BLOOD

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viernes, 26 de marzo de 2010

IMÁGENES MALDITAS

IMÁGENES MALDITAS

Ramsey Campbell

1

Al final el dolor se hizo insoportable, pero no durante mucho tiempo. A través de la neblina que la rodeaba, creyó ver los campos y a los espectadores que bailaban celebrando su dolor. A su alrededor, se agolpaba la gente con la que había crecido, desde los viejos que la habían mecido sobre sus rodillas cuando era pequeña hasta los de su misma edad, con los que entonces solía jugar; pero ahora sus rostros eran perversamente jubilosos, como las gárgolas de la capilla que se recortaba tras ellos. Se mofaban de ella y alzaban sus hijos por encima de sus cabezas; los sentaban sobre sus hombros para que vieran mejor, de modo que quedaban prácticamente a su misma altura. Parpadeando entre un mar de lágrimas podía ver las caras que se arracimaban a sus pies. Mientras intentaba ver el rostro de su marido, rezaba para que no tardara en llegar y cortar sus ligaduras antes de que el dolor fuera aun peor.

No podía verlo, y tampoco podía gritar su nombre. Alguien le había introducido una mordaza en la boca, tan profundamente que su herrumbroso sabor apenas la dejaba respirar. Ni siquiera podía rogar a Dios en voz alta que dejara de hacerle sentir la lengua, que sentía hinchada contra los dientes. Entonces sus sentidos, que habían estado luchando todo el tiempo para olvidar lo que le había sucedido, volvieron a despertar, y recordó que no había tal mordaza y que su lengua no podía ser lo que sentía como un bocado de brasas ardientes abriéndose camino en el interior de su cráneo.

Por un instante su mente saltó fuera del alcance de su voluntad y recordó todo. Su marido no iba a salvarla, incluso aunque hubiera podido gritar su nombre en vez de emitir aquel quejido que tan poco se parecía a su voz. Había muerto, y ella había visto el demonio que lo había matado. La multitud que se arremolinaba a sus pies deleitándose en su tormento creía que la ejecutaban por haberlo asesinado, pero había un hombre que sabía que eso no era cierto.

Lo sabía tan bien que había hecho que le arrancaran la lengua aparentando simplemente estar cumpliendo la ley.

La niebla la envolvía y las expresiones de regocijo parecían acercarse a ella a través de tinieblas cada vez más espesas. Una vez más se dio cuenta de la desesperación con que su mente deseaba escapar. Ya no era simplemente una dolorosa neblina, era el calor de las llamas que comenzaban a lamer su cuerpo. Volvió a emitir aquel extraño quejido, más fuerte esta vez, y se debatió salvajamente por escapar. La turba rugió enardecida por sus lamentos o quizá para animarla a que pusiera más entusiasmo en el espectáculo. Entonces, como si Dios hubiera respondido a la plegaria que ella era incapaz de pronunciar, sus esfuerzos o el fuego soltaron sus ataduras y sintió que su cuerpo se proyectaba hacia adelante. Sus cabellos estaban ardiendo. Mientras se arrastraba fuera de la hoguera retorciéndose sintió que la sangre comenzaba a hervir en sus venas.

No llegó muy lejos. Unas manos anónimas la agarraron y volvieron a arrastrarla hacia el poste. Ella sintió como su vida escapaba hacia la tierra a través de sus carbonizadas piernas. Las manos volvieron a atarla con mayor firmeza y la levantaron para depositarla en el centro de la hoguera. En el momento en que su cerebro se incendiaba pudo ver al hombre que la había condenado, mirándola desde su torre. El rostro del demonio que había matado a su marido era una repulsiva caricatura del hombre de la torre.

2

Sandy salía a comer cuando vio a Graham Nolan en el pasillo Se acercó a grandes zancadas, y su melena gris reflejó el sol que aque día brillaba sobre Londres. Sus ojos azules resplandecían, y sus alargadas mejillas y sus carnosos labios estaban arrebolados de entusiasmo.

—Debe de ser algo muy especial lo que te trae por aquí en tu día libre —dijo ella.

—Lo que el mundo necesitaba —anunció él, y la abrazó de manera paternal—. Tienes tiempo para una copa, ¿verdad?

—Pensaba dar una vuelta por el parque.

—Si no me pesaran tanto los años... —suspiró él, encogiéndos de hombros mientras ella le lanzaba un amistoso puñetazo—. De acuerdo, un paseo y luego una copa. ¿Eso te parece bien? Toby pasará a recogerme cuando acabe con sus compras. No irás a permitir que lo celebre solo...

—Supongo que tienes razón. Podemos permitirnos un descanso.

El ascensor descendió cinco pisos hasta el vestíbulo de la Metropolitan Televisión. La moqueta verde era como un césped. Al otro lado de las puertas giratorias, los taxis cargados de turistas de agosto avanzaban lentamente por Bayswater Road. Graham se hizo visera con la mano mientras seguía a Sandy bajo el cielo azul y la mantuvo sobre sus cejas mientras ella lo conducía hacia Hyde Park.

Un hombre con el cráneo enrojecido por un reciente afeitado atraía a la mayoría de los turistas del Speaker's Corner. Estaba diciendo algo sobre abandonar a alguien en una isla desierta: si no podía sobrevivir, mala suerte. Graham se dirigió al banco más cercano y sonrió a Sandy con gesto de disculpa.

—Me temo que no tengo mucho fondo, enseguida me canso.

—Me debes un paseo —bromeó ella mientras se sentaba a su lado— ya que no puedes esperar para contarme lo que has encontrado.

—Adivínalo.

—Todas las escenas de Orson Welles que fueron cortadas tras el primer montaje.

—Ah, ojalá fuera eso. Ya empiezo a dudar de que llegue a verlas en lo que me queda de vida. Personalmente, me imagino el cielo como la versión completa de Los Amberson en programa doble con Codicia sobre la pantalla más grande que mi cerebro pudiera asimilar —dijo él, mirando con cierta ansiedad a su alrededor: el parque, las niñeras con sus cochecitos, las palomas picoteando migas de pan en los senderos—. Sé que soy un pesado, pero ¿te importaría que fuéramos ya a sentarnos en algún sitio? Me sentiría más a gusto bajo un techo.

Fueron paseando hasta Marble Arch, desde donde la negra corriente de taxis fluía hacia Edgware Road, Oxford Street y Park Lane y casi se perdieron entre la multitud camino del pub. Mientras se enjugaba el sudor de la frente con uno de sus grandes pañuelos, Graham escogió una mesa al fondo del bar. Sandy tomó asiento en el rincón y estiró sus largas piernas, atrayendo miradas de admiración de varios hombres de negocios que masticaban sus bocadillos en la barra.

—No habrás encontrado la película que según tu amigo el americano se había perdido para siempre... —dijo ella.

La torre del miedo. Pues sí, eso es. Y quería que vosotros dos fuerais los primeros en saberlo. De hecho me estaba preguntando si os apetecería asistir a un estreno privado esta noche.

—¿No llegó a estrenarse?

—Nunca. Ni siquiera en Estados Unidos, aunque mi copia viene de allí, de la cámara de seguridad de un banco. El coleccionista parecía más ansioso de ver crecer su cuenta corriente que de ver películas, bendito sea. ¿Sabes? Sospecho que uno de mis informadores también tenía una copia bien guardada —Graham se arrellanó en la silla como si acabara de terminar una excelente comida y alzó su gin-tonic—. Por que todas mis búsquedas tengan el éxito de ésta, y por que la próxima pieza no me cueste dos años de trabajo.

—¿Valía la pena invertir dos años en ello?

—Querida —la reprendió Graham, sabiendo que estaba bromeando—, ¿una película inédita de Karloff y Lugosi? Tendría que ser mucho peor que lo más infame que se estrena actualmente para sentirlo, pero te diré una cosa: estuve viendo la primera media hora antes de acostarme, y tuve que hacer un esfuerzo para no dejar la luz encendida.

—¿Pero sólo por...?

—¿Por una película vieja? La obra de un viejo maestro, Giles Spence. Ya es bastante trágico que fuera la última que dirigió. Te aseguro que sabe hacerte mirar atrás. Y creo que vas a quedar profesionalmente impresionada por el montaje. Me muero de ganas de ver esa película con alguien que pueda apreciarla.

—¿No te vale Toby?

—Toby es un encanto, pero ya conoces sus teorías sobre vivir en el presente y todo eso. Espero que no se agobie si viene también Roger, el americano. Lo conociste en mi última fiesta, ¿te acuerdas?

—Charlamos un momento.

—Oh, no seas desconfiada. No me atrevería a tendele una trampa a la ermitaña de Muswell Hill —dijo Graham, simulando cubrirse por si ella lo golpeaba—. En serio, ¿podrás venir esta noche?

Parecía tan ansioso que Sandy sintió pena por él.

—Iré a cuidar de ti.

Él miró a sus espaldas, probablemente buscando a Toby, pero no se lo veía entre la multitud que se recortaba contra la luz del exterior. En la televisión los anuncios habían interrumpido las noticias de la una. Unas mujeres con delantales y gavillas en los brazos danzaban en un campo de trigo a los acordes de Vaughan Williams, mientras una voz maternal murmuraba: «Semilla de Vida..., simplemente inglés» mientras el mismo texto aparecía en pantalla. A continuación vieron las tomas qué Sandy había estado montando un rato antes para el noticiario: la cadena de policías que obstruía la carretera de Surrey; la caravana errante que los medios ya habían bautizado como «el ejército de Enoch» indignada ante la barrera de agentes; su jefe mesándose las barbas, tan voluminosas como su cabeza, mientras un policía les hacía señales de que siguieran su camino hacia otro lugar; niños asomados a las ventanas de los vehículos mirando a otros niños que les gritaban hippies desde una escuela al borde de la carretera.

—Chivos expiatorios, diría yo —murmuró Graham.

—Espero que la gente comprenda que no son más que eso.

—Lo único que puedes hacer es intentar mostrar la verdad —dijo Graham, sobresaltándose cuando alguien se le acercó.

Era Toby. Acarició la cabeza de Graham al pasar y se apoyó contra la pared junto a Sandy, moviendo sus anchos hombros para aliviar la tensión. Su cara redonda parecía más pálida de lo normal a causa de su espesa mata de cabello rojo. Parecía indignado y tenía los ojos muy abiertos.

—Gracias, Dionisos, por este oasis en la jungla —dijo alzando su copa.

—¿Problemas con los nativos? —inquirió Graham.

—Al menos no con nosotros. Las juventudes hitlerianas casi me tiran bajo las ruedas de un autobús de camino a su cervecería, y dos gnomos en bermudas se me han colado, llevándose la última pasta fresca que quedaba en Old Compton Street. «Mira, Martha, es como la que hacemos en casa. Gracias al Señor que todavía se puede encontrar comida como Dios manda, y no toda esa basura extranjera.» Deberían dar gracias a Dios, porque yo cuido mucho las relaciones internacionales.

—Olvídalo, amor. Por cierto, Sandy viene a casa esta noche.

—Va a ser una cena lamentable, te lo advierto. Haré lo que pueda con las cuatro cosas que he conseguido rescatar de la recepción.

—Con vosotros dos ya hay fiesta suficiente —dijo Sandy alzando la voz para tapar a uno de los hombres de la barra, que se había puesto a contar un chiste sobre gays y el SIDA. Estaba pensando que quizá no se había fijado en las personas que lo rodeaban cuando él y sus amigos se quedaron mirando a Graham y Toby con descaro y prorrumpieron en carcajadas.

—Creo que es mejor que nos vayamos a casa, antes de que me ponga de mal humor —dijo Graham.

—Como quieras —repuso Toby con los labios apretados y las mejillas encendidas. Sandy se dio perfecta cuenta de que se estaba conteniendo para no decirle algo al charlatán. Empujó a sus amigos hacia la salida cuando el grupo de hombres se volvió, siguiéndolos con la mirada. Sus ojos se encontraron con los del chistoso a través del espejo de la barra. Su cara estaba colorada como un tomate.

—Debe usted de tener muchos problemas de personalidad... —le espetó al ver su sonrisa autosuficiente.

—Nunca he podido soportar ni a los maricas ni a las feministas —dijo a uno de sus compadres torciendo la boca.

—Entonces debe soportarse muy mal —dijo Sandy con una sonrisa compasiva.

Él comprendió el comentario más rápido de lo que Sandy esperaba y se revolvió en su taburete agachando la cabeza como un toro que sale al ruedo. Ella ni siquiera necesitó imaginárselo embistiendo para darse cuenta de lo absurdo de la situación. Sacudió la cabeza con gesto decepcionado y apremió a sus amigos a salir del pub.

—Tú ocúpate de que Graham pueda disfrutar de su triunfo —dijo a Toby mientras le daba unas palmaditas en las mejillas, rojas de indignación.

—Disfrutaremos más compartiéndolo contigo —respondió él, y tomó a Graham de la mano mientras se dirigían hacia el parque.

Sandy se quedó un momento junto a la Metropolitan mientras ellos desaparecían por Speaker's Corner. El hombre del cráneo afeitado seguía gesticulando, pero lo único que parecía salir de su boca era el ruido del tráfico. Un vagabundo, o quizás un montón de basura, se movió ligeramente detrás de un banco mientras Graham y Toby llegaban a la entrada del aparcamiento subterráneo. Justo antes de desaparecer por la puerta, Graham miró hacia atrás fugazmente, pero a Sandy no le pareció que la buscase a ella. Estaba intentando ver qué había hecho volverse a Graham cuando se topó con Lezli, que salía de la Metropolitan.

—¡Socorro! —exclamó Lezli.

3

Al principio Sandy pensó que lo que Lezli estaba montando era un viejo musical. No dejaba de sujetarse sus mechones verdes detrás de las orejas cada vez que se inclinaba sobre la mesa de montaje. Fred Astaire bailaba en la pantalla de la movióla, y hasta que James Cagney se reunió con él, Sandy no se dio cuenta de que era otra cosa. Se trataba de La luz fantástica, una película de televisión en la que los actores de un espectáculo barato entraban en una vieja película y bailaban con los grandes de Hollywood.

—Lo que pasa es que los ritmos no coinciden, la película ya se ha pasado de presupuesto y los bailarines están ahora mismo en Estados Unidos —gimió Lezli.

—¿No hay ninguna posibilidad de usar otras escenas de películas viejas?

—Hemos tardado meses en preparar éstas. Se lo dije al productor, y me llamó cosas que no había oído jamás. Lo peor de todo es que éstas no son las escenas que pensábamos utilizar, las que imitaron los bailarines.

El tema de la película era que Cagney y Astaire permitieran a los actores olvidar sus rencillas y fracasos y hacer realidad sus ambiciones durante una noche, aunque sólo fuera en la fantasía, pero en la escena parecían payasos. Sandy examinó las tomas escogidas y comprobó que eran inútiles. Volvió a pasar las escenas completas y finalmente abrazó a Lezli.

—Lo teníamos delante de las narices —dijo, y separó el número principal en tres secciones—. Ahora sólo tenemos que hacerlos bailar a todos al mismo ritmo.

Lezli miró la pantalla con gesto concentrado y se apartó un mechón verde de la frente. Entonces comprendió.

—Vamos a hacer que los nuestros vayan más despacio.

—Eso pienso yo. Veamos. —Sandy vio a Lezli pasar la cinta adelante y atrás, intentando sincronizar los tiempos, hasta que los bailarines se unieron a los fantasmas. Sin embargo, más que imitarlos, interpolaban unas variaciones sincopadas con movimientos ligeramente más lentos, que les daban un aire mágico. El realizador de la película entró en la sala como una tromba y de repente comenzó a aplaudir y se llevó las manos a la boca.

—¡La luz fantástica!. Gracias, Sandy. Creí que estábamos perdidos.

—Dale las gracias a Lezli. La idea ha sido suya. Dentro de poco tendré que venir yo a pedirle consejo —dijo Sandy mientras se dirigía a la máquina de café, casi más feliz que si hubiera solucionado ella misma el problema.

Le gustaba la rapidez que exigía el montaje de noticiarios, pero también disfrutaba montando películas, mejorando el ritmo, descubriendo nuevos significados mediante yuxtaposiciones, marcando el compás. Había aprendido aquellas técnicas en Liverpool; luego había pasado los dos años siguientes trabajando con niños en Blackie, una vieja iglesia abandonada que ostentaba un arco iris en vez de una cruz, ayudándolos a rodar vídeos sobre sus miedos. Después se había trasladado a Londres para asistir a la escuela de cinematografía, había vivido con un compañero de estudios durante dos años y lo había cuidado durante una depresión nerviosa antes de que se separaran. Había trabajado con un colectivo en el rodaje de un documental que enfrentaba a mujeres violadas con sus violadores y que había sido proyectado en Edimburgo y Cannes. Al fracasar por falta de financiación un segundo documental que pretendía enfrentar a personas que habían sufrido abusos en la infancia con los que se los habían infligido, Sandy había aceptado un puesto de ayudante de montaje en la Metropolitan. Después se había enterado de que Graham, impresionado por el montaje del documental del colectivo que había visto en Edimburgo, había intervenido en su favor. Cuando ella ya estaba trabajando en la cadena de televisión, Graham se había presentado, y ambos habían conectado inmediatamente. Él la había impulsado a realizar trabajos que podían ampliar sus conocimientos y habilidades; la había apoyado cuando, en contadas ocasiones, Sandy había creído que un trabajo era demasiado para ella, y había sido el primero en aplaudir cuando lo había resuelto; le había dado confianza cuando la había necesitado sin pedir a cambio nada más que su amistad. En menos de un año Sandy había sido ascendida y había conseguido contratar a Lezli, con la que había trabajado anteriormente en el colectivo. Habían pasado dos años desde entonces. Sandy tenía veintiocho y a veces le parecía poder dar forma a su vida con la misma facilidad con que manejaba la movióla.

Algún día encontraría a alguien con quien mereciera la pena compartirla, pero no tenía prisa, especialmente porque no quería tener niños. Eran Graham y sus padres los que estaban ansiosos por verla casada, aunque Graham se ponía menos pesado desde que ella había conocido a un joven arquitecto en una de sus proyecciones privadas. Entre los actores del Old Vic, directores de galerías de arte, columnistas, gente elegante e incluso representantes de la nobleza menor que se habían reunido para ver los últimos tesoros de Graham —la prueba de Marlene Dietnch para El ángel azul, la película sobre la menstruación de Walt Disney y una copia de Double Indemnity que comenzaba en la celda de los condenados—, aquel arquitecto había parecido sentirse incómodo hasta que Sandy se había puesto a hablar con él. Entonces él la había invitado a tomar ana copa, y a continuación a cenar en Hampstead, donde vivía. Después de la cena habían ido paseando hacia su casa mientras el viento les traía desde Regent's Park el murmullo del tráfico como si fueran los sonidos de un zoo durmiente. El arquitecto había empezado a hacerle preguntas acerca de su infancia: si se había portado mal en el colegio, cómo la habían castigado y cómo iba vestida entonces... Quizá Sandy le hubiera seguido el juego si el brillo de sus ojos no hubiera sido tan ávido. Se había despedido de él con un simple beso y había vuelto andando a Muswell Hill, pensando que e1 encuentro había sido a la vez divertido y triste. La vida era así.

Aunque a Sandy le gustaba acudir a las bulliciosas fiestas privadas de Graham, en parte porque sabía lo que significaban para él, se sentía muy halagada por haber sido invitada a la pequeña reunión le aquella noche. Tenía que decirle que viera la película que había montado Lezli, pensó mientras se dejaba mecer por el Metro camino de su casa. Graham siempre veía lo que ella le recomendaba, y eso la hacía sentirse especial y responsable ante él.

Se bajó del Metro en Highgate y salió a la calle. El tráfico, lento y aparentemente interminable como una fila de equipajes en un aeropuerto, ascendía desde Archway hacia la gran autopista del norte. Tomó Muswell Hill Road, por donde los autobuses intentaban abrirse camino hacia Alexandra Park, y en cinco minutos llegó a Queen's Woods.

Tras los apretones del Metro y el tumulto del tráfico, el bosquecillo le hizo pensar en el primer día de vacaciones. Bajo los robles y las hayas la luz aterciopelada producía una sensación de frescor. El acebo se recortaba entre las sombras y los troncos de los árboles, había macizos de zarzas entre la hierba junto a los senderos pavimentados, que las raíces de los árboles habían resquebrajado en algunas partes. Disfrutó del paseo, dejando expandir todos sus sentidos, hasta que todo el bosque pareció resplandecer a su alrededor.

Sandy vivía en el último piso de una casa que era una burda imitación Tudor, desde donde se veía todo el parque. La luz del sol se filtraba por el tragaluz de la escalera formando un dibujo de rombo sobre la puerta. Cuando entró en el piso, Bogart salió a recibirla arqueando el lomo y clavando las uñas en la alfombra del recibidor, mientras Bacall permanecía sentada en el alféizar de la ventana, entre los cactos, observando una urraca. Los dos gatos corrieron hacia la pequeña cocina en cuanto Sandy abrió el armario en el que guardaba su comida. Comieron delicadamente mientras ella se acababa la lasaña que le había sobrado la noche anterior y se tomaba un vaso de clarete; luego, se restregaron contra sus pierna mientras fregaba los platos y les contaba las novedades de la jornada. La siguieron a su dormitorio y la observaron mientras se ponía un vestido que le pareció lo suficientemente elegante para ir a casa de Graham, y echaron a correr tras ella cuando sonó el teléfono.

Lo había dejado junto a la ventana abuhardillada del salón. Descolgó el auricular y se dejó caer en el sofá azul cielo. Bacall saltó y se acurrucó en su regazo.

—Roger se ha disculpado por no poder venir —dijo Graham— ¿No te importa sentarte sola en el patio de butacas?

—Estaba a punto de salir para allá.

—¡Está a punto de salir! —gritó él, y Sandy oyó las protestas de Toby.

—¡Si viene demasiado pronto no habrá nada que valga la pena comer!

Sandy colgó y sonrió irónicamente para sí. Parecía que había esperado con demasiado interés reanudar la discusión que había comenzado con Roger en la última reunión de Graham. El americano había acusado a la televisión de arruinar las películas al acortarlas y montarlas de nuevo, y ella le había respondido que algunos críticos tenían efectos más perniciosos sobre el cine. Estaba segura de que se volverían a encontrar en el estreno de la película que iba a ver aquella noche.

Cuando dejaba a Bacall en el suelo, el teléfono volvió a sonar Se oyó caer una moneda y a continuación habló una voz de chica con acento del East End.

—¿Oiga?

—¿Diga?

—¿Está Bobby?

—¿A qué número llama?

La voz dio el número de Sandy.

—¿Bobby qué? —preguntó ésta.

—No sé su apellido.

Claro que no, pensó Sandy, que había sabido desde el principio que la muchacha pretendía averiguar si había alguien en la casa.

—Aquí viven un par de Bobbys. ¿Con cuál quieres hablar?

—Sólo lo he visto una vez.

—¿Es gordo o flaco? Joven, ¿no? ¿Tiene bigote? Espera, ya sé cuál es, porque el otro ha estado fuera unos meses. Ahora se pone —dijo Sandy mientras se preguntaba hasta cuándo aguantaría la chica—. Viene en un minuto. Un momento, aquí está.

Entonces se cortó la comunicación.

—Qué chapucera... —comentó a los gatos, y se los llevó un rato al bosque, donde se dedicaron a cazar escurridizas sombras por los senderos. Se quedaron mirándola desde las ventanas de la casa cuando se dirigió a la estación de Metro. En Euston, donde una distante diosa pedía perdón por las demoras que se habían producido en el mundo superior, cambió de línea hacia Pimlico. Todas las mujeres se habían refugiado en el compartimiento más cercano al conductor. Al bajarse, Sandy les sonrió deseándoles suerte.

Un buque cargado de contenedores de color ladrillo pasaba por debajo de Vauxhall Bridge, entre las sombrías cariátides que sostienen el puente sobre el Támesis. Un autobús con más luces que pasajeros cruzó el puente hacia el Oval y la noche pareció inmovilizarse, a no ser por el trémulo ondular de los reflejos de las ventanas en el agua. La casa de Graham estaba en un décimo piso, en lo alto de una de las dos torres que aparecían amistosamente juntas. Una vecina de Graham se disponía a sacar a su perro.

—Usted es la chica que trabaja con Graham Nolan ¿verdad? —recordó la mujer, que le abrió la puerta.

Cuando se cerró con un golpe sordo, Sandy oyó un sonido estridente. Quizás el perro hubiera gemido, aunque la puerta amortiguaba tanto el ruido del exterior que el edificio parecía desierto. El ascensor la condujo al décimo piso, y Sandy notó que se le taponaban los oídos. Tragó saliva mientras caminaba por el pasillo como si quisiera tragarse el silencio. Pasó por delante de dos puertas y dobló la esquina. La puerta de Graham estaba abierta.

Seguramente Toby había salido a buscar algún ingrediente que le faltaba. Sandy se acercó a la puerta atravesando el pasillo en el que también se encontraba la subida al tejado, y se detuvo en el umbral, sorprendida al notar que estaba temblando.

—¿Graham? —dijo en voz alta.

El pequeño dormitorio situado a la izquierda del salón principal había sido convertido en una cabina de proyección. El haz de luz del proyector salía de una ventanilla cuadrada, pasando por encima de la alfombra persa, de las mesas que Toby había construido con acero y grandes trozos de cristal, y del enorme sofá semicircular orientado hacia el río. La pantalla estaba en la pared derecha, entre dos elaboradas lámparas de latón, pero el haz de luz se dirigía al dormitorio principal. Sandy golpeó con fuerza la puerta.

—¿Graham? Soy Sandy —volvió a gritar, y entró en el piso, temblando.

La cocina estaba junto al dormitorio principal. El horno estaba al mínimo y olía a pastel, pero no había nadie. Se dirigió a la cabina de proyección, arrugando la nariz a causa de un extraño olor a rancio. La puerta de la cabina estaba abierta de par en par. Quizá Graham estuviera absorto en algo. Estaba a punto de volver a llamarlo cuando su mano se dirigió involuntariamente a la boca.

La cabina estaba forrada de estantes repletos de libros de cine, pero ahora estaban casi todos en el suelo. Algunos de los más grandes estaban rasgados por la mitad, como si los hubieran arrojado con saña de un extremo a otro de la habitación, como de hecho había ocurrido con algunas latas de películas, una de las cuales había hecho saltar el yeso de la pared. No se veía ningún rollo en el proyector, que había caído de lado.

Graham y Toby se habían peleado alguna vez, pero jamás habían hecho algo así. Salió de la habitación, sintiendo que el olor a pastel se le agarraba a la garganta y casi le impedía respirar, y se lanzó hacia el dormitorio. La cama estaba hecha, pero el edredón estaba aplastado por el peso de alguien que se había sentado allí. El haz del proyector pasaba por encima de la cama y de un tocador cubierto de frascos, peines y cepillos, y blanqueaba la ventana de doble acristalamiento. Aunque en realidad no estaba del todo en blanco. Asombrada, pensó que al fin y al cabo debía haber película en el proyector, o al menos un trozo debía haberse quedado en la ventanilla, puesto que se podía distinguir una figura borrosa en el centro de la luz. Entonces, a pesar de su nerviosismo y recuperando el sentido común, se dio cuenta de que aquella figura humana no estaba siendo proyectada sobre el cristal, sino que se encontraba al otro lado, a diez pisos de altura, en el tejado de enfrente. Y con gran consternación creyó reconocerlo.

Corrió a la puerta del dormitorio. ¡Claro!, había estado temblando todo el tiempo porque la salida del pasillo al tejado estaba abierta. Pudo ver el rostro del hombre que estaba de pie al borde del tejado de enfrente sin dar crédito a sus ojos. Era Graham, y agitaba las manos débilmente, como aterrado por el vacío a sus pies.

Un golpe de viento hizo temblar las mangas de su camisa y su melena gris. Graham miró a su espalda, retrocedió vacilando unos cuantos pasos y el pánico se apoderó de Sandy cuando comprendió lo que pretendía hacer.

—¡No! —gritó, consciente de que Graham no podía oírla a través del doble acristalamiento. Se precipitó de nuevo en la habitación, saltó sobre la cama e intentó abrir la ventana con una mano mientras con la otra le hacía señas desesperadamente para que se detuviera. Graham tenía que verla, tenía que esperar a que le hablase, a que le dijera que iría al otro edificio y le abriría la puerta del tejado... Pero en el momento en que el pomo de la ventana giraba, Graham corrió hasta el borde del tejado y saltó.

Ya lo había hecho una vez, se dijo Sandy en el momento en que él daba el salto. Por difícil que pareciera, tenía que alcanzar el otro lado, sin importar el motivo por el que estaba allí arriba. Aquellos pensamientos no tranquilizaron su corazón, ni le permitieron respirar, ni ayudaron a Graham. Mientras abría el cristal interior, vio cómo le fallaba el salto y caía al vacío.

La luz del proyector iluminó su caída. Su melena resplandecía como una aureola plateada. Tenía la boca muy abierta, quizá silenciada por la corriente de aire de la caída, pero a Sandy le pareció que la veía y, a pesar del terror, pareció pedir disculpas, como si quisiera hacerle saber que ella no tenía la culpa de no haber llegado a tiempo para salvarlo. Aquel instante pareció tan irreal e interminable que Sandy casi llegó a creer que la luz lo había inmovilizado como una foto fija. Entonces desapareció, y mientras ella dejaba escapar un grito oyó un golpe sordo en la calle, como el de una pieza de carne al caer sobre la tabla del carnicero.

Sandy abrió la ventana entre sollozos. Graham yacía entre los edificios, al borde del círculo de luz de un farol. Parecía pequeño y patético, como una vieja muñeca que alguien hubiera tirado. Tenía las piernas dobladas como si estuviera corriendo, y los brazos extendidos por encima de la cabeza, que parecía demasiado grande y cuyo contorno se desdibujaba. Sandy tuvo la sensación de caer por la ventana hacia él. Mientras retrocedía tambaleándose, el edificio de enfrente pareció asentir, y entonces creyó ver retroceder a una sombra en el tejado.

Seguramente había sido una chimenea de ventilación. Cuando consiguió enfocar sus ojos, vio el conducto, sobre el que habían crecido unos hierbajos. Se dirigió rápidamente a la puerta e inhaló aire con un estremecimiento. Cruzó corriendo la habitación principal en busca del teléfono, antes de que el olor del pastel la hiciera vomitar. Tragó saliva varias veces mientras llamaba a urgencias.

—Una ambulancia —dijo con dificultad, y dio los detalles con una voz que le pareció demasiado tranquila.

En el ascensor tuvo que cerrar los ojos. Todo le daba vueltas. Cuando salió al vestíbulo tuvo la sensación de haber saltado a tierra firme. Se dirigió hacia la puerta del edificio y dejó escapar un gemido. Toby entraba en aquel momento.

Estaba forcejeando con la cerradura mientras sostenía en los brazos una bolsa de comida. Consiguió abrir la puerta empujando con el hombro y sacó las llaves.

—¡Hola, Sandy! —saludó—. Casi estamos listos. Graham te hará compañía mientras yo acabo en la cocina.

Entonces vio su expresión y corrió hacia ella, apretando el paquete con más fuerza bajo el brazo y tendiéndole las manos.

—Sandy, ¿qué te ocurre? Vamos, tranquilízate, estoy aquí para ayudarte.

—No soy yo, Toby —dijo ella con un hilo de voz—. Es Graham.

La cara redonda de Toby siempre estaba pálida, pero de repente su piel pareció de papel.

—¿Qué? ¿Qué le ha pasado?

—Ha tenido un accidente. Debe estar malherido, o...

No podía decirlo. Intentó llevar a Toby hacia la puerta, y entonces pensó decirle que esperara mientras ella iba a ver, pero él entendió mal el gesto y la apartó a un lado con una suavidad que más parecía pánico controlado.

—Sé que lo haces con buena intención, Sandy, pero no intentes apartarme de él. Tengo que subir y verlo.

Ella consiguió hablar cuando él llegaba al ascensor.

—No está arriba, Toby. Está en la calle. Se ha caído.

—Pero estaba arriba hace un momento. Sólo he ido a la tienda de la esquina. —La miraba fijamente, y sus ojos se ensombrecieron—. ¿Se ha caído? —dijo con voz estrangulada—. ¿De dónde?

Antes de que Sandy pudiera responder, Toby se escabulló por su lado golpeándose el codo contra la pared, como si temiera que ella pudiera detenerlo. Cogió el pomo de la puerta con ambas manos y dejó caer la bolsa. Se oyó un chasquido de cristal al romperse. Mientras abría la puerta, ella echó a correr tras él. Quería estar a su lado cuando viera a Graham. Pero antes de que pudiera cubrir la mitad de la distancia hasta la esquina, él desapareció y dejó escapar un indescriptible grito de angustia.

4

La mujer del perro había encontrado a Graham. Toby ahuyentó con las manos al animal mientras corría y casi cayó al suelo al saltar sobre una cuerda que no era otra cosa que la sombra de una barandula.

—¡Fuera! —gritó.

La mujer ató la correa del perro a la barandilla y corrió de nuevo hacia Graham.

—No debe tocarlo. Usted me conoce. Sabe que soy médico.

Toby se tambaleó y apartó la vista de la cabeza reventada de Graham. Sus manos se abrían y cerraban, ansiosas por abrazar a Graham. Cuando Sandy le pasó el brazo por los hombros, Toby se irguió intentando mantener la serenidad. Ella deseó que él se apartara del cadáver para no tener que seguir contemplando su cara, con la boca muy abierta, los ojos húmedos y ligeramente brillantes, como si todavía hubiera consciencia entre los restos de su cráneo.

La doctora le miró los ojos, le desabrochó la camisa para buscarle el pulso, tomó una de sus muñecas y finalmente se levantó. Su pequeño rostro moreno y arrugado adoptó una expresión cuidadosamente neutral.

—Me temo...

Toby gimió profundamente, se liberó del abrazo de Sandy y cayó de rodillas junto a Graham. Le apartó de la frente con dulzura los largos cabellos empapados de sangre y comenzó a murmurar algo, una despedida o una oración. Un estremecimiento que no podía localizar comenzó a apoderarse de Sandy, que se resistía a dejarlo allí solo. Se preguntó por qué ella no sentía la lluvia que mojaba el rostro de Graham, y entonces comprendió que Toby estaba llorando. El ulular de una sirena que se acercaba lo hizo agacharse más, y cuando cogió a Graham por los hombros, como si quisiera impedir que nadie se lo arrebatara, Sandy se acercó a él y le puso una mano sobre el brazo.

El coche de policía se detuvo antes de llegar al espacio entre los dos bloques y dos agentes con gorra salieron de su interior. Uno de ellos tenía una nariz desconcertantemente pequeña, y el otro lucía un bigote que se le salía de la cara. La doctora salió a su encuentro y les informó de lo que había ocurrido mientras ellos se quitaban las gorras y miraban hacia lo alto del edificio.

—Nos ha llamado usted, ¿no? —dijo el de la nariz chata.

—No, yo estaba en el puente.

Sandy apretó el brazo de Toby y él se levantó tambaleándose.

—Yo llamé a la ambulancia.

—Usted es...

Sandy Allan. Trabajaba con él. Había venido de visita. —Bajando la voz para que Toby no la oyera, añadió—: Lo vi caer.

El policía del bigote bajó la vista y la miró.

—Hay ventanas dobles en todo el edificio, ¿no?

—Eso creo. ¿No podemos hablar en otro lugar?

—¿Podemos subir? Tenemos que echar un vistazo. —Al oír la sirena de la ambulancia murmuró a su colega—: Si ésa viene por esto, van a tener que esperar al fotógrafo.

Tras el frío de la calle, el calor del edificio hizo que Sandy se sintiera mareada. El movimiento del ascensor y el olor a sudor y a tabaco de pipa de los policías no hicieron más que acentuar la sensación. Al llegar a la puerta del piso percibió un fuerte olor a quemado. Corrió a la cocina y apagó el horno.

—Parece conocer muy bien la casa —dijo el policía.

—He estado aquí unas cuantas veces.

Se sentó en el amplio sofá, sintiendo que le fallaban las piernas, mientras él se asomaba a la ventana que daba al río.

—Ha dicho que trabajaban juntos —comentó él.

—En la Metropolitan, la cadena de televisión. Soy montadora de cine. Debería comunicarles lo que ha sucedido, y no me refiero para las noticias.

Estaba hablando demasiado y a la ligera, y se preguntó qué estaría pensando él. El agente anotó su nombre, dirección y número de teléfono y se dirigió a la puerta del dormitorio. A la luz del proyector, tenía un parecido desconcertante con un actor vestido de policía.

—¿Estaba usted aquí?

—Sí, estaba aquí. Eso es lo que vi. —Ahora parecía incapaz de explicarse—. Estaba en el otro tejado —consiguió decir.

El agente siguió su desinflada sombra hasta la ventana y miró hacia arriba.

—¿Qué estaba haciendo aquí?

—Mirar. ¿Qué iba a hacer? —En aquel mismo momento se arrepintió de la brusquedad de sus palabras; si alguien la estaba acusando era ella misma (acusándose de haber sido demasiado lenta para detener a Graham)—. Quiero decir que estaba intentando gritarle que no hiciera lo que hizo.

—¿Tenía alguna razón para sospechar que lo haría?

—¿Antes de verlo allí arriba? No. —Todo estaba empezando a pareceríe irreal—. ¿Por qué iba a hacerlo? Había estado tomando una copa con él a mediodía y no podía estar más feliz.

—¿Lo bastante feliz como para cometer una imprudencia?

—No. No era de ese tipo de gente.

El agente siguió haciendo preguntas hasta que pareció convencido de que Sandy ya no podía contarle nada más, lo que no hizo más que acentuar su impresión de haberle fallado a Graham.

—Esperemos que su hijo pueda arrojar alguna luz sobre esto —dijo el policía.

—¿Qué hijo?

—¿No es su hijo el que estaba allí abajo con él?

—¿Toby?—Ocultarlo sólo podía perjudicarlo—. Vivían juntos.

—Ah. —Él miró hacia la cabina de proyección, cuyo desorden ya había observado—. ¿Qué tipo de películas hacían ustedes?

Fue más la inocente forma de hacer la pregunta que sus implicaciones lo que enfureció a Sandy, pero perder los estribos no iba a ayudar a Toby en nada.

—No hacíamos películas. Graham era investigador cinematográfico en la Metropolitan. Se dedicaba a buscar películas desaparecidas. Me había invitado esta noche a un preestreno privado.

—¿Qué tipo de película era?

—Una antigua película de Boris Karloff y Bela Lugosi.

—¿Eso es todo? En fin, yo dejaría a mis hijas ver algo así. —Pareció aliviado por Sandy—. Así que ustedes dos tenían relaciones profesionales.

—No. Eramos buenos amigos.

—Comprendo que esto sea doloroso para usted —dijo él en tono desafiante—. ¿Y dónde estaba su amigo mientras sucedía todo esto?

Ella aclaró la inocencia de Toby lo mejor que pudo, mientras el policía parecía cada vez más contrariado.

—Por favor, piense cuidadosamente —dijo él—. ¿Ha podido ver algo que explique de algún modo el comportamiento de Nolan?

Sandy intentó quitarse de la cabeza el recuerdo de la caída de Graham, pero no podía, como un niño fascinado por algo.

—No se me ocurre nada.

—No creo que estuviera huyendo de una vieja película de miedo.

—No estaba huyendo —dijo ella, y en el mismo momento deseó que su respuesta no hubiera sido tan rápida. Parecía disminuir su capacidad de pensar. Mientras intentaba imaginar qué le habría ocurrido a Graham, entró Toby.

Miró inexpresivamente hacia la cocina, notando el persistente olor a pastel quemado, y sus ojos se posaron sobre Sandy y el policía Avanzó hacia el haz de luz del proyector frotándose los brazos como si quisiera entrar en calor, y entró en la sala con paso vacilante. Despues de varios minutos dejó escapar un grito de rabia y dolor.

El policía de nariz chata, que había subido con él, esbozó una sonrisa forzada e hizo un gesto amanerado con la mano para indicar a su colega lo que era Toby.

—No hay nada malo en mostrar las emociones —dijo Sandy con voz estrangulada.

—Depende de qué tipo de emociones —repuso el policía arrugando su pequeña nariz—. Hay algunas que están mejor bien guardadas.

—Quizás olvida usted que han matado a una persona. Si es incapaz de dejar de lado sus prejuicios, al menos podría mostrar algo de compasión —dijo Sandy entre dientes, y se repitió que tenía que mantener la calma, pues podía predisponer a aquellos hombres en contra de Toby. Fue Toby quien la interrumpió al aparecer en el umbral.

—¿Quién ha hecho esto? —preguntó desafiante—. ¿Dónde está 1a película?

—Todo estaba así cuando entré, Toby. No había ninguna película puesta.

—Pero él la puso. Lo estaba haciendo cuando salí —gritó—. La lata está todavía en el suelo.

Ambos policías fruncieron el entrecejo como si intentaran decirle algo a Sandy por gestos. Cuando Sandy se lo explicó, el del bigote intervino de nuevo.

—¿Qué valor tenía esa película?

—Mucho. A Graham le había costado dos años encontrarla.

—¿Tiene idea de lo que puede valer?

—Para un coleccionista, mucho, diría yo. ¿Está sugiriendo...?

—¿Que podría haber sorprendido a un ladrón con las manos en la masa? ¿Hubiera esto explicado que actuara como lo hizo?

Toby tomó aire con tanta fuerza que sus ojos parecieron secarse.

—No le hubiera costado nada dominarlo.

—¿No nos estará diciendo que a su edad iba a ponerse a perseguir a un ladrón saltando por los tejados? —dijo el de nariz chata.

—Quizá le sorprenda, pero no es necesario ser heterosexual para ganar medallas de atletismo.

Sandy no conocía aquella faceta de Graham, pero Toby sacó un álbum de fotos de una estantería y lo tiró sobre el sofá.

—Quizá con esto lo crea.

Eran fotos de un Graham mucho más joven, en camiseta y pantalón de deportes. En una de ellas estaba rompiendo con el pecho una cinta de llegada, y sus carnosos labios estaban contraídos por el esfuerzo. Sandy encontró las fotos desgarradoras, pero el policía no pareció impresionado.

—¿Por qué piensa que pudo entrar un ladrón? —preguntó finalmente el policía.

—Dejé la puerta cerrada sin llave —dijo Toby con los ojos llenos de lágrimas—. Me dijo que lo hiciera, y pensé que no pasaría nada estando él en casa.

El policía intercambió con su compañero una mirada que indicaba que conocía demasiado bien la historia.

—Ha dicho usted que vio saltar al señor Nolan —dijo a Sandy el policía del bigote—. ¿Realmente lo vio saltar?

¿Por qué tenía que repetirlo una y otra vez?

—Ya se lo he dicho.

—Y está segura de que lo hizo voluntariamente.

—No había nada..., nadie más en el tejado.

—Al menos no lo hay ahora —dijo el de nariz chata mirando al dormitorio, y Sandy sintió que la realidad se tambaleaba, ya que ahora había varias figuras en lo alto. Claro, pensó cuando él les hizo un signo con el pulgar hacia arriba, eran policías—. ¿Y bien?

—¿Y bien? —repitió su compañero.

El de nariz pequeña señaló a Sandy con la cabeza.

—La doctora ha dicho lo mismo que ella.

Así que no tenía por qué sentirse amenazada, pensó ella, demasiado cansada para enfurecerse.

—No se puede tocar nada hasta que vengan los de «huellas». Pero no creo que lo hagan hasta mañana por la mañana —dijo a Sandy el policía del bigote mientras se ponía la gorra—. Lo siento por su amigo. Siempre decimos a la gente que no intervengan si sorprenden a un delincuente en acción.

Salió lentamente detrás de su colega, como si estuviera pensando qué más podía añadir. Su lentitud de movimientos pareció hacer más espeso el aire de la habitación. La habitación estaba demasiado iluminada, y la oscuridad tras las ventanas demasiado negra; el contraste de luz y oscuridad ponía nerviosa a Sandy.

—¿Quieres venir a casa esta noche? —preguntó a Toby.

—Gracias, Sandy, pero creo que debo esperar aquí a que venga el forense. Y aunque no fuera necesario, quiero estar con Graham. Pero quédate si no quieres estar sola.

—Mejor me voy a casa. Los gatos... —comenzó a decir, con la sensación de que el comentario estaba fuera de lugar.

No se retiró hasta que subió la doctora, que les ofreció un tranquilizante.

—Yo me quedaré con él —prometió a Sandy.

En el exterior, el aire nocturno se posó sobre el rostro de Sandy como una helada y distante máscara. Paró un taxi y al entrar se acurrucó a un lado. Ante sus ojos fueron pasando melancólicamente las calles teñidas de oscuridad. Cuando el taxi se detuvo frente a su casa, pagó con movimientos mecánicos y echó a andar por el sendero. Subió las escaleras mientras el temporizador contaba los segundos de luz, abrió la puerta, se dirigió al salón y lanzó un grito al sentir unas garras que la aferraban en la oscuridad. El gato saltó atrás mientras ella encendía la luz y rompía a llorar. Si no hubiera tenido que llamar a la Metropolitan para informar de lo que le había ocurrido a Graham, podía haber seguido llorando hasta el amanecer.

5

No podía dormir. Cada vez que cerraba los ojos Graham se lanzaba al vacío delante de ella, y Sandy apretaba los puños mientras en su mente las manos intentaban alcanzarlo. Lo peor era su mirada, que le aseguraba una y otra vez que no podría haberlo salvado. Incluso mientras caía había intentado ser amable con ella.

Se sentó en la cama y acarició a los gatos. Estuvo mirando por la ventana hasta que la visión de la oscuridad la inundó de un miedo intangible. Se preparó un café y se sentó junto a la ventana. Mientras esperaba a que la jarra que sostenía en la mano se enfriase lo suficiente para poder bebedo, sintió una corriente de aire en la espalda. La noche parecía querer apoderarse de ella a través de los cristales. Se sentó en el sofá y miró la cremosa superficie del café. Las dos paredes de la ventana abuhardillada reducían su campo de visión, sumiéndola en sus pensamientos. ¿Por qué había dicho que Graham había sido asesinado, y no que había muerto? Se dijo que la policía no daba importancia a esos detalles más que en las novelas de detectives. En la realidad tenían cosas más importantes que hacer, como importunar a las personas cuya forma de vida desaprueban. Debían haberse guardado esa actitud desagradable para el que había robado la película. Graham se lanzó hacia ella desde el tejado, y Sandy dejó la jarra de café en el suelo por miedo a romperla con la presión de su mano. No podía pasarse la noche sentada en aquel estado.

Llamó a la sala de prensa de la Metropolitan y habló con Phyl.

—¿Vas a sacar un reportaje sobre Graham?

—Eso espero, si podemos meterlo mañana. Vamos a hacerle una especie de homenaje.

—Se me había ocurrido pasar por allí y ayudaros a seleccionar el material.

—Pues claro, cariño, ven si quieres. Nunca nos viene mal una mano experta.

Las calles del West End estaban casi desiertas. Algunos transeúntes solitarios intentaban dejar atrás sus sombras bajo los faroles, y aquella ausencia de actividad en las calles desnudas y brillantes le recordaba su propia falta de reacción.

—¿Cuál es la gran noticia? —preguntó el taxista. Ella movió la cabeza negativamente y él no volvió a decir nada.

Cuando llamó al timbre de la Metropolitan, Phyl salió a abrir. Era una mujer muy grande, mediría más de un metro ochenta, y siempre parecía entre divertida y apenada por el hecho de que casi todos los hombres se sintieran cohibidos ante ella. Tomó el brazo de Sandy mientras se dirigían al ascensor.

—Oye, cielo, no sabía que tú estabas con él cuando sucedió todo. ¿Estás segura de que quieres hacer esto ahora? ¿No prefieres sentarte y que hablemos un rato?

—Quiero estar segura de hacer todo lo posible por él.

—Comprendo —dijo Phyl, dando a entender que decidía no ofenderse—. Tú lo conocías mejor que cualquiera de nosotros. Podrías preparar un guión. Tenemos la entrevista que se le hizo el año pasado, la que no se emitió por la huelga de los técnicos, y necesitamos un máximo de dos minutos.

Entregó a Sandy la cinta y se sentó con ella mientras veía la introducción.

—Estaré al otro lado del pasillo —dijo finalmente, y salió de la sala.

Sandy había temido el momento en que Graham aparecería en pantalla, pero pensó que quizás era demasiado aprensiva. Al menos podría mantener a Graham en el mundo de los vivos durante un rato más.

La cinta era una entrevista para Conozca, la Metropolitan, un programa en que los televidentes podían hacer preguntas a especialistas de la televisión. A Graham le había sorprendido y deleitado que lo llamaran. Charlaba con la entrevistadora como si la cámara no estuviera allí. El entusiasmo lo rejuveneció ante los ojos de Sandy. Comenzaba cantando las alabanzas de la Metropolitan.

—Me dan todo el tiempo y dinero que les pido, y saben que no les voy a entregar una película hasta que pueda jurar que está completa. Ya sé que pueden cortar esto si quieren, pero desearía que estuviéramos ahora no en esta caja tonta, sino en uno de los cines en los que crecí y de los que me enamoré. Éste no es el lugar adecuado para ver una película.

No iba a usar nada de aquella parte, pero a continuación venía una respuesta que valía la pena tener en cuenta.

—A usted le preocupa, y a mí también. Pero tiene que haber mucha más gente que no se quede sentada de brazos cruzados viendo lo que se está haciendo con el cine. Las películas son embutidas en esta pecera apenas comienzan a respirar, o bien los operadores de los cines las proyectan desenfocadas, o no ordenan los rollos debidamente, o la pantalla es del mismo color que mi pañuelo cuando era un mocoso de seis años. Y si faltan unas secuencias de una película, ¿qué más da? Incluso aunque el censor no se haya ensañado con ellas, a menudo se pierden varios segundos al final de cada rollo por una manipulación defectuosa (estoy seguro de que los operadores se dejan crecer las uñas a propósito para rayar las cintas). Y cuando una cadena de televisión se apodera de ellas, que el cielo se apiade de nosotros. Si ya la han emitido con anterioridad, siempre hacen sitio para unos cuantos anuncios más. «No es más que Cary Grant en el desierto, no pasa nada, ¿qué importa el ritmo de la película? No es arte, como la música.» ¿Se puede hablar de vandalismo? Bueno, están dando al público lo que pide. Casi nadie escribe para quejarse, y eso debe significar que no les importa. ¿A que preferiría no haberme hecho la pregunta?

La joven que había pedido la palabra sonrió con gesto condescendiente.

—¿Podemos saber qué películas está buscando este año?

—No busco películas por años, querida, es un proceso continuo. Veamos si esto le abre el apetito. ¿Puede creer que Karloff y Lugosi hicieron juntos aquí, en Gran Bretaña, una película que nadie ha visto hasta ahora? La historia de fantasmas victoriana en la que se basó parece haber desaparecido, y la película ya fue condenada desde antes de haber sido finalizada. Esto ocurría en los años treinta, cuando se suponía que ya estábamos hartos de ver películas de terror, pero tengo la impresión de que ésta molestó particularmente a personas que se encontraban en posiciones muy altas. Espero que pronto tengamos la oportunidad de juzgar por nosotros mismos.

Graham extendió las manos hacia la cámara como si estuviera ofreciendo un tesoro, y la cinta terminó. Sandy la rebobinó y volvió a verla entera. Era mejor dejarlo hablar a él y reducir la intervención del locutor al mínimo. No habría tiempo para hablar de su infancia con sus padres en el pequeño piso sobre el Támesis; ni de que había obtenido las peores notas del colegio, y que por eso se puso a trabajar en el mercado de Covent Carden; ni de que entonces se gastaba casi todo su sueldo en ir al cine; ni de cómo había cambiado su vida cuando había visto una gran pila de latas de celuloide en un puesto del mercado. Utilizó la mitad de los comentarios sobre los malos tratos al cine y la mayor parte de la respuesta sobre la película de terror. «Fue la última película que recuperó», escribió entonces, «pero le fue robada antes de poder mostrarla a nadie. Rogamos a cualquier persona que posea alguna información que se ponga en contacto con la policía.»

¿Era apropiado? Había que encontrar la película, como homenaje a Graham. Salió de la sala de montaje y echó a andar por el pasillo para enseñárselo a Phyl; era como si sus pies no tocaran el suelo. El amanecer se filtraba por la ventana del final del pasillo. Una nube ocultó el sol, y Sandy vio la mancha alargada caer al otro lado del cristal y oyó el sordo golpe de Graham al golpear el suelo.

—Phyl —exclamó, y al oír su propia voz también el resto de su cuerpo comenzó a temblar.

6

Cuando volvió a ver a Graham, parecía dormido. Tenía los ojos cerrados y sus pestañas eran dos delicados arcos plateados. Los carnosos labios parecían satisfechos, aunque extrañamente maquillados, y sus mejillas alargadas estaban ligeramente empolvadas, como si ya no tuviera motivo alguno para ocultar su feminidad. Llevaba puesto su traje azul favorito. Tenía las manos dobladas sobre el pecho; ya no se agitaban desesperadamente en el aire.

—Gracias, Toby —murmuró, dejándolo junto al ataúd a punto de echarse a llorar.

Había sido idea suya que fuera a ver el cuerpo de Graham antes del funeral; Sandy no se había dado cuenta de cuánto la ayudaría. Los tranquilizantes no habían hecho más que aplazar la reacción. Phyl la había acompañado mientras revisaban el informe sobre Graham. Ni siquiera su propio guión le había resultado familiar. La caída de Graham la había perseguido de vuelta a su casa y de nuevo al volver a la Metropolitan. Había sido capaz de trabajar, pero la cabeza y las manos, y todo lo que la rodeaba, parecía a punto de quebrarse. Había accedido a la petición de Toby para no contrariarlo, sin darse cuenta de lo reconfortante que sería verlo dormir en paz.

El hubiera querido que ella también estuviese en paz. Dejar que el sentimiento de no haber podido salvarlo se interpusiera en su camino era injusto. Al salir a la calle levantó la cara hacia el sol. Un avión que volaba demasiado alto para ser oído rayaba el cielo despejado como una tiza. Una bandada de pájaros despegó de la plaza alfombrada de césped y un balonazo resonó contra el muro de un colegio como un latido. La vida seguía.

—Puedes estar orgulloso de mí —susurró para sí, feliz de imaginar que Graham podía oírla.

Cuando salía del Metro en Marble Arch recordó el día que Graham le había presentado a su novio. Graham se había empeñado en representar un número de baile con ella en el vestíbulo de la estación, y no había consentido en parar de bailar hasta que adivinara a qué musical pertenecía. Los había invitado a ella y a Toby a cenar en un hotel de Park Lane y había sacado del bolsillo una lupa para estudiar en detalle su ración de cuisine minceur.

—Esto es lo que yo llamo un filete al minuto —había dicho.

La imagen de la caída hizo brotar de nuevo las lágrimas de sus ojos, pero así debía ser. Entró en la Metropolitan y se puso a trabajar en unas tomas del rescate de unos niños de un autobús escolar que había tenido un accidente.

Estaba rematando el informe con la imagen de dos niños que se abrazaban con tal fuerza que tenían que meterlos juntos en la ambulancia, cuando apareció Lezli con una tensa sonrisa en los labios.

—¿Qué te parece? Acabamos de romper.

—Lezli, lo siento.

—Ni hablar. Es la mejor decisión que he tomado este año. Vamos a celebrarlo con un café.

Tomaron el ascensor hasta la cafetería, en el último piso.

—Y todo por la confianza en una misma —dijo Lezli levantando su taza.

—¿Es eso lo que te ha faltado?

—Es lo que quieren los hombres ¿no? Los tíos no quieren más que una cosa.

—A veces nosotras también, ¿no crees?

—No estoy hablando del baile horizontal. Me refiero a que no quieren más que minar nuestra confianza para conseguir que dependamos de ellos.

—Déjalos.

—Pues éste ha estado a punto de conseguirlo antes de que le tirara por los suelos su esquema de la vida. No hacía más que hablarme de la seguridad, como si fuera yo, y no él, quien la necesitaba. Pero se puso a echar espumarajos por la boca cuando le pregunté si sabía de dónde venía todo el dinero que invierte su empresa. Por lo menos me libro de pasar las Navidades en casa de sus padres. Es un alivio.

—Veo que te he dejado tocada.

—Sólo hasta que me dé unas sesiones de rayos UVA —dijo Lezli poniendo cara de espanto ante el recuerdo del compromiso—. ¿Sabes lo que me dijo? Quería que le prometiera dejar de trabajar en el cine si empezaban a hablar de él. Todo empezó por lo de Graham Nolan.

—¿Conocía a Graham?

—Como todos los que han leído la nota del periódico.

—¿Qué periódico?

—El de anoche. —Lezli pareció arrepentirse del comentario, más aun cuando Sandy dijo que quería verlo.

Lezli fue de mala gana a la sala de prensa y volvió con un ejemplar del Daily Friend. «SUSSEX CLAMA: ¡FUERA, PARÁSITOS!», decía el titular del periódico acerca del éxodo del ejército de Enoch. Sandy buscó directamente la columna de cine de Leonard Stilwell. Se trataba de uno de esos críticos que salen de una sesión de cine enarbolando los defectos como si fueran trofeos de caza. Lezli señaló el último párrafo con la uña: «Otra muerte que llorar en el mundo del cine, aunque Graham Nolan nunca hizo una película. Los locos del cine lo recordarán como al perfeccionista rastreador de películas de la Metropolitan Televisión. Una pena que desperdiciara sus últimos meses en la inútil búsqueda de una película inexistente. Ahora está con sus ídolos, donde merece estar, y todos los locos del cine lo recordaremos.»

Sandy se preguntó si el periodista tenía una fijación especial con la palabra «película». Volvió a leer el párrafo por si se le había pasado algo.

—Te referías a lo de la «búsqueda infructuosa», ¿no, Lezli? Para mí sólo quiere decir que no sabe tanto de cine como pretende.

—Bueno, me alegro de que te lo tomes así. Aquí ha habido bastante gente a la que le ha sentado muy mal.

—Si vais a escribir al periódico, cuenta conmigo.

Pero el comentario le pareció trivial. A Graham no le hubiera molestado.

Hizo todo lo que pudo por convencer a Toby precisamente de eso cuando recibió en casa su llamada. Quería compartir con ella su justa indignación, y no se dejó convencer.

—No permitiré que llamen mentiroso a Graham —juró—. Ya sé que el Daily Friend es una basura, pero sus lectores no lo saben. Voy a hacer que ese parásito admita públicamente que no tenía razón.

—Avísame cuando lo haga —dijo Sandy.

En cuanto colgó el auricular pensó que debía haberlo puesto en contacto con Lezli. Pero tenía la sensación de que la indignación de Lezli y sus compañeros no duraría mucho, y no podía culparlos. Al fin y al cabo no se trataba más que de una película.

7

El día siguiente al funeral de Graham, Sandy fue a ver la última obra de Alan Ayckbourn, y acabó riéndose con ganas de unas escenas que a Graham le hubieran gustado. Después de la representación estuvo tomando una copa con unos amigos en un pub de Shaftesbury Avenue. Los dos hombres sin pareja que había en el grupo se ofrecieron para acompañarla a casa, pero ella rehusó educadamente. Se sentía triste, tranquila y reservada, envuelta en los recuerdos de Graham que parecían tener más valor que cualquier herencia que él le hubiera dejado. Y no es que hubiera esperado recibir nada, pero a la mañana siguiente Toby llamó diciendo que tenía algo que a Graham le hubiera gustado que ella guardara.

Se encontró con Toby en una orilla del Támesis. Su expresión era solemne, como el paso de los barcos río abajo. Parecía más pálido que nunca y, extrañamente, también su pelo lo parecía.

—Se está bien aquí, ¿verdad? —dijo ella.

—Eso me parecía antes. Vamos arriba —respondió él, como si quisiera acabar cuanto antes con el trámite.

En el ascensor Toby parpadeaba cada vez que cambiaban los números iluminados. Abrió la puerta del piso y cedió el paso a Sandy. La luz del sol inundaba el salón, que parecía frío y desierto. Las mesas de acero y cristal habían desaparecido.

—Ya no vives aquí, ¿verdad? —observó ella.

—Me quedé la primera noche, pero empecé a perder los nervios. Tenía siempre todas las luces encendidas. Y no era por Graham. No sé por qué, pero aquí huele a muerte. Te daré lo que he encontrado y nos iremos.

Sacó varios volúmenes de una enciclopedia y abrió una caja de seguridad oculta entre dos estantes de libros.

—¿Dónde estás viviendo? —preguntó Sandy.

—Estoy con mis padres. Sólo mientras me recupero un poco. ¿Querrás creer que intentan liarme con una buena chica? Si no me voy pronto, acabarán convirtiéndome en un ejecutivo de los que bajan a la ciudad cinco días a la semana con el sombrero bajo el brazo y el portafolios lleno de bocadillos. —Toby se remangó los puños de la camisa como si fuera un ladrón de guante blanco a punto de reventar una caja fuerte—. Un momento. Necesito silencio.

Sandy se alegró de que tuviera el ánimo de hacer una broma, aunque sabía que también lo hacía por sí mismo. La luz del sol reptaba hacia el dormitorio. Sobre la cama había un batín. Las ruedas de la caja emitieron un chasquido seco y Toby introdujo la mano en su interior.

—Esto tendrá más valor para ti que para mí —dijo simplemente.

Era un viejo cuaderno rojo. Al principio de la primera página Graham había escrito «LA TORRE DEL MIEDO» con elaborada caligrafía. Cada una de las siguientes páginas contenía un nombre con su dirección y número de teléfono. Había partes subrayadas con trazo fino.

—Decidí no dárselo a la policía —comentó Toby—. No me pareció bien que molestaran a más gente sin motivo. Graham dijo que la mayoría eran muy viejos y estaban delicados de salud.

—Son las personas con las que habló durante la investigación.

—La mayoría habían trabajado en la película. No es como si ellos hubieran venido aquí buscando la película —dijo él con un tono levemente defensivo—. Al menos la policía parece haberme borrado de la lista de sospechosos. Aunque no encontraron ni una huella. —Cerró la caja fuerte y volvió a poner los libros delante—. Quizás ese cuaderno pueda probar que nuestro amigo del Daily Friend se equivocaba.

—¿Lo llamaste?

—Le dije unas cuantas cosas que no repetiré por respeto a tus delicados oídos. Y le pregunté si quería jugarse su reputación contra la de Graham. Se puso a gritar un rato y luego colgó. Espero que se retracte la semana que viene.

—¿Le dijiste que habías visto personalmente la película?

—Apenas vi unas imágenes. El viejo Boris en lo alto de una torre contemplando cómo acosaban a alguien en la noche a campo traviesa. Si quieres que te sea sincero, no tuve ningún deseo de ver más. Aquella noche ninguno de los dos quería apagar la luz.

—Sería algo especial cuando os produjo el mismo efecto a los dos.

—Debió de ser la película, eso creo. ¿Qué otra cosa podía ser?

No era aquello lo que Sandy había querido decir, y la respuesta de Toby la hizo sentirse extrañamente nerviosa. El sol había llegado a la cama, y se dio cuenta de que lo que le había parecido un batín era sólo una sombra del edredón. Toby tenía razón en lo del olor a muerte. Era un ligero hedor a pastel quemado y mohoso que le recordó la última vez que había estado allí.

—Me alegro de que decidieras darme esto —dijo mientras metía el cuaderno en el bolso y se dirigía a la puerta.

Acompañó a Toby paseando hasta la estación Victoria y se despidió de él en el control de billetes. Mientras se dirigía al Metro tuvo la sensación de que Toby había vuelto sobre sus pasos para buscarla, pero no vio a nadie tras de sí en las escaleras mecánicas que descendían con un ligero y desconsolado chirrido. Se sentó en un banco del desierto andén y sintió cómo el aliento de los trenes que se acercaban le agitaba los rizos de la nuca. Se puso a hojear el cuaderno de Graham, pero no pudo concentrarse; no podía apartar la vista de la negra boca del túnel. Algún fallo de los sistemas hizo que las puertas volvieran a abrirse después de haber entrado al vagón, como si alguien hubiera subido en el último momento. El traqueteo de las ruedas la hizo pensar en una persecución nocturna.

Alguien estaba paseando a un perro en Queen's Wood. Sandy no pudo ver al dueño, pero oyó al animal entre la maleza. Por un momento pudo verle el costillar entre unos sombríos arbustos. Aunque hubiera sido un galgo parecía demasiado flaco. Hubiera gritado a su dueño que lo llamara si los sonidos no se hubieran detenido entre los arbustos al llegar a la puerta de su casa.

Ni Bogart ni Bacall salieron a saludarla cuando abrió la puerta. Se dedicaron a merodear por el salón mientras ella examinaba el cuaderno. Se preguntó si Graham habría indicado de alguna forma de cuáles de sus informadores sospechaba que podían tener una copia de la película. Muy pocos de los nombres anotados en el cuaderno, tanto británicos como extranjeros, tenían algún significado para ella.

—Bueno, ya que estáis tan ansiosos por salir, vamonos —dijo a los inquietos felinos, llevándolos a dar un paseo.

Quizás el perro que había visto en el parque no tuviera dueño. No le extrañó que los gatos no se separaran de ella. Creyó ver brillar sus ojos entre las sombras, pero no eran más que reflejos entre la vegetación.

—Creo que estaremos más tranquilos en casa —dijo a los gatos, que entraron como una exhalación en cuanto abrió la puerta.

Se llevó el cuaderno a casa de los jóvenes vecinos de la planta baja. Había quedado en cuidarles a la niña mientras salían. Estaba empezando a pensar que Toby le había entregado el cuaderno con un ruego implícito. Tenía por delante una semana muy ocupada, ya que tenía que montar una obra cuyo protagonista masculino había caído enfermo antes de que pudieran ser filmadas todas sus tomas. Todavía no había decidido qué hacer con las notas de Graham cuando vio la respuesta del columnista a la llamada de Toby.

Leyó la nota en el ascensor de la Metropolitan, con las manos manchadas de tinta fresca. «Siento que alguno de mis fieles lectores haya pensado que estaba criticando a Graham Nolan en mi artículo de la semana pasada. Un amigo suyo muy cercano me telefoneó, indignado porque había dicho que Nolan podía haberse equivocado, pero créanme, la última película que Nolan se empeñó en encontrar ni siquiera hubiera valido la pena de haber existido. Ni Karloff ni Lugosi quisieron reconocer su participación en ella, y en cualquier caso los derechos son propiedad de alguien, de modo que si realmente había obtenido una copia, hubiera estado quebrantando la ley. Dejadle que descanse en paz. Se lo ganó.»

Sandy arrancó el artículo de la página y lo guardó en el bolso antes de tirar el periódico a la papelera. Se sintió tensa todo el día, y más aun al llegar a su casa. Tenía el tiempo justo para cambiarse y salir a cenar a Chelsea.

Cuando la conversación de sobremesa en el invernadero que habían construido sus amigos recayó en Graham, al principio Sandy no se dio cuenta.

—No es que se lo deseara —estaba diciendo una ejecutiva de peinado ondulado—, pero al menos no llegó a ensuciar más el mundo con otra de esas horribles películas.

Sandy no hubiera oído el comentario si sus anfitriones no hubieran intentado hacerla callar subrepticiamente.

—Perdone, ¿qué ha dicho? —preguntó Sandy.

La mujer la miró como si hubiera entrado en su despacho sin llamar.

—Estábamos hablando de ese hombre de la televisión, el que se cayó del tejado. Decía que si no quería acabar así, quizá no debiera haberse empeñado en hacer revivir películas de terror. Mis hijos no quieren ver otra cosa.

Sandy calló un momento para asegurarse de hablar con calma.

—Él mismo me dijo que aquella película era un clásico, y lo creo. Muchas gracias por la cena —añadió dirigiéndose a sus anfitriones—. Y ahora, si todos ustedes me excusan, voy a probar que estaba en lo cierto.

El incidente casi valió la pena por ver boquear a la ejecutiva como un pez, pero cuando salió del Metro, Sandy estaba sudando de rabia. En cuanto entró en el piso hizo la primera llamada.

8

Sandy vio a Roger Stone nada más llegar a Soho Square. Caminaba arriba y abajo por la acera con las manos en los bolsillos de sus pantalones de pana, y de vez en cuando lanzaba hacia atrás con la cabeza un rebelde mechón de pelo rubio mientras silbaba la banda sonora de una película de Errol Flynn. Era de lo más desafinado que Sandy había oído jamás. Al pasar por delante de la puerta de la Sociedad de Censores Británicos comenzó a tararear una marcha militar, aproximándose de tanto en tanto a la melodía. Sandy se deslizó entre dos motos aparcadas bajo los árboles que ensombrecían la hierba y lo llamó.

—Aquí estoy, Roger.

Él se interrumpió bruscamente y se llevó una mano a la boca. Entonces la vio cruzar la calle y sonrió tristemente con sus inteligentes ojos verde oscuro.

—No todos los días se oye una obertura como ésa antes de una película —dijo él.

—Eso es verdad.

El labio inferior de Roger se adelantó dibujando una triste sonrisa y adoptó un aire más solemne.

—Escucha, la película de hoy no es la que yo esperaba. Me temo que no es de las que te gustan. Si lo prefieres, podemos ir a tomar un café o a pensar y volver para caer sobre tu presa a la salida.

Hablaba como alguien que quiere acabar de una vez de decir un trabalenguas.

—¿Que película es? —preguntó ella.

—Una especie de comedia de terror. Es basta y por tanto divertida, o eso se supone. No es de las que le gustaban a Graham.

—No siempre estábamos de acuerdo. Puede que a mí me guste, y no quiero que se me escape tu colega.

—Perdona, pero no es mi colega. En fin, me tragaré la película si quieres. Puedes enterrar tu cara en mi hombro si quieres —dijo él—. Pero no te sientas obligada —puntualizó tan rápidamente que Sandy se sintió de inmediato a gusto con él.

Dieron la vuelta a la plaza, hasta la puerta de una distribuidora de cine.

—¿Has traído el cuaderno de Graham? —preguntó Roger mientras bajaban al sótano.

—Maldita sea, sabía que me olvidaba de algo. Los gatos me han montado una escena esta mañana. No sé que les pasa.

—Te podría hablar de algunos de los nombres del cuaderno. Harry Manners era un actor de carácter. Debe de andar por los setenta. Y Leslie Tomlison será aun mayor. Era especialista antes de que apareciera el sonoro. Debí pedirte que me leyeras los nombres cuando me llamaste —dijo mientras entraban en la sala de proyección.

No sólo el suelo estaba tapizado en rojo, sino también las paredes y las butacas. Había unas veinte personas, la mayoría hombres. Algunos dejaron de charlar para saludar a Roger.

—Quizá podamos empezar ya —gruñó alguien en la primera fila.

Era un viejo de afilada nariz venosa, ojos protuberantes y grandes orejas que recordaron a Sandy las asas de una jarra. Roger la siguió hasta la segunda fila y señaló con la cabeza al hombre.

—Len Stilwell, del Daily Friend —murmurró.

En cuanto empezó la proyección, Stilwell comenzó a hurgarse en el regazo mientras mirába la pantalla, en la que aparecía una actriz de enormes pechos. Sandy pensó que se estaba ajustando el pene cuando se dio cuenta de que estaba garabateando unas notas. Un vampiro con el pelo engominado como Lugosi hundió los dientes en el pecho izquierdo de la mujer, que se desinfló con un siseo de desaprobación. Un hombre soltó una risotada. Lo siguieron otros dos, mientras Roger miraba a Sandy rechinando los dientes.

Sandy pensó que si había un público para aquella película, no hubiera querido que fuesen vecinos suyos. Se rió un poco cuando un vampiro se dejaba la dentadura postiza clavada en el cuello de su víctima, pero incluso eso le produjo la sensación de que se ridiculizaba algo por lo que ella sentía nostalgia. Un patoso doctor llamado Alzheimer fallaba el golpe una y otra vez al intentar atravesar corazones de vampiro a martillazo limpio con sus estacas, llenándolo todo de sangre. Sandy sintió que Roger se avergonzaba ante ella. Cuando la película intentó convencerlos de que los ojos fuera de sus órbitas eran cómicos, Sandy apartó la mirada de la pantalla y dio unas palmaditas en el brazo de Roger para darle ánimos.

—¡Qué alivio! —dijo ella al ver que la sangre goteaba sobre la pantalla hasta formar la palabra FIN.

Stilwell se volvió y la miró con sorna.

—Otra maldita película de terror.

—¿Es eso lo que va a escribir?

Sandy hizo el comentario en tono coloquial, pero él pareció ofenderse.

—¿Puedo preguntar quién es usted? ¿Dónde escribe?

—Soy Sandy Allan, de la Metropolitan, y este señor es Roger Stone, autor de varios metros de libros de cine.

—Bueno, unos pocos —dijo Roger—. Quizá le suene Escenas de ducha.

Stilwell levantó la nariz con arrogancia.

—¿No escribió usted Hitler en el cine: Retrato de un payaso? Hay quien diría que es un libro de pésimo gusto.

—Quizá, pero no el mío. Piense en la forma en que ha sido retratado en el cine.

—Yo sólo escribo críticas para el público. No tengo tiempo para sutilezas. Ni tampoco para discutir —dijo, dando media vuelta.

—Espere —dijo Sandy—. Quiero hacerle una pregunta sobre algo que escribió.

Stilwell la miró como un profesor indulgente.

—¿Qué quiere saber?

—Por qué dijo lo que dijo de Graham Nolan.

Podía haberse referido al tributo —el tono era neutro—, pero al instante las orejas de Stilwell enrojecieron intensamente.

—¿Por qué le preocupa eso?

—Porque era un amigo muy personal.

—¡Oh, no, otra que piensa que era infalible! Solo era un obseso del cine, ¿sabe? Dios Santo, todos podemos cometer errores.

—Sí, pero no Graham en este caso —intervino Roger—. Sandy me describió la escena que vio su amigo, y no hay nada parecido en ninguna otra película.

—Supongo que ha visto usted todas las películas del mundo.

—He visto todas las películas de Karloff, y pretendo ver también esta. Estoy preparando un libro sobre los trabajos de actores norteamericanos en producciones extranjeras.

—Decida primero si son inglesas o extranjeras. —Stilwell bajó la voz mientras los asistentes remoloneaban por el pasillo para seguir la conversación—. Vamos a dejarlo, ¿de acuerdo? Ninguno de nosotros va a probar nada, y aunque esa película existiera, no le iban a permitir emitirla.

—Yo no decido lo que se emite —dijo Sandy—. Soy montadora, y voy a probar que Graham tenía razón.

—¿Quién la ha dejado entrar? Esta proyección era exclusiva para la prensa —drjo Stilwell para que todo el mundo lo oyera—. Si yo fuera usted, me largaría de aquí antes de llamar demasiado la atención.

—Parece que eso ya lo ha hecho usted por mí —dijo Roger—. Díganos el nombre que omitió en su artículo y lo dejaremos en paz.

—No tengo la menor idea de qué me está hablando —le espetó Stilwell, que respiraba con tal fuerza que las ventanas de su nariz se habían vuelto blancas.

—Usted escribió que los derechos de La torre del miedo pertenecen a alguien. ¿A quién?

—¿Y yo qué sé? —La mirada que dedicó a Roger para demostrar su buena fe pareció rebotar contra él—. ¡No se me quede mirando! —chilló entonces—. Compórtese con un poco de educación en un país que no es el suyo. En cuanto a usted, señorita Allan, recuerde que tenemos leyes que protegen la propiedad privada.

—Pero que no me impiden demostrar que la película existe.

Stilwell dio media vuelta, con las orejas ya escarlata, y salió de la sala a grandes zancadas.

—No tenía que haber dicho eso —reconoció Sandy.

—Yo no tendría que haberme picado. Pero... valiente hijo de perra es. No soporto a estos tíos que escriben lo primero que se les ocurre sin importarles una mierda y miran por encima del hombro a cualquiera que sí le da importancia. Y que alguien así me quiera hacer creer que está más informado que Graham cuando él no puede defenderse... —Roger se golpeó la palma de la mano con el puño y sonrió a Sandy como disculpándose—. Pensarás que me lo tomo demasiado a pecho.

—Ni hablar —le aseguró Sandy, aunque la vehemencia de su reacción la había desconcertado un poco— Creo que has actuado admirablemente. Podemos dar vueltas a lo que deberíamos haberle dicho, pero esta vez no se puede repetir la escena. Vamos a tomar una café. Tengo que volver al trabajo.

Salieron de Soho Square, pasaron por las Columnas de Hércules, y fueron a sentarse en una mesa a la puerta de un pub.

—Por teléfono me dijiste que habías ayudado a Graham a buscar la cinta —dijo Sandy.

—No hice apenas nada. Hablé con algunas personas.

—¿Alguien que yo pueda conocer?

—Jack Nicholson. —Roger guardó silencio mientras la camarera se deshacía en elogios sobre el actor, y cuando se retiró continuó hablando—. Pasamos un buen rato charlando. Me recordó mis propios tiempos de bala perdida, pero no pudo contarme mucho. Sólo que durante el rodaje de El Cuervo, en el que había coincidido con Karloff, habían comentado en una ocasión que los niños irían encantados a verla a Estados Unidos, puesto que aquí no les estaba permitido a los menores de dieciséis años. Entonces Boris le había dicho que había una película suya que afortunadamente había sido prohibida.

—Refiriéndose a La torre del miedo.

—Supongo. Entonces hablé con Ed Wood. Había rodado una película narrada por Lugosi. Quizá sepas que, de acuerdo con su médico, Lugosi había acabado dependiendo de la morfina a causa de la ansiedad. Según me contó Wood, Bela le había confesado haber hecho una película en Inglaterra que le había producido un terrible sufrimiento. Puede que fuera simplemente porque aquella película frustró irremisiblemente su carrera en este país, pero hablé de ello después con Peter Bogdanovich, y en su opinión aquella no era toda la historia.

—¿Le preguntó a Karloff?

—Sí. Cuando estaban rodando Targets. Me imagino que la conversación sería una especie de competición de tacto y buena educación, pero el hecho es que tan solo sacó en limpio que Karloff no quería hablar de la cinta, ni tampoco del director, Giles Spence. No sé si te das cuenta de que Spence murió la misma semana que concluyó el rodaje. En un accidente de coche por algún lugar del norte.

Un golpe de aire que provenía del interior del local llevó hasta ellos un olor a panecillos calientes que hizo estremecer a Sandy.

—Estoy empezando a darme cuenta de lo poco que sé sobre esa película. ¿Por qué crees que a todo el mundo le disgustaba tanto?

—Debió de ser porque se realizó en un mal momento. Por aquellas fechas se produjo algún tipo de debate en vuestro parlamento que quiero investigar. Así soy yo, pienso bien, pero pienso tarde. Dios, ojalá hubiera ido aquella noche a casa de Graham. Quizás hubiera llegado a tiempo.

—Sé como te sientes.

—No es que piense que hubiera conseguido algo más que tú —aclaró él con tal precipitación que Sandy se inclinó sobre la mesa y le dio un beso—. Bueno, gracias —balbució.

—Sólo ha sido para que sepas que comprendo lo que querías decir.

—Bien. Yo también. Quiero decir... —intentó aclarar él, desistiendo cuando ella le sonrió.

—Tengo que irme al trabajo en unos minutos. Quería preguntarte si sabes algo sobre el argumento de la película.

—Según Graham, Karloff interpreta a un aristócrata que posee una especie de tierra maldita, y Lugosi llega a Inglaterra para investigar la muerte de su cuñado en ese mismo lugar. Normalmente es el monstruo el que llega de fuera, es una especie de invasor. Acuérdate de Drácula. Spence debió granjearse bastantes enemistades por hacer a su monstruo inglés. Especialmente en los años que precedieron a la guerra.

—¿Era ése el argumento de la novela original?

—¿En lo alto? Quizá. Tengo entendido que es casi tan difícil de encontrar como la película.

Sandy sintió que una brisa helada le abrazaba los tobillos y se levantó.

—Tengo que irme.

El la acompañó por Oxford Street y vaciló cuando se mezclaron entre la muchedumbre de Oxford Circus.

—¿Quieres que comentemos las notas de Graham por teléfono o te apetece que las repasemos en mi casa?

—Es la mejor propuesta que he recibido desde hace semanas. ¿Qué tal el jueves por la noche?

—Perfecto.

—Te llamaré antes —dijo Sandy, y se quedó mirándolo mientras desaparecía por la escalera del Metro.

Cuando Lezli le dijo que parecía satisfecha consigo misma, Sandy se preguntó por qué no estaba más tranquila. Debía de ser que le bullían en la cabeza un montón de preguntas sin respuesta. Incluso mientras volvía a su casa paseando por Queen's Wood se sintió tensa, sobre todo cuando empezó a oír llorar a un niño en la penumbra. El sonido provenía de delante de ella, y cuando llegó a la casa comprendió que había estado oyendo a la niña de sus vecinos.

—Ya estamos en casa —dijo su madre mientras empujaba el cochecito en el vestíbulo.

—No estaba enfermo, cariño —aseguró el padre a la pequeña—. Sólo era un señor que estaba durmiendo en la hierba.

Guiñó un ojo a Sandy, lo que le hizo pensar que habrían visto a algún vagabundo. Pasó por delante del cochecito y cosquilleó a la niña en la barbilla hasta hacerla sonreír. Mientras subía las escaleras pensó que era extraño que la niña se hubiera asustado tanto. En fin, los niños son así, se dijo, y ella tenía ya bastantes cosas en qué pensar. En cualquier caso, lo que hubiera visto la pequeña no tenía nada que ver con ella ni con la película.

9

Se sentiría mejor cuando hubiera salido del bosque. Las únicas figuras que divisaba en los campos eran espantapájaros, y no se veía ni una sola ave en el vasto e indiferente cielo. Sin embargo se sentía vigilado. Si alguien lo había seguido por la carretera, desde el pueblo o desde la gran mansión, podría haberlo visto por el retrovisor a varios cientos de metros. No era más que la imaginación lo que lo perturbaba. Su maldita imaginación era lo que lo había llevado allí en primer lugar, y estaba empezando a pensar que le reportaba más problemas que satisfacciones.

Creyó que la última vez había vencido a sus enemigos, al escabullirse por debajo de la capilla, ¿pero podía aquello haber atraído la desgracia sobre él mismo o sus colaboradores? No comprendía cómo, sobre todo porque hoy sus enemigos no parecían en absoluto conscientes de lo que había tenido que soportar. ¿Habría empeorado su situación volviendo allí solo?

No podía haber llevado a nadie consigo. Por muy nervioso y perseguido que se sintiera, no quería que nadie supiera lo que había hecho hasta que saliera a la luz, cuando ya fuera inevitable. Y no podía dejar que sus sentimientos lo atraparan allí, se dijo, haciendo sonar el claxon para ahuyentar sus miedos y proclamar que volvía. No había nada esperándolo en el bosque, sólo los productos de su imaginación. Pisó con fuerza el acelerador y se sintió inesperadamente valiente, como si espoleara a un buen caballo lanzándolo hacia el centro del peligro.

La sombra de los árboles, una sombra verde, húmeda y fría como el musgo, caía sobre él. La vegetación se apretaba a los lados de la carretera como formando un túnel que reptaba hacia la luz. Quizás el sol estuviera oculto tras una nube, porque el túnel parecía más oscuro que antes. La falta de luz y el olor a tierra le produjeron la sensación de estar sepultado y aceleró, lanzando el coche hacia la promesa de la luz del día.

Cuando enfiló una breve recta de la carretera, miró atrás. Sólo lo seguía el olor a tierra removida, aunque ¿por qué iba a seguirlo precisamente a él? Era un olor casi ominoso, quizá porque sugería la existencia de algo aun más desagradable bajo su superficie, algo oculto entre las sombras de los árboles y fuera de su campo de visión. El camino estaba libre. Tenía el tiempo justo para echar otra mirada atrás, sólo para convencerse de que las sombras no eran más que sombras. Volvió la cabeza y vio una figura que corría tras él a cuatro patas por la carretera, una forma delgada que se movía más rápido que el coche.

El sobresalto le hizo girar aun más la cabeza, y sintió una punzada de dolor en la nuca. Sus pies se hundieron salvajemente en los pedales y el coche dio un salto hacia adelante. Por un momento —demasiado largo— fue incapaz de apartar la vista de su perseguidor. Volvió a mirar al frente justo cuando el coche se cruzaba en la carretera. En el momento en que pisaba el freno, se estrelló contra un árbol.

El impacto hizo añicos el parabrisas y arrugó el capó como si fuera un papel, pero él se había agarrado con tal fuerza al volante que no salió proyectado fuera del coche. Los fragmentos de cristal llovieron sobre su cara y su cuello, y cuando intentó quitárselos, se dio cuenta de que no podía usar las manos. Tenía las muñecas rotas. No podía moverlas para salir del vehículo antes de que se incendiara, lo que temía que ocurriera en cualquier momento. Se dio la vuelta, encajó una rodilla bajo la manilla de la puerta y la empujó hacia arriba. La puerta se abrió tan rápido que casi cayó de bruces sobre la maleza.

Tambaleándose dio varios pasos hacia la carretera, y mientras avanzaba, descubría a cada momento nuevas heridas y golpes. El dolor y la conmoción del accidente habían vaciado su mente. El bosque parecía más oscuro y remoto. Todo lo que sabía era que necesitaba ayuda, y el lugar más próximo donde encontrarla era la fonda frente a la que había pasado entre el pueblo y el bosque.

O había olvidado la causa del accidente, o su cerebro se negaba a aceptarla. El golpe y su cuerpo roto eran lo único en que podía pensar. Cuando aquello salió a su encuentro desde detrás del coche, su mente fue tan incapaz de comprender como su cuerpo de defenderse. Se quedó inmóvil, contemplando un rostro que no podía ser llamado tal, mientras unas uñas largas y ennegrecidas buscaban su garganta y terminaban lo que los fragmentos de cristal habían comenzado.

10

Sandy cenó mirando el diario de Graham. A mitad de la ensalada griega recordó lo que él le había dicho durante una fiesta en su casa. «La caza ha comenzado, y tengo que agradecérselo a un colega tuyo.» Había conseguido localizar al ayudante de montaje de La torre del miedo. Su nombre era Norman Ross, lo recordaba bien, y figuraba en la segunda página del cuaderno.

Vivía en las afueras de Lincoln. Se llevó el teléfono junto a la ventana y se quedó mirando la oscuridad que ascendía por los árboles. Bogan y Bacall se fueron al otro lado de la habitación mientras ella pensaba en la mejor forma de presentarse.

—Antipáticos —les dijo mientras marcaba el número.

El timbre tenía un sonido irreal, como si fuera una grabación. Fue interrumpido por una voz infantil.

—¿Quién es?

—¿Puedo hablar con Norman Ross?

El auricular cayó con un ruido metálico.

—Es una señora que pregunta por el abuelo.

Lo que Sandy imaginó como una gran familia acogió el comentario con gran alboroto.

Nunca tires el teléfono así —dijo una voz masculina por encima del bullicio—. ¿Con quién hablo, por favor?

—Soy una amiga y colega de Graham Nolan.

—Lo siento, no sé de quién me habla.

—¿Es usted el señor Ross?

—El mismo —dijo él, como si hubieran puesto en duda su virilidad—. ¿Qué vende usted?

—Compro —respondió ella, y se preguntó cómo podría hacerlo. Posiblemente alguna filmoteca pagaría—. Quería hacerle unas preguntas sobre una película en la que trabajó usted.

—¿Cuál?

—La de Karloff y Lugosi.

—¿Otra vez lo mismo? —Su respuesta fue tan brusca que hizo zumbar desagradablemente el teléfono—. Sí, ya sé quién era su amigo. Pero me temo que está perdiendo el tiempo. Mi padre no está bien, y aunque lo estuviera no podría ayudarla.

Su irritabilidad había hecho pensar a Sandy que se trataba del viejo.

—Ayudó a Graham Nolan, según creo. Todo lo que quiero es preguntarle qué le contó a Graham. A él no puedo preguntárselo. Lo han matado.

—Comprendo que es terrible, pero la respuesta sigue siendo no. No quiero que nadie moleste a mi padre. Ya está bastante alterado.

—Yo también soy montadora de cine. Quizá cuando se encuentre mejor podamos al menos hablar de su trabajo.

—Dudo que quiera hacerlo.

—¿Puedo darle mi teléfono por si cambia de opinión?

—Si no hay más remedio... —dijo él, y la interrumpió en cuanto le hubo dicho su nombre y su número—. Ojalá dejaran todos ustedes esa película en paz. ¿No hay ya bastante horror en el mundo?

Sandy esperó que, si su padre había oído el comentario, no estuviera de acuerdo.

—Calma, calma —rogó a los gatos.

Tenía que dejar de decir que Graham había sido asesinado. Ella lo había visto saltar al vacío con sus propios ojos. Probó suerte con otros teléfonos que estaban al principio del cuaderno, pero todos eran de gente de avanzada edad que debían irse pronto a la cama; tampoco pudo hablar con la residencia de ancianos de Birmingham. Se sentía decepcionada y nerviosa. Dejó el teléfono a un lado y se puso a leer a Umberto Eco hasta que el sueño pudo con ella.

En mitad de la noche tuvo que levantarse para ir al baño, medio dormida. Cuando volvió a meterse en la cama reparó en que había atravesado su propia casa de puntillas, como si quisiera evitar que alguien la oyera. Supuso que habría estado soñando, aunque no consiguió recordar nada. El acompasado crujir de los árboles al otro lado de su ventana la arrulló hasta que volvió a dormirse.

Cuantos más datos averiguara sobre las personas con las que Graham había hablado, más fácil le resultaría conseguir algo de ellas. Por la mañana llamó a Roger y le leyó todos los nombres.

—¿No has cambiado de idea sobre la cena? —preguntó él, visiblemente dispuesto a llevarse una decepción.

—En absoluto.

—¿Te conformarás con una cena de encargo y un buen vino?

—Espero que no estés planeando emborracharme.

—No, no, en serio —dijo él con tal seriedad que Sandy tuvo que asegurarse de que comprendía su broma.

Seguía sin poder sacar ninguna conclusión del diario de Graham. Cuando se llevó a los gatos a pasear, los dos permanecieron muy juntos, sin apartarse ni un momento del sendero. Sandy se sobresaltó en una ocasión, cuando creyó ver un par de ojos espiando entre unos troncos, unos ojos pálidos, sin pupilas. Al acercarse más vio que no eran más que unas setas venenosas. Cuando las aplastó con el pie, notó que despedían un olor fétido.

Pensó que sabía por qué se sentía observada, pero se dijo que tampoco valía la pena preocuparse. De todas formas salió temprano para comprar el Daily Friend. Pasó por alto la nueva diatriba contra el ejército de Enoch y buscó directamente la columna de Stilwell.

«Bazofia sanguinolenta que intenta impresionar y deprime», era el comentario sobre la película de vampiros. «Pero hay algo peor. Otra amiga de Graham Nolan se ha empeñado en desenterrar la película que nunca existió. Es montadora de la Metropolitan, así que no creo que ningún amante del cine la pusiera en sus manos, aun en caso de que existiera. Pero si así fuera, confiemos en que los patrocinadores decidan gastar su dinero en cosas de más valor. Por lo que a mí respecta, el caso está definitivamente cerrado.»

Ella al menos estaba viva para defenderse, cosa que para Graham era imposible. De todos modos se estremeció al pensar en toda la gente que iba en el Metro leyendo el Friend. Pero, al menos, nadie parecía haberlo hecho en la Metropolitan. El día fue demasiado movido para hacer una llamada a Stilwell o al redactor jefe, y en cualquier caso, ¿de qué iba a servir? La única forma de hacer que Stilwell se tragará sus palabras era encontrar aquella cinta.

De camino hacia la casa de Roger podía hacer una pequeña indagación. Durante uno de sus paseos dominicales había reparado en una librería especializada en fantasía, en Holloway Road. Al salir del trabajo fue allí directamente.

Cuando cruzó el umbral de la tienda creyó haber retrocedido en el tiempo a los años cincuenta. Las estanterías, diferentes entre sí, estaban repletas de libros de bolsillo y revistas que palidecían según se acercaban al escaparate. En aquel momento salía un joven de mirada intensa que parecía haber pasado mucha hambre para poder comprar un puñado de aquellas rarezas guardadas al abrigo de la luz del sol, y Sandy quedó a solas con el achaparrado propietario, un escocés.

—Vamos a cerrar —dijo él.

—¿Tiene una novela victoriana de fantasmas titulada En lo alto?

Su compañero, un hombre larguirucho, salió de la trastienda y ambos se rieron educadamente.

—Ya me gustaría —dijo el escocés—. Si la tuviéramos, íbamos a tomarnos a su costa unas cuantas cervezas.

—Es una leyenda —explicó su compañero—. Sólo apareció una edición, esa es la pena. Conan Doyle la admiraba, y también Montague Summers.

—¿Quién es el segundo? —preguntó Sandy.

—Era un clérigo amigo de Aleister Crowley, autor de varias antologías. —El larguirucho sacó de una estantería un grueso volumen forrado de amarillo. Entre las obras citadas en la introducción de Summers pero no incluidas en la antología aparecía En lo alto, de F. X. Faversham, «en la cual una familia de la nobleza británica intenta desafiar a Dios desde su fortaleza, y por su soberbia, es castigada a lo largo de generaciones. Se la puede muy bien comparar con la obra de Blackwood en cuanto a la descripción de paisajes, y toca las fuentes más oscuras de la tradición británica». Nada de aquello parecía ser de especial ayuda.

—¿Puedo dejarles mi número por si encontraran un ejemplar? —dijo Sandy.

—Si quiere, muy bien. Pero no hemos visto ni uno solo en todos nuestros años de libreros. Quizás a las fuentes más oscuras de la tradición británica no les guste que las toquen.

Sandy supuso que el escocés estaba bromeando, ya que su compañero se rió entre dientes. Les dejó su telefono y siguió caminando por Holloway Road hacia Islington. Upper Street y algunas de sus bocacalles estaban en obras, y olía a tierra removida, pero la zona tenía un aspecto más noble que nunca. Había un Jaguar aparcado en la esquina de la calle de Roger, que vivía en unas caballerizas convertidas en pisos.

Un sendero de gravilla pasaba bajo un arco y cruzaba un gran jardín comunitario. El piso de Roger estaba a mitad de camino, frente a un sendero flanqueado por matorrales. Apenas acababa de tocar el timbre cuando se abrió la puerta. Roger luchaba con el botón del cuello de la camisa, y ella se lo desabrochó.

—Perdona el desorden —murmuró él.

En realidad el salón, que tenía una cocina americana en una esquina, separada por una barra, estaba ordenado y casi obsesivamente limpio. A un lado de la chimenea eléctrica había estanterías repletas de libros, y al otro, videocasetes. Dos sillones idénticos miraban el televisor, colocado contra una pared cubierta de posters de películas mudas. Roger cogió del suelo una corbata, y ella pensó que aquél debía de ser el desorden. Parecía haber tenido problemas para decidir cuál ponerse.

—Has venido muy elegante —dijo él.

—Es como voy al trabajo —comentó ella mientras se quitaba la cazadora vaquera.

—Bueno, siempre lo estás.

Él estaba en el dormitorio, colgando la corbata, y se movía muy rápido, como si quisiera dejar atrás su torpeza.

—He traído un vino austrAllano para que lo pruebes —dijo ella.

—Yo he comprado uno de California. En otros tiempos no hubieras probado ninguno de los dos, ¿verdad? Y sin embargo ahora se han ganado su reputación. —Él abrió la botella de Sandy y sirvió dos copas—. Por las reputaciones.

—Por ellas. Esperemos que la mía sobreviva.

—¿Por qué no iba a hacerlo?

—Puedo cuidar de mí misma, no te preocupes —dijo ella sonriendo—. Me refería al comentario de Stilwell en su columna.

—¿Por qué? No decía nada de ti.

—Claro que sí —replicó Sandy mientras buscaba en su bolso.

Roger frunció el entrecejo al leer la página rasgada y fue a buscar su ejemplar al cubo de basura. Hojeó impacientemente las páginas manchadas hasta encontrar el artículo de Stilwell.

—Mira, han quitado ese párrafo de la última edición. Después de todo, no habrá leído tanta gente esa mierda que ha escrito sobre ti.

—¿Por qué habrá sido?

—Puede que lo haya pensado mejor.

—Puede —reconoció ella, sin acabar de sentirse satisfecha. Roger interrumpió sus especulaciones.

—Si quieres echar un vistazo al menú, iré preparando el festín.

La cena llegó veinte minutos más tarde. Se sentaron al final de la barra, el único lugar de la casa sin referencias cinematográficas.

—Realmente te encanta el cine, ¿verdad? —preguntó ella.

—¿A ti no?

—Por supuesto, por eso voy a hacer esto. Pero es el honor de Graham lo que quiero recuperar, más que esa película.

—Supongo que habrá unas cuantas personas que se alegrarían de que consiguieras las dos cosas. Yo, por ejemplo —añadió él para dejar claro que no había reproche alguno en el comentario.

—Hablame de ti.

—¿Qué puedo contarte? Crecí con la ambición de trabajar con Walt Disney y conseguí un trabajo de ratón en Disneylandia un verano, cuando estaba en la Universidad de Los Angeles. Algunos días había cuarenta grados a la sombra, y los niños me destrozaban los pies a patadas mientras les hacían la foto. Al final del día también a mí me hacía falta una sesión de dibujos animados. Al año siguiente escribí críticas de cine para una revista de la Universidad, pero me prohibieron la entrada a los pases para la prensa porque había un tipo que siempre entraba cuando la proyección había empezado, y en una ocasión le dije que acababan de asesinar a la novia del protagonista, por lo que él calificó la película en su crítica como una historia de intriga subestimada. Realmente quedaba mejor.

—Y así entraste en el mundo del cine.

—Bueno, yo más bien diría que me arrimé a la periferia de ese mundo. Me gradué en Los Angeles y peregriné a Hollywood con tres guiones míos. Tras un montón de comidas de negocios, conseguí algunas sugerencias de que intentara escribir algo diferente, y casi un par de oportunidades. Entonces un amigo me consiguió un trabajo de guionista en una producción independiente, y de un trabajo fue saliendo otro, hasta que me vi trabajando con Orson Welles en su última película.

Hablaba muy rápido, sin preocuparse ya del rebelde mechón rubio que le caía sobre la cara mientras se dejaba llevar por el entusiasmo.

—Sobre quién escribiste tu primer libro —intervino ella.

—Creí que alguien debía hacerlo. No todos los días se ve trabajar a un genio. Y el libro salió tan bien que los editores me animaron a escribir otro. El caso es que durante una comida en la que se bebió mucho, dije que escribiría un libro sobre las escenas de ducha en el cine.

—¿Todo un libro?

—Sí, eso es lo que pensé yo también cuando se me pasó la borrachera. De forma que me puse a escribir sobre imágenes repetidas en el cine, empezando por constatar el hecho que, después de Psicosis, no hay una escena de ducha en la que no muera el personaje o aparezca alguien que se hace pasar por asesino.

—Todavía estoy esperando ver a alguien abrir al máximo el agua caliente y abrasarse la cara.

—Ojalá te hubiera conocido entonces, lo hubiera utilizado. Y seguí señalando que, cada vez que aparece un titular de periódico en pantalla, el texto que va debajo siempre trata de algo completamente diferente.

—O que siempre que alguien pasa por delante de un hombre que está leyendo un periódico, sabes que va a seguirlo.

—O que cuando alguien está leyendo un libro siempre lo sujeta como si estuviera anunciando la portada.

—O que cuando alguien habla por teléfono y le cuelgan, se pone a golpear la horquilla como si así fuera a recuperar la llamada.

—O que si alguien se niega a gritos a hacer algo, en la siguiente escena aparecerá haciéndolo. Es como cuando una mujer dice que no rotundamente. Siempre se queda a dormir.

—¡Vaya! ¿Has tenido tú ese problema?

—Bueno, de vez en cuando. O casi nunca, más bien. —Roger cogió la botella de chablis californiano y miró fijamente la copa de Sandy mientras la llenaba—. No lo tomes como una sutil indirecta.

—No ha sido sutil.

—Bien, de acuerdo. Ésa es otra razón de que me cabreara con la escena de Stilwell. Creo que ambos podéis tomaros el cine en serio y pasarlo bien especulando sobre las posibles formas de interpretarlo. Por cierto, casi se me olvidaba —dijo, levantándose tan rápido que Sandy se sintió desairada—. Tengo esto para ti.

Eran unas fotocopias de unos libros de consulta referidas a tres de los nombres citados en el diario de Graham.

—Parecen muy viejas —comentó ella.

—El British Film Institute era el único lugar donde las tenían. Ninguno de estos actores trabajó mucho en el cine después de tomar parte en La torre del miedo.

—Pero entonces eran jóvenes. ¿Por qué dejaron de trabajar?

—Otro misterio que tienes que resolver. O que tenemos, si lo deseas.

—Agradecería cualquier tipo de ayuda.

—Muy bien. Creo que ya te he enseñado todo lo que puedo ofrecerte. ¿Un café?

—No diría que no. —Si él no pensaba tomar la iniciativa, tampoco ella lo haría. Quizá Roger había visto demasiadas películas como para poder actuar con espontaneidad en la vida real.

Se bebió el café con rapidez, sintiéndose irritantemente inglesa y mojigata.

—Gracias por la cena. Ha sido estupenda y he aprendido unas cuantas cosas.

—Mantengámonos en contacto —dijo él, haciendo una breve pausa antes de añadir—: Por Graham.

Sandy se sorprendió por la indignación que le producía la aclaración, más aun porque no sabía si Roger había querido decir algo con ella. No le pareció apropiado darle un beso de buenas noches. Le dio unas palmaditas en la mejilla y se despidió.

Tras la sensación de confinamiento del piso, se sobresaltó al percibir la infinitud del cielo, que parpadeaba débilmente. Al cerrar él la puerta, la oscuridad se apoderó del sendero. El eco de sus propios pasos la siguió mientras se alejaba por el sendero de gravilla. Cuando se dirigía a su andén en Highbury & Islington, vio de reojo a un hombre que debía de estar muy borracho, pues casi se arrastraba escaleras arriba hacia la calle. Compartió un vagón hasta Highgate con unos cuantos viajeros dormidos y subió a Muswell Hill haciendo un poco de jogging. Cuando tuvo su casa a la vista entrecerró los ojos para ver mejor. No recordaba haber dejado tan abierta la ventana del salón.

La franja de oscuridad podía ser una sombra. En el piso contiguo al suyo un perro ladraba como si estuviera loco. Entró en el edificio y subió las escaleras corriendo. La luz de la escalera se apagó en el momento en que introducía la llave en la cerradura, y la noche la envolvió de repente. Buscó el interruptor del recibidor a tientas. Sus uñas rascaron el plástico y el interruptor chasqueó.

Había pensado que la aprensión que había sentido al quedarse a oscuras se desvanecería cuando encendiera la luz de su casa, pero el silencio que allí reinaba le pareció ominosamente extraño. Cerró la puerta sin hacer ruido, haciendo girar el pomo de la cerradura entre índice y pulgar, y hurgó en el bolso hasta encontrar la alarma que, según la propaganda, ensordecía a cualquier atacante. La apuntó hacia adelante con el dedo crispado en el botón y cruzó de puntillas el recibidor.

Abrió la puerta del cuarto de baño y encendió la luz justo a tiempo de percibir un movimiento tan mínimo que pareció furtivo. Era una gota de agua que había caído del grifo. Entró a hurtadillas en su dormitorio y la luz de la lámpara iluminó las cortinas. Entonces se dirigió al salón y accionó el interruptor sin dejar de apuntar con la alarma hacia delante.

Se detuvo en el umbral al percibir un vago hedor como de comida rancia. El contenido de la papelera estaba esparcido sobre el sofá. Al parecer los gatos habían estado divirtiéndose. La ventana abuhardillada estaba más abierta de lo que ella la había dejado. Se dirigió a la cocina con pasos rápidos y silenciosos. O el olor se había agarrado a su nariz, o era más fuerte en la cocina. El tubo fluorescente se encendió con un respingo. La única comida que había a la vista eran los dos cuencos de los gatos. ¿Pero dónde estaban los gatos?

—Bogart, Bac... —comenzó a decir, apretando de repente los dientes. El cuaderno de Graham, que había dejado en el sofá, estaba sobre la alfombra, al pie de la ventana. O al menos la cubierta. Los restos de las páginas, hechos trizas y masticados, estaban diseminados por el suelo.

Sus manos se crisparon y casi accionaron la alarma, hasta que la tiró sobre el sofá.

—Malditos sinvergüenzas... —susurró—. ¿Dónde os escondéis? Salid ahora mismo o...

Al mirar hacia la ventana observó que la pintura de la parte superior del marco tenía arañazos de garras. Se asomó a la ventana y su sombra se extendió sobre los árboles iluminados mientras intentaba ver algo en la oscuridad.Todavía estaba haciéndolo cuando sonó el timbre de la calle.

Echó a correr hacia el recibidor y accionó el botón del interfono con brusquedad.

—¿Sí? ¿Qué pasa?

—Espero no interrumpirla. He visto las luces encendidas.

Sandy creyó reconocer la voz del hombre.

—¿Quién es?

—Vivo enfrente de usted. Nos saludamos por las mañanas. Yo tengo un Rover.

—Ah, sí, ya —dijo ella con furia contenida, dirigida especialmente contra sí misma—. ¿Y bien?

En su tono de voz había algo que le hizo contener el aliento.

—Usted es la dueña de los gatos.

—¿Sí?.

—¿Le importaría bajar? Prefiero no... ya me entiende.

Sandy sospechó que entendía. Bajó las escaleras con aprensión y abrió la puerta de la calle. Era un hombre alto de unos cuarenta años, ya ligeramente preñado de cerveza. Se pasó las manos por las sienes estirándose la piel de la frente.

—Lo siento —dijo enseguida—. Yo iba por la calle principal, dentro de los límites de velocidad, de verdad. Se metieron bajo las ruedas. No podía frenar. Se me hubiera echado encima un autobús que llevaba detrás. Encontré la dirección en los collares y no sabía si querría... De todas maneras, ahí tiene.

Sandy pensó que el hombre estaba mirándose los pies, cohibido ante su posible reacción, pero entonces vio que tenía los ojos fijos en lo que había dejado pulcramente sobre el escalón: dos bolsas de plástico llenas de pelo y sangre.

11

La comida de los gatos debía de estar en mal estado, pensó. El olor inundaba toda la casa, y debía ser lo que había enloquecido a los gatos. El dueño del Rover había cruzado la calle caminando lentamente, como disculpándose o guardando el debido respeto, mientras ella se quedaba mirando las bolsas. No hubiera sido capaz de abrirlas. Las llevó al jardín trasero de la casa y cogió una pala del cobertizo común.

Estuvo cavando casi una hora en su parte de jardín, hasta convencerse de que el agujero tendría la suficiente profundidad para ser seguro. El perro callejero podía estar todavía rondando por Queen's Wood, a pesar de que sus vecinos habían informado a la policía, y quizás intentara desenterrar los cuerpos. Cada vez que se movía algo entre las sombras, Sandy miraba hacia la verja. La maraña de ramas y raíces parecía demasiado espesa, pero en ningún momento vio otra cosa que flores que se movían levemente en la oscuridad. Cada vez que miraba tenía que enjugarse las lágrimas.

Por fin dejó de cavar. Entonces cogió las bolsas con las puntas de los dedos, para no sentir lo destrozados que estaban los gatos, y las depositó en el hoyo.

—Adiós —dijo—. Descansad. —Al bajar los ojos vio fugazmente el brillo del plástico. Lo cubrió con la tierra y la apelmazó con suavidad—. Cuidaos —añadió, y volvió a la casa.

El olor había desaparecido de las silenciosas habitaciones. Se agachó junto a los cuencos de comida, pero estaban completamente vacíos. Buscó la lata vacía y rascó los pocos restos adheridos para llevarlos a analizar. Entonces se sentó en la cama y rompió a llorar. Al rato se puso a recoger los fragmentos del cuaderno de Graham, pero eran completamente indescifrables. Recordaba casi todos los detalles, se dijo, no sólo los nombres, pero le dolía demasiado la cabeza como para hacerlo en aquel momento. Sentía la nariz llena de óxido. Se fue a la cama para poder cerrar sus doloridos ojos.

Consiguió dormirse, pero se despertaba a menudo, convencida de que los gatos estaban cerca. Y cada vez que recordaba por qué no estaban, se sentía frágil y hundida. Soñó que veía a uno de ellos al otro lado de la ventana del salón. Vio una figura delgada y ágil saltar desde las ramas de un árbol y aferrarse al marco de la ventana, cerrándola. Se despertó con un grito que hizo estremecer su corazón.

El vacío que sentía a la mañana siguiente era casi doloroso. ¿Por qué no se habría quedado en casa la noche anterior, en lugar de perder el tiempo con la decepcionante visita a Roger? Todo parecía carecer de sentido, todo esfuerzo le parecía inútil, y ello la asustaba. En el Metro fue con el paquete que contenía los restos de comida para gatos sujetándolo contra el pecho mientras apretaba el puño alrededor de la correa que pendía del techo.

El director del programa de ayuda al consumidor era Piers Falconer. En pantalla siempre mostraba un semblante preocupado, pero cuando Sandy asomó la cabeza por la puerta de su despacho, su gran cara redonda sonrió casi con demasiada blandura. Frunció el entrecejo al oír la historia y se quedó con los restos del bote.

—Lo enviaré hoy a analizar y te avisaré del resultado en cuanto lo reciba.

Subió al piso superior e intentó interesarse en el montaje de un reportaje sobre un partido de fútbol en el que el público había terminado atacando a los jugadores. Todos la dejaron en paz al ver que no respondía más que con monosílabos, hasta que llegó Lezli preguntando por ella.

—Al teléfono.

Era su padre.

—¿Sandra? Hacía tiempo que pensábamos llamarte. ¿Cómo estás? ¿Sigues disfrutando con tu trabajo?

Su voz le hizo añorar inesperadamente la casa familiar de Mossley Hill, el fuego que su padre encendía en la chimenea cuando los vientos de la bahía de Liverpool comenzaban a enfriarse, las largas veladas en las que había podido comentar todos sus problemas de adolescente sin guardarse nada. Pero la añoranza no servía de nada —sus padres ya ni siquiera vivían allí—, y Sandy no quería que su padre supiera cómo se encontraba. Estando tan lejos, sólo haría que se sintiera impotente.

—Sí, todo va bien —dijo.

—Nos hemos enterado de la muerte de tu amigo. Nos acordamos de cuánto lo apreciabas, cómo te había ayudado en el trabajo y todo eso.

Sandy no supo qué pensar de su tono de voz.

—Graham y yo nos teníamos un gran respeto.

—Bueno, eso no es nada malo. Tu madre y yo intentamos enseñarte a apreciar a todo tipo de personas, dentro de unos límites. —Se aclaró la garganta, y Sandy recordó el olor de su pipa, que tan nerviosos había puesto a Bogart y Bacall cuando sus padres habían ido a visitarla—. Un vecino nos enseñó ayer un comentario en el periódico. Tú no eres la persona que está buscando la película que tu amigo decía haber encontrado, ¿verdad?

—Sí, soy yo. ¿Por qué?

—Sandra, aunque solamente sea por tu madre, espero que lo dejes estar.

—¿Por ese comentario del periódico? Papá, conozco al hombre que lo escribió, y es inofensivo. No te preocupes.

—Pues sí, nos preocupamos. No creo que valga la pena buscarse tantos problemas por una película vieja.

—Puede que sí. Y la reputación de Graham lo vale. Tú no querrías que abandonara a un amigo.

—El tiempo siempre confirma el buen nombre de quien lo merece. Acuérdate de Bach. ¿Por qué vas a arriesgar el tuyo propio? Si la película fue discutible cuando se rodó, puede que siga siéndolo, suponiendo que exista. Ni tu madre ni yo hemos oído hablar de ella, y es de las que nos gustaban antes de que llegara la guerra y lo cambiara todo. Lo dejarás estar, ¿verdad? Será un alivio para tu madre.

—¿Sabe mamá que me has llamado?.

—Jamás reconocería que está intranquila, pero la conozco tan bien como a ti.

—Entonces recordarás que me enseñaste a hacer lo que creyera correcto, aunque tú no estuvieras de acuerdo.

—¿Cómo te puede parecer correcta esa basura? ¿Qué hay de correcto en una película de terror? —Pareció desesperado al darse cuenta de que su hija no cedía—. No lo harás, ¿me das tu palabra?

—Papá, lo siento. Ya he dado mi palabra.

—Pues entonces que Dios te ayude —sentenció él, y colgó.

Sandy estaba mirando el enmudecido auricular que tenía en la mano, sintiendo cómo la culpa se solidificaba en su interior —culpa por haberlo dejado ansioso, por recordarle que casi siempre se había entendido mejor con su madre que con él, incluso por sentirse casi tan afectada por la muerte de los gatos como por la de Graham— cuando Lezli se acercó.

—Boswell quiere verte —murmuró.

Emma Boswell era la jefe de Programación.

—No necesito que me digan que soy un genio a cada momento —dijo Sandy.

—No sé si es eso lo que quiere. Parecía un poco fría.

—Ojalá lo fuera yo —dijo Sandy, y echó a andar con paso cansado hacia el ascensor, intentando pensar en alguna forma de mejorar el reportaje del partido de fútbol. Cuando se abrieron las puertas se dirigió automáticamente hacia el despacho de Boswell. Dos realizadores estaban sentados a ambos extremos de un sofá rígido, discutiendo sobre el ejército de Enoch.

—Necesitamos una entrevista con Enoch Hill antes de que la historia empiece a oler —dijo uno.

—Lo hemos intentado, y no somos los únicos. No me preguntes por qué, pero se niega a que lo filmen, ni siquiera para dar su versión.

—Hemos destinado demasiados recursos a ese documental para liquidarlo ahora. Su padre es banquero, ¿no? ¿Hemos intentado ya dar con él?

—¡Por Dios! —exclamó Sandy—. ¿Es tan raro que alguien no quiera que lo filmen? ¿No hay otra cosa en la vida?

Los dos hombres la miraron como si acabara de traicionar a ellos y a sí misma.

—La señora Boswell la está esperando —le dijo la secretaria.

La señora Boswell debía haber oído el comentario de Sandy por el mterfono. Su rostro redondo y delicado tenía una expresión de intriga. Le señaló la silla con un gesto como el de un director al silenciar la orquesta, y se inclinó hacia delante.

—Té para dos —dijo, y apagó el mterfono—. ¿Muchos problemas por ahí fuera?

Sandy se negó a hablar con las plateadas uñas que la mujer se estaba pasando por los cabellos grises. No respondió hasta que Boswell levantó la vista.

—Sólo un caso más de invasión de la intimidad.

—Una decisión difícil a veces, pero que los profesionales tienen que tomar. ¿Es tu intimidad la que piensas que están invadiendo?

—¿Por qué?

—¿O realmente hablaste con el periódico?

—Sólo he visto al crítico una vez, y tuvimos una discusión, eso es todo.

—Últimamente pareces demasiado propensa a las discusiones. Creo que sabes lo que te estoy preguntando. ¿Le dijiste que ibas a buscar esa película para nosotros?

—Oh, no. Lo inventó el. Está claro que quiere ponerme las cosas difíciles.

—¿Por qué iba a querer hacerlo? —Había un cierto tono de confidencia de alcoba en la voz de Boswell—. Como comprenderás, no puedes afirmar que estás haciendo en nuestro nombre unas investigaciones que no hemos autorizado. Los sindicatos se nos van a echar encima. Digamos que se te escapó en el calor de la discusión con el crítico y olvidémoslo. Estoy segura de que somos las únicas que no lo hemos hecho todavía. En cualquier caso, no parece el tipo de película que nos gustaría emitir.

—Graham lo hubiera hecho.

—Lo echas de menos, ¿verdad?

—Especialmente porque no puede defenderse.

Boswell levantó la mano anticipándose a más respuestas que prefería no oír.

—No sé si hemos tenido suficientemente en cuenta que estabas allí cuando murió. No me gustaría que esto afectara tu trabajo. Ah, el té.

Cuando la secretaria dejó la bandeja sobre la mesa y cerró la puerta, Boswell ofreció una taza a Sandy.

—No quiero decir que tu trabajo haya empeorado. Me parece que todavía no has admitido lo que ocurrió, no lo has asumido, y por eso lo tienes todavía dentro.

Sandy se sintió agobiada por el empeño de Boswell en consolarla.

—Quizá —murmuró, y se echó hacia atrás en la silla intentando distanciarse de la otra mujer, que volvió a arrellanarse tras su escritorio como si no lo hubiera notado.

—¿Te servirían de algo un par de semanas de vacaciones? —preguntó Boswell.

—Me servirían para intentar limpiar el nombre de Graham.

Boswell suspiró.

—¿En nombre de quién?

—En el suyo y en el mío, si no se apunta nadie más.

—Quiero que comprendas que la menor insinuación de que estás actuando en nuestro nombre será contemplada con la mayor severidad. Pero no puedo prohibirte que hagas algo por tu cuenta. Confío en que sea lo que necesitas, eso es todo.

La mujer miró a Sandy, que sorbió su té pensando que no estaba obligada a responder, ni tampoco a beber más rápido.

—Gracias por tu comprensión —dijo Sandy, y se levantó—. ¿Cuándo puedo empezar las vacaciones?

—En este momento, y con todo el sueldo. —Sandy estaba junto a la puerta cuando Boswell añadió—: Espero que te haya gustado el té.

—Muchísimo —respondió Sandy, y los dos realizadores levantaron la vista hacia ella. Sandy dejó que su rostro se relajara y esbozó una sonrisa. Se sentía como si hubiera sobrevivido a una entrevista con la directora del colegio y le hubieran dado unas vacaciones como premio. Sólo que no iban a ser unas vacaciones, se prometió.

12

Dijo a Piers Falconer y a Lezli que se iba, salió corriendo al parque y se sentó en un banco. Un cuchillo centelleante cruzó el cielo blancuzco con un ruido semejante a un amago de trueno. Sandy sacó un recibo de la luz de su bolso y comenzó a escribir en el dorso los nombres del cuaderno que recordaba. Algunos iban asociados al nombre de una ciudad, pero no recordaba nada más de las direcciones. Quizá le volvieran a la memoria más detalles cuando dejara de esforzarse por recordarlos. Había un perro o un vagabundo tumbado tras un arbusto cercano, que no la dejaba concentrarse. Volvió a la Metropolitan y bajó a la centralita.

Allí estuvo hojeando diferentes guías telefónicas, y encontró todos los nombres de su lista, en algunos casos recordándolos por sus direcciones al verlas escritas. Tuvo tentaciones de hacer inmediatamente la primera llamada, pero se acordó de la advertencia de Boswell y decidió llamar desde un bar cercano.

El único teléfono de Londres era el de un tal Walter Trantom, de Chiswick. Se llevó su cerveza a una cabina de roble que encerraba un teléfono blanco y marcó el número. En el momento en que descolgaban, un fuerte y lejano estruendo se unió a las voces de los parroquianos del bar. Sandy se tapó el oído libre con la otra mano.

—¿Puedo hablar con el señor Trantom?

—Es para Wally. Una mujer pregunta por Wally —aulló el hombre, y se oyeron varias risas junto a la suya.

Sonó algo parecido a una gigantesca puerta al abrirse y a continuación otra voz masculina, más aguda y torpe.

—¿Eh? ¿qui... quién es?

Sandy imaginó que al otro lado del teléfono estaban pasando un buen rato a su costa.

—¿Señor Trantom? —dijo ella con toda la suavidad que le permitía el estruendo—. ¿Conocía usted a Graham Nolan por casualidad?

—Graham eh, ah, sí. ¿Quién?

—Creo que usted lo ayudó.

—Eso espero —dijo Trantom poniéndose en guardia—. Quiero decir, no lo sé. ¿Quién es usted?

—Soy una amiga de Graham, Sandy Allan. Siempre me enseñaba las películas que encontraba.

—¿Vio esa película de terror?

Su explosión de entusiasmo fue tan inesperada como su reserva.

—No, pero me habló de ella —dijo Sandy—, y la estoy buscando.

—Es una amiga suya de donde trabajaba, ¿verdad?

Así que Trantom también lo había leído.

—Esto no tiene nada que ver con nuestro trabajo. Lo hago por él y por mí.

—¿Y yo que tengo que ver en esto? Mire, no puedo entretenerme. Tengo un coche colgando en el aire.

—Pensé que quizá pudiera darme alguna pista, pero ya veo que...

—No. Espere. Tendríamos que vernos, y hay alguien más a quien le gustaría venir. ¿Puede ser esta noche?

—Si usted puede, yo estoy libre.

—De acuerdo entonces —dijo él con una risilla nerviosa, y le dio una dirección en Chiswick mientras se oía un silbido burlón—. Hacia las ocho —añadió Trantom, y colgó.

Chiswick estaba al mismo lado del río que su casa, pero en Metro tendría que hacer un par de transbordos. Si iba en el coche tendría más libertad de movimientos, un mayor control y menos tiempo que perder. Mientras esperaba en el andén de Marble Arch creyó ver a un obrero en el túnel, entre dos luces de señalización. Pero debía de ser otra cosa, pues aunque hubiera podido ser tan delgado, no se hubiera mantenido tan inmóvil.

La tumba de los gatos estaba intacta. Pero no quería dejarla tan desprotegida mientras buscaba la película. Había una losa rota del sendero del jardín apoyada contra la pared de la casa. La arrastró hasta el lecho de flores en el que yacían los gatos. Al soltarla cayó sobre la tierra con un golpe sordo. Sandy se apresuró a decirse que no le recordaba a nada. Prefirió pensar que era como una de esas películas de miedo en las que alguien pone grandes piedras sobre las tumbas para asegurarse de que los muertos no salgan de ellas.

—Ahora nadie puede tocaros —susurró.

Puso un disco de Billie Holiday mientras se hacía un café. Cuando se hubo acabado el café y terminó la música, se acomodó junto a la ventana y pronto sintió la calidez del sol en la espalda; descolgó el teléfono. El primer nombre era el de Harry Manners. Estaba a menos de una hora en coche.

El teléfono sonó dos veces y una voz atronadora preguntó:

—¿Qué hay?

—¿Harry Manners?

—En efecto.

—¿Es usted el actor?

—Mientras siga fuera de la caja de pino, lo soy. Y cuando eso suceda, todavía espero que me vuelvan a llamar a escena. ¿A qué debo el placer de escuchar una voz tan dulce y joven?

—Estoy intentando localizar una película en la que trabajó usted —dijo Sandy, y contuvo el aliento.

—¿De verdad? Vaya, pues ya me ha alegrado el día. Cuando alguien me recuerda, será porque todavía puedo hacer unas cuantas interpretaciones más. ¿Está usted en Hatfield? ¿Puedo invitarla a cenar?

—Llamo desde Londres, y me temo que esta noche es imposible.

—¿Comemos mañana, entonces? Dígame qué película es, y veré lo que tengo.

—La de Karloff y Lugosi.

—Ah, esos viejos comicastros. ¿Cómo se llamaba? ¿La torre del miedo? Tiene usted que venir. Tengo algo que le va a interesar.

Le dio instrucciones para llegar a su casa y le hizo prometer que no faltaría. Su impaciencia era contagiosa, y Sandy hizo dos llamadas más que resultaron bastante prometedoras. Un anticuario de Newark le dijo que su tío había sido un cámara antes de la Segunda Guerra Mundial. Aunque en aquel momento estaba paseando por el canal, seguramente estaría encantado de charlar con ella. El teléfono de la residencia de ancianos de Birmingham donde vivía el especialista acababa de ser reparado, y la telefonista dijo que intentaría que se pusiera Leslie Tomlison. Por fin era un día en que las cosas parecían irle bien, se dijo Sandy. Incluso su Toyota arrancó a la primera, a pesar de que hacía semanas que no lo sacaba.

Condujo con las ventanillas abiertas para sentir en el rostro el aliento del cielo enrojecido, y salió de la autopista cerca de Gunnersbury Park. Walter Trantom vivía en un bloque de pisos en Chiswick High Road. Sus docenas de ventanas rectangulares e idénticas parecían emitir el mismo zumbido lejano que había oído al llamarlo —el ruido de fondo de la autopista—. Mientras cerraba el coche pasaron a su lado dos jóvenes con dobermans, que caminaban dando saltos. El semáforo de los coches en dirección al aeropuerto se puso en verde y el ruido fue engullido por el monótono zumbar del paisaje.

Sandy se acercó al portal pisando patatas fritas y cajas de hamburguesas, y pulsó el timbre de Trantom. El interfono balbució algo casi ininteligible a causa de la hamburguesa con queso que alguien había aplastado contra la rejilla.

—Sandy Allan —dijo mientras pulsaba aprensivamente con una uña el botón de respuesta e intentaba ver algo a través de los cristales de seguridad salpicados de ketchup. No vio al hombre que bajaba por las mal iluminadas escaleras hasta que apareció su cara delante del cristal.

Por teléfono no le había parecido tan grande. Sacaba a Sandy al menos una cabeza de altura y era el doble de ancho. Llevaba unos viejos pantalones verdes a cuadros y una deshilachada chaqueta de punto morada, de cuyo bolsillo rasgado sobresalían unas gafas. Abrió ligeramente la puerta y acercó la cabeza calva hacia la rendija parpadeando ferozmente.

—¿Quién, eh, quién ha dicho que es?

Sandy pudo ver que tenía granos bajo la escasa cabellera.

—Sandy Allan. Habíamos quedado a las ocho.

—Todavía son menos cinco —dijo él, viendo en su reloj que no era así. En lugar de correa llevaba una cuerda. Se bajó el puño del jersey con brusquedad, como si pensara que ya le había mostrado demasiado de sí mismo, y abrió mucho los ojos para dejar de parpadear—. ¿Me puede dar alguna prueba?

Cuando ella le ofreció su reloj digital, él se echó a reír resoplando como un caballo.

—No quiero la hora. Quién es usted.

Ella sacó la cartera del bolso y le mostró su carnet de la Metropolitan.

—De acuerdo —dijo él con inesperado alivio, y la condujo al primer piso. Olía a aceite para motores, el mismo que le ennegrecía las uñas.

Cuando llamó a la puerta de la casa con torpeza, un perro ladró y arañó la puerta que había al otro lado del pasillo. Una mujer con el cabello de un color indeterminado, recogido con gomas, y los ojos hinchados de sueño, abrió la puerta. Miró a Sandy sin interés y volvió a la cocina, una habitación atestada y saturada de olor a coles de Bruselas. A pesar de su apatía, Sandy agradeció su presencia al oír gritar a otra mujer en la habitación contigua.

Trantom se abrió camino por el pasillo, sorteando una bicicleta y un perchero roto reparado con cinta aislante, y emitió un sonido que a Sandy le sonó entre un carraspeo de advertencia y un rugido. Los gritos fueron ahogados por un crescendo musical.

—Ese destripamiento es una chapuza —exclamó una voz de hombre.

—Mira, esto está bien, aquí es donde le sacan los ojos a la tía —comentó un hombre más joven.

Trantom abrió la puerta ruidadosamente y se asomó, haciendo señas con la cabeza para indicar que no estaba solo, sin darse cuenta de que Sandy ya había entrado detras de él. Había dos hombres sentados en sillones que parecían tallados en corcho, frente a un televisor y un vídeo. Uno era un adolescente que llevaba vaqueros y una camiseta con la frase QUIERO TU CUERPO (SOY CANÍBAL); el otro, un hombre de unos treinta años, que podía haber sido un empleado de banca, con traje oscuro y chaleco, camisa blanca y corbata negra.

—Ahí viene —dijo a Trantom—. Aquí es donde le cortan los melones a la tía.

Trantom volvió a mover la cabeza y, a la vez que los otros, miró a Sandy. El adolescente se inclinó para verla, con la camiseta colgando de su desnutrido torso.

—Es ésta, ¿verdad?

Trantom dio un paso adelante, como obligado por la proximidad de la mujer, y ella lo siguió.

—Soy Sandy Allan.

—¿Qué le parece esto? —dijo el hombre del traje con tono desafiante mientras señalaba con un pie la pantalla. Todo lo que Sandy pudo ver era algo parecido a un bote de pintura roja que alguien acababa de abrir, con acompañamiento de música disco y gritos. Los detalles se habían ido perdiendo de una copia a otra.

—No me parece nada —dijo ella.

—Lo censuraría, ¿verdad?

—No creo que tenga nunca la oportunidad.

—Pero si sus jefes la compraran —intervino el adolescente, blandiendo su puntiaguda cara al extremo del raquítico cuello y entrecerrando con suspicacia los ojos enrojecidos—, la censuraría, de eso no hay duda.

—No hay duda de que nunca la comprarían.

—Si las películas que compran son tan buenas, ¿por qué las cortan?

Aburrida por el rumbo que iba tomando la conversación, Sandy se volvió hacia Trantom.

—¿Puedo sentarme? Así podrá presentarme a sus amigos.

El suelo estaba cubierto de pilas de revistas y cintas de vídeo. Montones de discos de bandas sonoras ocupaban por completo un sofá rojo de dos plazas. Trantom recogió los discos desmañadamente y los guardó en una estantería, bajo una colección de monstruos de plástico. Cuando Sandy se sentó, él se dejó caer a su lado, haciendo subir a Sandy como en un balancín.

—Escriben para mi revista —dijo por fin, con voz aguzada por el orgullo—. El de la camiseta es John, nuestro crítico de vídeo, y éste es Andrew Minihin. De él sí que habrá oído hablar.

Cuando ella negó con la cabeza sonriendo, Minihin dejó escapar un gruñido, Trantom soltó una risilla incrédula y los muslos de John comenzaron a vibrar como si se dispusiera a batir un record de atletismo.

—Tiene que conocerlo. Un periódico pidió que se prohibieran todas sus obras —insistió John, enumerándolas—: El matarife, Viscosidad, Lo que repta por tu cuerpo, Lo que repta por tu cuerpo II y Entrañas, que no lo dejaron titularla Vomita y muere. Hasta ahora es su mejor obra.

—Sí, las he visto por ahí.

—Se habrá preguntado cómo puede la gente comprar esa basura, ¿verdad? —dijo Minihin.

Los tres hombres le sonrieron como si le hubieran tendido una trampa. Se los imaginó como tres brujas con sombreros puntiagudos, y la imagen la hizo sentirse más dueña de la situación.

—No, que yo recuerde.

—Pues yo antes me lo preguntaba —dijo Minihin con una risa estentórea. Es lo que hay que escribir para competir con películas como ésta. Hay millones de tarados que quieren leerlas, y yo sería más estúpido que ellos si no se las ofreciera. Quizás a algunos los ayuden a crecer. Recibo cartas de admiradores de diez años de edad.

—Ten cuidado, o acabará cortando tus libros —dijo John.

Sandy perdió la paciencia justo lo suficiente para afilar levemente la voz.

—¿Creen ustedes todo lo que leen en los periódicos? ¿No pueden ver que Stilwell escribió eso porque me atreví a sugerir que se había equivocado acerca de la cinta que buscaba mi amigo? Yo no corto películas. Las monto. Y por lo que respecta a ésta, lo único que quiero es recuperarla. Aunque quizá me canse de buscarla si veo que todo el mundo cree a pies juntillas lo que Stilwell dijo de mí. ¿Le importaría bajar el volumen de eso? No estoy acostumbrada a hablar entre aullidos.

Trantom se inclinó al borde del sofá hasta que encontró el mando a distancia. El zombie dentista de la pantalla continuó con su trabajo en silencio.

—¿Qué os parece, muchachos? —murmuró Trantom.

—Puede que ese periódico vaya contra ella, como el otro fue contra Andrew. No les gustan los que defienden el terror.

Minihin se encogió de hombros, como si la pregunta le diera completamente igual.

—Muy bien —dijo Trantom—. Confiamos en usted. La ayudaremos.

—Díganme qué le contaron a Graham.

—No le dijimos nada. Él había oído hablar de mi revista y pensó que podíamos conocer a algún coleccionista que tuviera una copia de esa cinta. Quiero decir que la ayudaremos a buscarla.

Su entusiasmo era tal que hasta hizo desaparecer su tartamudeo.

—Se lo agradezco, pero sólo quería saber si tenían alguna pista.

—¿Cuál es su problema? —preguntó Minihin con brusquedad—. ¿No quiere tener nada que ver con nosotros?

—No ha visto la revista —dijo Trantom, cogiendo una del montón que había tras el sofá.

Se trataba de un puñado de hojas grapadas, mecanografiadas por los dos lados, titulado El perro asesino. Sandy creyó que a alguien se le había caído un café encima, hasta que comprendió que era la ilustración del título.

—Debí suponer que la película que estoy buscando no significaría nada para ustedes, dado el tipo de cine al que se dedican.

—También había películas muy buenas entonces —discrepó John—. Lugosi le revienta los tímpanos a un ciego en Los oscuros ojos de Londres. Y eso era antes de la guerra.

—Y antes todavía, en El cuervo, le machaca la cara a Karloff —se apresuró a añadir Trantom—, y lo encierra en una habitación llena de espejos.

—Y en El gato negro se arranca él mismo la piel —dijo Minihin.

—Si su película fue prohibida, debe de ser buena —concluyó Trantom—. Si es terror, nos interesa. Nunca tenemos suficiente.

—Ningún gilipollas nos dice lo que tenemos que hacer.

Sandy no estaba segura de si Minihin se refería a la censura o a ella. El entusiasmo de los tres hombres le produjo más inquietud que su desconfianza hacia ella. Hacía que la habitación pareciera más pequeña, asfixiante y cruda, como la silenciosa carnicería que tenía lugar en la pantalla.

—Entonces no pueden decirme nada sobre la película...

—Debió de molestar a alguien —sugirió John.

—Quizá decía algo que alguien no quería oír —dijo Minihin.

Estaba claro que no eran más que especulaciones.

—Si hay alguna forma de que me ayuden, se lo haré saber —dijo Sandy levantándose del sofá—. Pero la gente que necesito ver puede ser tan reservada como ustedes, y con seguridad mucho más.

Los hombres la miraron con ojos inyectados en sangre por la película, bien por su reflejo o por la forma en que les aceleraba el pulso. Los tres estaban entre ella y la puerta. Alguien reventó en la pantalla, y el rojo salpicó las paredes, los muebles y los rostros de los tres hombres, que parecieron hincharse como esponjas.

—Sube la voz —dijo John—. Le están arrancando la lengua.

—Una mierda, la lengua —le espetó Minihin—. Eso es el hígado.

John se agarró las rodillas para que dejaran de temblar y tragó saliva.

—¡Sube la voz, rápido, súbela!

Trantom buscó por el suelo el mando a distancia y Sandy se escabulló hacia la puerta. Estaba a punto de abrirla cuando Minihin se levantó de un salto y fue hacia ella con una mano extendida. Sólo iba a apagar la luz para poder ver con mayor claridad la imagen. Ellos y los muebles parecían dispuestos a saltar para atrapar las salpicaduras de rojo de la pantalla. Cuando Sandy se deslizaba entre la bicicleta y el perchero, la mujer de los ojos hinchados salió de un dormitorio contiguo a la cocina con un niño mamando de su pecho, cubierto de arañazos. En el televisor se oyó un grito desgarrador y la mujer hizo un guiño a Sandy.

—Mejor ella que nosotras —dijo haciendo un gesto de complicidad con la cabeza hacia la habitación.

Trantom avanzó a trompicones por el pasillo mientras Sandy abría la puerta de la calle. El perro del piso de enfrente gruñía y gimoteaba. Alguien debía de haberle pegado para que estuviera tan nervioso. Sandy salió al pasillo de resplandecientes paredes embaldosadas y suelo de un linóleo color de barro. Al momento la siguió Trantom.

—¿Qué era eso? —tartamudeó, como si hubiera estado a punto de preguntarle algo más—. ¿Ha venido alguien con usted?

Sandy miró el pasillo. No creía haber visto desaparecer una sombra por la curva de la escalera, pero él la hizo sentirse como si la hubiera visto.

—Por supuesto que no —respondió ella.

—Hay que tener cuidado. —Trantom retrocedió torpemente, y casi tropieza con el felpudo—. Nunca se sabe quién puede meter las narices buscando mis películas.

—Si fuera usted un caballero, me acompañaría a mi coche —dijo ella, sin dejar de mirarlo hasta que se vio obligado a salir otra vez.

Bajó las escaleras con tal precipitación que Sandy temió que se hiciera daño. Iba encorvado, gesticulando en el aire como para ahuyentar a quien se cruzara en su camino. Mientras lo seguía, Sandy volvió a percibir el olor a sudor y a aceite para motores.

Trantom abrió la puerta del edificio con brusquedad y salió a la calle dando traspiés, con los puños apretados. No se veía a nadie. Algo que olía a rancio se movió al pasar él. Era un cartón de hamburguesa que ella apartó con el pie al acercarse al coche.

—Si localizo la película, se lo haré saber —dijo ella, y él se refugió en el edificio de inmediato.

Mientras daba la vuelta con el coche pensó que él o uno de sus amigos salía del edificio, quizá para decirle algo. Pero debió de haber sido la sombra de un poste de la luz, una sombra que cayó al suelo cuando las luces del coche se apartaron. Era demasiado delgada incluso para tratarse del desnutrido amigo de Trantom.

13

Cuando Sandy salió de la autopista se dio cuenta de que conducía por conducir, quizá para darse la oportunidad de pensar. Pero no funcionó. Se detuvo al borde de Regent's Park, junto al zoo. Los jirones de nubes que se extendían sobre el zoo eran claros, pero la luz no era suficiente para ver qué tipo de animal era el que merodeaba al otro lado de la verja.

Miró la cubierta de El perro asesino, volvió a arrancar y se detuvo junto a una cabina.

Roger respondió antes de que acabara de sonar el primer timbrazo.

—¿Estabas trabajando? —preguntó ella.

—Justo. Hola, Sandy. ¿Cómo te va?

—La verdad, no sé qué decirte, pero créeme que lo siento si te he interrumpido.

—En un cuarto de hora habré acabado con esto. ¿Por qué no pasas por aquí? Quiero decir, si no tienes...

—No tengo nada mejor que hacer.

—Uf, se me ve venir, ¿verdad? Intentaré pensar en algo más original mientras te espero. Si no estoy, es que he bajado a la tienda de la esquina a comprar vino.

—Sí, vamos a celebrarlo —dijo Sandy mientras entraba en el coche.

Demasiadas emociones le bullían en la cabeza a la vez. Se quedó sentada un momento antes de arrancar con la ventanilla abierta, aspirando el aire nocturno que olía a flores y a animales salvajes.

La muchedumbre hormigueaba bajo el resplandor de las estaciones de Euston, St. Paneras y King's Cross. La encrucijada de Ángel era un apretado nudo de faroles y bocacalles oscuras. Sandy aceleró al cruzar hacia Upper Street y aparcó junto al arco de entrada de la casa de Roger. Cuando cerró la puerta del coche, el golpe rebotó entre los guijarros del sendero. Cruzó el arco y siguió con paso rápido el sendero ensombrecido por los matorrales hasta el portal. Antes de poder pulsar el timbre, quedó cegada.

Roger había entreabierto las cortinas. La lámpara de su mesa apuntaba directamente al rostro de Sandy. Pudo oír sus pasos acercarse tras la mancha luminosa que había borrado casi toda su visión, y sonaron más distantes que la inquieta vibración que percibió a su espalda. Debían de ser las ramas bajas de los árboles que rozaban las piedras del sendero. En cuanto oyó abrirse la puerta, entró en la casa, cegada aún.

—Anda, pasa —le dijo él al oído—. Sandy, ¿qué te ocurre?

Ella no supo por dónde empezar. Ahora que estaba dentro, no le importaba esperar a recuperar la visión, pero le pareció poco razonable permanecer en silencio. Oyó cerrarse la puerta, y él se acercó.

—Tranquila. No hables si no quieres —murmuró él, y la rodeó con sus brazos.

Fue tanto la ceguera momentánea como su silencio lo que hizo que Sandy sintiera que por fin había encontrado a Roger, en un lugar más allá de las palabras. Lo abrazó con fuerza y se colgó de él mientras caminaban hacia el salón como si pasearan. Se sentía rodeada por la calidez y la extraña dulzura de Roger, por el olor de su piel y el de un after-shave suavemente dulce que se debía haber puesto a última hora en su honor. Las paredes que se alzaban más allá de la mancha de oscuridad se abrieron mientras él la conducía al sillón más cercano. Cuando la sentó e intentó apartarse, ella se aferró a él con firmeza.

—Aquí no vamos a estar muy cómodos —murmuró él.

—Entonces llévame a donde lo estemos —dijo ella, y tocó con su lengua la de él.

El contacto la inundó como la luz del sol, despertando todos sus nervios. Para su regocijo, Roger la tomó en brazos y la llevó al dormitorio. La escena podía estar sacada de miles de películas, pero Sandy supo que él no estaba remedando ninguna. Antes de llegar a la cama, ella le había desabrochado la camisa, y sus bocas abiertas se apretaban con fuerza una contra otra.

Consiguió enfocar la cara de Roger cuando él la depositó sobre la cama. Le apartó el pelo de la frente mientras él le sacaba la blusa por la cabeza y liberaba sus pechos para excitarlos con la boca. Ella alzó las caderas para que él pudiera quitarle las medias y le bajó la cremallera del pantalón con rapidez apoderándose de su erguido miembro. Lo acarició con los dedos hasta hacerlo gemir, y entonces hundió las uñas en sus nalgas y lo atrajo a su interior. Sintió que se ensanchaba mientras la absorbía por completo, y hundió la lengua en su boca más profundamente. Las manos de Roger le apretaron los pechos, se deslizaron suavemente por sus costados y le levantaron las piernas para acariciar su interior. Ella tuvo un orgasmo casi al instante, y al momento tuvo otro. La segunda vez él dejó escapar un grito y también alcanzó el climax apretándole los hombros con desesperación, palpitando dentro de ella como si nunca fuera a parar.

Ella le besó los ojos y los labios mientras se ablandaba en su interior. Por fin él se tumbo de espaldas y tiró del edredón para cubrirlos a los dos. Sandy dejó descansar la cabeza sobre su brazo y lo miró. Se sentía adormecida, tranquila, lejos de todos los acontecimientos del día, completamente relajada.

—Por cierto, he comprado vino —dijo él casi disculpándose.

Ella sonrió al oír su tono de voz y le besó la mejilla.

—¿Crees que debemos celebrarlo?

—Desde luego. Si tú quieres.

—¿Tienes que preguntármelo? Vamos, si no te acompaño en todos los brindis es porque tengo que conducir.

—No tienes que conducir esta noche si no quieres.

—Bien, no creo que quiera. Además, tampoco me espera nadie en casa.

—Excepto tus gatos.

—Me temo que Bogart y Bacall se han unido al gran espectáculo del cielo.

—Sandy, lo siento. ¿Qué pasó? ¿Cuándo ha ocurrido?

—Anoche. Los atropello un coche. Me parece como si hiciera mucho más tiempo.

Aquello le produjo más tristeza que sus muertes, y no se dio cuenta de que estaba llorando hasta que él le enjugó las lágrimas.

—Creo que me vendría bien un sorbo de ese vino.

—Lo traeré —dijo él, lanzando las piernas fuera de la cama con el pene bamboleándose.

Sandy se restregó los ojos con el edredón y se envolvió con él. Cuando Roger regresó con la botella, llevaba un batín negro con un ribete dorado. Insistió en que ella se lo pusiera y fue desnudo al cuarto de baño a buscar un albornoz para él. Sandy sirvió el vino e hicieron chocar los vasos.

—Por los principios —dijo ella.

—Y por que haya muchos episodios.

—Con mucha acción.

—Y mucho suspense.

—Por eso no te preocupes. Ya he tenido bastante, al menos por hoy.

—Mierda, ¿quieres decir que ha pasado algo más aparte de lo de tus gatos?

—Digamos que ha sido un día variado. Esta mañana me han dado unas vacaciones casi obligadas. Me puse en seguida a llamar a los contactos de Graham y, por la gente con la que he estado hace un rato, no sé si ha sido muy buena idea. Publican una revista. Te la enseñaré.

La miró por encima antes de pasársela. El editorial de Trantom, plagado de faltas de ortografía, iba dedicado a «todos los esquizofrénicos como nosotros». Un artículo de John el Maníaco describía semanas de vagabundeo por los videoclubs en busca de horrores de trastienda. Y la página de Minihin concluía afirmando: «No son más que efectos especiales, y si no puedes ver la diferencia es que estás mal de la cabeza. Búscate un manicomio y déjanos a los demás disfrutar en paz.» Sandy volvió a llenar las copas mientras Roger hojeaba la revista.

—Dudo que Graham les dedicara mucho tiempo —comentó ella.

—Ahora recuerdo. Ellos fueron a regalarle su revista. Querían mostrarle su «órgano». El chiste es de Graham. En realidad fue un alivio para él que no pudieran ayudarlo, porque se hubiera visto obligado a invitarlos al estreno. Imagínate, tener que presentar a esos tarados a la realeza.

—Más que patético resulta absurdo.

—Justo. Es la desaparición del cine en sí mismo, o su transformación en una especie de truco de magia. Si tienes que estar todo el tiempo recordándote que es falso, ¿qué sentido tiene? Quizás es una especie de rito de confirmación para gente que no ha llegado a crecer. Pero cuando el público se harta de impresiones fuertes, suele buscar algo más sutil. Y quizá tú contribuyas a ello si encuentras la película de Graham.

—Supongo que sí.

—Oye, si te aburro, córtame. Debes de estar pensando que soy como esos tipos que viven las películas porque tienen miedo de la vida real.

—¿Por qué iba a pensarlo? Emplear tu talento es parte de la vida real, y tú estas usando el tuyo para hacer que los demás vean lo que tú ves, para hacerlos ver con otros ojos.

El sonrió con cierta tristeza.

—Espero que los dos tengamos razón. Desde que mis padres tuvieron que aceptar que ya tenía edad para salir solo, el cine siempre fue un sitio en el que podía desatar mis emociones durante un par de horas. Supongo que me acostumbré a suprimir mis sentimientos para no preocuparlos. Te diré que tenían sus motivos. Mi hermana murió de meningitis cuando tenía seis años. Yo entonces tenía tres.

—Pobrecilla. ¿Te acuerdas de ella?

—A veces sueño que le veo la cara, pero en realidad no la recuerdo. La única imagen que tengo de ella es que entra en mi habitación y se queda a los pies de la cama, con la luz del pasillo a sus espaldas. Era como si estuviera envuelta en luz, como si se estuviera convirtiendo en luz, ¿comprendes? Mis padres piensan que debió de ser cuando entró a despedirse de mí la noche que la ingresaron en el hospital.

Sandy lamió una lágrima furtiva de su mejilla. Se adivinaba el after-shave en su sabor salado.

—Yo no hubiera dicho que temes a la realidad.

—Quizá lo que temo es comprometerme por miedo a perder a alguien más. —Entonces sonrió—. Todo esto suena a basura de Hollywood, ¿no crees? La vida sólo es así cuando has visto demasiadas películas y dejas que ellas piensen por ti. En el fondo, lo que pasa es que la mayoría de la gente necesita a alguien. Al menos yo.

—Es mutuo —dijo Sandy, sintiéndose como si hubiera pasado a ella la incomodidad que antes había percibido en él.

—Bueno, pues ya tenemos algo más que celebrar, pero la botella se ha terminado.

—Se me ocurre una forma mejor de celebrarlo.

Esta vez fue calmado e inventivo, y ambos aprendieron más del otro. Al final se quedaron abrazados, exhaustos, y acabaron por dormirse. Cada vez que Sandy se despertaba, la presencia de Roger era una sorpresa renovada y un soñoliento placer. En una ocasión se despertó convencida de que él tenía un perro y que lo habían dejado fuera de casa. Ya estaba a mitad de camino de la puerta cuando se dio cuenta de su error. Echaba de menos a los gatos, se dijo, pero acurrucarse bajo el edredón junto a Roger era tal compensación que volvió a quedarse dormida casi de inmediato.

Por la mañana él le llevó el desayuno a la cama y se puso a trabajar en su mesa. Ella se duchó, esperando que se reuniera con ella sin tener que decírselo, pero aquella escena de ducha debía darle demasiada vergüenza. Usó su cepillo de dientes y al salir lo vio con el pelo colgando sobre el teclado de su procesador de textos. Le puso las manos sobre los hombros y se inclinó sobre él para besarle la sien.

—Cuántas cosas pueden pasar en un día... —dijo.

Roger levantó la mano y le acarició el cuello.

—¿Qué es lo que va a ocurrir hoy?

—Tengo que seguir con mis viajes. No debo defraudar a Graham ni a ese Harry Manners que me ha invitado a comer.

—Yo tengo que trabajar en esto al menos los dos próximos días, pero quizá pueda reunirme contigo entonces, si es que quieres compañía.

—Me encantaría.

Roger archivó los datos en los que estaba trabajando y apagó el ordenador.

—Si tienes que hacer alguna llamada, hazla mientras me ducho.

Resultó muy positivo telefonear a primera hora. Concertó dos entrevistas más a las que podría ir desde Hatfield sin tener que retroceder. La primera era con Denzil Eames, el guionista de la película, que parecía muy ansioso por hablar con ella. Cuando acabó, Roger salía del baño, rosado y juvenil, envuelto en su albornoz. Sandy lo abrazó.

—De verdad, tengo que irme a casa. Debo estar en Hatfield a la hora de comer —murmuró cuando él deslizó las manos bajo su falda.

—Claro —dijo él retirando las manos velozmente.

—Si no fuera por eso me quedaría, espero que lo comprendas. Y me encantaría que vinieras a buscarme en cuanto puedas.

—No me saques mucha ventaja —bromeó Roger, y Sandy en aquel momento lo deseó tanto que se alejó de él y cogió su bolso. Lo besó en la puerta, demorándose más de lo necesario en honor a quienquiera que fuese el que estaba espiando. Pero cuando por fin se apartó de él no pudo ver a nadie. ¿Cómo podía ser alguien tan delgado como para esconderse en pleno día tras aquellos arbolillos? Dio un último abrazo a Roger y corrió sobre la gravilla hacia su coche.

14

Mientras seguía la autopista hacia Hatfield, el otoño salió a su encuentro. Ya comenzaban a amarillear las hojas de los árboles, que parecían agostarse bajo el resplandor del sol sobre los húmedos campos. Cuando bajó la ventanilla sintió el frío que los edificios del centro de Londres habían mantenido a raya hasta entonces. Inhaló profundamente el aire que sabía a niebla y humo. Cada vez que dejaba atrás la ciudad, sus sentidos se despertaban al percibir la naturaleza, y se dio cuenta de que los mantenía más en forma de lo que pensaba.

Tuvo que hacer uso de ellos para conseguir entrar en Hatfield. Las afueras del pueblo eran un laberinto de rotondas y cruces mal señalizados. Las excavadoras retiraban montañas de barro, un campo de pruebas de la British Aerospace refulgía fríamente y unos macizos bloques de pisos para estudiantes de la Politécnica se erguían sobre el fango. Sandy se vio avanzando y retrocediendo entre hileras de casas anónimas y descampados cubiertos de bruma, y estaba empezando a preguntarse si no se habría confundido de Hatfield —había al menos otros dos pueblos con el mismo nombre en su guía de carreteras— cuando, entre los omnipresentes indicadores de la Politécnica, vio uno con el nombre de Old Hatfield. Dio dos veces la vuelta a la rotonda hasta que el tráfico la dejó torcer.

Las calles georgianas de la ciudad antigua ascendían hacia la iglesia de Santa Ethelreda. En Fore Street, el coche comenzó a resistirse y Sandy tuvo que reducir dos marchas. Vio el nombre de la bocacalle que buscaba clavado a una superficie encalada, refulgente por la luz del sol, y frenó para dejar cruzar la calle a dos mujeres con carros de la compra rebosantes de verduras. La parada le dio tiempo para parpadear hasta acostumbrarse al resplandor, pero cuando el coche entró en la bocacalle, volvió a parpadear. Durante un momento creyó haber entrado en una película. La calle era un decorado por el que caminaba un actor.

Lo habría visto una docena de veces en la pantalla, pero nunca en color. Había sido dueño de una posada, tratante de caballos en una feria medieval, lugarteniente de un pirata que se cansa de matar y salva a la protagonista a costa de su propia vida... Paró el coche y esperó a que se acercara.

La gran papada de Harry Manners, que siempre temblaba cuando se reía, estaba surcada por venas; su cabello era gris y escaso. Pero ello no lo hacía menos imponente, ni tampoco el hecho de haber descendido de la pantalla. Al acercarse, su presencia se hizo más impresionante, menos contenida. Debía de tener casi ochenta años, pero sus ojos seguían siendo agudos. Se detuvo a unos quince metros del coche y entrecerró los ojos bajo sus grandes cejas grises arrugadas como orugas; su sonrisa levantó un ligero oleaje en su papada.

—Es usted, ¿verdad? —dijo con voz resonante mientras se acercaba a grandes zancadas—. ¿Mi invitada?

Ella salió del cohe y le tendió la mano.

—¿Cómo lo ha sabido?

—La he visto buscar algo, y esperaba ser yo el afortunado. —Él le cogió la mano entre las suyas—. Su voz es como una melodía, pero en persona es usted una sinfonía. Me pongo en sus manos. No me haga caso si me tapo los ojos de vez en cuando.

—¿No le gustan los coches?

—Ni siquiera me gustaban los que iban petardeando a paso de tortuga, especialmente después de lo que le sucedió al pobre Giles Spence. Y tal como conduce la gente fuera de la ciudad en estos días, no me producen ninguna confianza. Me disculpará si no la dejo que me lleve demasiado lejos. ¿Será de su gusto un pastel de pato?

—Suena muy bien.

—Entonces, vamos a El tronco torcido —exclamó con la vibrante voz de varios de sus personajes. Se hundió en el asiento del coche y estiró las perneras de su pantalón, que eran tan anchas como las de hacía treinta años—. Siga colina abajo. No demasiado rápido, si es tan amable.

Mientras ella enfilaba la cuesta, el rostro de Manners pareció estar intentando suprimir su visible pánico. Al mirarlo de reojo, él sonrió con valentía.

—Por favor, empiece a preguntarme lo que quiera. Ayúdeme a superar la cobardía.

No era el momento de preguntar qué le había sucedido a Giles Spence.

—Tengo la impresión de que le gustaría que encontrara esa cinta.

—Me alegraría por usted y por su amigo, llorado por muchos y también por mí. No se deje asustar por un escritorzuelo de una caricatura de periódico. Debería ser él el que hubiera desaparecido, y no la película.

—¿Tiene alguna idea de quién compró los derechos?

—No creo que ninguno de nosotros pudiera hacerlo, excepto los productores, y ambos murieron en la guerra. Entonces pensamos que alguien habría comprado la película para guardarla hasta que el público volviera a sentir hambre de horrores, y después supusimos que quienquiera que tuviese la cinta la habría dejado pudrirse. Comprenderá que teníamos otras cosas en la cabeza, sobre todo durante la guerra.

—Pero ahora piensa que quien posea los derechos no quiere que el film se exhiba.

—Su amigo me dijo que tenía razones para creerlo así, lo cual me enfurece. Hacer la película fue ya suficiente pesadilla, como para que además haya sido totalmente inútil. A la izquierda, por favor. Y ahora quizá sea mejor que me concentre en la carretera, no vaya a ser que nos perdamos.

En la primera rotonda Sandy pensó que ojalá hubiera seguido distraído.

—Por ahí —dijo con voz vacilante—, no, a la izquierda después de ésta. Oh, no. Mejor dé la vuelta otra vez. —Seguía ensombreciéndose los ojos con la mano, como si estuviera haciendo un esfuerzo por no tapárselos.

Sandy encontró el pub por casualidad, después de avanzar y retroceder varias veces por una confusión de hileras de casas iguales. Aparcó delante del local y ofreció el brazo a Harry Manners para ayudarlo a salir del coche.

—Gracias, gracias —murmuró, Sandy no supo si a ella o a los poderes que lo habían protegido durante el trayecto.

Era unos de esos pubs de campo que a Sandy le gustaban, pero no parecía el sitio ideal para entrevistar al actor. La mayoría de los clientes que entraban al bar lo saludaban por su nombre.

—No me habías dicho que tenías una hija —lo riñó una mujer.

—No tengo ninguna razón para culpar a los fabricantes de preservativos. Esta joven dama es una admiradora, si me permite decirlo.

—Quiere usted que Harry le cuente sus recuerdos, ¿eh? —preguntó la mujer, introduciendo ceremoniosamente con una mano enguantada un cigarillo en su boquilla.

—Y también quiero animarlo a que siga trabajando —dijo Sandy afectuosamente, y pidió el pastel y la cerveza negra que el actor le recomendaba. Lo siguió al patio del pub, donde se sentaron a una mesa sobre la hierba, cerca de varios gallineros que los separaban de un campo iluminado por un sol nebuloso.

—Perdóneme que no la haya presentado —dijo él—. Pensé que no querría pasar la próxima hora escuchando sus historias de cuando era cantante.

—Espero que no le importe lo que he dicho. ¿Todavía actúa?

—Cada momento que paso despierto, y siempre en el escenario de mis sueños, pero me imagino que quiere decir profesionalmente. Todavía subo a los escenarios cuando me lo piden. Una productora de televisión se puso en contacto conmigo la semana pasada para preguntarme si aceptaría una pequeña suma por aparecer en una película sobre la explotación de los pensionistas. Si todavía criamos directores de la talla de Giles Spence, me temo que todos deben estar en Hollywood.

—Evidentemente usted lo admiraba.

—Si existiera la justicia, su nombre aparecería cada vez que se habla de cine inglés. No ha visto su Sueño de una noche de verano, ¿verdad? Fue comprado y archivado por Hollywood para evitar la competencia. Y su película sobre Boadicea no fue adecuadamente conservada, y se ha podrido irremisiblemente. Nada de eso hubiera ocurrido si él siguiera vivo. Que Dios ayude a quien él creyera que estaba dañando su obra.

—¿Fue por eso una pesadilla el rodaje?

—¿Por él? No, todos podíamos ver las presiones que estaba soportando. La hostilidad de la prensa, por ejemplo. Le he traído algunos ejemplos.

Sacó una revista enrollada del interior de su chaqueta mientras la camarera dejaba la comida sobre la mesa. La revista se llamaba Picture Pictorial, y contenía una entrevista con Karloff y Lugosi.

—Hubiéramos echado a patadas del estudio a esa sabandija si llegamos a saber lo que pensaba escribir —dijo Manners—. Pero éste fue el menor de los problemas que tuvimos.

Sandy levantó la voz mientras las gallinas cacareaban cada vez más nerviosas.

—¿Por qué? ¿Qué más ocurrió?

—Al principio pensamos que los chicos del pueblo cercano venían por las noches a hacer perrerías, y después creímos que eran algunos de los paisanos de Ruislip. No a todo el mundo le gusta que instalen un estudio cinematográfico a la puerta de su casa. Pero Giles mandaba construir nuevos escenarios cada noche, y uno hubiera pensado que nadie se atrevería a entrar mientras estaban los técnicos trabajando en el estudio hasta altas horas. Pero algunos de los obreros empezaron a ponerse nerviosos. Uno se atravesó la mano con un clavo; otro se cayó de una escalera; otro pidió la liquidación porque decía haber visto a un animal de ojos muy extraños rondando entre los decorados, y poco después tuvimos razones para pensar que no se equivocaba del todo. Debía de haber un zorro por los alrededores —explicó mientras aumentaban los cacareos y aleteos de las gallinas.

Sandy no vio nada que se moviera en el campo.

—¿Qué razones tenían para pensarlo?

—Llegamos una mañana al estudio, que no había estado vigilado durante la noche, y encontramos todo un decorado arrasado. El vandalismo debió de haber durado varias horas, pero nadie de las cercanías admitió haber oído nada. Alguien insistió en que el estudio había estado completamente a oscuras toda la noche. Así que Giles contrató a otro vigilante nocturno e intentamos seguir adelante y levantarle los ánimos.

—¿Cree que lo estaban sobrepasando los acontecimientos?

—Aja. Prohibió todo tipo de visitas (fue una pena que el metomentodo que escribió ese artículo ya hubiera estado allí), pero mientras se rodaba, Spence seguía comportándose como si hubiera intrusos. Más de una vez interrumpió el rodaje en mitad de una toma porque creía haber visto a alguien asomar la cabeza desde una ventana. Quizá su nerviosismo nos afectó a todos, al igual que la atmósfera de la película. Desde luego, yo respiré cuando acabé con mi parte.

—¿No estuvo allí durante todo el rodaje?

—No. Me fui la última semana, antes de que un especialista sufriera un desgraciado accidente. Y, por si no fuera suficiente, el estudio ardió por completo antes de que comenzara el siguiente rodaje. Después de todo aquello, creo que es justo que se vea la película, aunque espero que no desentierre también la mala suerte que la acompañó.

—Usted no cree eso, ¿verdad?

—Hija mía, todo actor lo cree. Y en este caso, tras morir el director y los productores poco después del fin del rodaje, y con los estudios destruidos, bueno, uno hasta llega a preguntarse si la muerte de su amigo no tendrá algo que ver.

—Yo no me lo pregunto.

—Esta boca, esta boca... —Manners se dio unas palmadas sobre los labios—. No he querido preocuparla, ni disuadirla de su búsqueda. Por favor, si tanto cacareo no le está poniendo los nervios de punta, me gustaría invitarla a otra copa.

Sandy fue sorbiendo su cerveza mientras él se tomaba varios whiskys. Lo volvió a llevar a su casa, y él insistió en invitarla a un café y mostrarle un enorme libro de recortes y carteles con su nombre. No tuvo el coraje de negarse, aunque pronto sería la hora punta en la autopista de Cambridge, su siguiente parada. Manners no la dejó marchar hasta hacerle prometer que su comentario sobre Graham no la había preocupado.

—Que los espíritus de la película la ayuden en su búsqueda —dijo mientras ella arrancaba el coche.

Cuando llegó a la autopista, el comentario sobre Graham, más que preocuparla, la enfurecía. Graham había muerto por perseguir a un ladrón y no darse cuenta de que estaba demasiado agotado para repetir el salto que ya había dado una vez. Y sugerir cualquier otra cosa era rebajar su recuerdo al nivel de una película barata de terror.

—Estupideces —gruñó mientras aceleraba para adelantar a dos hileras de camiones, y la rabia le encendió el rostro con tal intensidad que tuvo que escupirla—. Me gustaría ver a quien se hubiera atrevido a hacerle una cosa así.

La autopista estaba despejada. Pasó al carril central y a continuación al interior, sobre una elevación que descendía hasta la cerca de un campo de trigo. Entonces frenó, a punto de perder el control, cuando creyó haber visto una forma agazapada que salía como un rayo de detrás de la valla y subía la pendiente. Volvió a acelerar para no entorpecer a los vehículos que tenía detrás, pero en cuanto le fue posible se detuvo en un área de servicio y se tomó un par de cafés. La cerveza del pub debía de ser más fuerte de lo que había supuesto. Hubiera jurado que, antes de perderla de vista, aquella forma había atravesado el campo a toda velocidad, más rápido que el coche.

15

Después de tomar una habitación en un hotel de las afueras de Cambridge, Sandy se enteró de que ninguna tenía teléfono. No podía perder tiempo buscando un hotel mejor equipado. Además, esperaba que Denzil Eames no tuviera inconveniente en que fuera a verlo una hora más tarde para así poder descansar un rato antes de la cena. Bajó al pequeño vestíbulo rojizo, y observó que la recepcionista estaba leyendo una novela de Andrew Minihin que mostraba en la portada un ojo colgando de su órbita. Cuando abrió el bolso junto al teléfono, lanzó un gruñido y se dio una palmada en la frente. Había olvidado la lista de nombres en el piso de Roger.

—Maldita imbécil —siseó para sus adentros. Debía haberla olvidado con las prisas de huir antes de que la tentación de quedarse fuera irresistible. Al menos pudo encontrar el teléfono de Denzil Eames en la guía local. Masculló algo para sí mientras dejaba sonar el teléfono y se lamió los labios al oír el chasquido de un receptor.

—¿Qué pasa ahora? —chilló una voz—. ¿Quién es?

Era una voz asexuada por la edad. Ya se había mostrado bastante desagradable cuando lo había llamado desde la casa de Roger, pero no tanto como ahora.

—Soy Sandy Allan, señor Eames —se presentó—. Voy a visitarlo esta tarde.

—¿Quién? ¡Ah, sí, para hablar de esa condenada película! Déjela bien enterrada donde esté. No quiero que me la recuerden, ya lo he decidido. Eso es todo.

—Pero esta mañana me dijo que estaba satisfecho del trabajo que hizo en ella. ¿No podríamos al menos...?

—Hoy no. Necesito dormir. Llame mañana si quiere, pero no se haga ilusiones —dijo él con voz trémula, y colgó.

—Estupendo, a sus órdenes —dijo Sandy.

¿Podían haberle llegado los comentarios del Daily Friend desde que habían hablado por la mañana? Quizás alguien de El perro asesino había localizado su nombre y lo había espantado. Probablemente fueran cosas de la edad. De mal humor, sobre todo consigo misma, rebuscó en el bolso unas monedas para poner una conferencia.

—La lista —dijo Roger al oír su voz—. Ha sido culpa mía por distraerte. Intenté localizarte en tu casa, pero ya debías de estar en carretera.

—No hubiera prescindido de la distracción por nada del mundo.

—Me alegro de oírlo. Yo tampoco. ¿Al menos conseguiste hablar con Harry Manners?

—Es un encanto, pero no tiene la película.

—¿Quieres que te lea la lista? La tengo al lado del teléfono para cuando llamaras, sabía que lo harías.

—Un momento. —Sacó un bloc y un bolígrafo del bolso e introdujo más monedas en el aparato—. Estoy lista.

—¿Tienes ya alguno apuntado? Espera, ¿qué es eso?

—No he dicho nada —protestó Sandy, pero el repentino silencio al otro lado de la línea la hizo comprender que no le hablaba a ella. Estaba pensando que el rápido y agudo chirrido metálico significaba que Roger abría bruscamente las cortinas de delante de su escritorio, cuando volvió a oír su voz.

—He debido confundirme. Me pareció que alguien llamaba a la ventana.

—No me importaría nada haber sido yo. No hace falta que me des detalles de los de Newark y Birmingham. Ya los tengo apuntados en la agenda.

—De acuerdo, veamos. Ese trasto nunca tiene suficiente, ¿verdad? —dijo cuando el teléfono comenzó a pedir más monedas—. ¿Por qué no te llamo yo?

—Porque estoy viendo en este momento un letrerito que dice que este teléfono no acepta llamadas.

—Bien, ¿entonces qué te parece que llame yo a alguno de estos números e intente concertarte las entrevistas? Ese teléfono no suena demasido bien. Y además, para mí, es una buena excusa para dejar el trabajo un rato.

—Espero poder telefonearte yo mañana desde un hotel mejor.

—Bien. Que pases buena noche, y no te sientas demasiado sola.

—Tú manten la bragueta bien cerrada por mí —dijo Sandy, ganándose una mirada escandalizada de la recepcionista.

Más tarde, cuando tomó asiento entre media docena de viajantes en el comedor, que olía a flores artificiales y a cigarrillos, vio a la recepcionista susurrándole algo sobre ella a la camarera, que intentaba limpiarse la nicotina de los dedos con una servilleta. Sandy escogió los platos más sencillos del menú por prudencia, pero había algo en el plato de ternera grasienta que sabía terriblemente a ajo de otra comida anterior.

—Supongo que esto va a complicar mi vida sexual —comentó a la camarera, que se alejó rápidamente.

En el bar, donde las luces indirectas iluminaban los cuadros de tal manera que parecían hundirse entre las sombras de sus marcos, el único asiento libre estaba en una mesa ocupada por dos jóvenes representantes, los cuales la invitaron de inmediato a una copa. Estuvo charlando con ellos hasta que se hizo embarazosamente evidente que ambos esperaban reunirse con ella en su habitación.

—Soy una mujer de un solo hombre —dijo ella medio divertida.

—No sabes lo que te pierdes —replicó uno de los representantes, que lucía dientes de oro.

—Dices eso porque nunca lo has hecho con dos a la vez —añadió su compañero, un joven gordo y pálido con una sonrisa húmeda y blanda.

—Tampoco he probado nunca a coger el SIDA —añadió ella con una sonrisa. Se levantó y ellos se quedaron mirándola mientras se echaban mutuamente la culpa de haberla asustado.

La camarera, que había oído a Sandy, se revolvía detrás de la barra como un animal enjaulado, incapaz de esperar a salir para contar a sus compañeras lo que había oído.

—Espero que me hagan un descuento por poner el espectáculo —dijo Sandy al pasar, y la camarera abrió la boca de par en par.

El ascensor era algo más grande que una cabina de teléfonos. Dejó a Sandy en el pasillo del piso superior, empapelado de marrón como la moqueta. Desde la puerta de su habitación miró atrás para cerciorarse de que nadie la había seguido. Al menos la habitación tenía baño, así que no tendría que aventurarse a salir hasta el día siguiente. Se quitó los zapatos de dos patadas y amontonó las almohadas contra la cabecera. Se recostó sobre la colcha marrón que cubría la estrecha cama y abrió el Picture Pictorial .

Lo primero que vio fue una foto de Karloff y Lugosi. Estaban sentados en sillas de tijera bebiendo té en tazas de porcelana de forma acampanada. Parecían extrañamente incómodos, como si la cámara o algún comentario los hubiera tomado por sorpresa. Al fondo, un hombre alto con la cara ovalada y un fino bigote negro fruncía el entrecejo a la cámara. El pie de foto, «Los monstruos se toman un descanso mientras el director los vigila», no parecía tener nada que ver con la imagen. El título del artículo decía en grandes titulares: NUESTRO REPORTERO DICE «¡UHHH!» A LOS MONSTRUOS. Sandy siguió leyendo.

«Cuando vi a Karloff y Lugosi en el escenario de su primer filme inglés, estaban cantando un dueto mientras Karloff aporreaba el piano. Imagino que es así como se divierten los monstruos entre escena y escena, pero al parecer forma parte de la película. Estos dos engendros deben de querer demostrar que saben hacer algo más que asustar niños. Dejaré al lector que juzgue por sí mismo.»

«Tengo que compartir la comida con la horrorosa pareja. Karloff come como el camionero que solía ser; la tajada de Lugosi rezuma tanta sangre que me hace perder el apetito...»

Sandy dejó escapar un gruñido y se preguntó hasta dónde podía llegar la imaginación del autor del artículo.

«Se me informa de que la entrevista es un extraordinario privilegio “porque el señor Lugosi no concede entrevistas normalmente”. Quizás eso significa que su agente tiene el suficiente sentido común para prohibírselo.

»Lugosi no quiere hablar de terror ni de cómo sus películas atormentan a los impresionables. Cuando le pregunto por su filme La isla de las almas perdidas, de tan dudoso valor que fue prohibida en Gran Bretaña (y el señor H.G. Wells, autor de la novela original se declaró a favor de la prohibición), Lugosi simplemente se pregunta si la novela de Wells no debería también haber sido prohibida. Se empeña en contarme cuánto ha disfrutado viendo un partido de fútbol cerca del estudio. Sólo espero que no hubiera niños cerca. Me dice lo triste que se sintió por tener que dejar a sus perros en cuarentena al entrar a Inglaterra; me ofrece un cigarro caro y me pregunta si he visto alguna de sus comedias. En International House no para de tropezarse con W.C. Fields, y en La parada de Hollywood se acerca al cuello de Betty Boop y le dice: “Betty, éste es tu último Boop”. Para morirse de risa, ¿no creen? “Quierro hacerr reírr al puu-bli-co”, nos aulla, como si quisiera hacernos reír de miedo. “Debió usted haberrme visto interrpretarr a Rooh-meo”, dice, pero teniendo en cuenta que eso fue en húngaro, mejor dejar a Shakespeare que descanse en paz.

»Karloff está orgulloso de su monstruosidad. Llama a Frankestein “mi monstruo”. Consiguió el papel para interpretar al personaje después de que el productor se muriera de risa con la prueba de Lugosi, y supongo que por eso los dos engendros no se tienen mucho aprecio. Karloff piensa que el monstruo no debería haber tenido voz (los padres de los niños deben de haber pensado lo mismo de Karloff); Lugosi se queja de que en la continuación de Drácula su papel fue interpretado por un muñeco de cera. Quizá lo que le molesta es que nadie lo haya notado. No quiere confirmarnos que cobró la mitad que Karloff en El cuervo (la película que ha indignado a tantos millones de padres ingleses) por trabajar más que él, pero sus ojos responden por él. Parece especialmente molesto porque los Ritz Brothers, en su número “Monstruos de Hollywood” parodien a Laughton, Karloff y Lorre, sin acordarse de él. Si él y Karloff se quejan tanto cuando están en Hollywood, no es extraño que tengan que venir aquí en busca de trabajo.

»En esta película Karloff interpreta a un miembro de la aristocracia inglesa cuyas tierras han sido malditas por sus antepasados, hasta que llega Lugosi y los espanta con algún abracadabra. No es precisamente la película que dirigiría un verdadero inglés, y además, ¿habría tenido que importar a estos esperpentos si valiera la pena? No puedo por menos que recordar las palabras de la señora Lindsey, la respetada periodista americana: “Llevar a un niño a ver una de esas aberraciones de Karloff y Bela Lugosi significa destrozar su sistema nervioso y quizá deformarlo para toda su vida. No se debería permitir verlas a ningún niño”.

»Si nuestros censores están tan mal aconsejados como para permitir la exhibición de esta película, creo que se puede confiar en que los ingleses la trataremos con la dureza que merece. ¡Volved a vuestros agujeros, piojosos! Los ingleses vivimos de alimentos más saludables.»

—Tenías que haber conocido tú a los chicos de El perro asesino —murmuró Sandy. No se había dado cuenta hasta aquel momento de la violencia de los ataques lanzados en los años treinta contra el género de terror. Karloff y Lugosi serían recordados muchos años después de que el periodista hubiera sido olvidado, pensó. Especialmente porque no había firmado el artículo. Volvió perezosamente al sumario y abrió la boca involuntariamente. Bajo el título del artículo figuraba el nombre de su autor. Era Leonard Stilwell.

16

Durante la noche, Sandy se despertó con la sensación de que había alguien detrás de su puerta. Quizá fuera uno de los vendedores, o alguna de las empleadas que intentaba averiguar si Sandy tenía compañía. Al menos la puerta era sólida y tenía una robusta cadena. Sandy aguardó en silencio a que quien fuera hiciese algún ruido, hasta que el sueño comenzó a transformar su percepción. Mientras se dormía creyó oír un sonido como el de un cuerpo al tenderse en el pasillo contra la rejilla inferior de la puerta.

Debió de haber sido un sueño, se dijo a la mañana siguiente, pero seguía teniendo la impresión de que había alguien al otro lado de la puerta. Descorrió el cerrojo y abrió la puerta todo lo que permitía la longitud de la cadena. Cuando se asomó por la rendija, uno de los representantes que la había abordado la noche anterior salía de su habitación al otro lado del pasillo. La miró con una mueca de rencor. Aparte de él y del olor a desayunos grasientos, el pasillo estaba desierto. Cierta ranciedad en el olor hizo pensar a Sandy en no bajar a desayunar, pero evitar a las empleadas y al resto de los huéspedes hubiera parecido una admisión de culpa. Cerró la puerta y se dio un baño.

El olor a rancio no se notaba en el comedor, pero el desayuno era grasiento de verdad. El tocino cartilaginoso estaba incrustado en la clara de un huevo tibio. Una rodaja de pan Semilla de Vida era lo más saludable que había sobre la mesa. Se conformó con pan y mermelada, y abandonó la repleta habitación llena de humo tan pronto como hubo tomado dos sorbos de su taza de café.

Apenas había marcado el número en el teléfono del vestíbulo, descolgaron con brusquedad al otro lado de la línea.

—¿Quién es? —inquirió una voz casi tan aguda como los pitidos. No parecía nada prometedora, pero al menos lo habría intentado.

—¿Señor Eames?

—¿Es la mujer que llamó anoche?

—Me temo que sí —dijo Sandy—. Soy yo.

—Bien, pues acabemos cuanto antes. Tengo que preparar una conferencia. ¿Cuánto va a tardar?

—Iré en seguida —respondió Sandy, tan sorprendida que se preguntó si no la habría confundido con otra persona—. Puedo estar allí en media hora.

—Ése es todo el tiempo que puedo dedicarle, y será menos si se retrasa —masculló él, y colgó.

La recepcionista apartó los ojos con rapidez.

—Sí, es otro hombre —le confirmó Sandy, y subió a su habitación a hacer el equipaje. Observó que la rejilla inferior de la puerta estaba arañada, nada extraño dado el estado general del hotel. Cuando salió del edificio, después de haber esperado de la recepcionista un comentario que no llegó a salir de sus labios, había olvidado por completo los arañazos de la puerta.

Cambridge hervía de gente. Las aceras rebosaban de estudiantes y profesores con toga. Bandadas de ciclistas irrumpían por Jesús Lane, y Sandy pasó de largo la calle por la que debía doblar. Se vio obligada a rodear a paso de tortuga la iglesia de Santa María la Grande, alrededor de la cual había un mercado. A la segunda vuelta consiguió encontrar Christ's Pieces y vio a los tenistas saltar y correr dentro de sus grandes jaulas. Aparcó frente a la explanada y salió del coche frotándose la nuca.

Un golpe de brisa atravesó Christ's Pieces trayendo el tintineo de timbres de bicicleta. Los secos golpes metronómicos de las pelotas de tenis contra las raquetas parecieron decrecer y volvieron a recuperar su ritmo. Más allá, los árboles de la explanada parecían petrificados mientras apuntaban sus agudos pináculos amarillos hacia el sol. Un reloj comenzó a dar las horas, y al momento otro lo siguió. Sandy echó a correr hacia la calle en la que vivía Eames.

Al principio pensó que era el propietario de una librería de viejo, que salió con rapidez de entre dos estanterías para preguntarle qué podía hacer por ella. Cuando Sandy mencionó a Eames, él hizo un gesto con la cabeza hacia el techo.

—Arriba. Es el portal de al lado. Si ha salido no se moleste en decírmelo. Ya he tenido suficientes broncas con él como para guardarle mensajes.

Sandy había pasado por delante de la puerta de Eames sin darse cuenta. El número pintado sobre la madera era casi invisible. Pulsó el timbre y oyó un distante zumbido que recordaba un juguete mecánico cascado. Al cabo de un par de minutos se apoyó en el timbre, pensando que Eames podía ser duro de oído, y una ventana se abrió con violencia en el piso superior.

—¡Ya está bien! —chilló Eames—. ¿Qué quiere, que me rompa el cuello por usted? ¿Ésa es su idea de una entrevista?

La ventana se cerró con tal fuerza que Sandy pensó que se había roto, y se produjo un prolongado silencio. No lo había oído bajar la escalera y la puerta se abrió. Eames se quedó mirándola. Su cabeza, casi completamente calva y llena de manchas de la edad, no le llegaba a Sandy al hombro. Su rostro hacía pensar en una fruta descolorida y vieja; sus labios blanquecinos formaban una O que parecía mostrar desaprobación.

—Suba, si tiene algo que decir —le espetó—. No quiero que me interrogue en la escalera.

Los bordes de la alfombra que cubría la escalera estaban vueltos hacia arriba contra las paredes. Eames subió con lentitud, apoyándose en la barandilla y poniendo cuidadosamente un pie tras otro en cada escalón. Al llegar arriba hizo a Sandy un gesto con la mano como si estuviera intentando librarse de algo pegado en los dedos.

—Bien, aquí estoy —dijo en tono de desafío en cuanto Sandy cruzó el umbral.

Ella miró la pequeña habitación, los dos viejos sillones cubiertos con trapos, la ventana que miraba a otra gemela en la acera de enfrente, la antigua máquina de escribir con un folio en blanco y el pulcro montón de guiones que descansaba junto a ella sobre la recia mesa de roble.

—¿Es uno de esos el guión de la última película de Spence?

—¡Esa película, esa película! ¿Piensa que esa basura es lo único que he escrito?

—No, claro que no —murmuró Sandy, sin saber qué decir.

—Pero es todo lo que sabe de mí, ¿verdad? Debería haberse estudiado la lección antes de venir a robarme mi tiempo. —Se pasó la lengua por las secas mejillas y adoptó un tono de malhumorada benevolencia—. Supongo que cuando yo tenía su edad había unos cuantos grandes escritores que no conocía. Cuanto más viejo me hago, más me arrepiento de haber escrito el guión de la última película de Spence.

—¿Llegó a verla?

—No, y no conozco a nadie que la haya visto. Me sorprende que haya tanta gente detrás de ella.

—¿Cuánta gente?

—Usted, y antes su amigo. ¿Es que hay alguien más?

—Sólo nosotros dos. Estoy segura —dijo Sandy, ahora que lo estaba—. Pero hay mucho interés por esa cinta. ¿No estaban todos ustedes orgullosos de aquel trabajo entonces?

—¿En aquellos años? Más de la cuenta. Yo me sentí orgulloso de mi profesionalidad. Quizá no sepa usted que en un principio Spence quería que le escribiera una historia sobre una torre tan alta que atraía a los muertos del cielo como una especie de antena. Entonces contrató al húngaro y tuve que cambiar el guión para que su acento tuviera explicación, y después desapareció a mitad del rodaje y a la vuelta decidió que debía haber más conflicto entre los dos personajes. Recuerdo que estaba muy empeñado en hacer especialmente odioso al aristócrata. Y al final, no sólo fue retirada la película de la circulación, sino que yo he sufrido las consecuencias desde entonces. Nadie me contrataba más que para películas de terror, nadie quiso llevar a los escenarios mis obras de teatro, y ahora resulta que los de su generación ignoran mis otros trabajos.

—¿Tiene idea de quién pudo comprar la película?

—Alguien con mucho dinero y que no nos deseaba nada bueno, supongo. ¿Pero ahora qué importa?

—Si pudiera averiguar quién fue, quizá valiera la pena intentar convencerlo de que permitiera su exhibición.

—Yo no me acercaría a alguien que tiene el poder de hacer desaparecer las cosas que no le gustan. —Inesperadamente rompió a reír con un gorjeo de ave—. A mí mismo prácticamente me han barrido de la faz de la tierra, ¿no cree? Si encontrara la película, al menos el público sería capaz de juzgarla, y quizá me invitaran a hablar de ella y del conjunto de mi obra.

—Le aseguro que haré todo lo que esté en mi mano porque así sea —dijo ella, reconociendo en el viejo la ilusión que el orgullo le impedía hacerlo. Sandy señaló el montón de guiones, intentando animarlo—. ¿Ha publicado alguno de éstos?

—No, y ya no es muy probable que lo haga.

—Oh, vaya. —Sandy reprimió una risilla por lo desafortunado de su comentario—. ¿Qué le gustaría que el público apreciara de su trabajo? ¿Le pidió Spence que hiciera más cambios?

El se dio media vuelta tan bruscamente que Sandy temió que se hubiera ofendido por su insistencia. Pasó por delante de ella y se acercó al escritorio dándole la espalda. Se aferró al borde con una mano para mantener el equilibrio mientras rebuscaba en un bolsillo, y sacó una llave con la que abrió uno de los cajones.

—Usted misma puede echarle un vistazo a esto.

Al ver que no hacía ademán de sacar nada, Sandy se acercó a él. En el fondo del cajón había unas cuantas páginas amarillentas arrancadas de un cuaderno. Entre las sombras del cajón, el desvaído texto garabateado a lápiz parecía indescifrable.

—Lléveselas si quiere —apremió Eames—. Son las notas que me dio Spence. No muerden.

No había abierto del todo el cajón. Cuando Sandy metió la mano, tuvo la sensación irracional de que él iba a cerrarlo como si fuese un cepo. Tocó algo frío y pequeño que la hizo pensar que eran unos dientes irregulares, hasta que se dio cuenta de que eran clips. Cogió las hojas por una esquina.

—¿Me ayudará a descifrarlas?

—¿No le he dicho ya que estoy ocupado? —replicó él, haciendo un gesto de rechazo hacia las páginas—. Lléveselas. Podrá leerlas si se empeña. Yo tuve que hacerlo.

Sandy entrecerró los ojos y los acercó a la escritura gris.

—¿Aquí dice «paralelismos bíblicos»?

—Creo que sí —dijo Eames con otra de sus súbitas carcajadas—. Tendrá menos problemas de los que tuve yo. Spence tenía demasiadas ideas y siempre llegaban demasiado tarde, me parece a mí. Muchas de estas notas ni siquiera intenté incorporarlas.

—¿No hubiera preferido poder ceñirse más a la historia original?

—No. Me hubiera conformado con saber desde el principio lo que se esperaba de mí. La novela no tenía nada de especial. ¿No la ha leído? Yo la compré por diez peniques hace poco, en la tienda de abajo. —Rebuscó bajo un montón de ropa que había sobre una silla y sacó un libro—. Mi enemigo de abajo parecía ansioso por quitársela de encima. Puede llevársela.

Las páginas sobresalían de la cubierta, tan desgastada que no se veía ni el título ni el color original de las tapas.

—Es muy amable por su parte —dijo Sandy—. ¿Le enseñó esto a Graham Nolan?

—No lo tenía cuando vino, ni tampoco las notas. No se las olvide.

Sandy cogió las viejas hojas y por un momento creyó haber oído el timbre. Debió de ser algún pájaro en el tejado, ya que Eames no respondió.

—¿Sabe? —dijo el viejo—, me alegro de haber cambiado de idea y haberla dejado venir. Me ha debido aliviar el charlar un rato. La verdad es que me siento mejor.

—Espero que eso lo ayude para su conferencia.

—Seguro que sí. Estaré más animoso. No son míos, ¿sabe? —dijo dando unos golpecitos sobre el montón de guiones—. Son del grupo de escritores al que voy a dar la conferencia, gracias al librero de abajo. ¿Quién sabe? Quizás haya al menos uno entre ellos a quien pueda ayudar a convertirse en lo que yo hubiera querido ser.

Miró a Sandy mientras hacía sitio para el libro en el bolso y lo cerraba.

—¿Va hacia la costa? —preguntó él.

—No pensaba, en principio. ¿Debería hacerlo?

—Dijo que quería hablar con todas las personas relacionadas con esa cinta. Tommy Hoddle está en Cromer. Actúa en un espectáculo, en el pabellón del puerto. He oído en la radio una entrevista con él.

—Tommy Hoddle... —Sandy recordó el nombre de la lista de Graham.

—El cómico. Él y Billy Bingo solían interpretar a dos policías timoratos. Pasé muy buenos ratos escribiendo escenas para ellos. Billy murió hace varios años, pero Tommy sigue representando una versión en solitario de sus números de siempre. Supongo que es lo único que sabe hacer ya en la vida.

—¿Sabe usted si Graham se entrevistó con él?

—Creo que ya lo había hecho cuando vino a verme.

En tal caso, debía ir a hablar con él, aunque no era nada probable que tuviera una copia de la cinta. Podía salir enseguida hacia Cromer y llegar a tiempo a su siguiente cita: en Birmingham al día siguiente.

—Gracias por su ayuda —dijo Sandy a Eames—. Haré todo lo que pueda por mantener vivo su nombre.

El anciano le sonrió, y sus dientes postizos brillaron en la penumbra de la escalera mientras ella cerraba la puerta. Se sentía contenta de haberlo animado. Sintió la luz del sol en el rostro como una cálida sonrisa mientras se dirigía a buen paso hacia el coche. Después de todo, podía pasar un buen rato en el pabellón de Cromer.

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