Athos, ¿dónde está?
-En la cuadra.
- Cuánto vale?
-Cincuenta pistolas a lo sumo.
-Vale ochenta; quédatelo, y no hay más que hablar.
-¡Cómo! ¿Tú vendes mi caballo? -dijo Athos-. ¿Tú vendes mi Bayaceto? Y ¿en qué haré la
guerra? ¿Encima de Grimaud?
-Te he traído otro -dijo D'Artagnan.
-¿Otro?
-¡Y magnífico! -exclamó el hostelero.
-Entonces, si hay otro más hermoso y más joven, quédate con el viejo y a beber.
-¿De qué? -preguntó el hostelero completamente sosegado.
-De lo que hay al fondo, junto a las traviesas; todavía quedan veinticinco botellas; todas las
demás se rompieron con mi caída. Sube seis.
-¡Este hombre es una cuba! -dijo el hostelero para sí mismo-. Si se queda aquí quince días y
paga lo que bebe, sacará a flote nuestros asuntos.
-Y no olvides -continuó D'Artagnan- de subir cuatro botellas semejantes para los dos señores
ingleses.
-Ahora -dijo Athos-, mientras esperamos a que nos traigan el vino, cuéntame, D'Artagnan, qué
ha sido de los otros; veamos.
D'Artagnan le contó cómo había encontrado a Porthos en su lecho con un esguince y a Aramis
en su mesa con dos teólogos. Cuando acababa, el hostelero volvió con las botellas pedidas y un
jamón que, afortunadamente para él, había quedado fuera de la bodega.
-Está bien -dijo Athos llenando su vaso y el de D'Artagnan por lo que se refiere a Porthos y
Aramis; pero vos, amigo mío, ¿qué habéis hecho y qué os ha ocurrido a vos? Encuentro que
tenéis un aire siniestro.
-¡Ay! -dijo D'Artagnan-. Es que soy el más desgraciado de todos nosotros.
-¡Tú desgraciado, D'Artagnan! -dijo Athos-. Veamos, ¿cómo eres desgraciado? Dime eso.
-Más tarde -dijo D'Artagnan.
-¡Más tarde! Y ¿por qué más tarde? ¿Porque crees que estoy borracho, D'Artagnan? Acuérdate
siempre de esto: nunca tengo las ideas más claras que con el vino. Habla, pues, soy todo oídos.
D'Artagnan contó su aventura con la señora Bonacieux.
Athos escuchó sin pestañear; luego, cuando hubo acabado:
-Miserias todo eso -dijo Athos-, miserias.
Era la expresión de Athos.
-¡Siempre decís miserias, mi querido Athos! -dijo D'Artagnan-. Eso os sienta muy mal a vos,
que nunca habéis amado.
El ojo muerto de Athos se inflamó de pronto, pero no fue más que un destello; en seguida se
volvió apagado y vacío como antes.
-Es cierto -dijo tranquilamente-, nunca he amado.
-¿Veis, corazón de piedra -dijo D'Artagnan-, que os equivocáis siendo duro con nuestros
corazones tiernos?
-Corazones tiernos, corazones rotos -dijo Athos.
-¿Qué decís?
-Digo que el amor es una lotería en la que el que gana, gana la muerte. Sois muy afortunado
por haber perdido, creedme, mi querido D'Artagnan. Y si tengo algún consejo que daros, es
perder siempre.
-Ella parecía amarme mucho.
-Ella parecía.
-¡Oh, me amaba!
-¡Infantil! No hay un hombre que no haya creído como vos que su amante lo amaba y no hay
ningún hombre que no haya sido engañado por su amante.
-Excepto vos, Athos, que nunca la habéis tenido.
-Es cierto -dijo Athos tras un momento de silencio-, yo nunca la he tenido. ¡Bebamos!
-Pero ya que estáis filósofo -dijo D'Artagnan-, instruidme, ayudadme; necesito saber y ser
consolado.
-Consolado ¿de qué?
-De mi desgracia.
-Vuestra desgracia da risa -dijo Athos encogiéndose de hombros-; me gustaría saber lo que
diríais si yo os contase una historia de amor.
-¿Sucedida a vos?
-O a uno de mis amigos, qué importa.
-Hablad, Athos, hablad.
-Bebamos, haremos mejor.
-Bebed y contad.
-Cierto que es posible -dijo Athos vaciando y volviendo a llenar su vaso-, las dos cosas van
juntas de maravilla.
-Escucho -dijo D'Artagnan.
Athos se recogió y, a medida que se recogía, D'Artagnan lo veía palidecer; estaba en ese
período de la embriaguez en que los bebedores vulgares caen y duermen. El, él soñaba en voz
alta sin dormir. Aquel sonambulismo de la bonachera tenía algo de espantoso.
-¿Lo queréis? -preguntó.
-Os lo ruego -dijo D'Artagnan.
-Sea como deseáis. Uno de mis amigos, uno de mis amigos, oís bien, no yo -dijo Athos
interrumpiéndose con una sonrisa sombría-; uno de los condes de mi provincia, es decir, del
Berry, noble como un Dandolo o un Montmorency, se enamoró a los veinticinco años de una
joven de dieciséis, bella como el amor. A través de la ingenuidad de su edad apuntaba un
espíritu ardiente, un espíritu no de mujer, sino de poeta; ella no gustaba embriagaba; vivía en
una aldea, junto a su hermano, que era cura. Los dos habían llegado a la región, ve nían no se
sabía de dónde; pero al verla tan hermosa y al ver a su hermano tan piadoso nadie pensó en
preguntarles de dónde venían. Por lo demás se los suponía de buena extracción. Mi amigo, que
era el señor de Ìa región, hubiera podido seducirla o tomarla por la fuerza, a su gusto, era el
amo: ¿quién habría venido en ayuda de dos extraños, de dos desconocidos? Por desgracia era un
hombre honesto, la desposó. ¡El tonto, el necio, el imbécil!
-Pero ¿por qué, si la amaba? -preguntó D'Artagnan.
-Esperad -dijo Athos-. La llevó a su castillo y la hizo la primera dama de su provincia; y hay que
hacerle justicia, cumplía perfectamente con su rango.
-¿Y? -preguntó D'Artagnan.
-Y un día que ella estaba de caza con su marido -continuó Athos en voz baja y hablando muy
deprisa-, ella se cayó del caballo y se desvaneció: el conde se lanzó en su ayuda, y como se
ahogaba en sus vestidos, los hendió con su puñal y quedó al descubierto el hombro. ¿Adivináis lo
que tenía en el hombro, D'Artagnan? -dijo Athos con un gran estallido de risa.
-¿Puedo saberlo? -preguntó D'Artagnan.
-Una for de lis -dijo Athos-. ¡Estaba marcada!
Y Athos vació de un solo trago el vaso que tenía en la mano.
-¡Horror! -exclamó D'Artagnan-. ¿Qué me decís?
-La verdad. Querido, el ángel era un demonio. La pobre joven había robado.
-¿Y qué hizo el conde?
-El conde era un gran señor, tenía sobre sus tierras derecho de horca y cuchillo: acabó de
desgarrar los vestidos de la condesa, le ató las manos a la espalda y la colgó de un árbol.
-¡Cielos! ¡Athos! ¡Un asesinato! -exclamó D'Artagnan.
-Sí, un asesinato, nada más -dijo Athos pálido como la muerte-. Pero me parece que me están
dejando sin vino.
Y Athos cogió por el gollete la última botella que quedaba, la acercó a su boca y la vació de un
solo trago, como si fuera un vaso normal.
Luego se dejó caer con la cabeza entre sus dos manos; D'Artagnan permaneció ante él, parado
de espanto.
-Eso me ha curado de las mujeres hermosas, poéticas y amorosas -dijo Athos levantándose y
sin continuar el apólogo del conde-. ¡Dios os conceda otro tanto! ¡Bebamos!
-¿Así que ella murió? -balbuceó D'Artagnan.
-¡Pardiez! -dijo Athos-. Pero tended vuestro vaso. ¡Jamón, pícaro! -gritó Athos-. No podemos
beber más.
-¿Y su hermano? -añadió tímidamente D'Artagnan.
- Su hermano? -repuso Athos.
-Sí, el cura.
-!Ah! Me informé para colgarlo también; pero había puesto pies en polvorosa, había dejado su
curato la víspera.
-¿Se supo al menos lo que era aquel miserable?
-Era sin duda el primer amante y el cómplice de la hermosa, un digno hombre que había
fingido ser cura quizá para casar a su amante y asegurarse una fortuna. Espero que haya sido
descuartizado.
-¡Oh, Dios mío, Dios mió! -dijo D'Artagnan, completamente aturdido por aquella horrible
aventura.
-Comed ese jamón, D'Artagnan, es exquisito -dijo Athos cortando una loncha que puso en el
plato del joven-. ¡Qué pena que sólo hubiera cuatro como éste en la bodega!
D'Artagnan no podía seguir soportando aquella conversación, que lo enloquecía; dejó caer su
cabeza entre sus dos manos y fingió dormirse.
-Los jóvenes no saben beber -dijo Athos mirándolo con piedad-. ¡Y sin embargo éste es de los
mejores..!
Capítulo XXVIII
El regreso
D'Artagnan había quedado aturdido por la horrible confesión de Athos; sin embargo, muchas
de las cosas parecían oscuras en aquella semirrevelación; en primer lugar, había sido hecha por
un hombre completamente ebrio a un hombre que lo estaba a medias, y no obstante, pese a esa
ola que hace subir al cerebro el vaho de dos o tres botellas de borgoña, D'Artagnan, al
despertarse al día siguiente, tenía cada palabra de Athos tan presente en su espíritu como si a
medida que habían caído de su boca se hubieran impreso en su espíritu. Toda aquella duda no
hizo sino darle un deseo más vivo de llegar a una certidumbre, y pasó a la habitación de su
amigo con la intención bien meditada de reanudar su conversación de la víspera; pero encontró a
Athos con la cabeza completamente sentada, es decir, el más fino y más impenetrable de los
hombres.
Por lo demás, el mosquetero, después de haber cambiado con él un apretón de manos, se le
adelantó con el pensamiento.
-Estaba muy borracho ayer, mi querido D'Artagnan -dijo-; me he dado cuenta esta mañana por
mi lengua, que estaba todavía muy espesa y por mi pulso, que aún estaba muy agitado; apuesto
a que dije mil extravagancias.
Y al decir estas palabras miró a su amigo con una fijeza que lo embarazó.
-No -replicó D'Artagnan-, y si no recuerdo mal, no habéis dicho nada muy extraordinario.
-¡Ah, me asombráis! Creía haberos contado una historia de las más lamentables.
Y miraba al joven como si hubiera querido leer en lo más profundo de su corazón.
-A fe mía -dijo D'Artagnan-, parece que yo estaba aún más borracho que vos, puesto que no
me acuerdo de nada.
Athos no se fió de esta palabra y prosiguió:
-No habréis dejado de notar, mi querido amigo, que cada cual tiene su clase de borrachera:
triste o alegre; yo tengo la borrachera triste, y cuando alguna vez me emborracho, mi manía es
contar todas las historias lúgubres que la tonta de mi nodriza me metió en el cerebro. Ese es mi
defecto, defecto capital, lo admito; pero, dejando eso a un lado, soy buen bebedor.
Athos decía esto de una forma tan natural que D'Artagnan quedó confuso en su convicción.
-Oh, de algo así me acuerdo, en efecto -prosiguió el joven tratando de volver a coger la
verdad-, me acuerdo de algo así como que hablamos de ahorcados, pero como se acuerda uno
de un sueño.
-¡Ah, lo veis! -dijo Athos palideciendo y, sin embargo, tratando de reír-. Estaba seguro, los
ahorcados son mi pesadilla.
-Sí, sí -prosiguió D'Artagnan-, y, ya está, la memoria me vuelve: sí, se trataba..., esperad..., se
trataba de una mujer.
-¿Lo veis? -respondió Athos volviéndose casi lívido-. Es mi famosa historia de la mujer rubia, y
cuando la cuento es que estoy borracho perdido.
-Sí, eso es -dijo D'Artagnan-, la historia de la mujer rubia, alta y hermosa, de ojos azules. ;
-Sí, y colgada. 1
-Por su marido, que era un señor de vuestro conocimiento continuó D'Artagnan mirando
fíjamente a Athos.
-¡Y bien! Ya veis cómo se compromete un hombre cuando no sabe lo que se dice -prosiguió
Athos encogiéndose de hombros como si tuviera piedad de sí mismo-. Decididamente, no quiero
emborracharme más, D'Artagnan, es una mala costumbre.
D'Artagnan guardó silencio.
Luego Athos, cambiando de pronto de conversación:
-A propósito -dijo-, os agradezco el caballo que me habéis traído.
-¿Es de vuestro gusto? -preguntó D'Artagnan.
-Sí, pero no es un caballo de aguante.
-Os equivocáis; he hecho con él diez leguas en menos de hora y media, y no parecía más
cansado que si hubiera dado una vuelta a la plaza Saint-Sulpice.
-Pues me dais un gran disgusto.
-¿Un gran disgusto?
-Sí, porque me he deshecho de él.
-¿Cómo?
-Estos son los hechos: esta mañana me he despertado a las seis, vos dormíais como un tronco,
y yo no sabía qué hacer; estaba todavía completamente atontado de nuestra juerga de ayer;
bajé al salón y vi a uno de nuestros ingleses que ajustaba un caballo con un tratante por haber
muerto ayer el suyo a consecuencia de un vómito de sangre. Me acerqué a él, y como vi que
ofrecía cien pistolas por un alazán tostado: «Por Dios -le dije-, gentilhombre, también yo tengo
un caballo que vender.» «Y muy bueno incluso -dijo él-. Lo vi ayer, el criado de vuestro amigo lo
llevaba de la mano.» «¿Os parece que vale cien pistolas?» «Sí.» ¿Y queréis dármelo por ese
precio?» «No, pero os lo juego.» «¿Me lo jugáis?» «Sí.» «¿A qué?» «A los dados.» Y dicho y hecho;
y he perdido el caballo. ¡Ah, pero también -continuó Athos- he vuelto a ganar la montura.
D'Artagnan hizo un gesto bastante disgustado.
-¿Os contraría? -dijo Athos.
-Pues sí, os lo confieso -prosiguió D'Artagnan-. Ese caballo debía serviros para hacernos
reconocer un día de batalla; era una prenda, un recuerdo. Athos, habéis cometido un error.
-Ay, amigo mío, poneos en mi lugar -prosiguió el mosquetero-; me aburría de muerte, y
además, palabra de honor, no me gustan los caballos ingleses. Veamos, si no se trata más que
de ser reconocido por alguien, pues bien, la silla bastará; es bastante notable. En cuanto al
caballo, ya encontraremos alguna excusa para justificar su desaparición. ¡Qué diablos! Un caballo
es mortal; digamos que el mío ha tenido el muermo.
D'Artagnan no desfruncía el ceño.
-Me contraría -continuó Athos- que tengáis en tanto a esos animales, porque no he acabado mi
historia.
-¿Pues qué habéis hecho además?
-Después de haber perdido mi caballo (nueve contra diez, ved qué suerte), me vino la idea de
jugar el vuestro.
-Sí, pero espero que os hayáis quedado en la idea.
-No, la puse en práctica en aquel mismo instante.
-¡Vaya! -exclamó D'Artagnan inquieto.
-Jugué y perdí.
-¿Mi caballo?
-Vuestro caballo; siete contra ocho, a falta de un punto..., ya conocéis el proverbio.
-Athos no estáis en vuestro sano juicio, ¡os lo juro!
-Querido, ayer, cuando os contaba mis tontas historias, era cuando teníais que decirme eso, y
no esta mañana. Los he perdido, pues, con todos los equipos y todos los arneses posibles.
-¡Pero es horrible!
-Esperad, no sabéis todo; yo sería un jugador excelente si no me obstinara; pero me obstino,
es como cuando bebo; me encabezoné entonces. . .
-Pero ¿qué pudisteis jugar si no os quedaba nada?
-Sí quedaba, amigo mío, sí quedaba; nos quedaba ese diamante que brilla en vuestro dedo, y
en el que me fijé ayer.
-¡Este diamante! -exclamó D'Artagnan llevando con presteza la mano a su anillo.
-Y como entiendo, por haber tenido algunos propios, lo estimé en mil pistolas.
-Espero -dijo seriamente D'Artagnan medio muerto de espanto que no hayáis hecho mención
alguna de mi diamante.
-Al contrario, querido amigo; comprended, ese diamante era nuestro único recurso; con él yo
podía volver a ganar nuestros arneses y nuestros caballos, y además dinero para el camino.
-¡Athos, me hacéis temblar! -exclamó D Artagnan.
-Hablé, pues, de vuestro diamante a mi contrincante, que también había reparado en él. ¡Qué
diablos, querido, lleváis en vuestro dedo una estrella del cielo, y queréis que no le presten
atención! ¡Im posible!
-¡Acabad, querido, acabad -dijo D'Artagnan-, porque, por mi honor, con vuestra sangre fría me
hacéis morir!
-Dividimos, pues, ese diamante en diez partes de cien pistolas cada una.
-¡Ah! ¿Queréis reíros y probarme? -dijo D'Artagnan a quien la cólera comenzaba a cogerle por
los cabellos como Minerva coge a Aquiles en la Ilíada.
-No, no bromeo, por todos los diablos. ¡Me hubiera gustado ve ros a vos! Hacía quince días que
no había visto un rostro humano y que estaba allí embruteciéndome empalmando una botella
tras otra.
-Esa no es razón para jugar un diamante -respondió D Artagnan apretando su mano con una
crispacion nerviosa.
-Escuchad, pues, el final: diez partes de cien pistolas cada una, en diez tiradas sin revancha. En
trece tiradas perdí todo. ¡En trece tiradas! El número trece me ha sido siempre fatal, era el trece
del mes de julio cuando...
-¡Maldita sea! -exclamó D'Artagnan levantándose de la mesa-. La historia del día hace olvidar la
de la noche.
-Paciencia -dijo Athos- y tenía un plan. El inglés era un extravagante, yo lo había visto por la
mañana hablar con Grimaud y Grimaud me había advertido que le había hecho proposiciones
para entrar a su servicio. Me jugué a Grimaud, el silencioso Grimaud dividido en diez porciones.
-¡Ah, vaya golpe! -dijo D'Artagnan estallando de risa a pesa suyo.
-¡El mismo Grimaud! ¿Oís esto? Y con las diez partes de Grimaud que no vale en total un
ducado de plata, recuperé el diamante. Ahora decid si la persistencia no es una virtud.
-¡Y a fe que bien rara! -exclamó D'Artagnan consolado y soste niéndose los hijares de risa.
-Como comprenderéis, sintiéndome en vena, me puse al punto a jugar el diamante.
-¡Ah, diablos! -dijo D'Artagnan ensombreciéndose de nuevo.
-Volví a ganar vuestros arneses, después vuestro caballo, luego mis arneses, luego mi caballo,
luego lo volví a perder. En resumen, conseguí vuestro arnés, luego el mío. Ahí estamos. Una
tirada soberbia; y ahí me he quedado.
D'Artagnan respiró como si le hubieran quitado la hostería de encima del pecho.
-En fin, que me queda el diamante -dijo tímidamente.
-¡Intacto, querido amigo! Además de los arneses de vuestro bucéfalo y del mío.
-Pero ¿qué haremos de nuestros arneses sin caballos?
-Tengo una idea sobre ellos.
-Athos, me hacéis temblar.
-Escuchad, vos no habéis jugado hace mucho tiempo, D'Artagnan.
-Y no tengo ganas de jugar.
-No juremos. No habéis jugado hace tiempo, decía yo, y por eso debéis tener buena mano.
- ¿Y después?
-Pues que el inglés y su acompañante están todavía ahí. He observado que lamentaban mucho
los arneses. Vos parecéis tener en mucho vuestro caballo. En vuestro lugar, yo jugaría vuestros
arneses contra vuestro caballo.
-Pero él no querrá un solo arnés.
-Jugad los dos, pardiez. Yo no soy tan egoísta como vos.
-¿Haríais eso? -dijo D'Artagnan indeciso, tanto comenzaba a ganarle la confianza, a su costa,
de Ahtos.
-Palabra de honor, de una sola tirada.
-Pero es que, después de haber perdido los caballos, quisiera conservar los arneses.
-Jugad entonces vuestro diamante.
-Oh, esto es otra cosa; nunca, nunca.
-¡Diablos! -dijo Athos-. Yo os propondría jugaros a Planchet; pero como eso ya está hecho,
quizá el inglés no quiera.
-Decididamente, mi querido Athos -dijo D'Artagnan-, prefiero no arriesgar nada.
-¡Es una lástima! -dijo fríamente Athos-. El inglés está forrado de pistolas. ¡Ay, Dios mío!
Ensayad una tirada, una tirada se juega
-¿Y si pierdo?
-Ganaréis.
-Pero ¿y si pierdo?
-Pues entonces le daréis los arneses.
-Vaya entonces una tirada -dijo D'Artagnan.
Athos se puso a buscar al inglés y lo encontró en la cuadra, donde examinaba los arneses con
ojos ambiciosos. La ocasión era buena. Puso sus condiciones: los dos arneses contra un caballo o
cien pistolas a escoger. El inglés calculó rápido: los dos arneses valían trescienta: pistolas los
dos; aceptó.
D'Artagnan echó los dados temblando, y sacó un número tres; su palidez espantó a Athos, que
se contentó con decir:
-Qué mala tirada, compañero; tendréis caballos con arneses señor.
El inglés, triunfante, no se molestó siquiera en hacer rodar los da dos, los lanzó sobre la mesa
sin mirarlos, tan seguro estaba de su victoria; D'Artagnan se había vuelto para ocultar su mal
humor.
-Vaya, vaya, vaya -dijo Athos con su voz tranquila, esa tirado de dados es extraordinaria, no la
he visto más que cuatro veces en m vida: dos ases.
El inglés miró y quedó asombrado; D'Artagnan miró y quedó encantado.
-Sí -continuó Athos-, solamente cuatro veces: una vez con el señor de Créquy; otra vez en mi
casa, en el campo, en mi castillo de... cuando yo tenía un castillo; una tercera vez con el señor
de Tréville donde nos sorprendió a todos; y finalmente, una cuarta vez en la taberna, donde me
tocó a mí y donde yo perdí por ella cien luises y una cena.
-Entonces el señor recupera su caballo -dijo el inglés.
-Cierto -dijo D'Artagnan
-¿Entonces no hay revancha?
-Nuestras condiciones estipulaban que nada de revancha, ¿lo re cordáis?
-Es cierto; el caballo va a ser devuelto a vuestro criado, señor
-Un momento -dijo Athos-; con vuestro permiso, señor, solicito decir unas palabras a mi amigo.
-Decídselas.
Athos llevó a parte a D'Artagnan.
-¿Y bien? -le dijo D'Artagnan-. ¿Qué quieres ahora, tentador? Quieres que juegue, ¿no es eso?
-No, quiero que reflexionéis.
-¿En qué?
-¿Vais a tomar el caballo, no es así?
-Claro.
-Os equivocáis, yo tomaría las cien pistolas; vos sabéis que os habéis jugado los arneses contra
el caballo o cien pistolas, a vuestra elección.
-Sí.
-Yo tomaría las cien pistolas.
-Pero yo, yo me quedo con el caballo.
-Os equivocáis, os lo repito. ¿Qué haríamos con un caballo para nosotros dos? Yo no pienso
montar en la grupa, tendríamos la pinta de los dos hijos de Aymón, que han perdido a sus
hermanos; no podéis humillarme cabalgando a mi lado, cabalgando sobre ese magnífico
destrero. Yo, sin dudar un solo instante, cogería las cien pistolas, necesitamos dinero para volver
a Paris.
-Yo me quedo con el caballo, Athos.
-Pues os equivocáis, amigo mío: un caballo tiene un extraño, un caballo tropieza y se rompe las
patas, un caballo come en un pesebre donde ha comido un caballo con muermo: eso es un
caballo o cien pistolas perdidas; hace falta que el amo alimente a su caballo, mientras que, por el
contrario, cien pistolas alimentan a su amo.
-Pero ¿cómo volveremos?
-En los caballos de nuestros lacayos, pardiez. Siempre se verá en el aire de nuestras figuras
que somos gentes de condición.
-Vaya figura que vamos a hacer sobre jacas, mientras Aramis y Porthos caracolean sobre sus
caballos.
-¡Aramis! ¡Porthos! -exclamó Athos, y se echó a reír.
-¿Qué? -preguntó D'Artagnan, que no comprendía nada la hilar¡dad de su amigo.
-Bien, bien, sigamos -dijo Athos.
-O sea, que vuestra opinión...
-Es coger las cien pistolas, D'Artagnan; con las cien pistolas va mos a banquetear hasta fin de
mes: hemos enjugado fatigas y estará bien que descansemos un poco.
-¡Yo reposar! Oh, no, Athos; tan pronto como esté en Paris me pongo a buscar a esa pobre
mujer.
-Y bien, ¿creéis que vuestro caballo os será tan útil para eso corno buenos luises de oro?
Tomad las cien pistolas, amigo mío, tomad las cien pistolas.
D'Artagnan sólo necesitaba una razón para rendirse. Esta le pareció excelente. Además,
resistiendo tanto tiempo, temía parecer egoísta a los ojos de Athos; accedió, pues, y eligió las
cien pistolas que el inglés le entregó en el acto.
Luego no se pensó más que en partir. Además, hechas las paces con el alberguista, el viejo
caballo de Athos costó seis pistolas; D'Artagnan y Athos cogieron los caballos de Planchet y de
Grimaud, y los dos criados se pusieron en camino a pie, llevando las sillas sobre sus cabezas.
Por mal montados que fueran los dos amigos, pronto tomaron la delantera a sus criados y
llegaron a Crèvecoeur. De lejos divisaron a Aramis melancólicamente apoyado en su ventana, y
mirando como mi hermana Anne levantarse polvaredas en el horizonte.
-¡Hola! ¡Eh, Aramis! ¿Qué diablos hacéis ahí? -gritaron los dos amigos.
-¡Ah, sois vos, D'Artagnan; sois vos, Athos! -dijo el joven-. Pensaba con qué rapidez se van los
bienes de este mundo, y mi caballo inglés, que se aleja y que acaba de aparecer en medio de un
torbellino de polvo, era una imagen viva de la fragilidad de las cosas de la tierra.
La vida misma puede resolverse en tres palabras: Erat, est, fuit.
-¿Y eso qué quiere decir en el fondo? -preguntó D'Artagnan, que comenzaba a sospechar la
verdad.
-Esto quiere decir que acaba de hacer un negocio de tontos: sesenta luises por un caballo que,
por la manera en que se va, puede hacer al trote cinco leguas por hora.
D'Artagnan y Athos estallaron en carcajadas.
-Mi querido Athos -dijo Aramis-: no me echéis la culpa, os lo suplico; la necesidad no tiene ley;
además yo soy el primer castigado, puesto que este infame chalán me ha robado por lo menos
cincuenta luises. Vosotros sí que tenéis buen cuidado; venís sobre los caballos de vuestros
lacayos y hacéis que os lleven vuestros caballos de lujo de la mano, despacio y a pequeñas
jornadas.
En aquel mismo instante, un furgón que desde hacía unos momentos venía por la ruta de
Amiens, se detuvo y se vio salir a Grimaud y a Planchet con sus sillas sobre la cabeza. El furgón
volvía de vacío hacia París y los dos lacayos se habían comprometido, a cambio de su transporte,
a aplacar la sed del cochero durante el camino.
-¿Cómo? -dijo Aramis, viendo lo que pasaba-. ¿Nada más que las sillas?
-¿Comprendéis ahora? -dijo Athos.
-Amigos míos, exactamente igual que yo. Yo he conservado el arnés por instinto. ¡Hola, Bazin!
Llevad mi arnés nuevo junto al de esos señores.
-¿Y qué habéis hecho de vuestros curas? -preguntó D'Artagnan.
-Querido, los invité a comer al día siguiente -dijo Aramis-; hay aquí un vino exquisito, dicho sea
de paso; los emborraché lo mejor que pude; entonces el cura me prohibió dejar la casaca y el
jesuita me rogó que le haga recibir de mosquetero.
-¡Sin tesis! -exclamó D'Artagnan-. Sin tesis. Pido la supresión de la tesis.
-Desde entonces -continuó Aramis-, vivo agradablemente. He comenzado un poema en versos
de una sílaba; es bastante difícil, pero el mérito en todo está en la dificultad. La materia es
galante, os leeré el primer canto, tiene cuatrocientos versos y dura un minuto.
-¡A fe mía, mi querido Aramis! -dijo D'Artagnan, que detestaba casi tanto los versos como el
latín-. Añadid al mérito de la dificultad el de la brevedad, y al menos seguro que vuestro poema
tiene dos méritos.
-Además -continuó Aramis-, respira pasiones, ya veréis. ¡Ah!, amigos míos, ¿volveremos a
París? Bravo, yo estoy dispuesto; vamos, pues, a volver a ver a ese bueno de Porthos tanto
mejor. ¿Creeríais que echo en falta a ese gran necio? El no hubiera vendido su caballo, ni
siquiera a cambio de un reino. Quería verlo ya sobre su animal y su silla. Estoy seguro de que
tendrá pinta de Gran Mogol.
Se hizo un alto de una hora para dar respiro a los caballos; Aramis saldó sus cuentas, colocó a
Bazin en el furgón con sus camaradas y se pusieron en ruta para ir en busca de Porthos.
Lo encontraron de pie, menos pálido de lo que lo había visto D'Artagnan durante su primera
visita, y sentado a una mesa en la que, aunque estuviese solo, había comida para cuatro
personas; aquella comida se componía de viandas galanamente aderezadas, de vinos escogidos y
de frutos soberbios.
-¡Ah, pardiez! -dijo levantándose-. Llegáis a punto, señores, estaba precisamente en la sopa y
vais a comer conmigo.
-¡Oh, oh! -dijo D'Artagnan-. No es Mosquetón quien ha cogido a lazo tales botellas; además,
aquí hay un fricandó mechado y un filete de buey...
-Me voy recuperando -dijo Porthos-, me voy recuperando; nada debilita tanto como esos
malditos esguinces. ¿Habéis tenido vos esguinces, Athos?
-Jamás; sólo recuerdo que en nuestra escaramuza de la calle de Férou recibí una estocada que
al cabo de quince o dieciocho días me produjo exactamente el mismo efecto.
-Pero esta comida no era sólo para vos, mi querido Porthos -dijo Aramis.
-No -dijo Porthos-; esperaba a algunos gentileshombres de la vecindad que acaban de
comunicarme que no vendrán; vos los reemplazaréis, y yo no perderé en el cambio. ¡Hola,
Mosquetón! ¡Sillas, y que se doblen las botellas!
-¿Sabéis lo que estamos comiendo? -dijo Athos al cabo de diez minutos.
-Pardiez -respondió D'Artagnan-; yo como carne de buey mechada con cardos y con tuétanos.
-Y yo chuletas de cordero -dijo Porthos.
-Y yo una pechuga de ave -dijo Aramis.
-Todos os equivocáis, señores -respondió Athos-; coméis caballo.
-¡Vamos! -dijo D'Artagnan.
-¿Caballo? -preguntó Aramis con una mueca de disgusto.
Sólo Porthos no respondió.
-Sí, caballo, ¿no es cierto, Porthos, que comemos caballo? Quizá incluso con arreos y todo.
-No, señores; he guardado el arnés -dijo Porthos.
-A fe que todos somos iguales -dijo Aramis-; se diría que está bamos de acuerdo.
-¡Qué queréis! -dijo Porthos-. Este caballo causaba vergüenza a mis visitantes y no he querido
humillarlos.
-Y en cuanto a vuestra duquesa, sigue en las aguas, ¿no es cierto? -prosiguió D'Artagnan.
-Allí sigue -respondió Porthos-. Palabra que el gobernador de la provincia, uno de los
gentileshombres que esperaba a cenar hoy, parecía desearlo tanto que se lo he dado.
-¡Dado! -exclamó D'Artagnan.
-¡Oh, Dios mío! ¡Sí, dado! Esa es la palabra -dijo Porthos-; porque ciertamente valía ciento
cincuenta luises, y el ladrón no ha querido pagármelo más que en ochenta.
-¿Sin la silla? -dijo Aramis.
-Sí, sin la silla.
-Observaréis, señores -dijo Athos-, que, pese a todo, Porthos ha sido el que mejor negocio ha
hecho de todos nosotros.
Se produjo entonces un hurra de risas que dejaron al pobre Porthos completamente atónito;
pero pronto se le explicó la razón de aquella hilaridad, que él compartió ruidosamente, según su
costumbre.
-¿De modo que todos tenemos dinero? -dijo D'Artagnan.
-No por lo que mí toca -dijo Athos-; me ha parecido tan bueno el vino español de Aramis que
he hecho cargar sesenta botellas en el furgón de los lacayos; eso me ha dejado sin nada.
-En cuanto a mí -dijo Aramis-, imaginaos que di hasta mi último céntimo a la iglesia de
Montdidier y a los jesuitas de Amiens, he tenido que hacerme cargo de los compromisos que
había contraído, misas encargadas por mí y para vos, señores; que se dirán, señores, y que no
dudo que nos han de servir de maravilla.
-Y yo -dijo Porthos-, ¿creéis que mi esguince no me ha costa do nada? Sin contar la herida de
Mosquetón, por la que he tenido que hacer venir al cirujano dos veces al día, el cual me ha
hecho pagar doble sus visitas, so pretexto de que ese imbécil de Mosquetón había ido a recibir
una bala en un lugar que no se enseña generalmente más que a los boticarios; por eso le he
recomendado encarecidamente no volver a dejarse herir ahí.
-Vamos, vamos -dijo Athos, cambiando una sonrisa con D'Artagnan y Aramis-, veo que os
habéis comportado a lo grande con vuestro pobre mozo; es propio de un buen amo.
-En resumen -continuó Porthos-: pagados mis gastos, me quedará una treintena de escudos.
-Y a mí una decena de pistolas -dijo Aramis.
-Vamos -dijo Athos-, parece que nosotros somos los Cresos de la sociedad. De vuestras cien
pistolas, ¿cuánto os queda, D'Artagnan?
-¿De mis cien pistolas? En primer lugar, os he dado cincuenta.
-¿Eso creéis?
-¡Pardiez!
-Ah, es cierto, ahora me acuerdo.
-Luego he pagado seis al hostelero.
-¡Qué animal de hostelero! ¿Por qué le habéis dado seis pistolas?
-Es lo que vos me dijisteis que le diese.
-Es cierto que soy demasiado bueno. En resumen, ¿qué queda?
-Veinticinco pistolas -dijo D'Artagnan.
-Y yo -dijo Athos, sacando algo de calderilla de su bolsillo-, yo...
-Vos, nada.
-A fe que es tan poco que no merece la pena juntarlo en el montón.
-Ahora calculemos cuánto poseemos en total. ¿Porthos?
-Treinta escudos.
-¿Aramis?
-Diez pistolas.
-¿Y vos, D'Artagnan?
-Veinticinco.
-Eso hace un total... -dijo Athos.
-Cuatrocientas setenta y cinco libras -dijo D'Artagnan, que contaba como Arquímedes.
-Llegados a Paris, tendremos todavía cuatrocientas -dijo Porthos-, además de los arneses.
-Pero ¿nuestros caballos de escuadrón? -dijo Aramis.
-Bueno, los cuatro caballos de los lacayos nos servirán como dos de amo, que echaremos a
suertes; con las cuatrocientas libras se hará una mitad para uno de los desmontados, luego
dejaremos las migajas de nuestros bolsillos a D'Artagnan, que tiene buena mano y que irá a
jugarlas al primer garito.
-Cenemos entonces -dijo Porthos-; esto se enfría.
Los cuatro amigos, más tranquilos desde entonces por su futuro, hicieron honor a la comida,
cuyas sobras fueron abandonadas a los señores Mosquetón, Bazin, Planchet y Grimaud.
Al llegar a París, D'Artagnan encontró una carta del señor de Tréville, quien le prevenía de que,
a petición suya, el rey acababa de concederle el favor de ingresar en los mosqueteros.
Como esto era todo lo que D'Artagnan ambicionaba en el mundo, aparte por supuesto, de
volver a encontrar a la señora Bonacieux, corrió todo contento en busca de sus camaradas, a los
que acababa de dejar hacía media hora, y a los que encontró muy tristes y muy preocupados.
Estaban reunidos todos en consejo en casa de Athos, cosa que indicaba siempre circunstancias
de cierta gravedad.
El señor de Tréville acababa de hacerles avisar que la intención muy meditada de Su Majestad
era iniciar la campaña el primero de mayo, y tenían que preparar de inmediato los equipos.
Los cuatro filósofos se miraron todo pasmados: el señor de Tréville no bromeaba en materia de
disciplina.
-¿Y en cuánto estimáis esos esquipos? -dijo D'Arta gnan.
-¡Oh! No hay más que decirlo -prosiguió Aramis-, acabamos de hacer nuestras cuentas con una
cicatería de espartanos y necesita mos cada uno de nosotros mil quinientas libras.
-Cuatro por quinientas son dos mil; o sea, en total seis mil libras -dijo Athos.
-Yo creo -dijo D'Artagnan- que bastará con mil libras cada uno; cierto que no hablo como
espartano, sino como procurador...
Esta palabra de procurador despertó a Porthos.
-¡Vaya, tengo una idea! -dijo.
-Algo es algo; yo no tengo siquiera ni la sombra de una -dijo fríamente Athos-; en cuanto a
D'Artagnan, señores, la felicidad de ser en adelante uno de nosotros le ha vuelto loco. ¡Mil libras!
Declaro que para mí sólo necesito dos mil.
-Cuatro or dos son ocho -dijo entonces Aramis-; por tanto, son ocho mil liras las que
necesitamos para nuestros equipos, equipos de los que, es cierto, tenemos ya las sillas.
-Además -dijo Athos, esperando a que D'Artagnan, que iba a dar las gracias al señor de
Tréville, hubiese cerrado la puerta-; además de ese hermoso diamante que brilla en el dedo de
nuestro amigo. ¡Qué diablo! D'Artagnan es demasiado buen camarada para dejar a sus hermanos
en el apuro cuando lleva en su dedo corazon el rescate de un rey.
Capítulo XXIX
La caza del equipo
El más preocupado de los cuatro amigos era, por supuesto, D'Artagnan, aunque D'Artagnan, en
su calidad de guardia, fuera más fácil de equipar que los señores mosqueteros, que eran
señores; pero nuestro cadete de Gascuña era, como se habrá podido ver, de un carácter previsor
y casi avaro, aunque también fantasioso hasta el punto (explicad los contrarios) de poderse
comparar con Porthos. A aquella preocupación de su vanidad D'Artagnan unía en aquel momento
una inquietud menos egoísta. Pese a algunas informaciones que había podido recibir sobre la
señora Bonacieux, no le había llegado ninguna noticia. El señor de Tréville había hablado de ello
a la reina: la reina ignoraba dónde estaba la joven mercera y habría prometido hacerla buscar.
Pero esta promesa era muy vaga y apenas tranquilizadora para D'Artagnan.
Athos no salía de su habitación: había decidido no arriesgar una zancada para equiparse.
-Nos quedan quince días -les decía a sus amigos-; pues bien, si al cabo de quince días no he
encontrado nada mejor, si nada ha ve nido a encontrarme, como soy buen católico para
romperme la cabeza de un disparo, buscaré una buena pelea a cuatro guardias de su Eminencia
o a ocho ingleses y me batiré hasta que haya uno que me mate, lo cual, con esa cantidad, no
puede dejar de ocurrir. Se dirá entonces que he muerto por el rey, de modo que habré cumplido
con mi deber sin tener necesidad de equiparme.
Porthos seguía paseándose con las manos a la espalda, moviendo la cabeza de arriba abajo y
diciendo:
-Sigo en mi idea.
Aramis, inquieto y despeinado, no decía nada.
Por estos detalles desastrosos puede verse que la desolación reinaba en la comunidad.
Los lacayos, por su parte, como los corceles de Hipólito, compartían la triste pena de sus amos.
Mosquetón hacía provisiones de mendrugos de pan; Bazin, que siempre se había dado a la
devoción, no dejaba las iglesias; Planchet miraba volar las moscas, y Grimaud, al que la penuria
general no podía decidir a romper el silencio impuesto por su amo, lanzaba suspiros como para
enternecer a las piedras.
Los tres amigos, porque, como hemos dicho, Athos había jurado no dar un paso para
equiparse, los tres amigos salían, pues, al alba y volvían muy tarde. Erraban por las calles
mirando al suelo para saber si las personas que habían pasado antes que ellos no habían dejado
alguna bolsa. Se hubiera dicho que seguían pistas, tan atentos estaban por donde quiera que
iban. Cuando se encontraban, teman miradas desoladas que querían decir: ¿Has encontrado
algo?
Sin embargo como Porthos había sido el primero en dar con su idea y como había persistido en
ella, fue el primero en actuar. Era un hombre de acción aquel digno Porthos. D'Artagnan lo vio un
día encantinarse hacia la iglesia de Saint-Leu, y lo siguió instintivamente: entró en el lugar santo
después de haberse atusado el mostacho y estirado su perilla, lo cual anunciaba de su parte las
intenciones más conquistadoras. Como D'Artagnan tomaba algunas precauciones para esconderse,
Porthos creyó no haber sido visto. D'Artagnan entró tras él; Porthos fue a situarse al lado
de un pilar; D'Artagnan, siempre sin ser visto, se apoyó en otro.
Precisamente había sermón, lo cual hacía que la iglesia estuviera abarrotada. Porthos
aprovechó la circunstancia para echar una ojeada a las mujeres; gracias a los buenos cuidados
de Mosquetón, el, exterior estaba lejos de anunciar las penurias del interior: su sombrero estaba
ciertamente algo pelado, su pluma descolorida, sus brocados algo deslustrados, sus puntillas
bastante raídas, pero a media luz todas estas bagatelas desaparecían y Porthos seguía siendo el
bello Porthos.
D'Artagnan observó en el banco más cercano al pilar donde Porthos y él estaban adosados una
especie de beldad madura, algo amarillenta, algo seca, pero tiesa y altiva bajo sus cofias negras.
Los ojos de Porthos se dirigían furtivamente hacia aquella dama, luego mariposeaban a lo lejos
por la nave.
Por su parte, la dama, que de vez en cuando se ruborizaba, lanzaba con la rapidez del rayo
una mirada sobre el voluble Porthos, y al punto los ojos de Porthos se ponían a mariposear con
furor. Era claro que se trataba de un manejo que hería vivamente a la dama de las cofias negras,
porque se mordía los labios hasta hacerse sangre, se arañaba la punta de la nariz y se agitaba
desesperadamente en su asiento.
Al verlo, Porthos se atusó de nuevo su mostacho, estiró una segunda vez su perilla y se puso a
hacer señales a una bella dama que estaba junto al coro, y que no solamente era una bella
dama, sino que sin duda se trataba de una gran dama, porque tenía tras ella un negrito que
había llevado el cojín sobre el que estaba arrodillada, y una doncella que sostenía el bolso
bordado con escudo de armas en que se guardaba el libro con que seguía la misa.
La dama de las cofias negras siguió a través de sus vueltas la mirada de Porthos, y comprobó
que se detenía sobre la dama del cojín de terciopelo, del negrito y de la doncella.
Mientras tanto, Porthos jugaba fuerte: guiños de ojos, dedos puestos sobre los labios,
sonrisitas asesinas que realmente asesinaban a la hermosa desdeñada.
Por eso, en forma de mea culpa y golpeándose el pecho, ella lanzó un ¡hum! tan vigoroso que
todo el mundo, incluso la dama del cojín rojo, se volvió hacia su lado; Porthos permaneció
impasible, aunque había comprendido bien, pero se hizo el sordo.
La dama del cojín rojo causó gran efecto, porque era muy bella, en la dama de las cofias
negras, que vio en ella una rival realmente peligrosa: un gran efecto sobre Porthos, que la
encontró más hermosa que la dama de las cofias negras; un gran efecto sobre D'Artagnan, que
reconoció a la dama de Meung, de Calais y de Douvres, a la que su perseguidor, el hombre de la
cicatriz, había saludado con el nombre de milady.
D'Artagnan, sin perder de vista a la dama del cojín rojo, continuó siguiendo los manejos de
Porthos, que le divertían mucho; creyó adivinar que la dama de las cofias negras era la
procuradora de la calle Aux Ours, tanto más cuanto que la iglesia de Saint-Leu no estaba muy
alejada de la citada calle.
Adivinó entonces por inducción que Porthos trataba de tomarse la revancha por la derrota de
Chantilly, cuando la procuradora se había mostrado tan recalcitrante respecto a la bolsa.
Pero en medio de todo aquello, D'Artagnan notó también que su rostro no correspondía a las
galanterías de Porthos. Aquello no eran más que quimeras ilusiones; pero para un amor real,
para unos celos verdaderos, ¿hay otra realidad que las ilusiones y las quimeras?
El sermón acabó; la procuradora avanzó hacia la pila de agua bendita; Porthos se adelantó y,
en lugar de un dedo, metió toda la mano. La procuradora sonrió, creyendo que era para ella, por
lo que Porthos hacía aquel extraordinario, pero pronto y cruelmente fue desengañada: cuando
sólo estaba a tres pasos de él, éste volvió la cabeza, fijando de modo invariable los ojos sobre la
dama del cojín rojo, que se había levantado y que se acercaba seguida de su negrito y de su
doncella.
Cuando la dama del cojín rojo estuvo junto a Porthos, Porthos sacó su mano toda chorreante
de la pila; la bella devota tocó con su mano afilada la gruesa mano de Porthos, hizo, sonriendo,
la señal de la cruz y selió de la iglesia.
Aquello fue demasiado para la procuradora; no dudó de que aquella dama y Porthos estaban
requebrándose. Si hubiera sido una gran dama, se habría desmayado; pero como no era más
que una procuradora, se contentó con decir al mosquetero con un furor concentrado:
-¡Eh, señor Porthos! ¿No me vais a ofrecer a mí agua bendita?
Al oír aquella voz, Porthos se sobresaltó como lo haría un hombre que se despierta tras un
sueño de cien años.
-Se..., señora -exclamó él-. ¿Sois vos? ¿Cómo va vuestro marido, mi querido señor Coquenard?
¿Sigue tan pícaro como siempre? ¿Dónde tenía yo los ojos, que no os he visto siquiera en las dos
horas que ha durado ese sermón?
-Estaba a dos pasos de vos, señor -respondió la procuradora-, y no me habéis visto porque no
teníais ojos más que para la hermosa dama a quien acabáis de dar agua bendita.
Porthos fingió estar apurado.
-¡Ah! -dijo-. Habéis notado...
-Hay que estar ciego para no verlo.
-Sí -dijo displicentemente Porthos-; es una duquesa amiga mía con la que tengo muchos
problemas para encontrarme por los celos de su marido, y que me había avisado que vendría
hoy, sólo para verme, a esta pore iglesia, en este barrio perdido.
-Señor Porthos -dijo la procuradora- ¿tendríais la bondad de ofrecerme el brazo durante cinco
minutos? Hablaría de buena gana con vos.
-Por supuesto, señora -dijo Porthos, guiñándose un ojo a sí mismo como un jugador que ríe de
la víctima que va a hacer.
En aquel momento, D'Artagnan pasaba persiguiendo a milady; lanzó una ojeada hacia Porthos
y vio aquella mirada triunfante.
-¡Vaya, vaya! -se dijo a sí mismo, razonando sobre el sentido de la moral extrañamente fácil de
aquella época galante-. Ahí hay uno que fácilmente podrá equiparse en el plazo previsto.
Porthos, cediendo a la presión del brazo de su procuradora como una barca cede al gobernalle,
llegó al claustro de Saint-Magloire, pasaje poco frecuentado, encerrado por molinetes en sus dos
extremos. No se veía, por el día, más que mendigos comiendo o niños jugando.
-¡Ah, señor Porthos! -exclamó la procuradora cuando se hubo tranquilizado de que nadie
extraño a la población habitual de la localidad podía verlos ni oírlos-. Vaya, señor Porthos, estáis
hecho un conquistador, según parece.
-¿Yo, señora? -dijo Porthos engallándose-. ¿Y eso por qué?
-¿Y las señas de hace un momento, y el agua bendita? Pero por lo menos es una princesa esa
dama, con su negrito y su doncella.
-Os equivocáis. Dios mío, no -respondió Porthos-, es simplemente una duquesa.
-¿Y ese recadero que la esperaba en la puerta, y esa carroza con un cochero de lujosa librea
que esperaba en su pescante?
Porthos no había visto ni el recadero ni la canoza; pero con su mirada de mujer celosa, la
señora Coquenard lo había visto todo.
Porthos lamentó no haber hecho a la dama del cojín rojo princesa a la primera.
-¡Ah, sois un muchacho amado por las hermosas, señor Porthos! -prosiguió suspirando la
procuradora.
-Pero -respondió Porthos- comprenderéis que con un físico como el que la naturaleza me ha
dotado, no dejo de tener aventuras.
-¡Dios mío! ¡Qué pronto olvidan los hombres! -exclamó la procuradora alzando los ojos al cielo.
-Menos pronto que las mujeres -respondió Porthos-; porque, en fin, señora, yo puedo decir que
he sido víctima, cuando herido, moribundo, me he visto abandonado a los cirujanos; yo, el
vástago de una familia ilustre, que me habíia fiado de vuestra amistad, he estado a punto de
morir de mis heridas, primero; y de hambre después, en un mal albergue de Chantilly, y eso sin
que vos os hayáis dignado responder una sola vez a las ardientes cartas que os he escrito.
-Pero, señor Porthos... -murmuró la procuradora, que se daba cuenta de que, a juzgar por la
conducta de las mayores damas de su tiempo, había cometido un error.
-Yo, que había sacrificado por vos a la condesa de Peñaflor...
-Lo sé.
-A la baronesa de...
-Señor Porthos, no me abruméis.
-A la duquesa de...
-Señor Porthos, sed generoso.
-Tenéis razón, señora; además, no acabaría.
-Pero es que mi marido no quiere oír hablar de prestar.
-Señora Coquenard -dijo Porthos-, acordaos de la primera carta que me escribisteis y que
conservo grabada en mi memoria.
La procuradora lanzó un gemido.
-Pero es que, además -dijo ella-, la suma que pedíais prestada era algo fuerte.
-Señora Coquenard, os daba preferencia. No he tenido más que escribir a la duquesa de... No
quiero decir su nombre, porque no sé lo que es comprometer a una mujer; pero lo que sí sé es
que yo no he tenido más que escribirle para que me enviase mil quinientos.
La procuradora derramó una lágrima.
-Señor Porthos -dijo-, os juro que me habéis castigado de sobra y que si en el futuro os
encontráis en semejante paso, no tendréis más que dirigiros a mí.
-Dejémoslo, señora -dijo Porthos, como sublevado-; no hablemos de dinero, por favor, es
humillante.
-¡Así que no me amáis ya! -dijo lenta y tristemente la procuradora.
Porthos guardó un silencio majestuoso.
-¿Así es como me respondéis? ¡Ay, comprendo!
-Pensad en la ofensa que me habéis hecho, señora; se me ha quedado aquí -dijo Porthos,
poniendo la mano en su corazón y apretando con fuerza.
-¡Yo la repararé, mi querido Porthos!
-Además, ¿qué os pedía? -prosiguió Porthos con un movimiento de hombros lleno de sencillez-.
Un préstamo, nada más. Después de todo, no soy un hombre poco razonable. Sé que no sois
rica, señora Coquenard, que vuestro marido está obligado a sangrar a los pobres litigantes para
sacar unos pobres escudos. Si fueseis condesa, marquesa o duquesa, sería distinto, y en tal caso
no podría perdonaros.
La procuradora se picó.
-Sabed, señor Porthos -dijo ella-, que mi caja fuerte, por muy caja fuerte de procuradora que
sea, está quizá mejor provista que la de todas vuestras remilgadas anruinadas.
-Doble ofensa la que me hacéis entonces -dijo Porthos soltando el brazo de la procuradora de
debajo del suyo-; porque si vos sois rica, señora Coquenard, entonces no hay excusa que valga
en vuestra negativa.
-Cuando digo rica -prosiguió la procuradora, que vio que se había dejado arrastrar demasiado
lejos-, no hay que tomar la palabra al pie de la letra. No soy lo que se dice rica, pero vivo
holgada.
-Mirad, señora -dijo Porthos-, no hablemos más de todo eso, os lo suplico. Me habéis
despreciado; entre nosotros la simpatía se apagó.
-¡Qué ingrato sois!
-¡Ah, encima podéis quejaros! -dijo Porthos.
-¡Idos, pues, con vuestra bella duquesa! Yo no os retengo.
-¡Vaya, por lo menos no está tan seca como creo!
-Veamos, señor Porthos, una vez más, la última: ¿Aún me amáis?
-¡Ah, señora! -dijo Porthos con el tono más melancólico que pudo adoptar-. Justo cuando
vamos a entrar en campaña, en una campaña en que mis presentimientos me dicen que sere
muerto...
-¡Oh, no digáis esas cosas! -exclamó la procuradora estallando en sollozos.
-Algo me lo dice -continuó Porthos, poniéndose más y más melancólico.
-Decid mejor que tenéis un nuevo amor.
-No, os hablo sinceramente. Ningún nuevo amor me conmueve, e incluso siento aquí, en el
fondo de mi corazón, algo que habla por vos. Pero dentro de quince días, como sabéis o como
quizá no sepáis, esa fatal campaña empieza: voy a estar muy preocupado por mi equipo. Luego
voy a hacer un viaje para ver a mi familia, en el fondo de Bretaña, para conseguir la suma
necesaria para mi partida.
Porthos notó un último combate entre el amor y la avaricia.
-Y como -continuó- la duquesa que acabáis de ver en la iglesia tiene sus tierras junto a las
mías, haremos el viaje juntos. Los viajes, como sabéis, parecen mucho menos largos cuando se
hacen acompañado.
-¿No tenéis ningún amigo en Paris, señor Porthos? -dijo la procuradora.
-Creía tenerlo -dijo Porthos adoptando su aire melancólico-, pero he visto claramente que me
equivocaba.
-Lo tenéis, señor Porthos, lo tenéis -prosiguió la procuradora en un transporte que le
sorprendió a ella misma-; venid mañana a casa. Vos sois hijo de mi tía, por tanto mi primo; venís
de Noyon, en Picardía; tenéis varios procesos en Paris y estáis sin procurador. ¿Habéis retenido
todo esto?
-Perfectamente, señora.
-Venid a la hora de la comida.
-Muy bien.
-Y manteneos firme ante mi marido, que es marrullero pese a sus setenta y seis años.
-¡Setenta y seis años! ¡Diablo! ¡Hermosa edad! -repuso Porthos. -La edad madura, querréis
decir, señor Porthos. Por eso el pobre hombre puede dejarme viuda de un momento a otro
-continuó la procuradora lanzando una mirada significativa a Porthos-. Afortunadamente, por
contrato de matrimonio, nos hemos pasado todo al último que viva.
-¿Todo? -dijo Porthos.
-Todo.
-Ya veo que sois una mujer precavida, mi querida señora Coquenard -dijo Porthos apretando
tiernamente la mano de la procuradora.
-¿Estamos, pues, reconciliados, querido señor Porthos? -dijo ella haciendo melindres.
=Para toda la vida -replicó Porthos con el mismo aire.
-Hasta la vista entonces, traidor mío.
-Hasta la vista, olvidadiza mía.
-¡Hasta mañana, angel mío!
-¡Hasta mañana, llama de mi vida!
Capítulo XXX
Milady
D'Artagnan había seguido a Milady sin ser notado por ella; la vio subir a su carroza y la oyó dar
a su cochero la orden de ir a Saint-Germain.
Era inútil tratar de seguir a pie un coche llevado al trote por dos vigorosos caballos. D'Artagnan
volvió, por tanto, a la calle Férou.
En la calle de Seine encontró a Planchet que se hallaba parado ante la tienda de un pastelero y
que parecía extasiado ante un brioche de la forma más apetecible.
Le dio orden de ir a ensillar dos caballos a las cuadras del señor de Tréville, uno para él,
D'Artagnan, y otro para Planchet, y venir a reunírsele a casa de Athos, porque el señor de
Tréville había puesto sus cuadras de una vez por todas al servicio de D'Artagnan.
Planchet se encaminó hacia la calle del Colombier y D'Artagnan hacia la calle Férou. Athos
estaba en su casa vaciando tristemente una de las botellas de aquel famoso vino español que
había traído de su viaje a Picardía. Hizo señas a Grimaud de traer un vaso para d'Arta gnan y
Grimaud obedeció como de costumbre.
D'Artagnan contó entonces a Athos todo cuanto había pasado en la iglesia entre Porthos y la
procuradora, y cómo para aquella hora su compañero estaba probablemente en camino de
equiparse.
-Pues yo estoy muy tranquilo -respondió Athos a todo este relato-; no serán las mujeres las
que hagan los gastos de mi arnés.
-Y, sin embargo, hermoso, cortés, gran señor como sois, mi querido Athos, no habría ni
princesa ni reina a salvo de vuestros dardos amorosos.
-¡Qué joven es este D'Artagnan! -dijo Athos, encogiéndose de hombros.
E hizo señas a Grimaud para que trajera una segunda botella.
En aquel momento Planchet pasó humildemente la cabeza por la puerta entreabierta y anunció
a su señor que los dos caballos estaban allí.
-¿Qué caballos? -preguntó Athos.
-Dos que el señor de Tréville me presta para el paseo y con los que voy a dar una vuelta por
Saint-Germain.
-¿Y qué vais a hacer a Saint-Germain? -preguntó aún Athos.
Entonces D'Artagnan le contó el encuentro que había tenido en la iglesia, y cómo había vuelto
a encontrar a aquella mujer que, con el señor de la capa negra y la cicatriz junto a la sien, era su
eterna preocupación.
-Es decir, que estáis enamorado de ella, como lo estáis de la señora Bonacieux -dijo Athos
encogiéndose desdeñosamente de hombros como si se compadeciese de la debilidad humana.
-¿Yo? ¡Nada de eso! -exclamó D'Artagnan-. Sólo tengo curiosidad por aclarar el misterio con el
que está relacionada. No sé por qué, pero me imagino que esa mujer, por más desconocida que
me sea y por más desconocido que yo sea para ella, tiene una influencia en mi vida.
-De hecho, tenéis razón -dijo Athos-. No conozco una mujer que merezca la pena que se la
busque cuando está perdida. La señora Bonacieux está perdida, ¡tanto peor para ella! ¡Que ella
misma se encuentre!
-No, Athos, no, os engañáis -dijo D'Artagnan-; amo a mi pobre Costance más que nunca, y si
supiese el lugar en que está, aunque fuera en el fin del rrìundo, partiría para sacarla de las
manos de sus verdugos; pero lo ignoro, todas mis búsquedas han sido inútiles. ¿Qué queréis?
Hay que distraerse.
-Distraeos, pues, con Milady, mi querido D'Artagnan; lo deseo de todo corazón, si es que eso
puede divertiros.
-Escuchad, Athos -dijo D'Artagnan-; en lugar de estaros encerrado aquí como si estuvierais en
la cárcel, montad a caballo y venid conmigo a pasearos por Saint-Germain.
-Querido -replicó Athos-, monto mis caballos cuando los tengo; si no, voy a pie.
Pues bién yo -respondió D'Artagnan sonriendo ante la misantropía de Athos, que en otro le
hubiera ciertamente herido-, yo soy menos orgulloso que vos, yo monto lo que encuentro. Por
eso, hasta luego, mi querido Athos.
-Hasta luego -dijo el mosquetero haciendo a Grimaud seña de descorchar la botella que
acababa de traer.
D'Artagnan y Planchet montaron y tomaron el camino de Saint-Germain.
A lo largo del camino, lo que Athos había dicho al joven de la señora Bonacieux le venía a la
mente. Aunque D'Artagnan no fuera de carácter muy sentimental, la linda mercera había causado
una impresión real en su corazón; como decía, estaba dispuesto a ir al fin del mundo para
buscarla. Pero el mundo tiene muchos fines por eso de que es redondo; de suerte que no sabía
hacia qué lado volverse.
Mientras tanto, iba a tratar de saber lo que Milady era. Milady había hablado con el hombre de
la capa negra, luego lo conocía. Ahora bien, en la mente de D'Artagnan era el hombre de la capa
negra el que había raptado a la señora Bonacieux la segunda vez, como la había raptado la
primera. D'Artagnan, pues, sólo mentía a medias, lo cual es mentir bien poco, cuando decía que
dedicándose a la busca de Milady se ponía al mismo tiempo a la busca de Costance.
Mientras pensaba así y mientras daba de vez en cuando un golpe de espuela a su caballo,
D'Artagnan había recorrido el camino y llegado a Saint-Germain. Acababa de bordear el pabellón
en que diez años más tarde debía nacer Luis XIV. Atravesaba una calle muy desierta, mirando a
izquierda y dlyrecha por si reconocía algún vestigio de su bella inglesa, cuando en la planta baja
de una bonita casa que según la costumbre de la época no tenía ninguna ventana que diese a la
calle, vio aparecer una figura conocida. Esta figura paseaba por una especie de terraza adornada
de flores. Planchet fue el primero en reconocerla.
-¡Eh, señor! -dijo dirigiéndose a D'Artagnan-. ¿No os acordáis de esa cara de papamoscas?
-No -dijo D'Artagnan-; y, sin embargo, estoy seguro de que no es la primera vez que veo esa
cara.
-Ya lo creo, rediez -dijo Planchet-: es el pobre Lubin, el lacayo del conde Wardes, al que tan
bien dejasteis apañado hace un mes, en Calais en el camino hacia la casa de campo del
gobernador.
-¡Ah, claro -dijo D'Artagnan-, y ahora lo reconozco! ¿Crees que él te reconocerá a ti?
-A fe, señor, que estaba tan confuso que dudo que haya guardado de mí un recuerdo muy
claro.
-Pues bien, vete entonces a hablar con ese muchacho -dijo D'Artagnan- a infórmate en la
conversación si su amo ha muerto.
Planchet se bajó del caballo, se dirigió directamente a Lubin que, en efecto, no lo reconoció, y
los dos lacayos se pusieron a hablar con el mejor entendimiento del mundo, mientras D'Artagnan
empujaba los dos caballos a una calleja y dando la vuelta a una casa volvía para asistir a la
conferencia tras un seto de avellanos.
Al cabo de un instante de observación detrás del seto oyó el ruido de un coche y vio detenerse
frente a él la carroza de Milady. No podía equivocarse, Milady estaba dentro. D'Artagnan se
tendió sobre el cuerpo de su caballo para ver todo sin ser visto.
Milady sacó su encantadora cabeza rubia por la portezuela y dio órdenes a su doncella.
Esta última, joven de veinte a veintidós años, despierta y viva, verdadera doncella de gran
dama, saltó del estribo en el que estaba senta da según la costumbre de la época y se dirigió a la
terraza en la que D'Artagnan había visto a Lubin.
D'Artagnan siguió a la doncella con los ojos y la vio encaminarse hacia la terraza. Pero, por
azar, una orden del interior había llamado a Lubin, de modo que Planchet se había quedado solo,
mirando por todas partes por qué camino había desaparecido D'Artagnan.
La doncella se aproximó a Planchet, al que tomó por Lubin, y tendiéndole un billete dijo:
-Para vuestro amo.
-¿Para mi amo? -repuso Planchet extrañado.
-Sí, y es urgente. Daos prisa.
Dicho esto ella huyó hacia la carroza, vuelta de antemano hacia el sitio por el que había
venido; se lanzó sobre el estribo y la carroza partió de nuevo.
Planchet dio vueltas y más vueltas al billete y luego, acostumbrado a la obediencia pasiva, saltó
de la terraza, se metió en la callejuela y al cabo de veinte pasos encontró a D'Artagnan, quien
habiéndolo visto todo, iba a su encuentro.
-Para vos, señor -dijo Planchet presentando el billete al joven.
-¿Para mí? -dijo D'Artagnan-. ¿Estás seguro de ello?
-Claro que estoy seguro; la doncella ha dicho: «Para tu amo.» Y yo no tengo más amo que
vos, así que... ¡Vaya real moza! A fe que...
D'Artagnan abrió la carta y leyó estas palabras:
«Una persona que se interesa por vos más de lo que puede decir, quisiera saber qué día
podríais pasear por el bosque. Mañana, en el hostal del Champ du Drap d'Or, un lacayo de negro
y rojo esperará vuestra respuesta.»
-¡Oh, oh, esto sí que va rápido! -se dijo D'Artagnan-. Parece que Milady y yo nos preocupamos
por la salud de la misma persona. Y bien, Planchet, ¿cómo va ese buen señor Wardes? Entonces,
¿no ha muerto?
-No, señor; va todo lo bien que se puede ir con cuatro estocadas en el cuerpo, porque, sin que
yo os lo reproche, le largasteis cuatro a ese buen gentilhombre, y aún está débil, porque perdió
casi toda su sangre. Como le había dicho al señor, Lubin no me ha reconocido, y me ha contado
de cabo a rabo nuestra aventura.
-Muy bien, Planchet, eres el rey de los lacayos; ahora vuelve a subir al caballo y alcancemos la
carroza.
No costó mucho; al cabo de cinco minutos divisaron la carroza detenida al otro lado de la
carretera; un caballero ricamente vestido esta ba a la portezuela.
La conversación entre Milady y el caballero era tan animada que D'Artagnan se detuvo al otro
lado de la carroza sin que nadie, salvo la linda doncella, se diera cuenta de su presencia.
La conversación transcurría en inglés, lengua que D'Artagnan no comprendía; pero por el
acento el joven creyó adivinar que la bella inglesa estaba encolerizada; terminó con un gesto que
no dejó lugar a dudas sobre la naturaleza de aquella conversación: un golpe de abanico aplicado
con tal fuerza que el pequeño adorno femenino voló en mil pedazos.
El caballero lanzó una carcajada que pareció exasperar a Milady.
D'Artagnan pensó que aquél era el momento de intervenir; de modo que se aproximó a la otra
portezuela, descubriéndose respetuosamente, y dijo:
-Señora, ¿me permitís ofreceros mis servicios? Parece que este caballero os ha encolerizado.
Decid una palabra, señora, y yo me encargo de castigarlo por su falta de cortesía.
A las primeras palabras Milady se había vuelto, mirando al joven con extrañeza, y cuando él
hubo terminado:
-Señor -dijo ella, en muy buen francés-, de todo corazón me pondría bajo vuestra protección si
la persona que me molesta no fuera mi hermano.
-¡Ah! Excusadme entonces -dijo D'Artagnan-; como comprenderéis, lo ignoraba, señora.
-¿Por qué se mezcla ese atolondrado -exclamó agachándose hasta la altura de la portezuela el
caballero al que Milady había designado como pariente suyo- y por qué no sigue su camino?
-El atolondrado lo seréis vos -dijo D'Artagnan, agachándose a su vez sobre el cuello de su
caballo y respondiendó por su lado por la portezuela-; no sigo mi camino porque me apetece
detenerme aquí.
El caballero dirigió algunas palabras en inglés a su hermana.
-Yo os hablo en francés -dijo D'Artagnan-; hacedme, pues, el placer, por favor, de
responderme en la misma lengua. Sois el hermano de la señora, de acuerdo, pero por suerte no
lo sois mío.
Podría creerse que Milady, temerosa como lo es de ordinario cualquier mujer, iría a
interponerse en aquel inicio de provocación, a fin de impedir que la querella siguiese adelante;
pero, por el contrario, se lanzó al fondo de su carroza y gritó fríamente al cochero.
-¡Deprisa, al palacio!
La linda doncella lanzó una mirada de inquietud sobre D'Artagnan, cuyo buen aspecto parecía
haber producido su efecto sobre ella.
La carroza partió dejando a los dos hombres uno frente al otro, sin ningún obstáculo material
que los separase.
El caballero hizo un movimiento para seguir al coche, pero D'Artagnan, cuya cólera ya en
efervescencia había aumentado todavía más al reconocer en él al inglés que en Amiens le había
ganado su caballo y había estado a punto de ganar a Athos su diamante, saltó a la brida y lo
detuvo.
-¡Eh, señor! -dijo-. Me parecéis todavía más atolondrado que yo, porque me da la impresión de
que olvidáis que entre nosotros hay una pequeña querella.
-¡Ah, ah! -dijo en inglés-. Sois vos, mi señor. ¿Pero es que tonéis siempre que jugar un juego a
otro!
-Sí, y eso me recuerda que tengo una revancha que tomar. Nos veremos, señor, si manejáis
tan diestramente el estoque como el cubilete.
-Veis de sobra que no llevo espada -dijo el inglés-. ¿Queréis haceros el valiente contra un
hombre sin armas?
-Espero que la tengáis en casa -replicó D'Artagnan-. En cualquier caso, yo tengo dos y, si
queréis, os prestaré una.
-Inútil -dijo el inglés-, estoy provisto de sobra de esa clase de utensilios.
-Pues bien, mi digno gentilhombre -prosiguió D'Artagnan-, elegid la más larga y venid a
enseñármela esta tarde.
-¿Dónde, si os place?
-Detrás del Luxemburgo, es un barrio encantador para paseos del género del que os propongo.
-De acuerdo, allí estaré.
-¿Vuestra hora?
-La seis.
-A propósito, probablemente tendréis también uno o dos amigos.
-Tengo tres que estarán muy honrados de jugar la misma partida que yo.
-¿Tres? Perfecto. ¡Qué coincidencia! -dijo D'Artagnan-. ¡Justo mi cuenta!
-Y ahora, ¿quién sois? -preguntó el inglés.
-Soy el señor D'Artagnan, gentilhombre gascón, que sirve en los guardias, compañía del señor
Des Essarts. ¿Y vos?
-Yo soy lord de Winter, barón de Sheffield.
-Muy bien, soy vuestro servidor, señor barón -dijo D'Artagnan-, aunque tengáis nombres
difíciles de retener.
Y espoleando a su caballo, lo puso al galope y tomó el camino de Paris.
Como solía hacer en semejantes ocasiones, D'Artagnan bajó derecho a casa de Athos.
Encontró a Athos acostado sobre un gran canapé en el que, como había dicho, esperaba que
su equipo viniese a encontrarlo.
Contó a Athos todo lo que acababa de pasar, menos la carta del señor de Wardes.
Athos quedó encantado cuando supo que iba a batirse contra un inglés. Ya hemos dicho que
era su sueño.
Enviaron a buscar al instante a Porthos y a Aramis por los lacayos, y se los puso al corriente de
la situación.
Porthos sacó su espada fuera de la funda y se puso a espadonear contra el muro retrocediendo
de vez en cuando y haciendo flexiones como un bailarín. Aramis, que seguía trabajando en su
poema se encerró en el gabinete de Athos y pidió que no lo molestaran hasta el momento de
desenvainar.
Athos pidió por señas a Grimaud una botella.
En cuanto a D'Artagnan, preparó para sus adentros un pequeño plan cuya ejecución veremos
más tarde, y que le prometía alguna aventura graciosa, como podía verse por las sonrisas que de
vez en cuando cruzaban su rostro cuya ensoñación iluminaban.
Capítulo XXXI
Ingleses y franceses
Llegada la hora, se dirigieron con los cuatro lacayos hacia el Luxemburgo, a un recinto
abandonado a las cabras. Athos dio una moneda al cabrero para que se alejase. Los lacayos
fueron encargados de hacer de centinelas.
Inmediatamente una tropa silenciosa se aproximó al mismo recinto, penetró en él y se unió a
los mosqueteros; luego tuvieron lugar las presentaciones según las costumbres de ultramar.
Los ingleses eran todas personas de la mayor calidad, los nombres extraños de sus adversarios
fueron, pues, para ellos tema no sólo de sospresa sino aun de inquietud.
-Pero a todo esto -dijo lord de Winter cuando los tres amigos hubieron dado sus nombres-, no
sabemos quiénes sois, y nosotros no nos batiremos con nombres semejantes; son nombres de
pastores.
-Como bien suponéis, milord, son nombres falsos -dijo Athos.
-Lo cual nos da aún mayor deseo de conocer los nombres verdaderos -respondió el inglés.
-Habéis jugado de buena gana contra nosostros sin conocerlos -dijo Athos-, y con ese distintivo
nos habéis ganado nuestros dos caballos.
-Cierto, pero no arriesgábamos más que nuestras pistolas; esta vez arriesgamos nuestra
sangre: se juega con todo el mundo, pero uno sólo se bate con sus iguales.
-Eso es justo -dijo Athos. Y llevó aparte a aquel de los cuatro ingleses con el que debía batirse
y le dijo su nombre en voz baja.
Porthos y Aramis hicieron otro tanto por su lado.
-¿Os basta eso -dijo Athos a su adversario-, y me creéis tan gran señor como para hacerme la
gracia de cruzar la espada conmigo?
-Sí, señor -dijo el inglés inclinándose.
-Y bien, ahora, ¿queréis que os diga una cosa? -repuso fríamente Athos.
-¿Cuál? -preguntó el inglés.
-Nunca deberíais haberme exigido que me diese a conocer.
-¿Por qué?
-Porque se me cree muerto, porque tengo razones para desear que no se sepa que vivo, y
porque voy a verme obligado a mataros, para que mi secreto no corra por ahí.
El inglés miró a Athos, creyendo que éste bromeaba; pero Athos no bromeaba por nada del
mundo.
-Señores -dijo dirigiéndose al mismo tiempo a sus compañeros y a sus adversarios-, ¿estamos?
-Sí -respondieron todos a una, ingleses y franceses.
-Entonces, en guardia -dijo Athos.
Y al punto, ocho espadas brillaron a los rayos del crepúsculo, y el combate comenzó con un
encarnizamiento muy natural entre gentes dos veces enemigas.
Athos luchaba con tanta calma y método como si estuviera en una sala de armas.
Porthos, corregido sin duda de su excesiva confianza por su aventura de Chantilly, hacía un
juego lleno de sutileza y prudencia.
Aramis, que tenía que terminar el tercer canto de su poema, se apresuraba como hombre muy
ocupado.
Athos fue el primero en matar a su adversario: no le había lanzado más que una estocada,
pero como había avisado, el golpe había sido mortal, la espada le atravesó el corazón.
Porthos fue el segundo en tender al suyo sobre la hierba: le había atravesado el muslo.
Entonces, como el inglés le entregaba su espada sin hacer más resistencia, Porthos lo tomó en
brazos y lo llevó a su carroza.
Aramis presionó al suyo con tanto vigor que, después de haber cedido una cincuentena de
pasos, terminó por emprender la huida a todo correr y desapareció entre el abucheo de los
lacayos.
En cuanto a D'Artagnan, había jugado pura y simplemente un juego defensivo; luego, cuando
hubo visto a su adversario muy cansado, de un ataque de cuarta al flanco le había hecho soltar
la espada. El barón, viéndose desarmado, dio dos o tres pasos hacia atrás; pero en este
movimiento, su pie resbaló y cayó boca arriba.
D'Artagnan estuvo sobre él de un salto y poniéndole la espada en la garganta le dijo:
-Podría mataros, señor, y estáis entre mis manos, pero os concedo la vida por amor a vuestra
hermana.
D'Artagnan se hallaba en el colmo de la alegría; acababa de realizar el plan que había
proyectado de antemano, y cuyo desarrollo había hecho aflorar a su rostro las sonrisas de que
hemos hablado.
El inglés, encantado con habérselas con un gentilhombre tan acomodaticio, estrechó a
D'Artagnan entre sus brazos, hizo mil carantoñas a los tres mosqueteros y, como el adversario de
Porthos ya estaba instalado en el coche y el de Aramis había puesto pies en polvorosa, no hubo
que pensar más que en el difunto.
Cuando Porthos y Aramis lo desnudaban con la esperanza de que su herida no fuera mortal,
una gruesa bolsa escapó de su cintura. D'Artagnan la recogió y se la tendió a lord de Winter.
-¿Y qué diablos queréis que haga yo con esto? -dijo el inglés.
-Entregádsela a su familia -dijo D'Artagnan.
-A su familia no le preocupa esa miseria: tiene más de quince mil luises de renta; guardaos esa
bolsa para vuestros lacayos.
D'Artagnan metió la bolsa en su bolsillo.
-Y ahora, joven amigo, porque espero que me permitiréis daros ese nombre -dijo lord de
Winter-, desde esta noche, si lo deseáis, os presentaré a mi hermana, lady Clarick; porque quiero
que ella os conceda sus favores, y como no está mal vista en la come, quizá en el futuro una
palabra dicha por ella no os fuera del todo inútil.
D'Artagnan se ruborizó de placer y se inclinó en señal de asentimiento.
Mientras tanto, Athos se había acercado a D'Artagnan.
-¿Qué pensáis hacer con esa bolsa? -le dijo en voz baja al oído
-Contaba con entregárosla, mi querido Athos.
-¿A mí? ¿Y eso por qué?
-¡Toma! Vos lo habéis matado: son los despojos opimos.
-¡Yo heredero de un enemigo! -dijo Athos-. ¿Por quién me tomáis entonces?
-Es costumbre de guerra -dijo D'Artagnan-. ¿Por qué no habría de ser costumbre de un duelo?
-Ni siquiera he hecho eso en el campo de batalla -dijo Athos.
Porthos se encogió de hombros. Aramis, con un movimiento de labios, aprobó a Athos.
-Entonces -dijo D'Artagnan-, demos este dinero a los lacayos, como lord de Winter nos ha
dicho que hagamos.
-Sí -dijo Athos-, demos esa bolsa no a nuestros lacayos, sino a los lacayos ingleses.
Athos cogió la bolsa y la lanzó a las manos del cochero.
-Para vos y vuestros compañeros.
Esta grandeza de modales en un hombre completamente privado de todo, sorprendió al mismo
Porthos, y esta generosidad francesa, contada por lord de Winter y su amigo, tuvo gran éxito en
todas partes salvo entre los señores Grimaud, Mosquetón Planchet y Bazin.
Lord de Winter dio a D'Artagnan, al despedirse, la dirección de su hermana; vivía en la Place
Royale, que era entonces el barrio de moda, en el número 6. Además, se comprometía a ir a
recogerlo para presentarlo. D'Artagnan lo citó a las ocho, en casa de Athos.
Aquella presentación a Milady preocupaba mucho la cabeza de nuestro gascón. Recordaba de
qué extraña manera se había mezclado aquella mujer hasta entonces en su destino. Estaba
convencido de que era alguna criatura del cardenal y, sin embargo, se sentía invenciblemente
arrastrado hacia ella por uno de esos sentimientos de que uno no se da cuenta. Su único temor
era que Milady reconociese en él al hombre de Meung y de Douvres. En ese caso, ella sabría que
era uno de los amigos del señor de Tréville, y, por consiguiente, que pertenecía en cuerpo y alma
al rey, lo cual, desde ese momento, le haría perder parte de sus ventajas, porque conocido de
Milady como él la conocía a ella, jugaría con ella el mismo juego. En cuanto a aquel principio de
intriga entre ella y el conde de Wardes, nuestro presuntuoso se preocupaba más bien poco,
aunque el marqués fuera joven, guapo, rico y fuerte en el favor del cardenal. No en balde se
tiene veinte años, y, sobre todo, ¡no en balde ha nacido uno en Tarbes!
D'Artagnan comenzó por ir a su casa para hacerse un aseo esplendente; luego se dirigió a la
de Athos, y, según su costumbre, se lo contó todo. Athos escuchó sus proyectos; luego movió la
cabeza y le recomendó prudencia con algo de amargura.
-¡Vaya! -le dijo-. Acabáis de perder a una mujer que decís que es buena, encantadora y
perfecta, y ya estáis corriendo detrás de otra.
D'Artagnan se dio cuenta de la verdad de este reproche.
-Yo amaba a la señora Bonacieux de corazón, mientras que a Milady la amo con la cabeza; al
hacerme llevar a su casa, busco sobre todo conocer el papel que juega en la corte.
-¡Diantre, el papel que juega! No es difícil de adivinar después de todo cuanto me habéis dicho.
Es un emisario del cardenal: una mujer que os atraerá a una trampa en la que dejaréis
sencillamente la cabeza.
-¡Diablos, mi querido Athos! Veis las cosas muy negras, en mi opinión.
-Querido, desconfío de las mujeres, ¿qué queréis? Estoy pagando por ello, y sobre todo de las
mujeres rubias. Según me habéis dicho, Milady es rubia.
-Tiene el pelo del rubio más hermoso que se pueda hallar.
-¡Ay, mi pobre D'Artagnan! -exclamó Athos.
-Escuchad, quiero saber; luego, cuando sepa lo que deseo saber me alejaré.
-Ilustraos, pues -dijo flemáticamente Athos.
Lord de Winter llegó a la hora indicada, pero Athos, prevenido a tiempo, pasó a la segunda
habitación. Encontró, pues, a D'Artagnao solo, y como eran cerca de las ocho llevó consigo al
joven.
Una elegante carroza esperaba abajo, y como estaba enjaezadé con dos excelentes caballos,
en un instante estuvieron en la Place Royale.
Milady Clarick recibió graciosamente a D'Artagnan. Su palacete era de una sustuosidad notable;
y aunque la mayoría de los ingleses, expulsados por la guerra, abandonaban Francia o estaban a
punto de abandonarla, Milady acababa de hacer en su casa nuevos gastos: lo cual probaba que
la medida general que despedía a los ingleses no la afectaba.
-Veis aquí -dijo lord de Winter presentando a D'Artagnan a su hermana- a un joven
gentilhombre que ha tenido mi vida entre sus manos, y que no ha querido abusar de su ventaja,
aunque fuésemos dos veces enemigos, por ser yo quien lo insultó, y por ser inglés.
Agradecédselo, pues, señora, si sentís alguna amistad por mí.
Milady frunció ligeramente el entrecejo; una nube apenas visible pasó por su frente, y en sus
labios apareció una sonrisa tan extraña que el joven, que vio ese triple matiz, tuvo como un
escalofrío.
El hermano no vio nada; se había vuelto para jugar con el mono favorito de Milady, al que
había tirado por el jubón.
-Sed bienvenido, señor -dijo Milady con una voz cuya dulzura singular contrastaba con los
síntomas de mal humor que acababa de observar D'Artagnan-, hoy habéis adquirido derechos
eternos para mi gratitud.
El inglés se volvió entonces y contó el combate sin omitir detalle. Milady escuchó con la mayor
atención; sin embargo, se veía fácilmente, por más esfuerzo que hiciese por ocultar sus
impresiones, que el relato no le resultaba agradable. La sangre subía a su cabeza, y su pequeño
pie se agitaba impacientemente bajo la falda.
Lord de Winter no se dio cuenta de nada. Luego, cuando hubo terminado, se acercó a una
mesa donde estaban servidos, sobre una bandeja, una botella de vino español y vasos. Llenó dos
vasos y con un gesto invitó a D'Artagnan a beber.
D'Artagnan sabía que era contrariar mucho a un inglés negarse a brindar con él. Se acercó,
pues, a la mesa y cogió el segundo vaso. Sin embargo, no había perdido de vista a Milady, y en
el cristal vislumbró el cambio que acababa de operarse en su rostro. Ahora que ella no creía ser
mirada, un sentimiento que se parecía a la ferocidad animaba su fisonomia. Mordía su pañuelo a
dentelladas.
Aquella linda criadita a la que D'Artagnan ya había visto entró entonces; dijo en inglés algunas
palabras a lord de Winter, que pidió al punto a D’Artagnan permiso para retirarse, excusándose
con la urgencia del asunto que le llamaba, y encargando a su hermana obtener su perdon.
D'Artagnan cambió un apretón de manos con lord de Winter y volvió junto a Milady. El rostro
de aquella mujer, con movilidad sorprendente, había recuperado su expresión llena de gracia, y
sólo algunas pequeñas manchas rojas sobre su pañuelo indicaban que se había mordido los
labios hasta hacerse sangre.
Sus labios eran magníficos, hubiérase dicho de coral.
La conversación tomó un giro jovial. Milady parecía haberse repuesto enteramente. Contó que
lord de Winter no era más que su cuñado, y no su hermano: se habia casado con el segundón de
la familia, que a había dejado viuda con un hijo. Ese hijo era el único heredero de lord de Winter,
si lord de Winter no se casaba. Todo esto dejaba ver a D'Artagnan un velo que envolvía algo,
pero no distinguía aún nada bajo ese velo.
Por lo demás, al cabo de media hora de conversación D'Artagnan estaba convencido de que
Milady era compatriota suya: hablaba francés con una pureza y una elegancia que no dejaban
duda alguna al respecto.
D Artagnan se deshizo en palabras galantes y en protestas de afecto. A todas las sandeces que
se le escaparon a nuestro gascón, Milady sonrió con benevolencia. Llegó la hora de retirarse.
D'Artagnan se despidió de Milady y salió del salón como el más feliz de los hombres.
En la escalera encontró a la linda doncella, que le rozó suavemente al pasar y, ruborizándose
hasta el blanco de los ojos, le pidió perdón por haberle tocado con una voz tan dulce que el
perdón le fue concedido al instante.
D'Artagnan volvió al día siguiente y fue recibido mejor aún que la víspera. Lord de Winter no
estaba, y fue Milady quien esta vez le hizo todos los honores de la velada. Pareció interesarse
mucho por él, le preguntó de dónde era, quiénes eran sus amigos, y si no había pensado alguna
vez en vincularse al servicio del señor cardenal.
D'Artagnan que, como sabemos, era muy prudente para un gascón de veinte años, se acordó
entonces de sus sospechas sobre Milady; le hizo un gran elogio de Su Eminencia, le dijo que no
habría dejado de entrar en los guardias del cardenal en lugar de entrar en los guardias del rey si
hubiera conocido al señor de Cavois en lugar de conocer al señor de Tréville.
Milady cambió de conversación sin afectación alguna, y preguntó a D'Artagnan de la forma más
descuidada del mundo si había estado alguna vez en Inglaterra.
D'Artagnan respondió que había sido enviado por el señor de Tréville para tratar de una
remonta de caballos, y que incluso se había traido cuatro como muestra.
En el curso de esta conversación, Milady se pellizcó dos o tres ve ces los labios: tenía que
vérselas con un gascón que jugaba fuerte.
A la misma hora que la víspera D'Artagnan se retiró. En el corredor volvió a encontrar a la linda
Ketty, tal era el nombre de la doncella, Esta lo miró con una expresión de misteriosa
benevolencia en la que no podía equivocarse. Pero D'Artagnan estaba tan preocupado por el ama
que no se fijaba más que en lo que venía de ella.
D'Artagnan volvió a la casa de Milady al día siguiente, y al siguiente, y cada vez Milady le
brindó una acogida más graciosa.
Cada vez también, bien en la antecámara, bien en el corredor, bien en la escalinata, volvía a
encontrar a la linda doncella.
Pero como ya hemos dicho, D'Artagnan no prestaba ninguna atención a esta persistencia de la
pobre Ketty.
Capítulo XXXII
Una cena de procurador
Mientras tanto, el duelo en el que Porthos había jugado un papel tan brillante no le había
hecho olvidar la cena a la que le había invitado la mujer del procurador. Al día siguiente, hacia la
una, se hizo dar la última cepillada por Mosquetón, y se encaminó hacia la calle Aux Ours, con el
paso de un hombre que tiene dos veces suerte.
Su corazón palpitaba, pero no era, como el de D'Artagnan, por un amor joven a impaciente.
No, un interés más material le latigaba la sangre, iba por fin a franquear aquel umbral misterioso,
a subir aquella escalinata desconocida que habían construido, uno a uno, los viejos escudos de
maese Coquenard.
Iba a ver, en realidad, cierto arcón cuya imagen había visto veinte veces en sus sueños; arcón
de forma alargada y profunda, lleno de cadenas y cerrojos, empotrado en el suelo; arcón del que
con tanta frecuencia había oído hablar, y que las manos algo secas, cierto, pero no sin elegancia,
de la procuradora, iban a abrir a sus miradas admiradoras.
Y luego él, el hombre errante por la tierra, el hombre sin fortuna, el hombre sin familia, el
soldado habituado a los albergues, a los tugurios; a las tabernas, a las posadas, el gastrónomo
forzado la mayor parte del tiempo a limitarse a bocados de ocasión, iba a probar comidas
caseras, a saborear un interior confortable y a dejarse mimar con esos pequeños cuidados que
cuanto más duro es uno más placen, como dicen los viejos soldadotes.
Venir en calidad de primo a sentarse todos los días a una buena mesa, desarrugar la frente
amarilla y arrugada del viejo procurador, desplumar algo a los jóvenes pasantes enseñándoles la
baceta, el passedix y el lansquenete en sus jugadas más finas, y ganándoles a manera de
honorarios por la lección que les daba en una hora sus ahorros de un mes, todo esto hacía
sonreír enormemente a Porthos.
El mosquetero recordaba bien, de aquí y de allá, las malas ideas que corrían en aquel tiempo
sobre los procuradores y que les han sobrevivido: la tacañería, los recortes, los días de ayuno,
pero como después de todo, salvo algunos accesos de economía que Porthos había encontrado
siempre muy intempectivos, había visto a la procuradora bastante liberal, para una procuradora,
por supuesto, esperó encontrar una casa montada de forma halagüeña.
Sin embargo, a la puerta el mosquetero tuvo algunas dudas: el comienzo era para animar a la
gente: alameda hedionda y negra, escalera mal aclarada por barrotes a través de los cuales se
filtraba la luz de un patio vecino; en el primer piso una puerta baja y herrada con enormes clavos
como la puerta principal de Grand Chátelet.
Porthos llamó con el dedo: un pasante alto, pálido y escondido bajo una selva virgen de pelo,
vino a abrir y saludó con aire de hombre obligado a respetar en otro al mismo tiempo la altura
que indica la fuerza, el uniforme militar que indica el estado, y la cara bermeja que indica el
hábito de vivir bien.
Otro pasante más pequeño tras el primero, otro pasante más alto tras el segundo, un
mandadero de doce años tras el tercero.
En total, tres pasantes y medio; lo cual, para la época, anunciaba un bufete de los más
surtidos.
Aunque el mosquetero sólo tenía que llegar a la una, desde medio día la procuradora tenía el
ojo avizor y contaba con el corazón y quizá también con el estómago de su adorador para que
adelantase la hora.
La señora Coquenard llegó, pues, por la puerta de la vivienda casi al mismo tiempo que su
invitado llegaba por la puerta de la escalera, y la aparición de la digna dama lo sacó de un gran
apuro. Los pasantes eran curiosos y él, no sabiendo demasiado bien qué decir a aquella gama
ascendente y descendente, permanecía con la lengua muda.
-Es mi primo -exclamó la procuradora-; entrad pues, entrad, señor Porthos.
El nombre de Porthos causó efecto en los pasantes, que se echaron a reír; pero Porthos se
volvió, y todos los rostros recuperaron su gravedad.
Llegaron al gabinete del procurador tras haber atravesado la ante cámara donde estaban los
pasantes, y el estudio donde habrían debido estar; esta última habitación era una especie de sala
negra y amueblada, con papelotes. Al salir del estudio, dejaron la cocina a la derecha y entraron
en la sala de recibir.
Todas aquellas habitaciones que se comunicaban no inspiraron en Porthos buenas ideas. Las
palabras debían oírse desde lejos por todas aquellas puertas abiertas; luego, al pasar, había
lanzado una mirada rápida y escrutadora en la cocina, y a sí mismo se confesaba, para
vergüenza de la procuradora y para pesar suyo, que no había visto ese fuego, esa animación, ese
movimiento que a la hora de una buena comida reinan ordinariamente en ese santuario de la
gula.
Indudablemente el procurador había sido prevenido de aquella visita, porque no testimonió
ninguna sorpresa ante la vista de Porthos, que avanzó sobre él con un aire bastante desenvuelto
y lo saludó cortésmente.
-Somos primos, según parece, señor Porthos -dijo el procurador levantándose a fuerza de
brazos sobre su sillón de caña.
El viejo, envuelto en un gran jubón en el que se perdía su cuerpo endeble, era vigoroso y seco;
sus ojillos grises brillaban como carbunclos y parecían, junto con su boca gesticulera, la única
parte de su rostro donde quedaba vida. Por desgracia, las piernas comenzaban a rehusar servir a
toda aquella máquina ósea; desde que hacía cinco o seis meses se había dejado sentir este
debilitamiento, el digno procurador se había convertido casi en el esclavo de su mujer.
El primo fue aceptado con resignación, eso fue todo. Un maese Coquenard ligero de piernas
hubiera declinado todo parentesco con el señor Porthos.
-Sí, señor, somos primos -dijo sin desconcertarse Porthos, que por otra parte jamás había
contado con ser recibido por el marido con entusiamo.
-¿Por parte de las mujeres, según creo? -dijo maliciosamente el procurador.
Porthos no se dio cuenta de la socarronería y la tomó por una ingenuidad de la que se rió para
sus adentros. La señora Coquenard, que sabía que el procurador ingenuo era una variedad muy
rara en la especie, sonrió algo y se ruborizó mucho.
Desde la llegada de Porthos, maese Coquenard había puesto con inquietud los ojos en un gran
armario colocado frente a su escritorio de roble. Porthos comprendió que aquel armario, aunque
no correspondiese a la forma del que había visto en sus sueños, debía ser el bienaventurado
arcón, y se congratuló de que la realidad tuviera seis pies más alto que el sueño.
Maese Coquenard no prosiguió más lejos sus investigaciones genealógicas, pero volviendo su
mirada inquieta del armario a Porthos, se encontró con decir:
-Señor primo, antes de su partida para la campaña, nos hará el favor de cenar una vez con
nosotros, ¿no es así, señora Coquenard?
En esta ocasión Porthos recibió el golpe en pleno estómago y lo sintió; parece que por su lado
la señora Coquenard tampoco fue insensible a él porque añadió:
-Mi primo no volvería si cree que le tratamos mal; en caso contrario, tiene demasiado poco
tiempo que pasar en París y, por consiguiente, para vernos, para que no le pidamos casi todos
los instantes de quo pueda disponer hasta su partida.
-¡Oh, mis piernas, mis pobres piernas! ¿Dónde estáis? -murmuró Coquenard. Y trató de sonreír.
Esta ayuda que le había llegado a Porthos en el momento que era atacado en sus esperanzas
gastronómicas inspiró al mosquetero mucha gratitud hacia su procuradora.
Pronto llegó la hora de comer. Pasaron al comedor, gran sala oscura que se hallaba situada en
frente a la cocina.
Los pasantes que, a lo que parece, habían notado en la casa perfumes desacostumbrados,
eran de una exactitud militar, y tenían a mano sus taburetes, dispuestos como estaban a
sentarse. Se los veía remo. ver por adelantado las mandíbulas con disposiciones tremendas.
«¡Rediós! -pensó Porthos lanzando una mirada sobre los tres hambrientos, porque el
mandadero no era, como es lógico, admitido er los honores de la mesa magistral-. ¡Rediós! En
lugar de mi primo, yo no conservaría semejantes golosos. Se diría náufragos que no han comido
desde hace seis semanas.»
Maese Coquenard entró, empujado en su sillón de ruedas por la señora Coquenard, a quien
Porthos, a su vez, vino a ayudar para llevar a su marido hasta la mesa.
Apenas hubo entrado, movió la nariz y las mandíbulas al igual que sus pasantes.
-¡Vaya vaya! -dijo-. Tenemos una sopa prometedora.
-¿Qué diablos huelen de extraordinario en la sopa? -dijo Porthos ante el aspecto de un caldo
pálido, abundante, pero completamente ciego y sobre el que nadaban algunas cortezas, raras
como las islas de un archipiélago.
La señora Coquenard sonrió y a una indicación suya todo el mundo se sentó con diligencia.
El primero en ser servido fue maese Coquenard, luego Porthos; después la señora Coquenard
llenó su plato y distribuyó las cortezas sin caldo a los pasantes impacientes.
En aquel momento se abrió por sí sola la puerta del comedor rechinando, y Porthos, a través
de los batientes entreabiertos, vio al pequeño recadero que, no pudiendo participar en el festín,
comía su pan entre el doble olor de la cocina y del comedor.
Tras la sopa, la criada trajo una gallina hervida; magnificiencia que hizo dilatar los párpados de
los invitados de tal forma que parecían a punto de romperse.
-¡Cómo se ve que queréis a vuestra familia, señora Coquenard! -dijo el procurador con una
sonrisa casi trágica-. Esto es una galantería que tenéis con vuestro primo.
La pobre gallina era delgada y estaba revestida de uno de esos gruesos pellejos erizados que
los huesos nunca horadan pese a sus esfuerzos; habrían tenido que buscarla durante mucho
tiempo antes de encontrarla en el palo al que se había retirado para morir de vejez.
«¡Diablos! -pensó Porthos-. ¡Sí que es triste esto! Yo respeto la vejez, pero hago poco caso de
si está hervida o asada.»
Y miró a la redonda para ver si su opinión era compartida; pero al contrario que él, no vio más
que ojos resplandecientes, que devoraban por adelantado aquella sublime gallina, objeto de sus
desprecios.
La señora Coquenard atrajo la fuente para sí, separó hábilmente las dos grandes patas negras,
que puso en el plato de su marido; cortó el cuello, que se puso, dejando a un lado la cabeza,
para ella; cortó el ala para Porthos y devolvió a la criada que acababa de traerlo el animal, que
volvió casi intacto, y que había desaparecido antes de que el mosquetero tuviera tiempo de
examinar las variaciones que el desencanto pone en los rostros, según los caracteres y
temperamentos de quienes lo experimentan.
En lugar del pollo, hizo su entrada una fuente de habas, fuente enorme en la que hacían
ademán de mostrarse algunos huesos de cordero, a los que en un principio se hubiera creído
acompañados de carne.
Mas los pasantes no fueron víctimas de esta superchería y los rostros lúgubres se convirtieron
en rostros resignados.
La señora Coquenard distribuyó este manjar a los jóvenes con la moderación de una buena
ama de casa.
Llegó la ronda del vino. Maese Coquenard echó de una botella de gres muy exigua el tercio de
un vaso a cada uno de los jóvenes, se sirvió a sí mismo en proporciones casi iguales, y la botella
pasó al punto del lado de Porthos y de la señora Coquenard.
Los jóvenes llenaron con agua aquel tercio de vino, luego, cuando habían bebido la mitad del
vaso, volvían a llenarlo, y seguían haciéndolo siempre así; lo cual les llevaba al final de la comida
a tragar una bebida que del color del rubí había pasado al del topacio quemado.
Porthos comió tímidamente su ala de gallina, y se estremeció al sentir bajo la mesa la rodilla de
la procuradora que venía a encontrar la suya. Bebió también medio vaso de aquel vino tan
escatimado, y que reconoció como uno de esos horribles caldos de Montreuil, terror de los,
paladares expertos.
Maese Coquenard lo miró engullir aquel vino puro y suspiró.
-¿Queréis comer estas habas, primo Porthos? -dijo la señora Coquenard en ese tono que quiere
decir: Creedme, no las comáis.
-¡Al diablo si las pruebo! -murmuró por lo bajo Porthos. Y añadió en voz alta-: Gracias, prima,
no tengo más hambre.
Y se hizo un silencio. Porthos no sabía qué comportamiento tener. El procurador repitió varias
veces:
¡Ay señora Coquenard! Os felicito, vuestra comida era un verdadero festín. ¡Dios, cómo he
comido!
Maese Coquenard había comido su sopa, las patas negras de la gallina y el único hueso de
cordero en que había algo de carne.
Porthos creyó que se burlaban de él, y comenzó a retorcerse el mostacho y a fruncir el
entrecejo; pero la rodilla de la señora Coquenard vino suavemente a aconsejarle paciencia.
Aquel silencio y aquella intrerrupción de servicio, que se habían vuelto ininteligibles para
Porthos, tenían por el contrario una significación terrible para los pasantes: a una mirada del
procurador, acompañada de una sonrisa de la señora Coquenard, se levantaron lentamente de la
mesa, plegaron sus servilletas más lentamente aún, luego saludaron y se fueron.
-Id, jóvenes, id a hacer la digestión trabajando -dijo gravemente el procurador.
Una vez idos los pasantes, la señora Coquenard se levantó y sacó un trozo de queso, confitura
de membrillo y un pastel que ella misma había hecho con almendras y miel.
Maese Coquenard frunció el ceño, porque veía demasiados postres; Porthos se pellizcó los
labios, porque veía que no había nada que comer.
Miró si aún estaba allí el plato de habas; el plato de habas había desaparecido.
-Gran festín -exclamó maese Coquenard agitándose en su silla-, auténtico festín, epuloe
epularum; Lúculo cena en casa de Lúculo.
Porthos miró la botella que estaba a su lado, y esperó que con vino, pan y queso comería; pero
no había vino, la botella estaba vacía; el señor y la señora Coquenard no parecieron darse
cuenta.
-Está bien -se dijo Porthos-, ya estoy avisado.
Pasó la lengua sobre una cucharilla de confituras y se dejó pegados los labios en la pasta
pegajosa de la señora Coquenard.
-Ahora -se dijo-, el sacrificio está consumado. ¡Ay, si tuviera la esperanza de mirar con la
señora Coquenard en el armario de su marido!
Maese Coquenard, tras las delicias de semejante comida, que él llamaba exceso, sintió la
necesidad de echarse la siesta. Porthos esperaba que tendría lugar a continuación y en aquel
mismo lugar; pero el procurador maldito no quiso oír nada: hubo que llevarlo a su habita ción y
gritó hasta que estuvo delante de su armario, sobre cuyo reborde, por mayor precaución aún,
posó sus pies.
La procuradora se llevó a Porthos a una habitación vecina y comenzaron a sentar las bases de
la reconciliación.
-Podréis venir tres veces por semana -dijo la señora Coquenard.
-Gracias -dijo Porthos-, no me gusta abusar; además, tengo que pensar en mi equipo.
-Es cierto -dijo la procuradora gimiendo- Ese desgraciado equipo. . .
-¡Ay, sí! -dijo Porthos-. Es por él.
-Pero ¿de qué se compone el equipo de vuestro regimiento, señor Porthos?
-¡Oh, de muchas cosas! -dijo Porthos-. Los mosqueteros, como sabéis, son soldados de elite, y
necesitan muchos objetos que son inútiles para los guardias o para los Suizos.
-Pero detalládmelos...
-En total pueden llegar a... -dijo Porthos, que prefería discutir el total que el detalle.
La procuradora esperaba temblorosa.
¿A cuánto? -dijo ella-. Espero que no pase de... detuvo, le faltaba la palabra.
-¡Oh, no! -dijo Porthos-. No pasa de dos mil quinientas libras; creo incluso que, haciendo
economías, con dos mil libras me arreglaré.
-¡Santo Dios, dos mil libras! -exclamó ella-. Eso es una fortuna.
Porthos hizo una mueca de las más significativas; la señora Coquenard la comprendió.
-Preguntaba por el detalle porque, teniendo muchos parientes y clientes en el comercio, estaba
casi segura de obtener las cosas a la m tad del precio a que las pagaríais vos.
-¡Ah, ah -dijo Porthos-, si es eso lo que habéis querido decir!
-Sí, querido señor Porthos. ¿Así que lo primero que necesitáis es un caballo?
-Sí, un caballo.
-¡Pues bien, precisamente lo tengo!
-¡Ah! -dijo Porthos radiante-. O sea que lo del caballo está arreglado; luego me hacen falta el
enjaezamiento completo, que se compone de objetos que sólo un mosquetero puede comprar, y
que por otra parte no subirá de las trescientas libras.
-Trescientas libras, entonces pondremos trescientas libras -dijo la procuradora con un suspiro.
Porthos sonrió: como se recordará, tenía la silla que le venía di Buckingham: eran por tanto
trescientas libras que contaba con mete astutamente en su bolsillo.
-Luego -continuó-, está el caballo de mi lacayo y mi equipaje en cuanto a las armas es inútil
que os preocupéis, las tengo.
-¿Un caballo para vuestro lacayo? -contestó la procuradora. Vaya, sois un gran señor, amigo
mío.
-Eh, señora -dijo orgullosamente Porthos-, ¿soy acaso un muerto de hambre?
-No, sólo decía que un bonito mulo tiene a veces tan buena pinta como un caballo, y que me
parece que consiguiéndoos un buen mulo para Mosquetón...
-Bueno, dejémoslo en un buen mulo -dijo Porthos-; tenéis razón, he visto a muy grandes
señores españoles cuyo séquito iba en mulo pero entonces incluid, señora Coquenard, un mulo
con penachos cascabeles.
-Estad tranquilo -dijo la procuradora.
-Queda la maleta.
-Oh, en cuanto a eso no os preocupéis -exclamó la señor, Coquenard-, mi marido tiene cinco o
seis maletas, escogeréis la mejor; tiene una sobre todo que le gustaba mucho para sus viajes y
qu, es tan grande que cabe un mundo.
-Y esa maleta, ¿está vacía? -preguntó ingenuamente Porthos
-Claro que está vacía -respondió ingenuamente por su lado la procuradora.
-¡Ay, la maleta que yo necesito ha de ser una maleta bien provista, querida!
La señora Coquenard lanzó nuevos suspiros. Molière no había escrito aún su escena de
L'Avare: la señora Coquenard precede por tanto a Harpagón.
En resumen, el resto del equipo fue debatido sucesivamente de la misma manera; y el
resultado de la escena fue que la procuradora pediría a su marido un préstamo de ochocientas
libras en plata, y proporcionaría el caballo y el mulo que tendrían el honor de llevar a la gloria a
Porthos y a Mosquetón.
Fijadas estas condiciones, y estipulados los intereses así como la fecha de rembolso, Porthos se
despidió de la señora Coquenard. Esta quería retenerlo poniéndole ojos de cordera; pero Porthos
pretextó las exigencias del servicio, y fue necesario que la procuradora cediese el puesto al rey.
El mosquetero volvió a su casa con un hambre de muy mal humor.
Capítulo XXXIII
Doncella y señora
Entre tanto, como hemos dicho, pese a los gritos de su conciencia y a los sabios consejos de
Athos, D'Artagnan se enamoraba más de hora en hora de Milady; por eso no dejaba de ir ningún
día a hecerle una corte a la que el aventurero gascón estaba convencido de que tarde o
temprano no podía dejar ella de corresponderle.
Una noche que llegaba orgulloso, ligero como hombre que espera una lluvia de oro, encontró a
la doncella en la puerta cochera; pero esta vez la linda Ketty no se contentó con sonreírle al
pasar: le cogió dulcemente la mano.
-¡Bueno! -se dijo D'Artagnan-. Estará encargada de algún mensaje para mí de parte de su
señora; va a darme alguna cita que no habrá osado darme ella de viva voz.
Y miró a la hermosa niña con el aire más victorioso que pudo adoptar.
-Quisiera deciros dos palabras, señor caballero... -balbuceó la doncella.
-Habla, hija mía, habla -dijo D'Artagnan-, te escucho.
-Aquí, imposible: lo que tengo que deciros es demasiado largo y sobre todo demasiado secreto.
-¡Bueno! Entonces, ¿qué se puede hacer?
-Si el señor caballero quisiera seguirme -dijo tímidamente Ketty.
-Donde tú quieras, hermosa niña.
-Venid entonces.
Y Ketty, que no había soltado la mano de D'Artagnan, lo arrastró por una pequeña escalera
sombría y de caracol, y tras haberle hecho subir una quincena de escalones, abrió una puerta.
-Entrad, señor caballero -dijo-, aquí estaremos solos y podremos hablar.
-¿Y de quién es esta habitación, hermosa niña? -preguntó d'Artagnan.
-Es la mía, señor caballero; comunica con la de mi ama por esta puerta. Pero estad tranquilo
no podrá oír lo que decimos, jamás se acuesta antes de medianoche.
D'Artagnan lanzó una ojeada alrededor. El cuartito era encantador de gusto y de limpieza;
pero, a pesar suyo, sus ojos se fijaron en aquella puerta que Katty le había dicho que conducía a
la habitación de Milady.
Ketty adivinó lo que pasaba en el alma del joven, y lanzó un suspiro.
-¡Amáis entonces a mi ama, señor caballero! -dijo ella.
-¡Más de lo que podría decir! ¡Estoy loco por ella!
Ketty lanzó un segundo suspiro.
-¡Ah, señor -dijo ella-, es una lástima!
-¿Y qué diablos ves en ello que sea tan molesto? -preguntó d'Artagnan.
-Es que, señor -prosiguió Ketty- mi ama no os ama.
-¡Cómo! -dijo d'Artagnan-. ¿Te ha encargado ella decírmelo?
-¡Oh, no, señor! Soy yo quien, por interés hacia vos, he tomado la decisión de avisaros.
-Gracias, mi buena Ketty, pero sólo por la intención, porque comprenderás la confidencia no es
agradable.
-Es decir, que no creéis lo que os he dicho, ¿verdad?
-Siempre cuesta creer cosas semejantes, hermosa niña, aunque no sea más que por amor
propio.
-¿Entonces no me creéis?
-Confieso que hasta que no te dignes darme algunas pruebas de lo que me adelantáis
-¿Qué decís a esto?
Y Ketty sacó de su pecho un billetito.
-¿Para mí? -dijo d'Artagnan apoderándose préstamente de la carta.
-No, para otro.
-¿Para otro?
-Sí.
-¡Su nombre, su nombre! -exclamó d'Artagnan.
-Mirad la dirección.
-Señor conde de Wardes. El recuerdo de la escena de Saint-Germain se apareció de pronto al
espíritu del presuntuoso gascón; con un movimiento rápido como el pensamiento, desgarró el
sobre pese al grito que lanzó Ketty al ver lo que iba a hacer, o mejor, lo que hacía.
-¡Oh, Dios mío, señor caballero! -dijo-. ¿Qué hacéis?
-¡Yo nada! -dijo d'Artagnan; y leyó:
«No habéis contestado a mi primer billete. ¿Estáis entonces enfermo, o bien habéis olvidado los
ojos que me pusisteis en el baile de la señora Guise? Aquí tenéis la ocasión, conde, no la dejéis
escapar.»
D'Artagnan palideció; estaba herido en su amor propio, se creyó herido en su amor.
-¡Pobre señor d'Artagnan! -dijo Ketty con voz llena de compasión y apretando de nuevo la
mano del joven.
-¿Tú me compadeces, pequeña? -dijo d'Artagnan.
-¡Sí, sí, con todo mi corazón, porque también yo sé lo que es el amor!
-¿Tú sabes lo que es el amor? -dijo d'Artagnan mirándola por primera vez con cierta atención.
-¡Ay, sí!
-Pues bien, en lugar de compadecerme, mejor harías en ayudarme a vengarme de tu ama.
-¿Y qué clase de venganza querríais hacer?
-Quisiera triunfar en ella, suplantar a mi rival.
-A eso no os ayudaré jamás, señor caballero –dijo vivamente Ketty.
-Y eso, ¿por qué? -preguntó d'Artagnan.
-Por dos razones.
-¿Cuáles?
-La primera es que mi ama jamás os amará.
-¿Tú qué sabes?
-La habéis herido en el corazón.
-¡Yo! ¿En qué puedo haberla herido, yo, que desde que la conozco vivo a sus pies como un
esclavo? Habla, te lo suplico.
-Eso no lo confesaré nunca más que al hombre... que lea hasta el fondo de mi alma.
D'Artagnan miró a Ketty por segunda vez. La joven era de un frescor y de una belleza que
muchas duquesas hubieran comprado con su corona.
-Ketty -dijo él-, yo leeré hasta el fondo de tu alma cuando quieras; que eso no te preocupe,
querida niña.
Y le dio un beso bajo el cual la pobre niña se puso roja como una cereza.
-¡Oh, no! -exclamó Ketty-. ¡Vos no me amáis! ¡Amáis a mi ama, lo habéis dicho hace un
momento!
-Y eso te impide hacerme conocer la segunda razón.
-La segunda razón, señor caballero -prosiguió Ketty envalentonada por el beso primero y luego
por la expresión de los ojos d joven-, es que en amor cada cual para sí.
Sólo entonces d'Artagnan se acordó de las miradas lánguidas d Ketty y de sus encuentros en la
antecámara, en la escalinata, en el corredor, sus roces con la mano cada vez que lo encontraba y
sus suspiros ahogados; pero absorto por el deseo de agradar a la gran dama había descuidado a
la doncella; quien caza el águila no se preocupa del gorrión.
Mas aquella vez nuestro gascón vio de una sola ojeada todo el partido que podía sacar de
aquel amor que Ketty acababa de confesar de una forma tan ingenua o tan descarada:
intercepción de cartas dirigidas al conde de Wardes, avisos en el acto, entrada a toda hora en la
habitación de Ketty, contigua a la de su ama. El pérfido, como se vi sacrificaba ya mentalmente a
la pobre muchacha para obtener a Milady de grado o por fuerza.
-¡Y bien! -le dijo a la joven-. ¿Quieres, querida Ketty, que te dé una prueba de ese amor del
que tú dudas?
-¿De qué amor? -preguntó la joven.
-De ese que estoy dispuesto a sentir por ti.
-¿Y cuál es esa prueba?
-¿Quieres que esta noche pase contigo el tiempo que suelo pasar con tu ama?
-¡Oh, sí! -dijo Ketty aplaudiendo-. De buena gana.
-Pues bien, querida niña -dijo D'Artagnan sentándose en un sillón-, ven aquí que yo te diga que
eres la doncella más bonita qu nunca he visto.
Y le dijo tantas cosas y tan bien que la pobre niña, que no pedi otra cosa que creerlo, lo
creyó... Sin embargo, con gran asombro d D'Artagnan, la joven Ketty se defendía con cierta
resolución.
El tiempo pasa de prisa cuando se pasa en ataques y defensas
Sonó la medianoche y se oyó casi al mismo tiempo sonar la campanilla en la habitación de
Milady.
-¡Gran Dios! -exclamó Ketty-. ¡Mi señora me llama! ¡Idos, idos rápido!
D'Artagnan se levantó, cogió su sombrero como si tuviera intención de obedecer; luego,
abriendo con presteza la puerta de un gra armario en lugar de abrir la de la escalera, se acurrucó
dentro en rnedio de los vestidos y las batas de Milady.
-¿Qué hacéis? -exclamó Ketty.
D'Artagnan, que de antemano había cogido la llave, se encerró en el armario sin responder.
-¡Bueno! -gritó Milady con voz agria-. ¿Estáis durmiendo? ¿Por qué no venís cuando llamo?
Y D'Artagnan oyó que abrían violentamente la puerta de comunicación.
-Aquí estoy, Milady, aquí estoy -exclamó Ketty lanzándose al encuentro de su ama.
Las dos juntas entraron en el dormitorio, y como la puerta de comunicación quedó abierta,
D'Artagnan pudo oír durante algún tiempo todavía a Milady reñir a su sirvienta; luego se calmó, y
la conversación recayó sobre él mientras Ketty arreglaba a su ama.
-¡Bueno! -dijo Milady-. Esta noche no he visto a nuestro gascón.
-¡Cómo, señora! -dijo Ketty-. ¿No ha venido? ¿Será infiel antes de ser feliz?
-¡Oh! No, se lo habrá impedido el señor de Tréville o el señor Des Essarts. Me conozco, Ketty, y
sé que a ése lo tengo cogido.
-¿Qué hará la señora?
-¿Qué haré?... Tranquilízate, Ketty, entre ese hombre y yo hay algo que él ignora... Ha estado
a punto de hacerme perder mi crédito ante Su Eminencia... ¡Oh! Me vengaré.
-Yo creía que la señora lo amaba
-¿Amarlo yo? Lo detesto. Un necio, que tiene la vida de lord de Winter entre sus manos y que
no lo mata y así me hace perder trescientas mil libras de renta.
-Es cierto -dijo Ketty-, vuestro hijo era el único heredero de su tío, y hasta su mayoría vos
habríais gozado de su fortuna.
D'Artagnan se estremeció hasta la médula de los huesos al oír a aquella suave criatura
reprocharle, con aquella voz estridente que a ella tanto le costaba ocultar en la conversación, no
haber matado a un hombre al que él la había visto colmar de amistad.
-Por eso -continuó Milady-, ya me habría vengado en él si el cardenal, no sé por qué, no me
hubiera recomendado tratarlo con miramiento.
-¡Oh, sil Pero la señora no ha tratado con miramientos a la mujer que él amaba.
-¡Ah, la mercera de la calle des Fossoyeurs! Pero ¿no se ha olvidado ya él de que existía?
¡Bonita venganza, a fe!
Un sudor frío corría por la frente de D'Artagnan: aquella mujer era un monstruo.
Volvió a escuchar, pero por desgracia el aseo había terminado.
-Está bien -dijo Milady-, volved a vuestro cuarto y mañana tratad de tener una respuesta a la
carta que os he dado.
-¿Para el señor de Wardes? -dijo Ketty.
-Claro, para el señor de Wardes.
-Este me parece -dijo Ketty- una persona que debe de ser todo lo contrario que ese pobre
señor D'Artagnan.
-Salid, señorita -dijo Milady-, no me gustan los comentarios.
D'Artagnan oyó la puerta que se cerraba, luego el ruido de dos cerrojos que echaba Milady a
fin de encerrarse en su cuarto; por su parte, pero con la mayor suavidad que pudo, Ketty dio una
vuelta de llave; entonces D'Artagnan empujó la puerta del armario.
-¡Oh, Dios mío! -dijo en voz baja Ketty-. ¿Qué os pasa? ¡Qué pálido estáis!
-¡Abominable criatura! -murmuró D'Artagnan.
-¡Silencio, silencio salid! -dijo Ketty-. No hay más que un tabique entre mi cuarto y el de
Milady, se oye en uno todo lo que se dice en el otro.
-Precisamente por eso no me marcharé -dijo D'Artagnan.
-¿Cómo? -dijo Ketty ruborizándose.
-O al menos me marcharé... más tarde.
Y atrajo a Ketty hacia él; no había medio de resistir -¡la resistencia hace tanto ruido!-, por eso
Ketty cedió.
Aquello era un movimiento de venganza contra Milady. D'Artagnan encontró que tenían razón
al decir que la venganza es placer de dioses. Por eso, con algo de corazón se habría contentado
con esta nueva conquista; mas D'Artagnan sólo tenía ambición y orgullo.
Sin embargo, y hay que decirlo en su elogio, el primer empleo que hizo de su influencia sobre
Ketty fue tratar de saber por ells qué había sido de la señora Bonacieux; pero la pobre muchacha
juró sobre el crucifijo a D'Artagnan que ignoraba todo, pues su ama no dejaba nunca penetrar
más que la mitad de sus secretos; sólo creía poder responder que no estaba muerta.
En cuanto a la causa que había estado a punto de hacer perder a Milady su crédito ante el
cardenal, Ketty no sabía nada más; pero en esta ocasión D'Artagnan estaba más adelantado que
ella: como había visto a Milady en su navío acuartelado en el momento en que él dejaba
Inglaterra, sospechó que aquella vez se trataba de los herretes de diamantes.
Pero lo más claro de todo aquello es que el odio verdadero, el odio profundo, el odio
inveterado de Milady procedía de que no había matado a su cuñado.
D'Artagnan volvió al día siguiente a casa de Milady. Estaba ella de muy mal humor; D'Artagnan
sospechó que era la falta de respuesta del señor de Wardes lo que tanto la molestaba. Ketty
entró y Milady la recibió con dureza. Una ojeada que lanzó a D'Artagnan quería decir: ¡Ya veis
cuánto sufro por vos!
Sin embargo, al final de la velada, la hermosa leona se dulcificó, escuchó sonriendo la frases
dulces de D'Artagnan, incluso le dio la mano a besar.
D’Artagnan salió no sabiendo qué pensar; pero como era un muchacho al que no se hacía
fácilmente perder la cabeza, al tiempo que hacía su corte a Milady, había esbozado en su mente
un pequeño plan.
Encontró a Ketty en la puerta, y como la víspera subió a su cuarto para tener noticias. A Ketty
la había reñido mucho, la había acusado de neglicencia. Milady no comprendía nada del silencio
del conde de Wardes, y le había ordenado entrar en su cuarto a las nueve de la mañana para
coger una tercera carta.
D'Artagnan hizo prometer a Ketty que llevaría a su casa esa carta a la mañana siguiente; la
pobre joven prometió todo lo que quiso su amante: estaba loca.
Las cosas pasaron como la víspera; D'Artagnan se encerró en su armario. Milady llamó, hizo su
aseo, despidió a Ketty y cerró su puerta. Como la víspera, D'Artagnan no volvió a su casa hasta
la cinco de la mañana.
A las once, vio llegar a Ketty; llevaba en la mano un nuevo billete de Milady. Aquella vez, la
pobre muchacha ni siquiera trató de disputárselo a D'Artagnan: le dejó hacer; pertenecía en
cuerpo y alma a su hermoso soldado.
D'Artagnan abrió el billete y leyó lo que sigue:
«Esta es la tercera vez que os escribo para deciros que os amo. Tened cuidado de que no os
escriba una cuarta vez para deciros que os detesto.
Si os arrepentís de vuestra forma de comportaros conmigo, la joven que os entregue este
billete os dirá de qué forma un hombre galante puede obtener su perdón.»
D'Artagnan enrojeció y palideció varias veces al leer este billete.
-¡Oh, seguís amándola! -dijo Ketty, que no había separado un instante los ojos del rostro del
joven.
-No, Ketty, te equivocas, ya no la amo; pero quiero vengarme de sus desprecios.
-Sí, conozco vuestra venganza; ya me lo habéis dicho.
-¡Qué te importa, Ketty! Sabes de sobra que sólo te amo a ti.
-¿Cómo se puede saber eso?
-Por el desprecio que haré de ella.
Ketty suspiró.
D'Artagnan cogió una pluma y escribió:
«Señora, hasta ahora había dudado de que fuese yo el destinatario de esos dos billetes
vuestros, tan indigno me creía de semajante honor; además, estaba tan enfermo que en
cualquier caso hubiese dudado en responder.
Pero hoy debo creer en el exceso de vuestras bondades porque no sólo vuestra carta, sino
vuestra criada también, me asegura que tengo la dicha de ser amado por vos.
No tiene ella necesidad de decirme de qué manera un hombre galante puede obtener su
perdón. Por tanto, iré a pediros el mío esta noche a las once. Tardar un día sería ahora a mis
ojos haceros una nueva ofensa.
Aquel a quien habéis hecho el más feliz de los hombres.
Conde de Wardes.»
Este billete era, en primer lugar, falso; en segundo lugar una indelicadeza; incluso era, desde el
punto de vista de nuestras costumbres , actuales, algo como una infamia; pero no se tenían
tantos miramientos en aquella época como se tienen hoy. Por otro lado D'Artagnan, por
confesión propia, sabía a Milady culpable de traición a capítulos más importantes y no tenía por
ella sino una estima muy endeble. Y sin embargo, pese a esa poca estima, sentía que una pasión
insensata por aquella mujer le quemaba. Pasión embriagada de desprecio; pero pasión o sed,
como se quiera.
La intención de D'Artagnan era muy simple; por la habitación de Ketty llegaba él a la de su
ama; se beneficiaba del primer momento de sorpresa, de vergüenza, de terror para triunfar de
ella; quizá fracasara, pero había que dejar algo al azar. Dentro de ocho días se iniciaba la
campaña y había que partir; D'Artagnan no tenía tiempo de hilar el amor perfecto.
-Toma -dijo el joven entregando a Ketty el billete completamente cerrado- dale esta carta a
Milady; es la respuesta del señor de Wardes.
La pobre Ketty se puso pálida como la muerte, sospechaba lo que contenía aquel billete.
-Escucha, querida niña -le dijo D'Artagnan-, comprendes que esto debe terminar de una forma
o de otra; Milady puede descubrir que le has entregado el primer billete a mi criado en lugar de
entregárselo al criado del conde; que soy yo quien ha abierto los otros que tenían que haber sido
abiertos por el señor de Wardes; entonces Milady te echa y ya la conoces, no es una mujer como
para quedarse en esa venganza.
-¡Ay! -dijo Ketty-. ¿Por quién me he expuesto a todo esto?
-Por mí, lo sabes bien hermosa mía -dijo el joven-, y por esto te estoy muy agradecido, te lo
juro.
-Pero ¿qué contiene vuestro billete?
-Milady te lo dirá.
-¡Ay, vos no me amáis -exclamó Ketty-, y soy muy desgraciada!
Este reproche tuvo una respuesta con la que siempre se engañan las mujeres: D'Artagnan
respondió de forma que Ketty permaneciese en el error más grande.
Sin embargo, ella lloró mucho antes de decidirse a entregar aquella carta a Milady; por fin se
decidió, que es todo lo que D'Artagnan quería.
Además le prometió que aquella noche saldría temprano de casa de su ama y que al salir del
salón del ama iría a su cuarto.
Esta promesa acabó por consolar a la póbre Ketty.
Capítulo XXXIV
Donde se trata del equipo de Aramis y de Porthos
Desde que los cuatro amigos estaban a la caza cada cual de su equipo, no había entre ellos
reunión fija. Cenaban unos sin otros, donde cada uno se encontraba, o mejor, donde se podía. El
servicio, por su lado, les llevaba también una buena parte de su precioso tiempo, que transcurría
tan deprisa. Habían convenido solamente en encontrarse una vez por semana, hacia la una en el
alojamiento de Athos, dado que este último, según el juramento que había hecho, no pasaba del
umbral de su puerta.
El mismo día en que Ketty había ido a buscar a D'Artagnan a su casa era día de reunión.
Ápenas hubo salido Ketty, D'Artagnan se dirigió hacia la calle Férou.
Encontró a Athos y Aramis que filosofaban. Aramis tenía ciertas ve leidades de volver a ponerse
la sotana. Athos, según su costumbre, ni lo disuadía ni lo alentaba. Athos era de la opinión de
dejar a cada cual a su libre albedrío. Nunca daba consejos a no ser que se los pidieran. E incluso
había que pedírselos dos veces.
-En general, no se piden consejos -decía- más que para no seguirlos; o, si se siguen, es para
tener a alguien a quien se puede reprochar el haberlos dado.
Porthos llegó un momento después de D'Artagnan. Los cuatro amigos estaban, pues, reunidos.
Los cuatro rostros expresaban cuatro sentimientos distintos: el de Porthos tranquilidad; el de
D'Artagnan, esperanza; el de Aramis, inquietud; el de Athos, despreocupación.
Al cabo de un instante de conversación en la cual Porthos dejó entrever que una persona
situada muy arriba había tenido a bien encargarse de sacarle del apuro, entró Mosquetón.
Venía a rogar a Porthos que pasase a su alojamiento, donde su presencia era urgente, según
decía con aire muy lastimoso.
-¿Es mi equipo? -preguntó Porthos.
-Sí y no -respondió Mosquetón.
-Pero ¿qué es lo que quieres decir?...
-Venid, señor.
Porthos se levantó, saludó a sus amigos y siguió a Mosquetón.
Un instante después, Bazin apareció en el umbral de la puerta.
-¿Para qué me queréis, amigo mío? -dijo Aramis con aquella dulzura de lenguaje que se
observaba en él cada vez que sus ideas lo llevaban hacia la iglesia.
-Un hombre espera al señor en casa -respondió Bazin.
-¡Un hombre! ¿Qué hombre?
-Un mendigo.
-Dadle limosna, Bazin, y decidle que ruege por un pobre pecador.
-Ese mendigo quiere forzosamente hablaros, y pretende que estaréis encantado de verlo.
-¿No ha dicho nada de particular para mí?
-Sí. Si el señor Aramis, ha dicho, duda en venir a buscarme, le anunciaréis que llego de Tours.
-¿De Tours? -exclamó Aramis-. Señores, mil perdones, pero sin duda este hombre me trae
noticias que esperaba.
Y levantándose al punto se alejó rápidamente.
Quedaron Athos y D'Artagnan.
-Creo que esos muchachos han encontrado su solución. ¿Qué pensáis, D'Artagnan? -dijo Athos.
-Sé que Porthos lleva camino de conseguirlo -dijo D'Artagnan-; y en cuanto a Aramis, a decir
verdad, nunca me ha preocupado mucho; pero vos, mi querido Athos, vos que tan
generosamente habéis distribuido las pistolas del inglés que eran vuestra legítima, ¿que vais a
hacer?
-Estoy muy contento de haber matado a ese maldito, querido, dado que es pan bendito matar
un inglés, pero si me hubiera embolsado sus pistolas me pesarían como un remordimiento.
-¡Vamos, mi querido Athos! Realmente tenéis ideas inconcebibles.
-¡Dejémoslo, dejémoslo! El señor de Tréville, que me hizo el honor de visitarme ayer, me dijo
que frecuentáis a esos ingleses sospechosos que protege el cardenal.
-Eso quiere decir que visito una inglesa de la que ya os he hablado.
-Ah, sí, la mujer rubia respecto a la cual os he dado consejos que naturalmente os habéis
cuidado mucho de seguir.
-Os he dado mis razones.
-Sí, veis ahí vuestro equipo, según creo por lo que me habéis dicho.
-¡Nada de eso! He conseguido la certeza de que esa mujer tiene algo que ver con el rapto de la
señora Bonacieux.
-Sí, comprendo; para encontrar a una mujer, hacéis la corte a otra: es el camino más largo,
pero el más divertido.
D'Artagnan estuvo a punto de contárselo todo a Athos; pero un punto lo detuvo: Athos era un
gentilhombre severo sobre el pundonor, y en todo aquel pequeño plan que nuestro enamorado
había fijado respecto a Milady había ciertas cosas que de antemano, estaba seguro de ello, no
obtendrían el asentimiento del puritano; prefirió, pues, guardar silencio, y como Athos era el
hombre menos curioso de la tierra, las confidencias de D'Artagnan se quedaron ahí.
Dejaremos, pues, a los dos amigos, que no tenían nada muy importante que decirse, para
seguir a Aramis.
A la nueva de que el hombre que quería hablarle llegaba de Tours, ya hemos visto con qué
rapidez el joven había seguido, o mejor, adelantado a Bazin; no dio, pues, más que un salto de la
cane Férou a la calle de Vaugirard.
Al entrar en su casa, encontró efectivamente a un hombre de esta tura baja y ojos inteligentes,
pero cubierto de harapos.
-¿Sois vos quien preguntáis por mí? -dijo el mosquetero.
-Yo pregunto por el señor Aramis; ¿sois vos quien os llamáis asî?
-Yo mismo; ¿tenéis algo que entregarme?
-Sí, si me mostráis cierto pañuelo bordado.
-Helo aquí -dijo Aramis sacando una llave de su pecho y abriendo un cofrecito de madera de
ébano incrustado de nácar-, helo aquí, mirad.
-Está bien -dijo el mendigo-, despedid a vuestro lacayo.
En efecto, Bazin, curioso por saber lo que el mendigo quería de su maestro, había acompasado
el paso al suyo, y había llegado casi al mismo tiempo que él; pero esta celeridad no le sirvió de
gran cosa; a la invitación del mendigo, su amo le hizo seña de retirarse, y no tuvo más remedio
que obedecer.
Una vez que Bazin salió, el mendigo lanzó una mirada rápida en torno a él, a fin de asegurarse
de que nadie podía verlo ni oírlo, y abriendo su vestido harapiento mal apretado por un cinturón
de cuero, se puso a descoser la parte alta de su jubón, de donde sacó una carta.
Aramis lanzó un grito de alegría a la vista del sello, besó la escritura, y con un respeto casi
religioso abrió la epístola, que contenía lo que sigue:
«Amigo, la suerte quiere que sigamos separados por algún tiempo aún; mas los hermosos días
de la juventud no se han perdido sin retorno. Cumplid vuestro deber en el campamento; yo
cumplo el mío en otra parte; haced la campaña como gentilhombre valiente, y pensad en mí, que
beso tiernamente vuestros ojos negros.
¡Adiós, o mejor, hasta luego!»
El mendigo seguía descosiendo; de sus sucios vestidos sacó una a una ciento cincuenta pistolas
dobles de España, que alineó sobre la mesa; luego, abrió la puerta, saludó y partió antes de que
el joven, estupefacto, hubiera osado dirigirle la palabra.
Aramis releyó entonces la carta, y se dio cuenta de que aquella carta tenía un post-scriptum.
«P.-S. -Podéis acoger al portador, que es conde y grande de España. »
-¡Sueños dorados! -exclamó Aramis-. ¡Oh hermosa vida! Sí, somos jóvenes. Sí, aún tendremos
días felices. ¡Óh, para ti, para ti, amor mío, mi sangre, mi vida, todo, todo, mi bella dueña!
Y besaba la carta con pasión sin mirar siquiera el oro que centelleaba sobre la mesa.
Bazin llamó suavemente a la puerta; Aramis no tenía ya motivo para mantenerlo a distancia; le
permitió entrar.
Bazin quedó estupefacto a la vista de aquel oro y olvidó que venía a anunciar a D'Artagnan,
que, curioso por saber quién era el mendigo, venía a casa de Aramis al salir de la de Athos.
Pero como D'Artagnan no se preocupaba mucho con Aramis, al ver que Bazin olvidaba
anunciarlo, se anunció él mismo.
-¡Diablo, mi querido Aramis! -dijo D'Artagnan-. Si esto son las ciruelas que os envían de Tours,
presentaréis mis respetos al jardinero que las cosecha.
-Os equivocáis, querido -dijo Aramis siempre discreto-, es mi librero, que acaba de enviarme el
precio de aquel poema en versos de una sílaba que comencé allá.
-¡Ah, claro! -dijo D'Artagnan-. Pues bien, vuestro librero es generoso, mi querido Aramis, es
todo cuanto puedo deciros.
-¡Cómo, señor! -exclamó Bazin-. ¿Tan caro se vende un poema? ¡Es increble! Oh, señor,
haced- cuantos queráis, podéis convertiros en el émulo del señor de Voiture y del señor de
Benserade. También a mí me gusta esto. Un poeta es casi un abate. ¡Ah, señor Aramis, meteos,
pues, a poeta, os lo suplico!
-Bazin, amigo mío -dijo Aramis-, creo que os estáis mezclando en la conversación.
Bazin comprendió que se había equivocado; bajó la cabeza y salió.
-¡Vaya! -dijo D'Artagnan con una sonrisa-. Vendéis vuestras producciones a peso de oro, sois
muy afortunado, amigo mío; pero tened cuidado, vais a perder esa carta que sale de vuestra
casaca, y que sin duda también es de vuestro librero.
Aramis se puso rojo hasta el blanco de los ojos, volvió a meter su carta y a abotonar su jubón.
-Mi querido D'Artagnan -dijo-, vayamos si os parece en busca de nuestros amigos; y puesto
que soy rico, hoy volveremos a comer juntos a la espera de que vos seais rico en otra ocasión.
-¡A fe que con mucho gusto! -dijo D'Artagnan-. Hace tiempo que no hemos hecho una comida
decente; y como por mi cuenta esta noche tengo que hacer una expedición algo arriesgada, no
me molestará, lo confieso, que se me suba la cabeza con algunas botellas de viejo borgoña.
-¡Vaya por el viejo borgoña! Tampoco yo lo detesto -dijo. Aramis, a quien la vista del oro había
quitado como con la mano sus ideas de retiro.
Y tras poner tres o cuatro pistolas en su bolso para responder a las necesidades del momento,
guardó las otras en el cofre de ébano incrustado de nácar donde ya estaba el famoso pañuelo
que le había servido de talismán.
Los dos amigos se dirigieron primero a casa de Athos que, fiel al juramento que había hecho
de no salir, se encargó de hacerse traer a cena a casa; como entendía a las mil maravillas los
detalles gastronómicos, D'Artagnan y Aramis no pusieron ninguna dificultad en dejarle ese
importante cuidado.
Se dirigían a casa de Porthos cuando en la esquina de la calle du Bac se encontraron con
Mosquetón, que con aire lastimero echaba por delante de él a un mulo y a un caballo.
D'Artagnan lanzó un grito de sorpresa, que no estaba exento de mezcla de alegría.
-¡Ah, mi caballo amarillo! -exclamó-. Aramis, ¡mirad ese caballo!
-¡Oh, horroroso rocín! -dijo Aramis.
-Pues bien, querido -prosiguió D'Artagnan-, es el caballo sobre el que vine a Paris.
-¿Cómo? ¿El señor conoce este caballo? -dijo Mosquetón.
-Es de un color original -dijo Aramis-; es el único que he visto en mi vida con ese pelo.
-Eso creo también -prosiguió D'Artagnan-; yo lo vendí por eso en tres escudos, y debió ser por
el pelo, porque el esqueleto no vale desde luego dieciocho libras. Pero ¿cómo se encuentra entre
tus manos este caballo, Mosquetón?
-¡Ah -dijo el criado- no me habléis de ello, señor, es una mala pasada del marido de nuestra
duquesa!
-¿Cómo ha sido eso, Mosquetón?
-Sí, somos vistos con buenos ojos por una mujer de calidad, la duquesa de..., pero perdón, mi
amo me ha recomendado ser discreto. Nos había forzado a aceptar un pequeño recuerdo, un
magnífico caballo berberisco y un mulo andaluz, que eran maravillosos de ver; el marido se ha
enterado del asunto, ha confiscado al pasar las dos magníficas bestias que nos enviaban, ¡y las
ha sustituido por estos horribles animales!
-Que tú devuelves -dijo D'Artagnan.
-Exacto -contestó Mosquetón-; comprenderéis que no podemos aceptar semejantes monturas a
cambio de las que nos han prometido.
-No, pardiez, aunque me hubiera gustado ver a Porthos sobre rni Botón de Oro; eso me habría
dado una idea de lo que era yo mismo cuando llegué a Paris. Pero no te entretenemos,
Mosquetón, vete a hacer el recado de tu amo, vete. ¿Está él en casa?
-Sí, señor -dijo Mosquetón-, pero muy desapacible, id.
Y continuó su camino hacia el paseo des Grands-Augustins, mientras los dos amigos iba a
llamar a la puerta del infortunado Porthos. Este les había visto atravesar el patio y se había
abstenido de abrir. Llamaron, pues, inútilmente.
Mientras tanto, Mosquetón continuaba su camino y al atravesar el Pont-Neuf, siempre arreando
delante de él sus dos matalones, llegó a la calle aux Ours. Llegado allí, ató, según las órdenes de
su amo, caballo y mulo a la aldaba de la puerta del procurador; luego, sin inquietarse por su
suerte futura, volvió en busca de Porthos y le anunció que su recado estaba hecho.
Al cabo de cierto tiempo, las dos desgraciadas bestias, que no habían comido desde la
mañana, hicieron tal ruido alzando y dejando caer la aldaba de la puerta que el procurador
ordenó a su recadero ir a informarse en el vecindario a quién pertenecían el çaballo y el mulo.
La señora Coquenard reconoció su regalo, y no comprendió al principio nada de aquella
devolución; pero pronto la visita de Porthos la iluminó. La furia que brillaba en los ojos del
mosquetero, pese a la coacción que se imponía espantó a la sensible amante. En efecto, Mosquetón
no había ocultado a su amo que había encontrado a D'Artagnan y a Aramis, y que
D'Artagnan había reconocido en el caballo amarillo la jaca bearnesa sobre la que había venido a
Paris y que había vendido por tres escudos.
Porthos salió tras haber dado cita a la procuradora en el claustro Saint-Maglorie. La
procuradora, al ver que Porthos se iba, lo invitó a cenar, invitación que el mosquetero rehusó con
aire lleno de majestad.
La señora Coquenard se dirigió toda temblorosa al claustro Saint-Maglorie, porque adivinaba
los reproches que allí le esperaban; pero estaba fascinada por las grandes maneras de Porthos.
Todas las imprecaciones y reproches que un hombre herido en su amor propio puede dejar
caer sobre la cabeza de una mujer, Porthos las dejó caer sobre la cabeza inclinada de la
procuradora.
-iAy! -dijo-. Lo he hecho lo mejor que he podido. Uno de nuestros clientes es mercader de
caballos, debía dinero al bufete, y se mostraba recalcitrante. He cogido este mulo y este caballo
por lo que nos debía; me había prometido dos monturas regias.
-iPues bien, señora -dijo Porthos-, si os debía más de cinco escudos vuestro chalán es un
ladrón!
-No está prohibido buscar lo barato, señor Porthos -dijo la procuradora tratando de excusarse.
-No, señora, pero quienes buscan lo barato deben permitir a los otros buscarse amigos más
generosos.
Y Porthos, girando sobre sus talones, dio un paso para retirarse.
-¡Señor Porthos, señor Porthos! -exclamó la procuradora-. Me he equivocado, lo reconozco, y
no habría debido regatear tratándose de equipar a un caballero como vos.
Porthos, sin responder, dio un segundo paso de retirada.
La procuradora creyó verlo en una nube centelleante todo rodeado de duquesas y marquesas
que le lanzaban bolsas de oro a los pies.
-¡Deteneos, en nombre del cielo! Señor Porthos -exclamó-, deteneos y hablemos.
-Hablar con vos me trae mala suerte -dijo Porthos.
-Pero decidme, ¿qué pedís?
-Nada, porque esto equivale a lo mismo que si os pidiese algo.
La procuradora se colgó del brazo de Porthos, y en el impulso de su dolor, exclamó:
-Señor Porthos, yo ignoro todo esto, ¿sé acaso lo que es un caballo? ¿Sé lo que son los
arneses?
-Teníais que haber confiado en mí, que sí lo sé, señora; pero habéis querido economizar y, en
consecuencia, prestar a usura.
-Es un error, señor Porthos, y lo repararé bajo palabra de honor.
-¿Y cómo? -preguntó el mosquetero.
-Escuchad. Esta noche el señor Coquenard va a casa del señor duque de Chaulnes, que lo ha
llamado. Es para una consulta que durará dos horas por los menos; venid, estaremos solos y
haremos nuestras cuentas.
-¡En buena hora! Eso es lo que se dice hablar, querida mía.
-¿Me perdonáis?
-Veremos -dijo majestuosamente Porthos.
Y ambos se separaron diciéndose: Hasta esta noche.
«¡Diablos! -pensó Porthos al alejarse-. Me parece que me estoy acercando por fin al baúl de
maese Coquenard.»
Capítulo XXXV
De noche todos los gatos son pardos
Aquella noche, tan impacientemente esperada por Porthos y D'Artagnan, llegó por fin.
D'Artagnan, como de costumbre, se presentó hacia las nueve en casa de Milady. La encontró
de un humor encantador; jamás lo había recibido tan bien. Nuestro gascón vio a la primera
ojeada que su billete había sido entregado, y ese billete producía su efecto.
Ketty entró para traer sorbetes. Su amante le puso una cara encantadora, le sonrió con una
sonrisa más graciosa, mas, ¡ay!, la pobre chica estaba tan triste que no se dio cuenta siquiera de
la benevolencia de Milady.
D'Artagnan miraba juntas a aquellas dos mujeres y se veía forzado a confesar que la naturaleza
se había equivocado al formarlas; a la gran dama le había dado un alma venal y vil, a la doncella
le había dado un corazón de duquesa.
A las diez Milady comenzó a parecer inquieta. D'Artagnan comprendió lo que aquello quería
decir; miraba el péndulo, se levantaba, se volvía a sentar, sonreía a D'Artagnan con un aire que
quería decir: Sois muy amable sin duda, pero seríais encantador si os fueseis.
D'Artagnan se levantó y cogió su sombrero; Milady le dio su mano a besar; el joven sintió que
se la estrechaba y comprendió que era por un sentimiento no de coquetería, sino de gratitud por
su marcha.
-Lo ama endiabladamente -murmuró. Luego salió.
Aquella vez Ketty no lo esperaba, ni en la antecámara, ni en el corredor, ni en la puerta
principal. Fue preciso que D'Artagnan encontrase él solo la escalera y el cuarto.
Ketty estaba sentada con la cabeza oculta entre sus manos y lloraba.
Oyó entrar a D'Artagnan pero no levantó la cabeza; el joven fue junto a ella y le cogió las
manos; entonces ella estalló en sollozos.
Como D'Artagnan había presumido, Milady, al recibir la carta, le había dicho todo a su criada en
el delirio de su alegría; luego, como recompensa por la forma de haber hecho el encargo esta
vez, le había dado una bolsa. Ketty, al volver a su cuarto, había tirado la bolsa en un rincón
donde había quedado completamente abierta, vomitando tres o cuatro piezas de oro sobre el
tapiz.
A la voz de D'Artagnan la pobre muchacha alzó la cabeza. D'Artagnan mismo quedó asustado
por el transtorno de su rostro. Juntó las manos con aire suplicante, pero sin atreverse a decir una
palabra.
Por poco sensible que fuera el corazón de D'Artagnan, se sintió enternecido por aquel dolor
mudo; pero le importaban demasiado sus proyectos, y sobre todo aquél, para cambiar algo en el
programa que se había trazado de antemano. No dejó, pues, a Ketty ninguna esperanza de
ablandarlo, sólo que presentó su acción como simple venganza.
Por lo demás esta venganza se hacía tanto más fácil cuanto que Milady, sin duda para ocultar
su rubor a su amante, había recomendado a Ketty apagar todas las luces del piso, a incluso de su
habitación. Antes del alba el señor de Wardes debería salir, siempre en la oscuridad.
Al cabo de un instante se oyó a Milady que entraba en su habitación. D'Artagnan se abalanzó al
punto a su armario. Apenas se había acurrucado en él cuando se dejó oír la campanilla.
Milady parecía ebria de alegría, se hacía repetir por Ketty los menores detalles de la pretendida
entrevista de la doncella con de Warder, cómo había recibido él su carta, cómo había respondido,
cuál era la expresión de su rostro, si parecía muy enamorado; y a todas estas preguntas la pobre
Ketty, obligada a poner buena cara, respondía con una voz ahogada cuyo acento doloroso su
ama ni siquiera notaba, ¡así de egoísta es la felicidad!
Por fin, como la hora de su entrevista con el conde se acercaba, Milady hizo apagar todo en su
cuarto, y ordenó a Ketty volver a su habitación a introducir a de Wardes tan pronto como se
presentara.
La espera de Ketty no fue larga. Apenas D'Artagnan hubo visto por el agujero de la cerradura
de su armario que todo el piso estaba en la oscuridad cuando se lanzó de su escondite en el
momento mismo en que Ketty cerraba la puerta de comunicación.
-¿Qué es ese ruido? -preguntó Milady.
-Soy yo -dijo D'Artagnan a media voz-, yo, el conde de Wardes.
-¡Oh, Dios mío, Dios mío! -murmuró Ketty-. No ha podido esperar siquiera la hora que él mismo
había fijado.
-¡Y bien! -dijo Milady con una voz temblorosa-. ¿Por qué no entra? Conde, conde -añadió-,
¡sabéis de sobra que os espero!
A esta llamada, D'Artagnan alejó suavemente a Ketty y se precipitó en la habitación de Milady.
Si la rabia y el dolor deben torturar su alma, ésa es la del amante que recibe bajo un nombre
que no es el suyo protestas de amor que se dirigen a su afortunado rival.
D'Artagnan estaba en una situación dolorosa que no había previsto, los celos le mordían el
corazón, y sufría casi tanto como la pobre Ketty, que en aquel mismo momento lloraba en la
habitación vecina.
-Sí, conde -decía Milady con su voz más dulce, apretando tiernamente su mano entre las
suyas-; sí, soy feliz por el amor que vuestras miradas y vuestras palabras me han declarado cada
vez que nos hemos encontrado. También yo os amo. ¡Oh, mañana, mañana, quiero alguna
prenda de vos que demuestre que pensáis en mí, y, como podríais olvidarme, tomad!
Y ella pasó un anillo de su dedo al de D'Artagnan.
D'Artagnan se acordó de haber visto aquel anillo en la mano de Milady: era un magnífico zafiro
rodeado de brillantes.
El primer movimiento de D'Artagnan fue devolvérselo, pero Milady añadió:
-No, no, guardad este anillo por amor a mí. Además, aceptándolo -añadió con voz conmovidame
hacéis un servicio mayor de lo que podríais imaginar.
«Esta mujer está llena de misterios» -murmuró para sus adentros D'Artagnan.
En aquel momento se sintió dispuesto a revelarlo todo. Abrió la boca para decir a Milady quién
era, y con qué objetivo de venganza había venido, pero ella añadió:
-¡Pobre ángel, a quien ese monstruo de gascón ha estado a punto de matar!
El monstruo era él.
-¡Oh! -continuó Milady-. ¿Os hacen sufrir mucho todavía vuestras heridas?
-Sí, mucho -dijo D'Artagnan, que no sabía muy bien qué responder.
-Tranquilizaos -murmuró Milady , yo os vengaré, y cruelmente.
«¡Maldita sea! -se dijo D'Artagnan-. El momento de las confidencias todavía no ha llegado.»
Necesitó D'Artagnan algún tiempo todavía para reponerse de este breve diálogo; pero todas las
ideas de venganza que había traído se habían desvanecido por completo. Aquella mujer ejercía
sobre él un increíble poder, la odiaba y la adoraba a la vez; jamás había creído que estos dos
sentimientos tan contrarios pudieran habitar en el mismo corazón y al reunirse formar un amor
extraño y en cierta forma diabólico.
Sin embargo, acababa de sonar la una; hubo que separarse; D'Artagnan, en el momento de
dejar a Milady, no sintió más que un vivo pesar por alejarse, y en el adiós apasionado que ambos
se dirigieron recíprocamente, convinieron una nueva entrevista para la semana siguiente. La
pobre Ketty esperaba poder dirigir algunas palabras a D'Artagnan cuando pasara por su
habitación, pero Milady lo guió ella misma en la oscuridad y sólo lo dejó en la escalinata.
Al día siguiente por la mañana, D'Artagnan corrió a casa de Athos. Estaba empeñado en una
aventura tan singular que quería pedirle consejo. Le contó todo. Athos frunció varias veces el
ceño.
-Vuestra Milady -le dijo- me parece una criatura infame, pero no por ello habéis dejado de
equivocaros al engañarla; de una forma o de otra, tenéis un terrible enemigo encima.
Y al hablarle, Athos miraba con atención el zafiro rodeado de diamantes que había ocupado en
el dedo de D'Artagnan el lugar del anillo de la reina, cuidadosamente puesto en un escriño.
-¿Veis este anillo? -dijo el gascón glorioso por exponer a las miradas de sus amigos un
presente tan rico.
-Sí -dijo Athos-, me recuerda una joya de familia.
-Es hermoso, ¿no es cierto? -dijo D'Artagnan.
-¡Magnífico! -respondió Athos-. No creía que éxistieran dos zafiros de unas aguas tan bellas.
¿Lo habéis cambiado por vuestro diamante?
-No -dijo D'Artagnan-: es un regalo de mi hermosa inglesa, o mejor, de mi hermosa francesa,
porque, aunque no se lo he preguntado, estoy convencido de que ha nacido en Francia.
-¿Este anillo os viene de Milady? -exclamó Athos con una voz en la que era fácil distinguir una
gran emoción.
-De ella misma; me lo ha dado esta noche.
-Enseñadme ese anillo -dijo Athos.
-Aquí está -respondió D'Artagnan sacándolo de su dedo.
Athos lo examinó y padileció, luego probó en el anular de su mano izquierda; le iba a aquel
dedo como si estuviera hecho para él. Una nube de cólera y de venganza pasó por la frente
ordinariamente tranquila del gentilhombre.
-Es imposible que sea el mismo -dijo-. ¿Cómo iba a encontrarse este anillo en las manos de
milady Clarick? Y sin embargo, es muy difícil que haya entre dos joyas un parecido semejante.
-¿Conocéis este anillo? -preguntó D'Artagnan.
-Había creído reconocerlo -dijo Athos-, pero sin duda me equivocaba.
Y lo devolvió a D'Artagnan sin cesar, sin embargo, de mirarlo.
-Mirad -dijo al cabo de un instante-, D'Artagnan, quitaos ese anillo de vuestro dedo o volved el
engaste para dentro; me trae tan crueles recuerdos que no estaría tranquilo para hablar con vos.
¿No venís a pedirme consejos, no me decíais que estabais en apuros sobre lo que debíais
hacer?... Esperad... Dejadme ese zafiro: ese al que yo me refiero debe tener una de sus caras
rozada a consecuencia de un accidente.
D'Artagnan sacó de nuevo el anillo de su dedo y se lo entregó a Athos.
Athos se estremeció.
-Mirad -dijo-, ved, ¿no es extraño?
Y mostraba a D'Artagnan aquel rasguño que recordaba debía existir.
-Pero ¿de quién os venía este zafiro, Athos?
-De mi madre, que lo tenía de su madre. Como os digo, es una antigua joya... que jamás debió
salir de la familia,.
-Y vos, ¿lo... vendisteis? -preguntó dudando D'Artagnan.
-No -contestó Athos con una sonrisa singular-; lo di durante una noche de amor, como os lo
han dado a vos.
D'Artagnan permaneció pensativo a su vez; le parecía ver en el alma de Milady abismos cuyas
profundidades eran sombrías y desconocidas.
Metió el anillo no en su dedo sino en su bolsillo.
-Oíd -le dijo Athos cogiéndole la mano-, ya sabéis cuánto os amo, D'Artagnan; si tuviera un hijo
no lo querría tanto como a vos. Pues bien, creedme, renunciad a esa mujer. No la conozco, pero
una especie de intuición me dice que es una criatura perdida, y que hay algo de fatal en ella.
-Y tenéis razón -dijo D'Artagnan-. También yo me aparto de ella; os confieso que esa mujer me
asusta a mí incluso.
-¿Tendréis ese valor? -dijo Athos.
-Lo tendré -respondió D'Artagnan-, y desde ahora mismo.
-Pues bien, de verdad, hijo mío, tenéis razón -dijo el gentilhombre apretando la mano del
gascón con un cariño casi paterno-; ojalá quiera Dios que esa mujer, que apenas ha entrado en
vuestra vida, no deje en ella una huella funesta.
Y Athos saludó a D'Artagnan con la cabeza, como hombre que quiere hacer comprender que no
le molesta quedarse a solas con sus pensamientos.
Al volver a su casa, D'Artagnan encontró a Ketty que lo esperaba. Un mes de fiebre no habría
cambiado a la pobre niña más de lo que lo estaba por aquella noche de insomnio y de dolor.
Era enviada por su ama al falso de Wardes. Su ama estaba loca de amor, ebria de alegría;
quería saber cuándo le daría el conde una segunda entrevista.
Y la pobre Ketty, pálida y temblorosa, esperaba la respuesta de D'Artagnan.
Athos tenía un gran influjo sobre el joven; los consejos de su amigo unidos a los gritos de su
propio corazón le habían decidido, ahora que su orgullo estaba a salvo y su venganza satisfecha,
a no volver a ver a Milady. Por toda respuesta tomó una pluma y escribió la carta siguiente:
«No contéis conmigo, señora, para la próxima cita; desde mi convalecencia tengo tantas
ocupaciones de ese género que he tenido que poner cierto orden. Cuando llegue vuestra vez,
tendré el honor de participároslo.
Os beso las manos.
Conde de Wardes.»
Del zafiro ni una palabra: ¿quería el gascón guardar un arma contra Milady? O bien, seamos
francos, ¿no conservaba aquel zafiro como último recurso para el equipo?
Nos equivocaríamos por lo demás si juzgáramos las acciones de una época desde el punto de
vista de otra época. Lo que hoy sería mirado como una vergüenza por un hombre galante era en
ese tiempo algo sencillo y completamente natural, y los segundones de las mejores familias se
hacían mantener por regla general por sus amantes.
D'Artagnan pasó su carta abierta a Ketty, que la leyó primero sin comprenderla y que estuvo a
punto de enloquecer de alegría al releerla por segunda vez.
Ketty no podía creer en tal felicidad. D'Artagnan se vio obligado a renovarle de viva voz las
seguridades que la carta le daba por escrito; y cualquiera que fuese, dado el carácter arrebatado
de Milady, el peligro que corría la pobre niña al entregar aquel billete a su ama, no dejo de volver
a la Place Royale a toda velocidad de sus piernas.
El corazón de la mejor mujer es despiadado para los dolores de un¡ rival.
Milady abrió la carta con una prisa igual a la que Ketty había puesto en traerla; pero a la
primera palabra que leyó, se puso lívida; luego arrugó el papel; luego se volvió con un centelleo
en los ojos hacia Ketty
-¿Qué significa esta carta? -dijo.
-Es la respuesta a la de la señora -respondió Ketty toda temblorosa.
-¡Imposible! -exclamó Milady-. Imposible que un gentilhombre haya escrito a una mujer
semejante carta.
Luego, de pronto, temblando:
-¡Dios mío! -dijo ella-. Sabrá... -y se detuvo.
Sus dientes rechinaban, estaba color ceniza; quiso dar un paso hacia la ventana para ir en
busca de aire, pero no pudo más que tende los brazos, le fallaron las piernas y cayó sobre un
sillón.
Ketty creyó que se mareaba y se precipitó para abrir su corsé. Pero Milady se levantó con
presteza.
-¿Qué queréis? -dijo-. ¿Y por qué me ponéis las manos encima?
-He pensado que la señora se mareaba y he querido ayudarla -respondió la sirvienta,
completamente asustada por la expresión terrible que había tomado el rostro de su ama.
-¿Marearme yo? ¿Yo? ¿Yo? ¿Me tomáis por una mujerzuela Cuando se me insulta no me
mareo, me vengo, ¿entendéis?
Y con la mano hizo a Ketty señal de que saliese.
Capítulo XXXVI
Sueño de venganza
Por la noche, Milady ordenó introducir al señor D'Artagnan tai pronto como viniese, según su
costumbre. Pero no vino.
Al día siguiente Ketty vino a ver de nuevo al joven y le contó todo lo que había pasado la
víspera; D'Artagnan sonrió; aquella celosa cólera de Milady era su venganza.
Por la noche, Milady estuvo más impaciente aún que la víspera renovó la orden relativa al
gascón, mas, como la víspera, lo esperó en vano.
Al día siguiente Ketty se presentó en casa de D'Artagnan, no alegre y viva como los dos días
anteriores, sino por el contrario triste hasta morir.
D'Artagnan preguntó a la pobre niña lo que tenía; mas por toda respuesta ella sacó una carta
de su bolso y se la entregó.
Aquella carta era de la escritura de Milady, sólo que esta vez estaba dirigida a D'Artagnan y no
al señor de Wardes.
La abrió y leyó lo que sigue:
«Querido señor D'Artagnan, está mal descuidar así a sus amigos, sobre todo en el momento en
que se los va a dejar por tanto tiempo. Mi cuñado y yo os hemos esperado ayer y anteayer inútilmente.
¿Pasará lo mismo esta tarde?
Vuestra muy agradecida,
Lady Clarick. »
-Es muy sencillo -dijo D'Artagnan-, y esperaba esta carta. Mi crédito está en alza por la baja del
conde de Wardes.
-¿Es que iréis? -preguntó Ketty.
-Escucha, querida niña -dijo el gascón, que trataba de excusarse a sus propios ojos de faltar a
la promesa que le había hecho a Athos-, comprende que sería descortés no responder a una
invita ción tan positiva. Milady, al ver que no volvía, no comprendería nada de la interrupción de
mis visitas, podría sospechar algo, y ¿quién puede decir hasta dónde iría la venganza de una
mujer de ese temple?
-¡Dios mío! -dijo Ketty-. Sabéis presentar las cosas de forma que siempre tenéis razón. Pero
vais a seguir haciéndole la torte, y si esta vez vais a agradarle bajo vuestro verdadero nombre y
vuestro verdadero rostro, será mucho peor que la primera vez.
El instinto hacía adivinar a la pobre niña una parte de lo que iba a pasar.
D'Artagnan la tranquilizó lo mejor que pudo y le prometió permanecer insensible a las
seduciones de Milady.
Le hizo responder que era imposible estar más agradecido a sus bondades y que se ponía a sus
órdenes; pero no se atrevió a escribirle por miedo a no poder disimular suficientemente su
escritura a unos ojos tan ejercitados como los de Milady.
Al sonar las nueve, D'Artagnan estaba en la Place Royale. Era evidente que los criados que
esperaban en la antecámara estaban avisados, porque tan pronto como D'Artagnan apareció,
antes incluso de que hubiera preguntado si Milady estaba visible, uno de ellos corrió a anunciarlo.
-Hacedle entrar -dijo Milady con voz seca, pero tan penetrante que D'Attagnan la oyó desde la
antecámara.
Fue introducido.
-No estoy para nadie -dijo Milady-. ¿Entendéis? Para nadie El lacayo salió.
D'Artagnan lanzó una mirada curiosa sobre Milady; estaba pálid y tenía los ojos fatigados, bien
por las lágrimas, bien por el insomnio Se había disminuido adrede el número habitual de luces, y
sin embargo, la joven no podía llegar a ocultar las marcas de la fiebre que la había devorado
desde hacía dos días.
D'Artagnan se acercó a ella con su galantería de costumbre; ella hizo entonces un esfuerzo
supremo para recibirlo, pero jamás fisonomía más turbada desmintió sonrisa más amable.
A las preguntas que D'Artagnan le hizo sobre su salud:
-Mala -respondió ella- muy mala.
-Pero entonces -dijo D'Artagnan-, soy indiscreto, tenéis sin duda necesidad de reposo y voy a
retirarme.
-No -dijo Milady-; al contrario, quedaos, señor D'Artagnar vuestra amable compañía me
distraerá.
«¡Oh, oh! -pensó D'Artagnan-. Nunca ha estado tan encantadora, desconfiemos. »
Milady adoptó el aire más afectuoso que pudo adoptar, y dio toda la brillantez posible a su
conversación. Al mismo tiempo aquella fiebre que la había abandonado hacía un instante volvía a
dar brillo a sus ojos, color a sus mejillas, carmín a sus labios. D'Artagnan volvió a encontrar a la
Circe que ya le había envuelto en sus encantos. Su amor, qu él creía apagado y que sólo estaba
adormecido, se despertó en su corazón. Milady sonreía y D'Artagnan sentía que se condenaría
por aquell sonrisa.
Hubo un momento en que sintió algo como un remordimiento por lo que había hecho contra
ella.
Poco a poco Milady se volvió más comunicativa. Preguntó a D'Artagnan si tenía un amante.
-¡Ay! -dijo D'Artagnan con el aire más sentimental que pudo adoptar-. ¿Sois tan cruel para
hacerme una pregunta semejante a mi que desde que os he visto no respiro ni suspiro más que
por vos y para vos?
Milady sonrió con una sonrisa extraña.
-¿O sea que me amáis? -dijo ella.
-¿Necesito decíroslo? ¿No os habéis dado cuenta?
-Claro, pero ya lo sabéis, cuanto más orgullosos son los corazones, más difíciles son de coger.
-¡Oh, las dificultades no me asustan! -dijo D'Artagnan-. Sólo las cosas imposibles me espantan.
-Nada es imposible -dijo Milady- para un amor verdadero.
-¿Nada, señora?
-Nada -contestó Milady.
«¡Diablo! -prosiguió D'Artagnan para sus adentros-. La nota ha cambiado. ¿Se habrá
enamorado la caprichosa de mí por casualidad, y estaría dispuesta a darme a mí mismo algún
otro zafiro igual al que me ha dado al tomarme por de Wardes?»
D'Artagnan acercó con presteza su silla a Milady.
-Veamos -dijo ella-, ¿qué haríais para probar ese amor de que habláis?
-Todo cuanto se exigiera de mí. Que me manden, estoy dispuesto.
-¿A todo?
-¡A todo! -exclamó D'Artagnan, que sabía de antemano que no arriesgaba gran cosa
arriesgándose así.
-Pues bien, hablemos un poco -dijo a su vez Milady, acercando su sillón a la silla de
D'Artagnan.
-Os escucho, señora -dijo éste.
Milady permaneció un instante preocupada y como indecisa; luego, pareciendo adoptar una
resolución, dijo:
-Tengo un enemigo.
-¿Vos, señora? -exclamó D'Artagnan fingiendo sorpresa-. ¿Es posible, Dios mío? ¿Hermosa y
buena como sois?
-¡Un enemigo mortal!
-¿De verdad?
-Un enemigo que me ha insultado tan cruelmente que entre él y yo hay una guerra a muerte.
¿Puedo contar con vos como auxiliar?
D'Artagnan comprendió inmediatamente adónde quería ir aquella vengativa criatura.
-Podéis, señora -dijo con énfasis-; mi brazo y mi vida os perte necen como mi amor.
-Entonces -dijo Milady-, puesto que sois tan generoso como enamorado...
Se detuvo.
-¿Y bien? -preguntó D'Artagnan.
-Y bien -prosiguió Milady tras un momento de silencio-, cesad desde hoy de hablar de
imposibilidades.
-No me agobiéis con mi dicha -exclamó D'Artagnan precipitándose de rodillas y cubriendo de
besos las manos que le dejaban.
«Véngame de ese infame de Wardes -murmuró Milady entre dientes-, y sabré desembarazarme
de ti luego, ¡doble tonto, hoja de espada viviente!»
«Cae voluntariamente entre mis brazos después de haberme burlado descaradamente,
hipócrita y peligrosa mujer -pensaba D'Artagnan por su parte-, y luego me reiré de ti con aquel a
quien quieres matar por rni mano.»
D'Artagnan alzó la cabeza.
-Estoy dispuesto -dijo.
-¿Me habéis, pues, comprendido, querido señor D'Artagnan? -dijo Milady.
-Adivinaré una de vuestras miradas.
-¿O sea que emplearíais por mí vuestro brazo, que tanta fama ha conseguido ya?
-Ahora mismo.
-Pero y yo -dijo Milady-, ¿cómo pagaré semejante servicio? Conozco a los enamorados, son
personas que no hacen nada por nada.
-Vos sabéis la única respuesta que yo deseo -dijo D'Artagnan-, la única que sea digna de vos y
de mí.
Y la atrajo dulcemente hacia él.
Ella resistió apenas.
-¡Interesado! -dijo ella sonriendo.
-¡Ah! -exclamó D'Artagnan verdaderamente arrastrado por la pasión que esta mujer tenía el
don de encender en su corazón-. ¡Ay, cuán inverosímil me parece esta dicha! Tras haber tenido
siempre miedo a verla desaparecer como un sueño, tengo prisa por hacerla realidad.
-Pues bien, mereced esa pretendida dicha.
-Estoy a vuestras órdenes -dijo D'Artagnan.
-¿Seguro? -preguntó Milady con una última duda.
-Nombradme al infame que ha podido hacer llorar vuestros hermosos ojos.
-¿Quién os dice que he llorado? -dijo ella.
-Me parecía...
-Las mujeres como yo no lloran -dijo Milady.
-¡Tanto mejor! Veamos, decidme cómo se llama.
-Pensad que su nombre es todo mi secreto.
-Sin embargo, es necesario que yo sepa su nombre.
-Sí, es necesario. ¡Ya veis la confianza que tengo en vos!
-Me colmáis de alegría. ¿Cómo se llama?
-Vos lo conocéis.
- De verdad?
-¿No será uno de mis amigos? -prosiguió D'Artagnan jugando a la duda para hacer creer en su
ignorancia.
-Y si fuera uno de vuestros amigos, ¿dudaríais? -exclamó Milady. Y un destello de amenaza
pasó por sus ojos.
-¡No, aunque fuese mi hermano! -exclamó D'Artagnan como arrebatado por el entusiasmo.
Nuestro gascón se adelantaba sin peligro porque sabía adónde iba.
-Amo vuestra adhesión -dijo Milady.
-¡Ay! ¿Sólo eso amáis en mí? -preguntó D'Artagnan.
-Os amo también a vos -dijo ella cogiéndole la mano.
Y la ardiente presión hizo temblar a D'Artagnan como si por el tacto aquella fiebre que
quemaba a Milady lo ganase a él.
-¡Vos me amáis! -exclamó-. ¡Oh, si así fuera, sería para volverse loco!
Y la envolvió en sus dos brazos. Ella no trató de apartar sus labios de su beso, sólo que no lo
devolvió.
Sus labios estaban fríos: a D'Artagnan le pareció que acababa de besar a una estatua.
No por ello estaba menos ebrio de alegría, electrizado de amor; creía casi en la ternura de
Milady; creía casi en el crimen de de Wardes. Si de Wardes hubiera estado en ese momento al
alcance de su mano, lo habría matado.
Milady aprovechó la ocasión.
-Se llama... -dijo ella a su vez.
-De Wardes, lo sé -exclamó D'Artagnan.
-¿Y cómo lo sabéis? -preguntó Milady cogiéndole las dos manos y tratando de llegar por sus
ojos hasta el fondo de su alma.
D'Artagnan sintió que se había dejado llevar y que había cometido una falta.
-Decid, decid, pero decid -repetía Milady-, ¿cómo lo sabéis?
-¿Cómo lo sé? -dijo D'Artagnan.
-Sí.
-Lo sé porque ayer de Wardes, en un salón en el que yo estaba, ha mostrado un anillo que
decía tener de vos.
-¡Miserable! -exclamó Milady.
El epíteto, como se supondrá, resonó hasta en el fondo del corazón de D'Artagnan.
-¿Y bien? -continuó ella.
-Pues bien, os vengaré de ese miserable -replicó D'Artagnan dándose aires de don Japhet de
Armenia.
-Gracias, mi bravo amigo -exclamó Milady-. ¿Y cuándo seré vengada?
-Mañana, ahora mismo, cuando vos queráis.
Milady iba a exclamar: «Ahora mismo»; pero pensó que semejante precipitación sería poco
graciosa para D'Artagnan.
Por otra parte, tenía mil precauciones que tomar, mil consejos que dar a su defensor, para que
evitara explicaciones ante testigos con el conde. Todo esto estaba previsto por una frase de
D'Artagnan.
-Mañana -dijo- seréis vengada o yo estaré muerto.
-¡No! -dijo ella-. Me vengaréis, pero no moriréis. Es un cobarde.
-Con las mujeres puede ser, pero no con los hombres. Sé algo sobre eso.
-Pero me parece que en vuestra pelea con él no habéis tenid que quejaros de la fortuna.
-La fortuna es una cortesana: favorable ayer, puede traicionarm mañana.
-Lo cual quiere decir que ahora dudáis.
-No, no dudo, Dios me libre; pero, ¿sería justo dejarme ir a un muerte posible sin haberme
dado al menos algo más que esperanza?
Milady respondió con una ojeada que quería decir:
«¿Sólo es eso? Marchaos, pues.»
Luego, acompañando la mirada de palabras explicativas:
-Es demasiado justo -dijo con ternura.
-¡Oh, sois un ángel! -dijo el joven.
-¿O sea que todo convenido? -dijo ella.
-Salvo lo que os pido, querida mía.
-Pero ¿cuando os digo que podéis confiar en mi ternura?
-No tengo el día de mañana para esperar.
-Silencio; oigo a mi hermano, es inútil que os encuentre aquí Llamó. Apareció Ketty.
-Salid por esa puerta -dijo ella empujándolo hacia una puertecilla oculta-, y volved a las once;
acabaremos esta entrevista. Ketty os introducirá en mi cuarto.
La pobre niña pensó caerse hacia atrás al oír estas palabras.
-Y bien, ¿qué hacéis, señorita, permaneciendo ahí inmóvil com una estatua? Vamos, llevad al
caballero; y esta noche, a las once, habéis oído.
-Parece que sus citas son siempre a las once -pensó D'Artagnan-; es un hábito adquirido.
Milady le tendió una mano que él beso tiernamente.
-Veamos -dijo al retirarse y respondiendo apenas a los reproches de Ketty-, veamos, no
hagamos el imbécil; decididamente es una mujer es una gran malvada; tengamos cuidado.
Capítulo XXXVII
El secreto de Milady
D'Artagnan había salido del palacete en vez de subir inmediatamenl a la habitación de Ketty,
pese a las instancias que le había hecho la joven, y esto por dos razones: la primera, porque de
esta forma evitaba los reproches, las recriminaciones, las súplicas; la segunda, porque no le
importaba leer un poco en su pensamiento y, si era posible, en el de aquella mujer.
Todo cuanto él tenía de más claro dentro es que D'Artagnan amaba a Milady como un loco y
que ella no lo amaba nada de nada. Por un instante, D'Artagnan comprendió que lo mejor que
podría hacer sería regresar a su casa y escribirle a Milady una larga carta en la que le confesaría
que él y de Wardes eran hasta el presente completamente el mismo, que por consiguiente no
podía comprometerse, su pena de suicidio, a matar a de Wardes. Pero también estaba espoleado
por un feroz deseo de venganza; quería poseer a su vez a aquella mujer bajo su propio nombre;
y como esta venganza le parecía tener cierta dulzura no quería renunciar a ella.
Dio cinco o seis veces la vuelta a la Place Royale, volviéndose cada diez pasos para mirar la luz
del piso de Milady, que se vislumbraba a través de las celosías; era evidente que en esta ocasión
la joven estaba menos urgida que la primera de volver a su cuarto.
Por fin la luz desapareció.
Con aquella luz se apagó la última irresolución en el corazón de D'Artagnan; recordó los
detalles de la primera noche, y con el corazón palpitante la cabeza ardiendo, entró en el palacete
y se precipitó en el cuarto de Ketty.
La joven, pálida como la muerte, temblando con todos sus miembros, quiso detener a su
amante; pero Milady, con el oído en acecho, había oído el ruido que había hecho D'Artagnan:
abrió la puerta.
-Venid -dijo.
Todo esto era de un impudor increíble, de un descaro tan monstruoso que apenas si
D'Artagnan podía creer en lo que veía y oía. Creía estar arrastrado a alguna de esas intrigas
fantásticas como las que se realizan en el sueño.
No por ello se abalanzó menos hacia Milady, cediendo a la atracción que el imán ejerce sobre
el hierro.
La puerta se cerró tras ellos.
Ketty se abalanzó a su vez contra la puerta.
Los celos, el furor, el orgullo ofendido, todas las pasiones que, en fin, se disputan el corazón de
una mujer enamorada la empujaban a una revelación; pero estaba perdida si confesaba haberse
prestado a semejante maquinación; y por encima de todo, D'Artagnan estaba perdido para ella.
Este último pensamiento de amor le aconsejó aún este último sacrificio.
D'Artagnan, por su parte, estaba en el colmo de todos sus deseos: no era ya un rival al que se
amaba en él, era a él mismo a quien parecía amar. Una voz secreta le decía muy en el fondo del
corazón que no era más que un instrumento de venganza al que se acariciaba a la espera de que
diese la muerte, pero el orgullo, el amor propio, la locura, hacían callar aquella voz, ahogaban
aquel murmullo. Luego, nuestro gascón, con la dosis de confianza que nosotros le conocemos, se
comparaba a de Wardes y se preguntaba por qué, a fin de cuentas, no le iba a amar, también a
él, por sí mismo.
Se abandonó por tanto por entero a las sensaciones del momento. Milady no fue para él
aquella mujer de intenciones fatales que le habían asustado por un momento, fue una amante
ardiente y apasionada abandonándose por entero a su amor que ella misma parecía experimentar.
Dos horas poco más o menos transcurrieron así.
Sin embargo, los transportes de los dos amantes se calmaron. Milady, que no tenía los mismos
motivos que D'Artagnan para olvidar, fue la primera en volver a la realidad y preguntó al joven si
las medidas que debían llevar al día siguiente a él y a de Wardes a un encuentro estaban fijadas
de antemano en su mente.
Pero D'Artagnan, cuyas ideas habían adquirido un curso muy distinto, se olvidó como un
imbécil y respondió galantemente que era muy tarde para ocuparse de duelos a estocadas.
Aquella frialdad por los únicos intereses que la preocupaban, asustó a Milady, cuyas preguntas
se volvieron más agobiantes.
Entonces D Artagnan, que nunca había pensado seriamente en aquel duelo imposible, quiso
desviar la conversación, pero no tenía ya fuerza.
Milady lo contuvo en los límites que había marcado de antemano con su espíritu iresistible y su
voluntad de hierro.
D'Artagnan se creyó muy ingenioso aconsejando a Milady renunciar, perdonando a de Wardes,
a los proyectos furiosos que ella había formado.
Pero a las primeras palabras que dijo, la joven se estremeció y se alejó.
-¿Tenéis acaso miedo, querido D'Artagnan? -dijo ella con una voz aguda y burlona que resonó
extrañamente en la oscuridad.
-¡Ni lo penséis, querida! -respondió D'Artagnan-. ¿Y si, en última instancia, ese pobre conde de
Wardes fuera menos culpable de lo que pensáis?
-En cualquier caso -dijo gravemente Milady-, me ha engañado, y desde el momento en que me
ha engañado, ha merecido la muerte.
-¡Morirá, pues, puesto que lo condenáis! -dijo D'Artagnan en un tono tan firme que a Milady le
pareció expresión de una adhesión a toda prueba.
Al punto ella se acercó a él.
No podríamos decir el tiempo que duró la noche para Milady; pero D'Artagnan creía estar a su
lado hacía dos horas apenas cuando la luz apareció en las rendijas de las celosías y pronto
invandió la habitación de claridad macilenta.
Entonces Milady, viendo que D'Artagnan iba a dejarla, le recordó la promesa que le había
hecho de vengarla de de Wardes.
-Estoy completamente dispuesto -dijo D'Artagnan-, pero antes quisiera estar seguro de una
cosa.
-¿De cuál? -preguntó Milady.
-De que me amáis.
-Me parece que os de dado la prueba.
-Sí, también soy yo en cuerpo y alma vuestro.
-¡Gracias, mi valiente amante! Pero de igual forma que yo os he probado mi amor, vos me
probaréis el vuestro, ¿verdad?
-Desde luego. Pero si me amáis como decís -replicó D'Artagnan-, ¿no teméis por mí?
-¿Qué puedo temer?
-Pues que sea herido peligrosamente, que sea muerto, incluso.
-Imposible -dijo Milady-, sois un hombre muy valiente y una espada muy fina.
-¿No preferiríais, pues -replicó D'Artagnan-, un medio que os vengara y a la vez hiciera inútil el
combate?
Milady miró a su amante en silencio: aquella luz macilenta de los primeros rayos del día daba a
sus ojos claros una expresión extrañamente funesta.
-Realmente -dijo-, creo que ahora dudáis.
-No, no dudo; es que ese pobre conde de Wardes me da verdaderamente pena desde que ya
no lo amáis, y me parece que un hombre debe estar tan cruelmente castigado por la pérdida sola
de vuestro amor, que no necesita de otro castigo.
-¿Quién os dice que yo lo haya amado? -preguntó Milady.
-Al menos puedo creer ahora sin demasiada fatuidad que amáis a otro -dijo el joven en un tono
cariñoso-, y os lo repito, me intereso por el conde.
-¿Vos? -preguntó Milady.
-Sí, yo.
-¿Y por qué vos?
-Porque sólo yo sé...
-¿Qué?
-Que está lejos de ser, o mejor, que está lejos de haber sido tan culpable hacia vos como
parece.
-¿De veras? -dijo Milady con aire inquieto-. Explicaos, porque realmente no sé qué queréis
decir.
Y miraba a D'Artagnan que la tenía abrazada con ojos que parecían inflamarse poco a poco.
-¡Sí, yo soy un hombre galante! -dijo D'Artagnan, decidido a terminar-. Y desde que vuestro
amor es mío desde que estoy seguro de poseerlo, porque lo poseo, ¿no es cierto?
-Por entero, continuad.
-Pues bien me siento como transportado, me pesa una confesión.
-¿Una confesión?
-Si hubiera dudado de vuestro amor no lo habría hecho; pero, ¿me amáis, mi bella amante?
¿No es cierto que me amáis?
-Sin duda.
-Entonces, si por exceso de amor me he hecho culpable respecto a vos, ¿me perdonaréis?
-¡Quizá!
D'Artagnan trató, con la sonrisa más dulce que pudo adoptar, de acercar sus labios a los labios
de Milady, mar ella lo apartó.
-Esa confesión -dijo palideciendo-, ¿cuál es?
-Habíais citado a de Warder, el jueves último, en esta misma habitación, ¿no es cierto?
-¡Yo, no! Eso no es cierto -dijo Milady con un tono de voz tan firme y un rostro tan impasible
que, si D Artagnan no hubiera tenido una certeza tan total, habría dudado.
-No mintáis, ángel mío -dijo D'Artagnan sonriendo-, sería inútil.
-¿Cómo? ¡Hablad, pues! ¡Me hacéis morir!
-¡Oh, tranquilizaos, no sois culpable frente a mí, y yo os he perdonado ya!
-¡Y después, después!
-De Warder no puede gloriarse de nada.
-¿Por qué? Vos mismo me habéis dicho que ere anillo...
-Ese anillo, amor mío, soy yo quien lo tengo. El duque de Warder del jueves y D'Artagnan de
hoy son la misma persona.
El imprudente esperaba una sorpresa mezclada con pudor, una pequeña tormenta que se
resolvería en lágrimas; pero se equivocaba extrañamente, y su error no duró mucho.
Pálida y terrible, Milady se irguió y al rechazar a D'Artagnan con un violento golpe en el pecho,
se balanzó fuera de la cama.
D'Artagnan la retuvo por su bata de fina tela de Indias para implorar su perdón; mas ella con
un movimiento potente y resuelto, trató de huir. Entonces la batista se degarró dejando al
desnudo los hombros, y sobre uno de aquellos hermosos hombros redondos y blancos,
D'Artagnan, con un sobrecogimiento inexpresable, reconoció la flor de lis, aquella marca
indeleble que imprime la mano infamante del verdugo.
-¡Gran Dios! -exclamó D'Artagnan soltando la bata.
Y se quedó mudo, inmóvil y helado sobre la cama.
Pero Milady se sentía denunciada por el horror mismo de D'Artagnan. Sin duda lo había visto
todo; el joven sabía ahora su secreto, secreto terrible que todo el mundo ignoraba, salvo él.
Ella se volvió, no ya como una mujer furiosa, sino como una pantera herida.
-¡Ah, miserable! -dijo ella-. Me has traicionado cobardemente, ¡y además conoces mi secreto!
¡Morirás!
Y corrió al cofre de marquetería puesto sobre el tocador, lo abrió con mano febril y temblorosa,
sacó de él un pequeño puñal de mango de oro, de hoja aguda y delgada, y volvió de un salto
sobre D'Artagnan medio desnudo.
Aunque el joven fuera valiente, como se sabe, quedó asustado por aquella cara alterada,
aquellas pupilas horriblemente dilatadas, aquellas mejillas pálidas y aquellos labios sangrantes;
retrocedió hasta quedar entre la cama y la pared, como habría hecho ante la proximidad de una
serpiente que reptase hacia él, y al encontrar su espada bajo su mano mojada de sudor, la sacó
de la funda.
Pero sin inquietarse por la espada, Milady trató de subirse a la cama para golpearlo, y no se
detuvo sino cuando sintió la punta aguda sobre su pecho.
Entonces trató de coger aquella espada con las manos; pero D'Artagnan la apartó siempre de
sus garras, y presentándola tanto frente a sus ojos como frente a su pecho, se dejó deslizar del
lecho, tratando de retirarse por la puerta que conducía a la habitación de Ketty.
Durante este tiempo, Milady se abalanzaba sobre él con horribles transporter, rugiendo de un
modo formidable.
Como esto se parecía a un duelo, D'Artagnan se iba reponiendo poco a poco.
-¡Bien, hermosa dama, bien! -decía-. Pero, por Dios, calmaos, u os dibujo una segunda flor de
lis en el otro hombro.
-¡Infame, infame! -aullaba Milady.
Mas D'Artagnan, buscando siempre la puerta, estaba a la defensiva.
Al ruido que hacían, ella derribando los muebles para ir a por él, él parapetándose detrás de los
muebles para protegerse de ella, Ketty abrió la puerta. D'Artagnan, que había maniobrado sin
cesar para acercarse a aquella puerta, sólo estaba a tres pasos y de un solo impulso se abalanzó
de la habitación de Milady a la de la criada y rápido como el relámpago cerró la puerta, contra la
cual se apoyó con todo su peso mientras Ketty pasaba los cen ojos.
Entonces Milady trató de derribar el arbotante que la encerraba en su habitación con fuerzas
muy superiores a las de una mujer; luego, cuando se dio cuenta de que era imposible, acribilló la
puerta a puñaladas, algunas de las cuales atravesaron el espesor de la madera.
Cada golpe iba acompañado de una imprecación terrible.
-Deprisa, deprisa, Ketty -dijo D'Artagnan a media voz cuando los cerrojos fueron echados-.
Sácame del palacio o, si le dejamos tiempo para prepararse, hará que me maten los lacayos.
-Pero no podéis salir así -dijo Ketty-, estáis completamente desnudo.
-Es cierto -dijo D'Artagnan, que sólo entonces se dio cuenta del traje que vestía-, es cierto
vísteme como puedas, pero démonos prisa; compréndelo, se trata de vida o muerte.
Ketty no comprendía demasiado; en un visto y no visto le puso un vestido de flores, una amplia
cofia y una manteleta; le dio las pantuflas, en las que metió sus pies desnudos, luego lo arrastró
por los escalones. Justo a tiempo, Milady había hecho ya sonar la campanilla y despertado a todo
al palacio. El portero tiró del cordón a la voz de Ketty en el momento mismo en que Milady,
también medio desnuda, grita ba por la ventana: -¡No abráis!
Capítulo XXXVIII
Cómo, sin molestarse, Athos encontró su equipo
El joven huía mientras ella lo seguía amenazando con un gesto impotente. En el momento que
lo perdió de vista, Milady cayó desvanecida en su habitación.
D'Artagnan estaba tan alterado que, sin preocuparse de lo que ocurriría con Ketty atravesó
medio Paris a todo correr y no se detuvo hasta la puerta de Athos. El extravío de su mente, el
terror que lo espoleaba, los gritos de algunas patrullas que se pusieron en su persecución y los
abucheos de algunos transeúntes, que pese a la hora poco avanzada, se dirigían a sus asuntos,
no hicieron más que precipitar su camera.
Cruzó el patio, subió los dos pisos de Athos y llamó a la puerta como para romperla.
Grimaud vino a abrir con los ojos abotargados de sueño. D'Artagnan se precipitó con tanta
fuerza en la antecámara, que estuvo a punto de derribarlo al entrar.
Pese al mutismo habitual del pobre muchacho, esta vez la palabra le vino.
-¡Eh, eh, eh! -exclamó-. ¿Qué queréis, corredora? ¿Qué pedís, bribona?
D'Artagnan alzó sus cofias y sacó sus manos de debajo de la manteleta; a la vista de sus
mostachos y de su espada desnuda, el pobre diablo se dio cuenta de que tenía que vérselas con
un hombre.
Creyó entonces que era algún asesino.
-¡Socorro! ¡Ayuda! ¡Socorro! -gritó.
-¡Cállate desgraciado! -dijo el joven-. Soy D'Artagnan, ¿no me reconoces? ¿Dónde está tu amo?
-¡Vos, señor D'Artagnan! -exclamó Grimaud espantado-. Imposible.
-Grimaud -dijo Athos saliendo de su cuarto en bata-, creo que os permitís hablar.
-¡Ay, señor, es que!...
-Silencio.
Grimaud se conte ntó con mostrar con el dedo a su amo a D'Artagnan.
Athos reconoció a su camarada, y con lo flemático que era soltó una carcajada que motivaba
de sobra la mascarada extraña que ante sus ojos tenía: cofias atravesadas, faldas que caían
sobre los zapatos, mangas remangadas y mostachos rígidos por la emoción.
-No os riáis, amigo mío -exclamó D'Artagnan-; por el cielo, no os riáis, porque, por mi alma os
lo digo, no hay nada de qué reírse.
Y pronunció estas palabras con un aire tan solemne y con un espanto tan verdadero que Athos
le cogió las manos al punto exclamando:
-¿Estaréis herido, amigo mío? ¡Estáis muy pálido!
-No, pero acaba de ocurrirme un suceso terrible. ¿Estáis solo, Athos?
-¡Pardiez! ¿Quién queréis que esté en mi casa a esta hora?
-Bueno, bueno.
Y D'Artagnan se precipitó en la habitación de Athos.
-¡Venga, hablad! -dijo éste cerrando la puerta y echando los cerrojos para no ser molestados-.
¿Ha muerto el rey? ¿Habéis matado al señor cardenal? Estáis completamente cambiado; veamos,
veamos, decid, porque realmente me muero de inquietud.
-Athos -dijo D'Artagnan desembarazándose de sus vestidos de mujer y apareciendo en
camisón-, preparaos para oír una historia increíble, inaudita.
-Poneos primero esta bata -dijo el mosquetero a su amigo.
D'Artagnan se puso la bata, tomando una manga por otra: ¡tan emocionado estaba todavía!
-¿Y bien? -dijo Athos.
-Y bien -respondió D'Artagnan inclinándose hacia él oído de Athos y bajando la voz-: Milady
está marcada con una flor de lis en el hombro.
-¡Ay! -gritó el mosquetero como si hubiera recibido una bala en el corazón.
-Veamos -dijo D'Artagnan-, ¿estáis seguros de que la otra está bien muerta?
-¿La otra? -dijo Athos con una voz tan sorda que apenas si D'Artagnan la oyó.
-Sí, aquella de quien un día me hablasteis en Amiens.
Athos lanzó un gemido y dejó caer su cabeza entre las manos.
-Esta -continuó D'Artagnan- es una mujer de veintiséis a veintiocho años.
-Rubia -dijo Athos-, ¿no es cierto?
-Sí.
-¿De ojos azul claro, con una claridad extraña, con pestañas y cejas negras?
-Sí.
-¿Alta, bien hecha? Le falta un diente junto al canino de la izquierda.
-Sí.
-¿La flor de lis es pequeña, de color rojizo y como borrada por las capas de crema que le
aplica.
-Sí.
-Sin embargo ¡vos decís que es inglesa!
-Se llama Milady, pero puede ser francesa. A pesar de esto, lord de Winter no es más que su
cuñado.
-Quiero verla, D'Artagnan.
-Tened cuidado, Athos, tened cuidado; habéis querido matarla, es mujer para devolvérosla y
no fallar en vos.
-No se atreverá a decir nada porque sería denunciarse a sí misma.
-¡Es capaz de todo! ¿La habéis visto alguna vez furiosa?
-No -dijo Athos.
-¡Una tigresa, una pantera! ¡Ay, mi querido Athos, tengo miedo de haber atraído sobre
nosotros dos una venganza terrible!
D'Artagnan contó entonces todo: la cólera insensata de Milady y sus amenazas de muerte.
-Tenéis razón y por mi alma que no daré mi vida por nada -dijo Athos-. Afortunadamente,
pasado mañana dejamos Paris; con toda probabilidad vamos a La Rochelle, y una vez ¡dos...
-Os seguiría hasta el fin del mundo, Athos, si os reconociese; dejad que su odio se ejerza sobre
mí sólo.
-¡Ay, querido amigo! ¿Qué me importa que ella me mate? -dijo Athos-. ¿Acaso pensáis que
amo la vida?
-Hay algún horrible misterio en todo esto, Athos. Esta mujer es la espía del cardenal, ¡estoy
seguro!
-En tal caso, tened cuidado. Si el cardenal no os tiene en alta estima por el asunto de Londres,
os tiene en gran odio; pero como, a fin de cuentas, no puede reprocharos ostensiblemente nada
y es preciso que su odio se satisfaga, sobre todo cuando es un odio de cardenal, tened cuidado.
Si salís, no salgáis solo; si coméis, tomad vuestras precauciones; en fin, desconfiad de todo,
incluso de vuestra sombra.
-Por suerte -dijo D'Artagnan-, sólo se trata de llegar a pasado mañana por la noche sin
tropiezo, porque una vez en el ejército espero que sólo tengamos que temer a los hombres.
-Mientras tanto -dijo Athos-, renuncio a mis proyectos de reclusión, a iré por todas partes junto
a vos; es preciso que volváis a la calle des Fossoyeurs, os acompaño.
-Pero por cerca que esté de aquí -replicó D'Artagnan-, no puedo volver así.
-Es cierto -dijo Athos. Y tiró de la campanilla.
Grimaud entró.
Athos le hizo señas de ir a casa de D'Artagnan y traer de allí vestidos.
Grimaud respondió con otra señal que comprendía perfectamente y partió.
-¡Ah! Con todo esto nada hemos avanzado en cuanto al equipo, querido amigo -dijo Athos-;
porque, si no me equivoco, habéis dejado vuestro traje en casa de Milady, que sin duda no
tendrá la atención de devolvéroslo. Suerte que tenéis el zafiro.
-El zafiro es vuestro, mi querido Athos. ¿No me habéis dicho que era un anillo de familia?
-Sí, mi padre lo compró por dos mil escudos, según me dijo antaño; formaba parte de los
regalos de boda que hizo a mi madre; y el magnífico. Mi madre me lo dio, y yo, loco como
estaba, en vez de guar dar ese anillo como una reliquia santa, se lo di a mi vez a esa miserable.
-Entonces, querido, tomad este anillo que comprendo que debéis tener.
-¿Coger yo ese anillo tras haber pasado por las manos de la infame? ¡Nunca! Ese anillo está
mancillado, D'Artagnan.
-Vendedlo entonces.
-¿Vender un diamante que viene de mi madre? Os confieso que lo consideraría una
profanación.
-Entonces, empeñadlo, y seguro que os prestan más de un millar de escudos. Con esa suma,
tendréis dinero de sobra; luego, con el primer dinero que os venga, lo desempeñáis y lo recobráis
lavado de sus antiguas manchas, porque habrá pasado por las manos de los usureros
Athos sonrió.
-Sois un camarada encantador -dijo-, querido D'Artagnan; cot vuestra eterna alegría animáis a
los pobres espíritus en la aflicción. ¡Pue bien, sí, empeñemos ese anillo, pero con una condición!
-¿Cuál?
-Que sean quinientos escudos para vos y quinientos escudos para mí.
-¿Pensáis eso, Athos? Yo no necesito la cuarta parte de esa suma, yo, que estoy en los
guardias y que vendiendo mi silla la conseguiré. ¿Qué necesito? Un caballo para Planchet, eso es
todo. Olvidáis además que también yo tengo un anillo.
-Al que apreciáis más, según me parece, de lo que yo aprecio al mío; he creído darme cuenta
al menos.
-Sí, porque en una circunstancia extrema puede sacarnos no sólo de algún gran apuro, sino
incluso de algún gran peligro; es no sólo un diamante precioso, sino también un talismán
encantado.
-No os comprendo, pero creo en lo que me decís. Volvamos, pues, a mi anillo, o mejor a
vuestro anillo; o aceptáis la mitad de la suma que nos den o lo tiro al Sena, y dudo mucho de
que, como a Polícatres, haya algún pez lo bastante complaciente para devolvérnoslo.
-¡Bueno, acepto! -dijo D'Artagnan.
En aquel momento Grimaud entró acompañado de Planchet; éste, inquieto por su maestro y
curioso por saber lo que le había pasado, había aprovechado la circunstancia y traía los vestidos
él mismo.
D'Artagnan se vistió, Athos hizo otro tanto; luego, cuando los dos estuvieron dispuestos a salir,
este último hizo a Grimaud la señal de hombre que se pone en campaña; éste descolgó al punto
su mosquetón y se dispuso a acompañar a su amo.
Athos y D' Artagnan, seguidos de sus criados, llegaron sin incidentes a la calle des Fossoyeurs.
Bonacieux estaba a la puerta y miró a D'Artagnan con aire socarrón.
-¡Vaya, mi querido inquilino! -dijo-. Daos prisa, tenéis una hermosa joven que os espera, y ya
sabéis que a las mujeres no les gusta que las hagan esperar.
-¡Es Ketty! -exclamó D'Artagnan.
Y se precipitó por la alameda.
Efectivamente, en el rellano que conducía a su habitación y agazapada junto a su puerta,
encontró a la pobre niña toda temblorosa. Cuando ella lo vio:
-Me habéis prometido vuestra protección, me habéis prometido salvarme de su cólera -dijo-;
recordad que sois vos quien me habéis perdido.
-Sí, por supuesto -dijo D'Artagnan-, cálmate, Ketty. Pero ¿qué ha pasado después de mi
marcha?
-¿Lo sé acaso? -dijo Ketty-. A los gritos que se ha puesto a dar, los lacayos han acudido, estaba
loca de cólera; ha vomitado contra vos todas las imprecaciones que existen. Entonces he
pensado que ella recordaría que había sido por mi habitación por donde habíais penetrado en la
suya, y que entonces pensaría que yo era vuestra cómplice; he cogido el poco dinero que tenía,
mis vestidos mejores y me he escapado.
-¡Pobre niña? Pero ¿qué voy a hacer de ti? Me marcho pasado mañana.
-Lo que queráis, señor caballero, hacedme salir de Paris, hacedme salir de Francia.
-Sin embargo, no puedo llevarte conmigo al sitio de La Rochelle -dijo D'Artagnan.
-No, pero podéis colocarme en provincias, junto a alguna dama de vuestro conocimiento, en
vuestra región por ejemplo.
-¡Ay, querida amiga! En mi región las damas no tienen doncellas. Pero espera, me hago cargo
del asunto. Planchet, vete a buscarme a Aramis, que venga inmediatamente. Tenemos una cosa
muy importante que decirle.
-¡Comprendo! -dijo Athos-. Pero ¿por qué no Porthos? Me parece que su marquesa...
-La marquesa de Porthos se hace vestir por los pasantes de su marido -dijo D'Artagnan riendo-.
Además, Ketty no querría quedarse en la calle aux Ours, ¿no es así, Ketty?
-Me quedaré donde queráis -dijo Ketty-,con tal que esté bien escondida y que no sepa dónde
estoy.
-Ahora, Ketty, que vamos a separarnos y que por consiguiente no estás ya celosa de mí...
-Señor caballero, cerca o lejos -dijo Ketty-, os amaré siempre.
- Dónde diablos va a anidar la constancia? -murmuró Athos.
-Vambién yo -dijo D'Artagnan- también yo te amaré siempre, estáte tranquila. Pero, veamos,
respóndeme. Ahora doy gran importancia a la pregunta que te hago: ¿Has oído hablar alguna vez
de una dama joven a la que habían raptado cierta noche?
-Esperad... ¡Oh, Dios mío! Señor caballero, ¿es que todavía amáis a esa mujer?
-No, uno de mis amigos es el que la ama. Mira, es Athos, ése que está ahí.
-¿Yo? -exclamó Athos con acento parecido al de un hombre que se da cuenta que va a poner el
pie sobre una culebra.
-¡Claro, vos! -dijo D'Artagnan apretando la mano de Athos-. Sabéis de sobra el interés que
todos nosotros sentimos por esa pobre señora Bonacieux. Además, Ketty no dirá nada, ¿no es
así, Ketty? Compréndelo, niña mía -continuó D'Artagnan-, es la mujer de ese horrible
mamarracho que has visto a la puerta al entrar aquí.
-¡Oh, Dios mío! -exclamó Ketty-. Me recordáis mi miedo, ¡con tal que no me haya reconocido!...
-¿Cómo reconocido? ¿Has visto en otra ocasión a ese hombre?
-Fue dos veces a casa de Milady.
-Ah, eso es. ¿Cuándo?
-Pues hará unos quince o dieciocho días aproximadamente.
-Exacto.
-Y volvió ayer tarde.
-Ayer tarde.
-Sí, un momento antes de que vos mismo vinieseis.
-Mi querido Athos, estamos envueltos en una red de espías. ¿Y crees que lo ha reconocido?
-He bajado mi cofia al verlo, pero quizá era demasiado tarde.
-Bajad Athos de vos desconfía menos que de mí, y ved si todavía está en la puerta.
Athos descendió y volvió a subir en seguida.
-Se ha marchado -dijo-, y la casa está cerrada.
-Ha ido a informar y a decir que todos los pichones están en este momento en el palomar.
-¡Pues bien, volemos entonces -dijo Athos- y dejemos aquí sólo a Planchet para que nos lleve
las noticias!
-¡Un momento! ¿Y Aramis, al que hemos ido a buscar?
-Está bien -dijo Athos- esperemos a Aramis.
En aquel momento entró Áramis.
-Se le expuso el asunto y se le dijo cuán urgente era encontrar un lugar para Ketty entre todos
sus altos conocimientos.
Aramis reflexionó un momento y dijo ruborizándose.
-¿Os haría un buen servicio, D'Artagnan?
-Os quedaría agradecido por él toda mi vida.
-Pues bien, la señora de Bois-Tracy me ha pedido según creo para una de sus amigas que vive
en provincias, una doncella segura; y si vos, mi querido D'Artagnan, podéis responderme de la
señorita...
-¡Oh, señor -exclamó Ketty- sería totalmente adicta, estad seguro de ello, a la persona que me
dé los medios para dejar París!
-Entonces -dijo Aramis-, todo está arreglado.
Se sentó a la mesa y escribió unas letras, que luego selló con un anillo, y le dio el billete a
Ketty.
-Ahora, hija mía -dijo D'Artagnan-, ya sabes que aquí tan insegura estás tú como nosotros.
Separémonos. Ya volveremos a encontrarnos en tiempos mejores.
-En el tiempo en que nos encontremos, y en el lugar que sea -dijo Ketty-, me volveréis a
encontrar tan amante como lo soy ahora de vos.
-Juramento de jugador -dijo Athos mientras D'Artagnan iba a acompañar a Ketty a la escalera.
Un instante después los tres jóvenes se separaron tras citarse a las cuatro en casa de Athos y
dejando a Planchet para guardar la casa.
Aramis regresó a la Buys, y Athos y D'Artagnan se preocuparon de la venta del zafiro.
Como había previsto nuestro gascón, encontraron fácilmente trescientas pistolas por el anillo.
Además el judío anunció que, si querían vendérselo, como le servía de colgante magnífico para
los pendientes de las orejas daría por él hasta quinientas pistolas.
Athos y D'Artagnan, con la actividad de dos soldados y la ciencia de dos conocedores, tardaron
tres horas apenas en comprar todo el equipo de mosquetero. Además Athos era acomodaticio y
gran señor hasta la punta de las uñas. Cada vez que algo le convenía, pagaba el precio exigido
sin tratar siquiera de regatear. D'Artagnan quería hacer entonces algunas observaciones, pero
Athos le ponía la mano sobre el hombro sonriendo y D'Artagnan comprendía que era bueno para
él, pequeño geltilhombre gascón, regatear, pero no para un hombre que tenía aires de príncipe.
El mosquetero encontró un soberbio caballo andaluz, negro como el jade, de belfos de fuego, y
patas finas y elegantes, que tenía seis años. Lo examinó y lo halló sin un defecto. Le costó mil
libras.
Quizá lo hubiera tenido por menos; pero mientras D'Artagnan discutía el precio con el chalán,
Athos contaba las cien pistolas sobre la mesa.
Grimaud tuvo un caballo picardo, achaparrado y fuerte, que costó trescientas libras.
Pero comprada la silla de este último caballo y las armas de Grimaud, no quedaba un céntimo
de las cincuentas pistolas de Athos. D'Artagnan ofreció a su amigo que mordiera un bocado en la
parte que le correspondía, con la obligación de devolverle más tarde lo que hubiera tomado en
préstamo.
Pero Athos se limitó a encogerse de hombros por toda respuesta.
-¿Cuánto daba el judío por quedarse con el zafiro? -preguntó Athos.
-Quinientas pistolas.
-Es decir, doscientas pistolas más; cien pistolas para vos, cien pistolas para mí. Si eso es una
auténtica fortuna, amigo mío. Volved a casa del judío.
-¡Cómo! ¿Queréis...?
-Decididamente ese anillo me traía recuerdos demasiado tristes; además, nunca tendríamos
trescientas pistolas para devolverle, de modo que perderíamos dos mil libras en este asunto. Id a
decirle que el anillo es suyo, D'Artagnan, y volved con las doscientas pistolas.
-Reflexionad, Athos.
-El dinero contante es caro en los tiempos que corren, y hay que saber hacer sacrifios. Id,
D'Artagnan, id; Grimaud os acompañará con su mosquetón.
Media hora después, D'Artagnan volvió con las dos mil libras y sin que le hubiera ocurrido
ningún accidente.
Así fue como Athos encontró en su ajuar recursos que no se esperaba.
Capítulo XXXIX
Una visión
A las cuatro, los cuatro amigos se hallaban reunidos en casa de Athos. Sus preocupaciones
sobre el equipo habían desaparecido por entero, y cada rostro no conservaba otra expresión que
las de sus propias y secretas inquietudes; porque detrás de cualquier felicidad presente se oculta
un temor futuro.
De pronto Planchet entró con dos cartas dirigidas a D'Artagnan.
Una era un pequeño billete gentilmente plegado a lo largo con un lindo sello de cera verde en
el que estaba impresa una paloma trayendo un ramo verde.
La otra era una gran epístola rectangular y resplandecinte con las armas terribles de Su
Eminencia el cardenal duque.
A la vista de la carta pequeña, el corazón de D'Artagnan saltó, porque había creído reconocer
la escritura; y aunque no había visto esa escritura más que una vez, la memoria de ella había
quedado en lo más profundo de su corazón.
Cogió, pues, la epístola pequeña y la abrió rápidamente.
«Paseaos (se le decía) el miércoles próximo entre las seis y las siete de la noche, por la ruta de
Chaillot, y mirad con cuidado en las carrozas que pasen, pero si amáis vuestra vida y la de las
personas que os aman, no digáis ni una palabra, no hagáis un movimiento que pueda hacer creer
que habéis reconocido a la que se expone a todo por veros un instante.»
Sin firma.
-Es una trampa -dijo Athos-, no vayáis, D'Artagnan.
-Sin embargo -dijo D'Artagnan-, me parece reconocer la escritura.
-Quizá esté amañada -replicó Athos-; a las seis o las siete, a esa hora, la ruta de Chaillot está
completamente desierta: sería lo mismo que iros a pasear por el bosque de Bondy.
-Pero ¿y si vamos todos? -dijo D'Artagnan-. ¡Qué diablos! No nos devorarán a los cuatro;
además, cuatro lacayos; además, los cabal1os; además, las armas.
-Además será una ocasión de lucir nuestros equipos -dijo Porthos.
-Pero si es una mujer la que escribe -dijo Aramis-, y esa mujer desea no ser vista, pensad que
la comprometéis, D'Artagnan, cosa que está mal por parte de un gentilhombre.
-Nos quedaremos detrás -dijo Porthos-, y sólo él se adelantará.
-Sí, pero un disparo de pistola puede ser disparado fácilmente desde una carroza que va al
galope.
-¡Bah! -dijo D'Artagnan-. Me fallarán. Alcanzaremos entonces la carroza y mataremos a quienes
se encuentren dentro. Serán otros tantos enemigos menos.
-Tiene razón -dijo Porthos-. ¡Batalla! Además, tenemos que probar nuestras armas.
-¡Bueno, démonos ese placer! -dijo Aramis con su aire dulce y despreocupado.
-Como queráis -dijo Athos.
-Señores -dijo D'Artagnan-, son las cuatro y media; tenemos justo el tiempo de estar a las seis
en la ruta de Chaillot.
-Además, si salimos demasiado tarde, nos verían, lo cual es perjudicial. Vamos pues, a
prepararnos, señores.
-Pero esa segunda carta -dijo Athos-: os olvidáis de ella; sin embargo, me parece que el sello
indica que merece ser abierta; en cuanto a mí, declaro, mi querido D'Artagnan, que me preocupa
mucho más que la pequeña chuchería que acabáis de deslizar sobre vuestro corazón .
D'Artagnan enrojeció.
-Pues bien -dijo el joven-, veamos, señores, qué me quiere Su Eminencia.
Y D'Artagnan abrió la carta y leyó:
«El señor D'Artagnan, guardia del rey, en la compañía Des Essarts, es esperado en el
Palais-Cardinal esta noche a las ocho.
LA HOUDINIÈRE
Capitán de los guardias.»
-¡Diablos! -dijo Athos-. Ahí tenéis una cita tan inquietante como la otra, pero de forma distinta.
-Iré a la segunda al salir de la primera -dijo D'Artagnan-; la una es para las siete, la otra para
las ocho; habrá tiempo para todo.
-¡Hum! Yo no iría -dijo Aramis-; un caballero galante no puede faltar a una cita dada por una
dama, pero un gentilhombre prudente puede excusarse de no ir a casa de Su Eminencia, sobre
todo cuando tiene razones para creer que no es para que lo feliciten.
-Soy de la opinión de Aramis -dijo Porthos.
-Señores -respondió D'Artagnan- ya he recibido del señor de Cavois una invitación semejante
de Su Eminencia; me despreocupé de ella, y al día siguiente me ocurrió una desgracia. Constance
desapareció; por lo que pueda pasar, iré.
-Si es una decisión -dijo Athos-, hacedlo.
-Pero ¿y la Bastilla? -dijo Aramis.
-¡Bah, vosotros me sacaréis! -replicó D'Artagnan.
-Por supuesto -contestaron Aramis y Porthos con un aplomo admirable y como si fuera la cosa
más sencilla-, por supuesto que os sacaremos; pero entretanto, como debemos marcharnos
pasado mañana, haríais mejor en no correr el riesgo de la Bastilla.
-Hagamos otra cosa mejor -dijo Athos-: no le perdamos de vista durante la velada, y
esperémosle cada uno de nosotros en una puerta del Palais con tres mosqueteros detrás de
nosotros; si vemos salir algún coche con la portezuela cerrada y medio sospechoso, le caemos
encima. Hace mucho tiempo que no nos hemos peleado con los guardias del señor cardenal, y el
señor de Tréville debe de creernos muertos.
-Decididamente, Athos -dijo Aramis-, estáis hecho para general del ejército; ¿qué decís del
plan, señores?
-Admirable! -repitieron a coro los lóvenes.
-Pues bien -dijo Porthos-, corro a palacio, prevengo a nuestros camaradas que estén
preparados para las ocho; la cita será en la plaza del Palais-Cardinal; vos, durante ese tiempo,
haced ensillar los caballos para los lacayos.
-Pero yo no tengo caballo -dijo D'Artagnan-; voy a coger uno hasta casa del señor de Tréville.
-Es inútil -dijo Aramis-, cogeréis uno de los míos.
-¿Cuántos tenéis entonces? -preguntó D'Artagnan.
-Tres -respondió sonriendo Aramis.
-Querido -dijo Athos-, sois desde luego el poeta mejor monta do de Francia y Navarra.
-Escuchad, mi querido Aramis, no sabéis qué hacer con tres caballos, ¿verdad? No comprendo
siquiera que hayáis comprado tres caballos.
-Claro, no he comprado más que dos -dijo Aramis.
-Y el tercero, ¿os caído del cielo?
-No, el tercero me ha sido traído esta misma mañana por un criado sin librea que no ha
querido decirme a quién pertenecía y que me ha asegurado haber recibido la orden de su amo...
-O de su ama -interrumpió D'Artagnan.
-Eso da igual -dijo Aramis poniéndose colorado- ...y que me ha asegurado, decía, haber
recibido de su ama la orden de poner ese caballo en mi cuadra sin decirme de parte de quién
venía.
-Sólo a los poetas os ocurren esas cosas -replicó gravemente Athos.
-Pues bien, en tal caso, hagamos las cosas lo mejor posible -dijo
D'Artagnan-: ¿cuál de los dos caballos montaréis, el que habéis comprado o el que os han
dado?
-El que me han dado, sin discusión; comprenderéis, D'Artagnan, que no puedo hacer esa
injuria...
-Al donante desconocido -contestó D'Artagnan.
-O a la donante misteriosa -dijo Athos.
-Entonces, ¿el que habéis comprado se os vuelve inútil?
-Casi.
-¿Y lo habéis escogido vos mismo?
-Y con el mayor cuidado; como sabéis, la seguridad del caballero depende casi siempre de su
caballo.
-Bueno, cedédmelo por el precio que os ha costado.
-Iba a ofrecéroslo, mi querido D'Artagnan, dándoos el tiempo que necesitéis para devolverme
esa bagatela.
-¿Y cuánto os ha costado?
-Ochocientas libras.
-Aquí tenéis cuarenta pistolas dobles, mi querido amigo -dijo D'Artagnan sacando la suma de
su bolsillo; sé que es ésta la moneda con que os pagan vuestros poemas.
-Entonces, ¿tenéis fondos? -dijo Aramis.
-Muchos, muchísimos, querido.
Y D'Artagnan hizo sonar en su bolso el resto de sus pistolas.
-Mandad vuestra silla al palacio de los Mosqueteros y os traerán vuestro caballo aquí con los
nuestros.
-Muy bien, pero pronto serán las cinco, démonos prisa.
Un cuarto de hora después, Porthos apareció por la esquina de la calle Férou en un magnífico
caballo berberisco; Mosquetón le seguía en un caballo de Auvergne, pequeño pero sólido.
Porthos resplandecía de alegría y de orgullo.
Al mismo tiempo Aramis apareció por la otra esquina de la calle montado en un soberbio corcel
inglés; Bazin lo seguía en un caballo ruano, llevando atado un vigoroso mecklemburgués: era la
montura de D'Artagnan.
Los dos mosqueteros se encontraron en la puerta; Athos y D'Artagnan los miraban por la
ventana.
-¡Diablos! -dijo Aramis-. Tenéis un soberbio caballo, querido Porthos.
-Sí -respondió Porthos-; éste es el que tenían que haberme enviado al principio: una jugarreta
del marido lo sustituyó por el otro; pero el marido ha sido castigado luego y yo he obtenido
satisfacciones.
Planchet y Grimaud aparecieron entonces llevando de la mano las monturas de sus amos;
D'Artagnan y Athos descendieron, monta ron junto a sus compañeros y los cuatro se pusieron en
marcha: Athos en el caballo que debía a su mujer, Aramis en el caballo que debía a su amante,
Porthos en el caballo que debía a su procuradora, y D'Artagnan en el caballo que debía a su
buena fortuna, la mejor de las amantes.
Los seguían los criados.
Como Porthos había pensado, la cabalgada causó buen efecto; y si la señora Coquenard se
hubiera encontrado en el camino de Porthos y hubiera podido ver el gran aspecto que tenía
sobre su hermoso berberisco español, no habría lamentado la sangria que había hecho en el
cofre de su marido.
Cerca del Louvre los cuatro amigos encontraron al señor de Tréville que volvía de
Saint-Germain; los paró para felicitarlos por su equipo, cosa que en un instante atrajo a su
alrededor algunos centenares de mirones.
D'Artagnan aprovechó la circunstancia para hablar al señor de Tréville de la carta de gran sello
rojo y armas ducales; por supuesto, de la otra no sopló ni una palabra.
El señor de Tréville aprobó la resolución que había tomado, y le aseguró que si al día siguiente
no había reaparecido, él sabría encontrarlo en cualquier sitio que estuviese.
En aquel momento, el reloj de la Samaritaine dio las seis; los cuatro amigos se excusaron con
una cita y se despidieron del señor de Tréville.
Un tiempo de galope los condujo a la ruta de Chaillot; la luz comenzaba a bajar, los coches
pasaban y volvían a pasar; D'Artagnan, guardado a algunos pasos por sus amigos, hundía sus
miradas hasta el fondo de las carrozas, y no veía ningún rostro conocido.
Finalmente, al cuarto de hora de espera y cuando el crepúsculo caía completamente, apareció
un coche llegando a todo galope por la ruta de Sèvres; un presentimiento le dijo de antemano a
D'Artagnan que aquel coche encerraba a la persona que le había dado cita; el joven quedó
completamente sorprendido al sentir su corazón batir tan violentamente. Casi al punto una
cabeza de mujer salió por la portezuela, con dos dedos sobre la boca como para recomendar
silencio, o como para enviar un beso; D'Artagnan lanzó un leve grito de alegría: aquella mujer, o
mejor dicho, aquella aparición, porque el coche había pasado con la rapidez de una visión, era la
señora Bonacieux.
Por un movimiento involuntario y pese a la recomendación hecha, D'Artagnan lanzó su caballo
al galope y en pocos saltos alcanzó el coche; pero el cristal de la portezuela estaba
herméticamente cerrado: la visión había desaparecido.
D'Artagnan se acordó entonces de la recomendación:
«Si amáis vuestra vida y la de las personas que os aman, permaneced inmóvil y como si nada
hubierais visto.»
Se detuvo, por tanto, temblando no por él sino por la pobre mujer Rue, evidentemente, se
había expuesto a un gran peligro dándole aquella cita.
El coche continuó su ruta caminando siempre a todo galope, se adentró en París y desapareció.
D'Artagnan había quedado desconcertado y sin saber qué pensar. Si era la señora Bonacieux y
si volvía a Paris, ¿por qué aquella cita fugitiva, por qué aquel simple cambio de una mirada, por
qué aquel beso perdido? Y si por otro lado no era ella, lo cual era muy posible porque la escasa
luz que quedaba hacía fácil el error, si no era ella, ¿no sería el comienzo de un golpe de mano
montado contra él con el cebo de aquella mujer cuyo amor por ella era conocido?
Los tres compañeros se le acercaron. Los tres habían visto perfectamente una cabeza de mujer
aparecer en la portezuela, pero ninguno de ellos, excepto Athos, conocía a la señora Bonacieux.
La opinión de Athos, por lo demás, fue que sí era ella; pero menos preocupado que D'Artagnan
por aquel bonito rostro, había creído ver una segunda cabeza una cabeza de hombre, al fondo
del coche.
-Si es así -dijo D'Artagnan-, sin duda la llevan de una prisión a otra. Pero ¿qué van a hacer con
esa pobre criatura y cuándo volveré a verla?
-Amigo -dijo gravemente Athos-, recordad que los muertos son los únicos a los que uno está
expuesto a volver a encontrar sobre la tierra. Vos sabéis algo de eso, igual que yo, ¿no es así?
Ahora bien, si vuestra amante no está muerta, si es la que acabamos de ver, la encontraréis un
día a otro. Y quizá, Dios mío -añadió con un acento misántropo que le era propio-, quizá antes de
lo que queráis.
Sonaron las siete y media, el coche llevaba un retraso de veinte minutos respecto a la cita
dada. Los amigos de D'Artagnan le recordaron que tenía una visita que hacer, haciéndole
observar también que todavía estaba a tiempo de desdecirse.
Pero D'Artagnan era a la vez obstinado y curioso. Se le había metido en la cabeza que iría al
Palais-Cardinal y que sabría lo que Su Eminencia quería. Nada pudo hacerle cambiar su
determinación.
Llegaron a la calle Saint-Honoré, y en la plaza Palais-Cardinal encontraron a los doce
mosqueteros convocados que se paseaban a la espera de sus camaradas. Sólo allí se les explicó
de qué se trataba.
D'Artagnan era muy conocido en el honorable cuerpo de los mosqueteros del rey, donde se
sabía que un día ocuparía un puesto; se le miraba por tanto por adelantado como a un
camarada. Resultó de aquellos antecedentes que cada cual aceptó de buena gana la misión a
que estaba invitado; por otra parte, según todas las probabilidades, se trataba de jugar una mala
pasada al señor cardenal y a sus gentes, y para tales expediciones aquellos gentileshombres
estaban siempre dispuestos.
Athos los repartió, pues, en tres grupos, tomó el mando de uno, dio el segundo a Aramis y el
tercero a Porthos; luego cada grupo fue a emboscarse frente a una salida.
D'Artagnan por su parte entró valientemente por la puerta principal.
Aunque se sintiera vigorosamente apoyado, el joven no iba sin inquietud al subir paso a paso la
escalinata. Su conducta con Milady se parecía mucho a una traición, y sospechaba de las
relaciones políticas que existían entre aquella mujer y el cardenal; además, de Wardes, a quien
tan mal había tratado, era uno de los fieles de Su Eminencia, y D'Artagnan sabía que si Su
Eminencia era terrible con sus enemigos, era muy adicto a sus amigos.
-Si de Wardes le ha contado todo nuestro asunto al cardenal, cosa que no es dudosa, y si me
ha reconocido, cosa que es probable, debo considerarme poco más o menos como un hombre
condenado -decía D'Artagnan moviendo la cabeza-. Pero ¿por qué ha esperado hasta hoy? Es
muy sencillo, Milady se habrá quejado contra mí con ese dolor hipócrita que la vuelve tan
interesante, y este último crimen habrá hecho desbordar el vaso. Afortunadamente -añadió-, mis
buenos amigos estarán abajo y no dejarán que me lleven sin defenderme. Sin embargo, la
compañía de mosqueteros del señor de Tréville no puede hacer sola la guerra al cardenal, que
dispone de las fuerzas de toda Francia, y ante el cual la reina carece de poder y el rey de
voluntad. D'Artagnan, amigo mío, eres valiente, tienes excelentes cualidades, ¡pero las mujeres
lo perderán!
Estaba en tan triste conclusión cuando entró en la antecámara. Entregó su carta al ujier de
servicio, que lo hizo pasar a la sala de espera y se metió en el interior del palacio.
En aquella sala de espera había cinco o seis guardias del señor cardernal que, al reconocer a
D'Artagnan y sabiendo que era él quien había herido a Jussac, lo miraban sonriendo de manera
singular.
Aquella sonrisa le pareció a D'Artagnan de mal augurio; sólo que como nuestro gascón no era
fácil de intimidar, o mejor, gracias a un orgullo natural de las gentes de su región, no dejaba ver
fácilmente lo que pasaba en su alma cuando aquello que pasaba se parecía al te mor, se plantó
orgullosamente ante los señores guardias y esperó con la mano en la cadera, en una actitud que
no carecía de majestad.
El ujier volvió a hizo seña a D'Artagnan de seguirlo. Le pareció al joven que los guardias, al
verlo alejarse, cuchicheaban entre sí.
Siguió un corredor, atravesó un gran salón, entró en una biblioteca y se encontró frente a un
hombre sentado ante un escritorio y que escribía.
El ujier lo introdujo y se retiró sin decir una palabra. D'Artagnan permaneció de pie y examinó
a aquel hombre.
D'Artagnan creyó al principio que tenía que habérselas con algún juez examinando su dossier,
pero se dio cuenta de que el hombre del escritorio escribía o mejor corregía líneas de desigual
longitud, contando las palabras con los dedos; vio que estaba frente a un poeta; al cabo de un
instante, el poeta cerró su manuscrito sobre cuya cubierta estaba escrito: MIRAME, tragedia en
cinco actos, y alzó la cabeza.
D'Artagnan reconoció al cardenal.
Capítulo XL
El cardenal
El cardenal apoyó su codo sobre su manuscrito, su mejilla sobre su mano, y miró un instante al
joven. Nadie tenía el ojo más profundamente escrutador que el cardenal, y D'Artagnan sintió
aquella mirada correr por sus venas como una fiebre.
Sin embargo puso buena cara, teniendo su sombrero en sus manos y esperando el capricho de
Su Eminencia, sin demasiado orgullo, pero también sin demasiada humildad.
-Señor -le dijo el cardenal-, ¿sois vos un D'Artagnan del Béam?
-Sí, monseñor -respondió el joven.
-Hay muchas ramas de D'Artagnan en Tarbes y en los alrededores -dijo el cardenal-; ¿a cuál
pertenecéis vos?
-Soy hijo del que hizo las guerras de religión con el gran rey Enrique, padre de Su Graciosa
Majestad.
-Eso está bien. ¿Sois vos quien salisteis hace siete a ocho meses más o menos de vuestra
región para venir a buscar fortuna a la capital?
-Sí, monseñor.
-Vinisteis por Meung, donde os ha ocurrido algo, no sé muy bien qué, pero algo.
-Monseñor -dijo D'Artagnan-, lo que me pasó...
-Inútil, inútil -replicó el cardenal con una sonrisa que indicaba que conocía la historia tan bien
como el que quería contársela-; esta bais recomendado al señor de Tréville, ¿no es así?
-Sí, monseñor, pero precisamente, en ese desgraciado asunto de Meung...
-Se perdió la carta -prosiguió la Eminencia-; sí, ya sé eso; pero el señor de Tréville es un
fisonomista hábil que conoce a los hombres a primera vista, y os ha colocado en la compañía de
su cuñado, el señor des Essarts, dejándoos la esperanza de que un día a otro entraríais en los
mosqueteros.
-Monseñor está perfectamente informado -dijo D'Artagnan.
-Desde esa época os han pasado muchas cosas: os habéis paseado por detrás de los Chartreux
cierto día que más hubiera valido que estuvieseis en otra parte; luego habéis hecho con vuestros
amigos un viaje a las aguas de Forges; ellos se han detenido en ruta, pero vos habéis continuado
vuestro camino. Es muy sencillo, teníais asuntos en Inglaterra.
-Monseñor -dijo D'Artagnan completamente desconcertado-, yo iba...
-De caza, a Windsor, o a otra parte, eso no importa a nadie. Sé eso, porque mi obligación
consiste en saberlo todo. A vuestro regreso, habéis sido recibido por una augusta persona, y veo
con placer que habéis conservado el recuerdo que os ha dado.
D'Artagnan llevó la mano al diamante que tenía de la reina, y volvió con presteza el engaste
hacia dentro; pero era demasiado tarde.
-Al día siguiente de esa fecha, habéis recibido la visita de Cavois -prosiguió el cardenal-; iba a
rogaros que pasaseis por el Palais; esa visita no la habéis hecho, y habéis cometido un error.
-Monseñor, temía haber incurrido en desgracia con Vuestra Eminencia.
-¡Vaya! Y eso, ¿por qué señor? Por haber seguido las órdenes de vuestros superiores con más
inteligencia y valor de lo que otro hubiera hecho. ¿Incurrir en mi desgracia cuando merecíais
elogios? Son las personas que no obedecen las que yo castigo, y nos la que, como vos,
obedecen... demasiado bien... Y la prueba, recordad la fecha del día en que os había dicho que
vinierais a verme, buscad en vuestra memoria lo que pasó aquella misma noche.
Era la misma noche en que había tenido lugar el rapto de la señora Bonacieux; D'Artagnan se
estremeció, y recordó que media hora antes la pobre mujer había pasado a su lado, arrastrada
sin duda por la misma potencia que la había hecho desaparecer.
-En fin -continuó el cardenal- como no oía hablar de vos desde hace algún tiempo, he querido
saber qué hacíais. Además, me debéis alguna gratitud: vos mismo habréis observado con qué
miramientos habéis sido tratado en todas las circunstancias.
D'Artagnan se inclinó con respeto.
-Eso -continuó el cardenal-, se debía no sólo a un sentimiento de equidad natural, sino además
a un plan que yo me había trazado respecto a vos.
D'Artagnan estaba cada vez más asombrado.
-Yo quería exponeros ese plan el día que recibisteis mi primera invitación; pero no vinisteis. Por
suerte, nada se ha perdido con ese retraso, y hoy vais a oírlo. Sentaos ahí, delante de mí, señor
D Artagnan: sois lo suficientemente buen gentilhombre para no escuchar de pie.
Y el cardenal indicó con el dedo una silla al joven, que estaba tan asombrado de lo que pasaba
que, para obedecer, esperó una segunda indicación de su interlocutor.
-Sois valiente, señor D'Artagnan -continuó la Eminencia-; sois prudente, cosa que vale más. Me
gustan los hombres de cabeza y de corazón; no os asustéis -dijo sonriendo-, por hombres de
corazón entiendo hombres de valor; mas, pese a lo joven que sois y recién entrado en el mundo,
tenéis enemigos poderosos; ¡si no tenéis cuidado, os perderán!
-¡Ah, monseñor! -respondió el joven-. Lo harán muy fácilmente sin duda; porque son fuertes y
están bien apoyados, mientras que yo estoy solo.
-Sí, es cierto; pero por más solo que estéis, habéis hecho ya mucho, y más haréis aún, no
tengo ninguna duda. Sin embargo, necesitáis, en mi opinión, ser guiado en la aventurera carrera
que habéis emprendido; porque, si no me equivoco, habéis venido a París con la ambiciosa idea
de hacer fortuna.
-Estoy en la edad de las locas esperanzas, Monseñor -dijo D'Artagnan.
-No hay locas esperanzas más que para los tontos, señor, y vos sois Inteligente. Veamos, ¿qué
diríais de una enseña en mis guardias, y de una compañía después de la campaña?
-¡Ah, Monseñor!
-Aceptáis, ¿no es así?
-Monseñor -replicó D'Artagnan con aire de apuro.
-¿Cómo? ¿Rehusáis? -exclamó el cardenal asombrado.
-Estoy en los guardias de Su Majestad, Monseñor, y no tengo motivos para estar descontento.
-Pero me parece -dijo la Eminencia- que mis guardias son también los guardias de Su
Majestad, y que con tal que se sirva en un cuerpo francés, se sirve al rey.
-Monseñor, Vuestra Eminencia ha comprendido mal mis palabras.
-¿Queréis un pretexto, no es eso? Comprendo. Pues bien, ese pretexto lo tenéis. El ascenso, la
campaña que se inicia, la ocasión que se os ofrece: eso para la gente; para vos, la necesidad de
protecciones seguras; porque es bueno que sepáis, señor D'Artagnan, que he recibido quejas
graves contra vos, vos no consagráis exclusivamente vuestros días y vuestras noches al servicio
del rey.
D'Artagnan se puso colorado.
-Por lo demás -continuó el cardenal posando su mano sobre un legajo de papeles-, tengo todo
un informe que os concierne; pero antes de leerlo, he querido hablar con vos. Os sé hombre de
resolución, y vuestros servicios, bien dirigidos, en vez de perjudicaros pueden reportaros mucho.
Veamos, reflexionad y decidid.
-Vuestra bondad me confunde, Monseñor -respondió D'Artagnan-, y reconozco en vuestra
Eminencia una grandeza de alma que me hace tan pequeño como un gusano; pero, en fin, dado
que Monseñor me permite hablarle con franqueza...
D'Artagnan se detuvo.
-Sí, hablad.
-Pues bien, diré a Vuestra Eminencia que todos mis amigos están en los mosqueteros y en los
guardias del rey, y que mis enemigos, por una fatalidad inconcebible, están con Vuestra
Eminencia; sería por tanto mal recibido y mal mirado si aceptara lo que monseñor me ofrece.
-¿Tendríais la orgullosa idea de que no os ofrezco lo que valéis, señor? -dijo el cardenal con
una sonrisa de desdén.
-Monseñor, Vuestra Eminencia es cien veces bueno conmigo, y, por el contrario, pienso no
haber hecho aún suficiente para ser digno de sus bondades. El sitio de La Rochelle va a empezar,
monseñor; yo serviré ante los ojos de Vuestra Eminencia, y si tengo la suerte de comportarme en
ese sitio de tal forma que merezca atraer sus miradas, ¡pues bien!, luego tendré al menos detrás
de mí alguna acción brillante para justificar la protección con que tenga a bien honrarme. Todo
debe ha cerse a su tiempo, monseñor; quizá más tarde tenga yo derecho a darme, en este
momento parecería que me vendo.
-Es decir, que rehusáis servirme, señor -dijo el cardenal con un tono de despecho en el que
apuntaba sin embargo cierta clase de estima-; quedad, pues, libre y guardad vuestros odios y
vuestras simpatías.
-Monseñor...
-Bien, bien -dijo el cardenal-, no os quiero; pero como comprenderéis bastante tiene uno con
defender a sus amigos y recompensarlos, no debe nada a sus enemigos, y sin embargo os daré
un consejo: manteneos alerta, señor D'Artagnan, porque en el momento en que yo haya retirado
mi mano de vos, no compraría vuestra vida por un óbolo.
-Lo intentaré, monseñor -respondió el gascón con noble seguridad.
-Más tarde, y si en cierto momento os ocurre alguna desgracia -dijo Richelieu con intención-,
pensad que soy yo quien ha ido a buscaros, y que ha hecho cuanto ha podido para que esa
desgracia no os alcanzase.
-Pase lo que pase -dijo D'Artagnan poniendo la mano en el pecho a inclinándose-, tendré
eterna gratitud a Vuestra Eminencia por lo que hace por mí en este momento.
-Bien, como habéis dicho -señor D'Artagnan-, volveremos a vernos en la campaña; os seguiré
con los ojos, porque estaré allí -prosiguió el cardenal señalando con el dedo a D'Artagnan una
magnífica armadura que debía endosarse-, y a vuestro regreso, pues bien, ¡hablaremos!
-¡Ah, monseñor! -exclamó D'Artagnan-. Ahorradme el peso de vuestra desgracia; permaneced
neutral, monseñor, si os parece que actúo como hombre galante.
-Joven -dijo Richelieu-, si puedo deciros una vez más lo que os he dicho hoy, os prometo
decíroslo.
Esta última frase de Richelieu expresaba una duda terrible; consternó a D'Artagnan más de lo
que habría hecho una amenaza, porque era una advertencia. El cardenal trataba, pues, de
preservarle de alguna desgracia que lo amenazaba. Abrió la boca para responder, pero con gesto
altivo el cardenal lo despidió.
D'Artagnan salió; pero a la puerta estuvo a punto de fallarle el corazón, y poco le faltó para
volver a entrar. Sin embargo, el rostro grave y severo de Athos se le apareció: si hacía con el
cardenal el pacto que éste le proponía, Athos no volvería a darle la mano, Athos renegaría de él.
Fue este temor el que lo retuvo: ¡tan poderosa es la influencia de un carácter verdaderamente
grande sobre cuanto le rodea!
D'Artagnan descendió por la misma escalera por la que había entrado, y encontró ante la
puerta a Athos y a los cuatro mosqueteros que esperaban su regreso y que comenzaban a
inquietarse. Con una palabra d'Artagnan los tranquilizó, y Planchet corrió a avisar a los demás
puestos que era inútil montar una guardia más larga, dado que su amo había salido sano y salvo
del Palais-Cardinal.
Una vez vueltos a casa de Athos, Aramis y Porthos se informaron de las causas de aquella
extraña cita; pero D'Artagnan se contentó con decirles que el señor de Richelieu lo había hecho ir
para proponerle entrar en sus guardias con el grado de enseña, y que había rehusado.
-Y habéis hecho bien -exclamaron a una Porthos y Aramis.
Athos cayó en profunda reflexión y no dijo nada. Pero en cuanto estuvo solo con D'Artagnan:
-Habéis hecho lo que debíais hacer, D'Artagnan -dijo Athos-, pero quizá habéis hecho mal.
D'Artagnan lanzó un suspiro; porque aquella voz respondía a una voz de su alma, que le decía
que grandes desgracias lo esperaban.
La jornada del día siguiente se pasó en preparativos de partida; D'Artagnan fue a despedirse
del señor de Tréville. A aquella hora se creía todavía que la separación de los guardias y de los
mosqueteros sería momentanéa, porque aquel día tenía el rey su parlamento y debían partir al
día siguiente. El señor de Tréville se contentó, pues, con preguntar a D'Artagnan si necesitaba
algo de él, pero D'Artagnan respondió orgullosamente que tenía todo lo que necesitaba.
La noche reunió a todos los camaradas de la compañía de los guardias del señor des Essarts y
de la compañía de los mosqueteros del señor de Tréville, que habían hecho amistad. Se dejaban
para volverse a ver cuando pluguiera a Dios y si placía a Dios. La noche fue por tanto una de las
más ruidosas, como se puede suponer, porque en semejantes casos, no se puede combatir la
extrema precaución más que con el extremo descuido.
Al día siguiente, al primer toque de las trompetas, los amigos se dejaron: los mosqueteros
corrieron al palacio del señor de Tréville y los guardias al del señor des Essarts. Los dos capitanes
condujeron al punto sus compañías al Louvre, donde el rey los revistaba.
El rey estaba triste y parecía enfermo, lo cual quitaba algo a su gesto altivo. En efecto, la
víspera la fiebre lo había cogido en medio del parlamento y mientras ocupaba la presidencia. No
por ello estaba menos decidido a partir aquella misma noche; y pese a las observaciones que se
habían hecho, había querido pasar revista, esperando que el primer golpe de vigor vencería la
enfermedad que comenzaba a apoderarse de él.
Una vez pasada la revista, los guardias se pusieron en marcha, ellos solos; los mosqueteros
debían partir sólo con el rey, lo que permitió a Porthos ir a dar una vuelta, en su soberbio equipo,
por la calle aux Ours.
La procuradora lo vio pasar en su uniforme nuevo y sobre su hermoso caballo. Amaba
demasiado a Porthos para dejarlo partir así; le hizo seña de apearse y de venir a su lado. Porthos
estaba magnífico; sus espuelas resonaban, su coraza brillaba, su espada le golpeaba orgullosamente
las piernas. Aquella vez los pasantes no tuvieron ninguna gana de reír: ¡tanta era la
pinta que Porthos tenía de cortador de orejas!
El mosquetero fue introducido junto al señor Coquenard, cuyos ojillos grises brillaron de cólera
al ver a su primo todo flamante. Sin embargo, una cosa lo consoló interiormente; es que por
todas partes decían que la campaña sería ruda: en el fondo de su corazón esperaba dulcemente
que Porthos muriera en ella.
Porthos presentó sus respetos a maese Coquenard y se despidió de él; maese Coquenard le
deseó toda suerte de prosperidades. En cuanto a la señora Coquenard, no podía contener sus
lágrimas; pero nadie sacó ninguna mala consecuencia de su dolor; se la sabía muy apegada a
sus parientes, por los que había tenido siempre crueles disputas con su marido.
Pero las auténticas despedidas se hicieron en la habitación de la señora Coquenard: fueron
desgarradoras.
Durante el tiempo que la procuradora pudo seguir con los ojos g su amante, agitó un pañuelo
inclinándose fuera de la ventana, hasta el punto de que se creería que quería tirarse. Porthos
recibió todas aquellas señales de ternura como hombre habituado a semejantes demostraciones.
Sóio que al volver la esquina de la calle, se quitó el sombrero y lo agitó en señal de adiós.
Por su parte, Aramis escribía una larga carta. ¿A quién? Nadie sabía nada. En la habitación
vecina, Ketty, que debía partir aquella misma noche para Tours, esperaba aquella carta
misteriosa.
Athos bebía a sorbos la última botella de su vino español.
Mientras tanto, D'Artagnan desfilaba con su compañía.
Al llegar al barno de Saint-Antoine, se volvió para mirar alegremente la Bastilla; pero como era
solamente la Bastilla lo que miraba, no vio a Milady que, montada sobre un caballo overo, lo
señalaba con el dedo a dos hombres de mala catadura que se acercaron al punto a las filas para
reconocerlo. A una interrrogación us hicieron con la mirada, Milady respondió con un signo que
era él. Luego, segura de que no podía haber error en la ejecución de sus órdenes, espoleó su
caballo y desapareció.
Los dos hombres siguieron entonces a la compañía, y a la salida del barrio Saint-Antoine
montaron en dos caballos completamente preparados que un criado sin librea tenía en la mano
esperándolos.
Capítulo XLI
El sitio de La Rochelle
El sitio de La Rochelle fue uno de los grandes acontecimientos politicos de Luis XIII, y una de
las grandes empresas militares del cardenal. Es por tanto interesante, a incluso necesario, que
digamos algunas palabras, dado que muchos detalles de ese asedio están ligados de manera
demasiado importante a la historia que hemos comenzado a contar para que los pasemos en
silencio.
Las miras políticas del cardenal cuando emprendió este asedio eran considerables.
Expongámoslas primero, luego pasaremos a las miras particulares que no tuvieron sobre Su
Eminencia menos influencia que las primeras.
De las ciudades importantes dadas por Enrique IV a los hugonotes como plazas de seguridad,
sólo quedaba La Rochelle. Se trataba por tanto de destruir aquel último baluarte del calvinismo,
levadura peligrosa a la que venían a mezclarse jncesantemente fermentos de revuelta civil o de
guerra extranjera,
Españoles, ingleses, italianos descontentos, aventureros de cuálquier nación, soldados de
fortuna de toda secta acudian a la primera llamada bajo las banderas de los protestantes y se
organizaban como una vasta asociación cuyas ramas divergían a capricho en todos los puntos de
Europa.
La Rochelle, que había adquirido nueva importancia con la ruina de las demás ciudades
calvinistas era, pues, el hogar de las disensiones y de las ambiciones. Había más: su puerto era
la primera puerta abierta a los ingleses en el reino de Francia; y al cerrarlo a Inglaterra, nuestra
eterna enemiga, el cardenal acababa la obra de Juana de Arco y del duque de Guisa.
Por eso Bassompierre, que era a la vez protestante y católico, protestante de corazón y católico
como comendador del Espíritu Santo; Bassompierre, que era alemán de nacimiento y francés de
corazón; Bassompierre, en fin, que ejercía un mando particular en el asedio de La Rochelle, decía
cargando a la cabeza de muchos otros señores protestantes como él:
-¡Ya veréis, señores, cómo somos tan bestias que conquistaremos La Rochelle!
Y Bassompierre tenía razón; el cañoneo de la isla de Ré presagiaba para él las dragonadas de
Cévennes; la toma de La Rochelle era el prefacio de la revocación del edicto de Nantes.
Pero, ya lo hemos dicho, al lado de estas miras del ministro nivelador y simplificador, y que
pertenecen a la historia, el cronista está obligado a reconocer las pequeñas miras del hombre
enamorado y del rival celoso.
Richelieu, como todos saben, había estado enamorado de la reina; si este amor tenía en él un
simple objetivo politico o era naturalmente una de esas profundas pasiones como las que inspiró
Ana de Austria a quienes la rodeaban, es lo que no sabríamos decir; pero en cualquier caso, por
los desarrollos anteriores de esta historia, se ha visto que Buckingham había triunfado sobre él y
que en dos o tres circunstancias, y sobre todo en la de los herretes, gracias al desvelo de los tres
mosqueteros y al valor de D'Artagnan, había sido cruelmente burlado.
Se trataba, pues, para Richelieu no sólo de librar a Francia de un enemigo, sino de vengarse de
un rival; por lo demás, la venganza debía ser grande y clamorosa, y digna en todo un hombre
que tiene en su mano, por espada de combate, las fuerzas de todo un reino.
Richelieu sabía que combatiendo a Inglaterra combatía a Buckingham, que venciendo a
Inglaterra vencía a Buckingham, y que humillando a Inglaterra ante los ojos de Europa humillaba
a Buckingham a los ojos de la reina.
Por su lado Buckingham, aunque ponía ante todo el honor de In glaterra estaba movido por
intereses absolutamente semejantes a los del cardenal; Buckingham también perseguía una
venganza particular: bajo ningún pretexto había podido Buckingham entrar en Francia como
embajador, y quería entrar como conquistador.
De donde resulta que lo que realmente se ventilaba en esa partida que los dos reinos más
poderosos jugaban por el capricho de dos hombres enamorados, era una simple mirada de Ana
de Austria.
La primera ventaja había sido para el duque de Buckingham: llegado inopinadamente a la vista
de la isla de Ré con noventa bajeles y veinte mil hombres aproximadamente, había sorprendido
al conde Toiras, que mandaba en nombre del rey en la isla; tras un combate sangriento había
realizado su desembarco.
Relatemos de paso que en este combate había perecido el barón de Chantal; el barón de
Chantal dejaba huérfana una niña de dieciocho meses.
Esta niña fue luego Madame de Sévigné.
El conde de Toiras se retiro a la ciudadela Saint-Martin con la guarnición, y dejó un centenar de
hombres en un pequeño fuerte que se que se llamaba de la Prée.
Este acontecimiento había acelerado las decisiones del cardenal; y a la espera de que el rey y
él pudieran ir a tomar el mando del asedio de La Rochelle, que estaba decidido, había hecho
partir a Monsieur para dirigir las primeras operaciones, y había hecho desfilar hacia el escenario
de la guerra todas las tropas de que había podido disponer.
De este destacamento enviado como vanguardia era del que formaba parte nuestro amigo
D'Artagnan.
El rey, como hemos dicho, debía seguirlo tan pronto como hubiera terminado la solemne sesión
real pero al levantarse de aquel asiento real, el 28 de junio se había sentido afiebrado; habría
querido partir igualmente pero al empeorar su estado se vio obligado a detenerse en Villeroi.
Ahora bien, allí donde se detenía el rey se detenían los mosquete ros; de donde resultaba que
D'Artagnan, que estaba pura y simplemente en los guardias, se había separado,
momentáneamente al menos, de sus buenos amigos Athos, Porthos y Aramis; esta separación,
que no era para él más que una contrariedad, se habría convertido desde luego en inquietud
seria si hubiera podido adivinar qué peligros desconocidos lo rodeaban.
No por eso dejó de llegar, sin incidente alguno al campamento establecido ante La Rochelle,
hacia el 10 del mes de septiembre del año 1627.
Todo se hallaba en el mismo estado: el duque de Buckingham y sus ingleses dueños de la isla
de Ré, continuaban sitiando, aunque sin éxito, la ciudadela de Saint-Martin y el fuerte de La Prée,
y las hostilidades con La Rochelle habían comenzado hacía dos o tres días a propósito de un
fuerte que el duque de Angulema acababa de hacer construir junto a la ciudad.
Los guardias, al mando del señor des Essarts, se alojaban en los Mínimos.
Pero como sabemos, D'Artagnan, preocupado por la ambición de pasar a los mosqueteros,
raramente había hecho amistad con sus camaradas; se encontraba por tanto solo y entregado a
sus propias reflexiones.
Sus reflexiones no eran risueñas; desde hacía un año que había llegado a Paris se había
mezclado en los asuntos públicos; sus asuntos privados no habían adelantado mucho ni en arnor
ni en fortuna.
En amor, la única mujer a la que había amado era la señora Bonacieux, y la señora Bonacieux
había desaparecido sin que él pudiera descubrir aún qué había sido de ella.
En fortuna, se había hecho, débil como era, enemigo del cardenal, es decir, de un hombre ante
el cual temblaban los mayores del reino, empezando por el rey.
Aquel hombre podía aplastarlo, y sin embargo no lo habia hecho; para un ingenio tan perspicaz
como era D'Artagnan, aquella indulgencia era una luz por la que vela un porvenir mejor.
Luego se había hecho también otro enemigo menos de temer, pensaba, pero que sin embargo
instintivamente sentía que no era de despreciar: ese enemigo era Milady.
A cambio de todo esto había conseguido la protección y la benevolencia de la reina, pero la
benevolencia de la reina era, en aquellos tiempos, una causa más de persecuciones; y su
protección, como se sabe, protegía muy mal; ejemplos: Chalais y la señora Bonacieux.
Lo que en todo aquello había ganado en claro era el diamante de cinco o seis mil libras que
llevaba en el dedo; pero incluso de aquel diamante, suponiendo que D'Artagnan en sus proyectos
de ambición quisiera guardarlo para convertirlo un día en señal de reconocimiento de la reina, no
había que esperar, puesto que no podía deshacerse de él, más valor que de los guijarros que
pisoteaba.
Decimos los guijarros que pisoteaba, porque D'Artagnan hacía estas reflexiones paseándose en
solitario por un lindo caminito que conducía del campamento a la villa de Angoutin; ahora bien,
estas reflexiones lo habían llevado más lejos de lo que pensaba, y la luz comenzaba a bajar
cuando al último rayo del crepúsculo le pareeió ver brillar detrás de un seto el cañón de un
mosquete.
D'Artagnan tenía el ojo despierto y el ingenio pronto, comprendió que el mosquete no había
venido hasta allí completamente solo y que quien lo manejaba no estaba escondido detrás de un
seto con intenciones amistosas. Decidió por tanto largarse cuando, al otro lado de la ruta, tras
una roca, divisó la extremidad de un segundo mosquete.
Era evidentemente una emboscada.
El joven lanzó una ojeadas sobre el primer mosquete y vio con cierta inquietud que se bajaba
en su dirección, pero tan pronto como vio el orificio del cañón inmóvil se arrojó cuerpo a tierra.
Al mismo tiempo salió el disparo y oyó el silbido de la bala que pasaba por encima de su cabeza.
No había tiempo que perder: D'Artagnan se levantó de un salto en el mismo momento que la
bala del otro mosquete hizo volar los guijarros en el lugar mismo del camino en que se había
arrojado de cara contra el suelo.
D'Artagnan no era uno de esos hombres inútilmente valientes que buscan la muerte ridícula
para que se diga de ellos que no han retrocedido ni un paso; además, aquí no se trataba de
valor: D'Artagnan había caído en una celada.
-Si hay un tercer disparo -se dijo-, soy hombre muerto.
Y al punto, echando a todo correr, huyó en dirección del campamento con la velocidad de las
gentes de su región, tan renombradas por su agilidad; mas cualquiera que fuese la rapidez de su
carrera, el primero que había disparado, habiendo tenido tiempo de volver a cargar su arma, le
disparó un segundo disparo tan bien ajustado esta vez que la bala le atravesó el sombrero y lo
hizo volar a diez pasos de él.
Sin embargo, como D'Artagnan no tenía otro sombrero, recogió el suyo a la carrera, llegó todo
jadeante y muy pálido a su alojamiento, se sentó sin decir nada a nadie y se puso a reflexionar.
Aquel suceso podía tener tres causas:
La primera y más natural podía ser una emboscada de los rochelleses, a quienes no les habría
molestado matar a uno de los guardias de Su Majestad, primero porque era un enemigo menos,
y porque este enemigo podía tener una bolsa bien guarnecida en su bolso.
D'Artagnan cogió su sombrero, examinó el agujerro de la bala y movió la cabeza. La bala no
era una bala de mosquete, era una bala de arcabuz; la exactitud del disparo le había dado ya la
idea de que había sido dispardo por un arma particular: aquello no era, por tanto, una
emboscada militar, puesto que la bala no era de calibre.
Aquello podía ser un buen recuerdo del señor cardenal. Se recordará que en el momento
mismo en que gracias a aquel bienaventurado rayo de sol había divisado el cañón del fusil, él se
asombraba de la longanimidad de Su Eminencia para con él.
Pero D'Artagnan movió la cabeza. Con personas con las que no tenía más que extender la
mano rara vez recurría Su Eminencia a semejantes medios.
Aquello podía ser una venganza de Milady.
Esto era lo más probable.
Trató inútilmente de recordar o los rasgos o el traje de los asesinos; se había alejado tan
rápidamente de ellos que no había tenido tiempo de observar nada.
-¡Ay, mis pobres amigos! -murmuró D'Artagnan-. ¿Dónde estáis? ¡Cuánta falta me hacéis!
D'Artagnan pasó muy mala noche. Tres o cuatro veces se despertó sobresaltado, imaginándose
que un hombre se acercaba a su cama para apuñalarlo. Sin embargo, apareció la luz sin que la
oscuridad hubiera traído ningún incidente.
Pero D'Artagnan sospechó mucho que lo que estaba aplazado no estaba perdido.
D'Artagnan permaneció toda la jornada en su alojamiento; a sí mismo se dio la excusa de que
el tiempo era malo.
Al día siguiente, a las nueve, tocaron llamada y tropa. El duque de Orleáns visitaba los puestos.
Los guardias corrieron a las armas y D'Artagnan ocupó su puesto en medio de sus camaradas.
Monsieur pasó ante el frente de batalla; luego, todos los oficiales superiores se acercaron a él
para hacerle séquito, el señor Des Essarts, capitán de los guardias, igual que los demás.
Al cabo de un instante le pareció a D'Artagnan que el señor Des Essarts le hacía señas de
acercarse: esperó un nuevo gesto de su superior, temiendo equivocarse, pero repetido el gesto,
dejó las filas y se adelantó para oír la orden.
-Monsieur va a pedir hombres voluntarios para una misión peligrosa, pero que será un honor
para quienes la cumplan; os he hecho esa seña para que estuvierais preparado.
-¡Gracias, mi capitán! -respondió D'Artagnan, que no pedía otra cosa que distinguirse a los ojos
del teniente general.
En efecto, los rochelleses habían hecho una salida durante la noche y habían recuperado un
bastión del que el ejército realista se había apoderado dos días antes; se trataba de hacer un
reconocimiento a cuerpo descubierto para ver cómo custodiaba el ejército aquel bastión.
Efectivamente, al cabo de algunos instantes Monsieur elevó la voz y dijo:
-Necesitaría para esta misión tres o cuatro voluntarios guiados por un hombre seguro.
-En cuanto al hombre seguro, lo tengo a mano, Monsieur -dijo el señor Des Essarts, mostrando
a D'Artagnan-; y en cuanto a los cuatro o cinco voluntarios, Monsieur no tiene más que dar a
conocer su intenciones, y no le faltarán hombres.
-¡Cuatro hombres de buena voluntad para venir a hacerse matar conmigo! -dijo D'Artagnan
levantando su espada.
Dos de sus camaradas de los guardias se precipitaron inmediatamente, y habiéndose unido a
ellos dos soldados, encontró que el número pedido era suficiente; D'Artagnan rechazó, pues, a
todos los demás, no queriendo atropellar a quienes tenían prioridad.
Se ignoraba si después de la toma del bastión los rochelleses lo habían evacuado o habían
dejado allí guarnición; había, pues, que exa minar el lugar indicado desde bastante cerca para
comprobarlo.
D'Artagnan partió con sus cuatro compañeros y siguió la trinchera: los dos guardias marchaban
a su misma altura y los soldados venían detrás.
Así, cubriéndose con los revestimientos del terreno, llegaron a unos cien pasos del bastión. Allí,
al volverse D'Artagnan, se dio cuenta de que los dos soldados habían desaparecido.
Creyó que por miedo se habían quedado atrás y continuó avanzando.
A la vuelta de la contraescarpa, se hallaron a sesenta pasos aproximadamente del bastión.
No se veía a nadie, y el bastión parecía abandonado.
Los tres temerarios deliberaban si seguir adelante cuando, de pronto, un cinturón de humo
ciñó al gigante de piedra y una docena da balas vinieron a silbar en torno a D'Artagnan y sus dos
compañeros.
Sabían lo que querían saber: el bastión estaba guardado. Quedarse más tiempo en aquel lugar
peligroso hubiese sido, pues, una imprudencia inútil; D'Artagnan y los dos guardias volvieron la
espalda y comenzaron una retirada que se parecía a una fuga.
Al llegar al ángulo de la trinchera que iba a servirles de muralla uno de los guardias cayó: una
bala le había atravesado el pecho. EÌ otro, que estaba sano y salvo, continuó su carrera hacia el
campamento.
D'Artagnan no quiso abandonar así a su compañero y se inclinó hacia él para levantarlo y
ayudarlo a alcanzar las líneas; pero en aquel momento salieron dos disparos de fusil: una bala
vino a estrellarse sobre la roca tras haber pasado a dos pulgadas de D'Artagnan.
El joven se volvió rápidamente porque aquel ataque no podía ve nir del bastión, que estaba
oculto por el ángulo de la trinchera. La idea de los dos soldados que lo habían abandonado le
vino a la mente y le recordó a los asesinos de la víspera; resolvió, por tanto, saber a qué
atenerse aquella vez y cayó sobre el cuerpo de su camarada como si estuviera muerto.
Vio al punto dos cabezas que se levantaban por encima de una obra abandonada que estaba a
treinta pasos de allí; eran las de nuestros dos soldados. D'Artagnan no se había equivocado:
aquellos dos hombres no le habían seguido más que para asesinarlo, esperando que la muerte
del joven sería cargada en la cuenta del enemigo.
Sólo que, como podía estar solamente herido y denunciar su crimen, se acercaron para
rematarlo; por suerte, engañados por la artimaña de D'Artagnan, se olvidaron de volver a cargar
sus fusiles.
Cuando estuvieron a diez pasos de él, D'Artagnan, que al caer había tenido gran cuidado de no
soltar su espada, se levantó de pronto y de un salto se encontró junto a ellos.
Los asesinos comprendieron que, si huían hacia el campamento sin haber matado a aquel
hombre, serían acusados por él; por eso su primera idea fue la de pasarse al enemigo. Uno de
ellos cogió su fusil por el cañón y se sirvió de él como de una maza: lanzó un golpe terrible a
D'Artagnan, que lo evitó echándose hacia un lado; pero con este movimiento brindó paso al
bandido, que se lanzó al punto hacia el bastión. Como los rochelleses que lo vigilaban ignoraban
con qué intención venía aquel hombre hacia ellos, dispararon contra él y cayó herido por una
bala que le destrozó el hombro.
En este tiempo, D'Artagnan se había lanzado sobre el segundo soldado, atacándolo con su
espada; la lucha no fue larga, aquel miserable no tenía para defenderse más que su arcabuz
descargado; la espada del guardia se deslizó por sobre el cañón del arma vuelta inútil y fue a
atravesar el muslo del asesino que cayó. D'Artagnan le puso inmediatamente la punta del hierro
en el pecho.
-¡Oh, no me matéis! -exclamó el bandido-. ¡Gracia, gracia, oficial, y os lo diré todo!
-¿Vale al menos lo secreto la pena de que lo perdone la vida? -preguntó el joven conteniendo
su brazo.
-Sí, si estimáis que la existencia es algo cuando se tienen veintidós años como vos y se puede
alcanzar todo, siendo valiente y fuerte como vos lo sois.
-¡Miserable! -dijo D'Artagnan-. Vamos, habla deprisa, ¿quién te ha encargado asesinarme?
-Una mujer a la que no conozco, pero que se llamaba Milady.
-Pero si no conoces a esa mujer, ¿cómo sabes su nombre?
-Mi camarada la conocía y la llamaba así, fue él quien tuvo el asunto con ella y no yo; él tiene
incluso en su bolso una carta de esa persona que debe tener para vos gran importancia, por lo
que he oído decir.
-Pero ¿cómo te metiste en esta celada?
-Me propuso que diéramos el golpe nosotros dos y acepté.
-¿Y cuánto os dio ella por esta hermosa expedición?
-Cien luises.
-Bueno, en buena hora -dijo el joven riendo- estima que valgo algo: cien luises. Es una
cantidad para dos miserables como vosotros; por eso comprendo que hayas aceptado y lo
perdono con una condición.
-¿Cuál? -preguntó el soldado inquieto y viendo que no todo había terminado.
-Que vayas a buscarme la carta que tu camarada tiene en bolsillo.
-Pero eso -exclamó el bandido- es otra manera de matarme; ¿cómo queréis que vaya a buscar
esta carta bajo el fuego del bastión?
-Sin embargo, tienes que decidirte a ir en su busca, o te juro que mueres por mi mano.
-¡Gracia, señor, piedad! ¡En nombre de esa dama a la que amáis a la que quizá creéis muerta y
que no lo está! -exclamó el bandido poniéndose de rodillas y apoyándose sobre su mano, porque
comenzaba a perder sus fuerzas con la sangre.
-¿Y por qué sabes tú que hay una mujer a la que amo y que yo he creído muerta a esa mujer?
-preguntó D'Artagnan.
-Por la carta que mi camarada tiene en su bolsillo.
-Comprenderás entonces que necesito tener esa carta -di D'Artagnan-; así que no más retrasos
ni dudas, o aunque me repugne templar por segunda vez mi espada en la sangre de un
miserable como tú, lo juro por mi fe de hombre honrado...
Y a estas palabras D'Artagnan hizo un gesto tan amenazador que el herido se levantó.
-¡Deteneos! ¡Deteneos! -exclamó recobrando valor a fuerza de terror-. ¡Iré..., iré...!
D'Artagnan cogió el arcabuz del soldado, lo hizo pasar delante de él y lo empujó hacia su
compañero pinchándole los lomos con la punta de su espada.
Era algo horrible ver a aquel desgraciado dejando sobre el camino que recorría un largo
reguero de sangre, cada vez más pálido ante muerte próxima, tratando de arrastrarse sin ser
visto hasta el cuerpo de su cómplice que yacía a veinte pasos de allí.
El terror estaba pintado sobre su rostro cubierto de un sudor frío de tal modo que D'Artagnan
se compadeció y mirándolo con desprecio:
-Pues bien -dijo-, voy a demostrarte la diferencia que existe entre un hombre de corazón y un
cobarde como tú: quédate iré yo.
Y con paso ágil, el ojo avizor, observando los movimientos del enemigo, ayudándose con todos
los accidentes del terreno, D'Artagnan llegó hasta el segundo soldado.
Había dos medios para alcanzar su objetivo: registrarlo allí mismo o llevárselo haciendo un
escudo con su cuerpo y registrarlo en la trinchera.
D'Artagnan prefirió el segundo medio y cargó el asesino a sus hombros en el momento mismo
que el enemigo hacía fuego.
Una ligera sacudida el ruido seco de tres balas que agujereaban las carnes, un último grito un
estremecimiento de agonía le probaron a D’Artagnan que el que había querido asesinarlo
acababa de salvarle la vida.
D'Artagnan ganó la trinchera y arrojó el cadáver junto al herido tan pálido como un muerto.
Comenzó el inventario inmediatamente: una cartera de cuero, una bolsa donde se encontraba
evidentemente una parte de la suma del dinero que había recibido, un cubilete y los dados
formaban la herencia del muerto.
Dejó el cubilete y los dados donde habían caído, lanzó la bolsa al herido y abrió ávidamente la
cartera.
En medio de algunos papeles sin importancia, encontró la carta siguiente: era la que había ido
a buscar con riesgo de su vida:
«Dado que habéis perdido el rastro de esa mujer y que ahora está a salvo en ese convento al
que nunca deberíais haberla dejado llegar, tratad al menos de no fallar con el hombre; si no,
sabéis que tengo la mano larga y que pagaréis caros los cien luises que os he dado.»
Sin firma. Sin embargo, era evidente que la carta procedía de Milady. Por consiguiente, la
guardó como pieza de convicción y, a salvo tras el ángulo de la trinchera se puso a interrogar al
herido. Este confesó que con su camarada, el mismo que acababa de morir, estaba encargado de
raptar a una joven que debía salir de París por la barrera de La Villete pero que, habiéndose
parado a beber en una taberna, habían llegado diez minutos tarde al coche.
-Pero ¿qué habríais hecho con esa mujer? -preguntó D'Arta gnan con angustia.
-Debíamos entregarla en un palacio de la Place Royale -dijo el herido.
-¡Sí! ¡Sí! -murmuró D'Artagnan-. Es exacto, en casa de la misma Milady.
Entonces el joven estremeciéndose, comprendió qué terrible sed de venganza empujaba a
aquella mujer a perderlo, a él y a los que lo amaban, y cuánto sabía ella de los asuntos de la
corte, puesto que lo había descubierto todo. Indudablemente debía aquellos informes al cardenal.
Mas, en medio de todo esto, comprendió, con un sentimiento de alegría muy real, que la reina
había terminado por descubrir la prisión en que la pobre señora Bonacieux expiaba su adhesión,
y que la había sacado de aquella prisión. Así quedaban explicados la carta que había recibido de
la joven y su paso por la ruta de Chaillot, un paso parecido a una aparición.
Y entonces, como Athos había predicho, era posible volver a encontrar a la señora Bonacieux, y
un convento no era inconquistable.
Esta idea acabó de devolver a su corazón la clemencia. Se volvió hacia el herido que seguía con
ansiedad todas las expresiones diversas de su cara, y le tendió el brazo:
-Vamos -le dijo-, no quiero abandonarte así. Apóyate en mí y volvamos al campamento.
-Sí -dijo el herido, que a duras penas creía en tanta magnanimidad-, pero ¿no sera para hacer
que me cuelguen?
-Tienes mi palabra -dijo D'Artagnan-, y por segunda vez te perdono la vida.
El herido se dejó caer de rodillas y besó de nuevo los pies de su salvador; pero D'Artagnan,
que no tenía ningún motivo para quedarse tan cerca del enemigo, abrevió él mismo los
testimonios de gratitud.
El guardia que había vuelto a la primera descarga de los rochelleses había anunciado la muerte
de sus cuatro compañeros. Quedaron, pues, asombrados y muy contentos a la vez en el
regimiento cuando se vio aparecer al joven sano y salvo.
D'Artagnan explicó la estocada de su compañero por una salida que improvisó. Contó la muerte
del otro soldado y los peligros que habían corrido. Este relato fue para el ocasión de un
verdadero triunfo. Todo el ejército habló de aquella expedición durante un día, y Monsieur hizo
que le transmitieran sus felicitaciones.
Por lo demás, como toda acción hermosa lleva consigo su recompensa, la hermosa acción de
D'Artagnan tuvo por resultado devolverle la tranquilidad que había perdido. En efecto,
D'Artagnan creía poder estar tranquilo, puesto que de sus dos enemigos uno estaba muerto y
otro era adicto a sus intereses.
Esta tranquilidad probaba una cosa, y es que D'Artagnan no conocía aún a Milady.
Capítulo XLII
El vino de Anjou
Tras las noticias casi desesperadas del rey, el rumor de su convalecencia comenzaba a
esparcirse por el campamento; y como tenía mucha prisa por llegar en persona al asedio, se
decía que tan pronto como pudiera montar a caballo se pondría en camino.
En este tiempo, Monsieur, que sabía que de un día para otro iba a ser reemplazado en su
mando bien por el duque de Angulema, bien por Bassompierre, bien por Schomberg, que se
disputaban el mando, hacía poco, perdía las jornadas en tanteos, y no se atrevía a arriesgar una
gran empresa para echar a los ingleses de la isla de Ré, donde asediaban constantemente la
ciudadela Saint-Martin y el fuerte de La Prée, mientras que por su lado los franceses asediaban
La Rochelle.
D'Artagnan, como hemos dicho, se había tranquilizado, como ocurre siempre tras un peligro
pasado, y cuando el peligro pareció desva necido, sólo le quedaba una inquietud, la de no tener
noticia alguna de sus amigos.
Pero una mañana a principios del mes de noviembre, todo quedó explicado por esta carta,
datada en Villeroi:
«Señor D'Artagnan:
Los señores Athos, Porthos y Aramis, tras haber jugado una buena partida en mi casa y
haberse divertido mucho, han armado tal escándalo que el preboste del castillo, hombre muy
rígido, los ha acuartelado algunos días; pero yo he cumplido las órdenes que me dieron de enviar
doce botellas de mi vino de Anjou, que apreciaron mucho: quieren que vos bebáis a su salud con
su vino favorito.
Lo he hecho, y soy, señor, con gran respeto,
Vuestro muy humilde y obediente servidor,
GODEAU
Hostelero de los Señores Mosqueteros.»
-¡Sea en buena hora! -exclamó D'Artagnan-. Piensan en mí en sus placeres como yo pensaba
en ellos en mi aburrimiento; desde luego, beberé a su salud y de muy buena gana, pero no
beberé solo.
Y D'Artagnan corrió a casa de dos guardias con los que había hecho más amistad que con los
demás, a fin de invitarlos a beber con él el delicioso vinillo de Anjou que acababa de llegar de
Villeroi. Uno de los guardias estaba invitado para aquella misma noche y otro para el día
siguiente; la reunión fue fijada por tanto para dos días después.
Al volver, D'Artagnan envió las doce botellas de vino a la cantina de los guardias,
recomendando que se las guardasen con cuidado; luego, el día de la celebración, como la comida
estaba fijada para la hora del mediodía, D'Artagnan envió a las nueve a Planchet para prepararlo
todo.
Planchet, muy orgulloso de ser elevado a la dignidad de maître, pensó en preparar todo como
hombre inteligente; a este efecto, se hizo ayudar del criado de uno de los invitados de su amo,
llamado Fourreau, y de aquel falso soldado que había querido matar a D'Arta gnan, y que por no
pertenecer a ningún cuerpo, había entrado a su servicio, o mejor, al de Planchet, desde que
D'Artagnan le había salvado la vida.
Llegada la hora del festín, los dos invitados llegaron y ocuparon su sitio y se alinearon los
platos en la mesa. Planchet servia, servilleta en brazo, Fourreau descorchaba las botellas, y
Brisemont, tal era el nombre del convaleciente, transvasaba a pequeñas garrafas de cristal el vino
que parecía haber formado posos por efecto de las sacudidas del camino. La primera botella
estaba algo turbia hacia el final: de este vino Brisemont vertió los posos en su vaso, y D'Artagnan
le permitió beberlo; porque el pobre diablo no tenía aún muchas fuerzas.
Los convidados, tras haber tomado la sopa, iban a llevar el primer vaso a sus labios cuando de
pronto el cañón resonó en el fuerte Louis y en el fuerte Neuf; al punto, creyendo que se trataba
de algún ata que imprevisto, bien de los sitiados, bien de los ingleses, los guardias saltaron sobre
sus espadas; D'Artagnan, no menos rápido, hizo como ellos y los tres salieron corriendo a fin de
dirigirse a sus puestos.
Mas apenas estuvieron fuera de la cantina cuando se enteraron de la causa de aquel gran
alboroto; los gritos de ¡Viva el rey! ¡Viva el cardenal! resonaban por todas las direcciones.
En efecto, el rey, impaciente como se había dicho, acababa de hacer en una dos etapas, y
llegaba en aquel mismo instante con toda su casa y un refuerzo de diez mil hombres de tropa; le
precedían y seguían sus mosqueteros. D'Artagnan, formando calle con su compañia, saludó con
gesto expresivo a sus amigos, que le respondieron con los ojos, y al señor de Tréville, que lo
reconoció al instante.
Una vez acabada la ceremonia de recepción, los cuatro amigos estuvieron al punto en brazos
unos de otros.
-¡Diantre! -exclamó D'Artagnan-. No podíais haber llegado en mejor momento, y la carne no
habrá tenido tiempo aún de enfriarse.
¿No es eso, señores? -añadió el joven volviéndose hacia los dos guardias, que presentó a sus
amigos.
-¡Vaya, vaya, parece que estábamos de banquete! -dijo Porthos. -Espero -dijo Aramis- que no
haya mujeres en vuestra comida.
-¿Es que hay vino potable en vuestra bicoca? -preguntó Athos.
-Diantre, tenemos el vuestro, querido amigo -respondió D'Artagnan.
-¿Nuestro vino? -preguntó Athos asombrado.
-Sí, el que me habéis enviado.
-¿Nosotros os hemos enviado vino?
-Lo sabéis de sobra, de ese vinillo de los viñedos de Anjou.
-Sí, ya sé a qué vino os referéis.
-El vino que preferís.
-Sin duda, cuando no tengo ni champagne ni chambertin.
-Bueno, a falta de champagne y de chambertin os contentaréis con éste.
- O sea que, sibaritas como somos, hemos hecho venir vino de Anjou -dijo Porthos.
-Pues claro, es el vino que me han enviado de parte vuestra.
-¿De nuestra parte? -dijeron los tres mosqueteros.
-Aramis, ¿sois vos quién habéis enviado vino? -dijo Athos.
-No, ¿y vos, Porthos?
-No, ¿y vos Athos?
-No.
-Si no es vuestro -dijo D'Artagnan-, es de vuestro hostelero.
-¿Nuestro hostelero?
-Pues claro, vuestro hostelero, Godeau, hostelero de los mosqueteros.
-A fe nuestra que, venga de donde quiera, no importa -dijo Porthos-; probémoslo, y si es
bueno, bebámoslo.
-No -dijo Athos-, no bebamos el vino que tiene una fuente desconocida.
-Tenéis razón, Athos -dijo D'Artagnan-. ¿Ninguno de vosotros ha encargado al hostelero
enviarme vino?
-¡No! Y sin embargo, ¿os lo ha enviado de nuestra parte?
-Aquí está la carta -d¡jo D'Artagnan.
Y presentó el billete a sus camaradas.
-¡Esta no es su escritura! -exclamó Athos-. La conozco porque fui yo quien antes de partir saldó
las cuentas de la comunidad.
-Carta falsa -dijo Porthos-; nosotros no hemos sido acuarte lados.
-D'Artagnan -preguntó Aramis en tono de reproche-, ¿cómo habéis podido creer que habíamos
organizado un alboroto?...
D'Artagnan palideció y un estremecimiento convulsivo agitó sus miembros.
-Me asustas -dijo Athos, que no le tuteaba sino en las grandes ocasiones-. ¿Qué ha pasado
entonces?
-¡Corramos, corramos, amigos míos! -exclamó D'Artagnan-. Una terrible sospecha cruza mi
mente. ¿Será otra vez una venganza de esa mujer?
Fue Athos el que ahora palideció.
D'Artagnan se precipitó hacia la cantina. Los tres mosqueteros y los dos guardias lo siguieron.
Los primero que sorprendió la vista de D'Artagnan al entrar en el comedor fue Brisemont
tendido en el suelo y retorciéndose en medio de atroces convulsiones.
Planchet y Fourreau, pálidos como muertos trataban de ayudarlo; pero era evidente que
cualquier ayuda resultaba inútil: todos los rasgos del moribundo estaban crispados por la agonía.
-¡Ay! -exclamó al ver a D'Artagnan-. ¡Ay, es horrible, fingís perdonarme y me envenenáis!
-¡Yo! -exclamó D'Artagnan-. ¿Yo, desgraciado? Pero ¿qué dices?
-Digo que sois vos quien me habéis dado ese vino, digo que sois vos quien me ha dicho que lo
beba, digo que habéis querido vengaros de mí, digo que eso es horroroso..
-No creáis eso, Brisemont -dijo D'Artagnan-, no creáis nada de eso; os lo juro, os aseguro
que...
-¡Oh, pero Dios está aquí, Dios os castigará! ¡Dios mío! Que sufra un día lo que yo sufro.
-Por el Evangelio -exclamó D'Artagnan precipitándose hacia el moribundo-, os juro que
ignoraba que ese vino estuviese envenenado y que yo iba a beber como vos.
-No os creo -dijo el soldado.
Y expiró en medio de un aumento de torturas.
-¡Horroroso! ¡Horroroso! -murmuraba Athos, mientras Porthos rompía las botellas y Aramis
daba órdenes algo tardías para que fuesen en busca de un confesor.
-¡Oh, amigos míos! -dijo D'Artagnan-. Venís una vez más a salvarme la vida, no sólo a mí, sino
a estos señores. Señores -continuó dirigiéndose a los guardias-, os ruego silencio sobre toda esta
aventura; grandes personajes podrían estar pringados en lo que habéis visto, y el perjuicio de
todo esto recaería sobre nosotros.
-¡Ay, señor! -balbuceaba Planchet, más muerto que vivo-. ¡Ay, señor, me he librado de una
buena!
-¡Cómo, bribón! -exclamó D'Artagnan-. ¿Ibas entonces a beber mi vino?
-A la salud del rey, señor, iba a beber un pobre vaso si Fourreau no me hubiera dicho que me
llamaban.
¡Ay! -dijo Fourreau, cuyos dientes rechinaban de terror-. Yo quería alejarlo para beber
completamente solo.
-Señores -dijo D'Artagnan dirigiéndose a los guardias-, comprenderéis que un festín semejante
sólo sería muy triste después de lo que acaba de ocurrir; por eso, recibid mis excusas y dejemos
la partida para otro día, por favor.
Los dos guardias aceptaron cortésmente las excusas de D'Artagnan y, comprendiendo que los
cuatro amigos deseaban estar solos, se retiraron.
Cuando el joven guardia y los tres mosqueteros estuvieron sin testigos, se miraron de una
forma que quería decir que todos comprendían la gravedad de la situación.
-En primer lugar -dijo Athos-, salgamos de esta sala; no hay peor compañía que un muerto de
muerte violenta.
-Planchet -dijo D'Artagnan-, os encomiendo el cadáver de este pobre diablo. Que lo entierren
en tierra santa. Cierto que había cometido un crimen, pero estaba arrepentido.
Y los cuatro amigos salieron de la habitación, dejando a Planchet y a Fourreau el cuidado de
rendir los honores mortuorios a Brisemont.
El hostelero les dio otra habitación en la que les sirvió huevos pasados por agua y agua que el
mismo Athos fue a sacar de la fuente. En pocas palabras Porthos y Aramis fueron puestos al
corriente de la situación.
-¡Y bien! -dijo D'Artagnan a Athos-. Ya lo veis, querido amigo, es una guerra a muerte.
Athos movió la cabeza.
-Sí, sí -dijo-, ya lo veo, pero ¿créis que sea ella?
-Estoy seguro.
-Sin embargo os confieso que todavía dudo.
-¿Y esa flor de lis en el hombro?
-Es una inglesa que habrá cometido alguna fechoría en Francia y que habrá sido marcada a raíz
de su crimen.
-Athos, es vuestra mujer, os lo digo yo -repitió D'Artagnan-. ¿No recordáis cómo coinciden las
dos marcas?
-Sin embargo habría jurado que la otra estaba muerta, la colgué muy bien.
Fue D'Artagnan quien esta vez movió la cabeza.
-En fin ¿qué hacemos? -dijo el joven.
-Lo cierto es que no se puede estar así, con una espada eternamente suspendida sobre la
cabeza -dijo Athos-, y que hay que salir de esta situación.
-Pero ¿cómo?
-Escuchad, tratad de encontraros con ella y de tener una explicación; decidle: ¡La paz o la
guerra! Palabra de gentilhombre de que nunca diré nada de vos, de que jamás haré nada contra
vos; por vuestra parte, juramento solemne de permanecer neutral respecto a mí; si no, voy en
busca del canciller, voy en busca del rey, voy en busca del verdugo, amotino la corte contra vos,
os denuncio por marcada, os hago meter a juicio, y si os absuelven, pues entonces os mato,
palabra de gentilhombre, en la esquina de cualquier guardacantón, como mataría a un perro
rabioso.
-No está mal ese sistema -dijo D'Artagnan-, pero ¿cómo encontrarme con ella?
-El tiempo, querido amigo, el tiempo trae la ocasión, la ocasión es la martingala del hombre;
cuanto más empeñado está uno, más se gana si se sabe esperar.
-Sí, pero esperar rodeado de asesinos y de envenenadores...
-¡Bah! -dijo Athos-. Dios nos ha guardado hasta ahora, Dios nos seguirá guardando.
-Sí, a nosotros sí; además, nosotros somos hombres y, considerándolo bien, es nuestro deber
arriesgar nuestra vida; pero ¡ella!... -añadió a media voz.
-¿Quién ella? -preguntó Athos.
-Constance.
-La señora Bonacieux. ¡Ah! Es justo eso -dijo Athos-. ¡Pobre amigo! Olvidaba que estabais
enamorado.
-Pues bien -dijo Aramis-. ¿No habéis visto, por la carta misma que habéis encontrado encima
del miserable muerto, que estaba en un convento? Se está muy bien en un convento, y tan
pronto acabe el sitio de La Rochelle, os prometo que por lo que a mí se refiere.
-¡Bueno! -dijo Athos-. ¡Bueno! Sí, mi querido Aramis, ya sabemos que vuestros deseos tienden
a la religión.
-Sólo soy mosquetero por ínterin -dijo humildemente Arami:
-Parece que hace mucho tiempo que no ha recibido nuevas de su amante -dijo en voz baja
Athos-; mas no prestéis atención, ya conocemos eso.
-Bien -dijo Porthos-, me parece que hay un medio muy simple.
-¿Cuál? -preguntó D'Artagnan.
-¿Decís que está en un convento? -prosiguió Porthos.
-Sí.
-Pues bien, tan pronto como termine el asedio, la raptamos del ese convento.
-Pero habría que saber en qué convento está.
-Claro -dijo Porthos.
-Pero, pensando en ello -dijo Athos-, ¿no pretendéis querido D'Artagnan que ha sido la reina
quien le ha escogido el convento?
-Sí, eso creo por lo menos.
-Pues bien, Porthos nos ayudará en eso.
-¿Y cómo?
-Pues por medio de vuestra marquesa, vuestra duquesa, vuestra princesa; debe tener largo el
brazo.
-¡Chis! -dijo Porthos poniendo un dedo sobre sus labios-. La_ creo cardenalista y no debe saber
nada.
-Entonces -dijo Aramis-, yo me encargo de conseguir noticia,
-¿Vos, Aramis? -exclamaron los tres amigos-. ¿Vos? ¿Y cómo?
-Por medio del limosnero de la reina, del que soy muy amigo -dijo Aramis ruborizándose.
Y con esta seguridad, los cuatro amigos, que habían acabado modesta comida, se separaron
con la promesa de volverse a ver aquella misma noche; D'Artagnan volvió a los Mínimos, y los
tres mosqueteros alcanzaron el acuartelamiento del rey, donde tenían que hacer preparar su
alojamiento.
Capítulo XLIII
El albergue del Colombier-Rouge
Apenas llegado al campamento, el rey, que tenía tanta prisa por encontrarse frente al enemigo
y que, con mejor derecho que el cardenal, compartía su odio contra Buckingham, quiso hacer
todos los preparativos, primero para expulsar a los ingleses de la isla de Ré, luego para apresurar
el asedio de La Rochelle; pero, a pesar suyo, se demoró por las disensiones que estallaron entre
los señores de Bassompierre y Schomberg contra el duque de Angulema.
Los señores de Bassompiere y Schomberg eran mariscales de Francia y reclamaban su derecho
a mandar el ejército bajo las órdenes del rey; pero el cardenal, que temía que Bassompierre,
hugonote en el fondo del corazón, acosase débilmente a ingleses y rochelleses, sus hermanos de
religión, apoyaba por el contrario al duque de Angulema, a quien el rey, a instigación suya, había
nombrado teniente general. De ello resultó que, so pena de ver a los señores de Bassompierre y
Schomberg abandonar el ejército, se vieron obligados a dar a cada uno un mando particular;
Bassompierre tomó sus acuartemamientos al norte de la ciudad desde La Leu hasta Dompierre;
el duque de Angulema al este, desde Dompierre hasta Périgny; y el señor de Schomberg al
mediodía, desde Périgny hasta Angoutin.
El alojamiento de Monsieur estaba en Dompierre.
El alojamiento del rey estaba tanto en Etré como en La Jarrie.
Finalmente, el alojamiento del cardenal estaba en las dunas, en el puente de La Pierre en una
simple casa sin ningún atrincheramiento.
De esta forma, Monsieur vigilaba a Bassompierre; el rey, al duque de Angulema, y el cardenal,
al señor de Schomberg.
Una vez establecida esta organización, se ocuparon de echar a los ingleses de la isla.
La coyuntura era favorable: los ingleses, que ante todo necesitan buenos víveres para ser
buenos soldados, al no comer más que carnes saladas y mal pan, tenían muchos enfermos en su
campamento; además el mar, muy malo en aquella época del año en todas las costas del
Océano, estropeaba todos los días algún pequeño navío; y con cada marea la playa, desde la
punta del Aiguillon hasta la trinchera, se cubría literalmente de restos de pinazas, de troncos de
roble y de falúas; de lo cual resultaba que, aunque las gentes del rey se mantuviesen en su
campamento, era evidente que un día a otro Buckingham, que sólo permanecía en la isla de Ré
por obstinación, se vena obligado a levantar el sitio.
Pero como el señor de Toiras hizo decir que en el campamento enemigo se preparaba todo par
un nuevo asalto, el rey juzgó que había que terminar y dio las órdenes necesarias para un ataque
decisivo.
No siendo nuestra intención hacer un diario de asedio, sino por el contrario contar sólo los
sucesos que tienen que ver con la historia que contamos, nos contentaremos con decir en dos
palabras que la empresa tuvo éxito para gran asombro del rey y a la mayor gloria del señor
cardenal. Los ingleses, rechazados paso a paso, batidos en todos los encuentros, aplastados al
pasar por la isla de Loix, se vieron obligados a embarcar de nuevo, dejando en el campo de
batalla dos mil hombres, entre ellos cinco coroneles, tres tenientes coroneles, doscientos
cincuenta capitanes y veinte gentileshombres de calidad, cuatro piezas de cañón y sesenta
banderas, que fueron llevadas a París por Claude de Saint-Simon y colgadas con gran pompa en
las bóvedas de Notre-Dame.
Fueron cantados tedéum en el campamento, y de ahí se esparcieron por toda Francia.
El cardenal quedó, pues, dueño de proseguir el asedio sin tener, al menos momentáneamente,
nada que temer de parte de los ingleses.
Pero como acabamos de decir, el reposo era solo momentáneo.
Un enviado del duque de Buckingham, llamado Montaigu, había sido capturado, y se le había
encontrado la prueba de una liga entre el Imperio, España, Inglaterra y Lorena.
Aquella liga estaba dirigida contra Francia.
Además, en el alojamiento de Buckingham, que se había visto obligado a abandonar más
precipitadamente de lo que habría creído, se habían encontrado papeles que confirmaban aquella
liga y que, por lo que afirma el señor cardenal en sus Memorias, comprometían mucho a la
señora de Chevreuse y por consiguiente a la reina.
Era sobre el cardenal sobre el que pesaba toda la responsabilidad, porque no se es ministro
absoluto sin ser responsable; por eso todos los recursos de su vasto ingenio estaban tensos día y
noche, y ocupados en escuchar el menor rumor que se alzara en uno de los grandes reinos de
Europa.
El cardenal conocía la actividad y sobre todo el odio de Buckingham; si la liga que amenazaba a
Francia triunfaba, toda su influencia estaba perdida; la política española y la política austríaca
tenían sus representantes en el gabinete del Louvre, donde aún no tenían más que partidarios;
él, Richelieu, el ministro francés, el ministro nacional por excelencia, estaba perdido. El rey, que
pese a obedecerlo como un niño, lo odiaba como un niño odia a su maestro, lo abandonaba a las
venganzas reunidas de Monsieur y de la reina; estaba por tanto perdido, y quizá Francia con él.
Había que remediar todo aquello.
Por eso se vieron correos, a cada instante más numerosos, sucederse día y noche en aquella
casita del puente de La Pierre, donde el cardenal había establecido su residencia.
Eran monjes que llevaban tan mal el hábito que era fácil reconocer que pertenecían sobre todo
a la Iglesia militante; mujeres algo molestas en sus trajes de pajes, y cuyos largos calzones no
podían disimilar por entero las formas redondeadas; en fin, campesinos de manos ennegrecidas
pero de pierna fina, y que olían a hombre de calidad a una legua a la redonda.
Luego otras visitas menos agradables, porque dos o tres veces corrió el rumor de que el
cardenal había estado a punto de ser asesinado.
Cierto que los enemigos de Su Eminencia decían que era ella misma la que ponía en campaña
a asesinos torpes, a fin de tener, llegado el caso, el derecho de adoptar represalias; pero no hay
que creer ni lo que dicen los ministros ni lo que dicen sus enemigos.
Lo cual, por lo demás, no impedía al cardenal, a quien jamás ni sus más encarnizados
detractores han negado el valor personal, hacer sus recorridos nocturnos para comunicar al
duque de Angulema órdenes importantes, tanto para ir a ponerse de acuerdo con el rey como
para ir a conferenciar con algún mensajero que no quería que se dejase entrar en su casa.
Por su lado los mosqueteros, que no tenían gran cosa que hacer en el asedio, no eran
severamente controlados y llevaban una vida alegre. Y esto les era tanto más fácil, sobre todo a
nuestros tres amigos, cuanto que, siendo amigos del señor de Tréville, obtenían fácilmente de él
el llegar tarde y quedarse tras el cierre del campamento con permisos particulares.
Pero una noche en que D'Artagnan, que estaba de trinchera, no había podido acompañarlos,
Athos, Porthos y Aramis, montados en sus caballos de batalla, envueltos en capas de guerra y
con una mano sobre la culata de sus pistolas, volvían los tres de una cantina que Athos había
descubierto dos días antes en el camino de La Jarrie, y que se llamaba el Colombier-Rouge,
siguiendo el camino que llevaba al campamento estando en guardia, como hemos dicho, por
temor a una emboscada, cuando a un cuarto de legua más o menos de la aldea de Boisnar,
creyeron oír el paso de una cabalgata que venía hacia ellos; al punto los tres se detuvieron,
apretados uno contra otro, y esperaron, en medio del camino. Al cabo de un instante, y cuando
precisamente salía la luna de una nube, vieron aparecer en una vuelta del camino dos caballeros
que al divisarlos se detuvieron también, pareciendo deliberar si debían continuar su ruta o volver
atrás. Esta duda proporcionó algunas sospechas a los tres amigos y Athos, dando algunos pasos
hacia adelante, gritó con su firme voz:
-¿Quién vive?
-¿Quién vive, vos? -respondió uno de aquellos caballeros.
-Eso no es contestar -dijo Athos-. ¿Quién vive? Responded o cargamos.
-¡Tened cuidado con lo que vais a hacer señores! -dijo entonces una voz vibrante que parecía
tener el hábito de mando.
-¿Es algún oficial superior que hace su ronda de noche? -dijo Athos-. ¿Qué queréis hacer,
señores?
-¿Quiénes sois? -dijo la misma voz con el mismo tono de mando. Responded o podríais pasarlo
mal por vuestra desobediencia.
-Mosqueteros del rey -dijo Athos, más y más convencido de que quien los interrogaba tenía
derecho a ello.
- Qué compañía?
- Compañía de Tréville.
-Avanzad en orden y venid a darme cuenta de lo que hacíais aquí a esta hora.
Los tres mosqueteros avanzaron, con la cabeza algo gacha, porque los tres estaban ahora
convencidos de que tenían que vérselas con alguien más fuerte que ellos; se dejó por lo demás a
Athos el cuidado de portavoz.
Uno de los caballeros, el que había tomado la palabra en segundo lugar, estaba diez pasos por
delante de su compañero; Athos hizo señas a Porthos y a Aramis de quedarse, por su parte,
atrás, y avanzó solo.
-¡Perdón, mi oficial! -dijo Athos-. Pero ignorábamos con quién teníamos que vérnoslas, y como
podéis ver estábamos ojo avizor.
-¿Vuestro nombre? -dijo el oficial que se cubría una parte del rostro con su capa.
-¿Y el vuestro, señor? -dijo Athos que comenzaba a revolverse contra aquel interrogatorio-.
Dadme, por favor, una prueba de que tenéis derecho a interrogarme.
-¿Vuestro nombre? -repitió por segunda vez el caballero dejando caer su capa de tal forma que
dejaba el rostro al descubierto.
-¡Señor cardenal! -exclamó el mosquetero estupefacto.
-¡Vuestro nombre! -repitió por tercera vez Su Eminencia.
-Athos -dijo el mosquetero.
El cardenal hizo una seña al escudero, que se acercó.
-Estos tres mosqueteros nos seguirán -dijo en voz baja-, no quiero que se sepa que he salido
del campamento, y siguiéndonos estare mos más seguros de que no lo dirán a nadie.
-Nosotros somos gentileshombres, Monseñor -dijo Athos-; pedidnos, pues, nuestra palabra y
no os inquietéis por nada. A Dios gracias, sabemos guardar un secreto.
El cardenal clavó sus ojos penetrantes sobre aquel audaz interlocutor.
-Tenéis el oído fino, señor Athos -dijo el cardenal-; pero ahora escuchad esto: os ruego que me
sigáis, no por desconfianza, sino por mi seguridad. Sin duda vuestros dos compañeros son los
señores Porthos y Aramis.
-Sí, Eminencia -dijo Athos mientras los dos mosqueteros que se habían quedado atrás se
acercaban con el sombrero en la mano.
-Os conozco, señores -dijo el cardenal-, os conozco; sé que no sois completamente amigos
míos y estoy molesto por ello, pero sé que sois valientes y leales gentileshombres y que se puede
fiar de vosotros. Señor Athos, hacedme, pues, el honor de acompañarme, vos y vuestros amigos,
y entonces tendré una escolta como para dar envidia a Su Majestad si nos lo encontramos.
Los tres mosqueteros se inclinaron hasta el cuello de sus caballos.
-Pues bien, por mi honor -dijo Athos-, que Vuestra Eminencia hace bien en llevarnos con ella:
hemos encontrado en el camino caras horribles, a incluso con cuatro de esas caras hemos tenido
una querella en el Colombier-Rouge.
-¿Una querella? ¿Y por qué, señores? -dijo el cardenal-. No me gustan los camorristas, ¡ya lo
sabéis!
-Por eso precisamente tengo el honor de prevenir a Vuestra Eminencia de lo que acaba de
ocurrir; porque podría enterarse por otras personas distintas a nosotros y creer, por la falsa
relación, que estamos en falta.
-¿Y cuáles han sido los resultados de esa querella? -pregunté el cardenal frunciendo el ceño.
-Pues mi amigo Aramis, que está aquí, ha recibido una leve estocada en el brazo, lo cual no le
impedirá, como Vuestra Eminencie podrá ver, subir al asalto mañana si Vuestra Excelencia
ordena h escalada.
-Pero no sois hombres para dejaros dar estocadas de esa forma -dijo el cardenal-; vamos, sed
francos, señores, algunas habréis de vuelto; confesaos, ya sabéis que tengo derecho a dar la
absolución
-Yo, Monseñor -dijo Athos-, no he puesto siquiera la espada en la mano, pero he agarrado al
que me tocaba por medio del cuerpo y lo he tirado por la ventana. Parece que al caer -continuó
Athos cor cierta duda- se ha roto una pierna.
-¡Ah, ah! -dijo el cardenal-. ¿Y vos, señor Porthos?
-Yo, Monseñor, sabiendo que el duelo está prohibido, he cogido un banco y le he dado a uno
de esos bergantes un golpe que, según creo, le ha partido el hombro.
-Bien -dijo el cardenal-. ¿Y vos, señor Aramis?
-Yo, Monseñor, como soy de temperamento dulce y como además, cosa que igual no sabe
Monseñor, estoy a punto de tomar el hábito, quería separarme de mis camaradas cuando uno de
aquellos miserables me dio traidoramente una estocada de través en el brazo úquierdo. Entonces
me faltó paciencia, saqué la espada a mi vez, y, cuando volvía a la carga, creo haber notado que
al arrojarse sobre mí se había atravesado el cuerpo; sólo sé con certeza que ha caído y me ha
parecido que se lo llevaban con sus dos compañeros.
-¡Diablos, señores! -dijo el cardenal-. Tres hombres fuera de combate por una disputa de
taberna; no os vais de vacío. ¿Y a proposito, ¿de qué vino la querella?
-Aquellos miserables estaban borrachos -dijo Athos-, y sabiendo que había una mujer que
había llegado por la noche a la taberna querían forzar la puerta.
-¿Forzar la puerta? -dijo el cardenal-. ¿Y eso para qué?
-Para violentarla sin duda -dijo Athos-; tengo el honor de decir a Vuestra Eminencia que
aquellos miserables estaban borrachos.
-¿Y esa mujer era joven y hermosa? -preguntó el cardenal con cierta inquietud.
-No la hemos visto, Monseñor -dijo Athos.
-¡No la habéis visto! ¡Ah, muy bien! -replicó vivamente el cardenal-. Habéis hecho bien en
defender el honor de una mujer, y como es al albergue del Colombier-Rouge a donde yo voy,
sabré si me habéis dicho la verdad.
-Monseñor -dijo altivamente Athos-, somos gentileshombres, y para salvar nuestra cabeza no
diríamos una mentira.
-Por eso no dudo de lo que me decís, señor Athos, no lo dudo ni un solo instante, pero -añadió
para cambiar de conversación-, ¿aquella dama estaba, por tanto, sola?
-Aquella dama tenía encerrado con ella un caballero -dijo Athos-; pero como pese al alboroto el
caballero no ha aparecido, es de presumir que es un cobarde.
-¡No juzguéis temerariamente!, dice el Evangelio -replicó el cardenal.
Athos se inclinó.
-Y ahora, señores, está bien -continuó Su Eminencia-. Sé lo que quería saber; seguidme.
Los tres mosqueteros pasaron tras el cardenal, que se envolvió de nuevo el rostro con su capa
y echó su caballo a andar manteniéndose a ocho o diez pasos por delante de sus acompañantes.
Llegaron pronto al albergue silencioso y solitario; sin duda el hostelero sabía qué ilustre
visitante esperaba, y por consiguiente había despedido a los importunos.
Diez pasos antes de llegar a la puerta, el cardenal hizo seña a su escudero y a los tres
mosqueteros de detenerse. Un caballo completa mente ensillado estaba atado al postigo. El
cardenal llamó tres veces y de determinada manera.
Un hombre envuelto en una capa salió al punto y cambió algunas rápidas palabras con el
cardenal, tras lo cual volvió a subir a caballo y partió en la dirección de Surgères, que era
también la de París.
-Avanzad, señores -dijo el cardenal.
-Me habéis dicho la verdad, gentileshombres -dijo dirigiéndose a los tres mosqueteros-. Sólo a
mí me atañe que nuestro encuentro de esta noche os sea ventajoso; mientras tanto, seguidme.
El cardenal echó pie a tierra y los tres mosqueteros hicieron otro tanto; el cardenal arrojó la
brida de su caballo a las manos de su escudero y los tres mosqueteros ataron las bridas de los
suyos a los postigos.
El hotelero permanecía en el umbral de la puerta; para él el cardenal no era más que un oficial
que venía a visitar a una dama.
-¿Tenéis alguna habitación en la planta baja donde estos señore puedan esperarme junto a un
buen fuego? -dijo el cardenal.
El hostelero abrió la puerta de una gran sala, en la que precisament acababan de reemplazar
una mala estufa por una gran chimenea excelente.
-Tengo ésta -respondió.
-Está bien -dijo el cardenal-. Entrad ahí, señores, y tened a bie esperarme; no tardaré más de
media hora.
Y mientras los tres mosqueteros entraban en la habitación de la planta baja, el cardenal, sin
pedir informes más amplios, subió la escaler como hombre que no necesita que le indiquen el
camino.
Capítulo XLIV
De la utilidad de los tubos de estufa
Era evidente que, sin sospecharlo, y movidos solamente por su carácter caballeresco y
aventurero, nuestros tres amigos acababan de prestar algún servicio a alguien a quien el
cardenal honraba con su proteción particular.
Pero ¿quién era ese alguien? Es la pregunta que se hicieron primero los tres mosqueteros;
luego, viendo que ninguna de las respuesta que podía hacer su inteligencia era satisfactoria,
Porthos llamó al hotelero y pidió los dados.
Porthos y Aramis se sentaron ante una mesa y se pusieron a jugar, Athos se paseó
reflexionando.
Al reflexionar y pasearse, Athos pasaba una y otra vez por delante del tubo de la estufa roto
por la mitad y cuya otra extremidad daba a la habitación superior, y cada vez que pasaba y volvía
a pasar, de un murmullo de palabras que terminó por centrar su atención. Athos se acercó y
distinguió algunas palabras que sin duda le parecieron merecer un interés tan grande que hizo
seña a sus compañeros de callasen quedando él inclinado, con el oído puesto a la altura del
orificio interior.
-Escuchad, Milady -decía el cardenal-; el asunto es importarte; sentaos ahí y hablemos.
-¡Milady! -murmuró Athos.
-Escucho a Vuestra Excelencia con la mayor atención -respondió una voz de mujer que hizo
estremecer al mosquetero.
-Un pequeño navío con tripulación inglesa, cuyo capitán está de mi parte, os espera en la
desembocadura del Charente, en el fuerte de La Pointe: se hará a la vela mañana por la mañana.
-Entonces, ¿es preciso que vaya allí esta noche?
-Ahora mismo, es decir, cuando hayáis recibido mis instrucciones. Dos hombres que
encontraréis a la puerta al salir os servirán de escolta; me dejaréis salir a mí primero; luego,
media hora después de mí, saldréis vos.
-Sí, monseñor. Ahora volvamos a la misión que tenéis a bien encargarme; y como quiero seguir
mereciendo la confianza de Vuestra Eminencia, dignaos exponérmela en términos claros y
precisos para que no cometa ningún error.
Hubo un instante de profundo silencio entre los dos interlocutores; era evidente que el
cardenal media por adelantado los términos en que iba a hablar y que Milady reunía todas sus
facultades intelectuales para comprender las cosas que él iba a decir y grabarlas en su memoria
cuando estuviesen dichas.
Athos aprovechó ese momento para decir a sus dos compañeros que cerraran la puerta por
dentro y para hacerles seña de que vinieran a escuchar con él.
Los dos mosqueteros, que amaban la comodidad, trajeron una silla para cada uno de ellos y
otra silla para Athos. Los tres se sentaron entonces con las cabezas juntas y el oído al acecho.
-Vais a partir para Londres -continuó el cardenal-. Una vez llegada a Londres, iréis en busca de
Buckingham.
-Haré observar a Su Eminencia -dijo Milady- que, desde el asunto de los herretes de
diamantes, que el duque siempre sospechó obra mía, Su Gracia desconfía de mí.
-Esta vez -dijo el cardenal- no se trata de captar su confianza, sino de presentarse franca y
lealmente a él como negociadora.
-Franca y lealmente -repitió Milady con una indecible expresión de duplicidad.
-Sí, franca y lealmente -replicó el cardenal en el mismo tono-; toda esta negociación debe ser
hecha al descubierto.
-Seguiré al pie de la letra las instrucciones de Su Eminencia, y espero que me las dé.
-Iréis en busca de Buckingham de parte mía, y le diréis que sé todos los preparativos que hace,
pero que apenas me preocupo por ello, dado que, al primer movimiento que haga, pierdo a la
reina.
-¿Creerá él que Vuestra Eminencia está en condiciones de cumplir la amenaza que le hace?
-Sí, porque tengo pruebas.
-Es preciso que yo pueda presentar estas pruebas a su consideración.
-Por supuesto, y le diréis que publico el informe de Bois-Robert y del marqués de Beutru sobre
la entrevista que el duque tuvo en casa de la señora condestable con la reina, la noche en que la
señora condestable dio una fiesta de máscaras; le direis, para que no dude de nada, que el fue
vestido de Gran Mogol, traje que debía llevar el caballero de Guisa, y que compró a este último
mediante la suma de tres mil pistolas.
-De acuerdo, monseñor.
-Todos los detalles de su entrada en el Louvre y de su salida, durante la noche en que se
introdujo en Palacio con el traje de decidor de la buenaventura italiano, me son conocidos; le
diréis, para que tampoco dude de la autenticidad de mis informes, que tenía bajo su capa un
gran traje blanco sembrado de lágrimas negras, de calaveras y de huesos en forma de aspa;
porque en caso de sorpresa, debía hacerse pasar por el fantasma de la Dama blanca que, como
todo el mundo sabe, vuelve al Louvre cada vez que va a ocurrir algún gran suceso.
-¿Eso es todo, monseñor?
-Decidle que también sé todos los detalles de la aventura de Amiens, que haré escribir una
novelita, ingeniosamente disfrazada, con un plano del jardín y los retratos de los principales
actores de aquella escena nocturna.
-Le diré eso.
-Decidle además que tengo en mi poder a Montaigu, está en la Bastilla, que no le han
sorprendido ninguna carta encima, es cierto, pero que la tortura puede hacerle decir lo que sabe,
a incluso... lo que no sabe.
-De acuerdo.
-En fin, añadid que Su Gracia, en la precipitación que puso al dejar la isla de Ré, olvidó en su
alojamiento cierta carta de la señora de Chevreuse que compromete especialmente a la reina, en
la que ella demuestra no sólo que Su Majestad puede amar a los enemigos del rey, sino que
incluso conspira con los de Francia. Habéis retenido todo lo que os he dicho, ¿no es así?
-Juzgue Vuestra Eminencia: el baile de la señora condestable; la noche del Louvre; la velada de
Amiens; el arresto de Montaigu; la carta de la señora de Chevreuse.
-Eso es -dijo el cardenal-, eso es; tenéis una memoria afortunada, Milady.
-Pero -replicó aquella a quien el cardenal acababa de dirigir su cumplido adulador- ¿si pese a
todas estas razones el duque no se rinde y continúa amenazando a Francia?
-El duque está enamorado como un loco, o mejor, como un necio -contestó Richelieu con
profunda amargura-; como los antiguos paladines, ha emprendido esta guerra nada más que por
obtener una mirada de su bella. Si sabe que esta guerra puede costarle el honor y quizá la
libertad de la dama de sus pensamientos, como él dice, os respondo de que se lo pensará dos
veces.
-Sin embargo -dijo Milady con una persistencia que probaba que quería ver claro hasta el fin en
la misión de que iba a encargarse-, sin embargo, ¿si persiste?
-Si persiste... -dijo el cardenal-... No es probable.
-Es posible -dijo Milady.
-Si persiste... -Su Eminencia hizo una pausa y prosiguió-. Pues bien, si persiste, esperaré uno
de esos acontecimientos que cambian la faz de los Estados.
-Si Su Eminencia quisiera citarme alguno de esos acontecimientos en la historia -dijo Milady
quizá comparta yo su confianza en el futuro.
Pues bien, mirad, por ejemplo –dijo Richelieu-, cuando en 1610, por un motivo más o menos
parecido al que hace conmoverse al duque, el rey Enrique IV, de gloriosa memoria, iba a invadir
a la vez Flandes y Italia para golpear a un mismo tiempo a Austria por dos lados, ¿no ocurrió
entonces un acontecimiento que salvó a Austria? ¿Por qué el rey de Francia no habría de tener la
misma suerte que el emperador?
-¿Vuestra Eminencia se refiere a la cuchillada de la calle de la Ferronerie?
-Precisamente -dijo el cardenal.
-¿Vuestra Eminencia no teme que el suplicio de Ravaillac espanto a quienes tengan por un
instante la idea de imitarlo?
-En todo tiempo y en todos los países, sobre todo si esos países están divididos por la religión,
habrá fanáticos que no pedirán otra cola que convertirse en mártires. Y ved, precisamente ahora
recuerdo que los puritanos están furiosos contra el duque de Buckingham y que sus predicadores
lo designan como el Anticristo.
-¿Y entonces? -preguntó Milady.
-Pues que -continuó el cardenal con un sire indiferente- por el momento no se trataría, por
ejemplo, sino de buscar una mujer hermosa, joven, hábil, que tuviera que vengarse del duque.
Tal mujer puede encontrarse: el duque es hombre de aventuras galantes y si ha sembrado
muchos amores con sus promesas de constancia eterna, ha debido sembrar muchos odios
también por sus continuas infidelidades.
-Sin duda -dijo fríamente Milady-, se puede encontrar una mujer semejante.
-Pues bien, una mujer semejante, que pusiera el cuchillo de Ja ques Clément o de Ravaillac en
las manos de un fanático, salvaría a Francis.
-Sí, pero sería cómplice de un asesinato.
-¿Se ha conocido alguna vez a los cómplices de Ravaillac o de Jacques Clément?
-No, porque quizá estaban situados demasiado alto para que se atrevieran a irlos a buscar
donde estaban; no se quemaría el Palacio de Justicia por todo el mundo, monseñor.
-¿Creéis, pues, que el incendio del Palacio de Justicia tiene una causa distinta a la del azar?
-preguntó Richelieu en un tono como el de quien hace una pregunta sin ninguna importancia.
-Yo, monseñor -respondió Milady-, no creo nada, cito un hecho, eso es todo; sólo digo que si
yo me llamara señorita de Montpensier, o reina Maria de Médicis, tomaría menos precauciones de
las que tomo por llamarme simplemente lady Clarick.
-Eso es justo -dijo Richelieu-. ¿Qué queréis entonces?
-Querría una orden que ratificase de antemano todo cuanto yo crea deber hacer para mayor
bien de Francia.
-Pero primero habría que buscar la mujer que he dicho y que tuviera que vengarse del duque.
-Está encontrada -dijo Milady.
-Luego habría que encontrar ese miserable fanático que servirá de instrumento a la justicia de
Dios.
-Se encontrará.
-Pues bien -dijo el duque-, entonces será el momento de reclamar la orden que pedís ahora
mismo.
-Vuestra Eminencia tiene razón -dijo Milady-, y soy yo quien está equivocada al ver en la
misión con que me honra otra cosa de lo que realmente es, es decir, anunciar a Su Gracia, de
parte de Su Eminencia, que conocéis los diferentes disfraces con ayuda de los cuales ha
conseguido acercarse a la reina durante la fiesta dada por la señora condestable; que tenéis
pruebas de la entrevista concedida en el Louvre por la reina a cierto astrólogo italiano que no es
otro que el duque de Buckingham; que habéis encargado una novelita, de las más ingeniosas,
sobre la aventura de Amiens, con el plano del jardín donde esa aventura ocurrió y retratos de los
actores que figuraron en ella; que Montaigu está en la Bastilla, y que la tortura puede hacerle
decir cosas que recuerde, incluso cosas que habría olvidado; finalmente, que vos poseéis cierta
carta de la señora de Chevreuse, encontrada en el alojamiento de Su Gracia, que compromete de
modo singular, no sólo a quien la escribió, sino que incluso a aquella en cuyo nombre fue escrita.
Luego, si pese a todo esto persiste, como es a lo que acabo de decir a lo que se limita mi misión,
no tendré más que rogar a Dios que haga un milagro para salvar a Francia. ¿Basta con eso,
Monseñor? ¿Tengo que hacer alguna otra cosa?
-Basta con eso -replicó secamente monseñor.
-Pues ahora -dijo Milady sin parecer observar el cambio de tono del cardenal respecto a ella-,
ahora que he recibido las instrucciones de Vuestra Eminencia a propósito de sus enemigos,
¿monseñor me permitirá decirle dos palabras de los míos?
-¿Tenéis entonces enemigos? -preguntó Richelieu.
-Sí, monseñor; enemigos contra los cuales me debéis todo vuestro apoyo, porque me los he
hecho sirviendo a Vuestra Eminencia.
-¿Y cuáles? -replicó el cardenal.
-En primer lugar una pequeña intrigante llamada Bonacieux.
-Está en la prisión de Nantes.
-Es decir, estaba allí -prosiguió Milady-, pero la reina ha sorprendido una orden del rey, con
ayuda de la cual la ha hecho llevar a un convento.
-¿A un convento? -dijo el cardenal.
-Sí, a un convento.
-Y ¿a cuál?
-Lo ignoro, el secreto ha sido bien guardado.
-¡Yo lo sabré!
-¿Y Vuestra Eminencia me dirá en qué convento está esa mujer?
-No veo ningún inconveniente -dijo el cardenal.
-Bien; ahora tengo otro enemigo muy de temer por distintos motivos que esa pequeña señora
Bonacieux.
-¿Cuál?
-Su amante.
-¿Cómo se llama?
-¡Oh! Vuestra Eminencia lo conoce bien –exclamó Milady llevada por la cólera-. Es el genio
malo de nosotros dos; es ése que en un encuentro con los guardias de Vuestra Eminencia decidió
la victoria de los mosqueteros del rey; es el que dio tres estocadas a de Wardes, vuestro
emisario, y que hizo fracasar el asunto de los herretes; es el que, finalmente, sabiendo que era
yo quien le había raptado a la señora Bonacieux, ha jurado mi muerte.
-¡Ah, ah! -dijo el cardenal-. Sé a quién os referís.
-Me refiero a ese miserable de D'Artagnan.
-Es un intrépido compañero -dijo el cardenal.
-Y precisamente porque es un intrépido compañero es más de temer.
-Sería preciso -dijo el duque- tener una prueba de su inteligencia con Buckingham.
-¡Una prueba! -exclamó Milady-. Tendré diez.
-Pues bien entonces es la cosa más sencilla del mundo, presentadrne esa prueba y lo mando a
la Bastilla.
-¡De acuerdo, monseñor! Pero ¿y después?
-Cuando se está en la Bastilla, no hay después -dijo el cardenal con voz sorda-. ¡Ah, diantre
-continuó-, si me fuera tan fácil desembarazarme de mi enemigo como fácil me es
desembarazarme de los vuestros, y si fuera contra personas semejantes por lo que pedís vos la
impunidad!...
-Monseñor -replicó Milady-, trueque por trueque, vida por vida, hombre por hombre; dadme a
mí ese y yo os doy el otro.
-No sé lo que queréis decir -replicó el cardenal-, y no quiero siquiera saberlo; pero tengo el
deseo de seros agradable y no veo ningún inconveniente en daros lo que pedís respecto a una
criatura tan ínfima; tanto más, como vos me decís, cuanto que ese pequeño D'Artagnan es un
libertino, un duelista y un traidor.
-¡Un infame, monseñor, un infame!
-Dadme, pues, un papel, una pluma y tinta -dijo el cardenal.
-Helos aquí, monseñor.
Se hizo un instante de silencio que probaba que el cardenal estaba ocupado en buscar los
términos en que debía escribirse el billete, o incluso si debía escribirlo. Athos, que no había
perdido una palabra de la conversación, cogió a cada uno de sus compañeros por una mano y los
llevó al otro extremo de la habitación.
-¡Y bien! -dijo Porthos-. ¿Qué quieres y por qué no nos dejas escuchar el final de la
conversación?
-¡Chis! -dijo Athos hablando en voz baja-. Hemos oído todo cuanto es necesario oír; además no
os impido escuchar el resto, pero es preciso que me vaya.
-¡Es preciso que te vayas! -dijo Porthos-. Pero si el cardenal pregunta por ti, ¿qué
responderemos?
-No esperaréis a que pregunte por mí, le diréis los primeros que he partido como explorador
porque algunas palabras de nuestro hostelero me han hecho pensar que el camino no era
seguro; primero diré dos palabras sobre ello al escudero del cadernal; el resto es cosa mía, no os
preocupéis.
-¡Sed prudente, Athos! -dijo Aramis.
-Estad tranquilos -respondió Athos-, ya sabéis, tengo sangre fría.
Porthos y Aramis fueron a ocupar nuevamente su puesto junto al tubo de estufa.
En cuanto a Athos, salió sin ningún misterio, fue a tomar su caballo atado con los de sus
amigos a los molinetes de los postigos, convenció con cuatro palabras al escudero de la
necesidad de una vanguardia Para el regreso, inspeccionó con afectación el fulminante de sus
pistolas, se puso la espada en los dientes y siguió, como hijo pródigo, la ruta que llevaba al
campamento.
Capítulo XL V
Escena conyugal
Como Athos había previsto, el cardenal no tardó en descender; abrió la puerta de la habitación
en que habían entrado los mosqueteros y encontró a Porthos jugando una encarnizada partida
de dados con Aramis. De rápida ojeada registró todos los rincones de la sala y vio que le faltaba
uno de los hombres.
-¿Qué ha sido del señor Athos? -preguntó.
-Monseñor -respondió Porthos-, ha partido como explorador por algunas frases de nuestro
hostelero, que le han hecho creer que la ruta no era segura.
-¿Y vos, que habéis hecho vos, señor Porthos?
-Le he ganado cinco pistolas a Aramis.
-Y ahora, ¿podéis volver conmigo?
-Estamos a las órdenes de Vuestra Eminencia.
-A caballo pues, señores, que se hace tarde.
-El escudero estaba a la puerta y sostenía por las bridas el caballo del cardenal. Un poco más
lejos, un grupo de dos hombres y de tres caballos aparecía en la sombra: aquellos dos hombres
eran los que debían conducir a Milady al fuerte de La Pointe y velar por su embarque.
El escudero confirmó al cardenal lo que los dos mosqueteros ya le habían dicho a propósito de
Athos. El cardenal hizo un gesto aprobador y emprendió la ruta, rodeándose de las mismas
precauciones que había tomado al partir.
Dejémosle seguir el camino del campamento, protegido por el escudero y los dos mosqueteros,
y volvamos a Athos.
Durante una centena de pasos, había caminado al mismo trote; mas una vez fuera de la vista,
había lanzado su caballo a la derecha, había dado un rodeo, y había vuelto a una veintena de
pasos, al bosquecillo, para acechar el paso de la pequeña tropa; una vez reconocidos los sombreros
bordados de sus compañeros y la franja dorada de la capa del señor cardenal, esperó a
que los caballeros hubieran doblado el recodo del camino, y habiéndoles perdido de vista, volvió
al galope al albergue que se le abrió sin dificultad.
El hostelero lo reconoció.
-Mi oficial -dijo Athos- ha olvidado hacer a la dama del primero una recomendación importante;
me envía para reparar su olvido.
-Subid -dijo el hostelero-, todavía está en su habitación.
Athos aprovechó el permiso, subió la escalera con su paso más ligero, llegó a la meseta y a
través de la puerta entreabierta vio a Milady que se ataba su sombrero.
Entró en la habitación y cerró la puerta tras sí.
Al ruido que hizo al empujar el cerrojo, Milady se volvió.
Athos estaba de pie ante la puerta, envuelto en su capa, la capa cubriéndole hasta los ojos.
Al ver aquella figura muda a inmóvil como una estatua, Milady tuvo miedo.
-¿Quién sois? ¿Y qué queréis? -exclamó.
-Vamos, ¡es ella! -murmuró Athos.
Y dejando caer su capa y alzando su sombrero avanzó hacia Milady.
-¿Me reconocéis, señora? -dijo.
Milady dio un paso adelante, luego retrocedió como ante la vista de una serpiente.
-Vamos -dijo Athos-, está bien, ya veo que me reconocéis.
-¡El conde de La Fère! -murmuró Milady palideciendo y retrocediendo hasta que el muro le
impidió ir más lejos.
-Sí, Milady -respondió Athos-, el conde de La Fère en persona, que vuelve directamente del
otro mundo para tener el placer de veros. Sentémonos, pues, y hablemos, como dice Monseñor
el cardenal.
Milady, dominada por un terror inexpresable, se sentó sin proferir una sola palabra.
-¿Sois acaso un demonio enviado a la tierra? -dijo Athos-. Vuestro poder es grande, pero sabéis
también que con la ayuda de Dios los hombres han vencido con frecuencia a los demonios más
terribles. Ya os cruzasteis en mi camino, creía haberos vencido, señora; pero, o yo me
equivocaba o el infierno os ha resucitado.
A estas palabras que le traían recuerdos espantosos, Milady bajó la cabeza con un gemido
sordo.
-Sí, el infierno os ha resucitado -prosiguió Athos-, el infierno os ha hecho rica, el infierno os ha
dado otro nombre, el infierno os ha rehecho casi otro rostro; pero no ha borrado ni las mancillas
de vuestra alma ni la marca de vuestro cuerpo.
Milady se levantó como movida por un resorte, y sus ojos lanzaron destellos. Athos permaneció
sentado.
-Me creíais muerto, como yo os creía muerta, ¿no es as? ¡Y este nombre de Athos había
ocultado al conde de La Fère, como el nombre de Milady Clarick había ocultado a Anne de Breuil!
¿No era así como os llamabais cuando vuestro honrado hermano nos casó? Nuestra posición es
realmente extraña -prosiguió Athos riendo-; uno y otro sólo hemos vivido hasta ahora porque nos
creíamos muertos, y porque un recuerdo molesta menos que una criatura, aunque ésta sea más
devoradora a veces que un recuerdo.
-Pero, en fin -dijo Milady con una voz sorda-, ¿qué os trae a m? ¿Y qué queréis de mí?
-Quiero deciros que, aunque permaneciendo invisible a vuestros ojos, no os he perdido de
vista.
-¿Sabéis lo que he hecho?
-Puedo contar día por día vuestras acciones, desde vuestra entrada al servicio del cardenal
hasta esta noche.
Una sonrisa de incredulidad pasó por los labios pálidos de Milady.
-Oíd: sois vos quien cortó los dos herretes de diamantes del hombro del duque de Buckingham;
sois vos quien ha hecho raptar a la señora Bonacieux; sois vos quien, enamorada de De Wardes,
y creyendo pasar la noche con él, habéis abierto vuestra puerta al señor D'Artagnan; sois vos
quien, creyendo que De Wardes os había engañado quisisteis hacerlo matar por su rival; sois vos
quien, cuando este rival hubo descubierto vuestro infame secreto, habéis querido hacerlo matar
por dos asesinos que enviasteis en su persecución; sois vos quien, viendo que las balas habían
fallado su tiro, habéis enviado vino enve nenado con una carta falsa para hacer creer a vuestra
víctima que aquel vino venía de sus amigos; sois vos, en fin, quien en esta habitación, y sentada
en la silla en que estoy, acabáis de aceptar con el cardenal Richelieu el compromiso de hacer
asesinar al duque de Buckingham, a cambio de la promesa que él os ha hecho de dejaros
asesinar a D'Artagnan.
Milady estaba lívida.
-Pero ¿sois acaso Satán? -dijo ella.
-Quizá -dijo Athos-, pero en cualquier caso, escuchad bien esto: asesinéis o hagáis asesinar al
duque de Buckingham, poco importa; no lo conozco, además es un inglés. Pero no toquéis con la
punta de los dedos ni un solo pelo de D'Artagnan, que es un fiel amigo a quien amo y a quien
defiendo, a os juro por la cabeza de mi padre que el crimen que hayáis cometido será el último.
-El señor D'Artagnan me ha ofendido cruelmente -dijo Milady con voz sorda-. El señor
D'Artagnan morirá.
-¿De veras es posible que alguien os ofenda, señora? -dijo riendo Athos-. ¿Os ha ofendido y
morirá?
-Morirá -replicó Milady-; ella primero, él después.
Athos fue arrebatado como por un vértigo: la vista de aquella criatura, que no tenía nada de
mujer, le traía recuerdos terribles; pensó que un día, en una situación menos peligrosa que
aquella en que se encontraba, había ya querido sacrificarla a su honor; su deseo de crimen le
volvió quemándole y lo invadió como una fiebre ardiente: se levantó a su vez, llevó la mano a su
cintura, sacó de él una pistola y la armó.
Milady, pálida como un cadáver, quiso gritar, pero su lengua helada no pudo proferir más que
un sonido ronco que no tenía nada de palabra humana y que parecía el estertor de una bestia
fiera; pegada contra la sombría tapicería, con los cabellos esparcidos, parecía como la imagen
espantosa del terror.
Athos alzó lentamente su pistola, exte ndió el brazo de manera que el arma tocase casi la frente
de Milady y luego, con una voz tanto más terrible cuanto que tenía la calma suprema de una
inflexible resolución:
-Señora -dijo-, ahora mismo vais a entregarme el papel que os ha firmado el cardenal, o por mi
alma que os salto la tapa de los sesos.
Con otro hombre Milady habría podido conservar alguna duda, pero ella conocía a Athos; sin
embargo, permaneció inmóvil.
-Tenéis un segundo para decidiros -dijo él.
Milady vio en la contracción de su rostro que el disparo iba a salir; llevó vivamente la mano a
su pecho, sacó de él un papel y lo tendió a Athos.
-¡Tomad -dijo ella-, y sed maldito!
Athos cogió el papel, volvió a poner la pistola en su cintura, se acercó a la lámpara para
asegurarse de que era aquél, lo desplegó y leyó:
«El portador de la presente ha "hecho lo que ha hecho" por orden mía y para bien del Estado.
3 de diciembre de 1627.
Richelieu»
-Y ahora -dijo Athos recobrando su capa y volviendo a ponerse el sombrero en la cabeza-,
ahora que lo he amancado los dientes, víbora, muerde si puedes.
Y salió de la habitación sin mirar siquiera para atrás.
A la puerta encontró a los dos hombres y el caballo que tenían de la mano.
-Señores -dijo- la orden de Monseñor, ya lo sabéises conducir a esa mujer, sin perder tiempo,
al fuerte de La Pointe y no dejarla hasta que esté a bordo.
Como estas palabras concordaban efectivamente con la orden que había recibido, inclinaron la
cabeza en señal de asentimiento.
En cuanto a Athos, montó con ligereza y partió al galope; sólo que, en lugar de seguir la ruta,
tomó campo a través, picando con vigor a su caballo y deniéndose de vez en cuando para
escuchar.
En uno de estos altos, oyó por el camino el paso de varios caballos. No dudó que fueran el
cardenal y su escolta. Entonces echó una nueva camera, restregó a su caballo con los brezales y
las hojas de los árboles y vino a situarse de través en el camino, a doscientos pasos del
campamento aproximadamente.
-¿Quién vive? -gritó de lejos cuando divisó a los caballeros.
-Es nuestro valiente mosquetero, según creo -dijo el cardenal.
-Sí, Monseñor -respondió Athos-, el mismo.
-Señor Athos -dijo Richelieu-, recibid mi agradecimiento por la buena custodia que habéis
hecho de nosotros; señores, hemos llegado: tomad la puerta de la izquierda, la contraseña es
Rey y Ré.
Al decir estas palabras, el cardenal saludó con la cabeza a los tres amigos y giró a la derecha
seguido de su escudero; porque aquella noche dormía en el campamento.
-¡Y bien! -dijeron a una Porthos y Aramis cuando el cardenal estuvo fuera del alcance de la
voz-. Y bien, ha firmado el papel que ella pedía.
-Lo sé -dijo tranquilamente Athos-, porque es éste.
Y los tres amigos no intercambiaron una sola palabra hasta su acuartelamiento, excepto para
dar la contraseña a los centinelas.
Sólo que enviaron a Mosquetón a decir a Planchet que rogaban a su amo que, al ser relevado
de trinchera, se dirigiese al momento al alojamiento de los mosqueteros.
Por otra parte, como Athos había previsto, Milady, al encontrarse en la puerta a los hombres
que la esperaban, no puso ninguna dificultad en seguirlos; por un instante había tenido ganas de
hacerse llevar ante el cardenal y contarle todo, pero una revelación por su parte llevaba a una
revelación por parte de Athos: ella diría que Athos la había colgado, pero Athos diría que ella
estaba marcada; pensó que más va lía guardar silencio, partir discretamente, cumplir con su
habilidad ordinaria la difícil misión de que se había encargado y luego, una vez cumplido todo a
satisfacción del cardenal, ir a reclamar su venganza.
Por consiguiente, tras haber viajado toda la noche, a las siete de la mañana estaba en el fuerte
de La Pointe, a las ocho había embarcado y a las nueve el navío, que con la patente de corso del
cardenal se suponía en franquía para Bayonne, levaba el ancla y navegaba rumbo a Inglaterra.
Capítulo XLVI
El bastión Saint-Geruais
Al llegar donde sus tres amigos, D'Artagnan los encontró reunidos en la misma habitación:
Athos reflexionaba, Porthos rizaba su mostacho, Aramis decía sus oraciones en un encantador
librito de horas encuadernado en terciopelo azul.
-¡Diantre, señores! -dijo-. Espero que lo que tengáis que decirme valga la pena; en caso
contrario os prevengo que no os perdonaré haberme hecho venir en lugar de dejarme descansar
después de una noche pasada conquistando y desmantelando un bastión. ¡Ah, y que no
estuvierais allí, señores! ¡Hizo buen calor!
-¡Estábamos en otro lado donde tampoco hacía frío! -respondió Porthos haciendo adoptar a su
mostacho un rizo que le era particular.
-¡Chis! -dijo Athos.
-¡Vaya! -dijo D'Artagnan comprendiendo el ligero fruncimiento de ceño del mosquetero-.
Parece que hay novedades por aquí.
-Aramis -dijo Athos-, creo que anteayer fuisteis a almorzar al albergue del Parpaillot.
-Sí.
-¿Qué tal está?
-Por lo que a mí se refiere comí muy mal: anteayer era día de ayuno, y no tenían más que
carne.
-¿Cómo? -dijo Athos-. ¿En un puerto de mar no tienen pescado?
-Dicen -replicó Aramis volviendo a su piadosa lectura- que el dique que ha hecho construir el
señor cardenal lo echa a alta mar.
-Mas no es eso lo que yo os preguntaba, Aramis -prosiguió Athos-; yo os preguntaba si
estuvisteis a gusto, y si nadie os había molestado.
-Me parece que no tuvimos demasiados importunos; sí, de hecho, y para lo que queréis decir,
Athos, estaremos bastante bien en el Parpaillot.
-Vamos entonces al Parpaillot -dijo Athos-, porque aquí las paredes son corno hojas de papel.
D'Artagnan, que estaba habituado a las maneras de hacer de su amigo, que reconocía
inmediatamente en una palabra, en un gesto, en un signo suyo que las circunstancias eran
graves, cogió el brazo de Athos y salió con él sin decir nada; Porthos siguió platicando con
Aramis.
En camino encontraron a Grimaud y Athos le hizo seña de seguirlos; Grimaud, según su
costumbre, obedeció en silencio; el pobre muchacho había terminado casi por olvidarse de
hablar.
Llegaron a la cantina del Parpaillot: eran las siete de la mañana, el día comenzaba a clarear;
los tres amigos encargaron un desayuno y entraron en la sala donde, a decir del huésped, no
debían ser molestados.
Por desgracia la hora estaba mal escogida para un conciliábulo; acababan de tocar diana, todos
sacudían el sueño de la noche, y para disipar el aire húmedo de la mañana venían a beber la
copita a la cantina dragones, suizos, guardias, mosqueteros, caballos-ligeros se sucedíar con una
rapidez que debía hacer ir bien los asuntos del hostelero, perc que cumplía muy mal las miras de
los cuatro amigos. Por eso respondieron de una forma muy huraña a los saludos, a los brindis y a
las bromas de sus camaradas.
-¡Vamos! -dijo Athos-. Vamos a organizar alguna buena pelea, y no tenemos necesidad de eso
en este momento. D'Artagnan, contadnos vuestra noche; luego nosotros os contaremos la
nuestra.
-En efecto -dijo un caballo-ligero que se contoneaba sosteniendo en la mano un vaso de
aguardiente que degustaba con lentitud-; en efecto, esta noche estabais de trinchera, señores
guardias, y me parece que andado en dimes y diretes con los rochelleses.
D'Artagnan miró a Athos para saber si debía responder a aquel intruso que se mezclaba en la
conversación.
-Y bien -dijo Athos-, ¿no oyes al señor de Busigny que te hace el honor de dirigirte la palabra?
Cuenta lo que ha pasado esta noche, que estos señores desean saberlo.
-¿No habrán cogido un fasitón? -preguntó un suizo que bebía ron en un vaso de cerveza.
-Sí, señor -respondió D'Artagnan inclinándose-, hemos tenido ese honor; incluso hemos
metido, como habéis podido oír, bajo uno de los ángulos, un barril de pólvora que al estallar ha
hecho una hermosa brecha; sin contar con que, como el bastión no era de ayer, todo el resto de
la obra ha quedado tambaleándose.
-Y ¿qué bastión es? -preguntó un dragón que tenía ensartada en su sable una oca que traía
para que se la asasen.
-El bastión Saint-Gervais -respondió D'Artagnan, tras el cual los rochelleses inquietaban a
nuestros trabajadores.
-¿Y la cosa ha sido acalorada?
-Por supuesto; nosotros hemos perdido cinco hombres y los rochelleses ocho o diez.
-¡Triante! -exclamó el suizo, que, pese a la admirable colección de juramentos que posee la
lengua alemana, había tomado la costumbre de jurar en francés.
-Pero es probable -dijo el caballo-ligero- que esta mañana envíen avanzadillas para poner las
cosas en su sitio en el bastión.
-Sí, es probable -dijo D'Artagnan.
-Señores -dijo Athos-, una apuesta.
-¡Ah! Sí, una apuesta -dijo el suizo.
- Cuál? -preguntó el caballo-ligero.
-Esperad -dijo el dragón poniendo su sable, como un asador, sobre los dos grandes morillos
que sostenían el fuego de la chimenea-, estoy con vosotros. Hostelero maldito, una grasera en
seguida, para que no pierda ni una sola gota de la grasa de esta estimable ave.
-Tiene razón -dijo el suizo-, la grasa zuya, es muy fuena gon gonfituras.
-Ahí -dijo el dragón-. Ahora, veamos la apuesta. ¡Escuchamos, señor Athos!
-¡Sí, la apuesta! -dijo el caballo- ligero.
-Pues bien, señor de Busigny, apuesto con vosotros -dijo Athosa que mis tres compañeros, los
señores Porthos, Aramis y D Artagnan y yo nos vamos a desayunar al bastión Saint-Gervais y que
estaremos allí una hora, reloj en mano, haga lo que haga el enemigo para desalojarnos.
Porthos y Aramis se miraron; comenzaban a comprender.
-Pero -dijo D'Artagnan inclinándose al oído de Athos- vas a hacernos matar sin misericordia.
-Estamos mucho más muertos -respondió Athos- si no vamos.
-¡Ah! A fe que es una hermosa apuesta -dijo Porthos retrepándose en su silla y retorciéndose el
mostacho.
-Acepto -dijo el señor de Busigny-; ahora se trata de fijar la puesta.
-Vosotros sois cuatro, señores -dijo Athos-; nosotros somos cuatro; una cena a discreción para
ocho, ¿os parece?
-De acuerdo -replicó el señor de Busigny.
-Perfectamente -dijo el dragón.
-Me fa -dijo el suizo.
El cuarto auditor, que en toda esta conversación había jugado un papel mudo, hizo con la
cabeza una señal de que aceptaba la proposición.
-El desayuno de estos señores está dispuesto -dijo el hostelero.
-Pues bien, traedlo -dijo Athos.
El hostelero obedeció. Athos llamó a Grimaud, le mostró una gran cesta que yacía en un rincón
y le hizo el gesto de envolver en las servilletas las viandas traídas.
Grimaud comprendió al instante que se trataba de desayunar en el campo, cogió la cesta,
empaquetó las viandas, unió a ello botellas y cogió la cesta al brazo.
-Pero ¿dónde se van a tomar mi desayuno? -dijo el hostelero.
-¿Qué os importa -dijo Athos-, con tal de que os paguen?
Y majestuosamente tiró dos pistolas sobre la mesa.
-¿Hay que devolveros algo mi oficial? -dijo el hostelero.
-No, añade solamente dos botellas de Champagne y la diferencia será por las servilletas.
El hostelero no hacía tan buen negocio como había creído al principio pero se recuperó
deslizando a los comensales dos botellas de vino de Anjou en lugar de dos botellas de vino de
Champagne.
-Señor de Busigny -dijo Athos-, ¿tenéis a bien poner vuestro reloj con el mío, o me permitís
poner el mío con el vuestro?
-De acuerdo, señor -dijo el caballo-ligero sacando del bolsillo del chaleco un hermoso reloj
rodeado de diamantes-; las siete y media -dijo.
-Siete y treinta y cinco minutos -dijo Athos-; ya sabemos que el mío se adelanta cinco minutos
sobre vos, señor.
Y saludando a los asistentes boquiabiertos, los cuatro jóvenes tomaron el camino del bastión
Saint-Gervais, seguidos de Grimaud, que llevaba la cesta, ignorando dónde iba, pero en la
obediencia pasiva a que se había habituado con Athos no pensaba siquiera en preguntarlo.
Mientras estuvieron en el recinto del campamento, los cuatro amigos no intercambiaron una
palabra; además eran seguidos por los curiosos que, conociendo la apuesta hecha, querían saber
cómo saldrían de ella.
Pero una vez hubieron franqueado la línea de circunvalación y se encontraron en pleno campo,
D'Artagnan, que ignoraba por completo de qué se trataba, creyó que había llegado el momento
de pedir una explicación.
-Y ahora, mi querido Athos -dijo-, tened la amabilidad de decirme adónde vamos.
-Ya lo veis -dijo Athos-, vamos al bastión.
-Sí, pero ¿qué vamos a hacer all?
-Ya lo sabéis, vamos a desayunar.
-Pero ¿por qué no hemos desayunado en el Parpaillot?
-Porque tenemos cosas muy importantes que decirnos, y porque era imposible hablar cinco
minutos en ese albergue, con todos esos importunos que van, que vienen, que saludan, que se
pegan a la mesa; ahí por lo menos -prosiguió Athos señalando el bastión- no vendrán a
molestarnos.
-Me parece -dijo D'Artagnan con esa prudencia que tan bien y tan naturalmente se aliaba en él
a una bravura excesiva-, me parece que habríamos podido encontrar algún lugar apartado en las
dunas, a orillas del mar.
-Donde se nos habría visto conferenciar a los cuatro juntos, de suerte que al cabo de un cuarto
de hora el cardenal habría sido avisado por sus espías de que teníamos consejo.
-Sí -dijo Aramis-, Athos tiene razón: Animadvertuntur in desertis.
-Un desierto no habría estado mal -dijo Porthos-, pero se trataba de encontrarlo.
-No hay desierto en el que un pájaro no pueda pasar por encima de la cabeza, donde un pez
no pueda saltar por encima del agua, donde un conejo no pueda salir de su madriguera, y creo
que pájaro, pez, conejo todo es espía del cardenal. Más vale, pues, seguir nuestra empresa, ante
la cual por otra parte ya no podemos retroceder sin vergüenza; hemos hecho una apuesta, una
apuesta que no podía preverse, y sobre cuya verdadera causa desafío a quien sea a que la
adivine: para ganarla vamos a permanecer una hora en el bastión. Seremos ata cados o no lo
seremos. Si no lo somos, tendremos todo el tiempo para hablar, y nadie nos oirá, porque
respondo de que los muros de este bastión no tienen orejas; si lo somos, hablaremos de
nuestros asuntos al mismo tiempo, y además, al defendernos, nos cubrimos de gloria. Ya veis
que todo es beneficio.
-Sí -dijo D'Artagnan-, pero indudablemente pescaremos alguna bala.
-Vaya, querido -dijo Athos-, ya sabéis vos que las balas más de temer no son las del enemigo.
-Pero me parece que para semejante expedición habríamos debido al menos traer nuestros
mosquetes.
-Sois un necio, amigo Porthos; ¿para qué cargar con un peso inútil?
-No me parece inútil frente al enemigo un buen mosquete de calibre, doce cartuchos y un
cebador.
-Pero bueno -dijo Athos-, ¿no habéis oído lo que ha dicho D'Artagnan?
-¿Qué ha dicho D'Artagnan? -preguntó Porthos.
-D'Artagnan ha dicho que en el ataque de esta noche había ocho o diez franceses muertos, y
otros tantos rochelleses.
-¿Y qué?
-No ha habido tiempo de despojarlos, ¿no es así? Dado que, por el momento, había otras cosas
más urgentes.
-Y ¿qué?
-¡Y qué! Vamos a buscar sus mosquetes sus cebadores y sus cartuchos, y en vez de cuatro
mosquetes y de doce balas vamos a tener una quincena de fusiles y un centenar de disparos.
-¡Oh, Athos! -dijo Aramis-. Eres realmente un gran hombre.
Porthos inclinó la cabeza en señal de asentimiento.
Sólo D'Artagnan no parecía convencido.
Indudablemente Grimaud compartía las dudas del joven; porque al ver que se continuaba
caminando hacia el bastión, cosa que había dudado hasta entonces, tiró a su amo por el faldón
de su traje.
-¿Dónde vamos? -preguntó por gestos.
Athos le sañaló el bastión.
-Pero -dijo en el mismo dialecto el silencioso Grimaud- dejaremos ahí nuestra piel.
Athos alzó los ojos y el dedo hacia el cielo.
Grimaud puso su cesta en el suelo y se sentó moviendo la cabeza.
Athos cogió de su cintura una pistola, miró si estaba bien cargada, la armó y acercó el cañón a
la oreja de Grimaud.
Grimaud volvió a ponerse en pie como por un resorte.
Athos le hizo seña de coger la cesta y de caminar delante.
Grimaud obedeció.
Todo cuanto había ganado el pobre muchacho con aquella pantomima de un instante es que
había pasado de la retaguardia a la vanguardia.
Llegados al bastión, los cuatro se volvieron.
Más de trescientos soldados de todas las armas estaban reunidos a la puerta del campamento,
y en un grupo separado se podía distinguir al señor de Busigny, al dragón, al suizo y al cuarto
apostante.
Athos se quitó el sombrero, lo puso en la punta de su espada y lo agitó en el aire.
Todos los espectadores le devolvieron el saludo, acompañando esta cortesía con un gran hurra
que llegó hasta ellos.
Tras lo cual, los cuatro desaparecieron en el bastión donde ya los había precedido Grimaud.
Capítulo XLVII
El consejo de los mosqueteros
Como Athos había previsto, el bastión sólo estaba ocupado por una docena de muertos tanto
franceses como rochelleses.
-Señores -dijo Athos, que había tomado el mando de la expedición-, mientras Grimaud pone la
mesa, comencemos a recoger los fusiles y los cartuchos; además podemos hablar al cumplir esa
tarea. Estos señores -añadió él señalando a los muertos- no nos oyen.
-Podríamos de todos modos echarlos en el foso -dijo Porthos-, después de habernos asegurado
que no tienen nada en sus bolsillos.
-Sí -dijo Aramis-, eso es asunto de Grimaud.
-Bueno -dijo D'Artagnan-, entonces que Grimaud los registre y los arroje por encima de las
murallas.
-Guardémonos de hacerlo -dijo Athos-, pueden servirnos.
-¿Esos muertos pueden servirnos? -dijo Porthos-. ¡Vaya, os estáis volviendo loco, amigo mío!
-¡«No juzguéis temerariamente», dice el Evangelio el señor cardenal! -respondió Athos-.
¿Cuántos fusiles, señores.
-Doce -respondió Aramis.
-¿Cuántos disparos?
-Un centenar.
-Es todo cuanto necesitamos; carguemos las armas.
Los cuatro mosqueteros se pusieron a la tarea. Cuando acababan de cargar el último fusil,
Grimaud hizo señas de que el desayuno esta ba servido.
Athos respondió, siempre por gestos, que estaba bien a indicó a Grimaud una especie de
atalaya donde éste comprendió que debía quedarse de centinela. Sólo que para suavizar el
aburrimiento de la guardia, Athos le permitió llevar un pan, dos chuletas y una botella de vino.
-Y ahora, a la mesa -dijo Athos.
Los cuatro amigos se sentaron en el suelo, con las piernas cruzadas, como los turcos o los
canteros.
-¡Ah! -dijo D'Artagnan-. Ahora que ya no tienes miedo de ser oído, espero que vayas a
hacernos participe de tu secreto, Athos.
-Espero que os procure a un tiempo agrado y gloria, señores -dijo Athos-. Os he hecho dar un
paseo encantador; aquí tenemos un desayuno de los más suculentos, y quinientas personas allá
abajo, como podéis verles a través de las troneras, que nos toman por locos o por héroes, dos
clases de imbéciles que se parecen bastante.
-Pero ¿y ese secreto? -preguntó D'Artagnan.
-El secreto -dijo Athos- es que ayer por la noche vi a Milady. D'Artagnan llevaba su vaso a los
labios; pero al nombre de Milady la mano le tembló tan fuerte que lo dejó en el suelo para no
derramar el contenido...
-¿Has visto a tu mu...?
-¡Chis! -interrumpió Athos-. Olvidáis, querido, que estos señores no están iniciados como vos
en el secreto de mis asuntos domésticos; he visto a Milady.
-¿Y dónde? -preguntó D'Artagnan.
-A dos leguas más o menos de aquí, en el albergue del Colombier-Rouge.
-En tal caso estoy perdido -dijo D'Artagnan.
-No, no del todo aún -prosiguió Athos-, porque a esta hora debe haber abandonado las costas
de Francia.
D'Artagnan respiró.
-Pero, a fin de cuentas -prosiguió Porthos-, ¿quién es esa Milady?
-Una mujer encantadora -dijo Athos degustando un vaso de vino espumoso-. ¡Canalla de
hostelero -exclamó-, que nos da vino de Anjou por vino de Champagne y que cree que nos
vamos a dejar coger! Sí -continuó-, una mujer encantadora que ha tenido bondades con nuestro
amigo D'Artagnan, que le ha hecho no sé qué perfidia que ella ha tratado de vengar, hace un
mes tratando de hacerlo matar a disparos de mosquete, hace ocho días tratando de envenenarlo,
y ayer pidiendo su cabeza al cardenal.
-¿Cómo? ¿Pidiendo mi cabeza al cardenal? -exclamó D'Artagnan, pálido de terror.
-Eso es tan cierto -dijo Porthos- como el Evangelio; lo he oído con mis dos orejas.
-Y yo también -dijo Aramis.
-Entonces -dijo D'Artagnan dejando caer su brazo con desaliento- es inútil seguir luchando más
tiempo; da igual que me salte la tapa de los sesos, todo está terminado.
-Es la última tontería que hay que hacer -dijo Athos-, dado que es la única que no tiene
remedio.
-Pero no escaparé nunca -dijo D'Artagnan- con semejantes enemigos. Primero, mi desconocido
de Meung; luego de Wardes, a quien he dado tres estocadas; luego Milady, cuyo secreto he
sorprendido; por fin el cardenal, cuya venganza he hecho fracasar.
-¡Pues bien! -dijo Athos-. Todo eso no hace más que cuatro, y nosotros somos cuatro, uno
contra uno. Diantre, si hemos de creer las señas que nos hace Grimaud, vamos a tener que
vérnoslas con un número de personas mucho mayor. ¿Qué pasa, Grimaud? Considerando la
gravedad de las circunstancias, amigo mío, os permito hablar, pero sed lacónico, por favor. ¿Qué
veis?
-Una tropa.
-¿De cuántas personas?
-De veinte hombres.
-¿Qué hombres?
-Dieciséis zapadores, cuatro soldados.
-¿A cuántos pasos están?
-A quinientos pasos.
-Bueno, aún tenemos tiempo de acabar estas aves y beber un va so de vino a tu salud,
D'Artagnan.
-¡A tu salud! -repitieron Porthos y Aramis.
-Pues bien, ¡a mi salud! Aunque no creo que vuestros deseos me sirvan de gran cosa.
-¡Bah! -dijo Athos-. Dios es grande, como dicen los sectarios de Mahoma y el porvenir está en
sus manos.
Luego, tragando el contenido de su vaso, que dejó junto a sí, Athos se levantó indolentemente,
cogió el primer fusil que había a mano y se acercó a una tronera.
Porthos, Aramis y D'Artagnan hicieron otro tanto. En cuanto a Grimaud, recibió la orden de
colocarse detrás de los cuatro a fin de volver a cargar las armas.
Al cabo de un instante vieron aparecer la tropa; seguía una especie de ramal de trinchera que
establecía comunicación entre el bastión y la ciudad.
-¡Diantre! -dijo Athos-. ¿Merecía la pena molestarnos por una veintena de bribones armados de
piquetas, de azadones y de palas? Grimaud no hubiera debido hacer otra cosa que hacerles
señas de que se fueran y estoy convencido de que nos habrían dejado tranquilos.
-Lo dudo -observó D'Artagnan-, porque avanzan muy decididos por ese lado. Por otra parte,
con los trabajadores hay cuatro soldados y un brigadier armados de mosquetes.
-Eso es que no nos han visto -replicó Athos.
-¡A fe -dijo Aramis- confieso que me da repugnancia disparar sobre esos pobres diablos de
burgueses!
-¡Mal cura -respondió Porthos- el que tiene piedad de los heréticos!
-Realmente -dijo Athos-, Aramis tiene razón, voy a avisarlos.
-¿Qué diablos hacéis? -exclamó D'Artagnan-. Vais a haceros fusilar, querido.
Pero Athos no hizo caso alguno del aviso, y subiéndose a la brecha con el fusil en una mano y
el sombrero en la otra:
-Señores -dijo dirigiéndose a los soldados y a los trabajadores, que, asombrados por su
aparición se detenían a cincuenta pasos aproximadamente del bastión, y saludándolos
cortésmente-, señores, algunos amigos y yo estamos a punto de desayunar en este bastión. Y ya
sabéis que nada es tan desagradable como ser molestado cuando uno desayuna; por tanto, os
rogamos que, si tenéis algo que hacer inexorablemente aquí, esperéis a que hayamos terminado
nuestra comida, o que volváis más tarde; a menos que tengáis el saludable deseo de dejar el
partido de la rebelión y de venir a beber con nosotros a la salud del rey de Francia.
-¡Ten cuidado, Athos! -exclamó D'Artagnan-. ¿No ves que lo están apuntando?
-Ya lo veo, lo veo -dijo Athos-, pero son burgueses que disparan muy mal, y que se libren de
tocarme.
En efecto, en aquel mismo instante cuatro disparos de fusil salieron y las balas vinieron a
estrellarse junto a Athos, pero sin que una sola lo tocase.
Cuatro disparos de fusil los respondieron casi al mismo tiempo, pero éstos estaban mejor
dirigidos que los de los agresores: tres soldados cayeron en el sitio, y uno de los trabajadores fue
herido.
-¡Grimaud, otro mosquete! -dijo Athos, que seguía en la brecha.
Grimaud obedeció inmediatamente. Por su parte, los tres amigos habían cargado sus armas;
una segunda descarga siguió a la primera: el brigadier y dos zapadores cayeron muertos, el resto
de la tropa huyó.
-Vamos, señores, una salida -dijo Athos.
Y los cuatro amigos, lanzándose fuera del fuerte, llegaron hasta el campo de batalla,
recogieron los cuatro mosquetes y el espontón del brigadier; y convencidos de que los huidos no
se detendrían hasta la ciudad, tomaron de nuevo el camino del bastión, trayendo los trofeos de
la victoria.
-Volved a cargar las armas, Grimaud -dijo Athos-, y nosotros, señores, volvamos a nuestro
desayuno y sigamos. ¿Dónde estábamos?
-Yo lo recuerdo -dijo D'Artagnan, que se preocupaba mucho del itinerario que debía seguir
Milady.
-Va a Inglaterra -respondió Athos.
-¿Con qué fin?
-Con el fin de asesinar o hacer asesinar a Buckingham.
D'Artagnan lanzó una exclamación de sorpresa y de indignación.
-¡Pero eso es infame! -exclamó.
-¡Oh, en cuanto a eso -dijo Athos-, os ruego que creáis que me inquieto muy poco! Ahora que
habéis terminado, Grimaud -continuó Athos-, tomad el espontón de nuestro brigadier, atadle una
servilleta y plantadlo en lo alto de nuestro bastión, a fin de que esos rebeldes de los rochelleses
vean que tienen que vérselas con valientes y leales soldados del rey.
Grimaud obedeció sin responder. Un instante después la bandera blanca flotaba por encima de
los cuatro amigos; un trueno de aplausos saludó su aparición; la mitad del campamento estaba
en las barreras.
-¿Cómo? -replicó D'Artagnan-. ¿Te inquietas poco de que mate o haga matar a Buckingham?
Pero el duque es nuestro amigo.
-El duque es inglés, el duque combate contra nosotros; que haga del duque lo que quiera, me
preocupo tanto por ello como por una botella vacía.
Y Athos lanzó a quince pasos de él una botella que tenía en la mano y de la que acababa de
trasvasar hasta la última gota a su vaso.
-Un momento -dijo D'Artagnan-, yo no abandono a Buckingham así; nos dio caballos muy
buenos.
-Y sobre todo unas buenas sillas -añadió Porthos, que en aquel momento mismo llevaba en su
capa el galón de la suya.
-Además -observó Aramis-, Dios quiere la conversión y no la muerte del pecador.
-Amén -dijo Athos-, y ya volveremos sobre eso más tarde, si es ese vuestro gusto; pero por el
momento lo que más me preocupaba, y estoy seguro de que tú, D'Artagnan, me comprenderás,
era recuperar de aquella mujer una especie de firma en blanco que había arrancado al cardenal,
y con cuya ayuda ella debía desembarazarse de ti y quizá de nosotros impunemente.
-Pero esa criatura es un demonio -dijo Porthos tendiendo su plato a Aramis, que trinchaba un
ave.
-Y esa firma en blanco -dijo D'Artagnan-, esa firma en blanco, ¿ha quedado entre sus manos?
-No, ha pasado a las mías; no diré que haya sido sin esfuerzo, porque mentiría.
-Querido Athos -dijo D'Artagnan-, ya no seguiré contando las veces que os debo la vida.
-Entonces, ¿nos dejasteis para volver junto a ella? -preguntó Aramis.
-Exacto.
-¿Y tienes esa carta del cardenal? -dijo D'Artagnan.
-Aquí está -dijo Athos.
Y sacó el precioso papel del bolsillo de su casaca.
D'Artagnan lo desplegó con una mano cuyo temblor no trataba siquiera de disimular y leyó:
«El portador de la presente ha "hecho lo que ha hecho" por orden mía y para bien del Estado.
5 de diciembre de 1627.
Richelieu»
-En efecto -dijo Aramis-, es una absolución en toda regla.
-Hay que romper ese papel -exclamó D'Artagnan, que parecía leer su sentencia de muerte.
-Muy al contrario -dijo Athos-, hay que conservarlo por encima de todo, y yo no daría este
papel aunque lo cubrieran de piezas de oro.
-¿Y qué va a hacer ahora ella? -preguntó el joven.
-Pues probablemente -dijo despreocupado Athos- va a escribir al cardenal que un maldito
mosquetero, llamado Athos, le ha arrancado por la fuerza su salvoconducto; en la misma carta le
dará consejo de desembarazarse al mismo tiempo que de él de sus dos amigos, Porthos y
Aramis; el cardenal recordará que son los mismos hombres que encontró en su camino entonces,
una buena mañana hará detener a D'Artagnan y para que no se aburra solo, nos enviará a
hacerle compañía a la Bastilla.
-¡Vaya! -dijo Porthos-. Me parece que estáis haciendo bromas de mal gusto, querido.
-No bromeo -respondió Athos.
-¿Sabéis -dijo Porthos- que retorcerle el cuello a esa maldita Milady sería un pecado menor que
retorcérselo a estos pobres diablos de hugonotes, que nunca han cometido más crímenes que
cantar en francés salmos que nosotros cantamos en latín?
-¿Qué dice el abate a esto? -preguntó tranquilamente Athos.
-Digo que soy de la opinión de Porthos -respondió Aramis.
-¡Y yo también! -dijo D'Artagnan.
-Suerte que ella está lejos -observó Porthos-; porque confieso que me molestaría mucho aquí.
-Me molesta en Inglaterra tanto como en Francia -dijo Athos.
-A mí me molesta en todas partes -continuó D'Artagnan.
-Pero puesto que la teníais -dijo Porthos-, ¿por qué no la habéis ahogado, estrangulado,
colgado? Sólo los muertos no vuelven.
-¿Eso creéis, Porthos? -respondió el mosquetero con una sonrisa sombría que sólo D'Artagnan
comprendió.
-Tengo una idea -dijo D'Artagnan.
-Veamos -dijeron los mosqueteros.
-¡A las armas! -gritó Grimaud.
Los jóvenes se levantaron con presteza a los fusiles.
Aquella vez avanzaba una pequeña tropa compuesta de veinte o veinticinco hombres; pero ya
no eran trabajadores, eran soldados de la guarnición.
-¿Y si volviéramos al campamento? -dijo Porthos-. Me parece que la partida no es igual.
-Imposible por tres razones -respondió Athos-; la primera es que no hemos terminado de
almorzar; la segunda es que aún tenemos cosas importantes que decir, la tercera es que todavía
faltan diez minutos para que pase la hora.
-Bueno -dijo Aramis-, sin embargo hay que preparar un plan de batalla.
-Es muy simple -respondió Athos-:tan pronto como el enemigo esté al alcance del mosquete,
nosotros hacemos fuego; si continúa avanzando, nosotros volvemos a hacer fuego; hacemos
fuego mientras tengamos los fusiles cargados; si lo que quede de la tropa quiere todavía subir al
asalto, dejamos a los asaltantes bajar hasta el foso, y entonces les echamos encima de la cabeza
ese lienzo de muralla que sólo está en pie por un milagro de equilibrio.
-¡Bravo! -exclamó Porthos-. Decididamente, Athos, habéis nacido para general, y el cardenal,
que se cree un gran hombre de guerra, es bien poca cosa a vuestro lado.
-Señores -dijo Athos-, nada de repeticiones inútiles, por favor; que cada uno apunte bien a su
hombre.
-Yo tengo el mío -dijo D'Artagnan.
-Y yo el mío -dijo Porthos.
-Y yo ídem -dijo Aramis.
-¡Entonces fuego! -dijo Athos.
Los cuatro disparos de fusil no hicieron más que una detonación. y cuatro hombres cayeron.
Entonces batió el tambor, y la pequeña tropa avanzó a paso de carga.
Entonces los disparos de fusil se sucedieron sin regularidad, pero siempre enviados con igual
precisión. Sin embargo, como si hubieran conocido la debilidad numérica de los amigos, los
rochelleses continuaban avanzando a paso de carrera.
Con los otros tres disparos de fusil cayeron dos hombres; sin embargo, el paso de los que
quedaban en pie no aminoraba.
Llegados al pie del bastión, los enemigos eran todavía doce o quince; una última descarga los
acogió, pero no los detuvo: saltaron al foso y se aprestaron a escalar la brecha.
-¡Vamos; amigos míos! -dijo Athos-. Terminemos de un golpe: ¡a la muralla, a la muralla!
Y los cuatro amigos, secundados por Grimaud, se pusieron a empujar con el cañón de sus
fusiles un enorme lienzo de muro que se inclinó como si el viento lo arrastrase, y
desprendiéndose de su base cayó con horrible estruendo en el foso; luego se oyó un gran grito,
una nube de polvo subió hacia el cielo, y eso fue todo.
-¿Los habremos aplastado desde el primero hasta el último? -preguntó Athos.
-A fe que eso me parece -dijo D'Artagnan.
-No -dijo Porthos-, ahí hay dos o tres que escapan cojeando.
En efecto, tres o cuatro de aquellos desgraciados, cubiertos de barro y de sangre, huían por el
camino encajonado y ganaban de nuevo la ciudad: era todo lo que quedaba de la tropilla.
Athos miró su reloj.
-Señores -dijo-, hace una hora que estamos aquí y ahora la partida está ganada; pero hay que
ser buenos jugadores, y además D'Artagnan no nos ha dicho su idea.
Y el mosquetero, con su sangre fría habitual, fue a sentarse ante los restos del desayuno.
-¿Mi idea? -dijo D'Artagnan.
-Sí, decíais que teníais una idea -replicó Athos.
-¡Ah, ya recuerdo! -contestó D'Artagnan-. Yo paso a Inglate rra por segunda vez, voy en busca
del señor de Buckingham y le advierto del compló tramado contra su vida.
-Vos no haréis eso, D'Artagnan -dijo fríamente Athos.
-¿Y por qué no? ¿No lo he hecho ya?
-Sí, pero en esa época no estábamos en guerra; en esa época, el señor de Buckingham era un
aliado y no un enemigo: lo que queréis hacer sería tachado de traición.
D'Artagnan comprendió la fuerza de este razonamiento y se calló.
-Pues me parece -dijo Porthos- que también yo tengo una idea.
-¡Silencio para la idea de Porthos! -dijo Aramis.
-Yo le pido permiso al señor de Tréville, bajo algún pretexto que vos encontraréis: yo no soy
fuerte en eso de los pretextos, Milady no me conoce, me acerco a ell a sin que sospeche de mí y,
cuando encuetre una ocasión, la estrangulo.
-¡Bueno -dijo Athos-, no estoy muy lejos de adoptar la idea de Porthos!
-¡Qué va! -dijo Aramis-. ¡Matar a una mujer! No, mirad, yo tengo la idea buena.
-¡Veamos vuestra idea, Aramis! -pidió Athos, que sentía mucha deferencia por el joven
mosquetero.
-Hay que prevenir a la reina.
-¡A fe que sí! -exclamaron juntos Porthos y D'Artagnan-. Creo que estamos dando en el blanco.
-¿Prevenir a la reina? -dijo Athos-. ¿Y cómo? ¿Tenemos relaciones en la corte? ¿Podemos
enviar a alguien a Paris sin que se sepa en el campamento? De aquí a Paris hay ciento cuarenta
leguas: la carta no habrá llegado a Angers cuando estemos ya en el calabozo.
-En cuanto a enviar con seguridad una carta a Su Majestad -propuso Aramis ruborizándose-, yo
me encargo de ello; conozco en Tours una persona hábil...
Aramis se detuvo viendo sonreír a Athos.
-¡Bueno! ¿No adoptáis ese medio, Athos? -dijo D'Artagnan.
-No lo rechazo del todo -dijo Athos-, pero sólo quiero hacer observar a Aramis que él no puede
abandonar el campamento; que cualquier otro de nosotros no es seguro; que dos horas después
de que el mensajero haya partido, todos los capuchinos, todos los alguaciles, todos los bonetes
negros del cardenal sabrán vuestra carta de memoria, y que vos y vuestra hábil persona seréis
detenidos.
-Sin contar -objetó Porthos- que la reina salvará al señor de Buckingham, pero que en modo
alguno nos salvará a nosotros.
-Señores -dijo D'Artagnan-, lo que Porthos objeta está lleno de sentido.
-¡Ah, ah! ¿Qué pasa en la ciudad? -dijo Athos.
-Tocan a generala.
Los cuatro amigos escucharon, y el ruido del tambor llegó efectiva mente hasta ellos.
-Vais a ver cómo nos mandan un regimiento entero -dijo Porthos.
-¿Por qué no? -dijo el mosquetero-. Me siento en vena, y resistiría ante un ejército con tal de
que hubiera tenido la preocupación de coger una docena más de botellas.
-Palabra de honor que el tambor se acerca -dijo D'Artagnan. -Dejadlo que se acerque -dijo
Athos-, hay un cuarto de hora de camino de aquí a la ciudad, y por tanto de la ciudad aquí. Es
más tiempo del que necesitamos para preparar nuestro plan; si nos vamos de aquí nunca
encontraremos un lugar tan conveniente. Y mirad, precisamente, señores, acaba de ocurrírseme
la idea buena.
-Decid, pues.
-Permitid que dé a Grimaud algunas órdenes indispensables.
Athos hizo a su criado señal de acercarse.
-Grimaud -dijo Athos señalando a los muertos que yacían en el bastión-, vais a coger a estos
señores, vais a enderezarlos contra la muralla, vais a ponerles su sombrero en la cabeza y su
fusil en la mano.
-¡Oh gran hombre -exclamó D'Artagnan-, lo comprendo!
-¿Comprendéis? -dijo Porthos.
-Y tú, Grimaud, ¿comprendes? -preguntó Aramis.
Grimaud hizo seña de que sí.
-Es todo lo que se necesita -dijo Athos-, volvamos a mi idea. -Sin embargo, yo quisiera
comprender -observó Porthos.
-Es inútil.
-Sí, sí, la idea de Athos -dijeron al mismo tiempo D'Artagnan y Aramis.
-Esa Milady, esa mujer esa criatura ese demonio tiene un cuñado, según creo que me habéis
dicho D'Artagnan.
-Sí, yo lo conozco incluso mucho, y creo además que no tiene grandes simpatías por su
cuñada.
-No hay mal en ello -respondió Athos-, a incluso sería mejor que la detestara.
-En tal caso estamos servidos a placer.
-Sin embargo -dijo Potthos-, me gustaría comprender lo que Grimaud hace.
-¡Silencio, Porthos! -dijo Aramis.
-¿Cómo se llama ese cuñado?
-Lord de Winter.
-¿Dónde está ahora?
-Volvió a Londres al primer rumor de guerra.
-¡Pues bien ése es precisamente el hombre que necesitamos! -dijo Athos-. Ese es al que nos
conviene avisar; le haremos saber que su cuñada está a punto de asesinar a alguien, y le
rogaremos no perderla de vista. Espero que en Londres haya algún establecimiento del género
de las Madelonetas, o Muchachas arrepentidas; hace meter allá a su cuñada, y nosotros
tranquilos.
-Sí -dijo D'Artagnan-, hasta que salga.
-A fe -replicó Athos- que pedís demasiado, D'Artagnan, os he dado lo que tenía y os prevengo
que es el fondo de mi bolso.
-A mí me parece que es lo mejor -dijo Aramis-; prevenimos a la vez a la reina y a lord de
Winter.
-Sí, pero ¿a quién enviaremos con la carta a Tours y con la carta a Londres?
-Yo respondo de Bazin -dijo Aramis.
-Y yo de Planchet -continuó D'Artagnan.
-En efecto -dijo Porthos-, si nosotros no podemos ausentarnos del campamento, nuestros
lacayos pueden dejarlo.
-Por supuesto -dijo Aramis-, y hoy mismo escribimos las cartas, les damos dinero y parten.
-¿Les damos dinero? -replicó Athos-. ¿Tenéis, pues, dinero?
Los cuatro amigos se miraron, y una nube pasó por las frentes que un instante antes estaban
despejadas.
-¡Alerta! -gritó D'Artagnan-. Veo puntos negros y puntos rojos que se agitan allá. ¿Qué decíais
de un regimiento, Athos? Es un verdadero ejército.
-A fe que sí -dijo Athos-, ahí están. ¡Vaya con los hipócritas que venían sin tambor ni trompeta.
¡Ah, ah! ¿Has terminado Grimaud?
Grimaud hizo seña de que sí, y mostró una docena de muertos que había colocado en las
actitudes más pintorescas: los unos sosteniendo las armas, los otros con pinta de echárselas a la
cara, los otros con la espada en la mano.
-¡Bravo! -repitió Athos-. Eso honra tu imaginación.
-Es igual -dijo Porthos-. Me gustaría sin embargo comprender.
-Levantemos el campo primero -lo interrumpió D'Artagnan-, luego comprenderás.
-¡Un instante, señores, un instante! Demos a Grimaud tiempo de quitar la mesa.
-¡Ah! -dijo Aramis-. Mirad cómo los puntos negros y los puntos rojos crecen visiblemente, y yo
soy de la opinión de D'Artagnan: creo que no tenemos tiempo que perder para ganar nuestro
campamento.
-A fe -dijo Athos- que no tengo nada contra la retirada; habíamos apostado por una hora, y
nos hemos quedado hora y media; no hay nada que decir; partamos, señores, partamos.
Grimaud había tomado ya la delantera con la cesta y el servicio.
Los cuatro amigos salieron tras él y dieron una decena de pasos.
-¡Eh! -exclamó Athos-. ¿Qué diablos hacemos, señores?
-¿Nos hemos olvidado algo? -preguntó Aramis.
-La bandera, pardiez. ¡No hay que dejar una bandera en manos del enemigo, aunque esa
bandera no sea más que una servilleta!
Y Athos se precipitó al bastión, subió a la plataforma y quitó la bandera; sólo que como los
rochellese habían llegado a tiro de mosquete, hicieron un fuego terrible sobre aquel hombre que,
como por placer, iba a exponerse a los disparos.
Pero se habría dicho que Athos tenía un encanto pegado a su persona: las balas pasaron
silbando a su alrededor y ninguna lo tocó.
Athos agitó su estandarte volviéndoles la espalda a las gentes de la ciudad y saludando a las
del campamento. De las dos partes resonaron grandes gritos, de la una gritos de cólera, de la
otra gritos de entusiasmo.
Una segunda descarga hizo realmente de la servilleta una bandera. Se oyeron los clamores de
todo el campamento que gritaba:
-¡Bajad, bajad!
Athos bajó; sus camaradas, que lo esperaban con ansiedad, lo vieron aparecer con alegría.
-Vamos, Athos, vamos -dijo D'Artagnan-, larguémonos; ahora que hemos encontrado todo,
menos el dinero, sería estúpido ser muertos.
Pero Athos continuó caminando majestuosamente por más observaciones que le hicieran sus
compañeros, los cuales, viendo que era inútil, regularon sus pasos por el suyo.
Grimaud y su cesta habían tomado la delantera y se hallaban los dos fuera de alcance.
Al cabo de un instante se oyó el ruido de una descarga de fusilería colérica.
-¿Qué es eso? -preguntó Porthos-. ¿Y sobre quién disparan? No oigo silbar las balas y no veo a
nadie.
-Disparan sobre nuestros muertos -respondió Athos.
-Pero nuestros muertos no responderán.
-Precisamente: entonces creerán en una emboscada, deliberarán; enviarán un parlamentario, y
cuando se den cuenta de la burla, estaremos fuera del alcance de las balas. He ahí por qué es
inútil coger una pleuresía dándonos prisa.
-¡Oh, comprendo! -exclamó Porthos maravillado.
-¡Es una suerte! -dijo Athos encogiéndose de hombros.
Por su parte, los franceses, al ver volver a los cuatro amigos, lanzaban gritos de entusiasmo.
Finalmente una nueva descarga de mosquetes se dejó oír, y esta vez las balas vinieron a
estrellarse sobre los guijarros alrededor de los cuatro amigos y a silbar lúgubremente en sus
orejas. Los rochelleses acababan por fin de apoderarse del bastión.
-¡Vaya gentes tan torpes! -dijo Athos-. ¿Cuántos hemos mata do? ¿Doce?
-O quince.
-¿Cuántos hemos aplastado?
-Ocho o diez.
-¿Y a cambio de todo esto ni un arañazo? ¡Ah, sí! ¿Qué tenéis en la mano, D Artagnan?
Sangre, me parece.
-No es nada -dijo D'Artagnan.
-¿Una bala perdida?
-Ni siquiera.
-¿Qué, entonces?
Ya lo hemos dicho, Athos amaba a D'Artagnan como a su hijo, y aquel carácter sombrío a
inflexible tenía a veces por el joven solicitudes de padre.
-Un rasguño -repuso D'Artagnan-; me he pillado los dedos entre dos piedras, la del muro y la
de mi anillo; y la piel se ha abierto.
-Eso pasa por tener diamantes, amigo mío -dijo desdeñosamente Athos.
-¡Ah, claro! -exclamó Porthos-. En efecto, hay un diamante. ¿Y por qué diablos, puesto que hay
un diamante, nos quejamos de no tener dinero?
-¡Claro, es cierto! -dijo Aramis.
-Enhorabuena Porthos; esta vez es una idea.
-Sin duda -dijo Porthos engallándose ante el cumplido de Athos-, puesto que hay un diamante,
vendámoslo.
-Pero es el diamante de la reina -dijo D'Artagnan.
-Razón de más -repuso Athos-, la reina salvando al señor de Buckingham su amante, nada más
justo; la reina salvándonos a nosotros, que somos sus amigos, nada más moral. Vendamos el
diamante. ¿Qué piensa el señor abate? No pido la opinión de Porthos, ya la ha dado.
-Pues yo pienso -dijo Aramis ruborizándose- que, al no venir su anillo de una amante, y por
consiguiente al no ser una prenda de amor, D'Artagnan puede venderlo.
-Querido, habláis como la teología en persona. ¿O sea que vuestra opinión es...?
-Vender el diamante -respondió Aramis.
-Pues bien -dijo alegremente D'Artagnan-, vendamos él diamante y no hablemos más.
La descarga de fusilería continuaba, pero los amigos estaban fuera del alcance, y los
rochelleses no disparaban más que por descargo de conciencia.
-A fe -dijo Athos-, a tiempo le ha venido esa idea a Porthos: ya estamos en el campamento.
Señores, ni una palabra sobre este asunto. Nos observan, vienen a nuestro encuentro, vamos a
ser llevados en triunfo.
En efecto, como hemos dicho, todo el campamento estaba emocionado; más de dos mil
personas habían asistido, como a un espectáculo a la feliz fanfarronada de los cuatro amigos
fanfarronada cuyo verdadero motivo estaban muy lejos de sospechar. No se oían más que los
gritos de ¡Vivan los guardias! ¡Vivan los mosqueteros! El señor de Busigny había venido el
primero a estrechar la mano de Athos y a reconocer que la apuesta estaba perdida. El dragón y
el suizo lo habían seguido, todos los compañeros habían seguido al dragón y al suizo. Aquello
eran felicitaciones, apretones de manos, abrazos que no terminaban, risas inextinguibles a
propósito de los rochelleses; finalmente, un tumulto tan grande que el señor cardenal creyó que
había motín y envió a La Houdinière, su capitán de los guardias, a informarse de o que pasaba.
La cosa le fue contada al mensajero con todo el efluvio del entusiasmo.
-Y bien -preguntó el cardenal al ver a La Houdinière.
-Y bien, Monseñor -dijo éste-,son tres mosqueteros y un guardia que han apostado con el
señor de Busigny a que iban a desayunar al bastión Saint-Gervais, y mientras desayunaban han
resistido allí al enemigo, y han matado no sé cuántos rochelleses.
-¿Estáis informado del nombre de esos tres mosqueteros?
-Sí, Monseñor.
-¿Cómo se llaman?
-Son los señores Athos, Porthos y Aramis.
-¡Siempre mis tres valientes! -murmuró el cardenal-. ¿Y el guardia?
-El señor D'Artagnan.
-¡Siempre mi bribón! Decididamente es preciso que estos hombres sean míos.
Aquella noche misma, el cardenal habló al señor de Tréville de la hazaña de la mañana, que
era la comidilla de todo el campamento. El señor de Tréville, que conocía el relato de la aventura
de la boca misma de los héroes, la volvió a contar con todos sus detalles a Su Eminencia, sin
olvidar el episodio de la servilleta.
-Está bien, señor de Tréville -dijo el cardenal-, hacedme llegar esa servilleta, os lo ruego. Haré
bordar en ella tres flores de lis de oro, y la daré por guión de vuestra compañía.
-Monseñor -dijo el señor de Tréville-, será injusto para los guardian: el señor D'Artagnan no es
mío, sino del señor Des Essarts.
-Pues bien, lleváoslo -dijo el cardenal-; no es justo que, dado que esos cuatro valientes
militares se quieren tanto, no sirvan en la misma compañía.
Aquella misma noche, el señor de Tréville anunció esta buena noticia a los tres mosqueteros y
a D'Artagnan, invitando a los cuatro a almorzar al día siguiente.
D'Artagnan no cabía en sí de alegría. Ya lo sabemos, el sueño de toda su vida había sido ser
mosquetero.
Los tres amigos estaban muy contentos.
-¡A fe -dijo D'Artagnan a Athos- que has tenido una idea victoriosa y que, como dijiste, hemos
conseguido con ella gloria y hemos podido trabar una conversación de la mayor importancia!
-Que podemos proseguir ahora sin que nadie sospeche, porque, con la ayuda de Dios, en
adelante vamos a pasar por cardenalistas.
Aquella misma noche D'Artagnan fue a presentar sun respetos al señor Des Essarts y a
participarle el ascenso que había obtenido.
El señor den Essarts, que quería mucho a D'Artagnan, le ofreció entonces sun servicios: aquel
cambio de cuerpo traía consign gastos de equipamiento.
D'Artagnan rehusó; pero, pareciéndole buena la ocasión, le rogó hacer estimar el diamante,
que le entregó y que deseaba convertir en dinero.
Al día siguiente, a las ocho de la mañana, el criado del señor Des Essarts entró en el
alojamiento de D'Artagnan y le entregó una bolsa de oro conteniendo siete mil libras.
Era el precio del diamante de la reina.
Capítulo XLVIII
Asunto de familia
Athos había encontrado la palabra: asunto de familia. Un asunto de familia no estaba sometido
a la investigación del cardenal; un asunto de familia no afectaba a nadie; uno podía ocuparse
ante todo el mundo de un asunto de familia.
Desde luego, Athos había dado con la palabra: asunto de familia.
Aramis había dado con la idea: los lacayos.
Porthos había dado con el medio: el diamante.
Unicamente D'Artagnan no había dado con nada, él que solía ser el más inventivo de los
cuatro; pero también hay que decir que el solo nombre de Milady lo paralizaba.
Ah, sí, nos equivocamos: había dado con comprador para el diamante.
El almuerzo en casa del señor de Tréville fue de una alegría encantadora. D'Artagnan tenía ya
su uniforme; como era poco más o menos de la misma talla que Aramis, y como Aramis, pagado
con largueza, como se recordará, por el librero que le había comprado su poema, había hecho el
doble de todo, había cedido a su amigo un equipo completo.
D'Artagnan habría estado en el colmo de todos sus deseos si no hubiera visto despuntar a
Milady como una nube sombría en el horizonte.
Después de almorzar, convinieron en reunirse por la noche en el alojamiento de Athos, y allí
terminarían el asunto.
D'Artagnan pasó el día enseñando su traje de mosquetero por todas las calles del
campamento.
Por la noche, a la hora fijada, los cuatro amigos se reunieron; sólo quedaban tres cosas que
decidir:
Lo que había que escribir al hermano de Milady.
Lo que había que escribir a la persona hábil de Tours.
Y qué lacayos serían los que llevarían las camas.
Cada cual ofreció el suyo: Athos hablaba de la discreción de Grimaud, que sólo hablaba cuando
su amo le descosía la boca; Porthos ponderaba la fuerza de Mosquetón, que era de corpulencia
capaz de dar una tunda a cuatro hombres de complexión ordinaria; Aramis, confiando en la
destreza de Bazin, hacía un elogio pomposo de su candidato; finalmente, D'Artagnan tenía fe
completa en la bravura de Planchet, y recordaba la forma en que se había comportado en el
espinoso asunto de Boulogne.
Estas cuatro virtudes disputaron largo tiempo el premio, y dieron lugar a magníficos discursos,
que no referiremos aquí por miedo a que resulten largos.
-Por desgracia -dijo Athos-, será preciso que aquel a quien se envíe posea por sí solo las cuatro
cualidades juntas.
-Pero ¿dónde encontrar un lacayo semejante?
-¡Inencontrable! -dijo Athos-. Lo sé bien: tomad, pues, a Grimaud.
-Tomad a Mosquetón.
-Tomad a Bazin.
-Tomad a Planchet; Planchet es bravo y diestro; ahí tenéis ya dos de las cuatro cualidades.
-Señores -dijo Aramis-, lo principal no es saber cuál de nuestros cuatro lacayos es el más
discreto, el rnás fuerte, el más diestro o el más bravo; lo principal es saber cuál ama más el
dinero.
-Lo que Aramis dice está lleno de sensatez -prosiguió Athos-; hay que especular sobre los
defectos de las personas y no sobre sus virtudes; señor abate, ¡sois un gran móralista!
-Indudablemente -replicó Aramis-; porque no sólo necesitamos estar bien servidos para
triunfar, sino incluso para no fracasar; porque en caso de fracaso, está en juego la cabeza, no de
los lacayos...
-¡Más bajo, Aramis! -dijo Athos.
-Exacto, no de los lacayos -prosiguió Aramis-, sino del amo, e incluso de los amos. ¿Nos son
bastante adictos nuestros lacayos para arriesgar su vida por nosotros? No.
-¡A fe -dijo D'Artagnan- que respondería casi de Planchet!
-¡Pues bien, querido amigo! Añadid a su adhesión natural una buena suma que le proporcione
algún desahogo, y entonces, en lugar de responder por él una vez, responderéis dos.
-¡Buen Dios! Os equivocaréis de todos modos -dijo Athos, que era optimista cuando se trataba
de las cosas, y pesimista cuando se trataba de los hombres-. Prometerán todo para tener el
dinero, y en camino el miedo los impedirá actuar. Una vez cogidos, los encerrarán; y encerrados
confesarán. ¡Qué diablo! ¡No somos niños! Para ir a Inglaterra -Athos bajó la voz-, hay que
atravesar toda Francia, sembrada de espías y de criaturas del cardenal; se necesita un pase para
embarcarse; hay que saber inglés para preguntar el camino a Londres. Ya véis que la cosa me
parece muy difícil.
-Nada de eso -dijo D'Artagnan que estaba empeñado en que la cosa se realizase-; yo, por el
contrario, la veo fácil. ¡No hay ni que decir, por supuesto, que si se escribe a lord de Winter los
horrores del cardenal...!
-¡Más bajo! -dijo Athos.
-Las intrigas y los secretos de Estado -continuó D'Artagnan haciendo caso a la recomendaciónno
hay ni que decir que ¡todos nosotros seremos enrodados vivos!; pero, por Dios, no olvidéis,
como vos mismo habéis dicho, Athos, que le escribimos por un asunto de familia; que le
escribimos con el único fin de que ponga a Milady, desde su llegada a Londres, en la
imposibilidad de perjudicarnos. Le escribiré, por tanto, una carta poco más o menos en estos
términos:
-Veamos -dijo Aramis, adoptando de antemano un semblante de crítico.
-«Señor y querido amigo...
-Vaya, pues sí; querido amigo a un inglés -interrumpió Athos-; buen comienzo, ¡bravo!,
D'Artagnan. Sólo que con esa palabra seréis descuartizado en lugar de enrodado vivo.
-Bueno, de acuerdo, entonces diré señor a secas.
-Podéis decir incluso milord -prosiguió Athos, que se empeñaba en las conveniencias.
-«Milord, ¿os acordáis del pequeño cercado de cabras del Luxemburgo?»
-¡Vaya! ¡Ahora el Luxemburgo! Creerá que es una alusión a la reina madre. ¡Eso sí que es
ingenioso! -dijo Athos.
-Pues entonces pondremos simplemente: «Milord, ¿os acordáis de un pequeño cercado en el
que se os salvó la vida?»
-Mi querido D'Artagnan -dijo Athos-, no seréis nunca otra cosa que un mal redactor: «¡En que
se os salvó la vida!H ¡Quita de ahli Eso no es digno. A un hombre galante no se le recuerdan
esos servicios. Beneficio reprochado, ofensa hecha.
-¡Ah amigo mío! -dijo D'Artagnan-. Sois insoportable, y si hay que escribir bajo vuestra
censura, a fe que renuncio.
-Y hacéis bien. Manejad el mosquete y la espada, querido, practicáis hábilmente los dos
ejercicios, pero pasad la pluma al señor abate, esto le concierne.
-¡Ah sí por cierto -dijo Porthos-, pasad la pluma a Aramis, que escribe tesis en latín!
-Pues bien, sea -dijo D'Artagnan-, redactadnos esa nota, Aramis, pero, ¡por San Pedro!,
hacedlo con cautela, porque os aviso que yo también os espulgaré.
-No pido otra cosa -dijo Aramis con esa ingenua confianza que todo poeta tiene en sí mismo-;
pero que me pongan al corriente; por aquí y por allá he oído decir que esa cuñada era una
bribona, yo mismo he tenido pruebas de ello al escuchar su conversación con el cardenal.
-¡Más bajo, pardiez! -dijo Athos.
-Mas se me escapan los detalles -continuó Aramis.
-Y a mí también -dijo Porthos.
D'Artagnan y Athos se miraron algún tiempo en silencio. Por fin Athos, tras haberse recogido y
poniéndose aún más pálido de lo que era por costumbre, hizo un signo de asentimiento;
D'Artagnan comprendió que podía hablar.
-¡Pues bien! Esto es lo que tengo que decir -prosiguió D'Artagnan-: «Milord, vuestra cuñada es
una criminal, que quiso haceros matar para heredaros. Además, no podía desposar a vuestro
hermano, por estar ya casada en Francia y por haber sido...»
D'Artagnan se detuvo como si buscase la palabra, mirando a Athos.
-Arro'ada por su marido -dijo Athos.
-Por haber sido marcada -continuó D'Artagnan.
-¡Bah! -exclamó Porthos-. ¡Imposible! ¿Ha querido hacer matar a su cuñado?
-Sí.
-¿Estaba casada? -preguntó Aramis.
-Sí.
-¿Y su marido se dio cuenta de que tenía una flor de lis en el hombro? -exclamó Porthos.
-Sí.
Estos tres síes fueron dichos por Athos con una entonación más sombría cada vez.
-¿Y quién ha visto esa flor de lis? -preguntó Aramis.
-D'Artagnan y yo, o mejor, para observar el orden cronológico, yo y D'Artagnan -respondió
Athos.
-¿Y el marido de esa horrible criatura vive aún?- dijo Aramis.
-Aún vive.
-¿Estáis seguro?
-Lo estoy.
Hubo un instante de frío silencio durante el que cada cual se sintió impresionado según su
naturaleza.
-Esta vez -prosiguió Athos interrumpiendo el primero el silencio D'Artagnan nos ha dado un
programa excelente, y eso es lo primero que hay que escribir.
-¡Diablos! Tenéis razón, Athos -prosiguió Aramis-, y la redacción es espinosa. El mismo señor
canciller se vería en apuros para redactar una epístola de esa fuerza, y sin embargo, el señor
canciller redacta muy tranquilamente un atestado. ¡No importa, callaos, escribo!
En efecto, Aramis cogió la pluma, reflexionó algunos instantes, se puso a escribir ocho o diez
líneas de una encantadora y diminuta escritura de mujer, y luego, con voz dulce y lenta, como si
cada palabre hubiera sido sopesada escrupulosamente, leyó lo que sigue:
«Milord:
La persona que os escribe estas pocas líneas ha tenido el honor de cruzar la espada con
vos en un pequeño cercado de la calle d'Enfer. Como luego tuvisteis a bien declararos varias
veces amigo de esta persona, ésta os debe agradecer esa amistad con un buen aviso. Dos
veces habéis estado a punto de ser víctima de un pariente próximo a quien creéis vuestro
heredero, porque ignoráis que antes de contraer matrimonio en Inglaterra estaba ya casada
en Francia. Pero la tercera vez que es ésta, podéis sucumbir a ella. Vuestro pariente ha
partido de La Rochelle para Inglaterra durante la noche. Vigilad su llegada, porque tiene
grandes y terribles proyectos. Si queréis saber absolutamente de lo que es capaz, leed su
pasado en su hombro izquierdo.»
-¡Bien! A las mil maravillas -dijo Athos-, y tenéis pluma de secretario de Estado, mi querido
Aramis. Ahora lord de Winter estará ojo avizor, si el aviso le llega; y aunque caiga en manos de
Su Eminencia misma, no podríamos quedar comprometidos. Mas como el criado que partirá
podría hacernos creer que ha estado en Londres y detenerse en Chátellerault, démosle sólo con
la carta la mitad de la suma, prometiéndole la otra mitad a cambio de la respuesta. ¿Tenéis el
diamante? -continuó Athos.
-Tengo algo mejor que eso, tengo el dinero.
Y D'Artagnan arrojó la bolsa sobre la mesa: al sonido del oro, Aramis alzó los ojos. Porthos se
estremeció; en cuanto a Athos, permaneció impasible.
-¿Cuánto hay en esa pequeña bolsa? -dijo.
-Siete mil libras en luises de doce francos.
-¡Siete mil libras! -exclamó Porthos-. ¿Ese mal diamantucho va lía siete mil libras?
-Eso parece -dijo Athos-, porque aquí están; no creo que nuestro amigo D'Artagnan haya
puesto de lo suyo.
-Pero señores -dijo D'Artagnan-, en todo esto no pensamos en la reina. Cuidemos algo la salud
de su querido Buckingham. Es lo menos que le debemos.
-Es justo -dijo Athos-, pero eso concierne a Aramis.
-¡Bien! -respondió éste ruborizándose-. ¿Qué tengo que hacer?
-Es muy sencillo -replicó Athos-, redactar una segunda carta para esa persona hábil que vive
en Tours.
Aramis volvió a tomar la pluma, se puso a reflexionar de nuevo y escribió las siguientes líneas,
que sometió al instante mismo a la aprobación de sus amigos:
«Mi querida prima...»
-Vaya -dijo Athos-, ¿esa persona hábil es pariente vuestra?
-Prima hermana -dijo Aramis.
-¡Vaya entonces por prima!
Aramis continuó:
«Mi querida prima, Su Eminencia el cardenal, a quien Dios conserve para felicidad de
Francia y confusión de los enemigos del reino, está a punto de acabar con los rebeldes
heréticos de La Rochelle: es probable que el socorro de la flota inglesa no llegue siquiera a la
vista de la plaza; me atrevería a decir incluso que estoy seguro de que el señor de
Buckingham se verá impedido de partir por algún gran acontecimiento. Su Eminencia es el
politico más ilustre de los tiempos pasados, del tiempo presente y probablemente de los
tiempos futuros. Apagaría el sol si el sol le molestara. Dad estas felices nuevas a vuestra
hermana, querida prima. He soñado que ese maldito inglés era matado. No puedo recordar si
lo era por el hierro o por el veneno; sólo estoy segura de que he soñado que era matado, y,
ya lo sabéis, mis sueños no me engañan jamás. Estad segura, por tanto, de que pronto me
veréis volver.»
-¡De maravilla! -exclamó Athos-. Sois el rey de los poetas; mi querido Aramis, habláis como el
Apocalipsis y sois verdadero como el Evangelio. Ahora no os queda mas que poner las señas en
esa carta.
-Es muy fácil -dijo Aramis.
Y plegó coquetamente la carta, la volvió y escribió:
«A mademoiselle Marie Michon, costurera de Tours.»
Los tres amigos se miraron riendo: estaban prendados.
-Ahora -dijo Aramis- comprenderéis, señores, que sólo Bazin puede llevar esta carta a Tours;
mi prima sólo conoce a Bazin y no tiene confianza más que en él: cualquier otro haría fracasar el
asunto. Además, Bazin es ambicioso y sabio; Bazin ha leído la historia, señores, sabe que Sixto V
se convirtió en Papa tras haber guardado puercos. Pues bien, como cuenta con entrar en la
iglesia al tiempo que yo, no desespera convertirse él también en Papa o al menos en cardenal:
comprenderéis que un hombre que tiene semejantes miras no se dejará prender o, si es
prendido, sufrirá el martirio antes que hablar.
-Bien, bien -dijo D'Artagnan-, os concedo de buena gana a Ba zin; pero concededme a mí a
Planchet: Milady lo hizo poner en la calle cierto día a fuerza de bastonazos; ahora bien, Planchet
tiene buena memoria y, os respondo de ello, si puede suponer una venganza posible, antes se
dejará romper la crisma que renunciar a ella. Si vuestros asuntos en Tours son vuestros asuntos,
Aramis, los de Londres son los míos. Ruego por tanto que se escoja a Planchet, quien además ya
ha estado en Londres conmigo y sabe decir muy correctamente: London, sir, if you please y my
master lord D'Artagnan; con esto, estad traquilos, hará su camino de ida y vuelta.
-En ese caso -dijo Athos-, es preciso que Planchet reciba sete cientas libras para ir y setecientas
libras para volver, y Bazin, trescientas libras para ir y trescientas para volver; esto reducirá la
suma a cinco mil libras; nosotros cogeremos mil libras cada uno para emplearlas como bien nos
parezca, y dejaremos un fondo de mil libras que guardará el abate para los casos extraordinarios
o para las necesidades comunes. ¿Estáis de acuerdo?
-Mi querido Athos -dijo Aramis-, habláis como Néstor, que era, como todos sabemos, el más
sabio de los griegos.
-Pues bien, todo resuelto -prosiguió Athos-: Planchet y Bazin partirán; en última instancia, no
me molesta conservar a Grimaud; está acostumbrado a mis modales, y me quedo con él, el día
de ayer ha debido baldarle, y ese viaje lo perdería.
Se hizo venir a Planchet y se le dieron las instrucciones; ya había sido prevenido por
D'Artagnan, que de primeras le había anunciado la gloria, luego el dinero, después el peligro.
-Llevaré la carta en la bocamanga de mi traje -dijo Planchet-, y la tragaré si me prenden.
-Pero entonces no podrás hacer el encargo -dijo D'Artagnan.
-Esta noche me daréis una copia, que mañana sabré de memoria.
-¡Y bien! ¿Qué os había dicho?
-Ahora -continuó dirigiéndose a Planchet- tienes ocho días para llegar junto a lord de Winter,
tienes otros ocho para volver aquí; en total, dieciséis días; si al dieciseisavo día de tu partida, a
las ocho de la tarde, no has llegado, nada de dinero, aunque sean las ocho y cinco minutos.
-Entonces, señor -dijo Planchet-, compradme un reloj.
-Toma éste -dijo Athos, dándole el suyo con una generosidad despreocupada- y sé un valiente
muchacho. Piensa que si hablas, te vas de la lengua y callejeas haces cortar el cuello a tu amo,
que tiene tanta confianza en tu fidelidad que nos ha respondido de ti. Pero piensa también que si
por tu culpa le ocurre alguna desgracia a D'Artagnan, te encontraré donde sea y será para abrirte
el vientre.
-¡Oh señor! -dijo Planchet, humillado por la sospecha y asusta do sobre todo por el aire
tranquilo del mosquetero.
-Y yo -dijo Porthos haciendo girar sus grandes ojos-, piensa que te desuello vivo.
-¡Ay, señor!
-Y yo -continuó Aramis con su voz dulce y melodiosa-, piensa que te quemo a fuego lento
como un salvaje.
-¡Ah, señor!
Y Planchet se puso a llorar; no nos atreveríamos a decir si fue de terror, debido a las
amenanzas que le hacían o de ternura al ver a los cuatro amigos tan estrechamente unidos.
D'Artagnan le cogió la mano y lo abrazó.
-¿Ves, Planchet? -le dijo-. Estos señores lo dicen todo eso por ternura hacia mí, pero en el
fondo lo quieren.
-¡Ay, señor! -dijo Planchet-. O triunfo o me cortan en cuatro; aunque me descuarticen, estad
convencido de que ni un solo trozo hablará.
Quedó decidido que Planchet partiría al día siguiente a las ocho de la mañana a fin de que,
como había dicho, pudiera durante la noche aprenderse la carta de memoria. Justo a las doce se
llegó a este acuerdo; debía estar de vuelta al decimosexto día, a las ocho de la tarde.
Por la mañana, en el momento en que iba a montar a caballo, D'Artagnan, que en el fondo
sentía debilidad por el duque, tomó aparte a Planchet.
-Escucha -le dijo-, cuando hayas entregado la carta a lord de Winter y la haya leido, le dirás:
«Velad por Su Gracia lord Buckingham, porque lo quieren asesinar.» Pero esto, Planchet, es tan
grave y tan importante que ni siquiera he querido confesar a mis amigos que te confiaría este
secreto, y ni por un despacho de capitán querría escribírtelo.
-Estad tranquilo, señor -dijo Planchet-, ya veréis si se puede contar conmigo.
Y montando sobre un excelente caballo, que debía dejar a veinte leguas de allí para tomar la
posta, Planchet partió al galope, el corazón algo encogido por la triple promesa que le habían
hecho los mosquete ros, pero por lo demás en las mejores disposiciones del mundo.
Bazin partió al día siguiente por la mañana para Tours, y tuvo ocho días para hacer su
comisión.
Los cuatro amigos, durante toda la duración de estas dos ausencias, tenían, como fácilmente
se comprenderá, el ojo en acecho más que nunca, la nariz al viento y los oídos a la escucha. Sus
jornadas se pasaban tratando de sorprender lo que se decía de acechar los pasos del cardenal y
de olfatear los correos que llegaban. Más de una vez un estremecimiento insuperable se apoderó
de ellos cuando se los llamó para algún servicio inesperado. Por otra parte, tenían que guardarse
de su propia seguridad, Milady era un fantasma que cuando se había aparecido una vez a las
personas, no las dejaba ya dormir tranquilas.
La mañana del octavo día, Bazin, fresco como siempre y sonriendo según su costumbre, entró
en la taberna de Parpaillot cuando los cuatro amigos estaban a punto de almorzar, diciendo
según el acuerdo fijado:
-Señor Aramis, aquí está la respuesta de vuestra prima.
Los cuatro amigos intercambiaron una mirada alegre: la mitad de la tarea estaba hecha; cierto
que era la más corta y la más fácil.
Aramis, ruborizándose a pesar suyo, tomó la carta, que era de una escritura grosera y sin
ortografía.
-¡Buen Dios! -exclamó riendo-. Decididamente no lo conseguirá; nunca esa pobre Michon
escribirá como el señor de Voiture.
-¿Qué es lo que quiere tezir esa probe Mijon? -preguntó el suizo, que estaba a punto de hablar
con los cuatro amigos cuando la carta había llegado.
-¡Oh, Dios mío! Nada de nada -dijo Aramis-, una costurerita encantadora a la que amaba
mucho y a la que le he pedido algunas líneas de su puño y letra a manera de recuerdo.
-¡Diozez! -dijo el suizo-. Zi ella ser tan glante como zu ezcritura, tendrez muja fortuna
gamarata.
Aramis leyó la carta y la pasó a Athos.
-Ved, pues, lo que me escribe, Athos -dijo.
Athos lanzó una mirada sobre la epístola, y para hacer desvanecerse todas las sospechas que
hubieran podido nacer, leyó en alta voz:
«Prima mía, mi hermana y yo adivinamos muy bien los sueños, y tenemos incluso un miedo
horroroso por ellos; pero espero que del vuestro pueda decir que todo sueño es mentira. ¡Adiós!
Portaos bien, y haced que de vez en cuando oigamos hablar de voz.
Aglae Michon
¿Y de qué sueño habla ella? -preguntó el dragón que se había a cercado durante la lectura.
-Zí, ¿de qué zueño? -dijo el suizo.
-¡Diantre! -dijo Aramis-. Es muy sencillo: de un sueño que tuve y le conté.
-¡Oh!, zí, por Tios; ez muy sencijo de gontar zu zueño; pero yo no zueño jamás.
-Sois muy dichoso -dijo Athos levantándose-. ¡Y me gustaría poder decir lo mismo que vos!
-¡Jamás! -exclamó el suizo, encantado de que un hombre como Athos le envidiase algo-.
¡Jamás! ¡Jamás!
D'Artagnan, viendo que Athos se levantaba, hizo otro tanto, tomó su brazo y salió.
Porthos y Aramis se quedaron para hacer frente a las chirigotas del dragón y del suizo.
En cuanto a Bazin, se fue a acostar sobre un haz de paja; y como tenía más imaginación que el
suizo, soñó que el señor Aramis, vuelto Papa, le tocaba con un capelo de cardenal.
Pero como hemos dicho, Bazin con su feliz retorno no había quitado más que una parte de la
inquietud que aguijoneaba a los cuatro ami gos. Los días de la espera son largos, y D'Artagnan
sobre todo hubieri apostado que ahora los días tenían cuarenta y ocho horas. Olvidaba las
lentitudes obligadas de la navegación, exageraba el poder de Milady. Prestaba a aquella mujer,
que le parecía semejante a un demonio, auxiliares sobrenaturales como ella; al menor ruido se
imaginaba que venían a detenerle y que traían a Planchet para carearlo con él y con sus amigos.
Hay más: su confianza de antaño tan grande en el digno picardo disminuía de día en día. Esta
inquietud era tan grande que ganaba a Porthos y a Aramis. Sólo Athos permanecía impasible
como si ningún peligro se agitara en torno suyo, y como si respirase su atmósfera cotidiana.
El decimosexto día sobre todo estos signos de agitación eran tar visibles en D'Artagnan y sus
dos amigos que no podían quedarse er su sitio, y vagaban como sombras por el camino por el
que debía volver Planchet.
-Realmente -les decía Athos- no sois hombres, sino niños, para que una mujer os cause tan
gran miedo. Después de todo, ¿de qué se trata? ¡De ser encarcelados! De acuerdo, pero nos
sacarán de prisión: de ella ha sido sacada la señora Bonacieux. ¿De sér decapitados: Pero si
todos los días, en la trinchera, vamos alegremente a exponernos a algo peor que eso, porque
una bala puede partirnos una pierna, y estoy convencido de que un cirujano nos hace sufrir más
cortándonos el muslo que un verdugo al cortarnos la cabeza. Estad, por tanto, tranquilos; dentro
de dos horas, de cuatro, de seis a más tardar, Planchet estará aquí: ha prometido estar aquí, y
yo tengo grandísima fe ear las promesas de Planchet, que me parece un muchacho muy valiente.
-Pero ¿si no llega? -dijo D'Artagnan.
-Pues bien, si no llega es que se habrá retrasado, eso es todo. Puede haberse caído del caballo,
puede haber hecho una cabriola por encima del puente, puede haber corrido tan deprisa que
haya cogido una fluxión de pecho. Vamos, señores, tengamos en cuenta los acontecimientos. La
vida es un rosario de pequeñas miserias que el filósofo desgrana riendo. Sed filósofos como yo,
señores sentaos a la mesa y bebamos; nada hace parecer el porvenir color de rosa como mirarlo
a través de un vaso de chambertin.
-Eso está muy bien -respondió D'Artagnan-; pero estoy harto de tener que temer, cuando bebo
bebidas frías, que el vino salga de la bodega de Milady.
-¡Qué difícil sois! -dijo Athos-. ¡Una mujer tan bella!
-¡Una mujer de marca! -dijo Porthos con su gruesa risa.
Athos se estremeció, pasó la mano por su frente para enjugarse él sudor y se levantó a su vez
con un movimiento nervioso que no pudo reprimir.
Sin embargo, el día pasó y la noche llegó más lentamente, pero al fin llegó; las cantinas se
llenaron de parroquianos; Athos, que se había embolsado su parte del diamante, no dejaba el
Parpaillot. Había encontrado en el señor de Busigny, que por lo demás le había dado una cena
magnífica, un partner digno de él. Jugaban, pues, juntos, como de costumbre, cuando las siete
sonaron: se oyó pasar las patrullas que iban a doblar los puestos; a las siete y media sonó la
retreta.
-Estamos perdidos -dijo D'Artagnan al oído de Athos.
-Queréis decir que hemos perdido -dijo tranquilamente Athos sacando cuatro pistolas de su
bolsillo y arrojándolas sobre la mesa-. Vamos, señores -continuó-, tocan a retreta, vamos a
acostarnos.-
Y Athos salió del Parpaillot seguido de D'Artagnan. Aramis venía detras dando el brazo a
Porthos. Aramis mascullaba versos y Portos se arrancaba de vez en cuando algunos pelos del
mostacho en señal de desesperación.
Pero he aquí que, de pronto en la oscuridad, se dibuja una sombra, cuya forma es familiar a
D'Artagnan, y que una voz muy conocida le dice:
-Señor os traigo vuestra capa, porque hace fresco esta noche.
-¡Planchet! -exclamó D'Artagnan ebrio de alegría.
-¡Planchet! -repitieron Porthos y Aramis.
-Pues claro, Planchet -dijo Athos-. ¿Qué hay de sorprendente en ello? Había prometido estar de
regreso a las ocho, y están dando las ocho. ¡Bravo! Planchet, sois un muchacho de palabra, y si
alguna vez dejáis a vuestro amo, os guardo un puesto a mi servicio.
-¡Oh, no, nunca! -dijo Planchet-. Nunca dejaré al señor D'Artagnan!
Al mismo tiempo D'Artagnan sintió que Planchet le deslizaba un billete en la mano.
D'Artagnan tenía grandes deseos de abrazar a Planchet al regreso como lo había abrazado a la
partida; pero tuvo miedo de que esta señal de efusión, dada a su lacayo en plena calle, pareciese
extraordinaria a algún transeúnte, y se contuvo.
-Tengo el billete -dijo a Athos y a sus amigos.
-Está bien -dijo Athos-, entremos en casa y lo leeremos.
El billete ardía en la mano de D'Artagnan; quería acelerar el paso; pero Athos le cogió el brazo
y lo pasó bajo el suyo; y así, el joven tuvo que acompasar su camera a la de su amigo.
Por fin entraron en la tienda, encendieron una lámpara, y mientras Planchet se mantenía en la
puerta para que los cuatro amigos no fueran sorprendidos, D'Artagnan, con una mano
temblorosa, rompió el sello y abrió la carta tan esperada.
Contenía media línea de una escritura completamente británica y de una concisión
completamente espartana:
«Thank you, be easy.»
Lo cual quería decir:
«¡Gracias, estad tranquilo!»
Athos tomó la carta de manos de D'Artagnan, la aproximó a la lámpara, la prendió fuego y no
la soltó hasta que no quedó reducida a cenizas.
Luego, llamando a Planchet:
-Ahora, muchacho, puedes reclamar tus setecientas libras, mas no arriesgabas gran cosa con
un billete como éste.
-No será por falta de haber inventado muchos medios para guardarlo -dijo Planchet.
-Y bien -dijo D'Artagnan- cuéntanos eso.
-Maldición, es muy largo, señor.
-Tienes razón, Planchet -dijo Athos-; además la retreta ha sonado, y nos haríamos notar
conservando la luz más tiempo que los demás.
-Sea -dijo D'Artagnan-, acostémonos. Duerme bien, Planchet.
-A fe, señor, que será la primera vez en dieciséis días.
-¡También para mí! -dijo D'Artagnan.
-¡También para mí! -replicó Porthos.
-¡Y para mí también! -repitió Aramis.
-Pues bien, si queréis que os confiese la verdad, ¡para mí también! -dijo Athos.
Capítulo XLIX
Fatalidad
Entretanto Milady, ebria de cólera, rugiendo sobre el puente del navío como una leona a la que
embarcan, había estado tentada de arrojarse al mar para ganar la costa, porque no podía
hacerse a la idea de que había sido insultada por D'Artagnan amenazada por Athos y que
abandonaba Francia sin vengarse de ellos. Pronto esta idea se había vuelto tan insoportable para
ella que, con riesgo de lo que de terrible podía ocurrir para ella misma, había suplicado al capitán
arrojarla junto a la costa; mas el capitán, apremiado para escapar a su falsa posición, colocado
entre los cruceros franceses a ingleses como el murciélago entre las ratas y los pájaros, tenía
mucha prisa en volver a ganar Inglaterra, y rehusó obstinadamente obedecer a lo que tomaba
por un capricho de mujer, prometiendo a su pasajera, que además le había sido recomendada
particularmente por el cardenal, dejarla, si el mar y los franceses lo permitían, en uno de los
puertos de Bretaña, bien en Lorient, bien en Brest; pero, entretanto el viento era contrario, la
mar mala, voltejeaban y daban bordadas. Nueve días después de la salida de Charente, Milady,
completamente pálida por sus penas y su cólera, vela aparecer sólo las costas azules del
Finisterre.
Calculó que para atravesar aquel rincón de Francia y volver junto al cardenal necesitaba por lo
menos tres días; añadid un día para desembarco, y eran cuatro; añadid esos cuatro días a los
otros nueve, y eran trece días perdidos, trece días durante los que tantos acontecimientos
importantes podían pasar en Londres. Pen"dudablemente que el cardenal estaría furioso por su
regreso y que por consiguiente estaría más dispuesto a escuchar las quejas que se lanzarían
contra ella que las acusaciones que ella lanzarfa contra los otros. Dejó, por tanto, pasar Lorient y
Brest sin insistirle al capitán que, por su parte, se guardó mucho de dar aviso. Milady continuo,
pues, su ruta, y el mismo día en que Planchet se embarcaba de Portsmouth para Francia, la mensajera
de su Eminencia entraba triunfante en el puerto.
Toda la ciudad estaba agitada por un movimiento extraordinario: cuatro grandes bajeles
recientemente terminados acababan de ser lanzados al mar; de pie sobre la escollera engalanado
de oro, deslumbrante, según su costumbre, de diamantes y pedrerías, el sombrero de fieltro
adornado con una pluma blanca que volvía a caer sobre su hombro, se vela a Buckingham
rodeado de un estado mayor casi tan brillante como él.
Era una de esas bellas y raras jornadas de invierno en que Inglate rra se acuerda de que hay
sol. El astro pálido, pero sin embargo aún espléndido, se ponía en el horizonte empurpurando a
la vez el cielo y el mar con bandas de fuego y arrojando sobre las tomes y las viejas casas de la
ciudad un último rayo de oro que hacía centellear los crista les como el reflejo de un incendio.
Milady, al respirar aquel aire del océano más vivo y más balsámico a la proximidad de la tierra, al
contemplar todo el poder de aquellos preparativos que ella estaba encargada de destruir, todo el
poderío de aquel ejército que ella debía combatir sola -ella mujer- con algunas bolsas de oro, se
comparó mentalmente a Judith, la terrible judía, cuando penetró en el campamento de los Asirios
y cuando vio la masa enorme de carros, de caballos, de hombres y de armas que un gesto de su
mano debía disipar como una nube de humo.
Entraron en la rada pero cuando se aprestaban a echar el ancla, un pequeño cúter
formidablemente armado se aproximó al navío mercante declarándose guardacostas, a hizo
echar al mar su bote, que se dirigió hacia la escala. Aquel bote llevaba un oficial, un
contramaestre y ocho remadores; sólo el oficial subió a bordo, donde fue recibido con toda la
deferencia que inspira un uniforme.
El oficial se entretuvo algunos instantes con el patron, le hizo leer un papel de que era portador
y, por orden del capitán mercante, toda la tripulación del navío, marineros y pasajeros, fue
llevada al puente.
Cuando concluyó aquella especie de pase de lista, el official preguntó en voz alta del punto de
partida de la bricbarca, de su ruta, de sus puntos de tierra tocados, y a todas las preguntas el
capitán satisfizo sin duda, y sin dificultad. Entonces el official comenzó a pasar revista de todas
las personas una tras otra y, deteniéndose en Milady, la consideró con gran cuidado, pero sin
dirigirle una sola palabra.
Luego volvió al capitán, le dijo aún unas palabras; y como si fuera a él a quien en adelante el
navío debiera obedecer, ordenó una maniobra que la tripulación ejecutó al punto. Entonces el
navío se puso en marcha, siempre escoltado por el pequeño cúter, que bogaba borda con borda
-a su lado, amenazando su flanco con la boca de sus seis cañones; mientras, la barca seguía la
estela del navío, débil punto junto a la enorme masa.
Durante el examen que el oficial había hecho de Milady, Milady, como se supondrá, lo había
devorado por su parte con la mirada. Mas, sea el que fuere el hábito que esta mujer de ojos de
llama tuviera de leer en el corazón de aquellos cuyos secretos necesitaba adivinar, esta vez
encontró un rostro de una impasibilidad tal que ningún descubrimiento siguió a su investigación.
El official, que se había detenido ante ella y que sigilosamente la había estudiado con tanto
cuidado, podía tener entre veinticinco y ventiséis años; era blanco de rostro, con ojos ; azul claro
algo sumidos; su boca, fina y bien dibujada, permanecía inmóvil en sus líneas correctas; su
mentón, vigorosamente acusado, de notaba esa fuerza de voluntad que en el tipo vulgar
británico no es ordinariamente más que cabezonería; una frente algo huidiza, como conviene a
los poetas, a los entusiastas y a los soldados, estaba apenas sombreada por una cabellera corta y
rala que, como la barba que cubría la parte baja de su rostro, era de un hermoso color castaño
oscuro.
Cuando entraron en el puerto era ya de noche. La bruma espesaba aún más la oscuridad y
formaba en torno de los fanales y de las linternas de las escolleras un círculo semejante al que
rodea la luna cuando el tiempo amenaza con volverse lluvioso. El aire que se respiraba era triste,
húmedo y frío.
Milady, aquella mujer tan fuerte, se sentía tiritar a pesar suyo.
El official se hizo indicar los bultos de Milady, hizo llevar su equipaje al bote, y una vez que
estuvo hecha esta operación, la invitó a ella misma tendiéndole su mano.
-¿Quién sois, señor -preguntó ella-, que habéis tenido la bondad de ocuparos tan
particularmente de mí?
-Debéis saberlo, señora, por mi uniforme; soy oficial de la marina inglesa -respondió el joven.
-Pero ¿es costumbre que los oficiales de la marina inglesa se pongan a las órdenes de sus
compatriotas cuando llegan a un puerto de Gran Bretaña y lleven la galantería hasta conduciros a
tierra?
-Sí, Milady, es costumbre, no por galantería sino por prudencia, que en tiempo de guerra los
extranjeros sean conducidos a una hoste ría designada a fin de que queden bajo la vigilancia del
gobierno hasta una perfecta información sobre ellos.
Estas palabras fueron pronunciadas con la cortesía más puntual y la calma más perfecta. Sin
embargo, no tuvieron el don de convencer a Milady.
-Pero yo no soy extranjera, señor -dijo ella con el acento más puro que jamás haya sonado de
Porstmouth a Manchester-, me llamo lady Clarick, y esta medida...
-Esta medida es general, Milady, y trataríais en vano de sustraeros a ella.
-Entonces os seguiré, señor.
Y aceptando la mano del official, comenzó a descender la escala, a cuyo extremo le esperaba el
bote. El oficial la siguió: una gran capa estaba extendida a popa, el official la hizo sentar sobre la
capa y se sentó junto a ella.
-Remad -dijo a los marineros.
Los ocho remos cayeron en el mar, haciendo un solo ruido, golpeando con un solo golpe, y el
bote pareció volar sobre la superficie del agua.
Al cabo de cinco minutos tocaban tierra.
El oficial saltó al muelle y ofreció la mano a Milady.
Un coche esperaba.
- Es para nosotros este coche? -preguntó Milady.
-Sí, señora -respondió el official.
-La hostería debe estar entonces muy lejos.
-Al otro extremo de la ciudad.
-Vamos -dijo Milady.
Y subió resueltamente al coche.
El oficial veló porque los bultos fueran cuidadosamente atados detrás de la caja, y, concluida
esta operación, ocupó su sitio junto a Milady y cerró la portezuela.
Al punto, sin que se diese ninguna orden y sin que hubiera necesidad de indicarle su destino, el
cochero partió al galope y se metió por las calles de la ciudad.
Una recepción tan extraña debía ser para Milady amplia materia de reflexión; por eso, al ver
que el joven oficial no parecía dispuesto en modo alguno a trabar conversación, se acodó en un
ángulo del coche pasó revista una tras otra a todas las suposiciones que se presenta an a su
espíritu.
Sin embargo, al cabo de un cuarto de hora, extrañada de la largura del camino, se inclinó hacia
la portezuela para ver adónde se la conducía. No se percibían ya casas; en las tinieblas,
aparecían los árboles como grandes fantasmas negros recorriendo uno tras otro.
Milady se estremeció.
-Pero ya no estamos en la ciudad, señor -dijo.
El joven guardó silencio.
-No seguiré más lejos si no me decís adónde me conducís; ¡os lo prevengo, señor!
Esta amenaza no obtuvo ninguna respuesta.
-¡Oh, esto es demasiado! -exclamó Milady-. ¡Socorro! ¡Socorro!
Ninguna voz respondió a la suya, el coche continuo rodando con rapidez; el oficial parecía una
estatua.
Milady miró al oficial con una de esas expresiones terribles, peculiares de su rostro y que
raramente dejaban de causar su efecto; la colera hacía centellear sus ojos en la sombra.
El joven permaneció impasible.
Milady quiso ábrir la portezuela y tirarse.
-Tened cuidado, señora -dijo fríamente el joven-; si saltáis os mataréis.
Milady volvió a sentarse echando espuma; el oficial se inclinó, la miró a su vez y pareció
sorprendido al ver aquel rostro, tan bello no hacía mucho, trastornado por la rabia y vuelto casi
repelente. La astuta criatura comprendió que se perdía al dejar ver así en su alma; volvió a
serenar sus rasgos, y con una voz gimente dijo:
-En nombre del cielo, señor, decidme si es a vos, a vuestro gobierno, o a un enemigo al que
debo atribuir la violencia que se me hace.
-No se os hace ninguna violencia, señora, y lo que os sucede es el resultado de una medida
totalmente simple que estamos obligados a tomar con todos aquellos que desembarcan en
Inglaterra.
-Entonces, ¿vos no me conocéis, señor?
-Es la primera vez que tengo el honor de veros.
-Y, por vuestro honor, ¿no tenéis ningún motivo de odio contra mí?
-Ninguno, os lo juro.
Había tanta serenidad, tanta sangre fría, dulzura incluso en la voz del joven, que Milady quedó
tranquilizada.
Finalmente, tras una hora de marcha aproximadamente, el coche se detuvo ante una verja de
hierro que cerraba un camino encajonado que conducía a un castillo severo de forma, macizo y
aislado. Entonces, como las ruedas rodaban sobre arena fina, Milady oyó un vasto mugido que
reconoció por el ruido del mar que viene a romper sobre una costa escarpada.
El coche pasó bajo dos bóvedas, y finalmente se detuvo en un patio sombrío y cuadrado; casi
al punto la portezuela del coche se abrió, el joven saltó ágilmente a tierra y presentó su mano a
Milady, que se apoyó en ella y descendió a su vez con bastante calma.
-Lo cierto es -dijo Milady mirando en torno suyo y volviendo sus ojos sobre el joven oficial con
la más graciosa sonrisa- que estoy prisionera; pero no será por mucho tiempo, estoy segura
-añadió-; mi conciencia y vuestra cortesía, señor, son garantías de ello.
Por halagador que fuese el cumplido, el ficial no respondió nada; pero sacando de su cintura
un pequeño silbato de plata semejante a aquel de que se sirven los contramaestres en los navíos
de guerra, silbó tres veces, con tres modulaciones diferentes; entonces aparecieron varios
hombres, desengancharon los caballos humeantes y llevaron el coche bajo el cobertizo.
Luego, el oficial, siempre con la misma cortesía calma, invitó a su prisionera a entrar en la
casa. Esta, siempre con su mismo rostro sonriente, le tomó el brazo y entró con él bajo una
puerta baja y cimbrada que por una bóveda sólo iluminada al fondo conducía a una escalera de
piedra que giraba en torno de una arista de piedra; luego se detuvieron ante una puerta maciza
que, tras la introducción en la cerradura de una llave que el joven llevaba consigo, giró
pesadamente sobre sus goznes y dio entrada a la habitación destinada a Milady.
De una sola mirada la prisionera abarcó la habitación en sus menores detalles.
Era una habitación cuyo moblaje era al mismo tiempo muy limpio para una prisión y muy
severo para una habitación de hombre libre; sin embargo, los barrotes en las ventanas y los
cerrojos exteriores de la puerta decidían la causa en favor de la prisión.
Por un instante, toda la fuerza de ánimo de esta criatura, templada sin embargo en las fuentes
más vigorosas, la abandonó; cayó en un sillón, cruzando los brazos, bajando la cabeza y
esperando a cada instante ver entrar a un juez para interrogarla.
Pero nadie entró, sino dos o tres soldados de marina que trajeron los baúles y las cajas, los
depositaron en un rincón y se retiraron sin decir nada.
El oficial presidía todos estos detalles con la misma calma que constantemente le había visto
Milady, sin pronunciar una palabra y haciéndose obedecer con un gesto de su mano o a un toque
de silbato.
Se hubiera dicho que entre este hombre y sus inferiores la lengua hablada no existía o
resultaba inútil.
Finalmente Milady no se pudo contener por más tiempo y rompió el silencio.
-En nombre del cielo, señor -exclamó-, ¿qué quiere decir todo cuanto pasa? Aclarad mis
irresoluciones; te ngo valor para cualquier peligro que preveo, para cualquier desgracia que
comprendo. ¿Dónde estoy y qué soy aqu? Si estoy libre, ¿por qué esos barrotes y esas puertas?
Si estoy prisionera, ¿qué crimen he cometido?
-Estáis aquí en la habitación que se os ha destinado, señora. He recibido la orden de ir a
recogeros en el mar y conduciros a este castillo; creo haber cumplido esta orden con toda la
rigidez de un soldado, pero también con toda la cortesía de un gentilhombre. Ahí termina, al
menos hasta el presente, la carga que tenía que cumplir junto a vos, lo demás concierne a otra
persona.
-Y esa otra persona, ¿quién es? -preguntó Milady-. ¿No podéis decirme su nombre?...
En aquel momento se oyó por las escaleras un gran rumor de espuelas; algunas voces pasaron
y se apagaron, y el ruido de un paso aislado se acercó a la puerta.
-Esa persona, hela aquí, señora -dijo el oficial descubriendo el pasaje y colocándose en actitud
de respeto y sumisión.
Al mismo tiempo se abrió la puerta: un hombre apareció en el umbral...
Estaba sin sombrero, llevaba la espada al costado y estrujaba un pañuelo entre sus dedos.
Milady creyó reconocer a aquella sombra en la sombra; se apoyó con una mano en el brazo de
su sillón y adelantó la cabeza como para ir por delante de una certidumbre.
Entonces el extraño avanzó lentamente; y a medida que avanzaba al entrar en el círculo de luz
proyectado por la lámpara, Milady retrocedía involuntariamente.
Luego, cuando ya no tuvo ninguna duda:
-¡Cómo! ¡Mi hermano! -exclamó en el colmo del estupor-. ¿Sois vos?
-Sí, hermosa dama -respondió lord de Winter haciendo un saludo mitad cortés, mitad irónico-,
yo mismo.
-Pero, entonces, ¿este castillo?
-Es mío.
-¿Esta habitación?
-Es la vuestra.
-¿Soy, pues, vuestra prisionera?
-Más o menos.
-¡Pero esto es un horrendo abuso de fuerza!
-Nada de grandes palabras; sentémonos y hablemos tranquilamente, como conviene hacer
entre un hermano y una hermana.
Luego, volviéndose hacia la puerta, y viendo que el joven oficial esperaba sus últimas órdenes:
-Está bien -dijo-, gracias; ahora, dejadnos, señor Felton.
Capítulo L
Charla de un hermano con su hermana
Durante el tiempo que lord de Winter tardó en cerrar la puerta, en echar un cerrojo y acercar
un asiento al sillón de su cuñada Milady, pensativa, hundió su mirada en las profundidades de la
posibilidad, y descubrió toda la trama que ni siquiera había podido entrever mientras ignoró en
qué manos había caído. Tenía a su cuñado por un buen gentilhombre, cabal cazador, jugador
intrépido, emprendedor con las mujeres, pero de fuerza inferior a la suya tratándose de intriga.
¿Cómo había podido descubrir su llegada? ¿Cómo hacerla prender? ¿Por qué la retenía?
Athos le había dicho algunas palabras que probaban que la conversación que había mantenido
con el cardenal había caído en oídos extraños; pero no podía admitir que él hubiera podido cavar
una contramina tan pronta y tan audaz.
Temió más bien que sus precedentes operaciones en Inglaterra hubieran sido descubiertas.
Buckingham podia haber adivinado que era ella quien había cortado los dos herretes, y vengarse
de aquella pequeña traición; pero Buckingham era incapaz de entregarse a ningún exceso contra
una mujer, sobre todo si suponía que aquella mujer había actuado movida por un sentimiento de
celos.
Esta suposición le pareció la más probable; creyó que querían vengarse del pasado y no ir al
encuentro del futuro. Sin embargo, y en cualquier caso, se congratuló de haber caído en manos
de su cuñado, de quien contaba sacar provecho, antes que entre las de un enemigo directo a
inteligente.
-Sí, hablemos, hermano mío -dijo ella con una especie de jovialidad, decidida como estaba a
sacar de la conversación, pese al disimulo que pudiera aportar a ella lord de Winter, las
aclaraciones que necesitaba para regular su conducta futura.
-¿Os habéis, pues, decidido a volver a Inglaterra -dijo lord de Winter-, a pesar de la resolución
que tan a menudo me manifestasteis en Paris de no volver a poner los pies sobre territorio de
Gran Bretaña?
Milady respondió a una pregunta con otra pregunta.
-Ante todo -dijo ella-, decidme cómo me habéis hecho espiar tan severamente para estar
prevenidos de antemano no sólo de mi llegada, sino aun del día, de la hora y del puerto al que
llegaba.
Lord de Winter adoptó la misma táctica que Milady, pensando que, puesto que su cuñada la
empleaba, ésa debía ser la buena.
-Mas, decidme vos, mi querida hermana -prosiguió-, qué ve nís a hacer en Inglaterra.
-Pero si vengo a veros -prosiguió Milady, sin saber cuánto agravaba, con esta respuesta, las
sospechas que había hecho nacer en el espíritu de su cuñado la carta de D'Artagnan, y queriendo
sólo captar la benevolencia de su oyente con una mentira.
-¡Ah! ¿Verme? -dijo tímidamente lord de Winter.
-Claro, veros. ¿Qué hay de sorprendente en ello?
-Y al venir a Inglaterra, ¿no habéis tenido otro objetivo que verme?
-No.
-¿O sea, que sólo por mí os habéis tomado la molestia de atrave sar la Mancha?
-Sólo por vos.
-¡Vaya! ¡Cuánta ternura, hermana mía!
-¿No soy acaso vuestro pariente más próximo? -preguntó Milady con el tono de ingenuidad
más conmovedora.
-E incluso mi única heredera, ¿no es eso? -dijo a su vez lord de Winter, fijando sus ojos sobre
los de Milady.
Por mucho que fuera el poder que tuviera sobre sí misma, Milady no pudo impedir
estremecerse, y como al pronunciar las últimas palabras que había dicho, lord de Winter había
puesto la mano en el brazo de su hermana, ese estremecimiento no se le escapó.
En efecto, el golpe era directo y profundo. La primera idea que vino al espíritu de Milady fue
que había sido traicionada por Ketty, y que ésta le había contado al barón esa aversión
interesada cuya señal había dejado escapar imprudentemente ante su criada; recordó también la
salida furiosa a imprudente que había hecho contra D'Artagnan cuando había salvado la vida de
su cuñado.
-No comprendo, milord -dijo ella para ganar tiempo y hacer hablar a su adversario-. ¿Qué
queréis decir? ¿Y hay algún sentido desconocido oculto en vuestras palabras?
-¡Oh, Dios mío! No -dijo lord de Winter con aparente bondad-. Vos tenéis el deseo de verme, y
venís a Inglaterra. Yo me entero de ese deseo, o mejor, sospecho que lo sentís, y a fin de
ahorraros todas las molestias de una llegada nocturna a un puerto, todas las fatigas de un
desembarco, envío a uno de mis oficiales a vuestro encuentro; pongo un coche a sus órdenes y
él os trae aquí, a este castillo, del que soy gobernador, al que vengo todos los días, y en el que,
para que nuestro doble deseo de veros quede satisfecho, os hago preparar una habita ción. ¿Hay
algo en cuanto digo más sorprenderte de lo que hay en cuanto vos me habéis dicho?
-No, lo que encuentro sorprendente es que vos hayáis sido prevenido de mi llegada.
-Sin embargo es la cosa más simple, querida hermana: ¿no habéis visto que el capitán de
vuestro pequeño navío había enviado por delante, al entrar en la rada, para obtener su entrada
al puerto, un pequeño bote portador de su libro de corredera y de su registro de tripulación? Yo
soy comandante del puerto, me han traído ese libro, he reconocido en él vuestro nombre. Mi
corazón me ha dicho lo que acababa de confiarme vuestra boca, es decir, el motivo por el que os
exponíais a los peligros de un mar tan peligroso o al menos tan fatigante en este momento, y he
enviado mi cúter a vuestro encuentro. El resto ya lo sabéis.
Milady comprendió que lord de Winter mentía y quedó más asustada aún.
-Hermano mío -continuó ella-. ¿No es milord Buckingham a quien vi sobre la escollera, por la
noche, al llegar?
-El mismo. ¡Ah! Comprendo que su vista os haya sorprendido -prosiguió lord de Winter-. Vos
venís de un país donde deben ocuparse mucho de él, y sé que su armamento contra Francia
preocupa mucho a vuestro amigo el cardenal.
-¡Mi amigo el cardenal! -exclamó Milady, viendo que tanto sobre este punto como sobre el otro
lord de Winter parecía enterado de todo.
-¿No es, pues, amigo vuestro? -prosiguió negligentemente el barón-. ¡Ah!, perdón, eso creía;
pero ya volveremos a milord duque más tarde, no nos apartemos del giro sentimental que la
conversación había tomado. ¿Venís, a lo que decís, para verme?
-Sí.
-Pues bien, yo os he respondido que seríais servida a placer, y que nos veríamos todos los días.
-¿Debo, por tanto, permanecer eternamente aquí? -preguntó Milady con cierto terror.
-¿Os encontráis mal alojada, hermana mía? Pedid lo que os falte, yo me apresuraré a hacer
que os lo den.
-Pero no tengo ni mis mujeres ni mis criados...
-Tendréis todo eso, señora; decidme en qué tren había montado vuestro primer marido vuestra
casa; aunque yo no sea más que vuestro cuñado, la montaré en un tren parecido.
-¿Mi primer marido? -exclamó Milady mirando a lord de Winter con los ojos pasmados.
-Sí, vuestro marido francés; no hablo de mi hermano. Por lo demás, si lo habéis olvidado, como
aún vive podría escribirle y él me haría llegar informes a este respecto.
Un sudor frío perló la frente de Milady.
-Vos bromeáis -dijo ella con una voz sorda.
-¿Tengo aire de hacerlo? -preguntó el barón levantándose y dando un paso hacia atrás.
-O mejor, me insultáis -continuó ella apretando con sus manos crispadas los dos brazos del
sillón y alzándose sobre sus muñecas.
-¿Yo insultaros? -dijo lord de Winter con desprecio-. En verdad, señora, ¿creéis que es posible?
-En verdad, señor -dijo Milady-, o estáis ebrio o sois un insensato; salid y enviadme una mujer.
-Las mujeres son muy indiscretas, hermana; ¿no podría yo serviros de doncella? De esta forma
todos nuestros secretos quedarían en familia.
-¡Insolente! -exclamó Milady, y, como movida por un resorte, saltó sobre el barón, que la
esperó impasible, pero, sin embargo, con una mano sobre la guarda de su espada.
-¡Eh, eh! -dijo él-. Sé que tenéis costumbre de asesinar a las personas, pero yo me defenderé,
os lo prevengo, aunque sea contra vos.
-¡Oh, tenéis razón! -dijo Milady-. ¡Y me dais la impresión de ser lo bastante cobarde como para
poner la mano sobre una mujer!
-Quizá sí; además tendría mi excusa: mi mano no sería la primers mano de hombre que sería
puesta sobre vos, según imagino.
Y el barón indicó con un gesto lento y acusador el hombro izquierdo de Milady, que casi tocó
con el dedo.
Milady lanzó un rugido sordo y retrocedió hasta el ángulo de la habitación como una pantera
que quiere acularse para abalanzarse.
-¡Oh, rugid cuanto queráis! -exclamó lord de Winter-. Pero no tratéis de morderme porque, os
lo advierto, se volvería en perjuicio vuestro; aquí no hay procuradores que arreglen de antemano
las sucesiones, no hay caballero errante que venga a buscarme pelea por la hermosa dama que
retengo prisionera, sino que tengo completamente dispuestos jueces que dispondrán de una
mujer lo bastante desvergonzada para venir a deslizarse, bígama, en el lecho de lord de Winter,
mi hermano mayor, y estos jueces, os lo advierto, os enviarán a un verdugo que os pondrán los
dos hombros parejos.
Los ojos de Milady lanzaban tales destellos que, aunque él fuera hombre y armado ante una
mujer desarmada, sintió el frío del miedo deslizarse hasta el fondo de su alma; no por ello dejó
de continuar, con un furor creciente:
-Sí, comprendo, después de haber heredado de mi hermano, os habría sido dulce heredar de
mí; pero, sabedlo de antemano, podéis matarme o hacerme matar, mis precauciones están
tomadas, ni un penique de cuanto poseo pasará a vuestras manos. ¿No sois lo bastante rica, vos,
que poseéis cerca de un millón, y no podéis deteneros en vuestro camino fatal si no hacéis el mal
más que por el goce infinito y supremo de hacerlo? Mirad: os aseguro que si la memoria de mi
hermano no fuera sagrada iríais a pudriros en un calabozo del Estado o a saciar en Tyburn la
curiosidad de los marineros; me callaré, pero vos soportaréis tranquilamente vuestra cautividad;
dentro de quince o veinte días parto para La Rochelle con el ejército; pero la víspera de mi
partida vendrá a recogeros un bajel, que yo veré partir y que os conducirá a nuestras colonias
del Sur; y estad tranquila, os uniré un compañero que os levantará la tapa de los sesos a la
primera tentativa que arriesguéis por volver a Inglaterra, o al continente.
Milady escuchaba con una atención que dilataba sus ojos llenos de llamas.
-Sí, pero hasta entonces -continuó lord de Winter- permaneceréis en este castillo: los muros
son espesos, las puertas son fuertes, los barrotes son sólidos; además, vuestra ventana da a pico
sobre el mar; los hombres de mi séquito, que me son fieles en la vida y en la muerte, montan
guardia en torno a esta habitación, y vigilan todos los pasajes que conducen al patio; y llegada al
patio, os quedarían aún tres verjas que atravesar. La consigna es precisa: un paso, un gesto, una
palabra que simule una evasión, y dispararán sobre vos; si os matan, la justicia inglesa tendrá,
como espero, alguna obligación conmigo por haberle ahorrado la tarea. ¡Ah! Vuestros trazos
recuperan la calma, vuestro rostro reencuentra su seguridad. Quince días, veinte días, decís,
¡bah!; de aquí a entonces, tengo el genio inventivo, me vendrá alguna idea; tengo el espíritu
infernal y encontraré alguna víctima. De aquí a quince días, os decís, estaré fuera de aquí. ¡Ah,
ah! Intentadio.
Viéndose adivinada, Milady se hundió las uñas en la carne para domar todo movimiento que
pudiera dar a su fisonomía una significación cualquiera distinta a la de la angustia.
Lord de Winter continuó:
-El oficial que manda aquí en mi ausencia -ya lo habéis visto y lo conocéis- sabe, como veis,
observar una consigna, porque, os conozco, vos no habéis venido desde Portsmouth aquí sin
haber tratado de hablarle. ¿Qué decís a eso? ¿Habría sido más impasible y muda una estatua de
mármol? Habéis ensayado ya el poder de vuestras seducciones sobre muchos hombres, y
desgraciadamente habéis triunfado siempre; pero ensayadlo con éste, diantre; si lo conseguís, os
declaro el mismo demonio.
Fue hacia la puerta y la abrió bruscamente.
-¡Qué llamen al señor Felton! -dijo-. Esperad un instante, voy a recomendaros a él.
Entre los dos personajes se hizo un silencio extraño, durante el cual se oyó el ruido de un paso
lento y regular que se acercaba; al punto, en la sombra del corredor se vio dibujarse una forma
humana, y el joven teniente con el que ya hemos trabado conocimiento se detuvo en el umbral,
esperando las órdenes del barón.
-Entrad, mi querido John -dijo lord de Winter-, entrad y cerrad la puerta.
El joven oficial entró.
-Ahora -dijo el barón-, mirad a esta mujer: es joven, es bella, tiene todas las seducciones de la
tierra; pues bien, es un monstruo que a sus veinticinco años se ha hecho culpable de tantos
crímenes como podáis leer en un año en los archivos de nuestros tribunales; su voz habla en su
favor, su belleza sirve de cebo a las víctimas, su cuerpo mismo paga lo que ha prometido, es
justicia que hay que hacerle; tratará de seduciros, quizá intente incluso mataros. Yo os he sacado
de la miseria, Felton, os he hecho nombrar teniente, os he salvado la vida una vez, ya sabéis en
qué ocasión; soy para vos no sólo un protector, sino un amigo; no sólo un bienhechor, sino un
padre; esta mujer ha vuelto a Inglaterra a fin de conspirar contra mi vida; tengo a esta serpiente
entre mis manos; pues bien, os hago llamar y os digo: amigo Felton, John, hijo mío, guárdame y
sobre todo guárdate de esta mujer; jura por tu salvación que la conservarás para el castigo que
ha merecido. John Felton, me fío de tu palabra; John Felton, creo en tu lealtad.
-Milord -dijo el joven oficial, cargando su mirada pura de todo el odio que pudo encontrar en su
corazón-, milord, os juro que se hará como deseáis.
Milady recibió aquella mirada como víctima resignada: era imposible ver una expresión más
sumisa y más dulce de la que reinaba entonces sobre su hermoso rostro. Apenas si el propio lord
de Winter reconoció a la tigresa que un momento antes él se aprestaba a combatir.
-No saldrá jamás de esta habitación, ¿entendéis, John? -continuó el barón-. No se carteará con
nadie, no hablará más que con vos, si es que tenéis a bien hacerle el honor de dirigirle la
palabra.
-Basta, milord, he jurado.
-Y ahora, señora, tratad de hacer la paz con Dios, porque estáis juzgada por los hombres.
Milady dejó caer su cabeza como si se hubiera sentido aplastada por este juicio. Lord de Winter
salió haciendo un gesto a Felton, que salió tras él y cerró la puerta.
Un instante después se oía en el corredor el paso pesado de un soldado de marina que hacía
de centinela, el hacha a la cintura y el mosquete en la mano.
Milady permaneció durante algunos minutos en la misma posición, porque pensó que se la
vigilaba por la cerradura; luego, lentamente, alzó su cabeza, que había recuperado una expresión
formidable de amenaza y desafío, corrió a escuchar a la puerta, miró por la ventana y volviendo
a enterrarse en un amplio sillón, pensó.
Capítulo LI
Oficial
Entre tanto, el cardenal esperaba nuevas de Inglaterra, pero ninguna nueva llegaba, ni siquiera
enfadosa y amenazadora.
Aunque La Rochelle estuviera bloqueada, por cierto que pudiera parecer el éxito gracias a las
precauciones tomadas y sobre todo al dique que no dejaba ya penetrar ningún barco en la
ciudad asediada, sin embargo el bloqueo podia durar mucho tiempo todavía; y era una gran
afrenta para las armas del rey y una gran molestia para el señor cardenal, que ya no tenía, por
cierto, que malquistar a Luis XIII con Ana de Austria, ya estaba hecho, sino conciliar al señor de
Bassompierre, que estaba malquistado con el duque de Angulema.
En cuanto a Monsieur, que había comenzado el asedio, dejaba al cardenal el cuidado de
acabarlo.
La ciudad, pese a la increíble perseverancia de su alcalde, había intentado una especie de
motín para rendirse; el alcalde había hecho colgar a los amotinados. Esta ejecución calmó a las
peores cabezas, que entonces se decidieron a dejarse morir de hambre. Esta muerte les parecía
siempre más lenta y menos segura que morir por estrangulamiento.
Por su parte, de vez en cuando, los sitiadores cogían mensajeros que los rochelleses enviaban
a Buckingham, o espías que Buckingham enviaba a los rochelleses. En uno y otro caso el proceso
se hacía deprisa. El señor cardenal decía esta sola palabra: ¡Colgadlo! Se invitaba al rey a ver el
ahorcamiento. El rey venía lánguidamente, se ponía en primera fila para ver la operación en
todos sus detalles: esto le distraía siempre algo y le hacía tomar el asedio con paciencia, pero no
le impedía aburrirse mucho ni hablar en todo momento de volver a Paris, de suerte que, si
hubieran faltado mensajeros y espías, Su Eminencia, a pesar de toda su imaginación, se habría
encontrado en muchos apuros.
No obstante el paso del tiempo, los rochelleses no se rendían: el último espía que se había
cogido era portador de una carta. Esta carta decía a Buckingham que la ciudad estaba en las
últimas; pero en lugar de añadir: «Si vuestro socorro no llega antes de quince días, nos rendiremos
», añadía siempre: «Si vuestro socorro no llega antes de quince días, habremos muerto
todos de hambre cuando llegue».
Los rochelleses no tenían, pues, esperanza más que en Buckingham. Buckingham era su
Mesías. Era evidente que si un día se enteraban con certeza de que no había que contar ya con
Buckingham, con la esperanza caería su valor.
El cardenal esperaba, por tanto, con gran impaciencia las nuevas de Inglaterra que debían
anunciar que Buckingham no vendría.
El tema de apoderarse de la ciudad a viva fuerza, debatido con frecuencia en el consejo real,
había sido descartado siempre; en primer lugar, La Rochelle parecía inconquistable, pues el
cardenal, dijera lo que dijera, sabía de sobra que el horror de la sangre derramada en este
encuentro, en que franceses debían combatir contra franceses, era un movimiento retrógrado de
sesenta años impreso en la política, y el cardenal era en aquella época lo que hoy se denomina
un hombre de progreso. En efecto, el saco de La Rochelle, el asesinato de tres mil o cuatro mil
hugonotes que se habrían hecho matar se parecía demasiado, en 1628, a la matanza de San
Bartolomé en 1572; y, además, por encima de todo esto, este medio extremo, que nada
repugnaba al rey, buen católico, venía a estrellarse siempre contra este argumento de los
generales sitiadores: La Rochelle era inconquistable de otro modo que por el hambre.
El cardenal no podia apartar de su espíritu el temor en que le arrojaba su terrible emisaria,
porque también él había comprendido las proposiciones extrañas de esta mujer, tan pronto
serpiente como león. ¿Lo había traicionado? ¿Estaba muerta? En cualquier caso la conocía lo bastante
como para saber que actuando a su favor o contra él, amiga o enemiga, ella no permanecía
inmóvil sin grandes impedimentos. Esto era lo que no podía saber.
Por lo demás, contaba, y con razón, con Milady: había adivinado en el pasado de esta mujer
esas cosas terribles que sólo su capa roja podía cubrir; y sentía que por una causa o por otra,
esta mujer le era adicta, al no poder encontrar sino en él un apoyo superior al peligro que la
amenazaba.
Resolvió, por tanto, hacer la guerra completamente solo y no esperar cualquier éxito extraño
más que como se espera una suerte afortunada. Continuó haciendo elevar el famoso dique que
debía hacer padecer hambre a La Rochelle; mientras tanto, puso los ojos sobre aquella
desgraciada ciudad que encerraba tanta miseria profunda y tantas virtudes heroicas y,
acordándose de la frase de Luis XI, su predecesor politico como él era predecesor de
Robespierre, murmuró esta máxima del compadre de Tristán: «Dividir para reinar.»
Enrique IV, al asediar Paris, hacía arrojar por encima de las murallas pan y víveres; el cardenal
hizo arrojar pequeños billetes en los que manifestaba a los rochelleses cuán injusta, egoísta y
bárbara era la conducta de sus jefes; estos jefes tenían trigo en abundancia, y no lo compartían;
adoptaban la máxima, porque también ellos tenían máximas, de que poco importaba que las
mujeres, los niños y los viejos muriesen, con tal que los hombres que debían defender sus
murallas siguiesen fuertes y con buena salud. Hasta entonces, bien por adhesión, bien por
impotencia para reaccionar contra ella, esta máxima, sin ser generalmene adoptada, pasaba, sin
embargo, de la teoría a la práctica; pero los billetes vinieron a atentar contra ella. Los billetes recordaban
a los hombres que aquellos hijos, aquellas mujeres, aquellos viejos a los que se dejaba
morir eran sus hijos, sus esposas y sus padres; que sería más justo que todos fueran reducidos a
la miseria común, a fin de que una misma posición hiciera adoptar resoluciones unánimes.
Estos billetes causaron todo el efecto que podia esperar quien los había escrito, dado que
decidieron a un gran número de habitantes a iniciar negociaciones particulares con el ejército
real.
Pero en el momento en que el cardenal veía fructificar ya su medio y se aplaudía por haberlo
puesto en práctica, un habitante de La Rochelle, que había podido pasar a través de las líneas
reales, Dios sabe cómo, pues tanta era la vigilancia de Bossompierre, de Schomberg y del duque
de Angulema, vigilados ellos mismos por el cardenal, un habita nte de La Rochelle, decíamos,
entró en la ciudad procedente de Porstmouth y diciendo que había visto una flota magnífica
dispuesta a hacerse a la vela antes de ocho días. Además, Buckingham anunciaba al alcalde que
por fin iba a declararse la gran lucha contra Francia, y que el reino iba a ser invadido a la vez por
los ejércitos ingleses, imperiales y españoles. Esta carta fue leída públicamente en todas las plazas,
se pegaron copias en las esquinas de las calles y los mismos que habían comenzado a iniciar
las negociaciones las interrumpieron, resueltos a esperar este socorro tan pomposamente
anunciado.
Esta circunstancia inesperada devolvió a Richelieu sus inquietudes primeras, y lo forzó a pesar
suyo a volver nuevamente los ojos hacia el otro lado del mar.
Durante este tiempo, libre de las inquietudes de su único y verdadero jefe, el ejército real
llevaba una existencia alegre; los víveres no faltaban en el campamento, ni tampoco el dinero;
todos los cuerpos rivalizaban en audacia y alegría. Coger espías y colgarlos, hacer expediciones
audaces sobre el dique o por el mar, imaginar locuras, ponerlas en práctica, tal era el pasatiempo
que hacía encontrar cortos al ejército aquellos días tan largos no sólo para los rochelleses roídos
por el hambre y la ansiedad, sino incluso por el cardenal que los bloqueaba con tanto ardor.
A veces, cuando el cardenal, siempre cabalgando como el último gendarme del ejército,
paseaba su mirada pensativa sobre las obras, tan lentas a gusto de su deseo, que alzaban por
orden suya los ingenieros que había hecho venir de todos los rincones de Francia, encontraba
algún mosquetero de la compañía de Tréville, se acercaba a él, lo miraba de forma singular y al
no reconocerlo por uno de nuestros compañeros, dejaba it hacia otra parte su mirada profunda y
su vasto pensamiento.
Cierto día en que, roído por un hastío mortal, sin esperanza en las negociaciones con la ciudad,
sin nuevas de Inglaterra, el cardenal había salido sin más objeto que salir, acompañado
solamente de Cahusac y de La Houdinière, costeando las playas arenosas y mezclando la
inmensidad de sus sueños a la inmensidad del océano, llegó al paso de su caballo a una colina
desde cuya altura percibió detrás de un seto, tumbados sobre la arena y tomando de paso uno
de esos rayos de sol tan raros en esa época del año, a siete hombres rodeados de botellas
vacías. Cuatro de esos hombres eran nuestros mosqueteros disponiéndose a escuchar la lectura
de una carta que uno de ellos acababa de recibir. Esta carta era tan importante que había hecho
abandonar sobre un tambor cartas y dados.
Los otros tres se ocupaban en destapar una damajuana de vino de Collioure; eran los lacayos
de aquellos señores.
Como hemos dicho, el cardenal estaba de sombrío humor, y nada, cuando se encontraba en
esa situación de espíritu, redoblaba tanto su desabrimiento como la alegría de los demás. Por
otro lado, tenía una preocupación extraña: era creer que las causas mismas de su tristeza
excitaban la alegría de los extraños. Haciendo seña a La Houdinière y a Cahusac de detenerse,
descendió de su caballo y se aproximó a aquellos reidores sospechosos, esperando que con la
ayuda de la arena que apagaba sus pasos, y del seto que ocultaba su marcha, podría oír algunas
palabras de aquella conversación que tan interesante parecía; a diez pasos del seto solamente
reconoció el parloteo gascón de D'Artagnan, y como ya sabía que aquellos hombres eran
mosquete ros, no dudó que los otros tres fueran aquellos que llamaban los inseparables, es decir,
Athos, Porthos y Aramis.
Júzguese si su deseo de oír la conversación aumentó con este descubrimiento; sus ojos
adoptaron una expresión extraña, y con paso de ocelote avanzó hacia el seto; pero aún no había
podido coger más que sílabas vagas y sin ningún sentido positivo cuando un grito sonoro y breve
lo hizo estremecerse y atrajo la atención de los mosqueteros.
-¡Oficial! -gritó Grimaud.
-Habláis en mi opinión de forma rara -dijo Athos alzándose sobre un codo y fascinando a
Grimaud con su mirada resplandeciente.
Por eso Grimaud no añadió ni una palabra, contentándose con te ner el dedo índice en la
dirección del seto y denunciando con este gesto al cardenal y a su escolta.
De un solo salto los cuatro mosqueteros estuvieron en pie y saludaron con respeto.
El cardenal parecía furioso.
-Parece que los señores mosqueteros se hacen cuidar -dijo-. ¿Acaso vienen los ingleses por
tierra? ¿O no será que los mosqueteros se consideran oficiales superiores?
-Monseñor -respondió Athos, porque en medio del terror general sólo él había conservado
aquella calma y aquella sangre fría de gran señor que no lo abandonaban nunca-, Monseñor, los
mosqueteros, cuando no están de servicio o cuando su servicio ha terminado, beben y juegan a
los dados, y son oficiales muy superiores para sus lacayos.
-¡Lacayos! -masculló el cardenal-. Lacayos que tienen la orden de advertir a sus amos cuando
pasa alguien no son lacayos, son centinelas.
-Su Eminencia ve, sin embargo, que si no hubiéramos tomado esta precaución, nos habríamos
expuesto a dejarle pasar sin presentarle nuestros respetos y ofrecerle nuestra gratitud por la
gracia que nos ha hecho de reunirnos. D'Artagnan -continuó Athos-, vos que hace un momento
pedíais esta ocasión de expresar vuestra gratitud a Monseñor, hela aquí, aprovechadla.
Estas palabras fueron pronunciadas con aquella flema imperturbable que distinguía a Athos en
las horas de peligro, y con aquella excesiva cortesía que hacía de él en ciertos momentos un rey
más majestuoso que los reyes de nacimiento.
D'Artagnan se acercó y balbuceó algunas palabras de gratitud, que pronto expiraron bajo la
mirada ensombrecida del cardenal.
-No importa, señores -continuó el cardenal, al parecer por nada del mundo apartado de su
intención primera por el incidente que Athos había suscitado-; no importa, señores, no me gusta
que simples soldados, porque tienen la ventaja de servir en un cuerpo privilegiado, hagan de
esta forma los grandes señores, y la disciplina es la misma para ellos que para todo el mundo.
Athos dejó al cardenal acabar completamente su frase e, inclinándose en señal de
asentimiento, replicó a su vez:
-La disciplina, Monseñor, no ha sido olvidada por nosotros de ninguna manera, eso espero al
menos. No estamos de servicio y hemos creído que al no estar de servicio podíamos disponer de
nuestro tiempo como bien nos pareciera. Si somos lo bastante afortunados para que Su
Eminencia tenga alguna orden particular que darnos, estamos dispuestos a obedecerle. Monseñor
ve -continuó Athos frunciendo el ceño porque aquella especie de interrogatorio comenzaba a
impacientarlo- que, para estar dispuestos a la menor alerta, hemos salido con nuestras armas.
Y señaló con el dedo al cardenal los cuatro mosquetes en haz junto al tambor sobre el que
estaban las camas y los dados.
-Tenga a bien Vuestra Eminencia creer -añadió D'Amagnan- que nos habríamos dirigido a su
encuentro si hubiéramos podido suponer que era ella la que venía hacia nosotros con tan
pequeña compañía.
El cardenal se mordió los mostachos y un poco los labios.
-¿Sabéis de qué tenéis aire, siempre juntos, como aquí ahora, armados como estáis, y
guardados por vuestros lacayos? -dijo el cardenal-. Tenéis aire de cuatro conspiradores.
-¡Oh! En cuanto a eso, Monseñor, es cierto -dijo Athos-, y nosotros conspiramos, como Vuestra
Eminencia pudo ver la otra mañana, sólo que contra los rochelleses.
-¡Vaya con los señores politicos! -prosiguió el cardenal frunciendo a su vez el ceño-. Quizá se
encontraría en vuestros cerebros el secreto de muchas cosas que son ignoradas si se pudiera leer
en ellos como leéis en esa cama que habéis ocultado cuando me habéis visto venir.
El rubor subió al rostro de Athos, que dio un paso hacia Su Eminencia.
-Se diría que sospecháis de nosotros verdaderamente, Monseñor, y que estamos sufriendo un
auténtico interrogatorio; si es así, dígnese Vuestra Eminencia explicarse, y por lo menos
sabremos a qué atenernos.
-Y aunque esto fuera un interrogatorio -repücó el cardenal-, otros distintos a vosotros los han
sufrido, señor Athos, y han respondido.
-Por eso, Monseñor, he dicho a Vuestra Eminencia que no te nía más que preguntar, y que
nosotros estábamos prestos para responder.
-¿De quién era esa carta que íbais a leer, señor Aramis, y que vos habéis ocultado?
-Una carta de mujer, Monseñor.
-¡Oh! Lo supongo -dijo el cardenal-; hay que ser discreto para esa clase de cartas; sin
embargo, se pueden mostrar a un confesor; como sabéis, he recibido las órdenes.
-Monseñor -dijo Athos con una calma tanto más terrible cuanto que se jugaba la cabeza al dar
esta respuesta-, la carta es de una mujer, pero no está firmada ni Marion de Lorme, ni señorita
D'Aiguillon.
El cardenal se volvió pálido como la muerte, un destello leonado salió de sus ojos; se volvió
como para dar una orden a Cahusac y a La Houdiniére. Athos vio el movimiento: dio un páso
hacia los mosqueteros, sobre los que los tres amigos tenían fijos los ojos como hombres poco
dispuestos a dejarse detener. Con el cardenal eran tres; los mosqueteros, comprendidos los
lacayos, eran siete; juzgó que la pamida sería muy desigual, que Athos y sus compañeros
conspiraban realmente; y mediante uno de esos giros rápidos que siempre tenía a su disposición,
toda su cólera se fundió en una sonrisa.
-¡Vamos, vamos! -dijo-. Sois jóvenes valientes, orgullosos a plena luz, fieles en la oscuridad; no
hay mal alguno en vigilar sobre uno mismo cuando se vigila tan bien sobre los demás; señores,
no he olvidado la noche en que me servisteis de escolta para it al Colombier-Rouge; si hubiera
algún peligro que temer en la ruta que voy a seguir os rogaría que me acompañaseis; pero como
no lo hay, permaneced donde estáis, acabad vuestras botellas, vuestra partida y vuestra carta.
Adiós, señores.
Y volviendo a montar en su caballo, que Cahusac le había traído, los saludó con la mano y se
alejó.
Los cuatro jóvenes, de pie a inmóviles, lo siguieron con los ojos sin decir una sola palabra
hasta que hubo desaparecido.
Luego se miraron.
Todos tenían el rostro consternado, porque pese al adiós amistoso de Su Eminencia
comprendían que el cardenal se iba con la rabia en el corazón.
Sólo Athos sonreía con sonrisa potente y desdeñosa. Cuando el cardenal estuvo fuera del
alcance de la voz y de la vista:
-¡Ese Grimaud ha gritado muy tarde! -dijo Porthos, que tenia muchas ganas de hacer caer su
mal humor sobre alguien.
Grimaud iba a responder para excusarse. Athos alzó el dedo y Grimaud se calló.
-¿Habrías entregado la carta, Aramis? -dijo D'Artagnan.
-Estaba totalmente resuelto -dijo Aramis con su voz más aflautada-: si hubiera exigido que le
fuera entregada la carta, le habría presentado la carta con una mano, y con la otra le habría
pasado mi espada a través del cuerpo.
-Eso me esperaba -dijo Athos-; por eso me he lanzado entre vos y él. En verdad, ese hombre
es muy imprudente al hablar así a otros hombres; se diría que no se las ha visto más que con
mujeres y niños.
-Mi querido Athos -dijo D'Artagnan-, os admiro, pero después de todo estábamos en culpa.
-¿Cómo en culpa? -prosiguió Athos-. ¿De quién es este aire que respiramos? ¿De quién este
océano sobre el que se extiende nuestras miradas? ¿De quién esta arena sobre la que estamos
tumbados? ¿De quién esta carta de vuestra amante? ¿Son del cardenal? A fe mía que ese
hombre se figura que el mundo le pertenece; estáis ahí, balbuceante, estupefacto, aniquilado; se
hubiera dicho que la Bastilla se alzaba ante vos y que la gigantesca Medusa os convertía en
piedra. Veamos, ¿es que acaso es conspirar estar enamorado? Vois estáis enamorado de una
mujer a la que el cardenal ha hecho encerrar, queréis apartarla de las manos del cardenal; es
una partida que jugáis con Su Eminencia: esa carta es vuestro juego; ¿por qué ibais a mostrar
vuestro juego a vuestro adversario? Eso no se hace. ¿Que él lo adivina? En buena hora. Nosotros
adivinamos el suyo de sobra.
-De hecho -dijo D'Artagnan-, lo que vos decís, Athos, está lleno de sentido.
-En tal caso, que no vuelva a tratarse de lo que acaba de ocurrir, y que Aramis prosiga la carta
de su prima donde el señor cardenal le ha interrumpido.
Aramis sacó la carta de su bolso, los tres amigos se acercaron a él y los tres lacayos se
reunieron de nuevo junto a la damajuana.
-No habíais leido más que una o dos líneas -dijo D'Artagnan-; empezad, pues, la carta desde el
principio.
-Encantado -dijo Aramis.
«Querido primo, creo que me decidiré a partir para Stenay, donde mi hermana ha hecho
entrar a nuestra pequeña criada en el convento de las Carmelitas; esa pobre muchacha
está resignada, sabe que no se puede vivir en ninguna otra parte sin que esté en peligro la
salvación de su alma. Sin embargo, si los asuntos de nuestra familia se arreglan como
nosotros deseamos, creo que ella correrá el riesgo de condenarse, y que volverá junto a
aquellos a los que echa de menos, tanto más cuanto que sabe que se piensa siempre en
ella. Mientras tanto, no es damasiado desdichada: todo cuanto desea es una carta de su
pretendiente. Sé de sobra que esa clase de géneros pasa difícilmente por entre las verjas;
mas, después de todo, como ya os he dado pruebas de ello, querido primo, no soy
demasiado torpe y me haré cargo de esa comisión. Mi hermana os agradece vuestro recuerdo
fiel y eterno. Ha sentido por un instante una gran inquietud; mas, finalmente, se ha
tranquilizado algo ahora, tras haber enviado a su agente allá a fin de que nada imprevisto
ocurra.
Adiós, mi querido primo, dadnos nuevas de vos con la mayor frecuencia que podáis, es
decir, cuantas veces creáis poder hacerlo con seguridad. Recibid un abrazo.
Marie Michon.»
-¡Cuánto os debo, Aramis! -exclamó D'Artagnan-. ¡Querida Costance! ¡Por fin tengo nuevas
suyas! ¡Vive, está a buen seguro en un convento, está en Stenay! ¿Dónde pensáis que está
Stenay, Athos?
-A algunas leguas de las fronteras; una vez levantado el asedio, podremos it a dar una vuelta
por ese lado.
-Y esperemos que no sea muy tarde -dijo Porthos-; esta mañana han colgado a un espía que
ha declarado que los rochelleses estaban con los cueros de sus zapatos. Suponiendo que tras
haber comido el cuero se coman la suela, no sé qué les quedará para después, a menos que se
coman unos a otros.
-¡Pobres imbéciles! -dijo Athos vaciando un vaso de excelente vino de Burdeos, que sin tener
en aquella época la reputación que tiene hoy, no por eso la merecía menos-. ¡Pobres imbéciles!
¡Como si la religión católica no fuera la más ventajosa y agradable de las religiones! Da igual
-prosiguió tras haber hecho chascar su lengua contra el paladar-, son gentes valientes. Mas ¿qué
diablos hacéis, Aramis? -continuó Athos-. ¿Guardáis esa carta en vuestro bolsillo?
-Sí -dijo D'Artagnan-, Athos tiene razón, hay que quemarla.
Quién sabe si el señor cardenal no tiene un secreto para interrogar a las cenizas...
-Debe tener uno -dijo Athos.
-Pero ¿qué queréis hacer con esa carta? -preguntó Porthos.
-Venid aquí, Grimaud -dijo Athos.
Grimaud se levantó y obedeció.
-Para castigaros por haber hablado sin permiso, amigo mío, vais a comer este trozo de papel;
luego, para recompensar el servicio que nos habéis hecho, beberéis este vaso de vino; aquí
tenéis la carta primero, masticad con energía.
Grimaud sonrió y con los ojos fijos sobre el vaso que Athos acababa de llenar hasta el borde,
trituró el papel y lo tragó.
-¡Bravo, maese Grimaud! -dijo Athos-. Y ahora tomad esto; bien, os dispenso de dar las
gracias.
Grimaud tragó silenciosamente el vaso de vino de Burdeos, pero sus ojos alzados al cielo
hablaban durante todo el tiempo que duró esta dulce ocupación un lenguaje que no por ser
mudo era menos expresivo.
-Y ahora -dijo Athos-, a menos que el señor cardenal tenga la ingeniosa idea de hacer abrir el
vientre de Grimaud, creo que podemos estar casi tranquilos.
Durante este tiempo Su Eminencia continuaba su paseo melancólico murmurando entre sus
mostachos.
-¡Decididamente es preciso que estos cuatro hombres sean míos!
Capítulo LII
Primera jornada de cautividad
Volvamos a Milady, a la que una mirada lanzada sobre las costas de Francia nos ha hecho
perder la vista un instante.
La volvemos a encontrar en la posición desesperada en que lo hemos dejado, ahondando un
abismo de sombrías reflexiones, sombrío infierno a cuya puerta ha dejado casi la esperanza;
porque por primera vez duda, porque por vez primera siente miedo.
En dos ocasiones le ha fallado su fortuna, en dos ocasiones se ha visto descubierta y
traicionada, y en estas dos ocasiones ha sido contra el genio fatal enviado sin duda por el Señor
para combatirla contra lo que ha fracasado: D'Artagnan la ha vencido a ella, esa invencible potencia
del mal.
El la ha engañado en su amor, humillado en su orgullo, hecho fracasar en su ambición, y ahora
la pierde en su fortuna, la golpea en su libertad, la amenaza incluso en su vida. Es más, ha
alzado una punta de su mascara, esa égida con que ella se cubre y que la vuelve tan fuerte.
D'Artagnan ha alejado de Buckingham, a quien ella odia como odia a todo cuanto ha amado, la
tempestad con que lo amenazaba Richelieu en la persona de la reina. D'Artagnan se ha hecho
pasar por de Wardes, hacia quien ella sentía una de esas fantasias de tigresa, indomables como
las tienen las mujeres de ese carácter. D'Artagnan conocía ese terrible secreto que ella juró que
nadie conocería sin morir. Finalmente, en el momento en que acaba de obtener una firma en
blanco con cuya ayuda iba a vengarse de su enemigo, esa firma en blanco le es arrancada de las
manos, y es D'Artagnan quien la tiene prisionera y quien va a enviarla a algún inmundo
Botany-Bay, a algún Tyburn infame del océano Indico.
Porque indudablemente todo esto le viene de D'Artagnan; ¿de quién procederían tantas
vergüenzas amontonadas sobre su cabeza si no es de él? Sólo él ha podido transmitir a lord de
Winter todos esos horrendos secretos, que él ha descubierto uno tras otro por una especie de
fatalidad. Conoce a su cuñado, le habrá escrito.
¡Cuánto odio destila! Allí inmóvil, con los ojos ardientes y fijos en su cuarto desierto, ¡cómo los
destellos de sus rugidos sordos, que a ve ces escapan con su respiración del fondo de su pecho,
acompañan perfectamente el ruido del oleaje que asciende, gruñe, muge y viene a romperse,
como una desesperación eterna a impotente, contra las rocas sobre las cuales está construido
ese castillo sombrío y orgulloso! ¡Cómo concibe, a la luz de los rayos que su cólera tormentosa
hace brillar en su espíritu, contra la señorita Bonacieux, contra Buckingham y, sobre todo, contra
D'Artagnan, magníficos proyectos de venganza, perdidos en las lejanías del futuro!
Sí, pero para vengarse hay que ser libre, y para ser libre, cuando se está prisionero, hay que
horadar un muro, desempotrar los barrotes, agujerear el suelo; empresas todas estas que puede
llevar a cabo un hombre paciente y fuerte, pero ante las cuales deben fracasar las irritaciones
febriles de una mujer. Por otra parte, para hacer todo esto hay que tener tiempo, meses, años, y
ella..., ella tiene diez o doce días, según lo dicho por lord de Winter, su fraterno y terrible
carcelero.
Y, sin embargo, si fuera hombre intentaría todo esto, y quizá triunfaría. ¿Por qué, pues, el cielo
se ha equivocado de esta forma, poniendo esta alma viril en ese cuerpo endeble y delicado?
Por eso han sido terribles los primeros momentos de cautividad: algunas convulsiones de rabia
que no ha podido vencer han pagado su deuda de debilidad femenina a la naturaleza. Pero poco
a poco ha superado los relámpagos de su loca cólera, los estremecimientos nerviosos que han
agitado su cuerpo han desaparecido, y ahora está replegada sobre sí misma como una serpiente
fatigada que reposa.
-Vamos, vamos; estaba loca al dejarme llevar así -dice hundiendo en el espejo, que refleja en
sus ojos su mirada brillante, por la que parece interrogarse a sí misma-. Nada de violencia, la
violencia es una prueba de debilidad. En primer lugar, nunca he triunfado por ese medio; quizá si
usara mi fuerza contra las mujeres, tendría oportunidad de encontralas más débiles aún que yo,
y por consiguiente vencerlas, pero es contra hombres contra los que yo lucho, y no soy para ellos
más que una mujer. Luchemos como mujer, mi fuerza está en mi debilidad
Entonces, como para rendirse a sí misma cuenta de los cambios que podía imponer a su
fisonomía tan expresiva y tan móvil, la hizo adoptar a la vez todas las expresiones, desde la de la
cólera que crispaba sus rasgos hasta la de la más dulce, afectuosa y seductora sonrisa. Luego
sus cabellos adoptaron sucesiva mente bajo sus manos sabias las ondulaciones que creyó que
podían ayudar a los encantos de su rostro. Finalmente, satisfecha de sí misma, murmuró:
-Vamos, nada está perdido. Sigo siendo hermosa.
Eran, aproximadamente, las ocho de la noche; Milady vio una cama; pensó que un descanso de
algunas horas refrescaria no sólo su cabeza y sus ideas, sino también su tez. Sin embargo, antes
de acostarse, le vino una idea mejor. Había oído hablar de cena. Estaba ya desde hacía una hora
en aquella habitación, no podían tardar en traerle su comida. La prisionera no quiso perder
tiempo, y resolvió hacer, desde aquella misma noche, alguna tentativa para sondear el terreno
estudiando el carácter de las personas a las que su custodia estaba confiada.
Una luz apareció por debajo de la puerta; aquella luz anunciaba el regreso de sus carceleros.
Milady, que se había levantado, se lanzó vivamente sobre su sillón, la cabeza echada hacia atrás,
sus hermosos cabellos sueltos y esparcidos, su pecho medio desnudo bajo sus encajes chafados,
una mano sobre el corazón y la otra colgando.
Descorrieron los cerrojos, la puerta chirrió sobre sus goznes, y en la habitación resonaron unos
pasos que se aproximaron.
-Poned ahí esa mesa -dijo una voz que la prisionera reconoció como la de Felton.
La orden fue ejecutada.
-Traeréis antorchas y haréis el relevo del centinela -continuó Felton.
Esta doble orden que dio a los mismos individuos el joven teniente probó a Milady que sus
servidores eran los mismos hombres que sus guardianes, es decir soldados.
Las órdenes de Felton eran ejecutadas por los demás con una silenciosa rapidez que daba
buena idea del floreciente estado en que mantenía la disciplina.
Finalmente, Felton, que aún no había mirado a Milady, se volvió hacia ella.
-¡Ah, ah! -dijo-. Duerme, está bien; cuando se despierte cenará.
Y dio algunos pasos para salir.
-Pero, mi teniente -dijo un soldado menos estoico que su jefe, y que se había acercado a
Milady-, esta mujer no duerme.
-¿Cómo que no duerme? -dijo Felton-. ¿Entonces, qué hace?
-Está desvanecida; su rostro está muy pálido, y por más que escucho no oigo su respiración.
-Tenéis razón -dijo Felton tras haber mirado a Milady desde el lugar en que se encontraba, sin
dar un paso hacia ella-; id a avisar a lord de Winter que su prisionera está desvanecida porque
no sé qué hacer: el caso no estaba previsto.
El soldado salió para cumplir las órdenes de su oficial: Felton se sentó en un sillón que por azar
se encontraba junto a la puerta y esperó sin decir una palabra, sin hacer un gesto. Milady poseía
ese gran arte, tan estudiado por las mujeres, de ver a través de sus largas pesta ñas sin dar la
impresión de abrir los párpados: vislumbró a Felton que le daba la espalda, continuó mirándolo
durante diez minutos aproximadamente, y durante esos diez minutos el impasible guardián no se
volvió ni una sola vez.
Pensó entonces que lord de Winter iba a venir a dar, con su presencia, nueva fuerza a su
carcelero: su primera prueba estaba perdida, adoptó su partido como mujer que cuenta con sus
recursos; en consecuencia, alzó la cabeza, abrió los ojos y suspiró débilmente.
A este suspiro Felton se volvió por fin.
-¡Ah! Ya habéis despertado señora -dijo-; nada tengo que hacer ya aquí. Si necesitáis algo,
llamad.
-¡Oh, Dios mío, Dios mío! ¡Cuánto he sufrido! -murmuró con aquella voz armoniosa que,
semejante a la de las encantadoras antiguas, encantaba a todos a quienes quería perder.
Y al enderezarse en su sillón adoptó una posición más graciosa y más abandonada aún que la
que tenía cuando estaba tumbada.
Felton se levantó.
-Seréis servida de este modo tres veces al día, señora -dijo-: por la mañana, a las nueve;
durante el día, a la una, y por la noche, a las ocho. Si no os va bien, podéis indicar vuestras
horas en lugar de las que os propongo, y en este punto obraremos conforme a vuestros deseos.
-Pero ¿voy a quedarme siempre sola en esta habitación grande y triste? -preguntó Milady.
-Se ha avisado a una mujer de los alrededores, mañana estará en el castillo, y vendrá siempre
que deseéis su presencia.
-Os lo agradezco, señor -respondió humildemente la prisionera.
Felton hizo un leve saludo y se dirigió hacia la puerta. En el momento en que iba a franquear el
umbral lord de Winter apareció en el corredor, seguido del soldado que había ido a llavarle la
nueva del desvanecimiento de Milady. Traía en la mano un frasco de sales.
-¿Y bien? ¿Qué es? ¿Qué es lo que pasa aquî? -dijo con una voz burlona viendo a su prisionera
de pie y a Felton dispuesto a salir-. ¿Esta muerta ha resucitado ya? Demonios, Felton, hijo mío,
¿no has visto que te tomaba por un novicio y que representaba para ti el primer acto de una
comedia cuyos desarrollos tendremos sin duda el placer de seguir?
-Lo he pensado, milord -dijo Felton-; pero como la prisionera es mujer después de todo, he
querido tener los miramientos que todo hombre bien nacido debe a una mujer, si no por ella, al
menos por uno mismo.
Milady sintió un estremecimiento por todo su cuerpo. Estas palabras de Felton pasaban como
hielo por todas sus venas.
-O sea -prosiguió de Winter riendo-, esos hermosos cabellos sabiamente esparcidos, esa piel
blanca y esa lánguida mirada, ¿no te han seducido aún, corazón de piedra?
-No, milord -respondió el impasible joven-, y creedme, se necesita algo más que tejemanejes y
coqueterías de mujer para corromperme.
-En tal caso, mi bravo teniente, dejemos a Milady buscar otra cosa y vayamos a cenar. ¡Ah!,
tranquilízate, tiene la imaginación fecunda, y el segundo acto de la comedia no tardará en seguir
al primero.
Y a estas palabras lord de Winter pasó su brazo bajo el de Felton y se lo llevó riendo.
-¡Oh! Ya encontraré lo que necesitas -murmuró Milady entre dientes-; estáte tranquilo pobre
monje frustrado, pobre soldado convertido, que te has cortado el uniforme de un hábito.
-A propósito -prosiguió de Winter deteniéndose en el umbral de la puerta-, no es preciso,
Milady, que este fracaso os quite el apetito. Catad ese pollo y ese pescado que no he hecho
envenenar, palabra de honor. Me llevo bastante bien con mi cocinero, y como no tiene que
heredar de mí, tengo en él plena y total confianza. Haced como yo. ¡Adiós, querida hermana!
Hasta vuestro próximo desvanecimiento.
Era cuanto Milady podía soportar: sus manos se crisparon sobre su sillón, sus dientes
rechinaron sordamente, sus ojos siguieron el movimiento de la puerta que se cerró tras lord de
Winter y Felton; y cuando se vio sola, una nueva crisis de desesperación se apoderó de ella; lanzó
los ojos sobre la mesa, vio brillar un cuchillo, se abalanzó y lo cogió; pero su desengaño fue
cruel: la hoja era redonda y de plata flexible.
Una carcajada resonó tras la puerta mal cerrada, y la puerta volvió a abrirse.
-¡Ja, ja! -exclamó lord de Winter-. ¡Ja, ja, ja! ¿Ves, mi valiente Felton, ves lo que te había
dicho? Ese cuchillo era para ti; hijo mío, te habría matado. ¿Ves? Es uno de sus defectos,
desembarazarse así, de una forma o de otra, de las personas que la molestan. Si te hubiera
escuchado, el cuchillo habría sido puntiagudo y de acero: entonces se acabó Felton, te habría
degollado y después de ti a todo el mundo. Mira, además, John, qué bien sabe empuñar su
cuchillo.
En efecto, Milady empuñaba aún el arma ofensiva en su mano crispada, pero estas últimas
palabras, este supremo insulto, destensaron sus manos, sus fuerzas y hasta su voluntad.
El cuchillo cayó a tierra.
-Tenéis razón, milord -dijo Felton con un acento de profundo disgusto que resonó hasta en el
fondo del corazón de Milady-, tenéis razón y soy yo el que estaba equivocado.
Y los os salieron de nuevo.
Pero esta vez Milady prestó oído más atento que la primera vez, y oyó alejarse sus pasos y
apagarse en el fondo del corredor.
-Estoy perdida -murmuró-, heme aquí en poder de gentes sobre las que no tendré más
ascendiente que sobre estatuas de bronce o granito; me conocen de memoria y están
acorazados contra todas mis armas. Es, sin embargo, imposible que esto termine como ellos han
decidido.
En efecto, como indicaba esta última reflexión, ese retorno instintivo a la esperanza, en aquella
alma profunda el temor y los sentimientos débiles no flotaban demasiado tiempo. Milady se sentó
a la mesa, comió de varios platos, bebió un poco de vino español, y sintió que le volvía toda su
resolución.
Antes de acostarse ya había comentado, analizado, mirado por todas su facetas, examinado
desde todos los puntos de vista las palabras, los pasos, los gestos, los signos y hasta el silencio
de sus carceleros, y de este estudio profundo, hábil y sabio, había resultado que Felton era, en
conjunto, el más vulnerable de sus dos perseguidores.
Una frase sobre todo volvía a la mente prisionera:
-Si te hubiera escuchado -había dicho lord de Winter a Felton.
Por tanto, Felton había hablado en su favor, puesto que lord de Winter no había querido
escuchar a Felton.
-Débil o fuerte -repetía Milady-, ese hombre tiene un destello de piedad en su alma; de ese
destelló haré yo un incendio que lo devovará. En cuanto al otro, me conoce, me teme y sabe lo
que tiene que esperar de mí si alguna vez me escapo de sus manos; es, pues, inútil intentar
nada sobre él. Pero Felton es otra cosa: es un joven ingenuo, puro y que parece virtuoso; a éste
hay un medio de perderlo.
Y Milady se acostó y se durmió con la sonrisa en los labios; quien la hubiera visto durmiendo la
habría supuesto una muchacha soñando con la corona de flores que debía poner sobre su frente
en la próxima fiesta.
Capitulo LIII
Segunda jornada de cautividad
Milady soñaba que por fin tenía a D'Artagnan, que asistía a su suplicio, y era la vista de su
sangre odiosa corriendo bajo el hacha del verdugo lo que dibujaba aquella encantadora sonrisa
sobre sus labios.
Dormía como duerme un prisionero acunado por su primera esperanza.
Al día siguiente, cuando entraron en su cuarto, estaba todavía en su cama. Felton estaba en el
corredor: traía la mujer de que había hablado la víspera y que acababa de llegar; esta mujer
entró y se aproximó a la cama de Milady ofreciéndole sus servicios.
Milady era habitualmente pálida; su tez podia, pues, equivocar a una persona que la viera por
primera vez.
-Tengo fiebre -dijo ella-; no he dormido un solo instante durante toda esta larga noche, sufro
horriblemente; ¿seréis vos más humana de lo que fueron ayer conmigo?
-¿Queréis que llame a un médico? -dijo la mujer.
Felton escuchaba este diálogo sin decir una palabra.
Milady reflexionaba que cuanta más gente la rodease más gente tendría que apiadar y más se
redoblaría la vigilancia de lord de Winter; además, el médico podría declarar que la enfermedad
era fingida, y Milady, tras haber perdido la primera parte, no quería perder la segunda.
-Ir a buscar a un médico -dijo-, ¿para qué? Esos señores declararon ayer que mi mal era una
comedia; sin duda ocurriría lo mismo hoy; porque desde ayer noche han tenido tiempo de avisar
al doctor.
-Entonces -dijo Felton impacientado-, decid vos misma, señora, qué tratamiento queréis seguir.
-¿Lo sé yo acaso? ¡Dios mío! Siento que sufro, eso es todo; me den lo que me den, poco me
importa.
-Id a buscar a lord de Winter -dijo Felton cansado de aquellas quejas eternas.
-¡Oh, no, no! -exclamó Milady-. No señor, no lo llaméis, os lo ruego; estoy bien, no necesito
nada, no lo llaméis.
Puso una vehemencia tan prodigiosa, una elocuencia tan arrebata dora en esta exclamación,
que Felton, arrobado, dio algunos pasos dentro de la habitación.
«Está emocionado», pensó Milady.
-Sin embargo, señora -dijo Felton-, si sufrís realmente se enviará a buscar un médico, y si nos
engañáis, pues bien, entonces tanto peor para vos, pero al menos por nuestra parte no
tendremos nada que reprocharnos.
Milady no respondió; pero echando hacia atrás su hermosa cabeza sobre la almohada, se
fundió en lágrimas y estalló en sollozos.
Felton la miró un instante con su impasibilidad ordinaria; luego, como la crisis amenazaba con
prolongarse, salió; la mujer lo siguió. Lord de Winter no apereció.
-Creo que empiezo a verlo claro -murmuró Milady con una alegría salvaje, sepultándose bajo
las sábanas para ocultar a cuantos pudieran espiarle este arrebato de satisfacción interior.
Transcurrieron dos horas.
-Ahora es tiempo de que la enfermedad cese -dijo-; levanté monos y obtengamos algunos
éxitos desde hoy; no tengo más que diez días, y esta noche se habrán pasado dos.
Al entrar por la mañana en la habitación de Milady, le habían traído su desayuno; y ella había
pensado que no tardarían en venir a levantar la mesa, y que en ese momento volvería a ver a
Felton.
Milady no se equivocaba. Felton reapareció y, sin prestar atención a si Milady había tocado o
no la comida, hizo una señal para que se llevasen fuera de la habitación la mesa, que
ordinariamente traían completamente servida.
Felton se quedó el último, tenía un libro en la mano.
Milady, tumbada en un sillón junto a la chimenea, hermosa, pálida y resignada, parecía una
virgen santa esperando el martirio.
Felton se aproximó a ella y dijo:
-Lord de Winter, que es católico como vos, señora, ha pensado que la privación de los ritos y
de las ceremonias de vuestra religión puede seros penosa: consiente, pues, en que leáis cada día
el ordinario de vuestra misa, y este es un libro que contiene el ritual.
Ante la forma en que Felton depositó aquel libro sobre la mesita junto a la que estaba Milady,
ante el tono con que pronunció estas dos palabras: vuestra misa, ante la sonrisa desdeñosa con
que las acompañó, Milady alzó la cabeza y miró más atentamente al oficial.
Entonces, en aquel peinado severo, en aquel traje de una sencillez exagerada, en aquella
frente pulida como el mármol, pero dura a impenetrable como él, reconoció a uno de esos
sombríos puritanos que con tanta frecuencia había encontrado tanto en la corte del rey Jacobo
como en la del rey de Francia, donde, pese al recuerdo de San Bartolomé, venían a veces a
buscar refugio.
Tuvo, pues, una de esas inspiraciones súbitas como sólo las gentes de genio las reciben en las
grandes crisis, en los momentos supremos que deben decidir su fortuna o su vida.
Estas dos palabras: vuestra misa, y una simple ojeada sobre Felton le habían revelado, en
efecto, toda la importancia de la respuesta que iba a dar.
Pero con esa rapidez de inteligencia que le era peculiar, aquella respuesta se presentó
completamente formulada a sus labios:
-¡Yo! -dijo con un acento de desdén, puesto al unísono con aquel que había observado en la
voz del joven oficial-, yo, señor, ¿mi misa? Lord de Winter, el católico corrompido, sabe bien que
yo no soy de su religión, y que es una trampa que quiere tenderme.
-¿Y de qué religión sois entonces, señora? -preguntó Felton con una sorpresa que, pese al
dominio que sobre sí mismo tenía, no pudo ocultar por completo.
-Lo diré -exclamó Milady con exaltación fingida- el día en que haya sufrido lo suficiente por mi
fe.
La mirada de Felton descubrió a Milady toda la extensión del espacio que acababa de abrirse
con esta sola frase.
Sin embargo, el joven oficial permaneció mudo a inmóvil: sólo su mirada había hablado.
-Estoy en manos de mis enemigos -prosiguió ella con ese tono de entusiasmo que sabía
familiar a los puritanos-. Pues bien, ¡que mi Dios me salve o perezca yo por mi Dios! He ahí la
respuesta que os suplico deis por mí a lord de Winter. Y en cuanto a ese libro -añadió ella
señalando el ritual con la punta del dedo, pero sin tocarlo como si temiera mancillarse a tal
contacto-, podéis llevároslo y serviros de él vos mismo, porque sin duda sois doblemente
cómplice de lord de Winter, cómplice en su persecución, cómplice en su herejía.
Felton no respondió, tomó el libro con el mismo sentimiento de repugnancia que ya había
manifestado y se retiró pensativo. Lord de Winter vino hacia las cinco de la tarde; Milady había
tenido tiempo durante todo el día de trazarse su plan de conducta; lo recibió como mujer que ya
ha recuperado todas sus ventajas.
-Parece - dijo el barón sentándose en un sillón frente al que ocupaba Milady y extendiendo
indolentemente sus pies sobre el hogar-, parece que hemos cometido una pequeña apostasía.
-¿Qué queréis decir, señor?
-Quiero decir que desde la última vez que nos vimos hemos cambiado de religión; ¿os habréis
casado por casualidad con un tercer marido protestante?
-Explicaos, milord -prosiguió la prisionera con majestad-, porque os declaro que oigo vuestras
palabras pero que no las comprendo.
-Entonces es que no tenéis religión de ningún tipo; prefiero esto -prosiguió riéndose
burlonamente lord de Winter.
-Es cierto que eso va mejor con vuestros principios -replicó fríamente Milady.
-¡Oh! Os confieso que me da completamente igual.
-Aunque no confesarais esa indiferencia religiosa, milord, vuestros excesos y vuestros crímenes
darían fe de ella.
-¡Vaya! Habláis de excesos, señora Mesalina; habláis de crímenes, lady Macbeth. O yo he oído
mal o, diantre, sois bien impúdica.
-Habláis así porque sabéis que nos escuchan, señor -respondió fríamente Milady-, y porque
queréis interesar a vuestros carceleros y a vuestros verdugos contra mí.
-¡Mis carceleros! ¡Mis verdugos! Bueno, señora, lo tomáis en un tono poético y la comedia de
ayer se vuelve esta noche tragedia. Por lo demás, dentro de ocho días estaréis donde debéis
estar, y mi tarea habrá acabado.
-¡Tarea infame! ¡Tarea impía! -replicó Milady con la exaltación de la víctima que provoca a su
juez.
-Palabra de honor que creo -dijo de Winter levantándose- que la bribona se vuelve loca.
Vamos, vamos, calmaos, señora puritana, u os hago meter en el calabozo. Diantre, es mi vino
español el que se os sube a la cabeza, ¿no es así? Estad tranquila, esa embriaguez no es
peligrosa y no tendrá consecuencias.
Y lord de Winter se retiró jurando, cosa que en aquella época era un hábito completamente
caballeresco.
Felton estaba en efecto detrás de la puerta y no había perdido ni palabra de toda esta escena.
Milady había adivinado bien.
-¡Sí! ¡Vete, vete! -le dijo a su hermano-. Por el contrario, las consecuencias se acercan, pero tú
no las verás, imbécil, sino cuando sea tarde para evitarlas.
Se restableció el silencio, transcurrieron dos horas; trajeron la cena y encontraron a Milady
ocupada en hacer sus oraciones, oraciones que había aprendido de un viejo servidor de su
segundo marido, un purita no de los más austeros. Parecía en éxtasis y no pareció prestar atención
siquiera a lo que pasaba en torno suyo. Felton hizo señal de que no se la molestara, y
cuando todo quedó preparado él salió sin ruido con los soldados.
Milady sabía que podia ser espiada; continuó, pues, sus oraciones hasta el final, y le pareció
que el soldado que estaba de centinela a su puerta no caminaba con el mismo paso y que
parecía escuchar.
Por el momento no pretendía más, se levantó, se sentó a la mesa, comió poco y no bebió más
que agua.
Una hora después vihieron a levantar la mesa, pero Milady observó que esta vez Felton no
acompañaba a los soldados.
Temía, por tanto, verla con demasiada frecuencia.
Se volvió hacia la pared para sonreír, porque en esa sonrisa había tal expresión de triunfo que
esa sola sonrisa la habría denunciado.
Aún dejó transcurrir media hora, y como en aquel momento todo estaba en silencio en el viejo
castillo, como no se oía más que el eterno murmullo del oleaje, esa respiración inmensa del
océano, con su voz pura, armoniosa y vibrante comenzó la primera estrofa de este salmo que
gozaba entonces de gran favor entre los puritanos:
Señor, si nos abandonas
es para uer si somos fuertes,
mas luego eres tú quien das
con tu celeste mano la palma a nuestros esfuerzos.
Estos versos no eran excelentes, les faltaba incluso mucho para serlo; mas como todos saben,
los protestantes no se las daban de poetas.
Al cantar, Milady escuchaba: el soldado de guardia a su puerta se había detenido como si se
hubiera convertido en piedra. Milady pudo por tanto juzgar el efecto que había producido.
Entonces ella continuó su canto con un fervor y un sentimiento inexpresables; le pareció que
los sonidos se desparramaban a lo lejos bajo las bóvedas a iban como un encanto mágico a
dulcificar el corazón de sus carceleros. Sin embargo, parece que el soldado de centinela, celoso
católico sin duda, agitó el encanto, porque a través de la puerta dijo:
-¡Callaos, señora! Vuestra canción es triste como un De profundis, y si además de estar de
guardia aquí hay que oír cosas semejantes, no habrá quien aguante.
-¡Silencio! -dijo una voz grave que Milady reconoció como la de Felton-. ¿A qué os mezcláis,
gracioso? ¿Os ha ordenado alguien impedir cantar a esta mujer? No. Se os ha ordenado
custodiarla, disparar sobre ella si intenta huir. Custodiadla; si huye, matadla; pero no alte réis en
nada las órdenes.
Una expresión de alegría indecible iluminó el rostro de Milady, mas esta expresión fue fugitiva
como el reflejo de un rayo, y sin dar la impresión de haber oído el diálogo del que no se había
perdido ni una palabra, siguió dando a su voz todo el encanto, toda la amplitud y toda la
seducción que el demonio había puesto en ella:
Para tantos lloros y miseria,
para mi exilio y para mis cadenas,
tengo mi juuentud, mi plegaria,
y Dios, que tendrá en cuenta los males que he sufrido
Aquella voz, de una amplitud nunca oída y de una pasión sublime, daba a la poesía ruda a
inculta de estos salmos una magia y una expresión que los puritanos más exaltados raramente
encontraban en los cantos de sus hermanos, que ellos se veían obligados a adornar con todos los
recursos de su imaginación: Felton creyó oír cantar al ángel que consolaba a los tres hebreos en
el horno:
Milady continuó:
Mas para nosotros llegará el día
de la liberación, Dios justo y fuerte;
y si nuestra esperanza es engañado
siempre nos queda el martirio y la muerte.
Esta estrofa, en la que la terrible encantadora se esforzó por poner toda su alma acabó de
sembrar el desorden en el corazón del joven oficial; abrió bruscamente la puerta y Milady lo vio
aparecer pálido como siempre, pero con los ojos ardientes y casi extraviados.
-¿Por qué cantáis así -dijo- y con semejante voz?
-Perdón, señor -dijo Milady con dulzura-, olvidaba que mis cantos no son de recibo en esta
casa. Sin duda os he ofendido en vuestras creencias; pero ha sido sin querer, os lo juro,
perdonadme, pues, una falta que quizá es grande, pero que desde luego es involuntaria.
Milady estaba tan bella en aquel momento, el éxtasis religioso en que parecía sumida daba tal
expresión a su semblante que Felton, deslumbrado, creyó ver al ángel que hacía un instante sólo
creía oír.
-Sí, sí -respondió-, sí: perturbáis, agitáis a las personas que viven en este castillo.
Y el pobre insensato no se daba cuenta de la incoherencia de sus frases, mientras Milady
hundía su ojo de lince en lo más profundo de su corazón.
-Me callaré -dijo Milady bajando los ojos con toda la dulzara que pudo dar a su voz, con toda la
resignación que pudo impnmir a su porte.
-No, no, señora -dijo Felton-; sólo que cantad menos alto, sobre todo por la noche.
Y a estas palabras, Felton, sintiendo que no podría conservar mucho tiempo su severidad para
con la prisionera, se precipitó fuera de su habitación.
-Habéis hecho bien, teniente -dijo el soldado-; esos cantos perturban el alma; sin embargo,
uno termina por acostumbrarse. ¡Es tan hermosa su voz!
Capítulo LIV
Tercera jornada de cautividad
Felton había venido, pero todavía tenía que dar un paso. Había que retenerlo, o mejor, era
preciso que se quedase solo, y Milady sólo oscuramente veía aún el medio que debía conducirla a
este resultado.
Se necesitaba más aún: había que hacerlo hablar, a fin de hablarle también. Porque Milady lo
sabía de sobra, su mayor seducción estaba en su voz, que recorría con tanta habilidad toda la
gama de tonos, desde la palabra humana hasta el lenguaje celeste.
Y, sin embargo, pese a toda su seducción, Milady podría fracasar porque Felton estaba
prevenido, y esto contra el menor azar. Desde ese momento, vigiló todas sus acciones, todas sus
palabras, hasta la más simple mirada de sus ojos, hasta su gesto, hasta su respiración, que se
podía interpretar como un suspiro. En fin ella estudió todo, como hace un hábil cómico a quien se
acaba de dar un papel nuevo en un puesto que no tiene la costumbre de ocupar.
Respecto a lord de Winter su conducta era más fácil: también esta ba decidida desde la víspera.
Permanecer muda y digna en su presencia, irritarlo de vez en cuando por medio de un desdén
afectado, por medio de una palabra despectiva, empujarlo a amenazas y a violencias que
hicieran contraste con su resignación, tal era su proyecto. Felton vería: quizá no dijera nada;
pero vería.
Por la mañana Felton vino como de costumbre; pero Milady le dejó presidir todos los
preparativos del desayuno sin dirigirle la palabra. Por eso, en el momento en que iba él a
retirarse, ella tuvo un rayo de esperanza; porque creyó que era él quien iba a hablar; pero sus labios
se movieron sin que ningún sonido saliera de su boca, y haciendo un esfuerzo sobre sí
mismo, encerró en su corazón las palabras que iban a escapar de sus labios, y salió.
Hacia mediodía, entró lord de Winter.
Hacía un hermoso día de invierno, y un rayo de ese pálido sol de Inglaterra que ilumina pero
no calienta, pasaba a través de los barrotes de la prisión.
Milady miraba por la ventana, y fingió no oír la puerta que se abría.
-¡Vaya vaya! -dijo lord de Winter-. Tras haber hecho comedia, tras haber hecho tragedia, ahora
hacemos melancolía.
La prisionera no respondió.
-Sí, sí -continuó lord de Winter-, comprendo; de buena gana quisierais estar en libertad en esa
orilla; de buena gana querríais, sobre un buen navío, hender las olas de ese mar verde como la
esmeralda; querríais de buena gana, bien en tierra, bien sobre el océano, tenderme una de esas
buenas emboscadas que tan bien sabéis combinar. ¡Paciencia, paciencia! Dentro de cuatro días
os será permitida la orilla, os será abierto el mar, más abierto de lo que quisierais, porque dentro
de cuatro días Inglaterra será desembarazada de vos.
Milady unió las manos, y alzando sus hermosos ojos al cielo:
-¡Señor, Señor! -dijo con una angélica suavidad de gesto y de entonación-. Perdonad a este
hombre como yo lo perdono.
-Sí, reza, maldita -exclamó el barón-. Tu oración es tanto más generosa cuanto que, te lo juro,
estás en poder de un hombre que no perdonará.
Y salió.
En el momento en que salía, una mirada penetrante se coló por la puerta entreabierta, y ella
vislumbró a Felton que volvía a su sitio rápidamente para no ser visto por ella.
Entonces se arrojó de rodillas y se puso a rezar.
-¡Dios mío, Dios mío! -dijo-. Vos sabéis por qué santa causa sufro; dadme, pues, la fuerza de
sufrir.
La puerta se abrió suavemente; la hermosa suplicante fingió no haber oído, y con una voz llena
de lágrimas continuó:
-¡Dios vengador, Dios de bondad! ¿Dejaréis que se cumplan los horribles proyectos de este
hombre?
Sólo entonces fingió ella oír el ruido de los pasos de Felton y, alzándose rápida como el
pensamiento, se ruborizó como si tuviera vergüenza de haber sido sorprendida de rodillas.
-No me gusta molestar a los que rezan, señora -dijo gravemente Felton-; no os molestéis,
pues, por mí, os lo suplico.
-¿Cómo sabéis que rezaba? Señor -dijo Milady, con una voz ahogada por los sollozos-, os
equivocáis; señor, yo no rezaba.
-¿Pensáis acaso, señora -respondió Felton con su misma voz grave, aunque con un acento más
dulce- que me creo con derecho de impedir a una criatura prosternarse ante su Creador? ¡No lo
permita Dios! Por otra parte, el arrepentimiento sienta bien a los culpables; sea el que fuere el
crimen que haya cometido, un culpable a los pies de Dios me parece sagrado.
-¡Culpable yo! -dijo Milady con una sonrisa que habría desarmado al angel del juicio final-.
¡Culpable! ¡Dios mío, tú sabes bien si lo soy! Si decís que estoy condenada, señor, sea en buena
hora; pero ya lo sabéis Dios, que ama a los mártires, permite que, a veces, se condene a los
inocentes.
-Si estuvierais condenada, si fuerais mártir -respondió Felton-, razón de más para rezar, y yo
mismo os ayudaría con mis plegarias.
-¡Oh! Vos sois justo -exclamó Milady, precipitándose a sus pies-; mirad, no puedo resistir por
más tiempo, porque temo que me falten las fuerzas en el momento en que tenga que sostener la
lucha y confesar mi fe; escuchad, pues, la súplica de una mujer desesperada. Os engañan, señor,
pero no se trata de esto, no os pido más que una gracia, y si me la concedéis, os bendeciré en
este mundo y en el otro.
-Hablad con el señor, señora -dijo Felton-; afortunadamente no estoy encargado ni de
perdonar ni de castigar; y es alguien más alto que yo a quien Dios ha confiado esa
responsabilidad.
-A vos, no, sólo a vos. Escuchadme, antes de contribuir a mi perdición, antes de contribuir a mi
ignominia.
-Si habéis merecido esa vergüenza, señora, si habéis incurrido en esa ignominia, hay que
sufrirla ofreciéndola a Dios.
-¡Qué decís! ¡Oh, no me comprendéis! Cuando yo hablo de ignominia, creéis que hablo de un
castigo cualquiera, de la prisión o de la muerte. ¡Ojalá plazca al cielo! ¿Qué me importan a mí la
muerte o la prisión?
-Soy yo quien ahora no os comprende, señora.
-O quien finge no comprenderme, señor -respondió la prisionera con una sonrisa de duda.
-¡No, señora, por el honor de un soldado, por la fe de un cristiano!
-¡Cómo! ¿Ignoráis los designios de lord de Winter sobre mí?
-Los ignoro.
-Imposible, sois su confidente.
-Yo no miento nunca, señora.
-¡Oh! Se esconde demasiado poco para que no se le adivine.
-Yo no trato de adivinar nada, señora; yo espero que se confíe a mí; y aparte de lo que ante
vos me ha dicho, lord de Winter nada me ha confiado.
-Mas -exclamó Milady con un increíble acento de verdad-, ¿no sois, pues, su cómplice, no
sabéis, pues, que él me destina a una vergüenza que todos los castigos de la tierra no podrían
igualar en horror?
-Os equivocáis, señora -dijo Felton enrojecido-; lord de Winter no es capaz de semejante
crimen.
«Bueno -dijo Milady para sus adentros-, ¡sin saber lo que es, lo llama crimen!»
Y luego, en voz alta:
-El amigo del infame es capaz de todo.
-¿A quién llamáis infame? -preguntó Felton.
-¿Hay en Inglaterra dos hombres a quien un nombre semejante pueda convenir?
-¿Os referís a Georges Villiers? -dijo Felton, cuyas miradas se inflamaron.
-A quien los paganos, los gentiles y los infieles llaman duque de Buckingham -prosiguió
Milady-. ¡No habría creído que hubiera un inglés en toda Inglaterra que necesitara una
explicación tan larga para reconocer a aquel al que me refería!
-La mano del Señor está extendida sobre él -dijo Felton-, no escapará al castigo que merece.
Felton no hacía sino expresar respecto al duque el sentimiento de execración que todos los
ingleses habían consagrado a aquel a quien los mismos católicos llamaban el exactor, el
concusionario, el disoluto, y a quien los puritanos llamaban simplemente Satán.
-¡Oh, Dios mío, Dios mío! -exclamó Milady-. Cuando os suplico enviar a ese hombre el castigo
que le es debido, sabéis que no es por venganza propia por lo que lo persigo, sino que es la
liberación de todo un pueblo lo que imploro.
-¿Lo conocéis entonces? -preguntó Felton.
«Por fin me pregunta», se dijo a sí misma Milady en el colmo de la alegría por haber llegado
tan pronto a tan gran resultado.
-¡Oh! ¿Si lo conozco? ¡Claro que sí! ¡Para mi desgracia, para mi desgracia eterna!
Y Milady se torció los brazos como llegada al paroxismo del dolor. Felton sintió sin duda en sí
mismo que su fuerza lo abandonaba, y dio algunos pasos hacia la puerta; la prisionera, que no lo
perdía de vista, saltó en su persecución y lo detuvo.
-¡Señor! -exclamó-. Sed bueno, sed clemente, escuchad mi ruego: ese cuchillo que la fatal
prudencia del barón me ha quitado, porque sabe el uso que quiero hacer de él. ¡Oh, escuchadme
hasta el final! ¡Ese cuchillo dejádmelo un mimuto solamente, por gracia, por piedad! Abrazo
vuestras rodillas; mirad, cerraréis la puerta, no es en vos en quien quiero usarlo. ¡Dios!, en vos,
el único ser justo, bueno y compasivo que he encontrado; en vos, mi salvador quizá; un minuto,
ese cuchillo, un minuto, uno sólo, y os lo devuelvo por el postigo de la puerta; nada más que un
minuto, señor Felton, ¡y habréis salvado mi honor!
-¡Mataros! -exclamó Felton con terror, olvidando retirar sus manos de las manos de la
prisionera-. ¡Mataros!
-¡He dicho señor -murmuró Milady bajando la voz y dejándose caer abatida sobre el suelo-, he
dicho mi secreto! Lo sabe todo, Dios mío, estoy perdida.
Felton permanecía de pie, inmóvil e indeciso.
«Aún duda -pensó Milady-, no he sido suficientemente verdadera.»
Se oyó caminar en el corredor; Milady reconoció el paso de lord de Winter. Felton lo reconoció
también y se adelantó hacia la puerta.
Milady se abalanzó.
-¡Oh!, ni una palabra -dijo con voz concentrada-, ni una palabra de cuanto os he dicho a ese
hombre, o estoy perdida, y seréis vos, vos...
Luego, como los pasos se acercaban, ella se calló por miedo a que su voz fuera oída, apoyando
con un gesto de terror infinito su hermosa mano sobre la boca de Felton. Felton rechazó
suavemente a Milady, que fue a caer sobre una tumbona.
Lord de Winter pasó ante la puerta sin detenerse, y se oyó el ruido de los pasos que se
alejaban.
Felton, pálido como la muerte, permaneció algunos instantes con el oído tenso y escuchando;
luego, cuando el ruido se hubo apagado por completo, respiró como un hombre que sale de un
sueño, y se precipitó fuera de la habitación.
-¡Ah! -dijo Milady escuchando a su vez el ruido de los pasos de Felton, que se alejaban en
dirección opuesta a los de lord de Winter-. ¡Por fin eres mío!
Luego su frente se ensombreció.
-Si le habla al barón -dijo-, estoy perdida, porque el barón, que sabe de sobra que no me
mataré, me pondrá delante de él un cuchillo en las manos, y él verá que toda esta gran
desesperación no era más que un juego.
Fue a situarse ante el espejo y se miró: jamás había estado tan bella.
-¡Oh, sí -dijo sonriendo-, pero él no hablará!
Por la noche, lord de Winter vino con la cena.
-Señor -le dijo Milady-, ¿vuestra presencia es un accesorio obligado de mi cautividad, o podríais
ahorrarme ese aumento de torturas que causan vuestras visitas?
-¡Cómo, querida hermana! -dijo de Winter-. ¿No me anunciasteis sentimentalmente, con esa
linda boca tan cruel hoy para mí, que veníais a Inglaterra con el único fin de verme a vuestro
gusto, goce cuya privación, según decíais, sentíais tanto que lo arriesgasteis todo por eso:
mareo, tempestad, cautividad? Pues bien, aquí me tenéis, quedad satisfecha; además, esta vez
mi visita tiene un motivo.
Milady se estremeció, creyó que Felton había hablado; nunca en toda su vida quizá aquella
mujer, que había experimentado tantas emociones potentes y opuestas, había sentido latir su
corazón tan violenta mente.
Estaba sentada; lord de Winter cogió un sillón, lo acercó a su lado y se sentó junto a ella;
luego, sacando de su bolso un papel que desplegó lentamente:
-Mirad -le dijo-, quería mostraros esta especie de pasaporte que yo mismo he redactado y que
en adelante os servirá de número de orden en la vida que consiento en dejaros.
Luego, volviendo sus ojos de Milady al papel, leyó:
«Orden de conducir a...»
-El nombre está en blanco -interrumpió lord de Winter-. Si tenéis alguna preferencia,
indicádmela; y con tal que sea a un millar de leguas de Londres, se hará a vuestro gusto.
Prosigo:
«Orden de conducir a... la citada Charlotte Backson, marcada por la justicia del
reino de Francia, mas liberada por el castigo; permanecerá en esa residencia, sin
apartarse nunca de ella más de tres leguas. En caso de tentativa de evasión, le
será aplicada la pena de muerte. Recibirá cinco chelines diarios para su alojamiento
y alimentación.»
-Esa orden no me concierne a mí -respondió fríamente Milady-, porque lleva un nombre distinto
al mío.
-¡Un nombre! Pero ¿es que tenéis uno?
-Tengo el de vuestro hermano.
-Os equivocáis, mi hermano sólo es vuestro segundo marido, y el primero todavía vive.
Decidme su nombre y lo pondré en vez del nombre de Charlotte Backson. ¿No? ¿No queréis?...
¿Guardáis silencio? ¡Está bien! Seréis inscrita bajo el nombre de Charlotte Backson.
Milady permaneció silenciosa; sólo que en esta ocasión no era ya por su afectación, sino por
terror; creyó que la orden estaba dispuesta a ser ejecutada: pensó que lord de Winter había
adelantado su partida; creyó que estaba condenada a partir aquella misma noche. En su mente
todo lo vio, pues, perdido durante un instante cuando de pronto se dio cuenta de que la orden
no estaba adornada con ninguna firma.
La alegría que sintió ante este descubrimiento fue tan grande que no la pudo ocultar.
-Sí, sí -dijo lord de Winter, que se dio cuenta de lo que ella pensaba-. Sí, buscáis la firma y os
decís: no todo está perdido, porque ese acta no está firmada; me lo enseñan para asustarme,
eso es todò. Os equivocáis: mañana esta orden será enviada a lord de Buckingham; pasado
mañana volverá firmada por su puño y adornada con su sello, y veinticuatro horas después, y de
eso yo soy quien os responde, recibirá su principio de ejecución. Adiós, señora, eso es todo lo
que tenía que deciros.
-Y yo os responderé, señor, que ese abuso de poder y ese exilio bajo nombre supuesto son
una infamia.
-¿Preferís ser colgada bajo vuestro verdadero nombre, Milady? Ya lo sabéis, las leyes inglesas
son inexorables cuando se abusa del matrimonio; explicaos con franqueza: aunque mi nombre, o
mejor el nombre de mi hermano, se halle mezclado en todo esto, correré el riesgo del escándalo
en un proceso público con tal de estar seguro de que al mismo tiempo me veré libre de vos.
Milady no respondió, pero se tornó pálida como un cadáver.
-¡Ah, ya veo que preferís la peregrinación! Divinamente, señora, y hay un viejo proverbio que
dice que los viajes forman a la juventud. ¡A fe que no estáis equivocada después de todo: la vida
es buena! Por eso no me preocupa que vos me la quitéis. Todavía queda por arreglar el asunto
de los cinco chelines; me muestro algo parsimonioso, ¿no es as? Se debe a que no me preocupa
que corrompáis a vuestros guardianes. Además, siempre os quedarán vuestros encantos para
seducirlos. Usadlos si vuestro fracaso con Felton no os ha asqueado de las tentativas de ese
género.
«Felton no ha hablado -se dijo Milady-, nada está perdido aún.»
-Y ahora, señora, hasta luego. Mañana vendré para anunciaros la partida de mi mensajero.
Lord de Winter se levantó, saludó irónicamente a Milady y salió. Milady respiró: todavía tenía
cuatro días por delante; cuatro días le bastaban para terminar de seducir a Felton.
Una idea terrible se le ocurrió entonces: que lord de Winter enviaría quizá al propio Felton a
hacer firmar la orden a Buckingham; de esa suerte Felton se le escapaba, y para que la
prisionera triunfase se necesitaba la magia de una seducción continua.
Sin embargo, como hemos dicho, una cosa la tranquilizaba: Felton no había hablado.
No quiso parecer conmocionada por las amenazas de lord de Winter, se sentó a la mesa y
comió.
Luego, como había hecho la víspera, se puso de rodillas y repitió en voz alta sus oraciones.
Como la víspera, el soldado dejó de caminar y se detuvo para escucharla.
Al punto oyó pasos más ligeros que los del centinela que venían del fondo del corredor y que
se detenían ante su puerta.
-Es él -dijo.
Y comenzó el mismo canto religioso que la víspera había exaltado tan violentamente a Felton.
Mas, aunque su voz dulce, plena y sonora vibró más armoniosa y más desgarradora que nunca,
la puerta permaneció cerrada. En una de las miradas furtivas que lanzaba sobre un pequeño
postigo, le pareció a Milady vislumbrar a través de la reja cerrada los ojos ardientes del joven;
pero fuera realidad o visión, esta vez él tuvo sobre sí mismo el poder de no entrar.
Sólo que instantes después de que ella terminara su canto religioso, Milady creyó oír un
profundo suspiro; luego los mismos pasos que había oído acercarse se alejaron lentamente y
como con pesar.
Capítulo LV
Cuarta jornada de cautividad
Al día siguiente, cuando Felton entró en la habitación de Milady, la encontró de pie, subida
sobre un sillón, teniendo entre sus manos una cuerda tejida con la ayuda de algunos pañuelos de
batista desgarrados en tiras trenzadas unas con otras atadas cabo con cabo; al ruido que Felton
hizo al abrir la puerta, lady saltó con presteza al pie de su sillón, y trató de ocultar tras ella
aquella cuerda improvisada que sostenía en la mano.
El joven estaba aún más pálido que de costumbre, y sus ojos enrojecidos por el insomnio
indicaban que había pasado una noche febril.
Sin embargo, su frente estaba armada de una serenidad más austera que nunca.
Avanzó lantamente hacia Milady, que se había sentado, y cogiendo un cabo de la trenza
asesina que por descuido, o adrede quizá, ella había dejado ver:
-¿Qué es esto, señora? -preguntó fríamente.
-¿Esto? Nada -dijo Milady sonriendo con esa expresión dolorosa que tan bien sabía dar ella a su
sonrisa-. El hastío es el enemigo mortal de los prisioneros, me aburría y me he divertido
trenzando esta cuerda.
Felton dirigió los ojos hacia el punto del muro de la habitación ante el que había encontrado a
Milady de pie sobre el sillón en que ahora estaba sentada, y por encima de su cabeza divisó un
gancho dorado, empotrado en el muro, y que servía para colgar bien los uniformes, bien las
armas.
Temblaba, y la prisionera vio aquel temblor; porque aunque tuviera los ojos bajos, nada se le
escapaba.
-¿Y qué hacéis de pie sobre ese sillón? -preguntó.
-¿Qué os importa? -respondió Milady.
-Deseo saberlo -contestó Felton.
-No me preguntéis -dijo la prisionera-; vos sabéis de sobra que a nosotros, los verdaderos
cristianos, nos está prohibido mentir.
-Pues bien -dijo Felton-; voy a deciros lo que hacíais, o mejor, lo que ibais a hacer: ibais a
acabar la obra fatal que alimentáis en vuestro espíritu; pensad, señora, que si nuestro Dios
prohíbe la mentira, prohíbe mucho más severamente aún el suicidio.
-Cuando Dios ve a una de esas criaturas injustamente perseguida, colocada entre el suicidio y
el deshonor, creedme, señor, -respondió Milady con un tono de profunda convicción-, Dios le
perdona el suicidio; porque entonces el suicidio es el martirio.
-Decís demasiado o demasiado poco; hablad, señora, en nombre del cielo, explicaos.
-¿Que os cuente mis desgracias para que las tratéis de fábulas? ¿Que os diga mis proyectos
para que vayáis a denunciarlos a mi perseguidor? No, señor. Además, ¿qué os importa la vida o
la muerte de una infeliz condenada? Vos no responderéis más que de mi cuerpo, ¿no es as? Y
con tal que presentéis un cadáver que sea reconocido por el mío, no se os exigirá más y quizá
incluso tengáis recompensa doble.
-¡Yo, señora, yo! -exclamó Felton-. ¿Suponer que aceptaré el premio de vuestra vida? ¡Oh, no
pensáis en lo que decís!
-Dejadme hacer, Felton, dejadme hacer -dijo Milady exaltándose-; todo soldado debe ser
ambicioso, ¿no es as? Vos sois teniente; pues bien, seguiréis mi cortejo con el grado de capitán.
-Pero ¿qué os he hecho yo -dijo Felton trastornado- para que me carguéis con semejante
responsabilidad ante los hombres y ante Dios? Dentro de algunos días os marcharéis muy lejos
de aquí, señora, vuestra vida no estará ya bajo mi custodia, y entonces -añadió él con un
suspiro- haréis lo que queráis.
-O sea -exclamó Milady como si no pudiera resistir a una santa indignación-, vos, un hombre
piadoso, vos a quien se llama un justo, no pedís otra cosa: no ser inculpado, no ser inquietado
por mi muerte.
-Yo debo velar por vuestra vida, señora, y velaré por ella.
-Mas ¿comprendéis la misión que cumplís? Cruel ya, si yo fuera culpable, ¿qué nombre le
daríais, qué nombre le dará el Señor si soy inocente?
-Yo soy soldado, señora, y cumplo las órdenes que he recibido.
-¿Creéis que el día del jucio final Dios separará los verdugos ciegos de los jueces inicuos? Vos
no queréis que yo mate mi cuerpo, y os hacéis el agente de quien quiere matar mi alma.
-Pero, os lo repito -prosiguió Felton transtornado-, ningún peligro os amenaza, y yo respondo
por lord de Winter como de mí mismo.
-¡Insensato! -exclamó Milady- Pobre insensato que se atreve a responder de otro hombre
cuando los más sabios, cuando los más grandes, según Dios, dudan en responder de ellos
mismos, y que se coloca en el partido más fuerte y más feliz para abrumar a la más débil y más
desdichada.
-Imposible, señora, imposible -murmuró Felton, que en el fondo de su corazón sentía la justicia
de este argumento-; prisionera, no recuperaréis por mí la libertad; viva, no perderéis por mí la
vida.
-Sí -exclamó Milady-, pero perderé lo que es mucho más caro que la vida, perderé el honor,
Felton, y seréis vos, vos, a quien yo haré responsable ante Dios y ante los hombres de mi
vergüenza y de mi infamia.
Esta vez Felton, por más impasible que fuera o que fingiera ser, no pudo resistir a la influencia
secreta que ya se había apoderado de él: ver a aquella mujer tan hermosa, blanca como la más
cándida visión, verla alternativamente desconsolada y amenazadora, sufrir a la vez el ascendiente
del dolor y de la belleza, era demasiado para un visionario, era demasiado para un cerebro
minado por los sueños ardientes de la fe extática, era demasiado para un corazón corroído a la
vez por el amor del cielo que abrasa, por el odio de los hombres que devora.
Milady vio la turbación, sentía por intuición la llama de las pasiones opuestas que ardían con la
sangre en las venas del joven fanático; y como un general hábil que, viendo al enemigo
dispuesto a retroceder, marcha sobre él lanzando el grito de victoria, ella se levantó, bella como
una sacerdotisa antigua, inspirada como una virgen cristiana, y con el brazo extendido, el cuello
al descubierto, los cabellos esparcidos, reteniendo con una mano su vestido púdicamente
recogido sobre su pecho, la mirada iluminada por ese fuego que ya había llevado el desorden a
los sentidos del joven puritano, caminó hacia él, exclamando con un aire vehemente de su voz
tan dulce, a la que, en aquella ocasión, prestaba un acento terrible:
Entrega a Baal su víctima,
arroja a los leones el mártir:
¡Dios hará que te arrepientas!...
A él clamo desde el abismo.
Felton se detuvo ante este extraño apóstrofe, como petrificado.
-¿Quién sois vos, quién sois vos? -exclamó él juntando las manos-. ¿Sois una enviada de Dios,
sois un ministro de los infiernos, sois ángel o demonio, os llamáis Eloah o Astarté?
-¿No me has reconocido, Felton? Yo no soy ni un ángel ni un demonio, soy una hija de la
tierra, soy una hermana de tu creencia, eso es todo.
-¡Sí, sil -dijo Felton-. Aún dudaba, pero ahora creo.
-¡Crees y, sin embargo, eres el cómplice de ese hijo de Belial que se llama lord de Winter!
¡Crees y, sin embargo, me dejas en manos de mis enemigos, del enemigo de Inglaterra, del
enemigo de Dios! ¡Crees y, sin embargo, me entregas a quien llena y mancilla el mundo con sus
herejías y sus desenfrenos, a ese infame Sardanápalo a quien los ciegos llaman duque de
Buckingham y a quien los creyentes llaman el anticristo!
-¿Yo entregaros a Buckingham? ¿Yo? ¿Qué decís?
-Tienen ojos -exclamó Milady- y no verán; tienen oídos y no oirán.
-Sí, sí -dijo Felton pasándose las manos por la frente cubierta de sudor como para arrancar de
ella su última duda-; sí, reconozco la voz que me habla en mis sueños: sí, reconozco los rasgos
del ángel que se me aparece cada noche, gritando a mi alma que no puede dormir: «¡Golpea,
salva a Inglaterra, sálvate a ti mismo, porque morirás sin haber calmado a Dios!» ¡Hablad,
hablad! -exclamó Felton-. Ahora puedo comprenderos.
Un destello de alegría terrible, pero rápido como el pensamiento, brotó de los ojos de Milady.
Por fugitiva que hubiera sido aquella luz homicida, Felton la vio y se estremeció como si aquella
luz hubiera iluminado los abismos del corazón de aquella mujer.
Felton se acordó de pronto de las advertencias de lord de Winter, de las seducciones de Milady,
de sus primeras tentativas desde su llegada; retrocedió un paso y bajó la cabeza, pero sin cesar
de mirarla; como si, fascinado por aquella extraña criatura, sus ojos no pudieran desprenderse
de sus ojos.
Milady no era mujer capaz de equivocarse en cuanto al sentido de aquella duda. Bajo sus
aparentes emociones su sangre fría no la abandonaba. Antes de que Felton le hubiera respondido
y de que ella se viera obligada a proseguir aquella conversación tan difícil de sostener en el
mismo acento de exaltación, dejó caer sus manos y, como si la debilidad de la mujer se
superpusiese al entusiamo del instante:
-Mas no -dijo-, no me toca a mí ser la Judith que libró a Betulia de este Holofernes. La espada
del Eterno es demasiado pesada para mi brazo. Dejadme, pues, rehuir el deshonor de la muerte,
dejadme refugiarme en el martirio. No os pido ni la libertad, como haría un culpable, ni la
venganza, como haría una pagana. Dejadme rríorir, eso es todo. Os suplico, os imploro de
rodillas: dejadme morir, y mi último suspiro será una bendición para mi salvador.
Ante esta voz dulce y suplicante, ante esta mirada tímida y abatida, Felton se acercó. Poco a
poco la encantadora se había revestido de aquellos adornos mágicos que se ponía y quitaba a
voluntad, es decir, la belleza, la dulzura, las lágrimas y, sobre todo, el irresistible atractivo de la
voluptuosidad mística, la más devoradora de las voluptosidades.
-¡Ay! -dijo Felton-. No puedo más que una cosa, compadeceros si me probáis que sois una
víctima. Mas lord de Winter tiene crueles quejas contra vos. Vos sois cristiana, sois mi hermana
en religión; me siento arrastrado hacia vos, yo que no he amado más que a mi bienhechor, yo,
que no he encontrado en la vida más que traidores e impíos. Pero vos, señora, tan bella en
realidad, tan pura en apariencia, para que lord de Winter os persiga, habréis cometido
iniquidades.
-Tienen ojos -repitió Milady con un acento indecible de dolor- y no verán; tienen oídos y no
oirán.
-Entonces -exclamó el joven oficial- hablad, hablad, pues.
-¡Confiaros mi vergüenza! -exclamó Milady con el rubor del pudor en el rostro-. Porque a
menudo el crimen de uno es la vergüenza del otro. ¡Confiaros mi vergüenza a vos, un hombre;
yo, una mujer! ¡Oh! -continuo ella llevando púdicamente su mano sobre sus hermosos ojos-. ¡Oh,
jamás, jamás podré!
-¡A mí, a un hermano! -exclamó Felton.
Milady lo miró largo tiempo con una expresión que el joven oficial tomó por duda, y que, sin
embargo, no era más que una observación y, sobre todo, voluntad de fascinar.
Felton, suplicante a su vez, juntó las manos.
-Pues bien -dijo Milady-, me fío de mi hermano, me atrevo.
En ese momento se oyó el paso de lord de Winter; pero esta vez el terrible cuñado de Milady
no se contentó, como había hecho la víspera, con pasar delante de la puerta y alejarse: se
detuvo, cambió dos palabras con el centinela, luego la puerta se abrió y apareció él.
Mientras se habían cambiado esas dos palabras, Felton había retrocedido vivamente, y cuando
lord de Winter entró, él estaba a algunos pasos de la prisionera.
El barón entró lentamente y dirigió su mirada escrutadora de la prisionera al joven oficial.
-Hace mucho tiempo, John -dijo-, que estáis aquí. ¿Os ha contado esa mujer sus crímenes?
Entonces comprendo la duración de la entrevista.
Felton temblaba, y Milady sintió que estaba perdida si no acudía en ayuda del puritano
desconcertado.
-¡Ah! ¡Teméis que vuestra prisionera se os escape! -dijo ella-. Pues bien, preguntad a vuestro
digno carcelero qué gracia solicitaba de él hace un instante.
-¿Pedíais una gracia? -dijo el baron suspicaz.
-Sí, milord -replicó el joven confuso.
-Y veamos, ¿qué gracia? -preguntó lord de Winter.
-Un cuchillo que ella me devolverá por el postigo un mimuto después de haberlo recibido
-respondió Felton.
-¿Hay aquí alguien escondido a quien esta graciosa persona quiera degollar? -prosiguió lord de
Winter con su voz burlona y despreciativa.
-Estoy yo -respondió Milady.
-Os he dado a elegir entre América y Tyburn -replicó lord de Winter-; escoged Tyburn, Milady:
la cuerda es todavía más segura que el cuchillo creedme.
Felton palideció y dio un paso adelante pensando que, en el momento en que él había entrado,
Milady tenía una cuerda.
-Tenéis razón -dijo ésta-, y ya había pensado en ello -luego añadió con una voz sorda-: lo
volveré a pensar.
Felton sintió correr un estremecimiento hasta en la médula de sus huesos; probablemente lord
de Winter percibió este movimiento.
-Desconfía, John -dijo-. John, amigo mío, me he apoyado en ti, ten cuidado. ¡Te he prevenido!
Además, ten valor, hijo mío, dentro de tres días nos veremos libres de esta criatura, y donde la
envíen no perjudicará a nadie.
-¡Ya lo oís! -exclamó Milady con escándalo de tal forma que el barón creyó que ella se dirigía al
cielo y que Felton comprendió que era para él.
Felton bajó la cabeza y meditó.
El barón tomó al oficial por el brazo volviendo la cabeza sobre su hombro, a fin de no perder
de vista a Milady hasta haber salido.
-Vamos, vamos -dijo la prisionera cuando la puerta se hubo cerrado-, no estoy tan adelantada
como creía. Winter ha cambiado su estupidez ordinaria por una prudencia desconocida. ¡Lo que
es el deseo de venganza, y cuánto forma al hombre ese deseo! En cuanto a Felton, duda. ¡Ay, no
es un hombre como ese maldito D'Artagnan! Un puritano no adora más que a las vírgenes, y las
adora juntando las manos. Un mosquetero ama a las mujeres, y las ama juntado los brazos.
Sin embargo, Milady esperó con impaciencia, porque sospechaba que la jornada no pasaría sin
volver a ver a Felton. Por fin una hora después de la escena que acabamos de contar, oyó que se
hablaba en voz baja junto a la puerta, luego al punto la puerta se abrió y reconoció a Felton.
El joven avanzó rápidamente por el cuarto, dejando la puerta abierta tras él y haciendo señal a
Milady de callarse; tenía el rostro alterado.
-¿Qué me queréis? -dijo ella.
-Escuchad -respondió Felton en voz baja-, acabo de alejar al centinela para poder permanecer
aquí sin que se sepa que he venido, para hablaros sin que se pueda oír lo que os digo. El barón
acaba de contarme una historia espantosa.
Milady adoptó una sonrisa de víctima resignada y sacudió la cabeza.
-O vos sois un demonio -continuó Felton-, o el barón, mi bienhechor, mi padre, es un
monstruo. Os conozco desde hace cuatro días, le amo a él desde hace diez años; puedo, pues,
dudar entre los dos; no os asustéis de lo que os digo, necesito estar convencido. Esta noche,
después de las doce, vendré a veros, vos me convenceréis.
-No, Felton, no, hermano mío -dijo ella-, el sacrificio es demasiado grande, y siento cuánto os
cuesta. No, estoy perdida, no os perdáis conmigo. Mi muerte será mucho más elocuente que mi
vida, y el silencio del cadáver os convencerá mucho mejor que las palabras de la prisionera.
-Callaos, señora -exclamó Felton-, y no me habléis así; he ve nido para que me prometáis bajo
palabra de honor, para que me juréis por lo más sagrado para vos que no atentaréis contra
vuestra vida.
-No quiero prometer -dijo Milady- porque nadie más que yo respeta el juramento y, si
prometiera, tendría que cumplirlo.
-¡Pues bien! -dijo Felton-. Comprometeos sólo hasta el momento en que me volváis a ver. Si
cuando me hayáis vuelto a ver persistís aún, ¡pues bien!, entonces seréis libre, y yo mismo os
daré el arma que me habéis pedido.
-¡De acuerdo! -dijo Milady-. Esperaré por vos.
-Juradlo.
-Lo juro por nuestro Dios. ¿Estáis contento?
-Bien -dijo Felton-; hasta esta noche.
Y se precipitó fuera del cuarto, volvió a cerrar la puerta y esperó fuera, con el espontón del
soldado en la mano, como si hubiera montado la guardia en su lugar.
Una vez vuelto el soldado, Felton le devolvió el arma.
Entonces, a través del postigo al que se había acercado, Milady vio al joven persignarse con un
fervor delirante a irse por el corredor con un transporte de alegría.
En cuanto a ella, volvió a su puesto con una sonrisa de salvaje desprecio en sus labios, y
repitió blasfemando ese nombre terrible de Dios por el que había jurado sin haber aprendido
nunca a conocerlo.
-¡Mi Dios! -dijo ella-. ¡Fanático insensato! ¡Mi Dios soy yo, yo, y él quien me ayudará a
vengarme!
Capítulo LVI
Quinta jornada de cautividad
Milady había llegado a la mitad del triunfo y el éxito obtenido redoblaba sus fuerzas.
No era difícil vencer, como lo había hecho hasta entonces, a hombres prontos a dejarse seducir
y a quienes la educación galante de la corte arrastraba pronto a la trampa; Milady era bastante
hermosa para no encontrar resistencia de parte de la carne, y era bastante hábil para pasar por
encima de todos los obstáculos del espíritu.
Mas esta vez tenía que luchar contra una naturaleza salvaje, concentrada, insensible a fuerza
de austeridad; la religión y la penitencia habían hecho de Felton un hombre inaccesible a las
seducciones corrientes. Daba vueltas en aquella cabeza exaltada a planes tan vastos, a proyectos
tan tumultuosos, que no quedaba en ella sitio para ningún amor, de capricho o de materia, ese
sentimiento que se nutre de ocio y crece con la corrupción. Milady había abierto por tanto
brecha, con su falsa virtud, en la opinión de un hombre horriblemente prevenido contra ella, y
con su belleza en el corazón y los sentidos de un hombre casto y puro. Finalmente, se había
mostrado a sí misma la medida de sus medios, desconocidos para ella misma hasta entonces,
mediante esta experiencia hecha sobre el sujeto más rebelde que la naturaleza y la religión
podían someter a su estudio.
Sin embargo, durante la velada muchas veces había desesperado ella del destino y de sí
misma; no invocaba a Dios, ya lo sabemos, pero tenía fe en el genio del mal, esa inmensa
soberanía que reina en todos los detalles de la vida humana, y a la que, como en la fábula árabe,
un grano de granada le basta para reconstruir un mundo perdido.
Milady, bien preparada para recibir a Felton, pudo montar sus baterías para el día siguiente.
Sabía que no le quedaban más que dos días, que una vez firmada la orden por Buckingham (y
Buckingham la firmaría tanto más fácilmente cuanto que la orden llevaba un nombre falso, y que
no podría él reconocer a la mujer de que se trataba), una vez firmada aquella orden, decíamos,
el barón la haría embarcar inmediatamente, y sabía también que las mujeres condenadas a la
deporta ción usan armas mucho menos poderosas en sus seducciones que las pretendidas
mujeres virtuosas cuya belleza ilumina el sol del mundo, cuyo espíritu alaba la voz de la moda y
un reflejo de aristocracia adora con sus luces encantadas. Ser una mujer condenada a una pena
miserable a infamante no es impedimento para ser bella, pero es un obstá culo para volverse
alguna vez poderosa. Como todas las gentes de mérito real, Milady conocía el medio que
convenía a su naturaleza, a sus recursos. La pobreza le repugnaba, la abyección disminuía dos
tercios de su grandeza. Milady no era reina sino entre las reinas; su dominación necesitaba el
placer del orgullo satisfecho. Mandar a seres inferiores era para ella más una humillación que un
placer.
Desde luego, habría vuelto de su exilio, eso no lo dudaba ni un instante; pero ¿cuánto tiempo
podría durar ese exilio? Para una naturaleza activa y ambiciosa como la de Milady, los días que
uno no se ocupa en subir son días nefastos. ¡Piénsese, pues, cuál es la palabra con que deben
denominarse los días que uno emplea en descender! Perder un año, dos años, tres años; es
decir, una eternidad, volver cuando D'Artagnan, feliz y triunfante, hubiera recibido de la reina,
junto con sus amigos, la recompensa que se habían granjeado de sobra con los servicios que
habían prestado: era ésta una de esas ideas devoradoras que una mujer como Milady no podía
soportar. Por lo demás, la tormenta que bramaba en ella duplicaba su fuerza, y habría hecho
estallar los muros de su prisión si su cuerpo hubiera podido tomar por un solo instante las
proporciones de su espíritu.
Luego, lo que en medio de todo esto la aguijoneaba era el recuerdo del cardenal. ¿Qué debía
pensar, qué debía decir de su silencio el cardenal, desconfiado, inquieto, suspicaz; el cardenal, no
sólo su único apoyo, su único sostén, su único protector en el presente, sino además el principal
instrumento de su fortuna y de su venganza futura? Ella lo conocía, ella sabía que a su retraso
tras un viaje inútil, por más que arguyese la prisión, por más que exaltase los sufrimientos
soporta dos, el cardenal respondería con aquella calma burlona del escéptico potente a la vez por
la fuerza y por el genio: «¡No teníais que haberos dejado coger!»
Entonces Milady reunía toda su energía, murmurando en el fondo de su pensamiento el
nombre de Felton, el único destello de luz que penetraba hasta ella en el fondo del infierno en
que había caído; y como una serpiente que enrolla y desenrolla sus anillos para darse ella misma
cuenta de su fuerza, envolvía de antemano a Felton en los mil repliegues de su imaginación
inventiva.
Sin embargo el tiempo transcurría, las horas, unas tras otras, parecían despertar la campana al
pasar, y cada golpe del badajo de bronce repercutía en el corazón de la prisionera. A las nueve,
lord de Winter hizo su visita acostumbrada, miró la ventana y los barrotes, sondeó el suelo y los
muros, inspeccionó la chimenea y las puertas sin que durante esta larga y minuciosa inspección
ni él ni Milady pronunciasen una sola palabra.
Indudablemente los dos comprendían que la situación se había vuelto demasiado grave para
perder el tiempo en palabras inútiles y en cóleras sin efecto.
-Vamos, vamos -dijo el barón al dejarla-, ¡esta noche todavía no escaparéis!
A las diez vino Felton a colocar un centinela; Milady reconoció su paso. Ahora lo adivinaba ella
como una amante adivina el del amado de su corazón, y, sin embargo, Milady detestaba y
despreciaba a la vez a aquel débil fanático.
No era la hora convenida, Felton no entró.
Dos horas después, y cuando daban las doce, el centinela fue relevado.
Esta vez sí era la hora; por eso, a partir de ese momento Milady esperó con impaciencia.
El nuevo centinela comenzó a pasearse por el corredor.
Al cabo de diez minutos llegó Felton.
Milady prestó oído.
-Escucha -dijo el joven al centinela- no te alejes de este puesto bajo ningún pretexto, porque
sabes que la noche pasada un soldado fue castigado por milord por haber dejado su puesto un
instante, aunque fui yo quien, durante su corta ausencia, vigiló en su puesto.
-Sí, lo sé -dijo el soldado.
-Te recomiendo, por tanto, la más exacta vigilancia. Yo -añadió- voy a entrar para inspeccionar
por segunda vez la habitación de esta mujer, que según temo tiene siniestros proyectos contra sí
misma y a la cual he recibido orden de cuidar.
-Bueno -murmuró Milady-, ¡ya tenemos al austero puritano mintiendo!
En cuanto al soldado, se contentó con sonreír.
-¡Diantre! Mi teniente -dijo-, no sois tan desgraciado por estar encargado de semejantes
comisiones, sobre todo si milord os autoriza a mirar hasta en su cama.
Felton se ruborizó; en cualquier otra circunstancia hubiera reprendido al soldado que se
permitía semejante broma; pero su conciencia murmuraba demasiado alto para que su boca
osase hablar.
-Si llamo -dijo-, ven; igual que si alguien viene, llámame.
-Sí, mi teniente -dijo el soldado.
Felton entró en la habitación de Milady. Milady se levantó.
-¿Ya estáis aquî? -dijo ella.
-Os había prometido venir -dijo Felton- y he venido.
-Me habíais prometido otra cosa además.
-¿Qué? ¡Dios mío! -dijo el joven que, pese a su dominio sobre sí mismo, sentía sus rodillas
temblar y comenzar a brotar el sudor en su frente.
-Habíais prometido traerme un cuchillo y dejármelo tras nuestra conversación.
-No habléis de eso, señora -dijo Felton- no hay situación por terrible que sea que autorice a
una criatura de Dios a darse la muerte. He reflexionado que no debo hacerme nunca culpable de
semejante pecado.
-¡Ah, habéis reflexionado! -dijo la prisionera sentándose en su sillón con una sonrisa de
desdén-. También yo he reflexionado.
-¿En qué?
-En que yo no tenía nada que decir a un hombre que no mante nía su palabra.
-¡Dios mío! -murmuró Felton.
-Podéis retiraros -dijo Milady-, no hablaré.
-¡Aquí está el cuchillo! -dijo Felton sacando de su bolsillo el arma que según su promesa había
traído, pero que dudaba en entregar a su prisionera.
-Veámoslo -dijo Milady.
-¿Qué vais a hacer?
-Palabra de honor, os lo devuelvo al momento; lo pondré sobre la mesa y vos quedaréis entre
él y yo.
Felton tendió el arma a Milady, que examinó atentamente su temple y probó la punta en el
extremo de su dedo.
-Bien -dijo ella devolviendo el cuchillo al joven oficial-, es un buen acero; sois un fiel amigo,
Felton.
Felton cogió el arma y la puso sobre la mesa como acababa de ser acordado con su prisionera.
Milady lo siguió con los ojos e hizo un gesto de satisfacción.
-Ahora -dijo ella-, escuchadme.
La recomendación era inútil: el joven oficial estaba de pie ante ella esperando sus palabras
para devorarlas.
-Felton -dijo Milady con una severidad llena de melancolía-, Felton, si vuestra hermana, la hija
de vuestro padre, os dijera: «Joven aún, bastante hermosa por desgracia, me hicieron caer en
una trampa, resistí; se multiplicaron en torno mío las emboscadas, resistí; se blasfemó la religión
a la que sirvo, al Dios que adoro, porque llamaba en mi ayuda a ese Dios y a esa religión, resistí;
entonces se me prodigaron los ultrajes, y como no podían perder mi alma, quisieron mancillar mi
cuerpo para siempre; finalmente...»
Milady se detuvo, y una sonrisa amarga pasó por sus labios.
-Finalmente -dijo Felton-, finalmente, ¿qué han hecho?
-Finalmente, una noche decidieron paralizar esa resistencia que no se podía vencer: una noche
mezclaron en mi agua un poderoso narcótico; apenas hube acabado mi cena, me sentí caer poco
a poco en un entumecimiento desconocido. Aunque no sintiese desconfianza, un temor vago se
apoderó de mí y traté de luchar contra el sueño; me levanté, quise correr a la ventana, pedir
socorro, pero mis piernas se negaron a llevarme; me parecía que el techo bajaba contra mi
cabeza y me aplastaba con su peso; tendí los brazos, traté de hablar, no pude más que lanzar
sonidos inarticulados; un embotamiento irresistible se apoderaba de mí, me agarré a un sillón,
sintiendo que iba a caer, mas pronto aquel apoyo fue insuficiente para mi brazos débiles, caí
sobre una rodilla, luego sobre las dos; quise gritar, mi lengua estaba helada; Dios no me vio ni
me oyó sin duda, y me deslizé por el suelo, presa de un sueño que se parecía a la muerte. De
todo cuanto pasó en este sueño y del tiempo que transcurrió durante su duración, ningún recuerdo
tengo; la única cosa que recuerdo es que me desperté acostada en una habitación redonda
cuyo moblaje era suntuoso, y en la que la luz sólo penetraba por una abertura del techo. Por lo
demás, ninguna puerta parecía dar entrada a ella: se hubiera dicho una prisión magnífica. Pasé
mucho tiempo hasta que pude darme cuenta del lugar en que me encontraba y de todos los
detalles que cuento, mi espíritu parecía luchar inútilmente para sacudir las pesadas tinieblas de
aquel sueño al que no podía arrancarme; tenía percepciones vagas de un espacio recorrido, de la
rodadura de un coche, de un sueño horrible en el que mis fuerzas se agotarían; pero todo
aquello era tan sombrío y tan indistinto en mi pensamiento, que estos sucesos parecían
pertenecer a otra vida distinta a la mía y, sin embargo, mezclada a la mía por una fantástica
dualidad. A veces, el estado en que me encontraba me pareció tan extraño, que creí que era un
sueño. Me levanté vacilante, mis vestidos estaban junto a mí, sobre una silla: no recordaba ni
haberme desnudado ni haberme acostado. Entonces poco a poco la realidad se presentó a mí
llena de púdicos terrores: yo no estaba ya en la casa en que vivía; por lo que podía juzgar por la
luz del sol, habían transcurrido ya dos tercios del día; había dormido desde la vigilia hasta la
noche; mi sueño había durado, pues, casi veinticuatro horas. ¿Qué había pasado durante aquel
largo sueño? Me vestí tan rápidamente como me fue posible. Todos mis movimientos lentos y
embotados atestiguaban que la influencia del narcótico no se había disipado aún por completo.
Por lo demás, aquel cuarto estaba amueblado para recibir a una mujer; y la coqueta más
acabada no habría tenido un solo deseo que formular que, paseando su mirada por el cuarto, no
hubiera visto completamente cumplido. Desde luego no era yo la primera cautiva que se había
visto encerrada en aquella espléndida prisión; pero como comprenderéis, Felton, cuanto más
bella era la prisión, más miedo me daba. Sí, era una prisión porque traté en vano de salir de ella.
Tanteé todos los muros con objeto de descubrir una puerta: en todas las partes los muros
devolvieron un sonido plano y sordo. Quizá quince veces di la vuelta a aquella habitación,
buscando una salida cualquiera: no la había; caí agotada de fatiga y de terror en un sillón.
Durante este tiempo, la noche se acercaba rápidamente y con la noche aumentaban mis terrores:
no sabía si debía quedarme donde estaba sentada; me parecía que estaba rodeada de peligros
deconocidos en los que iba a caer a cada Paso. Aunque no hubiese comido nada desde la
víspera, mis temores me impedían sentir hambre. Ningún ruido de fuera, que me permitiese medir
el tiempo, llegaba hasta mí; presumía sólo que podían ser de las siete a las ocho de la noche;
porque estábamos en el mes de octubre, y la oscuridad era total. De pronto, el chirrido de una
puerta que gira sobre sus goznes me hizo temblar; un globo de fuego apareció encima de la
abertura guarnecida de vidrios del techo arrojando una viva luz en mi habitación y vislumbré con
terror que un hombre estaba de pie a algunos pasos de mí. Una mesa con dos cubiertos, con una
cena totalmente preparada, se había alzado como por magia en medio del cuarto. Aquel hombre
era el que me perseguía desde hacía un año, el que había jurado mi deshonor y el que, a las
primeras palabras que salieron de su boca, me hizo comprender que lo había cumplido la noche
anterior.
-¡Infame! -murmuró Felton.
-¡Oh, sí, infame! -exclamó Milady viendo el interés que el joven oficial, cuya alma parecía
suspendida de sus labios, se tomaba en este extraño relato-. ¡Oh, sí, infame! Había creído que le
bastaba con haber triunfado de mí en mi sueño para que todo estuviese dicho; venía esperando
que yo aceptaría mi vergüenza, puesto que mi vergüenza estaba consumada; venía a ofrecerme
su fortuna a cambio de mi amor. Todo cuanto el corazón de una mujer puede contener de
soberbio desprecio y de palabras desdeñosas lo arrojé sobre aquel hombre; sin duda estaba
habituado a reproches semejantes porque me escuchó tranquilo, sonriente y con los brazos
cruzados sobre el pecho; luego, cuando creyó que yo había dicho todo, se adelantó hacia mí: yo
salté hacia la mesa, cogí un cuchillo y lo apoyé sobre mi pecho. «Dad un paso más -le dije- y
además de mi deshonor tendréis también mi muerte que reprocharos.» Sin duda, en mi mirada,
en mi voz, en toda mi persona había esa verdad de gesto, de ademán y de acento que lleva la
convicción a las almas más perversas, porque se detuvo. «¡Vuestro amor! -me dijo-. ¡Oh, no!
Sois una amante encantadora para que consienta en perderos así, después de haber tenido la
dicha de poseeros, una sola vez solamente. ¡Adiós, hermosa! Esperaré para volver a visitaros a
que estéis en mejores disposiciones.» Tras estas palabras, silbó; el globo de llama que iluminaba
mi habitación subió y desapareció; volví a encontrarme en la oscuridad. El mismo ruido de una
puerta que se abre y se cierra se reprodujo un instante después, el globo resplandeciente
descendió de nuevo y volví a encontrarme sola. Aquel momento fue horrible; si aún tenía algunas
dudas sobre mi desdicha, esas dudas se habían desvanecido en una desesperante realidad:
estaba en poder de un hombre al que no sólo detestaba sino al que despreciaba; un hombre
capaz de todo y que ya me había dado una prueba fatal de a lo que podía atreverse.
-Mas ¿quién era ese hombre? -preguntó Felton.
-Pasé la noche en una silla, estremeciéndome al menor ruido; porque a media noche más o
menos, la lámpara se había apagado, y yo ya me había vuelto a encontrar en la oscuridad. Mas
la noche pasó sin nuevas tentativas de mi perseguidor. Llegó el día, la mesa había desaparecido;
sólo que yo tenía aún el cuchillo en la mano. Aquel cuchillo era toda mi esperanza. Yo estaba
rota de fatiga; el insomnio quemaba mis ojos; no me había atrevido a dormir ni un solo instante:
el día me tranquilizó, fui a echarme sobre mi cama sin abandonar el cuchillo liberador que oculté
bajo mi almohada. Cuando me desperté, una nueva mesa estaba servida. Esta vez, pese a mis
terrores, a pesar de mis angustias, se hizo sentir un hambre devoradora; hacía cuarenta y ocho
horas que no había tomado ningún alimento: comí pan y algunas frutas; luego, acordándome del
narcótico mezclado al agua que había bebido, no toqué la que estaba en la mesa y fui a llenar mi
vaso en una fuente de mármol adosada al muro, encima de mi lavabo. Sin embargo, pese a esta
precaución, no permanecí menos tiempo en una angustia horrorosa; pero mis temores no
estaban fundados esta vez: pasé la jornada sin experimentar nada que se pareciese a lo que
temía. Ha bía tenido la precaución de vaciar a medias la jarra para que no se dieran cuenta de mi
desconfianza. Llegó la noche, y'con ella la oscuridad; sin embargo, por profunda que fuese, mis
ojos comenzaban a habituarse a ella; vi en medio de las tinieblas hundirse la mesa en el suelo;
un cuarto de hora después reapareció con mi cena; un instante después, gracias a la misma
lámpara, mi habitación se iluminó de nuevo. Estaba resuelta a no comer más que objetos a los
que fuera imposible mezclar ningún somnífero: dos huevos y algunas frutas compusieron mi
comida; luego fui a tomar un vaso de agua de mi fuente protectora y lo bebí. A los primeros
sorbos, me pareció que no tenía el mismo gusto que por la mañana: una sospecha rápida se
apoderó de mí, me detuve, pero ya había tragado medio vaso. Tiré el resto con horror, y esperé,
con el sudor del espanto en la frente. Sin duda, algún invisible testigo me había visto tomar el
agua de aquella fuente, y había aprovechado mi confianza para asegurar mejor mi pérdida tan
fríamente resuelta, tan cruelmente perseguida. No había transcurrido media hora cuando se
produjeron los mismos síntomas; sólo que como aquella vez no había bebido más que medio
vaso de agua, luché más tiempo, y en lugar de dormirme completamente, caí en un estado de
somnolencia que me dejaba sentir lo que pasaba en torno mío, a la vez que me quitaba la fuerza
de defenderme o de huir. Me arrastré hacia mi cama, para buscar allí la única defensa que me
quedaba, mi cuchillo salvador; pero no pude llegar hasta la cabecera: caí de rodillas, con las
manos aferradas a una de las columnas del pie; entonces comprendí que estaba perdida.
Felton palideció horrorosamente, y un estremecimiento convulsivo corrió por todo su cuerpo.
-Y lo que era más horroroso -continuó Milady con la voz alterada como si hubiera
experimentado aún la misma angustia que en aquel momento terrible- es que aquella vez yo
tenía conciencia del peligro que me amenazaba; es que mi alma, puedo decirlo, velaba en mi
cuerpo adormecido; es que yo veía, es que oía; es cierto que todo aquello era como un sueño,
pero no por ello menos espantoso. Vi la lámpara que ascendía y que poco a poco me dejaba en
la oscuridad; luego oí el chirrido tan bien conocido de aquella puerta, aunque aquella puerta sólo
se hubiera abierto dos veces. Sentí instintivamente que alguien se acercaba a mí; dicen que el
desgraciado perdido en los desiertos de América siente de este modo la cercanía de la serpiente.
Quería hacer un esfuerzo, trataba de gritar; gracias a una increíble energía de voluntad me
levanté, para volver a caer al punto... y volver a caer en los brazos de mi perseguidor.
-Decidme, pues, ¿quién era ese hombre? -exclamó el joven oficial.
Milady vio de una sola mirada todo el sufrimiento que inspiraba a Felton, sopesándolo en cada
detalle de su relato; pero no quería hacerle gracia de ninguna tortura. Con mayor profundidad le
rompería el corazón, con mayor seguridad la vengaría. Ella continuó, pues, como si no hubiera
oído su exclamación, o como si hubiera pensado que no había llegado aún el momento de
responder a ella.
-Sólo que aquella vez el infame tenía que habérselas no ya con una especie de cadáver inerte,
sin ningún sentimiento. Ya os lo he dicho: aunque no conseguía recuperar el ejercicio completo
de mis facultades, me quedaba el sentimiento de mi peligro: luchaba, pues, con todas mis
fuerzas, y, sin duda, pese a lo debilitada que estaba, oponía una larga resistencia, porque lo oí
exclamar: «¡Estas miserables purita nas! Saba que cansan a sus verdugos, pero las creía menos
fuertes contra sus seductores.» ¡Ay! Aquella resistencia desesperada no podía durar mucho
tiempo, sentí que mis fuerzas se agotaban; y esta vez no fue de mi sueño de lo que el cobarde
se aprovechó, fue de mi desva necimiento.
Felton escuchaba sin hacer oír otra cosa que una especie de rugido sordo; sólo el sudor corría
sobre su frente de mármol, y su mano oculta bajo su uniforme desgarraba su pecho.
-Mi primer movimiento al volver en mí fue buscar bajo mi almohada aquel cuchillo que no había
podido alcanzar; si no había servido para la defensa podía servir al menos para la expiación. Pero
al coger aquel cuchillo, Felton, me vino una idea terrible. He jurado decíroslo todo y os lo diré
todo; os he prometido la verdad, la diré aunque me pierda.
-Os vino la idea de vengaros de aquel hombre, ¿no es eso? -exclamó Felton.
-¡Pues, sí! -dijo Milady-. Aquella idea no era de cristiana, lo sé; sin duda ese eterno enemigo de
nuestra alma, ese león que ruge sin cesar en torno de nosotros la soplaba a mi espíritu. En fin,
¿qué puedo deciros Felton? -continuó Milady con el tono de una mujer que se acusa de un
crimen-. Me vino esa idea y sin duda ya no me dejó. Hoy llevo el castigo de ese pensamiento
homicida.
-Continuad, continuad -dijo Felton-, tengo prisa por veros llegar a la venganza.
-¡Oh! Resolví que tenía que llegar lo antes posible, no dudaba de que él volvería a la noche
siguiente Por el día no tenía nada que te mer. Por eso, cuando vino la hora del almuerzo, no dudé
en comer y beber: estaba resuelta a fingir que cenaba, pero no tomaría nada; debía por tanto,
combatir mediante la nutrición de la mañana el ayuno de Ìa noche. Sólo que oculté un vaso de
agua sustraída a mi desayuno, dado que había sido la sed la que más me había hecho sufrir
cuando había permanecido cuarenta y ocho horas sin beber ni comer. El día transcurrió sin tener
otra influencia sobre mí que afirmarme en la resolución tomada: sólo que tuve cuidado de que mi
rostro no traicionase en nada el pensamiento de mi corazón, porque no dudaba de que era
observada; varias veces incluso sentí una sonrisa en mis labios. Felton, no me atrevo a deciros
ante qué idea sonreía, sentiríais horror de mí...
-Continuad, continuad -dijo Felton-, ya veis que escucho y que tengo prisa por llegar.
-Llegó la noche, los acontecimientos habituales se produjeron; en la oscuridad, como de
costumbre, fue servida mi cena, luego la lámpara se iluminó, y me senté a la mesa. Comí sólo
algunas frutas: fingí que me servía agua de la jarra, pero sólo bebí de la que había conservado
en mi vaso; la sustitución, por lo demás, fue hecha con la maña suficiente para que mis espías, si
los tenía, no concibiesen sospecha alguna. Tras la cena, ofrecí las mismas señales de
embotamiento que la víspera; pero esta vez, como si sucumbiese a la fatiga o como si me
familiarizase con el peligro, me arrastré hacia la cama a hice semblante de adormecerme. En esta
ocasión había encontrado mi cuchillo bajo la almohada y, al tiempo que fingía dormir, mi mano
apretaba convulsivamente la empuñadura. Transcurrieron dos horas sin que ocurriese nada
nuevo. ¡Aquella vez, Dios mío! ¡Quién me hubiera dicho esto la víspera: comenzaba a temer que
no viniese! Por fin, vi la lámpara elevarse suavemente y desaparecer en las profundidades del
techo; mi habitación se llenó de tinieblas, pero hice un esfuerzo por horadar con la mirada la
oscuridad. Aproximadamente pasaron diez minutos. No oía yo otro ruido que el del latido de mi
corazón. Yo imploraba al cielo para que viniese. Por fin oí el ruido tan conocido de la puerta que
se abría y volvía a cerrarse; oí, pese al espesor de la alfombra, un paso que hacía chirriar el
suelo; vi, pese a la oscuridad, una sombra que se acercaba a mi cama.
-¡Daos prisa daos prisa! -dijo Felton-. ¿No veis que cada una de vuestras palabras me quema
como plomo derretido?
-Entonces -continuó Milady- entonces reuní todas mis fuerzas, me acordé de que el momento
de la venganza, o, mejor dicho, de la justicia había sonado; me consideraba otra Judith; me
recogí sobre mí misma, con mi cuchillo en la mano, y cuando lo vi junto a mí tendiendo los
brazos para buscar a su víctima, entonces, con el último grito del dolor y de la desesperación, le
golpeé en medio del pecho. ¡Miserable! ¡Lo había previsto todo: su pecho estaba cubierto de una
cota de malla! El cuchillo se embotó. «¡Ay, ay! -exclamó cogiéndome el brazo y arrancándome el
arma que tan mal me había servido-. ¡Queréis mi vida, hermosa puritana! Mas esto es más que
odio, esto es ingratitud. ¡Vamos, vamos, calmaos, calmaos, niña mía! Había creído que os habíais
dulcificado. No soy de esos tiranos que conservan las mujeres por la fuerza: no me amáis,
dudaba de ello con mi fatuidad ordinaria; ahora estoy convencido. Mañana seréis libre.» Yo no
tenía más que un deseo: era que me matase. «¡Tened cuidado! -le dije-. Mi libertad es vuestro
deshonor. Sí, porque apenas salga de aquí diré todo, diré la violencia que habéis usado contra
mí, diré mi cautividad. De nunciaré este palacio de infamia; estáis colocado muy alto, milord, mas
temblad. Por encima de vos está el rey, por encima del rey está Dios.» Por dueño que pareciese
de sí mismo, mi perseguidor dejó traslucir un movimiento de cólera. Yo no podía ver la expresión
de su rostro, pero había sentido estremecerse su brazo sobre el que estaba puesta mi mano.
«Entonces, no saldréis de aquí», dijo. «¡Bien, bien! -exclamé yo. Entonces el lugar de mi suplicio
será también el de mi tumba. Yo moriré aquí y ya veréis si un fantasma que acusa no es más
terrible aún que un vivo que amenaza.» «No se os dejará ningún arma.» «Hay una que la
desesperación ha puesto al alcance de toda criatura que tenga el valor de servirse de ella. Me
dejaré morir de hambre.» «Veamos -dijo el miserable-, ¿no vale más la paz que una guerra como
ésta? Os devuelvo la libertad ahora mismo, os proclamo una virtud, os denomino la Lucrecia de
Inglaterra. » «Y yo, yo digo que vos sois Sextus, yo os denuncio a los hombres como os he
denunciado ya a Dios; y si hace falta que, como Lucrecia, firme mi acusación con mi sangre, la
firmaré.» «¡Ah, ah! -dijo mi enemigo en un tono burlón-. Entonces es distinto. A fe que a fin de
cuentas estáis bien aquí: nada os faltará, y si os dejáis morir de hambre, será culpa vuestra.»
Tras estas palabras se retiró, oí abrirse y volverse a cerrar la puerta y permanecí abismada,
menos aún, lo confieso, en mi dolor que en la vergüenza de no haberme vengado. Mantuvo su
palabra. Todo el día, toda la noche transcurrieron sin que volviese a verlo. Pero yo también
mantuve mi palabra, y no comí ni bebí; como le había dicho, estaba resuelta a dejarme morir de
hambre. Pasé el día y la noche rezando, porque esperaba que Dios me perdonase mi suicidio. La
segunda noche la puerta se abrió; estaba tumbada en el suelo, las fuerzas comenzaban a
abandonarme. Ante el ruido, me levanté sobre una mano. «Y bien -me dijo una voz que vibraba
de una forma demasiado terrible a mi oído para que no la reconociese-; y bien, nos hemos
dulcificado un poco, y pagaremos nuestra libertad con la sofa promesa del silencio. Mirad, soy
buen príncipe -añadió-, y aunque no me gustan los puritanos, les hago justicia, así como a las
puritanas, cuando son hermosas. Vamos, hacedme un pequeño juramento sobre la cruz, no os
pido más.» «¡Sobre la cruz! -exclamé yo levantándome, porque al oír aquella voz aborrecida había
vuelto a encontrar todas mis fuerzas-. ¡Sobre la cruz! Juro que ninguna promesa, ninguna
amenaza, ninguna tortura me cerrará la boca. ¡Sobre la cruz! Juro denunciaros por todas panes
como asesino, como ladrón del honor, como cobarde. ¡Sobre la cruz! Juro, si alguna vez consigo
salir de aquí, pedir venganza contra vos al género humano entero.» «¡Tened cuidado! -dijo la voz
con un acento de amenaza que yo no había oído todavía-. Tengo un recurso supremo, que no
emplearé más que en último extremo, de cerraros la boca o al menos de impedir que alguien
crea una sola palabra de lo que digáis.» Reuní todas mis fuerzas para responder con una
carcajada. El vio que entre nosotros había adelante una guerra eterna, una guerra a muerte.
«Escuchad -dijo-, os doy aún el resto de esta noche y el día de mañana; reflexionad: si prometéis
callaros, la riqueza, la consideración, los honores incluso os rodearán; si amenazáis con hablar,
os condeno a la infamia.» «¡Vos! -exclamé yo-. ¡Vos!» «¡A la infamia eterna, indeleble!» «¡Vos!»,
repetí yo. ¡Oh, os lo digo, Felton, le creía insensato! «Sí, yo», contestó él. «¡Ah, dejadme! -le
dije-. Salid si no queréis que ante vuestros ojos me rompa la cabeza contra la pared.» «Está bien
-replicó él-, vos lo habéis querido, hasta mañana por la noche.» «Hasta mañana por la noche»,
respondí yo dejándome caer y mordiendo la alfombra de rabia...
Felton se apoyaba sobre un mueble y Milady vela con alegría de demonio que quizá le faltara la
fuerza antes del fin del relato.
Capítulo LVII
Un recurso de tragedia clásica
Tras un momento de silencio, empleado por Milady en observar al joven que la escuchaba,
continuó su relato:
-Hacía casi tres días que no había comido ni bebido, sufría torturas atroces: a veces pasaban
por mí como nubes que me apretaban la frente, que me tapaban los ojos: era el delirio. Llegó la
noche; esta ba tan débil que a cada instante me desvanecía y cada vez que me desvanecía daba
gracias a Dios, porque creía que iba a morir. En medio de unos de estos desvanecimientos, oí
abrirse la puerta; el terror me volvió en mí. Mi perseguidor entró seguido de un hombre
enmascarado: él también estaba enmascarado; pero yo reconí su paso, yo reconocí aquel aire
imponente que el infierno ha dado a su persona para desgracia de la humanidad. «Y bien -me
dijo-, ¿estáis decidida a hacerme el juramento que os he pedido?» «Vos lo habéis dicho, los
puritanos no tienen más que una palabra: la mía ya la habéis oído, ¡y es llevaros en la tierra ante
el tribunal de los hombres; en el cielo, ante el tribunal de Dios!» «¿Así que persistís?» «Juro ante
Dios que me oye: tomaré el mundo entero por testigo de vuestro crimen, y esto hasta que
encuentre un vengador.» «Sois una prostituta -dijo con voz tonante-, y sufriréis el suplicio de las
prostitutas. Marcada a los ojos del mundo que invocaréis, ¡tratad de probar a ese mundo que no
so¡s culpable ni loca!» Luego, dirigiéndose al hombre que le acompañaba: «Verdugo -dijo-,
cumple tu deber.»
-¡Oh, su nombre, su nombre! -exclamó Felton-. ¡Su nombre, decídmelo!
-Entonces, pese a mis gritos, pese a mi resistencia, porque yo comenzaba a comprender que
para mí se trataba de algo peor que la muerte, el verdugo me cogió, me volcó sobre el suelo, me
magulló con sus agarrones y, ahogada por los sollozos, casi sin conocimiento, invocando a Dios
que no me escuchaba, lancé de pronto un espantoso grito de dolor y de vergüenza: un hierro
ardiendo, un hierro candente, el hiero del verdugo, se había impreso en mi hombro.
Felton lanzó un rugido.
-Mirad -dijo Milady, levantándose entonces con una majestad de reina-, mirad, Felton, ved
cómo han inventado un nuevo martirio para la doncella pura y, sin embargo, víctima de la
brutalidad de un malvado. Aprended a conocer el corazón de los hombres, y en adelante haceos
con menos facilidad instrumento de sus injustas venganzas.
Con rápido gesto, Milady abrió su vestido, desgarró la batista que cubría su seno y, ruborizada
por una fingida cólera y una vergüenza teatral, mostró al joven la huella indeleble que
deshonraba aquel hombro tan bello.
-Pero -exclamó Felton- es una flor de lis lo que ahí veo.
-Precisamente ahí es donde está la infamia -respondió Milady-. La marca de Inglaterra... había
que probar qué tribunal me la había impuesto, yo habría hecho una apelación pública a todos los
tribunales del reino; mas la marca de Francia..., ¡oh!, con ella estaba bien marcada.
Aquello era demasiado para Felton.
Pálido, inmóvil, aplastado por esta revelación espantosa, deslumbrado por la belleza
sobrehumana de aquella mujer que se desnudaba ante él con un impudor que le pareció sublime,
terminó cayendo de rodillas ante ella como hacían los primeros cristianos ante aquellas puras y
santas mártires que la persecución de los emperadores libraba en el circo a la sanguinaria
lubricidad del populacho. La marca desapareció, sólo quedó la belleza.
-¡Perdón, perdón! -exclamó Felton-. ¡Oh, perdón!
Milady leyó en sus ojos: amor, amor.
-¿Perdón de qué? -preguntó ella.
-Perdón por haberme unido a vuestros perseguidores.
Milady le tendió la mano.
-¡Tan bella, tan joven! -exclamó Felton cubriendo aquella mano de besos.
Milady dejó caer sobre él una de esas miradas que de un esclavo hacen un rey.
Felton era puritano: dejó la mano de esta mujer para besar sus pies.
El ya no la amaba más, la adoraba.
Cuando aquella crisis hubo pasado, cuando Milady pareció haber recobrado su sangre fría, que
no había perdido nunca; cuando Felton hubo visto volverse a cerrar bajo el velo de la castidad
aquellos tesoros de amor que no se le ocultaban sino para hacérselos desear más ardientemente:
-¡Ah! Ahora -dijo- no tengo más que una cosa que pediros, es el nombre de vuestro verdadero
verdugo; porque para mí no hay más que uno; el otro era el instrumento nada más.
-¿Cómo, hermano? -exclamó Milady-. ¿Es preciso que todavía te lo nombre, no lo has
adivinado?
-¿Qué? -contestó Felton-. ¡El..., también él..., siempre él! ¿Qué? El verdadero culpable...
-El verdadero culpable -dijo Milady- es el estragador de Inglaterra, el perseguidor de los
verdaderos creyentes, el cobarde rapaz del honor de tantas mujeres, el que por un capricho de
su corazón corrompido va a hacer derramar tanta sangre a dos reinos, el que protege a los
prostestantes hoy y que mañana los traicionará...
-¡Buckingham! ¡Entonces es Buckingham! -exclamó Felton exasperado.
Milady ocultó su rostro en sus manos, como si no hubiera podido soportar la vergüenza que
este hombre le recordaba.
-¡Buckingham el verdugo de esta angélica criatura! -exclamó Felton-. Y tú, Dios mío, no lo has
fulminado, y tú lo has dejado noble, honrado, poderoso para la perdición de todos nosotros.
-Dios abandona a quien se abandona a sí mismo -dijo Milady.
-Pero, entonces, ¡quiere atraer sobre su cabeza el castigo reserva do a los malditos! -continuó
Felton con exaltación creciente-. ¡Quiere que la venganza humana anticipe la justicia celeste!
-Los hombres lo temen y lo protegen.
-¡Oh, yo -dijo Felton-, yo no lo temo y no lo protegeré!...
Milady sintió su alma bañada por una alegría infernal.
-Pero ¿cómo lord de Winter, mi protector, mi padre -preguntó Felton-, está mezclado en todo
esto?
-Escuchad, Felton -prosiguió Milady-, porque al lado de hombres cobardes y despreciables
todavía hay naturalezas grandes y generosas. Yo tenía un prometido, un hombre al que yo
amaba y que me amaba; un corazón como el vuestro, Felton, un hombre como vos. Fui a él y le
conté todo; me conocía y no dudó ni un solo instante. Era un gran señor, era un hombre en todo
el igual de Buckingham. No me dijo nada, se ciñó solamente su espada, se envolvió en su capa y
se dirigió a Buckingham Palace.
-Sí, sí -dijo Felton-, comprendo; aunque con semejantes hombres no sea la espada lo que hay
que emplear, sino el puñal.
-Buckingham se había ido la víspera, enviado como embajador a España, donde iba a pedir la
mano de la infanta para el rey Carlos I, que no era entonces más que príncipe de Gales. Mi
prometido volvió. «Escuchad -me dijo-, ese hombre ha partido y, por consiguiente, por ahora,
escapa a mi venganza; pero, mientras tanto, unánomos, como debíamos estarlo; luego, confiad
en lord de Winter para sostener su honor y el de su mujer.»
-¡Lord de Winter! -exclamó Felton.
-Sí -dijo Milady- lord de Winter, y ahora debéis comprenderlo todo, ¿no es así?: Buckingham
permaneció ausente más de un año. Ocho días antes de su llegada lord de Winter murió
súbitamente, dejándome única heredera. ¿De dónde venía el golpe? Dios, que todo lo sabe, lo
sabe sin duda, yo a nadie acuso...
-¡Oh, qué abismo, qué abismo! -exclamó Felton.
-Lord de Winter había muerto sin decir nada a su hermano. El secreto terrible debía quedar
oculto a todos hasta que estallase como el rayo sobre la cabeza del culpable. Vuestro protector
había visto con pesar este matrimonio de su hermano mayor con una joven sin fortuna. Sentí que
no podía esperar de un hombre engañado en sus esperanzas de herencia apoyo alguno. Pasé a
Francia resuelta a permanecer allí durante todo el resto de mi vida. Pero toda mi fortuna está en
Inglaterra; cerradas las comunicaciones por la guerra, todo me faltó: me vi obligada entonces a
volver; hace seis días arribé a Portsmouth.
-¿Y bien? -dijo Felton.
-Y bien. Buckingham se enteró sin duda de mi regreso, habló de él a lord de Winter, ya
prevenido contra mí, y le dijo que su cuñada era una prostituida, una mujer marcada. La voz
pura y noble de mi marido no estaba allí para defenderme. Lord de Winter creyó todo cuanto se
le dijo, con tanta mayor facilidad cuanto que tenía interés en creerlo. Me hizo detener, me
condujo aquí, me puso bajo vuestra custodia. El resto vos lo sabéis: pasado mañana me
destierra, me deporta; pasado mañana me relega entre los infames. ¡Oh!, la trampa está bien
urdida, la conspiración es hábil y mi honor no sobrevivirá a ella. De sobra veis que es preciso que
yo muera, Felton; ¡Felton, dadme ese cuchillo!
Y tras estas palabras, como si todas sus fuerzasa estuvieran agota das, Milady se dejó ir débil y
lánguida entre los brazos del joven oficial que, ebrio de amor, de cólera y de voluptuosidades
desconocidas, la recibió con transporte, la apretó contra su corazón, todo tembloroso ante el
aliento de aquella boca tan bella, todo extraviado al contacto de aquel seno tan palpitante.
-No, no -dijo-; no, tú vivirás honrada y pura, vivirás para triunfar de tus enemigos.
Milady lo rechazó lentamente con la mano atrayéndolo con la mirada; mas Felton, a su vez, se
apoderó de ella, implorándola como a una divinidad.
-¡Oh! ¡La muerte, la muerte! -dijo ella, velando su voz y sus párpados-. ¡Oh, la muerte antes
que la vergüenza! Felton, hermano mío, amigo mío, te lo ruego.
-No -exclamó Felton-, no, ¡tú vivirás y serás vengada!
-Felton, llevo la desgracia a todo lo que me rodea. ¡Felton, abandóname! ¡Felton, déjame
morir!
-Pues bien, muramos entonces juntos -exclamó él apoyando sus labios sobre los de la
prisionera.
Varios golpes sonaron en la puerta; esta vez, Milady lo rechazó realmente.
-Escucha -dijo-, nos han oído; alguien viene. ¡Se acabó, esta mos perdidos!
-No -dijo Felton-, es el centinela que me previene sólo de que llega una ronda.
-Entonces, corred a la puerta y abrid vos mismo.
Felton obedeció: aquella mujer era ya todo su pensamiento, toda su alma.
Se encontró frente a un sargento que mandaba una patrulla de vigilancia.
-¡Y bien! ¿Qué ocurre? -preguntó el joven teniente.
-Me habíais dicho que abriese la puerta si oía pedir ayuda -dijo el soldado-, pero habéis
olvidado dejarme la llave; os he oído gritar sin comprender lo que decíais, he querido abrir la
puerta, estaba cerrada por dentro y entonces he llamado al sargento.
-Y aquí estoy -dijo el sargento.
Felton, extraviado, casi loco, permanecía sin voz.
Milady comprendió que le correspondía coger las riendas de la situación; corrió a la mesa y
cogió el cuchillo que había depositado Felton:
-¿Y con qué derecho queréis impedirme morir? -dijo ella.
-¡Gran Dios! -exclamó Felton viendo brillar el cuchillo en su mano.
En aquel momento, una carcajada irónica resonó en el corredor.
El barón, atraído por el ruido, en bata, con la espada bajo el brazo, estaba de pie en el umbral
de la puerta.
-¡Ah, ah! -dijo-. Ya estamos ante el último acto de la tragedia; ya lo veis, Felton el drama ha
seguido todas las fases que yo había indicado; pero estad tranquilo, la sangre no correrá.
Milady comprendió que estaba perdida si no daba a Felton una prueba inmediata y terrible de
su valor.
-Os equivocáis, milord, la sangre correrá. ¡Ojalá esa sangre caiga sobre los que la hacen correr!
Felton lanzó un grito y se precipitó hacia ella; era demasiado tarde: Milady se había golpeado.
Pero el cuchillo había encontrado, afortunadamente, deberíamos decir que hábilmente, la
ballena de hierro que en esa época defendía como una coraza el pecho de las mujeres; se había
deslizado desgarrando el vestido y había penetrado al bies entre la carne y las costillas.
El vestido de Milady no por ello quedó menos manchado de sangre en un segundo.
Milady había caído de espaldas y parecía desvanecida.
Felton arrancó el cuchillo.
-Ved, milord -dijo con aire sombrío-. ¡Ahí tenéis una mujer que estaba bajo mi custodia y que
se ha matado!
-Estad tranquilo, Felton -dijo lord de Winter-, no está muerta, los demonios no mueren tan
fácilmente, tranquilizaos a id a esperarme en mi cuarto.
-Pero, milord.
-Id, os lo ordeno.
A esta conminación de su superior, Felton obedeció; pero, al salir, puso el cuchillo en su pecho.
En cuanto a lord de Winter, se contentó con llamar a la mujer que servía a Milady, y cuando
hubo venido le recomendó a la prisionera que seguía desvanecida, y la dejó sola con ella.
Sin embargo, como en conjunto, pese a sus sospechas, la herida podía ser grave, envió al
instante un hombre a caballo a buscar un médico.
Capítulo LVIII
Evasión
Como había pensado lord de Winter, la herida de Milady no era peligrosa; por eso, cuando se
encontró sola con la mujer que el barón se había hecho llamar y que se afanaba en desnudarla,
volvió a abrir los ojos.
Sin embargo, había que jugar a la debilidad y al dolor; no eran cosas difíciles para una
comedianta como Milady; por eso la pobre mujer fue víctima completa de su prisionera a la que,
pese a sus protestas, se obstinó en velar toda la noche.
Pero la presencia de aquella mujer no le impedía a Milady pensar.
No había ninguna duda, Felton estaba convencido, Felton era suyo: si un ángel se apareciese al
joven para acusar a Milady, desde luego lo tomaría, en la disposición de espíritu en que se
encontraba, por un enviado del demonio.
Milady sonreía a este pensamiento porque Felton era en lo sucesivo su única esperanza, su
único medio de salvación.
Pero lord de Winter podía sospechar, y Felton podía ser ahora vigilado.
Hacia las cuatro de la mañana llegó el médico; pero desde que Milady se había apuñalado la
herida estaba ya cerrada: el médico no pudo, por tanto medir ni la dirección ni la profundidad;
reconoció sólo por el pulso de la enferma que el caso no era grave.
Por la mañana, Milady, so pretexto de que no había dormido por la noche y que necesitaba
descanso, despidió a la mujer que velaba a su lado.
Tenía una esperanza, y es que Felton llegara a la hora del desayuno; pero Felton no vino.
¿Sus temores se habían vuelto realidad? Felton, sospechoso del barón, ¿iba a fallarle en el
momento decisivo? No tenía más que un día: lord de Winter le había anunciado su embarque
para el 23 y estaba en la mañana del 22.
No obstante, esperó aún con bastante paciencia hasta la hora de la cena.
Aunque no comió por la mañana la cena le fue traída a la hora habitual; Milady se dio entonces
cuenta con terror que el uniforme de los soldados que la custodiaban había cambiado.
Entonces se aventuró a preguntar qué había sido de Felton. Le respondieron que Felton había
montado a caballo hacía una hora y había partido.
Se informó de si el barón seguía en el castillo; el soldado respondió que sí, y que tenía la orden
de avisarlo en caso de que la prisionera deseara hablarle.
Milady respondió que estaba demasiado débil por el momento, y que su único deseo era
permanecer sola.
El soldado salió dejando la cena servida.
Felton había sido alejado, los soldados de marina habían sido cambiados; desconfiaba, por
tanto, de Felton.
Era el ultimo golpe dado a la prisionera.
Al quedar sola, se levantó; aquella cama, en la que estaba por prudencia y para que se la
creyese gravemente enferma, le quemaba como un brasero ardiente. Lanzó una mirada a la
puerta: el barón había hechó clavar una plancha sobre el postigo; temía sin duda que por aquella
abertura consiguiese, mediante algún recurso diabólico, seducir a los guardias.
Milady sonrió de alegría; podría, pues, entregarse a sus transportes sin ser observada: recorria
la habitación con la exaltación de una loca furiosa o de una tigresa encerrada en una jaula de
hierro. Desde luego,si le hubiese quedado el cuchillo, habría pensado no en matarse a sí misma,
sino esta vez en matar al barón.
A las seis, lord de Winter entró; estaba armado hasta los dientes. Aquel hombre, en el que
hasta entonces Milady no había visto sino un gentleman bastante necio, se había vuelto un
magnífico carcelero: parecía preverlo todo, adivinarlo todo, prevenirlo todo.
Una sola mirada lanzada sobre Milady le informó de lo que pasaba en su alma.
-Sea -dijo él-, mas no me mataréis hoy todavía; no tenéis ya armas, y además estoy sobre
aviso. Habíais comenzado a pervertir a mi pobre Felton: sufría ya vuestra infernal influencia, mas
quiero salvarlo, no os verá más, todo ha terminado. Recoged vuestro vestuario; mañana
partiréis. Había fijado el embarque el 24, pero he pensado que cuanto más adelante la cosa, más
segura será. Mañana a mediodía tendré la orden de vuestro exilio firmada por Buckingham. Si
decís una sola palabra a quien quiera que sea antes de estar en el navío, mi sargento os
levantará la tapa de los sesos, tiene esa orden; si ya en el navío decís una palabra a quien quiera
que sea antes de que el capitán os to permita, el capitán os hará arrojar al mar, está así
acordado. Hasta luego: eso es todo lo que por hoy tenía que deciros. Mañana os volveré a ver
para deciros adiós.
Y con estas palabras el barón salió.
Milady había escuchado toda esta amenanzante parrafada con la sonrisa de desdén sobre los
labios, pero con la rabia en el corazón.
Sirvieron la cena; Milady sintió que necesitaba fuerzas, no sabía qué podia pasar durante
aquella noche que se aproximaba amenazante, porque gruesas nubes voltejeaban en el cielo y
los relámpagos lejanos anunciaban una tormenta.
La tormenta estalló hacia las diez de la noche: Milady sentía un consuelo al ver a la naturaleza
compartir el desorden de su corazón: el trueno bramaba en el aire como la cólera en su
pensamiento; le parecía que al pasar la ráfaga desmelenaba su frente como los árboles cuyas
ramas curvaba y cuyas hojas se llevaba; ella aullaba como el huracán, y su voz se perdía en el
clamor de la naturaleza que parecía, también ella, gemir y desesperarse.
De pronto oyó golpear un cristal y a la claridad de un relámpago, vio el rostro de un hombre
aparecer tras los barrotes.
Corrió a la ventana y la abrió.
-¡Felton! -exclamó-. ¡Estoy salvada!
-Sí -dijo Felton-; pero, ¡silencio, silencio! Necesito tiempo para serrar vuestros barrotes. Tened
cuidado solamente de que no os vean por el postigo.
-¡Oh, es una prueba de que el Señor está con nosotros, Felton! -prosiguió Milady-. Han cerrado
el postigo con una plancha.
-Está bien, ¡Dios los ha vuelto insensatos! -dijo Felton.
-Pero ¿qué tengo que hacer? -preguntó Milady.
-Nada, nada; volved a cerrar la ventana solamente. Acostaos, o al menos meteos en vuestra
cama completamente vestida; cuando haya terminado, golpearé en los cristales. Mas ¿podréis
seguirme?
-¡Oh, sí7
-¿Y vuestra herida?
-Me hace sufrir, pero no me impide caminar.
-Estad, pues, preparada a la primera señal.
Milady volvió a cerrar la ventana, apagó la lámpara y fue, como le había recomendado Felton,
a hacerse un ovillo en su cama. En medio de las quejas de la tormenta, ella oía el chirrido de la
lima contra los barrotes, y a la claridad de cada relámpago vislumbraba la sombra de Felton tras
los cristales.
Pasó una hora sin respirar, jadeante, con el sudor sobre la frénté y el corazón oprimido por una
angustia espantosa a cada movimiento que oía en el corredor.
Hay horas que duran un año.
Al cabo de una hora, Felton golpeó de nuevo.
Milady saltó fuera de su cama y fue a abrir. Dos barrotes de menos formaban una abertura
para que un hombre pasase.
-¿Estáis preparada? -preguntó Felton:
-Sí. ¿Tengo que llevar alguna cosa?
-Oro si tenéis.
-Sí, por suerte me han dejado el que tenía.
-Tanto mejor, porque he gastado todo lo mío en fletar un barco.
-Tomad -dijo Milady poniendo en las manos de Felton una bolsa llena de oro.
Felton cogió la bolsa y la arrojó al pie del muro.
-Ahora -dijo-, ¿queréis venir?
-Aquí estoy.
Milady se subió a un sillón y pasó la parte superior de su cuerpo por la ventana: vio al joven
oficial suspendido sobre el abismo por una escala de cuerda.
Por primera vez, un movimiento de terror le recordó que era mujer.
El vacío la espantaba.
-Me lo temía -dijo Felton.
-No es nada, no es nada -dijo Milady-, bajaré con los ojos cerrados.
-¿Tenéis confianza en mí? -dijo Felton.
-¿Y lo preguntáis?
-Juntad vuestras dos manos; cruzadlas, está bien.
Felton le ató las dos muñecas con un pañuelo; luego, por encima del pañuelo, con una cuerda.
-¿Qué hacéis? -preguntó Milady con sorpresa.
-Pasad vuestros brazos alrededor de mi cuello y no temáis nada.
-Pero os haré perder el equilibrio y nos estrellaremos los dos.
-Tranquilizaos, soy marino.
No había un segundo que perder; Milady pasó sus dos brazos en torno al cuello de Felton y se
dejó deslizar fuera de la ventana.
Felton comenzó a descender los escalones lentamente y uno a uno.
Pese al peso de los dos cuerpos, el soplo del huracán los balanceaba en el aire.
De pronto Felton se detuvo.
-¿Qué ocurre? -preguntó Milady.
-Silencio -dijo Felton-, oigo pasos.
-¡Estamos descubiertos!
Se hizo un silencio de algunos instantes.
-No -dijo Felton-, no es nada.
-Pero ¿qué es ese ruido?
-El de la patrulla que va a pasar por el camino de ronda.
-¿Dónde está ese camino de ronda?
-Justo debajo de nosotros.
-Nos van a descubrir.
-No, si no hay relámpagos.
-Tropezarán con el final de la escala.
-Por suerte le faltan seis pies para llegar al suelo.
-¡Ahí están, Dios mío!
-¡Silencio!
Los dos permanecieron colgados, inmóviles y sin aliento a veinte pies del suelo; durante este
tiempo los soldados pasaban por debajo riendo y hablando.
Fue para los fugitivos un momento terrible.
La patrulla pasó; se oyó el ruido de los pasos que se alejaban y el murmullo de las voces que
iba debilitándose.
-Ahora -dijo Felton-, estamos salvados.
Milady lanzó un suspiro y se desvaneció.
Felton continuó descendiendo. Llegado al final de la escala, y cuando sintió que faltaba apoyo
para sus pies, se pegó como una lapa con las manos; llegado por fin al último escalón se dejó
colgar en la fuerza de las muñecas y tocó el suelo. Se agachó, recogió la bolsa de oro y lo cogió
entre sus dientes.
Luego levantó a Milady en sus brazos y se alejó con presteza por el lado opuesto al que había
tomado la patrulla. Pronto dejó el camino de ronda, descendió por entre las rocas y llegado a la
orilla del mar, dejó oír un toque de silbato.
Una señal parecida le respondió y cinco minutos después vio aparecer una barca ocupada por
cuatro hombres.
La barca se aproximó tan cerca como pudo a la orilla, pero no había suficiente fondo para que
pudiera tocar tierra; Felton se metió en el agua hasta la cintura, porque no quería confiar a nadie
su precioso peso.
Afortunadamente la tempestad comenzaba a calmarse, y, sin embargo, el mar estaba todavía
violento; la barquilla saltaba sobre las olas como una cáscara de nuez.
-¡A la balandra! -dijo Felton-. Remad con rapidez.
Los cuatro hombres se pusieron a los remos; pero la mar estaba demasiado gruesa para que
los remos hicieran mucha labor.
Sin embargo, se iban alejando del castillo; era lo principal. La noche era profundamente
tenebrosa y resultaba ya casi imposible distinguir la orilla desde la barca; con mayor razón no se
habría podido distinguir la barca desde la orilla.
Un punto negro se balanceaba en el mar.
Era la balandra.
Mientras la barca avanzaba por su parte con toda la fuerza de sus cuatro remadores, Felton
desataba la cuerda, luego el pañuelo que ataba las manos de Milady.
Luego, cuando sus manos estuvieron desatadas, cogió agua del mar y se la orrojó al rostro.
Milady lanzó un suspiro y abrió los ojos.
-¿Dónde estoy? -dijo.
-A salvo -respondió el joven oficial.
-¡Oh, a salvo, a salvo! -exclamó ella-. Sí ahí está el cielo, aquí el mar. Este aire que respiro es
el de la libertad. ¡Ah..., gracias, Felton, gracias!
El joven la apretó contra su corazón.
-Pero ¿qué tengo en las manos? -preguntó Milady-. Parece como si me hubieran quebrado las
muñecas en un torno.
En efecto, Milady alzó los brazos; tenía las muñecas magulladas.
-¡Ay! -dijo Felton mirando aquellas hermosas manos y moviendo suavemente la cabeza.
-¡Oh, no es nada, no es nada! -exclamó Milady-. ¡Ahora me acuerdo!
Milady buscó con los ojos a su alrededor.
-Está ahí -dijo Felton, empujando con el pie la bolsa de oro.
Se acercaban a la balandra. El marinero de guardia dio una voz a la barca, la barca respondió.
- Qué barco es ése? -preguntó Milady.
-El que he fletado para vos.
-¿Dónde va a conducirme?
-Donde vos queráis, con tal que a mí me dejéis en Portsmouth.
-¿Qué vais a hacer en Portsmouth? -preguntó Milady.
-Cumplir las órdenes de lord de Winter -dijo Felton con una sombría sonrisa.
-¿Qué órdenes? -preguntó Milady.
-Entonces, ¿no comprendéis? -dijo Felton.
-No; explicaos, os lo suplico.
-Como si desconfiase de mí, ha querido custodiaros él mismo y me ha mandado en su lugar a
hacer firmar a Buckingham la orden de vuestra deportación.
-Pero si desconfiaba de vos, ¿cómo os ha confiado esa orden?
-¿Creía acaso que yo sabía lo que llevaba?
-¡Ah, claro! ¿Y vais a Portsmouth?
-No tengo tiempo que perder: mañana es 23, y Buckingham parte mañana con la flota.
- Parte mañana para dónde?
-Para La Rocelle.
-¡Es preciso que no parta! -exclamó Milady, olvidando su presencia de ánimo acostumbrada.
-Tranquilizaos -respondió Felton-, no partirá.
Milady temblaba de alegría. Acababa de leer en lo más profundo del corazón del joven: la
muerte de Buckingham estaba escrita en él con todas las letras.
-¡Felton... -dijo-, sois grande como Judas Macabeo! Si morís, moriré con vos: he ahí todo lo
que puedo deciros.
-¡Silencio! -dijo Felton-. Hemos llegado.
En efecto, tocaban la balandra.
Felton subió el primero a la escala y dio la mano a Milady, mientras los marineros la sostenían
porque el mar estaba todavía muy agitado.
Un instante después estaban sobre el puente.
-Capitán -dijo Felton-, esta es la persona de quien os he hablado y a quien hay que conducir
sana y salva a Francia.
-Mediante mil pistolas -dijo el capitán.
-Os he dado ya quinientas. -
-Es cierto -dijo el capitán.
-Y aquí están las otras quinientas -añadió Milady, llevando la mano a la bolsa de oro.
-No -dijo el capitán-, yo no tengo más que una palabra y se la he dado a este joven; las otras
quinientas pistolas no se me deben hasta llegar a Boulogne.
-¿Y llegaremos?
-Sanos y salvos -dijo el capitán-, tan cierto como que me llamo Jack Buttler.
-Pues bien -dijo Milady-, si mantenéis vuestra palabra, no serán quinientas pistolas, sino mil lo
que os daré.
-¡Hurra por vos, hermosa dama! -exclamó el capitán-. ¡Y ojalá Dios me envié con frecuencia
clientes como Vuestra Señoría!
-Mientras tanto -dijo Felton-, conducidnos a la pequeña bahía de Chichester, antes de
Portsmouth; ya sabéis qué hemos convenido que nos llevaréis allí.
El capitán respondió ordenando la maniobra necesaria, y hacia las siete de la mañana el
pequeño navío arrojaba el ancla en la bahía designada.
Durante esta travesía, Felton había contado todo a Milady: cómo, en lugar de ir a Londres,
había fletado el pequeño navío, cómo había vuelto, cómo había escalado la muralla colocando en
los intersticios de las piedras, a medida que subía, crampones, para asegurar sus pies, y cómo,
finalmente, llegado a los barrotes, había atado la escala. Milady sabía lo demás.
Por su parte, Milady trató de alentar a Felton en su proyecto; pero a las primeras palabras que
salieron de su boca, vio de sobra que el joven fanático tenía más necesidad de ser moderado que
reafirmado.
Convinieron que Milady esperaría a Felton hasta las diez; si a las diez no estaba de vuelta, ella
partiría.
En tal caso, suponiendo que estuviera libre, se reuniría con ella en Francia, en el convento de
las Carmelitas de Béthume.
Capítulo LIX
Lo que pasó en Portsmouth el 23 de agosto de 1628
Felton se despidió de Milady como un hermano que va a dar un simple paseo se despide de su
hermana besándole la mano.
Toda su persona aparecía en un estado de calma ordinaria: sólo un resplandor
desacostumbrado brillaba en sus ojos, semejante a un reflejo de fiebre; su frente estaba más
pálida aún que de costumbre; sus dientes estaban apretados, y su palabra tenía un acento
cortado y convulso que indicaba que algo sombrío se agitaba en él.
Mientras estuvo sobre la barca que lo conducía a tierra, permaneció con el rostro vuelto hacia
Milady que, de pie sobre el puente, lo seguía con los ojos. Los dos estaban bastante tranquilos
sobre el temor a ser perseguidos: nunca se entraba en la habitación de Milady antes de las
nueve; y se necesitaban tres horas para llegar desde el castillo a Londrés:
Felton use el pie en tierra, escaló la pequeña cresta que conducía a lo alto del acantilado,
saludó a Milady por última vez y tomó su camino hacia la ciudad.
Al cabo de cien pasos, como él terreno iba descendiendo, no podía ya ver más que el mástil de
la balandra.
En seguida corrió en dirección de Portsmouth, cuyas torres y casas veía dibujarse frente a él, a
media milla aproximadamente, en la bruma de la mañana.
Más allá de Portsmouth, el mar estaba cubierto de bajeles, cuyos mástiles se veían, semejantes
a un bosque de álamos despojados por el invierno, balancearse bajo el soplo del viento.
En su marcha rápida, Felton repasaba lo que diez años de medita ciones ascéticas y una larga
estancia en medio de los puritanos le habían proporcionado de acusaciones verdaderas o falsas
contra el favorito de Jacobo VI y de Carlos I.
Cuando comparaba los crímenes públicos de este ministro, crímenes brillantes, crímenes
europeos, si así se podía decir, con los crímenes privados y desconocidos con que lo había
cargado Milady, Felton encontraba que el más culpable de los dos hombres que en sí contenía
Buckingham era aquel cuya vida no conocía el público. Es que su amor tan extraño, tan nuevo,
tan ardiente, le hacía ver las acusaciones infames a imaginarias de lady de Winter como se ve a
través de un cristal de aumento, en el estado de monstruos espantosos, los imperceptibles
átomos en realidad comparados con un hormiga.
La rapidez de su carrera encendía aún su sangre: la idea de que detrás de sí dejaba, expuesta
a una venganza espantosa, a la mujer que amaba o mejor, la que adoraba como a una santa, la
emoción pasada, su fatiga presente, todo exaltaba su alma por encima de los sentimientos
humanos.
Entró en Portsmouth hacia las ocho de la mañana; toda la población estaba en pie; el tambor
batía en las calles y en el puerto; las tropas de embarque descendían hacia el mar.
Felton llegó al palacio del Almirantazgo cubierto de polvo y chorreando de sudor; su rostro,
ordinariamente tan pálido, estaba púrpura de calor y de cólera. El centinela quiso rechazarlo;
pero Felton llamó al jefe del puesto y sacó del bolso la carta de que era portador.
-Mensaje urgente de parte de lord de Winter -dijo.
Al nombre de lord de Winter, a quien se sabía uno de los íntimos de Su Gracia, el jefe del
puesto dio la orden de dejar pasar a Felton, que por lo demás, llevaba el uniforme del oficial de
marina.
Felton se precipitó en el palacio.
En el momento en que entraba en el vestíbulo entraba también un hombre lleno de polvo, sin
aliento, dejando a la puerta un caballo de posta que al llegar cayó sobre sus rodillas.
Felton y él se dirigieron al mismo tiempo a Patrick, el ayuda de cámara de confianza del duque.
Felton nombró al barón de Winter, el desconocido no quiso nombrar a nadie, y pretendió que
sólo podía darse a conocer al duque. Los dos insistían para pasar uno antes que el otro.
Patrick, que sabía que lord de Winter estaba en tratos de servicio y en relaciones de amistad
con el duque, dio preferencia a quien venía en su nombre. El otro fue obligado a esperar, y fue
fácil ver cuánto maldecía aquel retraso.
El ayuda de cámara hizo atravesar a Felton una gran sala en la que esperaban los diputados de
La Rochelle, encabezados por el príncipe de Soubise, y lo introdujo en un gabinete donde
Buckingham, que salía del baño, acababa su aseo, al que en esta ocasión como en cualquier otra
concedía una atención extraordinaria.
-El teniente Felton -dijo Patrick-, de parte de lord de Winter.
Felton entró. En aquel momento Buckingham arrojaba sobre un canapé una rica bata recamada
de oro, para ponerse un jubón de terciopelo azul completamente bordado de perlas.
-¿Por qué no ha venido el propio barón? -preguntó Buckingham-. Lo esperaba esta mañana.
-Me ha encargado decir a Vuestra Gracia -respondió Felton que lamentaba mucho no tener ese
honor, pero que se hallaba impedido por la custodia que está obligado a hacer del castillo.
-Sí, sí -dijo Buckingham-, ya sé eso, hay una prisionera.
-Precisamente de esa prisionera quería yo hablar a Vuestra Gracia-prosiguió Felton.
-¡Bien, hablad!
-Lo que tengo que deciros sólo puede ser oído de vos, milord.
-Dejadnos, Patrick -dijo Buckingham-, pero estad cerca de la campanilla; os llamaré en
seguida.
Patrick salió.
-Estamos solos, señor -dijo Buckingham-; hablad.
-Milord -dijo Felton-, el barón de Winter os ha escrito el otro día para rogaros que firmaseis
una orden de embarco relativa a una joven llamada Charlotte Backson.
-Sí, señor, y le he contestado que me trajera o me enviara esa orden y que yo la firmaría.
-Hela aquí, Milord.
-Dadme -dijo el duque.
Y tomándola de las manos de Felton, lanzó sobre el papel una ojeada rápida. Entonces,
dándose cuenta de que era lo que se le había anunciado, la puso sobre la mesa, cogió una pluma
y se dispuso a firmar.
-Perdón, milord -dijo Felton deteniendo al duque-, ¿Vuestra Gracia sabe que el nombre de
Charlotte Backson no es el nombre verdadero de esa mujer?
-Sí, señor, lo sé -respondió el duque mojando la pluma en el tintero.
-¿Entonces Vuestra Gracia conoce su verdadero nombre? -preguntó Felton con voz cortada.
-Lo conozco.
El duque acercó la pluma al papel.
-Y conociendo ese nombre verdadero -prosiguió Felton-, ¿monseñor lo firmará?
-Claro que sí -dijo Buckingham-, y mejor dos veces que una.
-No puedo creer -continuó Felton con una voz que se hacía cada vez más cortante y bruscaque
Su Gracia sepa que se trata de lady de Winter...
-¡Lo sé perfectamente, aunque estoy asombrado de que lo sepáis vos!
-¿Y Vuestra Gracia firmará esa orden sin remordimientos?
Buckingham miró al joven con altivez.
-Vaya, señor, ¿sabéis -le dijo- que me estáis haciendo preguntas extrañas y que soy muy tonto
por responder a ellas?
-Respondedme, monseñor -dijo Felton-, la situación es más grave de lo que quizá penséis.
Buckingham pensó que el joven, viniendo de parte de lord de Winter, hablaba sin duda en su
nombre y se sosegó.
-Sin ningún remordimiento -dijo-, y el barón sabe como yo que milady de Winter es una gran
culpable y que es casi otorgarle gracia militar su pena al destierro.
El duque posó su pluma sobre el papel.
-¡No firmaréis esa orden, milord! -dijo Felton dando un paso hacia el duque.
-¿Que no firmaré esta orden? -dijo Buckingham-. ¿Y por qué?
-Porque haréis examen de conciencia y haréis justicia a Milady.
-Se le hará justicia enviándola a Tyburn -dijo Buckingham-; Milady es una infame.
-Monseñor, Milady es un ángel, vos lo sabéis de sobra, y yo os exijo su libertad.
-¡Vaya! -dijo Buckingham-. Estáis loco al hablarme así.
-Milord, perdonadme; hablo como puedo; me contengo. Sin embargo, milord, pensad en lo que
vais a hacer, ¡y tened cuidado con pasaros de la raya!
-¿Cómo?... ¡Dios me perdone! -exclamó Buckingham-. ¡Pero creo que me está amenazando!
-No, milord, aún ruego, y os digo: una gota de agua basta para hacer desbordarse el vaso
lleno, una falta ligera puede atraer el castigo sobre la cabeza perdonada a pesar de tantos
crímenes.
-Señor Felton -dijo Buckingham-, vais a salir de aquí y consideraros arrestado inmediatamente.
-Vais a escucharme hasta el final, milord. Habéis seducido a esa joven, la habéis ultrajado y
mancillado: reparad vuestros crímenes para con ella, dejadla partir libremente; y no exigiré otra
cosa de vos.
-¿Vos no exigiréis? -dijo Buckingham mirando a Felton con asombro y haciendo hincapié en
cada una de las sílabas de las tres palabras que acababa de pronunciar.
-Milord -continuó Felton exaltándose a medida que hablaba-, milord, tened cuidado, toda
Inglaterra está harta de vuestras iniquidades; milord, habéis abusado del poder real que casi
habéis usurpado; milord, habéis horrorizado a los hombres y a Dios; Dios os castigará más tarde,
pero yo, yo os castigaré hoy.
-¡Ah! ¡Esto es demasiado fuerte! -grito Buckingham dando un paso hacia la puerta.
Felton le cerró el paso.
-Os lo pido humildemente -dijo-, firmad la orden de puesta en libertad de lady de Winter;
pensad que es la mujer que habéis deshonrado.
-Retiraos, señor -dijo Buckingham-, o llamo y hago que os pongan cadenas.
-Vos no llamaréis -dijo Felton arrojándose entre el duque y la campanilla colocada sobre un
velador inscrustado de plata-; tened cuidado, milord, estáis entre las manos de Dios.
-En las manos del diablo, querréis decir -exclamó Buckingham alzando la voz para atraer a
gente, sin llamar, sin embargo, directa mente.
-Firmad, milord, firmad la libertad de lady de Winter -dijo Felton empujando un papel hacia el
duque.
-¡A la fuerza! ¿Os burláis de mí? ¡Eh, Patrick!
-¡Firmad, milord!
-¡Jamás!
-¿Jamás?
-¡A mí! -gritó el duque, y al mismo tiempo saltó sobre su espada.
Pero Felton no le dio tiempo de sacarla: tenía abierto y oculto en su jubón el cuchillo con que
se había herido Milady; de un salto estuvo sobre el duque.
En ese momento Patrick entraba en la sala gritando:
-¡Milord, una carta de Francia!
-¡De Francia! -exclamó Buckingham olvidando todo al pensar de quién le venía aquella carta.
Felton aprovechó el momento y le hundió en el costado el cuchillo hasta el mango.
-¡Ah, traidor! -gritó Buckingham-. Me has matado...
-¡Al asesino! -aulló Patrick.
Felton lanzó los ojos en torno a él para huir, y al ver la puerta libre se precipitó en la habitación
vecina que era aquella donde esperaban, como hemos dicho, los diputados de La Rochelle, la
atravesó corriendo y se precipitó hacia la escalera; pero en el primer escalón se encontró con
lord de Winter, que al verlo pálido, extraviado, lívido, manchado de sangre en la mano y en el
rostro, saltó a su cuello exclamando:
-¡Lo sabía lo había adivinado y llego un minuto tarde! ¡Oh, desgraciado de mí!
Al grito lanzado por el duque, a la llamada de Patrick, el hombre al que Felton había
encontrado en la antecámara se precipitó en el gabinete.
Encontró al duque tumbado sobre un sofá, cerrando su herida con su mano crispada.
-La Porte -dijo el duque con voz moribunda-, La Porte, ¿vienes de su parte?
-Sí, monseñor -respondió el fiel servidor de Ana de Austria-, pero quizá demasiado tarde.
-¡Silencio, La Porte, podrían oíros! Patrick, no dejéis entrar a nadie. ¡Oh, no llegaré a saber lo
que me manda decir! ¡Dios mío, me muero!
Y el duque se desvaneció.
Sin embargo, lord de Winter, los diputados, los jefes de la expedición, los oficiales de la casa
de Buckingham, habían irrumpido en su habitación; por todas partes sonaban gritos de
desesperación. La nueva que llenaba el palacio de quejas y gemidos pronto se desparramó por
doquier y se esparció por la ciudad.
Un cañonazo anunció que acababa de pasar algo nuevo e inesperado.
Lord de Winter se mesaba los cabellos.
-¡Un minuto tarde! -exclamó-. ¡Un minuto tarde! ¡Oh, Dios mío, Dios mío, qué desgracia!
En efecto, a las siete de la mañana habían ido a decirle que una escala de cuerda flotaba en
una de las ventanas del castillo; había corrido al punto a la habitación de Milady, había
encontrado la habita ción vacía y la ventana abierta los barrotes serrados, se había acordado de la
recomendación verbal que le había hecho transmitir D'Artagnan por su mensajero, había
temblado por el duque, y corriendo a la cuadra, sin perder tiempo siquiera de hacer ensillar su
caballo, había saltado sobre el primero que encontró, había corrido a galope tendido y, saltando
a tierra en el patio, había subido precipitadamente la escalera, y en el primer escalón se había
encontrado, como hemos dicho, con Felton.
Sin embargo, el duque no estaba muerto; volvió en sí, abrió los ojos y la esperanza volvió a
todos los corazones.
-Señores -dijo- dejadme solo con Patrick y La Porte.
-¡Ah, sois vos, de Winter! Esta mañana me habéis enviado un singular loco, ved el estado en
que me ha puesto.
-¡Oh, milord! -exclamó el barón-. No me consolaré nunca.
-Y cometerás un error, mi querido de Winter -dijo Buckingham tendiéndole la mano-. No sé de
ningún hombre que merezca ser lamentado durante toda la vida por otro hombre; mas déjanos,
te lo ruego.
El barón salió sollozando.
No se quedaron en el gabinete más que el duque herido, La Porte y Patrick.
Se buscaba a un médico, al que no podían encontrar.
-Viviréis, milord, viviréis -repetía de rodillas ante el sofá del duque el mensajero de Ana de
Austria.
-¿Qué me escribía ella? -dijo débilmente Buckingham chorreando sangre y dominando, para
hablar de aquella a la que amaba, atroces dolores-. ¿Que me escribía ella? Léeme su carta.
-¡Oh, milord! -dijo La Porte.
-Obedece, La Porte; ¿no ves que no tengo tiempo que perder?
La Porte rompió el sello y puso el pergamino bajo los ojos del duque; mas Buckingham trató en
vano de distinguir la escritura.
-Lee, pues -dijo-,lee, yo no veo ya; lee, porque pronto quizá no oiga y moriré entonces sin
saber lo que me ha escrito.
La Porte no puso más dificultades, y ieyó:
«Milord:
Por cuanto he sufrido de vos y por vos desde que os conozco, os conjuro, si
tenéis alguna preocupación por mi descanso, que interrumpáis el gran armamento
que hacéis contra Francia y ceséis una guerra de la que en voz alta se dice que la
religión es la causa visible, y en voz baja que vuestro amor por mí es la causa
oculta. Esta guerra no sólo puede acarrear a Francia y a Inglaterra grandes
catástrofes, sino incluso a vos, milord, desgracias de las que nunca me consolaré.
Velad por vuestra vida, que amenazan y que me será cara en el momento en
que no esté obligada a ver en vos un enemigo.
Vuestra afectísima,
Ana.»
Buckingham reunió los restos de su vida para escuchar esta lectura; luego, cuando hubo
terminado, como si hubiera encontrado en aquella carta un amargo desencanto:
-¿No tenéis otra cosa que decirme de viva voz, La Porte? -preguntó.
-Sí, monseñor: la reins me había encargado deciros que velaseis por vos, porque había recibido
el aviso que os querían asesinar.
-¿Y eso es todo, eso es todo? -prosiguió Buckingham con impaciencia.
-Tamb¡én me había encargado dec¡ros que os amará siempre.
-¡Ah! -d¡jo Buckingham- ¡Dios sea loado! Mi muerte no será para ells la muerte de un extraño...
La Porte se fundió en lágrimas.
-Patrick -dijo el duque-, traedme el cofre donde estaban los herretes de diamantes.
Patrick trajo el objeto pedido, que La Porte reconoció por haber pertenecido a la reina.
-Ahora, la bolsita de satén blanco, donde están bordadas en perlas sus iniciales.
Patrick volvió a obedecer.
-M¡rad, La Porte -dijo Buckingham-, estas son las ún¡cas prendas que tengo de ella, este cofre
de plata y estas dos cartas. Las devolvéis a Su Majestad; y como último recuerdo... -buscó a su
alrededor algún objeto precioso- añadiréis...
Siguió buscando; pero sus m¡radas oscurecidas por la muerte no encontraron más que el
cuchillo caído de las manos de Felton echando aún el vaho de la sangre bermeja extendida en la
hoja.
-Y añadiréis este cuchillo -dijo el duque apretando la mano de La Porte.
Aún pudo poner la bolsita en el fondo del cofre de plats, dejó caer allí el cuchillo haciendo seña
a La Porte de que no podía ya hablar; luego, en la última convulsión, para la cual esta vez no
tenía fuerzas ya de combatir, se deslizó del sofá al suelo.
Patrick lanzó un grito.
Buckingham quiso sonreír por última vez; pero la muerte detuvo su pensamiento, que quedó
grabado sobre su frente como un último beso de amor.
En aquel momento el médico del duque llegó completamente espantado; estaba ya a bordo del
bajel almirante, habían tenido que ir a buscarlo allí.
Se acercó al duque, cogió su mano, la conservó un instante en la suya y la dejó caer.
-Todo es inútil -dijo-, está muerto.
-¡Muerto, muerto! -exciamó Patrick.
Ante este grito toda la multitud entró en la sala, y por doquiera no hubo más que
consternación y tumulto.
Tan pronto como lord de Winter vio a Buckingham muerto, corrió a por Felton, a quien los
soldados seguían custodiando en la terraza del palacio.
-¡Miserable! -dijo al joven que desde la muerte de Buckingham había encontrado aquella calma
y aquella sangre fría que ya no iban a abandonarlo-. ¡Miserable! ¿Qué has hecho?
-Me he vengado -dijo.
-¡Tú! -dijo el barón-. Di que has servido de instrumento a esa maldita mujer; pero, te lo juro,
este crimen será su último crimen.
-No sé lo que queréis decir -contestó tranquilamente Felton-, e ignoro de quién queréis hablar,
milord: he matado al señor de Buckingham porque ha rehusado en dos ocasiones, a vos mismo,
nombrarme capitán: lo he castigado por su injusticia, eso es todo.
De Winter, estupefacto, miraba a las, personas que ataban a Felton y no sabía qué pensar de
semejante sensibilidad.
Una sola cosa ponía, sin embargo, una nube sobre la frente pura de Felton. A cada ruido que
oía, el ingenuo puritano creía reconocer los pasos y la voz de Milady viniendo a arrojarse en sus
brazos para acusarse y perderse con él.
De pronto se estremeció, su mirada se fijó en un punto del mar, que desde la terraza en que
se encontraba se dominaba completamente; con aquella mirada de águila de marino había
reconocido, allí donde otro no hubiera visto más que una gaviota balanceándose sobre las olas, la
vela de la balandra que se dirigía a las costas de Francis.
Palideció, se llevó la mano al corazón, que se rompía, y comprendió toda la traición.
-Una última gracia, milord -le dijo al barón.
-¿Cuál? -preguntó éste.
-¿Qué hora es?
El barón sacó su reloj.
-Las nueve menos diez -dijo.
Milady había adelantado su partida una hora y media; desde que oyó el cañonazo que
anunciaba el fatal suceso, había dado la orden de levar el ancla.
El barco bogaba bajo un cielo azul a gran distancia de la costa.
-Dios lo ha querido -dijo Felton con la resiganción del fanático, pero sin poder, sin embargo,
separar los ojos de aquel esquife a bordo del cual creía sin duda distinguir el blanco fantasma de
aquella a quien su vida iba a ser sacrificada.
De Winter siguió su mirada, interrogó su sufrimiento y adivinó todo.
-Sé castigado solo primero, miserable -dijo lord de Winter a Felton, que se dejaba arrastrar con
los ojos vueltos hacia el mar-; pero lo juro, por la memoria de mi hermano a quien tanto amé,
que tu cómplice no se ha salvado.
Felton bajó la cabeza sin pronunciar una palabra.
En cuanto a de Winter, bajó rápidamente la escalera y se dirigió al puerto.
Capítulo LX
En Francia
El primer temor del rey de Inglaterra, Carlos I, al enterarse de esta muerte, fue que una noticia
terrible desalentase a los rochelleses; trató, dice Richelieu en sus Memorias, de ocultársela el
mayor tiempo posible, haciendo cerrar los puertos por todo su reino y teniendo especial cuidado
de que ningún bajel saliese hasta que el ejército que Buckingham aprestaba hubiera partido,
encargándose él mismo, a falta de Buckingham, de supervisar la marcha.
Llevó incluso la severidad de esta orden hasta mantener en Inglaterra al embajador de
Dinamarca, que se había despedido, y al embajador ordinario de Holanda, que debía llevar al
puerto de Flessingue los navíos de Indias que Carlos I había hecho devolver a las Provincias
Unidas.
Mas como pensó dar esta orden sólo cinco horas después del suceso, es decir, a las dos de la
tarde, ya habían salido del puerto dos navíos: el uno llevando, como sabemos, a Milady, la cual,
sospechando ya el acontecimiento, fue confirmada en su creencia al ver el pabellón negro
desplegarse en el mástil del bajel almirante.
En cuanto al segundo navío, más tarde diremos a quién llevaba y cómo partió.
Durante este tiempo, por lo demás, nada nuevo en el campo de La Rochelle; sólo el rey, que
se aburría mucho, como siempre, pero quizá aún un poco más en el campamento que en otra
parte, resolvió ir de incógnito a pasar las fiestas de San Luis a Saint-Germain, y pidió al cardenal
hacerle preparar una escolta de veinte mosqueteros solamente. El cardenal, a quien a veces
ganaba el aburrimiento del rey, concedió con gran placer aquel permiso a su real lugarteniente,
que prometió estar de regreso hacia el 15 de septiembre.
El señor de Tréville avisado por Su Eminencia, hizo su maletín de grupa, y como, sin saber el
motivo, conocía el vivo deseo a incluso la imperiosa necesidad que sus amigos tenían de volver a
Paris, los designó, por supuesto, para formar parte de la escolta.
Los cuatro jóvenes supieron la noticia un cuarto de hora después que el señor de Tréville,
porque fueron los primeros a quienes se la comunicó. Fue entonces cuando D'Artagnan apreció el
favor que le había otorgado el cardenal al hacerle formar parte por fin de los mosqueteros: sin
esta circunstancia, se habría visto obligado a permanecer en el campamento mientras sus
compañeros partían.
Más tarde se verá que esta impaciencia de dirigirse a Paris tenía por causa el peligro que debía
correr la señora Bonacieux al encontrarse en el convento de Béthune con Milady, su enemiga
mortal. Por eso, como hemos dicho, Aramis había escrito inmediatamente a Marie Michon,
aquella costurera de Tours que tan buenos conocimientos tenía, para que obtuviese que la reina
diese autorización a la señora Bonacieux de salir del convento y retirarse bien a Lorraine, bien a
Bélgica. La respuesta no se había hecho esperar, y ocho o diez días después, Aramis había
recibido esta carta:
«Mi querido primo:
Aquí va la autorización de mi hermana para retirar a nuestra pequeña criada del convento de
Béthune, cuyo aire vos pensáis que es malo para ella. Mi hermana os envía esta autorización con
gran placer, porque quiere mucho a esa muchacha, a la que se reserva serle útil más tarde.
Os abrazo,
Marie Michon.»
A esta carta iba unida una autorización así concebida:
«La superiors del convento de Béthune entregará a la persona que le entregue este billete la
novicia que entró en su convento bajo mi recomendación y patronazgo.
En el Louvre, el 10 de agosto de 1628.
Anne.»
Como se comprenderá, estas relaciones de parentesco entre Aramis y una costurera que
llamaba a la reina hermana suya habían amenizado la cháchara de los jóvenes; pero Aramis,
después de haberse ruborizado dos o tres veces hasta el blanco de los ojos ante las gruesas
bromas de Porthos, había rogado a sus amigos que no volvieran a tocar el tema, declarando que
si se le volvía a decir una sola palabra, no imploraría más a su prima como intermediaria en este
tipo de asuntos.
No volvió, pues, a tratarse de Marie Michon entre los cuatro mosqueteros, que, por otra parte,
teman lo que querían: la orden de sacar a la señora Bonacieux del convento de las Carmelitas de
Béthune. Es cierto que esta orden no les serviría de gran cosa mientras estuvieran en el
campamento de La Rochelle, es decir, en la otra esquina de Francia; por eso D'Artagnan iba a
pedir un permiso al señor de Tréville, confiándole buenamente la importancia de su partida,
cuando le fue transmitida esta buena nueva tanto a él como a sus tres compañeros: que el rey
iba a partir para Paris con una escolta de veinte mosquete ros, y que ellos formaban parte de la
escolta.
La alegría fue grande. Enviaron a los criados por delante con los equipajes, y partieron el 16
por la mañana.
El cardenal condujo a Su Majestad de Surgères a Mauzé, y allí el rey y su ministro se
despidieron uno de otro con grandes demostraciones de amistad.
Sin embargo, el rey, que buscaba distracción, aunque caminando lo más deprisa que le era
posible, porque deseaba llagar a Paris para el 23, se detenía de vez en cuando para cazar la
picaza, pasatiempo cuyo gusto le fuera inspirado antaño por De Luynes, y por el que siempre
había conservado gran predilección. De los veinte mosqueteros, dieciséis, cuando eso ocurría, se
alegraban del descanso; pero otros cuatro maldecían cuanto podían. D'Artagnan, sobre todo,
tenía zumbidos perpetuos en las orejas, cosa que Porthos explicaba así:
-Una gran dama me enseñó que eso quiere decir que se habla de vos en alguna parte.
Finalmente, la escolta cruzó Paris el 23 por la noche; el rey dio las gracias al señor de Tréville,
y le permitió distribuir permisos por cuatro días, a condición de que ninguno de los favorecidos
apareciese en algún lugar público, so pena de la Bastilla.
Los cuatro primeros permisos otorgados, como se supondrá, fueron para nuestros cuatro
amigos. Es más, Athos obtuvo del señor de Tréville seis días en lugar de cuatro a hizo añadir a
estos seis días dos noches de más, porque partieron el 24, a las cinco de la mañana, y, por
complaciencia aún, el señor de Tréville posdató el permiso hasta el 25 por la mañana.
-Dios mío -decía D'Artagnan, que como se sabe nunca dudaba de nada-, me parece que
ponemos muchas pegas a una cosa bien simple: en dos días, y reventando dos o tres caballos
(poco me importa: tengo dinero), estoy en Béthume, entrego la carta de la reina a la superiora, y
dejo al querido tesoro que voy a buscar no en Lorraine, tampoco en Bélgica, sino en Paris, donde
estará mejor oculto, sobre todo mientras el señor cardenal esté en La Rochelle. Luego, una vez
de retorno a la campaña, mitad por la protección de su prima, mitad por el favor de lo que
personalmente hemos hecho por ella, obtendremos de la reina cuanto queramos. Quedaos, pues,
aquí, no os agotéis de fatiga inútilmente: yo y Planchet, es todo cuanto se necesita para un
expedición tan simple.
A lo cual Athos respondió tranquilamente.
-También nosotros tenemos dinero; porque aún no he bebido completamente el resto del
diamante, y Porthos y Aramis no se lo han comido todo. Reventaremos, por tanto, cuatro
caballos mejor que uno. Mas pensad, D'Artagnan -dijo con una voz tan sombría que su acento
dio escalofríos al joven-, pensad que Béthune es una villa donde el cardenal ha citado a una
mujer que por doquiera que va lleva la desgracia consigo. Si no tuvierais que habéroslas más que
con cuatro hombres, D'Artagnan, os dejaría ir solo; tenéis que habéroslas con esa mujer,
vayamos los cuatro, y pliega al cielo que con nuestros cuatro criados seamos en número
suficiente.
-Me asustáis, Athos -exclamó D'Artagnan-. ¿Qué teméis, pues, Dios mío?
-¡Todo! -respondió Athos.
D'Artagnan examinó los rostros de sus compañeros, que, como el de Athos, llevaban la huella
de una inquietud profunda, y continuaron camino al mayor trote que podían los caballos, pero sin
añadir una sola palabra.
El 25 por la noche, cuando entraban en Arras, y cuando D'Artagnan acababa de echar pie a
tierra en el albergue de la Herse d'Or para beber un vaso de vino un caballero salió del patio de
la posta, donde acababa de tracer el relevo tomando a todo galope, y con un caballo fresco, el
camino de Paris. En el momento en que pasaba del portalón a la calle, el viento entreabrió la
capa en que estaba envuelto, aunque fuese el mes de agosto, y se llevó su sombrero, que el
viajero retuvo con su mano en el momento en que ya había abandonado su cabeza, y lo hundió
rápidamente hasta los ojos.
D'Artagnan, que tenía fijos los ojos sobre aquel hombre, palideció y dejó caer su vaso.
-¿Qué os ocurre, señor?... -dijo Planchet-. ¡Eh, eh! Acudid, señores, que mi amo se encuentra
mal.
Los tres amigos acudieron y encontraron a D'Artagnan que, en lugar de encontrarse mal, corría
hacia su caballo. Lo detuvieron en el umbral.
-¡Eh! ¿Dónde diablos vas as? -le gritó Athos.
-¡Es él! -exclamó D'Artagnan, pálido de cólera y con el sudor sobre la frente-. ¡Es él! ¡Dejadme
que le siga!
-Pero él, ¿quién? -preguntó Athos.
-El, ese hombre.
-¿Qué hombre?
-Ese hombre maldito, mi genio malo, a quien he visto siempre cuando estaba amenazado por
alguna desgracia; el que acompañaba a la horrible mujer cuando la encontré por primera vez,
aquel a quien buscaba cuando provoqué a Athos, aquél a quien vi la mañana del día en que la
señora Bonacieux fue raptada. ¡El hombre de Meung! ¡Lo he visto, es él! ¡Lo he reconocido
cuando el viento ha entreabierto su capa!
-¡Diablos! -dijo Athos pensativo.
-A caballo, señores, a caballo, persigámoslo y lo alcanzaremos.
-Querido -dijo Aramis-, pensad que él va hacia el lado opuesto al que nosotros vamos; que
tiene un caballo fresco y que nuestros caballos están fatigados; que, por consiguiente,
reventaremos nuestros caballos sin tener siquiera la posibilidad de alcanzarlo. Dejemos al hombre,
D'Artagnan, salvemos a la mujer.
-¡Eh, señor! -gritó un mozo de cuadra corriendo tras el desconocido-. ¡Eh, señor, se os ha caído
del sombrero este papel! ¡Eh, señor, eh!
-Amigo -dijo D'Artagnan-, media pistola por ese papel.
-Con mucho gusto, señor; aquí lo tenéis.
El mozo de cuadra, encantado del buen día que había hecho, regresó al patio del hostal;
D'Artagnan desplegó el papel.
-¿Y bien? -preguntaron sus amigos rodeándolo.
-¡Nada más que una palabra! -dijo D'Artagnan.
-Sí -dijo Aramis-, pero ese nombre es un nombre de villa o de aldea.
-Armentiéres -leyó Porthos-. Armentières, no conozco eso.
-¡Y ese nombre de villa o de aldea está escrito de su mano! -exclamó Athos.
-Vamos, vamos, guardemos cuidadosamente este papel -dijo D'Artagnan-, quizá no haya
perdido mi última pistola. A caballo, amigos míos, a caballo.
Y los cuatro compañeros se lanzaron al galope por la ruta de Béthune.
Capítulo LXI
El convento de las Carmelitas de Béthune
Los grandes criminales lleva n con ellos una especie de predestinación que los hace superar
todos los obstáculos, que los hace escapar de todos los peligros, hasta el momento en que la
Providencia, cansada, ha marcado por escollo de su fortuna impía.
Así ocurría con Milady; pasó a través de los cruceros de las dos naciones, y arribó a Boulogne
sin ningún accidente.
Y si al desembarcar en Portsmouth Milady era una inglesa a quienes las persecuciones de
Francia echaban de La Rochelle, al desembarcar en Boulogne, tras dos días de travesía, se hizo
pasar por una francesa a quien los ingleses molestaban en Portsmouth, por el odio que habían
concebido contra Francia.
Milady tenía por otro lado el más eficaz de los pasaportes: su belleza, su gran aspecto y la
generosidad con que repartía las pistolas. Ex¡mida de las formalidades de costumbre por la
sonrisa afable y las maneras galantes de un viejo gobernador del puerto que le besó la mano, no
se quedó en Boulogne más que el tiempo de poner en la posts una carts concebida en estos
términos:
«A Su Eminencia Monseñor el Cardenal de Richelieu, en su campamento ante La
Rochelle.
Monseñor que Vuestra Eminencia se tranquilice; Su Gracia el duque de
Buckingham no partirá hacia Francia.
Boulogne, 25 por la noche.
Milady ***. »
«P. S. Según los deseos de Vuestra Eminencia, me dirijo al convento de las Carmelitas de
Béthune, donde esperaré sus órdenes. »
Efectivamente, aquella misma noche Milady se puso en camino; la cogió la noche: se detuvo y
durmió en un albergue; luego, al día siguiente, a las cinco de la mañana, partió, y tres horas
después entró en Béthune.
Se hizo indicar el convento de las Carmelitas, y entró en él al punto.
La superiora vino ante ella: Milady le mostró la orden del cardenal, la abadesa le hizo dar la
habitación y servir de desayunar.
Todo el pasado se había borrado ya a los ojos de esta mujer, y, con la mirada puesta en el
porvenir, no veía más que la alta fortuna que le reservaba el cardenal, a quien tan felizmente
había servido, sin que su nombre se hubiera mezclado para nada con aquel sangriento asunto.
Las pasiones siempre nuevas que la consumían daban a su vida las apariencias de esas nubes
que vuelan en el cielo, reflejando tan pronto el azul, tan pronto el fuego, tan pronto el negro
opaco de la tempestad, y que no dejan más rastros sobre la tierra que la devasta ción y la
muerte.
Tras el desayuno, la abadesa vino a visitarla: hay pocas distracciones en el claustro, y la buena
superiora tenía prisa por trabar conocimiento con su nueva pensionista.
Milady quería agradar a la abadesa; ahora bien, era cosa fácil para aquella mujer tan realmente
superior; trató de ser amable: fue encantadora y sedujo a la buena superiora por su
conversación tan variada y por las gracias esparcidas en toda su persona.
A la abadesa, que era una hija de la nobleza, le gustaban sobre todo las historias de corte, que
rara vez llegan hasta las extremidades del reino y que, sobre todo, tanto les cuesta franquear los
muros de los conventos, a cuyo umbral vienen a expirar los rumores mundanales.
Milady, por el contrario, estaba muy al corriente de todas las intrigas aristocráticas, en medio
de las cuales había vivido constantemente desde hacía cinco o seis años; se puso, pues, a
entretener a la buena abadesa con las prácticas mundanas de la corte de Francia, mezcladas a
las devociones extremadas del rey, le hizo la crónica escandalosa de los señores y las damas de
la corte, que la abadesa conocía perfecta mente de nombre, tocó de refilón los amores de la reina
y de Buckingham, hablando mucho para que se hablase poco.
Mas la abadesa se contentó con escuchar todo y sonreír sin responder. Sin embargo, como
Milady vio que este género de relato le divertía mucho, continuó; sólo que hizo recaer la
conversación sobre el cardenal.
Pero se hallaba en apuros: ignoraba si la abadesa era realista o cardenalista: se mantuvo en un
punto medio prudente; pero la abadesa, por su parte, se mantuvo en una reserva más prudente
aún, contentándose con hacer una profunda inclinación de cabeza todas las veces que la viajera
pronunciaba el nombre de Su Eminencia.
Milady comenzó a creer que se aburriría mucho en el convento; resolvió, pues, arriesgar algo
para saber luego a qué atenerse. Queriendo ver hasta dónde iría la discreción de aquella buena
abadesa, se puso a hablar mal, muy disimulado primero, luego más circunstanciado, del
cardenal, contando los amores del ministro con la señora de D'Aiguillon, con Marion de Lorme y
con algunas otras mujeres galantes.
La abadesa escuchó más atentamente, se animó poco a poco y sonrió.
-Bueno -se dijo Milady-, le toma gusto a mi discurso; si es cardenalista, no pone mucho
fanatismo que digamos.
Luego pasó a las persecuciones ejercidas por el cardenal sobre sus enemigos. La abadesa se
contentó con persignarse, sin aprobar ni desaprobar.
Esto confirmó a Milady en su opinión de que la religiosa era más realista que cardenalista.
Milady continuó, ponderando cada vez más.
-Soy muy ignorante en todas estas materias -dijo por fin la abadesa-, pero por alejadas que
estemos de la corte, por marginadas y apartadas de los intereses del mundo tenemos ejemplos
muy tristes de cuanto nos contáis, y una de nuestras pensionistas ha sufrido muchas venganzas
y persecuciones del señor cardenal.
-Una de vuestras pensionistas -dijo Milady-. ¡Oh, Dios mío, pobre mujer! La compadezco
entonces.
-Y tenéis razón, porque es muy de compadecer: prisión, amenazas, malos tratos, ha sufrido
todo. Pero después de todo -prosiguió la abadesa-, quizá el señor cardenal tuviera motivos
plausibles para actuar así, y aunque ella tiene el aire de un ángel, no hay que juzgar siempre a
las personas por el aspecto.
«Bueno -se dijo Milady-, quién sabe; quizá voy a descubrir algo aquí, estoy en vena. »
Y se dedicó a dar a su rostro una expresión de candor perfecta.
-¡Ay! -dijo Milady-. Yo lo sé; se dice que no hay que creer en las fisonomías; pero ¿en qué
creer entonces, si no es en la más bella obra del Señor? En cuanto a mí, quizá esté equivocada
toda mi vida; pero me fiaré siempre de una persona cuyo rostro me inspire simpatía.
-¿Seríais tentada, pues, de creer que esta joven es inocente? -dijo la abadesa.
-El señor cardenal no castiga sólo los crímenes -dijo ella-; hay ciertas virtudes que persigue con
más severidad que ciertas fechorías.
-Permitidme, señora, expresaros mi extrañeza -dijo la abadesa.
-Y ¿de qué? -preguntó Milady con ingenuidad.
-Del lenguaje que tenéis.
-¿Qué encontráis de sorprendente en este lenguaje? -preguntó Milady sonriendo.
-Vois sois amiga del cardenal, puesto que os envía aquí, y sin embargo...
-Y, sin embargo, hablo mal de él -prosiguió Milady, acabando el pensamiento de la superiora.
-Al menos no habláis bien.
-Es que yo no soy su amiga -dijo ella suspirando-, sino su víctima.
-Pero, sin embargo, ¿esa carta por la que os recomienda a mí?
-Es una orden contra mí de mantenerme en una especie de prisión de la que me hará sacar por
algunos de sus satélites.
-Mas ¿por qué no habéis huido?
-¿Dónde iría? ¿Creéis que hay un lugar en la tierra que no pueda alcanzar el cardenal si quiere
molestarme en tender la mano? Si yo fuera hombre, en rigor, todavía sería posible; pero mujer,
¿qué queréis que haga una mujer? Esa joven pensionista que tenéis aquí, ¿ha tratado de huir?
-No, cierto, pero ella es otra cosa, creo que está retenida en Francia por algún amor.
-Entonces -dijo Milady con un suspiro-, si ama no es completamente desgraciada.
-¿O sea -dijo la abadesa mirando a Milady con interés creciente-, que lo que estoy viendo es
también una pobre perseguida?
-¡Ay, sí! -dijo Milady.
La abadesa miró un instante a Milady con inquietud, como si un nuevo pensamiento surgiese
en su mente.
-¿Vos no sois enemiga de nuestra santa fe? -dijo ella balbuceando.
-¡Yo! -exclamó Milady-. ¿Yo protestante? ¡Oh, no, pongo por testigo al Dios que nos oye de
que, por el contrario, soy ferviente católica!
-Entonces -dijo la abadesa sonriendo-, tranquilizaos; la casa en que estáis no será una prisión
muy dura, y haremos todo lo necesario para haceros amar la cautividad. Hay más, encontraréis
aquí a esa joven perseguida sin duda a consecuencia de alguna intriga cortesana. Es amable,
graciosa.
-¿Cómo la llamáis?
-Me ha sido recomendada por alguien situado muy arriba, bajo el nombre de Ketty. No he
tratado de saber su otro nombre.
-¡Ketty! -exclamó Milady-. ¿Cómo? ¿Estáis segura?
-¿Que se hace llamar así? Sí, señora. ¿La conoceríais?
Milady sonrió para sí misma y ante la idea que le había venido de que aquella mujer pudiera
ser su antigua doncella. Al recuerdo de esta joven se mezclaba un recuerdo de cólera, y un
deseo de venganza había alterado los rasgos de Milady, que, por lo demás, casi al punto adoptaron
la expresión calma y benévola que esta mujer de cien rostros les había hecho perder
momentáneamente.
-¿Y cuándo podré ver a esa joven dama, por la que siento una simpatía ta n grande? -preguntó
Milady.
-Pues esta noche -dijo la abadesa-, hoy mismo. Pero habéis viajado durante cuatro horas,
como vos misma me habéis dicho; esta mañana os habéis levantado a las cinco, debéis necesitar
descanso. Acostaos y dormid, a la hora de la cena os despertaremos.
Aunque Milady hubiera podido prescindir muy bien del sueño, sostenida como estaba por todas
las excitaciones que una nueva aventura hacía experimentar a su corazón ávido de intrigas, no
por eso dejó de aceptar el ofrecimiento de la superiora: desde hacía doce o quince días había
pasado por tantas emociones diversas que, aunque su cuerpo de hierro podía aún soportar la
fatiga, su alma necesitaba reposo.
Se despidió, pues, de la abadesa y se acostó, dulcemente acunada por las ideas de venganza
que naturalmente le había traído el nombre de Ketty. Recordaba aquella promesa casi ilimitada
que le había hecho el cardenal si triunfaba en su empresa. Había triunfado; podría, pues,
vengarse de D'Artagnan.
Sólo una cosa espantaba a Milady: era el recuerdo de su marido, el conde de La Fère, a quien
había creído muerto o al menos expatriado, y que ahora volvía a encontrar bajo el nombre de
Athos, el mejor amigo de D'Artagnan.
Pero, también, si era amigo de D'Artagnan, había debido prestarle ayuda en todas las intrigas,
con ayuda de las cuales la reina había desbaratado los proyectos de Su Eminencia; si era amigo
de D'Artagnan, era enemigo del cardenal, y sin duda conseguiría ella envolverlo en la venganza
en cuyos pliegues contaba con ahogar al joven mosquetero.
Todas estas esperanzas eran dulces pensamientos para Milady; por eso, acunada por ellos, se
durmió al punto. .
Fue despertada por una voz dulce que resonó al pie de su cama. Abrió los ojos y vio a la
abadesa acompañada de una joven de cabellos rubios, de tez delicada, que fijaba sobre ella una
mirada llena de benevolente curiosidad.
El rostro de aquella joven le era completamente desconocido: las dos se examinaron con una
atención escrupulosa, al tiempo que cambiaban los saludos de uso; las dos eran muy bellas, pero
de belleza completamente distinta. Sin embargo, Milady sonrió al reconocer que aventajaba con
mucho a la joven mujer en clase y modales aristocráticos. Es cieto que el hábito de novicia que
llevaba la joven no era muy ventajoso para sostener una lucha de este género.
La abadesa las presentó una a otra; luego, cuando fue cumplida esta formalidad, como sus
deberes la llamaban a la iglesia, dejó a las dos jóvenes mujeres solas.
La novicia, al ver a Milady acostada, quería seguir a la superiora, mas Milady la retuvo.
-¿Cómo señora? -le dijo ella-. ¿Apenas os he visto y ya queréis privarme de vuestra presencia,
con la cual, sin embargo, contaba yo, os lo confieso, para el tiempo que tengo que pasar aquí?
-No, señora -respondió la novicia- sólo que temía haber escogido mal el momento; dormid,
estáis fatigada.
-Bueno -dijo Milady-, ¿qué pueden pedir las personas que duermen? Un buen despertar. Este
despertar vos me lo habéis dado; dejadme gozar de él a mi gusto.
Y cogiéndole la mano, la atrajo sobre un sillón que estaba junto a su lecho.
La novicia se sentó.
-¡Dios mío -dijo ella-, qué desgraciada soy! Hace ya seis meses que estoy aquí, sin la sombra
de una distracción; llegáis vos, vuestra presencia iba a ser para mí una compañía encantadora, y
he aquí que lo más probable es que de un momento a otro vaya a dejar el convento.
-¡Cómo! -dijo Milady-. ¿Os marcháis en seguida?
-Al menos eso espero -dijo la novicia con una expresión de alegría que no trataba de disfrazar
por nada del mundo.
-Creo haber entendido que habéis sufrido por parte del cardenal -continuó Milady-; hubiera
sido un motivo más de simpatía entre nosotras.
-Ya me lo ha dicho nuestra buena madre. ¿Es, por tanto, verdad que también vos erais una
víctima de ese malvado cardenal?
-¡Chiss! -dijo Milady-. Incluso aquí no hablemos así de él; todas mis desgracias proceden de
haber dicho más o rlenos lo que vos acabáis de decir, delante de una mujer a quien yo creía
amiga mía y que me ha traicionado. Y vos, ¿sois también vos víctima de una traición?
-No -dijo la novicia-, sino de mi desvelo por una mujer a la que yo quería, por quien hubiera
dado mi vida, por la que aún la daría.
-Y que os ha abandonado, ¿no es eso?
-He sido lo bastante injusta para creerlo, pero desde hace dos o tres días he obtenido prueba
de lo contrario, y se lo agradezco a Dios; me habría costado creer que me había olvidado. Pero
vos, señora -continuó la novicia- me parece que estáis libre, y que si quisierais huir, no
dependería más que de vos.
-¿Dónde queréis que vaya sin amigos, sin dinero, en una parte de Francia que no conozco,
adonde no he venido nunca?...
-¡Oh! -exclamó la novicia-. En cuanto a amigos, los tendréis por todas partes donde os
mostréis. Parecéis tan buena y sois tan bella...
-Esto no me impide -prosiguió Milady endulzando su sonrisa de manera que le daba una
expresión angelical- que yo esté sola y perseguida.
-Escuchad -dijo la novicia-, hay que tener esperanza en el cielo, como veis; siempre viene en el
momento en que el bien que se ha hecho defiende nuestra causa ante Dios, y mirad, quizá sea
una suerte para vos, por humilde y sin poder que yo sea, que me hayáis encontrado; porque si
yo salgo de aquí, pues bien, tendré algunos amigos poderosos que, después de haberse puesto
en campaña por mí, podrán también ponerse en campaña por vos.
-¡Oh! Cuando he dicho que estaba sola -dijo Milady, esperando hacer hablar a la novicia
hablando de ella misma-, no es por falta de tener algunos conocimientos situados arriba; pero
estos conocimientos tiemblan ante el cardenal: la reina misma no se atreve a sostener a alguien
contra el cardenal; tengo pruebas de que su majestad, pese a su excelente corazón, ha sido
obligada más de una vez a abandonar a la cólera de Su Eminencia a personas que la habían
servido.
-Creedme, señora, la reina puede parecer haber abandonado a esas personas; pero no hay que
creer en las apariencias; cuanto más perseguidas son, más piensa en ellas, y con frecuencia, en
el momento en que ellas menos lo piensan, tienen pruebas de su buen recuerdo.
-¡Ay! -dijo Milady-. Lo creo. Es tan buena la reina...
-¡Oh, entonces conocéis a esa bella y noble reina, puesto que habláis así! -exclamó la novicia
con entusiasmo.
-Es decir -replicó Milady, acorralada en sus posiciones-, a ella personalmente no tengo el honor
de conocerla; pero conozco a buen número de sus amigos más íntimos: conozco al señor de
Putange, he conocido en Inglaterra al señor Dujart, conozco al señor de Tréville.
-¡El señor de Tréville! -exclamó la novicia-. ¿Conocéis al señor de Tréville?
-Sí, perfectamente, mucho incluso.
-¿El capitán de los mosqueteros del rey?
-El capitán de los mosqueteros del rey.
-¡Oh, vais a ver -exclamó la novicia- cómo dentro de un momento vamos a ser muy conocidas,
casi amigas! Si conocéis al señor de Tréville habréis debido ir a su casa.
-¡Con frecuencia! -dijo Milady, que una vez entrada en esta vía y dándose cuenta de que la
mentira triunfaba, quería llevarla hasta el final.
-En su casa habréis debido ver a algunos de sus mosqueteros...
-¡A todos los que habitualmente recibe! -respondió Milady, para quien esta conversación
empezaba a tener un interés real.
-Nombradme a algunos de los que vos conozcáis y veréis que estarán entre mis amigos.
-Conozco -dijo Milady embarazada- al señor de Louvigny, al señor de Courtivron, al señor de
Férussac.
La novicia la dejó decir; luego, viendo que se detenía:
-¿Y no conocéis -le dijo- a un gentilhombre llamado Athos?
Milady se puso tan pálida como las sábanas entre las que se acostaba, y por dueña que fuera
de sí misma no pudo impedirse lanzar un grito cogiendo la mano de su interlocutora y
devorándola con la mirada.
-¿Qué, qué os ocurre? ¡Oh, Dios mío! -preguntó aquella pobre mujer-. ¿He dicho algo que os
haya herido?
-No, pero ese nombre me ha sorprendido porque también yo he conocido a ese gentilhombre,
y porque me parece extraño encontrar a alguien que le conozca mucho.
-¡Oh, sí, mucho, no solamente a él, sino también a sus amigos, los señores Porthos y Aramis!
-De veras, también a ellos los conozco -exclamó Milady, que sintió el frío penetrar hasta su
corazón.
-Pues bien, si los conocéis, debéis saber que son buenos y francos compañeros. ¿Por qué nos
os dirigís a ellos si necesitáis apoyo?
-Es decir -balbuceó Milady-, yo no estoy vinculada realmente a ninguno de ellos; los conozco
por haber oído hablar mucho de ellos a uno de mis amigos, el señor D'Artagnan.
-¡Conocéis al señor D'Artagnan! -exclamó la novicia a su vez, cogiendo la mano de Milady y
devorándola con los ojos.
Luego notando la extraña expresión de la mirada de Milady:
-Perdón, señora -dijo-, ¿a título de qué lo conocéis?
-Pues -replico Milady en apuros- a título de amigo.
-Me engañáis, señora -dijo la novicia-; habéis sido su amante.
-Sois vos quien lo habéis sido, señora -exclamó Milady a su vez.
-¡Yo! -dijo la novicia.
-Sí, vos; ahora os conozco, vos sois la señora Bonacieux.
La joven retrocedió, llena de sorpresa y de terror.
-¡Oh, no lo neguéis! Responded -prosiguió Milady.
-Pues bien: sí, señora; yo le amo -dijo la novicia-, ¿somos rivales?
El rostro de Milady se encendió de un fuego tan salvaje que en cualquier otra circunstancia la
señora Bonacieux habría huido de espanto; pero estaba totalmente dominada por los celos.
-Veamos: decís, señora -prosiguió la señora Bonacieux con una energía de la que se la hubiera
creído incapaz-, qué habéis sido o sois su amante?
-¡Oh, oh! -exclamó Milady con un acento que no admitía duda sobre su verdad-. ¡Jamás,
jamás!
-Os creo -dijo la señora Bonacieux-; mas ¿por qué entonces habéis gritado así?
-¿Cómo, no comprendéis? -dijo Milady, que se había repuesto de su turbación y que había
recuperado toda su presencia de ánimo.
-¡Cómo queréis que comprenda! Yo no sé nada.
-¿No comprendéis que, por ser mi amigo, D'Artagnan me había tomado por confidente?
-¿De veras?
-¡No comprendéis que lo sé todo: vuestro rapto de la casita de Saint-Germain, su desaparición,
la de sus amigos, sus búsquedas inútiles desde ese momento! Y ¿cómo no queréis que me
sorprenda, cuando sin sospechármelo me encuentro con vos, de quien hemos hablado con tanta
frecuencia juntos, con vos, a quien él ama con toda la fuerza de su alma, con vos, a quien él me
había hecho amar antes de haberos visto? ¡Ay, querida Costance, ahora os encuentro, por fin os
veo!
Y Milady tendió sus brazos a la señora Bonacieux, que, convencida por lo que acababa de
decirle, no vio ya en esta mujer, en quien un instante antes había creído su rival, más que una
amiga sincera y abnegada.
-¡Oh, perdonadme, perdonadme! -exclamó ella dejándose ir sobre su hombro-. ¡Lo amo tanto!
Las dos mujeres estuvieron un instante abrazadas. Desde luego, si las fuerzas de Milady
hubieran estado a la altura de su odio, la señora Bonacieux sólo hubiera salido muerta de aquel
abrazo. Pero no pudiendo ahogarla, le sonrió.
-¡Oh, querida, querida muchacha -dijo Milady-, cuán feliz soy al veros! Dejadme miraros -y
diciendo estas palabras la devoraba inquisitivamente con la mirada-. Sí, sois vos. ¡Ah y, por
cuanto me ha dicho, os reconozco ahora, os reconozco perfectamente!
La pobre joven no podía sospechar lo que de horrorosamente cruel pasaba tras la muralla de
aquella frente pura, tras aquelos ojos tan brillantes donde no leía otra cosa sino interés y
compasión.
-Entonces sabéis cuánto he sufrido -dijo la señora Bonacieux-, puesto que os he dicho lo que él
sufría; pero sufrir por él es felicidad.
Milady replicó maquinalmente.
-Sí, es felicidad.
Ella pensaba en otra cosa.
-Y, además -continuó la señora Bonacieux-, mi suplicio toca a su término; mañana, quizá esta
noche, lo volveré a ver, y entonces el pasado no existirá.
-¿Esta noche? ¿Mañana? -exclamó Milady sacada de su ensoñación por aquellas palabras-.
¿Qué queréis decir? ¿Esperáis alguna nueva de él?
-Lo espero a él.
-A él. ¿D'Artagnan aquí?
-El mismo.
-¡Pero es imposible! Está en el sitio de La Rochelle con el cardenal; no volverá a París sino
después de la toma de la ciudad.
-Vos creéis eso, pero ¿es que hay algo imposible para mi D'Artagnan el noble y leal
gentilhombre?
-¡Oh, no puedo creeros!
-¡Buenos entonces leed! -dijo en el exceso de su orgullo y de su alegría la desventurada joven
presentando una carta a Milady.
«¡La escritura de la señora Chevreuse! -se dijo para sus adentros Milady-. ¡Ay, estaba segura
de que tenía conocimientos por ese lado!»
Y leyó ávidamente estas pocas líneas:
«Mi querida niña, estad preparada: nuestro amigo os verá muy pronto, y no os
verá más que para arrancaros de la prisión en que vuestra seguridad exigía que
estuvieseis oculta; preparaos, pues, para la partida y no desesperéis jamás de
nosotros.
Vuestro encantador gascón acaba de mostrarse valiente y fiel como siempre;
decidle que se le agradece en alguna parte el aviso que ha dado.»
-Sí, sí -dijo Milady-, sí, la carta es precisa. ¿Sabéis cuál es ese aviso?
-No, sospecho solamente que haya prevenido a la reina de alguna nueva maquinación del
cardenal.
-Sí, eso es sin duda -dijo Milady, devolviendo la carta a la señora Bonacieux y dejando caer su
cabeza pensativa sobre su pecho.
En aquel momento se oyó el galope de un caballo.
-¡Oh! -exclamó la señora Bonacieux precipitándose a la ventana-. ¿Será ya él?
Milady había permanecido en su cama, petrificada por la sorpresa; tantas cosas inesperadas le
llegaban de golpe que por primera vez la cabeza le fallaba.
-¡EI, él! -murmuró ella-. ¿Será él?
Y permanecía en la cama con los ojos fijos.
-¡Ay, no! -dijo la señora Bonacieux-. Es un hombre que no conozco y que, sin embargo, parece
que viene hacia aquí; sí, aminora su carrera, se deteniene en la puerta, llama.
Milady saltó fuera de su cama.
-¿Estáis completamente segura de que no es él? -dijo ella.
-¡Oh, sí, completamente segura!
-Quizá hayáis visto mal.
-¡Oh! Aunque no viera más que la pluma de su sombrero, la punta de su capa, lo reconocería.
Milady seguía vistiéndose.
-No importa, ¿decís que ese hombre viene hacia aquî?
-Sí, ha entrado.
-Es para vos o para mí.
-¡Oh, Dios mío, qué agitada parecéis!
-Sí, lo confieso, yo no tengo vuestra confianza, temo cualquier cosa del cardenal.
-¡Chis! -dijo la señora Bonacieux-. Alguien viene.
Efectivamente, la puerta se abrió y entró la superiora.
- Sois vos la que llegáis de Boulogne? -preguntó a Milady.
-Sí, soy yo -respondió ésta tratando de recuperar su sangre fría-. ¿Quién pregunta por mí?
-Un hombre que no quiere decir su nombre, pero que viene de parte del cardenal.
-¿Y qué quiere decirme? -preguntó Milady.
-Que quiere hablar con una dama que ha llegado de Boulogne.
-Entonces hacedlo entrar, señora, os lo ruego.
-¡Oh, Dios mío, Dios mío! -dijo la señora Bonacieux-. ¿Será alguna mala noticia?
-Tengo miedo.
-Os dejo con ese extraño, pero tan pronto como se marche, volveré si me lo permitís.
-¡Cómo no! Os lo suplico.
La superiora y la señora Bonacieux salieron.
Milady se quedó sola, fijos los ojos en la puerta; un instante después se oyó el ruido de
espuelas que resonaban en las escaleras, luego los pasos se acercaron, luego la puerta se abrió y
apareció un hombre.
Milady lanzó un grito de alegría: aquel hombre era el conde de Rochefort, el instrumento ciego
de Su Eminencia.
Capítulo LXII
Dos variedades de demonios
-¡Ah! -exclamaron al mismo tiempo Rochefort y Milady-. ¡Sois vos!
-Sí, soy yo.
-¿Y llegáis?... -preguntó Milady.
-De La Rochelle. ¿Y vos?
-De Inglaterra.
-¿Buckingham?
-Muerto o herido peligrosamente; cuando yo partía sin haber podido obtener nada de él, un
fanático acababa de asesinarlo.
-¡Ah! -exclamó Rochefort con una sonrisa-. ¡He ahí un azar muy feliz! Y que satisfará mucho a
Su Eminencia. ¿Le habéis avisado?
-Le escribí desde Boulogne. Pero ¿cómo estáis aquí?
-Su Eminencia, inquieto, me ha enviado en vuestra busca.
-Llegué ayer.
-¿Y qué habéis hecho desde ayer?
-No he perdido mi tiempo.
-¡Oh! Eso me lo sospecho de sobra.
-¿Sabéis a quién he encontrado aquí?
-No.
-Adivinad.
-¿Cómo queréis...?
-A esa joven a quien la reina ha sacado de prisión.
-¿La amante del pequeño D'Artagnan?
-Sí, a la señora Bonacieux, cuyo retiro ignoraba el cardenal.
-Bueno -dijo Rochefort-, ahí tenemos un azar que puede igualarse con el otro. El señor
cardenal es realmente un hombre privilegiado.
-¿Comprendéis mi asombro -continuó Milady- cuando me he encontrado cara a cara con esta
mujer?
-¿Ella os conoce?
-No.
-Entonces, ¿os mira como a una extraña?
Milady sonrió.
-¡Soy su mejor amiga!
-Por mi honor -dijo Rochefort-, no hay como vos, mi querida condesa, para hacer milagros.
-Y vale la pena, caballero -dijo Milady-, porque ¿sabéis qué pasa?
-No.
-Van a venir a buscarla mañana o pasado mañana con una orden de la reina.
-¿De verdad? ¿Y quién?
-D'Artagnan y sus amigos.
-Realmente harán tanto que nos veremos obligados a enviarlos a la Bastilla.
-¿Por qué no se ha hecho ya?
-¡Qué queréis! Porque el señor cardenal tiene por esos hombres una debilidad que yo no
comprendo.
-¿De veras?
-Sí.
-Pues bien, decidle esto, Rochefort, decidle que nuestra conversación en el albergue del
Colombier-Rouge fue oída por esos cuatro hombres; decidle que después de su partida uno de
ellos subió y me arrancó mediante la violencia el salvoconducto que me había dado; decidie que
habían hecho avisar a lord de Winter de mi paso a Inglaterra; que también en esta ocasión han
estado a punto de hacer fracasar mi misión, como hicieron fracasar la de los herretes; decidle
que entre esos cuatro hombres, sólo dos son de temer, D'Artagnan y Athos; decidle que el
tercero, Aramis, es el amante de la señora de Chevreuse: hay que dejar vivir a éste, sabemos su
secreto, puede ser útil; en cuanto al cuarto, Porthos, es un tonto, un fatuo y un necio: que no se
preocupe siquiera.
-Pero esos cuatro hombres deben estar en este momento en el asedio de La Rochelle.
-Eso creía como vos; pero una carta que la señora Bonacieux ha recibido de la señora de
Chevreuse, y que ha cometido la imprudencia de comunicarme, me lleva a creer que por el
contrario estos cuatro hombres están de camino y vienen a llevársela.
-¡Diablos! ¿Qué hacer?
-¿Qué os ha dicho el cardenal a mi respecto?
-Que reciba vuestros partes escritos o verbales, que vuelva al puesto, y cuando él sepa lo que
habéis hecho, pensará en lo que debéis hacer.
-¿Debo entonces quedarme aquî? -preguntó Milady.
-Aquí o en los alrededores.
-¿No podéis llevarme con vos?
-No, la orden es formal; en los alrededores del campamento podríais ser reconocida, y vuestra
presencia, como comprenderéis, comprometería a Su Eminencia, sobre todo después de lo que
acaba de pasar allá. Sólo que decidme por adelantado dónde esperaréis noticias del cardenal,
que yo sepa siempre dónde encontraros.
-Escuchad, es probable que no pueda permanecer aquí.
-¿Por qué?
-Olvidáis que mis enemigos pueden llegar de un momento a otro.
-Cierto; pero entonces, ¿esa mujercita va a escapársele a Su Eminencia?
-¡Bah! -dijo Milady con una sonrisa que no pertenecía más que a ella-. Olvidáis que yo soy su
mejor amiga.
-¡Ah, es cierto! Puedo, por tanto, decir al cardenal que, respecto a esa mujer...
-Que esté tranquilo.
-¿Eso es todo?
-El sabrá lo que quiere decir.
-Lo adivinará. Ahora, veamos, ¿qué debo hacer yo?
-Salir al instante; me parece que las nuevas que lleváis bien merecen que nos demos prisa.
-Mi silla se ha partido al entrar en Lillers.
-¡Estupendo!
-¿Cómo estupendo?
-Sí, necesito vuestra silla -dijo la condesa.
-¿Y cómo iré yo entonces?
-A todo galope.
-Os tienen sin cuidado esas ciento ochenta leguas.
-¿Qué es eso?
-Se harán. ¿Y luego?
-Luego, al pasar por Lillers, me devolvéis la silla con orden a vuestro criado de ponerse a mi
disposición.
-Bien.
-Indudablemente, tendréis encima de vos alguna orden del cardenal...
-Tengo mi pleno poder.
-Lo mostraréis a la abadesa diciendo que vendrán a buscarme, bien hoy, bien mañana, y que
yo tendré que seguir a la persona que se presente en vuestro nombre.
-¡Muy bien!
-No olvidéis tratarme duramente cuando habléis de mí a la abadesa.
-¿Por qué?
-Yo soy una víctima del cardenal. Tengo que inspirar confianza a esa pobre señora Bonacieux.
-De acuerdo. Ahora, ¿queréis hacerme un informe de todo lo que ha pasado?
-Ya os he contado los acontecimientos, tenéis buena memoria, repetid las cosas tal como os las
he dicho, un papel se pierde.
-Tenéis razón; basta con saber dónde encontraros, para que no vaya a recorrer inútilmente por
los alrededores.
-Es cierto, esperad.
-¿Tenéis un mapa?
-¡Oh! Conozco esta región de maravilla.
-¿Vos? ¿Cuándo habéis venido aquí?
-Fui criada aquí.
-¿De verdad?
-Siempre sirve de algo, como veis, haber sido criada en alguna parte.
-Entonces me esperáis...
-Dejadme pensar un instante; claro, mirad, en Armentières.
-¿Qué es Armentières?
-Una pequeña aldea junto al Lys; no tendré más que cruzar el río y estoy en un país
extranjero.
-¡De maravilla! Pero que quede claro que no atravesaréis el río más que en caso de peligro.
-Por supuesto.
-Y en ese caso, ¿cómo sabré dónde estáis?
-¿Necesitáis a vuestro lacayo?
-No.
-¿Es un hombre seguro?
-A toda prueba.
-Dádmelo; nadie lo conoce, lo dejo en el lugar del que mé voy y él os lleva adonde estoy.
-¿Y decís que me esperáis en Armentières?
-En Armentières -respondió Milady.
-Escribidme ese nombre en un trozo de papel, no vaya a ser que lo olvide; un nombre de aldea
no es comprometedor, ¿no es as?
-¿Quién sabe? No imports -dijo Milady escribiendo el nombre en media hoja de papel-, me
comprometo.
-¡Bien! -dijo Rochefort cogiendo de las manos de Milady el papel, que plegó y metió en el forro
de su sombrero-. Por otra parte, tranquilizaos; voy a hacer como los niños, y en caso de que
pierda ese papel, repetiré el nombre durante todo el camino. Y ahora, ¿eso es todo?
-Creo que sí.
-Intentaremos recordar: Buckingham, muerto o gravemente herido; vuestra conversación con
el cardenal, oída por los cuatro mosqueteros; lord de Winter avisado de vuestra llegada a
Portsmouth; D'Artagnan y Athos, a la Bastilla; Aramis, amante de la señora de Chevreuse;
Porthos, un fauto; la señora Bonacieux, vuelta a encontrar; enviaros la silla lo antes posible;
poner mi lacayo a vuestra disposición; hacer de vos una víctima del cardenal para que la abadesa
no sospeche; Armentières, a orillas del Lys. ¿Es eso?
-Realmente, mi querido caballero, sois un milagro de memoria. A propósito, añadid una cosa.
-¿Cuál?
-He visto bosques muy bonitos que deben lindar con el jardín del convento, decid que me está
permitido pasear por esos bosques. ¿Quién sabe? Quizá tenga necesidad de salir por una puerta
de atrás.
-Pensáis en todo.
-Y vos, vos olvidáis una cosa.
-¿Cuál?
-Preguntarme si necesito dinero.
-Tenéis razón, ¿cuánto queréis?
-Todo el oro que tengáis.
-Tengo aproximadamente quinientas pistolas.
-Yo tengo otro tanto; con mil pistolas se hace frente a todo; va ciad vuestros bolsillos.
-Aquí están, condesa.
-Bien, mi querido conde. ¿Cuándo partís?
-Dentro de una hora: el tiempo de tomar un bocado, durante el cual enviaré a buscar un
caballo de posts.
-¡De maravilla! ¡Adiós, caballero!
-Adiós, condesa.
-Recomendadme al cardenal -dijo Milady.
-Recomendadme a Satán -replicó Rochefort.
Milady y Rochefort cambiaron una sonrisa y se separaron.
Una hora después, Rochefort partió a galope tendido en su caballo; cinco horas más tarde
pasaba por Arras. Nuestros lectores ya saben cómo había sido reconocido por D'Artagnan, y
cómo este reconocimiento, inspirando temores a los cuatro mosqueteros, habían dado nueva
actividad a su viaje.
Capítulo LXlll
Gota de agua
Apenas había salido Rochefort, volvió a entrar la señora Bonacieux. Encontró a Milady con el
rostro risueño.
-Y bien -dijo la joven- lo que vos temíais ha llegado, por tanto; esta noche o mañana el
cardenal os envía a recoger.
-¿Quién os ha dicho eso, niña mía? -preguntó Milady.
-Lo he oído de la boca misma del mensajero.
-Venid a sentaros aquí a mi lado -dijo Milady.
-Ya estoy aquí.
-Esperad que me asegure de si alguien nos escucha.
-¿Por qué todas estas precauciones?
-Ahora vais a saberlo. Milady se levantó y fue a la puerta la abrió, miró en el corredor y volvió a
sentarse junto a la señora Bonacieux.
-Entonces -dijo ella-, ha interpretado bien su papel.
-¿Quién?
-El que se ha presentado a la abadesa como enviado del cardenal.
-Era entonces un papel que representaba?
-Sí, niña mía.
-Ese hombre no es entonces...
-Ese hombre -dijo Milady bajando la voz- es mi hermano.
-¡Vuestro hermano! -exclamó la señora Bonacieux.
-Pues sí, sólo vos sabéis este secreto, niña mía; si lo confiáis a alguien, sea el que sea, estaré
perdida, y quizá vos también.
-¡Oh, Dios mío!
-Escuchad, lo que pasa es esto: mi hermano, que venía en mi ayuda para sacarme de aquí a la
fuerza si era preciso, se ha encontrado con el emisario del cardenal que venía a buscarme; lo ha
seguido. Al llegar a un lugar del camino solitario y apartado, ha sacado la espada conminando al
mensajero a entregarle los papeles de que era portador; el mensajero ha querido defenderse, mi
hermano lo ha matado.
-¡Oh! -exclamó la señora Bonacieux temblando.
-Era el único medio, pensad en ello. Entonces mi hermano ha resuelto sustituir la fuerza por la
astucia: ha cogido los papeles y se ha presentado aquí como el emisario mismo del cardenal, y
dentro de una hora o dos, un coche debe venir a recogerme de parte de Su Eminencia.
-Comprendo; ese coche es vuestro hermano quien os lo envía.
-Exacto; pero eso no es todo: esa carta que habéis recibido y que creéis de la señora de
Chevreuse...
-¿Qué?
-Es falsa.
-¿Cómo?
-Sí, falsa: es una trampa para que no hagáis resistencia cuando vengan a buscaros.
-Pero si vendrá D'Artagnan.
-Desengañaos, D'Artagnan y sus amigos están retenidos en al asedio de La Rochelle.
-¿Cómo sabéis eso?
-Mi hermano ha encontrado a los emisarios del cardenal con traje de mosqueteros. Os habrían
llamado a la puerta, vos habríais creído que se trataba de amigos os raptaban y os llevaban a
Paris.
-¡Oh, Dios mío! Mi cabeza se pierde en medio de este caos de iniquidades. Siento que si esto
durase -continuó la señora Bonacieux llevando sus manos a su frente- me volvería loca.
-Esperad.
-¿Qué?
-Oigo el paso de un caballo, es el de mi hermano que se marcha; quiero decirle el último adiós,
venid.
Milady abrió la ventana a hizo señas a la señora Bonacieux de reunirse con ella. La joven fue
allí.
Rochefort pasaba al galope.
-¡Adiós, hermano! -exclamó Milady.
El caballero alzó la cabeza, vio a las dos jóvenes y, rnientras seguía corriendo, hizo a Milady
una seña amistosa con la mano.
-¡Este buen Georges! -dijo ella volviendo a cerrar la ventana con una expresión de rostro llena
de afecto y melancolía.
Y volvió a sentarse en su sitio, como si se sumiera en reflexiones completamente personales.
-Querida señora -dijo la señora Bonacieux-, perdón por inte rrumpiros, pero ¿qué me aconsejáis
hacer? ¡Dios mío! Vos tenéis más experiencia que yo; hablad, os escucho.
-En primer lugar -dijo Milady-, puede que yo me equivoque y que D'Artagnan y sus amigos
vengan realmente en vuestra ayuda.
-¡Oh, hubiera sido demasiado hermoso! -exclamó la señora Bonacieux-. Y tanta felicidad no
está hecha para mí.
-Entonces, atended; será simplemente una cuestión de tiempo, una especie de carrera para
saber quién llegará primero. Si son vuestros amigos los que los aventajan en rapidez, estaréis
salvada; si son los satélites del cardenal, estaréis perdida.
-¡Oh sí, perdida sin remisión! ¿Qué hacer entonces? ¿Qué hacer?
-Habría un medio muy simple, muy natural...
-¿Cuál? Decid.
-Sería esperar oculta en los alrededores y aseguraros de quiénes son los hombres que vienen a
buscaros.
-Pero ¿dónde esperar?
-¡Oh, eso sí que no es un problema! Yo misma me detendré y me ocultaré a algunas leguas de
aquí, a la espera de que mi hermano venga a reunirse conmigo; pues bien, os llevo conmigo, nos
escondemos y esperamos juntas.
-Pero no me dejarán partir, aquí estoy casi prisionera.
-Como creen que yo me marcho por orden del cardenal, no creerán que estéis deseosa de
seguirme.
-¿Y?
-Pues lo siguiente: el coche está en la puerta, vos me despedís, subís al estribo para
estrecharme en vuestros brazos por última vez; el criado de mi hermano que viene a recogerme
está avisado, hace una señal al postillón y partimos al galope.
-Pero D'Artagnan, D'Artagnan, ¿si viene?
-¿No hemos de saberlo?
-¿Cómo?
-Nada más fácil. Hacemos regresar a Béthune a ese criado de mi hermano, del cual, ya os lo he
dicho, podemos fiarnos; se disfraza y se aloja frente al convento; si son los emisarios del
cardenal los que vienen, no se mueve; si es el señor D'Artagnan y sus amigos, los lleva adonde
estamos nosotras.
-Entonces, ¿los conoce?
-Claro, ha visto al señor D'Artagnan en mi casa.
-¡Oh, sí, sí, tenéis razón! De esta forma todo va de la mejor manera posible; pero no nos
aiejemos de aquí.
-A siete a ocho leguas todo lo más, nos sïtuamos junto a la frontera, por ejemplo, y a la
primera alerta, salimos de Francia.
-Y hasta entonces, ¿qué hacer?
-Esperar.
-Pero ¿y si ilegan?
-El coche de mi hermano llegará antes que ellos.
-¿Si estoy lejos de vos cuando vengan a recogernos, comiendo o cenando, por ejemplo?
-Haced una cosa.
-¿Cuál?
-Decid a vuestra buena superiora que para dejarnos lo menos posible le pedís permiso de
compartir mi comida.
-¿Lo permitirá?
-¿Qué inconveniente hay en eso?
-¡Oh, muy bien de esta forma no nos dejaremos un instante!
-Pues bien, bajad a su cuarto para hacerle saber vuestra petición; siento mi cabeza pesada,
voy a dar una vuelta por el jardín.
-Id, pero ¿dónde os volveré a encontrar?
-Aquí, dentro de una hora.
-Aquí, dentro de una hora. ¡Oh, cuán buena sois! Os lo agradezco. Cómo no interesarme de
vos? Aunque no fuerais hermosa y encanta ora, ¿no sois la amiga de uno de mis mejores
amigos?
-Querido D'Artagnan. ¡Oh, cómo os lo agradecerá!
-Eso espero. Vamos, todo está convenido, bajemos.
-¿Vais al jardín?
-Sí.
-Seguid este corredor, una escalerita os conduce allí.
-¡De maravilla! ¡Gracias!
Y las dos mujeres se separaron cambiando una encantadora sonrisa. Milady había dicho la
verdad, tenía la cabeza pesada porque sus proyectos mal clasificados entrechocaban como en un
caos. Necesita ba estar sola para poner un poco de orden en sus pensamientos. Veía vagamente
en el futuro; pero le hacía falta un poco de silencio y de quietud para dar a todas sus ideas, aún
confusas, una forma nítida, un plan fijo.
Lo más acuciante era raptar a la señora Bonacieux, ponerla en lugar seguro y allí, llegado el
caso, hacer de ella un rehén. Milady comenzaba a temer el resultado de aquel duelo terrible en
que sus enemigos ponían tanta perseverancia como ella encarnizamiento.
Por otra parte, sentía, como se siente venir una tormenta, que aquel resultado estaba cercano
y no podía dejar de ser terrible.
Lo principal para ella, como hemos dicho, era por tanto tener en sus manos a la señora
Bonacieux. La señora Bonacieux era la vida de D'Artagnan; era más que su vida, era la de la
mujer que él amaba; era, en caso de mala suerte, un medio de tratar y obtener con toda
seguridad buenas condiciones.
Ahora bien, este punto estaba fijado: la señora Bonacieux, sin desconfianza, la seguía; una vez
oculta con ella en Armentières, era fácil hacerle creer que D'Artagnan no había venido a Béthune.
Dentro de quince días como máximo, Rochefort estaría de vuelta; durante esos quince días, por
otra parte, pensaría sobre lo que tenía que hacer para vengarse de los cuatro amigos. No se
aburriría, gracias a Dios, porque tendría el pasatiempo más dulce que los sucesos pueden conceder
a una mujer de su carácter: una buena venganza que perfeccionar.
Al tiempo que pensaba, ponía los ojos a su alrededor y clasificaba en su cabeza la topografía
del jardín. Milady era como un general que prevé juntas la victoria y la derrota, y que está
preparado, según las alternativas de la batalla, para ir hacia adelante o batirse en retirada.
Al cabo de una hora oyó una voz dulce que la llamaba: era la señora Bonacieux. La buena
abadesa había consentido naturalmente en todo y, para empezar, iban a cenar juntas.
-Al llegar al patio, oyeron el ruido de un coche que se detenía en la puerta.
-¿Oís? -dijo ella.
-Sí, el rodar de un coche.
-Es el que mi hermano nos envía.
-¡Oh, Dios mío!
-¡Vamos, valor!
Llamaron a la puerta del convento, Milady no se había engañado.
-Subid a vuestra habitación -le dijo a la señora Bonacieux-, tendréis algunas joyas que
desearéis llevaros.
-Tengo sus cartas -dijo ella.
-Pues bien, id a buscarlas y venid a reuniros conmigo a mi cuarto, cenaremos de prisa; quizá
viajemos una parte de la noche, hay que tomar fuerzas.
-¡Gran Dios! -dijo la señora Bonacieux llevándose la mano al pecho-. El corazón me ahoga, no
puedo caminar.
-¡Valor, vamos, valor! Pensad que dentro de un cuarto de hora estaréis salvada, y pensad que
lo que vais a hacer, lo hacéis por él.
-¡Oh sí, todo por él! Me habéis devuelto mi valor con una sola palabra; id, yo me reuniré con
vos.
Milady subió rápidamente a su cuarto, encontró allí al lacayo de Rochefort y le dio sus
instrucciones.
Debía esperar a la puerta; si por casualidad aparecían los mosqueteros, el coche partía al
galope, daba la vuelta al convento a iba a esperar a Milady a una pequeña aldea situada al otro
lado del bosque. En este caso, Milady cruzaba el jardín y ganaba la aldea a pie; ya lo había dicho,
Milady conocía de maravilla esta parte de Francia.
Si los mosqueteros no aparecían, las cosas marcharían como esta ba convenido: la señora
Bonacieux subía al coche so protexto de decirle adiós y Milady raptaba a la señora Bonacieux.
La señora Bonacieux entró y, para quitarle cualquier sospecha, si es que la tenía, Milady repitió
ante ella al lacayo toda la última parte de sus instrucciones.
Milady hizo algunas preguntas sobre el coche: era una silla tirada por tres caballos, guiada por
un postillón; el lacayo de Rochefort debía precederla como correo.
Era un error de Milady su temor a que la señora Bonacieux tuviera sospechas: la pobre joven
era demasiado pura para sospechar en otra mujer semejante perfidia; además, el nombre de la
condesa de Winter, que había oído pronunciar a la abadesa, le era completamente desconocido,
a ignoraba incluso que una mujer hubiera tenido parte tan grande y tan fatal en las desgracias
de su vida.
-Ya lo veis -dijo Milady cuando el lacayo hubo salido-, todo está dispuesto. La abadesa no
sospecha nada y cree que viene a buscarme de parte del cardenal. Ese hombre va a dar las
últimas órdenes: tomad algo, bebed una gota de vino y partamos.
-Sí -dijo maquinalmente la señora Bonacieux-, sí, partamos.
Milady le hizo señas de sentarse ante ella, le puso un vasito de vino español y le sirvió una
pechuga.
-Ved -le dijo-, todo nos ayuda: la oscuridad llega; al alba habremos llegado a nuestro refugio y
nadie podrá sospechar dónde esta mos. Vamos, valor, tomad algo.
La señora Bonacieux comió maquinalmente algunos bocados y templó sus labios en el vaso.
-Vamos, vamos -dijo Milady llevando el suyo a sus labios-, haced como yo.
Pero en el momento en que lo acercaba a su boca, su mano quedó suspendida: acababa de oír
en la ruta como el rodar lejano de un galope que se iba aproximando; luego, casi al mismo
tiempo, le pareció oír relinchos de caballos.
Aquel ruido la sacó de su alegría como un ruido de tormenta despierta en medio de un
hermoso sueño; palideció y corrió a la ventana mientras la señora Bonacieux, levantándose toda
temblorosa, se apoyaba sobre su silla para no caer.
No se veía nada aún, sólo se oía el galope que continuaba acercándose.
-¡Oh, Dios mío! -dijo la señora Bonacieux-. ¿Qué es ese ruido?
-El de nuestros amigos o de nuestros enemigos -dijo Milady con su terrible sangre fría-;
quedaos donde estáis; voy a decíroslo.
La señora Bonacieux permaneció de pie, muda, inmóvil y pálida como una estatua.
El ruido se hacía más fuerte, los caballos no debían estar a más de ciento cincuenta pasos; si
no se los divisaba todavía, es porque la ruta formaba un codo. Sin embargo, el ruido se hacía tan
nítido que se hubieran podido contar los caballos por el ruido irregular de sus herraduras.
Milady miraba con toda la potencia de su atención. Necesitó poco tiempo para poder reconocer
a los que llegaban.
De pronto, en el recodo del camino, vio relucir los sombreros galonados y flotar las plumas;
contó dos, después cinco, luego ocho caballeros; uno de ellos precedía a todos los demás en dos
cuerpos de caballo.
Milady lanzó un rugido ahogado. En el que venía a la cabeza reconoció a D'Artagnan.
-¡Oh, Dios mío, Dios mío! -exclamó la señora Bonacieux-. ¿Qué pasa?
-Es el uniforme de los guardias del señor cardenal; no hay un momento que perder -exclamó
Milady-. ¡Huyamos, huyamos!
-Sí, sí, huyamos -repitió la señora Bonacieux, pero sin poder dar un paso, clavada como estaba
en su sitio por el terror.
Se oyó a los caballeros que pasaban bajo la ventana.
-¡Venid, pero venid! -exclamaba Milady tratando de arrastrar a la joven por el brazo-. Gracias al
jardín, aún podemos huir, tengo la llave; pero démonos prisa, dentro de cinco minutos será
demasiado tarde.
La señora Bonacieux trató de caminar, dio dos pasos y cayó de rodillas.
Milady trató de levantarla y de llevársela, pero no pudo conseguirlo.
En aquel momento se oyó el rodar de un coche, que, a la vista de los mosqueteros partió al
galope. Luego, tres o cuatro disparos sonaron.
-Por última vez, ¿queréis venir? -exclamó Milady.
-¡Oh, Dios mío, Dios mío! Veis que las fuerzas me faltan, veis que no puedo caminar: huid sola.
-¡Huir sola! ¡Dejaros aquíl No, no nunca -exclamó Milady.
De pronto, un destello lívido brotó de sus ojos; de un salto, como loca, corrió a la mesa, echó
en el vaso de la señora Bonacieux el contenido de un engaste de anillo que abrió con una
presteza singular.
Era un grano rojizo que se fundió al punto.
Luego, cogiendo el vaso con una mano firme:
-Bebed -dijo-, este vino os dará fuerzas, bebed.
-¡Constance, Constance! -respondió el joven-. ¿Dónde estáis? ¡Dios mío!
En el mismo momento, la puerta de la celda cedió al choque más que se abrió; varios hombres
se precipitaron en la habitación; la señora Bonacleux había caído en un sïllón sin poder hacer un
movimiento.
D'Artagnan arrojó una pistola aún humeante que tenía en la mano y cayó de rodillas ante su
dueña, Athos voivió a poner la suya en su cintura; Porthos y Aramis, que tenían desnudas sus
espadas, las envainaron.
-¡Oh, D'Artagnan! ¡Mi bien amado D'Artagnan! ¡Vienes por fin, no me habían engañado, eres
tú!
-¡Sí, sí, Constance! ¡Juntos!
-¡Oh! Por más que ella decía que no vendrías yo esperaba en secreto; no he querido huir. lAy,
qué bien he hecho, qué feliz soy!
A la palabra de ella, Athos, que estaba sentado tranquilamente, se levantó de un salto.
-¡E!la! ¿Quién es ella? -preguntó D'Artagnan.
-Mi compañera; la que, por amistad hacia mí, quería sustraerme a mis perseguidores; !a que
tomándoos por guardias del cardenal acaba de huir.
-Vuestra compañera -exclamó D'Artagnan volviéndose más pálido que el velo blanco de su
amante-. ¿A qué compañera os referís?
-A aquella cuyo coche estaba a la puerta, a una mujer que se dice vuestra amiga, D'Artagnan;
a una mujer a quien vos habéis contado todo.
-¡Su nombre, su nombre! -exclamó D'Artagnan-. ¡Dios mío! ¿No sabéis vos su nombre?
-Sí, lo han pronunciado delante de mí; esperad..., pero es extranjero... ¡Oh, Dios mío! Mi
cabeza se turba, ya no veo.
-¡Ayudadme, amigos ayudadme! Sus manos están heladas -exclamó D'Artagnan-. Se encuentra
mal. ¡Gran Dios! ¡Pierde el conocimiento!
Mientras Porthos pedía ayuda con toda la potencia de su voz, Aramis corrió a la mesa para
coger un vaso de agua; pero se detuvo al ver la horrible alteración del rostro de Athos que, de
pie ante la mesa, con los pelos erizados, los ojos helados de estupor, miraba uno de los vasos y
parecía presa de la duda más horrible.
-¡Oh! -decía Athos-. ¡Oh, no, es imposible! ¡Dios no permitiría semejante crimen!
-¡Agua, agua! -gritaba D'Artagnan-. ¡Agua!
-¡Oh, pobre mujer, pobre mujer! -murmuraba Athos con la voz quebrada.
La señora Bonacieux volvió a abrir los ojos bajo los besos de D'Artagnan.
Y acercó el vaso a los labios de la joven, que bebió maquinalmente.
-¡Ah! No es así como quería vengarme -dijo Milady dejando con una sonrisa infernal el vaso
encima de la mesa-, pero a fe que se hace lo que se puede.
Y se precipitó fuera de la habita ción.
La señora Bonacieux la vio huir, sin poder seguirla; estaba como esas gentes que sueñan que
las persiguen y que tratan en vano de caminar.
Transcurrieron algunos minutos, un ruido horrible resonaba en la puerta; a cada instante la
señora Bonacieux esperaba ver reaparecer a Milady, que no reaparecía.
Varias veces, de terror sin duda, el sudor frío subió a su frente ardiente.
Por fin, oyó el rechinar de las verjas que se abrían, el ruido de las botas y de las espuelas
resonó por las escaleras: había un gran murmullo de voces que iban acercándose, en medio de
las cuales le parecía oír pronunciar su nombre.
De pronto lanzó un gran grito de alegría y se lanzó hacia la puerta, había reconocido la voz de
D Artagnan.
-¡D'Artagnan! ¡D'Artagnan! -exclamó ella-. ¿Sois vos? Por aquí, por aquí.
-¡Vuelve en sí! -exclamó el joven-. ¡Oh, Dios mío, Dios mío, gracias!
-Señora -dijo Athos-, señora, en nombre del cielo, ¿de quién es este vaso vacío?
-Mío, señor... -respondió la joven- con voz moribunda.
-Pero ¿quién os ha echado el vino que estaba en ese vaso?
-Ella.
-Pero ¿quién es ella?
-¡Ah, ya me acuerdo! -dijo la señora Bonacieux-. La condesa de Winter...
Los cuatro amigos lanzaron un solo y mismo grito, pero el de Athos dominó todos los demás.
En aquel momento, el rostro de la señora Bonacieux se volvió lívido, un dolor sordo la abatió y
cayó jadeante en los brazos de Porthos y de Aramis.
D'Artagnan cogió las manos de Athos con una angustia difícil de describir.
-¿Y qué? -dijo-. Tú crees...
Su voz se extinguió en un sollozo.
-Lo creo todo -dijo Athos mordiéndose los labios hasta hacerse sangre.
-iD'Artagnan! ¡D'Artagnan! -exclamó la señora Bonacieux-. ¿Dónde estás? No me dejes, ya ves
que voy a morir.
D'Artagnan soltó las manos de Athos, que tenía aún entre sus manos crispadas, y corrió hacia
ella.
Su rostro tan hermoso estaba todo transtornado, sus ojos vidriosos no teman ya mirada, un
estremecimiento convulsivo agitaba su cuerpo, el sudor corría por su frente.
-¡En nombre del cielo! ¡Corred a llamar! Porthos, Aramis, ¡pedid ayuda!
-Inútil -dijo Athos-, inútil, para el veneno que ella echa no hay contraveneno.
-¡Sí, sí, socorro, socorro! -murmuró la señora Bonacieux-. ¡Socorro!
Luego, reuniendo todas su fuerzas, cogió la cabeza del joven entre sus dos manos, lo miró un
instante como si toda su alma hubiera pasado a su mirada y, con un grito sollozante, apoyó sus
labios sobre los de él.
-¡Constance! ¡Constance! -exclamó D'Artagnan.
Un suspiro escapó de la boca de la señora Bonacieux rozando la de D'Artagnan; aquel suspiro
era aquella alma tan casta y tan amante que subía al cielo.
D'Artagnan no estrechaba más que un cadáver entre sus brazos.
El joven lanzó un grito y cayó junto a su amante, tan pálido y helado como ella.
Porthos lloró, Aramis mostró el puño al cielo, Athos hizo el signo de la cruz.
En aquel momento un hombre apareció en la puerta, casi tan pálido como los que estaban en
la habitación, miró todo en torno suyo, vio a la señora Bonacieux muerta y a D'Artagnan
desvanecido.
Apareció justo en ese instante de estupor que sigue a las grandes catástrofes.
-No me había equivocado -dijo-, he ahí al señor D'Artagnan y sus tres amigos, los señores
Athos, Porthos y Aramis.
Estos cuyos nombres acababan de ser pronunciados miraban al extranjero con asombro, y a
los tres les parecía reconocerlo.
-Señores -prosiguió el recién llegado-, vos estáis como yo a la búsqueda de una mujer que
-añadió con una sonrisa terrible- ha debido pasar por aquí, ¡porque veo un cadáver!
Los tres amigos permanecieron mudos; sólo que tanto la voz como el rostro les recordaba a un
hombre que ya habían visto; sin embargo, no podían acordarse de en qué circunstancias.
-Señores -continuó el extranjero-, puesto que no queréis reconocer a un hombre que
probablemente os debe la vida dos veces, tendré que dar mi nombre: soy lord de Winter, el
cuñado de esa mujer.
Los tres amigos lanzaron un grito de sorpresa.
Athos se levantó y le tendió la mano.
-Sed bienvenido, milord -dijo-, sois de los nuestros.
-Salí de Portsmouth cinco horas después que ella -dijo lord de Winter-, llegué a Boulogne tres
horas después que ella, no la alcancé por veinte minutos en Saint-Omer; finalmente, en Lillers
perdí su rastro. Iba al azar, informándome con todo el mundo, cuando os he visto pasar al
galope; he reconocido al señor D'Artagnan. Os he llamado, no me habéis respondido; he querido
seguiros, pero mi caballo estaba demasiado cansado para ir a la misma velocidad que los
vuestros. Y, sin embargo, parece que pese a la diligencia que habéis puesto, ¡habéis llegado
demasiado tarde!
-Ya lo veis -dijo Athos señalando a lord de Winter a la señora Bonacieux muerta y a
D'Artagnan, al que Porthos y Aramis trataban de que recobrara el conocimiento.
-¿Están muertos los dos? -preguntó fríamente lord de Winter.
-Afortunadamente no -respondió Athos-; el señor D'Artagnan sólo está desvanecido.
-¡Ah, tanto mejor! -dijo lord de Winter.
En efecto, en aquel momento D'Artagnan volvió a abrir los ojos.
Se arrancó de los brazos de Porthos y de Aramis y se precipitó como un insensato sobre el
cuerpo de su amante.
Athos se levantó, se dirigió hacia su amigo con paso lento y solemne, lo abrazó tiernamente y,
como él estallaba en sollozos, le dijo con su voz tan notable y tan persuasiva:
-Amigo, sé hombre: las mujeres lloran los muertos; los hombres los vengan.
-¡Oh, sí! -dijo D'Artagnan-. Sí; si es para vengarla estoy dispuesto a seguirte.
Athos aprovechó aquel momento de fuerza que la esperanza de la venganza daba a su
desdichado amigo para hacer señas a Porthos y Aramis de que fueran a buscar a la superiora.
Los dos amigos la encontraron en el corredor, completamente impresionada aún y extraviada
por tantos acontecimientos; llamó a algunas religiosas que, contra todos los hábitos monásticos,
se encontraron en presencia de cinco hombres.
-Señora -dijo Athos pasando el brazo de D'Artagnan bajo el suyo-, abandonamos a vuestros
piadosos cuidados el cuerpo de esta desgraciada mujer. Fue un ángel sobre la tierra antes de ser
un ángel en el cielo. Tratadla como a una de vuestras hermanas; nosotros volveremos un día a
rezar sobre su tumba.
D'Artagnan ocultó su rostro en el pecho de Athos y estalló en sollozos.
-¡Llora -dijo Athos-. Llora, corazón lleno de amor, de juventud y de vida! ¡Ay, de buena gana
quisiera poder llorar como tú!
Y se llevó a su amigo afectuoso como un padre, consolador como un cura, grande como
hombre que ha sufrido mucho.
Los cinco, seguidos de sus criados, que llevaban sus caballos de la brida, avanzaron hacia la
villa de Béthune, cuyo arrabal se divisaba, y se detuvieron ante el primer albergue que
encontraron.
-Pero ¿no seguimos a esa mujer? -dijo D'Artagnan.
-Más tarde -dijo Athos-, tengo que tomar medidas.
-Se nos escapará -replicó el joven-, se nos escapará, Athos, y será por tu culpa.
-Respondo de ella -dijo Athos.
D'Artagnan tenía tal confianza en la palabra de su amigo, que bajó la cabeza y entró en el
albergue sin responder nada.
Pothos y Aramis se miraban sin comprender nada de la seguridad de Athos.
Lord de Winter creía que hablaba así para adormecer el dolor de D'Artagnan.
-Ahora, señores -dijo Athos cuando estuvo seguro de que había cinco habitaciones libres en el
hotel-, nos retiraremos cada uno a su cuarto; D'Artagnan necesita estar solo para llorar y vos
para dormir. Yo me encargo de todo, estad tranquilos.
-Sin embargo, me parece -dijo lord de Winter- que si hay alguna medida que tomar contra la
condesa, eso me afecta: es mi cuñada.
-Y a mí también -dijo Athos-: es mi mujer.
D'Artagnan se estremeció porque comprendió que Athos estaba seguro de la venganza, puesto
que revelaba semejante secreto; Porthos y Aramis se miraron palideciendo. Lord de Winter pensó
que Athos estaba loco.
-Retiraos, pues -dijo Athos-, y dejadme hacer. Veis de sobra que en mi calidad de marido me
corresponde a mí. Sólo que, D'Arta gnan si no lo habéis perdido, entregadme ese papel que se
escapó del sombrero de aquel hombre y sobre el que está escrito el nombre de la villa...
-¡Ah! -dijo D'Artagnan-. Comprendo, ese nombre escrito por su puño...
-¡Ya ves -dijo Athos- que hay un Dios en el cielo!
Capítulo LXIV
El hombre de la capa roja
La desesperación de Athos había dejado sitio a un dolor concentrado que hacía más lúcidas
aún las brillantes facultades de espíritu de aquel hombre.
Concentrado por entero en un solo pensamiento, el de la promesa que había hecho y de la
responsabilidad que había tomado, se retiró el último a su habitación, pidió al hostelero que le
procurase un mapa de la provincia, se inclinó encima, interrogó a las líneas trazadas, advirtió que
cuatro caminos diferentes se dirigían de Béthune a Armentières, a hizo llamar a los criados.
Planchet, Grimaud, Mosquetón y Bazin se presentaron y recibieron las órdenes claras,
puntuales y graves de Athos.
Debían partir al alba al día siguiente, y dirigirse a Armentières, cada uno por una ruta diferente.
Planchet, el más inteligente de los cuatro, debía seguir aquella por la que había desaparecido el
coche contra el que los cuatro amigos habían disparado y que, como se rocordará, iba
acompañado por el doméstico de Rochefort.
Athos puso en campaña primero a los criados porque desde que estos hombres estaban a su
servicio y al de sus amigos había advertido en cada uno de ellos cualidades diferentes y
esenciales.
En segundo lugar, criados que preguntan inspiran a los transeúntes menos desconfianza que
sus amos, y hallan más simpatía en aquellos a quienes se dirigen.
Por último, Milady conocía a los amos, mientras que no conocía a los criados; y, por el
contrario, los criados conocían perfectamente a Milady.
Los cuatro debían hallarse al día siguiente, a las once, en el lugar indicado; si habían
descubierto el refugio de Milady, tres permanecerían custodiándola, el cuarto regresaría a
Béthune para avisar a Athos y servir de guía a los cuatro amigos.
Tomadas estas disposiciones, los criados se retiraron a su vez.
Athos se levantó entonces de su silla, se ciñó la espada, se envolvió en su capa y salió de la
hostería; eran las diez aproximadamente. A las diez de la noche, como se sabe, en provincias las
calles están poco frecuentadas. Athos, sin embargo, buscaba visiblemente a alguien a quien
pudiera dirigir una pregunta. Por fin encontró un transeúnte rezagado, se acercó a él, le dijo
algunas palabras; el hombre al que se dirigía retrocedió con terror, sin embargo respondió a las
palabras del mosquetero con una indicación. Athos ofreció a aquel hombre media pistola por
acompañarlo, pero el hombre rehusó.
Athos se metió en la calle que el indicador había designado con el dedo; pero, llegado a la
encrucijada, se detuvo de nuevo visiblemente apurado. No obstante, como más que cualquier
otro lugar la encrucijada le ofrecía la posibilidad de encontrar a alguien, se detuvo. En efecto, al
cabo de un instante, pasó un vigilante nocturno. Athos le repitió la misma pregunta que ya había
hecho a la primera persona que había encontrado; el vigilante nocturno dejó percibir el mismo
tenor, rehusó también acompañar a Athos y le mostró con la mano el camino que debía seguir.
Athos caminó en la dirección indicada y alcanzó el arrabal situado en el extremo opuesto de la
villa, aquel por el que él y sus compañeros habían entrado. Allí pareció de nuevo inquieto y
embarazado, y se detuvo por tercera vez.
Afortunadamente pasó un mendigo que se acercó a Athos para pedirle limosna. Athos le
ofreció un escudo por acompañarlo donde iba. El mendigo dudó un instante pero, a la vista de la
moneda de plata que brillaba en la oscuridad, se decidió y caminó delante de Athos.
Llegado a la esquina de una calle, le mostró de lejos una casita aislada, solitaria, triste; Athos
se acercó mientras el mendigo, que había recibido su salario, se alejaba a todo correr.
Athos dio una vuelta a la casa antes de distinguir la puerta en medio del color rojizo con que
aquella casa estaba pintada; ninguna luz se colaba por las cortaduras de las contraventanas,
ningún ruido dejaba suponer que estuviese habitada, era sombría y muda como una tumba.
Tres veces llamó Athos sin que le contestasen. A la tercera llamada, sin embargo, pasos
interiores se acercaron; finalmente, la puerta se entreabrió, y un hombre de talla alta, tez pálida,
pelo y barba negros, apareció.
Athos y él cambiaron algunas palabras en voz baja, luego el hombre de talla alta hizo señas al
mosquetero de que podía entrar. Athos aprovechó al momento el permiso y la puerta se cerró
tras él.
El hombre al que Athos había venido a buscar tan lejos y al que había encontrado con tanto
esfuerzo, lo hizo entrar en su laboratorio, donde estaba ocupado en sujetar con alambres
ruidosos huesos de un esqueleto. Todo el cuerpo estaba ya ajustado: sólo la cabeza estaba
puesta sobre un mesa.
El resto del moblaje indicaba que aquél en cuya casa se hallaba se ocupaba en ciencias
naturales: había tarros llenos de serpientes, etiquetados según las especies; lagartos disecados
relucían como esmeraldas talladas en grandes marcos de madera negra; en fin, botes de hierbas
silvestres, odoríferas y sin duda dotadas de virtudes desconocidas al vulgo, estaban pegadas al
techo y bajaban por las esquinas del cuarto.
Athos lanzó una ojeada fría a indiferente sobre todos estos objetos que acabamos de describir
y, a invitación de aquel al que venía a buscar, se sentó a su lado.
Entonces le explicó la causa de su visita y el servicio que reclamaba de el; mas apenas hubo
expuesto su demanda, el desconocido, que estaba de pie ante el mosquetero, retrocedió con
terror y rehusó. Entonces Athos sacó de su bolsillo un breve papel sobre el que había escritas dos
líneas acompañadas de una firma y un sello, y lo presentó a aquel que daba demasiado
prematuramente aquellas señales de repugnancia. El hombre de alta estatura, apenas hubo leído
aquellas dos líneas, visto la firma y reconocido el sello, se inclinó en señal de que no tenía ya
ninguna objeción que hacer, y que estaba dispuesto a obedecer.
Athos no pidió más; se levantó, saludó, salió, tomó al irse el mismo camino que había seguido
para venir, volvió a entrar en la hostería y se encerró en su cuarto.
Al alba, D'Artagnan entró en su habitación y preguntó qué iba a hacer.
-Esperar -respondió Athos.
Algunos instantes después, la superiora del convento hizo avisar a los mosqueteros de que el
entierro de la víctima de Milady tendría lugar a mediodía. En cuanto a la envenenadora, no había
habido noticias; sólo que debía haber huido por el jardín, en cuya arena habían reconocido la
huella de sus pasos, y cuya puerta habían encontrado cerrada; en cuanto a la llave, había
desaparecido.
A la hora indicada, lord de Winter y los cuatro amigos se dirigieron al convento; las campanas
tocaban a duelo, la capilla estaba abierta, la verja del coro estaba cerrada. En medio del coro
estaba puesto el cuerpo de la víctima, revestida de sus hábitos de novicia. A cada lado del coro, y
tras las verjas que se abrían sobre el convento, estaba toda la comunidad de Carmelitas, que
escuchaba desde allí el servicio divino y mezclaba su canto al canto de los sacerdotes, sin ver a
los profanos ni ser vista por ellos.
A la puerta de la capilla, D'Artagnan sintió que su valor huía nuevamente; se volvió en busca
de Athos, pero Athos había desaparecido.
Fiel a su misión de venganza, Athos se había hecho conducir al jardín; y allí, sobre la arena,
siguiendo los pasos ligeros de aquella mujer que había dejado un rastro ensangrentado por
donde había pasado, avanzó hasta la puerta que dabá al bosque, se la hizo abrir y se metió en el
bosque.
Entonces todas sus dudas se confirmaron: el camino por el que el coche había desaparecido
contorneaba el bosque. Athos siguió el camino algún tiempo con los ojos fijos en el suelo; ligeras
manchas de sangre, que provenían de una herida hecha o al hombre que acompañaba el coche
como correo o a uno de los caballos, salpicaban el camino. Al cabo de tres cuartos de legua
aproximadamente, a cincuenta pasos de Festubert, aparecía una mancha de sagre más amplia;
el suelo estaba pisoteado por los caballos. Entre el bosque y aquel lugar desnudo, un poco antes
de la tierra lastimada, se encontraba la misma huella de breves pasos que en el jardín; el coche
se había detenido.
En aquel lugar, Milady había salido del bosque y había montado en el coche.
Satisfecho por este descubrimiento que confirmaba todas sus sospechas, Athos volvió a la
hostería y encontró a Planchet que lo esperaba con impaciencia.
Todo era como Athos había previsto.
Planchet había seguido la ruta, había observado, como Athos, las manchas de sangre, como
Athos había reconocido el lugar en que los caballos se habían detenido; pero había ido más lejos
de Athos, de suerte que en la aldea de Festubert, mientras bebía en un albergue, sin haber
tenido necesidad de preguntar, había sabido que la víspera, a las ocho y media de la noche, un
hombre herido, que acompañaba a una dama que viajaba en una silla de posta, se había visto
obligado a detenerse, sin poder seguir delante. El accidente habría sido cargado en la cuenta de
ladrones que habían detenido la silla en el bosque. El hombre había quedado en la aldea, la
mujer había hecho el relevo y continuado su camino.
Planchet se puso a buscar al postillón que había conducido la silla, y lo encontró. Había
conducido a la señora hasta Fromelles, y de Fromelles ella había partido hacia Armentières.
Planchet tomó la trocha, y a las siete de la mañana estaba en Armentières.
No había más que una hostería, la de la posta. Planchet fue a presentarse allí como lacayo sin
trabajo que buscaba una plaza. No había hablado diez minutos con las gentes del albergue
cuando ya sabía que una mujer sola había llegado a las once de la noche, había alquilado una
habitación, había hecho venir al dueño de la hostería y le había dicho que deseaba permanecer
algún tiempo por aquellos alrededores.
Planchet no tenía necesidad de saber más. Corrió al lugar de la cita, encontró a los tres lacayos
puntuales en su puesto, los colocó como centinelas en todas las salidas de la hostería y volvió en
busca de Athos, que acababa de recibir los informes de Planchet cuando sus amigos regresaron.
Todos los rostros estaban sombríos y crispados, incluso el dulce rostro de Aramis.
-¿Qué hay que hacer? -preguntó D'Artagnan.
-Esperar -respondió Athos.
Cada uno se retiró a su habitación.
A las ocho de la noche, Athos dio la orden de ensillar los caballos e hizo avisar a lord de Winter
y a sus amigos de que se preparasen para la expedición.
En un instante todos estuvieron preparados. Cada uno inspeccionó las armas y las puso a
punto. Athos bajó el primero y encontró a D'Artagnan ya a caballo a impacientándose.
-Paciencia -dijo Athos-, nos falta todavía uno.
Los cuatro caballeros miraron en torno suyo con sorpresa, porque buscaban inúltimente en su
mente quién era aquel que podía faltarles.
En aquel momento Planchet trajo el caballo de Athos; el mosquetero saltó con ligereza a la
silla.
-Esperadme -dijo-, vuelvo.
Y partió a galope.
Un cuarto de hora después volvió, efectivamente, acompañado de un hombre enmascarado y
envuelto en una gran capa roja.
Lord de Winter y los tres mosqueteros se interrogaron con la mirada. Ninguno de ellos pudo
informar a los otros, porque todos ignoraban quién era aquel hombre. Sin embargo, pensaron
que aquello debía ser así, puesto que se hacía por orden de Athos.
Era triste al aspecto de aquellos seis hombres corriendo en silencio, sumidos cada cual en su
pensamiento, taciturnos como la desesperación, sombríos como el castigo.
Capítulo LXV
El juicio
Era una noche tormentosa y lúgubre, gruesas nubes corrían por el cielo velando la claridad de
las estrellas; la luna no debía aparecer hasta medianoche.
A veces, a la luz de un relámpago que brillaba en el horizonte, se vislumbraba la ruta que se
desorrollaba blanca y solitaria; luego, apagado el relámpago, todo volvía a la oscuridad.
A cada momento Athos invitaba a D'Artagnan, siempre a la cabeza de la pequeña tropa, a
ocupar su puesto, que al cabo de un instante abandonaba de nuevo; no tenía más que un
pensamiento: ir hacia adelante, e iba.
Cruzaron en silencio la aldea de Festubert, donde se había quedado el doméstico herido, luego
bordearon el bosque de Richebourg; llegados a Herlies, Planchet, que seguía dirigiendo la
columna, torció a a izquierda.
Varias veces, lord de Winter, Porthos o Aramis, habían tratado de dirigir la palabra al hombre
de la capa roja; pero a cada pregunta que le había sido hecha, él se había inclinado sin
responder. Los viajeros habían comprendido entonces que había una razón para que el desconocido
guardase silencio, y habían dejado de dirigirle la palabra.
Además, la tormenta crecía, los relámpagos se sucedían rápidamente, el trueno comenzaba a
gruñir, y el viento, precursor del huracán, silbaba en la llanura, agitando las plumas de los
caballeros.
La cabalgada se lanzó a galope tendido.
Un poco más allá de Fromelles, la tormenta estalló; desplegaron las capas; quedaban aún tres
leguas por hacer: las hicieron bajo torrentes de lluvia.
D'Artagnan se había quitado su sombrero de fieltro y no se había puesto la capa; sentía placer
en dejar correr el agua sobre su frente ardiente y sobre su cuerpo agitado por escalofríos
febriles.
En el momento que la pequeña tropa hubo pasado Goskal a iba a llegar a la posta, un hombre,
refugiado bajo un árbol, se separó del tronco con el que había permanecido confundido en la
oscuridad, y avanzó hasta el medio de la ruta, poniendo sus dedos sobre sus labios.
Athos reconoció a Grimaud.
-¿Qué pasa? -exclamó D'Artagnan-. ¿Habrá dejado Armentières?
Grimaud hizo con la cabeza un signo afirmativo. D'Artagnan rechinó los dientes.
-¡Silencio D'Artagnan! -dijo Athos-. Soy yo quien me he encargado de todo, a mí me toca
interrogar a Grimaud.
-¿Dónde está? -preguntó Athos.
Grimaud tendió la mano en dirección del Lys.
-¿Lejos de aquf? -preguntó Athos.
Grimaud hizo señal de que sí.
-Señores -dijo Athos-, está solo a media legua de aquí, en dirección al río.
-Está bien -dijo D'Artagnan-; llévanos, Grimaud.
Grimaud tomó campo a través y sirvió de guía a la cabalgada.
Al cabo de quinientos pasos aproximadamente, se encontraron un riachuelo que vadearon.
A la luz de un relámpapo divisaron la aldea de Erquinghem.
-¿Es ahí? -preguntó D Artagnan.
Grimaud movió la cabeza en señal de negación.
-¡Silencio, puesl -dijo Athos.
Y la tropa continuó su camino.
Otro relámpago brilió; Grimaud extendió el brazo, y a la luz azulada de la serpiente de fuego se
distinguió una casita aislada, a orillas del río, a cien pasos de una barcaza. Una ventana estaba
iluminada.
-Hemos llegado -dijo Atlios.
En aquel momento, un hombre tumbado en el foso se levantó. Era Mosquetón, quien señaló
con el dedo la ventana iluminada.
-Está ahí -dijo.
-¿Y Bazin? -.-preguntó Athos.
-Mientras que yo vigilaba la ventana, él vigilaba la puerta.
-Bien -dijo Athos-, todos sois fieles servidores.
Athos saltó de su caballo, cuya brida puso en manos de Grimaud, y avanzó hacia la ventana
tras haber hecho señas al resto de la tropa de virar hacia el lado de la puerta.
La casita estaba rodeada por un seto vivo, de dos o tres pies de alto. Athos franqueó el seto,
llegó hasta la ventana privada de contraventanas, pero cuyas semicortinas estaban
completamente echadas.
Se subió sobre el reborde de piedra, a fin de que su mirada pudiera sobrepasar la altura de las
cortinas.
A la luz de una lámpara vio a una mujer envuelta en un manto de color oscuro sentada en un
escabel, junto a un fuego moribundo: sus codos estaban apoyados sobre una mala mesa, y
apoyaba su cabeza en sus dos manos blancas como el marfil.
No se podía distinguir su rostro, pero una sonrisa siniestra pasó por los labios de Athos: no
podía equivocarse, era la que buscaba.
En aquel momento un caballo relinchó. Milady alzó la cabeza, vio, pegado al cristal, el rostro
pálido de Athos y lanzó un grito.
Athos comprendió que lo había reconocido, empujó la ventana con la rodilla y con la mano, la
ventana cedió, los cristales se rompieron.
Y Athos, como el espectro de la venganza, saltó a la habitación.
Milady corrió a la puerta y la abrió; más pálido y más amenazador aún que Athos, D'Artagnan
estaba en el umbral.
Milady retrocedió lanzando un grito. D'Artagnan, creyendo que te nía algún medio de huir y
temiendo que se le escapase, sacó una pistola de su cintura; pero Athos alzó la mano.
-Devuelve esa arma a su sitio, D'Artagnan -dijo-. Importa que esta mujer sea juzgada y no
asesinada. Espera aún un momento, D'Artagnan, y quedarás satisfecho. Entrad, señores.
D'Artagnan obedeció, porque Athos tenía la voz solemne y el gesto poderoso de un juez
enviado por el Señor mismo. Luego, detrás de D'Artagnan entraron Porthos, Aramis, lord de
Winter y el hombre de la capa roja.
Los cuatro criados guardaban la puerta y la ventana.
Milady estaba caída sobre su silla con las manos extendidas como para conjurar aquella
horrible aparición; al ver a su cuñado, lanzó un grito terrible.
-¿Qué queréis? -exclamó Milady.
-Queremos -dijo Athos- a Charlotte Backson, que se llamó primero condesa de La Fère, y luego
lady Winter, baronesa de Sheffield.
-¡Yo soy, yo soy! -murmuró ella en el colmo del terror-. ¿Qué me queréis?
-Queremos juzgaros por vuestros crímenes -dijo Athos-; seréis libre de defenderos, justificaos
si podéis. El señor D'Artagnan os va a acusar el primero.
D'Artagnan se adelantó.
-Ante Dios y ante los hombres -dijo-, acuso a esta mujer de haber envenenado a Constance
Bonacieux, muerta ayer tarde.
Se volvió hacia Porthos y hacia Aramis.
-Nosotros somos testigos -dijeron con un solo movimiento los dos mosqueteros.
D'Artagnan continuó:
-Ante Dios y ante los hombres, acuso a esta mujer de haber querido envenenarme a mí mismo,
con vino que había enviado de Villeroy, con una falsa carta como si el vino fuera de mis amigos;
Dios me salvó, pero un hombre, que se llamaba Brisemont, murió en mi lugar.
.-Nosotros somos testigos -dijeron con la misma voz Porthos y Aramis.
-Ante Dios y ante los hombres, acuso a esta mujer de haberme empujado a asesinar al barón
de Wardes; y como nadie estuvo allí para atestiguar la verdad de esta acusación, lo atestiguo yo
mismo. He dicho.
Y D'Artagnan pasó al otro lado de la habitación con Porthos y Aramis.
-¡Os toca a vos, milord! -dijo Athos.
El barón se acercó a su vez.
-Ante Dios y ante los hombres -dijo-, acuso a esta mujer de haber hecho asesinar al duque de
Buckingham.
-¿El duque de Buckingham asesinado? -exclamaron a un solo grito todos los asistentes.
-Sí -dijo el barón-. ¡Asesinado! Ante la carta de aviso que me escribisteis, hice detener a esta
mujer, y la di para guardarla a un leal servidor; ella corrompió a aquel hombre, ella le puso el
puñal en la mano, ella le obligó a matar al duque, y quizá en este momento Felton pague con su
cabeza el crimen de esta furia.
Un estremecimiento corrió entre los jueces ante la revelación de estos crímenes aún
desconocidos.
-Eso no es todo -prosiguió lord de Winter-; mi hermano, que os había hecho su heredero,
murió en tres horas de una extraña enfermedad que deja manchas lívidas en todo el cuerpo.
Hermana mía, ¿cómo murió vuestro marido?
-¡Horror! -exclamaron Porthos y Aramis.
-Asesina de Buckingham, asesina de Felton, asesina de mi hermano, pido justicia contra vos, y
declaro que, si no me la hacen, me la haré yo.
Y lord de Winter fue a colocarse junto a D'Artagnan dejando el puesto libre a otro acusador.
Milady dejó caer su frente en sus dos manos y trató de recordar sus ideas confundidas por un
vértigo mortal.
-Me toca a mí -dijo Athos, temblando como el león tiembla a la vista de la serpiente-, me toca
a mí. Yo desposé a esta mujer cuando era joven la desposé a pesar de toda mi familia; yo le di
mis bienes, le di mi nombre; un día me di cuenta de que esta mujer estaba marcada; esta mujer
estaba marcada con una flor de lis en el hombro izquierdo.
-¡Oh! -dijo Milady levantándose-. Desafío a que al quien encuentre el tribunal que pronunció
sobre mí esa sentencia infame. Desafío a que alguien encuentre a quien la ejecutó.
-Silencio -dijo una voz-. A esta me toca a mí responder.
Y el hombre de la capa roja se aproximó a su vez.
-¿Quién es este hombre, quién es este hombre? -exclamó Milady sofocada por el terror y cuyos
cabellos se soltaron y se erizaron sobre su lívida cabeza como si hubieran estado vivos.
Todos los ojos se volvieron hacia aquel hombre, porque para todos, excepto para Athos, era
desconocido.
Incluso Athos lo miraba con tanta estupefacción como los otros, porque ignoraba cómo podía
estar él mezclado en algo en el horrible drama que se desarrollaba en aquel momento.
Tras haberse acercado a Milady con paso lento y solemne, de modo que sólo la mesa lo
separaba de ella, el desconocido se quitó la máscara.
Milady miró algún tiempo con un tenor creciente aquel rostro pálido enmarcado entre cabellos
y patillas negras, cuya única expresión era una impasibilidad helada. Luego, de pronto:
-¡Oh, no, no! -dijo ella levantándose y retrocediendo hasta la pared-. No, no, ¡es una aparición
infernal! ¡No es él! ¡Auxilio! ¡Auxilio! -exclamó con una voz ronca y volviéndose hacía el muro,
como s¡ hubiera podido abrirse un paso con sus manos.
-Pero ¿quién sois vos? -exclamaron todos los testigos de aquella escena.
-Preguntádselo a esa mujer -dijo el hombre de la capa roja-, porque ya habéis visto que me ha
reconocido.
-¡El verdugo de Lille, el verdugo de Lille! -exclamó Milady presa de un terror insensato y
aferrándose con las manos al muro para no caer.
Todo el mundo se apartó, y el hombre de la capa roja permaneció solo de pie en medio de la
sala.
-¡Oh, gracia, gracia! ¡Perdón! -exclamó la miserable cayendo de rodillas.
El desconocido dejó que se hiciera el silencio de nuevo.
-¡Ya os decía yo que me había reconocido! -prosiguió-. Sí, yo soy el verdugo de la ciudad de
Lille, y ésta es mi historia.
Todos los ojos estaban fijos en aquel hombre cuyas palabras esperaban con una ávida
ansiedad.
-Esta joven era en otro tiempo una muchacha tan bella como bella es hoy. Era religiosa en el
convento de las Benedictinas de Templemar. Un joven cura, de corazón sencillo y creyente,
servía la iglesia de aquel convento; ella emprendió la tarea de seducirlo y triunfó, sedujo a un
santo. Los votos de los dos eran sagrados, irrevocables; su relación no podía durar mucho tiempo
sin perderlos a los dos. Consiguió de él que se marcharan ambos de la region; pero para
marcharse de la región, para huir juntos, para alcanzar otra parte de Francia donde pudieran
vivir tranquilos porque serían desconocidos, hacía falta dinero; ni el uno ni la otra lo tenían. El
cura robó los vasos sagrados, los vendió; pero, cuando se aprestaban a huir juntos, los dos
fueron detenidos. Ocho días después, ella había seducido al hijo del carcelero y se había
escapado. El joven sacerdote fue condenado a diez años de grilletes y a la marca. Yo era el
verdugo de la ciudad de Lille, como dijo esta mujer. Fui obligado a marcar al culpable, y el
culpable, señores, ¡era mi hermano! Juré entonces que esta mujer que lo había perdido, que era
más que su cómplice, puesto que lo había empujado al crimen, compartiría por lo menos el
castigo. Sospeché el lugar en que estaba oculta, la perseguí, la alcancé, la agarroté y le imprimí
la misma marca que había impreso en mi hermano. Al día siguiente de mi regre so a Lille, mi
hermano consiguió escaparse, se me acusó de complicidad y se me condenó a permanecer en
prisión en su puesto mientras no se constituyera él prisionero. Mi pobre hermano ignoraba aquel
juicio; se había reunido con esta mujer, habían huido juntos al Berry; y allí, él había obtenido un
pequeño curato. Esta mujer pasaba por hermana suya. El señor de la tierra en que estaba
situada la iglesia del curato vio aquella pretendida hermana y se enamoró de ella, enamorándose
hasta el punto de que le propuso desposarla. Entonces ella dejó al que había perdido por aquel al
que iba a perder, y se convirtió en condesa de La Fère...
Todos los ojos se volvieron hacia Athos, cuyo verdadero nombre era aquél, y que hizo señal
con la cabeza de que cuanto había dicho el verdugo era cierto.
-Entonces -prosiguió aquél-, loco, desesperado, decidido a quitarse su existencia, a quien ella
había quitado todo, honor y felicidad, mi hermano regresó a Lille, y, enterándose del juicio que
me había condenado en su lugar, se constituyó prisionero y se colgó la misma noche del tragaluz
de su calabozo. Por lo demás, debo hacerles justicia, quienes me condenaron mantuvieron su
palabra. Apenas fue comprobada la identidad del cadáver me devolvieron mi libertad. Ese es el
crimen de que la acuso, era la causa por la que la marqué. Señor D'Artagnan -dijo Athos-, ¿cuál
es la pena que exigís contra esta mujer?
-La pena de muerte -respondió D'Artagnan.
-Milord de Winter -continuo Athos-, ¿cuál es la pena que exigís contra esta mujer?
-La pena de muerte -contestó lord de Winter.
-Señores Porthos y Aramis -continuó Athos-, vosotros que sois sus jueces, ¿cuál es la pena a
que condenáis a esta mujer?
-La pena de muerte -respondieron con voz sorda los dos mosqueteros.
Milady lanzó un aullido horroroso y dio algunos pasos hacia sus jueces arrastrándose de
rodillas.
Athos extendió las manos hacia ella.
-Anne de Breuil, condesa de La Fère, milady de Winter -dijo-, vuestros crímenes han cansado a
los hombres en la tierra y a Dios en el cielo. Si sabéis alguna oración, decidla, porque estáis
condenada y vais a morir.
A estas palabras que no dejaban ninguna esperanza, Milady se alzó en toda su estatura y quiso
hablar, pero las fuerzas le faltaron; sintió que una mano potente a implacable la cogía por lo
pelos y la arrastraba tan irrevocablemente como la fatalidad arrastra al hombre: no trató siquiera
de hacer resistencia y salió de la cabaña.
Lord de Winter, D'Artagnan, Athos, Porthos y Aramis salieron detrás de ella. Los criados
siguieron a sus amos y la habitación quedó solitaria con su ventana rota, su puerta abierta y su
lámpara humeante que ardía tristemente sobre la mesa.
Capítulo LXVI
La ejecución
Era medianoche aproximadamente; la luna, escoltada por su menguante y ensangrentada por
las últimas huellas de la tormenta, se alzaba tras la pequeña aldea de Armentières, que
destacaba sobre su claridad macilenta la silueta sombría de sus casas y el esqueleto de su alto
campanario recortado a la luz. Enfrente, el Lys hacía rodar sus aguas semejantes a un río de
estaño fundido, mientras que en la otra orilla se veía la masa negra de los árboles perfilarse
sobre un cielo tormentoso invadido por gruesas nubes de cobre que hacían una especie de
crepúsculo en medio de la noche. A la izquierda se alzaba un viejo molino abandonado, de aspas
inmóviles, en cuyas ruinas una lechuza dejaba oír su grito agudo, periódico y monótono. Aquí y
allá, en la llanura, a izquierda y derecha del camino que seguia el lúgubre cortejo, aparecían
algunos árboles bajos y achaparrados que parecían enanos disformes acuclillados para acechar a
los hombres en aquella hora siniestra.
De vez en cuando un largo relámpago abría el horizonte en toda su amplitud, serpenteaba por
encima de la masa negra de árboles y venía como una espantosa cimitarra a cortar el cielo y el
agua en dos partes. Ni un soplo de viento pasaba por la pesada atmósfera. Un silencio de muerte
aplastaba toda la naturaleza; el suelo estaba húmedo y resbaladizo por la lluvia que acababa de
caer, y las hierbas reanimadas despedían su olor con más energía.
Dos criados arrastraban a Milady, teniéndola cada uno por un brazo; el verdugo caminaba
detrás, y lord de Winter, D'Artagnan, Athos, Porthos y Aramis caminaban detrás del verdugo.
Planchet y Bazin venían los últimos.
Los dos criados conducían a Milady por la orilla del río. Su boca estaba muda; pero sus ojos
hablaban con una elocuencia inexpresable, suplicando ya a uno ya a otro de los que ella miraba.
Cuando se encontraba a algunos pasos por delante, dijo a los criados:
-Mil pistolas a cada uno de vosotros si protegéis mi fuga; pero si me entregáis a vuestros
amigos, tengo aquí cerca vengadores que os harán pagar cara mi muerte.
Grimaud dudaba. Mosquetón temblaba con todos sus miembros.
Athos, que había oído la voz de Milady, se acercó rápidamente; lord de Winter hizo otro tanto.
-Que se vuelvan estos criados -dijo-, les ha hablado, no son ya seguros.
Llamaron a Planchet y Bazin, que ocuparon el sitio de Grimaud y Mosquetón.
Llegados a la orilla del agua, el verdugo se acercó a Milady y le ató los pies y las manos.
Entonces ella rompió el silencio para exclamar:
-Sois unos cobardes, sois unos miserables asesinos, os hacen falta diez para degollar a una
mujer; tened cuidado, si no soy socorrida, seré vengada.
-Vois no sois una mujer -dijo fríamente Athos-, no pertenecéis a la especie humana, sois un
demonio escapado del infierno y vamos a devolveros a él.
-¡Ay, señores virtuosos! -dijo Milady-. Tened cuidado, aquel que toque un pelo de mi cabeza es
a su vez un asesino.
-El verdugo uede matar sin ser por ello un asesino, señora- dijo el hombre de la capa roja
golpeando sobre su larga espada-; él es el último juez, eso es todo: Nachrichter, como dicen
nuestros vecinos alemanes.
Y cuando la ataba diciendo estas palabras, Milady lanzó dos o tres gritos salvajes que causaron
un efecto sombrío y extraño volando en la noche y perdiéndose en las profundidades del bosque.
-Pero si soy culpable, si he cometido los crímenes de los que me acusáis -aullaba Milady-,
llevadme ante un tribunal; no sois jueces, no lo sois para condenarme.
-Os propuse Tyburn -dijo lord de Winter-. ¿Por qué no quisisteis?
-¡Porque no quiero morir! -exclamó Milady debatiéndose-. Porque soy demasiado joven para
morir.
-La mujer que envenenasteis en Béthune era más joven aún que vos, señora, y, sin embargo,
está muerta -dijo D'Artagnan.
-Entraré en un claustro, me haré religiosa -dijo Milady.
-Estabais en un claustro -dijo el verdugo- y salisteis de él para perder a mi hermano.
Milady lanzó un grito de terror y cayó de rodillas.
El verdugo la alzó y quiso llevarla hacia la barca.
-¡Oh, Dios mío! -exclamó-. ¡Dios mío! ¿Vais a ahogarme?
Aquellos gritos tenían algo tan desgarrador que D'Artagnan, que al principio era el más
encarnizado en la persecución de Milady, se dejó deslizar sobre un tronco a inclinó la cabeza,
tapándose las orejas con las palmas de sus manos; sin embargo, pese a todo, todavía oía amenazar
y gritar.
D'Artagnan era el más joven de todos aquellos hombres y el corazón le falló.
-¡Oh, no puedo ver este horrible espectáculo! ¡No puedo consentir que esta mujer muera así!
Milady había oído algunas palabras y se había recuperado a la luz de la esperanza.
-¡D'Artagnan! ¡D'Artagnan! -gritó-. ¡Acuérdate de que te he amado!
El joven se levantó y dio un paso hacia ella.
Pero Athos, bruscamente, sacó su espada y se interpuso en su camino.
-Si dais un paso más, D'Artagnan -dijo-, cruzaremos las espadas.
D'Artagnan cayó de rodillas y rezó.
-Vamos -continuó Athos-, verdugo, cumple tu deber.
-De buena gana, monseñor -dijo el verdugo-, porque, tan cierto como que soy católico, creo
firmemente que soy justo al cumplir mi función en esta mujer.
-Está bien.
Athos dio un paso hacia Milady.
-Yo os perdono -dijo- el mal que me habéis hecho; os perdono mi futuro roto, mi honor
perdido, mi honor mancillado y mi salvación eterna comprometida por la desesperación a que me
habéis arrojado. Morid en paz.
Lord de Winter se adelantó a su vez.
-Yo os perdono -dijo- el envenenamiento de mi hermano, el asesinato de Su Gracia lord de
Buckingham, yo os perdono la muerte del pobre Felton, yo os perdono las tentativas contra mi
persona. Morid en paz.
-Y a mí -dijo D'Artagnan- perdonadme, señora, haber provocado vuestra cólera con un engaño
indigno de un gentilhombre; y a cambio, yo os perdono el asesinato de mi pobre amiga y
vuestras vene ganzas crueles contra mí, yo os perdono y lloro por vos. Morid en paz:
-I am lost! -murmuró Milady en inglés-. I must die.
Entonces se levantó por sí misma y lanzó en torno suyo una de esas miradas claras que
parecían brotar de unos ojos de llama.
No vio nada.
No escuchó ni oyó nada.
En torno suyo no tenía más que enemigos.
-¿Dónde voy a morir? -dijo.
-En la otra orilla -respondió el verdugo.
Entonces la hizo subir a la barca, y cuando iba a poner él el pie en ella, Athos le entregó una
suma de dinero.
-Toma -dijo-, ése es el precio de la ejecución; que se vea bien que actuamos como jueces.
-Está bien -dijo el verdugo-; y ahora, a su vez, que esta mujer sepa que no cumplo con mi
oficio, sino con mi deber.
Y arrojó el dinero al río.
La barca se alejó hacia la orilla izquierda del Lys, llevando a la culpable y al ejecutor; todos los
demás permanecieron en la orilla derecha, donde habían caído de rodillas.
La barca se deslizaba lentamente a lo largo de la cuerda de la barcaza, bajo el reflejo de una
nube pálida que estaba suspendida sobre el agua en aquel momento.
Se la vio llegar a la otra orilla; los personajes se dibujaban en negro sobre el horizonte rojizo.
Milady, durante el trayecto, había conseguido soltar la cuerda que ataba sus pies; al llegar a la
orilla, saltó con ligereza a tierra y tomó la huida.
Pero el suelo estaba húmedo; al llegar a lo alto del talud, resbaló y cayó de rodillas.
Una idea supersticiosa la hirió indudablemente; comprendió que el cielo le negaba su ayuda y
permaneció en la actitud en que se encontraba, con la cabeza inclinada y las manos juntas.
Entonces, desde la otra orilla, se vio al verdugo alzar lentamente sus dos brazos; un rayo de
luna se reflejó sobre la hoja de su larga espada; los dos brazos cayeron y se oyó el silbido de la
cimitarra y el grito de la víctima. Luego, una masa truncada se abatió bajo el golpe.
Entonces el verdugo se quitó su capa roja, la extendió en tierra, depositó allí el cuerpo, arrojó
allí la cabeza, la ató por las cuatro esquinas, se la echó al hombro y volvió a subir a la barca.
Llegado al centro del Lys, detuvo la barca, y, suspendido su fardo sobre el río:
-¡Dejad pasar la justicia de Dios! -gritó en voz alta.
Y dejó caer el cadáver a lo más profundo del agua, que se cerró sobre él.
Tres días después, los cuatro mosqueteros entraban en Paris; estaban dentro de los límites de
su permiso, y la misma noche fueron a hacer su visita acostumbrada al señor de Tréville.
-Y bien, señores -les preguntó el bravo capitán-, ¿os habéis divertido en vuestra excursión?
-Prodigiosamente -respondió Athos con los dientes apretados.
Capítulo LXVII
Conclusión
El 6 del mes siguiente, el rey, cumpliendo la promesa que había hecho al cardenal de dejar
Paris para volver a La Rochelle, salió de su capital todo aturdido aún por la nueva que acababa
de esparcirse de que Buckingham acababa de ser asesinado.
Aunque prevenida de que el hombre al que tanto había amado corría un peligro, la reina,
cuando se le anunció esta muerte, no quiso creerla; ocurrió incluso que exclamó
imprudentemente:
-¡Es falso! Acaba de escribirme.
Pero al día siguiente tuvo que creer en aquella fatal noticia: La Porte, retenido como todo el
mundo en Inglaterra por las órdenes del rey Carlos I, llegó portador del último y fúnebre
presente que Buckingham enviaba a la reina.
La alegría del rey había sido muy viva ; no se molestó siquiera en disimularla a incluso la hizo
estallar con afectación ante la reina. A Luis XIII, como a todos los corazones débiles, le faltaba
generosidad.
Mas pronto el rey se volvió sombrío y con mala salud; su frente no era de aquellas que se
aclaran durante mucho tiempo; sentía que al volver al campamento iba a recuperar su esclavitud,
y, sin embargo, volvía allí.
El cardenal era para él la serpiente fascinadora; y él, él era el pájaro que revolotea de rama en
rama sin poder escapar.
En torno suyo no tenía más que enemigos.
Por eso el regreso hacia La Rochelle era profundamente triste. Nuestros cuatro amigos
causaban el asombro de sus camaradas; viajaban juntos, codo con codo, la mirada sombría, la
cabeza baja. Athos alzaba de vez en cuando sólo su amplia frente: un destello brillaba en sus
ojos, una sonrisa amarga pasaba por sus labios; luego, semejante a sus camaradas, se dejaba ir
de nuevo en sus ensoñaciones.
Tan pronto como llegaba la escolta a una villa, cuando habían conducido al rey a su
alojamiento, los cuatro amigos se retiraban o a la habitación de uno de ellos o a alguna taberna
apartada, donde ni jugaban ni bebían; sólo hablaban en voz baja mirando con cuidado si alguien
los escuchaba.
Un día en que el rey había hecho un alto en la ruta para cazar la picaza y en que los cuatro
amigos, según su costumbre, en vez de seguir la caza, se habían detenido en una taberna sobre
la carretera, un hombre que venía de La Rochelle a galope tendido se detuvo a la puerta para
beber un vaso de vino y hundió su mirada en el interior de la habitación donde estaban sentados
a la mesa los cuatro mosqueteros.
-¡Hola! ¡El señor D'Artagnan! -dijo-. ¿No sois vos quien veo ahí?
D'Artagnan alzó la cabeza y soltó un grito de alegría. Aquel hombre que él llamaba su fantasma
era su desconocido de Meung, de la calle des Fossoyeurs y de Arras.
-¡Ah, señor! -dijo el joven-. Por fin os encuentro; esta vez no escaparéis.
-No es esa mi intención tampoco, señor, porque esta vez os buscaba; en nombre del rey os
detengo, y digo que tenéis que entregarme vuestra espada, señor, y sin resistencia; os va en ello
la cabeza, os lo advierto.
-¿Quién sois vos? -preguntó D'Artagnan bajando su espada, pero sin entregarla aún.
-Soy el caballero de Rochefort -respondió el desconocido-, el escudero del señor cardenal de
Richelieu, y tengo orden de llevaros junto a Su Eminencia.
-Volvemos junto a Su Eminencia, señor caballero -dijo Athos adelantándose- y aceptaréis la
palabra del señor D'Artagnan, que va a dirigirse en línea recta a La Rochelle.
-Debo ponerlo en manos de los guardias, que lo llevarán al campamento.
-Nosotros lo llevaremos, señor, por nuestra palabra de gentileshombres; pero por nuestra
palabra de gentileshombres también -añadió Athos, frunciendo el ceño-, el señor D'Artagnan no
nos abandonará.
El caballero de Rochefort lanzó una ojeada hacia atrás y vio que Porthos y Aramis se habían
situado entre él y la puerta; comprendió que estaba completamente a merced de aquellos cuatro
hombres.
-Señores -dijo-, si el señor D'Artagnan quiere entregarme su espada y unir su palabra a la
vuestra, me contentaré con vuestra promesa de conducir al señor D'Artagnan al campamento del
señor cardenal.
-Tenéis mi palabra, señor -dijo D'Artagnan-, y aquí está mi espada.
-Eso está mejor -añadió Rochefort -, porque es preciso que continúe mi viaje.
-Si es para reuniros con Milady -dijo fríamente Athos-, es inútil, no la encontraréis.
-¿Qué le ha pasado entonces? -preguntó vivamente Rochefort.
-Volved al campamento y lo sabréis.
Rochefort se quedó un instante pensativo, luego, como no estaba más que a una jornada de
Surgères, hasta donde el cardenal debía ir ante el rey, resolvió seguir el consejo de Athos y
volver con ellos.
Además, aquel retraso le ofrecía una ventaja: vigilar por sí mismo a su prisionero.
Volvieron a ponerse en ruta.
Al día siguiente, a las tres de la tarde, llegaron a Surgères. El cardenal esperaba allí a Luis XIII.
El ministro y el rey intercambiaron muchas caricias, se felicitaron por el venturoso azar que
desembarazaba a Francia del encarnizado enemigo que amotinaba a Europa contra ella. Tras lo
cual, el cardenal, que había sido avisado por Rochefort de que D'Artagnan estaba detenido, y que
tenía prisa por verlo, se despidió del rey invitándolo a ver al día siguiente los trabajos del dique
que esta ban acabados.
Al volver aquella noche a su acampada del puente de La Pierre, el cardenal encontró de pie,
ante la puerta de la casa que habitaba, a D'Artagnan sin espada y a los tres mosqueteros
armados.
Aquella vez, como él era más fuerte, los miró con severidad y, con los ojos y con la mano, hizo
a D'Artagnan una seña de que lo siguiera.
D'Artagnan obedeció.
-Te esperaremos, D'Artagnan -dijo Athos lo suficientemente alto para que el cardenal lo oyese.
Su Eminencia frunció el ceño, se detuvo un instante, luego continuó su camino sin pronunciar
una sola palabra.
D'Artagnan entró detrás del cardenal, y Rochefort detrás de D'Artagnan; la puerta fue vigilada.
Su Eminencia se dirigió a la habitación que le servía de gabinete e hizo seña a Rochefort de
introducir al joven mosquetero.
Rochefort obedeció y se retiró.
D'Artagnan permaneció solo frente al cardenal; era su segunda entrevista con Richelieu, y él
confesó después que estaba convencido de que sería la última.
Richelieu permaneció de pie, apoyado contra la chimenea, con una mesa entre él y D'Artagnan.
-Señor -dijo el cardenal-, habéis sido detenido por orden mía.
-Eso me han dicho, monseñor.
-¿Sabéis por qué?
-No, monseñor; porque la única cosa por la que podría ser dete nido es aún desconocida de Su
Eminencia.
Richelieu miró fijamente al joven.
-¡Oh! ¡Oh! -dijo-. ¿Qué quiere decir eso?
-Si monseñor quiere decirme primero los crímenes que se me imputan, yo le diré luego los
hechos que he realizado.
-¡Se os imputan crímenes que han hecho caer cabezas más altas que la vuestra, señor! -dijo el
cardenal.
-¿Cuáles, monseñor? -preguntó D'Artagnan con una calma que asombró al propio cardenal.
-Se os imputa haber mantenido correspondencia con los enemigos del reino, se os imputa
haber sorprendido los secretos de Estado, se os imputa haber tratado de hacer abortar los planes
de vuestro general.
-¿Y quién me imputa eso, monseñor? -dijo D'Artagnan, que sospechaba que la acusación venía
de Milady-. Una mujer marcada por la justicia del país, una mujer que ha desposado a un
hombre en Francia y a otro en Inglaterra, una mujer que ha envenenado a su segundo marido y
que ha intentado envenenarme a mí mismo.
-¿Qué decís, señor? -exclamó el cardenal asombrado-. ¿Y de qué mujer habláis de ese modo?
-De Milady de Winter -respondió D'Artagnan-; sí, de Milady de Winter, de la que sin duda
Vuestra Eminencia ignoraba todos los crímenes cuando la ha honrado con su confianza.
-Señor -dijo el cardenal-, si Milady de Winter ha cometido todos los crímenes que decís, será
castigada.
-Ya lo está, monseñor.
-Y ¿quién la ha castigado?
-Nosotros.
-¿Está en prisión?
-Está muerta.
-¿Muerta? -repitió el cardenal, que no podía creer lo que oía-. ¡Muerta! ¿Habéis dicho que está
muerta?
-Tres veces trató de matarme, y la perdoné; pero mató a la mujer que yo amaba. Entonces,
mis amigos y yo la hemos cogido, juzgado y condenado.
D'Artagnan contó entonces el envenenamiento de la señora Bonacieux en el convento de las
Carmelitas de Béthune, el juicio de la casa aislada y la ejecución a orillas del Lys.
Un temblor corrió por todo el cuerpo del cardenal, que, sin embargo, no temblaba fácilmente.
Pero, de pronto como sufriendo la influencia de un pensamiento mudo, la fisonomía del
cardenal, sombrío hasta entonces, se aclaró poco a poco y llegó a la más perfecta serenidad.
-Así -dijo con una voz cuya dulzura contrastaba con la severidad de sus palabras-, así que os
habéis constituido en jueces, sin pensar que quienes no tienen la misión de castigar y castigan
son asesinos.
-Monseñor, os juro que ni por un instante he tenido la intención de defender mi cabeza contra
vos. Sufriré el castigo que Vuestra Eminencia quiera infligirme. No amo tanto la vida como para
temer la muerte.
-Sí, lo sé, sois un hombre de corazón, señor -dijo el cardenal con una voz casi afectuosa-;
puedo deciros, pues, de antemano que seréis juzgado, condenado incluso.
-Cualquier otro podría responder a Vuestra Eminencia que tiene su perdón en el bolsillo; yo me
contentaré con deciros: Ordenad, monseñor, estoy dispuesto.
-¿Vuestro perdón? -dijo Richelieu sorprendido.
-Sí, monseñor -dijo D'Artagnan.
-¿Y firmado por quién? ¿Por el rey?
Y el cardenal pronunció estas palabras con una singular expresión de desprecio.
-No, por Vuestra Eminencia.
-¿Por mí? Estáis loco, señor.
-Monseñor reconocerá sin duda su escritura.
Y D'Artagnan presentó al cardenal el preciso papel que Athos había arrancado a Milady, y que
había dado a D'Artagnan para que le sirviera de salvaguardia.
Su Eminencia cogió el papel y leyó con voz lenta apoyándose en cada sílaba:
«El portador de la presente ha "hecho lo que ha hecho" por orden mía y
para bien del Estado.
En el campamento de La Rochelle, a 5 de agosto de 1628.
Richelieu.»
El cardenal, tras haber leído estas dos líneas, cayó en una medita ción profunda, pero no
devolvió el papel a D'Artagnan.
«Medita con qué clase de suplicio me hará morir -se dijo en voz baja D'Artagnan-; pues a fe
que verá cómo muere un gentilhombre.»
El joven mosquetero estaba en excelente disposición de morir heroicamente.
Richelieu seguía pensando, enrollaba y desenrollaba el papel en sus manos. Finalmente, alzó la
cabeza, fijó su mirada de águila sobre aquella fisonomía leal, abierta, inteligente, leyó en aquel
rostro surcado por las lágrimas todos los sufrimientos que había enjugado desde hacía un mes, y
pensó por tercera o cuarta vez cuánto futuro tenía aquel muchacho de veintiún años, y qué
recursos podría ofrecer a un buen amo su actividad, su valor y su ingenio.
Por otro lado, los crimenes, el poder, el genio infernal de Milady le habían espantado más de
una vez. Sentía como una alegría secreta haberse liberado para siempre de aquella cómplice
peligrosa.
Desgarró lentamente el papel que D'Artagnan tan generosamente le había entregado.
«Estoy perdido», dijo para sí mismo D'Artagnan.
Y se inclinó profundamente ante el cardenal como hombre que dice: «¡Señor, que se haga
vuestra voluntad!»
El cardenal se acercó a la mesa y, sin sentarse, escribió algunas líneas sobre un pergamino
cuyos dos tercios ertaban ya cubiertos y puso su sello.
«Esa es mi condena -dijo D'Artagnan-; me ahorra el aburrimiento de la Bastilla y la lentitud de
un juicio. Encima es demasiado amable.»
-Tomad, señor -dijo el cardenal al joven-, os he cogido un salvoconducto y os devuelvo otro. El
nombre falta en ese despacho: escribidlo vos mismo.
D'Artagnan cogió el papel dudando y puso los ojos encima.
Era un tenientazgo en los mosqueteros.
D'Artagnan cayó a los pies del cardenal.
-Monseñor -dijo-, mi vida es vuestra; disponed de ella en adelante; pero este favor que me
otorgáis no lo merezco; tengo tres amigos que son más merecedores y más dignos...
-Sois un muchacho valiente, D'Artagnan -interrumpió el cardenal palmeándolo familiarmente en
el hombro, encantado por haber vencido a aquella naturaleza rebelde-. Haced de ese despacho
lo que os plazca. Sólo que recordad que, aunque el nombre esté en blanco, os lo he dado a vos.
-No lo olvidaré jamás -respondió D'Artagnan-. Vuestra Eminencia puede estar segura de ello.
El cardenal se volvió y dijo en voz alta:
-¡Rochefort!
El caballero, que sin duda estaba detrás de la puerta, entró al punto.
-Rochefort -dijo el cardenal-, ahí veis al señor D'Artagnan; lo recibo entre mis amigos; así pues,
que se le abrace y que si alguien quiere conservar su cabeza sea prudente.
Rochefort y D'Artagnan se besaron con la punta de los labios; pero el cardenal estaba allí,
observándolos con su ojo vigilante.
Salieron de la habitación al mismo tiempo.
-Nos encontraremos, ¿no es cierto, señor?
-Cuando os plazca -contestó D'Artagnan.
-Ya llegará la ocasión -respondió Rochefort.
-¿Qué? -dijo Richelieu abriendo la puerta.
Los dos hombres sonrieron, se estrecharon la mano y saludaron a Su Eminencia.
-Empezábamos a impacientarnos -dijo Athos.
-¡Ya estoy aquí, amigos míos! -respondió D'Artagnan-. No solamente libre, sino favorecido.
-¿Nos contaréis eso?
-Esta noche.
En efecto, aquella misma noche D'Artagnan se dirigió al alojamiento de Athos, a quien
encontró a punto de vaciar su botella de vino español, ocupación que realizaba religiosamente
todas las noches.
Le contó lo que había pasado entre el cardenal y él, y sacando el despacho de su bolso:
-Tomad, mi querido Athos -dijo-, a vos os corresponde, naturalmente.
Athos sonrió con su dulce y encantadora sonrisa.
-Amigo -dijo-, para Athos es demasiado; para el conde de La Fère es demasiado poco. Guardad
ese despacho, os corresponde. ¡Ay, Dios mío, qué caro lo habréis comprado!
D'Artagnan salió de la habitación de Athos y entró en la de Porthos.
Lo encontró vestido con un magnífico traje, cubierto de espléndidos brocados y mirándose a un
espejo.
-¡Ah, ah! -dijo Porthos-. ¡Sois vos, querido amigo! ¿Qué tal me va este traje?
-De maravilla -dijo D'Artagnan-, pero vengo a proponeros un traje que aún os iría mejor.
-¿Cuál? -preguntó Porthos.
-El de teniente de mosqueteros.
D'Artagnan contó a Porthos su entrevista con el cardenal, y sacando el despacho de su bolso:
-Tomad, querido -dijo-, escribid vuestro nombre ahí, y sed buen jefe para mí.
Porthos puso los ojos en el despacho y se lo devolvió a D'Artagnan, con gran sorpresa del
joven.
-Sí -dijo-, me halagaría mucho, pero no tendría tiempo para gozar de ese favor. Durante
nuestra expedición a Béthune, el marido de mi duquesa ha muerto; de suerte que, querido
amigo, dado que el cofre del difunto me tiende los brazos, me caso con la viuda. Mirad, me estoy
probando mi traje de boda; guardad el tenientazgo, querido, guardadlo.
Y entregó el despacho a D'Artagnan.
El joven entró en la habitación de Aramis.
Lo encontró arrodillado en un reclinatorio, con la frente apoyada contra su libro de horas
abierto.
Le contó su entrevista con el cardenal, y sacando por tercera vez el despacho de su bolso:
-Vos, nuestro amigo, nuestra luz, nuestro protector invisible -dijo-, aceptad este despacho; lo
habéis merecido más que nadie, por vuestra sabiduría y vuestros consejos siempre seguidos con
tan felices resultados.
-¡Ay, querido amigo! -dijo Aramis-. Nuestras últimas aventuras me han hecho tomar un
disgusto total por la vida del hombre de espada. Esta vez mi decisión está irrevocablemente
tomada: tras el asedio, entraré en los Lazaristas. Guardad ese despacho, D'Artagnan: el oficio de
las armas os va bien, y seréis un valiente y afortunado capitán.
D'Artagnan, con los ojos húmedos de gratitud y resplandecientes de alegría, volvió a Athos, a
quien encontró aún en la mesa y mirando su último vaso de málaga a la luz de la lámpara.
-¡Y bien! -dijo-. También ellos han rehusado.
-Es que nadie, querido amigo, era más digno de él que vos.
Cogió una pluma, escribió en el despacho el nombre de D'Artagnan y se lo entregó.
-Ya no tendré más amigos -dijo el joven-, ¡ay!, ni nada más que amargos recuerdos.
Y dejó caer su cabeza entre sus dos manos, mientras dos lágrimas corrían a lo largo de sus
mejillas.
-Sois joven -respondió Athos-, y vuestros amargos recuerdos tienen tiempo de cambiarse en
dulces recuerdos.
Epílogo
La Rochelle, privada del socorro de la flota inglesa y de la división prometida por Buckingham,
se rindió tras el asedio de un año. El 28 de octubre de 1628 se firmó la capitulación.
El rey hizo su entrada en Paris el 23 de diciembre del mismo año. Se le acogió en triunfo como
si volviese de vencer al enemigo y no a franceses. Entró por el barrio Saint-Jacques bajo arcos
cubiertos de vegetación.
D'Artagnan tomó posesión de su grado. Porthos abandonó el servicio y desposó, durante el año
siguiente, a la señora Coquenard; el cofre tan ambicionado contenía ochocientas mil libras.
Mosquetón tuvo una librea magnífica y además la satisfacción, que había ambicionado toda su
vida, de subir detrás de una carroza dorada.
Aramis, tras un viaje a Lorraine, desapareció de pronto y dejó de escribir a sus amigos. Más
tarde se supo, por la señora Chevreuse, que lo dijo a dos o tres de sus amantes, que había
tomado el hábito en un convento de Nancy.
Bazin se convirtió en hermano lego.
Athos siguió siendo mosquetero a las órdenes de D'Artagnan, hasta 1663, época en la que, tras
un viaje que hizo a Touraine, dejó también el servicio so pretexto de que acababa de recoger
una pequeña herencia en el Rousillon.
Grimaud siguió a Athos.
D'Artagnan se batió tres veces con Rochefort y lo hirió tres veces.
-Os mataré probablemente a la cuarta -le dijo tendiéndole la mano para levantarlo.
-Mejor sería, para vos y para mí, que nos quedásemos por aquí -respondió el herido-. ¡Diantre!
Soy más amigo vuestro que lo que pensáis, porque desde el primer encuentro habría podido,
diciendo una palabra al cardenal, haceros cortar la cabeza.
Aquella vez se abrazaron, pero de buen corazón y sin segundas intenciones.
Planchet obtuvo de Rochefort el grado de sargento en los guardias. El señor Bonacieux vivía
muy tranquilo, ignorando completamente lo que había sido de su mujer y no inquietándose
apenas. Un día tuvo la imprudencia de acordarse del cardenal; el cardenal le hizo responder que
iba a encargarse de que no le faltara nada en adelante.
En efecto, al día siguiente, habiendo salido el señor Bonacieux a las siete de la noche de su
casa para dirigirse al Louvre, no volvió a aparecer más en la calle des Fossoyeurs; la opinión de
quienes parecían mejor informados fue que era alimentado y alojado en algún castillo real a
expensas de su generosa Eminencia.
FIN
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