CREPÚSCULO
Para mi hermana mayor Emily,
sin cuyo entusiasmo esta historia
aún seguiría inconclusa.
El revela honduras y secretos,
conoce lo que ocultan las tinieblas,
y la luz mora junto a Él.
Daniel 2:22
PREFACIO
Nunca me había detenido a pensar en cómo iba a morir, aunque
me habían sobrado los motivos en los últimos meses, pero no
hubiera imaginado algo parecido a esta situación incluso de
haberlo intentado.
Con la respiración contenida, contemplé fijamente los ojos
oscuros del cazador al otro lado de la gran habitación. Éste me
devolvió la mirada complacido.
Seguramente, morir en lugar de otra persona, alguien a quien se
ama, era una buena forma de acabar. Incluso noble. Eso debería
contar algo.
Sabía que no afrontaría la muerte ahora de no haber ido a Forks,
pero, aterrada como estaba, no me arrepentía de esta decisión.
Cuando la vida te ofrece un sueño que supera con creces
cualquiera de tus expectativas, no es razonable lamentarse de su
conclusión.
El cazador sonrió de forma amistosa cuando avanzó con aire
despreocupado para matarme.
PRIMER ENCUENTRO
Mi madre me llevó al aeropuerto con las ventanillas del coche
bajadas. En Phoenix, la temperatura era de veinticuatro grados y
el cielo de un azul perfecto y despejado. Me había puesto mi
blusa favorita, sin mangas y con cierres a presión blancos; la
llevaba como gesto de despedida. Mi equipaje de mano era un
anorak.
En la península de Olympic, al noroeste del Estado de
Washington, existe un pueblecito llamado Forks cuyo cielo casi
siempre permanece encapotado. En esta insignificante localidad
llueve más que en cualquier otro sitio de los Estados Unidos. Mi
madre se escapó conmigo de aquel lugar y de sus tenebrosas y
sempiternas sombras cuando yo apenas tenía unos meses. Me
había visto obligada a pasar allí un mes cada verano hasta que
por fin me impuse al cumplir los catorce años; así que, en vez de
eso, los tres últimos años, Charlie, mi padre, había pasado sus
dos semanas de vacaciones conmigo en California.
Y ahora me exiliaba a Forks, un acto que me aterraba, ya que
detestaba el lugar.
Adoraba Phoenix. Me encantaba el sol, el calor abrasador, y la
vitalidad de una ciudad que se extendía en todas las direcciones.
—Bella —me dijo mamá por enésima vez antes de subir al avión
—, no tienes por qué hacerlo.
Mi madre y yo nos parecemos mucho, salvo por el pelo corto y
las arrugas de la risa. Tuve un ataque de pánico cuando
contemplé sus ojos grandes e ingenuos. ¿Cómo podía permitir
que se las arreglara sola, ella que era tan cariñosa, caprichosa y
atolondrada? Ahora tenía a Phil, por supuesto, por lo que
probablemente se pagarían las facturas, habría comida en el
frigorífico y gasolina en el depósito del coche, y podría apelar a él
cuando se encontrara perdida, pero aun así...
—Es que
quiero ir —le mentí. Siempre se me ha dado muy maleso de mentir, pero había dicho esa mentira con tanta frecuencia
en los últimos meses que ahora casi sonaba convincente.
—Saluda a Charlie de mi parte —dijo con resignación.
—Sí, lo haré.
—Te veré pronto —insistió—. Puedes regresar a casa cuando
quieras. Volveré tan pronto como me necesites.
Pero en sus ojos vi el sacrificio que le suponía esa promesa.
—No te preocupes por mí —le pedí—. Todo irá estupendamente.
Te quiero, mamá.
Me abrazó con fuerza durante un minuto; luego, subí al avión y
ella se marchó.
Para llegar a Forks tenía por delante un vuelo de cuatro horas de
Phoenix a Seattle, y desde allí a Port Angeles una hora más en
avioneta y otra más en coche. No me desagrada volar, pero me
preocupaba un poco pasar una hora en el coche con Charlie.
Lo cierto es que Charlie había llevado bastante bien todo aquello.
Parecía realmente complacido de que por primera vez fuera a
vivir con él de forma más o menos permanente. Ya me había
matriculado en el instituto y me iba a ayudar a comprar un
coche.
Pero estaba convencida de que iba a sentirme incómoda en su
compañía. Ninguno de los dos éramos muy habladores que se
diga, y, de todos modos, tampoco tenía nada que contarle. Sabía
que mi decisión lo hacía sentirse un poco confuso, ya que, al
igual que mi madre, yo nunca había ocultado mi aversión hacia
Forks.
Estaba lloviendo cuando el avión aterrizó en Port Angeles. No lo
consideré un presagio, simplemente era inevitable. Ya me había
despedido del sol.
Charlie me esperaba en el coche patrulla, lo cual no me extrañó.
Para las buenas gentes de Forks, Charlie es el jefe de policía
Swan. La principal razón de querer comprarme un coche, a pesar
de lo escaso de mis ahorros, era que me negaba en redondo a que
me llevara por todo el pueblo en un coche con luces rojas y
azules en el techo. No hay nada que ralentice más la velocidad
del tráfico que un poli.
Charlie me abrazó torpemente con un solo brazo cuando bajaba a
trompicones la escalerilla del avión.
—Me alegro de verte, Bella —dijo con una sonrisa al mismo
tiempo que me sostenía firmemente—. Apenas has cambiado.
¿Cómo está Renée?
—Mamá está bien. Yo también me alegro de verte, papá —no le
podía llamar Charlie a la cara.
Traía pocas maletas. La mayoría de mi ropa de Arizona era
demasiado ligera para llevarla en Washington. Mi madre y yo
habíamos hecho un fondo común con nuestros recursos para
complementar mi vestuario de invierno, pero, a pesar de todo,
era escaso. Todas cupieron fácilmente en el maletero del coche
patrulla.
—He localizado un coche perfecto para ti, y muy barato —
anunció una vez que nos abrochamos los cinturones de
seguridad. ¿Qué tipo de coche?
Desconfié de la manera en que había dicho «un coche perfecto
para ti»
en lugar de simplemente «un coche perfecto».—Bueno, es un monovolumen, un Chevy para ser exactos.
— ¿Dónde lo encontraste?
— ¿Te acuerdas de Billy Black, el que vivía en La Push?
La Push es una pequeña reserva india situada en la costa.
—No.
—Solía venir de pesca con nosotros durante el verano —me
explicó.
Por eso no me acordaba de él. Se me da bien olvidar las cosas
dolorosas e innecesarias.
—Ahora está en una silla de ruedas —continuó Charlie cuando
no respondí—, por lo que no puede conducir y me propuso
venderme su camión por una ganga.
— ¿De qué año es?
Por la forma en que le cambió la cara, supe que era la pregunta
que no deseaba oír.
—Bueno, Billy ha realizado muchos arreglos en el motor. En
realidad, tampoco tiene tantos años.
Esperaba que no me tuviera en tan poca estima como para creer
que iba a dejar pasar el tema así como así.
— ¿Cuándo lo compró?
—En 1984... Creo.
— ¿Y era nuevo entonces?
—En realidad, no. Creo que era nuevo a principios de los sesenta,
o a lo mejor a finales de los cincuenta —confesó con timidez.
— ¡Papá, por favor! ¡No sé nada de coches! No podría arreglarlo
si se estropeara y no me puedo permitir pagar un taller.
—Nada de eso, Bella, el trasto funciona a las mil maravillas. Hoy
en día no los fabrican tan buenos.
El trasto,
repetí en mi fuero interno. Al menos tenía posibilidadescomo apodo.
— ¿Y qué entiendes por barato?
Después de todo, ése era el punto en el que yo no iba a ceder.
—Bueno, cariño, ya te lo he comprado como regalo de
bienvenida.
Charlie me miró de reojo con rostro expectante.
Vaya. Gratis.
—No tenías que hacerlo, papá. Iba a comprarme un coche.
—No me importa. Quiero que te encuentres a gusto aquí.
Charlie mantenía la vista fija en la carretera mientras hablaba. Se
sentía incómodo al expresar sus emociones en voz alta. Yo lo
había heredado de él, de ahí que también mirara hacia la
carretera cuando le respondí:
—Es estupendo, papá. Gracias. Te lo agradezco de veras.
Resultaba innecesario añadir que era imposible estar a gusto en
Forks, pero él no tenía por qué sufrir conmigo. Y a caballo
regalado no le mires el diente, ni el motor.
—Bueno, de nada. Eres bienvenida —masculló, avergonzado por
mis palabras de agradecimiento.
Intercambiamos unos pocos comentarios más sobre el tiempo,
que era húmedo, y básicamente ésa fue toda la conversación.
Miramos a través de las ventanillas en silencio.
El paisaje era hermoso, por supuesto, no podía negarlo. Todo era
de color verde: los árboles, los troncos cubiertos de musgo, el
dosel de ramas que colgaba de los mismos, el suelo cubierto de
helechos. Incluso el aire que se filtraba entre las hojas tenía un
matiz de verdor.
Era demasiado verde, un planeta alienígena.
Finalmente llegamos al hogar de Charlie. Vivía en una casa
pequeña de dos dormitorios que compró con mi madre durante
los primeros días de su matrimonio. Ésos fueron los únicos días
de su matrimonio, los primeros. Allí, aparcado en la calle delante
de una casa que nunca cambiaba, estaba mi nuevo
monovolumen, bueno, nuevo para mí. El vehículo era de un rojo
desvaído, con guardabarros grandes y redondos y una cabina de
aspecto bulboso. Para mi enorme sorpresa, me encantó. No sabía
si funcionaría, pero podía imaginarme al volante. Además, era
uno de esos modelos de hierro sólido que jamás sufren daños, la
clase de coches que ves en un accidente de tráfico con la pintura
intacta y rodeado de los trozos del coche extranjero que acaba de
destrozar.
— ¡Caramba, papá! ¡Me encanta! ¡Gracias!
Ahora, el día de mañana parecía bastante menos terrorífico. No
me vería en la tesitura de elegir entre andar tres kilómetros bajo
la lluvia hasta el instituto o dejar que el jefe de policía me llevara
en el coche patrulla.
—Me alegra que te guste —dijo Charlie con voz áspera,
nuevamente avergonzado.
Subir todas mis cosas hasta el primer piso requirió un solo viaje
escaleras arriba. Tenía el dormitorio de la cara oeste, el que daba
al patio delantero. Conocía bien la habitación; había sido la mía
desde que nací. El suelo de madera, las paredes pintadas de azul
claro, el techo a dos aguas, las cortinas de encaje ya amarillentas
flanqueando las ventanas... Todo aquello formaba parte de mi
infancia. Los únicos cambios que había introducido Charlie se
limitaron a sustituir la cuna por una cama y añadir un escritorio
cuando crecí. Encima de éste había ahora un ordenador de
segunda mano con el cable del módem grapado al suelo hasta la
toma de teléfono más próxima. Mi madre lo había estipulado de
ese modo para que estuviéramos en contacto con facilidad. La
mecedora que tenía desde niña aún seguía en el rincón.
Sólo había un pequeño cuarto de baño en lo alto de las escaleras
que debería compartir con Charlie. Intenté no darle muchas
vueltas al asunto.
Una de las cosas buenas que tiene Charlie es que no se queda
revoloteando a tu alrededor. Me dejó sola para que deshiciera
mis maletas y me instalara, una hazaña que hubiera sido del todo
imposible para mi madre. Resultaba estupendo estar sola, no
tener que sonreír ni poner buena cara; fue un respiro que me
permitió contemplar a través del cristal la cortina de lluvia con
desaliento y derramar algunas lágrimas. No estaba de humor
para una gran llantina. Eso podía esperar hasta que me acostara y
me pusiera a reflexionar sobre lo que me aguardaba al día
siguiente.
El aterrador cómputo de estudiantes del instituto de Forks era de
tan sólo trescientos cincuenta y siete, ahora trescientos cincuenta
y ocho. Solamente en mi clase de tercer año en Phoenix había
más de setecientos alumnos. Todos los jóvenes de por aquí se
habían criado juntos y sus abuelos habían aprendido a andar
juntos. Yo sería la chica nueva de la gran ciudad, una curiosidad,
un bicho raro.
Tal vez podría utilizar eso a mi favor si tuviera el aspecto que se
espera de una chica de Phoenix, pero físicamente no encajaba en
modo alguno. Debería ser alta, rubia, de tez bronceada, una
jugadora de voleibol o quizá una animadora, todas esas cosas
propias de quienes viven en el Valle del Sol.
Por el contrario, mi piel era blanca como el marfil a pesar de las
muchas horas de sol de Arizona, sin tener siquiera la excusa de
unos ojos azules o un pelo rojo. Siempre he sido delgada, pero
más bien flojucha y, desde luego, no una atleta. Me faltaba la
coordinación suficiente para practicar deportes sin hacer el
ridículo o dañar a alguien, a mí misma o a cualquiera que
estuviera demasiado cerca.
Después de colocar mi ropa en el viejo tocador de madera de
pino, me llevé el neceser al cuarto de baño para asearme tras un
día de viaje. Contemplé mi rostro en el espejo mientras me
cepillaba el pelo enredado y húmedo. Tal vez se debiera a la luz,
pero ya tenía un aspecto más cetrino y menos saludable. Puede
que tenga una piel bonita, pero es muy clara, casi traslúcida, por
lo que su apariencia depende del color del lugar y en Forks no
había color alguno.
Mientras me enfrentaba a mi pálida imagen en el espejo, tuve que
admitir que me engañaba a mí misma. Jamás encajaría, y no sólo
por mis carencias físicas. Si no me había hecho un huequecito en
una escuela de tres mil alumnos, ¿qué posibilidades iba a tener
aquí?
No sintonizaba bien con la gente de mi edad. Bueno, lo cierto es
que no sintonizaba bien con la gente. Punto. Ni siquiera mi
madre, la persona con quien mantenía mayor proximidad, estaba
en armonía conmigo; no íbamos por el mismo carril. A veces me
preguntaba si veía las cosas igual que el resto del mundo. Tal vez
la cabeza no me funcionara como es debido.
Pero la causa no importaba, sólo contaba el efecto. Y mañana no
sería más que el comienzo.
Aquella noche no dormí bien, ni siquiera cuando dejé de llorar.
El siseo constante de la lluvia y el viento sobre el techo no
aminoraba jamás, hasta convertirse en un ruido de fondo. Me
tapé la cabeza con la vieja y descolorida colcha y luego añadí la
almohada, pero no conseguí conciliar el sueño antes de
medianoche, cuando al fin la lluvia se convirtió en un fino
sirimiri.
A la mañana siguiente, lo único que veía a través de la ventana
era una densa niebla y sentí que la claustrofobia se apoderaba de
mí. Aquí nunca se podía ver el cielo, parecía una jaula.
El desayuno con Charlie se desarrolló en silencio. Me deseó
suerte en la escuela y le di las gracias, aun sabiendo que sus
esperanzas eran vanas. La buena suerte solía esquivarme. Charlie
se marchó primero, directo a la comisaría, que era su esposa y su
familia. Examiné la cocina después de que se fuera, todavía
sentada en una de las tres sillas, ninguna de ellas a juego, junto a
la vieja mesa cuadrada de roble. La cocina era pequeña, con
paneles oscuros en las paredes, armarios amarillo chillón y un
suelo de linóleo blanco. Nada había cambiado. Hacía dieciocho
años, mi madre había pintado los armarios con la esperanza de
introducir un poco de luz solar en la casa. Había una hilera de
fotos encima del pequeño hogar del cuarto de estar, que
colindaba con la cocina y era del tamaño de una caja de zapatos.
La primera foto era de la boda de Charlie con mi madre en Las
Vegas, y luego la que nos tomó a los tres una amable enfermera
del hospital donde nací, seguida por una sucesión de mis
fotografías escolares hasta el año pasado. Verlas me resultaba
muy embarazoso. Tenía que convencer a Charlie de que las
pusiera en otro sitio, al menos mientras yo viviera aquí.
Era imposible permanecer en aquella casa y no darse cuenta de
que Charlie no se había repuesto de la marcha de mi madre. Eso
me hizo sentir incómoda.
No quería llegar demasiado pronto al instituto, pero no podía
permanecer en la casa más tiempo, por lo que me puse el anorak,
tan grueso que recordaba a uno de esos trajes empleados en caso
de peligro biológico, y me encaminé hacia la llovizna.
Aún chispeaba, pero no lo bastante para que me calara mientras
buscaba la llave de la casa, que siempre estaba escondida debajo
del alero que había junto a la puerta, y cerrara. El ruido de mis
botas de agua nuevas resultaba enervante. Añoraba el crujido
habitual de la grava al andar. No pude detenerme a admirar de
nuevo el vehículo, como deseaba, y me apresuré a escapar de la
húmeda neblina que se arremolinaba sobre mi cabeza y se
agarraba al pelo por debajo de la capucha.
Dentro del monovolumen estaba cómoda y a cubierto. Era obvio
que Charlie o Billy debían de haberlo limpiado, pero la tapicería
marrón de los asientos aún olía tenuemente a tabaco, gasolina y
menta. El coche arrancó a la primera, con gran alivio por mi
parte, aunque en medio de un gran estruendo, y luego hizo
mucho ruido mientras avanzaba al ralentí. Bueno, un
monovolumen tan antiguo debía de tener algún defecto. La
anticuada radio funcionaba, un añadido que no me esperaba.
Fue fácil localizar el instituto pese a no haber estado antes. El
edificio se hallaba, como casi todo lo demás en el pueblo, junto a
la carretera. No resultaba obvio que fuera una escuela, sólo me
detuve gracias al cartel que indicaba que se trataba del instituto
de Forks. Se parecía a un conjunto de esas casas de intercambio
en época de vacaciones construidas con ladrillos de color granate.
Había tantos árboles y arbustos que a primera vista no podía
verlo en su totalidad. ¿Dónde estaba el ambiente de un instituto?,
me pregunté con nostalgia. ¿Dónde estaban las alambradas y los
detectores de metales?
Aparqué frente al primer edificio, encima de cuya entrada había
un cartelito que rezaba «Oficina principal». No vi otros coches
aparcados allí, por lo que estuve segura de que estaba en zona
prohibida, pero decidí que iba a pedir indicaciones en lugar de
dar vueltas bajo la lluvia como una tonta. De mala gana salí de la
cabina calentita del monovolumen y recorrí un sendero de piedra
flanqueado por setos oscuros. Respiré hondo antes de abrir la
puerta.
En el interior había más luz y se estaba más caliente de lo que
esperaba. La oficina era pequeña: una salita de espera con sillas
plegables acolchadas, una basta alfombra con motas anaranjadas,
noticias y premios pegados sin orden ni concierto en las paredes
y un gran reloj que hacía tictac de forma ostensible. Las plantas
crecían por doquier en sus macetas de plástico, por si no hubiera
suficiente vegetación fuera.
Un mostrador alargado dividía la habitación en dos, con cestas
metálicas llenas de papeles sobre la encimera y anuncios de
colores chillones pegados en el frontal. Detrás del mostrador
había tres escritorios. Una pelirroja regordeta con gafas se
sentaba en uno de ellos. Llevaba una camiseta de color púrpura
que, de inmediato, me hizo sentir que yo iba demasiado elegante.
La mujer pelirroja alzó la vista.
— ¿Te puedo ayudar en algo?
—Soy Isabella Swan —le informé, y de inmediato advertí en su
mirada un atisbo de reconocimiento. Me esperaban. Sin duda,
había sido el centro de los cotilleos. La hija de la caprichosa ex
mujer del jefe de policía al fin regresaba a casa.
—Por supuesto —dijo.
Rebuscó entre los documentos precariamente apilados hasta
encontrar los que buscaba.
—Precisamente aquí tengo el horario de tus clases y un plano de
la escuela.
Trajo varias cuartillas al mostrador para enseñármelas. Repasó
todas mis clases y marcó el camino más idóneo para cada una en
el plano; luego, me entregó el comprobante de asistencia para
que lo firmara cada profesor y se lo devolviera al finalizar las
clases. Me dedicó una sonrisa y, al igual que Charlie, me dijo que
esperaba que me gustara Forks. Le devolví la sonrisa más
convincente posible.
Los demás estudiantes comenzaban a llegar cuando regresé al
monovolumen. Los seguí, me uní a la cola de coches y conduje
hasta el otro lado de la escuela. Supuso un alivio comprobar que
casi todos los vehículos tenían aún más años que el mío, ninguno
era ostentoso. En Phoenix, vivía en uno de los pocos barrios
pobres del distrito Paradise Valley. Era habitual ver un Mercedes
nuevo o un Porsche en el aparcamiento de los estudiantes. El
mejor coche de los que allí había era un flamante Volvo, y
destacaba. Aun así, apagué el motor en cuanto aparqué en una
plaza libre para que el estruendo no atrajera la atención de los
demás sobre mí.
Examiné el plano en el monovolumen, intentando memorizarlo
con la esperanza de no tener que andar consultándolo todo el
día. Lo guardé en la mochila, me la eché al hombro y respiré
hondo.
Puedo hacerlo, me mentí sin mucha convicción. Nadie meva a morder.
Al final, suspiré y salí del coche.Mantuve la cara escondida bajo la capucha y anduve hasta la
acera abarrotada de jóvenes. Observé con alivio que mi sencilla
chaqueta negra no llamaba la atención.
Una vez pasada la cafetería, el edificio número tres resultaba fácil
de localizar, ya que había un gran «3» pintado en negro sobre un
fondo blanco con forma de cuadrado en la esquina del lado este.
Noté que mi respiración se acercaba a hiperventilación al
aproximarme a la puerta. Para paliarla, contuve el aliento y entré
detrás de dos personas que llevaban impermeables de estilo
unisex.
El aula era pequeña. Los alumnos que tenía delante se detenían
en la entrada para colgar sus abrigos en unas perchas; había
varias. Los imité. Se trataba de dos chicas, una rubia de tez clara
como la porcelana y otra, también pálida, de pelo castaño claro.
Al menos, mi piel no sería nada excepcional aquí.
Entregué el comprobante al profesor, un hombre alto y calvo al
que la placa que descansaba sobre su escritorio lo identificaba
como Sr. Masón. Se quedó mirándome embobado al ver mi
nombre, pero no me dedicó ninguna palabra de aliento, y yo, por
supuesto, me puse colorada como un tomate. Pero al menos me
envió a un pupitre vacío al fondo de la clase sin presentarme al
resto de los compañeros. A éstos les resultaba difícil mirarme al
estar sentada en la última fila, pero se las arreglaron para
conseguirlo. Mantuve la vista clavada en la lista de lecturas que
me había entregado el profesor. Era bastante básica: Bronté,
Shakespeare, Chaucer, Faulkner. Los había leído a todos, lo cual
era cómodo... y aburrido. Me pregunté si mi madre me enviaría
la carpeta con los antiguos trabajos de clase o si creería que la
estaba engañando. Recreé nuestra discusión mientras el profesor
continuaba con su perorata.
Cuando sonó el zumbido casi nasal del timbre, un chico flacucho,
con acné y pelo grasiento, se ladeó desde un pupitre al otro lado
del pasillo para hablar conmigo.
—Tú eres Isabella Swan, ¿verdad?
Parecía demasiado amable, el típico miembro de un club de
ajedrez.
—Bella —le corregí. En un radio de tres sillas, todos se volvieron
para mirarme.
— ¿Dónde tienes la siguiente clase? —preguntó. Tuve que
comprobarlo con el programa que tenía en la mochila.
—Eh... Historia, con Jefferson, en el edificio seis.
Mirase donde mirase, había ojos curiosos por doquier.
—Voy al edificio cuatro, podría mostrarte el camino —
demasiado amable, sin duda—. Me llamo Eric —añadió.
Sonreí con timidez.
—Gracias.
Recogimos nuestros abrigos y nos adentramos en la lluvia, que
caía con más fuerza. Hubiera jurado que varias personas nos
seguían lo bastante cerca para escuchar a hurtadillas. Esperaba
no estar volviéndome paranoica.
—Bueno, es muy distinto de Phoenix, ¿eh? —preguntó.
—Mucho.
—Allí no llueve a menudo, ¿verdad?
—Tres o cuatro veces al año.
—Vaya, no me lo puedo ni imaginar.
—Hace mucho sol —le expliqué.
—No se te ve muy bronceada.
—Es la sangre albina de mi madre.
Me miró con aprensión. Suspiré. No parecía que las nubes y el
sentido del humor encajaran demasiado bien. Después de estar
varios meses aquí, habría olvidado cómo emplear el sarcasmo.
Pasamos junto a la cafetería de camino hacia los edificios de la
zona sur, cerca del gimnasio. Eric me acompañó hasta la puerta,
aunque la podía identificar perfectamente.
—En fin, suerte —dijo cuando rocé el picaporte—. Tal vez
coincidamos en alguna otra clase.
Parecía esperanzado. Le dediqué una sonrisa que no
comprometía a nada y entré.
El resto de la mañana transcurrió de forma similar. Mi profesor
de Trigonometría, el señor Varner, a quien habría odiado de
todos modos por la asignatura que enseñaba, fue el único que me
obligó a permanecer delante de toda la clase para presentarme a
mis compañeros. Balbuceé, me sonrojé y tropecé con mis propias
botas al volver a mi pupitre.
Después de dos clases, empecé a reconocer varias caras en cada
asignatura. Siempre había alguien con más coraje que los demás
que se presentaba y me preguntaba si me gustaba Forks. Procuré
actuar con diplomacia, pero por lo general mentí mucho. Al
menos, no necesité el plano.
Una chica se sentó a mi lado tanto en clase de Trigonometría
como de español, y me acompañó a la cafetería para almorzar.
Era muy pequeña, varios centímetros por debajo de mi uno
sesenta, pero casi alcanzaba mi estatura gracias a su oscura
melena de rizos alborotados. No me acordaba de su nombre, por
lo que me limité a sonreír mientras parloteaba sobre los
profesores y las clases. Tampoco intenté comprenderlo todo.
Nos sentamos al final de una larga mesa con varias de sus amigas
a quienes me presentó. Se me olvidaron los nombres de todas en
cuanto los pronunció. Parecían orgullosas por tener el coraje de
hablar conmigo. El chico de la clase de Lengua y Literatura, Eric,
me saludó desde el otro lado de la sala.
Y allí estaba, sentada en el comedor, intentando entablar
conversación con siete desconocidas llenas de curiosidad, cuando
los vi por primera vez.
Se sentaban en un rincón de la cafetería, en la otra punta de
donde yo me encontraba. Eran cinco. No conversaban ni comían
pese a que todos tenían delante una bandeja de comida. No me
miraban de forma estúpida como casi todos los demás, por lo que
no había peligro: podía estudiarlos sin temor a encontrarme con
un par de ojos excesivamente interesados. Pero no fue eso lo que
atrajo mi atención.
No se parecían lo más mínimo a ningún otro estudiante. De los
tres chicos, uno era fuerte, tan musculoso que parecía un
verdadero levantador de pesas, y de pelo oscuro y rizado. Otro,
más alto y delgado, era igualmente musculoso y tenía el cabello
del color de la miel. El último era desgarbado, menos corpulento,
y llevaba despeinado el pelo castaño dorado. Tenía un aspecto
más juvenil que los otros dos, que podrían estar en la
universidad o incluso ser profesores aquí en vez de estudiantes.
Las chicas eran dos polos opuestos. La más alta era escultural.
Tenía una figura preciosa, del tipo que se ve en la portada del
número dedicado a trajes de baño de la revista
Sports Illustrated, ycon el que todas las chicas pierden buena parte de su autoestima
sólo por estar cerca. Su pelo rubio caía en cascada hasta la mitad
de la espalda. La chica baja tenía aspecto de duendecillo de
facciones finas, un fideo. Su pelo corto era rebelde, con cada
punta señalando en una dirección, y de un negro intenso.
Aun así, todos se parecían muchísimo. Eran blancos como la cal,
los estudiantes más pálidos de cuantos vivían en aquel pueblo
sin sol. Más pálidos que yo, que soy albina. Todos tenían ojos
muy oscuros, a pesar de la diferente gama de colores de los
cabellos, y ojeras malvas, similares al morado de los hematomas.
Era como si todos padecieran de insomnio o se estuvieran
recuperando de una rotura de nariz, aunque sus narices, al igual
que el resto de sus facciones, eran rectas, perfectas, simétricas.
Pero nada de eso era el motivo por el que no conseguía apartar la
mirada.
Continué mirándolos porque sus rostros, tan diferentes y tan
similares al mismo tiempo, eran de una belleza inhumana y
devastadora. Eran rostros como nunca esperas ver, excepto tal
vez en las páginas retocadas de una revista de moda. O pintadas
por un artista antiguo, como el semblante de un ángel. Resultaba
difícil decidir quién era más bello, tal vez la chica rubia perfecta o
el joven de pelo castaño dorado.
Los cinco desviaban la mirada los unos de los otros, también del
resto de los estudiantes y de cualquier cosa hasta donde pude
colegir. La chica más pequeña se levantó con la bandeja —el
refresco sin abrir, la manzana sin morder— y se alejó con un trote
grácil, veloz, propio de un corcel desbocado. Asombrada por sus
pasos de ágil bailarina, la contemplé vaciar su bandeja y
deslizarse por la puerta trasera a una velocidad superior a lo que
habría considerado posible. Miré rápidamente a los otros, que
permanecían sentados, inmóviles.
— ¿Quiénes son
ésos?—pregunté a la chica de la clase de Español,cuyo nombre se me había olvidado.
Y de repente, mientras ella alzaba los ojos para ver a quiénes me
refería, aunque probablemente ya lo supiera por la entonación de
mi voz, el más delgado y de aspecto más juvenil, la miró.
Durante una fracción de segundo se fijó en mi vecina, y después
sus ojos oscuros se posaron sobre los míos.
Él desvió la mirada rápidamente, aún más deprisa que yo,
ruborizada de vergüenza. Su rostro no denotaba interés alguno
en esa mirada furtiva, era como si mi compañera hubiera
pronunciado su nombre y él, pese a haber decidido no reaccionar
previamente, hubiera levantado los ojos en una involuntaria
respuesta.
Avergonzada, la chica que estaba a mi lado se rió tontamente y
fijó la vista en la mesa, igual que yo.
—Son Edward y Emmett Cullen, y Rosalie y Jasper Hale. La que
se acaba de marchar se llama Alice Cullen; todos viven con el
doctor Cullen y su esposa —me respondió con un hilo de voz.
Miré de soslayo al chico guapo, que ahora contemplaba su
bandeja mientras desmigajaba una rosquilla con sus largos y
níveos dedos. Movía la boca muy deprisa, sin abrir apenas sus
labios perfectos. Los otros tres continuaron con la mirada
perdida, y, aun así, creí que hablaba en voz baja con ellos.
¡Qué nombres tan raros y anticuados!,
pensé. Era la clase denombres que tenían nuestros abuelos, pero tal vez estuvieran de
moda aquí, quizá fueran los nombres propios de un pueblo
pequeño. Entonces recordé que mi vecina se llamaba Jessica, un
nombre perfectamente normal. Había dos chicas con ese nombre
en mi clase de Historia en Phoenix.
—Son... guapos.
Me costó encontrar un término mesurado.
— ¡Ya te digo! —Jessica asintió mientras soltaba otra risita tonta
—. Pero están
juntos. Me refiero a Emmett y Rosalie, y a Jasper yAlice, y
viven juntos.Su voz resonó con toda la conmoción y reprobación de un pueblo
pequeño, pero, para ser sincera, he de confesar que aquello daría
pie a grandes cotilleos incluso en Phoenix.
— ¿Quiénes son los Cullen? —pregunté—. No parecen
parientes...
—Claro que no. El doctor Cullen es muy joven, tendrá entre
veinte y muchos y treinta y pocos. Todos son adoptados. Los
Hale, los rubios, son hermanos gemelos, y los Cullen son su
familia de acogida.
—Parecen un poco mayores para estar con una familia de
acogida.
—Ahora sí, Jasper y Rosalie tienen dieciocho años, pero han
vivido con la señora Cullen desde los ocho. Es su tía o algo
parecido.
—Es muy generoso por parte de los Cullen cuidar de todos esos
niños siendo tan jóvenes.
—Supongo que sí —admitió Jessica muy a su pesar. Me dio la
impresión de que, por algún motivo, el médico y su mujer no le
caían bien. Por las miradas que lanzaba en dirección a sus hijos
adoptivos, supuse que eran celos; luego, como si con eso
disminuyera la bondad del matrimonio, agregó—: Aunque tengo
entendido que la señora Cullen no puede tener hijos.
Mientras manteníamos esta conversación, dirigía miradas
furtivas una y otra vez hacia donde se sentaba aquella extraña
familia. Continuaban mirando las paredes y no habían probado
bocado.
— ¿Siempre han vivido en Forks? —pregunté. De ser así, seguro
que los habría visto en alguna de mis visitas durante las
vacaciones de verano.
—No —dijo con una voz que daba a entender que tenía que ser
obvio, incluso para una recién llegada como yo—. Se mudaron
aquí hace dos años, vinieron desde algún lugar de Alaska.
Experimenté una punzada de compasión y alivio. Compasión
porque, a pesar de su belleza, eran extranjeros y resultaba
evidente que no se les admitía. Alivio por no ser la única recién
llegada y, desde luego, no la más interesante.
Uno de los Cullen, el más joven, levantó la vista mientras yo los
estudiaba y nuestras miradas se encontraron, en esta ocasión con
una manifiesta curiosidad. Cuando desvié los ojos, me pareció
que en los suyos brillaba una expectación insatisfecha.
— ¿Quién es el chico de pelo cobrizo? —pregunté.
Lo miré de refilón. Seguía observándome, pero no con la boca
abierta, a diferencia del resto de los estudiantes. Su rostro reflejó
una ligera contrariedad. Volví a desviar la vista.
—Se llama Edward. Es guapísimo, por supuesto, pero no pierdas
el tiempo con él. No sale con nadie. Quizá ninguna de las chicas
del instituto le parece lo bastante guapa —dijo con desdén, en
una muestra clara de despecho. Me pregunté cuándo la habría
rechazado.
Me mordí el labio para ocultar una sonrisa. Entonces lo miré de
nuevo. Había vuelto el rostro, pero me pareció ver estirada la piel
de sus mejillas, como si también estuviera sonriendo.
Los cuatro abandonaron la mesa al mismo tiempo, escasos
minutos después. Todos se movían con mucha elegancia, incluso
el forzudo. Me desconcertó verlos. El que respondía al nombre de
Edward no me miró de nuevo.
Permanecí en la mesa con Jessica y sus amigas más tiempo del
que me hubiera quedado de haber estado sola. No quería llegar
tarde a mis clases el primer día. Una de mis nuevas amigas, que
tuvo la consideración de recordarme que se llamaba Angela,
tenía, como yo, clase de segundo de Biología a la hora siguiente.
Nos dirigimos juntas al aula en silencio. También era tímida.
Nada más entrar en clase, Angela fue a sentarse a una mesa con
dos sillas y un tablero de laboratorio con la parte superior de
color negro, exactamente igual a las de Phoenix. Ya compartía la
mesa con otro estudiante. De hecho, todas las mesas estaban
ocupadas, salvo una. Reconocí a Edward Cullen, que estaba
sentado cerca del pasillo central junto a la única silla vacante, por
lo poco común de su cabello.
Lo miré de forma furtiva mientras avanzaba por el pasillo para
presentarme al profesor y que éste me firmara el comprobante de
asistencia. Entonces, justo cuando yo pasaba, se puso rígido en la
silla. Volvió a mirarme fijamente y nuestras miradas se
encontraron. La expresión de su rostro era de lo más extraña,
hostil, airada. Pasmada, aparté la vista y me sonrojé otra vez.
Tropecé con un libro que había en el suelo y me tuve que aferrar
al borde de una mesa. La chica que se sentaba allí soltó una risita.
Me había dado cuenta de que tenía los ojos negros, negros como
carbón.
El señor Banner me firmó el comprobante y me entregó un libro,
ahorrándose toda esa tontería de la presentación. Supe que
íbamos a caernos bien. Por supuesto, no le quedaba otro remedio
que mandarme a la única silla vacante en el centro del aula.
Mantuve la mirada fija en el suelo mientras iba a sentarme junto
a él, ya que la hostilidad de su mirada aún me tenía aturdida.
No alcé la vista cuando deposité el libro sobre la mesa y me
senté, pero lo vi cambiar de postura al mirar de reojo. Se inclinó
en la dirección opuesta, sentándose al borde de la silla. Apartó el
rostro como si algo apestara. Olí mi pelo con disimulo. Olía a
fresas, el aroma de mi champú favorito. Me pareció un aroma
bastante inocente. Dejé caer mi pelo sobre el hombro derecho
para crear una pantalla oscura entre nosotros e intenté prestar
atención al profesor.
Por desgracia, la clase versó sobre la anatomía celular, un tema
que ya había estudiado. De todos modos, tomé apuntes con
cuidado, sin apartar la vista del cuaderno.
No me podía controlar y de vez en cuando echaba un vistazo
través del pelo al extraño chico que tenía a mi lado. Éste no relajó
aquella postura envarada —sentado al borde de la silla, lo más
lejos posible de mí— durante toda la clase. La mano izquierda,
crispada en un puño, descansaba sobre el muslo. Se había
arremangado la camisa hasta los codos. Debajo de su piel clara
podía verle el antebrazo, sorprendentemente duro y musculoso.
No era de complexión tan liviana como parecía al lado del más
fornido de sus hermanos.
La lección parecía prolongarse mucho más que las otras. ¿Se
debía a que las clases estaban a punto de acabar o porque estaba
esperando a que abriera el puño que cerraba con tanta fuerza?
No lo abrió. Continuó sentado, tan inmóvil que parecía no
respirar.
¿Qué le pasaba? ¿Se comportaba de esa forma habitualmente?
Cuestioné mi opinión sobre la acritud de Jessica durante el
almuerzo. Quizá no era tan resentida como había pensado.
No podía tener nada que ver conmigo. No me conocía de nada.
Me atreví a mirarle a hurtadillas una vez más y lo lamenté. Me
estaba mirando otra vez con esos ojos negros suyos llenos de
repugnancia. Mientras me apartaba de él, cruzó por mi mente
una frase: «Si las miradas matasen...».
El timbre sonó en ese momento. Yo di un salto al oírlo y Edward
Cullen abandonó su asiento. Se levantó con garbo de espaldas a
mí —era mucho más alto de lo que pensaba— y cruzó la puerta
del aula antes de que nadie se hubiera levantado de su silla.
Me quedé petrificada en la silla, contemplando con la mirada
perdida cómo se iba. Era realmente mezquino. No había derecho.
Empecé a recoger los bártulos muy despacio mientras intentaba
reprimir la ira que me embargaba, con miedo a que se me
llenaran los ojos de lágrimas. Solía llorar cuando me enfadaba,
una costumbre humillante.
—Eres Isabella Swan, ¿no? —me preguntó una voz masculina.
Al alzar la vista me encontré con un chico guapo, de rostro
aniñado y el pelo rubio en punta cuidadosamente arreglado con
gel. Me dirigió una sonrisa amable. Obviamente, no parecía creer
que yo oliera mal.
—Bella —le corregí, con una sonrisa.
—Me llamo Mike.
—Hola, Mike.
— ¿Necesitas que te ayude a encontrar la siguiente clase?
—Voy al gimnasio, y creo que lo puedo encontrar.
—Es también mi siguiente clase.
Parecía emocionado, aunque no era una gran coincidencia en una
escuela tan pequeña.
Fuimos juntos. Hablaba por los codos e hizo el gasto de casi toda
la conversación, lo cual fue un alivio. Había vivido en California
hasta los diez años, por eso entendía cómo me
sentía ante laausencia del sol. Resultó ser la persona más agradable que había
conocido aquel día.
Pero cuando íbamos a entrar al gimnasio me preguntó:
—Oye, ¿le clavaste un lápiz a Edward Cullen, o qué? Jamás lo
había visto comportarse de ese modo.
Tierra, trágame,
pensé. Al menos no era la única persona que lohabía notado y, al parecer, aquél
no era el comportamientohabitual de Edward Cullen. Decidí hacerme la tonta.
— ¿Te refieres al chico que se sentaba a mi lado en Biología?
pregunté sin malicia.
—Sí —respondió—. Tenía cara de dolor o algo parecido. —No lo
sé —le respondí—. No he hablado con él. —Es un tipo raro —
Mike se demoró a mi lado en lugar de dirigirse al vestuario—. Si
hubiera tenido la suerte de sentarme a tu lado, yo sí hubiera
hablado contigo.
Le sonreí antes de cruzar la puerta del vestuario de las chicas. Era
amable y estaba claramente interesado, pero eso no bastó para
disminuir mi enfado.
El entrenador Clapp, el profesor de Educación física, me
consiguió un uniforme, pero no me obligó a vestirlo para la clase
de aquel día. En Phoenix, sólo teníamos que asistir dos años a
Educación física. Aquí era una asignatura obligatoria los cuatro
años. Forks era mi infierno personal en la tierra en el más literal
de los sentidos.
Contemplé los cuatro partidillos de voleibol que se jugaban de
forma simultánea. Me dieron náuseas al verlos y recordar los
muchos golpes que había dado, y recibido, cuando jugaba al
voleibol.
Al fin sonó la campana que indicaba el final de las clases. Me
dirigí lentamente a la oficina para entregar el comprobante con
las firmas. Había dejado de llover, pero el viento era más frío y
soplaba con fuerza. Me envolví con mis propios brazos para
protegerme.
Estuve a punto de dar media vuelta e irme cuando entré en la
cálida oficina. Edward Cullen se encontraba de pie, enfrente del
escritorio. Lo reconocí de nuevo por el desgreñado pelo castaño
dorado. Al parecer, no me había oído entrar. Me apoyé contra la
pared del fondo, a la espera de que la recepcionista pudiera
atenderme.
Estaba discutiendo con ella con voz profunda y agradable.
Intentaba cambiar la clase de Biología de la sexta hora a otra
hora, a cualquier otra.
No me podía creer que eso fuera por mi culpa. Debía de ser otra
cosa, algo que había sucedido antes de que yo entrara en el
laboratorio de Biología. La causa de su aspecto contrariado debía
de ser otro lío totalmente diferente. Era imposible que aquel
desconocido sintiera una aversión tan intensa y repentina hacia
mí.
La puerta se abrió de nuevo y una súbita corriente de viento
helado hizo susurrar los papeles que había sobre la mesa y me
alborotó los cabellos sobre la cara. La recién llegada se limitó a
andar hasta el escritorio, depositó una nota sobre el cesto de
papeles y salió, pero Edward Cullen se envaró y se giró ——su
agraciado rostro parecía ridículo— para traspasarme con sus
penetrantes ojos llenos de odio. Durante un instante sentí un
estremecimiento de verdadero pánico, hasta se me erizó el vello
de los brazos. La mirada no duró más de un segundo, pero me
heló la sangre en las venas más que el gélido viento. Se giró hacia
la recepcionista y rápidamente dijo con voz aterciopelada:
—Bueno, no importa. Ya veo que es imposible. Muchas gracias
por su ayuda.
Giró sobre sí mismo sin mirarme y desapareció por la puerta.
Me dirigí con timidez hacia el escritorio —por una vez con el
rostro lívido en lugar de colorado— y le entregué el comprobante
de asistencia con todas las firmas.
— ¿Cómo te ha ido el primer día, cielo? —me preguntó de de
forma maternal.
—Bien —mentí con voz débil.
No pareció muy convencida.
LIBRO ABIERTO
El día siguiente fue mejor... y peor.
Fue mejor porque no llovió, aunque persistió la nubosidad densa
y oscura; y más fácil, porque sabía qué podía esperar del día.
Mike se acercó para sentarse a mi lado durante la clase de
Lengua y me acompañó hasta la clase siguiente mientras Eric, el
que parecía miembro de un club de ajedrez, lo fulminaba con la
mirada. Me sentí halagada. Nadie me observaba tanto como el
día anterior. Durante el almuerzo me senté con un gran grupo
que incluía a Mike, Eric, Jessica y otros cuantos cuyos nombres y
caras ya recordaba. Empecé a sentirme como si flotara en el agua
en vez de ahogarme.
Fue peor porque estaba agotada. El ulular del viento alrededor
de la casa no me había dejado dormir. También fue peor porque
el Sr. Varner me llamó en la clase de Trigonometría, aun cuando
no había levantado la mano, y di una respuesta equivocada. Rayó
en lo espantoso porque tuve que jugar al voleibol y la única vez
que no me aparté de la trayectoria de la pelota y la golpeé, ésta
impactó en la cabeza de un compañero de equipo. Y fue peor
porque Edward Cullen no apareció por la escuela, ni por la
mañana ni por la tarde.
Que llegara la hora del almuerzo —y con ella las coléricas
miradas de Cullen— me estuvo aterrorizando durante toda la
mañana. Por un lado, deseaba plantarle cara y exigirle una
explicación. Mientras permanecía insomne en la cama llegué a
imaginar incluso lo que le diría, pero me conocía demasiado bien
para creer que de verdad tendría el coraje de hacerlo. En
comparación conmigo, el león cobardica de
El mago de Oz eraTerminator.
Sin embargo, cuando entré en la cafetería junto a Jessica —intenté
contenerme y no recorrer la sala con la mirada para buscarle,
aunque fracasé estrepitosamente— vi a sus cuatro hermanos, por
llamarlos de alguna manera, sentados en la misma mesa, pero él
no los acompañaba.
Mike nos interceptó en el camino y nos desvió hacia su mesa.
Jessica parecía eufórica por la atención, y sus amigas pronto se
reunieron con nosotros. Pero estaba incomodísima mientras
escuchaba su despreocupada conversación, a la espera de que él
acudiese. Deseaba que se limitara a ignorarme cuando llegara, y
demostrar de ese modo que mis suposiciones eran infundadas.
Pero no llegó, y me fui poniendo más y más tensa conforme
pasaba el tiempo.
Cuando al final del almuerzo no se presentó, me dirigí hacia la
clase de Biología con más confianza. Mike, que empezaba a
asumir todas las características de los perros golden retriever, me
siguió fielmente de camino a clase. Contuve el aliento en la
puerta, pero Edward Cullen tampoco estaba en el aula. Suspiré y
me dirigí a mi asiento. Mike me siguió sin dejar de hablarme de
un próximo viaje a la playa y se quedó junto a mi mesa hasta que
sonó el timbre. Entonces me sonrió apesadumbrado y se fue a
sentar al lado de una chica con un aparato ortopédico en los
dientes y una horrenda permanente. Al parecer, iba a tener que
hacer algo con Mike, y no iba a ser fácil. La diplomacia resultaba
vital en un pueblecito como éste, donde todos vivían pegados los
unos a los otros. Tener tacto no era lo mío, y carecía de
experiencia a la hora de tratar con chicos que fueran más amables
de la cuenta.
El tener la mesa para mí sola y la ausencia de Edward supuso un
gran alivio. Me lo repetí hasta la saciedad, pero no lograba
quitarme de la cabeza la sospecha de que yo era el motivo de su
ausencia. Resultaba ridículo y egotista creer que yo fuera capaz
de afectar tanto a alguien. Era imposible. Y aun así la posibilidad
de que fuera cierto no dejaba de inquietarme.
Cuando al fin concluyeron las clases y hubo desaparecido mi
sonrojo por el incidente del partido de voleibol, me enfundé los
vaqueros y un jersey azul marino y me apresuré a salir del
vestuario, feliz de esquivar por el momento a mi amigo, el
golden retriever. Me dirigí a toda prisa al aparcamiento, ahora
atestado de estudiantes que salían a la carrera. Me subí al coche y
busqué en mi bolsa para cerciorarme de que tenía todo lo
necesario.
La noche pasada había descubierto que Charlie era incapaz de
cocinar otra cosa que huevos fritos y beicon, por lo que le pedí
que me dejara encargarme de las comidas mientras durara mi
estancia. El se mostró dispuesto a cederme las llaves de la sala de
banquetes. También me percaté de que no había comida en casa,
por lo que preparé la lista de la compra, tomé el dinero de un
jarrón del aparador que llevaba la etiqueta «dinero para la
comida» y ahora iba de camino hacia el supermercado Thriftway.
Puse en marcha aquel motor ensordecedor, hice caso omiso a los
rostros que se volvieron en mi dirección y di marcha atrás con
mucho cuidado al ponerme en la cola de coches que aguardaban
para salir del aparcamiento. Mientras esperaba, intenté fingir que
era otro coche el que producía tan ensordecedor estruendo. Vi
que los dos Cullen y los gemelos Hale se subían a su coche. El
flamante Volvo, por supuesto. Me habían fascinado tanto sus
rostros que no había reparado antes en el atuendo; pero ahora
que me fijaba, era obvio que todos iban magníficamente vestidos,
de forma sencilla, pero con una ropa que parecía hecha por
modistos. Con aquella hermosura y gracia de movimientos,
podrían llevar harapos y parecer guapos. El tener tanto belleza
como dinero era pasarse de la raya, pero hasta donde alcanzaba a
comprender, la vida, por lo general, solía ser así. No parecía que
la posesión de ambas cosas les hubiera dado cierta aceptación en
el pueblo.
No, no creía que fuera de ese modo. En absoluto. Ese aislamiento
debía de ser voluntario, no lograba imaginar ninguna puerta
cerrada ante tanta belleza.
Contemplaron mi ruidoso monovolumen cuando les pasé, como
el resto, pero continué mirando al frente y experimenté un gran
alivio cuando estuve fuera del campus.
El Thriftway no estaba muy lejos de la escuela, unas pocas calles
más al sur, junto a la carretera. Me sentí muy a gusto dentro del
supermercado, me pareció normal. En Phoenix era yo quien
hacía la compra, por lo que asumí con gusto el hábito de
ocuparme de las tareas familiares. El mercado era lo bastante
grande como para que no oyera el tamborileo de la lluvia sobre el
tejado y me recordara dónde me encontraba.
Al llegar a casa, saqué los comestibles y los metí allí donde
encontré un hueco libre. Esperaba que a Charlie no le importara.
Envolví las patatas en papel de aluminio y las puse en el horno
para hacer patatas asadas, dejé en adobo un filete y lo coloqué
sobre una caja de huevos en el frigorífico.
Subí a mi habitación con la mochila después de hacer todo eso.
Antes de ponerme con los deberes, me puse un chándal seco, me
recogí la melena en una coleta y abrí el
mail por vez primera.Tenía tres mensajes. Mi madre me había escrito.
Bella:
Escríbeme en cuanto llegues y cuéntame cómo te ha ido el vuelo.
¿Llueve? Ya te echo de menos. Casi he terminado de hacer las maletas
para ir a Florida, pero no encuentro mi blusa rosa. ¿Sabes dónde la
puse? Phil te manda saludos.
Mamá
Suspiré y leí el siguiente mensaje. Lo había enviado ocho horas
después del primero. Decía:
¿Por qué no me has contestado? ¿A qué esperas? Mamá.
El último era de esa mañana.
Isabella:
Si no me has contestado a las 17:30, voy a llamar a Charlie.
Miré el reloj. Aún quedaba una hora, pero mi madre solía
adelantarse a los acontecimientos.
Mamá:
Tranquila. Ahora te escribo. No cometas ninguna imprudencia
.Bella
Envié el
mail empecé a escribir otra vez.Mamá:
Todo va fenomenal. Llueve, por supuesto. He esperado a escribirte
cuando tuviera algo que contarte. La escuela no es mala, sólo un poco
repetitiva. He conocido a unos cuantos compañeros muy amables que se
sientan conmigo durante el almuerzo.
Tu blusa está en la tintorería. Se supone que la ibas a recoger el viernes.
Charlie me ha comprado un monovolumen. ¿Te lo puedes creer? Me
encanta. Es un poco antiguo, pero muy sólido, y eso me conviene, ya me
conoces.
Yo también te echo de menos. Pronto volveré a escribir, pero no voy a
estar revisando el correo electrónico cada cinco minutos. Respira hondo
y relájate. Te quiero.
Bella
Había decidido volver a leer
Cumbres borrascosas por placer —erala novela que estábamos estudiando en clase de Literatura—, y
en ello estaba cuando Charlie llegó a casa. Había perdido la
noción del tiempo, por lo que me apresuré a bajar las escaleras,
sacar del horno las patatas y meter el filete para asarlo.
— ¿Bella? —gritó mi padre al oírme en la escalera.
¿Quién iba a ser si no?,
me pregunté.—Hola, papá, bienvenido a casa.
—Gracias.
Colgó el cinturón con la pistola y se quitó las botas mientras yo
trajinaba en la cocina. Que yo supiera, jamás había disparado en
acto de servicio. Pero siempre la mantenía preparada. De niña,
cuando yo venía, le quitaba las balas al llegar a casa. Imagino que
ahora me consideraba lo bastante madura como para no matarme
por accidente, y no lo bastante deprimida como para suicidarme.
— ¿Qué vamos a comer? —preguntó con recelo.
Mi madre solía practicar la cocina creativa, y sus experimentos
culinarios no siempre resultaban comestibles. Me sorprendió, y
entristeció, que todavía se acordara.
—Filete con patatas —contesté para tranquilizarlo.
Parecía encontrarse fuera de lugar en la cocina, de pie y sin hacer
nada, por lo que se marchó con pasos torpes al cuarto de estar
para ver la tele mientras yo cocinaba. Preparé una ensalada al
mismo tiempo que se hacía el filete y puse la mesa.
Lo llamé cuando estuvo lista la cena y olfateó en señal de
apreciación al entrar en la cocina.
—Huele bien, Bella.
—Gracias.
Comimos en silencio durante varios minutos, lo cual no resultaba
nada incómodo. A ninguno de los dos nos disgustaba el silencio.
En cierto modo, teníamos caracteres compatibles para vivir
juntos.
—Y bien, ¿qué tal el instituto? ¿Has hecho alguna amiga? —me
preguntó mientras se echaba más.
—Tengo unas cuantas clases con una chica que se llama Jessica y
me siento con sus amigas durante el almuerzo. Y hay un chico,
Mike, que es muy amable. Todos parecen buena gente.
Con una notable excepción.
—Debe de ser Mike Newton. Un buen chico y una buena familia.
Su padre es el dueño de una tienda de artículos deportivos a las
afueras del pueblo. Se gana bien la vida gracias a los
excursionistas que pasan por aquí.
— ¿Conoces a la familia Cullen? —pregunté vacilante.
— ¿La familia del doctor Cullen? Claro. El doctor Cullen es un
gran hombre.
—Los hijos... son un poco diferentes. No parece que en el
instituto caigan demasiado bien.
El aspecto enojado de Charlie me sorprendió.
— ¡Cómo es la gente de este pueblo! —murmuró—. El doctor
Cullen es un eminente cirujano que podría trabajar en cualquier
hospital del mundo y ganaría diez veces más que aquí —
continuó en voz más alta—. Tenemos suerte de que vivan acá, de
que su mujer quiera quedarse en un pueblecito. Es muy valioso
para la comunidad, y esos chicos se comportan bien y son muy
educados. Albergué ciertas dudas cuando llegaron con tantos
hijos adoptivos. Pensé que habría problemas, pero son muy
maduros y no me han dado el más mínimo problema. Y no
puedo decir lo mismo de los hijos de algunas familias que han
vivido en este pueblo desde hace generaciones. Se mantienen
unidos, como debe hacer una familia, se van de
camping cada tresfines de semana... La gente tiene que hablar sólo porque son
recién llegados.
Era el discurso más largo que había oído pronunciar a Charlie.
Debía de molestarle mucho lo que decía la gente.
Di marcha atrás.
—Me parecen bastante agradables, aunque he notado que son
muy reservados. Y todos son muy guapos —añadí para hacerles
un cumplido.
—Tendrías que ver al doctor —dijo Charlie, y se rió—. Por
fortuna, está felizmente casado. A muchas de las enfermeras del
hospital les cuesta concentrarse en su tarea cuando él anda cerca.
Nos quedamos callados y terminamos de cenar. Recogió la mesa
mientras me ponía a fregar los platos. Regresó al cuarto de estar
para ver la tele. Cuando terminé de fregar —no había lavavajillas
—, subí con desgana a hacer los deberes de Matemáticas. Sentí
que lo hacía por hábito. Esa noche fue silenciosa, por fin.
Agotada, me dormí enseguida.
El resto de la semana transcurrió sin incidentes. Me acostumbré a
la rutina de las clases. Aunque no recordaba todos los nombres,
el viernes era capaz de reconocer los rostros de la práctica
totalidad de los estudiantes del instituto. En clase de gimnasia los
miembros de mi equipo aprendieron a no pasarme el balón y a
interponerse delante de mí si el equipo contrario intentaba
aprovecharse de mis carencias. Los dejé con sumo gusto.
Edward Cullen no volvió a la escuela.
Todos los días vigilaba la puerta con ansiedad hasta que los
Cullen entraban en la cafetería sin él. Entonces podía relajarme y
participar en la conversación que, por lo general, versaba sobre
una excursión a La Push Ocean Park para dentro de dos
semanas, un viaje que organizaba Mike. Me invitaron y accedí a
ir, más por ser cortés que por placer. Las playas deben ser
calientes y secas.
Cuando llegó el viernes, yo ya entraba con total tranquilidad en
clase de Biología sin preocuparme de si Edward estaría allí.
Hasta donde sabía, había abandonado la escuela. Intentaba no
pensar en ello, pero no conseguía reprimir del todo la
preocupación de que fuera la culpable de su ausencia, por muy
ridículo que pudiera parecer.
Mi primer fin de semana en Forks pasó sin acontecimientos
dignos de mención. Charlie no estaba acostumbrado a quedarse
en una casa habitualmente vacía, y lo pasaba en el trabajo.
Limpié la casa, avancé en mis deberes y escribí a mi madre varios
correos electrónicos de fingida jovialidad. El sábado fui a la
biblioteca, pero tenía pocos libros, por lo que no me molesté en
hacerme la tarjeta de socio. Pronto tendría que visitar Olympia o
Seattle y buscar una buena librería. Me puse a calcular con
despreocupación cuánta gasolina consumiría el monovolumen y
el resultado me produjo escalofríos.
Durante todo el fin de semana cayó una lluvia fina, silenciosa,
por lo que pude dormir bien.
Mucha gente me saludó en el aparcamiento el lunes por la
mañana, no recordaba los nombres de todos, pero agité la mano
y sonreí a todo el mundo. En clase de Literatura, fiel a su
costumbre, Mike se sentó a mi lado. El profesor nos puso un
examen sorpresa sobre
Cumbres borrascosas. Era fácil, sincomplicaciones.
En general, a aquellas alturas me sentía mucho más cómoda de lo
que había creído. Más satisfecha de lo que hubiera esperado
jamás.
Al salir de la clase, el aire estaba lleno de remolinos blancos. Oí a
los compañeros dar gritos de júbilo. El viento me cortó la nariz y
las mejillas.
— ¡Vaya! —Exclamó Mike—. Nieva.
Estudié las pelusas de algodón que se amontaban al lado de la
acera y, arremolinándose erráticamente, pasaban junto a mi cara.
— ¡Uf!
Nieve. Mi gozo en un pozo. Mike se sorprendió.
— ¿No te gusta la nieve?
—No. Significa que hace demasiado frío incluso para que llueva
—obviamente—. Además, pensaba que caía en forma de copos,
ya sabes, que cada uno era único y todo eso. Éstos se parecen a
los extremos de los bastoncillos de algodón.
— ¿Es que nunca has visto nevar? —me preguntó con
incredulidad.
— ¡Sí, por supuesto! —Hice una pausa y añadí—: En la tele.
Mike se rió. Entonces una gran bola húmeda y blanda impactó en
su nuca. Nos volvimos para ver de dónde provenía. Sospeché de
Eric, que andaba en dirección contraria, en la dirección
equivocada para ir a la siguiente clase. Era evidente que Mike
pensó lo mismo, ya que se acuclilló y empezó a amontonar
aquella papilla blancuzca.
—Te veo en el almuerzo, ¿vale? —continué andando sin dejar de
hablar—. Me refugio dentro cuando la gente se empieza a lanzar
bolas de nieve.
Mike asintió con la cabeza sin apartar los ojos de la figura de Eric,
que emprendía la retirada.
Se pasaron toda la mañana charlando alegremente sobre la nieve.
Al parecer era la primera nevada del nuevo año. Mantuve el pico
cerrado. Sí, era más seca que la lluvia... hasta que se
descongelaba en los calcetines.
Jessica y yo nos dirigimos a la cafetería con mucho cuidado
después de la clase de español. Las bolas de nieve volaban por
doquier. Por si acaso, llevaba la carpeta en las manos, lista para
emplearla como escudo si era menester. Jessica se rió de mí, pero
había algo en la expresión de mi rostro que le desaconsejó
lanzarme una bola de nieve.
Mike nos alcanzó cuando entramos en la sala; se reía mientras la
nieve que tenía en las puntas del su pelo se fundía. Él y Jessica
conversaban animadamente sobre la pelea de bolas de nieve;
hicimos cola para comprar la comida. Por puro hábito, eché una
ojeada hacia la mesa del rincón. Entonces, me quedé petrificada.
La ocupaban cinco personas.
Jessica me tomó por el brazo.
— ¡Eh! ¿Bella? ¿Qué quieres?
Bajé la vista, me ardían las orejas. Me recordé a mí misma que no
había motivo alguno para sentirme cohibida. No había hecho
nada malo.
— ¿Qué le pasa a Bella? —le preguntó Mike a Jessica.
—Nada —contesté—. Hoy sólo quiero un refresco.
Me puse al final de la cola.
— ¿Es que no tienes hambre? —preguntó Jessica.
—La verdad es que estoy un poco mareada —dije, con la vista
aún clavada en el suelo.
Aguardé a que tomaran la comida y los seguí a una mesa sin
apartar los ojos de mis pies.
Bebí el refresco a pequeños sorbos. Tenía un nudo en el
estómago. Mike me preguntó dos veces, con una preocupación
innecesaria, cómo me encontraba. Le respondí que no era nada,
pero especulé con la posibilidad de fingir un poco y escaparme a
la enfermería durante la próxima clase.
Ridículo. No tenía por qué huir.
Decidí permitirme una única miradita a la mesa de la familia
Cullen. Si me observaba con furia, pasaría de la clase de Biología,
ya que era una cobarde.
Mantuve el rostro inclinado hacia el suelo y miré de reojo a
través de las pestañas. Alcé levemente la cabeza.
Se reían. Edward, Jasper y Emmett tenían el pelo totalmente
empapado por la nieve. Alice y Rosalie retrocedieron cuando
Emmett se sacudió el pelo chorreante para salpicarlas.
Disfrutaban del día nevado como los demás, aunque ellos
parecían salidos de la escena de una película, y los demás no.
Pero, aparte de la alegría y los juegos, algo era diferente, y no
lograba identificar qué. Estudié a Edward con cuidado. Decidí
que su tez estaba menos pálida, tal vez un poco colorada por la
pelea con bolas de nieve, y que las ojeras eran menos acusadas,
pero había algo más. Lo examinaba, intentando aislar ese cambio,
sin apartar la vista de él.
—Bella, ¿a quién miras? —interrumpió Jessica, siguiendo la
trayectoria de mi mirada.
En ese preciso momento, los ojos de Edward centellearon al
encontrarse con los míos.
Ladeé la cabeza para que el pelo me ocultara el rostro, aunque
estuve segura de que, cuando nuestras miradas se cruzaron, sus
ojos no parecían tan duros ni hostiles como la última vez que le
vi. Simplemente tenían un punto de curiosidad y, de nuevo,
cierta insatisfacción.
—Edward Cullen te está mirando —me murmuró Jessica al oído,
y se rió.
—No parece enojado, ¿verdad? —tuve que preguntar.
—No —dijo, confusa por la pregunta—. ¿Debería estarlo?
—Creo que no soy de su agrado —le confesé. Aún me sentía
mareada, por lo que apoyé la cabeza sobre el brazo.
—A los Cullen no les gusta nadie... Bueno, tampoco se fijan en
nadie lo bastante para les guste, pero te sigue mirando.
—No le mires —susurré.
Jessica se rió con disimulo, pero desvió la vista. Alcé la cabeza lo
suficiente para cerciorarme de que lo había hecho. Estaba
dispuesta a emplear la fuerza si era necesario.
Mike nos interrumpió en ese momento; estaba planificando una
épica batalla de nieve en el aparcamiento y nos preguntó si
deseábamos participar. Jessica asintió con entusiasmo. La forma
en que miraba a Mike dejaba pocas dudas, asentiría a cualquier
cosa que él sugiriera. Me callé. Iba a tener que esconderme en el
gimnasio hasta que el aparcamiento estuviera vacío.
Me cuidé de no apartar la vista de mi propia mesa durante lo que
restaba de la hora del almuerzo. Decidí respetar el pacto que
había alcanzado conmigo misma. Asistiría a clase de Biología, ya
que no parecía enfadado. Tanto me aterraba volver a sentarme a
su lado que tuve unos leves retortijones de estómago.
No me apetecía nada que Mike me acompañara a clase como de
costumbre, ya que parecía ser el blanco predilecto de los
francotiradores de bolas de nieve, pero, al llegar a la puerta,
todos, salvo yo, gimieron al unísono. Estaba lloviendo, y el
aguacero arrastraba cualquier rastro de nieve, dejando jirones de
hielo en los bordes de las aceras. Me cubrí la cabeza con la
capucha y escondí mi júbilo. Podría ir directamente a casa
después de la clase de gimnasia.
Mike no cesó de quejarse mientras íbamos hacia el edificio
cuatro.
Ya en clase, comprobé aliviada que mi mesa seguía vacía. El
profesor Banner estaba repartiendo un microscopio y una cajita
de diapositivas por mesa. Aún quedaban unos minutos antes de
que empezara la clase y el aula era un hervidero de
conversaciones. Dibujé unos garabatos de forma distraída en la
tapa de mi cuaderno y mantuve los ojos lejos de la puerta. Oí con
claridad cómo se movía la silla contigua, pero continué mirando
mi dibujo.
—Hola —dijo una voz tranquila y musical.
Levanté la vista, sorprendida de que me hablara. Se sentaba lo
más lejos de mi lado que le permitía la mesa, pero con la silla
vuelta hacia mí. Llevaba el pelo húmedo y despeinado, pero, aun
así, parecía que acababa de rodar un anuncio para una marca de
champú. El deslumbrante rostro era amable y franco. Una leve
sonrisa curvaba sus labios perfectos, pero los ojos aún mostraban
recelo.
—Me llamo Edward Cullen —continuó—. No tuve la
oportunidad de presentarme la semana pasada. Tú debes de ser
Bella Swan.
Estaba confusa y la cabeza me daba vueltas. ¿Me lo había
imaginado todo? Ahora se comportaba con gran amabilidad.
Tenía que hablar, esperaba mi respuesta, pero no se me ocurría
nada convencional que contestar.
— ¿Cómo sabes mi nombre? —tartamudeé.
Se rió de forma suave y encantadora.
—Creo que todo el mundo sabe tu nombre. El pueblo entero te
esperaba.
Hice una mueca. Sabía que debía de ser algo así, pero insistí
como una tonta.
—No, no, me refería a que me llamaste Bella.
Pareció confuso.
— ¿Prefieres Isabella?
—No, me gusta Bella —dije—, pero creo que Charlie, quiero
decir, mi padre, debe de llamarme Isabella a mis espaldas,
porque todos me llaman Isabella —intenté explicar, y me sentí
como una completa idiota.
—Oh.
No añadió nada. Violenta, desvié la mirada.
Gracias a Dios, el señor Banner empezó la clase en ese momento.
Intenté prestar atención cuando explicó que íbamos a realizar
una práctica. Las diapositivas estaban desordenadas. Teníamos
que trabajar en parejas para identificar las fases de la mitosis de
las células de la punta de la raíz de una cebolla en cada
diapositiva y clasificarlas correctamente. No podíamos consultar
los libros. En veinte minutos, el profesor iba a visitar cada mesa
para verificar quiénes habían aprobado.
—Empezad —ordenó.
— ¿Las damas primero, compañera? —preguntó Edward.
Alcé la vista y le vi esbozar una sonrisa burlona tan arrebatadora
que sólo pude contemplarle como una tonta.
—Puedo empezar yo si lo deseas.
La sonrisa de Edward se desvaneció. Sin duda, se estaba
preguntando si yo era mentalmente capaz.
—No —dije, sonrojada——, yo lo hago.
Me lucí un poquito. Ya había hecho esta práctica y sabía qué
tenía que buscar. Debería resultarme sencillo. Coloqué la primera
diapositiva bajo el microscopio y ajusté rápidamente el campo de
visión del objetivo a 40X. Examiné la capa durante unos
segundos.
—Profase —afirmé con aplomo.
— ¿Te importa si lo miro? —me preguntó cuando empezaba a
quitar la diapositiva. Me tomó la mano para detenerme mientras
formulaba la pregunta.
Tenía los dedos fríos como témpanos, como si los hubiera metido
en un ventisquero antes de la clase, pero no retiré la mano con
brusquedad por ese motivo. Cuando me tocó, la mano me ardió
igual que si entre nosotros pasara una corriente eléctrica.
—Lo siento —musitó y retiró la mano de inmediato, pero alcanzó
el microscopio. Lo miré atolondrada mientras examinaba la
diapositiva en menos tiempo aún del que yo había necesitado.
—Profase —asintió, y lo escribió con esmero en el primer espacio
de nuestra hoja de trabajo. Sustituyó con velocidad la primera
diapositiva por la segunda y le echó un vistazo por encima.
—Anafase —murmuró, y lo anotó mientras hablaba.
Procuré que mi voz sonara indiferente.
— ¿Puedo?
Esbozó una sonrisa burlona y empujó el microscopio hacia mí.
Miré por la lente con avidez, pero me llevé un chasco.
¡Maldición! Había acertado.
— ¿Me pasas la diapositiva número tres? —extendí la mano sin
mirarle.
Me la entregó, esta vez con cuidado para no rozarme la piel. Le
dirigí la mirada más fugaz posible al decir:
—Interfase.
Le pasé el microscopio antes de que me lo pudiera pedir. Echó un
vistazo y luego lo apuntó. Lo hubiera escrito mientras él miraba
por el microscopio, pero me acobardó su caligrafía clara y
elegante. No quise estropear la hoja con mis torpes garabatos.
Acabamos antes que todos los demás. Vi cómo Mike y su
compañera comparaban dos diapositivas una y otra vez y cómo
otra pareja abría un libro debajo de la mesa.
Pero eso me dejaba sin otra cosa que hacer, excepto intentar no
mirar a Edward... sin éxito. Lo hice de reojo. De nuevo me estaba
observando con ese punto de frustración en la mirada. De
repente identifiqué cuál era la sutil diferencia de su rostro.
— ¿Acabas de ponerte lentillas? —le solté sin pensarlo.
Mi inesperada pregunta lo dejó perplejo.
—No.
—Vaya —musité—. Te veo los ojos distintos.
Se encogió de hombros y desvió la mirada.
De hecho, estaba segura de que habían cambiado. Recordaba
vividamente el intenso color negro de sus ojos la última vez que
me miró colérico. Un negro que destacaba sobre la tez pálida y el
pelo cobrizo. Hoy tenían un color totalmente distinto, eran de
ocre extraño, más oscuro que un caramelo, pero con un matiz
dorado. No entendía cómo podían haber cambiado tanto a no ser
que, por algún motivo, me mintiera respecto a las lentillas. O tal
vez Forks me estaba volviendo loca en el sentido literal de la
palabra.
Observé que volvía a apretar los puños al bajar la vista. En aquel
momento el profesor Banner llegó a nuestra mesa para ver por
qué no estábamos trabajando y echó un vistazo a nuestra hoja, ya
rellena. Entonces miró con más detenimiento las respuestas.
—En fin, Edward, ¿no crees que deberías dejar que Isabella
también mirase por el microscopio?
—Bella —le corrigió él automáticamente—. En realidad, ella
identificó tres de las cinco diapositivas.
El señor Banner me miró ahora con una expresión escéptica.
— ¿Has hecho antes esta práctica de laboratorio? —preguntó.
Sonreí con timidez.
—Con la raíz de una cebolla, no.
— ¿Con una blástula de pescado blanco?
—Sí.
El señor Banner asintió con la cabeza.
— ¿Estabas en un curso avanzado en Phoenix?
—Sí.
—Bueno —dijo después de una pausa—. Supongo que es bueno
que ambos seáis compañeros de laboratorio.
Murmuró algo más mientras se alejaba. Una vez que se fue,
comencé a garabatear de nuevo en mi cuaderno.
—Es una lástima, lo de la nieve, ¿no? —preguntó Edward.
Me pareció que se esforzaba por conversar un poco conmigo. La
paranoia volvió a apoderarse de mí. Era como si hubiera
escuchado mi conversación con Jessica durante el almuerzo e
intentara demostrar que me equivocaba.
—En realidad, no —le contesté con sinceridad en lugar de fingir
que era tan normal como el resto. Seguía intentando
desembarazarme de aquella estúpida sensación de sospecha, y
no lograba concentrarme.
—A ti no te gusta el frío.
No era una pregunta.
—Tampoco la humedad —le respondí.
—Para ti, debe de ser difícil vivir en Forks —concluyó.
—Ni te lo imaginas —murmuré con desaliento.
Por algún motivo que no pude alcanzar, parecía fascinado con lo
que acababa de decir. Su rostro me turbaba de tal modo que
intenté no mirarle más de lo que exigía la buena educación.
—En tal caso, ¿por qué viniste aquí?
Nadie me había preguntado eso, no de forma tan directa e
imperiosa como él.
—Es... complicado.
—Creo que voy a poder seguirte —me instó.
Hice una larga pausa y entonces cometí el error de mirar esos
relucientes ojos oscuros que me confundían y le respondí sin
pensar.
—Mi madre se ha casado.
—No me parece tan complicado —discrepó, pero de repente se
mostraba simpático—. ¿Cuándo ha sucedido eso?
—El pasado mes de septiembre —mi voz transmitía tristeza,
hasta yo me daba cuenta.
—Pero él no te gusta —conjeturó Edward, todavía con tono
atento.
—No, Phil es un buen tipo. Demasiado joven, quizá, pero
amable.
— ¿Por qué no te quedaste con ellos?
No entendía su interés, pero me seguía mirando con ojos
penetrantes, como si la insulsa historia de mi vida fuera de
capital importancia.
—Phil viaja mucho. Es jugador de béisbol profesional —casi
sonreí.
— ¿Debería sonarme su nombre? —preguntó, y me devolvió la
sonrisa.
—Probablemente no. No juega
bien. Sólo compite en la ligamenor. Pasa mucho tiempo fuera.
—Y tu madre te envió aquí para poder viajar con él —fue de
nuevo una afirmación, no una pregunta. Alcé ligeramente la
barbilla.
—No, no me envió aquí. Fue cosa mía.
Frunció el ceño.
—No lo entiendo —confesó,
y pareció frustrado.Suspiré. ¿Por qué le explicaba todo aquello? Continuaba
contemplándome con una manifiesta curiosidad.
—Al principio, mamá se quedaba conmigo, pero le echaba
mucho de menos. La separación la hacía desdichada, por lo que
decidí que había llegado el momento de venir a vivir con Charlie
—concluí con voz apagada.
—Pero ahora tú eres desgraciada —señaló.
— ¿Y? —repliqué con voz desafiante.
—No parece demasiado justo.
Se encogió de hombros, aunque su mirada todavía era intensa.
Me reí sin alegría.
— ¿Es que no te lo ha dicho nadie? La vida no es justa.
—Creo haberlo oído antes —admitió secamente.
—Bueno, eso es todo —insistí, preguntándome por qué todavía
me miraba con tanto interés.
Me evaluó con la mirada.
—Das el pego —dijo arrastrando las palabras—, pero apostaría a
que sufres más de lo que aparentas.
Le hice una mueca, resistí el impulso de sacarle la lengua como
una niña de cinco años, y desvié la vista.
— ¿Me equivoco?
Traté de ignorarlo.
—Creo que no —murmuró con suficiencia.
— ¿Y a ti qué te importa? —pregunté irritada. Desvié la mirada y
contemplé al profesor deteniéndose en otras mesas.
—Muy buena pregunta —musitó en voz tan baja que me
pregunté si hablaba consigo mismo; pero, después de unos
segundos de silencio, comprendí que era la única respuesta que
iba a obtener.
Suspiré, mirando enfurruñada la pizarra.
— ¿Te molesto? —preguntó. Parecía divertido.
Le miré sin pensar y otra vez le dije la verdad.
—No exactamente. Estoy más molesta conmigo. Es fácil ver lo
que pienso. Mi madre me dice que soy un libro abierto.
Fruncí el ceño.
—Nada de eso, me cuesta leerte el pensamiento.
A pesar de todo lo que yo había dicho y él había intuido, parecía
sincero.
—Ah, será que eres un buen lector de mentes —contesté.
—Por lo general, sí —exhibió unos dientes perfectos y blancos al
sonreír.
El señor Banner llamó al orden a la clase en ese momento, le miré
y escuché con alivio. No me podía creer que acabara de contarle
mi deprimente vida a aquel chico guapo y estrafalario que tal vez
me despreciara. Durante nuestra conversación había parecido
absorto, pero ahora, al mirarlo de soslayo, le vi inclinarse de
nuevo para poner la máxima distancia entre nosotros y agarrar el
borde de la mesa, con las manos tensas.
Traté de fingir atención mientras el señor Banner mostraba con
transparencias del retroproyector lo que yo había visto sin
dificultad en el microscopio, pero era incapaz de controlar mis
pensamientos.
Cuando al fin el timbre sonó, Edward se apresuró a salir del aula
con la misma rapidez y elegancia del pasado lunes. Y, como el
lunes pasado, le miré fijamente.
Mike acudió brincando a mi lado y me recogió los libros. Le
imaginé meneando el rabo.
— ¡Qué rollo! —gimió—. Todas las diapositivas eran
exactamente iguales. ¡Qué suerte tener a Cullen como
compañero!
—No tuve ninguna dificultad —dije, picada por su suposición,
pero me arrepentí inmediatamente y antes de que se molestara
añadí—: Es que ya he hecho esta práctica.
—Hoy Cullen estuvo bastante amable —comentó mientras nos
poníamos los impermeables. No parecía demasiado complacido.
Intenté mostrar indiferencia y dije:
—Me pregunto qué mosca le picaría el lunes.
No presté ninguna atención a la cháchara de Mike mientras nos
encaminábamos hacia el gimnasio y tampoco estuve atenta en
clase de Educación física. Mike formaba parte de mi equipo ese
día y muy caballerosamente cubrió tanto mi posición como la
suya, por lo que pude pasar el tiempo pensando en las
musarañas salvo cuando me tocaba sacar a mí. Mis compañeros
de equipo se agachaban rápidamente cada vez que me tocaba
servir.
La lluvia se había convertido en niebla cuando anduve hacia el
aparcamiento, pero me sentí mejor al entrar en la seca cabina del
monovolumen. Encendí la calefacción sin que, por una vez, me
importase el ruido del motor, que tanto me atontaba. Abrí la
cremallera del impermeable, bajé la capucha y ahuequé mi pelo
mojado para que se secara mientras volvía a casa.
Miré alrededor antes de dar marcha atrás. Fue entonces cuando
me percaté de una figura blanca e inmóvil, la de Edward Cullen,
que se apoyaba en la puerta delantera del Volvo a unos tres
coches de distancia y me miraba fijamente. Aparté la vista y metí
la marcha atrás tan deprisa que estuve a punto de chocar contra
un Toyota Corola oxidado. Fue una suerte para el Toyota que
pisara el freno con fuerza. Era la clase de coche que mi
monovolumen podía reducir a chatarra. Respiré hondo, aún con
la vista al otro lado de mi coche, y volví a meter la marcha con
más cuidado y éxito. Seguía con la mirada hacia delante cuando
pasé junto al Volvo, pero juraría que lo vi reírse cuando le miré
de soslayo.
EL PRODIGIO
Algo había cambiado cuando abrí los ojos por la mañana.
Era la luz, algo más clara aunque siguiera teniendo el matiz gris
verdoso propio de un día nublado en el bosque. Comprendí que
faltaba la niebla que solía envolver mi ventana.
Me levanté de la cama de un salto para mirar fuera y gemí de
pavor.
Una fina capa de nieve cubría el césped y el techo de mi coche, y
blanqueaba el camino, pero eso no era lo peor. Toda la lluvia del
día anterior se había congelado, recubriendo las agujas de los
pinos con diseños fantásticos y hermosísimos, pero convirtiendo
la calzada en una superficie resbaladiza y mortífera. Ya me
costaba mucho no caerme cuando el suelo estaba seco; tal vez
fuera más seguro que volviera a la cama.
Charlie se había marchado al trabajo antes de que yo bajara las
escaleras. En muchos sentidos, vivir con él era como tener mi
propia casa y me encontraba disfrutando de la soledad en lugar
de sentirme sola.
Engullí un cuenco de cereales y bebí un poco de zumo de naranja
a morro. La perspectiva de ir al instituto me emocionaba, y me
asustaba saber que la causa no era el estimulante entorno
educativo que me aguardaba ni la perspectiva de ver a mis
nuevos amigos. Si no quería engañarme, debía admitir que
deseaba acudir al instituto para ver a Edward Cullen, lo cual era
una soberana tontería.
Después de que el día anterior balbuceara como una idiota y me
pusiera en ridículo, debería evitarlo a toda costa. Además,
desconfiaba de él por haberme mentido sobre sus ojos. Aún me
atemorizaba la hostilidad que emanaba de su persona, todavía se
me trababa la lengua cada vez que imaginaba su rostro perfecto.
Era plenamente consciente de que jugábamos en ligas diferentes,
distantes. Por todo eso, no debería estar tan ansiosa por verle.
Necesité de toda mi concentración para caminar sin matarme por
la acera cubierta de hielo en dirección a la carretera; aun así,
estuve a punto de perder el equilibro cuando al fin llegué al
coche, pero conseguí agarrarme al espejo y me salvé. Estaba
claro, el día iba a ser una pesadilla.
Mientras conducía hacia la escuela, para distraerme de mi temor
a sucumbir, a entregarme a especulaciones no deseadas sobre
Edward Cullen, pensé en Mike y en Eric, y en la evidente
diferencia entre cómo me trataban los adolescentes del pueblo y
los de Phoenix. Tenía el mismo aspecto que en Phoenix, estaba
segura. Tal vez sólo fuera que esos chicos me habían visto pasar
lentamente por las etapas menos agraciadas de la adolescencia y
aún pensaban en mí de esa forma. O tal vez se debía a que era
nueva en un lugar donde escaseaban las novedades.
Posiblemente, el hecho de que fuera terriblemente patosa aquí se
consideraba como algo encantador en lugar de patético, y me
encasillaban en el papel de damisela en apuros. Fuera cual fuera
la razón, me desconcertaba que Mike se comportara como un
perrito faldero y que Eric se hubiera convertido en su rival.
Hubiera preferido pasar desapercibida.
El monovolumen no parecía tener ningún problema en avanzar
por la carretera cubierta de hielo ennegrecido, pero aun así
conducía muy despacio para no causar una escena de caos en
Main Street.
Cuando llegué al instituto y salí del coche, vi el motivo por el que
no había tenido percances. Un objeto plateado me llamó la
atención y me dirigí a la parte trasera del monovolumen,
apoyándome en él todo el tiempo, para examinar las llantas,
recubiertas por finas cadenas entrecruzadas. Charlie había
madrugado para poner cadenas a los neumáticos del coche. Se
me hizo un nudo en la garganta, ya que no estaba acostumbrada
a que alguien cuidara de mí, y la silenciosa preocupación de
Charlie me pilló desprevenida.
Estaba de pie junto a la parte trasera del vehículo, intentando
controlar aquella repentina oleada de sentimientos que me
embargó al ver las cadenas, cuando oí un sonido extraño.
Era un chirrido fuerte que se convertía rápidamente en un
estruendo. Sobresaltada, alcé la vista.
Vi varias cosas a la vez. Nada se movía a cámara lenta, como
sucede en las películas, sino que el flujo de adrenalina hizo que
mí mente obrara con mayor rapidez, y pudiera asimilar al mismo
tiempo varias escenas con todo lujo de detalles.
Edward Cullen se encontraba a cuatro coches de distancia, y me
miraba con rostro de espanto. Su semblante destacaba entre un
mar de caras, todas con la misma expresión horrorizada. Pero en
aquel momento tenía más importancia una furgoneta azul oscuro
que patinaba con las llantas bloqueadas chirriando contra los
frenos, y que dio un brutal trompo sobre el hielo del
aparcamiento. Iba a chocar contra la parte posterior del
monovolumen, y yo estaba en medio de los dos vehículos. Ni
siquiera tendría tiempo para cerrar los ojos.
Algo me golpeó con fuerza, aunque no desde la dirección que
esperaba, inmediatamente antes de que escuchara el terrible
crujido que se produjo cuando la furgoneta golpeó contra la base
de mi coche y se plegó como un acordeón. Me golpeé la cabeza
contra el asfalto helado y sentí que algo frío y compacto me
sujetaba contra el suelo. Estaba tendida en la calzada, detrás del
coche color café que estaba junto al mío, pero no tuve ocasión de
advertir nada más porque la camioneta seguía acercándose.
Después de raspar la parte trasera del monovolumen, había dado
la vuelta y estaba a punto de aplastarme
de nuevo.Me percaté de que había alguien a mi lado al oír una maldición
en voz baja, y era imposible no reconocerla. Dos grandes manos
blancas se extendieron delante de mí para protegerme y la
furgoneta se detuvo vacilante a treinta centímetros de mi cabeza.
De forma providencial, ambas manos cabían en la profunda
abolladura del lateral de la carrocería de la furgoneta.
Entonces, aquellas manos se movieron con tal rapidez que se
volvieron borrosas. De repente, una sostuvo la carrocería de la
furgoneta por debajo mientras algo me arrastraba. Empujó mis
piernas hasta que toparon con los neumáticos del coche marrón.
Con un seco crujido metálico que estuvo a punto de perforarme
los tímpanos, la furgoneta cayó pesadamente en el asfalto entre el
estrépito de las ventanas al hacerse añicos. Cayó exactamente
donde hacía un segundo estaban mis piernas.
Reinó un silencio absoluto durante un prolongado segundo antes
de que todo el mundo se pusiera a chillar. Oí a más de un
persona que me llamaba en la repentina locura que se desató a
continuación, pero en medio de todo aquel griterío escuché con
mayor claridad la voz suave y desesperada de Edward Cullen
que me hablaba al oído.
— ¿Bella? ¿Cómo estás?
—Estoy bien.
Mi propia voz me resultaba extraña. Intenté incorporarme y
entonces me percaté de que me apretaba contra su costado con
mano de acero.
—Ve con cuidado —dijo mientras intentaba soltarme—. Creo que
te has dado un buen porrazo en la cabeza.
Sentí un dolor palpitante encima del oído izquierdo.
— ¡Ay! —exclamé, sorprendida.
—Tal y como pensaba...
Por increíble que pudiera parecer, daba la impresión de que
intentaba contener la risa.
— ¿Cómo demo...? —me paré para aclarar las ideas y orientarme
—. ¿Cómo llegaste aquí tan rápido?
—Estaba a tu lado, Bella —dijo; el tono de su voz volvía a ser
serio.
Quise incorporarme, y esta vez me lo permitió, quitó la mano de
mi cintura y se alejó cuanto le fue posible en aquel estrecho lugar.
Contemplé la expresión inocente de su rostro, lleno de
preocupación. Sus ojos dorados me desorientaron de nuevo.
¿Qué era lo que acababa de preguntarle?
Nos localizaron enseguida. Había un gentío con lágrimas en las
mejillas gritándose entre sí, y gritándonos a nosotros.
—No te muevas —ordenó alguien.
— ¡Sacad a Tyler de la furgoneta! —chilló otra persona.
El bullicio nos rodeó. Intenté ponerme en pie, pero la mano fría
de Edward me detuvo.
—Quédate ahí por ahora.
—Pero hace frío —me quejé. Me sorprendió cuando se rió
quedamente, pero con un tono irónico—. Estabas allí, lejos —me
acordé de repente, y dejó de reírse—. Te encontrabas al lado de
tu coche.
Su rostro se endureció.
—No, no es cierto.
—Te vi.
A nuestro alrededor reinaba el caos. Oí las voces más rudas de
los adultos, que acababan de llegar, pero sólo prestaba atención a
nuestra discusión. Yo tenía razón y él iba a reconocerlo.
—Bella, estaba contigo, a tu lado, y te quité de en medio.
Dio rienda suelta al devastador poder de su mirada, como si
intentara decirme algo crucial.
—No —dije con firmeza.
El dorado de sus ojos centelleó.
—Por favor, Bella.
— ¿Por qué? —inquirí.
—Confía en mí —me rogó. Su voz baja me abrumó. Entonces oí
las sirenas.
— ¿Prometes explicármelo todo después?
—Muy bien —dijo con brusquedad, repentinamente exasperado.
—Muy bien —repetí encolerizada.
Se necesitaron seis EMT
1 y dos profesores, el señor Varner y elentrenador Clapp, para desplazar la furgoneta de forma que
pudieran pasar las camillas. Edward la rechazó con vehemencia.
Intenté imitarle, pero me traicionó al chivarles que había sufrido
un golpe en la cabeza y que tenía una contusión. Casi me morí de
vergüenza cuando me pusieron un collarín. Parecía que todo el
instituto estaba allí, mirando con gesto adusto, mientras me
introducían en la parte posterior de la ambulancia. Dejaron que
Edward fuera delante. Eso me enfureció.
Para empeorar las cosas, el jefe de policía Swan llegó antes de
que me pusieran a salvo.
— ¡Bella! —gritó con pánico al reconocerme en la camilla.
—Estoy perfectamente, Char... papá —dije con un suspiro—. No
me pasa nada.
Se giró hacia el EMT más cercano en busca de una segunda
opinión. Lo ignoré y me detuve a analizar el revoltijo de
imágenes inexplicables que se agolpaban en mi mente. Cuando
me alejaron del coche en camilla, había visto una abolladura
profunda en el parachoques del coche marrón. Encajaba a la
1 1
[N. del T.] Siglas de Emergency Medical Technician (TécnicosMédicos de Emergencia).
perfección con el contorno de los hombros de Edward, como si se
hubiera apoyado contra el vehículo con fuerza suficiente para
dañar el bastidor metálico.
Y luego estaba la familia de Edward, que nos miraba a lo lejos
con una gama de expresiones que iban desde la reprobación
hasta la ira, pero no había el menor atisbo de preocupación por la
integridad de su hermano.
Intenté hallar una solución lógica que explicara lo que acababa de
ver, una explicación que excluyera la posibilidad de que hubiera
enloquecido.
La policía escoltó a la ambulancia hasta el hospital del condado,
por descontado. Me sentí ridícula todo el tiempo que tardaron en
bajarme, y ver a Edward cruzar majestuosamente las puertas del
hospital por su propio pie empeoraba las cosas. Me rechinaron
los dientes.
Me condujeron hasta la sala de urgencias, una gran habitación
con una hilera de camas separadas por cortinas de colores claros.
Una enfermera me tomó la tensión y puso un termómetro debajo
de mi lengua. Dado que nadie se molestó en correr las cortinas
para concederme un poco de intimidad, decidí que no estaba
obligada a llevar aquel feo collarín por más tiempo. En cuanto se
fue la enfermera, desabroché el velero rápidamente y lo tiré
debajo de la cama.
Se produjo una nueva conmoción entre el personal del hospital.
Trajeron otra camilla hacia la cama contigua a la mía. Reconocí a
Tyler Crowley, de mi clase de Historia, debajo de los vendajes
ensangrentados que le envolvían la cabeza. Tenía un aspecto cien
veces peor que el mío, pero me miró con ansiedad.
— ¡Bella, lo siento mucho!
—Estoy bien, Tyler, pero tú tienes un aspecto horrible. ¿Cómo te
encuentras?
Las enfermeras empezaron a desenrollarle los vendajes
manchados mientras hablábamos, y quedó al descubierto una
miríada de cortes por toda la frente y la mejilla izquierda.
Tyler no prestó atención a mis palabras.
— ¡Pensé que te iba a matar! Iba a demasiada velocidad y entré
mal en el hielo...
Hizo una mueca cuando una enfermera empezó a limpiarle la
cara.
—No te preocupes; no me alcanzaste.
— ¿Cómo te apartaste tan rápido? Estabas allí y luego
desapareciste.
—Pues... Edward me empujó para apartarme de la trayectoria de
la camioneta.
Parecía confuso.
— ¿Quién?
—Edward Cullen. Estaba a mi lado.
Siempre se me había dado muy mal mentir. No sonaba nada
convincente.
— ¿Cullen? No lo vi... ¡Vaya, todo ocurrió muy deprisa! ¿Está
bien?
—Supongo que sí. Anda por aquí cerca, pero a él no le obligaron
a utilizar una camilla.
Sabía no que no estaba loca. En ese caso, ¿qué había ocurrido? No
había forma de encontrar una explicación convincente para lo
que había visto.
Luego me llevaron en silla de ruedas para sacar una placa de mi
cabeza. Les dije que no tenía heridas, y estaba en lo cierto. Ni una
contusión. Pregunté si podía marcharme, pero la enfermera me
dijo que primero debía hablar con el doctor, por lo que quedé
atrapada en la sala de urgencias mientras Tyler me acosaba con
sus continuas disculpas. Siguió torturándose por mucho que
intenté convencerle de que me encontraba perfectamente. Al
final, cerré los ojos y le ignoré, aunque continuó murmurando
palabras de remordimiento.
— ¿Estará durmiendo? —preguntó una voz musical. Abrí los ojos
de inmediato.
Edward se hallaba al pie de mi cama sonriendo con suficiencia.
Le fulminé con la mirada. No resultaba fácil... Hubiera resultado
más natural comérselo con los ojos.
—Oye, Edward, lo siento mucho... —empezó Tyler.
El interpelado alzó la mano para hacerle callar.
—No hay culpa sin sangre —le dijo con una sonrisa que dejó
entrever sus dientes deslumbrantes. Se sentó en el borde de la
cama de Tyler, me miró y volvió a sonreír con suficiencia.
— ¿Bueno, cuál es el diagnóstico?
—No me pasa nada, pero no me dejan marcharme —me quejé—.
¿Por qué no te han atado a una camilla como a nosotros?
—Tengo enchufe —respondió—, pero no te preocupes, voy a
liberarte.
Entonces entró un doctor y me quedé boquiabierta. Era joven,
rubio y más guapo que cualquier estrella de cine, aunque estaba
pálido y ojeroso; se le notaba cansado. A tenor de lo que me
había dicho Charlie, ése debía de ser el padre de Edward.
—Bueno, señorita Swan —dijo el doctor Cullen con una voz
marcadamente seductora—, ¿cómo se encuentra?
—Estoy bien —repetí, ojala fuera por última vez.
Se dirigió hacia la mesa de luz vertical de la pared y la encendió.
—Las radiografías son buenas —dijo—. ¿Le duele la cabeza?
Edward me ha dicho que se dio un golpe bastante fuerte.
—Estoy perfectamente —repetí con un suspiro mientras lanzaba
una rápida mirada de enojo a Edward.
El médico me examinó la cabeza con sus fríos dedos. Se percató
cuando esbocé un gesto de dolor.
— ¿Le duele? —preguntó.
—No mucho.
Había tenido jaquecas peores.
Oí una risita, busqué a Edward con la mirada y vi su sonrisa
condescendiente. Entrecerré los ojos con rabia.
—De acuerdo, su padre se encuentra en la sala de espera. Se
puede ir a casa con él, pero debe regresar rápidamente si siente
mareos o algún trastorno de visión.
— ¿No puedo ir a la escuela? —inquirí al imaginarme los
intentos de Charlie por ser atento.
—Hoy debería tomarse las cosas con calma.
Fulminé a Edward con la mirada.
— ¿Puede
él ir a la escuela?—Alguien ha de darles la buena nueva de que hemos
sobrevivido —dijo con suficiencia.
—En realidad —le corrigió el doctor Cullen— parece que la
mayoría de los estudiantes están en la sala de espera.
— ¡Oh, no! —gemí, cubriéndome el rostro con las manos.
El doctor Cullen enarcó las cejas.
— ¿Quiere quedarse aquí?
— ¡No, no! —insistí al tiempo que sacaba las piernas por el borde
de la camilla y me levantaba con prisa, con demasiada prisa,
porque me tambaleé y el doctor Cullen me sostuvo. Parecía
preocupado.
—Me encuentro bien —volví a asegurarle. No merecía la pena
explicarle que mi falta de equilibrio no tenía nada que ver con el
golpe en la cabeza.
—Tome unas pastillas de Tylenol contra el dolor —sugirió
mientras me sujetaba.
—No me duele mucho —insistí.
—Parece que ha tenido muchísima suerte —dijo con una sonrisa
mientras firmaba mi informe con una fioritura.
—La suerte fue que Edward estuviera a mi lado —le corregí
mirando con dureza al objeto de mi declaración.
—Ah, sí, bueno —musitó el doctor Cullen, súbitamente ocupado
con los papeles que tenía delante. Después, miró a Tyler y se
marchó a la cama contigua. Tuve la intuición de que el doctor
estaba al tanto de todo.
—Lamento decirle que
usted se va a tener que quedar connosotros un poquito más —le dijo a Tyler, y empezó a examinar
sus heridas.
Me acerqué a Edward en cuanto el doctor me dio la espalda.
— ¿Puedo hablar contigo un momento? —murmuré muy bajo. Se
apartó un paso de mí, con la mandíbula tensa.
—Tu padre te espera —dijo entre dientes.
Miré al doctor Cullen y a Tyler, e insistí:
—Quiero hablar contigo a solas, si no te importa.
Me miró con ira, me dio la espalda y anduvo a trancos por la
gran sala. Casi tuve que correr para seguirlo, pero se volvió para
hacerme frente tan pronto como nos metimos en un pequeño
corredor.
— ¿Qué quieres? —preguntó molesto.
Su mirada era glacial y su hostilidad me intimidó, hablé con más
severidad de la que pretendía.
—Me debes una explicación —le recordé.
——Te salvé la vida. No te debo nada.
Retrocedí ante el resentimiento de su tono.
—Me lo prometiste.
—Bella, te diste un fuerte golpe en la cabeza, no sabes de qué
hablas.
Lo dijo de forma cortante. Me enfadé y le miré con gesto
desafiante.
—No me pasaba nada en la cabeza.
Me devolvió la mirada de desafío.
— ¿Qué quieres de mí, Bella?
—Quiero saber la verdad —dije—. Quiero saber por qué miento
por ti.
— ¿Qué
crees que pasó? —preguntó bruscamente.—Todo lo que sé —le contesté de forma atropellada— es que no
estabas cerca de mí, en absoluto, y Tyler tampoco te vio, de modo
que no me vengas con eso de que me he dado un golpe muy
fuerte en la cabeza. La furgoneta iba a matarnos, pero no lo hizo.
Tus manos dejaron abolladuras tanto en la carrocería de la
furgoneta como en el coche marrón, pero has salido ileso. Y luego
la sujetaste cuando me iba a aplastar las piernas...
Me di cuenta de que parecía una locura y fui incapaz de
continuar. Sentí que los ojos se me llenaban de lágrimas de pura
rabia. Rechiné los dientes para intentar contenerlas.
Edward me miró con incredulidad, pero su rostro estaba tenso y
permanecía a la defensiva.
— ¿Crees que aparté a pulso una furgoneta?
Su voz cuestionaba mi cordura, pero sólo sirvió para alimentar
más mis sospechas, ya que parecía la típica frase perfecta que
pronuncia un actor consumado. Apreté la mandíbula y me limité
a asentir con la cabeza.
—Nadie te va a creer, ya lo sabes.
Su voz contenía una nota de burla y desdén.
—No se lo voy a decir a nadie.
Hablé despacio, pronunciando lentamente cada palabra,
controlando mi enfado con cuidado. La sorpresa recorrió su
rostro.
—Entonces, ¿qué importa?
—Me importa a mí —insistí—. No me gusta mentir, por eso
quiero tener un buen motivo para hacerlo.
— ¿Es que no me lo puedes agradecer y punto?
—Gracias.
Esperé, furiosa, echando chispas.
—No vas a dejarlo correr, ¿verdad?
—No.
—En tal caso... espero que disfrutes de la decepción.
Enfadados, .nos miramos el uno al otro, hasta que al final rompí
el silencio intentando concentrarme. Corría el peligro de que su
rostro, hermoso y lívido, me distrajera. Era como intentar apartar
la vista de un ángel destructor.
— ¿Por qué te molestaste en salvarme? —pregunté con toda la
frialdad que pude.
Se hizo una pausa y durante un breve momento su rostro
bellísimo fue inesperadamente vulnerable.
—No lo sé —susurró.
Entonces me dio la espalda y se marchó.
Estaba tan enfadada que necesité unos minutos antes de poder
moverme. Cuando pude andar, me dirigí lentamente hacia la
salida que había al fondo del corredor.
La sala de espera superaba mis peores temores. Todos aquellos a
quienes conocía en Forks parecían hallarse presentes, y todos me
miraban fijamente. Charlie se acercó a toda prisa. Levanté las
manos.
—Estoy perfectamente —le aseguré, hosca. Seguía exasperada y
no estaba de humor para charlar.
— ¿Qué dijo el médico?
—El doctor Cullen me ha reconocido, asegura que estoy bien y
puedo irme a casa.
Suspiré. Mike y Jessica y Eric me esperaban y ahora se estaban
acercando.
—Vamonos —le urgí.
Sin llegar a tocarme, Charlie me rodeó la espalda con un brazo y
me condujo a las puertas de cristal de la salida. Saludé
tímidamente con la mano a mis amigos con la esperanza de que
comprendieran que no había de qué preocuparse. Fue un gran
alivio subirme al coche patrulla, era la primera vez que
experimentaba esa sensación.
Viajábamos en silencio. Estaba tan ensimismada en mis cosas que
apenas era consciente de la presencia de Charlie. Estaba segura
de que esa actitud a la defensiva de Edward en el pasillo no era
sino la confirmación de unos sucesos tan extraños que
difícilmente me hubiera creído de no haberlos visto con mis
propios ojos.
Cuando llegamos a casa, Charlie habló al fin:
—Eh... Esto... Tienes que llamar a Renée.
Embargado por la culpa, agachó la cabeza. Me espanté.
— ¡Se lo has dicho a mamá!
—Lo siento.
Al bajarme, cerré la puerta del coche patrulla con un portazo más
fuerte de lo necesario.
Mi madre se había puesto histérica, por supuesto. Tuve que
asegurarle que estaba bien por lo menos treinta veces antes de
que se calmara. Me rogó que volviera a casa, olvidando que en
aquel momento estaba vacía, pero resistir a sus súplicas me
resultó mucho más fácil de lo que pensaba. El misterio que
Edward representaba me consumía; aún más, él me obsesionaba.
Tonta. Tonta. Tonta. No tenía tantas ganas de huir de Forks como
debiera, como hubiera tenido cualquier persona normal y cuerda.
Decidí que sería mejor acostarme temprano esa noche. Charlie no
dejaba de mirarme con preocupación y eso me sacaba de quicio.
Me detuve en el cuarto de baño al subir y me tomé tres pastillas
de Tylenol. Calmaron el dolor y me fui a dormir cuando éste
remitió.
Esa fue la primera noche que soñé con Edward Cullen.
LAS INVITACIONES
En mi sueño reinaba una oscuridad muy densa, y aquella luz
mortecina parecía proceder de la piel de Edward. No podía verle
el rostro, sólo la espalda, mientras se alejaba de mi lado,
dejándome sumida en la negrura. No lograba alcanzarlo por más
que corriera; no se volvía por muy fuertemente que le llamara.
Apenada, me desperté en medio de la noche y no pude volver a
conciliar el sueño durante un tiempo que se me hizo eterno.
Después de aquello, estuvo en mis sueños casi todas las noches,
pero siempre en la distancia, nunca a mi alcance.
El mes siguiente al accidente fue violento, tenso y, al menos al
principio, embarazoso.
Para mi desgracia, me convertí en el centro de atención durante
el resto de la semana. Tyler Crowley se puso insoportable, me
seguía a todas partes, obsesionado con compensarme de algún
modo. Intenté convencerle de que lo único que quería era que
olvidara lo ocurrido, sobre todo porque no me había sucedido
nada, pero continuó insistiendo. Me seguía entre clase y clase y
en el almuerzo se sentaba a nuestra mesa, ahora muy concurrida.
Mike y Eric se comportaban con él de forma bastante más hostil
que entre ellos mismos, lo cual me llevó a considerar la
posibilidad de que hubiera conseguido otro admirador no
deseado.
Nadie pareció preocuparse de Edward, aunque expliqué una y
otra vez que el héroe era él, que me había apartado de la
trayectoria de la furgoneta y que había estado a punto de resultar
aplastado. Intenté ser convincente. Jessica, Mike, Eric y todos los
demás comentaban siempre que no le habían visto hasta que
apartaron la furgoneta.
Me preguntaba por qué nadie más había visto lo lejos que estaba
antes de que me salvara la vida de un modo tan repentino como
imposible. Con disgusto, comprendí que la causa más probable
era que nadie estaba tan pendiente de Edward como yo. Nadie
más le miraba de la forma en que yo lo hacía. ¡Lamentable!
Edward jamás se vio rodeado de espectadores curiosos que
desearan oír la historia de primera mano. La gente lo evitaba
como de costumbre. Los Cullen y los Hale se sentaban en la
misma mesa, como siempre, sin comer, hablando sólo entre sí.
Ninguno de ellos, y él menos, me miró ni una sola vez.
Cuando se sentaba a mi lado en clase, tan lejos de mí como se lo
permitía la mesa, no parecía ser consciente de mi presencia. Sólo
de forma ocasional, cuando cerraba los puños de repente, con la
piel, tensa sobre los nudillos, aún más blanca, me preguntaba si
realmente me ignoraba tanto como aparentaba.
Deseaba no haberme apartado del camino de la furgoneta de
Tyler. Esa era la única conclusión a la que podía llegar.
Tenía mucho interés en hablar con él, y lo intenté al día siguiente
del accidente. La última vez que le vi, fuera de la sala de
urgencias, los dos estábamos demasiado furiosos. Yo seguía
enfadada porque no me confiaba la verdad a pesar de que había
cumplido al pie de la letra mi parte del trato. Pero lo cierto es que
me había salvado la vida, sin importar cómo lo hiciera, y de
noche, el calor de mi ira se desvaneció para convertirse en una
respetuosa gratitud.
Ya estaba sentado cuando entré en Biología, mirando al frente.
Me senté, esperando que se girara hacia mí. No dio señales de
haberse percatado de mi presencia.
—Hola, Edward —dije en tono agradable para demostrarle que
iba a comportarme.
Ladeó la cabeza levemente hacia mí sin mirarme, asintió una vez
y miró en la dirección opuesta.
Y ése fue el último contacto que había tenido con él, aunque
todos los días estuviera ahí, a treinta centímetros. A veces,
incapaz de contenerme, le miraba a cierta distancia, en la
cafetería o en el aparcamiento. Contemplaba cómo sus ojos
dorados se oscurecían de forma evidente día a día, pero en clase
no daba más muestras de saber de su existencia que las que él me
mostraba a mí. Me sentía miserable. Y los sueños continuaron.
A pesar de mis mentiras descaradas, el tono de mis correos
electrónicos alertó a Renée de mi tristeza y telefoneó unas
cuantas veces, preocupada. Intenté convencerla de que sólo era el
clima, que me aplanaba.
Al menos, a Mike le complacía la obvia frialdad existente entre
mi compañero de laboratorio y yo. Noté que le preocupaba que
me hubiera impresionado el atrevido rescate de Edward. Quedó
muy aliviado cuando se dio cuenta de que parecía haber tenido
el efecto opuesto. Su confianza aumentó hasta sentarse al borde
de mi mesa para conversar antes de que empezara la clase de
Biología, ignorando a Edward de forma tan absoluta como él a
nosotros.
Por fortuna, la nieve se fundió después de aquel peligroso día.
Mike quedó desencantado por no haber podido organizar su
pelea de bolas de nieve, pero le complacía que pronto
pudiéramos hacer la excursión a la playa. No obstante, continuó
lloviendo a cántaros y pasaron las semanas.
Jessica me hizo tomar conciencia de que se fraguaba otro
acontecimiento. El primer martes de marzo me telefoneó y me
pidió permiso para invitar a Mike en la elección de las chicas
para el baile de primavera que tendría lugar en dos semanas.
— ¿Seguro que no te importa? ¿No pensabas pedírselo? —insistió
cuando le dije que no me importaba lo más mínimo.
—No, Jess, no voy a ir —le aseguré.
Bailar se encontraba claramente fuera del abanico de mis
habilidades.
—Va a ser realmente divertido.
Su esfuerzo por convencerme fue poco entusiasta. Sospechaba
que Jessica disfrutaba más con mi inexplicable popularidad que
con mi compañía.
—Diviértete con Mike —la animé.
Me sorprendió que al día siguiente no mostrara su efusivo ego de
costumbre en clase de Trigonometría y español. Permaneció
callada mientras caminaba a mi lado entre una clase y otra, y me
dio miedo preguntarle la razón. Si Mike la había rechazado yo
era la última persona a la que se lo querría contar.
Mis temores se acrecentaron durante el almuerzo, cuando Jessica
se sentó lo más lejos que pudo de Mike y charló animadamente
con Eric. Mike estuvo inusualmente callado.
Mike continuó en silencio mientras me acompañaba a clase. El
aspecto violento de su rostro era una mala señal, pero no abordó
el tema hasta que estuve sentada en mi pupitre y él se encaramó
sobre la mesa. Como siempre, era consciente de que Edward se
sentaba lo bastante cerca para tocarlo, y tan distante como si
fuera una mera invención de mi imaginación.
—Bueno —dijo Mike, mirando al suelo—, Jessica me ha pedido
que la acompañe al baile de primavera.
—Eso es estupendo —conferí a mi voz un tono de entusiasmo
manifiesto—. Te vas a divertir un montón con ella.
—Eh, bueno... —se quedó sin saber qué decir mientras estudiaba
mi sonrisa; era obvio que mi respuesta no le satisfacía—. Le dije
que tenía que pensármelo.
— ¿Por qué lo hiciste?
Dejé que mi voz reflejara cierta desaprobación, aunque me
aliviaba saber que no le había dado a Jessica una negativa
definitiva. Se puso colorado como un tomate y bajó la vista. La
lástima hizo vacilar mi resolución.
—Me preguntaba si... Bueno..., si tal vez tenías intención de
pedírmelo tú.
Me tomé un momento de respiro, soportando a duras penas la
oleada de culpabilidad que recorría todo mi ser, pero con el
rabillo del ojo vi que Edward inclinaba la cabeza hacia mí con
gesto de reflexión.
—Mike, creo que deberías aceptar la propuesta de Jess —le dije.
— ¿Se lo has pedido ya a alguien?
¿Se había percatado Edward de que Mike posaba los ojos en él?
—No —le aseguré—. No tengo intención de acudir al baile.
— ¿Por qué? —quiso saber Mike.
No deseaba ponerle al tanto de los riesgos que bailar suponía
para mi integridad, por lo que improvisé nuevos planes sobre la
marcha.
—Ese sábado voy a ir a Seattle —le expliqué. De todos modos,
necesitaba salir del pueblo y era el momento perfecto para
hacerlo.
— ¿No puedes ir otro fin de semana?
—Lo siento, pero no —respondí—. No deberías hacer esperar a
Jessica más tiempo. Es de mala educación.
—Sí, tienes razón —masculló y, abatido, se dio la vuelta para
volver a su asiento.
Cerré los ojos y me froté las sienes con los dedos en un intento de
desterrar de mi mente los sentimientos de culpa
y lástima. Elseñor Banner comenzó a hablar. Suspiré
y abrí los ojos.Edward me miraba con curiosidad, aquel habitual punto de
frustración de sus ojos negros era ahora aún más perceptible.
Le devolví la mirada, esperando que él apartara la suya, pero en
lugar de eso, continuó estudiando mis ojos a fondo y con gran
intensidad. Me comenzaron a temblar las manos.
— ¿Señor Cullen? —le llamó el profesor, que aguardaba la
respuesta a una pregunta que yo no había escuchado.
—El ciclo de Krebs —respondió Edward; parecía reticente
mientras se volvía para mirar al señor Banner.
Clavé la vista en el libro en cuanto los ojos de Edward me
liberaron, intentando centrarme. Tan cobarde como siempre, dejé
caer el pelo sobre el hombro derecho para ocultar el rostro. No
era capaz de creer el torrente de emociones que palpitaba en mi
interior, y sólo porque había tenido a bien mirarme por primera
vez en seis semanas. No podía permitirle tener ese grado de
influencia sobre mí. Era patético; más que patético, era
enfermizo.
Intenté ignorarle con todas mis fuerzas durante el resto de la
hora y, dado que era imposible, que al menos no supiera que
estaba pendiente de él. Me volví de espaldas a él cuando al fin
sonó la campana, esperando que, como de costumbre, se
marchara de inmediato.
— ¿Bella?
Su voz no debería resultarme tan familiar, como si la hubiera
conocido toda la vida en vez de tan sólo unas pocas semanas
antes.
Sin querer, me volví lentamente. No quería sentir lo que sabía
que iba a sentir cuando contemplase aquel rostro tan perfecto.
Tenía una expresión cauta cuando al fin me giré hacia él. La suya
era inescrutable. No dijo nada.
— ¿Qué? ¿Me vuelves a dirigir la palabra? —le pregunté
finalmente con una involuntaria nota de petulancia en la voz. Sus
labios se curvaron, escondiendo una sonrisa.
—No, en realidad no —admitió.
Cerré los ojos e inspiré hondo por la nariz, consciente de que me
rechinaban los dientes. El aguardó.
—Entonces, ¿qué quieres, Edward? —le pregunté sin abrir los
ojos; era más fácil hablarle con coherencia de esa manera.
—Lo siento —parecía sincero—. Estoy siendo muy grosero, lo sé,
pero de verdad que es mejor así.
Abrí los ojos. Su rostro estaba muy serio.
—No sé qué quieres decir —le dije con prevención.
—Es mejor que no seamos amigos —me explicó—, confía en mí.
Entrecerré los ojos. Había oído eso antes.
—Es una lástima que no lo descubrieras antes —murmuré entre
dientes—. Te podías haber ahorrado todo ese pesar.
— ¿Pesar? —La palabra y el tono de mi voz le pillaron con la
guardia baja, sin duda—. ¿Pesar por qué?
—Por no dejar que esa estúpida furgoneta me hiciera puré.
Estaba atónito. Me miró fijamente sin dar crédito a lo que oía.
Casi parecía enfadado cuando al fin habló:
— ¿Crees que me arrepiento de haberte salvado la vida?
—
Sé que es así —repliqué con brusquedad.—No sabes nada.
Definitivamente, se había enfadado. Alejé bruscamente mi rostro
del suyo, mordiéndome la lengua para callarme todas las fuertes
acusaciones que quería decirle a la cara. Recogí los libros y luego
me puse en pie para dirigirme hacia la puerta. Pretendí hacer una
salida dramática de la clase, pero, cómo no, se me enganchó una
bota con la jamba de la puerta y se me cayeron los libros. Me
quedé allí un momento, sopesando la posibilidad de dejarlos en
el suelo. Entonces suspiré y me agaché para recogerlos. Pero él ya
estaba ahí, los había apilado. Me los entregó con rostro severo.
—Gracias —dije con frialdad.
Entrecerró los ojos.
— ¡No hay de qué! —replicó.
Me enderecé rápidamente, volví a apartarme de él y me alejé
caminando a clase de Educación física sin volver la vista atrás.
La hora de gimnasia fue brutal. Cambiamos de deporte, jugamos
a baloncesto. Mi equipo jamás me pasaba la pelota, lo cual era
estupendo, pero me caí un montón de veces, y en ocasiones
arrastraba a gente conmigo. Ese día me movía peor de lo habitual
porque Edward ocupaba toda mi mente. Intentaba concentrarme
en mis pies, pero él seguía deslizándose en mis pensamientos
justo cuando más necesitaba mantener el equilibrio.
Como siempre, salir fue un alivio. Casi corrí hacia el
monovolumen, ya que había demasiada gente a la que quería
evitar. El vehículo había sufrido unos daños mínimos a raíz del
accidente. Había tenido que sustituir las luces traseras y hubiera
realizado algún retoque en la chapa de haber dispuesto de un
equipo de pintura de verdad. Los padres de Tyler habían tenido
que vender la furgoneta por piezas.
Estuvo a punto de darme un patatús cuando, al doblar la
esquina, vi una figura alta y oscura reclinada contra un lateral del
coche. Luego comprendí que sólo se trataba de Eric. Comencé a
andar de nuevo.
—Hola, Eric —le saludé.
—Hola, Bella.
— ¿Qué hay? —pregunté mientras abría la puerta. No presté
atención al tono incómodo de su voz, por lo que sus siguientes
palabras me pillaron desprevenida.
—Me preguntaba... si querrías venir al baile conmigo.
La voz se le quebró al pronunciar la última palabra.
—Creí que era la chica quien elegía —respondí, demasiado
sorprendida para ser diplomática.
—Bueno, sí —admitió avergonzado.
Recobré la compostura e intenté ofrecerle mi sonrisa más cálida.
—Te agradezco que me lo pidas, pero ese día voy a estar en
Seattle.
—Oh. Bueno, quizás la próxima vez.
—Claro —acepté, y entonces me mordí la lengua. No quería que
se lo tomara al pie de la letra.
Se marchó de vuelta al instituto arrastrando los pies. Oí una débil
risita.
Edward pasó andando delante de mi coche, con la vista al frente
y los labios fruncidos. Abrí la puerta con un brusco tirón, entré
de un salto y la cerré con un sonoro golpe detrás de mí. Aceleré
el motor en punto muerto de forma ensordecedora y salí marcha
atrás hacia el pasillo. Edward ya estaba en su automóvil, a dos
coches de distancia, deslizándose con suavidad delante de mí,
cortándome el paso. Se detuvo ahí para esperar a su familia.
Pude ver a los cuatro tomar aquella dirección, aunque todavía
estaban cerca de la cafetería. Consideré seriamente la posibilidad
de embestir por detrás a su flamante Volvo, pero había
demasiados testigos. Miré por el espejo retrovisor. Comenzaba a
formarse una cola. Inmediatamente detrás de mí, Tyler Crowley
me saludaba con la mano desde su recién adquirido Sentra de
segunda mano. Estaba demasiado fuera de mis casillas para
saludarlo.
Oí a alguien llamar con los nudillos en el cristal de la ventana del
copiloto mientras permanecía allí sentada, mirando a cualquier
parte excepto al coche que tenía delante. Al girarme, vi a Tyler.
Confusa, volví a mirar por el retrovisor. Su coche seguía en
marcha con la puerta izquierda abierta. Me incliné dentro de la
cabina para bajar la ventanilla. Estaba helado hasta el tuétano.
Abrí el cristal hasta la mitad y me detuve.
—Lo siento, Tyler —seguía sorprendida, ya que resultaba
evidente que no era culpa mía——. El coche de los Cullen me
tiene atrapada.
—Oh, lo sé. Sólo quería preguntarte algo mientras estábamos
aquí bloqueados.
Esbozó una amplia sonrisa. No podía ser cierto.
— ¿Me vas a pedir que te acompañe al baile de primavera? —
continuó.
—No voy a estar en el pueblo, Tyler.
Mi voz sonó un poquito cortante. Intenté recordar que no era
culpa suya que Mike y Eric ya hubieran colmado el vaso de mi
paciencia por aquel día.
—Ya, eso me dijo Mike —admitió.
—Entonces, ¿por qué...?
Se encogió de hombros.
—Tenía la esperanza de que fuera una forma de suavizarle las
calabazas.
Vale, eso era totalmente culpa suya.
—Lo siento, Tyler —repliqué mientras intentaba esconder mi
irritación—, pero me voy de verdad.
—Está bien. Aún nos queda el baile de fin de curso.
Caminó de vuelta a su coche antes de que pudiera responderle.
Supe que mi rostro reflejaba la sorpresa. Miré hacia delante y
observé a Alice, Rosalie, Emmett y Jasper dirigiéndose al Volvo.
Edward no me quitaba el ojo de encima por el espejo retrovisor.
Resultaba evidente que se estaba partiendo de risa, como si lo
hubiera escuchado todo. Estiré el pie hacia el acelerador, un
golpecito no heriría a nadie, sólo rayaría el reluciente esmalte de
la carrocería. Aceleré el motor en punto muerto.
Pero ya habían entrado los cuatro y Edward se alejaba a toda
velocidad. Regresé a casa conduciendo despacio y con
precaución, sin dejar de hablar para mí misma todo el camino.
Al llegar, decidí hacer enchiladas de pollo para cenar. Era un
plato laborioso que me mantendría ocupada. El teléfono sonó
mientras cocía a fuego lento las cebollas y los chiles. Casi no me
atrevía a contestar, pero podían ser mamá o Charlie.
Era Jessica, que estaba exultante. Mike la había alcanzado
después de clase para aceptar la invitación. Lo celebré con ella
durante unos instantes mientras removía la comida. Jessica debía
colgar, ya que quería telefonear a Angela y a Lauren para
decírselo. Le sugerí por «casualidad» que quizás Angela, la chica
tímida que iba a Biología conmigo, se lo podía pedir a Eric. Y
Lauren, una estirada que me ignoraba durante el almuerzo, se lo
podía pedir a Tyler; tenía entendido que estaba disponible. Jess
pensó que era una gran idea. De hecho, ahora que tenía seguro a
Mike, sonó sincera cuando dijo que deseaba que fuera al baile. Le
mencioné el pretexto del viaje a Seattle.
Después de colgar, intenté concentrarme en la cocina, sobre todo
al cortar el pollo. No me apetecía hacer otro viaje a urgencias.
Pero la cabeza me daba vueltas de tanto analizar cada palabra
que hoy había pronunciado Edward. ¿A qué se refería con que
era mejor que no fuéramos amigos?
Sentí un retortijón en el estómago cuando comprendí el
significado. Debía de haber visto cuánto me obsesionaba y no
quería darme esperanzas, por lo que no podíamos siquiera ser
amigos. ..., porque él no estaba nada interesado en mí.
Naturalmente que no le interesaba, pensé con enfado mientras
me lloraban los ojos —reacción provocada por las cebollas—. Yo
no era interesante y él sí. Interesante... y brillante, misterioso,
perfecto..., y guapo, y posiblemente capaz de levantar una
furgoneta con una sola mano.
Vale, de acuerdo. Podía dejarle tranquilo. Le dejaría solo.
Soportaría la sentencia que me había impuesto a mí misma aquí,
en el purgatorio; luego, si Dios quería, alguna universidad del
sudeste, o tal vez Hawai, me ofrecería una beca. Concentré la
mente en playas soleadas y palmeras mientras terminaba las
enchiladas y las metía en el horno.
Charlie parecía receloso cuando percibió el aroma a pimientos
verdes al llegar a casa. No le podía culpar, la comida mexicana
comestible más cercana se encontraba probablemente al sur de
California. Pero era un poli, aunque fuera en aquel pequeño
pueblecito, de modo que tuvo suficientes redaños para tomar el
primer bocado. Pareció gustarle. Resultaba divertido comprobar
lo despacio que empezaba a confiar en mí en los asuntos
culinarios. Cuando estaba a punto de acabar, le pregunté:
— ¿Papá?
— ¿Sí?
—Esto... Quería que supieras que voy a ir a Seattle el sábado de
la semana que viene..., si te parece bien.
No le pedí permiso, era sentar un mal precedente, pero me sentí
maleducada. Intenté arreglarlo con ese fin de frase.
— ¿Por qué?
Parecía sorprendido, como si fuera incapaz de imaginar algo que
Forks no pudiera ofrecer.
—Bueno, quiero conseguir algunos libros porque la librería local
es bastante pequeña, y tal vez mire algo de ropa.
Tenía más dinero del habitual, ya que no había tenido que pagar
el coche gracias a Charlie, aunque me dejaba un buen pellizco en
las gasolineras.
—Lo más probable es que el monovolumen consuma mucha
gasolina —apuntó, haciéndose eco de mis pensamientos.
—Lo sé. Pararé en Montessano y Olympia, y en Tacorna si fuera
necesario.
— ¿Vas a ir tú sola? —preguntó. No sabía si sospechaba que tenía
un novio secreto o si se preocupaba por el tema del coche.
—Sí.
—Seattle es una ciudad muy grande, te podrías perder —señaló
preocupado.
—Papá, Phoenix es cinco veces más grande que Seattle y sé leer
un mapa, no te preocupes.
— ¿No quieres que te acompañe?
Intenté ser astuta al tiempo que ocultaba mi pánico.
—No te preocupes, papá. Voy a ir de tiendas y me pasaré el día
en los probadores... Será aburrido.
—Oh, vale.
La sola de idea de sentarse en tiendas de ropa femenina por un
periodo de tiempo indeterminado le hizo desistir de inmediato.
—Gracias —le sonreí.
— ¿Estarás de vuelta a tiempo para el baile?
Maldición. Sólo en un pueblo tan pequeño, un padre sabe cuándo
tienen lugar los bailes del instituto.
—No, yo no bailo, papá.
Él por encima de todos los demás debería entenderlo. No había
heredado de mi madre mis problemas de equilibrio. Lo
comprendió.
—Ah, vale —había caído en la cuenta.
A la mañana siguiente, cuando me detuve en el aparcamiento,
dejé mi coche lo más lejos posible del Volvo plateado. Quise
apartarme del camino de la tentación para no acabar debiéndole
a Edward un coche nuevo. Al salir del coche jugueteé con las
llaves, que cayeron en un charco cercano. Mientras me agachaba
para recogerlas, surgió de repente una mano nivea y las tomó
antes que yo. Me erguí bruscamente. Edward Cullen estaba a mi
lado, recostado como por casualidad contra mi automóvil.
— ¿Cómo lo haces? —pregunté, asombrada e irritada.
— ¿Hacer qué?
Me tendió las llaves mientras hablaba y las dejó caer en la palma
de mi mano cuando las fui a coger.
—Aparecer del aire.
—Bella, no es culpa mía que seas excepcionalmente despistada.
Como de costumbre, hablaba en calma, con voz pausada y
aterciopelada. Fruncí el ceño ante aquel rostro perfecto. Hoy sus
ojos volvían a relucir con un tono profundo y dorado como la
miel. Entonces tuve que bajar los míos para reordenar mis ideas,
ahora confusas.
— ¿A qué vino taponarme el paso ayer noche? —Quise saber,
aún rehuyendo su mirada—. Se suponía que fingías que yo no
existía ni te dabas cuenta de que echaba chispas.
—Eso fue culpa de Tyler, no mía —se rió con disimulo—. Tenía
que darle su oportunidad.
—Tú... —dije entrecortadamente.
No se me ocurría ningún insulto lo bastante malo. Pensé que la
fuerza de mi rabia lo achantaría, pero sólo parecía divertirse aún
más.
—No finjo que no existas —continuó.
— ¿Quieres matarme a rabietas dado que la furgoneta de Tyler
no lo consiguió?
La ira destelló en sus ojos castaños. Frunció los labios y
desaparecieron todas las señales de alegría.
—Bella, eres totalmente absurda —murmuró con frialdad.
Sentí un hormigueo en las palmas de las manos y me entró un
ansia de pegar a alguien. Estaba sorprendida. Por lo general, no
era una persona violenta. Le di la espalda y comencé a alejarme.
—Espera —gritó. Seguí andando, chapoteando enojada bajo la
lluvia, pero se puso a mi altura y mantuvo mi paso con facilidad.
—Lo siento. He sido descortés —dijo mientras caminaba. Le
ignoré—. No estoy diciendo que no sea cierto —prosiguió—,
pero, de todos modos, no ha sido de buena educación.
— ¿Por qué no me dejas sola? —refunfuñé.
—Quería pedirte algo, pero me desviaste del tema —volvió a reír
entre dientes. Parecía haber recuperado el buen humor.
— ¿Tienes un trastorno de personalidad múltiple? —le pregunté
con acritud.
—Y lo vuelves a hacer.
Suspiré.
—Vale, entonces, ¿qué me querías pedir?
—Me preguntaba si el sábado de la próxima semana, ya sabes, el
día del baile de primavera...
— ¿Intentas ser
gracioso? —lo interrumpí, girándome hacia él.Mi rostro se empapó cuando alcé la cabeza para mirarle. En sus
ojos había una perversa diversión.
—Por favor, ¿vas a dejarme terminar?
Me mordí el labio y junté las manos, entrelazando los dedos, para
no cometer ninguna imprudencia.
—Te he escuchado decir que vas a ir a Seattle ese día y me
preguntaba si querrías dar un paseo.
Aquello fue totalmente inesperado.
— ¿Qué? —no estaba segura de adonde quería llegar.
— ¿Quieres dar un paseo hasta Seattle?
— ¿Con quién? —pregunté, desconcertada.
—Conmigo, obviamente —articuló cada sílaba como si se
estuviera dirigiendo a un discapacitado.
Seguía sin salir de mi asombro.
— ¿Por qué?
—Planeaba ir a Seattle en las próximas semanas y, para ser
honesto, no estoy seguro de que tu monovolumen lo pueda
conseguir.
—Mi coche va perfectamente, muchísimas gracias por tu
preocupación.
Hice ademán de seguir andando, pero estaba demasiado
sorprendida para mantener el mismo nivel de ira.
— ¿Puede llegar gastando un solo depósito de gasolina?
Volvió a mantener el ritmo de mis pasos.
—No veo que sea de tu incumbencia.
Estúpido propietario de un flamante Volvo.
—El despilfarro de recursos limitados es asunto de todos.
—De verdad, Edward, no te sigo —me recorrió un escalofrío al
pronunciar su nombre; odié la sensación—. Creía que no querías
ser amigo mío.
—Dije que sería mejor que no lo fuéramos, no que no lo deseara.
—Vaya, gracias, eso lo aclara
todo —le repliqué con ferozsarcasmo.
Me di cuenta de que había dejado de andar otra vez. Ahora
estábamos al abrigo del tejado de la cafetería, por lo que podía
contemplarle el rostro con mayor comodidad, lo cual, desde
luego, no me ayudaba a aclarar las ideas.
—Sería más... prudente para ti que no fueras mi amiga —explicó
—, pero me he cansado de alejarme de ti, Bella.
Sus ojos eran de una intensidad deliciosa cuando pronunció con
voz seductora aquella última frase. Me olvidé hasta de respirar.
— ¿Me acompañarás a Seattle? —preguntó con voz todavía
vehemente.
Aún era incapaz de hablar, por lo que sólo asentí con la cabeza.
Sonrió levemente y luego su rostro se volvió serio.
—Deberías alejarte de mí, de veras —me previno—. Te veré en
clase.
Se dio la vuelta de forma brusca y desanduvo el camino que
habíamos recorrido.
GRUPO SANGUÍNEO
Me dirigí a clase de Lengua aún en las nubes, tal era así que al
entrar ni siquiera me di cuenta de que la clase había comenzado.
—Gracias por venir, señorita Swan —saludó despectivamente el
señor Masón.
Me sonrojé de vergüenza y me dirigí rápidamente a mi asiento.
No me di cuenta de que en el pupitre contiguo de siempre se
sentaba Mike hasta el final de la clase. Sentí una punzada de
culpabilidad, pero tanto él como Eric se reunieron conmigo en la
puerta como de costumbre, por lo que supuse que me habían
perdonado del todo. Mike parecía volver a ser el mismo mientras
caminábamos, hablaba entusiasmado sobre el informe del tiempo
para el fin de semana. La lluvia exigía hacer una acampada más
corta, pero aquel viaje a la playa parecía posible. Simulé interés
para maquillar el rechazo de ayer. Resultaría difícil; fuera como
fuera, con suerte, sólo se suavizaría a los cuarenta y muchos
años. . Pasé el resto de la mañana pensando en las musarañas.
Resultaba difícil creer que las palabras de Edward y la forma en
que me miraba no fueran fruto de mi imaginación. Tal vez sólo
fuese un sueño muy convincente que confundía con la realidad.
Eso parecía más probable que el que yo le atrajera de veras a
cualquier nivel.
Por eso estaba tan impaciente y asustada al entrar en la cafetería
con Jessica. Le quería ver el rostro para verificar si volvía a ser la
persona indiferente y fría que había conocido durante las últimas
semanas o, si por algún milagro, de verdad había oído lo que
creía haber oído esa mañana. Jessica cotorreaba sin cesar sobre
sus planes para el baile —Lauren y Angela ya se lo habían
pedido a los otros chicos e iban a acudir todos juntos—,
completamente indiferente a mi desinterés.
Un flujo de desencanto recorrió mi ser cuando de forma infalible
miré a la mesa de los Cullen. Los otros cuatro hermanos estaban
ahí, pero él se hallaba ausente. ¿Se había ido a casa? Abatida, me
puse a la cola detrás de la parlanchina Jessica. Había perdido el
apetito y sólo compré un botellín de limonada. Únicamente
quería sentarme y enfurruñarme.
—Edward Cullen te vuelve a mirar —dijo Jessica; interrumpió mi
distracción al pronunciar su nombre—. Me pregunto por qué se
sienta solo hoy.
Volví bruscamente la cabeza y seguí la dirección de su mirada
para ver a Edward, con su sonrisa picara, que me observaba
desde una mesa vacía en el extremo opuesto de la cafetería al que
solía sentarse. Una vez atraída mi atención, alzó la mano y movió
el dedo índice para indicarme que lo acompañara. Me guiñó el
ojo cuando lo miré incrédula.
— ¿Se refiere a
ti? —preguntó Jessica con un tono de insultanteincredulidad en la voz.
—Puede que necesite ayuda con los deberes de Biología —musité
para contentarla—. Eh, será mejor que vaya a ver qué quiere.
Pude sentir cómo me miraba al alejarme.
Insegura, me quedé de pie detrás de la silla que había enfrente de
Edward al llegar a su mesa.
— ¿Por qué no te sientas hoy conmigo? —me preguntó con una
sonrisa.
Lo hice de inmediato, contemplándolo con precaución. Seguía
sonriendo. Resultaba difícil concebir que existiera alguien tan
guapo. Temía que desapareciera en medio de una repentina nube
de humo y que yo me despertara. Él debía de esperar que yo
comentara algo y por fin conseguí decir:
—Esto es diferente.
—Bueno —hizo una pausa y el resto de las palabras salieron de
forma precipitada—. Decidí que, ya puesto a ir al infierno, lo
podía hacer del todo.
Esperé a que dijera algo coherente. Transcurrieron los segundos
y después le indiqué:
—Sabes que no tengo ni idea de a qué te refieres.
—Cierto —volvió a sonreír y cambió de tema—. Creo que tus
amigos se han enojado conmigo por haberte raptado.
—Sobrevivirán.
Sentía los ojos de todos ellos clavados en mi espalda.
—Aunque es posible que no quiera liberarte —dijo con un brillo
pícaro en sus ojos. Tragué saliva y se rió. —Pareces preocupada.
—No —respondí, pero mi voz se quebró de forma ridícula—.
Más bien sorprendida. ¿A qué se debe este cambio?
—Ya te lo dije. Me he hartado de permanecer lejos de ti, por lo
que me he rendido. Seguía sonriendo, pero sus ojos de color ocre
estaban serios.
— ¿Rendido? —repetí confusa.
—Sí, he dejado de intentar ser bueno. Ahora voy a hacer lo que
quiero, y que sea lo que tenga que ser.
Su sonrisa se desvaneció mientras se explicaba y el tono de su
voz se endureció.
—Me he vuelto a perder.
La arrebatadora sonrisa reapareció.
—Siempre digo demasiado cuando hablo contigo, ése es uno de
los problemas.
—No te preocupes... No me entero de nada —le repliqué
secamente.
—Cuento con ello.
—Ya. En cristiano, ¿somos amigos ahora?
—Amigos... —meditó dubitativo.
—O no —musité.
Esbozó una amplia sonrisa.
—Bueno, supongo que podemos intentarlo, pero ahora te
prevengo que no voy a ser un buen amigo para ti.
El aviso oculto detrás de su sonrisa era real.
—Lo repites un montón —recalqué al tiempo que intentaba
ignorar el repentino temblor de mi vientre y mantenía serena la
voz.
—Sí, porque no me escuchas. Sigo a la espera de que me creas. Si
eres lista, me evitarás.
—Me parece que tú también te has formado tu propia opinión
sobre mi mente preclara.
Entrecerré los ojos y él sonrió disculpándose.
—En ese caso —me esforcé por resumir aquel confuso
intercambio de frases—, hasta que yo sea lista... ¿Vamos a
intentar ser amigos?
—Eso parece casi exacto.
Busqué con la mirada mis manos, en torno a la botella de
limonada, sin saber qué hacer.
— ¿Qué piensas? —preguntó con curiosidad.
Alcé la vista hasta esos profundos ojos dorados que me turbaban
los sentidos y, como de costumbre, respondí la verdad:
—Intentaba averiguar qué eres.
Su rostro se crispó, pero consiguió mantener la sonrisa, no sin
cierto esfuerzo.
— ¿Y has tenido fortuna en tus pesquisas? —inquirió con
desenvoltura.
—No demasiada —admití.
Se rió entre dientes.
— ¿Qué teorías barajas?
Me sonrojé. Durante el último mes había estado vacilando entre
Barman y Spiderman. No había forma de admitir aquello.
— ¿No me lo quieres decir? —preguntó, ladeando la cabeza con
una sonrisa terriblemente tentadora.
Negué con la cabeza.
—Resulta demasiado embarazoso.
—Eso es realmente frustrante, ya lo sabes —se quejó.
—No —disentí rápidamente con una dura mirada—. No concibo
por qué ha de resultar frustrante, en absoluto, sólo porque
alguien rehusé revelar sus pensamientos, sobre todo después de
haber efectuado unos cuantos comentarios crípticos,
especialmente ideados para mantenerme en vela toda la noche,
pensando en su posible significado... Bueno, ¿por qué iba a
resultar frustrante?
Hizo una mueca.
—O mejor —continué, ahora el enfado acumulado fluía
libremente—, digamos que una persona realiza un montón de
cosas raras, como salvarte la vida bajo circunstancias imposibles
un día y al siguiente tratarte como si fueras un paria, y jamás te
explica ninguna de las dos, incluso después de haberlo
prometido. Eso tampoco debería resultar
demasiado frustrante.—Tienes un poquito de genio, ¿verdad?
—No me gusta aplicar un doble rasero.
Nos contemplamos el uno al otro sin sonreír.
Miró por encima de mi hombro y luego, de forma inesperada, rió
por lo bajo.
— ¿Qué?
—Tu novio parece creer que estoy siendo desagradable contigo.
Se debate entre venir o no a interrumpir nuestra discusión.
Volvió a reírse.
——No sé de quién me hablas —dije con frialdad— pero, de
todos modos, estoy segura de que te equivocas.
—Yo, no. Te lo dije, me resulta fácil saber qué piensan la mayoría
de las personas.
—Excepto yo, por supuesto.
—Sí, excepto tú —su humor cambió de repente. Sus ojos se
hicieron más inquietantes—. Me pregunto por qué será.
La intensidad de su mirada era tal que tuve que apartar la vista.
Me concentré en abrir el tapón de mi botellín de limonada. Lo
desenrosqué sin mirar, con los ojos fijos en la mesa.
— ¿No tienes hambre? —preguntó distraído.
—No —no me apetecía mencionar que mi estómago ya estaba
lleno de... mariposas. Miré el espacio vacío de la mesa delante de
él—. ¿Y tú?
—No. No estoy hambriento.
No comprendí su expresión, parecía disfrutar de algún chiste
privado.
— ¿Me puedes hacer un favor? —le pedí después de un segundo
de vacilación.
De repente, se puso en guardia.
—Eso depende de lo que quieras.
—No es mucho —le aseguré. El esperó con cautela y curiosidad.
—Sólo me preguntaba si podrías ponerme sobre aviso la próxima
vez que decidas ignorarme por mi propio bien. Únicamente para
estar preparada.
Mantuve la vista fija en el botellín de limonada mientras hablaba,
recorriendo el círculo de la boca con mi sonrosado dedo.
—Me parece justo.
Apretaba los labios para no reírse cuando alcé los ojos.
—Gracias.
—En ese caso, ¿puedo pedir una respuesta a cambio? —pidió.
—Una.
—Cuéntame una teoría.
¡Ahí va!
—Esa, no.
—No hiciste distinción alguna, sólo prometiste una respuesta —
me recordó.
—Claro, y tú no has roto ninguna promesa —le recordé a mi vez.
—Sólo una teoría... No me reiré.
—Sí lo harás.
Estaba segura de ello. Bajó la vista y luego me miró con aquellos
ardientes ojos ocres a través de sus largas pestañas negras.
—Por favor —respiró al tiempo que se inclinaba hacia mí.
Parpadeé con la mente en blanco. ¡Cielo santo! ¿Cómo lo
conseguía?
—Eh... ¿Qué?—pregunté, deslumbrada.
—Cuéntame sólo una de tus pequeñas teorías, por favor.
Su mirada aún me abrasaba. ¿También era un hipnotizador? ¿O
era yo una incauta irremediable?
—Pues... Eh... ¿Te mordió una araña radiactiva?
—Eso no es muy imaginativo.
—Lo siento, es todo lo que tengo —contesté, ofendida.
—Ni siquiera te has acercado —dijo con fastidio.
— ¿Nada de arañas?
—No.
— ¿Ni un poquito de radiactividad?
—Nada.
—Maldición —suspiré.
—Tampoco me afecta la kriptonita —se rió entre dientes.
—Se suponía que no te ibas a reír, ¿te acuerdas?
Hizo un esfuerzo por recobrar la compostura.
—Con el tiempo, lo voy a averiguar —le advertí.
—Desearía que no lo intentaras —dijo, de nuevo con gesto serio.
— ¿Por...?
— ¿Qué pasaría si no fuera un superhéroe? ¿Y si fuera el chico
malo? —sonrió jovialmente, pero sus ojos eran impenetrables.
—Oh, ya veo —dije. Algunas de las cosas que había dicho
encajaron de repente.
— ¿Sí?
De pronto, su rostro se había vuelto adusto, como si temiera
haber revelado demasiado sin querer.
— ¿Eres peligroso?
Era una suposición, pero el pulso se me aceleró cuando, de forma
instintiva, comprendí la verdad de mis propias palabras. Lo
era.Me lo había intentado decir todo el tiempo. Se limitó a mirarme,
con los ojos rebosantes de alguna emoción que no lograba
comprender.
—Pero no malo —susurré al tiempo que movía la cabeza—. No,
no creo que seas malo.
—Te equivocas.
Su voz apenas era audible. Bajó la vista al tiempo que me
arrebataba el tapón de la botella y lo hacía girar entre los dedos.
Lo contemplé fijamente mientras me preguntaba por qué no me
asustaba. Hablaba en serio, eso era evidente, pero sólo me sentía
ansiosa, con los nervios a flor de piel... y, por encima de todo lo
demás, fascinada, como de costumbre siempre que me
encontraba cerca de él.
El silencio se prolongó hasta que me percaté de que la cafetería
estaba casi vacía. Me puse en pie de un salto.
—Vamos a llegar tarde.
—Hoy no voy a ir a clase —dijo mientras daba vueltas al tapón
tan deprisa que apenas podía verse.
— ¿Por qué no?
—Es saludable hacer novillos de vez en cuando —dijo mientras
me sonreía, pero en sus ojos relucía la preocupación.
—Bueno, yo sí voy.
Era demasiado cobarde para arriesgarme a que me pillaran.
Concentró su atención en el tapón.
—En ese caso, te veré luego.
Indecisa, vacilé, pero me apresuré a salir en cuanto sonó el
primer toque del timbre después de confirmar con una última
mirada que él no se había movido ni un centímetro.
Mientras me dirigía a clase, casi a la carrera, la cabeza me daba
vueltas a mayor velocidad que el tapón del botellín. Me había
respondido a pocas preguntas en comparación con las muchas
que había suscitado. Al menos, había dejado de llover.
Tuve suerte. El señor Banner no había entrado aún en clase
cuando llegué. Me instalé rápidamente en mi asiento, consciente
de que tanto Mike como Angela no dejaban de mirarme. Mike
parecía resentido y Angela sorprendida, y un poco intimidada.
Entonces entró en clase el señor Banner y llamó al orden a los
alumnos. Hacía equilibrios para sostener en brazos unas cajitas
de cartón. Las soltó encima de la mesa de Mike y le dijo que
comenzara a distribuirlas por la clase.
—De acuerdo, chicos, quiero que todos toméis un objeto de las
cajas.
El sonido estridente de los guantes de goma contra sus muñecas
se me antojó de mal augurio.
—El primero contiene una tarjeta de identificación del grupo
sanguíneo —continuó mientras tomaba una tarjeta blanca con las
cuatro esquinas marcadas y la exhibía—. En segundo lugar,
tenemos un aplacador de cuatro puntas —sostuvo en alto algo
similar a un peine sin dientes—. El tercer objeto es una micro—
lanceta esterilizada —alzó una minúscula pieza de plástico azul y
la abrió. La aguja de la lanceta era invisible a esa distancia, pero
se me revolvió estómago.
—Voy a pasar con un cuentagotas con suero para preparar
vuestras tarjetas, de modo que, por favor, no empecéis hasta que
pase yo... —comenzó de nuevo por la mesa de Mike, depositando
con esmero una gota de agua en cada una de las cuatro esquinas
—. Luego, con cuidado, quiero que os pinchéis un dedo con la
lanceta.
Tomó la mano de Mike y le punzó la yema del dedo corazón con
la punta de la lanceta. Oh, no. Un sudor viscoso me cubrió la
frente.
—Depositad una gotita de sangre en cada una de las puntas —
hizo una demostración. Apretó el dedo de Mike hasta que fluyó
la sangre. Tragué de forma convulsiva, el estómago se revolvió
aún más—. Entonces las aplicáis a la tarjeta del test —concluyó.
Sostuvo en alto la goteante tarjeta roja delante de nosotros para
que la viéramos. Cerré los ojos, intenté oír por encima del pitido
de mis oídos.
—El próximo fin de semana, la Cruz Roja se detiene en Port
Angeles para recoger donaciones de sangre, por lo que he
pensado que todos vosotros deberíais conocer vuestro grupo
sanguíneo —parecía orgulloso de sí mismo—. Los menores de
dieciocho años vais a necesitar un permiso de vuestros padres...
Hay hojas de autorización encima de mi mesa.
Siguió cruzando la clase con el cuentagotas. Descansé la mejilla
contra la fría y oscura superficie de la mesa, intentando
mantenerme consciente. Todo lo que oía a mí alrededor eran
chillidos, quejas y risitas cuando se ensartaban los dedos con la
lanceta. Inspiré y expiré de forma acompasada por la boca.
—Bella, ¿te encuentras bien? —preguntó el señor Banner. Su voz
sonaba muy cerca de mi cabeza. Parecía alarmado.
—Ya sé cuál es mi grupo sanguíneo, señor Banner —dije con voz
débil. No me atrevía a levantar la cabeza.
— ¿Te sientes débil?
—Sí, señor —murmuré mientras en mi fuero interno me daba de
bofetadas por no haber hecho novillos cuando tuve la ocasión.
—Por favor, ¿alguien puede llevar a Bella a la enfermería? —
pidió en voz alta.
No tuve que alzar la vista para saber que Mike se ofrecería
voluntario.
— ¿Puedes caminar? —preguntó el señor Banner.
—Sí —susurré.
Limítate a dejarme salir de aquí, pensé. Mearrastraré.
Mike parecía ansioso cuando me rodeó la cintura con el brazo y
puso mi brazo sobre su hombro. Me apoyé pesadamente sobre él
mientras salía de clase.
Muy despacio, crucé el campus a remolque de Mike. Cuando
doblamos la esquina de la cafetería y estuvimos fuera del campo
de visión del edificio cuatro —en el caso de que el profesor
Banner estuviera mirando—, me detuve.
— ¿Me dejas sentarme un minuto, por favor? —supliqué.
Me ayudó a sentarme al borde del paseo.
—Y, hagas lo que hagas, ocúpate de tus asuntos —le avisé.
Aún seguía muy confusa. Me tumbé sobre un costado, puse la
mejilla sobre el cemento húmedo y gélido de la acera y cerré los
ojos. Eso pareció ayudar un poco.
—Vaya, te has puesto verde —comentó Mike, bastante nervioso.
— ¿Bella? —me llamó otra voz a lo lejos.
¡No! Por favor, que esa voz tan terriblemente familiar sea sólo una
imaginación.
— ¿Qué le sucede? ¿Está herida?
Ahora la voz sonó más cerca, y parecía preocupada. No me lo
estaba imaginando. Apreté los párpados con fuerza, me quería
morir o, como mínimo, no vomitar.
Mike parecía tenso.
—Creo que se ha desmayado. No sé qué ha pasado, no ha
movido ni un dedo.
—Bella —la voz de Edward sonó a mi lado. Ahora parecía
aliviado—. ¿Me oyes?
—No —gemí—. Vete.
Se rió por lo bajo.
—La llevaba a la enfermería —explicó Mike a la defensiva—,
pero no quiso avanzar más.
—Yo me encargo de ella —dijo Edward. Intuí su sonrisa en el
tono de su voz—. Puedes volver a clase.
—No —protestó Mike—. Se supone que he de hacerlo yo.
De repente, la acera se desvaneció debajo de mi cuerpo. Abrí los
ojos, sorprendida. Estaba en brazos de Edward, que me había
levantado en vilo, y me llevaba con la misma facilidad que si
pesara cinco kilos en lugar de cincuenta.
— ¡Bájame!
Por favor, por favor, que no le vomite encima.
Empezó a caminarantes de que terminara de hablar.
— ¡Eh! —gritó Mike, que ya se hallaba a diez pasos detrás de
nosotros.
Edward lo ignoró.
—Tienes un aspecto espantoso —me dijo al tiempo que esbozaba
una amplia sonrisa.
— ¡Déjame otra vez en la acera! —protesté.
El bamboleo de su caminar no ayudaba. Me sostenía con cuidado
lejos de su cuerpo, soportando todo mi peso sólo con los brazos,
sin que eso pareciera afectarle.
— ¿De modo que te desmayas al ver sangre? —preguntó.
Aquello parecía divertirle.
No le contesté. Cerré los ojos, apreté los labios y luché contra las
náuseas con todas mis fuerzas.
—Y ni siquiera era la visión de tu propia sangre —continuó
regodeándose.
No sé cómo abrió la puerta mientras me llevaba en brazos, pero
de repente hacía calor, por lo que supe que habíamos entrado.
—Oh, Dios mío —dijo de forma entrecortada una voz de mujer.
—Se desmayó en Biología —le explicó Edward.
Abrí los ojos. Estaba en la oficina. Edward me llevaba dando
zancadas delante del mostrador frontal en dirección a la puerta
de la enfermería. La señora Cope, la recepcionista de rostro
rubicundo, corrió delante de él para mantener la puerta abierta.
La atónita enfermera, una dulce abuelita, levantó los ojos de la
novela que leía mientras Edward me llevaba en volandas dentro
de la habitación y me depositaba con suavidad encima del
crujiente papel que cubría el colchón de vinilo marrón del único
catre. Luego se colocó contra la pared, tan lejos como lo permitía
la angosta habitación, con los ojos brillantes, excitados.
—Ha sufrido un leve desmayo —tranquilizó a la sobresaltada
enfermera—. En Biología están haciendo la prueba del Rh.
La enfermera asintió sabiamente.
—Siempre le ocurre a alguien.
Edward se rió con disimulo.
—Quédate tendida un minutito, cielo. Se pasará.
—Lo sé —dije con un suspiro. Las náuseas ya empezaban a
remitir.
— ¿Te sucede muy a menudo? —preguntó ella.
—A veces —admití. Edward tosió para ocultar otra carcajada.
—Puedes regresar a clase —le dijo la enfermera.
—Se supone que me tengo que quedar con ella —le contestó con
aquel tono suyo tan autoritario que la enfermera, aunque frunció
los labios, no discutió más.
—Voy a traerte un poco de hielo para la frente, cariño —me dijo,
y luego salió bulliciosamente de la habitación.
—Tenías razón —me quejé, dejando que mis ojos se cerraran.
—Suelo tenerla, ¿sobre qué tema en particular en esta ocasión?
—Hacer novillos
es saludable.Respiré de forma acompasada.
—Ahí fuera hubo un momento en que me asustaste —admitió
después de hacer una pausa. La voz sonaba como si confesara
una humillante debilidad—. Creí que Newton arrastraba tu
cadáver para enterrarlo en los bosques.
—Ja, ja.
Continué con los ojos cerrados, pero cada vez me encontraba más
entonada.
—Lo cierto es que he visto cadáveres con mejor aspecto. Me
preocupaba que tuviera que vengar tu asesinato.
—Pobre Mike. Apuesto a que se ha enfadado.
—Me aborrece por completo —dijo Edward jovialmente.
—No lo puedes saber —disentí, pero de repente me pregunté si a
lo mejor sí que podía.
—Vi su rostro... Te lo aseguro.
— ¿Cómo es que me viste? Creí que te habías ido.
Ya me encontraba prácticamente recuperada. Las náuseas se
hubieran pasado con mayor rapidez de haber comido algo
durante el almuerzo, aunque, por otra parte, tal vez era
afortunada por haber tenido el estómago vacío.
—Estaba en mi coche escuchando un CD.
Aquella respuesta tan sencilla me sorprendió. Oí la puerta y abrí
los ojos para ver a la enfermera con una compresa fría en la
mano.
—Aquí tienes, cariño —la colocó sobre mi frente y añadió—:
Tienes mejor aspecto.
—Creo que ya estoy bien —dije mientras me incorporaba
lentamente.
Me pitaban un poco los oídos, pero no tenía mareos. Las paredes
de color menta no daban vueltas.
Pude ver que me iba a obligar a acostarme de nuevo, pero en ese
preciso momento la puerta se abrió y la señora Cope se golpeó la
cabeza contra la misma.
—Ahí viene otro —avisó.
Me bajé de un salto para dejar libre el camastro para el siguiente
inválido. Devolví la compresa a la enfermera.
—Tome, ya no la necesito.
Entonces, Mike cruzó la puerta tambaleándose. Ahora sostenía a
Lee Stephens, otro chico de nuestra clase de Biología, que tenía el
rostro amarillento. Edward y yo retrocedimos hacia la pared para
hacerles sitio.
—Oh, no —murmuró Edward—. Vamonos fuera de aquí, Bella.
Aturdida, le busqué con la mirada.
—Confía en mí... Vamos.
Di media vuelta y me aferré a la puerta antes de que se cerrara
para salir disparada de la enfermería. Sentí que Edward me
seguía.
—Por una vez me has hecho caso.
Estaba sorprendido.
—Olí la sangre —le dije, arrugando la nariz. Lee no se ha puesto
malo por ver la sangre de otros, como yo.
—La gente no puede oler la sangre —me contradijo.
—Bueno, yo sí. Eso es lo que me pone mala. Huele a óxido... y a
sal.
Se me quedó mirando con una expresión insondable.
— ¿Qué? —le pregunté.
—No es nada.
Entonces, Mike cruzó la puerta, sus ojos iban de Edward a mí. La
mirada que le dedicó a Edward me confirmó lo que éste me había
dicho, que Mike lo aborrecía. Volvió a mirarme con gesto
malhumorado.
—Tienes mejor aspecto —me acusó.
—Ocúpate de tus asuntos —volví a avisarle.
—Ya no sangra nadie más —murmuró—. ¿Vas a volver a clase?
— ¿Bromeas? Tendría que dar media vuelta y volver aquí.
—Sí, supongo que sí. ¿Vas a venir este fin de semana a la playa?
Mientras hablaba, lanzó otra mirada fugaz hacia Edward, que se
apoyaba con gesto ausente contra el desordenado mostrador,
inmóvil como una estatua. Intenté que pareciera lo más amigable
posible:
—Claro. Te dije que iría.
—Nos reuniremos en la tienda de mi padre a las diez.
Su mirada se posó en Edward otra vez, preguntándose si no
estaría dando demasiada información. Su lenguaje corporal
evidenciaba que no era una invitación abierta.
—Allí estaré —prometí.
—Entonces, te veré en clase de gimnasia —dijo, dirigiéndose con
inseguridad hacia la puerta.
—Hasta la vista —repliqué.
Me miró una vez más con la contrariedad escrita en su rostro
redondeado y se encorvó mientras cruzaba lentamente la puerta.
Me invadió una oleada de compasión. Sopesé el hecho de ver su
rostro desencantado otra vez en clase de Educación física.
—Gimnasia —gemí.
—Puedo hacerme cargo de eso —no me había percatado de que
Edward se había acercado, pero me habló al oído—. Ve a sentarte
e intenta parecer paliducha —murmuró.
Esto no suponía un gran cambio. Siempre estaba pálida, y mi
reciente desmayo había dejado una ligera capa de sudor sobre mi
rostro. Me senté en una de las crujientes sillas plegables
acolchadas
y descansé la cabeza contra la pared con los ojoscerrados. Los desmayos siempre me dejaban agotada.
Oí a Edward hablar con voz suave en el mostrador.
— ¿Señora Cope?
— ¿Sí?
No la había oído regresar a su mesa.
—Bella tiene gimnasia la próxima hora y creo que no se
encuentra del todo bien. ¿Cree que podría dispensarla de asistir a
esa clase? —su voz era aterciopelada. Pude imaginar lo
convincentes que estaban resultando sus ojos.
—Edward —dijo la señora Cope sin dejar de ir y venir. ¿Por qué
no era yo capaz de hacer lo mismo?—, ¿necesitas también que te
dispense a ti?
—No. Tengo clase con la señora Goff. A ella no le importará.
—De acuerdo, no te preocupes de nada. Que te mejores, Bella —
me deseó en voz alta. Asentí débilmente con la cabeza,
sobreactuando un poquito.
— ¿Puedes caminar o quieres que te lleve en brazos otra vez?
De espaldas a la recepcionista, su expresión se tornó sarcástica.
—Caminaré.
Me levanté con cuidado, seguía sintiéndome bien. Mantuvo la
puerta abierta para mí, con la amabilidad en los labios y la burla
en los ojos. Salí hacia la fría llovizna que empezaba a caer.
Agradecí que se llevara el sudor pegajoso de mi rostro. Era la
primera vez que disfrutaba de la perenne humedad que emanaba
del cielo.
—Gracias —le dije cuando me siguió—. Merecía la pena seguir
enferma para perderse la clase de gimnasia.
—Sin duda.
Me miró directamente, con los ojos entornados bajo la lluvia.
—De modo que vas a ir... Este sábado, quiero decir.
Esperaba que él viniera, aunque parecía improbable. No me lo
imaginaba poniéndose de acuerdo con el resto de los chicos del
instituto para ir en coche a algún sitio. No pertenecía al mismo
mundo, pero la sola esperanza de que pudiera suceder me dio la
primera punzada de entusiasmo que había sentido por ir a la
excursión.
— ¿Adonde vais a ir exactamente? —seguía mirando al frente,
inexpresivo.
—A La Push, al puerto.
Estudié su rostro, intentando leer en el mismo. Sus ojos
parecieron entrecerrarse un poco más. Me lanzó una mirada con
el rabillo del ojo y sonrió secamente.
—En verdad, no creo que me hayan invitado.
Suspiré.
—Acabo de invitarte.
—No avasallemos más entre los dos al pobre Mike esta semana,
no sea que se vaya a romper.
Sus ojos centellearon. Disfrutaba de la idea más de lo normal.
—El blandengue de Mike... —murmuré, preocupada por la
forma en que había dicho «entre los dos». Me gustaba más de lo
conveniente.
Ahora estábamos cerca del aparcamiento. Me desvié a la
izquierda, hacia el monovolumen. Algo me agarró de la cazadora
y me hizo retroceder.
— ¿Adonde te crees que vas? —preguntó ofendido.
Edward me aferraba de la misma con una sola mano. Estaba
perpleja.
—Me voy a casa.
— ¿Acaso no me has oído decir que te iba a dejar a salvo en casa?
¿Crees que te voy a permitir que conduzcas en tu estado?
— ¿En qué estado? ¿Y qué va a pasar con mi coche? ——me
quejé.
—Se lo tendré que dejar a Alice después de la escuela.
Me arrastró de la ropa hacia su coche. Todo lo que podía hacer
era intentar no caerme, aunque, de todos modos, lo más probable
es que me sujetara si perdía el equilibrio.
— ¡Déjame! —insistí.
Me ignoró. Anduve haciendo eses sobre las aceras empapadas
hasta llegar a su Volvo. Entonces, me soltó al fin. Me tropecé
contra la puerta del copiloto.
— ¡Eres tan
insistente!—refunfuñé.—Está abierto —se limitó a responder. Entró en el coche por el
lado del conductor.
—Soy perfectamente capaz de conducir hasta casa.
Permanecí junto al Volvo echando chispas. Ahora llovía con más
fuerza y el pelo goteaba sobre mi espalda al no haberme puesto
la capucha. Bajó el cristal de la ventanilla automática y se inclinó
sobre el asiento del copiloto:
—Entra, Bella.
No le respondí. Estaba calculando las oportunidades que tenía de
alcanzar el monovolumen antes de que él me atrapara, y tenía
que admitir que no eran demasiadas.
—Te arrastraría de vuelta aquí —me amenazó, adivinando mi
plan.
Intenté mantener toda la dignidad que me fue posible al entrar
en el Volvo. No tuve mucho éxito. Parecía un gato empapado y
las botas crujían continuamente.
—Esto es totalmente innecesario —dije secamente.
No me respondió. Manipuló los mandos, subió la calefacción y
bajó la música. Cuando salió del aparcamiento, me preparaba
para castigarle con mi silencio —poniendo un mohín de total
enfado—, pero entonces reconocí la música que sonaba y la
curiosidad prevaleció sobre la intención.
—
¿Claro de luna?—pregunté sorprendida.— ¿Conoces a Debussy? —él también parecía estar sorprendido.
—No mucho —admití—. Mi madre pone mucha música clásica
en casa, pero sólo conozco a mis favoritos.
—También es uno de mis favoritos.
Siguió mirando al frente, a través de la lluvia, sumido en sus
pensamientos.
Escuché la música mientras me relajaba contra la suave tapicería
de cuero gris. Era imposible no reaccionar ante la conocida y
relajante melodía. La lluvia emborronaba todo el paisaje más allá
de la ventanilla hasta convertirlo en una mancha de tonalidades
grises y verdes. Comencé a darme cuenta de lo rápido que
íbamos, pero, no obstante, el coche se movía con tal firmeza y
estabilidad que no notaba la velocidad, salvo por lo deprisa que
dejábamos atrás el pueblo.
— ¿Cómo es tu madre? —me preguntó de repente.
Lo miré de refilón, con curiosidad.
—Se parece mucho a mí, pero es más guapa —respondí. Alzó las
cejas—; he heredado muchos rasgos de Charlie. Es más sociable y
atrevida que yo. También es irresponsable y un poco excéntrica,
y una cocinera impredecible. Es mi mejor amiga —me callé.
Hablar de ella me había deprimido.
—Bella, ¿cuántos años tienes?
Por alguna razón que no conseguía comprender, la voz de
Edward contenía un tono de frustración. Detuvo el coche y
entonces comprendí que habíamos llegado ya a la casa de
Charlie. Llovía con tanta fuerza que apenas conseguía ver la
vivienda. Parecía que el coche estuviera en el lecho de un río.
—Diecisiete —respondí un poco confusa.
—No los aparentas —dijo con un tono de reproche que me hizo
reír.
— ¿Qué pasa? —inquirió, curioso de nuevo.
—Mi madre siempre dice que nací con treinta y cinco años y que
cada año me vuelvo más madura —me reí y luego suspiré—. En
fin, una de las dos debía ser adulta —me callé durante un
segundo—. Tampoco tú te pareces mucho a un adolescente de
instituto.
Torció el gesto y cambió de tema.
—En ese caso, ¿por qué se casó tu madre con Phil?
Me sorprendió que recordara el nombre. Sólo lo había
mencionado una vez hacía dos meses. Necesité unos momentos
para responder.
—Mi madre tiene... un espíritu muy joven para su edad. Creo
que Phil hace que se sienta aún más joven. En cualquier caso, ella
está loca por él —sacudí la cabeza. Aquella atracción suponía un
misterio para mí.
— ¿Lo apruebas?
— ¿Importa? —le repliqué—. Quiero que sea feliz, y Phil es lo
que ella quiere.
—Eso es muy generoso por tu parte... Me pregunto... —
murmuró, reflexivo.
— ¿El qué?
— ¿Tendría ella esa misma cortesía contigo, sin importarle tu
elección?
De repente, prestaba una gran atención. Nuestras miradas se
encontraron.
—E—eso c—creo —tartamudeé—, pero, después de todo, ella es
la madre. Es un poquito diferente.
—Entonces, nadie que asuste demasiado —se burló.
Le respondí con una gran sonrisa.
— ¿A qué te refieres con que asuste demasiado? ¿Múltiples
piercings
en el rostro y grandes tatuajes?—Supongo que ésa es una posible definición.
— ¿Cuál es la tuya?
Pero ignoró mi pregunta y respondió con otra.
— ¿Crees que puedo asustar?
Enarcó una ceja. El tenue rastro de una sonrisa iluminó su rostro.
—Eh... Creo que puedes hacerlo si te lo propones.
— ¿Te doy miedo ahora?
La sonrisa desapareció del rostro de Edward y su rostro divino se
puso repentinamente serio, pero yo respondí rápidamente—
—No.
La sonrisa reapareció.
—Bueno, ¿vas a contarme algo de tu familia? —pregunté para
distraerle—. Debe de ser una historia mucho más interesante que
la mía.
Se puso en guardia de inmediato.
— ¿Qué es lo que quieres saber?
— ¿Te adoptaron los Cullen? —pregunté para comprobar el
hecho.
—Sí.
Vacilé unos momentos. — ¿Qué les ocurrió a tu padres?
—Murieron hace muchos años —contestó con toda naturalidad.
—Lo siento —murmuré.
—En realidad, los recuerdo de forma confusa. Carlisle y Esme
llevan siendo mis padres desde hace mucho tiempo.
—Y tú los quieres —no era una pregunta. Resultaba obvio por el
modo en que hablaba de ellos.
—Sí —sonrió—. No puedo concebir a dos personas mejores que
ellos.
—Eres muy afortunado.
—Sé que lo soy.
— ¿Y tu hermano y tu hermana? Lanzó una mirada al reloj del
salpicadero.
—A propósito, mi hermano, mi hermana, así como Jasper y
Rosalie se van a disgustar bastante si tienen que esperarme bajo
la lluvia.
—Oh, lo siento. Supongo que debes irte.
Yo no quería salir del coche.
—Y tú probablemente quieres recuperar el coche antes de que el
jefe de policía Swan vuelva a casa para no tener que contarle el
incidente de Biología.
Me sonrió.
—Estoy segura de que ya se ha enterado. En Forks no existen los
secretos —suspiré.
Rompió a reír.
—Diviértete en la playa... Que tengáis buen tiempo para tomar el
sol —me deseó mientras miraba las cortinas de lluvia.
— ¿No te voy a ver mañana?
—No. Emmett y yo vamos a adelantar el fin de semana.
— ¿Qué es lo que vais a hacer?
Una amiga puede preguntar ese tipo de cosas, ¿no? Esperaba que
mi voz no dejara traslucir el desencanto.
—Nos vamos de excursión al bosque de Goat Rocks, al sur del
monte Rainier.
—Ah, vaya, diviértete —intenté simular entusiasmo, aunque
dudo que lo lograse. Una sonrisa curvó las comisuras de sus
labios. Se giró para mirarme de frente, empleando todo el poder
de sus ardientes ojos dorados.
— ¿Querrías hacer algo por mí este fin de semana?
Asentí desvalida.
—No te ofendas, pero pareces ser una de esas personas que
atraen los accidentes como un imán. Así que..., intenta no caerte
al océano, dejar que te atropellen, ni nada por el estilo... ¿De
acuerdo?
Esbozó una sonrisa malévola. Mi desvalimiento desapareció
mientras hablaba. Le miré fijamente.
—Veré qué puedo hacer —contesté bruscamente, mientras salía
del volvo bajo la lluvia de un salto. Cerré la puerta de un
portazo. Edward aún seguía sonriendo cuando se alejó al volante
de su coche.
CUENTOS DE MIEDO
En realidad, cuando me senté en mi habitación e intenté
concentrarme en la lectura del tercer acto de
Macbeth, estabaatenta a ver si oía el motor de mi coche. Pensaba que podría
escuchar el rugido del motor por encima del tamborileo de la
lluvia, pero, cuando aparté la cortina para mirar de nuevo,
apareció allí de repente.
No esperaba el viernes con especial interés, sólo consistía en
reasumir mi vida sin expectativas. Hubo unos pocos
comentarios, por supuesto. Jessica parecía tener un interés
especial por comentar el tema, pero, por fortuna, Mike había
mantenido el pico cerrado y nadie parecía saber nada de la
participación de Edward. No obstante, Jessica me formuló un
montón de preguntas acerca de mi almuerzo y en clase de
Trigonometría me dijo:
— ¿Qué quería ayer Edward Cullen?
—No lo sé —respondí con sinceridad—. En realidad, no fue al
grano.
—Parecías como enfadada —comentó a ver si me sonsacaba algo.
— ¿Sí? — mantuve el rostro inexpresivo.
—Ya sabes, nunca antes le había visto sentarse con nadie que no
fuera su familia. Era extraño.
—Extraño en verdad —coincidí.
Parecía asombrada. Se alisó sus rizos oscuros con impaciencia.
Supuse que esperaba escuchar cualquier cosa que le pareciera
una buena historia que contar.
Lo peor del viernes fue que, a pesar de saber que él no iba a estar
presente, aún albergaba esperanzas. Cuando entré en la cafetería
en compañía de Jessica y Mike, no pude evitar mirar la mesa en
la que Rosalie, Alice y Jasper se sentaban a hablar con las cabezas
juntas. No pude contener la melancolía que me abrumó al
comprender que no sabía cuánto tiempo tendría que esperar
antes de volverlo a ver.
En mi mesa de siempre no hacían más que hablar de los planes
para el día siguiente. Mike volvía a estar animado, depositaba
mucha fe en el hombre del tiempo, que vaticinaba sol para el
sábado. Tenía que verlo para creerlo, pero hoy hacía más calor,
casi doce grados. Puede que la excursión no fuera del todo
espantosa.
Intercepté unas cuantas miradas poco amistosas por parte de
Lauren durante el almuerzo, hecho que no comprendí hasta que
salimos juntas del comedor. Estaba justo detrás de ella, a un solo
pie de su pelo rubio, lacio y brillante, y no se dio cuenta, desde
luego, cuando oí que le murmuraba a Mike:
—No sé por qué Bella —sonrió con desprecio al pronunciar mi
nombre— no se sienta con los Cullen de ahora en adelante.
Hasta ese momento no me había percatado de la voz tan nasal y
estridente que tenía, y me sorprendió la malicia que destilaba. En
realidad, no la conocía muy bien; sin duda, no lo suficiente para
que me detestara..., o eso había pensado.
—Es mi amiga, se sienta con nosotros —le replicó en susurros
Mike, con mucha lealtad, pero también de forma un poquito
posesiva. Me detuve para permitir que Jessica y Angela me
adelantaran. No quería oír nada más.
Durante la cena de aquella noche, Charlie parecía entusiasmado
por mi viaje a La Push del día siguiente. Sospecho que se sentía
culpable por dejarme sola en casa los fines de semana, pero había
pasado demasiados años forjando unos hábitos para romperlos
ahora. Conocía los nombres de todos los chicos que iban, por
supuesto, y los de sus padres y, probablemente, también los de
sus tatarabuelos. Parecía aprobar la excursión. Me pregunté si
aprobaría mi plan de ir en coche a Seattle con Edward Cullen.
Tampoco se lo iba a decir.
—Papá —pregunté como por casualidad—, ¿conoces un lugar
llamado Goat Rocks, o algo parecido? Creo que está al sur del
monte Rainier.
—Sí... ¿Por qué?
Me encogí de hombros.
—Algunos chicos comentaron la posibilidad de acampar allí.
—No es buen lugar para acampar —parecía sorprendido—. Hay
demasiados osos. La mayoría de la gente acude allí durante la
temporada de caza.
—Oh —murmuré—, tal vez haya entendido mal el nombre.
Pretendía dormir hasta tarde, pero un insólito brillo me despertó.
Abrí los ojos y vi entrar a chorros por la ventana una límpida luz
amarilla. No me lo podía creer. Me apresuré a ir a la ventana
para comprobarlo, y efectivamente, allí estaba el sol. Ocupaba un
lugar equivocado en el cielo, demasiado bajo, y no parecía tan
cercano como de costumbre, pero era el sol, sin duda. Las nubes
se congregaban en el horizonte, pero en el medio del cielo se veía
una gran área azul. Me demoré en la ventana todo lo que pude,
temerosa de que el azul del cielo volviera a desaparecer en
cuanto me fuera.
La tienda de artículos deportivos olímpicos de Newton se situaba
al extremo norte del pueblo. La había visto con anterioridad, pero
nunca me había detenido allí al no necesitar ningún artículo para
estar al aire libre durante mucho tiempo. En el aparcamiento
reconocí el Suburban de Mike y el Sentra de Tyler. Vi al grupo
alrededor de la parte delantera del Suburban mientras aparcaba
junto a ambos vehículos. Eric estaba allí en compañía de otros
dos chicos con los que compartía clases; estaba casi segura de que
se llamaban Ben y Conner. Jess también estaba, flanqueada por
Angela y Lauren. Las acompañaban otras tres chicas, incluyendo
una a la que recordaba haberle caído encima durante la clase de
gimnasia del viernes. Esta me dirigió una mirada asesina cuando
bajé del coche, y le susurró algo a Lauren, que se sacudió la
dorada melena y me miró con desdén.
De modo que aquél iba a ser uno de
esos días.Al menos Mike se alegraba de verme.
— ¡Has venido! —gritó encantado—. ¿No te dije que hoy iba a
ser un día soleado?
—Y yo te dije que iba a venir —le recordé.
—Sólo nos queda esperar a Lee y a Samantha, a menos que tú
hayas invitado a alguien —agregó.
—No —mentí con desenvoltura mientras esperaba que no me
descubriera y deseando al mismo tiempo que ocurriese un
milagro y apareciera Edward.
Mike pareció satisfecho.
— ¿Montarás en mi coche? Es eso o la minifurgoneta de la madre
de Lee.
—Claro.
Sonrió gozoso. ¡Qué fácil era hacer feliz a Mike!
—Podrás sentarte junto a la ventanilla —me prometió. Oculté mi
mortificación. No resultaba tan sencillo hacer felices a Mike y a
Jessica al mismo tiempo. Ya la veía mirándonos ceñuda.
No obstante, el número jugaba a mi favor. Lee trajo a otras dos
personas más y de repente se necesitaron todos los asientos. Me
las arreglé para situar a Jessica en el asiento delantero del
Suburban, entre Mike y yo. Mike podía haberse comportado con
más elegancia, pero al menos Jess parecía aplacada.
Entre La Push y Forks había menos de veinticinco kilómetros de
densos y vistosos bosques verdes que bordeaban la carretera.
Debajo de los mismos serpenteaba el caudaloso río Quillayute.
Me alegré de tener el asiento de la ventanilla. Giré la manivela
para bajar el cristal —el Suburban resultaba un poco
claustrofóbico con nueve personas dentro— e intenté absorber
tanta luz solar como me fue posible.
Había visto las playas que rodeaban La Push muchas veces
durante mis vacaciones en Forks con Charlie, por lo que ya me
había familiarizado con la playa en forma de media luna de más
de kilómetro y medio de First Beach. Seguía siendo
impresionante. El agua de un color gris oscuro, incluso cuando la
bañaba la luz del sol, aparecería coronada de espuma blanca
mientras se mecía pesadamente hacia la rocosa orilla gris. Las
paredes de los escarpados acantilados de las islas se alzaban
sobre las aguas del malecón metálico. Estos alcanzaban alturas
desiguales y estaban coronados por austeros abetos que se
elevaban hacia el cielo. La playa sólo tenía una estrecha franja de
auténtica arena al borde del agua, detrás de la cual se
acumulaban miles y miles de rocas grandes y lisas que, a lo lejos,
parecían de un gris uniforme, pero de cerca tenían todos los
matices posibles de una piedra: terracota, verdemar, lavanda,
celeste grisáceo, dorado mate. La marca que dejaba la marea en la
playa estaba sembrada de árboles de color ahuesado —a causa de
la salinidad marina— arrojados a la costa por las olas.
Una fuerte brisa soplaba desde el mar, frío y salado. Los
pelícanos flotaban sobre las ondulaciones de la marea mientras
las gaviotas y un águila solitaria las sobrevolaban en círculos. Las
nubes seguían trazando un círculo en el firmamento,
amenazando con invadirlo de un momento a otro, pero, por
ahora, el sol seguía brillando espléndido con su halo luminoso en
el azul del cielo.
Elegimos un camino para bajar a la playa. Mike nos condujo
hacia un círculo de lefios arrojados a la playa por la marea. Era
obvio que los habían utilizado antes para acampadas como la
nuestra. En el lugar ya se veía el redondel de una fogata cubierto
con cenizas negras. Eric y el chico que, según creía, se llamaba
Ben recogieron ramas rotas de los montones más secos que se
apilaban al borde del bosque, y pronto tuvimos una fogata con
forma de tipi encima de los viejos rescoldos.
— ¿Has visto alguna vez una fogata de madera varada en la
playa? —me preguntó Mike.
Me sentaba en un banco de color blanquecino. En el otro extremo
se congregaban las demás chicas, que chismorreaban
animadamente. Mike se arrodilló junto a la hoguera y encendió
una rama pequeña con un mechero.
—No —reconocí mientras él lanzaba con precaución la rama en
llamas contra el tipi.
—Entonces, te va a gustar... Observa los colores.
Prendió otra ramita y la depositó junto a la primera. Las llamas
comenzaron a lamer con rapidez la lefia seca.
— ¡Es azul! —exclamé sorprendida.
—Es a causa de la sal. ¿Precioso, verdad?
Encendió otra más y la colocó allí donde el fuego no había
prendido y luego vino a sentarse a mi lado. Por fortuna, Jessica
estaba junto a él, al otro lado. Se volvió hacia Mike y reclamó su
atención. Contemplé las fascinantes llamas verdes y azules que
chisporroteaban hacia el cielo.
Después de media hora de cháchara, algunos chicos quisieron
dar una caminata hasta las marismas cercanas. Era un dilema.
Por una parte, me encantan las pozas que se forman durante la
bajamar. Me han fascinado desde niña; era una de las pocas cosas
que me hacían ilusión cuando debía venir a Forks, pero, por otra,
también me caía dentro un montón de veces. No es un buen
trago cuando se tiene siete años y estás con tu padre. Eso me
recordó la petición de Edward, de que no me cayera al mar.
Lauren fue quien decidió por mí. No quería caminar, ya que
calzaba unos zapatos nada adecuados para hacerlo. La mayoría
de las otras chicas, incluidas Jessica y Angela, decidieron
quedarse también en la playa. Esperé a que Tyler y Eric se
hubieran comprometido a acompañarlas antes de levantarme con
sigilo para unirme al grupo de caminantes. Mike me dedicó una
enorme sonrisa cuando vio que también iba.
La caminata no fue demasiado larga, aunque me fastidiaba
perder de vista el cielo al entrar en el bosque. La luz verde de
éste difícilmente podía encajar con las risas juveniles, era
demasiado oscuro y aterrador para estar en armonía con las
pequeñas bromas que se gastaban a mí alrededor. Debía vigilar
cada paso que daba con sumo cuidado para evitar las raíces del
suelo y las ramas que había sobre mi cabeza, por lo que no tardé
en rezagarme. Al final me adentré en los confines esmeraldas de
la foresta y encontré de nuevo la rocosa orilla. Había bajado la
marea y un río fluía a nuestro lado de camino hacia el mar. A lo
largo de sus orillas sembradas de guijarros había pozas poco
profundas que jamás se secaban del todo. Eran un hervidero de
vida.
Tuve buen cuidado de no inclinarme demasiado sobre aquellas
lagunas naturales. Los otros fueron más intrépidos, brincaron
sobre las rocas y se encaramaron a los bordes de forma precaria.
Localicé una piedra de apariencia bastante estable en los
aledaños de una de las lagunas más grandes y me senté con
cautela, fascinada por el acuario natural que había a mis pies.
Ramilletes de brillantes anémonas se ondulaban sin cesar al
compás de la corriente invisible. Conchas en espiral rodaban
sobre los repliegues en cuyo interior se ocultaban los cangrejos.
Una estrella de mar inmóvil se aferraba a las rocas, mientras una
rezagada anguila pequeña de estrías blancas zigzagueaba entre
los relucientes juncos verdes a la espera de la pleamar. Me quedé
completamente absorta, a excepción de una pequeña parte de mi
mente, que se preguntaba qué estaría haciendo ahora Edward e
intentaba imaginar lo que diría de estar aquí conmigo.
Finalmente, los muchachos sintieron apetito y me levanté con
rigidez para seguirlos de vuelta a la playa. En esta ocasión
intenté seguirles el ritmo a través del bosque, por lo que me caí
unas cuantas veces, cómo no. Me hice algunos rasguños poco
profundos en las palmas de las manos, y las rodillas de mis
vaqueros se riñeron de verdín, pero podía haber sido peor.
Cuando regresamos a First Beach, el grupo que habíamos dejado
se había multiplicado. Al acercarnos pude ver el lacio y
reluciente pelo negro y la piel cobriza de los recién llegados, unos
adolescentes de la reserva que habían acudido para hacer un
poco de vida social.
La comida ya había empezado a repartirse, y los chicos se
apresuraron para pedir que la compartieran mientras Eric nos
presentaba al entrar en el círculo de la fogata. Angela y yo fuimos
las últimas en llegar y me di cuenta de que el más joven de los
recién llegados, sentado sobre las piedras cerca del fuego, alzó la
vista para mirarme con interés cuando Eric pronunció nuestros
nombres. Me senté junto a Angela, y Mike nos trajo unos
sandwiches y una selección de refrescos para que eligiéramos
mientras el chico que tenía aspecto de ser el mayor de los
visitantes pronunciaba los nombres de los otros siete jóvenes que
lo acompañaban. Todo lo que pude comprender es que una de
las chicas también se llamaba Jessica y que el muchacho cuya
atención había despertado respondía al nombre de Jacob.
Resultaba relajante sentarse con Angela, era una de esas personas
sosegadas que no sentían la necesidad de llenar todos los
silencios con cotorreos. Me dejó cavilar tranquilamente sin
molestarme mientras comíamos. Pensaba de qué forma tan
deshilvanada transcurría el tiempo en Forks; a veces pasaba
como en una nebulosa, con unas imágenes únicas que sobresalían
con mayor claridad que el resto, mientras que en otras ocasiones
cada segundo era relevante y se grababa en mi mente. Sabía con
exactitud qué causaba la diferencia y eso me perturbaba.
Las nubes comenzaron a avanzar durante el almuerzo. Se
deslizaban por el cielo azul y ocultaban de forma fugaz y
momentánea el sol, proyectando sombras alargadas sobre la
playa y oscureciendo las olas. Los chicos comenzaron a alejarse
en duetos y tríos cuando terminaron de comer. Algunos
descendieron hasta el borde del mar para jugar a la cabrilla
lanzando piedras sobre la superficie agitada del mismo. Otros se
congregaron para efectuar una segunda expedición a las pozas.
Mike, con Jessica convertida en su sombra, encabezó otra a la
tienda de la aldea. Algunos de los nativos los acompañaron y
otros se fueron a pasear. Para cuando se hubieron dispersado
todos, me había quedado sentada sola sobre un leño, con Lauren
y Tyler muy ocupados con un reproductor de CD que alguien
había tenido la ocurrencia de traer, y tres adolescentes de la
reserva situados alrededor del fuego, incluyendo al jovencito
llamado Jacob y al más adulto, el que había actuado de portavoz.
A los pocos minutos, Angela se fue con los paseantes y Jacob
acudió andando despacio para sentarse en el sitio libre que
aquélla había dejado a mi lado. A juzgar por su aspecto debería
tener catorce, tal vez quince años. Llevaba el brillante pelo largo
recogido con una goma elástica en la nuca. Tenía una preciosa
piel sedosa de color rojizo y ojos oscuros sobre los pómulos
pronunciados. Aún quedaba un ápice de la redondez de la
infancia alrededor de su mentón. En suma, tenía un rostro muy
bonito. Sin embargo, sus primeras palabras estropearon aquella
impresión positiva.
—Tú eres Isabella Swan, ¿verdad?
Aquello era como empezar otra vez el primer día del instituto.
—Bella —dije con un suspiro.
—Me llamo Jacob Black —me tendió la mano con gesto amistoso
—. Tú compraste el coche de mi papá.
—Oh—dije aliviada mientras le estrechaba la suave mano—. Eres
el hijo de Billy. Probablemente debería acordarme de ti.
—No, soy el benjamín... Deberías acordarte de mis hermanas
mayores.
—Rachel y Rebecca —recordé de pronto.
Charlie y Billy nos habían abandonado juntas muchas veces para
mantenernos ocupadas mientras pescaban. Todas éramos
demasiado tímidas para hacer muchos progresos como amigas.
Por supuesto, había montado las suficientes rabietas para
terminar con las excursiones de pesca cuando tuve once años.
— ¿Han venido? —inquirí mientras examinaba a las chicas que
estaban al borde del mar preguntándome si sería capaz; de
reconocerlas ahora.
—No —Jacob negó con la cabeza—. Rachel tiene una beca del
Estado de Washington y Rebecca se casó con un surfista
samoano. Ahora vive en Hawai.
— ¿Está casada? Vaya —estaba atónita. Las gemelas apenas
tenían un año más que yo.
— ¿Qué tal te funciona el monovolumen? —preguntó.
—Me encanta, y va muy bien.
—Sí, pero es muy lento —se rió—. Respiré aliviado cuando
Charlie lo compró. Papá no me hubiera dejado ponerme a
trabajar en la construcción de otro coche mientras tuviéramos
uno en perfectas condiciones.
—No es tan lento —objeté.
— ¿Has intentado pasar de sesenta?
—No.
—Bien. No lo hagas.
Esbozó una amplia sonrisa y no pude evitar devolvérsela.
—Eso lo mejora en caso de accidente —alegué en defensa de mi
automóvil.
—Dudo que un tanque pudiera con ese viejo dinosaurio —
admitió entre risas.
—Así que fabricas coches... —comenté, impresionada.
—Cuando dispongo de tiempo libre y de piezas. ¿No sabrás por
un casual dónde puedo adquirir un cilindro maestro para un
Volkswagen Rabbit del ochenta y seis? —añadió jocosamente.
Tenía una voz amable y ronca.
—Lo siento —me eché a reír—. No he visto ninguno
últimamente, pero estaré ojo avizor para avisarte.
Como si yo supiera qué era eso. Era muy fácil conversar con él.
Exhibió una sonrisa radiante y me contempló en señal de
apreciación, de una forma que había aprendido a reconocer. No
fui la única que se dio cuenta.
— ¿Conoces a Bella, Jacob? —preguntó Lauren desde el otro lado
del fuego con un tono que yo imaginé como insolente.
—En cierto modo, hemos sabido el uno del otro desde que nací
—contestó entre risas, y volvió a sonreírme.
— ¡Qué bien!
No parecía que fuera eso lo que pensara, y entrecerró sus pálidos
ojos de besugo.
—Bella —me llamó de nuevo mientras estudiaba con atención mi
rostro—, le estaba diciendo a Tyler que es una pena que ninguno
de los Cullen haya venido hoy. ¿Nadie se ha acordado de
invitarlos?
Su expresión preocupada no era demasiado convincente.
— ¿Te refieres a la familia del doctor Carlisle Cullen? —preguntó
el mayor de los chicos de la reserva antes de que yo pudiera
responder, para gran irritación de Lauren. En realidad, tenía más
de hombre que de niño y su voz era muy grave.
—Sí, ¿los conoces? —preguntó con gesto condescendiente,
volviéndose en parte hacia él.
—Los Cullen no vienen aquí —respondió en un tono que daba el
tema por zanjado e ignorando la pregunta de Lauren.
Tyler le preguntó a Lauren qué le parecía el CD que sostenía en
un intento de recuperar su atención. Ella se distrajo.
Contemplé al desconcertante joven de voz profunda, pero él
miraba a lo lejos, hacia el bosque umbrío que teníamos detrás de
nosotros. Había dicho que los Cullen no venían aquí, pero el tono
empleado dejaba entrever algo más, que no se les permitía, que
lo tenían prohibido. Su actitud me causó una extraña impresión
que intenté ignorar sin éxito. Jacob interrumpió el hilo de mis
cavilaciones.
— ¿Aún te sigue volviendo loca Forks?
—Bueno, yo diría que eso es un eufemismo —hice una mueca y
él sonrió con comprensión.
Le seguía dando vueltas al breve comentario sobre los Cullen y
de repente tuve una inspiración. Era un plan estúpido, pero no se
me ocurría nada mejor. Albergaba la esperanza de que el joven
Jacob aún fuera inexperto con las chicas, por lo que no vería lo
penoso de mis intentos de flirteo.
— ¿Quieres bajar a dar un paseo por la playa conmigo? —le
pregunté mientras intentaba imitar la forma en que Edward me
miraba a través de los párpados. No iba a causar el mismo efecto,
estaba segura, pero Jacob se incorporó de un salto con bastante
predisposición.
Las nubes terminaron por cerrar filas en el cielo, oscureciendo las
aguas del océano y haciendo descender la temperatura, mientras
nos dirigíamos hacia el norte entre rocas de múltiples
tonalidades, en dirección al espigón de madera. Metí las manos
en los bolsillos de mi chaquetón.
—De modo que tienes... ¿dieciséis años? —le pregunté al tiempo
que intentaba no parecer una idiota cuando parpadeé como había
visto hacer a las chicas en la televisión.
—Acabo de cumplir quince —confesó adulado.
— ¿De verdad? —mi rostro se llenó de una falsa expresión de
sorpresa—. Hubiera jurado que eras mayor.
—Soy alto para mi edad —explicó.
— ¿Subes mucho a Forks? —pregunté con malicia, simulando
esperar un sí por respuesta. Me vi como una tonta y temí que,
disgustado, se diera la vuelta tras acusarme de ser una farsante,
pero aún parecía adulado.
—No demasiado —admitió con gesto de disgusto—, pero podré
ir las veces que quiera en cuanto haya terminado el coche. .. y
tenga el carné —añadió.
— ¿Quién era ese otro chico con el que hablaba Lauren? Parecía
un poco viejo para andar con nosotros —me incluí a propósito
entre los más jóvenes en un intento de dejarle claro que le
prefería a él.
—Es Sam y tiene diecinueve años —me informó Jacob.
— ¿Qué era lo que decía sobre la familia del doctor? —pregunté
con toda inocencia.
— ¿Los Cullen? Se supone que no se acercan a la reserva.
Desvió la mirada hacia la Isla de James mientras confirmaba lo
que creía haber oído de labios de Sam.
— ¿Por qué no?
Me devolvió la mirada y se mordió el labio.
—Vaya. Se supone que no debo decir nada.
—Oh, no se lo voy a contar a nadie. Sólo siento curiosidad.
Probé a esbozar una sonrisa tentadora al tiempo que me
preguntaba si no me estaba pasando un poco, aunque él me
devolvió la sonrisa y pareció tentado. Luego enarcó una ceja y su
voz fue más ronca cuando me preguntó con tono agorero:
¿—Te gustan las historias de miedo?
—Me encantan —repliqué con entusiasmo, esforzándome para
engatusarlo.
Jacob paseó hasta un árbol cercano varado en la playa cuyas
raíces sobresalían como las patas de una gran araña blancuzca. Se
apoyó levemente sobre una de las raíces retorcidas mientras me
sentaba a sus pies, apoyándome sobre el tronco. Contempló las
rocas. Una sonrisa pendía de las comisuras de sus labios carnosos
y supe que iba a intentar hacerlo lo mejor que pudiera. Me
esforcé para que se notara en mis ojos el vivo interés que yo
sentía.
¿—Conoces alguna de nuestras leyendas ancestrales? —comenzó
—. Me refiero a nuestro origen, el de los quileutes.
—En realidad, no —admití.
—Bueno, existen muchas leyendas. Se afirma que algunas se
remontan al Diluvio. Supuestamente, los antiguos quileutes
amarraron sus canoas a lo alto de los árboles más grandes de las
montañas para sobrevivir, igual que Noé y el arca —me sonrió
para demostrarme el poco crédito que daba a esas historias—.
Otra leyenda afirma que descendemos de los lobos, y que éstos
siguen siendo nuestros hermanos. La ley de la tribu prohíbe
matarlos.
»Y luego están las historias sobre los
fríos.— ¿Los fríos? —pregunté sin esconder mi curiosidad.
—Sí. Las historias de los fríos son tan antiguas como las de los
lobos, y algunas son mucho más recientes. De acuerdo con la
leyenda, mi propio tatarabuelo conoció a algunos de ellos. Fue él
quien selló el trato que los mantiene alejados de nuestras tierras.
Entornó los ojos.
— ¿Tu tatarabuelo? —le animé.
—Era el jefe de la tribu, como mi padre. Ya sabes, los fríos son los
enemigos naturales de los lobos, bueno, no de los lobos en
realidad, sino de los lobos que se convierten en hombres, como
nuestros ancestros. Tú los llamarías licántropos.
— ¿Tienen enemigos los hombres lobo?
—Sólo uno.
Lo miré con avidez, confiando en hacer pasar mi impaciencia por
admiración. Jacob prosiguió:
—Ya sabes, los fríos han sido tradicionalmente enemigos
nuestros, pero el grupo que llegó a nuestro territorio en la época
de mi tatarabuelo era diferente. No cazaban como lo hacían los
demás y no debían de ser un peligro para la tribu, por lo que mi
antepasado llegó a un acuerdo con ellos. No los delataríamos a
los rostros pálidos si prometían mantenerse lejos de nuestras
tierras.
Me guiñó un ojo.
—Si no eran peligrosos, ¿por qué...? —intenté comprender al
tiempo que me esforzaba por ocultarle lo seriamente que me
estaba tomando esta historia de fantasmas.
—Siempre existe un riesgo para los humanos que están cerca de
los fríos, incluso si son civilizados como ocurría con este clan —
instiló un evidente tono de amenaza en su voz de forma
deliberada—. Nunca se sabe cuándo van a tener demasiada sed
como para soportarla.
— ¿A qué te refieres con eso de «civilizados»?
—Sostienen que no cazan hombres. Supuestamente son capaces
de sustituir a los animales como presas en lugar de hombres.
Intenté conferir a mi voz un tono lo más casual posible.
— ¿Y cómo encajan los Cullen en todo esto? ¿Se parecen a los
fríos que conoció tu tatarabuelo?
—No —hizo una pausa dramática—. Son los
mismos.Debió de creer que la expresión de mi rostro estaba provocada
por el pánico causado por su historia. Sonrió complacido y
continuó:
—Ahora son más, otro macho y una hembra nueva, pero el resto
son los mismos. La tribu ya conocía a su líder, Carlisle, en
tiempos de mi antepasado. Iba y venía por estas tierras incluso
antes de que llegara tu gente.
Reprimió una sonrisa.
— ¿Y qué son? ¿Qué
son los fríos?Sonrió sombríamente.
—Bebedores de sangre —replicó con voz estremecedora—. Tu
gente los llama vampiros.
Permanecí contemplando el mar encrespado, no muy segura de
lo que reflejaba mi rostro.
—Se te ha puesto la carne de gallina —rió encantado.
—Eres un estupendo narrador de historias —le felicité sin apartar
la vista del oleaje.
—El tema es un poco fantasioso, ¿no? Me pregunto por qué papá
no quiere que hablemos con nadie del asunto.
Aún no lograba controlar la expresión del rostro lo suficiente
como para mirarle.
—No te preocupes. No te voy a delatar.
—Supongo que acabo de violar el tratado —se rió.
—Me llevaré el secreto a la tumba —le prometí, y entonces me
estremecí.
—En serio, no le digas nada a Charlie. Se puso hecho una furia
con mi padre cuando descubrió que algunos de nosotros no
íbamos al hospital desde que el doctor Cullen comenzó a trabajar
allí.
—No lo haré, por supuesto que no.
— ¿Qué? ¿Crees que somos un puñado de nativos
supersticiosos? —preguntó con voz juguetona, pero con un deje
de precaución. Yo aún no había apartado los ojos del mar, por lo
que me giré y le sonreí con la mayor normalidad posible.
—No. Creo que eres muy bueno contando historias de miedo.
Aún tengo los pelos de punta.
—Genial.
Sonrió. Entonces el entrechocar de los guijarros nos alertó de que
alguien se acercaba. Giramos las cabezas al mismo tiempo para
ver a Mike y a Jessica caminando en nuestra dirección a unos
cuarenta y cinco metros.
—Ah, estás ahí, Bella —gritó Mike aliviado mientras movía el
brazo por encima de su cabeza.
— ¿Es ése tu novio? —preguntó Jacob, alertado por los celos de la
voz de Mike. Me sorprendió que resultase tan obvio.
—No, definitivamente no —susurré.
Le estaba tremendamente agradecida a Jacob y deseosa de
hacerle lo más feliz posible. Le guiñé el ojo, girándome de
espaldas con cuidado antes de hacerlo. El sonrió, alborozado por
mi torpe flirteo.
—Cuando tenga el carné... —comenzó.
—Tienes que venir a verme a Forks. Podríamos salir alguna vez
—me sentí culpable al decir esto, sabiendo que lo había utilizado,
pero Jacob me gustaba de verdad. Era alguien de quien podía ser
amiga con facilidad.
Mike llegó a nuestra altura, con Jessica aún a pocos pasos detrás.
Vi cómo evaluaba a Jacob con la mirada y pareció satisfecho ante
su evidente juventud.
— ¿Dónde has estado? —me preguntó pese a tener la respuesta
delante de él.
—Jacob me acaba de contar algunas historias locales —le dije
voluntariamente—. Ha sido muy interesante.
Sonreí a Jacob con afecto
y él me devolvió la sonrisa.—Bueno —Mike hizo una pausa, reevaluando la situación al
comprobar nuestra complicidad——. Estamos recogiendo. Parece
que pronto va a empezar a llover.
Todos alzamos la mirada al cielo encapotado. Sin duda, estaba a
punto de llover.
—De acuerdo —me levanté de un salto—, voy.
—Ha sido un placer
volver a verte —dijo Jacob, mofándose unpoco de Mike.
—La verdad es que sí. La próxima vez que Charlie baje a ver a
Billy, yo también vendré —prometí.
Su sonrisa se ensanchó.
—Eso sería estupendo.
—Y gracias —añadí de corazón.
Me calé la capucha en cuanto empezamos a andar con paso firme
entre las rocas hacia el aparcamiento. Habían comenzado a caer
unas cuantas gotas, formando marcas oscuras sobre las rocas en
las que impactaban. Cuando llegamos al coche de Mike, los otros
ya regresaban de vuelta, cargando con todo. Me deslicé al asiento
trasero junto a Angela y Tyler, anunciando que ya había gozado
de mi turno junto a la ventanilla. Angela se limitó a mirar por la
ventana a la creciente tormenta y Lauren se removió en el asiento
del centro para copar la atención de Tyler, por lo que sólo pude
reclinar la cabeza sobre el asiento, cerrar los ojos e intentar no
pensar con todas mis fuerzas.
PESADILLA
Le dije a Charlie que tenía un montón de deberes pendientes y
ningún apetito. Había un partido de baloncesto que lo tenía
entusiasmado, aunque, por supuesto, yo no tenía ni idea de por
qué era especial, así que no se percató de nada inusual en mi
rostro o en mi voz.
Una vez en mi habitación, cerré la puerta. Registré el escritorio
hasta encontrar mis viejos cascos y los conecté a mi pequeño
reproductor de CD. Elegí un disco que Phil me había regalado
por Navidad. Era uno de sus grupos predilectos, aunque, para mi
gusto, gritaban demasiado y abusaba un poco del bajo. Lo
introduje en el reproductor y me tendí en la cama. Me puse los
auriculares, pulsé el botón
play y subí el volumen hasta que medolieron los oídos. Cerré los ojos, pero la luz aún me molestaba,
por lo que me puse una almohada encima del rostro. Me
concentré con mucha atención en la música, intentando
comprender las letras, desenredarlas entre el complicado
golpeteo de la batería. La tercera vez que escuché el CD entero,
me sabía al menos la letra entera de los estribillos. Me sorprendió
descubrir que, después de todo, una vez que conseguí superar el
ruido atronador, el grupo me gustaba. Tenía que volver a darle
las gracias a Phil.
Y funcionó. Los demoledores golpes me impedían pensar, que
era el objetivo final del asunto. Escuché el CD una y otra vez
hasta que canté de cabo a rabo todas las canciones y al fin me
dormí.
Abrí los ojos en un lugar conocido. En un rincón de mi conciencia
sabía que estaba soñando. Reconocí el verde fulgor del bosque y
oí las olas batiendo las rocas en algún lugar cercano. Sabía que
podría ver el sol si encontraba el océano. Intenté seguir el sonido
del mar, pero entonces Jacob Black estaba allí, tiraba de mi mano,
haciéndome retroceder hacia la parte más sombría del bosque.
— ¿Jacob? ¿Qué pasa? —pregunté. Había pánico en su rostro
mientras tiraba de mí con todas sus fuerzas para vencer mi
resistencia, pero yo no quería entrar en la negrura.
— ¡Corre, Bella, tienes que correr! —susurró aterrado.
— ¡Por aquí, Bella! ——reconocí la voz que me llamaba desde el
lúgubre corazón del bosque; era la de Mike, aunque no podía
verlo.
— ¿Por qué? —pregunté mientras seguía resistiéndome a la
sujeción de Jacob, desesperada por encontrar el sol.
Pero Jacob, que de repente se convulsionó, soltó mi mano y
profirió un grito para luego caer sobre el suelo del bosque oscuro.
Se retorció bruscamente sobre la tierra mientras yo lo
contemplaba aterrada.
— ¡Jacob! —chillé.
Pero él había desaparecido y lo había sustituido un gran lobo de
ojos negros y pelaje de color marrón rojizo. El lobo me dio la
espalda y se alejó, encaminándose hacia la costa con el pelo del
dorso erizado, gruñendo por lo bajo y enseñando los colmillos.
— ¡Corre, Bella! —volvió a gritar Mike a mis espaldas, pero no
me di la vuelta. Estaba contemplando una luz que venía hacia mí
desde la playa.
Y en ese momento Edward apareció caminando muy deprisa de
entre los árboles, con la piel brillando tenuemente y los ojos
negros, peligrosos. Alzó una mano
y me hizo señas para que meacercara a él. El lobo gruñó a mis pies.
Di un paso adelante, hacia Edward. Entonces, él sonrió. Tenía
dientes afilados y puntiagudos.
—Confía en mí —ronroneó.
Avancé un paso más.
El lobo recorrió de un salto el espacio que mediaba entre el
vampiro y yo, buscando la yugular con los colmillos.
— ¡No! —grité, levantando de un empujón la ropa de la cama.
El repentino movimiento hizo que los cascos tiraran el
reproductor de CD de encima de la mesilla. Resonó sobre el suelo
de madera.
La luz seguía encendida. Totalmente vestida y con los zapatos
puestos, me senté sobre la cama. Desorientada, eché un vistazo al
reloj de la cómoda. Eran las cinco y media de la madrugada.
Gemí, me dejé caer de espaldas y rodé de frente. Me quité las
botas a puntapiés, aunque me sentía demasiado incómoda para
conseguir dormirme. Volví a dar otra vuelta y desabotoné los
vaqueros, sacándomelos a tirones mientras intentaba permanecer
en posición horizontal. Sentía la trenza del pelo en la parte
posterior de la cabeza, por lo que me ladeé, solté la goma y la
deshice rápidamente con los dedos. Me puse la almohada encima
de los ojos.
No sirvió de nada, por supuesto. Mi subconsciente había sacado
a relucir exactamente las imágenes que había intentado evitar
con tanta desesperación. Ahora iba a tener que enfrentarme a
ellas.
Me incorporé, la cabeza me dio vueltas durante un minuto
mientras la circulación fluía hacia abajo. Lo primero es lo
primero, me dije a mí misma, feliz de retrasar el asunto lo
máximo posible. Tomé mi neceser.
Sin embargo, la ducha no duró tanto como yo esperaba. Pronto
no tuve nada que hacer en el cuarto de baño, incluso a pesar de
haberme tomado mi tiempo para secarme el pelo con el secador.
Crucé las escaleras de vuelta a mi habitación envuelta en una
toalla. No sabía si Charlie aún dormía o si se había marchado ya.
Fui a la ventana a echar un vistazo y vi que el coche patrulla no
estaba. Se había ido a pescar otra vez.
Me puse lentamente el chándal más cómodo que tenía y luego
arreglé la cama, algo que no hacía jamás. Ya no podía aplazarlo
más, por lo que me dirigí al escritorio y encendí el viejo
ordenador.
Odiaba utilizar Internet en Forks. El módem estaba muy
anticuado, tenía un servicio gratuito muy inferior al de Phoenix,
de modo que, viendo que tardaba tanto en conectarse, decidí
servirme un cuenco de cereales entretanto.
Comí despacio, masticando cada bocado con lentitud. Al
terminar, lavé el cuenco y la cuchara, los sequé y los guardé.
Arrastré los pies escaleras arriba y lo primero de todo recogí del
suelo el reproductor de CD y lo situé en el mismo centro de la
mesa. Desconecté los cascos y los guardé en un cajón del
escritorio. Luego volví a poner el mismo disco a un volumen lo
bastante bajo para que sólo fuera música de fondo.
Me volví hacia el ordenador con otro suspiro. La pantalla estaba
llena de
popups de anuncios y comencé a cerrar todas lasventanitas. Al final me fui a mi buscador favorito, cerré unos
cuantos
popups más, y tecleé una única palabra.Vampiro.
Fue de una lentitud que me sacó de quicio, por supuesto. Había
mucho que cribar cuando aparecieron los resultados. Todo
cuanto concernía a películas, series televisivas, juegos de rol,
música
undergroundy compañías de productos cosméticosgóticos. Entonces encontré un sitio prometedor: «Vampiros, de la
A a la Z». Esperé con impaciencia a que el navegador cargara la
página, haciendo clic rápidamente en cada anuncio que surgía en
la pantalla para cerrarlo. Finalmente, la pantalla estuvo completa:
era una página simple con fondo blanco y texto negro, de aspecto
académico. La página de inicio me recibió con dos citas.
No hay en todo el vasto y oscuro mundo de espectros y
demonios ninguna criatura tan terrible, ninguna tan temida y
aborrecida, y aun así aureolada por una aterradora fascinación,
como el vampiro, que en sí mismo no es espectro ni demonio,
pero comparte con ellos su naturaleza oscura y posee las
misteriosas y terribles cualidades de ambos.
Reverendo Montague Summers
Si hay en este mundo un hecho bien autenticado, ése es el de los
vampiros. No le falta de nada: informes oficiales, declaraciones
juradas de personajes famosos, cirujanos, sacerdotes y
magistrados. Las pruebas judiciales son de lo más completas, y
aun así, ¿hay alguien que crea en vampiros?
Rousseau
El resto del sitio consistía en un listado alfabético de los
diferentes mitos de los vampiros por todo el mundo. El primero
en el que hice clic fue el
danag, un vampiro filipino a quien sesuponía responsable de la plantación de taro en las islas mucho
tiempo atrás. El mito aseguraba que los
danag trabajaron con loshombres durante muchos años, pero la colaboración finalizó el
día en que una mujer se cortó el dedo
y un danag lamió la herida,ya que disfrutó tanto del sabor de la sangre que la desangró por
completo.
Leí con atención las descripciones en busca de algo que me
resultara familiar, dejando sólo lo verosímil. Parecía que la
mayoría de los mitos sobre los vampiros se concentraban en
reflejar a hermosas mujeres como demonios y a los niños como
víctimas. También parecían estructuras creadas para explicar la
alta tasa de mortalidad infantil y proporcionar a los hombres una
coartada para la infidelidad. En muchas de las historias se
mezclaban espíritus incorpóreos y admoniciones contra los
entierros realizados incorrectamente. No había mucho que
guardara parecido con las películas que había visto, y sólo a unos
pocos, como el
estrie hebreo y el upier polaco, les preocupaba elbeber sangre.
Sólo tres entradas atrajeron de verdad mi atención: el rumano
varacolaci,
un poderoso no muerto que podía aparecerse como unhermoso humano de piel pálida, el eslovaco
nelapsi, una criaturade tal fuerza y rapidez que era capaz de masacrar toda una aldea
en una sola hora después de la medianoche, y otro más, el
stregoni benefici.
Sobre este último había una única afirmación.
Stregoni benefici:
vampiro italiano que afirmaba estar del lado delbien; era enemigo mortal de todos los vampiros diabólicos.
Aquella pequeña entrada constituía un alivio, era el único entre
cientos de mitos que aseguraba la existencia de vampiros buenos.
Sin embargo, en conjunto, había pocos que coincidieran con la
historia de Jacob o mis propias observaciones. Había realizado
mentalmente un pequeño catálogo y lo comparaba
cuidadosamente con cada mito mientras iba leyendo. Velocidad,
fuerza, belleza, tez pálida, ojos que cambiaban de color, y luego
los criterios de Jacob: bebedores de sangre, enemigos de los
hombres lobo, piel fría, inmortalidad. Había muy pocos mitos en
los que encajara al menos un factor.
Y había otro problema adicional a raíz de lo que recordaba de las
pocas películas de terror que había visto y que se reforzaba con
aquellas lecturas: los vampiros no podían salir durante el día
porque el sol los quemaría hasta reducirlos a cenizas. Dormían en
ataúdes todo el día y sólo salían de noche.
Exasperada, apagué el botón de encendido del ordenador sin
esperar a cerrar el sistema operativo correctamente. Sentí una
turbación aplastante a pesar de toda mi irritación. ¡Todo aquello
era tan estúpido! Estaba sentada en mi cuarto rastreando
información sobre vampiros. ¿Qué era lo que me sucedía? Decidí
que la mayor parte de la culpa estaba fuera del umbral de mi
puerta, en el pueblo de Forks y, por extensión, en la húmeda
península de Olympic.
Tenía que salir de la casa, pero no había ningún lugar al que
quisiera ir que no implicara conducir durante tres días. Volví a
calzarme las botas, sin tener muy claro adonde dirigirme, y bajé
las escaleras. Me envolví en mi impermeable sin comprobar qué
tiempo hacía y salí por la puerta pisando fuerte.
Estaba nublado, pero aún no llovía. Ignoré el coche y empecé a
caminar hacia el este, cruzando el patio de la casa de Charlie en
dirección al bosque.
No transcurrió mucho tiempo antes de que me hubiera
adentrado en él lo suficiente para que la casa y la carretera
desaparecieran de la vista y el único sonido audible fuera el de la
tierra húmeda al succionar mis botas y los súbitos silbos de los
arrendajos.
La estrecha franja de un sendero discurría a lo largo del bosque;
de lo contrario no me hubiera arriesgado a vagabundear de
aquella manera por mis propios medios, ya que carecía de
sentido de la orientación y era perfectamente capaz de perderme
en parajes mucho menos alambicados. El sendero se adentraba
más y más en el corazón del bosque, incluso puedo aventurar
que casi siempre rumbo Este. Serpenteaba entre los abetos y las
cicutas, entre los tejos y los arces. Tenía leves nociones de los
árboles que había a mi alrededor, y todo cuanto sabía se lo debía
a Charlie, que me había ido enseñando sus nombres desde la
ventana del coche patrulla cuando yo era pequeña. A muchos no
los identificaba y de otros no estaba del todo segura porque
estaban casi cubiertos por parásitos verdes.
Seguí el sendero impulsada por mi enfado conmigo misma. Una
vez que éste empezó a desaparecer, aflojé el paso. Unas gotas de
agua cayeron desde el dosel de ramas de las alturas, pero no
estaba segura de si empezaba a llover o si se trataba de los restos
de la lluvia del día anterior, acumulada sobre el haz de las hojas,
y que ahora goteaba lentamente en el suelo. Un árbol caído
recientemente —sabía que esto era así porque no estaba
totalmente cubierto de musgo— descansaba sobre el tronco de
uno de sus hermanos, cuyo resultado era la formación de una
especie de banco no muy alto a pocos —y seguros— pasos del
sendero. Llegué hasta él saltando con precaución por encima de
los heléchos y me senté colocando la chaqueta de modo que
estuviera entre el húmedo asiento y mi ropa. Apoyé la cabeza,
cubierta por la capucha, contra el árbol vivo.
Aquél era el peor lugar al que podía haber acudido, debería de
haberlo sabido, pero ¿a qué otro sitio podía ir? El bosque, de un
verde intenso, se parecía demasiado al escenario del sueño de la
última noche para alcanzar la paz de espíritu. Ahora que ya no
oía el sonido de mis pasos sobre el barro, el silencio era
penetrante. Los pájaros también permanecían callados y aumentó
la frecuencia de las gotas, lo que parecía confirmar que allí arriba,
en el cielo, estaba lloviendo. Ahora que me había sentado, la
altura de los heléchos sobrepasaba la de mi cabeza, por lo que
cualquiera hubiera podido caminar por la senda a tres pies de
distancia sin verme.
Allí, entre los árboles, resultaba mucho más fácil creer en los
disparates de los que me avergonzaba dentro de la casa. Nada
había cambiado en aquel bosque durante miles de años, y todos
los mitos y leyendas de mil países diferentes me parecían mucho
más verosímiles en medio de aquella calima verde que en mi
despejado dormitorio.
Me obligué a concentrarme en las dos preguntas vitales que
debía contestar, pero lo hice a regañadientes.
Primero tenía que decidir si podía ser cierto lo que Jacob me
había dicho sobre los Cullen.
Mi mente respondió de inmediato con una rotunda negativa.
Resultaba estúpido y mórbido entretenerse con unas ideas tan
ridículas. Pero, en ese caso, ¿qué pasaba?, me pregunté. No había
una explicación racional a por qué seguía viva en aquel
momento. Hice recuento mental de lo que había observado con
mis propios ojos: lo inverosímil de su fortaleza y velocidad, el
color cambiante de los ojos, del negro al dorado y viceversa, la
belleza sobrehumana, la piel fría y pálida, y otros pequeños
detalles de los que había tomado nota poco a poco: no parecía
comer jamás y se movía con una gracia turbadora. Y luego estaba
la forma en que hablaba a veces, con cadencias poco habituales y
frases que encajaban mejor con el estilo de una novela de finales
del siglo XIX que de una clase del siglo XXI. Había hecho novillos
el día que hicimos la prueba del grupo sanguíneo, tampoco se
negó a ir de
camping a la playa hasta que supo adonde íbamos air, y parecía saber lo que pensaban cuantos le rodeaban, salvo yo.
Me había dicho que era el malo de la película, peligroso...
¿Podían ser vampiros los Cullen?
Bueno, eran
algo. Y lo que empezaba a tomar forma delante demis ojos incrédulos excedía la posibilidad de una explicación
racional. Ya fuera uno de los fríos o se cumpliera mi teoría del
superhéroe, Edward Cullen no era... humano. Era algo más.
Así pues... tal vez. Ésa iba a ser mi respuesta por el momento.
Y luego estaba la pregunta más importante. ¿Qué iba a hacer si
resultaba ser cierto?
¿Qué haría si Edward fuera... un vampiro? Apenas podía
obligarme a pensar esas palabras. Involucrar a nadie más estaba
fuera de lugar. Ni siquiera yo misma me lo creía, quedaría en
ridículo ante cualquiera a quien se lo dijera.
Sólo dos alternativas parecían prácticas. La primera era aceptar
su aviso: ser lista y evitarle todo lo posible, cancelar nuestros
planes y volver a ignorarlo tanto como fuera capaz, fingir que
entre nosotros existía un grueso e impenetrable muro de cristal
en la única clase que estábamos obligados a compartir, decirle
que se alejara de mí... y esta vez en serio.
Me invadió de repente una desesperación tan agónica cuando
consideré esa opción que el mecanismo de mi mente de rechazar
el dolor provocó que pasara rápidamente a la siguiente
alternativa.
No hacer nada diferente. Después de todo, hasta la fecha, no me
había causado daño alguno aunque fuera algo... siniestro. De
hecho, sería poco más que una abolladura en el guardabarros de
Tyler si él no hubiera actuado con tanta rapidez. Tanta, me dije a
mí misma, que podría haber sido puro reflejo:
¿Cómo puede sermalo si tiene reflejos para salvar vidas?,
pensé. No hacía más quedarle vueltas sin obtener respuestas.
Había una cosa de la que estaba segura, si es que estaba segura
de algo: el oscuro Edward del sueño de la pasada noche sólo era
una reacción de mi miedo ante el mundo del que había hablado
Jacob, no del propio Edward. Aun así, cuando chillé de pánico
ante el ataque del hombre lobo, no fue el miedo al licántropo lo
que arrancó de mis labios ese grito de « ¡no!», sino a que él
resultara herido. A pesar de que me había llamado con los
colmillos afilados, temía por
él.Y supe que tenía mi respuesta. Ignoraba si en realidad había
tenido elección alguna vez. Ya me había involucrado demasiado
en el asunto. Ahora que lo sabía, si es que lo sabía, no podía
hacer nada con mi aterrador secreto, ya que cuando pensaba en
él, en su voz, sus ojos hipnóticos y la magnética fuerza de su
personalidad, no quería otra cosa que estar con él de inmediato,
incluso si... Pero no podía pensar en ello, no aquí, sola en la
penumbra del bosque, no mientras la lluvia lo hiciera tan
sombrío como el crepúsculo debajo del dosel de ramas y disperso
como huellas en un suelo enmarañado de tierra. Me estremecí y
me levanté deprisa de mi escondite, preocupada porque la lluvia
hubiera borrado la senda.
Pero ésta permanecía allí, nítida y sinuosa, para que saliera del
goteante laberinto verde. La seguí de forma apresurada, con la
capucha bien calada sobre la cabeza, sin dejar de sorprenderme,
mientras pasaba entre los árboles casi a la carrera, de lo lejos que
había llegado. Empecé a preguntarme si me dirigía a alguna
salida o si la senda llevaría hasta más allá de los confines del
bosque. Atisbé algunos claros a través de la maraña de ramas
antes de que me entrara demasiado pánico, y luego oí un coche
pasar por la carretera, y allí estaba el jardín de Charlie que se
extendía delante de mí, y la casa, que me llamaba y me prometía
calor y calcetines secos.
Apenas era mediodía cuando entré. Subí las escaleras y me puse
ropa de estar por casa, unos vaqueros y una camiseta, ya que no
iba a salir. No me costó mucho esfuerzo concentrarme en la tarea
para ese día, un trabajo sobre
Macbeth que debía entregar elmiércoles. Pergeñé un primer borrador del trabajo con una
satisfacción y serenidad que no sentía desde... Bueno, para ser
sincera, desde el jueves.
Esa había sido siempre mi forma de ser. Adoptar decisiones era
la parte que más me dolía, la que me llevaba por la calle de la
amargura. Pero una vez que tomaba la decisión, me limitaba a
seguirla... Por lo general, con el alivio que daba el haberla
tomado. A veces, el alivio se teñía de desesperación, como
cuando resolví venir a Forks, pero seguía siendo mejor que
pelear con las alternativas.
Era ridículamente fácil vivir con esta decisión. Peligrosamente
fácil.
De ese modo, el día fue tranquilo y productivo. Terminé mi
trabajo antes de las ocho. Charlie volvió a casa con abundante
pesca, lo que me llevó a pensar en adquirir un libro de recetas
para pescado cuando estuviera en Seattle la semana siguiente.
Los escalofríos que corrían por mi espalda cada vez que pensaba
en ese viaje no diferían de los que sentía antes de mi paseo con
Jacob Black. Creía que serían distintos. Deberían serlo, ¡deberían
serlo! Sabía que debería estar asustada, pero lo que sentía no era
miedo exactamente.
Dormí sin sueños aquella noche, rendida como estaba por
haberme levantado el domingo tan temprano y haber
descansando tan poco la noche anterior. Por segunda vez desde
mi llegada a Forks, me despertó la brillante luz de un día
soleado.
Me levanté de un salto y corrí hacia la ventana; comprobé con
asombro que apenas había nubes en el cielo, y las pocas que
había sólo eran pequeños jirones algodonosos de color blanco
que posiblemente no trajeran lluvia alguna. Abrí la ventana y me
sorprendió que se abriera sin ruido ni esfuerzo alguno a pesar de
que no se había abierto en quién sabe cuántos años, y aspiré el
aire, relativamente seco. Casi hacía calor y apenas soplaba viento.
Por mis venas corría la adrenalina.
Charlie estaba terminando de desayunar cuando bajé las
escaleras y de inmediato se apercibió de mi estado de ánimo.
—Ahí fuera hace un día estupendo —comentó.
—Sí —coincidí con una gran sonrisa.
Me devolvió la sonrisa. La piel se arrugó alrededor de sus ojos
castaños. Resultaba fácil ver por qué mi madre y él se habían
lanzado alegremente a un matrimonio tan prematuro cuando
Charlie sonreía. Gran parte del joven romántico que fue en
aquellos días se había desvanecido antes de que yo le conociera,
cuando su rizado pelo castaño —del mismo color que el mío,
aunque de diferente textura— comenzaba a escasear y revelaba
lentamente cada vez más y más la piel brillante de la frente. Pero
cuando sonreía, podía atisbar un poco del hombre que se había
fugado con Renée cuando ésta sólo tenía dos años más que yo
ahora.
Desayuné animadamente mientras contemplaba revolotear las
motas de polvo en los chorros de luz que se filtraban por la
ventana trasera. Charlie me deseó un buen día en voz alta y
luego oí que el coche patrulla se alejaba. Vacilé al salir de casa,
impermeable en mano. No llevarlo equivaldría a tentar al
destino. Lo doblé sobre el brazo con un suspiro y salí caminando
bajo la luz más brillante que había visto en meses.
A fuerza de emplear a fondo los codos, fui capaz de bajar del
todo los dos cristales de las ventanillas del monovolumen. Fui
una de las primeras en llegar al instituto. No había comprobado
la hora con las prisas de salir al aire libre. Aparqué y me dirigí
hacia los bancos del lado sur de la cafetería, que de vez en
cuando se usaban para algún
picnic. Los bancos estaban todavíaun poco húmedos, por lo que me senté sobre el impermeable,
contenta de poder darle un uso. Había terminado los deberes,
fruto de una escasa vida social, pero había unos cuantos
problemas de Trigonometría que no estaba segura de haber
resuelto bien. Abrí el libro aplicadamente, pero me puse a soñar
despierta a la mitad de la revisión del primer problema.
Garabateé distraídamente unos bocetos en los márgenes de los
deberes. Después de algunos minutos, de repente me percaté de
que había dibujado cinco pares de ojos negros que me miraban
fijamente desde el folio. Los borré con la goma.
— ¡Bella! —oí gritar a alguien, y parecía la voz de Mike.
Al mirar a mi alrededor comprendí que la escuela se había ido
llenando de gente mientras estaba allí sentada, distraída. Todo el
mundo llevaba camisetas, algunos incluso vestían
shorts a pesarde que la temperatura no debería sobrepasar los doce grados.
Mike se acercaba saludando con el brazo, lucía unos
shorts decolor caqui y una camiseta a rayas de rugby.
Se sentó a mi lado con una sonrisa de oreja a oreja y las cuidadas
puntas del pelo reluciendo a la luz del sol. Estaba tan encantado
de verme que no pude evitar sentirme satisfecha.
—No me había dado cuenta antes de que tu pelo tiene reflejos
rojos —comentó mientras atrapaba entre los dedos un mechón
que flotaba con la ligera brisa.
—Sólo al sol.
Me sentí incómoda cuando colocó el mechón detrás de mi oreja.
—Hace un día estupendo, ¿eh?
—La clase de días que me gustan —dije mostrando mi acuerdo.
— ¿Qué hiciste ayer?
El tono de su voz era demasiado posesivo.
—Me dediqué sobre todo al trabajo de Literatura.
No añadí que lo había terminado, no era necesario parecer
pagada de mí misma. Se golpeó la frente con la base de la mano.
—Ah, sí... Hay que entregarlo el jueves, ¿verdad?
—Esto... Creo que el miércoles.
— ¿El miércoles? —Frunció el ceño—. Mal asunto. ¿Sobre qué
has escrito el tuyo?
—Acerca de la posible misoginia de Shakespeare en el
tratamiento de los personajes femeninos.
Me contempló como si le hubiera hablado en chino.
—Supongo que voy a tener que ponerme a trabajar en eso esta
noche —dijo desanimado—. Te iba a preguntar si querías salir.
—Ah.
Me había pillado con la guardia bajada. ¿Por qué ya no podía
mantener una conversación agradable con Mike sin que acabara
volviéndose incómoda?
—Bueno, podíamos ir a cenar o algo así... Puedo trabajar más
tarde.
Me sonrió lleno de esperanza.
—Mike... —odiaba que me pusieran en un aprieto—. Creo que no
es una buena idea.
Se le descompuso el rostro.
— ¿Por qué? —preguntó con mirada cautelosa. Mis
pensamientos volaron hacia Edward, preguntándome si también
Mike pensaba lo mismo.
—Creo, y te voy dar una buena tunda sin remordimiento alguno
como repitas una sola palabra de lo que voy a decir —le amenacé
—, que eso heriría los sentimientos de Jessica.
Se quedó aturdido. Era obvio que no pensaba en esa dirección de
ningún modo.
—Jessica?
—De verdad, Mike, ¿estás
ciego?—Vaya —exhaló claramente confuso.
Aproveché la ventaja para escabullirme.
—Es hora de entrar en clase, y no puedo llegar tarde.
Recogí los libros y los introduje en mi mochila.
Caminamos en silencio hacia el edificio tres. Mike iba con
expresión distraída. Esperaba que, cualesquiera que fueran los
pensamientos en los que estuviera inmerso, éstos le condujeran
en la dirección correcta.
Cuando vi a Jessica en Trigonometría, desbordaba entusiasmo.
Ella, Angela y Lauren iban a ir de compras a Port Angeles esa
tarde para buscar vestidos para el baile y quería que yo también
fuera, a pesar de que no necesitaba ninguno. Estaba indecisa.
Sería agradable salir del pueblo con algunas amigas, pero Lauren
estaría allí y quién sabía qué podía hacer esa tarde... Pero ése era
definitivamente el camino erróneo para dejar correr mi
imaginación...
De modo que le respondí que tal vez, explicándole que primero
tenía que hablar con Charlie.
No habló de otra cosa que del baile durante todo el trayecto hasta
clase de Español y continuó, como si no hubiera habido
interrupción alguna, cuando la clase terminó al fin, cinco minutos
más tarde de la hora, y mientras nos dirigíamos a almorzar.
Estaba demasiado perdida en el propio frenesí de mis
expectativas como para comprender casi nada de lo que decía.
Estaba dolorosamente ávida de ver no sólo a Edward sino a
todos los Cullen, con el fin de poder contrastar en ellos las
nuevas sospechas que llenaban mi mente. Al cruzar el umbral de
la cafetería, sentí deslizarse por la espalda y anidar en mi
estómago el primer ramalazo de pánico. ¿Serían capaces de saber
lo que pensaba? Luego me sobresaltó un sentimiento distinto.
¿Estaría esperándome Edward para sentarse conmigo otra vez?
Fiel a mi costumbre, miré primero hacia la mesa de los Cullen.
Un estremecimiento de pánico sacudió mi vientre al percatarme
de que estaba vacía. Con menor esperanza, recorrí la cafetería
con la mirada, esperando encontrarle solo, esperándome. El lugar
estaba casi lleno —la clase de Español nos había retrasado—,
pero no había rastro de Edward ni de su familia. El desconsuelo
hizo mella en mí con una fuerza agobiante.
Anduve vacilante detrás de Jessica, sin molestarme en fingir por
más tiempo que la escuchaba.
Habíamos llegado lo bastante tarde para que todo el mundo se
hubiera sentado ya en nuestra mesa. Esquivé la silla vacía junto a
Mike a favor de otra al lado de Angela. Fui vagamente consciente
de que Mike ofrecía amablemente la silla a Jessica, y de que el
rostro de ésta se iluminaba como respuesta.
Angela me hizo unas cuantas preguntas en voz baja sobre el
trabajo de
Macbeth, a las que respondí con la mayor naturalidadposible mientras me hundía en las espirales de la miseria.
También ella me invitó a acompañarlas por la tarde, y ahora
acepté, agarrándome a cualquier cosa que me distrajera.
Comprendí que me había aferrado al último jirón de esperanza
cuando vi el asiento contiguo vacío al entrar en Biología, y sentí
una nueva oleada de desencanto.
El resto del día transcurrió lentamente, con desconsuelo. En
Educación física tuvimos una clase teórica sobre las reglas del
bádminton, la siguiente tortura que ponían en mi camino, pero al
menos eso significó que pude estar sentada escuchando en lugar
de ir dando tumbos por la pista. Lo mejor de todo es que el
entrenador no terminó, por lo que tendría otra jornada sin
ejercicio al día siguiente. No importaba que me entregaran una
raqueta antes de dejarme libre el resto de la clase.
Me alegré de abandonar el campus. De esa forma podría poner
mala cara y deprimirme antes de salir con Jessica y compañía,
pero apenas había traspasado el umbral de la casa de Charlie,
Jessica me telefoneó para cancelar nuestros planes. Intenté
mostrarme encantada de que Mike la hubiera invitado a cenar,
aunque lo que en realidad me aliviaba era que al fin él parecía
que iba a tener éxito, pero ese entusiasmo me sonó falso hasta a
mí. Ella reprogramó nuestro viaje de compras a la tarde noche
del día siguiente.
Aquello me dejaba con poco que hacer para distraerme. Había
pescado en adobo, con una ensalada y pan que había sobrado la
noche anterior, por lo que no quedaba nada que preparar. Me
mantuve concentrada en los deberes, pero los terminé a la media
hora. Revisé el correo electrónico y leí los
mails atrasados de mimadre, que eran cada vez más apremiantes conforme se
acercaban a la actualidad. Suspiré y tecleé una rápida respuesta.
Mamá:
Lo siento. He estado fuera. Me fui a la playa con algunos amigos y
luego tuve que escribir un trabajo para el instituto
.Mis excusas eran patéticas, por lo que renuncié a intentar
justificarme.
Hoy hace un día soleado. Lo sé, yo también estoy muy sorprendida, por
lo que me voy a ir al aire libre para empaparme de toda la vitamina D
que pueda. Te quiero
.Bella
Decidí matar una hora con alguna lectura que no estuviera
relacionada con las clases. Tenía una pequeña colección de libros
que me había traído a Forks. El más gastado por el uso era una
recopilación de obras de Jane Austen. Lo seleccioné y me dirigí al
patio trasero. Al bajar las escaleras tomé un viejo edredón roto
del armario de la ropa blanca.
Ya fuera, en. el pequeño patio cuadrado de Charlie, doblé el
edredón por la mitad, lejos del alcance de la sombra de los
árboles, sobre el césped, que iba a permanecer húmedo sin
importar durante cuánto tiempo brillara el sol. Me tumbé
bocabajo, con los tobillos entrecruzados al aire, hojeando las
diferentes novelas del libro mientras intentaba decidir cuál
ocuparía mi mente a fondo. Mis favoritas eran
Orgullo y prejuicioy Sentido y sensibilidad.
Había leído la primera recientemente, porlo que comencé
Sentido y sensibilidad, sólo para recordar alcomienzo del capítulo tres que el protagonista de la historia se
llamaba Edward. Enfadada, me puse a leer
Mansfield Park, pero elhéroe del texto se llamaba Edmund,
y se parecía demasiado. ¿Nohabía a finales del siglo XVIII más nombres? Aturdida, cerré el
libro de golpe
y me di la vuelta para tumbarme de espaldas. Mearremangué la blusa lo máximo posible
y cerré los ojos. Noquería pensar en otra cosa que no fuera el calor del sol sobre mi
piel, me dije a mí misma. La brisa seguía siendo suave, pero su
soplo lanzaba mechones de pelo sobre mi rostro, haciéndome
cosquillas. Me recogí el pelo detrás de la cabeza, dejándolo
extendido en forma de abanico sobre el edredón, y me concentré
de nuevo en el calor que me acariciaba los párpados, los
pómulos, la nariz, los labios, los antebrazos, el cuello y calentaba
mi blusa ligera.
Lo próximo de lo que fui consciente fue el sonido del coche
patrulla de Charlie al girar sobre las losas de la acera. Me
incorporé sorprendida al comprender que la luz ya se había
ocultado detrás de los árboles y que me había dormido. Miré a
mi alrededor, hecha un lío, con la repentina sensación de no estar
sola.
— ¿Charlie? —pregunté, pero sólo oí cerrarse de un portazo la
puerta de su coche frente a la casa.
Me incorporé de un salto, con los nervios a flor de piel sin ningún
motivo, para recoger el edredón, ahora empapado, y el libro.
Corrí dentro para echar algo de gasóleo a la estufa al tiempo que
me daba cuenta de que la cena se iba a retrasar. Charlie estaba
colgando el cinto con la pistola y quitándose las botas cuando
entré.
—Lo siento, papá, la cena aún no está preparada. Me quedé
dormida ahí fuera —dije reprimiendo un bostezo.
—No te preocupes ——contestó—. De todos modos, quería
enterarme del resultado del partido.
Vi la televisión con Charlie después de la cena, por hacer algo.
No había ningún programa que quisiera ver, pero él sabía que no
me gustaba el baloncesto, por lo que puso una estúpida comedia
de situación que no disfrutamos ninguno de los dos. No obstante,
parecía feliz de que hiciéramos algo juntos. A pesar de mi
tristeza, me sentí bien por complacerle.
—Papá —dije durante los anuncios—, Jessica y Angela van a ir a
mirar vestidos para el baile mañana por la tarde a Port Angeles y
quieren que las ayude a elegir. ¿Te importa que las acompañe?
—Jessica Stanley? —preguntó.
—Y Angela Weber.
Suspiré mientras le daba todos los detalles.
—Pero tú no vas a asistir al baile, ¿no? —comentó. No lo
entendía.
—No, papá, pero las voy a ayudar a elegir los vestidos —no
tendría que explicarle esto a una mujer—. Ya sabes, aportar una
crítica constructiva.
—Bueno, de acuerdo —pareció comprender que aquellos temas
de chicas se le escapaban—. Aunque, ¿no hay colegio por la
tarde?
—Saldremos en cuanto acabe el instituto, por lo que podremos
regresar temprano. Te dejaré lista la cena, ¿vale?
—Bella, me he alimentado durante diecisiete años antes de que tú
vinieras —me recordó.
—Y no sé cómo has sobrevivido —dije entre dientes para luego
añadir con mayor claridad—: Te voy a dejar algo de comida fría
en el frigorífico para que te prepares un par de sandwiches, ¿de
acuerdo? En la parte de arriba.
Me dedicó una divertida mirada de tolerancia.
Al día siguiente, la mañana amaneció soleada. Me desperté con
esperanzas renovadas que intenté suprimir con denuedo. Como
el día era más templado, me puse una blusa escotada de color
azul oscuro, una prenda que hubiera llevado en Phoenix durante
lo más crudo del invierno.
Había planeado llegar al colegio justo para no tener que esperar a
entrar en clase. Desmoralizada, di una vuelta completa al
aparcamiento en busca de un espacio al tiempo que buscaba
también el Volvo plateado, que, claramente, no estaba allí.
Aparqué en la última fila y me apresuré a clase de Lengua,
llegando sin aliento ni brío, pero antes de que sonara el timbre.
Ocurrió lo mismo que el día anterior. No pude evitar tener ciertas
esperanzas que se disiparon dolorosamente cuando en vano
recorrí con la mirada el comedor y comprobé que seguía vacío el
asiento contiguo al mío de la mesa de Biología.
El plan de ir a Port Angeles por la tarde regresó con mayor
atractivo al tener Lauren otros compromisos. Estaba ansiosa por
salir del pueblo, para poder dejar de mirar por encima del
hombro, con la esperanza de verlo aparecer de la nada como
siempre hacía. Me prometí a mí misma que iba a estar de buen
humor para no arruinar a Angela ni a Jessica el placer de la caza
de vestidos. Puede que también yo hiciera algunas pequeñas
compras. Me negaba a creer que esta semana podría ir de
compras sola en Seattle porque Edward ya no estuviera
interesado en nuestro plan. Seguramente no lo cancelaría sin
decírmelo al menos.
Jessica me siguió hasta casa en su viejo Mercury blanco después
de clase para que pudiera dejar los libros y mi coche. Me cepillé
el pelo a toda prisa mientras estaba dentro, sintiendo resurgir
una leve excitación ante la expectativa de salir de Forks. Sobre la
mesa, dejé una nota para Charlie en la que le volvía a explicar
dónde encontrar la cena, cambié mi desaliñada mochila escolar
por un bolso que utilizaba muy de tarde en tarde y corrí a
reunirme con Jessica. A continuación fuimos a casa de Angela,
que nos estaba esperando. Mi excitación crecía exponencialmente
conforme el coche se alejaba de los límites del pueblo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario