CRIA CUERVOS
2ªparte
VIII
El martes, después de la cena, Larry preguntó a Elinor si podría utilizar su automóvil aquella noche.
—Es que Step Bailey y sus muchachos tocan en un sitio llamado El Grove —le explicó—. Y Jill está loca por conocerle. Naturalmente, yo no puedo bailar, teniendo así el tobillo, pero me basta con oírle tocar.
A Elinor no pareció entusiasmarle la idea, y Larry pensó si no estaría abusando de su suerte. No podía correr el riesgo de que se enojara con él, pero necesitaba el coche.
—¿Por qué no nos acompaña usted? —le dijo, con presteza—. Tocan muy bien.
—No, no podría. Tengo que planchar. Mañana por la noche, Jill celebra su cumpleaños y tendré que ir a Center City por la tarde a comprarle un regalo. Vete tú y divertios.
¿Qué otra cosa podría ella decir? Larry echó su silla hacia atrás y trató de evitar que se le viera lo contento que estaba.
—Gracias —dijo—. No se preocupe, no tardaremos. Se lo prometí a la señora Whittaker.
Y así quedó dispuesto.
Larry subió a afeitarse, se puso una chaqueta deportiva de Walter, la que Elinor le había dado para vestir el día anterior. Le estaba demasiado grande y le sentaba muy mal, pero no le importaba. Se sentía muy optimista.
Lo único que tenía que hacer era pensar en los distintos ángulos del proyecto. Debía hacer algo similar a lo de la noche anterior, gracias a lo cual todo había salido bien. Se acordó del detalle de haberles obsequiado con helados, que causó muy buena impresión a los Whittaker y del haber tenido la paciencia de soportar aquel interminable discurso del jefe de la casa.
Hoy, en el domicilio de los Whittaker, se había dedicado a Jill, actuando en el piano, nada más, naturalmente y no como él hubiese preferido. Pero aquello estaba fuera de lugar. No era lógico echar a perder una buena oportunidad por vivir unas cuantas emociones. El hecho de llevarla esta noche al Grove era simplemente una excusa. Debía tenerlo muy presente. ¡Step Bailey! ¡Valiente birria! ¿Hasta dónde podía uno llegar?
Le reventaba la idea de que un músico como el tal Bailey hubiese adquirido tanta fama. Le parecía imposible que un tipo así, que llevaba rodando por el mundo más de veinticinco años y era ya más yiejo que Matusalén, pudiese mantener un espectáculo en la televisión todas las noches, sin interrupción y durante todo el verano. Eso explicaba las causas por las que el ejercicio de la música estuviese tan desprestigiado. Aquellos vejestorios inútiles lo acaparaban todo.
Larry se encogió de hombros. Su oportunidad se presentaría pronto. Sólo le faltaba un par de días, si actuaba con serenidad. Mientras tanto, podía divertirse.
Bajó las escaleras y Elinor volvió a desearle que lo pasase bien, con su valiente sonrisa, y con la expresión de la mamá que envía a su hijo al campamento.
Luego, llevó el coche a casa de los Whittaker. Jill estaba aún arriba, arreglándose, y el viejo le recibió a la puerta. Aquella noche se mostró muy simpático y amable, pero Larry adivinó que iba a hacerle preguntas, por lo cual entró, sin contemplaciones, adelantándose a responder.
—Siento mucho lo de la otra noche —le dijo.
—¿La otra noche? —preguntó Whittaker, mirándole por encima de las gafas.
—Exactamente, el domingo por la tarde. Estuve hecho un imbécil.
Jim quedó tan perplejo que no supo qué decir, pero Larry no le dio tiempo a reaccionar.
—Dije algo que no era verdad —murmuró—. Y me ha remordido la conciencia, desde entonces. Le dije que iba a ir a Detroit a estudiar con Haufner. Y usted sabe que mentí. Quiero pedirle perdón.
Whittaker sonrió.
—Vaya, hombre, no hay nada que perdonar. Desde entonces no volví a pensar en ello.
«¿Te imaginas que me lo creo?», pensó Larry.
—Pero quisiera darle una explicación —continuó en voz alta—, ahora que le conozco mejor. Creo que usted me comprenderá.
—No es necesario que me explique nada. La gente joven trata siempre de producir buena impresión...
—Lo sé, pero ese no es mi caso. Verá usted, yo soy un golfo.
Larry fijó su mirada en sus manos para dar la impresión de un chiquillo a quien han sorprendido con un libro pornográfico.
—Supongo que Elinor (la señora Harris) le habrá hablado de mí. He rodado por ahí demasiado tiempo. Árbol sin raíces —¡Qué estupenda frase!—. En mi profesión no existe mucha seguridad, si es que se puede llamar profesión a lo mío. La mayoría de la gente desprecia el jazz y a los que lo practican. Me temo que he intentado utilizar unos cuantos métodos del sistema defensivo de la persona. —¡Otra frase de primera! — Uno de ellos ha sido hablar, a lo grande, de mis planes para el porvenir. A decir verdad, en esto voy en serio. Tengo la intención de estudiar composición. Pero no debí insultar su inteligencia con aquella patraña de Haufner.
Whittaker se echó hacia atrás.
—Me alegro de que me lo haya dicho —dijo—. Por más de una razón. Pero, principalmente, por su propio bien. El honrado juicio de uno mismo es una rara cualidad en estos tiempos...
Jill bajó la escalera y Larry se levantó, recibiéndola con una sonrisa. La mitad de ella, por su oportuna llegada, que le libraba del viejo, y la otra mitad, por el aspecto de la joven.
—Parece que estás contento — dijo Jill, mientras se dirigían al coche.
—Es cierto, lo estoy —dijo Larry—. ¿Quién no iba a estarlo yendo en compañía de la ganadora de un concurso de belleza?
—Yo nunca he ganado ninguno...
—Pues te daré una noticia. Acabas de ganar el mío. El Concurso de Belleza Internacional de Larry Fox. Primer Premio.
—¿Tenía muchas competidoras?
—Centenares. Pero obtuviste todos los votos. ¿Satisfecha?
—Mucho. — Ella le miró, sonriente, al ponerse el coche en marcha—. ¿Y en qué consiste el premio?
—Es un secreto. Te lo diré más tarde.
—Lo considero como una promesa.
«¡Naturalmente, nena!», musitó Larry para sí. Luego, puso la radio, porque no quería seguir hablando. Tenía que repasar el plan nuevamente.
Además, no valía la pena hablar con Jill. Era peor que Elinor. A decir verdad, no existían las mujeres inteligentes. Había sólo algunas que se lo creían. La LaVerne, por ejemplo.
Larry estaba pensando en cómo habría cantado la noche anterior, después del rodillazo que le dio en el estómago. Seguro que no habría podido realizar ningún esfuerzo para cantar. Si lo había hecho, se habría acordado de él a cada nota. Y eso era, precisamente, lo que él quería. Que la LaVerne le recordase continuamente, desde aquel momento hasta que le entregase los cinco mil dólares. Ya se preocuparía él de que así fuese.
Jill comenzó a cantar, siguiendo a la radio. Tenía una voz pobrísima.
—¿Dónde aprendiste a cantar así? —le preguntó Larry—. Deberías ser profesional.
—Pues yo...
El ni la escuchaba. ¡Qué insulsa era la niña!
—Ya hemos llegado —dijo Larry, al entrar en el lugar de aparcamiento, al lado del Grove. Era un local típico enclavado a unas diez o doce millas de Center City, y su situación era la única que le interesaba a Larry aquella noche. Pero el local estaba abarrotado.
Tuvo que acercarse a codazos a la taquilla y, además, la entrada costaba tres dólares. Si el tal Bailey iba al tanto por ciento, tenía que ganar mucho.
El interior era un infierno de calor. La gente se arremolinaba en torno a la plataforma de la orquesta, casi todos con gafas de concha. Larry conocía el género. A todos ellos podía vérseles todos los sábados, por la tarde, merodeando alrededor de las tiendas de discos, todos ellos locos por Gerry Mulligan. Las chicas eran como ellos: ratas de orquestina americana.
Mientras Jill avanzaba a su lado, Larry se tapó los oídos. Step Bailey tocaba al estilo Dixieland, no había duda. Los componentes de la orquesta, vestidos con chaquetas a rayas, rebuznaban al unísono.
Pero, veamos, ¿qué entendían de esto aquellos cultos estudiantes del jazz? Se creían que Storyville era el nombre de una etiqueta de discos. A todo llamaban Dixieland y obtenían su información especial de las notas escritas en las portadas de los álbumes.
Larry escuchó una música que quería ser South Rampart. Luego trató de pensar en otra cosa, pero los tambores continuaban interfiriendo.
Tambores. ¿De dónde habían salido los tambores?
Allá por los años veinte, las cosas habían sido distintas. La voz de los veinte era la del saxo. Suave, meloso, dorado; arrullo de la prosperidad, canto de los buenos tiempos, que acababan justamente de doblar la esquina.
En los treinta, vino el clarinete. Un poco chillón, un tanto alborotado e irritado, pero, aún así, desafiador. El viejo BG era el flautista, que sacaba a los chicos de la tristeza de la depresión.
La voz de los años cuarenta era la trompeta. No había duda. El toque de corneta estaba en vigor cuando llegó la guerra.
En los años cincuenta, todo era guitarra, rock-'n-roll, con Elvis, llevándose de calle a todos los chillones de los diez y tantos. Un montón de llorones, realmente.
De pronto, los tambores. Tambores y sonidos fuertes y vacíos. ¿Por qué ahora todo el mundo tocaba fuerte y cantaba de la misma manera? ¿Qué sonido trataban de ahogar? ¿O es que intentaban llenar un silencio vacío?
Pestañeó y abrió los ojos. Larry Fox, el Niño Sociólogo. Aquello era para los normales, para los decentes, como el viejo Whittaker.
Dedicó una sonrisa a Jill.
—¿Te gusta? —le preguntó.
—¡Estupendo!
A pesar de todo, ella era feliz.
Y entonces sucedió algo que a él ni se le hubiese ocurrido esperar. Tenía preparada su historieta, su disculpa, para el descanso, pero no necesitaba ya utilizarla. Porque George Drux se les acercaba, a codazos, por entre la multitud.
Larry se alegró de verle, y así lo dijo.
Se veía que a aquel jovenzuelo le reventaba darle la mano a Larry, pero lo hizo, y saludó alegremente a Jill.
George había venido solo, dijo, y Larry no necesitaba que le dijeran por qué. Se quedó por allí rondando, en la actitud del hermanito mayor que vigila, pero Larry se hizo el desentendido.
Las cosas salían a la perfección. En el descanso, la gente se apresuró a acercarse al bar, en la parte posterior, y Larry dejó que George sugiriera ir hacia allí para tomar algo.
—¿Por qué no te llevas a Jill? —preguntó Larry—. Yo quiero sentarme un rato. El tobillo me está molestando.
—¡Ay, se me había olvidado! —Jill se mostró pesarosa—. Y te he tenido aquí de pie todo el tiempo.
—No importa. —Larry hizo un ademán quitando importancia a aquello—. Id los dos, no os preocupéis. Si no estoy aquí cuando volváis, estaré en el coche, fumando un cigarrillo. Hazte cargo de ella un ratito, ¿quieres, George?
No había que decírselo dos veces. Obedecía las órdenes, como un soldado. ¡Payaso!
Larry esperó hasta que se hubieron ido y después se escabulló. Ya en el lugar de estacionamiento, podía olvidarse de su cojera. Había que hacerlo, pues tenía prisa.
Se fue a Center City a toda velocidad. Había poco tráfico, a aquella hora de la noche, y pudo aparcar, junto a la puerta lateral del hotel, en quince minutos escasos desde que salió del Grove. Larry Fox, el Diablo del Volante.
Ahora tenía que ser otra persona. Enderezó los hombros y penetró en el hall del hotel. Si la suerte le acompañaba, quizás pudiera encontrar al tipo sin preguntar por él siquiera.
Y la suerte le acompañó. Localizó la cabeza calva, al pasar junto a los ascensores.
—¡Clarence! —exclamó.
—¡Caramba, Larry Fox por aquí! —Clarence se levantó de su taburete y salió del ascensor, alargándole la mano.
Larry se la estrechó. Aquello era lo peor de todo. La mano de Clarence estaba sudada, pegajosa, y el aliento le olía a heno. Y no a heno fresco, precisamente.
—¿Qué hay, Papi? —preguntó Clarence.
—¿Se puede hablar?
—Hombre, claro. —Clarence escudriñó el hall desierto—. Estoy de servicio, pero, si alguien llama, puedes subir conmigo. Al viejo Hickey no le importa.
—¿Hickey?
—El nuevo gerente. Hubo muchos cambios, desde que te fuiste.
—Ya lo veo. ¿Cómo es que estás de ascensorista?
—Me cambiaron de puesto. Servicio nocturno. A veces hago de botones cuando hay mucha gente, pero ya me estoy volviendo viejo para eso.
—Observo que sigues perdiendo el pelo. ¿No probaste el tónico que te recomendé?
Clarence se limpió los labios con la manga.
—Tengo algo mejor que un tónico para el cabello —dijo—. ¿No has probado nunca algo más explosivo... como la coca?
—¿Hace efecto?
—Desde luego.
—¿Y dónde consigues el dinero para ella?
—Desde luego, no es barata. Pero sé cómo conseguirla.
Larry guiñó un ojo.
—Oye, ¿querrías invertir alguna cantidad en ese... negocio?
Clarence le devolvió el guiño.
—¿Desde cuándo has abierto cuenta corriente en el Banco?
—Aún no he llegado a eso, pero estoy preparándola. ¿Nos asociamos?
—Sin dudarlo.
Larry tendió una mirada por el hall. Luego se acercó más a él y bajó la voz.
—¿Te acuerdas de lo que ocurrió cuando me fui de aquí? —preguntó.
—Sí. —Clarence volvió a secarse la boca—. Ahora, cuando te vi aparecer, pensé: ¿Cómo es posible que Larry Fox tenga valor para presentarse aquí, después del escándalo?
—Fue de categoría, ¿verdad?
Clarence asintió.
—¡Aquel maldito marino! Su tío parece que era senador, o algo así. La policía entró en acción y nos hizo sudar a todos. Por eso despidieron a Freeman y entró este Hickey. Encargaron a un policía la misión de buscarte. Quizás te siga aún.
—Eso no me preocupa —dijo Larry—. Pero hay alguien más que no descansa desde entonces.
—¿Quién?
—¿Te acuerdas de la LaVerne?
—¿Que si me acuerdo? ¿Qué fue de esa...?
—Ahora, ha encontrado su nido. Nada en la abundancia. Por eso, recordando viejos tiempos, fui a verla, para hablarle de unas cuantas cosas. ¿Entiendes?
—Sí. —Clarence hizo una pausa—. ¿Y qué tiene que ver esto conmigo?
—Puede tenerlo a la hora de cobrar. Hay cinco billetes de los grandes.
—¿Por cabeza?
—¡Naturalmente! ¿No merece la pena molestarse un poco?
Clarence respiró profundamente.
—¿Y qué tengo que hacer? ¿Matarla?
—No seas tan terrorífico. Esto es limpio. Ella ni siquiera te verá. Lo único que quiero es que la llames por teléfono. Si contesta otra persona, cuelgas y a otra cosa.
—¿Qué tengo que decirle?
Larry se lo dijo.
—¿Nada más? —preguntó.
—Nada más. No te entretengas en hablar con ella, ni dejes que te interrumpa. Le dices exactamente lo que yo te he dicho. Ni una palabra más.
—Pero es que no entiendo...
—No tienes nada que entender. Sólo tienes que hacerla comprender que me has visto. Y que si no entrega el dinero, estás dispuesto a hablar.
—¿Y si no me cree?
—No te preocupes. Pagará el jueves. Está todo previsto. Lo único que pretendo, con tu llamada, es garantizar la operación y que ella sepa que vamos en serio.
—¿Y por hacer eso, solamente, me das la mitad?
—Claro. Psicología pura, Clarence. Ya me conoces. Te diré la verdad. Si estuviera seguro del éxito, lo haría yo solo, sin contar contigo. Pero te necesito para asegurarlo. Eso vale la mitad. ¿Qué vas a perder, si lo haces? Una simple llamada de teléfono no es un caso para el F.B.I.
—Parece imposible cualquier complicación.
—Tienes razón. —Larry le dio unas palmaditas en el brazo—. Hazlo como te dije. Trataré de venir por aquí mañana por la tarde, para conocer el resultando. Entonces nos pondremos de acuerdo sobre la forma de hacer el pago. No quisiera tener que hablarte de ello por teléfono. Podrían oírnos desde la centralita.
—De acuerdo. —Clarence arrugó la nariz—. Yo no estaré aquí por la tarde. ¿Por qué no subes a mi cuarto? Estoy en el número 425, al final del pasillo. —Miró a su alrededor—. Será mejor que nadie te vea ni te oiga preguntar por mí.
—Subiré.
Larry se marchó. Tomó el coche y regresó al Grove. Trece minutos tardó en el viaje de vuelta. Había estado ausente, en total, menos de tres cuartos de hora.
Todo estaba dispuesto. Clarence no le traicionaría. No tenía inteligencia para hacerlo, ni valor. Era un inútil, capaz, únicamente, de vender a cualquiera por un copo de nieve. Llamaría por teléfono a la LaVerne y la haría temblar.
Durante un momento, Larry pensó si había hecho bien ofreciéndole quinientos dólares a un personaje como Clarence. Quizás lo hubiera hecho por la mitad. Pero, después de todo, la cantidad era lo de menos. Porque, a la hora de pagar, Clarence no iba a cobrar nada. Larry estaría ya en vías de hacer otros pagos.
Faltaban menos de dos días para el golpe. Mientras tanto, tenía en qué entretenerse. Jill, por ejemplo. Pero era menor. Convenía esperar, por lo menos, un día más hasta que celebrase su decimoctavo cumpleaños.
Larry estacionó el coche, pensando en la excusa que ofrecería si Jill y George le habían estado buscando. En adelante, tendría que extremar su cautela, no correr ningún riesgo. Incluso, iba a portarse bien con George Drux.
Iba a mostrarse amable con todos, a no ser que alguien le traicionase. Pero si alguien lo hacía...
De pronto, Larry se figuró al marine, allí, en el suelo. Podía ver su rostro, su cabeza, y recordó los gritos. No sería agradable ver de nuevo algo parecido. Pero era mejor que nadie se cruzase en su camino, porque entonces... Después de todo, para eso disponía de una pistola.
Mostrando la contraseña, entró en el local en el momento en que la orquesta comenzaba a tocar When the Saints Go Marching In.
IX
El miércoles por la mañana, Larry se hallaba ya sentado en la cocina, fumando un cigarrillo, cuando Elinor bajó del piso. Se levantó y le sirvió una taza de café.
—Buenos días —saludó—. Me estaba inquietando un poco por usted.
—¿Porque me acosté antes de que volvieras a casa? Lo siento. Era mi intención esperar, pero tenía un tremendo dolor de cabeza. Tuve que tomar una píldora para dormir.
Por eso tenía aquella cara. Larry le sonrió.
—¿Y cómo se encuentra ahora?
—Bastante mejor, gracias. — Elinor no le miró—. ¿Qué tal el baile?
—Bien. A Jill le gustó.
Larry se fijó en ella. Algo la preocupaba.
—¿Te detuviste en algún sitio al regreso?
Esto le dio la clave: Elinor tenía celos de Jill. ¡Lo que faltaba!
—No, cenamos allí mismo. Nos encontramos con aquel amigo suyo, George Drux. Se había ido al baile, haciendo auto-stop, y yo le llevé a casa. —Hizo una pausa—. George y Jill forman una buena pareja.
Elinor le miró a la cara, satisfecha. Incluso, le dedicó una sonrisa.
—Yo creo que la encuentras atractiva.
—Claro que sí. Pero, después de todo, es una chiquilla.
Aquello era lo que ella deseaba oír. Larry pudo darse cuenta de que Elinor volvía a ser feliz. Aquello estaba resultando divertido. Dos mujeres en pocos días y ambas le miraban con buenos ojos. En otra ocasión, hubiese intentado algo. Pero ahora no podía ser. Tenía que ocuparse de otras cosas.
—¿Más café?
—No, gracias. —Elinor se levantó, echando su silla hacia atrás—. Tengo que darme prisa. Ya es casi mediodía y he de vestirme. He de salir a comprar el regalo de Jill y, además, ir al salón de belleza a las dos...
—¿Podría acompañarla? —preguntó Larry—. Me ha estado preocupando el smoking. Lo alquilé en un lugar de Center City y debí devolverlo el lunes. Además, tengo que recoger mis cosas y pagar la cuenta del hotel. Así podré marcharme mañana, directamente, desde aquí.
—Me parece bien —dijo Elinor, pero luego vaciló—. ¿Mañana? Yo creí que te quedabas hasta el viernes o, al menos, hasta que Walter regrese.
—No puedo abusar más.
—¡Si no abusas nada!
Hizo ademán de continuar hablando, pero cambió de intención. Eso era, precisamente, lo que le convenía a él. No era el momento más indicado para meterse en líos.
Cuando Elinor subió a vestirse, Larry se sentó en la sala y repasó su plan detenidamente. Tan ensimismado estaba, que ni siquiera oyó sonar el teléfono. Por eso, se sorprendió al oír decir a Elinor, cuando bajó, que Walter había llamado por teléfono.
Ella no dijo más hasta que abandonaron la casa y Larry puso el coche en marcha. En realidad, no tenía nada más que decir, y aquello preocupaba a Larry.
—¿Cómo está Walter? —preguntó.
—Muy bien. Dice que está haciendo un buen viaje. Ha conseguido muchos pedidos.
—Me alegro mucho.
Luego Elinor le miró a la cara y preguntó:
—Larry, ¿estuviste en Center City, anoche?
La pregunta estuvo a punto de hacer perder a Larry el control sobre el coche.
—Pues, no. Estuve en el Grove, con Jill y George.
—Eso es lo que yo le dije. —Ella le observaba, pero Larry procuró no inmutarse—. Sin embargo, Walter asegura que te vio en el hall del hotel. Reconoció su chaqueta deportiva.
—Me habría confundido con otro. Yo no abandoné el salón de baile ni un momento. Pregúnteselo a Jill.
—No, ya lo sé. Además, no importa. ¡Lo digo porque como Walter parecía estar tan seguro! Desde luego, dice que no pudo verte la cara. Solamente vio su chaqueta y, sobre ella, una cabeza de cabello negro, como el tuyo.
—Acaso tenga por ahí un doble —dijo Larry sonriendo.
—Es muy posible. —Pareció estar más conforme—. Además, Walter necesita gafas. Hace más de un año que se lo vengo diciendo, pero no quiere hacerme caso. Dice que le harán viejo.
—Tiene gracia la forma en que algunas personas interpretan las cosas.
—Sí, ¿verdad?
Aquello no tenía gracia ninguna, pero Larry evitó fruncir el ceño. La noticia significaba que había tenido un fallo, a pesar de haber tomado tantas precauciones. ¿Por qué no se le había ocurrido pensar que Walter podía estar en el hotel, sabiendo que Center City entraba en su itinerario? Suerte había tenido de que no le hubiera visto la cara.
Que no haya más fallos como éste, joven, se prometió Larry. De ahora en adelante, anda con pies de plomo. De otro modo, puedes encontrarte en un lío...
Aquella idea no le sentó bien tampoco. Trató de hablar algo durante el resto del trayecto, pero de pronto se dio cuenta de que los nervios le dominaban.
Larry se alegró cuando Elinor tomó el volante en los alrededores de la ciudad. Detuvo el coche frente al restaurante y Larry salió de él con la caja del smoking bajo el brazo.
—A las cuatro y media —dijo—, aquí mismo.
Elinor asintió y el coche siguió su marcha.
Larry comenzó a trabajar.
Primero, se compró unas tijeras en una tienda de baratijas. Desde allí, se fue al surtidor de gasolina.
En el lavabo se sentó y abrió la caja. Con las tijeras, cortó el cosido de las etiquetas que lo identificaban como propiedad de una casa de trajes de alquiler. Después de separadas del smoking, las echó por la tubería abajo.
Realizada esta operación, salió del restaurante y tomó una calle lateral. Entró en una casa de empeños, cuyo propietario le recibió fríamente. Estipularon un precio y Larry decidió no protestar. Le daba nueve dólares por el smoking, cantidad superior a la que esperaba.
Larry contó el dinero. En aquel momento, tenía diecinueve dólares y ochenta centavos.
Eso quería decir que podía pagar el hotel, aquel tugurio en el que se había metido la noche del viernes, y donde le cobraban tres dólares al día. Pasó por su imaginación abandonar su maleta y su miserable ropa. Pero resultaba más conveniente y seguro recogerlo todo. Nada ganaba con dejar pistas. Al abandonar la ciudad, debía salir por la puerta grande, sin ningún lío.
Sin pensarlo más, se acercó al hotelucho, recogió su maleta, bajó los dos pisos, hasta el hall, y pagó.
El empleado se fijó en él.
—Señor Fox, esta mañana le llamaron por teléfono.
—¿Ah? —algo tenía que decir—. ¿Dejaron algún recado?
—La persona que llamó no dejó su nombre. Dijo que volvería a llamar más tarde. Le indiqué que hacía un par de días que no había venido por aquí...
Muy amable, amigo. A Larry le dieron ganas de darle un golpe al tipo, pero, después de todo, él no tenía la culpa. Pagó, pues, sus quince dólares y no dijo más. Nada conseguía provocando otro escándalo.
Además, aquello no significaba nada. Al salir, le asaltó un pensamiento. La llamada era, seguramente, de la casa que le alquiló el smoking. Les había dado su nombre y dirección. ¿Quién podía ser, si no? Nadie sabía que estaba allí. Pero ahora ya no importaba, cuando se disponía a salir de la ciudad, tan pronto como hubiese terminado sus asuntos.
Primer número del programa: El regalo para Jill.
Era una buena idea. Significaba una atención. Larry Fox, el caballero perfecto.
El caballero perfecto entró en el almacén de Hillyer y buscó por allí, hasta encontrar un par de pendientes. Sólo dos dólares, noventa y ocho centavos, más impuestos.
Hubiera gastado más, pero solamente le quedaba un par de dólares. Era una situación extraña, estar hoy en la ruina y poder, a partir de mañana, considerarse rico...
Segundo número: Ver a Clarence.
Larry entró en el Hotel Grand Union a las cuatro menos cinco. Walter no estaba aquel día en la ciudad, y no había nadie que pudiera importunarle, pero, para mayor seguridad, entró por la puerta lateral. De ahora en adelante, nada de riesgos.
Por este motivo huyó de los ascensores y subió por la escalera. Llegó al cuarto piso, sin que nadie le viese, y se fue, pasillo adelante, con rapidez, por si alguien se asomaba a la puerta de una habitación. Pero nadie lo hizo.
El 425 estaba al final del pasillo, cerca de la escalera de incendios. Era un día templado y la puerta de salida a la escalera de acero estaba abierta. Si Larry lo hubiera sabido, hubiese subido por allí. Pero ya no importaba.
Se detuvo y, antes de llamar, echó una mirada por el pasillo para asegurarse de que no había nadie. Llamó a la puerta, con suavidad.
No contestaron. Volvió a llamar, un poco más fuerte, y esperó. Tampoco obtuvo contestación.
Hizo girar el pomo, y la puerta cedió.
¡Qué extraño! Allí no había nadie.
Larry se quedó al lado de la puerta y arrugó la nariz, pues olía mal. De la cama, deshecha, llegaba un olor desagradable. La almohada estaba sucia y las sábanas arrugadas. Todo tenía la apariencia de que Clarence había pasado una noche de juerga. Probablemente hubiese bebido más de la cuenta. Pero Larry recordó que a Clarence no le gustaba la bebida.
Aquello le hizo pensar. ¿Sería posible que se hubiese arrepentido y se hubiese largado, sin hacer la llamada?
De pronto, su olfato percibió un olor distinto a aquel de la cama, que salía del cuarto de baño. Abrió la puerta y entró.
Clarence había vomitado por el suelo. Muy mal lo había pasado, pues había sangre por allí, como si hubiera tenido una hemorragia.
De repente, se detuvo. Larry vio a Clarence, tumbado, en el fondo de la bañera, en la que había caído. La sangre le brotaba aún por las comisuras de los labios.
Intentó sobreponerse a su propia repugnancia y se inclinó sobre él, sacudiéndole por los hombros.
Durante un momento, le examinó pretendiendo descubrir el orificio de una bala o el corte de un cuchillo, pero no vio nada.
Tenía que hacer algo por aquel hombre, llamar al médico pronto. Procuró, de nuevo, hacerle reaccionar. Le sacudió con fuerza, hasta que la cabeza comenzó a bambolearse, hacia atrás y hacia adelante, presentando la boca abierta, como si estuviera tratando de decirle algo.
Entonces se dio cuenta.
Clarence estaba muerto.
X
Elinor no comprendía lo que le había ocurrido.
Cuando recogió a Larry, frente al restaurante, estaba más pálido que un cadáver. Lo advirtió en seguida al sentarse en el coche, a su lado. No sonreía como otras veces, y no hacía más que mover los labios.
—¿Qué te ocurre? —preguntó ella—. ¿No te encuentras bien?
—Creo que tengo fiebre —dijo él—. ¿Conduce usted el coche?
—Desde luego. —Ella le miró—. ¿Te molesta el tobillo?
—No, en absoluto. Comí una hamburguesa, hace un par de horas. Creo que me ha hecho daño.
—En cuanto lleguemos a casa, te acuestas —le dijo Elinor—. Avisaré al doctor Russell.
Él movió la cabeza negativamente.
—No tardaré en ponerme bien. Ya estoy mejor.
Pero no dijo nada durante todo el trayecto hasta Garden View. Con los ojos cerrados y los labios apretados, ya no parecía un chiquillo. Elinor le miraba, de vez en cuando, y observó que no siempre llevaba la boca apretada. Sus labios se movían, como musitando algo.
Al entrar el coche en el sendero de la casa, Elinor creyó oír algo así como: Ya la enseñaré yo. Repitió estas palabras varias veces, pero, cuando ella le preguntó por su significado, sólo movió la cabeza y murmuró:
—No es nada. Creo que estaba medio dormido.
No tenía buen aspecto. Cuando entraron en la casa, Elinor insistió en que subiera a descansar un poco. Le preguntó si quería tomar una aspirina, pero Larry se la rechazó.
Elinor preparó una cena a base de fiambres. Cuando todo estuvo dispuesto, subió a avisarle. Larry estaba acostado y profundamente dormido. Ella vaciló pensando si debía llamarle. Quizás fuera mejor dejarle descansar. Ya cenaría en la fiesta.
Y Elinor cenó sola. Apenas probó nada. Después, subió a vestirse. Llevaba el pelo muy bonito, pero aquello ya no le importaba. Le preocupaba demasiado Larry.
Al fin, a eso de las siete y media, decidió despertarle. Llamó a la puerta y entró de puntillas. Estaba acostado, boca arriba, con los ojos abiertos.
—Creí que dormías —dijo.
—No. Sólo descansaba.
—¿Te encuentras mejor?
—Sí, un poco.
—Son las siete y media. Los Whittaker nos esperan alrededor de las ocho. ¿Quieres que te prepare un bocadillo y un poco de café...?
—No, gracias —contestó Larry, incorporándose—. Creo que no iré a la fiesta.
—¿Que no vas? Pero...
—Quizás, más tarde. Cuando se me pase el dolor de cabeza. Dentro de un par de horas o así, ya estaré bien.
—Sigo creyendo que debo llamar al doctor Russell. No hay necesidad de correr riesgos.
—¡No! —Casi le gritó—. Déjeme solo... ¡Le repito que me pondré bien!
—Larry...
—Lo siento. —Su voz se suavizó nuevamente—. Es este inoportuno dolor de cabeza, que me pone nervioso. Pero no se preocupe. Ya lo he tenido otras veces. —La miró, sonriente—. Vaya usted delante. Yo iré más tarde. Dígaselo a los Whittaker.
—No me gustaría dejarte solo en esas condiciones. ¿Y si ocurriese algo?
—No ocurrirá nada. —El tono de su voz se elevó, y luego volvió a suavizarse—. No vayamos a echar a perder la fiesta. Yo iré, se lo prometo. Dígale a Jill que tengo un regalo para ella.
Elinor vaciló. Pero la única solución era irse. Todo estaba saliendo mal, precisamente cuando más ilusión tenía de que se produjese a su gusto. Se había hecho una permanente especial y estrenaba un vestido, con el exclusivo propósito de que Jill les viese ir juntos a la fiesta.
La decisión de Larry la decepcionó. No daba ya importancia a su palidez, ni tenía en cuenta el pequeño acceso de cólera con que se había manifestado al hablarle del médico. Todo eso se lo podía perdonar fácilmente. Lo que la afectaba era aquella sensación de que el Larry de ahora ya no era el que ella había conocido. Algo había cambiado en él. Sin embargo, pensándolo bien, llegó a la conclusión de que, muy posiblemente, fuese ella la que no estuviese enfocando con la debida cordura aquella situación. Lo que tenía que hacer era ir a la fiesta y no preocuparse tanto por él. Después de todo, si Larry no iba, no se produciría ninguna tragedia.
Llegó a casa dé los Whittaker, algo más tarde de lo previsto, dando explicaciones y pidiendo disculpas. Minnie llevaba un vestido nuevo, verde, con mangas abombadas, que hacían que sus brazos pareciesen enormes. El comentario de Elinor fue, naturalmente, muy ponderado. Aquellas mangas le favorecían muchísimo. Jim vestía corrientemente y, como novedad, fumaba en pipa esta noche. Jill llevaba el pelo alto. Al recibir el regalo de Elinor, se deshizo en elogios al jersey que le había escogido en la Charm Shop. No hacía más que prodigarse con Elinor, quizás para encubrir su desilusión por la ausencia de Larry.
Además, estaban allí George Drux y un par de amigas del colegio de Jill que, para Elinor, no significaban nada. Habían ido acompañadas de unos chicos desconocidos, soldados con permiso.
A Elinor le sorprendió un poco ver a Minnie servir los cócteles, pero observó que la chiquillada sólo había tomado una copa, antes de bajar a bailar.
Después, bajaron ellos y se detuvieron en la sala. Jim hizo unos manhattans frescos y volvió a llenar sus vasos.
—Parece que estás un poco aburrida —dijo Jim.
—Estoy cansada. Ha sido un día muy movido para mí.
Jim sonrió.
—¡Pues lo único que te faltaba era venir a este manicomio! La fiesta empezó a las seis de la mañana. Toma, bebe. Ambos lo merecemos.
Minnie olfateó su vaso.
—Oye, ¿estás seguro de que le pusiste vermut italiano y no francés? El francés es para los martinis, ya lo sabes.
—Lo sé —dijo Jim.
—Por si acaso, yo haré la próxima ronda —repuso Minnie, levantándose y dirigiéndose a la cocina con la coctelera—. No puedo fiarme de ese hombre para nada.
Elinor le dedicó a Jim una sonrisa, al salir Minnie de la habitación.
—El mío sabe bien.
Jim encendió la pipa.
—Minnie está haciendo su juego.
—¿Qué juego?
Jim iba a responder, pero sonó el timbre de la puerta. Poco después, Larry hizo su entrada.
Elinor se levantó. Le temblaban las piernas, posiblemente a causa de las copas.
—¿Ya estás bien? —le preguntó.
—Estupendamente.
En efecto, su aspecto era normal. Quizás un poco pálido, pero nada más. Ella observó que llevaba un paquete. El regalo para Jill, naturalmente.
Minnie entró con la coctelera.
—Llegas a tiempo de tomar una copa —dijo, dirigiéndose a Larry.
—Gracias. Me sentará bien. —Larry cogió el vaso y miró a su alrededor—. ¿Dónde está la gente?
—Están abajo —respondió Jim—. ¿No oyes el fonógrafo? —Jim se sentó—. ¿Quieres irte con ellos o prefieres la compañía de los viejos?
Larry le miró. Elinor observó que aquella noche no sonreía. Miraba a la gente o, mejor aún, a través de la gente.
—Bajaré dentro de un rato —dijo—. De momento, prefiero quedarme donde haya calma.
El ruido de abajo hacía vibrar el suelo.
—Se deben estar divirtiendo de lo lindo —dijo Elinor.
—¿Por qué no? Como dije la otra noche, la juventud va en cabeza. Afortunadamente, a los antiguos nos queda algún consuelo. —Jim volvió la vista a la coctelera—. ¿Tomamos otra, Larry?
Minnie le miró fijamente, al verle servir el cóctel.
—¿No estamos abusando un poco? —murmuró.
Minnie se volvió hacia Elinor.
—Nunca se cansa de beber.
Elinor no supo qué decir. Por encima del vaso miró a Jim.
—Continúa explicándome lo del juego de Minnie.
Jim asintió con un movimiento de cabeza.
—Es cierto. Me había olvidado. Lo dije cuando Minnie se quejó del cóctel. Y lo confirmo ahora al advertirme que bebo demasiado. Cuando me hace estos recordatorios, me acuerdo de un popular juego de salón al que yo llamo Papi es un tonto.
Minnie olfateo. Después cogió la coctelera y se fue a la cocina. Al salir de la sala, dijo:
—Papi suele hablar demasiado.
—Creo que tiene razón. —Jim se echó hacia atrás y siguió chupando la pipa.
—Siga, siga —le animó Larry—. Explíquese.
—No tiene explicación. Excepto, quizás, en cuanto se refiere a la reorganización social. Podría uno ligarlo con ese tema del fetiche de la juventud, en el que estoy trabajando.
Jim hizo una corta pausa y prosiguió:
—Antes, papi era alguien: el que ganaba el pan, el cabeza de familia. Pero cuando la gente joven tomó el mando, comenzó un nuevo proceso. Las revistas, la radio, las películas y la televisión han alterado la constitución de la familia. Ahora ya no es lo mismo. Papá se ha convertido en papi y mamá en mami. Mami es una actriz de carácter, cariñosa, amable y equilibrada. La nena es una monada. Puede parecer un poquito loca y hablar demasiado por teléfono, pero, cuando llega el momento, siempre sabe lo que dice. Y el nene también es un personaje de categoría. Se mete en toda clase de líos, pero siempre acaba imponiéndose.
Hubo una nueva pausa, que Larry no se atrevió a interrumpir. Al cabo de unos segundos, Jim continuó:
—Ahora queda el papi. Todo el mundo sabe quién es. El desambientado, el inútil y el cómico de la compañía.
Entró Minnie con la coctelera llena y sirvió a todos.
—No os preocupéis por mí —dijo—. No soy más que una actriz de carácter, cariñosa, amable. Pon tu vaso, inútil.
Jim hizo lo que le pedía, y prosiguió:
—Habéis podido comprobar en centenares de ocasiones lo que es digo. Papi es un tonto. Es la persona que todo lo sabe, pero que nunca logra enterarse de lo que ocurre ante sus propias narices. Su mujer le tapa los ojos, los niños se le adelantan para usar el coche o el teléfono e, incluso, el cuarto de baño. Cuando se disgusta por algo que ha hecho el nene o la nena, siempre resulta que son ellos los que tienen razón. Papi es el tonto que se enreda en los quehaceres domésticos, la única persona a quien golpea en la cara la puerta con muelles, el único que recibe una ducha con la manguera del jardín y al que persigue el perro. Moraleja: papi es demasiado viejo para aprender.
—Y puede que sea así —dijo Larry.
Elinor le miró. Estaba inclinado hacia adelante. Sus mejillas aparecían pálidas aún y pudo observar que tenía los pómulos enrojecidos.
Elinor quería decirle algo. Quería rogarle que se callara. Pero era demasiado tarde, porque ya había comenzado a hablar.
—Bien, eso es interesante —dijo Jim—. ¿Quiere otra copa?
—Sí, gracias —asintió Larry—. ¿Y los chicos? ¿No se les tiene en cuenta?
—Para los chicos hay cocas —dijo Minnie.
—¿Se da cuenta de lo que quiero decir? —Larry se fijó en Jim mientras éste le servía—. Manhattan para los mayores y Coca-Colas para los chicos. Los mayores, en la sala y la juventud, a los sótanos. ¿Qué opina de eso?
—Quisieron bajar a bailar —explicó Minnie—. Y en cuanto a lo de tomar cocas...
—No es eso —interrumpió Jim—. Larry está empleando el sistema metafórico de aproximación.
—¡Qué metafórico, ni qué cuerno!
Elinor nunca había oído a Larry hablar así. Volvió a sentir que se le revolvía el estómago, pero ahora era algo parecido a una sensación de tirantez.
Y Larry continuó:
—¿Se detuvo alguna vez a pensar en quién empezó esta guerra de la que habla, entre los jóvenes y los viejos? ¿De quién es la culpa?
—No creo que podamos echar la culpa a nadie —contestó Jim—. Existen ciertas fuerzas económicas y sociales que...
—Tome mi ejemplo. —Larry no escuchaba siquiera. Parecía mirar a través de Jim, como si no existiese—. ¿Qué clase de oportunidades tuve yo? Me criaron en un orfanato. Nadie me quería. Crecí entre prohibiciones. Prohibiciones de las hermanas, de los maestros, de los guardias, de todo el mundo. No hagas esto, no digas aquello, no pises el césped, aquí no puedes jugar, habla poco, no te metas en lo que no te importa y responde cuando te pregunten.
—Pero convendrás en que tu situación era excepcional —dijo Jim.
—¡No convendré en nada! La mayoría de los chicos tienen padres y hogar propio. Pero es lo mismo. Los tienen metidos en un piso pequeño o en una de esas grilleras de dos habitaciones de los suburbios, sin espacio para desarrollarse ni para jugar.
»Tan pronto como saben andar, se les manda a la escuela para quitárselos de encima. Tienen que caminar, atados, por la vía pública, cruzar las calles por los pasos de peatones, obedecer las señales de tránsito.
Hizo una pequeña pausa y continuó:
—Durante su infancia, las cosas eran distintas. Las casas eran grandes, había muchos solares donde jugar, sobraba espacio. Había demasiadas fiestas y demasiados fuegos artificiales. Hoy, sin embargo, está prohibido jugar con cohetes. Hoy se quiere que el chico se desarrolle seguro y sano, para poder incorporarlo pronto al ejército y enseñarle a jugar con bombas.
—Lo estás simplificando demasiado —murmuró Jim.
—Es muy sencillo —respondió Larry—. Considérelo un momento. Cuando la mayoría de la gente vivía en granjas, los chiquillos eran parte del activo. Podían ayudar en las faenas, desarrollarse y dirigir aquella actividad más tarde. En las ciudades, aprendían el oficio del padre o trabajaban en su tienda. Pero hoy representan un pasivo. Dondequiera que uno vaya, se oye a los padres quejarse de lo que les cuesta vestir y alimentarlos, el trabajo que les supone limpiar lo que ensucian, el ruido que hacen y lo difícil que resulta encontrar una persona que quiera cuidarlos. Naturalmente, siguen hablando de lo mucho que los quieren, pero los chicos no son tontos. Se dan cuenta, en su interior. Y según van creciendo, terminan por darse cuenta de todo. Descubren la ficción de Santa Claus y de los Reyes Magos, y que solamente existe el Tío Sam.
Larry hizo otra pequeña pausa, para proseguir después con su argumentación.
—El Tío Sam es uno de los viejos y no malgasta el tiempo en discusiones. Cuando le dice a uno que pague impuestos toda la vida, uno paga y a otra cosa. Cuando ordena que entre en quintas, ha de hacerlo. Para eso son los chicos, para que formen en las filas del ejército y obedezcan al viejo de las barbas. Siempre hemos de estar a las órdenes de los viejos. Ellos son los que dirigen los negocios, las fábricas, el gobierno y las guerras que nos liquidan.
—Esa argumentación no es nueva, ni mucho menos —dijo Jim—. Me imagino que la gente joven de Atenas y Esparta tenían exactamente la misma idea.
—¿Sí? Pues, por lo que he podido oír, los jóvenes de Atenas y de Esparta no viven muy espléndidamente en estos tiempos. Y es posible que la culpa la tengan ellos mismos por haberse creído cuanto les dijeron los ancianos. —Larry frunció el ceño y movió la cabeza, negativamente—. Usted habla del respeto a los mayores. ¿Qué es lo que hemos heredado de ellos? Dos guerras mundiales, el período de depresión, Corea y la guerra fría. ¿Qué clase de mundo nos han creado? Nada tiene de particular que los jóvenes sean hoy diferentes. Las viejas reglas no encajan. Tiene uno que crearse las suyas propias, si desea buscarse una oportunidad para seguir viviendo. El problema está planteado de esa manera. Todo es incierto, nunca se sabe lo que va a ocurrir. Uno vive feliz hoy y no tiene la seguridad de que mañana pueda vivir lo mismo.
Larry se detuvo y pestañeó.
—Perdón —dijo—. No... no fue mi intención excitarme de este modo.
—No te preocupes —dijo Jim—. Comprendemos perfectamente.
—No me encuentro aún del todo bien. —Larry se levantó—. Bajaré un rato a darle a Jill su regalo.
Larry tornó a pestañear y abandonó la habitación.
Minnie le siguió con la mirada.
—¿Qué le ocurre a ese chico?
—Yo creo que tiene fiebre —dijo Elinor—. Quizás debió quedarse en cama.
—Está bajo el influjo de alguna preocupación —comentó Jim, pensativamente.
—No pienses más en él —dijo Minnie encogiéndose de hombros—. Toma, Elinor, otra copita.
—No, gracias, estoy un poco mareada.
Se puso de pie y, efectivamente, sintió una especie de mareo. Comenzó a andar por el pasillo hacia el cuarto de baño.
Se oía el alboroto del fonógrafo, allá en el sótano, y de pronto, por encima de este ruido, otro distinto: el de gritos. Elinor apretó su bolso, deteniéndose ante la puerta de la escalera que descendía al sótano. Oyó ruido de pasos y se echó hacia atrás, al abrirse la puerta.
Minnie y Jim habían aparecido en el pasillo y se hallaban detrás de Elinor cuando Larry hizo su aparición.
—¿Qué ocurrió? —preguntó Minnie.
Larry no respondió. Estaba muy pálido y un hilillo rojo brillante descendía por la comisura izquierda de sus labios.
Elinor dio un paso adelante.
—Larry, ¿qué diablos ha...?
El movió la cabeza negativamente.
—Nada —dijo—. Nada. Me voy. Me siento mal. Lo lamento.
Trató de sonreír, lo que hizo que la sangre surgiera en más cantidad. Luego se dirigió a la puerta.
El ruido del fonógrafo cesó y se oyeron nuevos pasos en la escalera del sótano, mezclados con un confuso murmullo de voces.
Elinor no esperó y siguió a Larry. Continuaba un poco mareada, pero pudo dominarse. Larry tenía ya el motor en marcha. Los focos la deslumhraron, por lo que tuvo que tantear para encontrar la manecilla de la portezuela. Una vez dentro, el coche dio marcha atrás, para salir a la calle.
—Larry, no sigas —dijo Elinor—. ¿Qué pensarán los Whittaker si...?
—Si vuelvo a entrar ahí, lo mato.
—¿A quién?
—A ese payaso. Me pegó.
—¿George te pegó? ¿Por qué?
—Sin motivo. Bajé y le di a Jill el regalo. Ella me besó y, entonces, él se echó sobre mí.
—¡Pobre chiquillo!
—¡No soy ningún chiquillo! —Larry detuvo el coche, en medio de la calle y se dispuso a abrir la portezuela.
—¿Qué estás haciendo? —preguntó Elinor, sorprendida.
—Me voy de aquí. Todos ustedes son iguales. Todos están contra mí.
—Larry, nadie está contra ti. —Ella le cogió del brazo—. Vamos a casa.
Él vaciló y, al instante, volvió a colocarse bajo el volante.
—¿Tiene allí algo que beber?
—Hombre, sí... creo que hay whisky.
—Bien. Haremos nuestra propia fiesta.
Tomaron el camino de regreso a casa y el coche enfiló el sendero final. Apagó los faros y se encontró detrás de Elinor, al abrir ésta la puerta lateral.
Ella pensó que intentaba adelantársele, pero, de pronto, se dio cuenta de que la tenía entre los brazos y, obligándola a volver la cara hacia él, sus labios se le acercaban.
Otra onda de mareo pareció invadirla y cerró los ojos, volviéndolos a abrir al enfocarles con sus luces un coche que pasaba a distancia. Todo se movía alrededor de ella, mientras sentía, en sus labios, el calor de la boca de Larry, abierta, sedienta, lujuriosa.
De pronto, Elinor se separó bruscamente de él.
—¡Quieto! —dijo—. Límpiate la boca.
—¿La boca?
—Estás sangrando por ella.
Larry la soltó. Se pasó una mano por los labios y la retiró. Luego, fijó los ojos en sus dedos.
Elinor abrió la puerta y encendió la luz de la cocina. Larry la siguió. Volvía a estar pálido.
—Larry, es mejor que me digas lo que te ocurre.
—Sí, claro. —Larry miró hacia los estantes—. ¿Dónde está ese whisky?
—Allí. Pero quizás no debieras...
—Sólo uno. El último. Lo prepararé yo mismo.
Elinor subió a su cuarto. Se quitó el carmín de los labios, que se había corrido, y se los pintó de nuevo. Tardó mucho, pues aún se sentía mareada y sus manos temblaban.
«Hay que ser diligente —dijo para sí—. O, quizás, descuidada.»
¿Cuál de las dos cosas? Ella no lo sabía. No podía decidir. Los acontecimientos se estaban sucediendo con demasiada rapidez y no le era posible pensar con cordura. Posiblemente fuese lo más práctico esperar a ver en qué terminaba aquello.
Al salir, de nuevo, al pasillo, Larry bajaba las escaleras con rapidez, después de haber estado en el cuarto de baño.
Detrás bajaba ella, apoyándose en el pasamanos. Lo hacía con inseguridad, sintiendo una extraña sensación en las rodillas. Había bebido demasiado y, además, estaba nerviosa. De pronto, deseó que Walter la llamara por teléfono. ¡Debería llamarla! Nunca debió marcharse, dejándola sola con un jovenzuelo extraño en casa. Si algo ocurriese, él tendría la culpa por haberlo permitido. Walter se había ido tranquilo y seguro de que nada podía suceder porque Larry era mucho más joven que ella. Pero... no.
«Yo no soy vieja aún —pensó Elinor—. Se equivoca, si piensa así.»
Larry estaría esperándola abajo. Lo más juicioso sería dar media vuelta y subir, escalera arriba, a su habitación, cerrando la puerta con llave, y acostarse. No tenía necesidad de demostrar si era joven o no, en aquel momento, precisamente.
Pero la duda y la inseguridad de sus piernas seguían llevándola escaleras abajo.
A pesar de todo, una simple demostración, si se produjese la oportunidad, podría convencerla a ella misma.
Elinor bajó el último peldaño de la escalera y se fue directamente a la sala. Larry estaba sentado en el sofá. Tenía un vaso en la mano y otro preparado para ella al borde de la mesita. Elinor se sentó.
—Bien —dijo—, ahora cuéntamelo todo.
—Tome su copa —dijo, entregándole el whisky.
Ella levantó la copa automáticamente y bebió. El sabor del whisky era fuerte, pero no le importaba, porque sabía que podía con él.
—No hay mucho que contar, en realidad —dijo Larry.
Elinor volvió a beber.
—Sabes que puedes fiarte de mí.
—Sí —contestó él, asintiendo.
—Así que no trates de disimular. Has estado portándote de un modo muy raro durante toda la tarde. Algo te preocupa, ¿no es eso?
Él se le acercó un poco, en el sofá, mirándola fijamente. Ella ocultó el rostro detrás del vaso, repitiendo otro whisky.
—A ver si lo adivina.
—Yo...
Pero en aquel momento Elinor no tenía intención de adivinar nada. Le miró a la cara y advirtió que ya no tenía sangre en la boca. Sus labios estaban limpios, su rostro era joven y sonreía. No le veía con claridad. Había una especie de neblina, ante sus ojos, que se lo impedía. Sería mejor no beber más.
—Toma, termínalo. —Larry la cogió por las muñecas, al intentar ella colocar el vaso en la mesita.
—No, ya he bebido bastante.
—Vamos, quiero que lo tomes. Mira, yo también bebo el mío.
Nuevamente, sintió el contacto de su mano en la muñeca, su cálida voz en los oídos y su mirada en la de ella. Volvió a beber. Ya no importaba nada. Se encontraba tan cansada que ya nada parecía importarle. ¡Muy cansada! Apenas podía mantenerse erguida y, al aproximarse él más, abrazándola, cerró los ojos.
—¡Oh, cariño! —susurró ella.
Todo parecía muy lejano. Elinor se daba cuenta de que él hablaba, pero apenas le oía. Casi no sentía ya las manos de Larry acariciando su cuerpo, ni su boca...
Durante un momento presionó con sus labios sobre los de él. Después, Larry se separó de ella y su voz se tornaba cada vez más suave. Le decía que no se preocupara, que descansara y que se durmiera.
Pero ¿por qué iba a desear el que se durmiera? Aquello no pareció bien a Elinor. Quiso incorporarse y abrir los ojos, pero él se opuso. A partir de entonces, dejó de preocuparla aquella sensación de mareo.
Larry la tomó en brazos y la llevó escaleras arriba. Elinor pretendía coordinar sus ideas, pero sin poder conseguirlo. Lo único que podía advertir, aunque muy vagamente, era que estaba en la cama y que alguien echaba las colchas hacia los pies. Inmediatamente, comenzó a experimentar una sensación de frescura y, después, de calor. Estaba demasiado cansada para pensar en aquello. No podía hacer otra cosa que dejar que sucediese lo que estaba sucediendo. Había mucha oscuridad en la habitación y ella estaba sola, allí, con Walter... no, con Larry... ¿o era Roy, su hijo? Un hombre estaba con ella, no importaba quién. Después, aquel hombre, fuera quien fuese, se marchó. Y ella quedaba allí.
Luego, sólo hubo oscuridad.
XI
Durante un momento, Larry creyó que Elinor no iba a terminar de perder el conocimiento. Pero tenía que perderlo, necesariamente, después de aquellas copas y de todo aquello...
Larry había encontrado sus pildoras somníferas en el cuarto de baño. Este era el único golpe de suerte que había tenido desde que encontró a Clarence en el cuarto de baño del hotel.
Larry meneó la cabeza, tratando de reconcentrarse. Tenía que recapacitar ahora. Y eso era lo malo. Ya no parecía capaz de dominar la situación.
Sacó del bolso de Elinor las llaves del coche, tal como había previsto. Imaginariamente, volvió a ver el cadáver de Clarence...
Se limpió el sudor de la frente. Tengo que dominarme —se dijo a sí mismo—. Dominarme, y seguir dominándome.
Aquello no era imposible. Incluso, aquella misma tarde, en la habitación del hotel, lo había conseguido. Lo único que necesitaba hacer era coger una toalla y limpiar todo aquello que pudiera haber tocado, incluyendo los picaportes.
Larry puso el motor en marcha y se aseguró de que no venía nadie, de que ningún vecino le veía salir de allí. Era tarde, sin embargo, y no corría demasiado riesgo. Además, necesitaba ir.
Aquello era lo peor de todo. Tenía que ir.
Con anterioridad, después del encuentro con Elinor frente al restaurante, había pasado, durante un momento, por una situación que pudo haber cambiado las cosas totalmente. El hacerse el enfermo parecía haber dado resultado, pero, además, no todo había sido simulación. Había estado enfermo, de verdad.
Cuando hubo persuadido a Elinor para que fuera a la fiesta de los Whittaker sin él, había empezado a trabajar. Llamó a la LaVerne, pero no obtuvo contestación. Cuatro veces lo intentó, pero sin éxito. ¿Dónde podía haber ido? ¿Por qué no estaba en casa, para que él pudiera hablar con ella y decirle que no se acobardaba y que estaba loca si creía que aquello significaba que había desistido de ejecutar el plan trazado? Tenía bien estudiado lo que había de decirle, pero el teléfono no contestaba.
Se sintió intranquilo durante un rato. Tanto, que se fue a la cocina a tomarse un whisky. Entonces fue cuando se le ocurrió la idea. Había whisky en casa y recordó que Elinor le había dicho que había tomado una pildora para dormir la noche anterior. Ya sabía cómo desembarazarse de ella e ir a ver a la LaVerne.
Y tenía que verla, necesariamente. Tenía que hacerla comprender que no podía engañarle ni hacer uso del bluff. O le entregaba mañana el dinero, o lo sentiría por ella. Así se lo iba a decir. Si no por teléfono, personalmente.
Había sido una estupidez discutir con Jim Whittaker. Pero estaba ya harto de oírle pregonar constantemente sus ideas sobre el fetiche juvenil. ¿Qué sabía él de la juventud? ¿Qué sabía él, siquiera, de su propia hija, aquella estúpida de Jill?
El pensamiento de Jill le puso nuevamente furioso. Pisó el acelerador y fijó la vista en la carretera que se precipitaba hacia él, a la luz de los faros.
Jill le había fastidiado bien aquella noche, con su acción de abrir el paquete y su beso dado con la boca abierta, para que notase su calor y humedad. ¡Qué fácil hubiera sido mantenerla así y cerrar los ojos, olvidándose de otras escenas que no podía separar de su imaginación!
Sin embargo, él tuvo la culpa por no haber reprimido sus impulsos al besarla, olvidándose de dónde estaba y de lo que tenía que hacer. No se había dado cuenta del lugar en que había puesto las manos hasta que George le cogió y le hizo dar la vuelta, diciendo:
—¡Eh, tú! ¿A qué diablos te crees que has venido aquí?
La observación fue dura. Los jovencitos enamorados están siempre dispuestos a todo en semejantes ocasiones.
Por este motivo, Larry actuó con rapidez y dio primero. Lanzó el puño hacia adelante, apuntando al estómago de aquel payaso. Y tuvo que hacerle daño, pues el impacto fue certero. Incluso Larry creyó que no iba a poder devolvérselo. Pero lo hizo propinándole un terrible manotazo en la boca.
Entonces fue cuando subió corriendo las escaleras y salió de la casa.
Elinor acertó al seguirle. De otro modo, no sabía lo que hubiera sucedido. Cuando subió al coche, llevaba la alocada idea de dirigirse, sin parar, al Sunset Club para darle a la LaVerne su merecido. ¡Al diablo con ella y su marido y todos aquellos tipos! Después de todo, él tenía una pistola, ¿no?
Pero aquello hubiera sido un suicidio.
Durante un rato, no pudo establecer un plan de acción. Incluso, después de entrar Elinor en el coche y comenzar a hablar con él, tuvo otro mal momento que pudo haber echado todo a perder.
No obstante, cuando advirtió lo bebida que estaba y se acordó de las pildoras somníferas, pudo tranquilamente ñjar su plan.
Larry disminuyó la velocidad al entrar en Canterbury. El reloj del banco de Main Street estaba iluminado: la una y veinte. Aproximadamente, lo que él había calculado. Era buena hora.
Recordó, de nuevo, haber besado a Elinor y haberle oído hablar de la sangre que vertía por los labios. Una escena parecida a la del descubrimiento de Clarence. También él había sangrado por la boca. A Larry se le antojó, que, como a Clarence, todos le perseguían, con la intención de liquidarlo igualmente.
Pero él no era Clarence. El no tenía el vicio de las drogas ni era un vejete enclenque e inútil. Nadie iba a cogerlo con facilidad. Había cometido algunos errores, pero ninguno de ellos podía ser grave. Tenía el aplomo suficiente para conseguir siempre lo que quería. Lo había demostrado con Elinor. Tres píldoras disueltas en su vaso, y el resultado apetecido. Esperar a que ella perdiera el conocimiento fue una prueba muy pesada y cargar con ella, hasta arriba, más pesado aún. Pero lo había hecho. Después, allí, en la oscuridad, casi había estado a punto de consumar el hecho.
Pero no era prudente. No lo era ni la hora ni el lugar. Al menos, para Larry Fox. Larry Fox era un compositor que iba a escribir su propia composición, iba a instrumentarla y a dirigirla. Eso era, exclusivamente, lo que debía preocuparle. Pensar en Clarence y en la sangre de sus labios era inútil. Tenía que conseguir el dinero, pese a todas las dificultades.
Larry estacionó el coche una manzana más allá de la casa y regresó andando. La casa estaba a oscuras. Aquello quería decir que estaban acostados.
No, era demasiado temprano. El Sunset Club no cerraba, incluso en las noches de día laborable, hasta la una. Y al cerrar, ella se iría en coche a su casa, con Sol.
Al pensar en Sol, volvió a experimentar una sensación extraña, hasta que se echó la mano al bolsillo y tocó la pistola. Aquella era la respuesta. Si tenía que enfrentarse con él, no tendría por qué temerle. Y si le acompañaba un poco la suerte, quizás no necesitara ni verle. De todos modos, tenía que correr el riesgo. Larry se acercó a la casa por la pista del coche, echando una mirada a la contigua para asegurarse de que no había luz. Caminaba despacio, sobre el césped que orillaba la pista, para no hacer ningún ruido. El garaje estaba abierto y vacío, lo que demostraba que aún no habían llegado a casa. Echó una mirada a su alrededor. ¿Dónde podría esconderse? Nunca dentro del garaje, pues los faros le delatarían en seguida. Tampoco en el estrecho espacio entre ambas casas. Por otra parte, si se escondía en la parte trasera de la casa, no podría verlos llegar. Larry vaciló un momento. ¿Y si se quedaba entre el garaje y la casa de al lado? Apenas tenía espacio para meterse, pero desde allí dominaba la calle y podía verles llegar.
Larry se ocultó allí y apretó la pistola en su mano. Quería fumar, pero no era conveniente. Tendría que esperar.
Por fin, oyó el ruido que esperaba. Un coche se acercaba calle abajo. Sí, aquel era el descapotable amarillo. Giraba ahora para entrar en la pista. Los faros la iluminaban.
Larry se echó hacia atrás. Tenía la pistola en la mano y el ritmo de sus palpitaciones se aceleraba.
El coche se detuvo frente a la puerta trasera. Alguien descendió de él. Oyó voces, pero no se atrevió a asomarse para ver lo que pasaba.
Parecía que hablaban dos hombres. Uno, probablemente era Sol Sarno. Pero, ¿y el otro? ¿Sería el matón que le había golpeado aquella noche en el Sunset? Naturalmente, él no podría hacer frente a los dos. ¿Y la LaVerne? ¿Dónde estaba?
De pronto, oyó su voz que se elevaba sobre el ruido de una puerta que se abría:
—Yo meteré el coche en el garaje, cariño. Vosotros podéis entrar.
Larry dejó escapar un largo y silencioso suspiro de alivio. Era un golpe de suerte con el que no había contado.
Esperó, hasta oír los pasos de los hombres que entraban en la casa y el golpe de la puerta al cerrarse detrás de ellos. Después, el leve ruido del coche que maniobraba, hasta que se detuvo, dentro del garaje.
Era el momento de actuar.
Salió de su escondrijo rápidamente, tratando de evitar el resplandor de la luz que salía del vestíbulo. La cocina estaba a oscuras. Los dos hombres debían haber ido directamente a la sala. Nadie podía verle. Se situó junto a la portezuela del coche, esperando a que ella saliera de él.
Cuando oprimió la pistola contra la espina dorsal de la LaVerne, esta dijo con cierta suavidad:
—¡Oh!
Y apenas fue necesario que él la conminara:
—No chilles.
Pero, aún así, lo dijo. No quería correr ningún riesgo. De ahora en adelante, no volvería a producirse ningún descuido.
—Quería recordarte solamente que mañana es el día del pago —dijo.
—¡Me has asustado! —exclamó ella, sin tratar siquiera de volverse—. Esperaba que me llamaras por teléfono. Clarence lo hizo esta mañana.
—Supongo que habrás creído que era un truco —dijo él.
—¿Qué quieres decir? Me pareció que hablaba en serio. De modo que vais a medias en el negocio, ¿eh?
No parece hablar con sentido, dijo Larry para sí. En efecto, no lo parecía, a no ser que no se hubiera enterado de lo ocurrido a Clarence. Quizás no lo supiese. Era posible que Clarence hubiese sufrido un accidente fortuito, una hemorragia, por ejemplo, y que hubiese muerto a consecuencia de ella. A veces solían ocurrir cosas así.
—Olvidemos eso —le dijo Larry—. Lo único que interesa es saber cuándo he de cobrar. ¿Tienes ya el dinero?
—Lo tendré mañana.
—¿A qué hora?
—Por la tarde. Ya le he dicho a Sol que tengo que ir a la ciudad de compras. Tendré que sacarlo del Banco, naturalmente, y no quiero hacerlo hasta cerca de la hora de cierre. En caso de que ocurra algo, es preferible sacarlo a última hora para que nadie trate de comprobarlo hasta el viernes. —Su voz tembló—. Larry, ¿te das cuenta de lo que ocurrirá cuando Sol se entere de que saqué ese dinero?
Larry la hizo callar, apoyando la pistola, con fuerza, en su espalda.
—¿A qué hora cierra el Banco?
—A... las tres.
—Muy bien.
Volvió a apuntarle la pistola en los riñones, pero con más fuerza.
—Ten sentido. Quiero que todo permanezca en secreto. ¿Dónde nos encontraremos?
—Espera un poco. Estoy pensando...
—Pues piensa, de prisa —murmuró él—. No quiero que salga nadie en tu busca. Vamos, dímelo pronto.
—Tenernos una choza a orillas del lago, camino de la ciudad. Está en la orilla este. Hay un camino particular con un letrero. Yo podré estar allí a las tres y media, pero...
—Tres y media. —Larry se echó hacia atrás—. No me vengas con trucos. A la primera señal que observe, ya sabes lo que pasará.
—Sí. Te prometo que no fallaré. Ahora déjame entrar en casa, déjame.
—Quédate aquí hasta que yo me vaya.
Larry salió del garaje, de espalda, rápidamente. En vez de dirigirse por el sendero del coche, pasó al patio de la casa contigua y corrió en busca del coche. Lo puso en marcha y desapareció. Todo iba bien.
Lo único que tenía que hacer era esperar hasta mañana. Mañana, a las tres y media.
XII
Elinor no podía despertarse.
Oía ruidos y los reconocía, pero nada tenían que ver con ella. Eran solamente ruidos que perturbaban su sueño. Y tenía que dormir. Estaba tan cansada, que no podía abrir los ojos...
Sonó el teléfono. Después, oyó un portazo y el rumor de un motor. El teléfono volvió a sonar. Sonaba con tanta insistencia, que, instintivamente, se cubrió la cabeza con las ropas de la cama, para no oírlo.
Cesó el ruido, pero, al poco tiempo, volvió a producirse. ¡El teléfono! Tenía que contestar.
Elinor se movió. Su cuerpo le pesaba como si sobre él hubiese una montaña, y sus párpados parecían de hierro. Pudo, por fin, pasar los pies por el borde de la cama. El suelo estaba frío. ¿Dónde estarían sus zapatillas?
Abajo, el teléfono seguía sonando sin cesar. No le daba tiempo para buscarlas. Pestañeando, se obligó a sí misma a ir hacia la puerta, la abrió y comenzó a andar por el pasillo. La luz del sol era como una espada afilada y su corte le cruzaba los ojos. Tuvo que cerrarlos, al bajar, tanteando las escaleras, hasta alcanzar el teléfono. El ruido le golpeaba la cabeza, pero, contestando, se acabaría de una vez y quizás pudiese volver a la cama a dormir.
El auricular pesaba. Lo cogió y pronunció un automático halló. Una voz sonó dura en su oído.
—¿Elinor? Soy Jim... Jim Whittaker. ¿Dónde estabas?
—Aquí mismo. Estaba durmiendo.
—¿Durmiendo? ¿Sabes la hora que es?
—No.
—Ya dieron las dos.
—Las...
Elinor trató de comprender.
—Las dos de la tarde. ¿Qué te ha ocurrido?
—Pues... nada. Ya te dije que estaba durmiendo.
—¿A estas horas? ¿Dónde está Larry?
Le estaba haciendo muchas preguntas y ella apenas podía pensar. Larry tenía que estar en casa. Pero, entonces, ¿por qué no había contestado al teléfono?
Elinor volvió la cara y miró hacia la sala. No había nadie. Escuchó un momento y sólo obtuvo la sensación de silencio.
La voz de Jim Whittaker sonó, cortante, en el auricular :
—Elinor, ¿me has oído?
—Sí, ya te oí. Me preguntaste por Larry. No sé dónde está.
—¿Tienes ahí el coche?
—Naturalmente. —Elinor vaciló—. Espera, voy a mirar.
Dejó el teléfono en la mesa del vestíbulo y entró en la cocina, mirando por la ventana. Desde allí pudo ver el garaje, abierto y vacío.
Elinor volvió al teléfono.
—El coche no está. Debe de haberlo sacado él.
—Me lo parecía. —La voz de Jim sonó extraña—. Elinor, escucha. No te muevas de ahí. Ahora voy a verte.
—Oye, pero ¿ocurre algo?
—Ahora voy a verte — repitió Jim. Y colgó el teléfono.
Elinor quedó inmóvil, tratando de pensar. Eran las dos de la tarde y había estado doce horas durmiendo. Y Larry se había llevado el coche a alguna parte. ¿Qué había ocurrido?
Se fue, tanteando las paredes, hacia la cocina y trató de recordar lo sucedido la noche anterior. Tras el incidente de la fiesta, habían vuelto a casa y Larry trató de besarla. Tenía sangre en la boca. Después, habían tomado unos whiskies y Larry la había subido a su habitación.
La había subido a su habitación.
Repentinamente, volvió todo a su memoria. Unas manos que se movían sobre su cuerpo, en la oscuridad. Elinor recordaba como su ropa iba cayendo y como notó una sensación de calor, como cuando una...
¡No! —insistió Elinor—. ¡Aquello no ocurrió! ¡No pudo haber sucedido!
Se había desmayado y nada más. Y Larry no se hubiera aprovechado de las circunstancias. Ella sabía que, si se lo preguntaba, él le diría la verdad de lo ocurrido la noche anterior. Pero Larry no estaba.
Larry no estaba, y Jim iba a venir a verla. Y ella no estaba segura de nada.
Elinor quería llorar. Pero se contuvo y fue a preparar café. Sus manos iban adquiriendo vivacidad, a medida que se dedicaba a los trabajos habituales. Una vez que hubo puesto la cafetera al fuego, subió la escalera, esta vez con más rapidez. Entró en el baño y luego en el dormitorio, conteniéndose aún. Parecía como si se hubiese propuesto poner a prueba su capacidad de resistencia para no llorar.
Buscó la ropa y se sentó al borde de la cama, mientras se la ponía, inclinándose después para buscar sus zapatos. Pero ya no pudo resistir más. Decidió no maquillar su rostro para evitar que con las lágrimas se le estropease. Allí, sentada, lloraba, pretendiendo convencerse a sí misma de que nada podía haber ocurrido y de que no tenía motivos para pensar en aquello, porque ella amaba a Walter, más que a ningún otro hombre del mundo.
Sonó el timbre de la puerta.
Elinor se sobresaltó. Entonces fue cuando advirtió que estaba llorando. Se levantó, se acercó a la coqueta y se secó los ojos. Cogió la barra de carmín y se pintó los labios precipitadamente, mientras seguía sonando el timbre.
Cuando terminó, bajó a abrir.
Jim entró al instante. La miró sin una sonrisa, sin un saludo.
—Has estado llorando —dijo.
—No es nada. —Ella trató de improvisar una sonrisa—. Creo que tengo resaca de anoche.
A Jim pudo haberle hecho gracia la frase. Pero, por el contrario, no hacía más que mirarle a la cara, con insistencia.
—¿Qué te hizo?
Jim lo sabe... Pero, no puede; es imposible.
Elinor se contuvo antes de contestar.
—No te entiendo.
—¿Qué pasó anoche, después de salir de nuestra casa?
—Pues nos vinimos para acá. Yo... tomé otra copa con Larry, y luego me fui a acostar. Nada más. —Elinor le dio la espalda rápidamente y dijo, por encima del hombro—: Estoy preparando café. ¿Quieres una taza?
Jim la siguió hasta la cocina y se sentó, con los ojos fijos en sus movimientos, mientras servía el café. Estaba demasiado caliente y le quemaba la boca, pero lo tomó a la fuerza.
—¿Y qué dijo Larry? —preguntó Jim—. Me refiero a lo que sucedió en mi casa.
—¡Ah!, es por eso. —Elinor tomó el resto del café —. No recuerdo. —Volvió a llenar la taza, ya un poco más sonriente—. Debí de marearme un poco.
—¿No dijo Larry nada? ¿No profirió amenazas?
—Ninguna. —Elinor puso la taza vacía sobre la mesa. Ahora se sentía mejor y estaba más despejada—. Pero, ¿a qué te refieres?
—Elinor, no quiero intranquilizarte. Pero, por otra parte, creo que ya es hora de que te despiertes. Me está empezando a preocupar tu amiguito.
—¿Amiguito?
—No me interpretes mal. Él no te tocaría. De ningún modo. Lo sé, porque tiene otros proyectos.
Elinor le miró, sobresaltada por el tono duro de su voz. Jamás había visto a Jim con tan adusto ceño.
—¿Sabes lo que ocurrió en la sala de música, anoche?
—Sí... Algo me dijo de...
—Molestó a Jill y luego le dio un puñetazo a George Drux en el estómago.
Elinor asintió, con un movimiento de cabeza. Algo tenía que hacer. Y algo tenía que decir también.
—Ya sabes cómo son los hombres, a esa edad.
—¿Quieres decir que soy tonto por hacer de padre severo? Es posible que sí. Pero no diría nada si eso fuese todo. Hay más aún.
Jim tamborileó con los dedos en la mesa y, después, continuó:
—Después de iros, la fiesta se deshizo. Todo el mundo desapareció en breves minutos. Jill, entonces, promovió un escándalo. A decir verdad, se puso histérica. Minnie se la llevó arriba y me lo explicó después.
—¿Y qué es lo que dijo?
—No tiene importancia. Lo de siempre. Que la habíamos dejado en ridículo ante sus amigos y todas esas tonterías. Que ahora ya tenía dieciocho años y que estaba cansada de que la tratásemos como a una cría. Que prefería escaparse y vivir su propia vida. —Jim suspiró—. Como dije antes, no tiene importancia. O, al menos, no pareció tenerla entonces, después de que Minnie pudo calmarla y hacerla acostarse. —Jim hizo una pausa—. Lo peor es que ahora parece haber cumplido su deseo.
—¿Qué deseo?
—Escaparse. Con tu amigo Larry.
—¡Oh! —Elinor se sintió mareada y notó cómo le temblaba la mano, al recoger la taza de café que Jim parecía haber llenado, nuevamente, sin que ella lo notara.
Jim hizo una señal de asentimiento.
—Esta mañana parecía estar normal. Un poco apagada, pero dueña de sí misma. Yo tuve que irme a la ciudad un rato, y cuando regresé se había ido. Minnie no le había prestado mayor atención, aunque sabe que llamó por teléfono, mientras su madre estaba abajo, terminando la colada. Jill le dijo que había estado hablando con George y que había quedado en ir a bañarse con él, después del almuerzo. Así que almorzó temprano, se llevó una bolsa de playa con sus cosas y dijo que se iba a casa de George a reunirse con él. Acababa de salir, cuando yo llegué.
Jim hizo una pausa y prosiguió:
—Me pareció raro que George no se ofreciera a recogerla en casa, pero no dije nada. Luego, a eso de la una y media llamó George por teléfono, y dijo que quería hablar con Jill. Así se descubrió que no había hablado con él y que el tal proyecto de baño era una invención de ella. Fue entonces cuando yo traté de hablar contigo por teléfono y tú no contestabas. Y empecé a preocuparme. Minnie y yo examinamos la habitación de Jill. Dos de sus mejores vestidos habían desaparecido, juntamente con un camisón y ropa interior. Y se había llevado la libreta del Banco y cuarenta y ocho dólares que tenía guardados en un tarro de crema vacío.
El café no debía de estar bastante caliente, al parecer, porque Elinor se sintió repentinamente fría.
—¿Y crees que se han fugado?
—No sé qué pensar —contestó Jim—. Jill ha desaparecido. Larry no está. Tu coche no aparece.
—Pero Jill no haría semejante cosa...
—¿Crees que Minnie y yo hemos considerado jamás posibilidad semejante? No. Conocemos a nuestra hija. Sabemos todo lo que hay qué saber de los chicos. Anoche llegué casi a pronunciar una conferencia sobre el problema de la juventud. Incluso me considero como una autoridad en este tema y estoy dispuesto a escribir un libro. Sin embargo, no me daba cuenta de lo que estaba ocurriendo ante mis propias narices.
—Pero aunque Jill y Larry hayan tenido ese impulso tonto, no quiere decir que lo lleven a la práctica. Larry tiene sentido suficiente para no cometer tal desatino.
—¡Larry! —Jim se inclinó hacia adelante—. Al no poder conseguir hablar contigo, Elinor, hice otras llamadas de teléfono. Una corazonada. Y puedo asegurarte que sabes tanto de tu impecable huésped, como nosotros sabíamos de Jill.
Ella no pudo contestar y esperó a que él continuase.
—Larry mintió al hablar de su carrera musical. Incluso me lo confesó a mí el otro día, un poco ingenuamente. Ese Larry es muy complicado. Y por las llamadas de teléfono a que me he referido, supe que mintió también acerca de otras cosas. Por ejemplo, jamás fue a consultar al doctor Hazeltine.
—Pero...
—Hace menos de una hora que hablé por teléfono con el doctor Hazeltine, que jamás tuvo un paciente llamado Larry Fox. Ni nadie que se hubiera lastimado un tobillo durante la semana pasada. Tu amiguito no es, siquiera, socio de la Unión de Músicos. También se me ocurrió comprobar ese punto. La oficina de la Unión no tiene su ficha y Center City no pudo darme informes de él hasta que hablé con el secretario ejecutivo.
—¿Llamaste a Center City?
—¿Por qué no? Creí que debía averiguar todo lo que pudiera, en previsión de que tuviéramos que recurrir a la policía.
—¿Hablas en serio?
—¡Y tan en serio! Tú pensarás lo mismo, cuando sepas lo que logró sacarle al secretario de la Unión. Me dijo que Larry Fox había sido expulsado de la asociación, hacía casi dos años. Parece ser que estuvo al servicio del Hotel Grand Union, actuando con algunas orquestas, en los días libres. Después, se metió en un lío. Un caso de chantaje con una mujer. Parece ser que ésta logró llevar a un soldado de marina a su habitación y Larry, en combinación con ella, entró, en el momento oportuno, para amenazarle.
Jim hizo una pausa y prosiguió:
—Pues bien, el soldado no quiso pagar, por lo que Larry se le echó encima armado con una pistola y, después de derribarle, le robó. La chica desapareció. No estaba en el registro del hotel y utilizaba una habitación que Larry sabía que estaba desocupada, pero el soldado le hizo a la policía una perfecta descripción de Larry. Se originó el natural alboroto, porque resultó que el soldado era manco.
—Pero ¿estás seguro de que es el mismo Larry Fox?
—Las autoridades están convencidas. El caso no ha quedado resuelto oficialmente. Larry desapareció, pero todavía le buscan. —Jim hizo una breve pausa—. ¿Comprendes ahora por qué estoy preocupado?
—Sí. Lo que ocurre es que todo eso me está pareciendo imposible.
Jim se puso de pie.
—Echa un vistazo a tus cosas, a ver si te falta algo. Es mejor averiguarlo, antes de llamar a la policía.
—¿De veras crees que debemos hacerlo?
—En estas circunstancias no veo que podamos hacer otra cosa. Jill se ha fugado y tu coche ha desaparecido. ¿Qué más quieres?
Registraron la casa.
Primero Elinor registró la mesa de trabajo. La libreta del Banco y el talonario de cheques no habían sido tocados. Y arriba, en el dormitorio, su joyero estaba abierto y su contenido intacto.
En cierto modo, la vista de sus cosas la tranquilizó.
—Aquí no falta nada. Todo está en su sitio.
—¿Y esta habitación? — sugirió Jim.
Registraron también la habitación de forasteros.
La cama de Larry estaba deshecha. Las ropas de Walter, que ella había sacado para el uso de Larry, estaban esparcidas sobre las sillas. Jim registró los bolsillos y no encontró nada. Cuando éste se agachó para mirar bajo el colchón, Elinor comenzaba a pensar que todas aquellas precauciones eran un poco exageradas. Después de todo, ¿en qué se basaba Jim más que en la sospecha? Aquello no era más que una prueba circunstancial. Lo que ocurría era que estaba intranquilo por causa de Jill.
—Seguramente decidió fugarse, sin exponerse a que le denunciaran por robo —dijo Jim, mientras bajaban la escalera.
—Si es que se fugó, como tú dices —comentó Elinor—. Es decir, que no existen pruebas contra él, ¿verdad?
—Tu coche ha desaparecido.
—Sí, pero también se lo ha llevado otras veces. Quizás haya ido a dar una vuelta.
—Entonces, ¿dónde está Jill?
—¿Cómo he de saberlo yo? —Se contuvo, al observar su reacción—. Eso no quiere decir nada, Jim. Además, careces de pruebas para afirmar que proyectaba fugarse con él, ¿verdad? No oíste nada que pudiera darte una pista y, por lo tanto, creo que te precipitas sacando esas conclusiones.
Jim guardó silencio, mientras ella continuaba:
—¿Por qué no esperar un poco, a ver qué pasa? Sólo son las tres, ahora. Apuesto cualquier cosa a que Larry aparece antes de la cena. Jill también irá a su casa, cuando empiece a tener hambre. Probablemente, estará en casa de cualquier amiga.
—Ya hemos llamado —afirmó Jim—. Minnie llamó al domicilio de todas ellas.
—Yo insisto en que debemos esperar. Estás demasiado nervioso.
—Lo sé. Pero no puedo evitarlo. Elinor, tú no comprendes. Ese Larry no es un chico normal. Pertenece a la nueva hornada. No es ya un gamberro, sino un supergamberro. Se trata de un trastorno orgánico.
—¿Trastorno?
—Ya has visto esa palabra en artículos que tratan de la bomba H. Algunos defienden la teoría de que la radiación afecta a los genes y esto se refleja en extraños cambios del organismo humano. De aquí, la abundancia actual de seres híbridos, extrahumanos, monstruos.
—¿Y eso qué tiene que ver con Larry? La bomba no ha estallado aún.
—¡Ah, sí que estalló! —Jim se sentó pesadamente—. Estalló hace años. A partir de entonces, comenzaron a producirse los trastornos a que me refiero. No en los cuerpos de los no nacidos, sino en las mentes de los que viven. No fue afectada toda la juventud, pero bastantes de ellos sufrieron ese cambio y, como resultado, tenemos al delincuente juvenil y a su hermano mayor, el gamberro. Pueden explicarse como productos de la pobreza, de la ignorancia o de la depresión. La bomba los creó. La bomba hizo estallar su seguridad. Su nube-hongo les oscureció el futuro y desató una reacción en cadena de comportamiento neurótico. Claro que ya hemos tenido antes nuestra generación perdida, después de otras guerras, pero aquello apenas tuvo importancia. Esta vez, nuestra juventud se halla realmente perdida, sin méritos, sin porvenir. Y los que han sufrido esa serie de trastornos orgánicos sólo encuentran una seguridad pasajera en las sensaciones.
Elinor no entendía nada de aquello. Se alegró al oír la llamada del teléfono. ¿Por qué habría venido Jim a intranquilizarla de aquel modo? ¿A título de qué estaba dándole esta conferencia como un viejo profesor de larga barba gris?
Cogió el auricular y oyó la voz de Minnie; advirtió que ésta lloraba. No sabía por qué, pero aquello la enfureció más aún. Simplemente porque una mujer estúpida había oído una amenaza infantil de labios de su hija, ¿era ya motivo suficiente para echarle la culpa a Larry? ¿Le convertía aquello en un criminal o hacía de todos los jóvenes unos criminales, tal como decía Jim? Primero, la visita de éste y ahora el llanto de Minnie por teléfono. ¡Cualquiera diría que ella tenía la culpa!
Su furia se desbordó.
—Óyeme bien, Minnie Whittaker —dijo—. Basta de lloros. No ha pasado nada. Sí, ya sé lo que te dijo Jill. Los chiquillos dicen un montón de estupideces cuando se desbordan. Pero no hay ni la más ligera prueba de que Jill haya hablado con Larry desde anoche. No, no está ahora, pero estoy segura de que volverá. Naturalmente que sí... Todas sus cosas están aquí. Además, ¿adonde han podido ir? Minnie, si te detienes a pensar un momento, te darás cuenta de que todo es ridículo. Ya sé cómo te sientes. Pero no hay base ninguna para ello. ¿Y qué te parecería si Jill entrase cantando en su casa a la hora de la cena, después de un largo paseo, y se encontrara con que la policía la está esperando? Y a Larry lo mismo. ¿Te has dado cuenta de lo que sucederá cuando esta noticia se publique en los periódicos y del perjuicio que os causaría a vosotros y a Jill? ¿Cómo te sentirías entonces?
Elinor hizo una pausa.
—Al menos —prosiguió—, prométeme una cosa, Minnie. Concédele una hora. Espera hasta las cinco. Si para entonces no ha aparecido y Larry no ha venido a casa, llama a la policía. Claro que colaboraré contigo. Tú sabes muy bien que no le deseo a Jill mal alguno.
Hubo una nueva pausa.
—Sí, te lo mando ahora mismo. Pero, hazme caso, cálmate. Estoy segura de que tendrás noticias antes de las cinco. Yo te llamaré en cuanto sepa algo. De acuerdo. Yo se lo diré a Jim. Y ahora, calma.
Elinor colgó el teléfono.
—Ya has oído lo que le he dicho, Jim —dijo—. Va a esperar hasta las cinco.
Jim se encogió de hombros y se levantó.
—Aún sigo creyendo que cometemos un error —dijo, suspirando.
—El error sería peor aún si metiéramos en esto a la policía —dijo Elinor—. Por las funestas consecuencias que la publicidad nos traería, tanto a vosotros como a nosotros y, más que a nadie, a Jill.
—¡Al diablo con la publicidad! —Jim la miró, ceñudo—. Te digo que sé lo que es ese impecable Larry tuyo.
Elinor había supuesto que ya no estaba enfadado, pero pudo darse cuenta de que el mal genio seguía hirviendo dentro de él. Se molestó por ello y, entonces, se encaró con Jim.
—¡Tú no sabes quién es Larry! ¡Ni sabes quién es nadie, incluyendo a tu hija! No quería decirte esto, pero ya es hora de que te enteres de unas cuantas cosas. Me repugna que insinúes que Larry es un maníaco sexual que trata de seducir a tu encantadora hija, cuando, en realidad, es todo lo contrario. Esas gruesas gafas que llevas te engañan. No ves más allá de tus narices. Pero yo tengo ojos y veo. Y he visto la forma en que Jill ha estado tratando de atraerse a Larry, desde que lo conoció. Lo que anoche sucedió fue por culpa de ella.
—Pero es que él... —Jim hizo un gesto con la pipa y se sofocó.
—Ya estoy enterada. Larry me contó lo que había pasado. Y también me dijo que la chica no le importaba un comino, porque es una cría.
Ahora Elinor sabía por qué estaba furiosa, pero ya era demasiado tarde.
—Vete con tu mujer —dijo—. Te necesita.
—Pero es que quedas aquí sola. Si ese chico vuelve...
—Volverá. ¡Vaya si volverá! —Elinor forzó una sonrisa—. Eso no me preocupa en absoluto. Y, cuando vuelva, te llamaré. Si Jill llega antes, me llamas tú. Quedemos en eso.
—Y si ninguno de los dos vuelve antes de las cinco, llamaremos a la policía. También hemos quedado en eso —murmuró Jim, que vaciló un momento—. Elinor, comprendo perfectamente tu estado de ánimo. Y lo que has dicho de Jill... también lo comprendo. Sólo que...
Elinor le volvió la espalda. No se volvió a mirar, ni al oír la puerta cerrarse tras él. Pero, poco después, inconscientemente, cerraba la puerta por dentro.
No es que tuviera miedo. Incluso, ni aunque Jim estuviese en lo cierto respecto a Larry. Pero era mejor ir sobre seguro.
Y debería comunicarse con Walter. Sí, eso es lo que tenía que hacer. Y lo que debía haber hecho ayer. Ayer necesitaba a Walter. Ayer, hoy y siempre.
Consultó el itinerario que seguía. Hoy le tocaba estar en Denniston.
Elinor cogió el teléfono y pidió conferencia con el hotel al que Walter acostumbraba a ir, en Denniston. Cuando pudo comunicar, le notificaron que Mr. Walter Harris se había marchado a primera hora de la tarde.
Aquello significaba un contratiempo. Debió terminar su trabajo antes de lo previsto. El día siguiente tenía que estar en Kirbysville, pero si, en efecto, había adelantado el trabajo, llegaría aquella misma noche, a la hora de cenar. Entonces, podía llamar al hotel. Entretanto, no había por qué preocuparse.
A no ser por lo que pudiera haber ocurrido entre Larry y ella la noche anterior.
Nada —se dijo—, no ha podido suceder nada.
No es que estuviera segura totalmente, pero en su interior hacía un esfuerzo extraordinario para convencerse a sí misma de que aquellos pensamientos que la asaltaban no eran sino producto, sin fundamento alguno, de su imaginación y su temor.
Elinor se fue escaleras arriba. Se desnudó en el cuarto de baño, dejando la puerta abierta, para poder oír el timbre de la puerta, si llegaba Larry.
Al colocarse bajo la ducha, experimentó una sensación de bienestar. Aquello quería decir que podía hacer lo que estaba pensando, con la conciencia tranquila. Podía contárselo a Walter. Decirle la verdad, toda la verdad. A partir de entonces, se verían libres de Larry.
En aquel momento, casi se hubiera alegrado de que Larry hubiese desaparecido con el coche, fugándose con Jill. Pero aquello era absurdo. Ella sabía que Larry no intentaría semejante estupidez. No tenía dinero, ni lugar adonde ir.
A pesar de todo, era posible otra versión. Larry podía haber huido solo, llevándose el coche. Esta circunstancia tenía que comunicársela a Walter cuanto antes. Era la única forma de que su conciencia quedase tan limpia como estaba quedando su cuerpo, bajo el efecto de la ducha.
El agua estaba fría, pero la reacción le despejaba el cerebro. Cuando salió de la ducha, se sintió completamente despierta. Tan despierta que podía oír las gotas de agua que caían de la ducha. Poco después, podía percibir con nitidez otro sonido, más suave. Venía de abajo, de la cocina. Y era de pasos.
Pero, ¿cómo podía oír ruido de pasos, si la puerta estaba cerrada?
Pronto recordó que la llave de la casa y la del coche estaban juntas, en un mismo llavero. Y Larry tenía el coche.
Elinor cogió la bata y se aproximó de puntillas a la escalera, escuchando los pasos, que sonaban ahora en dirección a la sala.
Bajó la escalera, muy despacio, y oyó un ruido parecido al que se produce al abrir los cajones de una mesa.
Se asomó a la barandilla. Desde allí podía ver la sala.
Entonces divisó a Larry inclinado sobre la mesa.
De pronto, éste se volvió y se la quedó mirando fijamente.
—Ven aquí —dijo, con voz extraña.
Elinor estuvo a punto de desmayarse, al ver lo que Larry tenía en la mano.
XIII
Larry no había podido dormir, cuando regresó a casa. Antes de acostarse, entró dos veces en el dormitorio de Elinor, para comprobar si seguía durmiendo. Estaba completamente insensible.
¡Insensible! ¿Adónde podía ir uno, cuando quedaba insensible? No lo sabía. A él le había pasado lo mismo la otra noche y no podía recordar dónde había estado.
¿Y adónde habría ido Clarence? ¡Clarence sí que estaba insensible!... Tanto, que ya no volvería a sentir jamás.
Lo peor de todo era que Clarence había vuelto. Había vuelto, sí, y Larry no podía deshacerse de él. Acostado en la cama del cuarto de forasteros, le veía en el fondo de la bañera. Para librarse de él, llenó la bañera de dinero, un billete tras otro, hasta que el cuerpo de Clarence quedó completamente cubierto. Ya no se veía ni la cara ni la sangre.
Tardó bastante en conseguirlo porque los billetes resbalaban con facilidad. Pero, después, la cabeza de Clarence comenzó a bambolearse y podía ver cómo movía los labios. A través de ellos, salían pequeñas burbujas rosadas y parecía que iba a decir algo. Larry, entonces, comenzó a meterle dinero en la boca, para que no hablase. Pero, al final, dijo algo y Larry dio un grito. En aquel momento, despertó.
Saltó de la cama, temblando, y se fue a ver si había despertado a Elinor.
No, todavía seguía en cama, y ni siquiera se había movido. Parecía como si estuviese muerta.
Pero no era conveniente sobresaltarse ahora. Elinor estaba simplemente durmiendo y eso era, exactamente, lo que él deseaba. Aquel era el día señalado y estaba dispuesto a sacarle todo el rendimiento posible.
Lo primero que tenía que hacer era afeitarse, y lo hizo a conciencia. Necesitaba estar presentable. Luego, preparó unas tostadas y mantequilla. Aquella mañana no le apetecía tomar café. Además, le llevaba mucho tiempo prepararlo y tenía que atender y comprobar otras cosas.
El coche estaba bien. Tenía suficiente gasolina. Llevaba la pistola, las balas y los guantes. No es que fuera a necesitarlos, pero precisaba actuar sobre seguro. Esta vez, la operación tenía que resultar perfecta.
Larry volvió a dar un repaso a todo, mentalmente, sentado en la sala y, en efecto, no se le había olvidado nada. Al principio, el silencio le ayudó a concentrarse, pero después le puso nervioso. Había demasiado silencio allí, un silencio de tumba.
Inesperadamente, sintió deseos de tocar el piano. Necesitaba superar aquel estado de tensión.
Tenía que confesarlo, pero estaba intranquilo. ¿Y quién no? Dentro de pocas horas habría puesto sus manos en lo que él quería. Era normal que ahora le sudasen.
A pesar de todo, en aquel momento, sentado al piano, podía tocar algo nuevo, algo original. ¡Para eso era compositor! Tenía vocación y aptitudes. Pronto iba a conseguir una oportunidad de demostrarlo.
Todo consistía en saber esperar y no correr riesgos. ¿Por qué tocar en un piano como aquel, cuando podría recibir miles de dólares por hacerlo en uno de cola? Miles. Cinco mil. Para eso estaba preparándose. Es extraño cómo reacciona la imaginación cuando uno está dispuesto. Y él lo estaba.
Sonó el teléfono y Larry corrió a contestar. Tenía que evitar que el ruido de las llamadas despertase a Elinor. Por otro lado, corría un riesgo al contestar él mismo. A pesar de ello, se decidió y descolgó el teléfono.
Era Jill. ¡Mala suerte!
La escuchaba sin poder creer lo que oía. La jovencita hablaba con excitación y se refería a lo ocurrido la noche anterior. Le dijo que había roto con su familia y que sabía, desde el momento en que la besó, lo que él sentía por ella. Además, aseguraba que se iba de casa hoy mismo, con o sin él.
¡Qué pesada! Larry tenía que decirle algo para evitar que se presentase allí a buscarle y lo echase todo a perder. Mientras ella hablaba, él trataba de pensar en lo que podía decirle para ganar tiempo.
Al fin, se le ocurrió una idea. La recogería en la ciudad, frente al surtidor de gasolina, a las cuatro. En aquel momento, era la una.
Dicho esto, colgó el teléfono con rapidez. Era la única forma de hacerla callar.
Maldijo, a continuación, su mala estrella y los caprichos de aquella niña histérica. Lo único en lo que no había pensado era en eso: en tener que cargarse con Jill. De todos modos, no podía verla hasta después de haber conseguido el dinero. Sabía que el viejo Jim avisaría a la policía en cuanto hubiesen abandonado la ciudad.
Bien pensado, era una lástima. Jill podría depararle algunas buenas satisfacciones. Pero no le gustó la idea. En aquel momento prefería el dinero. El mundo estaba lleno de satisfacciones y de jovencitas. Y, además, mejores que ella.
Larry volvió a subir al piso y se asomó al dormitorio. Elinor continuaba representando el papel de la Bella Durmiente. La contempló. Decididamente, hoy no le correspondía a él el de príncipe. Tampoco estaba dispuesto a dar a la Cenicienta zapatillas de cristal. Que esperase, frente al surtidor de gasolina, hasta que se cayese rendida. Tenía una cita demasiado importante con Bucles de oro.
¡Oro! Lo más prudente sería salir corriendo y dirigirse al Banco. Podía llegar tarde.
¡La una y media! Tomaría el coche inmediatamente, antes de que Elinor despertase. Tendría tiempo para llegar a Canterbury y comer algo hasta las tres. A esta hora estaría en el Banco, para ver si la LaVerne sacaba el dinero.
Así es como tenía que hacerlo. Ya no se fiaba de ella. ¿Es que le creía lo suficientemente tonto para creer en su palabra e irse a la choza del lago a meterse en una trampa?
No, Larry Fox no lo haría. Antes, la estaría vigilando en el Banco. Si ella lo hacía todo como le había prometido, estaría seguro de que no intentaba traicionarle. Podía, entonces, seguirla a la choza y no preocuparse más.
Larry entró en el coche. Lo puso en marcha y se dirigió a la parte baja de la ciudad. Allí en donde Jill esperaría, un poco más tarde, a su Príncipe Encantador. ¡De acuerdo! Que esperase, sin prisa. Él se hallaba camino de Canterbury.
El aire fresco le sentó bien, lo mismo que los huevos con tocino que comió en Pats, en la calle principal. Una vez que hubo pagado, le quedaban cincuenta centavos, pero aquello ya no tenía importancia. Al cabo de una hora, tendría en la mano diez mil veces aquella cantidad. Se la había pedido en billetes pequeños. ¡Hasta en ese detalle se consideraba ingenioso!
Dio una propina, compró cigarrillos y bajó, rodando lentamente, calle abajo, para estacionarse frente al Banco. En el contador de estacionamiento colocó su última moneda de níquel.
Luego volvió a entrar en el coche, encendió un cigarrillo y esperó.
Aquello de esperar era difícil para él. El reloj del Banco se le metía en el subconsciente. Esfera blanca, manecillas negras. La manecilla derecha en posición horizontal, la izquierda apuntando al cielo. Eran las tres menos diez.
¿Dónde estaba la LaVerne?
Larry se enderezó y trató de averiguar por dónde vendría el descapotable amarillo. Eran ya las tres menos cinco, pero ¿dónde estaba el coche?
Le dominaban los nervios de tal forma que casi no la vio llegar. Apareció por la esquina, a pie, y entró en el Banco tan de prisa que casi no pudo reconocerla.
Larry pensó que habría dejado el coche a la vuelta de la esquina, donde no había contadores. No valía la pena gastarse una moneda de níquel por unos minutos de estacionamiento. Lo único que tenía que hacer allí era entrar y volver a salir inmediatamente con los cinco mil.
Larry no pudo evitar una sonrisa, su sonrisa peculiar, cuando se dio cuenta. Pero sus ojos continuaron fijos en la puerta del Banco, hasta que la vio salir. Después, se dejó caer otra vez en el asiento.
La LaVerne llevaba un bolso de verano, de buen tamaño, apretado bajo el brazo, como si le pesara, y abultado.
Puso el motor en marcha y comenzó a rodar. Daría la vuelta a la manzana para alcanzarla al entrar en el coche. De esta forma, era muy posible que no tuviera necesidad de ir a la choza. La iría siguiendo y la detendría en el camino.
Llegó a la esquina de la calzaba izquierda y se dispuso a girar. En aquel momento, y sin saber cómo, apareció un policía del tráfico.
—¿No sabe leer?
—Perdón, guardia, yo...
—Ese cartel lo dice con claridad. Prohibido girar a la izquierda.
Larry pestañeó.
—No me di cuenta —dijo.
—Ya, ya. Que no vuelva a repetirse.
Tuvo suerte de que no le pidiese la documentación, ni examinase el coche. Larry llevaba la pistola a su lado, sobre el asiento.
Aquello demostraba que todas las precauciones eran insuficientes. En cierto modo, agradeció el recordatorio. No volvería a descuidarse.
Larry siguió rodando hasta la esquina siguiente. Giró, y luego volvió a girar, para dar la vuelta completa a la manzana donde estaba el Banco. Pero no vio el descapotable de la LaVerne. Se le había escapado por culpa del guardia.
Por lo tanto, no podía hacer otra cosa que dirigirse al lago, por su propia cuenta. El camino del este. Verás un letrero...
Llegó a aquel camino, pero sin mucha prisa. No debía correr más riesgos.
El lago se veía en la distancia. El agua era casi tan azul como el cielo. El azul es un bonito color, pero también lo es el verde. El verde de los crujientes billetes nuevos.
Encontró el letrero situado a la derecha del sendero de gravilla que descendía a la orilla del lago. En él aparecían unos nombres. El cuarto de la lista decía Sarno. Por consiguiente, tenía que ser la cuarta choza, a la derecha.
Efectivamente, al girar vio en seguida el descapotable estacionado junto a los árboles, en la parte trasera de una choza grande, de color castaño. No se veían otros coches por allí, ni advirtió que hubiese señal de movimiento en las chozas cercanas. Lo cual aseguraba el resultado de su misión.
Larry no entró de frente, sino que puso el coche en el centro del sendero, marcha atrás, con objeto de cortar la retirada al descapotable, en el caso de que ella quisiese huir. Aquella fue otra medida ingeniosa. Inmediatamente salió del coche por la parte opuesta, fijándose bien en las ventanas.
Se acercó a la choza, lentamente. Su mano derecha buscó en el bolsillo la pistola. A la LaVerne no le gustaban las armas. Bueno, a él tampoco, pero necesitaba hacer uso de aquella ventaja.
Aproximándose a la casa Larry suspiró profundamente. Por un momento, se quedó allí, inmóvil, pensando en la inmensa serie de dificultades que había tenido que vencer para llegar hasta aquella puerta y para alcanzar lo que detrás de ella le esperaba.
Por fin, entró en la choza. La educación aconsejaba llamar antes a la puerta, pero Larry entró sin cumplir este requisito. Sabía adónde iba. Y ella, también.
La LaVerne estaba allí, de espaldas a la chimenea. Vio el bolso, abierto, sobre la mesa y, a su lado, un montón de billetes.
Larry miró a la LaVerne. Sus cabellos eran de oro y se desparramaban sobre sus hombros. El vestido que llevaba era de un dorado pálido que casi se confundía con los cabellos. Se fijó rápidamente en estos detalles, pero no le afectaron. Todo parecía estar cambiado de color. No veía más que el color verde de los billetes. Lo único que se le ocurrió pensar, al mirarla, fue que la LaVerne estaba hecha también de dinero. Sus senos podían ser paquetes de billetes de veinte dólares, colocados entre su piel y el vestido.
Pero no era aquel momento para entretenerse. Cerró la puerta y esbozó una sonrisa, diciendo:
—Bueno, aquí estoy.
La LaVerne asintió:
—¿No has venido demasiado pronto?
—El pájaro tempranero come el gusano primero.
—Ahí lo tienes —dijo, señalando el dinero, con un movimiento de cabeza.
Larry se acercó a la mesa, tratando de dominar su impaciencia. De pronto, se dio cuenta de que se había olvidado de una cartera para llevar el dinero y comenzó a meterlo nuevamente en el bolso.
—¿No lo vas a contar?
Ni en el rostro ni en la voz de la LaVerne se advirtió expresión alguna.
—¿Por qué haces eso?
—Lo siento, pero tendré que llevarme también el bolso.
La LaVerne se adelantó hacia él.
—¡No, Larry! Es nuevo, de piel. Me costó quince dólares...
Aquella incongruencia produjo efecto en ambos, pero con distintas reacciones. Ella cedió y Larry se echó a reír.
Por un motivo u otro, a la LaVerne no le gustó aquella risa. Ella dio otro paso hacia adelante y le miró, con gesto de mal humor.
Larry señaló el bolsillo de la pistola, con su mano libre.
—¡Oh! —La LaVerne se detuvo—. Supongo que habrás traído la pistola.
—Acertaste.
—No la necesitabas.
—Lo sé. Pero no hay nada mejor que estar seguro.
Dejó caer el bolso al suelo y se acercó a ella.
—Larry, ¿qué vas a hacer?
—Irme, naturalmente.
—Entonces, vete pronto y deja que yo regrese a mi casa. Sol no está, pero volverá en seguida y quiero disponer de tiempo suficiente para huir antes de que él...
—Cállate. ¿Tienes cordel por ahí?
—¿Cordel?
—Sí, una cuerda —dijo Larry mirándola ceñudamente—. ¡ Rayos, otra cosa que se me olvidó!
—Pero, ¿para qué quieres...?
—Para tus manos —dijo Larry—. Y para tus pies.
—Larry, no irás a atarme de pies y manos.
Larry lo afirmó, con un ademán.
—Pero, ¿qué otra cosa esperabas que hiciera? —preguntó—. ¿Irme tranquilamente y dejarte en libertad para que avisases a la policía?
—No, aquí no hay teléfono.
—Pero tienes un coche —dijo Larry—. Claro que de esas chozas... Algunos de tus vecinos deben de tener teléfono.
La LaVerne negaba con la cabeza.
—No, Larry, te lo prometo. Yo no haría nunca semejante cosa. ¿No te traje el dinero de acuerdo con lo que me dijiste?
—¿Y no trataste de impedírmelo la otra noche, en el Sunset? —preguntó Larry—. Si por quinientos dólares dispusiste que me apaleasen, por cinco mil no sé lo que serías capaz de hacer. No quiero correr ningún riesgo. Vamos a buscar una cuerda.
—Pero estoy segura de que por aquí no hay ninguna —afirmó la LaVerne, volviendo a ponerse de espalda a la chimenea—. Larry, escucha. Yo no podría traicionarte. ¡Si también yo me voy de aquí! No puedo quedarme, después de haber cogido el dinero. Sol me mataría. Tú no le conoces. —La chica tragó saliva—. Larry... iba a pedirte... que me llevaras contigo. Vámonos juntos, como en otros tiempos.
Larry sacó la pistola. Tenía una superficie brillante y metálica y pudo ver en las pupilas de la rubia dos pequeñísimos reflejos de plata.
—¡Larry, guarda eso!
A la LaVerne seguían sin gustarle las armas. Igual que a él no le gustaban las bocas ensangrentadas. Larry podía darse cuenta ahora de la sensación que ella experimentaba. Y, además, aprovecharse de ella.
—No voy a hacerte daño —dijo él—. Pero no me pongas nervioso. Vamos a buscar esa cuerda, ¿quieres?
Así se hacían las cosas. Aquellas eran las palabras más acertadas. ¿Por qué tenía que echarse a temblar de aquel modo y tener miedo a la pistola? La LaVerne tenía los ojos muy abiertos...
—Cuidado —advirtió Larry—. Vas a darte un golpe contra la chimenea.
La LaVerne se detuvo y luego se dejó caer hacia adelante. De pronto, se echó sobre él y trató de arrebatarle la pistola. Larry advirtió en seguida que la intención de la LaVerne no era usarla contra él. Lo que ocurría era que no podía resistir la presencia de ningún arma desde el incidente del marine.
Larry apartó la mano, instintiva y rápidamente, y con la libre la sujetó por la muñeca. Sólo intentaba contenerla y tranquilizarla.
En el forcejeo, la LaVerne gritó:
—¡Déjame, bastardo!
¡La palabra! ¡Larry oyó la palabra! La oyó y miró a la chica. La vio, con los ojos abiertos y la boca torcida. La había pronunciado conscientemente, dándose cuenta de lo que decía, a pesar de que él no quería hacerle daño. Eso era lo que pensaban todos, lo que todos sabían... que él era bastardo. Tenía que conseguir que, de una vez para siempre, dejasen de llamarle así. Todos cuantos le conocían sabían que él no tenía la culpa y, pese a ello, se lo llamaban. Por eso, tenía que buscar un remedio para evitarlo inmediatamente y para siempre.
Se quedó mirándola a la cara. La tenía tan cerca, que podía sentir su aliento en la mejilla. Un momento después, ella pareció alejarse de él y percibió el olor del humo de la pólvora, sintiendo, simultáneamente, el temblor de su mano por la convulsión del arma. Resultaba extraño, porque Larry no recordaba haber oído el disparo. Pero el disparo tuvo que producirse, porque, si no, ella no estaría allí, tendida en el suelo, desmadejada y completamente inmóvil, con un orificio en el cuello.
Larry se echó hacia atrás, mirando el cuerpo que yacía a sus pies y, por un instante, sintió alegría. Ya no podía repetir nunca aquella palabra. Los labios de la LaVerne quedaban sellados para siempre.
Al acordarse de sus labios, Larry se fijó en ellos y vio cómo se abrían, a la vez que comenzaba a brotar sangre de su boca.
Entonces, lanzó un grito y echó a correr.
XIV
Fue un error gritar y echar a correr.
Al llegar a la puerta, Larry se detuvo. Sincronizó su respiración, tratando de recuperar el ritmo normal. Únicamente de esta forma podía pensar en lo que había ocurrido, fijándose en aquella mujer que estaba tendida en el suelo, echando sangre por la boca.
Escuchó detenidamente, durante unos momentos, pero no llegó hasta él rumor alguno del exterior. No había nadie por allí y, por consiguiente, nadie podía haber oído el disparo.
Continuó respirando a ritmo lento, hasta volver a su habitual tranquilidad, como único medio de seguir haciendo bien las cosas. Aquella situación, que no había previsto, era delicada y auténtica, tan auténtica como aquellos cinco mil dólares que estaban en el bolso caído en el suelo.
Larry dio la vuelta y se acercó al bolso. Fijó sus ojos en él y se inclinó, recogiéndolo. Poco a poco, fue desapareciendo de él aquella impresión de pánico que le había hecho gritar y echar a correr.
Aún tenía los guantes en el bolsillo. Debió habérselos puesto. Sin embargo, podía ponérselos ahora para acercarse a la puerta y limpiar el pomo. ¿Había tocado alguna otra cosa?
No. Estaba seguro. No había tocado más que la pistola, que seguía en el suelo, cerca del cadáver de la LaVerne.
Decidió dejarla donde estaba para que, cuando la policía hiciese la correspondiente investigación, fuesen en busca de su propietario. Y, entonces, Walter se encargaría de dar las oportunas explicaciones, si podía.
Larry se dirigió de nuevo hacia la puerta, con ánimo de salir, pero se detuvo.
No; su plan no era correcto. Si la policía llegaba a interrogar a Walter, este tendría una indiscutible coartada. Además, de rechazo, sospecharían de él. Larry había estado viviendo en su casa y había huido de la ciudad el mismo día en que aquella mujer fue muerta, a veinte millas de distancia. Lo de abandonar la ciudad no era una prueba. Pero, si averiguaban que había sido asesinada con una pistola sacada del lugar donde él había vivido, lo sabrían todo.
Ahora estaba pensándolo mejor. Demostraba no haber perdido la serenidad y que no tenía miedo a nadie.
Así, pues, devolvería la pistola a su sitio. Al regresar a casa, la colocaría de nuevo en el cajón de la mesa de Walter. Nadie sabía que la había cogido y, naturalmente, nadie le vería restituirla. Después, podría marcharse tranquilamente con el dinero.
Larry se enderezó y echó una última mirada a la habitación, manteniendo la vista muy por encima del nivel del suelo. Vio el reloj en la repisa de la chimenea y observó que eran las cuatro menos cuarto. Había venido temprano. ¿Qué es lo que le había dicho a la LaVerne? Aquello de «el pájaro tempranero come el gusano primero». Bien, ella también tendría gusanos muy en breve.
Se detuvo. Ya no le resultaba tan difícil. Se hallaba en condiciones de hacer cualquier cosa, si tenía que hacerla. Control perfecto, tranquilidad, he ahí el secreto. Instintivamente pensó que, si lograba continuar dominándose como hasta entonces, no habría dificultades en la vida para él. Podría ser pianista, director, compositor. Escribiría un Concierto para pistola y orquesta.
Se dio cuenta de que, pensando así, conservaba aún su buen humor. Eso demostraba que estaba en forma y que nada podía fallarle. Ahora, podía ya sonreír, al salir de la choza y ponerse de nuevo bajo la luz solar. Nadie había por allí que le observase, pero él quería sonreír. De ahora en adelante, sonreiría siempre.
Larry se dirigió al coche, con el bolso debajo del brazo, y se quitó los guantes. Podría encontrar una bolsa de papel en cualquier sitio para meter el dinero. Luego, se desharía de los guantes y del bolso. Los tiraría al lago, al salir de la ciudad. Pero ¿cómo iba a salir? ¿Esperaría hasta el día siguiente a que Walter llegase de viaje y pediría que le llevase en el coche hasta el autobús?
Ya atendería a aquel detalle más tarde. Ahora tenía que regresar rápidamente y restituir la pistola. Primero, lo más inmediato, y, después, lo demás. Y conservando siempre el dominio de sí mismo.
Sacó el coche de allí cuidadosamente, haciéndolo rodar por la grava para no dejar huellas de los neumáticos. La suerte le acompañaba.
Larry entró en la carretera y pisó el acelerador. Ahora tenía que correr, apartarse del lago y de la choza y de la LaVerne. Cerrando los ojos, podía verla aún tendida en el suelo, en la misma forma en que la había encontrado cuando aquel suceso del marino. En aquella ocasión, ella le había recibido diciéndole: ¡Hola, cariño! Pero la escena pertenecía ya a un lejano pasado. Tampoco volvería a repetirle estas palabras. Si las pudiese pronunciar, cada una de sus letras saldría de su boca, envuelta en su propia sangre.
La memoria de la sangre volvió a excitarle. Repentinamente, experimentó una sensación de mareo. Se acercó al borde del camino y detuvo el coche. Abrió la portezuela, salió y vomitó en la cuneta. Definitivamente, no podía evadirse a la repugnancia de los recuerdos que martilleaban en su cerebro. Volvió al coche, se recostó en el asiento, temblando, y comenzó a respirar lentamente, otra vez, intentando recuperar la normalidad de su sistema nervioso.
Sin embargo, comenzaba a dolerle la cabeza. El dolor se tornó de repente muy agudo. Era, según palabras de la LaVerne, un dolor que cegaba.
Lo cierto era que parecía como si estuviesen partiéndole el cráneo y una parte quedase para conducir el coche y la otra para respirar profundamente y a ritmo lento y para sollozar.
Nunca había pasado aquello por su imaginación. Sin embargo, ahora entraba en su cerebro, produciéndole un dolor vivísimo.
No perfilaba con claridad las ideas, pero creyó ver que, allá en el lugar donde nacen, alguien pretendía llevar el control de sus aventuras y presentaba ante él el pasado de su vida escrito en una partitura musical cuyas notas no podía leer porque estaban manchadas de sangre. Y porque tenía un dolor de cabeza que le cegaba.
Pero aquello era una injusticia. Aquel dolor y aquella ansiedad debían corresponder a la otra mitad. Ella era quien había cometido el error de matar a la LaVerne. Alguien tenía el deber de perseguirle y apresarle para que pagase, con el castigo que merecía el daño cometido. Que le encerrasen, por lo menos, hasta que aprendiese a no herir a la gente. Así no volvería a molestarle a él tampoco. Porque él, Larry Fox, no había hecho nada, en absoluto.
Larry se iba ahora a casa a esconder la pistola. Era lo único de que tenía que preocuparse. Puso de nuevo en marcha el coche y, poco después, entraba en Garden View. Allí era donde tenía que girar. Era mejor frenar para que nadie le detuviese y se hallase obligado a explicar por qué iba tan de prisa. La gente no podría comprenderle. Nunca le habían comprendido. Por eso merecían lo que les pasaba. No quería herir a nadie, pero a veces había que castigar. Es lo que la hermana Corinne le había dicho siempre.
El dinero era auténtico. Lo podía ver en el bolso, sobre el asiento, a su lado. Y la pistola era auténtica. Aún dominaba la situación, porque sabía distinguir las cosas auténticas.
Y por eso giraba allí. Iba a dejar la pistola en el cajón de donde la había sacado. A partir de entonces, podría vivir tranquilo, sin preocupaciones, y sonreír abiertamente a Elinor. Le diría que había salido a dar una vueltecita. Y, si no se lo creía, ya daría cualquier otro pretexto. Porque, en aquellos momentos, conservaba el dominio sobre sí mismo.
Larry estacionó el coche y bajó. Tenía que dejar el bolso donde estaba, hasta que consiguiese una bolsa de papel. Pero llevaba en el bolsillo la pistola y el llavero. Entraría por la puerta de la cocina.
Antes de entrar, miró hacia arriba. La ventana del cuarto de baño estaba bajada y, a través de ella, se veía luz. Elinor debía de estar allí, lo que quería decir que podía entrar en la casa sin ser visto. Abrió la puerta y llegó a la sala. En el momento en que se disponía a abrir uno de los cajones de la mesa de Walter, observó que Elinor le estaba observando, desde arriba.
¿Por qué?
Había bajado la escalera en silencio y allí estaba, sin moverse, mirándole fijamente.
—Acerqúese —dijo Larry.
Ella obedeció. Larry tenía la pistola en la mano.
Larry observó que a Elinor, como a la LaVerne, le impresionaban las pistolas. Esta era rubia y Elinor morena. Pero en esto coincidían. Las dos tenían miedo a las armas. Otro punto de coincidencia era su forma de vestir. Elinor llevaba una simple bata, a través de la cual se veían todas las formas de su cuerpo. ¿Pretendía tentarle, presentándose ante él tan provocativa?
Larry movió la cabeza. Tampoco era aquel el momento oportuno.
Estaba asustada y él la dominaba por completo. Pero no debía acordarse de aquello. Sus preocupaciones derivaban hacia temas de más importancia.
—No se asuste —dijo—. Estaba buscando papel y lápiz en este cajón y vi la pistola. ¿Es de Walter?
—¡Larry, estaba preocupadísima por ti! Cuando me dijeron que te habías ido con ella, no supe qué pensar.
Aquello no le gustó. Se acercó a ella y la cogió por la bata. Ella retrocedió, diciéndole:
—No te enfades, Larry. No disimules más, porque... estoy enterada.
¿Que estaba enterada?
Algo, entonces, había fallado y todos lo sabían. Lo que quería decir que ya no viviría en paz hasta que se hubiese librado de ellos. Todos estaban contra él porque era bastardo, a pesar de que él no tenía culpa alguna. El no había querido matar a la LaVerne. Los culpables eran ellos, que le obligaban a hacerlo.
Sin embargo, confiaba en que esta vez no hubiera sangre.
—Larry... estáte quieto... no te preocupes... sé que no te vas a fugar con Jill.
Elinor temblaba de tal modo que sus dientes castañeteaban. Después de oír aquellas palabras, Larry comprendió que estaba equivocado. Se estaba refiriendo a Jill. Luego no sabían nada de lo ocurrido a la LaVerne y, naturalmente, tampoco le perseguía nadie.
Larry se volvió y aflojó el dedo que tenía apoyado en el gatillo de la pistola.
En aquel momento irrumpió Walter en la casa.
—¡Cuidado! —gritó Elinor.
Larry miró hacia atrás. Dio un empujón a Elinor y la echó a un lado. Después, avanzó al encuentro de Walter.
Walter seguía caminando hacia él. Su rostro estaba intensamente pálido.
—¡Apártate de ella! —dijo—. ¡Apártate de ella!
Larry hizo un movimiento de cabeza y alargó el brazo. Quería entregar a Walter la pistola y decirle que no era su intención hacer daño a nadie. Que su propósito era descansar un poco y marcharse de aquella casa inmediatamente.
Pero ya no había tiempo para explicaciones.
Elinor abrió la boca, como si fuera a gritar, y Larry se volvió rápidamente, dándole con la pistola en la cara.
Al caer Elinor, Walter trató de echarse sobre Larry para apoderarse de la pistola. Pero Larry le esperaba. Al acercársele, esgrimió el arma con seguridad y la dejó caer pesadamente sobre la cabeza de Walter.
Inmediatamente, echó a correr. Atravesó la cocina y salió por la puerta trasera, se metió en el coche de un salto y buscó las llaves en el bolsillo. Rápidamente, dio marcha atrás, procurando no precipitarse. Disponía del tiempo necesario para finalizar todo con éxito, si lograba dominar sus nervios. La LaVerne estaba muerta. Elinor y Walter se hallaban fuera de combate. Larry disponía del dinero, de la pistola y de unas cuantas horas. Atravesaría la frontera del Estado, abandonaría el coche y se desharía del arma. Entretanto, el descapotable amarillo rodaba, a toda velocidad.
De pronto, apareció Jill al borde de la carretera. Iba corriendo y llevaba en la mano una maleta que se bamboleaba contra sus piernas. Parecía haber estado llorando.
Larry acercó el coche a la acera, frenó con fuerza y abrió la portezuela contraria.
—¡Aquí! —dijo.
Jill se volvió y se dirigió a él.
—Larry... ¿dónde has estado? Esperé durante largo rato y no apareciste...
—Es que me retrasé.
—Por eso creí que estarías aún en casa de los Harris e iba a buscarte.
—Ya te he dicho que me retrasé. ¡ Sube!
—Pero, espera un poco...
—No tenemos tiempo.
Y era verdad. De pronto, volvía a faltarle el tiempo. Las cosas cambiaban repentinamente. Si hubiese salido un momento antes no la hubiese encontrado. En cambio, si ahora la dejaba allí, Jill se dirigiría a la casa y encontraría, tendidos en el suelo y sin conocimiento, a Walter y Elinor.
Por eso, la única solución era llevarla consigo, a pesar de que no lo deseaba. Nunca había tenido tal intención y, además, no podía hacerlo porque Jill obstaculizaría la realización de su proyecto.
Pero pensó serenamente, durante unos segundos, y en seguida encontró la solución. Cogió la maleta de Jill, colocándola en el asiento, y la ayudó a entrar en el coche. La sonrió alegremente, para tranquilizarla, y puso de nuevo el motor en marcha, reemprendiendo el viaje.
A Larry le resultaba fácil sonreír ahora. Llevaba la mejor de las garantías en uno de sus bolsillos: la pistola.
XV
Jill subió al coche. Antes de que hubiera cerrado la portezuela, ya Larry había pisado el acelerador. Doblaron la esquina y siguieron por una calle estrecha.
—¡Larry, más despacio! —dijo ella.
—Tenemos prisa, ¿entiendes? —Larry sonrió—. Nunca te habías fugado hasta ahora, ¿verdad?
—¿Fugado, dices?
No se le había ocurrido a Jill pensar de aquella forma en la aventura. Y sin embargo...
—Es como un juego, ¿sabes? —Larry le hablaba por el lado derecho de la boca; volvieron a entrar en la calle y abandonaron Garden View—. Lo importante es salir de la ciudad y cruzar la frontera del Estado antes de que nadie nos dé alcance.
—Pero, ¿quién...?
Él no la dejó terminar la frase.
—Tus padres, naturalmente.
—Larry, he estado pensando en esto. ¿No crees que sería mejor decírselo a ellos antes?
Él movió la cabeza, negativamente.
—¿Qué te ocurre? ¿Ya tienes miedo?
No, no es que tuviese miedo. Además, estaba ya harta de que todo el mundo la tratase como a una cría y de que la tomaran por alguien a quien había que estar dando lecciones continuamente. Sus padres y George Drux y gentes serias como Elinor y Walter Harris... Todos eran igual.
Larry era distinto. Era el único que sabía comprenderla, que no tenía miedo a vivir y que la miraba como si fuese una persona auténtica y no una chiquilla tonta.
Ella le sonrió, mirándole.
—No tengo miedo —dijo—. Pero no me gusta la idea de que te metas en un lío. En primer lugar, este coche no es tuyo.
—Cierto. —Él hizo una señal de asentimiento, pero sus ojos siguieron fijos en la carretera. Estaban ya en las afueras de la ciudad y Larry llevaba el coche a ciento veinte kilómetros por hora—. Pero no necesitas preocuparte. Todo lo tengo dispuesto. No nos llevaremos este coche. Vamos a llevarnos uno igual, de una de mis amistades.
—¿Uno igual?
Él asintió con un movimiento de cabeza.
—Otro Chevrolet, descapotable amarillo, exactamente igual que éste. Lo tengo todo arreglado y nos espera.
—¿Dónde?
—Un poquito más arriba. —Larry hizo un ademán vago y siguió mirando fijamente el camino.
—No lo entiendo. Este amigo tuyo... ¿sabe lo que piensas hacer?
Larry movió negativamente la cabeza.
—No es un amigo, es una amiga. Para que veas, ese bolso que está ahí es de ella. Además, nos presta dinero. Bastante dinero.
A ella le resultó difícil entender la última frase, porque Larry comenzó a reír entre dientes. Posiblemente, le estaba tomando el pelo. Pero no, ella veía allí el bolso.
—Creí que habías dicho que no conocías a nadie por aquí más que a Walter y a Elinor —dijo Jill.
—Y era cierto. Nos encontramos por casualidad. Una afortunada casualidad. —Larry volvió a reír entre dientes.
—Pero, ¿quién es?
—No tardarás en saberlo. Mira, aquí tenemos que doblar.
El coche entró por un camino particular, por el camino del lago.
Jill pestañeó. Todo parecía suceder con demasiada rapidez. No tenía tiempo para pensar ni para darse cuenta de las cosas. Pero había algo que la preocupaba y no era precisamente la idea de que Larry encontrase una amiga que les prestara un coche, así, sin más ni más. Quizá fuese la forma de reír él cuando no había nada de que reírse. Había nerviosidad en los sonidos de Larry y ella comenzaba a sentirla también.
Entonces advirtió que la chaqueta y los pantalones de Larry estaban arrugados y llenos de polvo y que a la camisa le faltaba un botón. Forzó la vista para ver mejor, pero allí, bajo los árboles, estaba más oscuro, y el crepúsculo avanzaba sobre la superficie del lago.
El coche comenzó a perder velocidad.
—Hemos llegado —dijo Larry—. Aquí está el otro Chevrolet.
Había, efectivamente, otro descapotable, exactamente igual que aquél, estacionado junto a la casona de color castaño. Ella contempló el coche, mientras Larry daba marcha atrás en el sendero. No quitaba la vista de la choza, como si esperase que alguien apareciese, de improviso, en la puerta.
—¿Te espera tu amiga? —preguntó Jill.
Larry hizo una señal de asentimiento al parar el motor.
—¿Cómo se llama?
—Os presentaré cuando entremos.
Jill se revolvió en el asiento, mirándole a la cara.
—Larry, ¿estás seguro de que se halla dispuesta a prestarte el coche? ¿Crees que no dirá nada?
Larry rió más fuerte que antes.
—¡Te prometo que no dirá una palabra! —Se fue al otro lado del coche para abrirle la portezuela. Entonces, la tomó del brazo—. Anda, vamos.
La risa cesó, al vacilar ella. Jill notó que los dedos de Larry aprisionaban su brazo y que su voz era dura.
—¡He dicho que vamos!
La voz la hirió más aún que los dedos y ella se apartó.
—Larry, pasa algo, ¿verdad?
—No, nada. Algo de nervios, creo. No estoy acostumbrado a esto. —De pronto, la soltó—. ¡ Es un crimen, eso es lo que es..., un crimen!
—¿El fugarse, quieres decir?
—Sí, claro, el fugarse.
—Larry, quizás no debiéramos hacerlo.
—¿ Hacer qué?
—He estado pensando. Quizá sea mejor que no sigas adelante con el plan.
—Pero, ¿no ves que no tengo más remedio que seguir? Es la única solución.
—¿Por qué? Nadie sabe que hemos venido aquí.
—Así es. Nadie lo sabe.
—¿Y qué sucedería si salimos de aquí y nos volvemos a casa? ¿Qué podría ocurrir?
—¿Qué podría ocurrir? —Volvió a cogerla del brazo y esta vez no hubo risa, ni sonrisa, ni la soltó—. Yo ya no puedo volver. Yo no tengo ninguna otra salida más que irme. Y tú vendrás conmigo.
—Larry, yo...
—¡Cállate!
La sacó del coche de un tirón y la arrastró consigo, por el sendero, hacia la puerta de la casa.
—Larry, si no me sueltas ahora mismo, voy a gritar.
—Grita cuanto quieras. Nadie te oirá.
—Pero tu amiga...
—No le importará nada.
—¡Claro que le importará! Porque voy a decirle que he cambiado de opinión y que ya no me voy contigo.
—Estupendo, dile eso.
Larry volvió a reír, al tiempo que abría la puerta de la casa. Empujó a Jill hacia dentro y cerró la puerta en seguida. La chica entró dando tumbos en la habitación semioscura.
Jill recuperó el equilibrio, forzando una sonrisa por si la amiga de Larry la estuviese mirando, aquella amiga que iba a ser tan bondadosa que les prestara el coche para su luna de miel.
Pero la oscuridad y el silencio contaban su propia historia: la casa estaba vacía. Allí no había nadie. Nadie en la habitación, nadie en toda la casa. Jill miraba fijamente las sillas vacías, el sofá vacío, la gran chimenea, la alfombra enrollada...
Pero la alfombra enrollada era un cuerpo, dos brazos y dos piernas y una cabeza con un agujero en el cuello.
Se asustó al abrirse la puerta tras ella, pero era Larry, naturalmente, que se reía, al mirarla. Ella deseaba echarle los brazos al cuello, pero se dio cuenta de que él tenía la pistola en la mano.
Y le apuntaba con ella. Justamente al cuello.
—¿Fue agradable vuestra charla? —murmuró—. ¿Ya os conocéis? —Larry dio un paso adelante y Jill buscó refugio contra la pared—. Bien, sobraba tiempo para eso. Mucho tiempo. Toda una eternidad.
—Larry...
—¡Cállate! Quiero que estés muy tranquila. Tenemos que estar los dos muy tranquilos. Es la única forma de evitar cosas peores. ¿Ves?, si conservamos la calma, te lo podré decir todo. Tú quieres saberlo todo, ¿verdad, Jill?
—Sí. Quiero saberlo todo.
—Esta mujer se apellidaba LaVerne. Iba a darme dinero, pero se produjo entonces un accidente casual y la pistola se disparó. Tú me crees, ¿verdad?
—Naturalmente. —Jill hizo un esfuerzo para asentir—. Naturalmente que te creo.
—Mientes. —La voz de Larry carecía de inflexión. No temblaba, y era firme como la mano que sostenía la pistola—. No lo crees, ni lo creerá nadie. Por eso no deben saberlo nunca. Ni la policía, ni la hermana Corinne, ni ninguno de ellos. Y no lo sabrán, ni después de haber venido tú hasta aquí.
—Naturalmente que no. Yo no les diré nada. —Jill sintió que se le saltaban las lágrimas, pero pudo contenerlas—. Por eso querías fugarte, ¿verdad? Porque la mujer no puede declarar contra el marido.
—Pensé en eso, sí —dijo Larry—. Y también pensé en otra cosa. En llevarte conmigo por si hubiera tropiezos por el camino. Podía suceder que nos cerraran la carretera o algo así, después de haber dado la señal de alarma. Y entonces podría utilizarte como escudo, porque no se atreverían a disparar sabiendo que tú estabas conmigo.
—Pero tú no harías...
—Eso es, no lo haría. Porque hay otra solución mejor. Una forma de arreglo para que ni siquiera me persigan. Y es que te encuentren a ti aquí, Jill. Aquí con la LaVerne y la pistola que sirvió para matarla.
Larry estaba ahora cerca de ella, pero su voz sonaba lejos.
—Lo entiendes, ¿verdad? Creerán que os peleasteis por la pistola y que os matasteis mutuamente, porque os estabais peleando por mí. Ese será mi golpe definitivo. El gran final.
—Larry, por favor.
Él levantó la pistola.
—No te dolerá —murmuró—. No te dolerá, te lo prometo. Piensa sólo que te vas. Como si fuera un viaje de luna de miel.
A través de la ventana, sobre el hombro de Larry, Jill pudo ver una sombra que se movía. Luego, vio el rostro en el marco de la ventana, mirando hacia dentro. Era un viejecito de cabellos blancos como la nieve, que sonreía a Jill como un gnomo benevolente.
Larry siguió la dirección de su mirada y se volvió.
La pistola se disparó, de pronto, y el viejecito de cabellos blancos se desplomó, doblado, sobre el marco de la ventana. Pero, al caer, levantó el arma que llevaba en su mano e hizo saltar la tapa de los sesos de Larry.
XVI
No pudieron aclarar los hechos hasta mucho después. Llegó la policía y hubo mucho movimiento hasta la terminación del sumario.
Elinor pudo, al fin, contar el resto a los Whittaker, una noche en que fueron a visitarlos.
—Fue ese Sarno el que hizo que le dieran la paliza a Larry el día en que lo encontramos desmayado en nuestro coche. Creyó que aquello iba a arreglarlo todo, hasta el día en que Larry y su amigo Clarence llamaron a la LaVerne y la amenazaron. Sarno estaba escuchando por el teléfono supletorio del piso de arriba.
Elinor hizo una corta pausa y prosiguió:
—Entonces, hizo que mataran a Clarence. La policía dice que Sarno estaba en contacto con corredores de narcóticos y Clarence tenía el vicio. Sarno se encargó de que abastecieran a Clarence en seguida. Le mandó heroína, pero mezclada con un matarratas. — Elinor se estremeció—. ¡Qué horrible manera de morir!
—¿Cómo sabía Sarno que Larry continuaba su plan de chantaje? —preguntó Minnie Whittaker.
—No lo sabía. Creyó que la muerte de Clarence sería suficiente para atemorizarle y hacerle huir. Nunca pensó que la LaVerne sacaría el dinero de su cuenta conjunta, ni se imaginó que fuese a encontrarse con Larry en la choza. Él había estado ausente aquella tarde y, cuando llegó a casa, se encontró con que la LaVerne no estaba. También faltaban algunas cosas de ella, por lo que debió pensar que le había abandonado. Tuvo una corazonada y llamó al Banco, donde le explicaron que había ido allí a sacar dinero.
—Pero ¿por qué había de ir a la choza, entonces?
—La policía cree saberlo. ¿Recordáis, cuando registraron la casa, después, que encontraron once mil dólares en dinero, escondidos bajo las maderas del cobertizo de herramientas?
Jim movió la cabeza, asintiendo.
—Posiblemente temió que la LaVerne pudiera haber descubierto la existencia de este dinero y que proyectase llevarlo también consigo. Lo raro es que, al parecer, la mujer no tenía ni la menor idea de ello. Pero Sarno llegó a la choza justamente después de que llegaran Jill y Larry. Y ya sabéis lo que sucedió después.
—Sí —contestó Minnie—. De todos modos, aunque no hubiera salvado la vida de Jill, me daría lástima ese Sarno. Y eso que era un asesino.
—Su verdadero crimen no fue ese —le dijo Jim—. Su verdadero crimen fue el tratar de comprar algo a lo que no tenía derecho: juventud. Juventud en la forma de la LaVerne. Tenía treinta años menos que su marido. Era natural que hubiese algún contratiempo.
—Todavía sigues interesado en ese problema de la juventud, ¿verdad? —preguntó Walter.
—Naturalmente. Eso es básico. El que Sarno matase a Larry es la esencia misma del caso. La juventud contra la vejez.
—¿Y Larry? —dijo Minnie—. Supongo que creerás que era el tipo de joven actual y que nuestra Jill y los chicos como George Drux son lo mismo que él, ¿verdad?
Jim hizo un ademán impaciente con la pipa.
—Yo no dije eso. Jill fue simplemente una crédula. Los dos sabemos ya que ha escarmentado. Se se sentirá muy feliz con George, o cualquiera como él, y dará gracias al cielo de que todavía existan por ahí bastantes que se le parezcan. No, Larry era una excepción, un caso de trastorno orgánico. Mi única esperanza es que nuestra sociedad no críe demasiados como él. Podemos vivir sin los gamberros.
—¿Gamberros? — Elinor estaba verdaderamente sorprendida—. Yo creí que los gamberros eran esos tipos que andan por ahí con ropas sucias, que tocan jazz y hablan de tonterías. Y, además, creo que llevan barba.
—Cristo también llevaba barba —dijo Jim—. Y Cristo no era así. —Sonrió amargamente—. No estoy tratando de mostrarme petulante. Es que las etiquetas y los símbolos en sí no dicen nada. Hay algo más en la llamada generación gamberril que sentarse en cafés y cavas, emitiendo sonidos raros y metiéndole poesía a la música. El ser gamberro no tiene nada que ver con escribir libros o producir ruidos furiosos. Todo eso lo hacían, cuando nosotros éramos jóvenes, en Greenwich Village o en los claustros universitarios. Ser gamberro es simplemente no dar razón ninguna a la vida. Es adoptar una actitud de yo-primero, y buscar sensaciones a cualquier precio. Larry tenía eso. O, mejor aún, eso lo tenía a él. Él puede haber sido un caso extremo.
—Por favor —dijo Elinor—. No hablemos más de él.
Y no hablaron más de Larry.
Elinor y Walter tampoco hablaron de él, después de irse los Whittaker. Ya habían discutido al volver de la clínica: Elinor con su cicatriz en la mejilla y Walter con la suya en la cabeza. Las heridas estaban ya cicatrizadas y ninguno de los dos quería verlas abiertas nuevamente. Incluso, entonces, naturalmente, Walter no lo había dicho todo. No había hablado de cómo Jim Whittaker había seguido a Larry y Elinor hasta casa la noche de la fiesta de Jill para ver lo que ocurría y que, al pasar en el coche, los había visto abrazados a la puerta la cocina. No le dijo que Jim le había llamado por conferencia a la mañana siguiente y que ése había sido el motivo de que hubiese regresado a casa anticipadamente, con tiempo para sorprender a Larry.
En realidad, Walter no tenía que decírselo a Elinor, porque ella ya lo sabía. Se lo había dicho Minnie Whittaker. Pero quería evitar que Walter se enterase de que lo sabía. Quizás algún día podría explicarlo. Ahora, sólo serviría para lastimarle y no quería lastimarlo porque amaba a Walter.
En cambio, hablaron algo más.
—Verás —dijo Elinor—, no puedo dejar de pensar en este Sarno. No parecía ser un golfo, con aquellas gafas y los cabellos blancos. ¿Qué es lo que vio ese hombre en una mujer como la LaVerne? El ser viejo debe de ser una cosa terrible.
—No, no lo es —murmuró Walter—. La edad es sólo terrible cuando se niega a abandonar la idea de la juventud. Del mismo modo, la juventud es terrible cuando desea cosas que vienen sólo con la edad.
—Esa es una idea muy profunda —le dijo Elinor—. Deberías exponérsela a Jim Whittaker.
—Que la averigüe él, si quiere —contestó Walter—. Todos tenemos que hacerlo, tarde o temprano.
—Pero, ¿y nosotros? —Elinor suspiró—. Nosotros ya no somos jóvenes. Y, en realidad, tampoco somos viejos.
—Es una buena forma de ser —dijo Walter—. ¿No crees? —La tomó del brazo y la llevó consigo al sofá.
—Creo que tienes razón —murmuró Elinor.
Al sentarse, vio una manchita, al borde de la alfombra de la sala. Se estremeció un poco cuando se dio cuenta de que debía ser... sangre suya o de Walter. Entonces, decidió no decir nada. Después de todo, habían mandado la alfombra al tinte.
Y era posible que la mancha desapareciese con el tiempo.
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