BLOOD

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viernes, 26 de marzo de 2010

IMAGENES MALDITAS -- RAMSEY CAMPBELL -- 2ªparte

IMÁGENES MALDITAS

Ramsey Campbell


2ª parte

17

Dos horas más tarde estaba en mitad de Norfolk, y se juró no volver a fiarse nunca del mapa. Una carretera representada por una línea continua sobre el papel resultó en la práctica no tener ninguna recta de más de cien metros. Tenía que llegar a Cromer con tiempo para encontrar a Tommy Hoddle antes de la actuación de la noche, y decidió no perder tiempo parando a comer. Cuando se vio una vez más al final de una caravana de vehículos sin intención de adelantar a alguien más lento, redujo una marcha al ver un tramo recto y adelantó a los cuatro coches antes de que ninguno de ellos hiciera señal de adelantar.

Por el retrovisor los vio tomar una carretera lateral y se quedó sola. Una nube pastosa que cubría la mitad del cielo se fue hundiendo en el horizonte hasta que éste quedó completamente despejado. Aunque el paisaje era llano, su vista no llegaba muy lejos a causa de los setos que flanqueaban la carretera. No siempre las señalizaciones de los cruces coincidían con lo que su mapa pretendía hacerle creer. Se prometió que cuando llegara a Cromer se permitiría un rato de descanso.

Conducía rápido, frenando a la entrada de las curvas y volviendo a acelerar en cuanto era posible. Más allá de la ventanilla abierta se extendían unos vastos campos de cereales. Miró al retrovisor por si el movimiento que había detectado a sus espaldas al tomar la última curva era alguien que intentaba adelantarla, pero la carretera estaba desierta, vibrante de polvo y calor bajo el cielo incandescente. Al salir de otra curva volvió a mirar el espejo para ver qué era lo que se acercaba tan rápido a su vehículo. Debió de haber sido una ilusión de la perspectiva, algún matorral que sobresalía de una tapia y que había parecido saltar al asfalto en el momento en que la curva desaparecía por el espejo.

La altura del seto más cercano al coche crecía sin cesar, devolviéndole el ruido del motor. Se parecía tamo a un gruñido cascado que disminuyó la velocidad por si era un fallo del motor. Sintió alivio cuando la barrera y el sonido desaparecieron, y comprobó que no le pasaba nada al coche. El viento agitaba una de las ringleras del campo que estaba atravesando, era el viento o un animal. Posiblemente la corriente de aire formada por el coche causaba la inquietud de los tallos; ningún animal salvaje se hubiera mantenido tan cerca de un vehículo en movimiento. Pisó con fuerza el acelerador apurando la recta. Debía de ser el coche lo que hacía moverse la hierba, pues el movimiento seguía a su misma altura. Tomó una amplia curva alrededor de la cual el seto volvía a ascender, pero no frenó de inmediato. El siguiente tramo recto apareció ante el vehículo y Sandy levantó bruscamente el pie del acelerador. A la entrada de la siguiente curva había un coche de policía apartado.

—Justo lo que necesitaba —suspiró Sandy—. Estupendo.

Como respondiendo a sus palabras, cuando estaba a cincuenta metros del coche patrulla éste le hizo señas con las luces para que se detuviera.

Mientras ella se apartaba a la cuneta, el conductor salió del coche y cerró la puerta que sonó como un hachazo. Era tan ancho de hombros que la hizo pensar en un jugador de rugby. Se preguntó si andar despacio era parte del entrenamiento de un policía, una técnica para hacer perder los nervios a la presa. Se echó ligeramente hacia delante la gorra, cubriéndose la rubicunda frente, que parecía enana en comparación con sus hombros. Miró la matrícula y después a Sandy.

—¿Puedo preguntarle adonde se dirige?

—A Cromer.

Él asintió como si sopesara la respuesta.

—¿Y de dónde viene?

—De Cambridge.

—Entonces me parece que está un poco perdida, ¿no cree?

—No me extrañaría, por la forma en que señalizan ustedes sus carreteras.

No se refería a él personalmente, ni al cuerpo de policía, pero la cara del agente se endureció como la de un perro.

—En realidad supongo que ésta me acabará llevando a Cromer.

El dio la vuelta alrededor del coche con lentas zancadas y se agarró a la puerta de Sandy, apoyando la yema del pulgar en la rendija por la que había desaparecido el cristal.

—Me gustaría ver su documentación.

Sandy se lo imaginó más bien jugando al hockey que al rugby, vestido con un maillot de mujer, y se sintió mejor al abrir el bolso.

—Espero que todo le parezca correcto —dijo ella, buscando entre los bolsillos de plástico de su cartera hasta dar con el permiso de conducir.

Él lo examinó con detenimiento por ambos lados y por fin se decidió a devolvérselo. Cuando Sandy iba a guardarlo, su carné de empleada de la Metropolitan se deslizó fuera. Él lo miró con tal repugnancia que Sandy tuvo la absurda idea de que Stilwell había conseguido predisponerlo también a él en su contra.

—Yo tendría cuidado, si fuera usted —dijo.

Sandy le hubiera preguntado de qué si hubiera pensado que iba a responderle. El policía volvió a su vehículo, caminando lentamente por el centro de la carretera como advirtiéndole que no se atreviera a pasarlo. Había conseguido ponerla tan nerviosa que cuando alcanzó el cruce que él debía de estar vigilando olvidó mirar las indicaciones. Era una carretera de tercer orden que seguramente no le hubiera sido de ninguna utilidad, y además podía ver a varios cientos de metros un cruce mayor y señalizado.

Un sordo rumor de motores había comenzado a flotar en el aire. Pensó que sería maquinaria agrícola, aunque no se veía a nadie trabajar en los campos. En efecto, el letrero del cruce le confirmó que se dirigía hacia Cromer. De reojo, vio luces al otro lado de uno de los campos que bordeaban el cruce y frenó. Lo que fuera que se acercaba por el sudoeste, iba escoltado por la policía.

Se detuvo un momento en la cuneta para observar. Era el ejército de Enoch, que seguía recorriendo Inglaterra en busca de una tierra hospitalaria. Los decrépitos camiones y caravanas se arrastraban penosamente como un cortejo fúnebre a través del paisaje, flanqueados por coches de policía con luces azules sobre el techo. A pesar de la escolta, la caravana pareció por un momento tan antigua como la tierra, una tribu de nómadas sin tiempo ni lugar propio. Sandy pensó que su tiempo había sido la década de los sesenta, y que si se quedaba allí mirando no llegaría a tiempo a Cromer. Puso el coche en marcha y arrancó. El cruce estaba desierto. Acababa de dejarlo atrás cuando un niño de unos siete años salió corriendo de entre las altas hierbas y saltó a la carretera, delante del coche.

Sandy hundió el pie en el freno. El coche patinó sobre el asfalto y se detuvo justo antes de caer a la zanja sobre la que el pequeño había saltado. Cuando Sandy maniobraba para volver a la carretera, una mujer vestida con un caftán salió corriendo de entre las hierbas detrás del niño. Intentó saltar la zanja, pero vaciló al ver el coche, resbaló en el barro y cayó de forma extraña al borde del cam po. Cuando Sandy vio que intentaba levantarse y se agarraba el tobillo con gesto de dolor, aparcó en la cuneta contraria y salió del coche.

Antes de que llegara junto a la mujer, el niño se interpuso entre ellas, blandiendo una piedra de aristas afiladas que había cogido del suelo. Sandy todavía temblaba por el sobresalto, y la forma en que el niño se disponía a defender a su madre le produjo un escalofrío.

—No voy a hacerle daño —le aseguró—. Quiero ayudarla.

La mujer levantó la vista. Su rostro era muy delgado, de un color rosáceo. A pesar de que su pelo fuera gris y de que estuviera mal cortado, tenía unos treinta años.

—¿No es usted de por aquí? —preguntó con fuerte acento de Lancashire.

—No más que usted —contestó Sandy—. ¿Le importa?

—A la gente no le gusta que nos acerquemos a sus casas ni a sus tierras.

—Me temo que eso es inevitable.

Cuando la mujer le sonrió agradecida, el niño dejó caer la piedra. Sandy ayudó a la mujer a levantarse. Esta dio dos pasos y se tuvo que apoyar en ella.

—Deberíamos ir a un hospital —dijo Sandy.

—No. Siempre nos hacen esperar hasta que han atendido a cualquiera que viva en la zona. Tenemos hierbas y en la caravana viene una curandera.

—¿Quieren esperarlos aquí, o prefieren que los lleve?

—Yo quiero volver —suplicó el niño, dando unas palmadas en el tejado del coche. Cuando Sandy ayudó a su madre a subir al vehículo y lo dejó pasar atrás, vio que había dejado las huellas embarradas de sus manos en el techo. Era el primer niño pequeño que olía tan sucio como parecía, y su madre tampoco parecía conocer el desodorante. Sandy dio media vuelta con el coche.

—¿De qué huía el niño? —le preguntó a la madre.

—¿Arturo? Sólo quería ir junto al seto porque no tenemos retrete en la caravana, y el granjero soltó a dos perros.

—¿No ha intervenido la policía?

El niño siseó ante la mención de la policía, y la mujer dejó escapar una risita seca.

—Miraron hacia otro lado. No quieren saber nada de nosotros más que para intentar destruirnos, porque podemos hacer que la gente vea que hay otras formas de vida además de las suyas. Enoch dice que cualquiera que lleve un sombrero de punta sólo puede ser un burro o un payaso. Cuando estábamos por el sur, una patrulla de policía rompió todos los juguetes de Arturo con el pretexto de buscar drogas en la caravana. Me recuerdan a su padre. El también solía rompernos las cosas hasta que lo abandonamos y nos unimos a Enoch.

—Ahora Enoch es nuestro papá —intervino Arturo.

Sandy se sintió aturdida por tan inesperada avalancha de información.

—Espero que los perros no te hicieran daño.

—No. Enoch los espantó, pero Arturo no se dio cuenta. ¿Y sabe una cosa? El granjero se puso a gritar «¡No hagan daño a mis perros!» Enoch dice que la gente que se preocupa más por los animales que por los humanos muestra que hemos perdido el contacto con las tradiciones, pero que no podemos prescindir de ellas. Ahora la sociedad quiere que todos nos vistamos con pieles, pero antes eran los sacerdotes los que se las ponían para poder comunicarse con los animales que compartían la tierra con ellos.

—Hmmm —respondió Sandy vagamente. Ya había llegado a la carretera lateral, y el coche de policía que precedía la caravana le hizo señas con las luces. Mientras ella aparcaba el coche a un lado de la calzada reparó en Enoch Hill, que marchaba al frente de la caravana, detrás de la policía. No había pensado que fuera tan alto. Al menos medía dos metros. Tenía una barba larga y negra que le caía sobre el pecho y una melena de similar longitud que se derramaba por su espalda. Vestía un chaleco y unos pantalones que parecían de cáñamo trenzado. Sandy encontró su imagen tan fascinante que al principio no advirtió que la policía le hacía señas para que diera la vuelta.

—Traigo a una mujer herida —gritó—. Se cayó en la carretera.

—Yo la llevaré —dijo Enoch. Su voz era tan potente que barría cualquier acento que pudiera indicar su procedencia. Pasó entre los vehículos de la policía y esperó, respirando con fuerza como un toro. Sandy ayudó a su pasajera a salir del coche y Enoch la cogió en brazos.

—Vaggie conduce tu furgoneta. Seguirá llevándola mientras Merl te mira la pierna.

—Yo te acompañaré por si hay más perros por ahí, ¿de acuerdo? —propuso Sandy al pequeño, y su madre le dirigió una mirada de agradecimiento.

La furgoneta era una de las últimas de la caravana, compuesta de unos cuarenta vehículos que seguían moviéndose, conducidos por la policía. Tras las ventanillas aparecían rostros de hombres con pendientes y aire de piratas, y niños con espigas trenzadas en el pelo. Sandy tenía que ir al trote para seguir a Enoch. Se sentía como arrastrada por su presencia y energía, el olor a sudor y a cáñamo, las venas que resaltaban en la correosa piel de sus brazos, la melena y la barba que brillaba como si fuera de alambre.

—Gracias por cuidar de estos dos —dijo—. Perdone las prisas, pero no es lugar ni momento para paseos.

—Comprendo —balbució Sandy—. ¿Van muy lejos?

El volvió su enorme y curtida cabeza y la miró fijamente sin perder el paso.

—Todo lo lejos que debamos ir hasta encontrar una tierra que necesite alimento y no nos convierta en sus esclavos.

La mujer que iba en sus brazos asintió vigorosamente.

—Alimenta la tierra y ella te alimentará.

—Nosotros cambiamos de lugar cuando la tierra quiere descansar y soñar, pero la masa de los hombres no quiere dejarla en paz. Antes el hombre y la tierra se respetaban, pero ahora el hombre la corrompe, o clava su estandarte en ella y la deja marchitarse, o la agota cultivando alimentos que nadie va a comer. Llegará un día en que la tierra exija al hombre mucho más que cuando el hombre sabía lo que ella quería.

A pesar de la oratoria, aquello parecía tener cierto sentido.

—¿Se dirigen a algún lugar en especial?

—Encontramos uno la semana pasada, pero la gente de los alrededores se alzó contra nosotros —dijo Enoch—. El territorio alimenta la violencia.

Habían llegado al vehículo de la mujer, una vieja furgoneta con rayos de sol pintados alrededor de los faros y nubes en los costados. En cuanto la mujer que conducía se detuvo para dejarlos subir a ella y al niño, el coche de policía que cerraba la comitiva comenzó a hacer sonar el claxon.

—¡Ya ve! —dijo Enoch—. Todo son territorios que pertenecen a alguien y donde no somos bienvenidos.

—Debe de haber alguien que les muestre simpatía.

—Dígame dónde —dijo Enoch desafiante, mientras echaba a andar de nuevo hacia la cabeza de la caravana—. La gente nos odia por mostrarle lo que está mal en su vida, como el tener que vivir donde el estado decreta, amontonados y siempre temerosos de que alguien les robe lo que poseen, como dejar que sus familias se destruyan sin atreverse a buscar una vida familiar diferente.

Sandy se preguntó si todos los miembros de la caravana usarían sus palabras como él.

—El hombre es tan salvaje como siempre ha sido —continuó diciendo Enoch—. Antes la violencia era necesaria, formaba parte de la relación entre el hombre y la tierra. Ahora que ha perdido su significado, sólo puede ser peor.

—No creo que sea tan sencillo.

—¿Cómo puede tener algún significado cuando sabemos que una bomba puede destruir la tierra y a todos nosotros? ¿Usted qué hace?

Le estaba preguntando por su profesión, supuso Sandy, posiblemente para demostrarle que no podía refutar sus teorías.

—Soy montadora de cine.

Él frunció el entrecejo e hizo vibrar las ventanas de su nariz. Su gesto pareció amenazador.

—Entonces usted está colaborando con la violencia —dijo tristemente—. Plasmarla en imágenes no hace que la gente deje de sentirla, y menos cuando se la muestran en la oscuridad, como si fuera un dios. Eso es alimentar las imágenes y hacer que se alimenten a sí mismas, y con ello darles poder. Muy pronto no tendrán nada que ver con la humanidad, y no serán más que otro poder que engulle los significados y llena a los hombres de confusión.

—Vamos, no todas las películas son violentas.

—Toda ficción es un acto de violencia. —Sus palabras tenían casi la cadencia de un himno—. Es un acto de venganza contra el mundo por parte de personas a las que no les gusta pero que carecen de la fuerza necesaria para cambiarlo. Es una forma de cargar sus propios prejuicios sobre los demás. A mí y a los míos nos han convertido en una ficción, en un chivo expiatorio en el que quieren matar a todo lo que odian.

—Si concediera una entrevista —dijo Sandy más para darse un respiro entre la avalancha de argumentos que para persuadirlo—, ¿no daría a todo el mundo la oportunidad de comprenderlo?

Enoch gruñó y hundió la barbilla en el pecho como un toro a punto de embestir.

—Sólo ven lo que quieren ver. Nunca he vuelto a ver películas o la televisión desde que tuve edad suficiente para alejarme de ellas. Son drogas adictivas, y nosotros estamos contra ellas. Por las noches contamos historias a la antigua usanza, historias que la tierra y nuestros sueños nos cuentan. Cualquiera puede añadirles detalles y volver a contarlas. Nos pertenecen a todos. Eso es lo que el cine y todas esas industrias nos han robado, las viejas leyendas que estamos redescubriendo. Las robaron y las pervirtieron para hacernos creer que eran propiedad de unos pocos. El hombre no podrá recuperar su relación con la tierra hasta que recordemos las historias que decían la verdad. Teníamos un modelo de vida, y la civilización lo ha destruido.

—Me gustaría oírlo alguna vez contar esas historias —dijo Sandy a modo de amistosa despedida.

Ya estaban en la cabecera de la caravana, que casi había llegado al cruce. Sandy le dedicó una sonrisa de disculpa junto con el comentario, y le dio la espalda para volver al coche. Entonces aspiró aire con fuerza. Más allá de los repetitivos fogonazos azules del coche de policía, en la cuneta de la carretera de Cromer, había una unidad móvil de la Metropolitan Televisión. Y dando instrucciones a los cámaras estaba uno de los hombres con los que había discutido en la antesala del despacho de Boswell.

Él hizo ademán de saludar a Sandy e intentó volverse atrás. Pero Enoch ya se había dado cuenta. Ni siquiera frunció el entrecejo, simplemente pareció olvidarse de ella, lo que equivalía a decir que desde el principio había sabido que pretendía engañarlo.

—Ni siquiera sabía que estaban aquí —protestó Sandy—. No estaba intentando ablandarlo.

—Ninguno de los míos hablará con ellos —murmuró él con voz de trueno—. No nos convertirán en imágenes para que ustedes las metan luego en la cabeza de la gente.

Sandy lo dejó caminando detrás del coche de policía y atravesó el cruce hacia su coche, pasando por delante del camión de televisión. El periodista simuló no conocerla, pero ella se plantó delante de él.

—Bien hecho, Sandy —murmuró—. ¿Qué nos has conseguido?

—Un poco de respeto hacia mí misma, pero me lo guardaré, gracias. Estoy de vacaciones, por si no lo sabías. No quieren que los filméis, y tienen derecho a negarse, ¿sabes? Aunque creas que es por su propio bien. —Gritó las últimas palabras ya junto al coche. Subió y cerró con violencia la puerta, y se quedó sentada jadeando con fuerza hasta que la rabia comenzó a ceder. Entonces se puso en marcha hacia Cromer sin mirar atrás.

18

Dos horas después salió de un bosque y enfiló una pronunciada cuesta después de pasar junto a un zoo abandonado, y apareció el mar, más allá de Cromer. En su superficie resplandecía un río de sol que se perdía en el afilado horizonte. Una brisa que parecía traer recuerdos de arena y agua fría y salada le hizo cosquillas en la cara. El inmenso espacio abierto suponía tal alivio después de las asfixiantes carreteras, que bebió con ansia la vista durante unos minutos antes de adentrarse en el laberinto de callejuelas.

Las multitudes que atestaban el pueblo vestían de colores tan brillantes y mostraban tan diferentes bronceados, que casi parecían dibujos animados. Familias enteras se abrían paso a codazos entre las callejas flanqueadas por tiendas que rebosaban de bamboleantes expositores de postales, cubos de plástico, patos hinchables y cin-turones salvavidas rosa. Por todas partes sobresalían de las paredes rótulos anunciadores de restaurantes, casas de té y hoteles. Pensó que sería mejor dirigirse a los esbeltos hoteles del paseo marítimo, frente a la playa y el puerto. En el primero encontró habitación.

Dejó el equipaje y bajó andando al puerto. En el pabellón se anunciaba la actuación de «Valentino el vampiro: un espectáculo para toda la familia». El nombre de Tommy Hoddle había sido relegado hasta la base de los carteles por las fotos de un comediante y de sus acompañantes femeninas, ninguno de los cuales significaba nada para Sandy. Tommy no estaba en el teatro, y no llegaría hasta la hora de maquillarse para salir a escena, le dijo la chica que atendía la entrada de los artistas. Lo mejor que el director le pudo ofrecer fue una entrada para la sesión de la noche, y la posibilidad de entrevistar a Tommy Hoddle después. Sandy le dio las gracias y se preguntó dónde estaría el actor en aquel momento.

—Siempre sale a pasear todo lo lejos que puede para estar de vuelta a la hora justa —dijo el director—. Puede estar en los acantilados o en la playa.

—¿No sabrá por casualidad cómo va vestido hoy?

El director se encogió de hombros.

—Como siempre.

Sandy se lo imaginó vestido de policía, como siempre habían aparecido Hoddle y Bingo en sus películas, vagando por la playa como un payaso triste en busca de su comparsa. Oteó la playa desde el embarcadero por si lo reconocía. Los niños cavaban fosos alrededor de sus castillos de arena junto a sus adormilados padres; un perro muerto de hambre subía penosamente hacia el acantilado. Sandy no vio a nadie solo. Volvió al hotel y descolgó el teléfono de su habitación.

Roger tardó en responder.

—Sí, un momento —dijo secamente, pero reaccionó al reconocer su voz—. ¡Hola, Sandy! ¿Por dónde andas?

—Estoy disfrutando de la brisa marina en Cromer. He encontrado a uno de los actores de la película y espero hablar con él dentro de un rato. ¿A ti cómo te va?

—El libro va creciendo y todo va bien, aunque parece que el perro de alguno de mis vecinos anda suelto y muy nervioso. Escucha, tengo una buena noticia para ti. Stilwell va a tener que tragarse lo que dijo. Tengo parte de la película que según él nunca existió.

—¿Dónde la encontraste? ¿Cuántos metros son?

—Bueno, sólo son un par de fotogramas, pero consecutivos. Karloff en una torre y Lugosi mirando desde abajo. Me jugaría mi reputación a que no pertenecen a ninguna otra película. Ojalá tuviera más metraje, una escena por lo menos. Demostraríamos a todo el mundo que Graham tenía razón. Toby los encontró en el piso, y hay un testigo que lo confirma.

—¿Qué lo hizo volver?

—Fue a llevarse la cama, ahora que tiene piso propio. Supongo que quería tener un recuerdo de Graham. El tipo que lo estaba ayudando vio que había algo detrás de la puerta. A Toby no le sorprendió que la policía no lo viera, porque se había enganchado entre la puerta y la bisagra. Me imagino que los fotogramas pertenecen al final de algún rollo. El que robó la película debió de engancharla sin darse cuenta, porque el trozo está roto. Bastante torpe, para tratarse de un supuesto amante del cine.

—Eso parece. —Sandy intentaba encontrar palabras para expresar la incomodidad que comenzaba a sentir, cuando él siguió hablando.

—Toby intentó localizarte en la Metropolitan antes de llamarme, y me ha dicho que alguien de allí quería hablar contigo.

Sin duda la esperaba una buena bronca a consecuencia del encuentro en el cruce. Podía esperar unos días.

—¿Quieres leerme la lista de Graham, ahora que tengo tiempo? Prometo cuidarla como a mi vida.

—Mientras no dejes por ello de llamarme... —Roger le dictó la lista—. Mañana estarás en Birmingham, ¿verdad? Te he concertado una cita para pasado mañana en la tierra de Wordsworth, al lado de Keswick. Es con Charlie Miles, el escenógrafo. Graham no dio con él, pero yo sí. Parece un tanto excéntrico, pero locuaz.

—Una medalla es lo que te mereces.

—Al día siguiente puedo reunirme contigo, si quieres y si me dices dónde estás.

—Lo haré. Yo también tengo algo para que pienses un poco hasta que nos veamos. Harry Manners y Denzil Eames me dieron material relacionado con la película, incluyendo una vieja revista de cine llamada Picture Pictorial. ¿Y sabes quién lanzó un ataque furibundo contra la película incluso antes de que se terminara? Ni más ni menos que nuestro amigo Leonard Stilwell.

—Vaya, qué extraño. ¿Qué piensas que hay detrás de todo esto? Veré lo que puedo averiguar por aquí.

—Ten cuidado con los periodistas...

—No irás a prohibirme que disfrute yo también de los placeres de la caza.

—Había olvidado que te encanta.

Sandy podía haber seguido hablando, pero se sentía inexpicablemente oprimida, como si alguien estuviera escuchando su conversación. Anotó los detalles de la cita en Keswick y se despidió de Roger con un beso que sonó pegajoso en el auricular. Intentó llamar a varias direcciones de más al norte, con tan poco éxito que comenzó a pensar que el teléfono no funcionaba bien; quizá necesitaba descansar un poco. Se echó el bolso al hombro, bajó al paseo y se sentó en un banco frente al mar. Se puso a hojear el material que le había dado Denzil Eames.

Después de echar un vistazo a la novela de F. X. Faversham, la volvió a guardar dentro del bolso. El recargado estilo Victoriano le pareció demasiado pesado para aquel momento, y además Eames le había dicho que la película tenía muy poco que ver con la obra original. Desdobló las hojas de Spence y se puso a leer.

La letra grande y torcida resultó fácil de descifrar cuando hubo reconocido algunas letras, pero Sandy tuvo la sensación de que se trataba más de ideas desordenadas que del producto de una investigación. «Muere un hombre durante la construcción de la torre..., su muerte accidental hace que se consagre a un dios pagano..., paralelismos bíblicos (Babel; ¿otros?)... exige sacrificios...» Muchas de las notas se referían a lord Belvedere, al parecer el personaje de Karloff: «arrogante, soberbio, insensible, chovinista, inflexible...». Tras la avalancha de calificativos, escritos a tal velocidad que algunos trazos habían rasgado el papel, Spence había intentado dar forma a un diálogo.

«Belvedere: Me está ofendiendo con sus palabras. No se atreva a cuestionar el derecho de un caballero inglés a su tierra. No juzgue a mi país por el salvajismo del suyo.

»Gregor: ¿No se da cuenta de que su negativa lo fortalece aun más? La verdad es la única arma que tenemos contra lo que ha sido enterrado, pero no destruido. Mientras siga negándose a admitir la sangre que derramaron sus antepasados, seguirá habiendo sangre.»

Un golpe de brisa agitó las flores, y Sandy sintió un escalofrío. Se preguntó si Eames habría utilizado el diálogo o si no se había molestado en incorporarlo a la película. Parecía haber una idea que se escabullía en algún sitio de su mente y que no conseguía concretar. Volvió a sacar el desgastado libro y hojeó En lo alto. En efecto, el protagonista se llamaba lord Belvedere; Gregor había sido incorporado para alargar el argumento lo suficiente. Cerró el libro y se quedó mirando las olas que rompían caprichosamente en la playa. Eso la ayudó a relajarse, pero todavía se sentía incómoda y pesada cuando llegó el momento de volver al hotel.

Cenó cangrejos de Cromer en una mesa individual junto a un ventanal que miraba hacia la playa, ya casi desierta. Al poco rato tuvo que desistir de intentar dar forma a la idea que seguía escabullándose con tozudez. Veía las olas como una forma que se levantaba y se agachaba, se tendía sobre el vientre en la brillante arena y volvía a erguirse más cerca de ella. Sintió tentaciones de pedir otra media botella de chablis, pero decidió que quizás el espectáculo del pabellón fuera lo que necesitaban sus nervios. Se tomó un café descafeinado y salió del hotel.

La noche era espléndida, y eso la animó un poco. Las parejas paseaban cogidas del brazo a lo largo de la playa y se oía chirriar las sillas de ruedas. En una calleja cerca del embarcadero tintineaban las máquinas tragaperras y los cascabeles de ponis de a diez peniques el viaje. A la luz del crepúsculo, los juguetes hinchables que colgaban en racimos de la puerta de los comercios parecían enormes y extraños vegetales. Grupos familiares bajaban a buen paso la rampa en zig-zag que llevaba al embarcadero.

El director estaba junto a la puerta del pabellón, meciéndose ligeramente y haciendo reverencias a los grupos que iban entrando. Al ver a Sandy se dio una palmada en el reluciente cráneo.

—Tommy Hoddle. Se me olvidó hablarle de usted. Se lo diré antes del final de la representación.

La sala estaba casi llena, y había tantos niños como adultos. El asiento de Sandy estaba junto al pasillo, cerca de la salida. Delante de ella un niño estaba chupando un polo verde cuyo envoltorio mostraba a un vampiro con el pelo peinado hacia atrás. Más cerca del escenario, una niña aferraba un muñeco gris de cabeza cuadrada con dos tornillos sobresaliendo a ambos lados del cuello. Mientras Sandy los miraba, se apagaron las luces.

Se alzó el telón y aparecieron dos mujeres con pañuelos en la cabeza charlando a través de la valla de un jardín y quejándose de los recién llegados al pueblo. Una contaba que, aquella misma mañana, el hombre del carrito de pizzas la había invitado a que probara su salami (cacareos de regocijo por parte de un grupo de ancianas).

—¿Y qué le parecían los que habían comprado el caserón de la colina, que nunca salían a la calle durante el día? Incluso mandaban al niño a la escuela nocturna.

—Yo me moriría si tuviera que vivir así —graznó la otra, recibiendo unos cuantos gruñidos desganados del público.

La conversación siguió en aquel tono durante unos minutos, y de repente el haz del foco que representaba al sol se hundió como una piedra. Los niños murmuraron y se revolvieron en sus asientos.

—No pasa nada, cielo, son vampiros buenos —susurró una madre detras de Sandy—. Al final el niño los salva a todos de una inundación. Se convierte en murciélago y va a buscar ayuda.

Las comadres de la cerca miraron hacia los bastidores y desaparecieron mientras la familia entraba en escena: un hombre envuelto en un capa negra que entonó un «buenas noches» con voz profunda y acento extranjero; una mujer encapuchada que empujaba un cochecito con forma de ataúd agitando un sonajero que lucía unos ojos inyectados en sangre; y finalmente un personaje diminuto con capa y pantalones cortos, que fue saludado con aplausos y vítores. Cantaron una canción, Flipity Flapity Flop, y se retiraron alegando un insoportable olor a ajo mientras aparecía en escena el carrito de las pizzas, cuyo propietario cantaba: La pizza non e rica si el ajo no pica. Sandy empezó a pensar seriamente en dar un paseo por la playa mientras acababa la representación. Lo que le pareció la pareja de novios más viejos del mundo interpretó un soporífero dueto romántico, hasta que la bobalicona novia rechazó a su don Juan con un violento empujón.

—Compórtate, ahí viene mi padre —declamó ella mientras la orquesta acometía el tema de una conocida serie policiaca de televisión. Sólo podía ser Tommy Hoddle, y Sandy se incorporó en el asiento para no perder detalle.

Entró a escena de espaldas, encorvado como si no pudiera con el peso de su linterna. El casco era demasiado grande, y el uniforme, absurdamente pequeño, revelaba sus huesudos tobillos y muñecas. El salto que dio al simular que reparaba en el público hizo pensar a Sandy en un abuelo intentando entretener a sus nietos. Se subió el casco, que casi le tapaba los ojos, y miró al público con los ojos desorbitados.

Su boca, tan grande que podía haber sido pintada, se curvó hacia abajo. Sus ojos parecían mayores y más prominentes que en la única película suya que Sandy había visto. Se hizo pantalla con la mano tras la oreja hasta que alguien de la primera fila gritó «¡Uhhh!» y casi lo hizo caer de espaldas.

—No está asustado de verdad —susurró la madre detrás de Sandy, pues el pánico del actor era tan convincente que no resultaba nada cómico. Incluso la reaparición de las dos comadres fue un alivio.

Le gritaron que tenía que ir al caserón de la colina y averiguar qué estaban tramando los nuevos vecinos. El grupo se desperdigó al aparecer el vampiro diminuto cantando No soy más que un murcielaguito. Se desvanecieron las luces y un gran murciélago de goma atravesó el escenario. Entonces se encendieron todas las luces anunciando el primer intermedio.

El siguiente acto comenzó con Tommy Hoddle delante del telón, vestido de boy-scout y entonando Con mi maza y mi estaca en la mano. Su voz era chillona y, por momentos, temblorosa. Un buho ululó por los altavoces y él se escondió entre bastidores mientras el telón se alzaba mostrando el salón de la casa de los vampiros, con los espejos cara a la pared, un ataúd junto a la chimenea, unos colmillos postizos en un vaso sobre la repisa y el vampiro enano jugando con una tarántula de juguete.

—No la dejes que se acerque a la abuela o la despertará —le decía su madre señalando al ataúd mientras se levantaba para responder al timbre.

Volvió a aparecer seguida tímidamente por Tommy Hoddle y le ofreció algo de beber.

—Ve a ver si desentierras a tu padre. No sé dónde andará —le dijo al niño, y ambos salieron de escena, dejando solo a Tommy.

Al principio no reparó en el ataúd. Sandy se dio cuenta de que estaba conteniendo la respiración mientras esperaba el golpe de efecto. Tommy se acercó a la chimenea, cogió el vaso de los colmillos y abrió la boca para coger aire sin atreverse a mirar. Varias ancianas lanzaron grititos de entusiasta aprensión, reacción que pareció desconcertar al cómico más de lo normal, ya que al dejarlo, el vaso repiqueteó secamente contra la repisa de madera. Avanzó con paso inseguro hasta las candilejas, con los ojos a punto de salírsele de las órbitas.

—¿Qué voy a hacer? —preguntó al público mientras la tapa del ataúd comenzaba a abrirse.

Los niños chillaban y hacían señas, y él se inclinó hacia delante con la mano tras la oreja.

—¡Detrás de ti! —gritó una niña muy nerviosa, pero él pareció no oírla. Cuando otros niños se unieron al grito, él miró más fijamente —no a Sandy, desde luego, pero sí en su dirección.

—¿Qué me queréis decir? —dijo él con voz extraña y monocorde, como si declamara automáticamente de tanto repetir la escena.

—¡Detrás de ti! —gritaba el público, pero él pareció quedarse helado. No estaba mirando a Sandy, pero sus ojos se abrían cada vez más.

—Se le ven a salir —gimió un niño cerca de ella. Tommy estaba mirando hacia la puerta.

—¡Detrás de ti! —aullaba el público, al principio con grandes risotadas. Sin darse cuenta Sandy se unió a las carcajadas. Los gritos no lo hicieron moverse, y Sandy se volvió en busca de lo que estaba mirando.

Al otro lado de las puertas de cristal, casi completamente a oscuras, había un hombre de pie. No le pudo ver la cara ni ningún otro detalle más que su excepcional delgadez. Tuvo la impresión de que estaba esperando a alguno de los actores. Debía llevar un ramo de flores para alguien, pero parecía sostenerlo delante de su rostro. El público reía con más fuerza, y Sandy se volvió en el momento en que Tommy salía corriendo del escenario, tan torpemente que casi tropezó con los cables de los focos.

Las risas fueron decreciendo y se hizo el silencio. Entre las carcajadas Sandy había creído oír un chasquido y un golpe detrás de los decorados, como si hubieran abierto y cerrado una puerta con violencia. La madre vampiro y su hijo aparecieron por los bastidores, tan obviamente desconcertados al no encontrar a nadie a quien darle el vaso de líquido rojo que el público rugió su aprobación.

—Vamos a ver por qué no viene papá —dijo el diminuto cómico con evidente desesperación después de contar varios chistes. Los dos desaparecieron apresuradamente por donde habían llegado y el escenario quedó desierto tanto tiempo que el público comenzó a removerse en los asientos. Al final, apareció un hombre vestido de negro. Pero no era ningún vampiro, sino el director.

—Siento tener que comunicarles que Tommy Hoddle no podrá continuar la representación —dijo gravemente.

19

Los asistentes no parecieron echarle de menos, ni tampoco el espectáculo en su conjunto. Durante el siguiente intermedio Sandy buscó al director para preguntarle qué había ocurrido, pero no pudo encontrarlo, ni tampoco al hombre delgado de las flores. Soportó el tercer acto a duras penas, y llegó a pensar que los actores no iban a acabar nunca con el Flipity Flapity Flop del final. Esperó a que Tommy Hoddle apareciera saludando con sus compañeros, pero seguía sin haber señal de él cuando el público abandonó la sala entre un gran revuelo de sillas.

El director esperaba junto a la puerta para disculparse por la interrupción. Sandy aguardó a poder hablar con él sin interrupciones. Mientras se acercaba, él se pasó los dedos por la frente.

—Perdone que no la haya atendido antes —dijo él—, pero habrá observado que hemos tenido problemas.

—No habrá sido por culpa mía, ¿verdad?

—¿La conocía a usted?

—No.

—Entonces no, no puede ser, porque él no sabía que lo buscaba. No tuve oportunidad de hablarle antes de que saliera a escena.

De todas formas, Sandy se sentía de algún modo responsable.

—¿Cree que podría hablar con él, o al menos saludarlo?

El director le dirigió una mirada indescifrable.

—Me temo que eso es imposible —dijo; la acompañó a la puerta y la cerró tras ella.

Todavía estaba en el embarcadero cuando se apagaron las luces del pabellón. La noche pareció dar un paso adelante. Por un momento creyó ver al hombre de las flores inclinándose hacia ella desde lo alto del acantilado, pero debía de tratarse de un arbusto. Sopló una suave brisa a su espalda, trayendo un indefinible olor que le hizo pensar que había algo muerto cerca. Se apresuró a subir hacia el paseo marítimo y se dirigió al hotel.

Deseosa de compañía, más por sentir cerca la presencia de alguien que por hablar, pidió un gin-tonic en el bar y se lo llevó junto al ventanal. Las oscuras olas parecían haber llevado a la orilla un trozo de madera, un objeto largo y estrecho que se movía levemente como un perro en sueños. Sandy intentó sin éxito distinguir su forma, y volvió la cabeza al ver entrar a una pareja en el bar. Eran dos de los actores de la representación: los vampiros.

En cuanto se sentaron, Sandy se aproximó a ellos. El hombre todavía llevaba el cabello peinado hacia atrás formando una uve desde su despejada frente; todavía se veían restos de maquillaje en las cejas rojizas de la mujer. Ella fue la primera en levantar la vista. Su ancho rostro mostraba cansancio y desconfianza.

—¿Me permiten que los acompañe? —dijo Sandy—. Los he visto en el pabellón.

El hombre le guiñó un ojo. Sin maquillar su cara redonda parecía porosa como una esponja.

—¿Qué tal hemos estado?

—Muy bien para los niños.

—Pero no tan bien para usted, ¿no?

—Quizá no estaba de humor.

—Gracias por la sinceridad. A veces el contacto con el público es como si lo sumergieran a uno lentamente en melaza. Por favor, siéntese —dijo, echando hacia atrás su silla con gesto ampuloso—. Se acercan tiempos mejores. Este invierno veremos a Hattie aquí mismo en una obra de Agatha Christie, y yo actuaré de bufón en Robín Hood.

—Al menos estamos trabajando aquí, Stephen, cuando parece que medio país está de vacaciones —intervino Hattie.

—Es más agotador descansar que trabajar —concedió él, y añadió dirigiéndose a Sandy—: Lo peor es no tener a alguien que le diga a uno qué debe decir y hacer.

—Aunque hay diálogos que son una pesadilla repetirlos una noche tras otra.

—He oído un par de ellos esta noche, ¿verdad?

Hattie la miró fijamente.

—Esperaba que no se me notara forzada.

—A usted no, pero ¿qué me dice del intermedio improvisado?

La pareja intercambió una mirada de complicidad.

—Quizá la actuación de Tommy ha acabado por agotarlo —dijo Stephen.

—¿Qué quiere decir?

—Puede que lo haya hecho tan a menudo que se olvidó de que sólo estaba fingiendo tener miedo. Algunas noches ha estado tan convincente que el director tuvo que sugerirle que interpretara con menos realismo para no atemorizar a los espectadores más jóvenes. Me imagino que eso es lo que llaman vivir el papel.

—¿Se encuentra mejor?

—Eso espero. ¿Lo pregunta por algo en especial?

—Tenía intención de hablar con él al final de la función.

—Ah, así que era usted. El director comentó que había hablado con él. ¿De qué quería hablar con Tommy?

—Estoy haciendo una investigación sobre una película en la que trabajaron él y su compañero.

El actor miró a su colega, que se encogió de hombros.

—No sé cuando o si realmente tendrá la oportunidad de hablar con él —dijo Stephen—. Nadie sabe dónde está.

El viento golpeó con fuerza las ventanas y volvió a perderse en la noche. En la playa una mancha de oscuridad se alargó y quedó inmóvil.

—No sólo huyó del escenario. Huyó del embarcadero y nadie lo vio detenerse —prosiguió el actor—. Cuando nosotros vinimos aquí, los del teatro estaban avisando a la policía.

No había sido por su culpa, pensó Sandy; no podía ser. Se imaginó a Tommy Hoddle perdido en la noche, sin dejar de correr, con los ojos y los pulmones a punto de estallar.

—Puede haber sido el pánico a las tablas. Nunca puedes saber cuándo te va a atacar —aventuró Hattie—. ¿Sobre qué película está investigando?

—La que hizo con Karloff y Lugosi.

La actriz abrió la boca y, pensándolo mejor, dio un sorbo a su whisky antes de hablar.

—¿Sabía él que era eso lo que quería?

—No podía saberlo.

—Entonces no puede haber sido usted el motivo de su huida, —de todos modos, la actriz fijó sus ojos en Sandy con una mirada que hubiera llegado hasta la última fila de un teatro—. Si se siente hoy compasiva, no le diga nada cuando vuelva.

—No, si no les parece recomendable.

—No se ofenda, por favor. Estoy segura de que hablar con usted lo animaría mucho, si quisiera preguntarle por cualquier cosa excepto por esa película. Es probable que esa sea en parte la causa de lo que ha ocurrido esta noche.

—¿Cómo podría serlo?

—Se sorprendería usted. A menudo ha dicho que sus nervios no volvieron a ser los mismos desde entonces, y él cree que es lo que provocó el infarto de su compañero. ¿No, Stephen?

—Billy bebía —dijo Stephen.

—¿Antes de rodar aquella película?

—Quizá no tanto.

—Entonces no me hagas pasar por embustera. —Miró a Sandy con una ferocidad cansada, casi habitual—. Podemos contarle lo que él nos dijo. Al menos no tendrá necesidad de molestarlo.

—¿Lo de la película? —Cuando la actriz asintió impacientemente, él se dirigió a Sandy—. Nos habló de aquel rodaje una noche, en este mismo lugar, con unas cuantas copas encima. Es más, estaba sentado donde usted está ahora mismo.

Sandy reprimió el irracional impulso de mirar a sus espaldas, a la parte de la ventana que estaba fuera de su campo de visión.

—Pero cuando le volvimos a preguntar el otro día —lo interrumpió Hattie—, parecía no recordar habernos comentado nada.

—A lo que íbamos, lo que le ocurrió a su compañero. —Stephen cerró los ojos, y Sandy no supo si para reunir sus recuerdos o para crear suspense—. Nosotros pensábamos que para la mayoría aquello había sido un trabajo más, pero a su manera, Billy se lo tomó tan en serio como Spence, el director. Billy había creído que iba a ser una de esas películas de suspense en las que al final todo tiene explicación. Según dijo, temía que su público los acusara de no tranquilizarlos al terminar la función, pero resultó que tenía miedo de algo más.

—¿De qué? —preguntó Sandy, intentando ignorar el movimiento que detectaba en la oscuridad de la playa.

—Puede que fuera supersticioso. Pero no como somos los actores normalmente. Al parecer, cuanto más avanzaba la filmación, más empeoraba el estado de sus nervios, hasta que empezó a contagiarle su inquietud a Tommy. Los dos siempre compartían habitación cuando estaban trabajando, pero llegó un momento en que Billy casi no dejaba a Tommy solo ni para ir al baño. Tommy nos dijo que lo peor de todo era que Billy se negaba a reconocer que no quería quedarse solo.

—Cuéntale lo que pasó en el rodaje, según Tommy.

—Eso es lo que iba a hacer —dijo él, haciendo una pausa para mostrar su contrariedad por la interrupción—. Billy estaba convencido de que había en el estudio gente que no debía estar. Y suponemos que hablaba de gente. Echó a perder más de una toma porque decía que alguien le había hecho un gesto desde detrás del escenario, y se puso muy nervioso cuando el director le preguntó qué tipo de cara había visto. Había también algo más sobre un olor que apareció durante la última semana del rodaje. No pudieron localizarlo, y pensaron que procedería de alguna alcantarilla cercana. Todos hicieron lo posible por olvidarlo, menos Billy. Él siguió insistiendo en que había algo muerto por allí.

—Algo que alguien había escondido en el estudio para boicotear el rodaje, según él —añadió Hattie.

—No estoy seguro de si era eso lo quería decir. El caso es que ocurrieron dos incidentes que casi acabaron con él. Si lo llevaron a la bebida o viceversa, lo tendrá que juzgar usted misma, señorita. Un día estaba maquillándose delante del espejo y creyó ver a Tommy entrar en el camerino detrás de él, aunque no estaba seguro porque no podía verle la cara. Entonces se dio cuenta de que no podía ser Tommy ni ningún otro miembro del equipo a causa de lo que le cubría la cara, y eso es todo lo que quiso decir. Me imagino que Tommy no insistió en sacarle mucho más.

—Ha dicho dos incidentes.

—El otro fue casi el último día de la filmación. Estaban rodando una escena en la que Tommy y Billy tenían que correr en direcciones opuestas, hacia otros decorados que, como no los utilizaban, estaban prácticamente sin iluminar. Así que Tommy y Billy echaron a correr, y el director gritó «¡Corten!» o lo que se grita en esos casos, y entonces volvió a aparecer Billy corriendo e intentando decir algo. Hasta varias semanas después, Tommy no consiguió que le contara lo que creía haber visto. Y todo lo que dijo fue que había tropezado con algo que había tomado por un poste de sujeción del decorado, porque nadie hubiera cabido en un rincón tan estrecho, y que se había abalanzado hacia él.

—Tommy dice que nunca volvió a ser el mismo después de aquel rodaje, y que la película no fue ni siquiera estrenada.

—¿Sabe él por qué? —preguntó Sandy.

—Si lo sabe, no quiere decirlo. Nos dijo que cuando murió el director, todos los miembros del equipo que él conocía se habían sentido aliviados de que el asunto se enterrara discretamente.

—En el caso de Tommy quizá fuera porque esperaba que Billy se recuperase antes si se olvidaba toda la historia —dijo Hattie—. Siguieron juntos por el trabajo, pero fuera del escenario Billy lo volvía loco, según Tommy. No sólo lo seguía a todas partes como su sombra, sino que no paraba de insistirle en que tenía que engordar. ¿Se lo puede imaginar? Cuando Billy bebía demasiado, siempre se ponía a cantar una canción sobre un saco de huesos, o algo así. Y, estuviera borracho o sobrio, casi le daba un ataque cada vez que Tommy aparecía detrás de él. Cada vez que iban andando juntos, Billy se retrasaba para que Tommy fuera por delante. Tommy estaba tan desesperado por la extravagancia que le sugirió que la incluyeran en sus números, pero Billy jamás reconoció que tuviera tal manía. Y Tommy piensa que quizá lo hiciera inconscientemente.

—¿Cómo murió? —preguntó Sandy, no muy segura de querer oírlo.

—Durante la guerra estuvieron haciendo giras por el frente para animar a las tropas —dijo Stephen—. En una ocasión Tommy decidió que tenía que quedarse solo media hora antes de salir, y le dijo a Billy que le llevaría una botella de whisky. Cuando volvió a la media hora encontró a Billy sentado ante el espejo del camerino, con el tapete de la mesa sobre las rodillas y todos los botes de maquillaje rotos a su alrededor. Estaba muerto y miraba hacia atrás con los ojos casi fuera de sus órbitas.

—Tommy terminó la gira solo. Al menos tenía aquello para salir adelante.

—Nada como el trabajo duro para olvidar las penas.

—Hasta esta noche, en su caso —dijo Sandy.

—Volverá. Un perro viejo como él no permanece mucho tiempo fuera de casa —le aseguró Stephen—. Señorita, debemos irnos antes de que la patrona nos cierre la puerta de la pensión, pero no deje que lo que le hemos contado agite sus sueños. He oído historias más extrañas aun en toda una vida pisando las tablas.

Sandy no vio por qué aquello debía consolarla. Cuando se fueron, se quedó un momento mirando la inquieta noche a través del ventanal y se retiró a su habitación. Cayó profundamente dormida en cuanto cerró los ojos.

El amanecer la despertó al extender sus surcos dorados por la superficie del mar. Se hizo un café en la cafetera eléctrica de la habitación y salió al balcón para aspirar los restos de la neblina matutina. No molestaría a Tommy Hoddle, se dijo, aunque quizá pudiera hacerle una visita en el viaje de vuelta. Dejó la taza y se inclinó sobre la barandilla; entonces vio que en los carteles del espectáculo del pabellón habían borrado un nombre.

Se duchó y vistió a toda prisa, y fue directamente al pabellón. Sólo estaba la mujer de la limpieza, pero le dijo a Sandy con voz pastosa y monótona todo lo que necesitaba saber. La policía había encontrado a Tommy Hoddle de madrugada. No debió haberse dado cuenta de hacia dónde corría. Se había despeñado por el acantilado y se había roto el cuello.

20

Todo lo que podía hacer era seguir el viaje hacia Birmingham. Continuó hacia el sudoeste, a través de tierras llanas, por King's Lynn, con su mercado junto al mar, cruzando los campos de frutales de Wisbech, donde las manzanas brillaban cubiertas de rocío. Pronto el cielo se enturbió, primero por efecto de la quema de turba en los pantanos, y después con el humo de las fábricas que había impregnado la catedral de Peterborough. Más adelante, entre pastizales y agujas góticas que se alzaban sobre los árboles, la ciudad metalúrgica de Corby se oxidaba como si el ancestral paisaje reclamara sus elementos. La carretera comenzó a anunciar antiguos nombres —Marston Trussell, Husbands Bosworth— hasta llegar a la autopista, donde el tráfico arrastró a Sandy más allá de Coventry hacia Birmingham.

El trayecto fue duro, pero no complicado hasta que llegó a Birmingham. Siguió la carretera de circunvalación en busca del hotel en el que había reservado habitación desde Cromer. Le pareció que nunca iba a parar; la carretera era como una pista de carreras de galgos en la que ella fuese la liebre mecánica. Por fin, tomó una habitación en un hotel frente a la estación de ferrocarril y desde allí canceló la otra reserva; poco después salió a estirar las piernas.

Resultó casi tan fácil perderse a pie como lo había sido en coche. Frente a los grandes almacenes se abrían unos pasos subterráneos que volvían a emerger junto a unos sombríos edificios de oficinas o al borde de unos solares pelados donde había excavadoras amarillas que desgarraban la tierra. Cuando se cansó de oír gruñir a las máquinas, se internó en el subterráneo más cercano, que parecía conducir de vuelta a la zona comercial que tenía a la vista y que el tráfico le impedía alcanzar.

Podía haber escogido una ruta más atractiva. Todas las luces del subterráneo habían sido reventadas, y sus entrañas multicolores colgaban de las pantallas. Tan solo lucía una, que zumbaba y parpadeaba con desesperación. Cuando Sandy la dejó atrás, la mitad del túnel que tenía delante pareció aún más oscura. Los azulejos de las paredes estaban ennegrecidos por pintadas que parecían raíces descubiertas. Se preguntó si habría una excavadora trabajando cerca, porque el olor a comida rancia se mezclaba con el de tierra removida. De hecho, creyó oír un golpeteo de piedras al caer al suelo y un débil rozar de garras. Apretó el paso hacia la salida y miró hacia atrás. Debía de ser basura lo que se veía en la parte más oscura del pasadizo, parecía una forma agazapada a punto de saltar. Sandy se forzó a subir la rampa con paso tranquilo, y pronto se vio envuelta por la multitud que se dirigía a comer.

Almorzó en el bar del hotel. En la mesa contigua, un ciego había cubierto a su perro lazarillo con el abrigo, Sandy no supo si para abrigarlo o para ocultarlo. De cuando en cuando la cabeza del perro emergía entre los pliegues del abrigo, bamboleando la lengua grisácea. Sandy acarició al animal y se dirigió presurosa al aparcamiento.

No fue capaz de localizar el esquivo chirrido que sonaba entre las filas de coches vacíos hasta que lo oyó a su lado. Un hombre salió de debajo de un coche con las manos relucientes de grasa. Sandy se enfureció de tal modo por su aprensión, que el pobre hombre pensó que sus juramentos iban dirigidos a él, y no a sí misma. Se disculpó con una azorada sonrisa y se refugió en el coche.

Al menos pudo salir a la carretera del norte sin tener que dar demasiadas vueltas. La residencia de ancianos en la que vivía el antiguo especialista no estaba lejos de una salida de la autopista. Sandy pensó que el lugar sería excesivamente ruidoso, pero aunque vio el cartel anunciador de «El Valle» nada más salir de la autopista, la tierra ya había ahogado el zumbido del tráfico. Pasó entre los dos grandes pilares de la propiedad y comenzó a ascender por el ancho sendero.

«El Valle» era una gran casa de tres plantas, con su reloj y su veleta. Unas monjas vestidas de azul y blanco patrullaban por las sendas de grava que rodeaban la residencia. Algunos de los pacientes iban sobre sillas de ruedas, y una enfermera estaba regañando a uno de ellos que había estado dando de comer a los pájaros a escondidas. Cuando Sandy dejó el coche en el aparcamiento adjunto, observó que había una zona recreativa con columpios, toboganes y un balancín. Imaginó que habrían sido instalados para los niños que acompañaban a las visitas, y no para los internos que vivían su segunda infancia.

La recepcionista estaba leyendo un folletín de alguna historia de hospitales detrás del mostrador, que estaba situado al pie de una amplia escalera.

—¿En que puedo ayudarla? — preguntó mientras dejaba el libro bierto sobre el mostrador.

—Llamé hace unos días solicitando una entrevista con Leslie.

—Ah, sí. ¿Le importa esperar un momento? Llamaré a la enfermera jefe.

Sandy tomó asiento en un sofá de cuero frente al mostrador de ecepción. En el piso superior podía oírse a una anciana tarareando una canción, y en el salón de la planta baja varios internos estaban viendo una película de guerra; un hombre con boina blandía su bastón cada vez que el enemigo sufría una baja. Al momento apareció a recepcionista con dos enfermeras, cuyos uniformes azules y blancos recordaron a Sandy a las camareras de una hamburguesería.

—Ve a ver al señor Hunter. No nos gusta que lleve su boina dentro de la casa, ¿no es así? — dijo la mayor de las dos a su compañera, y a continuación se sentó junto a Sandy en el sofá — . ¿Quería visitar al señor Tomlison?

—Eso es.

—¿Es usted pariente?

—No, sólo estoy haciendo una investigación — dijo Sandy, mostrando su carnet de la Metropolitan — . Quería hacerle unas preguntas sobre una de sus películas.

—¿Ha venido de muy lejos?

—De Londres.

No está mal. — La enfermera se quitó de la rodilla una mota de algo tan pequeño que Sandy no pudo verlo — . La verdad es que no esperábamos que surgieran problemas cuando hablamos con usted. El señor Tomlison estaba más animado. Pero esta misma mañana, poco antes de la comida, parece haber empeorado.

¿Piensa que ha sido a causa de mi visita?

—No, estoy segura de que no. Estaba muy excitado, pero además algo parece haberlo impresionado profundamente, y no hemos conseguido que nos diga qué ha sido. El caso es que se niega a abrir la boca.

—Lo siento — Sandy hizo ademán de levantarse — . No la entretendré más. Espero que mejore pronto.

—Estaba pensando que quizás usted pudiera ayudarnos.

—Si está en mi mano hacerlo... — dijo Sandy, pensando que debía haberse ofrecido primero.

—Nunca habla de su carrera profesional, y ninguna de nosotras sabe lo suficiente para darle conversación. A lo mejor usted puede recordarle algo que lo haga reaccionar.

—En realidad yo sólo sé algo sobre la película que estoy investigando, y tengo entendido que él sufrió un accidente durante el rodaje. ¿Cree que es prudente recordárselo precisamente ahora?

—No tiene por qué ser un recuerdo agradable —dijo la enfermera como si Sandy estuviera poniendo en duda su juicio profesional—, pero quizá consiga hacerlo hablar. —Dio unas palmadas en dirección al salón, donde un anciano aferraba su bastón con una mano y se apretaba la boina sobre el cráneo con la otra—. Mire, tenemos visita. ¿Qué va a pensar de usted esta señorita? Pórtese bien o se quedará sin paseo mañana —le gritó mientras se dirigía hacia la escalera.

Sandy dudó lo suficiente para dejar claro que estaba decidiendo si la acompañaba o no. La enfermera se dirigió a paso ligero hasta el final de un pasillo del primer piso, donde había una ventana que dominaba la zona de recreo.

—Creemos que el señor Tomlison ha visto a alguien subirse al tobogán. Una de las cuidadoras me dijo que había visto a alguien echar a correr. Me pregunto por qué puede querer alguien molestar a nuestros pobres huéspedes. —Abrió la última puerta del pasillo y cedió el paso a Sandy—. Aquí hay una señorita que ha venido a verlo, señor Tomlison —declamó con voz lenta y clara.

El sol inundaba la habitación empapelada de flores. Las cortinas rosadas estaban recogidas, y todos los muebles blancos parecían apuntar al hombre que yacía en la cama mirando al cielo con una sonrisa en los labios. Tenía la colcha subida hasta la barbilla, carnosa y llena de manchas. Sus manos descansaban sobre la floreada superficie, y sostenían varios dibujos infantiles que representaban el sol sobre unos campos amarillos.

—¿Lo han visitado sus nietos hace poco? —susurró Sandy.

Por un momento la enfermera pareció desconcertada.

—Ah, ¿lo dice por los dibujos? Los ha pintado él.

Sandy pensó que quizás aquello lo hacía feliz, pero no parecía que hubiera muchas posibilidades de comunicarse con él. Le sorprendió ver que, a pesar de haber suplantado en escenas peligrosas de aquella película tanto a Karloff como a Lugosi, no se parecía a ninguno de los dos. De todos modos, su rostro parecía haberse hinchado con la edad, y su peso había deformado ligeramente la vaga sonrisa.

La enfermera se inclinó sobre la cama como si fuera a levantar al paciente.

—Pero bueno, señor Tomlison, ¿no va a usted a saludar a nuestra Asilante? Va a pensar que hemos olvidado nuestros modales. Quiere hablar sobre una de nuestras películas.

Ni siquiera la gratuita autoinclusión de la enfermera en el reparto lo hizo reaccionar. Sus manos se movieron sobre la colcha, pero sólo como podrían haberlo hecho estando dormido. Su mirada parecía vacía como el cielo. La enfermera hizo señas a Sandy para que se acercara más.

—Mire, aquí está —canturreó la enfermera mientras situaba a Sandy donde él pudiera verla.

Al entrar en su campo de visión, Sandy se sintió incómoda, sin saber qué decir, fuera de lugar. Quería hablarle, contrarrestar la ausencia que delataban sus ojos, la vacía luminosidad de la habitación.

—Soy Sandy Allan, señor Tomlison. Soy amiga de Graham Nolan.

—El señor Nolan, se acuerda del señor Nolan, ¿verdad? —repitió la enfermera como si fuera sordo—. Aquel caballero tan amable que había visto todas sus películas.

No parecía reconocer ningún nombre, ni siquiera el suyo.

—Tiene que acordarse —insistió la enfermera en tono casi acusador—. Estaba interesado en la misma película que la señorita Allan, aquella en la que se hizo daño en la espalda.

Aunque no pareció reaccionar, Sandy sintió una punzada de resentimiento contra la enfermera por recordarle el accidente mientras la estaba mirando a ella. Se dio media vuelta deliberadamente y siguió la mirada del anciano.

—Es una vista preciosa —dijo, aunque la visión del tobogán la puso inesperadamente nerviosa. Si un adulto se subía al tobogán, su rostro estaría a la altura de la ventana de Leslie Tomlison. Acababa de advertir el detalle cuando una voz, como un respiro, susurró a su espalda.

—Me hizo caer.

Sandy se volvió hacia él. Seguía mirando como si no hubiera nada entre sus ojos y el cielo, pero su boca se había quedado abierta, con las comisuras caídas.

—¿Quién lo hizo caer, señor Tomlison? —preguntó bruscamente la enfermera—. ¿Cuándo?

La impaciencia que Sandy comenzaba a sentir hacia la enfermera pudo más que su determinación de no molestar al anciano.

—¿Se refiere a la caída que sufrió durante el rodaje? —preguntó—. ¿Cuándo estaba sustituyendo a Boris Karloff?

Para su sorpresa, la mención del nombre hizo chispear sus ojos, que giraron en sus órbitas. Tomlison miró a su alrededor, luego el papel pintado y la colcha de flores, como si buscara un lugar soportable para posar la mirada, y al final dirigió a Sandy una mirada suplicante.

—Miraba por la ventana —dijo sin cerrar la boca.

¿Habría creído ver él también a los supuestos intrusos que se escondían en los escenarios, o sería la influencia de la paranoia de Spence?

—Yo era Karloff —prosiguió con voz vaga—. Caí de la torre.

Sandy supo que tenía que seguir, aunque le hiciera daño.

—¿Qué vio por la ventana?

La mirada del viejo especialista volvió a recorrer la habitación, con tal desesperación que Sandy se arrepintió de haberle hecho la pregunta. Tomlison miró las paredes y la colcha, y sus manos comenzaron a arañarla como si quisiera arrancar las flores estampadas. Volvió a mirar por la ventana, más allá de Sandy, y ella siguió su mirada con nerviosismo. Sólo se veía a una mujer sentada en una silla de tijera leyendo un libro. Cuando volvió a mirar al anciano, la mirada de éste era otra vez indiferente y estaba de nuevo fija en el cielo.

—Los perros —murmuró, como si fuera la última frase de una respuesta.

—¿Qué perros, señor Tomlison?

—Lugosi. Estaba preocupado por los perros.

—¡Ah, sus perros! —recordó Sandy—. No los dejaron entrar en Inglaterra por la cuarentena.

Por primera y única vez, Tomlison la miró directamente a ella. Su rostro temblaba por el esfuerzo, Sandy no supo si porque intentaba recuperar un recuerdo o apartarlo de su mente. El temblor se extendió a sus labios abiertos. Cuando terminó de hablar, sus ojos volvieron a mirar el cielo, y ni Sandy ni la enfermera consiguieron hacerle responder a más preguntas.

—No sus perros —había dicho con voz asustada—. Los perros que vimos él y yo. Los perros con rostro humano y cosas que les salían de los ojos.

21

Fue sólo su falta de sentido del ridículo lo que permitió a Sandy acercarse a la recepción del hotel. Ya había anulado una reserva en lo que iba del día, y estaba a punto de hacer lo mismo con la segunda. Dijo a la recepcionista que tenía que ir urgentemente a ver a su familia. Y no era mentira. De todas formas tenía que ir a verlos pronto, se dijo, y tendría que desviarse de su ruta hacia los lagos. Eso le llevaría menos de una hora. Quería hacer las paces con ellos si era posible, ¿pero no era también cierto que necesitaba sentirse a salvo con sus padres mientras intentaba reflexionar sobre los acontecimientos de las últimas semanas?

Dejó atrás una larga fila de camiones en la autopista y aceleró a fondo durante una hora en dirección al norte. Tan pronto como se acostumbró a la velocidad, una cancioncilla comenzó a rondarle en la cabeza. ¿Conocéis a John Peel, el del abrigo gris? Había dejado a Leslie Tomlison tarareando aquel verso una y otra vez casi sin ninguna entonación mientras sonreía al cielo y arañaba nerviosamente la colcha. Sabía que la popular canción formaba parte de la banda sonora de La torre del miedo, pero no por ello consiguió quitársela de la mente. De pequeña siempre le había parecido demasiado sangrienta, y ahora la melodía le traía a la memoria versos sueltos que no hacían más que aumentar su inquietud: ...del ojeo a la caza, morirás por la mañana....... y al aullido de sus perros se levantarán los muertos... Y uno que nunca había entendido: ¿Conocéis a la perra que tiene la muerte en la lengua? Otro misógino incorregible, pensó, pero no sintió ningún alivio. Al llegar a la bifurcación de las autopistas tomó la ruta hacia Liverpool.

Circuló lentamente durante unos minutos por la ciudad. Muchos de los edificios que recordaba de su infancia habían sido sustituidos por anónimas calles comerciales, y se sintió tan desorientada que decidió tomar de inmediato el túnel que pasaba por debajo del río, a pesar de la claustrofobia que le hacía sentir. A mitad del subterráneo vio de reojo una figura que salía de algún hueco en la pared hacia la estrecha acera que la separaba de la calzada. Debía de ser algún obrero, y no la estaba persiguiendo; seguramente se había puesto a cuatro patas para examinar algo de cerca. Se alegró de volver a la autopista, y aceleró a fondo antes de abandonarla y poner rumbo hacia el mar.

Después de Hoylake las casas y las propiedades se hacían mayores y más apartadas. En West Kirby la península se elevaba ofreciendo una hermosa panorámica del mar de Irlanda detrás de un obelisco. Un petrolero reflejó el sol en la lejanía y desapareció con suavidad tras el horizonte. Sandy tomó la carretera que pasaba por delante del obelisco en dirección a las granjas y a los terrenos comunales. Sus padres vivían donde se perdía de vista el mar. Aparcó delante de la pequeña casa blanca y cuando estaba abriendo la puerta del coche para salir, su madre cruzó el jardín corriendo hacia ella.

Abrazó a Sandy, la besó con fuerza y gritó junto a su oído casi ensordeciéndola.

—¿Ves? Te dije que era el coche de Sandra. ¿No te dije esta mañana que tenía el presentimiento de que vendría alguien de visita? —Acarició el oído de Sandy y sonrió disculpándose, mientras se multiplicaban las finas arrugas que rodeaban sus grandes ojos marrones. Una sonrisa más amplia se dibujó en sus labios—. Sabía que eras tú —susurró—, pero ya sabes que no hay forma de convencer a tu padre.

El apareció en la puerta principal, mirando por encima de sus gafas de leer. Como siempre, bajó la cabeza hasta donde tenía la mano para quitárselas. Sandy lo recordaba siempre leyendo durante su infancia, para sí o en voz alta para ella, y a la luz del sol sus pálidos ojos azules parecían desprotegidos y sus orejas parecían no saber qué hacer sin tener que sujetar las pesadas patillas. Volvió los ojos al cielo y le dio un abrazo que olía a tweedy a tabaco de pipa con un leve toque de resina.

—Esto sí que es una sorpresa. Estábamos deseando saber algo de ti. Te quedarás, ¿verdad? Todo el tiempo que quieras.

—Había pensado pasar la noche, si no os molesta —dijo Sandy a su madre.

—¿Como vas a molestarnos? Sabes que tu habitación está siempre libre para ti. ¿Adonde vas mañana?

—Hacia los lagos.

—Ay, los lagos... Tu padre y yo estuvimos allí pasando un fin de semana de lo más loco —exclamó la madre de Sandy, y miró a su alrededor por si algún vecino la había oído.

—No pensábamos que estuvieras de vacaciones —dijo su padre—. ¿O es que estás en viaje de trabajo?

—Me han dado unos días para que me recupere.

—El otro día nos enteramos de que dos de los amigos del cuarto de papá son gays —comentó su madre antes de que el silencio se hiciera embarazoso—. Nos lo dijeron en mitad de un recital de Mozart. Nos halagó mucho que demostraran tanta confianza en nosotros.

Su padre le dio otro abrazo y retrocedió.

—Adelante, señorita. Vamos a llevar tu equipaje adentro.

—Ahora ponte cómoda, Sandra. Luego charlaremos mientras tomamos algo, y más tarde saldremos a cenar fuera.

Su padre dejó las maletas a los pies de la cama y pareció quedarse esperando.

—Bajaré en unos minutos. —Se quitó los zapatos de dos patadas y se desperezó. La habitación seguía siendo suya después de tanto tiempo, con el papel pintado de flores, sus muebles y las cortinas que había elegido ella misma cuando era una adolescente. Estar en ella seguía siendo como refugiarse de todo por un momento. Sus padres se habían mostrado más cariñosos que de costumbre, si eso era posible, aunque quizá su despliegue de tolerancia quería dar a entender que estaban dispuestos a olvidar la discusión de la semana anterior. Apenas se había tumbado sobre la cama cuando oyó la voz de su padre al otro lado de la puerta.

—¿Qué vas a tomar?

Sandy suspiró y gritó lo que quería, y poco después bajó al salón. Su madre estaba ansiosa por enseñarle el trabajo que estaba haciendo en el jardín botánico de Ness, dibujos de plantas extrañas durante las cuatro estaciones. Sandy se instaló en un cómodo sillón y sorbió lentamente su gin-tonic mientras admiraba el cuaderno de dibujos.

—Sólo espero que a los libreros de Londres no les parezca demasiado provinciano cuando se edite.

—Yo me encargaré de que todos lo tengan. Me muero de ganas de contar a todo el mundo que la autora es mi madre.

—Sí —dijo ésta, y Sandy se preguntó qué sería lo que callaba.

—Por el libro —dijo su padre alzando su Martim.

Los tres hicieron chocar sus vasos.

—Y por la Filarmónica de Liverpool —añadió Sandy.

—Y que yo pueda verlo —dijo él.

—Amén —sentenció su madre, e hizo una pausa—. Un colega tuyo me dio recuerdos para ti, Sandra.

—¿Quién?

—Un antiguo novio tuyo. ¿No te imaginas quién? Ian no sé qué, un chico que te acompañó a uno de los conciertos de tu padre. ¿No sabías que trabaja en la televisión?

—Hay bastante gente que trabaja en la televisión. Y no es precisamente lo que yo llamaría un novio. Hasta que lo conocí, jamás había pensado que alguien que no se afeitaba podía llevar tanto after-shave.

—A mí me pareció un chico muy agradable. De cualquier forma, ahora lleva barba, y trabaja en la BBC. Viene a vivir a Liverpool, a los nuevos estudios que han abierto. Podríamos ir juntos a visitarlo. Creo que es una maravilla.

—Podemos ir la próxima vez. Comprenderéis que si vengo desde Londres no es precisamente eso lo que más me apetece.

—Si ya has decidido que no te interesa, no tiene mucho sentido ir a verlo.

Más que con Sandy, estaba furiosa consigo misma por mostrar tan claramente sus intenciones. Por eso intentó disimular su enfado cuando preguntó a Sandy cómo iba todo. Cuando salieron a cenar la conversación volvía a ser relajada. Fueron en coche bordeando la península hasta Parkgate y cenaron en Mr. Chau, junto a un estanque en el que nadaban luces de colores y donde los arbustos tenían forma de dragón.

—¿Cómo están Tracy y Hepburn? —preguntó su padre a mitad del primer plato.

Bogan y Bacall —corrigió su madre tan pronto como dejó de masticar furiosamente.

—Me temo que están criando malvas. Los atropello un coche la semana pasada.

Su madre le tomó la mano.

—No me extraña que no sepas qué hacer con tanta muerte a tu alrededor.

—Sé qué hacer, mamá. No os preocupéis.

—En fin, quizá tengas razón. No me extraña que quieras alejarte de todo unos días. Si es soledad lo que buscas, podrías subir hasta Gales por la costa.

—También estoy investigando un poco.

—¿Sobre qué?

Mentir hubiera sido injusto, con ellos y consigo misma.

—Sobre la película que Graham Nolan había encontrado.

—Haz lo que creas que debes hacer —dijo su madre, tan seriamente que todos sus comentarios durante el resto de la velada parecieron encubrir la misma velada acusación.

En cuanto estuvieron de vuelta en casa, Sandy escapó escaleras arriba aduciendo un dolor de cabeza y se tendió en la cama, sin dejar de oír el murmullo apaciguador de su padre en el salón. Al parecer la vuelta a casa no le iba a servir para reflexionar, aunque seguramente la verdad era que no lo necesitaba. Los nervios habían perdido a Tommy Hoddle, y Leslie Tomlison sufría demencia senil; ambos encuentros la habían inquietado, ¿pero qué sentido tenía buscar conexiones donde no podía haberlas? Lo que necesitaba antes de reanudar la investigación era una noche de verdadero descanso. Se despertó una vez y recordó el comentario de su madre de que estaba rodeada de muerte. Miró con ojos entrecerrados las paredes y las cortinas, que dejaban pasar una rendija de claridad. No estaba rodeada de muerte sino de flores, pensó perezosamente, y volvió a quedarse dormida.

Por la mañana se despertó cuando su madre salía de la habitación de puntillas después de dejar una taza de café sobre la mesilla de noche. Al ver a su madre en camisón con el cabello gris suelto sobre la espalda, Sandy estuvo a punto de caer en la tentación de quedarse al menos hasta que se hubieran aclarado las cosas. Miró el reloj y vio que ya había pasado la hora a la que pensaba salir. Se obligó a saltar de la cama y se dirigió con paso inseguro hacia el baño con el café en la mano. Estaba en la ducha cuando su madre tamborileo en la puerta con los dedos.

—Te estoy haciendo el desayuno —gritó.

Sandy sabía que eso significaba al menos treinta minutos. En la mitad de tiempo apareció en la planta baja.

—¿Te importa que use el teléfono?

—Claro que no —dijeron sus padres al unísono, con tanta solicitud que sintió una punzada de vergüenza por utilizarlo para su investigación.

Pero el caso era que tenía que intentar concertar una cita para el día siguiente, ya que el compositor de la música de la película vivía junto al límite con Escocia. Marcó el número y al momento oyó que descolgaban.

—¿Neville Vine?

Su padre pareció reconocer el nombre. Una voz temblorosa por la edad llegó desde el otro lado del hilo.

—¿Quién pregunta por él?

—Mi nombre es Sandy Allan. Trabajo en la Metropolitan Televisión. Quería hacer unas preguntas al señor Vine sobre una de sus bandas sonoras.

—¿Televisión? No quiero saber nada de la televisión —declaró su interlocutor con voz aun más agitada—, ni de nadie que tenga que ver con ella.

—Según creo estuvo hablando con usted un amigo mío, Graham Nolan.

—No lo conozco.

—Hará un año, más o menos. Debió preguntarle por una cinta para la que usted escribió la música, La torre del miedo.

—No puedo ayudarla.

La voz de Vine había subido tanto de tono que Sandy pensó que estaba a punto de colgar.

—¿Estaría dispuesto a hablar con una persona que me ha pedido información sobre la película? No tiene ninguna relación con la televisión. Está escribiendo un libro.

—No insista. No sé nada de esa película.

—Pero usted escribió la banda sonora, ¿no es así? Supongo que...

—¡Ya se lo he dicho, no la recuerdo! —chilló él y colgó el auricular tan torpemente que Sandy pudo oírlo entrechocar varios segundos contra el aparato antes de que se interrumpiera la comunicación.

Su madre la miró fijamente esperando que levantara los ojos.

—¿No ha habido suerte?

—Ha negado que Graham hablara con él.

—¿No te dijimos que tu amigo estaba equivocado? Quizás ahora los dejes descansar, a él y a esa película. —Nada más decir estas palabras, se propinó un bofetón y se acercó a Sandy con rapidez—. No hagas caso de mis tonterías —murmuró abrazándola—, confía en tu instinto como has hecho siempre. —Entonces su mirada se humedeció—. Pero no te pongas en peligro, por lo que más quieras.

22

Menos de dos horas después, cuando comenzó a diluviar sobre la autopista, Sandy recordó la advertencia de su madre. Las negras nubes que anidaban en sus cumbres, de los lagos comenzaron a azotar a los coches y cubrieron las montañas que dominaban la carretera. Los otros vehículos se vieron reducidos a unas tenues lucecillas blancas y rojas. Ni siquiera cuando redujo la velocidad a cincuenta kilómetros por hora se sintió a salvo, pero no había ningún lugar donde parar ni ninguna salida en muchos kilómetros. Al menos los otros conductores mantenían la distancia. Durante un rato estuvo prácticamente sola excepto por las luces distantes y una forma oscura que bailaba entre ella y los faros que veía por el retrovisor. Tuvo la sensación de que si no aceleraba, aquella mancha borrosa iba a aterrizar sobre su cristal trasero. Sin embargo, lo que hizo fue disminuir la velocidad para permitir que las luces que tenía detrás se acercaran más. Los faros le parecieron unos ojos que nunca parpadeaban.

—A callar —ordenó a su imaginación, y se esforzó por perforar con los ojos la cortina de agua, que se fue desvaneciendo poco a poco. Por fin, bajo un sol enfermizo, pudo acelerar sobre el empapado asfalto.

Charlie Miles, el escenógrafo con el que Roger había hablado, vivía junto a una carretera comarcal pasado Derwentwater. Cuando Sandy se desvió de la autopista, las nubes navegaban por el cielo como fantasmas de montañas, unas desveladas pendientes de granito y brezo resplandecientes de lluvia y caudalosos torrentes, que parecían suspendidos sobre las carreteras plateadas. Sandy sintió que sus sentidos florecían al absorber la nueva frescura del paisaje.

Imaginó que la carretera sin señalizar por la que conducía la llevaría a la casa del escenógrafo. Mientras ascendía trabajosamente por la ladera, el lago fue apareciendo a sus pies como un gigantesco gajo del oscuro cielo caído entre las montañas. Las ovejas corrían ladera arriba al paso del coche y de repente apareció de frente un autocar de pensionistas. Por no retroceder casi un kilómetro, Sandy se apartó a la cuneta mientras un hombrecillo arrugado y calvo, con las manos nudosas, emergía de una casita junto a la carretera y se apoyaba en el portón para observar.

Mientras el autocar maniobraba para poder pasar, el hombre sacó una pipa y la encendió con tranquilidad. Entonces se acercó y se puso a dirigir la operación.

—Déle, déle, vamos, un poco más, vamos... —El autocar pasó por fin con un ronco gruñido, y el viejo miró a Sandy con expresión ferozmente solícita.

—Gracias —se apresuró a decir ella—. Puedo arreglármelas sola. Mientras ella volvía a arrancar, el anciano se alejó arrastrando los pies por el sendero y entró en la casita dando un portazo. Con una leve sensación de mezquindad por no haber permitido que el viejo la ayudara, Sandy salió a la carretera. Al llegar a la altura de la casita vio un nombre casi cubierto por el musgo. Tuvo que frenar y asomarse por la ventanilla para estar segura de que el nombre era Miles.

Dio media vuelta; y tuvo que maniobrar adelante y atrás seis veces antes de aparcar junto al muro de la casita. En primer plano se veía un huerto de verduras cuyos brotes brillaban sobre la tierra mojada. Siguió el sendero hasta la puerta y llamó al timbre. El hombre la hizo esperar antes de abrir la puerta bruscamente y encararse a ella con las nudosas manos en las caderas.

—Creí que no necesitaba ayuda.

—No sabía quién era.

—Y eso cambia las cosas, ¿verdad?

—Para mí sí. Soy Sandy Allan. Venía a hablar con usted. Él miró por encima del hombro de Sandy arrugando la nariz, como si pensara que había algún cómplice escondido, y dio un paso atrás tan bruscamente que Sandy pensó que le iba a cerrar la puerta en las narices.

—Muy bien, veamos lo que tiene que decir —dijo, y tan pronto como ella abrió la boca, añadió—: Creo que tenemos derecho a sentarnos.

La habitación principal era pequeña y desnuda. Había una silla frente a una mesa plegable cubierta por un tapete bordado, sobre el cual descansaba un cuaderno de dibujo con un lápiz dentro de la espiral. Dos sillones estaban dispuestos frente a la ventana, desde la que se veía el lago. Sobre la repisa de la chimenea había varias fotografías parduzcas de una pareja de aspecto severo, posiblemente sus padres. Las dos puertas abiertas mostraron a Sandy una cocina con suelo de piedra y un dormitorio monacal. Tan sólo paseó la mirada fugazmente por la habitación mientras tomaba asiento, pero Miles sacudió la cabeza con lentitud.

—Fíate de las mujeres. Acaba de entrar en la casa y ya está pensando en lo que cambiaría.

—Sólo echaba de menos algo relacionado con el cine.

—En ese caso, usted es la única relacionada con él, porque yo ya no quiero tener nada que ver con el cine.

¿Habría entrado Graham en la casa con mejor pie que ella, o se había equivocado de hombre?

—Pero en otros tiempos sí tuvo que ver, ¿no es así? —dijo ella.

—Mucho antes de que usted naciera. Cuando había películas de las que enorgullecerse.

—Entonces está usted orgulloso de su trabajo en ellas.

—¿Me ha oído decir eso? ¿Se parece en algo a lo que he dicho? Su generación está tan saturada de televisión y cine que ya no tienen tiempo para las palabras. Antes de que nos demos cuenta, estaremos otra vez como los bárbaros, sin saber leer ni escribir.

—Así pues no le satisface el trabajo que hizo en aquellas películas.

—Que me tiren al lago si he dicho eso. —Entonces pareció compadecerse de ella, lo que le resultó insultante—. Me gustó aquella película de Boadicea. En una ocasión leí una revista yanqui en la que alababan mi trabajo en ella. Pero en aquellos tiempos aparecer en los títulos de crédito como escenógrafo significaba algo.

—Ahora también significa algo.

—Pues no debería —dijo él con voz triunfante—. Mis alumnos me llevaron el año pasado a ver una película en Keswick, y me desperté a tiempo de ver los títulos finales. Es un milagro encontrar al escenógrafo entre toda la chusma que se empeña en que aparezca su nombre.

—Pensarán que su trabajo también merece un crédito.

—Pues yo pienso que es porque si no los sindicatos les cerrarían los estudios, y tampoco creo que fuera ninguna mala idea. ¡Que merecen un crédito! ¡Por Dios, si sale hasta el empapelador! Me extraña que no incluyan también el nombre del que compra el papel higiénico. Si en la película sale alguien jugando con una radio, aparece en los créditos una banda sonora que nadie ha oído, y todo para sacar un disco y que el público lo compre. Eso suponiendo que sepan leer.

—Algunos todavía sabemos.

—Pues tenga cuidado, a lo mejor la detienen por saber demasiado. En esa película aparecía un periódico y el titular no tenía nada que ver con la noticia que venía a continuación. No me diga que lo habrían puesto si pensaran que alguien tenía el cerebro necesario para notarlo.

—He visto casos similares en películas de hace cincuenta años.

—Exacto. Entonces fue cuando empezaron a robarnos la inteligencia —dijo el anciano, e hizo una reverencia—. Me ha gustado mucho la discusión. Tiene que volver por aquí.

Dirigió una rápida mirada hacia la ventana, y Sandy se preguntó si habría soportado todo aquel discurso para nada.

—¿Está esperando a alguien?

—¿Por qué?

—Pensé que quizá sus alumnos...

—Hoy no, y nunca aquí. Uno de ellos me lleva al pueblo a dar las clases. Todavía puedo enseñar arte, incluso con estas manos. —Mostró sus deformadas manos y al momento las escondió entre las piernas—. Ahora le toca a usted. Dígame para qué ha venido hasta aquí.

—Para hacerle unas preguntas sobre la última película de Giles Spence en la que trabajó.

—¿Esa maldita La torre del miedo? No fue más que una complicación detrás de otra. Es increíble que llegaran a acabarla. ¿Qué sabe usted de ella?

—Como usted ha dicho, que fue un cúmulo de problemas.

—¿Como yo he dicho? —Pareció a punto de dedicarle otro sermón, pero lo pensó mejor—. La mitad de los problemas vinieron por la forma de trabajar de Giles, si quiere mi opinión. A veces creo que incluso estaba detrás de las cosas que se suponía que habían sucedido en el estudio, que intentaba crear el ambiente adecuado en el equipo.

—Entonces, por lo que he oído, se pasó de la raya.

—Si sabe usted tanto, no sé que espera que yo le cuente. Durante la mayor parte del rodaje no estuve allí.

—¿No guardaría usted alguno de los bocetos?

—¿De esa película? Para nada, como dicen mis alumnos. Respiré al salir del estudio la última vez que fui, cuando Giles me pidió que volviera. Desde entonces cogí manía a esas películas.

Posiblemente aquello tenía bastante que ver con su escepticismo.

—¿Qué era lo que no le gustaba de ella?

—Prefiero no hablar de eso, gracias. Toda aquella condenada pandilla, Spence y los suyos, estuvieron a punto de mancharse los pantalones la última vez que estuve allí. Nadie debería ponerse tan nervioso por una simple película.

Sandy sintió que no estaba llegando a ninguna parte.

—Ha dicho que Spence volvió a llamarlo.

—Eso es lo que he dicho —asintió él con impaciencia, pero su rostro se relajó al instante—. Ahora que lo pienso, hay algo que puedo enseñarle y que quizá le interese. Páseme el cuaderno.

Sandy se acercó a la mesa y volvió con el bloc de apuntes. Cuando él lo abrió, vio que estaba en blanco. Sacó el lápiz de la espiral y se puso a dibujar con una mueca de dolor o de frustración por su artrítica torpeza. Miraba hacia la ventana tan frecuentemente que Sandy creyó que le molestaba la luz. Desde luego, lo que estaba dibujando no era el paisaje. De repente se puso en pie, casi dejando caer el cuaderno, y se aferró al borde de la mesa.

—Como te coja... —advirtió.

Sandy se llevó las manos al corazón por el sobresalto.

—¿Qué ocurre?

—Algún animal del demonio está haciendo de las suyas en el huerto. Habrá sido una cabra. ¿No la ha visto mirar por la ventana?

Sandy había estado demasiado atenta observando cómo el anciano dibujaba.

—No —dijo.

Él la miró como si lo hubiese llamado embustero.

—Bien, ahí lo tiene —dijo entonces, lanzando el cuaderno sobre la mesa—. Eso es todo lo que puedo hacer por usted.

Sandy miró por la ventana sin ver nada que alterase la vista del lago y de las verdes laderas aparte de su coche, y entonces examinó el dibujo. No se había dado cuenta de que ya lo había acabado. ¿Era algo como una masa de vegetación que formaba un rostro? Y si era así, ¿qué tipo de rostro? Lo único identificable era la lengua que colgaba sedienta de las fauces entreabiertas (a no ser que fuera una especie de raíz inflada), y los dos tallos que se curvaban hacia arriba desde los ojos formando dos cuernos en la estrecha frente. No se atrevió a preguntar qué representaba el dibujo después de ver lo que había sufrido para hacerlo, y pensó en alguna pregunta que resultara menos cruel.

—¿Puede explicarme el significado de esto?

—Es lo último que Giles me pidió que diseñara para la película. Se suponía que era el escudo de armas del personaje de Karloff.

Sandy recordó algo que le había dicho Denzil Eames.

—Eso sería después de las investigaciones que hizo a última hora.

Miles se echó a reír bruscamente.

—¿Así lo llamaría usted?

—¿Usted no?

—Giles sí. No quiso decirnos a ninguno dónde había estado o en qué lío nos estaba metiendo. —Miles se volvió hacia la ventana. Sandy se preguntó con nerviosismo si habría oído ruidos en su jardín, pero parecía estar contemplando sus recuerdos—. No me enteré hasta que su mujer me lo contó, después de que se estrellara contra un árbol en Toonderfield. Ella y yo éramos buenos amigos. Yo había diseñado los escenarios para una obra en la que ella actuaba, y cuando Giles comenzó a dirigir películas me lo presentó.

—Me estaba hablando de su investigación —apremió Sandy.

Miles la miró con tanto resentimiento que Sandy se maldijo por haberlo interrumpido. El anciano golpeó el dibujo con la punta de su dedo índice.

—¿Ya lo ha visto bien?

—Creo que sí.

—Pues entonces fuera. —Antes de que ella pudiera protestar, él arrancó la hoja del cuaderno, la hizo pedazos y los echó a la papelera—. Y supongo que ya no importa que le diga que jamás le perdoné por lo que hizo.

—¿Por qué? No comprendo.

—Por hacerme poner eso en su película por una venganza personal. Créame, si hubiéramos sabido lo que pretendía, se hubiera quedado sin actores y sin equipo.

—¿Pero qué pretendía?

—¿No se lo he dicho? Vengarse.

Sandy temía que el mal humor de Miles lo hiciera ocultarle la verdad, pero entonces comprendió que no era el mal humor la culpa de su reserva.

—Métase esto en la cabeza —murmuró—: A mi edad, no puedo permitirme que se diga que yo colaboré con aquello, ni siquiera inconscientemente. No pienso echar a perder la vida que me he construido aquí. No voy a dar nombres, y no le habría contado todo esto si pensara que existe la menor oportunidad de que la película llegue a ver la luz. —Volvió a mirar por la ventana mientras el viento se alejaba a través de la hierba, y se tapó la boca con la mano al volver a hablar—. Cuando Giles desapareció, fue a ver al hombre que había atacado la película en la Cámara de los Lores ya antes de que comenzara el rodaje. Y cuando volvió, quería que yo añadiera a los decorados lo que le he mostrado. La causa tendrá que averiguarla usted sola.

23

La biblioteca de Keswick estaba cerrada, y además parecía demasiado pequeña para contener las actas de las sesiones parlamentarias. Sandy tuvo que recorrer un buen número de calles estrechas flanqueadas de casas grandes y grises como palomas antes de encontrar un sitio para aparcar cerca de una cabina telefónica. Mientras hacía sus llamadas no dejaron de pasar por su lado excursionistas con la casa a la espalda. No era extraño que se sintiera como si alguien la estuviera escuchando.

Como Roger no cogió el teléfono, pensó que sería más rápido que ella buscara personalmente la información. La biblioteca más cercana en la que había una copia de las actas parlamentarias estaba en Manchester, al menos a tres horas de coche. «Alguien va a tener que invitarme a una buena cena cuando acabe esto», se dijo, y volvió a sentarse al volante.

Al cabo de media hora estaba de nuevo en la autopista, y empezaba a sentirse como si las entrevistas y las noches de hotel fueran unos simples descansos en aquella interminable carrera contra grandes camiones y autobuses. Mientras se hundían las montañas, un crepúsculo nublado avanzó sobre los taciturnos campos. Cuando llegó a Manchester, los vehículos comenzaban a encender las luces. Dio dos veces la vuelta a la maraña de oscuras callejas góticas de dirección única sin encontrar dónde aparcar. La fila de aparcamientos de peaje que se extendía frente a una librería en la que la policía estaba requisando unos grandes paquetes de revistas de terror resultó estar permanentemente ocupada. La segunda vez que pasó por delante de la biblioteca vio un coche que hacía marcha atrás para salir, y se deslizó en el espacio libre con un gemido de alivio.

La cúpula de la biblioteca se elevaba por encima de las farolas como un trozo de cielo que hubiera caído en medio de la ciudad. Sandy cruzó el pórtico y subió con rapidez la amplia escalinata que conducía al vestíbulo, que le devolvió el eco de sus pasos. Un asistente la envió a la sección de Ciencias Sociales, donde un hombre con suave y marcado acento de Lancashire le buscó varios volúmenes encuadernados en cuero y se los llevó a una mesa.

El índice de debates de 1938 no incluía ninguna entrada referente a «Censura» o «Terror», pero sí había varias bajo el epígrafe «Cinematografía». La más extensa era la relativa a la ley de cinematografía, y Sandy buscó el acta correspondiente. Dicha ley pretendía garantizar que un cupo fijo de películas británicas fuera exhibido en los cines del país. Con el fin de deshacerse de los oportunistas que podrían producir películas de ínfimo presupuesto y calidad aprovechando que tendrían que ser proyectadas obligatoriamente, la ley establecía el presupuesto mínimo de una película para la exhibición comercial en quince mil libras. El arzobispo de Canterbury expresaba su decepción porque la ley no establecía unas exigencias oficiales de calidad. «Día a día y noche a noche, para bien o para mal, el cine está moldeando los hábitos, la apariencia exterior y las formas de vida de la comunidad...» Lord Moyne se lamentaba de «las vulgares películas extranjeras que dan una falsa imagen de la vida», y el obispo de Winchester consideraba «extremadamente grave el hecho de que el 75% del tiempo de exhibición esté ocupado por películas extranjeras». Los oradores parecían presentar un frente común tan cerrado que a duras penas se podía hablar de debate, pensó Sandy, mientras hojeaba columna tras columna. Miró la última página y vio que sólo intervenía un orador más, lord Redfield. Al ver el nombre su mente comenzó a trabajar febrilmente, incluso antes de leer la intervención.

Lord REDFIELD: Señorías, he escuchado con sumo interés el debate de la ley que el noble vizconde ha promovido. Me congratulo al comprobar la salud general de nuestra industria cinematográfica como de cualquier otra que pueda ser llamada nuestra. No obstante, me gustaría hacer una llamada de atención. El reverendo Prelado nos ha recordado la base moral de esta ley, que pretende poner freno a la colonización de nuestras salas de cine y de nuestro público por parte de influencias extranjeras. Pero Sus Señorías son conscientes de cuánto más peligroso es el enemigo que se esconde en nuestra propia casa, y me siento obligado a llamar la atención de la Cámara hacia una parte enferma de nuestra industria cinematográfica, a saber, el germen del cine terrorífico británico.

Acepten Sus Señorías mis disculpas por pronunciar en su presencia un vocablo que tan deplorablemente ha invadido nuestra noble y antigua lengua, pero dijérase que el contenido de este tipo de obras es tal que ninguna palabra existente puede describirlo con exactitud. Hablando de este tipo de películas, el noble lord Tyrrell ha dicho que el poder del cine, impropiamente usado, puede acabar con la civilización. El noble lord también ha formulado una severa advertencia contra la producción de películas sobre religión y política, que podría entrar en conflicto con el compromiso de los exhibidores de no proyectar películas que puedan incitar al desorden. Ruego a Sus Señorías tengan en cuenta la grave amenaza que representan las películas de terror para la civilización de la que podemos considerarnos guardianes. No es un verdadero inglés aquel que no hace correr la sangre en defensa de su tierra —y hablo como alguien que ha perdido a muchos arrendatarios en las trincheras durante la Gran Guerra— pero la justa violencia es algo totalmente diferente del ansia de sangre que estas obras despiertan. En algunas de nuestras comarcas —aunque pueden estar seguras Sus Señorías, no en tierra alguna que lleve el nombre de Redfield— el liberalismo parece exigir que se permita a los padres someter a su prole a la perniciosa influencia de estas películas. Es esperanzador observar que nuestra nación reconoce las trampas del liberalismo como lo que son, y que se ha alzado la voz popular contra la exhibición de tales productos. Me alivia saber que dentro de poco va a ser introducida una calificación que impedirá a los niños contemplar obras consideradas demasiado suaves en su brutalidad como para ser prohibidas dentro de nuestras fronteras, y no dudo que Sus Señorías se sentirán orgullosas de saber que nuestra unánime aversión hacia lo terrorífico ha obligado a los productores de Hollywood a dedicar sus energías a la creación de productos más saludables. Pero, Señorías, estos avances pueden ser inútiles si se permite a los productores británicos explotar estos apetitos salvajes.

Tengo entendido que sólo una de estas películas está siendo producida actualmente en nuestra nación, y es mi parecer que se debería dar ejemplo prohibiéndola para controlar la reproducción de esta plaga. Su argumento no nos concierne —ha sido extraído de una insignificante obra de pésimo gusto que el tiempo ya ha juzgado y que ningún espíritu civilizado desearía desempolvar—, y hasta tal punto es ofensivo, que el productor se ha visto obligado a importar actores suficientemente degradados, o suficientemente desesperados, como para aceptar el trabajo. Uno de ellos, que interpreta a un lord inglés, nació en efecto en nuestras costas, pero emigró a América y adoptó un nombre ruso, más apropiado para representar a criminales y monstruos. Al parecer fue en otros tiempos conductor de camiones, y Sus Señorías reconocerán conmigo que el mundo habría ganado si hubiese conservado su profesión. Su compañero ha interpretado tanto a Jesucristo como al vampiro Drácula. Sus Señorías se asombrarán de que un ser tan blasfemo sea admitido y trabaje en cualquier nación que no siga sumida en el paganismo. En su Hungría natal fue un revolucionario, y estuvo a punto de ser ejecutado por la justa ira de la patriótica tripulación del navio en el que huía. Se ha hecho creer a su público americano que su padre era barón, cuando en realidad era panadero, profesión que cualquier inglés consideraría fuente de orgullo. Me han informado de que su mera aparición en público provoca escenas de pánico, y me pregunto si las leyes que prohiben a los indeseables la entrada en nuestra nación no se pueden aplicar en este caso.

Espero que Sus Señorías no consideren que me he extendido en el tema más de lo justificado. El noble lord Moyne ha advertido a Sus Señorías contra las películas importadas que ofrecen falsas imágenes de la vida; ¡cuánto más vil no será una obra como esta, que presenta una falsa imagen de Inglaterra! ¿Vamos a permitir que nuestra tierra sea representada fuera de nuestras fronteras por basura semejante? ¿Dejaremos que el mundo piense que los ingleses son seres salvajes y sedientos de sangre? Ya hay bastante horror en Alemania y en ultramar para crear más en nombre del entretenimiento. Puede llegar el día en que todos nosotros, como nación, tengamos que enseñar los dientes al teutón. Mientras tanto, que Inglaterra disfrute de la paz que merece por derecho y naturaleza, y que aquellos que buscan minar esa paz sean cazados y castigados con todo el peso de la ley.

Lord Strabolgi, el siguiente orador, le agradeció su elocuente discurso admonitorio y expresó la esperanza de que fueran tomadas las medidas precisas, volviendo —Sandy sospechó que con alivio— al tema de la ley de cinematografía. Se preguntó si a ninguno de los asistentes al debate le habría llamado la atención el aspecto más destacado de la intervención de lord Redfield: la abundancia de datos que parecía poseer sobre Karloff y Lugosi, detalles tan oscuros que con seguridad habría tenido que tomarse molestias en averiguar. Leyó por encima el resto del debate y hojeó los demás volúmenes en busca de otros discursos de lord Redfield sin éxito. Un bibliotecario anunció que se acercaba la hora de cerrar, y Sandy llevó la pila de libros al mostrador. Pero todavía tenía que hacer una consulta más. El empleado le buscó la guía Willings de la prensa, y en un momento Sandy confirmó lo que había pensado nada más leer el nombre de lord Redfield. La familia Redfield era la propietaria del Daily Friend.

24

Sandy tomó una habitación en el Midland, un hotel de cuatro estrellas situado frente a la biblioteca, e imaginó a cuánto ascendería el recibo de la tarjeta de crédito al mes siguiente. En el vestíbulo vio un cartel del cine Corner House, en el que estaban proyectando la versión de Alicia que Graham había restaurado. Decidió acercarse y ver de nuevo la película. El auditorio estaba formado principalmente por niños que disfrutaban de Laurel y Hardy interpretando a la morsa y al carpintero. Quizás algunos de los niños de las últimas filas estaban nerviosos, porque la puerta de salida que daba a un vestíbulo subterráneo se entreabrió varias veces. Sandy pensó que Graham se hubiera sentido orgulloso de ver a las nuevas generaciones disfrutando de una película que se hubiera perdido de no ser por él.

Al terminar la proyección, salió a la calle arrastrada por la marea infantil, que la dejó bajo la luz de un farol. Por un momento pensó que el autocar se había olvidado a un niño, pero era una sombra que se perdió en un callejón. Compró un bocadillo que fue mordisqueando mientras volvía al hotel, sintiéndose optimista y a la vez perpleja. Estaba casi segura de saber quién había comprado los derechos de la película de Spence para hacerla desaparecer, ¿pero por qué lo había hecho? Antes de llegar a su habitación, el cansancio del viaje pudo con ella. Se quedó tendida en la cama unos minutos, preguntándose perezosamente por qué alguien caminaba por el pasillo arriba y abajo, y se quedó dormida.

Por la mañana salió antes del desayuno a comprar el Daily Friend. El titular declaraba: LOS APARCAMIENTOS NO SON PARA VAGABUNDOS, DICEN LOS CAMIONEROS. El Ejército de Enoch había intentado detenerse a pasar la noche en varias áreas de aparcamiento en una carretera a unos cincuenta kilómetros al sur del lugar en el que ella los había encontrado —se preguntó por dónde habrían estado mientras tanto—, y los camioneros se habían quejado de que no tenían dónde detenerse a descansar un rato. «Aquí va a haber sangre», había declarado uno de ellos al parecer. Sandy hojeó el periódico mientras desayunaba, y estaba a punto de tirarlo cuando una página de publicidad de Semilla de Vida le llamó la atención.

—Alto ahí —murmuró mientras se encendía una luz en su memoria.

Volvió a la biblioteca en cuanto abrió sus puertas y consultó un almanaque comercial. La panificadora Semilla de Vida era propiedad de la familia Redfield y su factoría se encontraba en la localidad de Redfield. Anotó el número de teléfono de la fábrica y se apresuró a volver al hotel entre una procesión de ejecutivos y compradores tempraneros, sin detenerse hasta que se instaló junto al teléfono de su habitación. Se sentía despejada por la claridad, fría de rabia. Se alisó la falda mientras tomaba asiento en la cama, descolgó el auricular y marcó el número.

El teléfono sonó dos veces y Sandy oyó la voz de una mujer que acababa una frase. Entonces la voz se hizo más clara.

—Semilla de Vida, ¿dígame?

La voz era agradable, casi íntima, y arrastraba un fuerte acento de Northumbría.

—Me gustaría hablar con lord Redfield —dijo Sandy.

—¿Puedo preguntarle de qué se trata?

—La historia de su familia.

—Un momento, por favor. Le pongo con la oficina de prensa.

—Espere, no es... —protestó Sandy, pero la voz ya había sido sustituida por una musiquilla grabada, una versión electrónica de una canción que recordaba haber oído en su infancia:

Amasa el pan, panadero,

Dale y dale que te pego

Lo quiero con un agujero...

Sexo y violencia por todos lados, pensó Sandy con humor retorcido, intentando olvidar la sensación de sentirse espiada.

—Oficina de prensa. Mary al habla.

—Me han pasado con una extensión equivocada. ¿Puede usted ponerme con lord Redfield?

—¿De qué se trata, por favor?

—Es un asunto privado.

—Le vuelvo a pasar con centralita.

—¿Antes podría decirme...? —comenzó a decir Sandy, y contuvo el aliento.

—¿Puede pasar esta llamada a lord Redfield? Dicen que es particular —estaba ya diciendo Mary.

Se produjo una pausa y Sandy sintió que le daba vueltas la cabeza. Aparentemente era una represalia contra Mary, la de la oficina de prensa. Por fin volvió a sonar la voz de la operadora.

—Le paso con la secretaría de prensa de lord Redfield.

...Y me lo comeré entero, continuaba la canción. Dale que te pego, panadero, dale que te pego, repitió una y otra vez hasta que oyó una voz femenina.

—Annabel Worthington, secretaria de prensa de lord Redfield —canturreó.

—Siguen confundiéndose de extensión —dijo Sandy con toda la impaciencia que pudo mostrar—. Estoy intentando hablar con lord Redfield de un asunto de familia.

—¿De qué familia?

—De la suya.

—Si quiere dejar un mensaje, me encargaré de transmitírselo.

—No creo que le guste la idea. Preferirá hablar personalmente conmigo.

—¿La conoce a usted?

—Eso creo.

—¿Pero no tiene su número personal?

—No aquí.

—Si me deja su nombre y un número donde pueda localizarla, me encargaré de comunicárselo tan pronto como esté libre.

Por el momento era lo mejor que Sandy podía hacer, y desde luego preferible a una ronda más de extensiones y dale que te pego. Dio a Annabel Worthington su nombre y el número del hotel.

—Dígale que se trata de su abuelo —añadió impulsivamente.

La secretaria de prensa cortó con un eficiente clic. Nada más colgar, Sandy empezó a arrepentirse de haber dejado el mensaje. En el mejor de los casos tendría que esperar una llamada que, pensándolo bien, no era probable que se produjera. La nobleza no obedece órdenes con tanta facilidad. Debía haber ido directamente a Redfield en vez de anunciarse y mostrar sus sospechas. No era extraño que se sintiera más vigilada que nunca y atrapada en aquella anónima habitación. Terminaría de hacer el equipaje y llamaría a la secretaria de prensa para decir que tenía que irse. Así quizá pudiera contar todavía con el elemento sorpresa al llegar a Redfield.

Estaba acabando de cerrar la maleta cuando sonó el teléfono. Pensó que sería la recepcionista del hotel, y se tomó su tiempo para descolgar.

—¿Diga?

—¿Señorita Allan?

—Bajo en este momento.

—¿Puede esperar? Tengo a lord Redfield al aparato.

La voz pertenecía a Semilla de Vida, no al hotel. Sandy tragó saliva y se irguió.

—Muy bien —dijo simplemente.

Pensó que si volvían a jugar con ella al dale que te pego, iba a gritar.

—Señorita Allan —susurró en su oído una voz masculina cuando estaba preparándose para escuchar de nuevo la cancioncilla.

—Sí.

—Creo que ha preguntado por mí.

La voz era ligera, controlada, bien modulada, naturalmente segura de sí misma.

—En efecto —dijo Sandy.

—Siento haberle causado tantos problemas.

Por lo que fuera que se disculpaba, el comentario la desconcertó.

—Bueno, sí los he tenido —dijo ella vagamente.

—Creo que ha mencionado a mi abuelo.

La sombra de tristeza en su voz pareció sugerir que le tocaba a ella disculparse.

—Ese era el mensaje —dijo ella, sintiéndose grosera.

—Me gustaría aclarar cualquier malentendido que haya podido producirse. ¿Querría usted venir aquí?

—¿A dónde?

—A nuestro pueblo —dijo él, como si fuera demasiado educado para reírse de la pregunta—. Cuando llegue, pregunte por mí a cualquiera.

—¿Quiere usted que vaya?

—Sí, cuanto antes, mejor. Supongo que le parecerá bien.

—¿Hoy?

—Perfecto. Estoy deseando verla.

—Yo también —dijo Sandy, por decir algo, y sostuvo en la mano el auricular cuando él hubo colgado.

Lo golpeó contra la palma de la mano varias veces para eliminar la electricidad estática que zumbaba como una respiración ligera, y marcó otro número.

Tras el segundo timbrazo llegó hasta ella una respuesta preocupada.

—¿Mhhh?

—¿Roger?

—¡Sandy! Me preguntaba dónde estarías.

—No quería llamarte hasta saber mi próximo destino.

—Antes de nada, debes saber lo que he descubierto. Puede ser la pista que estabas buscando.

—Soy toda oídos.

—¿Recuerdas la revista que te dio aquel tipo, Picture Pictorial? Pues pertenece al mismo dueño que el Daily Friend.

—Redfield.

—¡Oh! ¿Ya lo sabías?

Pareció tan decepcionado que Sandy deseó estar junto a él para abrazarlo.

—No sabía ese detalle, y es un motivo más para ir donde me dirijo. Fue la familia Redfield la que intentó impedir a Giles Spence rodar su película.

—¿Quieres que te acompañe a hablar con ellos?

—¿Cuándo podrías venir? Redfield debe estar a unas seis horas de Londres en coche.

—Me pondré en marcha en cuanto termine este capítulo. Si no llego esta noche, te veré mañana por la mañana.

—Creo que debo estar allí cuanto antes. Me han invitado. No pasa nada, no te preocupes —dijo ella, no sólo para tranquilizarlo a él—. Si quieres te esperaré allí. Llama a Semilla de Vida en cuanto llegues. Dejaré un mensaje en la centralita diciendo dónde estoy.

—De verdad me gustaría reunirme contigo ahora mismo —se quejó él—. Pero ha empezado a germinar otro libro más.

—¿Tienes ya el título?

—Las narices en Disney.

—Casi no puedo esperar —dijo ella, y añadió—: el momento de verte.

—Nos vemos allí —dijo él, como sí no la hubiera oído.

Roger cortó la conexión, dejándola a solas con el zumbido electrostático, que parecía más que nunca una silbante respiración junto a su oído, o el viento colándose por una rendija.

—Nos vemos allí —repitió Sandy, y se dispuso a salir del hotel.

25

Más autopista. Viajó hacia el este atravesando los montes Peninos, de cuyos valles encerrados entre altos riscos brotaban las chimeneas rojas de las fábricas. Los faros de los coches y la llovizna convirtieron la carretera en un río de diamantes que describía anchos meandros entre las montañas hasta perderse en el horizonte. Más adelante, ya en las montañas, una procesión de camiones se arrastraba laboriosamente por las cuestas. Al adelantarlos y dejar atrás la lluvia, Sandy tuvo la sensación de que la conducían, más que de conducir ella. Había hecho ya tantos kilómetros por Graham que había perdido la cuenta de los días que llevaba viajando.

Al otro lado de los Peninos la tierra se volvía llana, y después todavía más. Sandy abandonó la autopista en la salida que le pareció más cercana a su destino, aunque no se mencionaba Redfield en la señal que la anunciaba. La carretera más ancha que partía del cruce más o menos en dirección este parecía ser la que debía seguir.

No tenía protecciones. Sólo las estrechas cunetas la separaban de los campos bajo un cielo pálido del que parecía como si hubieran recortado el sol, un agujero redondo en el centro de un horno al rojo vivo. Sandy no podía creer que el paisaje fuera todavía más llano, pero así era. Las escasas líneas de árboles que podía divisar al límite de su visión parecían grises, pero no por la niebla, sino por la distancia. Aquí y allá aparecía una máquina agrícola trabajando en un campo. El barro arrastrado hasta la carretera salpicaba el parabrisas con tanta frecuencia que empezó a preocuparse de que se le terminara el líquido limpiador antes de llegar a un garaje. En una ocasión, mientras limpiaba una vez más el cristal, estuvo a punto de atrepellar a un faisán que cruzaba la calzada.

La carretera descendía atravesando un bosquecillo y volvía a ascender hasta un puente jorobado, y a partir de allí se mantenía a un nivel ligeramente superior al del paisaje. La tierra tenía un fuerte tono amarillo; los campos de trigo eran los más extensos que Sandy había visto jamás. No se notaba ningún movimiento aparte de las reverencias de las espigas y algún espantapájaros. Al bajar la ventanilla pudo oír el susurro del paisaje. Aquel sonido y el monótono amarillo que parecía manchar el borde del cielo hacían que se sintiera oprimida. El período le había empezado al llegar al bosquecillo, y tenía mayor necesidad que nunca de un garaje o algún sitio con servicios. Aceleró al divisar un tejado de paja a un lado de la carretera, y rogó para que fuera un pub.

Muy pronto apareció el cartel anunciador del pub oscilando en lo alto de un poste, junto a un aparcamiento tan pequeño que parecía a punto de ser devorado por los campos de labranza. El establecimiento se llamaba La Espiga de Trigo. Sandy aparcó bajo el rótulo, cuyo insistente chirrido confundió al principio con un fallo del motor. Se bamboleaba sin cesar a causa del continuo viento, la irregular respiración de la tierra, una tierra que olía a estiércol, a podredumbre y crecimiento. El viento, o el efecto de tantas horas al volante, o quizá el periodo, la hicieron estremecerse. Se apoyó con una mano en el coche y al cabo de un momento se encaminó hacia el pub arrastrando la maleta.

Las cortinas estaban echadas. Aunque podía ver luz en el interior, el suyo era el único coche aparcado. Hizo girar el picaporte y entró en el portal, que estaba empapelado con anuncios de bailes y de representaciones de compañías de teatro de aficionados, mientras el viento golpeaba la puerta con frustración. Abrió la puerta interior y se detuvo un instante en el umbral.

Negras vigas de roble soportaban el peso del tejado en la única habitación. Detrás de la barra, un hombre barrigudo con un lápiz sobre la oreja estaba ajustando en su dosificador una botella de whisky invertida mientras una robusta mujer con los cabellos rojos recogidos en dos coletas y que calzaba unas zapatillas con forma de tigres de felpa repartía ceniceros por las mesas de roble. La única puerta que había, además de la de la entrada, no tenía rótulo.

—Perdone —dijo Sandy—. ¿Tienen servicios?

—Pues sí, tenemos dos, para los clientes. —El hombre la miró como si lo hubiera acusado de ser un salvaje—. ¿Va a tomar algo?

—Deja a la chica ahora, Alan. Lo que necesita no es una copa. Ven por aquí, muchacha.

La mujer acompañó a Sandy a la puerta contigua a la barra y la cerró cuando hubo pasado, dejándola en un corto pasillo del que ascendía una escalera de piedra. Sandy descorrió el pestillo del servicio de mujeres, una celda de piedra en la que apenas podía abrir la maleta. Al menos había tenido la precaución de comprar tampones en Manchester. Incluso allí se sentía espiada, posiblemente porque aquel hombre debía de saber lo que estaba haciendo. Se estiró la falda y salió al bar a pedir algo de beber.

Se llevó la media jarra de cerveza con olor a grano a una mesa en un rincón, y se disponía a sentarse cuando la mujer se acomodó en un taburete frente a ella.

—¿Vas a algún sitio especial, guapa?

—A Redfield. ¿Está muy lejos?

El hombre levantó la vista de la jarra de estaño a la que estaba sacando brillo y miró a Sandy con hostilidad.

—Esto es Redfield.

—El pueblo, quiero decir.

—Más adelante. No tiene pérdida. Por allí no se va a ningún otro sitio. —Al fruncir el entrecejo pareció que los ojos del hombre casi se tocaban—. No estará buscando trabajo, ¿no?

—No. Vengo de visita.

El dejó escapar un gruñido y volvió a su tarea.

—No le hagas caso —dijo la mujer—. Siempre es igual con los desconocidos. Cuando se ha vivido siempre donde se ha nacido, a veces la gente se vuelve así. A mí me gusta ver caras nuevas de vez en cuando.

—¿Hay mucho movimiento por aquí?

—No más del necesario —dijo el patrón, y masculló algo más. Sandy creyó oírlo añadir—: Ni falta que hace.

—Supongo que esto se llenará en tiempos de cosecha —preguntó Sandy—.¿Viene alguna vez lord Redfield por aquí?

El hombre levantó la cabeza como un animal al que molestan mientras está comiendo.

—Él visita nuestra casa.

Su orgullosa respuesta sonó como una advertencia de que midiera sus palabras. Sandy vació la jarra y cogió su maleta.

—No tiene más que seguir como venía —dijo la mujer mientras le abría la puerta—. Estará en Redfield antes de darse cuenta.

Sandy se puso todo lo cómoda que pudo en el asiento del coche y volvió a salir a la carretera. El viento hacía vibrar los limpiaparabrisas, y los campos parecían a punto de cerrarse sobre ella como un mar de trigo. Los largos surcos pasaban ante ella, y por un momento creyó que estaban alterando su sentido de la perspectiva, pues no conseguía calcular la distancia a la que se erguía un tronco de árbol solitario... Entonces surgió ante sus ojos el pueblo, un grupo de tejados de paja que parecían setas, y vio que lo que había tomado por un árbol seco estaba más allá de la población. Era una torre, una torre de vigía tan alta que parecía dominar el pueblo y el paisaje amarillo. Por un momento la sensación de que la estaban vigilando la hizo sentirse muy pequeña e insignificante como un insecto a punto de desaparecer en la tierra.

La carretera se empinaba gradualmente al aproximarse al pueblo, haciendo que la torre pareciera aún más alta. Al llegar a las afueras creyó ver una figura en lo alto de la torre, pero debía de ser otra cosa, porque sus colores no eran los de un rostro. Redujo la velocidad al ver el letrero que se erguía vacilante a la entrada de la localidad.

REDFIELD

AQUÍ ELABORAMOS SEMILLA DE VIDA

CONDUZCA CON PRECAUCION

Detrás del cartel estaba un hombre segando la hierba, y siguió a Sandy con la mirada. La lengua desgarrada y pálida que colgaba de su boca era una espiga que estaba masticando.

A unos cien metros del letrero comenzaba el pueblo. Unas hileras de pequeñas casas de estilo Tudor modernizado daban paso a otras más antiguas con techos de paja a ambos lados de la carretera. Los jardines delanteros de las casas parecían competir por un premio a la pulcritud. Casi toda la parte oeste del pueblo estaba ocupada por la fábrica de Semilla de Vida, y hacia allí se dirigió Sandy tras cruzar la plaza, por la que paseaban mujeres que empujaban cochecitos de niños y carros de la compra y cotilleaban junto a un monumento por los caídos en la guerra. Al final de una de las calles, la plaza ofrecía una vista de la torre. Por lo que Sandy pudo ver, no había nadie en lo alto.

Una calle de casas bajas con techo de paja conducía en línea recta a las puertas de la factoría, abiertas y sin vigilancia. Un amplio paseo cruzaba una pradera en la que un aspersor lanzaba arcoiris sobre la hierba. Había unos cuantos coches aparcados a la sombra de la alargada fachada victoriana. Sandy se arregló el pelo en el espejo retrovisor, pero una brisa que olía a pastelería le alborotó el cabello en cuanto salió del coche.

Sandy hizo sonar el timbre que descansaba sobre un mostrador a la derecha del vestíbulo y el tintineo hizo aparecer el busto de una joven de párpados azules.

—Bienvenida a Semilla de Vida.

—Gracias. Soy Sandy Allan. Busco a lord Redfield.

—Sí, desde luego. Vaya al hotel y allí le darán un mensaje —dijo la joven con una sonrisa equina tan brillante que pareció quedar flotando en el aire después de haber desaparecido.

Sandy imaginó que no habría más que un hotel. Subió de nuevo al coche, regresó a la plaza y tomó la calle principal. Había un edificio que se elevaba dos pisos más que el resto de los comercios, el hotel La Gavilla. Un arco recubierto de musgo conducía al aparcamiento del hotel. Sandy entró arrastrando su maleta por el vestíbulo. Vio unas grandes arañas de cristal que lanzaban destellos sobre unas robustas barandillas de roble, unos sofás que más bien parecían unos grandes fardos de cuero, y un mostrador rectangular con incrustaciones verdes. Una chica regordeta y pálida de cabellos blancos estaba mecanografiando un menú detrás del mostrador y se levantó al ver a Sandy.

—Creo que tiene usted un mensaje para mí —dijo Sandy—. Pero primero, ¿tienen habitaciones?

—¿Cuál es su nombre?

—Sandy Allan.

—Su habitación está dispuesta, señorita Allan.

—¿De verdad? —Sandy se tragó la sorpresa y tomó la llave que le ofrecía la recepcionista—. ¿Tengo que rellenar algún impreso?

—No es necesario, señorita Allan. Sus gastos ya han sido pagados. Háganos saber si hay algo más que podamos hacer por usted.

Sus palabras sonaron demasiado autoritarias para el gusto de Sandy.

—¿Hay algún mensaje para mí?

—Creo habérselo dado ya. —Cuando Sandy hizo un ademán de duda, la chica prometió llamarla en el momento en que lo hubiera.

Sandy cogió su maleta y la arrastró hasta el primer piso a lo largo del pasillo iluminado por apliques con motivos vegetales. Un grabado con una escena de cosecha colgaba sobre la cama de su habitación. La colcha de ganchillo y las cortinas acolchadas daban a la estancia un aspecto de habitación de invitados, más que de hotel. Sandy dejó caer la maleta junto a la cama, y apenas se hubo sentado sobre la colcha sonó el teléfono.

Era la recepcionista del hotel, ansiosa de deshacerse del mensaje.

—Lord Redfield la recibirá esta tarde. Debe ir a comer primero si no lo ha hecho todavía.

—Ya he comido, gracias —mintió Sandy, pensando que le era más necesaria una hora de descanso—. ¿Dónde me reuniré con él?

—En la casa grande, por supuesto.

—¿Y dónde es eso?

—Oh, no tiene pérdida. Salga del pueblo y la encontrará.

—La chica pareció apiadarse de su ignorancia, y le dio una pista—. Diríjase a la torre.

26

Sandy entró en el cuarto de baño que compartía con quien ocupara la otra habitación del pasillo y se dio un largo baño. Se quedó inmóvil en el agua hasta sentirse algo más relajada. En una ocasión alguien pareció intentar abrir la puerta.

—Está ocupado —dijo Sandy en voz alta, pero al momento pensó que debía de haber sido la corriente de aire que entraba por la salida e incendios del final del pasillo, ya que no se veía a nadie al otro lado del cristal esmerilado que cubría la parte superior de la puerta.

Se restregó con fuerza, y al salir del agua se sintió más descansada. Mientras se secaba, el remolino formado por el desagüe arrastró un hilillo de sangre.

Se puso un vestido y el broche de perlas de su abuela en el cuello y salió del hotel. Se quedó unos minutos bajo la marquesina de cristal, saboreando el no tener que subirse de nuevo al coche, y mirando a los niños que salían del colegio con sus dibujos bajo el brazo. Se encaminó hacia la salida del pueblo.

Las tiendas que se agolpaban alrededor del hotel iban desapareciendo mientras las hileras de casas adosadas daban paso a chalets con jardines. Los niños la miraban desde las casas, y algunos corrieron a la ventana para verla pasar. Sandy les dedicó una sonrisa mientras se preguntaba si todo el mundo en el pueblo sabría que era forastera. Aquella debía de ser la causa de que se sintiera vigilada.

Tan pronto como salió a campo abierto, tuvo una clara visión del edificio que la recepcionista había llamado la casa grande. Era un palacio estilo Tudor situado sobre una ancha franja de hierba que cruzaba los campos de trigo hasta la torre. A la luz de la tarde la fachada de ladrillos brillaba como el barro mojado. Las hileras de ventanas emplomadas reflejaban la luz del sol en una gran variedad de colores. De las chimeneas salían espirales de humo, y en primer plano se alzaba un portón con torres almenadas. No había muralla alguna protegiendo la casa.

La carretera se bifurcaba en dos ramales, que conducían al norte, hacia la torre, y al este, hacia el palacio. Mientras Sandy caminaba hacia éste último, el viento jugaba alrededor de sus piernas y le levantaba la falda. De cuando en cuando le tocaba la cara, llevándole el olor de hierba al sol. Hubiera disfrutado más del paseo si no hubiera seguido sintiendo la presencia de la torre a sus espaldas. Después de mirar atrás una vez y comprobar que no había nadie a la vista, intentó sin éxito olvidarse de ella.

Tardó veinte minutos en cubrir la distancia que separaba el pueblo del palacio. Mientras la mole de la casa se le echaba encima, la sombra de Sandy ascendió como el humo por la fachada de ladrillo rojo. Pulsó el timbre, una fría pupila blanca en el centro de un ojo de latón reluciente. Fuera cual fuera el sonido que produjo, no cruzó los muros de la casa. Creyó oír ladrar a unos perros, pero cuando intentó escuchar, sólo oyó el murmullo del viento. Estaba a punto de volver a llamar cuando se abrió la pesada puerta de roble tallado.

Un mayordomo de librea apareció delante de Sandy. Su cara suave y alargada tenía una expresión de neutral cortesía.

—¿Señora?

—Soy Sandy Allan. Vengo a ver a lord Redfield.

—Si la señora tiene la bondad de seguirme —murmuró él. Cerró la puerta tras ella y la condujo a través de un vestíbulo abovedado hasta un inmenso salón forrado en roble hasta las robustas vigas que sostenían el techo. Las paredes estaban cubiertas por retratos de familia, entre los que se intercalaban escenas de caza y labores del campo. La gran chimenea de piedra estaba encendida. Una alfombra con motivos que representaban gavillas se extendía de pared a pared. Esparcidos por el salón había una media docena de sofás. El mayordomo le indicó el más cercano al fuego.

—Si la señora tiene la bondad de esperar...

Cuando se retiró, Sandy permaneció de pie y comenzó a curiosear. Se sentía fuera de la realidad, como en una película; no podía evitar imaginarse la habitación en blanco y negro. Algunos de los retratos eran tan viejos y oscuros que los rostros de los Redfield parecían salir de la tierra. Caras grandes y planas con ojos tan grandes que hacían que sus frentes parecieran más pequeñas de lo que en realidad eran, narices largas y anchas que estaban unidas con las comisuras de los labios por profundas arrugas.

No había ningún retrato sobre la chimenea, sino una talla de madera del escudo de armas de los Redfield. En un primer momento, Sandy no se fijó en él, pero luego lo miró más atentamente. El escudo estaba rodeado por espigas de trigo que se curvaban hacia arriba formando una elaborada cornamenta. Estaba intentando descubrir qué le recordaban, tan intensamente que había dejado de oír el crepitar del fuego, cuando una voz llegó a su cerebro.

—Señorita Allan.

Al darse la vuelta, el cuerpo pareció arderle. Sería por la cercanía del fuego. El rostro que tenía delante era el mismo de los retratos pero más carnoso. Finas venas púrpura comenzaban a ganar terreno en sus mejillas, como un boceto de barba. Tenía unos cincuenta años, y era una cabeza más alto que Sandy. Vestía un traje tan discretamente elegante que tenía que ser caro, y el pañuelo a juego con su corbata verde oscuro sobresalía del bolsillo de la chaqueta. Sus ojos eran oscuros y tranquilos, casi soñadores, pero vigilantes. Las dos arrugas que iban de su nariz a las comisuras de los labios se acentuaron cuando esbozó una sonrisa formal y desplegó una brazo indicando a Sandy el sofá junto al hogar.

—Por favor —dijo.

Sandy ya no sabía si sentía calor o frío, o sólo incomodidad. Cuando se hubo sentado, Redfield se pellizcó las rodillas de los pantalones al agacharse y tomó asiento en otro sofá orientado en diagonal.

—¿Le apetece beber algo?

—¿Podría ser un té?

—¿Alguno en especial?

—Earl Grey.

—Por supuesto. —Llamó al camarero pulsando un botón y, después de pedir el té, detuvo al mayordomo con un gesto tan leve que fue prácticamente invisible—. ¿Ha comido usted? —preguntó a Sandy—. Quizá le apetezca un bocadillo.

—No me vendría mal, si no es molestia.

—En absoluto. —Redfield se arrellanó en el sofá y cruzó las piernas al retirarse el mayordomo—. Dígame entonces, ¿qué le ha parecido?

—No sé muy bien a qué se refiere.

—Nuestro pueblo, nuestra forma de vida.

—Parece muy... —dijo Sandy, y volvió a empezar, decidida a no dejarse impresionar por aquel hombre—. Parece muy ordenada.

—Eso creo. ¿Lo dice en tono de crítica?

—¿Debería haberlo hecho?

—No creo que haya venido para que yo le diga lo que debe hacer —dijo él con una leve sonrisa—. Me olvidaba de que acaba de llegar. Tómese su tiempo, e intente encontrar a alguien que esté descontento con su estado.

—No le he dado las gracias por el alojamiento —dijo Sandy—. Muchas gracias.

—De nada. —El momentáneo fruncimiento de su entrecejo hizo pensar a Sandy que había cometido una falta de tacto—. Quiero que tenga usted tiempo para ver todo lo que desee. El pueblo y su historia están a su disposición. Me pregunto si sabrá cómo ganó el pueblo su nombre.

—No —dijo Sandy, renunciando por el momento a hacer preguntas—. Cuéntemelo, por favor.

—Aquí tuvo lugar una batalla de la que quizás oyera hablar en la escuela. Recordará que después de la batalla de Hastings, el norte del país se rebeló contra Guillermo de Normandía. El señor de estas tierras ofreció su ayuda al norte, y un ejército mandado por uno de los nobles de Guillermo marchó contra él y cayó sobre este lugar tomándolo por sorpresa.

—Sí, creo que me suena.

—En un solo día pasaron por las armas al señor y a todos sus hombres, mujeres y niños. Las tierras que rodeaban el campo de batalla fueron arrasadas, y ni una sola casa o granja se salvó de las llamas. Hasta las tumbas del cementerio fueron profanadas y sus contenidos quemados. Me temo que mi antepasado padecía un cierto exceso de celo.

—Así parece.

—Guillermo nombró a mi antepasado señor de todas las tierras que había destruido, y le dio el nombre de lo que había hecho de ellas: Redfield, un campo de sangre. Todo lo que quedó fue el castillo sobre el que ahora se eleva esta casa. Los soldados fueron licenciados, construyeron sus hogares y comenzaron a trabajar la tierra. Al parecer Guillermo pretendía que se volvieran contra mi antepasado y se unieran a su ejército, que marchaba hacia el norte, a pesar de que él sólo había mostrado su lealtad a su rey. Desde nuestro punto de vista, eran tiempos salvajes. Yo creo que esta tierra les dio a él y a sus hombres su justa recompensa y los redimió permitiéndoles dar de comer al pueblo. La tierra hizo de nosotros lo que somos, y desde entonces hemos vivido aquí.

¿Era posible que un complejo de culpabilidad hereditario hubiera motivado la hostilidad de la familia hacia Giles Spence y su película?

—Me llama la atención la forma en que habla de la tierra...

—La tierra de Redfield, el asombro de los edafólogos. Hace siglos que estudian nuestro suelo sin ponerse de acuerdo sobre el origen de su fertilidad. Sólo sabemos que podemos confiar en que seguirá produciendo el mejor trigo del país casi todos los años, al margen de lo pobres que sean las cosechas en otros lugares.

—¿Y no puede crecer este trigo en otro suelo?

—Desde hace muchos siglos se ha ido adecuando a éste. Creo que nunca hemos llegado a olvidar la autosuficiencia que tuvimos que aprender forzosamente en los primeros tiempos de Redfield. No es el trigo lo único que crece poderosamente aquí, sino todo lo demás, y el vigor de nuestros hombres pronto se hizo legendario. Ellos fueron los que arrastraron pesadas piedras durante muchos kilómetros para construir una torre de vigía que contribuyera a la defensa del reino.

Redfield levantó la vista hacia el retrato más oscuro, el más cercano al escudo de armas.

—A veces deseo que ojalá mi abuelo hubiera podido saber por qué se iba a hacer famosa nuestra tierra. Se deleitaba enseñándonos una enciclopedia agrícola de hace más de cien años en la que se registraban ochenta y cinco variedades diferentes de trigo, entre las cuales no se encontraba la de Redfield. La llamada “Squareheads Master” era entonces la más apreciada, ¿y quién la conoce hoy en día? De todas formas la envidia no hace mella en nosotros, y ahora podrá probar la causa de que se nos envidie.

El mayordomo se aproximaba con una bandeja de plata. Dispuso el servicio de té y un plato con canapés de pepino en una mesita junto a Sandy, y desapareció. Redfield la observó mientras se servía el té y daba un bocado al canapé.

—Delicioso —dijo.

—¿Merece la pena conservar algo como esto?

—Definitivamente. —El pan sabia a tarde de verano, pensó; al menos su sabor era tan rico, fuerte y evocador que hacía sentir alegría de que hubiera tardes de verano durante las que se podía tomar todo el tiempo necesario para saborearlo—. Siempre me ha gustado su pan —dijo a Redfield—, pero aquí parece incluso mejor.

—Lo es. Lo que está comiendo es el verdadero pan de Redfield, un pan que actualmente sólo se hace para el pueblo y para nuestros invitados.

Sandy tragó otro bocado, pero un leve sabor herrumbroso permaneció en su paladar.

—No pueden cultivar aquí tanto trigo como para abastecer a toda la nación.

—Ni siquiera Redfield es tan fértil. Cuando las grandes ciudades comenzaron a solicitar nuestro pan, compramos grano para mezclar con el nuestro, y así nació Semilla de Vida. Nunca vendemos nuestro grano para su mezcla en otro lugar. Quizá le sorprenda saber que nunca se ha producido una huelga ni ningún tipo de conflicto laboral en Redfield, y tenemos el índice más bajo de delincuencia del país. Por desgracia, los medios de comunicación no tienen espacio para este tipo de historias. A veces pienso que están demasiado hambrientos de salvajismo y desesperación para ver las cosas que vale la pena conservar.

—Yo también he tenido algún problema con los medios de comunicación.

—Sí. —Un destello de arrepentimiento asomó a sus ojos—. Cuando hablamos antes le dije que no quería que hubiera malentendidos. Quiero que comprenda que no ejerzo ningún control sobre el contenido del periódico.

—Me resulta difícil creerlo.

—Le doy mi palabra. —Redfield no dejó de mirarla hasta que ella asintió, y entonces prosiguió—. Consideré que el periodista que la había atacado se había comportado incorrectamente. Hablé con el director, y quizás habrá reparado usted en que el párrafo no aparecía en las siguientes ediciones. Espero no haberle causado excesivas molestias.

—No me fue nada mal en comparación con Enoch Hill. Su periódico ha estado azuzando el odio contra él y sus seguidores durante todo el verano.

—¿No es simplemente expresar un honesto punto de vista inglés?

—Si da tanto valor a la paz como dice, debería dejar en paz a los demás.

—Quizá no necesitemos economizar tanto con nuestra paz como con nuestro trigo. De todos modos, le recuerdo que el periódico no expresa mis opiniones.

—¿Pero no emplea a personas que piensan como usted? ¿Por ejemplo, Leonard Stilwell?

—Mi abuelo lo recompensó por su lealtad. ¿A usted le parece lo mismo? —Al no responder ella, prosiguió—. Stilwell realizó ciertas investigaciones para mi padre cuando trabajaba para una de nuestras revistas. Pero ésta fue una más de nuestras bajas de guerra, y puesto que Stilwell había sido declarado médicamente incapaz para las armas, mi abuelo le dio el puesto que ahora desempeña.

—Stilwell investigó las circunstancias que rodeaban la película que su abuelo atacó en la Cámara de los Lores.

—Exacto.

—La película cuyos derechos compró su familia e hizo desaparecer.

—La misma.

La pregunta pretendía tomarlo por sorpresa, pero fue su respuesta la que desconcertó a Sandy.

—¿Entonces lo admite?

—¿Por qué no iba a hacerlo?

Su inalterable flema era injuriante.

—Entonces quizá pueda contarme lo que su abuelo dijo a Giles Spence —le espetó ella.

—Mi familia no tenía la menor intención de hablar con él.

¿Se había alterado su tono de voz, aunque fuera imperceptiblemente?

—Pero uno de sus miembros lo hizo —insistió Sandy.

—Está usted en un error.

—Desde luego Spence estuvo aquí durante el rodaje de la película. He visto pruebas de ello —dijo Sandy, rogando que él no le preguntara por ellas—. Incluso es posible que viniera hacia aquí cuando murió.

—¿Eso cree?

—Murió en la carretera después de haber finalizado el rodaje, eso lo sé. En algún lugar camino del norte.

Redfield se llevó los dedos a los labios y pareció reflexionar.

—Recuerdo algo —murmuró. Tomó un tronco de un cubo de hierro junto al hogar, lo puso en el fuego y volvió a sentarse—. Recuerdo vagamente al señor Spence, aunque yo era muy pequeño. Vino a la casa y organizó un escándalo, convencido de que mi familia estaba intentando sabotear su película. Incluso siendo un niño, yo sabía que aquello era falso. Nosotros no necesitamos contratar a saboteadores. Más bien pienso que lo que fuera que ocurrió durante el rodaje de esa película fue provocado por el señor Spence.

—¿Qué fue de ella al final? ¿Qué ocurrió con el negativo?

—Una palabra muy adecuada para el producto y para sus intenciones, si me permite que lo diga. Mi padre la destruyó. Siento apenarla, pero ¿por qué significa tanto esa película para usted?

—Nunca la he visto —dijo Sandy, respirando con fuerza para controlar su ira—, pero sé de personas que consideran que merece un lugar en la historia.

—Una curiosa noción de la historia, que pretende conservar una obra con tantas mentiras sobre Inglaterra y los ingleses. Usted y yo, y cualquier otra persona inteligente podría juzgarla simplemente por lo que es, pero se corre un grave peligro al suponer que todo el mundo es como nosotros.

—¿Me está diciendo que ésa es la única razón por la que su familia destruyó el trabajo de un hombre?

—¿Es eso lo que le he dado a entender? No era mi intención. No, la verdad es que cuando el señor Spence vio que no conseguiría lo que fuera que pretendía obtener aquí, intentó escarnecernos en la película. Concretamente, introdujo en ella una caricatura de nuestro escudo de armas.

Sandy miró el escudo tallado que colgaba sobre la chimenea y vio lo que había intentado recordar. Las espigas de trigo trenzadas se parecían mucho a los cuernos del dibujo que Charlie Miles le había dibujado, y su artritis era la explicación de que el resto del dibujo pareciera tan extraño.

—Me pregunto si en su investigación ha averiguado usted si los que colaboraron con él en esa película sabían lo que estaba hacieno —dijo Redfield.

—No creo que ninguno de ellos lo supiera.

—¿Y eso no le hace pensar que Spence no era «trigo limpio», valga la expresión? No sólo siguió filmando cuando sabía que muy probablemente la misma naturaleza de la película provocaría su prohibición, sino que convirtió a sus actores y a su equipo en involuntarios cómplices de un delito de calumnia. Podían haber perdido algo mucho más que el tiempo que él les hizo perder si mi familia no se hubiera contentado con suprimir la película.

Redfield entrelazó los dedos como si fuera a rezar, pero volvió las palmas hacia arriba.

—No crea que no simpatizo con su causa. El prestigio de su amigo no debía haber sido puesto en duda por el periódico. Pero el país olvidará esa insignificante mancha sobre su nombre, mientras que la exhibición de la película no haría más que volver a abrir viejas heridas. ¿Esperaba usted que fuera yo menos leal con mi familia que usted con su amigo?

—Ya que estoy aquí —dijo Sandy intentando no parecer interesada—, ¿cree que podría hablar con su padre?

—Me temo que es imposible. Es muy mayor, su salud es delicada y se transtorna con facilidad. Por eso precisamente no puedo permitir que esa película salga a la luz, incluso aunque apareciera alguna copia ilegal. —Redfield la miraba con una suavidad nacida de una confianza total—. Debo decirle que si algo de lo que le he dicho aquí saliera publicado en los medios de comunicación, me vería obligado a tomar las medidas legales más severas para proteger nuestro nombre, y creo que mi hijo también lo haría. —Dirigió la mirada más allá de Sandy e hizo un gesgo de asentimiento—. Señorita Allan, mi hijo Daniel.

Sandy no había oído entrar a nadie, pero cuando se levantó, el joven estaba detrás de ella. Tendría unos veinte años, y vestía ropa informal cara. Su rostro era más lleno que el de su padre, y también más alegre. Había heredado de su progenitor la economía de gestos. Al inclinarse ligeramente hacia ella, una leve sonrisa iluminó sus ojos, y Sandy no pudo evitar que le cayera bien.

—Perdona, padre. No me había dado cuenta de que estabais hablando —dijo.

—Me alegro de que la señorita Allan te conozca. —Cuando Daniel se hubo retirado, lord Redfield murmuró—: Espero que no haya necesidad de que se entere de lo que hemos estado discutiendo.

No se sintió amenazada, ni pensó que fuera esa la intención del comentario. Se daba perfecta cuenta de lo orgulloso que él se sentía de su hijo. El pan de Redfield le producía en el estómago una sensación de sol y de perezosa tranquilidad, y se sentía como si hubiera hecho todo lo posible. Tomó el último sorbo de Earl Grey y estaba poniéndose en pie cuando él rompió el silencio.

—Me gustaría que no pensara que simplemente está haciendo un favor a mi familia. Piense que está ayudando a conservar un trozo de lo mejor de Inglaterra y de su espíritu. —Sonrió casi con tristeza y su mirada pareció volverse hacia su interior—. Mi padre me dijo esto, como a él se lo dijo el suyo. Somos los guardianes de esta porción de la vieja Inglaterra, y si alguna vez la traicionamos o la abandonamos, nuestra buena fortuna nos dejará. Somos producto de esta tierra tanto como nuestras cosechas. La llevamos en la sangre. La tierra está arraigada en nuestras almas, y cada uno de nosotros tiene su lugar en la capilla. —Dejó escapar una carcajada semejante a un ladrido—. Bien, creo que ya me he vuelto a poner pedante —dijo mientras la acompañaba hacia las torres de la entrada—. Espero que eso sea la peor impresión que se lleve de Redfield.

Sandy pensó que quizá fuera así. Volvió al hotel paseando entre los campos de trigo que el sol poniente estaba volviendo dorados. Entre los surcos, la tierra tenía un color aun más rojo que el de los ladrillos del palacio Redfield. Se sentía como si la calidez del paisaje estuviera concentrada en su estómago y se extendiera desde allí a todo su cuerpo, haciendo sus pasos ligeros y relajados. Sentía que los recuerdos de Graham debían ser tan serenos como ella se encontraba en aquel momento.

Desde su habitación telefoneó a Roger, pero no hubo respuesta. Hubiera querido decirle que la esperara en Londres a su regreso.

Aparte del placer de esperarlo, no veía otra razón para demorarse en Redfield. Se quedó tumbada en la cama hasta que un gong anunció la hora de la cena; bajó las escaleras con lentitud, preocupada. La certeza del deber cumplido no conseguía acallar la impresión que, de alguna forma, la conversación con Redfield no había alcanzado su objetivo; sentía que todavía había una cuestión fundamental por resolver.

27

Aquella noche durmió mucho más profundamente que en las últimas semanas. Soñó con una torre que era una sola espiga de trigo que se balanceaba hasta tocar el horizonte, primero al norte, después al sur, al este, al oeste... Cada vez que tocaba la tierra, ésta se iluminaba hasta quedar blanca y áspera como la tiza. La luminosidad provenía del sol de la mañana, que acabó por despertarla al entrar entre las cortinas y posarse en su rostro.

Se oía a unos niños cantar en el patio de un colegio. Debían de ser cerca de las nueve. Sandy se desperezó y bostezó, y finalmente venció la tentación de darse media vuelta y seguir durmiendo. Sin duda se le habría pasado la hora del desayuno, pero tenía que levantarse para recibir a Roger. Incluso era posible que ya estuviera en Redfield. Quizá la estuviera esperando abajo. Su sueño había sido tan profundo que podía no haber oído las llamadas de la recepcionista. Miró el reloj y se despertó por completo. Los niños no estaban jugando antes de entrar en el colegio. Lo que oía era el recreo de media mañana.

Se dio una ducha rápida y, tras ponerse unos vaqueros y una camiseta, bajó a recepción. La recepcionista de cabellos blancos le dedicó una benevolente sonrisa.

—Pase al comedor y ahora mismo le servirán el desayuno.

—¿No es muy tarde? No quiero causarles molestias. Ya deben haber desayunado todos los demás huéspedes.

—Ahora mismo es usted nuestra única huésped.

—Oh, creía... —La noche anterior había creído que los demás se habrían retirado pronto a dormir. Saber que el hotel estaba funcionando sólo para ella era tan desconcertante como haber dormido hasta tan tarde—. Creo que no desayunaré, gracias. ¿No hay ningún mensaje para mí?

—Ya se lo di —respondió la chica un poco a la defensiva y con tono ansioso. ¿No se acuerda? Le dije que fuera a la casa grande.

—Después de ése, quiero decir, y no de lord Redfield.

—No, no ha llamado nadie más.

Sandy iba a retirarse cuando la recepcionista la detuvo.

—¿Vendrá a comer?

—Posiblemente. No estoy segura.

—¿Pero estará para la cena?

—No lo creo —respondió Sandy, y subió rápidamente a su habitación para telefonear a Roger por si el libro lo había retrasado y podía evitarle el viaje. El teléfono sonó una y otra vez, pero no hubo respuesta. Entonces probó suerte en Semilla de Vida. No había llamado ni se había presentado allí. Estaría de camino, pensó, y decidió dar una vuelta.

Bajo el sol del mediodía el pueblo parecía recién barrido. Las casas Tudor relucían al sol, y otras de color pardo tostaban sus lacias pelucas de paja. Sandy oyó a los niños cantar la lección en la escuela mientras paseaba mirando los escaparates. Había grandes botes de cristal llenos de caramelos rayados como abejas, sombreros semejantes a trofeos, barras de pan primorosamente trenzadas, patrones de costura y peleles para bebés.

Pasó también por delante de una iglesia, una escuela dominical y un cementerio a las afueras del pueblo, junto a la fábrica. Varios jóvenes en mono de trabajo cuidaban las tumbas y la hierba. Pensó distraídamente en el desafío que le había lanzado Redfield: que intentara encontrar a alguien descontento. La realidad era que todo el mundo parecía bien alimentado, cómodo, satisfecho. Todos ellos le dieron los buenos días, y muchos le preguntaron si le gustaba el pueblo. Al acabar el recorrido turístico por Redfield, cuando se encaminaba hacia un pub que había visto frente a la pradera comunal, Sandy cayó en lo que había echado de menos. Ni una sola de las casas o comercios que había visto estaba en venta.

El pub se llamaba El Segador. Pidió una jarra de cerveza negra y unos bocadillos de queso hechos con el pan especial de Redfield, y se sentó a una mesa exterior. Comió y bebió tranquilamente, como si fuera pasando del ritmo del entrechocar de los bolos en la pradera al paso de reloj de sol de las sombras de las chimeneas. Dio otro sorbo y otro bocado, y disfrutó del cálido y oscuro sabor que producía la combinación del pan y la cerveza. Entonces recordó que todavía llevaba en el bolso la novela de F. X. Faversham.

Y allí había estado durante la conversación con lord Redfield. En efecto, aquello era lo que había estado intentando recordar durante la entrevista, el punto que se le había olvidado. El abuelo de Redfield no había visto la película cuando la había atacado en la Camara de los Lores, pero sabía que era una versión de aquella historia. Y quizá la causa de su preocupación había estado en su bolso todo el tiempo.

Abrió el bolso y rebuscó en su interior. Dos ancianas en pantalones jugaban a los bolos, y Sandy era visible desde cualquiera de las casas que rodeaban la pradera. ¿Pero por qué preocuparse cuando todo el mundo era tan acogedor? La torre de Redfield se alzaba por encima de los tejados, pero lord Redfield le había explicado la causa de su construcción, eliminando así lo amenazador de su aspecto. ¿Y qué, si alguien la vigilaba?

—Vamos a ver de qué se trata —se dijo alegremente mientras abría el libro y comenzaba a leer la primera página de En lo alto.

«Érase una vez un hombre que pretendía construir la torre más alta de la cristianidad.»

Muy bien, de modo que era eso. No era de extrañar que los Redfield se hubieran sentido aludidos, pero pensándolo bien, ¿por qué iba a ser así, de no ser que la historia fuera más concreta? Siguió leyendo. «Mucho antes de que se erigiera el edificio, los obreros empezaron a maldecirla y a maldecirse unos a otros en una Babel de viejas lenguas...» ¿De manera que Faversham había tenido en mente el Antiguo Testamento, y no Redfield? «En el instante en que se cimentó la última piedra del parapeto, el arquitecto emprendió el ascenso de los miles de escalones. El latido del tiempo se detuvo hasta que apareció en lo alto del parapeto. Los vastos campos lo saludaron con una danza mareante, y el eje del mundo giraba como un torbellino...»

Muy pronto la historia empezó a ponerse moralista, cuando el arquitecto se enfurecía porque una iglesia le ocultaba la vista de un lejano lago. Entonces se subía encima del parapeto para ver por encima de las agujas de la iglesia. «Un viento semejante a la ira de los cielos se apoderó de él y, como si fuera un pájaro alcanzado por una flecha, lo arrojó sobre la dura tierra.»

Su hijo aparecía en el siguiente párrafo y se prodigaba en los detalles de su infancia. Al acercarse a la edad a la que había muerto su padre, la fascinación de la torre se apoderaba de él, y al cumplir cincuenta años, como su progenitor, también se encaramaba a lo alto del parapeto para ver más allá de la iglesia y caía. Sandy no pudo evitar preguntarse por qué no habría ido por tierra a ver el lago. ¿Se repetiría la maldición en su hijo, cuyo nacimiento ya había disfrutado de varias frases en exclusiva? La familia de su madre lo había enviado a estudiar al extranjero, y no le había ido mal en los trópicos hasta que «una consumidora fiebre» lo hizo volver a Inglaterra y a la dilapidada propiedad de su padre. «Allí recordó el último día de su padre en la tierra, cuando lo había llevado a la torre y alzado sobre sus hombros hasta que había atisbado la promesa del agua que la iglesia había encapuchado. A duras penas conseguía ascender a la torre y trepar a lo alto del parapeto, consiguiendo mantener el equilibrio. Durante el espacio de un latido vio el agua clara, y el aire que entraba con furia en sus ojos no consiguió arrebatarle la visión mientras caía. Los espectros de sus antepasados brotaron de la tierra que su sangre había empapado para llevarlo a aquel lugar del que sus ojos apenas habían atisbado unos meros símbolos.»

Aquello era todo, y Sandy se quedó perpleja. No era extraño que la historia tuviera tan poco que ver con la idea que tenía de la película —lo cual no era nada nuevo en su experiencia cinematográfica—, ¿pero qué era lo que tanto molestaba a los Redfield de la narración? Terminó el almuerzo y volvió con tranquilidad al hotel, esperando poder comentar el problema con Roger.

Todavía no había llegado. Cuando la recepcionista volvió a preguntarle si cenaría, Sandy le contestó con una evasiva educada. Pensó en subir a descansar a la habitación, pero al final volvió a salir. Podía dar un paseo mientras esperaba a Roger, y quizá también descubrir lo que no quería reconocer de En lo alto. Subiría a la torre.

28

Cuando Sandy salió del pueblo, las nubes iban y venían. Cada vez que el sol volvía a aparecer, los colores del trigo y de la herrumbrosa tierra revivían en silencio a su alrededor. La sombra de la torre avanzaba sobre la hierba, se hundía en la tierra y volvía a surgir en la carretera por la que se acercaba Sandy. Las voces de los niños en la escuela se fueron debilitando y acabaron siendo barridas por el rumor del paisaje, y al final no quedó más sonido que las ligeras y sordas pisadas de sus zapatos sobre el asfalto. Cuando se apartó de la carretera y comenzó a caminar sobre la ancha franja de hierba que conducía de la torre al palacio, la tierra ahogó el ruido de sus pasos.

El sol resplandeció por una rendija entre las nubes y la sombra de la torre pareció avanzar hacia Sandy. Caminando con la sombra al lado, se acercó a la entrada de la torre. No había puerta, sólo un marco con un ancho dintel, una forma que le hizo pensar en los monumentos megalíticos. Al mirar a lo alto de la tosca mole gris sólo interrumpida por unas troneras tan estrechas como su cintura, la torre pareció inclinarse sobre ella desde el cielo. Cerró los ojos un momento para tranquilizarse y entró.

La estructura cilindrica de piedra se cerró en torno a ella, fría y gris como la niebla. Se subió la cremallera de la cazadora y emprendió la subida. Los escalones eran demasiado altos, y Sandy tuvo que subir agarrándose la rodilla derecha para impulsarse, apoyando la mano izquierda en el muro para no perder pie. Dio una vuelta completa a la espiral y casi no podía ver los escalones; otra vuelta más y el muro comenzó a resplandecer con la luz de la primera tronera; otra más y llegó a su altura, que ofrecía una estrecha vista de los campos. La luz quedó atrás mientras seguía subiendo; la penumbra reinaba en la siguiente vuelta de la espiral, y Sandy sintió los ojos irritados hasta que pudo divisar un horizonte más lejano al otro lado de la siguiente tronera. Se detuvo en la quinta para dar un respiro a sus doloridas piernas, y también en la séptima y en la novena, y lamentó no haber contado las aberturas antes de entrar para saber cuánto más tenía que subir. Se frotó las piernas con fuerza; dejó atrás la luz de la novena tronera y se adentró en una penumbra que parecía espesarse y durar más de una vuelta de espiral, más de dos. Ya no era penumbra, sino una oscuridad que olía vagamente a podrido. Sin dejar de apoyar la mano contra la pared, siguió ascendiendo, con las piernas temblorosas y doloridas. Algo frío le tocó el cráneo.

Se encogió instintivamente y miró hacia arriba, y vio una línea de luz tan estrecha como el filo de un cuchillo. Era el contorno de una trampilla, de la que colgaba la anilla de hierro que la había tocado. Empujó la trampilla con la mano izquierda y a continuación con las dos. Sintió un dolor lacerante en la nuca y un hormigueo por todo el cuerpo. La trampilla ni siquiera crujió.

Sandy subió un escalón más y, con las piernas muy abiertas, apoyó la espalda en la superficie de madera y empujó hacia arriba con todas sus fuerzas. La trampilla chirrió, se levantó lentamente y cayó sobre el piso con un rotundo golpe que resonó bajo el cielo. Sandy subió a la plataforma de la torre y se dejó caer sobre la piedra inesperadamente cálida. Se quedó sentada, con los ojos cerrados, intentando recuperarse del ascenso y de la lucha contra la trampilla. Al cabo de un rato se arrastró hasta el parapeto y, apoyándose en él, se puso en pie.

El paisaje se alzó hacia ella y los campos de trigo parecieron curvarse. Se aferró al parapeto con las dos manos, sintiéndose como si el cielo pudiera arrastrarla en cualquier momento. Si el viento no le hubiera quitado ya el aliento, la vista lo hubiera hecho. Los campos, que la tarde había teñido de color miel, se extendían hasta el borde del mundo, donde la tierra y el cielo palidecían. Al este se veía el mar, como la hoja de una enorme cimitarra. Una bandada de pájaros pasó ante sus ojos de derecha a izquierda, hacia el palacio. Sandy vio que más allá se divisaba una capilla, un edificio cuadrado y macizo mucho más antiguo que el palacio, tanto como la torre. Los pájaros echaban a volar desde la capilla como pavesas de una hoguera, dejándose llevar hacia el distante océano, pero la atención de Sandy seguía concentrada en la capilla. Redfield había dicho que cada uno de sus antepasados tenía su lugar en ella, y había invitado a Sandy a ir por donde quisiese. No veía nada en la torre que explicase la reacción de los Redfield hacia la obra que había estado leyendo un rato antes, pero quizás en la capilla encontraría la razón.

Sin soltar el parapeto, dio la vuelta completa a la torre para admirar la vista por última vez. Tuvo la sensación de que su cabeza se ensanchaba y abría para dar cabida a todo. Las nubes rodaban por encima de la torre, y Sandy sintió que el mundo se daba la vuelta; por un desconcertante momento se sintió colgando de la punta de aquella torre que surgía de la tierra, a punto de saltar hacia el cielo. La idea de subir más alto le hizo un nudo en la garganta. Soltó el parapeto y cruzó la plataforma hasta la trampilla. Un leve olor a rancio salió a su encuentro por la abertura. La lluvia debía de haberse filtrado entre las rendijas de la madera humedeciendo el musgo que crecía en los escalones. Si no cerraba antes de bajar, los escalones no serían seguros para quienquiera que subiera después de ella. Bajó hasta donde alcanzaba la luz en busca de zonas resbaladizas que debiera evitar. Al no ver ninguna, volvió a subir para cerrar la trampilla.

Agarró con ambas manos la oxidada argolla y tiró de ella. Al no conseguir cerrar la trampilla, bajó un escalón y volvió a tirar con todo su peso. En aquel momento perdió pie y se sintió colgando en el aire. Su peso hizo bascular la trampilla. Apenas tuvo tiempo de agacharse y hundir la barbilla entre las clavículas con tanta fuerza que no podía respirar, cuando la puerta cayó sobre ella con un estampido e hizo desaparecer la luz como una palada de tierra.

Sus pies tantearon la maloliente oscuridad. Le dolían las muñecas a consecuencia del golpe. Por fin encontró una superficie. Se arrastró al siguiente escalón y se acurrucó temblando mientras maldecía en silencio a los Redfield por construir su torre exclusivamente para hombres, con una trampilla que ninguna mujer hubiera podido manejar sin ponerse en peligro. Los peldaños también eran para piernas masculinas. Por fin se levantó, respirando con toda la fuerza que le permitía el sofocante olor a rancio.

Aquel tramo de oscuridad sería el más largo antes de llegar a una tronera. Apretó las manos contra el frío muro, dio un paso a tientas y descendió un escalón. Recuperó el equilibrio, se tranquilizó y buscó el siguiente. Quizá después de todo no fuera tan difícil; su cuerpo iba estableciendo un ritmo. Pero cuando había descendido más de diez peldaños, se estremeció y contuvo el aliento.

Tenía que seguir descendiendo, no había otro camino. La profunda e irregular respiración que sonaba algo más abajo debía de ser el viento al entrar por la primera tronera, un viento que intensificaba el olor a podrido. En todo el tiempo que había permanecido arriba no había visto a nadie a menos de un kilómetro de la torre. Era absurdo imaginar que hubiera alguien acechando tras la siguiente vuelta de la escalera. Apretó el muro con las manos como si esperase recibir de él algo de su fuerza, y reanudó el descenso.

Diez escalones, once, doce. Cada vez parecía adelantar el pie hacia el vacío, cuando de repente caía sobre el peldaño. No era como si alguien fuera a cogerle el pie y tirar de ella hacia abajo, se repitió una y otra vez. Un paso más y sus ojos parpadearon varias veces al percibir una ligera claridad en la pared. Bajó el siguiente escalón de un salto y estuvo a punto de perder el equilibrio. El tramo siguiente estaba desierto. Bajó hasta la luz, a la altura de la tronera.

Descansó unos momentos y miró al exterior. Hubiera querido ver a alguien en los campos, no para gritar, sino simplemente para saber que había alguien cerca. No debía detenerse más tiempo, o podía perder la voluntad de seguir descendiendo. Se apartó de la ventana e iba a pisar su propia sombra cuando se quedó paralizada. Arriba había sonado un tintineo de metal. Era la argolla de hierro.

La trampilla no debió de haber quedado bien cerrada, se dijo, y ahora debía de haberse ajustado sola. No podía haber nadie arriba, pero la simple idea hacía cobrar vida también a la oscuridad que había dejado atrás. Se sintió mareada y luego furiosa. Golpeó la pared y bajó otro escalón.

Cuando la oscuridad volvió a engullirla, comenzó a lanzar patadas al aire antes de descender cada escalón. La silbante e irregular respiración del viento, pues no era más que el viento, sonaba ahora tanto delante de ella como a sus espaldas, y también estaba el olor a rancio. Hubiera sacado la alarma del bolso, pero ello le hubiera impedido usar las dos manos para apoyarse en la pared. Reprimió el impulso de dar patadas al aire por miedo a perder el equilibrio, pero bajaba con tanta decisión que más de una vez estuvo a punto de caer.

Se forzó a no parar en la siguiente tronera, para no deslumhrarse y para evitar la tentación de ampararse en la luz. Sólo quedaban seis troneras, casi veinte vueltas de espiral a través de una oscuridad que parecía a punto de saltar y absorberla o simplemente de esperar a que ella misma cayera en sus brazos. Cada tramo parecía un poco más oscuro que el anterior, y en cada uno los profundos sonidos del viento parecían intensificarse. ¿Y no era normal, puesto que cada vez había más troneras a sus espaldas? Los escalones parecían más y más altos, sobre todo en las zonas oscuras, pero era debido a que tenía las piernas cada vez más cansadas. Cuando hubo contado cinco troneras más tenía las palmas de las manos ardiendo por la aspereza de la pared, y las piernas parecían casi incapaces de sostenerla.

Pasó una más y volvió a sumergirse en una oscuridad que parecía espesarse y apartar cada vez más los escalones de sus pies. Algo ocurría; desde donde estaba ya debiera haber visto la luz de la entrada. El aliento de la oscuridad pareció aproximarse más. Siguió bajando precipitadamente y vio luz, demasiado débil, demasiado estrecha. La visión de la tronera que la producía no fue tranquilizadora. Debió de haber contado mal, se dijo. Ésta tenía que ser la última. No podía seguir bajando indefinidamente; eso sólo podía ocurrir en una pesadilla. Se arañó las manos contra el muro mientras se aventuraba en una oscuridad que de repente parecía contener el aliento. Cuando vio el gajo de luz del sol en el suelo, delante de la puerta, su alivio fue tan grande que estuvo a punto de caer.

Al bajar el último escalón, se sentó en él, olvidándose de la oscuridad que quedaba a sus espaldas, y se quedó mirando al cielo hasta que las piernas dejaron de temblarle. Por fin se puso en pie y salió con pasos vacilantes. La carretera seguía desierta, al igual que los campos circundantes hasta donde alcanzaba la vista, excepto por un espantapájaros plantado entre el trigo, junto al borde del campo. Su desmelenada cabeza era un borrón oscuro contra la luz del sol, que atravesaba los agujeros de su vestimenta y brillaba perezosamente entre las ramas que formaban sus brazos, desconcertantemente afilados.

Había recorrido la mitad de la distancia que la separaba del pueblo cuando pensó en lo extraño que era plantar un espantapájaros al borde de un campo. Imaginó que alguien muy inexperto lo habría puesto allí; pero cuando se volvió ya no se veía. Debía de haberse caído, quedando oculto por el trigo. Reanudó el camino hacia las casas con toda la rapidez que le permitían sus piernas sin volver a mirar atrás.

29

—¿Va a...?

—Todavía no lo sé —cortó Sandy—. ¿Está segura de que no hay ningún mensaje?

—No me he movido de aquí desde que salió, señorita Allan —contestó la recepcionista con tono levemente ofendido.

—¿Y no ha venido nadie preguntando por mí?

—Imposible. Lo habría visto.

—Gracias de todas formas —concluyó Sandy antes de dirigirse al bar para verificar que no había otra entrada. No la había, y en cualquier caso el bar estaba cerrado. Subió apresuradamente a su habitación, sintiéndose como si quisiera evitar una nueva pregunta sobre la cena. El hecho de esquivarla la enfurecía, al igual que el maternal interés de la recepcionista por su bienestar, aunque sólo fuera porque la hacía sentirse infantil, lo suficientemente infantil como para haberse dejado llevar por el pánico en la torre. Aquello era lo que más la irritaba. Y era una de las razones por las que echaba de menos a Roger, para que se riera de ella.

Cerró la puerta de la habitación con un portazo y telefoneó a Semilla de Vida. Nadie había preguntado por ella ni había dejado un mensaje. Llamó al piso de Roger, y colgó cuando se aburrió de esperar. El libro debía de haberlo retrasado, ¿pero por qué no lo suficiente como para contactar con él? Al menos su ausencia le daba tiempo para visitar la capilla de los Redfield.

Se arregló un poco y salió del hotel, medio esperando ver aparecer a Roger en cualquier momento. Ya no se oía a los niños, que habían regresado a sus casas. Las calles volverían a llenarse a la hora de salida de los trabajadores de Semilla de Vida. Mientras paseaba, Sandy oyó el sonido de una pala al hundirse en la tierra, el silbido creciente de una tetera, la voz de un presentador infantil de televisión que proponía un juego con untuoso entusiasmo.

La torre retrocedió como un maestro de ceremonias, abriéndole paso hacia los campos. No había rastro del espantapájaros ni más movimiento que el vaivén del trigo. A varios cientos de metros del palacio, Sandy cruzó el césped hacia la sombra del campo de trigo. Pensó en dar un rodeo para evitar el palacio, pero ¿por qué iba a hacerlo? Siguió caminando en línea recta hacia la capilla.

Las ventanas del palacio estaban cubiertas por cortinas de aspecto demasiado pesado, y Sandy se repitió que no era más que su imaginación la que la hacía sentirse observada. Reprimió una vez más el impulso de alejarse del palacio y se encaminó hacia la puerta de la capilla.

Era un edificio de estilo normando primitivo, cuadrado y gris. Las ventanas que se abrían en las gruesas paredes eran estrechas y arqueadas, y la robusta puerta de roble con refuerzos de hierro cerraba un arco sostenido por toscas jambas. Cuando iba a empujar la puerta, miró hacia el palacio. Una mujer desnuda que se hundía profundamente los dedos entre las piernas abiertas la miró con ojos que salían de la piedra desde la gárgola de la esquina de la capilla.

Había visto ya en otras iglesias normandas figuras similares, aparentemente destinadas a apartar a los creyentes de las tentaciones del sexo. Se acercó más y vio otras figuras: un hombre con una desgastada erección y la boca llena de trigo, una cara que se abría la boca con las manos mostrando una lengua grotescamente larga, una mujer que sostenía en las manos delante del pecho lo que Sandy esperó que fueran dos frutas, de las que se alimentaban dos figuras caninas esqueléticas, que las mordían y desgarraban. Sandy dio media vuelta y oyó por encima de su cabeza una voz amistosa.

—Señorita Allan.

Lord Redfield estaba asomado a una de las ventanas abuhardilladas del palacio. Su rostro largo y plano tenía una expresión casi aburrida, y sus cejas se arqueaban levemente, arrugándole la frente.

—¿Todavía sigue empapándose de conocimientos sobre nuestra tierra?

—Usted me dijo que fuera donde quisiera. Vi su capilla desde la torre y pensé que no le importaría.

—Y no se equivocó. Sumérjase en nuestra historia cuanto quiera ¿Así que ha subido a la torre? Me deja usted impresionado.

—Admito que no fue nada fácil. No me parece precisamente una atracción turística.

—Nunca lo ha sido. Fue construida para aquellos de nosotros cor la suficiente fuerza. Ahora espero que me perdone si la dejo seguir su camino —dijo él, y cerró la ventana.

Sandy se acercó a la puerta de la capilla. No había picaporte, sólo una oxidada cerradura. Un empujón le hizo constatar que estaba cerrada con llave. Imaginó que podía pedirla pero desistió, porque, de ser así, Redfield se la hubiera ofrecido ya o hubiera ordenado que se la abrieran. Después de todo, era la capilla familiar, no un lugar público. Quizá no le importase que mirara por las ventanas, pero por si acaso dio la vuelta a la iglesia para no ser vista desde el palacio.

Al otro lado de la primera ventana, sobre la cual un hombre se retorcía con el pene en la boca, vio unos bancos de madera manchados por la luz de la tarde sobre un tosco suelo de piedra. A través de la siguiente ventana, bajo una figura que parecía estar desgarrándose desde la barbilla hasta el ano, pudo ver más bancos y una esquina del altar. Entre esta ventana y la más cercana al altar, había unos escalones cubiertos de musgo que descendían.

Si no parecía muy adecuado que visitara la capilla, mucho menos lo sería que descendiera a la cripta. Se acercó haciéndose visera con la mano. Los nueve escalones conducían a una puerta de hierro forjado, tan elaborada que no se veía nada tras ella. Escuchó un momento por si había alguien cerca y descendió los suaves y resbaladizos escalones verdes. Apoyando las dos manos en el arco picado de viruela, acercó la cabeza al enrejado de hierro. Aparte de su propia sombra, que se extendía como una mancha borrosa en la penumbra, no pudo ver nada identificable. Se aventuró a dar un paso más y resbaló en el último peldaño.

Intentó protegerse la cara con una mano y golpeó sin querer con el codo la puerta de hierro, que cedió con un gemido. No había intentado buscar el cerrojo, convencida de que la puerta estaría cerrada. Al fijarse mejor observó que el cerrojo era parte del enrejado y que estaba abierto. Miró hacia arriba, sin ver más que la hierba del suelo que temblaba ligeramente, y aguzó el oído. El campo guardaba silencio mientras las nubes navegaban en el cielo. Cruzó el arco con la sensación de ser obligada a inclinarse ante todos los Redfield y esperó a que su vista alcanzara a ver algo.

Con la puerta abierta la cripta no parecía tan oscura. Más allá de los gruesos pilares grises que sostenían el techo, tan bajo que Sandy pensó que el actual lord Redfield tendría que agacharse para entrar, podía ver placas funerarias en las paredes verdosas. Intentó leer las que tenía a la izquierda, empezando por la primera que parecía bastante legible a pesar del moho, perteneciente a un Redfield del siglo XV. Tras leer cuatro placas más tuvo que admitir que sus sospechas eran infundadas. No había ninguna coincidencia en las fechas de las muertes, al menos nada como lo que En lo alto parecía sugerir.

Leyó una placa más para estar completamente segura. No había necesidad de aventurarse en las zonas más oscuras de la cripta, que debía de extenderse más aun bajo la capilla, hacia los campos de trigo. El leve olor a rancio debía de ser provocado por el musgo o por algún tipo de moho crecido en la oscuridad, y el ahogado y grave murmullo era producido por el viento sobre la hierba que crecía en lo alto de la escalera.

Cuando iba a salir observó que un cambio en la luz había hecho visible otra placa, cerca de la puerta. Era tan antigua que estaba rota de esquina a esquina. Cruzó la cripta, cuyo suelo parecía hinchado, e intentó leer la inscripción. Estaba tan cubierta de moho que Sandy pensó que debía de ser una de las fuentes del persistente olor a podrido. Había supuesto que la sombra hacía parecer a la grieta diagonal más ancha de lo que era, pero en realidad dejaba espacio suficiente para introducir la mano por ella. Hilos de moho brillaban entre la desigual rendija. Sandy se apartó a un lado para no obstruir la luz que reflejaba la columna más cercana y se agachó para acercar el rostro a la losa. Finalmente consiguió descifrar la fecha de la muerte, que no guardaba ninguna relación con las otras.

—Perdón por las molestias —murmuró, y apoyó las manos en las rodillas para levantarse. Se le habían dormido las piernas, lo que la hizo detenerse mientras se erguía, dándole tiempo a ver lo que ya había atisbado a través de la grieta.

Sólo era un agujero, un gran agujero que parecía mucho más profundo de lo necesario para albergar un féretro. Posiblemente había contenido uno que se había podrido por completo en el pasado, y sin duda el nicho se habría derrumbado también por efecto del tiempo, pensó Sandy mientras se frotaba las piernas para poder incorporarse. El objeto que se adivinaba al otro lado de la grieta debía ser una maraña de raíces, que habrían penetrado por la agrietada pared del nicho, una prueba más de la extraordinaria fertilidad del suelo, dando forma a lo largo de los años a aquel bulto que parecía agazapado, apunto de saltar. Aunque todavía le dolían los muslos, creyó poder levantarse, pero al intentarlo perdió el equilibrio y tuvo que buscar apoyo en la lápida.

Sintió que cedía. Quizás el musgo ocultara otras grietas de la piedra. La lápida parecía a punto de desmoronarse, mostrando el nicho. Se lanzó hacia atrás, y tropezó con el pilar antes de darse cuenta de que no era la piedra lo que había cedido, sino su cubierta de musgo. Se frotó la frente con el dorso de la mano, con la fuerza suficiente para recuperarse, y se dirigió con paso rápido hacia los escalones. Un rostro surgió de la oscuridad, sobre el dintel de la puerta.

Se le trabaron las piernas y casi se cayó de bruces. Dio un paso atrás y vio que la cara era un relieve.

—Histérica de mierda —siseó Sandy.

Parecía tan antigua como el resto de la cripta, probablemente más. Estaba tan erosionada que no se sabía si era un rostro hambriento formado por espigas de trigo, o cubierto por ellas. Tenía un aspecto inquietante, amenazador y primitivo, mucho más parecido al dibujo que había garabateado Charlie Miles que al escudo de armas de los Redfield.

Corrió hacia la puerta, cerró la verja tras de sí y vio su difusa sombra deslizarse por las losas del suelo como un movimiento de la tierra. Subió precipitadamente a la superficie, sin dejar de preguntarse por qué el rumor de la vegetación sonaba con más fuerza en la cripta que al aire libre. En aquel momento le preocupaba más que lord Redfield pudiera pensar que había estado oculta demasiado tiempo. Después de alejarse de la capilla seguía sin haber nadie a la vista, pero no por ello se sintió menos observada.

Volvió con paso tranquilo al pueblo, y se encaminó directamente al hotel. Roger debía haber llegado ya; la recepcionista estaba abriendo la boca para decírselo.

—El cocinero quería saber...

—¿Ha preguntado alguien por mí?

—El cocinero. Necesita saber si va a...

—Sabe a qué me refiero. ¿No ha venido nadie preguntando por mí?

—Se lo hubiera dicho —protestó la recepcionista—. Pero tengo que decirle al cocinero...

—Supongo que me quedaré a cenar —dijo Sandy, y subió con paso cansado a su habitación. ¿Habría recibido la chica instrucciones de no transmitirle mensajes, o de decir a quien llamara que no estaba en el hotel? ¿Y si Roger había llegado y le habían dicho que ya se había ido, o que nunca había estado allí? No debía dejarse llevar por la paranoia, sus temores no eran más que los altibajos de la menstruación. Lo más probable era que Roger se hubiera retrasado sin poder comunicarse con ella, o quizá la recepcionista de Semilla de Vida no había recibido instrucciones de aceptar mensajes para ella. Pensándolo bien, había sido algo pretencioso por su parte suponer que todo el mundo debía hacerlo.

Marcó el número de Roger y escuchó los timbrazos hasta que resonaron en su cerebro. Pensó en volver a Londres y dejar una nota en el hotel por si se cruzaba con Roger, pero aunque partiera de inmediato iba a tener que conducir de noche casi todo el viaje. Bajó a disculparse con la recepcionista por su brusquedad, pero no fue capaz de decirle que había cambiado de idea con respecto a la cena.

El postre era un pudding de pan con un fuerte sabor a la especialidad de Redfield, y cuando lo hubo terminado se sentía tan pesada que ni siquiera podía pensar en ponerse a conducir. Salió a la calle para dar un paseo. La noche había caído como un párpado y las calles estaban iluminadas por unos faroles que no había vuelto a ver desde su infancia, con dos brazos que surgían a ambos lados del poste. El complejo de Semilla de Vida estaba iluminado y en marcha. En los pubs y en algunas de las casas se oían fragmentos de canciones populares por encima del monótono silbido del viento. La luz de una lamparilla de noche se proyectaba en el techo de una habitación infantil y una mujer tarareaba una nana. En otra casa se oyó un disparo, un grito, la melodía que Vaughan Williams había compuesto para el anuncio de Semilla de Vida. Hacia el límite norte del pueblo, donde la torre se elevaba en la noche, los campos estaban pálidos e inquietos.

De vuelta al hotel se detuvo bajo la marquesina y miró hacia la calle principal, soñando con que veía unos faros que anunciaban la llegada de Roger. Pero tenía demasiado sueño para sentirse decepcionada. Cuando la recepcionista se aproximó a ella, Sandy se preguntó cuánto tiempo llevaría allí parada.

—Cuando quiera retirarse cerraré, señorita Allan. No ha venido ni ha llamado nadie.

—En fin, así son los hombres —dijo Sandy mientras entraban en el hotel.

La chica le dedicó una mirada tan plácida que no daba lugar a interpretación alguna.

—¿Qué hace el suyo?

—Escribe.

—¿Y usted también?

—No. Yo trabajo en la televisión —dijo Sandy, desconcertada al darse cuenta del tiempo que hacía que le molestaba decir aquellas palabras. En aquel momento podía hablar abiertamente, pero de todos modos cambió de tema—. Tendría que llegar por esa carretera, ¿verdad?

La chica cerró la puerta principal y extrajo la llave con un sonoro tintineo.

—Claro, es la única, la carretera de Toonderfield.

Sandy se tambaleó, sintiendo en la boca un repentino sabor a rancio.

—¿Qué carretera ha dicho?

—La carretera de Toonderfield.

—¿Dónde es eso?

—¿Toonderfield? Es por donde vino usted ayer. Está al final de Redfield, más allá de La Espiga de Trigo, la zona del bosque. —La chica la miró a través del iceberg que asoma a los ojos de una mujer del campo ante la ignorancia urbana y guardó el llavero en el bolsillo del uniforme—. Pasará por allí cuando se vaya.

30

De modo que Giles Spence había muerto en tierras de Redfield. En realidad el hecho no tenía nada de siniestro o de sorprendente, se dijo Sandy mientras se cepillaba los dientes. Sus referencias a los Redfield no habían ayudado en nada a la película, y por ello debía de haber vuelto. Parecía claro que lord Redfield había esperado a estar seguro de que ella no lo sabía antes de hablar de la primera visita de Spence, pero, después de todo, Redfield no había hecho más que proteger a su familia de las sospechas. O quizás ella había sido demasiado suspicaz, y él realmente no sabía dónde había muerto Spence, puesto que entonces estaba dando sus primeros pasos. En cuanto a Spence, si había emprendido el camino de vuelta furioso por no haber podido romper la flema de los Redfield, no era difícil que hubiera perdido el control de su coche en el bosquecillo que se extendía al otro lado del puente jorobado.

Abrió la puerta del baño y volvió con pasos silenciosos a su habitación. La lámpara de pared que había junto a su puerta se había apagado; la tulipa de cristal sujeta por unas hojas de madera era gris como una semilla tostada. Las demás lámparas iluminaban las gavillas estampadas en el papel pintado a lo largo de todo el pasillo hasta el desierto rellano de la escalera. Se preguntó dónde dormirían los empleados del hotel; dondequiera que fuese, no se los oía. Y tampoco ellos podrían oírla, pero ¿por qué tenía que preocuparse? Entró en su habitación y cerró con llave.

Se desperezó y bostezó delante del tocador, e iba a meterse en la cama cuando oyó un ruido al otro lado de la ventana.

Apartó las gruesas cortinas, abrió la ventana y se asomó al exterior para ver qué producía un sonido que le recordaba los pasos de un animal con garras. Las farolas iluminadas eran lo único que se veía en la calle. Y por supuesto, era el rótulo del hotel el que producía aquel sonido al oscilar por efecto del viento.

Cerró la ventana y las cortinas y se metió en la cama; luego tiró del cordón de la lamparilla. Debió de haber estado muy cansada la noche anterior para no oír el insistente chirrido del letrero y el viento que empujaba la ventana. El peso del postre que había tomado la arrastró al sueño.

Fue el silencio lo que la despertó. El viento había desaparecido. Recordó que en algún momento había oído pasar los camiones de Semilla de Vida. En la oscuridad y bajo el edredón se sintió en paz, caliente y segura. Escuchó los sonidos ahogados del cartel, que parecían más que nunca los pasos de un animal, ahora que el viento no los disfrazaba. Pero si no había viento, ¿cómo podía moverse el cartel?

La idea le hizo tensar todo su cuerpo. Contuvo el aliento en un esfuerzo desesperado por oír el viento. Estaba ya completamente despierta y todos sus nervios hormigueaban. Levantó la cabeza de la almohada, pero la oscuridad era total y se maldijo por no haber dejado las cortinas entreabiertas. Al darse cuenta de lo que estaba oyendo, sintió la nuca súbitamente rígida. El ruido de pasos no sonaba en la calle, sino en el pasillo, detrás de la puerta.

Echó el edredón a un lado y tiró del cordón de la lamparilla con tal fuerza que creyó que se iba a romper. La pequeña habitación apareció a su alrededor, y de repente se sintió como en una celda. En algún lugar de su subconsciente había esperado que la luz ahuyentara el ruido, pero seguía allí, al otro lado de la puerta, una rápida sucesión de ligeros chasquidos contra el linóleo.

—Ahora ya sabes que estoy aquí —gritó Sandy mientras saltaba de la cama—. ¡Vamos a vernos las caras!

Forcejeó un instante con el pestillo, lo abrió, agarró el pomo de la puerta con las dos manos y tiró de él con todas sus fuerzas para salir al pasillo dando traspiés.

Estaba desierto. Un momento antes de asomarse había oído los pasos justo al otro lado de la puerta, pero el pasillo estaba desierto. Las puertas cerradas de las demás habitaciones desfilaban hacia las escaleras, recordándole lo sola que estaba allí arriba. Nadie hubiera tenido tiempo de entrar en la habitación contigua en tan poco tiempo, y mucho menos de llegar a la escalera de incendios que conducía al aparcamiento; un animal, que era lo que Sandy había oído, ni siquiera hubiera sido capaz de abrir una puerta. Intentó pensar que las habitaciones del servicio estaban en el piso superior, que el sonido había venido de allí, pero el problema era que, después de todo, el pasillo no estaba vacío del todo. Un ligero olor flotaba en el aire —un olor que ya había aspirado antes.

Miró otra vez al fondo del pasillo y pensó en acercarse a la escalera, pero una vez allí ¿qué iba a hacer? Se refugió en la habitación y aseguró la puerta. Podía tocar el timbre y despertar a todo el mundo, pero ¿qué iba a decirles? En el fondo temía usar el timbre de no ser absolutamente necesario por miedo a que nadie respondiera. Apoyó la mejilla contra la puerta, escuchó, y finalmente volvió a la cama y se cubrió con el edredón. No se atrevió a apagar la luz; ¿qué importaba que la luz mostrara dónde estaba? Al cerrar los ojos tuvo la desagradable sensación de que sería igual de fácil que la encontraran en la oscuridad, si no más. Tardó mucho rato en adormilarse, incluso después de conseguir olvidar la idea. No sólo escuchaba nerviosamente, sino que intentaba no recordar mientras no amaneciera dónde había olido por primera vez aquel vago hedor a descomposición.

31

Por la mañana el olor había desaparecido. Un delicioso aroma a tostadas llegaba hasta la habitación. Sandy descubrió que había vuelto a dormirse y corrió al baño sin apenas mirar el pasillo. Quería haber llamado a Roger a primera hora, tan pronto que si estaba en Londres tuviera que estar necesariamente en su piso. Siempre que no hubiera dormido en otro lugar. Volvió a su habitación y marcó el número, haciendo galopar sus dedos en la mesilla de noche mientras escuchaba repetirse los pitidos hasta la saciedad. Al final colgó el auricular delicadamente. No sabía a qué estaba jugando Roger, pero no estaba dispuesta a seguir esperando. Se prometió a sí misma que aquél sería su último día en Redfield.

Se puso una camiseta y un mono vaquero y bajó al vestíbulo. La recepcionista la saludó con voz cálida, si bien lenta.

—Le servirán el desayuno cuando desee —dijo, y Sandy no fue capaz de salir sin comer algo, teniendo en cuenta que lo estaban haciendo especialmente para ella. Había comida suficiente para dos personas. El tocino y los huevos estaban servidos sobre sendas rebanadas de pan frito, tan gruesas como las tostadas que acompañaban el desayuno. Al pensar que aquella sería su última oportunidad de degustar el pan especial de Redfield, Sandy decidió permitirse el lujo, y estuvo a punto de dejarse convencer cuando la camarera le preguntó si quería más tostadas.

—¿Duermen aquí todos ustedes? —preguntó en cambio.

—Sí, señorita. En la planta baja.

Quizá se hubiera confundido, y los ruidos habían procedido de allí, o de cualquier otro lugar. Incluso podían haber sido causados por algún fallo de las cañerías; aquello hubiera explicado el olor. Tampoco importaba, puesto que Sandy se iba. Cuando subió perezosamente a la habitación a lavarse los dientes, se sintió demasiado llena para sentarse al volante en seguida. Le vendría bien un paseo, sobre todo porque iba a pasarse en el coche la mayor parte del día.

No pudo moverse con la suficiente rapidez para esquivar a la recepcionista, que repitió la misma pregunta que ya le había hecho la camarera.

—¿Se quedará a comer?

—Me parece que no —dijo Sandy, y recibió como respuesta una mirada de cortés escepticismo mientras se dirigía a la salida. De acuerdo, el día anterior también había dicho que no pensaba quedarse a cenar, pero esta vez era definitivo—. Ya veréis —murmuró con voz lo suficientemente baja para que las mujeres que cuchicheaban en la puerta de la tienda más cercana no pudieran oírla. Todas le dieron los buenos días, como si la estuvieran invitando a participar en la conversación. Sandy no pudo imaginarse una vida satisfecha dedicada simplemente a cotillear y a hacer compras.

Fue andando hasta Semilla de Vida y llamó a la recepcionista con unos golpecitos en la ventanilla.

—Nadie ha preguntado por usted, señorita Allan —dijo la joven con sonrisa de caballo. La mitad del tiempo que había perdido era su culpa, pensó Sandy, por creer que significaba algo para Roger. Le estaba bien empleado por hacerse tantas ilusiones de lo que había sido una aventura de una noche, por no darse cuenta de que aquello era lo que necesitaba. Al menos estaba aprendiendo unas cuantas verdades sobre sí misma.

El paseo la hizo sentirse más ligera, aunque no rebosante de energía. Salió por la puerta de las visitas y vio el cementerio, que se extendía paralelamente a la fábrica, hacia los campos. Le pareció un buen lugar para un último paseo y para disfrutar de un rato de soledad con sus pensamientos. Salió del recinto de la fábrica y se dirigió hacia el camposanto.

La iglesia era de estilo gótico temprano: muros austeros y ventanas de tracería bajo afiladas ojivas. Al ver la extensión del cementerio, llegó a la conclusión de que la iglesia debía de haber sido construida sobre un edificio más antiguo. Con un sentimiento de nostalgia, se puso a vagar entre las tumbas.

Los jóvenes que había visto el día anterior habían desaparecido, después de acabar lo que parecía un trabajo bien hecho. El césped estaba bien cortado y las parcelas escrupulosamente limpias. No había árboles, sólo arbustos cuyas sombras recortaba el sol. Había flores en todos los jarrones, y coronas que parecían frescas apoyadas contra algunas lápidas. Mientras recorría los senderos de gravilla, Sandy fue leyendo las inscripciones: «Polvo eres, y en polvo te convertirás», «Volvió a casa», «Lo que siembres, recogerás». Muchos de los epitafios aludían a labores del campo, como era de esperar. La mayoría de las parcelas eran familiares, pero observó que apenas había tumbas de niños o jóvenes: una prueba más de lo eficaz de la dieta local, imaginó.

Ahora se encontraba en el siglo XVIII, lejos de los muros que rodeaban el cementerio. Se apartó del sendero para examinar unas lápidas poco visibles. Se repetían las imágenes de cosecha. Algunas de las losas estaban decoradas con relieves de espigas de trigo. «Tú nos has hecho corderos para el matadero», rezaba un epitafio.

Según avanzaba, las piedras ennegrecidas tomaban un tono más verdoso. La hierba crecía en los bordes de una urna rajada, y un ángel, tan deteriorado que apenas tenía rostro, aparecía con dos manchas de musgo en vez de ojos. Más allá del ángel, las tumbas estaban señaladas por losas horizontales. Sandy se acercó a ellas sin dejar de repetirse la frase grabada en el pedestal, a los pies del ángel: «Y las bestias de la tierra no los devorarán». Había retrocedido al siglo XVII, y algunas inscripciones eran decididamente salvajes. «Él me arranca los riñones y no se apiada de mí.» ¡Dios santo! Sandy pensó que aquellas tumbas debían remontarse a los años de la peste bubónica. Saltó varias décadas más en el pasado. «Una bestia salvaje lo ha devorado», decía una losa con la que casi tropezó. Al parecer el ángel no lo había ayudado, aunque en realidad debió de haber sido erigido posteriormente —más de trescientos años después, calculó. Se agachó para leer la fecha, todavía más recubierta por el musgo que el epitafio. Mil quinientos algo; se acercó más: mil quinientos ochenta y ocho; eso la tranquilizó, por ser una fecha más lejana. Un par de pasos la hicieron retroceder varias décadas, hasta una inscripción que la hizo estremecer: «Él me apartó del camino y me hizo pedazos». Todavía estaba muy lejos el final del cementerio. Había allí tumbas más antiguas de lo que Sandy hubiera visto jamás, pero no creyó que mereciera la pena seguir avanzando, especialmente cuando reparó en otro epitafio: «El que se aparte de ellos será hecho pedazos», la inscripción estaba fechada en el siglo XV, en 1483, para ser exactos. La cifra no fue todo lo tranquilizadora que hubiera deseado; el pasado ya no parecía lo bastante muerto. Se volvió hacia la iglesia, el pueblo, su coche, y de repente sus movimientos se congelaron. Se agachó y leyó de nuevo la fecha mordiéndose el labio inferior. El último número estaba parcialmente cubierto. La fecha no era 1483, sino 1488 —exactamente cien años antes de la anterior fecha que había descifrado.

Las inscripciones se parecían de una manera siniestra, ¿pero no podía ser una coincidencia? Apretó el paso hacia el sendero y vio otro epitafio más. Se refería a una mujer, pero el texto rezaba: «Él tenía uñas como las garras de un ave». La fecha podía ser 1433, pero las dos últimas cifras no eran exactamente iguales. La última estaba incompleta. Más adelante, otra inscripción proclamaba: «Su tierra será anegada por la sangre». La idea de seguir adelante le llenó la boca de un sabor ácido y mohoso. Volvió sobre sus pasos entre las lápidas, rogando que no fuera cierto lo que imaginaba.

Arrancó una rama de un arbusto y con ella rascó el musgo que cubría la fecha correspondiente a la leyenda que decía: «El me apartó del camino». Aspiró profunda y temblorosamente. El año era 1538. Se levantó con torpeza y siguió caminando de tumba en tumba, ansiosa por encontrar una fecha que no encajara, que le demostrase que no había una secuencia lógica entre ellas. Pero ya sabía que «Una bestia salvaje lo ha devorado» databa de 1588, y acababa de recordar la fecha de la inscripción relativa a los ríñones: 1688. El vacío entre ellas no la tranquilizó en lo más mínimo: después de todo había muchas lápidas que no había examinado. La última fecha inscrita en el pedestal del ángel era 1888, y «Tú nos has hecho corderos para el sacrificio» databa de 1838. Lo peor era pensar que Giles Spence había muerto violentamente en Redfield en 1938 —hacía exactamente cincuenta años.

Pero ahora debía rechazar aquellos pensamientos, tenía que mantener la calma para llegar al coche y escapar. Ya habría tiempo para las reflexiones en la carretera. Apresuró el paso, obligándose a respirar lenta y regularmente, y entonces el corazón le dio un vuelco. Tres mujeres la esperaban a la entrada del cementerio.

32

Debía haber sido capaz de ver lo absurdo de la situación. Le hicieron pensar en tres participantes en un concurso de rosas esperando al juez que les ha arrebatado el premio que ambicionaban, o en tres clientes que acorralan al camarero para quejarse de la calidad del té. Las tres llevaban unos chillones sombreros cargados de encaje y perlas de imitación. Una llevaba una bolsa de verduras, otra una gran barra de pan bajo el brazo, y la tercera, la de manos más grandes y fuertes, no llevaba nada.

—¿Ya ha tenido suficiente?

Por separado ninguna de ellas hubiera parecido amenazadora, se dijo Sandy, y juntas sólo lo eran porque le cerraban el camino hacia el coche.

—¿Suficiente de qué? —dijo con toda la calma que pudo.

—De nosotros. De nuestro pueblo.

¿Cómo podían saber que se iba a ir? Miró sus anchos y severos rostros, los robustos cuerpos que le impedían el paso, mientras sentía la presencia del cementerio a sus espaldas.

—¿Por qué dice eso?

—¿Que por qué digo eso? —La mujer se volvió hacia sus compañeras—. ¿Pues no pregunta que por qué digo eso? Cuando la hemos visto correr por el cementerio como una liebre con los perros detrás...

—Como un conejo asustado —dijo la mujer de la bolsa.

—Como un gato escaldado —añadió la de la barra de pan.

Su determinación era como un trueno, como una amenaza de violencia oculta bajo la placidez del lugar. Al ver a las tres mujeres cerrándole la salida como tres sacos de patatas, Sandy sintió impulsos de abofetearlas. Sin embargo la impaciencia agilizó su mente, dando un tono gélido a su voz.

—Se me cayó algo y el aire lo arrastró, eso es todo.

—Un cuaderno, ¿verdad? —dijo la mujer de las manos vacías.

—Todas las notas que ha estado escribiendo sobre nosotros, ¿no? —intervino la de las verduras.

—Un pañuelo.

Las tres miraron a Sandy como si hubiera hablado sin ser su turno.

—Ahora nos dirá que estaba echando unas lagrimitas —dijo la mujer del pan—. O que tiene a alguien enterrado aquí.

—Claro que no lo tengo —dijo Sandy mientras se daba órdenes de no temblar, aunque las mujeres habían empezado a sonreír como si su voz la hubiera delatado—. ¿Cuál es el problema? —les espetó bruscamente.

—Quiere saber... —comenzó a decir la mujer de la cesta, pero la de las manos desnudas la interrumpió.

—No tenemos mucho tiempo para los periodistas —dijo.

La tercera mujer apretó la barra bajo el brazo, con tanta fuerza que la corteza crujió como un hueso al quebrarse.

—Ya vino uno buscando problemas el año pasado.

—Sí, buscaba gente que quisiera apuntarse a un sindicato —dijo la mujer de las verduras—. Y como no encontró a nadie, se inventó historias para su periódico. Dijo que teníamos miedo de decir que no estábamos contentos porque no podía creer lo que veía. ¿Y sabe una cosa? Nos hizo un favor, porque ya no viene gente a husmear buscando trabajo.

—Tenemos nuestro periódico —dijo la de las manos vacías—. No necesitamos esa basura.

La mujer de la barra de pan miró a Sandy con dureza.

—Maldita la falta que nos hace que vengan forasteros a meter las narices en nuestros asuntos y a intentar remover las cosas.

—Creo que lord Redfield lo invitó para que intentara encontrar a alguien descontento —dijo Sandy, y en el mismo momento se dio cuenta de lo que debía haber dicho a las mujeres en primer lugar—. Igual que ha sido lord Redfield quien me ha invitado a mí.

Los tres rostros se ensombrecieron al instante, adoptando un aire acusador.

—Nos gustaría creer que lo hizo de buena gana —dijo la mujer de las manos vacías.

Sandy podía haberles dicho que no era periodista —para entonces la recepcionista del hotel ya debía haberles comunicado que trabajaba en la televisión—, pero hacerlo hubiera dado lugar a nuevas e incomodas preguntas.

—Ésta es la verdad —señaló Sandy con voz firme—. Y ahora perdónenme.

No cedieron, pero la que llevaba la voz cantante se frotó las manos con un ruido suave y seco.

—¿Adonde va?

—Si quiere más información, pregunte a lord Redfield. Me dijo que fuera donde me viniera en gana.

La aseveración tampoco las hizo moverse. En todo caso parecieron más monolíticas que nunca.

—Debía haber pedido a alguien que la acompañara —dijo la mujer de la barra de pan.

—No se conoce un lugar hasta que se conoce a su gente.

—No se puede apreciar su sabor si se deja fuera la sal de la tierra.

Si su hostilidad se debía a que no había entrevistado a ninguno de los habitantes del pueblo, ¿cómo sabían que no lo había hecho? Sandy tuvo la sensación de que la mujer de las manos desnudas podía leer sus pensamientos, porque sonrió y dio un paso atrás.

—Dejadla salir, a ver si va a pensar que hay algún sitio a que no puede ir.

Las otras dos se apartaron un poco, de modo que sólo pudiera pasar de lado. Sandy contuvo el aliento para soltarlo lentamente cuando las hubiera dejado atrás.

—Mira la hora que es —dijo entonces la mujer de las verduras—. Puede venir con nosotras.

Al consultar el reloj, la mujer de las manos desnudas descubrió una muñeca gruesa y nudosa como una rama de árbol.

—Sí, ya es hora.

Todavía no le dejaban espacio suficiente para pasar. Estaba a punto de explotar y preguntarles de qué hablaban cuando la mujer de la barra de pan se lo dijo.

—La vamos a invitar a comer. Así tendrá tiempo de conocernos.

Sandy comprendió que la comida significaba una nueva dosis del pan especial de Redfield —de nuevo la pesada satisfacción que la retenía allí. Por segunda vez en el día sintió en la boca un gusto a moho, y el herrumbroso sabor de Redfield ascendió hasta su garganta.

—No puedo, lo siento —dijo—. De verdad se lo agradezco, pero tendrán que perdonarme. Se me hace demasiado tarde.

Las tres mujeres la miraron con expresión sombría; sus hombros casi se tocaban.

—No va a aprender nada nuevo comiendo sola —dijo la mujer de las verduras.

¿Cómo sabían que iba a estar sola? Eli hecho de tener que mentirles, nerviosa de pensar en decirles la verdad sin saber por qué, despertó en su interior una furia que reprimió a duras penas, pero estaba dispuesta a decir cualquier cosa que le permitiera cruzar la barrera que formaban.

—Tengo que volver al hotel. Estoy esperando una llamada —dijo, sin saber muy bien si estaba mintiendo o expresando una vana esperanza.

—Muy bien —dijo la mujer de la barra de pan—. La acompañaremos, y cuando haya recibido su llamada comeremos juntas.

—Vamos entonces —dijo Sandy con impaciencia, temerosa de que adivinaran lo que planeaba—. Es muy amable por su parte —añadió—. Se lo agradezco de verdad.

Por fin se apartaron dejando el camino libre. La visión de la vía de escape fue tan tentadora que tuvo que reprimirse para no echar a correr hacia el coche. Se imaginó huyendo de tres mujeres con sombreros de encaje mientras todo el pueblo las observaba, y también que la alcanzaban porque el desayuno le pesaba demasiado. Se sintió absurda e irracional, incapaz de simular que no pasaba nada extraño. Consiguió sonreír confiadamente al traspasar la puerta.

Las tres mujeres la rodearon estrechamente, la de las verduras a su derecha, la de la barra de pan a su izquierda, y la de las manos vacías detrás, tan cerca que Sandy esperaba que en cualquier momento los toscos zapatones negros le pisaran los talones. Un grupo de amas de casa cargadas de cestos de la compra saludaron a las mujeres, pero no demostraron interés alguno por Sandy, lo que acentuó su sensación de sentirse prisionera tanto como la pregunta que de repente le hizo la mujer que tenía a la espalda.

—Entonces, a ver, ¿qué es lo que ha visto?

No se referiría al cementerio, se dijo Sandy, deseando poder ver la cara de la mujer.

—Estuve tomando el té con lord Redfield, y también he subido a la torre y he recorrido el pueblo. Ah, y también he ido a la fábrica un par de veces.

Las mujeres recibieron la información en medio de un silencio que hizo sonar fuertemente y de manera obsesiva sus pisadas. ¿Debía haber mencionado también la capilla? Si estaban enteradas de su visita, estarían preguntándose qué ocultaba. Estaba a punto de mencionarlo cuando la mujer que caminaba a sus espaldas rompió el silencio, con voz tan fuerte que Sandy sintió su aliento en el pelo.

—Nadie que conozcamos la ha visto en la fábrica.

—Y tenemos primos que trabajan allí —dijo la de las verduras.

—He dicho que fui a la fábrica, no que la haya visitado. Lord Redfield me envió allí.

—Muy bien —dijo con voz triunfal la mujer de las manos vacías—, pues allí es donde la vamos a llevar después de comer.

—En aquel lugar es donde conocerá a la gente a la que tiene que conocer.

—Allí verá la sangre que corre por las venas de Redfield.

Ya habían llegado al hotel, y al pasar por delante de la entrada al aparcamiento, Sandy vio su coche, con las ventanas salpicadas y las ruedas cubiertas de barro rojizo. Tras un esfuerzo siguió caminando y subió los escalones que conducían al vestíbulo mientras las mujeres que la flanqueaban abrían las puertas a su paso. La recepcionista sonrió lentamente al grupo, y Sandy se dijo que simplemente se alegraba de que estuviera conociendo a la gente del pueblo. Entonces la chica le dijo en tono serio:

—Lo siento, señorita Allan, no ha habido llamadas.

Por una vez Sandy se alegró de oír aquellas palabras. Se volvió hacia las escaleras y la mujer que no llevaba nada le cerró el paso mostrándole las palmas de las manos, duras y ásperas.

—Ella la avisará cuando llegue su llamada. Podemos sentarnos aquí y hablar.

Sandy sintió como si le hubieran lanzado a la cara una palada de cenizas ardientes. Su pánico se convirtió en rabia y su voz adquirió un tono gélido.

—Por favor, espérenme aquí. Tengo el periodo y necesito subir a mi habitación.

La mujer la miró con obstinación. Sandy se preguntó si iría a pedir a una de sus amigas un tampón y la escoltaría al baño que había junto al mostrador de recepción.

—Cuéntele a la recepcionista lo de la comida —sugirió, y apartando suave pero firmemente a la mujer de las manos enrojecidas se dirigió a las escaleras sin mirar atrás.

En cuanto estuvo fuera del alcance de sus miradas se detuvo y contuvo el aliento, que le palpitaba en la garganta y amenazaba con hacerle castañetear los dientes. No la habían seguido. Corrió a su habitación mientras buscaba la llave en el bolso y cerró la puerta con fuerza tras de sí. Todavía resonaba el estampido en su cabeza cuando agarró la maleta, la tiró sobre la cama y la abrió precipitadamente. Lanzó en su interior todo lo que había dejado sobre el tocador y abrió con fuerza la puerta del armario. El ruido seco y metálico de las perchas vacías le hizo contener la respiración. Sacó la ropa todo lo rápido que pudo sin volver a hacer sonar las perchas y la metió en la maleta, maldiciendo a aquellas mujeres por hacerle arrugar todo.

—Debería pasaros la cuenta —dijo entre dientes, y dedicó una última mirada a la habitación mientras cerraba la maleta. Corrió a la puerta, la abrió y asomó la cabeza al pasillo.

Las mujeres seguían en el vestíbulo. Podía oír sus voces murmurar apagadamente una tras otra lo que podía ser una letanía. Cogió la maleta y atravesó con mucho ruido el pasillo hasta el baño. Abrió y cerró la puerta con fuerza, y entonces cruzó de puntillas con rapidez la distancia que la separaba de la salida a la escalera de incendios.

Empujó con suavidad la barra de la puerta, pero no cedió. Volvió a empujar con más fuerza, apoyándose contra ella. No se movió. Se inclinó hacia atrás, intentado escuchar si alguien subía las escaleras, y dejó caer todo su cuerpo contra la puerta. La única respuesta fue el sudor frío de sus manos, que daba a la barra un tacto frío y áspero. Cerró los ojos con tanta fuerza que lo vio todo rojo, y se lanzó contra la puerta con todo su peso. Al sentir que súbitamente cedía, la sujetó con fuerza, de modo que sólo emitió un leve chirrido al irse abriendo centímetro a centímetro. Buscó torpemente sus llaves en el bolso y casi se le cayeron ambas cosas. Aferró el asa de la maleta con una mano resbaladiza y salió a la escalera de incendios.

¿Debía cerrar la puerta? ¿No notarían en el vestíbulo la corriente de aire? Dejó la maleta sobre la rejilla metálica de la escalera para cerrar la puerta silenciosamente, y de repente se sintió ridicula. ¿Cómo era posible que estuviera huyendo así, sin despedirse de lord Redfield, sin agradecerle su hospitalidad? ¿De qué tenía miedo, de tres aldeanas con unos sombreros grotescos? La vergüenza y la culpa se amasaban en su estómago, formando un bulto pesado y doloroso que pedía alivio.

Súbitamente ya no fueron las mujeres lo que le daba miedo, ni siquiera las fechas de las lápidas, sino su propia y creciente inercia, una especie de hambre de quedarse en Redfield. Agarró el pasamanos con tanta fuerza que la escalera vibró ligeramente y la maleta se movió. Con una sensación de una ranciedad que no supo si era olor o sabor y que estaba comenzando a marearla, bajó de puntillas la escalera de incendios.

El coche estaría seguramente frío, pues las ventanas se veían empañadas. El motor no arrancaría a la primera. ¿Cuánto tiempo tendría antes de que las mujeres se dieran cuenta? El coche era el único vehículo aparcado. Pero si empezaba a pensar en lo peor, no sería capaz de llegar abajo. Se obligó a no pensar en nada más que en llegar al pie de la escalera, cruzar el aparcamiento e introducir la llave en la cerradura del coche con rapidez, y eso fue lo que hizo.

Abrió la puerta y lanzó la maleta al asiento trasero. Ya tendría tiempo de trasladarla al maletero cuando hubiera salido de Redfield. Se puso al volante y cerró la puerta suave pero firmemente, conteniendo la respiración. Introdujo la llave en el contacto, limpió el vaho del parabrisas con la manga y se arriesgó a dar una pasada con los limpiaparabrisas. Éstos dejaron en el cristal dos arcos de barro, pero podía ver lo suficiente. A menos de diez metros veía a través de una ventana a la recepcionista sentada tras el mostrador.

Sandy tiró de la palanca del aire al máximo y apretó la llave con tanta fuerza que se le clavó en los dedos.

—Vamos, a la primera —susurró entre suplicante y autoritaria, sin importarle el matiz con tal de que funcionara. Apoyó el pie en el acelerador, dispuesto para pisar a fondo, y la recepcionista se levantó.

No se volvió hacia la ventana. Sandy dejó escapar el aire de sus pulmones y abrió el puño para desentumecerlo. Volvió a aferrar la llave mientras veía a las tres mujeres aparecer delante del mostrador. Podían verla simplemente con mirar por la ventana.

—Intentad detenerme —les murmuró Sandy, e hizo girar la llave, sin soltarla cuando el motor se puso en marcha. Entonces empujó con fuerza la palanca de cambio metiendo la primera, y pisó el acelerador. El motor tosió ahogadamente y se caló.

La recepcionista ya se había vuelto al oír el ruido, y en aquel momento se acercaba a la ventana. Al ver a Sandy, su rostro adquirió una expresión sombría y decidida. Tras ella Sandy podía ver los tres sombreros, mientras las mujeres se inclinaban sobre el mostrador para verla. Volvió a girar la llave del contacto, y los sombreros desaparecieron. Salían a buscarla.

El motor tosió de nuevo, y jadeó con dificultad mientras un humo gris cegaba el cristal trasero. El coche saltó adelante tan bruscamente que las ruedas patinaron sobre la piedra musgosa, y el faro izquierdo esquivó por milímetros el portón de piedra. El coche salió coleteando del aparcamiento, pero tuvo que frenar al salir a la calle para dejar pasar a un camión de reparto. Las tres mujeres bajaban los escalones de la entrada como en un patético número musical, sujetándose el sombrero con una mano y extendiendo la otra en dirección a Sandy.

—¡Eh! —gritó la mujer de las manos enrojecidas, y entonces el motor se ahogó.

Sandy volvió a girar la llave y no se puso en marcha. Las mujeres estaban cubriendo a toda velocidad la distancia que las separaba del coche. Pretendían obstruirle el paso, y podían hacerlo. En medio de su desesperación, Sandy se dio cuenta claramente de que había olvidado apagar del todo el aire para poder volver a arrancar. Hizo girar la llave hacia atrás y de nuevo hacia adelante, y el motor volvió a la vida. El coche derrapó al salir a la carretera y dejó a las mujeres atrás.

Al adelantar al camión pudo verlas por el retrovisor improvisando sobre el asfalto una danza furiosa, con las manos sobre los sombreros y blandiendo los puños en el aire; entonces el camión se las ocultó. La gente que había junto a las tiendas y en los jardines la miraba el pasar, pero nadie más intentó detenerla. Las últimas casas quedaron atrás, y el rótulo de Redfield se hundió detrás de una loma. La carretera descendía hasta adentrarse en el mar de trigo, que se mecía a su alrededor bajo el cielo pálido. Cerró el aire y pisó con fuerza el acelerador mientras tarareaba para sí una indefinida tonada para tranquilizarse, aunque no sabía muy bien de qué escapaba exactamente. Pero todavía tenía a la vista la torre de Redfield cuando hundió el pie en el freno.

33

Ahora la carretera avanzaba por encima del nivel de los campos. Ambos estaban desiertos, aparte de los espantapájaros que destacaban entre el trigo. ¿Había tantos cuando había pasado por allí la primera vez? Ante sí tenía La Espiga de Trigo y, más allá, al otro lado del puente jorobado, el bosque de Toonderfield. Después del bosque había un cruce de carreteras, y eso era lo que la hacía dudar. Una vez se dividieran las carreteras, no podría estar segura de cruzarse con Roger, en caso de que realmente acudiera en su busca.

No era probable que llegara con tanto retraso. Pero, ¿Y si lo hacía? En realidad sólo se había retrasado un día. Quizás había estado tan concentrado en su trabajo que había olvidado llamarla, o quizás hubiera imaginado que ella lo llamaría si salía hacia otro lugar, o a lo mejor tenía el teléfono estropeado. Sabía que no estaba pensando lógicamente, pero parecía imposible hacerlo cuando sus miedos eran tan vagos. ¿Qué estaba imaginándose que podía ocurriría a Roger si iba a Redfield? Se dirigiría a la fábrica de Semilla de Vida y de allí lo enviarían al hotel La Gavilla, donde le informarían de que ella ya se había ido. ¿Que más podía pasar? Pero el miedo que había reprimido desde su encuentro con las tres mujeres estaba encontrando una vía de escape, y repetía sin cesar en su cabeza, «cincuenta años, cincuenta años». Si el teléfono de Roger había tenido una avería, con seguridad estaría ya arreglado, y si simplemente había olvidado llamarla, no importaría. Se iba a sentir mucho mejor si podía hablar con él antes de llegar al cruce de carreteras. Miró intensamente por el retrovisor para comprobar que no la seguían y siguió hasta La Espiga de Trigo.

Los campos parecían cerrarse a su alrededor, y tuvo la desconcertante sensación de que algunos de los espantapájaros se incorporaban. Salió de la carretera y aparcó junto al cartel del pub. El viento hizo gemir el letrero y estremecerse el coche. Cerró la maleta en el maletero y se acercó al porche de entrada.

El viento hizo vibrar el pomo de la puerta antes de que Sandy lo tocara, y cerró la puerta de un golpe tras ella. Una corriente de aire que olía a tierra la siguió a través del porche agitando en su dirección los carteles pegados a los cristales. Sandy abrió la segunda puerta y pasó a la sala con vigas de roble. El barrigudo patrón estaba detrás de la barra, y su rubicunda esposa se movía silenciosamente entre las mesas con sus zapatillas atigradas.

—Aquí está —dijo el dueño sin levantar la vista.

Desde la ventana debió haber visto a Sandy acercarse. Era absurdo pensar que les hubieran avisado de su llegada. La mujer se inclinó sobre la mesa que había limpiado.

—¿Va a quedarse a comer?

—No, sólo beberé algo —dijo Sandy—. ¿Puedo usar su teléfono?

La mujer no se había mostrado especialmente acogedora, pero ahora su voz se tornó brusca.

—Pregúntele a él.

El patrón miraba a Sandy sin dejar de sacar brillo a las jarras de peltre. Su expresión era casi hostil, y no se suavizó cuando Sandy lo miró a los ojos.

—¿Puedo? —le preguntó.

—No ha dicho lo que quiere beber.

—Media jarra de cerveza, por favor —dijo Sandy, y se dirigió al final de la barra, donde estaba el teléfono. Quizás habían discutido por culpa de Sandy después de su primera visita, y por ello la mujer se mostraba tan hosca. Desde el teléfono Sandy podía ver la carretera de Toonderfield a través de una ventana flanqueada por dos escenas de caza. Abrió el monedero y descubrió que casi no tenía suelto.

—¿Puede darme algunas monedas de cincuenta peniques?

El patrón miró con severidad el billete de diez libras y a continuación a Sandy.

—Es conferencia, ¿verdad?

—Me temo que sí —dijo Sandy, repitiéndose que el hombre no había hablado en tono de amenaza.

Por fin cogió el billete, dejó la cerveza de Sandy sobre la barra y abrió la caja registradora con un tintineo. Miró al interior del cajón, sacó de un tirón un billete de cinco libras, añadió cuatro monedas de una, que el teléfono no aceptaba, y el cambio de una libra. Ella iba a hacérselo notar cuando él retiró una libra y la sustituyó por dos monedas de cincuenta peniques.

—Eso es todo lo que puedo hacer por usted.

—Si es así, gracias —dijo Sandy, y marcó el número de Roger.

Lo sabía de memoria, al igual que el sonido de los pitidos, que sonaban engañosamente cerca. Miró hacia la carretera desierta, mas allá de los grabados de la campiña inglesa, y los pitidos se interrumpieron.

—¿Sí, dígame?

Estaba tan acostumbrada a no recibir respuesta, que casi se le cayó la moneda al suelo. La introdujo en la ranura y esperó a que cayera para hablar.

—Adivina quién soy —dijo Sandy—, y dónde estoy.

—Lo siento, pero no lo sé. ¿Quién es?

—¿No lo sabes? Eso sí que tiene gracia. —Sintió tentaciones de colgar sin siquiera advertirle que no fuera a Redfield—. Ya te has olvidado de mi voz, ¿verdad? Menos mal que yo me acuerdo de la tuya.

—Perdone, pero creo que está cometiendo...

—Desde luego que he cometido un error. Fue hace unas cuantas noches, y dos veces, si es que lo recuerdas. ¿O también eso se te ha olvidado? ¿Quién te ha ayudado a olvidar, Roger?

—Ya le he dicho que se equivocaba, señorita. No soy Roger.

—Ah, ¿así que no eres Roger? —gritó Sandy, y notó que el patrón y su mujer escuchaban a sus espaldas—. Qué curioso, estás en su piso y tu voz suena como la suya, ¿no?

—No es curioso. Soy su padre.

Sandy abrió la boca y volvió a cerrarla mientras sentía arder su rostro. Comenzaron a sonar los pitidos e introdujo la segunda moneda, agradecida por la interrupción.

—Dios mío, lo siento. Soy una amiga de Roger. Temamos que reunimos aquí, pero cuando hablamos él no esperaba su visita. Ahora comprendo que se le haya olvidado.

—Bueno, no es eso exactamente lo que ha ocurrido, señorita...

—Sandy, Sandy Allan. —Sintió que le faltaba el aire al percibir la gravedad de su voz—. ¿Qué ocurre?

—Roger está en el hospital. Por eso he venido. Lleva allí desde anteayer, y hasta ahora no ha sido capaz de decir mucho. El padre de Roger tosió, y añadió—: Todo lo que sé por el momento es que lo atacó alguien que llevaba una máscara, o que tenía algo raro en la cara.

34

Sandy tomó nota del nombre del hospital y se disculpó por sus palabras.

—Olvídelo —dijo el padre de Roger—. Quería que hiciera una llamada, pero no pude entender el nombre que me decía. Ahora que oigo el suyo, estoy seguro de que se trataba de usted.

Prometió decirle a Roger que estaba en camino y le deseó buen viaje. Entonces el teléfono comenzó a pedir más monedas. Antes de que Sandy pudiera decir nada más, él colgó, suponiendo seguramente que se había interrumpido la comunicación.

Se quedó un momento mirando el auricular, aunque le pareció como el tirador de una puerta que se le hubiera quedado en la mano. No debía empezar a culparse por haber sospechado de Roger cuando él estaba en un hospital. No debía preguntarse si estaría malherido. La incapacidad de hablar o de hacerse entender podía ser debida a los calmantes. ¿Cuánto estaría padeciendo para que le administraran tantos calmantes? No iba a ayudarlo en nada haciendo conjeturas, así que colgó por fin y buscó las llaves del coche. Cerró el bolso con un chasquido y se dirigió directamente hacia la puerta.

Vio a la mujer pelirroja intercambiar una mirada con el patrón e interponerse en su camino. Intentaban entretenerla, pensó confusamente. Debían de haber recibido instrucciones de no dejarla marchar. Entonces la mujer hizo un gesto hacia la barra con expresión de profundo pesar.

—No irá a dejarse la cerveza.

—Lo siento. Sólo la he pedido para que me dieran cambio —dijo Sandy, y pensó que la mujer se echaría a reír de su pánico con tanto desprecio que cuando llegó al porche iba casi corriendo.

Se sentó en el coche y se echó a reír de sí misma, hasta que perdió el aliento y tuvo que enjugarse las lágrimas. Al salir a la carretera, la torre se alzó en el espejo retrovisor. Los espantapájaros aleteaban ligeramente a ambos lados de la carretera. Uno de ellos pareció dejarse caer al suelo a su paso, pero Sandy no se dejó distraer por eso ni por la torre, que desaparecería de su vista tan pronto como hubiera cruzado el puente de Toonderfield.

Sin embargo, la torre no desapareció tan rápido como hubiera debido.

—Freud sabrá por qué —bromeó para sí, pero la sensación de que el coche no se movía tan deprisa como indicaba el marcador de velocidad persistía. No podía ceder a la tentación de conducir más rápido, o acabaría como Giles Spence. Al fin el mar amarillo que la separaba del puente pareció llegar a su fin y el canal centelleó como la dentadura de una fina boca. Roció el parabrisas con las últimas gotas del líquido limpiador y las escobillas despejaron relativamente el barro del cristal mientras Sandy reducía la marcha al cruzar el puente y se internaba en el bosque acelerando.

Los árboles se inclinaron sobre ella, asintiendo con sus frondosas cabezas. Una lámina verdosa pareció cubrir el barro que quedaba fuera del alcance del parabrisas, como si el moho hubiera crecido inadvertidamente en su superficie. Los árboles entrelazaban sus ramas sobre la carretera, cada vez más sinuosa. Sandy no recordaba que el bosque fuera tan extenso ni sombrío, pero al ir hacia Redfield no tenía motivos para haberlo notado. Al menos ya había pasado Toonderfield, pensó, y casi en el mismo momento se preguntó si realmente era así. Si Giles Spence se había estrellado contra un árbol, tenía que haber sido allí. Toonderfield debía de acabar al final del bosque.

La carretera zigzagueaba, y Sandy redujo la marcha de mala gana. Se repitió que estaba a punto de ver el sol señalando el límite del bosque. ¿Qué importaba que Giles Spence hubiera muerto en aquel mismo lugar cincuenta años atrás? Al menos ya había desaparecido la torre. En el cementerio no había encontrado ninguna alusión a ella, sólo a la tierra: la tierra que «sería anegada en sangre». No pudo evitar mirar el bosque entre la penumbra y el barro que salpicaba el parabrisas, intentando identificar lo que había acabado con la vida de Giles Spence. Pero no fue la visión de ningún árbol lo que hizo que su pie se retirara del acelerador, casi calando el coche.

No era más que un espantapájaros. Alguien debió de haberlo tirado entre los árboles en lugar de llevárselo a otro lado. Debía de llevar mucho tiempo abandonado allí, pues su cabeza se había convertido en una maraña vegetal, aunque más de uno de los que había visto plantados en los campos tenía un aspecto similar. Un golpe de viento agitó la vegetación y el espantapájaros pareció apartarse del árbol contra el que estaba apoyado. La aparición de la hinchada masa verdosa, que recordaba a una cara más de lo que Sandy hubiera querido, le hizo pisar el acelerador con fuerza. El coche derrapó ligeramente en la curva. La carretera giró sobre sí misma bruscamente y Sandy vio el cielo abierto a unos cientos de metros, al final del siguiente tramo recto. Estaba tan deslumbrada por la luz del sol y por el alivio que le producía, que casi no vio el espantapájaros.

Debía de ser una costumbre el tirar los viejos espantapájaros allí. Y no podía ser el mismo, porque estaba apoyado contra un árbol diferente, entre ella y la salida del bosque. El árbol, un grueso roble, parecía haber sido dañado en el pasado y quizá fuera el que había estado buscando. No tenía tiempo ni ganas de parar a examinarlo más de cerca, ni tampoco de acercarse a aquella figura famélica y harapienta que se recortaba tras él, asomando la enmarañada cabeza. Llegó a la altura del árbol y sintió el impulso de acelerar cuando éste le ocultó la extraña figura. El viejo roble desapareció de su vista y volvió a reaparecer en el espejo lateral. Entonces vio al espantapájaros volver la cabeza hacia ella y dejarse caer en cuatro patas, perdiéndose entre el follaje.

Sandy dejó escapar un grito, intentando controlar el volante con manos temblorosas, y se resistió con todas sus fuerzas al impulso de mirar atrás. Estaba casi en el lindero del bosque, fuera de Toonderfield. El viento debió de haber tumbado el espantapájaros, eso era todo. Lo que le había parecido una horrenda cara que seguía al coche entre los heléchos y matorrales no podían ser más que las sombras de las hojas.

Aceleró para dejar atrás los últimos árboles. La idea de que en realidad todavía no había salido del bosque le produjo un nudo en el estómago. Entonces el cielo se abrió sobre su cabeza, y el coche salió como un proyectil al campo abierto. El bosque se hundió en la lejanía como si volviera a la tierra y pronto se vio rodeada de campos de labranza; frente a ella y a sus espaldas ya sólo había la carretera. Intentó convencerse de que en un momento el paisaje la tranquilizaría y por fin dejaría de sentirse vigilada y perseguida.

35

Fue un alivio el tener que concentrarse en la conducción cuando entró en la autopista. Nadie la perseguía más que algún coche que se acercaba a toda velocidad por el carril exterior decidido a barrer todo lo que se interpusiera en su camino; nadie la observaba más que los camioneros, que intentaban verle las piernas desde sus altas cabinas. En Nottinghamshire desde un camión cargado de mineros le silbaron, y en Warwickshire un autocar de gigantes llenos de barro le cantó una canción de rugby. Sobre Luton vio aviones brillar en el cielo, y pensó que los pasajeros estarían viendo Londres. Por primera vez se sintió de vuelta en casa.

Salió de la autopista en la hora punta. Si se dirigía directamente al hospital, lo más probable era que no encontrase lugar para aparcar. Tomó la circular del norte rumbo a la estación de Highgate. Había olvidado que en Londres había tantos semáforos, y la mayoría de ellos parecían ponerse en rojo al verla acercarse. Por fin pudo librarse de la enervante procesión de vehículos y tomó la cuesta que descendía hacia el aparcamiento de la estación.

Cinco minutos más tarde estaba en el tren. En Warren Street cruzó apresuradamente el paso de cebra que había frente al hospital. El vestíbulo embaldosado hubiera podido ser una cueva excavada en el centro de un iceberg, de no ser por el calor reinante. Ya sabía por la sala que debía preguntar, y la enfermera que controlaba las visitas la dejó pasar.

Al cruzar la puerta de doble batiente vio todas las camas de la sala alienadas. Las cabezas vendadas charlaban de cama a cama, y brazos escayolados reposaban sobre las sábanas, pero no se veía a Roger por ninguna parte. Si lo habían cambiado de sala, ¿no sería porque estaba mejor? El ocupante de la cama del fondo, un hombre tocado con un voluminoso turbante blanco y una pierna suspendida en el aire, no podía ser Roger. Tenía un brazo escayolado sobre la cama, y el hombre que lo acompañaba se volvió hacia ella.

Sus grandes ojos oscuros no tenían por qué pertenecer al padre de Roger, pero el hombre se levantó y le hizo un gesto como disculpándose por lo que iba a mostrarle. De repente Sandy se sintió desbordada por toda la ansiedad que había reprimido durante todo el viaje de vuelta, y por un momento creyó que se iba a desmayar a causa del sofocante calor de la sala. La visión de Roger, casi irreconocible por los vendajes, la hizo darse cuenta de lo que en realidad podía haberle ocurrido, y lo insoportable que hubiera sido para ella perderlo. Sólo el pensarlo hizo que sintiera la amenaza de un dolor que podía arrebatarle la vida.

Se acercó a la cama con paso rápido, intentando tragar saliva, y el padre de Roger salió a su encuentro. Bajo su arrugada frente y sus cejas grisáceas, su anciano rostro tenía un aspecto cansado y triste.

—Usted debe de ser la señorita Allan —dijo con voz que no se parecía tanto a la de Roger como Sandy había creído por teléfono.

—Por favor, llámeme Sandy.

—Encantado. Después de que habláramos por teléfono, Roger me ha contado lo que usted significa para él. Y por su reacción durante nuestra conversación, me parece que el sentimiento es recíproco. —Le había tomado las manos y las sostenía con firmeza; sus ojos parecieron dudar—. Quiero decir que, cuando vuelva a casa, podré decirle a su madre que lo he dejado en buenas manos.

—Creo que puede hacerlo sin miedo.

—Bien, me alegro. De verdad. Y cuando Roger esté mejor, me gustaría que usted y él, bueno eh... —Una vez que había conseguido decirlo, el aplomo parecía haberlo abandonado. Le soltó las manos y se pasó la mano por la frente—. ¿Le importa que me quede por aquí o prefiere que les deje solos?

Sandy se sintió conmovida por su preocupación.

—Como usted prefiera.

Él se acercó con rapidez a la cama y se inclinó sobre Roger.

—¿Puedes ver quién ha venido, hijo? Alguien por quien me has preguntado mucho. ¿Puedes verla?

—Claro papá —dijo Roger, sonriéndole con firmeza—. No me pasa nada en los ojos. Es de lo poco que tengo intacto.

Sandy lo miró desde los pies de la cama, e hizo un gesto de preocupación. Tenía los dos brazos vendados, así como la mayor parte del torso. Roger le sonrió con cautela debido al dolor que le producía cualquier gesto, e hizo un gesto hacia la pierna escayolada.

—¿Qué te parece? —preguntó.

Su padre se incorporó frotándose la base de la columna.

—Creo que estoy olvidando las buenas maneras. Por favor, Sandy, siéntese aquí.

Ella dio la vuelta a la cama. Quería abrazar a Roger, pero no se atrevía a tocarlo por miedo a hacerle daño. Al menos no tenía nada en la cara; con la cabeza envuelta en vendajes parecía el rostro de una monja. Se inclinó sobre él y lo besó, y la punta de su lengua tocó la de ella. Notando que su padre apartaba la vista discretamente, Sandy se sentó en la silla y cogió a Roger de la mano.

—En fin, buena la has hecho.

—Así es.

Sandy no pudo evitar bromear.

—¿Qué tipo de animal te ha hecho esto?

—No te aproveches de mi situación, Sandy. Me parece que me lo he hecho yo sólito.

—Tu padre me dijo...

—Entonces estaba muy confuso —interrumpió su padre—. Estaba bajo los efectos de calmantes muy fuertes. Por lo menos es un alivio que ya le hayan rebajado la medicación, ¿verdad?

—Claro —dijo Roger.

—Por supuesto —corroboró ella al mismo tiempo. Los dedos de Roger le acariciaron la palma de la mano, dándole las gracias en secreto.

—Bien, cuéntame. ¿Qué has hecho para verte en este estado?

—No mirar por dónde iba.

—¿Olvidaste que aquí conducimos por la izquierda?

—No. Caí en un socavón, a la vuelta de la esquina de casa. Supongo que a algún niño se le ocurrió que sería una buena broma esconder la señal de peligro y la valla metálica que lo rodeaba, y me tocó a mí comprobar su profundidad.

Sandy se sintió inquieta, furiosa y a la vez desesperadamente cariñosa.

—¿Pero qué tiene que ver todo esto con una máscara?

—Ah, te lo ha contado mi padre —dijo Roger, más molesto consigo mismo que con él—. Es lo más estúpido de todo. Ni siquiera lo recuerdo del todo bien. Vi detrás de mí a un tipo que debía de ir a un baile de disfraces. Estaba oscureciendo, y supongo que por eso me pareció mucho más siniestro de lo que era. De todos modos, él fue la causa de que no viera dónde me metía, y ya ves cómo acabé.

—¿No recuerdas qué aspecto tenía?

Roger hizo una leve mueca de dolor.

—¿Importa mucho?

No tanto, pensó Sandy. No, si lo hacía sentirse peor.

—Vamos a hablar de algo más interesante —dijo él—, como por ejemplo de los resultados de tu viaje.

Su padre carraspeó.

—Si ninguno de los dos me necesitáis, creo que me voy a descansar un poco. Todavía no he tenido tiempo de recuperarme del viaje. Pero si me necesita para algo, llámeme Sandy. A ti te veré mañana, hijo. —Se detuvo un momento ante la puerta y miró hacia atrás con ansiedad antes de desaparecer.

—Te has alegrado de que viniera, ¿verdad? —dijo Sandy.

—Claro. No lo hubiera hecho cualquiera. Pero me alegro más de verte a ti. —Sus dedos se movieron entre los de Sandy—. Siento haberte hecho esperar en aquel pueblo. Hasta que me dijo que habías llamado no sabía ponerme en contacto contigo. Me he pasado dos días con el cerebro averiado.

Sus disculpas dieron a Sandy ganas de abofetearlo.

—Idiota —dijo, y tuvo que disculparse por apretarle la mano demasiado fuerte.

—Cuéntame cómo te ha ido y no me hagas mover tanto la mandíbula.

—¿No te la habrás roto también?

—No. Sólo quiero que me digas que no necesitaste mi presencia en ningún momento.

—¿En serio? Pues creo que sí. —Le cogió la mano entre las suyas y sintió su calidez a través de la fina gasa—. Redfield es un sitio extraño, tan perfecto que parece que oculta algo. Supongo que imaginé cosas que no hubiera imaginado de haber estado tú conmigo, pero no empieces a echarte las culpas, porque eso no fue todo. Cada cincuenta años se ha producido allí algún tipo de muerte violenta.

—¿Exactamente cada cincuenta años?

—Eso me pareció —dijo ella, oyendo un tono de escepticismo donde posiblemente no lo había—. Al menos yo encontré en el cementerio media docena de epitafios con fechas terminadas en treinta y ocho y en ochenta y ocho, y todos aludían a muertes producidas por algún tipo de bestia salvaje.

—¿No había ninguna de esas inscripciones que no encajara en las fechas?

—No lo sé. Al menos eso me pareció.

—¿No es posible que en otros tiempos hubiera gatos monteses o lobos en la zona? Sólo quiero decir que es posible que ese tipo de muerte no fuera tan extraña.

—Supongo que no.

—Pero descubriste que se habían producido unas muertes de esas características cada cincuenta años. ¿Durante cuánto tiempo? ¿Trescientos años, por ejemplo?

—No cada cincuenta. Había lagunas. —Sandy se sentía furiosa, no tanto con Roger, allí tendido como un detective postrado en cama, sino consigo misma, por la forma en que todo lo que horas antes le había parecido tan misterioso y aterrador, parecía tener explicación—. Pero si fuera una coincidencia —protestó entonces—, ¿por qué iban los Redfield a destruir la película?

—¿Hablaste con ellos?.

—Conocí al nieto del hombre que hizo desaparecer la película. Como sospechábamos, fue su familia la que compró los derechos. Destruyeron el negativo.

—Malditos vándalos... —Dijo Roger, e hizo una mueca de dolor por haber respirado demasiado fuerte—. Tienes razón. Deben de haber tenido alguna razón para llegar tan lejos.

—Encontré la razón. Spence incluyó una caricatura de su escudo de armas en los escenarios de la película para vengarse de las dificultades que ellos le estaban poniendo para realizarla. —Sandy recordó haber pensado que no iba a salir viva del bosque, y deseó poder apretar la mano de Roger con más fuerza—. Pero al parecer Spence no se conformó con eso, y al terminar la filmación volvió a Redfield, pensando que de alguna forma ellos eran responsables de ciertos problemas que había tenido durante el rodaje. Entonces fue cuando su coche se salió de la carretera. Murió en tierras de Redfield en 1938.

—¿Y piensas que eso significa...?

—No lo sé —dijo ella, cansada de repente de sí misma y de tanta especulación—. Ya no lo tengo tan claro como allí.

—Bien, de acuerdo. ¿Entonces piensas seguir investigando?

—Seguiré buscando la película.

—Muy bien. Dame un motivo para levantarme de la cama —dijo él, y se mordió el labio en un gesto de dolor—. Además de ti, quiero decir.

—Levantarte de esta cama para meterte en otra, quieres decir.

El sonrió y dejó escapar un quejido.

—Acabas de despertarme otro dolor.

—Oh, no. Piensa en Karloff y Lugosi, si eso te excita menos —dijo ella—, sorprendida al darse cuenta de lo poco que significaba la película para ella en aquel momento—. Seguiré investigando cuando pueda, aunque sólo sea por la memoria de Graham, pero tengo que volver al trabajo.

—Yo reanudaré la investigación en cuanto me quiten la cascara.

Roger ya había ayudado en la búsqueda, y por ello se veía en semejante estado. La idea fue tan fugaz e irracional que Sandy decidió no tomarla en cuenta.

—Lo que sea con tal de volver a verte en pie —dijo ella, y recibió un guiño y un gesto de dolor como recompensa.

Se quedó junto a él después de sonar el timbre, hasta que una enfermera le dio unos golpecitos en el hombro.

En el andén de la estación tuvo que esperar quince minutos, escuchando el paso de trenes lejanos que sonaban como jadeos en la espesa oscuridad. En Highgate compró una pizza para calentar en el microondas y subió al coche para volver a su casa. Cuando abrió la puerta del piso no pudo evitar el desasosiego. No había gatos que salieran a recibirla, sólo un montón de recibos. Abrió la ventana para ahuyentar un vago olor a rancio. No pensó en nada en particular mientras se comía la pizza; estar en casa y agradablemente cansada era suficiente por el momento. Se metió en la cama después de entreabrir la ventana del dormitorio. Aunque las cortinas no se movían, debía de haber algo de aire, pues mientras se dormía pudo oír como una nana los crujidos del árbol que tenía delante de la ventana.

36

Por la mañana llamó a Boswell.

—Ya estoy aquí.

—¿Mejor?

—Eso espero.

—Conque sea como antes me vale. Tu amiga Lezli ha impresionado a toda la gente con la que ha trabajado, pero te han echado de menos.

Entonces su ausencia había sido beneficiosa para Lezli.

—Mientras estabas fuera hice unas cuantas gestiones con las personas apropiadas —prosiguió Boswell—. Recibirás la paga de enfermedad por el tiempo que has estado fuera, sin perder las vacaciones que te corresponden.

—Te lo agradezco de verdad. ¿Cuándo quieres que vuelva?

—¿Qué tal ahora mismo?

—Voy para allá —dijo Sandy.

Cinco minutos más tarde estaba delante del lecho de flores en el que estaban enterrados los gatos. La tierra que rodeaba al trozo de losa estaba igual que como la había dejado, excepto por un brote verde de alguna flor, que le produjo una sensación de sosiego. La imagen permaneció en su cabeza mientras atravesaba el parque. En una ocasión le pareció que alguien intentaba alcanzarla, pero al volver la vista atrás no pudo ver a nadie en los senderos.

En el metro, tuvo que permanecer de pie todo el trayecto hasta Marble Arch, rodeada de rostros que se inclinaban sobre ella. Cruzó con paso rápido el vestíbulo de la Metropolitan y entró por los pelos en un ascensor que se cerraba. Apretó el botón de apertura un momento, pero vio que en realidad nadie iba tras ella. Al entrar en la sala de montaje la recibieron con gritos de alegría, y Lezli la abrazó con fuerza. Estaban esperando un reportaje sobre un accidente ferroviario, tan extenso que ella y Lezli tuvieron que emplearse a fondo para tenerlo dispuesto para el noticiario de la una.

Sandy casi había olvidado cuánto disfrutaba con el desafío del montaje.

Comió con Lezli en el pub de la esquina mientras oía la historia del nuevo ligue de su amiga, un actor que interpretaba al doctor Seward en una nueva versión musical de Drácula. Finalmente Sandy recordó lo que quería preguntar a Lezli desde el principio.

—¿Has intentado tú ponerte en contacto conmigo estos días?

—No, ¿por qué?

—Toby dijo que alguien de la Metropolitan quería verme. —Podía haber sido Boswell, para contarle lo de su paga por enfermedad, pero de repente lo comprendió—. Claro, Piers Falconer.

Después de la comida fue a visitarlo a su despacho. Al verla apareció en su frente la arruga de preocupación que sólo empleaba cuando estaba en pantalla.

—Intenté localizarte por lo de la comida de tus gatos —dijo.

—He estado tan ocupada que se me pasó llamarte.

—Sólo quería tranquilizarte. La mandé a analizar, y estaba bien.

—No entiendo —dijo Sandy.

—No había nada tóxico, nada que no debiera haber. Lo que fuera que hizo escapar a tus gatos no salió de esa lata.

Sandy se preguntó por qué la noticia tenía que tranquilizarla; quizá debiera sentir alivio por no haberles administrado ella la causa de su muerte. ¿Podía contener la lata algún aditivo contra el que habían reaccionado? Y en ese caso, ¿por qué no se había manifestado antes la alergia? Expulsó el problema de su mente para concentrarse en el trabajo, pero volvió a aparecer mientras se dirigía al hospital, e hizo que se sintiera seguida por algo que no podía definir.

Roger fue capaz de tomarle la mano, ansioso por mostrarle la fuerza que podía hacer ya. Cuando su padre, que tenía mejor aspecto después de una noche de sueño, intentó dejarlos solos, Sandy insistió en que se quedara y se despidió pronto con la intención de meditar con tranquilidad sobre esos asuntos con los que no quería perturbar a Roger mientras seguía hospitalizado. Tenía que obtener más datos sobre la historia de Redfield, aunque no estaba segura de si quería encontrar una explicación o no. Tenía que averiguar si se había informado con detalle en algún lugar acerca de las circunstancias de la muerte de Giles Spence. La incógnita de la causa por la que sus gatos habían huido hacía que el piso le pareciera más frío y más solitario de lo que hubiera querido.

—Ponte bien pronto, Roger —murmuró, y se repitió varias veces la frase mientras yacía en la cama esperando el sueño.

Cerca del amanecer se despertó. Se dio la vuelta para ponerse boca arriba y estiró los brazos a ambos lados, esperando sentir el suave peso de los gatos sobre la cama.

—Vamos, subid de una vez —murmuró confusamente, y entonces se despertó lo suficiente para recordar que ya nunca volverían a hacerlo. Sin duda la conversación con Piers Falconer los había hecho aparecer en sus sueños y aún le duraba la sensación de que algo ronroneaba a los pies de la cama, a punto de saltar sobre la colcha.

Se incorporó y tiró del cordón de la lamparilla. No hubiera podido decir si olía a rancio en la habitación, quizá solo fuera el sabor del pánico; pero cuando volvió a la cama, después de recorrer todas las habitaciones para comprobar que estaban vacías, ya había desaparecido.

Cuando despuntó el sol, se duchó y luego desayunó. No tenía hambre, y el pan le pareció tan insípido que tuvo que comprobar que era el que había comprado el día anterior, y no el que había dejado al salir de viaje. Al menos tenía tiempo de sobra para un buen paseo por el parque.

El sol todavía no iluminaba los senderos; bajo los árboles hacía frío y la luz era débil. La actividad que pecibía a ambos lados del sendero, las sombras que se deslizaban entre los árboles y la vegetación debían de ser de los pájaros, pero Sandy deseó que hubiera sido mejor que se identificaran por su canto.

Los trabajadores que venían de los suburbios la acompañaron al andén de Highgate. Consiguió encontrar asiento, y durante el trayecto las cabezas la contemplaron desde lo alto. En la Metropolitan el ascensor se detuvo antes de llegar a su piso, pero no había nadie esperando. Trabajó todo el día en la sala de montaje para mantenerse ocupada, y comió un simple bocadillo. Aquel pan también le sabía a rancio. De cuando en cuando se quedaba sola en la habitación, y cada vez tenía la sensación de que alguien se acercaba a mirar por encima de su hombro. En una ocasión creyó que un perro andaba suelto por los pasillos.

Al salir del trabajo fue a tomar una copa con Lezli para relajarse, y a continuación se dirigió al hospital a ver a Roger. Ya le habían descolgado la pierna y retirado los vendajes de la cabeza y los brazos. Estaba sentado en la cama.

—Mañana me echan de aquí —dijo.

Al instante Sandy se sintió mucho mejor.

—¿Tan bien estás ya?

—Supongo que mejor que el que vaya a ocupar esta cama en mi lugar. Y creo que le sale más barato a nuestra seguridad social prestarme unas muletas.

—¿Pero podrás escribir?

—Podría si tuviera algo preparado —dijo él mientras estiraba y encogía los dedos para demostrar que podía moverlos sin pestañear—. Quizá me pueda instalar en la biblioteca del Museo Británico y hacer uso de mi tarjeta de lector mientras espero a que vuelvan las ideas, si es que necesitas que te investigue algo.

—La historia de Redfield y cualquier información sobre la muerte de Giles Spence.

—Muy bien. Me miras como si me estuvieras pidiendo que me rompa la otra pierna. Sandy, quiero aclarar este asunto tanto como tú.

—Y cuando puedas moverte mejor, seguiremos buscando la película de Spence, ¿de acuerdo?

—De acuerdo. Durante este retiro forzoso he estado pensando que quizá los Redfield no compraron los derechos de la película para Estados Unidos. Si, como pienso, no pueden impedir que la proyectemos allí, no podrán detenerme hasta que lo consiga.

—Así que estás pensando en volver a América.

—No por el momento —dijo él, y le apretó la mano, manteniéndola entre la suya mientras se acercaba su padre. La conversación viró hacia temas más generales, pero la presión de su mano permaneció, incluso después de abandonar el hospital. Sandy sintió su compañía en las calles semidesiertas y en el Metro, donde oyó resonar los pasos de alguien que no estaba a la vista; le pareció que sonaban como el raspar de unas garras. Pensó que aquella agradable presión era una promesa de que no pasaría muchas más noches sola.

Volvió a pie a su casa rodeando el bosque y comiendo fish and chips de un cucurucho hecho con hojas del Daily Friend. Por una vez no tenía que preocuparse de que la hicieran engordar. Tenía que telefonear a algunos amigos para hacerles saber que ya estaba de vuelta a la ciudad y para presentarles a Roger. Subió trotando las escaleras y entró en el piso. Después de encender todas las luces, se preparó una infusión caliente, que sorbió lentamente mientras veía el final de una comedia televisiva. Se desvistió y se lavó los dientes. Cuando acabó de cepillarse el pelo se sentía agradablemente cansada. Entró en el dormitorio, encendió la lámpara de la mesilla dí noche y se acercó a la ventana. Agarró las cortinas y estaba a punte de echarlas cuando un movimiento entre la vegetación le hizo ba jar la vista. Su cuerpo dio un brinco y casi arrancó las cortinas de raíl. Contra la barandilla que marcaba el límite del jardín, con la borrosa y enmarañada cabeza vuelta hacia su ventana, había un espantapájaros.

37

Creyó que iba a quedarse allí petrificada hasta que saliera el sol, incapaz de soltar las cortinas y apartar la mirada, temerosa de perder de vista por un momento la esquelética figura, temerosa de pensar por qué. Todo lo que podía pensar era que los espantapájaros no tenían manos, de modo que aquél no podía estar agarrado a la barandilla con lo que fuera que tenía al final de los brazos. Si encendía la luz principal de la habitación, iluminaría la parte del jardín en la que estaba la figura. La luz de la lamparilla no pasaba de la ventana y, más que iluminar el exterior, lo oscurecía, pero lo poco que podía ver la mantenía clavada al suelo, sin dejarla correr hacia el interruptor.

La figura se mecía ligeramente hacia adelante y hacia atrás, como si se preparara para saltar. Algo parecido a una melena brotaba hacia la parte posterior de su enredada cabeza. Quizás aquello estaba danzando al viento como si celebrara su desesperación. ¿Y no se estaba moviendo una parte de su cara? Sandy luchaba por abrir las manos, ordenándoles que la apartaran de la ventana y encendieran la luz, cuando sonó el teléfono.

—¿Sí? —dijo con voz temblorosa.

—¿Señorita Allan?

Era una voz masculina, y Sandy supo que ya la conocía.

—Sí, soy yo —dijo bruscamente, mientras alcanzaba el interruptor de la luz y lo accionaba—. ¿Con quién hablo?

—Hablamos hace poco. Supongo que lo recordará.

El hombre parecía ofendido por su poca memoria. Por un momento Sandy creyó que era lord Redfield, y descubrió que inconscientemente un ruego desesperado tomaba forma en su mente: «Haga que se vaya». Estaba desvariando, pensó. No podía ser Redfield, y aun en el caso de que fuera él, ¿qué podía hacer para ayudarla?

—¿De qué hablamos? —dijo ella con aspereza.

—De mi padre —contestó la voz, antes de añadir con tono resentido—: Mi padre, Norman Ross.

—Norman Ross, ah, sí. —Había sido el ayudante de montaje de La torre del miedo, el primero de los contactos que había conseguido hacer, y que había resultado infructuoso por la negativa de su irritable hijo a dejarle hablar con él. Todos aquellos pensamientos sonaban muy lejos en su cabeza, porque había regresado junto a la ventana y miraba una y otra vez la barandilla del jardín. No había ningún espantapájaros. No había nada—. No me dejó usted hablar con él —dijo con un esfuerzo agotador.

—Ya le dije por qué en su momento. No quería que se alterase más de lo que ya estaba.

Lo que fuera que había visto en la barandilla no podía entrar en la casa, y tanto podía haber sido un perro callejero de gran tamaño como un espantapájaros. Pero tenía que concentrarse en la llamada telefónica.

—¿Y ahora va a dejarme verlo? —preguntó.

—Me temo que no. Murió hace unos días.

—Oh, Dios mío —murmuró, sin saber qué decir, pero resentida porque le hubiera negado anteriormente la entrevista. Seguía mirando la espesura, pero no conseguía ver nada que no pudieran ser movimientos naturales del follaje—. Lo siento —dijo mientras se preguntaba por qué la habría llamado.

—Sigo pensando que hice bien en impedirle hablar con él. Los nervios de mi padre estaban destrozados. Me imagino que ya no importa que le diga que fue eso y su corazón lo que lo mató.

—Lo siento de verdad, ¿pero por qué me lo cuenta?

—Estoy intentando decirle que quizá me equivoqué al impedir que le diera a usted lo que al parecer les obsesionaba a los dos. No puedo dejar de pensar que si no lo hubiera hecho quizá mi padre siguiera vivo. Poco antes de morir me pidió que la buscara, y eso es lo que he hecho.

Sandy recorrió una vez más con la vista la espesura y se apartó de la ventana para descansar de tanta oscuridad en movimiento.

—Lo siento —dijo mientras se sentaba en la cama—, pero no entiendo por qué.

—Porque él tenía la película que usted está buscando con tanto interés.

Sandy cerró los ojos y contuvo el aliento.

—¿Tenía?

—En una caja de seguridad en su banco. Comprenderá que yo no sabía nada.

Ella apretó el puño y lo descargó sobre la cama con fuerza.

—¿Y dónde está ahora?

—Bueno, sigue allí. Dadas las circunstancias, espero que venga a recogerla lo antes posible.

—Perdóneme, he olvidado dónde viven ustedes.

—Cerca de Lincoln.

—Ya recuerdo. —No muy lejos de Redfield, se dijo, y rechazó el pensamiento de que era más cerca de lo que hubiera deseado—. Déjeme tomar nota de la dirección —dijo, y después de hacerlo añadió—: No creo que pueda escaparme del trabajo en toda la semana. ¿Le parece bien que vaya el sábado?

—Tendrá que ser así, si no puede venir antes. El banco cierra a las doce.

—Estaré a primera hora. —Esperó que sus palabras no parecieran descorteses; era evidente que el hombre estaba hablando con ella contra su voluntad—. ¿Le importa que le pregunte si alguien más sabe que tiene usted esa película?

—Yo no la tengo, la tiene el banco. No quiero saber nada de ella, se lo aseguro —dijo, y añadió con mayor resentimiento—: Mi padre me pidió que no informara a nadie más que a usted, y he respetado su deseo, evidentemente.

—Se lo agradezco mucho. Casi no puedo esperar a que llegue el sábado.

—Sí —dijo él intentando parecer más amistoso, pero sin conseguirlo.

Tras colgar, Sandy se quedó mirando el teléfono con expresión de felicidad, y se dejó caer sobre la cama, con los brazos y las piernas extendidos. Deseó que Roger ya estuviera en su casa para poder contárselo. Se quedó un rato mirando el techo y relajándose, y por fin se levantó y echó las cortinas. Se sentía tan a gusto consigo misma que ni siquiera se molestó en mirar hacia la oscuridad.

38

Durmió profundamente y se despertó cuando las cortinas empezaron a iluminarse. Se levantó y se acercó a la ventana arrastrando los pies, la abrió de un tirón y miró el jardín. Las largas sombras de las ramas bailaban lentamente sobre los arbustos, pero no había nada en la valla. Sandy sabía que era así. No tenía ni que haberse molestado en mirar. Pero el haberlo hecho hizo que se sintiera espiada, hasta que consiguió apartar la idea de su mente. Nadie, excepto el hijo de Norman Ross y posiblemente su familia, podía saber que ella tenía conocimiento del lugar en que estaba la película, y no se lo iban a decir a nadie.

Antes de salir hacia el trabajo, llamó al hospital y preguntó por Roger.

—¿Puede acercarse al teléfono?

Roger se puso, inesperadamente, casi al instante.

—Estaba practicando con mis piernas postizas por el pasillo. Me sueltan dentro de una hora o algo así.

—Agárrate a algún sitio. Te voy a dar una razón más para que te recuperes cuanto antes. Pero es un secreto, ¿de acuerdo? Sé dónde encontrar la película.

—¿De verdad? Por todos los diablos, pero eso es... Espera un momento. Voy a dejar estos trastos.

Sandy oyó unos golpes metálicos mientras Roger intentaba dejar el auricular manteniendo el equilibrio sobre sus muletas. Al fin volvió a coger el teléfono.

—Supongo que has oído lo bien que me las arreglo. Oye, eso es una gran noticia. No me digas ahora dónde se encuentra, ¿pero estás segura de que está a salvo?

La advertencia preocupó a Sandy, porque volvió a despertar en ella la sensación de que la estaban escuchando.

—Completamente. Está en la cámara de un banco.

—¿Podrás conseguirla hoy?

—Está lejos, y no puedo tomarme el día libre —dijo ella, sonriendo ante la infantil impaciencia de Roger—. Tendremos que esperar hasta el fin de semana.

—Si no estuviera en este estado, iría yo a buscártela. —Roger parecía furioso consigo mismo—. Quizá pueda acompañarte.

—Me encantaría. ¿Dónde vas a estar hoy?

—Me iré con la pierna a rastras a la biblioteca. Si quieres que nos encontremos en el vestíbulo cuando salgas de trabajar, podemos meternos en un taxi y salir a cenar.

Sandy trabajó rápida y eficientemente todo el día, haciendo una breve pausa para comer, y no miró a sus espaldas ni una sola vez. Quería estar segura de acabar el trabajo a tiempo para no hacer esperar a Roger en el vestíbulo. Pero cuando llegó, alguien le había proporcionado una silla de tijera, y allí estaba, sentado delante de la entrada, con la pierna estirada como un primitivo libro de visitas esperando firmas.

—Parece como si te hubieras donado a un museo —dijo ella.

—No sería el primero, a juzgar por la compañía que he tenido todo el día. Me imagino que a la hora de cerrar, los bibliotecarios deben de barrer los cadáveres que han quedado en las mesas.

—Al menos has tenido un día tranquilo.

—¿Tranquilo? Si hubiera aparecido un mimo en la sala, los lectores lo habrían linchado. Mi pierna no ha sido muy bien acogida, y por las miradas que me han lanzado cuando he cerrado un libro demasiado fuerte, yo podía haber seguido el mismo camino.

Roger comenzó a ponerse de pie.

—Pero parece que hay normas diferentes para el personal —siguió diciendo—. Un empleado de la biblioteca no paraba de moverse de un lado para el otro, fuera de mi vista. Y hubiera jurado que llevaba una máscara, porque de vez en cuando lo veía de reojo entre las estanterías y llevaba la cara cubierta. Supongo que al final uno se acostumbra a todo. Y no parecía molestar a nadie más que a mí.

—Vamonos de aquí de una vez, donde puedas hacer todo el ruido que quieras —dijo Sandy mientras lo ayudaba a descender la escalinata—. ¿Te apetece un restaurante, o prefieres que vayamos a tu casa? Te llevaría a la mía, pero creo que no íbamos a poder con las escaleras.

—Vamos a la mía y encargamos algo de comer. Solos tú y yo. Mi padre ya ha vuelto a casa.

A la puerta de la biblioteca, Sandy paró un taxi y lo ayudó a subir al asiento trasero.

—¿Entonces has encontrado algo de interés? —dijo mientras el taxi aceleraba.

—Nada demasiado importante ni demasiado agradable.

Se tuvo que conformar con eso por el momento, ya que el taxista se lanzó a un monólogo sobre piernas rotas, lesiones deportivas, caballos heridos durante las carreras, caballos heridos por saboteadores, gente que mezcla tradiciones que no comprende y gente que intenta destruir la esencia del espíritu inglés... Por fin llegaron a casa de Roger y Sandy se adelantó. Abrió la puerta, encendió las luces, y lo ayudó a llegar al sofá, donde Roger se dejó caer como una víctima de gota. Encargó algo de cenar por teléfono mientras Sandy servía dos copas de vino y tomaba asiento junto a él.

—Bien, vamos a oír esos detalles escabrosos.

—Lo son más de lo que te imaginas, especialmente si vamos a empezar a comer. Ni siquiera sé si vale la pena que te los cuente.

—Tendrás que dejarme decidir.

—De acuerdo —dijo él de mala gana—. El bibliotecario me encontró un informe sobre la muerte de Spence. Se estrelló contra un árbol en las inmediaciones de Redfield y debió de salir proyectado por el parabrisas. Según el periódico, se arrastró cerca de un kilómetro en dirección a Redfield antes de morir.

Spence debió de haber intentado llegar a La Espiga de Trigo para conseguir ayuda. Se había arrastrado sangrando a lo largo de un kilómetro por la tierra de Redfield. Sandy no pudo evitar el recuerdo de los epitafios del cementerio. A duras penas reprimió un escalofrío.

—Vale, eso puedo soportarlo. ¿Qué más?

—Nada que confirme lo que piensas de Redfield.

—¿Qué piensas tú que pienso?

—No sé, que el lugar necesita una especie de carnicería con regularidad, ¿no es eso?

Sandy no recordaba haber dicho tal cosa, pero sin duda la idea había estado siempre en el fondo de su mente.

—He oído hablar de costumbres similares —dijo ella.

—Yo también. Estás pensando en los aztecas y sus dioses de la fertilidad, ¿no es así? Y en la India había tribus que hacían sacrificios humanos a los campos, hasta que los ingleses los detuvieron. También en Irlanda sacrificaban niños para fertilizar la tierra, y no hace mucho los indios pawnees ofrecían la muerte de una joven al lucero del alba para propiciar las buenas cosechas. Pero dejemos esto, no me parece una conversación muy apropiada para la comida. Digamos que estuve indagando sobre este tipo de rituales, y lo que tenían en común era su periodicidad anual. En ningún caso se hablaba de que transcurriera un lapso de cincuenta años.

—Pero tú estás hablando de rituales que se practicaban conscientemente —dijo Sandy, y se preguntó si creía que en Redfield serían diferentes—. Suponte que existiera un ritual olvidado a lo largo de los siglos, pero que inconscientemente se recordara y que de alguna forma se hubiera distanciado en el tiempo —aventuró mientras oía tamborilear unos dedos en la ventana que tenía a sus espaldas.

Pudo oler la comida antes de separar las cortinas. La figura que atisbo acercándose a la puerta principal traía la cena, por supuesto. Abrió la puerta y recogió la bolsa. El repartidor entró tras ella al oír a Roger gritar que él pagaba, pero que no podía levantarse. Cuando lo acompañó a la puerta, Sandy pensó que un compañero o un perro lo esperaba fuera, pero debía de ser su sombra moviéndose silenciosamente entre los arbustos.

Sandy sirvió la cena y descubrió que estaba muerta de hambre. Debía de ser sólo el pan lo que no le sabía tan bien desde que había vuelto de Redfield. Roger estaba disfrutando por fin de una comida que no sabía a hospital, y comieron en silencio durante un rato.

—¿Entonces tuviste tiempo de leer algo sobre Redfield? —dijo ella por fin.

—Mucho tiempo, pero poco que leer. Se diría que se ha mantenido al margen de los libros de historia. De hecho, el bibliotecario pareció indignado de que no apareciera en un infalible tratado Victoriano sobre la campiña inglesa. Y casi no existen referencias de la batalla que dio nombre al lugar. —Se limpió la boca con la servilleta y buscó algo en el bolsillo—. Pero he copiado algo sobre esa parte del país. No hay razón para pensar que se refiera a Redfield, pero lo apunté porque se parecía a lo que tú estás buscando. Te lo leeré, ya que tardarías toda la noche en descifrar mis garabatos. Me dio vergüenza pedirle al bibliotecario que me lo copiara, después de tenerlo todo el día trayéndome libros.

Hojeó con rapidez su libreta hasta encontrar lo que buscaba.

—Debería haber apuntado la referencia de la cita. Era una traducción del latín, una especie de estudio sobre la invasión romana. Hablaba de los diferentes grados de civilización de los pueblos de Kent, y decía lo siguiente: «De las tribus indígenas, se dice que las más salvajes eran las del norte. Los mismos bretones ponían como ejemplo de ello a una tribu que cultivaba una fértil región al norte de Lincoln. Cada año se daba caza a través de los campos a una víctima humana, a la que se infligía numerosos cortes y heridas para que su sangre (o eso se creía) fortaleciera las cosechas. Esta tribu fue finalmente masacrada por otra que envidiaba la fertilidad de su suelo. No satisfechos con matar a todos los hombres, mujeres y niños, los victoriosos norteños exhumaron a todos los muertos de la región. Después de desmembrar sus cadáveres hicieron con ellos una pira tan alta que el humo se veía desde muchas millas a la redonda. Y lo hicieron, según se cuenta, para que fueran sólo sus muertos los que alimentaran la tierra...» ¿Qué te pasa?

—Estás hablando de Redfield.

—No puedes estar segura, Sandy.

—Estoy segura. Eso es exactamente lo que los primeros Redfield hicieron al pueblo al que arrebataron la tierra.

—Hmmm. Bien. —Roger parecía sentirse culpable por haberla impresionado—. Quizá lo que pretendieron era darles a probar su propia medicina, aunque fuera varias generaciones más tarde.

—Puede —dijo ella sin convencimiento—. ¿Pero qué significa lo de alimentar la tierra?

—Formar parte de ella, supongo. Fertilizarla, si lo prefieres. No lo sé. Eso decía la traducción al inglés. Yo no sé latín.

—No creo que eso signifique ninguna diferencia —dijo ella, sin dejar de sentirse incómoda. Recogió los platos y los fregó—. En tus condiciones yo no lo hubiera hecho ni la mitad de bien —le dijo, y se acurrucó junto a él en el sofá, acariciándole el vientre con los dedos hasta que él hizo un gesto de dolor—. ¿Todavía duele?

—Me temo que sí.

—No dejes de comunicarme cuando puedo tomar parte en el proceso curativo.

—Claro, te lo diré en cuanto pueda resistir una prueba física.

—No me importaría que fuera oral.

—En este momento lo único que puedo soportar es una terapia de sugestión.

Estar casados debía de ser algo parecido a aquello, pensó Sandy, como aquel peloteo de alegres indirectas, como aquella soñolienta satisfacción que hacía innecesrio ponerlas en práctica.

—Me imagino que puedo arrastrar la pierna hasta la cama —dijo Roger por fin, y cuando Sandy lo tapó con las mantas añadió—: Quédate si te apetece, como tú quieras.

Ella se desnudó y se deslizó bajo las sábanas junto a él, con la única intención de pasar un rato tranquilo. Le habló del viaje, de las conversaciones con la gente que había participado en el rodaje y de su encuentro con Enoch Hill. Entonces se adormeció y pensó en Redfield. Un lapso de cincuenta años era más de una generación; se consideraba que una generación cubría treinta y tres años, la duración de la vida de Cristo. ¿Y si el ciclo de cincuenta años era una especie de ritual testimonial para mantener viva la tradición del baño de sangre? Y si era así, ¿quién realizaba el ritual?

—Ahí está otra vez —murmuró Roger en sueños, y por un momento Sandy pensó que el repartidor había vuelto y estaba frente a la ventana; incluso creyó oler a comida rancia, o mezclada con tierra. Se obligó a despertarse del todo y la impresión desapareció. La muerte de Giles Spence podía haber sido una coincidencia, se dijo. Pero si no lo había sido, ¿qué podía hacer ella? Sintió que una hormigueante insatisfacción caía sobre ella, y no se la quitó de encima hasta que se durmió.

Se levantó antes del amanecer y dejó una nota a Roger. Las calles estaban desiertas y silenciosas excepto por un sonido como el del viento en un campo seco, y que al momento identificó como el de un camión cisterna que regaba las calles. Tomó un tren hasta su casa; se bañó, se cambió la ropa y se fue a trabajar.

La sensación de que la seguían le estaba afectando los nervios de tal modo que casi le cerró la puerta del ascensor en las narices a un realizador, precisamente uno de los que habían discutido con ella delante del despacho de Boswell. Él la miró durante los dos primeros pisos como si pensara que Sandy había intentado dejarlo fuera.

—Tengo entendido que tus amigos han encontrado a alguien que los defienda —dijo entonces con un tono sarcástico.

—Eso me devuelve la fe en la humanidad —explicó ella mientras el ascensor seguía subiendo—. ¿Quién es?

—Un terrateniente del norte. Les ha dicho que pueden acampar en sus propiedades mientras deciden adonde van a dirigirse, eso si entre todos son capaces de saberlo.

El ascensor se detuvo y él hizo ademán de salir. Sandy tuvo que reprimirse para no cogerlo del brazo.

—¿No sabes cómo se llama?

—¿Su Señoría? Tiene el mismo nombre que sus tierras. Más les vale a tus amigos que no haga honor a su nombre. —Las puertas se cerraron tras él, atrapando a Sandy en el ascensor con la respuesta—. Se llama Redfield.

39

El ascensor siguió su camino parpadeando números, pero los pensamientos de Sandy iban mucho más rápidos. El ejército de Enoch no debía ir a Redfield. Ella apenas había probado una muestra de la hostilidad que sus habitantes abrigaban contra los forasteros, pero si había algo capaz de desatar la violencia que se ocultaba tras la armonía de Redfield, sería esa caravana de chivos expiatorios. Cincuenta años, se repetía mentalmente. Se preguntó si la violencia que podía vislumbrar sin dificultad sería lo que la tierra estaba esperando. Salió del ascensor y se dirigió con paso rápido a la sala de montaje.

Lezli estaba pasando la cara de un político hacia delante y hacia atrás una y otra vez, adecuando sus gestos a la voz de un ratón de dibujos animados.

—Lezli —dijo Sandy—, ¿te sentirías muy presionada si tuviera que irme unos cuantos días más?

—Te echaré de menos, pero la presión no me molesta. Me hace progresar.

—Me alegro por ti. No le digas a nadie que te he preguntado esto. ¿Todavía estamos siguiendo al ejército de Enoch?

—No, al final nos aburrimos de intentar conseguir una entrevista. Ahora compramos los reportajes a las cadenas locales. Creo que un aristócrata rural les ha ofrecido asilo.

—¿Sabes por casualidad cuándo van a llegar allí?

—Puedo enterarme. Diré que soy yo quien quiere saberlo. —Telefoneó a un periodista y dijo a Sandy—: Parece ser que, a más tardar, será mañana por la tarde.

—¿Podrías defender sola el fuerte durante el resto de la semana?

—Si lo necesitas, por supuesto. Cuando tengas un rato, ya me contarás a qué te estoy ayudando, ¿vale? No me importa que me invites a unas copas.

Sandy subió al piso superior y se sentó en un duro sofá. Diez minutos después la secretaria de Emma Boswell la hizo pasar. Boswell llevaba las uñas doradas, y destellaron cuando le hizo un gesto de bienvenida.

—¿Ya has vuelto a coger el ritmo?

—Desde luego, aunque a juzgar por cómo le ha ido a Lezli, tampoco hago mucha falta.

—Me han hablado muy bien de ella, y me alegro de que me lo digas. ¿Se trata de eso?

—No. Quería pedirte ... —Sandy hizo un esfuerzo por relajarse y no parecer tan ansiosa—. No te lo pediría si Lezli no lo estuviera haciendo tan bien. El caso es que necesito tomarme unos días a cuenta de las vacaciones.

—¿Entonces no te has recuperado tan bien como decías?

—No es eso. Un amigo tuvo un accidente y no puede manejarse solo. Y tengo que hacer un viaje al norte indefectiblemente.

—¿No puede hacerlo nadie más?

—Nadie más que yo.

—En fin. ¿Desde cuándo y hasta cuándo? —Dijo Boswell con un suspiro de resignación.

—Si pudiera ser, desde ahora, y posiblemente estaría fuera el resto de la semana.

—En esta vida no todo puede ser. —Boswell la miró demasiado tiempo en silencio—. Será mejor que hables con producción. Si ellos no tienen nada que objetar, supongo que yo tampoco, pero no me gustaría enterarme de que has estado causando problemas.

Los problemas estaban bien siempre que pudieran ser filmados para la emisión, se dijo Sandy, pero eran de otro tipo los que ella pretendía causar. Cuando dijo en el departamento de producción que necesitaba ausentarse unos días nadie puso la menor objeción. Se despidió de Lezli y se fue a toda prisa.

Contra la verja de Hyde Park descansaba un cartel del Daily Friend: UN LUGAR DONDE DESCANSAR PARA EL EJÉRCITO DE ENOCH. Más allá se veía a un vagabundo agarrado a los barrotes de la verja, mirando hacia Sandy. La luz del sol al surgir bruscamente entre las nubes lo hizo parecer increíblemente delgado, y su rostro era como un trozo de tierra del parque. Sandy se estremeció al ver una sombra acercarse a ella, y corrió hacia el Metro.

En vez de ir directamente a su casa, pasó primero por la de Roger. Había conseguido sentarse delante de su mesa, con la pierna enyesada estirada hacia un lado, y hojeaba con desgana las pruebas de imprenta de un capítulo.

—Vuelve pronto —dijo.

—Sólo para ver cómo estás y para darte esto. —Lo besó y él se incorporó un poco—. Tengo que volver al norte.

—Sólo para ir a buscar la película, espero.

—Intentaré pasar a recogerla, pero no sé qué vas a pensar de mis motivos para emprender el viaje. —Sandy llenó un vaso de agua en la cocina y lo bebió de un trago para aclararse la garganta, que de repente tenía seca—. Enoch Hill y su gente se dirigen a Redfield, invitados por lord Redfield.

Roger tachó una frase y dejó las páginas boca abajo sobre la mesa.

—Y no crees que vayan a ser bien recibidos.

—No desde luego como ellos esperan.

—¿Piensas que lord Redfield les puede haber tendido una especie de trampa?

—No sé si eso es lo que pretende. El tipo de violencia que temo que se produzca no beneficiaría en nada la imagen de Redfield. Quizá piense que puede controlar a su gente, pero ante esta situación estoy segura de que no lo logrará. Tal vez no se dé cuenta de lo que está haciendo pero, por Dios, debería saberlo. Se supone que la ignorancia no es una excusa, especialmente cuando se tiene tanto poder. —Sandy intentó tragar la aspereza que sentía en la boca, y prosiguió—. Lo peor es que me siento en parte responsable. Yo le llamé la atención sobre la forma en que su periódico estaba acosando al ejército de Enoch. Puede incluso que esté intentando arreglar las cosas.

Roger se dio la vuelta en su silla giratoria y su pierna describió un arco.

—¿Pero realmente piensas que esto está sucediendo porque ya han pasado los cincuenta años?

—Roger, no lo sé —dijo ella, y deseó que no se lo hubiera preguntado. Miró el reloj—. Ya deberían de estar en camino. Voy a llamar a ver por dónde van.

La Asociación de Automovilistas le informó que la caravana se encontraba en los Fens, avanzando lentamente hacia el norte. Con suerte, aunque Sandy intentó no pensar cuánta iba a necesitar, tendría tiempo de convencer a Enoch de no ir a Redfield y luego podría pasar por Lincoln y recoger la película.

—Debería darte las gracias por ayudarme, aunque haya sido sin saberlo —dijo Roger—. He dicho que tenía que cuidarte para que me dieran estos días libres.

—Creo que eso es lo que el médico dijo. ¿Dónde está el coche?

—En mi casa. Pero espera, no quería decir ...

—Pero yo sí, Sandy. Me puedes hacer un sitio, ¿no? Quizá te venga bien tener compañía en la carretera. A lo mejor incluso puedo serte útil.

—Ya lo estás siendo, y mucho más que eso —dijo Sandy, y le apretó las manos más de lo que hubiera debido. Al ver que él no pestañeaba, le sonrió—. Tengo que ir a casa a recoger el coche —dijo impulsivamente. No tenía que sentirse egoísta por dejarse acompañar, a pesar de que su libro estuviera tan atrasado. Fuera cual fuera la razón, acababa de darse cuenta de que prefería no estar sola en la carretera.

40

No tuvieron mal principio. Roger subió torpemente al coche junto a Sandy y se dio unas palmaditas en la pierna, como si estuviera tranquilizando a un perro. Cuando Sandy se arañó los nudillos un par de veces al cambiar de marcha, Roger cogió su pierna y la apartó unos centímetros. Las muletas estaban cruzadas sobre el asiento trasero, con el abrigo encima para que no hicieran ruido.

Ya estaban en la gran autopista del norte cuando el tráfico del mediodía comenzó a apiñarse alrededor de los camiones que ya habían parado. Al pasar por las curvas que hacía la carretera en Hatfield, Sandy recordó a Harry Manners, y se dio cuenta de que era la única persona a la que había entrevistado que no se había mostrado nerviosa. A no ser que su locuacidad pretendiera ocultar su miedo.

Siguió la ruta romana hacia los pastos que rodean el Ouse. Roger leía en voz alta los nombres de los pueblos que pasaban, como una letanía inglesa: Bigleswade, Potton, Duck's Cross... Hail Weston, Diddington, Alconbury Weston... La tierra parecía envejecer a cada momento; las aldeas salpicadas entre los pastos parecían haber absorbido el tiempo en vez de dejarse cambiar por él. Sandy jamás hubiera pensado que llegaría a estremecerse sólo de ver tejados de paja, y todavía estaban a cientos de kilómetros de Redfield.

—Pidley, Pode Hole, Dunsby, Dowsby, Horbling ... —Roger parecía intentar distraerse mientras intentaba encontrar la postura perfecta. Ya estaban en los Fens, rodeados de campos de trigo interrumpidos por molinos de viento, casas con tejados a cuatro aguas, diques y de cuando en cuando una pista de aterrizaje en la que danzaban las hierbas como celebrando su victoria sobre el cemento. Aquellos campos habían sido arrebatados a los pantanos, recordó Sandy; aquella tierra no era tan antigua como la de Redfield y no podía verse afectada por tradiciones similares. Con todo, la visión de kilómetros y kilómetros de trigo inclinándose al paso del coche la hizo desear desesperadamente alcanzar a Enoch y sus seguidores mucho antes de que tuvieran Redfield a la vista.

Una hora después los divisó en el horizonte, a su izquierda. Incluso a aquella distancia, el abigarrado desfile de vehículos parecía más ruinoso que nunca. A ambos extremos de la lenta procesión, los coches de policía parpadeaban con destellos azules. Sandy pensó que la escena parecía desagradablemente ritual, como si la caravana fuera conducida al matadero por una guardia ceremonial.

Roger se incorporó en el asiento, para ver mejor o quizá para aliviar la incomodidad de la postura. La carretera comarcal por la que avanzaba el convoy desaparecía en el horizonte, y Sandy aceleró mientras Roger seguía con el dedo las carreteras en el mapa.

—Estás pensando en salir a su encuentro —dijo él.

—Me parece la mejor idea.

—Creo que yo tengo una mejor. En unos minutos llegaremos a la carretera por la que se aproximan, antes de que puedan vernos.

—¿Y entonces qué?

—Piénsalo bien, Sandy. ¿De verdad esperas que te escuchen, cuando te identifican con la televisión? Por lo que me contaste, probablemente Enoch Hill piensa que ya intentaste engañarlo una vez.

—Sí, pero quizás alguno de los suyos me escuche. La mujer que ayudé a volver a la caravana —sugirió Sandy, con voz esperanzada—. Tengo que intentarlo. Si no los detengo, ¿quién más va a hacerlo?

Roger golpeó con los nudillos la escayola.

—He aquí al caballero de la blanca armadura.

—Más bien pareces el caballero que se cayó del caballo.

—Bueno, supongo que esto me hace parecer menos amenazador y me dará alguna oportunidad. Déjame en la carretera y sigue tú a su encuentro, ¿de acuerdo?

Ella le apretó el brazo cariñosamente.

—¿En qué estás pensando? ¿En obstaculizar la carretera con la pierna?

Él giró con torpeza en el asiento para mirarla de frente.

—¿No quieres que hagamos todo lo posible para que no ocurra lo que temes? Si no te escuchan a ti, puede que me escuchen a mí. En otros tiempos simpaticé con esta gente. Yo mismo viví un tiempo con ellos, hasta que me volví demasiado cómodo y lo dejé.

Sandy se sintió conmovida y a la vez furiosa con él.

—Roger, cómo se puede pedir a alguien en tus condiciones...

—No estás pidiendo nada. Te estoy diciendo lo que voy a hacer. Esa gente no es violenta. No correré ningún peligro. Mira, ahí está la carretera. Gira a la izquierda.

Sandy estaba tan distraída con la discusión que estuvo a punto de entrar en el cruce por la dirección contraria. Roger estaba decidido a probarle que podía ser útil, ¿pero quería ello decir que no fuera a serlo? ¿Cómo podía dejarlo en medio de la carretera, cuando ni siquiera podía andar? Y si lo hacía, ¿no se vería obligada a intentar detener a Enoch con todas sus fuerzas para que Roger no tuviera que hacerlo? Quizá sólo estaba furiosa consigo misma porque Roger no parecía consciente de la decisión que la obligaba a tomar.

—Aquí es —dijo él con tono apremiante—. Déjame aquí o nos verán juntos.

Después de dudar un momento Sandy frenó. En cuanto el coche se detuvo, tiro del freno de mano, que se tensó con un ruido metálico, y agarró el brazo de Roger con las dos manos.

—De verdad, no creo que debas hacer esto. Ya has sido más útil de lo que piensas.

El abrió la puerta y se inclinó hacia ella para besarla.

—Entonces veamos de qué más soy capaz —dijo, y salió del coche. En su gesto de dolor apareció el alivio al poder estirarse—. Dame las muletas, ¿quieres? Y mejor date prisa.

Las barras cromadas de las muletas estaban tan frías como el viento que entraba por la puerta abierta procedente de los campos. Sandy hubiera querido negarse, pero en cambio le tendió las muletas. Roger se agachó para sonreírle.

—Vete de una vez, o no tendré ninguna posibilidad. Mírame ahora, ¿cómo no van a apiadarse de mí esos tipos? No te preocupes por mí, cuídate mucho.

—Eso mismo te digo yo —murmuró ella frunciendo el entrecejo, y la voz debilitada por el aire.

Cuando arrancó, Roger la despidió con la mano, aunque casi perdió el equilibrio y tuvo que volver a agarrarse a la muleta. Se lo estaba pasando en grande, pensó Sandy al verlo sonreír. ¿Por qué tenía que preocuparse tanto por él? Lo vio por el retrovisor, erguido como una sonriente escultura, con las muletas hundidas en la cuneta y la escayola tocando la hierba. Se apartó un mechón de pelo de la cara con un movimiento de la cabeza y los campos parecieron cernirse sobre él. Era el movimiento del coche lo que lo alejaba, no los campos que lo arrastraban, pero Sandy volvió la cabeza para mirarlo por última vez, solitario e inmóvil, demasiado inconsciente de su apariencia.

Tuvo que resistir la tentación de levantar el pie del acelerador. Ya lo había perdido de vista, pero todavía no veía el rastro de la gente de Enoch. Tenía que haber convencido a Roger de que permaneciera en el coche. Sus manos se crisparon sobre el volante y la cabeza, llena de dudas, le palpitaba. Entonces, más allá de un cambio de rasante, vio el destello, tras un viejo roble, de la luz azul del coche de policía que precedía la comitiva.

Sandy frenó y se apartó a la cuneta. Maniobró con rapidez y dio la vuelta al coche, dejándolo aparcado al lado de la carretera por la que se aproximaba la caravana. Al salir la luz azul de detrás del roble, bajó del coche y se apoyó en la puerta abierta. El coche de policía surgió del cambio de rasante y tras él lo hizo Enoch, como si fuera atado al coche de policía, como un guerrero capturado. El conductor del coche miró a Sandy con dureza, y ella hizo todo lo posible por parecer una espectadora inocente, aunque sentía latir con fuerza las venas de su garganta.

—Quédese ahí hasta que pase todo esto —le gritó, y siguió su camino cuando ella asintió, aunque apenas lo había oído. Entonces se cruzó de brazos para hacer frente al escrutinio de Enoch.

El la miró y frunció el entrecejo por encima del coche de policía antes de seguir caminando. No la había reconocido. Si había hecho todo el camino a pie desde que se habían visto la vez anterior, debía de estar exhausto. El polvo de la carretera había amortiguado el brillo de su fuerte cabellera y de su barba, y había vuelto sus ropas de cáñamo del color de la tierra seca. Las venas de sus curtidos brazos resaltaban más que nunca. Aquellas venas hicieron que Sandy deseara gritarle e interponerse en su camino, pero sabía que intervendría la policía.

Una vieja camioneta, con unas amistosas caras de luna pintadas en la carrocería y casi cubiertas por el barro, pasó ante ella. Un coche fúnebre lleno de arcoiris la seguía, y a continuación Sandy vio la furgoneta decorada con nubes y soles. El orden de los vehículos había cambiado. La mujer a la que había ayudado conducía su furgoneta, y su hijo iba a su lado.

—Ahí está la señora —gritó el pequeño.

Su madre acercó la cabeza al parabrisas para ver a través del reflejo del sol en el crital, y su cara fina y rosada no mostró la menor emoción. El niño parecía encantado, y abrió la puerta de la furgoneta al llegar a la altura de Sandy, que saltó a la parte trasera.

—Hola —dijo—. ¿Puedo acompañaros un rato?

—Te he dicho que no abrás la puerta en marcha, Arturo —musitó la mujer mientras el niño hacía sitio a Sandy en el asiento—. Y ya sabes lo que ha dicho Enoch.

El pequeño miró a Sandy con tristeza.

—¿Sobre mí? —sugirió Sandy mientras cerraba la puerta.

—No le va a responder —advirtió la mujer.

—Pero no deben tener miedo de mí. ¿No puede equivocarse también Enoch?

—Claro, qué va a decir usted.

—¿Por qué? Recuerde que estoy de su parte. La ayudé cuando se cayó.

—Según Enoch, lo hizo para que su gente pudiera filmarnos. Él dice que a lo mejor me hizo caer para poder ayudarme. Yo no creo que me hiciera caer, pero no me gusta que nadie me utilice.

Las sartenes y cacerolas tintineaban en el interior pintado de colores brillantes. La mayor parte del espacio lo ocupaban dos sacos de dormir y una cocina, y el ruido no estaba ayudando en nada a los nervios de Sandy.

—Muy bien, entonces reconoce que Enoch puede equivocarse —dijo, y comprendió que con estas palabras producía una impresión aún más sospechosa—. No digo que esté confundido en sus creencias, si he vuelto ha sido en parte por lo que él me dijo cuando estuve aquí.

La mujer parecía incrédula e indeferente.

—No me diga que va a unirse a nosotros.

—No. Quiero convencerlos de que no vayan a Redfield. Yo acabo de estar allí, y estoy segura de que Enoch no los llevaría si supiera lo que está sucediendo.

La mujer dedicó a Sandy una mirada ominosa.

—Bien, pues cuénteselo a él —dijo, y en ese instante la puerta del lado de Sandy se abrió con un chasquido.

Se había concentrado tanto en intentar convencerla que no había reparado en Enoch, que estaba junto a la furgoneta. Su hirsuta cabeza estaba casi al nivel de la de Sandy, y su olor a sudor y a cáñamo era casi insoportable.

—No me había dado cuenta de que era usted. No pensaba que volviéramos a verla —dijo él, con voz tan amenazadora que Sandy pensó que la iba a arrastrar fuera de la furgoneta.

—Sólo he vuelto por algo que usted me dijo. Que se puede despertar el hambre de la tierra porque la gente ha olvidado lo que la tierra quiere.

—¿Eso dije?

—Algo así, da igual —insistió Sandy, desesperada por detener el avance inexorable de los vehículos hacia Roger y hacia Redfield—. Lo importante es que el lugar al que se dirigen es así. Hacían sacrificios humanos a la tierra, y la matanza no ha terminado. Ha ocurrido cada cincuenta años, hasta hace exactamente cincuenta años.

Sus propias palabras le sonaron grotescas. De repente no estaba tan convencida, ¿pero que importaba? Quizá fuera el tipo de explicación que Enoch podría creer. La mujer de la furgoneta estaba visiblemente turbada.

—¿Quiere decir que nos han invitado para que...?

—No lo piensa —tronó Enoch—. Está actuando, ¿no lo ves? Cree que está en una de sus películas, una de esas de terror que tanto les gustan.

—Yo no hago películas —dijo Sandy, comprendiendo que estaba minando aun más su credibilidad—. Ni estoy sugiriendo que les hayan invitado para hacerles daño. He conocido al hombre que lo ha hecho, y pienso que quizá no se dé cuenta de lo que va ha ocurrir, ¿pero no confirma eso lo que usted me dijo acerca de que hemos perdido contacto con la tierrra?

Enoch emitió un gruñido gutural.

—Para la furgoneta —dijo.

Tan pronto como la mujer obedeció, él se acercó a Sandy, casi cubriendo por completo la puerta con los hombros.

—No creo que quiera ayudarnos. Creo que sigue buscando algo que quiere filmar.

—Nunca lo he hecho. Tampoco la otra vez —protestó Sandy, furiosa por no poder evitar que su voz temblara—. Le estoy diciendo que he estado en Redfield, y que odian a los forasteros. Yo tuve problemas para salir de allí.

—Parece que no es usted bien recibida en ningún sitio. Está empezando a darse cuenta de lo que se siente, ¿verdad? —Le cogió las muñecas con una gentileza que más parecía una amenaza de romperle los huesos—. No tenemos más tiempo que perder.

Sandy apeló a la mujer.

—Por favor, escúcheme. Por Arturo y por usted.

La gran mano encallecida se apretó ligeramente alrededor de su muñeca.

—Sé lo que quiere —dijo Enoch—. Que sigamos en la carretera para que puedan filmarnos, y causarnos más problemas para que su público nos vea en sus casas mientras cena.

—Tienes razón, por eso la han enviado —gritó la mujer—. ¡Esta es mi casa, zorra! ¡Vete al diablo y déjanos en paz!

¿Significaría el timbre histérico de su voz que había conseguido ablandarla? Sandy deseó que fuera así. Bajó del vehículo y esperó a que Enoch la soltara. No iba a pedir auxilio porque le estuviera sujetando las muñecas; no se atrevería a hacerle daño con la policía tan cerca.

—Déjenos tranquilos —dijo con voz profunda mientras la soltaba—. No intente hablar con nadie de mi gente. No le permitiré que nos eche a perder esta oportunidad.

La procesión estaba de nuevo en marcha. Sandy aventuró una mirada más allá del monótono parpadeo del coche de polícia, pero no pudo ver a Roger. Enoch la miró alejarse corriendo hacia el coche, que había quedado a unos quinientos metros atrás. Sandy se frotó la dolorida muñeca cuando estuvo segura de que Enoch ya no podía verla, y siguió corriendo junto a los vehículos, resbalando continuamente en la cuneta. Nunca conseguiría alcanzar a Roger si seguía a pie. Tenía que detenerlo. Enoch sabría de inmediato que estaba de acuerdo con ella en cuanto intentara decirle lo mismo que ella le había dicho.

Pero el coche de policía que cerraba la marcha no permitió pasar a su vehículo. Cuando Sandy lo intentó, el conductor le hizo señas de que se alejara, con gesto de estar dispuesto de arrestarla si no obedecía. El convoy no recogería a Roger, se repitió. Sería demasiado sospechoso, solo en medio del campo, como si hubiera caído del cielo. Entonces el corazón le dio un vuelco, pues tenía a la vista el cruce de carreteras. Ya debía de haber pasado el punto en el que había dejado a Roger, y no había ni rastro de él.

Siguió el convoy durante varios kilómetros más, esperando verlo de nuevo en la cuneta, hasta que el coche de policía se detuvo delante de ella. El conductor bajó y se dirigió hacia ella, muy rojo y con los labios apretados.

—Si no deja de seguirnos —dijo—, le retiraré el carné y el vehículo aquí mismo.

41

Así que, después de todo, tendría que volver a Redfield. Si era necesario, obstruiría la carretera donde empezaba el descenso hacia el bosque. Aunque sentía rabia y frustración, tenía que dar las gracias a la policía. Al menos Roger no estaría en peligro mientras siguieran con la caravana. De todos modos, ya no debía correr peligro. Si hubieran sospechado de él, ya habrían vuelto a dejarlo en la carretera. Roger debía de haberse dado cuenta de que no podía emplear la misma táctica que ella. Dio media vuelta al coche y se alejó hacia el sur, sientiéndose mas vigilada que nunca, incluso después de desaparecer los coches de policía en el horizonte. Al menos podría decir a Roger cuando se encontrasen que ya tenía la película de Giles Spence en su poder.

Encontró una cabina telefónica en un pueblo tan pequeño que no aparecía en el mapa y llamó al hijo de Norman Ross.

—He venido cerca de Lincoln antes de lo que esperaba. Siento no haberle avisado antes, pero sólo quería...

—Le aseguro que cuanto antes se lleve esa película, antes me quedaré tranquilo. ¿Cuándo pensaba venir?

—¿Podría ser hoy?

—Depende de cuando. Si puede estar aquí media hora antes de que cierre el banco se lo agradeceré.

—Haré todo lo que pueda.

—Eso será suficiente. —Tan pronto como le dio la dirección, el hombre cortó la comunicación, posiblemente para que no se entretuviera más. Los comentarios sobre la película aparecidos en el Daily Friend debían de haberlo puesto nervioso, pero ella no tenía por qué preocuparse.

Siguió avanzando hacia el norte, rumbo a Lincoln. La catedral surgió en el horizonte como una corona de piedra sobre los campos de trigo. Al poco rato vio las ruinas de un castillo normando rodeado de calles del color de los campos. También había ruinas romanas, y al verlas Sandy no pudo evitar recordar la narración romana de la historia de Redfield. Tenía que llegar antes que Roger, y ahora ya era tanto por él como por sí misma.

Una calle secundaria atestada de estudiantes la detuvo por unos minutos. El río centelleaba en el espejo retrovisor, y al frente vio la agencia de seguros que estaba buscando. Mientras aparcaba golpeando las ruedas contra el bordillo, un hombre alto, de vientre prominente y rostro alargado, salió como una exhalación del edificio.

—No puede aparcar aquí —le dijo.

—Sólo he venido a recoger a una persona.

—¿La señorita Allan? En ese caso, espere un momento. —Gritó a alguien en el interior que tardaría como una hora y se deslizó en el coche junto a Sandy—. Por favor, arranque. Yo le indicaré.

El hombre la condujo a través de Lincoln, por callejuelas empedradas entre casas de aspecto tan antiguo como la capilla de Redfield.

—Siento lo de su padre —dijo Sandy.

—Ah sí. Creo que la causa de su muerte estaba en él. Su imaginación seguía intacta, pero no la habilidad de sus manos. Las nuevas técnicas lo barrieron a un lado para dar paso a los jóvenes profesionales como usted. Yo no he heredado su imaginación, y no me duele en absoluto.

—Eso es obvio.

—Gire a la izquierda. No quiero morir como él, ¿sabe usted?

Otra calleja pasó a su lado como una sombra alargada flanqueada por casas con relieves de aspecto misterioso.

—¿Cómo fue? —preguntó Sandy por fin, aunque reacia a mantener aquella conversación mientras conducía.

—De los nervios. La única explicación que encuentro es que de algún modo se sentía culpable por tener la película, pero no se decidía a destruir lo que podía ser la única copia restante. Después de su muerte pensé en destruirla yo mismo, y lo hubiera hecho de no ser por su expreso deseo de que se la diera a usted.

—Siento no haber podido recogerla antes.

—Yo también —dijo él con tanta frialdad que parecía culparla a ella, más que así mismo—. Pasó sus últimos días aterrorizado, repitiendo que lo espiaban. Aquí, aparque aquí.

Sandy entró en el aparcamiento e hizo marcha atrás en un espacio libre, girando el volante con nerviosismo.

—¿Espiado por quién? ¿Se lo dijo?

—Por sus propias dudas, supongo. Posiblemente por los recuerdos. Decía que se había sentido vigilado durante el montaje de la película, aunque no sé si se deben tomar muy en serio sus palabras. Mi esposa tuvo que pedirle que no exteriorizara sus miedos, pues estaba empezando a asustar a nuestra hija pequeña. Al final no podía soportar la presencia de su perrito, y tuvimos que decir a la niña que no entrara en su habitación, porque había empezado a decir que un perro o algo así entraba por las noches y se pasaba horas mirándolo desde los pies de la cama, agarrado a los barrotes. Me temo que su imaginación estaba ya fuera de control. Durante la última semana, por alguna razón, ni siquiera permitía que pusiéramos flores en su habitación. Aquí está el banco.

El interior del edificio era tan moderno en comparación con el exterior que parecía irreal. Ross se acercó con paso rápido a una ventanilla de información y apretó un botón mientras Sandy lo seguía, debatiéndose con unas preguntas que no podía hacerle allí y que le daba miedo incluso formular. Un empleado se acercó a la ventanilla y reconoció a Ross, que le enseñaba una llave. Cuando abrió la puerta de seguridad, Sandy hizo ademán de pasar, pero Ross frunció levemente el entrecejo.

—No tardaré.

Sandy se sentó en una silla junto a una mesa en la que alguien había dibujado una cara esquemática casi invisible por las tachaduras que la cubrían. La cola de clientes avanzaba lentamente mientras las luces de las ventanillas se iban encendiendo; se oía el furioso tecleo de una máquina de escribir. Antes de lo que esperaba, Ross apareció al otro lado de la gruesa puerta de cristal, con una caja de cartón en la mano. Al levantarse Sandy, el empleado la miró. Por un momento ella pensó que miraba a algún sitio a sus espaldas, o a algo que se le hubiera caído bajo la mesa, pero todo lo que vio allí fue una sombra rectangular. Se acercó a ellos al abrirse la puerta con un zumbido.

—Vamos directamente a su coche —murmuró Ross.

No debía querer que nadie lo viera con la película. Su aire intrigante hizo que Sandy mirara a su alrededor al llegar al aparcamiento. Se dirigió con pasos inquietos al maletero del coche y esperó con excesiva ansiedad a que ella lo abriera. En cuanto hubo depositado la caja en su interior, se limpió las manos con un pañuelo. Debía de tener las palmas húmedas por el nerviosismo.

Sandy miró la caja cuadrada de cartón sellada con una gruesa cinta adhesiva marrón. Era lo suficientemente grande para contener dos bobinas, pero de repente tuvo una idea grotesca. ¿Y si después de todo la caja estaba vacía, o su contenido no era el esperado? La hubiera abierto allí mismo, pero Ross estaba golpeando nerviosamente el suelo de cemento con un pie. Sandy cerró el maletero, subió al coche y arrancó, temiendo atrepellar a un perro que acababa de deslizarse bajo unos coches cercanos.

—¿Quiere que lo deje en su oficina? —preguntó.

Pensé que querría asegurarse primero de que la película es realmente lo que usted supone.

Parecía resentido.

—Lo haré tan pronto como pueda —le aseguró Sandy.

—Entonces, suponiendo que no tenga nada mejor que hacer, puede hacerlo ahora. Un amigo de mi padre está restaurando un cine, y solía dejarle ir a ver películas. Hablé con él después de que usted me llamara. Él le proyectará la película.

—Aparte de su familia, creía que nadie tenía conocimiento de esto.

—Al parecer mi padre le había confiado el secreto, y desde hace mucho tiempo desea ver la película. Por supuesto, mi padre le hizo jurar que guardaría el secreto, pero yo le he pedido que volviera a hacerlo, por usted, ¿comprende? Yo no la veré. Cruce el puente.

Sus indicaciones se volvieron más impacientes según salían de la ciudad antigua y se adentraban en la parte moderna. Sandy notó que su nerviosismo iba en aumento. Sin previo aviso, Ross soltó con rapidez su cinturón de seguridad.

—Pare. Aquí es.

El cine formaba una esquina redondeada entre dos calles. Con la delgada línea de ventanillas paralelas a la marquesina, el edificio la hizo pensar en un viejo yelmo por el que no se puede ver nada. Bajo la marquesina había tres puertas oscurecidas por viejos carteles de circos, conciertos y algún tipo de festival. Ross golpeó el cartel del festival, con un ritmo que parecía un código secreto.

Un viejo que parecía un payaso con el pelo lleno de polvo, pero que tenía la boca sin pintar, abrió la puerta que daba al sombrío vestíbulo.

—Esta es la señorita Allan —dijo Ross, ya retirándose—. Tengo que volver a la oficina.

El hombre se frotó las manos en el arrugado traje, salió a la calle con rapidez y cerró la puerta tras de sí. Los ruidos de las obras en el interior cesaron.

—No me dijo que vendría usted tan pronto. Están acabando un trabajo en este momento. Los echaré en cuanto pueda. Mientras tanto, ¿quiere pasar a la oficina y tomar un té?

—¿Le importa que traiga la película?

—Preferiría que no se enterasen, por si acaso... Bueno, por si acaso.

Su cautela era comprensible, pero su vaguedad resultaba tan desconcertante como lo había sido su apariencia, a pesar de que Sandy veía que era el polvo del yeso lo que le daba aspecto de payaso y acentuaba las arrugas de su rostro.

—Entonces creo que esperaré en el coche —dijo ella.

Estuvo un rato sentada en el interior e intentó escuchar la radio, pero algún tipo de interferencia sumergía las voces de la emisión en un mar de electricidad estática, así que decidió salir. Pasó media hora apoyada en el capó del coche y contemplando la calle con toda la calma que pudo reunir; vio a los primeros niños salir de la escuela corriendo como conejos espantados por el timbre de salida, poco antes de que todos los demás los siguieran. Finalmente perdió la paciencia. No le iba a ocurrir nada a la película mientras no perdiera de vista el coche. Buscó en el bolso la nota que Toby le había dejado en la Metropolitan con su nuevo número de teléfono y lo llamó desde una cabina. En el escaparate de la tienda de animales de enfrente, un cachorro de perro saltaba sin cesar.

—¿Cómo va todo?

—La vida tiene que continuar, y al menos tengo amor. —La voz de Toby sonaba soñolienta, como si acabara de despertarse, pero feliz—. ¿Y tú, cómo estás?

—Creo que no puedo quejarme. Pero hay algo que quiero que sepas, aunque de momento es estrictamente confidencial. He encontrado la película de Graham.

—¡Bravo! Sabía que si alguien podía hacerlo eras tú. Gracias, cariño. Y te lo digo también en nombre de Graham.

Cuando se quedó sin cambio se puso a caminar calle arriba y calle abajo, entre casas y tiendas de barrio, sin alejarse nunca más de unos cientos de metros. Tenía la incómoda sensación de estar atada con una correa. La gente iba llegando del trabajo a sus casas y sacaba a los perros a pasear. Sandy empezó a arrepentirse de haberse entretenido, aunque tampoco quería llegar a Redfield con demasiado adelanto sobre la carabana de Enoch. Mientras las fangosas sombras salían reptando de debajo de los edificios, dos hombres cubiertos de polvo blanco miraron al exterior desde las puertas de cristal del cine. Luego salieron y se quedaron bajo la marquesina, charlando y sacudiéndose el polvo, hasta que un tercero surgió de la penumbra para reunirse con ellos. Los tres se alejaron en una camioneta y el hombre que había abierto la puerta a Ross salió al encuentro de Sandy.

Se había lavado, pero el polvo que quedaba en sus sienes le daba aspecto de llevar una peluca, y todavía quedaban fragmentos de yeso en los pliegues de su jovial rostro, que parecía haber sido más carnoso en otros tiempos.

—No me he presentado —dijo mientras le estrechaba la mano con suavidad—. Soy Bill Barclay. Suena a nombre de banco, ¿verdad? En fin, bienvenida al Coliseum.

—¿Puedo traer ya la película?

—Claro, por supuesto. Los proyectores están preparados, y yo también, desde hace semanas. No le voy a decir que esto sea un prodigio de comodidades, pero creo que se sentirá razonablemente confortable. He adecentado unos cuantos asientos para los amigos hasta que pueda abrir al público.

—¿Entonces estaré sola?

—Desde luego, no se preocupe. Esto es un secreto entre nosotros, como lo fue para el pobre Norman. —Se mantuvo cerca de Sandy mientras abría el maletero y cogió la caja antes de que ella pudiera hacerlo.

—Espero que vuelva a ver mi cine cuando esté arreglado —dijo Barclay mientras se dirigía con paso apresurado hacia las puertas de cristal.

Empujó la puerta con el hombro y la sostuvo para dejar pasar a Sandy. La tarde iba descendiendo los escalones que conducían a la entrada. Sandy vio el interior del vestíbulo al mismo tiempo que percibía su olor: polvo de yeso y ladrillo. El yeso de las paredes había sido levantado, seguramente para inyectar algún aislante. Junto a las paredes había montones de escombros, y en un extremo se levantaba una oficina acristalada tan cubierta de polvo que no se veía nada a través de los cristales. Una doble puerta conducía a la sala y al fondo de un pasillo se veía otra que estaba abierta y que dejaba escapar una rendija de luz.

—Venga aquí un momento —dijo Barclay.

La puerta abierta era la de su despacho. Una bombilla desnuda brillaba sobre una mesa sobre la que dejó la caja, resoplando y enjugándose el sudor de la frente con el dorso de la mano. Cogió una linterna de encima de un fichero oxidado y la sacudió con fuerza.

—Servirá —dijo—. La conduciré a su asiento cuando lo desee.

Barclay ya estaba en el pasillo, haciéndole señas de que le siguiera con una premura realmente exagerada. O estaba ansioso por ver la película, o por no dejar las bobinas solas mucho tiempo, o ambas cosas. Atravesó el vestíbulo y abrió la doble puerta. Los trozos de yeso crujían bajo sus pies. Sandy fue tras él y vio cómo recorría la sala con el haz de luz.

Una moqueta roja que parecía empapada en barro había sido retirada de las paredes y apilada en rollos contra los asientos. Había montones de escombros por todas partes. Los trozos de yeso amontonados bajo la pantalla, flanqueaba por dos pálidos gigantes, formaban una barrera que la luz de la linterna no pudo traspasar mientras Barclay conducía a Sandy por el pasillo central hasta unas butacas cubiertas por un plástico. Al ir a levantarlo, tropezó con la moqueta y dejo escapar un gruñido.

—No pensé que el polvo llegara hasta aquí, pero preferí tomar precauciones. Ilumíneme mientras salgo. Espero que le guste la película.

Sandy le tendió una alfombra de claridad por el pasillo mientras él ascendía la suave pendiente. Se repitió que Barclay debía de estar ansioso por empezar la proyección, y no porque temiera que se apagara la luz. La doble puerta se cerró sordamente y Sandy se quedó sola mirando el rastro de huellas grisáceas. Recorrió la sala con la linterna. Cuando Barclay había hecho lo mismo al entrar, Sandy había pensado que quizá lo hiciera para ahuyentar a algún animal, pero pensó que de haber ratas se lo hubiera advertido.

Se arrellanó en la butaca, que olía a metal y a tapicería vieja, y dirigió el haz de la linterna a las paredes que enmarcaban la pantalla. A aquella distancia la luz apenas conseguía horadar la oscuridad, pero pudo ver que las figuras que se alzaban a ambos lados de la pantalla eran unas florecientes gavillas de grano, motivo que a buen seguro le había parecido al arquitecto lo suficientemente romano como para hacer honor al nombre del cine. Su presencia inquietó a Sandy, y la hizo mirar atrás para ver quién la observaba. Por supuesto era Barclay, desde la cabina de proyección. Le hizo un signo con el pulgar hacia arriba y desapareció de la ventanilla. La función iba a comenzar.

42

De modo que por fin iba a ver la película. Sintió la boca seca y se dio cuenta de que estaba a punto de llorar. Deseó que Roger, y sobre todo Graham, estuvieran allí para compartir aquel momento con ella. El proyector cobró vida con un zumbido cuyos ecos parecieron saltar tras la trinchera de trozos de yeso. Sandy apagó la linterna y la dejó entre sus pies. Cuando levantaba la vista después de comprobar que sabía dónde estaba, la pantalla se iluminó. Las estatuas romanas parecieron inclinarse y alzar sus gavillas, pero no era más que el efecto de la luz. Durante unos segundos la pantalla permaneció en blanco excepto por las abundantes manchas del principio del negativo y entonces apareció una imagen. Era una pintura de una torre.

Aunque no se parecía mucho a la torre de Redfield, su visión hizo que el corazón de Sandy latiera con incómoda celeridad. Los títulos de crédito aparecieron entre la niebla que rodeaba la torre.

UNA PRODUCCIÓN BRITISH INTERNATIONAL

KARLOFF y LUGOSI

en

LA TORRE DEL MIEDO

Apenas podía creer lo que estaba leyendo, después de tanto buscar. De nuevo sintió la boca seca, y respiraba agitadamente. Los nombres de algunos de los hombres a los que había entrevistado aparecieron bajo el de Giles Spence, y sin más preámbulo, a los acordes de una versión de estudio del Dies Irae de Verdi, comenzó la acción.

Era la escena que Toby le había descrito: Karloff miraba impasible desde lo alto de la torre a un hombre que escapaba a través de un campo iluminado por la luna. A su paso dejaba un rastro de oscuridad en el campo, al igual que lo que fuera que lo perseguía y que convergía hacia él. El hombre entraba dando traspiés en la torre y subía las escaleras. Cada ventana mostraba su lívido rostro mirando atrás contraído por el pánico. Sin duda era la misma ventana la que aparecía cada vez, pensó Sandy, sorprendida de tener que recurrir a observaciones tales para tranquilizarse, aunque a Toby la escena también le había parecido inquietante. Ni siquiera fijándose en la habilidad del montaje pudo distanciarse lo suficiente de la acción. El fugitivo irrumpía en lo alto de la torre y tendía los brazos en gesto de súplica hacia Karloff, que negaba con la cabeza y cruzaba los brazos. El hombre miraba aterrado hacia la abertura de la escalera, retrocedía hacia el parapeto y caía al vacío mientras su grito se desvanecía.

Sandy sabía lo que era sentir pánico en una torre, e imaginó que por eso le sudaban las palmas de las manos. A continuación aparecía Lugosi, con un abrigo como el de Sherlock Holmes, descendiendo de un tren en una estación desierta. Un cochero taciturno con un ojo tan blanco como la luna lo conducía a través de los susurrantes campos hasta una mansión cuya marcada asimetría la hacía parecer en ruinas a la luz de la luna. Karloff le abría las enormes puertas de la mansión y a partir de ahí los dos actores se dedicaban a robarse planos mutuamente, Karloff siniestramente untuoso, Lugosi clamorosamente cortés. A los pocos minutos estaban junto al piano cantando “John Peel” con sorprendente armonía.

—Hace falta algo más que un crítico para hacerlos callar, Stilwell —declaró, y deseó que el haberlo dicho la hubiera hecho sentirse menos nerviosa.

En el pueblo, Lugosi descubría que nadie, ni siquiera Harry Manners, siempre limpiando jarras de cerveza y bebiéndoselas, quería hablar de la muerte de su cuñado excepto para decir, como Karloff y casi con sus mismas palabras, que había sido un desgraciado accidente. Tommy Hoddle y Bingo, los tontos del pueblo, reaccionaban ante él como si fuera Drácula, temblando y balbuciendo que no había que mirarle a los ojos porque los extranjeros sabían trucos diabólicos. Y era su mirada la que conseguía que al final le hablaran de la expresión de terror de su cuñado y de la persecución que había terminado en la torre. Sandy sabía que lo lógico era reírse con la escena, pero la visión de los ojos de Tommy Hoddle, congelados por la hipnosis, le recordó demasiado su última actuación sobre un escenario. Entonces recordó que no todo el terror de la película era fingido.

A Graham le hubiera encantado saber que había una película antigua que no le hacía sentirse distanciada, pero Sandy hubiera preferido no descubrirlo en medio de un cine vacío donde las sombras parecían esconderse tras los montones de escombros cada vez que un primer plano de la pantalla iluminaba la sala. Sandy volvió a mirar la trinchera de cascotes que se alzaba a los pies de la pantalla y levantó la vista mientras cambiaba la escena. Karloff estaba solo, cruzando a grandes zancadas un inmenso salón que a Sandy no le recordó nada. Su rostro llenó la pantalla y miró con inquietud a espaldas de Sandy, como si hubiera visto algo.

—Maldita histérica —se dijo Sandy, pero miró por encima del hombro. En aquel momento la pantalla se iluminó y las sombras volvieron a ocultarse tras la docena de filas de asientos que la separaban de la puerta.

Volvió a mirar al frente. No tuvo tiempo de ver en detalle la talla colgada sobre la chimenea del salón, pero creyó haberla visto antes.

Las manchas parduzcas de la pantalla parecieron hincharse emborronando la imagen, y empezó la proyección de la segunda bobina. ¿Por qué le producía una sensación de alivio que ya hubiera pasado la mitad de la película? No había visto nada que diera a entender que había alguien detrás de ella, pero había alguien, y ya había descendido la mitad del pasillo cuando Sandy oyó cerrarse las puertas batientes.

La máscara que apareció junto a su hombro, de repente resaltada por un primer plano de la película, era el rostro de Bill Barclay, por supuesto.

—Es un poco más larga de lo que pensaba. Tengo que ir a la esquina a comprar pan para mi señora, y voy a aprovechar ahora que no está pasando nada. Volveré antes de que termine, pero si no es así, espéreme en la oficina.

Volvió a subir la pendiente del pasillo, y ella pensó en llamarlo. Si no tenía que estar en la cabina de proyección a lo largo de toda la película, podía sentarse con ella y verla allí. ¿Pero por qué estaba tan ansiosa por tener compañía? De todos modos, Barclay se había detenido al fondo de la sala, esperando ver la siguiente escena, en la que Lugosi descubría que alguien había caído de la torre en circunstancias muy similares cincuenta años antes. Sandy se estremeció y se alegró de no estar sola, aunque cuando volvió a mirar atrás Barclay ya había desaparecido.

—Pobrecita tonta —se mofó de sí misma, y volvió a dejar la linterna entre los pies para volver a mirar la proyección.

Lugosi regresaba a la mansión cruzando el pueblo. Cada vez que miraba a sus espaldas no veía más que sombras, pero parecían solidificarse adoptando formas que debieran haber permanecido en la oscuridad. A Graham le hubiera maravillado aquella escena, se dijo Sandy, mientras las sombras se alzaban a su alrededor como si contemplasen la proyección asomándose por encima de los montones de escombros, que empezaban a asemejarse a tumbas de tierra. Volvían a aparecer Hoddle y Bingo, siguiendo torpemente a Lugosi como unos conejos que quisieran ser perros de presa, hasta que descubrían que no sólo eran perseguidores, sino que los perseguían. Entonces echaban a correr en direcciones opuestas, y Sandy pensó que debió de haber sido en aquel instante cuando Bingo, al salir del escenario, había tropezado con algo, algo que se había abalanzado hacia él.

Lugosi estaba hojeando una historia de la torre y de la familia Belvedere. No podía faltar mucho para el final, pensó, y el fuerte olor a tierra no podía deberse más que a los ladrillos y los escombros. Le parecía una deslealtad hacia Graham no ver la película hasta el final. Lugosi cerraba el libro y salía en busca de Karloff.

Lo encontraba en el gran salón. Entonces aparecían la hermana de Lugosi y su nuevo protector para presenciar la confrontación final. Su marido no había sido ningún cobarde, le decía Lugosi, pero aquel hombre —señalando a Karloff— lo era doblemente por haberlo sacrificado en su lugar, sabiendo que alguien debía morir en la torre. La construcción de la torre había convocado a su alrededor fuerzas ocultas «que las usaban para subir al cielo», fuerzas que exigían un sacrificio que tenía que producirse en la familia una vez durante cada generación. Sólo la muerte del único superviviente de la actual podía acabar con la maldición.

Nada de todo esto tuvo demasiado sentido para Sandy, quizá porque su atención estaba centrada en una imagen sobre la chimenea que se alzaba a espaldas de Karloff. No debía haberle extrañado su presencia, pues la había visto en la cripta de los Redfield y en el dibujo que Charlie Miles le había garabateado: el rostro sobre el que había crecido trigo, o que se volvía de trigo; la faz hambrienta de cuyos ojos surgían espigas de trigo que tomaban la forma de los cuernos de un sátiro. Allí estaba la razón de que los Redfield hubieran suprimido la película, ¿pero por qué la ponía tan nerviosa? Cada vez que aparecían en la pantalla, las sombras agazapadas tras los montones de yeso parecían removerse como si estuvieran a punto de saltar. Sandy miró atrás, pero Barclay no estaba en la cabina de proyección. Estaba a solas con la película —con la imagen que apenas nadie más que ella había visto fuera de la cripta de los Redfield.

—¡Llévate a los extranjeros que amenazan esta casa! —gritaba Karloff cada vez más salvajemente mientras las sombras se acercaban, no hacia Lugosi o los otros, sino hacia él. Entonces huía a lo alto de la torre, seguido por los trazos de oscuridad que dibujaban sus perseguidores en el campo, y subía hasta lo alto del parapeto. Con una mirada a la escalera y un gemido de desesperación, se precipitaba al vacío. En realidad era Leslie Tomlison quien caía. Sandy recordó que había sufrido graves heridas porque algo lo había asustado. Entonces la torre se hundía mientras Lugosi y los demás contemplaban la escena.

En la siguiente toma aparecía Lugosi en el tren, deseando buena suerte a su hermana y a su prometido, y Sandy tuvo la impresión de que Spence tenía prisa por acabar la historia, aunque quedaban varios cabos sueltos. ¿Estaría al final del rodaje tan nervioso como ella en aquel mismo momento? El tren se alejó dejando tras de sí una estela de humo y se fundió con las manchas de la pantalla. La cinta chasqueó al quedar libre de la ventanilla del proyector. La pantalla resplandeció con un brillo blanco sucio; un ejército de sombras asomó las cabezas a su alrededor y de repente se oscureció.

Bill Barclay no había apagado el proyector. No había nadie en la cabina, a no ser que estuviera agachado bajo la ventanilla para no ser visto. Empuñó la linterna con las dos manos y la dirigió hacia allí, lo que sólo sirvió para que el reflejo del proyector la deslumhrase. Presionó el botón y sacudió la linterna con todas sus fuerzas. No funcionaba.

No debía perder el tiempo con ella, pensó. Se sintió como si alguien en quien confiaba la hubiese abandonado en la oscuridad. Aunque no podía ver las puertas batientes, sabía que estaban allí, a la izquierda de la ventanilla encendida. Sólo tenía que olvidarse del olor a tierra, que no era más que olor a ladrillo, de las sombras que se adivinaban al otro lado de los montones de escombros como opacas formas grises contra las paredes. En realidad, si la pantalla estaba a oscuras, no podía crear sombras, por lo cual aquellas figuras que creía ver no existían, no podían estar mirándola por encima de los montones de escombros dispuestas a saltar en cuanto se moviera. La inquietud que percibía a su alrededor sólo era un efecto de la incapacidad de sus ojos para horadar la oscuridad. Los crujidos que pudo oír tras ella y a ambos lados al soltar el respaldo de la butaca y dar unos pasos inseguros por el pasillo no eran más que vibraciones que ella misma provocaba, una señal de que no se estaba moviendo tan silenciosamente como pretendía. No debía ceder a la tentación de caminar más rápido o correría el riego de tropezar y caer. Sentía que las tinieblas que la rodeaban estaban esperando que se desmoronara, que corriera hacia la puerta, para saltar sobre ella. Las ventanillas iluminadas le cegaron el ojo izquierdo y las sombras parecieron reagruparse a su derecha; sentía el polvo del yeso posándose sobre ella, haciendo que se sintiera como si estuviera siendo enterrada lentamente. Extendió los brazos con la linterna hacia adelante y empujó las puertas.

El batiente izquierdo se resistió como si alguien estuviera sujetándolo desde fuera, pero al final oyó ceder al montón de trozos de yeso acumulados al otro lado. Escuchó un sonido semejante a un rechinar de dientes. Abrió la puerta de par en par y salió precipitadamente al vestíbulo, pasando por delante de la taquilla. Las puertas se cerraron a sus espaldas con unos golpes tan irregulares que Sandy miró atrás para asegurarse de que nadie la había seguido.

La cabina de proyección estaba al final del pasillo, más allá de la desierta oficina. Al llegar a la cabina oyó un ruido de garras contra algo de metal. Era el ventilador de uno de los dos proyectores que ocupaban la mayor parte del espacio de la habitación. Olía a metal caliente, y Sandy se dijo que no era así como olía la sangre. Se acercó con rapidez a la caja de cartón, abrió la lata metálica, desmontó la bobina del proyector y la metió con cuidado en su interior. Cerro la lata y la metió en la caja de cartón. La levantó y un rostro borroso se alzó en el patio de butacas y la miró a través de la ventana.

Era su propia imagen reflejada en el cristal. Agarró la caja con fuerza y salió dando traspiés al pasillo, con la sensación de que su carga tiraba de ella hacia adelante obligándola casi a correr para no soltarla. El oscuro vestíbulo engulló su sombra. Al llegar junto a la taquilla se apoyó en ella un momento para agarrar la caja con más firmeza y sin perder un momento se lanzó hacia las puertas de cristal. Una sombra salió a su encuentro, elevándose sobre los viejos carteles de la puerta. Se acercó al cristal desde fuera y aparecieron unas manos que enmarcaban una cara y que al momento se apretaron contra el cristal.

—No puedo abrir la puerta —gritó Sandy.

Barclay lo hizo e insistió en llevarle la caja hasta el coche.

—Siento que haya tenido que hacer todo esto usted sola. La tienda estaba cerrada y tuve que ir más lejos. ¿Le ha gustado? ¿Me he perdido mucho?

—Nada que deba sentir haberse perdido.

El frunció el entrecejo con cierta suspicacia; debía de pensar que Sandy intentaba consolarlo.

—¿Se acordará de mí cuando la presente en público? ¿Quizás una invitación? —sugirió con gesto esperanzado haciendo como que escribía, pero pareció decepcionado ante el murmullo evasivo de Sandy. Cuando se alejaba en el coche lo vio todavía ante la puerta del cine, agitando una mano con timidez, y se dio cuenta con asombro de cómo lo envidiaba. Estaba empezando a comprender que el haber conseguido salir del cine no la hacía sentirse fuera de peligro.

43

Estaba en las afueras de Lincoln pensando en si debía volver al centro para cenar, cuando encendió la radio en busca de compañía. Entre las emisoras de rock, cuyos golpes de batería emergían del zumbido estático antes que sus melodías, sonó de repente una voz de Lincolnshire leyendo las noticias. Los pescadores estaban en huelga; un camión había volcado en Erskine Street, la calzada romana que sale de Lincoln hacia el norte. El ejército de Enoch estaría viajando toda la noche y llegaría a Redfield a primera hora de la mañana siguiente.

Sandy había supuesto que se detendrían a pasar la noche, como seguramente había hecho su informador de la Asociación de Automovilistas. O la policía les impedía detenerse, o Enoch y los suyos estaban ansiosos por llegar a donde pensaban que serían bien recibidos. ¿Querría aquello decir que Roger había fallado en su intento de advertirlos del peligro? Todavía tenía más de la mitad de la noche para hacerlo, y quizá todavía estuviera intentándolo. Todo lo que Sandy sabía era que tenía que estar en Toonderfield antes del amanecer.

No podía hacer nada si primero no comía. Los dos primeros pubs que pasó en la cada vez más solitaria carretera ya habían dejado de servir comidas, pero varios kilómetros más adelante encontró uno que no, El Cazador Furtivo. Comió liebre estofada mientras contemplaba el local de roble pulido y latón. De una viga sobre su cabeza colgaba perezosamente un cuerno de caza. La cerveza oscura y el descanso del volante aflojaron sus pensamientos y los dejó vagar, pero no muy lejos. ¿Habría habido alguna vez cazadores furtivos en Redfield? Y en tiempos antiguos, ¿los habrían ejecutado al ser sorprendidos? Aquel tipo de matanza había sido muy habitual. Y si hubiera ocurrido algo así en Redfield durante uno de los años de sacrificio, ¿hubiera quedado satisfecha la tierra?

Hizo durar la jarra de cerveza hasta casi la hora del cierre, y se dirigía a la salida cuando vio una desgastada escalera de piedra que conducía a las habitaciones. La idea de descansar en una cama, en una habitación caliente durante unas horas era casi irresistible. Pero si quería llegar a Toonderfield antes que el convoy, tendría que levantarse antes que el personal del pub. Además, ¿cómo podía pensar en tomar una habitación cuando Roger estaba allí fuera por ella? Salió del local con paso decidido y respiró con fuerza el aire helado de la noche, como esperando que la mantuviese más despierta.

Otros coches también se ponían en marcha. Uno la siguió unos cuantos kilómetros hacia el nordeste, pero sus luces se desviaron a un lado con tanta rapidez que Sandy pensó que había tenido un accidente hasta que las vio reaparecer en el retrovisor. Luego desaparecieron de nuevo y, a sus espaldas, ya no quedó nada más que las tinieblas y las latas de celuloide en el maletero.

Los faros del coche batían la oscuridad iluminando vallas de piedra, señales con flechas que indicaban las curvas, y esporádicamente algún árbol. Muy de vez en cuando pasaba junto a un puñado de casas de campo, siempre a oscuras. Al principio apenas podía distinguir la tierra llana del cielo, excepto por la leve franja de niebla que los separaba. Cerca de la medianoche apareció en el cielo un gajo de luna. Parecía un corte en medio del firmamento de hielo negro que pesaba sobre el paisaje. Convirtió los campos en un monótono mosaico que hizo que se sintiera inmersa en el blanco y negro de la película. Los faros parecían ahora tan valiosos por los fragmentos de color que arrancaban a la oscuridad como por iluminar su camino. Hubiera preferido que la carretera que dejaba atrás estuviera completamente a oscuras; no le gustaba la forma en que los árboles y las vallas se adivinaban por el espejo retrovisor. Con demasiada frecuencia parecían ocultar otras formas.

Pisó el freno y una valla se iluminó de rojo tras el coche.

—¡No hay nada ahí fuera! ¿De acuerdo? —gritó enfurecida, y salió del coche impulsivamente para mirar a su alrededor. La tierra vacía y silenciosa parecía paralizada por el peso del cielo, excepto la parte de la cerca que las luces del freno habían teñido de rojo y el arbusto que había parecido escabullirse a un lado en la oscuridad. No pudo identificar qué tipo de planta era; incluso parecía que ya no estuviera allí. Se metió de nuevo en el coche y cerró la puerta con desafiante violencia. Antes de arrancar, subió por completo las ventanillas.

—No empieces a mirar el retrovisor —se ordenó.

Por mucho que intentaba concentrarse en la carretera, sus pensamientos vagaban libremente. De vez en cuando un bache hacía entrechocar las latas. Estaban seguras con ella, se dijo. Además, ¿dónde habría podido esconderlas? Aunque hubiera decidido guardarlas en su banco, tendría que haber hecho la entrega personalmente, y no hubiera tenido tiempo. Nadie que pudiera traicionarla sabía que estaban en su poder, y el maletero de su coche sería el último lugar donde los Redfield irían a buscarlas. ¿Por qué aquel pensamiento la hacía sentirse más vulnerable? Se sintió como si prefiriera no saberlo hasta estar en un lugar menos solitario, menos tenebroso.

El horizonte se estaba elevando. Había seguramente una carretera principal en las tierras altas, pero debía de haber pasado ya la desviación correspondiente. La carretera que seguía parecía avanzar y retroceder sin querer llegar a su destino. Al menos tenía suficiente gasolina y varias horas para llegar a Redfield. Pero tenía que pasar todavía varias horas en campo abierto hasta que amaneciera.

Por fin la carretera comenzó a ascender, tan gradualmente que Sandy apenas tenía la sensación de subir. La tierra se extendía a sus pies bajo la luz de la luna como un mar de hielo con manchas de niebla que parecían estar fundiéndose. Mirara donde mirara, no se veían más luces que las suyas. Desde una cresta de la meseta divisó una soledad aun más vasta, y se estremeció involuntariamente. Era lógico, allá arriba hacía frío, y el olor a tierra procedía de los campos o de las zanjas excavadas a ambos lados de la carretera. Ya no podía cerrar más las ventanillas para intentar mantener el olor fuera del coche.

Un bache de la carretera hizo sonar las latas de película. El sonido la hizo mirar por el retrovisor. La carretera parecía vacía a la tenue luz que dejaba el coche al pasar. No había a sus espaldas nada que temer, nada más que la película. Incluso aunque la hubiera inquietado mientras la veía, ahora estaba encerrada. No eran más que dos rollos de celuloide dentro de unas latas, nada más que una sucesión de imágenes muertas en la oscuridad. Sin luz ni maquinaria que les dieran vida, no significaban ninguna amenaza.

Pero no podía dejar de pensar que la imagen que había visto en la cripta de los Redfield estaba encerrada en el maletero de su coche —la única reproducción fiel de la imagen que nunca había sido contemplada fuera de Redfield. ¿Tenía alguna importancia que el relieve hubiera sido añadido al arco de entrada de la cripta? Debía de ser tan antiguo como parecía, cientos de años anterior a la cripta; podía haber sido labrado en los tiempos en que la tierra había comenzado a ser alimentada con sangre. ¿Pero qué tenía aquello que ver con las latas de la película?

La carretera descendió y la luna se perdió de vista. Las latas volvieron a entrechocar como si la fugaz sombra las hubiera despertado, aunque, desde luego, no había sido más que un agujero en la irregular superficie de la carretera. Spence debió de haber penetrado en la cripta en busca de secretos que pudiera usar contra los Redfield, o de nombres que pudiera incluir en su película como venganza. Allí había visto el relieve y había encargado a Charlie Miles que diseñara un nuevo escenario en el que apareciera la imagen. Y después de hacerlo, el miedo se había desatado entre el equipo de rodaje.

Después Spence había muerto en Redfield, por causas naturales o no. Las causas naturales difícilmente podían explicar toda la violencia descrita en el cementerio; los responsables de las sepulturas al menos no lo habían considerado así. Y tampoco se podía decir que a lo largo del tiempo no se hubiera producido ningún derramamiento de sangre en el ordinario curso de la vida, y quizás en algunos casos habría coincidido con el ciclo que ella había descubierto. Quizá la tierra de Redfield sólo enviaba a sus sirvientes en busca de sangre cuando la naturaleza humana no era suficiente para alimentarla.

Sandy se maldijo por haber tenido aquel pensamiento que hacía que se sintiera perseguida, más aun de lo que quería admitir. Si imaginaba que la tierra era capaz de enviar algo en busca de víctimas, bien podía creer que la inclusión del relieve en la película hubiera hecho a los guardianes de Redfield salir de los límites de su tierra para asegurarse de que el secreto de Redfield no fuera revelado. Y en ese caso, quienquiera que viese aquella imagen en la película estaba en peligro, así como cualquiera que pretendiese sacarla a la luz. ¿Y si Graham había caído porque huía aterrado al ver a la criatura que había estado persiguiendo? ¿Y si no habían sido los gatos los que habían destrozado el cuaderno?

—¡Venga, no seas estúpida! —La noche estaba pensando por ella, intentó decirse. Eran los típicos pensamientos que surgen al despertarse en plena noche y que luego te impiden volver a dormir, pero el hecho de no poder expulsarlos de su mente en aquel momento era peor. Cuanto más lo pensaba, más convincentes le parecían. La oscuridad a ambos lados de la carretera era tan espesa que Sandy imaginó que había en ella masas sólidas que avanzaban a la misma velocidad que el coche.

La carretera descendió hacia las tierras bajas y Sandy dejó escapar un tembloroso suspiro. Varios cientos de metros más adelante volvía a verse el resplandor de la luna. Si no podía contener el aliento hasta salir de las sombras, sí podía detener sus pensamientos. Apretó el acelerador, y deseó no sentirse como si intentara escapar de la oscuridad.

Se estremeció al filtrarse en el coche un intenso olor a tierra y moho. La oscuridad que flanqueaba al vehículo se movía; Sandy detectó movimiento a ambos lados, casi fuera de su campo de visión. Debía de soplar un viento helado que introducía el olor en el coche. La luz de la luna estaba a menos de trescientos metros. Aspiró una bocanada de aire que se prometió no soltar hasta que entrara en la zona iluminada por la luna. ¡Qué insignificante, y a la vez qué esperanzador! Pisó con fuerza el acelerador mientras el aire le apretaba la garganta; se sentía como si fuera incapaz de tragar saliva. Por fin apareció la claridad extendiéndose sobre el capó del coche. El vehículo salió a la luz a toda velocidad, y lo mismo hicieron las dos figuras que habían estado corriendo a su lado en la oscuridad.

Aunque corrían a cuatro patas, no eran animales. Sandy lo vio claramente mientras sus manos se crispaban sobre el volante y hundía el pie en el acelerador. Sus cabezas parecían hinchadas, demasiado grandes en comparación con sus esqueléticos cuerpos de espantapájaros. Unas melenas que podían ser crines o una maraña de hojas caían sobre sus cuellos secos como palos y sobre sus costillas, entre las que se incrustaba la tierra o la oscuridad. Mientras Sandy apretaba desesperadamente el acelerador las dos figuras adelantaron sin dificultad al coche, flexionando los músculos como ramas de árbol movidas por el viento, y volvieron la cara hacia ella. Entonces vio que las melenas grisáceas nacían en las cuencas de sus ojos, y de una de ellas colgaba una flor como un ojo fuera de su órbita. La visión hizo que Sandy se olvidase de respirar y se le paralizó la mente; su pánico era tan grande que no podía pensar. Cuando una larga línea curva apareció delante de los faros, no reconoció el peligro de inmediato.

Pisó el freno en el momento en que los haces de los faros desaparecían en la oscuridad sin seguir la curva. El coche patinó y las ruedas chirriaron al acercarse al borde de la carretera, comenzando a zigzaguear sin control. Sin saber cómo, Sandy consiguió evitar que las ruedas se hundieran en la cuneta. Debió de haber gritado de rabia y terror, porque de nuevo estaba respirando. El coche se detuvo antes de que pudiera pensar en reducir la marcha. Se aferró al volante y apretó la espalda contra el asiento; todo su cuerpo temblaba y jadeaba ronca y desesperadamente. Mientras luchaba por recuperar el control de sí misma lo suficiente para poder arrancar, una figura apareció delante del coche a cuatro patas y se irguió a la luz de los faros.

Sus ennegrecidos miembros parecían flexibles y eran horriblemente delgados. Su torso estaba hundido bajo las costillas; su pene verdoso se había marchitado como una raíz muerta. Y lo peor de todo, Sandy reconoció su rostro. Quizás era porque los ojos estaban tan separados que hacían que su frente pareciera más estrecha, pero la vegetación que cubría su cráneo era un tosco remedo del rostro que alguna vez había ocupado su lugar —el rostro de los Redfield.

Apartó la vista al percibir un movimiento en el espejo retrovisor. La otra criatura estaba detrás del coche; a la luz roja de los pilotos traseros, su máscara con el ojo colgante parecía aun más enmarañada. Estaba atrapada. Si intentaba atrepellarlos esquivarían el coche sin dificultad, y ya sabía que no podía dejarlos atrás. Debían de ser capaces de hacer cualquier cosa que su tierra les exigiera. Sintió que su cuerpo se preparaba para el final, para salir al frío y la oscuridad y ser destrozado por sus largas y afiladas garras. Al menos, no sería como Graham, ya que ella sabría por qué moría. Igual que él, iba a morir por la película.

Los abigarrados rostros se acercaron ligeramente hacia ella, como si percibieran su desesperación, y Sandy dejó escapar un siseo de rabia entre dientes. No había llegado tan lejos para morir sola en aquel lugar. ¿Qué les ocurriría a Roger y a los demás en Redfield si no seguía adelante?

—¡Al infierno vosotros y vuestra maldita película! —gritó a las caras musgosas. Temblando de furia y pánico, sollozando ante la idea de abandonar lo que había conseguido en nombre de Graham, buscó torpemente bajo el salpicadero el tirador que abría el maletero. Si les daba lo que buscaban, ¿no la dejarían en paz?

Tiró con rabia de la palanca y el maletero se abrió. La criatura que tenía delante adelantó la cabeza hacia Sandy y se encogió ligeramente como si fuera a saltar. El coche se movió como si algo lo hubiera golpeado por detrás. Sandy oyó el furioso entrechocar de las latas, pero la tapa del maletero le obstruía la visión. Acercó la mano lentamente a la llave de contacto, rezando porque aquellos seres no pudieran leer sus pensamientos.

De repente oyó que las latas de celuloide se estrellaban en la carretera detrás del coche. Los golpes metálicos la hicieron inhalar una dolorosa bocanada de aire que pareció no poder exhalar mientras el horrendo espantapájaros seguía cerrándole el paso sin dejar de mover la cabeza lentamente de lado a lado, con la frondosa melena agitándose al viento, con las mejillas y un ojo cubiertas de temblorosos jirones de hierba. Entonces saltó, y Sandy se hundió en el asiento, a pesar de saber que saltaba por encima del coche.

Mientras agarraba la llave de contacto vio por los retrovisores exteriores a las dos criaturas intentando abrir las latas, arañando las tapas con las garras, aproximando a ella sus horribles caras. Una de las tapaderas sonó con estrépito al rodar por el asfalto, y las dos figuras convergieron sobre la lata abierta como si fuera comida para perros. Sandy pensó que en cualquier momento se pelearían por ella como tales, y una risa temblorosa e incontrolable brotó de su garganta. Accionó la llave en el contacto y las dos caras se alzaron hacia ella.

El motor pareció arrancar, se detuvo y tosió varias veces bocanadas de humo sobre las dos figuras, impidiéndole verlas bien. El humo se desvaneció mientras el coche saltaba hacia delante. Las dos figuras permanecieron junto a la lata, mientras el resplandor de las luces traseras las devolvía a la oscuridad, Sandy vio cómo sacaban la bobina y rasgaban la película con sus garras sobre el asfalto.

La otra lata podría entretenerlas unos pocos minutos más. ¿Reanudarían entonces la persecución? Quizá no pretendieran matarla por conocer el secreto de Redfield, ¿pero no lo harían por intentar detener la carnicería que se avecinaba? El coche descendió a la llanura y Sandy intentó poner la mente en blanco, obligándose a centrar toda su atención en la carretera. Más de una vez se equivocó de camino por carreteras solitarias. Se sentía como una muñeca que sólo sabía conducir y que sería presa del pánico en cuanto dejara en libertad sus pensamientos aunque fuera por un instante. Temía mirar por los retrovisores exteriores, y sentía el miedo cristalizarse lentamente en la nuca.

Los bordes del paisaje se tiñeron de gris mientras la proximidad del día hacía brotar la niebla en los campos. El mismo amanecer parecía contenerse, pero al menos le permitía mirar a su alrededor. Por lo que podía ver, nadie parecía seguirla, pero entre los campos de trigo podía ocultarse cualquier cosa. La cabeza le palpitaba a causa de todo lo que había ocurrido, y los latidos que retumbaban en todo su cuerpo le impedían relajarse. No podía, no había tiempo. El sol emergió entre la niebla y tino los campos de rojo. Debía de estar muy cerca de Toonderfield. Rezó para que la caravana se acercase por otro camino, para que apareciera sana y salva en el horizonte. Al coronar el ascenso a una loma, Toonderfield apareció ante sus ojos entre un mar de campos que parecían bañados en sangre, y vio que había llegado demasiado tarde.

44

El convoy se había detenido delame de Toonderfield. La hilera de vehículos se adentraba en la espesura, y su cola serpenteaba desde el límite del bosque hasta el coche de policía que cerraba la comitiva. Sandy no pudo ver ningún vehículo al otro extremo del bosque. La imagen de la caravana, inmóvil como una serpiente descabezada, le hizo preguntarse desesperadamente qué habría ocurrido. Quizá más que un reptil descabezado parecía un ser cuya cabeza hubiera sido suplantada por el bosque, una frondosa cabeza verde y demasiado grande. Consiguió respirar lenta y regularmente, lo suficiente para mantener la calma, y siguió la carretera desierta todo lo rápido que pudo en dirección a la mancha verde teñida por las primeras luces del amanecer.

Frenó antes de tomar la última curva, antes de que apareciera delante de ella el coche de policía. No debía arriesgarse a que la detuvieran por exceso de velocidad. Aparcó en la cuneta y salió del coche sobre la hierba resbaladiza. Estaba tan neviosa que casi olvidó cerrar la puerta. Descendió corriendo la cuesta y vio que el coche de policía y los vehículos que tenía delante estaban vacíos.

La visión de tanto abandono hizo palpitar descontroladamente su corazón. Pasó corriendo por delante del coche de policía, y de los desvencijados vehículos cubiertos por el barro y de sonrisas pintadas, iluminados por las primeras luces del día. Los vehículos parecían oler a cansancio. Cuando llegó al borde de Toonderfield respiraba entrecortada y dolorosamente. No quería apoyarse en ninguno de aquellos árboles, así que se cogió las rodillas con las manos y se inclinó ligeramente hasta recuperar el aliento; luego continuó hacia adelante. La gente no podía estar lejos. Tenían que estar bastante cerca, y no podía dejarse asustar por el bosque.

Un resplandor verdoso que olía a petróleo y a herrumbre la rodeó mientras corría entre los árboles. Sintió una tenaza retorciéndole el estómago, como si fuera a tener el periodo de nuevo, con semanas de anticipación. La fila de vehículos le ocultaba el lado izquierdo de la espesura, pero no por ello tenía que pensar que había algo agazapado esperando a que ella apareciese entre dos vehículos, y tampoco que los árboles de su derecha ocultaran nada. Cada forma alargada que no podía identificar de inmediato con un tronco de árbol le recordaba los espantapájaros que había visto en el bosque. En una ocasión creyó oír susurros por encima de su cabeza, como si hubiera algo en las ramas de los árboles a punto de saltar sobre ella, pero debió de ser el viento entre las hojas.

Al fin vio la luz del sol ante sí, más allá del primer coche de policía. Corrió cincuenta metros más entre los árboles y vio a la gente de Enoch. Estaban todos reunidos detrás del coche de policía, y miraban hacia Redfield. Aumentó el ritmo de la carrera, temblando por el esfuerzo y por el pánico ante lo que podía encontrar. Casi había llegado a la cabeza del convoy cuando vio a Roger.

Iba en el asiento del acompañante del segundo vehículo, una camioneta con nubes verdes pintadas. Por el retrovisor exterior su rostro parecía asombrado, insatisfecho, casi desesperanzado. Sandy casi había llegado junto a la ventanilla, cuando Roger reparó en ella por el espejo. Sandy lo vio abrir la boca, sonreír y adoptar un gesto de culpabilidad, como si pensara que le había fallado. Bajó el cristal y se asomó.

—Me alegro de verte —dijo.

Tenía la mano apoyada sobre la ventanilla, y Sandy la cubrió con la suya.

—Lo mismo digo, y también de comprobar que estás sano y salvo.

—Claro. ¿Por qué no iba a estarlo? Tenía una pinta tan lastimosa que esta gente se apiadó de mí, y he pasado la noche descubriendo cuántas cosas tenemos en común. Les inspiré la suficiente confianza para que me dejaran viajar en su camioneta —dijo con inesperada amargura—. Aunque juraría que me han convencido más ellos a mí que yo a ellos. Como verás, no he conseguido evitar que vinieran. Quizás en unas horas más lo hubiera conseguido, pero no me di cuenta de que estábamos tan cerca. Creo que Enoch empezaba a sospechar. Pensé que tenía que ir con cautela para que no pensaran que venía de tu parte.

—Lo sé —dijo ella presionándole la mano—. ¿Qué es lo que está pasando?

—Se ha adelantado a explorar el terreno.

Parecía tan nervioso que la inquietud de Sandy aumentó.

—Será mejor que vaya a ver qué ocurre —dijo ella, y lo detuvo cuando él hizo ademán de abrir la puerta—. Quédate aquí. Puede que todavía necesitemos que no nos relacionen.

Sandy bajó a la carrera el resto de la cuesta. Los agentes de los dos coches mantenían agrupados a los seguidores de Enoch al borde del bosque. Cuando Sandy salió de entre las sombras de los árboles, varias personas se volvieron hacia ella. Todos parecían ansiosos, sobre todo las mujeres; quizá sentían como ella la sed de la tierra en las entrañas. Nadie pareció reconocerla. Arturo y su madre estaban en el extremo opuesto del grupo, y no repararon en ella cuando se abrió camino entre el grupo para ver lo que todos miraban. Cuando pudo ver la carretera que llevaba a Redfield sintió la garganta tensa y seca.

Enoch había avanzado varios cientos de metros por la carretera, y caminaba hacia La Espiga de Trigo como si estuviera exhausto, balanceando los brazos como dos pesos muertos. Su hirsuta cabeza estaba caída hacia atrás: parecía que estuviera olfateando el aire. A una cierta distancia, alineados a ambos lados de la carretera desde La Espiga de Trigo hasta el mismo Redfield, los habitantes del pueblo aguardaban en silencio.

Quizá sólo pretendían mostrar a la caravana que no era bien recibida. Quizás así era como la policía interpretaba la situación, y contenía a la gente de Enoch en vez de escoltarla hacia el pueblo. ¿Pero es que no podían sentir la amenaza de la violencia en el aire? Tanto ellos como Enoch podían creer que lord Redfield podía controlar a los suyos, pero si uno sólo de aquellos hombres daba un simple paso hacia Enoch, su gente saldría a defenderlo. Y en ese caso iban a hacer falta mucho más que cuatro policías para contenerlos, y más aun para evitar la carnicería cuya inminencia parecía haber detenido el viento, haciendo que la tierra contuviera el aliento.

El sol se alzaba entre la bruma. Los campos se iluminaron como si el trigo se despertase hambriento. Sandy tuvo la sensación de estar presenciando un rito. Enoch, la víctima, avanzaba hacia el verdugo que iba a sacrificarlo, y las gentes del pueblo, rígidas como un ejército de espantapájaros, eran unas figuras erigidas para hacer cumplir la voluntad de la tierra. La sensación de que todas las personas que tenía a la vista servían a un poder invisible la llenó de un miedo súbito y furioso. Casi no fue consciente de haberse lanzado hacia adelante, abriendo la boca para gritar a Enoch que volviera, hasta que un polícia la cogió del brazo con calma. Posiblemente se había dado cuenta de que no formaba parte de la caravana.

—Tendrá que esperar a que todo esto haya pasado —le dijo.

Sandy percibió un movimiento y un susurro en el grupo. Arturo y su madre la habían reconocido. Sandy intentó aparentar indiferencia ante lo que ocurría y se maldijo por estar robando a Enoch la atención de los suyos. ¿Cómo iba a contribuir con ello a evitar la violencia cuya inminencia parecía espesar el aire y teñir los ávidos campos?

Sandy oyó unos murmullos de inquietud entre la gente de Enoch. Parecían no saber cómo interpretar lo que estaban viendo. Fuera lo que fuese, hizo que el policía le soltara el brazo. Sandy rogó por Enoch, pero demasiado rápido para formular su petición con palabras o incluso para dirigir una plegaria a un destino específico, y se volvió para ver lo que ocurría.

Enoch se había detenido a unos cien metros de los primeros habitantes de Redfield, alzando aun más la cabeza, como si oliera algo. Varios hombres hicieron ademán de acercarse a él. El paisaje se iluminó a su alrededor; las caras espectantes parecieron tomar el color del trigo y Sandy sintió crecer la tensión de la gente de Enoch. Si los hombres del pueblo daban un paso más hacia él, barrerían sin dificultad a los policías. Sandy se dio cuenta de que los suyos estaban comprendiendo que nunca debieron dejar que llegara tan lejos por ellos.

Entonces Enoch dio un paso adelante. Alzó las manos y se dirigió a los hombres inmóviles a ambos lados de la carretera. Debía de estar intentando aplacarlos. ¿Habría olvidado cómo reaccionaba todo el mundo ante su llegada? Los del pueblo lo miraron en silencio durante tanto tiempo que Sandy perdió la cuenta de los acelerados latidos de su corazón, y por fin llamaron a los que se habían adelantado. El viento arrastraba sus voces hacia los inquietos campos. Los latidos del corazón de Sandy sonaban con tanta fuerza en sus oídos que creyó que era el latir del paisaje.

Enoch volvió a moverse, y Sandy apretó los puños. Entonces dio la espalda a la gente del pueblo y comenzó a caminar hacia el bosque. Se llevó las manos a la boca y gritó haciendo bocina con ellas, tan alto como un pregonero. Entre la inmensidad de los inquietos campos y bajo el vasto cielo, incluso su voz pareció insignificante.

—¡No nos quedaremos aquí! —gritó a los suyos—. ¡Esta tierra nos desea demasiado!

Quizá Roger lo hubiera convencido después de todo, ¿pero habría sentido Enoch la naturaleza del lugar demasiado tarde? Los habitantes del pueblo seguían mirándolo, y todavía podían salir en su persecución si su retirada los enfurecía o los impulsaba a atacar.

La gente de Enoch parecía desconcertada y, por tanto, peligrosa. Entonces Enoch les hizo un gesto, como empujando el aire hacia ellos con las manos.

—¡Volved a vuestros vehículos! —gritó—. ¡Éste no es lugar para nosotros! ¡Aquí no estamos a salvo! ¡He pensado en otro lugar!

Algo en su voz dijo a Sandy que su última afirmación no era cierta, que estaba tan ansioso por alejar a los suyos de Redfield que les estaba mintiendo. Y si ella podía notarlo, ¿no lo percibirían igualmente sus seguidores? Pero a pesar de que algunos murmuraban, empezaron a retroceder hacia el bosque con paso cansado. Aunque lo más tranquilizador era que la gente del pueblo se volvía hacia Redfield.

Sandy temió de repente que la policía se opusiera al cambio de planes, pero parecían también ansiosos por acompañar al convoy hasta los límites de su jurisdicción. Algo más tranquila, se volvió de nuevo hacia Enoch. Alguien tenía que esperarlo y hacerle ver que no estaba solo en la carretera, aunque Sandy pensó que sería mejor que él no la reconociera. Mientras su gente se retiraba hacia los vehículos, Sandy se situó bajo las sombras de los primeros árboles, desde donde podía verlo con más claridad que él a ella.

Y por ello fue Sandy la única que vio a la esquelética criatura saltar de entre el trigo y dar un zarpazo a la garganta de Enoch.

45

El horror pareció congelar la imagen, mostrando con todo lujo de detalles lo que Sandy no podía evitar. Vio a Enoch retroceder al erguirse ante él la criatura, un espantapájaros de los colores de un árbol podrido. Su enmarañada cabeza se encontraba al nivel de la de Enoch, que debía de estar mirando directamente a lo que tuviera por cara. Debió de ser aquella visión lo que lo paralizó como una víctima resignada mientras las garras que reflejaban la luz del sol destrozaban su garganta.

Enoch aulló de dolor y horror. Sus manos volaron hacia su atacante y le arrancaron parte de la cabeza; pareció forcejear con la criatura o quizá rechazarla. A Sandy le produjo la grotesca impresión de que los dos estaban bailando unos cuantos pasos de una danza olvidada. El espantapájaros intentó escabullirse, con un trozo de la cabeza colgando, y Enoch se lanzó o cayó sobre él, aferrándose a una de sus piernas mientras rodaba sobre el asfalto. Sandy oyó un chasquido, que a lo lejos sonó como una rama al partirse, antes de que las manos de Enoch se aflojaran sobre su presa. Arrastrando la pierna rota, la huesuda figura se perdió entre el trigo caminando sobre tres patas.

El aullido de Enoch había vuelto a atraer a los últimos de los suyos al borde del bosque, pero no habían llegado todavía a la altura de Sandy cuando la criatura desapareció entre las altas espigas. Enoch se tambaleó y siguió caminando con paso vacilante hacia los árboles, agarrándose la garganta con una mano semejante a una gran flor que se iba tiñendo de rojo. Mientras Sandy corría hacia él, los otros comenzaron a murmurar, y una mujer dejó escapar un grito.

—¡Atrás! —ordenó uno de los policías—. No había nadie cerca de él. Se lo ha debido de hacer él solo.

—¡No es verdad! —exclamó Arturo—. Yo lo he visto. Era un perro.

Sandy comprendió que el agente estaba intentando evitar más violencia, ¿pero no podía haber inventado algo mejor? Al menos los ciudadanos de Redfield no habían detenido la retirada hacia su pueblo. El paisaje pareció levantarse al paso de Enoch, como si su sangre estuviera despertando los campos. Sandy creyó ver un rastro de sangre en la carretera mientras corría hacia él; miró a su alrededor despavorida en busca de más criaturas agazapadas entre el trigo. La tierra que rodeaba a Enoch parecía agitarse anticipando el sabor de su sangre. Se sintió mareada, casi sin aliento, y volvió a sentir en la boca el herrumbroso sabor del pan especial de Redfield.

Roger gritaba desde atrás. Sandy se giró sin dejar de correr y vio que alguien le lanzaba un objeto brillante. Al principio creyó que se trataba de un cuchillo, hasta que vio que la furgoneta comenzaba a moverse hacia ella y comprendió que lo que le habían lanzado a Roger eran unas llaves. Debía de haberse subido al asiento del conductor cuando Enoch había caído.

Sus seguidores salieron de entre los árboles con los policías mientras la furgoneta cogía velocidad. Roger estaba apoyado sobre el volante en una postura extraña, con el rostro contraído por la determinación. Redujo la velocidad al llegar a la altura de Sandy y abrió la puerta corredera. Estaba sentado de lado sobre el asiento, empujando el acelerador con la pierna escayolada; tenía que hacer bascular todo el cuerpo cada vez que tenía que pisar los otros pedales. Su aspecto era más extraño que cuando le había dejado solo en la carretera; parecía un desastrado caballero que se encuentra de repente al volante de un vehículo moderno. Su presencia era tan cómica Íesperanzadora que Sandy sintió ganas de llorar. Le hubiera cam-iado el asiento de no ser porque hubieran perdido demasiado tiempo. En cuanto ella hubo subido, Roger descargó todo su peso sobre el acelerador.

Enoch se había detenido en el centro de la carretera y se cubría la garganta con las dos manos ensangrentadas. Mientras la furgoneta se acercaba a él, pareció que se desplomaba hacia un lado.

—¡No! —gritó Sandy, aterrada al pensar que cayera entre las espigas de trigo. Roger debió de pensar que se dirigía a él, porque pisó el freno con tanta violencia que Sandy casi se precipitó fuera del vehículo. Cuando ella saltó al suelo y corrió hacia Enoch, Roger ya estaba dando la vuelta a la furgoneta.

Las ropas de cáñamo de Enoch se estaban tiñendo de rojo. Sus ojos parecían a punto de salírsele de las órbitas. Aunque minutos antes había rogado para que él no la reconociera, Sandy sintió horror al ver que era incapaz de hacerlo. Lo cogió por el codo y notó que él se esforzaba por no caer sobre ella.

—No lo voy a soltar —dijo Sandy con toda la firmeza que pudo aparentar—. Vamos a llevarle con los suyos. Tienen una curandera, ¿no es así?

Enoch exhaló una bocanada de aire con tanta dificultad que Sandy creyó que se estaba ahogando. Por fin consiguió articular una sola palabra con un esfuerzo sobrehumano.

—Hospital.

Apartó las manos de la garganta como si así esperara hablar mejor, y Sandy vio cuánto necesitaba en realidad un hospital; vio la carne roja, terriblemente desgarrada que él intentaba contener con las manos. El paisaje comenzó a bailar alrededor de Sandy; hizo un esfuerzo por sostenerlo hasta la furgoneta, que ya miraba en dirección contraria. Roger descendió y la ayudó a meter a Enoch en la parte trasera, donde lo tumbaron sobre una manta doblada.

—¿Puedes conducir tú? —le dijo entonces Roger—. Creo que ganaremos tiempo.

Sandy pensó que quizás el conducir la ayudara a superar el mareo. Se puso al volante y arrancó el vehículo mientras Roger cerraba la puerta trasera desde el interior. Por el retrovisor pudo ver su rostro descender hacia la cabeza de Enoch, y le oyó murmurar unas palabras de ánimo. Sandy supo que Roger estaba luchando por no reaccionar ante lo que veía.

Apenas había cogido velocidad en dirección a los árboles cuando tuvo que frenar en seco. Tanto la policía como los dueños de la furgoneta, una pareja de edad mediana y cabellos largos, le cerraban la carretera.

—Está malherido. Hay que llevarlo a un hospital cuanto antes. ¿Me escoltarán? —gritó Sandy a los policías, y tiró las llaves de su coche a la pareja—. Perderemos menos tiempo si cogen ustedes mi coche. Está al final de todos los suyos.

Su tono autoritario era debido en parte al pánico, y a la determinación de arrollar a quien intentara cerrarle el paso. El conductor del coche de policía escrutó su rostro y se volvió con rapidez.

—Síganos.

Mientras el coche patrulla maniobraba con la sirena encendida, una mujer musculosa con el pelo muy corto y los dientes más blancos que Sandy había visto jamás saltó a la furgoneta y pasó atrás saltando sobre el asiento delantero.

—Soy Merl. Yo cuidaré de él —dijo, y añadió con voz más insegura—: Dios santo, ¿de verdad era un perro?

—Fuera lo que fuera, no lo ha dejado escapar entero, pero también él ha recibido su parte —dijo Sandy.

—Usted ha tenido que ver lo que era. Estaba allí delante. Si yo hubiera estado allí lo hubiera matado yo misma. —Rasgó una tira de su amplia falda de algodón y la envolvió alrededor de la garganta de Enoch. Su voz adoptó un tono maternal—. Descansa ahora. Descansa y sé fuerte. ¿Qué intentas decir?

Enoch aspiró aire con dificultad y lo expulsó en un estertor entrecortado.

—No me dejéis morir aquí —dijo con voz débil.

—¡No vamos a dejarlo morir! —gritó Sandy, sin apartar la vista del coche de policía. La súplica de Enoch hacía que el peligro pareciera más tangible e inmediato. Todas las víctimas de aquella tierra habían derramado su sangre dentro de sus límites, y habían muerto allí. La luz parpadeante del coche patrulla hacía saltar las sombras tras los árboles y Sandy temió que alguna de ellas saltara al interior de la furgoneta para acabar con Enoch. Cuando algunos de los miembros de la caravana parecieron dudar si dejaban libre el paso, Sandy se oyó gemir entre dientes.

Los árboles se separaron, dejando atrás la última curva y, de repente, el bosque olió como si la tierra se estuviera removiendo bajo la espesura. Sandy tuvo que contenerse para no hundir el puño crispado en el claxon; no conseguiría que el coche de policía fuera más rápido, en todo caso lo haría parar. Las últimas ramas pasaron sobre sus cabezas y sus sombras parecieron extenderse más allá del bosque como si intentaran detenerlos. Por fin se encontraban en campo abierto, bajo el cielo, y Sandy tuvo que tragar saliva antes de poder hablar.

—¿Cómo está?

La mujer estaba cantándole algo a Enoch en voz baja, una especie de canción de cuna. Al ver que ella no se interrumpía para responder a la pregunta de Sandy, Roger miró hacia atrás.

—Vivo —dijo.

Sandy intentó exhalar un secreto suspiro de alivio, pero era demasiado prematuro. La mitad del convoy estaba todavía dentro de las tierras de Redfield. Mientras corría tras el coche patrulla, no paraba de mirar atrás por los retrovisores, viendo los árboles cerrarse alrededor de la cabeza de la caravana mientras la fila de vehículos se desdibujaba por efecto de la distancia como si Toonderfield la estuviera consumiendo lentamente. Entre las copas de los árboles se alzaron unas nubes de humo que desaparecieron sobre los campos mientras los vehículos daban la vuelta. Sandy deseó que los conductores se dieran prisa en salir, que no se dejaran distraer por las sombras, que permanecieran juntos... Quizá fue su número lo que les permitió salir sanos y salvos, porque mientras Toonderfield se hundía tras el horizonte esperando que llegara su momento, Sandy vio el convoy, que seguía al segundo coche de policía. Apretó el volante hasta que le dolieron los dedos para no dejarse llevar por el sentimiento de alivio y poder seguir conduciendo.

La policía tardó media hora en conducirlos a un hospital, y durante todo el camino la mujer siguió cantando para Enoch y aplicándole en la garganta tiras arrancadas de su falda. En una ocasión intentó decir algo acerca de un perro, y a Sandy le pareció que era una pregunta o una negativa. Mientras aparcaba delante de la entrada de urgencias uno de los policías apareció corriendo, seguido de un médico y dos enfermeros con una camilla sobre la que tumbaron a Enoch. Sandy le oyó decir algo. Después coincidió con Roger en que había murmurado: «No se puede evitar». Sandy deseó que significara que estaba preparado para lo que iba a ocurrir, porque menos de cinco minutos después había muerto.

46

La policía creyó a Arturo, pues fue él el único que declaró haber visto lo que había ocurrido a Enoch. Merl dijo que Enoch había intentado decirle algo sobre un perro, y Sandy guardó silencio. Aquél no era el lugar ni el momento para decir lo que sabía. La policía emitió un mensaje de advertencia contra un perro suelto y agresivo y se dispuso a llevarse la caravana de allí hasta que Sandy consiguió convencerlos de que dejaran a la gente de Enoch darle su último adiós.

No todos querían ver a Enoch. Un grupo encabezado por Merl se arrodilló en el aparcamiento y entonó un cántico mientras una gran nube brillante que a Sandy le pareció una vela desplegada se alejaba en dirección al mar. La mayoría de los que quisieron ver a Enoch derramaron alguna lágrima, pero parecían desconcertados por su muerte. Yacía en una anónima habitación desnuda, de función incierta, cubierto por una sábana hasta que uno de los hombres le descubrió el rostro y contestó con un gruñido cuando el enfermero comenzó a protestar. Sandy permaneció en la puerta de la habitación por si tenía que mediar, pero aquél fue el único percance. La visión de la gran cabeza de Enoch en reposo, con la poblada barba sobre la sábana blanca, parecía impresionar incluso a los empleados del hospital que pasaban por delante de la puerta. Mientras Sandy veía entrar y salir de la habitación a sus seguidores, pensó que a pesar de lo aséptico del escenario Enoch parecía un antiguo caudillo honrado por su pueblo. Los últimos en entrar fueron Arturo y su madre. El niño iba cogido de su mano y miró el rostro muerto como intentando comprender.

—¿Adonde se ha ido? —preguntó.

La mujer no respondió hasta que hubieron salido de la habitación, y lo hizo mirando con dureza a Sandy.

—A un sitio mejor que adonde vamos nosotros. Pero algún día nos reuniremos con él.

Sandy pensó que la mujer quería hacerla sentirse culpable, y no le hubiera costado mucho esfuerzo, pero comprendió que en realidad sólo esperaba su respuesta.

—¿Y adonde vais a ir vosotros? —fue lo único que se le ocurrió decir.

—Encontraremos una isla —dijo la mujer con una ferocidad que sonó más a amargura que a convencimiento.

—A lo mejor hay un país que nos quiera —dijo Arturo con voz aturdida.

—O que sea lo suficientemente grande para que pasemos inadvertidos.

Fuera del hospital, la policía se estaba asegurando de que todos volvían a sus vehículos y se disponía a partir. La curandera, que parecía haber heredado parte de la autoridad de Enoch, les murmuraba palabras de consuelo mientras iban saliendo del edificio.

—¿Adonde se supone —comenzó a decir la madre de Arturo con la voz entrecortada por rabiosos sollozos— que vamos a ir ahora?

—Hacia el norte, hasta donde sea necesario. Eso hemos decidido.

No todo el mundo parecía de acuerdo. Al menos una pareja estaba ya discutiendo entre sí. Sandy se preguntó si no sería mejor que la muerte de Enoch hiciera disolverse el grupo. Vio desaparecer la caravana con un coche de policía delante y otro detrás en dirección a la carretera de Escocia. Sandy imaginó que parte del grupo permanecería junto a la curandera y que encontrarían algún lugar donde establecerse en las áridas y despobladas tierras altas escocesas. ¿Pero podrían sobrevivir allí? Tras desearles suerte mentalmente, volvió a entrar en el hospital. Roger estaba en otra planta esperando a que le quitaran la escayola. Cuando saliera, seguramente esperaría que volvieran a Londres de inmediato, pero Sandy comprendió que no podía hacerlo porque la cercanía de Redfield seguía recordándole que nada había cambiado, que el año todavía no había terminado. Un coletazo de la energía nerviosa que le había impedido derrumbarse en las últimas horas la hizo dirigirse al teléfono público más cercano mientras buscaba cambio en el bolso.

La voz de la telefonista le sonó tan eficientemente cálida como siempre.

—Semilla de Vida, ¿dígame?

—Necesito hablar con lord Redfield. No con su oficina de prensa, ni con su secretaria, con él en persona.

—Me temo que no acepta llamadas.

La rapidez de la respuesta le hizo pensar que no se trataba de una respuesta habitual.

—Dígale que Sandy Allan quiere hablar con él. Dígale que he visto lo que ha ocurrido esta mañana en Toonderfield. Que he visto exactamente lo que ha ocurrido, y que tiene que saberlo.

Se sintió incómoda, como si fuera una chantajista —que además estaba contradiciendo lo que había declarado a la policía. ¿Pero qué más podía hacer? Si no conseguía hablar con él por teléfono, tendría que volver a Redfield. Todo lo que quería en aquel momento era concertar una cita con él fuera de sus dominios.

—Lo siento. Lord Redfield está reunido —dijo la telefonista.

Aquella sí que era una típica evasiva donde las hubiera.

—¿Qué quiere decir con “reunido”?

—Ha dado instrucciones de que no se lo moleste.

—Pues tendrá que hacerlo, porque va a querer saber cómo ha sido asesinado un hombre en sus tierras.

—Señorita Allan, no estoy autorizada...

—¿No sabe usted lo que ha pasado esta mañana? Lord Redfield va a querer hablar conmigo, se lo prometo. No tengo su teléfono particular. Si hubiera visto lo que yo, creo que incluso usted estaría un poco alterada.

—Por favor, espere un momento —dijo por fin la telefonista, dando paso a la canción de Semilla de Vida. Sandy pensó que deberían cantarla unos niños, y no los estériles tonos de un sintetizador. Apoyó la frente contra la mampara del teléfono y sintió que el cansancio se iba asentando sobre sus hombros. Cerró los ojos con fuerza y volvió a abrirlos varias veces, hasta que de repente se despertó por completo. La segunda repetición del estribillo se había interrumpido y la voz de lord Redfield rompió el vacío silencio.

—Bien, señorita Allan.

O Sandy estaba oyendo lo que quería oír, o Redfield no estaba tan tranquilo como intentaba aparentar: su voz era un poco demasiado precisa y aguda.

—Estuve en Toonderfield esta mañana.

—Mucha gente ha estado allí.

—Sí, pero una de esas personas ha muerto, a pesar de que lo traje a un hospital. Ha muerto después de ser malherido en sus tierras.

Un sonido semejante a un escalofrío le hizo apartar el auricular de su oído. El final de aquel suspiro se prolongó en la voz de Redfield.

—Temía que algo así hubiera sucedido después de lo que vi yo mismo.

La furia, más incontrolable porque le parecía hasta cierto punto irracional, hizo temblar la voz de Sandy.

—¿Estaba allí y no hizo nada? No lo vi.

—Yo no estaba allí. Pero mi abuelo sí. A él sí debió verlo.

—Si estaba allí, ¿por qué no...? —comenzó a decir Sandy, y entonces comprendió lo que él estaba intentando decirle. El calor y el ruido del hospital parecieron alejarse, dejándola sola, fría y más cerca de él, unida a él por la comprensión. Finalmente consiguió decir—: ¿Cómo lo sabe?

—Lo oí volver y lo seguí. Creo que la víctima opuso resistencia.

—Lo intentó.

—Le rompió una pierna a mi abuelo, si es que puedo llamar a eso mi abuelo. Debo hacerlo, desde luego, ya que no puedo abrigar esperanzas. Casi consiguió esconderse de mí en su guarida, pero no fue lo suficientemente rápido. Me pregunto si tiene usted la menor idea de lo que estoy diciendo, aunque tampoco importa ya.

—Me temo que sí.

—¿De verdad? Debió usted de abrir mucho los ojos cuando estuvo aquí. Ojalá hubiera intentado entonces convencerme de lo que ya debía haber sabido. Una vez, cuando era muy joven y mi abuelo muy viejo, me contó la misma historia que a su vez le había contado su abuelo, pero incluso él se consideraba demasiado moderno como para creer tales cuentos. Que Dios se apiade de él, ya no tiene más remedio que hacerlo. Ahora pienso que en realidad no era más que una forma de ignorarlo. El hombre que ha mencionado no ha muerto en nuestras tierras, me ha dicho usted.

Sandy sintió que Redfield sólo era consciente, a medias, de estar hablando con ella, y no para sí.

—En efecto.

—Ah, bien —dijo él con lo que podía ser lástima o resignación, y su voz pareció recobrar ánimos por un instante—. Me alegro de haber tenido otra oportunidad de hablar con usted. Si encuentra su película, por favor, muéstrela a quien quiera. No habrá nadie aquí que le ponga objeciones.

—No... —empezó a decir Sandy, pero ya estaba hablando con el pitido intermitente. Colgó el auricular y el resto del cambio cayó para que lo retirase. Se sentía de repente angustiada por él, más aun cuando se dio cuenta de que no tenía suficientes monedas para hacer otra llamada. Corrió a la tienda del hospital, compró el Daily Friend y lo abandonó en el mostrador. Al llegar de nuevo al teléfono comprobó con alivio que estaba libre. En cuanto la telefonista empezó a decir «Semilla...» Sandy la interrumpió.

—Estaba hablando con lord Redfield, soy Sandy Allan, se ha cortado la comunicación.

—Lord Redfield le ruega que lo disculpe, señorita Allan, pero no va a responder a más llamadas suyas.

—Espere, no corte, escuche —gritó Sandy, pero el teléfono zumbaba vacío. Recogió el cambio que descendía tintineando y corrió en busca de Roger. Estaba caminando lentamente sobre el césped, delante del aparcamiento, con unos pantalones viejos que no eran suyos y probando la pierna.

—¿No puedes andar más rápido? —dijo Sandy con brusquedad.

—Digamos que no voy a inscribirme para ningún maratón este mes.

—Ve andando hacia el coche. Voy a buscarlo. —Sandy corrió hasta su vehículo, hizo una mueca de disgusto al ver lo bajo que estaba el indicador de la gasolina, arrancó y frenó bruscamente al llegar a la altura de Roger. Le abrió la puerta mientras le decía: —Date prisa, por favor, pero no te hagas daño.

Roger se abrochó el cinturón de seguridad y estiró las piernas con gesto de placer.

—¿Por qué tienes tanta prisa? Yo también te he echado mucho de menos.

—Lo celebraremos, pero no ahora. Roger, espero que no te lo tomes a mal, pero tengo que volver a Redfield.

Él la miró con seriedad y puso una mano sobre su rodilla.

—No sé lo que ha ocurrido hoy allí. No sé lo que vi, pero de verdad, no creo que debas seguir adelante. Ya has hecho más de lo que habría hecho mucha gente.

—Eso no me sirve de consuelo. Roger, acabo de hablar con lord Redfield. Creo que va a hacerse mucho daño sin necesidad. Y ha prohibido que le pasen mis llamadas.

Él siguió mirándola un momento y le dio unas palmaditas en la rodilla, como indicando que había hecho todo lo posible por disuadirla.

—Parece que necesitamos una gasolinera con urgencia —dijo simplemente.

Sandy recordó haber pasado por delante de una camino del hospital. Deseó con ansiedad verla aparecer en el horizonte mientras el coche cruzaba la llanura a toda velocidad bajo el sol de la tarde. Apareció a la vista justo en el momento en que el motor se quedaba sin gasolina y se apagaba, dejándola con la desagradable impresión de que le había sido arrebatado el control del vehículo. Con el último impulso del motor, Sandy apartó el coche de la calzada y tiró de la palanca del maletero. Roger salió con rapidez del coche y sacó una cantimplora de plástico.

—¿Es esto lo que necesitas?

—Es todo lo que tengo. Jamás creí que fuera a necesitarla.

Cuando Sandy cerró el coche, él ya estaba corriendo. Después de unos cuantos metros comenzó a cojear y Sandy lo alcanzó.

—Quizá... —comenzó a decir en tono de disculpa, pero ella le cerró la boca con un beso rápido y le cogió la cantimplora como si estuvieran haciendo una carrera de relevos. Siguió corriendo hasta la gasolinera —veinte minutos con la cantimplora golpeándole un costado y el bolso el otro—, y tuvo que pagar antes de que el parsimonioso encargado accediera a llenarle la cantimplora. Invirtió casi media hora en volver corriendo hasta el coche a través de la interminable llanura. Se dejó caer en el asiento del conductor sintiendo una dolorosa punzada en el costado y consiguió recuperar el aliento mientras Roger vertía el contenido de la cantimplora en el depósito. Sin perder un momento se dirigieron a la gasolinera para llenarlo.

Cuando el coche se puso rápidamente en marcha Roger dejó escapar un suspiro tan sonoro que pareció que lo hacía por Sandy, para ayudarla a respirar. Después se quedó en silencio un rato, pero ella notó que quería decir algo. Por fin se decidió.

—¿Recogiste la película?

—Sí, pero ya no la tengo.

—Ya me he dado cuenta. Pero está a salvo —dijo, más en tono de súplica que de aseveración.

—No, Roger. Ya no existe.

Pareció como si hubiera esperado esa respuesta.

—Supongo que no has podido evitarlo.

—Era mi vida o la película.

—En ese caso, está claro. —Minutos después volvió a hablar con tono tan suave y despreocupado que Sandy sintió la necesidad de abrazarlo.

—¿La viste? ¿Era buena? —preguntó.

—A ratos.

—Quizá puedas describírmela algún día para que pueda incluirla en el libro.

—Lo haré —prometió ella. Ahora que habían acordado implícitamente que tenían un futuro, no parecía haber necesidad de decir nada más. Toonderfield apareció a lo lejos antes de que Roger volviera a hablar.

—¿Qué es eso?

Podía referirse al distante ulular de sirenas o a la columna de humo negro que se elevaba en el cielo en dirección a Redfield. Sandy frenó al llegar al borde del bosque e intentó analizar sus sensaciones. No se sentía amenazada ni notaba el nudo en las entrañas. De todos modos, cerró la ventanilla y le dijo a Roger que hiciera lo mismo antes de internarse entre los árboles.

No vio nada entre los troncos excepto una claridad verde y las sombras, la travesía le pareció considerablemente más corta que la vez anterior. El coche aceleró hacia La Espiga de Trigo, y antes de llegar al pub Sandy pudo ver que el humo procedía de un edificio en llamas. A juzgar por la dirección de la columna negra, el incendio estaba más allá del pueblo.

La mujer de La Espiga de Trigo se encontraba a la puerta del pub, mirando la columna de humo y frotándose las manos nerviosamente en el delantal. Sandy aparcó y salió del coche.

—¿Qué está pasando? ¿Lo sabe?

La mujer la miró como si ya no importara nada.

—Es la capilla de lord Redfield. Lo oyeron dar golpes contra las piedras de abajo cuando su hijo no estaba en casa para detenerlo, y la incendió desde dentro, Dios se apiade de él.

Estaba hablando de la cripta familiar. Redfield debía de haber abierto todos los nichos para asegurarse de que el fuego lo arrasara todo.

—¿No pudo salvarlo nadie? —preguntó Sandy, aunque tuvo la sensación de que ya sabía más de lo que la mujer pudiera contarle.

—Su padre bajó a buscarlo, y después su hijo intentó rescatarlos a los dos. Nadie más pudo acercarse al fuego, y lord Redfield no los hubiera dejado. Toda la familia estaba dentro, y nadie pudo hacer nada por ellos.

Aquél era el fin de Redfield, pensó Sandy, y descubrió que una lágrima resbalaba por su mejilla. ¿Habría planeado lord Redfield también la muerte de su padre y de su hijo? Al recordar sus últimas palabras, prefirió no saberlo. Se sentía casi tan desconcertada como la mujer del pub, pero ésta además parecía haberse quedado vacía. Sandy se preguntó cómo se sentirían los habitantes del pueblo —qué sería de ellos ahora que el hechizo de la tierra se había roto.

—No se desespere —dijo con incomodidad a la mujer, y se alegró de poder apretar la mano de Roger en la suya mientras volvían al coche.

Pensó en seguir hasta Redfield para asegurarse de que todo había terminado, pero probablemente fuera peor recibida que la vez anterior. Mientras ponía el coche rumbo a Toonderfield vio el humo flotar hacia la torre, que parecía abandonada, como un símbolo que ha perdido su significado. Siempre había sido así, pensó, y no se había dado cuenta hasta entonces.

Cruzaron el puente jorobado y la torre pareció hundirse entre el humo. Mientras el coche avanzaba entre los árboles, una hoja amarilla revoloteó delante del parabrisas, y a continuación otra más. Cuando agachó la cabeza para mirar hacia arriba entre el follaje, vio mucho más cielo del que había visto aquella misma mañana. El otoño ya había llegado, ¿pero volvería la primavera a Redfield? Inesperadamente sintió la garganta seca y sostuvo concuna mano e! volante mientras con la otra buscaba la de Roger. Él le sonrió, pero Sandy no creyó que fuera consciente de lo que ella sabía. Durante el resto del camino a través de Toonderfield, hasta que el coche salió a la luz del día como si volviera a la vida, sintió cómo moría la tierra.

fin

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