PORT ANGELES
Jessica conducía aún más deprisa que Charlie, por lo que
estuvimos en Port Angeles a eso de las cuatro. Hacía bastante
tiempo que no había tenido una salida nocturna sólo de chicas; el
subidón del estrógeno resultó vigorizante. Escuchamos canciones
de rock mientras Jessica hablaba sobre los chicos con los que
solíamos estar. Su cena con Mike había ido muy bien y esperaba
que el sábado por la noche hubieran progresado hasta llegar a la
etapa del primer beso. Sonreí para mis adentros, complacida.
Angela estaba feliz de asistir al baile aunque en realidad no le
interesaba Eric. Jess intentó hacerle confesar cuál era su tipo de
chico, pero la interrumpí con una pregunta sobre vestidos poco
después, para distraerla. Angela me dedicó una mirada de
agradecimiento.
Port Angeles era una hermosa trampa para turistas, mucho más
elegante y encantadora que Forks, pero Jessica y Angela la
conocían bien, por lo que no planeaban desperdiciar el tiempo en
el pintoresco paseo marítimo cerca de la bahía. Jessica condujo
directamente hasta una de las grandes tiendas de la ciudad,
situada a unas pocas calles del área turística de la bahía.
Se había anunciado que el baile sería de media etiqueta y
ninguna de nosotras sabía con exactitud qué significaba aquello.
Jessica y Angela parecieron sorprendidas y casi no se lo creyeron
cuando les dije que nunca había ido a ningún baile en Phoenix.
— ¿Ni siquiera has tenido un novio ni nada por el estilo? —me
preguntó Jess dubitativa mientras cruzábamos las puertas
frontales de la tienda.
—De verdad —intentaba convencerla sin querer confesar mis
problemas con el baile—. Nunca he tenido un novio ni nada que
se le parezca. No salía mucho en Phoenix.
— ¿Por qué no? —quiso saber Jessica.
—Nadie me lo pidió —respondí con franqueza.
Parecía escéptica.
—Aquí te lo han pedido —me recordó—, y te has negado.
En ese momento estábamos en la sección de ropa juvenil,
examinando las perchas con vestidos de gala.
—Bueno, excepto con Tyler —me corrigió Angela con voz suave.
— ¿Perdón? —me quedé boquiabierta—. ¿Qué dices?
—Tyler le ha dicho a todo el mundo que te va a llevar al baile de
la promoción —me informó Jessica con suspicacia.
— ¿Que dice el qué?
Parecía que me estaba ahogando.
—Te dije que no era cierto —susurró Angela a Jessica.
Permanecí callada, aún en estado de
shock, que rápidamente seconvirtió en irritación. Pero ya habíamos encontrado la sección
de vestidos y ahora teníamos trabajo por delante.
—Por eso no le caes bien a Lauren —comentó entre risitas Jessica
mientras toqueteábamos la ropa.
Me rechinaron los dientes.
— ¿Crees que Tyler dejaría de sentirse culpable si lo atropellara
con el monovolumen, que eso le haría perder el interés en
disculparse y quedaríamos en paz?
—Puede —Jess se rió con disimulo—, si es que lo está haciendo
por ese motivo.
La elección de los vestidos no fue larga, pero ambas encontraron
unos cuantos que probarse. Me senté en una silla baja dentro del
probador, junto a los tres paneles del espejo, intentando controlar
mi rabia.
Jess se mostraba indecisa entre dos. Uno era un modelo sencillo,
largo y sin tirantes; el otro, un vestido de color azul, con tirantes
finos, que le llegaba hasta la rodilla. Angela eligió un vestido
color rosa claro cuyos pliegues realzaban su alta figura
yresaltaban los tonos dorados de su pelo castaño claro. Las felicité
a ambas con profusión y las ayudé a colocar en las perchas los
modelos descartados.
Nos dirigimos a por los zapatos y otros complementos. Me limité
a observar y criticar mientras ellas se probaban varios pares,
porque, aunque necesitaba unos zapatos nuevos, no estaba de
humor para comprarme nada. La tarde noche de chicas siguió a
la estela de mi enfado con Tyler, que poco a poco fue dejando
espacio a la melancolía.
— ¿Angela? —comencé titubeante mientras ella intentaba
calzarse un par de zapatos rosas con tacones y tiras. Estaba
alborozada de tener una cita con un chico lo bastante alto como
para poder llevar tacones. Jessica se había dirigido hacia el
mostrador de la joyería y estábamos las dos solas.
Extendió la pierna y torció el tobillo para conseguir la mejor vista
posible del zapato.
Me acobardé y dije:
—Me gustan.
—Creo que me los voy a llevar, aunque sólo van a hacer juego
con este vestido —musitó.
—Venga, adelante. Están en venta —la animé.
Ella sonrió mientras volvía a colocar la tapa de una caja que
contenía unos zapatos de color blanco y aspecto más práctico. Lo
intenté otra vez.
—Esto... Angela... —la aludida alzó los ojos con curiosidad.
— ¿Es normal que los Cullen falten mucho a clase?
Mantuvo los ojos fijos en los zapatos. Fracasé miserablemente en
mi intento de parecer indiferente.
—Sí, cuando el tiempo es bueno agarran las mochilas y se van de
excursión varios días, incluso el doctor —me contestó en voz baja
y sin dejar de mirar a los zapatos—. Les encanta vivir al aire
libre.
No me formuló ni una pregunta en lugar de las miles que
hubiera provocado la mía en los labios de Jessica. Angela estaba
empezando a caerme realmente bien.
—Vaya.
Zanjé el tema cuando Jessica regresó para mostrarnos un
diamante de imitación que había encontrado en la joyería a juego
con sus zapatos plateados.
Habíamos planeado ir a cenar a un pequeño restaurante italiano
junto al paseo marítimo, pero la compra de la ropa nos había
llevado menos tiempo del esperado. Jess y Angela fueron a dejar
las compras en el coche y entonces bajamos dando un paseo
hacia la bahía. Les dije que me reuniría con ellas en el restaurante
en una hora, ya que quería buscar una librería. Ambas se
mostraron deseosas de acompañarme, pero las animé a que se
divirtieran. Ignoraban lo mucho que me podía abstraer cuando
estaba rodeada de libros, era algo que prefería hacer sola. Se
alejaron del coche charlando animadamente y yo me encaminé
en la dirección indicada por Jess.
No hubo problema en encontrar la librería, pero no tenían lo que
buscaba. Los escaparates estaban llenos de vasos de cristal,
dreamcatchers
2 y libros sobre sanación espiritual. Ni siquiera entré.2
[N. del T.] Objeto consistente en un círculo del que penden plumas encuyo centro hay una red; se cuelga en la pared de los dormitorios, ya que,
según la tradición de los indios ojibwa, atrapa las pesadillas de los niños
dormidos.
Desde fuera vi a una mujer de cincuenta años con una melena
gris que le caía sobre la espalda. Lucía un vestido de los años
sesenta y sonreía cordialmente detrás de un mostrador. Decidí
que era una conversación que me podía evitar. Tenía que haber
una librería normal en la ciudad.
Anduve entre las calles, llenas por el tráfico propio del final de la
jornada laboral, con la esperanza de dirigirme hacia el centro.
Caminaba sin saber adonde iba porque luchaba contra la
desesperación, intentaba no pensar en él con todas mis fuerzas
y,por encima de todo, pretendía acabar con mis esperanzas para el
viaje del sábado, temiendo una decepción aún más dolorosa que
el resto. Cuando alcé los ojos
y vi un Volvo plateado aparcado enla calle todo se me vino encima.
Vampiro estúpido y voluble, pensé.Avancé pisando fuerte en dirección sur, hacia algunas tiendas de
escaparates de apariencia prometedora, pero cuando llegué al
lugar, sólo se trataba de un establecimiento de reparaciones
yotro que estaba desocupado. Aún me quedaba mucho tiempo
para ir en busca de Jess
y Angela, y necesitaba recuperar el ánimoantes de reunirme con ellas. Después de mesarme los cabellos un
par de veces al tiempo que suspiraba profundamente, continué
para doblar la esquina.
Al cruzar otra calle comencé a darme cuenta de que iba en la
dirección equivocada. Los pocos viandantes que había visto se
dirigían hacia el norte y la mayoría de los edificios de la zona
parecían almacenes. Decidí dirigirme al este en la siguiente
esquina y luego dar la vuelta detrás de unos bloques de edificios
para probar suerte en otra calle y regresar al paseo marítimo.
Un grupo de cuatro hombres doblaron la esquina a la que me
dirigía. Yo vestía de manera demasiado informal para ser alguien
que volvía a casa después de la oficina, pero ellos iban
demasiado sucios para ser turistas. Me percaté de que no debían
de tener muchos más años que yo conforme se fueron
aproximando. Iban bromeando entre ellos en voz alta, riéndose
escandalosamente y dándose codazos unos a otros. Salí pitando
lo más lejos posible de la parte interior de la acera para dejarles
vía libre, caminé rápidamente mirando hacia la esquina, detrás
de ellos.
— ¡Eh, ahí! —dijo uno al pasar.
Debía de estar refiriéndose a mí, ya que no había nadie más por
los alrededores. Alcé la vista de inmediato. Dos de ellos se habían
detenido y los otros habían disminuido el paso. El más próximo,
un tipo corpulento, de cabello oscuro y poco más de veinte años,
era el que parecía haber hablado. Llevaba una camisa de franela
abierta sobre una camiseta sucia, unos vaqueros con desgarrones
y sandalias. Avanzó medio paso hacia mí.
— ¡Pero bueno! —murmuré de forma instintiva.
Entonces desvié la vista y caminé más rápido hacia la esquina.
Les podía oír reírse estrepitosamente detrás de mí.
— ¡Eh, espera! —gritó uno de ellos a mis espaldas, pero mantuve
la cabeza gacha y doblé la esquina con un suspiro de alivio. Aún
les oía reírse ahogadamente a mis espaldas.
Me encontré andando sobre una acera que pasaba junto a la parte
posterior de varios almacenes de colores sombríos, cada uno con
grandes puertas en saliente para descargar camiones, cerradas
con candados durante la noche. La parte sur de la calle carecía de
acera, consistía en una cerca de malla metálica rematada en
alambre de púas por la parte superior con el fin de proteger
algún tipo de piezas mecánicas en un patio de almacenaje. En mi
vagabundeo había pasado de largo por la parte de Port Angeles
que tenía intención de ver como turista. Descubrí que anochecía
cuando las nubes regresaron, arracimándose en el horizonte de
poniente, creando un ocaso prematuro. Al oeste, el cielo seguía
siendo claro, pero, rasgado por rayas naranjas y rosáceas,
comenzaba a agrisarse. Me había dejado la cazadora en el coche y
un repentino escalofrío hizo que me abrazara con fuerza el torso.
Una única furgoneta pasó a mi lado y luego la carretera se quedó
vacía.
De repente, el cielo se oscureció más y al mirar por encima del
hombro para localizar a la nube causante de esa penumbra, me
asusté al darme cuenta de que dos hombres me seguían
sigilosamente a seis metros.
Formaban parte del mismo grupo que había dejado atrás en la
esquina, aunque ninguno de los dos era el moreno que se había
dirigido a mí. De inmediato, miré hacia delante y aceleré el paso.
Un escalofrío que nada tenía que ver con el tiempo me recorrió la
espalda. Llevaba el bolso en el hombro, colgando de la correa
cruzada alrededor del pecho, como se suponía que tenía que
llevarlo para evitar que me lo quitaran de un tirón. Sabía
exactamente dónde estaba mi aerosol de autodefensa, en el talego
de debajo de la cama que nunca había llegado a desempaquetar.
No llevaba mucho dinero encima, sólo veintitantos dólares, pero
pensé en arrojar «accidentalmente» el bolso y alejarme andando.
Mas una vocecita asustada en el fondo de mi mente me previno
que podrían ser algo peor que ladrones.
Escuché con atención los silenciosos pasos, mucho más si se los
comparaba con el bullicio que estaban armando antes. No parecía
que estuvieran apretando el paso ni que se encontraran más
cerca.
Respira, tuve que recordarme. No sabes si te están siguiendo.Continué andando lo más deprisa posible sin llegar a correr,
concentrándome en el giro que había a mano derecha, a pocos
metros. Podía oírlos a la misma distancia a la que se encontraban
antes. Procedente de la parte sur de la ciudad, un coche azul giró
en la calle y pasó velozmente a mi lado. Pensé en plantarme de
un salto delante de él, pero dudé, inhibida al no saber si
realmente me seguían, y entonces fue demasiado tarde.
Llegué a la esquina, pero una rápida ojeada me mostró un
callejón sin salida que daba a la parte posterior de otro edificio.
En previsión, ya me había dado media vuelta. Debía rectificar a
toda prisa, cruzar como un bólido el estrecho paseo y volver a la
acera. La calle finalizaba en la próxima esquina, donde había una
señal de
stop. Me concentré en los débiles pasos que me seguíanmientras decidía si echar a correr o no. Sonaban un poco más
lejanos, aunque sabía que, en cualquier caso, me podían alcanzar
si corrían. Estaba segura de que tropezaría y me caería de ir más
deprisa. Las pisadas sonaban más lejos, sin duda, y por eso me
arriesgué a echar una ojeada rápida por encima del hombro. Vi
con alivio que ahora estaban a doce metros de mí, pero ambos
me miraban fijamente.
El tiempo que me costó llegar a la esquina se me antojó una
eternidad. Mantuve un ritmo vivo, hasta el punto de rezagarlos
un poco más con cada paso que daba. Quizás hubieran
comprendido que me habían asustado y lo lamentaban. Vi cruzar
la intersección a dos automóviles que se dirigieron hacia el norte.
Estaba a punto de llegar, y suspiré aliviada. En cuanto hubiera
dejado aquella calle desierta habría más personas a mí alrededor.
En un momento doblé la esquina con un suspiro de
agradecimiento.
Y me deslicé hasta el
stop.A
ambos lados de la calle se alineaban unos muros blancos sinventanas. A lo lejos podía ver dos intersecciones, farolas,
automóviles y más peatones, pero todos ellos estaban demasiado
lejos, ya que los otros dos hombres del grupo estaban en mitad
de la calle, apoyados contra un edificio situado al oeste,
mirándome con unas sonrisas de excitación que me dejaron
petrificada en la acera. Súbitamente comprendí que no me habían
estado siguiendo.
Me habían estado conduciendo como al ganado.
Me detuve por unos breves instantes, aunque me pareció mucho
tiempo. Di media vuelta y me lancé como una flecha hacia el otro
lado dé la acera. Tuve la funesta premonición de que era un
intento estéril. Las pisadas que me seguían se oían más fuertes.
— ¡Ahí está!
La voz atronadora del tipo rechoncho de pelo negro rompió la
intensa quietud y me hizo saltar. En la creciente oscuridad
parecía que iba a pasar de largo.
— ¡Sí! —Gritó una voz a mis espaldas, haciéndome dar otro salto
mientras intentaba correr calle abajo—. Apenas nos hemos
desviado.
Ahora debía andar despacio. Estaba acortando con demasiada
rapidez la distancia respecto a los dos que esperaban apoyados
en la pared. Era capaz de chillar con mucha potencia e inspiré
aire, preparándome para proferir un grito, pero tenía la garganta
demasiado seca para estar segura del volumen que podría
generar. Con un rápido movimiento deslicé el bolso por encima
de la cabeza y aferré la correa con una mano, lista para dárselo o
usarlo como arma, según lo dictasen las circunstancias.
El gordo, ya lejos del muro, se encogió de hombros cuando me
detuve con cautela y caminó lentamente por la calle.
—Apártese de mí —le previne con voz que se suponía debía
sonar fuerte y sin miedo, pero tenía razón en lo de la garganta
seca, y salió... sin volumen.
—No seas así, ricura —gritó, y una risa ronca estalló detrás de
mí.
Separé los pies, me aseguré en el suelo e intenté recordar, a pesar
del pánico, lo poco de autodefensa que sabía. La base de la mano
hacia arriba para romperle la nariz, con suerte, o incrustándosela
en el cerebro. Introducir los dedos en la cuenca del ojo,
intentando engancharlos alrededor del hueso para sacarle el ojo.
Y el habitual rodillazo a la ingle, por supuesto. Esa misma
vocecita pesimista habló de nuevo para recordarme que
probablemente no tendría ninguna oportunidad contra uno, y
eran cuatro.
« ¡Cállate!», le ordené a la voz antes de que el pánicome incapacitara. No iba a caer sin llevarme a alguno conmigo.
Intenté tragar saliva para ser capaz de proferir un grito aceptable.
Súbitamente, unos faros aparecieron a la vuelta de la esquina. El
coche casi atropello al gordo, obligándole a retroceder hacia la
acera de un salto. Me lancé al medio de la carretera. Ese auto iba
a pararse o tendría que atropellarme, pero, de forma totalmente
inesperada, el coche plateado derrapó hasta detenerse con la
puerta del copiloto abierta a menos de un metro.
—Entra —ordenó una voz furiosa.
Fue sorprendente cómo ese miedo asfixiante se desvaneció al
momento, y sorprendente también la repentina sensación de
seguridad que me invadió, incluso antes de abandonar la calle,
en cuanto oí
su voz. Salté al asiento y cerré la puerta de unportazo.
El interior del coche estaba a oscuras, la puerta abierta no había
proyectado ninguna luz, por lo que a duras penas conseguí verle
el rostro gracias a las luces del salpicadero. Los neumáticos
chirriaron cuando rápidamente aceleró y dio un volantazo que
hizo girar el vehículo hacia los atónitos hombres de la calle antes
de dirigirse al norte de la ciudad. Los vi de refilón cuando se
arrojaron al suelo mientras salíamos a toda velocidad en
dirección al puerto.
—Ponte el cinturón de seguridad —me ordenó; entonces
comprendí que me estaba aferrando al asiento con las dos manos.
Le obedecí rápidamente. El chasquido al enganchar el cinturón
sonó con fuerza en la penumbra. Se desvió a la izquierda para
avanzar a toda velocidad, saltándose varias señales de
stop sindetenerse.
Pero me sentía totalmente segura y, por el momento, daba igual
adonde fuéramos. Le miré con profundo alivio, un alivio que iba
más allá de mi repentina liberación. Estudié las facciones
perfectas del rostro de Edward a la escasa luz del salpicadero,
esperando a recuperar el aliento, hasta que me pareció que su
expresión reflejaba una ira homicida.
— ¿Estás enfadado conmigo? —le pregunté, sorprendida de lo
ronca que sonó mi voz.
—No —respondió tajante, pero su tono era de furia.
Me quedé en silencio, contemplando su cara mientras él miraba
al frente con unos ojos rojos como brasas, hasta que el coche se
detuvo de repente. Miré alrededor, pero estaba demasiado
oscuro para ver otra cosa que no fuera la vaga silueta de los
árboles en la cuneta de la carretera. Ya no estábamos en la
ciudad.
— ¿Bella? —preguntó con voz tensa y mesurada.
— ¿Sí?
Mi voz aún sonaba ronca. Intenté aclararme la garganta en
silencio.
— ¿Estás bien?
Aún no me había mirado, pero la rabia de su cara era evidente.
—Sí —contesté con voz ronca.
—Distráeme, por favor —ordenó.
—Perdona, ¿qué?
Suspiró con acritud.
—Limítate a charlar de cualquier cosa insustancial hasta que me
calme —aclaró mientras cerraba los ojos y se pellizcaba el puente
de la nariz con los dedos pulgar e índice.
—Eh... —me estrujé los sesos en busca de alguna trivialidad—.
Mañana antes de clase voy a atropellar a Tyler Crowley.
Edward siguió con los ojos cerrados, pero curvó la comisura de
los labios.
— ¿Por qué?
—Va diciendo por ahí que me va a llevar al baile de promoción...
O está loco o intenta hacer olvidar que casi me mata cuando...
Bueno, tú lo recuerdas, y cree que la promoción es la forma
adecuada de hacerlo. Estaremos en paz si pongo en peligro su
vida y ya no podrá seguir intentando enmendarlo. No necesito
enemigos, y puede que Lauren se apacigüe si Tyler me deja
tranquila. Aunque también podría destrozarle el Sentra. No
podrá llevar a nadie al baile de fin de curso si no tiene coche... —
proseguí.
—Estaba enterado —sonó algo más sosegado.
— ¿Sí? —pregunté incrédula; mi irritación previa se enardeció—.
Si está paralítico del cuello para abajo, tampoco podrá ir al baile
de fin de curso —musité, refinando mi plan.
Edward suspiró y al fin abrió los ojos.
— ¿Estás bien?
—En realidad, no.
Esperé, pero no volvió a hablar. Reclinó la cabeza contra el
asiento y miró el techo del Volvo. Tenía el rostro rígido.
— ¿Qué es lo que pasa? —inquirí con un hilo de voz.
—A veces tengo problemas con mi genio, Bella.
También él susurraba, y no dejaba de mirar por la ventana
mientras lo hacía, con los ojos entrecerrados.
—Pero no me conviene dar media vuelta y dar caza a esos... —no
terminó la frase, desvió la mirada y volvió a luchar por controlar
la rabia. Luego, continuó—: Al menos, eso es de lo que me
intento convencer.
—Ah.
La palabra parecía inadecuada, pero no se me ocurría una
respuesta mejor. De nuevo permanecimos sentados en silencio.
Miré el reloj del salpicadero, que marcaba las seis y media
pasadas.
—Jessica y Angela se van a preocupar —murmuré—. Iba a
reunirme con ellas.
Arrancó el motor sin decir nada más, girando con suavidad y
regresando rápidamente hacia la ciudad. Siguió conduciendo a
gran velocidad cuando estuvimos bajo las lámparas, sorteando
con facilidad los vehículos más lentos que cruzaban el paseo
marítimo. Aparcó en paralelo al bordillo en un espacio que yo
habría considerado demasiado pequeño para el Volvo, pero él lo
encajó sin esfuerzo al primer intento. Miré por la ventana en
busca de las luces de
La Bella Italia. Jess y Angela acababan desalir y se alejaban caminando con rapidez.
— ¿Cómo sabías dónde...? —comencé, pero luego me limité a
sacudir la cabeza. Oí abrirse la puerta y me giré para verle salir.
— ¿Qué haces?
—Llevarte a cenar.
Sonrió levemente, pero la mirada continuaba siendo severa. Se
alejó del coche y cerró de un portazo. Me peleé con el cinturón de
seguridad y me apresuré a salir también del coche. Me esperaba
en la acera y habló antes de que pudiera despegar los labios.
—Detén a Jessica y Angela antes de que también deba buscarlas a
ellas. Dudo que pudiera volver a contenerme si me tropiezo otra
vez con tus amigos.
Me estremecí ante el tono amenazador de su voz.
— ¡Jess, Angela! —les grité, saludando con el brazo cuando se
volvieron. Se apresuraron a regresar. El manifiesto alivio de sus
rostros se convirtió en sorpresa cuando vieron quién estaba a mi
lado. A unos metros de nosotros, vacilaron.
— ¿Dónde has estado? —preguntó Jessica con suspicacia.
—Me perdí —admití con timidez—, y luego me encontré con
Edward.
Le señalé con un gesto.
— ¿Os importaría que me uniera a vosotras? —preguntó con voz
sedosa e irresistible. Por sus rostros estupefactos supe que él
nunca antes había empleado a fondo sus talentos con ellas.
—Eh, sí, claro —musitó Jessica.
—De hecho —confesó Angela—, Bella, lo cierto es que ya hemos
cenado mientras te esperábamos... Perdona.
—No pasa nada —me encogí de hombros—. No tengo hambre.
—Creo que deberías comer algo —intervino Edward en voz baja,
pero autoritaria. Buscó a Jessica con la mirada y le habló un poco
más alto—: ¿Os importa que lleve a Bella a casa esta noche? Así,
no tendréis que esperar mientras cena.
—Eh, supongo que no... hay problema...
Jess se mordió el labio en un intento de deducir por mi expresión
si era eso lo que yo quería. Le guiñé un ojo. Nada deseaba más
que estar a solas con mi perpetuo salvador. Había tantas
preguntas con las que no le podía bombardear mientras no
estuviéramos solos...
—De acuerdo —Angela fue más rápida que Jessica—. Os vemos
mañana, Bella, Edward...
Tomó la mano de Jessica y la arrastró hacia el coche, que pude
ver un poco más lejos, aparcado en First Street. Cuando entraron,
Jess se volvió y me saludó con la mano. Por su rostro supe que se
moría de curiosidad. Le devolví el saludo y esperé a que se
alejaran antes de volverme hacia Edward.
—De verdad, no tengo hambre —insistí mientras alzaba la
mirada para estudiar su rostro. Su expresión era inescrutable.
—Compláceme.
Se dirigió hasta la puerta del restaurante y la mantuvo abierta
con gesto obstinado. Evidentemente, no había discusión posible.
Pasé a su lado y entré con un suspiro de resignación.
Era temporada baja para el turismo en Port Angeles, por lo que el
restaurante no estaba lleno. Comprendí el brillo de los ojos de
nuestra anfitriona mientras evaluaba a Edward. Le dio la
bienvenida con un poco más de entusiasmo del necesario. Me
sorprendió lo mucho que me molestó. Me sacaba varios
centímetros y era rubia de bote.
— ¿Tienen una mesa para dos? —preguntó Edward con voz
tentadora, lo pretendiese o no.
Vi cómo los ojos de la rubia se posaban en mí y luego se
desviaban, satisfecha por mi evidente normalidad y la falta de
contacto entre Edward y yo. Nos condujo a una gran mesa para
cuatro en el centro de la zona más concurrida del comedor.
Estaba a punto de sentarme cuando Edward me indicó lo
contrario con la cabeza.
— ¿Tiene, tal vez, algo más privado? —insistió con voz suave a la
anfitriona. No estaba segura, pero me pareció que le entregaba
discretamente una propina. No había visto a nadie rechazar una
mesa salvo en las viejas películas.
—Naturalmente —parecía tan sorprendida como yo. Se giró y
nos condujo alrededor de una mampara hasta llegar a una sala
de reservados—. ¿Algo como esto?
—Perfecto.
Le dedicó una centelleante sonrisa a la dueña, dejándola
momentáneamente deslumbrada.
—Esto... —sacudió la cabeza, bizqueando—. Ahora mismo les
atiendo.
Se alejó caminando con paso vacilante.
—De veras, no deberías hacerle eso a la gente —le critiqué—. Es
muy poco cortés.
— ¿Hacer qué?
—Deslumbrarla... Probablemente, ahora está en la cocina
hiperventilando.
Pareció confuso.
—Oh, venga —le dije un poco dubitativa—. Tienes que saber el
efecto que produces en los demás.
Ladeó la cabeza con los ojos llenos de curiosidad.
— ¿Los deslumbro?
— ¿No te has dado cuenta? ¿Crees que todos ceden con tanta
facilidad?
Ignoró mis preguntas.
— ¿Te deslumbro a ti?
—Con frecuencia —admití.
Entonces llegó la camarera, con rostro expectante. La anfitriona
había hecho mutis por el foro definitivamente, y la nueva chica
no parecía decepcionada. Se echó un mechón de su cabello negro
detrás de la oreja, y sonrió con innecesaria calidez.
—Hola. Me llamo Amber y voy a atenderles esta noche. ¿Qué les
pongo de beber?
No pasé por alto que sólo se dirigía a él. Edward me miró.
—Voy a tomar una CocaCola.
Pareció una pregunta.
—Dos —dijo él.
—Enseguida las traigo —le aseguró con otra sonrisa innecesaria,
pero él no lo vio, porque me miraba a mí.
— ¿Qué pasa? —le pregunté cuando se fue la camarera. Tenía la
mirada fija en mi rostro.
— ¿Cómo te sientes?
—Estoy bien —contesté, sorprendida por la intensidad.
— ¿No tienes mareos, ni frío, ni malestar...?
y— ¿Debería?
Se rió entre dientes ante la perplejidad de mi respuesta.
—Bueno, de hecho esperaba que entraras en estado de
shock.Su rostro se contrajo al esbozar aquella perfecta sonrisa de
picardía.
—Dudo que eso vaya a suceder —respondí después de tomar
aliento—. Siempre se me ha dado muy bien reprimir las cosas
desagradables.
—Da igual, me sentiré mejor cuando hayas tomado algo de
glucosa y comida.
La camarera apareció con nuestras bebidas y una cesta de colines
en ese preciso momento. Permaneció de espaldas a mí mientras
las colocaba sobre la mesa.
— ¿Han decidido qué van a pedir? —preguntó a Edward.
— ¿Bella? —inquirió él.
Ella se volvió hacia mí a regañadientes. Elegí lo primero que vi
en el menú.
—Eh... Tomaré el ravioli de setas.
— ¿Y usted?
Se volvió hacia Edward con una sonrisa.
—Nada para mí —contestó.
No, por supuesto que no.
—Si cambia de opinión, hágamelo saber.
La sonrisa coqueta seguía ahí, pero él no la miraba y la camarera
se marchó descontenta.
—Bebe —me ordenó.
Al principio, di unos sorbitos a mi refresco obedientemente;
luego, bebí a tragos más largos, sorprendida de la sed que tenía.
Comprendí que me la había terminado toda cuando Edward
empujó su vaso hacia mí.
—Gracias —murmuré, aún sedienta.
El frío del refresco se extendió por mi pecho y me estremecí.
— ¿Tienes frío?
—Es sólo la Coca—Cola —le expliqué mientras volvía a
estremecerme.
— ¿No tienes una cazadora? —me reprochó.
—Sí —miré a la vacía silla contigua y caí en la cuenta—. Vaya,
me la he dejado en el coche de Jessica.
Edward se quitó la suya. No podía apartar los ojos de su rostro,
simplemente. Me concentré para obligarme a hacerlo en ese
momento. Se estaba quitando su cazadora de cueto beis debajo
de la cual llevaba un suéter de cuello vuelto que se ajustaba muy
bien, resaltando lo musculoso que era su pecho.
Me entregó su cazadora y me interrumpió mientras me lo comía
con los ojos.
—Gracias —dije nuevamente mientas deslizaba los brazos en su
cazadora.
La prenda estaba helada, igual que cuando me ponía mi ropa a
primera hora de la mañana, colgada en el vestíbulo, en el que hay
mucha corriente de aire. Tirité otra vez. Tenía un olor asombroso.
Lo olisqueé en un intento de identificar aquel delicioso aroma,
que no se parecía a ninguna colonia. Las mangas eran demasiado
largas y las eché hacia atrás para tener libres las manos.
—Tu piel tiene un aspecto encantador con ese color azul —
observó mientras me miraba. Me sorprendió y bajé la vista,
sonrojada, por supuesto.
Empujó la cesta con los colines hacia mí.
—No voy a entrar en estado de
shock, de verdad —protesté.—Pues deberías, una persona normal lo haría, y tú ni siquiera
pareces alterada.
Daba la impresión de estar desconcertado. Me miró a los ojos y vi
que los suyos eran claros, más claros de lo que anteriormente los
había visto, de ese tono dorado que tiene el sirope de caramelo.
—Me siento segura contigo —confesé, impelida a decir de nuevo
la verdad. ,
Aquello le desagradó y frunció su frente de alabastro. Ceñudo,
sacudió la cabeza y murmuró para sí:
—Esto es más complicado de lo que pensaba.
Tomé un colín y comencé a mordisquearlo por un extremo,
evaluando su expresión. Me pregunté cuándo sería el momento
oportuno para empezar a interrogarle.
—Normalmente estás de mejor humor cuando tus ojos brillan —
comenté, intentando distraerle de cualquiera que fuera el
pensamiento que le había dejado triste y sombrío. Atónito, me
miró.
— ¿Qué?
—Estás de mal humor cuando tienes los ojos negros. Entonces,
me lo veo venir —continué—. Tengo una teoría al respecto.
Entrecerró los ojos y dijo:
— ¿Más teorías?
—Aja.
Mastiqué un colín al tiempo que intentaba parecer indiferente.
—Espero que esta vez seas más creativa, ¿o sigues tomando ideas
de los tebeos?
La imperceptible sonrisa era burlona, pero la mirada se mantuvo
severa.
—Bueno, no. No la he sacado de un tebeo, pero tampoco me la he
inventado—confesé.
— ¿Y? —me incitó a seguir, pero en ese momento la camarera
apareció detrás de la mampara con mi comida.
Me di cuenta de que, inconscientemente, nos habíamos ido
inclinando cada vez más cerca uno del otro, ya que ambos nos
erguimos cuando se aproximó. Dejó el plato delante de mí —
tenía buena pinta— y rápidamente se volvió hacia Edward para
preguntarle:
— ¿Ha cambiado de idea? ¿No hay nada que le pueda ofrecer?
Capté el doble significado de sus palabras.
—No, gracias, pero estaría bien que nos trajera algo más de
beber.
Él señaló los vasos vacíos que yo tenía delante con su larga mano
blanca.
—Claro.
Quitó los vasos vacíos y se marchó.
— ¿Qué decías?
—Te lo diré en el coche.
Si... —hice una pausa.— ¿Hay condiciones?
Su voz sonó ominosa. Enarcó una ceja.
—Tengo unas cuantas preguntas, por supuesto.
—Por supuesto.
La camarera regresó con dos vasos de CocaCola. Los dejó sobre
la mesa sin decir nada y se marchó de nuevo. Tomé un sorbito.
—Bueno, adelante —me instó, aún con voz dura.
Comencé por la pregunta menos exigente. O eso creía.
— ¿Por qué estás en Port Angeles?
Bajó la vista y cruzó las manos alargadas sobre la mesa muy
despacio para luego mirarme a través de las pestañas mientras
aparecía en su rostro el indicio de una sonrisa afectada.
—Siguiente pregunta.
—Pero ésa es la más fácil —objeté.
—La siguiente —repitió.
Frustrada, bajé los ojos. Moví los platos, tomé el tenedor, pinché
con cuidado un ravioli y me lo llevé a la boca con deliberada
lentitud, pensando al tiempo que masticaba. Las setas estaban
muy ricas. Tragué y bebí otro sorbo de mi refresco antes de
levantar la vista.
—En tal caso, de acuerdo —le miré y proseguí lentamente—.
Supongamos que, hipotéticamente, alguien es capaz de... saber
qué piensa la gente, de leer sus mentes, ya sabes, salvo unas
cuantas excepciones.
—Sólo
una excepción —me corrigió—, hipotéticamente.—De acuerdo entonces, una sola excepción.
Me estremecí cuando me siguió el juego, pero intenté parecer
despreocupada.
— ¿Cómo funciona? ¿Qué limitaciones tiene? ¿Cómo podría ese
alguien... encontrar a otra persona en el momento adecuado?
¿Cómo sabría que ella está en un apuro?
— ¿Hipotéticamente?
—Bueno, si... ese alguien...
—Supongamos que se llama Joe —sugerí.
Esbozó una sonrisa seca.
—En ese caso, Joe. Si Joe hubiera estado atento, la sincronización
no tendría por qué haber sido tan exacta —negó con la cabeza y
puso los ojos en blanco——. Sólo tú podrías meterte en líos en un
sitio tan pequeño. Destrozarías las estadísticas de delincuencia
para una década, ya sabes.
—Estamos hablando de un caso hipotético —le recordé con
frialdad.
Se rió de mí con ojos tiernos.
—Sí, cierto —aceptó—. ¿Qué tal si la llamamos Jane?
¿—Cómo lo supiste? —pregunté, incapaz de refrenar mi
ansiedad. Comprendí que volvía a inclinarme hacia él.
Pareció titubear, dividido por algún dilema interno. Nuestras
miradas se encontraron e intuí que en ese preciso instante estaba
tomando la decisión de si decir o no la verdad.
—Puedes confiar en mí, ya lo sabes —murmuré.
Sin pensarlo, estiré el brazo para tocarle las manos cruzadas, pero
Edward las retiró levemente y yo hice lo propio con las mías.
—No sé si tengo otra alternativa —su voz era un susurro—. Me
equivoqué. Eres mucho más observadora de lo que pensaba.
—Creí que siempre tenías razón.
—Así era —sacudió la
cabeza otra vez—. Hay otra cosa en la quetambién me equivoqué contigo. No eres un imán para los
accidentes... Esa no es una clasificación lo suficientemente
extensa. Eres un imán para los problemas. Si hay algo peligroso
en un radio de quince kilómetros, inexorablemente te encontrará.
— ¿Te incluyes en esa categoría? —Sin ninguna duda.
Su rostro se volvió frío e inexpresivo. Volví a estirar la mano por
la mesa, ignorando cuando él retiró levemente las suyas, para
tocar tímidamente el dorso de sus manos con las yemas de los
dedos. Tenía la piel fría y dura como una piedra.
—Gracias —musité con ferviente gratitud—. Es la segunda vez.
Su rostro se suavizó.
—No dejarás que haya una tercera, ¿de acuerdo?
Fruncí el ceño, pero asentí con la cabeza. Apartó su mano de
debajo de la mía y puso ambas sobre la mesa, pero se inclinó
hacia mí.
—Te seguí a Port Angeles —admitió, hablando muy deprisa—.
Nunca antes había intentado mantener con vida a alguien en
concreto, y es mucho más problemático de lo que creía, pero eso
tal vez se deba a que se trata de ti. La gente normal parece capaz
de pasar el día sin tantas catástrofes.
Hizo una pausa. Me pregunté si debía preocuparme el hecho de
que me siguiera, pero en lugar de eso, sentí un extraño espasmo
de satisfacción. Me miró fijamente, preguntándose tal vez por
qué mis labios se curvaban en una involuntaria sonrisa.
— ¿Crees que me había llegado la hora la primera vez, cuando
ocurrió lo de la furgoneta, y que has interferido en el destino? —
especulé para distraerme.
—Esa no fue la primera vez —replicó con dureza. Lo miré
sorprendida, pero él miraba al suelo—. La primera fue cuando te
conocí.
Sentí un escalofrío al oír sus palabras y recordar bruscamente la
furibunda mirada de sus ojos negros aquel primer día, pero lo
ahogó la abrumadora sensación de seguridad que sentía en
presencia de Edward.
— ¿Lo recuerdas? —inquirió con su rostro de ángel muy serio.
—Sí —respondí con serenidad.
—Y aun así estás aquí sentada —comentó con un deje de
incredulidad en su voz y enarcó una ceja.
—Sí, estoy aquí... gracias a ti —me callé y luego le incité—.
Porque de alguna manera has sabido encontrarme hoy.
Frunció los labios y me miró con los ojos entrecerrados mientras
volvía a cavilar. Lanzó una mirada a mi plato, casi intacto, y
luego a mí.
—Tú comes y yo hablo —me propuso.
Rápidamente saqué del plato otro ravioli con el tenedor, lo hice
estallar en mi boca y mastiqué de forma apresurada.
—Seguirte el rastro es más difícil de lo habitual. Normalmente
puedo hallar a alguien con suma facilidad siempre que haya
«oído» su mente antes —me miró con ansiedad y comprendí que
me había quedado helada. Me obligué a tragar, pinché otro
ravioli y me lo metí en la boca.
—Vigilaba a Jessica sin mucha atención... Como te dije, sólo tú
puedes meterte en líos en Port Angeles. Al principio no me di
cuenta de que te habías ido por tu cuenta y luego, cuando
comprendí que ya no estabas con ellas, fui a buscarte a la librería
que vislumbré en la mente de Jessica. Te puedo decir que sé que
no llegaste a entrar y que te dirigiste al sur. Sabía que tendrías
que dar la vuelta pronto, por lo que me limité a esperarte,
investigando al azar en los pensamientos de los viandantes para
saber si alguno se había fijado en ti, y saber de ese modo dónde
estabas. No tenía razones para preocuparme, pero estaba
extrañamente ansioso...
Se sumió en sus pensamientos, mirando fijamente a la nada,
viendo cosas que yo no conseguía imaginar.
—Comencé a conducir en círculos, seguía alerta. El sol se puso al
fin y estaba a punto de salir y seguirte a pie cuando... —
enmudeció, rechinando los dientes con súbita ira. Se esforzó en
calmarse.
— ¿Qué pasó entonces? —susurré. Edward seguía mirando al
vacío por encima de mi cabeza.
—Oí lo que pensaban —gruñó; al torcer el gesto, el labio superior
se curvó mostrando sus dientes—, y vi tu rostro en sus mentes.
De repente, se inclinó hacia delante, con el codo apoyado en la
mesa y la mano sobre los ojos. El movimiento fue tan rápido que
me sobresaltó.
—Resultó duro, no sabes cuánto, dejarlos... vivos —el brazo
amortiguaba la voz—. Te podía haber dejado ir con Jessica y
Angela, pero temía —admitió con un hilo de voz— que, si me
dejabas solo, iría a por ellos.
Permanecí sentada en silencio, confusa, llena de pensamientos
incoherentes, con las manos cruzadas sobre el vientre y recostada
lánguidamente contra el respaldo de la silla. El seguía con la
mano en el rostro, tan inmóvil que parecía una estatua tallada.
Finalmente alzó la vista y sus ojos buscaron los míos, rebosando
sus propios interrogantes.
— ¿Estás lista para ir a casa? —preguntó.
—Lo estoy para salir de aquí —precisé, inmensamente
agradecida de que nos quedara una hora larga de coche antes de
llegar a casa juntos. No estaba preparada para despedirme de él.
La camarera apareció como si la hubiera llamado, o estuviera
observando.
— ¿Qué tal todo? —preguntó a Edward.
—Dispuestos para pagar la cuenta, gracias.
Su voz era contenida pero más ronca, aún reflejaba la tensión de
nuestra conversación. Aquello pareció acallarla. Edward alzó la
vista, aguardando.
—Claro —tartamudeó—. Aquí la tiene.
La camarera extrajo una carpetita de cuero del bolsillo delantero
de su delantal negro y se la entregó.
Edward ya sostenía un billete en la mano. Lo deslizó dentro de la
carpetita y se la devolvió de inmediato.
—Quédese con el cambio.
Sonrió, se puso de pie y le imité con torpeza. Ella volvió a
dirigirle una sonrisa insinuante.
—Que tengan una buena noche.
Edward no apartó los ojos de mí mientras le daba las gracias.
Reprimí una sonrisa.
Caminó muy cerca de mí hasta la puerta, pero siguió poniendo
mucho cuidado en no tocarme. Recordé lo que Jessica había
dicho de su relación con Mike, y cómo casi habían avanzado
hasta la fase del primer beso. Suspiré. Edward me oyó, y me miró
con curiosidad. Yo clavé la mirada en la acera, muy agradecida
de que pareciera incapaz de saber lo que pensaba.
Abrió la puerta del copiloto y la sostuvo hasta que entré. Luego,
la cerró detrás de mí con suavidad. Le contemplé dar la vuelta
por la parte delantera del coche, de nuevo sorprendida por el
garbo con que se movía. Probablemente debería haberme
habituado a estas alturas, pero no era así. Tenía la sensación de
que Edward no era la clase de persona a la que alguien pueda
acostumbrarse.
Una vez dentro, arrancó
y puso al máximo la calefacción. Habíarefrescado mucho y supuse que el buen tiempo se había
terminado, aunque estaba bien caliente con su cazadora, oliendo
su aroma cuando creía que no me veía.
Se metió entre el tráfico, aparentemente sin mirar, y fue
esquivando coches en dirección a la autopista.
—Ahora —dijo de forma elocuente—, te toca a ti.
TEORIA
— ¿Puedo hacerte sólo una pregunta más? —imploré mientras
aceleraba a toda velocidad por la calle desierta. No parecía
prestar atención alguna a la carretera.
Suspiró.
—Una —aceptó. Frunció los labios, que se convirtieron en una
línea llena de recelo.
—Bueno... Dijiste que sabías que no había entrado en la librería y
que me había dirigido hacia el sur. Sólo me preguntaba cómo lo
sabías.
Desvió la vista a propósito.
—Pensaba que habíamos pasado la etapa de las evasivas —
refunfuñé.
Casi sonrió.
—De acuerdo. Seguí tu olor —miraba a la carretera, lo cual me
dio tiempo para recobrar la compostura. No podía admitir que
ésa fuera una respuesta aceptable, pero la clasifiqué
cuidadosamente para estudiarla más adelante. Intenté retomar el
hilo de la conversación. Tampoco estaba dispuesta a dejarle
terminar ahí, no ahora que al fin me estaba explicando cosas.
—Aún no has respondido a la primera de mis preguntas —dije
para ganar tiempo.
Me miró con desaprobación.
— ¿Cuál?
— ¿Cómo funciona lo de leer mentes? ¿Puedes leer la mente de
cualquiera en cualquier parte? ¿Cómo lo haces? ¿Puede hacerlo el
resto de tu familia...?
Me sentí estúpida al pedir una aclaración sobre una fantasía.
—Has hecho más de una pregunta —puntualizó. Me limité a
entrecruzar los dedos y esperar—. Sólo yo tengo esa facultad, y
no puedo oír a cualquiera en cualquier parte. Debo estar bastante
cerca. Cuanto más familiar me resulta esa «voz», más lejos soy
capaz de oírla, pero aun así, no más de unos pocos kilómetros —
hizo una pausa con gesto meditabundo—. Se parece un poco a
un enorme
hall repleto de personas que hablan todas a la vez.Sólo es un zumbido, un bisbiseo de voces al fondo, hasta que
localizo una voz, y entonces está claro lo que piensan... La mayor
parte del tiempo no los escucho, ya que puede llegar a distraer
demasiado y así es más fácil parecer
normal—frunció el ceño alpronunciar la palabra—, y no responder a los pensamientos de
alguien antes de que los haya expresado con palabras.
Me miró con ojos enigmáticos.
— ¿Por qué crees que no puedes «oírme»? —pregunté con
curiosidad.
—No lo sé —murmuró—. Mi única suposición es que tal vez tu
mente funcione de forma diferente a la de los demás. Es como si
tus pensamientos fluyeran en onda media y yo sólo captase los
de frecuencia modulada.
Me sonrió, repentinamente divertido.
— ¿Mi mente no funciona bien? ¿Soy un bicho raro?
Esas palabras me preocuparon más de lo previsto,
probablemente porque había dado en la diana. Siempre lo había
sospechado, y me avergonzaba tener la confirmación.
—Yo oigo voces en la cabeza y es a
ti a quien le preocupa ser unbicho raro —se rió—. No te inquietes, es sólo una teoría. .. —su
rostro se tensó—. Y eso nos trae de vuelta a ti.
Suspiré.
¿Cómo empezar?—Pensaba que habíamos pasado la etapa de las evasivas —me
recordó con dulzura.
Aparté la vista del rostro de Edward por primera vez en un
intento de hallar las palabras y vi el indicador de velocidad.
— ¡Dios santo! —grité—. ¡Ve más despacio!
— ¿Qué pasa? —se sobresaltó, pero el automóvil no desaceleró.
— ¡Vas a ciento sesenta! —seguí chillando.
Elche una ojeada de pánico por la ventana, pero estaba
demasiado oscuro para distinguir mucho. La carretera sólo era
visible hasta donde alcanzaba la luz de los faros delanteros. El
bosque que flanqueaba ambos lados de la carretera parecía un
muro negro, tan duro como un muro de hierro si nos salíamos de
la carretera a esa velocidad.
—Tranquilízate, Bella.
Puso los ojos en blanco sin reducir aún la velocidad.
— ¿Pretendes que nos matemos? —quise saber.
—No vamos a chocar.
Intenté modular el volumen de mi voz al preguntar:
— ¿Por qué vamos tan deprisa?
—Siempre conduzco así —se volvió y me sonrió torciendo la
boca.
— ¡No apartes la vista de la carretera!
—Nunca he tenido un accidente, Bella, ni siquiera me han puesto
una multa —sonrió y se acarició varias veces la frente—. A
prueba de radares detectores de velocidad.
—Muy divertido —estaba que echaba chispas—. Charlie es
policía, ¿recuerdas? He crecido respetando las leyes de tráfico.
Además, si nos la pegamos contra el tronco de un árbol y nos
convertimos en una galleta de Volvo, tendrás que regresar a pie.
—Probablemente —admitió con una fuerte aunque breve
carcajada—, pero tú no —suspiró y vi con alivio que la aguja
descendía gradualmente hasta los ciento veinte.
— ¿Satisfecha?
—Casi.
—Odio conducir despacio —musitó.
— ¿A esto le llamas despacio?
—Basta de criticar mi conducción —dijo bruscamente—, sigo
esperando tu última teoría.
Me mordí el labio. Me miró con ojos inesperadamente amarillos
—No me voy a reír —prometió.
—Temo más que te enfades conmigo.
— ¿Tan mala es?
—Bastante, sí.
Esperó. Tenía la vista clavada en mis manos, por lo que no le
pude ver la expresión.
—Adelante —me animó con voz tranquila.
—No sé cómo empezar —admití.
— ¿Por qué no empiezas por el principio? Dijiste que no era de tu
invención.
—No.
— ¿Cómo empezaste? ¿Con un libro? ¿Con una película? —me
sondeó.
—No. Fue el sábado, en la playa —me arriesgué a alzar los ojos y
contemplar su rostro. Pareció confundido—. Me encontré con un
viejo amigo de la familia... Jacob Black —proseguí—. Su padre y
Charlie han sido amigos desde que yo era niña.
Aún parecía perplejo.
—Su padre es uno de los ancianos de los quileute —lo examiné
con atención. Una expresión helada sustituyó al desconcierto
anterior—. Fuimos a dar un paseo... —evité explicarle todas mis
maquinaciones para sonsacar la historia—, y él me estuvo
contando viejas leyendas para asustarme —vacilé—. Me contó
una...
—Continúa.
—... sobre vampiros.
En ese instante me di cuenta de que hablaba en susurros. Ahora
no le podía ver la cara, pero sí los nudillos tensos, convulsos, de
las manos en el volante.
— ¿E inmediatamente te acordaste de mí?
Seguía tranquilo.
—No. Jacob mencionó a tu familia.
Permaneció en silencio, sin perder de vista la carretera. De
repente, me alarmé, preocupada por proteger a Jacob.
—Sólo creía que era una superstición estúpida —añadí
rápidamente—. No esperaba que yo me creyera ni una palabra —
mi comentario no parecía suficiente, por lo que tuve que confesar
—: Fue culpa mía. Le obligué a contármelo.
— ¿Por qué?
—Lauren dijo algo sobre ti... Intentaba provocarme. Un joven
mayor de la tribu mencionó que tu familia no acudía a la reserva,
sólo que sonó como si aquello tuviera un significado especial, por
lo que me llevé a Jacob a solas y le engañé para que me lo contara
—admití con la cabeza gacha.
— ¿Cómo le engañaste?
—Intenté flirtear un poco... Funcionó mejor de lo que había
pensado —la incredulidad llenó mi voz cuando lo evoqué.
—Me gustaría haberlo visto —se rió entre dientes de forma
sombría—. Y tú me acusas de confundir a la gente... ¡Pobre Jacob
Black!
Me puse colorada como un tomate y contemplé la noche a través
de la ventanilla.
— ¿Qué hiciste entonces? —preguntó un minuto después.
—Busqué en Internet.
— ¿Y eso te convenció? —su voz apenas parecía interesada, pero
sus manos aferraban con fuerza el volante.
—No. Nada encajaba. La mayoría eran tonterías, y entonces. .. —
me detuve.
— ¿Qué?
—Decidí que no importaba —susurré.
— ¡¿Que no importaba?! —el tono de su voz me hizo alzar los
ojos. La máscara tan cuidadosamente urdida se había roto
finalmente. Tenía cara de incredulidad, con un leve atisbo de la
rabia que yo temía.
—No —dije suavemente—. No me importa lo que seas.
— ¿No te importa que sea un monstruo? —su voz reflejó una
nota severa
y burlona— ¿Que no sea
humano?—No.
Se calló
y volvió a mirar al frente. Su rostro era oscuro y gélido.—Te has enfadado —suspiré—. No debería haberte dicho nada.
—No —dijo con un tono tan severo como la expresión de su cara
—. Prefiero saber qué piensas, incluso cuando lo que pienses sea
una locura.
—Así que, ¿me equivoco otra vez? —le desafié.
—No me refiero a eso. «No importaba» —me citó, apretando los
dientes.
— ¿Estoy en lo cierto? —contesté con un respingo.
—
¿Importa?Respiré hondo.
—En realidad, no —hice una pausa—. Siento curiosidad.
Al menos, mi voz sonaba tranquila. De repente, se resignó.
— ¿Sobre qué sientes curiosidad?
— ¿Cuántos años tienes?
—Diecisiete —respondió de inmediato.
— ¿Y cuánto hace que tienes diecisiete años?
Frunció los labios mientras miraba la carretera.
—Bastante —admitió, al fin.
—De acuerdo.
Sonreí, complacida de que al fin fuera sincero conmigo. Sus
vigilantes ojos me miraban con más frecuencia que antes, cuando
le preocupaba que entrara en estado de Shock
. Esbocé unasonrisa más amplia de estímulo y él frunció el ceño.
—No te rías, pero ¿cómo es que puedes salir durante el día?
En cualquier caso, se rió.
—Un mito.
— ¿No te quema el sol?
—Un mito.
— ¿Y lo de dormir en ataúdes?
—Un mito —vaciló durante un momento y un tono peculiar se
filtró en su voz—. No puedo dormir.
Necesité un minuto para comprenderlo.
— ¿Nada?
—Jamás —contestó con voz apenas audible.
Se volvió para mirarme con expresión de nostalgia. Sus ojos
dorados sostuvieron mi mirada y perdí la oportunidad de
pensar. Me quedé mirándolo hasta que él apartó la vista.
—Aún no me has formulado la pregunta más importante.
Ahora su voz sonaba severa y cuando me miró otra vez lo hizo
con ojos gélidos. Parpadeé, todavía confusa.
— ¿Cuál?
— ¿No te preocupa mi dieta? —preguntó con sarcasmo.
—Ah —musité—, ésa.
—Sí, ésa —remarcó con voz átona—. ¿No quieres saber si bebo
sangre?
Retrocedí.
—Bueno, Jacob me dijo algo al respecto.
— ¿Qué dijo Jacob? —preguntó cansinamente.
—Que no cazabais personas. Dijo que se suponía que vuestra
familia no era peligrosa porque sólo dabais caza a animales.
— ¿Dijo que no éramos peligrosos?
Su voz fue profundamente escéptica.
—No exactamente. Dijo que se suponía que no lo erais, pero los
quileutes siguen sin quereros en sus tierras, sólo por si acaso.
Miró hacia delante, pero no sabía si observaba o no la carretera.
—Entonces, ¿tiene razón en lo de que no cazáis personas? —
pregunté, intentando alterar la voz lo menos posible.
—La memoria de los quileutes llega lejos... —susurró.
Lo acepté como una confirmación.
—Aunque no dejes que eso te satisfaga —me advirtió—. Tienen
razón al mantener la distancia con nosotros.
—No comprendo.
—Intentamos... —explicó lentamente—, solemos ser buenos en
todo lo que hacemos, pero a veces cometemos errores. Yo, por
ejemplo, al permitirme estar a solas contigo.
— ¿Esto es un error?
Oí la tristeza de mi voz, pero no supe si él también lo había
advertido.
—Uno muy peligroso —murmuró.
A continuación, ambos permanecimos en silencio. Observé cómo
giraban las luces del coche con las curvas de la carretera. Se
movían con demasiada rapidez, no parecían reales, sino un
videojuego. Era consciente de que el tiempo se me escapaba
rápidamente, se me acababa como la carretera que recorríamos, y
tuve un miedo espantoso a no disponer de otra oportunidad para
estar con él de nuevo como en este momento, abiertamente, sin
muros entre nosotros. Sus palabras apuntaban hacia un fin y
retrocedí ante esa idea. No podía perder ninguno de los minutos
que tenía a su lado.
—Cuéntame más —pedí con desesperación, sin preocuparme de
lo que dijera, sólo para oír su voz de nuevo.
Me miró rápidamente, sobresaltado por el cambio que se había
operado en mi voz.
— ¿Qué más quieres saber?
—Dime por qué cazáis animales en lugar de personas —sugerí
con voz aún alterada por la desesperación. Tomé conciencia de
que tenía los ojos llorosos y luché contra el pesar que intentaba
apoderarse de mí.
—No
quiero ser un monstruo —explicó en voz muy baja.—Pero ¿no bastan los animales?
Hizo una pausa.
—No puedo estar seguro, por supuesto, pero yo lo compararía
con vivir a base de queso y leche de soja. Nos llamamos a
nosotros mismos vegetarianos, es nuestro pequeño chiste
privado. No sacia el apetito por completo, bueno, más bien la
sed, pero nos mantiene lo bastante fuertes para resistir... la
mayoría de las veces —su voz sonaba a presagio—. Unas veces es
más difícil que otras. — ¿Te resulta muy difícil ahora?
Suspiró.
—Pero ahora no tienes hambre —aseveré con confianza,
afirmando, no preguntando.
— ¿Qué te hace pensar eso?
—Tus ojos. Te dije que tenía una teoría. Me he dado cuenta de
que la gente, y los hombres en particular, se enfada cuando tiene
hambre.
Se rió entre dientes.
—Eres muy observadora, ¿verdad?
No respondí, sólo escuché el sonido de su risa y lo grabé en la
memoria.
—Este fin de semana estuvisteis cazando, ¿verdad? —quise saber
cuando todo se hubo calmado.
—Sí —calló durante un segundo, como si estuviera decidiendo
decir algo o no—. No quería salir, pero era necesario. Es un poco
más fácil estar cerca de ti cuando no tengo sed.
— ¿Por qué no querías marcharte?
—El estar lejos de ti me pone... ansioso —su mirada era amable e
intensa; y me estremecí hasta la médula—. No bromeaba cuando
te pedí que no te cayeras al mar o te dejaras atropellar el jueves
pasado. Estuve abstraído todo el fin de semana, preocupándome
por ti, y después de lo acaecido esta noche, me sorprende que
hayas salido indemne del fin de semana —movió la cabeza;
entonces recordó algo—. Bueno, no del todo.
— ¿Qué?
—Tus manos —me recordó.
Observé las palmas de mis manos y las rasgaduras casi curadas
de los pulpejos. A Edward no se le escapaba nada.
—Me caí —reconocí con un suspiro.
—Eso es lo que pensé —las comisuras de sus labios se curvaron
—. Supongo que, siendo tú, podía haber sido mucho peor, y esa
posibilidad me atormentó mientras duró mi ausencia. Fueron
tres días realmente largos y la verdad es que puse a Emmett de
los nervios.
Me sonrió compungido.
— ¿Tres días? ¿No acabas de regresar hoy?
—No, volvimos el domingo.
—Entonces, ¿por qué no fuisteis ninguno de vosotros al instituto?
Estaba frustrada, casi enfadada, al pensar el gran chasco que me
había llevado a causa de su ausencia.
—Bueno, me has preguntado si el sol me daña, y no lo hace, pero
no puedo salir a la luz del día... Al menos, no donde me pueda
ver alguien.
— ¿Por qué?
—Alguna vez te lo mostraré —me prometió.
Pensé en ello durante un momento.
—Me podías haber llamado —decidí.
Se quedó confuso.
—Pero sabía que estabas a salvo.
—Pero yo no sabía dónde estabas. Yo... —vacilé y entorné los
ojos.
— ¿Qué? —me impelió con voz arrulladora.
—Me disgusta no verte. También me pone ansiosa.
Me sonrojé al decirlo en voz alta. Se quedó quieto y alzó la vista
con aprensión. Observé su expresión apenada.
—Ay —gimió en voz baja—, eso no está bien.
No comprendí esa respuesta. ¿Qué he dicho?
— ¿No lo ves, Bella? De todas las cosas en que te has visto
involucrada, es una de las que me hace sentir peor —fijó los ojos
en la carretera abruptamente; habló a borbotones, a tal velocidad
que casi no lo comprendí—. No quiero oír que te sientas así —
dijo con voz baja, pero apremiante—. Es un error. No es seguro.
Bella, soy peligroso. Grábatelo, por favor.
—No.
Me esforcé por no parecer una niña enfurruñada.
—Hablo en serio —gruñó.
—También yo. Te lo dije, no me importa qué seas. Es demasiado
tarde.
—Jamás digas eso —espetó con dureza y en voz baja.
Me mordí el labio, contenta de que no supiera cuánto dolía
aquello. Contemplé la carretera. Ya debíamos de estar cerca.
Conducía mucho más deprisa.
— ¿En qué piensas? —inquirió con voz aún ruda.
Me limité á negar con la cabeza, no muy segura de que fuera
capaz de hablar.
— ¿Estás llorando?
No me había dado cuenta de que la humedad de mis ojos se
había desbordado. Rápidamente, me froté la mejilla con la mano
y, efectivamente, allí estaban las lágrimas delatoras,
traicionándome.
—No —negué, pero mi voz se quebró.
Le vi extender hacia mí la diestra con vacilación, pero luego se
contuvo y lentamente la volvió a poner en el volante.
—Lo siento —se disculpó con voz pesarosa.
Supe que no sólo se estaba disculpando por las palabras que me
habían perturbado. La oscuridad se deslizaba a nuestro lado en
silencio.
—Dime una cosa —pidió después de que hubiera transcurrido
otro minuto, y le oí controlarse para que su tono fuera ligero.
— ¿Sí?
—Esta noche, justo antes de que yo doblara la esquina, ¿en qué
pensabas? No comprendí tu expresión... No parecías asustada,
sino más bien concentrada al máximo en algo.
—Intentaba recordar cómo incapacitar a un atacante, ya sabes. ..
autodefensa. Le iba a meter la nariz en el cerebro a ese... —pensé
en el tipo moreno con una oleada de odio.
— ¿Ibas a luchar contra ellos? —eso le perturbó—. ¿No pensaste
en correr?
—Me caigo mucho cuando corro —admití.
— ¿Y en chillar?
—Estaba a punto de hacerlo.
Sacudió la cabeza.
—Tienes razón. Definitivamente, estoy luchando contra el
destino al intentar mantenerte con vida.
Suspiré. Al traspasar los límites de Forks fuimos más despacio. El
viaje le había llevado menos de veinte minutos.
— ¿Te veré mañana? —quise saber.
—Sí. También he de entregar un trabajo —me sonrió—. Te
reservaré un asiento para almorzar.
Después de todo lo que habíamos pasado aquella noche, era una
tontería que esa pequeña promesa me causara tal excitación y me
impidiera articular palabra.
Estábamos enfrente de la casa de Charlie. Las luces estaban
encendidas y mi coche en su sitio. Todo parecía absolutamente
normal. Era como despertar de un sueño. Detuvo el vehículo,
pero no me moví.
— ¿Me prometes estar ahí mañana?
—Lo prometo.
Sopesé la respuesta durante unos instantes y luego asentí con la
cabeza.
Me quité la cazadora después de olería por última vez.—Te la puedes quedar... No tienes una para mañana —me
recordó.
Se la devolví.
—No quiero tener que explicárselo a Charlie.
—Ah, de acuerdo.
Esbozó una amplia sonrisa. Con la mano en la manivela, vacilé
mientras intentaba prolongar el momento.
— ¿Bella? —dijo en tono diferente, serio y dubitativo.
— ¿Sí? —me volví hacia él con demasiada avidez.
— ¿Vas a prometerme algo?
—Sí —respondí, y al momento me arrepentí de mi incondicional
aceptación. ¿Qué ocurría si me pedía que me alejara de él? No
podía mantener esa promesa.
—No vayas sola al bosque.
Le miré fijamente, totalmente confusa.
— ¿Por qué?
Frunció el ceño y miró con severidad por la ventana.
—No soy la criatura más peligrosa que ronda por ahí fuera.
Dejémoslo así.
Me estremecí levemente ante su repentino tono sombrío, pero
estaba aliviada. Al menos, ésta era una promesa fácil de cumplir.
—Lo que tú digas.
—Nos vemos mañana —suspiró, y supe que deseaba que saliera
del coche.
—Entonces, hasta mañana.
Abrí la puerta a regañadientes.
— ¿Bella?
Me di la vuelta mientras se inclinaba hacía mí, por lo que tuve su
espléndido rostro pálido a unos centímetros del mío. Mi corazón
se detuvo.
—Que duermas bien —dijo.
Su aliento rozó mi cara, aturdiéndome. Era el mismo exquisito
aroma que emanaba de la cazadora, pero de una forma más
concentrada. Parpadeé, totalmente deslumbrada. Edward se
alejó.
Fui incapaz de moverme hasta que se me despejó un poco la
mente. Entonces salí del coche con torpeza, teniendo que
apoyarme en el marco de la puerta. Creí oírle soltar una risita,
pero el sonido fue demasiado bajo para confirmar que fuera
cierto.
Aguardó hasta que llegué a trancas y barrancas a la puerta y
entonces oí el sonido del motor del coche. Me volví a tiempo de
contemplar el vehículo plateado desapareciendo detrás de la
esquina. Me di cuenta de que hacía mucho frío.
Tomé la llave de forma maquinal, abrí la puerta y entré. Charlie
me llamó desde el cuarto de estar.
— ¿Bella?
—Sí, papá, soy yo.
Fui hasta allí. Estaba viendo un partido de baloncesto.
—Has vuelto pronto.
— ¿Sí? —estaba sorprendida.
—Aún no son ni las ocho —me dijo—. ¿Os habéis divertido?
—Sí, nos lo hemos pasado muy bien —la cabeza me dio vueltas
al intentar recordar todo el asunto de la salida de chicas que
había planeado—. Las dos encontraron vestidos.
— ¿Te encuentras bien?
—Sólo cansada. He caminado mucho.
—Bueno, quizás deberías acostarte ya.
Parecía preocupado. Me pregunté qué aspecto tendría mi cara.
—Antes debo llamar a Jessica.
—Pero ¿no acabas de estar con ella? —preguntó sorprendido.
—Sí, pero me dejé la cazadora en su coche. Quiero asegurarme
de que mañana me la trae.
—Bueno, al menos dale tiempo de llegar a casa.
—Cierto —acepté.
Fui a la cocina y caí exhausta en una silla. Entonces empecé a
marearme de verdad. Me pregunté si, después de todo, no iba a
entrar en estado de
sbock. ¡Contrólate!, me dije.El teléfono me sobresaltó cuando sonó de repente. Levanté el
auricular de un tirón.
— ¿Diga? —pregunté entrecortadamente.
— ¿Bella?
—Hola, Jes. Ahora te iba a llamar.
— ¿Estás eh casa?—su voz reflejaba sorpresa y alivio.
—Sí. Me dejé la cazadora en tu coche. ¿Me la puedes traer
mañana?
—Claro, pero ¡dime qué ha pasado! —exigió.
—Eh, mañana, en Trigonometría, ¿vale?
Lo pilló al vuelo.
—Ah, tu padre está ahí, ¿no?
—Sí, exacto.
—De acuerdo. En ese caso, mañana hablamos —percibí la
impaciencia en su voz—. ¡Adiós!
—Adiós, Jess.
Subí lentamente las escaleras mientras un profundo sopor me
nublaba la mente. Me preparé para irme a la cama sin prestar
atención a lo que hacía. No me percaté de que estaba helada
hasta que estuve en la ducha, con el agua —demasiado caliente—
quemándome la piel. Tirité violentamente durante varios
minutos; después, el chorro de agua relajó mis músculos
agarrotados. Luego, sumamente cansada para moverme,
permanecí en la ducha hasta que se acabó el agua caliente.
Salí a trompicones y envolví mi cuerpo con una toalla en un
intento de conservar el calor del agua para que no regresaran las
dolorosas tiritonas. Rápidamente me puse el pijama. Me
acurruqué debajo de la colcha, avovillándome como una pelota,
abrazándome, para conservar el calor. Me estremecí varias veces.
La cabeza me seguía dando vueltas, llena de imágenes que no lograba
comprender y algunas otras que intentaba reprimir. Al principio, no tenía nada
claro, pero cuando gradualmente me fui acercando al sueño, se me hicieron
evidentes algunas certezas.
Estaba totalmente segura de tres cosas. Primera, Edward era un vampiro.
Segunda, una parte de él, y no sabía lo potente que podía ser esa parte, tenía sed
de mi sangre. Y tercera, estaba incondicional e irrevocablemente enamorada de
él.
INTERROGATORIOS
A la mañana siguiente resultó muy difícil discutir con esa parte
de mí que estaba convencida de que la noche pasada había sido
un sueño. Ni la lógica ni el sentido común estaban de mi lado.
Me aferraba a las partes que no podían ser de mi invención,
como el olor de Edward. Estaba segura de que algo así jamás
hubiera sido producto de mis propios sueños.
En el exterior, el día era brumoso y oscuro. Perfecto. Edward no
tenía razón alguna para no asistir a clase hoy. Me vestí con ropa
de mucho abrigo al recordar que no tenía la cazadora, otra
prueba de que mis recuerdos eran reales.
Al bajar las escaleras, descubrí que Charlie ya se había ido. Era
más tarde de lo que creía. Devoré en tres bocados una barra de
muesli
acompañada de leche, que bebí a morro del cartón, y salí atoda prisa por la puerta. Con un poco de suerte, no empezaría a
llover hasta que hubiera encontrado a Jessica.
Había más niebla de lo acostumbrado, el aire parecía
impregnado de humo. Su contacto era gélido cuando se
enroscaba a la piel expuesta del cuello y el rostro. No veía el
momento de llegar al calor de mi vehículo. La neblina era tan
densa que hasta que no estuve a pocos metros de la carretera no
me percaté de que en ella había un coche, un coche plateado. Mi
corazón latió despacio, vaciló y luego reanudó su ritmo a toda
velocidad.
No vi de dónde había llegado, pero de repente estaba ahí, con la
puerta abierta para mí.
— ¿Quieres dar una vuelta conmigo hoy? —preguntó, divertido
por mi expresión, sorprendiéndome aún desprevenida.
Percibí incertidumbre en su voz. Me daba a elegir de verdad, era
libre de rehusar y una parte de él lo esperaba. Era una esperanza
vana.
—Sí, gracias —acepté e intenté hablar con voz tranquila.
Al entrar en el caluroso interior del coche me di cuenta de que su
cazadora color canela colgaba del reposacabezas del asiento del
pasajero. Cerró la puerta detrás de mí y, antes de lo que era
posible imaginar, se sentó a mi lado y arrancó el motor.
—He traído la cazadora para ti. No quiero que vayas a enfermar
ni nada por el estilo.
Hablaba con cautela. Me di cuenta de que él mismo no llevaba
cazadora, sólo una camiseta gris de manga larga con cuello de
pico. De nuevo, el tejido se adhería a su pecho musculoso. El que
apartara la mirada de aquel cuerpo fue un colosal tributo a su
rostro.
—No soy tan delicada —dije, pero me puse la cazadora sobre el
vientre e introduje los brazos en las mangas, demasiado largas,
con la curiosidad de comprobar si el aroma podía ser tan bueno
como lo recordaba. Era mejor.
— ¿Ah, no? —me contradijo en voz tan baja que no estuve segura
de si quería que lo oyera.
El vehículo avanzó a toda velocidad entre las calles cubiertas por
los jirones de niebla. Me sentía cohibida. De hecho, lo estaba. La
noche pasada todas las defensas estaban bajas... casi todas. No
sabía si seguíamos siendo tan candidos hoy. Me mordí la lengua
y esperé a que hablara él.
Se volvió y me sonrió burlón.
— ¿Qué? ¿No tienes veinte preguntas para hoy?
— ¿Te molestan mis preguntas? —pregunté, aliviada.
—No tanto como tus reacciones.
Parecía bromear, pero no estaba segura. Fruncí el ceño.
— ¿Reaccioné mal?
—No. Ese es el problema. Te lo tomaste todo demasiado bien, no
es natural. Eso me hace preguntarme qué piensas en realidad.
—Siempre te digo lo que pienso de verdad.
—Lo censuras —me acusó.
—No demasiado.
—Lo suficiente para volverme loco.
—No quieres oírlo —mascullé casi en un susurro.
En cuanto pronuncié esas palabras, me arrepentí de haberlo
hecho. El dolor de mi voz era muy débil. Sólo podía esperar que
él no lo hubiera notado.
No me respondió, por lo que me pregunté si le había hecho
enfadar. Su rostro era inescrutable mientras entrábamos en el
aparcamiento del instituto. Ya tarde, se me ocurrió algo.
— ¿Dónde están tus hermanos? —pregunté, muy contenta de
estar a solas con él, pero recordando que habitualmente ese coche
iba lleno.
—Han ido en el coche de Rosalie —se encogió de hombros
mientras aparcaba junto a un reluciente descapotable rojo con la
capota levantada—. Ostentoso, ¿verdad?
—Eh... ¡Caramba! —musité—. Si ella tiene
esto, ¿por qué vienecontigo?
—Como te he dicho, es ostentoso. Intentamos no desentonar.
—No tenéis éxito. —Me reí y sacudí la cabeza mientras salíamos
del coche. Ya no llegábamos tarde; su alocada conducción me
había traído a la escuela con tiempo de sobra—. Entonces, ¿por
qué ha conducido Rosalie hoy si es más ostentoso?
— ¿No lo has notado? Ahora, estoy rompiendo
todas las reglas.Se reunió conmigo delante del coche y permaneció muy cerca de
mí mientras caminábamos hacia el campus. Quería acortar esa
pequeña distancia, extender la mano y tocarle, pero temía que no
fuera de su agrado.
— ¿Por qué todos vosotros tenéis coches como ésos si queréis
pasar desapercibidos? —me pregunté en voz alta.
—Un lujo —admitió con una sonrisa traviesa—. A todos nos
gusta conducir deprisa.
—Me cuadra —musité.
Con los ojos a punto de salirse de sus órbitas, Jessica estaba
esperando debajo del saliente del tejado de la cafetería. Sobre su
brazo, bendita sea, estaba mi cazadora.
—Eh, Jessica —dije cuando estuvimos a pocos pasos—. Gracias
por acordarte.
Me la entregó sin decir nada.
—Buenos días, Jessica —la saludó amablemente Edward. No
tenía la culpa de que su voz fuera tan irresistible ni de lo que sus
ojos eran capaces de obrar.
—Eh... Hola —posó sus ojos sobre mí, intentando reunir sus
pensamientos dispersos—. Supongo que te veré en
Trigonometría.
Me dirigió una mirada elocuente y reprimí un suspiro. ¿Qué
demonios iba a decirle?
—Sí, allí nos vemos.
Se alejó, deteniéndose dos veces para mirarnos por encima del
hombro.
— ¿Qué le vas a contar? —murmuró Edward.
— ¡Eh! ¡Creía que no podías leerme la mente! —susurré.
—No puedo —dijo, sobresaltado. La comprensión relució en los
ojos de Edward—, pero puedo leer la suya. Te va a tender una
emboscada en clase.
Gemí mientras me quitaba su cazadora y se la entregaba para
reemplazarla por la mía. La dobló sobre su brazo.
—Bueno, ¿qué le vas a decir?
—Una ayudita —supliqué—, ¿qué quiere saber?
Edward negó con la cabeza y esbozó una sonrisa malévola.
—Eso no es elegante.
—No, lo que no es elegante es que no compartas lo que sabes.
Lo estuvo reflexionando mientras andábamos. Nos detuvimos en
la puerta de la primera clase.
—Quiere saber si nos estamos viendo a escondidas, y también
qué sientes por mí —dijo al final.
— ¡Oh, no! ¿Qué debo decirle?
Intenté mantener la expresión más inocente. La gente pasaba a
nuestro lado de camino a clase, probablemente mirando, pero
apenas era consciente de su presencia.
—Humm —hizo una pausa para atrapar un mechón suelto que
se había escapado del nudo de mi coleta y lo colocó en su lugar.
Mi corazón resopló de hiperactividad—. Supongo que, si no te
importa, le puedes decir que sí a lo primero... Es más fácil que
cualquier otra explicación.
—No me importa —dije con un hilo de voz.
—En cuanto a la pregunta restante... Bueno, estaré a la escucha
para conocer la respuesta.
Curvó una de las comisuras de la boca al esbozar mi sonrisa
picara predilecta. Se dio la vuelta y se alejó.
—Te veré en el almuerzo —gritó por encima del hombro. Las tres
personas que traspasaban la puerta se detuvieron para mirarme.
Colorada e irritada, me apresuré a entrar en clase. ¡Menudo
tramposo! Ahora estaba incluso más preocupada sobre lo que le
iba a decir a Jessica. Me senté en mi sitio de siempre al tiempo
que lanzaba la cartera contra el suelo con fastidio.
—Buenos días, Bella —me saludó Mike desde el asiento
contiguo. Alcé la vista para ver el aspecto extraño y resignado de
su rostro. ¿Cómo te fue en Port Angeles?
—Fue... —no había una forma sincera de resumirlo—. Estuvo
genial —concluí sin convicción——. Jessica consiguió un vestido
estupendo.
— ¿Dijo algo de la noche del lunes? —preguntó con los ojos
relucientes. Sonreí ante el giro que había tomado la conversación.
—Dijo que se lo había pasado realmente bien —le confirmé.
— ¿Seguro? —dijo con avidez.
—Segurísimo.
Entonces, el señor Masón llamó al orden a la clase y nos pidió
que entregásemos nuestros trabajos. Lengua e Historia se
pasaron de forma borrosa, mientras yo seguía preocupada sobre
la forma en que iba a explicarle las cosas a Jessica. Me iba costar
muchísimo si Edward estaba escuchando lo que decía a través de
los pensamientos de Jessica. ¡Qué inoportuno podía llegar a ser
su pequeño don cuando no servía para salvarme la vida!
La niebla se había disuelto hacia el final de la segunda hora, pero
el día seguía oscuro, con nubes bajas y opresivas. Le sonreí al
cielo.
Edward estaba en lo cierto, por supuesto. Jessica se sentaba en la
fila de atrás cuando entré en clase de Trigonometría, casi botando
fuera del asiento de pura agitación. Me senté a su lado con
renuencia mientras me intentaba convencer a mí misma de que
sería mejor zanjar el asunto lo antes posible.
— ¡Cuéntamelo todo! —me ordenó antes de que me sentara.
— ¿Qué quieres saber? —intenté salirme por la tangente.
— ¿Qué ocurrió anoche?
—Me llevó a cenar y luego me trajo a casa.
Me miró con una forzada expresión de escepticismo.
— ¿—Cómo llegaste a casa tan pronto?
—Conduce como un loco —esperaba que oyera eso—. Fue
aterrador.
— ¿Fue como una cita? ¿—Le habías dicho que os reunierais allí?
No había pensado en eso.
—No... Me sorprendió mucho verle en Forks.
Contrajo los labios contrariada ante la manifiesta sinceridad de
mi voz.
—Pero él te ha recogido hoy para traerte a clase... —me sondeó.
—Sí, eso también ha sido una sorpresa. Se dio cuenta de que la
noche pasada no tenía la cazadora —le expliqué.
—Así que... ¿vais a salir otra vez?
—Se ofreció a llevarme a Seattle el sábado, ya que cree que mi
coche no es demasiado fiable. ¿Eso cuenta?
—Sí —asintió.
—Bueno, entonces, sí.
—V—a—y—a —magnificó la palabra hasta hacerla de cuatro
sílabas—. Edward Cullen.
—Lo sé —admití. «Vaya» ni siquiera se acercaba.
— ¡Aguarda! —alzó las manos con las palmas hacia mí como si
estuviera deteniendo el tráfico—. ¿Te ha besado?
—No —farfullé—. No es de ésos.
Pareció decepcionada, y estoy segura de que yo también.
— ¿Crees que el sábado...? —alzó las cejas.
—Lo dudo, de verdad.
Oculté muy mal el descontento de mi voz.
— ¿Sobre qué hablasteis? —me susurró, presionándome en busca
de más información. La clase había comenzado, pero el señor
Varner no prestaba demasiada atención y no éramos las únicas
que seguíamos hablando.
—No sé, Jess, de un montón de cosas —le respondí en susurros
—. Hablamos un poco del trabajo de Literatura.
Muy, muy poco, creo que él lo mencionó de pasada.
—Por favor, Bella —imploró—. Dame algunos detalles.
—Bueno... De acuerdo. Tengo uno. Deberías haber visto a la
camarera flirteando con él. Fue una pasada, pero él no le prestó
ninguna atención.
A ver qué puede hacer Edward con eso.
—Eso es buena señal —asintió—. ¿Era guapa?
—Mucho, y probablemente tendría diecinueve o veinte años.
—Mejor aún. Debes de gustarle.
—Eso creo, pero resulta difícil de saber —suspirando, añadí en
beneficio de Edward—. Es siempre tan críptico...
—No sé cómo has tenido suficiente valor para estar a solas con él
—musitó.
— ¿Por qué?
Me sorprendí, pero ella no comprendió mi reacción.
—Intimida tanto... Yo no sabría qué decirle.
Hizo una mueca, probablemente al recordar esta mañana o la
pasada noche, cuando él empleó la aplastante fuerza de sus ojos
sobre ella.
—Cometo algunas incoherencias cuando estoy cerca de él —
admití.
—Oh, bueno. Es increíblemente guapo.
Jessica se encogió de hombros, como si eso excusara cualquier
fallo, lo cual, en su opinión, probablemente fuera así.
—El es mucho más que eso.
— ¿De verdad? ¿Como qué?
Quise haberlo dejado correr casi tanto como esperaba que se lo
tomara a broma cuando se enterara.
—No te lo puedo explicar ahora, pero es incluso más increíble
detrás
del rostro.El vampiro que quería ser bueno, que corría a salvar vidas, ya
que así no sería un monstruo... Miré hacia la parte delantera de la
clase.
— ¿Es
eso posible?—dijo entre risitas.La ignoré, intentando aparentar que prestaba atención al señor
Varner.
—Entonces, ¿te gusta?
No se iba a dar por vencida.
—Sí —respondí de forma cortante.
—Me refiero a que si te gusta de verdad —me apremió.
—Sí ——dije de nuevo, sonrojándome.
Esperaba que ese detalle no se registrara en los pensamientos de
Jessica. Las respuestas monosilábicas le iban a tener que bastar.
— ¿Cuánto te gusta?
—Demasiado —le repliqué en un susurro—, más de lo que yo le
gusto a él, pero no veo la forma de evitarlo.
Solté un suspiro. Un sonrojo enmascaró el siguiente. Entonces,
por fortuna, el señor Varner le hizo a Jessica una pregunta.
No tuvo oportunidad de continuar con el tema durante la clase y
en cuanto sonó el timbre inicié una maniobra de evasión.
—En Lengua, Mike me ha preguntado si me habías dicho algo
sobre la noche del lunes —le dije.
— ¡Estás de guasa! ¡¿Qué le dijiste?! —exclamó con voz
entrecortada, desviada por completo su atención del asunto.
— ¡Dime exactamente qué dijo y cuál fue tu respuesta palabra
por palabra!
Nos pasamos el resto del camino diseccionando la estructura de
las frases y la mayor parte de la clase de español con una
minuciosa descripción de las expresiones faciales de Mike. No
hubiera estirado tanto el tema de no ser porque me preocupaba
convertirme de nuevo en el tema de la conversación.
Entonces sonó el timbre del almuerzo. El hecho de que me
levantara de un salto de la silla y guardase precipitadamente los
libros en la mochila con expresión animada, debió de suponer un
indicio claro para Jessica, que comentó:
—Hoy no te vas a sentar con nosotros, ¿verdad?
—
Creo que no.No estaba segura de que no fuera a desaparecer
inoportunamente otra vez. Pero Edward me esperaba a la salida
de nuestra clase de Español, apoyado contra la pared; se parecía
a un dios heleno más de lo que nadie debería tener derecho.
Jessica nos dirigió una mirada, puso los ojos en blanco y se
marchó.
—Te veo luego, Bella —se despidió, con una voz llena de
implicaciones. Tal vez debería desconectar el timbre del teléfono.
—Hola —dijo Edward con voz divertida e irritada al mismo
tiempo. Era obvio que había estado escuchando.
—Hola.
No se me ocurrió nada más que decir y él no habló —a la espera
del momento adecuado, presumí—, por lo que el trayecto a la
cafetería fue un paseo en silencio. El entrar con Edward en el
abigarrado flujo de gente a la hora del almuerzo se pareció
mucho a mi primer día: todos me miraban.
Encabezó el camino hacia la cola, aún sin despegar los labios, a
pesar de que sus ojos me miraban cada pocos segundos con
expresión especulativa. Me parecía que la irritación iba
venciendo a la diversión como emoción predominante en su
rostro. Inquieta, jugueteé con la cremallera de la cazadora.
Se dirigió al mostrador y llenó de comida una bandeja.
— ¿Qué haces? —objeté—. ¿No irás a llevarte todo eso para mí?
Negó con la cabeza y se adelantó para pagar la comida.
—La mitad es para mí, por supuesto.
Enarqué una ceja.
Me condujo al mismo lugar en el que nos habíamos sentado la
vez anterior. En el extremo opuesto de la larga mesa, un grupo
de chicos del último curso nos miraron anonadados cuando nos
sentamos uno frente a otro. Edward parecía ajeno a este hecho.
—Toma lo que quieras —dijo, empujando la bandeja hacia mí.
—Siento curiosidad —comenté mientras elegía una manzana
y lahacía girar entre las manos—, ¿qué harías si alguien te desafiara a
comer?
—Tú siempre sientes curiosidad.
Hizo una mueca y sacudió la cabeza. Me observó fijamente,
atrapando mi mirada, mientras alzaba un pedazo de
pizza de labandeja, se la metía en la boca de una sola vez, la masticaba
rápidamente
y se la tragaba. Lo miré con los ojos abiertos comoplatos.
—Si alguien te desafía a tragar tierra, puedes, ¿verdad? —
preguntó con condescendencia.
Arrugué la nariz.
—Una vez lo hice... en una apuesta —admití—. No fue tan malo.
Se echó a reír.
—Supongo que no me sorprende.
Algo por encima de mi hombro pareció atraer su atención.
—Jessica está analizando todo lo que hago. Luego, lo montará y
desmontará para ti.
Empujó hacia mí el resto de la pizza
. La mención de Jessicadevolvió a su semblante una parte de su antigua irritación. Dejé
la manzana y mordí la pizza, apartando la vista, ya que sabía que
Edward estaba a punto de comenzar.
— ¿De modo que la camarera era guapa? —preguntó de forma
casual.
— ¿De verdad que no te diste cuenta?
—No. No prestaba atención. Tenía muchas cosas en la cabeza.
—Pobre chica.
Ahora podía permitirme ser generosa.
—Algo de lo que le has dicho a Jessica..., bueno..., me molesta.
Se negó a que le distrajera y habló con voz ronca mientras me
miraba con ojos de preocupación a través de sus largas pestañas.
—No me sorprende que oyeras algo que te disgustara. Ya sabes
lo que se dice de los cotillas —le recordé.
—Te previne de que estaría a la escucha.
—Y yo de que tú no querrías saber todo lo que pienso.
—Lo hiciste —concedió, todavía con voz ronca—, aunque no
tienes razón exactamente. Quiero saber todo lo que piensas...
Todo. Sólo que desearía que no pensaras algunas cosas.
Fruncí el ceño.
—Esa es una distinción importante.
—Pero, en realidad, ése no es el tema por ahora.
—Entonces, ¿cuál es?
En ese momento, nos inclinábamos el uno hacia el otro sobre la
mesa. Su barbilla descansaba sobre las alargadas manos blancas;
me incliné hacia delante apoyada en el hueco de mi mano. Tuve
que recordarme a mí misma que estábamos en un comedor
abarrotado, probablemente con muchos ojos curiosos fijos en
nosotros. Resultaba demasiado fácil dejarse envolver por nuestra
propia burbuja privada, pequeña y tensa.
— ¿De verdad crees que te interesas por mí más que yo por ti? —
murmuró, inclinándose más cerca mientras hablaba
traspasándome con sus relucientes ojos negros.
Intenté acordarme de respirar. Tuve que desviar la mirada para
recuperarme.
—Lo has vuelto a hacer —murmuré.
Abrió los ojos sorprendido.
— ¿El qué?
—Aturdirme —confesé. Intenté concentrarme cuando volví a
mirarlo.
—Ah —frunció el ceño.
—No es culpa tuya —suspiré—. No lo puedes evitar.
— ¿Vas a responderme a la pregunta?
—Si.
— ¿Sí me vas a responder o sí lo piensas de verdad?
Se irritó de nuevo.
—Sí, lo pienso de verdad.
Fijé los ojos en la mesa, recorriendo la superficie de falso veteado.
El silencio se prolongó.
Con obstinación, me negué a ser la primera en romperlo,
luchando con todas mis fuerzas contra la tentación de atisbar su
expresión.
—Te equivocas —dijo al fin con suave voz aterciopelada. Alcé la
mirada y vi que sus ojos eran amables.
—Eso no lo puedes saber —discrepé en un cuchicheo. Negué con
la cabeza en señal de duda; aunque mi corazón se agitó al oír esas
palabras, pero no las quise creer con tanta facilidad.
— ¿Qué te hace pensarlo?
Sus ojos de topacio líquido eran penetrantes, se suponía que
intentaban, sin éxito, obtener directamente la verdad de mi
mente.
Le devolví la mirada al tiempo que me esforzaba por pensar con
claridad, a pesar de su rostro, para hallar alguna forma de
explicarme. Mientras buscaba las palabras, le vi impacientarse.
Empezó a fruncir el ceño, frustrado por mi silencio. Quité la
mano de mi cuello y alcé un dedo.
—Déjame pensar —insistí.
Su expresión se suavizó, ahora satisfecho de que estuviera
pensando una respuesta. Dejé caer la mano en la mesa y moví la
mano izquierda para juntar ambas. Las contemplé mientras
entrelazaba y liberaba los dedos hasta que al final hablé:
—Bueno, dejando a un lado lo obvio, en algunas ocasiones... —
vacilé—. No estoy segura, yo no puedo leer mentes, pero algunas
veces parece que intentas despedirte cuando estás diciendo otra
cosa.
No supe resumir mejor la sensación de angustia que a veces me
provocaban sus palabras.
—Muy perceptiva —susurró. Y mi angustia surgió de nuevo
cuando confirmó mis temores—, aunque por eso es por lo que te
equivocas —comenzó a explicar, pero entonces entrecerró los
ojos—. ¿A qué te refieres con «lo obvio»?
—Bueno, mírame —dije, algo innecesario puesto que ya lo estaba
haciendo—. Soy absolutamente normal; bueno, salvo por todas
las situaciones en que la muerte me ha pasado rozando y por ser
una inútil de puro torpe. Y mírate a ti.
Lo señalé con un gesto de la mano, a él y su asombrosa
perfección. La frente de Edward se crispó de rabia durante un
momento para suavizarse luego, cuando su mirada adoptó un
brillo de comprensión.
—Nadie se ve a sí mismo con claridad, ya sabes. Voy a admitir
que has dado en el clavo con los defectos —se rió entre dientes de
forma sombría—, pero no has oído lo que pensaban todos los
chicos de esta escuela el día de tu llegada.
—No me lo creo... —murmuré para mí y parpadeé, atónita.
—Confía en mí por esta vez, eres lo opuesto a lo normal.
Mi vergüenza fue mucho más intensa que el placer ante la
mirada procedente de sus ojos mientras pronunciaba esas
palabras. Le recordé mi argumento original rápidamente:
—Pero yo no estoy diciendo adiós —puntualicé.
— ¿No lo ves? Eso demuestra que tengo razón. Soy quien más se
preocupa, porque si he de hacerlo, si dejarlo es lo correcto —
enfatizó mientras sacudía la cabeza, como si luchara contra esa
idea—, sufriré para evitar que resultes herida, para mantenerte a
salvo.
Le miré fijamente.
— ¿Acaso piensas que yo no haría lo mismo?
—Nunca vas a tener que efectuar la elección.
Su impredecible estado de ánimo volvió a cambiar bruscamente
y una sonrisa traviesa e irresistible le cambió las facciones.
—Por supuesto, mantenerte a salvo se empieza a parecer a un
trabajo a tiempo completo que requiere de mi constante
presencia.
—Nadie me ha intentado matar hoy —le recordé, agradecida por
abordar un tema más liviano.
No quería que hablara más de despedidas. Si tenía que hacerlo,
me suponía capaz de ponerme en peligro a propósito para
retenerlo cerca de mí. Desterré ese pensamiento antes de que sus
rápidos ojos lo leyeran en mi cara. Esa idea me metería en un
buen lío.
—Aún —agregó.
—Aún —admití. Se lo hubiera discutido, pero ahora quería que
estuviera a la espera de desastres.
—Tengo otra pregunta para ti ——dijo con rostro todavía
despreocupado.
—Dispara.
— ¿Tienes que ir a Seattle este sábado de verdad o es sólo una
excusa para no tener que dar una negativa a tus admiradores?
Hice una mueca ante ese recuerdo.
—Todavía no te he perdonado por el asunto de Tyler, ya sabes —
le previne—. Es culpa tuya que se haya engañado hasta creer que
le voy a acompañar al baile de gala.
—Oh, hubiera encontrado la ocasión para pedírtelo sin mi ayuda.
En realidad, sólo quería ver tu cara —se rió entre dientes. Me
hubiera enfadado si su risa no hubiera sido tan fascinante. Sin
dejar de hacerlo, me preguntó—: Si te lo hubiera pedido, ¿me
hubieras rechazado?
—Probablemente, no —admití—, pero lo hubiera cancelado
después, alegando una enfermedad o un tobillo torcido.
Se quedó extrañado.
— ¿Por qué?
Moví la cabeza con tristeza.
—Supongo que nunca me has visto en gimnasia, pero creía que
tú lo entenderías.
— ¿Te refieres al hecho de que eres incapaz de caminar por una
superficie plana y estable sin encontrar algo con lo que tropezar?
—Obviamente.
—Eso no sería un problema —estaba muy seguro—. Todo
depende de quién te lleve al bailar —vio que estaba a punto de
protestar y me cortó—. Pero aún no me has contestado... ¿Estás
decidida a ir a Seattle o te importaría que fuéramos a un lugar
diferente?
En cuanto utilizó el plural, no me preocupé de nada más.
—Estoy abierta a sugerencias —concedí—, pero he de pedirte un
favor.
Me miró con precaución, como hacía siempre que formulaba una
pregunta abierta.
— ¿Cuál?
— ¿Puedo conducir?
Frunció el ceño.
— ¿Por qué?
—Bueno, sobre todo porque cuando le dije a Charlie que me iba a
Seattle, me preguntó concretamente si viajaba sola, como así era
en ese momento. Probablemente, no le mentiría si me lo volviera
a preguntar, pero dudo que lo haga de nuevo, y dejar el coche
enfrente de la casa sólo sacaría el tema a colación de forma
innecesaria. Y además, porque tu manera de conducir me asusta.
Puso los ojos en blanco.
—De todas las cosas por las que te tendría que asustar, a ti te
preocupa mi conducción —movió la cabeza con desagrado, pero
luego volvió a ponerse serio—. ¿No le quieres decir a tu padre
que vas a pasar el día conmigo?
En su pregunta había un trasfondo que no comprendí.
—Con Charlie, menos es siempre más —en eso me mostré firme
—. De todos modos, ¿adonde vamos a ir?
—Va a hacer buen tiempo, por lo que estaré fuera de la atención
pública y podrás estar conmigo si así lo quieres.
Otra vez me dejaba la alternativa de elegir.
— ¿Y me enseñarás a qué te referías con lo del sol? —pregunté,
entusiasmada por la idea de desentrañar otra de las incógnitas.
—Sí —sonrió y se tomó un tiempo—. Pero si no quieres estar a
solas conmigo, seguiría prefiriendo que no fueras a Seattle tú
sola. Me estremezco al pensar con qué problemas te podrías
encontrar en una ciudad de ese tamaño.
Me ofendí.
—Sólo en población, Phoenix es tres veces mayor que Seattle. En
tamaño físico...
—Pero al parecer —me interrumpió— en Phoenix no te había
llegado la hora, por lo que preferiría que permanecieras cerca de
mí.
Sus ojos adquirieron de nuevo ese toque de desleal seducción.
No conseguí debatir ni con la vista ni con los argumentos lo que,
de todos modos, era un punto discutible.
—No me importa estar a solas contigo cuando suceda.
—Lo sé —suspiró con gesto inquietante—. Pero se lo deberías
contar a Charlie.
— ¿Por qué diablos iba a hacer eso?
Sus ojos relampaguearon con súbita fiereza.
—Para darme algún pequeño incentivo para que te traiga
devuelta.
Tragué saliva, pero, después de pensármelo un momento, estuve
segura:
—Creo que me arriesgaré.
Resopló con enojo y desvió la mirada.
—Hablemos de cualquier otra cosa —sugerí.
— ¿De qué quieres hablar? —preguntó, todavía sorprendido.
Miré a nuestro alrededor para asegurarme de que nadie nos
podía oír. Mientras paseaba la mirada por el comedor, observé
los ojos de la hermana de Edward, Alice, que me miraba
fijamente, mientras que el resto le miraba a él. Desvié la mirada
rápidamente, miré a Edward, y le pregunté lo primero que se me
pasó por la cabeza.
— ¿Por qué te fuiste a ese lugar, Gota Rocas, el último fin de
semana? ¿Para cazar? Charlie dijo que no era un buen lugar para
ir de acampada a causa de los osos.
Me miró fijamente, como si estuviera pasando por alto lo
evidente.
— ¿Osos? —pregunté entonces de forma entrecortada; él esbozó
una sonrisa burlona—. Ya sabes, no estamos en temporada de
osos —añadí con severidad para ocultar mi sorpresa.
—Si lees con cuidado, verás que las leyes recogen sólo la caza con
armas—me informó.
Me contempló con regocijo mientras lo asimilaba lentamente.
— ¿Osos? —repetí con dificultad.
—El favorito de Emmett es el oso pardo —dijo a la ligera, pero
sus ojos escrutaban mi reacción. Intenté recobrar la compostura.
— ¡Humm! —musité mientras tomaba otra porción de pizza
como pretexto para bajar los ojos. La mastiqué muy despacio, y
luego bebí un largo trago de refresco sin alzar la mirada.
—Bueno —dije después de un rato, mis ojos se encontraron con
los suyos, ansiosos.
— ¿Cuál es tu favorito?
Enarcó una ceja y sus labios se curvaron con desaprobación.
—El puma.
—Ah —comenté con un tono de amable desinterés mientras
volvía a tomar CocaCola.
—Por supuesto —dijo imitando mi tono—, debemos tener
cuidado para no causar un impacto medioambiental
desfavorable con una caza imprudente. Intentamos
concentrarnos en zonas con superpoblación de depredadores... Y
nos alejamos tanto como sea necesario. Aquí siempre hay ciervos
y alces —sonrió con socarronería—. Nos servirían, pero ¿qué
diversión puede haber en eso?
—Claro, qué diversión —murmuré mientras daba otro mordisco
a la
pizza.—El comienzo de la primavera es la estación favorita de Emmett
para cazar al oso —sonrió como si recordara alguna broma—.
Acaban de salir de la hibernación y se muestran mucho más
irritables.
—No hay nada más divertido que un oso pardo irritado —
admití, asintiendo.
Se rió con disimulo y movió la cabeza.
—Dime lo que realmente estás pensando, por favor.
—Me lo intento imaginar, pero no puedo —admití—. ¿Cómo
cazáis un oso sin armas?
—Oh, las tenemos —exhibió sus relucientes dientes con una
sonrisa breve y amenazadora. Luché para reprimir un escalofrío
que me delatara—, sólo que no de la clase que se contempló al
legislar las leyes de caza. Si has visto atacar a un oso en la
televisión, tendrías que poder visualizar cómo caza Emmett.
No pude evitar el siguiente escalofrío que bajó por mi espalda.
Miré a hurtadillas a Emmett, al otro extremo de la cafetería,
agradecida de que no estuviera mirando en mi dirección. De
alguna manera, los prominentes músculos que envolvían sus
brazos y su torso ahora resultaban más amenazantes.
Edward siguió la dirección de mi mirada y soltó una suave risa.
Le miré, enervada.
— ¿También tú te pareces a un oso? —pregunté con un hilo de
voz.
—Más al puma, o eso me han dicho —respondió a la ligera—. Tal
vez nuestras preferencias sean significativas.
Intenté sonreír.
—Tal vez —repetí, pero tenía la mente rebosante de imágenes
contrapuestas que no conseguía unir—, ¿es algo que podría
llegar a ver?
— ¡Absolutamente no!
Su cara se tornó aún más lívida de lo habitual y de repente su
mirada era furiosa. Me eché hacia atrás, sorprendida —y
asustada, aunque jamás lo admitiría— por su reacción. El hizo lo
mismo y cruzó los brazos a la altura del pecho.
— ¿Demasiado aterrador para mí? —le pregunté cuando
recuperé el control de mi voz.
—Si fuera eso, te sacaría fuera esta noche —dijo con voz tajante
—.
Necesitas una saludable dosis de miedo. Nada te podría sentarmejor.
—Entonces, ¿por qué? —le insté, ignorando su expresión
enojada.
Me miró fijamente durante más de un minuto y al final dijo:
—Más tarde —se incorporó ágilmente—. Vamos a llegar con
retraso.
Miré a mí alrededor, sorprendida de ver que tenía razón: la
cafetería estaba casi vacía.
Cuando estaba a su lado, el tiempo y el espacio se desdibujaban
de tal manera que perdía la noción de ambos. Me incorporé de
un salto mientras recogía la mochila, colgada del respaldo de la
silla.
—En tal caso, más tarde —admití.
No lo iba a olvidar.
COMPLICACIONES
Todo el mundo nos miró cuando nos dirigimos juntos a nuestra
mesa del laboratorio. Me di cuenta de que ya no orientaba la silla
para sentarse todo lo lejos que le permitía la mesa. En lugar de
eso, se sentaba bastante cerca de mí, nuestros brazos casi se
tocaban.
El señor Banner — ¡qué hombre tan puntual!— entró a clase de
espaldas llevando una gran mesa metálica de ruedas con un
vídeo y un televisor tosco y anticuado. Una clase con película. El
relajamiento de la atmósfera fue casi tangible.
El profesor introdujo la cinta en el terco vídeo y se dirigió hacia la
pared para apagar las luces.
Entonces, cuando el aula quedó a oscuras, adquirí conciencia
plena de que Edward se sentaba a menos de tres centímetros de
mí. La inesperada electricidad que fluyó por mi cuerpo me dejó
aturdida, sorprendida de que fuera posible estar más pendiente
de él de lo que ya lo estaba. Estuve a punto de no poder controlar
el loco impulso de extender la mano y tocarle, acariciar aquel
rostro perfecto en medio de la oscuridad. Crucé los brazos sobre
mi pecho con fuerza, con los puños crispados. Estaba perdiendo
el juicio.
Comenzaron los créditos de inicio, que iluminaron la sala de
forma simbólica. Por iniciativa propia, mis ojos se precipitaron
sobre él. Sonreí tímidamente al comprender que su postura era
idéntica a la mía, con los puños cerrados debajo de los brazos.
Correspondió a mi sonrisa. De algún modo, sus ojos conseguían
brillar incluso en la oscuridad. Desvié la mirada antes de que
empezara a hiperventilar. Era absolutamente ridículo que me
sintiera aturdida.
La hora se me hizo eterna. No pude concentrarme en la película,
ni siquiera supe de qué tema trataba. Intenté relajarme en vano,
ya que la corriente eléctrica que parecía emanar de algún lugar
de su cuerpo no cesaba nunca. De forma esporádica, me permitía
alguna breve ojeada en su dirección, pero él tampoco parecía
relajarse en ningún momento. El abrumador anhelo de tocarle
también se negaba a desaparecer. Apreté los dedos contra las
costillas hasta que me dolieron del esfuerzo.
Exhalé un suspiro de alivio cuando el señor Banner encendió las
luces al final de la clase y estiré los brazos, flexionando los dedos
agarrotados. A mi lado, Edward se rió entre dientes.
—Vaya, ha sido interesante —murmuró. Su voz tenía un toque
siniestro y en sus ojos brillaba la cautela.
—Humm —fue todo lo que fui capaz de responder.
— ¿Nos vamos? —preguntó mientras se levantaba ágilmente.
Casi gemí. Llegaba la hora de Educación física. Me alcé con
cuidado, preocupada por la posibilidad de que esa nueva y
extraña intensidad establecida entre nosotros hubiera afectado a
mi sentido del equilibrio.
Caminó silencioso a mi lado hasta la siguiente clase y se detuvo
en la puerta. Me volví para despedirme. Me sorprendió la
expresión desgarrada, casi dolorida, y terriblemente hermosa de
su rostro, y el anhelo de tocarle se inflamó con la misma
intensidad que antes. Enmudecí, mi despedida se quedó en la
garganta.
Vacilante y con el debate interior reflejado en los ojos, alzó la
mano y recorrió rápidamente mi pómulo con las yemas de los
dedos. Su piel estaba tan fría como de costumbre, pero su roce
quemaba.
Se volvió sin decir nada y se alejó rápidamente a grandes pasos.
Entré en el gimnasio, mareada y tambaleándome un poco. Me
dejé ir hasta el vestuario, donde me cambié como en estado de
trance, vagamente consciente de que había otras personas en
torno a mí. No fui consciente del todo hasta que empuñé una
raqueta. No pesaba mucho, pero la sentí insegura en mi mano. Vi
a algunos chicos de clase mirarme a hurtadillas. El entrenador
Clapp nos ordenó jugar por parejas.
Gracias a Dios, aún quedaban algunos rescoldos de
caballerosidad en Mike, que acudió a mi lado.
— ¿Quieres formar pareja conmigo?
—Gracias, Mike... —hice un gesto de disculpa—. No tienes por
qué hacerlo, ya lo sabes.
—No—te preocupes, me mantendré lejos de tu camino —dijo con
una amplia sonrisa.
Algunas veces, era muy fácil que Mike me gustara.
La clase no transcurrió sin incidentes. No sé cómo, con el mismo
golpe me las arreglé para dar a Mike en el hombro y golpearme
la cabeza con la raqueta. Pasé el resto de la hora en el rincón de
atrás de la pista, con la raqueta sujeta bien segura detrás de la
espalda. A pesar de estar en desventaja por mi causa, Mike era
muy bueno, y ganó él solo tres de los cuatro partidos. Gracias a
él, conseguí un buen resultado inmerecido cuando el entrenador
silbó dando por finalizada la clase.
—Así... —dijo cuando nos alejábamos de la pista.
—Así... ¿qué?
—Tú y Cullen, ¿en? —preguntó con tono de rebeldía. Mi anterior
sentimiento de afecto se disipó.
—No es de tu incumbencia, Mike —le avisé mientras en mi fuero
interno maldecía a Jessica, enviándola al infierno.
—No me gusta —musitó en cualquier caso.
—No tiene por qué —le repliqué bruscamente.
—Te mira como si... —me ignoró y prosiguió—: Te mira como si
fueras algo comestible.
Contuve la histeria que amenazaba con estallar, pero a pesar de
mis esfuerzos se me escapó una risita tonta. Me miró ceñudo. Me
despedí con la mano y huí al vestuario.
Me vestí a toda prisa. Un revoloteo más fuerte que el de las
mariposas golpeteaba incansablemente las paredes de mi
estómago al tiempo que mi discusión con Mike se convertía en
un recuerdo lejano. Me preguntaba si Edward me estaría
esperando o si me reuniría con él en su coche. ¿Qué iba a ocurrir
si su familia estaba ahí? Me invadió una oleada de pánico.
¿Sabían que lo sabía? ¿Se suponía que sabían que lo sabía, o no?
Salí del gimnasio en ese momento. Había decidido ir a pie hasta
casa sin mirar siquiera al aparcamiento, pero todas mis
preocupaciones fueron innecesarias. Edward me esperaba,
apoyado con indolencia contra la pared del gimnasio. Su
arrebatador rostro estaba calmado. Sentí peculiar sensación de
alivio mientras caminaba a su lado.
—Hola —musité mientras esbozaba una gran sonrisa.
—Hola —me correspondió con otra deslumbrante—. ¿Cómo te
ha ido en gimnasia?
Mi rostro se enfrió un poco.
—Bien —mentí.
— ¿De verdad?
No estaba muy convencido. Desvió levemente la vista y miró por
encima del hombro. Entrecerró los ojos. Miré hacia atrás para ver
la espalda de Mike al alejarse.
— ¿Qué pasa? —exigí saber.
Aún tenso, volvió a mirarme.
—Newton me saca de mis casillas.
— ¿No habrás estado escuchando otra vez?
Me aterré. Todo atisbo de mi repentino buen humor se
desvaneció.
— ¿Cómo va esa cabeza? —preguntó con inocencia.
— ¡Eres increíble!
Me di la vuelta y me alejé caminando con paso firme hacia el
aparcamiento a pesar de que había descartado dirigirme hacia
ese lugar.
Me dio alcance con facilidad.
—Fuiste tú quien mencionaste que nunca te había visto en clase
de gimnasia. Eso despertó mi curiosidad.
No parecía arrepentido, de modo que le ignoré.
Caminamos en silencio —un silencio lleno de vergüenza y furia
por mi parte— hacia su coche, pero tuve que detenerme unos
cuantos pasos después, ya que un gentío, todos chicos, lo
rodeaban. Luego, me di cuenta de que no rodeaban al Volvo, sino
al descapotable rojo de Rosalie con un inconfundible deseo en los
ojos. Ninguno alzó la vista hacia Edward cuando se deslizó entre
ellos para abrir la puerta. Me encaramé rápidamente al asiento
del copiloto, pasando también inadvertida.
—Ostentoso —murmuró.
— ¿Qué tipo de coche es?
—Un M3.
—No hablo jerga de
Car and Driver.—Es un BMW
Entornó los ojos sin mirarme mientras intentaba salir hacia atrás
y no atropellar a ninguno de los fanáticos del automóvil.
Asentí. Había oído hablar del modelo.
— ¿Sigues enfadada? —preguntó mientras maniobraba con
cuidado para salir.
—Muchísimo.
Suspiró.
— ¿Me perdonarás si te pido disculpas?
—Puede... si te disculpas de corazón —insistí—, y prometes no
hacerlo otra vez.
Sus ojos brillaron con una repentina astucia.
— ¿Qué te parece si me disculpo sinceramente y accedo a dejarte
conducir el sábado? —me propuso como contraoferta.
Lo sopesé y decidí que probablemente era la mejor oferta que
podría conseguir, por lo que la acepté:
—Hecho.
—Entonces, lamento haberte molestado —durante un
prolongado periodo de tiempo, sus ojos relucieron con
sinceridad, causando estragos en mi ritmo cardiaco. Luego, se
volvieron picaros—. A primera hora de la mañana del sábado
estaré en el umbral de tu puerta.
—Humm... Que, sin explicación alguna, un Volvo se quede en la
carretera no me va a ser de mucha ayuda con Charlie.
Esbozó una sonrisa condescendiente.
—No tengo intención de llevar el coche.
— ¿Cómo...?
—No te preocupes —me cortó—. Estaré ahí sin coche.
Lo dejé correr. Tenía una pregunta más acuciante.
— ¿Ya es «más tarde»? —pregunté de forma elocuente. El frunció
el ceño.
—Supongo que sí.
Mantuve la expresión amable mientras esperaba.
Paró el motor del coche después de aparcarlo detrás del mío.
Alcé la vista sorprendida: habíamos llegado a casa de Charlie,
por supuesto. Resultaba más fácil montar con Edward si sólo le
miraba a él hasta concluir el viaje. Cuando volví a levantar la
vista, él me contemplaba, evaluándome con la mirada.
—Y aún quieres saber por qué no puedes verme cazar, ¿no? —
parecía solemne, pero creí atisbar un rescoldo de humor en el
fondo de sus ojos.
—Bueno —aclaré—, sobre todo me preguntaba el motivo de tu
reacción.
— ¿Te asusté?
Sí. Sin duda, estaba de buen humor.
—No —le mentí, pero no picó.
—Lamento haberte asustado —persistió con una leve sonrisa,
pero entonces desapareció la evidencia de toda broma—. Fue
sólo la simple idea de que estuvieras allí mientras cazábamos.
Se le tensó la mandíbula.
— ¿Estaría mal?
—En grado sumo —respondió apretando los dientes.
— ¿Por...?
Respiró hondo y contempló a través del parabrisas las espesas
nubes en movimiento que descendían hasta quedarse casi al
alcance de la mano.
—Nos entregamos por completo a nuestros sentidos cuando
cazamos —habló despacio, a regañadientes—, nos regimos
menos por nuestras mentes. Domina sobre todo el sentido del
olfato. Si estuvieras en cualquier lugar cercano cuando pierdo el
control de esa manera... —sacudió la cabeza mientras se
demoraba contemplando malhumorado las densas nubes.
Mantuve mi expresión firmemente controlada mientras esperaba
que sus ojos me mirasen para evaluar la reacción subsiguiente.
Mi rostro no reveló nada.
Pero nuestros ojos se encontraron y el silencio se hizo más
profundo... y todo cambió. Descargas de la electricidad que había
sentido aquella tarde comenzaron a cargar el ambiente mientras
Edward contemplaba mis ojos de forma implacable. No me di
cuenta de que no respiraba hasta que empezó a darme vueltas la
cabeza. Cuando rompí a respirar agitadamente, quebrando la
quietud, cerró los ojos.
—Bella, creo que ahora deberías entrar en casa —dijo con voz
ronca sin apartar la vista de las nubes.
Abrí la puerta y la ráfaga de frío polar que irrumpió en el coche
me ayudó a despejar la cabeza. Como estaba medio ida, tuve
miedo de tropezar, por lo que salí del coche con sumo cuidado y
cerré la puerta detrás de mí sin mirar atrás. El zumbido de la
ventanilla automática al bajar me hizo darme la vuelta.
— ¿Bella? —me llamó con voz más sosegada.
Se inclinó hacia la ventana abierta con una leve sonrisa en los
labios.
— ¿Sí?
—Mañana me toca a mí —afirmó.
— ¿El qué te toca?
Ensanchó la sonrisa, dejando entrever sus dientes relucientes.
—Hacer las preguntas.
Luego se marchó. El coche bajó la calle a toda velocidad y
desapareció al doblar la esquina antes de que ni siquiera hubiera
podido poner en orden mis ideas. Sonreí mientras caminaba
hacia la casa. Cuando menos, resultaba obvio que planeaba
verme mañana.
Edward protagonizó mis sueños aquella noche, como de
costumbre. Pero el clima de mi inconsciencia había cambiado. Me
estremecía con la misma electricidad que había presidido la
tarde, me agitaba y daba vueltas sin cesar, despertándome a
menudo. Hasta bien entrada la noche no me sumí en un sueño
agotado y sin sueños.
Al despertar no sólo estaba cansada, sino con los nervios a flor de
piel. Me enfundé el suéter de cuello vuelto y los inevitables jeans
mientras soñaba despierta con camisetas de tirantes y shorts. El
desayuno fue el tranquilo y esperado suceso de siempre. Charlie
se preparó unos huevos fritos y yo mi cuenco de cereales. Me
preguntaba si se había olvidado de lo de este sábado, pero
respondió a mi pregunta no formulada cuando se levantó para
dejar su plato en el fregadero.
—Respecto a este sábado... —comenzó mientras cruzaba la
cocina y abría el grifo.
Me encogí.
— ¿Sí, papá?
— ¿Sigues empeñada en ir a Seattle?
—Ese era el plan.
Hice una mueca mientras deseaba que no lo hubiera mencionado
para no tener que componer cuidadosas medias verdades.
Esparció un poco de jabón sobre el plato y lo extendió con el
cepillo.
— ¿Estás segura de que no puedes estar de vuelta a tiempo para
el baile?
—No voy a ir al baile, papá.
Le fulminé con la mirada.
— ¿No te lo ha pedido nadie? —preguntó al tiempo que ocultaba
su consternación concentrándose en enjuagar el plato.
Esquivé el campo de minas.
—Es la chica quien elige.
—Ah.
Frunció el ceño mientras secaba el plato.
Sentía simpatía hacia él. Debe de ser duro ser padre y vivir con el
miedo a que tu hija encuentre al chico que le gusta, pero aún más
duro el estar preocupado de que no sea así. Qué horrible sería,
pensé con estremecimiento, si Charlie tuviera la más remota idea
de qué era exactamente lo que me
gustaba.Entonces, Charlie se marchó, se despidió con un movimiento de
la mano y yo subí las escaleras para cepillarme los dientes y
recoger mis libros. Cuando oí alejarse el coche patrulla, sólo fui
capaz de esperar unos segundos antes de echar un vistazo por la
ventana. El coche plateado ya estaba ahí, en la entrada de coches
de la casa.
Bajé las escaleras y salí por la puerta delantera, preguntándome
cuánto tiempo duraría aquella extraña rutina. No quería que
acabara jamás.
Me aguardaba en el coche sin aparentar mirarme cuando cerré la
puerta de la casa sin molestarme en echar el pestillo. Me
encaminé hacia el coche, me detuve con timidez antes de abrir la
puerta y entré. Estaba sonriente, relajado y, como siempre,
perfecto e insoportablemente guapo.
—Buenos días —me saludó con voz aterciopelada—. ¿Cómo
estás hoy?
Me recorrió el rostro con la vista, como si su pregunta fuera algo
más que una mera cortesía.
—Bien, gracias.
Siempre estaba bien, mucho mejor que bien, cuando me hallaba
cerca de él. Su mirada se detuvo en mis ojeras.
—Pareces cansada.
—No pude dormir —confesé, y de inmediato me removí la
melena sobre el hombro preparando alguna medida para ganar
tiempo.
—Yo tampoco —bromeó mientras encendía el motor.
Me estaba acostumbrando a ese silencioso ronroneo. Estaba
convencida de que me asustaría el rugido del monovolumen,
siempre que llegara a conducirlo de nuevo.
—Eso es cierto —me reí—. Supongo que he dormido un poquito
más que tú.
—Apostaría a que sí.
— ¿Qué hiciste la noche pasada?
—No te escapes —rió entre dientes—. Hoy me toca hacer las
preguntas a mí.
—Ah, es cierto. ¿Qué quieres saber?
Torcí el gesto. No lograba imaginar que hubiera nada en mi vida
que le pudiera resultar interesante.
— ¿Cuál es tu color favorito? —preguntó con rostro grave.
Puse los ojos en blanco.
—Depende del día.
— ¿Cuál es tu color favorito hoy? —seguía muy solemne.
—El marrón, probablemente.
Solía vestirme en función de mi estado de ánimo. Edward
resopló y abandonó su expresión seria.
— ¿El marrón? —inquirió con escepticismo.
—Seguro. El marrón significa calor. Echo de menos el marrón.
Aquí —me quejé—, una sustancia verde, blanda y mullida cubre
todo lo que se suponía que debía ser marrón, los troncos de los
árboles, las rocas, la tierra.
Mi pequeño delirio pareció fascinarle. Lo estuvo pensando un
momento sin dejar de mirarme a los ojos.
—Tienes razón —decidió, serio de nuevo—. El marrón significa
calor.
Rápidamente, aunque con cierta vacilación, extendió la mano y
me apartó el pelo del hombro.
Para ese momento ya estábamos en el instituto. Se volvió de
espaldas a mí mientras aparcaba.
— ¿Qué CD has puesto en tu equipo de música? —tenía el rostro
tan sombrío como si me exigiera una confesión de asesinato.
Me di cuenta de que no había quitado el CD que me había
regalado Phil. Esbozó una sonrisa traviesa y un brillo peculiar
iluminó sus ojos cuando le dije el nombre del grupo. Tiró de un
saliente hasta abrir el compartimiento de debajo del reproductor
de CD del coche, extrajo uno de los treinta discos que guardaba
apretujados en aquel pequeño espacio y me lo entregó.
— ¿De Debussy a esto? —enarcó una ceja. Era el mismo CD.
Examiné la familiar carátula con la mirada gacha.
El resto del día siguió de forma similar. Me estuvo preguntando
cada insignificante detalle de mi existencia mientras me
acompañaba a Lengua, cuando nos reunimos después de
Español, toda la hora del almuerzo. Las películas que me
gustaban y las que aborrecía; los pocos lugares que había
visitado; los muchos sitios que deseaba visitar; y libros, libros sin
descanso.
No recordaba la última vez que había hablado tanto. La mayoría
de las veces me sentía cohibida, con la certeza de resultarle
aburrida, pero el completo ensimismamiento de su rostro y el
interminable diluvio de preguntas me compelían a continuar. La
mayoría eran fáciles, sólo unas pocas provocaron queme
sonrojara, pero cuando esto ocurría, se iniciaba toda una nueva
ronda de preguntas. Me había estado lanzando las preguntas con
tanta rapidez que me sentía como si estuviera completando uno
de esos test de Psiquiatría en los que tienes que contestar con la
primera palabra que acude a tu mente. Estoy segura de que
habría seguido con esa lista, cualquiera que fuera, que tenía en la
cabeza de no ser porque se percató de mi repentino rubor.
Cuando me preguntó cuál era mi gema predilecta, sin pensar, me
precipité a contestarle que el topacio. Enrojecí porque, hasta
hacía poco, mi favorita era el granate. Era imposible olvidar la
razón del cambio mientras sus ojos me devolvían la mirada y,
naturalmente, no descansaría hasta que admitiera la razón de mi
sonrojo.
—Dímelo —ordenó al final, una vez que la persuasión había
fracasado, porque yo había hurtado los ojos a su mirada.
—Es el color de tus ojos hoy —musité, rindiéndome y
mirándome las manos mientras jugueteaba con un mechón de mi
cabello—. Supongo que te diría el ónice si me lo preguntaras
dentro de dos semanas.
Le había dado más información de la necesaria en mi
involuntaria honestidad, y me preocupaba haber provocado esa
extraña ira que estallaba cada vez que cedía y revelaba con
demasiada claridad lo obsesionada que estaba.
Pero su pausa fue muy corta y lanzó la siguiente pregunta:
— ¿Cuáles son tus flores favoritas?
Suspiré aliviada y proseguí con el psicoanálisis.
Biología volvió a ser un engorro. Edward había continuado con
su cuestionario hasta que el señor Banner entró en el aula
arrastrando otra vez el equipo audiovisual. Cuando el profesor se
aproximó al interruptor, me percaté de que Edward alejaba
levemente su silla de la mía. No sirvió de nada. Saltó la misma
chispa eléctrica y el mismo e incesante anhelo de tocarlo, como el
día anterior, en cuanto la habitación se quedó a oscuras.
Me recliné en la mesa y apoyé el mentón sobre los brazos
doblados. Los dedos ocultos aferraban el borde de la mesa
mientras luchaba por ignorar el estúpido deseo que me
desquiciaba.
No le miraba, temerosa de que fuera mucho más difícil mantener
el autocontrol si él me miraba. Intenté seguir la película con todas
mis fuerzas, pero al final de la hora no tenía ni idea de lo que
acababa de ver. Suspiré aliviada cuando el señor Banner
encendió las luces y por fin miré a Edward, que me estaba
contemplando con unos ojos que no supe interpretar.
Se levantó en silencio y se detuvo, esperándome. Caminamos
hacia el gimnasio sin decir palabra, como el día anterior, y
también me acarició, esta vez con la palma de su gélida mano,
desde la sien a la mandíbula sin despegar los labios... antes de
darse la vuelta y alejarse.
La clase de Educación física pasó rápidamente mientras
contemplaba el espectáculo del equipo unipersonal de
bádminton de Mike, que hoy no me dirigía la palabra, ya fuera
como reacción a mi expresión ausente o porque aún seguía
enfadado por nuestra disputa del día anterior. Me sentí mal por
ello en algún rincón de la mente, pero no me podía ocupar de él
en ese momento.
Después, me apresuré a cambiarme, incómoda, sabiendo que
cuanto más rápido me moviera, más pronto estaría con Edward.
La precipitación me volvió más torpe de lo habitual, pero al fin
salí por la puerta; sentí el mismo alivio al verle esperándome ahí
y
una amplia sonrisa se extendió por mi rostro. Respondió conotra antes de lanzarse a nuevas preguntas.
Ahora eran diferentes, aunque no tan fáciles de responder.
Quería saber qué echaba de menos de Phoenix, insistiendo en las
descripciones de cualquier cosa que desconociera. Nos sentamos
frente a la casa de Charlie durante horas mientras el cielo
oscurecía y nos cayó a plomo un repentino aguacero.
Intenté describir cosas imposibles como el aroma de la creosota
—amargo, ligeramente resinoso, pero aun así agradable—, el
canto fuerte y lastimero de las cigarras en julio, la liviana
desnudez de los árboles, las propias dimensiones del cielo, cuyo
azul se extendía de uno a otro confín en el horizonte sin otras
interrupciones que las montañas bajas cubiertas de purpúreas
rocas volcánicas.
Lo más arduo de explicar fue por qué me resultaba tan hermoso
aquel lugar y también justificar una belleza que no dependía de
la vegetación espinosa y dispersa, que a menudo parecía muerta,
sino que tenía más que ver con la silueta de la tierra, las cuencas
poco profundas de los valles entre colinas escarpadas y la forma
en que conservaban la luz del sol. Me encontré gesticulando con
las manos mientras se lo intentaba describir.
Sus preguntas discretas y perspicaces me dejaron explayarme a
gusto y olvidar a la lúgubre luz de la tormenta la vergüenza por
monopolizar la conversación. Al final, cuando hube acabado dé
detallar mi desordenada habitación en Phoenix, hizo una pausa
en lugar de responder con otra cuestión.
— ¿Has terminado? —pregunté con alivio.
—Ni por asomo, pero tu padre estará pronto en casa.
— ¡Charlie! —de repente, recordé su existencia y suspiré. Estudié
el cielo oscurecido por la lluvia, pero no me reveló nada—. ¿Es
muy tarde? —me pregunté en voz alta al tiempo que miraba el
reloj. La hora me había pillado por sorpresa. Charlie ya debería
de estar conduciendo de vuelta a casa.
—Es la hora del crepúsculo —murmuró Edward al mirar el
horizonte de poniente, oscurecido como estaba por las nubes.
Habló de forma pensativa, como si su mente estuviera en otro
lugar lejano. Le contemplé mientras miraba fijamente a través del
parabrisas. Seguía observándole cuando de repente sus ojos se
volvieron hacia los míos.
—Es la hora más segura para nosotros —me explicó en respuesta
a la pregunta no formulada de mi mirada—. El momento más
fácil, pero también el más triste, en cierto modo... el fin de otro
día, el regreso de la noche —sonrió con añoranza—. La oscuridad
es demasiado predecible, ¿no crees?
—Me gusta la noche. Jamás veríamos las estrellas sin la
oscuridad —fruncí el entrecejo—. No es que aquí se vean mucho.
Se rió, y repentinamente su estado de ánimo mejoró.
—Charlie estará aquí en cuestión de minutos, por lo que a menos
que quieras decirle que vas a pasar conmigo el sábado...
Enarcó una ceja.
—Gracias, pero no —reuní mis libros mientras me daba cuenta
de que me había quedado entumecida al permanecer sentada y
quieta durante tanto tiempo—. Entonces, ¿mañana me toca a mí?
— ¡Desde luego que no! —Exclamó con fingida indignación—.
No te he dicho que haya terminado, ¿verdad?
— ¿Qué más queda?
—Lo averiguarás mañana.
Extendió una mano para abrirme la puerta y su súbita cercanía
hizo palpitar alocadamente mi corazón.
Pero su mano se paralizó en la manija.
—Mal asunto —murmuró.
— ¿Qué ocurre?
Me sorprendió verle con la mandíbula apretada y los ojos
turbados. Me miró por un instante y me dijo con desánimo:
—Otra complicación.
Abrió la puerta de golpe con un rápido movimiento y, casi
encogido, se apartó de mí con igual velocidad.
El destello de los faros a través de la lluvia atrajo mi atención
mientras a escasos metros un coche negro subía el bordillo,
dirigiéndose hacia nosotros.
—Charlie ha doblado la esquina —me avisó mientras vigilaba
atentamente al otro vehículo a través del aguacero.
A pesar de la confusión y la curiosidad, bajé de un salto. El
estrépito de la lluvia era mayor al rebotarme sobre la cazadora.
Quise identificar las figuras del asiento delantero del otro
vehículo, pero estaba demasiado oscuro. Pude ver a Edward a la
luz de los faros del otro coche. Aún miraba al frente, con la vista
fija en algo o en alguien a quien yo no podía ver. Su expresión
era una extraña mezcla de frustración y desafío.
Aceleró el motor en punto muerto y los neumáticos chirriaron
sobre el húmedo pavimento. El Volvo desapareció de la vista en
cuestión de segundos.
—Hola, Bella —llamó una ronca voz familiar desde el asiento del
conductor del pequeño coche negro.
— ¿Jacob? —pregunté, parpadeando bajo la lluvia.
Sólo entonces dobló la esquina el coche patrulla de Charlie y las
luces del mismo alumbraron a los ocupantes del coche que tenía
enfrente de mí.
Jacob ya había bajado. Su amplia sonrisa era visible incluso en la
oscuridad. En el asiento del copiloto se sentaba un hombre
mucho mayor, corpulento y de rostro memorable..., un rostro que
se desbordaba, las mejillas llegaban casi hasta los hombros, las
arrugas surcaban la piel rojiza como las de una vieja chaqueta de
cuero. Los ojos, sorprendentemente familiares, parecían al mismo
tiempo demasiado jóvenes y demasiado viejos para aquel ancho
rostro. Era el padre de Jacob, Billy Black. Lo supe
inmediatamente a pesar de que en los cinco años transcurridos
desde que lo había visto por última vez me las había arreglado
para olvidar su nombre hasta que Charlie lo mencionó el día de
mi llegada. Me miraba fijamente, escrutando mi cara, por lo que
le sonreí con timidez. Tenía los ojos desorbitados por la sorpresa
o el pánico y resoplaba por la ancha nariz. Mi sonrisa se
desvaneció.
«Otra complicación», había dicho Edward.
Billy seguía mirándome con intensa ansiedad. Gemí en mi fuero
interno. ¿Había reconocido Billy a Edward con tanta facilidad?
¿Creía en las leyendas inverosímiles de las que se había mofado
su hijo?
La respuesta estaba clara en los ojos de Billy. Sí, así era.
JUEGOS MALABARES
— ¡Billy! —le llamó Charlie tan pronto como se bajó del coche.
Me volví hacia la casa y, una vez me hube guarecido debajo del
porche, hice señales a Jacob para que entrase. Oí a Charlie
saludarlos efusivamente a mis espaldas.
—Jake, voy a hacer como que no te he visto al volante —dijo con
desaprobación.
—En la reserva conseguimos muy pronto los permisos de
conducir —replicó Jacob mientras yo abría la puerta y encendía
la luz del porche.
—Seguro que sí —se rió Charlie.
—De alguna manera he de dar una vuelta.
A pesar de los años transcurridos, reconocí con facilidad la voz
retumbante de Billy. Su sonido me hizo sentir repentinamente
más joven, una niña.
Entré en la casa, dejando abierta la puerta detrás de mí, y fui
encendiendo las luces antes de colgar mi cazadora. Luego,
permanecí en la puerta, contemplando con ansiedad cómo
Charlie y Jacob ayudaban a Billy a salir del coche y a sentarse en
la silla de ruedas.
Me aparté del camino mientras entraban a toda prisa
sacudiéndose la lluvia.
—Menuda sorpresa —estaba diciendo Charlie.
—Hace ya mucho tiempo que no nos vemos. Confío en que no
sea un mal momento —respondió Billy, cuyos inescrutables ojos
oscuros volvieron a fijarse en mí.
—No, es magnífico. Espero que os podáis quedar para el partido.
Jacob mostró una gran sonrisa.
—Creo que ése es el plan... Nuestra televisión se estropeó la
semana pasada.
Billy le dirigió una mueca a su hijo y añadió:
—Y, por supuesto, Jacob deseaba volver a ver a Bella.
Jacob frunció el ceño y agachó la cabeza mientras yo reprimía
una oleada de remordimiento. Tal vez había sido demasiado
convincente en la playa.
— ¿Tenéis hambre? —pregunté mientras me dirigía hacia la
cocina, deseosa de escaparme de la inquisitiva mirada de Billy.
—No, cenamos antes de venir —respondió Jacob.
— ¿Y tú, Charlie? —le pregunté de refilón al tiempo que doblaba
la esquina a toda prisa para escabullirme.
—Claro —replicó. Su voz se desplazó hacia la habitación de en
frente, hacia el televisor. Oí cómo le seguía la silla de Billy.
Los sandwiches de queso se estaban tostando en la sartén
mientras cortaba en rodajas un tomate cuando sentí que había
alguien a mis espaldas.
—Bueno, ¿cómo te va todo? —inquirió Jacob.
—Bastante bien —sonreí. Era difícil resistirse a su entusiasmo—.
¿Y a ti? ¿Terminaste el coche?
—No —arrugó la frente—. Aún necesito piezas. Hemos pedido
prestado ése —comentó mientras señalaba con el pulgar en
dirección al patio delantero.
—Lo siento, pero no he visto ninguna pieza. ¿Qué es lo que estáis
buscando?
—Un cilindro maestro —sonrió de oreja a oreja y de repente
añadió—: ¿Hay algo que no funcione en el monovolumen?
—Ah. Me lo preguntaba al ver que no lo conducías.
Mantuve la vista fija en la sartén mientras levantaba el extremo
de un sándwich para comprobar la parte inferior.
—Di un paseo con un amigo.
—Un buen coche —comentó con admiración—, aunque no
reconocí al conductor. Creía conocer a la mayoría de los chicos de
por aquí.
Asentí sin comprometerme ni alzar los ojos mientras daba la
vuelta a los sandwiches.
—Papá parecía conocerle de alguna parte.
—Jacob, ¿me puedes pasar algunos platos? Están en el armario
de encima del fregadero.
—Claro.
Tomó los platos en silencio. Esperaba que dejara el asunto.
— ¿Quién es? —preguntó mientras situaba dos platos sobre la
encimera, cerca de mí. Suspiré derrotada.
—Edward Cullen.
Para mi sorpresa, rompió a reír. Alcé la vista hacia él, que parecía
un poco avergonzado.
—Entonces, supongo que eso lo explica todo —comentó—. Me
preguntaba por qué papá se comportaba de un modo tan
extraño.
—Es cierto —simulé una expresión inocente—. No le gustan los
Cullen.
—Viejo supersticioso —murmuró en un susurro.
—No crees que se lo vaya a decir a Charlie, ¿verdad? —no pude
evitar el preguntárselo. Las palabras, pronunciadas en voz baja,
salieron precipitadamente de mis labios.
—Lo dudo —respondió finalmente—. Creo que Charlie le soltó
una buena reprimenda la última vez, y desde entonces no han
hablado mucho. Me parece que esta noche es una especie de
reencuentro, por lo que no creo que papá lo vuelva a mencionar.
—Ah —dije, intentando parecer indiferente.
Me quedé en el cuarto de estar después de llevarle a Charlie la
cena, fingiendo ver el partido mientras Jacob charlaba conmigo;
pero, en realidad, estaba escuchando la conversación de los dos
hombres, atenta a cualquier indicio de algo sospechoso y
buscando la forma de detener a Billy llegado el momento.
Fue una larga noche. Tenía muchos deberes sin hacer, pero temía
dejar a Billy a solas con Charlie. Finalmente, el partido terminó.
— ¿Vais a regresar pronto tus amigos y tú a la playa? —preguntó
Jacob mientras empujaba la silla de su padre fuera del umbral.
—No estoy segura —contesté con evasivas.
—Ha sido divertido, Charlie ——dijo Billy.
—Acércate a ver el próximo partido —le animó Charlie.
—Seguro, seguro —dijo Billy—. Aquí estaremos. Que paséis una
buena noche —sus ojos me enfocaron y su sonrisa desapareció al
agregar con gesto serio—: Cuídate, Bella.
—Gracias —musité desviando la mirada.
Me dirigí hacia las escaleras mientras Charlie se despedía con la
mano desde la entrada.
—Aguarda, Bella —me pidió.
Me encogí. ¿Le había dicho Billy algo antes de que me reuniera
con ellos en el cuarto de estar?
Pero Charlie aún seguía relajado y sonriente a causa de la
inesperada visita.
—No he tenido ocasión de hablar contigo esta noche. ¿Qué tal te
ha ido el día?
—Bien —vacilé, con un pie en el primer escalón, en busca de
detalles que pudiera compartir con él sin comprometerme—. Mi
equipo de bádminton ganó los cuatro partidos.
— ¡Vaya! No sabía que supieras jugar al bádminton.
—Bueno, lo cierto es que no, pero mi compañero es realmente
bueno —admití.
— ¿Quién es? —inquirió en señal de interés.
—Eh... Mike Newton —le revelé a regañadientes.
—Ah, sí. Me comentaste que eras amiga del chico de los Newton
—se animó—. Una buena familia —musitó para sí durante un
minuto—. ¿Por qué no le pides que te lleve al baile este fin de
semana?
— ¡Papá! —gemí—. Está saliendo con mi amiga Jessica. Además,
sabes que no sé bailar.
—Ah, sí—murmuró. Entonces me sonrió con un gesto de
disculpa—. Bueno, supongo que es mejor que te vayas el
sábado. .. Había planeado ir de pesca con los chicos de la
comisaría. Parece que va a hacer calor de verdad, pero me puedo
quedar en casa si quieres posponer tu viaje hasta que alguien te
pueda acompañar. Sé que te dejo aquí sola mucho tiempo.
—Papá, lo estás haciendo fenomenal —le sonreí con la esperanza
de ocultar mi alivio—. Nunca me ha preocupado estar sola, en
eso me parezco mucho a ti.
Le guiñé un ojo, y al sonreírme le salieron arrugas alrededor de
los ojos.
Esa noche dormí mejor porque me encontraba demasiado
cansada para soñar de nuevo. Estaba de buen humor cuando el
gris perla de la mañana me despertó. La tensa velada con Billy y
Jacob ahora me parecía inofensiva y decidí olvidarla por
completo. Me descubrí silbando mientras me recogía el pelo con
un pasador. Luego, bajé las escaleras dando saltos. Charlie, que
desayunaba sentado a la mesa, se dio cuenta y comentó:
—Estás muy alegre esta mañana.
Me encogí de hombros.
—Es viernes.
Me di mucha prisa para salir en cuanto se fuera Charlie. Había
preparado la mochila, me había calzado los zapatos y cepillado
los dientes, pero Edward fue más rápido a pesar de que salí
disparada por la puerta en cuanto me aseguré de que Charlie se
había perdido de vista. Me esperaba en su flamante coche con las
ventanillas bajadas y el motor apagado.
Esta vez no vacilé en subirme al asiento del copiloto lo más
rápidamente posible para verle el rostro. Me dedicó esa sonrisa
traviesa y abierta que me hacía contener el aliento y me
paralizaba el corazón. No podía concebir que un ángel fuera más
espléndido. No había nada en Edward que se pudiera mejorar.
— ¿Cómo has dormido? —me preguntó. ¿Sabía lo atrayente que
resultaba su voz?
—Bien. ¿Qué tal tu noche?
—Placentera.
Una sonrisa divertida curvó sus labios. Me pareció que me estaba
perdiendo una broma privada.
— ¿Puedo preguntarte qué hiciste?
—No —volvió a sonreír—, el día de hoy sigue siendo mío.
Quería saber cosas sobre la gente, sobre Renée, sus aficiones, qué
hacíamos juntas en nuestro tiempo libre, y luego sobre la única
abuela a la que había conocido, mis pocos amigos del colegio
y...me puse colorada cuando me preguntó por los chicos con los que
había tenido citas. Me aliviaba que en realidad nunca hubiera
salido con ninguno, por lo que la conversación sobre ese tema en
particular no fue demasiado larga. Pareció tan sorprendido como
Jessica y Angela por mi escasa vida romántica.
— ¿Nunca has conocido a nadie que te haya gustado? —me
preguntó con un tono tan serio que me hizo preguntarme qué
estaría pensando al respecto.
De mala gana, fui sincera:
—En Phoenix, no.
Frunció los labios con fuerza.
Para entonces, nos hallábamos ya en la cafetería. El día había
transcurrido rápidamente en medio de ese borrón que se estaba
convirtiendo en rutina. Aproveché la breve pausa para dar un
mordisco a mi rosquilla.
—Hoy debería haberte dejado que condujeras —anunció sin
venir a cuento mientras masticaba.
— ¿Por qué? —quise saber.
—Me voy a ir con Alice después del almuerzo.
—Vaya —parpadeé, confusa y desencantada—. Está bien, no está
demasiado lejos para un paseo.
Me miró con impaciencia.
—No te voy a hacer ir a casa andando. Tomaremos tu coche y lo
dejaremos aquí para ti.
—No llevo la llave encima —musité—. No me importa caminar,
de verdad.
Lo que me importaba era disponer de menos tiempo en su
compañía.
Negó con la cabeza.
—Tu monovolumen estará aquí y la llave en el contacto, a menos
que temas que alguien te lo pueda robar.
Se rió sólo de pensarlo.
—De acuerdo —acepté con los labios apretados.
Estaba casi segura de que tenía la llave en el bolsillo de los
vaqueros que había llevado el miércoles, debajo de una pila de
ropa en el lavadero.
Jamás la encontraría, aunque irrumpiera en mi casa o cualquier
otra cosa que estuviera planeando. Pareció percatarse del desafío
implícito en mi aceptación, pero sonrió burlón, demasiado
seguro de sí mismo.
— ¿Adonde vas a ir? —pregunté de la forma más natural que fui
capaz.
—De caza —replicó secamente—. Si voy a estar a solas contigo
mañana, voy a tomar todas las precauciones posibles —su rostro
se hizo más taciturno y suplicante—. Siempre lo puedes cancelar,
ya sabes.
Bajé la vista, temerosa del persuasivo poder de sus ojos. Me
negué a dejarme convencer de que le temiera, sin importar lo real
que pudiera ser el peligro.
No importa, me repetí en la mente.—No —susurré mientras le miraba a la cara—. No puedo.
—Tal vez tengas razón —murmuró sombríamente.
El color de sus ojos parecía oscurecerse conforme lo miraba.
Cambié de tema.
— ¿A qué hora te veré mañana? —quise saber, ya deprimida por
la idea de tener que dejarle ahora.
—Eso depende... Es sábado. ¿No quieres dormir hasta tarde? —
me ofreció.
—No —respondí a toda prisa. Contuvo una sonrisa.
—Entonces, a la misma hora de siempre —decidió—. ¿Estará
Charlie ahí?
—No, mañana se va a pescar.
Sonreí abiertamente ante el recuerdo de la forma tan conveniente
con que se habían solucionado las cosas.
— ¿Y qué pensará si no vuelves? —inquirió con la voz cortante.
—No tengo ni idea —repliqué con frialdad—. Sabe que tengo
intención de hacer la colada. Tal vez crea que me he caído dentro
de la lavadora.
Me miró con el ceño enfurruñado y yo hice lo mismo. Su rabia
fue mucho más impresionante que la mía.
— ¿Qué vas a cazar esta noche? —le pregunté cuando estuve
segura de haber perdido el concurso de ceños.
—Cualquier cosa que encontremos en el parque —parecía
divertido por mi informal referencia a sus actividades secretas—.
No vamos a ir lejos.
— ¿Por qué vas con Alice? —me extrañé.
—Alice es la más... compasiva.
Frunció el ceño al hablar.
— ¿Y los otros? —Pregunté con timidez—. ¿Cómo se lo toman?
Arrugó la frente durante unos momentos.
—La mayoría con incredulidad.
Miré a hurtadillas y con rapidez a su familia. Permanecían
sentados con la mirada perdida en diferentes direcciones, del
mismo modo que la primera vez que los vi. Sólo que ahora eran
cuatro, su hermoso hermano con pelo de bronce se sentaba frente
a mí con los dorados ojos turbados.
—No les gusto —supuse.
—No es eso —disintió, pero sus ojos eran demasiado inocentes
para mentir—. No comprenden por qué no te puedo dejar sola.
Sonreí de oreja a oreja.
—Yo tampoco, si vamos al caso.
Edward movió la cabeza lentamente y luego miró al techo antes
de que nuestras miradas volvieran a encontrarse.
—Te lo dije, no te ves a ti misma con ninguna claridad. No te
pareces a nadie que haya conocido. Me fascinas.
Le dirigí una mirada de furia, segura de que hablaba en broma.
Edward sonrió al descifrar mi expresión.
—Al tener las ventajas que tengo —murmuró mientras se tocaba
la frente con discreción—, disfruto de una superior comprensión
de la naturaleza humana. Las personas son predecibles, pero tú
nunca haces lo que espero. Siempre me pillas desprevenido.
Desvié la mirada y mis ojos volvieron a vagar de vuelta a su
familia, avergonzada y decepcionada. Sus palabras me hacían
sentir como una cobaya. Quise reírme de mí misma por haber
esperado otra cosa.
—Esa parte resulta bastante fácil de explicar —continuó. Aunque
todavía no era capaz de mirarle, sentí sus ojos fijos en mi rostro
—, pero hay más, y no es tan sencillo expresarlo con palabras...
Seguía mirando fijamente a los Cullen mientras él hablaba. De
repente, Rosalie, su rubia e impresionante hermana, se volvió
para echarme un vistazo. No, no para echarme un vistazo. Para
atraparme en una mirada feroz con sus ojos fríos y oscuros.
Hasta que Edward se interrumpió a mitad de frase y emitió un
bufido muy bajo. Fue casi un siseo.
Rosalie giró la cabeza y me liberé. Volví a mirar a Edward, y
supe que podía ver la confusión y el miedo que me había hecho
abrir tanto los ojos. Su rostro se tensó mientras se explicaba:
—Lo lamento. Ella sólo está preocupada. Ya ves... Después de
haber pasado tanto tiempo en público contigo no es sólo
peligroso para mí si... —bajó la vista.
— ¿Si...?
—Si las cosas van mal.
Dejó caer la cabeza entre las manos, como aquella noche en Port
Angeles. Su angustia era evidente. Anhelaba confortarle, pero
estaba muy perdida para saber cómo hacerlo. Extendí la mano
hacia él involuntariamente, aunque rápidamente la dejé caer
sobre la mesa, ante el temor de que mi caricia empeorase las
cosas. Lentamente comprendía que sus palabras deberían
asustarme. Esperé a que el miedo llegara, pero todo lo que sentía
era dolor por su pesar.
Y frustración... Frustración porque Rosalie hubiera interrumpido
fuera lo que fuera lo que estuviese a punto de decir. No sabía
cómo sacarlo a colación de nuevo. Seguía con la cabeza entre las
manos. Intenté hablar con un tono de voz normal:
— ¿Tienes que irte ahora?
—Sí —alzó el rostro, por un momento estuvo serio, pero luego
cambió de estado de ánimo y sonrió—. Probablemente sea lo
mejor. En Biología aún nos quedan por soportar quince minutos
de esa espantosa película. No creo que lo aguante más.
Me llevé un susto. De repente, Alice se encontraba en pie detrás
del hombro de Edward. Su pelo corto y de punta, negro como la
tinta, rodeaba su exquisita, delicada y pequeña faz como un halo
impreciso. Su delgada figura era esbelta y grácil incluso en
aquella absoluta inmovilidad. Edward la saludó sin desviar la
mirada de mí.
—Alice.
—Edward —respondió ella. Su aguda voz de soprano era casi tan
atrayente como la de su hermano.
—Alice, te presento a Bella... Bella, ésta es Alice —nos presentó
haciendo un gesto informal con la mano y una seca sonrisa en el
rostro.
—Hola, Bella —sus brillantes ojos de color obsidiana eran
inescrutables, pero la sonrisa era cordial—. Es un placer
conocerte al fin.
Edward le dirigió una mirada sombría.
—Hola, Alice —musité con timidez.
— ¿Estás preparado? —le preguntó.
—Casi —replicó Edward con voz distante—. Me reuniré contigo
en el coche.
Alice se alejó sin decir nada más. Su andar era tan flexible y
sinuoso que sentí una aguda punzada de celos.
—Debería decir «que te diviertas», ¿o es el sentimiento
equivocado? —le pregunté volviéndome hacia él.
—No, «que te diviertas» es tan bueno como cualquier otro.
Esbozó una amplia sonrisa.
—En tal caso, que te diviertas.
Me esforcé en parecer sincera, pero, por supuesto, no le engañé.
—Lo intentaré —seguía sonriendo—. Y tú, intenta mantenerte a
salvo, por favor.
—A salvo en Forks... ¡Menudo reto!
—Para ti lo es —el rostro se endureció—. Prométemelo.
—Prometo que intentaré mantenerme ilesa —declamé—. Esta
noche haré la colada... Una tarea que no debería entrañar
demasiado peligro.
—No te caigas dentro de la lavadora —se mofó.
—Haré lo que pueda.
Se puso en pie y yo también me levanté.
—Te veré mañana —musité.
—Te parece mucho tiempo, ¿verdad? —murmuró.
Asentí con desánimo.
—Por la mañana, allí estaré —me prometió esbozando su sonrisa
picara.
Extendió la mano a través de la mesa para acariciarme la cara, me
rozó levemente los pómulos y luego se dio la vuelta y se alejó.
Clavé mis ojos en él hasta que se marchó.
Sentí la enorme tentación de hacer novillos el resto del día, faltar
al menos a clase de Educación física, pero mi instinto me detuvo.
Sabía que Mike y los demás darían por supuesto que estaba con
Edward si desaparecía ahora, y a él le preocupaba el tiempo que
pasábamos juntos en público por si las cosas no salían bien. Me
negué a entretenerme con ese último pensamiento y en vez de
eso, concentré mi atención en hacer que las cosas fueran más
seguras para él.
Intuitivamente, sabía —y me daba cuenta de que él también lo
creía así— que mañana iba a ser un momento crucial. Nuestra
relación no podía continuar en el filo de la navaja. Caeríamos a
uno u otro lado, dependiendo por completo de su elección o de
sus instintos. Había tomado mi decisión, lo había hecho incluso
antes de haber sido consciente de la misma y me comprometí a
llevarla a cabo hasta el final, porque para mí no había nada más
terrible e insoportable que la idea de separarme de él. Me
resultaba imposible.
Resignada, me dirigí a clase. Para ser sincera, no sé qué sucedió
en Biología, estaba demasiado preocupada con los pensamientos
de lo que sucedería al día siguiente. En la clase de gimnasia,
Mike volvía a dirigirme la palabra otra vez. Me deseó que tuviera
buen tiempo en Seattle. Le expliqué con detalle que, preocupada
por el coche, había cancelado mi viaje.
— ¿Vas a ir al baile con Cullen? —preguntó, repentinamente
mohíno.
—No, no voy a ir con nadie.
—Entonces, ¿qué vas a hacer? —inquirió con demasiado interés.
Mi reacción instintiva fue decirle que dejara de entrometerse,
pero en lugar de eso le mentí alegremente.
—La colada, y he de estudiar para el examen de Trigonometría o
voy a suspender.
— ¿Te está ayudando Cullen con los estudios?
—Edward —enfaticé— no me va ayudar con los estudios. Se va a
no sé dónde durante el fin de semana.
Noté con sorpresa que las mentiras me salían con mayor
naturalidad que de costumbre.
—Ah —se animó—. Ya sabes, de todos modos, puedes venir al
baile con nuestro grupo. Estaría bien. Todos bailaríamos contigo
—prometió.
La imagen mental del rostro de Jessica hizo que el tono de mi voz
fuera más cortante de lo necesario.
—Mike, no voy a ir al baile, ¿de acuerdo?
—Vale —se enfurruñó otra vez—. Sólo era una oferta.
Cuando al fin terminaron las clases, me dirigí al aparcamiento sin
entusiasmo. No me apetecía especialmente ir a casa a pie, pero no
veía la forma de recuperar el monovolumen. Entonces, comencé
a creer una vez más que no había nada imposible para él. Este
último instinto demostró ser correcto: mi coche estaba en la
misma plaza en la que él había aparcado el Volvo por la mañana.
Incrédula, sacudí la cabeza mientras abría la puerta —no estaba
echado el pestillo— y vi las llaves en el bombín de la puesta en
marcha.
Había un pedazo de papel blanco doblado sobre mi asiento. Lo
tomé y cerré la puerta antes de desdoblarlo. Había escrito dos
palabras con su elegante letra: «Sé prudente».
El sonido del motor al arrancar me asustó. Me reí de mí misma.
El pomo de la puerta estaba cerrado y el pestillo sin echar, tal y
como se había quedado por la mañana. Una vez dentro, me fui
directa al lavadero. Parecía que todo seguía igual. Hurgué entre
la ropa en busca de mis vaqueros y revisé los bolsillos una vez
que los hube encontrado. Vacíos. Quizás las hubiera dejado
colgando dentro del coche, pensé sacudiendo la cabeza.
Siguiendo el mismo instinto que me había movido a mentir a
Mike, telefoneé a Jessica so pretexto de desearle suerte en el baile.
Cuando ella me deseó lo mismo para mi día con Edward, le hablé
de la cancelación. Parecía más desencantada de lo realmente
necesario para ser una observadora imparcial. Después de eso,
me despedí rápidamente.
Charlie estuvo distraído durante la cena, supuse que le
preocupaba algo relacionado con el trabajo, o tal vez con el
partido de baloncesto, o puede que le hubiera gustado de verdad
la lasaña. Con Charlie, era difícil saberlo.
— ¿Sabes, papá? —comencé, interrumpiendo su meditación.
— ¿Qué pasa, Bella?
—Creo que tienes razón en lo del viaje a Seattle. Me parece que
voy a esperar hasta que Jessica o algún otro me puedan
acompañar.
—Ah —dijo sorprendido—. De acuerdo. Bueno, ¿quieres que me
quede en casa?
—No, papá, no cambies de planes. Tengo un millón de cosas que
hacer: los deberes, la colada, necesito ir a la biblioteca y al
supermercado. Estaré entrando y saliendo todo el día. Ve y
diviértete.
— ¿Estás segura?
—Totalmente, papá. Además, el nivel de pescado del congelador
está bajando peligrosamente... Hemos descendido hasta tener
reservas sólo para dos o tres años.
Me sonrió.
—Resulta muy fácil vivir contigo, Bella.
—Podría decir lo mismo de ti —contesté entre risas demasiado
apagadas, pero no pareció notarlo. Me sentí culpable por hacerle
creer aquello, y estuve a punto de seguir el consejo de Edward y
decirle dónde iba a estar. A punto.
Después de la cena, doblé la ropa y puse otra colada en la
secadora. Por desgracia, era la clase de trabajo que sólo mantiene
ocupadas las manos y mi mente tuvo demasiado tiempo libre, sin
duda, y debido a eso perdí el control. Fluctuaba entre una ilusión
tan intensa que se acercaba al dolor y un miedo insidioso que
minaba mi resolución. Tuve que seguir recordándome que ya
había elegido y que no había vuelta atrás. Saqué del bolsillo la
nota de Edward dedicando mucho más esfuerzo del necesario
para embeberme con las dos simples palabras que había escrito.
El quería que estuviera a salvo, me dije una y otra vez. Sólo podía
aferrarme a la confianza de que al fin ese deseo prevaleciera
sobre los demás. ¿Qué otra alternativa tenía? ¿Apartarle de mi
vida? Intolerable. Además, en realidad, parecía que toda mi vida
girase en torno a él desde que vine a Forks.
Una vocecita preocupada en el fondo de mi mente se preguntaba
cuánto dolería en el caso de que las cosas terminaran mal.
Me sentí aliviada cuando se hizo lo bastante tarde para
acostarme. Sabía de sobra que estaba demasiado estresada para
dormir, por lo que hice algo que nunca había hecho antes: tomar
sin necesidad y de forma consciente una medicina para el
resfriado, de esas que me dejaban grogui durante unas ocho
horas. Normalmente no hubiera justificado esa clase de
comportamiento en mí misma, pero el día siguiente ya iba a ser
bastante complicado como para añadirle que estuviera
atolondrada por no haber pegado ojo. Me sequé el pelo hasta que
estuvo totalmente liso y me ocupé de la ropa que llevaría al día
siguiente mientras aguardaba a que hiciera efecto el fármaco.
Una vez que lo tuve todo listo para el día siguiente, me tendí al
fin en la cama. Estaba agitada, sin poder parar de dar vueltas. Me
levanté y revolví la caja de zapatos con los CD hasta encontrar
una recopilación de los nocturnos de Chopin. Lo puse a un
volumen muy bajo y volví a tumbarme, concentrándome en ir
relajando cada parte de mi cuerpo. En algún momento de ese
ejercicio, hicieron efecto las pastillas contra el resfriado y, por
suerte, me quedé dormida.
Me desperté a primera hora después de haber dormido a pierna
suelta y sin pesadillas gracias al innecesario uso de los fármacos.
Aun así, salté de la cama con el mismo frenesí de la noche
anterior. Me vestí rápidamente, me ajusté el cuello alrededor de
la garganta y seguí forcejeando con el suéter de color canela hasta
colocarlo por encima de los vaqueros. Con disimulo, eché un
rápido vistazo por la ventana para verificar que Charlie se había
marchado ya. Una fina y algodonosa capa de nubes cubría el
cielo, pero no parecía que fuera a durar mucho. Desayuné sin
saborear lo que comía y me apresuré a fregar los platos en cuanto
hube terminado. Volví a echar un vistazo por la ventana, pero no
se había producido cambio alguno. Apenas había terminado de
cepillarme los dientes y me disponía a bajar las escaleras cuando
una sigilosa llamada de nudillos provocó un sordo golpeteo de
mi corazón contra las costillas.
Fui corriendo hacia la entrada. Tuve un pequeño problema con el
pestillo, pero al fin conseguí abrir la puerta de un tirón y allí
estaba él. Se desvaneció toda la agitación y recuperé la calma en
cuanto vi su rostro.
Al principio no estaba sonriente, sino sombrío, pero su expresión
se alegró en cuanto se fijó en mí, y se rió entre dientes.
—Buenos días.
— ¿Qué ocurre?
Eché un vistazo hacia abajo para asegurarme de que no me había
olvidado de ponerme nada importante, como los zapatos o los
pantalones.
—Vamos a juego.
Se volvió a reír. Me di cuenta de que él llevaba un gran suéter
ligero del mismo color que el mío, cuyo cuello a la caja dejaba al
descubierto el de la camisa blanca que llevaba debajo, y unos
vaqueros azules. Me uní a sus risas al tiempo que ocultaba una
secreta punzada de arrepentimiento... ¿Por qué tenía él que
parecer un modelo de pasarela y yo no?
Cerré la puerta al salir mientras él se dirigía al monovolumen.
Aguardó junto a la puerta del copiloto con una expresión
resignada y perfectamente comprensible.
—Hicimos un trato —le recordé con aire de suficiencia mientras
me encaramaba al asiento del conductor y me estiraba para
abrirle la puerta.
— ¿Adonde? —le pregunté.
—Ponte el cinturón... Ya estoy nervioso.
Le dirigí una mirada envenenada mientras le obedecía.
— ¿Adonde? —repetí suspirando.
—Toma la 101 hacia el norte —ordenó.
Era sorprendentemente difícil concentrarse en la carretera al
mismo tiempo que sentía sus ojos clavados en mi rostro. Lo
compensé conduciendo con más cuidado del habitual mientras
cruzaba las calles del pueblo, aún dormido.
— ¿Tienes intención de salir de Forks antes del anochecer?
—Un poco de respeto —le recriminé—, este trasto tiene los
suficientes años para ser el abuelo de tu coche.
A pesar de su comentario recriminatorio, pronto atisbamos los
límites del pueblo. Una maleza espesa y una ringlera de troncos
verdes reemplazaron las casas y el césped.
—Gira a la derecha para tomar la 101 —me indicó cuando estaba
a punto de preguntárselo. Obedecía en silencio.
—Ahora, avanzaremos hasta que se acabe el asfalto.
Detecté cierta sorna en su voz, pero tenía demasiado miedo a
salirme de la carretera como para mirarle y asegurarme de que
estaba en lo cierto.
— ¿Qué hay allí, donde se acaba el asfalto?
—Una senda.
— ¿Vamos de caminata? —pregunté preocupada. Gracias a Dios,
me había puesto las zapatillas de tenis.
— ¿Supone algún problema?
Lo dijo como si esperara que fuera así.
—No.
Intenté que la mentira pareciera convincente, pero si pensaba que
el monovolumen era lento, tenía que esperar a verme a mí...
—No te preocupes, sólo son unos ocho kilómetros y no iremos
deprisa.
¡Ocho kilómetros! No le respondí para que no notara cómo el
pánico quebraba mi voz. Ocho kilómetros de raíces traicioneras y
piedras sueltas que intentarían torcerme el tobillo o
incapacitarme de alguna otra manera. Aquello iba a resultar
humillante.
Avanzamos en silencio durante un buen rato mientras yo sentía
pavor ante la perspectiva de nuestra llegada.
— ¿En qué piensas? —preguntó con impaciencia.
—Sólo me preguntaba adonde nos dirigimos —volví a mentirle.
—Es un lugar al que me gusta mucho ir cuando hace buen
tiempo.
Luego, ambos nos pusimos a mirar por las ventanillas a las
nubes, que comenzaban a diluirse en el firmamento.
—Charlie dijo que hoy haría buen tiempo.
— ¿Le dijiste lo que te proponías?
—No.
—Pero Jessica cree que vamos a Seattle juntos... —la idea parecía
de su agrado—. — ¿No?
—No, le dije que habías suspendido el viaje... cosa que es cierta.
— ¿Nadie sabe que estás conmigo? —inquirió, ahora con enfado.
—Eso depende... ¿He de suponer que se lo has contado a Alice?
—Eso es de mucha ayuda, Bella —dijo bruscamente.
Fingí no haberle oído, pero volvió a la carga y preguntó:
— ¿Te deprime tanto Forks que estás preparando tu suicidio?
—Dijiste que un exceso de publicidad sobre nosotros podría
ocasionarte problemas —le recordé.
— ¿Y a ti te preocupan
mis posibles problemas? —El tono de suvoz era de enfado y amargo sarcasmo—. ¿Y si
no regresas?Negué con la cabeza sin apartar la vista de la carretera. Murmuró
algo en voz baja, pero habló tan deprisa que no le comprendí.
Nos mantuvimos en silencio el resto del trayecto en el coche.
Noté que en su interior se alzaban oleadas de rabiosa
desaprobación, pero no se me ocurría nada que decir.
Entonces se terminó la carretera, que se redujo hasta convertirse
en una senda de menos de medio metro de ancho jalonada de
pequeños indicadores de madera. Aparqué sobre el estrecho
arcén y salí sin atreverme a fijar mi vista en él puesto que se
había enfadado conmigo, y tampoco tenía ninguna excusa para
mirarle. Hacía calor, mucho más del que había hecho en Forks
desde el día de mi llegada, y a causa de las nubes hacía casi
bochorno. Me quité el suéter y lo anudé en torno a mi cintura,
contenta de haberme puesto una camiseta liviana y sin mangas,
sobre todo si me esperaban ocho kilómetros a pie.
Le oí dar un portazo y pude comprobar que también él se había
desprendido del suéter. Permanecía cerca del coche, de espaldas
a mí, encarándose con el bosque primigenio.
—Por aquí —indicó, girando la cabeza y con expresión aún
molesta. Comenzó a adentrarse en el sombrío bosque.
— ¿Y la senda?
El pánico se manifestó en mi voz mientras rodeaba el vehículo
para darle alcance.
—Dije que al final de la carretera había un sendero, no que lo
fuéramos a seguir.
— ¡¿No iremos por la senda?! —pregunté con desesperación.
—No voy a dejar que te pierdas.
Se dio la vuelta al hablar, sonriendo con mofa, y contuve un
gemido. Llevaba desabotonada la camiseta blanca sin mangas,
por lo que la suave superficie de su piel se veía desde el cuello
hasta los marmóreos contornos de su pecho, sin que su perfecta
musculatura quedara oculta debajo de la ropa. La desesperación
me hirió en lo más hondo al comprender que era demasiado
perfecto. No había manera de que aquella criatura celestial
estuviera hecha para mí.
Desconcertado por mi expresión torturada, Edward me miró
fijamente.
— ¿Quieres volver a casa? —dijo con un hilo de voz. Un dolor de
diferente naturaleza al mío impregnaba su voz.
Me adelanté hasta llegar a su altura, ansiosa por no desperdiciar
ni un segundo del tiempo que pudiera estar en su compañía.
— ¿Qué va mal? —preguntó con amabilidad.
—No soy una buena senderista —le expliqué con desánimo—.
Tendrás que tener paciencia conmigo.
—Puedo ser paciente si hago un gran esfuerzo.
Me sonrió y sostuvo mi mirada en un intento de levantarme el
ánimo, súbita e inexplicablemente alicaído. Intenté devolverle la
sonrisa, pero no fue convincente. Estudió mi rostro.
—Te llevaré de vuelta a casa —prometió.
No supe determinar si la promesa se refería al final de la jornada
o a una marcha inmediata. Sabía que él creía que era el miedo lo
que me turbaba, y de nuevo agradecí ser yo la única persona a la
que no le pudiera leer el pensamiento.
—Si quieres que recorra ocho kilómetros a través de la selva
antes del atardecer, será mejor que empieces a indicarme el
camino —le repliqué con acritud.
Torció el gesto mientras se esforzaba por comprender mi tono y
la expresión de mis facciones. Después de unos momentos, se
rindió y encabezó la marcha hacia el bosque.
No resultó tan duro como me había temido. El camino era plano
la mayor parte del tiempo y estuvo a mi lado para sostenerme al
pasar por los húmedos heléchos y los mosaicos de musgo.
Cuando teníamos que sortear árboles caídos o pedruscos, me
ayudaba, levantándome por el codo y soltándome en cuanto la
senda se despejaba. El toque gélido de su piel sobre la mía hacía
palpitar mi corazón invariablemente. Las dos veces en que esto
sucedió miré de reojo su rostro, estaba segura de que, no sabía
cómo, él oía mis latidos.
Intenté mantener los ojos lejos de su cuerpo perfecto tanto como
me fue posible, pero a menudo no podía resistir la tentación de
mirarle, y su hermosura me sumía en la tristeza.
Recorrimos en silencio la mayor parte del trayecto. De vez en
cuando, Edward formulaba una pregunta al azar, una de las que
no me había hecho en los dos días anteriores de interrogatorio.
Me interrogó sobre mis cumpleaños, los profesores en la escuela
primaria y las mascotas de mi infancia... Tuve que admitir que
había renunciado a ellas después de que se murieran tres peces
de forma seguida. Rompió a reír al oírlo con más fuerza de lo que
me tenía acostumbrada... De los bosques desiertos se levantó un
eco similar al tañido de las campanas.
La caminata me llevó la mayor parte de la mañana, pero él no
mostró signo alguno de impaciencia. El bosque se extendía a
nuestro alrededor en un interminable laberinto de viejos árboles,
y la idea de que no encontráramos la salida comenzó a ponerme
nerviosa. Edward se encontraba muy a gusto y cómodo en aquel
dédalo de color verde, y nunca pareció dudar sobre qué dirección
tomar.
Después de varias horas, la luz pasó de un tenebroso tono
oliváceo a otro jade más brillante al filtrarse a través del dosel de
ramas. El día se había vuelto soleado, tal y como él había
predicho. Comencé a sentir un estremecimiento de entusiasmo
por primera vez desde que entré en el bosque, sensación que
rápidamente se convirtió en impaciencia.
— ¿Aún no hemos llegado? —le pinché, fingiendo fruncir el
ceño.
—Casi —sonrió ante el cambio de mi estado de ánimo—. ¿Ves
ese fulgor de ahí delante?
—Humm —miré atentamente a través del denso follaje del
bosque—. ¿Debería verlo?
Esbozó una sonrisa burlona.
—Puede que sea un poco pronto para tus ojos.
—Tendré que pedir hora para visitar al oculista —murmuré.
Su sonrisa de mofa se hizo más pronunciada.
Pero entonces, después de recorrer otros cien metros, pude ver
sin ningún género de duda una luminosidad en los árboles que
se hallaban delante de mí, un brillo que era amarillo en lugar de
verde. Apreté el paso, mi avidez crecía conforme avanzaba.
Edward me dejó que yo fuera delante y me siguió en silencio.
Alcancé el borde de aquel remanso de luz y atravesé la última
franja de helecho para entrar en el lugar más maravilloso que
había visto en mi vida. La pradera era un pequeño círculo
perfecto lleno de flores silvestres: violetas, amarillas y de tenue
blanco. Podía oír el burbujeo musical de un arroyo que fluía en
algún lugar cercano. El sol estaba directamente en lo alto,
colmando el redondel de una blanquecina calima luminosa.
Pasmada, caminé sobre la mullida hierba en medio de las flores,
balanceándose al cálido aire dorado. Me di media vuelta para
compartir con él todo aquello, pero Edward no estaba detrás de
mí, como creía. Repentinamente alarmada, giré a mí alrededor en
su busca. Finalmente, lo localicé, inmóvil debajo de la densa
sombra del dosel de ramas, en el mismo borde del claro, mientras
me contemplaba con ojos cautelosos. Sólo entonces recordé lo
que la belleza del prado me había hecho olvidar: el enigma de
Edward y el sol, lo que me había prometido mostrarme hoy.
Di un paso hacia él, con los ojos relucientes de curiosidad. Los
suyos en cambio se mostraban recelosos. Le sonreí para
infundirle valor y le hice señas para que se reuniera conmigo,
acercándome un poco más. Alzó una mano en señal de aviso y yo
vacilé, y retrocedí un paso.
Edward pareció inspirar hondo y entonces salió al brillante
resplandor del mediodía.
CONFESIONES
A la luz del sol, Edward resultaba chocante. No me hubiera
acostumbrado ni aunque le hubiera estado mirando toda la tarde.
A pesar de un tenue rubor, producido a raíz de su salida de caza
durante la tarde del día anterior, su piel centelleaba literalmente
como si tuviera miles de nimios diamantes incrustados en ella.
Yacía completamente inmóvil en la hierba, con la camiseta
abierta sobre su escultural pecho incandescente y los brazos
desnudos centelleando al sol. Mantenía cerrados los
deslumbrantes párpados de suave azul lavanda, aunque no
dormía, por supuesto. Parecía una estatua perfecta, tallada en
algún tipo de piedra ignota, lisa como el mármol, reluciente
como el cristal.
Movía los labios de vez en cuando con tal rapidez que parecían
temblar, pero me dijo que estaba cantando para sí mismo cuando
le pregunté al respecto. Lo hacía en voz demasiado baja para que
le oyera.
También yo disfruté del sol, aunque el aire no era lo bastante
seco para mi gusto. Me hubiera gustado recostarme como él y
dejar que el sol bañara mi cara, pero permanecí avovillada, con el
mentón descansando sobre las rodillas, poco dispuesta a apartar
la vista de él. Soplaba una brisa suave que enredaba mis cabellos
y alborotaba la hierba que se mecía alrededor de su figura
inmóvil.
La pradera, que en un principio me había parecido espectacular,
palidecía al lado de la magnificencia de Edward.
Siempre con miedo, incluso ahora, a que desapareciera como un
espejismo demasiado hermoso para ser real, extendí un dedo con
indecisión y acaricié el dorso de su mano reluciente, que
descansaba sobre el césped al alcance de la mía. Otra vez me
maravillé de la textura perfecta de suave satén, fría como la
piedra. Cuando alcé la vista, había abierto los ojos y me miraba.
Una rápida sonrisa curvó las comisuras de sus labios sin mácula.
— ¿No te asusto? —preguntó con despreocupación, aunque
identifiqué una curiosidad real en el tono de su suave voz.
—No más que de costumbre.
Su sonrisa se hizo más amplia y sus dientes refulgieron al sol.
Poco a poco, me acerqué más y extendí toda la mano para trazar
los contornos de su antebrazo con las yemas de los dedos.
Contemplé el temblor de mis dedos y supe que el detalle no le
pasaría desapercibido.
— ¿Te molesta? —pregunté, ya que había vuelto a cerrar los ojos.
—No—respondió sin abrirlos—, no te puedes ni imaginar cómo
se siente eso.
Suspiró.
Siguiendo el suave trazado de las venas azules del pliegue de su
codo, mi mano avanzó con suavidad sobre los perfectos
músculos de su brazo. Estiré la otra mano para darle la vuelta a
la de Edward. Al comprender mi pretensión, dio la vuelta a su
mano con uno de esos desconcertantes y fulgurantes
movimientos suyos. Esto me sobresaltó; mis dedos se paralizaron
en su brazo por un breve segundo.
—Lo siento —murmuró. Le busqué con la vista a tiempo de verle
cerrar los ojos de nuevo—. Contigo, resulta demasiado fácil ser
yo mismo.
Alcé su mano y la volví a un lado y al otro mientras contemplaba
el brillo del sol sobre la palma. La sostuve cerca de mi rostro en
un intento de descubrir las facetas ocultas de su piel.
—Dime qué piensas —susurró. Al mirarle descubrí que me
estaba observando con repentina atención—. Me sigue
resultando extraño no saberlo.
—Bueno, ya sabes, el resto nos sentimos así todo el tiempo.
—Es una vida dura — ¿me imaginé el matiz de pesar en su voz?
—. Aún no me has contestado.
—Deseaba poder saber qué pensabas tú —vacilé— y...
— ¿Y?
—Quería poder creer que eres real. Y deseaba no tener miedo.
—No quiero que estés asustada.
La voz de Edward era apenas un murmullo suave. Escuché lo
que en realidad no podía decir sinceramente, que no debía tener
miedo, que no había nada de qué asustarse.
—Bueno, no me refería exactamente a esa clase de miedo,
aunque, sin duda, es algo sobre lo que debo pensar.
Se movió tan deprisa que ni lo vi. Se sentó en el suelo, apoyado
sobre el brazo derecho, y con la mano izquierda aún en las mías.
Su rostro angelical estaba a escasos centímetros del mío. Podría
haber retrocedido, debería haberlo hecho, ante esa inesperada
proximidad, pero era incapaz de moverme. Sus ojos dorados me
habían hipnotizado.
—Entonces, ¿de qué tienes miedo? —murmuró mirándome con
atención.
Pero no pude contestarle. Olí su gélida respiración en mi cara
como sólo lo había hecho una vez. Me derretía ante ese aroma
dulce y delicioso. De forma instintiva y sin pensar, me incliné
más cerca para aspirarlo.
Entonces, Edward desapareció. Su mano se desasió de la mía y se
colocó a seis metros de distancia en el tiempo que me llevó
enfocar la vista. Permanecía en el borde de la pequeña pradera, a
la oscura sombra de un abeto enorme. Me miraba fijamente con
expresión inescrutable y los ojos oscuros ocultos por las sombras.
Sentí la herida y la conmoción en mi rostro. Me picaban las
manos vacías.
—Lo... lo siento, Edward —susurré. Sabía que podía escucharme.
—Concédeme un momento —replicó al volumen justo para que
mis pocos sensitivos oídos lo oyeran. Me senté totalmente
inmóvil.
Después de diez segundos, increíblemente largos, regresó,
lentamente tratándose de él. Se detuvo a pocos metros y se dejó
caer ágilmente al suelo para luego entrecruzar las piernas, sin
apartar sus ojos de los míos ni un segundo. Suspiró
profundamente dos veces y luego me sonrió disculpándose.
—Lo siento mucho —vaciló—. ¿Comprenderías a qué me refiero
si te dijera que sólo soy un hombre?
Asentí una sola vez, incapaz de reírle la gracia. La adrenalina
corrió por mis venas conforme fui comprendiendo poco a poco el
peligro. Desde su posición, él lo olió y su sonrisa se hizo burlona.
—Soy el mejor depredador del mundo, ¿no es cierto? Todo
cuanto me rodea te invita a venir a mí: la voz, el rostro, incluso
mi
olor. ¡Como si los necesitase!Se incorporó de forma inesperada, alejándose hasta perderse de
vista para reaparecer detrás del mismo abeto de antes después de
haber circunvalado la pradera en medio segundo.
— ¡Como si pudieras huir de mí!
Rió con amargura, extendió una mano y arrancó del tronco del
abeto una rama de un poco más de medio metro de grosor sin
esfuerzo alguno en medio de un chasquido estremecedor. Con la
misma mano, la hizo girar en el aire durante unos instantes y la
arrojó a una velocidad de vértigo para estrellarla contra otro
árbol enorme, que se agitó y tembló ante el golpe.
Y estuvo otra vez en frente de mí, a medio metro, inmóvil como
una estatua.
— ¡Como si pudieras derrotarme! —dijo en voz baja.
Permanecí sentada sin moverme, temiéndolo como no lo había
temido nunca. Nunca lo había visto tan completamente libre de
esa fachada edificada con tanto cuidado. Nunca había sido
menos humano ni más hermoso. Con el rostro ceniciento y los
ojos abiertos como platos, estaba sentada como un pájaro
atrapado por los ojos de la serpiente.
Un arrebato frenético parecía relucir en los adorables ojos de
Edward. Luego, conforme pasaron los segundos, se apagaron y
lentamente su expresión volvió a su antigua máscara de dolor.
—No temas —murmuró con voz aterciopelada e
involuntariamente seductora—. Te prometo... —vaciló—,
te. juroque no te haré daño.
Parecía más preocupado de convencerse a sí mismo que a mí.
—No temas —repitió en un susurro mientras se acercaba con
exagerada lentitud. Serpenteó con movimientos deliberadamente
lentos para sentarse hasta que nuestros rostros se encontraron a
la misma altura, a treinta centímetros.
—Perdóname, por favor —pidió ceremoniosamente—. Puedo
controlarme. Me has pillado desprevenido, pero ahora me
comportaré mejor.
Esperó, pero yo todavía era incapaz de hablar.
—Hoy no tengo sed —me guiñó el ojo—. De verdad.
Ante eso, no me quedó otro remedio que reírme, aunque el
sonido fue tembloroso y jadeante.
— ¿Estás bien? —preguntó tiernamente, extendiendo el brazo
lenta y cuidadosamente para volver a poner su mano de mármol
en la mía.
Miré primero su fría y lisa mano, luego, sus ojos, laxos,
arrepentidos; y después, otra vez la mano. Entonces,
pausadamente volví a seguir las líneas de su mano con las yemas
de los dedos. Alcé la vista y sonreí con timidez.
—Bueno, ¿por dónde íbamos antes de que me comportara con
tanta rudeza? —preguntó con las amables cadencias de
principios del siglo pasado.
—La verdad es que no lo recuerdo.
Sonrió, pero estaba avergonzado.
—Creo que estábamos hablando de por qué estabas asustada,
además del motivo obvio.
—Ah, sí.
— ¿Y bien?
Miré su mano y recorrí sin rumbo fijo la lisa e iridiscente palma.
Los segundos pasaban.
— ¡Con qué facilidad me frustro! —musitó.
Estudié sus ojos y de repente comprendí que todo aquello era
casi tan nuevo para él como para mí. A él también le resultaba
difícil a pesar de los muchos años de inconmensurable
experiencia. Ese pensamiento me infundió coraje.
—Tengo miedo, además de por los motivos evidentes, porque no
puedo
estar contigo, y porque me gustaría estarlo más de lo quedebería.
Mantuve los ojos fijos en sus manos mientras decía aquello en
voz baja porque me resultaba difícil confesarlo.
—Sí —admitió lentamente—, es un motivo para estar asustado,
desde luego. ¡Querer estar conmigo! En verdad, no te conviene
nada.
—Lo sé. Supongo que podría
intentar no desearlo, pero dudo quefuncionara.
—Deseo ayudarte, de verdad que sí —no había el menor rastro
de falsedad en sus ojos límpidos—. Debería haberme alejado
hace mucho, debería hacerlo ahora, pero no sé si soy capaz.
—No quiero que te vayas —farfullé patéticamente, mirándolo
fijamente hasta lograr que apartara la vista.
—Irme, eso es exactamente lo que debería hacer, pero no temas,
soy una criatura esencialmente egoísta. Ansió demasiado tu
compañía para hacer lo correcto.
—Me alegro.
— ¡No lo hagas! —retiró su mano, esta vez con mayor delicadeza.
La voz de Edward era más áspera de lo habitual. Áspera para él,
aunque más hermosa que cualquier voz humana. Resultaba
difícil tratar con él, ya que sus continuos y repentinos cambios de
humor siempre me producían desconcierto.
— ¡No es sólo tu compañía lo que anhelo! Nunca lo olvides.
Nunca olvides que soy más peligroso para ti de lo que soy para
cualquier otra persona.
Enmudeció y le vi contemplar con ojos ausentes el bosque.
Medité sus palabras durante unos instantes.
—Creo que no comprendo exactamente a qué te refieres... Al
menos la última parte.
Edward me miró de nuevo y sonrió con picardía. Su humor
volvía a cambiar.
— ¿Cómo te explicaría? —musitó—. Y sin aterrorizarte de
nuevo...
Volvió a poner su mano sobre la mía, al parecer de forma
inconsciente, y la sujeté con fuerza entre las mías. Miró nuestras
manos y suspiró.
—Esto es asombrosamente placentero... el calor.
Transcurrió un momento hasta que puso en orden sus ideas y
continuó:
—Sabes que todos disfrutamos de diferentes sabores. Algunos
prefieren el helado de chocolate y otros el de fresa.
Asentí.
—Lamento emplear la analogía de la comida, pero no se me
ocurre otra forma de explicártelo.
Le dediqué una sonrisa y él me la devolvió con pesar.
—Verás, cada persona huele diferente, tiene una esencia distinta.
Si encierras a un alcohólico en una habitación repleta de cerveza
rancia, se la beberá alegremente, pero si ha superado el
alcoholismo y lo desea, podría resistirse.
«Supongamos ahora que ponemos en esa habitación una botella
de
brandy añejo, de cien años, el coñac más raro y exquisito yllenamos la habitación de su cálido aroma... En tal caso, ¿cómo
crees que le iría?
Permanecimos sentados en silencio, mirándonos a los ojos el uno
al otro en un intento de descifrarnos mutuamente el
pensamiento.
Edward fue el primero en romper el silencio.
—Tal vez no sea la comparación adecuada. Puede que sea muy
fácil rehusar el
brandy. Quizás debería haber empleado unheroinómano en vez de un alcohólico para el ejemplo.
—Bueno, ¿estás diciendo que soy tu marca de heroína? —le
pregunté para tomarle el pelo y animarle.
Sonrió de inmediato, pareciendo apreciar mi esfuerzo.
—Sí, tú eres
exactamente mi marca de heroína.— ¿Sucede eso con frecuencia?
Miró hacia las copas de los árboles mientras pensaba la
respuesta.
—He hablado con mis hermanos al respecto —prosiguió con la
vista fija en la lejanía—. Para Jasper, todos los humanos sois más
de lo mismo. El es el miembro más reciente de nuestra familia y
ha de esforzarse mucho para conseguir una abstinencia completa.
No ha dispuesto de tiempo para hacerse más sensible a las
diferencias de olor, de sabor —súbitamente me miró con gesto de
disculpa—. Lo siento.
—No me molesta. Por favor, no te preocupes por ofenderme o
asustarme o lo que sea... Es así como piensas. Te entiendo, o al
menos puedo intentarlo. Explícate como mejor puedas.
—De modo que Jasper no está seguro de si alguna vez se ha
cruzado con alguien tan... —Edward titubeó, en busca de la
palabra adecuada—, tan
apetecible como tú me resultas a mí. Esome hizo reflexionar mucho. Emmett es el que hace más tiempo
que ha dejado de beber, por decirlo de alguna manera, y
comprende lo que quiero decir. Dice que le sucedió dos veces,
una con más intensidad que otra.
— ¿Y a ti?
—Jamás.
La palabra quedó flotando en la cálida brisa durante unos
momentos.
— ¿Qué hizo Emmett? —le pregunté para romper el silencio.
Era la pregunta equivocada. Su rostro se ensombreció y sus
manos se crisparon entre las mías. Aguardé, pero no me iba a
contestar.
—Creo saberlo —dije al fin.
Alzó la vista. Tenía una expresión melancólica, suplicante.
—Hasta el más fuerte de nosotros recae en la bebida, ¿verdad?
— ¿Qué me pides? ¿Mi permiso? —mi voz sonó más mordaz de
lo que pretendía. Intenté modular un tono más amable. Suponía
que aquella sinceridad le estaba costando mucho esfuerzo—.
Quiero decir, entonces, ¿no hay esperanza?
¡Con cuánta calma podía discutir sobre mi propia muerte!
— ¡No, no! —Se compungió casi al momento—. ¡Por supuesto
que hay esperanza! Me refiero a que..., por supuesto que no voy
a... —dejó la frase en el aire. Mis ojos inflamaban las llamaradas
de los suyos—. Es diferente para nosotros. En cuanto a Emmett y
esos dos desconocidos con los que se cruzó... Eso sucedió hace
mucho tiempo y él no era tan experto y cuidadoso como lo es
ahora.
Se sumió en el silencio y me miró intensamente.
—De modo que si nos hubiéramos encontrado... en... un callejón
oscuro o algo parecido... —mi voz se fue apagando.
—Necesité todo mi autocontrol para no abalanzarme sobre ti en
medio de esa clase llena de niños y... —enmudeció bruscamente
y desvió la mirada—. Cuando pasaste a mi lado, podía haber
arruinado en el acto todo lo que Carlisle ha construido para
nosotros. No hubiera sido capaz de refrenarme si no hubiera
estado controlando mi sed durante los últimos... bueno,
demasiados años.
Se detuvo a contemplar los árboles. Me lanzó una mirada
sombría mientras los dos lo recordábamos.
—Debiste de pensar que estaba loco.
—No comprendí el motivo. ¿Cómo podías odiarme con tanta
rapidez...?
—Para mí, parecías una especie de demonio convocado
directamente desde mi infierno particular para arruinarme. La
fragancia procedente de tu piel... El primer día creí que me iba a
trastornar. En esa única hora, ideé cien formas diferentes de
engatusarte para que salieras de clase conmigo y tenerte a solas.
Las rechacé todas al pensar en mi familia, en lo que podía
hacerles. Tenía que huir, alejarme antes de pronunciar las
palabras que te harían seguirme...
Entonces, buscó con la mirada mi rostro asombrado mientras yo
intentaba asimilar sus amargos recuerdos. Debajo de sus
pestañas, sus ojos dorados ardían, hipnóticos, letales.
—Y tú hubieras acudido —me aseguró.
Intenté hablar con serenidad.
—Sin duda.
Torció el gesto y me miró las manos, liberándome así de la fuerza
de su mirada.
—Luego intenté cambiar la hora de mi programa en un estéril
intento de evitarte y de repente ahí estabas tú, en esa oficina
pequeña y caliente, y el aroma resultaba enloquecedor. Estuve a
punto de tomarte en ese momento. Sólo había otra frágil
humana... cuya muerte era fácil de arreglar.
Temblé a pesar de estar al sol cuando de nuevo reaparecieron
mis recuerdos desde su punto de vista, sólo ahora me percataba
del peligro. ¡Pobre señora Cope! Me estremecí al pensar lo cerca
que había estado de ser la responsable de su muerte sin saberlo.
—No sé cómo, pero resistí. Me obligué a no esperarte ni a
seguirte desde el instituto. Fuera, donde ya no te podía oler,
resultó más fácil pensar con claridad y adoptar la decisión
correcta. Dejé a mis hermanos cerca de casa. Estaba demasiado
avergonzado para confesarles mi debilidad, sólo sabían que algo
iba mal... Entonces me fui directo al hospital para ver a Carlisle y
decirle que me marchaba.
Lo miré fijamente, sorprendida.
—Intercambiamos nuestros coches, ya que el suyo tenía el
depósito lleno y yo no quería detenerme. No me atrevía a ir a
casa y enfrentarme a Esme. Ella no me hubiera dejado ir sin
montarme una escenita, hubiera intentado convencerme de que
no era necesario... A la mañana siguiente estaba en Alaska —
parecía avergonzado, como si estuviera admitiendo una gran
cobardía—. Pasé allí dos días con unos viejos conocidos, pero
sentí nostalgia de mi hogar. Detestaba saber que había
defraudado a Esme y a los demás, mi familia adoptiva. Resultaba
difícil creer que eras tan irresistible respirando el aire puro de las
montañas. Me convencí de que había sido débil al escapar. Me
había enfrentado antes a la tentación, pero no de aquella
magnitud, no se acercaba ni por asomo, pero yo era fuerte, ¿y
quién eras tú? ¡Una chiquilla insignificante! —de repente sonrió
de oreja a oreja—. ¿Quién eras tú para echarme del lugar donde
quería estar? De modo que regresé...
Miró al infinito. Yo no podía hablar.
—Tomé precauciones, cacé y me alimenté más de lo
acostumbrado antes de volver a verte. Estaba decidido a ser lo
bastante fuerte para tratarte como a cualquier otro humano. Fui
muy arrogante en ese punto. Existía la incuestionable
complicación de que no podía leerte los pensamientos para saber
cuál era tu reacción hacia mí. No estaba acostumbrado a tener
que dar tantos rodeos. Tuve que escuchar tus palabras en la
mente de Jessica, que, por cierto, no es muy original, y resultaba
un fastidio tener que detenerme ahí, sin saber si realmente
querías decir lo que decías. Todo era extremadamente irritante.
Torció el gesto al recordarlo.
—Quise que, de ser posible, olvidaras mi conducta del primer
día, por lo que intenté hablar contigo como con cualquier otra
persona. De hecho, estaba ilusionado con la esperanza de
descifrar algunos de tus pensamientos. Pero tú resultaste
demasiado interesante, y me vi atrapado por tus expresiones... Y
de vez en cuando alargabas la mano o movías el pelo..., y el
aroma me aturdía otra vez.
»Entonces estuviste a punto de morir aplastada ante mis propios
ojos. Más tarde pensé en una excusa excelente para justificar por
qué había actuado así en ese momento, ya que tu sangre se
hubiera derramado delante de mí de no haberte salvado y no
hubiera sido capaz de contenerme y revelar a todos lo que
éramos. Pero me inventé esa excusa más tarde. En ese momento,
todo lo que pensé fue: «Ella, no».
Cerró los ojos, ensimismado en su agónica confesión. Yo le
escuchaba con más deseo de lo racional. El sentido común me
decía que debería estar aterrada. En lugar de eso, me sentía
aliviada al comprenderlo todo por fin. Y me sentía llena de
compasión por lo que Edward había sufrido, incluso ahora,
cuando había confesado el ansia de tomar mi vida.
Finalmente, fui capaz de hablar, aunque mi voz era débil:
— ¿Y en el hospital?
Sus ojos se clavaron en los míos.
—Estaba horrorizado. Después de todo, no podía creer que
hubiera puesto a toda la familia en peligro y yo mismo hubiera
quedado a tu merced... De entre todos, tenías que ser tú. Como si
necesitara otro motivo para matarte —ambos nos acobardamos
cuando se le escapó esa frase—. Pero tuvo el efecto contrario —
continuó apresuradamente—, y me enfrenté con Rosalie, Emmett
y Jasper cuando sugirieron que te había llegado la hora... Fue la
peor discusión que hemos tenido nunca. Carlisle se puso de mi
lado, y Alice —hizo una mueca cuando pronunció su nombre, no
imaginé la razón—. Esme dijo que hiciera lo que tuviera que
hacer para quedarme.
Edward sacudió la cabeza con indulgencia.
—Me pasé todo el día siguiente fisgando en las mentes de todos
con quienes habías hablado, sorprendido de que hubieras
cumplido tu palabra. No te comprendí en absoluto, pero sabía
que no me podía implicar más contigo. Hice todo lo que estuvo
en mi mano para permanecer lo más lejos de ti. Y todos los días
el aroma de tu piel, tu respiración, tu pelo... me golpeaba con la
misma fuerza del primer día.
Nuestras miradas se encontraron otra vez. Los ojos de Edward
eran sorprendentemente tiernos.
—Y por todo eso —prosiguió—, hubiera preferido delatarnos en
aquel primer momento que herirte aquí, ahora, sin testigos ni
nada que me detenga.
Era lo bastante humana como para tener preguntar:
— ¿Por qué?
—Isabella —pronunció mi nombre completo con cuidado al
tiempo que me despeinaba el pelo con la mano libre; un
estremecimiento recorrió mi cuerpo ante ese roce fortuito—. No
podría vivir en paz conmigo mismo si te causara daño alguno —
fijó su mirada en el suelo, nuevamente avergonzado—. La idea
de verte inmóvil, pálida, helada... No volver a ver cómo te
ruborizas, no ver jamás esa chispa de intuición en los ojos cuando
sospechas mis intenciones... Sería insoportable —clavó sus
hermosos y torturados ojos en los míos—. Ahora eres lo más
importante para mí, lo más importante que he tenido nunca.
La cabeza empezó a darme vueltas ante el rápido giro que había
dado nuestra conversación. Desde el alegre tema de mi
inminente muerte de repente nos estábamos declarando.
Aguardó, y supe que sus ojos no se apartaban de mí a pesar de
fijar los míos en nuestras manos. Al final, dije:
—Ya conoces mis sentimientos, por supuesto. Estoy aquí, lo que,
burdamente traducido, significa que preferiría morir antes que
alejarme de ti —hice una mueca—. Soy idiota.
—Eres idiota —aceptó con una risa.
Nuestras miradas se encontraron y también me reí. Nos reímos
juntos de lo absurdo y estúpido de la situación.
—Y de ese modo el león se enamoró de la oveja... —murmuró.
Desvié la vista para ocultar mis ojos mientras me estremecía al
oírle pronunciar la palabra.
— ¡Qué oveja tan estúpida! —musité.
— ¡Qué león tan morboso y masoquista!
Su mirada se perdió en el bosque y me pregunté dónde estarían
ahora sus pensamientos.
— ¿Por qué...? —comencé, pero luego me detuve al no estar
segura de cómo proseguir.
Edward me miró y sonrió. El sol arrancó un destello a su cara, a
sus dientes.
— ¿Sí?
—Dime por qué huiste antes.
Su sonrisa se desvaneció.
—Sabes el porqué.
—No, lo que quería decir
exactamente es ¿qué hice mal? Ya sabes,voy a tener que estar en guardia, por lo que será mejor aprender
qué es lo que no debería hacer. Esto, por ejemplo —le acaricié la
base de la mano—, parece que no te hace mal.
Volvió a sonreír.
—Bella, no hiciste nada mal. Fue culpa mía.
—Pero quiero ayudar si está en mi mano, hacértelo más
llevadero.
—Bueno... —meditó durante unos instantes—. Sólo fue lo cerca
que estuviste. Por instinto, la mayoría de los hombres nos
rehuyen repelidos por nuestra diferenciación... No esperaba que
te acercaras tanto, y el olor de tu
garganta...Se calló ipso facto mirándome para ver si me había asustado.
—De acuerdo, entonces —respondí con displicencia en un
intento de aliviar la atmósfera, repentinamente tensa, y me tapé
el cuello—, nada de exponer la garganta.
Funcionó. Rompió a reír.
—No, en realidad, fue más la sorpresa que cualquier otra cosa.
Alzó la mano libre y la depositó con suavidad en un lado de mi
garganta. Me quedé inmóvil. El frío de su tacto era un aviso
natural, un indicio de que debería estar aterrada, pero no era
miedo lo que sentía, aunque, sin embargo, había otros
sentimientos...
—Ya lo ves. Todo está en orden.
Se me aceleró el pulso, y deseé poder refrenarlo al presentir que
eso, los latidos en mis venas, lo iba a dificultar todo un poco más.
Lo más seguro es que él pudiera oírlo.
—El rubor de tus mejillas es adorable —murmuró.
Liberó con suavidad la otra mano. Mis manos cayeron flácidas
sobre mi vientre. Me acarició la mejilla con suavidad para luego
sostener mi rostro entre sus manos de mármol.
—Quédate muy quieta —susurró. ¡Como si no estuviera ya
petrificada!
Lentamente, sin apartar sus ojos de los míos, se inclinó hacia mí.
Luego, de forma sorprendente pero suave, apoyó su mejilla
contra la base de mi garganta. Apenas era capaz de moverme,
incluso aunque hubiera querido. Oí el sonido de su acompasada
respiración mientras contemplaba cómo el sol y la brisa jugaban
con su pelo de color bronce, la parte más humana de Edward.
Me estremecí cuando sus manos se deslizaron cuello abajo con
deliberada lentitud. Le oí contener el aliento, pero las manos no
se detuvieron y suavemente siguieron su descenso hasta llegar a
mis hombros, y entonces se detuvieron.
Dejó resbalar el rostro por un lado de mi cuello, con la nariz
rozando mi clavícula. A continuación, reclinó la cara y apretó la
cabeza tiernamente contra mi pecho...... escuchando los latidos de
mi corazón.
—Ah.
Suspiró.
No sé cuánto tiempo estuvimos sentados sin movernos. Pudieron
ser horas. Al final, mi pulso se sosegó, pero Edward no se movió
ni me dirigió la palabra mientras me sostuvo. Sabía que en
cualquier momento él podría no contenerse y mi vida terminaría
tan deprisa que ni siquiera me daría cuenta, aunque eso no me
asustó. No podía pensar en nada, excepto en que él me tocaba.
Luego, demasiado pronto, me liberó.
Sus ojos estaban llenos de paz cuando dijo con satisfacción:
—No volverá a ser tan arduo.
— ¿Te ha resultado difícil?
—No ha sido tan difícil como había supuesto. ¿Y a ti?
—No, para mí no lo ha sido en absoluto.
Sonrió ante mi entonación.
—Sabes a qué me refiero.
Le sonreí.
—Toca —tomó mi mano y la situó sobre su mejilla—. ¿Notas qué
caliente está?
Su piel habitualmente gélida estaba casi caliente, pero apenas lo
noté, ya que estaba tocando su rostro, algo con lo que llevaba
soñando desde el primer día que le vi.
—No te muevas —susurré.
Nadie podía permanecer tan inmóvil como Edward. Cerró los
ojos y se quedó tan quieto como una piedra, una estatua debajo
de mi mano.
Me moví incluso más lentamente que él, teniendo cuidado de no
hacer ningún movimiento inesperado. Rocé su mejilla, acaricié
con delicadeza sus párpados y la sombra púrpura de las ojeras.
Tuve sus labios entreabiertos debajo de mi mano y sentí su fría
respiración en las yemas de los dedos. Quise inclinarme para
inhalar su aroma, pero dejé caer la mano y me alejé, sin querer
llevarle demasiado lejos.
Abrió los ojos, y había hambre en ellos. No la suficiente para
atemorizarme, pero lo bastante para que se me hiciera un nudo
en el estómago y el pulso se me acelerara mientras la sangre de
mis venas no cesaba de martillar.
—Querría —susurró—, querría que pudieras sentir la
complejidad... la confusión que yo siento, que pudieras
entenderlo.
Llevó la mano a mi pelo y luego recorrió mi rostro.
—Dímelo —musité.
—Dudo que sea capaz. Por una parte, ya te he hablado del
hambre..., la sed, y te he dicho la criatura deplorable que soy y lo
que siento por ti. Creo que, por extensión, lo puedes comprender,
aunque —prosiguió con una media sonrisa— probablemente no
puedas identificarte por completo al no ser adicta a ninguna
droga. Pero hay otros apetitos... —me hizo estremecer de nuevo
al tocarme los labios con sus dedos—, apetitos que ni siquiera
entiendo, que me son ajenos.
—Puede que lo entienda mejor de lo que crees.
—No estoy acostumbrado a tener apetitos tan humanos.
¿Siempre es así?
—No lo sé —me detuve—. Para mí también es la primera vez.
Sostuvo mis manos entre las suyas, tan débiles en su hercúlea
fortaleza.
—No sé lo cerca que puedo estar de ti —admitió—. No sé si
podré...
Me incliné hacia delante muy despacio, avisándole con la mirada.
Apoyé la mejilla contra su pecho de piedra. Sólo podía oír su
respiración, nada más.
—Esto basta.
Cerré los ojos y suspiré. En un gesto muy humano, me rodeó con
los brazos y hundió el rostro en mi pelo.
—Se te da mejor de lo que tú mismo crees —apunté.
—Tengo instintos humanos. Puede que estén enterrados muy
hondo, pero están ahí.
Permanecimos sentados durante otro periodo de tiempo
inmensurable. Me preguntaba si le apetecería moverse tan poco
como a mí, pero podía ver declinar la luz y la sombra del bosque
comenzaba a alcanzarnos. Suspiré.
—Tienes que irte.
—Creía que no podías leer mi mente —le acusé.
—Cada vez resulta más fácil.
Noté un atisbo de humor en el tono de su voz. Me tomó por los
hombros y le miré a la cara. En un arranque de repentino
entusiasmo, me preguntó:
— ¿Te puedo enseñar algo?
— ¿El qué?
—Te voy a enseñar cómo viajo por el bosque —vio mi expresión
aterrada—. No te preocupes, vas a estar a salvo, y llegaremos al
coche mucho antes.
Sus labios se curvaron en una de esas sonrisas traviesas tan
hermosas que casi detenían el latir de mi corazón.
— ¿Te vas a convertir en murciélago? —pregunté con recelo.
Rompió a reír con más fuerza de la que le había oído jamás.
— ¡Como si no hubiera oído
eso antes!—Vale, ya veo que no voy a conseguir quedarme contigo.
—Vamos, pequeña cobarde, súbete a mi espalda.
Aguardé a ver si bromeaba, pero al parecer lo decía en serio. Me
dirigió una sonrisa al leer mi vacilación y extendió los brazos
hacia mí. Mi corazón reaccionó. Aunque Edward no pudiera leer
mi mente, el pulso siempre me delataba. Procedió a ponerme
sobre su espalda, con poco esfuerzo por mi parte, aunque,
cuando ya estuve acomodada, lo rodeé con brazos y piernas con
tal fuerza que hubiera estrangulado a una persona normal. Era
como agarrarse a una roca.
—Peso un poco más de la media de las mochilas que sueles llevar
—le avisé.
— ¡Bahh.! —resopló. Casi pude imaginarle poniendo los ojos en
blanco. Nunca antes le había visto tan animado.
Me sobrecogió cuando de forma inesperada me aferró la mano y
presionó la palma sobre el rostro para inhalar profundamente.
—Cada vez más fácil —musitó.
Y entonces echó a correr.
Si en alguna ocasión había tenido miedo en su presencia, aquello
no era nada en comparación con cómo me sentí en ese momento.
Cruzó como una bala, como un espectro, la oscura y densa masa
de maleza del bosque sin hacer ruido, sin evidencia alguna de
que sus pies rozaran el suelo. Su respiración no se alteró en
ningún momento, jamás dio muestras de esforzarse, pero los
árboles pasaban volando a mi lado a una velocidad vertiginosa,
no golpeándonos por centímetros.
Estaba demasiado aterrada para cerrar los ojos, aunque el frío
aire del bosque me azotaba el rostro hasta escocerme. Me sentí
como si en un acto de estupidez hubiera sacado la cabeza por la
ventanilla de un avión en pleno vuelo, y experimenté el
acelerado desfallecimiento del mareo.
Entonces, terminó. Aquella mañana habíamos caminado durante
horas para alcanzar el prado de Edward, y ahora, en cuestión de
minutos, estábamos de regreso junto al monovolumen.
—Estimulante, ¿verdad? —dijo entusiasmado y con voz aguda.
Se quedó inmóvil, a la espera de que me bajara. Lo intenté, pero
no me respondían los músculos. Me mantuve aferrada a él con
brazos y piernas mientras la cabeza no dejaba de darme vueltas.
— ¿Bella? —preguntó, ahora inquieto.
—Creo que necesito tumbarme —respondí jadeante.
—Ah, perdona —me esperó, pero aun así no me pude mover.
—Creo que necesito ayuda —admití.
Se rió quedamente y deshizo suavemente mi presa alrededor de
su cuello. No había forma de resistir la fuerza de hierro de sus
manos. Luego, me dio la vuelta y quedé frente a él, y me acunó
en sus brazos como si fuera una niña pequeña. Me sostuvo en
vilo un momento para luego depositarme sobre los mullidos
helechos.
— ¿Qué tal te encuentras?
No estaba muy segura de cómo me sentía, ya que la cabeza me
daba vueltas de forma enloquecida.
—Mareada, creo.
—Pon la cabeza entre las rodillas.
Intenté lo que me indicaba, y ayudó un poco. Inspiré y espiré
lentamente sin mover la cabeza. Me percaté de que se sentaba a
mi lado. Pasado el mal trago, pude alzar la cabeza. Me pitaban
los oídos.
—Supongo que no fue una buena idea —musitó.
Intenté mostrarme positiva, pero mi voz sonó débil cuando
respondí:
—No, ha sido muy interesante.
— ¡Vaya! Estás blanca como un fantasma, tan blanca como
yomismo.
—Creo que debería haber cerrado los ojos.
—Recuérdalo la próxima vez.
— ¡¿La próxima vez?! —gemí.
Edward se rió, seguía de un humor excelente.
—Fanfarrón —musité.
—Bella, abre los ojos —rogó con voz suave.
Y ahí estaba él, con el rostro demasiado cerca del mío. Su belleza
aturdió mi mente... Era demasiada, un exceso al que no
conseguía acostumbrarme.
—Mientras corría, he estado pensando...
— En no estrellarnos contra los árboles, espero.
—Tonta Bella —rió entre dientes—. Correr es mi segunda
naturaleza, no es algo en lo que tenga que pensar.
—Fanfarrón —repetí. Edward sonrió.
—No. He pensado que había algo que quería intentar.
Y volvió a tomar mi cabeza entre sus manos. No pude respirar.
Vaciló... No de la forma habitual, no de una forma humana, no
de la manera en que un hombre podría vacilar antes de besar a
una mujer para calibrar su reacción e intuir cómo le recibiría. Tal
vez vacilaría para prolongar el momento, ese momento ideal
previo, muchas veces mejor que el beso mismo.
Edward se detuvo vacilante para probarse a sí mismo y ver si era
seguro, para cerciorarse de que aún mantenía bajo control su
necesidad.
Entonces sus fríos labios de mármol presionaron muy
suavemente los míos.
Para lo que ninguno de los dos estaba preparado era para mi
respuesta.
La sangre me hervía bajo la piel quemándome los labios. Mi
respiración se convirtió en un violento jadeo. Aferré su pelo con
los dedos, atrayéndolo hacia mí, con los labios entreabiertos para
respirar su aliento embriagador. Inmediatamente, sentí que sus
labios se convertían en piedra. Sus manos gentilmente pero con
fuerza, apartaron mi cara. Abrí los ojos y vi su expresión
vigilante.
— ¡Huy! —musité.
—Eso es quedarse corto.
Sus ojos eran feroces y apretaba la mandíbula para controlarse,
sin que todavía se descompusiera su perfecta expresión. Sostuvo
mi rostro a escasos centímetros del suyo, aturdiéndome.
— ¿Debería...?
Intenté desasirme para concederle cierto espacio, pero sus manos
no me permitieron alejarme más de un centímetro.
—No. Es soportable. Aguarda un momento, por favor —pidió
con voz amable, controlada.
Mantuve la vista fija en sus ojos, contemplé como la excitación
que lucía en ellos se sosegaba. Entonces, me dedicó una sonrisa
sorprendentemente traviesa.
— ¡Listo! —exclamó, complacido consigo mismo.
— ¿Soportable? —pregunté.
—Soy más fuerte de lo que pensaba —rió con fuerza—. Bueno es
saberlo.
—Desearía poder decir lo mismo. Lo siento. —Después de todo,
sólo eres humana.
—Muchas gracias —repliqué mordazmente.
Se puso de pie con uno de sus movimientos ágiles, rápidos, casi
invisibles. Me tendió su mano, un gesto inesperado, ya que
estaba demasiado acostumbrada a nuestro habitual
comportamiento de nulo contacto. Tomé su mano helada, ya que
necesitaba ese apoyo más de lo que creía. Aún no había
recuperado el equilibrio.
— ¿Sigues estando débil a causa de la carrera?
¿O ha sido mipericia al besar?
¡Qué desenfadado y humano parecía su angelical y apacible
rostro cuando se reía! Era un Edward diferente al que yo conocía,
y estaba loca por él. Ahora, separarme me iba a causar un dolor
físico.
—No puedo estar segura, aún sigo grogui —conseguí
responderle—. Creo que es un poco de ambas cosas.
—Tal vez deberías dejarme conducir.
— ¿Estás loco? —protesté.
—Conduzco mejor que tú en tu mejor día —se burló—. Tus
reflejos son mucho más lentos.
—Estoy segura de eso, pero creo que ni mis nervios ni mi coche
seríamos capaces de soportarlo.
—Un poco de confianza, Bella, por favor.
Tenía la mano en el bolsillo, crispada sobre las llaves. Fruncí los
labios con gesto pensativo y sacudí la cabeza firmemente.
—No. Ni en broma.
Arqueó las cejas con incredulidad.
Comencé a dar un rodeo a su lado para dirigirme al asiento del
conductor. Puede que me hubiera dejado pasar si no me hubiese
tambaleado ligeramente. Puede que no.
—Bella, llegados a este punto, ya he invertido un enorme
esfuerzo personal en mantenerte viva. No voy a dejar que te
pongas detrás del volante de un coche cuando ni siquiera puedes
caminar en línea recta. Además, no hay que dejar que los amigos
conduzcan borrachos —citó con una risita mientras su brazo
creaba una trampa ineludible alrededor de mi cintura.
—No puedo rebatirlo —dije con un suspiro. No había forma de
sortearlo ni podía resistirme a él. Alcé las llaves y las dejé caer,
observando que su mano, veloz como el rayo, las atrapaba sin
hacer ruido—. Con calma... Mi monovolumen es un señor mayor.
—Muy sensata —aprobó.
— ¿Y tú no estás afectado por mi presencia? ——pregunté con
enojo.
Sus facciones sufrieron otra transformación, su expresión se hizo
suave y cálida. Al principio, no me respondió; se limitó a inclinar
su rostro sobre el mío y deslizar sus labios lentamente a lo largo
de mi mandíbula, desde la oreja al mentón, de un lado a otro. Me
estremecí.
—Pase lo que pase —murmuró finalmente—, tengo mejores
reflejos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario