LA VOZ DEL DIABLO - ANNE RICE - LAS BRUJAS DE MAYFAIR - 3
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Nueva Orleans era sencillamente un lugar fabuloso. A Lark no le
hubiera importado quedarse allí para siempre. El hotel Pontchartrain
era pequeño, pero muy acogedor. Lark ocupaba una espaciosa suite
que daba a la avenida, con bonitos muebles tradicionales, y jamás ha-
bía probado una comida como la del restaurante Caribe. Aquello no
tenía comparación con San Francisco. Se había despertado a mediodía
y había tomado un exquisito desayuno sureño. Decidió que cuando
regresara a casa aprendería a preparar tortitas de sémola. Lo del café
de achicoria era muy curioso; la primera vez que lo probabas sabía a
rayos, pero cuando te acostumbrabas ya no podías pasar sin él.
Lo malo era que los Mayfair le estaban volviendo loco. Llevaba un
día y medio en Nueva Orleans y no había sacado nada en limpio.Lark
estaba sentado en el confortable sofá tapizado de terciopelo dorado,
en forma de L, con el tobillo derecho apoyado en la rodilla izquierda,
tomando notas mientras Lightner hacía una llamada desde el cuarto
contiguo. Lightner presentaba un aspecto agotado cuando regresó al
hotel. Lark supuso que hubiera preferido estar arriba, acostado en su
propia habitación. Un hombre de esa edad debía de hacer una sieste-
cita; no podía trabajar día y noche sin descanso como hacía Lightner.
Lark notó que la voz de Lightner subía de tono. Al parecer,
su interlocutor de Londres, o de donde quiera que estuviese,
empezaba a irritarle.
Por supuesto, la familia no tenía la culpa de que Gifford Mayfair
hubiera muerto inesperadamente en Destin, ni de haber pasado los
dos últimos días enteramente dedicada al velatorio y el funeral, pro-
vocando un ambiente de dolor y desesperación como Lark jamás ha-
bía presenciado antes. Lightner prácticamente se había visto mono-
polizado por las mujeres de la familia, quienes le enviaban a hacer recados
o le pedían que les aconsejara y las consolara. Lark apenas había
conseguido cruzar dos palabras con él.
Lark había asistido al funeral movido por la curiosidad. No se ima-
ginaba a Rowan Mayfair conviviendo con esos locuaces sureños, los cuales
hablaban sobre los vivos y los muertos con idéntico entusiasmo. Todos
eran guapos y distinguidos, y conducían un Beamer, un jaguar o un Porsche.
Las joyas parecían auténticas. La mezcla genética incluía, aparte de todo
lo demás, una estupenda fachada.
Todos protegían al marido, Michael Curry. Éste tenía buen aspecto;
era apuesto y distinguido, como los demás. De hecho, no parecía haber
sufrido hacía poco un ataque de corazón.
Sin embargo, Mitch Flanagan había comenzado a analizar
el ADN de Curry y le había informado a Lark que poseía una estruc-
tura genética tan curiosa como la de Rowan. Flanagan se había salido
con la suya, como todos los que trabajaban para el Instituto Keplinger,
y había obtenido el historial médico de Michael Curry sin su conocimiento
ni autorización. Pero ahora Lark no conseguía ponerse en contacto con
Flanagan.
Le había llamado por la noche y hacía un rato, pero sin éxito. El
contestador automático seguía repitiendo que el doctor Flanagan se
hallaba ausente, invitando a Lark a que dejara su número de teléfono.
Lark se olía algo raro. ¿Por qué no contestaba Flanagan a sus lla-
madas? Lark deseaba entrevistarse con Curry. Quería hablar con él,
hacerle ciertas preguntas.
Era divertido visitar la ciudad e ir de copas -anoche, después del
velatorio, había cogido una buena cogorza, y esta noche cenaría en
Antoine's con dos colegas de Tulane, ambos unos borrachines empe-
dernidos-, pero estaba en Nueva Orleans por un asunto de negocios
y confiaba en que ahora que la señora de Ryan Mayfair había sido ente-
rrada podría seguir con sus investigaciones.
Lark dejó de escribir cuando Lightner entró de nuevo en la habitación.
-¿Malas noticias? -le preguntó.
Lightner se sentó en un sillón con aire pensativo, mordiéndose
el labio inferior. Era un hombre de tez pálida, con una abundante
y atractiva cabellera blanca y dotado de gran encanto personal.
Parecía muy cansado. Tanto es así, que Lark pensó que era Lightner
quien corría el peligro de sufrir un ataque de corazón.
-Lo cierto es que me encuentro en una situación delicada -res-
pondió Lightner al cabo de unos momentos-. Según parece,
fue Erich Stólov quien se llevó las ropas de Gifford de la funeraria
de Florida. Pero ha desaparecido y no he podido hablar con él de ese asunto.
-Pero si es miembro de su organización.
-En efecto -contestó Aaron, haciendo una leve mueca sarcástica-,
es miembro de nuestra organización. Los Mayores, según me ha
comunicado el nuevo Superior General, me recomiendan que no
indague en «esa parte» de la investigación.
-¿Qué significa eso?
Lightner guardó silencio durante unos instantes. Luego miró a Lark
y contestó:
-Usted dijo que convendría hacer unas pruebas genéticas de toda
la familia. ¿Desea plantearle el tema a Ryan? Creo que podrá hablar con
él mañana por la mañana.
-Eso sería estupendo. Aunque se trata de algo un tanto compli-
cado. Quiero decir que no está exento de riesgos. Si descubrimos
unas enfermedades congénitas, si descubrimos que los Mayfair son
propensos a padecer ciertas dolencias, esa información les afectaría
en muchos aspectos, desde la cuestión de las pólizas de seguros hasta
el servicio militar. Desde luego me gustaría hacerles esas pruebas,
pero en estos momentos me interesa más Michael Curry. ¿No po-
dríamos conseguir los informes médicos de Gifford Mayfair? De-
bemos proceder con calma. Imagino que ese Ryan Mayfair debe de
ser un abogado muy inteligente. Dudo que acepte que toda la fami-
lia se someta a unas pruebas genéticas. Sería un idiota si consintiera
en ello.
-Y yo me temo que no le caigo muy bien. Si no fuera por mi amis-
tad con Beatrice Mayfair, ni siquiera me dirigiría la palabra, cosa que
comprendo perfectamente.
Lark había visto a esa tal Beatrice. Había acudido ayer al hotel
para comunicarle a Lightner la trágica noticia de la muerte de Gifford
en Destin. Era una mujer menuda y de aspecto corriente, con el cabe-
llo gris recogido en un moño alto, y uno de los «estiramientos» facia-
les más discretos que Lark había visto nunca, aunque suponía que no
era el primero que se hacía. Tenía la mirada chispeante, las mejillas
perfectamente esculpidas y el cuello liso como el de una jovencita, con
tan sólo una pequeña cicatriz bajo el mentón. De modo que ella y
Lightner mantenían una relación. Debió haberlo imaginado por la
forma en que ella agarraba a Lightner del brazo y los afectuosos besos
que les había visto darse. Lark confiaba en tener la misma suerte que
Lightner cuando alcanzara los ochenta años, suponiendo que llegara a
cumplirlos. Desde luego, si seguía dándole a la botella como lo hacía
no viviría hasta esa edad.
-Si existe un historial médico de Gifford Mayfair en esta ciudad
-dijo-, creo que puedo conseguirlo a través del Instituto Keplinger,
confidencialmente, sin que nadie se entere ni se alarme por ello.
Lightner frunció el entrecejo y movió la cabeza como si la idea le
resultara inaceptable.
-No debe hacerlo sin el consentimiento de la familia -dijo.
-Ryan Mayfair no tiene por qué saberlo. Déjelo en nuestras ma-
nos. El Servicio Secreto Médico, o como quiera llamarlo, se ocupará
de ello. Pero quiero ver a Curry.
-Muy bien, intentaré que pueda hablar también con él mañana.
O puede que esta tarde. Debo reflexionar.
-¿Sobre qué?
-Sobre todo este asunto. Sobre por qué los Mayores permitieron
que Stólov viniera aquí e interfiriera en la investigación, a riesgo
de disgustar a la familia. -Lightner parecía estar hablando consigo mis-
mo más que con Lark-. He consagrado toda mi vida a la investigación
psíquica, y jamás me había sentido tan atraído por un caso. Siento una
gran lealtad hacia los Mayfair, además de una profunda preocupación.
Lamento no haber intervenido antes de que Rowan desapareciera, pero
los Mayores me lo prohibieron terminantemente.
-Es evidente que ellos también creen que existe algo genéticamen-
te extraño en esa familia -observó Lark-. También buscan unos ras-
gos hereditarios. Durante el velatorio que se celebró anoche, al menos
seis de los asistentes me dijeron que Gifford poseía poderes psíquicos.
Me aseguraron que había visto al «hombre», una especie de fantasma
familiar, que poseía unas facultades más poderosas de lo que ella misma
imaginaba. Creo que sus colegas de Talamasca persiguen lo mismo que usted.
Tras guardar silencio unos minutos, Lightner respondió:
-Ahí está el problema. Deberíamos perseguir lo mismo, pero no estoy
seguro de que sea así. Todo esto es muy... desconcertante. En
aquel momento les interrumpió el teléfono situado junto al sofá, el
cual ofrecía un aspecto moderno que contrastaba con los muebles de
caoba y los sillones tapizados de terciopelo.
-Habla el doctor Larkin -dijo éste tras descolgarlo, como solía hacer
siempre que respondía al teléfono, incluso en cierta ocasión en que
se precipitó a descolgar el de una cabina en un aeropuerto.
-Soy Ryan Mayfair -dijo su interlocutor-. ¿Es usted el médico de California?
-Sí, me alegro de hablar con usted, señor Mayfair. No quería
importunarlo, dadas las circunstancias. Si lo prefiere, podemos hablar
mañana.
-¿Está con usted Aaron Lightner, doctor Larkin?
-Sí. ¿Desea hablar con él?
-No. Escuche atentamente. Edith Mayfair ha muerto hoy a consecuencia
de una hemorragia uterina. Edith era nieta de Lauren May-
fair por parte de Jacques Mayfair; era prima de Gifford y mía, y también
de Rowan. Murió por las mismas causas que mi esposa. Según parece,
en el momento de su muerte Edith se hallaba sola en su apartamento,
situado en la avenida Esplanade. Su abuela encontró su cuerpo esta
tarde, después del funeral de mi esposa. Creo que deberíamos hablar
sobre lo de las pruebas genéticas. Quizás ello contribuya a detectar
ciertos problemas que aquejan a nuestra familia.
-Dios mío -murmuró Lark.
Le pasmaba el tono frío y sereno de Ryan Mayfair.
-¿Puede usted acudir a mi oficina? -le preguntó éste-. Pídale a Lightner
que le acompañe.
-Desde luego. Llegaremos dentro de...
-Diez minutos -dijo Lightner, levantándose y arrebatándole el teléfono
a Lark-. Ryan -dijo-, comunica la noticia a las mujeres de la familia. No
es necesario alarmarlas, pero es preferible que no se queden solas,
por si ocurre algo. Si Edith y Gifford hubieran podido pedir auxilio
no estarían muertas. Hazme caso... Sí, sí, a todas. Eso es lo que debes
hacer. Te veremos dentro de diez minutos.
Los dos hombres salieron de la suite y bajaron por la escalera en
lugar de coger el elegante ascensor.
-¿Qué demonios está ocurriendo? -preguntó Lark-. ¿Qué significa esa
muerte idéntica a la de Gifford Mayfair?
Lightner no respondió. Estaba serio y preocupado.
-A propósito -dijo Lark-, ¿como pudo oír lo que me dijo
Ryan Mayfair por teléfono?
-Tengo un excelente oído -contestó Lightner distraído. Ambos
salieron del hotel y cogieron un taxi. Hacía calor, aunque,
soplaba una leve brisa. Lark se entretuvo observando el paisaje
por la ventanilla. Todas las calles y avenidas estaban adornadas
con plantas y árboles, amén de alguna farola antigua o un balcón de
hierro forjado en la fachada de estuco de un edificio.
-Creo que la cuestión reside en cómo vamos a planteárselo –dijo
Lightner, de nuevo como si hablara consigo mismo-. Usted sabe
perfectamente lo que sucede. Sabe que esto no tiene nada que ver con
una enfermedad genética, excepto en el sentido más amplio de la palabra.
El taxista giró en redondo y se lanzó a toda velocidad por la avenida,
haciendo brincar ambos pasajeros en sus asientos.
-No le entiendo -dijo Lark-. No sé lo que sucede. Es como una especie
de síntoma, como una conmoción tóxica.
-Vamos, hombre -replicó Lightner-. Ambos sabemos lo que
está pasando. Él intenta reproducirse a través de ellas. Usted mismo lo dijo.
Rowan quería saber si esa criatura era capaz de reproducirse con ella o con
otros seres humanos. Quería un análisis genético completo de todo el material.
Lark se quedó atónito. No había pensado seriamente en esa
posibilidad, ni estaba seguro de que existiera esa nueva especie
de ser, esa criatura masculina que Rowan Mayfair había parido.
En el fondo, creía que este asunto tendría una explicación «natural».
-Es natural -dijo Lightner-. La palabra «natural» se presta a confusión.
Me pregunto si conseguiré ver a ese ser algún día. Me pregunto si es capaz
de razonar, si posee un autocontrol humano, un código moral, suponiendo
que tenga una mente humana...
-¿De veras cree que trata de cohabitar con las mujeres?
-Por supuesto -respondió Lightner-. Es evidente. ¿Por qué cree que
el agente de Talamasca se llevó las ropas manchadas de sangre de Gifford?
Él la dejó embarazada y ella perdió a la criatura. Mire, doctor Larkin,
es mejor que hablemos claro. Comprendo que este caso ha despertado
su curiosidad y que no quiere traicionar la confianza que Rowan ha
depositado en usted, pero es posible que no volvamos a tener contacto con Rowan.
-¡Dios mío!
-Le ruego que sea sincero conmigo. Debemos informar a la
familia que esa criatura anda suelta y es peligrosa. No tenemos
tiempo para hablar de enfermedades y pruebas genéticas, ni para reunir
datos. La familia corre un grave peligro. ¿No se da cuenta de que ha
muerto otra mujer? ¡Murió mientras la familia enterraba a Gifford!
-¿La conocía usted?
-No. Pero sé que tenía treinta y cinco años, que vivía como una reclusa
y que estaba medio loca, como muchos otros miembros de la familia.
Su abuela, Lauren Mayfair, solía criticar su conducta.
De hecho, estoy convencido de que esta tarde fue a verla para
amonestarla por no haber asistido al funeral de su prima.
-¿Cómo iba a ir si estaba muerta? -replicó Lark, arrepintiéndose en el
acto de haberlo dicho-. Ojalá tuviera alguna pista sobre el paradero de Rowan.
-Es usted un optimista -dijo Lightner, sonriendo
amargamente-. Tenemos muchas pistas, pero ninguna nos garantiza
que usted o yo volvamos a ver a Rowan Mayfair y a hablar con ella.
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Cuando fue a recoger el billete para Nueva Orleans le entregaron
una nota. Debía llamar inmediatamente a Londres.
-Anton desea hablar contigo, Yuri -dijo una voz que él no co-
nocía-. Quiere que permanezcas en Nueva York hasta que Erich
Stólov llegue ahí. Erich se reunirá contigo en Nueva York mañana por
la tarde.
-¿A qué viene todo esto? -preguntó Yuri.
¿Quién era esa mujer? Jamás había oído su voz; sin embargo, se
expresaba como si le conociera.
-Anton cree que te sentirás mejor si hablas con Stólov.
-¿Mejor? Me temo que no entiendo.
Por lo que a él respectaba, no había nada que pudiera decirle
a Stólov que no se lo hubiera comunicado ya a Anton Marcus. No
comprendía esa decisión.
-Hemos reservado una habitación para ti en el Saint Regis –dijo
la mujer-. Erich te llamará mañana por la tarde. ¿Deseas que envie-
mos un coche para que te recoja? O prefieres coger un taxi?
Yuri se detuvo a reflexionar. Dentro de unos veinte minutos la
línea aérea anunciaría la salida de su vuelo. Miró el billete. No sabía
lo que pensaba ni lo que sentía. Sus ojos recorrieron la sala de espera,
que estaba atestada. Maletas, niños y empleados de uniforme que
iban y venían. En un rincón había un quiosco de periódicos. Todos
los aeropuertos del mundo eran idénticos. Podría haberse encontra-
do en Washington o en Roma. No había gorriones, lo que significa-
ba que no estaba en El Cairo. Pero podía tratarse de Francfort o Los
Ángeles.
Vio a un grupo de hindúes, árabes y japoneses, además de a un
sinfín de personas difíciles de clasificar, que podían ser canadienses,
americanos, ingleses, australianos, alemanes o franceses.
-¿Estás ahí, Yuri? Ve al Saint Regis. Erich quiere hablar contigo
para ponerte al corriente de la investigación. Anton está muy preocu-
pado.
Le chocaba que la mujer le hablase en ese tono conciliador, fin-
giendo que no había desobedecido una orden, que no se había mar-
chado intempestivamente. Le resultaba extraño ese tono familiar y
cortés en una persona a la que ni siquiera conocía.
-Anton está ansioso de hablar contigo -dijo la mujer-. Se lle-
vará un gran disgusto cuando sepa que llamaste estando él ausente. Le
informaré que irás al Saint Regis. Te enviaremos un coche. No es nin-
gún problema.
Como si él, Yuri, no lo supiera. Como si no hubiera tomado infinidad
de aviones y de coches y no hubiera permanecido en infinidad de
habitaciones de hotel reservadas por la Orden. Como si no
fuera un desertor.
No, había algo que no funcionaba. Jamás se mostraban bruscos,
pero tampoco solían hablarle en ese tono, pues él conocía
perfectamente su forma de actuar. ¿Acaso era el tono que empleaban con los
lunáticos que escapaban de la casa matriz sin permiso, con los que se
largaban tras varios años de obedecerles ciegamente, de colaborar con
ellos y apoyar a la Orden?
Sus ojos se posaron en una mujer que estaba apoyada en la pared
al otro lado de la sala de espera. Llevaba unos tejanos, una chaqueta de
lana y unas zapatillas deportivas. Presentaba un aspecto corriente, a
excepción de su bonito cabello corto y negro, el cual llamaba la aten-
ción. Fumaba un cigarrillo, que le colgaba entre los labios, y llevaba
las manos metidas en los bolsillos. La mujer tenía clavados en Yuri sus
pequeños ojos de mirada penetrante.
De pronto, Yuri comprendió. No del todo, pero lo suficiente.
Apartó la mirada de la mujer, murmuró que pensaría en ello y que
probablemente iría al Saint Regis, desde donde volvería a llamar.
-Me alegro de que hayas tomado esa decisión -dijo su interlo-
cutora con voz cálida y amable-. Anton estará muy satisfecho.
-Sí, seguro -respondió Yuri.
Tras colgar el teléfono recogió su bolsa y echó a andar a través de la
sala de espera. Siguió caminando sin fijarse en los números de las
puertas de salida, ni en los nombres de los puestos de bocadillos y re-
frescos, ni en los quioscos de libros y revistas, ni en las tiendas de rega-
los. Al cabo de unos instantes dobló a la izquierda y se dirigió hacia una
puerta situada al extremo de la terminal. Súbitamente dio media vuelta
y retrocedió apresuradamente sobre sus pasos.
Casi chocó con la mujer, la cual le estaba siguiendo. Ésta se detuvo
bruscamente, sobresaltada, y se ruborizó. Luego echó a caminar por
un pequeño pasillo y desapareció tras la puerta de los servicios.
Yuri aguardó, pero la mujer no volvió a aparecer. Era evidente que no que-
ría que la viera ni la siguiera. Yuri sintió que el vello de la nuca se le
erizaba.
Decidió devolver la tarjeta de embarque y tomar otra ruta. Podía
dirigirse a Nueva Orleans a través de Nashville y Atlanta. Tardaría
más, pero les resultaría más difícil dar con él.
Entró en una cabina telefónica y envió un telegrama a su nombre
al Saint Regis, el cual, por supuesto, no recibiría nunca.
Este juego no le divertía en absoluto, aunque no era la primera vez
que le seguían. En cierta ocasión le había perseguido un joven armado
con una navaja; y se había visto envuelto en varias peleas cuando su
trabajo le había conducido a un tugurio de los barrios bajos o del
puerto. Una vez incluso lo había detenido la policía en París, pero al
final el asunto se había resuelto felizmente.
Con todo, no estaba acostumbrado a este tipo de cosas. No en-
tendía lo que estaba sucediendo.
Experimentaba una alarmante sensación, una mezcla de rabia y
desconfianza, de haber sido traicionado. Debía hablar con Aaron.
Pero no tenía tiempo de telefonearle ni quería agobiarlo con sus pro-
blemas. Deseaba reunirse cuanto antes con él para ayudarlo, no pre-
ocuparle con historias sobre persecuciones en el aeropuerto y su
conversación telefónica con una extraña en Londres.
Durante unos segundos se sintió tentado de llamar a la casa ma-
triz, exigir hablar con Anton y pedirle explicaciones.
Pero temía que fuera inútil.
Eso era lo peor. Desconfiaba de todo y de todos. Algo había su-
cedido. Algo había cambiado.
El avión estaba a punto de partir. Yuri echó un vistazo a su alre-
dedor, pero no vio a la mujer. Sin embargo, eso no significaba nada.
Al Fin decidió tomar el vuelo a Nueva Orleans tal como había pla-
neado.
Al llegar a Nashville envió un fax a los Mayores, a la casa matriz de
Amsterdam, explicándoles lo sucedido. «Volveré a ponerme en contac-
to con vosotros. Confiad en mi lealtad. No entiendo lo ocurrido. Exijo
una explicación acerca del motivo por el que me prohibisteis que habla-
ra con Aaron Lightner, quién es esa mujer de Londres y por qué me es-
tán siguiendo. No quiero malgastar mi vida. Estoy preocupado por
Aaron. Somos seres humanos. ¿Qué pretendéis de mí?»
Tras redactar el fax, lo leyó. Resultaba muy melodramático, muy
de su estilo, un estilo que hacía sonreír con benevolencia a sus supe-
riores y darle una palmadita en la cabeza. De pronto Yuri sintió náu-
seas.
Le entregó el fax al conserje del hotel, junto con veinte dólares de
propina, pidiéndole que no lo enviara antes de que hubieran transcu-
rrido tres horas. El conserje prometió cumplir sus instrucciones.
Cuando se disponía a tomar el avión de Atlanta vio de nuevo a la
mujer, vestida con la misma chaqueta de lana y fumando un cigarrillo,
junto al mostrador del aeropuerto, observándolo fijamente.
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«¿Qué es lo que me ha llevado a esta situación? ¿Acaso mi egoís-
mo, mi vanidad?», se preguntó, cerrando los ojos para no contemplar
aquella siniestra habitación blanca, aséptica. Pensó en Michael y pro-
nunció su nombre en la oscuridad, tratando de imaginarlo, de evocar
sus rasgos en la pantalla de su mente. ¡Michael, el arcángel!
Permaneció inmóvil, tendida en el sucio lecho, tratando de no lu-
char, de no ofrecer resistencia, de no gritar. Tenía las manos sujetas a
los extremos de la cabecera con unas tiras de cinta adhesiva. Había
renunciado a tratar de romper las ligaduras que la encadenaban a la
cama, bien por medio de la fuerza física o de sus poderes psíquicos,
unos poderes capaces de dañar irremisiblemente sus suaves y blandos
tejidos internos.
La noche anterior había conseguido liberar el tobillo izquierdo
del grillete que lo aprisionaba, formado también por una tira de cinta
adhesiva, lo cual le había permitido cambiar de posición y apartar la
sábana que la cubría, manchada de orines y vómitos.
Las sábanas extendidas debajo de su cuerpo estaban también as-
querosas. No recordaba cuántos días llevaba tumbada en aquel lecho.
¿Tres, cuatro? Tenía sed, pero no quería pensar en ello pues temía
volverse loca.
Probablemente hacía cuatro días que estaba ahí. Trató de recordar
cuánto tiempo podía subsistir un ser humano sin comida y agua.
Tenía que saberlo. Todos los neurocirujanos debían saber algo tan sencillo.
Pero como la mayoría de ellos no se dedicaban a atar a los pacientes a la
cama y mantenerlos cautivos durante varios días, no necesitaban info.-
marse sobre esas cosas.
Pensó en las heroicas historias que había leído, en los prodigiosos
relatos sobre gente que había conseguido resistir cuando otros morían
de hambre a su alrededor, que había recorrido muchos kilómetros
bajo una fuerte tormenta de nieve sin desfallecer. Voluntad no le fal-
taba, pero había perdido las fuerzas. Cuando él la ató al lecho se sentía
enferma. En realidad, no se encontraba bien desde que habían partido
juntos de Nueva York. Sentía náuseas, estaba mareada y le dolían
los huesos.
Al cabo de unos minutos se volvió, movió un poco los brazos ha-
cia arriba y hacia abajo, flexionó la pierna izquierda y trató de mover
la otra, preguntándose si sería capaz de sostenerse en cuando él
regresara y la liberara de las ataduras.
De pronto se le ocurrió una pregunta obvia: ¿Y si él no regresaba?
¿Y si decidía no volver para liberarla, o bien sucedía algo que se
lo impedía? Se comportaba como un ser enloquecido, embriagado por
todo cuanto veía, cometiendo una torpeza tras otra. En caso de que no
regresara, ella moriría irremediablemente.
Nadie daría con ella jamás.
Se hallaba en un lugar totalmente desierto. En una oficina situada
en un rascacielos rodeado de multitud de rascacielos -un «edificio
médico» sin alquilar que ella misma había elegido para ocultarse con
él, ubicado en el centro de la vasta y fea metrópoli sureña-, en una
ciudad rebosante de hospitales, clínicas y bibliotecas médicas donde
ambos se habían ocultado para llevar a cabo sus experimentos, como
dos hojas en un árbol.
Ella misma se había encargado de amueblar y acondicionar el edi-
ficio, y probablemente las luces de sus cincuenta pisos seguían encen-
didas, tal como las había dejado. La habitación en la que yacía estaba a
oscuras. Él había apagado la luz al marcharse, lo cual, a medida que
pasaban los días, resultó ser más un consuelo que una maldición.
Cuando empezó a oscurecer contempló los grises y monótonos
rascacielos a través de la ventana. A veces, los mortecinos rayos de sol
hacían que los plateados edificios de cristal relucieran como si estu-
viesen en llamas, mientras que las nubes se recortaban sobre un cielo
rojo rubí.
La luz, eso era por lo que siempre se guiaba. Al anochecer, cuando
se encendían en silencio las luces a su alrededor, se sentía más anima-
da. Tenía la impresión de que había personas cerca de ella, aunque no
fueran conscientes de su presencia. Cabía la posibilidad de que acu-
diera alguien. Era posible... Quizás hubiera alguien mirando a través
de la ventana de una oficina con unos prismáticos, aunque sabía que
no era probable.
Empezó a soñar de nuevo, a sentir el fondo del ciclo --«no me
importa»- y a imaginar que Michael y ella estaban juntos y paseaban
por unos campos en Donnelaith, mientras ella le explicaba lo que
veían. Era su mayor consuelo, al cual recurría cuando deseaba al mis-
mo tiempo sufrir, calibrar y rechazar cuanto le había sucedido.
«Cometí un error tras otro. Sólo tenía ciertas opciones. Pero mi
mayor error fue caer en el orgullo, pensar que era capaz de esto, que
saldría airosa de la empresa. Siempre ha sido culpa del orgullo. La his-
toria de las brujas Mayfair se basa en el orgullo. Pero este reto se me
presentó envuelto en los misterios de la ciencia. Tenemos un concepto
equivocado de la ciencia. Creemos que significa lo preciso, lo defini-
tivo, lo conocido; sin embargo, consiste en una angustiosa serie de
puertas que se abren a lo desconocido, a un espacio tan vasto como el
universo, infinito. Yo lo sabía, pero lo olvidé. Ése fue mí gran error.»
Vio la hierba, las ruinas, los altos y frágiles arcos grises de la cate-
dral irguiéndose en el valle, y tuvo la sensación de que estaba allí era
libre.
De pronto oyó un ruido que la sobresaltó.
Era la llave que giraba en la cerradura.
Permaneció inmóvil. Sí, alguien había abierto la puerta. Luego dis-
tinguió el ruido de sus pasos sobre las baldosas del suelo y le oyó silbar
una canción.
¡Gracias a Dios!
Otra llave. Otra cerradura. A continuación percibió su suave
y agradable fragancia mientras se aproximaba al lecho.
Trató de sentir odio, de ponerse tensa, de resistirse a la expresión de lástima
que se reflejaba en el rostro de él mientras la observaba
con sus hermosos ojos, levemente humedecidos. Tenía la barba y el bigote
negros y espesos, como los santos en los cuadros, y la frente ancha,
exquisitamente dibujada. Llevaba el cabello peinado hacia atrás,
con una raya en el centro.
Sí, era indudablemente un ser muy hermoso. Quizá no estaba ahí.
Quizá lo había soñado. Quizá todo eran imaginaciones suyas.
-No, amor mío, te quiero -murmuró él. ¿O acaso también
lo había soñado?
Al acercarse, ella contempló su boca. Parecía distinta.
Era algo más que la boca de un hombre, rosa y perfectamente formada, una boca
con personalidad que asomaba entre el oscuro y reluciente bigote y la riza-
da barba.
Cuando él se inclinó, sujetándola por los brazos y besándola en la
mejilla, ella se volvió. Luego le tocó los pechos con su enorme mana-
za, restregándole los pezones y haciendo que se estremeciera de dolor.
No, no estaba soñando. Eran las manos de él. En aquellos momentos
deseó perder el conocimiento, pero no pudo; estaba allí, impotente, a
merced de él.
Le avergonzaba sentir esa inusitada alegría por el hecho de que él
estuviera a su lado, estremecerse bajo sus caricias como si fuera su
amante en lugar de su carcelero, sentirse agradecida de que hubiera
regresado junto a ella.
-Amor mío -repitió él, apoyando la cabeza en su vientre, ro-
zando su suave piel con sus labios, sin hacer caso del
repugnante estado del lecho, tarareando y murmurando palabras
incomprensibles.
De pronto lanzó un alarido, se levantó de un salto y empezó
a bailar alrededor de la habitación, cantando y batiendo palmas.
Estaba como enloquecido. Ella le había visto hacerlo muchas veces,
pero jamás con tal entusiasmo. Era un espectáculo de lo más curioso.
Tenía los brazos largos y delicados, la espalda erguida; sus muñecas
parecían el doble de largas que las de un hombre normal.
Ella cerró los ojos, mientras él seguía bailando y brincando. Podía oír las
piruetas que realizaba sobre la alfombra y sus carcajadas.
«¿Por qué no me mata?», se preguntó.
Él guardó silencio y se inclinó sobre ella.
-Lo lamento, amor mío -dijo con su hermosa y profunda voz, una
voz acariciante como las que se pueden oír en la radio leyendo un pasaje de
las Sagradas Escrituras mientras conduces, solo y de noche, por la
carretera-. Lamento haberme retrasado. Emprendí una amarga y penosa
aventura. -Tras unos segundos empezó a hablar más deprisa-. Con pesar,
movido por el afán de descubrir nuevas experiencias, presencié la muerte.
Me sentía deprimido y desesperado...
Luego se puso a murmurar y a tararear, como solía hacer tras pronunciar
sus discursos, mientras se balanceaba sobre las puntas de los pies.
O quizás estuviera silbando a través de sus resecos labios.
A continuación se desplomó de rodillas, apoyó de nuevo la cabeza
en su cintura y la mano entre sus piernas, sobre su sexo, sin hacer caso
de la porquería del lecho, y besó la piel de su vientre.
-Cariño, amor mío.
-¡Deja que me levante de esta inmunda cama! -exclamó ella-. Mira lo que
me has hecho.
Luego calló y permaneció inmóvil, paralizada de rabia. Si le
golpeaba, sabía que él rompería a llorar y permanecería enfurruñado
durante horas. Era mejor guardar silencio, obrar con astucia.
Él la observó.
Luego sacó una pequeña navaja cuyo filo relucía como su dentadura en
la penumbra de la aséptica habitación, se inclinó sobre ella y cortó las
ataduras que la sujetaban al lecho.
Ella trató de mover los brazos, pero los tenía adormecidos. Tampoco era
capaz de alzar la pierna derecha.
De pronto sintió los brazos de él deslizándose por debajo de su
cuerpo para ayudarla a incorporarse. Se puso en pie y se apoyó sobre
su pecho, sollozando. Al fin estaba libre. Si tuviera fuerzas para ro-
dearle el cuello con las manos y...
-Te bañaré, amor mío. Pobrecita... -dijo él-. Mi pobre y ama-
da Rowan.
La sujetó por la cintura y empezaron a danzar describiendo círcu-
los, o puede que ella estuviera tan mareada que tenía la sensación
de que la habitación giraba a su alrededor. Luego entraron en el baño
y percibió el aroma del jabón, el champú y otros objetos, limpios y
fragantes.
Él la depositó en la fría bañera de porcelana y ella sintió el contacto del
chorro de agua caliente.
-No demasiado caliente -murmuró.
Durante unos instantes le pareció que los blancos y reluciente azulejos
del baño giraban a su alrededor. Luego se detuvieron bruscamente.
-No temas -respondió él.
Tenía los ojos más grandes, más brillantes, los párpados más defi-
nidos que la última vez que lo había observado, las pestañas más cortas,
aunque espesas y negras. Ella tomó mentalmente nota de todo, romo si
lo escribiera en un ordenador portátil. Temía morir y no poder transmitir
a nadie lo que había descubierto. Si el paquete no llegaba a manos
de Larkin...
-No te preocupes, amor mío -dijo él-. Debemos ser buenos el uno con el
otro. Debemos amarnos. Confía en mí. Volverás a amar-
me. No hay motivo para que mueras, Rowan. Deseo que me ames.
Ella yacía inerte como un cadáver, incapaz de moverse, mientras
dejaba que el agua caliente le lamiera el cuerpo. Él le desabrochó la
camisa, le quitó los pantalones y arrojó las ropas sucias a un rincón. Poco
a poco, el olor a porquería fue desvaneciéndose.
Al cabo de unos minutos Rowan consiguió alzar la mano derecha y trató
de bajarse las braguitas, pero no tenía fuerzas. Él regresó al dormitorio
y ella le oyó deshacer la cama y arrojar las sábanas, apelotonadas, al
suelo. Es asombroso la cantidad de sonidos que nuestra mente es
capaz de registrar. ¿Quién hubiera dicho que un objeto tan liviano
como una sábana pudiese hacer ruido? Y sin embargo ella recordaba
perfectamente haber percibido ese sonido una tarde, en su casa de California,
mientras su madre estaba cambiando las sábanas de la cama.
Había oído a su madre rasgar la funda de plástico, sacudir la sábana y
colocarla sobre la cama.
Rowan notó que se estaba deslizando y que el agua le llegaba a los
hombros. Pese a su debilidad, consiguió apoyar las manos en el
borde de la bañera e incorporarse.
De pronto lo vio junto a ella. Se había despojado de la
gruesa chaqueta y llevaba un sencillo jersey de cuello alto. Estaba muy
delgado, pero era fuerte y musculoso, sin el aire torpe y desgarbado de
las personas extremadamente altas y delgadas. Tenía el pelo tan largo
que le llegaba a los hombros. Era negro, como el de Michael, y onda-
lado. Al inclinarse sobre ella para acariciarla, Rowan observó sus hú-
medos rizos en las sienes y el brillo de su piel debido al vapor del agua.
Tras ayudarla a reclinarse en la bañera, sacó la navaja -ella se
sintió tentada de arrebatársela, pero no se atrevía-, cortó la cintura
elástica de sus braguitas, se las quitó y las arrojó al suelo. Luego se
arrodilló junto a la bañera.
A continuación empezó a cantar de nuevo, o a tararear -un extra-
ño sonido que a Rowan le recordaba el canto de las cigarras al atarde-
cer en Nueva Orleans-, mientras la miraba fijamente con la cabeza
ladeada.
Su rostro parecía más enjuto y alargado que días atrás, más adulto,
como si hubiera perdido la redondez típica de los bebés. Su nariz era
también más estrecha y afilada, con la punta redondeada. Pero su ca-
beza tenía el mismo tamaño, y su altura tampoco había sufrido nin-
guna variación. Rowan observó sus manos mientras estrujaba la toa-
llita, pero sus dedos no parecían más largos.
Se preguntó si se habría producido ya la oclusión de la fontanela
en el cráneo. Sospechaba que el crecimiento se había retardado, pero
no detenido.
-¿Adónde has ido? -le preguntó-. ¿Por qué me has dejado aban-
donada?
-Tú me obligaste -respondió él, suspirando-. Me odiabas. Que-
ría ver mundo, aprender cosas, construir mis sueños. No puedo soñar
si me odias y me gritas y me atormentas.
-¿Por qué no me matas?
Él la miró con tristeza y le pasó la toallita empapada en agua tibia
por el rostro y los labios.
-Te amo -contestó-. Te necesito. ¿Por qué no puedes aban-
donarte a mí? ¿Qué quieres de mí? El mundo pronto será nuestro y tú
serás mi reina, mi hermosa reina. Pero debes ayudarme.
-¿Ayudarte? -inquirió ella-. ¿En qué sentido?
Rowan lo miró con rencor, con rabia, tratando de activar un po-
der invisible y mortal que destruyera sus células, sus venas, su cora-
zón. Pero, por más que lo intentaba, no lo conseguía. Exhausta,
se reclinó en la bañera.
A lo largo de su vida había matado accidentalmente con su odio a
varios seres humanos, pero no podía destruirlo a él. Era demasiado
fuerte, las membranas de sus células demasiado resistentes; los osteo-
blastos giraban dentro de su organismo de forma acelerada, como
todo lo demás, defensiva y agresivamente. ¡Ojalá hubiera tenido la
oportunidad de analizar minuciosamente sus células!
-¿Eso es todo cuanto soy para ti? -preguntó él con voz tem-
blorosa-. ¿Un mero experimento?
-¿Y qué represento yo para ti? Me tienes prisionera, me dejas
abandonada durante días... No me pidas que te ame. Serías un imbécil
si lo hicieras. ¡Ojalá hubiera aprendido de ellos a ser una auténtica
bruja, a convertirme en lo que deseaban que fuera!
Él la miró en silencio, profundamente dolido, con los ojos llenos
de lágrimas. Su reluciente rostro enrojeció durante unos instantes y
sus puños se crisparon, como si se dispusiera a golpearla de nuevo,
aunque había jurado no volver a hacerlo.
A ella no le importaba que la golpeara. Eso era lo más triste. Las
fuerzas la habían abandonado y le dolía todo el cuerpo. ¿Podría esca-
par si consiguiera matarlo? Probablemente no.
-¿Qué quieres que haga? -preguntó él, inclinándose hacia de-
lante para besarla.
Ella apartó el rostro. Tenía el cabello mojado. Deseaba sumergirse
en el agua, pero temía no ser capaz de salir, de incorporarse de nuevo.
El estrujó la toallita con las manos y empezó a lavar todo s cuerpo,
desde la cabeza hasta los pies.
Ella estaba tan acostumbrada a su aroma que apenas lo percibía;
sólo notaba una cálida sensación y un intenso deseo de hacer el amor
con él.
-Devuélveme la confianza en ti, dime que me amas -le imploró
él-. Soy tu esclavo, no tu carcelero. Te lo juro, amor mío, mi amada
Rowan. Eres nuestra madre.
Ella no respondió. El se puso en pie.
-Voy a limpiarlo todo -dijo con orgullo, como un niño-. Lim
piaré y lo pondré todo en orden. Te he traído unas cosas. Ropa y flores.
Convertiré esto en nuestra madriguera secreta. He dejado los paque-
tes junto al ascensor. Cuando veas lo que he traído, te quedarás asombrada.
-¿Tú crees?
-Sí. Estoy seguro de que te alegrarás. Estás cansada y tienes ham-
bre. Te traeré algo de comer.
-Y cuando te marches de nuevo me atarás con una cinta de raso
blanca, ¿no es así? -replicó ella secamente, mirándolo con desprecio.
Luego cerró los ojos y se tocó la cara distraídamente. Sí, los mús-
culos y las articulaciones empezaban a responder de nuevo.
Cuando él se hubo marchado, Rowan se incorporó y empezó a
lavarse. El agua de la bañera estaba asquerosa. En la superficie flota-
ban unos fragmentos de excremento. Rowan sintió náuseas y se recli-
nó hacia atrás, tratando de dominarse. Luego se inclinó hacia delante,
con grandes esfuerzos, quitó el tapón para que se escurriera el agua y
abrió de nuevo el grifo con manos torpes y temblorosas.
Después se echó de nuevo hacia atrás, notó la fuerza del agua al
deslizarse a su alrededor, formando unas burbujas a sus pies, y respiró
profundamente, al tiempo que flexionaba los brazos y las piernas. El
murmullo del chorro de agua sofocaba los sonidos procedentes de la
habitación contigua. Rowan dejó que el agua caliente acariciara su
cuerpo, gozando de aquellos breves momentos de tranquilidad, quizá
los últimos de los que disfrutaría.
Los hechos se habían desarrollado de la siguiente forma:
Era el día de Navidad. Los rayos del sol se reflejaban en el suelo y
ella yacía sobre la alfombra china del salón, en un charco formado por
su propia sangre, mientras que él se hallaba sentado a su lado –recién
nacido, sin estar del todo formado-, observándola con estupor.
Claro que los bebés humanos nacen todavía menos formados que
él. Lo cierto es que estaba más formado que la mayoría de los bebés
humanos. Desde luego, no se trataba de un monstruo.
Ella le ayudó a caminar, maravillada de que fuera capaz de hablar
y de reírse. No es que las piernas no le sostuvieran, sino que le costaba
coordinar los movimientos. Parecía reconocer todos los objetos que
veía e incluso ser capaz de nombrarlos correctamente, tras haber su-
perado la conmoción. El color rojo lo confundía, casi lo horrorizaba.
Ella lo vistió con ropas sencillas, de tonos apagados, pues a él le
disgustaban los colores brillantes. Olía como un bebé recién nacido y
parecía un bebé recién nacido, excepto por el hecho de estar dotado de
una poderosa musculatura.
De pronto apareció Michael y ambos se enzarzaron en una vio-
lenta pelea.
Durante la pelea con Michael, ella observó cómo aprendía a es-
quivar los golpes, a coordinar los movimientos en lugar de saltar y
brincar como si estuviera embriagado, hasta que por fin consiguió
derribar a Michael con relativa facilidad.
Rowan estaba segura de que, de no haber conseguido apartarlo de
Michael, habría matado a éste. Tras no pocos esfuerzos, lo condujo
hasta el coche mientras sonaba la alarma, aprovechando el temor que
le inspiraba ese ruido y su estado de confusión. Él odiaba los ruidos
intensos.
Durante el trayecto hasta el aeropuerto no paró de hablar acerca
de cuanto veía, de lo que le aterraban los objetos afilados y punzantes,
de tener el mismo tamaño que otros seres humanos, de mirar por
la ventanilla del coche y toparse con la mirada de un extraño. Había
contemplado el mundo desde arriba, desde otro ámbito, e incluso des-
de dentro, pero pocas veces desde la perspectiva humana. Sólo cuando
poseía a un ser humano veía a las personas y los objetos desde ese
punto de vista, lo cual representaba para él un tormento: Excepto en el
caso de Julien. Pero ésa era otra historia.
Tenía una voz muy elocuente, parecida a la de Rowan y a la de
Michael, sin acento, la cual parecía otorgar a las palabras una dimen-
sión más lírica. Los ruidos hacían que se sobresaltara; con frecuencia
frotaba la chaqueta de Rowan para sentir su tacto; se reía continua-
mente.
Al llegar al aeropuerto, Rowan le rogó que dejara de olerle el pelo
y la piel y de intentar besarla. Al apearse del coche, ella observó que
caminaba perfectamente. Bajó la rampa corriendo, saltando alegre-
mente. Al percibir la música que emitía una radio, comenzó a balan-
cearse de un lado a otro siguiendo el ritmo, sumido en una especie de
trance que se repetiría con frecuencia.
Rowan había tomado el avión de Nueva York porque era el pri-
mero que partía. Habría ido a cualquier sitio con tal de salir de allí.
Estaba aterrada; deseaba protegerlo contra todo y contra todos hasta
conseguir tranquilizarlo y poder conocerlo más a fondo; experimen-
taba un sentimiento posesivo hacia él y se sentía excitada, temerosa
pero llena de ambiciosos proyectos.
Había parido a ese ser; lo había creado. No permitiría que se lo
arrebataran, que lo encerraran en algún lugar. No obstante, sabía que
no pensaba con cordura. Estaba enferma, débil a causa del laborioso
parto. Al subir al avión él la agarró de la mano y empezó a murmurarle
al oído, comentando apresuradamente todo cuanto veía y haciendo
frecuentes referencias a cosas que habían sucedido en el pasado.
-Lo reconozco todo. Recuerdo que Julien dijo que ésta era la era
de los prodigios, y predijo que las máquinas que los humanos consi-
deraban esenciales no tardarían en quedar anticuadas. «Los mismos
buques de vapor -me dijo- han dado paso a los ferrocarriles, y
ahora la gente conduce automóviles.» Lo sabía todo; le habría entu-
siasmado viajar en este avión. Sé cómo funciona el motor... El com-
bustible se transforma de un líquido gelatinoso en un vapor y...
No paraba de hablar atropelladamente. Rowan trató de aplacarlo,
pero sin éxito. Al final le pidió que anotara sus impresiones en un pa-
pel, pues estaba agotada y no alcanzaba a comprender lo que decía. Él
confesó que no sabía escribir; no era capaz de controlar el bolígrafo.
Pero sabía leer, y devoró ávidamente cuantos periódicos y revistas ca-
yeron en sus manos.
En Nueva York pidió un magnetófono. Mientras ella dormía en la
suite del Helmsley Palace, él se paseaba arriba y abajo, flexionando las
rodillas y gesticulando mientras hablaba por el magnetófono:
-Siento con toda claridad el discurrir del tiempo, como si antes
de que se inventaran los relojes ya existiera una especie de tictac, un
sistema natural de medirlo, acaso conectado con nuestro ritmo vital,
nuestro corazón y nuestra respiración. Hasta el más pequeño cambio
de temperatura me afecta; aborrezco el frío. No sé si tengo hambre o
no. Pero Rowan debe comer, Rowan está débil y huele mal...
Al despertarse, Rowan sintió unas sensaciones eróticas mientras
unos labios succionaban con fuerza su pezón derecho. Lanzó un grito
de dolor y, al abrir los ojos, vio que él tenía la cabeza apoyada en su
pecho y la mano sobre su vientre. Rowan se palpó el seno izquierdo y
notó que estaba lleno de leche y duro como una piedra.
Durante unos instantes sintió miedo y deseos de gritar pidiendo
auxilio. Luego lo apartó suavemente, asegurándole que encargaría algo
de comer para los dos. Después de llamar al servicio de habitaciones,
se dispuso a hacer otra llamada.,
-¿A quién vas a telefonear? -inquirió él. Su rostro de bebé
parecía algo más afilado y sus azules ojos menos redondos, como si
los párpados se hubieran alargado y ofrecieran un aspecto más na-
tural-. No llames a nadie -dijo, arrebatándole el teléfono de las
manos.
-Quiero saber cómo está Michael.
-Eso no importa. ¿Adónde quieres que vayamos? ¿Qué quieres hacer?
Ella estaba tan cansada que apenas podía mantener los ojos abier-
tos. Él la cogió en brazos y la llevó al cuarto de baño, diciendo que iba
a lavarla para eliminar el olor del parto y de Michael. Especialmente el
olor de Michael, su «involuntario» padre. Michael, el irlandés.
Durante unos breves momentos, mientras se hallaban sentados en
la bañera, el uno frente al otro, ella se sintió alarmada. Le parecía como
si aquel ser fuera el verbo hecho carne, en el sentido estricto del térmi-
no, con su rostro redondo, pálido y teñido de un saludable tono rosa-
do, como el de un bebé, mirándola asombrado mientras vil sus labios se
dibujaba una sonrisa angelical. Rowan sintió de nuevo deseos de gritar
pidiendo auxilio.
No tenía vello en el pecho. Al fin les trajeron la comida, pero él
quería seguir mamando. La sujetó con fuerza, en la bañera, mientras le
succionaba el pezón hasta hacerla gemir de dolor.
Ella le pidió que se detuviera por miedo a que los camareros oye-
ran sus gemidos. Él esperó a que éstos hubieran abandonado la habi-
tación y luego comenzó a succionarle el otro pecho. Rowan sintió una
intensa sensación en los pezones, entre agradable y dolorosa, y le rogó
que no la lastimara.
De pronto, él se levantó en la bañera y ella observó que tenía el
miembro duro y levemente curvado. Él le tapó la boca y le introdujo
el miembro entre las piernas. Pese a que aún le dolía la vagina a con-
secuencia del reciente parto, Rowan lo abrazó con fuerza, estreme-
ciéndose de placer.
Más tarde permanecieron tendidos en el suelo, cubiertos con unos
albornoces, e hicieron de nuevo el amor. Cuando terminaron, él se
tumbó de espaldas y le habló de las tinieblas, de la sensación de estar
perdido. Del cálido resplandor de Mary Beth, el ardiente fuego de
Marie Claudette, el reconfortante calor que irradiaba Angélique y el
rutilante destello de Stella, sus brujas. Le explicó que cuando abrazaba
a Suzanne la sentía temblar de gozo, pero que con ella, con Rowan,
experimentaba una sensación distinta, infinitamente más dulce y po-
derosa. Afirmó que valía la pena morir con tal de saborear los placeres
carnales.
-¿Crees que morirás como todo el mundo? -le preguntó ella.
-Sí -contestó él.
Tras guardar silencio unos instantes se puso a cantar y tararear;
mejor dicho, a emitir un extraño sonido que era una combinación de
ambas cosas. Engulló todo lo que era blando y líquido, como el puré
de patatas y la mantequilla, y bebió agua, pero rechazó la carne.
-Comida de bebés -dijo, soltando una risotada.
Rowan examinó su dentadura. Era perfecta; tenía el mismo nú-
mero de dientes que un adulto. Observó que no tenía una sola caries y
que su lengua presentaba un aspecto limpio y suave. Al cabo de unos
minutos él protestó, diciendo que se asfixiaba y que necesitaba respi-
rar, y abrió la ventana de par en par.
-Háblame de las otras -le pidió ella.
Él puso en marcha el magnetófono. Había comprado un montón
de cintas en la tienda del aeropuerto. Estaba preparado. Conocía per-
fectamente su mecanismo, tanto interno como externo. Muy pocos lo
conocían.
-Háblame de Suzanne y Donnelaith.
-Donnelaith... -repitió él.
Súbitamente rompió a llorar, diciendo que no recordaba nada de
cuanto había sucedido con anterioridad, sólo el dolor, y a unos seres
sin rostro que aguardaban en una antecámara. Cuando Suzanne pro-
nunció su nombre éste no era más que una palabra carente de signi-
ficado: ¡Lasher! ¡Lasher! Quizás una confluencia de sílabas que no es-
taban destinadas a ser esa palabra. Pero él la había reconocido, como si
hubieran pulsado un resorte en su interior que había olvidado que
poseía, y había «cobrado vida» ante ella, haciendo que el viento so-
plara con fuerza a su alrededor.
-Deseaba que fuera a las ruinas de la catedral. Quería que viera
las hermosas cristaleras. Pero no podía decírselo. Y las cristaleras ha-
bían desaparecido.
-Explícamelo despacio.
Pero él no lograba descifrar aquel enigma.
-Ella me ordenó que hiciera que la mujer enfermara. Yo la obe-
decí. Comprobé que era capaz de hacer que las cosas saltaran por los
aires, de brincar y golpear el tejado. Era como alcanzar una luz al final
de un largo y estrecho pasadizo. Ahora, sin embargo, me da miedo,
percibo su sonido, su olor... Recita unos versos. Quiero ver algo rojo.
¿Cuántos tonos de rojo hay aquí?
De pronto se puso a andar a gatas por toda la habitación, observan-
do los colores de la alfombra y los muebles. Tenía los muslos fuertes y
blancos, y los brazos extraordinariamente largos. Pero cuando estaba
vestido la longitud y la delgadez de sus extremidades quedaban más
disimuladas.
Hacia las tres de la mañana Rowan consiguió escapar sola al baño;
ésa era su mayor aspiración; gozar de unos instantes de intimidad. En
ocasiones, en París, soñaba con disponer de un baño propio donde él
no pudiera entrar o permanecer fuera, pegado a la puerta, espiándola
y obligándola a confesar que seguía allí, que no se había fugado a tra-
vés de la ventana. Al día siguiente, él le dijo que buscaría a un hombre
que se le pareciera y se apoderaría de su pasaporte.
-¿Y si no tiene pasaporte? -preguntó ella.
-Aquí viven muchos hombres que viajan constantemente, ¿no es
así? Pues iremos al lugar donde acuden a solicitar el pasaporte. Espera-
remos pacientemente hasta dar con una víctima propicia, como suele
decirse, y le arrebataré el pasaporte. Es muy sencillo. A veces los huma-
nos no sois tan inteligentes como creéis.
Fueron a la oficina de pasaportes y esperaron fuera hasta que apa-
reció un hombre alto. Lasher le interceptó el paso, mientras Rowan
presenciaba aterrada la escena. Pero nadie reparó en ellos. Las calles
estaban atestadas de gente y Lasher se quejó del ruido del, tráfico, di-
ciendo que le producía jaqueca. Hacía un frío intenso. Lasher agarró al
hombre de la solapa, lo metió en un portal y le arre4ható el pasaporte.
Así de sencillo. No se ensañó con él, simplemente lo «redujo», según
dijo, y se apoderó de su pasaporte.
Frederick Lamarr, de veintiséis años, residente en Manhattan.
La fotografía guardaba bastante parecido con Lasher y después de
que éste se hubo cortado un poco el pelo, nadie habría adivinado que
no eran la misma persona.
-Quizás hayas matado a ese hombre -dijo Rowan.
-Los seres humanos no me inspiran ningún sentimiento especial.
¿Acaso no soy yo mismo un ser humano? -respondió él, rascándose
la cabeza con aire perplejo.
Acto seguido echó a andar por la acera volviéndose cada dos por
tres para cerciorarse de que ella le seguía, aunque afirmó que había
captado su aroma y que no tardaría en darse cuenta si trataba de huir o
si el gentío les obligaba a separarse. Dijo que intentaba recordar más
cosas sobre la catedral. Que Suzanne se negó a ir, pues las ruinas le
infundían pavor. Era una muchacha patéticamente ignorante. El valle
estaba desierto. Charlotte sabía escribir. Charlotte era mucho más
fuerte que Suzanne y Deborah.
-Mis brujas... -dijo-. Las cubrí de oro. Cuando aprendí cómo
conseguirlo, les di todo el oro que pude encontrar. Era feliz de estar
vivo, de sentir la tierra bajo mis pies, de alzar los brazos y sentir la
fuerza de la gravedad.
Una vez en el hotel, Lasher prosiguió su detallada cronología.
Describió a todas las brujas, desde Suzanne hasta Rowan, incluyendo,
curiosamente, a Julien. Eso hacía que sumaran catorce. Rowan no le
comentó ese detalle, pues el número trece parecía poseer un impor-
tante significado para él. Lo había mencionado reiteradamente, al con-
tar que había dejado preñadas a trece brujas confiando en que una de
ellas fuera lo suficientemente fuerte para parir un hijo suyo, como si
Michael no hubiera tenido nada que ver, como si él fuera su propio pa-
dre. De vez en cuando intercalaba unas extrañas palabras: maleficium,
ergot, belladonna. En un momento dado incluso se puso a hablar
en latín.
-¿A qué te refieres? -preguntó ella-. ¿Por qué crees que fui capaz de parirte?
-No lo sé -respondió él.
Al anochecer, tras conversar largo rato, Rowan comprendió que
su relato carecía de todo sentido de la proporción. Lasher era capaz de
describir detallada y minuciosamente, durante cuarenta y cinco mi-
nutos, todos los colores que solía lucir Charlotte, las tonalidades de
las livianas sedas, y sin embargo despachar con un par de frases la
vida de la familia desde Santo Domingo hasta América.
Cuando ella le interrogó sobre la muerte de Deborah, él rompió
a llorar y se negó a responder.
-De uno u otro modo, he causado un grave daño a todas mis
brujas, salvo a las más fuertes, las cuales me azotaron y me obligaron a
que las obedeciera.
-¿A quiénes te refieres? -inquirió Rowan.
-Marguerite, Mary Beth y Julien. ¡Maldito sea Julien! –exclamó
Lasher. Tras lanzar una risotada, se puso en pie de un salto y empezó
a imitar a Julien, fingiendo hacerse un nudo corredizo en una corbata
de seda como un perfecto caballero, ponerse el sombrero para salir,
cortar el extremo del puro y colocarlo entre sus labios.
Fue una actuación espectacular en la cual se convirtió en otro ser.
Incluso pronunció unas palabras en francés con acento lánguido.
-¿Qué es un nudo corredizo? -preguntó ella.
-No lo sé -confesó Lasher-, pero hace un momento lo sabía.
Yo me apoderaba de su cuerpo. A él le gustaba que lo hiciera; a las
otras, en cambio, no. Defendían celosamente sus cuerpos, prefiriendo
que poseyera a las personas que temían, a las que deseaban castigar o
manipular.
Lasher se sentó y trató de nuevo de escribir unas palabras en el
papel del hotel. Luego se arrojó sobre Rowan y se puso a mamar pri-
mero de un pecho y luego de otro. Al cabo de un rato ambos se que-
daron dormidos. Al despertarse, Rowan sintió que él la peentraba
y experimentó un intenso y prolongado orgasmo, como los que so-
lía experimentar cuando estaba tan agotada que casi no podía alcan-
zarlos.
A medianoche tomaron el avión que partía hacia Francfort, el pri-
mero que atravesaba el Atlántico.
Rowan temía que el hombre al que Lasher le había robado el pa-
saporte hubiera denunciado su sustracción, pero él la tranquilizó di-
ciendo que los seres humanos no eran muy inteligentes, que la ma-
quinaria de los viajes intercontinentales se movía lentamente. No era
como el viejo mundo de los espíritus, donde las cosas o bien se mo-
vían a la velocidad de la luz o bien permanecían inmóviles. Antes de
colocarse los auriculares Lasher vaciló unos minutos.
-La música me da miedo -dijo.
Al fin decidió colocárselos y se instaló cómodamente en el asien-
to, siguiendo el ritmo de la música con los dedos y con la mirada fija
en el vacío, como si lo hubieran dejado inconsciente de un puñetazo.
De hecho, la música lo tenía tan fascinado que no bebió un sorbo de
agua ni probó bocado hasta que aterrizaron.
Permaneció sumido en el más absoluto mutismo durante todo el
viaje. Cuando Rowan trató de levantarse para ir al servicio, él le aga-
rró la mano para impedir que se moviera. Al fin, ella consiguió sol-
tarse. Cuando regresó a su asiento lo vio de pie en el pasillo, cruzado
de brazos, con los auriculares puestos, golpeando el suelo con el pie al
son de la música y sonriendo como un imbécil. Después de que ambos
hubieron ocupado de nuevo sus asientos, ella se cubrió con la manta y
se quedó dormida.
Desde Francfort volaron a Zurich. Él la acompañó al banco. Ella
estaba débil y mareada, tenía los pechos llenos de leche y le dolían
constantemente.
Rowan realizó las gestiones en el banco con rapidez y eficacia. Ni
siquiera se le había ocurrido fugarse. En aquellos momentos lo único
que le preocupaba era que nadie averiguara su paradero.
Ordenó las transferencias de grandes sumas de dinero a unas cuen-
tas en Londres y París, a fin de evitar que les siguieran la pista.
-Vamos a París -dijo-, porque cuando reciban esas órdenes
empezarán a buscarnos.
Al llegar a París, Rowan observó por primera vez que a Lasher le
había crecido un poco de vello en el vientre, alrededor del ombligo y
en torno a los pezones. Ella seguía dándole de mamar; tenía los pechos
menos doloridos y experimentaba un placer increíble cuando él le
succionaba los pezones, mientras su suave cabello le hacía cosquillas
en el vientre y los muslos.
Él sólo comía cosas blandas, aunque lo único que deseaba era la
leche de ella. No obstante, Rowan le obligaba a comer porque creía que
su cuerpo necesitaba nutrirse adecuadamente. En ocasiones se pregón-
taba si su debilidad no se debería al hecho de darle de mamar. Sabía que
las madres que amamantan a sus hijos suelen sentirse débiles y apáticas.
Por aquel entonces había empezado a notar ciertos dolores.
Cuando le pidió que le hablara sobre una época anterior a las bru-
jas Mayfair, sobre cosas remotas, él le habló del caos, de las tinieblas,
de espacios infinitos. Le dijo que no poseía una memoria organizada,
que su conciencia había comenzado a organizarse con..., con...
-Suzanne -dijo Rowan.
Él la miró sorprendido y asintió. Acto seguido recitó los nombres
de todas las brujas Mayfair: Suzanne, Deborah, Charlotte, Jeanne
Louise, Angélique, Marie Claudette, Marguerite, Katherine, Julien,
Mary Beth, Stella, Antha, Deirdre y Rowan.
Lasher la acompañó a las oficinas locales del Banco Suizo, donde
ella ordenó que le enviaran más fondos a través de Roma y Brasil. Los
empleados del banco se mostraron muy amables y diligentes. Luego
se dirigieron a un bufete de abogados recomendado por el banco,
donde Lasher observó y escuchó pacientemente mientras ella dictaba
sus instrucciones, que consistían en la cesión a Michael de la casa de la
calle Primera y de la cantidad de dinero del legado que él deseara.
-Espero que no le hayas cedido la casa para siempre –protestó
él-. Algún día tú y yo viviremos allí, ¿no es cierto?
-De momento eso es imposible.
¡Había estado ciega!
Los abogados guardaron un respetuoso silencio mientras ponían
en marcha los ordenadores y transmitían los datos que Rowan les ha-
bía facilitado. Al cabo de un rato le confirmaron que, en efecto, Mi-
chael Curry, residente en Nueva Orleans, se hallaba en la unidad de
cuidados intensivos del hospital Mercy, pero estaba vivo.
Lasher la observó mientras ella agachaba la cabeza y lloraba sua-
vemente. Una hora después de haber abandonado el bufete de aboga-
dos, él le ordenó que se sentara en un banco de las Tullerías y aguar-
dara unos instantes.
Al cabo de un rato, regresó con dos nuevos pasaportes. Le dijo
que podían mudarse de hotel y adoptar unas identidades diferentes.
Ella estaba mareada y le dolía todo el cuerpo. Cuando llegaron al se-
gundo hotel, el espléndido Georges V, Rowan se tumbó en el sofá de
la suite y durmió varias horas seguidas.
¿Cómo iba a estudiarlo? El problema no era el dinero, sino la falta
de equipo. Necesitaba ayudantes, programas electrónicos, escáners
para explorar su cerebro y demás instrumental.
Él la acompañó a comprar unas agendas. Rowan observó que se
habían operado unos leves cambios en él. En sus nudillos habían apa-
recido unas arrugas, y sus uñas parecían más fuertes, aunque seguían
siendo de color carne. Tenía los párpados algo más caídos, lo cual le
daba un aspecto más maduro, y le creció el bigote
y la barba.
Rowan solía tomar nota de todo ello en las agendas, utilizando
una complicada jerga científica, hasta que estaba demasiado cansada
para seguir escribiendo. Escribió que él se quejaba siempre de que le
faltaba aire, de su manía de abrir las ventanas en todas partes, que a
veces, mientras dormía, le sudaba la cabeza, que la fontanela todavía
no se había cerrado, que seguía exigiendo que le diera de mamar y que
ella se sentía agotada.
Al cuarto día de haber llegado a París, Rowan insistió en que fue-
ran a un importante hospital situado en el centro de la ciudad. Al
principio él se negó a ir, pero ella acabó convenciéndole, diciendo que
así tendría ocasión de comprobar lo estúpidos que eran los seres hu-
manos y que se divertirían fingiendo ser unos pacientes.
-Tenías razón, es muy divertido. Ya le he cogido el tranquillo
dijo Lasher en tono triunfal, como si esa palabra tuviera un signi-
ficado especial para él. Era muy aficionado a soltar ese tipo de frases-.
Ya puedes salir, no hay moros en la costa. ¡Esto es divertidísimo!
A veces se ponía a recitar versos cómicos que había oído:
Madre, ¿puedo ir a nadar?
Sí, querida.
Cuelga la ropa en una rama,
pero no se te ocurra meterte en el agua.
Esas cosas le hacían reír a carcajadas. Le explicó a Rowan que esos
versos se los había enseñado Mary Beth, o Marguerite. Stella le había
enseñado un trabalenguas: «El cielo está enladrillado, ¿quién lo des-
enladrillará? El desenladrillador que lo desenladrille, buen desenla-
drillador será». Lo recitó tan rápidamente que ella casi no captó
las palabras.
Para entretenerlo, Rowan le proponía divertidos juegos verbales.
Cuando pronunciaba frases extrañamente construidas, como: «Tira
un beso desde la ventana a mamá», él se echaba a reír como un loco.
También le gustaban las aliteraciones, como esta canción: «Luna lu-
nera, cascabelera, debajo de la cama tienes la cena».
Lasher la escuchaba embelesado, observando atentamente sus la-
bios o poniéndose a bailar mientras los recitaba. Había un verso que le
obsesionaba: «La señora Zorra está muy solita, grande es su pena y no
se le quita. Toda la noche sin cesar lloró, pues el señor Zorro ha
poco murió».
Le dijo a Rowan que cuando habitaba en el mundo de los espíritus
la música le deleitaba. En ocasiones, el único sonido que percibía de los
humanos era una música. Le explicó que Suzanne solía cantar mientras
trabajaba. De vez en cuando Lasher soltaba unas frases en gaélico, pero
en realidad no sabía lo que querían decir. Luego, tan pronto como las
había pronunciado las olvidaba. En cierta ocasión se puso a recitar unos
versos en latín, pero más tarde, cuando quiso volver a recitarlos, no consiguió
recordarlos.
A veces se despertaba por las noches empapado en sudor, mur-
murando algo sobre la catedral, sobre alguna cosa que había sucedido
allí. Un día le dijo a Rowan que debían ir a Escocia.
-Julien estaba empeñado en averiguar esas cosas. Decía cosas in-
comprensibles que yo negaba. Soy Lasher. Soy el verbo hecho carne.
Soy el misterio. He penetrado en el mundo y debo sufrir las conse-
cuencias de la carne, aunque las desconozco. ¿Qué soy yo?
Presentaba un aspecto un tanto extravagante, pero no monstruo-
so. Tenía el cabello largo y lo llevaba suelto. Se ponía un sombrero
negro calado hasta las cejas, y las ceñidas chaquetas y pantalones ne-
gros que lucía le daban el aspecto de un joven bohemio, de un acólito
de David Bowie, el ídolo de la música rock. La gente respondía a su
alegría, a sus cándidas preguntas, a su talante espontáneo y a menudo
exuberante. Le gustaba conversar con extraños, a quienes formulaba
todo tipo de preguntas. Tenía un leve acento francés, aunque cuando
hablaba con Rowan se expresaba en un inglés fluido.
Si ella trataba de llamar por teléfono por la noche, él se desperta-
ba de inmediato y le arrancaba el auricular de las manos. Cuando ella
intentaba salir sigilosamente, él se lo impedía. Siempre se alojaban
en hoteles cuyos cuartos de baño carecían de ventanas. Arrancaba el
teléfono del baño. No la dejaba sola un instante, salvo cuando ella
conseguía encerrarse en el baño antes de que él llegase a la puerta del
mismo.
-Debo telefonear para averiguar cómo está Michael -le dijo ella
un día.
Él le asestó una bofetada, derribándola sobre el lecho y dejándole el
rostro señalado. Luego se tumbó junto a ella, llorando, y comenzó a
chuparle los pezones y a acariciarla, hasta que la penetró. Le besó la
olorida mejilla y ella sintió que alcanzaba el orgasmo aunque él ya se
había retirado. Enloquecida de placer, permaneció tendida con los pu-
ños crispados y las piernas encogidas, como si estuviera muerta.
Por las noches él le hablaba de los tiempos en que estaba muerto y
perdido.
-Cuéntame tus primeras impresiones.
El respondió que su primer recuerdo era que no existía el tiempo.
-¿Qué sentías por Suzanne? ¿Amor?
Tras vacilar unos instantes, él respondió que más bien era odio.
-¿Odio? ¿Por qué?
Lasher respondió que no lo sabía. Luego miró por la ventana y dijo
que los seres humanos le irritaban. Eran torpes, estúpidos e incapaces
de procesar datos en su cerebro como hacía él. En ocasiones había
hecho el imbécil por los seres humanos, pero no volvería a hacerlo.
-¿Qué tiempo hacía la mañana en que murió Suzanne? -pre-
guntó ella.
-Lluvioso, frío. Llovía tanto que creyeron que tendrían que
suspender la ejecución. Pero a mediodía el cielo se había despejado y
la aldea estaba preparada -contestó Lasher. Parecía perplejo.
-¿Quién era el rey de Inglaterra en aquella época? –preguntó
Rowan.
Él meneó la cabeza. No tenía la menor idea. Ella le preguntó a
continuación qué era la doble hélice. Él describió rápidamente las dos
cadenas de cromosomas que contienen el ADN en una doble hélice,
nuestros genes. Rowan comprendió que utilizaba las palabras fue ella
misma había leído en un libro de texto y memorizado para un examen
en la escuela. Las pronunció con cierta cadencia, como si fuera preci-
samente eso lo que había permitido que éstas quedaran grabadas en su
mente, suponiendo que poseyera una mente similar a la humana.
-¿Quién creó el mundo? -preguntó ella.
-Lo ignoro. ¿Acaso tú lo sabes?
-¿Existe un Dios?
-Probablemente no. Pregúntaselo a otros. Es un gran misterio,
imposible de desentrañar. No, estoy seguro de que Dios no existe.
Acudieron a varias clínicas, en las cuales, vestida con la bata blan-
ca de rigor y expresándose con autoridad, Rowan obtuvo unas mues-
tras de su sangre -mientras él no cesaba de protestar-, sin que el
personal de los laboratorios sospechara que ella no trabajaba ahí ni
estaba realizando una labor especial. En una de las clínicas pasó varias
horas analizando las muestras de sangre a través del microscopio y
anotando minuciosamente sus hallazgos; pero no disponía de los pro-
ductos químicos ni del material necesario.
No podía obtener unos resultados satisfactorios con unos instru-
mentos tan rudimentarios. Se sentía frustrada. «Ojalá estuviera en el
Instituto Keplinger -pensó-. Ojalá pudiera regresar con él a San
Francisco y analizar las muestras en el laboratorio genético del Insti-
tuto.» Pero era imposible.
Una noche, Rowan se levantó para bajar al vestíbulo y comprar
un paquete de tabaco. Él la atrapó cuando se disponía a bajar la es-
calera.
-No me pegues -dijo ella. Sentía una rabia terrible y profunda
como jamás había sentido, una rabia que en el pasado había provo-
cado la muerte de otros seres humanos.
-No dejaré que hagas más experimentos conmigo, madre -replicó él.
Ella perdió los nervios y le propinó una bofetada. Él la miró, do-
lido, y rompió a llorar. Estuvo un buen rato sollozando, sentado en
una silla y balanceándose de un lado a otro. Para consolarlo, ella le
cantó una canción.
En Hamelín, hace muchos años,
nadie se sentía feliz, no, no, no.
Su hermosa ciudad estaba infestada de ratas.
Devoraban la comida de platos y bandejas,
y bebían la sopa de las soperas.
Incluso construían sus nidos en los sombreros de la gente.
Luego permaneció sentada en el suelo junto a él, observándolo
mientras yacía en la cama, con los ojos abiertos. Tenía un aspecto muy
extraño, con su largo y negro cabello, su barba y su bigote incipientes,
sus manos suaves como las de un bebé, aunque grandes y dotadas de
unos pulgares bien formados, pero más largos que los normales. Rowan
se sentía confundida, débil. Hacía días que no comía.
Él encargó que le subieran algo de comer, diciendo que debía
alimentarse adecuadamente. Luego se arrodilló entre sus piernas,
le rasgó la blusa de seda, le estrujó el pezón para que brotara la leche
y comenzó a mamar con avidez.
En otras instituciones médicas, Rowan consiguió acceder al depar-
tamento de rayos X y realizar en dos ocasiones una exploración com-
pleta del cerebro de Lasher, ordenando que todos salieran del labora-
torio. Pero había unos aparatos que ella no podía manejar y otros que
no sabía cómo funcionaban. Entonces ordenó a otras personas que la
ayudaran. Pasaba por ser la doctora Rowan Mayfair, neurocirujana.
Cuando estaba entre extraños fingía ser una especialista que había acu-
dido a visitar el hospital y cuyas instrucciones eran prioritarias...
No tenía reparos en utilizar gráficos, teléfonos y demás instru-
mentos cuando los necesitaba. Estaba resuelta a llevar adelante sus
experimentos. Estudió detenidamente las radiografías del cráneo y las
manos de Lasher.
Le midió la cabeza y palpó la suave membrana que cubría el cen-
tro de su cráneo -la fontanela-, la cual era mayor que la de un bebé.
Habría podido aplastarla con el puño.
Poco a poco, él empezó a escribir con mayor fluidez, especial-
mente cuando utilizaba una pluma de punta fina que se deslizaba
fácilmente sobre el papel. Compuso el árbol genealógico de los May-
fair, incluyendo a miembros de la familia que Rowan ni siquiera co-
nocía, trazando linajes desde Jeanne Louise y Pierre, cuya existencia
ella ignoraba. Él le pidió que le dijera lo que había leído en el informe
Talamasca. Su letra cambió de la noche a la mañana, pasando de ser
una caligrafía redonda, infantil y torpe a una letra alargada y sesgada.
Escribía a tal velocidad que ella no conseguía seguir con la vista la for-
mación de las letras. También empezó a cantar de forma extraña,
como si silbara, produciendo un sonido similar al que emiten ciertos
insectos.
Él le pedía continuamente que le cantara una canción. Ella le can-
taba numerosas canciones para complacerle, hasta que se quedaba dor-
mida.
Un día apareció un hombre alto y delgado,
el cual le dijo al alcalde:
«Yo tengo el remedio.
Libraré a vuestra ciudad de todas las ratas,
pero deberéis pagarme bien por mis servicios.»
El alcalde se puso a saltar de alegría y respondió:
«Pídeme lo que quieras.»
Lasher la escuchaba desconcertado, como si no recordara la can-
ción que ella le había cantado hacía unos días.
-No, no, repítela otra vez:
El hombre del bosque me preguntó:
«¿Cuántas fresas crecen en el mar?»
Yo me apresuré a contestarle:
«Tantas como arenques en el bosque.»
Rowan se sentía cada vez más agotada. Había perdido mucho pe-
so. Cuando se miraba en el espejo del vestíbulo se alarmaba.
-Es preciso que encuentre un lugar tranquilo, un laboratorio
donde pueda trabajar en paz -dijo-. Estoy cansada, veo visiones.
Cuando se sentía exhausta, el terror hacía presa en ella. ¿Dónde
estaba? ¿Qué sería de ella? No hacía más que pensar en él. «Estoy
perdida -se dijo-. Es como si estuviera drogada, dominada por una
obsesión.» Pero tenía que estudiarlo, averiguar cómo era. En medio
de sus peores temores comprendió que se había vuelto muy protec-
tora y posesiva respecto a él, y que se sentía poderosamente atraída
por ese ser.
¿Qué sería de él si lograban atraparlo? Había cometido varios de-
litos. Había robado e incluso matado para obtener los pasaportes. Ella
lo ignoraba; era incapaz de pensar con claridad. Ansiaba encontrar un
pequeño laboratorio donde trabajar tranquilamente, o regresar con él
a San Francisco. Si pudiera ponerse en contacto con Mitch Flanagan...
Pero no podía llamar al Instituto Keplinger.
Hacían el amor con menos frecuencia. Él seguía mamando de sus
pechos, aunque a intervalos más irregulares. Descubrió las iglesias de
París, las cuales le hacían sentirse perplejo, nervioso e irritado. Exa-
minaba detenidamente las vidrieras, alzando la mano para tocarlas.
Contemplaba con odio y rencor las imágenes de los santos y el taber-
náculo.
Afirmó que la catedral que recordaba no era así.
-Seguramente te refieres a la catedral de Donnelaith. Pero esta-
mos en París.
Él se volvió bruscamente hacia ella y respondió:
-La quemaron
Insistió en asistir a una misa católica. Un día la sacó de la cama
antes del amanecer y fueron a oír misa en la iglesia de la Madeleine.
Hacía mucho frío en París. Rowan no conseguía trabajar sin que él
la interrumpiera constantemente. A veces perdía la noción del tiempo.
Él la despertaba para que le diera de mamar, o haciéndola el amor
violentamente -aunque le proporcionaba un gran placer hasta que ella
volvía a caer dormida. En otras ocasiones la despertaba para darle de
comer, hablando sobre algo que había visto en la televisión, o sobre las
noticias, o sobre algún objeto que había llamado su atención. Cada vez
le costaba más concentrarse en las cosas.
A veces, cogía la carta del restaurante del hotel y recitaba los
nombres de todos los platos. Luego se ponía a escribir a una velocidad
pasmosa.
-Julien llevó a Evelyn a su casa y ésta concibió a Laura Lee, la
cual, a su vez, tuvo a Alicia y a Gifford. Michael O'Brien es hijo ile-
gítimo de Julien y de una joven que dio a luz en el orfanato de Santa
Margarita, la cual lo cedió en adopción, tomó los hábitos y se convir-
tió en la hermana Bridget Marie. De esa joven descienden tres chicos y
una chica, la cual contrajo matrimonio con Alaister Curry y dio á luz
a Tim Curry, quien...
-Un momento, ¿qué estás escribiendo?
-Déjame en paz -contestó él. Luego arrancó la hoja y la hizo
pedazos-. ¿Dónde están tus agendas? ¿Qué has escrito en ellas?
Apenas se alejaban del dormitorio. Ella se sentía débil y cansada.
Tan pronto como sus pechos se llenaban de leche, ésta empezaba a
derramarse bajo su blusa. Entonces él la estrechaba entre sus brazos y
se ponía a mamar, proporcionándole un placer que borraba todo lo
demás, incluso su temor.
Así era como conseguía dominarla, haciendo que se sintiera có-
moda gracias al placer sexual que le proporcionaba y la alegría de es-
tar junto a él, escuchando su rápido e incoherente parloteo y obser-
vando sus reacciones.
Pero ¿quién era él? Al principio Rowan creía que lo había creado
ella misma, que por medio de su poderosa telequinesis había mutado a
su propio hijo convirtiéndolo en ese ser. Ahora, sin embargo, empe-
zaba a advertir ciertas contradicciones. En primer lugar, no recordaba
que su mente albergara un determinado esquema de elementos du-
rante los momentos en que él yacía en el suelo, bañado en el líquido
amniótico, esforzándose en sobrevivir. Ella le había suministrado un
poderoso alimento psíquico. Recordaba haberle dado calostro, la le-
che secretada por las glándulas mamarias.
Pero ese ser, esa criatura, estaba perfectamente organizado. No
era un monstruo como Frankenstein, creado a partir de diversas pie-
zas sueltas, ni la grotesca culminación de una obra de brujería. Él
conocía sus facultades, sabía que era capaz de correr a gran veloci-
dad, de captar olores que ella no podía percibir, que exhalaba un aro-
ma que otros percibían sin saberlo. Era verdad. Ella sólo era cons-
ciente de su olor en algunas ocasiones, y entonces tenía la curiosa
sensación de que éste la embriagaba e incluso controlaba, como una
feromona.
Ella solía escribir su diario en estilo narrativo, a fin de que si algo
malo le sucedía y alguien lo encontraba, fuera capaz de entender lo
que había escrito.
-Hemos permanecido demasiado tiempo en París -dijo Rowan
un día-. Temo que acaben dando con nuestro paradero.
Habían recibido dos transferencias bancarias y disponían de una
fortuna. Ambos pasaron toda la tarde en el banco, mientras ella dis-
tribuía el dinero en distintas cuentas para ocultarlo. Estaba ansiosa
por partir, quizás a un lugar más cálido.
-Vamos, amor mío, sólo hemos estado en diez hoteles distintos.
Deja de preocuparte, deja de comprobar todas las cerraduras; sabes
que es obra de la serotonina, el mecanismo que activa el deseo de huir
cuando uno está asustado y que ahora se encuentra averiado. Te com-
portas de forma obsesiva y compulsiva, como de costumbre.
-¿Cómo lo sabes?
-Ya te lo he dicho... Yo... -de pronto se quedó en silencio. Em-
pezaba a sentirse menos seguro de sí mismo-. Lo sé porque tú lo sa-
bías. Cuando yo era un espíritu sabía lo que sabían mis brujas. Fui yo
quien...
-¿Qué te pasa? ¿En qué piensas?
Por las noches él se colocaba junto a la ventana y contemplaba las
luces de París. Luego hacía el amor con ella una y otra vez, sin im-
portarle si estaba dormida o despierta. Le había crecido un bigote
suave y espeso, y la barba le cubría todo el mentón.
Pero la abertura del cráneo todavía no se había cerrado. Su ritmo
de desarrollo parecía programado y distinto al de otras especies.
Rowan tomó nota de todas sus características. Por ejemplo, sus bra-
zos poseían la fuerza de un primate inferior, pero sus dedos y pulgares
estaban dotados de mayor habilidad. Quizás hubiera sido un excelen-
te pianista. Su necesidad de aire era su punto flaco. Cabía la posibili-
dad de que muriera asfixiado. Pero era extraordinariamente fuerte.
¿Qué sucedería si caía al agua?
Se marcharon de París y fueron a Berlín. A él no le gustaba el ale-
mán; no es que le pareciera un idioma feo, sino «punzante». Afirmaba
que hería sus oídos y no quería permanecer en Alemania.
Aquella semana Rowan sufrió un aborto. Un día, mientras estaba
en el baño, sintió unos violentos espasmos y tuvo una hemorragia.
Él contempló atónito el charco de sangre que se había formado en el
suelo.
-Necesito descansar -dijo Rowan.
Debía reposar en un lugar tranquilo, sin canciones ni versos, sólo
paz. No obstante, recogió la diminuta masa gelatinosa, un embrión
microscópico dotado de piernas y brazos que le fascinaba y repugna-
ba al mismo tiempo, e insistió en llevarlo a un laboratorio para poder
estudiarlo más detenidamente.
Consiguió examinarlo por espacio de tres horas antes de que al-
gunos empezaran a hacerle enojosas preguntas. Había tomado abun-
dantes notas.
-Existen dos tipos de mutación -le explicó-. Unas pueden
transmitirse y otras no. Tu nacimiento no fue un hecho aislado;
es posible que formes parte de una especie. Pero ¿cómo pudo suceder?
¿Cómo pudo la combinación de telequinesis...?
Rowan hizo una pausa y recurrió de nuevo a términos científicos.
En la clínica había sustraído material para analizar sangre, de modo
que extrajo una muestra de su propia sangre y la depositó en unos
viales debidamente cerrados.
Él sonrió y dijo fríamente:
-No me amas.
-Por supuesto que te amo.
-¿Puedes amar la verdad más que el misterio?
-¿Qué es la verdad? -preguntó ella, acariciándole la cara y mi-
rándole a los ojos-. ¿Qué recuerdas del principio, de la época ante-
rior a la aparición de los humanos en la tierra? Solías hablarme del
mundo de los espíritus, decías que éstos habían aprendido de los hu-
manos. Decías que...
-No recuerdo nada -respondió él, desconcertado.
Se sentó a la mesa y repasó lo que había escrito. Estiró sus largas
piernas, cruzó los tobillos, apoyó la cabeza en el respaldo de la silla y
escuchó sus grabaciones. El cabello le llegaba a los hombros. De pron-
to le preguntó a Rowan, como si quisiera ponerla a prueba:
-¿Quién era Mary Beth? ¿Quién era su madre?
Rowan le relató una y otra vez la historia de la familia, incluyendo
los datos del informe Talamasca y diversas anécdotas que había oído
contar a otras personas. Él le pidió que describiera a todos los Mayfair
vivos que conocía. A medida que la escuchaba empezó a tranquili-
zarse, obligándola a hablar durante horas.
Era un verdadero tormento.
-Tengo un carácter poco locuaz -dijo ella-. No puedo..., me
resulta imposible...
-¿Quiénes eran los hermanos de Julien? Dime sus nombres y los
de sus hijos.
Acabó tan agotada que ni siquiera podía moverse. De pronto sin-
tió unos espasmos, como si él la hubiera dejado preñada de nuevo, y
sufrió otra hemorragia.
-No puedo seguir así -dijo Rowan.
-Deseo ir a Donnelaith -repuso él. Estaba de pie, junto a la ven-
tana, y de repente se volvió hacia ella y le preguntó-: ¿Es cierto que me
amas? ¿No te inspiro temor?
Tras reflexionar unos instantes, ella respondió:
-Sí, te amo. Estás solo... y te necesito. Pero estoy asustada. Esto
es una locura. Debo organizarme y trabajar. Estoy obsesionada con-
tigo. Tengo miedo de ti.
Cuando él se inclinó sobre ella, Rowan le cogió la cara entre las
manos y le acercó la boca a uno de sus pezones. El se puso a mamar,
sumido en una especie de trance. ¿Es que nunca se cansaría de ma-
mar?, se preguntó Rowan, echándose a reír. ¿Acaso seguiría siendo
siempre una criatura, una criatura que caminaba, hablaba y hacía el
amor?
-Y que además sabe cantar -apostilló él.
Lasher empezó a aficionarse a la televisión y se pasaba largos e
ininterrumpidos ratos viéndola. Eso le permitía a Rowan utilizar el
cuarto de baño sin que él estuviera presente. Podía tomar un baño re-
lajada, sin que él la vigilase. Al cabo de un tiempo dejó de sufrir he-
morragias. «Ojalá pudiera acceder al Instituto Keplinger», pensaba.
El dinero de los Mayfair le permitiría hacer muchas cosas. De todos
modos, confiaba en que la familia los estuviera buscando.
Rowan reconocía haber cometido una grave equivocación. Debió
ocultar a Lasher en Nueva Orleans, como si no tuviera nada que ver
con ella. Había sido una torpeza, una estupidez huir con él. Pero
aquel fatídico día de Navidad ella estaba demasiado aturdida y asus-
tada para pensar con claridad. ¡Parecía que había pasado tina eterni-
dad desde aquel día!
De pronto notó que él la miraba contrariado y receloso.
-¿Qué sucede? -le preguntó.
-Dime sus nombres -respondió ella.
-No, dilos tú...
Él cogió una de las hojas en las que había estado escribiendo, con
letra pequeña y apretada, y luego la depositó de nuevo en la mesa.
-¿Cuánto tiempo hace que estamos aquí? -preguntó.
-¿Acaso no lo sabes?
Él lloró durante un rato. Ella se quedó dormida; al despertarse
comprobó que estaba vestido y arreglado y que había preparado el equipaje.
-Nos vamos a Inglaterra -le anunció.
Partieron de Londres hacia Donnelaith, situado al norte. Rowan
condujo durante buena parte del camino, pero él había aprendido
a conducir aceptablemente bien y cogía de vez en cuando el volante,
cuando circulaban por una carretera rural desierta. Llevaban todas sus
pertenencias en el coche. Ella se sentía más segura en Inglaterra, que en
París.
-Pero ¿por qué? ¿Crees que no nos buscarán aquí? -le pregun-
tó él.
-No lo sé. No creo que deduzcan que hemos venido a Escocia.
No supondrán que recuerdas cosas...
Él soltó una amarga carcajada.
-A veces no recuerdo nada -dijo.
-¿Qué recuerdas ahora?
Al observarlo, Rowan comprobó que tenía un expresión descon-
fiada y solemne. La barba y el bigote le daban un aire siniestro. Eran
señales evidentes de su madurez sexual. El aborto. La fontanela. Era
un animal maduro. ¿O tal vez un mero adolescente?
Donnelaith.
Más que de un pueblo, se trataba únicamente de una posada y de la
sede del proyecto arqueológico, donde se alojaba un pequeño contin-
gente de arqueólogos. Por las mañanas se organizaban visitas turísticas
a las ruinas del castillo, situado sobre el lago, y a la vieja población y el
valle, con su catedral, que no se divisaba desde la posada. A unos
cuantos kilómetros de la población se hallaba el antiguo y primitivo
círculo de piedras, algo alejado pero que sin duda merecía la pena vi-
sitar. Uno podía ir solo, siempre y cuando obedeciera las indicaciones.
Rowan sintió un escalofrío al mirar por la ventana de la posada
y distinguir a lo lejos el siniestro círculo, el lugar donde había comen-
zado todo, donde Suzanne, la bruja de la aldea, había invocado a un
espíritu diabólico llamado Lasher, el cual se apoderaba de todas las
descendientes femeninas de aquélla. Era terrible. Luego contempló el
inmenso valle, melancólico y hermoso como casi todos los parajes
verdes del norte, como las remotas y elevadas zonas del norte de Ca-
lifornia. El denso crepúsculo refulgía bajo la húmeda niebla, la cual
envolvía el valle dándole un aspecto misterioso, como salido de un
cuento de hadas.
Desde la posada se divisaban todos los coches que se aproximaban
a la población. Había una sola carretera, la cual se extendía de norte a
sur. La mayoría de los turistas acudían en autocares procedentes de
ciudades vecinas.
En la posada se alojaban unos pocos huéspedes: una joven ameri-
cana que estaba escribiendo una ponencia sobre las catedrales perdi-
das de Escocia; un anciano caballero que había acudido a ese remoto
paraje para investigar los orígenes de su clan, convencido de que
sus antepasados se remontaban a Robert Bruce; y una joven pareja de
enamorados que no reparaban en nada ni en nadie.
Y Rowan y Lasher. Durante la cena éste probó por primera vez
alimentos sólidos, pero no le gustaron. Miró los pechos de Rowan
con avidez, pues deseaba mamar.
Ocupaban una bonita y espaciosa habitación, de techo bajo ador-
nado con vigas blancas. Contenía un lecho con dosel, una gruesa al-
fombra y una pequeña chimenea, y desde ella se divisaba una especta-
cular vista del valle. Lasher le comunicó a la posadera que no querían
teléfono en la habitación, para que nadie pudiera importunarlos, y el
tipo de comida que deseaban que les preparara. Luego, sujetando brus-
camente a Rowan por la muñeca, añadió:
-Vamos a dar un paseo por el valle.
Acto seguido bajaron al pequeño cuarto de estar de la posada. Los
jóvenes enamorados, que estaban sentados junto a la ventana, los mi-
raron molestos, como si hubieran interrumpido una conversación ín-
tima.
-Ha oscurecido -protestó Rowan. Estaba cansada del viaje y un
poco mareada-. ¿Por qué no esperamos hasta mañana?
-No -respondió él-. Ponte unos zapatos cómodos.
Acto seguido se agachó y empezó a quitarle los zapatos, mientras
los demás les observaban en silencio. Era típico de él, pensó Rowan,
acostumbrada a sus excentricidades. Tenía la ingenuidad de los locos.
-Deja, yo lo haré -dijo Rowan.
Subieron de nuevo a la habitación para que ella se cambiara, mien-
tras él no la perdía de vista. Salió bien abrigada y calzada con unos cal-
cetines de lana y unos zapatos de suela gruesa, preparada para afrontar
los rigores climáticos y pasar la noche explorando el valle.
Anduvieron durante varias horas por el valle y a lo largo de las
orillas del lago.
La media luna iluminaba los derruidos muros del castillo.
Los riscos eran abruptos y peligrosos, pero los senderos estaban
bien señalados. Lasher trepó por un empinado camino, conduciendo
a Rowan de la mano. Los arqueólogos habían instalado barreras, se-
ñales y avisos, pero Lasher hizo caso omiso de ellos y subió por la
precaria escalera de madera que conducía a las torres del castillo con
paso firme y apresurado.
Rowan pensó que era un buen momento para escapar. Si hubiera
tenido valor para arrojar a Lasher desde lo alto de la frágil escalera,
éste se hubiera despeñado, como cualquier ser humano normal. Te-
nía los huesos flexibles como los cartílagos de un niño, pero sin duda
se habría matado. Al pensar en ello, Rowan rompió a llorar. No po-
día hacerlo. No podía liquidarlo de esa forma. Era incapaz de ma-
tarlo.
Habría sido una cobardía y una imprudencia. Pero también había
sido una imprudencia fugarse con él. Había sido una locura creer que
podría controlarlo y estudiarlo, marcharse de casa con ese demonio
déspota y salvaje, obsesionada y orgullosa de su propia creación.
Pero ¿qué podía hacer? El la había obligado a partir precipitada-
mente, temeroso de la reacción de Michael.
«Pero cometí un grave error -pensó-. Debí haber procurado
controlar la situación.»
Bajo la luz de la luna que se proyectaba sobre el suelo cubierto de
hierba del destartalado vestíbulo del castillo, a Rowan le pareció más
sencillo culparse a sí misma, castigarse y odiarse por su torpeza, que
lastimarlo a él.
De todos modos, no estaba segura de que hubiera conseguido huir.
En un momento dado, cuando aceleró el paso, Lasher se volvió, la aga-
rró de la mano y la obligó a caminar delante de él, sin quitarle la vista de
encima. Habría podido levantarla con uno de sus gigantescos brazos.
No temía despeñarse.
Pero había algo en el castillo que le inspiraba pavor.
Al abandonar el castillo, Rowan observó que estaba temblando y
sollozando como una criatura. Él dijo que quería visitar la catedral. La
luna se había ocultado tras unas nubes, pero una pálida luz bañaba
el valle. Lasher conocía bien el camino y tomó por un atajo a través
del valle.
Al cabo de un rato llegaron a las murallas de la antigua población,
con sus almenas, sus puertas y su pequeña calle principal, rodeada por
unas barreras y unos carteles que señalaban las obras en curso. Ante
ellos se erguía la imponente catedral, cuyos elevados muros y arcos
arecían alzarse para abrazar el cielo.
Lasher se arrodilló sobre la hierba, contemplando la nave despro-
vista de techo y un semicírculo que antaño constituía el rosetón. Pero
no había fragmentos de vidrio entre las piedras, muchas de las cuales
habían sido colocadas y enyesadas recientemente para reproducir los
viejos muros que se habían derrumbado. Había montones de piedras
por doquier, transportadas de otros lugares para reconstruir el ruino-
so edificio.
Lasher se levantó, agarró a Rowan de la mano y la arrastró hasta el
interior de la iglesia, sin hacer caso de las barreras y los carteles. Am-
bos contemplaron maravillados los gigantescos arcos que se elevaban
hacia el cielo, iluminados por la débil luz de la luna. Era una catedral
gótica, inmensa, tal vez excesiva para una población tan pequeña, a
menos que antaño contara con legiones de fieles.
Lasher temblaba de emoción. Se llevó una mano a los labios, para
indicarle a Rowan que guardara silencio y, luego, empezó a canturrear
y a balancearse de un lado a otro.
Recorrió todo el interior del edificio y señaló una de las desnudas
ventanas.
-¡Mira! -exclamó.
De pronto empezó a pronunciar unas palabras ininteligibles, visi-
blemente agitado. Luego se sentó en el suelo, con las rodillas encogi-
das, apoyó la cabeza en el hombro de Rowan, le levantó el jersey y
mpezó a mamar. Ella se tumbó, abandonándose al placer que le pro-
curaba sentir sus labios succionándole el pezón, y contempló las un-
bes. No había estrellas, sólo el tenue resplandor de la luna. Rowan
tuvo la curiosa sensación de que no eran las nubes las que se movían,
sino los elevados muros y ventanas de la catedral.
Por la mañana, cuando se despertó, comprobó que él no estaba en
la habitación. También había desaparecido el teléfono. Al asomarse
a la ventana Rowan vio que ésta estaba situada a unos seis metros del
suelo. ¿Qué haría si lograba saltar por ella? Lasher tenía las llaves
del coche. Siempre las llevaba encima. ¿Acaso podía pedir auxilio a los
dueños de la posada, explicarles que él la tenía prisionera? ¿Qué haría
él cuando se enterara de que había huido?
Rowan pensó detenidamente en todas las posibilidades, las cuales
no cesaban de dar vueltas en su cabeza como un tiovivo, hasta que al
fin renunció a su plan.
Después de ducharse y vestirse, escribió en su diario. Como de
costumbre, anotó todos los cambios que había observado en él: que su
piel parecía más madura, que su mandíbula era más firme, pero que la
fontanela no se había cerrado. Asimismo, describió lo sucedido desde
su llegada a Donnelaith y la extraña reacción de Lasher ante las ruinas.
Al bajar al cuarto de estar, encontró a Lasher sentado ante una
mesa conversando con el viejo posadero. Al verla entrar, el anciano se
levantó respetuosamente y apartó una silla para que se sentara.
-Siéntate -le ordenó Lasher-. He encargado que te preparen el
desayuno. Te oí levantarte.
-Gracias -respondió ella secamente.
-Continúe -le dijo Lasher al viejo posadero.
El anciano siguió hablando sobre el proyecto arqueológico que
había sido financiado a lo largo de noventa años, incluso durante las
dos guerras mundiales, con fondos americanos. Al parecer, éstos pro-
cedían de una familia estadounidense interesada en el clan de Don-
nelaith.
Durante los últimos años se habían hecho grandes progresos. Al
darse cuenta de que la catedral databa de 1228, solicitaron a la familia
americana más dinero para las obras. Ante su asombro, ésta aumentó la
aportación de fondos, lo cual permitió que acudiera un grupo de ar-
queólogos de Edimburgo. Dicho grupo llevaba veinte años en Donne-
laith tratando de recuperar las piedras diseminadas por los alrededores
y excavando en busca de los fundamentos no sólo de la iglesia sino de
un monasterio y una antiquísima aldea, posiblemente del siglo VIII, la
época de Beda el Venerable. Según les explicó el posadero, se trataba de
una especie de lugar de culto, pero no conocía los detalles.
-Estábamos convencidos de que Donnelaith existía -dijo el an-
ciano-. Pero los condes habían muerto en el gran incendio de 1689,
vi cual destruyó gran parte de la población, y a fines de siglo no que-
daba nada de ella. Cuando se inició el proyecto arqueológico, mi pa-
dre construyó esta posada. Un amable caballero norteamericano le
arrendó estas tierras.
-¿Quién era ese caballero? -preguntó Lasher con curiosidad.
-Julien Mayfair. El proyecto está financiado por el Fondo Fidu-
ciario Julien Mayfair -respondió el anciano-. Pero es mejor que
hablen con los arqueólogos del proyecto. Son muy amables y serios, e
impiden que los turistas se lleven las piedras como recuerdo.
»A propósito de piedras, supongo que habrán oído hablar del
misterioso círculo. Durante muchos años la mayor parte de las exca-
vaciones se llevaron a cabo allí. Dicen que es un yacimiento tan anti-
guo como Stonehenge, pero la catedral es el descubrimiento más im-
portante. Hablen con los arqueólogos.
-Julien Mayfair -repitió Lasher, mirando al anciano. Mostraba
una expresión de impotencia y desconcierto. Estaba en guardia, como
si esas palabras no significaran nada-. Julien...
Por la tarde, tras haber invitado a almorzar a varios de los arqueólogos,
habían conseguido bastante información sobre el proyecto y un
montón de viejos folletos editados para vendérselos a los turistas y re-
caudar fondos.
El actual fondo fiduciario era administrado desde Nueva York, y
la familia Mayfair se mostraba más que generosa.
La más anciana del grupo de arqueólogos, una inglesa rubia con el
cabello corto y expresión alegre y vivaracha, vestida con una gruesa
chaqueta de mezclilla y unas botas de goma, respondió amablemente
a sus preguntas. Llevaba trabajando en el proyecto desde 1970. Había
solicitado más fondos en dos ocasiones, a lo que la familia no había
puesto el menor reparo.
Sí, un miembro de la familia había acudido a visitar Donnelaith.
Una tal Lauren Mayfair, un tanto envarada.
-Nadie hubiera dicho que era americana -observó la anciana
sonriendo-. Era evidente que se sentía incómoda aquí. Tomó unas
fotografías para mostrarlas a la familia y partió enseguida hacia Lon-
dres. Recuerdo que me dijo que pensaba ir a Roma. Era una apasio-
nada de Italia. Supongo que a las personas aficionadas al sol no les
gusta el húmedo clima de esta región de Escocia.
-Italia. La soleada Italia... -murmuró Lasher.
Tenía los ojos llenos de lágrimas y se apresuró a enjugárselos con
la servilleta. La anciana continuó hablando como si no se hubiera per-
catado de nada.
-Pero ¿qué saben sobre la catedral? -inquirió él.
Rowan observó por primera vez que Lasher presentaba un as-
pecto cansado, frágil. Se enjugó los ojos repetidas veces, aducien-
do que se trataba de una «alergia», pero ella notó que se sentía con-
movido.
-Debemos pronunciarnos con cautela para evitar equivocarnos
de nuevo. Sabemos que la gran estructura gótica fue construida en
torno a 1228, la época a la que pertenecen los mármoles de Elgin,
pero incorporaba una iglesia más antigua que probablemente contenía unas
vidrieras de colores. El monasterio era cisterciense, hasta que pasó a
ser franciscano.
Lasher la observó fijamente.
-Creemos que existía una escuela anexa a la catedral –prosiguió
la arqueóloga- y quizás una biblioteca. No sabemos lo que podemos
descubrir. Ayer encontramos un nuevo cementerio. Deben tener
presente que la gente se ha estado llevando piedras de este lugar a lo
largo de varios siglos. Hace poco hallamos los restos del crucero si-
tuado al sur, perteneciente al siglo XVIII, y una capilla que ignorá-
bamos que existía y que contenía una cripta. Eso indica la presencia de
un santo, pero no sabemos de quién se trata. Su efigie está tallada en
una tumba. No sabemos si abrirla o no, pese a que tenemos curiosidad
por averiguar lo que contiene.
Lasher permaneció mudo en medio de un opresivo silencio. Ro-
wan temía que rompiera a llorar o que hiciera algo imprevisible.
Trató de tranquilizarse, pensando que no tendría la menor importancia. Te-
nía sueño y los pechos le dolían. La anciana siguió hablando sobre el
castillo, sobre las luchas entre los clanes de esa región, sobre las inter-
minables batallas y matanzas.
-¿Qué fue lo que destruyó la catedral? -preguntó Rowan. La
falta de datos cronológicos la disgustaba. Quería disponer de un grá-
fico mental.
Lasher la miró enojado, como si ella no tuviera derecho a hablar.
-No estoy segura -respondió la anciana-. Pero tengo la im-
presión de que fue una guerra entre clanes.
-Se equivoca -dijo Lasher suavemente-. Fueron los protes-
tantes, los iconoclastas.
La anciana dio unas palmadas, entusiasmada, y preguntó:
-¿Qué le hace pensar eso?
Acto seguido se puso a hablar sobre la reforma protestante en Es-
cocia, la cruel quema de brujas que había durado un siglo o más, hasta
el final de la historia de Donnelaith.
Lasher la miraba perplejo.
-Estoy segura de que tiene usted razón. Fue obra de John Knox
y sus reformadores. Donnelaith fue siempre, hasta que se produjo el
incendio, un poderoso baluarte católico. Ni siquiera el malvado En-
rique VIII fue capaz de destruir Donnelaith.
La mujer empezaba a repetirse, insistiendo en que odiaba a las
fuerzas políticas y regionales que habían destruido las obras de arte y
los edificios.
-¡Esas magníficas vidrieras de colores!
-Sí, realmente espléndidas.
Lasher había obtenido toda la información que la anciana podía
suministrarle.
Al anochecer él y Rowan salieron de nuevo. Lasher se mostraba
silencioso e inapetente; no tenía ganas de hacer el amor y no le
quitaba
la vista de encima. Caminó delante de ella a través del valle hasta
que
llegaron a la catedral. Gran parte de las excavaciones del crucero de
la
parte sur se hallaban protegidas por un amplio techado de madera y
unas puertas cerradas con llave.
Lasher rompió el cristal de una ventana, abrió una de las puertas y
ambos penetraron en las ruinas de una capilla. Los arqueólogos ha-
bían reconstruido el muro y desenterrado parte de una tumba central,
la cual ostentaba la efigie un tanto borrosa de un hombre. Lasher con-
templó la tumba y las ventanas restauradas. De improviso, comenzó
a golpear con rabia las paredes de madera.
-¡No hagas ruido! -exclamó Rowan-. No deben sorprender-
nos aquí.
Pero luego pensó: «Que vengan. Sería preferible que encarcelaran
a este loco.»
Lasher debió de leer sus pensamientos, el odio que en aquellos
momentos sentía hacia él.
Cuando regresaron a la posada, Lasher se puso a escuchar las cin-
tas que había grabado. Luego apagó el magnetófono y revisó sus
notas.
-Julien, Julien, Julien Mayfair -dijo.
-¿No lo recuerdas?
-¿Qué?
-No recuerdas nada, ¿verdad? Ni a Julien, ni a Mary Beth, ni a
Deborah, ni a Suzanne. Lo has olvidado todo. ¿Te acuerdas de Su-
zanne?
Lasher la miró en silencio, pálido y furioso.
-No recuerdas nada -insistió Rowan-. Empezaste a olvidarlo
en París. No sabes quiénes eran.
Lasher avanzó unos pasos y se arrodilló delante de ella. Estaba
muy excitado, como si su ira se hubiera transformado de pronto en un
arrebato de entusiasmo.
-No, no sé quiénes eran -contestó-. Ni estoy seguro de quién
eres tú. Pero sé muy bien quién soy yo.
Pasada la medianoche, Rowan se despertó al sentir que la estaba
forzando. Cuando hubo terminado, él insistió en marcharse antes de
que descubrieran su escondite.
-Esos Mayfair deben de ser muy inteligentes.
Ella soltó una amarga carcajada.
-¿Qué clase de monstruo eres? -preguntó-. Yo no te he crea-
do; estoy convencida de ello. No soy Mary Shelley.
Él detuvo el coche, la obligó a bajar y la golpeó brutalmente hasta
derribarla. Ella profirió un grito de dolor y el dejó de golpearla.-
-¡Te quiero! -exclamo desesperado, crispando los puños y
rompiendo a llorar-. Y al mismo tiempo te odio.
-Te comprendo muy bien -respondió ella.
Tenía el rostro tan dolorido que temía que le hubiera partido la
nariz y la mandíbula. Tras palparse la cara y comprobar que no tenía
ningún hueso roto, se incorporó. Él se sentó junto a ella y empezó a
acariciarla, aturdido y sin cesar de llorar.
-¡Dios mío! ¿Qué vamos a hacer? -preguntó ella.
Él siguió acariciándola, cubriéndola de besos, succionándole los
pezones, empleando sus sucios trucos, como un demonio penetrando
en la celda de una monja.
-¡Aléjate de mí! -exclamó ella.
Pero no tenía valor para defenderse contra él. O quizá le faltaban
las fuerzas. Hacía mucho que se sentía débil.
Cuando se detuvieron en una gasolinera y Rowan se aproximó di-
simuladamente ala cabina telefónica, él corrió furioso tras ella. A fin
de aplacarlo, Rowan empezó a recitar apresuradamente unos versos
que su madre le había enseñado de niña:
¡Pobre señorita Mackay!
Sus cuchillos y tenedores han huido.
Cuando se escapen las tazas y las cucharas,
no sabrá qué hacer.
Tal como había supuesto, él se echó a reír como un loco, deján-
dose caer de rodillas. Tenía unos pies enormes. Rowan siguió reci-
tando:
Tom, el hijo del gaitero,
robó un cerdo y salió huyendo.
Tom se comió el cerdo, su padre lo castigó
y Tom salió huyendo de nuevo.
Riendo histéricamente mientras las lágrimas le rodaban por las
mejillas, Lasher le rogó que callara.
-Sé un verso que te gustará mucho -dijo, levantándose de un
salto y poniéndose a bailar mientras canturreaba:
La puerca entró con la silla,
el cerdito chocó con la cuna,
la bandeja cayó de la mesa
y el puchero se tragó el cazo.
El asador que estaba detrás de la puerta
derribó la cuchara al suelo.
«¡Pardiez! -exclamó la parrilla-.
¿Es que no podéis poneros de acuerdo?
Yo soy el jefe de policía.
¡Conducidlos ante mí!»
Acto seguido la agarró violentamente por la muñeca, rechinando
los dientes de rabia, y la arrastró hacia el coche.
Cuando llegaron a Londres, Rowan tenía el rostro muy hinchado.
Todos los que la veían se alarmaban ante el aspecto que ofrecía. La-
sher se encargó de buscar un buen hotel, cuyo nombre Rowan des-
conocía. Una vez instalados pidió que les subieran té y pasteles ala
habitación y le cantó unas canciones.
Lasher dijo que lamentaba lo que le había hecho, pero que ella no
comprendía lo que significaba haber renacido. Afirmó que en él resi-
día un milagro. Luego comenzó a besarla ya chuparle los pezones, y
al cabo de un rato, como de costumbre, le hizo el amor. Esta vez ella le
obligó a hacerlo de nuevo, pues era de la única forma que conseguía
imponer su voluntad. Tras hacerle el amor por cuarta vez, él quedó
agotado y se durmió junto a ella. Rowan no se atrevía ni a suspirar,
por temor a despertarlo.
Era realmente muy hermoso. El bigote y la barba habían adqui-
rido unas proporciones bíblicas y cada mañana él se los recorta-
ba con esmero. Llevaba el cabello extremadamente largo y tenía los
hombros muy anchos, pero ofrecía un aspecto realmente majestuoso.
Cuando hablaba con extraños, se inclinaba respetuosamente y se qui-
taba el sombrero de fieltro gris. Todo el mundo lo contemplaba ad-
mirado.
Fueron a Westminster Abbey y él recorrió toda la abadía, estu-
diando cada detalle y observando a los fieles.
-Debo cumplir una sencilla misión, tan vieja como el mundo
-dijo.
-¿De qué se trata? -le preguntó Rowan.
Pero él no respondió.
Cuando regresaron al hotel, dijo:
-Quiero que te pongas a estudiar en serio. Iremos a un lugar segu-
ro..., no aquí, en Europa..., sino en Estados Unidos, cerca de ellos, don-
de no sospechen nuestra presencia. Dispondrás de cuanto necesites, sin
reparar en gastos. No iremos a Zurich, temo que puedan descubrirnos
allí. ¿Podrás pedir que te envíen el dinero que necesites?
-Ya lo he hecho, ¿no recuerdas? -contestó ella. Era evidente,
por este comentario y otros por el estilo, que él no recordaba siquie-
ra las cosas más sencillas-. Los bancos cumplirán mis órdenes sin
mayores problemas. Si lo deseas, regresaremos a Estados Unidos.
-Estaba entusiasmada ante la idea de regresar-. Hay un instituto
neurológico en Ginebra -prosiguió-. Tiene fama en el mundo en-
tero. Está dotado de los últimos adelantos. Podemos hacer unas prue-
bas allí y llevar a cabo todos los trámites a través del banco suizo. Es
lo mejor, créeme.
-De acuerdo -contestó él-. Desde allí regresaremos a Estados
Unidos. Te estarán buscando. Ya mí también. Debemos regresar,
aunque no he decidido dónde residiremos.
Ella se quedó dormida, soñando con el laboratorio, las muestras,
las pruebas y el microscopio, con utilizar la ciencia como si fuera un
exorcismo. Sabía, por supuesto, que no podía hacerlo sola. Lo mejor
sería conseguir un ordenador donde archivar sus hallazgos. Necesita-
ba una ciudad donde hubiera numerosos laboratorios y hospitales,
donde tuviera grandes centros a su disposición...
Él estaba sentado a la mesa leyendo la historia de los Mayfair una y
otra vez. Movía los labios rápidamente y canturreaba. Algunas anécdo-
tas le hacían reír, como si no las conociera. Luego se arrodilló junto a
ella y la miró a los ojos. .
-¿Se te está retirando la leche? -le preguntó.
-No lo sé. Me duelen los pechos.
Él empezó a besarla. Le estrujó suavemente un pezón hasta obte-
ner unas gotas de leche y se las aplicó en los labios. Rowan suspiró y
dijo que sabían a agua.
En Ginebra, todo estaba planificado y organizado hasta el último
detalle.
Al fin decidieron dirigirse a Houston, en Tejas. ¿El motivo? Allí
había numerosos hospitales y centros médicos. En Houston se lleva-
ban a cabo importantes trabajos de investigación médica. Ella le ase-
guró que no resultaría difícil hallar un edificio donde ocultarse, quizás
una clínica o un laboratorio desocupados debido a la crisis del petró-
leo. Houston era una ciudad saturada de edificios. Nadie los encon-
traría allí.
El dinero no representaba un problema. Las transferencias de
grandes sumas estaban a buen recaudo en el gigantesco banco suizo.
Ella sólo tenía que abrir unas cuentas ficticias en California y Hous-
ton.
Rowan yacía en la cama mientras él la sujetaba de la muñeca, pen-
sando en Houston, que distaba tan sólo una hora de su casa en avión.
«Sólo una hora.»
-Jamás sospecharán que estamos allí -dijo él-. Es como si es-
tuviéramos en el Polo Sur; no se te podría haber ocurrido un lugar
más adecuado donde escondernos.
Ella sintió que el corazón le daba un vuelco. Al cabo de un rato se
quedó dormida. No se encontraba bien. Al despertarse notó que es-
taba sangrando. Había sufrido otro aborto; esta vez el feto había al-
canzado los cinco centímetros, o quizá más, antes de empezar a des-
integrarse.
Por la mañana, tras haber descansado, decidió acudir al instituto
para analizar el feto. Él se opuso tajantemente, pero ella gritó e insistió
hasta que al fin se salió con la suya.
-Tienes miedo de que te abandone, ¿ no es así? -preguntó ella.
-¿Qué harías tú si fueras el último hombre sobre la tierra y yo la
última mujer? -replicó él.
Rowan no comprendió la pregunta. Pero él sí parecía entender su
significado. Lasher la acompañó al instituto. Había aprendido a reali-
zar los actos cotidianos más triviales, como detener un taxi, dar pro-
pinas, leer, caminar, correr y subir en ascensor. Se había comprado
una pequeña flauta de madera en un bazar y tocaba por la calle, aun-
que no estaba satisfecho de su sonido ni de su habilidad para arran-
carle melodías. No se atrevía a adquirir una radio, pues temía que
acabara asfixiándolo.
Una vez en el instituto, Rowan consiguió una bata blanca, un grá-
fico, un bolígrafo y demás objetos que necesitaba, así como formula-
rios e impresos azules, amarillos y rosa para diversas pruebas, que
empezó a rellenar de inmediato.
Ella desempeñaba alternativamente el papel de médico y técnico,
mientras él la obedecía dócilmente, parloteando como un célebre per-
sonaje de incógnito.
Rowan consiguió escribir disimuladamente una nota en un for-
mulario por triplicado, dirigida al conserje del hotel, pidiéndole que
enviara un paquete que contenía material médico al doctor Samuel
Larkin, del University Hospital de San Francisco, en California. En la
nota decía que le haría entrega del material en cuanto pudiera, que éste
era sensible al calor y que debía enviarlo urgentemente.
Cuando regresaron a la habitación del hotel, Rowan agarró una
lámpara y golpeó a Lasher en la cabeza. Él cayó al suelo, con el rostro
ensangrentado. Pero al poco rato se recobró; era como si tuviera la
piel y los huesos de plástico, como un bebé que consigue sobrevivir
a una caída de un quinto piso. Enfurecido, se abalanzó sobre ella y la
golpeó hasta hacerle perder el conocimiento.
Por la noche, Rowan se despertó. Tenía la cara muy hinchada,
pero no se había partido ningún hueso. Apenas podía abrir el ojo de-
recho. Eso significaba que debería permanecer varios días en la habi-
tación, sin poder salir a la calle. N o sabía si sería capaz de resistirlo.
A la mañana siguiente él la ató por primera vez a la cama, utili-
zando unas tiras que arrancó de una sábana. Al despertarse, Rowan
comprobó que la había amordazado. Lasher desapareció y regresó al
cabo de varias horas. Ella trató de gritar y liberarse de las ataduras,
pero fue inútil. No consiguió que nadie oyera sus sofocados gritos.
Cuando él regresó, sacó el teléfono de donde lo había escondido,
encargó una opípara cena y le suplicó por enésima vez que lo perdo-
nara. Luego, se puso a tocar la flauta.
Mientras comía, Rowan lo observó detenidamente y notó que
tenía un aire distraído, como si estuviera enfrascado en sus pensa-
mlentos.
Al día siguiente ella no opuso resistencia cuando él la ató de nuevo
a la cama. Esta vez utilizó cinta adhesiva que había comprado el día
anterior. Cuando se disponía a taparle la boca con ella, Rowan le ad-
virtió que podía asfixiarla y él accedió a amordazarla con un trapo.
Una vez que él se hubo marchado, ella intentó liberarse por todos los
medios, pero sus esfuerzos fueron inútiles. Notó que sus pechos re-
zumaban leche. La habitación parecía girar a su alrededor. Estaba en-
ferma, débil, mareada.
Al día siguiente, por la tarde, después de haber hecho el amor, él
permaneció tendido sobre ella, envolviéndola en su aroma dulzón,
con el negro cabello entre sus pechos y la mano izquierda sobre su
mano derecha, soñando y canturreando. La había liberado momentá-
neamente, tras cortar las tiras de cinta adhesiva que la sujetaban.
Ella contempló su lustrosa melena negra, aspiró su fragancia y se
apretó contra él. Luego, volvió a sumirse en un ligero sopor .
Al cabo de una hora, cuando se despertó, comprobó que él seguía
profundamente dormido.
Rowan alargó la mano izquierda y descolgó el teléfono, procuran-
do no despertarlo. Con la misma mano que sostenía el auricular pulsó
el botón de recepción, hablando en voz tan baja que el recepcionista
apenas conseguía oír lo que decía.
Era de noche en California. Lark la escuchó atentamente. Lark
había sido su jefe. Lark era su amigo. Lark era la única persona capaz
de creerla, la única persona que se comprometería a llevar esas mues-
tras al Instituto Keplinger. Pasara lo que pasase, esas muestras debían
ser entregadas a Mitch Flanagan, el hombre en quien ella confiaba,
aunque tal vez no la recordase.
Alguien debía saber lo que estaba sucediendo.
Lark intentó hacerle unas preguntas. Le pidió que hablara más
altq, pues apenas podía oírla. Ella le dijo que estaba en peligro y que
temía que pudieran interrumpirles. Deseaba comunicarle el nombre
del hotel, pero no se atrevía a hacerlo. Pensó que si Lark acudía en su
busca mientras ella estaba todavía secuestrada, quizá no podría entre-
garle las muestras. Estaba nerviosa, aturdida. N o lograba razonar con
claridad. Balbuceando, trató de explicarle lo de los abortos. De pron-
to Lasher abrió los ojos, le arrebató el teléfono de las manos, arrancó
el cable de la pared y empezó a golpearla salvajemente.
Ella le advirtió que iba a dejarla señalada y él se detuvo. Al día si-
guiente debían partir hacia América. Cuando la ató a la cama, ella le
rogó que no apretase tanto las ligaduras a fin de que la sangre pudiera
circular libremente. Le recordó que todo exigía cierto arte, incluso el
hecho de mantener secuestrado aun prisionero.
Él comenzó a sollozar quedamente.
-Te amo -dijo-. Quisiera poder confiar en ti. Quisiera que
fueras mi compañera, que me amaras y confiaras en mí. Pero te he
convertido en una bruja calculadora. Me miras con odio. Si pudieras,
no dudarías en matarme.
-Tienes razón -respondió ella-. Pero debemos ir a América, a
menos que quieras que den con nuestro paradero.
Rowan pensó que si no conseguía salir de esa habitación acabaría
volviéndose loca. Intentó trazar un plan. Atravesar el mar, afincarse
en un lugar cercano a su casa. Houston estaba cerca de su casa.
Se sentía impotente. Sabía lo que debía hacer. Prefería morir antes
que concebir otro hijo de ese ser. No podía parir otro monstruo. Él la
había dejado preñada en dos ocasiones. De pronto se sintió presa del
pánico. Por primera vez en su vida, comprendía por qué algunos seres
humanos son incapaces de reaccionar cuando tienen miedo, por qué
se quedan acobardados.
¿Qué había sido de sus notas?
Por la mañana hicieron juntos el equipaje. Rowan metió todo el
material médico en una bolsa, junto con unas copias de las etiquetas e
impresos correspondientes a los análisis que había encargado hacer en
las diversas clínicas. Dentro de la bolsa metió también la nota dirigida
al conserje, incluyendo las señas de Lark. Lasher no pareció percatar-
se de nada.
Rowan había sustraído material de embalaje de la clínica, pero
para mayor seguridad envolvió los viales que contenían las muestras
en unas toallas. Por último, metió sus ropas manchadas de sangre en la
bolsa.
-¿Por qué no tiras esas prendas a la basura? -le preguntó La-
sher-. Huelen que apestan.
-Yo no huelo nada -respondió ella secamente-. Me sirven
para envolver en ellas el material médico. No encuentro mis agendas.
¿Las has visto?
-Sí, las he leído -contestó él-. Las he tirado a la papelera.
Ella lo miró atónita.
Las únicas pruebas de que disponía ahora eran las muestras. La
única constancia de que ese monstruo vivía y respiraba y deseaba
aparearse con ella.
Al bajar al vestíbulo, mientras Lasher pedía un coche que les trans-
portara al aeropuerto, Rowan le entregó al conserje la bolsa que con-
tenía el material médico junto con unos francos suizos, y le rogó en
alemán que la enviara de inmediato al doctor Samuel Larkin. Luego se
volvió apresuradamente y se dirigió hacia el coche, mientras Lasher le
extendía la mano, sonriendo, para ayudarla a subir al vehículo.
-Mi esposa está cansada -dijo suavemente-. Ha estado muy
enferma.
-En efecto -asintió ella, preguntándose qué pensaría el botones
al ver su demacrado rostro, hinchado y cubierto de moretones.
-Permíteme que te ayude, cariño -dijo Lasher, ayudándola a
instalarse en el asiento trasero.
Cuando el vehículo arrancó, le dio un beso. Ella no se molestó en
volverse para comprobar si el conserje se había hecho cargo de la
bolsa que le había confiado. No se atrevía a hacerlo. Estaba conven-
cida de que hallaría su nota dentro de la bolsa. Era su única salvación.
Cuando llegaron a Nueva York, Lasher se dio cuenta de que había
desaparecido la bolsa que contenía las muestras y los resultados de las
pruebas médicas. Se puso furioso y amenazó con matarla.
Ella se acostó, negándose a hablar. Él la ató a la cama con la cinta
adhesiva, suavemente, con cuidado, procurando que tuviera suficiente
espacio para mover los brazos y las piernas, pero sin que pudiera sol-
tarse. Luego la cubrió con una manta para que no se enfriara, conectó
el aire acondicionado en el baño, encendió el televisor, aunque bajó
un poco el volumen, y salió.
Tardó veinticuatro horas en regresar. Ella se había orinado enci-
ma. Lo odiaba. Deseaba que muriera. Habría dado cualquier cosa por
conocer algún encantamiento capaz de matarlo.
Él no se despegó de su lado mientras ella hacía todos los arreglos
en Houston. Sí, deseaban alquilar dos plantas en un edificio de cin-
cuenta pisos, donde gozaran de absoluta privacidad. Se trataba de un
complejo pequeño en comparación con otros edificios de Houston y
estaba situado en el centro. Había constituido la sede de un programa
de investigación del cáncer, pero habían tenido que abandonar dicho
programa por falta de fondos. En aquellos momentos estaba desocu-
pado al igual que muchos edificios de la ciudad.
En las dos plantas que habían alquilado quedaba buena parte del
material utilizado por los investigadores médicos. Los propietarios
del edificio habían conseguido recuperarlo, pero no podían garantizar
que estuviera en buen estado. Rowan les dijo que no importaba y al-
quiló las dos plantas, que constaban de una zona habitable, oficinas,
unas salas de espera, unos consultorios y unos laboratorios. Encargó
los muebles y contrató un servicio de coches de alquiler: todo cuanto
necesitarían para iniciar sus estudios.
Lasher la observó fríamente. Observó sus dedos mientras opri-
mía los botones. Escuchó atentamente cada sílaba que pronunciaba.
-Supongo que te habrás percatado de que esta ciudad está muy
cerca de Nueva Orleans -dijo Rowan. No quería que lo descubriera
más tarde y se enfureciera con ella por no habérselo advertido. Le
dolían las muñecas por haber permanecido atada a la cama y tenía
hambre.
-Ah, sí, los Mayfair -respondió él, señalando la carpeta que
contenía la historia de la familia. No pasaba un día sin que estudiara
dicho informe, revisara sus notas O escuchara las grabaciones magne-
tofónicas-. Pero no creo que se les ocurra buscarnos aquí.
-Yo tampoco -contestó ella-. Si tratas de lastimar a Michael
Curry, me mataré. Ya no te seré útil.
-No estoy seguro de que me seas útil ahora -replicó él-. El
mundo está lleno de personas más amables y agradables que tú, y que
cantan mejor que tú.
-En ese caso, ¿por qué no me matas? -preguntó ella.
Mientras él meditaba la respuesta, ella intentó matarlo utilizando
todos los medios psíquicos a su alcance. Fue inútil.
Rowan deseaba morir o, al menos, quedarse dormida para siem-
pre. Quizá fuera lo mismo.
-Creí que eras algo inmenso, inocente -dijo ella-. Algo total-
mente nuevo y desconocido.
-Ya lo sé -contestó él bruscamente, mirándola enfurecido.
-Pero me has desengañado.
-Tu deber es averiguar quién soy.
-Eso intento -respondió ella.
-Sé que te parezco hermoso.
-¿Y qué? -replicó ella-. Te aborrezco.
-Lo sé, en tus agendas te referías a mí como «esa nueva especie»,
«esa criatura», «ese ser»; hablabas de mí en términos clínicos. Te
equivocas. No soy nuevo, amor mío, soy mucho más viejo de lo que
imaginas. Pero mi era se aproxima de nuevo. No pude haber elegido
un momento más oportuno para tener descendencia. ¿No quieres sa-
ber lo que soy?
-Eres un monstruo cruel e impulsivo. Eres incapaz de razonar o
de concetitrarte. Estás loco.
Estaba tan furioso que durante unos instantes no pudo articular
palabra. Rowan le vio crispar los puños, como si deseara golpearla.
-Imagina que todos los seres humanos hubieran muerto -dijo
él-, y un ser parecido a un mono portara en su sangre los genes de la
humanidad, transmitiéndolos a sus descendientes a través de varias
generaciones hasta que, por fin, naciera de nuevo un hombre.
Rowan no dijo nada.
-¿Crees que ese hombre se comportaría caritativamente con los
monos, sobre todo si tuviera una compañera, una hembra pertene-
ciente a la especie de los simios con quien tener descendencia y formar
una nueva dinastía de seres superiores?
-No eres superior a nosotros -contestó Rowan fríamente.
-¡Por supuesto que lo soy! -exclamó él, furibundo.
-No estoy segura de cómo sucedió, pero sé que no volverá a su-
ceder .
Él meneó la cabeza y sonrió.
-Eres una estúpida, una egoísta. Me recuerdas a los científicos
cuyas palabras he leído y oído en televisión. Ha sucedido con ante-
rioridad, en numerosas ocasiones, y volverá a suceder ...Éste es el
momento idóneo, esta vez no habrá sacrificios, esta vez triunfaremos.
-Prefiero morir antes que ayudarte.
Él apartó la vista. Parecía estar soñando.
-¿Crees que nos mostraremos más caritativos cuando goberne-
mos? Ningún ser superior se muestra caritativo con los débiles. ¿Aca -
so se mostraron los españoles caritativos con los salvajes que encontra-
ron en el Nuevo Mundo? No, eso jamás ha sucedido en la historia. Las
especies superiores, las que ocupan una posición privilegiada, jamás
han sido caritativas con las inferiores. Por el contrario, las especies su-
periores tienden a eliminar a las inferiores. ¿No es cierto? ¡Tú perte-
neces a este mundo, responde! Aunque no es necesario, ya lo sé.
De pronto se le llenaron los ojos de lágrimas. Apoyó la cabeza en
los brazos y rompió a llorar. Cuando terminó, se enjugó los ojos con
una toalla del baño y dijo:
-¡Qué lástima! Pudimos haber sido muy felices.
-¿Cómo? -preguntó ella.
Él empezó a besarla ya acariciarla de nuevo mientras se desabro-
chaba los pantalones.
-¡Basta! He tenido dos abortos. Estoy enferma. Mírame. Mira
mi rostro y mis manos. Mira mis brazos. Un tercer aborto me mataría,
¿no lo comprendes? Vas a matarme. ¿A quién recurrirás cuando haya
muerto? ¿Quién te ayudará? ¿Quién te conoce tan bien como yo?
se detuvo. Luego, inesperadamente, le asestó una bofetada. Du-
dó unos instantes, como si se arrepintiera, pero parecía satisfecho.
Ella lo miró atónita.
A continuación la obligó a tumbarse en la cama y empezó a acari-
ciarle el cabello ya sorber las escasas gotas de leche que rezumaban de
sus pezones. Después de darle un masaje en los hombros, los brazos y
los pies, le besó todo el cuerpo. Ella se desvaneció. Cuando recobró el
conocimiento, comprobó que había anochecido. Tenía los muslos do-
loridos y húmedos, del semen de él y de su propio deseo.
Cuando llegaron a Houston, Rowan se dio cuenta de que el edifi-
cio donde iban a ocultarse constituía una prisión. Estaba desierto.
Había alquilado las dos últimas plantas. Él le concedió todos los ca-
prichos durante los dos primeros días, mientras adquirían lo necesario
para instalarse en esa torre semejante ala de un cuento de hadas, entre
luces de neón y señales luminosas. Ella le observaba atentamente, es-
perando a que cometiera el menor descuido para huir. Pero él perma-
necía siempre alerta.
Un día la ató a la cama, anunciando que no era necesario que es-
tudiase las muestras, que no habría ningún proyecto.
-Ya sé cuanto necesito saber .
La primera vez la abandonó durante un día entero. La segunda,
durante una noche y buena parte de la mañana siguiente. La tercera
vez durante casi cuatro días.
Rowan miró a su alrededor, observando el frío y moderno dor-
mitorio consistente en unas paredes blancas, unas ventanas desnudas
y unos muebles laminados.
Sentía un dolor espantoso en las piernas. Salió cojeando del baño
y se dirigió al dormitorio. Lasher había colocado en la cama unas sá-
banas limpias, de color rosa, y la había rodeado de flores. Al contem-
plar esa escena, Rowan recordó el caso de una mujer de California que
se había suicidado. Había encargado que le enviaran varios ramos de
flores, los había dispuesto en torno al lecho y había ingerido una dosis
de veneno. O quizás aquellas flores le recordaran el funeral de Deir-
dre, tendida en el ataúd vestida y maquillada como si fuera una mu-
ñeca.
Parecía un lugar muy apropiado para morir, repleto de flores en
grandes jarrones. Si ella moría, quizás él cometiera una torpeza que
significaría su ruina. A fin de cuentas, era un estúpido. Rowan trató de
conservar la calma. Debía reflexionar, vivir y aguzar el ingenio.
-Qué lirios tan hermosos. Qué rosas. ¿Has traído tú mismo estas
flores? -preguntó.
Él negó con la cabeza.
-Las encontré junto a la puerta al llegar .
-Creíste que estaría muerta, ¿no es así?
-No soy tan sentimental, excepto en lo tocante a la música -res-
pondió él, sonriendo-. La comida está en la otra habitación. Tela trae-
ré. ¿Qué puedo hacer para que me ames? ¿Qué puedo decirte? ¿Qué
noticia puedo darte para obligarte a reaccionar?
-Te odio desde lo más profundo de mi corazón -contestó ella.
Se sentó en la cama, pues no había sillas en la habitación y las
piernas apenas la sostenían. Los tobillos le dolían mucho, al igual que
los brazos. Estaba desfallecida de hambre.
-¿Por qué deseas que viva?
Él se ausentó unos momentos y regresó con una bandeja llena de
distintas ensaladas y fiambres, platos ya preparados.
Tras devorar la comida, Rowan se tomó el zumo de naranja y apar-
tó la bandeja. Luego se levantó y se dirigió tambaleándose hacia el
baño. Permaneció largo rato sentada en el retrete, con la cabeza apoya-
da en la pared. Temía que fuera a vomitar. Miró lentamente a su alrede-
dor. No, ningún instrumento con el que pudiera suicidarse.
De todos modos, no quería suicidarse. Estaba absolutamente re-
suelta a luchar. Llegado el caso, morirían ambos. Ella misma se encar-
garía. Pero ¿cómo?
Abrió la puerta sigilosamente. Él no se había movido. La cogió en
brazos y la transportó hasta la cama, que había sembrado de margari-
tas. Cuando la depositó sobre las fragantes flores, Rowan se echó a
reír. De pronto se sentía más animada.
Él se inclinó sobre ella y la besó.
-No vuelvas a hacerme el amor. Si sufro otro aborto, moriré. Exis-
ten otras formas más rápidas y sencillas de liquidarme. No podemos
tener un hijo, ¿no lo comprendes? Quizá no puedas tener un hijo con
ninguna mujer.
-No temas, esta vez no tendrás un aborto -respondió él.
Se tendió junto a ella y apoyó la mano en su vientre, sonrien-
do. Luego pronunció una serie de sílabas rápidamente, como si can-
tara en un idioma propio. En aquellos momentos ofrecía un aspecto
grotesco.
-Descuida, mi amor, la criatura está viva y puede oírme. Es una
niña. Está ahí.
Rowan profirió un grito.
A continuación descargó toda su rabia contra la criatura, decidida
a matarla, a acabar con ella. Más tarde, mientras yacía empapada en
sudor, apestando a sangre y vómitos, percibió un extraño sonido,
como si alguien estuviera llorando.
Al volverse vio que él canturreaba.
Luego rompió a llorar.
Rowan cerró los ojos, tratando de descifrar aquellos incoherentes
sonidos.
Pero no pudo. De pronto oyó una nueva voz que estaba dentro de
ella y le hablaba en una lengua sin palabras que ella comprendía. Le
pedía que la amara, que la consolara.
«No volveré a hacerte daño», pensó Rowan. Sin palabras, la voz le
expresó su gratitud, su profundo amor.
¡Dios mío! Él tenía razón, la criatura vivía. Estaba viva y podía
oírla. Estaba sufriendo.
-No será un parto laborioso -dijo él-. Yo te ayudaré con todo
mi corazón. Eres mi Eva, pero eres pura. Una vez que la niña haya
nacido, puedes morir si lo deseas.
Rowan no contestó. ¿Por qué iba a hacerlo? Por primera vez des-
de hacía dos meses, tenía otro ser con quien hablar. Agotada, volvió la
cabeza.
13
Anne Marie Mayfair estaba sentada, muy tiesa, en el sofá de plás-
tico color crema del vestíbulo del hospital. Mona la vio en cuanto en-
tró. Anne Marie llevaba el mismo traje que se había puesto para asistir
al funeral de Gifford, azul marino, y una blusa blanca con volantitos
en el cuello y las mangas. Estaba sentada leyendo una revista, con las
piernas cruzadas y las gafas de montura negra apoyadas en la punta de
la nariz. Como de costumbre, ofrecía un aspecto pulcro y agradable,
con el pelo recogido en un moño y su rostro de diminutos rasgos que
contrastaban con las grandes gafas, las cuales le daban al mismo tiem-
po un aire estúpido e inteligente.
Mona le dio un beso en la mejilla y se sentó junto a ella.
-¿Te ha llamado Ryan? -preguntó Anne Marie, bajando la voz
aunque el vestíbulo del hospital estaba prácticamente desierto. Los
ascensores, situados a unos cuantos metros de distancia, se abrían y
cerraban sigilosamente. El mostrador de recepción estaba vacío.
-¿Te refieres a lo de mamá? -preguntó Mona.
Detestaba este lugar. Se le ocurrió que cuando fuera muy rica y se
hubiera convertido en una magnate de los negocios, con importantes
inversiones en todos los sectores de la economía, se dedicaría ala de-
coración de interiores para animar lugares tan fríos y asépticos como
éste. Luego pensó en el Mayfair Medical. Por supuesto que el pro-
yecto debía seguir adelante. Debía ayudar a Ryan. No podían impe-
dirle que participara en dicho proyecto. Al día siguiente hablaría con
Pierce sobre ello. También hablaría con Michael, en cuanto éste estu-
viera completamente restablecido.
-Ryan me informó que mamá estaba aquí-dijo.
-Según parece, tu madre cree que pretendemos mantenerla in-
ternada aquí para siempre. Eso es lo que les dijo a las enfermeras esta
mañana, cuando ingresó. Le han dado unos calmantes y está dormida.
La enfermera me dijo que me avisaría en cuanto se despertara. ¿No te
ha dicho nada Ryan sobre lo de Edith?
-No, ¿qué le ha pasado a Edith? -preguntó Mona.
Apenas conocía a Edith. Edith era nieta de Lauren, una tímida y
beligerante reclusa que vivía en la avenida Esplanade y se pasaba todo
el día con sus gatos, una mujer aburrida que no salía nunca de casa, ni
siquiera para asistir a los funerales de la familia. Edith. Mona no re-
cordaba qué aspecto tenía.
Anne Marie se incorporó, dejó la revista sobre la mesa y se colocó
bien las gafas. Tenía unos ojos muy bonitos.
-Edith murió esta tarde -dijo-. Tuvo una hemorragia, como
Gifford. Ryan dice que ninguna de las mujeres de la familia debe-
mos permanecer solas. Cree que puede tratarse de algo gen ético. De-
bemos estar acompañadas en todo momento por alguien. Así, si nos
sucediera algo malo, podríamos pedir auxilio. Edith estaba sola en el
momento de morir, al igual que Gifford.
-No me lo creo. ¿Que Edith Mayfair ha muerto? ¿En serio?
-Sí, ya sé que suena raro. Imagínate cómo está la pobre Lauren.
Fue a casa de Edith para reñirla por no haber asistido al funeral de
Gifford y se la encontró en el suelo del baño, en medio de un char-
co de sangre. Los gatos estaban alrededor del cadáver, lamiendo la
sangre.
Mona guardó silencio durante unos instantes. Debía reflexionar,
no sólo sobre lo que sabía, sino sobre lo que podía revelar a los demás
y con qué fin. En parte se sentía aturdida por la noticia.
-¿Dices que ha muerto a causa de una hemorragia uterina?
-Sí, dicen que pudo haberse tratado de un aborto. Francamente,
conociendo a Edith me cuesta creerlo. Tampoco creo que Gifford
sufriera un aborto. No creo que ninguna de ellas estuviera encinta.
Van a hacerle la autopsia. Al menos, esta vez la familia ha decidido
hacer algo positivo aparte de encender unas velas, rezar y criticarse los
unos a los otros.
-Me alegro -respondió Mona distraídamente, confiando en que
su prima callara durante unos momentos para poder ordenar sus ideas.
Pero la otra prosiguió:
-Todos estamos muy disgustados, pero debemos obedecer a
Ryan. Cualquiera puede sufrir una hemorragia sin que se trate nece-
sariamente de un aborto. De modo que procura permanecer acompa-
ñada. Si te sientes mareada o notas cualquier síntoma alarmante, debes
pedir ayuda de inmediato.
Mona asintió, contemplando fijamente las paredes del hospital,
los letreros y los grandes ceniceros cilíndricos llenos de arena. Estaba
dormida cuando algo la despertó súbitamente, un olor, una canción
que sonaba en el Victrola. Vio de nuevo la ventana abierta de par en
par, el jardín en sombras, con los tejos y las encinas. Trató de recordar
el olor.
-¿Te has quedado muda? -le preguntó Anne Marie-. Me pre-
ocupas.
-No, estoy bien. De veras. Pero es mejor que sigamos los conse-
jos de Ryan. No debemos permanecer solas, tanto si estamos encinta
como si no. Tienes razón. No importa. Subiré a ver a mamá.
-No la despiertes.
-¿Dices que ha estado durmiendo desde esta mañana? Quizás
esté en coma. Quizás esté muerta.
Anne Marie sonrió y negó con la cabeza. Luego cogió la revista y
se puso a leer de nuevo.
-No discutas con ella -le advirtió a Mona mientras ésta se diri-
gía hacia los ascensores.
Las puertas del ascensor se abrieron sigilosamente al llegar ala
séptima planta. A los Mayfair los instalaron siempre en esa planta,
salvo cuando debían permanecer en un departamento especial. Dis-
ponían de unas espaciosas suites, dotadas de un saloncito y una cocina
con un horno microondas para calentar el café y un frigorífico donde
conservar los helados. Alicia había estado internada en cuatro ocasio-
nes -deshidratada, desnutrida, con un tobillo roto y tendencias sui-
cidas- y juró que no regresaría jamás. Probablemente habían tenido
que reducirla para conducirla allí.
Mona anduvo silenciosamente por el pasillo, mirándose en el os-
curo cristal de la puerta de un consultorio y odiando lo que veía: un
vestido de algodón blanco, sin forma, que quedaba ridículo en una
joven que ya no era una niña. De todos modos, ése era el menor de sus
problemas.
En cuanto llegó ala puerta de acceso a las habitaciones, en el ala
oeste, percibió el aroma. Era el mismo que había notado antes.
Se detuvo, respiró hondo y comprendió por primera vez en su vida
que estaba asustada, lo cual la disgustó. Antes de entrar, reflexionó
unos momentos. La escalera daba a una puerta de emergencia. Al otro
lado de la planta había otra escalera de emergencia. Y, tras el mostrador
de recepción, unas enfermeras sentadas.
Si Michael hubiera estado a su lado, no habría dudado en abrir la
puerta de la escalera para comprobar si alguien se ocultaba allí, alguien
que exhalaba ese extraño aroma.
De pronto, el aroma empezó a disiparse. Mientras Mona dudaba
unos instantes, enojada consigo misma por no tener el valor de abrir
esa maldita puerta, un joven médico, con un estetoscopio colgado del
hombro, la abrió repentinamente y echó a andar por el pasillo. Al pa-
recer, nadie se ocultaba detrás de la puerta.
Sin embargo, eso no significaba que no hubiera nadie escondido
en una planta superior o inferior. De todos modos, o el olor empezaba
a desvanecerse o bien Mona se había acostumbrado a él. Aspiró lenta
y profundamente el delicioso y sensual aroma. Pero ¿qué era?
Al penetrar en la zona de recepción, Mona notó que el olor era
más intenso. Había tres enfermeras sentadas tras el elevado mostra-
dor, escribiendo, iluminadas por una potente luz. Una de ellas habla-
ba por teléfono en voz baja mientras escribía y las otras estaban ab-
sortas en su trabajo.
Ninguna de ellas reparó en Mona cuando ésta pasó frente al mos-
trador y dobló por un pasillo. El olor era cada vez más intenso.
-Jesús, no es posible -murmuró Mona, observando las puertas
a izquierda y derecha. Pero el olor le confirmó cuál era la que buscaba
antes de que viera el rótulo donde ponía «Alicia (Cici) Mayfair».
La puerta estaba entornada, y la habitación a oscuras. La ventana
daba a una escalera ya través del cristal se observaba una pared blanca.
Bajo las ropas del lecho había una mujer tumbada boca arriba. Un pe-
queño aparato digital registraba el curso del gota agota, una bolsa de
plástico llena de glucosa, transparente como el cristal, que la alimenta-
ba a través de un pequeño tubo insertado, bajo el esparadrapo, en la
mano derecha de la mujer, la cual reposaba sobre la manta blanca.
Mona se detuvo unos minutos y luego abrió la puerta de par en par,
a fin de comprobar si había alguien oculto en el baño, situado a la de-
recha y cuya puerta estaba abierta. Sólo vio una esquina del retrete y la
ducha. Tras echar una rápida ojeada al resto de la habitación, se dirigió
hacia el lecho, convencida de que se hallaba a solas con su madre.
El perfil de Alicia guardaba un extraordinario parecido con el que
ofrecía su hermana, Gifford, en el ataúd. Tenía el demacrado yangu-
loso rostro hundido en la suave almohada.
Las ropas del lecho la cubrían hasta el cuello. Eran de una des-
lumbrante blancura salvo por una manchita roja situada en el centro,
junto a la mano en la que estaban insertados el tubo y la aguja.
Mona se acercó, apoyó la mano en la cabecera de la cama y tocó la
mancha roja. Estaba húmeda. Mientras la contemplaba, la mancha se
hizo más grande, como si las ropas de la cama embebieran la sangre
que manaba de una herida oculta. Mona apartó bruscamente la sába-
na. Su madre no se movió. Estaba muerta. El lecho estaba empapado
de sangre.
De pronto Mona oyó un ruido a su espalda. Luego oyó una voz
femenina que se expresaba en un tono seco y desagradable.
-No la despierte, querida. Esta mañana nos ha dado una lata tre-
menda.
-¿Ha comprobado hace poco sus constantes vitales? -preguntó
Mona volviéndose hacia la enfermera, la cual ya había visto la san-
gre-. Haga el favor de avisar ami prima Anne Marie. Está en el ves-
tíbulo. Dígale que suba inmediatamente.
La enfermera era una mujer entrada en años. Cogió la mano de la
muerta para comprobar el pulso. Al cabo de unos segundos la depo-
sitó de nuevo sobre la ropas de la cama y salió de la habitación.
-Un momento -dijo Mona-. ¿Ha visto a alguien entrar aquí?
Tan pronto como hizo la pregunta comprendió que era inútil. La
enfermera estaba demasiado asustada ante la idea de que la culparan
por lo ocurrido para molestarse en responder a su pregunta. Mona la
siguió y vio que se dirigía apresuradamente hacia el mostrador de re-
cepción. Luego regresó junto a su madre.
Al cogerle la mano comprobó que aún no estaba helada. Mona
exhaló un largo suspiro. En aquel momento oyó unos pasos amorti-
guados en el pasillo, como de alguien calzado con unos zapatos de
suela de goma. Mona se inclinó sobre su madre, le apartó un mechón
de la frente y la besó. Su mejilla conservaba un poco de calor, pero la
frente estaba fría.
Estaba convencida de que su madre volvería la cabeza y gritaría:
«Ojo con el deseo que formules. ¿No te lo dije? Puede que se haga
realidad.»
Al cabo de unos minutos acudieron varias enfermeras. Anne Ma-
rie se detuvo en el pasillo, enjugándose los ojos con un pañuelo de
papel. Mona salió de la habitación.
Permaneció durante un rato junto al mostrador, observando y
escuchando a las enfermeras. Era preciso avisar al médico de guardia
para que certificara que Alicia había fallecido. Tardaría unos veinte
minutos en presentarse. Eran más de las ocho. Entretanto, habían
avisado al médico de la familia. Y a Ryan, por supuesto. Pobre Ryan.
El teléfono no paraba de sonar. ¿Y Lauren? ¿Cómo se encontraba
Lauren?
Mona echó a andar por el pasillo. En aquel momento se abrieron las
puertas del ascensor y apareció el médico de guardia, un joven que no
parecía tener edad ni experiencia suficiente para saber si alguien había
fallecido o no. El médico pasó junto a ella sin ni siquiera mirarla.
Aturdida, Mona bajó al vestíbulo y salió del edificio. El hospital se
hallaba en la calle Prytania, a una manzana de Amelia y Saint Charles,
donde vivía Mona. Anduvo lentamente por la acera, bajo la luz de las
farolas, enfrascada en sus pensamientos.
-Soy demasiado mayor para seguir vistiéndome así -dijo en voz
alta al llegar la la esquina-. Ya es hora de que me quite estos vestidos
y el lazo del pelo.
Al mirar al otro lado de la calle, vio que su casa estaba brillante-
mente iluminada. Frente a ella había unos coches aparcados, junto a
los cuales se había congregado un nutrido grupo de personas que ha-
blaban en tono exaltado.
Uno de los Mayfair se volvió y señaló a Mona. Alguien echó a co-
rrer hacia ella, como para protegerla e impedir que la atropellase un
coche cuando atravesara la calle.
-No me gustan estos vestidos -murmuró Mona mientras cru-
zaba apresuradamente la calle-. Estoy harta de ellos. No me los vol-
veré a poner.
-¡Mona, cariño! -exclamó su primo Gerald.
-Supuse que no viviría mucho tiempo -dijo Mona-, pero no
contaba con que las dos morirían con pocos días de diferencia.
Luego pasó junto a Gerald y los otros Mayfair, que se hallaban
junto a la verja y el camino que conducía a la puerta de entrada.
-Vale, vale -repetía a quienes trataban de ofrecerle sus condo-
lencias-. Debo quitarme este ridículo vestido.
14
LA HISTORIA DE JULIEN
No es la historia de mi vida lo que ustedes quieren que les cuente,
pero permítanme que les explique cómo averigüé mis diversos secre-
tos. Como saben, nací en el año 1828, pero me pregunto si saben us-
tedes lo que eso significa. Eran los últimos días de un viejo estilo de
vida, las últimas décadas en las que los acaudalados terratenientes del
mundo vivían como habían vivido durante siglos.
No sólo no habíamos oído hablar de ferrocarriles, teléfonos, Vic-
trolas y automóviles, sino que ni siquiera habíamos soñado con esas
cosas.
Riverbend -con su inmensa mansión llena de hermosos muebles
y libros, sus numerosos edificios anexos que albergaban a tíos, tías y
primos, y sus campos que se extendían desde las orillas del río hasta
el horizonte, hacia el sur, el este y el oeste- era realmente el paraíso.
Yo vine a este mundo casi sin que nadie se diera cuenta. Era un va-
rón, y mi familia deseaba tener brujas femeninas. Yo era un mero
príncipe de la sangre, y la corte un lugar cálido y agradable, pero nadie
reparó en que había nacido un niño que probablemente poseía ma-
yores poderes que cualquier otro miembro masculino o femenino de
la familia.
Mi abuela Marie Claudette se sintió tan decepcionada por el he-
cho de que yo no fuera una niña, que no volvió a dirigirle la palabra a
mi madre, Marguerite. Marguerite había dado a luz a otro varón, mi
hermano mayor Rémy, y ahora, tras haber cometido la torpeza de
parir otro niño, se vio postergada por la familia.
Por supuesto, Marguerite rectificó ese error en cuanto pudo, dan-
do a luz en el año 1830 a una niña, mi querida hermanita Katherine, la
cual se convirtió en heredera del legado. Pero las relaciones entre )
madre e hija se habían enfriado y nunca llegaron a normalizarse de nuevo.
Por otra parte, sospecho que Marie Claudette echó un vistazo
a Katherine y pensó: «Qué idiota», pues precisamente eso es lo que
era Katherine. Pero necesitaban una bruja y Marie Claudette estaba
empeñada en tener una nieta antes de morir, de modo que legó la es-
pléndida esmeralda a esa estúpida criatura que no cesaba de berrear.
Como saben, cuando Katherine se convirtió en una joven yo ya
había adquirido cierta influencia entre la familia, por mis dotes de
brujo. Yo engendré con Katherine a Mary Beth Mayfair, la última
de las célebres brujas Mayfair.
Yo era el padre de la hija de Mary Beth, Stella, como supongo que
también sabrán, y de la hija de ésta, Antha
Pero permítanme que retroceda a los peligrosos tiempos de mi
infancia, cuando todos me advertían en voz baja que cuidara mis mo-
dales, que no hiciera preguntas, que observara las costumbres de la
familia y que no prestara atención a las cosas extrañas que pudiese ver
relacionadas con el mundo de los fantasmas y los espíritus.
Asimismo, me advirtieron sin ambages que los varones de carácter
rebelde e independiente pertenecientes a la familia Mayfair no solían
prosperar, sino que morían a una edad precoz, se volvían locos o aca-
baban en el exilio.
Cuando vuelvo la vista atrás me parece imposible que yo acabara
convirtiéndome en un joven pasivo y bien educado como mi tío
Maurice, Lestan y muchos otros primos débiles y pusilánimes.
En primer lugar, veía fantasmas continuamente, oía voces de es-
pectros y veía cómo el alma abandonaba el cuerpo de un difunto; era
capaz de adivinar el pensamiento de la gente ya veces hacía que los
objetos se desplazaran de forma involuntaria. En resumidas cuentas,
era un joven dotado de poderes de brujo, hechicero o como prefieran
llamarlo.
No recuerdo un solo día en que no viera a Lasher. Muchas maña-
nas, cuando entraba en la habitación de mi madre a saludarla, lo veía
de pie junto a su silla. O junto a la cuna de Katherine. Pero él jamás
me miraba. Me habían advertido desde pequeño que no debía diri-
girme a él, ni tratar de averiguar quién era, ni pronunciar su nombre,
ni obligarlo a mirarme.
Mis tíos, una pandilla de desgraciados, solían decirme:
-Recuerda que los varones Mayfair podemos obtener cuanto
deseemos: mujeres, vino y una inmensa fortuna. Pero no debemos
tratar de averiguar los secretos de la familia. Deja éstos en manos de la
gran bruja, pues ella es quien todo lo ve y todo lo gobierna, y sobre
quien descansa nuestro vasto poder.
Pues bien, yo estaba decidido a desentrañar el misterio. No tenía la
menor intención de aceptar la situación cruzado de brazos. Mi abuela,
una mujer de temperamento extravagante, despertaba en mí una gran
curiosidad.
Entretanto, mi madre, Marguerite, se había distanciado de mí. Cuan-
do nos encontrábamos, lo cual no sucedía a menudo, me besaba apre-
suradamente. Iba con frecuencia a la ciudad -de compras, a la ópera, a
bailar, a cenar, etcétera-, y solía encerrarse en su estudio y contestar
con un grito si alguien se atrevía a molestarla.
Como es lógico, yo la encontraba fascinante. Pero mi abuela Ma-
rie Claudette era una presencia más constante en mi vida, y acabó
convirtiéndose, en mis raros momentos de ocio, en una irresistible
atracción.
En primer lugar déjenme que les hable de otra de mis aptitudes:
los libros. La casa estaba llena de libros. Eso no es frecuente en el viejo
Sur, créanme. Los ricos nunca han sido muy aficionados a la lectura;
es más bien una obsesión típica de la clase media. Sin embargo, toda
mi familia era muy amante de los libros; y yo era un lector asiduo de
los clásicos en francés, inglés y latín.
¿El alemán? Sí, también lo aprendí, al igual que el español y el
italiano.
Al alcanzar la adolescencia había leído al menos algún párrafo de
todos los libros que poseíamos, lo cual equivalía a una biblioteca
de gigantescas dimensiones. La mayoría de esos volúmenes se echaron
a perder con el paso del tiempo; otros fueron robados y algunos los
regalé, años más tarde, a personas tan amantes de la lectura como yo
mismo. Para entonces ya había obtenido cuanto deseaba de Aristóte-
les, Platón, Plauto, Terencio, Virgilio y Horacio. Muchas noches me
deleitaba con la lectura de Homero, en la versión de Chapman, y con
las Metamorfosis de Ovidio en una deliciosa traducción de Golding.
Sin olvidar a Shakespeare, a quien adoraba, por supuesto, y numero-
sas novelas inglesas muy divertidas, como Tristram Shandy, Tom Jo-
nes y Robinson Crusoe.
Leía cuanto caía en mis manos. Cuando no comprendía un pasaje,
lo leía una y otra vez hasta que lograba entenderlo. Siempre andaba
arriba y abajo con mis libros, preguntando a las personas con quienes
me tropezaba: «¿Qué significa esto?», y rogando a mis tíos, tías, pri-
mos y esclavos que me leyeran en voz alta algún párrafo que no al-
canzaba a comprender .
Cuando no me dedicaba a leer salía con chicos mayores que yo,
tanto negros como blancos, con los que montaba a caballo, iba a los
pantanos en busca de serpientes, o trepaba a los cipreses y las encinas
jugando a que unos piratas nos invadían desde el sur. Un día, cuando
tenía dos años y medio, me perdí en los pantanos durante una tor-
menta. Creí que me moría. Jamás olvidaré esa experiencia. A partir de
aquel día, no he vuelto a tener miedo de los truenos y relámpagos.
Recuerdo que gritaba como un desesperado, pero nadie acudía a res-
catarme. No obstante logré sobrevivir, ya la mañana siguiente me
hallaba-desayunando tan tranquilo junto a mi desconsolada madre.
Era un niño muy curioso y procuraba sacar provecho de todo
cuanto me rodeaba.
Mi tutor durante mis primeros tres años de vida fue el cochero de
mi madre, Octavius, un negro libre, descendiente de cinco ramas de los
primeros Mayfair a través de sus diversas amantes negras. Octavius
tenía a la sazón dieciocho años y era un joven muy simpático y diver-
tido. Mis poderes de brujo no le intimidaban lo más mínimo y, cuando
no me decía que se los ocultara a los demás, me explicaba cómo debía
utilizarlos.
Por ejemplo, él me enseñó a adivinar los pensamientos de los de-
más aunque trataran de ocultarlos y la forma de indicarles lo que
debían hacer sin expresarlo por medio de palabras, indicaciones
que invariablemente obedecían. Incluso me enseñó a imponer mi vo-
luntad por medio de sutiles palabras y gestos. Asimismo, aprendí de
Octavius unos encantamientos que hacían que el mundo en el que yo
habitaba, junto a mi familia y mis amigos, adquiriera un aspecto di-
ferente. También aprendí una serie de trucos eróticos, pues, como
muchos niños, a los tres, cuatro y cinco años de edad sentía gran cu-
riosidad por el sexo e intentaba unas cosas que más adelante, cuando
cumplí los doce, hicieron que me sintiera avergonzado, al menos du-
rante uno o dos años.
Pero volvamos al tema de las brujas y de cómo llegué a ser cono-
cido por ellas.
Mi abuela, Marie Claudette, siempre estaba entre nosotros. Solía
sentarse en el jardín, acompañada de una pequeña orquesta de músi-
cos negros que tocaban para ella. Había dos excelentes violinistas,
ambos esclavos, y otros que tocaban unas flautas de madera, llamadas
flautas dulces. Había uno que tocaba un contrabajo de manufac-
tura casera, por decirlo así, y otro que tocaba dos tambores, acari-
ciándoles con sus suaves dedos. Marie Claudette los había enseñado a
esos músicos sus canciones, muchas de las cuales eran originarias de
Escocia.
Yo me sentía muy a gusto en compañía de mi abuela. Detesta-
ba toda clase de ruidos, pero, cuando conseguía sentarme en su rega-
zo, ella se comportaba de forma dulce y encantadora y me contaba
cosas tan interesantes como las que contenían los libros de nuestra
biblioteca.
Era una mujer alta, de gran empaque, con los ojos azules y el ca-
bello blanco. Ofrecía una imagen la mar de pintoresca tendida en un
diván de mimbre en el porche, bajo una marquesina que la brisa agi-
taba ligeramente, mientras cantaba en gaélico o soltaba una andanada
de palabrotas contra Lasher .
El problema era que Lasher se había cansado de ella. Se dedicaba a
hacerle la corte a Marguerite ya admirar a Katherine, mi hermanita,
mientras que a Marie Claudette apenas le reservaba un beso o un par
de versos de vez en cuando.
A veces le suplicaba a Marie Claudette que lo perdonara por cor-
tejar a Marguerite, añadiendo, con una voz muy pura y hermosa, que
ésta le exigía que le dedicara toda su atención. En ocasiones, cuando
acudía a besar ya cortejar a Marie Claudette, aparecía vestido con una
levita, lo cual por aquel entonces constituía una novedad, ya que hasta
hacía poco los hombres lucían tricornios y pantalones hasta la rodilla;
otras veces presentaba un aire rústico, pues iba vestido con prendas
más bastas, pero siempre aparecía muy apuesto, con el cabello y los
ojos castaños.
Adivinen quién se sentó un día en las rodillas de Marie Claudette,
todo él sonrisas y ricitos, y le preguntó en tono zalamero:
-¿Por qué estás triste, grandmère? Cuéntamelo todo.
-¿Has visto a ese hombre que viene a visitarme?
-Por supuesto -respondí-, pero me han dicho que debo men-
tirte, aunque no sé por qué, pues parece que le gusta que le vean. In-
cluso le gusta asustar a los esclavos, apareciendo de pronto ante ellos
sin ningún motivo, excepto para satisfacer su vanidad.
Marie Claudette se enamoró de mí en aquel instante. Sonrió ante
mis observaciones y dijo que jamás había conocido aun niño de dos
años tan inteligente como yo. Yo tenía ya dos años y medio, pero no
dije nada. Al cabo de un par de días de haber mantenido nuestra
primera conversación sobre «el hombre», mi abuela me lo contó todo.
Me habló sobre su antiguo hogar en Santo Domingo, el cual echa-
ba mucho de menos, sobre el vudú y el culto al diablo en las islas y so-
bre cómo había llegado a dominar todos los trucos de los esclavos,
utilizándolos en su propio beneficio.
-Soy una magnífica bruja -afirmó-, mucho mejor de lo que
jamás llegará a serlo tu madre, pues está un poco loca y se ríe de todo.
En cuanto ala pequeña Katherine, quién sabe. Te recomiendo que la
vigiles estrechamente. Yo, personalmente, no suelo reírme con fre-
cuencia.
Todos los días me sentaba en sus rodillas y le hacía preguntas. La
horrible orquesta seguía tocando sin parar, pues Marie Claudette
nunca les ordenaba que cesaran. Ella esperaba que yo acudiera junto a
ella todos los días, y cuando no aparecía enviaba a Octavius a buscar-
me. Yo me sentía feliz. Sólo detestaba la música, que sonaba como un
coro de maullidos. Un día le pregunté a mi abuela si no preferiría es-
cuchar el canto de los pájaros, pero meneó la cabeza y dijo que la
música la ayudaba a pensar.
Entretanto, sus relatos, llenos de pintorescas imágenes y violencia,
se iban haciendo más complicados.
Hasta el mismo día de su muerte, Marie Claudette conversó
extensamente conmigo. Durante los últimos días, mandó que la or-
questa acudiera a su habitación, y mientras tocaban ella y yo charlá-
bamos en voz baja, tendidos y con la cabeza apoyada en las almohadas
del lecho.
Básicamente, mi abuela me contó que Suzanne, una mujer muy
astuta, había invocado al espíritu Lasher «por error», en Donnelaith,
y había muerto en la hoguera; que a su hija, Deborah, se la llevaron
unos brujos de Amsterdam; que Lasher siguió y cortejó a la hermosa
Deborah, la cual se convirtió en una mujer rica y poderosa, pero su-
frió una muerte atroz en una población francesa el día en que trataron
de quemarla en la hoguera como habían hecho con su madre. Luego
apareció en escena Charlotte, la hija de Deborah y de uno de los bru-
jos de Amsterdam; era la más fuerte de las tres primeras brujas, y uti-
lizó al diabólico espíritu para adquirir una gran fortuna e influencia y
un poder ilimitado.
Charlotte tuvo -con su propio padre, Petyr van Abel, uno de los
audaces y misteriosos brujos de Amsterdam, quien la había seguido al
Nuevo Mundo para prevenirla contra los peligros de cohabitar con
espíritus- a Jeanne Louise ya su hermano gemelo Peter y de Jeanne
Louise y su hermano nació Angélique, la madre de Marie Claudette.
La familia había adquirido oro, joyas, monedas de todos los países
y los lujos más inconcebibles. Ni siquiera la revolución de Santo Do-
mingo consiguió destruir su fabulosa fortuna, una mínima parte de la
cual dependía del éxito de las cosechas y que estaba depositada en va-
rios lugares seguros.
-Tu madre ni siquiera sabe lo que posee -me dijo Marie Clau-
dette-. Cuanto más pienso en ello, más importante me parece reve-
larte todos estos datos.
Naturalmente, yo estaba de acuerdo con ella. Todo ese poder y
dinero, dijo grandmère, había llegado a nosotros a través de las ma-
quinaciones del espíritu, Lasher, que era capaz de matar a las personas
señaladas por la bruja, atormentar a quienes ella pretendía que enlo-
quecieran, revelarle secretos que otros mortales procuraban ocultar e
incluso conseguir oro y alhajas transportándolos por medios mágicos,
aunque para ello el espíritu debía emplear una gran energía.
Era un espíritu encantador, dijo, aunque se requería una cierta ha-
bilidad para manipularlo. Últimamente la tenía muy abandonada; se
pasaba todo el día junto a la cuna de la pequeña Katherine.
-Katherine no lo ve -contesté-, a pesar de que el espíritu hace
cuanto puede para que lo vea.
-¿De veras? No lo creo.. Es imposible que una nieta mía no con-
siga ver al espíritu.
-Compruébalo tú misma. La niña no mueve los ojos. No puede
verlo, ni siquiera cuando se le aparece bajo la forma de un hombre al
que cualquiera podría ver y tocar .
-¿Estás seguro?
-Suelo oír sus pasos en la escalera -respondí-. Conozco sus
trucos. Sé que puede pasar del estado gaseoso al sólido y luego des-
vanecerse como una ráfaga de aire cálido.
-Eres muy observador-dijo mi abuela-. Te quiero mucho.
Su comentario me llenó de satisfacción y le dije que yo también la
quería, lo cual era cierto. Era una persona muy importante para mí.
Además, había llegado a la conclusión, mientras la observaba y escu-
chaba sus relatos, de que las personas ancianas eran más bellas que las
jóvenes.
Siempre mantuve esa opinión. Los jóvenes también me gustan,
por supuesto, sobre todo si son valientes y temerarios, como mi Stella
o mi Mary Beth. En cambio, a las personas de mediana edad no las
tolero.
Permíteme que te diga, Michael, que constituyes una excepción.
No, no protestes. No destruyas el trance. No diré que en el fondo eres
como un niño, pero posees la ingenuidad y la bondad de los niños,
cosa que me intriga y confunde. Me has desafiado. Como muchos
hombres con sangre irlandesa, sabes que existen cosas sobrenaturales.
Sin embargo, no te importa. Sigues hablando con vigas de madera,
techoc y muros enyesados.
Basta. Todo depende ahora de ti. Pero volvamos a Marie Clau-
dette ya lo que me contó sobre el fantasma de nuestra familia.
-Posee dos tipos de voz -dijo-, una que sólo podemos captar
mentalmente y la que acabas de oír, la cual todos los que posean un
oído adecuado pueden percibir. A veces emplea una voz tan fuerte y
clara que todo el mundo puede oírla. Pero eso ocurre en raras ocasio-
nes, ya que resulta muy cansado utilizarla. ¿De dónde crees que saca
las fuerzas? Pues de nosotros, naturalmente. De mí, de tu madre y
probablemente también de ti; lo he visto junto a mí cuando estabas
presente y he visto cómo lo observabas. Por lo que respecta a la voz
interior, puede llegar a confundirte, como suele hacer con sus enemi-
gos, a menos que te defiendas contra ella.
-Pero ¿cómo? -pregunté.
-¿No lo adivinas? Deja que te muestre lo inteligente que eres. Tú
ves al espíritu, lo cual significa que se aparece ante ti, ¿no es cierto?
Tras hacer acopio de fuerzas, se convierte en un hombre durante bre-
ves momentos. Luego, agotado, desaparece. ¿Por qué crees que se es-
fuerza en aparecer ante mí, en lugar de limitarse a murmurar dentro
de mi mente: «Pobre Marie Claudette, jamás te olvidaré»?
-Para exhibirse --contesté-. Es muy vanidoso.
Mi abuela soltó una carcajada.
-Sí y no. Debe adoptar una forma humana para aparecer ante mí
por una razón muy sencilla. Yo me rodeo día y noche de música. El
espíritu no puede atravesar esa barrera musical a menos que haga
acopio de todas sus fuerzas y se concentre poderosamente en la ma-
nifestación de una forma y una voz humanas. Es preciso que sofoque
la música que le atrae e hipnotiza.
»No es que la música no le guste, pero ejerce un fuerte poder de
atracción sobre él, al igual que atrae a los animales salvajes ya ciertos
personajes míticos. Mientras mi orquesta siga tocando, el diabólico
espíritu no podrá confundirme con su voz interior, sino que deberá
aparecer ante mí y darme unos golpecitos en el hombro.
En aquel momento fui yo quien soltó una sonora carcajada. En .
cierto aspecto, el espíritu no era peor que yo. Yo también había apren-
dido a prescindir de la música y concentrarme en los relatos de mi abue-
la, aunque no resultaba nada fácil. Pero, para Lasher, el hecho de con-
centrarse significaba la posibilidad de existir. Cuando los espíritus
sueñan, no se conocen a sí mismos.
Podría seguir hablando de este tema largo rato, pero tengo mu-
chas cosas que decir y estoy muy cansado.
Permítanme que continúe. ¿Dónde estaba? Ah, sí, mi abuela me
contó lo del poder de la música sobre ese ser, y que ella hacía que la
orquesta tocara continuamente para forzarlo a aparecer ante ella y
cortejarla, pues de otro modo no se hubiera molestado en hacerlo.
-¿Lo sabe él? -le pregunté.
-Sí y no -contestó ella-. Siempre me ruega que ordene que
cese la música, pero yo me niego. Luego se acerca a mí y me besa la
mano, y yo le miro. Tienes razón, es muy vanidoso. Le gusta exhibir-
se para asegurarse de que no me he alejado de su ámbito, pero ya no
me ama ni me necesita. Yo ocupo un pequeño lugar en su corazón.
Eso es todo.
-¿Tú crees que tiene corazón? -pregunté.
-Desde luego. Nos ama a todos, especialmente a las brujas, pues
a través de nosotros es como ha llegado a conocerse y como ha au-
mentado su poder .
-Comprendo -dije-. Pero ¿qué pasaría si quisieras dejar de
verlo? Si tú...
-Chitón. No vuelvas a decir eso -contestó con vehemencia-
ni siquiera cuando suene la música a todo volumen.
-De acuerdo -repuse, tomando buena nota de sus palabras. No
volví a tocar el tema-. Pero ¿puedes decirme al menos de quién se
trata?
-Es un diablo -respondió Marie Claudette-, un importante
diablo.
-No lo creo -dije yo.
Ella me miró asombrada.
-¿Por qué dices eso? ¿Quién iba a servir a una bruja sino el diablo?
Le conté cuanto sabía sobre el diablo, cosas que había aprendido
de las oraciones, los himnos, la misa y los esclavos.
-El diablo es malo -dije- y se porta mal con todos los que
creen en él. Ese ser, en cambio, es muy bueno con nosotros.
Mi abuela me dio la razón, pero insistió en que se trataba de un
diablo, pues, según dijo, se negaba a someterse ala ley de Dios, aun-
que le gustaba aparecer como un hombre de carne y hueso.
-¿Por que? -pregunté-. ¿Acaso no es más fuerte el diablo que
un hombre normal y corriente? ¿Por qué se expone a pillar la fiebre
amarilla o el tétanos?
Mi abuela rompió a reír.
-Le gusta sentir lo que sienten los hombres, ver lo que ellos ven
y oír lo que oyen, sin verse obligado a desvanecerse de los sueños y
arriesgarse a perder su influjo sobre la gente. Le gusta convertirse
en un hombre para ser real, para estar en el mundo y formar parte
del mundo, y también para desafiar a Dios, que no le dio un cuerpo
humano.
-Creo que se pasa un poco -contesté.
Aunque puede que no dijera exactamente eso, sino que me expre-
sara en los términos que utilizaría un niño de tres años de aquella
época, que ha vivido en el campo y ha visto muchas muertes y sufri-
mientos.
Mi abuela soltó otra carcajada y dijo que, fuera como fuese, el caso
es que nos había concedido una gran fortuna y poder porque le ha-
bíamos resultado útiles.
-Desea adquirir fuerza, y nosotros, con nuestra presencia, se la
proporcionamos. y sobre todo desea que nazca una bruja con la sufi-
ciente fuerza para lograr que se convierta definitivamente en un ser de
carne y hueso.
-Pues si cree que va a conseguirlo Katherine, se equivoca –re-
pliqué.
Mi abuela sonrió y asintió.
-Me temo que tienes razón, aunque la fuerza es algo que aparece
y desaparece. Tú la tienes. Tu hermano, en cambio, no.
-No estés tan segura -respondí-. Él se asusta más fácilmen-
te que yo. Cuando ve al espíritu se pone a hacer muecas para impedir
que se acerque a la cuna de Katherine. Yo no tengo que hacer muecas,
ni salgo huyendo. y no se me ocurriría derribar la cuna de la pequeña
Katherine. Pero ¿cómo puede una bruja conseguir que se convierta
definitivamente en un hombre de carne y hueso? Incluso cuando está
en presencia de mamá, sólo aparece con la apariencia de un hombre
durante dos o tres minutos a lo sumo. ¿Qué pretende?
-No lo sé -respondió mi abuela-. Sinceramente, no conozco
el secreto. Pero déjame decirte una cosa mientras la música sigue so-
nando. Escucha atentamente. Jamás he tenido el valor de confesár-
melo a mí misma, pero voy a decírtelo. Cuando haya obtenido lo que
desea, destruirá a toda la familia.
-¿Por qué? -pregunté.
-Lo ignoro -contestó mi abuela con expresión seria-. Pre-
siento que aunque nos ama y nos necesita, al mismo tiempo nos odia.
Yo reflexioné unos instantes.
-Claro que es posible que él no lo sepa -continuó Marie Clau-
dette-, o que desee que no lo sepa yo. Me pregunto si no te habrá
enviado aquí para que le transmitas a tu hermanita lo que te he con-
fiado. Marguerite se niega a escucharme. Se cree la dueña del mundo.
Temo sufrir los tormentos del infierno en mi vejez y deseo estar acom-
pañada de un niño angelical como tú.
-De modo que desea convertirse en un hombre de carne y hueso
-repetí. Recuerdo que el comentario de mi abuela referente a mi
apariencia angelical me había hecho perder el hilo. Deseaba que si-
guiera enumerando mis encantos, pero estaba empeñado en descifrar
aquel misterio-. No lo entiendo. ¿Cómo puede convertirse en un ser
de carne y hueso? ¿Acaso puede volver a nacer, o encarnarse en el
cuerpo de un difunto o de alguien que...?
-No -contestó mi abuela-. Afirma que conoce su destino.
Dice que lleva dentro el proyecto del ser en el que volverá a conver-
tirse y que, algún día, una bruja y un hombre crearán el óvulo mágico
del cual nacerá de nuevo, adoptando la forma que le corresponde, la
cual nada ni nadie podrá destruir, y todo el mundo llegará a verlo y
comprenderlo.
-Hummm... ¿Conque eso es lo que pretende? Has dicho «de
nuevo». ¿Acaso significa que antes era un hombre de carne y hueso?
-Antes era algo que ahora ya no es, pero existía, te lo aseguro.
Creo que era una criatura caída, condenada a sufrir la inteligencia y la
soledad bajo una forma «gaseosa». Quiere conseguir a través de no-
sotros una bruja fuerte, una especie de Virgen María, la cual constitu-
yó para Jesucristo el vehículo de su Encarnación.
-Estoy seguro de que no es un diablo -dije tras reflexionar unos
momentos.
-¿Por qué lo dices? -me preguntó de nuevo, aunque ya había-
mos hablado muchas veces del tema.
-Porque el diablo, suponiendo que exista, cosa que dudo, tiene
cosas más importantes que hacer.
-¿De dónde has sacado que no existe el diablo?
-Lo afirma Rousseau -contesté-. Sostiene que el peor mal está
dentro del hombre.
-Te aconsejo que leas otras obras antes de formarte una opinión
-dijo mi abuela.
Ése fue el fin de la primera parte.
Pero antes de morir, lo cual sucedió poco después de esa charla,
mi abuela me contó otras cosas sobre el espíritu. Por regla general,
mataba ala gente de un susto. Bajo una forma humana, se aparecía por
las noches a cocheros y jinetes, sobresaltándolos y haciendo que su-
frieran un accidente mortal; a veces asustaba también al caballo, lo
cual demuestra que adoptaba la forma de un ser material.
Tras seguir aun hombre o una mujer, les explicaba, a su manera un
tanto infantil, lo que esa persona había hecho durante todo el día, aun-
que uno tenía que saber interpretar sus singulares expresiones.
También se dedicaba a robar, generalmente cosas de poca impor-
tancia, aunque a veces robaba grandes sumas de dinero. Asimismo,
era capaz de adueñarse del cuerpo de un mortal durante breve tiempo
para ver a través de sus ojos y sentir a través de sus manos. Era una
experiencia que lo dejaba agotado y más atormentado que antes; en
ocasiones, su rabia y envidia le llevaban a matar a la persona de la que
se había adueñado. Por consiguiente, resultaba muy peligroso ayu-
darle a practicar esos trucos, pues era posible que acabase destruyen-
do el cuerpo inocente que había utilizado para sus fines.
Tal es la suerte que había corrido un sobrino de Marie Claudette
-un primo mío-, según me contó ella, por prestarse a tales experi -
mentos antes de aprender a controlar a Lasher ya obligarlo a obede-
cer o castigarlo por medio del silencio, cubriéndose los ojos y fin-
giendo no oírlo.
-Es fácil atormentarlo -dijo mi abuela-. Siente, olvida y llora.
No le envidio.
-Yo tampoco -contesté en voz alta.
-Jamás te burles de él-me advirtió mi abuela-. Te odiaría du-
rante el resto de tu vida. Cuando lo veas, vuelve la cabeza.
«Ni loco», pensé, pero no dije nada.
Un mes más tarde falleció mi abuela.
Yo me hallaba en el pantano, con Octavius. Nos habíamos esca-
pado para vivir una aventura como Robinson Crusoe. Tras amarrar
nuestra pequeña embarcación y montar el campamento, yo había in-
tentado encender una hoguera con unas ramas mientras Octavius iba
en busca de más leña.
De pronto, las ramas que sostenía en las manos comenzaron a ar-
der y, al alzar la vista, vi ante mí a Marie Claudette, mi querida abuela.
Ofrecía un aspecto de lo más sano y vigoroso, con las mejillas sonrosa -
das y sonriendo dulcemente. Me tomó en sus brazos, me besó y, tras
depositarme de nuevo en el suelo, desapareció. La pequeña hoguera
seguía ardiendo.
Enseguida comprendí el significado de aquella aparición. Mi abue-
la había venido a despedirse de mí. Estaba muerta. Insistí en regresar de
inmediato a Riverbend. Cuando nos acercábamos a la casa estalló una
violenta tormenta y echamos acorrer .Soplaba un vendaval que barría
las hojas, las ramas e incluso las piedrecitas del camino. No nos detuvi-
mos hasta que llegamos a la verja de la mansión; los esclavos se apresu-
raron a protegernos con unas mantas.
Efectivamente, Marie Claudette había muerto. Cuando le relaté a
mi madre, sollozando, cuanto sabía, ésta me miró como si me viera
por primera vez en su vida. Yo era para ella un bebé, un juguete, pero
en aquel momento me habló, no como si fuera un perrito o un niño,
sino como aun ser humano de pleno derecho.
-De modo que la viste y te besó -dijo mi madre.
De improviso, mientras los presentes seguían llorando ante elle-
cho de la difunta, el viento batía contra los postigos y el sacerdote,
visiblemente aterrado, murmuraba unas oraciones, apareció el diablo
junto al hombro derecho de mi madre y nuestras miradas se cruzaron.
Me miró unos instantes como implorándome que me compadeciera
de él, con los ojos arrasados en lágrimas, y luego se desvaneció.
Supongo que así es como terminará mi propia historia. Tú, Mi-
chael, añadirás las últimas palabras: «Y luego Julien se desvaneció.»
Pero ¿dónde estaré? ¿Adónde iré? ¿Acaso me hallaba en el cielo antes
de que invocaras mi nombre, o en el infierno? Estoy tan cansado que
ya no me importa, lo cual quizá sea una bendición.
Pero volvamos a aquel instante de confusión en que la lluvia pe-
netraba por la ventana mientras mi abuela yacía en su lecho, bajo un
montón de encaje, y mi madre, cuyo oscuro cabello contrastaba con la
palidez de su rostro, me contemplaba fijamente, y el diablo, tras ella,
asumía de pronto la forma de un apuesto joven, y la pequeña Katheri-
ne rompía a llorar en la cuna. Fue el comienzo de mi existencia como
cómplice de mi madre.
En primer lugar, después del funeral y el entierro en el cementerio
parroquial -los católicos no poseíamos un cementerio en nuestras
tierras, sino que nos enterraban en el camposanto de la localidad- mi
madre se volvió loca. Yo fui el único testigo de su locura.
Cuando subíamos la escalera, de regreso del cementerio, empezó
a gritar y echó a correr hacia su habitación. Yola seguí antes de que
pudiera cerrar con llave las puertas que daban a la galería. A conti-
nuación empezó a lanzar un gemido tras otro, desesperada por el do-
lor que le causaba la muerte de su madre, y por lo que no había hecho
y lo que no había dicho. De pronto, su dolor dio paso a un violento
arrebato de ira.
¿Por qué no había impedido el espíritu que Marie Claudette mu-
riera?, repetía mi madre una y otra vez.
-¡Lasher! ¡Lasher! ¡Lasher! -exclamó.
Mi madre cogió las almohadas del lecho y las desgarró, disemi-
nando las plumas por toda la habitación. Si no han contemplado
nunca un espectáculo semejante, les recomiendo que lo intenten y
verán lo que es bueno. Furiosa, mi madre rompió tres almohadas,
hasta que la habitación quedó inundada de plumas, mientras seguía
gritando como una histérica, ofreciendo un aspecto desolador. Al fi-
nal, yo también acabé llorando desconsoladamente.
Mi madre me estrechó entre sus brazos, rogándome que la per-
donara por el espectáculo que había organizado. Luego nos tumba-
mos en el lecho y al poco rato mi madre se quedó dormida. La noche
cayó sobre la plantación, lo cual, en aquellos tiempos de lámparas de
aceite y velas, hacía que toda actividad cesara de inmediato y todo
quedara sumido en el silencio.
Debía de ser pasada la medianoche cuando me desperté. No re-
cuerdo haber mirado el reloj, sólo que era plena noche, que estábamos
en primavera y que sentí deseos de apartar la mosquitera que rodeaba
la cama, salir al jardín y charlar un rato con la luna y las estrellas.
Al incorporarme vi ante mí al espíritu, sentado en el borde delle-
cho, con una mano tendida hacia mí. No grité, pues no había tiempo
para ello. De improviso sentí el suave tacto de sus dedos en mi mejilla,
lo cual me produjo una agradable sensación. El aire se agitó levemente
a mi alrededor, como si me acariciara, y el espíritu, tras desvanecerse,
empezó a besarme con labios invisibles ya tocarme, haciendo que mi
cuerpo, pese a mi corta edad, vibrara con unas extrañas y sensuales
sensaciones.
Al cabo de un rato, mientras permanecía tendido en el lecho junto
a un pequeño charco de líquido, vi que el diabólico ser volvía a mate-
rializarse ante la ventana. Salté de la cama, débil y confundido por el
goce que me había hecho experimentar, y me dirigí hacia él. Cuando
extendí un brazo en su dirección, súbitamente me miró con tristeza,
apartó la mosquitera y salimos juntos a la galería.
Tras estremecerse levemente bajo la luz, se desvaneció tres o cua-
tro veces para reaparecer de nuevo, hasta que al fin desapareció defi-
nitivamente dejando una estela de aire cálido tras él. Yo permanecí
inmóvil mientras oía su voz en mi mente, murmurando en tono con-
fidencial:
-He roto la promesa que le hice a Deborah.
-¿Qué promesa? -pregunté.
-Ni siquiera conoces a Deborah, estúpido mortal de carne y
hueso -dijo la voz.
Luego soltó contra mí una delirante andanada que parecía sacada
de las peores coplas de ciegos de la biblioteca. Aunque tenía tres años
y medio y sólo sabía unas cuantas canciones en verso, comprendí que
se trataba de un lenguaje chocante. Los esclavos me habían enseñado
algunos versos muy divertidos. y también sabía reconocer la pompo-
sidad.
-Por supuesto que sé quién era Deborah -respondí, repitien-
do la historia de Deborah tal como me la había contado Marie Clau-
dette, la cual me dijo que ésta, tras haberse convertido en un persona-
je muy importante, había sido acusada de practicar la brujería.
-Fue traicionada por su marido y sus hijos, e incluso por su pro-
pio padre. Pero yo me vengué de él-dijo la voz-. Me vengué por lo
que él y los suyos nos hicieron a Deborah y a mí.
La voz calló. Tuve la sensación de que estaba apunto de soltar
otra serie de versos ofensivos contra mí, pero al final desistió.
-¿Comprendes lo que quiero decir? -preguntó la voz-. Le
prometí a Deborah que jamás le sonreiría aun niño, y que no favore-
cería aun varón respecto a una hembra.
-Sí, sé lo que quieres decir -contesté-. Me lo dijo mi abuela.
Deborah nació en la región de los Highlands, en Escocia. Era una hija
bastarda, concebida durante las celebraciones de mayo. Probable-
mente su padre era el dueño de las tierras, pero no movió un dedo
cuando la madre de Deborah, Suzanne, una pobre bruja casi analfa-
beta, fue quemada en la hoguera.
-En efecto -dijo la voz-. Así sucedió. ¡Mi pobre Suzanne, que
invocaba mi nombre desde los abismos al igual que una niña saca una
serpiente de un estanque profundo sin darse cuenta! Ella pronunció
mi nombre, trenzando las sílabas en voz alta, y yo la oí.
»Sí, era el dueño de las tierras, el jefe del clan de Donnelaith, el
hombre que la dejó preñada y luego se echó a temblar cuando la que-
maron en la hoguera. ¡Donnelaith! ¿Puedes pronunciar esa palabra?
¿Sabes escribirla? Si vas allí verás las ruinas del castillo que yo destruí.
y las tumbas de loS últimos miembros del clan, borrados de la faz de
la tierra, hasta que llegue un momento en que...
-¿Qué?
La Voz guardó silencio y empezó a acariciarme de nuevo.
-¿Y tú? -pregunté tras reflexionar unos instantes-. ¿Eres va -
rón o hembra? ¿O ni una cosa ni la otra?
-¿Es que no lo sabes?
-Si lo supiera no te lo habría preguntado.
-¡Un varón! -contestó-. ¡Un varón! ¡Un varón! ¡Un varón!
Yo traté de reprimir la risa ante su indignación por haber herido
su amor propio.
Sin embargo, debo confesar que a partir de aquel día lo consideré
al mismo tiempo un ser neutro y un varón, tal como podrán compro-
bar en mi relato. En ocasiones se comportaba de un modo tan estúpi-
do y obtuso que me parecía algo monstruoso, mientras que otras
asumía una personalidad bien definida. Así pues, les ruego que dis-
culpen mis dudas al respecto. Cuando lo llamaba por su nombre, solía
considerarlo un varón. En otros momentos, cuando me enojaba, lo
despojaba de su sexo y lo maldecía por su temperamento frívolo e in-
fantil.
Comprobarán, por este relato, que las brujas también lo conside-
raban indistintamente un ser neutro y un varón. y tenían sus motivos.
Pero retrocedamos un instante al momento en que nos hallába-
mos en el porche y ese ser me acariciaba dulcemente.
Cuando me cansé de sus caricias, me volví y vi a mi madre junto a
la puerta, observando la escena.
-No permitiré que le hagas daño -dijo, dirigiéndose a ese ser-.
Es un niño inocente.
Supongo que el espíritu le respondió mentalmente, pues mi madre
guardó silencio. Luego desapareció. Es lo único que sé con certeza.
A la mañana siguiente fui al cuarto de los niños, en el cual todavía
dormía con Rémy, Katherine y unos simpáticos primitos de los que
prefiero no acordarme. Aún no sabía escribir correctamente. Deben
tener en cuenta que, en aquellos tiempos, mucha gente sabía leer pero
no escribir.
De hecho, era frecuente que uno supiera leer pero no escribir. Yo
leía todo lo que caía en mis manos, tal como he dicho, y pronunciaba
palabras como «transubstanciación» en inglés y en latín sin la menor
dificultad, pero hacía poco que había aprendido a formar palabras es-
critas con cierta agilidad y velocidad. Me costaba mucho escribir lo
que decía el espíritu, y le preguntaba a cualquiera que pasara en aquel
momento cómo se escribía determinada palabra. Esas palabras toda-
vía están garabateadas en mi pequeño pupitre, hecho a mano en ma-
dera de ciprés y actualmente guardado en el trastero. Tú mismo, Mi-
chael, lo tocaste con tus propias manos cuando reparaste las vigas de
esa habitación.
«Hasta que llegue un momento en que...» Ésas eran las palabras
que había pronunciado el espíritu, las cuales me parecieron muy sig-
nificativas.
En aquel momento resolví aprender a escribir, cosa que hice en
seis meses, aunque no conseguí perfeccionar mi caligrafía hasta haber
cumplido casi los doce años. Hasta entonces, escribía con letra torpe y
apresurada.
Cuando le conté a mi madre lo que me había dicho el espíritu,
murmuró asustada:
-Conoce nuestros pensamientos.
-No se trata de secretos -dije-, pero, aun así, es mejor que sue-
ne un poco de música para que podamos hablar tranquilamente.
-¿A qué te refieres? -preguntó mi madre.
-¿No te lo explicó la abuela?
Mi madre me confesó que ésta no le había dicho nada. De modo
que se lo expliqué yo. Ella empezó a reírse, presa de un ataque de his-
teria como la noche anterior, dando palmadas y sentándose en el sue-
lo. Acto seguido mandó llamar a los músicos que solían tocar para la
abuela.
Mientras la música -que sonaba como si estuviera interpretada
por una banda de gitanos borrachos librando una batalla musical con
unos indios- sofocaba nuestras voces, le conté a mi madre todo lo
que me había dicho Marie Claudette.
De pronto el espíritu apareció detrás de los músicos, donde éstos
no podían ver su masculina figura, y se puso a bailar como un loco. Al
cabo de un rato, el espectro empezó a oscilar de un lado a otro y se
esfumó. Pero todavía se notaba su presencia en la habitación, donde
se había dejado arrastrar por el sincopado ritmo africano interpretado
por la orquesta.
Mi madre y yo bajamos la voz para que no pudiera oír nuestras
palabras.
A Marguerite no le interesaba la «historia antigua». Nunca había
oído nombrar la palabra «Donnelaith» y apenas recordaba nada sobre
Suzanne. Se alegraba de que yo hubiera tomado buena nota de lo que
me había contado Marie Claudette y prometió facilitarme unos libros
de historia.
Me confesó que su pasión era la magia. Su madre, según me dijo,
nunca había apreciado su talento. Tiempo atrás, ella, Marguerite, ha-
bía trabado amistad con las reinas más poderosas del vudú de Nueva
Orleans. Había aprendido de ellas las artes de curar enfermedades y
realizar todo tipo de hechizos y maldiciones, con ayuda de Lasher, el
cual era su esclavo, su más ferviente admirador y su amante.
Aquel día mi madre y yo iniciamos una conversación que duraría
hasta su muerte y durante la cual ella me confió cuanto sabía sin re-
servas. y o le relaté a mi vez todo lo que sabía, mientras ella me estre-
chaba entre sus brazos. Jamás me había sentido tan unido a mi madre.
Sin embargo, no tardé en comprender que mi madre estaba loca; o
digamos obsesionada con sus experimentos mágicos. Estaba conven-
cida de que Lasher era el diablo, por mucho que él lo negara, y se ale-
graba de que yo le hubiera explicado la forma de mantenerlo aislado
por medio de la música. Le entusiasmaba recorrer el pantano en busca
de plantas mágicas, charlar con las viejas negras sobre exóticas curas y
tratar de transformar las cosas por medio de sustancias químicas y sus
propios poderes telequinésicos.
Por supuesto, en aquellos tiempos no utilizábamos esa palabra,
pues no la conocíamos. Mi madre estaba convencida del amor que
Lasher sentía hacia ella. Había tenido una hija y trataría de tener otra
hembra más fuerte si eso era lo que él deseaba. A medida que pasaban
los años, mi madre se sentía menos atraída por los hombres, conten-
tándose con loS abrazos de Lasher. También se mostraba menos co-
herente.
Entretanto, yo crecía rápidamente y seguía siendo un niño suma-
mente precoz, aficionado a la lectura, a las aventuras ya mis relaciones
con el demonio.
Los esclavos sabían que lo tenía en mi poder y acudían a mí en bus-
ca de ayuda, para que les curara cuando estaban enfermos. Al cabo de
poco tiempo me convertí, a sus ojos, en un personaje aún más misterio-
so y poderoso que mi madre.
Llegados a este punto, Michael, me enfrento a dos opciones: ex-
plicar todo lo que Marguerite y yo aprendimos y la forma en que ac-
cedimos a esos conocimientos, o bien seguir relatando los aspectos
más importantes de esta historia. Si me lo permites, prefiero elegir un
camino intermedio y relatar brevemente nuestros experimentos.
Sin embargo, antes de proseguir debo decir que mi hermana, Ka-
therine, se había convertido en una jovencita totalmente carente de
inteligencia, pero tan hermosa como inocente; en una flor que yo
adoraba y deseaba proteger. Sabía que a Lasher le complacía que
yo velara por ella, cosa que hacía muy gustoso. y o sentía un profundo
amor por mi hermana y sabía que ella había llegado a ver a «ese hom-
bre», aunque éste le asustaba. Todo lo extravagante y sobrenatural le
inspiraba temor, incluso nuestra madre, cosa perfectamente com-
prensible.
Los experimentos de Marguerite resultaban cada vez más desca-
bellados. Cuando se enteraba de que un niño había nacido muerto,
insistía en que le llevaran el cadáver. Los esclavos trataban de ocultar-
le el hecho de que algún hijo suyo había nacido muerto, por temor a
que éste terminara en un frasco en el estudio de Marguerite. Uno de
los episodios que recuerdo de aquella época es un día en que mi madre
entró en casa con un bulto entre los brazos y, sonriendo, me mostró el
cadáver de un negrito que acababa de nacer. Antes de que yo pudiera
reaccionar, se encerró apresuradamente en su estudio.
-A todo esto, el espíritu seguía mostrándose muy atento conmigo.
Cada día depositaba en mi bolsillo unas monedas de oro; me advirtió
que tenía algunos enemigos entre mis primos; montaba guardia junto
a la puerta de mi habitación y, en cierta ocasión, atrapó a un ladrón
que intentaba robarme las pocas alhajas que poseía.
Cuando me hallaba solo, empezaba a acariciarme y me proporcio-
naba un placer más intenso del que jamás había experimentado.
Asimismo, seguía manteniendo relaciones con Marguerite. Sus
intentos de conquistar a mi hermana, sin embargo, fracasaron estre-
pitosamente.
Katherine estaba convencida de que los perversos placeres que él
le ofrecía por las noches constituían un pecado mortal. Supongo que
era la primera bruja que creía esas cosas, aunque no me explico cómo
las normas católicas consiguieron arraigar en ella atan tierna edad,
antes de que el demonio la tentara con sus sueños eróticos. Si creen
ustedes en Dios, sin duda pensarán que la protegía. Yo no lo creo.
Al poco tiempo, mi madre y yo, cansados de la abominable or-
questa de Marie Claudette, decidimos contratar aun pianista y un
violinista para que tocaran para nosotros. Al principio, el espíritu se
mostró tan entusiasmado con los nuevos músicos como con los ante-
riores. Solía aparecer, bajo la forma de un apuesto joven, en la habita-
ción donde estuvieran tocando, fascinado por la música.
Pero cuando comprendió que mi madre y yo, aprovechando que
los músicos estaban tocando, nos poníamos a hablar en voz baja para
que él no nos oyera, se enfureció y organizó tal escándalo que tuvi-
mos que contratar de nuevo a la vieja orquesta para sofocar sus gritos
y exclamaciones. Al final comprendimos que la única forma de man-
tenerlo aislado era por medio de la melodía y el ritmo. El ruido, en sí
mismo, no bastaba.
Entretanto, nuestra plantación seguía prosperando, nuestra for-
tuna se acumulaba en diversos bancos extranjeros, nuestros primos se
casaban entre sí y el nombre de los Mayfair adquiría cada vez mayor
prestigio a lo largo de River Coast, convirtiéndonos en unos persona-
jes casi de leyenda. Nadie podía tocarnos.
Un día, cuando tenía nueve años, le pregunté a Lasher:
-¿Qué pretendes de mi madre y de mí?
-Lo mismo que de todos vosotros -respondió-. Que me con-
virtáis en un ser de carne y hueso.
Acto seguido empezó a canturrear esas palabras una y otra vez,
imitando a los músicos de la orquesta, mientras agitaba los objetos
que había en la habitación al ritmo de un imaginario tambor, hasta
que me tapé los oídos y le rogué que se detuviera.
-Qué risa -dijo, muy serio.
-¿Qué es lo que te parece tan gracioso? -le pregunté.
-Tú, porque he conseguido que te balancearas al son de mi música.
Yo solté una carcajada y dije:
-Tienes razón. Sin embargo, no te ríes.
-No -contestó en tono petulante-, pero cuando me convierta
en un hombre de carne y hueso volveré a reírme.
-¿Que volverás a reírte? -pregunté.
Pero el espíritu no me contestó.
Recuerdo aquellos momentos con toda claridad. Me encontraba
en la terraza superior de la casa, bajo las hojas de plátano que rozaban
la balaustrada de madera. A lo lejos, unos barquitos se deslizaban por
el río, a través de los canales, hacia el puerto, situado al norte. Los
campos relucían bajo el cálido sol primaveral y sobre el césped había
unos cuarenta o cincuenta primos míos, todos ellos menores de doce
años, jugando bajo la atenta mirada de mis tíos y tías, los cuales esta-
ban sentados en mecedoras, charlando y abanicándose.
Yo permanecía de pie junto a aquel extraño ser, apoyado en la
balaustrada, serio y pensativo pese a mi corta edad, tratando de des-
cifrar el misterio que me rodeaba.
-Yo te he dado todo esto -dijo Lasher, como si adivinara mis
pensamientos y emociones más claramente que yo-. Tu familia es mi
familia; te concederé toda suerte de bendiciones. Eres demasiado jo-
ven para imaginar siquiera lo que la riqueza puede ofrecerte. Con el
tiempo te darás cuenta de que eres el soberano de un espléndido reino.
Ningún monarca europeo goza del poder que posees tú.
-Te amo -respondí mecánicamente. En aquel momento estaba
convencido de lo que decía, como si tratara de seducir aun adulto
mortal.
-Déjame seguir -dijo Lasher-. Deseo que protejas a Katherine
hasta que sea capaz de tener una hija. Katherine es débil, pero nacerán
otras hembras más fuertes que ella. Es preciso. Debes velar por la
continuación del linaje.
-¿Es eso lo único que debo hacer? -pregunté.
-De momento, sí -contestó-. Pero tú eres muy fuerte, Julien.
E inteligente. Cuando comprendas lo que debes hacer, yo te ayudaré a
conseguirlo.
Yo seguí reflexionando mientras observaba a mis primos jugando
en el césped. De pronto, mi hermano alzó la cabeza y me preguntó si
deseaba acompañarlos en barco hasta la bahía.
En aquel instante comprendí que en la familia existían dos co-
rrientes: la de las brujas, que propugnaba que utilizáramos al espíritu
para adquirir riqueza y poder, y una corriente normal o natural que
fluía con el ímpetu de un caudaloso torrente que el espíritu no conse-
guía..destruir .
De nuevo, éste adivinó mis pensamientos y dijo:
-Si tratas de luchar contra mí te destruiré. Vives tan sólo porque
Katherine te necesita.
Sin decir media palabra, entré en la habitación, cogí mi diario, bajé
al salón, pedí a los músicos que tocaran una melodía y me senté a es-
cribir.
Con el tiempo, mi madre y yo fuimos perfeccionando nuestras
aptitudes. Éramos capaces de curar numerosas enfermedades, tal co-
mo he dicho, y de realizar toda clase de encantamientos. De vez en
cuando, enviábamos a Lasher a espiar a nuestros enemigos ya que
tratara de averiguar los cambios económicos que iban a producirse en
el futuro.
Debo confesar que no era empresa fácil, y poco a poco comprendí
que mi madre estaba demasiado loca para ocuparse de los aspectos
prácticos del negocio. De hecho, nuestro primo Augustin, que admi-
nistraba la plantación, hacía y deshacía a su antojo.
Cuando cumplí quince años hablaba y escribía correctamente siete
lenguas, y ocupaba el cargo oficioso de supervisor y gerente de la plan-
tación. Sabía que mi primo Augustin me tenía celos y un día, en un arre-
bato de furia, lo maté de un tiro.
Fue un momento espantoso.
No pretendía matarlo. Fue él quien sacó el rifle y amenazó con
matarme. Yo, ciego de rabia, le arrebaté el arma y disparé contra él,
con tan mala fortuna que le herí en la frente. Tan sólo me había pro-
puesto pelear con él y dejarlo fuera de combate, no liquidarlo defini-
tivamente. Nadie estaba más sorprendido que yo de verlo tendido en
el suelo, en medio de un charco de sangre; ni siquiera él, dondequiera
que estuviese, pues durante unos breves segundos vi a su alma, per-
pleja y estupefacta, abandonar el cuerpo y esfumarse.
El accidente sembró el caos en la familia. Mis primos huyeron a
sus residencias junto al mar, y los que habitaban en la ciudad se ence-
rraron en sus mansiones de Nueva Orleans. Se suspendieron las labo-
res de la plantación en señal de duelo por la muerte de Augustin, y el
sacerdote acudió para organizar los preparativos del funeral.
Yo permanecí encerrado en mi habitación, llorando desconsola-
da mente. Suponía que iban a castigarme por mi horrible delito, pero a
los pocos días comprendí que nadie me castigaría.
Nadie se atrevió a ponerme la mano encima. Todos me tenían
miedo, incluso la esposa y los hijos de Augustin, quienes se apresura-
ron a tranquilizarme diciendo que sabían que había sido «un acci-
dente».
Mi madre me miró como si no saliera de su asombro y dijo:
-Haz lo que creas más oportuno.
Un día, mientras escribía en mi diario, el espíritu apareció repen-
tinamente y arrebatándome la pluma de las manos y sonriendo per-
versamente, dijo:
-Yo podría haberlo hecho por ti, Julien. Guarda el rifle. No lo
necesitas.
-¿Acaso te resulta tan fácil matar? -pregunté.
-Qué risa.
Entonces le conté que tenía dos enemigos, un tutor que había
ofendido a mi amada Katherine y un comerciante que nos había esta-
fado.
-Mátalos -le ordené.
Lasher se apresuró a obedecerme. Al cabo de una semana mis dos
enemigos habían sufrido sendos accidentes mortales, uno al caer bajo
las ruedas de un coche y el otro al caerse del caballo.
-Fue muy sencillo -dijo Lasher.
-Ya lo veo -contesté.
Creo que estaba embriagado con mi poder. Al fin y al cabo, sólo
tenía quince años y era la época anterior a la guerra, cuando aún está-
bamos aislados del resto del mundo.
Al poco tiempo los descendientes de Augustin abandonaron nues-
tras tierras. Se afincaron en el interior del país y construyeron la her-
mosa plantación de Fontevrault. Pero ésa es otra historia. Te recomien-
do, Michael, que un día tomes la carretera del río, cruces el puente del
Sol y visites las ruinas de Fontevrault, pues allí ocurrieron muchas
cosas.
Nunca llegué a reconciliarme con Tobias, el primogénito de Au-
gustin. La noche en que maté a su padre, él era un niño de corta edad y
siempre sintió un profundo odio hacia mí. Su familia, que gozaba
también de una gran fortuna, conservó el apellido Mayfair, y su prole
contrajo matrimonio con la nuestra. Pertenecían a una de las múltiples
ramas del árbol familiar. En realidad, constituía una de las más sanas y
milia, y de mí, puesto que posteriormente mantuve relaciones íntimas
con algunas de sus miembros.
Pero volvamos a nuestra vida cotidiana. A medida que Katherine se
convertía en una bella joven, Marguerite se marchitaba, como si su hija
le arrebatara la energía vital. Aunque, por supuesto, no era así.
Marguerite prosiguió con sus insensatos experimentos en su afán
de resucitar a los bebés, de hacer que Lasher se apoderara de sus
cuerpos, de que éstos se movieran. Pero jamás consiguió restituirles el
alma; eso era imposible.
No obstante, no cejaba en su empeño y me convirtió en su ayudan-
te. -Encargamos que nos enviaran libros sobre magia de todo el mundo.
Los esclavos acudían a nosotros a fin de que les diéramos medicinas
para curar todo tipo de enfermedades. Nuestro poder aumentó hasta
tal punto que éramos capaces de curar algunas dolencias con la simple
imposición de las manos. Lasher era nuestro aliado, y si conocía un
secreto para curar a un enfermo que, por ejemplo, había sido envene-
nado, no dudaba en transmitírnoslo.
Cuando no estaba ocupado con mis experimentos, solía acompa-
ñar a Katherine a Nueva Orleans para asistir a la ópera, al ballet o al
teatro, invitarla a cenar en los mejores restaurantes y dar largos paseos
con ella para que conociera mundo, unas actividades que una mujer
no podía realizar sola. Era una muchacha inocente y bondadosa, me-
nuda, con el cabello y los ojos oscuros y dotada de escasa inteligencia.
Empecé a pensar que la tendencia de los Mayfair a contraer ma-
trimonio entre sí había fomentado ciertas debilidades y me dediqué a
estudiarlas entre mis primos, muchos de los cuales eran decidida-
mente imbéciles, si bien amables y encantadores. Asimismo, muchos
poseían alguna señal típica de las brujas, tales como una verruga ne-
gra, una marca de nacimiento que presentaba determinada forma o un
sexto dedo, el cual podía hallarse situado junto al meñique o el pulgar.
En cualquier caso, la persona que lo poseía se avergonzaba de ello.
Yo había leído la historia de Escocia ante las mismas narices de
Lasher, aunque probablemente no se había percatado de ello, pues, si
en aquellos momentos el violinista estaba tocando una melancólica
melodía, se dejaba arrastrar por ésta y no reparaba en nada. Otras ve-
ces, cansado de la música, se iba a cortejar a mi madre.
Actualmente Donnelaith no era una ciudad importante, pero se-
gún las viejas leyendas lo había sido. Antaño había existido allí una
hermosa catedral, una importante escuela y un gran santo, cuya tum-
ba veneraban los católicos que acudían de todos los rincones del país.
Yo tomé buena nota de esos datos y decidí visitar un día Donne-
laith a fin de indagar la historia de sus gentes.
Mi madre se burlaba de ello y, procurando que Lasher no la oyera,
me decía:
-Interrógale. Estoy convencida de que no es nada ni nadie, sino
que proviene del infierno.
Decidí seguir sus consejos y comprobé que mi madre tenía razón.
Cuando le preguntaba a Lasher quién había creado el mundo, respon-
día con evasivas, soltándome un discurso sobre la niebla y el universo
de los espíritus. Si le preguntaba si había presenciado el nacimiento de
Jesucristo, contestaba que tal personaje no había existido nunca y que
él sólo conocía a las brujas.
Cuando le hablaba sobre Escocia se ponía a llorar al recordar a
Suzanne. Me contó que ésta había muerto aterrada, en medio de gran-
des sufrimientos, y que Deborah había asistido a su agonía antes de que
los malvados hechiceros de Amsterdam se la llevaran.
-¿Quiénes eran esos hechiceros? -le pregunté.
-No tardarás en descubrirlo -respondió Lasher-. Te están vi-
gilando. Ten cuidado, pues lo saben todo y pueden lastimarte.
-¿Por qué no los matas? -le pregunté.
-Porque entonces sabría lo que saben ellos. Además, en realidad,
no tengo motivos para matarlos. Te aconsejo que te andes con cuida-
do. Son unos alquimistas y unos embusteros.
-¿Cuántos años tienes?
-Yo no tengo edad.
-¿Qué hacías en Donnelaith?
Silencio.
-¿Por qué fuiste allí?
-Ya te lo he dicho, me llamó Suzanne.
-Pero tú estabas allí antes que Suzanne.
-No existe nada antes que Suzanne.
No había forma de sacar nada en limpio, pues, aunque algunas de
sus respuestas no dejaban de ser interesantes, Lasher se negaba a re-
velarme importantes secretos.
-Ve a ayudar a tu madre. Necesita tu fuerza y poder.
Eso significaba, por supuesto, que debía ayudar a Marguerite con
sus experimentos. «De acuerdo -pensé-, pero si se empeña en en-
cender esas pestilentes velas y farfullar palabras en latín cuyo signifi-
cado desconoce, me largo.»
Seguí a Lasher hasta la habitación de mi madre. Ésta apareció sos-
teniendo en brazos aun bebé, muy enfermo pero aún con vida, al que
su madre había abandonado en la puerta de la iglesia. El niño, un pre-
cioso negrito con el pelo castaño y rizado y una boquita rosa que
te partía el corazón, no cesaba de berrear. Era tan pequeño y frágil
que supuse que no viviría muchos días. Mi madre, sin embargo, estaba
entusiasmada con él. Lo estudiaba como quien estudia un insecto en
un frasco.
Tras cerrar la puerta y encender unas velas, depositó al niño en la
cama, se arrodilló junto a él y le ordenó a Lasher que se apoderara de
su cuerpo.
-Penetra en su cuerpo -entonó mi madre con voz sepulcral-.
Mira a través de sus ojos, habla a través de su boca, respira su aliento y
siente los latidos de su corazón.
En aquel momento tuve la sensación de que la habitación se ex-
pandía y contraía, aunque, por supuesto, eran imaginaciones mías. De
pronto todos los objetos empezaron a moverse y percibí un tenue
murmullo de frascos, campanas y postigos. A continuación el niño
empezó a adquirir un aspecto distinto. Comenzó a mover las piernas
y los brazos y su rostro adoptó una expresión malévola, de persona
adulta.
Ya no parecía un bebé, sino un ser monstruoso. Aunque no había
cambiado físicamente, estaba poseído por un hombre adulto, el cual
lo manipulaba a su antojo.
-Soy Lasher -dijo con voz gangosa-. Heme ante vosotros.
-¡Crece, crece y hazte fuerte! -le conminó Marguerite, alzando
los puños-. Ordénale que crezca, Julien. Contempla fijamente sus
brazos y piernas y oblígale a que crezca.
Yo le obedecí y observé estupefacto que sus pequeños brazos y
piernas empezaban a aumentar de tamaño. Sus ojos, que eran de un
azul muy claro, se volvieron castaños, y su pelo también se oscureció.
Su tez, por el contrario, se tornó más pálida, y sus mejillas adqui-
rieron un tono sonrosado. De improviso extendió las piernas como si
fueran unos tentáculos y, tras proferir un grito, murió. Así, repenti-
namente.
Marguerite se precipitó sobre él y lo arrojó contra el espejo del
tocador. El cuerpo del niño se estrelló contra el cristal, rociándolo de
sangre aunque sin llegar a romperlo, y luego cayó entre los numerosos
frascos de perfumes, pócimas y peines dispuestos sobre el tocador.
La habitación comenzó a temblar de nuevo y sentí la presencia de
Lasher junto a mí. De repente, éste se desvaneció, dejando la estancia
sumida en una atmósfera helada, como si se hubiera llevado el calor
consigo.
Mi madre se desplomó en una silla y rompió a llorar.
-Siempre sucede lo mismo. Los cuerpos de los niños son dema-
siado débiles para contener a Lasher. Los destruye. ¡Jamás logrará
convertirse en un hombre de carne y hueso! Después de estos experi-
mentos acaba tan agotado que se desvanece durante un tiempo. No
podemos hacer nada sino aguardar a que vuelva a aparecer.
Yo no salía de mi asombro. Deseaba correr a mi habitación para
escribir cuanto había presenciado, pero mi madre me detuvo.
-¿Qué podemos hacer para conseguir que se convierta en un
hombre de carne y hueso? -preguntó.
-No lo intentes con un bebé -respondí-, inténtalo con el cuer-
po de un hombre adulto. Utiliza a un retrasado mental, a un inválido, a
alguien que esté apunto de morir, que no pueda oponerle resistencia.
Quizá Lasher consiga apoderarse de él.
-Pero él dice que debe desarrollarse dentro del cuerpo de un
niño de corta edad, como el bebé del pesebre.
-¿Eso ha dicho? ¿Cuándo? -pregunté extrañado.
-Dice que debe nacer de un niño, hijo de la bruja más poderosa,
pero que debe ser un bebé, como el niño Jesús. ¡Ojalá pudiéramos
convertirlo en un hombre de carne y hueso! ¡Alcanzaríamos un poder
ilimitado, conseguiríamos resucitar a los muertos!
-¿Lo crees así?
-Acércate -contestó mi madre, tomándome de la mano.
Luego se arrodilló, sacó un baúl de debajo de la cama y lo abrió.
Éste contenía unos muñecos hechos con huesos y cabellos humanos.
Te aseguro, Michael, que no estaban tan descompuestos como cuando
tú los viste. Iban vestidos con ropas de encaje y adornados con ex-
quisitas joyas de oro y perlas, y nos miraban con unos ojillos que pa-
recían de verdad.
-Están muertos. Mira, ésta es Marie Claudette -dijo mi madre,
mostrándome una muñeca con el pelo canoso, vestida con un traje
rojo de tafetán. Parecía hecha con una media rellena de piedreci-
tas-. La he confeccionado con unos fragmentos de sus uñas, un
hueso de su mano, que saqué de la tumba, y sus propios cabellos.
Una hora después de haber muerto, tomé un poco de saliva de su
boca y la pasé por la cara de la muñeca, así como un poco de sangre
que había vomitado, con la cual empapé su cuerpo. Toma, sosténla
en tus manos.
Mi madre depositó la muñeca en mis manos. La miré estupefacto.
Era idéntica a Marie Claudette. La estrujé una y otra vez, pronun-
ciando su nombre, invocándola, intentando obligarla a comparecer
ante mí, pero fue inútil.
-No es más que una muñeca -dije-. No es Marie Claudette.
-Te equivocas. Es Marie Claudette. He hablado con ella.
-No lo creo.
Estrujé la muñeca de nuevo y dije:
-Dime la verdad, grandmère.
De pronto oí una vocecita en mi mente que decía:
-Te quiero, Julien.
Por supuesto, comprendí que no se trataba de la voz de Marie
Claudette, sino deja de Lasher. Pero ¿cómo podía demostrarlo?
Entonces se me ocurrió una brillante idea. Alzando la voz, para
que mi madre pudiera oírme con claridad, dije:
-Marie Claudette, Marie Claudette, querida grandmère, ¿re-
cuerdas el día que enterramos a mi caballito de madera en el jardín,
mientras tocaba la orquesta? ¿Recuerdas que lloré desconsoladamen-
te mientras me recitabas el poema que yo había escrito?
-Sí, hijo mío -respondió la misteriosa voz.
Súbitamente apareció ante nosotros la airosa imagen de Marie
Claudette, la cual presentaba el mismo aspecto que la última vez que
la vi.
-No consigo recordar el poema -dije-. Ayúdame.
-Haz un esfuerzo -respondió el fantasma.
-Ah, sí, ya lo recuerdo. Decía: «Caballito, caballito, condúceme
a los prados del cielo.»
-Así es -contestó la voz, repitiendo las palabras que yo acababa
de pronunciar.
-¡Esto es una farsa! -grité, arrojando la muñeca al suelo-. Ja-
más tuve un caballito de madera. Esas cosas no me interesaban. No lo
enterré en el jardín y no escribí un estúpido poema dedicado a él.
El demonio se enfureció y mi madre se arrojó sobre mí para pro-
tegerme. De pronto empezaron a llover objetos sobre nosotros. Los
muebles, los frascos de perfume, los tarros y los libros volaban por
los aires. Fue peor. que cuando mi madre destrozó las almohadas.
-¡Basta! -gritó mi madre-. ¿Quién protegerá a Katherine?
Las cosas volvieron a calmarse.
-No te conviertas en mi enemigo, Julien -dijo Lasher .
Yo estaba muerto de miedo. Había demostrado que tenía razón.
Ese diabólico ser no era el depositario de unos conocimientos sagra-
dos, sino un embustero. Era más que capaz de matarme, al igual que
había matado a mis enemigos.
-Está bien, ¿quieres convertirte en un hombre de carne y hueso?
-pregunté para aplacarlo.
-Sí, sí, sí.
-Entonces debemos continuar con nuestros experimentos.
Tú mismo, Michael, has visto los frutos de esos años de trabajo.
Cuando llegaste a esta casa, viste cabezas humanas putrefactas con-
servadas en tarros llenos de líquido. Viste a los bebés nadando en ese
líquido. Viste el resultado de nuestros experimentos.
Resumiré brevemente los desastrosos resultados de lo que hici-
mos, y de lo que hice yo por temor a ese diabólico ser y por temor a
seguir hundiéndome en la más abyecta maldad.
Corría el año 1847. Katherine había cumplido diecisiete años y era
cortejada tanto por nuestros primos como por extraños, aunque ella
no mostraba el menor interés en contraer matrimonio. El más perver-
so placer que experimentaba mi pobre hermana era permitir que la
vistiera como un muchacho para llevarla conmigo a los bailes de los
mulatos ya los locales del puerto, donde ninguna mujer blanca podía
poner los pies. A ella le divertía, ya mí me complacía contemplar ese
sórdido mundo a través de sus hermosos ojos...
Mientras la ciudad prosperaba, ofreciendo cada vez más diversio-
nes, Marguerite y yo seguíamos llevando a cabo, en la intimidad de
nuestro estudio, nuestros abominables sacrificios para ofrecérselos a
Lasher.
Nuestra primera víctima importante fue un doctor especializado
en los ritos del vudú, un mulato con el cabello amarillo, muy viejo
pero todavía fuerte, al que secuestramos en el porche de su casa y lle-
vamos a Riverbend, tratando de conquistarlo con falsas promesas,
vino y montones de oro, asegurándole que acabaríamos averiguando
lo que él sabía sobre Dios y el diablo.
El hombre nos informó que había sido poseído por numerosos
espíritus. Perfecto, nosotros disponíamos de un magnífico demonio
que estaba ansioso de apoderarse de él. Hablamos de vudú y le menti-
mos descaradamente, hasta que estuvo preparado para recibir a Lasher,
nuestro poderoso dios.
Una vez en la habitación de Marguerite, y tras cerrar las puertas con
llave, invocamos a Lasher para que se apoderara del cuerpo de ese hom-
bre, el cual aceptó someterse voluntariamente al experimento.
Al principio, el hombre permaneció inmóvil. Era un individuo
menudo, de tez muy pálida y el pelo amarillo panocha. De pronto, al
abrir los ojos, comprobamos que en su interior palpitaba otra vida.
Nos miró fijamente, sonriendo, y dijo con una voz más profunda que
la suya:
-Me alegro de veros, queridos míos.
Pronunció esas palabras con una frialdad que me hizo estremecer,
mientras nos observaba con unos ojos vacíos e inexpresivos.
-¡Incorpórate! -le ordenó Marguerite-. ¡Sé fuerte! ¡Apodéra-
te de él!
Luego me pidió que repitiera esas palabras con ella, y ambos las
repetimos de nuevo sin apartar la vista de ese monstruoso ser.
El hombre se incorporó con los brazos extendidos y luego los de-
jó caer bruscamente. Al ponerse en pie estuvo apunto de desplomar-
se, pero mi madre y yo nos apresuramos a sostenerlo. Agitó una mano
torpemente y me agarró del cuello, lo cual me alarmó, aunque sabía
que estaba demasiado débil para lastimarme.
-Mi querido Julien -dijo con voz cavernosa.
-¡Apodérate para siempre de este ser! -exclamó Marguerite-.
Apodérate de su cuerpo como si te perteneciera.
De pronto, el diabólico ser empezó a temblar y, tal como le había
sucedido al negrito, su cabello comenzó a oscurecerse y su rostro se
contrajo en una mueca.
Al cabo de unos instantes el desdichado se desplomó en mis bra-
zos, muerto. Ignoro lo que fue del alma del anciano.
Cuando lo depositamos sobre el lecho, Marguerite lo estudió de-
tenidamente. Me mostró unas zonas donde la piel se había vuelto
completamente blanca, y unos mechones de cabello casi negros, como
si hubiera brotado de su interior una extraña energía capaz de realizar
esas modificaciones. Observé que sólo se habían oscurecido unos ca-
bellos que acababan de crecer y que, a los pocos minutos, la piel em-
pezaba a recobrar su primitivo tono amarillento.
-¿Qué vamos a hacer con sus restos, madre? No podemos co-
municarle su muerte a su familia.
-Por supuesto -respondió Marguerite-. Pero primero le cor-
taremos la cabeza para conservarla.
Yo me senté en el suelo, agotado, con la espalda apoyada en la
pared, y observé a mi madre decapitar al desdichado mulato con un
hacha. Luego introdujo la cabeza en un frasco que contenía un pro-
ducto químico para conservarla, y lo cerró. Los ojos del anciano pa-
recían mirarme fijamente.
Al cabo de unos minutos, Lasher se recuperó y apareció de nuevo
ante nosotros, con la apariencia de un hombre joven, fuerte y vigoro-
so. Recuerdo ese momento con toda claridad: se hallaba de pie junto a
mi madre, con el aspecto de un hombre apuesto y absolutamente
inocente, casi tímido, mientras ella, sosteniendo el frasco que contenía
la cabeza del mulato entre sus manos, decía:
-Te has portado muy bien, cabecita, me siento muy satisfecha
de ti.
Luego se sentó y tomó unas notas referentes a los futuros experi-
mentos que deseaba realizar .
Cuando llegaste a esta casa y viste esos siniestros frascos, Michael,
contemplaste los únicos resultados de nuestros mágicos experimen-
tos. Fue lo único que conseguimos. Pero, por supuesto, en aquellos
momentos no lo sabíamos.
Con cada nuevo experimento, mi madre y yo fuimos perfeccio-
nando nuestros conocimientos y nos volvimos más astutos y audaces.
Comprendimos que debíamos utilizar cuerpos vigorosos, no viejos, y
que las mejores víctimas eran jóvenes sin familia y sin hogar.
Yo temía que Katherine se enterara de nuestras actividades, pues
no quería disgustarla. A veces la miraba y pensaba: «Si tú supieras...»
Pero no conseguía apartarme de mi madre ni de aquel demonio. Ka-
therine no sólo era mi hermana, sino mi lado bueno, la criatura que
yo jamás había sido ni me había interesado ser. La amaba profunda-
mente.
En cuanto a mis maquinaciones con Lasher, debo confesar que me
divertían. Me complacía atrapar a nuestras víctimas, llevarlas a casa y
convencerlas de que se prestaran a ser poseídas por el demonio. Cada
experimento me producía una increíble sensación: la oscilante luz de
las velas, la víctima tendida en el lecho, el acto de posesión demonía-
ca... Era una experiencia incomparable.
Lasher empezó también a expresar sus preferencias. Le gustaba
que las víctimas tuvieran el cabello y la tez claros para poder cam-
biarlos a su antojo. Asimismo, se apoderaba de sus cuerpos durante
unos períodos más largos de tiempo, durante los cuales los manipula-
ba y hablaba a través de su boca.
Siempre conseguía una mutación, por superficial que fuera. Pero
nada más. Sólo lograba alterar el color de la piel y el cabello.
La víctima moría siempre, pero al espíritu le encantaban esos ex-
perimentos. Vivía por y para ellos.
-Esta noche deseo contemplar la luna con ojos humanos -decía
Lasher-. Traedme a una criatura. Deseo bailar al son de la música
con pies humanos. Haced que los músicos toquen y traedme unas
piernas que sepan danzar .
Para recompensarnos, Lasher nos traía oro y joyas de un valor
incalculable. Yo me encontraba grandes sumas de dinero en los bolsi-
llos. A medida que aumentaba nuestra fortuna, Lasher nos aconsejaba
la forma de invertirla, y jamás erraba en sus previsiones.
Por aquella época ocurrió también algo muy curioso. El espíritu
empezó a imitarme descaradamente.
Sucedió a raíz de unos comentarios que hice.
-¿Por qué no procuras presentar otro aspecto cuando apareces?
-le pregunté un día-. Tienes un aire demasiado anticuado.
-A Suzanne le parecía muy apuesto. ¿ Qué aspecto te gustaría
que tuviera?
Describí brevemente el tipo de ropa que debería utilizar y, a partir
de entonces, siempre aparecía vestido igual que yo para asustarme y
divertirme. No tardamos en comprobar que conseguía engañar a otras
personas, fingiendo que era yo. En ocasiones lo dejaba sentado ante
mi escritorio, haciéndose pasar por mí, mientras yo me escapaba.
Era maravilloso. Por supuesto, el espíritu no podía permanecer
mucho tiempo bajo la forma de un ser mortal, aunque cada vez ad-
quiría más fuerza.
Otra cosa era evidente para mí. El diabólico ser, aunque me pro-
porcionaba placer cada vez que yo lo deseaba, no tenía celos de otras
personas con las que yo mantenía relaciones. Por el contrario, le gus-
taba verme retozar con mis amantes, putas y queridas. Se metía en mis
armarios para acariciar las prendas que colgaban en él. Yo represen-
taba para él un modelo.
Mientras Marguerite permanecía encerrada en su extravagante la-
boratorio día y noche, yo iba con frecuencia a la ciudad. Lasher me
acompañaba a todas partes, para observar cuanto yo hacía. El hecho
de tenerlo a mi lado me hacía sentir un inmenso poder, pues era mi
confidente, mi ojo sobrenatural, mi guardián.
Cuando Marguerite y yo tratábamos de ocultarnos de Lasher
bajo la música, éste aparecía y se ponía a bailar, como solía hacer
antes con Marie Claudette. Nuestros intentos de aislarlo le incitaban
a demostrarnos su fuerza, presentándose vestido como un dandi, ex-
hibiéndose ante nosotros y danzando frenéticamente al son de la
música.
Si existía alguien en Riverbend que no había llegado a ver a Lasher
bajo una forma material durante al menos treinta segundos, esa per-
sona debía de estar ciega o loca.
Podría contarte muchas cosas, Michael, pero lo que importa no es
la historia de mi vida. Baste decir que vivía como pocos hombres
aprendiendo lo que me interesaba, haciendo lo que me apetecía y go-
zando de toda suerte de placeres. Lasher era, por supuesto, mi mejor
amante. Ningún hombre ni ninguna mujer conseguían apartarme de
él durante mucho tiempo.
-Qué risa, Julien. ¿Acaso no soy yo mejor amante?
-Debo confesar que sí -respondía yo, arrojándome sobre elle-
cho y dejando que me desnudara y acariciara-. ¿Por qué te gusta ha-
cer el amor conmigo?
-Porque tu piel es cálida, te siento junto a mí, estamos unidos.
Eres muy hermoso, Julien. Ambos somos hombres.
«Es lógico», pensaba yo. y embriagado de placer sensual, me aban-
donaba a sus caricias durante varios días consecutivos, hasta que al fin,
temeroso de acabar enloqueciendo como mi madre, iba ala ciudad en
busca de otras distracciones.
Por supuesto, sabía que los experimentos que realizábamos mi
madre y yo eran inútiles. El único motivo que nos impulsaba a prose-
guir con ellos era la codicia de Lasher .
A todo esto, Marguerite se había vuelto completamente loca, pe-
ro a nadie le importaba lo más mínimo. ¿Por qué iba a importarles?
Nuestra familia era muy numerosa. Mi hermano, Rémy, se había ca-
sado y tenía varios hijos, tanto de su mujer como de su amante mulata.
Muchos Mayfair se habían afincado en la ciudad y residían en sun-
tuosas mansIones.
Si la bruja principal permanecía encerrada en sus habitaciones du-
rante los espléndidos pícnics y bailes que organizábamos, a nadie le
importaba un comino. Nadie la echaba de menos. Yo estaba presente,
por supuesto, bailando con Katherine, la cual seguía rompiendo los
corazones de sus numerosos admiradores. Katherine había cumplido
veinticinco años, cosa que en aquella época, en el Sur, significaba ser
una solterona. Pero era tan bella que nadie se atrevía a pensar seme-
jante cosa, y tan rica que no necesitaba casarse.
No tardé en comprender que mi hermana tenía miedo de casarse.
Naturalmente, mi madre y yo le habíamos explicado algunas cosas, las
cuales le habían horrorizado. N o deseaba tener hijos por miedo a trans-
mitirles nuestra perversa semilla. «Moriré virgen -afirmaba- y se
acabarán las brujas.
-¿Algún comentario? -le pregunté a Lasher .
-Qué risa -contestó escuetamente-. Es humana. Los humanos
buscan la compañía de otros seres humanos, desean tener hijos. Te-
néis multitud de primos entre los cuales puede elegir marido. Búscale
uno que tenga las marcas de las brujas, que sea capaz de verme.
Yo obedecí. Intenté que Katherine se relacionara con todos los
Mayfair que poseían dotes de brujo. Era una muchacha soñadora. Ja-
más discutía mis decisiones.
Pero un día ocurrió algo impensable.
La cosa comenzó de forma inocente. Katherine manifestó su de-
seo de poseer una casa en la ciudad y me pidió que contratara al ar-
quitecto irlandés Darcy Monahan, para que le construyera una en el
Faubourg, el barrio donde residían todos los norteamericanos.
-Debes de estar loca -protesté yo. Mi padre era irlandés, pero no
había llegado a conocerlo. Yo era criollo y siempre hablaba en fran-
cés-. ¿Por qué quieres vivir en un barrio lleno de vulgares americanos,
rodeada de comerciantes y gentes de esa calaña?
El caso es que le compré a Darcy un apartamento en la calle Du-
maine, que había construido para un hombre que se había arruinado y
se había volado la tapa de los sesos. De vez en cuando veía al fantasma
de ese hombre, pero no me infundía el menor temor. Era como el fan-
tasma de Marie Claudette, un ser inánime e incapaz de comunicarse.
Me mudé al apartamento y dispuse unas espléndidas habitaciones
para Katherine, pero ella deseaba algo más suntuoso.
-De acuerdo -dije-. Compraremos un terreno en la esquina de
las calles Chestnut y Primera, y construiremos una especie de templo
griego más acorde con tus gustos.
Darcy empezó de inmediato a diseñar y construir la casa en la que
me encuentro en estos momentos. A mí no me gustaba, pero en oca-
siones Lasher aparecía de improviso, asomando por encima de mi
hombro, y ocupaba brevemente mi lugar para luego asumir el acos-
tumbrado aspecto de un hombre de cabello castaño.
-Quiero que la casa esté llena de ornamentaciones y motivos de-
corativos -decía-. Quiero que sea muy hermosa.
-Díselo a Katherine -respondía yo.
Lasher le sugería a Katherine el estilo de mansión que deseaba y
mi hermana, ingenuamente, seguía sus indicaciones.
-Será una gran mansión -me dijo Lasher un día en que fui a ver
las obras, apareciendo de pronto ante la verja de la casa-. Aquí suce-
derán muchos milagros.
-¿Cómo lo sabes? -C-pregunté.
-Lo veo. Veo lo que sucederá, querido Julien.
Sus palabras me intrigaron, pero no les di mayor importancia. Es-
taba muy ocupado con mis negocios, con la compra de terrenos y las
inversiones en el extranjero para preocuparme de la suntuosa man-
sión, ese adefesio de estilo neoclásico que se estaba construyendo Ka-
therine. Con todo, pese a mis numerosas ocupaciones, seguía lleván-
dola con frecuencia a cenar al barrio francés.
Como sin duda sabes, Michael, Katherine se enamoró de Darcy.
Fue Lasher quien me puso al corriente de sus relaciones. Un día fui a
buscarla a la casa, que estaba a medio construir, pues Katherine no ha-
bía regresado y no me gustaba que se quedara sola con aquel irlandés
poco recomendable una vez que se habían marchado los operarios.
Lasher trató de distraerme, hablando sin parar. Al ver que ese tru-
co no surtía efecto, me exigió que le buscara a una víctima de la que
pudiera apoderarse.
-Ahora no -contesté-. Debo ir en busca de Katherine.
Al final tras adoptar la forma de un hombre, asustó a mi cochero,
haciendo que nos saliéramos de la carretera Nyades y que se partiera
una rueda del carruaje. Furioso, me senté en el bordillo de la carrete-
ra mientras el cochero reparaba la rueda. Era evidente que Lasher que-
ría impedirme que fuera a la casa de Katherine.
Al día siguiente traté de engañarlo. Le pedí que fuera en busca de
unas raras monedas que deseaba adquirir y, cuando se hubo marcha-
do, partí a caballo, cantando durante todo el trayecto para evitar, en
caso de que apareciera de improviso, que pudiese adivinar mis pensa-
mientos e intenciones.
Llegué a casa de Katherine al anochecer. La mansión se erguía
como un inmenso castillo, con sus ladrillos enlucidos imitando la pie-
dra, sus gigantescas columnas y sus amplios ventanales. Estaba a os-
curas y desierta.
Al penetrar en la casa encontré a mi querida hermana yaciendo en
el suelo con su amante. Por poco lo mato. Lo agarré del cuello y em-
pecé a golpearlo salvajemente cuando, de pronto, Katherine exclamó:
-¡Ayúdame, Lasher! ¡Acude a vengarme! ¡No dejes que destru-
ya al hombre que amo!
Gritando y sollozando histéricamente, Katherine cayó al suelo
desvanecida. En el acto acudió Lasher. Sentí su presencia en la oscuri-
dad, como si fuera un inmenso animal marino y yo su víctima inocen-
te. Permanecí inmóvil en el amplio salón situado en la planta baja,
mientras él se aproximaba a mí sigilosamente.
-Deténte, Julien -dijo Lasher-. La bruja ama a este hombre
mortal. Ten cuidado. Ha utilizado unas antiguas y sagradas palabras
...
para Invocar mI presencia.
En aquel momento Darcy Monahan se levantó y se precipitó so-
bre mí, pero Lasher lo detuvo. Monahan, que era supersticioso como
todos los irlandeses, miró a su alrededor, como si presintiera su pre-
sencia en la oscuridad. Al ver a Katherine tendida en el suelo, se apre-
suró a reanimarla.
Yo me marché furioso. Regresé a mi apartamento de la calle Du-
maine y mandé llamar a varias prostitutas mulatas, con las que copulé
desenfrenadamente a fin de mitigar mi dolor. N o conseguía borrar de
mi mente la imagen de Katherine y ese cerdo irlandés yaciendo en el
suelo de aquella horrible mansión situada en pleno barrio americano.
Lo cierto es que me arrepiento de no haberle contado a Katherine
la verdad. Ella creía que Lasher era simplemente un fantasma; no sabía
lo que era capaz de hacer cuando lo invocaba.
-Si lo que pretendes es matarme -le dije a mi hermana-, no
tienes más que invocar su nombre. Te obedecerá sin vacilar.
No estaba seguro de que fuera cierto, pero no quería que Katheri-
ne comenzara a arrojarme maldiciones. Primero me había traicionado
con Darcy y luego con el propio Lasher. Pese a mis intentos de pro-
tegerla, era una bruja y se había vuelto contra mí.
-No sabes a lo que te expones -dije-. Yo te he salvado.
Horripilada y contrita, Katherine se echó a llorar, pero estaba de-
cidida a casarse con Darcy Monahan.
-No es necesario que me salves -dijo-. El día de mi boda luci-
ré la esmeralda alrededor del cuello, tal como exige la tradición de
nuestra familia, pero me casaré en una iglesia católica, ante el altar, y
mis hijos serán bautizados como Dios manda y repudiarán al de-
monio.
Yo me encogí de hombros. Los Mayfair siempre nos habíamos
casado en una iglesia católica. Todos estábamos bautizados. Eso no
era ninguna novedad. Pero no dije nada.
Mi madre y yo nos propusimos apartarla de Darcy, pero fue impo-
sible. Katherine estaba dispuesta a renunciar a la herencia con tal de
contraer matrimonio con ese estúpido irlandés. Al menos, eso fue lo
que le dijo a todo el mundo. Nuestros primos acudieron a mí alarmados.
¿Qué va a suceder? ¿Qué dicen las leyes? ¿ Acaso vamos a perder nues-
tra fortuna? , eran las preguntas que me hacían. Era evidente que estaban
perfectamente enterados del terrible secreto sobre el que se fundaba
nuestra riqueza, a la que no querían renunciar bajo ningún concepto.
Pero fue Lasher quien se puso de parte de la novia.
-Deja que se case con ese celta -dijo-. Tu padre tenía sangre
irlandesa. En ella residen las dotes de las brujas, las cuales han llevado
esa sangre en sus venas durante muchos siglos. los irlandeses, al igual
que los escoceses, están dotados de poderes sobrenaturales. la sangre
de tu padre te ha dado fuerza. Veamos qué es capaz de conseguir ese
irlandés con tu hermana.
Pero ya conoces la historia, Michael. Katherine perdió dos bebés,
ambos varones; luego tuvo dos hijos con Darcy. Posteriormente, pese
a sus rezos, sus misas, sus rosarios y sus sacerdotes, tuvo un aborto
tras otro.
Tras estallar la Guerra Civil, después de que cayera la ciudad, mien-
tras la gente se arruinaba de la noche a la mañana y las tropas yanquis
invadían nuestras calles, Katherine siguió educando a sus hijos en la
casa de la calle Primera, entre sus amigos y traidores americanos. Esta-
ba convencida de haberse librado para siempre de la maldición de los
Mayfair. El mismo día de su boda nos devolvió la esmeralda.
La familia estaba desesperada. la bruja les había dado la espal-
da. Por primera vez oí a muchos Mayfair pronunciar la palabra se-
creta. «¡Pero ella es la bruja! -murmuraban-. ¿Cómo puede trai-
cionarnos?»
la esmeralda estaba sobre el tocador de mi madre, entre los arti-
lugios que utilizaba para los ritos del vudú, como una vulgar baratija.
Un día la cogí y la colgué del cuello de una imagen de la Virgen.
Fueron unos tiempos duros para mí, una época de gran libertad y
también de grandes experiencias. Katherine se había marchado y ya
apenas nada me importaba. Comprendí que mi familia constituía mi
mundo. Podía haber ido a Europa o a China. Podía haberme marchado
para huir de la guerra, la peste y la pobreza. Podía haber vivido como un
potentado. Pero mi hogar se hallaba en esta pequeña parte de la tierra, y
sin mis seres queridos a mi alrededor todo carecía de importancia.
Era patético, pero cierto. Al mismo tiempo comprendí lo que sólo
un hombre rico y poderoso llega a comprender: lo que ambicionaba
realmente.
Lasher me instaba a tener nuevas amantes y seguía espiando todos
mis movimientos a fin de imitarme a la perfección. Incluso cuando iba
a ver a mi madre adoptaba un aspecto tan parecido al mío que todo el
mundo creía que era yo. Parecía haber perdido su propia identidad,
por decirlo de algún modo.
-¿Qué aspecto tienes realmente ? -le pregunté un día.
-Qué risa. ¿Por qué me haces esa pregunta?
-Me pregunto qué aspecto tendrás cuando te conviertas en un
hombre de carne y hueso.
-El mismo que tú, Julien.
-¿Y por qué no el que adoptabas al principio, un hombre de ca-
bello castaño y ojos marrones?
-Adopté esa apariencia para complacer a Suzanne. Me parecía a
un escocés de su aldea. Pero quiero ser como tú. Eres muy hermoso.
En ocasiones, me sumía en profundas reflexiones. Era aficionado
al juego, a beber y bailar hasta el amanecer; discutía y me peleaba con
patriotas confederados y enemigos yanquis; gané y perdí grandes for-
tunas; me enamoré un par de veces, pero sufría día y noche al pensar
en mi amada Katherine. Supongo que necesitaba algo que diera un
sentido a mi vida, algo que no consistiera únicamente en ganar dinero
y dilapidarlo con mis primos, construir más casas en nuestras tierras y
adquirir nuevas propiedades. Sólo Katherine había conseguido dar un
sentido a mi vida.
Excepto Lasher, por supuesto. Gozaba jugando con él, observan-
do cómo me suplantaba, halagándolo y manipulándolo. Nada ence-
rraba ningún secreto para mí.
Luego vino el año 1871. En verano, la fiebre amarilla, como de cos-
tumbre, causó estragos entre los. inmigrantes recién llegados a nuestras
costas.
Darcy, Katherine y sus hijos habían pasado seis meses en Europa,
y tan pronto como el apuesto irlandés pisó de nuevo su hogar cayó
enfermo, aquejado de fiebre amarilla.
Supongo que había perdido su inmunidad a dicha enfermedad
durante su estancia en el extranjero, aunque no puedo asegurarlo. El
caso es que muchos irlandeses morían a causa de esa dolencia, que sin
embargo a nosotros apenas nos afectaba. Desesperada, Katherine me
escribió varias cartas a la calle Dumaine rogándome que acudiera para
intentar curar a su marido.
-¿Crees que Darcy morirá? -le pregunté a Lasher.
Lasher apareció a los pies de mi cama, con los brazos cruzados y
aire pensativo, vestido de forma idéntica a como iba vestido yo el día
anterior. Se trataba de una aparición, por supuesto.
-Sí, creo que sí -contestó-. Quizá le ha llegado su hora. No te
inquietes. Ni siquiera una bruja puede curar esa enfermedad.
Yo no estaba tan seguro. Cuando fui a ver a Marguerite, ésta se
puso a reír ya bailar.
-Deja que muera ese cabrón y toda su prole -dijo.
Sus palabras me disgustaron profundamente. ¿Qué habían hecho
de malo los pobres Clay y Vincent? Eran tan culpables de haber naci-
do como mi hermano Rémy y yo.
Regresé a la ciudad sin saber qué hacer. Consulté con varios mé-
dicos y enfermeras mientras la fiebre seguía cobrándose víctimas,
como siempre ocurría cuando aumentaba el calor, y los cadáveres se
acumulaban en los cementerios. La ciudad apestaba a muerte y las au-
toridades mandaron encender grandes hogueras para eliminar los ne-
fastos efluvios.
Los prósperos magnates del algodón y los gigantes de la industria
que habían acudido al Sur para ganar dinero después de la guerra mo-
rían como moscas, al igual que los campesinos irlandeses inmigrantes.
Tal como era de prever, a los pocos días Darcy murió. Katherine
envió al cochero a mi casa para comunicarme la noticia.
-El señor ha muerto, monsieur. Su hermana le ruega que vaya a
verla de inmediato.
¿Qué podía hacer? No había puesto los pies en la casa de la calle
Primera desde el día en que concluyeron las obras. Ni siquiera cono-
cía a los pequeños Clay y Vincent. Hacía un año que no veía a mi her-
mana, salvo en una ocasión en que nos encontramos en la calle y sos-
tuvimos una agria disputa. De repente, toda mi riqueza y cuanto me
rodeaba carecía de importancia. Lo único importante era el hecho de
que mi hermana me rogaba que acudiera de inmediato.
Ansiaba verla y perdonarla.
-¿Qué debo hacer, Lasher?
-Ya lo verás -contestó.
-Pero no hay una hembra que pueda continuar el linaje. Mi her-
mana se marchitará como una viuda encerrada en su casa. Lo sabes tan
bien como yo.
-Ya lo verás -repitió Lasher-. Vea verla.
Toda la familia estaba pendiente de lo que iba a hacer mi hermana-
¿Qué sucedería?
Una tarde me presenté en la casa de la calle Primera. Recuerdo que
llovía y hacía mucho calor. En el barrio de los irlandeses, a pocas man-
zanas de donde vivía Katherine, vi numerosos cadáveres de víctimas de
la fiebre amarilla amontonados junto a la acera.
La brisa que soplaba del río transportaba el hedor a cuerpos pu-
trefactos. En medio de ese paisaje desolador se erguía la majestuosa
residencia de mi hermana, rodeada de encinas y magnolias, como un
castillo dotado de almenas y unos muros que daban la impresión de
ser indestructibles. Era una mansión misteriosa, llena de elegantes
motivos decorativos pero, al mismo tiempo, siniestra.
Contemplé la ventana del dormitorio principal, situado en el ala
norte, y vi lo que muchos, incluido tú, habéis visto: el tenue resplan-
dor de las velas a través de los postigos.
Entré en la casa tras forzar la puerta, no sé si con ayuda de Lasher
o yo solo; sólo sé que rompí la cerradura y la puerta cedió.
Me quité el abrigo y subí la escalera. La puerta del dormitorio
principal se hallaba abierta.
Como es lógico, esperaba ver el cuerpo del arquitecto irlandés
pudriéndose en su lecho. Pero, según me contaron, se lo habían lleva-
do apresuradamente por miedo al contagio. Las supersticiosas sir-
vientas me comunicaron que el desdichado Darcy ya había sido en-
terrado y que, debido a la cantidad de muertes que se producían
aquellos días, no había habido tiempo de organizar una misa de ré-
quiem por su alma.
La habitación estaba limpia y aseada. Era Katherine quien yacía
en la cama -un gigantesco lecho con una cabeza de león tallada en
cada uno de los cuatro pilares-, reclinada sobre unas almohadas de-
licadamente bordadas y llorando suavemente.
Parecía tan menuda y frágil como cuando era una niña. Me senté
junto a ella y traté de consolarla. Ella se abrazó a mí y continuó sollo-
zando. Su rostro, enmarcado por una abundante y suave cabellera, era
todavía muy hermoso. Sus numerosos embarazos no habían conse-
guido mitigar su encanto y su inocencia, ni tampoco la radiante luz
que desprendían sus ojos al mirarme.
-Llévame a Riverbend, Julien -me suplicó-. Llévame a casa.
Pídele a nuestra madre que me perdone. No puedo vivir sola en esta
casa. Todo me recuerda a Darcy.
-Lo intentaré, Katherine -contesté.
Yo sabía, sin embargo, que no conseguiría que mi madre se re-
conciliara con ella. Mi madre había perdido la razón por completo y
era probable que ni siquiera reconociese a Katherine. La última vez
que vi a mi madre, ella y Lasher se dedicaban a hacer que las flores
brotaran anticipadamente de la semilla. Lasher le había contado los
secretos que encerraban unas plantas con las que podía preparar una
pócima que le permitiría ver visiones. Tales eran las actividades a las
que se dedicaba mi madre últimamente. Quizá si le hubiera dicho que
Katherine había muerto y había regresado ala tierra lo hubiera creído.
-No te preocupes, querida -dije-. Te llevaré a casa si lo de-
seas, ya tus hijos también. Toda la familia está allí, como de costumbre.
Katherine asintió e hizo un delicioso gesto de impotencia como
para indicar que su suerte estaba en mis manos.
Yo la besé y la estreché entre mis brazos, y le dije que tratara de
descansar, asegurándole que no me movería de su lado. La puerta es-
taba cerrada. La enfermera se había retirado y los niños estaban pro-
bablemente acostados. Yo salí un momento de la habitación para fu-
mar un cigarrillo.
De pronto vi a Lasher .
Estaba al pie de la escalera, mirándome.
-Contempla esta casa -me dijo en silencio-. Contempla sus
puertas, sus habitaciones, su decoración. Riverbend perecerá como
pereció la ciudadela que construimos en Santo Domingo, pero esta
casa perdurará hasta haber cumplido su misión.
En aquel momento sentí una curiosa sensación, como si flotara..
Bajé la escalera e hice lo que tú mismo has hecho mil veces, Michael.
Recorrer esta casa lentamente, acariciando las puertas y los pomos de
metal y contemplando los cuadros del comedor y los exquisitos moti-
vos decorativos de sus techos.
«Sí, es una hermosa casa -pensé-. Pobre Darcy. Era un excelen-
te arquitecto, pero no tenía sangre de bruja en las venas.» Yo sospe-
chaba que mis sobrinos, Clay y Vincent, eran tan inocentes como mi
hermano Rémy. Salí al jardín y contemplé la inmensa extensión octa-
gonal cubierta de césped y rodeada por una balaustrada de piedra. Las
losas del camino estaba dispuestas de tal modo que formaban un de-
licado dibujo, iluminado por la luz de la luna.
-Observa las rosas y la reja -dijo Lasher, refiriéndose a la verja
de hierro, la cual formaba unos ángulos que imitaban la disposición de
las losas del camino empedrado y el rosal.
Echó a caminar apoyando un brazo en mi hombro, cosa que me
produjo una profunda excitación. Sentí la tentación de ocultarme con
él bajo los árboles y abandonarme a sus caricias, las cuales, como he
dicho, me deleitaban. Pero debía regresar junto a mi desconsolada
hermana. Temía que se despertara y creyera que la había abandonado.
-Recuerda todas estas cosas -dijo Lasher-. Esta casa perdu-
rará.
Cuando entré en el vestíbulo la vi junto ala gran puerta del come-
dor, con la mano apoyada en el marco de la misma. La puerta era algo
más estrecha en la parte superior, lo cual acentuaba su altura.
Al volverme observé que la puerta principal, la cual acababa de
atravesar hacía unos segundos y estaba abierta, tenía la misma forma.
Lasher me miraba fijamente, ofreciendo el aspecto de un hombre nor-
mal y corriente, con la mano apoyada en el marco de la puerta, como
si esa casa le perteneciera.
-¿Te gustaría vivir después de la muerte, Julien? A diferencia de
mis brujas, apenas me haces preguntas sobre la muerte.
-Porque no sabes nada sobre ello -respondí-. Tú mismo lo
has dicho.
-No seas cruel conmigo, Julien. Esta noche no. Me alegro de es-
tar aquí. ¿ Deseas vivir después de muerto ? ¿Te gustaría permanecer
en la tierra?
-No lo sé. Si el diablo tratara de arrastrarme al infierno, preferi-
ría permanecer aquí, si es eso a lo que te refieres, deambulando como
un alma del purgatorio, apareciéndome ante las reinas del vudú y los
hechiceros. Supongo que podría hacerlo -dije, apagando el cigarrillo
en un cenicero que había sobre la mesa de mármol y que sigue ahí, en
el vestíbulo-. ¿Es eso lo que has hecho tú, Lasher? ¿Acaso eres el
fantasma de un despreciable ser humano que pretende rodearse de un
falso aire de misterio?
De pronto Lasher mudó de expresión, convirtiéndose en mi do-
ble. Sabía imitar mi sonrisa a la perfección, aunque no era un truco
que solía hacer a menudo. Cruzó los brazos como yo y se apoyó en el
marco de la puerta, haciendo que percibiera el leve sonido del tejido
de su chaqueta al rozar la madera, para demostrarme lo fuerte que era.
-Puede que en el fondo no exista ningún misterio -dijo, pro-
nunciando las palabras con toda claridad-. Puede que el mundo esté
formado de desechos y residuos.
-¿Acaso estabas presente?
-No lo sé -contestó, imitando mi tono sarcástico y arqueando
las cejas como solía hacer yo. Nunca le había visto tan fuerte como en
aquellos momentos.
-Si eres tan poderoso, intenta cerrar la puerta -dije.
Ante mi asombro, Lasher extendió la mano hacia el pomo, se apar-
tó a un lado y cerró la puerta como lo hubiera hecho un hombre de
carne y hueso. Era una proeza extraordinaria. Luego se evaporó en el
acto, dejando una cálida estela tras de sí, como de costumbre.
-Admirable -murmuré.
-Recuerda esta casa si deseas regresar a ella algún día; recuerda
sus formas y dibujos. En el mundo de las tinieblas, resplandecerán
ante tus ojos y te guiarán de nuevo hasta aquí. Es una casa que perdu-
rará durante siglos. Es una casa digna de los espíritus de los muertos.
Es una casa en la que permanecerás sano y salvo. Ni la guerra, ni las
revoluciones, ni el fuego ni la corriente del río podrán lastimarte. Yo
me dejé guiar una vez por dos sencillos dibujos: un círculo y unas
piedras en forma de cruz... Dos dibujos.
Tomé buena nota de sus palabras, las cuales venían a confirmar
que Lasher no era el demonio.
Subí la escalera. Esta vez había conseguido de él algo más de lo
habitual, aunque era muy poco.
Al entrar en el dormitorio hallé a Katherine despierta. Estaba de
pie junto a la ventana.
-¿Dónde estabas? -me preguntó inquieta.
Acto seguido se arrojó en mis brazos y apoyó la cabeza sobre mi
hombro. Me pareció sentir la presencia de Lasher cerca de nosotros y
le pedí que se me apareciera mentalmente, no bajo la forma de un
hombre, a fin de no atemorizar a Katherine. Luego miré a mi hermana
a los ojos, la cogí de la barbilla y la besé. En aquel momento sentí la
presión de sus pechos contra los míos, lo cual me sorprendió. Kathe-
rine llevaba tan sólo una liviana bata blanca y sentí sus pezones, su
calor y el cálido vaho que exhalaban sus labios. Pero cuando retrocedí
y la.miré de nuevo a los ojos, sólo vi una expresión de inocencia.
Vi también a una mujer. Una mujer muy bella. Una mujer a la que
había amado, que se había rebelado contra mí y me había abandonado
por otro hombre. Un cuerpo al que amaba como un hermano ama a su
hermana y que conocía bien debido a nuestros juegos infantiles y las
numerosas veces que nos habíamos bañado juntos en el río. Sin em-
bargo, era el cuerpo de una mujer y yo lo estrechaba entre mis brazos.
Impulsivamente, la besé de nuevo, y una vez más, y otra, mientras
sentía su cuerpo ardiendo contra el mío.
Me sentí asqueado. Era mi hermana menor, Katherine. Al condu-
cirla hacia el lecho para ayudarla a acostarse, ella me miró como si se
sintiera confundida, hipnotizada. ¿Acaso, en un momento de ofusca-
ción, me había tomado por Darcy?
-No -murmuró-. Sé que eres tú. Siempre te he amado. Lo la-
mento. Perdona mis pequeños pecados. Cuando era una niña soñaba
que nos casaríamos. Imaginaba que salíamos de la iglesia del brazo,
convertidos en marido y mujer. Cuando conocí a Darcy olvidé ese es-
túpido sueño incestuoso. Que Dios me perdone.
Katherine se santiguó y yo me incliné sobre ella para arroparla.
No sé lo que me sucedió. El caso es que al ver a mi hermana, con
su cabello negro desparramado sobre los hombros y su pálido rostro,
hacer la señal de la cruz, fui presa de un ataque de furia.
-¿Cómo te atreves a jugar conmigo de ese modo ? -le espeté
arrojándola sobre el lecho. A través de la bata vi sus blancos y tenta-
dores pechos.
Sin pensarlo dos veces, empecé a desnudarme mientras ella gritaba
aterrada.
-¡No,Julien! ¡Deténte! -exclamó.
Pero yo me abalancé sobre ella, le separé las piernas y la penetré
bruscamente.
-¡No, Julien! ¡Te lo ruego! -me suplicó llorando-. ¡Soy yo,
Katherine!
Pero ya estaba hecho. La había forzado. Cuando terminé, me le-
vanté y me dirigí a la ventana, sintiendo como si el corazón me fuera a
estallar. No podía creer lo que había hecho.
Katherine, que había permanecido tendida en el lecho, llorando
suavemente, se incorporó de pronto y se arrojó en mis brazos, repi-
tiendo una y otra vez mi nombre:
-¡Julien! iJulien!
¿Qué significaba eso? ¿Que deseaba que la protegiera de mí mis-
mo?
-Cariño mío -respondí, besándola apasionadamente.
Luego hicimos de nuevo el amor.
Nueve meses más tarde nació Mary Beth.
Nos instalamos en Riverbend, pero apenas soportaba la presencia
de Katherine.
No volví a intentar hacer el amor con ella, y dudo que ella lo hu-
biese aceptado. Parecía como si hubiera olvidado el episodio y estu-
viera convencida de que la criatura que portaba en el vientre era de
Darcy. Se pasaba el día rezando el rosario, rogando a la Virgen para
que el hijo de Darcy naciera fuerte y sano.
Todo el mundo sabía lo que yo le había hecho a Katherine. Me
había convertido en Julien el malvado. Julien había dejado preñada a
su hermana. Nuestros primos me miraban como si fuera un mons-
truo. Tobias, el hijo de Augustin, acudió de Fontevrault para malde-
cirme y acusarme de ser el mismísimo demonio. Sin embargo, había
otras personas que no se atrevían a echármelo en cara.
Tenía numerosos amigos aficionados, como yo, al juego ya las
mujeres a quienes mi conducta les parecía un tanto extraña y poco va-
ronil, pero que se encogían de hombros y la aceptaban. Comprendí
que uno puede cometer prácticamente cualquier pecado, siempre y
cuando no trate de justificarse.
Faltaban unas semanas para el nacimiento de la criatura. La fami-
lia aguardaba impaciente el acontecimiento.
¿Y Lasher? Se mostraba tan impasible como de costumbre. Es-
taba siempre junto a Katherine, aunque ella no reparaba en su pre-
sencia.
-Ha sido obra suya -dijo mi madre-. Él te arrojó en brazos de
tu hermana. Deja de preocuparte. Ella tiene que tener más hijos, todo
el mundo lo sabe. Es preciso que tenga una hija. ¿Por qué no iba a te-
nerla con un brujo fuerte y poderoso como tú? Me parece una exce-
lente idea.
No volví a hablar de ese tema con mi madre.
No estaba seguro de que hubiera sido obra de Lasher. Ni siquiera
ahora estoy convencido de ello. Sólo sé que pagué un alto precio por
el placer de violar a mi hermana y que yo, Julien, que era capaz de ma-
tar a un hombre sin que me temblara el pulso, me sentía sucio, cruel y
perverso.
Katherine perdió la razón antes de que naciera Mary Beth. Pero
nadie se dio cuenta de ello.
Desde el día en que la violé, se convirtió en poco más que una re-
clusa que se dedicaba a rezar el rosario, a hablar sobre los ángeles y los
santos ya jugar con los hijos pequeños de nuestros primos.
La noche en que nació Mary Beth yo me hallaba en la habitación
de Katherine, la cual no cesaba de gritar, junto con un nutrido gru-
po de personas compuesto por las comadronas negras, el médico
blarrco, Marguerite y varias sirvientas.
Al fin, profiriendo un grito desgarrador, Katherine dio a luz a
Mary Beth, una niña perfecta y muy hermosa, más parecida a una di-
minuta mujer que a un bebé recién nacido. Quiero decir que, aunque
tenía la cabeza de un bebé, ostentaba una abundante mata de cabello
negro, un diente y unos brazos y piernas exquisitamente formados.
Era una niña llena de vida, según atestiguaban sus estentóreos gritos.
-Eh bien, monsieur, ésta es su sobrina -dijo el anciano médico,
depositándola en mis brazos.
Mientras contemplaba a mi hija vi aparecer por el rabillo del ojo a
Lasher, bajo forma gaseosa, a fin de no alarmar al resto de los presen-
tes. De pronto, la niña sonrió como si lo hubiera visto.
Al cabo de unos segundos la niña dejó de llorar, como si súbita-
mente se hubiera tranquilizado. La besé en la frente, pensando: «Es
una auténtica bruja. Su cuerpecito exhalaba un aroma a poder.
Inesperadamente, Lasher pronunció unas palabras que me deja-
ron helado:
-Te felicito, Julien. Has cumplido tu misión.
Me quedé mudo, mientras repetía mentalmente cada una de aque-
llas siniestras sílabas.
Disimuladamente, sin que nadie se diera cuenta, rodeé con una
mano el cuello de la niña, por debajo de la manta que la cubría, y em-
pecé a apretarle la garganta.
-No lo hagas, Julien-murmuró la voz secreta.
-¿Por qué no? -respondí mentalmente-. ¿Acaso quieres que la
proteja durante un tiempo? Mira a tu alrededor, espíritu. Procura mi-
rar con la astucia de los seres humanos, no con la ingenuidad de un
ángel. ¿Qué es lo que ves? Una vieja bruja, una loca y una niña.
¿Quién le enseñará lo que debe aprender? ¿Quién la protegerá cuando
empiece a mostrar sus extrañas aptitudes?
-No pretendo lastimarte, Julien.
Yo solté una carcajada y todos pensaron que me reía de las gracias
de la niña, la cual tenía la vista fija en algo situado sobre mi hombro
que nadie más veía. Se la entregué a las sirvientas, las cuales la bañaron
y vistieron.
Yo salí de la habitación. «Has cumplido tu misión.» De modo que
era eso, pensé furioso. Todo lo demás eran meros juegos y pamplinas.
Supongo que siempre lo había sabido.
Pero también sabía que estaba rodeado de una inmensa y próspe-
ra familia, una familia formada por personas a las que estimaba y que
me habían estimado antes de que cometiera aquel acto abominable, y
que sin duda volverían a estimarme si lograba conquistar su perdón.
En la habitación que estaba a mi espalda había una encantadora niña
que me había conmovido como me conmovían todos los niños. Era
mi hija, mi primogénita.
Esa niña representaba todas las cosas buenas que ofrece la vida. En
aquel momento maldije al perverso espíritu del que no conseguía li-
brarme.
Pero ¿qué derecho tenía aquejarme? ¿Qué derecho tenía a la-
mentarme? ¿Qué derecho tenía a avergonzarme? A fin de cuentas, ha-
bía dejado que ese ser traicionero, caprichoso, pomposo y egoísta me
esclavizara. Había permitido que me manipulara como había manipu-
lado a todas las brujas, a toda la familia.
Ahora, a cambio de dejarme vivir, tenía que serle útil. No sabía
cómo escapar de aquel atolladero. No bastaba con que le enseñara a
Mary Beth las artes que yo había llegado a dominar, pues él también
era un excelente maestro. No, era preciso que se me ocurriera una so-
lución antes de que fuese demasiado tarde.
Mientras reflexionaba, empezaron a llegar nuestros tíos y primos,
riendo y exclamando satisfechos:
-¡Es una niña! ¡Es una niña! ¡Al fin Katherine a dado a luz una
niña!
De pronto me vi rodeado por un enjambre de parientes que me
abrazaban y besaban. Se diría que les parecía perfecto que hubiera
forzado a mi hermana. O quizás opinaban que ya había pagado por
mi delito. Sea como fuere, el caso es que Riverbend se llenó de risas y
voces eufóricas. Se destaparon varias botellas de champán y los músi-
cos tocaron una alegre melodía cuando apareció la nodriza sostenien-
do a la niña en brazos. Los barcos que se deslizaban por el río hicieron
sonar las sirenas para unirse a nuestro visible y manifiesto jolgorio.
«¡Dios mío! ¿Qué puedo hacer? -pensé-. Soy un malvado.
¿Qué puedo hacer para conseguir sobrevivir e impedir que le suceda
algo malo a la niña?»
su interlocutor de Londres, o de donde quiera que estuviese,
empezaba a irritarle.
Por supuesto, la familia no tenía la culpa de que Gifford Mayfair
hubiera muerto inesperadamente en Destin, ni de haber pasado los
dos últimos días enteramente dedicada al velatorio y el funeral, pro-
vocando un ambiente de dolor y desesperación como Lark jamás ha-
bía presenciado antes. Lightner prácticamente se había visto mono-
polizado por las mujeres de la familia, quienes le enviaban a hacer recados
o le pedían que les aconsejara y las consolara. Lark apenas había
conseguido cruzar dos palabras con él.
Lark había asistido al funeral movido por la curiosidad. No se ima-
ginaba a Rowan Mayfair conviviendo con esos locuaces sureños, los cuales
hablaban sobre los vivos y los muertos con idéntico entusiasmo. Todos
eran guapos y distinguidos, y conducían un Beamer, un jaguar o un Porsche.
Las joyas parecían auténticas. La mezcla genética incluía, aparte de todo
lo demás, una estupenda fachada.
Todos protegían al marido, Michael Curry. Éste tenía buen aspecto;
era apuesto y distinguido, como los demás. De hecho, no parecía haber
sufrido hacía poco un ataque de corazón.
Sin embargo, Mitch Flanagan había comenzado a analizar
el ADN de Curry y le había informado a Lark que poseía una estruc-
tura genética tan curiosa como la de Rowan. Flanagan se había salido
con la suya, como todos los que trabajaban para el Instituto Keplinger,
y había obtenido el historial médico de Michael Curry sin su conocimiento
ni autorización. Pero ahora Lark no conseguía ponerse en contacto con
Flanagan.
Le había llamado por la noche y hacía un rato, pero sin éxito. El
contestador automático seguía repitiendo que el doctor Flanagan se
hallaba ausente, invitando a Lark a que dejara su número de teléfono.
Lark se olía algo raro. ¿Por qué no contestaba Flanagan a sus lla-
madas? Lark deseaba entrevistarse con Curry. Quería hablar con él,
hacerle ciertas preguntas.
Era divertido visitar la ciudad e ir de copas -anoche, después del
velatorio, había cogido una buena cogorza, y esta noche cenaría en
Antoine's con dos colegas de Tulane, ambos unos borrachines empe-
dernidos-, pero estaba en Nueva Orleans por un asunto de negocios
y confiaba en que ahora que la señora de Ryan Mayfair había sido ente-
rrada podría seguir con sus investigaciones.
Lark dejó de escribir cuando Lightner entró de nuevo en la habitación.
-¿Malas noticias? -le preguntó.
Lightner se sentó en un sillón con aire pensativo, mordiéndose
el labio inferior. Era un hombre de tez pálida, con una abundante
y atractiva cabellera blanca y dotado de gran encanto personal.
Parecía muy cansado. Tanto es así, que Lark pensó que era Lightner
quien corría el peligro de sufrir un ataque de corazón.
-Lo cierto es que me encuentro en una situación delicada -res-
pondió Lightner al cabo de unos momentos-. Según parece,
fue Erich Stólov quien se llevó las ropas de Gifford de la funeraria
de Florida. Pero ha desaparecido y no he podido hablar con él de ese asunto.
-Pero si es miembro de su organización.
-En efecto -contestó Aaron, haciendo una leve mueca sarcástica-,
es miembro de nuestra organización. Los Mayores, según me ha
comunicado el nuevo Superior General, me recomiendan que no
indague en «esa parte» de la investigación.
-¿Qué significa eso?
Lightner guardó silencio durante unos instantes. Luego miró a Lark
y contestó:
-Usted dijo que convendría hacer unas pruebas genéticas de toda
la familia. ¿Desea plantearle el tema a Ryan? Creo que podrá hablar con
él mañana por la mañana.
-Eso sería estupendo. Aunque se trata de algo un tanto compli-
cado. Quiero decir que no está exento de riesgos. Si descubrimos
unas enfermedades congénitas, si descubrimos que los Mayfair son
propensos a padecer ciertas dolencias, esa información les afectaría
en muchos aspectos, desde la cuestión de las pólizas de seguros hasta
el servicio militar. Desde luego me gustaría hacerles esas pruebas,
pero en estos momentos me interesa más Michael Curry. ¿No po-
dríamos conseguir los informes médicos de Gifford Mayfair? De-
bemos proceder con calma. Imagino que ese Ryan Mayfair debe de
ser un abogado muy inteligente. Dudo que acepte que toda la fami-
lia se someta a unas pruebas genéticas. Sería un idiota si consintiera
en ello.
-Y yo me temo que no le caigo muy bien. Si no fuera por mi amis-
tad con Beatrice Mayfair, ni siquiera me dirigiría la palabra, cosa que
comprendo perfectamente.
Lark había visto a esa tal Beatrice. Había acudido ayer al hotel
para comunicarle a Lightner la trágica noticia de la muerte de Gifford
en Destin. Era una mujer menuda y de aspecto corriente, con el cabe-
llo gris recogido en un moño alto, y uno de los «estiramientos» facia-
les más discretos que Lark había visto nunca, aunque suponía que no
era el primero que se hacía. Tenía la mirada chispeante, las mejillas
perfectamente esculpidas y el cuello liso como el de una jovencita, con
tan sólo una pequeña cicatriz bajo el mentón. De modo que ella y
Lightner mantenían una relación. Debió haberlo imaginado por la
forma en que ella agarraba a Lightner del brazo y los afectuosos besos
que les había visto darse. Lark confiaba en tener la misma suerte que
Lightner cuando alcanzara los ochenta años, suponiendo que llegara a
cumplirlos. Desde luego, si seguía dándole a la botella como lo hacía
no viviría hasta esa edad.
-Si existe un historial médico de Gifford Mayfair en esta ciudad
-dijo-, creo que puedo conseguirlo a través del Instituto Keplinger,
confidencialmente, sin que nadie se entere ni se alarme por ello.
Lightner frunció el entrecejo y movió la cabeza como si la idea le
resultara inaceptable.
-No debe hacerlo sin el consentimiento de la familia -dijo.
-Ryan Mayfair no tiene por qué saberlo. Déjelo en nuestras ma-
nos. El Servicio Secreto Médico, o como quiera llamarlo, se ocupará
de ello. Pero quiero ver a Curry.
-Muy bien, intentaré que pueda hablar también con él mañana.
O puede que esta tarde. Debo reflexionar.
-¿Sobre qué?
-Sobre todo este asunto. Sobre por qué los Mayores permitieron
que Stólov viniera aquí e interfiriera en la investigación, a riesgo
de disgustar a la familia. -Lightner parecía estar hablando consigo mis-
mo más que con Lark-. He consagrado toda mi vida a la investigación
psíquica, y jamás me había sentido tan atraído por un caso. Siento una
gran lealtad hacia los Mayfair, además de una profunda preocupación.
Lamento no haber intervenido antes de que Rowan desapareciera, pero
los Mayores me lo prohibieron terminantemente.
-Es evidente que ellos también creen que existe algo genéticamen-
te extraño en esa familia -observó Lark-. También buscan unos ras-
gos hereditarios. Durante el velatorio que se celebró anoche, al menos
seis de los asistentes me dijeron que Gifford poseía poderes psíquicos.
Me aseguraron que había visto al «hombre», una especie de fantasma
familiar, que poseía unas facultades más poderosas de lo que ella misma
imaginaba. Creo que sus colegas de Talamasca persiguen lo mismo que usted.
Tras guardar silencio unos minutos, Lightner respondió:
-Ahí está el problema. Deberíamos perseguir lo mismo, pero no estoy
seguro de que sea así. Todo esto es muy... desconcertante. En
aquel momento les interrumpió el teléfono situado junto al sofá, el
cual ofrecía un aspecto moderno que contrastaba con los muebles de
caoba y los sillones tapizados de terciopelo.
-Habla el doctor Larkin -dijo éste tras descolgarlo, como solía hacer
siempre que respondía al teléfono, incluso en cierta ocasión en que
se precipitó a descolgar el de una cabina en un aeropuerto.
-Soy Ryan Mayfair -dijo su interlocutor-. ¿Es usted el médico de California?
-Sí, me alegro de hablar con usted, señor Mayfair. No quería
importunarlo, dadas las circunstancias. Si lo prefiere, podemos hablar
mañana.
-¿Está con usted Aaron Lightner, doctor Larkin?
-Sí. ¿Desea hablar con él?
-No. Escuche atentamente. Edith Mayfair ha muerto hoy a consecuencia
de una hemorragia uterina. Edith era nieta de Lauren May-
fair por parte de Jacques Mayfair; era prima de Gifford y mía, y también
de Rowan. Murió por las mismas causas que mi esposa. Según parece,
en el momento de su muerte Edith se hallaba sola en su apartamento,
situado en la avenida Esplanade. Su abuela encontró su cuerpo esta
tarde, después del funeral de mi esposa. Creo que deberíamos hablar
sobre lo de las pruebas genéticas. Quizás ello contribuya a detectar
ciertos problemas que aquejan a nuestra familia.
-Dios mío -murmuró Lark.
Le pasmaba el tono frío y sereno de Ryan Mayfair.
-¿Puede usted acudir a mi oficina? -le preguntó éste-. Pídale a Lightner
que le acompañe.
-Desde luego. Llegaremos dentro de...
-Diez minutos -dijo Lightner, levantándose y arrebatándole el teléfono
a Lark-. Ryan -dijo-, comunica la noticia a las mujeres de la familia. No
es necesario alarmarlas, pero es preferible que no se queden solas,
por si ocurre algo. Si Edith y Gifford hubieran podido pedir auxilio
no estarían muertas. Hazme caso... Sí, sí, a todas. Eso es lo que debes
hacer. Te veremos dentro de diez minutos.
Los dos hombres salieron de la suite y bajaron por la escalera en
lugar de coger el elegante ascensor.
-¿Qué demonios está ocurriendo? -preguntó Lark-. ¿Qué significa esa
muerte idéntica a la de Gifford Mayfair?
Lightner no respondió. Estaba serio y preocupado.
-A propósito -dijo Lark-, ¿como pudo oír lo que me dijo
Ryan Mayfair por teléfono?
-Tengo un excelente oído -contestó Lightner distraído. Ambos
salieron del hotel y cogieron un taxi. Hacía calor, aunque,
soplaba una leve brisa. Lark se entretuvo observando el paisaje
por la ventanilla. Todas las calles y avenidas estaban adornadas
con plantas y árboles, amén de alguna farola antigua o un balcón de
hierro forjado en la fachada de estuco de un edificio.
-Creo que la cuestión reside en cómo vamos a planteárselo –dijo
Lightner, de nuevo como si hablara consigo mismo-. Usted sabe
perfectamente lo que sucede. Sabe que esto no tiene nada que ver con
una enfermedad genética, excepto en el sentido más amplio de la palabra.
El taxista giró en redondo y se lanzó a toda velocidad por la avenida,
haciendo brincar ambos pasajeros en sus asientos.
-No le entiendo -dijo Lark-. No sé lo que sucede. Es como una especie
de síntoma, como una conmoción tóxica.
-Vamos, hombre -replicó Lightner-. Ambos sabemos lo que
está pasando. Él intenta reproducirse a través de ellas. Usted mismo lo dijo.
Rowan quería saber si esa criatura era capaz de reproducirse con ella o con
otros seres humanos. Quería un análisis genético completo de todo el material.
Lark se quedó atónito. No había pensado seriamente en esa
posibilidad, ni estaba seguro de que existiera esa nueva especie
de ser, esa criatura masculina que Rowan Mayfair había parido.
En el fondo, creía que este asunto tendría una explicación «natural».
-Es natural -dijo Lightner-. La palabra «natural» se presta a confusión.
Me pregunto si conseguiré ver a ese ser algún día. Me pregunto si es capaz
de razonar, si posee un autocontrol humano, un código moral, suponiendo
que tenga una mente humana...
-¿De veras cree que trata de cohabitar con las mujeres?
-Por supuesto -respondió Lightner-. Es evidente. ¿Por qué cree que
el agente de Talamasca se llevó las ropas manchadas de sangre de Gifford?
Él la dejó embarazada y ella perdió a la criatura. Mire, doctor Larkin,
es mejor que hablemos claro. Comprendo que este caso ha despertado
su curiosidad y que no quiere traicionar la confianza que Rowan ha
depositado en usted, pero es posible que no volvamos a tener contacto con Rowan.
-¡Dios mío!
-Le ruego que sea sincero conmigo. Debemos informar a la
familia que esa criatura anda suelta y es peligrosa. No tenemos
tiempo para hablar de enfermedades y pruebas genéticas, ni para reunir
datos. La familia corre un grave peligro. ¿No se da cuenta de que ha
muerto otra mujer? ¡Murió mientras la familia enterraba a Gifford!
-¿La conocía usted?
-No. Pero sé que tenía treinta y cinco años, que vivía como una reclusa
y que estaba medio loca, como muchos otros miembros de la familia.
Su abuela, Lauren Mayfair, solía criticar su conducta.
De hecho, estoy convencido de que esta tarde fue a verla para
amonestarla por no haber asistido al funeral de su prima.
-¿Cómo iba a ir si estaba muerta? -replicó Lark, arrepintiéndose en el
acto de haberlo dicho-. Ojalá tuviera alguna pista sobre el paradero de Rowan.
-Es usted un optimista -dijo Lightner, sonriendo
amargamente-. Tenemos muchas pistas, pero ninguna nos garantiza
que usted o yo volvamos a ver a Rowan Mayfair y a hablar con ella.
11
Cuando fue a recoger el billete para Nueva Orleans le entregaron
una nota. Debía llamar inmediatamente a Londres.
-Anton desea hablar contigo, Yuri -dijo una voz que él no co-
nocía-. Quiere que permanezcas en Nueva York hasta que Erich
Stólov llegue ahí. Erich se reunirá contigo en Nueva York mañana por
la tarde.
-¿A qué viene todo esto? -preguntó Yuri.
¿Quién era esa mujer? Jamás había oído su voz; sin embargo, se
expresaba como si le conociera.
-Anton cree que te sentirás mejor si hablas con Stólov.
-¿Mejor? Me temo que no entiendo.
Por lo que a él respectaba, no había nada que pudiera decirle
a Stólov que no se lo hubiera comunicado ya a Anton Marcus. No
comprendía esa decisión.
-Hemos reservado una habitación para ti en el Saint Regis –dijo
la mujer-. Erich te llamará mañana por la tarde. ¿Deseas que envie-
mos un coche para que te recoja? O prefieres coger un taxi?
Yuri se detuvo a reflexionar. Dentro de unos veinte minutos la
línea aérea anunciaría la salida de su vuelo. Miró el billete. No sabía
lo que pensaba ni lo que sentía. Sus ojos recorrieron la sala de espera,
que estaba atestada. Maletas, niños y empleados de uniforme que
iban y venían. En un rincón había un quiosco de periódicos. Todos
los aeropuertos del mundo eran idénticos. Podría haberse encontra-
do en Washington o en Roma. No había gorriones, lo que significa-
ba que no estaba en El Cairo. Pero podía tratarse de Francfort o Los
Ángeles.
Vio a un grupo de hindúes, árabes y japoneses, además de a un
sinfín de personas difíciles de clasificar, que podían ser canadienses,
americanos, ingleses, australianos, alemanes o franceses.
-¿Estás ahí, Yuri? Ve al Saint Regis. Erich quiere hablar contigo
para ponerte al corriente de la investigación. Anton está muy preocu-
pado.
Le chocaba que la mujer le hablase en ese tono conciliador, fin-
giendo que no había desobedecido una orden, que no se había mar-
chado intempestivamente. Le resultaba extraño ese tono familiar y
cortés en una persona a la que ni siquiera conocía.
-Anton está ansioso de hablar contigo -dijo la mujer-. Se lle-
vará un gran disgusto cuando sepa que llamaste estando él ausente. Le
informaré que irás al Saint Regis. Te enviaremos un coche. No es nin-
gún problema.
Como si él, Yuri, no lo supiera. Como si no hubiera tomado infinidad
de aviones y de coches y no hubiera permanecido en infinidad de
habitaciones de hotel reservadas por la Orden. Como si no
fuera un desertor.
No, había algo que no funcionaba. Jamás se mostraban bruscos,
pero tampoco solían hablarle en ese tono, pues él conocía
perfectamente su forma de actuar. ¿Acaso era el tono que empleaban con los
lunáticos que escapaban de la casa matriz sin permiso, con los que se
largaban tras varios años de obedecerles ciegamente, de colaborar con
ellos y apoyar a la Orden?
Sus ojos se posaron en una mujer que estaba apoyada en la pared
al otro lado de la sala de espera. Llevaba unos tejanos, una chaqueta de
lana y unas zapatillas deportivas. Presentaba un aspecto corriente, a
excepción de su bonito cabello corto y negro, el cual llamaba la aten-
ción. Fumaba un cigarrillo, que le colgaba entre los labios, y llevaba
las manos metidas en los bolsillos. La mujer tenía clavados en Yuri sus
pequeños ojos de mirada penetrante.
De pronto, Yuri comprendió. No del todo, pero lo suficiente.
Apartó la mirada de la mujer, murmuró que pensaría en ello y que
probablemente iría al Saint Regis, desde donde volvería a llamar.
-Me alegro de que hayas tomado esa decisión -dijo su interlo-
cutora con voz cálida y amable-. Anton estará muy satisfecho.
-Sí, seguro -respondió Yuri.
Tras colgar el teléfono recogió su bolsa y echó a andar a través de la
sala de espera. Siguió caminando sin fijarse en los números de las
puertas de salida, ni en los nombres de los puestos de bocadillos y re-
frescos, ni en los quioscos de libros y revistas, ni en las tiendas de rega-
los. Al cabo de unos instantes dobló a la izquierda y se dirigió hacia una
puerta situada al extremo de la terminal. Súbitamente dio media vuelta
y retrocedió apresuradamente sobre sus pasos.
Casi chocó con la mujer, la cual le estaba siguiendo. Ésta se detuvo
bruscamente, sobresaltada, y se ruborizó. Luego echó a caminar por
un pequeño pasillo y desapareció tras la puerta de los servicios.
Yuri aguardó, pero la mujer no volvió a aparecer. Era evidente que no que-
ría que la viera ni la siguiera. Yuri sintió que el vello de la nuca se le
erizaba.
Decidió devolver la tarjeta de embarque y tomar otra ruta. Podía
dirigirse a Nueva Orleans a través de Nashville y Atlanta. Tardaría
más, pero les resultaría más difícil dar con él.
Entró en una cabina telefónica y envió un telegrama a su nombre
al Saint Regis, el cual, por supuesto, no recibiría nunca.
Este juego no le divertía en absoluto, aunque no era la primera vez
que le seguían. En cierta ocasión le había perseguido un joven armado
con una navaja; y se había visto envuelto en varias peleas cuando su
trabajo le había conducido a un tugurio de los barrios bajos o del
puerto. Una vez incluso lo había detenido la policía en París, pero al
final el asunto se había resuelto felizmente.
Con todo, no estaba acostumbrado a este tipo de cosas. No en-
tendía lo que estaba sucediendo.
Experimentaba una alarmante sensación, una mezcla de rabia y
desconfianza, de haber sido traicionado. Debía hablar con Aaron.
Pero no tenía tiempo de telefonearle ni quería agobiarlo con sus pro-
blemas. Deseaba reunirse cuanto antes con él para ayudarlo, no pre-
ocuparle con historias sobre persecuciones en el aeropuerto y su
conversación telefónica con una extraña en Londres.
Durante unos segundos se sintió tentado de llamar a la casa ma-
triz, exigir hablar con Anton y pedirle explicaciones.
Pero temía que fuera inútil.
Eso era lo peor. Desconfiaba de todo y de todos. Algo había su-
cedido. Algo había cambiado.
El avión estaba a punto de partir. Yuri echó un vistazo a su alre-
dedor, pero no vio a la mujer. Sin embargo, eso no significaba nada.
Al Fin decidió tomar el vuelo a Nueva Orleans tal como había pla-
neado.
Al llegar a Nashville envió un fax a los Mayores, a la casa matriz de
Amsterdam, explicándoles lo sucedido. «Volveré a ponerme en contac-
to con vosotros. Confiad en mi lealtad. No entiendo lo ocurrido. Exijo
una explicación acerca del motivo por el que me prohibisteis que habla-
ra con Aaron Lightner, quién es esa mujer de Londres y por qué me es-
tán siguiendo. No quiero malgastar mi vida. Estoy preocupado por
Aaron. Somos seres humanos. ¿Qué pretendéis de mí?»
Tras redactar el fax, lo leyó. Resultaba muy melodramático, muy
de su estilo, un estilo que hacía sonreír con benevolencia a sus supe-
riores y darle una palmadita en la cabeza. De pronto Yuri sintió náu-
seas.
Le entregó el fax al conserje del hotel, junto con veinte dólares de
propina, pidiéndole que no lo enviara antes de que hubieran transcu-
rrido tres horas. El conserje prometió cumplir sus instrucciones.
Cuando se disponía a tomar el avión de Atlanta vio de nuevo a la
mujer, vestida con la misma chaqueta de lana y fumando un cigarrillo,
junto al mostrador del aeropuerto, observándolo fijamente.
12
«¿Qué es lo que me ha llevado a esta situación? ¿Acaso mi egoís-
mo, mi vanidad?», se preguntó, cerrando los ojos para no contemplar
aquella siniestra habitación blanca, aséptica. Pensó en Michael y pro-
nunció su nombre en la oscuridad, tratando de imaginarlo, de evocar
sus rasgos en la pantalla de su mente. ¡Michael, el arcángel!
Permaneció inmóvil, tendida en el sucio lecho, tratando de no lu-
char, de no ofrecer resistencia, de no gritar. Tenía las manos sujetas a
los extremos de la cabecera con unas tiras de cinta adhesiva. Había
renunciado a tratar de romper las ligaduras que la encadenaban a la
cama, bien por medio de la fuerza física o de sus poderes psíquicos,
unos poderes capaces de dañar irremisiblemente sus suaves y blandos
tejidos internos.
La noche anterior había conseguido liberar el tobillo izquierdo
del grillete que lo aprisionaba, formado también por una tira de cinta
adhesiva, lo cual le había permitido cambiar de posición y apartar la
sábana que la cubría, manchada de orines y vómitos.
Las sábanas extendidas debajo de su cuerpo estaban también as-
querosas. No recordaba cuántos días llevaba tumbada en aquel lecho.
¿Tres, cuatro? Tenía sed, pero no quería pensar en ello pues temía
volverse loca.
Probablemente hacía cuatro días que estaba ahí. Trató de recordar
cuánto tiempo podía subsistir un ser humano sin comida y agua.
Tenía que saberlo. Todos los neurocirujanos debían saber algo tan sencillo.
Pero como la mayoría de ellos no se dedicaban a atar a los pacientes a la
cama y mantenerlos cautivos durante varios días, no necesitaban info.-
marse sobre esas cosas.
Pensó en las heroicas historias que había leído, en los prodigiosos
relatos sobre gente que había conseguido resistir cuando otros morían
de hambre a su alrededor, que había recorrido muchos kilómetros
bajo una fuerte tormenta de nieve sin desfallecer. Voluntad no le fal-
taba, pero había perdido las fuerzas. Cuando él la ató al lecho se sentía
enferma. En realidad, no se encontraba bien desde que habían partido
juntos de Nueva York. Sentía náuseas, estaba mareada y le dolían
los huesos.
Al cabo de unos minutos se volvió, movió un poco los brazos ha-
cia arriba y hacia abajo, flexionó la pierna izquierda y trató de mover
la otra, preguntándose si sería capaz de sostenerse en cuando él
regresara y la liberara de las ataduras.
De pronto se le ocurrió una pregunta obvia: ¿Y si él no regresaba?
¿Y si decidía no volver para liberarla, o bien sucedía algo que se
lo impedía? Se comportaba como un ser enloquecido, embriagado por
todo cuanto veía, cometiendo una torpeza tras otra. En caso de que no
regresara, ella moriría irremediablemente.
Nadie daría con ella jamás.
Se hallaba en un lugar totalmente desierto. En una oficina situada
en un rascacielos rodeado de multitud de rascacielos -un «edificio
médico» sin alquilar que ella misma había elegido para ocultarse con
él, ubicado en el centro de la vasta y fea metrópoli sureña-, en una
ciudad rebosante de hospitales, clínicas y bibliotecas médicas donde
ambos se habían ocultado para llevar a cabo sus experimentos, como
dos hojas en un árbol.
Ella misma se había encargado de amueblar y acondicionar el edi-
ficio, y probablemente las luces de sus cincuenta pisos seguían encen-
didas, tal como las había dejado. La habitación en la que yacía estaba a
oscuras. Él había apagado la luz al marcharse, lo cual, a medida que
pasaban los días, resultó ser más un consuelo que una maldición.
Cuando empezó a oscurecer contempló los grises y monótonos
rascacielos a través de la ventana. A veces, los mortecinos rayos de sol
hacían que los plateados edificios de cristal relucieran como si estu-
viesen en llamas, mientras que las nubes se recortaban sobre un cielo
rojo rubí.
La luz, eso era por lo que siempre se guiaba. Al anochecer, cuando
se encendían en silencio las luces a su alrededor, se sentía más anima-
da. Tenía la impresión de que había personas cerca de ella, aunque no
fueran conscientes de su presencia. Cabía la posibilidad de que acu-
diera alguien. Era posible... Quizás hubiera alguien mirando a través
de la ventana de una oficina con unos prismáticos, aunque sabía que
no era probable.
Empezó a soñar de nuevo, a sentir el fondo del ciclo --«no me
importa»- y a imaginar que Michael y ella estaban juntos y paseaban
por unos campos en Donnelaith, mientras ella le explicaba lo que
veían. Era su mayor consuelo, al cual recurría cuando deseaba al mis-
mo tiempo sufrir, calibrar y rechazar cuanto le había sucedido.
«Cometí un error tras otro. Sólo tenía ciertas opciones. Pero mi
mayor error fue caer en el orgullo, pensar que era capaz de esto, que
saldría airosa de la empresa. Siempre ha sido culpa del orgullo. La his-
toria de las brujas Mayfair se basa en el orgullo. Pero este reto se me
presentó envuelto en los misterios de la ciencia. Tenemos un concepto
equivocado de la ciencia. Creemos que significa lo preciso, lo defini-
tivo, lo conocido; sin embargo, consiste en una angustiosa serie de
puertas que se abren a lo desconocido, a un espacio tan vasto como el
universo, infinito. Yo lo sabía, pero lo olvidé. Ése fue mí gran error.»
Vio la hierba, las ruinas, los altos y frágiles arcos grises de la cate-
dral irguiéndose en el valle, y tuvo la sensación de que estaba allí era
libre.
De pronto oyó un ruido que la sobresaltó.
Era la llave que giraba en la cerradura.
Permaneció inmóvil. Sí, alguien había abierto la puerta. Luego dis-
tinguió el ruido de sus pasos sobre las baldosas del suelo y le oyó silbar
una canción.
¡Gracias a Dios!
Otra llave. Otra cerradura. A continuación percibió su suave
y agradable fragancia mientras se aproximaba al lecho.
Trató de sentir odio, de ponerse tensa, de resistirse a la expresión de lástima
que se reflejaba en el rostro de él mientras la observaba
con sus hermosos ojos, levemente humedecidos. Tenía la barba y el bigote
negros y espesos, como los santos en los cuadros, y la frente ancha,
exquisitamente dibujada. Llevaba el cabello peinado hacia atrás,
con una raya en el centro.
Sí, era indudablemente un ser muy hermoso. Quizá no estaba ahí.
Quizá lo había soñado. Quizá todo eran imaginaciones suyas.
-No, amor mío, te quiero -murmuró él. ¿O acaso también
lo había soñado?
Al acercarse, ella contempló su boca. Parecía distinta.
Era algo más que la boca de un hombre, rosa y perfectamente formada, una boca
con personalidad que asomaba entre el oscuro y reluciente bigote y la riza-
da barba.
Cuando él se inclinó, sujetándola por los brazos y besándola en la
mejilla, ella se volvió. Luego le tocó los pechos con su enorme mana-
za, restregándole los pezones y haciendo que se estremeciera de dolor.
No, no estaba soñando. Eran las manos de él. En aquellos momentos
deseó perder el conocimiento, pero no pudo; estaba allí, impotente, a
merced de él.
Le avergonzaba sentir esa inusitada alegría por el hecho de que él
estuviera a su lado, estremecerse bajo sus caricias como si fuera su
amante en lugar de su carcelero, sentirse agradecida de que hubiera
regresado junto a ella.
-Amor mío -repitió él, apoyando la cabeza en su vientre, ro-
zando su suave piel con sus labios, sin hacer caso del
repugnante estado del lecho, tarareando y murmurando palabras
incomprensibles.
De pronto lanzó un alarido, se levantó de un salto y empezó
a bailar alrededor de la habitación, cantando y batiendo palmas.
Estaba como enloquecido. Ella le había visto hacerlo muchas veces,
pero jamás con tal entusiasmo. Era un espectáculo de lo más curioso.
Tenía los brazos largos y delicados, la espalda erguida; sus muñecas
parecían el doble de largas que las de un hombre normal.
Ella cerró los ojos, mientras él seguía bailando y brincando. Podía oír las
piruetas que realizaba sobre la alfombra y sus carcajadas.
«¿Por qué no me mata?», se preguntó.
Él guardó silencio y se inclinó sobre ella.
-Lo lamento, amor mío -dijo con su hermosa y profunda voz, una
voz acariciante como las que se pueden oír en la radio leyendo un pasaje de
las Sagradas Escrituras mientras conduces, solo y de noche, por la
carretera-. Lamento haberme retrasado. Emprendí una amarga y penosa
aventura. -Tras unos segundos empezó a hablar más deprisa-. Con pesar,
movido por el afán de descubrir nuevas experiencias, presencié la muerte.
Me sentía deprimido y desesperado...
Luego se puso a murmurar y a tararear, como solía hacer tras pronunciar
sus discursos, mientras se balanceaba sobre las puntas de los pies.
O quizás estuviera silbando a través de sus resecos labios.
A continuación se desplomó de rodillas, apoyó de nuevo la cabeza
en su cintura y la mano entre sus piernas, sobre su sexo, sin hacer caso
de la porquería del lecho, y besó la piel de su vientre.
-Cariño, amor mío.
-¡Deja que me levante de esta inmunda cama! -exclamó ella-. Mira lo que
me has hecho.
Luego calló y permaneció inmóvil, paralizada de rabia. Si le
golpeaba, sabía que él rompería a llorar y permanecería enfurruñado
durante horas. Era mejor guardar silencio, obrar con astucia.
Él la observó.
Luego sacó una pequeña navaja cuyo filo relucía como su dentadura en
la penumbra de la aséptica habitación, se inclinó sobre ella y cortó las
ataduras que la sujetaban al lecho.
Ella trató de mover los brazos, pero los tenía adormecidos. Tampoco era
capaz de alzar la pierna derecha.
De pronto sintió los brazos de él deslizándose por debajo de su
cuerpo para ayudarla a incorporarse. Se puso en pie y se apoyó sobre
su pecho, sollozando. Al fin estaba libre. Si tuviera fuerzas para ro-
dearle el cuello con las manos y...
-Te bañaré, amor mío. Pobrecita... -dijo él-. Mi pobre y ama-
da Rowan.
La sujetó por la cintura y empezaron a danzar describiendo círcu-
los, o puede que ella estuviera tan mareada que tenía la sensación
de que la habitación giraba a su alrededor. Luego entraron en el baño
y percibió el aroma del jabón, el champú y otros objetos, limpios y
fragantes.
Él la depositó en la fría bañera de porcelana y ella sintió el contacto del
chorro de agua caliente.
-No demasiado caliente -murmuró.
Durante unos instantes le pareció que los blancos y reluciente azulejos
del baño giraban a su alrededor. Luego se detuvieron bruscamente.
-No temas -respondió él.
Tenía los ojos más grandes, más brillantes, los párpados más defi-
nidos que la última vez que lo había observado, las pestañas más cortas,
aunque espesas y negras. Ella tomó mentalmente nota de todo, romo si
lo escribiera en un ordenador portátil. Temía morir y no poder transmitir
a nadie lo que había descubierto. Si el paquete no llegaba a manos
de Larkin...
-No te preocupes, amor mío -dijo él-. Debemos ser buenos el uno con el
otro. Debemos amarnos. Confía en mí. Volverás a amar-
me. No hay motivo para que mueras, Rowan. Deseo que me ames.
Ella yacía inerte como un cadáver, incapaz de moverse, mientras
dejaba que el agua caliente le lamiera el cuerpo. Él le desabrochó la
camisa, le quitó los pantalones y arrojó las ropas sucias a un rincón. Poco
a poco, el olor a porquería fue desvaneciéndose.
Al cabo de unos minutos Rowan consiguió alzar la mano derecha y trató
de bajarse las braguitas, pero no tenía fuerzas. Él regresó al dormitorio
y ella le oyó deshacer la cama y arrojar las sábanas, apelotonadas, al
suelo. Es asombroso la cantidad de sonidos que nuestra mente es
capaz de registrar. ¿Quién hubiera dicho que un objeto tan liviano
como una sábana pudiese hacer ruido? Y sin embargo ella recordaba
perfectamente haber percibido ese sonido una tarde, en su casa de California,
mientras su madre estaba cambiando las sábanas de la cama.
Había oído a su madre rasgar la funda de plástico, sacudir la sábana y
colocarla sobre la cama.
Rowan notó que se estaba deslizando y que el agua le llegaba a los
hombros. Pese a su debilidad, consiguió apoyar las manos en el
borde de la bañera e incorporarse.
De pronto lo vio junto a ella. Se había despojado de la
gruesa chaqueta y llevaba un sencillo jersey de cuello alto. Estaba muy
delgado, pero era fuerte y musculoso, sin el aire torpe y desgarbado de
las personas extremadamente altas y delgadas. Tenía el pelo tan largo
que le llegaba a los hombros. Era negro, como el de Michael, y onda-
lado. Al inclinarse sobre ella para acariciarla, Rowan observó sus hú-
medos rizos en las sienes y el brillo de su piel debido al vapor del agua.
Tras ayudarla a reclinarse en la bañera, sacó la navaja -ella se
sintió tentada de arrebatársela, pero no se atrevía-, cortó la cintura
elástica de sus braguitas, se las quitó y las arrojó al suelo. Luego se
arrodilló junto a la bañera.
A continuación empezó a cantar de nuevo, o a tararear -un extra-
ño sonido que a Rowan le recordaba el canto de las cigarras al atarde-
cer en Nueva Orleans-, mientras la miraba fijamente con la cabeza
ladeada.
Su rostro parecía más enjuto y alargado que días atrás, más adulto,
como si hubiera perdido la redondez típica de los bebés. Su nariz era
también más estrecha y afilada, con la punta redondeada. Pero su ca-
beza tenía el mismo tamaño, y su altura tampoco había sufrido nin-
guna variación. Rowan observó sus manos mientras estrujaba la toa-
llita, pero sus dedos no parecían más largos.
Se preguntó si se habría producido ya la oclusión de la fontanela
en el cráneo. Sospechaba que el crecimiento se había retardado, pero
no detenido.
-¿Adónde has ido? -le preguntó-. ¿Por qué me has dejado aban-
donada?
-Tú me obligaste -respondió él, suspirando-. Me odiabas. Que-
ría ver mundo, aprender cosas, construir mis sueños. No puedo soñar
si me odias y me gritas y me atormentas.
-¿Por qué no me matas?
Él la miró con tristeza y le pasó la toallita empapada en agua tibia
por el rostro y los labios.
-Te amo -contestó-. Te necesito. ¿Por qué no puedes aban-
donarte a mí? ¿Qué quieres de mí? El mundo pronto será nuestro y tú
serás mi reina, mi hermosa reina. Pero debes ayudarme.
-¿Ayudarte? -inquirió ella-. ¿En qué sentido?
Rowan lo miró con rencor, con rabia, tratando de activar un po-
der invisible y mortal que destruyera sus células, sus venas, su cora-
zón. Pero, por más que lo intentaba, no lo conseguía. Exhausta,
se reclinó en la bañera.
A lo largo de su vida había matado accidentalmente con su odio a
varios seres humanos, pero no podía destruirlo a él. Era demasiado
fuerte, las membranas de sus células demasiado resistentes; los osteo-
blastos giraban dentro de su organismo de forma acelerada, como
todo lo demás, defensiva y agresivamente. ¡Ojalá hubiera tenido la
oportunidad de analizar minuciosamente sus células!
-¿Eso es todo cuanto soy para ti? -preguntó él con voz tem-
blorosa-. ¿Un mero experimento?
-¿Y qué represento yo para ti? Me tienes prisionera, me dejas
abandonada durante días... No me pidas que te ame. Serías un imbécil
si lo hicieras. ¡Ojalá hubiera aprendido de ellos a ser una auténtica
bruja, a convertirme en lo que deseaban que fuera!
Él la miró en silencio, profundamente dolido, con los ojos llenos
de lágrimas. Su reluciente rostro enrojeció durante unos instantes y
sus puños se crisparon, como si se dispusiera a golpearla de nuevo,
aunque había jurado no volver a hacerlo.
A ella no le importaba que la golpeara. Eso era lo más triste. Las
fuerzas la habían abandonado y le dolía todo el cuerpo. ¿Podría esca-
par si consiguiera matarlo? Probablemente no.
-¿Qué quieres que haga? -preguntó él, inclinándose hacia de-
lante para besarla.
Ella apartó el rostro. Tenía el cabello mojado. Deseaba sumergirse
en el agua, pero temía no ser capaz de salir, de incorporarse de nuevo.
El estrujó la toallita con las manos y empezó a lavar todo s cuerpo,
desde la cabeza hasta los pies.
Ella estaba tan acostumbrada a su aroma que apenas lo percibía;
sólo notaba una cálida sensación y un intenso deseo de hacer el amor
con él.
-Devuélveme la confianza en ti, dime que me amas -le imploró
él-. Soy tu esclavo, no tu carcelero. Te lo juro, amor mío, mi amada
Rowan. Eres nuestra madre.
Ella no respondió. El se puso en pie.
-Voy a limpiarlo todo -dijo con orgullo, como un niño-. Lim
piaré y lo pondré todo en orden. Te he traído unas cosas. Ropa y flores.
Convertiré esto en nuestra madriguera secreta. He dejado los paque-
tes junto al ascensor. Cuando veas lo que he traído, te quedarás asombrada.
-¿Tú crees?
-Sí. Estoy seguro de que te alegrarás. Estás cansada y tienes ham-
bre. Te traeré algo de comer.
-Y cuando te marches de nuevo me atarás con una cinta de raso
blanca, ¿no es así? -replicó ella secamente, mirándolo con desprecio.
Luego cerró los ojos y se tocó la cara distraídamente. Sí, los mús-
culos y las articulaciones empezaban a responder de nuevo.
Cuando él se hubo marchado, Rowan se incorporó y empezó a
lavarse. El agua de la bañera estaba asquerosa. En la superficie flota-
ban unos fragmentos de excremento. Rowan sintió náuseas y se recli-
nó hacia atrás, tratando de dominarse. Luego se inclinó hacia delante,
con grandes esfuerzos, quitó el tapón para que se escurriera el agua y
abrió de nuevo el grifo con manos torpes y temblorosas.
Después se echó de nuevo hacia atrás, notó la fuerza del agua al
deslizarse a su alrededor, formando unas burbujas a sus pies, y respiró
profundamente, al tiempo que flexionaba los brazos y las piernas. El
murmullo del chorro de agua sofocaba los sonidos procedentes de la
habitación contigua. Rowan dejó que el agua caliente acariciara su
cuerpo, gozando de aquellos breves momentos de tranquilidad, quizá
los últimos de los que disfrutaría.
Los hechos se habían desarrollado de la siguiente forma:
Era el día de Navidad. Los rayos del sol se reflejaban en el suelo y
ella yacía sobre la alfombra china del salón, en un charco formado por
su propia sangre, mientras que él se hallaba sentado a su lado –recién
nacido, sin estar del todo formado-, observándola con estupor.
Claro que los bebés humanos nacen todavía menos formados que
él. Lo cierto es que estaba más formado que la mayoría de los bebés
humanos. Desde luego, no se trataba de un monstruo.
Ella le ayudó a caminar, maravillada de que fuera capaz de hablar
y de reírse. No es que las piernas no le sostuvieran, sino que le costaba
coordinar los movimientos. Parecía reconocer todos los objetos que
veía e incluso ser capaz de nombrarlos correctamente, tras haber su-
perado la conmoción. El color rojo lo confundía, casi lo horrorizaba.
Ella lo vistió con ropas sencillas, de tonos apagados, pues a él le
disgustaban los colores brillantes. Olía como un bebé recién nacido y
parecía un bebé recién nacido, excepto por el hecho de estar dotado de
una poderosa musculatura.
De pronto apareció Michael y ambos se enzarzaron en una vio-
lenta pelea.
Durante la pelea con Michael, ella observó cómo aprendía a es-
quivar los golpes, a coordinar los movimientos en lugar de saltar y
brincar como si estuviera embriagado, hasta que por fin consiguió
derribar a Michael con relativa facilidad.
Rowan estaba segura de que, de no haber conseguido apartarlo de
Michael, habría matado a éste. Tras no pocos esfuerzos, lo condujo
hasta el coche mientras sonaba la alarma, aprovechando el temor que
le inspiraba ese ruido y su estado de confusión. Él odiaba los ruidos
intensos.
Durante el trayecto hasta el aeropuerto no paró de hablar acerca
de cuanto veía, de lo que le aterraban los objetos afilados y punzantes,
de tener el mismo tamaño que otros seres humanos, de mirar por
la ventanilla del coche y toparse con la mirada de un extraño. Había
contemplado el mundo desde arriba, desde otro ámbito, e incluso des-
de dentro, pero pocas veces desde la perspectiva humana. Sólo cuando
poseía a un ser humano veía a las personas y los objetos desde ese
punto de vista, lo cual representaba para él un tormento: Excepto en el
caso de Julien. Pero ésa era otra historia.
Tenía una voz muy elocuente, parecida a la de Rowan y a la de
Michael, sin acento, la cual parecía otorgar a las palabras una dimen-
sión más lírica. Los ruidos hacían que se sobresaltara; con frecuencia
frotaba la chaqueta de Rowan para sentir su tacto; se reía continua-
mente.
Al llegar al aeropuerto, Rowan le rogó que dejara de olerle el pelo
y la piel y de intentar besarla. Al apearse del coche, ella observó que
caminaba perfectamente. Bajó la rampa corriendo, saltando alegre-
mente. Al percibir la música que emitía una radio, comenzó a balan-
cearse de un lado a otro siguiendo el ritmo, sumido en una especie de
trance que se repetiría con frecuencia.
Rowan había tomado el avión de Nueva York porque era el pri-
mero que partía. Habría ido a cualquier sitio con tal de salir de allí.
Estaba aterrada; deseaba protegerlo contra todo y contra todos hasta
conseguir tranquilizarlo y poder conocerlo más a fondo; experimen-
taba un sentimiento posesivo hacia él y se sentía excitada, temerosa
pero llena de ambiciosos proyectos.
Había parido a ese ser; lo había creado. No permitiría que se lo
arrebataran, que lo encerraran en algún lugar. No obstante, sabía que
no pensaba con cordura. Estaba enferma, débil a causa del laborioso
parto. Al subir al avión él la agarró de la mano y empezó a murmurarle
al oído, comentando apresuradamente todo cuanto veía y haciendo
frecuentes referencias a cosas que habían sucedido en el pasado.
-Lo reconozco todo. Recuerdo que Julien dijo que ésta era la era
de los prodigios, y predijo que las máquinas que los humanos consi-
deraban esenciales no tardarían en quedar anticuadas. «Los mismos
buques de vapor -me dijo- han dado paso a los ferrocarriles, y
ahora la gente conduce automóviles.» Lo sabía todo; le habría entu-
siasmado viajar en este avión. Sé cómo funciona el motor... El com-
bustible se transforma de un líquido gelatinoso en un vapor y...
No paraba de hablar atropelladamente. Rowan trató de aplacarlo,
pero sin éxito. Al final le pidió que anotara sus impresiones en un pa-
pel, pues estaba agotada y no alcanzaba a comprender lo que decía. Él
confesó que no sabía escribir; no era capaz de controlar el bolígrafo.
Pero sabía leer, y devoró ávidamente cuantos periódicos y revistas ca-
yeron en sus manos.
En Nueva York pidió un magnetófono. Mientras ella dormía en la
suite del Helmsley Palace, él se paseaba arriba y abajo, flexionando las
rodillas y gesticulando mientras hablaba por el magnetófono:
-Siento con toda claridad el discurrir del tiempo, como si antes
de que se inventaran los relojes ya existiera una especie de tictac, un
sistema natural de medirlo, acaso conectado con nuestro ritmo vital,
nuestro corazón y nuestra respiración. Hasta el más pequeño cambio
de temperatura me afecta; aborrezco el frío. No sé si tengo hambre o
no. Pero Rowan debe comer, Rowan está débil y huele mal...
Al despertarse, Rowan sintió unas sensaciones eróticas mientras
unos labios succionaban con fuerza su pezón derecho. Lanzó un grito
de dolor y, al abrir los ojos, vio que él tenía la cabeza apoyada en su
pecho y la mano sobre su vientre. Rowan se palpó el seno izquierdo y
notó que estaba lleno de leche y duro como una piedra.
Durante unos instantes sintió miedo y deseos de gritar pidiendo
auxilio. Luego lo apartó suavemente, asegurándole que encargaría algo
de comer para los dos. Después de llamar al servicio de habitaciones,
se dispuso a hacer otra llamada.,
-¿A quién vas a telefonear? -inquirió él. Su rostro de bebé
parecía algo más afilado y sus azules ojos menos redondos, como si
los párpados se hubieran alargado y ofrecieran un aspecto más na-
tural-. No llames a nadie -dijo, arrebatándole el teléfono de las
manos.
-Quiero saber cómo está Michael.
-Eso no importa. ¿Adónde quieres que vayamos? ¿Qué quieres hacer?
Ella estaba tan cansada que apenas podía mantener los ojos abier-
tos. Él la cogió en brazos y la llevó al cuarto de baño, diciendo que iba
a lavarla para eliminar el olor del parto y de Michael. Especialmente el
olor de Michael, su «involuntario» padre. Michael, el irlandés.
Durante unos breves momentos, mientras se hallaban sentados en
la bañera, el uno frente al otro, ella se sintió alarmada. Le parecía como
si aquel ser fuera el verbo hecho carne, en el sentido estricto del térmi-
no, con su rostro redondo, pálido y teñido de un saludable tono rosa-
do, como el de un bebé, mirándola asombrado mientras vil sus labios se
dibujaba una sonrisa angelical. Rowan sintió de nuevo deseos de gritar
pidiendo auxilio.
No tenía vello en el pecho. Al fin les trajeron la comida, pero él
quería seguir mamando. La sujetó con fuerza, en la bañera, mientras le
succionaba el pezón hasta hacerla gemir de dolor.
Ella le pidió que se detuviera por miedo a que los camareros oye-
ran sus gemidos. Él esperó a que éstos hubieran abandonado la habi-
tación y luego comenzó a succionarle el otro pecho. Rowan sintió una
intensa sensación en los pezones, entre agradable y dolorosa, y le rogó
que no la lastimara.
De pronto, él se levantó en la bañera y ella observó que tenía el
miembro duro y levemente curvado. Él le tapó la boca y le introdujo
el miembro entre las piernas. Pese a que aún le dolía la vagina a con-
secuencia del reciente parto, Rowan lo abrazó con fuerza, estreme-
ciéndose de placer.
Más tarde permanecieron tendidos en el suelo, cubiertos con unos
albornoces, e hicieron de nuevo el amor. Cuando terminaron, él se
tumbó de espaldas y le habló de las tinieblas, de la sensación de estar
perdido. Del cálido resplandor de Mary Beth, el ardiente fuego de
Marie Claudette, el reconfortante calor que irradiaba Angélique y el
rutilante destello de Stella, sus brujas. Le explicó que cuando abrazaba
a Suzanne la sentía temblar de gozo, pero que con ella, con Rowan,
experimentaba una sensación distinta, infinitamente más dulce y po-
derosa. Afirmó que valía la pena morir con tal de saborear los placeres
carnales.
-¿Crees que morirás como todo el mundo? -le preguntó ella.
-Sí -contestó él.
Tras guardar silencio unos instantes se puso a cantar y tararear;
mejor dicho, a emitir un extraño sonido que era una combinación de
ambas cosas. Engulló todo lo que era blando y líquido, como el puré
de patatas y la mantequilla, y bebió agua, pero rechazó la carne.
-Comida de bebés -dijo, soltando una risotada.
Rowan examinó su dentadura. Era perfecta; tenía el mismo nú-
mero de dientes que un adulto. Observó que no tenía una sola caries y
que su lengua presentaba un aspecto limpio y suave. Al cabo de unos
minutos él protestó, diciendo que se asfixiaba y que necesitaba respi-
rar, y abrió la ventana de par en par.
-Háblame de las otras -le pidió ella.
Él puso en marcha el magnetófono. Había comprado un montón
de cintas en la tienda del aeropuerto. Estaba preparado. Conocía per-
fectamente su mecanismo, tanto interno como externo. Muy pocos lo
conocían.
-Háblame de Suzanne y Donnelaith.
-Donnelaith... -repitió él.
Súbitamente rompió a llorar, diciendo que no recordaba nada de
cuanto había sucedido con anterioridad, sólo el dolor, y a unos seres
sin rostro que aguardaban en una antecámara. Cuando Suzanne pro-
nunció su nombre éste no era más que una palabra carente de signi-
ficado: ¡Lasher! ¡Lasher! Quizás una confluencia de sílabas que no es-
taban destinadas a ser esa palabra. Pero él la había reconocido, como si
hubieran pulsado un resorte en su interior que había olvidado que
poseía, y había «cobrado vida» ante ella, haciendo que el viento so-
plara con fuerza a su alrededor.
-Deseaba que fuera a las ruinas de la catedral. Quería que viera
las hermosas cristaleras. Pero no podía decírselo. Y las cristaleras ha-
bían desaparecido.
-Explícamelo despacio.
Pero él no lograba descifrar aquel enigma.
-Ella me ordenó que hiciera que la mujer enfermara. Yo la obe-
decí. Comprobé que era capaz de hacer que las cosas saltaran por los
aires, de brincar y golpear el tejado. Era como alcanzar una luz al final
de un largo y estrecho pasadizo. Ahora, sin embargo, me da miedo,
percibo su sonido, su olor... Recita unos versos. Quiero ver algo rojo.
¿Cuántos tonos de rojo hay aquí?
De pronto se puso a andar a gatas por toda la habitación, observan-
do los colores de la alfombra y los muebles. Tenía los muslos fuertes y
blancos, y los brazos extraordinariamente largos. Pero cuando estaba
vestido la longitud y la delgadez de sus extremidades quedaban más
disimuladas.
Hacia las tres de la mañana Rowan consiguió escapar sola al baño;
ésa era su mayor aspiración; gozar de unos instantes de intimidad. En
ocasiones, en París, soñaba con disponer de un baño propio donde él
no pudiera entrar o permanecer fuera, pegado a la puerta, espiándola
y obligándola a confesar que seguía allí, que no se había fugado a tra-
vés de la ventana. Al día siguiente, él le dijo que buscaría a un hombre
que se le pareciera y se apoderaría de su pasaporte.
-¿Y si no tiene pasaporte? -preguntó ella.
-Aquí viven muchos hombres que viajan constantemente, ¿no es
así? Pues iremos al lugar donde acuden a solicitar el pasaporte. Espera-
remos pacientemente hasta dar con una víctima propicia, como suele
decirse, y le arrebataré el pasaporte. Es muy sencillo. A veces los huma-
nos no sois tan inteligentes como creéis.
Fueron a la oficina de pasaportes y esperaron fuera hasta que apa-
reció un hombre alto. Lasher le interceptó el paso, mientras Rowan
presenciaba aterrada la escena. Pero nadie reparó en ellos. Las calles
estaban atestadas de gente y Lasher se quejó del ruido del, tráfico, di-
ciendo que le producía jaqueca. Hacía un frío intenso. Lasher agarró al
hombre de la solapa, lo metió en un portal y le arre4ható el pasaporte.
Así de sencillo. No se ensañó con él, simplemente lo «redujo», según
dijo, y se apoderó de su pasaporte.
Frederick Lamarr, de veintiséis años, residente en Manhattan.
La fotografía guardaba bastante parecido con Lasher y después de
que éste se hubo cortado un poco el pelo, nadie habría adivinado que
no eran la misma persona.
-Quizás hayas matado a ese hombre -dijo Rowan.
-Los seres humanos no me inspiran ningún sentimiento especial.
¿Acaso no soy yo mismo un ser humano? -respondió él, rascándose
la cabeza con aire perplejo.
Acto seguido echó a andar por la acera volviéndose cada dos por
tres para cerciorarse de que ella le seguía, aunque afirmó que había
captado su aroma y que no tardaría en darse cuenta si trataba de huir o
si el gentío les obligaba a separarse. Dijo que intentaba recordar más
cosas sobre la catedral. Que Suzanne se negó a ir, pues las ruinas le
infundían pavor. Era una muchacha patéticamente ignorante. El valle
estaba desierto. Charlotte sabía escribir. Charlotte era mucho más
fuerte que Suzanne y Deborah.
-Mis brujas... -dijo-. Las cubrí de oro. Cuando aprendí cómo
conseguirlo, les di todo el oro que pude encontrar. Era feliz de estar
vivo, de sentir la tierra bajo mis pies, de alzar los brazos y sentir la
fuerza de la gravedad.
Una vez en el hotel, Lasher prosiguió su detallada cronología.
Describió a todas las brujas, desde Suzanne hasta Rowan, incluyendo,
curiosamente, a Julien. Eso hacía que sumaran catorce. Rowan no le
comentó ese detalle, pues el número trece parecía poseer un impor-
tante significado para él. Lo había mencionado reiteradamente, al con-
tar que había dejado preñadas a trece brujas confiando en que una de
ellas fuera lo suficientemente fuerte para parir un hijo suyo, como si
Michael no hubiera tenido nada que ver, como si él fuera su propio pa-
dre. De vez en cuando intercalaba unas extrañas palabras: maleficium,
ergot, belladonna. En un momento dado incluso se puso a hablar
en latín.
-¿A qué te refieres? -preguntó ella-. ¿Por qué crees que fui capaz de parirte?
-No lo sé -respondió él.
Al anochecer, tras conversar largo rato, Rowan comprendió que
su relato carecía de todo sentido de la proporción. Lasher era capaz de
describir detallada y minuciosamente, durante cuarenta y cinco mi-
nutos, todos los colores que solía lucir Charlotte, las tonalidades de
las livianas sedas, y sin embargo despachar con un par de frases la
vida de la familia desde Santo Domingo hasta América.
Cuando ella le interrogó sobre la muerte de Deborah, él rompió
a llorar y se negó a responder.
-De uno u otro modo, he causado un grave daño a todas mis
brujas, salvo a las más fuertes, las cuales me azotaron y me obligaron a
que las obedeciera.
-¿A quiénes te refieres? -inquirió Rowan.
-Marguerite, Mary Beth y Julien. ¡Maldito sea Julien! –exclamó
Lasher. Tras lanzar una risotada, se puso en pie de un salto y empezó
a imitar a Julien, fingiendo hacerse un nudo corredizo en una corbata
de seda como un perfecto caballero, ponerse el sombrero para salir,
cortar el extremo del puro y colocarlo entre sus labios.
Fue una actuación espectacular en la cual se convirtió en otro ser.
Incluso pronunció unas palabras en francés con acento lánguido.
-¿Qué es un nudo corredizo? -preguntó ella.
-No lo sé -confesó Lasher-, pero hace un momento lo sabía.
Yo me apoderaba de su cuerpo. A él le gustaba que lo hiciera; a las
otras, en cambio, no. Defendían celosamente sus cuerpos, prefiriendo
que poseyera a las personas que temían, a las que deseaban castigar o
manipular.
Lasher se sentó y trató de nuevo de escribir unas palabras en el
papel del hotel. Luego se arrojó sobre Rowan y se puso a mamar pri-
mero de un pecho y luego de otro. Al cabo de un rato ambos se que-
daron dormidos. Al despertarse, Rowan sintió que él la peentraba
y experimentó un intenso y prolongado orgasmo, como los que so-
lía experimentar cuando estaba tan agotada que casi no podía alcan-
zarlos.
A medianoche tomaron el avión que partía hacia Francfort, el pri-
mero que atravesaba el Atlántico.
Rowan temía que el hombre al que Lasher le había robado el pa-
saporte hubiera denunciado su sustracción, pero él la tranquilizó di-
ciendo que los seres humanos no eran muy inteligentes, que la ma-
quinaria de los viajes intercontinentales se movía lentamente. No era
como el viejo mundo de los espíritus, donde las cosas o bien se mo-
vían a la velocidad de la luz o bien permanecían inmóviles. Antes de
colocarse los auriculares Lasher vaciló unos minutos.
-La música me da miedo -dijo.
Al fin decidió colocárselos y se instaló cómodamente en el asien-
to, siguiendo el ritmo de la música con los dedos y con la mirada fija
en el vacío, como si lo hubieran dejado inconsciente de un puñetazo.
De hecho, la música lo tenía tan fascinado que no bebió un sorbo de
agua ni probó bocado hasta que aterrizaron.
Permaneció sumido en el más absoluto mutismo durante todo el
viaje. Cuando Rowan trató de levantarse para ir al servicio, él le aga-
rró la mano para impedir que se moviera. Al fin, ella consiguió sol-
tarse. Cuando regresó a su asiento lo vio de pie en el pasillo, cruzado
de brazos, con los auriculares puestos, golpeando el suelo con el pie al
son de la música y sonriendo como un imbécil. Después de que ambos
hubieron ocupado de nuevo sus asientos, ella se cubrió con la manta y
se quedó dormida.
Desde Francfort volaron a Zurich. Él la acompañó al banco. Ella
estaba débil y mareada, tenía los pechos llenos de leche y le dolían
constantemente.
Rowan realizó las gestiones en el banco con rapidez y eficacia. Ni
siquiera se le había ocurrido fugarse. En aquellos momentos lo único
que le preocupaba era que nadie averiguara su paradero.
Ordenó las transferencias de grandes sumas de dinero a unas cuen-
tas en Londres y París, a fin de evitar que les siguieran la pista.
-Vamos a París -dijo-, porque cuando reciban esas órdenes
empezarán a buscarnos.
Al llegar a París, Rowan observó por primera vez que a Lasher le
había crecido un poco de vello en el vientre, alrededor del ombligo y
en torno a los pezones. Ella seguía dándole de mamar; tenía los pechos
menos doloridos y experimentaba un placer increíble cuando él le
succionaba los pezones, mientras su suave cabello le hacía cosquillas
en el vientre y los muslos.
Él sólo comía cosas blandas, aunque lo único que deseaba era la
leche de ella. No obstante, Rowan le obligaba a comer porque creía que
su cuerpo necesitaba nutrirse adecuadamente. En ocasiones se pregón-
taba si su debilidad no se debería al hecho de darle de mamar. Sabía que
las madres que amamantan a sus hijos suelen sentirse débiles y apáticas.
Por aquel entonces había empezado a notar ciertos dolores.
Cuando le pidió que le hablara sobre una época anterior a las bru-
jas Mayfair, sobre cosas remotas, él le habló del caos, de las tinieblas,
de espacios infinitos. Le dijo que no poseía una memoria organizada,
que su conciencia había comenzado a organizarse con..., con...
-Suzanne -dijo Rowan.
Él la miró sorprendido y asintió. Acto seguido recitó los nombres
de todas las brujas Mayfair: Suzanne, Deborah, Charlotte, Jeanne
Louise, Angélique, Marie Claudette, Marguerite, Katherine, Julien,
Mary Beth, Stella, Antha, Deirdre y Rowan.
Lasher la acompañó a las oficinas locales del Banco Suizo, donde
ella ordenó que le enviaran más fondos a través de Roma y Brasil. Los
empleados del banco se mostraron muy amables y diligentes. Luego
se dirigieron a un bufete de abogados recomendado por el banco,
donde Lasher observó y escuchó pacientemente mientras ella dictaba
sus instrucciones, que consistían en la cesión a Michael de la casa de la
calle Primera y de la cantidad de dinero del legado que él deseara.
-Espero que no le hayas cedido la casa para siempre –protestó
él-. Algún día tú y yo viviremos allí, ¿no es cierto?
-De momento eso es imposible.
¡Había estado ciega!
Los abogados guardaron un respetuoso silencio mientras ponían
en marcha los ordenadores y transmitían los datos que Rowan les ha-
bía facilitado. Al cabo de un rato le confirmaron que, en efecto, Mi-
chael Curry, residente en Nueva Orleans, se hallaba en la unidad de
cuidados intensivos del hospital Mercy, pero estaba vivo.
Lasher la observó mientras ella agachaba la cabeza y lloraba sua-
vemente. Una hora después de haber abandonado el bufete de aboga-
dos, él le ordenó que se sentara en un banco de las Tullerías y aguar-
dara unos instantes.
Al cabo de un rato, regresó con dos nuevos pasaportes. Le dijo
que podían mudarse de hotel y adoptar unas identidades diferentes.
Ella estaba mareada y le dolía todo el cuerpo. Cuando llegaron al se-
gundo hotel, el espléndido Georges V, Rowan se tumbó en el sofá de
la suite y durmió varias horas seguidas.
¿Cómo iba a estudiarlo? El problema no era el dinero, sino la falta
de equipo. Necesitaba ayudantes, programas electrónicos, escáners
para explorar su cerebro y demás instrumental.
Él la acompañó a comprar unas agendas. Rowan observó que se
habían operado unos leves cambios en él. En sus nudillos habían apa-
recido unas arrugas, y sus uñas parecían más fuertes, aunque seguían
siendo de color carne. Tenía los párpados algo más caídos, lo cual le
daba un aspecto más maduro, y le creció el bigote
y la barba.
Rowan solía tomar nota de todo ello en las agendas, utilizando
una complicada jerga científica, hasta que estaba demasiado cansada
para seguir escribiendo. Escribió que él se quejaba siempre de que le
faltaba aire, de su manía de abrir las ventanas en todas partes, que a
veces, mientras dormía, le sudaba la cabeza, que la fontanela todavía
no se había cerrado, que seguía exigiendo que le diera de mamar y que
ella se sentía agotada.
Al cuarto día de haber llegado a París, Rowan insistió en que fue-
ran a un importante hospital situado en el centro de la ciudad. Al
principio él se negó a ir, pero ella acabó convenciéndole, diciendo que
así tendría ocasión de comprobar lo estúpidos que eran los seres hu-
manos y que se divertirían fingiendo ser unos pacientes.
-Tenías razón, es muy divertido. Ya le he cogido el tranquillo
dijo Lasher en tono triunfal, como si esa palabra tuviera un signi-
ficado especial para él. Era muy aficionado a soltar ese tipo de frases-.
Ya puedes salir, no hay moros en la costa. ¡Esto es divertidísimo!
A veces se ponía a recitar versos cómicos que había oído:
Madre, ¿puedo ir a nadar?
Sí, querida.
Cuelga la ropa en una rama,
pero no se te ocurra meterte en el agua.
Esas cosas le hacían reír a carcajadas. Le explicó a Rowan que esos
versos se los había enseñado Mary Beth, o Marguerite. Stella le había
enseñado un trabalenguas: «El cielo está enladrillado, ¿quién lo des-
enladrillará? El desenladrillador que lo desenladrille, buen desenla-
drillador será». Lo recitó tan rápidamente que ella casi no captó
las palabras.
Para entretenerlo, Rowan le proponía divertidos juegos verbales.
Cuando pronunciaba frases extrañamente construidas, como: «Tira
un beso desde la ventana a mamá», él se echaba a reír como un loco.
También le gustaban las aliteraciones, como esta canción: «Luna lu-
nera, cascabelera, debajo de la cama tienes la cena».
Lasher la escuchaba embelesado, observando atentamente sus la-
bios o poniéndose a bailar mientras los recitaba. Había un verso que le
obsesionaba: «La señora Zorra está muy solita, grande es su pena y no
se le quita. Toda la noche sin cesar lloró, pues el señor Zorro ha
poco murió».
Le dijo a Rowan que cuando habitaba en el mundo de los espíritus
la música le deleitaba. En ocasiones, el único sonido que percibía de los
humanos era una música. Le explicó que Suzanne solía cantar mientras
trabajaba. De vez en cuando Lasher soltaba unas frases en gaélico, pero
en realidad no sabía lo que querían decir. Luego, tan pronto como las
había pronunciado las olvidaba. En cierta ocasión se puso a recitar unos
versos en latín, pero más tarde, cuando quiso volver a recitarlos, no consiguió
recordarlos.
A veces se despertaba por las noches empapado en sudor, mur-
murando algo sobre la catedral, sobre alguna cosa que había sucedido
allí. Un día le dijo a Rowan que debían ir a Escocia.
-Julien estaba empeñado en averiguar esas cosas. Decía cosas in-
comprensibles que yo negaba. Soy Lasher. Soy el verbo hecho carne.
Soy el misterio. He penetrado en el mundo y debo sufrir las conse-
cuencias de la carne, aunque las desconozco. ¿Qué soy yo?
Presentaba un aspecto un tanto extravagante, pero no monstruo-
so. Tenía el cabello largo y lo llevaba suelto. Se ponía un sombrero
negro calado hasta las cejas, y las ceñidas chaquetas y pantalones ne-
gros que lucía le daban el aspecto de un joven bohemio, de un acólito
de David Bowie, el ídolo de la música rock. La gente respondía a su
alegría, a sus cándidas preguntas, a su talante espontáneo y a menudo
exuberante. Le gustaba conversar con extraños, a quienes formulaba
todo tipo de preguntas. Tenía un leve acento francés, aunque cuando
hablaba con Rowan se expresaba en un inglés fluido.
Si ella trataba de llamar por teléfono por la noche, él se desperta-
ba de inmediato y le arrancaba el auricular de las manos. Cuando ella
intentaba salir sigilosamente, él se lo impedía. Siempre se alojaban
en hoteles cuyos cuartos de baño carecían de ventanas. Arrancaba el
teléfono del baño. No la dejaba sola un instante, salvo cuando ella
conseguía encerrarse en el baño antes de que él llegase a la puerta del
mismo.
-Debo telefonear para averiguar cómo está Michael -le dijo ella
un día.
Él le asestó una bofetada, derribándola sobre el lecho y dejándole el
rostro señalado. Luego se tumbó junto a ella, llorando, y comenzó a
chuparle los pezones y a acariciarla, hasta que la penetró. Le besó la
olorida mejilla y ella sintió que alcanzaba el orgasmo aunque él ya se
había retirado. Enloquecida de placer, permaneció tendida con los pu-
ños crispados y las piernas encogidas, como si estuviera muerta.
Por las noches él le hablaba de los tiempos en que estaba muerto y
perdido.
-Cuéntame tus primeras impresiones.
El respondió que su primer recuerdo era que no existía el tiempo.
-¿Qué sentías por Suzanne? ¿Amor?
Tras vacilar unos instantes, él respondió que más bien era odio.
-¿Odio? ¿Por qué?
Lasher respondió que no lo sabía. Luego miró por la ventana y dijo
que los seres humanos le irritaban. Eran torpes, estúpidos e incapaces
de procesar datos en su cerebro como hacía él. En ocasiones había
hecho el imbécil por los seres humanos, pero no volvería a hacerlo.
-¿Qué tiempo hacía la mañana en que murió Suzanne? -pre-
guntó ella.
-Lluvioso, frío. Llovía tanto que creyeron que tendrían que
suspender la ejecución. Pero a mediodía el cielo se había despejado y
la aldea estaba preparada -contestó Lasher. Parecía perplejo.
-¿Quién era el rey de Inglaterra en aquella época? –preguntó
Rowan.
Él meneó la cabeza. No tenía la menor idea. Ella le preguntó a
continuación qué era la doble hélice. Él describió rápidamente las dos
cadenas de cromosomas que contienen el ADN en una doble hélice,
nuestros genes. Rowan comprendió que utilizaba las palabras fue ella
misma había leído en un libro de texto y memorizado para un examen
en la escuela. Las pronunció con cierta cadencia, como si fuera preci-
samente eso lo que había permitido que éstas quedaran grabadas en su
mente, suponiendo que poseyera una mente similar a la humana.
-¿Quién creó el mundo? -preguntó ella.
-Lo ignoro. ¿Acaso tú lo sabes?
-¿Existe un Dios?
-Probablemente no. Pregúntaselo a otros. Es un gran misterio,
imposible de desentrañar. No, estoy seguro de que Dios no existe.
Acudieron a varias clínicas, en las cuales, vestida con la bata blan-
ca de rigor y expresándose con autoridad, Rowan obtuvo unas mues-
tras de su sangre -mientras él no cesaba de protestar-, sin que el
personal de los laboratorios sospechara que ella no trabajaba ahí ni
estaba realizando una labor especial. En una de las clínicas pasó varias
horas analizando las muestras de sangre a través del microscopio y
anotando minuciosamente sus hallazgos; pero no disponía de los pro-
ductos químicos ni del material necesario.
No podía obtener unos resultados satisfactorios con unos instru-
mentos tan rudimentarios. Se sentía frustrada. «Ojalá estuviera en el
Instituto Keplinger -pensó-. Ojalá pudiera regresar con él a San
Francisco y analizar las muestras en el laboratorio genético del Insti-
tuto.» Pero era imposible.
Una noche, Rowan se levantó para bajar al vestíbulo y comprar
un paquete de tabaco. Él la atrapó cuando se disponía a bajar la es-
calera.
-No me pegues -dijo ella. Sentía una rabia terrible y profunda
como jamás había sentido, una rabia que en el pasado había provo-
cado la muerte de otros seres humanos.
-No dejaré que hagas más experimentos conmigo, madre -replicó él.
Ella perdió los nervios y le propinó una bofetada. Él la miró, do-
lido, y rompió a llorar. Estuvo un buen rato sollozando, sentado en
una silla y balanceándose de un lado a otro. Para consolarlo, ella le
cantó una canción.
En Hamelín, hace muchos años,
nadie se sentía feliz, no, no, no.
Su hermosa ciudad estaba infestada de ratas.
Devoraban la comida de platos y bandejas,
y bebían la sopa de las soperas.
Incluso construían sus nidos en los sombreros de la gente.
Luego permaneció sentada en el suelo junto a él, observándolo
mientras yacía en la cama, con los ojos abiertos. Tenía un aspecto muy
extraño, con su largo y negro cabello, su barba y su bigote incipientes,
sus manos suaves como las de un bebé, aunque grandes y dotadas de
unos pulgares bien formados, pero más largos que los normales. Rowan
se sentía confundida, débil. Hacía días que no comía.
Él encargó que le subieran algo de comer, diciendo que debía
alimentarse adecuadamente. Luego se arrodilló entre sus piernas,
le rasgó la blusa de seda, le estrujó el pezón para que brotara la leche
y comenzó a mamar con avidez.
En otras instituciones médicas, Rowan consiguió acceder al depar-
tamento de rayos X y realizar en dos ocasiones una exploración com-
pleta del cerebro de Lasher, ordenando que todos salieran del labora-
torio. Pero había unos aparatos que ella no podía manejar y otros que
no sabía cómo funcionaban. Entonces ordenó a otras personas que la
ayudaran. Pasaba por ser la doctora Rowan Mayfair, neurocirujana.
Cuando estaba entre extraños fingía ser una especialista que había acu-
dido a visitar el hospital y cuyas instrucciones eran prioritarias...
No tenía reparos en utilizar gráficos, teléfonos y demás instru-
mentos cuando los necesitaba. Estaba resuelta a llevar adelante sus
experimentos. Estudió detenidamente las radiografías del cráneo y las
manos de Lasher.
Le midió la cabeza y palpó la suave membrana que cubría el cen-
tro de su cráneo -la fontanela-, la cual era mayor que la de un bebé.
Habría podido aplastarla con el puño.
Poco a poco, él empezó a escribir con mayor fluidez, especial-
mente cuando utilizaba una pluma de punta fina que se deslizaba
fácilmente sobre el papel. Compuso el árbol genealógico de los May-
fair, incluyendo a miembros de la familia que Rowan ni siquiera co-
nocía, trazando linajes desde Jeanne Louise y Pierre, cuya existencia
ella ignoraba. Él le pidió que le dijera lo que había leído en el informe
Talamasca. Su letra cambió de la noche a la mañana, pasando de ser
una caligrafía redonda, infantil y torpe a una letra alargada y sesgada.
Escribía a tal velocidad que ella no conseguía seguir con la vista la for-
mación de las letras. También empezó a cantar de forma extraña,
como si silbara, produciendo un sonido similar al que emiten ciertos
insectos.
Él le pedía continuamente que le cantara una canción. Ella le can-
taba numerosas canciones para complacerle, hasta que se quedaba dor-
mida.
Un día apareció un hombre alto y delgado,
el cual le dijo al alcalde:
«Yo tengo el remedio.
Libraré a vuestra ciudad de todas las ratas,
pero deberéis pagarme bien por mis servicios.»
El alcalde se puso a saltar de alegría y respondió:
«Pídeme lo que quieras.»
Lasher la escuchaba desconcertado, como si no recordara la can-
ción que ella le había cantado hacía unos días.
-No, no, repítela otra vez:
El hombre del bosque me preguntó:
«¿Cuántas fresas crecen en el mar?»
Yo me apresuré a contestarle:
«Tantas como arenques en el bosque.»
Rowan se sentía cada vez más agotada. Había perdido mucho pe-
so. Cuando se miraba en el espejo del vestíbulo se alarmaba.
-Es preciso que encuentre un lugar tranquilo, un laboratorio
donde pueda trabajar en paz -dijo-. Estoy cansada, veo visiones.
Cuando se sentía exhausta, el terror hacía presa en ella. ¿Dónde
estaba? ¿Qué sería de ella? No hacía más que pensar en él. «Estoy
perdida -se dijo-. Es como si estuviera drogada, dominada por una
obsesión.» Pero tenía que estudiarlo, averiguar cómo era. En medio
de sus peores temores comprendió que se había vuelto muy protec-
tora y posesiva respecto a él, y que se sentía poderosamente atraída
por ese ser.
¿Qué sería de él si lograban atraparlo? Había cometido varios de-
litos. Había robado e incluso matado para obtener los pasaportes. Ella
lo ignoraba; era incapaz de pensar con claridad. Ansiaba encontrar un
pequeño laboratorio donde trabajar tranquilamente, o regresar con él
a San Francisco. Si pudiera ponerse en contacto con Mitch Flanagan...
Pero no podía llamar al Instituto Keplinger.
Hacían el amor con menos frecuencia. Él seguía mamando de sus
pechos, aunque a intervalos más irregulares. Descubrió las iglesias de
París, las cuales le hacían sentirse perplejo, nervioso e irritado. Exa-
minaba detenidamente las vidrieras, alzando la mano para tocarlas.
Contemplaba con odio y rencor las imágenes de los santos y el taber-
náculo.
Afirmó que la catedral que recordaba no era así.
-Seguramente te refieres a la catedral de Donnelaith. Pero esta-
mos en París.
Él se volvió bruscamente hacia ella y respondió:
-La quemaron
Insistió en asistir a una misa católica. Un día la sacó de la cama
antes del amanecer y fueron a oír misa en la iglesia de la Madeleine.
Hacía mucho frío en París. Rowan no conseguía trabajar sin que él
la interrumpiera constantemente. A veces perdía la noción del tiempo.
Él la despertaba para que le diera de mamar, o haciéndola el amor
violentamente -aunque le proporcionaba un gran placer hasta que ella
volvía a caer dormida. En otras ocasiones la despertaba para darle de
comer, hablando sobre algo que había visto en la televisión, o sobre las
noticias, o sobre algún objeto que había llamado su atención. Cada vez
le costaba más concentrarse en las cosas.
A veces, cogía la carta del restaurante del hotel y recitaba los
nombres de todos los platos. Luego se ponía a escribir a una velocidad
pasmosa.
-Julien llevó a Evelyn a su casa y ésta concibió a Laura Lee, la
cual, a su vez, tuvo a Alicia y a Gifford. Michael O'Brien es hijo ile-
gítimo de Julien y de una joven que dio a luz en el orfanato de Santa
Margarita, la cual lo cedió en adopción, tomó los hábitos y se convir-
tió en la hermana Bridget Marie. De esa joven descienden tres chicos y
una chica, la cual contrajo matrimonio con Alaister Curry y dio á luz
a Tim Curry, quien...
-Un momento, ¿qué estás escribiendo?
-Déjame en paz -contestó él. Luego arrancó la hoja y la hizo
pedazos-. ¿Dónde están tus agendas? ¿Qué has escrito en ellas?
Apenas se alejaban del dormitorio. Ella se sentía débil y cansada.
Tan pronto como sus pechos se llenaban de leche, ésta empezaba a
derramarse bajo su blusa. Entonces él la estrechaba entre sus brazos y
se ponía a mamar, proporcionándole un placer que borraba todo lo
demás, incluso su temor.
Así era como conseguía dominarla, haciendo que se sintiera có-
moda gracias al placer sexual que le proporcionaba y la alegría de es-
tar junto a él, escuchando su rápido e incoherente parloteo y obser-
vando sus reacciones.
Pero ¿quién era él? Al principio Rowan creía que lo había creado
ella misma, que por medio de su poderosa telequinesis había mutado a
su propio hijo convirtiéndolo en ese ser. Ahora, sin embargo, empe-
zaba a advertir ciertas contradicciones. En primer lugar, no recordaba
que su mente albergara un determinado esquema de elementos du-
rante los momentos en que él yacía en el suelo, bañado en el líquido
amniótico, esforzándose en sobrevivir. Ella le había suministrado un
poderoso alimento psíquico. Recordaba haberle dado calostro, la le-
che secretada por las glándulas mamarias.
Pero ese ser, esa criatura, estaba perfectamente organizado. No
era un monstruo como Frankenstein, creado a partir de diversas pie-
zas sueltas, ni la grotesca culminación de una obra de brujería. Él
conocía sus facultades, sabía que era capaz de correr a gran veloci-
dad, de captar olores que ella no podía percibir, que exhalaba un aro-
ma que otros percibían sin saberlo. Era verdad. Ella sólo era cons-
ciente de su olor en algunas ocasiones, y entonces tenía la curiosa
sensación de que éste la embriagaba e incluso controlaba, como una
feromona.
Ella solía escribir su diario en estilo narrativo, a fin de que si algo
malo le sucedía y alguien lo encontraba, fuera capaz de entender lo
que había escrito.
-Hemos permanecido demasiado tiempo en París -dijo Rowan
un día-. Temo que acaben dando con nuestro paradero.
Habían recibido dos transferencias bancarias y disponían de una
fortuna. Ambos pasaron toda la tarde en el banco, mientras ella dis-
tribuía el dinero en distintas cuentas para ocultarlo. Estaba ansiosa
por partir, quizás a un lugar más cálido.
-Vamos, amor mío, sólo hemos estado en diez hoteles distintos.
Deja de preocuparte, deja de comprobar todas las cerraduras; sabes
que es obra de la serotonina, el mecanismo que activa el deseo de huir
cuando uno está asustado y que ahora se encuentra averiado. Te com-
portas de forma obsesiva y compulsiva, como de costumbre.
-¿Cómo lo sabes?
-Ya te lo he dicho... Yo... -de pronto se quedó en silencio. Em-
pezaba a sentirse menos seguro de sí mismo-. Lo sé porque tú lo sa-
bías. Cuando yo era un espíritu sabía lo que sabían mis brujas. Fui yo
quien...
-¿Qué te pasa? ¿En qué piensas?
Por las noches él se colocaba junto a la ventana y contemplaba las
luces de París. Luego hacía el amor con ella una y otra vez, sin im-
portarle si estaba dormida o despierta. Le había crecido un bigote
suave y espeso, y la barba le cubría todo el mentón.
Pero la abertura del cráneo todavía no se había cerrado. Su ritmo
de desarrollo parecía programado y distinto al de otras especies.
Rowan tomó nota de todas sus características. Por ejemplo, sus bra-
zos poseían la fuerza de un primate inferior, pero sus dedos y pulgares
estaban dotados de mayor habilidad. Quizás hubiera sido un excelen-
te pianista. Su necesidad de aire era su punto flaco. Cabía la posibili-
dad de que muriera asfixiado. Pero era extraordinariamente fuerte.
¿Qué sucedería si caía al agua?
Se marcharon de París y fueron a Berlín. A él no le gustaba el ale-
mán; no es que le pareciera un idioma feo, sino «punzante». Afirmaba
que hería sus oídos y no quería permanecer en Alemania.
Aquella semana Rowan sufrió un aborto. Un día, mientras estaba
en el baño, sintió unos violentos espasmos y tuvo una hemorragia.
Él contempló atónito el charco de sangre que se había formado en el
suelo.
-Necesito descansar -dijo Rowan.
Debía reposar en un lugar tranquilo, sin canciones ni versos, sólo
paz. No obstante, recogió la diminuta masa gelatinosa, un embrión
microscópico dotado de piernas y brazos que le fascinaba y repugna-
ba al mismo tiempo, e insistió en llevarlo a un laboratorio para poder
estudiarlo más detenidamente.
Consiguió examinarlo por espacio de tres horas antes de que al-
gunos empezaran a hacerle enojosas preguntas. Había tomado abun-
dantes notas.
-Existen dos tipos de mutación -le explicó-. Unas pueden
transmitirse y otras no. Tu nacimiento no fue un hecho aislado;
es posible que formes parte de una especie. Pero ¿cómo pudo suceder?
¿Cómo pudo la combinación de telequinesis...?
Rowan hizo una pausa y recurrió de nuevo a términos científicos.
En la clínica había sustraído material para analizar sangre, de modo
que extrajo una muestra de su propia sangre y la depositó en unos
viales debidamente cerrados.
Él sonrió y dijo fríamente:
-No me amas.
-Por supuesto que te amo.
-¿Puedes amar la verdad más que el misterio?
-¿Qué es la verdad? -preguntó ella, acariciándole la cara y mi-
rándole a los ojos-. ¿Qué recuerdas del principio, de la época ante-
rior a la aparición de los humanos en la tierra? Solías hablarme del
mundo de los espíritus, decías que éstos habían aprendido de los hu-
manos. Decías que...
-No recuerdo nada -respondió él, desconcertado.
Se sentó a la mesa y repasó lo que había escrito. Estiró sus largas
piernas, cruzó los tobillos, apoyó la cabeza en el respaldo de la silla y
escuchó sus grabaciones. El cabello le llegaba a los hombros. De pron-
to le preguntó a Rowan, como si quisiera ponerla a prueba:
-¿Quién era Mary Beth? ¿Quién era su madre?
Rowan le relató una y otra vez la historia de la familia, incluyendo
los datos del informe Talamasca y diversas anécdotas que había oído
contar a otras personas. Él le pidió que describiera a todos los Mayfair
vivos que conocía. A medida que la escuchaba empezó a tranquili-
zarse, obligándola a hablar durante horas.
Era un verdadero tormento.
-Tengo un carácter poco locuaz -dijo ella-. No puedo..., me
resulta imposible...
-¿Quiénes eran los hermanos de Julien? Dime sus nombres y los
de sus hijos.
Acabó tan agotada que ni siquiera podía moverse. De pronto sin-
tió unos espasmos, como si él la hubiera dejado preñada de nuevo, y
sufrió otra hemorragia.
-No puedo seguir así -dijo Rowan.
-Deseo ir a Donnelaith -repuso él. Estaba de pie, junto a la ven-
tana, y de repente se volvió hacia ella y le preguntó-: ¿Es cierto que me
amas? ¿No te inspiro temor?
Tras reflexionar unos instantes, ella respondió:
-Sí, te amo. Estás solo... y te necesito. Pero estoy asustada. Esto
es una locura. Debo organizarme y trabajar. Estoy obsesionada con-
tigo. Tengo miedo de ti.
Cuando él se inclinó sobre ella, Rowan le cogió la cara entre las
manos y le acercó la boca a uno de sus pezones. El se puso a mamar,
sumido en una especie de trance. ¿Es que nunca se cansaría de ma-
mar?, se preguntó Rowan, echándose a reír. ¿Acaso seguiría siendo
siempre una criatura, una criatura que caminaba, hablaba y hacía el
amor?
-Y que además sabe cantar -apostilló él.
Lasher empezó a aficionarse a la televisión y se pasaba largos e
ininterrumpidos ratos viéndola. Eso le permitía a Rowan utilizar el
cuarto de baño sin que él estuviera presente. Podía tomar un baño re-
lajada, sin que él la vigilase. Al cabo de un tiempo dejó de sufrir he-
morragias. «Ojalá pudiera acceder al Instituto Keplinger», pensaba.
El dinero de los Mayfair le permitiría hacer muchas cosas. De todos
modos, confiaba en que la familia los estuviera buscando.
Rowan reconocía haber cometido una grave equivocación. Debió
ocultar a Lasher en Nueva Orleans, como si no tuviera nada que ver
con ella. Había sido una torpeza, una estupidez huir con él. Pero
aquel fatídico día de Navidad ella estaba demasiado aturdida y asus-
tada para pensar con claridad. ¡Parecía que había pasado tina eterni-
dad desde aquel día!
De pronto notó que él la miraba contrariado y receloso.
-¿Qué sucede? -le preguntó.
-Dime sus nombres -respondió ella.
-No, dilos tú...
Él cogió una de las hojas en las que había estado escribiendo, con
letra pequeña y apretada, y luego la depositó de nuevo en la mesa.
-¿Cuánto tiempo hace que estamos aquí? -preguntó.
-¿Acaso no lo sabes?
Él lloró durante un rato. Ella se quedó dormida; al despertarse
comprobó que estaba vestido y arreglado y que había preparado el equipaje.
-Nos vamos a Inglaterra -le anunció.
Partieron de Londres hacia Donnelaith, situado al norte. Rowan
condujo durante buena parte del camino, pero él había aprendido
a conducir aceptablemente bien y cogía de vez en cuando el volante,
cuando circulaban por una carretera rural desierta. Llevaban todas sus
pertenencias en el coche. Ella se sentía más segura en Inglaterra, que en
París.
-Pero ¿por qué? ¿Crees que no nos buscarán aquí? -le pregun-
tó él.
-No lo sé. No creo que deduzcan que hemos venido a Escocia.
No supondrán que recuerdas cosas...
Él soltó una amarga carcajada.
-A veces no recuerdo nada -dijo.
-¿Qué recuerdas ahora?
Al observarlo, Rowan comprobó que tenía un expresión descon-
fiada y solemne. La barba y el bigote le daban un aire siniestro. Eran
señales evidentes de su madurez sexual. El aborto. La fontanela. Era
un animal maduro. ¿O tal vez un mero adolescente?
Donnelaith.
Más que de un pueblo, se trataba únicamente de una posada y de la
sede del proyecto arqueológico, donde se alojaba un pequeño contin-
gente de arqueólogos. Por las mañanas se organizaban visitas turísticas
a las ruinas del castillo, situado sobre el lago, y a la vieja población y el
valle, con su catedral, que no se divisaba desde la posada. A unos
cuantos kilómetros de la población se hallaba el antiguo y primitivo
círculo de piedras, algo alejado pero que sin duda merecía la pena vi-
sitar. Uno podía ir solo, siempre y cuando obedeciera las indicaciones.
Rowan sintió un escalofrío al mirar por la ventana de la posada
y distinguir a lo lejos el siniestro círculo, el lugar donde había comen-
zado todo, donde Suzanne, la bruja de la aldea, había invocado a un
espíritu diabólico llamado Lasher, el cual se apoderaba de todas las
descendientes femeninas de aquélla. Era terrible. Luego contempló el
inmenso valle, melancólico y hermoso como casi todos los parajes
verdes del norte, como las remotas y elevadas zonas del norte de Ca-
lifornia. El denso crepúsculo refulgía bajo la húmeda niebla, la cual
envolvía el valle dándole un aspecto misterioso, como salido de un
cuento de hadas.
Desde la posada se divisaban todos los coches que se aproximaban
a la población. Había una sola carretera, la cual se extendía de norte a
sur. La mayoría de los turistas acudían en autocares procedentes de
ciudades vecinas.
En la posada se alojaban unos pocos huéspedes: una joven ameri-
cana que estaba escribiendo una ponencia sobre las catedrales perdi-
das de Escocia; un anciano caballero que había acudido a ese remoto
paraje para investigar los orígenes de su clan, convencido de que
sus antepasados se remontaban a Robert Bruce; y una joven pareja de
enamorados que no reparaban en nada ni en nadie.
Y Rowan y Lasher. Durante la cena éste probó por primera vez
alimentos sólidos, pero no le gustaron. Miró los pechos de Rowan
con avidez, pues deseaba mamar.
Ocupaban una bonita y espaciosa habitación, de techo bajo ador-
nado con vigas blancas. Contenía un lecho con dosel, una gruesa al-
fombra y una pequeña chimenea, y desde ella se divisaba una especta-
cular vista del valle. Lasher le comunicó a la posadera que no querían
teléfono en la habitación, para que nadie pudiera importunarlos, y el
tipo de comida que deseaban que les preparara. Luego, sujetando brus-
camente a Rowan por la muñeca, añadió:
-Vamos a dar un paseo por el valle.
Acto seguido bajaron al pequeño cuarto de estar de la posada. Los
jóvenes enamorados, que estaban sentados junto a la ventana, los mi-
raron molestos, como si hubieran interrumpido una conversación ín-
tima.
-Ha oscurecido -protestó Rowan. Estaba cansada del viaje y un
poco mareada-. ¿Por qué no esperamos hasta mañana?
-No -respondió él-. Ponte unos zapatos cómodos.
Acto seguido se agachó y empezó a quitarle los zapatos, mientras
los demás les observaban en silencio. Era típico de él, pensó Rowan,
acostumbrada a sus excentricidades. Tenía la ingenuidad de los locos.
-Deja, yo lo haré -dijo Rowan.
Subieron de nuevo a la habitación para que ella se cambiara, mien-
tras él no la perdía de vista. Salió bien abrigada y calzada con unos cal-
cetines de lana y unos zapatos de suela gruesa, preparada para afrontar
los rigores climáticos y pasar la noche explorando el valle.
Anduvieron durante varias horas por el valle y a lo largo de las
orillas del lago.
La media luna iluminaba los derruidos muros del castillo.
Los riscos eran abruptos y peligrosos, pero los senderos estaban
bien señalados. Lasher trepó por un empinado camino, conduciendo
a Rowan de la mano. Los arqueólogos habían instalado barreras, se-
ñales y avisos, pero Lasher hizo caso omiso de ellos y subió por la
precaria escalera de madera que conducía a las torres del castillo con
paso firme y apresurado.
Rowan pensó que era un buen momento para escapar. Si hubiera
tenido valor para arrojar a Lasher desde lo alto de la frágil escalera,
éste se hubiera despeñado, como cualquier ser humano normal. Te-
nía los huesos flexibles como los cartílagos de un niño, pero sin duda
se habría matado. Al pensar en ello, Rowan rompió a llorar. No po-
día hacerlo. No podía liquidarlo de esa forma. Era incapaz de ma-
tarlo.
Habría sido una cobardía y una imprudencia. Pero también había
sido una imprudencia fugarse con él. Había sido una locura creer que
podría controlarlo y estudiarlo, marcharse de casa con ese demonio
déspota y salvaje, obsesionada y orgullosa de su propia creación.
Pero ¿qué podía hacer? El la había obligado a partir precipitada-
mente, temeroso de la reacción de Michael.
«Pero cometí un grave error -pensó-. Debí haber procurado
controlar la situación.»
Bajo la luz de la luna que se proyectaba sobre el suelo cubierto de
hierba del destartalado vestíbulo del castillo, a Rowan le pareció más
sencillo culparse a sí misma, castigarse y odiarse por su torpeza, que
lastimarlo a él.
De todos modos, no estaba segura de que hubiera conseguido huir.
En un momento dado, cuando aceleró el paso, Lasher se volvió, la aga-
rró de la mano y la obligó a caminar delante de él, sin quitarle la vista de
encima. Habría podido levantarla con uno de sus gigantescos brazos.
No temía despeñarse.
Pero había algo en el castillo que le inspiraba pavor.
Al abandonar el castillo, Rowan observó que estaba temblando y
sollozando como una criatura. Él dijo que quería visitar la catedral. La
luna se había ocultado tras unas nubes, pero una pálida luz bañaba
el valle. Lasher conocía bien el camino y tomó por un atajo a través
del valle.
Al cabo de un rato llegaron a las murallas de la antigua población,
con sus almenas, sus puertas y su pequeña calle principal, rodeada por
unas barreras y unos carteles que señalaban las obras en curso. Ante
ellos se erguía la imponente catedral, cuyos elevados muros y arcos
arecían alzarse para abrazar el cielo.
Lasher se arrodilló sobre la hierba, contemplando la nave despro-
vista de techo y un semicírculo que antaño constituía el rosetón. Pero
no había fragmentos de vidrio entre las piedras, muchas de las cuales
habían sido colocadas y enyesadas recientemente para reproducir los
viejos muros que se habían derrumbado. Había montones de piedras
por doquier, transportadas de otros lugares para reconstruir el ruino-
so edificio.
Lasher se levantó, agarró a Rowan de la mano y la arrastró hasta el
interior de la iglesia, sin hacer caso de las barreras y los carteles. Am-
bos contemplaron maravillados los gigantescos arcos que se elevaban
hacia el cielo, iluminados por la débil luz de la luna. Era una catedral
gótica, inmensa, tal vez excesiva para una población tan pequeña, a
menos que antaño contara con legiones de fieles.
Lasher temblaba de emoción. Se llevó una mano a los labios, para
indicarle a Rowan que guardara silencio y, luego, empezó a canturrear
y a balancearse de un lado a otro.
Recorrió todo el interior del edificio y señaló una de las desnudas
ventanas.
-¡Mira! -exclamó.
De pronto empezó a pronunciar unas palabras ininteligibles, visi-
blemente agitado. Luego se sentó en el suelo, con las rodillas encogi-
das, apoyó la cabeza en el hombro de Rowan, le levantó el jersey y
mpezó a mamar. Ella se tumbó, abandonándose al placer que le pro-
curaba sentir sus labios succionándole el pezón, y contempló las un-
bes. No había estrellas, sólo el tenue resplandor de la luna. Rowan
tuvo la curiosa sensación de que no eran las nubes las que se movían,
sino los elevados muros y ventanas de la catedral.
Por la mañana, cuando se despertó, comprobó que él no estaba en
la habitación. También había desaparecido el teléfono. Al asomarse
a la ventana Rowan vio que ésta estaba situada a unos seis metros del
suelo. ¿Qué haría si lograba saltar por ella? Lasher tenía las llaves
del coche. Siempre las llevaba encima. ¿Acaso podía pedir auxilio a los
dueños de la posada, explicarles que él la tenía prisionera? ¿Qué haría
él cuando se enterara de que había huido?
Rowan pensó detenidamente en todas las posibilidades, las cuales
no cesaban de dar vueltas en su cabeza como un tiovivo, hasta que al
fin renunció a su plan.
Después de ducharse y vestirse, escribió en su diario. Como de
costumbre, anotó todos los cambios que había observado en él: que su
piel parecía más madura, que su mandíbula era más firme, pero que la
fontanela no se había cerrado. Asimismo, describió lo sucedido desde
su llegada a Donnelaith y la extraña reacción de Lasher ante las ruinas.
Al bajar al cuarto de estar, encontró a Lasher sentado ante una
mesa conversando con el viejo posadero. Al verla entrar, el anciano se
levantó respetuosamente y apartó una silla para que se sentara.
-Siéntate -le ordenó Lasher-. He encargado que te preparen el
desayuno. Te oí levantarte.
-Gracias -respondió ella secamente.
-Continúe -le dijo Lasher al viejo posadero.
El anciano siguió hablando sobre el proyecto arqueológico que
había sido financiado a lo largo de noventa años, incluso durante las
dos guerras mundiales, con fondos americanos. Al parecer, éstos pro-
cedían de una familia estadounidense interesada en el clan de Don-
nelaith.
Durante los últimos años se habían hecho grandes progresos. Al
darse cuenta de que la catedral databa de 1228, solicitaron a la familia
americana más dinero para las obras. Ante su asombro, ésta aumentó la
aportación de fondos, lo cual permitió que acudiera un grupo de ar-
queólogos de Edimburgo. Dicho grupo llevaba veinte años en Donne-
laith tratando de recuperar las piedras diseminadas por los alrededores
y excavando en busca de los fundamentos no sólo de la iglesia sino de
un monasterio y una antiquísima aldea, posiblemente del siglo VIII, la
época de Beda el Venerable. Según les explicó el posadero, se trataba de
una especie de lugar de culto, pero no conocía los detalles.
-Estábamos convencidos de que Donnelaith existía -dijo el an-
ciano-. Pero los condes habían muerto en el gran incendio de 1689,
vi cual destruyó gran parte de la población, y a fines de siglo no que-
daba nada de ella. Cuando se inició el proyecto arqueológico, mi pa-
dre construyó esta posada. Un amable caballero norteamericano le
arrendó estas tierras.
-¿Quién era ese caballero? -preguntó Lasher con curiosidad.
-Julien Mayfair. El proyecto está financiado por el Fondo Fidu-
ciario Julien Mayfair -respondió el anciano-. Pero es mejor que
hablen con los arqueólogos del proyecto. Son muy amables y serios, e
impiden que los turistas se lleven las piedras como recuerdo.
»A propósito de piedras, supongo que habrán oído hablar del
misterioso círculo. Durante muchos años la mayor parte de las exca-
vaciones se llevaron a cabo allí. Dicen que es un yacimiento tan anti-
guo como Stonehenge, pero la catedral es el descubrimiento más im-
portante. Hablen con los arqueólogos.
-Julien Mayfair -repitió Lasher, mirando al anciano. Mostraba
una expresión de impotencia y desconcierto. Estaba en guardia, como
si esas palabras no significaran nada-. Julien...
Por la tarde, tras haber invitado a almorzar a varios de los arqueólogos,
habían conseguido bastante información sobre el proyecto y un
montón de viejos folletos editados para vendérselos a los turistas y re-
caudar fondos.
El actual fondo fiduciario era administrado desde Nueva York, y
la familia Mayfair se mostraba más que generosa.
La más anciana del grupo de arqueólogos, una inglesa rubia con el
cabello corto y expresión alegre y vivaracha, vestida con una gruesa
chaqueta de mezclilla y unas botas de goma, respondió amablemente
a sus preguntas. Llevaba trabajando en el proyecto desde 1970. Había
solicitado más fondos en dos ocasiones, a lo que la familia no había
puesto el menor reparo.
Sí, un miembro de la familia había acudido a visitar Donnelaith.
Una tal Lauren Mayfair, un tanto envarada.
-Nadie hubiera dicho que era americana -observó la anciana
sonriendo-. Era evidente que se sentía incómoda aquí. Tomó unas
fotografías para mostrarlas a la familia y partió enseguida hacia Lon-
dres. Recuerdo que me dijo que pensaba ir a Roma. Era una apasio-
nada de Italia. Supongo que a las personas aficionadas al sol no les
gusta el húmedo clima de esta región de Escocia.
-Italia. La soleada Italia... -murmuró Lasher.
Tenía los ojos llenos de lágrimas y se apresuró a enjugárselos con
la servilleta. La anciana continuó hablando como si no se hubiera per-
catado de nada.
-Pero ¿qué saben sobre la catedral? -inquirió él.
Rowan observó por primera vez que Lasher presentaba un as-
pecto cansado, frágil. Se enjugó los ojos repetidas veces, aducien-
do que se trataba de una «alergia», pero ella notó que se sentía con-
movido.
-Debemos pronunciarnos con cautela para evitar equivocarnos
de nuevo. Sabemos que la gran estructura gótica fue construida en
torno a 1228, la época a la que pertenecen los mármoles de Elgin,
pero incorporaba una iglesia más antigua que probablemente contenía unas
vidrieras de colores. El monasterio era cisterciense, hasta que pasó a
ser franciscano.
Lasher la observó fijamente.
-Creemos que existía una escuela anexa a la catedral –prosiguió
la arqueóloga- y quizás una biblioteca. No sabemos lo que podemos
descubrir. Ayer encontramos un nuevo cementerio. Deben tener
presente que la gente se ha estado llevando piedras de este lugar a lo
largo de varios siglos. Hace poco hallamos los restos del crucero si-
tuado al sur, perteneciente al siglo XVIII, y una capilla que ignorá-
bamos que existía y que contenía una cripta. Eso indica la presencia de
un santo, pero no sabemos de quién se trata. Su efigie está tallada en
una tumba. No sabemos si abrirla o no, pese a que tenemos curiosidad
por averiguar lo que contiene.
Lasher permaneció mudo en medio de un opresivo silencio. Ro-
wan temía que rompiera a llorar o que hiciera algo imprevisible.
Trató de tranquilizarse, pensando que no tendría la menor importancia. Te-
nía sueño y los pechos le dolían. La anciana siguió hablando sobre el
castillo, sobre las luchas entre los clanes de esa región, sobre las inter-
minables batallas y matanzas.
-¿Qué fue lo que destruyó la catedral? -preguntó Rowan. La
falta de datos cronológicos la disgustaba. Quería disponer de un grá-
fico mental.
Lasher la miró enojado, como si ella no tuviera derecho a hablar.
-No estoy segura -respondió la anciana-. Pero tengo la im-
presión de que fue una guerra entre clanes.
-Se equivoca -dijo Lasher suavemente-. Fueron los protes-
tantes, los iconoclastas.
La anciana dio unas palmadas, entusiasmada, y preguntó:
-¿Qué le hace pensar eso?
Acto seguido se puso a hablar sobre la reforma protestante en Es-
cocia, la cruel quema de brujas que había durado un siglo o más, hasta
el final de la historia de Donnelaith.
Lasher la miraba perplejo.
-Estoy segura de que tiene usted razón. Fue obra de John Knox
y sus reformadores. Donnelaith fue siempre, hasta que se produjo el
incendio, un poderoso baluarte católico. Ni siquiera el malvado En-
rique VIII fue capaz de destruir Donnelaith.
La mujer empezaba a repetirse, insistiendo en que odiaba a las
fuerzas políticas y regionales que habían destruido las obras de arte y
los edificios.
-¡Esas magníficas vidrieras de colores!
-Sí, realmente espléndidas.
Lasher había obtenido toda la información que la anciana podía
suministrarle.
Al anochecer él y Rowan salieron de nuevo. Lasher se mostraba
silencioso e inapetente; no tenía ganas de hacer el amor y no le
quitaba
la vista de encima. Caminó delante de ella a través del valle hasta
que
llegaron a la catedral. Gran parte de las excavaciones del crucero de
la
parte sur se hallaban protegidas por un amplio techado de madera y
unas puertas cerradas con llave.
Lasher rompió el cristal de una ventana, abrió una de las puertas y
ambos penetraron en las ruinas de una capilla. Los arqueólogos ha-
bían reconstruido el muro y desenterrado parte de una tumba central,
la cual ostentaba la efigie un tanto borrosa de un hombre. Lasher con-
templó la tumba y las ventanas restauradas. De improviso, comenzó
a golpear con rabia las paredes de madera.
-¡No hagas ruido! -exclamó Rowan-. No deben sorprender-
nos aquí.
Pero luego pensó: «Que vengan. Sería preferible que encarcelaran
a este loco.»
Lasher debió de leer sus pensamientos, el odio que en aquellos
momentos sentía hacia él.
Cuando regresaron a la posada, Lasher se puso a escuchar las cin-
tas que había grabado. Luego apagó el magnetófono y revisó sus
notas.
-Julien, Julien, Julien Mayfair -dijo.
-¿No lo recuerdas?
-¿Qué?
-No recuerdas nada, ¿verdad? Ni a Julien, ni a Mary Beth, ni a
Deborah, ni a Suzanne. Lo has olvidado todo. ¿Te acuerdas de Su-
zanne?
Lasher la miró en silencio, pálido y furioso.
-No recuerdas nada -insistió Rowan-. Empezaste a olvidarlo
en París. No sabes quiénes eran.
Lasher avanzó unos pasos y se arrodilló delante de ella. Estaba
muy excitado, como si su ira se hubiera transformado de pronto en un
arrebato de entusiasmo.
-No, no sé quiénes eran -contestó-. Ni estoy seguro de quién
eres tú. Pero sé muy bien quién soy yo.
Pasada la medianoche, Rowan se despertó al sentir que la estaba
forzando. Cuando hubo terminado, él insistió en marcharse antes de
que descubrieran su escondite.
-Esos Mayfair deben de ser muy inteligentes.
Ella soltó una amarga carcajada.
-¿Qué clase de monstruo eres? -preguntó-. Yo no te he crea-
do; estoy convencida de ello. No soy Mary Shelley.
Él detuvo el coche, la obligó a bajar y la golpeó brutalmente hasta
derribarla. Ella profirió un grito de dolor y el dejó de golpearla.-
-¡Te quiero! -exclamo desesperado, crispando los puños y
rompiendo a llorar-. Y al mismo tiempo te odio.
-Te comprendo muy bien -respondió ella.
Tenía el rostro tan dolorido que temía que le hubiera partido la
nariz y la mandíbula. Tras palparse la cara y comprobar que no tenía
ningún hueso roto, se incorporó. Él se sentó junto a ella y empezó a
acariciarla, aturdido y sin cesar de llorar.
-¡Dios mío! ¿Qué vamos a hacer? -preguntó ella.
Él siguió acariciándola, cubriéndola de besos, succionándole los
pezones, empleando sus sucios trucos, como un demonio penetrando
en la celda de una monja.
-¡Aléjate de mí! -exclamó ella.
Pero no tenía valor para defenderse contra él. O quizá le faltaban
las fuerzas. Hacía mucho que se sentía débil.
Cuando se detuvieron en una gasolinera y Rowan se aproximó di-
simuladamente ala cabina telefónica, él corrió furioso tras ella. A fin
de aplacarlo, Rowan empezó a recitar apresuradamente unos versos
que su madre le había enseñado de niña:
¡Pobre señorita Mackay!
Sus cuchillos y tenedores han huido.
Cuando se escapen las tazas y las cucharas,
no sabrá qué hacer.
Tal como había supuesto, él se echó a reír como un loco, deján-
dose caer de rodillas. Tenía unos pies enormes. Rowan siguió reci-
tando:
Tom, el hijo del gaitero,
robó un cerdo y salió huyendo.
Tom se comió el cerdo, su padre lo castigó
y Tom salió huyendo de nuevo.
Riendo histéricamente mientras las lágrimas le rodaban por las
mejillas, Lasher le rogó que callara.
-Sé un verso que te gustará mucho -dijo, levantándose de un
salto y poniéndose a bailar mientras canturreaba:
La puerca entró con la silla,
el cerdito chocó con la cuna,
la bandeja cayó de la mesa
y el puchero se tragó el cazo.
El asador que estaba detrás de la puerta
derribó la cuchara al suelo.
«¡Pardiez! -exclamó la parrilla-.
¿Es que no podéis poneros de acuerdo?
Yo soy el jefe de policía.
¡Conducidlos ante mí!»
Acto seguido la agarró violentamente por la muñeca, rechinando
los dientes de rabia, y la arrastró hacia el coche.
Cuando llegaron a Londres, Rowan tenía el rostro muy hinchado.
Todos los que la veían se alarmaban ante el aspecto que ofrecía. La-
sher se encargó de buscar un buen hotel, cuyo nombre Rowan des-
conocía. Una vez instalados pidió que les subieran té y pasteles ala
habitación y le cantó unas canciones.
Lasher dijo que lamentaba lo que le había hecho, pero que ella no
comprendía lo que significaba haber renacido. Afirmó que en él resi-
día un milagro. Luego comenzó a besarla ya chuparle los pezones, y
al cabo de un rato, como de costumbre, le hizo el amor. Esta vez ella le
obligó a hacerlo de nuevo, pues era de la única forma que conseguía
imponer su voluntad. Tras hacerle el amor por cuarta vez, él quedó
agotado y se durmió junto a ella. Rowan no se atrevía ni a suspirar,
por temor a despertarlo.
Era realmente muy hermoso. El bigote y la barba habían adqui-
rido unas proporciones bíblicas y cada mañana él se los recorta-
ba con esmero. Llevaba el cabello extremadamente largo y tenía los
hombros muy anchos, pero ofrecía un aspecto realmente majestuoso.
Cuando hablaba con extraños, se inclinaba respetuosamente y se qui-
taba el sombrero de fieltro gris. Todo el mundo lo contemplaba ad-
mirado.
Fueron a Westminster Abbey y él recorrió toda la abadía, estu-
diando cada detalle y observando a los fieles.
-Debo cumplir una sencilla misión, tan vieja como el mundo
-dijo.
-¿De qué se trata? -le preguntó Rowan.
Pero él no respondió.
Cuando regresaron al hotel, dijo:
-Quiero que te pongas a estudiar en serio. Iremos a un lugar segu-
ro..., no aquí, en Europa..., sino en Estados Unidos, cerca de ellos, don-
de no sospechen nuestra presencia. Dispondrás de cuanto necesites, sin
reparar en gastos. No iremos a Zurich, temo que puedan descubrirnos
allí. ¿Podrás pedir que te envíen el dinero que necesites?
-Ya lo he hecho, ¿no recuerdas? -contestó ella. Era evidente,
por este comentario y otros por el estilo, que él no recordaba siquie-
ra las cosas más sencillas-. Los bancos cumplirán mis órdenes sin
mayores problemas. Si lo deseas, regresaremos a Estados Unidos.
-Estaba entusiasmada ante la idea de regresar-. Hay un instituto
neurológico en Ginebra -prosiguió-. Tiene fama en el mundo en-
tero. Está dotado de los últimos adelantos. Podemos hacer unas prue-
bas allí y llevar a cabo todos los trámites a través del banco suizo. Es
lo mejor, créeme.
-De acuerdo -contestó él-. Desde allí regresaremos a Estados
Unidos. Te estarán buscando. Ya mí también. Debemos regresar,
aunque no he decidido dónde residiremos.
Ella se quedó dormida, soñando con el laboratorio, las muestras,
las pruebas y el microscopio, con utilizar la ciencia como si fuera un
exorcismo. Sabía, por supuesto, que no podía hacerlo sola. Lo mejor
sería conseguir un ordenador donde archivar sus hallazgos. Necesita-
ba una ciudad donde hubiera numerosos laboratorios y hospitales,
donde tuviera grandes centros a su disposición...
Él estaba sentado a la mesa leyendo la historia de los Mayfair una y
otra vez. Movía los labios rápidamente y canturreaba. Algunas anécdo-
tas le hacían reír, como si no las conociera. Luego se arrodilló junto a
ella y la miró a los ojos. .
-¿Se te está retirando la leche? -le preguntó.
-No lo sé. Me duelen los pechos.
Él empezó a besarla. Le estrujó suavemente un pezón hasta obte-
ner unas gotas de leche y se las aplicó en los labios. Rowan suspiró y
dijo que sabían a agua.
En Ginebra, todo estaba planificado y organizado hasta el último
detalle.
Al fin decidieron dirigirse a Houston, en Tejas. ¿El motivo? Allí
había numerosos hospitales y centros médicos. En Houston se lleva-
ban a cabo importantes trabajos de investigación médica. Ella le ase-
guró que no resultaría difícil hallar un edificio donde ocultarse, quizás
una clínica o un laboratorio desocupados debido a la crisis del petró-
leo. Houston era una ciudad saturada de edificios. Nadie los encon-
traría allí.
El dinero no representaba un problema. Las transferencias de
grandes sumas estaban a buen recaudo en el gigantesco banco suizo.
Ella sólo tenía que abrir unas cuentas ficticias en California y Hous-
ton.
Rowan yacía en la cama mientras él la sujetaba de la muñeca, pen-
sando en Houston, que distaba tan sólo una hora de su casa en avión.
«Sólo una hora.»
-Jamás sospecharán que estamos allí -dijo él-. Es como si es-
tuviéramos en el Polo Sur; no se te podría haber ocurrido un lugar
más adecuado donde escondernos.
Ella sintió que el corazón le daba un vuelco. Al cabo de un rato se
quedó dormida. No se encontraba bien. Al despertarse notó que es-
taba sangrando. Había sufrido otro aborto; esta vez el feto había al-
canzado los cinco centímetros, o quizá más, antes de empezar a des-
integrarse.
Por la mañana, tras haber descansado, decidió acudir al instituto
para analizar el feto. Él se opuso tajantemente, pero ella gritó e insistió
hasta que al fin se salió con la suya.
-Tienes miedo de que te abandone, ¿ no es así? -preguntó ella.
-¿Qué harías tú si fueras el último hombre sobre la tierra y yo la
última mujer? -replicó él.
Rowan no comprendió la pregunta. Pero él sí parecía entender su
significado. Lasher la acompañó al instituto. Había aprendido a reali-
zar los actos cotidianos más triviales, como detener un taxi, dar pro-
pinas, leer, caminar, correr y subir en ascensor. Se había comprado
una pequeña flauta de madera en un bazar y tocaba por la calle, aun-
que no estaba satisfecho de su sonido ni de su habilidad para arran-
carle melodías. No se atrevía a adquirir una radio, pues temía que
acabara asfixiándolo.
Una vez en el instituto, Rowan consiguió una bata blanca, un grá-
fico, un bolígrafo y demás objetos que necesitaba, así como formula-
rios e impresos azules, amarillos y rosa para diversas pruebas, que
empezó a rellenar de inmediato.
Ella desempeñaba alternativamente el papel de médico y técnico,
mientras él la obedecía dócilmente, parloteando como un célebre per-
sonaje de incógnito.
Rowan consiguió escribir disimuladamente una nota en un for-
mulario por triplicado, dirigida al conserje del hotel, pidiéndole que
enviara un paquete que contenía material médico al doctor Samuel
Larkin, del University Hospital de San Francisco, en California. En la
nota decía que le haría entrega del material en cuanto pudiera, que éste
era sensible al calor y que debía enviarlo urgentemente.
Cuando regresaron a la habitación del hotel, Rowan agarró una
lámpara y golpeó a Lasher en la cabeza. Él cayó al suelo, con el rostro
ensangrentado. Pero al poco rato se recobró; era como si tuviera la
piel y los huesos de plástico, como un bebé que consigue sobrevivir
a una caída de un quinto piso. Enfurecido, se abalanzó sobre ella y la
golpeó hasta hacerle perder el conocimiento.
Por la noche, Rowan se despertó. Tenía la cara muy hinchada,
pero no se había partido ningún hueso. Apenas podía abrir el ojo de-
recho. Eso significaba que debería permanecer varios días en la habi-
tación, sin poder salir a la calle. N o sabía si sería capaz de resistirlo.
A la mañana siguiente él la ató por primera vez a la cama, utili-
zando unas tiras que arrancó de una sábana. Al despertarse, Rowan
comprobó que la había amordazado. Lasher desapareció y regresó al
cabo de varias horas. Ella trató de gritar y liberarse de las ataduras,
pero fue inútil. No consiguió que nadie oyera sus sofocados gritos.
Cuando él regresó, sacó el teléfono de donde lo había escondido,
encargó una opípara cena y le suplicó por enésima vez que lo perdo-
nara. Luego, se puso a tocar la flauta.
Mientras comía, Rowan lo observó detenidamente y notó que
tenía un aire distraído, como si estuviera enfrascado en sus pensa-
mlentos.
Al día siguiente ella no opuso resistencia cuando él la ató de nuevo
a la cama. Esta vez utilizó cinta adhesiva que había comprado el día
anterior. Cuando se disponía a taparle la boca con ella, Rowan le ad-
virtió que podía asfixiarla y él accedió a amordazarla con un trapo.
Una vez que él se hubo marchado, ella intentó liberarse por todos los
medios, pero sus esfuerzos fueron inútiles. Notó que sus pechos re-
zumaban leche. La habitación parecía girar a su alrededor. Estaba en-
ferma, débil, mareada.
Al día siguiente, por la tarde, después de haber hecho el amor, él
permaneció tendido sobre ella, envolviéndola en su aroma dulzón,
con el negro cabello entre sus pechos y la mano izquierda sobre su
mano derecha, soñando y canturreando. La había liberado momentá-
neamente, tras cortar las tiras de cinta adhesiva que la sujetaban.
Ella contempló su lustrosa melena negra, aspiró su fragancia y se
apretó contra él. Luego, volvió a sumirse en un ligero sopor .
Al cabo de una hora, cuando se despertó, comprobó que él seguía
profundamente dormido.
Rowan alargó la mano izquierda y descolgó el teléfono, procuran-
do no despertarlo. Con la misma mano que sostenía el auricular pulsó
el botón de recepción, hablando en voz tan baja que el recepcionista
apenas conseguía oír lo que decía.
Era de noche en California. Lark la escuchó atentamente. Lark
había sido su jefe. Lark era su amigo. Lark era la única persona capaz
de creerla, la única persona que se comprometería a llevar esas mues-
tras al Instituto Keplinger. Pasara lo que pasase, esas muestras debían
ser entregadas a Mitch Flanagan, el hombre en quien ella confiaba,
aunque tal vez no la recordase.
Alguien debía saber lo que estaba sucediendo.
Lark intentó hacerle unas preguntas. Le pidió que hablara más
altq, pues apenas podía oírla. Ella le dijo que estaba en peligro y que
temía que pudieran interrumpirles. Deseaba comunicarle el nombre
del hotel, pero no se atrevía a hacerlo. Pensó que si Lark acudía en su
busca mientras ella estaba todavía secuestrada, quizá no podría entre-
garle las muestras. Estaba nerviosa, aturdida. N o lograba razonar con
claridad. Balbuceando, trató de explicarle lo de los abortos. De pron-
to Lasher abrió los ojos, le arrebató el teléfono de las manos, arrancó
el cable de la pared y empezó a golpearla salvajemente.
Ella le advirtió que iba a dejarla señalada y él se detuvo. Al día si-
guiente debían partir hacia América. Cuando la ató a la cama, ella le
rogó que no apretase tanto las ligaduras a fin de que la sangre pudiera
circular libremente. Le recordó que todo exigía cierto arte, incluso el
hecho de mantener secuestrado aun prisionero.
Él comenzó a sollozar quedamente.
-Te amo -dijo-. Quisiera poder confiar en ti. Quisiera que
fueras mi compañera, que me amaras y confiaras en mí. Pero te he
convertido en una bruja calculadora. Me miras con odio. Si pudieras,
no dudarías en matarme.
-Tienes razón -respondió ella-. Pero debemos ir a América, a
menos que quieras que den con nuestro paradero.
Rowan pensó que si no conseguía salir de esa habitación acabaría
volviéndose loca. Intentó trazar un plan. Atravesar el mar, afincarse
en un lugar cercano a su casa. Houston estaba cerca de su casa.
Se sentía impotente. Sabía lo que debía hacer. Prefería morir antes
que concebir otro hijo de ese ser. No podía parir otro monstruo. Él la
había dejado preñada en dos ocasiones. De pronto se sintió presa del
pánico. Por primera vez en su vida, comprendía por qué algunos seres
humanos son incapaces de reaccionar cuando tienen miedo, por qué
se quedan acobardados.
¿Qué había sido de sus notas?
Por la mañana hicieron juntos el equipaje. Rowan metió todo el
material médico en una bolsa, junto con unas copias de las etiquetas e
impresos correspondientes a los análisis que había encargado hacer en
las diversas clínicas. Dentro de la bolsa metió también la nota dirigida
al conserje, incluyendo las señas de Lark. Lasher no pareció percatar-
se de nada.
Rowan había sustraído material de embalaje de la clínica, pero
para mayor seguridad envolvió los viales que contenían las muestras
en unas toallas. Por último, metió sus ropas manchadas de sangre en la
bolsa.
-¿Por qué no tiras esas prendas a la basura? -le preguntó La-
sher-. Huelen que apestan.
-Yo no huelo nada -respondió ella secamente-. Me sirven
para envolver en ellas el material médico. No encuentro mis agendas.
¿Las has visto?
-Sí, las he leído -contestó él-. Las he tirado a la papelera.
Ella lo miró atónita.
Las únicas pruebas de que disponía ahora eran las muestras. La
única constancia de que ese monstruo vivía y respiraba y deseaba
aparearse con ella.
Al bajar al vestíbulo, mientras Lasher pedía un coche que les trans-
portara al aeropuerto, Rowan le entregó al conserje la bolsa que con-
tenía el material médico junto con unos francos suizos, y le rogó en
alemán que la enviara de inmediato al doctor Samuel Larkin. Luego se
volvió apresuradamente y se dirigió hacia el coche, mientras Lasher le
extendía la mano, sonriendo, para ayudarla a subir al vehículo.
-Mi esposa está cansada -dijo suavemente-. Ha estado muy
enferma.
-En efecto -asintió ella, preguntándose qué pensaría el botones
al ver su demacrado rostro, hinchado y cubierto de moretones.
-Permíteme que te ayude, cariño -dijo Lasher, ayudándola a
instalarse en el asiento trasero.
Cuando el vehículo arrancó, le dio un beso. Ella no se molestó en
volverse para comprobar si el conserje se había hecho cargo de la
bolsa que le había confiado. No se atrevía a hacerlo. Estaba conven-
cida de que hallaría su nota dentro de la bolsa. Era su única salvación.
Cuando llegaron a Nueva York, Lasher se dio cuenta de que había
desaparecido la bolsa que contenía las muestras y los resultados de las
pruebas médicas. Se puso furioso y amenazó con matarla.
Ella se acostó, negándose a hablar. Él la ató a la cama con la cinta
adhesiva, suavemente, con cuidado, procurando que tuviera suficiente
espacio para mover los brazos y las piernas, pero sin que pudiera sol-
tarse. Luego la cubrió con una manta para que no se enfriara, conectó
el aire acondicionado en el baño, encendió el televisor, aunque bajó
un poco el volumen, y salió.
Tardó veinticuatro horas en regresar. Ella se había orinado enci-
ma. Lo odiaba. Deseaba que muriera. Habría dado cualquier cosa por
conocer algún encantamiento capaz de matarlo.
Él no se despegó de su lado mientras ella hacía todos los arreglos
en Houston. Sí, deseaban alquilar dos plantas en un edificio de cin-
cuenta pisos, donde gozaran de absoluta privacidad. Se trataba de un
complejo pequeño en comparación con otros edificios de Houston y
estaba situado en el centro. Había constituido la sede de un programa
de investigación del cáncer, pero habían tenido que abandonar dicho
programa por falta de fondos. En aquellos momentos estaba desocu-
pado al igual que muchos edificios de la ciudad.
En las dos plantas que habían alquilado quedaba buena parte del
material utilizado por los investigadores médicos. Los propietarios
del edificio habían conseguido recuperarlo, pero no podían garantizar
que estuviera en buen estado. Rowan les dijo que no importaba y al-
quiló las dos plantas, que constaban de una zona habitable, oficinas,
unas salas de espera, unos consultorios y unos laboratorios. Encargó
los muebles y contrató un servicio de coches de alquiler: todo cuanto
necesitarían para iniciar sus estudios.
Lasher la observó fríamente. Observó sus dedos mientras opri-
mía los botones. Escuchó atentamente cada sílaba que pronunciaba.
-Supongo que te habrás percatado de que esta ciudad está muy
cerca de Nueva Orleans -dijo Rowan. No quería que lo descubriera
más tarde y se enfureciera con ella por no habérselo advertido. Le
dolían las muñecas por haber permanecido atada a la cama y tenía
hambre.
-Ah, sí, los Mayfair -respondió él, señalando la carpeta que
contenía la historia de la familia. No pasaba un día sin que estudiara
dicho informe, revisara sus notas O escuchara las grabaciones magne-
tofónicas-. Pero no creo que se les ocurra buscarnos aquí.
-Yo tampoco -contestó ella-. Si tratas de lastimar a Michael
Curry, me mataré. Ya no te seré útil.
-No estoy seguro de que me seas útil ahora -replicó él-. El
mundo está lleno de personas más amables y agradables que tú, y que
cantan mejor que tú.
-En ese caso, ¿por qué no me matas? -preguntó ella.
Mientras él meditaba la respuesta, ella intentó matarlo utilizando
todos los medios psíquicos a su alcance. Fue inútil.
Rowan deseaba morir o, al menos, quedarse dormida para siem-
pre. Quizá fuera lo mismo.
-Creí que eras algo inmenso, inocente -dijo ella-. Algo total-
mente nuevo y desconocido.
-Ya lo sé -contestó él bruscamente, mirándola enfurecido.
-Pero me has desengañado.
-Tu deber es averiguar quién soy.
-Eso intento -respondió ella.
-Sé que te parezco hermoso.
-¿Y qué? -replicó ella-. Te aborrezco.
-Lo sé, en tus agendas te referías a mí como «esa nueva especie»,
«esa criatura», «ese ser»; hablabas de mí en términos clínicos. Te
equivocas. No soy nuevo, amor mío, soy mucho más viejo de lo que
imaginas. Pero mi era se aproxima de nuevo. No pude haber elegido
un momento más oportuno para tener descendencia. ¿No quieres sa-
ber lo que soy?
-Eres un monstruo cruel e impulsivo. Eres incapaz de razonar o
de concetitrarte. Estás loco.
Estaba tan furioso que durante unos instantes no pudo articular
palabra. Rowan le vio crispar los puños, como si deseara golpearla.
-Imagina que todos los seres humanos hubieran muerto -dijo
él-, y un ser parecido a un mono portara en su sangre los genes de la
humanidad, transmitiéndolos a sus descendientes a través de varias
generaciones hasta que, por fin, naciera de nuevo un hombre.
Rowan no dijo nada.
-¿Crees que ese hombre se comportaría caritativamente con los
monos, sobre todo si tuviera una compañera, una hembra pertene-
ciente a la especie de los simios con quien tener descendencia y formar
una nueva dinastía de seres superiores?
-No eres superior a nosotros -contestó Rowan fríamente.
-¡Por supuesto que lo soy! -exclamó él, furibundo.
-No estoy segura de cómo sucedió, pero sé que no volverá a su-
ceder .
Él meneó la cabeza y sonrió.
-Eres una estúpida, una egoísta. Me recuerdas a los científicos
cuyas palabras he leído y oído en televisión. Ha sucedido con ante-
rioridad, en numerosas ocasiones, y volverá a suceder ...Éste es el
momento idóneo, esta vez no habrá sacrificios, esta vez triunfaremos.
-Prefiero morir antes que ayudarte.
Él apartó la vista. Parecía estar soñando.
-¿Crees que nos mostraremos más caritativos cuando goberne-
mos? Ningún ser superior se muestra caritativo con los débiles. ¿Aca -
so se mostraron los españoles caritativos con los salvajes que encontra-
ron en el Nuevo Mundo? No, eso jamás ha sucedido en la historia. Las
especies superiores, las que ocupan una posición privilegiada, jamás
han sido caritativas con las inferiores. Por el contrario, las especies su-
periores tienden a eliminar a las inferiores. ¿No es cierto? ¡Tú perte-
neces a este mundo, responde! Aunque no es necesario, ya lo sé.
De pronto se le llenaron los ojos de lágrimas. Apoyó la cabeza en
los brazos y rompió a llorar. Cuando terminó, se enjugó los ojos con
una toalla del baño y dijo:
-¡Qué lástima! Pudimos haber sido muy felices.
-¿Cómo? -preguntó ella.
Él empezó a besarla ya acariciarla de nuevo mientras se desabro-
chaba los pantalones.
-¡Basta! He tenido dos abortos. Estoy enferma. Mírame. Mira
mi rostro y mis manos. Mira mis brazos. Un tercer aborto me mataría,
¿no lo comprendes? Vas a matarme. ¿A quién recurrirás cuando haya
muerto? ¿Quién te ayudará? ¿Quién te conoce tan bien como yo?
se detuvo. Luego, inesperadamente, le asestó una bofetada. Du-
dó unos instantes, como si se arrepintiera, pero parecía satisfecho.
Ella lo miró atónita.
A continuación la obligó a tumbarse en la cama y empezó a acari-
ciarle el cabello ya sorber las escasas gotas de leche que rezumaban de
sus pezones. Después de darle un masaje en los hombros, los brazos y
los pies, le besó todo el cuerpo. Ella se desvaneció. Cuando recobró el
conocimiento, comprobó que había anochecido. Tenía los muslos do-
loridos y húmedos, del semen de él y de su propio deseo.
Cuando llegaron a Houston, Rowan se dio cuenta de que el edifi-
cio donde iban a ocultarse constituía una prisión. Estaba desierto.
Había alquilado las dos últimas plantas. Él le concedió todos los ca-
prichos durante los dos primeros días, mientras adquirían lo necesario
para instalarse en esa torre semejante ala de un cuento de hadas, entre
luces de neón y señales luminosas. Ella le observaba atentamente, es-
perando a que cometiera el menor descuido para huir. Pero él perma-
necía siempre alerta.
Un día la ató a la cama, anunciando que no era necesario que es-
tudiase las muestras, que no habría ningún proyecto.
-Ya sé cuanto necesito saber .
La primera vez la abandonó durante un día entero. La segunda,
durante una noche y buena parte de la mañana siguiente. La tercera
vez durante casi cuatro días.
Rowan miró a su alrededor, observando el frío y moderno dor-
mitorio consistente en unas paredes blancas, unas ventanas desnudas
y unos muebles laminados.
Sentía un dolor espantoso en las piernas. Salió cojeando del baño
y se dirigió al dormitorio. Lasher había colocado en la cama unas sá-
banas limpias, de color rosa, y la había rodeado de flores. Al contem-
plar esa escena, Rowan recordó el caso de una mujer de California que
se había suicidado. Había encargado que le enviaran varios ramos de
flores, los había dispuesto en torno al lecho y había ingerido una dosis
de veneno. O quizás aquellas flores le recordaran el funeral de Deir-
dre, tendida en el ataúd vestida y maquillada como si fuera una mu-
ñeca.
Parecía un lugar muy apropiado para morir, repleto de flores en
grandes jarrones. Si ella moría, quizás él cometiera una torpeza que
significaría su ruina. A fin de cuentas, era un estúpido. Rowan trató de
conservar la calma. Debía reflexionar, vivir y aguzar el ingenio.
-Qué lirios tan hermosos. Qué rosas. ¿Has traído tú mismo estas
flores? -preguntó.
Él negó con la cabeza.
-Las encontré junto a la puerta al llegar .
-Creíste que estaría muerta, ¿no es así?
-No soy tan sentimental, excepto en lo tocante a la música -res-
pondió él, sonriendo-. La comida está en la otra habitación. Tela trae-
ré. ¿Qué puedo hacer para que me ames? ¿Qué puedo decirte? ¿Qué
noticia puedo darte para obligarte a reaccionar?
-Te odio desde lo más profundo de mi corazón -contestó ella.
Se sentó en la cama, pues no había sillas en la habitación y las
piernas apenas la sostenían. Los tobillos le dolían mucho, al igual que
los brazos. Estaba desfallecida de hambre.
-¿Por qué deseas que viva?
Él se ausentó unos momentos y regresó con una bandeja llena de
distintas ensaladas y fiambres, platos ya preparados.
Tras devorar la comida, Rowan se tomó el zumo de naranja y apar-
tó la bandeja. Luego se levantó y se dirigió tambaleándose hacia el
baño. Permaneció largo rato sentada en el retrete, con la cabeza apoya-
da en la pared. Temía que fuera a vomitar. Miró lentamente a su alrede-
dor. No, ningún instrumento con el que pudiera suicidarse.
De todos modos, no quería suicidarse. Estaba absolutamente re-
suelta a luchar. Llegado el caso, morirían ambos. Ella misma se encar-
garía. Pero ¿cómo?
Abrió la puerta sigilosamente. Él no se había movido. La cogió en
brazos y la transportó hasta la cama, que había sembrado de margari-
tas. Cuando la depositó sobre las fragantes flores, Rowan se echó a
reír. De pronto se sentía más animada.
Él se inclinó sobre ella y la besó.
-No vuelvas a hacerme el amor. Si sufro otro aborto, moriré. Exis-
ten otras formas más rápidas y sencillas de liquidarme. No podemos
tener un hijo, ¿no lo comprendes? Quizá no puedas tener un hijo con
ninguna mujer.
-No temas, esta vez no tendrás un aborto -respondió él.
Se tendió junto a ella y apoyó la mano en su vientre, sonrien-
do. Luego pronunció una serie de sílabas rápidamente, como si can-
tara en un idioma propio. En aquellos momentos ofrecía un aspecto
grotesco.
-Descuida, mi amor, la criatura está viva y puede oírme. Es una
niña. Está ahí.
Rowan profirió un grito.
A continuación descargó toda su rabia contra la criatura, decidida
a matarla, a acabar con ella. Más tarde, mientras yacía empapada en
sudor, apestando a sangre y vómitos, percibió un extraño sonido,
como si alguien estuviera llorando.
Al volverse vio que él canturreaba.
Luego rompió a llorar.
Rowan cerró los ojos, tratando de descifrar aquellos incoherentes
sonidos.
Pero no pudo. De pronto oyó una nueva voz que estaba dentro de
ella y le hablaba en una lengua sin palabras que ella comprendía. Le
pedía que la amara, que la consolara.
«No volveré a hacerte daño», pensó Rowan. Sin palabras, la voz le
expresó su gratitud, su profundo amor.
¡Dios mío! Él tenía razón, la criatura vivía. Estaba viva y podía
oírla. Estaba sufriendo.
-No será un parto laborioso -dijo él-. Yo te ayudaré con todo
mi corazón. Eres mi Eva, pero eres pura. Una vez que la niña haya
nacido, puedes morir si lo deseas.
Rowan no contestó. ¿Por qué iba a hacerlo? Por primera vez des-
de hacía dos meses, tenía otro ser con quien hablar. Agotada, volvió la
cabeza.
13
Anne Marie Mayfair estaba sentada, muy tiesa, en el sofá de plás-
tico color crema del vestíbulo del hospital. Mona la vio en cuanto en-
tró. Anne Marie llevaba el mismo traje que se había puesto para asistir
al funeral de Gifford, azul marino, y una blusa blanca con volantitos
en el cuello y las mangas. Estaba sentada leyendo una revista, con las
piernas cruzadas y las gafas de montura negra apoyadas en la punta de
la nariz. Como de costumbre, ofrecía un aspecto pulcro y agradable,
con el pelo recogido en un moño y su rostro de diminutos rasgos que
contrastaban con las grandes gafas, las cuales le daban al mismo tiem-
po un aire estúpido e inteligente.
Mona le dio un beso en la mejilla y se sentó junto a ella.
-¿Te ha llamado Ryan? -preguntó Anne Marie, bajando la voz
aunque el vestíbulo del hospital estaba prácticamente desierto. Los
ascensores, situados a unos cuantos metros de distancia, se abrían y
cerraban sigilosamente. El mostrador de recepción estaba vacío.
-¿Te refieres a lo de mamá? -preguntó Mona.
Detestaba este lugar. Se le ocurrió que cuando fuera muy rica y se
hubiera convertido en una magnate de los negocios, con importantes
inversiones en todos los sectores de la economía, se dedicaría ala de-
coración de interiores para animar lugares tan fríos y asépticos como
éste. Luego pensó en el Mayfair Medical. Por supuesto que el pro-
yecto debía seguir adelante. Debía ayudar a Ryan. No podían impe-
dirle que participara en dicho proyecto. Al día siguiente hablaría con
Pierce sobre ello. También hablaría con Michael, en cuanto éste estu-
viera completamente restablecido.
-Ryan me informó que mamá estaba aquí-dijo.
-Según parece, tu madre cree que pretendemos mantenerla in-
ternada aquí para siempre. Eso es lo que les dijo a las enfermeras esta
mañana, cuando ingresó. Le han dado unos calmantes y está dormida.
La enfermera me dijo que me avisaría en cuanto se despertara. ¿No te
ha dicho nada Ryan sobre lo de Edith?
-No, ¿qué le ha pasado a Edith? -preguntó Mona.
Apenas conocía a Edith. Edith era nieta de Lauren, una tímida y
beligerante reclusa que vivía en la avenida Esplanade y se pasaba todo
el día con sus gatos, una mujer aburrida que no salía nunca de casa, ni
siquiera para asistir a los funerales de la familia. Edith. Mona no re-
cordaba qué aspecto tenía.
Anne Marie se incorporó, dejó la revista sobre la mesa y se colocó
bien las gafas. Tenía unos ojos muy bonitos.
-Edith murió esta tarde -dijo-. Tuvo una hemorragia, como
Gifford. Ryan dice que ninguna de las mujeres de la familia debe-
mos permanecer solas. Cree que puede tratarse de algo gen ético. De-
bemos estar acompañadas en todo momento por alguien. Así, si nos
sucediera algo malo, podríamos pedir auxilio. Edith estaba sola en el
momento de morir, al igual que Gifford.
-No me lo creo. ¿Que Edith Mayfair ha muerto? ¿En serio?
-Sí, ya sé que suena raro. Imagínate cómo está la pobre Lauren.
Fue a casa de Edith para reñirla por no haber asistido al funeral de
Gifford y se la encontró en el suelo del baño, en medio de un char-
co de sangre. Los gatos estaban alrededor del cadáver, lamiendo la
sangre.
Mona guardó silencio durante unos instantes. Debía reflexionar,
no sólo sobre lo que sabía, sino sobre lo que podía revelar a los demás
y con qué fin. En parte se sentía aturdida por la noticia.
-¿Dices que ha muerto a causa de una hemorragia uterina?
-Sí, dicen que pudo haberse tratado de un aborto. Francamente,
conociendo a Edith me cuesta creerlo. Tampoco creo que Gifford
sufriera un aborto. No creo que ninguna de ellas estuviera encinta.
Van a hacerle la autopsia. Al menos, esta vez la familia ha decidido
hacer algo positivo aparte de encender unas velas, rezar y criticarse los
unos a los otros.
-Me alegro -respondió Mona distraídamente, confiando en que
su prima callara durante unos momentos para poder ordenar sus ideas.
Pero la otra prosiguió:
-Todos estamos muy disgustados, pero debemos obedecer a
Ryan. Cualquiera puede sufrir una hemorragia sin que se trate nece-
sariamente de un aborto. De modo que procura permanecer acompa-
ñada. Si te sientes mareada o notas cualquier síntoma alarmante, debes
pedir ayuda de inmediato.
Mona asintió, contemplando fijamente las paredes del hospital,
los letreros y los grandes ceniceros cilíndricos llenos de arena. Estaba
dormida cuando algo la despertó súbitamente, un olor, una canción
que sonaba en el Victrola. Vio de nuevo la ventana abierta de par en
par, el jardín en sombras, con los tejos y las encinas. Trató de recordar
el olor.
-¿Te has quedado muda? -le preguntó Anne Marie-. Me pre-
ocupas.
-No, estoy bien. De veras. Pero es mejor que sigamos los conse-
jos de Ryan. No debemos permanecer solas, tanto si estamos encinta
como si no. Tienes razón. No importa. Subiré a ver a mamá.
-No la despiertes.
-¿Dices que ha estado durmiendo desde esta mañana? Quizás
esté en coma. Quizás esté muerta.
Anne Marie sonrió y negó con la cabeza. Luego cogió la revista y
se puso a leer de nuevo.
-No discutas con ella -le advirtió a Mona mientras ésta se diri-
gía hacia los ascensores.
Las puertas del ascensor se abrieron sigilosamente al llegar ala
séptima planta. A los Mayfair los instalaron siempre en esa planta,
salvo cuando debían permanecer en un departamento especial. Dis-
ponían de unas espaciosas suites, dotadas de un saloncito y una cocina
con un horno microondas para calentar el café y un frigorífico donde
conservar los helados. Alicia había estado internada en cuatro ocasio-
nes -deshidratada, desnutrida, con un tobillo roto y tendencias sui-
cidas- y juró que no regresaría jamás. Probablemente habían tenido
que reducirla para conducirla allí.
Mona anduvo silenciosamente por el pasillo, mirándose en el os-
curo cristal de la puerta de un consultorio y odiando lo que veía: un
vestido de algodón blanco, sin forma, que quedaba ridículo en una
joven que ya no era una niña. De todos modos, ése era el menor de sus
problemas.
En cuanto llegó ala puerta de acceso a las habitaciones, en el ala
oeste, percibió el aroma. Era el mismo que había notado antes.
Se detuvo, respiró hondo y comprendió por primera vez en su vida
que estaba asustada, lo cual la disgustó. Antes de entrar, reflexionó
unos momentos. La escalera daba a una puerta de emergencia. Al otro
lado de la planta había otra escalera de emergencia. Y, tras el mostrador
de recepción, unas enfermeras sentadas.
Si Michael hubiera estado a su lado, no habría dudado en abrir la
puerta de la escalera para comprobar si alguien se ocultaba allí, alguien
que exhalaba ese extraño aroma.
De pronto, el aroma empezó a disiparse. Mientras Mona dudaba
unos instantes, enojada consigo misma por no tener el valor de abrir
esa maldita puerta, un joven médico, con un estetoscopio colgado del
hombro, la abrió repentinamente y echó a andar por el pasillo. Al pa-
recer, nadie se ocultaba detrás de la puerta.
Sin embargo, eso no significaba que no hubiera nadie escondido
en una planta superior o inferior. De todos modos, o el olor empezaba
a desvanecerse o bien Mona se había acostumbrado a él. Aspiró lenta
y profundamente el delicioso y sensual aroma. Pero ¿qué era?
Al penetrar en la zona de recepción, Mona notó que el olor era
más intenso. Había tres enfermeras sentadas tras el elevado mostra-
dor, escribiendo, iluminadas por una potente luz. Una de ellas habla-
ba por teléfono en voz baja mientras escribía y las otras estaban ab-
sortas en su trabajo.
Ninguna de ellas reparó en Mona cuando ésta pasó frente al mos-
trador y dobló por un pasillo. El olor era cada vez más intenso.
-Jesús, no es posible -murmuró Mona, observando las puertas
a izquierda y derecha. Pero el olor le confirmó cuál era la que buscaba
antes de que viera el rótulo donde ponía «Alicia (Cici) Mayfair».
La puerta estaba entornada, y la habitación a oscuras. La ventana
daba a una escalera ya través del cristal se observaba una pared blanca.
Bajo las ropas del lecho había una mujer tumbada boca arriba. Un pe-
queño aparato digital registraba el curso del gota agota, una bolsa de
plástico llena de glucosa, transparente como el cristal, que la alimenta-
ba a través de un pequeño tubo insertado, bajo el esparadrapo, en la
mano derecha de la mujer, la cual reposaba sobre la manta blanca.
Mona se detuvo unos minutos y luego abrió la puerta de par en par,
a fin de comprobar si había alguien oculto en el baño, situado a la de-
recha y cuya puerta estaba abierta. Sólo vio una esquina del retrete y la
ducha. Tras echar una rápida ojeada al resto de la habitación, se dirigió
hacia el lecho, convencida de que se hallaba a solas con su madre.
El perfil de Alicia guardaba un extraordinario parecido con el que
ofrecía su hermana, Gifford, en el ataúd. Tenía el demacrado yangu-
loso rostro hundido en la suave almohada.
Las ropas del lecho la cubrían hasta el cuello. Eran de una des-
lumbrante blancura salvo por una manchita roja situada en el centro,
junto a la mano en la que estaban insertados el tubo y la aguja.
Mona se acercó, apoyó la mano en la cabecera de la cama y tocó la
mancha roja. Estaba húmeda. Mientras la contemplaba, la mancha se
hizo más grande, como si las ropas de la cama embebieran la sangre
que manaba de una herida oculta. Mona apartó bruscamente la sába-
na. Su madre no se movió. Estaba muerta. El lecho estaba empapado
de sangre.
De pronto Mona oyó un ruido a su espalda. Luego oyó una voz
femenina que se expresaba en un tono seco y desagradable.
-No la despierte, querida. Esta mañana nos ha dado una lata tre-
menda.
-¿Ha comprobado hace poco sus constantes vitales? -preguntó
Mona volviéndose hacia la enfermera, la cual ya había visto la san-
gre-. Haga el favor de avisar ami prima Anne Marie. Está en el ves-
tíbulo. Dígale que suba inmediatamente.
La enfermera era una mujer entrada en años. Cogió la mano de la
muerta para comprobar el pulso. Al cabo de unos segundos la depo-
sitó de nuevo sobre la ropas de la cama y salió de la habitación.
-Un momento -dijo Mona-. ¿Ha visto a alguien entrar aquí?
Tan pronto como hizo la pregunta comprendió que era inútil. La
enfermera estaba demasiado asustada ante la idea de que la culparan
por lo ocurrido para molestarse en responder a su pregunta. Mona la
siguió y vio que se dirigía apresuradamente hacia el mostrador de re-
cepción. Luego regresó junto a su madre.
Al cogerle la mano comprobó que aún no estaba helada. Mona
exhaló un largo suspiro. En aquel momento oyó unos pasos amorti-
guados en el pasillo, como de alguien calzado con unos zapatos de
suela de goma. Mona se inclinó sobre su madre, le apartó un mechón
de la frente y la besó. Su mejilla conservaba un poco de calor, pero la
frente estaba fría.
Estaba convencida de que su madre volvería la cabeza y gritaría:
«Ojo con el deseo que formules. ¿No te lo dije? Puede que se haga
realidad.»
Al cabo de unos minutos acudieron varias enfermeras. Anne Ma-
rie se detuvo en el pasillo, enjugándose los ojos con un pañuelo de
papel. Mona salió de la habitación.
Permaneció durante un rato junto al mostrador, observando y
escuchando a las enfermeras. Era preciso avisar al médico de guardia
para que certificara que Alicia había fallecido. Tardaría unos veinte
minutos en presentarse. Eran más de las ocho. Entretanto, habían
avisado al médico de la familia. Y a Ryan, por supuesto. Pobre Ryan.
El teléfono no paraba de sonar. ¿Y Lauren? ¿Cómo se encontraba
Lauren?
Mona echó a andar por el pasillo. En aquel momento se abrieron las
puertas del ascensor y apareció el médico de guardia, un joven que no
parecía tener edad ni experiencia suficiente para saber si alguien había
fallecido o no. El médico pasó junto a ella sin ni siquiera mirarla.
Aturdida, Mona bajó al vestíbulo y salió del edificio. El hospital se
hallaba en la calle Prytania, a una manzana de Amelia y Saint Charles,
donde vivía Mona. Anduvo lentamente por la acera, bajo la luz de las
farolas, enfrascada en sus pensamientos.
-Soy demasiado mayor para seguir vistiéndome así -dijo en voz
alta al llegar la la esquina-. Ya es hora de que me quite estos vestidos
y el lazo del pelo.
Al mirar al otro lado de la calle, vio que su casa estaba brillante-
mente iluminada. Frente a ella había unos coches aparcados, junto a
los cuales se había congregado un nutrido grupo de personas que ha-
blaban en tono exaltado.
Uno de los Mayfair se volvió y señaló a Mona. Alguien echó a co-
rrer hacia ella, como para protegerla e impedir que la atropellase un
coche cuando atravesara la calle.
-No me gustan estos vestidos -murmuró Mona mientras cru-
zaba apresuradamente la calle-. Estoy harta de ellos. No me los vol-
veré a poner.
-¡Mona, cariño! -exclamó su primo Gerald.
-Supuse que no viviría mucho tiempo -dijo Mona-, pero no
contaba con que las dos morirían con pocos días de diferencia.
Luego pasó junto a Gerald y los otros Mayfair, que se hallaban
junto a la verja y el camino que conducía a la puerta de entrada.
-Vale, vale -repetía a quienes trataban de ofrecerle sus condo-
lencias-. Debo quitarme este ridículo vestido.
14
LA HISTORIA DE JULIEN
No es la historia de mi vida lo que ustedes quieren que les cuente,
pero permítanme que les explique cómo averigüé mis diversos secre-
tos. Como saben, nací en el año 1828, pero me pregunto si saben us-
tedes lo que eso significa. Eran los últimos días de un viejo estilo de
vida, las últimas décadas en las que los acaudalados terratenientes del
mundo vivían como habían vivido durante siglos.
No sólo no habíamos oído hablar de ferrocarriles, teléfonos, Vic-
trolas y automóviles, sino que ni siquiera habíamos soñado con esas
cosas.
Riverbend -con su inmensa mansión llena de hermosos muebles
y libros, sus numerosos edificios anexos que albergaban a tíos, tías y
primos, y sus campos que se extendían desde las orillas del río hasta
el horizonte, hacia el sur, el este y el oeste- era realmente el paraíso.
Yo vine a este mundo casi sin que nadie se diera cuenta. Era un va-
rón, y mi familia deseaba tener brujas femeninas. Yo era un mero
príncipe de la sangre, y la corte un lugar cálido y agradable, pero nadie
reparó en que había nacido un niño que probablemente poseía ma-
yores poderes que cualquier otro miembro masculino o femenino de
la familia.
Mi abuela Marie Claudette se sintió tan decepcionada por el he-
cho de que yo no fuera una niña, que no volvió a dirigirle la palabra a
mi madre, Marguerite. Marguerite había dado a luz a otro varón, mi
hermano mayor Rémy, y ahora, tras haber cometido la torpeza de
parir otro niño, se vio postergada por la familia.
Por supuesto, Marguerite rectificó ese error en cuanto pudo, dan-
do a luz en el año 1830 a una niña, mi querida hermanita Katherine, la
cual se convirtió en heredera del legado. Pero las relaciones entre )
madre e hija se habían enfriado y nunca llegaron a normalizarse de nuevo.
Por otra parte, sospecho que Marie Claudette echó un vistazo
a Katherine y pensó: «Qué idiota», pues precisamente eso es lo que
era Katherine. Pero necesitaban una bruja y Marie Claudette estaba
empeñada en tener una nieta antes de morir, de modo que legó la es-
pléndida esmeralda a esa estúpida criatura que no cesaba de berrear.
Como saben, cuando Katherine se convirtió en una joven yo ya
había adquirido cierta influencia entre la familia, por mis dotes de
brujo. Yo engendré con Katherine a Mary Beth Mayfair, la última
de las célebres brujas Mayfair.
Yo era el padre de la hija de Mary Beth, Stella, como supongo que
también sabrán, y de la hija de ésta, Antha
Pero permítanme que retroceda a los peligrosos tiempos de mi
infancia, cuando todos me advertían en voz baja que cuidara mis mo-
dales, que no hiciera preguntas, que observara las costumbres de la
familia y que no prestara atención a las cosas extrañas que pudiese ver
relacionadas con el mundo de los fantasmas y los espíritus.
Asimismo, me advirtieron sin ambages que los varones de carácter
rebelde e independiente pertenecientes a la familia Mayfair no solían
prosperar, sino que morían a una edad precoz, se volvían locos o aca-
baban en el exilio.
Cuando vuelvo la vista atrás me parece imposible que yo acabara
convirtiéndome en un joven pasivo y bien educado como mi tío
Maurice, Lestan y muchos otros primos débiles y pusilánimes.
En primer lugar, veía fantasmas continuamente, oía voces de es-
pectros y veía cómo el alma abandonaba el cuerpo de un difunto; era
capaz de adivinar el pensamiento de la gente ya veces hacía que los
objetos se desplazaran de forma involuntaria. En resumidas cuentas,
era un joven dotado de poderes de brujo, hechicero o como prefieran
llamarlo.
No recuerdo un solo día en que no viera a Lasher. Muchas maña-
nas, cuando entraba en la habitación de mi madre a saludarla, lo veía
de pie junto a su silla. O junto a la cuna de Katherine. Pero él jamás
me miraba. Me habían advertido desde pequeño que no debía diri-
girme a él, ni tratar de averiguar quién era, ni pronunciar su nombre,
ni obligarlo a mirarme.
Mis tíos, una pandilla de desgraciados, solían decirme:
-Recuerda que los varones Mayfair podemos obtener cuanto
deseemos: mujeres, vino y una inmensa fortuna. Pero no debemos
tratar de averiguar los secretos de la familia. Deja éstos en manos de la
gran bruja, pues ella es quien todo lo ve y todo lo gobierna, y sobre
quien descansa nuestro vasto poder.
Pues bien, yo estaba decidido a desentrañar el misterio. No tenía la
menor intención de aceptar la situación cruzado de brazos. Mi abuela,
una mujer de temperamento extravagante, despertaba en mí una gran
curiosidad.
Entretanto, mi madre, Marguerite, se había distanciado de mí. Cuan-
do nos encontrábamos, lo cual no sucedía a menudo, me besaba apre-
suradamente. Iba con frecuencia a la ciudad -de compras, a la ópera, a
bailar, a cenar, etcétera-, y solía encerrarse en su estudio y contestar
con un grito si alguien se atrevía a molestarla.
Como es lógico, yo la encontraba fascinante. Pero mi abuela Ma-
rie Claudette era una presencia más constante en mi vida, y acabó
convirtiéndose, en mis raros momentos de ocio, en una irresistible
atracción.
En primer lugar déjenme que les hable de otra de mis aptitudes:
los libros. La casa estaba llena de libros. Eso no es frecuente en el viejo
Sur, créanme. Los ricos nunca han sido muy aficionados a la lectura;
es más bien una obsesión típica de la clase media. Sin embargo, toda
mi familia era muy amante de los libros; y yo era un lector asiduo de
los clásicos en francés, inglés y latín.
¿El alemán? Sí, también lo aprendí, al igual que el español y el
italiano.
Al alcanzar la adolescencia había leído al menos algún párrafo de
todos los libros que poseíamos, lo cual equivalía a una biblioteca
de gigantescas dimensiones. La mayoría de esos volúmenes se echaron
a perder con el paso del tiempo; otros fueron robados y algunos los
regalé, años más tarde, a personas tan amantes de la lectura como yo
mismo. Para entonces ya había obtenido cuanto deseaba de Aristóte-
les, Platón, Plauto, Terencio, Virgilio y Horacio. Muchas noches me
deleitaba con la lectura de Homero, en la versión de Chapman, y con
las Metamorfosis de Ovidio en una deliciosa traducción de Golding.
Sin olvidar a Shakespeare, a quien adoraba, por supuesto, y numero-
sas novelas inglesas muy divertidas, como Tristram Shandy, Tom Jo-
nes y Robinson Crusoe.
Leía cuanto caía en mis manos. Cuando no comprendía un pasaje,
lo leía una y otra vez hasta que lograba entenderlo. Siempre andaba
arriba y abajo con mis libros, preguntando a las personas con quienes
me tropezaba: «¿Qué significa esto?», y rogando a mis tíos, tías, pri-
mos y esclavos que me leyeran en voz alta algún párrafo que no al-
canzaba a comprender .
Cuando no me dedicaba a leer salía con chicos mayores que yo,
tanto negros como blancos, con los que montaba a caballo, iba a los
pantanos en busca de serpientes, o trepaba a los cipreses y las encinas
jugando a que unos piratas nos invadían desde el sur. Un día, cuando
tenía dos años y medio, me perdí en los pantanos durante una tor-
menta. Creí que me moría. Jamás olvidaré esa experiencia. A partir de
aquel día, no he vuelto a tener miedo de los truenos y relámpagos.
Recuerdo que gritaba como un desesperado, pero nadie acudía a res-
catarme. No obstante logré sobrevivir, ya la mañana siguiente me
hallaba-desayunando tan tranquilo junto a mi desconsolada madre.
Era un niño muy curioso y procuraba sacar provecho de todo
cuanto me rodeaba.
Mi tutor durante mis primeros tres años de vida fue el cochero de
mi madre, Octavius, un negro libre, descendiente de cinco ramas de los
primeros Mayfair a través de sus diversas amantes negras. Octavius
tenía a la sazón dieciocho años y era un joven muy simpático y diver-
tido. Mis poderes de brujo no le intimidaban lo más mínimo y, cuando
no me decía que se los ocultara a los demás, me explicaba cómo debía
utilizarlos.
Por ejemplo, él me enseñó a adivinar los pensamientos de los de-
más aunque trataran de ocultarlos y la forma de indicarles lo que
debían hacer sin expresarlo por medio de palabras, indicaciones
que invariablemente obedecían. Incluso me enseñó a imponer mi vo-
luntad por medio de sutiles palabras y gestos. Asimismo, aprendí de
Octavius unos encantamientos que hacían que el mundo en el que yo
habitaba, junto a mi familia y mis amigos, adquiriera un aspecto di-
ferente. También aprendí una serie de trucos eróticos, pues, como
muchos niños, a los tres, cuatro y cinco años de edad sentía gran cu-
riosidad por el sexo e intentaba unas cosas que más adelante, cuando
cumplí los doce, hicieron que me sintiera avergonzado, al menos du-
rante uno o dos años.
Pero volvamos al tema de las brujas y de cómo llegué a ser cono-
cido por ellas.
Mi abuela, Marie Claudette, siempre estaba entre nosotros. Solía
sentarse en el jardín, acompañada de una pequeña orquesta de músi-
cos negros que tocaban para ella. Había dos excelentes violinistas,
ambos esclavos, y otros que tocaban unas flautas de madera, llamadas
flautas dulces. Había uno que tocaba un contrabajo de manufac-
tura casera, por decirlo así, y otro que tocaba dos tambores, acari-
ciándoles con sus suaves dedos. Marie Claudette los había enseñado a
esos músicos sus canciones, muchas de las cuales eran originarias de
Escocia.
Yo me sentía muy a gusto en compañía de mi abuela. Detesta-
ba toda clase de ruidos, pero, cuando conseguía sentarme en su rega-
zo, ella se comportaba de forma dulce y encantadora y me contaba
cosas tan interesantes como las que contenían los libros de nuestra
biblioteca.
Era una mujer alta, de gran empaque, con los ojos azules y el ca-
bello blanco. Ofrecía una imagen la mar de pintoresca tendida en un
diván de mimbre en el porche, bajo una marquesina que la brisa agi-
taba ligeramente, mientras cantaba en gaélico o soltaba una andanada
de palabrotas contra Lasher .
El problema era que Lasher se había cansado de ella. Se dedicaba a
hacerle la corte a Marguerite ya admirar a Katherine, mi hermanita,
mientras que a Marie Claudette apenas le reservaba un beso o un par
de versos de vez en cuando.
A veces le suplicaba a Marie Claudette que lo perdonara por cor-
tejar a Marguerite, añadiendo, con una voz muy pura y hermosa, que
ésta le exigía que le dedicara toda su atención. En ocasiones, cuando
acudía a besar ya cortejar a Marie Claudette, aparecía vestido con una
levita, lo cual por aquel entonces constituía una novedad, ya que hasta
hacía poco los hombres lucían tricornios y pantalones hasta la rodilla;
otras veces presentaba un aire rústico, pues iba vestido con prendas
más bastas, pero siempre aparecía muy apuesto, con el cabello y los
ojos castaños.
Adivinen quién se sentó un día en las rodillas de Marie Claudette,
todo él sonrisas y ricitos, y le preguntó en tono zalamero:
-¿Por qué estás triste, grandmère? Cuéntamelo todo.
-¿Has visto a ese hombre que viene a visitarme?
-Por supuesto -respondí-, pero me han dicho que debo men-
tirte, aunque no sé por qué, pues parece que le gusta que le vean. In-
cluso le gusta asustar a los esclavos, apareciendo de pronto ante ellos
sin ningún motivo, excepto para satisfacer su vanidad.
Marie Claudette se enamoró de mí en aquel instante. Sonrió ante
mis observaciones y dijo que jamás había conocido aun niño de dos
años tan inteligente como yo. Yo tenía ya dos años y medio, pero no
dije nada. Al cabo de un par de días de haber mantenido nuestra
primera conversación sobre «el hombre», mi abuela me lo contó todo.
Me habló sobre su antiguo hogar en Santo Domingo, el cual echa-
ba mucho de menos, sobre el vudú y el culto al diablo en las islas y so-
bre cómo había llegado a dominar todos los trucos de los esclavos,
utilizándolos en su propio beneficio.
-Soy una magnífica bruja -afirmó-, mucho mejor de lo que
jamás llegará a serlo tu madre, pues está un poco loca y se ríe de todo.
En cuanto ala pequeña Katherine, quién sabe. Te recomiendo que la
vigiles estrechamente. Yo, personalmente, no suelo reírme con fre-
cuencia.
Todos los días me sentaba en sus rodillas y le hacía preguntas. La
horrible orquesta seguía tocando sin parar, pues Marie Claudette
nunca les ordenaba que cesaran. Ella esperaba que yo acudiera junto a
ella todos los días, y cuando no aparecía enviaba a Octavius a buscar-
me. Yo me sentía feliz. Sólo detestaba la música, que sonaba como un
coro de maullidos. Un día le pregunté a mi abuela si no preferiría es-
cuchar el canto de los pájaros, pero meneó la cabeza y dijo que la
música la ayudaba a pensar.
Entretanto, sus relatos, llenos de pintorescas imágenes y violencia,
se iban haciendo más complicados.
Hasta el mismo día de su muerte, Marie Claudette conversó
extensamente conmigo. Durante los últimos días, mandó que la or-
questa acudiera a su habitación, y mientras tocaban ella y yo charlá-
bamos en voz baja, tendidos y con la cabeza apoyada en las almohadas
del lecho.
Básicamente, mi abuela me contó que Suzanne, una mujer muy
astuta, había invocado al espíritu Lasher «por error», en Donnelaith,
y había muerto en la hoguera; que a su hija, Deborah, se la llevaron
unos brujos de Amsterdam; que Lasher siguió y cortejó a la hermosa
Deborah, la cual se convirtió en una mujer rica y poderosa, pero su-
frió una muerte atroz en una población francesa el día en que trataron
de quemarla en la hoguera como habían hecho con su madre. Luego
apareció en escena Charlotte, la hija de Deborah y de uno de los bru-
jos de Amsterdam; era la más fuerte de las tres primeras brujas, y uti-
lizó al diabólico espíritu para adquirir una gran fortuna e influencia y
un poder ilimitado.
Charlotte tuvo -con su propio padre, Petyr van Abel, uno de los
audaces y misteriosos brujos de Amsterdam, quien la había seguido al
Nuevo Mundo para prevenirla contra los peligros de cohabitar con
espíritus- a Jeanne Louise ya su hermano gemelo Peter y de Jeanne
Louise y su hermano nació Angélique, la madre de Marie Claudette.
La familia había adquirido oro, joyas, monedas de todos los países
y los lujos más inconcebibles. Ni siquiera la revolución de Santo Do-
mingo consiguió destruir su fabulosa fortuna, una mínima parte de la
cual dependía del éxito de las cosechas y que estaba depositada en va-
rios lugares seguros.
-Tu madre ni siquiera sabe lo que posee -me dijo Marie Clau-
dette-. Cuanto más pienso en ello, más importante me parece reve-
larte todos estos datos.
Naturalmente, yo estaba de acuerdo con ella. Todo ese poder y
dinero, dijo grandmère, había llegado a nosotros a través de las ma-
quinaciones del espíritu, Lasher, que era capaz de matar a las personas
señaladas por la bruja, atormentar a quienes ella pretendía que enlo-
quecieran, revelarle secretos que otros mortales procuraban ocultar e
incluso conseguir oro y alhajas transportándolos por medios mágicos,
aunque para ello el espíritu debía emplear una gran energía.
Era un espíritu encantador, dijo, aunque se requería una cierta ha-
bilidad para manipularlo. Últimamente la tenía muy abandonada; se
pasaba todo el día junto a la cuna de la pequeña Katherine.
-Katherine no lo ve -contesté-, a pesar de que el espíritu hace
cuanto puede para que lo vea.
-¿De veras? No lo creo.. Es imposible que una nieta mía no con-
siga ver al espíritu.
-Compruébalo tú misma. La niña no mueve los ojos. No puede
verlo, ni siquiera cuando se le aparece bajo la forma de un hombre al
que cualquiera podría ver y tocar .
-¿Estás seguro?
-Suelo oír sus pasos en la escalera -respondí-. Conozco sus
trucos. Sé que puede pasar del estado gaseoso al sólido y luego des-
vanecerse como una ráfaga de aire cálido.
-Eres muy observador-dijo mi abuela-. Te quiero mucho.
Su comentario me llenó de satisfacción y le dije que yo también la
quería, lo cual era cierto. Era una persona muy importante para mí.
Además, había llegado a la conclusión, mientras la observaba y escu-
chaba sus relatos, de que las personas ancianas eran más bellas que las
jóvenes.
Siempre mantuve esa opinión. Los jóvenes también me gustan,
por supuesto, sobre todo si son valientes y temerarios, como mi Stella
o mi Mary Beth. En cambio, a las personas de mediana edad no las
tolero.
Permíteme que te diga, Michael, que constituyes una excepción.
No, no protestes. No destruyas el trance. No diré que en el fondo eres
como un niño, pero posees la ingenuidad y la bondad de los niños,
cosa que me intriga y confunde. Me has desafiado. Como muchos
hombres con sangre irlandesa, sabes que existen cosas sobrenaturales.
Sin embargo, no te importa. Sigues hablando con vigas de madera,
techoc y muros enyesados.
Basta. Todo depende ahora de ti. Pero volvamos a Marie Clau-
dette ya lo que me contó sobre el fantasma de nuestra familia.
-Posee dos tipos de voz -dijo-, una que sólo podemos captar
mentalmente y la que acabas de oír, la cual todos los que posean un
oído adecuado pueden percibir. A veces emplea una voz tan fuerte y
clara que todo el mundo puede oírla. Pero eso ocurre en raras ocasio-
nes, ya que resulta muy cansado utilizarla. ¿De dónde crees que saca
las fuerzas? Pues de nosotros, naturalmente. De mí, de tu madre y
probablemente también de ti; lo he visto junto a mí cuando estabas
presente y he visto cómo lo observabas. Por lo que respecta a la voz
interior, puede llegar a confundirte, como suele hacer con sus enemi-
gos, a menos que te defiendas contra ella.
-Pero ¿cómo? -pregunté.
-¿No lo adivinas? Deja que te muestre lo inteligente que eres. Tú
ves al espíritu, lo cual significa que se aparece ante ti, ¿no es cierto?
Tras hacer acopio de fuerzas, se convierte en un hombre durante bre-
ves momentos. Luego, agotado, desaparece. ¿Por qué crees que se es-
fuerza en aparecer ante mí, en lugar de limitarse a murmurar dentro
de mi mente: «Pobre Marie Claudette, jamás te olvidaré»?
-Para exhibirse --contesté-. Es muy vanidoso.
Mi abuela soltó una carcajada.
-Sí y no. Debe adoptar una forma humana para aparecer ante mí
por una razón muy sencilla. Yo me rodeo día y noche de música. El
espíritu no puede atravesar esa barrera musical a menos que haga
acopio de todas sus fuerzas y se concentre poderosamente en la ma-
nifestación de una forma y una voz humanas. Es preciso que sofoque
la música que le atrae e hipnotiza.
»No es que la música no le guste, pero ejerce un fuerte poder de
atracción sobre él, al igual que atrae a los animales salvajes ya ciertos
personajes míticos. Mientras mi orquesta siga tocando, el diabólico
espíritu no podrá confundirme con su voz interior, sino que deberá
aparecer ante mí y darme unos golpecitos en el hombro.
En aquel momento fui yo quien soltó una sonora carcajada. En .
cierto aspecto, el espíritu no era peor que yo. Yo también había apren-
dido a prescindir de la música y concentrarme en los relatos de mi abue-
la, aunque no resultaba nada fácil. Pero, para Lasher, el hecho de con-
centrarse significaba la posibilidad de existir. Cuando los espíritus
sueñan, no se conocen a sí mismos.
Podría seguir hablando de este tema largo rato, pero tengo mu-
chas cosas que decir y estoy muy cansado.
Permítanme que continúe. ¿Dónde estaba? Ah, sí, mi abuela me
contó lo del poder de la música sobre ese ser, y que ella hacía que la
orquesta tocara continuamente para forzarlo a aparecer ante ella y
cortejarla, pues de otro modo no se hubiera molestado en hacerlo.
-¿Lo sabe él? -le pregunté.
-Sí y no -contestó ella-. Siempre me ruega que ordene que
cese la música, pero yo me niego. Luego se acerca a mí y me besa la
mano, y yo le miro. Tienes razón, es muy vanidoso. Le gusta exhibir-
se para asegurarse de que no me he alejado de su ámbito, pero ya no
me ama ni me necesita. Yo ocupo un pequeño lugar en su corazón.
Eso es todo.
-¿Tú crees que tiene corazón? -pregunté.
-Desde luego. Nos ama a todos, especialmente a las brujas, pues
a través de nosotros es como ha llegado a conocerse y como ha au-
mentado su poder .
-Comprendo -dije-. Pero ¿qué pasaría si quisieras dejar de
verlo? Si tú...
-Chitón. No vuelvas a decir eso -contestó con vehemencia-
ni siquiera cuando suene la música a todo volumen.
-De acuerdo -repuse, tomando buena nota de sus palabras. No
volví a tocar el tema-. Pero ¿puedes decirme al menos de quién se
trata?
-Es un diablo -respondió Marie Claudette-, un importante
diablo.
-No lo creo -dije yo.
Ella me miró asombrada.
-¿Por qué dices eso? ¿Quién iba a servir a una bruja sino el diablo?
Le conté cuanto sabía sobre el diablo, cosas que había aprendido
de las oraciones, los himnos, la misa y los esclavos.
-El diablo es malo -dije- y se porta mal con todos los que
creen en él. Ese ser, en cambio, es muy bueno con nosotros.
Mi abuela me dio la razón, pero insistió en que se trataba de un
diablo, pues, según dijo, se negaba a someterse ala ley de Dios, aun-
que le gustaba aparecer como un hombre de carne y hueso.
-¿Por que? -pregunté-. ¿Acaso no es más fuerte el diablo que
un hombre normal y corriente? ¿Por qué se expone a pillar la fiebre
amarilla o el tétanos?
Mi abuela rompió a reír.
-Le gusta sentir lo que sienten los hombres, ver lo que ellos ven
y oír lo que oyen, sin verse obligado a desvanecerse de los sueños y
arriesgarse a perder su influjo sobre la gente. Le gusta convertirse
en un hombre para ser real, para estar en el mundo y formar parte
del mundo, y también para desafiar a Dios, que no le dio un cuerpo
humano.
-Creo que se pasa un poco -contesté.
Aunque puede que no dijera exactamente eso, sino que me expre-
sara en los términos que utilizaría un niño de tres años de aquella
época, que ha vivido en el campo y ha visto muchas muertes y sufri-
mientos.
Mi abuela soltó otra carcajada y dijo que, fuera como fuese, el caso
es que nos había concedido una gran fortuna y poder porque le ha-
bíamos resultado útiles.
-Desea adquirir fuerza, y nosotros, con nuestra presencia, se la
proporcionamos. y sobre todo desea que nazca una bruja con la sufi-
ciente fuerza para lograr que se convierta definitivamente en un ser de
carne y hueso.
-Pues si cree que va a conseguirlo Katherine, se equivoca –re-
pliqué.
Mi abuela sonrió y asintió.
-Me temo que tienes razón, aunque la fuerza es algo que aparece
y desaparece. Tú la tienes. Tu hermano, en cambio, no.
-No estés tan segura -respondí-. Él se asusta más fácilmen-
te que yo. Cuando ve al espíritu se pone a hacer muecas para impedir
que se acerque a la cuna de Katherine. Yo no tengo que hacer muecas,
ni salgo huyendo. y no se me ocurriría derribar la cuna de la pequeña
Katherine. Pero ¿cómo puede una bruja conseguir que se convierta
definitivamente en un hombre de carne y hueso? Incluso cuando está
en presencia de mamá, sólo aparece con la apariencia de un hombre
durante dos o tres minutos a lo sumo. ¿Qué pretende?
-No lo sé -respondió mi abuela-. Sinceramente, no conozco
el secreto. Pero déjame decirte una cosa mientras la música sigue so-
nando. Escucha atentamente. Jamás he tenido el valor de confesár-
melo a mí misma, pero voy a decírtelo. Cuando haya obtenido lo que
desea, destruirá a toda la familia.
-¿Por qué? -pregunté.
-Lo ignoro -contestó mi abuela con expresión seria-. Pre-
siento que aunque nos ama y nos necesita, al mismo tiempo nos odia.
Yo reflexioné unos instantes.
-Claro que es posible que él no lo sepa -continuó Marie Clau-
dette-, o que desee que no lo sepa yo. Me pregunto si no te habrá
enviado aquí para que le transmitas a tu hermanita lo que te he con-
fiado. Marguerite se niega a escucharme. Se cree la dueña del mundo.
Temo sufrir los tormentos del infierno en mi vejez y deseo estar acom-
pañada de un niño angelical como tú.
-De modo que desea convertirse en un hombre de carne y hueso
-repetí. Recuerdo que el comentario de mi abuela referente a mi
apariencia angelical me había hecho perder el hilo. Deseaba que si-
guiera enumerando mis encantos, pero estaba empeñado en descifrar
aquel misterio-. No lo entiendo. ¿Cómo puede convertirse en un ser
de carne y hueso? ¿Acaso puede volver a nacer, o encarnarse en el
cuerpo de un difunto o de alguien que...?
-No -contestó mi abuela-. Afirma que conoce su destino.
Dice que lleva dentro el proyecto del ser en el que volverá a conver-
tirse y que, algún día, una bruja y un hombre crearán el óvulo mágico
del cual nacerá de nuevo, adoptando la forma que le corresponde, la
cual nada ni nadie podrá destruir, y todo el mundo llegará a verlo y
comprenderlo.
-Hummm... ¿Conque eso es lo que pretende? Has dicho «de
nuevo». ¿Acaso significa que antes era un hombre de carne y hueso?
-Antes era algo que ahora ya no es, pero existía, te lo aseguro.
Creo que era una criatura caída, condenada a sufrir la inteligencia y la
soledad bajo una forma «gaseosa». Quiere conseguir a través de no-
sotros una bruja fuerte, una especie de Virgen María, la cual constitu-
yó para Jesucristo el vehículo de su Encarnación.
-Estoy seguro de que no es un diablo -dije tras reflexionar unos
momentos.
-¿Por qué lo dices? -me preguntó de nuevo, aunque ya había-
mos hablado muchas veces del tema.
-Porque el diablo, suponiendo que exista, cosa que dudo, tiene
cosas más importantes que hacer.
-¿De dónde has sacado que no existe el diablo?
-Lo afirma Rousseau -contesté-. Sostiene que el peor mal está
dentro del hombre.
-Te aconsejo que leas otras obras antes de formarte una opinión
-dijo mi abuela.
Ése fue el fin de la primera parte.
Pero antes de morir, lo cual sucedió poco después de esa charla,
mi abuela me contó otras cosas sobre el espíritu. Por regla general,
mataba ala gente de un susto. Bajo una forma humana, se aparecía por
las noches a cocheros y jinetes, sobresaltándolos y haciendo que su-
frieran un accidente mortal; a veces asustaba también al caballo, lo
cual demuestra que adoptaba la forma de un ser material.
Tras seguir aun hombre o una mujer, les explicaba, a su manera un
tanto infantil, lo que esa persona había hecho durante todo el día, aun-
que uno tenía que saber interpretar sus singulares expresiones.
También se dedicaba a robar, generalmente cosas de poca impor-
tancia, aunque a veces robaba grandes sumas de dinero. Asimismo,
era capaz de adueñarse del cuerpo de un mortal durante breve tiempo
para ver a través de sus ojos y sentir a través de sus manos. Era una
experiencia que lo dejaba agotado y más atormentado que antes; en
ocasiones, su rabia y envidia le llevaban a matar a la persona de la que
se había adueñado. Por consiguiente, resultaba muy peligroso ayu-
darle a practicar esos trucos, pues era posible que acabase destruyen-
do el cuerpo inocente que había utilizado para sus fines.
Tal es la suerte que había corrido un sobrino de Marie Claudette
-un primo mío-, según me contó ella, por prestarse a tales experi -
mentos antes de aprender a controlar a Lasher ya obligarlo a obede-
cer o castigarlo por medio del silencio, cubriéndose los ojos y fin-
giendo no oírlo.
-Es fácil atormentarlo -dijo mi abuela-. Siente, olvida y llora.
No le envidio.
-Yo tampoco -contesté en voz alta.
-Jamás te burles de él-me advirtió mi abuela-. Te odiaría du-
rante el resto de tu vida. Cuando lo veas, vuelve la cabeza.
«Ni loco», pensé, pero no dije nada.
Un mes más tarde falleció mi abuela.
Yo me hallaba en el pantano, con Octavius. Nos habíamos esca-
pado para vivir una aventura como Robinson Crusoe. Tras amarrar
nuestra pequeña embarcación y montar el campamento, yo había in-
tentado encender una hoguera con unas ramas mientras Octavius iba
en busca de más leña.
De pronto, las ramas que sostenía en las manos comenzaron a ar-
der y, al alzar la vista, vi ante mí a Marie Claudette, mi querida abuela.
Ofrecía un aspecto de lo más sano y vigoroso, con las mejillas sonrosa -
das y sonriendo dulcemente. Me tomó en sus brazos, me besó y, tras
depositarme de nuevo en el suelo, desapareció. La pequeña hoguera
seguía ardiendo.
Enseguida comprendí el significado de aquella aparición. Mi abue-
la había venido a despedirse de mí. Estaba muerta. Insistí en regresar de
inmediato a Riverbend. Cuando nos acercábamos a la casa estalló una
violenta tormenta y echamos acorrer .Soplaba un vendaval que barría
las hojas, las ramas e incluso las piedrecitas del camino. No nos detuvi-
mos hasta que llegamos a la verja de la mansión; los esclavos se apresu-
raron a protegernos con unas mantas.
Efectivamente, Marie Claudette había muerto. Cuando le relaté a
mi madre, sollozando, cuanto sabía, ésta me miró como si me viera
por primera vez en su vida. Yo era para ella un bebé, un juguete, pero
en aquel momento me habló, no como si fuera un perrito o un niño,
sino como aun ser humano de pleno derecho.
-De modo que la viste y te besó -dijo mi madre.
De improviso, mientras los presentes seguían llorando ante elle-
cho de la difunta, el viento batía contra los postigos y el sacerdote,
visiblemente aterrado, murmuraba unas oraciones, apareció el diablo
junto al hombro derecho de mi madre y nuestras miradas se cruzaron.
Me miró unos instantes como implorándome que me compadeciera
de él, con los ojos arrasados en lágrimas, y luego se desvaneció.
Supongo que así es como terminará mi propia historia. Tú, Mi-
chael, añadirás las últimas palabras: «Y luego Julien se desvaneció.»
Pero ¿dónde estaré? ¿Adónde iré? ¿Acaso me hallaba en el cielo antes
de que invocaras mi nombre, o en el infierno? Estoy tan cansado que
ya no me importa, lo cual quizá sea una bendición.
Pero volvamos a aquel instante de confusión en que la lluvia pe-
netraba por la ventana mientras mi abuela yacía en su lecho, bajo un
montón de encaje, y mi madre, cuyo oscuro cabello contrastaba con la
palidez de su rostro, me contemplaba fijamente, y el diablo, tras ella,
asumía de pronto la forma de un apuesto joven, y la pequeña Katheri-
ne rompía a llorar en la cuna. Fue el comienzo de mi existencia como
cómplice de mi madre.
En primer lugar, después del funeral y el entierro en el cementerio
parroquial -los católicos no poseíamos un cementerio en nuestras
tierras, sino que nos enterraban en el camposanto de la localidad- mi
madre se volvió loca. Yo fui el único testigo de su locura.
Cuando subíamos la escalera, de regreso del cementerio, empezó
a gritar y echó a correr hacia su habitación. Yola seguí antes de que
pudiera cerrar con llave las puertas que daban a la galería. A conti-
nuación empezó a lanzar un gemido tras otro, desesperada por el do-
lor que le causaba la muerte de su madre, y por lo que no había hecho
y lo que no había dicho. De pronto, su dolor dio paso a un violento
arrebato de ira.
¿Por qué no había impedido el espíritu que Marie Claudette mu-
riera?, repetía mi madre una y otra vez.
-¡Lasher! ¡Lasher! ¡Lasher! -exclamó.
Mi madre cogió las almohadas del lecho y las desgarró, disemi-
nando las plumas por toda la habitación. Si no han contemplado
nunca un espectáculo semejante, les recomiendo que lo intenten y
verán lo que es bueno. Furiosa, mi madre rompió tres almohadas,
hasta que la habitación quedó inundada de plumas, mientras seguía
gritando como una histérica, ofreciendo un aspecto desolador. Al fi-
nal, yo también acabé llorando desconsoladamente.
Mi madre me estrechó entre sus brazos, rogándome que la per-
donara por el espectáculo que había organizado. Luego nos tumba-
mos en el lecho y al poco rato mi madre se quedó dormida. La noche
cayó sobre la plantación, lo cual, en aquellos tiempos de lámparas de
aceite y velas, hacía que toda actividad cesara de inmediato y todo
quedara sumido en el silencio.
Debía de ser pasada la medianoche cuando me desperté. No re-
cuerdo haber mirado el reloj, sólo que era plena noche, que estábamos
en primavera y que sentí deseos de apartar la mosquitera que rodeaba
la cama, salir al jardín y charlar un rato con la luna y las estrellas.
Al incorporarme vi ante mí al espíritu, sentado en el borde delle-
cho, con una mano tendida hacia mí. No grité, pues no había tiempo
para ello. De improviso sentí el suave tacto de sus dedos en mi mejilla,
lo cual me produjo una agradable sensación. El aire se agitó levemente
a mi alrededor, como si me acariciara, y el espíritu, tras desvanecerse,
empezó a besarme con labios invisibles ya tocarme, haciendo que mi
cuerpo, pese a mi corta edad, vibrara con unas extrañas y sensuales
sensaciones.
Al cabo de un rato, mientras permanecía tendido en el lecho junto
a un pequeño charco de líquido, vi que el diabólico ser volvía a mate-
rializarse ante la ventana. Salté de la cama, débil y confundido por el
goce que me había hecho experimentar, y me dirigí hacia él. Cuando
extendí un brazo en su dirección, súbitamente me miró con tristeza,
apartó la mosquitera y salimos juntos a la galería.
Tras estremecerse levemente bajo la luz, se desvaneció tres o cua-
tro veces para reaparecer de nuevo, hasta que al fin desapareció defi-
nitivamente dejando una estela de aire cálido tras él. Yo permanecí
inmóvil mientras oía su voz en mi mente, murmurando en tono con-
fidencial:
-He roto la promesa que le hice a Deborah.
-¿Qué promesa? -pregunté.
-Ni siquiera conoces a Deborah, estúpido mortal de carne y
hueso -dijo la voz.
Luego soltó contra mí una delirante andanada que parecía sacada
de las peores coplas de ciegos de la biblioteca. Aunque tenía tres años
y medio y sólo sabía unas cuantas canciones en verso, comprendí que
se trataba de un lenguaje chocante. Los esclavos me habían enseñado
algunos versos muy divertidos. y también sabía reconocer la pompo-
sidad.
-Por supuesto que sé quién era Deborah -respondí, repitien-
do la historia de Deborah tal como me la había contado Marie Clau-
dette, la cual me dijo que ésta, tras haberse convertido en un persona-
je muy importante, había sido acusada de practicar la brujería.
-Fue traicionada por su marido y sus hijos, e incluso por su pro-
pio padre. Pero yo me vengué de él-dijo la voz-. Me vengué por lo
que él y los suyos nos hicieron a Deborah y a mí.
La voz calló. Tuve la sensación de que estaba apunto de soltar
otra serie de versos ofensivos contra mí, pero al final desistió.
-¿Comprendes lo que quiero decir? -preguntó la voz-. Le
prometí a Deborah que jamás le sonreiría aun niño, y que no favore-
cería aun varón respecto a una hembra.
-Sí, sé lo que quieres decir -contesté-. Me lo dijo mi abuela.
Deborah nació en la región de los Highlands, en Escocia. Era una hija
bastarda, concebida durante las celebraciones de mayo. Probable-
mente su padre era el dueño de las tierras, pero no movió un dedo
cuando la madre de Deborah, Suzanne, una pobre bruja casi analfa-
beta, fue quemada en la hoguera.
-En efecto -dijo la voz-. Así sucedió. ¡Mi pobre Suzanne, que
invocaba mi nombre desde los abismos al igual que una niña saca una
serpiente de un estanque profundo sin darse cuenta! Ella pronunció
mi nombre, trenzando las sílabas en voz alta, y yo la oí.
»Sí, era el dueño de las tierras, el jefe del clan de Donnelaith, el
hombre que la dejó preñada y luego se echó a temblar cuando la que-
maron en la hoguera. ¡Donnelaith! ¿Puedes pronunciar esa palabra?
¿Sabes escribirla? Si vas allí verás las ruinas del castillo que yo destruí.
y las tumbas de loS últimos miembros del clan, borrados de la faz de
la tierra, hasta que llegue un momento en que...
-¿Qué?
La Voz guardó silencio y empezó a acariciarme de nuevo.
-¿Y tú? -pregunté tras reflexionar unos instantes-. ¿Eres va -
rón o hembra? ¿O ni una cosa ni la otra?
-¿Es que no lo sabes?
-Si lo supiera no te lo habría preguntado.
-¡Un varón! -contestó-. ¡Un varón! ¡Un varón! ¡Un varón!
Yo traté de reprimir la risa ante su indignación por haber herido
su amor propio.
Sin embargo, debo confesar que a partir de aquel día lo consideré
al mismo tiempo un ser neutro y un varón, tal como podrán compro-
bar en mi relato. En ocasiones se comportaba de un modo tan estúpi-
do y obtuso que me parecía algo monstruoso, mientras que otras
asumía una personalidad bien definida. Así pues, les ruego que dis-
culpen mis dudas al respecto. Cuando lo llamaba por su nombre, solía
considerarlo un varón. En otros momentos, cuando me enojaba, lo
despojaba de su sexo y lo maldecía por su temperamento frívolo e in-
fantil.
Comprobarán, por este relato, que las brujas también lo conside-
raban indistintamente un ser neutro y un varón. y tenían sus motivos.
Pero retrocedamos un instante al momento en que nos hallába-
mos en el porche y ese ser me acariciaba dulcemente.
Cuando me cansé de sus caricias, me volví y vi a mi madre junto a
la puerta, observando la escena.
-No permitiré que le hagas daño -dijo, dirigiéndose a ese ser-.
Es un niño inocente.
Supongo que el espíritu le respondió mentalmente, pues mi madre
guardó silencio. Luego desapareció. Es lo único que sé con certeza.
A la mañana siguiente fui al cuarto de los niños, en el cual todavía
dormía con Rémy, Katherine y unos simpáticos primitos de los que
prefiero no acordarme. Aún no sabía escribir correctamente. Deben
tener en cuenta que, en aquellos tiempos, mucha gente sabía leer pero
no escribir.
De hecho, era frecuente que uno supiera leer pero no escribir. Yo
leía todo lo que caía en mis manos, tal como he dicho, y pronunciaba
palabras como «transubstanciación» en inglés y en latín sin la menor
dificultad, pero hacía poco que había aprendido a formar palabras es-
critas con cierta agilidad y velocidad. Me costaba mucho escribir lo
que decía el espíritu, y le preguntaba a cualquiera que pasara en aquel
momento cómo se escribía determinada palabra. Esas palabras toda-
vía están garabateadas en mi pequeño pupitre, hecho a mano en ma-
dera de ciprés y actualmente guardado en el trastero. Tú mismo, Mi-
chael, lo tocaste con tus propias manos cuando reparaste las vigas de
esa habitación.
«Hasta que llegue un momento en que...» Ésas eran las palabras
que había pronunciado el espíritu, las cuales me parecieron muy sig-
nificativas.
En aquel momento resolví aprender a escribir, cosa que hice en
seis meses, aunque no conseguí perfeccionar mi caligrafía hasta haber
cumplido casi los doce años. Hasta entonces, escribía con letra torpe y
apresurada.
Cuando le conté a mi madre lo que me había dicho el espíritu,
murmuró asustada:
-Conoce nuestros pensamientos.
-No se trata de secretos -dije-, pero, aun así, es mejor que sue-
ne un poco de música para que podamos hablar tranquilamente.
-¿A qué te refieres? -preguntó mi madre.
-¿No te lo explicó la abuela?
Mi madre me confesó que ésta no le había dicho nada. De modo
que se lo expliqué yo. Ella empezó a reírse, presa de un ataque de his-
teria como la noche anterior, dando palmadas y sentándose en el sue-
lo. Acto seguido mandó llamar a los músicos que solían tocar para la
abuela.
Mientras la música -que sonaba como si estuviera interpretada
por una banda de gitanos borrachos librando una batalla musical con
unos indios- sofocaba nuestras voces, le conté a mi madre todo lo
que me había dicho Marie Claudette.
De pronto el espíritu apareció detrás de los músicos, donde éstos
no podían ver su masculina figura, y se puso a bailar como un loco. Al
cabo de un rato, el espectro empezó a oscilar de un lado a otro y se
esfumó. Pero todavía se notaba su presencia en la habitación, donde
se había dejado arrastrar por el sincopado ritmo africano interpretado
por la orquesta.
Mi madre y yo bajamos la voz para que no pudiera oír nuestras
palabras.
A Marguerite no le interesaba la «historia antigua». Nunca había
oído nombrar la palabra «Donnelaith» y apenas recordaba nada sobre
Suzanne. Se alegraba de que yo hubiera tomado buena nota de lo que
me había contado Marie Claudette y prometió facilitarme unos libros
de historia.
Me confesó que su pasión era la magia. Su madre, según me dijo,
nunca había apreciado su talento. Tiempo atrás, ella, Marguerite, ha-
bía trabado amistad con las reinas más poderosas del vudú de Nueva
Orleans. Había aprendido de ellas las artes de curar enfermedades y
realizar todo tipo de hechizos y maldiciones, con ayuda de Lasher, el
cual era su esclavo, su más ferviente admirador y su amante.
Aquel día mi madre y yo iniciamos una conversación que duraría
hasta su muerte y durante la cual ella me confió cuanto sabía sin re-
servas. y o le relaté a mi vez todo lo que sabía, mientras ella me estre-
chaba entre sus brazos. Jamás me había sentido tan unido a mi madre.
Sin embargo, no tardé en comprender que mi madre estaba loca; o
digamos obsesionada con sus experimentos mágicos. Estaba conven-
cida de que Lasher era el diablo, por mucho que él lo negara, y se ale-
graba de que yo le hubiera explicado la forma de mantenerlo aislado
por medio de la música. Le entusiasmaba recorrer el pantano en busca
de plantas mágicas, charlar con las viejas negras sobre exóticas curas y
tratar de transformar las cosas por medio de sustancias químicas y sus
propios poderes telequinésicos.
Por supuesto, en aquellos tiempos no utilizábamos esa palabra,
pues no la conocíamos. Mi madre estaba convencida del amor que
Lasher sentía hacia ella. Había tenido una hija y trataría de tener otra
hembra más fuerte si eso era lo que él deseaba. A medida que pasaban
los años, mi madre se sentía menos atraída por los hombres, conten-
tándose con loS abrazos de Lasher. También se mostraba menos co-
herente.
Entretanto, yo crecía rápidamente y seguía siendo un niño suma-
mente precoz, aficionado a la lectura, a las aventuras ya mis relaciones
con el demonio.
Los esclavos sabían que lo tenía en mi poder y acudían a mí en bus-
ca de ayuda, para que les curara cuando estaban enfermos. Al cabo de
poco tiempo me convertí, a sus ojos, en un personaje aún más misterio-
so y poderoso que mi madre.
Llegados a este punto, Michael, me enfrento a dos opciones: ex-
plicar todo lo que Marguerite y yo aprendimos y la forma en que ac-
cedimos a esos conocimientos, o bien seguir relatando los aspectos
más importantes de esta historia. Si me lo permites, prefiero elegir un
camino intermedio y relatar brevemente nuestros experimentos.
Sin embargo, antes de proseguir debo decir que mi hermana, Ka-
therine, se había convertido en una jovencita totalmente carente de
inteligencia, pero tan hermosa como inocente; en una flor que yo
adoraba y deseaba proteger. Sabía que a Lasher le complacía que
yo velara por ella, cosa que hacía muy gustoso. y o sentía un profundo
amor por mi hermana y sabía que ella había llegado a ver a «ese hom-
bre», aunque éste le asustaba. Todo lo extravagante y sobrenatural le
inspiraba temor, incluso nuestra madre, cosa perfectamente com-
prensible.
Los experimentos de Marguerite resultaban cada vez más desca-
bellados. Cuando se enteraba de que un niño había nacido muerto,
insistía en que le llevaran el cadáver. Los esclavos trataban de ocultar-
le el hecho de que algún hijo suyo había nacido muerto, por temor a
que éste terminara en un frasco en el estudio de Marguerite. Uno de
los episodios que recuerdo de aquella época es un día en que mi madre
entró en casa con un bulto entre los brazos y, sonriendo, me mostró el
cadáver de un negrito que acababa de nacer. Antes de que yo pudiera
reaccionar, se encerró apresuradamente en su estudio.
-A todo esto, el espíritu seguía mostrándose muy atento conmigo.
Cada día depositaba en mi bolsillo unas monedas de oro; me advirtió
que tenía algunos enemigos entre mis primos; montaba guardia junto
a la puerta de mi habitación y, en cierta ocasión, atrapó a un ladrón
que intentaba robarme las pocas alhajas que poseía.
Cuando me hallaba solo, empezaba a acariciarme y me proporcio-
naba un placer más intenso del que jamás había experimentado.
Asimismo, seguía manteniendo relaciones con Marguerite. Sus
intentos de conquistar a mi hermana, sin embargo, fracasaron estre-
pitosamente.
Katherine estaba convencida de que los perversos placeres que él
le ofrecía por las noches constituían un pecado mortal. Supongo que
era la primera bruja que creía esas cosas, aunque no me explico cómo
las normas católicas consiguieron arraigar en ella atan tierna edad,
antes de que el demonio la tentara con sus sueños eróticos. Si creen
ustedes en Dios, sin duda pensarán que la protegía. Yo no lo creo.
Al poco tiempo, mi madre y yo, cansados de la abominable or-
questa de Marie Claudette, decidimos contratar aun pianista y un
violinista para que tocaran para nosotros. Al principio, el espíritu se
mostró tan entusiasmado con los nuevos músicos como con los ante-
riores. Solía aparecer, bajo la forma de un apuesto joven, en la habita-
ción donde estuvieran tocando, fascinado por la música.
Pero cuando comprendió que mi madre y yo, aprovechando que
los músicos estaban tocando, nos poníamos a hablar en voz baja para
que él no nos oyera, se enfureció y organizó tal escándalo que tuvi-
mos que contratar de nuevo a la vieja orquesta para sofocar sus gritos
y exclamaciones. Al final comprendimos que la única forma de man-
tenerlo aislado era por medio de la melodía y el ritmo. El ruido, en sí
mismo, no bastaba.
Entretanto, nuestra plantación seguía prosperando, nuestra for-
tuna se acumulaba en diversos bancos extranjeros, nuestros primos se
casaban entre sí y el nombre de los Mayfair adquiría cada vez mayor
prestigio a lo largo de River Coast, convirtiéndonos en unos persona-
jes casi de leyenda. Nadie podía tocarnos.
Un día, cuando tenía nueve años, le pregunté a Lasher:
-¿Qué pretendes de mi madre y de mí?
-Lo mismo que de todos vosotros -respondió-. Que me con-
virtáis en un ser de carne y hueso.
Acto seguido empezó a canturrear esas palabras una y otra vez,
imitando a los músicos de la orquesta, mientras agitaba los objetos
que había en la habitación al ritmo de un imaginario tambor, hasta
que me tapé los oídos y le rogué que se detuviera.
-Qué risa -dijo, muy serio.
-¿Qué es lo que te parece tan gracioso? -le pregunté.
-Tú, porque he conseguido que te balancearas al son de mi música.
Yo solté una carcajada y dije:
-Tienes razón. Sin embargo, no te ríes.
-No -contestó en tono petulante-, pero cuando me convierta
en un hombre de carne y hueso volveré a reírme.
-¿Que volverás a reírte? -pregunté.
Pero el espíritu no me contestó.
Recuerdo aquellos momentos con toda claridad. Me encontraba
en la terraza superior de la casa, bajo las hojas de plátano que rozaban
la balaustrada de madera. A lo lejos, unos barquitos se deslizaban por
el río, a través de los canales, hacia el puerto, situado al norte. Los
campos relucían bajo el cálido sol primaveral y sobre el césped había
unos cuarenta o cincuenta primos míos, todos ellos menores de doce
años, jugando bajo la atenta mirada de mis tíos y tías, los cuales esta-
ban sentados en mecedoras, charlando y abanicándose.
Yo permanecía de pie junto a aquel extraño ser, apoyado en la
balaustrada, serio y pensativo pese a mi corta edad, tratando de des-
cifrar el misterio que me rodeaba.
-Yo te he dado todo esto -dijo Lasher, como si adivinara mis
pensamientos y emociones más claramente que yo-. Tu familia es mi
familia; te concederé toda suerte de bendiciones. Eres demasiado jo-
ven para imaginar siquiera lo que la riqueza puede ofrecerte. Con el
tiempo te darás cuenta de que eres el soberano de un espléndido reino.
Ningún monarca europeo goza del poder que posees tú.
-Te amo -respondí mecánicamente. En aquel momento estaba
convencido de lo que decía, como si tratara de seducir aun adulto
mortal.
-Déjame seguir -dijo Lasher-. Deseo que protejas a Katherine
hasta que sea capaz de tener una hija. Katherine es débil, pero nacerán
otras hembras más fuertes que ella. Es preciso. Debes velar por la
continuación del linaje.
-¿Es eso lo único que debo hacer? -pregunté.
-De momento, sí -contestó-. Pero tú eres muy fuerte, Julien.
E inteligente. Cuando comprendas lo que debes hacer, yo te ayudaré a
conseguirlo.
Yo seguí reflexionando mientras observaba a mis primos jugando
en el césped. De pronto, mi hermano alzó la cabeza y me preguntó si
deseaba acompañarlos en barco hasta la bahía.
En aquel instante comprendí que en la familia existían dos co-
rrientes: la de las brujas, que propugnaba que utilizáramos al espíritu
para adquirir riqueza y poder, y una corriente normal o natural que
fluía con el ímpetu de un caudaloso torrente que el espíritu no conse-
guía..destruir .
De nuevo, éste adivinó mis pensamientos y dijo:
-Si tratas de luchar contra mí te destruiré. Vives tan sólo porque
Katherine te necesita.
Sin decir media palabra, entré en la habitación, cogí mi diario, bajé
al salón, pedí a los músicos que tocaran una melodía y me senté a es-
cribir.
Con el tiempo, mi madre y yo fuimos perfeccionando nuestras
aptitudes. Éramos capaces de curar numerosas enfermedades, tal co-
mo he dicho, y de realizar toda clase de encantamientos. De vez en
cuando, enviábamos a Lasher a espiar a nuestros enemigos ya que
tratara de averiguar los cambios económicos que iban a producirse en
el futuro.
Debo confesar que no era empresa fácil, y poco a poco comprendí
que mi madre estaba demasiado loca para ocuparse de los aspectos
prácticos del negocio. De hecho, nuestro primo Augustin, que admi-
nistraba la plantación, hacía y deshacía a su antojo.
Cuando cumplí quince años hablaba y escribía correctamente siete
lenguas, y ocupaba el cargo oficioso de supervisor y gerente de la plan-
tación. Sabía que mi primo Augustin me tenía celos y un día, en un arre-
bato de furia, lo maté de un tiro.
Fue un momento espantoso.
No pretendía matarlo. Fue él quien sacó el rifle y amenazó con
matarme. Yo, ciego de rabia, le arrebaté el arma y disparé contra él,
con tan mala fortuna que le herí en la frente. Tan sólo me había pro-
puesto pelear con él y dejarlo fuera de combate, no liquidarlo defini-
tivamente. Nadie estaba más sorprendido que yo de verlo tendido en
el suelo, en medio de un charco de sangre; ni siquiera él, dondequiera
que estuviese, pues durante unos breves segundos vi a su alma, per-
pleja y estupefacta, abandonar el cuerpo y esfumarse.
El accidente sembró el caos en la familia. Mis primos huyeron a
sus residencias junto al mar, y los que habitaban en la ciudad se ence-
rraron en sus mansiones de Nueva Orleans. Se suspendieron las labo-
res de la plantación en señal de duelo por la muerte de Augustin, y el
sacerdote acudió para organizar los preparativos del funeral.
Yo permanecí encerrado en mi habitación, llorando desconsola-
da mente. Suponía que iban a castigarme por mi horrible delito, pero a
los pocos días comprendí que nadie me castigaría.
Nadie se atrevió a ponerme la mano encima. Todos me tenían
miedo, incluso la esposa y los hijos de Augustin, quienes se apresura-
ron a tranquilizarme diciendo que sabían que había sido «un acci-
dente».
Mi madre me miró como si no saliera de su asombro y dijo:
-Haz lo que creas más oportuno.
Un día, mientras escribía en mi diario, el espíritu apareció repen-
tinamente y arrebatándome la pluma de las manos y sonriendo per-
versamente, dijo:
-Yo podría haberlo hecho por ti, Julien. Guarda el rifle. No lo
necesitas.
-¿Acaso te resulta tan fácil matar? -pregunté.
-Qué risa.
Entonces le conté que tenía dos enemigos, un tutor que había
ofendido a mi amada Katherine y un comerciante que nos había esta-
fado.
-Mátalos -le ordené.
Lasher se apresuró a obedecerme. Al cabo de una semana mis dos
enemigos habían sufrido sendos accidentes mortales, uno al caer bajo
las ruedas de un coche y el otro al caerse del caballo.
-Fue muy sencillo -dijo Lasher.
-Ya lo veo -contesté.
Creo que estaba embriagado con mi poder. Al fin y al cabo, sólo
tenía quince años y era la época anterior a la guerra, cuando aún está-
bamos aislados del resto del mundo.
Al poco tiempo los descendientes de Augustin abandonaron nues-
tras tierras. Se afincaron en el interior del país y construyeron la her-
mosa plantación de Fontevrault. Pero ésa es otra historia. Te recomien-
do, Michael, que un día tomes la carretera del río, cruces el puente del
Sol y visites las ruinas de Fontevrault, pues allí ocurrieron muchas
cosas.
Nunca llegué a reconciliarme con Tobias, el primogénito de Au-
gustin. La noche en que maté a su padre, él era un niño de corta edad y
siempre sintió un profundo odio hacia mí. Su familia, que gozaba
también de una gran fortuna, conservó el apellido Mayfair, y su prole
contrajo matrimonio con la nuestra. Pertenecían a una de las múltiples
ramas del árbol familiar. En realidad, constituía una de las más sanas y
milia, y de mí, puesto que posteriormente mantuve relaciones íntimas
con algunas de sus miembros.
Pero volvamos a nuestra vida cotidiana. A medida que Katherine se
convertía en una bella joven, Marguerite se marchitaba, como si su hija
le arrebatara la energía vital. Aunque, por supuesto, no era así.
Marguerite prosiguió con sus insensatos experimentos en su afán
de resucitar a los bebés, de hacer que Lasher se apoderara de sus
cuerpos, de que éstos se movieran. Pero jamás consiguió restituirles el
alma; eso era imposible.
No obstante, no cejaba en su empeño y me convirtió en su ayudan-
te. -Encargamos que nos enviaran libros sobre magia de todo el mundo.
Los esclavos acudían a nosotros a fin de que les diéramos medicinas
para curar todo tipo de enfermedades. Nuestro poder aumentó hasta
tal punto que éramos capaces de curar algunas dolencias con la simple
imposición de las manos. Lasher era nuestro aliado, y si conocía un
secreto para curar a un enfermo que, por ejemplo, había sido envene-
nado, no dudaba en transmitírnoslo.
Cuando no estaba ocupado con mis experimentos, solía acompa-
ñar a Katherine a Nueva Orleans para asistir a la ópera, al ballet o al
teatro, invitarla a cenar en los mejores restaurantes y dar largos paseos
con ella para que conociera mundo, unas actividades que una mujer
no podía realizar sola. Era una muchacha inocente y bondadosa, me-
nuda, con el cabello y los ojos oscuros y dotada de escasa inteligencia.
Empecé a pensar que la tendencia de los Mayfair a contraer ma-
trimonio entre sí había fomentado ciertas debilidades y me dediqué a
estudiarlas entre mis primos, muchos de los cuales eran decidida-
mente imbéciles, si bien amables y encantadores. Asimismo, muchos
poseían alguna señal típica de las brujas, tales como una verruga ne-
gra, una marca de nacimiento que presentaba determinada forma o un
sexto dedo, el cual podía hallarse situado junto al meñique o el pulgar.
En cualquier caso, la persona que lo poseía se avergonzaba de ello.
Yo había leído la historia de Escocia ante las mismas narices de
Lasher, aunque probablemente no se había percatado de ello, pues, si
en aquellos momentos el violinista estaba tocando una melancólica
melodía, se dejaba arrastrar por ésta y no reparaba en nada. Otras ve-
ces, cansado de la música, se iba a cortejar a mi madre.
Actualmente Donnelaith no era una ciudad importante, pero se-
gún las viejas leyendas lo había sido. Antaño había existido allí una
hermosa catedral, una importante escuela y un gran santo, cuya tum-
ba veneraban los católicos que acudían de todos los rincones del país.
Yo tomé buena nota de esos datos y decidí visitar un día Donne-
laith a fin de indagar la historia de sus gentes.
Mi madre se burlaba de ello y, procurando que Lasher no la oyera,
me decía:
-Interrógale. Estoy convencida de que no es nada ni nadie, sino
que proviene del infierno.
Decidí seguir sus consejos y comprobé que mi madre tenía razón.
Cuando le preguntaba a Lasher quién había creado el mundo, respon-
día con evasivas, soltándome un discurso sobre la niebla y el universo
de los espíritus. Si le preguntaba si había presenciado el nacimiento de
Jesucristo, contestaba que tal personaje no había existido nunca y que
él sólo conocía a las brujas.
Cuando le hablaba sobre Escocia se ponía a llorar al recordar a
Suzanne. Me contó que ésta había muerto aterrada, en medio de gran-
des sufrimientos, y que Deborah había asistido a su agonía antes de que
los malvados hechiceros de Amsterdam se la llevaran.
-¿Quiénes eran esos hechiceros? -le pregunté.
-No tardarás en descubrirlo -respondió Lasher-. Te están vi-
gilando. Ten cuidado, pues lo saben todo y pueden lastimarte.
-¿Por qué no los matas? -le pregunté.
-Porque entonces sabría lo que saben ellos. Además, en realidad,
no tengo motivos para matarlos. Te aconsejo que te andes con cuida-
do. Son unos alquimistas y unos embusteros.
-¿Cuántos años tienes?
-Yo no tengo edad.
-¿Qué hacías en Donnelaith?
Silencio.
-¿Por qué fuiste allí?
-Ya te lo he dicho, me llamó Suzanne.
-Pero tú estabas allí antes que Suzanne.
-No existe nada antes que Suzanne.
No había forma de sacar nada en limpio, pues, aunque algunas de
sus respuestas no dejaban de ser interesantes, Lasher se negaba a re-
velarme importantes secretos.
-Ve a ayudar a tu madre. Necesita tu fuerza y poder.
Eso significaba, por supuesto, que debía ayudar a Marguerite con
sus experimentos. «De acuerdo -pensé-, pero si se empeña en en-
cender esas pestilentes velas y farfullar palabras en latín cuyo signifi-
cado desconoce, me largo.»
Seguí a Lasher hasta la habitación de mi madre. Ésta apareció sos-
teniendo en brazos aun bebé, muy enfermo pero aún con vida, al que
su madre había abandonado en la puerta de la iglesia. El niño, un pre-
cioso negrito con el pelo castaño y rizado y una boquita rosa que
te partía el corazón, no cesaba de berrear. Era tan pequeño y frágil
que supuse que no viviría muchos días. Mi madre, sin embargo, estaba
entusiasmada con él. Lo estudiaba como quien estudia un insecto en
un frasco.
Tras cerrar la puerta y encender unas velas, depositó al niño en la
cama, se arrodilló junto a él y le ordenó a Lasher que se apoderara de
su cuerpo.
-Penetra en su cuerpo -entonó mi madre con voz sepulcral-.
Mira a través de sus ojos, habla a través de su boca, respira su aliento y
siente los latidos de su corazón.
En aquel momento tuve la sensación de que la habitación se ex-
pandía y contraía, aunque, por supuesto, eran imaginaciones mías. De
pronto todos los objetos empezaron a moverse y percibí un tenue
murmullo de frascos, campanas y postigos. A continuación el niño
empezó a adquirir un aspecto distinto. Comenzó a mover las piernas
y los brazos y su rostro adoptó una expresión malévola, de persona
adulta.
Ya no parecía un bebé, sino un ser monstruoso. Aunque no había
cambiado físicamente, estaba poseído por un hombre adulto, el cual
lo manipulaba a su antojo.
-Soy Lasher -dijo con voz gangosa-. Heme ante vosotros.
-¡Crece, crece y hazte fuerte! -le conminó Marguerite, alzando
los puños-. Ordénale que crezca, Julien. Contempla fijamente sus
brazos y piernas y oblígale a que crezca.
Yo le obedecí y observé estupefacto que sus pequeños brazos y
piernas empezaban a aumentar de tamaño. Sus ojos, que eran de un
azul muy claro, se volvieron castaños, y su pelo también se oscureció.
Su tez, por el contrario, se tornó más pálida, y sus mejillas adqui-
rieron un tono sonrosado. De improviso extendió las piernas como si
fueran unos tentáculos y, tras proferir un grito, murió. Así, repenti-
namente.
Marguerite se precipitó sobre él y lo arrojó contra el espejo del
tocador. El cuerpo del niño se estrelló contra el cristal, rociándolo de
sangre aunque sin llegar a romperlo, y luego cayó entre los numerosos
frascos de perfumes, pócimas y peines dispuestos sobre el tocador.
La habitación comenzó a temblar de nuevo y sentí la presencia de
Lasher junto a mí. De repente, éste se desvaneció, dejando la estancia
sumida en una atmósfera helada, como si se hubiera llevado el calor
consigo.
Mi madre se desplomó en una silla y rompió a llorar.
-Siempre sucede lo mismo. Los cuerpos de los niños son dema-
siado débiles para contener a Lasher. Los destruye. ¡Jamás logrará
convertirse en un hombre de carne y hueso! Después de estos experi-
mentos acaba tan agotado que se desvanece durante un tiempo. No
podemos hacer nada sino aguardar a que vuelva a aparecer.
Yo no salía de mi asombro. Deseaba correr a mi habitación para
escribir cuanto había presenciado, pero mi madre me detuvo.
-¿Qué podemos hacer para conseguir que se convierta en un
hombre de carne y hueso? -preguntó.
-No lo intentes con un bebé -respondí-, inténtalo con el cuer-
po de un hombre adulto. Utiliza a un retrasado mental, a un inválido, a
alguien que esté apunto de morir, que no pueda oponerle resistencia.
Quizá Lasher consiga apoderarse de él.
-Pero él dice que debe desarrollarse dentro del cuerpo de un
niño de corta edad, como el bebé del pesebre.
-¿Eso ha dicho? ¿Cuándo? -pregunté extrañado.
-Dice que debe nacer de un niño, hijo de la bruja más poderosa,
pero que debe ser un bebé, como el niño Jesús. ¡Ojalá pudiéramos
convertirlo en un hombre de carne y hueso! ¡Alcanzaríamos un poder
ilimitado, conseguiríamos resucitar a los muertos!
-¿Lo crees así?
-Acércate -contestó mi madre, tomándome de la mano.
Luego se arrodilló, sacó un baúl de debajo de la cama y lo abrió.
Éste contenía unos muñecos hechos con huesos y cabellos humanos.
Te aseguro, Michael, que no estaban tan descompuestos como cuando
tú los viste. Iban vestidos con ropas de encaje y adornados con ex-
quisitas joyas de oro y perlas, y nos miraban con unos ojillos que pa-
recían de verdad.
-Están muertos. Mira, ésta es Marie Claudette -dijo mi madre,
mostrándome una muñeca con el pelo canoso, vestida con un traje
rojo de tafetán. Parecía hecha con una media rellena de piedreci-
tas-. La he confeccionado con unos fragmentos de sus uñas, un
hueso de su mano, que saqué de la tumba, y sus propios cabellos.
Una hora después de haber muerto, tomé un poco de saliva de su
boca y la pasé por la cara de la muñeca, así como un poco de sangre
que había vomitado, con la cual empapé su cuerpo. Toma, sosténla
en tus manos.
Mi madre depositó la muñeca en mis manos. La miré estupefacto.
Era idéntica a Marie Claudette. La estrujé una y otra vez, pronun-
ciando su nombre, invocándola, intentando obligarla a comparecer
ante mí, pero fue inútil.
-No es más que una muñeca -dije-. No es Marie Claudette.
-Te equivocas. Es Marie Claudette. He hablado con ella.
-No lo creo.
Estrujé la muñeca de nuevo y dije:
-Dime la verdad, grandmère.
De pronto oí una vocecita en mi mente que decía:
-Te quiero, Julien.
Por supuesto, comprendí que no se trataba de la voz de Marie
Claudette, sino deja de Lasher. Pero ¿cómo podía demostrarlo?
Entonces se me ocurrió una brillante idea. Alzando la voz, para
que mi madre pudiera oírme con claridad, dije:
-Marie Claudette, Marie Claudette, querida grandmère, ¿re-
cuerdas el día que enterramos a mi caballito de madera en el jardín,
mientras tocaba la orquesta? ¿Recuerdas que lloré desconsoladamen-
te mientras me recitabas el poema que yo había escrito?
-Sí, hijo mío -respondió la misteriosa voz.
Súbitamente apareció ante nosotros la airosa imagen de Marie
Claudette, la cual presentaba el mismo aspecto que la última vez que
la vi.
-No consigo recordar el poema -dije-. Ayúdame.
-Haz un esfuerzo -respondió el fantasma.
-Ah, sí, ya lo recuerdo. Decía: «Caballito, caballito, condúceme
a los prados del cielo.»
-Así es -contestó la voz, repitiendo las palabras que yo acababa
de pronunciar.
-¡Esto es una farsa! -grité, arrojando la muñeca al suelo-. Ja-
más tuve un caballito de madera. Esas cosas no me interesaban. No lo
enterré en el jardín y no escribí un estúpido poema dedicado a él.
El demonio se enfureció y mi madre se arrojó sobre mí para pro-
tegerme. De pronto empezaron a llover objetos sobre nosotros. Los
muebles, los frascos de perfume, los tarros y los libros volaban por
los aires. Fue peor. que cuando mi madre destrozó las almohadas.
-¡Basta! -gritó mi madre-. ¿Quién protegerá a Katherine?
Las cosas volvieron a calmarse.
-No te conviertas en mi enemigo, Julien -dijo Lasher .
Yo estaba muerto de miedo. Había demostrado que tenía razón.
Ese diabólico ser no era el depositario de unos conocimientos sagra-
dos, sino un embustero. Era más que capaz de matarme, al igual que
había matado a mis enemigos.
-Está bien, ¿quieres convertirte en un hombre de carne y hueso?
-pregunté para aplacarlo.
-Sí, sí, sí.
-Entonces debemos continuar con nuestros experimentos.
Tú mismo, Michael, has visto los frutos de esos años de trabajo.
Cuando llegaste a esta casa, viste cabezas humanas putrefactas con-
servadas en tarros llenos de líquido. Viste a los bebés nadando en ese
líquido. Viste el resultado de nuestros experimentos.
Resumiré brevemente los desastrosos resultados de lo que hici-
mos, y de lo que hice yo por temor a ese diabólico ser y por temor a
seguir hundiéndome en la más abyecta maldad.
Corría el año 1847. Katherine había cumplido diecisiete años y era
cortejada tanto por nuestros primos como por extraños, aunque ella
no mostraba el menor interés en contraer matrimonio. El más perver-
so placer que experimentaba mi pobre hermana era permitir que la
vistiera como un muchacho para llevarla conmigo a los bailes de los
mulatos ya los locales del puerto, donde ninguna mujer blanca podía
poner los pies. A ella le divertía, ya mí me complacía contemplar ese
sórdido mundo a través de sus hermosos ojos...
Mientras la ciudad prosperaba, ofreciendo cada vez más diversio-
nes, Marguerite y yo seguíamos llevando a cabo, en la intimidad de
nuestro estudio, nuestros abominables sacrificios para ofrecérselos a
Lasher.
Nuestra primera víctima importante fue un doctor especializado
en los ritos del vudú, un mulato con el cabello amarillo, muy viejo
pero todavía fuerte, al que secuestramos en el porche de su casa y lle-
vamos a Riverbend, tratando de conquistarlo con falsas promesas,
vino y montones de oro, asegurándole que acabaríamos averiguando
lo que él sabía sobre Dios y el diablo.
El hombre nos informó que había sido poseído por numerosos
espíritus. Perfecto, nosotros disponíamos de un magnífico demonio
que estaba ansioso de apoderarse de él. Hablamos de vudú y le menti-
mos descaradamente, hasta que estuvo preparado para recibir a Lasher,
nuestro poderoso dios.
Una vez en la habitación de Marguerite, y tras cerrar las puertas con
llave, invocamos a Lasher para que se apoderara del cuerpo de ese hom-
bre, el cual aceptó someterse voluntariamente al experimento.
Al principio, el hombre permaneció inmóvil. Era un individuo
menudo, de tez muy pálida y el pelo amarillo panocha. De pronto, al
abrir los ojos, comprobamos que en su interior palpitaba otra vida.
Nos miró fijamente, sonriendo, y dijo con una voz más profunda que
la suya:
-Me alegro de veros, queridos míos.
Pronunció esas palabras con una frialdad que me hizo estremecer,
mientras nos observaba con unos ojos vacíos e inexpresivos.
-¡Incorpórate! -le ordenó Marguerite-. ¡Sé fuerte! ¡Apodéra-
te de él!
Luego me pidió que repitiera esas palabras con ella, y ambos las
repetimos de nuevo sin apartar la vista de ese monstruoso ser.
El hombre se incorporó con los brazos extendidos y luego los de-
jó caer bruscamente. Al ponerse en pie estuvo apunto de desplomar-
se, pero mi madre y yo nos apresuramos a sostenerlo. Agitó una mano
torpemente y me agarró del cuello, lo cual me alarmó, aunque sabía
que estaba demasiado débil para lastimarme.
-Mi querido Julien -dijo con voz cavernosa.
-¡Apodérate para siempre de este ser! -exclamó Marguerite-.
Apodérate de su cuerpo como si te perteneciera.
De pronto, el diabólico ser empezó a temblar y, tal como le había
sucedido al negrito, su cabello comenzó a oscurecerse y su rostro se
contrajo en una mueca.
Al cabo de unos instantes el desdichado se desplomó en mis bra-
zos, muerto. Ignoro lo que fue del alma del anciano.
Cuando lo depositamos sobre el lecho, Marguerite lo estudió de-
tenidamente. Me mostró unas zonas donde la piel se había vuelto
completamente blanca, y unos mechones de cabello casi negros, como
si hubiera brotado de su interior una extraña energía capaz de realizar
esas modificaciones. Observé que sólo se habían oscurecido unos ca-
bellos que acababan de crecer y que, a los pocos minutos, la piel em-
pezaba a recobrar su primitivo tono amarillento.
-¿Qué vamos a hacer con sus restos, madre? No podemos co-
municarle su muerte a su familia.
-Por supuesto -respondió Marguerite-. Pero primero le cor-
taremos la cabeza para conservarla.
Yo me senté en el suelo, agotado, con la espalda apoyada en la
pared, y observé a mi madre decapitar al desdichado mulato con un
hacha. Luego introdujo la cabeza en un frasco que contenía un pro-
ducto químico para conservarla, y lo cerró. Los ojos del anciano pa-
recían mirarme fijamente.
Al cabo de unos minutos, Lasher se recuperó y apareció de nuevo
ante nosotros, con la apariencia de un hombre joven, fuerte y vigoro-
so. Recuerdo ese momento con toda claridad: se hallaba de pie junto a
mi madre, con el aspecto de un hombre apuesto y absolutamente
inocente, casi tímido, mientras ella, sosteniendo el frasco que contenía
la cabeza del mulato entre sus manos, decía:
-Te has portado muy bien, cabecita, me siento muy satisfecha
de ti.
Luego se sentó y tomó unas notas referentes a los futuros experi-
mentos que deseaba realizar .
Cuando llegaste a esta casa y viste esos siniestros frascos, Michael,
contemplaste los únicos resultados de nuestros mágicos experimen-
tos. Fue lo único que conseguimos. Pero, por supuesto, en aquellos
momentos no lo sabíamos.
Con cada nuevo experimento, mi madre y yo fuimos perfeccio-
nando nuestros conocimientos y nos volvimos más astutos y audaces.
Comprendimos que debíamos utilizar cuerpos vigorosos, no viejos, y
que las mejores víctimas eran jóvenes sin familia y sin hogar.
Yo temía que Katherine se enterara de nuestras actividades, pues
no quería disgustarla. A veces la miraba y pensaba: «Si tú supieras...»
Pero no conseguía apartarme de mi madre ni de aquel demonio. Ka-
therine no sólo era mi hermana, sino mi lado bueno, la criatura que
yo jamás había sido ni me había interesado ser. La amaba profunda-
mente.
En cuanto a mis maquinaciones con Lasher, debo confesar que me
divertían. Me complacía atrapar a nuestras víctimas, llevarlas a casa y
convencerlas de que se prestaran a ser poseídas por el demonio. Cada
experimento me producía una increíble sensación: la oscilante luz de
las velas, la víctima tendida en el lecho, el acto de posesión demonía-
ca... Era una experiencia incomparable.
Lasher empezó también a expresar sus preferencias. Le gustaba
que las víctimas tuvieran el cabello y la tez claros para poder cam-
biarlos a su antojo. Asimismo, se apoderaba de sus cuerpos durante
unos períodos más largos de tiempo, durante los cuales los manipula-
ba y hablaba a través de su boca.
Siempre conseguía una mutación, por superficial que fuera. Pero
nada más. Sólo lograba alterar el color de la piel y el cabello.
La víctima moría siempre, pero al espíritu le encantaban esos ex-
perimentos. Vivía por y para ellos.
-Esta noche deseo contemplar la luna con ojos humanos -decía
Lasher-. Traedme a una criatura. Deseo bailar al son de la música
con pies humanos. Haced que los músicos toquen y traedme unas
piernas que sepan danzar .
Para recompensarnos, Lasher nos traía oro y joyas de un valor
incalculable. Yo me encontraba grandes sumas de dinero en los bolsi-
llos. A medida que aumentaba nuestra fortuna, Lasher nos aconsejaba
la forma de invertirla, y jamás erraba en sus previsiones.
Por aquella época ocurrió también algo muy curioso. El espíritu
empezó a imitarme descaradamente.
Sucedió a raíz de unos comentarios que hice.
-¿Por qué no procuras presentar otro aspecto cuando apareces?
-le pregunté un día-. Tienes un aire demasiado anticuado.
-A Suzanne le parecía muy apuesto. ¿ Qué aspecto te gustaría
que tuviera?
Describí brevemente el tipo de ropa que debería utilizar y, a partir
de entonces, siempre aparecía vestido igual que yo para asustarme y
divertirme. No tardamos en comprobar que conseguía engañar a otras
personas, fingiendo que era yo. En ocasiones lo dejaba sentado ante
mi escritorio, haciéndose pasar por mí, mientras yo me escapaba.
Era maravilloso. Por supuesto, el espíritu no podía permanecer
mucho tiempo bajo la forma de un ser mortal, aunque cada vez ad-
quiría más fuerza.
Otra cosa era evidente para mí. El diabólico ser, aunque me pro-
porcionaba placer cada vez que yo lo deseaba, no tenía celos de otras
personas con las que yo mantenía relaciones. Por el contrario, le gus-
taba verme retozar con mis amantes, putas y queridas. Se metía en mis
armarios para acariciar las prendas que colgaban en él. Yo represen-
taba para él un modelo.
Mientras Marguerite permanecía encerrada en su extravagante la-
boratorio día y noche, yo iba con frecuencia a la ciudad. Lasher me
acompañaba a todas partes, para observar cuanto yo hacía. El hecho
de tenerlo a mi lado me hacía sentir un inmenso poder, pues era mi
confidente, mi ojo sobrenatural, mi guardián.
Cuando Marguerite y yo tratábamos de ocultarnos de Lasher
bajo la música, éste aparecía y se ponía a bailar, como solía hacer
antes con Marie Claudette. Nuestros intentos de aislarlo le incitaban
a demostrarnos su fuerza, presentándose vestido como un dandi, ex-
hibiéndose ante nosotros y danzando frenéticamente al son de la
música.
Si existía alguien en Riverbend que no había llegado a ver a Lasher
bajo una forma material durante al menos treinta segundos, esa per-
sona debía de estar ciega o loca.
Podría contarte muchas cosas, Michael, pero lo que importa no es
la historia de mi vida. Baste decir que vivía como pocos hombres
aprendiendo lo que me interesaba, haciendo lo que me apetecía y go-
zando de toda suerte de placeres. Lasher era, por supuesto, mi mejor
amante. Ningún hombre ni ninguna mujer conseguían apartarme de
él durante mucho tiempo.
-Qué risa, Julien. ¿Acaso no soy yo mejor amante?
-Debo confesar que sí -respondía yo, arrojándome sobre elle-
cho y dejando que me desnudara y acariciara-. ¿Por qué te gusta ha-
cer el amor conmigo?
-Porque tu piel es cálida, te siento junto a mí, estamos unidos.
Eres muy hermoso, Julien. Ambos somos hombres.
«Es lógico», pensaba yo. y embriagado de placer sensual, me aban-
donaba a sus caricias durante varios días consecutivos, hasta que al fin,
temeroso de acabar enloqueciendo como mi madre, iba ala ciudad en
busca de otras distracciones.
Por supuesto, sabía que los experimentos que realizábamos mi
madre y yo eran inútiles. El único motivo que nos impulsaba a prose-
guir con ellos era la codicia de Lasher .
A todo esto, Marguerite se había vuelto completamente loca, pe-
ro a nadie le importaba lo más mínimo. ¿Por qué iba a importarles?
Nuestra familia era muy numerosa. Mi hermano, Rémy, se había ca-
sado y tenía varios hijos, tanto de su mujer como de su amante mulata.
Muchos Mayfair se habían afincado en la ciudad y residían en sun-
tuosas mansIones.
Si la bruja principal permanecía encerrada en sus habitaciones du-
rante los espléndidos pícnics y bailes que organizábamos, a nadie le
importaba un comino. Nadie la echaba de menos. Yo estaba presente,
por supuesto, bailando con Katherine, la cual seguía rompiendo los
corazones de sus numerosos admiradores. Katherine había cumplido
veinticinco años, cosa que en aquella época, en el Sur, significaba ser
una solterona. Pero era tan bella que nadie se atrevía a pensar seme-
jante cosa, y tan rica que no necesitaba casarse.
No tardé en comprender que mi hermana tenía miedo de casarse.
Naturalmente, mi madre y yo le habíamos explicado algunas cosas, las
cuales le habían horrorizado. N o deseaba tener hijos por miedo a trans-
mitirles nuestra perversa semilla. «Moriré virgen -afirmaba- y se
acabarán las brujas.
-¿Algún comentario? -le pregunté a Lasher .
-Qué risa -contestó escuetamente-. Es humana. Los humanos
buscan la compañía de otros seres humanos, desean tener hijos. Te-
néis multitud de primos entre los cuales puede elegir marido. Búscale
uno que tenga las marcas de las brujas, que sea capaz de verme.
Yo obedecí. Intenté que Katherine se relacionara con todos los
Mayfair que poseían dotes de brujo. Era una muchacha soñadora. Ja-
más discutía mis decisiones.
Pero un día ocurrió algo impensable.
La cosa comenzó de forma inocente. Katherine manifestó su de-
seo de poseer una casa en la ciudad y me pidió que contratara al ar-
quitecto irlandés Darcy Monahan, para que le construyera una en el
Faubourg, el barrio donde residían todos los norteamericanos.
-Debes de estar loca -protesté yo. Mi padre era irlandés, pero no
había llegado a conocerlo. Yo era criollo y siempre hablaba en fran-
cés-. ¿Por qué quieres vivir en un barrio lleno de vulgares americanos,
rodeada de comerciantes y gentes de esa calaña?
El caso es que le compré a Darcy un apartamento en la calle Du-
maine, que había construido para un hombre que se había arruinado y
se había volado la tapa de los sesos. De vez en cuando veía al fantasma
de ese hombre, pero no me infundía el menor temor. Era como el fan-
tasma de Marie Claudette, un ser inánime e incapaz de comunicarse.
Me mudé al apartamento y dispuse unas espléndidas habitaciones
para Katherine, pero ella deseaba algo más suntuoso.
-De acuerdo -dije-. Compraremos un terreno en la esquina de
las calles Chestnut y Primera, y construiremos una especie de templo
griego más acorde con tus gustos.
Darcy empezó de inmediato a diseñar y construir la casa en la que
me encuentro en estos momentos. A mí no me gustaba, pero en oca-
siones Lasher aparecía de improviso, asomando por encima de mi
hombro, y ocupaba brevemente mi lugar para luego asumir el acos-
tumbrado aspecto de un hombre de cabello castaño.
-Quiero que la casa esté llena de ornamentaciones y motivos de-
corativos -decía-. Quiero que sea muy hermosa.
-Díselo a Katherine -respondía yo.
Lasher le sugería a Katherine el estilo de mansión que deseaba y
mi hermana, ingenuamente, seguía sus indicaciones.
-Será una gran mansión -me dijo Lasher un día en que fui a ver
las obras, apareciendo de pronto ante la verja de la casa-. Aquí suce-
derán muchos milagros.
-¿Cómo lo sabes? -C-pregunté.
-Lo veo. Veo lo que sucederá, querido Julien.
Sus palabras me intrigaron, pero no les di mayor importancia. Es-
taba muy ocupado con mis negocios, con la compra de terrenos y las
inversiones en el extranjero para preocuparme de la suntuosa man-
sión, ese adefesio de estilo neoclásico que se estaba construyendo Ka-
therine. Con todo, pese a mis numerosas ocupaciones, seguía lleván-
dola con frecuencia a cenar al barrio francés.
Como sin duda sabes, Michael, Katherine se enamoró de Darcy.
Fue Lasher quien me puso al corriente de sus relaciones. Un día fui a
buscarla a la casa, que estaba a medio construir, pues Katherine no ha-
bía regresado y no me gustaba que se quedara sola con aquel irlandés
poco recomendable una vez que se habían marchado los operarios.
Lasher trató de distraerme, hablando sin parar. Al ver que ese tru-
co no surtía efecto, me exigió que le buscara a una víctima de la que
pudiera apoderarse.
-Ahora no -contesté-. Debo ir en busca de Katherine.
Al final tras adoptar la forma de un hombre, asustó a mi cochero,
haciendo que nos saliéramos de la carretera Nyades y que se partiera
una rueda del carruaje. Furioso, me senté en el bordillo de la carrete-
ra mientras el cochero reparaba la rueda. Era evidente que Lasher que-
ría impedirme que fuera a la casa de Katherine.
Al día siguiente traté de engañarlo. Le pedí que fuera en busca de
unas raras monedas que deseaba adquirir y, cuando se hubo marcha-
do, partí a caballo, cantando durante todo el trayecto para evitar, en
caso de que apareciera de improviso, que pudiese adivinar mis pensa-
mientos e intenciones.
Llegué a casa de Katherine al anochecer. La mansión se erguía
como un inmenso castillo, con sus ladrillos enlucidos imitando la pie-
dra, sus gigantescas columnas y sus amplios ventanales. Estaba a os-
curas y desierta.
Al penetrar en la casa encontré a mi querida hermana yaciendo en
el suelo con su amante. Por poco lo mato. Lo agarré del cuello y em-
pecé a golpearlo salvajemente cuando, de pronto, Katherine exclamó:
-¡Ayúdame, Lasher! ¡Acude a vengarme! ¡No dejes que destru-
ya al hombre que amo!
Gritando y sollozando histéricamente, Katherine cayó al suelo
desvanecida. En el acto acudió Lasher. Sentí su presencia en la oscuri-
dad, como si fuera un inmenso animal marino y yo su víctima inocen-
te. Permanecí inmóvil en el amplio salón situado en la planta baja,
mientras él se aproximaba a mí sigilosamente.
-Deténte, Julien -dijo Lasher-. La bruja ama a este hombre
mortal. Ten cuidado. Ha utilizado unas antiguas y sagradas palabras
...
para Invocar mI presencia.
En aquel momento Darcy Monahan se levantó y se precipitó so-
bre mí, pero Lasher lo detuvo. Monahan, que era supersticioso como
todos los irlandeses, miró a su alrededor, como si presintiera su pre-
sencia en la oscuridad. Al ver a Katherine tendida en el suelo, se apre-
suró a reanimarla.
Yo me marché furioso. Regresé a mi apartamento de la calle Du-
maine y mandé llamar a varias prostitutas mulatas, con las que copulé
desenfrenadamente a fin de mitigar mi dolor. N o conseguía borrar de
mi mente la imagen de Katherine y ese cerdo irlandés yaciendo en el
suelo de aquella horrible mansión situada en pleno barrio americano.
Lo cierto es que me arrepiento de no haberle contado a Katherine
la verdad. Ella creía que Lasher era simplemente un fantasma; no sabía
lo que era capaz de hacer cuando lo invocaba.
-Si lo que pretendes es matarme -le dije a mi hermana-, no
tienes más que invocar su nombre. Te obedecerá sin vacilar.
No estaba seguro de que fuera cierto, pero no quería que Katheri-
ne comenzara a arrojarme maldiciones. Primero me había traicionado
con Darcy y luego con el propio Lasher. Pese a mis intentos de pro-
tegerla, era una bruja y se había vuelto contra mí.
-No sabes a lo que te expones -dije-. Yo te he salvado.
Horripilada y contrita, Katherine se echó a llorar, pero estaba de-
cidida a casarse con Darcy Monahan.
-No es necesario que me salves -dijo-. El día de mi boda luci-
ré la esmeralda alrededor del cuello, tal como exige la tradición de
nuestra familia, pero me casaré en una iglesia católica, ante el altar, y
mis hijos serán bautizados como Dios manda y repudiarán al de-
monio.
Yo me encogí de hombros. Los Mayfair siempre nos habíamos
casado en una iglesia católica. Todos estábamos bautizados. Eso no
era ninguna novedad. Pero no dije nada.
Mi madre y yo nos propusimos apartarla de Darcy, pero fue impo-
sible. Katherine estaba dispuesta a renunciar a la herencia con tal de
contraer matrimonio con ese estúpido irlandés. Al menos, eso fue lo
que le dijo a todo el mundo. Nuestros primos acudieron a mí alarmados.
¿Qué va a suceder? ¿Qué dicen las leyes? ¿ Acaso vamos a perder nues-
tra fortuna? , eran las preguntas que me hacían. Era evidente que estaban
perfectamente enterados del terrible secreto sobre el que se fundaba
nuestra riqueza, a la que no querían renunciar bajo ningún concepto.
Pero fue Lasher quien se puso de parte de la novia.
-Deja que se case con ese celta -dijo-. Tu padre tenía sangre
irlandesa. En ella residen las dotes de las brujas, las cuales han llevado
esa sangre en sus venas durante muchos siglos. los irlandeses, al igual
que los escoceses, están dotados de poderes sobrenaturales. la sangre
de tu padre te ha dado fuerza. Veamos qué es capaz de conseguir ese
irlandés con tu hermana.
Pero ya conoces la historia, Michael. Katherine perdió dos bebés,
ambos varones; luego tuvo dos hijos con Darcy. Posteriormente, pese
a sus rezos, sus misas, sus rosarios y sus sacerdotes, tuvo un aborto
tras otro.
Tras estallar la Guerra Civil, después de que cayera la ciudad, mien-
tras la gente se arruinaba de la noche a la mañana y las tropas yanquis
invadían nuestras calles, Katherine siguió educando a sus hijos en la
casa de la calle Primera, entre sus amigos y traidores americanos. Esta-
ba convencida de haberse librado para siempre de la maldición de los
Mayfair. El mismo día de su boda nos devolvió la esmeralda.
La familia estaba desesperada. la bruja les había dado la espal-
da. Por primera vez oí a muchos Mayfair pronunciar la palabra se-
creta. «¡Pero ella es la bruja! -murmuraban-. ¿Cómo puede trai-
cionarnos?»
la esmeralda estaba sobre el tocador de mi madre, entre los arti-
lugios que utilizaba para los ritos del vudú, como una vulgar baratija.
Un día la cogí y la colgué del cuello de una imagen de la Virgen.
Fueron unos tiempos duros para mí, una época de gran libertad y
también de grandes experiencias. Katherine se había marchado y ya
apenas nada me importaba. Comprendí que mi familia constituía mi
mundo. Podía haber ido a Europa o a China. Podía haberme marchado
para huir de la guerra, la peste y la pobreza. Podía haber vivido como un
potentado. Pero mi hogar se hallaba en esta pequeña parte de la tierra, y
sin mis seres queridos a mi alrededor todo carecía de importancia.
Era patético, pero cierto. Al mismo tiempo comprendí lo que sólo
un hombre rico y poderoso llega a comprender: lo que ambicionaba
realmente.
Lasher me instaba a tener nuevas amantes y seguía espiando todos
mis movimientos a fin de imitarme a la perfección. Incluso cuando iba
a ver a mi madre adoptaba un aspecto tan parecido al mío que todo el
mundo creía que era yo. Parecía haber perdido su propia identidad,
por decirlo de algún modo.
-¿Qué aspecto tienes realmente ? -le pregunté un día.
-Qué risa. ¿Por qué me haces esa pregunta?
-Me pregunto qué aspecto tendrás cuando te conviertas en un
hombre de carne y hueso.
-El mismo que tú, Julien.
-¿Y por qué no el que adoptabas al principio, un hombre de ca-
bello castaño y ojos marrones?
-Adopté esa apariencia para complacer a Suzanne. Me parecía a
un escocés de su aldea. Pero quiero ser como tú. Eres muy hermoso.
En ocasiones, me sumía en profundas reflexiones. Era aficionado
al juego, a beber y bailar hasta el amanecer; discutía y me peleaba con
patriotas confederados y enemigos yanquis; gané y perdí grandes for-
tunas; me enamoré un par de veces, pero sufría día y noche al pensar
en mi amada Katherine. Supongo que necesitaba algo que diera un
sentido a mi vida, algo que no consistiera únicamente en ganar dinero
y dilapidarlo con mis primos, construir más casas en nuestras tierras y
adquirir nuevas propiedades. Sólo Katherine había conseguido dar un
sentido a mi vida.
Excepto Lasher, por supuesto. Gozaba jugando con él, observan-
do cómo me suplantaba, halagándolo y manipulándolo. Nada ence-
rraba ningún secreto para mí.
Luego vino el año 1871. En verano, la fiebre amarilla, como de cos-
tumbre, causó estragos entre los. inmigrantes recién llegados a nuestras
costas.
Darcy, Katherine y sus hijos habían pasado seis meses en Europa,
y tan pronto como el apuesto irlandés pisó de nuevo su hogar cayó
enfermo, aquejado de fiebre amarilla.
Supongo que había perdido su inmunidad a dicha enfermedad
durante su estancia en el extranjero, aunque no puedo asegurarlo. El
caso es que muchos irlandeses morían a causa de esa dolencia, que sin
embargo a nosotros apenas nos afectaba. Desesperada, Katherine me
escribió varias cartas a la calle Dumaine rogándome que acudiera para
intentar curar a su marido.
-¿Crees que Darcy morirá? -le pregunté a Lasher.
Lasher apareció a los pies de mi cama, con los brazos cruzados y
aire pensativo, vestido de forma idéntica a como iba vestido yo el día
anterior. Se trataba de una aparición, por supuesto.
-Sí, creo que sí -contestó-. Quizá le ha llegado su hora. No te
inquietes. Ni siquiera una bruja puede curar esa enfermedad.
Yo no estaba tan seguro. Cuando fui a ver a Marguerite, ésta se
puso a reír ya bailar.
-Deja que muera ese cabrón y toda su prole -dijo.
Sus palabras me disgustaron profundamente. ¿Qué habían hecho
de malo los pobres Clay y Vincent? Eran tan culpables de haber naci-
do como mi hermano Rémy y yo.
Regresé a la ciudad sin saber qué hacer. Consulté con varios mé-
dicos y enfermeras mientras la fiebre seguía cobrándose víctimas,
como siempre ocurría cuando aumentaba el calor, y los cadáveres se
acumulaban en los cementerios. La ciudad apestaba a muerte y las au-
toridades mandaron encender grandes hogueras para eliminar los ne-
fastos efluvios.
Los prósperos magnates del algodón y los gigantes de la industria
que habían acudido al Sur para ganar dinero después de la guerra mo-
rían como moscas, al igual que los campesinos irlandeses inmigrantes.
Tal como era de prever, a los pocos días Darcy murió. Katherine
envió al cochero a mi casa para comunicarme la noticia.
-El señor ha muerto, monsieur. Su hermana le ruega que vaya a
verla de inmediato.
¿Qué podía hacer? No había puesto los pies en la casa de la calle
Primera desde el día en que concluyeron las obras. Ni siquiera cono-
cía a los pequeños Clay y Vincent. Hacía un año que no veía a mi her-
mana, salvo en una ocasión en que nos encontramos en la calle y sos-
tuvimos una agria disputa. De repente, toda mi riqueza y cuanto me
rodeaba carecía de importancia. Lo único importante era el hecho de
que mi hermana me rogaba que acudiera de inmediato.
Ansiaba verla y perdonarla.
-¿Qué debo hacer, Lasher?
-Ya lo verás -contestó.
-Pero no hay una hembra que pueda continuar el linaje. Mi her-
mana se marchitará como una viuda encerrada en su casa. Lo sabes tan
bien como yo.
-Ya lo verás -repitió Lasher-. Vea verla.
Toda la familia estaba pendiente de lo que iba a hacer mi hermana-
¿Qué sucedería?
Una tarde me presenté en la casa de la calle Primera. Recuerdo que
llovía y hacía mucho calor. En el barrio de los irlandeses, a pocas man-
zanas de donde vivía Katherine, vi numerosos cadáveres de víctimas de
la fiebre amarilla amontonados junto a la acera.
La brisa que soplaba del río transportaba el hedor a cuerpos pu-
trefactos. En medio de ese paisaje desolador se erguía la majestuosa
residencia de mi hermana, rodeada de encinas y magnolias, como un
castillo dotado de almenas y unos muros que daban la impresión de
ser indestructibles. Era una mansión misteriosa, llena de elegantes
motivos decorativos pero, al mismo tiempo, siniestra.
Contemplé la ventana del dormitorio principal, situado en el ala
norte, y vi lo que muchos, incluido tú, habéis visto: el tenue resplan-
dor de las velas a través de los postigos.
Entré en la casa tras forzar la puerta, no sé si con ayuda de Lasher
o yo solo; sólo sé que rompí la cerradura y la puerta cedió.
Me quité el abrigo y subí la escalera. La puerta del dormitorio
principal se hallaba abierta.
Como es lógico, esperaba ver el cuerpo del arquitecto irlandés
pudriéndose en su lecho. Pero, según me contaron, se lo habían lleva-
do apresuradamente por miedo al contagio. Las supersticiosas sir-
vientas me comunicaron que el desdichado Darcy ya había sido en-
terrado y que, debido a la cantidad de muertes que se producían
aquellos días, no había habido tiempo de organizar una misa de ré-
quiem por su alma.
La habitación estaba limpia y aseada. Era Katherine quien yacía
en la cama -un gigantesco lecho con una cabeza de león tallada en
cada uno de los cuatro pilares-, reclinada sobre unas almohadas de-
licadamente bordadas y llorando suavemente.
Parecía tan menuda y frágil como cuando era una niña. Me senté
junto a ella y traté de consolarla. Ella se abrazó a mí y continuó sollo-
zando. Su rostro, enmarcado por una abundante y suave cabellera, era
todavía muy hermoso. Sus numerosos embarazos no habían conse-
guido mitigar su encanto y su inocencia, ni tampoco la radiante luz
que desprendían sus ojos al mirarme.
-Llévame a Riverbend, Julien -me suplicó-. Llévame a casa.
Pídele a nuestra madre que me perdone. No puedo vivir sola en esta
casa. Todo me recuerda a Darcy.
-Lo intentaré, Katherine -contesté.
Yo sabía, sin embargo, que no conseguiría que mi madre se re-
conciliara con ella. Mi madre había perdido la razón por completo y
era probable que ni siquiera reconociese a Katherine. La última vez
que vi a mi madre, ella y Lasher se dedicaban a hacer que las flores
brotaran anticipadamente de la semilla. Lasher le había contado los
secretos que encerraban unas plantas con las que podía preparar una
pócima que le permitiría ver visiones. Tales eran las actividades a las
que se dedicaba mi madre últimamente. Quizá si le hubiera dicho que
Katherine había muerto y había regresado ala tierra lo hubiera creído.
-No te preocupes, querida -dije-. Te llevaré a casa si lo de-
seas, ya tus hijos también. Toda la familia está allí, como de costumbre.
Katherine asintió e hizo un delicioso gesto de impotencia como
para indicar que su suerte estaba en mis manos.
Yo la besé y la estreché entre mis brazos, y le dije que tratara de
descansar, asegurándole que no me movería de su lado. La puerta es-
taba cerrada. La enfermera se había retirado y los niños estaban pro-
bablemente acostados. Yo salí un momento de la habitación para fu-
mar un cigarrillo.
De pronto vi a Lasher .
Estaba al pie de la escalera, mirándome.
-Contempla esta casa -me dijo en silencio-. Contempla sus
puertas, sus habitaciones, su decoración. Riverbend perecerá como
pereció la ciudadela que construimos en Santo Domingo, pero esta
casa perdurará hasta haber cumplido su misión.
En aquel momento sentí una curiosa sensación, como si flotara..
Bajé la escalera e hice lo que tú mismo has hecho mil veces, Michael.
Recorrer esta casa lentamente, acariciando las puertas y los pomos de
metal y contemplando los cuadros del comedor y los exquisitos moti-
vos decorativos de sus techos.
«Sí, es una hermosa casa -pensé-. Pobre Darcy. Era un excelen-
te arquitecto, pero no tenía sangre de bruja en las venas.» Yo sospe-
chaba que mis sobrinos, Clay y Vincent, eran tan inocentes como mi
hermano Rémy. Salí al jardín y contemplé la inmensa extensión octa-
gonal cubierta de césped y rodeada por una balaustrada de piedra. Las
losas del camino estaba dispuestas de tal modo que formaban un de-
licado dibujo, iluminado por la luz de la luna.
-Observa las rosas y la reja -dijo Lasher, refiriéndose a la verja
de hierro, la cual formaba unos ángulos que imitaban la disposición de
las losas del camino empedrado y el rosal.
Echó a caminar apoyando un brazo en mi hombro, cosa que me
produjo una profunda excitación. Sentí la tentación de ocultarme con
él bajo los árboles y abandonarme a sus caricias, las cuales, como he
dicho, me deleitaban. Pero debía regresar junto a mi desconsolada
hermana. Temía que se despertara y creyera que la había abandonado.
-Recuerda todas estas cosas -dijo Lasher-. Esta casa perdu-
rará.
Cuando entré en el vestíbulo la vi junto ala gran puerta del come-
dor, con la mano apoyada en el marco de la misma. La puerta era algo
más estrecha en la parte superior, lo cual acentuaba su altura.
Al volverme observé que la puerta principal, la cual acababa de
atravesar hacía unos segundos y estaba abierta, tenía la misma forma.
Lasher me miraba fijamente, ofreciendo el aspecto de un hombre nor-
mal y corriente, con la mano apoyada en el marco de la puerta, como
si esa casa le perteneciera.
-¿Te gustaría vivir después de la muerte, Julien? A diferencia de
mis brujas, apenas me haces preguntas sobre la muerte.
-Porque no sabes nada sobre ello -respondí-. Tú mismo lo
has dicho.
-No seas cruel conmigo, Julien. Esta noche no. Me alegro de es-
tar aquí. ¿ Deseas vivir después de muerto ? ¿Te gustaría permanecer
en la tierra?
-No lo sé. Si el diablo tratara de arrastrarme al infierno, preferi-
ría permanecer aquí, si es eso a lo que te refieres, deambulando como
un alma del purgatorio, apareciéndome ante las reinas del vudú y los
hechiceros. Supongo que podría hacerlo -dije, apagando el cigarrillo
en un cenicero que había sobre la mesa de mármol y que sigue ahí, en
el vestíbulo-. ¿Es eso lo que has hecho tú, Lasher? ¿Acaso eres el
fantasma de un despreciable ser humano que pretende rodearse de un
falso aire de misterio?
De pronto Lasher mudó de expresión, convirtiéndose en mi do-
ble. Sabía imitar mi sonrisa a la perfección, aunque no era un truco
que solía hacer a menudo. Cruzó los brazos como yo y se apoyó en el
marco de la puerta, haciendo que percibiera el leve sonido del tejido
de su chaqueta al rozar la madera, para demostrarme lo fuerte que era.
-Puede que en el fondo no exista ningún misterio -dijo, pro-
nunciando las palabras con toda claridad-. Puede que el mundo esté
formado de desechos y residuos.
-¿Acaso estabas presente?
-No lo sé -contestó, imitando mi tono sarcástico y arqueando
las cejas como solía hacer yo. Nunca le había visto tan fuerte como en
aquellos momentos.
-Si eres tan poderoso, intenta cerrar la puerta -dije.
Ante mi asombro, Lasher extendió la mano hacia el pomo, se apar-
tó a un lado y cerró la puerta como lo hubiera hecho un hombre de
carne y hueso. Era una proeza extraordinaria. Luego se evaporó en el
acto, dejando una cálida estela tras de sí, como de costumbre.
-Admirable -murmuré.
-Recuerda esta casa si deseas regresar a ella algún día; recuerda
sus formas y dibujos. En el mundo de las tinieblas, resplandecerán
ante tus ojos y te guiarán de nuevo hasta aquí. Es una casa que perdu-
rará durante siglos. Es una casa digna de los espíritus de los muertos.
Es una casa en la que permanecerás sano y salvo. Ni la guerra, ni las
revoluciones, ni el fuego ni la corriente del río podrán lastimarte. Yo
me dejé guiar una vez por dos sencillos dibujos: un círculo y unas
piedras en forma de cruz... Dos dibujos.
Tomé buena nota de sus palabras, las cuales venían a confirmar
que Lasher no era el demonio.
Subí la escalera. Esta vez había conseguido de él algo más de lo
habitual, aunque era muy poco.
Al entrar en el dormitorio hallé a Katherine despierta. Estaba de
pie junto a la ventana.
-¿Dónde estabas? -me preguntó inquieta.
Acto seguido se arrojó en mis brazos y apoyó la cabeza sobre mi
hombro. Me pareció sentir la presencia de Lasher cerca de nosotros y
le pedí que se me apareciera mentalmente, no bajo la forma de un
hombre, a fin de no atemorizar a Katherine. Luego miré a mi hermana
a los ojos, la cogí de la barbilla y la besé. En aquel momento sentí la
presión de sus pechos contra los míos, lo cual me sorprendió. Kathe-
rine llevaba tan sólo una liviana bata blanca y sentí sus pezones, su
calor y el cálido vaho que exhalaban sus labios. Pero cuando retrocedí
y la.miré de nuevo a los ojos, sólo vi una expresión de inocencia.
Vi también a una mujer. Una mujer muy bella. Una mujer a la que
había amado, que se había rebelado contra mí y me había abandonado
por otro hombre. Un cuerpo al que amaba como un hermano ama a su
hermana y que conocía bien debido a nuestros juegos infantiles y las
numerosas veces que nos habíamos bañado juntos en el río. Sin em-
bargo, era el cuerpo de una mujer y yo lo estrechaba entre mis brazos.
Impulsivamente, la besé de nuevo, y una vez más, y otra, mientras
sentía su cuerpo ardiendo contra el mío.
Me sentí asqueado. Era mi hermana menor, Katherine. Al condu-
cirla hacia el lecho para ayudarla a acostarse, ella me miró como si se
sintiera confundida, hipnotizada. ¿Acaso, en un momento de ofusca-
ción, me había tomado por Darcy?
-No -murmuró-. Sé que eres tú. Siempre te he amado. Lo la-
mento. Perdona mis pequeños pecados. Cuando era una niña soñaba
que nos casaríamos. Imaginaba que salíamos de la iglesia del brazo,
convertidos en marido y mujer. Cuando conocí a Darcy olvidé ese es-
túpido sueño incestuoso. Que Dios me perdone.
Katherine se santiguó y yo me incliné sobre ella para arroparla.
No sé lo que me sucedió. El caso es que al ver a mi hermana, con
su cabello negro desparramado sobre los hombros y su pálido rostro,
hacer la señal de la cruz, fui presa de un ataque de furia.
-¿Cómo te atreves a jugar conmigo de ese modo ? -le espeté
arrojándola sobre el lecho. A través de la bata vi sus blancos y tenta-
dores pechos.
Sin pensarlo dos veces, empecé a desnudarme mientras ella gritaba
aterrada.
-¡No,Julien! ¡Deténte! -exclamó.
Pero yo me abalancé sobre ella, le separé las piernas y la penetré
bruscamente.
-¡No, Julien! ¡Te lo ruego! -me suplicó llorando-. ¡Soy yo,
Katherine!
Pero ya estaba hecho. La había forzado. Cuando terminé, me le-
vanté y me dirigí a la ventana, sintiendo como si el corazón me fuera a
estallar. No podía creer lo que había hecho.
Katherine, que había permanecido tendida en el lecho, llorando
suavemente, se incorporó de pronto y se arrojó en mis brazos, repi-
tiendo una y otra vez mi nombre:
-¡Julien! iJulien!
¿Qué significaba eso? ¿Que deseaba que la protegiera de mí mis-
mo?
-Cariño mío -respondí, besándola apasionadamente.
Luego hicimos de nuevo el amor.
Nueve meses más tarde nació Mary Beth.
Nos instalamos en Riverbend, pero apenas soportaba la presencia
de Katherine.
No volví a intentar hacer el amor con ella, y dudo que ella lo hu-
biese aceptado. Parecía como si hubiera olvidado el episodio y estu-
viera convencida de que la criatura que portaba en el vientre era de
Darcy. Se pasaba el día rezando el rosario, rogando a la Virgen para
que el hijo de Darcy naciera fuerte y sano.
Todo el mundo sabía lo que yo le había hecho a Katherine. Me
había convertido en Julien el malvado. Julien había dejado preñada a
su hermana. Nuestros primos me miraban como si fuera un mons-
truo. Tobias, el hijo de Augustin, acudió de Fontevrault para malde-
cirme y acusarme de ser el mismísimo demonio. Sin embargo, había
otras personas que no se atrevían a echármelo en cara.
Tenía numerosos amigos aficionados, como yo, al juego ya las
mujeres a quienes mi conducta les parecía un tanto extraña y poco va-
ronil, pero que se encogían de hombros y la aceptaban. Comprendí
que uno puede cometer prácticamente cualquier pecado, siempre y
cuando no trate de justificarse.
Faltaban unas semanas para el nacimiento de la criatura. La fami-
lia aguardaba impaciente el acontecimiento.
¿Y Lasher? Se mostraba tan impasible como de costumbre. Es-
taba siempre junto a Katherine, aunque ella no reparaba en su pre-
sencia.
-Ha sido obra suya -dijo mi madre-. Él te arrojó en brazos de
tu hermana. Deja de preocuparte. Ella tiene que tener más hijos, todo
el mundo lo sabe. Es preciso que tenga una hija. ¿Por qué no iba a te-
nerla con un brujo fuerte y poderoso como tú? Me parece una exce-
lente idea.
No volví a hablar de ese tema con mi madre.
No estaba seguro de que hubiera sido obra de Lasher. Ni siquiera
ahora estoy convencido de ello. Sólo sé que pagué un alto precio por
el placer de violar a mi hermana y que yo, Julien, que era capaz de ma-
tar a un hombre sin que me temblara el pulso, me sentía sucio, cruel y
perverso.
Katherine perdió la razón antes de que naciera Mary Beth. Pero
nadie se dio cuenta de ello.
Desde el día en que la violé, se convirtió en poco más que una re-
clusa que se dedicaba a rezar el rosario, a hablar sobre los ángeles y los
santos ya jugar con los hijos pequeños de nuestros primos.
La noche en que nació Mary Beth yo me hallaba en la habitación
de Katherine, la cual no cesaba de gritar, junto con un nutrido gru-
po de personas compuesto por las comadronas negras, el médico
blarrco, Marguerite y varias sirvientas.
Al fin, profiriendo un grito desgarrador, Katherine dio a luz a
Mary Beth, una niña perfecta y muy hermosa, más parecida a una di-
minuta mujer que a un bebé recién nacido. Quiero decir que, aunque
tenía la cabeza de un bebé, ostentaba una abundante mata de cabello
negro, un diente y unos brazos y piernas exquisitamente formados.
Era una niña llena de vida, según atestiguaban sus estentóreos gritos.
-Eh bien, monsieur, ésta es su sobrina -dijo el anciano médico,
depositándola en mis brazos.
Mientras contemplaba a mi hija vi aparecer por el rabillo del ojo a
Lasher, bajo forma gaseosa, a fin de no alarmar al resto de los presen-
tes. De pronto, la niña sonrió como si lo hubiera visto.
Al cabo de unos segundos la niña dejó de llorar, como si súbita-
mente se hubiera tranquilizado. La besé en la frente, pensando: «Es
una auténtica bruja. Su cuerpecito exhalaba un aroma a poder.
Inesperadamente, Lasher pronunció unas palabras que me deja-
ron helado:
-Te felicito, Julien. Has cumplido tu misión.
Me quedé mudo, mientras repetía mentalmente cada una de aque-
llas siniestras sílabas.
Disimuladamente, sin que nadie se diera cuenta, rodeé con una
mano el cuello de la niña, por debajo de la manta que la cubría, y em-
pecé a apretarle la garganta.
-No lo hagas, Julien-murmuró la voz secreta.
-¿Por qué no? -respondí mentalmente-. ¿Acaso quieres que la
proteja durante un tiempo? Mira a tu alrededor, espíritu. Procura mi-
rar con la astucia de los seres humanos, no con la ingenuidad de un
ángel. ¿Qué es lo que ves? Una vieja bruja, una loca y una niña.
¿Quién le enseñará lo que debe aprender? ¿Quién la protegerá cuando
empiece a mostrar sus extrañas aptitudes?
-No pretendo lastimarte, Julien.
Yo solté una carcajada y todos pensaron que me reía de las gracias
de la niña, la cual tenía la vista fija en algo situado sobre mi hombro
que nadie más veía. Se la entregué a las sirvientas, las cuales la bañaron
y vistieron.
Yo salí de la habitación. «Has cumplido tu misión.» De modo que
era eso, pensé furioso. Todo lo demás eran meros juegos y pamplinas.
Supongo que siempre lo había sabido.
Pero también sabía que estaba rodeado de una inmensa y próspe-
ra familia, una familia formada por personas a las que estimaba y que
me habían estimado antes de que cometiera aquel acto abominable, y
que sin duda volverían a estimarme si lograba conquistar su perdón.
En la habitación que estaba a mi espalda había una encantadora niña
que me había conmovido como me conmovían todos los niños. Era
mi hija, mi primogénita.
Esa niña representaba todas las cosas buenas que ofrece la vida. En
aquel momento maldije al perverso espíritu del que no conseguía li-
brarme.
Pero ¿qué derecho tenía aquejarme? ¿Qué derecho tenía a la-
mentarme? ¿Qué derecho tenía a avergonzarme? A fin de cuentas, ha-
bía dejado que ese ser traicionero, caprichoso, pomposo y egoísta me
esclavizara. Había permitido que me manipulara como había manipu-
lado a todas las brujas, a toda la familia.
Ahora, a cambio de dejarme vivir, tenía que serle útil. No sabía
cómo escapar de aquel atolladero. No bastaba con que le enseñara a
Mary Beth las artes que yo había llegado a dominar, pues él también
era un excelente maestro. No, era preciso que se me ocurriera una so-
lución antes de que fuese demasiado tarde.
Mientras reflexionaba, empezaron a llegar nuestros tíos y primos,
riendo y exclamando satisfechos:
-¡Es una niña! ¡Es una niña! ¡Al fin Katherine a dado a luz una
niña!
De pronto me vi rodeado por un enjambre de parientes que me
abrazaban y besaban. Se diría que les parecía perfecto que hubiera
forzado a mi hermana. O quizás opinaban que ya había pagado por
mi delito. Sea como fuere, el caso es que Riverbend se llenó de risas y
voces eufóricas. Se destaparon varias botellas de champán y los músi-
cos tocaron una alegre melodía cuando apareció la nodriza sostenien-
do a la niña en brazos. Los barcos que se deslizaban por el río hicieron
sonar las sirenas para unirse a nuestro visible y manifiesto jolgorio.
«¡Dios mío! ¿Qué puedo hacer? -pensé-. Soy un malvado.
¿Qué puedo hacer para conseguir sobrevivir e impedir que le suceda
algo malo a la niña?»
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