CRÍA CUERVOS
The dead beat
Robert Bloch
I
Larry Fox esperaba la señal del director de la orquesta.
Estaba sudando ya ligeramente y el sudor comenzaba a calar la sisa del smoking alquilado. Al recorrer con la vista la pista de baile, sus manos abandonaron el amarillento teclado del viejo y desvencijado piano Gilbert y se las pasó por la negra y rizada cabellera, deslizándolas hasta el cuello. De pronto, se dio cuenta de que estaba serio y forzó una sonrisa.
Pero, ¿por qué iba a preocuparse? A tres metros y medio de distancia, en la penumbra de la pista, nadie notaría la expresión de su rostro. Nadie, absolutamente, podría averiguar que estaba dudando de la capacidad de resistencia de sus muñecas, después de tan prolongada inactividad, y de la eficacia de sus recursos para acompañar los números del espectáculo.
Larry se concentró en aquel pensamiento. Sería imposible advertirlo y a nadie le importaba un bledo. Y en un local como el Sunset Club, todavía menos. Iba a actuar en una sala, como tantas otras del género que se frecuentan los sábados, con el exclusivo propósito de distraer alguna clase de hambre. Porque, a fin de cuentas, hambre de diversión, de novedad, de placeres o de lo que fuese era lo que llevaba a la gente a un tugurio tórrido e infecto, bordeado de mesitas y sillas desiguales.
Nunca había trabajado en él, pero todos eran idénticos. La barra a la entrada y la pista de baile en la parte posterior; una pequeña plataforma semicircular, de madera, colocada junto a la pared con suficiente espacio para un quinteto y un piano, con adornos de pedrería de colores de pacotilla. En el punto más lejano, detrás del equipo de iluminación, había dos camarines de reducidas dimensiones para el personal del espectáculo. A un extremo de la barra, el guardarropa y, a su lado, los malolientes lavabos, con sus paredes adornadas por los desahogos de los visitantes.
Ésta, sin embargo, era la clase de tugurio adonde los serios, los normales y los decentes acudían, en busca de nocturnas emociones, los sábados. Quizás no hubiera otra clase de locales, y sólo miles y miles de Sunset Clubsdesparramados por todo el país, en cada uno de los cuales, un jovencito de cara aniñada llamado Larry, o Marty, o Tommy, o Ricky esperaba, en este mismo momento, el último golpe de batuta para iniciar su actuación.
Sin embargo, ahora no tenía tiempo para pensar en aquello. La señal había llegado, en forma inadvertida, y el quinteto empezaba a tocar el número 23, el chabacano arreglo de una pieza de museo: Hindustan. Larry entró con los acordes, automáticamente, escuchando cómo los otros soplaban detrás de él. Tal como se había imaginado, era un conjunto sin categoría, incluso para las actuaciones normales.
La vacilante invasión de la pista comenzó al disminuir la iluminación y entrar en acción los focos de color. A las nueve, estaba medio llena de gente, a medias cargada de whisky. Aquellas personas se sentían algo violentas por ser las primeras en salir a bailar.
A Larry le divertía ver a los decentes desde su elevada plataforma, vestido de etiqueta, como un dios de veintiún abriles, tocando el piano y vigilando a los tontos.
Se fijó en las dos jovencitas, menores, que bailaban juntas, esperando que alguien se acercase a separarlas. Observó a la deslumbrante pelirroja y al tipo de largas patillas, prometidos porque todo el mundo decía que bailaban extraordinariamente bien. Llamó su atención después un vejete de chaqueta deportiva a cuadros, bailando alrededor de la pista, fuera de ritmo y con lentitud, porque su doloroso reuma no le permitía otra cosa y apoyándose sobre una rubia por no hacerlo sobre un cayado. La atraía hacia sí, en abrazo convulsivo, como asiéndose a los restos de una juventud desvanecida.
Convulsivo. A Larry le vinieron a la imaginación las convulsiones y, por asociación de ideas, la figura de un hombre retorciéndose en el suelo, en la habitación de un hotel.
Trató de apartar aquella imagen de su cerebro, a lo que contribuyó fácilmente la música. Estaban tocando Polvo de estrellas. En el segundo estribillo había un solo de piano. Lo atacó con entusiasmo, dándose cuenta de que el entumecimiento de sus muñecas iba desapareciendo. Larry tenía la facilidad de liberarse de sus propios pensamientos cuando interpretaba música de su gusto.
El tugurio se estaba ya llenando de gentes elegantemente vestidas, de sofisticados empleados de surtidores de gasolina, y horteras de zapatería en su noche libre. También había bastantes matrimonios, tipo papá y mamá. Hombres de voluminoso cuello, no gordos, sino simplemente robustos, a los que la desusada corbata sentaba como el nudo de una horca. Mujeres enfundadas en sus corsés, con sus permanentes rizadas, que semejaban el ramaje exterior de las tumbas.
Nudo. Tumbas. Larry meneó la cabeza y fijó la mirada en el teclado. No quería pensar en aquella escoria.
Se alegró cuando, concluidos los números, pudo tomarse un corto descanso. Se fue a los lavabos con Eddie y elsaxo. Se apoyaron en la pared y el último le ofreció un cigarrillo.
—Tienes muy buen estilo, Papi — le dijo.
Larry se fijó en la cara de Eddie y vio que asentía. Era buena señal, pues Eddie era el director del conjunto. Había perseguido con interés aquella oportunidad y aquella noche, precisamente.
—Mucha gente —dijo Eddie, atusándose el bigote—. Oye, Fox, ¿te encuentras seguro para los números del espectáculo?
—Tengo la música. Repasé todo a la hora de la cena.
—¡Lástima no haber podido ensayar! Hal se puso enfermo tan de repente...
—¿Crees de verdad que se puso enfermo? —exclamó el saxo, disparando su colilla contra uno de los lavabos y viendo cómo siseaba el extremo encendido—. Algún truco se trae.
Eddie se encogió de hombros y luego se volvió a Larry.
—¡Amigo, qué cosas ocurren en esta maldita profesión! Se está poniendo de tal forma que uno no sabe si dirige un conjunto o una clínica. Tuvimos la suerte de que te presentases tú y nos salvases la situación. La Unión de Músicos no podía mandarnos un sustituto en tan corto espacio de tiempo. Hal avisó demasiado tarde. Y, sin piano, ¿cómo íbamos a organizar el espectáculo?
—Le sustituiré sin dificultad. ¿A qué hora empieza?
Eddie levantó el puño de la camisa y consultó el reloj.
—Dentro de una hora, aproximadamente. ¿Qué te parece si ensayáramos un poco?
El saxo asintió y se quedó atrás hasta que hubo dejado pasar a Eddie. Luego, guiñó un ojo a Larry.
—Esta noche hay un número nuevo —dijo—. Se llama LaVerne. Es la mujer del dueño. ¡Menuda recomendación!
—¿Se quita prendas?
—Sólo canta. Por ser la mujer del dueño, no tiene que molestarse mucho. Pero puedo asegurarte que en ciertas especialidades trabaja muy bien.
—Sí, ¿eh?
El saxo abrió la puerta para dejar paso a Larry, y luego la cerró, encogiéndose de hombros.
—Sin embargo, yo no sé nada, ¿comprendes? No me gusta meterme en esa clase de asuntos. Lo único que hago es correr la voz.
Larry le siguió hasta la plataforma. La LaVerne, la mujer del dueño, estaba bien recomendada. Aquélla era la palabra precisa. Sonrió al pensar en esto. Él también conocía un par de palabras que le encajaban a la perfección. Y dentro de muy poco, si todo salía bien, llevaría su significado a la práctica.
Y, hasta ahora, todo estaba sucediendo a la perfección. O, como diría el saxo, chipén. Así hablaba el saxo, usando un lenguaje agamberrado, lleno de disonancias, sacado de revistas juveniles atrasadas. Con ese mismo estilo, tocaba el saxofón.
Larry le acompañaba, pero la gente no se daba cuenta de nada. Aquella concurrencia no tenía ni tiempo ni ganas de fijarse en ello.
Las personas de alguna edad comenzaban a acercarse a la plataforma a hacer sus peticiones. Eddie se embolsaba medios dólares y dólares enteros, sonriéndoles amablemente cuando les oía solicitar sus números favoritos. Ni siquiera tenía que detenerse a escuchar lo que le pedían. Con verles la cara, ya le daban la pista: sabía lo que querían. Todos pedían siempre los mismos números. Sí, aquellas caras gordezuelas, cuarentonas, atontadas, solicitaban:
—Por favor, ¿querrían tocar Avalon, Dardanella, Dulce Sue?
Larry sabía por qué. Cada copa que tomaban era como una inyección de cierto tipo de super-genitol que les quitaba cuatro años de encima. Cuando habían acumulado seis o siete, se sentían transportados a los buenos y viejos tiempos en que todo el mundo cantaba Dinah, Tiger Rag y Tengo ritmo.
Había algo triste en todo aquello. No es que Larry les tuviese lástima, pero, allá, en el fondo de su cerebro, no podía evitarse la pregunta de lo que ocurriría dentro de veinte o treinta años, cuando él tuviera aquella misma edad. ¿Se acercaría, tambaleante, a la plataforma de una orquesta de cualquier tugurio de aquéllos, dando al director un dólar para que tocase una vieja canción que le recordase una célebre borrachera o una buena fecha de los años sesenta?
—¡Qué va! —dijo para sí.
Sus dedos seguían moviéndose, seguían tocando, haciéndoles llegar a donde debían, pero no podía evadirse a aquellos pensamientos. Algunos de los clientes de aquella noche tenían de todo: coches último modelo, grandes casas, grandes negocios. Suponía que sabían vivir. Y, sin embargo, se iban un sábado por la noche a un tugurio de tercera clase, a atiborrarse de whisky barato, a lloriquear por una cancioncita que les transportase, en su nostalgia, a la Vieja Virginia, a la Novia de Sigma Chi, o a lo que hubiera estado de moda en los viejos y muertos tiempos en que ella y él eran jóvenes.
Pero, ¿existía más que aquello? ¿Aquello era todo? ¡Imposible!, dijo Larry, nuevamente, para sí. Aquello no era para Larry Fox. Y dentro de muy poquito, muy poquito, daría el primer paso para asegurarse la entrada por la puerta grande.
Eran las once y el local estaba abarrotado, al apagarse las luces, y al iniciar los tambores el repiqueteo que anunciaba el comienzo del espectáculo.
Larry examinó las partituras y las miserables orquestaciones, mientras atravesaba el foco azul una nube de humo y aire viciado que se podía cortar.
Un tipo llamado Sammy, que acababa de afeitarse y, aún así, seguía necesitando nuevo afeitado, salió, haciendo piruetas, a la pista, abrazado a un micrófono portátil al que seguía un largo cable. Dio la bienvenida a todos y les deseó una buena velada. Después, hablando más en serio, les contó un chiste verde y, a continuación, presentó a unamaravillosa artista. Larry y el batería iniciaron el acompañamiento del primer número del espectáculo.
Larry tocaba suavemente, observando a la bailarina, una frágil mujercita, de agradable cutis negro, pero de piernas esqueléticas como todas las negras, y coordinó su ritmo al repiqueteo de sus puntas y tacones sobre el tablado. Tocó Cuando tú sonríes y Shine, y aquella encantadora gente aplaudió. Después, Sammy relató otro chiste obsceno e hizo la presentación del siguiente número. Otra deslumbrante estrella.
La LaVerne.
Larry respiró profundamente y esperó.
El filtro azul se posó sobre el foco y Larry marcó el acorde de la introducción. Acto seguido avanzó desde el extremo de la sala, entrando en la pista. Era una mujer estilizada, de cabellos de un rubio latón, con ajustado vestido de escote bañera. Entraba lentamente, dando la impresión de no oír los silbidos de admiración ni las libidinosas sonrisas y de que no se daba cuenta de lo que había detrás de las miradas de aquellos hombres, que se dirigían exactamente al punto en que su escote terminaba y comenzaba ella.
Larry continuó dando acordes, hasta que ella llegó al micrófono. Luego la LaVerne levantó los ojos hacia él, para darle la entrada, y entreabrió los labios.
Fue, en aquel momento, cuando le vio.
Durante unos segundos, siguió con los labios entreabiertos. Larry sonrió e hizo un movimiento de cabeza, casi imperceptible, mientras observaba las facciones de su cara, morada por el efecto del foco azul. Advirtió, al mismo tiempo, que, durante aquel brevísimo instante, era una chiquilla asustada y que sus ojos, en la oscuridad, parecían estar contemplando un monstruo.
Pero, naturalmente, no había monstruo ninguno. Era él, Larry, que, en aquel momento, bajaba las manos para tocar, para ella, Noche y día. Y, para ella, podía haberlo tocado hasta durmiendo. Conocía su voz, sus flaquezas, su fuerza ocasional. El año transcurrido no la había cambiado, ni para bien ni para mal. Sin embargo, aquello no le sorprendía. Las mujeres como la LaVerne nunca cambian. Al menos, así lo creía Larry, y con ello contaba.
Podía percibir su tensión en la forma de modular, su nerviosismo y su sorpresa. Pero él sabía dirigirla y lo hacía expertamente. Le disimuló un roce en la letra, le prestó su apoyo durante el segundo estribillo y la llevó con fuerza hasta el final, oprimiendo el pedal suave en el instante preciso.
Después se produjo el momentáneo silencio, los aplausos, el segundo número, el tercero, y los saludos. Larry trabajaba ya automáticamente, esperando sólo el final del espectáculo. Sabía que también ella estaría esperándolo.
La vio, cuando abandonó la plataforma de la orquesta, allá al extremo de la barra, hablando con el barman. Seguramente no tenía nada que decirle. Lo que buscaba era una especie de protección para que los bebedores no la molestasen. Larry se fue acercando y ella le miró disimuladamente.
—¡Hola! —saludó él.
Ella movió la cabeza, en señal de haber oído, pero no sonrió.
—¿Qué quieres?
—Hablar contigo.
La LaVerne se echó hacia atrás, esperando a que el barman se alejara a servir a un cliente. Luego le dijo:
—No, aquí no. Puede vernos Sol.
Sol era su marido. El dueño del tugurio. Larry estaba al corriente de todo, pero la LaVerne lo ignoraba. Por lo que Larry hizo una mueca, esbozó una sonrisa y esperó, mientras ella, allí de pie, se mordía los labios mirándole fijamente y tratando de adivinar lo que buscaba.
—Vente ahí afuera —dijo ella—. Podemos sentarnos en mi coche. Es un Chevrolet descapotable de color amarillo.
Larry hizo una señal de asentimiento y echó a andar.
—No me sigas ahora —murmuró ella—. Sal dentro de un par de minutos.
Se volvió para mirar al barman y a la gente que se aglomeraba ante el mostrador. Tenía miedo de que la observasen. Salió ella, pues, y Larry se volvió de espalda, haciendo una señal al calvo barman.
—Dame un White Horse, puro.
Se tomó el whisky de un trago y luego se dirigió tranquilamente hacia la puerta. Las risotadas, el griterío, el tirar de dados sobre el mostrador, el constante empujar, el avance a codazos por todos lados, prestaban protector anonimato a su marcha. De esta forma salió a la calle sin que nadie le siguiese.
El lugar de estacionamiento de coches estaba oscuro. Larry, al andar, con la mirada alerta, hacía crujir la gravilla. Trató de localizar el descapotable amarillo. De pronto, los faros de un coche que llegaba rozaron los parachoques de los vehículos allí aparcados, y el resplandor le descubrió el que buscaba. Inmediatamente se dirigió a él, siempre con calma, por si alguien le estuviese vigilando.
Abrió la portezuela del coche, y se deslizó en el asiento delantero. Allí estaba ella, fumando, con una pierna sobre la otra, en actitud un poquito estudiada, que aparentaba ser casual.
Larry le alargó la mano, le cogió el cigarrillo de la boca, y la besó en los labios. Ella se puso rígida, cedió después y, al momento, volvió a oponer resistencia.
—¡Hola, muñeca! —saludó él.
—Déjate de payasadas —contestó ella, recuperando su cigarrillo.
—Como en los viejos tiempos. —Larry escudriñó su rostro mientras ella fumaba. Observó que lo hacía demasiado de prisa y que el cigarrillo se movía nerviosamente entre sus labios. Se rió entre dientes—. Sí —dijo—, lo mismo que en otros tiempos.
—Olvídate de eso. Tú no te has presentado aquí para contemplar ningún álbum.
—Sigues siendo la misma LaVerne.
Le pasó el brazo por el cuello, sobre el respaldo del asiento, y sus dedos tocaron carne conocida. Aquel contacto le recordaba la misma suavidad, la misma redondez de otros tiempos. Por un momento, casi llegó a creer lo que decía. Pero, de pronto, ella se separó bruscamente hacia el otro extremo del asiento.
—Basta, Larry. ¿A qué viene todo esto?
—Enciéndeme un cigarrillo y te lo contaré.
Ella hurgó en su bolso y buscó uno. Como siempre, era ella la que los llevaba. Viéndola rebuscar en el bolso, viéndola encenderle el cigarrillo, Larry se permitió el lujo de un recuerdo parcial.
Había un truco en aquella especie de repaso teatral de su memoria. Larry lo sabía. No podía recordar demasiado atrás. Sus primitivos recuerdos se remontaban a la época en que él se hallaba en el orfanato y la hermana Corinne le daba lecciones de piano. Aquello no había terminado muy bien. Por su endemoniado temperamento, la vapuleó en cierta ocasión y tuvo que largarse de allí. Pero luego las cosas mejoraron, y podía permitirse el lujo de recordar la época en que se hizo con aquel empleo de botones en el Hotel Grand Union. Después de aquello, vinieron los bolosmusicales con Perry Stanton y su conjunto. Después la aventura con la jovencita de Richmond y el consiguiente escándalo que originó su padre, por cuyo motivo Larry volvió al trabajo de botones durante cierto tiempo. Botones del Grand Union, en una ciudad donde había campamento militar.
—Ahí tienes —dijo ella, entregándole el cigarrillo.
Larry lo llevó a sus labios, saboreando el humo y, a la vez, el conocido colorete que usaba ella para pintarse. Recordaba haberse encontrado con la LaVerne, por primera vez, en el Grand Union. En aquella época, no le había resultado difícil conocerla. Había muchos puntos que le relacionaban con ella. Y ella se encargó de enseñarle muchas cosas en los años que siguieron. Una de ellas fue la de acompañarla al piano. Así, pues, la acompañaba, y ella tomaba lecciones de canto en su tiempo libre, cuando lo tenía.
Se trataba de una pareja de jovencitos ambiciosos, con talento, que intentaban ganarse la vida. Y se la ganaban a su modo: Larry abajo, vestido de uniforme, y la LaVerne, vestida de quimono, en su habitación. Se ganaban la vida, sí, y una buena vida por cierto, a cuenta de viajantes, marineros y soldados, infantes de marina...
Al llegar a estos últimos, Larry dejó de recordar nuevamente. Los infantes de marina... los marines.
Ella debía de pensar en lo mismo durante el largo espacio de silencio que se produjo desde que le dio el cigarrillo, porque ahora se revolvió en su asiento y preguntó:
—¿Sigues trabajando en los hoteles, Larry?
Él sufrió un instantáneo sobresalto. Tenía un trabajo que hacer, pero no en un hotel, precisamente, y era mejor empezarlo en seguida.
—No. He vuelto a la música. Por eso estoy aquí tocando el piano. —Hizo una pausa—. Una grata coincidencia la de encontrarme aquí contigo.
—No creas que me engañas. No hay tal coincidencia. Center City está a cien millas de distancia.
—Bueno —dijo él, con cierto trabajo—, oí hablar de tu boda. Y creí conveniente dejarme ver por aquí para felicitarte.
—Así de fácil, ¿eh?
—Así de fácil.
Sin embargo, no había sido precisamente así. Lo que sucedió fue que Larry estuvo vigilando el tugurio para averiguar quién tocaba el piano. Se pusieron de acuerdo, por veinte dólares, para que se hiciera el enfermo aquella noche y así apareció él por allí, en el momento oportuno para ocupar su puesto, ver a la LaVerne y conseguir hablar con ella.
Pero la LaVerne no tenía por qué enterarse de aquellos pequeños detalles. Para ella no tenían importancia. Solamente la tenían para él. Se la quedó mirando, y esperó.
—Larry, lamento sinceramente lo ocurrido —dijo ella, encendiendo otro cigarrillo con la colilla del primero—. Me escapé de ti, dejando que te acusasen de aquello. Pero tenía tanto miedo, tanto, que no pude medir el alcance de mi acto. Después, tuve intención de buscarte, te lo juro, pero había conocido a Sol y...
—¿Cuándo te casaste?
—El mes pasado. Ya sé que no me crees. Yo calculaba...
—Ya sé lo que calculabas. —Formaba parte de la técnica dialogal de Larry interrumpirla constantemente, sin dejarla terminar las frases—. Calculaste que te convenía la llegada de otro sujeto cargado de dinero y, por añadidura, con tugurio propio donde te dejaría cantar. Era un buen negocio.
—Bueno, lo es. Y Sol es buena persona. Algo viejo y no precisamente un Adonis, pero, a cambio de ello, me garantiza un porvenir bastante sólido.
La LaVerne esperó otra interrupción y, al ver que no se producía, prosiguió, temblando y un poquito confusa porque no estaba muy segura de lo que debería decirle a continuación.
—Larry, ésta es mi oportunidad para situarme y para emprender el buen camino. Una tiene que pensar en el porvenir. Yo cometí una serie de equivocaciones idiotas. Por eso quiero olvidar todo aquello, absolutamente todo...
—Y, de repente, me presento yo, surgiendo de la nada.
«Ahora me toca a mí», pensó Larry. Había acertado, dejándola hablar hasta dejarla arrinconada.
—No, sólo que...
—Sólo que tú querrías verme muerto, ¿no es eso? Te cubrí la retirada, me hice responsable y te olvidaste de mí. Seguiste dando tumbos por ahí, hasta que cazaste a Papi Cuartos, y las cosas continúan su buena marcha, desde entonces, para ti. Hasta esta noche.
Larry sonrió viéndola estremecerse. Era como una gran mariposa clavada en un agudo alfiler.
—Te molesta verme, ¿verdad, LaVerne? Y quieres saber en seguida si voy a contar a alguien lo que ocurrió. No te preocupes. Me voy de aquí.
—¿Cuándo?
La LaVerne no pudo evitar la precipitación, la ansiedad de la pregunta. Casi parecía que rebosaba de alegría.
Larry se quedó mirando cómo el humo salía de su boca, después de la pregunta, y esperó hasta verlo desintegrarse en la oscuridad. Entonces, habló.
—Tan pronto como me compres el billete.
—Pero, Larry, ¡si yo no tengo ni un céntimo! Sol me regaló este coche, mi ropa, el piso y todo lo que tengo, pero nunca me da dinero.
Ella esperaba discusión, pero Larry se encogió de hombros y sonrió, diciendo:
—De acuerdo, olvídalo. Tengo el recurso de quedarme aquí y tocar el piano hasta que reúna lo suficiente para el viaje. Podré tardar unos meses, pero...
—¡No! —se precipitó a decir la LaVerne, tal como él esperaba que lo hiciera—. No puedes hacerme eso, Larry. Déjame pensar. Quizás pueda reunir algo. No será mucho, desde luego.
—Necesito cinco de cien.
—¡Larry!, ¿de dónde voy a sacar yo tanto dinero?
—No lo sé, muñeca. —Él continuó sonriendo—. Yo no vivo rodeado de placeres, como tú, ni llevo un coche nuevo. Tampoco vivo en compañía de una persona de economía sólida, ni soy estrella de un espectáculo. Por eso, necesito quinientos dólares para largarme de aquí.
La LaVerne volvió la cabeza hacia él.
—¡Me pones en un aprieto, Larry! Quizás pueda hacerme con cien o así, en unos días, pero tienes que darme tiempo.
—¡Tiempo! —Por un momento, Larry la dejó ver algo de su interior—. ¡Ya pasé bastante a la sombra por tu culpa! Seis asquerosos meses sudando el delito que tú cometiste y que tú debiste pagar por el episodio del infante de marina. ¿Te has detenido alguna vez a pensar en eso? Quisiera saber lo que diría Sol de semejante caso.
—No serás capaz de decírselo...
—Claro que no. No le diría lo de aquel marine, ni lo nuestro, ni lo que hacías en Center City. —Le dio unas palmaditas en la mano, hasta que la vio calmarse un poco, y volvió a la carga—. ¿Por qué he de molestarme en decírselo a tu marido? Puedo ir directamente a la policía y sería más práctico. —Dejó caer precipitadamente la mano de la joven—. Óyeme, muñeca, quiero quinientos dólares en dinero contante y sonante. Y los quiero esta misma noche.
—De acuerdo. —La verdad es que las palabras de la LaVerne daban a entender que no estaba muy de acuerdo—. Tendrás tu dinero, ¡miserable chantajista!
—¿Cuándo?
Ella consultó su pulsera, levantando la muñeca, hasta alcanzar el reflejo de las luces que salía por las ventanas del tugurio.
—Ven a verme aquí mismo al final del próximo espectáculo. Pero se entiende que, entonces, te largarás, ¿eh?
La LaVerne abrió la portezuela y se alejó, haciendo crujir la grava. Le habló por encima del hombro:
—No entres hasta que pasen un par de minutos. Es posible que Sol haya venido ya. Y, oye una cosa, hablando de Sol. No te aconsejo que te forjes ninguna idea fantástica. Lo que voy a darte no es ningún plazo. Si pensabas en volver para sacarme más, te ruego no intentes abusar de tu suerte. Podría enfadarme y decirle a Sol que te ajustara las cuentas.
Durante un momento, Larry sintió como si se le pusiera tirante la piel alrededor de sus mandíbulas. Luego, forzó una carcajada.
—No te preocupes. Tú dame los quinientos y te dejaré en paz para siempre. Estoy harto de pueblos baratos y de citas de pacotilla... lo mismo que de mujerzuelas baratas.
La LaVerne no dio señales de haber oído el piropo.
—Entonces, hasta después del espectáculo —murmuró.
Larry se quedó viendo como se alejaba. Durante un momento, pareció un fantasma blanco en la oscuridad y, después, observó la silueta de un busto y unas piernas, todo negro, a contraluz. Terminó de fumar su cigarrillo y arrojó cuidadosamente la colilla por la ventana. Nada ganaba con ensuciar un coche bonito. La LaVerne tenía suerte. Pero él, también. Cinco billetazos hacían una suma respetable, ganada sin esfuerzo y, además, libre de impuestos.
Al ir andando hacia el tugurio, se preguntó si no debía haberle presionado para sacarle más. Aun sin la amenaza de ella, él sabía que no habría repetición y quizás hubiese podido sacarle mil. Pero aquello le parecía exagerado. Era arriesgarse demasiado. Lo había pensado con tiempo y podía irse con quinientos. Ya estaba bien.
Larry siguió pensando en el caso durante la evolución del espectáculo. Sí, tenía razón. Y el saber que la tenía afectaba a su trabajo. Perdió la tensión y olvidó sus resentimientos.
La gente se estaba aprovechando del humor de medianoche. Se bailaba con menos recato, sin guardar siquiera las apariencias. Un par de aprovechados empezaron a tortas en el lavabo, y tuvieron que entrar en acción dos de los forzudos del bar. Seguramente, Sol los tenía allí para esos casos.
Larry se preguntaba cómo sería Sol. Si aquella noche se había presentado, nadie se había molestado en indicárselo. Pero aquel detalle carecía de importancia. Larry no tenía interés en ver a Sol. Tenía que seguir tocando, mientras esperaba el momento de cobrar.
Eddie comenzó entonces a prodigarse, repitiendo bises sin cesar, olvidándose de las orquestaciones de rigor y dejándole solos al trompa. Era bastante malo, pero Larry le llevaba bien. Por lo alegre que se sentía, era capaz de llevar bien a cualquiera, a la orquesta entera, incluso a la concurrencia.
—Perdone...
Era la voz de un hombre de mediana edad que bailaba con su mujer. Él era grandote y se le iniciaba ya la calvicie. Ella era pequeña, de cabellos oscuros, y no se conservaba mal. Larry inclinó la cabeza hacia ellos, durante la corta espera entre pieza y pieza, y les sonrió.
—Toca usted muy bien el piano —dijo el hombre.
—Gracias.
—¿Sabe usted Dulce Sue?
Larry vaciló y miró a Eddie, que estaba al borde de la plataforma.
—Sí, claro —contestó, atento a la señal de Eddie—. Podemos tocar Dulce Sue, ¿no?
Eddie asintió. El hombre dejó un billete en la mano de Larry.
—Muchas gracias —dijo el hombre. La mujer sonrió y guiñó un ojo—. No le haga caso a Walter —dijo—. Siempre que toma un par de copas, le da por ponerse sentimental.
Larry observó que ella oprimía la mano de su pareja, como una seña especial, íntima.
—Con mucho gusto —murmuró Larry.
Luego, sin fijarse en el billete, se lo pasó a Eddie, que lo escamoteó con destreza y le dio la señal para comenzar.
Aquella era una forma más de negociar. Todo lo que Larry hacía era aceptado. El espectáculo siguiente también le salió bien. Cuando entró la LaVerne, él trató de atraer su mirada, pero ella sólo tenía ojos para el público. Esta vez cantó mejor, con menos nerviosismo, más segura de sí misma. Era una buena señal. Aquella tranquilidad significaba que había conseguido el dinero. Todo iba saliendo a pedir de boca.
Y después del show, después de la última salva de aplausos y de los correspondientes saludos, después de aquella sensación de sudor bajo los brazos, que también era natural, Larry se acercó a la barra. Esta vez tuvo que gritar, al pedir lo que quería, para hacerse oír sobre las risas y el griterío. Le trajeron el whisky y lo tomó de un trago. Luego, lentamente, se encaminó a la puerta, tratando de ver si le observaban, hasta salir a la calle. Nadie advirtió su salida.
Había entrado gente y se había ido. Había habido mucho movimiento durante las últimas horas y el lugar de aparcamiento tenía otro aspecto. Al principio, Larry no lograba orientarse. Iba caminando lentamente, sin hacer ruido. Pasó una rubia, un par de coches modelo sport, un Lincoln, un coche negro descapotable, y llegó hasta uno amarillo...
Aquel era. Sin embargo, el asiento delantero estaba vacío.
—Aquí atrás —oyó que le decían en voz baja.
Larry abrió la portezuela y se dispuso a entrar.
En aquel instante, algo duro, como un martillo, golpeó su cabeza, su nuca, sus hombros...
Larry trató de retroceder, pero un brazo le sujetó y le obligó a entrar en el coche donde siguieron prodigándole los golpes sobre su cara y sobre su cabeza con tanto furor que creyó que se la estaban partiendo en cien pedazos. En su interior, gritaba, dolorido:
—¡Maldita!, ¡sinvergüenza!, ¡traidora!... Se lo dijo a Sol y éste debe de ser uno de sus matones.
Tenía que defenderse y atacar, intentar recuperar su equilibrio y conseguir que dejasen de golpearle. Trató de soltarse de las manos que le sujetaban por detrás y, entonces, los golpes volvieron a caer sobre él y sólo sintió dolor, dolor...
Oía voces a lo lejos. Sabía que la puerta del tugurio tenía que estar abierta, dando paso a la gente que salía riendo, alborotada.
Aquel inesperado ataque había durado sólo unos segundos. Todo por un error, por un error. Larry se lo repetía a sí mismo, sin cesar, hasta que oyó unas voces. Abrió la boca para gritar y recibió otro golpe demoledor que paralizó la voz en su garganta y terminó por borrar los pensamientos y las formas de su cerebro.
Sintió como si, en la lejanía, las manos le soltaran. Se dio cuenta de que se abría la portezuela del lado opuesto. El presunto matón se alejaba corriendo, antes de que nadie le viese. Había llegado el momento de gritar. Pero su cabeza, su cerebro, no respondieron a su voluntad.
Larry se recostó contra el asiento posterior y abrió la boca, pero sólo para tragar oscuridad. Luego, se cayó de bruces en el piso del coche y fue la oscuridad la que le tragó a él.
II
Elinor y Walter Harris abandonaron el Sunset Club, poco después de la una. Apenas pasada la entrada se quedaron un momento, cogidos del brazo, bajo un nimbo de neón azul producido por el tubo fluorescente colocado sobre sus cabezas. Elinor se apoyaba pesadamente sobre el hombro de Walter y contemplaba cómo los insectos volaban hacia la luz. Walter inhalaba el aire fresco y lo exhalaba aceleradamente.
—¡Qué bien sienta esto! —exclamó—. Ahí adentro, la atmósfera estaba muy cargada.
Elinor asintió, con un movimiento de cabeza. Se encontraba un poco mareada. No era una sensación desagradable, pero sabía que tendría que tener cuidado al atravesar el lugar de estacionamiento. En un descuido, podía torcerse un pie con aquellos tacones tan altos. Quizás se pudiese quitar los zapatos en el coche.
La visión se hacía difícil, una vez se hubieron apartado de la luz. Todo se apagaba y perdía forma en la oscuridad. Todo era cálido y se esfumaba —los colores, las sombras, incluso la sensación de caminar sobre el suelo de grava. Se cruzaron con un hombre, de poca estatura y fuerte, que surgió de las sombras en dirección al tugurio y que los miró descaradamente. Al menos, a ella le pareció así. Después de todo, pudo haberse equivocado en la oscuridad.
A Elinor le costó trabajo encontrar el coche. ¡Vaya!, allí estaba. Se destacaba, como un pulgar herido y vendado. Siempre, claro, que los pulgares fuesen amarillos.
A Elinor no le había gustado mucho la idea de un descapotable amarillo. Por asociación de ideas, pensó en elbungalow que los Whittaker habían tenido un verano junto al lago. Lo llamaban Punta Irritada. Elinor solía reírse de la ocurrencia, porque el nombrecito le recordaba otra cosa, no muy agradable, por cierto, pero sí graciosa. Y ahora se reía pensando lo que se había reído de aquello.
—¿De qué chiste te ríes, cariño?
—De ninguno. Es que cada vez que veo el coche pienso que deberías ser un tratante de blancas, con patillas largas y bigotazo.
Walter sonrió y se puso a buscar las llaves del coche. La portezuela no estaba cerrada con llave, pero Walter acostumbraba siempre a quitar la llave de la ignición. Ello se debía a que empleaba mucho tiempo en viajes y los viajantes de comercio tenían que ir con cuidado. No es que no creyera a nadie capaz de atreverse a robar un modelo de coche tan llamativo. Walter jamás hubiera elegido aquel color, por ese motivo, precisamente. Pero el año anterior había necesitado uno y el agente de Center City no podía prometerle más que aquél, en el espacio de tres semanas. Por otra parte, había conseguido muy buenas condiciones al entregar el suyo y a Elinor le agradaba la idea del descapotable.
Walter la ayudó a acomodarse en el asiento, y luego dio la vuelta al coche y entró por la otra portezuela, para ponerse al volante. Ella se reclinó hacia atrás y le puso un brazo alrededor del hombro, murmurando al mismo tiempo:
—Gracias, encanto.
Elinor se quitó los zapatos, observando si Walter se fijaba en lo que hacía.
Pero, no. Walter se hallaba entretenido en poner el motor en marcha y en sacar el coche, con mucho cuidado. Ella descansó, despreocupadamente, pues sabía que Walter lo tenía todo bajo control. Al virar por la carretera general, pudieron ver el night club, que dejaban atrás.
—Ese lugar ha cambiado mucho —murmuró Walter.
Elinor hizo una señal de asentimiento mientras él se concentraba en el volante.
«Cambiado», pensó ella. Todo cambia en el transcurso de dieciséis años. Entonces, no era el Sunset Club, sino el Chateau, el Chantecler o un nombre parecido. El interior de la sala también era, entonces, diferente. La barra estaba en un rincón, y tenían un jukebox, en vez de orquesta. Las bebidas eran más baratas, claro, a raíz de la guerra, y todo el establecimiento tenía más categoría. Acudía allí una clase de gente distinta, como una especie de conglomerado estudiantil de la época. Por eso, ella y Walter iban allí, casi todos los sábados por la noche, mientras duró el noviazgo. Ahora, llevaban casados catorce años, y precisamente aquel día celebraban su aniversario de boda.
Muchos cambios desde entonces, musitaba ella. En aquel local e, incluso, en ellos dos. Acaso fuera eso. El local habría sido siempre el mismo miserable tugurio, pero como ellos eran jóvenes cuando lo descubrieron y, con aquella edad, brillaban con luz propia dondequiera que iban, sin importarle en absoluto el aspecto externo de las cosas, ésa era la causa, posiblemente, de que, en aquella época, no les pareciera miserable aquel local.
Elinor suspiró y se desperezó.
—¿Me puedes dar un cigarrillo, encanto?
—¡Ah!, ¿estás despierta?
—No estaba durmiendo, realmente. Es que no había vuelto a beber tanto desde la noche de fin de año. —Elinor encendió el cigarrillo que él le dio—. Ojalá tuvieras más tiempo libre, cariño. Podríamos salir con más frecuencia. Hacía tiempo que no bailábamos. —Ella se rió y levantó las piernas al borde del asiento—. ¡Pobrecitos!
—¿Quiénes?
—Los dedos de mis pies. No te preocupes, estoy tonta. Pero, ¡me siento tan a gusto!
Y se encontraba bien, de veras, paseando en coche. Sentía el calor interior, la presión del hombro de Walter y el soplo del viento en el rostro. La blanca precipitación del camino, el rumor del coche, incluso su cansancio, se le antojaban un descanso agradable. Luego, Walter puso la radio, bajito y suave, y una orquesta tocaba piezas antiguas, como las que habían oído en el Sunset Club.
En aquellos tiempos componían mejores canciones, a juicio de Elinor. Recordó cuando compraba aquellos libritos —costaban diez centavos cada uno y tenían todas las letras— y las chicas del despacho se las aprendían de memoria. Solían también tomarlas, en taquigrafía, de los programas de radio. Antes de casarse le sobraba tiempo para todo.
Elinor meneó rápidamente los dedos de los pies y se entregó a aquellas borrosas reminiscencias. Cuando se casaron, Walter acababa de ser licenciado del Ejército y había conseguido un empleo con la Acme. Vivían en un pisito que constaba de un dormitorio y cocina, en la avenida D'Arcy. Luego, cuando estaba esperando el nacimiento de su primer bebé, se mudaron a otro piso, en el que disponían de un gran dormitorio. Y en él había nacido Roy. Era extraño, pero, todavía hoy, pensaba en él como Roy, a pesar de que jamás había existido. Según el médico, un aborto. Nació muerto. Fue un desgraciado suceso para ella contemplar muerto, después de los terribles dolores del parto, que duraron dos días, a un niño tan hermoso, con unos mechoncitos de cabellos castaños...
Pero ya no le producía tanta tristeza aquello. Había pasado mucho tiempo, y recordarlo era igual que recordar una vieja película en la que ella y Walter habían sido simplemente actores conocidos.
Además, desde aquellos días, todo había ido bien. A Walter le habían ofrecido una maravillosa oportunidad en la casa Youthfrocks y compraron la finca de Garden View porque la fábrica y el despacho central quedaban sólo a un par de millas de distancia. Conocieron a mucha gente, todos ligados con la Universidad, y Walter ganaba mucho dinero, aunque tenía que salir de viaje cuatro días por semana. Ahora, con todos aquellos amigos, el jardín y la casa, tenía demasiado trabajo. No era de extrañar que se le cansasen los pies al bailar.
Elinor bostezó y movió la cabeza. Comenzó a pensar si se estaría volviendo vieja. No, aquello era una tontería. Todo el mundo se cansa y hacía sólo un minuto se sentía estupendamente. Walter se había portado de una forma encantadora, regalándole las flores del aniversario.
Miró a su marido, de perfil, allí sentado, ligeramente inclinado hacia adelante, con las manos apoyadas en el volante. Todavía era un hombre guapo. Al menos, ella lo consideraba así. Repentinamente, se le ocurrió pensar qué diría él si le tirase del brazo, le hiciese detener el coche al borde del camino y comenzase a hacerle el amor.
No, aquello era otra tontería, llevando casados ya tantos años. Ella tenía treinta y tres. Además, dentro de un ratito llegarían a casa...
La radio arrullaba insinuante. El viento, en cambio, lograba suavizar... La carretera desembocó en el asfalto, el coche giró hacia abajo, por una calle conocida y avanzó lentamente, por la pista, hacia su casa, deteniéndose ante ella.
—Podemos dejarlo aquí esta noche —dijo Walter bajando del coche y abriendo la otra portezuela para que ella descendiera.
—Espera un poco —dijo ella, mientras luchaba por ponerse los zapatos—. Ya. ¡Ah!, se me olvidaba. Tiré el bolso en el asiento trasero.
Encendió la luz, echó hacia adelante el asiento delantero, y comenzó a palpar, buscando el bolso. Walter siguió sujetando la portezuela y se limitaba a observar. Por eso, lo vieron los dos a la vez.
Se quedaron inmóviles, mudos, mirando aquella cara aniñada del jovencito vestido de etiqueta que yacía inmóvil en el fondo del coche.
Durante un momento, Elinor se preguntó si efectivamente, habría bebido demasiado. Luego, Walter murmuró algo y ella comprendió que también él había visto al joven. Y, como ella, que también había reconocido en él al pianista de la orquesta, aquel a quien habían pedido que tocasen una pieza para bailar y que, ahora, se hallaba durmiendo en su coche. Durmiendo como un niño, como habría dormido su hijito Roy...
Con la diferencia de que Roy no había llegado a dormir nunca.
Y, quizás, aquel joven no estuviera durmiendo tampoco. Porque en aquel momento, fijándose bien, Elinor pudo ver sangre en su rostro.
III
Sobre el cielo raso de la habitación, una mosca se paseaba tranquilamente. Se movía muy despacio, demostrando que no tenía prisa por llegar a ninguna parte. Quizás, estuviese gustando sólo de la sensación de caminar.
La mosca llegó a una pequeña grieta, cerca de la lámpara que pendía del techo. Pasó la grieta, levantando delicadamente sus peludas patas. Luego, se detuvo un momento y elevo el vuelo. Cambiando de posición en el aire, la mosca zumbó hacia la persiana y se posó en ella. Sintió el suave calorcillo del sol, y tornó a volar. Esta vez, se dirigió a la cama y quedó en la almohada, al lado de la cabeza de Larry.
Larry estiró el brazo y encorvó la mano para cazarla. Y la estrujó.
La mosca se transformó en una bola pegajosa y Larry la tiró. Aquél fue el fin de la mosca, y la primera reacción de Larry.
El muchacho parpadeó, se incorporó, apoyándose en el codo derecho, y escudriñó la habitación.
Estuviera donde estuviese, aquella habitación invitaba al reposo. Una cómoda de arce, silla de la misma madera, con cojín azul, coqueta de arce y cedro y una alfombra de rafia de color castaño. El cuadro que pendía de la pared era el de un indio a caballo, con la cabeza inclinada, sobre un fondo que representaba la puesta del sol. Él lo había visto antes en algunos hoteles.
Pero aquella no era la habitación de un hotel. Apostaría cualquier cosa. Se encontraba en un domicilio particular.
Se incorporó y echó las piernas por encima del borde de la cama. Entonces sintió un dolor en la nuca, como el producido por el golpe de un calcetín lleno de arena.
De pronto, recordó. Le habían golpeado. Pero ¿qué ocurrió después? Había perdido el conocimiento en el asiento trasero del coche de la LaVerne. De eso también se acordaba. Pero nada de ello le explicaba cómo había ido a parar a aquella habitación.
El dolor disminuyó gradualmente hasta convertirse en un palpitar sordo y persistente. Sintió como un bulto que le escocía detrás de la oreja derecha. ¿Tendría sangre?
El muchacho se levantó, se acercó al espejo de la coqueta y se contempló en él. No había sangre y el bulto, oculto bajo el cabello, no se veía. Pero le dolía. Y otro, más abajo. Le dolían los dos y sentía un malestar general en todo su organismo. Maldijo, finalmente, a la persona, fuera quien fuese, que le había llevado hasta allí.
Pero ¿dónde se encontraba?
Larry se acercó a la ventana, levantó la persiana y contempló un pequeño jardín. Un jardín, con paseos de piedra y bancos agrupados alrededor de una chimenea de piedra. Al lado, había un garaje con una pista para meter el coche. Bajo un toldo, reposaba un descapotable amarillo.
¿Sería aquélla la vivienda de la LaVerne?
Larry oyó pasos de alguien que se aproximaba y se volvió a la cama, pisando suavemente. Observo dos libros entre dos sujetadores en la mesita de noche. Estiró el brazo y cogió uno de los sujetadores, mientras se tapaba en la cama. Era mejor estar preparado. Hoy le tocaba a él.
Alguien llamó a la puerta.
—¿Se puede pasar?
Era una voz femenina, pero no la de la LaVerne. Larry vaciló, pensando si sería conveniente simular que estaba dormido. Esto le daría tiempo para calcular sus respuestas.
Pero ¿por qué tenía que acobardarse? Miró al techo, acordándose de la mosca.
—¡Adelante! —dijo.
Su visitante era de baja estatura, una morena ligeramente gordezuela, con cabellos sueltos sobre el cuello y vestía una bata amarilla. Anoche llevaba los cabellos en alto, recordó él. Era la mujer cuyo marido le había pedido que tocara Dulce Sue.
Larry sonrió, pero no a ella, precisamente, sino en señal de satisfacción por haberse acordado con tanta facilidad. Ella le devolvió la sonrisa.
—¿Cómo se encuentra ahora?
Las cosas comenzaban a aclararse. El descapotable amarillo no era el coche de la LaVerne. No podía serlo. El hombre que le había esperado para golpearle se había equivocado, metiéndose en aquel coche, también amarillo, por equivocación. Y él lo había hecho sin darse cuenta de que podía haber en el recinto dos coches Chevrolet descapotables del mismo color.
Como consecuencia de esto, había perdido el conocimiento, y los propietarios no lo habían descubierto hasta llegar a su casa. De todos modos, aquella pregunta indicaba que ella sabía algo de lo ocurrido. Y él tenía que contestarle pronto. ¿Cómo tenía que sentirse?
—Aún no me encuentro muy bien —respondió.
—¿La cabeza?
¿Sabía aquella mujer lo que había ocurrido, realmente? Tenía que correr el riesgo de volver a responder.
—En parte. Pero, más que dolorido, me encuentro avergonzado.
Ella hizo una señal de asentimiento.
—Walter y yo no nos imaginamos aún cómo pudo haber ido a parar a nuestro coche.
—No me extraña. Tienen razón. —Larry sonrió—. Estaba tratando de descifrarlo yo mismo. Salí a tomar un poco el fresco, con un compañero de la orquesta, que también tiene un descapotable amarillo y, al meterme dentro, pensé...
—¿Estaba usted bebido?
La interrupción le salió rápida. Larry respiró profundamente y continuó:
—No acostumbro beber mucho. Verá, era mi primera noche en el Sunset Club. Todo iba estupendamente bien y, después del segundo espectáculo, salí a fumar un cigarrillo, con uno de los chicos de la orquesta.
Al describirlo, lo hacía con tanta seguridad que él mismo creía lo que iba diciendo. Era mejor así. Dando la sensación de realidad, era muy posible que ella se lo creyese también.
—Mi compañero me dio un cigarrillo que tenía un sabor raro. Yo iba a tirarlo, pero me dijo que terminaría por gustarme, si lo fumaba de prisa. De repente, me sentí mareado. Creo recordar que él se marchó y, entonces, traté de buscar su coche para tumbarme un poco a descansar. Todo daba vueltas a mi alrededor, pero logré abrir la portezuela y me dejé caer dentro, dándome un golpe en la cabeza...
La narración parecía inverosímil, pero tenía que contarlo así.
—Creo que esto me ocurrió cuando perdí el conocimiento.
Al terminar de decir estas palabras, la miró de reojo para ver si ella asentía. Quería que asintiese. Y así fue.
—¡Pobrecito! —exclamó—. ¡Ha pagado la novatada de su primera noche de trabajo allí! Le engañaron haciéndole fumar un cigarrillo de marihuana.
Larry estuvo a punto de sonreír. Su invención había surtido efecto. Aquella mujer aprobaba el papel que él mismo se había asignado en aquella comedia imaginaria.
—Sí, ya he oído hablar de esos cigarrillos —dijo.
—Sangraba un poco cuando Walter lo sacó del coche, pero estaba seguro de que no había conmoción cerebral. Yo quería llamar al médico, pero me dijo que esperase hasta esta mañana. Bueno, eran casi las dos de la madrugada cuando le encontramos.
«Nada de médicos», pensó Larry.
—Estoy perfectamente bien —dijo, incorporándose, para demostrarlo. E, incluso, esbozó una sonrisa.
—Se sentirá mejor después de que se dé un baño y desayune. Al otro lado del pasillo hay una ducha. Walter tiene su ropa en el ropero. Ese pijama que lleva es de él y creo que podré encontrar una camisa y unos pantalones para usted. Le estarán grandes, pero no tiene importancia. Encontrará la máquina de afeitar de Walter en el botiquín. Baje cuando esté listo.
La palabrería de la mujer le gustaba. La escuchó, asintió, y, al final, sonrió. Afortunadamente, la había convencido. Y esto era importante.
En el cuarto de baño, en la ducha y, frente al espejo al afeitarse, Larry trató de encajar las piezas de su propio rompecabezas. El dolor iba desapareciendo y, por ese lado, no había problema. Había tenido la suerte de dar con aquella gente. Pero la intervención del matón comenzaba a preocuparle. ¿Lo habría enviado Sol, o la LaVerne? No le interesaba quién hubiese sido. Lo importante era que la LaVerne se le oponía y que no había logrado atemorizarla lo más mínimo.
Naturalmente, ya no podía volver al Sunset Club aquella noche. Ni nunca. Y, quizás, no estuviera seguro en la habitación del hotel de Center City. Si la LaVerne o el matón habían visto en qué forma había salido de allí, podían tenerlo bajo vigilancia y esperar su llegada al hotel.
Fuera como fuese, necesitaba tiempo para hacer sus planes y, mientras estuviese en aquella casa, estaría perfectamente seguro.
Mientras estuviese allí...
A Larry, por poco, se le escapó la máquina de afeitar.
¿Y por qué no quedarse allí?
Sería estupendo, perfecto, si pudiera quedar a cubierto de cualquier maniobra durante unos cuantos días. Para entonces ya habría calculado la forma de dar a la LaVerne su merecido. Porque tenía que dárselo, no cabía duda. Y, si podía disponer de tiempo para preparar las cosas con cautela, sin arriesgarse a ser descubierto, ya encontraría la forma de llegar hasta ella.
Además, todo ello tendría mucha gracia. Dejar creer a la mujer de aquella casa el truco de la marihuana, fue estupendo. Resultaba más idiota aún que la LaVerne, cuando se tragó lo de que él había estado preso por lo que le habían hecho al infante de marina.
Era posible, sin embargo, que hubiese cometido una equivocación al decírselo. Ella podía comprobar si era cierto y averiguar que se había fugado antes del juicio, sin abonar la fianza. Claro que, cuando regresó, casi un año después, dijo a todo el mundo que había cumplido con la justicia. Sin embargo, todo lo que ella tenía que hacer era comprobar si era cierto.
Aquélla era otra buena razón para no volver al hotel, por si ella le localizaba allí. Podía denunciarle y, entonces, se agravaría sensiblemente su situación.
No. Tenía que quedarse allí y estudiar la forma más rápida de actuar contra ella.
Pero, antes, debía conseguir que le invitasen a quedarse. He ahí su primera preocupación.
Larry pensaba en esto, mientras se vestía el traje de Walter. Resultaba, desde luego, demasiado grande para él. Este tal Walter debía de ser un hombre corpulento y ancho de hombros. Larry se preguntaba si sería tan decente como lo parecía ser su mujer. Ahora estaría, seguramente, en el piso de abajo preparándole el desayuno y hablando al dueño de aquel traje del pobre muchacho a quien alguien había hecho fumar un horrible cigarrillo de marihuana.
Larry se dedicó una sonrisa a sí mismo ante el espejo, con su estilo particular.
—Eres un chico guapo —se dijo—. Un chico guapo, limpio, joven y elegante. Pero has tenido la desgracia de ser huérfano y de que nadie te diese nunca una oportunidad en la vida. Y, sin saber por qué, te encuentras mezclado entre esa gentuza...
Continuó sonriéndose y hablando consigo mismo durante unos minutos. Le asaltaban continuamente nuevas ideas a las que pretendía ir dando forma. Gradualmente, supo quién era él, lo que había estado haciendo y lo que debía hacer.
Incluso estudió la forma de hablar en lo sucesivo. Nada de gamberro. Aquello quedaba descartado. Tenía que pensar, portarse y expresarse con nuevo vocabulario. Le convenía usar aquel que le venía a la imaginación cuando tocaba, al piano, algo que le hacía sentir de verdad.
Hubo épocas en la vida de Larry, durante las cuales había empleado ya el vocabulario correcto. En el invierno anterior, por ejemplo, había acompañado a una chica, llamada Irene, que trabajaba en una tienda de objetos de arte en Detroit. Mientras disfrutó de su amistad, tuvo tiempo de leer mucho e, incluso, llegó a asistir a algunos de aquellos aburridos conciertos de música clásica.
La chica salía con un grupo de aficionados al arte, estudiantes, profesores, seres extravagantes que jamás perdían su compostura hasta después de la séptima copa. Entonces se había procurado un léxico especial que podía encajar perfectamente para aquellas ocasiones. Como epílogo de aquella amistad, había conseguido también unos doscientos dólares y el elegante reloj de la chica cuando decidió desaparecer de allí.
La sonrisa de Larry se ensanchó al recordar el episodio. Era de buen augurio. ¿Qué le había dicho a Irene? Algo así como que le daba asco aquella música de pacotilla y que él quería ser compositor, pero de otra, de la buena.
La idea estaba bien. Podía encajar también ahora. Pero ¿qué procedimiento iba a seguir para convencerles? ¿Cómo podría conseguir que le invitasen a quedarse?
Tenía que haber un modo. Un modo rápido, fácil. Quizás, le asaltase la idea cuando bajase a desayunar. A veces, estas cosas se le ocurrían a uno en el último instante, casi como por accidente.
Larry abandonó el cuarto de baño y anduvo a lo largo del pasillo, hasta llegar a la escalera. Hasta él llegaba el murmullo de voces que procedían de la planta baja, de la cocina, situada a un lado del pasillo. No se notaba alarma en las voces. Se habían tragado el cuento, y lo aceptaban como bueno. Pero si hubiera un modo...
Levantó un pie, lo mantuvo en alto y volvió a sonreír, con su sonrisa particular.
Como por accidente, ¿eh?
Fallándole, intencionadamente, un pie, Larry se dejó caer rodando escaleras abajo.
IV
Rodando, llegó hasta el vestíbulo, donde quedó sentado, felicitándose interiormente por lo bien que sabía caerse. Había hecho un ruido terrible. Sin embargo, no se había producido daño alguno.
A pesar de ello, tenía que habérselo hecho. Porque el marido, aquel grandullón de Walter, se aproximaba ya.
Larry comenzó a frotarse el tobillo izquierdo y forzó una sonrisa.
—Perdone —dijo, levantando la vista hacia Walter—. Perdí el equilibrio.
—Espere, yo le ayudaré.
Larry se cogió a su brazo e hizo una mueca de dolor al levantarse.
—Se ha lastimado la pierna —dijo Walter.
—Creo que es el tobillo. —Larry volvió a sentarse, esta vez en el tercer peldaño de la escalera, y se frotó la tibia izquierda en su parte inferior—. Me lo habré dislocado.
—Deje que se lo vea —sugirió Walter, inclinándose.
—No se preocupe, no será nada.
Larry se levantó y dio un paso adelante, al aparecer la señora en el vestíbulo.
—¿Qué ha sucedido? —preguntó.
—Se ha torcido un tobillo, Elinor.
De esta forma supo que se llamaba Elinor. Larry le dedicó también una agradecida sonrisa.
—Vaya una tontería que se me ha ocurrido hacer.
—No trate de apoyarse en ese pie —aconsejó Elinor—. Walter, ¿por qué no llamas al doctor Russell? Puede necesitarle.
—Precisamente, iba a hacerlo ahora.
¡Vaya! ¡Otra vez con la canción del médico! No se le había ocurrido pensar en ello. Larry intervino rápidamente:
—No. No necesito al médico para nada.
—No hay que tomar esas cosas a broma —dijo Walter, dirigiéndose al teléfono del pasillo—. Quedaría más tranquilo, si Russell le examinase el pie.
—Mientras llama, venga a desayunar —dijo Elinor. Larry se fue cojeando, hacia el comedor. Se sentó e inclinó la cabeza. Estaba oyendo a Walter marcar el teléfono, mientras ella le servía.
Un momento después, Walter entraba en el comedor.
—No contestan —dijo, sentándose—. ¡Ah!, ahora recuerdo... Hay un campeonato en el Club, en Center City. Supongo que estará jugando allí.
—Podríamos llamar a otro...
—Por favor, no se molesten. Ahora estoy bien —dijo Larry sonriendo. Había llegado el momento de tantear la cosa—. A propósito, ni siquiera me he presentado. Me llamo Larry Fox.
—Y yo, Walter Harris. Y mi mujer, Elinor.
Una presentación muy normal... ¿Qué se creía?, ¿Que la iba a acusar alguien de ser su amante? Larry desechó la idea, y recordó que era un buen chico. Escuchó, mientras Walter le explicaba que era viajante de la Youthfrocks. Hablaba de sí mismo con la manifiesta intención de que Larry hiciese lo mismo. Pero no se hizo esperar. En cuanto se lo permitió, intentó hacerlo.
—Lamento mucho lo de anoche —dijo Larry—. No sólo por haberme desmayado así, sino porque me deprime verme obligado a tocar en un tugurio como aquel. Pero uno tiene que comer, y hay que empezar de algún modo, naturalmente.
Mientras hablaba se le iban ocurriendo ideas nuevas. Ellos intervenían también, pero él les escuchaba a medias, esperando siempre su turno. Durante el desayuno, pudo construir la escena que le interesaba, tal como él quería, poquito a poco.
—Sí, aprendí a tocar el piano en el orfanato... Quisiera poder componer algún día... No, nada de música popular... Quizás me gustase enseñar, pero me falta una base sólida...
Ellos se mostraban interesados, especialmente la mujer, y Larry decidió dedicarse a ella. La oportunidad esperada llegó cuando ella le hizo unas preguntas relacionadas con el Sunset Club.
Larry se quedó mirando la mesa fijamente, hablando suave y sinceramente.
—No. Después de lo de anoche, no quiero volver allí. Ya he aprendido la lección y ésa no es vida para mí. Posiblemente, me vaya a Detroit y pruebe a conseguir trabajo allí. —Hizo una pausa y prosiguió—: Si puedo llegarme a mi hotel en Center City a pagar la cuenta, quizás pueda tomar un autobús.
Esperó, pensando: «He dado en el clavo». A los pocos segundos, oyó decir a Elinor:
—Pero los domingos no salen autobuses de Center City, ¿verdad, Walter? Además, tiene que pensar en ese tobillo. ¿Por qué no se queda un par de días con nosotros, hasta que se le cure?
—Claro —dijo Walter—. Puede quedarse y usar la habitación de forasteros. No es molestia ninguna para nosotros.
—Sentiría causarles trastorno —dijo Larry—. Ya les he molestado bastante.
—¡Nada de eso! —contestó Elinor—. Después del desayuno, se echa a descansar en la cama turca. Le pondremos bolsas de agua caliente en el tobillo y, más tarde, Walter llamará al médico.
Lo había logrado. Larry levantó hacia ellos su agradecida mirada. Ellos no tenían por qué saber que realmente le interesaba quedarse.
Más tarde, tumbado en el sofá, fumando los cigarrillos de Walter y oyendo el ruido de la vajilla que alguien fregaba, Larry pudo tranquilamente relajarse.
—¡Hollywood! —dijo para sí—. Allí es donde debes estar. Eres un talento.
Era una observación que se hacía, con frecuencia, cada vez que lograba engañar a cualquiera, con éxito.
Consiguió engañar a todos en el orfanato, hasta que la hermana Corinne se dio cuenta. Entonces era cuando jugaba a ser buen chico. Luego, cuando trabajaba en el hotel, era el chico amable, sacando el dinero a los borrachos y a los tontos. Había hecho el papel del gato calculador con la LaVerne, y el del intelectual con la niña de la tienda de objetos de arte y sus amigos. Aunque todo era ficticio, le enorgullecía recordar sus aventuras de aquellas épocas. Uno de sus más primitivos recuerdos le transportaba a la oscuridad nocturna del orfanato cuando, acostado en su cama, soñaba despierto mientras los demás dormían a su alrededor.. Su imaginación volaba, libre de obstáculos, y entonces se convertía a veces en un príncipe de cuentos de hadas, a veces en un enorme gigante, tan grande como una casa, mucho más poderoso que la hermana Corinne y las otras hermanas, lo suficiente para comérselas a todas. Podía desmembrarlas, aplastarlas, casi sentía crujir sus huesos...
Claro que afortunadamente logró sobreponerse a aquellas tenebrosas ideas de chiquillo. Más tarde, cuando iba al cine, adquirió la costumbre de hacer mímica ante el espejo. Sólo buscando emociones, naturalmente. Sabía que eran tonterías, pero le gustaban. Se sentía un Rock Hudson, un Robert Wagner o, incluso, aquel villano llamado Rod Steiger. Le gustaba la forma en que Steiger hablaba, en tono muy suave, para luego, de repente, soltarse el pelo y hablar duro.
Más adelante Larry alcanzó su verdadero desarrollo y descubrió la emoción de la música. Durante mucho tiempo, su identificación con el piano era total. Podía ser como tocaba, triste o alegre, vivaz o lento. Cuando descubrió esto, se sintió feliz.
Pero, en la vida, no todo eran emociones placenteras. Había que engañar a la gente si uno quería salir adelante. Tenía que presentarse como un pobre huérfano, como un bastardo. Bastardo. Detestaba la palabra. Pero eso era él, un bastardo. ¿Era culpa suya, acaso? ¿Podía evitarlo? Sólo porque un hombre y una mujer a quienes él jamás había conocido, lo habían querido así, allí estaba él. Papá y Mamá. También detestaba estas dos palabras, odiaba la idea, los odiaba, quienesquiera que fuesen, porque, después de un momento de placer, le habían dejado en un miserable orfanato, abandonado a su suerte.
En algún tiempo, Larry llegó a creer que acaso supieran de él y sólo esperaban a que creciera y se hiciese mayor para ir a recogerle. Que le vigilaban y recibían constantemente noticias de él y, cuando llegase el momento, le llevarían a una casa grande, preciosa, en la que...
Pero aquello no existía.
Algunos de sus compañeros del orfanato también eran bastardos, pero no parecía importarles. Eran chicos normales que deseaban ingresar en el ejército o aprender un oficio y, así, picaban en el anzuelo que las hermanas les ponían. Pasarían por la vida engañados siempre, deseosos de entrar en quintas, de pagar impuestos, de aprovechar cualquier oportunidad que se les presentase. Aquellos merecían ser bastardos, porque no sabían nada mejor. Pero Larry era distinto. Tenía talento. Incluso la hermana Corinne tuvo que confesarlo.
Y él sabía el gran secreto. El gran secreto era salir de allí, largarse del orfanato y situarse en el puesto que le correspondía. El dinero serviría de ayuda y la forma de conseguir dinero era sacándoselo a la gente. Lo único que convenía era que ignorasen que era bastardo... Ahí estaba el truco, en evitar que lo averiguasen.
Ahora tenía todo a su favor. Este matrimonio, Walter y Elinor Harris, habían picado. Podía quedarse con ellos y pasarlo cómodamente, hasta que decidiese lo que procedía hacer con la LaVerne.
Larry frunció el ceño al pensar en ella, pero se encogió de hombros. Quizás el hecho de no haberle entregado el dinero la noche anterior hubiera sido una suerte. Había sido un idiota pidiéndole solamente quinientos dólares. Ahora intentaría encontrar el modo de sacarle un rescate de verdad. Aquel aventurero de pacotilla de su marido, Sol, debía de tener una buena cantidad escondida en alguna parte. Había que hacerle soltar, por lo menos, dos mil.
Lo único que tenía que hacer era apoyarse en una buena base. Mientras tanto, tenía un buen acomodo.
Larry pasó revista al gran televisor, al Spinetti de rubia caoba, probablemente de tono detestable, pero vistoso.
—¿Se siente mejor?
Esta fue la pregunta que le hizo Elinor, al entrar en la estancia, antes de sentarse en un sillón, frente a él. Se había vestido y peinado. Para ser una vieja, no estaba mal.
—Mucho mejor —dijo Larry, asintiendo con la cabeza—. Les estoy agradecidísimo por lo mucho que han hecho por mí.
—¡Bah, no tiene importancia! Es interesante que ocurra algo, de vez en cuando. Walter y yo nos enmohecemos. Usted no creería que anoche fue la primera vez que salimos desde hace un siglo. —Se dio unas ligeras palmaditas en el pelo—. Posiblemente sea porque Walter se pasa viajando cuatro días por semana. Mañana por la mañana se va y no regresará hasta el viernes.
Larry se incorporó al oír aquello. Aquello era interesante.
—¿Es viajante? —preguntó.
—Viajante, precisamente, no. La casa Youthfrocks hace vestidos, generalmente modelos para jovencitas. Walter es el jefe de ventas a almacenistas. Va por las tiendas de muchas ciudades preparando exhibiciones en los escaparates y organizándolas. —Sonrió con aire de confidencia—. Al verlo, no se le ocurriría a usted pensar que aporta a la casa ideas maravillosas. A veces, estando ahí sentado, sin decir una palabra, está ideando proyectos y planes que son sencillamente...
Larry hizo una señal de asentimiento, sin prestar ya verdadera atención. No le interesaba oír más del talento de Walter. Lo que tenía que hacer era obligar a Elinor a reconcentrarse en su talento, en el talento de Larry. Siempre quedaba el recurso del piano.
Hizo una verdadera exhibición en el numerito de ponerse de pie y se fue cojeando lentamente hacia el piano.
—Ya me había fijado en su precioso instrumento —dijo—. ¿Toca usted?
—No. La verdad es que el piano es de mi hermana política, pero se mudó a California y nos pidió que se lo guardásemos hasta su regreso.
Larry aceptó la información y esperó que se produjese la inevitable pregunta. Al fin llegó.
—¿Querrá tocar algo? Anoche me gustó mucho oírle. Y, si no le molestara el tobillo...
Él sonrió y se sentó. Se alegró de que ella le recordara lo del tobillo. Le convenía acordarse de que lo tenía dolorido, pero no demasiado. Lo suficiente para tener que quedarse allí, pero no tanto como para requerir atención médica.
Larry comenzó tocando Fantasía del rascacielos, de Donald Phillips. Era una composición inglesa, del estilo llamado jazz sinfónico. Ella no la reconocería, ni se daría cuenta de sus deslices al falsificar los pasajes difíciles. Seguramente, picaría.
Y picó. Incluso le dio aire de Boogy y ella ni se dio cuenta. Elinor se hallaba cómodamente recostada, con los ojos semicerrados y el mentón alto, lo que disimulaba su leve sotabarba.
Larry tuvo otra idea. Cuando terminase de tocar la pieza, le diría que era una composición suya. Contribuiría a darle el carácter de genio naciente. Podía decirle...
Se hallaba preparando el diálogo en su imaginación, cuando sonó el timbre de la puerta.
Al momento, entraron los Whittaker. El estaba sentado al piano, a cinco compases del final. Fue un golpe de mala suerte.
Considerándolo bien, quizás había sido mejor. Por un lado, aquello facilitó las presentaciones. El ver a Larry al piano, lo clasificó en seguida. Elinor dijo algo de un joven compositor amigo que estaba pasando unos días con ellos. Debía resultarle incómodo explicar por qué estaba allí, y eso también resultaba muy bien. Larry dejó que lo dijera ella todo mientras él se dedicaba a examinar a los Whittaker.
Jim Whittaker era alto, delgado, calvo, de unos cuarenta y cinco años de edad, que escudriñaba el mundo tras unas gafas de gran espesor.
Su mujer, Minnie, tenía cabellos de color de zanahoria, uñas con esmalte dorado y pantalones verdes. Lo único natural en ella era el color del pantalón. Se reía como una jovencita y, en realidad, casi lo era, a sus cuarenta y cinco años.
Venía con ellos, Jill, su hija. Era una morenita delgada, con cabellos a lo paje y cerquillo en la frente. Llevaba pantalón ajustado, de color azul marino, y un jersey amarillo, igualmente ajustado. Larry se preguntó cuánto tiempo podría resistir la tentación de tocar aquel jersey; pero, no... Tenía que portarse con frialdad.
Y ahora le llegaba el turno, en las presentaciones, al cuarto personaje, un estirado y pelirrojo mocito de diecinueve años, o así. Parecía ser el acompañante de Jill. Esto le proporcionó a Larry el placer de verse ante George Drux, descubriendo en seguida que tenía en las manos la fuerza de un gorila y una voz que tendía a destemplarse cuando se excitaba o se sentía avergonzado.
Sería lo más adecuado mantener al jovencito en cualquiera de estos dos estados, pensó Larry. Era lo que necesitaba, precisamente, un tipo así, como contrapunto. Un contraste entre él, el joven compositor, firme y seguro de sí mismo, y el jovenzuelo corriente. Esto le haría ganar puntos ante los mayores, e indudablemente haría efecto sobre Jill. Pero Larry se recordó a sí mismo que no debía dedicarse a Jill. Al menos, por ahora. Había otros puntos en que reconcentrarse, por el momento.
Parecía el primer acto de una comedia. Jim y Minnie Whittaker en el sofá, junto a Elinor, ensayando. Larry oía alguna frase corriente, como: «Pero, encanto, ¡qué guapa estás!» y «Walter bajará en cuanto termine de afeitarse.»
Jill y el jovenzuelo permanecían vacilantes junto al piano. Nadie les había invitado a sentarse y esperaban que Larry dijera algo. Pero Larry se hallaba atento al ruido de los pasos de Walter Harris, que bajaba la escalera en aquel momento.
Cuando llegó, saludó a todo el mundo y se produjo otro revuelo en el diálogo. La función estaba a punto de comenzar y él se consideraba con atribuciones para dirigirla. Podía escoger entre dedicarse a los jovencitos o levantarse y acercarse a los mayores. Por otra parte, quizás le conviniera esperar un poco, hasta tener bien catalogados a los visitantes. Lo que resultaba más fácil, en aquel momento, era dedicarse a la juventud.
—¿Qué era lo que tocabas cuando llegamos?
Era la voz de Jill, que pronunciaba, precisamente, la frase que él esperaba oír.
Larry la obsequió con una sonrisita tímida.
—Nos encantaría oírte. Por favor, sigue tocando.
Jill incluía en el deseo a George, que estaba demostrando no tener gana ninguna de escuchar música. A pesar de ello, Jill insistía.
Larry se dio cuenta. Comenzó a tocar suavemente, para no molestar a los otros, pero pronto Walter los llevó al sótano para enseñarles su taller casero. Con ello, había llegado el momento de desatarse. Pocos minutos después, Jill se sentaba en la banqueta del piano —no había sitio para George—, y Larry tocaba para ella, sonreía para ella, y pensaba en ella, examinándola, de perfil, con cierto disimulo.
—¡Estupendo, chico! —le dijo Jill—. Pareces un profesional. ¿Con quién estudiaste?
Larry no tenía la menor intención de decirle que había estudiado bajo la dirección de la LaVerne.
—Me las arreglo para salir adelante —dijo—. ¿Tocas tú?
—Un poquito. Pero miss Biddle, la profesora del colegio, sólo toca lo aburrido, lo clásico. A mí me gustaría aprender a tocar boogie, ¿sabes?
—Oye, mira... quizas me quede aquí unos días. Podría enseñarte —dijo Larry, pensando que, efectivamente, podría enseñarla bastante.
George Drux estaba ceñudo. Evidentemente, no veía aquello con buenos ojos.
—Creo que deben de estar preparando algo de comer —gruñó, indicando el comedor.
A la salita llegaban sonidos y rumores que corroboraban lo dicho.
Larry le hizo un guiño a Jill y sonrió, con indulgencia.
—A los chicos en pleno desarrollo hay que alimentarlos —dijo, arrepintiéndose de la pulla al instante. No era momento de crearse enemigos, ni siquiera con un pueblerino como George—. Yo mismo soy un chico en desarrollo —agregó para arreglarlo. Y se levantó, comenzando a cojear.
—¿Qué te pasa en la pierna? —preguntó Jill. Al momento se sonrojó—. No estarás...
—Me torcí un tobillo. Por eso me quedo aquí unos días. —Larry dijo esto lo suficientemente alto, al entrar en el comedor, para que le oyesen Elinor y Walter.
Recibieron su entrada de tal modo, que Larry quedó convencido de que había sido objeto de discusión en el sótano y en la cocina. Pero eso tampoco estaba mal.
Una vez sentados a la mesa, Larry esperó que alguien comenzase a hablar de él. Jim Whittaker fue el encargado de hacerlo. Le miró, por encima de la ensalada de patata que tenía ante sí, y dijo:
—Walker me dice que eres un compositor en ciernes, joven. ¿Dónde has adquirido tanto talento?
Larry bajó la vista modestamente hacia su ensalada de patata.
—Bah, no hago nada todavía. Estoy en período de experimentación. Supongo que el señor Harris le habrá explicado cómo nos conocimos.
Whittaker asintió, pero, indudablemente, esperaba oír algo más. Larry respiró profundamente y decidió continuar.
—A decir verdad, dentro de unos días saldré para Detroit. Quiero tomar unas lecciones a las órdenes del viejo Haufner, en la Academia de Música. Teoría y contrapunto.
Whittaker volvió a asentir.
—¿Y qué os parece? —terció Jill—. Me ha prometido enseñarme a tocar boogie.
—Bueno, eso si no me voy mañana por la mañana —dijo Larry, dedicándole una sonrisa a Elinor.
—Naturalmente que no te irás hasta que estés curado del tobillo —dijo Elinor—. Walter, ¿trataste de comunicar con el doctor Russell otra vez?
—Se me olvidó. —Walter se levantó, dejando la servilleta sobre el plato de cartón—. Le llamaré ahora mismo.
—No se moleste —objetó Larry. Pero ya Walter se encaminaba hacia el vestíbulo. Larry contuvo el aliento.¡Maldita sea! Ahora no puedo fracasar, con todo a mi favor...
Alguien le estaba diciendo algo, pero Larry no se daba cuenta. Estaba mirando para Walter, que regresaba a la habitación.
—Sigue sin contestar —dijo Walter—. Quizás se quede en el Club esta noche. Claro que podría llamarle allí...
—No, si no tendrá importancia —aseguró Larry. Lo que le convenía era que no se le acercara el doctor Russell.
—Podría yo llevarte a su consultorio mañana por la mañana —sugirió Elinor—. De todos modos, tengo que ir a encontrarme con Minnie.
—Es verdad —afirmó Minnie Whittaker—. Nos vamos a reunir las amigas en el Graebner, a almorzar. Pertenecemos al Comité para el próximo baile del Club. Casi se me había olvidado, encanto.
—Así que mañana te dejaré en el consultorio del doctor Russell —dijo Elinor—. Está decidido.
Larry hizo una señal de asentimiento. Aquello quedaba decidido y, ahora, podía descansar y escuchar. Minnie Whittaker tomó el mando en la conversación.
Larry averiguó que los Whittaker gozaban de suficiente posición para proyectar unas vacaciones en Hawai al año siguiente; que Minnie adoraba el espresso; que Whittaker era arqueólogo, antropólogo o, por lo menos, algo que terminaba en ólogo, y oyó que tenía que ir a verles con Elinor dentro de un par de días o así.
Pero aquello fue todo lo que Larry averiguó, hasta el momento de la partida de los Whittaker. Entonces, al darle Jim Whittaker su huesuda mano, le dijo:
—Cuando llegues a la Academia de Música de Detroit, puedes darle recuerdos al viejo Haufner, de mi parte. Yo enseñaba allí.
Larry se despidió de Minnie, de Jill y de George Drux. Y sonrió a Walter y a Elinor, al cerrarse la puerta, tras la visita.
Pero durante todo aquel tiempo, algo se revolvía en la boca de su estómago, enroscándose, en apretado nudo, para estrujárselo.
Porque, que él supiera, ni siquiera existía un establecimiento llamado Academia de Música de Detroit y, desde luego, no sabía que existiese un profesor llamado Haufner.
Por lo que quizás tuviese que actuar de prisa.
V
Al despertarse, Larry miró el techo de la habitación. Aquella mañana no habla ninguna mosca en él.
Si la hubiese habido, tampoco hubiera perdido el tiempo contemplándola. Saltó de la cama inmediatamente y oyó voces en la planta baja. Aquello significaba que Walter Harris se había levantado y se disponía a partir.
Larry estuvo a punto de correr al dirigirse al cuarto de baño, pero se contuvo a tiempo. Sus pasos podían oírse desde la cocina y el hombre que tiene un tobillo torcido no puede correr.
Frenó, pues, pero una vez en el cuarto de baño, recuperó el tiempo perdido, lavándose, afeitándose y peinándose cuidadosamente. Si se lo peinaba para atrás, parecía más viejo. Tenía que hacerse el ricito delante para asegurarse el efecto juvenil. Sí, debía ser así.
Larry se miró al espejo, asintiendo con la cabeza. Las mujeres eran idiotas. Creían tener monopolizado el arte del maquillaje. Recordaba cuántas veces había espiado a Irene o a la LaVerne, en sus momentos rituales de cosmética, mientras estudiaban el efecto del sombreado de los ojos y las pestañas, del lápiz de los labios, o del laborioso peinado del cabello. En tales ocasiones ignoraban por completo su presencia, como si no hubiera hombre que pudiese comprender la magia de tal arte. Pero eran unas idiotas.
Porque los hombres también podían hacerlo. Los hombres astutos, naturalmente. Los hombres de capacidad suficiente para saber cuándo se trata de convencer a jovencitas, como Jill, con el suave y maduro encanto del adulto, y cuándo se ha de apelar al instinto maternal, o como se llame, de mujeres como Elinor Harris. Por eso, esta mañana quería el ricito.
Cinco minutos más tarde, lo exhibía en la mesa del desayuno. Elinor estaba poniendo el café y Walter leía el periódico de la mañana.
—Buenos días —saludó Elinor—. ¿Has dormido bien?
Larry asintió. Era mentira, pero a ellos no les importaba saberlo.
—¿Qué tal el pie? —preguntó Walter.
—Más o menos, igual.
Walter dobló el diario y lo puso a un lado.
—Pasaré por el pueblo, después de presentarme en el despacho. Te dejaré yo mismo en el consultorio del doctor Russell. ¿Qué te parece?
Era una buena pregunta. Para ella, Larry buscaba una respuesta adecuada.
—Pues... —comenzó a decir.
Pero Elinor fue quien respondió por él.
—Olvidas, cariño, que no podrá regresar sin coche. Además, ni siquiera ha desayunado aún. Por otra parte, sabes que Russell va al hospital por la mañana. Nunca visita antes de las once, o más. Yo le llevaré y le recogeré después del almuerzo.
—Tienes razón —dijo Walter.
Larry oyó cómo los pájaros comenzaban a cantar allá afuera. Habían estado cantando ya hacía rato, pero él no se había dado cuenta, hasta entonces.
No le gustaba tener que decir lo que pensaba, pero debía correr el riesgo si quería asegurar las cosas.
—Señora Harris, no tendré que regresar aquí, después de la visita al médico. Puede dejarme en el hotel y me quedaré allí, durante unos días, hasta que tenga el tobillo bien.
Mientras hablaba, Larry daba vueltas alrededor de una silla vacía, caminando lentamente. No hizo ninguna mueca de dolor, hasta pronunciar la palabra bien.
—No seas tonto —dijo Walter—. No debes hacer planes hasta que estés seguro de que carece de importancia. Podrías tener un fractura, o cosa parecida. Por otra parte, puedes aprovecharte de estar aquí, sin que te cueste nada la consulta médica. Después de todo, en cierto sentido, somos responsables nosotros.
—Pero no puedo consentir que ustedes paguen por mí.
—No nos costará nada —le aseguró Walter—. Tengo un seguro de responsabilidad personal y tú eres un huésped de la casa. Hace ocho años que pago las primas y jamás he cobrado ni un centavo. Así que vas a ver a Russell y, si hay alguna anormalidad, dile de mi parte que pase una buena factura.
—Es usted muy amable.
—Además, ¿no le prometiste algo a Jill Whittaker? —Walter sonrió a Elinor—. No creas que no te vimos cómo la mirabas ayer, desde la banqueta del piano. Después de todo, nosotros también hemos sido jóvenes, ¿no, cariño?
—Gracias.
La boca de Larry perdió la tensión. Estaba representando la comedia con perfección inigualable. La hermana Corinne solía decirle que ir al cine era perder el tiempo, porque allí no se aprendía nada. Pero él había aprendido mucho en el cine, incluso aquello de la mueca de dolor que, luego, tapaba con una sonrisa.
Walter se levantó, arreglándose la corbata.
—Tengo que irme —dijo—. Tengo que preparar la exposición de modas en Hillyer esta tarde. Por la noche te llamaré desde el hotel.
—Muy bien, cariño.
Elinor le acompañó al vestíbulo. Al comenzar a levantarse Larry, se volvió.
—No te levantes —le gritó.
—No estés de pie —dijo Walter, al coger el sombrero—. Y no te preocupes por estar aquí. A Elinor le conviene tener compañía, de vez en cuando. Y a Jill Whittaker, también —agregó riendo—. Espero verte, otra vez, el viernes por la noche.
El viernes por la noche. Cinco días. Larry asintió, con alegría. En cinco días podían suceder muchas cosas.
Walter y Elinor se despidieron, dándose el rutinario abrazo en el vestíbulo y, luego, la puerta se cerró. Ahora debía comenzar a trabajar.
Elinor preparó ei zumo de naranja, las tostadas y los huevos, Echó el caté y ella misma tomó una taza. Larry la examinó, reflejada en la brillante superficie del tostador. Estaba demasiado arregladita para aquella hora de la mañana. ¿Era porque se marchaba Walter? ¿O, acaso, porque se quedaba él?
Durante un momento, pensó si habría alguna intención en aquello. No, era demasiado arriesgado. Además, tenía muchos años. Era más práctico continuar dedicándose a la juventud.
Elinor le hizo algunas preguntas relacionadas con el orfanato, y él la satisfizo explicándole unos cuantos detalles. Para impresionarla más, le dijo que había padecido del corazón.
—Tuve fiebres reumáticas, siendo niño.
Después del desayuno, Elinor quitó la mesa y, cuando él se ofreció a secarle los platos, le rechazó, indicándole que no debía estar de pie. Se fue a la sala, pero no se hallaba satisfecho. Le hubiera gustado secar los platos. Hubiera demostrado que quería hacer algo, ser útil. Pero se lo impedía su tobillo. Tenía que hacer algo, sin embargo.
Naturalmente, el piano. Se sentó en la banqueta y comenzó a tocar Claro de luna.
Lo tocó mal. ¡Qué diablo, si no había visto nunca la partitura! Lo había tomado al oído. Pero no importaba. A ella le gustó.
Aún se hallaba tocando cuando ella acabó y subió a vestirse.
Cuando Larry oyó que se cerraba la nuerta del dormitorio, se fue lentamente al vestíbulo y cogió el listín de teléfonos. Lo estuvo hojeando, hasta llegar a la S. El nombre del marido de la LaVerne era Sarno. Pero no aparecía Sol Sarno en el listín. Quizás vivía en cualquiera de los suburbios cercanos. O no tenía registrado su número. Pero eso podría comprobarlo cuando fuese a la ciudad.
Larry volvió otra vez a la sala. De arriba, le llegaba el ruido de la puerta del baño, al cerrarse, y luego oyó el ruido del agua de la ducha.
Iba a sentarse nuevamente, cuando se fijó en la mesa de despacho situada en el rincón. Era, indudablemente, la de Walter. Se hallaba cubierta de facturas, cartas sin abrir y números atrasados del Wall Street Journal, el diario financiero. Larry repasó todo aquello. Nada importante.
Sus manos se deslizaron sobre los tiradores de latón de los cajones y continuó escuchando el ruido de la ducha. Abrió, cuidadosamente, el primer cajón.
Secantes, lápices, una pluma estilográfica vieja y más facturas, atadas con fuertes elásticos de goma. Libretas de notas, una lámina de sellos de correo, unos sobres y presillas para sujetar papeles. Chatarra todo.
El segundo cajón resultó más interesante. El talonario de cheques, por ejemplo, del Garden View Bank. Repasó las matrices hasta llegar a la última donde vio el saldo que arrojaba la cuenta corriente: $ 1.962,43. Y eso, en una cuenta corriente particular. Walter tendría, seguramente, una cuenta de ahorro. De todos modos, no resultaba una carga para el departamento de economía de aquella casa. Estaba bien saberlo. Además, la existencia de la cuenta corriente de Walter podía resultarle beneficiosa más adelante. Sería cuestión de estudiar el procedimiento.
Puso en su sitio el talonario de cheques y abrió el último cajón.
Todo zarandajas. Un álbum de fotografías, cartas, unas cuantas carteritas viejas de cerillas y un encendedor roto. Y, precisamente, al fondo del cajón...
El agua cesó de oírse.
Todo se detuvo, todo cesó, durante un momento, mientras Larry contemplaba el hallazgo.
Tenía la boca completamente seca.
Allí estaba la respuesta.
Ahora sabia cómo manejar a la LaVerne,
Larry miró fijamente al cajón, y actuó.
Cuando bajó Elinor estaba sentado nuevamente al piano, tocando Celos.
Pero en su bolsillo reposaba la pistola de Walter, del 38.
—Bueno —dijo Elinor—, ¿nos ponemos en marcha?
Larry se levantó de la banqueta y sonrió.
—Sí —dijo—, cuando guste.
VI
Cuando Elinor le dejó frente al edificio, Larry entró en él, cojeando. Y no dejó de hacerlo, hasta estar bien seguro de que Elinor se había ido.
Tomó el ascensor hasta el piso del doctor Russell y entró en la sala de recepción. La chica que estaba tras la ventanilla de cristal, levantó la vista.
—¿Está el doctor?
—¿Le han dado hora?
Larry maldijo a quien había inventado aquella costumbre. La detestaba. Era como cuando le preguntan a uno que trata de hablar con alguna persona importante: ¿De parte de quién?
Larry trató de sonreír.
—No, no tengo hora. Sólo quería saber si podría verle. Se trata de un asunto personal.
—Está aún en el hospital —le aclaró la chica—. No le espero hasta la tarde. Si quiere usted que le dé hora...
Larry hizo un movimiento negativo.
—Lo siento —dijo—. Aproveché que pasaba por aquí y quería verle. Pero volveré otro día. Dígale que ha estado aquí Charlie Snow.
Larry se fue apresuradamente, felicitándose. Había corrido el riesgo, pero aunque aquel curandero hubiera estado allí, hubiese encontrado cualquier salida. Hubiera simulado ser viajante, y le hubiese preguntado si necesitaba servilletas de papel o algo así. Cualquier disculpa para que lo echaran de allí. Pero no fue necesario.
Ahora tenía que consultar la guía telefónica.
Buscó el restaurante de la esquina, que era donde tenía que encontrarse con Elinor, dos horas más tarde, y entró en él. Inmediatamente pidió el listín. Larry buscó en la sección de Médicos y Cirujanos, y anotó un nombre: W. A. Hazeltine, médico, con oficinas en el mismo edificio que el doctor Russell, lo cual resultaba perfecto. Le faltaba ver si tenía horas de despacho los lunes por la tarde. Efectivamente: Lunes y viernes, de 7 a 9.
Cerró la guía, y consultó la alfabética de la ciudad. Buscó en la S, Sarno, Sol. Nada. Tendría que utilizar el procedimiento más seguro: llamar al Sunset Club.
Larry buscó en sus bolsillos, que eran los de Walker, pero a los que había transferido el contenido de los de su smoking, y encontró su dinero. No era ninguna fortuna, pero tampoco necesitaba mucho. Tenía algo mejor, aún. Dicen que el dinero hace hablar, pero una pistola del 38 hace hablar más.
Lo primero que tenía que hacer era usar el teléfono. Llamó a la central y dijo lo que deseaba. La telefonista le pidió que depositara treinta y cinco centavos. Y fue una casualidad, pues tenía el cambio exacto. Era un buen síntoma.
Al obtener comunicación, simuló voz gruesa y preguntó por Sol. Nada de señor Sarno, sino Sol, a secas.
Pero no estaba allí. ¿Dónde, entonces, podría localizarlo? Necesitaba verlo para solucionar con él un asunto importante.
Su interlocutor le dio el número de su teléfono: Canterbury, 4982.
Larry respondió:
—Gracias, amigo. ¿Le importaría, ahora, darme su dirección? Creo que me va a interesar visitarle en su domicilio.
El barman de día le dio la dirección que pedía.
—En Canterbury, ¿eh? Bien, muchas gracias.
Larry colgó, convencido de que, por lo menos, Sarno era un hombre valiente. No ocultaba ni su teléfono ni su dirección.
Pero ¿dónde estaba y qué era Canterbury?
Larry caminó, acera abajo, hasta llegar a un surtidor de gasolina que anunciaba: Gasolina barata. Pidió un mapa de carreteras y entró en el lavabo. No le fue difícil localizar Canterbury, que estaba a unas pocas millas de allí, al otro lado del Sunset Club, y a corta distancia de Garden View, donde vivían los Harris. Lo único que precisaba era un coche, y aquel problema ya lo tenía calculado. Pero, antes, tenía que atender a unos cuantos detalles.
Se alejó, cojeando, del surtidor. Elinor podía tener amigos en la población. Caminó hasta que llegó a una ferretería. Un hombre gordo le vendió munición del 38. Larry dejó de cojear dentro de la tienda en la que hizo su entrada cuando vio que en ella había varios compradores. Consiguió lo que quería, sin conversación de ninguna clase. El dueño tenía que fijarse en el resto de los clientes. Le favoreció también la circunstancia de que había allí unos chiquillos que podían guardarse unas linternas o navajas en los bolsillos, en un momento de descuido.
Larry abandonó el establecimiento. La caja de municiones formaba un pequeño bulto en el bolsillo, y la pistola un bulto un poco mayor. También debía arreglar aquello. Su próxima parada fue en una tienda de música, en la calle principal. Le enrollaron el papel pautado que compró y le dieron una bolsa que pidió. Puso la cajita de balas y la pistola en la bolsa, cuando hubo llegado a un recodo cercano a la puerta, donde nadie podía ver lo que estaba haciendo.
Después, se dirigió a otra tienda y compró unos guantes de lona. Le formaban en los dedos unos bultitos irregulares, pero no esperaba tener que apretar el gatillo. Aun así, era conveniente estar preparado. Y ahora ya estaba todo a punto.
Larry volvió al restaurante y se sentó en un taburete, ante el mostrador. Le dieron una lonja transparente de jamón, entre dos trozos de pan blando, una taza de café con leche aguada y una combinación de harina, burbujas de aire y cerezas químicamente conservadas, que pasaba por un helado de lujo. Con ello recibió, gratis, unas bocanadas de humo de los cigarrillos de los ocupantes de los taburetes de al lado y una oleada de golpes y choques de los encargados del servicio de mostrador. No era precisamente lo mejor para hacer una buena digestión. Aquella gente debería poner un anuncio en la puerta que dijese también: Gasolina barata.
Larry detestaba los establecimientos que tenían servicio de mostrador. Odiaba los sitios demasiado concurridos, que daban la sensación de lavabo público, en los que tenía que ocupar un taburete caliente, mientras otro le echaba el humo del cigarrillo en el cuello para que se marchase pronto, con el fin de ocupar su sitio. Le repugnaban las comidas preparadas para la masa, el ruido constante y la estúpida insistencia de los camareros. Estaba indigestado de freidurías, puestos de hamburguesas, tugurios de almuerzo rápido. Se hallaba harto de servilletas de papel, ceniceros de plástico, cubiertos de alpaca que presentaban como de plata, y café servido en tazones.
Pero esto ya no duraría mucho tiempo, después de la entrevista que proyectaba celebrar con la LaVerne. Él merecía algo mejor que una comida normal. Si sabía obrar con astucia, podría conseguir algo más que una cantidad en metálico. No estaría mal tener un bonito descapotable amarillo, el modelo que Walter Harris llevaba y el que tenía también la LaVerne. Con un par de miles y un buen coche, podía uno llegarse a Florida o a la Costa. Se alojaría en un buen albergue, gastaría unos billetes en adquirir trajes de seda, y llegaría a ponerse de acuerdo con un buen agente artístico. Había un montón de cazadores de marfil, ni mejores ni peores que él, que llevaban una vida regalada en los lugares elegantes de por allí. Trabajaría unas horas de noche y pasaría los días en la playa. Después, buscaría la amistad de una jovencita cargada de dólares. Y él podía lograrlo. Lo único que necesitaba era una oportunidad para empezar.
Después de pagar la consumición al cajero y comprar cigarrillos, Larry disponía de catorce dólares y veinte centavos. No le llegaba para pagar el alquiler del smoking y el hotel en Center City. Que esperasen. No pensaba volver por allí a pagar la cuenta. Que se quedasen con su miserable ropa y vendieran su maleta de cartón, si querían. Porque Larry Fox estaba ya en marcha.
Encontró a Elinor a la puerta, en el momento mismo en que ella llegaba.
—Bien, ¿qué tal? —preguntó ella—. ¿Has visto al doctor Russell?
—La enfermera dijo que no visitaría hasta la tarde. Por eso, creí que lo mejor sería ver a otro médico. El doctor Hazeltine vive en el mismo edificio. ¿Le conoces?
—No. He oído hablar de él, pero no lo conozco.
Aquello era lo que Larry esperaba para simplificar las cosas.
—Parece una buena persona —dijo Larry—, Me miró el tobillo por rayos X.
—¿Viste las placas?
—No, no estarán hasta la noche. Me mandó volver.
—¡Ay, qué lástima! —exclamó Elinor—. Minnie Whittaker nos invitó a su casa esta noche. Será mejor que la llame y le diga que tengo que llevarte al médico, y...
Larry la interrumpió rápidamente:
—No necesitará hacer eso. Iré yo en el coche. Puedo llevarla hasta el domicilio de los Whittaker, regresar al pueblo, comprobar el resultado de los rayos X y volver a reunirme con ustedes.
—Pero ¿no te molestará el tobillo al conducir el coche?
—El médico dijo que no había inconveniente. Fue una de las cosas que le pregunté.
—Bueno...
Larry movió los paquetes que llevaba en el regazo, confiando en distraerla.
—¿Has comprado algo?
—Pues, sí. Me detuve en la tienda de música y compré unas cuantas cosas. Pensé que podría trabajar un poco en mi composición.
—¿En la obra que tocabas ayer?
Larry asintió.
—Quiero hacer unos arreglos en ella.
—¡Estupendo! Puedes trabajar esta tarde, si quieres. Yo tengo que lavar.
Se pasó la tarde sentado al piano, imitando a Oscar Levant. Sin embargo, aquel trabajo no le importaba. Su verdadera preocupación se centraba en la realización de unos planes inmediatos.
Pero a la hora de la cena estaba listo. La comida resultó para él como una especie de nebulosa, fija su atención en lo que tenía que hacer, hasta tal punto, que casi se olvidaba de que tenía que llevar a Elinor a casa de los Whittaker. Hizo lo que pudo para que ella no dejase de hablar con el fin de que estuviese entretenida, pero, en su interior, no cesaba de contar los minutos.
Poco después, abría la portezuela y la ayudaba a salir del coche.
—Si no le importa —dijo—, no entraré. Quiero ir al médico y estar de vuelta cuanto antes.
Dirigió el foco movible hacia el sendero, para que Elinor viera el camino, y esperó a que tocase el timbre. Luego, dio marcha atrás y salió en dirección sur.
Veinte minutos más tarde, Larry se hallaba en el locutorio telefónico del restaurante, en Canterbury. Marcó el número de teléfono que le había dado el barman y, al oír la señal de llamada, notó que el auricular le resbalaba de los dedos.
¿Por qué había de temer, si sabía perfectamente lo que tenía que decir? Todo estaba previsto. Si Sarno estaba en casa y contestaba al teléfono, tendría que colgar y esperar, para volver a llamar. Pero si contestaba LaVerne...
Contestó ella.
—Diga...
—Por favor —dijo Larry, bajando el tono de voz—. ¿Está Sol por ahí?
—¿De parte de quién?
—De Tony French. Acabo de llegar a la ciudad. He de solucionar un asunto con él y me dijeron que lo llamara ahí.
—¿Desde dónde llama?
—Desde el Club.
—Hace tres minutos que salió para allá. No tardará en llegar.
—Bien, le esperaré aquí. Gracias.
—De nada.
Colgó el auricular y consultó su reloj: las ocho menos cuarto. La LaVerne no debía estar en el Club, para el primer espectáculo, hasta las diez. Tenía, por consiguiente, bastante tiempo. Llevaba su dirección: 1216, Burnham Drive.
Pero ¿dónde estaba Burnham Drive? Podría preguntar a cualquiera, pero era peligroso. Era mejor que nadie recordase haberle visto por allí, en previsión de que sucediese algo.
No sucederá nada —se dijo a sí mismo—. Nada malo. Esta vez, estoy haciendo las cosas bien.
Bajó por Main Street, giró a la izquierda, en Jefferson Street, dejándose guiar por la corazonada de que una persona como Sol tendría que vivir siempre por los alrededores, en zonas cubiertas de elegantes edificaciones estilo ranchos. Efectivamente, pronto llegó al número 900, de Burnham.
El camino, bordeado de árboles, estaba muy oscuro. Dentro de las casas, las luces se habían reducido para el nocturno ritual de adoración al televisor. Sentados, en reverente silencio, los ciudadanos de Canterbury practicaban sus habituales devociones ante la iluminada pantalla. Unos se embelesaban ante el desarrollo de las películas de cow-boys, y otros se sobrecogían histéricamente ante las de temas policíacos. Éste era, para muchas personas, el pan nuestro de cada día.
Larry sonrió. ¿Qué dirían las hermanas, si hubieran podido escucharle aquel comentario? Sin embargo, ya no tenía que volver a preocuparse de ello. Y allí, en la manzana que empezaba con el 1200 de Burnham Drive, menos aún.
Detuvo el coche y se estacionó al doblar la esquina. El 1216 estaba en el lado opuesto, un poquito más allá. Se fijó en la casa de mampostería con su elegante toldillo de madera, muy bien presentada y bonita. ¿Qué pintaba Sol Sarno, el propietario de un cabaret de pacotilla, en aquella mansión? ¿Y la LaVerne, presumiendo de ama de casa suburbana? Probablemente, llevaría un delantal cuando salía a regar el césped. Casi la veía con él, marcando deliberadamente las formas de su cuerpo.
A pesar de todo, podía ser cierto lo que le había dicho respecto a que vivía honradamente allí. Quizás ella y su marido fueran ciudadanos bien situados como otros muchos, que invitaban a sus vecinos a comer lechoncitos asados en el patio. No era extraño que se sobresaltase al verle aparecer de nuevo. Ni lo era tampoco que hubiese tratado de deshacerse de él cuanto antes.
Pero la LaVerne tenía mala suerte. Había sonado la hora de tocar el timbre y de tocarlo fuerte, como cuando se toca el primer acorde de una composición propia. Eso era él ahora, un compositor. La LaVerne iba a enfrentarse con su música.
La puerta se abrió.
Y apareció ella. La luz que le daba por la espalda destacaba el pijama que llevaba puesto. Su rostro estaba en la sombra, pero Larry podía ver el oscuro óvalo de su boca.
Ella dijo algo que Larry no pudo entender.
Avanzó, a la vez que ella retrocedía, y cerró la puerta tras de sí.
—¡Vaya cueva! —murmuró él.
Y era bonita. Tenía una gran chimenea y sofás colocados a ambos lados. Una alfombra cubría todo el suelo. De una de las paredes colgaban unos hermosos cortinajes sobre el gran ventanal y un bar portátil adornaba una esquina. Larry hizo un rápido inventario y le satisfizo lo que vio. Todo junto representaba dinero.
La LaVerne se fue, cautelosamente, hacia un lado de la estancia, cerca de la puerta.
—¿Qué vienes a hacer aquí? —preguntó, al fin.
Una pregunta innecesaria. Pero a Larry le encantó oírla. No era él el único que copiaba del cine y la televisión. Todo el mundo parecía hacer lo mismo. La LaVerne, consciente o inconscientemente, se situaba en escena: la indefensa jovencita frente al villano. Ella lo había aceptado así y, por consiguiente, él podía comenzar ya a representar su papel de duro.
—¿Amenaza alguien? —preguntó él.
—¿Qué?
—Calma, mujer, calma —le dijo, sentándose al borde de un sofá y sonriéndole—. No tengas miedo, ni hagas preguntas tontas. Ya sabes a qué vengo. Quiero ese dinero.
—Pero yo creí...
—Te equivocaste. En lugar de ir tú, mandaste a uno con tu tarjeta, pero se te olvidó ponerla en el sobre.
Larry comenzaba a divertirse. El diálogo fluía con facilidad.
—No, yo no...
Sacaba a relucir el viejo truco. No había que dejarla terminar las frases.
—No discutamos. Tuviste tu oportunidad y la malograste. Bien, ¿dónde está el dinero?
—Larry, ya te dije que no puedo reunir quinientos dólares con tanta facilidad. Necesito tiempo.
—Sin embargo, lo tuviste para echarme la zancadilla. Veamos, ahora, lo que tardas en entregármelo.
—Escúchame, Larry, no creas que fue como te figuras. Yo no quería...
—¿Estás tratando de hacerme tragar que fue idea de Sol el mandarme aquel orangután a enfriar mi apetito? ¿Le engañaste diciéndole que había uno que quería molestarte, para que mandase a uno de sus matones a sacarme de allí? —Larry no esperó la respuesta y prosiguió—: Eso ya no me importa. Hablemos del dinero.
—Tengo a mano unos ciento cincuenta que podría darte. El resto... verás, serían unos trescientos cincuenta más, ¿no?
—Siempre fuiste torpe con las matemáticas —dijo Larry—. A esos ciento cincuenta debes añadir cuatro mil ochocientos cincuenta más. Es decir, un total de cinco mil dólares. Y al contado.
—Pero tú dijiste quinientos, y bien sabes que es cierto. ¿Cuándo cambiaste de opinión?
—Cuando el orangután comenzó a golpearme la cabeza —contestó él—. Un golpe de amnesia, ¿sabes? Se me olvidó por completo lo de los quinientos, Y ahora son cinco mil.
—Estás loco. Yo no puedo conseguirlos. No puedes sacármelos.
Larry se levantó y comenzó a andar hacia ella.
—No me digas lo que he de hacer —dijo—. Lo he pensado bien y sólo hay tres soluciones. —Se sonrió al acercársele—. La primera, sería echar a correr, que es lo que tú esperabas, ¿no es así? Que me metiese miedo el orangután, para hacerme huir y, así, tú y Sol podríais vivir tranquilamente en el futuro. Pero se da la circunstancia de que nunca me gustó huir.
Había llegado ya cerca de ella. Le agradaba el perfume que llevaba, pero no se lo indicó. Estaba atento, exclusivamente, a explotar el miedo que la invadía.
—La otra solución parecía más aceptable —continuó—. Era la de comunicarme contigo y darte una nueva oportunidad. Es posible que, ahora, no sea tan buena como antes. Después de todo, uno tiene derecho a cierta clase de compensaciones por haber soportado una paliza. A la diferencia entre los quinientos y los cinco mil, puedes llamarla indemnización. De cualquier modo, el trato sigue en pie. Tú me pagas, y yo desaparezco. Y no volveré a aparecer. Además, sin rencor.
Ella tragó saliva.
—Pero es que no te das cuenta. Yo no tengo los cinco mil dólares. No puedo...
—La otra solución consiste en ir a la policía y hablar un poco... Y...
Esta vez fue ella la que interrumpió:
—¡No creas que me asustas! No me delatarás, Larry. Sabía que no lo harías, cuando me lo dijiste la otra noche.
Larry se encogió de hombros.
—Ya sé que lo sabías. Por eso te arriesgaste a hacerme aquel regalo, porque no creíste que yo haría nada. Bien, quizás estuvieras en lo cierto... entonces. Pero ahora, no. Después de la paliza, de ninguna manera. Acaso, yo la necesitase para que me entrase en la cabeza un poco de sentido común. Porque ahora ya no bromeo.
—Eso es una fanfarronada. —Ella volvió a tragar saliva y los largos músculos de su cuello, músculos de cantante, se movieron de arriba abajo—. Imagínate que fueras a la policía. El caso está concluido y tú has pagado ya las consecuencias. ¿Crees que habría quien te creyese, si tratases de relacionarme a mí con lo que pasó, después de tanto tiempo?
—¿Qué me dices de Clarence?
—¿De quién?
—De Clarence Holloway —contestó él, con suavidad—. ¿Te acuerdas de nuestro compañero, el jefe del personal de servicio? Te vio subir con aquel soldado, y hasta ayudó a arreglar la habitación después del jaleo. Ni siquiera se molestaron en llamarle a declarar, pero él lo sabe todo. —Larry sonrió—. Después de lo sucedido la otra noche, me fui a verle y charlamos un rato. Está dispuesto a declarar, si yo se lo pido, por nuestra vieja amistad.
Ahora sí le creía. Él lo veía en sus ojos. Observaba también el miedo que tenía. Larry se metió las manos en los bolsillos y continuó:
—Me olvidaba de que tendrás que ir a trabajar pronto. No quiero entretenerte. Volveré, a buscar el dinero, dentro de tres días. Cinco mil dólares en billetes pequeños, el jueves por la noche. Si no, señalaré otra cita personal para el viernes por la mañana.
—Larry, no podré conseguir nunca esa cantidad. Quizás pueda hacerme con mil, pero...
Vaya, aquello se le parecía más. La cosa comenzaba a arreglarse.
—Voy a decirte más, muñeca. A mí no me engañas con esas palabritas de pobreza, ni te permitiré que trates de ganar tiempo. No pidas auxilio a Sol porque ni él ni sus matones podrán encontrarme. Te advierto que no lo intentes.
Ahora la tenía contra la pared, y él seguía con las manos en los bolsillos. Todo lo había hecho con la voz y los ojos. Comenzó a mover los dedos, como contrapunto a su voz.
—Verás, hay otra solución de la que no te hablé aún. Podría matarte —dijo, enseñándole la pistola.
—¡L... Larry!
—Mírala bien. Es auténtica. Y está cargada. ¿No quieres tocarla, LaVerne? Quisiera que la tocases para que te convencieras de que es auténtica.
—Larry, guarda eso...
—No te gustan las pistolas, ¿eh? Desde que me viste utilizar una con aquel marine. Claro que no disparé, sólo le di unos cuantos golpes con ella. ¿Recuerdas cómo tenía la cabeza? Seguramente se te revolvió el estómago al verle, ¿no?
—Por favor, Larry...
—Pues no lo hagas ahora. Esta noche tienes que cantar. —Guardó la pistola—. Pero podrías acordarte de la pistola, de vez en cuando. Para que no olvides que hay algo que hacer antes del jueves.
La LaVerne suspiró.
—De acuerdo —dijo—. Pero ¿cómo puedo comunicarme contigo?
—Ya lo sabrás.
Larry dio un paso atrás.
—Sabes lo que me estás haciendo, ¿no? —murmuró ella—. Sabes que tendré que robarle ese dinero a Sol y que, al hacerlo, voy a destrozarlo todo, incluso mi vida y la de él. Larry, ¿no habrá otro medio, algo que yo...?
Larry se rió.
—¿Qué insinúas? —preguntó—. ¿Estás tratando de tentarme con tu cuerpo de lirio?
Y, sonriendo, levantó la rodilla y le dio con ella en la boca del estómago.
Su cuerpo golpeó la pared sordamente, luego se dobló por la mitad y cayó al suelo, quejándose. Su rostro adquirió, de pronto, una palidez de muerte.
—Te llamaré antes del jueves —dijo Larry.
Tuvo que contenerse para no salir silbando.
Había interpretado bien aquella composición suya. Ni una nota falsa en toda ella. El hecho de darle un poco de su merecido le había sentado bien, aunque había procurado no darle en la cara, donde se hubiera visto.
Quizás podría ahorrar ese golpe para después, para cuando tuviera el dinero en la mano.
VII
A las nueve de la noche, Elinor comenzaba a preocuparse porque Larry no había llegado aún. Estaba en la cocina con Jim Whittaker, Minnie y Jill. Jim se dio cuenta de la forma en que Elinor consultaba continuamente su reloj de pulsera.
—¿Qué ocurre? —preguntó—. ¿Temes que tu amiguito te haya abandonado?
Todos rieron, pero a Elinor no le hizo ninguna gracia.
—No te sonrojes —dijo Minnie—. No le diremos nada a Walter.
—Hablando en serio —continuó Jim—, me interesa ese chico. ¿Has averiguado algo más de su pasado?
—Sólo sé que es huérfano y que desea ser compositor.
—Eso mismo fue lo que nos dijo a nosotros.
—Jim estaba encendiendo un cigarrillo y observándola, a través del humo—. ¿Tú lo crees?
—Hombre, si trajo a casa papel pautado para... —Elinor se detuvo—. ¿Qué quieres decir?
—Nada. Simples conjeturas. Después de todo, no sabes nada de él más que lo que él te ha dicho.
—¿Y qué más hay que saber?
Jim se encogió de hombros.
—Creo —terció Minnie— que eres muy malpensado. A mí me parece que Larry es un buen chico. Lo que pasa es que estás celoso porque Elinor le prefiere a ti —terminó, riendo.
—¡Qué tontería! Hace ya años que dejé de hacer el amor a Elinor.
—¡Papá! —exclamó Jill, metiéndose en la conversación.
—En realidad, no es la virtud de Elinor lo que está en tela de juicio. Me estoy preguntando simplemente si obraste con cordura al dejarle el coche a un joven a quien casi no conoces. A estas horas, puede estar camino de Méjico.
—¡Qué cosas se te ocurren!
La indignación de Minnie llegó a punto, pues le permitió a Elinor ocultar la suya.
—Papá, pero ¿por qué dices eso? —preguntó Jill—. Si ni siquieras conoces a Larry.
—Por cuya observación deduzco que tú sí le conoces.
—Ayer hablé con él, durante dos horas largas.
—Ya me di cuenta. Y me parece que, desde entonces, no oigo más que hablar de Larry.
—Ya te dije que estás celoso. Tienes envidia —dijo Minnie—. Estás tan acostumbrado a ser la primera figura aquí, que cuando se interpone un joven...
—¡Aja! —dijo Jim—. La palabra secreta es joven, ¿no? Podría haberme dado cuenta de lo que les ocurre a las mujeres cuando aparece el joven forastero, moreno, guapo y misterioso.
Elinor se sonrojó al oírle. Naturalmente, estaba bromeando. Después de tantos años, estaba acostumbrada ya a las bromas de Jim. Pero le molestaba y sus insinuaciones acerca de Larry se pasaban de la raya. Después de todo, Larry era su invitado. Suyo y de Walter.
—Un momento, Jim. Olvidas que Larry también habló con Walter. Y el que se quedase aquí fue idea de mi esposo. Larry quería irse a Center City hoy mismo y así lo sugirió. Pero Walter insistió en que se quedase. No irás a decirme que Walter se haya encaprichado por el chico, ¿verdad?
—Bien hablado, Elinor —dijo Minnie, levantándose—. Perdonadme, mientras preparo un poco de café.
Jim bajó la vista a la mesa.
—Perdona. Quería hacerme el gracioso. Oye, estás preocupada, ¿verdad? ¿Y si llamo al médico a ver si ya salió de allí?
Elinor le sonrió.
—Es una buena idea.
—A ver, ¿a quién fue a consultar?
—Al doctor Hazeltine.
—Ah, sí. Un buen médico.
Jim salió a la sala y se sentó al lado del teléfono. Cogió el auricular.
En aquel momento, sonaron las campanillas de la puerta.
Jill salió corriendo por el vestíbulo y regresó con Larry.
—Buenas tardes a todos —dijo, ofreciéndole la mano a Jim—. Me detuve en el restaurante a comprar helado.
—Gracias. Minnie está haciendo el café.
Jim llevó el recipiente de helado al bar.
—Siento haber llegado tarde —murmuró Larry, al entrar en el cuarto de estar—. Había media docena de enfermos antes que yo.
—¿Viste los rayos X? — preguntó Elinor.
—Sí; nada realmente malo. Me vendó el tobillo. No tendré que volver.
Larry se subió la pernera del pantalón y enseñó el esparadrapo, que subía por encima del borde de su calcetín izquierdo.
Jill entró desde el vestíbulo.
Elinor notó que se acababa de pintar los labios y se mantenía tiesa como una de esas modelos que aparecen en la televisión. No pudo disimular una sonrisa, pero, al mismo tiempo, la molestó.
Larry pareció no darse cuenta. Se fue al encuentro de Jill —casi no cojeaba— y dijo:
—Supongo que tendrás ganas de recibir la primera lección.
—Ah, ¿no te olvidaste, entonces?
—Claro que no. Yo siempre cumplo mis promesas.
Elinor tosió.
—Minnie debe de tener ya listo el café. Vamos, Jill, a ver si podemos ayudarla en algo.
Jill la siguió a la cocina. Elinor ya estaba segura. Pero, como parecía que aquella chica no hacía más que echarse encima de Larry, ella no estaba dispuesta a consentir que abusase de él.
Minnie había puesto la mesa de la cocina y todos se sentaron a su alrededor. Elinor esperó, alerta, para interponerse, en el caso de que Jill intentase tomar las riendas de la conversación. Pero cesó su preocupación al darse cuenta de que Jim Whittaker acababa de iniciar uno de sus temas.
—No, no es una novela. Es una especie de comentario sociológico. Trata del fetichismo.
—¿Quiere decir que es de salvajes? —preguntó Larry.
—De las junglas de la oscurísima América.
—En otras palabras, de gente como nosotros.
—Exceptuando los presentes —dijo Jim—. He aprendido a presentar los hechos. Me ahorra tener que defenderme a puñetazos y que me rompan las gafas.
—Cuénteme, a ver.
—Bien, primordialmente me interesa el fetichismo de la juventud. Se le encuentra presente en el modo de hablar, en el vestir, en el decoro, o, mejor aún, en su ausencia, en la publicidad, en los espectáculos y en todas las artes. Ejerce influencia sobre los negocios, el gobierno y la religión. Eso, sin contar con las actitudes sexuales.
—¡Volvemos a lo mismo! —suspiró Minnie.
Jill frunció el ceño.
—Padre, Larry no necesita una conferencia —dijo.
—De veras, me gustaría oírlo —afirmó Larry.
Elinor disimuló una sonrisa al continuar Jim Whittaker.
—Todo comenzó con la primera Guerra Mundial. Hasta entonces, el papel tradicional del joven en este país, era el de aprendiz. En las comunidades rurales, comenzó como labrador y ayudaba a su padre a labrar las tierras. En las ciudades, entraba en los negocios como escribiente y ordenanza. La juventud aceptaba un lugar subordinado, sin preguntas, incluso, cuando se desarrolló la era industrial. La edad era aún sinónimo de sabiduría. Todo colegio presumía de su sabio venerable, todo el pueblo tenía sus maduros filósofos, y toda familia buscaba el consejo del abuelo o de la abuela. El cabello gris iba asociado a la dignidad y la importancia. Piénsese seriamente en ello, durante un momento, y se comprenderá el cambio tan brusco que se ha experimentado en nosotros, en los últimos cuarenta y pico de años.
—Usted dijo que había sido a raíz de la primera Guerra Mundial —murmuró Larry, hundiendo la cucharilla en el helado.
Jim Whittaker hizo una señal de asentimiento.
—La guerra es la gran purificadera de la juventud —dijo—. Se oyen los clarines, bate el tambor y, de pronto, toda la chiquillería de dieciocho años del país se cree importante. Un joven se convierte en soldado y, por lo tanto, en hombre. La guerra derrumbó todas las barreras. Llevó a las mujeres al comercio y a la industria en gran escala y ofreció independencia económica a la gente joven de ambos sexos. A la independencia económica siguió la independencia social. En aquella época salió una canción popular titulada Cómo vas a sujetarlos al campo. Después vino Han estado en París. El resultado fue que no podía sujetárseles. Jamás volvieron al campo.
Jim hizo una corta pausa y prosiguió:
—Mientras tanto, la propaganda de guerra aumentaba la importancia de la juventud. De pronto, el deber patriótico de hallarse físicamente en forma, de ser agresivo y estar alerta, dispuesto a aceptar nuevas ideas y cambios en el patrón de vida traídos por el esfuerzo de la guerra, se convirtió en doctrina. De aquí, naturalmente, sólo había un paso a los años veinte y a la edad de la juventud llameante. Y la juventud fijó las modas, las formas, la educación y la moral.
—Tú todo lo ves así de sencillo —interpuso Minnie—. Pero yo no recuerdo que haya ocurrido nada de eso. A mí me parece que nuestros padres seguían siendo los amos.
—No fue sencillo —convino Jim—. Y no le sucedió eso a todo el mundo de la noche a la mañana. El efecto fue progresivo durante una década o más.
—Creo que empiezo a comprenderle —dijo Larry—. Se fue introduciendo solapadamente en la gente.
—Eso es. —Jim encendió un cigarrillo—. Se fue anunciando gradualmente y las artes se convirtieron en voceros del fetichismo de la juventud. La atracción básica iba dirigida a los jóvenes y se manifestaba en modas, en cosmética y en productos para la mujer. Uno era juvenil si se compraba un coche nuevo, una radio nueva, un nuevo refrigerador. Se recomendaba tener en propiedad tales cosas y los anunciantes hicieron cuanto pudieron para hacer creer a la gente que tales propietarios serían igualmente recomendables. En cuanto a las artes, los compositores jóvenes adaptaron los clásicos al jazz, los pintores jóvenes ponían bigotes a los viejos maestros, los jóvenes escritores desenmascaraban el pasado y exaltaban la superioridad de la juventud y de la libertad.
Walter hizo una corta pausa y prosiguió:
—Desde luego, no fue una lucha unilateral. Los viejos hicieron frente a la batalla como pudieron, hasta que llegó la depresión. Sabemos cómo perdieron sus ahorros, sus inversiones, pero a veces nos olvidamos de que también perdieron su estado y su posición. Durante los años treinta, la edad se convirtió repentinamente en pasivo, en vez de activo. La gente joven entró en competencia en el mercado del trabajo y, se hizo con los empleos disponibles. Trabajaban por menos dinero, no se cansaban tan fácilmente y eran más asequibles a las ideas nuevas.
»La segunda Guerra Mundial completó la revolución. Esta vez no había duda ninguna. Desde luego, aún teníamos nuestros hombres de Estado maduros, pero los que principalmente ejercían el movimiento eran los jóvenes. Los pilotos héroes de menos de veinte años, los juveniles comandos, los juveniles directores en todos los órdenes. En cuanto al elemento femenino (si Jill me perdona la vulgaridad) existía una frase para describir su nuevo papel: Si ha adquirido el suficiente desarrollo, tiene la edad suficiente. Añádase a esto el relajamiento de la disciplina paternal, el abandono de las viejas normas de moralidad, y el resultado es evidente. Y a esto hemos llegado hoy, en un mundo donde el fetiche de la juventud constituye una obsesión.
—Contigo, al menos, sí lo es —dijo Minnie.
Jim se encogió de hombros.
—Mirad a vuestro alrededor. Nuestros líderes en economía, por medio de la publicidad, nos aseguran que el deber de cada persona es parecer joven; que compremos productos que disimulen la madurez. Nuestros libros, nuestras revistas, las películas y los programas de televisión nos informan, y no con demasiada sutileza, que el romance y la aventura son de la exclusiva propiedad de la gente comprendida entre los diecisiete y los veinticinco años. Nadie que pase de esa edad se enamora ni experimenta sentimientos duraderos, a excepción de algunos tipos cuarentones que mueven a risa.
Jim hizo una nueva pausa, miró a su alrededor, y continuó:
—Nuestro mismo lenguaje está dominado por la conciencia juvenil. El sonido frío apaga la conversación de las salitas y el léxico del gamberro se ha apoderado de los claustros universitarios. Es a la juventud a la que más buscamos. Nuestras mujeres adoptan el vestuario masculino, con su pantalón tejano. Cuando Minnie invita a algunas amigas para una reunión femenina, las llama chicas, y os aseguro que se creen chicas de verdad, aunque se aproximan a los cincuenta. Y. cuando yo juego al poker con los chicos, veo cabezas más mondas que la mía. Es significativo ver que, cuando un hombre de mi edad adquiere cualquier clase de éxito mundial, consigue el espaldarazo definitivo: la juventud. Los diarios están llenos de relatos sobre jóvenes directores de cuarenta y ocho años, y líderes políticos juveniles, de cuarenta y nueve. Ese es el asunto de que tratará mi libro. Por qué la gente tiene miedo a obrar de acuerdo con su edad. No he comenzado aún a considerar las soluciones. Antes, tendré que aclarar algunos conceptos.
—¡Jim! —exclamó Minnie, haciendo una mueca—. Estás hablando demasiado.
—Perdón. No era esa mi intención.
—Yo me alegro de que lo haya hecho. Quizás podamos hablar algo más sobre ello —dijo Larry.
—Encantado. Me gustaría oír su opinión —dijo Jim. Y pareció hablar con sinceridad.
Elinor se mostraba encantada. Vio que Larry había causado buena impresión en Jim aquella noche.
En aquel momento, Jill apoyó su mano en el brazo de Larry.
—¿Querrías pasar a la otra habitación y probar el piano? —preguntó.
—Claro, la lección —dijo Larry, levantándose.
Jill se había puesto ya de pie y aún se apoyaba en su brazo. Dio un pequeño traspiés, o lo simuló, al menos, y le rozó.
Elinor estaba asqueada. ¡Cómo se le echaba encima! Y el pobre Larry era demasiado bien educado para negarse. Tenía que poner coto a aquello. Consultó su reloj, con rapidez.
—Siento interrumpir —dijo—. Pero creo que debemos irnos. Son las diez y media.
—¿Qué prisa tienes? —preguntó Minnie—. Si nunca os acostáis antes de las doce.
—Es que Walter prometió llamar por teléfono —explicó Elinor—. Quiero estar en casa cuando
llame. —Vaciló un momento—. Claro que si Larry quiere quedarse...
Larry le dirigió una mirada e hizo un movimiento de cabeza.
—Tiene usted razón. Es mejor que nos vayamos. —Se volvió a Jill —. Quizás pueda venir mañana, a cualquier hora. O ir tú a casa de los Harris, si a Elinor no le importa.
—Claro que no —se apresuró a decir Elinor—. Ya lo arreglaremos.
Mientras se despedían, cuidó de encaminar a todos hacia la puerta y Jill ya no volvió a tener ocasión de interrumpir otra vez.
Una vez dentro del coche, Larry se puso al volante y ella se reclinó sobre el asiento. En la oscuridad, sonrió.
Jim Whittaker podría ser un hombre listo, pero estaba equivocado de medio a medio en aquel asunto de la juventud. La juventud todavía podía aprender algo de la experiencia. Y eso era lo que ella tenía: experiencia. Elinor no era vieja y, además, sabía hacer las cosas. Por eso la molestaba tanto la frescura de la dichosa Jill. Larry, por otra parte, era mucho más juicioso. Se encontraba más a gusto con una persona como ella. Y así estaba ahora —ella lo sabía— conduciendo el coche, sonriendo y canturreando un poco.
—¿En qué estás pensando? —preguntó ella.
—En Jim Whittaker —contestó—. Tiene razón. En estos tiempos, todo se basa en la juventud. Estaba pensando en esas canciones modernas, escritas por jovencitos y para jovencitos, cantadas e interpretadas por ellos. En el coche deportivo, y en la forma en que los actores y las actrices tratan de encubrir su edad. Dicen que en Europa es distinto. Si uno ha escrito una comedia o un libro, incluso hace treinta años, todavía hoy lo respetan. Pero en este país, uno vale sólo lo que dure su última película o su última canción, o lo que sea.
Elinor hizo una señal de asentimiento.
—También yo he leído eso —dijo, vacilando, pero con deseos de proseguir, con la repentina y extraña sensación de que tenía que proseguir—. Y también he leído que hay lugares en Francia, por ejemplo, donde no se reconoce el atractivo de una mujer hasta que llega a los cuarenta o, por lo menos, a los treinta y tantos.
Larry se volvió para mirarla.
—¿Quiere que le dé mi opinión? Yo creo que están en lo cierto.
—¿Por qué dices eso?
—Usted pasa de los treinta, ¿no?
Elinor se rió. Una risa de circunstancias, simulada.
—Y bien pasados —respondió.
—Ya ve.
Larry no dijo más. Pero era bastante. Lo bastante para no olvidarse de ello durante el resto del camino, al entrar en casa y al encender las luces y darse las buenas noches.
Elinor subió a su habitación. Mientras se desnudaba escuchaba los débiles rumores que le llegaban de la habitación para forasteros, al final del pasillo. Los débiles rumores de la habitación de Larry.
Elinor se acercó al espejo y se contempló. En la habitación había poca luz. De pronto, sintió el deseo de encender la lámpara más potente para verse con claridad.
En algún recoveco de su cerebro, alguien decía:
—No seas idiota —repitiéndoselo, una y otra vez—. No seas idiota. Eres una cuarentona. Pórtate como tal.
Dio la luz y la voz se esfumó. Tenía alguna semejanza con el eco del viejo Jim Whittaker y sus extravagantes teorías.
Porque el espejo no mentía. La mujer desnuda que estaba ante ella era atractiva. Su piel era suave y limpia y sus carnes firmes y fuertes. Se observaba una ligerísima obesidad en los muslos, pero ninguna flacidez en el resto del cuerpo. Había algo excitante en todo su contorno. Elinor consideró que, a pesar de todo, su carne estaba aún en condiciones de responder a la pasión y a su significado. El hombre sabía apreciar eso también. Un hombre como...
Walter. Seguramente llamaría pronto.
Al pensar en su marido, Elinor se fue hacia la cama y se vistió el camisón. ¿Y si él llamara y la encontrase allí, desnuda y pensando en...?
¡Aquello era una tontería! Por teléfono no podía verla y, menos aún, leer lo que pasaba por su imaginación.
En realidad, no es que hubiera nada que leer, ni nada de qué avergonzarse o sonrojarse. Pero ¿por qué tenía ahora aquella sensación de pudor y se tapaba con la ropa hasta el cuello? Además, Walter tampoco podía oír el ruido procedente de la habitación de forasteros.
Aquel ruido cesó. Ello quería decir que Larry tendría ya puesto su pijama, es decir, el pijama de Walter. Demasiado grande para él, probablemente. Comenzó a imaginarse cómo estaría con él y, después, cómo estaría sin él; pensó que quizá se lo estaría quitando para acercarse, en la oscuridad, a su habitación...
Era pura locura, claro, pero ¿por qué mentir y engañarse? Todo el mundo tenía tales pensamientos. Walter llamaría en cualquier momento. Sabía que tenía que llamar y, hasta entonces, no necesitaba rechazar aquellos pensamientos, siempre que continuara recordando que no podían traducirse en nada real y que no debía desearlo. Pero dejaría de pensar en ello cuando Walter llamase.
Walter, sin embargo, no llamó, y así continuó despierta durante bastante tiempo, saboreando aquellas imágenes. Más tarde, rendida por el cansancio del día, se durmió, pero siguió soñando en lo mismo.
Y, sólo a la mañana siguiente, se dio Elinor cuenta de que se había olvidado de algo que nunca dejaba de hacer, cuando, por ausentarse Walter, ella quedaba sola en casa...
Había olvidado cerrar su habitación por dentro.
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