LA VOZ DEL DIABLO - ANNE RICE - LAS BRUJAS DE MAYFAIR - 5
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PROSIGUE LA HISTORIA DE JULIEN
No puedo explicar lo que sentí al oír su voz ni cuánto la quería,
tanto si era hija de Cortland como si no. Sentía hacia ella un cariño tan
intenso como el que sentimos hacia los nuestros y los que son como
nosotros, aunque nos separaban muchos años. Yo me sentía desespe-
rado, impotente y solo. Me senté en el borde de la cama y ella se sentó
junto a mí.
-Carlotta me ha dicho que sabes predecir el futuro. ¿Qué es lo
que ves?
-No veo nada -contestó Evelyn con una voz tan exigua y ex-
presiva como su carita redonda, mientras me miraba con sus inocentes
ojos grises-. Veo las palabras y las pronuncio, pero no conozco su
significado. Hace tiempo aprendí que era mejor callar y dejar que las
palabras se desvanecieran sin haber sido leídas ni pronunciadas.
-No temas, hija -dije, tomándola de la mano para tranquilizar-
la-. Dime lo que ves. ¿Qué nos sucederá a mí ya mi familia? ¿Qué
futuro nos aguarda a todos? ¿Qué será de nuestro clan?
A través de mis cansados dedos noté su pulso, su calor, sus dotes
de bruja, y vi su sexto dedo. De haber sido su padre no habría dudado
en amputárselo, rápidamente y sin causarle el menor dolor. ¡Y pensar
que Cortland era hijo mío! Me entraron ganas de estrangularlo.
«Pero antes debo resolver unos asuntos», pensé, sujetándole la ma-
no con fuerza.
De pronto Evelyn mudó de expresión, alzó la barbilla, poniendo
de relieve su largo y esbelto cuello, y comenzó a recitar un poema, con
voz suave y apresuradamente:
Se alzará un ángel malvado
y vendrá uno que es todo bondad.
Entre ambos aparecerá fa bruja,
dejando la puerta abierta de par en par.
Sembrarán el dolor y el sufrimiento,
fa sangre y el terror.
y el edén primaveral se convertirá
en un valle de lágrimas.
Guárdate de quienes te vigilan en ese momento supremo,
no franquees la entrada a los médicos.
Los eruditos se alimentarán del mal,
y los científicos lo ensalzarán.
Deja que el diablo narre su historia,
deja que suscite fa ira de los ángeles.
Haz que los muertos resuciten
y los alquimistas huyan.
Mata a lo seres que no son humanos
con instrumentos toscos y crueles,
a fin de que sus atormentadas almas
consigan alcanzar la luz.
Aniquila a los hijos del mal,
no te apiades de sus inocentes sonrisas,
pues de otro modo fa primavera no brillará,
ni reinarán los nuestros en el edén.
Durante dos días y dos noches Evelyn y yo permanecimos ence-
rrados en mi habitación.
Nadie se atrevió a derribar la puerta. Su bisabuelo, Tobias, vino a
amenazarme. Su hijo Walker se detuvo ante la verja, gritando todo
tipo de insultos e invectivas. No recuerdo cuántos vinieron ni lo que
dijeron. Creo que oí a Mary Beth pelearse con su hija Carlotta. Me
parece recordar que Richard llamó a la puerta mil veces. Yo respondí
que estaba bien y le pedí que se fuera.
Evelyn y yo permanecimos tendidos en el lecho. No quería las-
timarla. No la culpo por lo que sucedió. Nos acariciamos tierna-
mente y la estreché entre mis brazos, tratando de aplacar sus temores
y su soledad. Fui tan estúpido que creí que las cosas no pasarían de
ahí.
Pero era un hombre y me dejé llevar por la pasión. Evelyn res-
pondió a mis besos y, al final, se entregó a mí.
Yacimos juntos, abrazados, durante toda la noche.
Evelyn dijo que mi desván le gustaba más que el suyo. Yo pensé con
tristeza que no tardaría en morir ahí, en esa misma habitación.
No tuve que decírselo. Sentí su suave mano en mi frente, tratando
de consolarme. Sentí el sedoso tacto de la palma de su mano sobre mis
párpados.
Evelyn repitió las palabras del poema una y otra vez, y yo con ella.
Al amanecer, conocía cada verso de memoria. Pero no me atrevía
a escribir el poema, pues temía que la malvada Mary Beth lo quemara.
Le dije que les enseñara el poema a Carlotta ya Stella. Pero, qué más
daba, pensé afligido. ¿Qué podía suceder? ¿Qué significaban las pa-
labras del poema?
-Lamento haberte puesto triste -dijo Evelyn.
-No, estaba triste antes de conocerte. Tú me has infundido es-
peranza.
El jueves por la tarde Mary Beth mandó que abrieran la puerta por
la fuerza.
-Han avisado a la policía -se justificó tranquilamente, sin aspa-
vIentos.
-Diles que no pueden encerrarla. Debe ser libre. Ordénale a Cor-
tland que venga de Boston.
-Cortland está aquí, Julien.
Cuando apareció Cortland, le pedí a Stella que se llevara a Evelyn
a su habitación y que permaneciera junto a ella. Luego le rogué a
Carlotta que se reuniera con ellas, para asegurarse de que nadie in-
tentaba secuestrar a Evelyn.
Cortland era mi orgullo y alegría. Era mi primogénito, como he
dicho, y el más inteligente de mis hijos. Yo había procurado prote-
gerlo, impedir que descubriera la verdad, pero era muy listo. Ahora
había caído del pedestal en el que yo le había colocado. Estaba furioso
con él y le culpaba de todos los sufrimientos que había padecido
Evelyn.
-Te juro que no lo sabía, padre. ¡Es increíble! Tardaría horas en
explicarte lo que sucedió aquella noche. Juraría que Barbara Ann echó
algo en mi bebida para aturdirme. Luego me arrastró hasta el pantano.
Sólo recuerdo que nos montamos en el bote y que ella se comportó de
una forma muy extraña. Te lo juro, padre. Cuando recobré el conoci-
miento me hallaba tendido en el bote. Me dirigí a Fontevrault, pero no
me dejaron entrar. Tobias salió con un rifle y amenazó con matarme.
Entonces fui a Saint Martinville y llamé a casa. Te lo juro. Es cuanto
recuerdo. Si esa niña es hija mía, lo lamento. No me lo comunicaron.
No querían que lo supiera. A partir de ahora te prometo que me ocu-
paré de ella.
-Un discurso muy bonito para soltarlo ante un tribunal, pero yo
no me lo trago -respondí-. Tú sabías que había nacido. Debiste oír
los rumores que circulaban. Quiero que sea libre, ¿me oyes? Que ten-
ga cuanto desee, que asista a la escuela, lejos de aquí si lo prefiere, y
que disponga de todo el dinero que necesite.
Tras estas palabras volví la cabeza, como si no quisiera tener nada
que ver con ellos. Cortland me dijo algo, pero no contesté. Pensé en
Evelyn y en la forma en que me había descrito su silencio. Era diver- ,
tido permanecer allí tendido, mudo, sin responder.
Tobias se llevó a Evelyn. Carlotta y Cortland hablaron en defensa
de la niña; al menos, eso me dijeron.
Los sollozos de Richard me partían el alma. Me replegué en mí
mismo, repitiendo las palabras del poema y tratando de descifrarlas.
Deja que el diablo narre su historia,
deja que suscite la ira de los ángeles.
Pero ¿qué querían decir? Finalmente, me aferré al último verso:
«Pues de otro modo la primavera no brillará.»
Los Mayfair constituíamos la primavera, estaba convencido de
ello. El edén era nuestro mundo. Nosotros éramos la primavera, y los
últimos versos del poema indicaban que aún existía esperanza, que
podíamos salvarnos. Podíamos impedir que esto se convirtiera en un
valle de lágrimas.
Sembrarán el dolor y el sufrimiento,
la sangre y el terror.
Sí, había esperanza en ese poema, un propósito, un motivo muy
concreto. Sin embargo, me horripilaba la frase que decía: «Mata a los
seres que no son humanos», pues si ese ser no era humano, ¿Qué clase
de poderes tendría? Si se trataba simplemente de san Ashlar... pero
era imposible. ¿Se convertiría de nuevo en un hombre de carne y,
hueso cuando renaciera? ¿O en algo peor?
«Mata a los seres que no son humanos.»
Las palabras no cesaban de dar vueltas en mi mente. Me obsesio-
naban. En ocasiones me ofuscaban hasta el extremo de impedirme
pensar en otra cosa; sólo veía las siniestras imágenes que evocaban.
Permanecí varios días sumido en una especie de trance. Cuando
acudió el médico me incorporé y balbucí unas palabras para que me
dejara tranquilo. La ciencia había hecho grandes progresos desde mi
niñez, pero a aquel imbécil no se le ocurrió otra cosa que informar a
mi familia que sufría un «endurecimiento de las arterias» y «demencia
senil», y que no entendía una palabra de lo que me decían.
Al fin, no tuve más remedio que levantarme y echarlo de la habi-
tación.
Por otra parte, deseaba reanudar mi vida normal. No me apetecía
permanecer confinado en la cama el resto de mi vida. Había estado
muy enfermo, pero había conseguido recobrarme y seguía vivo.
Richard me ayudó a vestirme y bajé a cenar con mi familia. Me sen-
té a la cabecera de la mesa y me zampé una abundante ración de sopa,
pollo asado y carne con salsa para que me dejaran en paz. Me negué a
mirar siquiera a Cortland, el cual trató en repetidas ocasiones de diri-
girme la palabra. Pobre chico. Le hice pasar un rato fatal.
Los primos siguieron parloteando. Mary Beth habló de cosas
prácticas con su desgraciado marido, Daniel McIntyre, un alcohóli-
co que se había convertido en una ruina. «Nos lo debe a nosotros»,
pensé.
Richard, mi querido amigo, no me quitaba la vista de encima, y
Stella propuso que, puesto que me había levantado y parecía estar
perfectamente, fuéramos a dar una vuelta en el coche.
¡Excelente idea! El coche estaba arreglado. Ah, no sabía que se
había averiado. Bueno, Cortland se lo llevó y ...Calla, Stella. Ya está
reparado, mon pere.
-Me preocupa esa chica -dije-. Evelyn, mi nieta.
Cortland se apresuró a tranquilizarme, diciendo que le la habían
llevado a comprarse ropa.
-Los Mayfair creéis que con eso se arregla todo -dije.
-Tú nos lo enseñaste, padre -respondió Cortland, sonriendo.
Me asombraba mi cobardía, el hecho de ceder ante la sonrisita de
mi hijo.
-Está bien, ordenad que preparen el coche. Salid todos de aquí
-dije-. Iremos a dar una vuelta los tres: Stella, Lionel y yo. Anda,
salid de aquí. Tú quédate, Carlotta.
Todos obedecieron. Al cabo de unos segundos, el amplio comedor
se quedó vacío. Los murales parecían echarse sobre nosotros, dispues-
tos a transportarnos a los hermosos campos de Riverbend que mos-
traban. Riverbend, nuestra plantación, la cual hacía tiempo que había
dejado de existir.
-¿Te ha enseñado Evelyn el poema? -le pregunté a Carlotta
cuando nos quedamos solos.
Carlotta asintió y empezó a recitarlo lentamente.
-Se lo he recitado a mamá -dijo, cosa que me chocó-. Aunque
es perder el tiempo. ¿Qué crees que sucederá? -me preguntó-.
¿Acaso creías que podías bailar con el diablo y no pagar un precio por
ello?
-Pero yo no estaba seguro de que fuera el diablo. Cuando nací, en ,
Riverbend no se hablaba nunca ni de Dios ni del diablo. No existían.
-Cuando mueras irás al infierno -afirmó Carlotta.
Sus palabras me hicieron estremecer .
Deseaba contárselo todo, revelarle la verdad... Pero Carlotta se le-
vantó, arrojó la servilleta sobre la mesa como si se tratara de un guante
y salió precipitadamente.
De modo que le había recitado el poema a Mary Beth. Cuando
ésta vino a buscarme, murmuré las terribles palabras:
-Mata a los seres que no son humanos...
-No te alteres, querido -dijo Mary Beth-. Ve y diviértete.
Cuando salí al porche, el Stutz Bearcat estaba aparcado frente a él,
listo para partir. Stella, Lionel y yo nos instalamos en el vehículo y
enfilamos la calle Amelia, pero no nos detuvimos para visitar a Eve-
lyn, pues temíamos que nuestra visita resultara inoportuna.
Nos dirigimos a Storyville, a las casas de mis damas favoritas.
No regresamos hasta el amanecer. Recuerdo esa noche con toda
claridad, en parte porque fue la última que pasé en Storyville, escu-
chando a las orquestas de jazz, cantando y mostrándoles a Stella y
Lionel los burdeles que solía frecuentar. Mis amigas estaban escan-
dalizadas. Pero no existe nada en un burdel que no pueda comprarse.
Stella estaba entusiasmada. Eso era vivir, exclamó, eso era vida.
Bebió varias copas de champán y bailó hasta quedar agotada. Lionel
se mostró más reticente. Pero no importaba. Yo me estaba muriendo.
Mientras me encontraba en el atestado salón de la casa de Lulu White,
escuchando al pianista negro, pensé: «Me estoy muriendo» Estaba
obsesionado con la idea de la muerte. El mundo giraba en torno a Ju-
lien. Julien sabía que se avecinaba una tormenta, pero no podía impe-
dirlo. Julien sabía que los placeres, las aventuras y los triunfos habían
terminado para él. Julien acabaría enterrado en una fosa, como todo el
mundo.
Por la mañana, cuando regresamos a casa, besé a Stella y le dije
que lo había pasado estupendamente. Luego me retiré a mi desván,
convencido de que no saldría de allí.
Permanecí acostado en la oscuridad, noche tras noche, pensando:
«Y si después de muerto consiguiera regresar a la tierra, como el es-
píritu?»
Al fin y al cabo, si se trataba de Ashlar, uno de los numerosos
Ashlar, el santo, el rey, el vengativo fantasma, un simple ser humano...
De pronto oí unos extraños crujidos y noté que la cama temblaba.
Recordé de nuevo los versos: «Los seres que no son humanos.»
-¿Has venido a importunarme o a complacerme? -pregunté.
-Muere en paz, Julien -contestó el espíritu-. Estaba dispuesto
a revelarte mis secretos el primer día que entré contigo en esta casa. Te
dije que este lugar podía arrancarte de la eternidad, que era como los
antiguos castillos. Recuerda sus formas, Julien, sus airosas almenas.
Las verás a través de la niebla con toda claridad. Pero no quisiste es-
cucharme. ¿ Estás dispuesto a hacerlo ahora ? Te conozco bien. Estás
vivo. No querías oír hablar de la muerte.
-No sabes nada sobre la muerte -respondí-. Sólo te interesa
alcanzar tus fines, atosigarnos, vivir. Pero no sabes nada sobre la
muerte.
Me levanté de la cama y le di cuerda al Victrola para ahuyentar al
espíritu.
-Sí, deseo regresar -murmuré-. Deseo permanecer en la tierra,
formar parte de esta casa. Pero te juro, Señor, que no es por afán de
vivir de nuevo, sino porque lamento que la historia no haya conclui-
do, que el demonio siga presente. Deseo ayudar, ser el ángel del Señor.
Sin embargo, no creo en ti, Señor, sólo creo en Lasher y en mí mismo.
Nervioso, empecé a pasear de un lado a otro mientras sonaba el
vals de Violetta, una canción que desmentía todo dolor y sufrimiento,
una pieza frívola y, sin embargo, deliciosamente organizada.
De pronto sucedió algo extraordinario. Jamás, en toda mi larga
vida, me había llevado tal sorpresa como en aquel momento al ver el
rostro de una muchacha, que se había encaramado al tejado del por-
che, pegado a mi ventana.
Abrí la ventana apresuradamente y murmuré:
-Evelyn.
Y ella, perfumada, suave y calada hasta los huesos debido a la llu-
via primaveral, se arrojó en mis brazos.
-¿Cómo has llegado hasta aquí, cariño? -pregunté.
-Trepando por la parra, tío Julien. Me has demostrado que un
desván no tiene por qué ser una cárcel. Deseo permanecer contigo
todo el tiempo que sea posible.
Hicimos el amor y conversamos durante largo rato, tendidos en el
lecho, mientras amanecía. Evelyn me contó que Tobias y su familia se
portaban bien con ella, que le permitían salir cuando quería, que por
las tardes solía pasear por la avenida y la calle Canal, que había ido en
coche, que se había comprado unos zapatos. Richard le había regalado
unos vestidos muy bonitos. Cortland le había comprado un abrigo
con el cuello de piel. Mary Beth le había regalado un espejo y un peine
de plata.
Al cabo de un rato me incorporé y le di cuerda al Victrola. Evelyn
y yo bailamos al son del vals. Nos sentíamos embriagados, como si
hubiéramos salido de juerga, de copas, yendo de un bar a otro, aunque
no nos habíamos movido de la habitación. Evelyn llevaba una com-
binación adornada con encajes de color rosa y un lazo en el pelo. Bai-
lamos alrededor de la habitación, riendo felices, hasta que alguien...
hasta que Mary Beth abrió de pronto la puerta.
Yo sonreí. Sabía que mi angelical nieta me visitaría de nuevo.
En la oscuridad de la noche, hablé con mi Victrola.
Le pedí que me ayudara. Por supuesto, no creía en esas cosas.
Siempre me había negado a creer en ellas. Sin embargo, me corté las
uñas e introduje los fragmentos entre la lámina de madera inferior y
lateral del gramófono. Me corté un mechón de pelo y lo oculté debajo
del plato. Me mordí los labios hasta hacerme sangre y unté con ella la
tapa del aparato. En resumidas cuentas, convertí el Victrola en una
especie de muñeca de mí mismo, como las muñecas de las brujas. Lue-
go, me puse a cantar el vals.
Mientras sonaba la música, canté: «Regresa, regresa. Acude cuan-
do te necesiten. Acude cuando te llamen. Regresa, regresa.»
De pronto contemplé una terrible visión. Imaginé que había muer-
to y que me alzaba, iluminado por una potente luz, con los brazos ex-
tendidos, rodeado de un aire que se hacía cada vez más denso y oscuro.
Había regresado a la tierra. Parecía como si la noche estuviera poblada
de espectros como yo, almas perdidas que temían condenarse en el in-
fierno o que no creían en el paraíso. Entretanto, el vals seguía sonando
en el Victrola.
Al fin comprendí la futilidad de esos gestos. La brujería no es sino
una cuestión de foco; se trata simplemente de aplicar nuestra inmensa
e increíble energía aun acto de voluntad. ¡Sí, regresaría a la tierra!
Estaba convencido de ello.
Regresaría.
¡Guárdate de quienes te vigilan en ese momento supremo!
Sí, regresaría a la tierra.
Pues de otro modo la primavera no brillará, ...
ni reinarán los nuestros en el edén.
Recuerda los versos que te he recitado, Michael.
Recuérdalos. Fíjate en su significado. Te aseguro que no estaría
aquí si la batalla hubiera terminado, Michael. Todavía no ha llegado el
momento supremo. Tú te serviste del amor, pero no fue suficiente. Sin
embargo, existen otros instrumentos que puedes utilizar. Recuerda el
poema: «Con instrumentos toscos y crueles.» No dudes en utilizar-
los. No dejes que la bondad frene tu mano.
¿Por qué crees que he conseguido regresar? ¿Por qué crees que he
conseguido escuchar de nuevo el vals bajo este techo ? Dentro de unos
momentos deseo que hagas sonar para mí el vals, Michael, en mi pe-
queño Victrola. Haz que suene cuando yo haya desaparecido.
Pero permíteme que te hable sobre las últimas noches que recuer-
do. Empiezo a sentirme cansado. Veo el final de estas palabras, pero
no el final de esta historia. Tú mismo deberás relatarla. Deja que pro-
nuncie unas últimas palabras y recuerda tu promesa. Haz que el vals
suene para mí, Michael. Haz que suene, pues ninguno de los dos sa-
bemos si iré al cielo o al infierno. Quizá nadie lo sabrá nunca.
Al cabo de una semana le regalé el pequeño Victrola a Evelyn.
Aprovechando una tarde en que no había nadie en casa, envié a Ri-
chard en busca de Evelyn, con el ruego de que ésta acudiera cuanto
antes. Luego ordené a los sirvientes que me subieran el voluminoso
Victrola del comedor, un aparato mayor que el que conservaba en el
desván.
Una vez que Evie y yo nos quedamos solos, le dije que se llevara el
pequeño Victrola a casa y no dejara que nadie se apoderara de él hasta
que Mary Beth hubiera muerto. Ni siquiera quería que Richard su-
piera que ella se lo había llevado, por temor a que acabara confesán-
doselo a Mary Beth si ésta le interrogaba.
-Llévate el gramófono y cuando salgas ponte a cantar -le dije.
De ese modo, pensé, si Lasher la veía llevarse el misterioso objeto
se sentiría aturdido y no le concedería ninguna importancia. En aquel
momento recordé que el monstruo era capaz de adivinar mis pensa-
mientos.
Estaba desesperado.
Tan pronto como Evie se hubo marchado y el eco de su voz se
desvaneció en la escalera, puse en marcha el Victrola queme habían
subido del comedor y llamé a Lasher. Quizá no había visto salir a
Evelyn con el pequeño Victrola.
Sentí la presencia de Lasher -el cual permanecía invisible- de-
jándose arrastrar por la música, danzando torpemente alrededor de la
habitación, derribando los objetos que había sobre la repisa de la chi-
menea y haciendo que los cuadros temblaran. Perfecto. Eso demos-
traba que estaba ahí.
-Muy bien, Julien -dijo, apareciendo repentinamente mientras
trataba de ejecutar un complicado paso de baile. En su rostro se di-
bujaba una radiante sonrisa. «Qué lástima que sea incapaz de amarlo»,
pensé. En aquellos momentos Evie ya habría llegado a su casa.
Pasaron varias semanas sin novedad.
Evie gozaba de total libertad. Richard solía llevarla de paseo en
co.che, junto con Stella. Tobias la acompañaba todos los domingos a
misa.
Evie venía a visitarme cuando podía, entrando sin disimulo por
la puerta principal. Sin embargo, algunas noches prefería trepar por la
parra, como una temeraria diosa, inflamando mi pasión con su amor y
su arrojo hasta extremos obscenos y delirantes. Yacíamos juntos du-
rante horas, besándonos y acariciándonos. Me asombraba que, pese a
mi avanzada edad, consiguiera satisfacer a una muchacha tan joven y
apasionada. Le revelé algunos secretos, pero sólo unos pocos.
Los dioses me habían concedido ese último don.
-Te amo, Julien -decía el astuto Lasher cuando aparecía, con-
fiando en que pusiera en marcha el Victrola, pues le entusiasmaba
ese aparato-. ¿Quién trataría de lastimar a Evelyn? No represen-
ta ninguna amenaza para nosotros. Veo el futuro. Tenemos cuanto
deseamos.
Una tarde, cuando Mary Beth llegó a casa, le pedí que se sentara
junto a mí y le aseguré que no le había revelado a Evie ningún secreto
importante. Asimismo, le rogué que cuando yo hubiera desaparecido
se ocupara de ella.
Mary Beth me miró con los ojos llenos de lágrimas. Fue una de las
pocas ocasiones en que la vi conmovida.
-No me conoces ni me comprendes, Julien -dijo--. Durante es-
tos años he intentado unir a la familia, conseguir que fuéramos más
poderosos e influyentes. Mi máxima aspiración era que fuéramos fe-
lices. ¿Crees que sería capaz de hacerle daño a una niña que es nieta
tuya? ¿A la hija de Cortland? Haces que se me parta el corazón, Ju-
lien. Créeme, sé muy bien lo que hago, sé lo que le conviene a la fa-
milia. Debes confiar en mí, Julien, no quiero que mueras triste y pre-
ocupado. No dejes que tus últimas horas estén llenas de angustia y
temor. Si es necesario, permanecerá a tu lado día y noche. Deseo que
mueras en paz. Somos los Mayfair ..., estamos aun millón de leguas de
donde nos hallábamos en Riverbend. No temas, la familia subsistirá.
Pasaron varias noches. Yo permanecía despierto, pues ya no ne-
cesitaba dormir .
Sabía que Evelyn estaba encinta. Dios no da tregua a los ancianos.
Ardemos de pasión y engendramos hijos. ¡Qué tragedia! Pero ella no
lo sabía, y yo no se lo dije.
Sólo me atrevía a confiar en Cortland, a quien le pedía que acu-
diera a verme para sermonearle. Sabía que en cuanto supieran que
Evelyn estaba encinta todos pondrían el grito en el cielo. Sólo podía
confiar en que obedecieran mis instrucciones y protegieran a la niña
sucediera lo que sucediese. :
Una noche serena y cálida fallecí. Era a mediados de verano. Es-
toy seguro de ello, pues los mirtos estaban en flor. Es imposible que
me haya confundido.
Pedí a todos que me dejaran solo. Sabía que estaba a punto de mo-
rir. Permanecí acostado, apoyado cómodamente en un montón de al-
mohadas, contemplando las nubes por encima de los mirtos.
Deseaba regresar a Riverbend, sentarme a charlar con Marie Clau -
dette y averiguar quién era el joven que había secuestrado a unos escla-
vos y los había llevado a las habitaciones de Marguerite para que ésta
pudiera realizar sus macabros experimentos. ¿Quién había sido el in-
sensato?
De pronto me di cuenta de algo terrible. No podía moverme. No
podía incorporarme. No podía obligar a mis brazos a obedecer. La
muerte se cernía sobre mí como una helada invernal, congelando mis
miembros.
En aquel momento, casi confirmando que existía un Dios para los
cuentistas y los viejos verdes, vi a Evelyn encaramada en el borde del
tejado, agarrada a la parra.
Atravesó el tejado del porche y dijo:
-Abre la ventana, tío Julien. Soy Evie.
Pero yo no podía moverme.
-Amor mío -murmuré, mirándola embelesado.
Evie puso entonces en práctica sus dotes de bruja y, con sus ma-
nos y sus poderes psíquicos, consiguió abrir la ventana. Luego exten-
dió los brazos, me sujetó por los hombros, me atrajo hacia sí y me
besó.
-Amor mío...
Vi unos nubarrones en el cielo y noté que caían las primeras gotas
de lluvia sobre el tejado del porche y sobre mi rostro. Observé que las
ramas de los árboles se agitaban violentamente y oí que el viento so-
plaba con furia, azotando los árboles y las plantas, gimiendo como
cuando murió mi madre y cuando murió la madre de ésta.
Había estallado una tormenta porque la bruja agonizaba. Yo era la
bruja. Era mi muerte y mi tormenta.
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Se hallaban de pie, rodeados por la niebla, formando un círculo
irregular. A lo lejos retumbaba un ruido sordo y continuado que pa-
recía presagiar tormenta.
Eran las personas más peligrosas que había visto jamás, hijos de la
pobreza y la ignorancia. Presentaban los defectos propios de los po-
bres y los desvalidos: el cojo, el jorobado, el niño con los brazos ex-
tremadamente cortos y otros, demacrados, rudos, deformes, temibles,
cubiertos con unos harapos de color pardo. Michael se preguntó si
percibirían también aquel monótono murmullo.
Sobre el valle se cernían unos densos nubarrones. En las pie-
dras, tal como el profesor de Edimburgo le había asegurado a Julien,
se apreciaban unos dibujos. Eran unas piedras enormes, dispuestas en
círculo.
Michael se incorporó. Estaba mareado. «¿Qué hago aquí? -se
preguntó-. Estoy soñando. Debo regresar a casa. No puedo desper-
tarme aquí. Pero no sé cómo regresar.» El monótono e insistente ru-
mor le ponía nervioso. ¿Podían oírlo esas gentes? Tal vez se tratara de
un temblor de tierra, aunque no era probable. De todos modos, en
aquel lugar podía suceder cualquier cosa. Todo era posible. Era pre-
ciso que saliera de allí.
-Nos gustaría ayudarle -dijo un individuo alto con una abun-
dante cabellera canosa, avanzando hacia Michael. Lucía unos calzones
negros y un tupido bigote que le cubría el labio superior. Tenía una
hermosa voz de barítono-. Peto ignoramos quién es usted y qué ha
venido a hacer aquí. No sabemos cómo ayudarle a regresar a casa.
Se expresaba en inglés moderno. «Esto es absurdo -pensó Mi-
chael-. Debe de tratarse de un sueño.»
¿Qué demonios era aquel ruido? No le resultaba desconocido,
pues lo había oído otras veces. Deseaba detenerlo.
Las piedras que había junto a él debían de medir unos seis metros
de altura. Eran puntiguadas y se alzaban como toscos cuchillos, os-
tentando las efigies de unos guerreros dispuestos en fila, armados con
lanzas y escudos.
-Los pictos -dijo Michael.
Los otros lo miraron extrañados, como si no comprendieran sus
palabras.
-Si le abandonamos aquí -dijo el hombre de pelo canoso-,
vendrán los duendes y se lo llevarán. Están llenos de odio. Tratarán
de convertirlo en un gigante y reclamarán el mundo. Usted lleva su
sangre.
De pronto percibió un murmullo estridente que resonó en todo el
valle. Era un sonido familiar, más fuerte que el rumor que retumbaba
a lo lejos.
-Conozco ese sonido -dijo Michael. Trató de ponerse en pie,
pero cayó sobre la húmeda hierba. Los otros observaron sus ropas
con curiosidad, como si nunca hubieran visto a nadie vestido como él.
-¡Estamos en otra época! -exclamó Michael-. ¿No oyen ese
ruido? Es un teléfono que está sonando para obligarme a regresar.
El individuo alto se acercó a él. Tenía las pantorrillas y las rodillas
sucias, como si hubiera caído en un pantano. Sus ropas también esta-
ban manchadas.
-Nunca he visto a los duendes -dijo-, pero sé que son muy
peligrosos. No podemos abandonarlo aquí.
-Aléjese de mí -dijo Michael-. Me marcho. Esto es un sue-
ño. No se queden aquí. Váyanse. Tengo cosas muy importantes que
hacer .
Al fin consiguió ponerse en pie, pero cayó hacia atrás y apoyó las
manos en las tablas del suelo. El teléfono seguía sonando insistente-
mente. Michael trató de abrir los ojos.
De pronto el sonido cesó. «Tengo que despertarme -pensó Mi-
chael-. Tengo que levantarme. No dejes de sonar.» Tras no pocos
esfuerzos, consiguió ponerse de rodillas. Percibió de nuevo el monó-
tono rumor. Era el Victrola. El pesado brazo, provisto de una tosca
aguja, estaba posado sobre un disco que había dejado de sonar y que
seguía girando incesantemente.
La luz se filtraba a través de las dos ventanas de la habitación.
Debajo de una de ellas, la ventana por la que se había precipitado
Antha, estaba el Victrola con la tapa abierta, en la cual había unas le-
tras doradas que decían: VICTOR.
En aquel momento oyó unos pasos en la escalera.
-¿Quién es? -preguntó, poniéndose en pie.
Estaba en su habitación. Vio su mesa de dibujo y su silla. y los
estantes llenos de libros: Arquitectura victoriana, La historia de las
casas de madera en América, etcétera. Eran sus libros.
Sonaron unos golpes en la puerta-
-¿Está usted ahí, señor Mike? Le llama el señor Ryan.
-Entra, Henri.
¿Notaría Henri que estaba nervioso, que tenía miedo?
El pomo de la puerta giró y ésta se abrió bruscamente, dejando
que la luz del descansillo penetrara en la habitación. Michael apenas
logró distinguir la silueta y el rostro de Henri, iluminado por la pe-
queña araña que colgaba detrás de él.
-Le traigo buenas y malas noticias, señor Mike. Han encontrado
a su esposa en Saint Martinville, pero está muy mal. Dicen que no
puede moverse ni hablar .
-¡Gracias a Dios que la han encontrado! ¿Están seguros de que
se trata de Rowan ? -preguntó Michael.
Salió de la habitación y bajó apresuradamente la escalera, seguido
de Henri, el cual no cesaba de hablar. Michael tropezó con un escalón
y el mayordomo extendió la mano para sujetarlo.
-El señor Ryan se dirige hacia aquí. Ha llamado el forense de Saint
Martinville. Al parecer, su esposa llevaba unos documentos en el bolso
que acreditan que se trata de la doctora Mayfair.
De pronto apareció Eugenia con el teléfono en la mano.
-Sí, señor, lo hemos encontrado -dijo a través del auricular.
Michael se lo arrebató de las manos.
-¿Ryan?
-Van a trasladar a Rowan en ambulancia al hospital Mercy -res-
pondió la fría voz de su interlocutor-. Llegará dentro de una hora
aproximadamente, si utilizan la sirena. Me temo que la situación es
grave, Michael. N o consiguen reanimarla. Al parecer, está en coma.
Estamos tratando de localizar a su amigo, el doctor Larkin, en el hotel
Pontchartrain, pero no conseguimos dar con él.
-¿Qué puedo hacer? ¿Qué me aconsejas que haga? -preguntó
Michael.
Pensó en tomar la autopista I -10 y dirigirse hacia el norte hasta
encontrarse con la ambulancia. Luego giraría en el arcén y la seguiría.
¡La ambulancia llegaría dentro de una hora!
-Tráeme la chaqueta, Henri. y mi billetero. Está en la biblioteca.
Me he dejado las llaves y el billetero en la biblioteca.
-Vete al hospital-dijo Ryan-. Ya los han avisado. La instala-
rán en la suite de los Mayfair. Nos reuniremos allí. ¿No sabes dónde
puede estar el doctor Larkin?
Michael se puso la chaqueta apresuradamente. Se bebió el zumo
de naranja que le entregó Eugenia, mientras ésta le recordaba que no
había probado bocado y que eran las once de la noche.
-Trae el coche, Henri. Apresúrate.
Rowan estaba viva y la traían de regreso a casa. Llegaría al hospital
Mercy dentro de una hora.«¡Maldita sea!», pensó Michael. Sabía que
regresaría, pero no en esas condiciones.
Tras coger las llaves y el billetero de manos de Eugenia y guar-
Darlos en el bolsillo, echó a correr hacia la puerta. No necesitaba coger
dinero. Iban a trasladar a Rowan a la suite de los Mayfair, donde él
mismo había estado ingresado tras sufrir el ataque cardíaco, conecta-
do a unos aparatos que lo mantenían con vida y oyendo el murmullo
de éstos, igual que oía el sonido del Victrola.
-Escucha, Eugenia, hay algo muy importante que quiero que
hagas-dijo Michael-.Sube a mi habitación. En el suelo hay un vie-
jo Victrola. Dale cuerda y pon un disco, ¿De acuerdo?
-¿Ahora?¿A estas horas de la noche?¿Porqué?
-Haz lo que te ordeno. O mejor aún, baja el Victrola al salón. Así
resultará más sencillo. Déjalo, no podrás cargarcon él. Sube, pon un
disco unas cuantas veces y luego acuéstate.
-No lo entiendo. Han hallado a su esposa, está viva, van a tras-
ladarla al hospital, no sabe si está malherida, y sólo se le ocurre pedir-
me que ponga un disco en el gramófono...
-Exactamente.
Al salir, Michael vio el coche deslizándose entre las encinas como
un enorme pez verde. Bajó apresuradamente los escalones y se dirigió
hacia él
-¡Haz lo que te he ordenado! -le indicó a Eugenia antes de ins-
talarse en el asiento posterior del vehículo-. Lo importante es que mi
mujer está viva. Está viva, y si está viva me escuchará. Yo le hablaré y
ella me contará lo sucedido. ¡Está viva, Julien! Todavía no ha llegado
el momento supremo. Llévame al hospital, Henri, rápido.
A medida que el coche avanzaba por la calle Magazine hacia el
centro de la ciudad, Michael recordó el resto del poema, formado por
unas enigmáticas palabras. Oyó la voz de Julien, cuyo vistoso acento
francés iluminaba las letras al igual que los viejos monjes las ilumina-
ban pintándolas de rojo o dorado y decorándolas con diminutas fi-
guras y hojas.
Guárdate de quienes te vigilan en ese momento supremo,
no franquees la entrada a los médicos.
Los eruditos se alimentarán del mal
y los científicos lo ensalzarán.
-Es terrible -decía Henri-. Esas pobres mujeres... Todas ellas
han muerto de forma violenta...
-¿De qué demonios estás hablando? -preguntó Michael.
Deseaba fumarse un cigarrillo. Le parecía percibir el dulce aroma
del cigarro de Julien, el cual impregnaba sus ropas. Recordó a Julien
encendiendo el cigarro, aspirando el humo y agitando la mano. Luego
recordó el brillo de la cama de metal en la habitación y la voz de Vio-
letta entonando su alegre canción.
-¿A qué mujeres te refieres? ¿De qué estás hablando? No en-
tiendo una palabra. ¿Qué hora es?
-Son las once y media -contestó Henri-. Me refiero a las otras
mujeres de la familia Mayfair. La madre de la señorita Mona murió en
el hospital, y la pobre señorita Edith en su apartamento del centro,
aunque no recuerdo haberla conocido. Tampoco recuerdo el nombre
de la otra señora, ni el de la que murió en Houston, ni el de la que
murió después de ella.
-¿Que han muerto todas esas Mayfair? No sabía nada.
-Sí, señor. La señorita Bea dice que todas murieron de forma
violenta. El señor Aaron telefoneó. Todos trataban de localizarlo. No
sabíamos si estaba usted en casa. Tenía las luces de su habitación en-
cendidas. ¿Cómo iba a imaginar que estaba dormido en el suelo?
Henri siguió hablando, explicando que Eugenia y él le habían
buscado por toda la casa y el jardín. Pero Michael no le prestaba
atención. Estaba abstraído, observando los destartalados edificios de
la calle Magazine que desfilaban ante la ventanilla del coche y escu-
chando los versos del poema.
Sembrarán el dolor y el sufrimiento,
la sangre y el terror.
25
Conque ése era Stólov. Lo reconoció en cuanto bajó del avión. Le
habían seguido la pista. Ahí estaba ese tipo musculoso, aguardándole,
vestido con una gabardina negra y observándole con unos ojos claros
que brillaban como el cristal.
Stólov tenía unas pestañas casi invisibles y unas tupidas cejas; y el
pelo rubio. Yuri pensó que debía de ser noruego. No, ruso. Se llamaba
Erich Stólov.
-Hola, Stólov -dijo Yuri, cogiendo la bolsa de viaje con la mano
izquierda y extendiendo la derecha.
-Veo que sabe quién soy -respondió Stólov-. No estaba se-
guro de que me reconociera.
Tenía un acento escandinavo con cierto deje de Europa oriental.
-Siempre reconozco a nuestros compañeros -dijo Yuri-. ¿Qué
hace en Nueva Orleans? ¿Trabaja con Aaron Lightner? ¿O ha venido
simplemente a recogerme?
-Eso es lo que me han encargado que le explique -contestó
Stólov, apoyando ligeramente la mano en la espalda de Yuri mientras
avanzaban por el pasillo enmoquetado, el cual parecía absorber todos
los sonidos cálidos.
Los pasajeros pasaban junto a ellos apresuradamente. Stólov se
expresaba en un tono amistoso y cordial que a Yuri le sonaba falso.
-No debió abandonar la casa matriz, Yuri -prosiguió-, aunque
comprendo sus motivos. Sabe que somos una orden muy autoritaria,
en la que se concede gran importancia a la obediencia. Ya sabe por qué.
-No, dígamelo usted. Me han excomulgado. No me siento obliga -
do a responder a sus preguntas. He venido a ver a Aaron. Es el único
motivo por el que estoy aquí.
-Ya lo sé-contestó Stólov-. ¿Le apetece un café?
-No, prefiero ir directamente al hotel. Quiero reunirme con
Aaron tan pronto como sea posible.
-No puede verle ahora --dijo Stólov en tono conciliador-. Ha
sucedido una tragedia en la familia Mayfair. Aaron está con ellos.
Además, Aaron es miembro de Talamasca. No le gustará que se pre-
sente usted de sopetón. Incluso es posible que sus muestras de afecto
le causen cierto embarazo.
Sus palabras enfurecieron a Yuri. No le caía bien ese tipo rubio y
atlético.
-Aun así, deseo hablar con él. Mire, Stólov, al marcharme sabía
que abandonaba para siempre la organización. ¿ Por qué me habla en
ese tono tan paciente y amable? ¿Sabe Aaron que está usted aquí?
-Es usted un elemento muy valioso para la Orden, Yuri. Anton
es ahora el nuevo Superior General. Es posible que David Talbot hu-
biera resuelto la situación de forma más eficaz. A veces, en los mo-
mentos de transición, perdemos agente a la que luego echamos de
menos. ,
Stólov señaló la cafetería, donde unas tazas relucían sobre las va-
cías mesas de formica. Incluso en esta ciudad se percibía un aroma a
café típicamente americano, de escasa consistencia.
-No, prefiero ir al hotel-insistió Yuri-. Deseo ver a Aaron y
comunicarle que me encuentro aquí. Luego, si quiere, podemos re-
unirnos los tres.
-No puede hablar con él en estos momentos. Está en el hospital.
Han encontrado a Rowan Mayfair y Aaron está con la familia. Aaron
corre un gran peligro. Es preciso que me escuche. Este malentendido
que se ha producido entre nosotros se debe a que queríamos proteger
a Aaron. Ya usted.
-En tal caso puede explicárnoslo a los dos.
-No, le ruego que me escuche -dijo Stólov suavemente-.
Yuri se dio cuenta de que le estaba bloqueando el paso. Era un
individuo más fuerte y corpulento que él. No es que le temiera, pero
no sabía cómo deshacerse de ese pelmazo. No obstante, tenía un ros-
tro agradable e inteligente.
-Necesitamos que colabore con nosotros, Yuri -prosiguió Stó-
lov, empleando el mismo tono paciente y amable-. Tememos que le
ocurra algo malo a Aaron. Puede decirse que se trata de una misión de
rescate para salvar a Aaron Lightner. Aaron está muy involucrado en
los asuntos de la familia Mayfair y ha cometido varios errores.
-¿A qué se refiere? -preguntó Yuri.
Sin apenas darse cuenta, Yuri dejó que el otro .lo condujera ala
cafetería. Se sentó ante una mesa, frente al fornido noruego, y le ob-
servó en silencio mientras éste pedía a la camarera que les trajera café
y unos bollos.
Yuri calculó que Stólov tenía unos diez años más que él. Eso sig-
nificaba que debía de rondar los cuarenta. Cuando se desabrochó la
gabardina negra, Yuri observó que llevaba un traje convencional,
como todos los miembros de Talamasca, bien cortado, de lana fría,
caro pero no ostentoso. Iba vestido como todos los hombres de su
generación, en lugar de lucir la clásica chaqueta de mezclilla con par-
ches de cuero en los codos como David, Aaron y compañía.
-Comprendo que se muestre receloso -dijo Stólov-. Pero so-
mos una organización, una familia. No debió abandonar la casa ma-
triz como lo hizo, Yuri.
-Ya me lo ha dicho. ¿Por qué me prohibieron los Mayores ha-
blar con Aaron Lightner ?
-No sabían que sus palabras iban a tener estas repercusiones.
Querían discreción, disponer de tiempo a fin de tomar las medidas
oportunas para proteger a Aaron. No imaginaron que usted se lo to-
maría de este modo.
La camarera les sirvió un café descolorido y aguado.
-Quiero un espresso. Lo siento -dijo Yuri, apartando la taza.
La camarera depositó en la mesa los bollos, que tenían un aspecto
dulzón y pegajoso. Yuri no tenía hambre. Había comido algo muy
poco apetitoso en el avión.
-Dice que han encontrado a Rowan Mayfair -dijo Yuri, con-
templando los repugnantes bollos- y que Aaron está en el hospital.
Stólov asintió, se bebió el café aguado y lo miró con sus ojos claros.
La ausencia de color les daba un aire frío. De pronto, inexplicablemen-
te, adoptó una expresión agresiva. Y uri no comprendía el motivo.
-Aaron está enfadado con nosotros -dijo Stólov-. Se niega a
colaborar. El día de Navidad sucedió algo que afectó profundamente
ala familia Mayfair. Aaron cree que, de haber estado presente, habría
salvado a Rowan Mayfair. Nos culpa por no haber podido ayudarla.
Pero se equivoca. No habría podido ayudarla, pues lo habrían asesi-
nado. Aaron se está haciendo viejo. Nunca ha intervenido en un caso
tan peligroso como éste.
-No es ésa la impresión que tengo yo -replicó Yuri-. No es la
primera vez que la familia Mayfair trata de eliminarlo. Aaron se ha
encontrado en muchas situaciones de peligro; ha llevado a cabo unas
investigaciones muy arriesgadas. Es muy valioso para la Orden, por-
que es un investigador de gran experiencia y eficacia.
-No es la familia la que representa una amenaza para Aaron, no
son las brujas Mayfair, sino un individuo al que ellos han ayudado y
apoyado, por decirlo así.
-Lasher.
-Veo que conoce su historia.
-En efecto.
-¿Vio usted a ese individuo cuando estuvo en Donnelaith?
-Sabe muy bien que no lo he visto. Puesto que trabaja en este
caso, debe de haber leído los informes que envié a los Mayores, unos
informes que había preparado para Aaron. Sabe que he hablado con
las personas que han visto a ese individuo, pero que no lo he visto
personalmente. ¿Acaso lo ha visto usted?
-¿Por qué está tan enojado, Yuri? -preguntó Stólov con su her-
mosa voz de barítono.
-No estoy enojado, sino receloso. Toda mi vida la he consagrado
a la organización Talamasca. Ellos me ayudaron a hacerme adulto.
Quizá no hubiera alcanzado la madurez de no haber sido por la Orden.
Pero hay algo que no encaja. Se comportan de forma extraña. Usted
mismo me habla en un tono que no alcanzo a comprender. Deseo ha-
blar directamente con los Mayores. Insisto en hablar con ellos.
-Eso es imposible, Yuri -respondió Stólov suavemente-. Na-
die puede hablar con los Mayores, usted lo sabe. Aaron también lo I
sabe. Puede comunicarse con ellos a través de los cauces habituales...
-Se trata de una emergencia.
-¿Para Talamasca? No. Para Aaron y para usted, sí; pero para ;
Talamasca nada representa una emergencia. Somos como la Iglesia de
Roma.
-Dice que han hallado a Rowan Mayfair .
-Está ingresada en el hospital Mercy, pero esta mañana la trasla-
darán a su casa. Anoche estaba conectada al sistema de respiración
asistida, pero hoy han decidido trasladarla a casa. De todos modos, no
se recuperará por completo; los médicos lo confirmaron anoche. Su
cerebro ha sufrido graves daños tóxicos, como los que suelen produ-
cir una conmoción, una sobredosis de droga, una reacción alérgica o
un repentino aumento de insulina. Al menos, eso dicen los médicos.
Me limito a repetir lo que le han dicho a la familia.
»Saben que es imposible que se recupere. La propia Rowan, en su
calidad de heredera del legado, dejó unas instrucciones médicas por
si se producía una situación semejante. Dejó dicho que, una vez se hu-
biese confirmado un pronóstico negativo, debían desconectarla de los
aparatos que la mantuvieran con vida y trasladarla a casa. -Stólov con-
sultó su reloj, un horrible aparatito lleno de pequeños mecanismos y
letras digitales-. Seguramente ya la habrán trasladado -añadió-.
Aaron estará con ellos. Debe darle a su amigo un poco de tiempo.
-Le doy a usted exactamente veinte minutos para que se expli-
que. Luego me marcharé.
-Muy bien. Ese individuo, Lasher, es muy peligroso. Es un ser
extraño, fuera de lo común, que intenta reproducirse. Existen indicios
de que algunos miembros de la familia Mayfair pueden resultarle útiles
para tal fin, puesto que la familia posee cierta peculiaridad gen ética, una
serie de cromosomas que los demás seres humanos no poseen. Todo
parece indicar que Michael Curry posee también esos misteriosos
cromosomas. Es un rasgo propio de los países del norte, sobre todo de
los celtas. Cuando Rowan y Michael se unieron, engendraron una
extraña criatura que no era humana, aunque es posible que no hubiera
conseguido nacer de no haber mediado una extraña fuerza espiritual.
La migración, por decirlo así, de una poderosa y enérgica alma. Dicha
alma se apropió del embrión antes de que su propia alma hubiera pe-
netrado en él, y controló su desarrollo, valiéndose de esos cromosomas
adicionales para crear una nueva estructura sin precedentes. Fue una
unión entre el misterio y la ciencia, entre un ente espiritual y un defecto
gen ético del que dicha fuerza espiritual se aprovechó. Una oportuni-
dad física de la que ese extraño poder oculto se benefició.
Yuri reflexionó durante unos minutos. Lasher, el espíritu que de-
seaba convertirse en un ser de carne y hueso, que había amenazado a
Petyr van Abel con toda clase de siniestras predicciones, que había
tratado reiteradamente de materializarse, había sido parido por Ro-
wan Mayfair. Eso era lo que Y uri había deducido antes de llegar aquí,
aunque no había contado con el deseo del monstruo de reproducirse.
Sin embargo, era lógico que lo deseara.
-Absolutamente lógico -dijo Stólov-. La evolución se basa en
la reproducción. Tras hacer su entrada en escena, ese ser debe repro-
ducirse y asumir el control de la situación. Si logra hallar a la mujer
adecuada, tendrá éxito en su empresa. Rowan Mayfair ha sido des-
truida por los intentos de ese ser de reproducirse. Su cuerpo ha que-
dado destrozado por sus breves y fallidas gestaciones. Otras mujeres
de la familia, carentes de esos cromosomas adicionales, han sufrido
una hemorragia fatal al cabo de unas horas de ser atacadas por ese ser .
La familia sabe que él destruyó a Rowan Mayfair y que representa una
amenaza para otras mujeres de la familia, que se aprovechará de ellas
hasta dar con una que sobreviva a la fertilización y dé a luz una cria-
tura engendrada por él. La familia cerrará filas en torno a sí misma, a
fin de protegerse y ocultar esos hechos, como ha ocultado todos sus
misterios en el pasado. Tratarán de dar con el paradero de ese ser va-
liéndose de sus inmensos recursos, pero no permitirán que los demás
tengan conocimiento de ello ni intenten ayudarlos.
-Pero, no entiendo por qué Aaron está en peligro.
-Es muy evidente. Aaron conoce la existencia de ese ser. Sabe
quién es. Durante los días posteriores a Navidad, antes de que los
Mayfair comprendieran lo que había sucedido, se cometieron muchas
torpezas. Recogieron pruebas forenses en el lugar donde había naci-
do la criatura, las cuales fueron enviadas a unos laboratorios. Luego,
Rowan se puso en contacto con un médico de San Francisco, al que le
envió unas muestras de tejidos de la criatura y de ella misma. Eso fue
un grave error. El médico que analizó ese material en una institución
privada de San Francisco ha muerto. El médico que le entregó el ma-
terial, y que vino aquí para hablar con la familia, ha desaparecido sin
dejar rastro. Anoche abandonó el hotel sin más explicaciones. Nadie
lo ha visto. En Nueva York, los resultados de las pruebas gen éticas de
ese ser se han evaporado. Lo mismo ha sucedido en un instituto ge-
nético de Europa, al cual el instituto de Nueva York había enviado
unas muestras de sus trabajos. En resumidas cuentas, todos los infor-
mes que existían sobre ese ser han desaparecido.
»Pero nosotros, los miembros de Talamasca, sabemos todo lo re-
ferente a él. Disponemos de más datos incluso que los pobres desgra-
ciados que examinaron sus células bajo el microscopio. Más aún que
la familia que ahora trata de protegerse de él. Ese ser intentará destruir
los datos que existen sobre él. Es inevitable. Quizá... cometimos un
error al subestimarlo.
-¿A qué se refiere?
La camarera depositó el espresso delante de Yuri. Éste tocó la taza
con las manos. Estaba muy caliente.
-«Observamos y siempre estamos presentes» -respondió Stó-
lov-. Ése es nuestro lema. Pero, a veces, esas poderosas fuerzas que
observamos, esas siniestras e inclasificables formas de energía, maldad
o como quiera llamarlas, tratan de destruir a los testigos. Es el precio que
debemos pagar por permanecer atentos, alertas. Quizá si hubiéramos
previsto el nacimiento de ese ser... Pero no estoy seguro de que alguien
creyera que eso era posible. En cualquier caso, es demasiado tarde.
»Ese ser tratará de matar a Aaron, ya usted también. Tratará de
matarme a mí cuando se entere de que intervengo en el caso. Ése es el
motivo de que las cosas hayan cambiado en Talamasca. Por eso ha nota-
do usted algo raro en la organización. Los Mayores han cerrado las puer-
tas a cal y canto. Están dispuestos a ayudar a la familia en la medida de lo
posible, pero no permitirán que la vida de sus miembros corra peligro.
No dejarán que ese ser invada nuestros archivos y destruya los valiosos
informes que poseemos. Como he dicho, no es la primera vez que ocu-
rren esas cosas, pero disponemos de medios para defendernos.
-Y sin embargo, usted afirma que no se trata de una emergencia.
-En efecto, es simplemente otra forma de operar. Hemos refor-
zado las medidas de seguridad, procuramos ocultar las pruebas, exi-
gimos a quienes intervienen en la investigación una obediencia ciega.
-Les exigimos a usted ya Aaron que regresen de inmediato a la casa
matriz.
-¿Aaron se niega a ello?
-Rotundamente. No quiere abandonar a la familia. Se arrepiente
de no haber podido evitar la tragedia que ocurrió el día de Navidad
por haber obedecido las instrucciones de los Mayores.
-¿Cuál es el propósito oficial de la Orden? ¿Simplemente el de
protegerse?
-Aplicar las máximas medidas de protección.
-No le entiendo.
-Yo creo que sí. Aplicar las máximas medidas de protección sig-
nifica destruir a ese ser. Pero debe dejar este asunto en nuestras ma-
nos, en las mías y las de mis investigadores. Nosotros sabemos cómo
localizar a ese ser, cómo atraparlo e impedirle que alcance sus sinies-
tros fines.
-¿Pretende hacerme creer que nuestra Orden, nuestra querida
Talamasca, ha realizado ese tipo de trabajos con anterioridad?
-Desde luego. No podemos permanecer pasivos cuando está en
juego nuestra propia seguridad. Tenemos otro sistema de operar, en el
que usted y Aaron no pueden intervenir .
-De todos modos, hay algunas piezas que no encajan.
-¿Qué quiere decir? Creo haberme explicado con toda claridad.
-Dice que la familia corre peligro, al igual que la Orden. Pero
¿qué me dice del peligro que corren los demás? ¿Qué clase de código
moral tiene ese ser? Suponiendo que logre reproducirse, ¿cuáles serán
las consecuencias ?
-Eso no sucederá. Es impensable que pueda suceder. No sabe us-
ted lo que dice.
-Sé perfectamente lo que digo -replicó Yuri-. Me refiero a las
personas que lo han visto. Cuando ese ser haya conseguido copular con
las mujeres idóneas, se propagará a gran velocidad, la velocidad a la que
se propagan los insectos o los reptiles, mucho mayor que la velocidad
a la que se reproducen otros mamíferos capaces de eliminarlos.
-Es usted muy sagaz. Conoce muchos datos de ese ser. Lamento
que haya leído el informe, que fuera a Donnelaith. Pero no tema, esa
criatura no conseguirá reproducirse. ¿Quién sabe cuánto tiempo pue-
de subsistir? Sólo sabemos que debemos impedir a toda costa que se
reproduzca.
Stólov empuñó el cuchillo y el tenedor, cortó un pedazo de bollo
y se lo comió en silencio mientras Yuri lo observaba. Luego dejó los
cubiertos en el plato y miró a éste.
-Convenza a Aaron de que regrese con usted. Dígale que debe
dejar a la familia Mayfair y sus asuntos en nuestras manos.
-Algo me huele mal -contestó Yuri-. Hay muchos intereses
en juego. Usted me oculta algo. Ése no es el modo en que operan los
de Talamasca. Dice que ese ser es muy peligroso... Pero no, eso no
encaja con lo que yo sé sobre la Orden, sobre mis compañeros.
-No entiendo una palabra de lo que dice.
-Reconozco que es usted muy paciente conmigo y se lo agra-
dezco. Pero nuestra orden es muy hábil. Los Mayores saben cómo
resolver una crisis sin despertar sospechas y sembrar la alarma. Este
asunto se ha llevado de una forma burda. A los Mayores no les hu-
biera costado nada tenerme contento en Londres, contentar a Aaron,
en lugar de hacer las cosas torpe, apresurada y bruscamente. No sé.
No es el modo de obrar de los de Talamasca.
-La Orden le exige obediencia, Yuri. Tiene derecho a exigírsela.
Por primera vez, Stólov se mostraba irritado. Arrojó la servilleta
manchada de café y azúcar sobre la mesa de mármol, junto al tenedor.
Yuri lo miró perplejo.
-En las últimas cuarenta y ocho horas han muertos varias mu-
jeres -prosiguió Stólov-. Ese médico, Samuel Larkin, quizás haya
muerto también. Rowan Mayfair no tardará en morir. Los Mayores
no esperaban que usted les causara tantos problemas en unos mo-
mentoscomo éstos. No imaginaron que, con su conducta, empeora-
ría las cosas, como tampoco imaginaron que Aaron pudiera serles
desleal.
-¿Desleal?
-Ya se lo he dicho. Se niega a abandonar a la familia. Pero es vie-
jo. No puede hacer nada contra Lasher. ¡Es imposible que consiga
vencerlo! -afirmó Stólov enojado.
Yuri se reclinó hacia atrás, clavó los ojos en la servilleta de Stólov
y se quedó pensativo. Stólov la cogió, se limpió los labios y la arrojó
de nuevo sobre la mesa.
-Deseo comunicarme con los Mayores -insistió Yuri-. Quie-
ro oír esas cosas de sus labios.
-Muy bien. Llévese a Aaron. Lléveselo a Nueva York. Está usted
fatigado. Descanse unos días, pero en un lugar que sólo nosotros co-
nozcamos. Luego puede ponerse en contacto con los Mayores. No se
precipite. Hable con Aaron. Pero luego debe regresar a Londres, ala
casa matriz.
Yuri se levantó, dejó la servilleta en la silla y preguntó:
-¿Me acompaña a ver a Aaron?
-Sí. Quizá sea mejor que haya venido usted, pues dudo que yo
hubiera logrado convencerlo de que abandone el caso. Vámonos.
Yo también quiero hablar con él.
-¿Es que todavía no ha hablado con él?
-Estoy muy ocupado y Aaron no quiere colaborar .
Había un coche aguardándoles, un impresionante Lincoln tapiza-
do de terciopelo gris. Tenía los cristales ahumados, de forma que el
mundo exterior aparecía envuelto en la oscuridad. Era imposible con-
templar una ciudad a través de esas ventanillas, pensó Yuri. De pronto
recordó algo que había sucedido hacía años.
Recordó el largo viaje en tren que había emprendido a Serbia con
su madre. Ésta le había dado algo, un punzón para partir hielo, aun-
que él no sabía de qué se trataba. Era un instrumento largo, redon-
deado y afilado, de metal, con el mango de madera desconchado.
-Toma -le dijo su madre-. Utilízalo cuando te encuentres en
un apuro. Si alguien te ataca, clávaselo entre las costillas.
Yuri se quedó asombrado al observar la feroz expresión de su
madre en aquellos momentos.
-Pero ¿Quién va a querer hacernos daño? -preguntó.
No recordaba lo que había sido del punzón. Quizá lo había deja-
do olvidado en el tren.
Le había fallado a su madre. A ella ya sí mismo. Mientras la li-
musina circulaba a toda velocidad por la autopista, Yuri lamentó no
disponer de ningún arma para defenderse, ni siquiera de una navaja.
Dado que no permitían viajar en avión con ese tipo de instrumentos,
había dejado en casa su navaja multiuso.
-Se quedará más tranquilo cuando se haya puesto en contacto con
los Mayores y éstos le rueguen oficialmente que regrese a casa.
Yuri miró a Stólov, vestido de negro de pies a cabeza, a excepción
del cuello blanco de la camisa, con sus grandes manos apoyadas en las
rodillas y flexionando los dedos.
Yuri sonrió y dijo:
-Tiene razón. Un fax enviado aun número de Amsterdam. Está
tan bien calculado que no puede sino inspirar confianza.
-Por favor, Yuri, le necesitamos -respondió Stólov con visibles
muestras de disgusto.
-Lo sé. ¿Cuándo podremos reunirnos con Aaron?
-Dentro de unos minutos. Aquí las distancias son muy cortas.
Yuri cogió el micrófono instalado en el panel de la puerta y le
preguntó al conductor:
-¿Conoce alguna tienda donde vendan pistolas? ¿ Usted podría
llevarme?
-Sí, señor. Hay una tienda de armas en la calle South Rampart.
-Muy bien.
-¿A qué viene esto? -preguntó Stólov, frunciendo el ceño. Es-
taba pálido, triste.
-Son mis orígenes cíngaros -contestó Yuri-. No se preocupe.
El dueño de la tienda de la calle South Rampart poseía un arsenal
en una vitrina situada en la pared, detrás de él.
-Necesito que me muestre un carné de conducir expedido en
Luisiana.
Stólov permanecía inmóvil, presenciando la escena. Yuri lo miró
furioso.
-Deseo adquirir una pistola de cañón largo, una Magnum del
calibre trescientos cincuenta y siete. y una caja de cartuchos. -Yuri
sacó del bolsillo diez billetes de cien dólares, luego veinte, los contó y
le dijo al hombre-: No tema. No soy un delincuente, pero necesito
una pistola, ¿comprende?
Cargó la pistola en la tienda, mientras Stólov lo observaba atenta-
mente, y se guardó el resto de los cartuchos en el bolsillo.
Al salir, Stólov le preguntó a Yuri:
-¿Cree que resolverá el problema pegando cuatro tiros?
-No -contestó Yuri-. Usted se ha comprometido a capturar a
ese ser. Aaron y yo regresaremos a casa. Pero corremos un grave pe-
ligro; usted mismo lo ha dicho. Por eso he comprado la pistola.
Yuri abrió la portezuela del Lincoln e invitó a Stólov a subir al
coche.
-Le aconsejo que no cometa ninguna imprudencia -dijo Stólov.
En esos momentos parecía más inquieto que enojado. Apoyó la mano
en la de Y uri y éste observó la pálida tez del noruego.
-¿A qué se refiere? -inquirió Yuri.
-A que no trate de liquidar a ese ser con sus propias manos -con-
testó Stólov, levemente irritado-. La Orden tiene derecho a exigirle
lealtad.
-Descuide. Como suele decirse vulgarmente, no hay ningún pro-
blema. ¿De acuerdo?
Yuri sonrió y esperó a que Stólov entrara en el coche. Ahora era
éste quien se sentía receloso, preocupado, temeroso.
«Lo curioso del caso es que apenas sé cómo disparar este cacha-
rro», pensó Yuri.
26
Mona no había imaginado que sus primeros días en Mayfair &
Mayfair serían así. Sentada ante la amplia mesa en el espacioso despa-
cho de Pierce, revestido de paneles de madera oscura, escribía a toda
velocidad en un ordenador 386 SX, compatible, algo más lento que el
monstruo que tenía en casa.
Rowan Mayfair seguía viva al cabo de dieciocho horas de haber
sido operada, y doce después de haberla desconectado del sistema de
respiración asistida. Existía el peligro de que dejara de respirar. O
quizá viviera unas cuantas semanas más. Nadie podía predecirlo.
La investigación proseguía sin novedad. Lo único que podía hacer
Mona era permanecer con los demás, reflexionar, esperar y escribir.
Siguió escribiendo, un poco molesta por el ruido que hacía el te-
clado. El nombre del documento era: «Archivo confidencial de Mona
Mayfair». Estaba protegido, lo que significaba que nadie podía acce-
der a él excepto ella misma. Cuando regresara a casa, lo trasladría a
través del módem. Pero de momento no podía marcharse. No se había
movido de ahí desde anoche. Quería escribir todo cuanto veía, oía,
sentía y pensaba.
Todos los despachos estaban ocupados por personas que habla-
ban en voz baja por teléfono, detrás de las puertas entreabiertas, pro-
curando no molestar a los que tenían al lado. Había un constante ir y
venir de mensajeros.
Todos trataban de no perder los nervios. Ryan estaba sentado ante
su mesa en el despacho principal, con Randall y Anne Marie. Lauren
ocupaba un despacho contiguo. Sam Mayfair y dos de los Grady May-
fair de Nueva York se encontraban en una sala de conferencias, utili-
zando los tres teléfonos que había instalados allí. Liz Mayfair y Cecilia
Mayfair también estaban telefoneando. Las secretarias de la familia
Connie, Josephine y Louise Mayfair-, trabajaban en otra sala de con-
ferencias. Todos los fax estaban ocupados.
Pierce se hallaba en su despacho, con Mona, a la que había pres-
tado su ordenador. Estaba sentado en mangas de camisa, con la cha-
queta colgada en el respaldo de la silla, observando desconcertado el
ordenador de su secretaria, más pequeño que el suyo. A diferencia de
Mona, que parecía incansable, Pierce se sentía demasiado cansado y
disgustado para trabajar.
Se trataba de una investigación privada, y no podía haber sido lle-
vada con más discreción.
Habían comenzado a trabajar la noche anterior, una hora después
de que hubieran hallado a Rowan. Pierce y Mona habían regresado
varias veces al hospital, la última al amanecer. Luego habían vuelto al
despacho para seguir trabajando. Ryan, Pierce, Mona y Lauren consti-
tuían el núcleo de la investigación. Randall y otros miembros de la
familia entraban y salían continuamente. Habían transcurrido unas
dieciocho horas desde que comenzaran las llamadas telefónicas, los fax,
las comunicaciones. Empezaba a oscurecer y Mona estaba hambrienta
y mareada, pero demasiado nerviosa para hacer una pausa y descansar .
Suponía que dentro de un rato alguien les llevaría algo de comer .
O quizá fueran a cenar aun restaurante del centro. Mona no quería
abandonar la oficina. Estaba convencida de que de un momento a otro
les comunicarían de un hospital de Houston que se había presentado
un misterioso individuo, de un metro ochenta y cinco de estatura, en
la sala de urgencias.
El testigo más importante era el conductor de camión de Houston.
Era el hombre que había recogido ayer por la tarde a Rowan. Por
la noche se detuvo para informar a la policía de Saint Martinville que
había dejado a una mujer junto a los pantanos. Gracias a él habían
dado con el paradero de Rowan. La policía había interrogado al con-
ductor, el cual describió el lugar exacto donde ella se había montado
en su camión. Les dijo que la misteriosa pasajera le había confesado
que estaba ansiosa por llegar a Nueva Orleans. Afirmó que hasta ayer
por la tarde, cuando la vio por última vez, Rowan se había comporta-
do y expresado con absoluta coherencia, aunque a primera vista diera
la impresión de estar medio chiflada. Luego le había pedido que la
dejara junto a los pantanos, donde había desaparecido.
-Era evidente que esa mujer no estaba nada bien -le había di-
cho el conductor a Mona por teléfono esta mañana, repitiendo lo que
ya había contado a la policía-. No cesaba de apretarse el vientre, co-
mo si sufriera fuertes dolores.
Gerald Mayfair, muy afectado por el hecho de que el doctor Sa-
muel Larkin, el cual estaba a su cuidado, hubiera desaparecido, había
ido con Shelby, la hermana mayor de Pierce, y Patrick, el padre de
Mona, a registrar el pantano próximo a Saint Martinville donde habían
hallado a Rowan.
Rowan había padecido una fuerte hemorragia, al igual que las otras,
pero no había muerto. Anoche, a las doce, le habían practicado una
histerectomía, sin que ella hubiera recobrado el conocimiento. Ante el
riesgo de que muriera antes del amanecer, Michael había autorizado la
operación. Rowan había sufrido un aborto que a su vez había provoca-
do otras complicaciones.
-Tenemos suerte de que todavía respire -habían dicho los mé-
dicos.
A estas horas, aún seguía viva.
¡Quién sabe lo que descubrirían en el pantano de Saint Martinvi-
lle! Fue Mona quien sugirió que fueran a echar una ojeada a aquellu-
gar. Patrick, su padre, estaba sobrio y deseoso de ser útil. Ryan había
insistido en que Mona no se moviera de la oficina, aunque la propia
Mona no entendía el motivo. Quizás estaba preocupado por ella.
A lo largo del día, Ryan la había llamado varias veces a su despa-
cho para preguntar o comentarle algo sin importancia. Mona suponía
que quería que le ayudara, cosa que ella estaba encantada de hacer. En
los ratos en que Ryan la dejaba tranquila, se dedicaba a redactar el in-
forme, describiendo los hechos con pelos y señales.
Antes del mediodía, habían descubierto el edificio de oficinas don-
de se habían ocultado Rowan y el extraño ser.
El edificio se encontraba a escasa distancia de donde habían halla-
do a Rowan. Estaba vacío a excepción de la decimoquinta planta, que
había sido alquilada por un hombre y una mujer. Al registrar dicha
planta, hallaron varios indicios que demostraban que Rowan había
permanecido prisionera, atada a la cama. El colchón estaba manchado
de orina y excrementos, pero habían colocado sábanas limpias y estaba
rodeado de flores -algunas de las cuales todavía se conservaban fres-
cas- y comida.
Era una escena siniestra. El baño estaba lleno de manchas de san-
gre que no pertenecía a Rowan. Al parecer, el hombre se había herido,
o bien le habían golpeado. Habían tomado varias fotos del baño. Pero
las huellas de sangre que conducían al ascensor, ya la puerta principal
del edificio, indicaban claramente que el individuo había salido por su
propio pie.
-Parece ser que el tipo se cayó de nuevo en el ascensor. Fíjate en
la moqueta, está llena de sangre. Debe de sentirse débil y aturdido.
Sí, quizá se sintiera débil y aturdido en aquellos momentos, pero
¿Y ahora?
Habían preguntado en todos los hospitales, clínicas y consulto-
rios médicos de la ciudad, pero nadie lo había visto. En estos mo-
mentos estaban registrando los suburbios -desplazándose en círcu-
los concéntricos- y los edificios cercanos al lugar donde la pareja se
había ocultado, así como los callejones, tejados, restaurantes y edifi-
cios abandonados. Si el misterioso individuo se hallaba en las inme-
diaciones, malherido, no tardarían en dar con él.
Pero el rastro de sangre desaparecía debajo de las ruedas de los
coches. No sabían si el individuo había montado en un vehículo o si
simplemente había cruzado la calle.
Las indagaciones se estaban llevando a cabo con absoluta discre-
ción, utilizando a los mejores investigadores de la ciudad.
La familia había contratado a investigadores de distintas agencias, a
los cuales había asignado diversas tareas. Unos médicos de toda confian-
za se habían encargado de recoger las muestras de sangre en el baño del
edificio de Houston y las habían llevado a unos laboratorios particula-
res, cuyos nombres sólo conocían Lauren y Ryan. Asimismo, habían
recogido las huellas halladas en las habitaciones de Houston. Todas las
prendas que habían encontrado habían sido empaquetadas, etiquetadas
y enviadas a Mayfair & Mayfair. Ya conocían los resultados de algu-
nos análisis.
Aparte de eso, se seguían otras pistas. Habían hallado en Houston
unas hojas de papel y una llave de plástico pertenecientes aun hotel de
Nueva York. Habían interrogado a varios testigos. La familia había
pagado los gastos de desplazamiento del conductor del camión para
que les informara personalmente de lo ocurrido.
Era un cuadro realmente macabro: la planta de oficinas vacía, la
repugnante prisión donde había permanecido Rowan, los fragmentos
de porcelana diseminados por el suelo cubierto de sangre. Rowan ha-
bía conseguido escapar, pero luego le había sucedido algo terrible.
Había ocurrido en un prado, bajo un famoso árbol llamado La encina
de Gabriel. Era un paraje encantador. Mona había estado allí. Muchos
estudiantes solían ir a Saint Martinville para visitar el Arcadian Mu-
seum y La encina de Gabriel, situada junto a una vieja casa. Decían
que el árbol representaba a Gabriel, apoyado sobre los codos, espe-
rando a Evangeline. Rowan se había desplomado entre las ramas -los
codos de Gabriel- que pendían de la encina.
Conmoción tóxica, reacción alérgica, fallo del sistema inmunoló-
gico. Habían hecho múltiples comparaciones, pero las muestras de
sangre no revelaban la presencia de toxinas. Lo más probable era que
Rowan hubiera perdido a la criatura y se hubiera desvanecido.
Era un asunto muy feo y desagradable.
Pero ¿qué podía ser más desagradable que ver a Rowan Mayfair
postrada en el blanco lecho del hospital, con la cabeza apoyada en la al-
mohada, los brazos inmóviles sobre la sábana y la vista clavada en el in-
finito? Estaba demacrada, blanca como la cera; pero lo peor era la po-
sición de los brazos, paralelos, levemente encarados hacia dentro, y la
expresión vacía de su rostro. Su semblante había perdido todo rastro de
personalidad; parecía un tanto idiota, tendida con los ojos abiertos,
incapaz de reaccionar a ningún estímulo. Su boca parecía más pequeña
de lo normal, redonda, fláccida. Mientras Mona permanecía sentada
junto a ella, observándola, Rowan movió levemente los brazos y la
enfermera se apresuró a instalarla de nuevo cómodamente.
Rowan había perdido mucho pelo, lo cual demostraba claramente
que estaba desnutrida y que había sufrido un aborto. La bata del hos-
pital la hacía parecer más pequeña, como un ángel en una obra navi-
deña.
Michael, aturdido y profundamente disgustado, estaba sentado
junto a ella, hablándole, diciéndole que se ocuparía de todo, que no
temiera, que todos se volcarían en ella. Le dijo que colgaría unos cua-
dros de colores alegres en la habitación, que pondría música para que
se distrajera. Había encontrado un viejo gramófono. Siguió hablando
sin parar:
-Nos ocuparemos de todo. Nos... ocuparemos de todo.
Temía decir algo como: «Daremos con ese monstruo, con ese ca-
brón.» No quería decirle una cosa así a la inocente criatura que estaba
postrada en la cama, a los grotescos restos de una mujer que solía
operar con absoluta precisión y éxito el cerebro de sus pacientes.
Mona sabía que Rowan no podía oír lo que decían, que no podía
escucharles. Su cerebro mostraba todavía un poco de actividad, gra-
cias a lo cual los pulmones funcionaban aun ritmo completamente
mecánico, y el corazón latía de forma regular, pero las extremidades
de su cuerpo estaban cada vez más frías.
Temían que de pronto el cerebro dejara de impartir órdenes. En
tal caso, el cuerpo moriría. La mente era incapaz de pensar y razonar .
El jefe del cuerpo había huido. El encefalograma era casi plano.
El gráfico que aparecía en la pantalla reproducía unos bips tan dé-
biles como los que se obtendrían al conectar la máquina aun cerebro
muerto. Siempre se observaba una mínima actividad, según decían los
médicos.
Rowan había sufrido graves daños físicos. Tenía contusiones en
los brazos y las piernas. Había señales de que se había roto la cadera
izquierda. Presentaba unos moretones y arañazos que indicaban que
había sido violada. El aborto había sido muy violento. Cuando la en-
contraron tenía los muslos manchados de sangre.
A las seis de la mañana habían desconectado el respirador auto-
mático. No había sufrido complicaciones a causa de la breve y sencilla
intervención. Le habían realizado todas las pruebas pertinentes.
Habían decidido trasladarla a casa a las diez porque no creían que
viviera hasta la noche. Sus instrucciones habían sido claras y explíci-
tas. Las había dejado escritas al tomar posesión del legado. Deseaba
morir en la casa de la calle Primera. «En mi hogar.» Lo había escrito
de su puño y letra, poco antes de casarse, cuando se sentía alegre y fe-
liz. Deseaba morir en el lecho de Mary Beth.
Por otra parte, había que tener en cuenta las supersticiones de la
familia. Los Mayfair que habían acudido al hospital no cesaban de
decir: «Debería morir en el dormitorio principal. Deberían llevarla a
casa. Deberían trasladarla a la calle Primera.» El viejo abuelo Fielding
afirmó tajantemente: «No debe morir en el hospital. La están ator-
mentando innecesariamente. Debéis llevarla a casa.»
Todos estaban muy afectados por lo ocurrido. Incluso Anne Ma-
rie dijo que Rowan debería ser instalada en el famoso dormitorio
principal. ¿Quién sabe? Quizá los espíritus de los muertos que ron-
daban por la casa pudieran ayudarla. Hasta Lauren dijo con amargura:
-Es mejor que trasladéis a la pobre Rowan a casa.
Es posible que las monjas se sintieran escandalizadas, pero a nadie
le importaba un comino lo que pensaran. Cecilia y Lily habían pasado
toda la noche rezando el rosario en voz alta en la habitación. Magda-
lene, Liane y Guy Mayfair habían rezado en la capilla con las dos
monjas que había en la familia Mayfair, las monjitas cuyos nombres
Mona siempre confundía.
La anciana sor Michael Marie Mayfair -la mayor de las hermanas
Mayfair de la caridad- había acudido para rezar por Rowan, ento-
nando en voz alta varios Padrenuestros, Salves y Glorias.
-Si eso no consigue despertarla -observó Randall-, nada pue-
de hacerlo. Id a casa a preparar la habitación.
Beatrice lo había dispuesto todo con ayuda de un fuerte contin-
gente de colaboradores -Stephanie y Spruce Mayfair, además de dos
jóvenes policías negros-, aunque no le hacía ninguna gracia dejar a
Aaron allí solo.
En estos momentos, en la casa de la calle Primera, instalada en el
amplio lecho con dosel forrado de raso y cubierta con una exquisita
colcha antigua, Rowan Mayfair seguía respirando sin ayuda. Eran las
seis de la tarde y no había muerto. Hacía una hora habían empezado a
alimentarla por vía intravenosa.
-No estamos manteniéndola artificialmente con vida, sino esta-
mos alimentándola -precisó el doctor Fleming-. De otro modo,
equivaldría a matarla de hambre técnicamente.
Michael no se había opuesto a ello. Pero todos se creían con dere-
cho a opinar. Cuando telefoneó, le dijo a Mona que la habitación esta-
ba llena de enfermeras y médicos, y que en la casa, en el porche e in-
cluso en la calle estaban apostados varios agentes de seguridad. Los
vecinos se preguntaban qué demonios pasaba.
Sin embargo, hoy en día era frecuente ver a agentes armados en una
ciudad como Nueva Orleans. Todo el mundo los contrataba cuando se
organizaba una fiesta o una función escolar. En los drugstores había
guardias junto a las cajas registradoras.
-Parece una república bananera -dijo Gifford en cierta ocasión.
-Sí -respondió Mona-. Es genial. Unos tíos que cobran el sa-
lario mínimo, armados con pistolas del calibre treinta y ocho.
Aunque resultaban muy aparatosas, era imprescindible adoptar
esas medidas a fin de garantizar la seguridad de la familia.
No se habían producido más ataques contra las mujeres de la fa-
milia. Todas permanecían reunidas en diversas casas, en grupos de seis
o siete, constantemente protegidas por un hombre de la familia.
Un grupo de detectives de Dallas se encargaba de peinar la ciudad
de Houston, partiendo desde el edificio donde se habían escondido
Rowan y Lasher. Preguntaban a todo el mundo si habían visto aun
individuo alto de pelo negro. Habían hecho unos dibujos de Lasher,
basándose en las descripciones verbales de Aaron, el cual las había
obtenido de los de Talamasca. También buscaban al doctor Samuel
Larkin. No se explicaban por qué había abandonado el Pontchartrain
sin comunicárselo a nadie, hasta que el recepcionista del hotel dijo que
le había transmitido un mensaje por teléfono a su habitación que decía
lo siguiente: «Ve a reunirte con Rowan. Debes acudir solo.»
El mensaje resultaba preocupante. No era probable que Rowan
hubiera llamado al doctor Larkin. Cuando llegó el mensaje, Rowan se
encontraba en la ambulancia. Samuel Larkin había sido visto por Últi-
ma vez caminando apresuradamente por la avenida Saint Charles, en
dirección a Jackson. «Tenga cuidado», le advirtió un taxista, quizá
malhumorado porque había recogido a pocos pasajeros aquel día.
¿Qué más daba? El caso era que se trataba del doctor Larkin y que
cuando Gerald bajó a echar una ojeada ya se había esfumado.
Beatrice Mayfair era al mismo tiempo un engorro y un consue-
lo. Siempre insistía en que se hicieran las cosas de forma ortodoxa,
negándose a creer que hubiera sucedido algo «horrible», que man-
daran llamar a unos especialistas y que le hicieran más pruebas a
Rowan. Beatrice siempre había adoptado esa postura. Solía visitar
con frecuencia a la pobre Deirdre y llevarle caramelos, que ésta no
podía comer, y unos camisones de seda que nunca se ponía. También
iba tres o cuatro veces al año a visitar ala anciana Evelyn, incluso
durante las épocas en las que ésta se negaba a despegar los labios.
-Es una lástima que hayan cerrado la cafetería Holmes -le decía
Beatrice -¿Recuerdas cuando íbamos con Millie y con Belle a comer
a D.H. Holmes?
En estos momentos estaría en la casa de la calle Primera, prepa-
rando la habitación de Rowan. Habla regresado a la calle Amelia para
asegurarse de que todos hablan comido. Afortunadamente, Beatrice le
caía bien a Michael. Claro que era una mujer que caía bien a todo el
mundo. Su increíble optimismo la había llevado a convencerse de que ,
se casaría con Aaron Lightner, y si alguien sabía si había sucedido algo
terrible, ése era sin duda Lightner .
Cuando vio a Rowan postrada en la cama del hospital, Aaron Light-
ner dio media vuelta y salió de la habitación. Estaba furioso. Miró unos
momentos a Mona y luego se dirigió a un teléfono situado al final del
pasillo para poder hablar en privado con el doctor Larkin, pero com-
probó que éste había abandonado la suite.
¿De qué diantres hablaban Beatrice y Aaron?
-Creo que deberían ponerle a Rowan inyecciones de vitaminas
-dijo ella-, para darle energía.
Él se limitaba a permanecer de pie en el oscuro corredor, negándo-
se a responder a las preguntas que le formulaban los otros, observando
fijamente a Mona, clavando luego la vista en el infinito, mirando de
nuevo a Mona y así sucesivamente, hasta que los demás se ponían a
charlar entre sí olvidándose de su presencia.
Nadie dijo haber percibido un olor extraño en las habitaciones de
Houston. Pero tan pronto como recibieron el primer paquete con la
ropa y las fundas de almohada, Mona notó un curioso aroma.
-Es el aroma que despide ese ser -le dijo a Randall.
Éste la miró sorprendido y contestó:
-No sé qué tiene que ver eso en el asunto.
-Yo tampoco -replicó Mona fríamente.
Dos horas más tarde, Randall le dijo:
-Deberías ir a casa a hacerle compañía ala anciana Evelyn.
-En estos momentos hay unas diecisiete mujeres y seis hombres
en casa. ¿Por qué crees que debería estar allí? No quiero ir. No quiero
ver las cosas de mi madre. No es lógico que vaya. No tiene ningún
sentido que la hija de la difunta, que soy yo, esté allí. ¿Por qué no
echas un sueñecito?
Una de las agencias de investigadores había llamado para infor-
marles de que nadie, absolutamente nadie, había visto al misterioso
individuo abandonar el edificio de Houston. Todas las muertes que
habían sido denunciadas en el área de Houston estaban siendo investi-
gadas. Ninguna de las víctimas había fallecido en las mismas circuns-
tancias que las Mayfair. Cada muerte estaba rodeada de un contex-
to distinto, lo cual excluía la participación del misterioso individuo.
Habían tendido una red enorme, tupida y resistente.
A las cinco recibieron los primeros informes de las líneas aéreas.
Sí, un individuo de cabello largo y negro, barba y bigote había to-
mado el miércoles de ceniza el vuelo de las tres de Nueva Orleans a
Houston. Había adquirido un asiento de primera clase. Era bastante
alto y hablaba con voz suave. Era muy educado y tenía unos ojos
preciosos. ¿ Habría tomado un taxi desde el aeropuerto ? ¿Una limu -
sina? ¿Un autobús? El aeropuerto de Houston era enorme, pero ha-
bía decenas de personas interrogando a presuntos testigos.
-Si fue caminando, encontraremos a alguien que le vio.
-¿Y los vuelos de Houston a Nueva Orleans? ¿Anoche? ¿Ayer?
Lo importante era comprobar todas las posibilidades, no dejar
ningún cabo suelto.
Al fin, Mona decidió ir a visitar a su prima Rowan Mayfair a la
casa de la calle Primera. La perspectiva de verla allí hizo que se le for-
mara un nudo en la garganta que le impedía hablar y hasta pensar,
pero no tenía más remedio que ir. Había oscurecido.
Acababan de recibir un fax: una copia del billete de avión emitido
por la compañía aérea aun misterioso individuo, el miércoles de ce-
niza, de regreso a Houston. El individuo había dado el nombre de
Samuel Newton. Había pagado en efectivo. Si existía una persona con
ese nombre en Estados Unidos, darían con ella.
Claro que pudo haberse inventado el nombre. Había bebido va-
rios vasos de leche a bordo del avión. La azafata había tenido que ir a
buscar más leche a la clase turística. Recordaban perfectamente esa
anécdota, pues no suelen ocurrir cosas muy interesantes en el vuelo
entre Nueva Orleans y Houston.
Mona contempló la pantalla del ordenador .
«No sabemos dónde se encuentra ese individuo. Pero todas las
mujeres estamos protegidas. Si se descubre otra muerte, se habrá
producido hace días.»
Luego pulsó una tecla para archivar el documento y desconectó el
ordenador.
Se levantó y extendió la mano automáticamente hacia la derecha,
donde solía dejar el bolso, lo cogió y se lo colgó del hombro.
Llevaba unos zapatos de tacón de su madre que le quedaban es-
trechos. El traje no estaba mal y la blusa era mona, pero los zapatos
eran un tormento.
De pronto recordó una pequeña anécdota que le había conta-
do la tía Gifford, referente al día en que se compró su primer par de
zapatos de tacón. «Sólo nos dejaban ponernos zapatos de medio ta-
cón. La anciana Evelyn y yo fuimos a comprarlos a la Maison Blan-
che. Yo quería unos zapatos de tacón alto, pero ella se nego a com-
prármelos.»
Pierce se sobresaltó. Estaba medio dormido cuando de pronto vio
a Mona de pie ante su mesa.
-Me marcho al centro -dijo Mona.
-No puedes ir sola. Ni siquiera puedes bajar sola en el ascensor.
-Ya lo sé. Hay guardias por todas partes. Cogeré el tranvía. Quie-
ro reflexionar .
Como es natural, Pierce la acompañó.
Pierce no había descansado ni una hora desde el funeral de su ma-
dre. Llevaba sueño atrasado. Pobre Pierce, tan guapo y elegante, de pie
en la esquina de las calles Carondolet y Canal, desolado y nervioso,
rodeado de gentes vulgares y corrientes, esperando el tranvía. Proba-
blemente jamás había montado en uno.
-Debiste llamar a Clancy antes de salir -le dijo Mona-. Tele-
foneó hace un rato. ¿No te lo han dicho?
Pierce asintió.
-Clancy está perfectamente. Está con Claire y Jenn. Jenn no deja
de llorar. Quería que le hicieras compañía.
El tranvía estaba atestado de turistas; apenas había pasajeros loca-
les. Los turistas lucían unas prendas pulcras y bien planchadas, pues
todavía hacía fresco. En verano, debido a la humedad, presentaban
un aspecto tan desaliñado y desnudo como todo el mundo. Mona y
Pierce iban sentados en un asiento de madera, en silencio, mientras
el vehículo circulaba por la parte baja de la avenida Saint Charles -el
pequeño cañón formado por unos elevados edificios de oficinas al es-
tilo de Manhattan-, atravesaba Lee Circle y se dirigía hacia el centro
de la ciudad. En la esquina de Jackson y Saint Charles se producía algo
casi mágico. Las gigantescas y oscuras encinas se erguían sobre la ave-
nida; los viejos edificios de estuco desaparecían para dar paso aun
universo de columnas y magnolias. Era el Garden District, donde uno
se sentía rodeado, envuelto por una maravillosa sensación de paz.
Mona se apeó del tranvía seguida de Pierce y se dirigió ala parte
del río, atravesó la calle Jackson y enfiló la avenida Saint Charles.
Hacía menos frío. La temperatura era agradable y el viento había
amainado. Las cigarras cantaban. A Mona le encantaba ese sonido.
No sabía si aparecían en una determinada época o a lo largo de todo el
año. Quizá se ponían a cantar cuando empezaba a hacer calor, cuando
se despertaban. Siempre le habían encantado las cigarras. No hubiera
podido vivir en un lugar donde no las oyera cantar, pensó mientras
caminaba por las destartaladas aceras de la calle Primera.
Pierce caminaba junto a ella en silencio, con aire cansado y des-
concertado.
- Al llegar a la calle Prytania vieron un grupo de gente y unos co-
ches aparcados frente a la casa. Había unos guardias, algunos de los
cuales pertenecían a una agencia privada y llevaban un uniforme ca-
qui. Otros eran policías de Nueva Orleans que estaban fuera de ser-
vicio e iban vestidos con el acostumbrado uniforme azul.
Mona ya no resistía los zapatos de tacón, de modo que se los quitó
y anduvo descalza.
-Si pisas una cucaracha, vas a llevarte un buen susto -le advirtió
Pierce.
-Tienes razón.
-Conque ésa es tu nueva técnica, ¿eh? He oído decir que sueles
emplearla con Randall. Te limitas a darle la razón en todo. Vas a res-
friarte, te destrozarás las medias.
-En esta época del año no hay cucarachas, Pierce. No sé por qué
me- molesto en hablarte; ni siquiera me escuchas. ¿Te das cuenta de
que nuestras madres han muerto? ¿Te lo había dicho antes?
-No lo recuerdo. -contestó Pierce-. Es difícil aceptar que han
muerto. No dejo de pensar en mi madre como si aún estuviera viva.
¿Sabías que mi padre le era infiel?
-Estás loco.
-No, existe otra mujer. Lo vi con ella esta mañana, en la cafetería
del edificio. Es una Mayfair. Se llama Clemence. Mi padre le tenía
cogida una mano y le dio un beso.
-¡Pero si es prima nuestra! Seguramente le dio un beso para
tranquilizarla. Trabaja en el edificio. La he visto varias veces en la ca-
fetería.
-No, es la amante de mi padre. Estoy seguro de que mi madre lo
sabía. Espero que no le importara.
-No puedo creer eso del tío Ryan -dijo Mona.
Pero sí lo creía.
El tío Ryan era un hombre muy atractivo, un prestigioso abogado, y
llevaba muchos años casado con Gifford.
Era preferible no pensar en esas cosas. Gifford estaba muerta y
sepultada. Todos habían llorado su muerte. ¿Qué podía decir de Ali-
cia? Era mejor que hubiera muerto. Mona ni siquiera sabía adónde
habían trasladado su cadáver. ¿Al hospital? ¿A la funeraria? No que-
ría pensar que estuviera en la funeraria. Se había sumido en un sueño
eterno, del que jamás despertaría. Mona notó que se le formaba un
nudo en la garganta y tragó saliva.
Cruzaron la calle Chestnut y se acercaron al pequeño grupo con-
gregado frente a la casa, compuesto por varios guardias y los primos
Eulalee, Tony y Betsy Mayfair. Garvey Mayfair se hallaba en el por-
che hablando con Danny y Jim. Sus primos dijeron a los guardias que
dejaran pasar a Mona y Pierce.
Había guardias por doquier -en el vestíbulo, en el salón, en el
comedor-, todos altos y atléticos.
Mona percibió el extraño olor. Aunque leve, era inconfundible.
Era el olor que impregnaba las prendas que habían enviado de Hous-
ton y las ropas de Rowan.
Había también un guardia en lo alto de la escalera, otro junto ala
puerta del dormitorio y otro dentro del mismo, junto a la ventana que
daba a la galería. Una enfermera vestida con un uniforme blanco de
nailon ajustaba el gota agota. Rowan yacía bajo la colcha de encaje,
pequeña, insignificante, con el rostro inexpresivo y la cabeza apoyada
en una amplia almohada. Michael estaba sentado junto a ella, fuman-
do un cigarrillo.
-No habrá oxígeno aquí dentro, ¿verdad? -preguntó Mona.
-No, ya me han llamado la atención sobre el cigarrillo -res-
pondió Michael, dando otra calada y apagando la colilla en el cenicero
que había en la mesilla. Tenía una hermosa voz, suave y profunda, te-
ñida de tristeza por la tragedia que estaba viviendo.
En un rincón de la habitación estaban sentadas la joven Magdalei-
ne Mayfair y la vieja tía Lily. Magdalene rezaba el rosario, cuyas
cuentas de ámbar relucían en la penumbra, y Lily tenía los ojos ce-
rrados.
Había otras personas sentadas en las sombras. La luz de la lámpa-
ra sobre la mesilla de noche iluminaba el rostro de Rowan Mayfair
como un foco. Rowan parecía una niña, como si se hubiera encogido.
Llevaba el cabello peinado hacia atrás y ofrecía un aspecto angelical.
Mona la observó fijamente. Su rostro permanecía totalmente
inexpresivo, carente de personalidad.
-Puse un disco en el viejo Victrola de Julien -dijo Michael, ha-
blando lenta y pausadamente-, pero la enfermera me dijo que a
Rowan quizá no le gustara esa música. El disco está algo rayado, sue-
na raro. Puede que tenga razón.
-Seguramente no le gustaba a la enfermera -replicó Mona-.
¿Quieres que ponga un disco ? Si quieres, iré a buscar la radio que hay
en la biblioteca. La vi ayer, junto a tu sillón.
-No, no importa. ¿Puedes sentarte un rato? Me alegro de verte.
He visto a Julien.
Pierce lo miró atónito. En otro rincón de la habitación estaba Ha-
milton Mayfair, el cual miró a Michael durante unos segundos y luego
bajó la vista. Lily abrió los ojos y los fijó en Michael. Magdalene con-
tinuó rezando el rosario, recorriendo a todos con la mirada y posán-
dola en Michael.
Michael siguió hablando, como si hubiera olvidado que los otros
estaban ahí. O puede que le tuviera sin cuidado.
-He visto a Julien -murmuró-. Me contó muchas cosas, pero
no me dijo que pasaría esto. No me dijo que Rowan regresaría a casa.
Mona se sentó en una pequeña silla tapizada de terciopelo, situada
frente a la cama.
-Es probable que Julien no lo supiera -dijo, bajando la voz para
que los otros no la oyeran.
-¿Te refieres al tío Julien? -preguntó Pierce tímidamente.
Hamilton Mayfair miró fijamente a Michael, como si fuera la
persona más fascinante del mundo. .
-¿Qué haces aquí, Hamilton? -inquirió Mona.
-Nos turnamos -susurró Magdalene.
-Queremos permanecer aquí -dijo Hamilton.
Todos procuraban mostrarse discretos y decorosos, aunque era
evidente que estaban profundamente afectados. Hamilton debía de
tener unos veinticinco años. Era un joven apuesto, aunque no tan
guapo y atractivo como Pierce. Mona no recordaba cuándo había ha-
blado con él por última vez. Hamilton apoyó la cabeza en la repisa de
la chimenea y la observó detenidamente.
-Han venido todos los primos -dijo Hamilton.
Michael miró a Mona como si no hubiera oído a los demás y pre-
guntó:
-¿A qué te refieres? Es imposible que Julien no lo supiera.
-Existe un viejo proverbio irlandés -respondió Mona sin alzar
la voz- que dice: «Los fantasmas saben lo que hacen.» Además, en
realidad no era Julien. Era un espectro.
-Te equivocas -respondió Michael con firmeza-. Era Julien.
Estaba allí. Hablamos durante un buen rato.
-No, Michael. Es como el disco. Colocas la aguja sobre él y sue-
na la voz de la soprano. Pero no está en la habitación.
-Te aseguro que Julien estaba allí -insistió Michael suavemente.
Luego cogió la mano de Rowan y la acarició. Ésta se resistió un
poco, como si no quisiera entregársela, y Michael se inclinó y la besó.
Mona deseaba besarlo, tocarlo, decir algo, disculparse, confesarle que
estaba arrepentida, decirle que lamentaba lo ocurrido, pero no sabía
cómo hacerlo. En el fondo temía que Michael no hubiera visto al tío
Julien, que hubiera perdido la razón. Recordó el momento en que la
anciana Evelyn y ella estaban sentadas en el suelo de la biblioteca, jun-
to al Victrola. Mona quería darle cuerda, pero Evelyn dijo:
-No podemos poner ni la radio ni un disco, ni tampoco tocar el
piano, mientras Gifford esté de cuerpo presente.
-¿Qué te dijo el tío Julien? -le preguntó Pierce a Michael inge-
nuamente. No se estaba burlando de él; simplemente quería saber lo
que su difunto pariente le había dicho.
-Que no me preocupara -contestó Michael-. Que pronto lle-
garía el momento y que entonces sabría lo que debía hacer .
-Pareces muy seguro de ti mismo -observó Hamilton Mayfair
en voz baja-. Me gustaría saber de qué va todo esto.
-Olvídalo -dijo Mona.
-Bajen la voz -les recriminó la enfermera secamente-. Recuer-
den que es posible que la doctora Mayfair les oiga. No deben decir nada
que pueda trastornarla.
Había otra enfermera sentada ante el escritorio de caoba, escri-
biendo, con sus rechonchas piernas cruzadas y embutidas en unas
medias blancas.
-¿Tienes hambre, Michael? -preguntó Pierce.
-No, hijo. Gracias.
-Yo sí-terció Mona-. Volveremos enseguida. Vamos abajo a
buscar algo de comer.
-No tardéis -dijo Michael-. Pobre Mona, debes de estar ago-
tada. Lamento lo de tu madre. No me enteré hasta hace poco que ha-
bía muerto.
-No te preocupes -respondió Mona.
Deseaba darle un beso,
decirle que no se había atrevido a venir a ver a Rowan después de que ;¡,
Michael y ella hubieran estado juntos, que no se habría acostado con !
él de haber sabido lo que le había ocurrido a Rowan. Creía que...
-Lo sé, pequeña-dijo él, sonriendo--. Ella no sufre. No te preo-
cupes.
Mona asintió y esbozó una breve y tímida sonrisa.
Antes de que Mona y Pierce abandonaran la estancia, Michael
encendió otro cigarrillo. Las dos enfermeras se volvieron bruscamen-
te y lo miraron indignadas.
-No digan una palabra -les espetó Hamilton Mayfair .
-Déjenle fumar en paz -dijo Magdalene.
Las enfermeras se miraron, implacables, frías. «¿ Por qué no con-
tratamos a otras enfermeras?», pensó Mona.
-Sí -respondió Magdalene en voz baja-, nos ocuparemos de
ello inmediatamente.
«Perfecto», pensó Mona, saliendo de la habitación seguida de
Pierce.
En el comedor vieron aun viejo sacerdote que debía de ser Timo-
thy Mayfair, de Washington. Iba pulcramente vestido con un traje
negro y el inconfundible alzacuellos. El anciano se volvió hacia una
mujer que estaba sentada junto a él y dijo con voz audible:
-Cuando ella muera no estallará una tormenta. Por primera vez,
no estallará una tormenta.
27
Aaron tampoco se dejaba convencer. Los tres hombres estaban de
pie, en el césped. Yuri pensó que había sido uno de los peores días de su
vida. Había encontrado a Aaron por la tarde, en una inmensa mansión
pintada de rosa, situada en una avenida en la que había un incesante
tráfico. La casa estaba llena de personas que lloraban desconsolada-
mente. Stólov no se había separado de él ni un momento, ni había de-
jado de pronunciar frases formales en tono suave mientras se dirigían
del hotel ala casa de los Mayfair de la calle Primera y luego a una sun-
tuosa mansión que llamaban «Amelia».
En el interior de la misma había un montón de gente llorando
como suelen llorar y gemir los cíngaros en los funerales. El alcohol
corría a raudales. Ante la fachada de la casa había unos grupos de
personas fumando y charlando. Reinaba un ambiente cordial, pero
tenso. Todos parecían esperar a que ocurriera algo.
Lo curioso es que no había ningún cadáver de cuerpo presente en
la casa. Según había averiguado y uri, uno ya estaba enterrado y los
otros se hallaban en el depósito de un hospital cercano. Por lo tanto,
no se habían reunido para llorar aun difunto, sino que se trataba de
una estrategia defensiva, como si todos los siervos se hubieran refu-
giado en un ala del castillo, con la diferencia de que esas personas ja-
más habían sido siervos.
Aaron no daba la impresión de estar tenso. Tenía buen aspecto; se
le veía sano, robusto y con buen color. Miraba a Stólov con recelo
mientras éste hablaba sin parar. Parecía como si Aaron hubiera rejuve-
necido en este lugar; había recuperado su energía y dinamismo. Lleva-
ba el blanco y rizado cabello más largo; tenía el rostro más redondo y
los ojos más brillantes. Fuera lo que fuese lo que había sucedido, ello no
parecía haberle afectado negativamente, aunque su voz denotaba una
mezcla de ira y desaliento.
Yuri se había dado cuenta porque conocía a Aaron perfectamente.
Stólov, por el contrario, no parecía haber reparado en esos cambios.
En aquellos momentos se hallaba muy ocupado tratando de persua-
dirles de que tenía razón.
Estaban algo alejados de los demás, sobre el cuidado césped, de-
bajo de lo que Aaron llamaba una magnolia. Aún no había florecido,
pero ostentaba unas hermosas hojas verdes y brillantes.
Stólov no paraba de hablar con voz suave y amable. Aaron lo ob-
servaba fríamente, sin mostrar la más leve expresión, excepto su eno-
jo. De pronto Aaron miró a Yuri con aire inquisitivo y éste dirigió
una significativa mirada hacia Stólov, pero fue como una chispa que
duró tan sólo unos segundos.
Aaron siguió observando a Stólov. Éste ni siquiera miró a Yuri;
tenía los ojos clavados en Aaron, como si estuviera empeñado en con-
vencerlo costara lo que costase.
-Si no desea partir esta noche, puede hacerlo mañana -dijo
Stólov.
Aaron no contestó.
Stólov les había expuesto todos los datos reiteradamente. Una
elegante anciana de pelo canoso que se hallaba de pie en un extremo
del porche llamó a Aaron. Éste agitó la mano y le indicó que aguar-
dara unos minutos. Luego miró a Stólov.
-¿Y bien? -preguntó éste último-. Sabemos que esto ha sido
muy duro para usted. Regrese a Londres. Tómese unas vacaciones.
Falso. Todo era falso en ese hombre: su talante, las palabras que
pronuncia a...
-Cierto -contestó Aaron suavemente.
-¿Qué? -preguntó Stólov.
-No me iré, Erich. Ha sido un placer conocerlo. No pretendo
disuadirle de que obedezca las instrucciones que le han dado. Ha ve-
nido aquí con una misión y sé que tratará de cumplirla. Pero no me
iré. ¿Vas a quedarte conmigo, Yuri?
-Yuri no puede permanecer aquí, Aaron -dijo Stólov-. Ya
tiene...
-Por supuesto que me quedaré -respondió Yuri-. He venido
para reunirme contigo.
-¿Dónde se aloja usted, Erich? ¿En el Pontchartrain, como no-
sotros ? -preguntó Aaron.
-En un hotel del centro -contestó Stólov visiblemente irrita-
do-. Trate de colaborar con la organización, Aaron.
-Lo lamento -respondió éste-. Debo confesarle, Erich, que en
estos momentos los de Talamasca tampoco colaboran conmigo. Me
debo a estas personas. Bien, ha sido un placer conocerlo, Erich.
Era una despedida. Aaron extendió la mano. El noruego lo miró
como si estuviera a punto de perder los nervios, pero se dominó y
dijo:
-Le llamaré mañana. ¿Dónde puedo localizarlo?
-No lo sé -contestó Aaron-. Probablemente aquí... con esta
gente. Con mis amigos. Creo que es el lugar más seguro, ¿no le pa-
rece?
-No comprendo a qué viene esa actitud, Aaron. Necesitamos
que colabore con nosotros. Deseo ponerme en contacto con Michael
Curry lo antes posible, hablar con él.
-No. Es imposible, Erich. Haga lo que le han ordenado .Los Ma-
yores, pero no quiero que moleste a esta familia.
-jQueremos ayudarles, Aaron! Por eso estoy aquí.
-Buenas noches, Erich.
El noruego lo miró furioso unos instantes, sin decir nada. Luego
dio media vuelta y se alejó. La flamante limusina negra llevaba dos
horas esperándole.
-Está mintiendo -observó Aaron.
-No pertenece a Talamasca -afirmó Yuri.
-Te equivocas. Es uno de nosotros, pero está mintiendo. No de-
bes fiarte de él.
-Descuida. Pero ¿cómo es posible? No comprendo...
-No lo sé. He oído hablar de él. Hace tres años que ingresó en la
organización. He oído hablar sobre sus trabajos en Italia y en Rusia.
Es muy respetado. David Talbot tenía un alto concepto de él. Es una
lástima que hayamos perdido a David. Pero Stólov no es tan listo
como cree, no es un buen psicólogo. Podría serlo, pero está demasia-
do ocupado tratando de convencernos de lo que no es.
En aquellos momentos la limusina negra arrancó.
-Me alegro de que hayas venido, Yuri -murmuró Aaron.
-Yo también me alegro de estar aquí. No alcanzo a entenderlo.
Deseo ponerme en contacto con los Mayores. Deseo hablar directa-
mente con uno de ellos, oír su voz.
-Eso es imposible -respondió Aaron.
-¿Qué hacíais antes de que se inventaran los ordenadores ? -pre-
guntó Yuri.
-Nos comunicábamos por medio de mensajes escritos a máquina
que eran remitidos a la casa matriz de Amsterdam. La respuesta tam-
bién llegaba a través del correo. Las comunicaciones tomaban más
tiempo; sospecho que eran más breves. Pero jamás hemos oído la voz
ni hemos visto el rostro de uno de los Mayores. En los tiempos anterio-
res al invento de la máquina de escribir, un amanuense se encargaba de
escribir las cartas dirigidas a los Mayores. Nadie conocía su identidad.
-Permíteme decir algo, Aaron.
-Sé lo que vas a decir -respondió éste con calma-. Conoces
bien la casa matriz de Amsterdam, cada uno de sus rincones, y no en-
tiendes dónde pueden reunirse los Mayores o atender los mensajes
que reciben. Lo cierto es que nadie lo sabe.
-Hace años que perteneces a la Orden, Aaron. Dadas las circuís-
tancias, podrías interceder ante los Mayores...
Aaron sonrió fríamente.
-Eres más optimista que yo, Yuri.
La atractiva anciana de pelo canoso había abandonado el porche
se dirigía hacia ellos. Era menuda, tenía unas delicadas muñecas y lle-
vaba un sencillo pero elegante vestido de seda. Tenía los tobillos es-
beltos y bien torneados, como los de una joven.
-Aaron -murmuró en tono de suave reproche.
Extendió las manos cargadas de anillos, agarró a Aaron por los
hombros y le besó en la mejilla. Aaron la miró y asintió.
-Acompáñanos -dijo éste, dirigiéndose a Yuri-. Nos necesi-
tan. Ya hablaremos más tarde.
La expresión de su rostro había cambiado. Desde que se había
marchado Stólov parecía más sereno, más seguro de sí.
La casa estaba impregnada de suculentos aromas de comida y se
oía un incesante guirigay de voces. De vez en cuando sonaba una es-
tridente carcajada o unos sollozos. Muchos de los presentes estaban
llorando. Yuri se fijó en un anciano sentado ante una mesa, con la ca-
beza apoyada en los brazos, que lloraba amargamente. Junto a él había
una muchacha con el pelo castaño que le daba palmaditas en el hom-
bro para consolarlo. Parecía aterrada.
Condujeron a Yuri aun dormitorio situado arriba, en la parte
trasera de la casa, anticuado pero elegante, con un lecho de dosel cu-
bierto por un edredón de raso dorado, un tanto deshilachado. Las
cortinas estaban polvorientas. Sin embargo, Yuri lo encontró muy
acogedor. Incluso le gustaban las desteñidas flores de las paredes. Se
miró en el espejo del armario. No ofrecía mal aspecto -tenía el cabe-
llo oscuro y la tez morena-, pero estaba demasiado delgado.
-Se lo agradezco -le dijo a la mujer de pelo canoso, que se lla-
maba Beatrice-, pero creo que es mejor que regrese al hotel.
-No te vayas -dijo Aaron-. Deseo que te quedes junto a mí.
Yuri protestó, aduciendo que no deseaba importunarles, pero
Aaron estaba decidido a que se quedara.
-No te pongas triste, Aaron -dijo la mujer-. No te lo permito.
Vamos a comer algo ya bebernos un buen vaso de vino. Quiero que te
tomes un vaso de vino bien frío, Aaron, te sentará bien. Usted tam-
bién, Yuri. Venga, acompáñenos.
Bajaron por la escalera trasera. En el salón reinaba un ambiente
caluroso, invadido de humo. Había un grupo de personas sentadas
alrededor de una mesa de desayuno, junto al fuego que ardía en la
chimenea, llorando y riendo al mismo tiempo. El único que conser-
vaba la compostura era un hombre de aspecto solemne, el cual con-
templaba fijamente las llamas. Yuri no alcanzaba a ver el fuego, pues
estaba detrás de la chimenea, pero veía el resplandor y percibía el chis-
porroteo de las llamas.
De pronto se fijó en una mujer que se hallaba en una pequeña ha-
bitación trasera, mirando por la ventana. Era muy vieja y de aspecto
frágil. Llevaba un vestido de gabardina y encaje y lucía un broche
dorado que representaba una mano con las uñas de brillantes. Tenía el
pelo blanco como la nieve, recogido en un moño con unas horquillas.
Otra mujer, más joven pero de aire triste y envejecido, sostenía la
mano de la anciana como si quisiera protegerla contra algún mal.
-Ven, tía Evelyn, acompáñanos -dijo Beatrice-. Tú también,
Viv. Sentémonos junto al fuego.
La anciana, llamada Evelyn, murmuró unas palabras que Yuri no
alcanzó a oír. Luego señaló la ventana con mano temblorosa, como si
apenas tuviera fuerzas para sostenerla en alto.
-Vamos, querida, no te oigo -dijo la mujer que se llamaba Viv.
Tenía una expresión bondadosa-. Sabes que si quieres puedes hablar.
-Se expresaba como si estuviera tratando de convencer a una niña
rebelde-. Ayer estuviste hablando todo el rato. Vamos, querida, le-
vanta la voz.
La frágil anciana volvió a murmurar algo ininteligible, sin dejar de
señalar la ventana. Yuri sólo lograba distinguir la calle oscura, las ca-
sas contiguas, las farolas y los imponentes árboles.
De pronto, Aaron lo agarró del brazo.
En aquellos momentos se acercó a ellos una muchacha con el ca-
bello negro que lucía unos hermosos pendientes de oro. Llevaba un
vestido de lana rojo y un cinturón de cuero que le ceñía el talle. Tras
detenerse unos instantes junto al fuego para calentarse las manos, se
dirigió hacia ellos mientras Aaron, Beatrice y Viv la observaban con
admiración. Caminaba con paso decidido, segura de sí misma.
-Estamos todos juntos -dijo la joven, dirigiéndose a Aaron-.
Todos estamos a salvo. Los guardias vigilan esta manzana y las man-
zanas circundantes.
-Creo que de momento podemos estar tranquilos -respondió
Aaron-. Ese individuo cometió una equivocación. Pudo haber cau-
sado más muertes, más sufrimiento...
-No hablemos más de este asunto, querido -terció Beatrice con
aire de reproche-. Polly, querida, ¿Qué haces aquí? Te necesitan en la
oficina.
Polly ignoró olímpicamente a Beatrice.
-Estamos listos para hacerle frente -dijo Aaron-. Somos mu-
chos; no puede hacer nada contra nosotros. Estoy seguro de que aca-
bará apareciendo.
-¿Tú crees? -preguntó Polly-. ¿Por qué habría de aparecer?
Lo lógico es que huya.
-¿Y si estuviera muerto ? -preguntó Beatrice-. Suponiendo que
exista ese personaje, claro. ¿Y si hubiera abandonado ese edificio de
Houston y... hubiese caído muerto en medio de la calle?
-No lo creo -contestó Aaron-. Pero si es así, hallarán su ca-
dáver y nos lo comunicarán.
-Espero que sí -dijo Polly-. Espero que Rowan le matara cuan-
do lo golpeó en la cabeza. Espero que haya caído muerto en la calle.
-Yo no -dijo Aaron-. N o quiero que lastime a nadie más. Eso
no debe suceder. N o debe lastimar a nadie. Ha provocado una trage-
dia, pero quiero verlo, quiero hablar con él, quiero oír lo que tenga
que decir. Debí enfrentarme a él hace tiempo. Fui un idiota. Pero no
quiero desaprovechar esta oportunidad. Quiero interrogarle, averi-
guar lo que piensa, de dónde viene, qué demonios pretende.
-Me niego a oír más historias de fantasmas -protestó Beatri-
ce-. Vamos, todos vosotros...
-¿Tú crees que ocurrirá así? -inquirió Polly-. ¿Tú crees que es
capaz de hablar ? Yo supuse que daríamos con él y que... lo destrui-
ríamos. Que destruiríamos aun ser que nunca debió existir. Nadie se
enteraría. No imaginé que hablaríamos con él.
Aaron se encogió de hombros y miró a Yuri.
-Hay algo que me intriga -dijo-. ¿Adónde irá? ¿A la casa de la
calle Primera? ¿A las oficinas de Mayfair & Mayfair? ¿O tal vez a Me-
tairie, donde está reunida la familia de Ryan? Quizá se presente aquí.
¿Tratará de agredir a alguien? ¿O buscará a alguien en quien confiar, a
quien conquistar y convencer? Es un enigma.
-¿Crees que aparecerá?
-No tiene más remedio, cariño -contestó Aaron-. Ésta es su
familia. Todos permanecen encerrados, a salvo. ¿Qué puede hacer?
¿Adónde puede ir?
28
La música brotaba de unas bocas eléctricas suspendidas en lo alto
de los blancos muros. Unas personas bailaban en el centro de la habita -
ción, torpemente, balanceándose al son de la música, como si a ellos
también les entusiasmara. La orquesta estaba formada por numerosos
músicos, los cuales utilizaban unos toscos instrumentos menos hermo-
sos que las gaitas o el arpa. Era como si ella pudiera oír la vieja música
en ésta, aunque ambas se mezclaban. N o conseguía pensar con claridad.
Sólo percibía la música. Vio el valle, ya todos sus hermanos y hermanas
bailando y cantando. De pronto, alguien señaló a los soldados.
Los músicos dejaron de tocar y se hizo el silencio. Cuando se
abrió la puerta, ella se sobresaltó. Dentro había unas personas que
reían alegremente. Una mujer, vestida con un traje feo y holgado, la
miraba fijamente.
Debía ir a Nueva Orleans. Tenía que recorrer muchos kilómetros.
Tenía hambre. Quería beber un poco de leche. En esa casa había co-
mida, pero leche no. Si hubiera, ella la olería. Sin embargo, había visto
unas vacas pastando en los campos, y sabía ordeñarlas. Debía haberlo
hecho antes. ¿Cuánto tiempo llevaba ahí parada, escuchando la músi-
ca? Todo había comenzado hacía mucho tiempo, no recordaba cuán-
to, pero éste era el primer día auténtico de su vida.
Al amanecer, había abierto la puerta de la pequeña cocina, había
cogido una botella de leche del frigorífico y se la había bebido to-
da. Estaba muy rica. Mientras se la bebía, contempló los cálidos rayos
de sol que se filtraban a través de los esmirriados árboles y la hierba.
Un ocupante de la casa la había sorprendido en la cocina. Ella le había
dado las gracias por la leche. Lamentaba habérsela bebido, pero tenía
hambre.
A la larga, esas cosas no tenían importancia. Esas personas no po-
dían lastimarla. No sabían quién era ella. En los viejos tiempos, si roba-
bas leche te perseguían hasta obligarte a que te ocultaras en las monta-
ñas, quizás incluso...
-Pero eso ya no importa -dijo su padre--. Ahora mandaremos
nosotros.
Vea Nueva Orleans. Busca a Michael, tal como te pidió tu madre.
Sí, eso es lo que tu madre deseaba. De camino, deténte en un campo
donde hay unas vacas paciendo. Te están esperando. Bebe la cálida le-
che de sus ubres. Bebe hasta saciarte.
Ella se volvió, pero en aquel momento la orquesta comenzó a to-
car de nuevo. Tras dos o tres acordes iniciales la música sonó a pleno
volumen, vibrando a través de sus pies, de su garganta, como si la ex-
halara por la boca. Ella cerró los ojos, dejándose arrastrar por la me-
lodía. Qué hermoso era el mundo, pensó, balanceándose al son de la
música.
Alguien le dio un golpecito en el hombro y al volverse vio aun
hombre casi tan alto como ella que la miraba sonriendo. Era muy
viejo, tenía la piel del rostro atezada y arrugada, olía a humo y llevaba
una camisa azul oscuro y unos pantalones manchados de grasa. El
hombre le dijo algo, pero ella sólo percibía la música. Estaba embele-
sada y movía la cabeza de uno a otro lado al ritmo de la música. Era
maravilloso.
El hombre y le dijo al oído:
-Hace mucho rato que nos observas. ¿Por qué no entras y bailas
con nosotros?
Ella retrocedió. Le costaba seguir el ritmo de esa música. El hom-
bre la tomó de la mano y ella sintió el tacto de sus encallecidos dedos.
Tenía las manos manchadas de grasa. Despedía un olor semejante al
de la carretera y los vehículos que circulaban por ella. Olía a tabaco.
Ella dejó que la condujera suavemente hacia el lugar donde baila-
ba la gente. Sintió que la música vibraba a través de todo su cuerpo y
estuvo a punto de desvanecerse de placer. Habría permanecido para
siempre tendida en el suelo, escuchando la música, cantando, con-
templando el valle. El valle era tan hermoso como la isla.
Al mismo tiempo sentía deseos de ponerse a bailar y bailar hasta
caer agotada.
Y eso fue lo que hizo. El hombre la ciñó por la cintura y comen-
zaron a bailar. Le dijo algo, pero ella no lo entendió. Le pareció oír
algo así como: «Hueles muy bien.»
Ella cerró los ojos mientras giraba alrededor de la habitación entre
los brazos del desconocido, inclinando la cabeza de un lado a otro. El
hombre reía. Ella vio que movía los labios como si le dijera algo.
El sonido de la música era atronador. Cuando cerró los ojos, imaginó
que estaba bailando de nuevo con los otros, los cuales formaban nu-
merosos círculos que partían del círculo de piedras, girando sin cesar
al son de las gaitas y el arpa.
De eso hacía mucho tiempo. Eran los viejos tiempos, antes de que
se presentaran los soldados.
En el valle, todos bailaban juntos, altos y bajos, pobres y ricos,
humanos y no humanos. Se habían reunido para construir el Taltos.
Muchos morirían, pero si lograban construir el Taltos... Si existían
dos... De pronto se detuvo y se tapó los oídos con las manos. Debía
marcharse. «Ya voy, papá. Iré en busca de Michael. No he olvidado lo
que me pediste, mamá. No soy una niña. ¡Sois unos estúpidos, unos
niños! Ayúdame, papá.»
El hombre empezó a danzar más deprisa, girando vertiginosamen-
te alrededor de la habitación y haciendo que ella tropezara. Ella se sen -
tía feliz mientras se deslizaba siguiendo el ritmo de la música, agitando
la cabeza violentamente de un lado a otro.
Sí, se sentía feliz. Distinguió vagamente a loS músicos. Unos eran
delgados y otros gordos, unos llevaban gafas y otros no. Tocaban el
violín y cantaban a pleno pulmón, con voz nasal, rápidamente, pro-
nunciando unas palabras ininteligibles. Uno de ellos tocaba un pe-
queño instrumento de fuelle cuyo nombre ella desconocía. No sabía
esa palabra. Ni tampoco la palabra que designaba un instrumento que
otro tocaba con la boca, parecido al birimbao, aunque sonaba dife-
rente. Le entusiasmaba la música, su insistente ritmo, su divina mo-
notonía, las vibraciones que sentía a través de sus oídos, su corazón,
todo su cuerpo, como si la devorara y la consumiera.
Al igual que en el valle, los humanos no cesaban de bailar. Había
mujeres ancianas y jóvenes, muchachos y hombres adultos, incluso
niños. Ella los observaba fascinada. Pero esas gentes no sabían cons-
truir el Taltos. Ve a reunirte con tu padre. Ve a...
-¡Vamos, pequeña!
Debía..., tenía que marcharse. Pero era incapaz de pensar mientras
sonara la música. No tenía importancia.
Ella y el extraño siguieron girando alrededor de la habitación, rien-
do alegremente. Se sentía feliz y contenta. En estos momentos lo único
que deseaba era bailar. Estaba convencida de que su padre lo compren-
dería.
29
Eran las cuatro de la mañana. Mona, Lauren, Lily y Fielding se
hallaban reunidos en el espacioso salón. Randall también estaba allí.
Paige Mayfair, que vivía en Nueva York, no tardaría en unirse al gru-
po. Su avión había llegado a la hora prevista.
Permanecían sentados en silencio, aguardando. «Nadie está con-
vencido -pensó Mona-, pero debemos intentarlo. ¿Qué otra cosa
podemos hacer?»
Hacía un rato, la tía Bea se había desplazado desde la calle Amelia
para preparar una cena fría. Había colocado unas gruesas velas votivas
sobre la repisa de las dos chimeneas. Sólo se habían consumido hasta
la mitad y arrojaban una luz cálida y alegre.
Arriba, las enfermeras charlaban en voz baja, tras haber tomado
posesión, por decirlo así, de la habitación de la tía Viv con su termo de
café y sus gráficos. La tía Vivian había accedido a alojarse en la casa
de la calle Amelia, cediendo a la insistente demanda de la anciana Eve-
lyn, la cual se había pasado toda la noche comunicándose por medio
de gestos y murmullos con ella, aunque nadie estaba seguro de que
supiese quién era.
-Son tal para cual -afirmó la tía Bea-. Son como el yin y el
yang. A propósito, la anciana Evelyn ha vuelto a quedarse muda.
Los primos dormían en camas y sofás distribuidos por toda la
casa, incluido el tercer piso. Pierce, Ryan, Mandrake y Shelby habían
llegado hacía un rato, aunque nadie sabía exactamente dónde se ha-
bían instalado. Jenn y Clancy ocupaban el dormitorio situado en la
parte delantera. Había otros Mayfair alojados en el pabellón de hués-
pedes, junto ala encina de Deirdre.
De pronto oyeron detenerse un coche frente a la puerta. Nadie se
movió. Henri fue a abrir la puerta y al cabo de unos instantes apareció
una mujer que ninguno de los presentes había visto jamás. Era Paige
Mayfair, biznieta de Cortland y de su esposa, Amanda Grady May-
fair, la cual había abandonado a su marido hacía años y se había insta-
lado en el norte.
Paige era una mujer menuda, con el cuerpo y los rasgos parecidos
a los de Gifford y Alicia, aunque más delgada. Pertenecía a un deter-
minado tipo de mujer que abundaba en la familia Mayfair, pensó
Mona. Llevaba el cabello muy corto y unos vistosos pendientes, de
esos que una tiene que quitarse antes de coger el teléfono.
Entró con paso decidido y sonriendo amablemente. Todos los pre-
sentes, excepto Fielding, se levantaron para saludarla con los besos de
rigor, una práctica habitual incluso entre primos que jamás se habían
visto.
-Prima Paige, éstos son el primo Randall, la prima Mona, el pri-
mo Fielding...
Tras las oportunas presentaciones, Paige se sentó en una de las si-
llas francesas doradas, de espaldas al piano. Llevaba una falda negra
bastante corta, la cual revelaba unos muslos tan esbeltos y bien tornea-
dos como las pantorrillas. Sus piernas parecían desnudas en compara-
ción con el resto de su cuerpo, envuelto en gruesas prendas de lana,
incluida una bufanda de casimir que se apresuró a quitarse. En Nueva
York hacía mucho frío.
Paige contempló el espejo situado al fondo de la habitación, el
cual reflejaba otro espejo colgado detrás de ella, creando un efecto
óptico que presentaba múltiples salones, todos ellos dotados de es-
pléndidas arañas.
-No habrás venido sola desde el aeropuerto -dijo Fielding, asom-
brando a Paige con su juvenil y vigorosa voz.
Mona no sabía si Fielding era mayor que Lily o viceversa, pero
Fielding, con su piel translúcida y arrugada y sus manos cubiertas de
manchas marrones parecía mucho más viejo. Era asombroso que to-
davía estuviera vivo.
Lily conservaba aún sus energías, pero su flaco cuerpo estaba lle-
no de nervios y tendones que sobresalían bajo el sobrio vestido de
seda.
-Ya te lo he dicho, abuelito -dijo Mona-, la han acompañado
dos policías que se han quedado fuera. Todos los Mayfair de Nueva
York se hallan juntos, tal como les ordenamos que hicieran. No hay
un solo miembro de la familia que esté solo. Todos han recibido las
oportunas instrucciones.
-Según tengo entendido, no se ha producido ninguna novedad
-dijo Paige.
-Es cierto -contestó Lauren, que había conseguido mantener
una apariencia pulcra y aseada pese a las largas horas que llevaban
aguardando. No tenía un pelo fuera de sitio-. No hemos conseguido
dar con él-dijo suavemente, como si quisiera tranquilizar aun cliente
angustiado-, pero por fortuna no han ocurrido más tragedias. Tene-
mos a muchas personas trabajando en el caso.
Paige asintió y miró a Mona.
-Conque tú eres la legendaria Mona -dijo, sonriendo como quien
sonríe a un niño prodigio-. He oído muchas cosas sobre ti. Beatrice
siempre habla de ti en sus cartas. Si no conseguimos que Rowan se recu-
pere, tú serás la heredera del legado.
Todos se quedaron de piedra.
Nadie había informado de ello a Mona, y ésta no había detectado
la menor noticia al respecto en la calle Amelia, en la Primera, en las
oficinas de Mayfair & Mayfair ni en ninguna parte. Mona miró a
Lauren boquiabierta.
Lauren rehuyó su mirada.
«¿Acaso ya estaba decidido?», se preguntó Mona.
Nadie se atrevía a mirarla, a excepción de Fielding. Mona reparó
en que nadie había manifestado el menor asombro ante las palabras de
Paige, excepto ella. Así pues, ya lo habían decidido, aunque no en su
presencia, y nadie quería clarificar o abundar en el tema. N o era el
momento de hablar de ello. Sin embargo, le parecía tremendo descu-
brir que era la heredera del legado. De pronto Mona recordó un sar-
cástico comentario: «¿Te refieres a la pequeña Mona, con sus vestidos
infantiles y su lazo en el pelo? ¿La hija vagabunda de Alicia, la alco-
hólica?»
Por supuesto, no lo dijo. Sentía un profundo dolor en el corazón.
«Por favor, no te mueras, Rowan. Lamento lo que hice.» En aquel
momento recordó la obscena y maravillosa imagen del pecho de Mi-
chael Curry inclinado sobre ella, y de su verga asomando entre el ve-
llo púbico. Cerró los ojos con fuerza.
-Confío en que logremos ayudar a Rowan a superar este trance
-dijo Lauren, aunque en un tono tan desalentado que desmentía las
palabras que acababa de pronunciar-. La cuestión del legado es muy
compleja. En estos momentos hay tres abogados revisando los pape-
les. Pero Rowan todavía vive. Está arriba. Ha sobrevivido a la inter-
vención quirúrgica. La posibilidad de una operación no le preocupa-
ba. Los médicos han obrado un milagro. Ahora debemos ayudarla
nosotros.
-¿Estás al corriente de lo que vamos a hacer ? -preguntó Lily, con
los ojos húmedos y enrojecidos.
Había adoptado una postura defen-
siva, con los brazos cruzados y una mano apoyada en el pecho. Por
primera vez, pensó Mona, la voz de Lily sonaba temblorosa, vieja.
-Sí -respondió Paige-. Mi tío me lo ha explicado todo. Lo
comprendo. He oído muchas cosas sobre todos vosotros, y por fin
estoy aquí, en esta casa. Sin embargo, debo advertiros que no sé si seré
capaz de ayudaros. No siento el poder que sienten otros, ni sé cómo
utilizarlo, pero estoy dispuesta a intentarlo.
-Eres muy fuerte -dijo Mona-. Eso es lo que cuenta. Los que
estamos reunidos aquí somos los miembros más fuertes de la familia,
pero ninguno de nosotros sabe utilizar esos poderes.
-Entonces manos a la obra. Veamos qué podemos hacer -dijo
Paige.
-No quiero cosas raras -dijo Randall-. Si alguien empieza a
pronunciar palabras extrañas...
-Por supuesto que no -le interrumpió Fielding. Estaba apoya-
do en su bastón, demacrado, con los ojos hundidos-. Subiré en el
ascensor. Acompáñame, Mona. Randall, tú también puedes venir con
nosotros.
-Si no quieres acompañarnos no estás obligado a hacerlo -ob-
servó Lauren fríamente-. Podemos hacerlo solos.
-Sí, sí, iré con vosotros -respondió Randall de mal humor-.
Sin embargo, deseo que conste que la familia está siguiendo los con-
sejos de una chica de trece años.
-Eso no es cierto -protestó Lily-. Todos estamos de acuerdo
en hacerlo, Randall. Por favor, ayúdanos. No empieces a poner in-
convementes.
Salieron todos en tropel y echaron a caminar por el oscuro pasillo.
A Mona no le hacía gracia aquel ascensor. Era demasiado pequeño,
demasiado viejo, demasiado potente y demasiado rápido. Entró de-
trás de los dos ancianos y ayudó a Fielding asentarse en una silla que
había en un rincón, una antigua silla de madera con el asiento de be-
juco. Luego cerró la puerta y pulsó el botón.
-Recuerda que se para bruscamente -le advirtió a Fielding, apo-
yando una mano en su hombro.
Al detenerse, el ascensor dio una fuerte sacudida, tal como había
pronosticado Mona.
-Maldita sea -dijo Fielding-. Era típico de Stella instalar un
ascensor lo suficientemente potente para llevarnos a la cima del Banco
Americano.
-El Banco Americano ya no existe -replicó Randall.
-Da lo mismo, ya sabes a qué me refiero -dijo Fielding-. No
seas tan quisquilloso. Yo no tengo la culpa. Sinceramente, creo que es
una idea absurda. ¿Por qué no vamos a Metairie y tratamos de hacer
que Gifford resucite ?
Mona ayudó a Fielding a ponerse en pie y le acercó el bastón.
-El Banco Americano era el edificio más alto de Nueva Orleans
-le explicó éste a Mona.
-Lo sé -respondió ella. No lo sabía, pero no quería echar más
leña al fuego.
Al entrar en el dormitorio principal comprobaron que los otros
ya habían llegado. Michael estaba en un rincón, de pie, con los brazos
cruzados, contemplando el inexpresivo semblante de Rowan.
Unas velas votivas ardían sobre la mesita situada junto a la puerta.
También había una imagen de la Virgen. Mona pensó que, segura-
mente, toda aquella parafernalia -las velas, la Virgen con la cabeza
inclinada sobre el pecho, cubierta con un velo blanco y con las manos
extendidas- era cosa de la tía Bea. De haber estado viva Gifford,
probablemente habría hecho lo mismo.
Nadie dijo una palabra. Al fin, Mona sugirió:
-Creo que es mejor que las enfermeras salgan de la habitación.
-¿Qué piensan hacer? -preguntó la más joven de éstas.
Era una mujer de tez cetrina, rubia, peinada con raya en medio y
vestida con un almidonado uniforme de enfermera. Tenía un aspecto
totalmente aséptico, un tanto monjil. Miró a su compañera, una negra
de aire hosco, la cual no dijo una palabra.
-Vamos a imponer nuestras manos sobre ella para tratar de cu-
rarla -respondió Paige Mayfair-. Quizá no consigamos nada, pero
todos tenemos poderes psíquicos y debemos intentarlo.
-No estoy muy convencida -diijo la enfermera con recelo.
Pero su compañera hizo un gesto para indicar que no era asunto
suyo.
-Tengan la bondad de retirarse -dijo Michael cortésmente.
Las enfermeras abandonaron la habitación.
Mona cerró la puerta.
-Tengo una sensación muy extraña -observó Lily-. Es como
pertenecer a una familia de insignes músicos y no ser capaz de leer una
partitura o cantar una melodía.
La única que no parecía sentirse turbada era Paige Mayfair, la ex-
tranjera, precisamente la que no se había criado a la sombra de la calle
Primera, observando a ciertos miembros de la família responder a los
pensamientos de otros como si los hubieran expresado con palabras.
Paige depositó su pequeño bolso en el suelo y se acercó a la cama.
-Apagad todas las luces salvo las velas -diijo.
-Eso son tonterías- observó Fielding.
-Es mejor así -insistió Paige-. Prefiero que no haya nada que
pueda distraernos.
Luego miró a Rowan, la examinó detenidamente desde la frente
y lisa hasta la punta de los pies, que asomaban bajo la sábana.
Paige parecía triste; triste y pensativa.
-Es una pérdida de tiempo -refunfuñó Fielding, cansado de
permanecer de pie.
-Apóyate en la cama -dijo Mona, tratando de disimular su im-
paciencia-. No te preocupes, yo te sostengo. Coloca una mano sobre
ella.
-Tiene que colocar ambas manos -dijo Paige.
-¡Qué majadería! -protestó Fielding.
Los otros se congregaron en torno al lecho. Michael se retiró, pero
Lily le indicó que se acercara. Todos impusieron sus manos sobre
Rowan. Fielding se inclinó sobre ella, tratando de no perder el equili-
brio, respirando trabajosamente y procurando reprimir la tos.
Mona colocó los dedos sobre un moretón que Rowan tenía en el
brazo, sintiendo el tacto de su suave y fría piel. ¿Qué le había causado
esas contusiones? ¿Acaso la había golpeado el monstruo? Casi podía
distinguir las marcas de los dedos.
«¡Cúrate, Rowan!», dijo Mona para sus adentros. Al alzar la vista
y mirar a los otros, observó que todos habían tomado idéntica deci-
sión. De labios de todos los presentes brotó una súplica colectiva.
Paige y Lily tenían los ojos cerrados.
-¡Cúrate! -murmuró Paige.
-¡Cúrate! -murmuró Mona.
-¡Cúrate, Rowan! -dijo Randall con voz enérgica y profunda.
Al fin, Fielding murmuró también:
-Cúrate, hija mía, si eres capaz de hacerlo. Cúrate. Cúrate. Cú-
rate.
Cuando Mona abrió los ojos vio que Michael lloraba mientras sos-
tenía la mano de Rowan entre las suyas y repetía las palabras que reci-
taban los otros. Mona cerró los ojos y dijo de nuevo:
-¡Cúrate, Rowan! ¡Cúrate!
Transcurrieron varios minutos, durante los cuales alguno de los
presentes cambió de postura; otros apoyaron las manos más firme-
mente sobre Rowan y otros la acariciaron. Lily colocó la mano sobre
la frente de Rowan. Michael se inclinó para besarla.
Al fin, Paige dijo que habían hecho cuanto podían.
-¿Le han administrado la extremaunción ? -preguntó Fielding.
-Sí, en el hospital, unas horas antes de operarla -respondió
Lauren-. Pero no va a morir. Está en coma. Podría seguir así varios
días.
Michael se volvió de espaldas para que no le vieran llorar y los
demás salieron en silencio de la habitación.
Una vez en el salón, Lauren y Lily sirvieron el café mientras Mona
se encargaba de pasar la leche y el azúcar. Fuera reinaba una gran os-
curidad y hacía frío.
El reloj dio las cinco. Paige lo miró, sorprendida, y luego bajó la
vista.
-¿Qué opinas? -preguntó Randall.
-No morirá respondió Paige-. Pero no he notado ninguna res-
puesta.
-Yo tampoco -dijo Lily.
Al menos lo hemos intentado -dijo Mona-. Eso es lo más im-
portante. Hicimos lo que pudimos.
Tras estas palabras, salió del salón. Durante unos momentos cre-
yó ver a Michael en lo alto de la escalera, pero se trataba de una de las
enfermeras. Los tablones del suelo crujían, como de costumbre. Mona
subió apresurada y sigilosamente, tratando de no hacer ruido.
La lámpara de la mesilla de noche estaba encendida. Las llamas de
las velas brillaban débilmente en comparación con la potente luz que
arrojaba ésta.
Mona se enjugó los ojos y asió la mano de Rowan.
-¡Cúrate, Rowan! -murmuró temblando de emoción-. ¡Cú-
rate, Rowan! ¡No vas a morir! ¡Cúrate!
Michael la abrazó y la besó en la mejilla.
Mona no se apartó.
-¡Cúrate, Rowan! -repitió. «Lamento haberme acostado con
él», dijo para sus adentros-. ¡Cúrate, por favor! ¿De qué nos sirve
nuestra fortuna..., el legado..., si no somos capaces de curarte ?
Hacia las seis y media de la mañana Mona decidió que, tanto si
Rowan se salvaba como si no, el Mayfair Medical debía construirse.
Estaba sentada sobre una manta de lana bajo una encina, frente al
pabellón de huéspedes, admirando las hojas verde pálido de los pláta-
nos, las vistosas begonias, los lirios y el verde musgo que cubría las
piedras. Todo relucía bajo el rocío de la mañana. El cielo presentaba
un color violeta, como el del crepúsculo, que Mona solía contemplar
con más frecuencia que el amanecer.
Un guardia dormía sentado en una silla junto ala puerta del jar-
dín. Otro patrullaba al otro lado de la valla, junto a la piscina.
La silueta de la casa se recortaba con nitidez sobre el firmamento
violáceo. A la derecha empezó a despuntar la aurora, de un rojo in-
tenso. Resultaba difícil distinguir el este del oeste en Nueva Orleans,
hasta que el sol salía o se ponía. Era un glorioso amanecer, rebosante
del alegre canto de los pájaros que daban vida al paisaje.
Mona se sentía feliz, aunque al mismo tiempo experimentaba una
profunda soledad. ¡Se había convertido en la heredera del legado!
-No creo que la noticia te sorprenda -le había dicho Lauren en
voz baja-. Es una cuestión de linaje. Tú misma has trazado el árbol
genealógico de la familia en tu ordenador. Te lo explicaré más tarde.
No quiero hablar de ello mientras Rowan está viva.
«Descuida, Rowan, construiremos el Mayfair Medical -pensó
Mona-. Ése será tu legado. Nos llevaremos a la tumba los secretos de
nuestra complicada historia, pero las piedras del Mayfair Medical per-
durarán para que todos puedan contemplarlas.».
De pronto se sintió débil y mareada. Nunca le había gustado estar
despierta a esas horas de la mañana. Cuando ella era una niña, Alicia
insistía en ir a misa cada mañana, aunque la noche anterior hubiera
cogido una borrachera. Ambas solían dirigirse en tranvía a la iglesia
del Sagrado Nombre. Mona se sentía siempre mareada, con dolor de
cabeza y mal sabor de boca. Durante los últimos años, debido a su
creciente afición al alcohol, Alicia había renunciado a esa costumbre;
por las mañanas, cuando Mona se levantaba, se encontraba a su madre
sentada en el porche con una cerveza en la mano.
Pero en estos momentos no le importaba estar despierta y admirar
esa espléndida aurora carmesí que poco a poco iba adquiriendo una
tonalidad dorada. Los trágicos acontecimientos que se habían produ-
cido recientemente hacían que Mona concediera más valor a las cosas
sencillas y cotidianas. Al contemplar el maravilloso jardín, compren-
dió que ahora le pertenecía. Mejor dicho, que pronto le pertenecería.
No era de extrañar que no pudiese conciliar el sueño. Lo había
intentado, pero le parecía mas provechoso emplear el tiempo en pen-
sar, en planificar las cosas, en organizar los preparativos de lo que se
había convertido en una auténtica obsesión para ella: la ubicación y
estructura del Mayfair Medical, donde aparecería grabada la palabra
«sanar» .¿En la piedra? ¿En una vidriera?
Pierce sería su mejor aliado; era de talante conservador, como Ryan,
pero tenía mucho interés en que se construyera el complejo médico.
Durante los últimos meses había hecho lo imposible por mantener vivo
el proyecto. Mona no tendría mayores dificultades en ponerlo en mar-
cha, aunque sabía que los miembros más conservadores de la firma tra-
tarían de frenarlos en sus ambiciosos planes.
Pierce dormía en una tumbona, junto a la piscina, con la chaqueta
sobre los hombros. Le había dicho a Mona que necesitaba respirar aire
puro. Al pasar junto a él, Mona observó que parecía un bebé.
«Lo conseguiremos -pensó Mona-. Es un proyecto más im-
portante que el capricho de dar la vuelta al mundo antes de cumplir
los veinte años, o construir un túnel hasta China, O fundar la sociedad
inversora más importante del mercado internacional.» ¡La heredera
del legado! En cualquier caso, todo era posible.
No era eso lo que pensaba Alicia mientras permanecía sentada en
los escalones del porche con una cerveza en la mano. «Estoy dema-
siado cansada para hacer nada», solía repetir. «No pienses que está en
un congelador -se dijo Mona-. En el depósito no mantienen a los
cadáveres congelados, sólo refrigerados.»
¿Dónde había visto Mona unos libros sobre hospitales? En la ha-
bitación de Rowan, donde había planificado su estrategia para seducir
a Michael. Estaban en un estante, junto a la cama. Mona decidió leer-
los más tarde. Eso era lo más importante, estudiar a fondo el proyecto
antes de presentarlo, como si se tratara de presentar un nuevo modelo
de ordenadores, y mostrarles una serie de espectaculares bocetos, grá-
ficos y listados.
Al cabo de un rato cerró los ojos, sintiendo los cálidos rayos del
sol sobre sus párpados.
Mona decidió emplear un pequeño truco que siempre la ayudaba
a dormirse. En lugar de intentar poner la mente en blanco, decidió
entretenerse imaginando que decoraba las dependencias y oficinas del
Mayfair Medical. Escogió los colores del tapizado, las cortinas e in-
cluso los cuadros, unos cuadros que animarían a los pacientes en las
salas de espera y proporcionarían a los ajetreados médicos y enfer-
meras un momento de respiro, mientras recorrían los pasillos, subían
una escalera o entraban en una sala.
Colgaría unos cuadros relacionados con la medicina, como la ma-
ravillosa obra de Rembrandt titulada Lección de anatomía. Mona
abrió los ojos súbitamente. No, los pacientes no querrían contemplar
un cuadro tan terrible. Era preferible ofrecerles unas imágenes más
tranquilizadoras, como los bellos y apacibles rostros de Piero Della
Francesca, o la suave mirada de las mujeres de Botticelli, algo más
alegre que la cruda realidad.
De pronto notó que tenía sueño. Trató de recordar a todos los
personajes representados en un cuadro de los Médicis que había visto
en Florencia, en el que aparecía Lorenzo mirando por el rabillo del
ojo. Mona tenía cinco años cuando Gifford la llevó a Europa por pri-
mera vez.
«¡Mira, unas mamás con sus hijos», exclamó Mona saltando y
brincando sobre el suelo de piedra mientras ella y Gifford recorrían el
Palazzo Vecchio. Jamás había visto tantos cuadros de jóvenes madres
con sus hijitos. «Es la Virgen y el Niño», la corrigió Gifford severa-
mente.
Gifford se inclinó para besarla. «Duerme un rato», le dijo suave-
mente.
«Sí, creo que echaré un sueñecito. No pretendía..., me refiero a
Michael..., no pretendía...»
«Ya lo saben. No tiene importancia. Eres como todos los Mayfair ,
impulsiva y temeraria, pero luego te arrepientes de haber cometido
una imprudencia. Todos somos iguales. Todos pagamos un elevado
precio por nuestros actos.»
«¿Estás segura de que Rowan no me odia? ¿Estás segura de que lo
que hice no tiene importancia? A veces resulta difícil saber qué es lo que
tiene importancia y qué es lo que no la tiene.»
«No tiene importancia.»
Mona apoyó la cabeza en el tronco de la encina y se quedó dor-
mida.
30
La casa le gustaba. Se alzaba en la avenida Esplanade como un
palacio romano; o como una vivienda urbana de Amsterdam. Aunque
era de ladrillos estucados, parecía de piedra. Estaba pintada en colores
típicamente romanos, como el rojo pompeya, con los bordes en ocre.
Aunque la avenida Esplanade había conocido mejores tiempos,
desde el punto de vista arquitectónico resultaba muy interesante. y uri
contempló las maravillosas mansiones antiguas que se erguían entre los
edificios comerciales. Había dado un largo paseo por el barrio francés
hasta llegar ala casa situada en la amplia avenida, la cual constituía la
calle principal en tiempos de los franceses y los españoles, y actualmen-
te estaba llena de mansiones como ésta. Yuri se dio cuenta de que le
seguían dos hombres, pero le tenía sin cuidado.
Palpó la pistola que llevaba en el bolsillo, con la empuñadura de
madera y el cañón largo. Se sentía seguro.
Le abrió la puerta Beatrice.
-¡Gracias a Dios que ha llegado! -exclamó-. Aaron estaba muy
preocupado. ¿Puedo hacer algo por usted?
Beatrice miró hacia el otro lado de la calle y vio aun hombre apos-
tado junto aun árbol.
-No, gracias, señora -respondió Yuri-. Me gusta el café negro
y espeso y me detuve en una de las pequeñas cafeterías de la avenida.
Se hallaban en un espacioso vestíbulo, junto a una imponente es-
calinata que conducía al piso superior, la cual se ramificaba al llegar al
descansillo en dos escaleras más estrechas. El suelo era de mosaico y
las paredes estaban pintadas de color terracota, al igual que la fachada.
-A mí también me gusta el café negro y espeso -dijo Beatrice,
ayudando a Yuri a quitarse la gabardina. Afortunadamente, llevaba la
pistola en el bolsillo de la chaqueta-. Le prepararé un espresso. Pase
al salón, Aaron se alegrará de verlo.
-Gracias, acepto encantado --contestó Yuri.
A la izquierda ya la derecha había dos suntuosos salones, pero
Yuri se dirigió hacia un acogedor cuarto de estar que se abría ante él.
Al entrar vio a Aaron de pie junto a la chimenea, vestido con un viejo
jersey gris y sosteniendo una pipa en la mano. Su persona emanaba
una gran vitalidad, la cual contrastaba con la expresión de enojo y re-
celo de su rostro. Yuri observó un rictus de dureza en sus labios que le
otorgaba un aire más convencional.
-Hemos recibido un mensaje de los Mayores -dijo Aaron sin
más preámbulos-. Lo enviaron por fax al hotel Pontchartrain.
-¿Por qué lo han enviado por fax?
-Está escrito en latín y va dirigido a los dos. Han enviado dos
copias, una para cada uno de nosotros.
-Muy amable por su parte.
Junto a la chimenea había dos amplios sillones de piel roja, los
cuales dejaban al descubierto tan sólo el centro de una alfombra
china azul oscuro. La mesa, de cristal, estaba cubierta de papeles. En
las paredes colgaban unos cuadros modernos, en su mayoría abs-
tractos, con marcos dorados. Había también unas mesitas de mármol
y unos sillones tapizados de terciopelo, algo raídos. Distribuidos al-
rededor de la habitación, frente a unos espejos y sobre la repisa de la
chimenea decorada con una inmensa cabeza de león, había unos
hermosos jarrones de porcelana que contenían flores recién cortadas.
Era una bonita estancia en la que reinaba un ambiente cálido y agra-
dable. De modo que los Mayores se habían puesto en contacto con
ellos.
-Siéntate, te traduciré el mensaje.
Yuri tomó asiento.
-No es necesario que me lo traduzcas, Aaron -contestó Yuri
sonriendo-. Entiendo perfectamente el latín. A veces escribo a los
Mayores en latín, para practicar.
-Por supuesto, lo había olvidado. Ha sido una estupidez por mi
parte.
Aaron señaló las dos copias que yacían en la mesa, sobre un mon-
tón de lujosas revistas especializadas en arquitectura y decoración, lle-
nas de nombres de importantes diseñadores y anuncios de exquisitos
productos como los que contenía esta estancia.
-¿No te acuerdas de Cambridge? -preguntó Yuri-. ¿No re-
cuerdas las tardes en que solía leerte poesías de Virgilio? ¿No recuer-
das mi traducción de Marco Aurelio?
-Claro, la llevo siempre encima -respondió Aaron-. Me estoy
haciendo viejo. Los de tu generación no suelen saber latín. Disculpa
mi torpeza. ¿ Cuántos idiomas hablabas cuando nos conocimos ?
-No lo sé. No lo recuerdo. Déjame leer el mensaje.
-Sí, pero antes quiero saber qué has averiguado.
-Stólov se aloja en el Windsor Court, un hotel muy elegante y
caro. Le acompañan dos hombres, quizá tres. Hay otros miembros de
la Orden. Me venían siguiendo cuando me dirigía hacia aquí por la ca-
lle Chartres. Hay un individuo apostado al otro lado de la calle, vigi-
lando la casa. Son unos jóvenes anglosajones o escandinavos, aproxi-
madamente de la misma edad y el mismo estilo, vestidos con trajes
oscuros. A seis de ellos los he visto varias veces; no se molestan en di-
simular. Más bien creo que pretenden asustarme, obligarme acometer
una imprudencia.
En aquel momento apareció Beatrice. Sus tacones resonaban so-
bre los relucientes mosaicos del suelo.
-Aquí tenéis el café -dijo, depositando la bandeja con una cafe-
tera y unas tacitas de espresso sobre la mesa-. Voy a llamar a Cecilia.
-¿Ha habido alguna novedad? -preguntó Yuri.
-Rowan está bien. No se ha producido ningún cambio. Existe
cierta actividad cerebral, aunque mínima. Lo importante es que está
viva.
-Se halla en un persistente estado vegetativo -dijo Aaron.
-No digas esas cosas tan horribles -le reprendió suavemente
Beatrice.
-Pero es cierto. Rowan, al menos de momento, no se ha recupe-
rado. Ésa es la realidad.
-¿Qué se sabe sobre el misterioso individuo ? -preguntó y uri.
-Nadie lo ha visto -contestó Beatrice-. Dicen que podría estar
en Houston. Hay un montón de personas buscándole allí. Es posible
que se haya cortado el pelo, pero no es fácil que un hombre de más de
metro ochenta de estatura pase inadvertido. ¡Dios sabe dónde se ha-
brá metido! Bueno, os dejo. No quiero pensar en ello. Estoy prepa-
rando la cena bajo la atenta mirada de un guardia armado.
-No te preocupes, no se la comerá.
-Calla -respondió Beatrice.
Parecía querer añadir algo, pero se acercó a Aaron lo besó afec-
tuosamente y salió envuelta en un remolino de seda, taconeando so-
bre el lustroso suelo, tal como había entrado.
Yuri saboreó el excelente café y se sirvió otra taza. Las manos no
tardarían en empezar a temblarle y tendría acidez, pero no le impor-
taba. Cuando uno es amante del café renuncia a todo por él.
Cogió el fax y lo leyó. Dominaba el latín, de manera que no le
costó descifrarlo. El mensaje decía lo siguiente:
De los Mayores a
Aaron Lightner
Yuri Stefano
Caballeros:
Jamás nos habíamos enfrentado a semejante dilema: la de-
serción de dos miembros de la Orden, dos de nuestros mejores
investigadores, por los que no sólo sentimos un gran afecto sino
que constituyen un modelo para los novicios y postulantes. No
alcanzamos a comprender el motivo de vuestra conducta.
No tenemos reparos en reconocer que somos culpables. La-,
mentamos no haberte informado de todos los pormenores sobre
el caso de las brujas Mayfair, Aaron. A fin de no distraer tu aten-
ción de los asuntos relacionados con la familia Mayfair, omiti-
mos suministrarte ciertos datos importantes sobre las leyendas
de Donnelaith, en Escocia, referentes a los celtas que habitaron
en esa zona del norte de Gran Bretaña y en Irlanda. Debimos ser
más claros y explícitos desde el principio.
Jamás pretendimos manipularte. En nuestro afán de que la
investigación discurriera por unos cauces serios y rigurosos, no
quisimos agobiarte con conjeturas y sospechas para las que no
teníamos respuesta.
Comprendemos que fue un error, el cual te ha inducido a
abandonarnos. Y comprendemos también que hayas tomado ala
ligera tal decisión. De nuevo, reconocemos nuestra culpa.
Pero vayamos al grano. Habéis dejado de ser miembros de
Talamasca. Habéis sido excomulgados sin perjuicio, lo que sig-
nifica que habéis sido honorablemente separados de la Orden,
de sus privilegios, de sus obligaciones y de su apoyo.
Quede claro que no estáis autorizados a utilizar ningún in-
forme que hayáis realizado mientras os hallabais bajo nuestra
protección. No podéis reproducir, comentar ni distribuir nin-
gún documento que obre en vuestro poder sobre el caso de las
brujas Mayfair.
La investigación del caso de las brujas Mayfair está ahora en
manos de Erich Stólov y Clement Norgan, así como de otros
investigadores que han colaborado con ellos en diversas partes
del mundo. Ellos serán los encargados de ponerse en contacto
con la familia, sin vuestra ayuda. Saben que ya no estáis vincu-
lados a la Orden.
Os pedimos tan sólo que no interfiráis en el asunto. Os li-
beramos de todo compromiso con la Orden, pero no intentéis
entorpecer las indagaciones.
Estamos muy interesados en averiguar el paradero de ese ser
llamado Lasher. Nuestros miembros tienen unas instrucciones
muy precisas al respecto. Debéis comprender que de ahora en
adelante no se sienten obligados a daros ninguna explicación.
Confiamos en que más adelante regreséis a la casa matriz, a
fin de explicarnos detalladamente (mediante una comunicación
escrita) los motivos de vuestra deserción y la posibilidad de re-
incorporaros a la Orden y renovar vuestros votos.
De momento, nos despedimos de vosotros en nombre de
vuestros hermanos y hermanas de Talamasca, de Anton Marcus,
el nuevo Superior General, y de todos los que os apreciamos y
lamentamos que hayáis abandonado el redil.
En el momento oportuno, ya través de los debidos cauces,
os informaremos sobre los fondos que hemos depositado en
vuestras cuentas para cubrir los gastos de vuestro trabajo. Ésa es
la última ayuda material que recibiréis de...
Talamasca
Yuri dobló los brillantes folios y guardó su copia del mensaje en el
bolsillo de la chaqueta, junto a la pistola.
Luego miró a Aaron, que tenía un aire sereno y pensativo.
-¿Tengo yo la culpa de que te hayan excomulgado? -preguntó
Yuri-. Quizá no debí venir .
-No, no te dejes impresionar por esa palabra. Me excomulgaron
porque me negué a marcharme. Me excomulgaron porque no cesaba
de preguntarles a los de Amsterdam qué era lo que sucedía. Me exco-
mulgaron porque dejé de «observar y estar siempre presente». Me
alegro de que hayas venido, porque estoy preocupado por nuestros
colegas. No sé cómo decírselo. Pero tú eres mi compañero más que-
rido, aparte de David.
-¿Por qué dices que estás preocupado por nuestros colegas?
-No soy uno de los Mayores -respondió Aaron-, aunque lle-
vo veintisiete años en la organización.
El mero hecho de reconocerlo constituía una importante viola-
ción de las normas.
-David Talbot tampoco era uno de los Mayores -prosiguió
Aaron-. Me lo confesó antes de... abandonar la Orden. Me dijo que
jamás había hablado con uno de los Mayores ni sabía quiénes eran.
Muchos de los miembros más antiguos de la organización habían ne-
gado serlo.
Yuri no contestó. Toda su vida, desde que tenía doce años, había
vivido convencido de que los Mayores eran sus hermanos, un jurado,
por decirlo así, compuesto por compañeros suyos.
-Precisamente -dijo Aaron-. Me consta que no saben quiénes
son los Mayores ni cuáles sus motivos. Creo que mataron a un médico
en San Francisco, a un tal doctor Samuel Larkin. Creo que siempre
han utilizado a personas como yo para obtener información con algún
siniestro fin, un fin que los de mi generación ignoraban. Es lo único
que sé.
Yuri guardó silencio, pero su expresión indicaba que las palabras
de Aaron confirmaban sus sospechas, los negros presentimientos que
le habían asaltado poco después de regresar ala casa matriz desde
Donnelaith.
-No me permitirán acceder a los archivos principales -observó,
como si pensara en voz alta.
-Tal vez sí-dijo Aaron-. No todos los miembros de Talamasca
son tan expertos como tú en materia de ordenadores. ¿Conoces el có-
digo de acceso de otros miembros?
-Sí, de varios -contestó Yuri-. Debo ir de inmediato a un lu-
gar donde pueda efectuar las llamadas. Debo tratar de descubrir todos
los datos que contengan los archivos. Eso me llevará un par de días
por lo menos. Puedo utilizar ciertas palabras en latín. Puedo utilizar
palabras de búsqueda. Quizá pueda averiguar cosas interesantes.
-Posiblemente lo hayan previsto, pero vale la pena que lo inten-
tes. Soy demasiado viejo para hacerlo yo, me falta agilidad mental.
Pero sé que hay un ordenador con un módem y un teléfono en la casa
de la calle Amelia. Pertenece a Mona Mayfair. Me ha dicho que te au-
toriza a utilizarlo. Dice que trabaja con el DOS. No sé a qué se refiere,
pero supongo que tú sí.
Yuri se echó a reír.
-Lo dices como si se tratara de un dios de los druidas. Significa
que utiliza el sistema operativo DOS, que es compatible con un or-
denador IBM.
-Mona dijo que te dejaría unas instrucciones referentes al con-
tenido del disco duro, pero que ya verías cómo funcionaba sobre la
marcha. Dijo que sus archivos estaban ocultos.
-He oído hablar de Mona y su ordenador -contestó Yuri-. No
se me ocurriría hurgar en sus archivos.
-Dijo que podías tener acceso a todo lo demás.
-De acuerdo.
-Existen docenas de ordenadores provistos de módem en las ofi-
cinas de Mayfair & Mayfair. Pero tengo entendido que el de Mona es el
mejor, un producto de tecnología punta.
Yuri asintió.
-Lo haré inmediatamente -dijo, bebiendo otro trago de café.
Recordaba a Mona con gran simpatía-. Luego hablaremos.
-Muy bien.
Pero ¿de qué iban a hablar? Ambos estaban demasiado desalentados
para comentar el asunto. De hecho, Yuri se sentía profundamente depri-
mido, como cuando los gitanos se lo habían llevado, separándolo de su
madre. U nos extraños. El mundo estaba lleno de extraños. Excepto
Aaron y gente buena como los Mayfair que había conocido.
Yuri había conocido a Mona esa misma mañana, en la calle Ame-
lia. Mientras él se tomaba un bol de cereales con leche, sentado ante la
mesa de desayuno, ella no paraba de hablar, formulándole numerosas
preguntas y charlando de todo tipo de cosas al tiempo que mordis-
queaba una manzana.
Toda la familia se había quedado muy impresionada con la noticia
de que Mona iba a heredar el legado. Se acercaban a ella con aire solí-
cito, casi haciéndole una reverencia y besándole el anillo. Claro que
Mona no llevaba anillo.
Al fin, Mona se lamentó:
-Estoy harta de esto. ¿Cómo es posible que la gente se comporte
así cuando Rowan todavía está viva ?
Randall, un anciano de inmensas proporciones con una pronun-
ciada papada, respondió:
-Eso no tiene nada que ver, cariño. Aunque esté viva, Rowan no
podrá tener más hijos.
Mona lo miró asombrada y murmuró:
-Claro, tienes razón.
-¿No quieres heredar el legado? -le preguntó Yuri en voz baja.
Mona estaba sentada en silencio junto a él, mirándole a los ojos.
De pronto soltó una carcajada. Era una risa franca y alegre, que no
tenía nada de cínica ni de sarcástica.
-Ryan te lo explicará todo, Mona -dijo un joven llamado Ge-
raId-. Pero puedes revisar los documentos legales cuando quieras.
De pronto, Mona adoptó una expresión triste.
-¿Recordáis eso que decía san Francisco? El tío Julien solía re-
petirlo a menudo. Me lo contó la anciana Evelyn. Mamá también tenía
costumbre de decirlo. «Ten cuidado con los deseos que formules,
pues pueden hacerse realidad.»
-Muy típico del tío Julien, de la anciana Evelyn y de san Fran-
cisco -observó Gerald.
Al cabo de unos momentos, Mona se levantó apresuradamente y
dijo:
-Tengo que ir a escribir en mi ordenador.
El famoso ordenador .
Cuando Yuri fue a recoger su maleta, la oyó teclear en una habita-
ción de la parte delantera. Pero no se atrevió a asomarse.
-Esa Mona Mayfair me cae bien -le dijo ahora a Aaron-. Es
muy lista. Lo cierto es que me gustan todos los Mayfair que he cono-
cido.
De repente notó que se ruborizaba. En realidad, Mona le gustaba
mucho, pero era demasiado joven.
Yuri se levantó. Era una casa muy hermosa. Por primera vez per-
cibió un suculento aroma que salía de la cocina.
-No te marches todavía-le rogó Aaron.
-Temo no poder acceder a los archivos.
En aquellos momentos entró Beatrice con una chaqueta de mez-
clilla en las manos, una de las preferidas de Aaron, y la gabardina de
Yuri.
-Nos gustaría que se quedara a cenar -dijo-. La cena estará
lista dentro de media hora. Hoy es un día muy especial para nosotros.
Aaron se disgustará mucho si no se queda, y yo también. Tenga, pón-
gase la gabardina.
-Me temo que no entiendo -dijo Yuri-. ¿Por qué quiere que
me ponga la gabardina si vamos a cenar aquí?
-Porque antes iremos ala catedral-contestó Aaron.
Acto seguido se puso la chaqueta, se alisó las solapas y comprobó
si llevaba un pañuelo de hilo en el bolsillo. Yuri le había observado
hacer eso en numerosas ocasiones. A continuación comprobó si lle-
vaba las llaves, el pasaporte y un papel que sacó del bolsillo mientras
miraba sonriente a Beatrice.
-Deseamos que sea testigo de nuestra boda -dijo ésta-. Mag- ,
dalene y Lily se reunirán con nosotros allí.
-Pero ¿es que van a casarse?
-Sí, querido -contestó Beatrice-. Andando. No debemos lle-
gar tarde para la cena. Es una receta de los Mayfair. Espero que le
guste la comida picante, Yuri. Es un plato a base de cangrejo.
-Gracias, Yuri -dijo Aaron.
Beatrice se puso sobre el vestido de seda una chaqueta oscura que
le daba un aire muy sobrio y formal.
-Es un placer -respondió Yuri. El ordenador de Mona podía
esperar.
-Es una pena que no podamos celebrar una boda por todo lo alto
-se lamentó Beatrice-. Cuando todo haya pasado, quizá podamos i
ofrecer un banquete. ¿Qué te parece, Aaron? Cuando todos nos sin-
tamos contentos y felices de que haya pasado esta pesadilla, organi-
zaremos una gran fiesta. Pero no quiero esperar -añadió con cierta
aprensión-. Me niego a esperar. ,
31
Michael aprovechaba los momentos en que la enfermera estaba
presente para ir al baño. Entraba rápidamente, cerraba la puerta, hacía
lo que tenía que hacer y volvía a salir.
Temía que mientras estuviera orinando, o lavándose las manos, o
hablando por teléfono, ella muriera.
Todavía tenía las manos húmedas; no le había dado tiempo a se-
cárselas. Se sentó en el sillón y contempló el viejo papel que cubría el
panel de pared que quedaba sobre la chimenea: un dibujo oriental que
reproducía un sauce llorón y un arroyo. Era lo único que habían de-
jado intacto al empapelar y remozar el dormitorio, a fin de dotarlo de
la máxima comodidad.
Rowan seguía postrada en el alto y antiguo lecho, con la mirada
fija en el vacío.
Hacia las ocho de la tarde le habían hecho de nuevo un encefalo-
grama y un electrocardiograma. Los latidos de su corazón seguían
siendo muy débiles, mientras que su cerebro apenas retenía algo de
vida. Su suave y delicado rostro, con sus hermosos pómulos, mostra-
ba un poco más de color; había perdido aquel aspecto reseco y cetri-
no. Michael observó que alrededor de los ojos y en las manos la piel
aparecía más tersa, sin duda debido a los fluidos que le administra-
ban por vía intravenosa. Mona dijo que no parecía Rowan. Pero era
Rowan.
«Confío en que te encuentres en un tranquilo y hermoso valle,
ignorante de tu situación. Confío en que nuestros pensamientos no
puedan herirte, que sólo sientas el tacto de nuestras manos.»
Habían colocado un amplio sillón rosa en un rincón, entre la cama
y la puerta del baño, para que Michael se sentara en él. A la derecha
estaba la cómoda, con sus cigarrillos, un cenicero y la pistola que le
había dado Mona, una pesada Magnum del calibre 357 que pertene-
ciera a Gifford. Ryan la había traído de Destin hacía dos días.
-Toma, consérvala tú -le había dicho Mona-. Si aparece ese ,
hijo de puta, pégale un tiro.
-Muy bien -respondió Michael.
Quería tener un arma al alcance de la mano, «un sencillo instru-
mento», como decía Julien. Un sencillo instrumento para levantarle la
tapa de los sesos al diabólico ser que había dejado a Rowan en ese es-
tado.
A veces, los ratos que había pasado con Julien en el desván le pa-
recían más reales que la propia realidad. No le había revelado a nadie ,
sus encuentros con Julien, excepto a Mona. Deseaba contárselo a Aa-
ron, pero nunca conseguía quedarse a solas con él. Aaron estaba fu-
rioso por la presunta participación de Talamasca en el asunto y pasaba
todo el tiempo tratando de verificar sus sospechas. Excepto, natural-
mente, el dedicado a la breve ceremonia de la boda celebrada en la sa-
cristía de la catedral, a la que Michael no había podido asistir.
-Los Mayfair que residen en el centro de la ciudad se casan en la
catedral-le explicó Mona.
Mona estaba acostada en el dormitorio situado en la parte delante-
ra, en el lecho que solían ocupar Rowan y él. «Debe de resultar agota-
dor pasar de ser una pariente pobre a convertirte en la reina del casti-
llo», pensó Michael.
En vista de la situación, la familia se había apresurado a designar a
Mona heredera del legado. Jamás se habían visto envueltos en una
crisis semejante. Durante los últimos seis meses se habían producido
más «cambios» que a lo largo de toda la historia de la familia, incluida
la revolución de 1700, en Santo Domingo. Estaban resueltos a nom-
brar una heredera antes de que otros descendientes reivindicaran sus
derechos, antes de que estallasen disputas intestinas en el seno de la
familia. Mona era una niña, una niña a la que conocían, querían y sa-
bían que podían controlar .
Michael sonrió cuando Pierce, con su proverbial ingenuidad, le ex-
plicó la situación.
-De modo que la familia cree que podrá controlar a Mona -dijo
Michael.
Se hallaban en el pasillo, junto ala puerta de la habitación de Ro-
wan. Michael no quería hablar del asunto. No apartaba la vista de
Rowan, la cual seguía respirando de forma regular y acompasada.
-Eso es lo importante -respondió Pierce-. Mona es la persona
más indicada. Todos lo sabemos. Tiene unas ideas un poco alocadas,
pero es una chica muy inteligente y sensata.
No dejaba de ser interesante que Pierce recalcara lo de «sensata».
¿Acaso algunos miembros de la familia estaban locos de remate ? Pro-
bablemente.
-Papá quiere que sepas que esta casa seguirá siendo tuya hasta el
día que mueras -continuó Pierce-. Pertenece a Rowan. En caso de
producirse un milagro, me refiero a...
-Lo sé.
-Todo pasaría de nuevo a manos de Rowan y Mona sería la here-
dera. Aunque Rowan pudiera expresar su opinión, es la familia quien
debe decidir la cuestión del legado. Durante los años en que Deirdre
permanecía todo el tiempo sentada en una mecedora, sabíamos que la
heredera era Rowan Mayfair, de California. Carlotta se negaba a co-
operar. Esta vez queremos hacer las cosas como Dios manda. Imagino
que todo esto debe de chocarte...
-No -contestó Michael-. Si me disculpas, regresaré junto a
Rowan. Me pone nervioso dejarla sola.
-Pero tienes que dormir un poco.
-No te preocupes, hijo, duermo sentado en el sillón. Estoy bien.
Duermo mejor que cuando tomaba todas esas pastillas. Es un sueño
profundo y natural. Duermo sosteniéndole la mano.
«Y trato de no preguntarme: ¿ Por qué demonios me abandonaste,
Rowan? ¿Por qué me ignoraste el día de Nochebuena? ¿Por qué no
confiaste en mí? y tú, Aaron, ¿por qué no te saltaste las normas de
Talamasca y acudiste aquí?,> Pero eso no era justo. Aaron le había ex-
plicado la situación: le habían ordenado que se mantuviera al margen,
y se sentía culpable e impotente.
-Lamento haberte dado unas absurdas excusas en Oak Haven y
haber dejado que regresaras solo a casa -le dijo Aaron-. Debí haber
seguido los dictados de mi conciencia. Es el eterno dilema.
La lealtad de Aaron hacia Talamasca estaba en cuestión. Afortu-
nadamente, quería a Beatrice y ésta le correspondía. ¿Qué sería de un
hombre como él, expulsado de la organización de Talamasca ? En
cualquier caso, ese apuesto gitano de ojos negros y piel dorada era
Joven.
Michael cerró los ojos.
Oyó a la enfermera trajinando junto al lecho de Rowan y los dé-
biles bips del control electrónico. Michael detestaba esos aparatos de
los que también había estado rodeado cuando permaneció en la uni-
dad coronaria.
Ahora Rowan se encontraba a merced de esos aparatos, ella que
había conducido a tantas personas a través del valle tecnomédico de
lágrimas.
Fuera cual fuese la falta que Rowan había cometido, estaba pagan-
do un duro precio por ella. Michael había jurado matar a ese ser cuando
lo encontraran. Nadie lograría impedírselo. Lo mataría. No cedería
ante ninguna consideración de orden legal o moral, ni a ninguna pre-
sión familiar. Estaba decidido a matarlo. Ése había sido el mensaje de
Julien: «Tendrás otra oportunidad.»
En cuanto pudiera alejarse de la cabecera de Rowan sin preocu-
parse de que sucediera algo en su ausencia, cuando su situación se es-
tabilizara, iría en busca del monstruo.
Ese ser no había conseguido copular con sus hijas..., las brujas
Mayfair. Había elegido a mujeres que poseían los cromosomas adi-
cionales, pero éstas habían abortado. ¿Cómo sabía quiénes eran las
candidatas adecuadas? ¿Por su olor o porque poseían algún rasgo vi-
sible que otros no distinguían? El caso es que los médicos habían ha-
llado numerosas anomalías en las pruebas practicadas a Gifford, Ali-
cia y Edith, así como a las dos primas de Houston.
¿Se vería obligado a elegir a una compañera al azar? Era difícil
preverlo.
Michael temía enterarse de la noticia de que se habían producido
más muertes violentas. Era como una plaga desconocida que de pronto
aparece en los titulares de los periódicos. Los depósitos de todo el país
llenos de cadáveres de mujeres. Era espantoso imaginar que ese indi-
viduo alto y de ojos azules mataba a las mujeres con su abrazo. Pues
sabían con toda certeza que su mortífero semen hacía que éstas oVU-
laran de inmediato, que el óvulo fuera fertilizado y que el embrión se
desarrollara aun ritmo anormal.
Era lo único que sabían por los análisis médicos. También sabían
que él, Michael, poseía esos cromosomas, si bien permanecían inacti-
vos. Al igual que Mona, en quien también permanecían inactivos, y
Paige Mayfair, de Nueva York, y la anciana Evelyn, y Gerald, y Ryan.
La familia estaba llevando la situación bastante bien, pensó Mi-
chael, aunque ya no estaban muy seguros de si Clancy y Pierce debían
casarse, puesto que ambos poseían también los cromosomas adicio-
nales.
¿Qué iba a hacer Michael con Mona? ¿Se atrevería a volver a to-
carla? Ambos poseían esa anomalía. ¿En qué medida influiría ello en
su relación? ¿Qué había tenido más peso en el nacimiento de Lasher,
la anomalía cromosómica o el hecho de que su alma se había adueñado
de su cuerpo? ¿Qué derecho tenía Michael a tocar a Mona? Eso era
agua pasada. Se había terminado en cuanto Michael vio a Rowan pos-
trada en la camilla. Ya se había divertido bastante en su vida. Estaba
dispuesto a permanecer sentado en ese sillón para siempre, observán-
dola, haciéndole compañía.
No obstante, según afirmaban los médicos, existían razones funda -
das para que Clancy y Pierce hicieran caso omiso de las pruebas gené-
ticas y confiaran en la naturaleza. Las hermanas de Pierce no poseían
una doble hélice más larga de lo normal. Tenían unos genes adiciona-
les, pero no era lo mismo. Ryan y Gifford también poseían unos genes
adicionales y, sin embargo, no habían engendrado un monstruo. Mi-
chael había tenido numerosas amantes, y si hace años su amiga no hu-
biera decidido abortar, en contra de los deseos de él, lo más probable es
que hubiesen tenido un hijo perfectamente normal.
El análisis forense de la estructura gen ética de Deirdre había indi-
cado que ésta no poseía los cromosomas adicionales; pero había teni-
do una hija que sí los poseía. ¿Acaso las personas que presentaban esa
anomalía cromosómica debían abstenerse de procrear?
-Ese ser nació en Navidad. Rowan y yo no lo creamos. Creamos
un feto, y ese diabólico ser lo arrebató de las manos de Dios y se
adueñó de él. No se desarrolló aun ritmo anormal dentro del cuerpo
de Rowan, no la hizo abortar hasta que ese ser penetró en él.
De las manos de Dios. Era muy extraño que Michael utilizara la
palabra «Dios». Cuanto más tiempo permanecía en esta casa, cuanto
más tiempo permanecía en Nueva Orleans, y todo parecía indicar que
se quedaría aquí para siempre, más normal se le antojaba el concepto
de Dios.
Sea como fuere, el material gen ético había sido descubierto hacía
poco. Un pequeño grupo de médicos contratados por la familia tra-
bajaban contra reloj para resolver el misterio.
Nada les sucedería a estos médicos. Sólo Ryan y Lauren conocían
el lugar donde se encontraban, sus nombres, el laboratorio en el que
trabajaban. Los de Talamasca, en quienes Aaron ya no confiaba y de
quienes sospechaba que eran capaces de las mayores atrocidades, no
sabían nada.
-No te empecines, Aaron-le había dicho Michael esta tarde-.
Lasher pudo haber matado a esos dos médicos. Pudo haber matado a
cualquiera que tuviese pruebas contra él.
-Es un individuo, Michael, no puede estar en dos sitios a la vez.
Créeme, un hombre como yo no hace este tipo de afirmaciones sin
estar muy seguro de lo que dice, y menos aún sobre una organización
ala que ha consagrado toda su vida.
Michael no insistió. Pero no le gustaba la idea. Por otra parte, de
haber podido quedarse a solas con él le habría revelado algo impor-
tante. Pero fue imposible. Cuando Aaron se había presentado por la
mañana iba acompañado de Yuri, el chico gitano, del infatigable Ryan
y del doble clónico de éste, su hijo Pierce.
Michael consultó su reloj. Las diez y media. Era la noche de bodas
de Aaron. Michael se reclinó hacia atrás, pensando si sería oportuno
que llamara para felicitarles. Por supuesto, Aaron y Beatrice no tenían
intención de irse de luna de miel. Era impensable. Pero el caso es que
habían contraído matrimonio, que a partir de ahora vivirían legalmen-
te bajo el mismo techo y que toda la familia se sentía satisfecha, según
le habían asegurado los primos que habían ido a visitarle aquel día.
Tenía que enviarle un mensaje a Aaron. Sin falta. Debía procurar
acordarse de todo y estar preparado, sin dejarse vencer por su agota-
miento.
Michael se volvió y abrió el cajón superior de la cómoda sin hacer
ruido. La pistola era una preciosidad. Le habría encantado ir a una
galería de tiro para practicar con ella. Curiosamente, Mona también
era aficionada al tiro al blanco. Según le contó, Gifford y ella solían
practicar en un extraño lugar de Gretna, donde se ponían unos pro-
tectores en los oídos y los ojos y disparaban contra unas dianas de
papel en unos largos recintos de hormigón.
Junto a la pistola había un bloc que Michael había guardado en eL.
cajón hacía unas semanas. y un bolígrafo negro. Perfecto.
Michael sacó el bloc y el bolígrafo y cerró el cajón.
Querido Aaron:
Le pediré a alguien que te entregue esta nota, puesto que no
tendré ocasión de decirte esto personalmente. Sigo pensando
que te equivocas sobre T. No creo que hicieran esas cosas. Pero
existe otra opinión que viene a corroborar la mía y que debes
conocer.
Te adjunto el poema que Julien me recitó, el poema que la
anciana Evelyn le recitó a él hace más de setenta años. No puedo
ir a ver a Evelyn para preguntarle si lo recuerda. Según me han
contado, apenas habla ni razona. Quizá puedas preguntárselo tú
mismo. Éste es el poema que tengo grabado en la mente:
Se alzará un ángel malvado
y vendrá uno que es todo bondad.
Entre ambos aparecerá la bruja, ,
dejando la puerta abierta de par en par.
Sembrarán el dolor y el sufrimiento,
la sangre y el terror.
y el edén primaveral se convertirá
en un valle de lágrimas.
Guárdate de quienes te vigilan en ese momento supremo,
no franquees la entrada a los médicos.
Los eruditos se alimentarán del mal
y los científicos lo ensalzarán.
Deja que el diablo narre su historia,
deja que suscite fa ira de los ángeles.
Haz que los muertos resuciten
y los alquimistas huyan.
Mata a lo seres que no son humanos
con instrumentos toscos y crueles,
a fin de que sus atormentadas almas
consigan alcanzar la luz.
Aniquila a los hijos del mal, no te apiades de sus inocentes sonrisas,
pues de otro modo la primavera no brillará,
ni reinarán los nuestros en el edén.
Después de escribirlo lo leyó. Tenía una letra horrorosa, pero in-
teligible. Michael trazó un círculo alrededor de las palabras «erudi-
tos» «científicos» y «alquimistas».
Luego añadió:
«Julien también sospechaba, debido a un extraño episodio acaeci-
do en una iglesia de Londres. Ese dato no consta en tus archivos.»
A continuación dobló la cuartilla y se la guardó en el bolsillo. Se la
confiaría a Pierce o a Gerald, los cuales probablemente aparecerían
antes de medianoche. O quizás a Hamilton, que estaba descansando
en el jardín. Hamilton era un buen tipo.
Se guardó el bolígrafo en el bolsillo y extendió la mano izquierda
para acariciar la de Rowan. De pronto Michael notó un ligero movi-
miento y se incorporó bruscamente.
-No es más que un reflejo, señor Curry -dijo la enfermera,
sentada en las sombras-. Sucede de vez en cuando. Si estuviera co-
nectada aun aparato, la aguja se habría movido como loca, pero no
significa nada.
Michael se reclinó hacia atrás, sin soltarle la mano, negándose a
admitir que ésta continuara tan fría e inerte como antes. Observó el
perfil de Rowan. Le pareció que se había vuelto levemente hacia la
izquierda, pero quizás estaba equivocado. O puede que la enfermera
le hubiera alzado la cabeza. O puede que él estuviera soñando.
Luego notó que los dedos de Rowan se cerraban de nuevo sobre
los suyos.
-Me ha apretado la mano -dijo Michael-. Encienda la luz.
-No significa nada, no se torture -respondió la enfermera.
Ésta se acercó a la cama y apoyó los dedos en la muñeca derecha
de Rowan. Luego sacó una pequeña linterna del bolsillo, se inclinó
sobre Rowan y examinó sus pupilas.
Tras unos minutos, la enfermera retrocedió unos pasos, menean-
do la cabeza.
Michael se sentó de nuevo. «De acuerdo, cariño. Voy a atraparlo.
Voy a matarlo. Voy a destruirlo. Pondré fin a su breve vida mortal.
Nada me lo impedirá. Nada.» Luego le besó la palma de la mano, pero
Rowan no se movió. Michael volvió a besarle la mano y la depositó
sobre el lecho.
Era terrible pensar que quizá Rowan no quería que la tocara, no
quería que encendieran la lámpara o las velas, no quería que se le
acercara nadie; pero estaba encerrada en sí misma y no podía expre-
sarlo.
-Te quiero, amor mío -murmuró Michael-. Te quiero con toda
mi alma.
El reloj dio las once. Qué extraño. Las horas tan pronto transcu-
rrían lentamente como volaban. Rowan seguía respirando de forma
regular y acompasada. Michael se arrellanó en el sillón y cerró los
ojos.
Pasada la medianoche Michael alzó de nuevo la vista. Consultó su
reloj y luego miró a Rowan. Le pareció que se había movido ligera-
mente. La enfermera estaba sentada ante la mesita de caoba, escri-
biendo, como de costumbre. Hamilton estaba sentado en un rincón,
leyendo bajo una pequeña luz proyectada desde el techo.
Parecía como si Rowan... La enfermera se reiría de él. Sin em-
bargo...
El guardia estaba fuera, en el porche, de espaldas a la ventana ce-
rrada.
En la habitación había otra persona. Era Yuri, el gitano de ojos ,
rasgados y cabello negro. Miró a Michael sonriendo y durante unos
instantes éste se sintió incómodo, desconcertado. Pero el joven tenía
una expresión bondadosa, casi beatífica, como Aaron.
Michael se levantó y le indicó a Yuri que lo siguiera. Una vez en el
pasillo, Yuri dijo:
-He venido de parte de Aaron. Me ha encargado que le diga que
está feliz de haberse casado y que recuerde lo que le dijo. No debe
permitir que entre ningún miembro de Talamasca, absolutamente
ninguno. Advierta a los guardias que no deben franquear la entrada a
ningún desconocido. Lo cierto es que no querían dejarme pasar .
-De acuerdo -contestó Michael.
Se volvió e hizo un breve gesto que la enfermera interpretó de in-
mediato. Michael quería que le tomara el pulso y la tensión antes de
ausentarse unos minutos de su lado.
La enfermera obedeció.
-No hay ningún cambio -dijo.
-¿Está segura?
-Sí, señor Curry -respondió la enfermera secamente.
Ambos hombres bajaron la escalera. Yuri seguía a Michael, el cual
se sentía algo mareado. Supuso que era porque no había probado bo-
cado desde hacía varias horas, pero luego recordó que alguien le había
llevado una bandeja con abundante comida.
Michael salió al porche y llamó a los guardias que estaban aposta-
dos junto a la verja. Los cinco agentes uniformados acudieron apre-
suradamente. Yuri les dijo que no dejaran entrar a ningún miembro de
Talamasca, excepto Aaron Lightner y él mismo. Luego les mostró su
pasaporte.
-Ya conocen a Aaron -dijo.
Los guardias asintieron.
-No deben franquear la entrada a ningún extraño. Hemos in-
cluido los nombres de las enfermeras en una lista de personas que
pueden pasar.
Michael acompañó a Yuri hasta la verja. Se sentía cansado y el aire
puro le sentó bien.
-Conseguí convencer a los guardias de que me dejaran pasar
-dijo Yuri-. No quiero crearles problemas, pero recuérdeles que no
deben dejar entrar a ningún extraño. Ni siquiera me preguntaron mi
nombre.
-Descuide, lo haré -respondió Michael.
Se volvió y dirigió la vista hacia el dormitorio principal. La pri-
mera noche que lo contempló, ardían unas velas detrás de las persia-
nas. Luego miró una pequeña ventana situada debajo de éste, la cual
daba acceso a la biblioteca. Era la ventana a través de la cual casi había
conseguido penetrar el espíritu.
-Espero que aparezcas -murmuró con amargura, confiando en
que lo oyera Lasher, su viejo y misterioso amigo.
-¿Tiene la pistola que le dio Mona? -preguntó Yuri.
-Sí, arriba. ¿Cómo sabe que me dio una pistola?
-Ella misma me lo dijo -contestó Yuri-. Llévela en el bolsillo.
No se separe de ella. Tiene muchos motivos para ir siempre armado.
Y uri señaló una figura que se ocultaba en las sombras, al otro lado
de la calle Chestnut, junto a una tapia.
-Pertenece a la organización Talamasca -dijo.
-Creo que usted y Aaron se equivocan, Yuri -dijo Michael-.
No niego que esa gente se comporta de forma sospechosa, pero no
creo que sean peligrosos. Es comprensible que esté usted enojado,
pero ¿cree realmente que los de Talamasca son capaces de matar? He
hecho ciertas indagaciones sobre esa organización. Al igual que Ryan
Mayfair, antes de que me casara con Rowan. Talamasca está consti-
tuida por bibliófilos y lingüistas, medievalistas y funcionarios.
-Una excelente descripción. ¿Son palabras suyas?
-No lo sé. No lo creo. Me parece que se lo solté a Aaron un día
que estaba enfadado. No, en serio, es a Lasher a quien debemos temer,
a quien debemos tratar de capturar Michael sacó la cuartilla del
bolsillo y añadió-: Casi lo había olvidado. Entréguele esto a Aaron.
Si quiere puede leerlo. Es un poema. No lo he escrito yo. No es nece-
sario que lo haga esta misma noche, pero le agradecería que se lo en-
tregara cuanto antes. Supongo que le parecerá un encargo un tanto
extraño, pero deseo que lo vea. Quizá tenga algún sentido para él.
-De acuerdo. Me reuniré con él dentro de una hora. Pero no ol-
vide coger la pistola. ¿ Vea ese hombre ? Se llama Clement Norgan.
No hable con él. No deje que se le acerque.
-¿Ni siquiera puedo preguntarle qué demonios está haciendo
ahí?
-Exactamente. No permita que entable conversación con usted,
pero no le pierda de vista.
-Eso suena muy católico, muy al estilo de Talamasca -respon-
dió Michael-. No hables con el diablo, no tengas tratos con el espí-
ritu del mal.
Yuri se encogió de hombros, sonriendo levemente. Luego se vol-
vió y miró hacia el lugar donde se ocultaba Clement Norgan. Michael
apenas entreveía su silueta. Tiempo atrás lo habría distinguido con
toda claridad, pero su vista se había debilitado con el paso de los años.
Sabía que había un individuo observándoles. De pronto se le ocurrió
que tal vez Lasher estuviera también oculto entre las sombras, vigi-
lando, aguardando.
Pero ¿con qué fin?
-¿Qué piensa hacer, Yuri? -preguntó Michael-. Aaron me ha
dicho que los han expulsado a ambos de la organización.
-Aún no lo he decidido -contestó Yuri sonriendo satisfecho-
Me gusta saber que soy libre para hacer lo que me convenga. Puedo
emprender algo totalmente distinto a lo que he hecho hasta ahora.
-Su rostro adoptó de pronto una expresión seria y añadió suave-
mente-: Por primera vez me doy cuenta de que tengo un destino.
-¿Cuál?
-Descubrir por qué hemos sido expulsados de Talamasca. Ave-
riguar quién tomó la decisión. No me lo diga, ya sé que suena muy
gubernamental, muy típico de la CIA. Esta noche estuve en casa de
Mona Mayfair, la cual me permitió que utilizara su ordenador. Traté
de acceder a los archivos de la casa matriz, pero los códigos estaban
bloqueados. No deja de ser extraño que hayan modificado todos los
códigos simplemente para impedirme acceder a ellos. Quizás es lo que
suele hacerse en estos casos, pero me parece un disparate.
Michael asintió. Para él, las cosas eran mucho más simples. Había
decidido matar a Lasher. Pero no tenía por qué revelar a nadie sus in-
tenciones.
-Dígale a Aaron que lamento no haber podido asistir a su boda.
Me hubiera gustado estar presente.
-Descuide, se lo diré. Tenga cuidado, permanezca muy atento.
Recuerde que tiene dos enemigos.
Tras estas palabras Yuri se alejó apresuradamente. Atravesó la ca-
lle Chestnut en un par de zancadas y desapareció por un recodo de la
calle Primera sin volverse para mirar a Norgan.
Michael subió los escalones y llamó al guardia que estaba aposta-
do junto a la puerta.
-No le quite la vista de encima a ese individuo -dijo, señalando
a Norgan.
-No se preocupe, es un detective privado contratado por la familia.
-¿Está seguro?
-Sí. Nos ha mostrado su tarjeta de identificación.
-No lo creo -contestó Michael-. Yuri lo conoce. No es un de-
tective privado. ¿Les ha dicho alguien de la familia que lo habían con-
tratado para vigilar la casa?
-No -respondió el guardia, visiblemente nervioso-. Me mos-
tró su identificación. Tiene usted razón. Ryan o Pierce Mayfair de-
bieron advertirnos que lo habían contratado.
-Claro.
Michael sintió deseos de pedirle al guardia que llamara a ese indi-
viduo, o de dirigirse él mismo hacia el lugar donde se hallaba. Pero
recordó la extraña advertencia que le había hecho Yuri: «No permita
que entable conversación con usted.»
-¿Conoce usted a los agentes que lo sustituirán cuando termine de
trabajar? -preguntó Michael al guardia-. ¿Sus nombres, sus rostros?
-Sí, los conozco a todos. Y también a los compañeros que vigilan
la parte posterior de la casa. Conozco a los del turno de la tres de la
tarde ya los que entran a trabajar a las doce de la noche. Tengo sus
nombres. Sé que debí haber interrogado a ese tipo. Descuide, le obli-
garé alargarse de aquí. Me dijo que trabajaba para los Mayfair .
-No, basta con que le vigile. Es posible que Ryan contratara sus
servicios y olvidara comunicárselo. No lo pierda de vista y no deje pa-
sar a nadie sin avisarme.
-Sí, señor.
Michael entró de nuevo en la casa y cerró la puerta tras él. Durante
unos momentos permaneció apoyado en la puerta, contemplando el
vestíbulo, la gran entrada que daba acceso al comedor y los vistosos
murales que lo decoraban.
-¿Qué va a suceder, Julien? -murmuró-. ¿Cómo acabará todo
esto?
Al día siguiente la familia se reuniría en el comedor para debatir esa
cuestión. Suponiendo que aún no hubiera aparecido el misterioso indi -
viduo, ¿qué podían hacer? ¿Qué obligaciones tenían hacia los otros?
¿Cómo debían abordar este asunto ?
«Actuaremos de acuerdo con los datos de que disponemos -le
había dicho Ryan-. Como abogados, sabemos perfectamente lo que
debemos hacer. Ese individuo secuestró y abusó de Rowan. Es cuan-
to debemos explicar a las autoridades.»
Michael sonrió y empezó a subir la larga escalinata. «No cuentes
los escalones -se dijo-, no pienses en el dolor del pecho ni que te
sientes mareado.»
Iba a ser muy divertido colaborar con «las autoridades» y al mis-
mo tiempo tratar de mantener esto en secreto. Michael imaginaba los
titulares si la prensa llegaba a enterarse del asunto. El menor comen-
tario se convertiría en una burda afirmación acerca de que ese hombre
era un «satanista», miembro de una violenta y peligrosa secta.
Luego pensó en el «espíritu luminoso», «el hombre» que había
visto detrás de la cuna en Navidad y, en otra ocasión, observándole
desde el jardín. Recordaba la radiante expresión de su rostro.
«¿Qué se siente, Lasher, al estar perdido mientras todo el mundo te
busca? ¿Te sientes acaso como una aguja en un pajar en lugar de como
un poderoso espectro? Hoy en día, disponen de todo tipo de sofisti-
cados métodos para hallar una aguja en un pajar. Sin embargo, eres más I
bien como la esmeralda de la familia, perdida en un joyero. No será
difícil tenderte una trampa, capturarte, encerrarte como nadie logró
hacerlo jamás mientras eras el demonio de Julien.»
Michael se detuvo junto ala puerta del dormitorio. Todo seguía
como cuando él se había marchado. Hamilton estaba leyendo y la en-
fermera examinaba el gráfico. Las velas emanaban un dulce y exquisi-
to aroma, mientras que la figura de la Virgen arrojaba una leve sombra
sobre el rostro de Rowan, otorgándole una falsa animación.
Cuando se disponía a ocupar su viejo sillón, observó un movimiento
en el dormitorio situado al final del pasillo. «Debe de tratarse de la otra
enfermera», pensó Michael. No obstante, decidió ir a comprobarlo.
Durante unos instantes se quedó perplejo. Ante él vio a una mujer
alta, de cabello gris, vestida con un camisón de franela. Presentaba un
aspecto demacrado, tenía los ojos febriles y la frente alta y despejada.
Llevaba el cabello suelto sobre los hombros. El camisón le llegaba a
los tobillos e iba descalza. De pronto Michael sintió un agudo dolor
en el pecho.
-Soy Cecilia -dijo la mujer en tono resignado-. Ya lo sé, al-
gunos Mayfair parecemos fantasmas. Si quieres, iré a hacerle compa-
ñía a Rowan. He dormido ocho horas. ¿ Por qué no te acuestas y des-
cansas un rato?
Michael negó con la cabeza. Se sentía ridículo, aunque aún no se le
había pasado el susto. Lamentaba haber ofendido a la pobre Cecilia.
Al cabo de unos instantes, dio media vuelta y regresó junto a Ro-
wan. Su Rowan.
-¿Qué es esa mancha que tiene mi esposa en el camisón? -le
preguntó Michael a la enfermera.
-Deben de ser unas gotas de agua -respondió ésta, aplicando
una toalla sobre el pecho de Rowan-. Acabo de refrescarle la frente y
los labios. ¿Desea que le dé un masaje, que mueva sus brazos para que
no pierdan elasticidad?
-Sí. Haga lo que le parezca oportuno. Así no se aburrirá. Si mi
esposa muestra el menor...
-Por supuesto.
Michael se sentó y cerró los ojos. Al cabo de un rato notó que le
vencía el sueño. Julien le decía algo. Recordaba la larga historia que
éste le había contado, la imagen de Marie Claudette y sus seis dedos.
En la mano izquierda tenía seis dedos. Rowan tenía unas manos largas
y delicadas. Las manos de un cirujano-
¿Y si Rowan hubiera hecho lo que deseaba Carlotta Mayfair, lo
que deseaba su madre? ¿Y si no hubiera regresado a casa?
Michael se despertó sobresaltado. En aquellos momentos la en-
fermera levantó suavemente el pie de Rowan y empezó a aplicarle una
loción. Las piernas se le habían quedado delgadas como palos.
-Esto impedirá que se llague. Es preciso aplicarle esta loción to-
dos los días. No olvide advertírselo a las otras enfermeras. Lo anotaré
en el historial clínico, pero recuérdeselo a mis compañeras.
-De acuerdo -respondió Michael.
-Debe de haber sido una mujer muy hermosa -observó la en-
fermera, meneando la cabeza con tristeza.
-Todavía es una mujer muy hermosa -contestó Michael suave-
mente.
No lo dijo enojado; sólo para dejar las cosas en su sitio.
32
Él quería hacerlo de nuevo. Emaleth no quería dejar de bailar. El
edificio estaba desierto; eran los únicos que estaban ahí. Ella no bai-
laba, excepto en su sueño. Al abrir los ojos lo vio. La música sonaba, la
había oído en sueños, y él insistía en quitarle los largos pantalones y
penetrarla de nuevo. A ella no le importaba que lo hiciera, pero debía
marcharse a Nueva Orleans. Tenía que partir. Había oscurecido, era
de noche. Las estrellas iluminarían los campos, el pantano, la lisa ca-
rretera con sus cables plateados y sus blancas luces. Tenía que ponerse
en marcha.
-Vamos, bonita.
-Ya te lo he dicho, no podemos engendrar una criatura -res-
pondió ella-. Es imposible.
-De acuerdo, no me importa. Anda, tesoro, ¿quieres que quite la
música? Toma, te he traído un poco de leche. Me dijiste que querías
beber leche, ¿recuerdas? Te he traído también un helado.
-Hummm, debe de estar muy rico -dijo ella-. Baja el volumen
de la radio.
Sólo era capaz de moverse cuando disminuía el volumen de la mú-
sica, la cual le martilleaba el cerebro como un pez brincando en un pe-
queño estanque, tratando de hacerse más grande. Era irritante, pero no
insoportable.
Emaleth quitó la tapa de la botella de plástico y empezó a beber
ávidamente. ¡Qué buena estaba la leche! No tenía la calidez y el sabor
natural de la leche materna, pero estaba muy rica. Era una lástima que
su madre no hubiera podido amamantarla durante más tiempo. Ansia-
ba estar entre los brazos de su madre y beber su leche. Cuando pensaba
en su madre sentía una profunda angustia y deseos de llorar.
Había obtenido toda la leche que su madre podía darle, la cual
había permitido crecer y desarrollarse. Sólo había abandonado a su
madre cuando se vio obligada a hacerlo.
Confiaba en que las personas morenas hubieran hallado a su ma-
dre y la hubieran enterrado como es debido, entonando unos cánticos
y arrojando tierra y flores sobre la sepultura. Su madre no volvería
a despertar. Su madre no volvería a hablar. Sus pechos no volverían a
contener leche. Ella se la había bebido toda, hasta la última gota.
¿Estaría muerta su madre? Pensó que debía ir a ver a Michael y
contarle lo que su madre le había dicho. Emaleth experimentó una
sensación de ternura al pensar en Michael y en el amor de su madre
hacia él. Luego iría a Donnelaith. ¿Y si su padre la estaba aguardan-
do allí?
Tomó otro trago de leche mientras él la observaba sonriendo y
subía el volumen de la radio. Bum, bum bum. Emaleth dejó caer la
botella y se limpió los labios. Tenía que partir.
-Debo marcharme -dijo.
-Todavía no, cariño -contestó él, sentándose junto a ella y
apartando la botella de leche-. ¿Te apetece un poco de helado? Si te
gusta la leche deben de gustarte los helados.
-Nunca los he probado -respondió ella.
-Pruébalo, te encantará -dijo él, abriendo el envase y ofrecién-
dole una cucharada de helado.
Estaba riquísimo. Era dulce y tenía un sabor muy parecido ala
leche de su madre, pensó Emaleth, estremeciéndose de gozo. Cogió el
helado y lo devoró mientras tarareaba al son de la música. Estaba to-
talmente abstraída en el exquisito helado y la música. Se hallaban so-
los en el pequeño edificio, sentados en el suelo. Los demás bailarines
se habían ido. Él la había penetrado, haciendo que sangrara un poco.
-Ha muerto.
-¿Cómo dices?,
-Me refiero a la criatura. No puedo engendrar hijos con los hom-
res, sólo con mi padre.
-¡Ja, ja! No se lo digas a nadie.
Ella no le entendió. Parecía sentirse contento y satisfecho. Había
sido muy amable con ella. Era evidente que admiraba su belleza. No
hacía falta que lo dijera; lo demostraba con la forma de mirarla em-
bobado. y le entusiasmaba su aroma. Le hacía sentirse rejuvenecido.
Él la obligó a ponerse en pie. El helado cayó al suelo. A ella le
gustaba que la estrechara entre sus brazos, haciéndola girar suave-
mente. De pronto recordó el tañido de la campana en el valle. ¿No
oyes esa campana? Es para alejar al demonio. ¿No la oyes?
Él la abrazó con fuerza y ella notó que le dolían los pechos.
-Has hecho que me suba la leche -murmuró, retrocediendo y
tratando de borrar la música de su mente-. Mira.
Emaleth se desabrochó los botones de la camisa y se oprimió un
pezón.
Al estrujarse el pecho brotaron unas gotitas de leche. Emaleth
quería mamar, pero no podía beber su propia leche. Él había hecho
que la criatura que llevaba en su vientre muriera y que le subiera la
leche. La leche no desaparecería hasta que él cesara de copular con
ella. Pero ¿y si no dejaba de hacerlo? No tenía importancia. cuan-
do ella se reuniera con su padre en el Principio, convenía que tuviera
los pechos rebosantes de leche. Pariría un sinfín de hermosas y ham-
brientas criaturas, hasta llenar el valle de niños, como antes de que los
expulsaran de la isla.
Emaleth se arrodilló y cogió la botella de leche. La música casi
hizo que perdiera el sentido.
Bebió con avidez hasta apurar la botella.
-Hay que ver lo que te gusta la leche -dijo el hombre.
-Sí, mucho -respondió ella.
Al cabo de unos segundos ya no lograba recordar lo que él acaba-
ba de decirle. La música la ofuscaba. Le rogó que bajara el volumen.
Él la obligó a tumbarse en el suelo y dijo:
-Quiero volver a hacer el amor contigo.
-De acuerdo -contestó ella-. Pero volveré a sangrar. -Los
pechos le dolían, pero no tenía importancia-. Recuerda que no po-
demos tener un hijo.
-Mejor -respondió él-. Eres maravillosa, la chica más dulce y
más guapa que... jamás... he conocido.
33
La reunión convocada en el comedor comenzó a la una. Las en-
fermeras habían prometido avisar a Michael si se producía el menor
cambio.
No era necesario encender la luz en el comedor, pues los rayos del
sol penetraban a raudales por las ventanas orientadas al sur, e incluso
por la ventana del norte que daba a la calle. Los murales de Riverbend
exhibían una mayor riqueza de detalle que bajo la luz de la araña. So-
bre una mesa auxiliar relucía una cafetera de plata maciza. Junto ala
pared, frente a la valla blanca de la plantación, había numerosas sillas
dispuestas.
Los Mayfair estaban sentados alrededor de la mesa ovalada, ten-
sos, en silencio. El médico tomó la palabra.
-Rowan está estabilizada. Tolera perfectamente la dieta líquida.
Su circulación sanguínea ha mejorado. Orina normalmente. Tiene el
corazón fuerte. Aunque no podemos confiar en que se recupere, Mi-
chael desea que nos comportemos como si Rowan fuera a restable-
cerse; es decir, que hagamos cuanto sea posible para estimularla y que
se sienta cómoda. Eso significa música en la habitación, poner la ra-
dio, la televisión, vídeos, y, por supuesto, hablar de temas amenos y
sin alterarse. Las enfermeras deben hacerle masajes en los brazos y las
piernas todos los días, peinarla como es debido y hacerle la manicura.
En resumidas cuentas, procurar que presente un aspecto pulcro y
aseado, como si estuviera consciente. Rowan dispone de medios sufi-
cientes para estar perfectamente atendida.
-Pero podría salir del coma -dijo Michael-. Podría suceder...
-Sí -respondió el médico-. Siempre es posible. Pero no es
probable.
Todos se mostraron de acuerdo en que debían hacer cuanto pu-
dieran por ayudarla. Cecilia y Lily expresaron su satisfacción ante
esas medidas, pues se habían sentido un tanto inútiles e impotentes
tras permanecer toda la noche junto a su cabecera. Beatrice dijo que
sin duda Rowan sentiría el cariño con que todos la atenderían. Mi-
chael les preguntó si sabían qué clase de música le gustaba a Rowan,
pues él lo ignoraba.
El médico añadió:
-Seguiremos alimentándola por vía intravenosa mientras su or-
ganismo pueda metabolizar adecuadamente la comida. Es posible que
llegue un momento en que, debido a problemas con el hígado y los
riñones, no podamos alimentarla de esa forma, pero no quiero ade-
lanmrme a los acontecimientos. De momento, Rowan está recibiendo
una dieta equilibrada. Esta mañana la enfermera me aseguró que había
sorbido un poco de líquido a través de una paja. Seguiremos ofre-
ciéndoselo. Pero, amenos que pueda comer de esa forma, cosa que
dudo, continuaremos alimentándola a través de la vena.
Todos manifestaron su aprobación.
-Sólo sorbió unas gotas de líquido -dijo Lily-. Es como los
reflejos de un niño.
-Esos reflejos pueden ser recompensados y reforzados -res-
pondió Mona-. Quizá le guste el sabor de la comida.
-Es posible -dijo Pierce-. Podríamos proporcionarle periódi-
camente...
El médico asintió e hizo un gesto para reclamar la atención de los
presentes.
-En caso de que el corazón de Rowan se detuviera, no la reani-
maremos por medios artificiales -dijo-. Nadie le administrará una
inyección ni oxígeno. Aquí no disponemos de un respirador automá-
tico. Dejaremos que muera, aceptando la voluntad de Dios. Esta si-
tuación podría prolongarse indefinidamente o terminar en el mo-
mento más imprevisible. Algunos pacientes como Rowan consiguen
sobrevivir durante años. Unos se restablecen, es cierto, y otros mue-
ren al cabo de unos días. Lo único que puedo decir es que el cuerpo de
Rowan se está recuperando de las heridas y de la desnutrición que pa-
deció. Pero el cerebro..., el cerebro no puede restaurarse del mismo
modo.
-Pero podría vivir en otra época -dijo Pierce-, en una era en la
que se produjeran importantes descubrimientos.
-Desde luego -contestó el doctor-. y examinaremos todas las
posibilidades médicas. Mañana iniciaremos unas consultas neuroló-
gicas. Haremos que visiten a Rowan los mejores neurólogos. Nos re-
uniremos periódicamente a fin de comentar el tratamiento que debe-
mos aplicarle. Estaremos siempre abiertos a la posibilidad de un pro-
cedimiento quirúrgico u otro experimento que sea capaz de restaurar
las funciones cerebrales de Rowan. Pero debo advertirles, amigos
míos, que no es probable que ello suceda. Existen infinidad de pa-
cientes en todo el mundo que se hallan en la misma situación que
Rowan. El encefalograma confirma que apenas existe actividad ce-
rebral.
-¿No podrían trasplantarle un pedazo del cerebro de otra per-
sona? -preguntó Gerald.
-Me ofrezco como donante voluntaria -dijo Mona secamen-
te-. Pueden tomar todas las células que necesiten. Me sobran células
cerebrales.
-No es necesario que te pongas sarcástica, Mona -le recriminó
Gerald-. Era una simple...
-No me pongo sarcástica -replicó Mona-. Sugiero que nos
informemos sobre el tema antes de decir tonterías. No se practican
trasplantes cerebrales. En todo caso, no el tipo de trasplante que
Rowan necesitaría. Rowan se ha convertido en un vegetal, ¿no lo en-
tiendes?
-Por desgracia, es cierto -dijo el médico suavemente-. Se halla
sumida en un estado vegetativo persistente. Debemos y podemos re-
zar para que suceda un milagro. Es posible que llegue el momento en
que debamos tomar la decisión de suprimir la administración de flui-
dos y lípidos. Pero en este momento tal decisión equivaldría a asesi-
narla. No podemos hacerlo.
Tras estrechar la mano de los presentes, quienes le agradecieron su
colaboración, el doctor se dirigió hacia la puerta principal.
Ryan ocupó la silla situada en la cabecera de la mesa. Se sentía más
descansado que ayer y dispuesto a presentar su informe.
Aún no tenían noticias del individuo que había secuestrado a Ro-
wan. No se habían producido más ataques contra mujeres de la familia
Mayfair .
Habían decidido notificar a las autoridades la existencia de ese «hom-
bre», aunque ocultando ciertos pormenores.
-Hemos hecho un dibujo del individuo, que Michael ha aproba-
do. Le hemos añadido pelo, barba y bigote, de acuerdo con la des-
cripción de los testigos. Hemos solicitado que se curse una orden de
búsqueda y captura. Pero ninguno de los presentes, absolutamente
ninguno, debe comentar este asunto fuera del ámbito familiar. Nadie
proporcionará a las autoridades que colaboren con nosotros más in-
formación que la estrictamente necesaria.
-Si empezamos a hablar sobre demonios y espíritus sólo conse-
guiremos perjudicar la marcha de las investigaciones -dijo Randall.
-Se trata de un hombre -dijo Ryan-, un hombre que camina,
habla y va vestido como los demás hombres. Disponemos de nume-
rosas pruebas circunstancial es que indican que ese individuo secues-
tró y mantuvo prisionera a Rowan. No es necesario aportar pruebas
químicas en estos momentos.
-O sea, que debemos ocultar lo de las muestras de sangre -dijo
Mona.
-Exactamente -contestó Ryan-. Cuando hayamos logrado atra-
par a ese individuo, aportaremos los datos que sean necesarios. Él mis-
mo constituye una prueba viviente de lo que afirmamos. Ahora le cedo
la palabra a Aaron.
Michael observó que Aaron se sentía incómodo. Había permane-
Cido en silencio durante toda la reunión. Estaba sentado junto a Bea-
trice, la cual le tenía agarrado del brazo, como si quisiera proteger-
lo. Llevaba un traje azul marino que encajaba en el sobrio estilo de la
familia, como si hubiera decidido renunciar a sus acostumbradas cha-
quetas de mezclilla. No parecía inglés sino más bien un americano del
Sur, pensó Michael. Aaron movió la cabeza como para indicar que se
hacía cargo de lo que sentían en aquellos momentos.
-Lo que deseo deciros no creo que os sorprenda -dijo-. He
roto mis vínculos con la organización Talamasca. Al parecer, algunos
miembros de nuestra Orden han traicionado la confianza de esta fa-
milia. Os pido que a partir de ahora os neguéis a colaborar con cual-
quiera que afirme estar relacionado con ella.
-No ha sido culpa de Aaron -terció Beatrice.
-Es curioso que digas eso -observó secamente Fielding, el cual,
al igual que Aaron, no había desplegado los labios durante toda la re-
unión.
Todos los asistentes se volvieron hacia él, como solía suceder cada
vez que tomaba la palabra. Iba vestido con un traje marrón a rayas de
color rosa tan viejo como él y parecía dispuesto a ejercer el privilegio
de los ancianos: decir exactamente lo que pensaba.
-Supongo que estarás de acuerdo en que fuiste tú quien inició
todo esto -dijo, dirigiéndose a Aaron.
-No es cierto -replicó éste sin perder la calma.
-Por supuesto que es cierto -insistió Fielding-. Tú te pusiste
en contacto con Deirdre Mayfair cuando estaba encinta de Rowan.
Tú...
-Esas acusaciones me parecen inútiles e inoportunas -declaró
Ryan-. Los Mayfair tenemos por costumbre investigar todo lo rela-
cionado con las personas que entran a formar parte de la familia a
través del matrimonio e incluso lo referente a aquellas con las que
mantenemos una relación de amistad o de negocios. Todos nosotros,
aunque me disguste reconocerlo, investigamos a fondo los anteceden-
tes de Aaron cuando lo conocimos. No tiene la culpa de lo ocurrido.
Es, como él mismo afirma, un erudito que se ha dedicado a observar a
esta familia debido a su acceso a ciertos documentos históricos rela-
cionados con ella, un hecho que no ha tratado de ocultar en ningún
momento.
-¿Estás seguro de ello? -inquirió Randall-. La historia de la
familia, tal como la conocemos nosotros, es la historia que nos ha pre-
sentado ese hombre, el célebre informe sobre las brujas Mayfair, como
él mismo lo ha titulado. y ahora nos vemos envueltos en unos hechos
que parecen corroborar lo contenido en dicho documento.
-De modo que los dos os habéis puesto en contra de él -dijo
Beatrice fríamente.
-Esto es ridículo -intervino Lauren-. ¿Acaso pretendes insi-
nuar que Aaron Lightner es responsable de los hechos que él describe
en su informe? ¿Es que no recuerdas las cosas que tú mismo has visto
y oído?
-Carlotta llevó acabo una investigación sobre la organización
Talamasca en la década de los cincuenta -la interrumpió Ryan-.
Buscaba unos motivos legales para querellarse contra la organización,
pero no los halló. No existe la menor prueba de que sus miembros
hayan intentado conspirar contra nosotros.
Lauren tomó de nuevo la palabra con firmeza, sofocando las otras
voces que se esforzaban en hacerse oír.
-Es inútil seguir hablando del tema -afirmó-. Nuestra labor es
bien sencilla: debemos ocuparnos de Rowan, y descubrir el paradero
de ese individuo. -Miró a los demás detenidamente; en primer lugar
a los que estaban a su derecha, seguidamente a los que estaban a su
izquierda, luego a los que estaban sentados delante de ella y por Últi-
mo a Aaron. A continuación prosiguió-: El documento T alamasca
nos ha prestado una inestimable ayuda a la hora de estudiar la historia
de nuestra familia. Todos los datos susceptibles de ser verificados han
demostrado ser auténticos.
-¿Qué diablos significa eso? -preguntó Randall-. ¿Cómo se
pueden verificar unas majaderías como...?
-Hemos comprobado todos los datos históricos que constan en
el documento -contestó Lauren-. El retrato de Deborah pintado
por Rembrandt ha sido autentificado. Los informes sobre el holandés
Petyr van Abel, que todavía se conservan en Amsterdam, han sido
copiados para incluirlos en nuestros archivos. Pero no deseo hacer
una apasionada defensa de los documentos ni de la organización Ta-
lamasca. Basta decir que nos han sido de gran ayuda durante los días
en que Rowan desapareció. Fueron ellos quienes averiguaron los por-
menores de la visita de Rowan y Lasher a Donnelaith. Fueron ellos
quienes nos facilitaron unas detalladas descripciones de ese individuo,
que nuestros detectives han confirmado hace poco. Dudo que otra
institución, secular, religiosa o legal, nos hubiera prestado una ayuda
tan valiosa. Pero..., Aaron nos ha pedido, con razón, que interrumpa-
mos todo trato con los de Talamasca, y debemos obedecerle.
-No puedes negar ciertos hechos -dijo Fielding-. ¿Qué me di-
ces de la desaparición del doctor Larkin?
-Es cierto que no sabemos qué ha sido de él-terció Ryan-.
Pero Lauren tiene razón. No tenemos ninguna prueba que indique
que los de Talamasca han obrado de mala fe. Sin embargo, los con-
tactos que hemos mantenido con ellos han sido exclusivamente a tra-
vés. de Aaron. Aaron es amigo nuestro. Aaron se ha convertido en
miembro de nuestra familia por su matrimonio con Beatrice...
-Lo cual no deja de ser muy oportuno -observó Randall.
-Eres un imbécil-replicó Beatrice sin poder reprimirse.
-Amén -dijo Mona.
Ryan se apresuró a intervenir .
-¡Callaos de una vez! -exclamó.
Todos se volvieron irritados hacia él. Mona le clavó sus espléndi-
dos ojos verdes, semejantes a los de un basilisco, como si quisiera hu-
millarlo. Pero Ryan le dio unas palmaditas en la mano para tranquili-
zarla y prosiguió:
-Aaron, como amigo, como pariente nuestro, nos ha recomen-
dado que no tengamos más tratos con los de Talamasca. Debemos se-
guir sus consejos.
Varios de los asistentes se pusieron a hablar de nuevo a la vez. Lily
quería saber más detalles sobre los motivos por los que Aaron se había
enemistado con la Orden. Cecilia les recordó a todos que un miembro
de Talamasca se dedicaba a hacer preguntas por el barrio, según le
habían informado sus vecinos, y Anne Marie quería «que le aclararan
un par de cosas.»
Al cabo de unos minutos, Lauren consiguió imponer silencio.
-Los de Talamasca han confiscado numerosos datos médicos. Se
han negado a comunicarnos todo lo que saben del caso. Se han inhi-
bido, como diría Aaron si le dierais la oportunidad de explicarse. Pues
bien, propongo que estudiemos cualquier noticia relacionada con la
Orden, que no respondamos a ninguna pregunta y que sigamos man-
teniendo las medidas de seguridad. -Lauren se inclinó hacia delante
y añadió con firmeza-: En suma, debemos cerrar filas en torno a este
caso.
En la habitación se hizo un silencio tenso, incómodo.
-¿Qué opinas, Michael? -preguntó Lauren.
La pregunta le pilló por sorpresa. Había estado observándolos
con cierto distanciamiento, como si presenciara un partido de béisbol
o de fútbol, o una partida de ajedrez.
Mientras los observaba, había recordado varios fragmentos de su
conversación con Julien. No quería revelar sus pensamientos. No
quería hablar abierta y francamente, pues no serviría de nada. Sin
embargo, respondió con calma:
-Estoy decidido a acabar con ese individuo, pase lo que pase y
cueste lo que cueste. Nadie logrará impedírmelo.
Randall abrió la boca para decir algo, al igual que Fielding. Pero
Michael alzó la mano y continuó:
-Deseo regresar arriba junto a mi esposa. Deseo que mi esposa se
restablezca. Si me lo permitís, deseo retirarme.
-Antes debemos comentar brevemente otros temas -dijo Ryan,
abriendo una cartera de piel y sacando unos folios escritos a máquina-.
No han descubierto restos de sangre ni tejidos en la zona de Saint Mar-
tinville donde hallaron a Rowan inconsciente. Si sufrió un aborto,
tal como creen los médicos, las pruebas han desaparecido.
»Se trata de una zona pública. Durante las horas que Rowan
permaneció allí, y poco después de ser hallada, se produjeron dos
fuertes aguaceros. Hemos enviado a dos detectives para que exami-
nen la zona, pero hasta el momento no disponemos de ninguna pista
que nos indique lo que sucedió. Estamos peinando el área circun-
dante por si alguien vio a Rowan u oyó o presenció algo que pue-
da sernos útil. -Algunos asintieron con aire resignado-. Si te pa-
rece oportuno, Michael, podemos continuar la reunión en nuestras
oficinas, puesto que el resto de los temas a tratar se refieren al lega-
do y a Mona. Te dejamos en compañía de Aaron. Nos veremos más
tarde.
-Sí, por supuesto -respondió Michael-. Me parece muy bien.
Todo está controlado. Hamilton está arriba con las enfermeras. No
creo que se produzca ningún imprevisto.
-Sé que es una pregunta delicada, Michael-.,-dijo Lauren-, pero
no tengo más remedio que hacértela. ¿Conoces el paradero de la es-
merala Mayfair ?
-¡Dios Santo! -exclamó Beatrice-. ¿A qué viene mencionar
ahora esa maldita esmeralda?
-Se trata de una cuestión legal-respondió Lauren secamente-.
Debemos encontrar la esmeralda y entregársela a la heredera delle-
gado.
-Si por mí fuera -dijo Fielding-, compraría una baratija de
cristal verde en Woolworth's. Pero soy demasiado viejo para despla-
zarme hasta el centro.
-¿No encargó Stella que hicieran una copia de la esmeralda para ,
arrojarla desde una carroza en carnaval? -inquirió Randall.
-Si existió tal copia -respondió Lauren-, supongo que Stella la
arrojaría desde la carroza.
-No sé dónde está -dijo Michael-. Creo recordar que ya me
hicisteis esa pregunta cuando estaba en el hospital, tras el accidente.
No la he visto. ¿Acaso no habéis registrado la casa?
-Sí -contestó Ryan-. Puede que esté perdida en algún rincón
que no hemos registrado.
-Lo más probable es que la tenga ese individuo -dijo Mona sin
alterarse.
Nadie respondió.
-Es posible -dijo Michael, sonriendo-. Probablemente piensa
que le pertenece. Quién sabe...
No quería dar la impresión de estar chiflado, pero no podía por
menos que sonreír ante la posibilidad de que Lasher tuviera la célebre
esmeralda en el bolsillo. ¿Trataría de venderla? Era lo que faltaba.
La reunión había concluido. Bea regresó a la calle Amelia mien-
tras los demás se dirigían a las oficinas de Mayfair & Mayfair .
Mona abrazó a Michael, lo besó y salió precipitadamente como si
no quisiera ver su mirada de reproche. Lo cierto es que Michael se
quedó tan atónito que no tuvo tiempo de reaccionar. Sentía como si,
después de su cálido gesto, Mona le hubiera dejado una sensación de
vacío.
Tras besar brevemente a Michael, Beatrice se despidió de su fla-
mante marido, asegurándole que le recogería para ir a cenar y para
obligar a Michael a comer algo.
-Todos intentan obligarme a comer -murmuró Michael, asom-
brado-. Desde que Rowan se marchó, no hacen más que decirme que
debo comer.
Al cabo de unos minutos, todos se fueron. La maciza puerta se
cerró definitivamente. Michael percibió una ligera vibración a través
de la casa, como si temblaran los cimientos, aunque probablemente no
era así.
Aaron permaneció sentado en un extremo de la mesa, frente a
Michael, apoyado en los codos y de espaldas a la ventana.
-Me alegro por ti y por Bea -dijo Michael-. ¿Has leído el poe-
ma que te envié a través de Yuri junto con una nota?
-Sí. Deseo que me hables de Julien, que me cuentes lo que suce-
dió. No quisiera que me considerases un entrometido, sino tu amigo.
Michael sonrió.
-No tengo ningún inconveniente. Estoy ansioso de evocar cada
segundo de mi encuentro con él. He tomado mentalmente nota de
ello, para no olvidar ningún detalle. Lo cierto es que el propósito de
Julien era muy claro: ordenarme que matara a ese ser. Me dijo que yo
era la persona indicada para hacerlo.
Aaron lo miró intrigado.
-¿Dónde está tu amigo Yuri ? -preguntó Michael-. Confío en
que no se haya enojado con nosotros.
-Por supuesto que no -respondió Aaron-. Ha ido a la calle
Amelia para intentar ponerse en contacto con T alamasca a través del
ordenador de Mona. Ella dijo que podía utilizar su ordenador para
comunicarse con los Mayores, pero éstos se niegan a aclararle la situa-
ción. Yuri se siente desconcertado.
-Tú, en cambio, pareces habértelo tomado con calma.
Después de reflexionar unos instantes, Aaron contestó:
-Es cierto. No me ha afectado tanto como a él...
-Me alegro -dijo Michael-. En mi nota te daba a entender que
Julien sospechaba de los de Talamasca. Julien recelaba por varios
motivos, pero esencialmente sus sospechas se reducían a lo mismo: ese
individuo es peligroso y debe ser destruido. Lo mataré tan pronto
como demos con él.
Aaron lo miró fijamente.
-Pero ¿y si lo tuvieras en tu poder? ¿ y si consiguieras retenerlo
en un lugar donde...?
-No, sería un error. Lee el poema detenidamente. Voy a matarlo.
Si tienes alguna duda, sube y contempla lo que le ha hecho a Rowan.
Lo mataré. Estoy convencido de que tendré ocasión de hacerlo. El
poema de Evelyn y la visita de Julien me lo han confirmado.
-Te expresas como si hubieras experimentado una conversión
religiosa -dijo Aaron-. Hace una semana te mostrabas filosófico,
casi cínico. Estabas físicamente enfermo.
-Creía que mi mujer me había abandonado. Me lamentaba de
haber perdido al mismo tiempo a mi mujer y mi coraje. Ahora sé que
ella no me abandonó voluntariamente.
»Es lógico que me comporte como san Pablo tras su visión en el
camino de Damasco. Soy el único que ha visto a ese ser y ha hablado
con él. -Michael soltó una amarga risotada-. Gifford, Edith, Ali-
cia... y otras cuyos nombres ni siquiera recuerdo. Todas han muerto.
Rowan ha enmudecido, como Deirdre. Pero yo no estoy muerto. Ni
mudo. Sé qué aspecto tiene ese monstruo. He oído su voz. Julien
acudió a mí. Supongo que poseo la convicción de los conversos. O la
convicción de un santo.
Metió la mano en el bolsillo y sacó la medalla que Ryan le había
devuelto, la medalla que Gifford había encontrado el día de Navidad
junto a la piscina.
-Tú me la diste, ¿lo recuerdas? Me pregunto qué hace el demo-
nio cuando san Miguel le clava su tridente. ¿Se retuerce de dolor y
grita pidiendo auxilio? Debe de ser difícil asumir el papel de san Mi-
guel. Esta vez tendré ocasión de averiguarlo personalmente.
-¿De modo que Julien era su enemigo? ¿Estás seguro de ello?
Michael suspiró. Debería subir para ver qué tal seguía Rowan.
-¿Qué harían las enfermeras si me acostara con ella? ¿Cómo re-
accionarían si me metiese en su cama y la abrazara?
-Es tu casa -respondió Aaron-. Puedes acostarte con ella si lo
deseas. Diles a las enfermeras que se retiren.
Michael meneó la cabeza.
-No sé si Rowan desea que me acueste a su lado. En realidad, no
sé lo que desea.
Michael permaneció pensativo durante unos momentos.
-Si fueras Lasher, ¿adónde irías?, ¿qué harías? -le preguntó a
Aaron.
-No lo sé -contestó éste-. ¿Qué motivos tenía Julien para creer
que Lasher era malvado? ¿Qué sabía Julien?
-Julien quería investigar sus orígenes y fue a visitar las ruinas de
Donnelaith. No era el célebre círculo de piedras lo que le interesaba,
sino la catedral. Un santo llamado Ashlar, un santo escocés. Lasher
tenía algo que ver con el valle durante la época cristiana. Tenía algo
que ver con el santo.
-Ashlar -dijo Aaron en voz baja-. Conozco su historia. Fi-
gura en los archivos latinos. Recuerdo haberla leído, aunque no en
relación con este caso. Es una lástima que Yuri no pueda acce-
der a los archivos de la Orden. Pero ¿qué tiene que ver Lasher con el
santo?
-Julien no llegó a averiguarlo. Al principio supuso que Lasher
era el santo, un fantasma rencoroso y vengativo. Pero no era tan
simple. Ese ser se originó allí, en ese valle. N o proviene ni del cie-
lo, ni del infierno, ni de la eternidad, como suele decirles a las brujas.
Su siniestro destino comenzó en el valle de Donnelaith. -Tras
una breve pausa, Michael le preguntó a Aaron-: ¿Qué sabes sobre
Ashlar?
-Es una vieja leyenda escocesa -contestó Aaron-. Bastante pa-
gana, por cierto. ¿Por qué no me contaste estas cosas, Michael?
-Te las cuento ahora. Eso no tiene importancia. Cuando haya
matado a ese ser, tendremos tiempo de sobra para indagar en su pasa-
do. Dime cuanto sepas sobre Ashlar, el santo escocés.
-Según he leído, el santo regresa cada equis cientos de años. Pero
no imaginé que estaba relacionado con Donnelaith. ¿Por qué no
consta ese dato en los archivos? Ahí tienes otro misterio. En la Orden
llevamos mucho cuidado con esas cosas. Jamás vi ninguna leyenda re-
lacionada con Donnelaith. Deduje que no existían documentos im-
portantes sobre el santo.
-Pero ¿qué fue lo que leíste?
-El santo poseía ciertas características físicas. De vez en cuando
nace una persona que presenta esas mismas características, la cual
viene a ser la reencarnación del santo, el nuevo santo. Como verás, es
muy pagano. No tiene nada que ver con la doctrina católica. Según la
Iglesia católica, si eres santo estás en el cielo, no tratando de reencar-
narte en otro ser .
Michael asintió sonriendo.
-Me gustaría que escribieras todo lo que te contó Julien -dijo
Aaron-. Es importante.
-De acuerdo, pero recuerda lo que he dicho. Julien tenía un sólo
deseo: que matara a ese ser. No que «indagara en su pasado», sino que
lo aniquilara. -Michael suspiró-. Debí haberlo hecho en Navidad.
Probablemente habría conseguido matarlo, pero Rowan me lo impi-
dió. ¿Por qué lo hizo? Supongo que se dejó conquistar por ese miste-
rioso ser recién nacido. Siempre sucede lo mismo. T al como dice la
vieja oración: «La Palabra se hizo carne y habitó entre nosotros.»
Aaron asintió.
-Deja que lo exprese en voz alta -dijo suavemente-, para no
tener que seguir repitiéndomelo a mí mismo. Debí acompañarte aquí
en Nochebuena. No debí dejar que te enfrentaras solo a ese ser, a él y
a ella.
-Ella no tiene la culpa.
-Lo sé. No pretendo censurarla. Sólo quiero decir que lamento
no haber estado aquí. Por si te sirve de consuelo, te diré que no pienso
abandonarte ahora.
-Te lo agradezco. ¿ Sabes ? , tengo una curiosa sensación. Desde
que he decidido acabar con él, pienso que me resultará muy fácil des-
pacharlo en un abrir y cerrar de ojos -dijo Michael, chasqueando los
dedos-. Ése era el problema. Tenía miedo de matarlo.
Habían dado las ocho. Estaba oscuro y hacía frío. Uno no tenía
más que apoyar las manos en la ventana para darse cuenta de que rei-
naba un ambiente helado.
Aaron había vuelto con Yuri para cenar. Después, Yuri dijo que
debía regresar a la calle Amelia para hablar con Mona. Cuando les co-
municó que debía irse, se ruborizó. Michael comprendió inmediata-
mente que se había enamorado de Mona.
-Esa chica me recuerda a mí mismo cuando tenía su edad -dijo
Yuri es muy especial. Dijo que me mostraría todos los trucos que
conoce referentes al ordenador. Charlaremos un rato.
Estaba tan nervioso que empezó a balbucear. ¡Ah, el poderoso
encanto de Mona!, pensó Michael. Por si fuera poco, la habían nom-
brado heredera del legado.
Yuri tenía un aire eminentemente puro, bondadoso y leal.
-Confío plenamente en él -dijo Aaron cuando Yuri se hubo
marchado-. Es un caballero con un gran sentido del honor. No te-
mas, Mona está a salvo con él.
-No siento el menor temor por Mona -respondió Michael, un:
poco avergonzado al recordar los sensuales instantes que habían com-
partido, cuando él la estrechó entre sus brazos aun sabiendo que no
debía hacerlo.
Michael había cometido muy pocas faltas a sabiendas de que no
debía cometerlas. En estos momentos Aaron estaba acostado en la ha-
bitación de arriba-
-Los hombres de mi edad solemos descansar un rato después de
las comidas -había dicho a modo de disculpa. Estaba agotado y, de
todos modos, Michael no quería seguir hablando de Julien.
«Estamos solos tú y yo, Julien», pensó Michael.
La casa estaba en silencio.
Hamilton había regresado a casa para pagar unas facturas. Bea re-
gresaría dentro de un rato. Sólo había una enfermera de servicio; la
escasez de enfermeras diplomadas era tal que no habían podido con-
seguir otra. En la habitación de Viv se encontraba una auxiliar de en-
fermera, una mujer muy eficiente, la cual llevaba tres cuartos de hora
colgada del teléfono.
Michael se hallaba junto ala ventana del salón, contemplando el
jardín. Todo estaba oscuro. Hacía frío. Recordó el redoble de tambo-
res de carnaval. Un hombre sonreía en las sombras. De pronto se :
convirtió de nuevo en un niño, un niño que nunca sabría lo que sig-
nificaba ser fuerte ni estar a salvo. El temor había destruido su infan-
cia. El temor había destruido la seguridad que sentía cuando se hallaba
junto a su madre.
Los tambores y las antorchas de carnaval le inspiraban terror .
Cuando envejecemos morirnos. Dejamos de existir. Michael trató de
imaginar que había muerto, que se había convertido en un esqueleto
que se pudría bajo tierra. Era un pensamiento recurrente. «Algún día
moriré -pensó-. Es la única certeza que tengo. Me convertiré en un
esqueleto. Supongo que depositarán mis restos en un ataúd. No estoy
seguro. Pero sé que moriré.»
De pronto le pareció como si la auxiliar de enfermera estuviera
llorando. No era posible. Michael oyó unos pasos sigilosos. La puerta
de entrada se cerró. Pero no era plenamente consciente de lo que suce-
día a su alrededor. En cualquier caso, si Rowan empeoraba le avisa-
rían de inmediato.
Michael corrió escalera arriba. ¿Por qué? Para estar presente cuan-
do Rowan exhalara su último suspiro. Para sostener su gélida mano.
Para apoyar la mano sobre su pecho y sentir los últimos latidos de su
corazón. ¿Cómo sabía que los últimos instantes de su esposa serían así?
¿Quién se lo había dicho? Quizás era porque las manos de Rowan se
volvían cada vez más frías y rígidas, y sus uñas iban adquiriendo un leve
tono azulado.
«No podemos pintarle las uñas -le informó la enfermera-. Eso
es impensable. Debemos ver el color que presentan, a fin de saber si el
aporte de oxígeno es suficiente. Era una mujer muy hermosa.»
«Sí, ya me lo ha dicho usted antes.» Pero no había sido ella, sino la
otra enfermera. Las enfermeras eran muy dadas a hacer ese tipo de
comentarios poco delicados.
Mientras observaba cómo se agitaban las ramas de los árboles en
el jardín, Michael se estremeció. No deseaba estar ahí, contemplan-
do el inhóspito jardín a través de la ventana del salón, sino arriba, con
su mujer, junto al calor del hogar.
Dio media vuelta, atravesó el salón y salió al vestíbulo, separado
de aquél por el hermoso y elevado arco de la entrada. Podía leerle un
libro a Rowan en voz baja, para no importunarla en caso de que no le
gustara. O poner la radio, o un disco en el viejo Victrola de Julien. Por
fortuna, la enfermera a la que no le gustaba el sonido del Victrola ya
no trabajaba para ellos.
Podía pedirles a las enfermeras que se retiraran; a fin de cuentas, él
era el amo y señor. Se le ocurrió que quizá no necesitaban a las enfer-
meras.
De pronto imaginó que Rowan había muerto. Vio su cuerpo, gris,
frío y rígido. Vio cómo enterraban el ataúd. No vio toda la escena de
golpe, sino poco a poco, a través de unas imágenes fugaces. Era como
cuando enterraron a Gifford, con la diferencia de que a Rowan la en-
terraban aquí, en el cementerio del Garden District, donde él podía ir
a visitar la tumba todos los días y acariciar el gélido mármol que con-
tenía sus restos. Rowan, Rowan...
«Recuerda, mon fils.»
Michael se volvió súbitamente. ¿ Quién había pronunciado
esas palabras ? El largo y frío pasillo estaba desierto. Permane-
ció atento, tratando de percibir unos sonidos sobrenaturales, la voz
que había hablado hacía unos momentos. Sí, lo recordaba perfecta-
mente.
-Sí, lo recuerdo -dijo.
Silencio. La casa estaba sumida en un denso silencio que hacía que
sus palabras resonaran Con nitidez, como un movimiento, como un
brusco descenso de la temperatura. Silencio.
No se veía un alma. El comedor estaba vacío. En el descansillo, en
lo alto de la escalinata, no había nadie. Michael observó que la luz de
la habitación de Viv estaba apagada. No oyó a nadie hablando por te-
léfono. Todo estaba desierto, oscuro.
De pronto comprendió que estaba solo.
No, era imposible. Se dirigió a la puerta principal y la abrió. Du-
rante unos momentos no alcanzó a comprenderlo. No había nadie
junto a la verja de hierro negra. Ni en el porche. Ni al otro lado de la
calle. Tan sólo percibió el solemne y profundo silencio del Garden
District, desierto como una ciudad en ruinas bajo la inmóvil luz de las
farolas y las suaves hojas de las encinas. La casa estaba vacía y silen-
ciosa como la primera vez que la había visto.
-¿Dónde está todo el mundo? -murmuró Michael, presa del
pavor-. ¿Qué demonios sucede?
-¿Michael Curry?
El hombre estaba a su izquierda, en la sombra, casi invisible; sólo :
destacaba su cabello rubio. El desconocido avanzó unos pasos. Medía
unos diez centímetros más que Michael. Éste miró sus claros ojos.
-¿Me ha mandado llamar? -preguntó el extraño con suavidad,
respetuosamente, al tiempo que tendía la mano-. Lo lamento, señor
Curry.
-¿Que le he mandado llamar? ¿A qué se refiere?
-Le pidió al sacerdote que llamara al hotel para avisarme. La-
mento lo sucedido.
-No sé de qué está hablando. ¿Dónde están los guardias que vi-
gilan la casa? ¿Dónde se han metido todos? :
-El sacerdote les dijo que se fueran cuando ella expiró -contes-
tó el hombre con calma-. Me pidió que viniera y le esperara a usted
junto a la puerta. Lamento que ella haya muerto. Confío en que no
sufriera.
-No, no, estoy soñando. Ella no ha muerto. Está arriba. ¿A qué
sacerdote se refiere? Aquí no hay ningún sacerdote. ¡Aaron!
Michael se volvió y observó durante unos instantes la intensa os-
curidad del pasillo, incapaz de distinguir la alfombra roja que cubría la
escalinata. Luego subió precipitadamente, salvando los escalones de
dos en dos, y corrió hacia la habitación de Rowan.
-Ella no ha muerto. Es imposible. Me habrían avisado.
Al girar el pomo de la puerta comprobó que ésta no cedía.
-¡Aaron! -gritó de nuevo, dispuesto a derribar la puerta como
fuera.
De pronto oyó un clic y la puerta se abrió unos centímetros, len-
tamente. Las puertas tienen su propio ritmo, su forma de abrirse y
cerrarse. En Nueva Orleans, las puertas se atascan a menudo. En ve-
rano suelen hincharse y no hay manera de cerrarlas; otras veces no se
abren.
Michael contempló los paneles blancos de la puerta. El resplandor
de las velas que ardían en la habitación iluminaba suavemente el dosel
de seda que cubría el lecho y la repisa de mármol de la chimenea.
De pronto oyó la voz de Aaron a su espalda, pronunciando un
nombre que sonaba a ruso. El hombre alto y rubio dijo:
-Pero él me mandó llamar, Aaron. Me lo dijo el sacerdote. Pidió
que viniera yo.
Michael penetró en la habitación, iluminada tan sólo por la luz de
las velas. Éstas ardían sobre el pequeño altar, haciendo que la sombra
de la Virgen danzara sobre la pared. Rowan yacía postrada en el lecho,
vestida con un camisón de seda rosa, con los brazos extendidos sobre la
sábana y los labios entreabiertos. Respiraba normalmente, estaba viva.
Michael cayó de rodillas, apoyó la cabeza en el lecho y rompió a
llorar. Cogió la mano inerte de Rowan y la acarició, sintiendo su sua-
ve tacto y el leve calor que emanaba. Estaba viva.
-¡Rowan, amor mío! -exclamó, sollozando como un niño-.
Temí que...
Michael se dio cuenta de que Aaron estaba junto a él, y también el
extraño. Al cabo de unos momentos alzó la cabeza lentamente y con-
templó una figura situada a los pies del lecho.
Al ver que llevaba una sotana de lana negra y un alzacuello blanco
como el que suelen ponerse los sacerdotes católicos, lo tomó por un
clérigo. Pero no lo era.
-Hola, Michael-dijo con voz suave.
Era tan alto como le habían dicho. Tenía el cabello negro y largo
hasta los hombros, una espesa barba y un recortado y reluciente bigote
que contrastaban con su pálido rostro, humedecido por las lágrimas,
dándole el aspecto de un horripilante Jesucristo o Rasputín.
-Yo también he llorado por ella -murmuró el desconocido-.
Está agonizando. No tendrá más hijos; no volverá a hacer el amor;
sólo le quedan unas gotas de leche en los pechos; está prácticamente
muerta.
-¡Lasher!
Parecía un monstruo, la perfecta encarnación de un diabólico ser.
Era un individuo más alto de lo normal, extremadamente delgado,
con unos ojos azules muy claros y unos labios rojos que asomaban
bajo el negro bigote. Miraba a Michael fijamente, con su larga y hue-
suda mano izquierda apoyada en un pilar del lecho.
Mátalo. Ahora.
Michael se incorporó de un salto, pero Stólov lo sujetó por la cin-
tura y exclamó:
-¡No, Michael, no debe lastimarlo!
De pronto otro hombre, un extraño, lo aferró por el cuello mien-
tras Aaron le rogaba que se detuviera, que se calmara.
El individuo que se hallaba a los pies del lecho permanecía inmó-
vil, impasible. Alzó lánguidamente la mano derecha y se enjugó las
lágrimas.
-Deténte, Michael. Tranquilízate -dijo Aaron-. Suéltelo, Stó-
lov. Usted también, Norgan. Apártate, Michael, lo tenemos rodeado.
-Lo soltaré a condición de que no intente matarlo -dijo Stólov.
-No puede impedírmelo -replicó Michael tratando de liberar-
se; pero el otro hombre lo tenía firmemente sujeto por el cuello. Al
fin, Stólov le soltó.
El monstruo miró a Michael sin inmutarse, mientras las lágrimas
seguían deslizándose por sus mejillas en silencio, elocuentes.
-Estoy en sus manos, señor Stólov -dijo Lasher-. Estoy a su
merced.
Michael propinó un codazo en el vientre del hombre que estaba
a su espalda, derribándolo contra la pared, apartó a Stólov brusca-
mente y se precipitó sobre Lasher, aferrándolo por el cuello, mien-
tras el monstruo, jadeando y presa de terror, trataba de agarrarlo del
pelo. Ambos cayeron al suelo y rodaron por la alfombra, mientras
los otros, incluido Aaron, se arrojaban sobre Michael tratando de
obligarle a soltar a Lasher. Durante unos instantes Michael creyó
que iba a perder el conocimiento. El agudo dolor que sentía en el
pecho se extendió hasta su hombro y brazo izquierdos. Cuando al
fin lo soltaron se apoyó contra la chimenea, exhausto, incapaz de
lastimar a nadie, mientras Lasher trataba de recobrar el aliento y
ponerse en pie. Los otros hombres estaban situados a ambos lados
de Michael.
-Espera, Michael-le rogó Aaron-. Somos cuatro contra él.
-No le lastime, Michael-dijo Stólov suavemente.
-No debéis dejar que se escape -contestó Michael con voz
ronca.
Cuando alzó la vista comprobó que Lasher lo miraba fijamente
con los ojos arrasados en lágrimas, mientras éstas rodaban ,por sus
pálidas y tersas mejillas. Su alta y enjuta figura, cubierta con una so-
tana negra, le recordaba ala figura de Jesucristo que había visto en
numerosos cuadros.
-No voy a escapar -respondió Lasher con calma-. Les seguiré
a donde me conduzcan sin oponer resistencia. Necesito la ayuda de
los de Talamasca. Ellos lo saben. No dejarán que vuelvas a lastimar-
me. -Luego miró a Rowan, postrada en el lecho, y añadió-: He ve-
nido a ver a mi amada. Quería verla antes de que me atraparan.
Michael intentó incorporarse. La cabeza le daba vueltas y sentía
un intenso dolor en el pecho. «¡Maldita sea, Julien! Dame fuerzas para
acabar con él.» La pistola estaba sobre la mesita, junto al lecho. In-
tentó decirle a Aaron que la cogiera y disparase contra Lasher, que le
saltara la tapa de los sesos, pero no pudo articular palabra.
Stólov se arrodilló frente a él y dijo:
-Cálmese, Michael. No intente hacerle daño. No saldrá de aquí
hasta que nos lo llevemos nosotros.
-Estoy preparado -dijo Lasher .
-Mírelo, Michael-dijo Stólov-. Está indefenso, está en nues-
tro poder. Tranquilícese, se lo ruego.
Aaron no podía apartar los ojos de Lasher.
-Te advierto que te mataré -murmuró Michael.
-¿De veras deseas matarme? -preguntó Lasher, sollozando como
un niño-. ¿Tanto me odias? ¿Por qué? ¿Por querer estar vivo?
-Tú la has matado -contestó Michael con un hilo de voz-.
Mataste a nuestro hijo.
-¿No quieres oír mi versión, padre? -preguntó el monstruo.
-Sólo deseo acabar contigo -replicó Michael.
-¿Por qué eres tan cruel conmigo? ¿Acaso no te importa lo que
me han hecho? ¿No quieres saber por qué estoy aquí? ¿Crees que pre-
tendía lastimarla?
Al fin, apoyando una mano en la repisa de la chimenea y asiendo
la mano de Aaron con la otra, Michael consiguió levantarse. Se sentía
muy débil y tenía náuseas. Permaneció inmóvil, respirando trabajo-
samente pese a que el dolor del pecho había desaparecido, y miró a
Lasher fijamente.
Observó su terso y hermoso rostro, su negro y suave bigote y su
espesa barba. Parecía el Jesús del cuadro de Durero. Sus ojos, de un
exquisito tono azul, eran como dos espejos en los que se reflejaba una
misteriosa e inescrutable alma.
-Sé que, deseas saberlo todo, Michael. Además, ellos no dejarán
que me mates, ¿no es cierto, caballeros? Ni siquiera Aaron permiti-
rá que me mates. Al menos, hasta que no haya revelado todo lo que
tengo que decir .
-Mentiras -murmuró Michael.
Lasher lo miró perplejo y se enjugó los ojos con el dorso de la
mano derecha, como un niño que se siente herido. Luego apretó los
labios y respiró profundamente, como si estuviera apunto de estallar
de nuevo en sollozos.
A su espalda, Rowan permanecía postrada en el lecho, inconscien-
te, con la mirada fija en el vacío, serena, protegida, inalcanzable.
-No, Michael -respondió Lasher-, no son mentiras. Te lo
prometo. Ambos sabemos que la verdad no lo justifica todo. Pero te
garantizo que no son mentiras.
A través de las ventanas penetraba el tenue y dorado resplandor
de las farolas, iluminando el espacioso comedor.
Se sentaron alrededor de la mesa, en las sombras. Las dos puertas
estaban cerradas. Lasher ocupaba la cabecera, como si presidiera la
reunión, y observaba fijamente su enorme y blanca mano, apoyada en
la superficie de la mesa.
Alzó los ojos y miró a su alrededor. Contempló los murales du-
rante unos minutos, como si quisiera asimilar cada detalle de los mis-
mos. Luego miró a Michael, que estaba sentado junto a él, a su de-
recha. El otro hombre, Clement Norgan, se hallaba sentado frente a
ellos, con el rostro congestionado, intentando recobrar el aliento. Le
dolía todo el cuerpo tras los golpes que le había propinado Michael.
Mientras bebía unos sorbos de agua para calmarse, no cesaba de mirar
a Michael y al monstruo. Stólov estaba sentado a la izquierda de
Norgan. Aaron se hallaba sentado junto a Michael, a quien sujetaba
firmemente por el hombro y la mano.
¡Lasher!
-Al fin he regresado a esta casa -dijo el monstruo con voz tré-
mula pero hermosa y profunda, pronunciando claramente cada pa-
labra.
-Déjale hablar -dijo Aaron-. Somos cuatro. No permitiremos
que salga de aquí. Rowan está arriba, a salvo. Deja que hable.
-No puede escapar -dijo Stólov-. Deje que se explique. Tiene
derecho a que le dé una explicación, Michael. Nadie se lo discute.
-Eres un farsante -contestó Michael, dirigiéndose a Lasher-.
Hiciste que se marcharan las enfermeras y los guardias. ¿Cómo lo-
graste convencerlos? ¿Acaso te presentaste como el padre Ashlar ? ¿O
utilizaste otro nombre?
Lasher sonrió con amargura.
-El padre Ashlar -murmuró, pasándose la lengua por los la-
bios. Luego guardó silencio.
Durante un instante Michael vio a Rowan reflejada en él, vio el
parecido que había observado el día de Navidad. Los pronunciados
pómulos, la alta frente, incluso la delicada línea de los ojos. Los tenía
rasgados, como ella, pero en el color y la mirada franca y abierta se
parecían a los de Michael.
-Ella no sabe que en estos momentos está sola -dijo Lasher en
tono solemne. Pronunció las palabras despacio, mientras recorría con
la mirada la vasta habitación-. ¿De qué le sirve que la atiendan unas
enfermeras? No sabe quién está a su lado, quién la ama y llora por ella.
Ha perdido la criatura que llevaba en su vientre. No tendrá más hijos.
No volverá a ser la protagonista de ningún hecho. Su historia ha con-
cluido.
Michael hizo ademán de levantarse, pero Aaron lo sujetó con
fuerza mientras los otros dos le miraban fijamente. Lasher permanecía
impávido.
-Si deseas relatarnos tu historia -dijo Stólov tímidamente, como
quien se halla ante un monarca o una aparición-, estamos dispuestos
a escucharte.
-Sí, os relataré mi historia -contestó Lasher, esbozando una leve
y valerosa sonrisa-. Os contaré lo que sé desde que me he convertido
en un ser de carne y hueso. Os lo contaré todo, para que vosotros mis-
mos podáis juzgar.
Michael soltó una risotada. Los otros le miraron sobresaltados.
-De acuerdo, mon fils -dijo Michael, pronunciando correcta-
mente las palabras en francés-. Recuerda la promesa que me hiciste.
No mientas.
Lasher lo miró como si se sintiera ofendido. Luego, adoptando de
nuevo un tono solemne, dijo:
-No puedo hablar en nombre de lo que era durante los siglos que
permanecí sumido en las tinieblas. N o puedo hablar en nombre de un
ser desesperado, desencarnado, sin historia, memoria ni razón, que
trataba de razonar en lugar de sufrir e intentaba satisfacer sus ambi-
clones.
Michael lo observó con desprecio, sin decir nada.
-La historia que deseo narrar es la mía, la del ser que era antes de
que la muerte me separara del cuerpo que anhelaba poseer de nuevo
-dijo Lasher, cruzando las manos sobre el pecho.
-En el principio -dijo Michael despectivamente.
-En el principio -repitió Lasher, pero sin ironía. Luego prosi-
guió lenta y pausadamente, pronunciando las palabras en tono sincero
e implorante-. En el principio, mucho antes de que Suzanne elevara
su plegaria en el círculo de piedras... En el principio..., cuando estaba
vivo, como lo estoy ahora.
Silencio.
-Confía en nosotros -murmuró Stólov.
-No sabes cuánto ansío revelarte la verdad -dijo, sin apartar los
ojos de Michael-. Sé que, después de oírme, serás incapaz de no per-
donarme.
23
PROSIGUE LA HISTORIA DE JULIEN
No puedo explicar lo que sentí al oír su voz ni cuánto la quería,
tanto si era hija de Cortland como si no. Sentía hacia ella un cariño tan
intenso como el que sentimos hacia los nuestros y los que son como
nosotros, aunque nos separaban muchos años. Yo me sentía desespe-
rado, impotente y solo. Me senté en el borde de la cama y ella se sentó
junto a mí.
-Carlotta me ha dicho que sabes predecir el futuro. ¿Qué es lo
que ves?
-No veo nada -contestó Evelyn con una voz tan exigua y ex-
presiva como su carita redonda, mientras me miraba con sus inocentes
ojos grises-. Veo las palabras y las pronuncio, pero no conozco su
significado. Hace tiempo aprendí que era mejor callar y dejar que las
palabras se desvanecieran sin haber sido leídas ni pronunciadas.
-No temas, hija -dije, tomándola de la mano para tranquilizar-
la-. Dime lo que ves. ¿Qué nos sucederá a mí ya mi familia? ¿Qué
futuro nos aguarda a todos? ¿Qué será de nuestro clan?
A través de mis cansados dedos noté su pulso, su calor, sus dotes
de bruja, y vi su sexto dedo. De haber sido su padre no habría dudado
en amputárselo, rápidamente y sin causarle el menor dolor. ¡Y pensar
que Cortland era hijo mío! Me entraron ganas de estrangularlo.
«Pero antes debo resolver unos asuntos», pensé, sujetándole la ma-
no con fuerza.
De pronto Evelyn mudó de expresión, alzó la barbilla, poniendo
de relieve su largo y esbelto cuello, y comenzó a recitar un poema, con
voz suave y apresuradamente:
Se alzará un ángel malvado
y vendrá uno que es todo bondad.
Entre ambos aparecerá fa bruja,
dejando la puerta abierta de par en par.
Sembrarán el dolor y el sufrimiento,
fa sangre y el terror.
y el edén primaveral se convertirá
en un valle de lágrimas.
Guárdate de quienes te vigilan en ese momento supremo,
no franquees la entrada a los médicos.
Los eruditos se alimentarán del mal,
y los científicos lo ensalzarán.
Deja que el diablo narre su historia,
deja que suscite fa ira de los ángeles.
Haz que los muertos resuciten
y los alquimistas huyan.
Mata a lo seres que no son humanos
con instrumentos toscos y crueles,
a fin de que sus atormentadas almas
consigan alcanzar la luz.
Aniquila a los hijos del mal,
no te apiades de sus inocentes sonrisas,
pues de otro modo fa primavera no brillará,
ni reinarán los nuestros en el edén.
Durante dos días y dos noches Evelyn y yo permanecimos ence-
rrados en mi habitación.
Nadie se atrevió a derribar la puerta. Su bisabuelo, Tobias, vino a
amenazarme. Su hijo Walker se detuvo ante la verja, gritando todo
tipo de insultos e invectivas. No recuerdo cuántos vinieron ni lo que
dijeron. Creo que oí a Mary Beth pelearse con su hija Carlotta. Me
parece recordar que Richard llamó a la puerta mil veces. Yo respondí
que estaba bien y le pedí que se fuera.
Evelyn y yo permanecimos tendidos en el lecho. No quería las-
timarla. No la culpo por lo que sucedió. Nos acariciamos tierna-
mente y la estreché entre mis brazos, tratando de aplacar sus temores
y su soledad. Fui tan estúpido que creí que las cosas no pasarían de
ahí.
Pero era un hombre y me dejé llevar por la pasión. Evelyn res-
pondió a mis besos y, al final, se entregó a mí.
Yacimos juntos, abrazados, durante toda la noche.
Evelyn dijo que mi desván le gustaba más que el suyo. Yo pensé con
tristeza que no tardaría en morir ahí, en esa misma habitación.
No tuve que decírselo. Sentí su suave mano en mi frente, tratando
de consolarme. Sentí el sedoso tacto de la palma de su mano sobre mis
párpados.
Evelyn repitió las palabras del poema una y otra vez, y yo con ella.
Al amanecer, conocía cada verso de memoria. Pero no me atrevía
a escribir el poema, pues temía que la malvada Mary Beth lo quemara.
Le dije que les enseñara el poema a Carlotta ya Stella. Pero, qué más
daba, pensé afligido. ¿Qué podía suceder? ¿Qué significaban las pa-
labras del poema?
-Lamento haberte puesto triste -dijo Evelyn.
-No, estaba triste antes de conocerte. Tú me has infundido es-
peranza.
El jueves por la tarde Mary Beth mandó que abrieran la puerta por
la fuerza.
-Han avisado a la policía -se justificó tranquilamente, sin aspa-
vIentos.
-Diles que no pueden encerrarla. Debe ser libre. Ordénale a Cor-
tland que venga de Boston.
-Cortland está aquí, Julien.
Cuando apareció Cortland, le pedí a Stella que se llevara a Evelyn
a su habitación y que permaneciera junto a ella. Luego le rogué a
Carlotta que se reuniera con ellas, para asegurarse de que nadie in-
tentaba secuestrar a Evelyn.
Cortland era mi orgullo y alegría. Era mi primogénito, como he
dicho, y el más inteligente de mis hijos. Yo había procurado prote-
gerlo, impedir que descubriera la verdad, pero era muy listo. Ahora
había caído del pedestal en el que yo le había colocado. Estaba furioso
con él y le culpaba de todos los sufrimientos que había padecido
Evelyn.
-Te juro que no lo sabía, padre. ¡Es increíble! Tardaría horas en
explicarte lo que sucedió aquella noche. Juraría que Barbara Ann echó
algo en mi bebida para aturdirme. Luego me arrastró hasta el pantano.
Sólo recuerdo que nos montamos en el bote y que ella se comportó de
una forma muy extraña. Te lo juro, padre. Cuando recobré el conoci-
miento me hallaba tendido en el bote. Me dirigí a Fontevrault, pero no
me dejaron entrar. Tobias salió con un rifle y amenazó con matarme.
Entonces fui a Saint Martinville y llamé a casa. Te lo juro. Es cuanto
recuerdo. Si esa niña es hija mía, lo lamento. No me lo comunicaron.
No querían que lo supiera. A partir de ahora te prometo que me ocu-
paré de ella.
-Un discurso muy bonito para soltarlo ante un tribunal, pero yo
no me lo trago -respondí-. Tú sabías que había nacido. Debiste oír
los rumores que circulaban. Quiero que sea libre, ¿me oyes? Que ten-
ga cuanto desee, que asista a la escuela, lejos de aquí si lo prefiere, y
que disponga de todo el dinero que necesite.
Tras estas palabras volví la cabeza, como si no quisiera tener nada
que ver con ellos. Cortland me dijo algo, pero no contesté. Pensé en
Evelyn y en la forma en que me había descrito su silencio. Era diver- ,
tido permanecer allí tendido, mudo, sin responder.
Tobias se llevó a Evelyn. Carlotta y Cortland hablaron en defensa
de la niña; al menos, eso me dijeron.
Los sollozos de Richard me partían el alma. Me replegué en mí
mismo, repitiendo las palabras del poema y tratando de descifrarlas.
Deja que el diablo narre su historia,
deja que suscite la ira de los ángeles.
Pero ¿qué querían decir? Finalmente, me aferré al último verso:
«Pues de otro modo la primavera no brillará.»
Los Mayfair constituíamos la primavera, estaba convencido de
ello. El edén era nuestro mundo. Nosotros éramos la primavera, y los
últimos versos del poema indicaban que aún existía esperanza, que
podíamos salvarnos. Podíamos impedir que esto se convirtiera en un
valle de lágrimas.
Sembrarán el dolor y el sufrimiento,
la sangre y el terror.
Sí, había esperanza en ese poema, un propósito, un motivo muy
concreto. Sin embargo, me horripilaba la frase que decía: «Mata a los
seres que no son humanos», pues si ese ser no era humano, ¿Qué clase
de poderes tendría? Si se trataba simplemente de san Ashlar... pero
era imposible. ¿Se convertiría de nuevo en un hombre de carne y,
hueso cuando renaciera? ¿O en algo peor?
«Mata a los seres que no son humanos.»
Las palabras no cesaban de dar vueltas en mi mente. Me obsesio-
naban. En ocasiones me ofuscaban hasta el extremo de impedirme
pensar en otra cosa; sólo veía las siniestras imágenes que evocaban.
Permanecí varios días sumido en una especie de trance. Cuando
acudió el médico me incorporé y balbucí unas palabras para que me
dejara tranquilo. La ciencia había hecho grandes progresos desde mi
niñez, pero a aquel imbécil no se le ocurrió otra cosa que informar a
mi familia que sufría un «endurecimiento de las arterias» y «demencia
senil», y que no entendía una palabra de lo que me decían.
Al fin, no tuve más remedio que levantarme y echarlo de la habi-
tación.
Por otra parte, deseaba reanudar mi vida normal. No me apetecía
permanecer confinado en la cama el resto de mi vida. Había estado
muy enfermo, pero había conseguido recobrarme y seguía vivo.
Richard me ayudó a vestirme y bajé a cenar con mi familia. Me sen-
té a la cabecera de la mesa y me zampé una abundante ración de sopa,
pollo asado y carne con salsa para que me dejaran en paz. Me negué a
mirar siquiera a Cortland, el cual trató en repetidas ocasiones de diri-
girme la palabra. Pobre chico. Le hice pasar un rato fatal.
Los primos siguieron parloteando. Mary Beth habló de cosas
prácticas con su desgraciado marido, Daniel McIntyre, un alcohóli-
co que se había convertido en una ruina. «Nos lo debe a nosotros»,
pensé.
Richard, mi querido amigo, no me quitaba la vista de encima, y
Stella propuso que, puesto que me había levantado y parecía estar
perfectamente, fuéramos a dar una vuelta en el coche.
¡Excelente idea! El coche estaba arreglado. Ah, no sabía que se
había averiado. Bueno, Cortland se lo llevó y ...Calla, Stella. Ya está
reparado, mon pere.
-Me preocupa esa chica -dije-. Evelyn, mi nieta.
Cortland se apresuró a tranquilizarme, diciendo que le la habían
llevado a comprarse ropa.
-Los Mayfair creéis que con eso se arregla todo -dije.
-Tú nos lo enseñaste, padre -respondió Cortland, sonriendo.
Me asombraba mi cobardía, el hecho de ceder ante la sonrisita de
mi hijo.
-Está bien, ordenad que preparen el coche. Salid todos de aquí
-dije-. Iremos a dar una vuelta los tres: Stella, Lionel y yo. Anda,
salid de aquí. Tú quédate, Carlotta.
Todos obedecieron. Al cabo de unos segundos, el amplio comedor
se quedó vacío. Los murales parecían echarse sobre nosotros, dispues-
tos a transportarnos a los hermosos campos de Riverbend que mos-
traban. Riverbend, nuestra plantación, la cual hacía tiempo que había
dejado de existir.
-¿Te ha enseñado Evelyn el poema? -le pregunté a Carlotta
cuando nos quedamos solos.
Carlotta asintió y empezó a recitarlo lentamente.
-Se lo he recitado a mamá -dijo, cosa que me chocó-. Aunque
es perder el tiempo. ¿Qué crees que sucederá? -me preguntó-.
¿Acaso creías que podías bailar con el diablo y no pagar un precio por
ello?
-Pero yo no estaba seguro de que fuera el diablo. Cuando nací, en ,
Riverbend no se hablaba nunca ni de Dios ni del diablo. No existían.
-Cuando mueras irás al infierno -afirmó Carlotta.
Sus palabras me hicieron estremecer .
Deseaba contárselo todo, revelarle la verdad... Pero Carlotta se le-
vantó, arrojó la servilleta sobre la mesa como si se tratara de un guante
y salió precipitadamente.
De modo que le había recitado el poema a Mary Beth. Cuando
ésta vino a buscarme, murmuré las terribles palabras:
-Mata a los seres que no son humanos...
-No te alteres, querido -dijo Mary Beth-. Ve y diviértete.
Cuando salí al porche, el Stutz Bearcat estaba aparcado frente a él,
listo para partir. Stella, Lionel y yo nos instalamos en el vehículo y
enfilamos la calle Amelia, pero no nos detuvimos para visitar a Eve-
lyn, pues temíamos que nuestra visita resultara inoportuna.
Nos dirigimos a Storyville, a las casas de mis damas favoritas.
No regresamos hasta el amanecer. Recuerdo esa noche con toda
claridad, en parte porque fue la última que pasé en Storyville, escu-
chando a las orquestas de jazz, cantando y mostrándoles a Stella y
Lionel los burdeles que solía frecuentar. Mis amigas estaban escan-
dalizadas. Pero no existe nada en un burdel que no pueda comprarse.
Stella estaba entusiasmada. Eso era vivir, exclamó, eso era vida.
Bebió varias copas de champán y bailó hasta quedar agotada. Lionel
se mostró más reticente. Pero no importaba. Yo me estaba muriendo.
Mientras me encontraba en el atestado salón de la casa de Lulu White,
escuchando al pianista negro, pensé: «Me estoy muriendo» Estaba
obsesionado con la idea de la muerte. El mundo giraba en torno a Ju-
lien. Julien sabía que se avecinaba una tormenta, pero no podía impe-
dirlo. Julien sabía que los placeres, las aventuras y los triunfos habían
terminado para él. Julien acabaría enterrado en una fosa, como todo el
mundo.
Por la mañana, cuando regresamos a casa, besé a Stella y le dije
que lo había pasado estupendamente. Luego me retiré a mi desván,
convencido de que no saldría de allí.
Permanecí acostado en la oscuridad, noche tras noche, pensando:
«Y si después de muerto consiguiera regresar a la tierra, como el es-
píritu?»
Al fin y al cabo, si se trataba de Ashlar, uno de los numerosos
Ashlar, el santo, el rey, el vengativo fantasma, un simple ser humano...
De pronto oí unos extraños crujidos y noté que la cama temblaba.
Recordé de nuevo los versos: «Los seres que no son humanos.»
-¿Has venido a importunarme o a complacerme? -pregunté.
-Muere en paz, Julien -contestó el espíritu-. Estaba dispuesto
a revelarte mis secretos el primer día que entré contigo en esta casa. Te
dije que este lugar podía arrancarte de la eternidad, que era como los
antiguos castillos. Recuerda sus formas, Julien, sus airosas almenas.
Las verás a través de la niebla con toda claridad. Pero no quisiste es-
cucharme. ¿ Estás dispuesto a hacerlo ahora ? Te conozco bien. Estás
vivo. No querías oír hablar de la muerte.
-No sabes nada sobre la muerte -respondí-. Sólo te interesa
alcanzar tus fines, atosigarnos, vivir. Pero no sabes nada sobre la
muerte.
Me levanté de la cama y le di cuerda al Victrola para ahuyentar al
espíritu.
-Sí, deseo regresar -murmuré-. Deseo permanecer en la tierra,
formar parte de esta casa. Pero te juro, Señor, que no es por afán de
vivir de nuevo, sino porque lamento que la historia no haya conclui-
do, que el demonio siga presente. Deseo ayudar, ser el ángel del Señor.
Sin embargo, no creo en ti, Señor, sólo creo en Lasher y en mí mismo.
Nervioso, empecé a pasear de un lado a otro mientras sonaba el
vals de Violetta, una canción que desmentía todo dolor y sufrimiento,
una pieza frívola y, sin embargo, deliciosamente organizada.
De pronto sucedió algo extraordinario. Jamás, en toda mi larga
vida, me había llevado tal sorpresa como en aquel momento al ver el
rostro de una muchacha, que se había encaramado al tejado del por-
che, pegado a mi ventana.
Abrí la ventana apresuradamente y murmuré:
-Evelyn.
Y ella, perfumada, suave y calada hasta los huesos debido a la llu-
via primaveral, se arrojó en mis brazos.
-¿Cómo has llegado hasta aquí, cariño? -pregunté.
-Trepando por la parra, tío Julien. Me has demostrado que un
desván no tiene por qué ser una cárcel. Deseo permanecer contigo
todo el tiempo que sea posible.
Hicimos el amor y conversamos durante largo rato, tendidos en el
lecho, mientras amanecía. Evelyn me contó que Tobias y su familia se
portaban bien con ella, que le permitían salir cuando quería, que por
las tardes solía pasear por la avenida y la calle Canal, que había ido en
coche, que se había comprado unos zapatos. Richard le había regalado
unos vestidos muy bonitos. Cortland le había comprado un abrigo
con el cuello de piel. Mary Beth le había regalado un espejo y un peine
de plata.
Al cabo de un rato me incorporé y le di cuerda al Victrola. Evelyn
y yo bailamos al son del vals. Nos sentíamos embriagados, como si
hubiéramos salido de juerga, de copas, yendo de un bar a otro, aunque
no nos habíamos movido de la habitación. Evelyn llevaba una com-
binación adornada con encajes de color rosa y un lazo en el pelo. Bai-
lamos alrededor de la habitación, riendo felices, hasta que alguien...
hasta que Mary Beth abrió de pronto la puerta.
Yo sonreí. Sabía que mi angelical nieta me visitaría de nuevo.
En la oscuridad de la noche, hablé con mi Victrola.
Le pedí que me ayudara. Por supuesto, no creía en esas cosas.
Siempre me había negado a creer en ellas. Sin embargo, me corté las
uñas e introduje los fragmentos entre la lámina de madera inferior y
lateral del gramófono. Me corté un mechón de pelo y lo oculté debajo
del plato. Me mordí los labios hasta hacerme sangre y unté con ella la
tapa del aparato. En resumidas cuentas, convertí el Victrola en una
especie de muñeca de mí mismo, como las muñecas de las brujas. Lue-
go, me puse a cantar el vals.
Mientras sonaba la música, canté: «Regresa, regresa. Acude cuan-
do te necesiten. Acude cuando te llamen. Regresa, regresa.»
De pronto contemplé una terrible visión. Imaginé que había muer-
to y que me alzaba, iluminado por una potente luz, con los brazos ex-
tendidos, rodeado de un aire que se hacía cada vez más denso y oscuro.
Había regresado a la tierra. Parecía como si la noche estuviera poblada
de espectros como yo, almas perdidas que temían condenarse en el in-
fierno o que no creían en el paraíso. Entretanto, el vals seguía sonando
en el Victrola.
Al fin comprendí la futilidad de esos gestos. La brujería no es sino
una cuestión de foco; se trata simplemente de aplicar nuestra inmensa
e increíble energía aun acto de voluntad. ¡Sí, regresaría a la tierra!
Estaba convencido de ello.
Regresaría.
¡Guárdate de quienes te vigilan en ese momento supremo!
Sí, regresaría a la tierra.
Pues de otro modo la primavera no brillará, ...
ni reinarán los nuestros en el edén.
Recuerda los versos que te he recitado, Michael.
Recuérdalos. Fíjate en su significado. Te aseguro que no estaría
aquí si la batalla hubiera terminado, Michael. Todavía no ha llegado el
momento supremo. Tú te serviste del amor, pero no fue suficiente. Sin
embargo, existen otros instrumentos que puedes utilizar. Recuerda el
poema: «Con instrumentos toscos y crueles.» No dudes en utilizar-
los. No dejes que la bondad frene tu mano.
¿Por qué crees que he conseguido regresar? ¿Por qué crees que he
conseguido escuchar de nuevo el vals bajo este techo ? Dentro de unos
momentos deseo que hagas sonar para mí el vals, Michael, en mi pe-
queño Victrola. Haz que suene cuando yo haya desaparecido.
Pero permíteme que te hable sobre las últimas noches que recuer-
do. Empiezo a sentirme cansado. Veo el final de estas palabras, pero
no el final de esta historia. Tú mismo deberás relatarla. Deja que pro-
nuncie unas últimas palabras y recuerda tu promesa. Haz que el vals
suene para mí, Michael. Haz que suene, pues ninguno de los dos sa-
bemos si iré al cielo o al infierno. Quizá nadie lo sabrá nunca.
Al cabo de una semana le regalé el pequeño Victrola a Evelyn.
Aprovechando una tarde en que no había nadie en casa, envié a Ri-
chard en busca de Evelyn, con el ruego de que ésta acudiera cuanto
antes. Luego ordené a los sirvientes que me subieran el voluminoso
Victrola del comedor, un aparato mayor que el que conservaba en el
desván.
Una vez que Evie y yo nos quedamos solos, le dije que se llevara el
pequeño Victrola a casa y no dejara que nadie se apoderara de él hasta
que Mary Beth hubiera muerto. Ni siquiera quería que Richard su-
piera que ella se lo había llevado, por temor a que acabara confesán-
doselo a Mary Beth si ésta le interrogaba.
-Llévate el gramófono y cuando salgas ponte a cantar -le dije.
De ese modo, pensé, si Lasher la veía llevarse el misterioso objeto
se sentiría aturdido y no le concedería ninguna importancia. En aquel
momento recordé que el monstruo era capaz de adivinar mis pensa-
mientos.
Estaba desesperado.
Tan pronto como Evie se hubo marchado y el eco de su voz se
desvaneció en la escalera, puse en marcha el Victrola queme habían
subido del comedor y llamé a Lasher. Quizá no había visto salir a
Evelyn con el pequeño Victrola.
Sentí la presencia de Lasher -el cual permanecía invisible- de-
jándose arrastrar por la música, danzando torpemente alrededor de la
habitación, derribando los objetos que había sobre la repisa de la chi-
menea y haciendo que los cuadros temblaran. Perfecto. Eso demos-
traba que estaba ahí.
-Muy bien, Julien -dijo, apareciendo repentinamente mientras
trataba de ejecutar un complicado paso de baile. En su rostro se di-
bujaba una radiante sonrisa. «Qué lástima que sea incapaz de amarlo»,
pensé. En aquellos momentos Evie ya habría llegado a su casa.
Pasaron varias semanas sin novedad.
Evie gozaba de total libertad. Richard solía llevarla de paseo en
co.che, junto con Stella. Tobias la acompañaba todos los domingos a
misa.
Evie venía a visitarme cuando podía, entrando sin disimulo por
la puerta principal. Sin embargo, algunas noches prefería trepar por la
parra, como una temeraria diosa, inflamando mi pasión con su amor y
su arrojo hasta extremos obscenos y delirantes. Yacíamos juntos du-
rante horas, besándonos y acariciándonos. Me asombraba que, pese a
mi avanzada edad, consiguiera satisfacer a una muchacha tan joven y
apasionada. Le revelé algunos secretos, pero sólo unos pocos.
Los dioses me habían concedido ese último don.
-Te amo, Julien -decía el astuto Lasher cuando aparecía, con-
fiando en que pusiera en marcha el Victrola, pues le entusiasmaba
ese aparato-. ¿Quién trataría de lastimar a Evelyn? No represen-
ta ninguna amenaza para nosotros. Veo el futuro. Tenemos cuanto
deseamos.
Una tarde, cuando Mary Beth llegó a casa, le pedí que se sentara
junto a mí y le aseguré que no le había revelado a Evie ningún secreto
importante. Asimismo, le rogué que cuando yo hubiera desaparecido
se ocupara de ella.
Mary Beth me miró con los ojos llenos de lágrimas. Fue una de las
pocas ocasiones en que la vi conmovida.
-No me conoces ni me comprendes, Julien -dijo--. Durante es-
tos años he intentado unir a la familia, conseguir que fuéramos más
poderosos e influyentes. Mi máxima aspiración era que fuéramos fe-
lices. ¿Crees que sería capaz de hacerle daño a una niña que es nieta
tuya? ¿A la hija de Cortland? Haces que se me parta el corazón, Ju-
lien. Créeme, sé muy bien lo que hago, sé lo que le conviene a la fa-
milia. Debes confiar en mí, Julien, no quiero que mueras triste y pre-
ocupado. No dejes que tus últimas horas estén llenas de angustia y
temor. Si es necesario, permanecerá a tu lado día y noche. Deseo que
mueras en paz. Somos los Mayfair ..., estamos aun millón de leguas de
donde nos hallábamos en Riverbend. No temas, la familia subsistirá.
Pasaron varias noches. Yo permanecía despierto, pues ya no ne-
cesitaba dormir .
Sabía que Evelyn estaba encinta. Dios no da tregua a los ancianos.
Ardemos de pasión y engendramos hijos. ¡Qué tragedia! Pero ella no
lo sabía, y yo no se lo dije.
Sólo me atrevía a confiar en Cortland, a quien le pedía que acu-
diera a verme para sermonearle. Sabía que en cuanto supieran que
Evelyn estaba encinta todos pondrían el grito en el cielo. Sólo podía
confiar en que obedecieran mis instrucciones y protegieran a la niña
sucediera lo que sucediese. :
Una noche serena y cálida fallecí. Era a mediados de verano. Es-
toy seguro de ello, pues los mirtos estaban en flor. Es imposible que
me haya confundido.
Pedí a todos que me dejaran solo. Sabía que estaba a punto de mo-
rir. Permanecí acostado, apoyado cómodamente en un montón de al-
mohadas, contemplando las nubes por encima de los mirtos.
Deseaba regresar a Riverbend, sentarme a charlar con Marie Clau -
dette y averiguar quién era el joven que había secuestrado a unos escla-
vos y los había llevado a las habitaciones de Marguerite para que ésta
pudiera realizar sus macabros experimentos. ¿Quién había sido el in-
sensato?
De pronto me di cuenta de algo terrible. No podía moverme. No
podía incorporarme. No podía obligar a mis brazos a obedecer. La
muerte se cernía sobre mí como una helada invernal, congelando mis
miembros.
En aquel momento, casi confirmando que existía un Dios para los
cuentistas y los viejos verdes, vi a Evelyn encaramada en el borde del
tejado, agarrada a la parra.
Atravesó el tejado del porche y dijo:
-Abre la ventana, tío Julien. Soy Evie.
Pero yo no podía moverme.
-Amor mío -murmuré, mirándola embelesado.
Evie puso entonces en práctica sus dotes de bruja y, con sus ma-
nos y sus poderes psíquicos, consiguió abrir la ventana. Luego exten-
dió los brazos, me sujetó por los hombros, me atrajo hacia sí y me
besó.
-Amor mío...
Vi unos nubarrones en el cielo y noté que caían las primeras gotas
de lluvia sobre el tejado del porche y sobre mi rostro. Observé que las
ramas de los árboles se agitaban violentamente y oí que el viento so-
plaba con furia, azotando los árboles y las plantas, gimiendo como
cuando murió mi madre y cuando murió la madre de ésta.
Había estallado una tormenta porque la bruja agonizaba. Yo era la
bruja. Era mi muerte y mi tormenta.
24
Se hallaban de pie, rodeados por la niebla, formando un círculo
irregular. A lo lejos retumbaba un ruido sordo y continuado que pa-
recía presagiar tormenta.
Eran las personas más peligrosas que había visto jamás, hijos de la
pobreza y la ignorancia. Presentaban los defectos propios de los po-
bres y los desvalidos: el cojo, el jorobado, el niño con los brazos ex-
tremadamente cortos y otros, demacrados, rudos, deformes, temibles,
cubiertos con unos harapos de color pardo. Michael se preguntó si
percibirían también aquel monótono murmullo.
Sobre el valle se cernían unos densos nubarrones. En las pie-
dras, tal como el profesor de Edimburgo le había asegurado a Julien,
se apreciaban unos dibujos. Eran unas piedras enormes, dispuestas en
círculo.
Michael se incorporó. Estaba mareado. «¿Qué hago aquí? -se
preguntó-. Estoy soñando. Debo regresar a casa. No puedo desper-
tarme aquí. Pero no sé cómo regresar.» El monótono e insistente ru-
mor le ponía nervioso. ¿Podían oírlo esas gentes? Tal vez se tratara de
un temblor de tierra, aunque no era probable. De todos modos, en
aquel lugar podía suceder cualquier cosa. Todo era posible. Era pre-
ciso que saliera de allí.
-Nos gustaría ayudarle -dijo un individuo alto con una abun-
dante cabellera canosa, avanzando hacia Michael. Lucía unos calzones
negros y un tupido bigote que le cubría el labio superior. Tenía una
hermosa voz de barítono-. Peto ignoramos quién es usted y qué ha
venido a hacer aquí. No sabemos cómo ayudarle a regresar a casa.
Se expresaba en inglés moderno. «Esto es absurdo -pensó Mi-
chael-. Debe de tratarse de un sueño.»
¿Qué demonios era aquel ruido? No le resultaba desconocido,
pues lo había oído otras veces. Deseaba detenerlo.
Las piedras que había junto a él debían de medir unos seis metros
de altura. Eran puntiguadas y se alzaban como toscos cuchillos, os-
tentando las efigies de unos guerreros dispuestos en fila, armados con
lanzas y escudos.
-Los pictos -dijo Michael.
Los otros lo miraron extrañados, como si no comprendieran sus
palabras.
-Si le abandonamos aquí -dijo el hombre de pelo canoso-,
vendrán los duendes y se lo llevarán. Están llenos de odio. Tratarán
de convertirlo en un gigante y reclamarán el mundo. Usted lleva su
sangre.
De pronto percibió un murmullo estridente que resonó en todo el
valle. Era un sonido familiar, más fuerte que el rumor que retumbaba
a lo lejos.
-Conozco ese sonido -dijo Michael. Trató de ponerse en pie,
pero cayó sobre la húmeda hierba. Los otros observaron sus ropas
con curiosidad, como si nunca hubieran visto a nadie vestido como él.
-¡Estamos en otra época! -exclamó Michael-. ¿No oyen ese
ruido? Es un teléfono que está sonando para obligarme a regresar.
El individuo alto se acercó a él. Tenía las pantorrillas y las rodillas
sucias, como si hubiera caído en un pantano. Sus ropas también esta-
ban manchadas.
-Nunca he visto a los duendes -dijo-, pero sé que son muy
peligrosos. No podemos abandonarlo aquí.
-Aléjese de mí -dijo Michael-. Me marcho. Esto es un sue-
ño. No se queden aquí. Váyanse. Tengo cosas muy importantes que
hacer .
Al fin consiguió ponerse en pie, pero cayó hacia atrás y apoyó las
manos en las tablas del suelo. El teléfono seguía sonando insistente-
mente. Michael trató de abrir los ojos.
De pronto el sonido cesó. «Tengo que despertarme -pensó Mi-
chael-. Tengo que levantarme. No dejes de sonar.» Tras no pocos
esfuerzos, consiguió ponerse de rodillas. Percibió de nuevo el monó-
tono rumor. Era el Victrola. El pesado brazo, provisto de una tosca
aguja, estaba posado sobre un disco que había dejado de sonar y que
seguía girando incesantemente.
La luz se filtraba a través de las dos ventanas de la habitación.
Debajo de una de ellas, la ventana por la que se había precipitado
Antha, estaba el Victrola con la tapa abierta, en la cual había unas le-
tras doradas que decían: VICTOR.
En aquel momento oyó unos pasos en la escalera.
-¿Quién es? -preguntó, poniéndose en pie.
Estaba en su habitación. Vio su mesa de dibujo y su silla. y los
estantes llenos de libros: Arquitectura victoriana, La historia de las
casas de madera en América, etcétera. Eran sus libros.
Sonaron unos golpes en la puerta-
-¿Está usted ahí, señor Mike? Le llama el señor Ryan.
-Entra, Henri.
¿Notaría Henri que estaba nervioso, que tenía miedo?
El pomo de la puerta giró y ésta se abrió bruscamente, dejando
que la luz del descansillo penetrara en la habitación. Michael apenas
logró distinguir la silueta y el rostro de Henri, iluminado por la pe-
queña araña que colgaba detrás de él.
-Le traigo buenas y malas noticias, señor Mike. Han encontrado
a su esposa en Saint Martinville, pero está muy mal. Dicen que no
puede moverse ni hablar .
-¡Gracias a Dios que la han encontrado! ¿Están seguros de que
se trata de Rowan ? -preguntó Michael.
Salió de la habitación y bajó apresuradamente la escalera, seguido
de Henri, el cual no cesaba de hablar. Michael tropezó con un escalón
y el mayordomo extendió la mano para sujetarlo.
-El señor Ryan se dirige hacia aquí. Ha llamado el forense de Saint
Martinville. Al parecer, su esposa llevaba unos documentos en el bolso
que acreditan que se trata de la doctora Mayfair.
De pronto apareció Eugenia con el teléfono en la mano.
-Sí, señor, lo hemos encontrado -dijo a través del auricular.
Michael se lo arrebató de las manos.
-¿Ryan?
-Van a trasladar a Rowan en ambulancia al hospital Mercy -res-
pondió la fría voz de su interlocutor-. Llegará dentro de una hora
aproximadamente, si utilizan la sirena. Me temo que la situación es
grave, Michael. N o consiguen reanimarla. Al parecer, está en coma.
Estamos tratando de localizar a su amigo, el doctor Larkin, en el hotel
Pontchartrain, pero no conseguimos dar con él.
-¿Qué puedo hacer? ¿Qué me aconsejas que haga? -preguntó
Michael.
Pensó en tomar la autopista I -10 y dirigirse hacia el norte hasta
encontrarse con la ambulancia. Luego giraría en el arcén y la seguiría.
¡La ambulancia llegaría dentro de una hora!
-Tráeme la chaqueta, Henri. y mi billetero. Está en la biblioteca.
Me he dejado las llaves y el billetero en la biblioteca.
-Vete al hospital-dijo Ryan-. Ya los han avisado. La instala-
rán en la suite de los Mayfair. Nos reuniremos allí. ¿No sabes dónde
puede estar el doctor Larkin?
Michael se puso la chaqueta apresuradamente. Se bebió el zumo
de naranja que le entregó Eugenia, mientras ésta le recordaba que no
había probado bocado y que eran las once de la noche.
-Trae el coche, Henri. Apresúrate.
Rowan estaba viva y la traían de regreso a casa. Llegaría al hospital
Mercy dentro de una hora.«¡Maldita sea!», pensó Michael. Sabía que
regresaría, pero no en esas condiciones.
Tras coger las llaves y el billetero de manos de Eugenia y guar-
Darlos en el bolsillo, echó a correr hacia la puerta. No necesitaba coger
dinero. Iban a trasladar a Rowan a la suite de los Mayfair, donde él
mismo había estado ingresado tras sufrir el ataque cardíaco, conecta-
do a unos aparatos que lo mantenían con vida y oyendo el murmullo
de éstos, igual que oía el sonido del Victrola.
-Escucha, Eugenia, hay algo muy importante que quiero que
hagas-dijo Michael-.Sube a mi habitación. En el suelo hay un vie-
jo Victrola. Dale cuerda y pon un disco, ¿De acuerdo?
-¿Ahora?¿A estas horas de la noche?¿Porqué?
-Haz lo que te ordeno. O mejor aún, baja el Victrola al salón. Así
resultará más sencillo. Déjalo, no podrás cargarcon él. Sube, pon un
disco unas cuantas veces y luego acuéstate.
-No lo entiendo. Han hallado a su esposa, está viva, van a tras-
ladarla al hospital, no sabe si está malherida, y sólo se le ocurre pedir-
me que ponga un disco en el gramófono...
-Exactamente.
Al salir, Michael vio el coche deslizándose entre las encinas como
un enorme pez verde. Bajó apresuradamente los escalones y se dirigió
hacia él
-¡Haz lo que te he ordenado! -le indicó a Eugenia antes de ins-
talarse en el asiento posterior del vehículo-. Lo importante es que mi
mujer está viva. Está viva, y si está viva me escuchará. Yo le hablaré y
ella me contará lo sucedido. ¡Está viva, Julien! Todavía no ha llegado
el momento supremo. Llévame al hospital, Henri, rápido.
A medida que el coche avanzaba por la calle Magazine hacia el
centro de la ciudad, Michael recordó el resto del poema, formado por
unas enigmáticas palabras. Oyó la voz de Julien, cuyo vistoso acento
francés iluminaba las letras al igual que los viejos monjes las ilumina-
ban pintándolas de rojo o dorado y decorándolas con diminutas fi-
guras y hojas.
Guárdate de quienes te vigilan en ese momento supremo,
no franquees la entrada a los médicos.
Los eruditos se alimentarán del mal
y los científicos lo ensalzarán.
-Es terrible -decía Henri-. Esas pobres mujeres... Todas ellas
han muerto de forma violenta...
-¿De qué demonios estás hablando? -preguntó Michael.
Deseaba fumarse un cigarrillo. Le parecía percibir el dulce aroma
del cigarro de Julien, el cual impregnaba sus ropas. Recordó a Julien
encendiendo el cigarro, aspirando el humo y agitando la mano. Luego
recordó el brillo de la cama de metal en la habitación y la voz de Vio-
letta entonando su alegre canción.
-¿A qué mujeres te refieres? ¿De qué estás hablando? No en-
tiendo una palabra. ¿Qué hora es?
-Son las once y media -contestó Henri-. Me refiero a las otras
mujeres de la familia Mayfair. La madre de la señorita Mona murió en
el hospital, y la pobre señorita Edith en su apartamento del centro,
aunque no recuerdo haberla conocido. Tampoco recuerdo el nombre
de la otra señora, ni el de la que murió en Houston, ni el de la que
murió después de ella.
-¿Que han muerto todas esas Mayfair? No sabía nada.
-Sí, señor. La señorita Bea dice que todas murieron de forma
violenta. El señor Aaron telefoneó. Todos trataban de localizarlo. No
sabíamos si estaba usted en casa. Tenía las luces de su habitación en-
cendidas. ¿Cómo iba a imaginar que estaba dormido en el suelo?
Henri siguió hablando, explicando que Eugenia y él le habían
buscado por toda la casa y el jardín. Pero Michael no le prestaba
atención. Estaba abstraído, observando los destartalados edificios de
la calle Magazine que desfilaban ante la ventanilla del coche y escu-
chando los versos del poema.
Sembrarán el dolor y el sufrimiento,
la sangre y el terror.
25
Conque ése era Stólov. Lo reconoció en cuanto bajó del avión. Le
habían seguido la pista. Ahí estaba ese tipo musculoso, aguardándole,
vestido con una gabardina negra y observándole con unos ojos claros
que brillaban como el cristal.
Stólov tenía unas pestañas casi invisibles y unas tupidas cejas; y el
pelo rubio. Yuri pensó que debía de ser noruego. No, ruso. Se llamaba
Erich Stólov.
-Hola, Stólov -dijo Yuri, cogiendo la bolsa de viaje con la mano
izquierda y extendiendo la derecha.
-Veo que sabe quién soy -respondió Stólov-. No estaba se-
guro de que me reconociera.
Tenía un acento escandinavo con cierto deje de Europa oriental.
-Siempre reconozco a nuestros compañeros -dijo Yuri-. ¿Qué
hace en Nueva Orleans? ¿Trabaja con Aaron Lightner? ¿O ha venido
simplemente a recogerme?
-Eso es lo que me han encargado que le explique -contestó
Stólov, apoyando ligeramente la mano en la espalda de Yuri mientras
avanzaban por el pasillo enmoquetado, el cual parecía absorber todos
los sonidos cálidos.
Los pasajeros pasaban junto a ellos apresuradamente. Stólov se
expresaba en un tono amistoso y cordial que a Yuri le sonaba falso.
-No debió abandonar la casa matriz, Yuri -prosiguió-, aunque
comprendo sus motivos. Sabe que somos una orden muy autoritaria,
en la que se concede gran importancia a la obediencia. Ya sabe por qué.
-No, dígamelo usted. Me han excomulgado. No me siento obliga -
do a responder a sus preguntas. He venido a ver a Aaron. Es el único
motivo por el que estoy aquí.
-Ya lo sé-contestó Stólov-. ¿Le apetece un café?
-No, prefiero ir directamente al hotel. Quiero reunirme con
Aaron tan pronto como sea posible.
-No puede verle ahora --dijo Stólov en tono conciliador-. Ha
sucedido una tragedia en la familia Mayfair. Aaron está con ellos.
Además, Aaron es miembro de Talamasca. No le gustará que se pre-
sente usted de sopetón. Incluso es posible que sus muestras de afecto
le causen cierto embarazo.
Sus palabras enfurecieron a Yuri. No le caía bien ese tipo rubio y
atlético.
-Aun así, deseo hablar con él. Mire, Stólov, al marcharme sabía
que abandonaba para siempre la organización. ¿ Por qué me habla en
ese tono tan paciente y amable? ¿Sabe Aaron que está usted aquí?
-Es usted un elemento muy valioso para la Orden, Yuri. Anton
es ahora el nuevo Superior General. Es posible que David Talbot hu-
biera resuelto la situación de forma más eficaz. A veces, en los mo-
mentos de transición, perdemos agente a la que luego echamos de
menos. ,
Stólov señaló la cafetería, donde unas tazas relucían sobre las va-
cías mesas de formica. Incluso en esta ciudad se percibía un aroma a
café típicamente americano, de escasa consistencia.
-No, prefiero ir al hotel-insistió Yuri-. Deseo ver a Aaron y
comunicarle que me encuentro aquí. Luego, si quiere, podemos re-
unirnos los tres.
-No puede hablar con él en estos momentos. Está en el hospital.
Han encontrado a Rowan Mayfair y Aaron está con la familia. Aaron
corre un gran peligro. Es preciso que me escuche. Este malentendido
que se ha producido entre nosotros se debe a que queríamos proteger
a Aaron. Ya usted.
-En tal caso puede explicárnoslo a los dos.
-No, le ruego que me escuche -dijo Stólov suavemente-.
Yuri se dio cuenta de que le estaba bloqueando el paso. Era un
individuo más fuerte y corpulento que él. No es que le temiera, pero
no sabía cómo deshacerse de ese pelmazo. No obstante, tenía un ros-
tro agradable e inteligente.
-Necesitamos que colabore con nosotros, Yuri -prosiguió Stó-
lov, empleando el mismo tono paciente y amable-. Tememos que le
ocurra algo malo a Aaron. Puede decirse que se trata de una misión de
rescate para salvar a Aaron Lightner. Aaron está muy involucrado en
los asuntos de la familia Mayfair y ha cometido varios errores.
-¿A qué se refiere? -preguntó Yuri.
Sin apenas darse cuenta, Yuri dejó que el otro .lo condujera ala
cafetería. Se sentó ante una mesa, frente al fornido noruego, y le ob-
servó en silencio mientras éste pedía a la camarera que les trajera café
y unos bollos.
Yuri calculó que Stólov tenía unos diez años más que él. Eso sig-
nificaba que debía de rondar los cuarenta. Cuando se desabrochó la
gabardina negra, Yuri observó que llevaba un traje convencional,
como todos los miembros de Talamasca, bien cortado, de lana fría,
caro pero no ostentoso. Iba vestido como todos los hombres de su
generación, en lugar de lucir la clásica chaqueta de mezclilla con par-
ches de cuero en los codos como David, Aaron y compañía.
-Comprendo que se muestre receloso -dijo Stólov-. Pero so-
mos una organización, una familia. No debió abandonar la casa ma-
triz como lo hizo, Yuri.
-Ya me lo ha dicho. ¿Por qué me prohibieron los Mayores ha-
blar con Aaron Lightner ?
-No sabían que sus palabras iban a tener estas repercusiones.
Querían discreción, disponer de tiempo a fin de tomar las medidas
oportunas para proteger a Aaron. No imaginaron que usted se lo to-
maría de este modo.
La camarera les sirvió un café descolorido y aguado.
-Quiero un espresso. Lo siento -dijo Yuri, apartando la taza.
La camarera depositó en la mesa los bollos, que tenían un aspecto
dulzón y pegajoso. Yuri no tenía hambre. Había comido algo muy
poco apetitoso en el avión.
-Dice que han encontrado a Rowan Mayfair -dijo Yuri, con-
templando los repugnantes bollos- y que Aaron está en el hospital.
Stólov asintió, se bebió el café aguado y lo miró con sus ojos claros.
La ausencia de color les daba un aire frío. De pronto, inexplicablemen-
te, adoptó una expresión agresiva. Y uri no comprendía el motivo.
-Aaron está enfadado con nosotros -dijo Stólov-. Se niega a
colaborar. El día de Navidad sucedió algo que afectó profundamente
ala familia Mayfair. Aaron cree que, de haber estado presente, habría
salvado a Rowan Mayfair. Nos culpa por no haber podido ayudarla.
Pero se equivoca. No habría podido ayudarla, pues lo habrían asesi-
nado. Aaron se está haciendo viejo. Nunca ha intervenido en un caso
tan peligroso como éste.
-No es ésa la impresión que tengo yo -replicó Yuri-. No es la
primera vez que la familia Mayfair trata de eliminarlo. Aaron se ha
encontrado en muchas situaciones de peligro; ha llevado a cabo unas
investigaciones muy arriesgadas. Es muy valioso para la Orden, por-
que es un investigador de gran experiencia y eficacia.
-No es la familia la que representa una amenaza para Aaron, no
son las brujas Mayfair, sino un individuo al que ellos han ayudado y
apoyado, por decirlo así.
-Lasher.
-Veo que conoce su historia.
-En efecto.
-¿Vio usted a ese individuo cuando estuvo en Donnelaith?
-Sabe muy bien que no lo he visto. Puesto que trabaja en este
caso, debe de haber leído los informes que envié a los Mayores, unos
informes que había preparado para Aaron. Sabe que he hablado con
las personas que han visto a ese individuo, pero que no lo he visto
personalmente. ¿Acaso lo ha visto usted?
-¿Por qué está tan enojado, Yuri? -preguntó Stólov con su her-
mosa voz de barítono.
-No estoy enojado, sino receloso. Toda mi vida la he consagrado
a la organización Talamasca. Ellos me ayudaron a hacerme adulto.
Quizá no hubiera alcanzado la madurez de no haber sido por la Orden.
Pero hay algo que no encaja. Se comportan de forma extraña. Usted
mismo me habla en un tono que no alcanzo a comprender. Deseo ha-
blar directamente con los Mayores. Insisto en hablar con ellos.
-Eso es imposible, Yuri -respondió Stólov suavemente-. Na-
die puede hablar con los Mayores, usted lo sabe. Aaron también lo I
sabe. Puede comunicarse con ellos a través de los cauces habituales...
-Se trata de una emergencia.
-¿Para Talamasca? No. Para Aaron y para usted, sí; pero para ;
Talamasca nada representa una emergencia. Somos como la Iglesia de
Roma.
-Dice que han hallado a Rowan Mayfair .
-Está ingresada en el hospital Mercy, pero esta mañana la trasla-
darán a su casa. Anoche estaba conectada al sistema de respiración
asistida, pero hoy han decidido trasladarla a casa. De todos modos, no
se recuperará por completo; los médicos lo confirmaron anoche. Su
cerebro ha sufrido graves daños tóxicos, como los que suelen produ-
cir una conmoción, una sobredosis de droga, una reacción alérgica o
un repentino aumento de insulina. Al menos, eso dicen los médicos.
Me limito a repetir lo que le han dicho a la familia.
»Saben que es imposible que se recupere. La propia Rowan, en su
calidad de heredera del legado, dejó unas instrucciones médicas por
si se producía una situación semejante. Dejó dicho que, una vez se hu-
biese confirmado un pronóstico negativo, debían desconectarla de los
aparatos que la mantuvieran con vida y trasladarla a casa. -Stólov con-
sultó su reloj, un horrible aparatito lleno de pequeños mecanismos y
letras digitales-. Seguramente ya la habrán trasladado -añadió-.
Aaron estará con ellos. Debe darle a su amigo un poco de tiempo.
-Le doy a usted exactamente veinte minutos para que se expli-
que. Luego me marcharé.
-Muy bien. Ese individuo, Lasher, es muy peligroso. Es un ser
extraño, fuera de lo común, que intenta reproducirse. Existen indicios
de que algunos miembros de la familia Mayfair pueden resultarle útiles
para tal fin, puesto que la familia posee cierta peculiaridad gen ética, una
serie de cromosomas que los demás seres humanos no poseen. Todo
parece indicar que Michael Curry posee también esos misteriosos
cromosomas. Es un rasgo propio de los países del norte, sobre todo de
los celtas. Cuando Rowan y Michael se unieron, engendraron una
extraña criatura que no era humana, aunque es posible que no hubiera
conseguido nacer de no haber mediado una extraña fuerza espiritual.
La migración, por decirlo así, de una poderosa y enérgica alma. Dicha
alma se apropió del embrión antes de que su propia alma hubiera pe-
netrado en él, y controló su desarrollo, valiéndose de esos cromosomas
adicionales para crear una nueva estructura sin precedentes. Fue una
unión entre el misterio y la ciencia, entre un ente espiritual y un defecto
gen ético del que dicha fuerza espiritual se aprovechó. Una oportuni-
dad física de la que ese extraño poder oculto se benefició.
Yuri reflexionó durante unos minutos. Lasher, el espíritu que de-
seaba convertirse en un ser de carne y hueso, que había amenazado a
Petyr van Abel con toda clase de siniestras predicciones, que había
tratado reiteradamente de materializarse, había sido parido por Ro-
wan Mayfair. Eso era lo que Y uri había deducido antes de llegar aquí,
aunque no había contado con el deseo del monstruo de reproducirse.
Sin embargo, era lógico que lo deseara.
-Absolutamente lógico -dijo Stólov-. La evolución se basa en
la reproducción. Tras hacer su entrada en escena, ese ser debe repro-
ducirse y asumir el control de la situación. Si logra hallar a la mujer
adecuada, tendrá éxito en su empresa. Rowan Mayfair ha sido des-
truida por los intentos de ese ser de reproducirse. Su cuerpo ha que-
dado destrozado por sus breves y fallidas gestaciones. Otras mujeres
de la familia, carentes de esos cromosomas adicionales, han sufrido
una hemorragia fatal al cabo de unas horas de ser atacadas por ese ser .
La familia sabe que él destruyó a Rowan Mayfair y que representa una
amenaza para otras mujeres de la familia, que se aprovechará de ellas
hasta dar con una que sobreviva a la fertilización y dé a luz una cria-
tura engendrada por él. La familia cerrará filas en torno a sí misma, a
fin de protegerse y ocultar esos hechos, como ha ocultado todos sus
misterios en el pasado. Tratarán de dar con el paradero de ese ser va-
liéndose de sus inmensos recursos, pero no permitirán que los demás
tengan conocimiento de ello ni intenten ayudarlos.
-Pero, no entiendo por qué Aaron está en peligro.
-Es muy evidente. Aaron conoce la existencia de ese ser. Sabe
quién es. Durante los días posteriores a Navidad, antes de que los
Mayfair comprendieran lo que había sucedido, se cometieron muchas
torpezas. Recogieron pruebas forenses en el lugar donde había naci-
do la criatura, las cuales fueron enviadas a unos laboratorios. Luego,
Rowan se puso en contacto con un médico de San Francisco, al que le
envió unas muestras de tejidos de la criatura y de ella misma. Eso fue
un grave error. El médico que analizó ese material en una institución
privada de San Francisco ha muerto. El médico que le entregó el ma-
terial, y que vino aquí para hablar con la familia, ha desaparecido sin
dejar rastro. Anoche abandonó el hotel sin más explicaciones. Nadie
lo ha visto. En Nueva York, los resultados de las pruebas gen éticas de
ese ser se han evaporado. Lo mismo ha sucedido en un instituto ge-
nético de Europa, al cual el instituto de Nueva York había enviado
unas muestras de sus trabajos. En resumidas cuentas, todos los infor-
mes que existían sobre ese ser han desaparecido.
»Pero nosotros, los miembros de Talamasca, sabemos todo lo re-
ferente a él. Disponemos de más datos incluso que los pobres desgra-
ciados que examinaron sus células bajo el microscopio. Más aún que
la familia que ahora trata de protegerse de él. Ese ser intentará destruir
los datos que existen sobre él. Es inevitable. Quizá... cometimos un
error al subestimarlo.
-¿A qué se refiere?
La camarera depositó el espresso delante de Yuri. Éste tocó la taza
con las manos. Estaba muy caliente.
-«Observamos y siempre estamos presentes» -respondió Stó-
lov-. Ése es nuestro lema. Pero, a veces, esas poderosas fuerzas que
observamos, esas siniestras e inclasificables formas de energía, maldad
o como quiera llamarlas, tratan de destruir a los testigos. Es el precio que
debemos pagar por permanecer atentos, alertas. Quizá si hubiéramos
previsto el nacimiento de ese ser... Pero no estoy seguro de que alguien
creyera que eso era posible. En cualquier caso, es demasiado tarde.
»Ese ser tratará de matar a Aaron, ya usted también. Tratará de
matarme a mí cuando se entere de que intervengo en el caso. Ése es el
motivo de que las cosas hayan cambiado en Talamasca. Por eso ha nota-
do usted algo raro en la organización. Los Mayores han cerrado las puer-
tas a cal y canto. Están dispuestos a ayudar a la familia en la medida de lo
posible, pero no permitirán que la vida de sus miembros corra peligro.
No dejarán que ese ser invada nuestros archivos y destruya los valiosos
informes que poseemos. Como he dicho, no es la primera vez que ocu-
rren esas cosas, pero disponemos de medios para defendernos.
-Y sin embargo, usted afirma que no se trata de una emergencia.
-En efecto, es simplemente otra forma de operar. Hemos refor-
zado las medidas de seguridad, procuramos ocultar las pruebas, exi-
gimos a quienes intervienen en la investigación una obediencia ciega.
-Les exigimos a usted ya Aaron que regresen de inmediato a la casa
matriz.
-¿Aaron se niega a ello?
-Rotundamente. No quiere abandonar a la familia. Se arrepiente
de no haber podido evitar la tragedia que ocurrió el día de Navidad
por haber obedecido las instrucciones de los Mayores.
-¿Cuál es el propósito oficial de la Orden? ¿Simplemente el de
protegerse?
-Aplicar las máximas medidas de protección.
-No le entiendo.
-Yo creo que sí. Aplicar las máximas medidas de protección sig-
nifica destruir a ese ser. Pero debe dejar este asunto en nuestras ma-
nos, en las mías y las de mis investigadores. Nosotros sabemos cómo
localizar a ese ser, cómo atraparlo e impedirle que alcance sus sinies-
tros fines.
-¿Pretende hacerme creer que nuestra Orden, nuestra querida
Talamasca, ha realizado ese tipo de trabajos con anterioridad?
-Desde luego. No podemos permanecer pasivos cuando está en
juego nuestra propia seguridad. Tenemos otro sistema de operar, en el
que usted y Aaron no pueden intervenir .
-De todos modos, hay algunas piezas que no encajan.
-¿Qué quiere decir? Creo haberme explicado con toda claridad.
-Dice que la familia corre peligro, al igual que la Orden. Pero
¿qué me dice del peligro que corren los demás? ¿Qué clase de código
moral tiene ese ser? Suponiendo que logre reproducirse, ¿cuáles serán
las consecuencias ?
-Eso no sucederá. Es impensable que pueda suceder. No sabe us-
ted lo que dice.
-Sé perfectamente lo que digo -replicó Yuri-. Me refiero a las
personas que lo han visto. Cuando ese ser haya conseguido copular con
las mujeres idóneas, se propagará a gran velocidad, la velocidad a la que
se propagan los insectos o los reptiles, mucho mayor que la velocidad
a la que se reproducen otros mamíferos capaces de eliminarlos.
-Es usted muy sagaz. Conoce muchos datos de ese ser. Lamento
que haya leído el informe, que fuera a Donnelaith. Pero no tema, esa
criatura no conseguirá reproducirse. ¿Quién sabe cuánto tiempo pue-
de subsistir? Sólo sabemos que debemos impedir a toda costa que se
reproduzca.
Stólov empuñó el cuchillo y el tenedor, cortó un pedazo de bollo
y se lo comió en silencio mientras Yuri lo observaba. Luego dejó los
cubiertos en el plato y miró a éste.
-Convenza a Aaron de que regrese con usted. Dígale que debe
dejar a la familia Mayfair y sus asuntos en nuestras manos.
-Algo me huele mal -contestó Yuri-. Hay muchos intereses
en juego. Usted me oculta algo. Ése no es el modo en que operan los
de Talamasca. Dice que ese ser es muy peligroso... Pero no, eso no
encaja con lo que yo sé sobre la Orden, sobre mis compañeros.
-No entiendo una palabra de lo que dice.
-Reconozco que es usted muy paciente conmigo y se lo agra-
dezco. Pero nuestra orden es muy hábil. Los Mayores saben cómo
resolver una crisis sin despertar sospechas y sembrar la alarma. Este
asunto se ha llevado de una forma burda. A los Mayores no les hu-
biera costado nada tenerme contento en Londres, contentar a Aaron,
en lugar de hacer las cosas torpe, apresurada y bruscamente. No sé.
No es el modo de obrar de los de Talamasca.
-La Orden le exige obediencia, Yuri. Tiene derecho a exigírsela.
Por primera vez, Stólov se mostraba irritado. Arrojó la servilleta
manchada de café y azúcar sobre la mesa de mármol, junto al tenedor.
Yuri lo miró perplejo.
-En las últimas cuarenta y ocho horas han muertos varias mu-
jeres -prosiguió Stólov-. Ese médico, Samuel Larkin, quizás haya
muerto también. Rowan Mayfair no tardará en morir. Los Mayores
no esperaban que usted les causara tantos problemas en unos mo-
mentoscomo éstos. No imaginaron que, con su conducta, empeora-
ría las cosas, como tampoco imaginaron que Aaron pudiera serles
desleal.
-¿Desleal?
-Ya se lo he dicho. Se niega a abandonar a la familia. Pero es vie-
jo. No puede hacer nada contra Lasher. ¡Es imposible que consiga
vencerlo! -afirmó Stólov enojado.
Yuri se reclinó hacia atrás, clavó los ojos en la servilleta de Stólov
y se quedó pensativo. Stólov la cogió, se limpió los labios y la arrojó
de nuevo sobre la mesa.
-Deseo comunicarme con los Mayores -insistió Yuri-. Quie-
ro oír esas cosas de sus labios.
-Muy bien. Llévese a Aaron. Lléveselo a Nueva York. Está usted
fatigado. Descanse unos días, pero en un lugar que sólo nosotros co-
nozcamos. Luego puede ponerse en contacto con los Mayores. No se
precipite. Hable con Aaron. Pero luego debe regresar a Londres, ala
casa matriz.
Yuri se levantó, dejó la servilleta en la silla y preguntó:
-¿Me acompaña a ver a Aaron?
-Sí. Quizá sea mejor que haya venido usted, pues dudo que yo
hubiera logrado convencerlo de que abandone el caso. Vámonos.
Yo también quiero hablar con él.
-¿Es que todavía no ha hablado con él?
-Estoy muy ocupado y Aaron no quiere colaborar .
Había un coche aguardándoles, un impresionante Lincoln tapiza-
do de terciopelo gris. Tenía los cristales ahumados, de forma que el
mundo exterior aparecía envuelto en la oscuridad. Era imposible con-
templar una ciudad a través de esas ventanillas, pensó Yuri. De pronto
recordó algo que había sucedido hacía años.
Recordó el largo viaje en tren que había emprendido a Serbia con
su madre. Ésta le había dado algo, un punzón para partir hielo, aun-
que él no sabía de qué se trataba. Era un instrumento largo, redon-
deado y afilado, de metal, con el mango de madera desconchado.
-Toma -le dijo su madre-. Utilízalo cuando te encuentres en
un apuro. Si alguien te ataca, clávaselo entre las costillas.
Yuri se quedó asombrado al observar la feroz expresión de su
madre en aquellos momentos.
-Pero ¿Quién va a querer hacernos daño? -preguntó.
No recordaba lo que había sido del punzón. Quizá lo había deja-
do olvidado en el tren.
Le había fallado a su madre. A ella ya sí mismo. Mientras la li-
musina circulaba a toda velocidad por la autopista, Yuri lamentó no
disponer de ningún arma para defenderse, ni siquiera de una navaja.
Dado que no permitían viajar en avión con ese tipo de instrumentos,
había dejado en casa su navaja multiuso.
-Se quedará más tranquilo cuando se haya puesto en contacto con
los Mayores y éstos le rueguen oficialmente que regrese a casa.
Yuri miró a Stólov, vestido de negro de pies a cabeza, a excepción
del cuello blanco de la camisa, con sus grandes manos apoyadas en las
rodillas y flexionando los dedos.
Yuri sonrió y dijo:
-Tiene razón. Un fax enviado aun número de Amsterdam. Está
tan bien calculado que no puede sino inspirar confianza.
-Por favor, Yuri, le necesitamos -respondió Stólov con visibles
muestras de disgusto.
-Lo sé. ¿Cuándo podremos reunirnos con Aaron?
-Dentro de unos minutos. Aquí las distancias son muy cortas.
Yuri cogió el micrófono instalado en el panel de la puerta y le
preguntó al conductor:
-¿Conoce alguna tienda donde vendan pistolas? ¿ Usted podría
llevarme?
-Sí, señor. Hay una tienda de armas en la calle South Rampart.
-Muy bien.
-¿A qué viene esto? -preguntó Stólov, frunciendo el ceño. Es-
taba pálido, triste.
-Son mis orígenes cíngaros -contestó Yuri-. No se preocupe.
El dueño de la tienda de la calle South Rampart poseía un arsenal
en una vitrina situada en la pared, detrás de él.
-Necesito que me muestre un carné de conducir expedido en
Luisiana.
Stólov permanecía inmóvil, presenciando la escena. Yuri lo miró
furioso.
-Deseo adquirir una pistola de cañón largo, una Magnum del
calibre trescientos cincuenta y siete. y una caja de cartuchos. -Yuri
sacó del bolsillo diez billetes de cien dólares, luego veinte, los contó y
le dijo al hombre-: No tema. No soy un delincuente, pero necesito
una pistola, ¿comprende?
Cargó la pistola en la tienda, mientras Stólov lo observaba atenta-
mente, y se guardó el resto de los cartuchos en el bolsillo.
Al salir, Stólov le preguntó a Yuri:
-¿Cree que resolverá el problema pegando cuatro tiros?
-No -contestó Yuri-. Usted se ha comprometido a capturar a
ese ser. Aaron y yo regresaremos a casa. Pero corremos un grave pe-
ligro; usted mismo lo ha dicho. Por eso he comprado la pistola.
Yuri abrió la portezuela del Lincoln e invitó a Stólov a subir al
coche.
-Le aconsejo que no cometa ninguna imprudencia -dijo Stólov.
En esos momentos parecía más inquieto que enojado. Apoyó la mano
en la de Y uri y éste observó la pálida tez del noruego.
-¿A qué se refiere? -inquirió Yuri.
-A que no trate de liquidar a ese ser con sus propias manos -con-
testó Stólov, levemente irritado-. La Orden tiene derecho a exigirle
lealtad.
-Descuide. Como suele decirse vulgarmente, no hay ningún pro-
blema. ¿De acuerdo?
Yuri sonrió y esperó a que Stólov entrara en el coche. Ahora era
éste quien se sentía receloso, preocupado, temeroso.
«Lo curioso del caso es que apenas sé cómo disparar este cacha-
rro», pensó Yuri.
26
Mona no había imaginado que sus primeros días en Mayfair &
Mayfair serían así. Sentada ante la amplia mesa en el espacioso despa-
cho de Pierce, revestido de paneles de madera oscura, escribía a toda
velocidad en un ordenador 386 SX, compatible, algo más lento que el
monstruo que tenía en casa.
Rowan Mayfair seguía viva al cabo de dieciocho horas de haber
sido operada, y doce después de haberla desconectado del sistema de
respiración asistida. Existía el peligro de que dejara de respirar. O
quizá viviera unas cuantas semanas más. Nadie podía predecirlo.
La investigación proseguía sin novedad. Lo único que podía hacer
Mona era permanecer con los demás, reflexionar, esperar y escribir.
Siguió escribiendo, un poco molesta por el ruido que hacía el te-
clado. El nombre del documento era: «Archivo confidencial de Mona
Mayfair». Estaba protegido, lo que significaba que nadie podía acce-
der a él excepto ella misma. Cuando regresara a casa, lo trasladría a
través del módem. Pero de momento no podía marcharse. No se había
movido de ahí desde anoche. Quería escribir todo cuanto veía, oía,
sentía y pensaba.
Todos los despachos estaban ocupados por personas que habla-
ban en voz baja por teléfono, detrás de las puertas entreabiertas, pro-
curando no molestar a los que tenían al lado. Había un constante ir y
venir de mensajeros.
Todos trataban de no perder los nervios. Ryan estaba sentado ante
su mesa en el despacho principal, con Randall y Anne Marie. Lauren
ocupaba un despacho contiguo. Sam Mayfair y dos de los Grady May-
fair de Nueva York se encontraban en una sala de conferencias, utili-
zando los tres teléfonos que había instalados allí. Liz Mayfair y Cecilia
Mayfair también estaban telefoneando. Las secretarias de la familia
Connie, Josephine y Louise Mayfair-, trabajaban en otra sala de con-
ferencias. Todos los fax estaban ocupados.
Pierce se hallaba en su despacho, con Mona, a la que había pres-
tado su ordenador. Estaba sentado en mangas de camisa, con la cha-
queta colgada en el respaldo de la silla, observando desconcertado el
ordenador de su secretaria, más pequeño que el suyo. A diferencia de
Mona, que parecía incansable, Pierce se sentía demasiado cansado y
disgustado para trabajar.
Se trataba de una investigación privada, y no podía haber sido lle-
vada con más discreción.
Habían comenzado a trabajar la noche anterior, una hora después
de que hubieran hallado a Rowan. Pierce y Mona habían regresado
varias veces al hospital, la última al amanecer. Luego habían vuelto al
despacho para seguir trabajando. Ryan, Pierce, Mona y Lauren consti-
tuían el núcleo de la investigación. Randall y otros miembros de la
familia entraban y salían continuamente. Habían transcurrido unas
dieciocho horas desde que comenzaran las llamadas telefónicas, los fax,
las comunicaciones. Empezaba a oscurecer y Mona estaba hambrienta
y mareada, pero demasiado nerviosa para hacer una pausa y descansar .
Suponía que dentro de un rato alguien les llevaría algo de comer .
O quizá fueran a cenar aun restaurante del centro. Mona no quería
abandonar la oficina. Estaba convencida de que de un momento a otro
les comunicarían de un hospital de Houston que se había presentado
un misterioso individuo, de un metro ochenta y cinco de estatura, en
la sala de urgencias.
El testigo más importante era el conductor de camión de Houston.
Era el hombre que había recogido ayer por la tarde a Rowan. Por
la noche se detuvo para informar a la policía de Saint Martinville que
había dejado a una mujer junto a los pantanos. Gracias a él habían
dado con el paradero de Rowan. La policía había interrogado al con-
ductor, el cual describió el lugar exacto donde ella se había montado
en su camión. Les dijo que la misteriosa pasajera le había confesado
que estaba ansiosa por llegar a Nueva Orleans. Afirmó que hasta ayer
por la tarde, cuando la vio por última vez, Rowan se había comporta-
do y expresado con absoluta coherencia, aunque a primera vista diera
la impresión de estar medio chiflada. Luego le había pedido que la
dejara junto a los pantanos, donde había desaparecido.
-Era evidente que esa mujer no estaba nada bien -le había di-
cho el conductor a Mona por teléfono esta mañana, repitiendo lo que
ya había contado a la policía-. No cesaba de apretarse el vientre, co-
mo si sufriera fuertes dolores.
Gerald Mayfair, muy afectado por el hecho de que el doctor Sa-
muel Larkin, el cual estaba a su cuidado, hubiera desaparecido, había
ido con Shelby, la hermana mayor de Pierce, y Patrick, el padre de
Mona, a registrar el pantano próximo a Saint Martinville donde habían
hallado a Rowan.
Rowan había padecido una fuerte hemorragia, al igual que las otras,
pero no había muerto. Anoche, a las doce, le habían practicado una
histerectomía, sin que ella hubiera recobrado el conocimiento. Ante el
riesgo de que muriera antes del amanecer, Michael había autorizado la
operación. Rowan había sufrido un aborto que a su vez había provoca-
do otras complicaciones.
-Tenemos suerte de que todavía respire -habían dicho los mé-
dicos.
A estas horas, aún seguía viva.
¡Quién sabe lo que descubrirían en el pantano de Saint Martinvi-
lle! Fue Mona quien sugirió que fueran a echar una ojeada a aquellu-
gar. Patrick, su padre, estaba sobrio y deseoso de ser útil. Ryan había
insistido en que Mona no se moviera de la oficina, aunque la propia
Mona no entendía el motivo. Quizás estaba preocupado por ella.
A lo largo del día, Ryan la había llamado varias veces a su despa-
cho para preguntar o comentarle algo sin importancia. Mona suponía
que quería que le ayudara, cosa que ella estaba encantada de hacer. En
los ratos en que Ryan la dejaba tranquila, se dedicaba a redactar el in-
forme, describiendo los hechos con pelos y señales.
Antes del mediodía, habían descubierto el edificio de oficinas don-
de se habían ocultado Rowan y el extraño ser.
El edificio se encontraba a escasa distancia de donde habían halla-
do a Rowan. Estaba vacío a excepción de la decimoquinta planta, que
había sido alquilada por un hombre y una mujer. Al registrar dicha
planta, hallaron varios indicios que demostraban que Rowan había
permanecido prisionera, atada a la cama. El colchón estaba manchado
de orina y excrementos, pero habían colocado sábanas limpias y estaba
rodeado de flores -algunas de las cuales todavía se conservaban fres-
cas- y comida.
Era una escena siniestra. El baño estaba lleno de manchas de san-
gre que no pertenecía a Rowan. Al parecer, el hombre se había herido,
o bien le habían golpeado. Habían tomado varias fotos del baño. Pero
las huellas de sangre que conducían al ascensor, ya la puerta principal
del edificio, indicaban claramente que el individuo había salido por su
propio pie.
-Parece ser que el tipo se cayó de nuevo en el ascensor. Fíjate en
la moqueta, está llena de sangre. Debe de sentirse débil y aturdido.
Sí, quizá se sintiera débil y aturdido en aquellos momentos, pero
¿Y ahora?
Habían preguntado en todos los hospitales, clínicas y consulto-
rios médicos de la ciudad, pero nadie lo había visto. En estos mo-
mentos estaban registrando los suburbios -desplazándose en círcu-
los concéntricos- y los edificios cercanos al lugar donde la pareja se
había ocultado, así como los callejones, tejados, restaurantes y edifi-
cios abandonados. Si el misterioso individuo se hallaba en las inme-
diaciones, malherido, no tardarían en dar con él.
Pero el rastro de sangre desaparecía debajo de las ruedas de los
coches. No sabían si el individuo había montado en un vehículo o si
simplemente había cruzado la calle.
Las indagaciones se estaban llevando a cabo con absoluta discre-
ción, utilizando a los mejores investigadores de la ciudad.
La familia había contratado a investigadores de distintas agencias, a
los cuales había asignado diversas tareas. Unos médicos de toda confian-
za se habían encargado de recoger las muestras de sangre en el baño del
edificio de Houston y las habían llevado a unos laboratorios particula-
res, cuyos nombres sólo conocían Lauren y Ryan. Asimismo, habían
recogido las huellas halladas en las habitaciones de Houston. Todas las
prendas que habían encontrado habían sido empaquetadas, etiquetadas
y enviadas a Mayfair & Mayfair. Ya conocían los resultados de algu-
nos análisis.
Aparte de eso, se seguían otras pistas. Habían hallado en Houston
unas hojas de papel y una llave de plástico pertenecientes aun hotel de
Nueva York. Habían interrogado a varios testigos. La familia había
pagado los gastos de desplazamiento del conductor del camión para
que les informara personalmente de lo ocurrido.
Era un cuadro realmente macabro: la planta de oficinas vacía, la
repugnante prisión donde había permanecido Rowan, los fragmentos
de porcelana diseminados por el suelo cubierto de sangre. Rowan ha-
bía conseguido escapar, pero luego le había sucedido algo terrible.
Había ocurrido en un prado, bajo un famoso árbol llamado La encina
de Gabriel. Era un paraje encantador. Mona había estado allí. Muchos
estudiantes solían ir a Saint Martinville para visitar el Arcadian Mu-
seum y La encina de Gabriel, situada junto a una vieja casa. Decían
que el árbol representaba a Gabriel, apoyado sobre los codos, espe-
rando a Evangeline. Rowan se había desplomado entre las ramas -los
codos de Gabriel- que pendían de la encina.
Conmoción tóxica, reacción alérgica, fallo del sistema inmunoló-
gico. Habían hecho múltiples comparaciones, pero las muestras de
sangre no revelaban la presencia de toxinas. Lo más probable era que
Rowan hubiera perdido a la criatura y se hubiera desvanecido.
Era un asunto muy feo y desagradable.
Pero ¿qué podía ser más desagradable que ver a Rowan Mayfair
postrada en el blanco lecho del hospital, con la cabeza apoyada en la al-
mohada, los brazos inmóviles sobre la sábana y la vista clavada en el in-
finito? Estaba demacrada, blanca como la cera; pero lo peor era la po-
sición de los brazos, paralelos, levemente encarados hacia dentro, y la
expresión vacía de su rostro. Su semblante había perdido todo rastro de
personalidad; parecía un tanto idiota, tendida con los ojos abiertos,
incapaz de reaccionar a ningún estímulo. Su boca parecía más pequeña
de lo normal, redonda, fláccida. Mientras Mona permanecía sentada
junto a ella, observándola, Rowan movió levemente los brazos y la
enfermera se apresuró a instalarla de nuevo cómodamente.
Rowan había perdido mucho pelo, lo cual demostraba claramente
que estaba desnutrida y que había sufrido un aborto. La bata del hos-
pital la hacía parecer más pequeña, como un ángel en una obra navi-
deña.
Michael, aturdido y profundamente disgustado, estaba sentado
junto a ella, hablándole, diciéndole que se ocuparía de todo, que no
temiera, que todos se volcarían en ella. Le dijo que colgaría unos cua-
dros de colores alegres en la habitación, que pondría música para que
se distrajera. Había encontrado un viejo gramófono. Siguió hablando
sin parar:
-Nos ocuparemos de todo. Nos... ocuparemos de todo.
Temía decir algo como: «Daremos con ese monstruo, con ese ca-
brón.» No quería decirle una cosa así a la inocente criatura que estaba
postrada en la cama, a los grotescos restos de una mujer que solía
operar con absoluta precisión y éxito el cerebro de sus pacientes.
Mona sabía que Rowan no podía oír lo que decían, que no podía
escucharles. Su cerebro mostraba todavía un poco de actividad, gra-
cias a lo cual los pulmones funcionaban aun ritmo completamente
mecánico, y el corazón latía de forma regular, pero las extremidades
de su cuerpo estaban cada vez más frías.
Temían que de pronto el cerebro dejara de impartir órdenes. En
tal caso, el cuerpo moriría. La mente era incapaz de pensar y razonar .
El jefe del cuerpo había huido. El encefalograma era casi plano.
El gráfico que aparecía en la pantalla reproducía unos bips tan dé-
biles como los que se obtendrían al conectar la máquina aun cerebro
muerto. Siempre se observaba una mínima actividad, según decían los
médicos.
Rowan había sufrido graves daños físicos. Tenía contusiones en
los brazos y las piernas. Había señales de que se había roto la cadera
izquierda. Presentaba unos moretones y arañazos que indicaban que
había sido violada. El aborto había sido muy violento. Cuando la en-
contraron tenía los muslos manchados de sangre.
A las seis de la mañana habían desconectado el respirador auto-
mático. No había sufrido complicaciones a causa de la breve y sencilla
intervención. Le habían realizado todas las pruebas pertinentes.
Habían decidido trasladarla a casa a las diez porque no creían que
viviera hasta la noche. Sus instrucciones habían sido claras y explíci-
tas. Las había dejado escritas al tomar posesión del legado. Deseaba
morir en la casa de la calle Primera. «En mi hogar.» Lo había escrito
de su puño y letra, poco antes de casarse, cuando se sentía alegre y fe-
liz. Deseaba morir en el lecho de Mary Beth.
Por otra parte, había que tener en cuenta las supersticiones de la
familia. Los Mayfair que habían acudido al hospital no cesaban de
decir: «Debería morir en el dormitorio principal. Deberían llevarla a
casa. Deberían trasladarla a la calle Primera.» El viejo abuelo Fielding
afirmó tajantemente: «No debe morir en el hospital. La están ator-
mentando innecesariamente. Debéis llevarla a casa.»
Todos estaban muy afectados por lo ocurrido. Incluso Anne Ma-
rie dijo que Rowan debería ser instalada en el famoso dormitorio
principal. ¿Quién sabe? Quizá los espíritus de los muertos que ron-
daban por la casa pudieran ayudarla. Hasta Lauren dijo con amargura:
-Es mejor que trasladéis a la pobre Rowan a casa.
Es posible que las monjas se sintieran escandalizadas, pero a nadie
le importaba un comino lo que pensaran. Cecilia y Lily habían pasado
toda la noche rezando el rosario en voz alta en la habitación. Magda-
lene, Liane y Guy Mayfair habían rezado en la capilla con las dos
monjas que había en la familia Mayfair, las monjitas cuyos nombres
Mona siempre confundía.
La anciana sor Michael Marie Mayfair -la mayor de las hermanas
Mayfair de la caridad- había acudido para rezar por Rowan, ento-
nando en voz alta varios Padrenuestros, Salves y Glorias.
-Si eso no consigue despertarla -observó Randall-, nada pue-
de hacerlo. Id a casa a preparar la habitación.
Beatrice lo había dispuesto todo con ayuda de un fuerte contin-
gente de colaboradores -Stephanie y Spruce Mayfair, además de dos
jóvenes policías negros-, aunque no le hacía ninguna gracia dejar a
Aaron allí solo.
En estos momentos, en la casa de la calle Primera, instalada en el
amplio lecho con dosel forrado de raso y cubierta con una exquisita
colcha antigua, Rowan Mayfair seguía respirando sin ayuda. Eran las
seis de la tarde y no había muerto. Hacía una hora habían empezado a
alimentarla por vía intravenosa.
-No estamos manteniéndola artificialmente con vida, sino esta-
mos alimentándola -precisó el doctor Fleming-. De otro modo,
equivaldría a matarla de hambre técnicamente.
Michael no se había opuesto a ello. Pero todos se creían con dere-
cho a opinar. Cuando telefoneó, le dijo a Mona que la habitación esta-
ba llena de enfermeras y médicos, y que en la casa, en el porche e in-
cluso en la calle estaban apostados varios agentes de seguridad. Los
vecinos se preguntaban qué demonios pasaba.
Sin embargo, hoy en día era frecuente ver a agentes armados en una
ciudad como Nueva Orleans. Todo el mundo los contrataba cuando se
organizaba una fiesta o una función escolar. En los drugstores había
guardias junto a las cajas registradoras.
-Parece una república bananera -dijo Gifford en cierta ocasión.
-Sí -respondió Mona-. Es genial. Unos tíos que cobran el sa-
lario mínimo, armados con pistolas del calibre treinta y ocho.
Aunque resultaban muy aparatosas, era imprescindible adoptar
esas medidas a fin de garantizar la seguridad de la familia.
No se habían producido más ataques contra las mujeres de la fa-
milia. Todas permanecían reunidas en diversas casas, en grupos de seis
o siete, constantemente protegidas por un hombre de la familia.
Un grupo de detectives de Dallas se encargaba de peinar la ciudad
de Houston, partiendo desde el edificio donde se habían escondido
Rowan y Lasher. Preguntaban a todo el mundo si habían visto aun
individuo alto de pelo negro. Habían hecho unos dibujos de Lasher,
basándose en las descripciones verbales de Aaron, el cual las había
obtenido de los de Talamasca. También buscaban al doctor Samuel
Larkin. No se explicaban por qué había abandonado el Pontchartrain
sin comunicárselo a nadie, hasta que el recepcionista del hotel dijo que
le había transmitido un mensaje por teléfono a su habitación que decía
lo siguiente: «Ve a reunirte con Rowan. Debes acudir solo.»
El mensaje resultaba preocupante. No era probable que Rowan
hubiera llamado al doctor Larkin. Cuando llegó el mensaje, Rowan se
encontraba en la ambulancia. Samuel Larkin había sido visto por Últi-
ma vez caminando apresuradamente por la avenida Saint Charles, en
dirección a Jackson. «Tenga cuidado», le advirtió un taxista, quizá
malhumorado porque había recogido a pocos pasajeros aquel día.
¿Qué más daba? El caso era que se trataba del doctor Larkin y que
cuando Gerald bajó a echar una ojeada ya se había esfumado.
Beatrice Mayfair era al mismo tiempo un engorro y un consue-
lo. Siempre insistía en que se hicieran las cosas de forma ortodoxa,
negándose a creer que hubiera sucedido algo «horrible», que man-
daran llamar a unos especialistas y que le hicieran más pruebas a
Rowan. Beatrice siempre había adoptado esa postura. Solía visitar
con frecuencia a la pobre Deirdre y llevarle caramelos, que ésta no
podía comer, y unos camisones de seda que nunca se ponía. También
iba tres o cuatro veces al año a visitar ala anciana Evelyn, incluso
durante las épocas en las que ésta se negaba a despegar los labios.
-Es una lástima que hayan cerrado la cafetería Holmes -le decía
Beatrice -¿Recuerdas cuando íbamos con Millie y con Belle a comer
a D.H. Holmes?
En estos momentos estaría en la casa de la calle Primera, prepa-
rando la habitación de Rowan. Habla regresado a la calle Amelia para
asegurarse de que todos hablan comido. Afortunadamente, Beatrice le
caía bien a Michael. Claro que era una mujer que caía bien a todo el
mundo. Su increíble optimismo la había llevado a convencerse de que ,
se casaría con Aaron Lightner, y si alguien sabía si había sucedido algo
terrible, ése era sin duda Lightner .
Cuando vio a Rowan postrada en la cama del hospital, Aaron Light-
ner dio media vuelta y salió de la habitación. Estaba furioso. Miró unos
momentos a Mona y luego se dirigió a un teléfono situado al final del
pasillo para poder hablar en privado con el doctor Larkin, pero com-
probó que éste había abandonado la suite.
¿De qué diantres hablaban Beatrice y Aaron?
-Creo que deberían ponerle a Rowan inyecciones de vitaminas
-dijo ella-, para darle energía.
Él se limitaba a permanecer de pie en el oscuro corredor, negándo-
se a responder a las preguntas que le formulaban los otros, observando
fijamente a Mona, clavando luego la vista en el infinito, mirando de
nuevo a Mona y así sucesivamente, hasta que los demás se ponían a
charlar entre sí olvidándose de su presencia.
Nadie dijo haber percibido un olor extraño en las habitaciones de
Houston. Pero tan pronto como recibieron el primer paquete con la
ropa y las fundas de almohada, Mona notó un curioso aroma.
-Es el aroma que despide ese ser -le dijo a Randall.
Éste la miró sorprendido y contestó:
-No sé qué tiene que ver eso en el asunto.
-Yo tampoco -replicó Mona fríamente.
Dos horas más tarde, Randall le dijo:
-Deberías ir a casa a hacerle compañía ala anciana Evelyn.
-En estos momentos hay unas diecisiete mujeres y seis hombres
en casa. ¿Por qué crees que debería estar allí? No quiero ir. No quiero
ver las cosas de mi madre. No es lógico que vaya. No tiene ningún
sentido que la hija de la difunta, que soy yo, esté allí. ¿Por qué no
echas un sueñecito?
Una de las agencias de investigadores había llamado para infor-
marles de que nadie, absolutamente nadie, había visto al misterioso
individuo abandonar el edificio de Houston. Todas las muertes que
habían sido denunciadas en el área de Houston estaban siendo investi-
gadas. Ninguna de las víctimas había fallecido en las mismas circuns-
tancias que las Mayfair. Cada muerte estaba rodeada de un contex-
to distinto, lo cual excluía la participación del misterioso individuo.
Habían tendido una red enorme, tupida y resistente.
A las cinco recibieron los primeros informes de las líneas aéreas.
Sí, un individuo de cabello largo y negro, barba y bigote había to-
mado el miércoles de ceniza el vuelo de las tres de Nueva Orleans a
Houston. Había adquirido un asiento de primera clase. Era bastante
alto y hablaba con voz suave. Era muy educado y tenía unos ojos
preciosos. ¿ Habría tomado un taxi desde el aeropuerto ? ¿Una limu -
sina? ¿Un autobús? El aeropuerto de Houston era enorme, pero ha-
bía decenas de personas interrogando a presuntos testigos.
-Si fue caminando, encontraremos a alguien que le vio.
-¿Y los vuelos de Houston a Nueva Orleans? ¿Anoche? ¿Ayer?
Lo importante era comprobar todas las posibilidades, no dejar
ningún cabo suelto.
Al fin, Mona decidió ir a visitar a su prima Rowan Mayfair a la
casa de la calle Primera. La perspectiva de verla allí hizo que se le for-
mara un nudo en la garganta que le impedía hablar y hasta pensar,
pero no tenía más remedio que ir. Había oscurecido.
Acababan de recibir un fax: una copia del billete de avión emitido
por la compañía aérea aun misterioso individuo, el miércoles de ce-
niza, de regreso a Houston. El individuo había dado el nombre de
Samuel Newton. Había pagado en efectivo. Si existía una persona con
ese nombre en Estados Unidos, darían con ella.
Claro que pudo haberse inventado el nombre. Había bebido va-
rios vasos de leche a bordo del avión. La azafata había tenido que ir a
buscar más leche a la clase turística. Recordaban perfectamente esa
anécdota, pues no suelen ocurrir cosas muy interesantes en el vuelo
entre Nueva Orleans y Houston.
Mona contempló la pantalla del ordenador .
«No sabemos dónde se encuentra ese individuo. Pero todas las
mujeres estamos protegidas. Si se descubre otra muerte, se habrá
producido hace días.»
Luego pulsó una tecla para archivar el documento y desconectó el
ordenador.
Se levantó y extendió la mano automáticamente hacia la derecha,
donde solía dejar el bolso, lo cogió y se lo colgó del hombro.
Llevaba unos zapatos de tacón de su madre que le quedaban es-
trechos. El traje no estaba mal y la blusa era mona, pero los zapatos
eran un tormento.
De pronto recordó una pequeña anécdota que le había conta-
do la tía Gifford, referente al día en que se compró su primer par de
zapatos de tacón. «Sólo nos dejaban ponernos zapatos de medio ta-
cón. La anciana Evelyn y yo fuimos a comprarlos a la Maison Blan-
che. Yo quería unos zapatos de tacón alto, pero ella se nego a com-
prármelos.»
Pierce se sobresaltó. Estaba medio dormido cuando de pronto vio
a Mona de pie ante su mesa.
-Me marcho al centro -dijo Mona.
-No puedes ir sola. Ni siquiera puedes bajar sola en el ascensor.
-Ya lo sé. Hay guardias por todas partes. Cogeré el tranvía. Quie-
ro reflexionar .
Como es natural, Pierce la acompañó.
Pierce no había descansado ni una hora desde el funeral de su ma-
dre. Llevaba sueño atrasado. Pobre Pierce, tan guapo y elegante, de pie
en la esquina de las calles Carondolet y Canal, desolado y nervioso,
rodeado de gentes vulgares y corrientes, esperando el tranvía. Proba-
blemente jamás había montado en uno.
-Debiste llamar a Clancy antes de salir -le dijo Mona-. Tele-
foneó hace un rato. ¿No te lo han dicho?
Pierce asintió.
-Clancy está perfectamente. Está con Claire y Jenn. Jenn no deja
de llorar. Quería que le hicieras compañía.
El tranvía estaba atestado de turistas; apenas había pasajeros loca-
les. Los turistas lucían unas prendas pulcras y bien planchadas, pues
todavía hacía fresco. En verano, debido a la humedad, presentaban
un aspecto tan desaliñado y desnudo como todo el mundo. Mona y
Pierce iban sentados en un asiento de madera, en silencio, mientras
el vehículo circulaba por la parte baja de la avenida Saint Charles -el
pequeño cañón formado por unos elevados edificios de oficinas al es-
tilo de Manhattan-, atravesaba Lee Circle y se dirigía hacia el centro
de la ciudad. En la esquina de Jackson y Saint Charles se producía algo
casi mágico. Las gigantescas y oscuras encinas se erguían sobre la ave-
nida; los viejos edificios de estuco desaparecían para dar paso aun
universo de columnas y magnolias. Era el Garden District, donde uno
se sentía rodeado, envuelto por una maravillosa sensación de paz.
Mona se apeó del tranvía seguida de Pierce y se dirigió ala parte
del río, atravesó la calle Jackson y enfiló la avenida Saint Charles.
Hacía menos frío. La temperatura era agradable y el viento había
amainado. Las cigarras cantaban. A Mona le encantaba ese sonido.
No sabía si aparecían en una determinada época o a lo largo de todo el
año. Quizá se ponían a cantar cuando empezaba a hacer calor, cuando
se despertaban. Siempre le habían encantado las cigarras. No hubiera
podido vivir en un lugar donde no las oyera cantar, pensó mientras
caminaba por las destartaladas aceras de la calle Primera.
Pierce caminaba junto a ella en silencio, con aire cansado y des-
concertado.
- Al llegar a la calle Prytania vieron un grupo de gente y unos co-
ches aparcados frente a la casa. Había unos guardias, algunos de los
cuales pertenecían a una agencia privada y llevaban un uniforme ca-
qui. Otros eran policías de Nueva Orleans que estaban fuera de ser-
vicio e iban vestidos con el acostumbrado uniforme azul.
Mona ya no resistía los zapatos de tacón, de modo que se los quitó
y anduvo descalza.
-Si pisas una cucaracha, vas a llevarte un buen susto -le advirtió
Pierce.
-Tienes razón.
-Conque ésa es tu nueva técnica, ¿eh? He oído decir que sueles
emplearla con Randall. Te limitas a darle la razón en todo. Vas a res-
friarte, te destrozarás las medias.
-En esta época del año no hay cucarachas, Pierce. No sé por qué
me- molesto en hablarte; ni siquiera me escuchas. ¿Te das cuenta de
que nuestras madres han muerto? ¿Te lo había dicho antes?
-No lo recuerdo. -contestó Pierce-. Es difícil aceptar que han
muerto. No dejo de pensar en mi madre como si aún estuviera viva.
¿Sabías que mi padre le era infiel?
-Estás loco.
-No, existe otra mujer. Lo vi con ella esta mañana, en la cafetería
del edificio. Es una Mayfair. Se llama Clemence. Mi padre le tenía
cogida una mano y le dio un beso.
-¡Pero si es prima nuestra! Seguramente le dio un beso para
tranquilizarla. Trabaja en el edificio. La he visto varias veces en la ca-
fetería.
-No, es la amante de mi padre. Estoy seguro de que mi madre lo
sabía. Espero que no le importara.
-No puedo creer eso del tío Ryan -dijo Mona.
Pero sí lo creía.
El tío Ryan era un hombre muy atractivo, un prestigioso abogado, y
llevaba muchos años casado con Gifford.
Era preferible no pensar en esas cosas. Gifford estaba muerta y
sepultada. Todos habían llorado su muerte. ¿Qué podía decir de Ali-
cia? Era mejor que hubiera muerto. Mona ni siquiera sabía adónde
habían trasladado su cadáver. ¿Al hospital? ¿A la funeraria? No que-
ría pensar que estuviera en la funeraria. Se había sumido en un sueño
eterno, del que jamás despertaría. Mona notó que se le formaba un
nudo en la garganta y tragó saliva.
Cruzaron la calle Chestnut y se acercaron al pequeño grupo con-
gregado frente a la casa, compuesto por varios guardias y los primos
Eulalee, Tony y Betsy Mayfair. Garvey Mayfair se hallaba en el por-
che hablando con Danny y Jim. Sus primos dijeron a los guardias que
dejaran pasar a Mona y Pierce.
Había guardias por doquier -en el vestíbulo, en el salón, en el
comedor-, todos altos y atléticos.
Mona percibió el extraño olor. Aunque leve, era inconfundible.
Era el olor que impregnaba las prendas que habían enviado de Hous-
ton y las ropas de Rowan.
Había también un guardia en lo alto de la escalera, otro junto ala
puerta del dormitorio y otro dentro del mismo, junto a la ventana que
daba a la galería. Una enfermera vestida con un uniforme blanco de
nailon ajustaba el gota agota. Rowan yacía bajo la colcha de encaje,
pequeña, insignificante, con el rostro inexpresivo y la cabeza apoyada
en una amplia almohada. Michael estaba sentado junto a ella, fuman-
do un cigarrillo.
-No habrá oxígeno aquí dentro, ¿verdad? -preguntó Mona.
-No, ya me han llamado la atención sobre el cigarrillo -res-
pondió Michael, dando otra calada y apagando la colilla en el cenicero
que había en la mesilla. Tenía una hermosa voz, suave y profunda, te-
ñida de tristeza por la tragedia que estaba viviendo.
En un rincón de la habitación estaban sentadas la joven Magdalei-
ne Mayfair y la vieja tía Lily. Magdalene rezaba el rosario, cuyas
cuentas de ámbar relucían en la penumbra, y Lily tenía los ojos ce-
rrados.
Había otras personas sentadas en las sombras. La luz de la lámpa-
ra sobre la mesilla de noche iluminaba el rostro de Rowan Mayfair
como un foco. Rowan parecía una niña, como si se hubiera encogido.
Llevaba el cabello peinado hacia atrás y ofrecía un aspecto angelical.
Mona la observó fijamente. Su rostro permanecía totalmente
inexpresivo, carente de personalidad.
-Puse un disco en el viejo Victrola de Julien -dijo Michael, ha-
blando lenta y pausadamente-, pero la enfermera me dijo que a
Rowan quizá no le gustara esa música. El disco está algo rayado, sue-
na raro. Puede que tenga razón.
-Seguramente no le gustaba a la enfermera -replicó Mona-.
¿Quieres que ponga un disco ? Si quieres, iré a buscar la radio que hay
en la biblioteca. La vi ayer, junto a tu sillón.
-No, no importa. ¿Puedes sentarte un rato? Me alegro de verte.
He visto a Julien.
Pierce lo miró atónito. En otro rincón de la habitación estaba Ha-
milton Mayfair, el cual miró a Michael durante unos segundos y luego
bajó la vista. Lily abrió los ojos y los fijó en Michael. Magdalene con-
tinuó rezando el rosario, recorriendo a todos con la mirada y posán-
dola en Michael.
Michael siguió hablando, como si hubiera olvidado que los otros
estaban ahí. O puede que le tuviera sin cuidado.
-He visto a Julien -murmuró-. Me contó muchas cosas, pero
no me dijo que pasaría esto. No me dijo que Rowan regresaría a casa.
Mona se sentó en una pequeña silla tapizada de terciopelo, situada
frente a la cama.
-Es probable que Julien no lo supiera -dijo, bajando la voz para
que los otros no la oyeran.
-¿Te refieres al tío Julien? -preguntó Pierce tímidamente.
Hamilton Mayfair miró fijamente a Michael, como si fuera la
persona más fascinante del mundo. .
-¿Qué haces aquí, Hamilton? -inquirió Mona.
-Nos turnamos -susurró Magdalene.
-Queremos permanecer aquí -dijo Hamilton.
Todos procuraban mostrarse discretos y decorosos, aunque era
evidente que estaban profundamente afectados. Hamilton debía de
tener unos veinticinco años. Era un joven apuesto, aunque no tan
guapo y atractivo como Pierce. Mona no recordaba cuándo había ha-
blado con él por última vez. Hamilton apoyó la cabeza en la repisa de
la chimenea y la observó detenidamente.
-Han venido todos los primos -dijo Hamilton.
Michael miró a Mona como si no hubiera oído a los demás y pre-
guntó:
-¿A qué te refieres? Es imposible que Julien no lo supiera.
-Existe un viejo proverbio irlandés -respondió Mona sin alzar
la voz- que dice: «Los fantasmas saben lo que hacen.» Además, en
realidad no era Julien. Era un espectro.
-Te equivocas -respondió Michael con firmeza-. Era Julien.
Estaba allí. Hablamos durante un buen rato.
-No, Michael. Es como el disco. Colocas la aguja sobre él y sue-
na la voz de la soprano. Pero no está en la habitación.
-Te aseguro que Julien estaba allí -insistió Michael suavemente.
Luego cogió la mano de Rowan y la acarició. Ésta se resistió un
poco, como si no quisiera entregársela, y Michael se inclinó y la besó.
Mona deseaba besarlo, tocarlo, decir algo, disculparse, confesarle que
estaba arrepentida, decirle que lamentaba lo ocurrido, pero no sabía
cómo hacerlo. En el fondo temía que Michael no hubiera visto al tío
Julien, que hubiera perdido la razón. Recordó el momento en que la
anciana Evelyn y ella estaban sentadas en el suelo de la biblioteca, jun-
to al Victrola. Mona quería darle cuerda, pero Evelyn dijo:
-No podemos poner ni la radio ni un disco, ni tampoco tocar el
piano, mientras Gifford esté de cuerpo presente.
-¿Qué te dijo el tío Julien? -le preguntó Pierce a Michael inge-
nuamente. No se estaba burlando de él; simplemente quería saber lo
que su difunto pariente le había dicho.
-Que no me preocupara -contestó Michael-. Que pronto lle-
garía el momento y que entonces sabría lo que debía hacer .
-Pareces muy seguro de ti mismo -observó Hamilton Mayfair
en voz baja-. Me gustaría saber de qué va todo esto.
-Olvídalo -dijo Mona.
-Bajen la voz -les recriminó la enfermera secamente-. Recuer-
den que es posible que la doctora Mayfair les oiga. No deben decir nada
que pueda trastornarla.
Había otra enfermera sentada ante el escritorio de caoba, escri-
biendo, con sus rechonchas piernas cruzadas y embutidas en unas
medias blancas.
-¿Tienes hambre, Michael? -preguntó Pierce.
-No, hijo. Gracias.
-Yo sí-terció Mona-. Volveremos enseguida. Vamos abajo a
buscar algo de comer.
-No tardéis -dijo Michael-. Pobre Mona, debes de estar ago-
tada. Lamento lo de tu madre. No me enteré hasta hace poco que ha-
bía muerto.
-No te preocupes -respondió Mona.
Deseaba darle un beso,
decirle que no se había atrevido a venir a ver a Rowan después de que ;¡,
Michael y ella hubieran estado juntos, que no se habría acostado con !
él de haber sabido lo que le había ocurrido a Rowan. Creía que...
-Lo sé, pequeña-dijo él, sonriendo--. Ella no sufre. No te preo-
cupes.
Mona asintió y esbozó una breve y tímida sonrisa.
Antes de que Mona y Pierce abandonaran la estancia, Michael
encendió otro cigarrillo. Las dos enfermeras se volvieron bruscamen-
te y lo miraron indignadas.
-No digan una palabra -les espetó Hamilton Mayfair .
-Déjenle fumar en paz -dijo Magdalene.
Las enfermeras se miraron, implacables, frías. «¿ Por qué no con-
tratamos a otras enfermeras?», pensó Mona.
-Sí -respondió Magdalene en voz baja-, nos ocuparemos de
ello inmediatamente.
«Perfecto», pensó Mona, saliendo de la habitación seguida de
Pierce.
En el comedor vieron aun viejo sacerdote que debía de ser Timo-
thy Mayfair, de Washington. Iba pulcramente vestido con un traje
negro y el inconfundible alzacuellos. El anciano se volvió hacia una
mujer que estaba sentada junto a él y dijo con voz audible:
-Cuando ella muera no estallará una tormenta. Por primera vez,
no estallará una tormenta.
27
Aaron tampoco se dejaba convencer. Los tres hombres estaban de
pie, en el césped. Yuri pensó que había sido uno de los peores días de su
vida. Había encontrado a Aaron por la tarde, en una inmensa mansión
pintada de rosa, situada en una avenida en la que había un incesante
tráfico. La casa estaba llena de personas que lloraban desconsolada-
mente. Stólov no se había separado de él ni un momento, ni había de-
jado de pronunciar frases formales en tono suave mientras se dirigían
del hotel ala casa de los Mayfair de la calle Primera y luego a una sun-
tuosa mansión que llamaban «Amelia».
En el interior de la misma había un montón de gente llorando
como suelen llorar y gemir los cíngaros en los funerales. El alcohol
corría a raudales. Ante la fachada de la casa había unos grupos de
personas fumando y charlando. Reinaba un ambiente cordial, pero
tenso. Todos parecían esperar a que ocurriera algo.
Lo curioso es que no había ningún cadáver de cuerpo presente en
la casa. Según había averiguado y uri, uno ya estaba enterrado y los
otros se hallaban en el depósito de un hospital cercano. Por lo tanto,
no se habían reunido para llorar aun difunto, sino que se trataba de
una estrategia defensiva, como si todos los siervos se hubieran refu-
giado en un ala del castillo, con la diferencia de que esas personas ja-
más habían sido siervos.
Aaron no daba la impresión de estar tenso. Tenía buen aspecto; se
le veía sano, robusto y con buen color. Miraba a Stólov con recelo
mientras éste hablaba sin parar. Parecía como si Aaron hubiera rejuve-
necido en este lugar; había recuperado su energía y dinamismo. Lleva-
ba el blanco y rizado cabello más largo; tenía el rostro más redondo y
los ojos más brillantes. Fuera lo que fuese lo que había sucedido, ello no
parecía haberle afectado negativamente, aunque su voz denotaba una
mezcla de ira y desaliento.
Yuri se había dado cuenta porque conocía a Aaron perfectamente.
Stólov, por el contrario, no parecía haber reparado en esos cambios.
En aquellos momentos se hallaba muy ocupado tratando de persua-
dirles de que tenía razón.
Estaban algo alejados de los demás, sobre el cuidado césped, de-
bajo de lo que Aaron llamaba una magnolia. Aún no había florecido,
pero ostentaba unas hermosas hojas verdes y brillantes.
Stólov no paraba de hablar con voz suave y amable. Aaron lo ob-
servaba fríamente, sin mostrar la más leve expresión, excepto su eno-
jo. De pronto Aaron miró a Yuri con aire inquisitivo y éste dirigió
una significativa mirada hacia Stólov, pero fue como una chispa que
duró tan sólo unos segundos.
Aaron siguió observando a Stólov. Éste ni siquiera miró a Yuri;
tenía los ojos clavados en Aaron, como si estuviera empeñado en con-
vencerlo costara lo que costase.
-Si no desea partir esta noche, puede hacerlo mañana -dijo
Stólov.
Aaron no contestó.
Stólov les había expuesto todos los datos reiteradamente. Una
elegante anciana de pelo canoso que se hallaba de pie en un extremo
del porche llamó a Aaron. Éste agitó la mano y le indicó que aguar-
dara unos minutos. Luego miró a Stólov.
-¿Y bien? -preguntó éste último-. Sabemos que esto ha sido
muy duro para usted. Regrese a Londres. Tómese unas vacaciones.
Falso. Todo era falso en ese hombre: su talante, las palabras que
pronuncia a...
-Cierto -contestó Aaron suavemente.
-¿Qué? -preguntó Stólov.
-No me iré, Erich. Ha sido un placer conocerlo. No pretendo
disuadirle de que obedezca las instrucciones que le han dado. Ha ve-
nido aquí con una misión y sé que tratará de cumplirla. Pero no me
iré. ¿Vas a quedarte conmigo, Yuri?
-Yuri no puede permanecer aquí, Aaron -dijo Stólov-. Ya
tiene...
-Por supuesto que me quedaré -respondió Yuri-. He venido
para reunirme contigo.
-¿Dónde se aloja usted, Erich? ¿En el Pontchartrain, como no-
sotros ? -preguntó Aaron.
-En un hotel del centro -contestó Stólov visiblemente irrita-
do-. Trate de colaborar con la organización, Aaron.
-Lo lamento -respondió éste-. Debo confesarle, Erich, que en
estos momentos los de Talamasca tampoco colaboran conmigo. Me
debo a estas personas. Bien, ha sido un placer conocerlo, Erich.
Era una despedida. Aaron extendió la mano. El noruego lo miró
como si estuviera a punto de perder los nervios, pero se dominó y
dijo:
-Le llamaré mañana. ¿Dónde puedo localizarlo?
-No lo sé -contestó Aaron-. Probablemente aquí... con esta
gente. Con mis amigos. Creo que es el lugar más seguro, ¿no le pa-
rece?
-No comprendo a qué viene esa actitud, Aaron. Necesitamos
que colabore con nosotros. Deseo ponerme en contacto con Michael
Curry lo antes posible, hablar con él.
-No. Es imposible, Erich. Haga lo que le han ordenado .Los Ma-
yores, pero no quiero que moleste a esta familia.
-jQueremos ayudarles, Aaron! Por eso estoy aquí.
-Buenas noches, Erich.
El noruego lo miró furioso unos instantes, sin decir nada. Luego
dio media vuelta y se alejó. La flamante limusina negra llevaba dos
horas esperándole.
-Está mintiendo -observó Aaron.
-No pertenece a Talamasca -afirmó Yuri.
-Te equivocas. Es uno de nosotros, pero está mintiendo. No de-
bes fiarte de él.
-Descuida. Pero ¿cómo es posible? No comprendo...
-No lo sé. He oído hablar de él. Hace tres años que ingresó en la
organización. He oído hablar sobre sus trabajos en Italia y en Rusia.
Es muy respetado. David Talbot tenía un alto concepto de él. Es una
lástima que hayamos perdido a David. Pero Stólov no es tan listo
como cree, no es un buen psicólogo. Podría serlo, pero está demasia-
do ocupado tratando de convencernos de lo que no es.
En aquellos momentos la limusina negra arrancó.
-Me alegro de que hayas venido, Yuri -murmuró Aaron.
-Yo también me alegro de estar aquí. No alcanzo a entenderlo.
Deseo ponerme en contacto con los Mayores. Deseo hablar directa-
mente con uno de ellos, oír su voz.
-Eso es imposible -respondió Aaron.
-¿Qué hacíais antes de que se inventaran los ordenadores ? -pre-
guntó Yuri.
-Nos comunicábamos por medio de mensajes escritos a máquina
que eran remitidos a la casa matriz de Amsterdam. La respuesta tam-
bién llegaba a través del correo. Las comunicaciones tomaban más
tiempo; sospecho que eran más breves. Pero jamás hemos oído la voz
ni hemos visto el rostro de uno de los Mayores. En los tiempos anterio-
res al invento de la máquina de escribir, un amanuense se encargaba de
escribir las cartas dirigidas a los Mayores. Nadie conocía su identidad.
-Permíteme decir algo, Aaron.
-Sé lo que vas a decir -respondió éste con calma-. Conoces
bien la casa matriz de Amsterdam, cada uno de sus rincones, y no en-
tiendes dónde pueden reunirse los Mayores o atender los mensajes
que reciben. Lo cierto es que nadie lo sabe.
-Hace años que perteneces a la Orden, Aaron. Dadas las circuís-
tancias, podrías interceder ante los Mayores...
Aaron sonrió fríamente.
-Eres más optimista que yo, Yuri.
La atractiva anciana de pelo canoso había abandonado el porche
se dirigía hacia ellos. Era menuda, tenía unas delicadas muñecas y lle-
vaba un sencillo pero elegante vestido de seda. Tenía los tobillos es-
beltos y bien torneados, como los de una joven.
-Aaron -murmuró en tono de suave reproche.
Extendió las manos cargadas de anillos, agarró a Aaron por los
hombros y le besó en la mejilla. Aaron la miró y asintió.
-Acompáñanos -dijo éste, dirigiéndose a Yuri-. Nos necesi-
tan. Ya hablaremos más tarde.
La expresión de su rostro había cambiado. Desde que se había
marchado Stólov parecía más sereno, más seguro de sí.
La casa estaba impregnada de suculentos aromas de comida y se
oía un incesante guirigay de voces. De vez en cuando sonaba una es-
tridente carcajada o unos sollozos. Muchos de los presentes estaban
llorando. Yuri se fijó en un anciano sentado ante una mesa, con la ca-
beza apoyada en los brazos, que lloraba amargamente. Junto a él había
una muchacha con el pelo castaño que le daba palmaditas en el hom-
bro para consolarlo. Parecía aterrada.
Condujeron a Yuri aun dormitorio situado arriba, en la parte
trasera de la casa, anticuado pero elegante, con un lecho de dosel cu-
bierto por un edredón de raso dorado, un tanto deshilachado. Las
cortinas estaban polvorientas. Sin embargo, Yuri lo encontró muy
acogedor. Incluso le gustaban las desteñidas flores de las paredes. Se
miró en el espejo del armario. No ofrecía mal aspecto -tenía el cabe-
llo oscuro y la tez morena-, pero estaba demasiado delgado.
-Se lo agradezco -le dijo a la mujer de pelo canoso, que se lla-
maba Beatrice-, pero creo que es mejor que regrese al hotel.
-No te vayas -dijo Aaron-. Deseo que te quedes junto a mí.
Yuri protestó, aduciendo que no deseaba importunarles, pero
Aaron estaba decidido a que se quedara.
-No te pongas triste, Aaron -dijo la mujer-. No te lo permito.
Vamos a comer algo ya bebernos un buen vaso de vino. Quiero que te
tomes un vaso de vino bien frío, Aaron, te sentará bien. Usted tam-
bién, Yuri. Venga, acompáñenos.
Bajaron por la escalera trasera. En el salón reinaba un ambiente
caluroso, invadido de humo. Había un grupo de personas sentadas
alrededor de una mesa de desayuno, junto al fuego que ardía en la
chimenea, llorando y riendo al mismo tiempo. El único que conser-
vaba la compostura era un hombre de aspecto solemne, el cual con-
templaba fijamente las llamas. Yuri no alcanzaba a ver el fuego, pues
estaba detrás de la chimenea, pero veía el resplandor y percibía el chis-
porroteo de las llamas.
De pronto se fijó en una mujer que se hallaba en una pequeña ha-
bitación trasera, mirando por la ventana. Era muy vieja y de aspecto
frágil. Llevaba un vestido de gabardina y encaje y lucía un broche
dorado que representaba una mano con las uñas de brillantes. Tenía el
pelo blanco como la nieve, recogido en un moño con unas horquillas.
Otra mujer, más joven pero de aire triste y envejecido, sostenía la
mano de la anciana como si quisiera protegerla contra algún mal.
-Ven, tía Evelyn, acompáñanos -dijo Beatrice-. Tú también,
Viv. Sentémonos junto al fuego.
La anciana, llamada Evelyn, murmuró unas palabras que Yuri no
alcanzó a oír. Luego señaló la ventana con mano temblorosa, como si
apenas tuviera fuerzas para sostenerla en alto.
-Vamos, querida, no te oigo -dijo la mujer que se llamaba Viv.
Tenía una expresión bondadosa-. Sabes que si quieres puedes hablar.
-Se expresaba como si estuviera tratando de convencer a una niña
rebelde-. Ayer estuviste hablando todo el rato. Vamos, querida, le-
vanta la voz.
La frágil anciana volvió a murmurar algo ininteligible, sin dejar de
señalar la ventana. Yuri sólo lograba distinguir la calle oscura, las ca-
sas contiguas, las farolas y los imponentes árboles.
De pronto, Aaron lo agarró del brazo.
En aquellos momentos se acercó a ellos una muchacha con el ca-
bello negro que lucía unos hermosos pendientes de oro. Llevaba un
vestido de lana rojo y un cinturón de cuero que le ceñía el talle. Tras
detenerse unos instantes junto al fuego para calentarse las manos, se
dirigió hacia ellos mientras Aaron, Beatrice y Viv la observaban con
admiración. Caminaba con paso decidido, segura de sí misma.
-Estamos todos juntos -dijo la joven, dirigiéndose a Aaron-.
Todos estamos a salvo. Los guardias vigilan esta manzana y las man-
zanas circundantes.
-Creo que de momento podemos estar tranquilos -respondió
Aaron-. Ese individuo cometió una equivocación. Pudo haber cau-
sado más muertes, más sufrimiento...
-No hablemos más de este asunto, querido -terció Beatrice con
aire de reproche-. Polly, querida, ¿Qué haces aquí? Te necesitan en la
oficina.
Polly ignoró olímpicamente a Beatrice.
-Estamos listos para hacerle frente -dijo Aaron-. Somos mu-
chos; no puede hacer nada contra nosotros. Estoy seguro de que aca-
bará apareciendo.
-¿Tú crees? -preguntó Polly-. ¿Por qué habría de aparecer?
Lo lógico es que huya.
-¿Y si estuviera muerto ? -preguntó Beatrice-. Suponiendo que
exista ese personaje, claro. ¿Y si hubiera abandonado ese edificio de
Houston y... hubiese caído muerto en medio de la calle?
-No lo creo -contestó Aaron-. Pero si es así, hallarán su ca-
dáver y nos lo comunicarán.
-Espero que sí -dijo Polly-. Espero que Rowan le matara cuan-
do lo golpeó en la cabeza. Espero que haya caído muerto en la calle.
-Yo no -dijo Aaron-. N o quiero que lastime a nadie más. Eso
no debe suceder. N o debe lastimar a nadie. Ha provocado una trage-
dia, pero quiero verlo, quiero hablar con él, quiero oír lo que tenga
que decir. Debí enfrentarme a él hace tiempo. Fui un idiota. Pero no
quiero desaprovechar esta oportunidad. Quiero interrogarle, averi-
guar lo que piensa, de dónde viene, qué demonios pretende.
-Me niego a oír más historias de fantasmas -protestó Beatri-
ce-. Vamos, todos vosotros...
-¿Tú crees que ocurrirá así? -inquirió Polly-. ¿Tú crees que es
capaz de hablar ? Yo supuse que daríamos con él y que... lo destrui-
ríamos. Que destruiríamos aun ser que nunca debió existir. Nadie se
enteraría. No imaginé que hablaríamos con él.
Aaron se encogió de hombros y miró a Yuri.
-Hay algo que me intriga -dijo-. ¿Adónde irá? ¿A la casa de la
calle Primera? ¿A las oficinas de Mayfair & Mayfair? ¿O tal vez a Me-
tairie, donde está reunida la familia de Ryan? Quizá se presente aquí.
¿Tratará de agredir a alguien? ¿O buscará a alguien en quien confiar, a
quien conquistar y convencer? Es un enigma.
-¿Crees que aparecerá?
-No tiene más remedio, cariño -contestó Aaron-. Ésta es su
familia. Todos permanecen encerrados, a salvo. ¿Qué puede hacer?
¿Adónde puede ir?
28
La música brotaba de unas bocas eléctricas suspendidas en lo alto
de los blancos muros. Unas personas bailaban en el centro de la habita -
ción, torpemente, balanceándose al son de la música, como si a ellos
también les entusiasmara. La orquesta estaba formada por numerosos
músicos, los cuales utilizaban unos toscos instrumentos menos hermo-
sos que las gaitas o el arpa. Era como si ella pudiera oír la vieja música
en ésta, aunque ambas se mezclaban. N o conseguía pensar con claridad.
Sólo percibía la música. Vio el valle, ya todos sus hermanos y hermanas
bailando y cantando. De pronto, alguien señaló a los soldados.
Los músicos dejaron de tocar y se hizo el silencio. Cuando se
abrió la puerta, ella se sobresaltó. Dentro había unas personas que
reían alegremente. Una mujer, vestida con un traje feo y holgado, la
miraba fijamente.
Debía ir a Nueva Orleans. Tenía que recorrer muchos kilómetros.
Tenía hambre. Quería beber un poco de leche. En esa casa había co-
mida, pero leche no. Si hubiera, ella la olería. Sin embargo, había visto
unas vacas pastando en los campos, y sabía ordeñarlas. Debía haberlo
hecho antes. ¿Cuánto tiempo llevaba ahí parada, escuchando la músi-
ca? Todo había comenzado hacía mucho tiempo, no recordaba cuán-
to, pero éste era el primer día auténtico de su vida.
Al amanecer, había abierto la puerta de la pequeña cocina, había
cogido una botella de leche del frigorífico y se la había bebido to-
da. Estaba muy rica. Mientras se la bebía, contempló los cálidos rayos
de sol que se filtraban a través de los esmirriados árboles y la hierba.
Un ocupante de la casa la había sorprendido en la cocina. Ella le había
dado las gracias por la leche. Lamentaba habérsela bebido, pero tenía
hambre.
A la larga, esas cosas no tenían importancia. Esas personas no po-
dían lastimarla. No sabían quién era ella. En los viejos tiempos, si roba-
bas leche te perseguían hasta obligarte a que te ocultaras en las monta-
ñas, quizás incluso...
-Pero eso ya no importa -dijo su padre--. Ahora mandaremos
nosotros.
Vea Nueva Orleans. Busca a Michael, tal como te pidió tu madre.
Sí, eso es lo que tu madre deseaba. De camino, deténte en un campo
donde hay unas vacas paciendo. Te están esperando. Bebe la cálida le-
che de sus ubres. Bebe hasta saciarte.
Ella se volvió, pero en aquel momento la orquesta comenzó a to-
car de nuevo. Tras dos o tres acordes iniciales la música sonó a pleno
volumen, vibrando a través de sus pies, de su garganta, como si la ex-
halara por la boca. Ella cerró los ojos, dejándose arrastrar por la me-
lodía. Qué hermoso era el mundo, pensó, balanceándose al son de la
música.
Alguien le dio un golpecito en el hombro y al volverse vio aun
hombre casi tan alto como ella que la miraba sonriendo. Era muy
viejo, tenía la piel del rostro atezada y arrugada, olía a humo y llevaba
una camisa azul oscuro y unos pantalones manchados de grasa. El
hombre le dijo algo, pero ella sólo percibía la música. Estaba embele-
sada y movía la cabeza de uno a otro lado al ritmo de la música. Era
maravilloso.
El hombre y le dijo al oído:
-Hace mucho rato que nos observas. ¿Por qué no entras y bailas
con nosotros?
Ella retrocedió. Le costaba seguir el ritmo de esa música. El hom-
bre la tomó de la mano y ella sintió el tacto de sus encallecidos dedos.
Tenía las manos manchadas de grasa. Despedía un olor semejante al
de la carretera y los vehículos que circulaban por ella. Olía a tabaco.
Ella dejó que la condujera suavemente hacia el lugar donde baila-
ba la gente. Sintió que la música vibraba a través de todo su cuerpo y
estuvo a punto de desvanecerse de placer. Habría permanecido para
siempre tendida en el suelo, escuchando la música, cantando, con-
templando el valle. El valle era tan hermoso como la isla.
Al mismo tiempo sentía deseos de ponerse a bailar y bailar hasta
caer agotada.
Y eso fue lo que hizo. El hombre la ciñó por la cintura y comen-
zaron a bailar. Le dijo algo, pero ella no lo entendió. Le pareció oír
algo así como: «Hueles muy bien.»
Ella cerró los ojos mientras giraba alrededor de la habitación entre
los brazos del desconocido, inclinando la cabeza de un lado a otro. El
hombre reía. Ella vio que movía los labios como si le dijera algo.
El sonido de la música era atronador. Cuando cerró los ojos, imaginó
que estaba bailando de nuevo con los otros, los cuales formaban nu-
merosos círculos que partían del círculo de piedras, girando sin cesar
al son de las gaitas y el arpa.
De eso hacía mucho tiempo. Eran los viejos tiempos, antes de que
se presentaran los soldados.
En el valle, todos bailaban juntos, altos y bajos, pobres y ricos,
humanos y no humanos. Se habían reunido para construir el Taltos.
Muchos morirían, pero si lograban construir el Taltos... Si existían
dos... De pronto se detuvo y se tapó los oídos con las manos. Debía
marcharse. «Ya voy, papá. Iré en busca de Michael. No he olvidado lo
que me pediste, mamá. No soy una niña. ¡Sois unos estúpidos, unos
niños! Ayúdame, papá.»
El hombre empezó a danzar más deprisa, girando vertiginosamen-
te alrededor de la habitación y haciendo que ella tropezara. Ella se sen -
tía feliz mientras se deslizaba siguiendo el ritmo de la música, agitando
la cabeza violentamente de un lado a otro.
Sí, se sentía feliz. Distinguió vagamente a loS músicos. Unos eran
delgados y otros gordos, unos llevaban gafas y otros no. Tocaban el
violín y cantaban a pleno pulmón, con voz nasal, rápidamente, pro-
nunciando unas palabras ininteligibles. Uno de ellos tocaba un pe-
queño instrumento de fuelle cuyo nombre ella desconocía. No sabía
esa palabra. Ni tampoco la palabra que designaba un instrumento que
otro tocaba con la boca, parecido al birimbao, aunque sonaba dife-
rente. Le entusiasmaba la música, su insistente ritmo, su divina mo-
notonía, las vibraciones que sentía a través de sus oídos, su corazón,
todo su cuerpo, como si la devorara y la consumiera.
Al igual que en el valle, los humanos no cesaban de bailar. Había
mujeres ancianas y jóvenes, muchachos y hombres adultos, incluso
niños. Ella los observaba fascinada. Pero esas gentes no sabían cons-
truir el Taltos. Ve a reunirte con tu padre. Ve a...
-¡Vamos, pequeña!
Debía..., tenía que marcharse. Pero era incapaz de pensar mientras
sonara la música. No tenía importancia.
Ella y el extraño siguieron girando alrededor de la habitación, rien-
do alegremente. Se sentía feliz y contenta. En estos momentos lo único
que deseaba era bailar. Estaba convencida de que su padre lo compren-
dería.
29
Eran las cuatro de la mañana. Mona, Lauren, Lily y Fielding se
hallaban reunidos en el espacioso salón. Randall también estaba allí.
Paige Mayfair, que vivía en Nueva York, no tardaría en unirse al gru-
po. Su avión había llegado a la hora prevista.
Permanecían sentados en silencio, aguardando. «Nadie está con-
vencido -pensó Mona-, pero debemos intentarlo. ¿Qué otra cosa
podemos hacer?»
Hacía un rato, la tía Bea se había desplazado desde la calle Amelia
para preparar una cena fría. Había colocado unas gruesas velas votivas
sobre la repisa de las dos chimeneas. Sólo se habían consumido hasta
la mitad y arrojaban una luz cálida y alegre.
Arriba, las enfermeras charlaban en voz baja, tras haber tomado
posesión, por decirlo así, de la habitación de la tía Viv con su termo de
café y sus gráficos. La tía Vivian había accedido a alojarse en la casa
de la calle Amelia, cediendo a la insistente demanda de la anciana Eve-
lyn, la cual se había pasado toda la noche comunicándose por medio
de gestos y murmullos con ella, aunque nadie estaba seguro de que
supiese quién era.
-Son tal para cual -afirmó la tía Bea-. Son como el yin y el
yang. A propósito, la anciana Evelyn ha vuelto a quedarse muda.
Los primos dormían en camas y sofás distribuidos por toda la
casa, incluido el tercer piso. Pierce, Ryan, Mandrake y Shelby habían
llegado hacía un rato, aunque nadie sabía exactamente dónde se ha-
bían instalado. Jenn y Clancy ocupaban el dormitorio situado en la
parte delantera. Había otros Mayfair alojados en el pabellón de hués-
pedes, junto ala encina de Deirdre.
De pronto oyeron detenerse un coche frente a la puerta. Nadie se
movió. Henri fue a abrir la puerta y al cabo de unos instantes apareció
una mujer que ninguno de los presentes había visto jamás. Era Paige
Mayfair, biznieta de Cortland y de su esposa, Amanda Grady May-
fair, la cual había abandonado a su marido hacía años y se había insta-
lado en el norte.
Paige era una mujer menuda, con el cuerpo y los rasgos parecidos
a los de Gifford y Alicia, aunque más delgada. Pertenecía a un deter-
minado tipo de mujer que abundaba en la familia Mayfair, pensó
Mona. Llevaba el cabello muy corto y unos vistosos pendientes, de
esos que una tiene que quitarse antes de coger el teléfono.
Entró con paso decidido y sonriendo amablemente. Todos los pre-
sentes, excepto Fielding, se levantaron para saludarla con los besos de
rigor, una práctica habitual incluso entre primos que jamás se habían
visto.
-Prima Paige, éstos son el primo Randall, la prima Mona, el pri-
mo Fielding...
Tras las oportunas presentaciones, Paige se sentó en una de las si-
llas francesas doradas, de espaldas al piano. Llevaba una falda negra
bastante corta, la cual revelaba unos muslos tan esbeltos y bien tornea-
dos como las pantorrillas. Sus piernas parecían desnudas en compara-
ción con el resto de su cuerpo, envuelto en gruesas prendas de lana,
incluida una bufanda de casimir que se apresuró a quitarse. En Nueva
York hacía mucho frío.
Paige contempló el espejo situado al fondo de la habitación, el
cual reflejaba otro espejo colgado detrás de ella, creando un efecto
óptico que presentaba múltiples salones, todos ellos dotados de es-
pléndidas arañas.
-No habrás venido sola desde el aeropuerto -dijo Fielding, asom-
brando a Paige con su juvenil y vigorosa voz.
Mona no sabía si Fielding era mayor que Lily o viceversa, pero
Fielding, con su piel translúcida y arrugada y sus manos cubiertas de
manchas marrones parecía mucho más viejo. Era asombroso que to-
davía estuviera vivo.
Lily conservaba aún sus energías, pero su flaco cuerpo estaba lle-
no de nervios y tendones que sobresalían bajo el sobrio vestido de
seda.
-Ya te lo he dicho, abuelito -dijo Mona-, la han acompañado
dos policías que se han quedado fuera. Todos los Mayfair de Nueva
York se hallan juntos, tal como les ordenamos que hicieran. No hay
un solo miembro de la familia que esté solo. Todos han recibido las
oportunas instrucciones.
-Según tengo entendido, no se ha producido ninguna novedad
-dijo Paige.
-Es cierto -contestó Lauren, que había conseguido mantener
una apariencia pulcra y aseada pese a las largas horas que llevaban
aguardando. No tenía un pelo fuera de sitio-. No hemos conseguido
dar con él-dijo suavemente, como si quisiera tranquilizar aun cliente
angustiado-, pero por fortuna no han ocurrido más tragedias. Tene-
mos a muchas personas trabajando en el caso.
Paige asintió y miró a Mona.
-Conque tú eres la legendaria Mona -dijo, sonriendo como quien
sonríe a un niño prodigio-. He oído muchas cosas sobre ti. Beatrice
siempre habla de ti en sus cartas. Si no conseguimos que Rowan se recu-
pere, tú serás la heredera del legado.
Todos se quedaron de piedra.
Nadie había informado de ello a Mona, y ésta no había detectado
la menor noticia al respecto en la calle Amelia, en la Primera, en las
oficinas de Mayfair & Mayfair ni en ninguna parte. Mona miró a
Lauren boquiabierta.
Lauren rehuyó su mirada.
«¿Acaso ya estaba decidido?», se preguntó Mona.
Nadie se atrevía a mirarla, a excepción de Fielding. Mona reparó
en que nadie había manifestado el menor asombro ante las palabras de
Paige, excepto ella. Así pues, ya lo habían decidido, aunque no en su
presencia, y nadie quería clarificar o abundar en el tema. N o era el
momento de hablar de ello. Sin embargo, le parecía tremendo descu-
brir que era la heredera del legado. De pronto Mona recordó un sar-
cástico comentario: «¿Te refieres a la pequeña Mona, con sus vestidos
infantiles y su lazo en el pelo? ¿La hija vagabunda de Alicia, la alco-
hólica?»
Por supuesto, no lo dijo. Sentía un profundo dolor en el corazón.
«Por favor, no te mueras, Rowan. Lamento lo que hice.» En aquel
momento recordó la obscena y maravillosa imagen del pecho de Mi-
chael Curry inclinado sobre ella, y de su verga asomando entre el ve-
llo púbico. Cerró los ojos con fuerza.
-Confío en que logremos ayudar a Rowan a superar este trance
-dijo Lauren, aunque en un tono tan desalentado que desmentía las
palabras que acababa de pronunciar-. La cuestión del legado es muy
compleja. En estos momentos hay tres abogados revisando los pape-
les. Pero Rowan todavía vive. Está arriba. Ha sobrevivido a la inter-
vención quirúrgica. La posibilidad de una operación no le preocupa-
ba. Los médicos han obrado un milagro. Ahora debemos ayudarla
nosotros.
-¿Estás al corriente de lo que vamos a hacer ? -preguntó Lily, con
los ojos húmedos y enrojecidos.
Había adoptado una postura defen-
siva, con los brazos cruzados y una mano apoyada en el pecho. Por
primera vez, pensó Mona, la voz de Lily sonaba temblorosa, vieja.
-Sí -respondió Paige-. Mi tío me lo ha explicado todo. Lo
comprendo. He oído muchas cosas sobre todos vosotros, y por fin
estoy aquí, en esta casa. Sin embargo, debo advertiros que no sé si seré
capaz de ayudaros. No siento el poder que sienten otros, ni sé cómo
utilizarlo, pero estoy dispuesta a intentarlo.
-Eres muy fuerte -dijo Mona-. Eso es lo que cuenta. Los que
estamos reunidos aquí somos los miembros más fuertes de la familia,
pero ninguno de nosotros sabe utilizar esos poderes.
-Entonces manos a la obra. Veamos qué podemos hacer -dijo
Paige.
-No quiero cosas raras -dijo Randall-. Si alguien empieza a
pronunciar palabras extrañas...
-Por supuesto que no -le interrumpió Fielding. Estaba apoya-
do en su bastón, demacrado, con los ojos hundidos-. Subiré en el
ascensor. Acompáñame, Mona. Randall, tú también puedes venir con
nosotros.
-Si no quieres acompañarnos no estás obligado a hacerlo -ob-
servó Lauren fríamente-. Podemos hacerlo solos.
-Sí, sí, iré con vosotros -respondió Randall de mal humor-.
Sin embargo, deseo que conste que la familia está siguiendo los con-
sejos de una chica de trece años.
-Eso no es cierto -protestó Lily-. Todos estamos de acuerdo
en hacerlo, Randall. Por favor, ayúdanos. No empieces a poner in-
convementes.
Salieron todos en tropel y echaron a caminar por el oscuro pasillo.
A Mona no le hacía gracia aquel ascensor. Era demasiado pequeño,
demasiado viejo, demasiado potente y demasiado rápido. Entró de-
trás de los dos ancianos y ayudó a Fielding asentarse en una silla que
había en un rincón, una antigua silla de madera con el asiento de be-
juco. Luego cerró la puerta y pulsó el botón.
-Recuerda que se para bruscamente -le advirtió a Fielding, apo-
yando una mano en su hombro.
Al detenerse, el ascensor dio una fuerte sacudida, tal como había
pronosticado Mona.
-Maldita sea -dijo Fielding-. Era típico de Stella instalar un
ascensor lo suficientemente potente para llevarnos a la cima del Banco
Americano.
-El Banco Americano ya no existe -replicó Randall.
-Da lo mismo, ya sabes a qué me refiero -dijo Fielding-. No
seas tan quisquilloso. Yo no tengo la culpa. Sinceramente, creo que es
una idea absurda. ¿Por qué no vamos a Metairie y tratamos de hacer
que Gifford resucite ?
Mona ayudó a Fielding a ponerse en pie y le acercó el bastón.
-El Banco Americano era el edificio más alto de Nueva Orleans
-le explicó éste a Mona.
-Lo sé -respondió ella. No lo sabía, pero no quería echar más
leña al fuego.
Al entrar en el dormitorio principal comprobaron que los otros
ya habían llegado. Michael estaba en un rincón, de pie, con los brazos
cruzados, contemplando el inexpresivo semblante de Rowan.
Unas velas votivas ardían sobre la mesita situada junto a la puerta.
También había una imagen de la Virgen. Mona pensó que, segura-
mente, toda aquella parafernalia -las velas, la Virgen con la cabeza
inclinada sobre el pecho, cubierta con un velo blanco y con las manos
extendidas- era cosa de la tía Bea. De haber estado viva Gifford,
probablemente habría hecho lo mismo.
Nadie dijo una palabra. Al fin, Mona sugirió:
-Creo que es mejor que las enfermeras salgan de la habitación.
-¿Qué piensan hacer? -preguntó la más joven de éstas.
Era una mujer de tez cetrina, rubia, peinada con raya en medio y
vestida con un almidonado uniforme de enfermera. Tenía un aspecto
totalmente aséptico, un tanto monjil. Miró a su compañera, una negra
de aire hosco, la cual no dijo una palabra.
-Vamos a imponer nuestras manos sobre ella para tratar de cu-
rarla -respondió Paige Mayfair-. Quizá no consigamos nada, pero
todos tenemos poderes psíquicos y debemos intentarlo.
-No estoy muy convencida -diijo la enfermera con recelo.
Pero su compañera hizo un gesto para indicar que no era asunto
suyo.
-Tengan la bondad de retirarse -dijo Michael cortésmente.
Las enfermeras abandonaron la habitación.
Mona cerró la puerta.
-Tengo una sensación muy extraña -observó Lily-. Es como
pertenecer a una familia de insignes músicos y no ser capaz de leer una
partitura o cantar una melodía.
La única que no parecía sentirse turbada era Paige Mayfair, la ex-
tranjera, precisamente la que no se había criado a la sombra de la calle
Primera, observando a ciertos miembros de la família responder a los
pensamientos de otros como si los hubieran expresado con palabras.
Paige depositó su pequeño bolso en el suelo y se acercó a la cama.
-Apagad todas las luces salvo las velas -diijo.
-Eso son tonterías- observó Fielding.
-Es mejor así -insistió Paige-. Prefiero que no haya nada que
pueda distraernos.
Luego miró a Rowan, la examinó detenidamente desde la frente
y lisa hasta la punta de los pies, que asomaban bajo la sábana.
Paige parecía triste; triste y pensativa.
-Es una pérdida de tiempo -refunfuñó Fielding, cansado de
permanecer de pie.
-Apóyate en la cama -dijo Mona, tratando de disimular su im-
paciencia-. No te preocupes, yo te sostengo. Coloca una mano sobre
ella.
-Tiene que colocar ambas manos -dijo Paige.
-¡Qué majadería! -protestó Fielding.
Los otros se congregaron en torno al lecho. Michael se retiró, pero
Lily le indicó que se acercara. Todos impusieron sus manos sobre
Rowan. Fielding se inclinó sobre ella, tratando de no perder el equili-
brio, respirando trabajosamente y procurando reprimir la tos.
Mona colocó los dedos sobre un moretón que Rowan tenía en el
brazo, sintiendo el tacto de su suave y fría piel. ¿Qué le había causado
esas contusiones? ¿Acaso la había golpeado el monstruo? Casi podía
distinguir las marcas de los dedos.
«¡Cúrate, Rowan!», dijo Mona para sus adentros. Al alzar la vista
y mirar a los otros, observó que todos habían tomado idéntica deci-
sión. De labios de todos los presentes brotó una súplica colectiva.
Paige y Lily tenían los ojos cerrados.
-¡Cúrate! -murmuró Paige.
-¡Cúrate! -murmuró Mona.
-¡Cúrate, Rowan! -dijo Randall con voz enérgica y profunda.
Al fin, Fielding murmuró también:
-Cúrate, hija mía, si eres capaz de hacerlo. Cúrate. Cúrate. Cú-
rate.
Cuando Mona abrió los ojos vio que Michael lloraba mientras sos-
tenía la mano de Rowan entre las suyas y repetía las palabras que reci-
taban los otros. Mona cerró los ojos y dijo de nuevo:
-¡Cúrate, Rowan! ¡Cúrate!
Transcurrieron varios minutos, durante los cuales alguno de los
presentes cambió de postura; otros apoyaron las manos más firme-
mente sobre Rowan y otros la acariciaron. Lily colocó la mano sobre
la frente de Rowan. Michael se inclinó para besarla.
Al fin, Paige dijo que habían hecho cuanto podían.
-¿Le han administrado la extremaunción ? -preguntó Fielding.
-Sí, en el hospital, unas horas antes de operarla -respondió
Lauren-. Pero no va a morir. Está en coma. Podría seguir así varios
días.
Michael se volvió de espaldas para que no le vieran llorar y los
demás salieron en silencio de la habitación.
Una vez en el salón, Lauren y Lily sirvieron el café mientras Mona
se encargaba de pasar la leche y el azúcar. Fuera reinaba una gran os-
curidad y hacía frío.
El reloj dio las cinco. Paige lo miró, sorprendida, y luego bajó la
vista.
-¿Qué opinas? -preguntó Randall.
-No morirá respondió Paige-. Pero no he notado ninguna res-
puesta.
-Yo tampoco -dijo Lily.
Al menos lo hemos intentado -dijo Mona-. Eso es lo más im-
portante. Hicimos lo que pudimos.
Tras estas palabras, salió del salón. Durante unos momentos cre-
yó ver a Michael en lo alto de la escalera, pero se trataba de una de las
enfermeras. Los tablones del suelo crujían, como de costumbre. Mona
subió apresurada y sigilosamente, tratando de no hacer ruido.
La lámpara de la mesilla de noche estaba encendida. Las llamas de
las velas brillaban débilmente en comparación con la potente luz que
arrojaba ésta.
Mona se enjugó los ojos y asió la mano de Rowan.
-¡Cúrate, Rowan! -murmuró temblando de emoción-. ¡Cú-
rate, Rowan! ¡No vas a morir! ¡Cúrate!
Michael la abrazó y la besó en la mejilla.
Mona no se apartó.
-¡Cúrate, Rowan! -repitió. «Lamento haberme acostado con
él», dijo para sus adentros-. ¡Cúrate, por favor! ¿De qué nos sirve
nuestra fortuna..., el legado..., si no somos capaces de curarte ?
Hacia las seis y media de la mañana Mona decidió que, tanto si
Rowan se salvaba como si no, el Mayfair Medical debía construirse.
Estaba sentada sobre una manta de lana bajo una encina, frente al
pabellón de huéspedes, admirando las hojas verde pálido de los pláta-
nos, las vistosas begonias, los lirios y el verde musgo que cubría las
piedras. Todo relucía bajo el rocío de la mañana. El cielo presentaba
un color violeta, como el del crepúsculo, que Mona solía contemplar
con más frecuencia que el amanecer.
Un guardia dormía sentado en una silla junto ala puerta del jar-
dín. Otro patrullaba al otro lado de la valla, junto a la piscina.
La silueta de la casa se recortaba con nitidez sobre el firmamento
violáceo. A la derecha empezó a despuntar la aurora, de un rojo in-
tenso. Resultaba difícil distinguir el este del oeste en Nueva Orleans,
hasta que el sol salía o se ponía. Era un glorioso amanecer, rebosante
del alegre canto de los pájaros que daban vida al paisaje.
Mona se sentía feliz, aunque al mismo tiempo experimentaba una
profunda soledad. ¡Se había convertido en la heredera del legado!
-No creo que la noticia te sorprenda -le había dicho Lauren en
voz baja-. Es una cuestión de linaje. Tú misma has trazado el árbol
genealógico de la familia en tu ordenador. Te lo explicaré más tarde.
No quiero hablar de ello mientras Rowan está viva.
«Descuida, Rowan, construiremos el Mayfair Medical -pensó
Mona-. Ése será tu legado. Nos llevaremos a la tumba los secretos de
nuestra complicada historia, pero las piedras del Mayfair Medical per-
durarán para que todos puedan contemplarlas.».
De pronto se sintió débil y mareada. Nunca le había gustado estar
despierta a esas horas de la mañana. Cuando ella era una niña, Alicia
insistía en ir a misa cada mañana, aunque la noche anterior hubiera
cogido una borrachera. Ambas solían dirigirse en tranvía a la iglesia
del Sagrado Nombre. Mona se sentía siempre mareada, con dolor de
cabeza y mal sabor de boca. Durante los últimos años, debido a su
creciente afición al alcohol, Alicia había renunciado a esa costumbre;
por las mañanas, cuando Mona se levantaba, se encontraba a su madre
sentada en el porche con una cerveza en la mano.
Pero en estos momentos no le importaba estar despierta y admirar
esa espléndida aurora carmesí que poco a poco iba adquiriendo una
tonalidad dorada. Los trágicos acontecimientos que se habían produ-
cido recientemente hacían que Mona concediera más valor a las cosas
sencillas y cotidianas. Al contemplar el maravilloso jardín, compren-
dió que ahora le pertenecía. Mejor dicho, que pronto le pertenecería.
No era de extrañar que no pudiese conciliar el sueño. Lo había
intentado, pero le parecía mas provechoso emplear el tiempo en pen-
sar, en planificar las cosas, en organizar los preparativos de lo que se
había convertido en una auténtica obsesión para ella: la ubicación y
estructura del Mayfair Medical, donde aparecería grabada la palabra
«sanar» .¿En la piedra? ¿En una vidriera?
Pierce sería su mejor aliado; era de talante conservador, como Ryan,
pero tenía mucho interés en que se construyera el complejo médico.
Durante los últimos meses había hecho lo imposible por mantener vivo
el proyecto. Mona no tendría mayores dificultades en ponerlo en mar-
cha, aunque sabía que los miembros más conservadores de la firma tra-
tarían de frenarlos en sus ambiciosos planes.
Pierce dormía en una tumbona, junto a la piscina, con la chaqueta
sobre los hombros. Le había dicho a Mona que necesitaba respirar aire
puro. Al pasar junto a él, Mona observó que parecía un bebé.
«Lo conseguiremos -pensó Mona-. Es un proyecto más im-
portante que el capricho de dar la vuelta al mundo antes de cumplir
los veinte años, o construir un túnel hasta China, O fundar la sociedad
inversora más importante del mercado internacional.» ¡La heredera
del legado! En cualquier caso, todo era posible.
No era eso lo que pensaba Alicia mientras permanecía sentada en
los escalones del porche con una cerveza en la mano. «Estoy dema-
siado cansada para hacer nada», solía repetir. «No pienses que está en
un congelador -se dijo Mona-. En el depósito no mantienen a los
cadáveres congelados, sólo refrigerados.»
¿Dónde había visto Mona unos libros sobre hospitales? En la ha-
bitación de Rowan, donde había planificado su estrategia para seducir
a Michael. Estaban en un estante, junto a la cama. Mona decidió leer-
los más tarde. Eso era lo más importante, estudiar a fondo el proyecto
antes de presentarlo, como si se tratara de presentar un nuevo modelo
de ordenadores, y mostrarles una serie de espectaculares bocetos, grá-
ficos y listados.
Al cabo de un rato cerró los ojos, sintiendo los cálidos rayos del
sol sobre sus párpados.
Mona decidió emplear un pequeño truco que siempre la ayudaba
a dormirse. En lugar de intentar poner la mente en blanco, decidió
entretenerse imaginando que decoraba las dependencias y oficinas del
Mayfair Medical. Escogió los colores del tapizado, las cortinas e in-
cluso los cuadros, unos cuadros que animarían a los pacientes en las
salas de espera y proporcionarían a los ajetreados médicos y enfer-
meras un momento de respiro, mientras recorrían los pasillos, subían
una escalera o entraban en una sala.
Colgaría unos cuadros relacionados con la medicina, como la ma-
ravillosa obra de Rembrandt titulada Lección de anatomía. Mona
abrió los ojos súbitamente. No, los pacientes no querrían contemplar
un cuadro tan terrible. Era preferible ofrecerles unas imágenes más
tranquilizadoras, como los bellos y apacibles rostros de Piero Della
Francesca, o la suave mirada de las mujeres de Botticelli, algo más
alegre que la cruda realidad.
De pronto notó que tenía sueño. Trató de recordar a todos los
personajes representados en un cuadro de los Médicis que había visto
en Florencia, en el que aparecía Lorenzo mirando por el rabillo del
ojo. Mona tenía cinco años cuando Gifford la llevó a Europa por pri-
mera vez.
«¡Mira, unas mamás con sus hijos», exclamó Mona saltando y
brincando sobre el suelo de piedra mientras ella y Gifford recorrían el
Palazzo Vecchio. Jamás había visto tantos cuadros de jóvenes madres
con sus hijitos. «Es la Virgen y el Niño», la corrigió Gifford severa-
mente.
Gifford se inclinó para besarla. «Duerme un rato», le dijo suave-
mente.
«Sí, creo que echaré un sueñecito. No pretendía..., me refiero a
Michael..., no pretendía...»
«Ya lo saben. No tiene importancia. Eres como todos los Mayfair ,
impulsiva y temeraria, pero luego te arrepientes de haber cometido
una imprudencia. Todos somos iguales. Todos pagamos un elevado
precio por nuestros actos.»
«¿Estás segura de que Rowan no me odia? ¿Estás segura de que lo
que hice no tiene importancia? A veces resulta difícil saber qué es lo que
tiene importancia y qué es lo que no la tiene.»
«No tiene importancia.»
Mona apoyó la cabeza en el tronco de la encina y se quedó dor-
mida.
30
La casa le gustaba. Se alzaba en la avenida Esplanade como un
palacio romano; o como una vivienda urbana de Amsterdam. Aunque
era de ladrillos estucados, parecía de piedra. Estaba pintada en colores
típicamente romanos, como el rojo pompeya, con los bordes en ocre.
Aunque la avenida Esplanade había conocido mejores tiempos,
desde el punto de vista arquitectónico resultaba muy interesante. y uri
contempló las maravillosas mansiones antiguas que se erguían entre los
edificios comerciales. Había dado un largo paseo por el barrio francés
hasta llegar ala casa situada en la amplia avenida, la cual constituía la
calle principal en tiempos de los franceses y los españoles, y actualmen-
te estaba llena de mansiones como ésta. Yuri se dio cuenta de que le
seguían dos hombres, pero le tenía sin cuidado.
Palpó la pistola que llevaba en el bolsillo, con la empuñadura de
madera y el cañón largo. Se sentía seguro.
Le abrió la puerta Beatrice.
-¡Gracias a Dios que ha llegado! -exclamó-. Aaron estaba muy
preocupado. ¿Puedo hacer algo por usted?
Beatrice miró hacia el otro lado de la calle y vio aun hombre apos-
tado junto aun árbol.
-No, gracias, señora -respondió Yuri-. Me gusta el café negro
y espeso y me detuve en una de las pequeñas cafeterías de la avenida.
Se hallaban en un espacioso vestíbulo, junto a una imponente es-
calinata que conducía al piso superior, la cual se ramificaba al llegar al
descansillo en dos escaleras más estrechas. El suelo era de mosaico y
las paredes estaban pintadas de color terracota, al igual que la fachada.
-A mí también me gusta el café negro y espeso -dijo Beatrice,
ayudando a Yuri a quitarse la gabardina. Afortunadamente, llevaba la
pistola en el bolsillo de la chaqueta-. Le prepararé un espresso. Pase
al salón, Aaron se alegrará de verlo.
-Gracias, acepto encantado --contestó Yuri.
A la izquierda ya la derecha había dos suntuosos salones, pero
Yuri se dirigió hacia un acogedor cuarto de estar que se abría ante él.
Al entrar vio a Aaron de pie junto a la chimenea, vestido con un viejo
jersey gris y sosteniendo una pipa en la mano. Su persona emanaba
una gran vitalidad, la cual contrastaba con la expresión de enojo y re-
celo de su rostro. Yuri observó un rictus de dureza en sus labios que le
otorgaba un aire más convencional.
-Hemos recibido un mensaje de los Mayores -dijo Aaron sin
más preámbulos-. Lo enviaron por fax al hotel Pontchartrain.
-¿Por qué lo han enviado por fax?
-Está escrito en latín y va dirigido a los dos. Han enviado dos
copias, una para cada uno de nosotros.
-Muy amable por su parte.
Junto a la chimenea había dos amplios sillones de piel roja, los
cuales dejaban al descubierto tan sólo el centro de una alfombra
china azul oscuro. La mesa, de cristal, estaba cubierta de papeles. En
las paredes colgaban unos cuadros modernos, en su mayoría abs-
tractos, con marcos dorados. Había también unas mesitas de mármol
y unos sillones tapizados de terciopelo, algo raídos. Distribuidos al-
rededor de la habitación, frente a unos espejos y sobre la repisa de la
chimenea decorada con una inmensa cabeza de león, había unos
hermosos jarrones de porcelana que contenían flores recién cortadas.
Era una bonita estancia en la que reinaba un ambiente cálido y agra-
dable. De modo que los Mayores se habían puesto en contacto con
ellos.
-Siéntate, te traduciré el mensaje.
Yuri tomó asiento.
-No es necesario que me lo traduzcas, Aaron -contestó Yuri
sonriendo-. Entiendo perfectamente el latín. A veces escribo a los
Mayores en latín, para practicar.
-Por supuesto, lo había olvidado. Ha sido una estupidez por mi
parte.
Aaron señaló las dos copias que yacían en la mesa, sobre un mon-
tón de lujosas revistas especializadas en arquitectura y decoración, lle-
nas de nombres de importantes diseñadores y anuncios de exquisitos
productos como los que contenía esta estancia.
-¿No te acuerdas de Cambridge? -preguntó Yuri-. ¿No re-
cuerdas las tardes en que solía leerte poesías de Virgilio? ¿No recuer-
das mi traducción de Marco Aurelio?
-Claro, la llevo siempre encima -respondió Aaron-. Me estoy
haciendo viejo. Los de tu generación no suelen saber latín. Disculpa
mi torpeza. ¿ Cuántos idiomas hablabas cuando nos conocimos ?
-No lo sé. No lo recuerdo. Déjame leer el mensaje.
-Sí, pero antes quiero saber qué has averiguado.
-Stólov se aloja en el Windsor Court, un hotel muy elegante y
caro. Le acompañan dos hombres, quizá tres. Hay otros miembros de
la Orden. Me venían siguiendo cuando me dirigía hacia aquí por la ca-
lle Chartres. Hay un individuo apostado al otro lado de la calle, vigi-
lando la casa. Son unos jóvenes anglosajones o escandinavos, aproxi-
madamente de la misma edad y el mismo estilo, vestidos con trajes
oscuros. A seis de ellos los he visto varias veces; no se molestan en di-
simular. Más bien creo que pretenden asustarme, obligarme acometer
una imprudencia.
En aquel momento apareció Beatrice. Sus tacones resonaban so-
bre los relucientes mosaicos del suelo.
-Aquí tenéis el café -dijo, depositando la bandeja con una cafe-
tera y unas tacitas de espresso sobre la mesa-. Voy a llamar a Cecilia.
-¿Ha habido alguna novedad? -preguntó Yuri.
-Rowan está bien. No se ha producido ningún cambio. Existe
cierta actividad cerebral, aunque mínima. Lo importante es que está
viva.
-Se halla en un persistente estado vegetativo -dijo Aaron.
-No digas esas cosas tan horribles -le reprendió suavemente
Beatrice.
-Pero es cierto. Rowan, al menos de momento, no se ha recupe-
rado. Ésa es la realidad.
-¿Qué se sabe sobre el misterioso individuo ? -preguntó y uri.
-Nadie lo ha visto -contestó Beatrice-. Dicen que podría estar
en Houston. Hay un montón de personas buscándole allí. Es posible
que se haya cortado el pelo, pero no es fácil que un hombre de más de
metro ochenta de estatura pase inadvertido. ¡Dios sabe dónde se ha-
brá metido! Bueno, os dejo. No quiero pensar en ello. Estoy prepa-
rando la cena bajo la atenta mirada de un guardia armado.
-No te preocupes, no se la comerá.
-Calla -respondió Beatrice.
Parecía querer añadir algo, pero se acercó a Aaron lo besó afec-
tuosamente y salió envuelta en un remolino de seda, taconeando so-
bre el lustroso suelo, tal como había entrado.
Yuri saboreó el excelente café y se sirvió otra taza. Las manos no
tardarían en empezar a temblarle y tendría acidez, pero no le impor-
taba. Cuando uno es amante del café renuncia a todo por él.
Cogió el fax y lo leyó. Dominaba el latín, de manera que no le
costó descifrarlo. El mensaje decía lo siguiente:
De los Mayores a
Aaron Lightner
Yuri Stefano
Caballeros:
Jamás nos habíamos enfrentado a semejante dilema: la de-
serción de dos miembros de la Orden, dos de nuestros mejores
investigadores, por los que no sólo sentimos un gran afecto sino
que constituyen un modelo para los novicios y postulantes. No
alcanzamos a comprender el motivo de vuestra conducta.
No tenemos reparos en reconocer que somos culpables. La-,
mentamos no haberte informado de todos los pormenores sobre
el caso de las brujas Mayfair, Aaron. A fin de no distraer tu aten-
ción de los asuntos relacionados con la familia Mayfair, omiti-
mos suministrarte ciertos datos importantes sobre las leyendas
de Donnelaith, en Escocia, referentes a los celtas que habitaron
en esa zona del norte de Gran Bretaña y en Irlanda. Debimos ser
más claros y explícitos desde el principio.
Jamás pretendimos manipularte. En nuestro afán de que la
investigación discurriera por unos cauces serios y rigurosos, no
quisimos agobiarte con conjeturas y sospechas para las que no
teníamos respuesta.
Comprendemos que fue un error, el cual te ha inducido a
abandonarnos. Y comprendemos también que hayas tomado ala
ligera tal decisión. De nuevo, reconocemos nuestra culpa.
Pero vayamos al grano. Habéis dejado de ser miembros de
Talamasca. Habéis sido excomulgados sin perjuicio, lo que sig-
nifica que habéis sido honorablemente separados de la Orden,
de sus privilegios, de sus obligaciones y de su apoyo.
Quede claro que no estáis autorizados a utilizar ningún in-
forme que hayáis realizado mientras os hallabais bajo nuestra
protección. No podéis reproducir, comentar ni distribuir nin-
gún documento que obre en vuestro poder sobre el caso de las
brujas Mayfair.
La investigación del caso de las brujas Mayfair está ahora en
manos de Erich Stólov y Clement Norgan, así como de otros
investigadores que han colaborado con ellos en diversas partes
del mundo. Ellos serán los encargados de ponerse en contacto
con la familia, sin vuestra ayuda. Saben que ya no estáis vincu-
lados a la Orden.
Os pedimos tan sólo que no interfiráis en el asunto. Os li-
beramos de todo compromiso con la Orden, pero no intentéis
entorpecer las indagaciones.
Estamos muy interesados en averiguar el paradero de ese ser
llamado Lasher. Nuestros miembros tienen unas instrucciones
muy precisas al respecto. Debéis comprender que de ahora en
adelante no se sienten obligados a daros ninguna explicación.
Confiamos en que más adelante regreséis a la casa matriz, a
fin de explicarnos detalladamente (mediante una comunicación
escrita) los motivos de vuestra deserción y la posibilidad de re-
incorporaros a la Orden y renovar vuestros votos.
De momento, nos despedimos de vosotros en nombre de
vuestros hermanos y hermanas de Talamasca, de Anton Marcus,
el nuevo Superior General, y de todos los que os apreciamos y
lamentamos que hayáis abandonado el redil.
En el momento oportuno, ya través de los debidos cauces,
os informaremos sobre los fondos que hemos depositado en
vuestras cuentas para cubrir los gastos de vuestro trabajo. Ésa es
la última ayuda material que recibiréis de...
Talamasca
Yuri dobló los brillantes folios y guardó su copia del mensaje en el
bolsillo de la chaqueta, junto a la pistola.
Luego miró a Aaron, que tenía un aire sereno y pensativo.
-¿Tengo yo la culpa de que te hayan excomulgado? -preguntó
Yuri-. Quizá no debí venir .
-No, no te dejes impresionar por esa palabra. Me excomulgaron
porque me negué a marcharme. Me excomulgaron porque no cesaba
de preguntarles a los de Amsterdam qué era lo que sucedía. Me exco-
mulgaron porque dejé de «observar y estar siempre presente». Me
alegro de que hayas venido, porque estoy preocupado por nuestros
colegas. No sé cómo decírselo. Pero tú eres mi compañero más que-
rido, aparte de David.
-¿Por qué dices que estás preocupado por nuestros colegas?
-No soy uno de los Mayores -respondió Aaron-, aunque lle-
vo veintisiete años en la organización.
El mero hecho de reconocerlo constituía una importante viola-
ción de las normas.
-David Talbot tampoco era uno de los Mayores -prosiguió
Aaron-. Me lo confesó antes de... abandonar la Orden. Me dijo que
jamás había hablado con uno de los Mayores ni sabía quiénes eran.
Muchos de los miembros más antiguos de la organización habían ne-
gado serlo.
Yuri no contestó. Toda su vida, desde que tenía doce años, había
vivido convencido de que los Mayores eran sus hermanos, un jurado,
por decirlo así, compuesto por compañeros suyos.
-Precisamente -dijo Aaron-. Me consta que no saben quiénes
son los Mayores ni cuáles sus motivos. Creo que mataron a un médico
en San Francisco, a un tal doctor Samuel Larkin. Creo que siempre
han utilizado a personas como yo para obtener información con algún
siniestro fin, un fin que los de mi generación ignoraban. Es lo único
que sé.
Yuri guardó silencio, pero su expresión indicaba que las palabras
de Aaron confirmaban sus sospechas, los negros presentimientos que
le habían asaltado poco después de regresar ala casa matriz desde
Donnelaith.
-No me permitirán acceder a los archivos principales -observó,
como si pensara en voz alta.
-Tal vez sí-dijo Aaron-. No todos los miembros de Talamasca
son tan expertos como tú en materia de ordenadores. ¿Conoces el có-
digo de acceso de otros miembros?
-Sí, de varios -contestó Yuri-. Debo ir de inmediato a un lu-
gar donde pueda efectuar las llamadas. Debo tratar de descubrir todos
los datos que contengan los archivos. Eso me llevará un par de días
por lo menos. Puedo utilizar ciertas palabras en latín. Puedo utilizar
palabras de búsqueda. Quizá pueda averiguar cosas interesantes.
-Posiblemente lo hayan previsto, pero vale la pena que lo inten-
tes. Soy demasiado viejo para hacerlo yo, me falta agilidad mental.
Pero sé que hay un ordenador con un módem y un teléfono en la casa
de la calle Amelia. Pertenece a Mona Mayfair. Me ha dicho que te au-
toriza a utilizarlo. Dice que trabaja con el DOS. No sé a qué se refiere,
pero supongo que tú sí.
Yuri se echó a reír.
-Lo dices como si se tratara de un dios de los druidas. Significa
que utiliza el sistema operativo DOS, que es compatible con un or-
denador IBM.
-Mona dijo que te dejaría unas instrucciones referentes al con-
tenido del disco duro, pero que ya verías cómo funcionaba sobre la
marcha. Dijo que sus archivos estaban ocultos.
-He oído hablar de Mona y su ordenador -contestó Yuri-. No
se me ocurriría hurgar en sus archivos.
-Dijo que podías tener acceso a todo lo demás.
-De acuerdo.
-Existen docenas de ordenadores provistos de módem en las ofi-
cinas de Mayfair & Mayfair. Pero tengo entendido que el de Mona es el
mejor, un producto de tecnología punta.
Yuri asintió.
-Lo haré inmediatamente -dijo, bebiendo otro trago de café.
Recordaba a Mona con gran simpatía-. Luego hablaremos.
-Muy bien.
Pero ¿de qué iban a hablar? Ambos estaban demasiado desalentados
para comentar el asunto. De hecho, Yuri se sentía profundamente depri-
mido, como cuando los gitanos se lo habían llevado, separándolo de su
madre. U nos extraños. El mundo estaba lleno de extraños. Excepto
Aaron y gente buena como los Mayfair que había conocido.
Yuri había conocido a Mona esa misma mañana, en la calle Ame-
lia. Mientras él se tomaba un bol de cereales con leche, sentado ante la
mesa de desayuno, ella no paraba de hablar, formulándole numerosas
preguntas y charlando de todo tipo de cosas al tiempo que mordis-
queaba una manzana.
Toda la familia se había quedado muy impresionada con la noticia
de que Mona iba a heredar el legado. Se acercaban a ella con aire solí-
cito, casi haciéndole una reverencia y besándole el anillo. Claro que
Mona no llevaba anillo.
Al fin, Mona se lamentó:
-Estoy harta de esto. ¿Cómo es posible que la gente se comporte
así cuando Rowan todavía está viva ?
Randall, un anciano de inmensas proporciones con una pronun-
ciada papada, respondió:
-Eso no tiene nada que ver, cariño. Aunque esté viva, Rowan no
podrá tener más hijos.
Mona lo miró asombrada y murmuró:
-Claro, tienes razón.
-¿No quieres heredar el legado? -le preguntó Yuri en voz baja.
Mona estaba sentada en silencio junto a él, mirándole a los ojos.
De pronto soltó una carcajada. Era una risa franca y alegre, que no
tenía nada de cínica ni de sarcástica.
-Ryan te lo explicará todo, Mona -dijo un joven llamado Ge-
raId-. Pero puedes revisar los documentos legales cuando quieras.
De pronto, Mona adoptó una expresión triste.
-¿Recordáis eso que decía san Francisco? El tío Julien solía re-
petirlo a menudo. Me lo contó la anciana Evelyn. Mamá también tenía
costumbre de decirlo. «Ten cuidado con los deseos que formules,
pues pueden hacerse realidad.»
-Muy típico del tío Julien, de la anciana Evelyn y de san Fran-
cisco -observó Gerald.
Al cabo de unos momentos, Mona se levantó apresuradamente y
dijo:
-Tengo que ir a escribir en mi ordenador.
El famoso ordenador .
Cuando Yuri fue a recoger su maleta, la oyó teclear en una habita-
ción de la parte delantera. Pero no se atrevió a asomarse.
-Esa Mona Mayfair me cae bien -le dijo ahora a Aaron-. Es
muy lista. Lo cierto es que me gustan todos los Mayfair que he cono-
cido.
De repente notó que se ruborizaba. En realidad, Mona le gustaba
mucho, pero era demasiado joven.
Yuri se levantó. Era una casa muy hermosa. Por primera vez per-
cibió un suculento aroma que salía de la cocina.
-No te marches todavía-le rogó Aaron.
-Temo no poder acceder a los archivos.
En aquellos momentos entró Beatrice con una chaqueta de mez-
clilla en las manos, una de las preferidas de Aaron, y la gabardina de
Yuri.
-Nos gustaría que se quedara a cenar -dijo-. La cena estará
lista dentro de media hora. Hoy es un día muy especial para nosotros.
Aaron se disgustará mucho si no se queda, y yo también. Tenga, pón-
gase la gabardina.
-Me temo que no entiendo -dijo Yuri-. ¿Por qué quiere que
me ponga la gabardina si vamos a cenar aquí?
-Porque antes iremos ala catedral-contestó Aaron.
Acto seguido se puso la chaqueta, se alisó las solapas y comprobó
si llevaba un pañuelo de hilo en el bolsillo. Yuri le había observado
hacer eso en numerosas ocasiones. A continuación comprobó si lle-
vaba las llaves, el pasaporte y un papel que sacó del bolsillo mientras
miraba sonriente a Beatrice.
-Deseamos que sea testigo de nuestra boda -dijo ésta-. Mag- ,
dalene y Lily se reunirán con nosotros allí.
-Pero ¿es que van a casarse?
-Sí, querido -contestó Beatrice-. Andando. No debemos lle-
gar tarde para la cena. Es una receta de los Mayfair. Espero que le
guste la comida picante, Yuri. Es un plato a base de cangrejo.
-Gracias, Yuri -dijo Aaron.
Beatrice se puso sobre el vestido de seda una chaqueta oscura que
le daba un aire muy sobrio y formal.
-Es un placer -respondió Yuri. El ordenador de Mona podía
esperar.
-Es una pena que no podamos celebrar una boda por todo lo alto
-se lamentó Beatrice-. Cuando todo haya pasado, quizá podamos i
ofrecer un banquete. ¿Qué te parece, Aaron? Cuando todos nos sin-
tamos contentos y felices de que haya pasado esta pesadilla, organi-
zaremos una gran fiesta. Pero no quiero esperar -añadió con cierta
aprensión-. Me niego a esperar. ,
31
Michael aprovechaba los momentos en que la enfermera estaba
presente para ir al baño. Entraba rápidamente, cerraba la puerta, hacía
lo que tenía que hacer y volvía a salir.
Temía que mientras estuviera orinando, o lavándose las manos, o
hablando por teléfono, ella muriera.
Todavía tenía las manos húmedas; no le había dado tiempo a se-
cárselas. Se sentó en el sillón y contempló el viejo papel que cubría el
panel de pared que quedaba sobre la chimenea: un dibujo oriental que
reproducía un sauce llorón y un arroyo. Era lo único que habían de-
jado intacto al empapelar y remozar el dormitorio, a fin de dotarlo de
la máxima comodidad.
Rowan seguía postrada en el alto y antiguo lecho, con la mirada
fija en el vacío.
Hacia las ocho de la tarde le habían hecho de nuevo un encefalo-
grama y un electrocardiograma. Los latidos de su corazón seguían
siendo muy débiles, mientras que su cerebro apenas retenía algo de
vida. Su suave y delicado rostro, con sus hermosos pómulos, mostra-
ba un poco más de color; había perdido aquel aspecto reseco y cetri-
no. Michael observó que alrededor de los ojos y en las manos la piel
aparecía más tersa, sin duda debido a los fluidos que le administra-
ban por vía intravenosa. Mona dijo que no parecía Rowan. Pero era
Rowan.
«Confío en que te encuentres en un tranquilo y hermoso valle,
ignorante de tu situación. Confío en que nuestros pensamientos no
puedan herirte, que sólo sientas el tacto de nuestras manos.»
Habían colocado un amplio sillón rosa en un rincón, entre la cama
y la puerta del baño, para que Michael se sentara en él. A la derecha
estaba la cómoda, con sus cigarrillos, un cenicero y la pistola que le
había dado Mona, una pesada Magnum del calibre 357 que pertene-
ciera a Gifford. Ryan la había traído de Destin hacía dos días.
-Toma, consérvala tú -le había dicho Mona-. Si aparece ese ,
hijo de puta, pégale un tiro.
-Muy bien -respondió Michael.
Quería tener un arma al alcance de la mano, «un sencillo instru-
mento», como decía Julien. Un sencillo instrumento para levantarle la
tapa de los sesos al diabólico ser que había dejado a Rowan en ese es-
tado.
A veces, los ratos que había pasado con Julien en el desván le pa-
recían más reales que la propia realidad. No le había revelado a nadie ,
sus encuentros con Julien, excepto a Mona. Deseaba contárselo a Aa-
ron, pero nunca conseguía quedarse a solas con él. Aaron estaba fu-
rioso por la presunta participación de Talamasca en el asunto y pasaba
todo el tiempo tratando de verificar sus sospechas. Excepto, natural-
mente, el dedicado a la breve ceremonia de la boda celebrada en la sa-
cristía de la catedral, a la que Michael no había podido asistir.
-Los Mayfair que residen en el centro de la ciudad se casan en la
catedral-le explicó Mona.
Mona estaba acostada en el dormitorio situado en la parte delante-
ra, en el lecho que solían ocupar Rowan y él. «Debe de resultar agota-
dor pasar de ser una pariente pobre a convertirte en la reina del casti-
llo», pensó Michael.
En vista de la situación, la familia se había apresurado a designar a
Mona heredera del legado. Jamás se habían visto envueltos en una
crisis semejante. Durante los últimos seis meses se habían producido
más «cambios» que a lo largo de toda la historia de la familia, incluida
la revolución de 1700, en Santo Domingo. Estaban resueltos a nom-
brar una heredera antes de que otros descendientes reivindicaran sus
derechos, antes de que estallasen disputas intestinas en el seno de la
familia. Mona era una niña, una niña a la que conocían, querían y sa-
bían que podían controlar .
Michael sonrió cuando Pierce, con su proverbial ingenuidad, le ex-
plicó la situación.
-De modo que la familia cree que podrá controlar a Mona -dijo
Michael.
Se hallaban en el pasillo, junto ala puerta de la habitación de Ro-
wan. Michael no quería hablar del asunto. No apartaba la vista de
Rowan, la cual seguía respirando de forma regular y acompasada.
-Eso es lo importante -respondió Pierce-. Mona es la persona
más indicada. Todos lo sabemos. Tiene unas ideas un poco alocadas,
pero es una chica muy inteligente y sensata.
No dejaba de ser interesante que Pierce recalcara lo de «sensata».
¿Acaso algunos miembros de la familia estaban locos de remate ? Pro-
bablemente.
-Papá quiere que sepas que esta casa seguirá siendo tuya hasta el
día que mueras -continuó Pierce-. Pertenece a Rowan. En caso de
producirse un milagro, me refiero a...
-Lo sé.
-Todo pasaría de nuevo a manos de Rowan y Mona sería la here-
dera. Aunque Rowan pudiera expresar su opinión, es la familia quien
debe decidir la cuestión del legado. Durante los años en que Deirdre
permanecía todo el tiempo sentada en una mecedora, sabíamos que la
heredera era Rowan Mayfair, de California. Carlotta se negaba a co-
operar. Esta vez queremos hacer las cosas como Dios manda. Imagino
que todo esto debe de chocarte...
-No -contestó Michael-. Si me disculpas, regresaré junto a
Rowan. Me pone nervioso dejarla sola.
-Pero tienes que dormir un poco.
-No te preocupes, hijo, duermo sentado en el sillón. Estoy bien.
Duermo mejor que cuando tomaba todas esas pastillas. Es un sueño
profundo y natural. Duermo sosteniéndole la mano.
«Y trato de no preguntarme: ¿ Por qué demonios me abandonaste,
Rowan? ¿Por qué me ignoraste el día de Nochebuena? ¿Por qué no
confiaste en mí? y tú, Aaron, ¿por qué no te saltaste las normas de
Talamasca y acudiste aquí?,> Pero eso no era justo. Aaron le había ex-
plicado la situación: le habían ordenado que se mantuviera al margen,
y se sentía culpable e impotente.
-Lamento haberte dado unas absurdas excusas en Oak Haven y
haber dejado que regresaras solo a casa -le dijo Aaron-. Debí haber
seguido los dictados de mi conciencia. Es el eterno dilema.
La lealtad de Aaron hacia Talamasca estaba en cuestión. Afortu-
nadamente, quería a Beatrice y ésta le correspondía. ¿Qué sería de un
hombre como él, expulsado de la organización de Talamasca ? En
cualquier caso, ese apuesto gitano de ojos negros y piel dorada era
Joven.
Michael cerró los ojos.
Oyó a la enfermera trajinando junto al lecho de Rowan y los dé-
biles bips del control electrónico. Michael detestaba esos aparatos de
los que también había estado rodeado cuando permaneció en la uni-
dad coronaria.
Ahora Rowan se encontraba a merced de esos aparatos, ella que
había conducido a tantas personas a través del valle tecnomédico de
lágrimas.
Fuera cual fuese la falta que Rowan había cometido, estaba pagan-
do un duro precio por ella. Michael había jurado matar a ese ser cuando
lo encontraran. Nadie lograría impedírselo. Lo mataría. No cedería
ante ninguna consideración de orden legal o moral, ni a ninguna pre-
sión familiar. Estaba decidido a matarlo. Ése había sido el mensaje de
Julien: «Tendrás otra oportunidad.»
En cuanto pudiera alejarse de la cabecera de Rowan sin preocu-
parse de que sucediera algo en su ausencia, cuando su situación se es-
tabilizara, iría en busca del monstruo.
Ese ser no había conseguido copular con sus hijas..., las brujas
Mayfair. Había elegido a mujeres que poseían los cromosomas adi-
cionales, pero éstas habían abortado. ¿Cómo sabía quiénes eran las
candidatas adecuadas? ¿Por su olor o porque poseían algún rasgo vi-
sible que otros no distinguían? El caso es que los médicos habían ha-
llado numerosas anomalías en las pruebas practicadas a Gifford, Ali-
cia y Edith, así como a las dos primas de Houston.
¿Se vería obligado a elegir a una compañera al azar? Era difícil
preverlo.
Michael temía enterarse de la noticia de que se habían producido
más muertes violentas. Era como una plaga desconocida que de pronto
aparece en los titulares de los periódicos. Los depósitos de todo el país
llenos de cadáveres de mujeres. Era espantoso imaginar que ese indi-
viduo alto y de ojos azules mataba a las mujeres con su abrazo. Pues
sabían con toda certeza que su mortífero semen hacía que éstas oVU-
laran de inmediato, que el óvulo fuera fertilizado y que el embrión se
desarrollara aun ritmo anormal.
Era lo único que sabían por los análisis médicos. También sabían
que él, Michael, poseía esos cromosomas, si bien permanecían inacti-
vos. Al igual que Mona, en quien también permanecían inactivos, y
Paige Mayfair, de Nueva York, y la anciana Evelyn, y Gerald, y Ryan.
La familia estaba llevando la situación bastante bien, pensó Mi-
chael, aunque ya no estaban muy seguros de si Clancy y Pierce debían
casarse, puesto que ambos poseían también los cromosomas adicio-
nales.
¿Qué iba a hacer Michael con Mona? ¿Se atrevería a volver a to-
carla? Ambos poseían esa anomalía. ¿En qué medida influiría ello en
su relación? ¿Qué había tenido más peso en el nacimiento de Lasher,
la anomalía cromosómica o el hecho de que su alma se había adueñado
de su cuerpo? ¿Qué derecho tenía Michael a tocar a Mona? Eso era
agua pasada. Se había terminado en cuanto Michael vio a Rowan pos-
trada en la camilla. Ya se había divertido bastante en su vida. Estaba
dispuesto a permanecer sentado en ese sillón para siempre, observán-
dola, haciéndole compañía.
No obstante, según afirmaban los médicos, existían razones funda -
das para que Clancy y Pierce hicieran caso omiso de las pruebas gené-
ticas y confiaran en la naturaleza. Las hermanas de Pierce no poseían
una doble hélice más larga de lo normal. Tenían unos genes adiciona-
les, pero no era lo mismo. Ryan y Gifford también poseían unos genes
adicionales y, sin embargo, no habían engendrado un monstruo. Mi-
chael había tenido numerosas amantes, y si hace años su amiga no hu-
biera decidido abortar, en contra de los deseos de él, lo más probable es
que hubiesen tenido un hijo perfectamente normal.
El análisis forense de la estructura gen ética de Deirdre había indi-
cado que ésta no poseía los cromosomas adicionales; pero había teni-
do una hija que sí los poseía. ¿Acaso las personas que presentaban esa
anomalía cromosómica debían abstenerse de procrear?
-Ese ser nació en Navidad. Rowan y yo no lo creamos. Creamos
un feto, y ese diabólico ser lo arrebató de las manos de Dios y se
adueñó de él. No se desarrolló aun ritmo anormal dentro del cuerpo
de Rowan, no la hizo abortar hasta que ese ser penetró en él.
De las manos de Dios. Era muy extraño que Michael utilizara la
palabra «Dios». Cuanto más tiempo permanecía en esta casa, cuanto
más tiempo permanecía en Nueva Orleans, y todo parecía indicar que
se quedaría aquí para siempre, más normal se le antojaba el concepto
de Dios.
Sea como fuere, el material gen ético había sido descubierto hacía
poco. Un pequeño grupo de médicos contratados por la familia tra-
bajaban contra reloj para resolver el misterio.
Nada les sucedería a estos médicos. Sólo Ryan y Lauren conocían
el lugar donde se encontraban, sus nombres, el laboratorio en el que
trabajaban. Los de Talamasca, en quienes Aaron ya no confiaba y de
quienes sospechaba que eran capaces de las mayores atrocidades, no
sabían nada.
-No te empecines, Aaron-le había dicho Michael esta tarde-.
Lasher pudo haber matado a esos dos médicos. Pudo haber matado a
cualquiera que tuviese pruebas contra él.
-Es un individuo, Michael, no puede estar en dos sitios a la vez.
Créeme, un hombre como yo no hace este tipo de afirmaciones sin
estar muy seguro de lo que dice, y menos aún sobre una organización
ala que ha consagrado toda su vida.
Michael no insistió. Pero no le gustaba la idea. Por otra parte, de
haber podido quedarse a solas con él le habría revelado algo impor-
tante. Pero fue imposible. Cuando Aaron se había presentado por la
mañana iba acompañado de Yuri, el chico gitano, del infatigable Ryan
y del doble clónico de éste, su hijo Pierce.
Michael consultó su reloj. Las diez y media. Era la noche de bodas
de Aaron. Michael se reclinó hacia atrás, pensando si sería oportuno
que llamara para felicitarles. Por supuesto, Aaron y Beatrice no tenían
intención de irse de luna de miel. Era impensable. Pero el caso es que
habían contraído matrimonio, que a partir de ahora vivirían legalmen-
te bajo el mismo techo y que toda la familia se sentía satisfecha, según
le habían asegurado los primos que habían ido a visitarle aquel día.
Tenía que enviarle un mensaje a Aaron. Sin falta. Debía procurar
acordarse de todo y estar preparado, sin dejarse vencer por su agota-
miento.
Michael se volvió y abrió el cajón superior de la cómoda sin hacer
ruido. La pistola era una preciosidad. Le habría encantado ir a una
galería de tiro para practicar con ella. Curiosamente, Mona también
era aficionada al tiro al blanco. Según le contó, Gifford y ella solían
practicar en un extraño lugar de Gretna, donde se ponían unos pro-
tectores en los oídos y los ojos y disparaban contra unas dianas de
papel en unos largos recintos de hormigón.
Junto a la pistola había un bloc que Michael había guardado en eL.
cajón hacía unas semanas. y un bolígrafo negro. Perfecto.
Michael sacó el bloc y el bolígrafo y cerró el cajón.
Querido Aaron:
Le pediré a alguien que te entregue esta nota, puesto que no
tendré ocasión de decirte esto personalmente. Sigo pensando
que te equivocas sobre T. No creo que hicieran esas cosas. Pero
existe otra opinión que viene a corroborar la mía y que debes
conocer.
Te adjunto el poema que Julien me recitó, el poema que la
anciana Evelyn le recitó a él hace más de setenta años. No puedo
ir a ver a Evelyn para preguntarle si lo recuerda. Según me han
contado, apenas habla ni razona. Quizá puedas preguntárselo tú
mismo. Éste es el poema que tengo grabado en la mente:
Se alzará un ángel malvado
y vendrá uno que es todo bondad.
Entre ambos aparecerá la bruja, ,
dejando la puerta abierta de par en par.
Sembrarán el dolor y el sufrimiento,
la sangre y el terror.
y el edén primaveral se convertirá
en un valle de lágrimas.
Guárdate de quienes te vigilan en ese momento supremo,
no franquees la entrada a los médicos.
Los eruditos se alimentarán del mal
y los científicos lo ensalzarán.
Deja que el diablo narre su historia,
deja que suscite fa ira de los ángeles.
Haz que los muertos resuciten
y los alquimistas huyan.
Mata a lo seres que no son humanos
con instrumentos toscos y crueles,
a fin de que sus atormentadas almas
consigan alcanzar la luz.
Aniquila a los hijos del mal, no te apiades de sus inocentes sonrisas,
pues de otro modo la primavera no brillará,
ni reinarán los nuestros en el edén.
Después de escribirlo lo leyó. Tenía una letra horrorosa, pero in-
teligible. Michael trazó un círculo alrededor de las palabras «erudi-
tos» «científicos» y «alquimistas».
Luego añadió:
«Julien también sospechaba, debido a un extraño episodio acaeci-
do en una iglesia de Londres. Ese dato no consta en tus archivos.»
A continuación dobló la cuartilla y se la guardó en el bolsillo. Se la
confiaría a Pierce o a Gerald, los cuales probablemente aparecerían
antes de medianoche. O quizás a Hamilton, que estaba descansando
en el jardín. Hamilton era un buen tipo.
Se guardó el bolígrafo en el bolsillo y extendió la mano izquierda
para acariciar la de Rowan. De pronto Michael notó un ligero movi-
miento y se incorporó bruscamente.
-No es más que un reflejo, señor Curry -dijo la enfermera,
sentada en las sombras-. Sucede de vez en cuando. Si estuviera co-
nectada aun aparato, la aguja se habría movido como loca, pero no
significa nada.
Michael se reclinó hacia atrás, sin soltarle la mano, negándose a
admitir que ésta continuara tan fría e inerte como antes. Observó el
perfil de Rowan. Le pareció que se había vuelto levemente hacia la
izquierda, pero quizás estaba equivocado. O puede que la enfermera
le hubiera alzado la cabeza. O puede que él estuviera soñando.
Luego notó que los dedos de Rowan se cerraban de nuevo sobre
los suyos.
-Me ha apretado la mano -dijo Michael-. Encienda la luz.
-No significa nada, no se torture -respondió la enfermera.
Ésta se acercó a la cama y apoyó los dedos en la muñeca derecha
de Rowan. Luego sacó una pequeña linterna del bolsillo, se inclinó
sobre Rowan y examinó sus pupilas.
Tras unos minutos, la enfermera retrocedió unos pasos, menean-
do la cabeza.
Michael se sentó de nuevo. «De acuerdo, cariño. Voy a atraparlo.
Voy a matarlo. Voy a destruirlo. Pondré fin a su breve vida mortal.
Nada me lo impedirá. Nada.» Luego le besó la palma de la mano, pero
Rowan no se movió. Michael volvió a besarle la mano y la depositó
sobre el lecho.
Era terrible pensar que quizá Rowan no quería que la tocara, no
quería que encendieran la lámpara o las velas, no quería que se le
acercara nadie; pero estaba encerrada en sí misma y no podía expre-
sarlo.
-Te quiero, amor mío -murmuró Michael-. Te quiero con toda
mi alma.
El reloj dio las once. Qué extraño. Las horas tan pronto transcu-
rrían lentamente como volaban. Rowan seguía respirando de forma
regular y acompasada. Michael se arrellanó en el sillón y cerró los
ojos.
Pasada la medianoche Michael alzó de nuevo la vista. Consultó su
reloj y luego miró a Rowan. Le pareció que se había movido ligera-
mente. La enfermera estaba sentada ante la mesita de caoba, escri-
biendo, como de costumbre. Hamilton estaba sentado en un rincón,
leyendo bajo una pequeña luz proyectada desde el techo.
Parecía como si Rowan... La enfermera se reiría de él. Sin em-
bargo...
El guardia estaba fuera, en el porche, de espaldas a la ventana ce-
rrada.
En la habitación había otra persona. Era Yuri, el gitano de ojos ,
rasgados y cabello negro. Miró a Michael sonriendo y durante unos
instantes éste se sintió incómodo, desconcertado. Pero el joven tenía
una expresión bondadosa, casi beatífica, como Aaron.
Michael se levantó y le indicó a Yuri que lo siguiera. Una vez en el
pasillo, Yuri dijo:
-He venido de parte de Aaron. Me ha encargado que le diga que
está feliz de haberse casado y que recuerde lo que le dijo. No debe
permitir que entre ningún miembro de Talamasca, absolutamente
ninguno. Advierta a los guardias que no deben franquear la entrada a
ningún desconocido. Lo cierto es que no querían dejarme pasar .
-De acuerdo -contestó Michael.
Se volvió e hizo un breve gesto que la enfermera interpretó de in-
mediato. Michael quería que le tomara el pulso y la tensión antes de
ausentarse unos minutos de su lado.
La enfermera obedeció.
-No hay ningún cambio -dijo.
-¿Está segura?
-Sí, señor Curry -respondió la enfermera secamente.
Ambos hombres bajaron la escalera. Yuri seguía a Michael, el cual
se sentía algo mareado. Supuso que era porque no había probado bo-
cado desde hacía varias horas, pero luego recordó que alguien le había
llevado una bandeja con abundante comida.
Michael salió al porche y llamó a los guardias que estaban aposta-
dos junto a la verja. Los cinco agentes uniformados acudieron apre-
suradamente. Yuri les dijo que no dejaran entrar a ningún miembro de
Talamasca, excepto Aaron Lightner y él mismo. Luego les mostró su
pasaporte.
-Ya conocen a Aaron -dijo.
Los guardias asintieron.
-No deben franquear la entrada a ningún extraño. Hemos in-
cluido los nombres de las enfermeras en una lista de personas que
pueden pasar.
Michael acompañó a Yuri hasta la verja. Se sentía cansado y el aire
puro le sentó bien.
-Conseguí convencer a los guardias de que me dejaran pasar
-dijo Yuri-. No quiero crearles problemas, pero recuérdeles que no
deben dejar entrar a ningún extraño. Ni siquiera me preguntaron mi
nombre.
-Descuide, lo haré -respondió Michael.
Se volvió y dirigió la vista hacia el dormitorio principal. La pri-
mera noche que lo contempló, ardían unas velas detrás de las persia-
nas. Luego miró una pequeña ventana situada debajo de éste, la cual
daba acceso a la biblioteca. Era la ventana a través de la cual casi había
conseguido penetrar el espíritu.
-Espero que aparezcas -murmuró con amargura, confiando en
que lo oyera Lasher, su viejo y misterioso amigo.
-¿Tiene la pistola que le dio Mona? -preguntó Yuri.
-Sí, arriba. ¿Cómo sabe que me dio una pistola?
-Ella misma me lo dijo -contestó Yuri-. Llévela en el bolsillo.
No se separe de ella. Tiene muchos motivos para ir siempre armado.
Y uri señaló una figura que se ocultaba en las sombras, al otro lado
de la calle Chestnut, junto a una tapia.
-Pertenece a la organización Talamasca -dijo.
-Creo que usted y Aaron se equivocan, Yuri -dijo Michael-.
No niego que esa gente se comporta de forma sospechosa, pero no
creo que sean peligrosos. Es comprensible que esté usted enojado,
pero ¿cree realmente que los de Talamasca son capaces de matar? He
hecho ciertas indagaciones sobre esa organización. Al igual que Ryan
Mayfair, antes de que me casara con Rowan. Talamasca está consti-
tuida por bibliófilos y lingüistas, medievalistas y funcionarios.
-Una excelente descripción. ¿Son palabras suyas?
-No lo sé. No lo creo. Me parece que se lo solté a Aaron un día
que estaba enfadado. No, en serio, es a Lasher a quien debemos temer,
a quien debemos tratar de capturar Michael sacó la cuartilla del
bolsillo y añadió-: Casi lo había olvidado. Entréguele esto a Aaron.
Si quiere puede leerlo. Es un poema. No lo he escrito yo. No es nece-
sario que lo haga esta misma noche, pero le agradecería que se lo en-
tregara cuanto antes. Supongo que le parecerá un encargo un tanto
extraño, pero deseo que lo vea. Quizá tenga algún sentido para él.
-De acuerdo. Me reuniré con él dentro de una hora. Pero no ol-
vide coger la pistola. ¿ Vea ese hombre ? Se llama Clement Norgan.
No hable con él. No deje que se le acerque.
-¿Ni siquiera puedo preguntarle qué demonios está haciendo
ahí?
-Exactamente. No permita que entable conversación con usted,
pero no le pierda de vista.
-Eso suena muy católico, muy al estilo de Talamasca -respon-
dió Michael-. No hables con el diablo, no tengas tratos con el espí-
ritu del mal.
Yuri se encogió de hombros, sonriendo levemente. Luego se vol-
vió y miró hacia el lugar donde se ocultaba Clement Norgan. Michael
apenas entreveía su silueta. Tiempo atrás lo habría distinguido con
toda claridad, pero su vista se había debilitado con el paso de los años.
Sabía que había un individuo observándoles. De pronto se le ocurrió
que tal vez Lasher estuviera también oculto entre las sombras, vigi-
lando, aguardando.
Pero ¿con qué fin?
-¿Qué piensa hacer, Yuri? -preguntó Michael-. Aaron me ha
dicho que los han expulsado a ambos de la organización.
-Aún no lo he decidido -contestó Yuri sonriendo satisfecho-
Me gusta saber que soy libre para hacer lo que me convenga. Puedo
emprender algo totalmente distinto a lo que he hecho hasta ahora.
-Su rostro adoptó de pronto una expresión seria y añadió suave-
mente-: Por primera vez me doy cuenta de que tengo un destino.
-¿Cuál?
-Descubrir por qué hemos sido expulsados de Talamasca. Ave-
riguar quién tomó la decisión. No me lo diga, ya sé que suena muy
gubernamental, muy típico de la CIA. Esta noche estuve en casa de
Mona Mayfair, la cual me permitió que utilizara su ordenador. Traté
de acceder a los archivos de la casa matriz, pero los códigos estaban
bloqueados. No deja de ser extraño que hayan modificado todos los
códigos simplemente para impedirme acceder a ellos. Quizás es lo que
suele hacerse en estos casos, pero me parece un disparate.
Michael asintió. Para él, las cosas eran mucho más simples. Había
decidido matar a Lasher. Pero no tenía por qué revelar a nadie sus in-
tenciones.
-Dígale a Aaron que lamento no haber podido asistir a su boda.
Me hubiera gustado estar presente.
-Descuide, se lo diré. Tenga cuidado, permanezca muy atento.
Recuerde que tiene dos enemigos.
Tras estas palabras Yuri se alejó apresuradamente. Atravesó la ca-
lle Chestnut en un par de zancadas y desapareció por un recodo de la
calle Primera sin volverse para mirar a Norgan.
Michael subió los escalones y llamó al guardia que estaba aposta-
do junto a la puerta.
-No le quite la vista de encima a ese individuo -dijo, señalando
a Norgan.
-No se preocupe, es un detective privado contratado por la familia.
-¿Está seguro?
-Sí. Nos ha mostrado su tarjeta de identificación.
-No lo creo -contestó Michael-. Yuri lo conoce. No es un de-
tective privado. ¿Les ha dicho alguien de la familia que lo habían con-
tratado para vigilar la casa?
-No -respondió el guardia, visiblemente nervioso-. Me mos-
tró su identificación. Tiene usted razón. Ryan o Pierce Mayfair de-
bieron advertirnos que lo habían contratado.
-Claro.
Michael sintió deseos de pedirle al guardia que llamara a ese indi-
viduo, o de dirigirse él mismo hacia el lugar donde se hallaba. Pero
recordó la extraña advertencia que le había hecho Yuri: «No permita
que entable conversación con usted.»
-¿Conoce usted a los agentes que lo sustituirán cuando termine de
trabajar? -preguntó Michael al guardia-. ¿Sus nombres, sus rostros?
-Sí, los conozco a todos. Y también a los compañeros que vigilan
la parte posterior de la casa. Conozco a los del turno de la tres de la
tarde ya los que entran a trabajar a las doce de la noche. Tengo sus
nombres. Sé que debí haber interrogado a ese tipo. Descuide, le obli-
garé alargarse de aquí. Me dijo que trabajaba para los Mayfair .
-No, basta con que le vigile. Es posible que Ryan contratara sus
servicios y olvidara comunicárselo. No lo pierda de vista y no deje pa-
sar a nadie sin avisarme.
-Sí, señor.
Michael entró de nuevo en la casa y cerró la puerta tras él. Durante
unos momentos permaneció apoyado en la puerta, contemplando el
vestíbulo, la gran entrada que daba acceso al comedor y los vistosos
murales que lo decoraban.
-¿Qué va a suceder, Julien? -murmuró-. ¿Cómo acabará todo
esto?
Al día siguiente la familia se reuniría en el comedor para debatir esa
cuestión. Suponiendo que aún no hubiera aparecido el misterioso indi -
viduo, ¿qué podían hacer? ¿Qué obligaciones tenían hacia los otros?
¿Cómo debían abordar este asunto ?
«Actuaremos de acuerdo con los datos de que disponemos -le
había dicho Ryan-. Como abogados, sabemos perfectamente lo que
debemos hacer. Ese individuo secuestró y abusó de Rowan. Es cuan-
to debemos explicar a las autoridades.»
Michael sonrió y empezó a subir la larga escalinata. «No cuentes
los escalones -se dijo-, no pienses en el dolor del pecho ni que te
sientes mareado.»
Iba a ser muy divertido colaborar con «las autoridades» y al mis-
mo tiempo tratar de mantener esto en secreto. Michael imaginaba los
titulares si la prensa llegaba a enterarse del asunto. El menor comen-
tario se convertiría en una burda afirmación acerca de que ese hombre
era un «satanista», miembro de una violenta y peligrosa secta.
Luego pensó en el «espíritu luminoso», «el hombre» que había
visto detrás de la cuna en Navidad y, en otra ocasión, observándole
desde el jardín. Recordaba la radiante expresión de su rostro.
«¿Qué se siente, Lasher, al estar perdido mientras todo el mundo te
busca? ¿Te sientes acaso como una aguja en un pajar en lugar de como
un poderoso espectro? Hoy en día, disponen de todo tipo de sofisti-
cados métodos para hallar una aguja en un pajar. Sin embargo, eres más I
bien como la esmeralda de la familia, perdida en un joyero. No será
difícil tenderte una trampa, capturarte, encerrarte como nadie logró
hacerlo jamás mientras eras el demonio de Julien.»
Michael se detuvo junto ala puerta del dormitorio. Todo seguía
como cuando él se había marchado. Hamilton estaba leyendo y la en-
fermera examinaba el gráfico. Las velas emanaban un dulce y exquisi-
to aroma, mientras que la figura de la Virgen arrojaba una leve sombra
sobre el rostro de Rowan, otorgándole una falsa animación.
Cuando se disponía a ocupar su viejo sillón, observó un movimiento
en el dormitorio situado al final del pasillo. «Debe de tratarse de la otra
enfermera», pensó Michael. No obstante, decidió ir a comprobarlo.
Durante unos instantes se quedó perplejo. Ante él vio a una mujer
alta, de cabello gris, vestida con un camisón de franela. Presentaba un
aspecto demacrado, tenía los ojos febriles y la frente alta y despejada.
Llevaba el cabello suelto sobre los hombros. El camisón le llegaba a
los tobillos e iba descalza. De pronto Michael sintió un agudo dolor
en el pecho.
-Soy Cecilia -dijo la mujer en tono resignado-. Ya lo sé, al-
gunos Mayfair parecemos fantasmas. Si quieres, iré a hacerle compa-
ñía a Rowan. He dormido ocho horas. ¿ Por qué no te acuestas y des-
cansas un rato?
Michael negó con la cabeza. Se sentía ridículo, aunque aún no se le
había pasado el susto. Lamentaba haber ofendido a la pobre Cecilia.
Al cabo de unos instantes, dio media vuelta y regresó junto a Ro-
wan. Su Rowan.
-¿Qué es esa mancha que tiene mi esposa en el camisón? -le
preguntó Michael a la enfermera.
-Deben de ser unas gotas de agua -respondió ésta, aplicando
una toalla sobre el pecho de Rowan-. Acabo de refrescarle la frente y
los labios. ¿Desea que le dé un masaje, que mueva sus brazos para que
no pierdan elasticidad?
-Sí. Haga lo que le parezca oportuno. Así no se aburrirá. Si mi
esposa muestra el menor...
-Por supuesto.
Michael se sentó y cerró los ojos. Al cabo de un rato notó que le
vencía el sueño. Julien le decía algo. Recordaba la larga historia que
éste le había contado, la imagen de Marie Claudette y sus seis dedos.
En la mano izquierda tenía seis dedos. Rowan tenía unas manos largas
y delicadas. Las manos de un cirujano-
¿Y si Rowan hubiera hecho lo que deseaba Carlotta Mayfair, lo
que deseaba su madre? ¿Y si no hubiera regresado a casa?
Michael se despertó sobresaltado. En aquellos momentos la en-
fermera levantó suavemente el pie de Rowan y empezó a aplicarle una
loción. Las piernas se le habían quedado delgadas como palos.
-Esto impedirá que se llague. Es preciso aplicarle esta loción to-
dos los días. No olvide advertírselo a las otras enfermeras. Lo anotaré
en el historial clínico, pero recuérdeselo a mis compañeras.
-De acuerdo -respondió Michael.
-Debe de haber sido una mujer muy hermosa -observó la en-
fermera, meneando la cabeza con tristeza.
-Todavía es una mujer muy hermosa -contestó Michael suave-
mente.
No lo dijo enojado; sólo para dejar las cosas en su sitio.
32
Él quería hacerlo de nuevo. Emaleth no quería dejar de bailar. El
edificio estaba desierto; eran los únicos que estaban ahí. Ella no bai-
laba, excepto en su sueño. Al abrir los ojos lo vio. La música sonaba, la
había oído en sueños, y él insistía en quitarle los largos pantalones y
penetrarla de nuevo. A ella no le importaba que lo hiciera, pero debía
marcharse a Nueva Orleans. Tenía que partir. Había oscurecido, era
de noche. Las estrellas iluminarían los campos, el pantano, la lisa ca-
rretera con sus cables plateados y sus blancas luces. Tenía que ponerse
en marcha.
-Vamos, bonita.
-Ya te lo he dicho, no podemos engendrar una criatura -res-
pondió ella-. Es imposible.
-De acuerdo, no me importa. Anda, tesoro, ¿quieres que quite la
música? Toma, te he traído un poco de leche. Me dijiste que querías
beber leche, ¿recuerdas? Te he traído también un helado.
-Hummm, debe de estar muy rico -dijo ella-. Baja el volumen
de la radio.
Sólo era capaz de moverse cuando disminuía el volumen de la mú-
sica, la cual le martilleaba el cerebro como un pez brincando en un pe-
queño estanque, tratando de hacerse más grande. Era irritante, pero no
insoportable.
Emaleth quitó la tapa de la botella de plástico y empezó a beber
ávidamente. ¡Qué buena estaba la leche! No tenía la calidez y el sabor
natural de la leche materna, pero estaba muy rica. Era una lástima que
su madre no hubiera podido amamantarla durante más tiempo. Ansia-
ba estar entre los brazos de su madre y beber su leche. Cuando pensaba
en su madre sentía una profunda angustia y deseos de llorar.
Había obtenido toda la leche que su madre podía darle, la cual
había permitido crecer y desarrollarse. Sólo había abandonado a su
madre cuando se vio obligada a hacerlo.
Confiaba en que las personas morenas hubieran hallado a su ma-
dre y la hubieran enterrado como es debido, entonando unos cánticos
y arrojando tierra y flores sobre la sepultura. Su madre no volvería
a despertar. Su madre no volvería a hablar. Sus pechos no volverían a
contener leche. Ella se la había bebido toda, hasta la última gota.
¿Estaría muerta su madre? Pensó que debía ir a ver a Michael y
contarle lo que su madre le había dicho. Emaleth experimentó una
sensación de ternura al pensar en Michael y en el amor de su madre
hacia él. Luego iría a Donnelaith. ¿Y si su padre la estaba aguardan-
do allí?
Tomó otro trago de leche mientras él la observaba sonriendo y
subía el volumen de la radio. Bum, bum bum. Emaleth dejó caer la
botella y se limpió los labios. Tenía que partir.
-Debo marcharme -dijo.
-Todavía no, cariño -contestó él, sentándose junto a ella y
apartando la botella de leche-. ¿Te apetece un poco de helado? Si te
gusta la leche deben de gustarte los helados.
-Nunca los he probado -respondió ella.
-Pruébalo, te encantará -dijo él, abriendo el envase y ofrecién-
dole una cucharada de helado.
Estaba riquísimo. Era dulce y tenía un sabor muy parecido ala
leche de su madre, pensó Emaleth, estremeciéndose de gozo. Cogió el
helado y lo devoró mientras tarareaba al son de la música. Estaba to-
talmente abstraída en el exquisito helado y la música. Se hallaban so-
los en el pequeño edificio, sentados en el suelo. Los demás bailarines
se habían ido. Él la había penetrado, haciendo que sangrara un poco.
-Ha muerto.
-¿Cómo dices?,
-Me refiero a la criatura. No puedo engendrar hijos con los hom-
res, sólo con mi padre.
-¡Ja, ja! No se lo digas a nadie.
Ella no le entendió. Parecía sentirse contento y satisfecho. Había
sido muy amable con ella. Era evidente que admiraba su belleza. No
hacía falta que lo dijera; lo demostraba con la forma de mirarla em-
bobado. y le entusiasmaba su aroma. Le hacía sentirse rejuvenecido.
Él la obligó a ponerse en pie. El helado cayó al suelo. A ella le
gustaba que la estrechara entre sus brazos, haciéndola girar suave-
mente. De pronto recordó el tañido de la campana en el valle. ¿No
oyes esa campana? Es para alejar al demonio. ¿No la oyes?
Él la abrazó con fuerza y ella notó que le dolían los pechos.
-Has hecho que me suba la leche -murmuró, retrocediendo y
tratando de borrar la música de su mente-. Mira.
Emaleth se desabrochó los botones de la camisa y se oprimió un
pezón.
Al estrujarse el pecho brotaron unas gotitas de leche. Emaleth
quería mamar, pero no podía beber su propia leche. Él había hecho
que la criatura que llevaba en su vientre muriera y que le subiera la
leche. La leche no desaparecería hasta que él cesara de copular con
ella. Pero ¿y si no dejaba de hacerlo? No tenía importancia. cuan-
do ella se reuniera con su padre en el Principio, convenía que tuviera
los pechos rebosantes de leche. Pariría un sinfín de hermosas y ham-
brientas criaturas, hasta llenar el valle de niños, como antes de que los
expulsaran de la isla.
Emaleth se arrodilló y cogió la botella de leche. La música casi
hizo que perdiera el sentido.
Bebió con avidez hasta apurar la botella.
-Hay que ver lo que te gusta la leche -dijo el hombre.
-Sí, mucho -respondió ella.
Al cabo de unos segundos ya no lograba recordar lo que él acaba-
ba de decirle. La música la ofuscaba. Le rogó que bajara el volumen.
Él la obligó a tumbarse en el suelo y dijo:
-Quiero volver a hacer el amor contigo.
-De acuerdo -contestó ella-. Pero volveré a sangrar. -Los
pechos le dolían, pero no tenía importancia-. Recuerda que no po-
demos tener un hijo.
-Mejor -respondió él-. Eres maravillosa, la chica más dulce y
más guapa que... jamás... he conocido.
33
La reunión convocada en el comedor comenzó a la una. Las en-
fermeras habían prometido avisar a Michael si se producía el menor
cambio.
No era necesario encender la luz en el comedor, pues los rayos del
sol penetraban a raudales por las ventanas orientadas al sur, e incluso
por la ventana del norte que daba a la calle. Los murales de Riverbend
exhibían una mayor riqueza de detalle que bajo la luz de la araña. So-
bre una mesa auxiliar relucía una cafetera de plata maciza. Junto ala
pared, frente a la valla blanca de la plantación, había numerosas sillas
dispuestas.
Los Mayfair estaban sentados alrededor de la mesa ovalada, ten-
sos, en silencio. El médico tomó la palabra.
-Rowan está estabilizada. Tolera perfectamente la dieta líquida.
Su circulación sanguínea ha mejorado. Orina normalmente. Tiene el
corazón fuerte. Aunque no podemos confiar en que se recupere, Mi-
chael desea que nos comportemos como si Rowan fuera a restable-
cerse; es decir, que hagamos cuanto sea posible para estimularla y que
se sienta cómoda. Eso significa música en la habitación, poner la ra-
dio, la televisión, vídeos, y, por supuesto, hablar de temas amenos y
sin alterarse. Las enfermeras deben hacerle masajes en los brazos y las
piernas todos los días, peinarla como es debido y hacerle la manicura.
En resumidas cuentas, procurar que presente un aspecto pulcro y
aseado, como si estuviera consciente. Rowan dispone de medios sufi-
cientes para estar perfectamente atendida.
-Pero podría salir del coma -dijo Michael-. Podría suceder...
-Sí -respondió el médico-. Siempre es posible. Pero no es
probable.
Todos se mostraron de acuerdo en que debían hacer cuanto pu-
dieran por ayudarla. Cecilia y Lily expresaron su satisfacción ante
esas medidas, pues se habían sentido un tanto inútiles e impotentes
tras permanecer toda la noche junto a su cabecera. Beatrice dijo que
sin duda Rowan sentiría el cariño con que todos la atenderían. Mi-
chael les preguntó si sabían qué clase de música le gustaba a Rowan,
pues él lo ignoraba.
El médico añadió:
-Seguiremos alimentándola por vía intravenosa mientras su or-
ganismo pueda metabolizar adecuadamente la comida. Es posible que
llegue un momento en que, debido a problemas con el hígado y los
riñones, no podamos alimentarla de esa forma, pero no quiero ade-
lanmrme a los acontecimientos. De momento, Rowan está recibiendo
una dieta equilibrada. Esta mañana la enfermera me aseguró que había
sorbido un poco de líquido a través de una paja. Seguiremos ofre-
ciéndoselo. Pero, amenos que pueda comer de esa forma, cosa que
dudo, continuaremos alimentándola a través de la vena.
Todos manifestaron su aprobación.
-Sólo sorbió unas gotas de líquido -dijo Lily-. Es como los
reflejos de un niño.
-Esos reflejos pueden ser recompensados y reforzados -res-
pondió Mona-. Quizá le guste el sabor de la comida.
-Es posible -dijo Pierce-. Podríamos proporcionarle periódi-
camente...
El médico asintió e hizo un gesto para reclamar la atención de los
presentes.
-En caso de que el corazón de Rowan se detuviera, no la reani-
maremos por medios artificiales -dijo-. Nadie le administrará una
inyección ni oxígeno. Aquí no disponemos de un respirador automá-
tico. Dejaremos que muera, aceptando la voluntad de Dios. Esta si-
tuación podría prolongarse indefinidamente o terminar en el mo-
mento más imprevisible. Algunos pacientes como Rowan consiguen
sobrevivir durante años. Unos se restablecen, es cierto, y otros mue-
ren al cabo de unos días. Lo único que puedo decir es que el cuerpo de
Rowan se está recuperando de las heridas y de la desnutrición que pa-
deció. Pero el cerebro..., el cerebro no puede restaurarse del mismo
modo.
-Pero podría vivir en otra época -dijo Pierce-, en una era en la
que se produjeran importantes descubrimientos.
-Desde luego -contestó el doctor-. y examinaremos todas las
posibilidades médicas. Mañana iniciaremos unas consultas neuroló-
gicas. Haremos que visiten a Rowan los mejores neurólogos. Nos re-
uniremos periódicamente a fin de comentar el tratamiento que debe-
mos aplicarle. Estaremos siempre abiertos a la posibilidad de un pro-
cedimiento quirúrgico u otro experimento que sea capaz de restaurar
las funciones cerebrales de Rowan. Pero debo advertirles, amigos
míos, que no es probable que ello suceda. Existen infinidad de pa-
cientes en todo el mundo que se hallan en la misma situación que
Rowan. El encefalograma confirma que apenas existe actividad ce-
rebral.
-¿No podrían trasplantarle un pedazo del cerebro de otra per-
sona? -preguntó Gerald.
-Me ofrezco como donante voluntaria -dijo Mona secamen-
te-. Pueden tomar todas las células que necesiten. Me sobran células
cerebrales.
-No es necesario que te pongas sarcástica, Mona -le recriminó
Gerald-. Era una simple...
-No me pongo sarcástica -replicó Mona-. Sugiero que nos
informemos sobre el tema antes de decir tonterías. No se practican
trasplantes cerebrales. En todo caso, no el tipo de trasplante que
Rowan necesitaría. Rowan se ha convertido en un vegetal, ¿no lo en-
tiendes?
-Por desgracia, es cierto -dijo el médico suavemente-. Se halla
sumida en un estado vegetativo persistente. Debemos y podemos re-
zar para que suceda un milagro. Es posible que llegue el momento en
que debamos tomar la decisión de suprimir la administración de flui-
dos y lípidos. Pero en este momento tal decisión equivaldría a asesi-
narla. No podemos hacerlo.
Tras estrechar la mano de los presentes, quienes le agradecieron su
colaboración, el doctor se dirigió hacia la puerta principal.
Ryan ocupó la silla situada en la cabecera de la mesa. Se sentía más
descansado que ayer y dispuesto a presentar su informe.
Aún no tenían noticias del individuo que había secuestrado a Ro-
wan. No se habían producido más ataques contra mujeres de la familia
Mayfair .
Habían decidido notificar a las autoridades la existencia de ese «hom-
bre», aunque ocultando ciertos pormenores.
-Hemos hecho un dibujo del individuo, que Michael ha aproba-
do. Le hemos añadido pelo, barba y bigote, de acuerdo con la des-
cripción de los testigos. Hemos solicitado que se curse una orden de
búsqueda y captura. Pero ninguno de los presentes, absolutamente
ninguno, debe comentar este asunto fuera del ámbito familiar. Nadie
proporcionará a las autoridades que colaboren con nosotros más in-
formación que la estrictamente necesaria.
-Si empezamos a hablar sobre demonios y espíritus sólo conse-
guiremos perjudicar la marcha de las investigaciones -dijo Randall.
-Se trata de un hombre -dijo Ryan-, un hombre que camina,
habla y va vestido como los demás hombres. Disponemos de nume-
rosas pruebas circunstancial es que indican que ese individuo secues-
tró y mantuvo prisionera a Rowan. No es necesario aportar pruebas
químicas en estos momentos.
-O sea, que debemos ocultar lo de las muestras de sangre -dijo
Mona.
-Exactamente -contestó Ryan-. Cuando hayamos logrado atra-
par a ese individuo, aportaremos los datos que sean necesarios. Él mis-
mo constituye una prueba viviente de lo que afirmamos. Ahora le cedo
la palabra a Aaron.
Michael observó que Aaron se sentía incómodo. Había permane-
Cido en silencio durante toda la reunión. Estaba sentado junto a Bea-
trice, la cual le tenía agarrado del brazo, como si quisiera proteger-
lo. Llevaba un traje azul marino que encajaba en el sobrio estilo de la
familia, como si hubiera decidido renunciar a sus acostumbradas cha-
quetas de mezclilla. No parecía inglés sino más bien un americano del
Sur, pensó Michael. Aaron movió la cabeza como para indicar que se
hacía cargo de lo que sentían en aquellos momentos.
-Lo que deseo deciros no creo que os sorprenda -dijo-. He
roto mis vínculos con la organización Talamasca. Al parecer, algunos
miembros de nuestra Orden han traicionado la confianza de esta fa-
milia. Os pido que a partir de ahora os neguéis a colaborar con cual-
quiera que afirme estar relacionado con ella.
-No ha sido culpa de Aaron -terció Beatrice.
-Es curioso que digas eso -observó secamente Fielding, el cual,
al igual que Aaron, no había desplegado los labios durante toda la re-
unión.
Todos los asistentes se volvieron hacia él, como solía suceder cada
vez que tomaba la palabra. Iba vestido con un traje marrón a rayas de
color rosa tan viejo como él y parecía dispuesto a ejercer el privilegio
de los ancianos: decir exactamente lo que pensaba.
-Supongo que estarás de acuerdo en que fuiste tú quien inició
todo esto -dijo, dirigiéndose a Aaron.
-No es cierto -replicó éste sin perder la calma.
-Por supuesto que es cierto -insistió Fielding-. Tú te pusiste
en contacto con Deirdre Mayfair cuando estaba encinta de Rowan.
Tú...
-Esas acusaciones me parecen inútiles e inoportunas -declaró
Ryan-. Los Mayfair tenemos por costumbre investigar todo lo rela-
cionado con las personas que entran a formar parte de la familia a
través del matrimonio e incluso lo referente a aquellas con las que
mantenemos una relación de amistad o de negocios. Todos nosotros,
aunque me disguste reconocerlo, investigamos a fondo los anteceden-
tes de Aaron cuando lo conocimos. No tiene la culpa de lo ocurrido.
Es, como él mismo afirma, un erudito que se ha dedicado a observar a
esta familia debido a su acceso a ciertos documentos históricos rela-
cionados con ella, un hecho que no ha tratado de ocultar en ningún
momento.
-¿Estás seguro de ello? -inquirió Randall-. La historia de la
familia, tal como la conocemos nosotros, es la historia que nos ha pre-
sentado ese hombre, el célebre informe sobre las brujas Mayfair, como
él mismo lo ha titulado. y ahora nos vemos envueltos en unos hechos
que parecen corroborar lo contenido en dicho documento.
-De modo que los dos os habéis puesto en contra de él -dijo
Beatrice fríamente.
-Esto es ridículo -intervino Lauren-. ¿Acaso pretendes insi-
nuar que Aaron Lightner es responsable de los hechos que él describe
en su informe? ¿Es que no recuerdas las cosas que tú mismo has visto
y oído?
-Carlotta llevó acabo una investigación sobre la organización
Talamasca en la década de los cincuenta -la interrumpió Ryan-.
Buscaba unos motivos legales para querellarse contra la organización,
pero no los halló. No existe la menor prueba de que sus miembros
hayan intentado conspirar contra nosotros.
Lauren tomó de nuevo la palabra con firmeza, sofocando las otras
voces que se esforzaban en hacerse oír.
-Es inútil seguir hablando del tema -afirmó-. Nuestra labor es
bien sencilla: debemos ocuparnos de Rowan, y descubrir el paradero
de ese individuo. -Miró a los demás detenidamente; en primer lugar
a los que estaban a su derecha, seguidamente a los que estaban a su
izquierda, luego a los que estaban sentados delante de ella y por Últi-
mo a Aaron. A continuación prosiguió-: El documento T alamasca
nos ha prestado una inestimable ayuda a la hora de estudiar la historia
de nuestra familia. Todos los datos susceptibles de ser verificados han
demostrado ser auténticos.
-¿Qué diablos significa eso? -preguntó Randall-. ¿Cómo se
pueden verificar unas majaderías como...?
-Hemos comprobado todos los datos históricos que constan en
el documento -contestó Lauren-. El retrato de Deborah pintado
por Rembrandt ha sido autentificado. Los informes sobre el holandés
Petyr van Abel, que todavía se conservan en Amsterdam, han sido
copiados para incluirlos en nuestros archivos. Pero no deseo hacer
una apasionada defensa de los documentos ni de la organización Ta-
lamasca. Basta decir que nos han sido de gran ayuda durante los días
en que Rowan desapareció. Fueron ellos quienes averiguaron los por-
menores de la visita de Rowan y Lasher a Donnelaith. Fueron ellos
quienes nos facilitaron unas detalladas descripciones de ese individuo,
que nuestros detectives han confirmado hace poco. Dudo que otra
institución, secular, religiosa o legal, nos hubiera prestado una ayuda
tan valiosa. Pero..., Aaron nos ha pedido, con razón, que interrumpa-
mos todo trato con los de Talamasca, y debemos obedecerle.
-No puedes negar ciertos hechos -dijo Fielding-. ¿Qué me di-
ces de la desaparición del doctor Larkin?
-Es cierto que no sabemos qué ha sido de él-terció Ryan-.
Pero Lauren tiene razón. No tenemos ninguna prueba que indique
que los de Talamasca han obrado de mala fe. Sin embargo, los con-
tactos que hemos mantenido con ellos han sido exclusivamente a tra-
vés. de Aaron. Aaron es amigo nuestro. Aaron se ha convertido en
miembro de nuestra familia por su matrimonio con Beatrice...
-Lo cual no deja de ser muy oportuno -observó Randall.
-Eres un imbécil-replicó Beatrice sin poder reprimirse.
-Amén -dijo Mona.
Ryan se apresuró a intervenir .
-¡Callaos de una vez! -exclamó.
Todos se volvieron irritados hacia él. Mona le clavó sus espléndi-
dos ojos verdes, semejantes a los de un basilisco, como si quisiera hu-
millarlo. Pero Ryan le dio unas palmaditas en la mano para tranquili-
zarla y prosiguió:
-Aaron, como amigo, como pariente nuestro, nos ha recomen-
dado que no tengamos más tratos con los de Talamasca. Debemos se-
guir sus consejos.
Varios de los asistentes se pusieron a hablar de nuevo a la vez. Lily
quería saber más detalles sobre los motivos por los que Aaron se había
enemistado con la Orden. Cecilia les recordó a todos que un miembro
de Talamasca se dedicaba a hacer preguntas por el barrio, según le
habían informado sus vecinos, y Anne Marie quería «que le aclararan
un par de cosas.»
Al cabo de unos minutos, Lauren consiguió imponer silencio.
-Los de Talamasca han confiscado numerosos datos médicos. Se
han negado a comunicarnos todo lo que saben del caso. Se han inhi-
bido, como diría Aaron si le dierais la oportunidad de explicarse. Pues
bien, propongo que estudiemos cualquier noticia relacionada con la
Orden, que no respondamos a ninguna pregunta y que sigamos man-
teniendo las medidas de seguridad. -Lauren se inclinó hacia delante
y añadió con firmeza-: En suma, debemos cerrar filas en torno a este
caso.
En la habitación se hizo un silencio tenso, incómodo.
-¿Qué opinas, Michael? -preguntó Lauren.
La pregunta le pilló por sorpresa. Había estado observándolos
con cierto distanciamiento, como si presenciara un partido de béisbol
o de fútbol, o una partida de ajedrez.
Mientras los observaba, había recordado varios fragmentos de su
conversación con Julien. No quería revelar sus pensamientos. No
quería hablar abierta y francamente, pues no serviría de nada. Sin
embargo, respondió con calma:
-Estoy decidido a acabar con ese individuo, pase lo que pase y
cueste lo que cueste. Nadie logrará impedírmelo.
Randall abrió la boca para decir algo, al igual que Fielding. Pero
Michael alzó la mano y continuó:
-Deseo regresar arriba junto a mi esposa. Deseo que mi esposa se
restablezca. Si me lo permitís, deseo retirarme.
-Antes debemos comentar brevemente otros temas -dijo Ryan,
abriendo una cartera de piel y sacando unos folios escritos a máquina-.
No han descubierto restos de sangre ni tejidos en la zona de Saint Mar-
tinville donde hallaron a Rowan inconsciente. Si sufrió un aborto,
tal como creen los médicos, las pruebas han desaparecido.
»Se trata de una zona pública. Durante las horas que Rowan
permaneció allí, y poco después de ser hallada, se produjeron dos
fuertes aguaceros. Hemos enviado a dos detectives para que exami-
nen la zona, pero hasta el momento no disponemos de ninguna pista
que nos indique lo que sucedió. Estamos peinando el área circun-
dante por si alguien vio a Rowan u oyó o presenció algo que pue-
da sernos útil. -Algunos asintieron con aire resignado-. Si te pa-
rece oportuno, Michael, podemos continuar la reunión en nuestras
oficinas, puesto que el resto de los temas a tratar se refieren al lega-
do y a Mona. Te dejamos en compañía de Aaron. Nos veremos más
tarde.
-Sí, por supuesto -respondió Michael-. Me parece muy bien.
Todo está controlado. Hamilton está arriba con las enfermeras. No
creo que se produzca ningún imprevisto.
-Sé que es una pregunta delicada, Michael-.,-dijo Lauren-, pero
no tengo más remedio que hacértela. ¿Conoces el paradero de la es-
merala Mayfair ?
-¡Dios Santo! -exclamó Beatrice-. ¿A qué viene mencionar
ahora esa maldita esmeralda?
-Se trata de una cuestión legal-respondió Lauren secamente-.
Debemos encontrar la esmeralda y entregársela a la heredera delle-
gado.
-Si por mí fuera -dijo Fielding-, compraría una baratija de
cristal verde en Woolworth's. Pero soy demasiado viejo para despla-
zarme hasta el centro.
-¿No encargó Stella que hicieran una copia de la esmeralda para ,
arrojarla desde una carroza en carnaval? -inquirió Randall.
-Si existió tal copia -respondió Lauren-, supongo que Stella la
arrojaría desde la carroza.
-No sé dónde está -dijo Michael-. Creo recordar que ya me
hicisteis esa pregunta cuando estaba en el hospital, tras el accidente.
No la he visto. ¿Acaso no habéis registrado la casa?
-Sí -contestó Ryan-. Puede que esté perdida en algún rincón
que no hemos registrado.
-Lo más probable es que la tenga ese individuo -dijo Mona sin
alterarse.
Nadie respondió.
-Es posible -dijo Michael, sonriendo-. Probablemente piensa
que le pertenece. Quién sabe...
No quería dar la impresión de estar chiflado, pero no podía por
menos que sonreír ante la posibilidad de que Lasher tuviera la célebre
esmeralda en el bolsillo. ¿Trataría de venderla? Era lo que faltaba.
La reunión había concluido. Bea regresó a la calle Amelia mien-
tras los demás se dirigían a las oficinas de Mayfair & Mayfair .
Mona abrazó a Michael, lo besó y salió precipitadamente como si
no quisiera ver su mirada de reproche. Lo cierto es que Michael se
quedó tan atónito que no tuvo tiempo de reaccionar. Sentía como si,
después de su cálido gesto, Mona le hubiera dejado una sensación de
vacío.
Tras besar brevemente a Michael, Beatrice se despidió de su fla-
mante marido, asegurándole que le recogería para ir a cenar y para
obligar a Michael a comer algo.
-Todos intentan obligarme a comer -murmuró Michael, asom-
brado-. Desde que Rowan se marchó, no hacen más que decirme que
debo comer.
Al cabo de unos minutos, todos se fueron. La maciza puerta se
cerró definitivamente. Michael percibió una ligera vibración a través
de la casa, como si temblaran los cimientos, aunque probablemente no
era así.
Aaron permaneció sentado en un extremo de la mesa, frente a
Michael, apoyado en los codos y de espaldas a la ventana.
-Me alegro por ti y por Bea -dijo Michael-. ¿Has leído el poe-
ma que te envié a través de Yuri junto con una nota?
-Sí. Deseo que me hables de Julien, que me cuentes lo que suce-
dió. No quisiera que me considerases un entrometido, sino tu amigo.
Michael sonrió.
-No tengo ningún inconveniente. Estoy ansioso de evocar cada
segundo de mi encuentro con él. He tomado mentalmente nota de
ello, para no olvidar ningún detalle. Lo cierto es que el propósito de
Julien era muy claro: ordenarme que matara a ese ser. Me dijo que yo
era la persona indicada para hacerlo.
Aaron lo miró intrigado.
-¿Dónde está tu amigo Yuri ? -preguntó Michael-. Confío en
que no se haya enojado con nosotros.
-Por supuesto que no -respondió Aaron-. Ha ido a la calle
Amelia para intentar ponerse en contacto con T alamasca a través del
ordenador de Mona. Ella dijo que podía utilizar su ordenador para
comunicarse con los Mayores, pero éstos se niegan a aclararle la situa-
ción. Yuri se siente desconcertado.
-Tú, en cambio, pareces habértelo tomado con calma.
Después de reflexionar unos instantes, Aaron contestó:
-Es cierto. No me ha afectado tanto como a él...
-Me alegro -dijo Michael-. En mi nota te daba a entender que
Julien sospechaba de los de Talamasca. Julien recelaba por varios
motivos, pero esencialmente sus sospechas se reducían a lo mismo: ese
individuo es peligroso y debe ser destruido. Lo mataré tan pronto
como demos con él.
Aaron lo miró fijamente.
-Pero ¿y si lo tuvieras en tu poder? ¿ y si consiguieras retenerlo
en un lugar donde...?
-No, sería un error. Lee el poema detenidamente. Voy a matarlo.
Si tienes alguna duda, sube y contempla lo que le ha hecho a Rowan.
Lo mataré. Estoy convencido de que tendré ocasión de hacerlo. El
poema de Evelyn y la visita de Julien me lo han confirmado.
-Te expresas como si hubieras experimentado una conversión
religiosa -dijo Aaron-. Hace una semana te mostrabas filosófico,
casi cínico. Estabas físicamente enfermo.
-Creía que mi mujer me había abandonado. Me lamentaba de
haber perdido al mismo tiempo a mi mujer y mi coraje. Ahora sé que
ella no me abandonó voluntariamente.
»Es lógico que me comporte como san Pablo tras su visión en el
camino de Damasco. Soy el único que ha visto a ese ser y ha hablado
con él. -Michael soltó una amarga risotada-. Gifford, Edith, Ali-
cia... y otras cuyos nombres ni siquiera recuerdo. Todas han muerto.
Rowan ha enmudecido, como Deirdre. Pero yo no estoy muerto. Ni
mudo. Sé qué aspecto tiene ese monstruo. He oído su voz. Julien
acudió a mí. Supongo que poseo la convicción de los conversos. O la
convicción de un santo.
Metió la mano en el bolsillo y sacó la medalla que Ryan le había
devuelto, la medalla que Gifford había encontrado el día de Navidad
junto a la piscina.
-Tú me la diste, ¿lo recuerdas? Me pregunto qué hace el demo-
nio cuando san Miguel le clava su tridente. ¿Se retuerce de dolor y
grita pidiendo auxilio? Debe de ser difícil asumir el papel de san Mi-
guel. Esta vez tendré ocasión de averiguarlo personalmente.
-¿De modo que Julien era su enemigo? ¿Estás seguro de ello?
Michael suspiró. Debería subir para ver qué tal seguía Rowan.
-¿Qué harían las enfermeras si me acostara con ella? ¿Cómo re-
accionarían si me metiese en su cama y la abrazara?
-Es tu casa -respondió Aaron-. Puedes acostarte con ella si lo
deseas. Diles a las enfermeras que se retiren.
Michael meneó la cabeza.
-No sé si Rowan desea que me acueste a su lado. En realidad, no
sé lo que desea.
Michael permaneció pensativo durante unos momentos.
-Si fueras Lasher, ¿adónde irías?, ¿qué harías? -le preguntó a
Aaron.
-No lo sé -contestó éste-. ¿Qué motivos tenía Julien para creer
que Lasher era malvado? ¿Qué sabía Julien?
-Julien quería investigar sus orígenes y fue a visitar las ruinas de
Donnelaith. No era el célebre círculo de piedras lo que le interesaba,
sino la catedral. Un santo llamado Ashlar, un santo escocés. Lasher
tenía algo que ver con el valle durante la época cristiana. Tenía algo
que ver con el santo.
-Ashlar -dijo Aaron en voz baja-. Conozco su historia. Fi-
gura en los archivos latinos. Recuerdo haberla leído, aunque no en
relación con este caso. Es una lástima que Yuri no pueda acce-
der a los archivos de la Orden. Pero ¿qué tiene que ver Lasher con el
santo?
-Julien no llegó a averiguarlo. Al principio supuso que Lasher
era el santo, un fantasma rencoroso y vengativo. Pero no era tan
simple. Ese ser se originó allí, en ese valle. N o proviene ni del cie-
lo, ni del infierno, ni de la eternidad, como suele decirles a las brujas.
Su siniestro destino comenzó en el valle de Donnelaith. -Tras
una breve pausa, Michael le preguntó a Aaron-: ¿Qué sabes sobre
Ashlar?
-Es una vieja leyenda escocesa -contestó Aaron-. Bastante pa-
gana, por cierto. ¿Por qué no me contaste estas cosas, Michael?
-Te las cuento ahora. Eso no tiene importancia. Cuando haya
matado a ese ser, tendremos tiempo de sobra para indagar en su pasa-
do. Dime cuanto sepas sobre Ashlar, el santo escocés.
-Según he leído, el santo regresa cada equis cientos de años. Pero
no imaginé que estaba relacionado con Donnelaith. ¿Por qué no
consta ese dato en los archivos? Ahí tienes otro misterio. En la Orden
llevamos mucho cuidado con esas cosas. Jamás vi ninguna leyenda re-
lacionada con Donnelaith. Deduje que no existían documentos im-
portantes sobre el santo.
-Pero ¿qué fue lo que leíste?
-El santo poseía ciertas características físicas. De vez en cuando
nace una persona que presenta esas mismas características, la cual
viene a ser la reencarnación del santo, el nuevo santo. Como verás, es
muy pagano. No tiene nada que ver con la doctrina católica. Según la
Iglesia católica, si eres santo estás en el cielo, no tratando de reencar-
narte en otro ser .
Michael asintió sonriendo.
-Me gustaría que escribieras todo lo que te contó Julien -dijo
Aaron-. Es importante.
-De acuerdo, pero recuerda lo que he dicho. Julien tenía un sólo
deseo: que matara a ese ser. No que «indagara en su pasado», sino que
lo aniquilara. -Michael suspiró-. Debí haberlo hecho en Navidad.
Probablemente habría conseguido matarlo, pero Rowan me lo impi-
dió. ¿Por qué lo hizo? Supongo que se dejó conquistar por ese miste-
rioso ser recién nacido. Siempre sucede lo mismo. T al como dice la
vieja oración: «La Palabra se hizo carne y habitó entre nosotros.»
Aaron asintió.
-Deja que lo exprese en voz alta -dijo suavemente-, para no
tener que seguir repitiéndomelo a mí mismo. Debí acompañarte aquí
en Nochebuena. No debí dejar que te enfrentaras solo a ese ser, a él y
a ella.
-Ella no tiene la culpa.
-Lo sé. No pretendo censurarla. Sólo quiero decir que lamento
no haber estado aquí. Por si te sirve de consuelo, te diré que no pienso
abandonarte ahora.
-Te lo agradezco. ¿ Sabes ? , tengo una curiosa sensación. Desde
que he decidido acabar con él, pienso que me resultará muy fácil des-
pacharlo en un abrir y cerrar de ojos -dijo Michael, chasqueando los
dedos-. Ése era el problema. Tenía miedo de matarlo.
Habían dado las ocho. Estaba oscuro y hacía frío. Uno no tenía
más que apoyar las manos en la ventana para darse cuenta de que rei-
naba un ambiente helado.
Aaron había vuelto con Yuri para cenar. Después, Yuri dijo que
debía regresar a la calle Amelia para hablar con Mona. Cuando les co-
municó que debía irse, se ruborizó. Michael comprendió inmediata-
mente que se había enamorado de Mona.
-Esa chica me recuerda a mí mismo cuando tenía su edad -dijo
Yuri es muy especial. Dijo que me mostraría todos los trucos que
conoce referentes al ordenador. Charlaremos un rato.
Estaba tan nervioso que empezó a balbucear. ¡Ah, el poderoso
encanto de Mona!, pensó Michael. Por si fuera poco, la habían nom-
brado heredera del legado.
Yuri tenía un aire eminentemente puro, bondadoso y leal.
-Confío plenamente en él -dijo Aaron cuando Yuri se hubo
marchado-. Es un caballero con un gran sentido del honor. No te-
mas, Mona está a salvo con él.
-No siento el menor temor por Mona -respondió Michael, un:
poco avergonzado al recordar los sensuales instantes que habían com-
partido, cuando él la estrechó entre sus brazos aun sabiendo que no
debía hacerlo.
Michael había cometido muy pocas faltas a sabiendas de que no
debía cometerlas. En estos momentos Aaron estaba acostado en la ha-
bitación de arriba-
-Los hombres de mi edad solemos descansar un rato después de
las comidas -había dicho a modo de disculpa. Estaba agotado y, de
todos modos, Michael no quería seguir hablando de Julien.
«Estamos solos tú y yo, Julien», pensó Michael.
La casa estaba en silencio.
Hamilton había regresado a casa para pagar unas facturas. Bea re-
gresaría dentro de un rato. Sólo había una enfermera de servicio; la
escasez de enfermeras diplomadas era tal que no habían podido con-
seguir otra. En la habitación de Viv se encontraba una auxiliar de en-
fermera, una mujer muy eficiente, la cual llevaba tres cuartos de hora
colgada del teléfono.
Michael se hallaba junto ala ventana del salón, contemplando el
jardín. Todo estaba oscuro. Hacía frío. Recordó el redoble de tambo-
res de carnaval. Un hombre sonreía en las sombras. De pronto se :
convirtió de nuevo en un niño, un niño que nunca sabría lo que sig-
nificaba ser fuerte ni estar a salvo. El temor había destruido su infan-
cia. El temor había destruido la seguridad que sentía cuando se hallaba
junto a su madre.
Los tambores y las antorchas de carnaval le inspiraban terror .
Cuando envejecemos morirnos. Dejamos de existir. Michael trató de
imaginar que había muerto, que se había convertido en un esqueleto
que se pudría bajo tierra. Era un pensamiento recurrente. «Algún día
moriré -pensó-. Es la única certeza que tengo. Me convertiré en un
esqueleto. Supongo que depositarán mis restos en un ataúd. No estoy
seguro. Pero sé que moriré.»
De pronto le pareció como si la auxiliar de enfermera estuviera
llorando. No era posible. Michael oyó unos pasos sigilosos. La puerta
de entrada se cerró. Pero no era plenamente consciente de lo que suce-
día a su alrededor. En cualquier caso, si Rowan empeoraba le avisa-
rían de inmediato.
Michael corrió escalera arriba. ¿Por qué? Para estar presente cuan-
do Rowan exhalara su último suspiro. Para sostener su gélida mano.
Para apoyar la mano sobre su pecho y sentir los últimos latidos de su
corazón. ¿Cómo sabía que los últimos instantes de su esposa serían así?
¿Quién se lo había dicho? Quizás era porque las manos de Rowan se
volvían cada vez más frías y rígidas, y sus uñas iban adquiriendo un leve
tono azulado.
«No podemos pintarle las uñas -le informó la enfermera-. Eso
es impensable. Debemos ver el color que presentan, a fin de saber si el
aporte de oxígeno es suficiente. Era una mujer muy hermosa.»
«Sí, ya me lo ha dicho usted antes.» Pero no había sido ella, sino la
otra enfermera. Las enfermeras eran muy dadas a hacer ese tipo de
comentarios poco delicados.
Mientras observaba cómo se agitaban las ramas de los árboles en
el jardín, Michael se estremeció. No deseaba estar ahí, contemplan-
do el inhóspito jardín a través de la ventana del salón, sino arriba, con
su mujer, junto al calor del hogar.
Dio media vuelta, atravesó el salón y salió al vestíbulo, separado
de aquél por el hermoso y elevado arco de la entrada. Podía leerle un
libro a Rowan en voz baja, para no importunarla en caso de que no le
gustara. O poner la radio, o un disco en el viejo Victrola de Julien. Por
fortuna, la enfermera a la que no le gustaba el sonido del Victrola ya
no trabajaba para ellos.
Podía pedirles a las enfermeras que se retiraran; a fin de cuentas, él
era el amo y señor. Se le ocurrió que quizá no necesitaban a las enfer-
meras.
De pronto imaginó que Rowan había muerto. Vio su cuerpo, gris,
frío y rígido. Vio cómo enterraban el ataúd. No vio toda la escena de
golpe, sino poco a poco, a través de unas imágenes fugaces. Era como
cuando enterraron a Gifford, con la diferencia de que a Rowan la en-
terraban aquí, en el cementerio del Garden District, donde él podía ir
a visitar la tumba todos los días y acariciar el gélido mármol que con-
tenía sus restos. Rowan, Rowan...
«Recuerda, mon fils.»
Michael se volvió súbitamente. ¿ Quién había pronunciado
esas palabras ? El largo y frío pasillo estaba desierto. Permane-
ció atento, tratando de percibir unos sonidos sobrenaturales, la voz
que había hablado hacía unos momentos. Sí, lo recordaba perfecta-
mente.
-Sí, lo recuerdo -dijo.
Silencio. La casa estaba sumida en un denso silencio que hacía que
sus palabras resonaran Con nitidez, como un movimiento, como un
brusco descenso de la temperatura. Silencio.
No se veía un alma. El comedor estaba vacío. En el descansillo, en
lo alto de la escalinata, no había nadie. Michael observó que la luz de
la habitación de Viv estaba apagada. No oyó a nadie hablando por te-
léfono. Todo estaba desierto, oscuro.
De pronto comprendió que estaba solo.
No, era imposible. Se dirigió a la puerta principal y la abrió. Du-
rante unos momentos no alcanzó a comprenderlo. No había nadie
junto a la verja de hierro negra. Ni en el porche. Ni al otro lado de la
calle. Tan sólo percibió el solemne y profundo silencio del Garden
District, desierto como una ciudad en ruinas bajo la inmóvil luz de las
farolas y las suaves hojas de las encinas. La casa estaba vacía y silen-
ciosa como la primera vez que la había visto.
-¿Dónde está todo el mundo? -murmuró Michael, presa del
pavor-. ¿Qué demonios sucede?
-¿Michael Curry?
El hombre estaba a su izquierda, en la sombra, casi invisible; sólo :
destacaba su cabello rubio. El desconocido avanzó unos pasos. Medía
unos diez centímetros más que Michael. Éste miró sus claros ojos.
-¿Me ha mandado llamar? -preguntó el extraño con suavidad,
respetuosamente, al tiempo que tendía la mano-. Lo lamento, señor
Curry.
-¿Que le he mandado llamar? ¿A qué se refiere?
-Le pidió al sacerdote que llamara al hotel para avisarme. La-
mento lo sucedido.
-No sé de qué está hablando. ¿Dónde están los guardias que vi-
gilan la casa? ¿Dónde se han metido todos? :
-El sacerdote les dijo que se fueran cuando ella expiró -contes-
tó el hombre con calma-. Me pidió que viniera y le esperara a usted
junto a la puerta. Lamento que ella haya muerto. Confío en que no
sufriera.
-No, no, estoy soñando. Ella no ha muerto. Está arriba. ¿A qué
sacerdote se refiere? Aquí no hay ningún sacerdote. ¡Aaron!
Michael se volvió y observó durante unos instantes la intensa os-
curidad del pasillo, incapaz de distinguir la alfombra roja que cubría la
escalinata. Luego subió precipitadamente, salvando los escalones de
dos en dos, y corrió hacia la habitación de Rowan.
-Ella no ha muerto. Es imposible. Me habrían avisado.
Al girar el pomo de la puerta comprobó que ésta no cedía.
-¡Aaron! -gritó de nuevo, dispuesto a derribar la puerta como
fuera.
De pronto oyó un clic y la puerta se abrió unos centímetros, len-
tamente. Las puertas tienen su propio ritmo, su forma de abrirse y
cerrarse. En Nueva Orleans, las puertas se atascan a menudo. En ve-
rano suelen hincharse y no hay manera de cerrarlas; otras veces no se
abren.
Michael contempló los paneles blancos de la puerta. El resplandor
de las velas que ardían en la habitación iluminaba suavemente el dosel
de seda que cubría el lecho y la repisa de mármol de la chimenea.
De pronto oyó la voz de Aaron a su espalda, pronunciando un
nombre que sonaba a ruso. El hombre alto y rubio dijo:
-Pero él me mandó llamar, Aaron. Me lo dijo el sacerdote. Pidió
que viniera yo.
Michael penetró en la habitación, iluminada tan sólo por la luz de
las velas. Éstas ardían sobre el pequeño altar, haciendo que la sombra
de la Virgen danzara sobre la pared. Rowan yacía postrada en el lecho,
vestida con un camisón de seda rosa, con los brazos extendidos sobre la
sábana y los labios entreabiertos. Respiraba normalmente, estaba viva.
Michael cayó de rodillas, apoyó la cabeza en el lecho y rompió a
llorar. Cogió la mano inerte de Rowan y la acarició, sintiendo su sua-
ve tacto y el leve calor que emanaba. Estaba viva.
-¡Rowan, amor mío! -exclamó, sollozando como un niño-.
Temí que...
Michael se dio cuenta de que Aaron estaba junto a él, y también el
extraño. Al cabo de unos momentos alzó la cabeza lentamente y con-
templó una figura situada a los pies del lecho.
Al ver que llevaba una sotana de lana negra y un alzacuello blanco
como el que suelen ponerse los sacerdotes católicos, lo tomó por un
clérigo. Pero no lo era.
-Hola, Michael-dijo con voz suave.
Era tan alto como le habían dicho. Tenía el cabello negro y largo
hasta los hombros, una espesa barba y un recortado y reluciente bigote
que contrastaban con su pálido rostro, humedecido por las lágrimas,
dándole el aspecto de un horripilante Jesucristo o Rasputín.
-Yo también he llorado por ella -murmuró el desconocido-.
Está agonizando. No tendrá más hijos; no volverá a hacer el amor;
sólo le quedan unas gotas de leche en los pechos; está prácticamente
muerta.
-¡Lasher!
Parecía un monstruo, la perfecta encarnación de un diabólico ser.
Era un individuo más alto de lo normal, extremadamente delgado,
con unos ojos azules muy claros y unos labios rojos que asomaban
bajo el negro bigote. Miraba a Michael fijamente, con su larga y hue-
suda mano izquierda apoyada en un pilar del lecho.
Mátalo. Ahora.
Michael se incorporó de un salto, pero Stólov lo sujetó por la cin-
tura y exclamó:
-¡No, Michael, no debe lastimarlo!
De pronto otro hombre, un extraño, lo aferró por el cuello mien-
tras Aaron le rogaba que se detuviera, que se calmara.
El individuo que se hallaba a los pies del lecho permanecía inmó-
vil, impasible. Alzó lánguidamente la mano derecha y se enjugó las
lágrimas.
-Deténte, Michael. Tranquilízate -dijo Aaron-. Suéltelo, Stó-
lov. Usted también, Norgan. Apártate, Michael, lo tenemos rodeado.
-Lo soltaré a condición de que no intente matarlo -dijo Stólov.
-No puede impedírmelo -replicó Michael tratando de liberar-
se; pero el otro hombre lo tenía firmemente sujeto por el cuello. Al
fin, Stólov le soltó.
El monstruo miró a Michael sin inmutarse, mientras las lágrimas
seguían deslizándose por sus mejillas en silencio, elocuentes.
-Estoy en sus manos, señor Stólov -dijo Lasher-. Estoy a su
merced.
Michael propinó un codazo en el vientre del hombre que estaba
a su espalda, derribándolo contra la pared, apartó a Stólov brusca-
mente y se precipitó sobre Lasher, aferrándolo por el cuello, mien-
tras el monstruo, jadeando y presa de terror, trataba de agarrarlo del
pelo. Ambos cayeron al suelo y rodaron por la alfombra, mientras
los otros, incluido Aaron, se arrojaban sobre Michael tratando de
obligarle a soltar a Lasher. Durante unos instantes Michael creyó
que iba a perder el conocimiento. El agudo dolor que sentía en el
pecho se extendió hasta su hombro y brazo izquierdos. Cuando al
fin lo soltaron se apoyó contra la chimenea, exhausto, incapaz de
lastimar a nadie, mientras Lasher trataba de recobrar el aliento y
ponerse en pie. Los otros hombres estaban situados a ambos lados
de Michael.
-Espera, Michael-le rogó Aaron-. Somos cuatro contra él.
-No le lastime, Michael-dijo Stólov suavemente.
-No debéis dejar que se escape -contestó Michael con voz
ronca.
Cuando alzó la vista comprobó que Lasher lo miraba fijamente
con los ojos arrasados en lágrimas, mientras éstas rodaban ,por sus
pálidas y tersas mejillas. Su alta y enjuta figura, cubierta con una so-
tana negra, le recordaba ala figura de Jesucristo que había visto en
numerosos cuadros.
-No voy a escapar -respondió Lasher con calma-. Les seguiré
a donde me conduzcan sin oponer resistencia. Necesito la ayuda de
los de Talamasca. Ellos lo saben. No dejarán que vuelvas a lastimar-
me. -Luego miró a Rowan, postrada en el lecho, y añadió-: He ve-
nido a ver a mi amada. Quería verla antes de que me atraparan.
Michael intentó incorporarse. La cabeza le daba vueltas y sentía
un intenso dolor en el pecho. «¡Maldita sea, Julien! Dame fuerzas para
acabar con él.» La pistola estaba sobre la mesita, junto al lecho. In-
tentó decirle a Aaron que la cogiera y disparase contra Lasher, que le
saltara la tapa de los sesos, pero no pudo articular palabra.
Stólov se arrodilló frente a él y dijo:
-Cálmese, Michael. No intente hacerle daño. No saldrá de aquí
hasta que nos lo llevemos nosotros.
-Estoy preparado -dijo Lasher .
-Mírelo, Michael-dijo Stólov-. Está indefenso, está en nues-
tro poder. Tranquilícese, se lo ruego.
Aaron no podía apartar los ojos de Lasher.
-Te advierto que te mataré -murmuró Michael.
-¿De veras deseas matarme? -preguntó Lasher, sollozando como
un niño-. ¿Tanto me odias? ¿Por qué? ¿Por querer estar vivo?
-Tú la has matado -contestó Michael con un hilo de voz-.
Mataste a nuestro hijo.
-¿No quieres oír mi versión, padre? -preguntó el monstruo.
-Sólo deseo acabar contigo -replicó Michael.
-¿Por qué eres tan cruel conmigo? ¿Acaso no te importa lo que
me han hecho? ¿No quieres saber por qué estoy aquí? ¿Crees que pre-
tendía lastimarla?
Al fin, apoyando una mano en la repisa de la chimenea y asiendo
la mano de Aaron con la otra, Michael consiguió levantarse. Se sentía
muy débil y tenía náuseas. Permaneció inmóvil, respirando trabajo-
samente pese a que el dolor del pecho había desaparecido, y miró a
Lasher fijamente.
Observó su terso y hermoso rostro, su negro y suave bigote y su
espesa barba. Parecía el Jesús del cuadro de Durero. Sus ojos, de un
exquisito tono azul, eran como dos espejos en los que se reflejaba una
misteriosa e inescrutable alma.
-Sé que, deseas saberlo todo, Michael. Además, ellos no dejarán
que me mates, ¿no es cierto, caballeros? Ni siquiera Aaron permiti-
rá que me mates. Al menos, hasta que no haya revelado todo lo que
tengo que decir .
-Mentiras -murmuró Michael.
Lasher lo miró perplejo y se enjugó los ojos con el dorso de la
mano derecha, como un niño que se siente herido. Luego apretó los
labios y respiró profundamente, como si estuviera apunto de estallar
de nuevo en sollozos.
A su espalda, Rowan permanecía postrada en el lecho, inconscien-
te, con la mirada fija en el vacío, serena, protegida, inalcanzable.
-No, Michael -respondió Lasher-, no son mentiras. Te lo
prometo. Ambos sabemos que la verdad no lo justifica todo. Pero te
garantizo que no son mentiras.
A través de las ventanas penetraba el tenue y dorado resplandor
de las farolas, iluminando el espacioso comedor.
Se sentaron alrededor de la mesa, en las sombras. Las dos puertas
estaban cerradas. Lasher ocupaba la cabecera, como si presidiera la
reunión, y observaba fijamente su enorme y blanca mano, apoyada en
la superficie de la mesa.
Alzó los ojos y miró a su alrededor. Contempló los murales du-
rante unos minutos, como si quisiera asimilar cada detalle de los mis-
mos. Luego miró a Michael, que estaba sentado junto a él, a su de-
recha. El otro hombre, Clement Norgan, se hallaba sentado frente a
ellos, con el rostro congestionado, intentando recobrar el aliento. Le
dolía todo el cuerpo tras los golpes que le había propinado Michael.
Mientras bebía unos sorbos de agua para calmarse, no cesaba de mirar
a Michael y al monstruo. Stólov estaba sentado a la izquierda de
Norgan. Aaron se hallaba sentado junto a Michael, a quien sujetaba
firmemente por el hombro y la mano.
¡Lasher!
-Al fin he regresado a esta casa -dijo el monstruo con voz tré-
mula pero hermosa y profunda, pronunciando claramente cada pa-
labra.
-Déjale hablar -dijo Aaron-. Somos cuatro. No permitiremos
que salga de aquí. Rowan está arriba, a salvo. Deja que hable.
-No puede escapar -dijo Stólov-. Deje que se explique. Tiene
derecho a que le dé una explicación, Michael. Nadie se lo discute.
-Eres un farsante -contestó Michael, dirigiéndose a Lasher-.
Hiciste que se marcharan las enfermeras y los guardias. ¿Cómo lo-
graste convencerlos? ¿Acaso te presentaste como el padre Ashlar ? ¿O
utilizaste otro nombre?
Lasher sonrió con amargura.
-El padre Ashlar -murmuró, pasándose la lengua por los la-
bios. Luego guardó silencio.
Durante un instante Michael vio a Rowan reflejada en él, vio el
parecido que había observado el día de Navidad. Los pronunciados
pómulos, la alta frente, incluso la delicada línea de los ojos. Los tenía
rasgados, como ella, pero en el color y la mirada franca y abierta se
parecían a los de Michael.
-Ella no sabe que en estos momentos está sola -dijo Lasher en
tono solemne. Pronunció las palabras despacio, mientras recorría con
la mirada la vasta habitación-. ¿De qué le sirve que la atiendan unas
enfermeras? No sabe quién está a su lado, quién la ama y llora por ella.
Ha perdido la criatura que llevaba en su vientre. No tendrá más hijos.
No volverá a ser la protagonista de ningún hecho. Su historia ha con-
cluido.
Michael hizo ademán de levantarse, pero Aaron lo sujetó con
fuerza mientras los otros dos le miraban fijamente. Lasher permanecía
impávido.
-Si deseas relatarnos tu historia -dijo Stólov tímidamente, como
quien se halla ante un monarca o una aparición-, estamos dispuestos
a escucharte.
-Sí, os relataré mi historia -contestó Lasher, esbozando una leve
y valerosa sonrisa-. Os contaré lo que sé desde que me he convertido
en un ser de carne y hueso. Os lo contaré todo, para que vosotros mis-
mos podáis juzgar.
Michael soltó una risotada. Los otros le miraron sobresaltados.
-De acuerdo, mon fils -dijo Michael, pronunciando correcta-
mente las palabras en francés-. Recuerda la promesa que me hiciste.
No mientas.
Lasher lo miró como si se sintiera ofendido. Luego, adoptando de
nuevo un tono solemne, dijo:
-No puedo hablar en nombre de lo que era durante los siglos que
permanecí sumido en las tinieblas. N o puedo hablar en nombre de un
ser desesperado, desencarnado, sin historia, memoria ni razón, que
trataba de razonar en lugar de sufrir e intentaba satisfacer sus ambi-
clones.
Michael lo observó con desprecio, sin decir nada.
-La historia que deseo narrar es la mía, la del ser que era antes de
que la muerte me separara del cuerpo que anhelaba poseer de nuevo
-dijo Lasher, cruzando las manos sobre el pecho.
-En el principio -dijo Michael despectivamente.
-En el principio -repitió Lasher, pero sin ironía. Luego prosi-
guió lenta y pausadamente, pronunciando las palabras en tono sincero
e implorante-. En el principio, mucho antes de que Suzanne elevara
su plegaria en el círculo de piedras... En el principio..., cuando estaba
vivo, como lo estoy ahora.
Silencio.
-Confía en nosotros -murmuró Stólov.
-No sabes cuánto ansío revelarte la verdad -dijo, sin apartar los
ojos de Michael-. Sé que, después de oírme, serás incapaz de no per-
donarme.
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