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Una voz melosa y reconfortante me dijo, dirigiéndose directamente a mí:
.Todas las obras fatuas de tu maestro se han quemado; de sus pinturas no queda sino
un montón de cenizas. Que Dios le perdone por utilizar sus dones sublimes no al servicio de
Dios sino al servicio del mundo, de la carne, del diablo, sí, del diablo, aunque el diablo sea
nuestro abanderado, pues el maligno está orgulloso de nosotros y satisfecho de nuestro dolor;
pero Marius sirvió al diablo haciendo caso omiso de los deseos de Dios, y la merced que nos ha
concedido Dios permitiendo que en lugar de abrasarnos en las llamas del infierno gobernemos
en las sombras de la Tierra.
.Ah .murmuré., ya comprendo tu retorcida filosofía.
La voz no me reprendió.
Poco a poco, aunque prefería oír sólo esa voz, empecé a ver con más claridad. En la
tierra prensada que formaba un techo abovedado sobre mi cabeza distinguí unas calaveras
humanas, calcinadas y cubiertas de polvo. Unas calaveras adheridas a la tierra con mortero,
de forma que constituían todo el techado, como unas blancas conchas marinas. «Unas conchas
de cerebros humanos .pensé., pues eso es lo que queda, unos caparazones que asoman a
través de la tierra prensada, la cúpula que cubre el cerebro y los orificios negros y redondos
que antaño eran unos ojos gelatinosos, ágiles como bailarines, atentos, prestos a informar a la
mente de los esplendores del mundo.»
Todo el techo estaba cubierto de calaveras, un techo abovedado formado por calaveras;
y en el punto donde el techo se unía a los muros aparecía una hilera de huesos del muslo, y
debajo unos huesos humanos dispuestos de forma aleatoria, sin orden ni concierto, como
piedras trabadas con mortero para construir muros.
Todo estaba repleto de huesos e iluminado con velas. Sí, percibí el olor de las velas, de
pura cera de abejas, como las que utilizan los ricos.
.No .dijo la voz con tono pensativo., más bien la iglesia, pues ésta es la iglesia de
Dios, aunque el diablo es nuestro padre prior, el santo fundador de nuestra orden. ¿Por qué no
íbamos a utilizar cera de abejas? Es muy típico de un veneciano fatuo y mundano como tú el
considerarlo un lujo, confundirlo con la riqueza en la que te has regodeado como un cerdo se
revuelca en sus excrementos.
Yo emití una risita.
.Dame otra muestra de tu generosa y estúpida lógica .respondí.. Deduzco que eres el
Aquino del diablo. Continúa.
.No te burles de mí .me imploró con tono de sinceridad.. Yo te salvé del fuego.
.De no haberlo hecho yo ya estaría muerto.
.¿Quieres morir abrasado?
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.No, no deseo sufrir esa suerte, me horroriza pensar en ello, ni se la deseo a nadie.
Pero morir, sí.
.¿Y cuál crees que será tu destino si mueres? ¿No es el fuego del infierno cincuenta
veces más caliente que el fuego que encendimos para ti y tus amigos? Eres hijo del infierno; te
convertiste en ello desde el momento en que el blasfemo de Marius te trasfundió nuestra
sangre. Nadie puede remediar esas circunstancias. Vives gracias a una sangre maldita,
anómala y grata a Satanás, y grata a Dios porque necesita a Satanás para demostrar su
bondad y ofrecer a los seres humanos la opción de ser buenos o malos.
Yo volví a reírme, pero con el máximo respeto.
.Sois muchos .comenté.
Al volver la cabeza, la luz de las numerosas velas que me rodeaban me deslumbró, pero
no era una luz desagradable. Las llamas que bailaban sobre las mechas eran muy distintas de
las que habían devorado a mis hermanos.
.¿Eran tus hermanos esos mortales arrogantes y consentidos? .preguntó él. Su voz no
tembló en ningún momento.
.¿Es posible que creas todas las idioteces que dices? .repliqué, imitando su tono.
Él se rió, emitió una risa discreta y eclesial, como si estuviéramos comentando en voz
baja lo absurdo de un sermón. Sin embargo, la sagrada hostia no se hallaba presente como lo
habría estado en una iglesia consagrada, de modo que no era necesario bajar la voz.
.Querido .dijo él., sería muy sencillo torturarte, doblegar tu arrogante mente y
convertirte en un instrumento que emite unos incesantes y estrepitosos gritos. Sería facilísimo
emparedarte para que tus alaridos no nos turbaran, sino que constituyeran un entretenimiento
que aderezara nuestras meditaciones vespertinas. Pero no me gustan esas cosas. Por eso soy
un buen servidor del diablo; nunca me han gustado la crueldad y la maldad. Las desprecio, y si
contemplara un crucifijo, rompería a llorar como cuando era un hombre mortal.
Cerré los ojos, renunciando a las oscilantes llamas que salpicaban la penumbra. Envié mi
poder más fuerte y resistente hacia su mente, pero sólo hallé una puerta cerrada a cal y canto.
.Sí, ésa es la imagen que utilizo para impedirte la entrada. Deplorablemente literal para
un infiel inculto. Pero a fin de cuentas tu dedicación a Cristo se alimentó de lo literal y lo
ingenuo, ¿no es así? Aquí viene alguien que te trae un regalo que acelerará nuestro acuerdo.
.¿Un acuerdo, señor? ¿A qué te refieres?
Yo también oí al otro. Un hedor intenso y pestilente asaltó mis fosas nasales. No me
moví ni abrí los ojos. Escuché al otro emitir esa risa grave y estentórea perfeccionada por los
otros que habían cantado el
Dies Irae con impecable entonación. Era un hedor insoportable, acarne humana abrasada o algo por el estilo. Me resultó repugnante. Volví la cabeza y traté de
contener las náuseas. Podía aguantar el sonido y el dolor, pero no ese olor hediondo.
.Un regalo para ti, Amadeo .dijo el otro. Alcé la cabeza y miré a los ojos a un vampiro
formado como un joven con el cabello tan rubio que era casi blanco y el cuerpo alto y esbelto
de un escandinavo. Sostenía una urna de grandes dimensiones con ambas manos. De repente
la volcó.
.¡No, detente! .grité alzando las manos. Sabía lo que era, pero reaccioné demasiado
tarde.
Un torrente de cenizas cayó sobre mí. Grité, atragantándome, y me volví. No podía
quitármelas de los ojos y la boca.
.Son las cenizas de tus hermanos, Amadeo .dijo el vampiro rubio, emitiendo una
estridente carcajada.
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Impotente, tendido boca abajo, cubriéndome las sienes con las manos, me estremecí
bajo el peso caliente de las cenizas. Por fin rodé por el suelo, me incorporé de rodillas y me
levanté de un salto. Al retroceder hacia la pared derribé un candelabro de hierro que sostenía
numerosas velas. Las llamitas danzaron ante mi vista nublada, las velas cayeron sobre el lodo
con un ruido seco. Yo levanté las manos para protegerme la cara.
.¿Qué ha sido de nuestra exquisita compostura? .preguntó el vampiro escandinavo..
¿Nos hemos convertido en un querubín llorica? Así era como te llamaba tu maestro, ¿no?
¡Toma! .El vampiro me agarró del brazo y con la otra mano trató de restregarme un puñado
de cenizas por el rostro.
.¡Condenado demonio! .grité, enloquecido de furia e indignación. Le agarré la cabeza
con ambas manos y, haciendo acopio de todas mis fuerzas, se la retorcí, partiéndole todos los
huesos del cuello. Luego le asesté una patada con el pie derecho.
El vampiro cayó de rodillas, gimiendo, vivo pese a haberle partido el cuello. Pero me juré
que no viviría intacto, y tras propinarle otra violenta patada con todo el peso de mi pie
derecho, le arranqué la cabeza. La piel se desgarró y desprendió de la carne y la sangre brotó
a chorros de la profunda herida. Con un último tirón, le separé la cabeza del tronco por
completo.
.¡Tienes un aspecto lamentable! .me mofé, mirándole a los ojos. Las pupilas giraban
frenéticamente.. Yo que tú preferiría morir. .Hundí los dedos de la mano izquierda en su
pelo. Me volví en busca de una vela, tomé una con la mano derecha, la arranqué del candelero
y se la hundí en las cuencas de los ojos una y otra vez hasta cegarlo.
»Ah, de modo que también puede hacerse de este modo .comenté, alzando la vista y
parpadeando porque el resplandor de las velas me deslumbraba.
Poco a poco conseguí distinguir su figura. Su pelo negro y espeso le caía en unos bucles
enmarañados sobre los hombros. Iba vestido con una amplia y larga toga negra que rozaba las
patas del taburete sobre el que estaba sentado, levemente ladeado, pero contemplándome de
forma que pude distinguir sus facciones a la luz de las velas. Era un rostro noble y hermoso,
con unos labios bien delineados y graves como sus enormes ojos.
.Ese tipo nunca me cayó bien .dijo suavemente, arqueando las cejas., pero debo
reconocer que me has impresionado. No imaginé que lo liquidarías tan rápidamente.
Yo me estremecí. Una temible frialdad se apoderó de mí, una cólera implacable y atroz
que avivaba el dolor, la locura, la esperanza.
Odiaba la cabeza que sostenía en las manos y deseaba arrojarla al suelo, pero aún
estaba viva. Las sanguinolentas cuencas de sus ojos temblaban ligeramente y la lengua se
movía entre los labios de un lado a otro.
.¡Es asquerosa! .exclamé.
.Siempre decía unas cosas muy raras .repuso el de pelo negro.. Era pagano,
¿comprendes? Cosa que tú nunca fuiste. Quiero decir que creía en los dioses de los bosques
escandinavos, y que Thor giraba en torno al mundo blandiendo su martillo...
.¿Vas a seguir hablando sin parar? .pregunté.. Debería quemar esta cosa, ¿no?
El otro me dirigió una sonrisa encantadora e inocente.
.Eres un idiota por permanecer en este lugar .observé. Las manos me temblaban de
forma incontrolable.
Sin aguardar su respuesta, me volví y tomé otra vela, tras haber apagado la primera, y
prendí fuego a la cabellera del vampiro muerto. El hedor me produjo náuseas. Emití un sonido
semejante al lloriqueo de un niño.
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Dejé caer la cabeza en llamas sobre el cuerpo decapitado cubierto por una toga. Arrojé la
vela a las llamas para que la cera alimentara el fuego. Recogí las velas que yacían en el suelo,
las arrojé también al fuego y retrocedí para esquivar el tremendo calor que emanaban los
restos del difunto.
La cabeza comenzó a rodar entre las llamas, o eso me pareció, de modo que tomé el
candelabro de hierro que había derribado y, utilizándolo a modo de rastrillo, aplasté y
machaqué la masa de huesos y carne que ardía bajo las llamas.
En el último momento el vampiro extendió los brazos y sus dedos se curvaron y clavaron
en las palmas de las manos. «¡Ah, vivir en ese estado!», pensé con desaliento, acercando los
brazos al torso de un golpe con el rastrillo. El fuego apestaba a harapos y a sangre humana,
una sangre que sin duda él había bebido, pero no percibí ningún otro olor humano. De pronto
reparé con desesperación que había encendido la pira funeraria de aquel tipo sobre las cenizas
de mis amigos.
En fin, era lógico.
.Os he vengado liquidando a uno de ellos .dije, emitiendo un suspiro de desánimo.
Arrojé el candelabro de hierro que había utilizado como rastrillo. Dejé los restos del
escandinavo abrasándose entre las llamas. Era una habitación espaciosa. Me dirigí con paso
cansino y descalzo, pues mis zapatillas de fieltro se habían quemado, hacia un amplio rincón
entre los candelabros de hierro, donde la grata y húmeda tierra era negra y parecía limpia, y
me tumbé de nuevo en ella, sin importarme que el vampiro de pelo negro pudiera observarme
a sus anchas, puesto que me había tendido justo delante de él.
.¿Conoces esos ritos escandinavos? .preguntó el otro como si tal cosa, como si no
hubiera ocurrido nada fuera de lo normal.. Por lo visto ese Thor se dedica a girar
continuamente en torno a la Tierra con su martillo, y el círculo se va estrechando, y más allá
reside el caos, y nosotros estamos aquí, condenados a permanecer dentro del círculo de calor
que se va estrechando. ¿No has oído hablar de ello? Ese tipo era un pagano, creado por unos
magos renegados que lo utilizaban para que asesinara a sus enemigos. Me alegro de haberme
librado de él. Pero ¿por qué lloras?
No respondí.
Qué panorama tan descorazonador, esta horrenda cámara con un techo abovedado
formado por calaveras, esta multitud de velas que iluminaban sólo los restos de la muerte, y
este ser, este hermoso ser de pelo negro y complexión atlética que gobernaba entre este
horror, sin sentir la muerte de uno de sus servidores reducido a un montón de huesos
pestilentes y humeantes.
Imaginé que estaba en casa. Me hallaba a salvo en la alcoba de mi maestro. Estábamos
sentados juntos. Él leía un texto en latín. Las palabras no tenían importancia. Estábamos
rodeados por objetos propios de la civilización, unos objetos bellos y exquisitos; las telas de la
habitación habían sido tejidas por manos humanas.
.Cosas vanas .comentó el del pelo negro.. Vanas y absurdas, pero tú mismo lo
comprenderás con el tiempo. Eres más fuerte de lo que imaginaba. Tu creador tenía siglos,
nadie recuerda una época en que no existiera Marius, el lobo solitario, que no permitía que
nadie pusiera los pies en su territorio, Marius, el destructor de jóvenes.
.Que yo sepa sólo destruía a los malvados .murmuré.
.Nosotros somos malvados, ¿no es cierto? Todos somos malvados. De modo que él nos
destruyó sin titubeos. Creía estar a salvo de nosotros. ¡Nos volvió la espalda! No nos
consideraba dignos de sus atenciones, y derrochó toda su fuerza sobre un muchacho. Pero
debo reconocer que eres un muchacho muy hermoso.
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En éstas oí un ruido, un rumor siniestro, que no me era desconocido. Percibí el olor a
ratas.
.Ah, sí, mis pupilas, las ratas .dijo el otro.. Siempre acuden a mí. ¿Quieres verlas?
Vuélvete y mírame, haz el favor. Deja de pensar en san Francisco, con sus aves y sus ardillas
y el lobo pegado a él. Piensa en Santino y sus ratas.
Yo obedecí. Respiré hondo, me senté en tierra y le miré. Sobre su hombro estaba
sentada una enorme rata gris, besándole con su bigotudo hocico en la oreja, la cola asomando
sobre la cabeza del vampiro. Tenía otra rata sentada sobre las rodillas, plácidamente, como
hipnotizada, y otras congregadas en torno a sus pies.
Como si temiera moverse para no asustar a las ratas, el vampiro metió la mano en un
cuenco que contenía migas de pan seco. Entonces percibí su olor, junto con el de las ratas. El
vampiro ofreció un puñado de migas a la rata que estaba posada sobre su hombro, la cual las
devoró con avidez y curiosa delicadeza. Luego el vampiro derramó unas migajas sobre su
regazo, sobre las cuales se abalanzaron rápidamente tres ratas.
.¿Crees que amo a estas criaturas? .preguntó el vampiro sin apartar la vista de mí,
abriendo los ojos exageradamente para realzar sus palabras. Su cabello negro caía sobre sus
hombros como un espeso y alborotado velo; su frente, lisa y blanca, resplandecía a la luz de
las velas.
»¿Crees que me gusta vivir aquí, en las entrañas de la Tierra? .preguntó con tristeza.
¿Debajo de la gran ciudad de Roma, donde la tierra absorbe la porquería de la repugnante
multitud que habita allí, y tener a estos bichos como única compañía? ¿Crees que no fui un
hombre de carne y hueso, o que, tras haber sufrido esta transformación gracias al divino plan
de Dios Todopoderoso, no envidio la vida que tú llevabas junto a tu codicioso maestro? ¿Acaso
no tengo ojos para contemplar los brillantes colores que tu maestro extendía sobre sus
lienzos? ¿Crees que no me gustan los sonidos de la música impía? .Tras esa perorata el
vampiro emitió un suave y angustiado suspiro.
»¿Qué ha creado Dios o ha permitido que exista que sea desagradable en sí mismo? .
continuó el vampiro.. El pecado no es repulsivo en sí mismo, sería absurdo pensarlo. A nadie
le gusta el dolor. No nos queda más remedio que soportarlo.
.¿Y todo esto? .pregunté. Tenía ganas de vomitar, pero me contuve. Respiré hondo
para dejar que todos los olores de esta cámara de los horrores penetraran en mis pulmones y
dejaran de atormentarme.
Me senté cómodamente, con las piernas cruzadas para examinarlo. Me limpié los ojos
para quitarme unas cenizas.
.¿A qué viene? Tus argumentos me los conozco de memoria, pero ¿a qué viene este
reino de vampiros ataviados con hábitos negros sacerdotales?
.Somos los defensores de la verdad .respondió el otro sinceramente.
.¡Por el amor de Dios! ¿Quién no es el defensor de la verdad? .repliqué con
amargura.. ¡Mira, tengo las manos manchadas con la sangre de tu hermano en Cristo! Y tú,
una burda imitación de un mortal que se alimenta de sangre humana, te quedas ahí sentado
tan tranquilo, contemplando estos horrores y charlando conmigo a la luz de estas caprichosas
velas.
.Tienes una lengua muy afilada para un jovencito de aspecto tan dulce .contestó el
otro con frialdad, pero desconcertado.. Pareces tan dócil, con tus suaves ojos castaños y tu
pelo de un rojo oscuro otoñal, pero eres muy listo.
.¿Listo? ¡Vosotros quemasteis a mi maestro! ¡Le destruisteis! ¡Quemasteis a sus
pupilos! Yo soy vuestro prisionero, ¿no es así? ¿Y a santo de qué? ¿Y te atreves a hablarme de
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Jesucristo? ¿Tú? ¿Tú? Responde, ¿qué objeto tiene este cenagal asqueroso y delirante
construido con barro y estas benditas velas?
El vampiro se echó a reír. En las esquinas de sus ojos aparecieron unas arruguitas y su
rostro mostró una expresión dulce y jovial.
Su cabello, pese a tenerlo sucio y enredado, conservaba su brillo sobrenatural. Qué
hermoso sería de poder librarse de los dictados de esta pesadilla.
.Nosotros somos los Hijos de las Tinieblas, Amadeo .me explicó con paciencia.. Los
vampiros hemos sido creados para ser el azote del hombre, su peste. Formamos parte de los
avatares y tribulaciones de este mundo; nos alimentamos de sangre, y matamos para mayor
gloria de Dios, que desea poner a prueba a sus hijos.
.No digas disparates .repliqué, tapándome las orejas con las manos.
.Pero tú sabes que es cierto .insistió el otro sin alzar la voz.. Lo sabes al igual que me
ves ataviado con esta toga y contemplas mi aposento. Estoy destinado a servir al Señor
Viviente, al igual que lo estaban los monjes de antaño antes de que aprendieran a decorar sus
muros con pinturas eróticas.
.Lo que dices es una locura, no sé por qué lo haces .protesté. ¡Me negaba a recordar el
Monasterio de las Cuevas!
.Lo hago porque aquí he hallado mi propósito y el propósito de Dios, y no existe nada
más sublime. ¿Preferirías vivir condenado, solo, egoísta, sin un propósito? ¿Estarías dispuesto
a renunciar a unos designios tan magníficos que ni el ser más insignificante quedara fuera de
ellos? ¿Creíste que podrías vivir eternamente sin el esplendor de estos grandes designios,
pugnando por negar la intervención divina en todas las cosas bellas que codiciabas y
conseguías ?
Yo guardé silencio. No pienses en los antiguos santos rusos. El otro, sensatamente, no
insistió, sino que empezó a cantar suavemente, sin la típica cadencia demoníaca, el himno
latino...
Dies irae, dies illa Solvet saeclum in favilla Teste David cum Sibylla Quantus tremor est
futurus...
En ese día de ira,
la Tierra se convertirá en cenizas.
Tal como David y Sibila han anunciado,
se producirá un gran temblor...
.Y ese día, el día del Juicio Final, nosotros, sus ángeles negros, cumpliremos la misión
de conducir al infierno a las almas perversas, según su voluntad divina.
Yo le miré de nuevo.
.Y luego el último ruego de este himno, que Dios se apiade de nosotros, ¿acaso su
Pasión no fue por nosotros?
Canté suavemente en latín:
Recordare, Jesu pie,
Quod sum causa tuae viae...
Recuerda, Jesús misericordioso, que yo fui la causa de tu vía crucis...
Continué, no obstante el desaliento que sentía, aceptando plenamente aquel horror.
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.¿Qué monje del monasterio de mi infancia no confiaba en reunirse un día con Dios?
¿Qué pretendes decirme ahora, que nosotros, los Hijos de las Tinieblas, le servimos sin
esperanza de reunirnos con Él algún día?
El otro me miró desmoralizado.
.Reza para que exista algún secreto que no conocemos .murmuró. Luego fijó la mirada
en el infinito como si rezara.. ¿Cómo puede Él no amar a Satanás cuando Satanás le ha
servido tan bien? ¿Cómo puede no amarnos a nosotros? No lo comprendo, pero yo soy lo que
soy, es decir, esto, y tú eres como yo. .El vampiro me miró arqueando de nuevo las cejas
ligeramente para realzar su asombro.. Debemos servirle. De lo contrarío, estamos perdidos.
El vampiro se levantó del taburete y avanzó hacia mí, sentándose en el suelo frente a mí,
con las piernas cruzadas, y extendió su largo brazo para apoyar la mano en mi hombro.
.Eres un ser espléndido .dije.. Y pensar que Dios te creó como a los jóvenes que
destruísteis esta noche, unos cuerpos perfectos a los que prendisteis fuego.
El vampiro parecía profundamente trastornado.
.Amadeo, asume otro nombre y ven con nosotros, permanece con nosotros. Te
necesitamos. ¿Qué harás si te quedas solo?
.Dime por qué matasteis a mi maestro.
El vampiro retiró la mano de mi hombro y la dejó hacer sobre el regazo formado por la
toga negra extendida sobre sus rodillas.
.Nos está prohibido utilizar nuestros talentos para deslumbrar a los mortales. Nos está
prohibido embaucarlos con nuestras habilidades. Nos está prohibido buscar el consuelo de su
compañía. Nos está prohibido andar por lugares iluminados.
Nada de esto me sorprendió.
.Somos unos monjes tan puros de corazón como los de Cluny .explicó el del pelo
negro.. Nuestros monasterios son estrictos y sagrados, cazamos y matamos para
perfeccionar el paraíso de Nuestro Señor en cuanto valle de lágrimas. .Se detuvo unos
instantes y, adoptando un tono de voz más suave y reflexivo, continuó.: Somos como las
abejas que pican, y las ratas que roban el trigo; somos como la peste que se apodera de los
jóvenes y los viejos, los seres hermosos o grotescos, con el fin de que los hombres y las
mujeres tiemblen al constatar el poder de Dios.
El vampiro me miró, implorando mi comprensión.
.Las catedrales surgen del polvo .prosiguió. para que el hombre se maraville del
poder divino. Y los hombres esculpen en piedra la danza macabra para demostrar que la vida
es breve. En el ejército de esqueletos envueltos en siniestras capas negras que aparece tallado
en un millar de portales, un millar de muros, se nos representa empuñando guadañas. Somos
los seguidores de la muerte, cuyo cruel rostro aparece dibujado en un millón de pequeños
devocionarios que sostienen en sus manos los ricos y los pobres.
El vampiro abrió desmesuradamente los ojos, que mostraban una expresión soñadora.
Luego echó un vistazo a su alrededor, contemplando la macabra celda abovedada en la que
nos hallábamos. En las pupilas de sus ojos vi las oscilantes llamas de las velas. El vampiro
cerró los ojos unos momentos y al abrirlos parecían más claros, más luminosos.
.Tu maestro sabía esto .dijo con tono contrito.. Lo sabía perfectamente. Pero
pertenecía a una época pagana, rebelde y airada, que se negaba a aceptar la gracia de Dios. Él
vio en ti la gracia de Dios, porque posees un alma pura. Eres joven y tierno, abierto como la
flor de la luna para asimilar la luz de la noche. Ahora nos odias, pero con el tiempo verás las
cosas con más claridad.
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.No creo que vuelva a ver nada con claridad .contesté.. Tengo frío, soy pequeño y en
estos momentos no sé nada sobre sentimientos, ni anhelos, ni siquiera odio. No te odio,
aunque debería odiarte. Me siento vacío. Deseo morir.
.Morirás cuando lo decida Dios, Amadeo, no tú .respondió el vampiro. Me miró con
detenimiento y comprendí que no podía seguir ocultándole mis recuerdos sobre los monjes de
Kíev, muriendo lentamente de hambre en sus celdas, afirmando que debían tomar algún
sustento porque sólo Dios podía decidir cuándo debían morir.
Traté de ocultar estos pensamientos, me guardé estas pequeñas imágenes para mí y las
encerré en lo más profundo de mi ser. No pensé en nada. Una sola palabra acudió a mi
lengua: horror, y luego el pensamiento de que antes de ahora yo había sido un idiota.
En éstas apareció otro ser en la habitación. Era un vampiro hembra. Entró a través de
una puerta de madera, dejando que se cerrara suavemente a sus espaldas, como habría hecho
una buena monja para evitar hacer un ruido innecesario. La vampiro se dirigió hacia el otro y
se situó detrás de él.
Su espesa caballera gris estaba sucia y enmarañada, como la del otro, formando también
un velo de maravilloso peso y densidad sobre sus hombros. Iba cubierta con unos harapos
antiguos. Lucía un cinturón apoyado en las caderas, al igual que las mujeres de antaño, que
adornaba su ceñido vestido y ponía de realce su esbelta cintura y sus caderas ligeramente
amplias, como los trajes de ceremonia que muestran las figuras talladas en piedra de los
sarcófagos de los ricos. Tenía unos ojos enormes, al igual que el otro, que parecían querer
absorber cada partícula de luz que brillaba en la lóbrega celda. Tenía la boca carnosa y bien
delineada, y los hermosos huesos de sus pómulos y su mandíbula relucían bajo la sutil capa de
polvo plateado que la cubría. Lucía el cuello y el pecho casi desnudos.
.¿Va a convertirse en uno de nosotros? .preguntó. Tenía una voz tan bella, tan
tranquilizadora, que me conmovió.. He rezado por él. Le he oído llorar en su interior, aunque
no emita ningún sonido.
Aparté la vista. No podía sino sentirme repelido por ella, mi enemiga, que había
asesinado a los seres que yo amaba.
.Sí .repuso Santino, el del pelo negro.. Permanecerá con nosotros, y puede
convertirse en un líder. Posee una gran fuerza. Ha matado a Alfredo. ¡Ah, fue magnífico
contemplar cómo lo liquidaba, con qué expresión de rabia en su rostro aniñado!
La vampiro contempló por encima de mi hombro los restos del vampiro que había muerto
abrasado. Ni yo mismo sabía qué había quedado de él. No me volví para mirarlo.
Un pesar profundo y amargo suavizó los rasgos de la vampiro. Qué hermosa debió de ser
en vida; qué hermosa sería ahora sin esa capa de polvo que la cubría.
De pronto me dirigió una mirada acusadora, que al cabo de unos instantes suavizó.
.Unos pensamientos vanos, hijo mío .dijo.. No vivo obsesionada con los espejos,
como tu maestro. No necesito terciopelo ni sedas para servir a mi Señor. ¡Ah, Santino, fíjate
en él, si parece una criatura! .La vampiro se refería a mí.. Hace siglos quizás habría escrito
unos versos en honor de tanta belleza, asombrada de que hubiera venido a alegrar el rebaño
de ovejas negras del Señor, como un lirio en las tinieblas, un joven hado que la luz de la luna
había depositado en la cuna de una lechera para cautivar al mundo con su mirada afeminada y
su voz grave y viril.
Sus halagos me enfurecieron, pero no soportaba perder en este infierno la belleza de su
voz, su profunda dulzura. No me importaba lo que dijera. Al contemplar su rostro pálido en el
que numerosas venas se habían convertido en surcos esculpidos en piedra, comprendí que era
demasiado vieja para mi impetuosa violencia. Sin embargo deseaba matarla, sí, arrancarle la
cabeza del tronco, sí, apuñalarla con las velas, sí. Furioso, tensando la mandíbula, pensé en
esas cosas, y en él, en cómo le despacharía, pues era mucho menos viejo que ella, tal como
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demostraba su cutis aceitunado, pero esos impulsos murieron súbitamente como si un viento
septentrional hubiera arrancado la cizaña de mi mente, un viento gélido que aniquilaba mi
voluntad.
Ah, qué hermosos eran.
.No renunciarás a la belleza .dijo la vampiro con tono amable, quien quizás había
captado mis pensamientos pese a mis esfuerzos por ocultarlos.. Verás otra variante de la
belleza, áspera y variopinta, cuando mates y contemples ese maravilloso diseño corporal
transformarse en una deslumbrante tela de araña al tiempo que bebes su sangre, y unos
pensamientos agonizantes caerán sobre ti como gimoteantes velos para cegarte y convertirte
en la escuela de esas pobres almas que envías a la gloria o a la perdición. Belleza, sí. Verás
belleza en las estrellas que se convertirán en tu eterno consuelo. Y en la tierra, que te
mostrará mil matices de oscuridad. Esa será la belleza que contemplarás. Renunciarás a los
estridentes colores del hombre y a la desafiante luz de los ricos y los fatuos.
.No renuncio a nada .repliqué.
Ella sonrió. Su rostro traslucía un calor tibio e irresistible; su larga cabellera canosa
mostraba algún que otro rizo rebelde a la luz de las velas.
La vampiro miró a Santino.
.Comprende perfectamente lo que decimos .declaró.. Sin embargo, parece un niño
travieso cuya ignorancia le lleva a burlarse de todo.
.Lo sabe, lo sabe .repuso el otro con extraña amargura. Dio de comer a sus ratas. Miró
a la vampiro y luego a mí. Parecía meditar e incluso comenzó a canturrear de nuevo el viejo
himno gregoriano.
Oí a otros seres moviéndose en la oscuridad. A lo lejos sonaban todavía los tambores,
pero era un sonido insoportable. Contemplé el techo de la cámara donde nos encontrábamos,
las calaveras sin ojos y sin boca que nos observaban con infinita paciencia.
Miré a Santino, sentado en el suelo meditabundo o enfrascado en sus pensamientos, y a
sus espaldas la alta figura de la vampiro cubierta con harapos, su cabello gris peinado con raya
en medio, su rostro adornado con una capa de polvo.
.¿Quiénes son esos seres que deben ser custodiados, hijo mío? .me preguntó ella.
Santino alzó la mano e hizo un gesto cansino.
.Él no sabe nada de eso, Allesandra. Te lo aseguro. Marius era demasiado listo para
cometer la torpeza de decírselo. Es absurdo darle tantas vueltas a esa vieja leyenda que
hemos perseguido durante años. Los seres que deben ser custodiados. Si esos seres deben ser
custodiados, ya no existen, puesto que Marius ya no está aquí para custodiarlos.
Un escalofrío me recorrió el cuerpo, el terror de romper a sollozar desconsoladamente,
de dejar que ellos lo vieran, no, era una abominación. Marius ya no estaba aquí...
Santino se apresuró a continuar, como si temiera por mí.
.Es la voluntad de Dios. Dios quiso que todos los edificios se derrumbaran, que todos
los textos fueran robados o quemados, que todos los testigos que asistieron al misterio fueran
destruidos. Piensa en ello, Allesandra. Reflexiona. El tiempo ha sepultado todas las palabras
escritas por Mateo, Marcos, Lucas, Juan y Pablo. ¿Acaso queda un solo pergamino que ostente
la rúbrica de Aristóteles? ¿O Platón? Ojalá poseyéramos uno de los fragmentos que arrojó al
fuego cuando trabajaba febrilmente...
.¿Qué nos importan estas cosas, Santino? .preguntó Allesandra con tono de reproche,
pero cuando él agachó la cabeza ella le acarició el pelo, alisándoselo como si fuera su madre.
A r m a n d , e l v a m p i r o A n n e R i c e
193
.Me refiero a que ésos son los designios de Dios .dijo Santino., de su creación.
Incluso lo que es esculpido en piedra desaparece con el tiempo, y las ciudades yacen bajo el
fuego y las cenizas de montañas que estallan. Me refiero a que la tierra lo devora todo, y
ahora se lo ha llevado a él, a esta leyenda, Marius, un ser mucho más viejo que todos los
seres que hemos conocido, y con él han desaparecido sus preciosos secretos. Resígnate.
Junté las manos para impedir que temblaran. No dije nada.
.Yo vivía en una hermosa población .prosiguió Santino en voz tan baja que era casi un
murmullo. Sostenía en brazos a una rata gorda y negra a la que acariciaba como si fuera una
linda gatita, cuyos ojitos permanecían clavados en los suyos, incapaz de moverse, con la cola
curvada como una guadaña hacia abajo.. Era una población maravillosa, con unas murallas
altas y gruesas, donde todos los años organizábamos una feria. Me faltan palabras para
describir el espléndido espectáculo de los artículos que exhibían los mercaderes, y las gentes,
jóvenes y ancianos, que acudían de aldeas vecinas y remotas para comprar, vender y
divertirse. ¡Era un lugar perfecto! Pero la peste lo asoló. Llegó la peste, sin respetar portal,
tapia ni torre, invisible para los hombres del Señor, para el padre que araba en el campo y la
madre que atendía su huerto. La peste lo arrasó todo, todo salvo a los más perversos. Me
emparedaron entre los muros de mi casa, junto con los cadáveres hinchados de mis hermanos
y hermanas. Me halló un vampiro que buscaba sangre con que alimentarse. Y sólo halló la mía,
pese a que en la población habían abundado los cadáveres.
.¿Acaso no renunciamos a nuestra historia mortal por amor a Dios? .preguntó
Allesandra con sumo tacto mientras seguía acariciándole la cabeza y apartándole el pelo de la
frente.
En los grandes ojos de Santino se reflejaban sus pensamientos y recuerdos; al hablar me
miró, quizá sin verme siquiera.
.Las murallas han desaparecido, han sucumbido bajo los árboles, la hierba y los
montones de cascotes. En los castillos de los alrededores podemos observar las piedras con las
que antaño fue construida la propiedad de nuestro señor, nuestra calle mayor, nuestras
mansiones nobles. La naturaleza de este mundo establece que todas las cosas serán
devoradas por el tiempo, que constituye una boca tan voraz como la que más.
Se hizo el silencio. Yo no cesaba de temblar. Me dolía todo el cuerpo. De mis labios brotó
un gemido. Miré a diestro y siniestro y agaché la cabeza, estrujándome las manos para no
ponerme a gritar.
Al cabo de un rato alcé la cabeza y dije:
.¡Me niego a serviros! Conozco vuestro juego. Conozco vuestras escrituras, vuestra
piedad, vuestra afición a la resignación. Sois como arañas que tejéis unas trampas complejas y
siniestras, eso es todo; sólo sabéis copular para procrear más vampiros, sólo sabéis tejer unas
trampas para atrapar a los incautos, como las aves que construyen sus nidos con porquería
sobre edificios de mármol. Adelante, seguid tejiendo vuestras mentiras. ¡Os odio! ¡No os
serviré!
Ambos me miraron con profundo amor.
.Pobre niño .dijo Allesandra, suspirando.. No has hecho sino empezar a sufrir. ¿Por
qué te empeñas en sufrir por orgullo en lugar de hacerlo por Dios?
.¡Yo os maldigo!
Santino chasqueó los dedos. Fue un gesto insignificante, pero de pronto salieron de las
sombras, a través de unas puertas como bocas secretas y mudas en los muros de arcilla, sus
sirvientes, ataviados con unas togas, encapuchados, como los otros.
A r m a n d , e l v a m p i r o A n n e R i c e
194
Me condujeron a rastras a una celda compuesta por barrotes de hierro y muros de piedra
y arcilla. Cuando traté de excavar un agujero con las uñas para huir a través de él, mis dedos
toparon con piedra revestida de hierro, y no pude seguir excavando.
Me tumbé en el suelo y rompí a llorar. Lloré por mi maestro. No me importa que alguien
me oyera o se burlara de mí. Me tenía sin cuidado. Sólo pensaba en mi pérdida y en lo mucho
que había amado a mi maestro, y al reparar en lo inmenso de ese amor, sentí en cierto modo
su esplendor. Lloré con desconsuelo. Me revolqué sobre la tierra. Clavé mis uñas en ella, la
arranqué a puñados. Luego me quedé inmóvil, dejando que las lágrimas rodaran en silencio
por mi rostro.
Allesandra se acercó a la celda y apoyó las manos en los barrotes.
.Pobre criatura .murmuró.. Estaré siempre a tu lado. No tienes más que decir mi
nombre.
.¿Por qué? .contesté. Mi voz reverberó entre los pétreos muros de la celda..
¡Responde!
.¿Acaso los demonios no se aman en el infierno? .me replicó ella.
Transcurrió una hora. La noche era fría.
Sentí sed, una sed de sangre.
Me quemaba las entrañas. Ella lo sabía. Me senté de cuclillas, cabizbajo. Prefería morir
antes que volver a beber sangre. Pero era lo único que veía, que sentía, que deseaba. Sangre.
La primera noche creí morir de sed. La segunda, temí morir gritando. La tercera, sólo
soñé con sangre entre sollozos de desesperación, lamiendo las lágrimas de sangre que tenía
en las yemas de los dedos.
Al cabo de seis noches, cuando ya no soportaba más mi sed, me trajeron una víctima
que luchó denodadamente para escapar a su suerte.
Olí la sangre mientras la conducían por el largo y negro pasadizo. La olí antes de percibir
el resplandor de las antorchas.
Arrojaron en mi celda a un joven hediondo y musculoso, quien no cesaba de propinarles
patadas y maldecirlos, rugiendo y babeando como un poseso, chillando cada vez que le
azuzaban con la antorcha para que se aproximara a mí.
Me levanté, casi demasiado débil para sostenerme en pie, y me arrojé sobre él, sobre su
cálida y suculenta carne. Le desgarré el cuello, riendo y sollozando de gozo, y succioné hasta
ahogarme casi con la sangre que me llenaba la boca.
El joven cayó a mis pies, balbuciendo y gritando. La sangre brotaba a borbotones de la
arteria y se derramaba sobre mis labios y mis dedos. Yo tenía los dedos tan delgados que eran
meros huesos. Bebí y bebí hasta que me harté. Todo el dolor, toda la desesperación se
desvaneció en la pura satisfacción de mi sed de sangre, en el puro, egoísta y odioso afán de
devorar aquella bendita sangre humana.
Los demonios dejaron que siguiera saciando mi glotonería, que gozara de aquel festín
absurdo y salvaje.
Luego me desplomé de costado; noté que veía con más claridad en la oscuridad. Los
muros que me rodeaban relucían cubiertos pedacitos dorados como un firmamento estrellado.
Miré a mi víctima y comprobé que se trataba de Riccardo, mi amado Riccardo, mi brillante y
buen Riccardo: desnudo, sucio, un prisionero que habían engordado en una pestilente celda de
barro para esto.
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195
Grité horrorizado. Aporreé los barrotes y me golpeé la cabeza contra ellos. Mis celadores
de rostro blanco se acercaron apresuradamente a los barrotes de mi celda pero luego
retrocedieron aterrorizados y me observaron desde el otro lado del oscuro pasadizo. Caí de
rodillas, sollozando amargamente.
Tomé el cadáver en brazos.
.¡Bebe, Riccardo! .grité. Me mordí la lengua y escupí la sangre en su rostro grasiento y
de mirada ausente. Pero estaba muerto y vacío, y ellos se habían ido dejándole allí para que
se pudriera en este inmundo lugar, y para que me pudriera yo junto a él.
Me puse a cantar
Dies irae, dies illa. Al tiempo que cantaba, prorrumpí en carcajadas.Tres noches más tarde, gritando y blasfemando, desmembré el hediondo cadáver de
Riccardo para arrojar los pedazos fuera de la celda. ¡No soportaba su presencia! Arrojé el
hinchado tronco contra los barrotes una y otra vez, sollozando, incapaz de partirlo en dos con
el puño o el pie a fin de que pasara a través de los mismos. Desesperado, me arrastré hasta
un rincón para alejarme de aquel montón de carne y huesos.
En éstas apareció Allesandra.
.¿Qué puedo decir para consolarte, hijo mío? .Un murmullo incorpóreo en la oscuridad.
Junto a ella había otra figura: Santino. Al volverme, vi en un destello fugaz que sólo un
vampiro es capaz de emitir a través de los ojos a Santino meneando la cabeza con un dedo en
los labios, corrigiéndola suavemente.
.Debemos dejarlo solo .dijo Santino.
.¡Sangre! .grité, precipitándome hacia los barrotes. Extendí los brazos con tal
vehemencia que ambos retrocedieron espantados.
Al cabo de otras siete noches, cuando yo estaba tan famélico que ni siquiera el olor de la
sangre me reanimaba, depositaron en mis brazos una víctima, un golfillo callejero que no
cesaba de implorar misericordia.
.No temas .le susurré al oído, clavando rápidamente mis dientes en su cuello..
Hummmmm, confía en mí .murmuré, saboreando la sangre, succionándola lentamente,
reprimiendo una carcajada de gozo y mientras mis lágrimas de gratitud rodaban teñidas de
sangre por su carita.. Sueña, sueña cosas dulces. Acudirán unos santos a salvarte, ¿los ves?
Más tarde me tumbé, saciado, y contemplé en el techo enlodado las infinitas estrellas de
piedra dura y reluciente o de hierro como el pedernal que estaban encajadas en la tierra. Volví
la cabeza para no ver el cadáver del pobre niño que había tendido con esmero, como si fueran
a amortajarlo, junto al muro a mis espaldas.
Vi a una figura en mi celda, una figura menuda. Vi su borrosa silueta contra la pared,
observándome fijamente. ¿Otro niño? Me levanté, perplejo. Su persona no emanaba ningún
olor. Me volví y miré el cadáver. Yacía en el suelo tal como yo lo había dejado. Pero junto a la
pared frente a mí estaba el mismo niño en carne y hueso, menudo, pálido y perdido, sin
quitarme ojo de encima.
.¿Cómo es posible? .musité.
La pobre criatura no podía hablar, sólo mirarme fijamente. Lucía la misma toga blanca
que llevaba su cadáver; tenía los ojos grandes, incoloros, de mirada suave y pensativa.
Entonces oí un sonido distante, unos pasos en la larga catacumba que conducía a mi
pequeña prisión. No eran los pasos de un vampiro. Me incorporé, olfateando el aire para captar
el aroma de ese ser. Nada cambió en la húmeda y rancia atmósfera. El único olor que se
percibía en mi celda era el de la muerte, el del cadáver del pobre niño que yacía como un
juguete roto en el suelo.
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196
Clavé la vista en aquel espíritu menudo y tenaz.
.¿Qué haces aquí? .murmuré desesperado.. ¿Por qué puedo verte?
El espíritu movió los labios como si quisiera hablar, pero sólo meneó la cabeza
ligeramente, un gesto que demostraba con penosa elocuencia su confusión.
Los pasos se aproximaron. De nuevo traté de captar el olor de ese ser, pero no percibí
nada, ni siquiera el olor polvoriento de las togas de los vampiros, sólo los pasos que se
acercaban. Por fin se acercó a los barrotes la figura alta y sombría de una anciana.
Comprendí que estaba muerta. Lo sabía. Sabía que estaba tan muerta como el niño que
yacía junto a la pared.
.Habladme, os lo ruego, os lo suplico, os lo imploro. ¡Habladme! .grité.
Sin embargo, ninguno de los dos fantasmas podía apartar la vista uno del otro. El niño
corrió a arrojarse en los brazos de la mujer y ésta, volviéndose tras haber recuperado a su
hijo, comenzó a desvanecerse al tiempo que sus pies emitían de nuevo el sonido seco y
rasposo sobre el suelo duro de barro que había anunciado hacía unos momentos su presencia.
.¡Miradme! .supliqué en voz baja.. Al menos una vez.
La mujer se detuvo. Casi no quedaba nada de ella. Pero volvió la cabeza y fijó en mí la
débil luz de sus ojos. Luego se esfumó en silencio, por completo.
Yo me incliné hacia atrás y extendí el brazo en un gesto de abandono y desesperación.
Toqué el cadáver del niño que yacía junto a mí, todavía tibio.
No siempre veía sus fantasmas. No traté de aprender el medio de conseguirlo.
No eran amigos míos esos espíritus que de vez en cuando aparecían en torno a la escena
de mi sangrienta destrucción; era una nueva maldición. No advertía esperanza alguna en sus
rostros cuando pasaban a través de esos momentos de mi desesperación, cuando la sangre de
mi víctima aún estaba caliente dentro de mí. No los rodeaba ninguna luz de esperanza. ¿Era el
ayuno lo que me había conferido este poder?
No hablé a nadie de ello. En aquella condenada celda, en aquel maldito lugar donde mi
alma se retorcía de dolor semana tras semana sin siquiera el consuelo de un ataúd en el que
refugiarse, los temí y acabé odiándolos.
Sólo el gran futuro me revelaría que los otros vampiros, por regla general, nunca los
veían. ¿Era misericordia? Yo no lo sabía. Pero no debo adelantarme a los hechos.
Permite que regrese a aquella época intolerable, a aquella pesadilla.
Pasé unas veinte semanas sumido en aquel tormento. No creía siquiera que aún existiera
el mundo alegre y fantástico de Venecia. Sabía que mi maestro estaba muerto. Lo sabía. Sabía
que todo lo que yo amaba había muerto.
Yo estaba muerto. A veces soñaba que estaba en mi hogar, en Kíev, en el Monasterio de
las Cuevas, transformado en santo. Luego me despertaba presa de la angustia.
Cuando Santino y Allesandra, la vampiro del pelo canoso, vinieron a verme, se mostraron
tan amables como de costumbre. Al verme en aquel estado, Santino se echó a llorar y dijo:
.Ven conmigo, ahora, debes ponerte a estudiar con ahínco. Ni siquiera unos seres tan
miserables como nosotros merecemos sufrir como tú sufres. Ven, acompáñame.
Yo me arrojé en sus brazos y le ofrecí mis labios. Agaché la cabeza para oprimir el rostro
contra su pecho, y al escuchar los latidos de su corazón, respiré hondo, como si hasta en aquel
momento se me hubiera negado incluso el aire.
A r m a n d , e l v a m p i r o A n n e R i c e
197
Allesandra apoyó suavemente sus manos frías y suaves en mis hombros.
.Pobre huérfano .dijo.. Estás cansado, has recorrido un largo camino que te ha traído
hasta nosotros.
Lo extraordinario era que todo lo que me habían hecho me pareció una desgracia que
todos compartíamos, una catástrofe común e inevitable.
La celda de Santino.
Permanecí tendido en el suelo en los brazos de Allesandra, que me acunaba y acariciaba
el pelo.
.Deseo que salgas con nosotros esta noche en busca de una presa .declaró Santino..
Ven conmigo, con Allesandra y conmigo. No dejaremos que los demás te atormenten. Estás
hambriento, famélico, ¿no es así?
Así comenzó mi estancia con los Hijos de las Tinieblas. Noche tras noche salía a cazar en
silencio con mis nuevos compañeros, mis nuevos seres queridos, mi nuevo maestro y maestra,
y al poco estaba listo para comenzar mis nuevas clases en serio. Santino, mi maestro, junto
con Allesandra, que le ayudaba de vez en cuando, me nombraron su pupilo, un gran honor en
aquella cueva de vampiros, según se apresuraron a informarme los otros en cuanto tuvieron
oportunidad de hacerlo.
Averigüé lo que Lestat había escrito a partir de lo que yo le había revelado, las grandes
leyes.
Uno, que nos formábamos en las asambleas distribuidas por todo el mundo; que cada
asamblea disponía de un líder, y que yo estaba destinado a ser un líder, algo así como el padre
prior de un convento, y que todos los asuntos de autoridad recaerían en mí. Sólo yo podía
determinar el que un nuevo vampiro pasara a ser uno de los nuestros; sólo yo estaba
facultado para dirigir la transformación a fin de que se realizara correctamente.
Dos, jamás debíamos conceder el Don Oscuro, que así era como lo llamábamos, a
quienes no fueran hermosos, pues a un Dios justo le complacía que utilizáramos la sangre
oscura sólo para esclavizar a los seres hermosos.
Tres, que un vampiro anciano jamás podía convertir a un novicio, pues nuestros poderes
aumentan con el tiempo y el poder de los viejos es demasiado potente para los jóvenes. Yo
soy un ejemplo de ello, creado por el último de los Hijos del Milenio, el gran y terrible Marius.
Yo poseía la fuerza de un demonio en el cuerpo de un niño.
Cuatro, que ninguno de nosotros podíamos destruir a otro compañero, salvo el líder de la
asamblea, que debía estar dispuesto en todo momento a destruir al desobediente de su
rebaño. Que todos los vampiros vagabundos, que no pertenecían a ninguna asamblea, debían
ser destruidos de inmediato.
Cinco, cualquier vampiro que revelara su identidad o sus poderes mágicos a un mortal
debía ser aniquilado. Ningún vampiro debía escribir jamás las palabras que revelaran esos
secretos. El mundo mortal jamás debía conocer el nombre de un vampiro, y cualquier prueba
de nuestra existencia que llegara a ese ámbito debía ser eliminada a toda costa, junto con
quienes habían cometido esa terrible violación de la voluntad de Dios.
Había otras cosas. Había otros ritos, encantamientos, todo teñido de un cierto folclore.
.No entramos en las iglesias, pues si lo hacemos Dios nos aniquilará .declaró Santino.
. No contemplamos un crucifijo, y su mera presencia en una cadena en torno al cuello de una
víctima basta para salvar la vida de ese mortal. No miramos ni tocamos las medallas de la
Virgen. Retrocedemos ante las imágenes de los santos.
A r m a n d , e l v a m p i r o A n n e R i c e
198
»Pero atacamos con un fuego sagrado a quienes no están protegidos. Gozamos bebiendo
la sangre de nuestras víctimas cuando y donde nos apetece y con crueldad; elegimos a
nuestras presas entre los inocentes y los más dotados de belleza y fortuna. Pero no
alardeamos ante el mundo sobre lo que hacemos, ni entre nosotros.
»Los grandes castillos y tribunales del mundo nos están vedados, pues nunca, bajo
ninguna circunstancia, debemos inmiscuirnos en el destino que Cristo Nuestro Señor ha
ordenado para aquellos creados a su imagen y semejanza, como tampoco lo hacen las
sabandijas, ni el fuego, ni la peste.
»Somos una maldición de las sombras; somos un secreto. Somos eternos.
»Y una vez que hemos concluido nuestro trabajo para el Señor, nos retiramos sin el
confort de las riquezas y los lujos en unos lugares subterráneos bendecidos por nosotros
mismos, y allí, a la luz del fuego y las velas, nos reunimos para rezar oraciones, cantar
canciones y bailar, sí, bailar junto al fuego, con el fin de reforzar nuestra voluntad, para
compartir con nuestros hermanos y hermanas nuestro poder.
Transcurrieron seis largos meses durante los cuales me dediqué a estudiar estas cosas,
durante los cuales me aventuré en los oscuros callejones de Roma para cazar con los demás,
para saciar mi sed con los seres abandonados por la providencia que caían fácilmente en mis
manos.
Dejé de buscar una justificación para mis sangrientas orgías. Dejé de practicar el
refinado arte de beber la sangre de mis víctimas sin causarles sufrimiento, dejé de ocultar al
desdichado mortal el horror de mi rostro, mis frenéticas manos, mis fauces.
Una noche me desperté y vi que estaba rodeado por mis hermanos. La mujer de pelo
canoso me ayudó a levantarme de mi ataúd de plomo y me informó de que debía
acompañarlos.
Echamos a caminar bajo el cielo estrellado. Habían encendido una gran hoguera, al igual
que la noche en que habían perecido mis hermanos mortales.
Soplaba un aire fresco impregnado del perfume de las flores primaverales. Oí el canto del
ruiseñor. A lo lejos percibí los sonidos y murmullos de la populosa ciudad de Roma. Dirigí la
vista hacia la ciudad. Vi sus siete colinas tachonadas de luces parpadeantes. Vi las nubes en lo
alto, teñidas de oro, suspendidas sobre estos espléndidos faros diseminados por toda la
ciudad, como si la oscuridad de la noche estuviera preñada.
Vi el círculo que habían formado en torno a la hoguera. Los Hijos de las Tinieblas se
hallaban dispuestos en tres hileras alrededor de la fogata. Santino, ataviado con una flamante
y costosa toga de terciopelo negro, lo cual constituía una violación de nuestras estrictas
normas, se acercó y me besó en ambas mejillas.
.Vamos a enviarte lejos, al norte de Europa .anunció., a la ciudad de París, pues el
líder de la Asamblea ha sucumbido, como todos acabaremos sucumbiendo más pronto o más
tarde, al fuego. Sus pupilos te esperan. Han oído hablar de tus hazañas, tu amabilidad, tu
piedad y tu belleza. Serás su líder y su santo.
Mis hermanos se acercaron uno tras otro para besarme. Mis hermanas, cuyo número era
inferior al de los varones, también depositaron unos besos en mis mejillas.
Yo no dije nada. Permanecí inmóvil, escuchando el canto de las aves en los pinos,
contemplando el cielo nublado y preguntándome si llovería, si descargaría la lluvia que me
parecía oler, limpia y pura, la única agua purificadora que me estaba permitida, la dulce lluvia
de Roma, suave y tibia.
.¿Juras solemnemente dirigir la asamblea según las normas de las Tinieblas tal como
dicta Satanás y como dicta Dios, su Señor y Creador?
A r m a n d , e l v a m p i r o A n n e R i c e
199
.Lo juro.
.¿Juras obedecer todas las órdenes que recibas de la asamblea de Roma?
.Lo juro...
Palabras, palabras y más palabras.
Arrojaron más leña al fuego. Los tambores comenzaron a sonar. Al igual que los cantos
solemnes.
Yo me eché a llorar. Entonces sentí los suaves brazos de Allesandra, su suave y espesa
cabellera gris sobre mi mejilla.
.Iré contigo al norte, hijo mío .dijo Allesandra.
Conmovido, estreché con fuerza su cuerpo frío y duro mientras sollozaba
desconsoladamente.
.Sí, sí, criatura .dijo ella., me quedaré contigo. Soy vieja y permaneceré a tu lado
hasta que llegue la hora de someterme a la justicia de Dios, como todos debemos hacer algún
día.
.¡Bailemos para celebrarlo! .propuso Santino.. ¡Satanás y Cristo, hermanos en la
Casa del Señor, os entregamos esta alma perfecta!
Santino alzó los brazos.
Allesandra se apartó de mí, con los ojos anegados en lágrimas. Sentí una infinita gratitud
hacia ella por haber decidido acompañarme a fin de que no hiciera ese terrible viaje solo.
¡Allesandra iba a acompañarme! ¡Benditos fueran Satanás y el Dios que lo había creado!
Allesandra, alta, majestuosa, se colocó junto a Santino y alzó también los brazos
agitando su caballera de un lado a otro.
.¡Que comience el baile! .exclamó.
El batir de los tambores se convirtió en un rugido, las chirimías emitieron su melancólico
gemido y las panderetas comenzaron a sonar de forma machacona.
Del apretado círculo formado por los vampiros brotó un grito ronco y prolongado. Luego,
todos enlazaron sus manos y comenzaron a bailar.
Me tomaron de la mano y me atrajeron hacia el círculo formado en torno a la fogata. Los
bailarines tiraban de mí hacia la derecha y la izquierda al tiempo que giraban hacia un lado y el
otro. De pronto la cadena se rompió y las figuras comenzaron a brincar y a ejecutar volteretas
en el aire.
Sentí el viento en la nuca al tiempo que giraba y saltaba. Extendí los brazos con increíble
precisión para recibir las manos de los bailarines que tenía a ambos lados y continuamos
meciéndonos hacia la derecha y luego la izquierda.
En lo alto, las silenciosas nubes se espesaron, curvándose y deslizándose a través del
encapotado cielo. En éstas comenzó a llover; su suave clamor quedó sofocado por las voces de
los enloquecidos bailarines, el crepitar del fuego y el torrente de los tambores.
Lo oí. Me volví y salté en el aire para recibir la lluvia plateada que cayó sobre mí como
una bendición del plomizo cielo, las aguas bautismales de los malditos.
La música se intensificó. Un ritmo bárbaro se apoderó de la ordenada cadena de
bailarines. Bajo la lluvia y el inagotable resplandor de la gigantesca hoguera, los vampiros
alzaron los brazos, gritando, retorciéndose, encogiendo las piernas y pateando el suelo con la
A r m a n d , e l v a m p i r o A n n e R i c e
200
espalda encorvada. De golpe se soltaron y comenzaron a girar y brincar con frenesí, moviendo
las caderas sin cesar, con los brazos extendidos, la boca abierta, al tiempo que entonaban a
voz en cuello el himno
Dies trae, dies illa. ¡Oh, sí, sí, día de ira, día de fuego!Más tarde, mientras la lluvia seguía cayendo de forma solemne y regular, cuando la
hoguera no era sino una ruina negra, cuando todos se hubieron marchado en busca de
víctimas para saciar su sed, cuando sólo unos pocos se arremolinaron sobre la tierra negra del
sabbat, entonando sus oraciones presa de un angustiado delirio, yo permanecí tendido en
silencio, con el rostro apoyado en tierra, dejando que la lluvia me bañara.
Me pareció ver a los monjes del Monasterio de las Cuevas, quienes se rieron de mí, pero
amablemente.
.¿Qué te hizo pensar que podrías huir, Andrei? .me preguntaron.. ¿No te diste cuenta
de que Dios te había llamado?
.Alejaos, no estáis aquí, yo no estoy en ninguna parte. Estoy perdido en el sombrío erial
de un invierno infinito.
Traté de imaginar a Dios, su sagrado rostro, pero sólo vi a Allesandra, que me ayudó a
levantarme. Allesandra prometió hablarme de la época tenebrosa, antes de que Santino fuera
creado, cuando ella recibió el Don Oscuro en los bosques de Francia, el país al que íbamos a
trasladarnos.
.Señor, escucha mi plegaria .musité ansioso de contemplar su bendito rostro.
Sin embargo, esas cosas nos estaban vedadas, y no podíamos contemplar jamás la
imagen de Dios. Debíamos trabajar sin ese consuelo, hasta que la Tierra cesara de existir. El
infierno es la ausencia de Dios.
¿Qué puedo decir para defenderme? ¿Qué puedo decir?
Otros han relatado la historia de cómo fui durante siglos el líder indiscutible de la
asamblea de París, que viví esos años en ignorancia y en la sombra, obedeciendo unas leyes
caducas, hasta que dejé de recibirlas cuando Santino y la asamblea romana desaparecieron, y
que entonces, cubierto de harapos y desesperado, me aferré a la vieja fe y a los viejos
métodos mientras otros se inmolaban en el fuego o simplemente desaparecían.
¿Qué puedo decir en defensa del converso y el santo en el que me convertí?
Durante trescientos años seguí siendo el ángel errante de Satanás, su sicario con cara
aniñada, su lugarteniente, su adorador. Allesandra estaba siempre a mi lado. Cuando otros
perecían o desertaban, Allesandra se ocupaba de mantener viva la fe. Pero era mi pecado, mi
viaje, mi terrible locura, y debía cargar yo solo con ese fardo hasta el fin de mis días.
Aquella última mañana en Roma, antes de partir hacia el norte, decidieron cambiarme el
nombre.
Amadeo, que significa amado por Dios, resultaba un nombre muy poco apropiado para
un Hijo de las Tinieblas, especialmente para el que iba a convertirse en el jefe de la asamblea
de París.
De las diversas opciones que me ofrecieron, Allesandra eligió el nombre de Armand.
Así fue como me convertí en Armand.
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201
PARTE II
EL PUENTE DE LOS SUSPIROS
A r m a n d , e l v a m p i r o A n n e R i c e
202
16
Me niego a seguir comentando el pasado. No me gusta. Me tiene sin cuidado. ¿Cómo
puedo relatarte algo que no me interesa? ¿Acaso te interesa a ti?
El problema es que se ha escrito demasiado sobre mi pasado. Pero ¿y si no has leído
esos libros? ¿Y si no te has recreado con las profusas descripciones del vampiro Lestat sobre
mi persona y mis supuestos delirios y errores?
De acuerdo. Unas palabras más, pero sólo para situarme en Nueva York, en el momento
en que vi el velo de la Verónica, para que no tengas que leer sus libros para ponerte al
corriente, para que te baste mi libro.
De acuerdo. Cruzaremos el Puente de los Suspiros.
Durante trescientos años, fui fiel a las viejas normas de Santino, aun después de que el
propio Santino hubiera desaparecido. Este vampiro que te habla no estaba muerto. Apareció
en la era moderna, pletórico de salud, fuerte, silencioso y sin disculparse por los credos que
me había hecho tragar en el año 1500 antes de que me enviaran a París.
Yo estaba loco en aquella época. Dirigí con eficacia la asamblea de París, me convertí en
el arquitecto y artífice de sus ceremonias, sus estrambóticas y siniestras letanías, sus
sangrientos bautismos. Mi fuerza física aumentó de año en año, como en el caso de todos los
vampiros; alimenté mis poderes vampíricos bebiendo con avidez la sangre de mis víctimas,
pues era el único placer que concebía.
Atraía a los seres que mataba por medio de unos encantamientos. Elegía a los más
hermosos, los prometedores, los más audaces y espléndidos para mi festín, transmitiéndoles
unas visiones fantásticas para mitigar su temor y su sufrimiento.
Estaba loco. Habiéndome sido negados los lugares donde reinaba la luz, el consuelo de
entrar en la iglesia más humilde, empeñado en perfeccionar los siniestros designios de nuestra
especie, vagaba como un espectro cubierto de polvo a través de los oscuros callejones de
París, transformando la poesía y la música más nobles en una insensata barahúnda en virtud
de la cera de piedad y fanatismo que me taponaba los oídos, ciego a la imponente
majestuosidad de sus catedrales y palacios.
Dedicaba a la asamblea todo mi amor; comentábamos en la oscuridad la forma de
convertirnos en santos de Satanás, o si debíamos ofrecer a un hermoso y audaz envenenador
nuestro pacto demoníaco y convertirlo en uno de los nuestros.
En ocasiones yo pasaba de una locura aceptable a un estado en el que sólo yo conocía
los peligros. En mi celda de tierra situada en las secretas catacumbas debajo de Los Inocentes,
el inmenso cementerio de París donde habíamos construido nuestra guarida, soñaba noche
tras noche con algo extraño y sin sentido. ¿Qué había sido de aquel pequeño y hermoso tesoro
que me había confiado mi madre? ¿Qué había sido del singular artefacto de Podil que ella
había tomado del rincón reservado a los iconos y había depositado en mis manos, el huevo
pintado, el huevo escarlata decorado con una estrella exquisitamente pintada? ¿Dónde se
encontraba ahora? ¿Qué había sido de él? ¿No lo había dejado yo, envuelto en unas pieles en
el ataúd dorado que había sido mi morada? Pero ¿habían ocurrido esas cosas que yo creía
recordar, esa vida en una ciudad repleta de espléndidos palacios de piedras blancas,
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relucientes canales y un dulce e inmenso mar surcado por barcos veloces de airosa silueta,
cuyos remos se movían en perfecto unísono como si fueran unos organismos vivos, esos
barcos, esos magníficos barcos pintados, decorados a menudo con flores, con unas velas de un
blanco inmaculado? ¡No, no podía ser real! ¡Una alcoba dorada que contenía un ataúd dorado!
Y ese tesoro tan especial, ese objeto frágil y maravilloso, ese huevo pintado, ese huevo
delicado y perfecto cuya cascara pintada contenía en su interior una mezcla perfecta, húmeda
y misteriosa de líquidos vivos... ¡Ah, qué pensamientos tan extraños! Pero ¿qué había sido de
él? ¿Quién lo había encontrado?
Sin duda, lo había encontrado alguien. En caso contrario, seguía allí, oculto debajo de los
fundamentos de un palacio en una ciudad flotante, en un panteón impermeable construido en
la empapada tierra debajo de las aguas de la laguna. No, imposible. No podía estar allí. No
pienses en ello. No pienses en que unas manos profanas se hayan apoderado de él. ¿Sabes,
miserable alma embustera? Jamás regresaste a ese lugar, a esa ciudad junto al río por cuyas
calles fluye un agua gélida, donde tu padre, un mito que te has inventado, bebió vino de tus
manos y te perdonó el que te hubieras convertido en un negro y potente pájaro alado, un ave
nocturna que vuela por encima de las cúpulas de la Ciudad de Vladimir, como si alguien
hubiera roto ese huevo, ese huevo prodigiosa y maravillosamente pintado que tu madre
atesoraba y te regaló, partiendo la cascara cruelmente con el pulgar, y del pútrido líquido que
contenía, ese líquido pestilente, hubieras nacido tú, el ave nocturna que vuela sobre las
humeantes chimeneas de Podil, sobre las cúpulas de la Ciudad de Vladimir, más y más alto,
deslizándose sobre los páramos, sobre el mundo, hacia este lúgubre bosque, este frondoso e
infinito bosque del que jamás lograrás escapar, este lugar frío y desolado donde habita el lobo
hambriento, la rata voraz, el gusano que se arrastra y la víctima que grita desesperada.
Entonces aparecía Allesandra.
.Despierta, Armand. Has vuelto a tener esos sueños tan tristes, esos sueños que
preceden a la locura, no puedes abandonarme, hijo mío, temo la muerte más de lo que temo
esto; no deseo estar sola, no puedes dirigirte hacia el fuego, no puedes marcharte y dejarme
aquí.
No, no podía hacerlo. No tenía el valor para dar ese paso. No tenía esperanza de nada,
aunque hacía siglos que no recibía órdenes de la asamblea de Roma.
Sin embargo, llegó el fin de mis largos siglos al servicio de Satanás.
Apareció ataviado en terciopelo rojo, como la capa que tanto amaba mi antiguo maestro,
Marius, un rey de ensueño. Apareció caminando con paso ágil y airoso a través de las
iluminadas calles de París como si lo hubiera creado Dios.
Era un joven vampiro, al igual que yo, hijo del mil setecientos, según calculan los
entendidos, un vampiro brillante, descarado, torpe, alegre y bribón disfrazado de la guisa de
un joven, que había venido a apagar el fuego sagrado que aún ardía en la fisura de mi alma y
esparcir las cenizas a los cuatro vientos.
Era el vampiro Lestat. No fue culpa suya. De haber podido uno de nosotros acabar con él
una noche, liquidarlo con su propia y elegante espada y prenderle fuego, habríamos pasado
unos cuantos siglos más sumidos en nuestra penosa ignorancia.
Sin embargo, nadie era capaz de acabar con él, ya que era demasiado fuerte. Creado por
un poderoso y antiguo renegado, un legendario vampiro llamado Magnus, este Lestat, que
había cumplido veinte años mortales, un aristócrata rural errante y sin un centavo procedente
de las rústicas tierras de la Auvernia, que había renunciado a la tradición, a la respetabilidad y
a toda esperanza de ocupar un puesto en la corte, cosa que no ambicionaba puesto que no
sabía leer ni escribir, y era demasiado descarado para servir a un rey o a una reina, convertido
en una celebridad rubia de espectáculos de bulevar barato, amante de hombres y mujeres, un
genio alegre, intrépido, con una ambición sin límites, este Lestat, este joven de ojos azules
insolentemente pagado de sí mismo, se había quedado huérfano la misma noche de su
creación a manos del antiguo monstruo que le había dado vida, quien le había legado una
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fortuna oculta en la habitación secreta de una destartalada torre medieval, tras lo cual se
había arrojado en los reconfortantes brazos de las llamas.
Este Lestat, que no sabía nada sobre antiguas asambleas y tradiciones, sobre
delincuentes cubiertos de hollín que medraban bajo los cementerios y se creían con derecho a
tildarle de hereje, un ser marginal, un bastardo de la Sangre Oscura, que se paseaba por
París, solitario y atormentado debido a sus dotes sobrenaturales, pero refocilándose con sus
nuevos poderes, que bailaba en las Tullerías con las mujeres más elegantes de la ciudad, no
sólo gozaba asistiendo a las representaciones de ballet y teatro, no sólo se paseaba por los
Lugares de Luz, como los llamamos nosotros, sino que deambulaba con aire nostálgico por la
misma catedral de Notre Dame de París, frente al altar mayor, sin que un rayo divino cayera
sobre él y le abatiera.
Lestat nos destruyó. Me destruyó a mí.
Allesandra, que para entonces estaba tan loca como el resto de los viejos vampiros,
sostuvo una divertida discusión con Lestat cuando yo le arresté y le conduje ante nuestro
tribunal subterráneo para ser juzgado, tras lo cual ella también murió abrasada, dejándome
ante un hecho obvio: que nuestras costumbres eran caducas, que nuestras supersticiones eran
risibles, que nuestras togas negras eran ridiculas, nuestra penitencia y sacrificios absurdos,
nuestras creencias de que servíamos a Dios y al Diablo egocéntricas, ingenuas y estúpidas, y
nuestra organización tan obsoleta en el alegre y ateo mundo parisino de la Edad de la Razón
como le habría parecido siglos atrás a mi amado Marius veneciano.
Lestat era el niño bonito, risueño, el pirata que no respetaba nada ni a nadie, que al poco
partió de Europa en busca de su propio territorio en la colonia de Nueva Orleans en el Nuevo
Mundo.
No me ofreció ninguna filosofía consoladora ese diácono de cara aniñada surgido de la
más lóbrega prisión, ese joven desprovisto de toda creencia, creado para lucir los atuendos de
moda de la época y pasearse por las avenidas principales de la ciudad como yo había hecho
hacía trescientos años en Venecia.
Mis seguidores, esos pocos a quienes yo no podía dominar y enviar con amargura a las
llamas, se desenvolvían con asombro y torpeza en su nueva libertad, una libertad que
utilizaban para sustraer el oro de los bolsillos de sus víctimas, para lucir sedas y pelucas
blancas empolvadas y asistir al esplendor del escenario teatral, la lustrosa armonía de un
centenar de violines, la destreza de unos actores que recitaban en verso.
¿Era éste nuestro destino, me preguntaba mientras paseábamos por las tardes a través
de atestados bulevares, mansiones señoriales e imponentes salones de baile?
Comíamos en salones con los muros tapizados de raso, y reclinados sobre cojines de
damasco en carruajes dorados. Adquiríamos magníficos ataúdes, adornados con exquisitos
grabados y forrados de terciopelo, y por las noches nos recogíamos en sótanos revestidos de
nogal y ornamentos dorados.
¿Qué iba a ser de nosotros? Estábamos diseminados, mis pupilos me temían y yo sabía
que más tarde o más temprano las vanidades y el torbellino de la Ciudad de la Luz francesa los
conduciría a cometer algún acto temerario o fatalmente destructivo.
Fue Lestat quien me proporcionó la solución, el lugar donde mi enloquecido corazón
podía recobrar su ritmo normal, donde yo podía reunir a mis seguidores para que
recuperáramos en cierta medida la cordura.
Antes de dejarme abandonado en el erial de mis viejas costumbres, Lestat me legó el
teatro de bulevar en el que antiguamente él había sido el joven galán de la Commedia
dell’Arte. Todos los actores humanos habían desaparecido. No quedaba nada sino el elegante y
acogedor local, con sus alegres decorados y arco de proscenio dorado, su telón de terciopelo y
sus bancos vacíos que esperaban volver a llenarse de un público enfervorizado. En él hallamos
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un refugio seguro donde ocultarnos tras la máscara de pintura y
glamour que disimulaba a laperfección nuestra tez blanca y reluciente y nuestra fantástica gracia y destreza.
Nos convertimos en actores, en una compañía teatral formada por inmortales ligados con
el propósito de representar unas alegres y decadentes pantomimas ante unos espectadores
mortales que jamás sospecharon que esos actores de tez blanca fueran más monstruosos que
cualquier monstruo que presentáramos en nuestras pequeñas farsas o tragedias.
Así nació el Théátre des Vampires.
Yo, una cáscara hueca e inútil, vestido como un humano con menos derecho a reivindicar
ese título que nunca en todos mis años de fracaso, me convertí en su mentor.
Era lo menos que podía hacer para mis huérfanos de la vieja fe, quienes se mostraban
aturdidos y felices en este mundo ramplón y desalmado que se precipitaba hacia la revolución
política.
El motivo por el que dirigí este teatro paladiano durante tanto tiempo, por qué permanecí
año tras año con esta compañía teatral vampírica lo ignoro, sólo sé que lo necesitaba tanto
como había necesitado a Marius y nuestra casa en Venecia, o a Allesandra y nuestra guarida
situada debajo del cementerio parisino de Los Inocentes. Necesitaba un lugar donde
refugiarme antes del alba, donde sabía que los otros de mi especie podían reposar a salvo.
Puedo afirmar sinceramente que mis seguidores vampiros me necesitaban.
Necesitaban creer en mi capacidad de liderazgo, y cuando la situación se puso fea no los
defraudé, sino que me apresuré a ejercer cierto control sobre los torpes inmortales que de vez
en cuando nos ponían en peligro, mostrando públicamente sus poderes sobrenaturales o una
crueldad extrema, y manejando con la habilidad matemática de un idiota sabio nuestros
negocios mundanos.
Yo me ocupaba de todo: los impuestos, la recaudación de taquilla, las facturas, el
combustible para la calefacción, las candilejas y la promoción de feroces fabuladores. De vez
en cuando mi labor me proporcionaba un orgullo y una satisfacción exquisitos.
Nuestra compañía creció en prestigio al tiempo que nuestro público creció en número.
Los toscos bancos dieron paso a unos asientos de terciopelo, y las pantomimas baratas a unas
representaciones más poéticas.
Muchas noches, cuando asistía a la función sentado solo en mi palco de terciopelo,
mostrando el aspecto de un caballero de fortuna embutido en los estrechos pantalones de la
época, luciendo un chaleco de seda estampada y una ceñida levita de lana de alegre colorido,
con el pelo recogido en la nuca con una cinta negra o cortado justo por encima de mi cuello
blanco alto y almidonado, pensaba en los siglos malgastados con nuestros ritos rancios y
nuestros sueños demoníacos como uno recuerda una larga y dolorosa enfermedad en una
habitación oscura rodeado de medicinas amargas y encantamientos absurdos. No podía ser
verdad, era imposible que hubiera existido esa desastrada banda de mendigos depredadores
que cantábamos a Satanás en la escarchada penumbra de nuestra guarida.
Todas las vidas que yo había vivido, todos los mundos que había conocido me parecían
aún menos sustanciales.
¿Qué se ocultaba debajo de mis elegantes volantes, detrás de mis plácidos y
aquiescentes ojos? ¿Quién era yo? ¿Acaso recordaba una llama más cálida que la que confería
un resplandor plateado a mi leve sonrisa a quienes me la pedían? No recordaba a ningún ser
que hubiera vivido y respirado dentro de mi cuerpo de movimientos ágiles y silenciosos. Un
crucifijo con sangre pintada, la edulcorada imagen de una Virgen en un devocionario o hecha
de porcelana color pastel... ¿Qué eran esos objetos sino los burdos restos de una época inculta
e impenetrable cuando unos poderes que ahora habían perdido vigencia acechaban desde un
cáliz de oro, o desde el terrorífico rostro sobre un resplandeciente altar?
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Yo no sabía nada de eso. Las cruces arrancadas del cuello de la virgen eran fundidas para
confeccionar sortijas de oro, los rosarios, desechados junto con otros cachivaches mientras
unos dedos furtivos, los míos, arrancaban los botones de diamantes de una víctima.
Yo me desarrollé durante las ocho décadas que duró el Théátre des Vampires (resistimos
la Revolución con asombrosa valentía y firmeza, así como las protestas públicas contra
nuestras supuestamente frivolas y morbosas funciones), y cultivé, mucho después de que el
teatro hubiera desaparecido, hasta bien entrado el siglo XX, una naturaleza silenciosa, secreta,
dejando que mi aniñado rostro engañara a mis adversarios, a mis enemigos en potencia (rara
vez los tomé en serio) y mis esclavos vampiros.
Yo era el peor de los líderes, eso es, un líder frío e indiferente que sembraba el terror en
los corazones de todo el mundo, pero no me molestaba en amar a nadie. Mantuve el Théátre
des Vampires, como lo llamábamos en la década de 1870, cuando un buen día apareció Louis,
el pupilo de Lestat, en busca de las respuestas a las eternas preguntas que su descarado e
insolente creador nunca le había proporcionado: ¿De dónde provenimos los vampiros? ¿Quién
nos creó y con qué fin?
Ah, pero antes de que te explique la llegada del célebre e irresistible vampiro Louis, y su
menuda y exquisita amante, la vampiro Claudia, permite que te relate un pequeño incidente
que me ocurrió a principios del siglo XIX.
Quizá no signifique nada; o quizá signifique traicionar la existencia secreta de otro. No lo
sé. Lo relato porque se trata de una curiosa anécdota que se refiere, aunque no puedo
asegurarlo con certeza, a alguien que desempeñó un dramático papel en esta historia.
No puedo precisar el año en que se produjo este pequeño acontecimiento. Sólo puedo
decir que París se había rendido ante la maravillosa y romántica música para piano de Chopin,
que las novelas de George Sand causaban sensación y que las mujeres habían abandonado los
ceñidos y lascivos vestidos de la época imperial para lucir los voluminosos trajes de tafetán
que realzaban su cintura de avispa que vemos con frecuencia en los viejos y relucientes
daguerrotipos.
El teatro gozaba de un auge, para emplear la jerga moderna, y yo, su director, cansado
de asistir a sus representaciones, paseaba una noche a solas por el bosque en las
inmediaciones de París, no lejos de una finca campestre llena de voces alegres y candelabros
encendidos.
Fue allí donde me encontré con otro vampiro.
La reconocí de inmediato por su silencio, por su ausencia de aroma y la gracia casi divina
con la que caminaba a través del bosque, recogiendo con sus manos menudas y pálidas la
vaporosa capa y la voluminosa falda mientras se dirigía como atraída por un imán hacia las
ventanas brillantemente iluminadas.
Ella se percató de mi presencia casi tan rápidamente como yo noté la suya, lo cual, dada
mi edad y mis poderes, me alarmó. Se detuvo en seco, sin volver la cabeza.
Aunque los feroces actores vampiros del teatro conservaban su derecho de deshacerse
de cualquier colega que osara entrometerse en su territorio, a mí, su líder, después de los
años que había vivido engañado pensando que era un santo, esas cosas me traían al fresco.
No pretendía lastimarla e, incautamente, le advertí con voz suave y afable, en francés:
.Es un territorio peligroso, querida. Los cazadores abundan por estos parajes. Le
aconsejo que se dirija hacia una ciudad segura antes del amanecer.
Ningún humano pudo haber oído mis palabras.
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Ella no respondió. Permaneció unos instantes con la cabeza agachada, cubierta con la
capucha de tafetán. Luego se volvió, mostrando su rostro bajo los haces alargados de luz
dorada que se filtraban a través de las ventanas de múltiples paneles.
Yo conocía a ese ser. Reconocí su rostro. Estaba seguro.
En un terrible segundo, un segundo fatídico, pensé que tal vez no me había reconocido
con mi pelo corto, mi pantalón oscuro y mi levita de lana, en este trágico momento en que
trataba de pasar por un hombre mortal, tan distinto del niño profusamente adornado con
sedas y alhajas que ella había conocido. ¡Era imposible que me reconociera!
¿Por qué no pronuncié su nombre? ¡Bianca!
No podía comprenderlo, no podía hacer que mi aletargado corazón se despertara para
gozar con lo que mis ojos me decían que era cierto, que aquel rostro exquisitamente ovalado
rodeado por una cabellera dorada y una capucha de tafetán era el suyo, sin duda alguna,
enmarcado exactamente como antaño, y que era ella, la mujer cuyo rostro había quedado
grabado en mi febril mente antes y después de que se me concediera el Don Oscuro.
Bianca.
De pronto desapareció. Durante la fracción de un segundo vi sus ojos vampíricos llenos
de recelo, de alarma, más temibles y amenazadores de lo que ningún humano podría
imaginar, y de golpe la figura se esfumó, desapareció del bosque, de las inmediaciones, de los
inmensos jardines que yo registré empecinadamente, meneando la cabeza, mascullando entre
dientes: «No, es imposible, no puede ser. No.»
No volví a verla jamás.
A estas alturas aún no sé si esa criatura era Bianca o no, pero en el fondo de mi alma, un
alma que ha sanado y que ya no renuncia a la esperanza, creo que era ella. La recuerdo
perfectamente cuando se volvió hacia mí en el bosque, y en esa imagen reside el último
detalle que confirma que se trataba de ella: porque aquella noche en las afueras de París, lucía
unas sartas de perlas entrelazadas en su rubio cabello. A Bianca le entusiasmaban las perlas, y
le encantaba lucirlas en el pelo. Y yo las vi a la luz que se filtraba por las ventanas de la casa
campestre, debajo de la sombra que proyectaba su capucha, unas sartas de diminutas perlas
entrelazadas en su cabello, las cuales enmarcaban una belleza florentina que yo jamás podré
olvidar, tan delicada en su palidez vampírica como cuando aparecía iluminada por los colores
de Fray Filippo Lippi.
Entonces no me dolió, ni me trastornó. Mi alma era demasiado pálida, estaba demasiado
aturdida, demasiado acostumbrada a verlo todo como fragmentos en una serie de sueños
inconexos. Seguramente, no me permití el lujo de creer que aquello había ocurrido.
Ahora confío en que fuera ella, Bianca, y que alguien, cuya identidad sin duda adivinas,
me confirme si se trataba o no de mi adorada cortesana.
¿Había sido obra de algún miembro de la odiosa y criminal asamblea romana, que la
había perseguido a través de la noche veneciana, se había sentido seducido por ella hasta el
extremo de renunciar a sus siniestros métodos y la había convertido en su amante? ¿O había
sido mi maestro quien, tras sobrevivir al horrendo fuego, como sabemos que hizo, fue en
busca de ella porque necesitaba alimentarse de sangre y la convirtió en un ser inmortal para
que le ayudara a recuperarse del terrorífico trance?
No me atrevo a formular a Marius esta pregunta. Quizá tú lo hagas. Prefiero confiar en
que fue ella y no oír negativas que me hagan dudar de ello.
Tenía que contarte esto. Tenía que decírtelo. Creo que era Bianca.
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Pero regresemos al París de 1870, unas décadas más tarde, al momento en que Louis, el
flamante vampiro del Nuevo Mundo, atravesó mi puerta, buscando tristemente unas
respuestas a las terribles preguntas de por qué estamos aquí, y con qué fin.
Lamento por Louis el que me hiciera estas preguntas. Lo lamento por mí.
¿Quién podía burlarse con más frialdad que yo de la idea de un sistema de redención
para las criaturas de la noche que, habiendo sido humanas, jamás podían ser absueltas de
fratricidio, de alimentarse de sangre humana? Yo había conocido el deslumbrante y astuto
humanismo del Renacimiento, la temible recrudescencia del ascetismo en la asamblea romana
y el siniestro cinismo de la época romántica.
¿Qué podía decirle a Louis, este vampiro de dulce rostro, esta creación humana del
potente y osado Lestat, salvo que en el mundo hallaría la belleza suficiente para sustentarlo, y
que debía buscar en su alma el valor para existir, si lo que deseaba era seguir viviendo sin
contemplar unas imágenes de Dios o del Diablo que le proporcionaran una paz artificial o
efímera?
Jamás relaté a Louis mi amarga historia, pero le confesé el terrible y angustioso secreto
de que en aquella fecha, 1870, tras haber existido durante unos cuatrocientos años entre
vampiros, no conocía a ninguno que fuera viejo como yo.
Esa confesión me provocó una tremenda sensación de soledad, y cuando observé el
atormentado rostro de Louis, cuando seguí su esbelta y delicada figura a través del atestado y
caótico París del siglo XIX, comprendí que ese caballero moreno y ataviado de negro, delgado,
tan exquisitamente esculpido, de rasgos tan sensibles, constituía la seductora encarnación de
la tristeza que yo sentía.
Louis lamentaba la pérdida de gracia de una generación humana. Yo lamentaba la
pérdida de gracia de siglos. Receptivo como era yo a los estilos de la época que habían
configurado a Louis, dándole su levita negra, su elegante chaleco de seda blanca y su cuello
alto de aspecto sacerdotal adornado con chorreras de inmaculado lino, me enamoré de él
perdidamente, y tras dejar el Théátre des Vampires en ruinas (Louis le prendió fuego con
fundadas razones), me dediqué a recorrer el mundo con él hasta bien entrada esta época
moderna.
El tiempo acabó por destruir el amor que nos profesábamos. El tiempo socavó nuestra
grata intimidad. El tiempo devoró la conversación o los placeres que habíamos compartido.
Otro horrible e inevitable elemento participó en nuestra destrucción. No quiero hablar de
ello, pero ¿quién de los nuestros me permitirá que guarde silencio sobre la cuestión de
Claudia, la niña vampiro que todos me acusan de haber destruido?
Claudia. ¿Quién de los vampiros actuales para quienes dicto este relato, quién de los
lectores modernos que lea esta historia como una amena novela no recuerda la vibrante
imagen de Claudia, la niña vampiro de rizos dorados creada por Louis y Lestat una pérfida y
temeraria noche en Nueva Orleans, la niña vampiro cuya mente y alma eran tan inmensas
como la de una mujer inmortal, al tiempo que su cuerpo era el de una preciosa y perfecta
muñequita de porcelana francesa?
Diré, para que conste en acta, que Claudia fue asesinada por mi demoníaca compañía de
actores y actrices, pues cuando apareció en el Théátre des Vampires con Louis, su contrito y
arrepentido protector y amante, muchos dedujeron que Claudia había tratado de asesinar a su
principal creador, el vampiro Lestat. El asesinato o intento de asesinar al creador de uno era
un delito castigado con la muerte, y Claudia vino a engrosar las filas de los condenados tan
pronto como los miembros de la asamblea de París se percataron de su identidad, un ser
prohibido, una niña inmortal, demasiado pequeña, demasiado frágil pese a su encanto y su
astucia para sobrevivir por sus propios medios. ¡Ah, pobre blasfema y bella criatura! Su suave
voz monótona, que brotaba de unos labios diminutos que invitaban a ser besados, me
atormentarán eternamente.
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No ordené su ejecución. Claudia padeció una muerte más atroz de lo que nadie pueda
imaginar, cuyos pormenores no tengo fuerzas para relatar. Tan sólo diré que antes de ser
encerrada en una cámara de ventilación revestida de ladrillos para aguardar la sentencia del
dios Febo, traté de concederle su mayor deseo, tener un cuerpo de mujer, una forma acorde
con la trágica dimensión de su alma.
Pues bien, en mi torpe alquimia, en mi afán de cortar las cabezas a unos cuerpos y
trasplantarlas a otros, fracasé estrepitosamente. Una noche en que me haya embriagado con
la sangre de numerosas víctimas y esté más dispuesto a confesarme que ahora, relataré mis
burdas y siniestras operaciones, ejecutadas con el empeño de un mago y la torpeza de un
joven imberbe, y describiré en todos sus atroces y grotescos detalles la catástrofe de cuerpos
gimiendo y retorciéndose que provoqué con mi bisturí y mi aguja e hilo quirúrgicos.
Digamos que Claudia volvió a ser la misma, cubierta de monstruosas cicatrices, una
burda imitación de la niña angelical que había sido antes de mis intentos, cuando una brutal
mañana fue encerrada en la cámara mortal para perecer con la mente lúcida. El fuego divino
destruyó la espantosa evidencia de mis operaciones satánicas, convirtiéndola en un
monumento en cenizas. No quedó prueba alguna de sus últimas horas dentro de la cámara de
tortura que constituía mi improvisado laboratorio. Nadie habría averiguado jamás lo que relato
aquí.
Durante muchos años su recuerdo me atormentó. No lograba borrar de mi mente la atroz
imagen de su infantil cabeza coronada de rizos dorados fijada con unos toscos puntos negros
al cuerpo que no cesaba de retorcerse y moverse espasmódicamente de una vampiro hembra
cuya cabeza decapitada yo había arrojado al fuego.
¡Ah, qué desastre fue aquel experimento! Un monstruo femenino con cabeza de niña,
incapaz de hablar, bailando en frenéticos círculos, la sangre brotando a borbotones de su boca
contraída en una mueca, los ojos en blanco, los brazos agitándose como los huesos rotos de
unas alas invisibles.
Era un hecho que me juré no revelar jamás a Louis de Pointe du Lac y a quienquiera que
me interrogara. Prefería que creyeran que yo había condenado a Claudia sin ofrecerle la
oportunidad de escapar ni de los vampiros del teatro ni del trágico dilema de su diminuta y
seductora forma angelical de pechos incipientes y piel como la seda.
Claudia no estaba en condiciones de salvarse después del fracaso de la carnicería que yo
había perpetrado con ella; era una prisionera sometida a la crueldad del potro de tormento,
una rea que sólo es capaz de sonreír con expresión entre amarga y soñadora mientras es
conducida, rota y desesperada, a la pira funeraria. Era como una paciente terminal, en el
cubículo de muerte que apesta a antiséptico de un hospital moderno, liberada de las manos de
unos médicos jóvenes y excesivamente diligentes, dispuesta a entregar su alma sobre una
almohada blanca.
¡Basta! No quiero recordarlo. Me niego rotundamente.
Nunca la amé. No sabía cómo.
Llevé a cabo mis planes con sobrecogedora frialdad y un pragmatismo diabólico. Puesto
que había sido condenada a muerte y por tanto no era nada ni nadie, Claudia constituía el
espécimen perfecto para mis caprichos. Eso fue lo más horroroso, lo que eclipsó toda fe que yo
hubiera podido reivindicar posteriormente en aras del noble valor de mis experimentos. Así
pues, el secreto permaneció encerrado en mí, Armand, que había asistido a siglos de refinadas
e inenarrables atrocidades, un episodio no apto para los delicados oídos de un Louis
desesperado, que jamás habría soportado las descripciones del tormento y la degradación de
Claudia, y que en su alma jamás logró sobrevivir a su cruel muerte.
En cuanto a los otros, mis estúpidos y cínicos pupilos, que escuchaban lascivamente a
través de mi puerta los gritos de mis víctimas, que quizás adivinaran el alcance de mi fallida
magia, perecieron a manos de Louis.
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Todo el teatro pagó su desesperación y su rabia, acaso justamente.
No soy quién para juzgar su comportamiento. Yo no amaba a esos decadentes y cínicos
comediantes franceses. Los seres a quienes había amado, y los que podía amar, estaban,
salvo Louis de Pointe du Lac, fuera de mi alcance.
Mi única obsesión era conseguir a Louis. Así pues, no me interpuse cuando éste prendió
fuego a la asamblea y al infame teatro, atacando con llamas y guadaña al amanecer,
arriesgando su propia vida.
¿Por qué se vino conmigo después de estos trágicos episodios? ¿Cómo es posible que no
odiara al ser a quien culpaba de la muerte de Claudia?
.Tú eras el líder de esa pandilla de miserables, pudiste haberlos detenido .me dijo
Louis.
¿Por qué permanecimos juntos tantos años, vagando por el mundo como elegantes
fantasmas ataviados con encajes y prendas de terciopelo bajo la estridente luz eléctrica y la
barahúnda electrónica de la era moderna?
Louis permaneció conmigo porque no tenía otro remedio. Era la única forma en que podía
seguir existiendo. Jamás tuvo el valor, ni nunca lo tendrá, de matarse.
Así, Louis resistió la muerte de Claudia, al igual que yo había resistido los siglos de
prisión, y los años de espectáculos baratos de bulevar, pero con el tiempo aprendió a vivir
solo.
Louis, mi compañero, se consumió voluntariamente, se secó como una hermosa rosa que
se deshidrata en arena para que conserve sus propiedades, su perfume e incluso su tonalidad.
Pese a toda la sangre que bebía, se convirtió en un ser seco, cínico, un extraño para sí mismo
y para mí.
Como quiera que Louis comprendía mejor que nadie los límites de mi deforme espíritu,
me olvidó mucho antes de despacharme, pero yo también aprendí de él.
Durante breve tiempo, agobiado y confundido por el mundo, yo también viví solo, total y
completamente solo por primera vez en mi vida.
Pero ¿quién de nosotros es capaz de resistir solo? En mis horas más terribles, yo tuve el
consuelo de la antigua monja de la vieja asamblea, Allesandra, o al menos la cháchara de
quienes me tomaban por un pequeño santo.
¿Por qué en esta última década del siglo XX buscamos nuestra mutua compañía sólo de
vez en cuando para cambiar unas pocas palabras y frases de cortesía? ¿Por qué estamos
reunidos en este viejo y polvoriento convento compuesto por numerosas estancias de muros
de piedra desiertas para llorar al vampiro Lestat? ¿Por qué los más viejos de nuestra especie
acuden aquí para asistir a la derrota más reciente y terrorífica de Lestat?
No soportamos estar solos. No lo resistimos, como tampoco lo resistían los antiguos
monjes, unos hombres que habían renunciado a todo en nombre de Jesucristo, pero que vivían
en congregaciones para no estar solos, pese a imponerse las duras normas de unas celdas
solitarias y un silencio ininterrumpido. No soportaban vivir solos.
Somos demasiados hombres y mujeres; estamos formados a imagen y semejanza del
Creador, y qué podemos decir sobre él con certeza excepto que Él, quienquiera que sea
(Cristo, Yahvé, Alá), nos creó porque ni siquiera Él, en su infinita perfección, soportaba el estar
solo.
Con el tiempo concebí otro amor natural, hacia un joven mortal llamado Daniel, a quien
Louis había relatado su historia, publicada bajo el absurdo título de
Entrevista con el vampiro,a quien posteriormente convertí en vampiro por los mismos motivos que Marius me convirtió a
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mí en un vampiro hace tiempo: el joven, que había sido mi fiel compañero mortal, y sólo de
vez en cuando un intolerable pelmazo, estaba a punto de morir.
La creación de Daniel no constituye en sí misma ningún misterio. La soledad siempre nos
lleva a hacer estas cosas. Sin embargo, yo estaba convencido de que los seres que nosotros
creamos siempre nos detestan por ello. Con todo, no puedo decir que yo detestara a Marius, ni
por haberme creado ni por no haber regresado junto a mí para asegurarme de que había
sobrevivido al terrible fuego creado por la asamblea romana. Yo había preferido permanecer
junto a Louis que crear a otros vampiros. Al poco de haber creado a Daniel, no tardaron en
confirmarse mis peores sospechas.
Daniel, aunque vivaracho y dinámico, aunque educado y amable, no soporta mi
compañía como yo tampoco soporto la suya. Dotado de mi poderosa sangre, es capaz de
enfrentarse a cualquiera que cometa la imprudencia de estropear sus planes para una velada,
un mes o un año, pero no es capaz de afrontar mi continua compañía, ni yo la suya.
Transformé a Daniel, un morboso romántico, en un auténtico asesino; plasmé en las
células de su sangre el horror que él creía adivinar en las mías. Forjé su rostro en la carne del
primer joven inocente al que tuvo que matar para saciar su inevitable sed, lo cual me derribó
del pedestal en el que me había colocado su enajenada, febril, poética y exuberante mente
mortal.
No obstante, cuando perdí a Daniel yo tenía a otros, es decir, cuando adquirí a Daniel
como pupilo neófito, le perdí como amante mortal, y al cabo de un tiempo me separé de él.
Tenía a otros porque, de nuevo por razones que no puedo explicarme ni yo mismo, creé
otra asamblea, otra sucesora de la asamblea parisina de Los Inocentes y el Théátre des
Vampires, un elegante y moderno escondite para los más viejos, los más experimentados, los
más resistentes de nuestra especie. Se trataba de un laberinto de lujosas estancias ocultas en
el tipo de edificio más indicado para pasar inadvertido, un moderno hotel turístico y centro
comercial situado en una isla frente a las costas de Miami, Florida, una isla donde las luces
jamás se apagaban y la música nunca cesaba de sonar, una isla donde los hombres y las
mujeres acudían a millares en yates desde tierra firme para explorar sus costosas boutiques o
hacer el amor en las opulentas, decadentes, espléndidas y elegantes suites y habitaciones del
hotel.
La «Isla Nocturna» fue mi creación, con su helipuerto y su puerto deportivo, sus casinos
secretos e ilegales, sus gimnasios con los muros de espejos y sus piscinas climatizadas, sus
fuentes de cristal, sus escaleras mecánicas plateadas, su emporio de deslumbrantes
productos, sus bares, tabernas, salones y teatros donde yo, vestido con elegantes chaquetas
de terciopelo, ceñidos vaqueros y enormes gafas de sol negras, el pelo cortado cada noche
(pues de día recupera su longitud «renacentista»), podía pasearme tranquilamente y de forma
anónima, nadar entre los acogedores murmullos de los mortales que me rodeaban y, cuando el
hambre me acuciaba, buscar a un individuo que me deseara, un individuo que por razones de
salud, pobreza, cordura o enajenación mental deseara caer en los tentadores y jamás
opresivos brazos de la muerte y perecer desangrado.
Confieso que no pasé hambre. Arrojaba a mis víctimas en las aguas cálidas y límpidas del
Caribe. Mi puerta estaba abierta a cualquier vampiro dispuesto a limpiarse las botas antes de
entrar. Era como si hubieran vuelto los viejos tiempos de Venecia, cuando el palacio de Bianca
estaba abierto a todas las damas y todos los caballeros, a todos los artistas, poetas, soñadores
y conspiradores que se atrevieran a presentarse. Sin embargo, esos tiempos no habían vuelto.
No requirió los esfuerzos de una pandilla de vagabundos vestidos con togas negras para
dispersar la asamblea de la Isla Nocturna. Los que se refugiaron allí durante breve tiempo
acabaron marchándose por su propio pie. A los vampiros no les gusta la compañía de otros
vampiros. Anhelan el amor de otros inmortales, sí, siempre, lo necesitan, como necesitan los
profundos lazos de lealtad que se establecen inevitablemente entre quienes se niegan a
convertirse en enemigos. Pero no desean la compañía.
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Mis espléndidos salones con muros de cristal en la Isla Nocturna no tardaron en vaciarse,
y yo mismo comencé a ausentarme durante semanas, e incluso meses.
Aún sigue allí la Isla Nocturna. Sigue allí, y de vez en cuando regreso a ella y me
encuentro algún inmortal solitario que se ha alojado en el hotel para comprobar cómo nos va
al resto de nosotros, o acompañado por otro vampiro que ha venido a visitar la isla. Vendí la
gigantesca empresa por una fortuna mortal, pero sigo siendo dueño de una villa de cuatro
pisos (un club privado que se llama Il Villagio), con sus secretas y profundas criptas en las que
son bienvenidos todos los de nuestra especie.
No hay muchos, pero permite que te explique quiénes son. Déjame que te explique quién
ha sobrevivido a los siglos, quién ha resurgido después de centenares de años de misteriosa
ausencia, quién ha comparecido para formar parte del censo no escrito de los muertos
vivientes modernos.
En primer lugar está Lestat, el autor de cuatro libros sobre su vida y obra que contienen
todo cuanto podrías desear saber sobre él y algunos de nosotros. Lestat, el eterno rebelde y
bromista. Un metro y ochenta y dos centímetros de estatura, un joven de veinte años cuando
fue creado, con grandes ojos cálidos y azules y una espectacular cabellera espesa y rubia, la
mandíbula cuadrada, con una boca carnosa y exquisitamente perfilada y una piel oscurecida
por una temporada en el sol que habría matado a un vampiro menos resistente, mujeriego,
una fantasía salida de la pluma de Osear Wilde, espejo de la moda, en ocasiones el vagabundo
más osado, irrespetuoso y tronado, un lobo solitario, un rompecorazones, astuto, apodado
«Príncipe Impertinente» por mi antiguo maestro .imagínate, mi Marius, sí, mi Marius, que
había logrado sobrevivir a las antorchas de la asamblea romana., apodado «Príncipe
Impertinente» por Marius, aunque me gustaría saber en qué corte, por qué derecho divino y
qué sangre real. Lestat, que poseía la sangre de la más vieja de los nuestros, la Eva de
nuestra especie, un ser que había sobrevivido unos seis o siete mil años a su Edén, un perfecto
horror que, tras haberle sido conferido el poético título de reina Akasha de aquellos que deben
ser custodiados, por poco destruye el mundo.
Lestat, un buen amigo, por quien habría sacrificado mi vida inmortal, cuyo amor y
compañía imploré en multitud de ocasiones, vanidoso, fascinante, un insoportable pelmazo sin
el cual no puedo existir.
Así es Lestat.
Louis de Pointe du Lac, a quien ya he descrito más arriba pero que siempre me divierte
imaginar: delgado, algo menos alto que Lestat, su creador, con el pelo negro, el rostro enjuto
y la tez blanquísima, con unos dedos asombrosamente largos y delicados y unos pies que no
emiten el menor sonido. Louis, cuyos ojos verdes expresan una profunda melancolía, la viva
imagen de la resignación y la tristeza, de voz suave, muy humano, débil, que ha vivido sólo
doscientos años, incapaz de adivinar el pensamiento de los demás ni hechizar a otros salvo
involuntariamente, lo cual puede resultar de lo más cómico, un inmortal del que se enamoran
los mortales. Louis, un asesino indiscriminado porque no sabe satisfacer su sed sin matar,
aunque es demasiado débil para arriesgarse a que la víctima muera en sus brazos, y porque
no tiene ni orgullo ni vanidad que le obligue a establecer una jerarquía de víctimas
seleccionadas, y por tanto mata a quien se cruza en su camino, al margen de la edad, los
atributos físicos o las cualidades concedidas por la naturaleza o la providencia. Louis, un
vampiro feroz y romántico, el tipo de criatura nocturna que acecha en las sombras de la Ópera
para escuchar a la Reina de la Noche de Mozart interpretar su conmovedora e irresistible aria.
Louis, que jamás ha desaparecido, a quien conocen los otros, fácil de localizar y de
abandonar; Louis, que se niega a crear a otros inmortales después de sus trágicas chapuzas
con niños vampíricos; Louis, que ha renunciado a su búsqueda de Dios, del Diablo, de la
verdad e incluso del amor.
El dulce y polvoriento Louis, que lee a Kafka a la luz de una vela. Louis, empapado bajo
la lluvia, en una elegante y desierta calle del centro urbano, contemplando en el escaparate de
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una tienda al joven y brillante actor Leonardo Di Caprio en el papel de Romeo besando a su
tierna y bella Julieta (Claire Danes) en la pantalla de un televisor.
Gabrielle. De vez en cuando aparece por ahí. Apareció en la Isla Nocturna. Todos la
odian. Es la madre de Lestat, a quien abandona durante siglos sin hacer caso de sus periódicos
y frenéticos gritos de socorro, y aunque no puede captarlos porque es menos potente que él,
podría enterarse de ellos a través de otras mentes vampíricas que se apresuran a difundir la
noticia por todo el mundo cada vez que Lestat se encuentra en apuros. Gabrielle, idéntica a
Lestat, salvo que es una mujer, una mujer de los pies a la cabeza, es decir, que posee unos
rasgos más acusados, la cintura delgada, los pechos grandes, la mirada dulce, ladina e
hipócrita, que cuando luce un traje de noche negro y el pelo suelto quita el hipo, aunque por lo
general presenta un aspecto polvoriento y asexuado vestida de cuero o con un sastre color
caqui ceñido con un cinturón, un ser que pisa firme, una vampiro tan astuta y fría que ha
olvidado lo que significa ser humano o experimentar dolor. Deduzco que lo olvidó de la noche
a la mañana, suponiendo que alguna vez lo supiera. De mortal era uno de esos seres que
siempre se asombran ante las emociones de los demás. Gabrielle, de voz suave, cruel por
naturaleza, glacial, imponente, egoísta, aficionada a deambular por los bosques nevados del
norte, capaz de matar a gigantescos osos polares y tigres blancos, una vieja leyenda para
ciertas tribus primitivas, más semejante a un reptil prehistórico que a un ser humano.
Bellísima, por supuesto, rubia y peinada con una trenza que le cae por la espalda, de porte
casi majestuoso cuando luce una chaqueta estilo safari de cuero color chocolate y un pequeño
sombrero impermeable, una asesina ágil, taimada e implacable, de aire reservado, que jamás
suelta prenda. Gabrielle, inútil para todos salvo para sí misma. Supongo que alguna noche le
dirá algo a alguien.
Pandora, hija de dos milenios, consorte de mi amado Marius mil años antes de que yo
naciera. Una diosa hecha de mármol sangrante, una poderosa belleza surgida del alma más
profunda y antigua de la Italia romana, orgullosa, con el temple moral de la vieja clase
senatorial del mayor imperio que jamás ha existido en Occidente. No la conozco. Su rostro
ovalado resplandece bajo un manto de cabello castaño y ondulado. Parece demasiado hermosa
para lastimar a nadie. Se expresa con voz delicada, posee unos ojos inocentes, implorantes;
su rostro perfecto se muestra de improviso vulnerable, cálido, comprensivo, un misterio. No
comprendo cómo Marius pudo abandonarla. Cuando luce una minifalda de seda y una esclava
en el brazo desnudo, hace que los hombres mortales enloquezcan y que todas las mujeres la
envidien. En otras ocasiones, vestida con un traje más largo y discreto, se mueve como un
espectro a través de las habitaciones que la rodean como si éstas no fueran reales, y ella, el
espíritu de una bailarina, buscara un decorado perfecto que sólo ella es capaz de hallar. Sus
poderes rivalizan con los de Marius. Ha bebido en la fuente del Edén, es decir, la sangre de la
reina Akasha. Es capaz de convertir ciertos objetos secos y quebradizos en fuego con el poder
de su mente, de levitar y desvanecerse en el cielo oscuro, de asesinar a cualquier vampiro
joven que represente una amenaza para ella; sin embargo, tiene un aspecto inofensivo,
decididamente femenino aunque no sexual, una mujer pálida y melancólica que me inspira el
deseo de estrecharla entre mis brazos.
Santino, el viejo santo de Roma. Ha salido de todas las catástrofes de la era moderna
con su belleza intacta; sigue siendo un ser fuerte y musculoso, de piel aceitunada aunque en el
presente algo más pálida debido a la acción de la sangre mágica, con una espesa mata de pelo
negro y rizado que recorta cada noche para proteger su anonimato, un vampiro nada
vanidoso, siempre impecablemente vestido de negro. No pronuncia una palabra. Me mira en
silencio como si jamás hubiéramos charlado de teología y de misticismo, como si jamás
hubiera destruido mi felicidad, quemando mi juventud y reduciéndola a un montón de cenizas,
como si no fuera culpable de que mi creador pasara un siglo convaleciente, como si no me
hubiera arrebatado todo consuelo. Quizá nos considera a ambos víctimas de una poderosa
moralidad intelectual, de la pasión por el concepto de propósito, dos seres perdidos, veteranos
de la misma guerra.
En ocasiones adopta una expresión astuta y rencorosa. Sabe mucho. No subestima los
poderes de los viejos, quienes, tras renunciar a la invisibilidad social de siglos pasados, se
pasean ahora entre nosotros con toda tranquilidad. Sus ojos negros me miran sin pestañear,
con una expresión pasiva. La sombra de una barba, fijada para siempre en los pelillos negros
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214
recortados que asomaban a través de la piel, resulta tan atractiva como siempre. En resumen,
es un tipo de aspecto viril, aficionado a lucir una camisa blanca desabrochada para mostrar el
vello negro y rizado que le crece en el pecho, semejante al seductor vello que cubre la carne
visible de sus muñecas. También le gusta lucir recias chaquetas negras con solapas de cuero o
de piel, unos automóviles deportivos negros que corren a más de trescientos kilómetros por
hora y un encendedor de oro que apesta a líquido combustible, el cual enciende repetidas
veces con el único fin de observar la llama. Nadie sabe dónde vive ni en qué momento se le
ocurrirá aparecer.
Santino. Eso es cuanto sé de él. Ambos nos mantenemos a una caballerosa distancia.
Sospecho que ha sufrido lo suyo; no tengo el menor interés en romper su reluciente y elegante
caparazón para descubrir las atroces tragedias que oculta. Siempre hay tiempo para conocer a
Santino más a fondo.
Ahora permite que describa a los lectores más virginales a mi maestro, Marius, tal como
aparece ahora. En la actualidad, nos separan tanto tiempo y tantas experiencias que el abismo
se ha convertido en un glaciar; nos observamos a través de la resplandeciente blancura de ese
erial infranqueable, capaces sólo de hablar con voz queda y educada, sin perder nunca los
modales, la joven criatura que aparento ser, con un rostro demasiado dulce para ser
auténtico; y él, el hombre mundano y sofisticado, el erudito del momento, el filósofo del siglo,
el moralista del milenio, el historiador para la eternidad.
Camina erguido como de costumbre, majestuoso dentro de su estilo del siglo XX, vestido
con unas chaquetas de terciopelo que recuerdan la magnífica indumentaria que lucía antaño.
De vez en cuando se corta la melena larga y rubia que lucía ufano en Venecia. Es inteligente y
agudo, amante de las soluciones razonables, poseedor de una paciencia infinita y una
insaciable curiosidad; se niega a doblegarse ante la suerte que le aguarda a él, a nosotros, a
su mundo. Nada es capaz de derrotarlo; forjado por el fuego y el tiempo, es demasiado fuerte
para sucumbir a los horrores de la tecnología y los encantamientos de la ciencia. Ni los
microscopios ni los ordenadores son capaces de minar su fe en lo infinito, aunque los solemnes
seres a quienes antaño debía custodiar, quienes encerraban la promesa de un significado
redentor, hace tiempo que han caído de sus arcaicos tronos.
Yo le temo y no sé por qué. Quizá temo amarlo de nuevo, pues al amarlo, lo necesitaría,
y al necesitarlo, aprendería de él, y al aprender de él, me convertiría de nuevo en su fiel
pupilo, sólo para descubrir que la paciencia que muestra hacia mí no puede suplantar la pasión
que tiempo atrás ardía en sus ojos.
¡Necesito esa pasión! La necesito, sí. Pero no quiero seguir hablando de él. Logró
sobrevivir durante dos mil años, entrando y saliendo de todo tipo de peripecias humanas sin
rubor, elevando el arte de ser humano a unos extremos exquisitos, mostrando una gracia
infinita y la dignidad de la era augusta de una Roma presuntamente invencible, en la cual
había nacido.
Hay otros que en estos momentos no se hallan aquí conmigo, aunque han estado en la
Isla Nocturna, y volveré a verlos. Están las viejas gemelas, Mekare y Maharet, guardianas de
la fuente de sangre primitiva de la que brota nuestra vida, las raíces de la vid, por así decir, de
las que florecemos de forma tan vistosa como pertinaz. Son nuestras reinas de los
condenados.
También está Jesse Reeves, una vampiro neófita del siglo XX creada por Maharet, el
monstruo más antiguo y por tanto deslumbrante a quien no conozco, pero que admiro
profundamente. Pese a haber aportado al mundo de los inmortales unos conocimientos
valiosísimos en materia de historia, fenómenos paranormales, filosofía y lenguas, es una
desconocida. ¿La devorará el fuego, como a tantos otros que, cansados de la vida, son
incapaces de aceptar la inmortalidad? ¿O le procurará ese ingenio del siglo XX que posee una
armadura radical e indestructible con que protegerse de los cambios inconcebibles que
sabemos que van a producirse?
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Existen muchos otros, que se limitan a vagar por la Tierra, cuyas voces oigo algunas
noches. Además, hay unos seres remotos que no conocen nuestras tradiciones y que, haciendo
gala de su hostilidad hacia nuestros escritos y desprecio hacia nuestra historia, nos llaman «La
Asamblea de los Eruditos»; unos seres extraños, «no registrados», de distintas edades,
potencia y talante, que al ver en las estanterías de una librería un ejemplar de
El vampiroLestat
lo rompen y trituran hasta convertirlo en polvo con sus poderosas y odiosas manos.Prestan su sabiduría o su ingenio a la crónica de nuestro devenir en un futuro
impredecible. ¿Quién sabe?
De momento, deseo describir a otro protagonista antes de proseguir con mi relato.
Se trata de ti, David Talbot, a quien apenas conozco, que escribes con furiosa rapidez
todas las palabras que brotan lenta y torpemente de mis labios mientras te observo, fascinado
por el simple hecho de que estos sentimientos que he dejado que ardan tanto tiempo en mi
interior los plasmes tú ahora en una página que parece eterna.
¿Qué eres tú, David Talbot, un ser de más de siete décadas de edad en cuanto a
educación mortal, un erudito, un alma profunda y cariñosa? ¿Quién puede adivinarlo? Lo que
fuiste en vida, sabio en años, reforzado por repetidas calamidades y las cuatro estaciones
completas de la vida de un hombre en la Tierra, fue transportado junto con todos tus
recuerdos y conocimientos, intactos, al espléndido cuerpo de un joven. Un día ese cuerpo, un
precioso cáliz para el Santo Grial de tu propio ser, que conocía tan bien el valor de ambos
elementos, fue asaltado por su mejor amigo, el amable monstruo, el vampiro que te eligió
como compañero de viaje en la eternidad al margen de tus deseos, nuestro estimado Lestat.
No imagino semejante violación. Estoy demasiado lejos de toda humanidad, puesto que
jamás fui un hombre completo. En tu rostro observo el vigor y la belleza de angloindio de piel
dorada cuyo cuerpo posees, y en tus ojos, la serena y peligrosamente templada alma del
anciano.
Tienes el pelo negro y suave, cortado por debajo de las orejas. Vistes con una vanidad
sometida al austero estilo británico. Me miras como si tu curiosidad fuera capaz de pillarme
desprevenido, cuando no es cierto.
Si me hieres, te destruiré. No me importa lo fuerte que seas, ni la sangre que te haya
proporcionado Lestat. Sé más que tú. Aunque te muestre mi dolor, no lo hago necesariamente
porque te amo. Lo hago por mí y por otros, por la idea de otros, por cualquiera que desee leer
esta historia, y para mis mortales, los dos pupilos que recogí hace poco, esos dos preciosos
seres que marcan mi capacidad para continuar adelante.
Sinfonía para Sybelle. Ése podría ser el título de esta confesión. Y al hacer cuanto puedo
por Sybelle, lo hago también por ti.
¿No te he contado suficiente sobre mi pasado? ¿No es suficiente prólogo al momento en
Nueva York cuando vi el rostro de Cristo grabado en el velo? Ahí comienza el último capítulo
de mi vida reciente. No hay más que contar. Ya tienes el resto, y lo que procede ahora es el
breve pero tremendo relato de lo que me ha traído hasta aquí.
Sé mi amigo, David. No pretendía decirte esas cosas tan terribles. Lo lamento en el alma.
Necesito que me digas que puedo continuar. Ayúdame con tu experiencia. ¿No te basta? ¿Me
permites proseguir? Deseo oír la música de Sybelle. Deseo hablar sobre mis amados
salvadores. No puedo calibrar las dimensiones de esta historia. Sólo sé que estoy dispuesto...
He alcanzado el otro extremo del Puente de los Suspiros.
Es una decisión que yo mismo debo tomar, lo sé, y tú esperas para escribir lo que yo te
dicte.
Bien, pasemos al episodio del velo.
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Permite que me traslade al rostro de Cristo, como si subiera una cuesta en el remoto
invierno nevado de Podil, a los pies de las desvencijadas torres de la Ciudad de Vladimir, para
recoger en el Monasterio de las Cuevas la pintura y la madera sobre la que cobrará vida ante
mis ojos: Su Faz, Jesucristo, el Redentor, la efigie de Nuestro Señor.
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PARTE III
APPASSIONATA
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218
17
Yo no quería ir a reunirme con él. Era invierno, y estaba muy a gusto en Londres,
recorriendo los teatros para asistir a las obras de Shakespeare y dedicando las noches enteras
a leer sus obras teatrales y sus sonetos. En aquellos momentos lo único que me interesaba era
Shakespeare. Lo había conocido a través de Lestat. Cuando estaba harto de desesperarme,
abría sus libros y me ponía a leer.
Sin embargo, me había llamado Lestat. Estaba asustado, o eso decía. Yo tenía que
acudir. La última vez que Lestat había estado en un apuro, yo no había podido ir en su ayuda.
Existe una historia sobre eso, pero mucho menos importante que la que narro ahora.
Yo sabía que el mero contacto con él podía destruir mi bien ganada paz de espíritu, pero
Lestat deseaba que fuera y yo debía acudir.
Lo encontré primero en Nueva York, aunque él no lo sabía y no podía haberme conducido
a una peor tempestad de nieve aunque hubiera querido. Aquella noche Lestat mató a un
mortal, una víctima de la que se había enamorado, como solía hacer de un tiempo aquí (elegir
a las celebridades protagonistas de delitos sonados y asesinatos atroces) y acechar sus
movimientos la noche anterior al festín.
Me pregunté qué querría de mí. Tú estabas allí, David. Podías haberle ayudado. Al menos
eso me pareció. Dado que eras un vampiro neófito, no oíste su llamada de socorro
directamente, pero él consiguió dar contigo y ambos, unos perfectos y sofisticados caballeros,
os reunisteis para comentar en voz baja los últimos temores de Lestat.
Cuando volví a encontrarme con Lestat, éste se hallaba en Nueva Orleans. Me explicó el
asunto de forma clara y concisa. Tú estabas presente. El diablo se le había presentado
disfrazado de hombre mortal. El diablo era capaz de modificar su forma, apareciendo como un
ser horripilante con unas alas palmeadas y pezuñas o bajo la guisa de un hombre vulgar y
corriente. Lestat no paraba de contar esas historias. El diablo le había hecho una terrible
oferta, le había propuesto que él, Lestat, se convirtiera en su ayudante al servicio de Dios.
¿Recuerdas la serenidad con que respondí a su historia, a sus preguntas, a sus peticiones
de consejo? Le dije sin ambages que era una locura obrar como lo hacía él, creer que cualquier
ser descarnado le decía la verdad.
Ahora ya sabes los daños que provocó Lestat con esta extraña y maravillosa fábula. ¿De
modo que el diablo quería convertirlo en su infernal ayudante y por tanto en servidor de Dios?
Me entraron ganas de echarme a reír, o de llorar, y arrojarle en cara que hubo una época en la
que yo también me había creído un santo del mal, cubierto de harapos y tintando en el crudo
invierno parisino mientras perseguía a mis víctimas por la ciudad, todo para mayor honor y
gloria de Dios.
No obstante, él ya lo sabía. No era necesario ahondar en la herida, robarle el
protagonismo que, siendo como era Lestat una estrella rutilante, le correspondía siempre.
Charlamos en tono civilizado bajo los robles cubiertos de musgo. Tú le rogaste que fuera
prudente. Como es natural, él hizo caso omiso de nuestros consejos.
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En esa historia participaba también Dora, una encantadora mortal que vivía en este
mismo edificio, este viejo convento de ladrillo, hija del hombre al que Lestat había perseguido
y asesinado.
Cuando Lestat nos pidió que nos ocupáramos de ella, me enojé, pero sólo un poco. Yo
también me he enamorado de mortales. Tengo varias historias que relatar a ese respecto. En
estos momentos estoy enamorado de Sybelle y de Benjamin, mis pupilos, y en el lejano
pasado he sido un misterioso trovador para otros mortales.
De acuerdo, Lestat estaba enamorado de Dora, había apoyado la cabeza en su pecho
mortal, deseaba succionar la sangre de su útero, que para ella no representaría ningún
perjuicio, estaba enamorado como un colegial, enloquecido, atormentado por el fantasma del
padre de Dora y cortejado por el mismo Príncipe del Mal.
En cuanto a ella, ¿qué puedo decir de Dora? Poseía el poder de un Rasputín y el rostro de
una novicia, cuando en realidad era una teóloga y no una mística, una fanática telepredicadora
y no una visionaria, cuyas ambiciones eclesiales habrían hecho palidecer a los san Pedro y san
Pablo juntos, y que, por supuesto, es como todas las flores que Lestat ha recogido en el Jardín
Salvaje de este mundo: una criatura hermosa y seductora, un glorioso ejemplar de la Creación
de Dios, con el cabello negro como ala de cuervo, la boca carnosa, unas mejillas de porcelana
y las impresionantes piernas de una ninfa.
Desde luego, yo me di cuenta de que Lestat había abandonado este mundo en el mismo
momento en que ocurrió. Lo sentí. Yo estaba en Nueva York, muy cerca de él, y sabía que tú
te encontrabas también allí. Ambos procurábamos en la medida de lo posible no perderlo de
vista. De golpe Lestat se esfumó engullido por la tormenta, despareció de la atmósfera
terrestre como si jamás hubiera estado ahí.
Puesto que eras un vampiro neófito, no te diste cuenta del perfecto silencio que se hizo
cuando él desapareció. No notaste el vacío que se produjo al desvanecerse Lestat de todas las
cosas minúsculas y materiales en las que antes reverberaban los latidos de su corazón.
Yo sí me di cuenta, y para distraernos a ambos te propuse visitar a la desdichada mortal
que debía de estar destrozada por la muerte de su padre a manos del monstruo bebedor de
sangre, rubio y apuesto que se había convertido en su confidente y amigo.
No fue difícil ayudar a Dora esa noche breve pero memorable en la que se produjo un
horror tras otro sin solución de continuidad: el descubrimiento del asesinato de su padre, su
sórdida vida convertida en la comidilla de medio mundo por los mágicos medios de
comunicación.
Me parece que ocurrió hace un siglo, no hace poco tiempo, cuando nos trasladamos al
sur, a estas habitaciones que contenían el legado de su padre compuesto de crucifijos y
estatuas, unos iconos que yo manipulé con absoluta frialdad, como si jamás hubiera amado
esos tesoros.
Me parece que fue hace un siglo cuando me vestí de punta en blanco para ella,
adquiriendo en un elegante comercio de la Quinta Avenida una estilosa chaqueta de terciopelo
rojo, una camisa de poeta, como dicen ahora, de algodón almidonado con volantes de encaje,
y para rematar el conjunto un pantalón con pinzas de lana negra y unas relucientes botas con
una hebilla en el tobillo, para acompañarla a identificar la cabeza decapitada de su padre bajo
la estridente luz fluorescente de un inmenso y abarrotado depósito de cadáveres.
Una buena cosa de esta última década del siglo XX es que cualquier hombre, sea cual
fuera su edad, puede lucir el pelo largo.
Me parece que fue hace un siglo cuando me peiné mi cabellera, espesa y rizada e
insólitamente limpia, para Dora.
Me parece que fue hace un siglo cuando sostuvimos en nuestros brazos a esa
cautivadora brujita con el cuello largo como un cisne y el pelo corto, mientras lloraba la
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220
muerte de su padre y nos asediaba a preguntas, unas preguntas febriles, diabólicamente
inteligentes y desapasionadas, sobre nuestra siniestra naturaleza, como si un cursillo
acelerado en la anatomía del vampiro pudiera cerrar el ciclo de horrores que amenazaba su
salud física y mental e hiciera que regresara su cruel y despreciable padre.
No, Dora no rezaba para que regresara Roger; creía firmemente en la omnisciencia y
misericordia divina. Además, el hecho de contemplar la cabeza decapitada de una persona
trastorna a cualquiera, aunque la cabeza esté congelada. Por si fuera poco, un perro había
arrancado de un bocado un trozo de la cabeza de Roger antes del macabro hallazgo, y debido
a las estrictas normas forenses modernas de «no tocar», Roger ofrecía un aspecto que me
impresionó incluso a mí. (Recuerdo que la ayudante del forense comentó con tristeza que yo
era demasiado joven para contemplar semejante cosa. Me tomó por el hermano menor de
Dora. Era una mujer encantadora. Quizá merezca la pena aventurarse de vez en cuando en el
mundo oficialmente mortal para que le digan a uno que es «un hombrecito muy valiente» en
lugar de un ángel de Botticelli, la etiqueta que me habían colgado mis colegas inmortales.)
Lo que Dora ambicionaba era el regreso de Lestat. ¿Qué otra cosa le permitiría librarse
de nuestro hechizo sino una última bendición impartida por el propio príncipe heredero?
Me detuve ante el oscuro ventanal del apartamento ubicado en un rascacielos, y
contemplé la densa capa de nieve que cubría la Quinta Avenida, esperando y rezando con ella,
deseando que el gigantesco globo terráqueo de mi viejo enemigo no estuviera tan vacío,
pensando ingenuamente que con el tiempo el misterio de su desaparición se resolvería, como
todos los milagros, con tristeza y pequeñas pérdidas, mediante unas pequeñas revelaciones
que me influirían en la misma medida en que me había influido todo desde aquella lejana
noche en Venecia, cuando mi maestro y yo nos separamos para siempre, permitiéndome
simplemente fingir mejor que estaba vivo.
Yo no temía por Lestat. No confiaba en que viviera una aventura apasionante, pero
estaba convencido de que más tarde o más temprano aparecería para contarnos una historia
fantástica. Era lo típico de Lestat, pues nadie es capaz de exagerar como él sus espectaculares
peripecias. Esto no quita para que haya cambiado más de una vez de forma, asumiendo un
cuerpo humano. Sé que lo ha hecho. Esto no quita para que despertara a nuestra temible
madre diosa, Akasha; me consta que lo hizo. Esto no quita para que destruyera mi vieja y
supersticiosa asamblea en los extravagantes años anteriores a la Revolución Francesa. Ya te lo
he contado.
Es su forma de describir las cosas que le ocurren lo que me irrita, su empeño en ligar un
incidente a otro como si todos esos hechos siniestros y aleatorios constituyeran los eslabones
de una importante cadena. No lo son. Son meras peripecias, y él lo sabe. Sin embargo, Lestat
convierte el simple hecho de pillarse un dedo en un espectáculo barato.
¡El James Bond de los vampiros, el Sam Spade de sus propias páginas! Un cantante de
rock pegando alaridos sobre un escenario mortal durante dos horas, y gracias a ello,
retirándose con un montón de grabaciones que le han proporcionado unos repugnantes
beneficios de las agencias humanas hasta esta misma noche.
Lestat tiene la habilidad de convertir sus tribulaciones en una tragedia, y de perdonarse
absolutamente todo en cada párrafo confesional que ha salido de su pluma.
En realidad, no se lo reprocho. Me revienta que en estos momentos yazca en coma en el
suelo de esta capilla, contemplando su propio silencio, pese al círculo de pupilos que le rodea
por el mismo motivo que yo, para comprobar por sí mismos si la sangre de Cristo le ha
transformado y él no representa una espléndida manifestación de la Transustanciación. Pero
de ese tema me ocuparé más adelante.
Lamento haberme extendido en mi perorata. Conozco los motivos por los que siento
rencor hacia Lestat, y me desahogo tratando de derribar su reputación, golpeando su
inmensidad con ambos puños.
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Me ha enseñado demasiado. Él me ha traído hasta este momento, a este lugar, desde el
cual te dicto mi pasado con una coherencia y una calma que me habrían resultado imposibles
antes de acudir en su ayuda con su precioso Memnoch el Diablo y su pequeña y vulnerable
Dora.
Hace doscientos años, Lestat me arrebató las ilusiones, las mentiras y las excusas, y me
arrojó a las aceras de París desnudo para que hallara el camino de regreso a la gloria y el
estrellato que antaño había conocido pero que por desgracia había perdido.
Mientras aguardábamos en el bonito apartamento situado en un rascacielos sobre la
catedral de San Patricio, yo no podía adivinar que iba a arrebatarme muchas otras cosas, y le
odio porque no imagino mi alma sin él, y, debiéndole todo lo que soy y lo que sé, no consigo
despertarlo de su frígido sueño.
Vayamos por partes. ¿De qué sirve que regrese ahora a la capilla, apoye mis manos en él
y le ruegue que me escuche, cuando permanece tendido en el suelo, inmóvil, como si le
hubiera abandonado toda cordura y no pueda recuperarla jamás?
No puedo aceptarlo. Me niego. Se ha agotado mi paciencia; he perdido el enajenamiento
que constituía mi consuelo. Este momento me resulta intolerable...
No obstante, tengo muchas cosas que contarte. Debo relatarte lo que ocurrió cuando vi
el velo, y cuando el sol se abatió sobre mí, y lo que es peor, lo que vi cuando por fin di con
Lestat y le abracé para beber su sangre.
Sí, no debo desviarme de mi relato. Ahora comprendo por qué Lestat encadena todos los
episodios de su existencia. No es por orgullo. Es por necesidad. Esta historia no puede
relatarse sin que un eslabón esté unido a otro, y nosotros, pobres huérfanos del tiempo que
transcurre inexorablemente, no conocemos otro sistema de medirlo sino a través de la
secuencia. Arrojado a un abismo nevado, a un mundo peor que el vacío, alargué la mano en
busca de una cadena a la que aferrarme. ¡Dios, cuando caía en aquel abismo habría dado
cualquier cosa por asir una cadena metálica!
Lestat regresó inopinadamente, a ti, a Dora y a mí.
Era la tercera mañana, poco antes del amanecer. Oí cerrarse con violencia el portal del
rascacielos de cristal, y luego ese sonido, ese sonido cuyo volumen se intensifica con cada año
que transcurre: los latidos de su corazón.
¿Quién de nosotros se levantó primero de la mesa? Yo estaba tan aterrorizado que no
podía moverme. Lestat entró a una velocidad supersónica, emitiendo unas fragancias salvajes,
a tierra y bosque. Traspasó todas las barreras como si le persiguieran quienes le habían
raptado, aunque no había nadie tras él. Irrumpió en el apartamento solo, cerrando la puerta
de un portazo y plantándose ante nosotros, más horrible de lo que yo podía imaginar, más
destrozado de lo que yo jamás le había visto en sus pequeñas derrotas.
Dora, enamorada, corrió hacia él, y Lestat, desesperado y necesitado de cariño humano
la abrazó con tal fuerza que temí que la asfixiara.
.Estás a salvo, cariño .exclamó ella, esforzándose en convencerle.
Pero bastaba con mirar a Lestat para comprender que aquello no había terminado, por
más que murmuráramos las mismas palabras huecas para quitarle hierro al asunto.
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Parecía surgido del mismo infierno. Llevaba un solo zapato, el otro pie estaba descalzo;
tenía la chaqueta desgarrada y el pelo alborotado y lleno de pinchos, hojas secas y trocitos de
flores.
En los brazos llevaba un paquete plano envuelto en un lienzo, apretado contra su pecho,
como si portara el destino del mundo entero bordado en él.
Pero lo peor, lo más trágico, era que le habían arrancado un ojo, y la cuenca de sus
vampíricos párpados se contraía y agitaba al tratar de cerrarse, negándose a aceptar esa
horrenda deformidad en un cuerpo que en el momento de transformarse en inmortal era
perfecto.
Yo deseaba abrazarlo, consolarle, decirle que no importa dónde hubiera estado ni lo que
había ocurrido, que ahora estaba a salvo con nosotros, pero era imposible calmarlo.
Un profundo agotamiento nos salvó a todos del inevitable relato. Tuvimos que buscar
unos rincones oscuros para protegernos del insidioso sol. Teníamos que esperar a la noche
siguiente para que Lestat nos contara lo ocurrido.
Sin soltar el paquete, rechazando toda ayuda, Lestat se encerró en su herida. Yo no tuve
más remedio que dejarlo.
Aquella mañana, cuando me tumbé en mi lugar de reposo, a salvo en aquella oscuridad
pulcra y moderna, me eché a llorar como un niño al pensar en el aspecto que ofrecía Lestat.
¿Por qué no había acudido en su ayuda? ¿Por qué tenía que verlo en aquel lamentable estado
cuando me había llevado tantas dolorosas décadas cimentar mi amor eterno hacia él?
En una ocasión, hace cien años, Lestat se había presentado en el Théátre des Vampires
tras la pista de sus pupilos renegados, el dulce y gentil Louis y la desdichada niña. Yo no me
había compadecido de él al ver su piel cubierta de cicatrices debidas a los inútiles y torpes
intentos de Claudia de matarlo.
Yo le amaba, sí, pero lo que Lestat había sufrido era un mero accidente físico que su
pérfida sangre no tardaría en curar, y sabía por nuestras tradiciones que, al curarse, Lestat
adquiriría una fuerza mayor de la que le proporcionaría el sereno discurrir del tiempo.
No obstante, yo veía ahora en su rostro la destrucción del alma, y el espectáculo de su
único ojo azul, reluciendo en su cara manchada y deforme, era insoportable.
No recuerdo si hablamos o no, David. Sólo recuerdo que la mañana transcurrió
rápidamente. Tampoco recuerdo si lloraste, pues yo estaba demasiado conmocionado para
fijarme en eso. En cuanto al paquete que portaba Lestat en sus brazos, no tengo ni remota
idea de lo que podía ser. Ni siquiera pensé en ello.
Lestat entró en la salita del apartamento al caer la noche siguiente, una noche estrellada
durante unos breves instantes antes de que comenzara a nevar. Se había lavado y vestido, y
supuse que las heridas de su pie ya se habían curado. Lucía unos zapatos nuevos.
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Sin embargo, nada podía suavizar la grotesca imagen de su rostro, los rasguños
producidos por unas uñas o un instrumento afilado que rodeaban la cuenca vacía del ojo que
había perdido. Lestat se sentó.
Me miró y esbozó una sonrisa encantadora que iluminó su rostro.
.No temas por mí, mi pequeño Armand .dijo.. Es por todos nosotros por quienes
debemos temer. Yo ya no soy nada. Nada.
Yo le expuse mi plan en voz baja.
.Deja que baje a la calle y le robe un ojo a un mortal, a un ser malvado que haya
desperdiciado todos los atributos físicos que le concedió Dios. Deja que lo coloque en tu
cuenca vacía. Tu sangre lo bañará y recuperarás la vista. Lo sabes tan bien como yo. En cierta
ocasión presenciaste ese milagro en la persona de la vieja Maharet, cuando ésta le robó los
ojos a un mortal y recobró la vista. Estoy dispuesto a hacerlo. No tardaré nada, y en cuanto
me haya apoderado del ojo, yo mismo haré de doctor y te lo colocaré en la cuenca. Te lo
ruego.
Pero Lestat meneó la cabeza y me besó en la mejilla.
.¿Por qué me amas después de todo lo que te he hecho? .preguntó. Su piel tostada
por el sol poseía una belleza innegable, y la cuenca del ojo que había perdido parecía
observarme a través de la estrecha rendija con un misterioso poder capaz de transmitir su
visión a su corazón. Era un ser extraordinariamente atractivo, radiante; su rostro emitía un
resplandor rojizo como si hubiera contemplado un poderoso misterio.
»Es cierto, lo he visto .prosiguió él, rompiendo a llorar.. Lo he visto, y debo contaros
toda la historia. Creedme, como creéis en lo que visteis anoche, las flores silvestres adheridas
a mi cabello, los cortes... Fijaos en mis manos, las heridas aún no han cicatrizado del todo. Os
suplico que me creáis.
En aquel momento interviniste tú, David.
.Cuéntanoslo todo, Lestat. Estamos impacientes por oír la historia. ¿Dónde se apoderó
de ti ese demonio llamado Memnoch?
Qué tono tan reconfortante y razonable tenía tu voz, David, al igual que ahora. Creo que
fuiste creado para esto, para razonar, para obligarnos, si se me permite esa conjetura, a
contemplar nuestras catástrofes a la luz de la conciencia moderna. Pero podemos hablar de
estas cosas muchas otras noches.
Permite que me remita a la escena anterior, cuando los tres estábamos sentados en unas
sillas chinas lacadas en negro en torno a una gruesa mesa de cristal. Al entrar, Dora se quedó
impresionada por el aspecto que ofrecía Lestat, sobre cuya presencia sus sentidos mortales no
le habían advertido. Qué guapa estaba con su pelo negro cortado a lo chico, dejando su nuca
al descubierto y realzando su cuello de cisne. Su largo y esbelto cuerpo estaba enfundado en
una túnica amplia color púrpura, sin cinturón, que se adhería exquisitamente a sus pequeños
pechos y sus bien torneados muslos. «Parece un ángel del Señor .pensé. esta heredera de la
cabeza decapitada del narcotraficante de su padre. Con cada paso que da nos enseña unas
doctrinas que harían que los dioses paganos de la lujuria se apresuraran entusiásticamente.»
En torno a su pálido y delicado cuello lucía un crucifijo tan diminuto que parecía un
insecto dorado colgado de una cadena ingrávida formada por minúsculos eslabones
confeccionados por las hadas. «¿Qué representan ahora esos objetos sagrados, suspendidos
sobre senos suaves y lechosos, sino unos cachivaches baratos?», pensé con amargura,
observando fría y desapasionadamente su belleza. Sus voluminosos pechos, el canalillo que
asomaba por el escote de su sencillo vestido, hablaban elocuentemente sobre Dios y la
divinidad. No obstante, el mayor adorno que lucía Dora en aquellos momentos era el
conmovedor y profundo amor que sentía hacia él, la ausencia de temor al contemplar su rostro
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mutilado, la gracia de sus pálidos brazos al estrechar contra sí a Lestat, tan segura de sí
misma y agradecida de poder abrazar su cuerpo dúctil. Me alegré de que Dora le amara.
.¿De modo que el príncipe de las mentiras te contó una historia fantástica? .preguntó
Dora sin poder reprimir el temblor de su voz.. ¿De modo que te llevó a su infierno y te envió
de regreso a la Tierra? Cuéntanos cómo es el infierno, explícanos por qué debemos temerlo.
Dinos por qué estás asustado, aunque en estos momentos veo en tu rostro algo mucho peor
que el temor.
Lestat asintió como dándole la razón. Luego se levantó, apartó la silla china y comenzó a
pasearse de un lado a otro de la habitación estrujándose las manos, el inevitable preludio a la
narración de su historia.
.Escuchad todo cuanto voy a deciros antes de juzgarme .declaró, observándonos a los
tres, quienes permanecíamos sentados alrededor de la mesa, un reducido público impaciente
por oír su relato y dispuesto a hacer lo que él nos pidiera. Luego clavó su ojo en ti, David, el
intelectual inglés vestido con un traje de mezclilla que realzaba tu aspecto viril. A pesar del
evidente amor que le profesabas le observabas con mirada crítica, dispuesto a evaluar sus
palabras con tu natural sabiduría.
Lestat empezó a hablar. Pasó varias horas hablando sin parar. Las palabras brotaban de
sus labios con vehemencia y a borbotones, en ocasiones atropelladamente, obligándole a
detenerse para recuperar el resuello; pero nunca interrumpió su relato, sino que continuó
contándonos la historia de su aventura durante aquella larga noche.
Sí, Memnoch el Diablo le había conducido al infierno, pero era un infierno concebido por
Memnoch, un purgatorio en el que las almas de todos los individuos que habían vivido acudían
voluntariamente para refugiarse del caos en el que los había sumido la muerte. En ese infernal
purgatorio, al enfrentarse a todos sus actos, aprendían una lección insoportable, las infinitas
consecuencias de cada acto que habían cometido. Asesino y madre, golfillos vagabundos
asesinados en su presunta inocencia y soldados bañados en la sangre que empapaba el campo
de batalla, todos eran admitidos en este horripilante lugar invadido de humo y fuego sulfúreo,
pero sólo para contemplar las terribles heridas que sus manos coléricas o torpes habían
causado a otros, para asomarse al interior de las almas y los corazones de otros seres a
quienes habían lastimado.
Todo horror constituía un espejismo en ese lugar, pero el peor horror era la persona de
Dios Encarnado, que había permitido la existencia de esta Escuela Final para aquellos dignos
de entrar en su Paraíso. Eso también lo había contemplado Lestat, el cielo vislumbrado un
millón de veces por santos y moribundos, repleto de árboles y flores eternamente fragantes e
infinitas torres de cristal ocupadas por seres felices, desprovistos de su carne mortal, e
innumerables coros de ángeles que cantaban.
Era una vieja historia, demasiado vieja. Había sido relatada numerosas veces, esa
historia del cielo y sus puertas abiertas, de Dios nuestro Creador derramando su luz infinita
sobre aquellos que lograban ascender por la mítica escalera para incorporarse a su corte
celestial.
¿Cuántos mortales que despiertan de una experiencia cercana a la muerte han tratado de
explicar esos mismos prodigios?
¿Cuántos santos han declarado haber visto este indescriptible y eterno Edén?
Qué astutamente había expuesto Memnoch su caso para reclamar la compasión mortal
por su pecado, alegando que él y sólo él se había enfrentado a un Dios indiferente y cruel,
rogándole que contemplara con ojos misericordiosos a la raza de seres humanos que, por
medio de su generoso amor, había logrado engendrar unas almas dignas de suscitar el interés
del Todopoderoso.
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Esa había sido la caída de Lucifer, como la estrella matutina, del cielo: un ángel
implorando misericordia para los hijos y las hijas de los hombres que presentaban ahora los
semblantes y los corazones de ángeles.
.Dadles el paraíso, Señor, concedédselo cuando hayan aprendido en mi escuela a amar
todo cuanto habéis creado.
Esta aventura ha llenado un libro entero. La historia de
Memnoch el Diablo no puedecondensarse en unos pocos e injustos párrafos.
Este fue el resumen que escuché mientras me hallaba sentado en aquella fría salita en
Nueva York, contemplando de vez en cuando, más allá de Lestat, que no paraba de caminar
arriba y abajo, el cielo cubierto por un manto blanco de nieve que mitigaba, bajo el incesante
parloteo de Lestat, el rumor de la ciudad que se extendía a nuestros pies, al tiempo que
trataba de aplacar el angustioso temor que me invadía: el temor de provocarle una decepción
al recordarle que no había hecho más que dar forma al místico viaje de un millar de santos
utilizando un sistema más novedoso y ameno.
Así pues, que una escuela ha venido a suplantar esos círculos de fuego eterno que el
poeta Dante describió de una forma que sobrecoge al lector, e incluso el tierno Fra Angélico
pintó el infierno en el que unos mortales desnudos se bañan en las llamas que padecerán
eternamente.
Una escuela, un lugar de esperanza, una promesa de redención lo suficientemente noble
para acogernos incluso a nosotros, los hijos de la noche, entre cuyos pecados se cuentan
tantos asesinatos como los cometidos por los antiguos hunos o mongoles.
¡Qué imagen tan dulce la de este singular más allá, donde los horrores del mundo natural
se achacan a un Dios sabio pero distante, y la caprichosa obra del diablo aparece plasmada
con pasmosa inteligencia!
¡Ojalá que todos los poemas y las pinturas del mundo fueran un espejo que reflejaran
esta espléndida y esperanzadora imagen!
Pudo haberme entristecido; pudo haberme deprimido hasta el extremo de hacerme
agachar la cabeza, incapaz de mirarle.
Sin embargo, uno de los episodios de su relato, que para él no había representado sino
un encuentro fugaz, me impactó más que el resto de la historia y quedó grabado en mi mente,
de forma que mientras él continuaba hablando, no logré apartarlo de mi pensamiento: el
hecho de que él, Lestat, hubiera bebido la sangre de Jesucristo cuando se dirigía al Calvario.
Que él, Lestat, hubiera hablado con ese Dios Encarnado, quien por voluntad propia había ido al
encuentro de esa muerte tan atroz en el Gólgota. Que él, Lestat, un temeroso y tembloroso
testigo presencial hubiera sido obligado a detenerse en las estrechas y polvorientas callejuelas
del antiguo Jerusalén para ver pasar a Nuestro Señor, y que ese Señor, nuestro Señor
Viviente, con la cruz sujeta mediante unas correas a sus hombros, hubiera ofrecido su cuello a
Lestat, el discípulo elegido.
¡Ah, qué fantasía, qué locura de fantasía! No esperaba sentirme tan dolido por un
episodio de la historia narrada por Lestat. No esperaba sentir esa sensación abrasadora en el
pecho, esa crispación en la garganta de la que no podían brotar las palabras. Yo no deseaba
eso. La única salvación de mi corazón herido era pensar en lo extraño y absurdo que resultaba
que esa imagen (Jerusalén, la calle polvorienta, la airada multitud, Dios sangrando, azotado y
cojeando bajo el peso de la cruz) incluyera la vieja y dulce leyenda de una mujer extendiendo
un velo para enjugar el rostro ensangrentado de Cristo, recibiendo su imagen para toda la
eternidad.
No es preciso ser un erudito, David, para saber que esos santos fueron creados por otros
santos a lo largo de los siglos para presentarse como actores y actrices elegidos para
representar la Pasión en una aldea. ¡Verónica! Verónica, cuyo nombre significa «icono
verdadero».
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A todo esto nuestro héroe, nuestro Lestat, nuestro Prometeo, con el velo que le había
entregado el mismo Dios, había huido del vasto y terrible reino del cielo y el infierno y de las
estaciones de la Cruz gritando «¡no, me niego!», y había regresado, jadeando, corriendo como
un loco a través de las calles nevadas de Nueva York, para reunirse con nosotros y dejar atrás
aquella espantosa aventura.
La cabeza me daba vueltas. En mi interior se libraba una guerra feroz. No podía mirarle.
Lestat continuó con su relato, recreándose en los pormenores, refiriéndose por enésima
vez al cielo zafirino y al canto de los ángeles, discutiendo consigo mismo, contigo y con Dora.
La conversación asumió un tono estridente, semejante a cuando se quiebra un objeto de
cristal. Yo no podía soportarlo.
¿Lestat había bebido la sangre de Cristo? ¿Sus labios, sus inmundos labios, habían
succionado la sangre de Cristo, convirtiéndose en un monstruoso ciborio? ¿La sangre de
Cristo?
.¡Deja que beba tu sangre, Lestat! .grité de pronto.. ¡Déjame beber la sangre que
contiene la de Él! .Yo no daba crédito a mi ansia, mi desesperación.. Deja que beba tu
sangre, Lestat, deja que la busque con mi lengua y mi corazón. Te lo ruego, no puedes
negarme ese momento de intimidad. Si era Cristo... si realmente era... .Pero no pude
terminar la frase.
.Estás loco, criatura, desvarías .contestó él.. Lo único que averiguarás si clavas los
dientes en mi cuello es lo que aprendemos de las visiones que vemos a través de todas
nuestras víctimas. Averiguarás lo que yo creo haber visto. Averiguarás lo que creo que me fue
revelado. Averiguarás que creo en Cristo, pero sólo eso.
Lestat meneó la cabeza y me miró decepcionado.
.No, averiguaré lo que deseo saber .protesté. Me levanté de la mesa; las manos me
temblaban.. Concédeme ese abrazo, Lestat, y jamás volveré a pedirte nada. Deja que oprima
mis labios sobre tu cuello, deja que ponga a prueba tu relato. ¡Deja que beba tu sangre!
.Me partes el corazón, pequeño idiota .replicó él con los ojos llenos de lágrimas..
Siempre lo has hecho.
.¡No me juzgues! .grité.
Lestat continuó hablando, dirigiéndose sólo a mí con su mente y con su voz. Yo no sabía
si los demás podían oírle, pero yo le oí. No he olvidado una sola de sus palabras.
.¿Y qué si era la sangre de Dios, Armand .preguntó., y no una mentira titánica? ¿Qué
crees que hallarías dentro de mí? Ve a misa por la mañana y elige a tus víctimas entre las
personas que se acercan al altar a comulgar. ¡Imagínate, Armand, sería fantástico que a partir
de ahora te alimentaras únicamente de comulgantes! Cualquiera de ellos te proporcionará la
sangre de Cristo. Te aseguro que no creo en esos espíritus, en Dios, en Memnoch, son una
pandilla de embusteros. Ya te he dicho que me negué a participar en ese juego. Me negué a
quedarme, huí de su maldita escuela, perdí un ojo durante la pelea que sostuve con los
perversos ángeles que no cesaban de arañarme mientras yo trataba de huir. ¿Deseas la
sangre de Cristo? Pues aprovecha que ha oscurecido y ve a la misa del pescador, aparta de un
empellón al adormilado sacerdote del altar y arrebata de sus benditas manos el cáliz. ¡Hazlo!
»¡La sangre de Cristo! .continuó Lestat, su rostro un ojo enorme que me miraba fija e
implacablemente.. Si alguna vez ingerí esa sangre, mi cuerpo la ha disuelto y fundido como la
cera de abeja devora la mecha. Tú lo sabes. ¿Qué queda de Cristo en el vientre de sus fieles
cuando abandonan la iglesia?
.No .repuse.. Pero nosotros no somos humanos .musité, tratando de mitigar con mi
tono suave su airada vehemencia.. ¡Te aseguro que lo averiguaré, Lestat! Era su sangre, no
el pan y el vino transustanciados. Su sangre, Lestat, y sé que está dentro de ti. Deja que la
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227
beba, te lo ruego. Deja que la beba para que pueda olvidar todas esas malditas cosas que nos
has contado. ¡Te lo suplico!
Me contuve para no abalanzarme sobre él y obligarle a acatar mi voluntad, sin
importarme su legendaria fuerza, sus violentos estallidos de genio. Sentí deseos de aferrarle
por el cuello y forzarle a doblegarse. Deseaba beber su sangre... Pero eran unos pensamientos
estúpidos y vanos. Toda su historia era estúpida y vana. Sin embargo, me encaré con él y le
espeté:
.¿Por qué no aceptaste? ¿Por qué no fuiste con Memnoch si él podía librarte de este
espantoso infierno que compartimos en la Tierra?
«Dejaron que te escaparas», dijiste tú, David, interviniendo con un pequeño ademán de
súplica de tu mano derecha.
No obstante, yo no tenía paciencia para un análisis o una inevitable interpretación. No
podía borrar aquella imagen de la mente: Nuestro Señor sangrando, con la cruz sujeta a sus
hombros, y ella, la Verónica, esta dulce figura de ficción, sosteniendo el velo en sus manos.
¡Cómo es posible que semejante fantasía haya calado de forma profunda en las mentes de la
gente!
.¡Atrás! .gritó Lestat.. El velo está en mi poder. Ya os lo dije. Cristo me lo entregó.
Verónica me lo entregó. Me lo llevé del infierno de Memnoch, cuando sus secuaces trataron de
arrebatármelo.
Apenas oí sus palabras. El velo, el velo auténtico, ¿qué truco era éste? Me dolía la
cabeza. La misa del pescador. Deseaba asistir a ella, suponiendo que celebraran esa misa en la
catedral de San Patricio. Estaba cansado de esta habitación rodeada por unos ventanales
dentro de un rascacielos, aislada del sabor del viento y la refrescante humedad de la nieve.
¿Por qué retrocedió Lestat hacia la pared? ¿Qué sacó del bolsillo de su chaqueta? ¡El
velo! ¡Un truco barato para rematar esta magistral locura!
Alcé la cabeza y recorrí con la vista la noche nevada que se extendía más allá del cristal,
hasta que por fin clavé los ojos en mi objetivo: el lienzo desdoblado que sostenía Lestat, con la
cabeza agachada, mostrándolo con una actitud tan reverente como la misma Verónica.
.¡Señor! .musité. Todo el mundo se había desvanecido en unas espirales ingrávidas de
sonido y luz. Yo le vi allí.. Señor.
Vi su rostro, ni pintado, ni estampado, ni grabado por algún ingenioso medio mecánico
en las diminutas fibras del fino lienzo blanco, sino ardiendo con una llama que no consumía el
vehículo que contenía su calor. Señor, mi Señor hecho Hombre, mi Señor, mi Cristo, el
Hombre con una corona de espinas, con el cabello castaño largo y enmarañado, empapado en
sangre, y unos ojos negros grandes y pensativos que me miraban fijamente, los dulces y
resplandecientes portales del alma de Dios, tan radiantes en su inconmensurable amor que
toda poesía se desvanece ante él, y una boca suave y sedosa cuya sencilla expresión no
pretende cuestionar ni juzgar, abierta para inspirar en silencio y dolorosamente una débil
bocanada de aire en el momento en que la mujer le acerque el velo para aliviar sus atroces
sufrimientos.
Rompí a llorar. Me tapé la boca con la mano, pero no pude contener mis palabras.
.¡Cristo, mi trágico Cristo! .murmuré.. ¡No creado por manos humanas! .exclamé..
¡No creado por el hombre! .Qué desesperación contenían mis palabras, débiles, llenas de
tristeza.. El rostro de este Hombre, el rostro de Dios hecho Hombre. Está sangrando. ¡Por el
amor de Dios, miradlo!
Pero mis labios no emitieron sonido alguno. No podía moverme, ni podía respirar. Había
caído postrado de rodillas, conmocionado e impotente. No quería apartar jamás mis ojos de él.
No deseaba otra cosa que contemplarlo. Sólo deseaba contemplarlo a Él, y lo vi, y mi
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imaginación retrocedió varios siglos hasta detenerse en el rostro del Señor iluminado por la luz
de la lámpara de barro en la casa de Podil; su rostro me observaba desde el panel que
sostenía yo con manos temblorosas entre las velas de la sala de documentos en el Monasterio
de las Cuevas, un rostro como jamás había contemplado en los muros de Venecia o Florencia,
donde lo había buscado con desesperación durante tanto tiempo.
Su rostro, su rostro viril imbuido de gracia divina, mi trágico Señor observándome desde
los brazos de mi madre en la calle cubierta de nieve y barro de Podil, mi amado Señor en
sangrante Majestad.
No me importó lo que dijo Dora. No me importó que se pusiera a gritar su sagrado
nombre. Me tenía sin cuidado. Yo sabía lo que sabía.
Cuando Dora proclamó su fe, cuando arrebató el velo de manos de Lestat y salió
corriendo del apartamento con él, yo salí tras ella, siguiéndola a ella y el velo, aunque en el
santuario de mi corazón no me moví. No moví un músculo.
Una gran quietud se apoderó de mi mente; no importaba que mis piernas no me
respondieran.
No importaba que Lestat forcejeara con Dora, advirtiéndole que no debía creer esa
patraña, ni que los tres nos halláramos en los escalones de la catedral y que la nieve cayera
como una espléndida bendición desde un cielo invisible e insondable.
No importaba que estuviera a punto de salir el sol, una bola ardiente y plateada sobre la
cúpula formada por unas nubes que se fundían.
Ya podía morirme.
Le había visto, y todo lo demás (las palabras de Memnoch y su esperpéntico Dios, los
ruegos de Lestat insistiendo en que huyéramos, en que nos ocultáramos antes de que la
mañana nos devorara a todos) carecía de importancia.
Ya podía morirme.
.No creado por manos humanas .musité.
Una multitud se agolpó en torno nuestro frente a la puerta de la catedral. Del interior de
la iglesia brotó una ráfaga de aire cálido y delicioso. No tenía importancia.
.¡El velo, el velo!.exclamaron. ¡Lo habían visto! Habían visto el rostro del Señor.
Los desesperados ruegos de Lestat eran cada vez más débiles.
La mañana se abatió sobre nosotros con su estridente luz blanca y abrasadora,
deslizándose sobre los tejados, haciendo que la noche cuajara en un millar de muros de cristal,
desencadenando lentamente su monstruoso esplendor.
.Yo os pongo por testigos .dije, abriendo los brazos para recibir la cegadora luz, esta
plateada muerte ardiente como la lava.. ¡El pecador muere por Él! ¡El pecador va a Él!
Arrójame al infierno, Señor, si ésa es tu voluntad. Me has dado el cielo. Me has mostrado
tu rostro.
Y tu rostro era humano.
A r m a n d , e l v a m p i r o A n n e R i c e
229
19
Salí despedido hacia arriba. El dolor que sentí era total, abrasador, que aniquilaba toda
voluntad y poder para modificar la trayectoria. Una explosión en mi interior me impulsó hacia
arriba, hacia la luz nevada y perlada que había caído sobre mí como un torrente, como de
costumbre, desde un ojo amenazador, derramando sus infinitos rayos sobre el panorama
urbano, hasta convertirse en una ola sísmica de luz abrasadora e ingrávida que se extendía
sobre todas las cosas grandes y pequeñas.
Seguí ascendiendo, girando como si la fuerza de la explosión interior no cejara en su
intensidad, y comprobé horrorizado que mis ropas se habían quemado y que de mi cuerpo
emanaba un humo que se confundía con el viento que se arremolinaba a mi alrededor.
Contemplé mi cuerpo, mis piernas y mis brazos desnudos y extendidos, recortándose
contra la cegadora luz. Tenía la carne abrasada, negra, reluciente, adherida a los tendones de
mi cuerpo, pegada al amasijo de músculos que envolvían mis huesos.
El dolor alcanzó un punto insoportable, pero por increíble que parezca no me importó;
me dirigía hacia mi muerte, y este interminable tormento carecía de importancia. Yo era capaz
de soportarlo todo, incluso el intenso ardor que sentía en los ojos, sabiendo que no tardarían
en fundirse o estallar en este horno de luz solar, y que toda la carne se desprendería de mi
cuerpo.
Súbitamente, la escena cambió. El rugido del viento se disipó, los ojos dejaron de
escocerme y vi con claridad. En torno de mí sonó un gigantesco coro de himnos que me era
familiar. Me hallaba ante un altar, y al alzar la vista, contemplé una iglesia abarrotada de
fieles. Sus columnas pintadas se erguían como abigarrados árboles de la masa de bocas que
cantaban y ojos que miraban maravillados.
Por doquier, a diestro y siniestro, vi esta inmensa e infinita congregación. La iglesia no
estaba sostenida por unos muros, y las elevadas cúpulas, decoradas con el oro más puro y
refulgente y unos santos y ángeles esculpidos, daban paso al vasto, etéreo e ilimitado cielo
azul.
Aspiré el perfume del incienso. A mi alrededor, unas campanas menudas y doradas
tañeron al unísono, emitiendo una sucesión de delicadas melodías. El humo hizo que me
escocieran los ojos, pero dulcemente, al igual que la fragancia del incienso llenaba mi nariz y
hacía que me lloraran los ojos; mi vista percibió todo cuanto gusté, toqué y oí.
Extendí los brazos y vi que estaban envueltos en unas mangas largas, ribeteadas de oro,
por cuyos bordes asomaban unas muñecas cubiertas con el suave vello de un hombre mortal.
Esas manos eran mías, sí, pero unas manos muchos años más allá del punto mortal en que la
vida había quedado fijada en mí. Eran las manos de un hombre.
De mi boca brotó una canción, resonando sola y potente sobre la congregación, y las
voces del coro se alzaron en respuesta a ella, y entoné de nuevo mi convicción, una profunda
convicción que me había calado hasta el tuétano.
.Cristo ha venido. La encarnación ha comenzado en todas las cosas y todos los hombres
y mujeres, y continuará eternamente.
A r m a n d , e l v a m p i r o A n n e R i c e
230
Era una canción tan perfecta que las lágrimas rodaron por mis mejillas; y cuando agaché
la cabeza y junté las manos, contemplé ante mí el pan y el vino, una hogaza que sería
bendecida y partida, y el vino en el cáliz de oro que sería transformado.
.¡Este es el cuerpo de Jesucristo, y ésta es la sangre que ha derramado por nosotros
ahora y antes y siempre, y en cada momento en que estamos vivos! .canté. Apoyé las manos
sobre la hogaza y la alcé, y una intensa luz brotó de ella, y los fieles entonaron con voz
potente el himno de alabanza más dulce.
Tomé el cáliz. Lo sostuve en alto mientras las campanas tañían en los campanarios, que
se arracimaban junto a las torres de esta inmensa iglesia, prolongándose a lo largo de muchos
kilómetros en todos los sentidos. El mundo entero se había convertido en una gloriosa multitud
de iglesias; junto a mí seguían tañendo las campanitas doradas.
Percibí de nuevo una vaharada de incienso. Tras depositar el cáliz sobre el altar, observé
el mar de rostros que se extendía ante mí. Volví la cabeza hacia la derecha y la izquierda;
luego alcé la vista y contemplé los mosaicos que se disipaban y confundían con las elevadas
nubes blancas que se deslizaban por el cielo.
Vi las cúpulas doradas bajo el firmamento, y los tejados que se extendían hasta el infinito
de Podil.
Comprendí que era la Ciudad de Vladimir en todo su esplendor, y que me hallaba en el
gran santuario de Santa Sofía. Habían retirado todas las mamparas que me hubieran separado
de la gente. Las otras iglesias que en mi infancia no constituían sino un montón de ruinas
habían recuperado su magnificencia; y las cúpulas doradas de Kíev absorbían la luz solar y la
emitían con la potencia de un millón de planetas bañados por el fuego eterno de un millón de
estrellas.
.¡Mi Señor, Dios mío! .exclamé. Bajé la vista y contemplé los exquisitos bordados de
mis ropajes, de raso verde, bordados con hilos metálicos de oro puro.
A cada lado tenía a mis hermanos en Cristo, unos individuos barbudos de ojos
resplandecientes que me ayudaban y cantaban los himnos que yo entonaba, confundiéndose
nuestras voces, pasando de un himno a otro en unas notas que casi me parecía ver
ascendiendo ante mí hacia el etéreo firmamento.
.¡Dádselo! ¡Dádselo porque tienen hambre! .exclamé. Partí la hogaza con las manos.
La partí por la mitad, luego en cuartos, que me apresuré a partir en unos pedacitos que
deposité sobre la reluciente bandeja dorada.
Todos los fieles subieron los escalones y alargaron sus manos tiernas y sonrosadas para
recibir los pedazos de pan, que yo distribuí tan rápidamente como pude, un pedazo tras otro,
sin dejar que cayera una miga, repartiendo el pan entre las docenas, los centenares de
personas que se aglomeraban ante el altar con tal impaciencia que apenas dejaban que los
que ya habían comulgado regresaran a sus bancos.
El desfile de fieles era interminable, pero los himnos no cesaron. Las voces, mudas ante
el altar, silenciadas mientras los comulgantes devoraban el pan, al poco estallaron de nuevo
jubilosas.
El pan era eterno.
Partí la suave corteza una y otra vez y deposité los trozos de pan en las palmas de las
manos extendidas en una actitud airosa e implorante.
.Tomad, éste es el cuerpo de Cristo .declaré.
A mi alrededor se alzaban unas formas oscuras y oscilantes que brotaban del
resplandeciente suelo dorado y plateado. Eran troncos de árboles, cuyas ramas se curvaban
hacia arriba y luego descendían hacia mí; y de las ramas se desprendieron unas hojas y unos
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231
frutos que cayeron sobre el altar, sobre la bandeja dorada y el pan sagrado convertido en una
enorme pila de fragmentos.
.¡Recogedlos! .ordené. Tomé las verdes y delicadas hojas y las fragantes bayas y las
deposité en las manos impacientes tendidas hacia mí. Al bajar la vista, vi deslizarse a través
de mis dedos unos granos de trigo, que ofrecí a los fieles, unos granos de trigo que vertí en
sus bocas abiertas.
Un sinfín de hojas verdes cayó por el aire en silencio, hasta el extremo de que el delicado
y brillante colorido tiñó la atmósfera, un silencio interrumpido de pronto por el aleteo de unas
diminutas aves. Un millón de gorriones ascendieron hacia el firmamento. Un millón de
pinzones alzaron el vuelo, sus alas menudas y extendidas iluminadas por el radiante sol.
.Eternamente, para siempre, en cada célula y cada átomo .recé.. La Encarnación .
dije.. Y el Señor habitó entre nosotros. .Mis palabras resonaron en la iglesia como si
estuviera cubierta por un tejado, un tejado que hacía que reverberaran las notas de mi
canción, aunque nuestro único tejado era el cielo raso.
La multitud se agolpó en torno al altar. Mis hermanos desaparecieron a medida que miles
de manos tiraban suavemente de sus vestimentas, apartándolos de la mesa de Dios. Yo estaba
rodeado por unos rostros ávidos de tomar el pan que yo repartía, de apoderarse de los granos
de trigo y las bayas a puñados, de apoderarse incluso de las delicadas hojas verdes que se
habían desprendido de los árboles.
Junto a mí estaba mi madre, mi hermosa madre de mirada triste, luciendo un bonito
tocado bordado que cubría su espesa cabellera gris; sus ojillos surcados de arrugas estaban
fijos en mí, y en sus temblorosas manos, sus dedos resecos y vacilantes, sostenía la más
espléndida de las ofrendas: los huevos pintados. Aquellos preciosos huevos, pintados de rojo y
azul, amarillo y dorado, decorados con unas franjas de diamantes y guirnaldas de flores
silvestres, relucían en su lacado esplendor como unas inmensas gemas pulidas.
En el centro de la ofrenda de mi madre, esta ofrenda que ella sostenía con brazos
temblorosos y arrugados, yacía el huevo que tiempo atrás me había confiado, un huevo ligero,
crudo, exquisitamente pintado de rojo rubí con una estrella dorada en el centro del óvalo, este
maravilloso huevo que sin duda era su mejor creación, su mayor logro después de pasar horas
decorándolo con cera caliente y tinte hirviendo.
No se había perdido, en ningún momento. Allí estaba. Sin embargo, ocurría algo extraño.
Lo oí con toda nitidez. Incluso pese a las potentes voces de los fieles que cantaban pude oírlo,
un pequeño sonido en el interior del huevo, un pequeño aleteo, un pequeño grito.
.Madre .dije tomando el huevo de sus manos. Sosteniéndolo con ambas manos, oprimí
los pulgares sobre la frágil cáscara.
.¡No lo hagas, hijo mío! .exclamó mi madre.. ¡No, hijo mío, no! .gritó.
Pero era demasiado tarde. La cáscara pintada se rompió bajo la presión de mis pulgares
y de sus fragmentos salió un pájaro, un hermoso pájaro adulto con unas alas blancas como la
nieve, un diminuto pico amarillo y unos ojos brillantes y negros como el azabache. Un
prolongado suspiro escapó de mis labios.
El pájaro surgió del interior del huevo, desplegando sus alas blancas y perfectas,
abriendo su pequeño pico para emitir un chillido agudo. Acto seguido, tras liberarse de la
cáscara que le aprisionaba, echó a volar sobre las cabezas de los fieles, a través de la suave
lluvia de hojas verdes y de los gorriones que revoloteaban por el interior de la iglesia, a través
del glorioso clamor de las campanas.
Las campanas doblaron con tal ímpetu que agitaron las hojas que flotaban en la
atmósfera, haciendo que las elevadas columnas se estremecieran, que la multitud se
balanceara de un lado a otro y cantara con todas sus fuerzas para estar en perfecto unísono
con el resonante tañido emitido por las gargantas doradas de las campanas.
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232
El pájaro desapareció. Era libre.
.Cristo ha nacido .musité.. Cristo se ha alzado. Cristo está en el cielo y en la Tierra.
Cristo está con nosotros.
Sin embargo, nadie pudo oír mi voz, mi voz íntima. ¿Qué importaba? El mundo entero
cantaba la misma canción.
Una mano tiró bruscamente de mi manga blanca. Me volví. Inspiré aire para gritar, pero
el terror me impidió emitir el menor sonido.
Un hombre, surgido de la nada, estaba junto a mí, tan cerca que nuestros rostros casi
rozaban. Me miró con expresión hosca. Reconocí su pelo y su barba rojizos, sus feroces e
impíos ojos azules. Reconocí a mi padre, pero no era mi padre sino una horrenda y poderosa
presencia que poseía el semblante de mi padre, plantado junto a mí, un coloso en comparación
conmigo, sin quitarme ojo, retándome con su poder y su tremenda estatura.
El extraño alargó el brazo y golpeó el cáliz con el dorso de la mano. El cáliz osciló unos
segundos y cayó al suelo, derramándose el vino consagrado sobre los pedazos de pan,
manchando el mantel dorado del altar.
.¡No puedes hacer eso! .grité.. ¡Qué desastre! .¿Es que nadie me oía gritar sobre las
voces del coro? ¿Es que nadie me oía gritar sobre el tañido de las campanas?
Yo estaba solo. Me encontraba en una habitación moderna, de pie bajo un techo de yeso
blanco. Era una habitación doméstica.
Era yo mismo, un hombre más bien bajo y delgado, luciendo mi acostumbrada melena
rizada y alborotada, una chaqueta de terciopelo color púrpura y unos volantes de encaje
blanco. Me apoyé contra la pared, conmocionado y mudo, sabiendo tan sólo que cada partícula
de este lugar, cada partícula de mi ser, era tan sólida y real como hacía una fracción de
segundo.
La alfombra que pisaba era tan real como las hojas que habían caído como copos de
nieve a través de la inmensa catedral de Santa Sofía, y mis manos, mis manos juveniles y
desprovistas de vello, eran tan reales como las manos del sacerdote que yo era hacía unos
instantes, que había partido el pan.
Un angustiado sollozo brotó de mis labios, un angustiado grito que me horrorizó. De no
emitirlo, habría dejado de respirar, y este cuerpo, maldito o sagrado, mortal o inmortal, puro o
corrupto, habría estallado.
En éstas percibí una música que me tranquilizó. Una música que se articulaba
lentamente, limpia y hermosa, muy distinta del incesante y magnífico coro que acababa de oír.
Del silencio surgieron unas notas discretas, perfectamente formadas, una multitud de
maravillosos sonidos que caían en cascada y se expresaban con precisión y elocuencia, en
contraposición a la inundación de sonidos que yo tanto amaba.
¡Ah! Pensar que tan sólo diez dedos eran capaces de extraer estos sonidos de un
instrumento de madera en el que los martillos percutían, con un movimiento rígido y
persistente, sobre un arpa de bronce compuesta por unas cuerdas tensadas.
Yo conocía esa canción, conocía esa sonata para piano, me encantaba, y ahora su furia
me paralizó. La
Appassionata. Las notas recorrían toda la escala formando unos maravillosos yágiles arpegios, descendiendo con furia para producir un sonido
staccato, como un tamborileo,para luego ascender de nuevo a una velocidad vertiginosa. La alegre melodía continuó
sonando, elocuente, festiva y totalmente humana, exigiendo hacerse sentir y oír, exigiendo
que prestásemos atención a sus complejos giros y piruetas.
La
Appassionata.A r m a n d , e l v a m p i r o A n n e R i c e
233
En el furioso torrente de notas, percibí el eco de la madera del piano; percibí la vibración
de su gigantesca y tensa arpa de bronce. Percibí el deslumbrante sonido de sus múltiples
cuerdas. La música continuó sonando, turbulenta, atronadora, pura y perfecta, emitiendo unas
notas ágiles y chasqueantes como un látigo. ¿Cómo es posible que unas manos humanas creen
este hechizo, que extraigan de unas teclas de marfil este torrente de notas, esta violenta y
atronadora belleza?
La música cesó de repente. Experimenté una angustia tan profunda que sólo fui capaz de
cerrar los ojos y gemir por la desaparición de esas notas ágiles y cristalinas, de esa depurada
precisión, de ese increíble sonido que me había hablado, poniéndome por testigo, rogándome
que compartiera y comprendiera su intensa e imperiosa furia.
Me sobresalté al oír un grito. Abrí los ojos. La habitación donde me hallaba era espaciosa,
repleta de lujosos y caprichosos objetos: cuadros enmarcados que llegaban al techo, grandes
alfombras con diseños florales que se extendían bajo las patas curvadas de sillas y mesas
modernas, y el piano, el imponente piano del que había procedido aquel sonido,
resplandeciendo en medio de este caos, mostrando su larga hilera de teclas blancas y
risueñas, un triunfo del corazón, el alma, la mente.
Ante mí había un chico arrodillado en el suelo, un joven árabe que lucía una lustrosa
cabellera corta y rizada y una pequeña chilaba perfectamente cortada, es decir, una túnica de
algodón. Tenía los ojos cerrados, y su rostro menudo y redondo apuntaba hacia arriba, aunque
no me vio; sus cejas negras estaban unidas en una expresión de concentración al tiempo que
movía los labios con frenesí y pronunciaba unas palabras en árabe que brotaban
atropelladamente:
.Ven, demonio, o ángel, y detenlo, sal de la oscuridad, no me importa quién seas con
tal de que seas poderoso y vengativo; ven, sal de la luz y de la voluntad de los dioses que no
soportan ver la opresión de los malvados. Detenlo antes de que mate a mi Sybelle. Detenlo, te
lo pide Benjamin, el hijo de Abdulla, que te invoca para que tomes mi alma o mi vida a
cambio, pero ven, seas lo que fueres, para salvar a mi Sybelle.
.¡Silencio! .grité. Jadeaba, tenía la cara sudorosa y me temblaban los labios.. ¿Qué
quieres, di?
El niño abrió los ojos y me miró. Me vio. Su pequeño rostro redondo y bizantino parecía
salido del muro de la iglesia, pero era real y estaba allí; me miró y vio lo que deseaba ver.
.¡Mira, ángel! .gritó. El acento árabe realzaba el tono agudo de su voz juvenil.. ¿Es
que no ves con esos ojos tan grandes y bonitos que tienes?
Claro que lo vi. Comprendí al instante lo que sucedía. Ella, una mujer joven, Sybelle,
trataba de aferrarse al piano para impedir que el individuo la derribara de la banqueta, con las
manos extendidas para asir el teclado, los labios apretados para contener el alarido que
pugnaba por brotar de sus labios, su pelo rubio desparramado sobre los hombros. El hombre
que la golpeaba y zarandeaba, que no cesaba de gritar, le propinó de pronto un puñetazo que
la derribó de la banqueta e hizo que cayera de espaldas. Sybelle lanzó un grito y quedó
tendida como un pelele sobre la alfombra.
.La
Appassionata, la Appassionata .gruñó el hombre, un tipo alto y corpulento como unoso con un genio endemoniado.. No quiero oír esa música, me niego, no permitiré que me
hagas esto. ¡Es mi vida! .rugió como un toro.. ¡No dejaré que sigas!
El chico se levantó de un salto y me aferró por las muñecas. Yo le aparté y le miré
desconcertado mientras él sujetaba mis puños de terciopelo.
.Detenlo, ángel. ¡Detenlo, diablo! No quiero que siga golpeándola. La matará. ¡Detenlo,
diablo, Sybelle es buena!
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234
Sybelle se incorporó de rodillas. Su pelo, semejante a un velo rasgado, le tapaba la cara.
Una mancha de sangre cubría un lado de su estrecha cintura, una mancha que había embebido
el tejido estampado con flores.
Yo miré indignado al hombre, que retrocedió. Alto, con la cabeza rapada y los ojos
saltones, se cubrió los oídos con las manos y la maldijo:
.¡Loca! ¡Perra estúpida! ¿Es que no tengo una vida? ¿No tengo justicia? ¿No tengo unos
sueños?
Sin embargo, Sybelle apoyó de nuevo las manos sobre el teclado y atacó el segundo
movimiento de la
Appassionata como si nadie la hubiera interrumpido. Sus manos golpeabanlas teclas produciendo una furiosa sucesión de notas tras otra, como si éstas no hubieran
escrito con otro propósito que el de responder a ese hombre, desafiarle, gritar «no me
detendré, no me detendré»...
Vi en el acto lo que iba a ocurrir. El hombre se volvió furioso, pero sólo para dejar que la
rabia alcanzara su punto álgido. La miró con los ojos desorbitados, la boca contraída en un
rictus de angustia. En sus labios se dibujó una sonrisa letal.
Sybelle siguió tocando, oscilando de un lado al otro al ritmo de la música, sacudiendo su
melena, con el rostro alzado, sin necesidad de ver las teclas que tocaba ni dirigir el
movimiento de sus manos que volaban sobre el teclado, sin perder en ningún momento el
control del torrente.
Los labios cerrados de Sybelle emitieron un suave y monótono canturreo, a tono con la
melodía que arrancaba a las teclas. La joven arqueó la espalda e inclinó la cabeza hacia
delante, dejando que su melena cayera sobre el dorso de sus manos. Continuó tocando con
pasión, ora expresando turbulencia, ora certidumbre, ora negación, ora desafío, ora
afirmación...
El individuo avanzó hacia ella.
El chico, desesperado, se interpuso de un salto entre ellos, y el individuo lo apartó con tal
violencia que lo arrojó al suelo.
Pero antes de que el individuo pudiera agarrarla por los hombros, antes de que pudiera
tocar siquiera a Sybelle, que había iniciado de nuevo el primer movimiento de la
Appassionata,poniendo nuevamente de manifiesto todo el poder de esta maravillosa sonata, yo le sujeté y le
obligué a volverse hacia mí.
.¿Es que pretendes matarla? .murmuré.. ¡Ya veremos si lo consigues!
.¡Sí! .contestó él; tenía la cara sudorosa y sus ojos saltones relucían.. ¡Deseo
matarla! Me ha enfurecido hasta el extremo de hacerme perder la razón. ¡Juro que morirá! .El
hombre estaba tan furibundo que ni siquiera me preguntó qué hacía yo allí. Trató de
apartarme a un lado y clavó de nuevo la vista en Sybelle.. ¡Maldita seas, Sybelle! ¡Deja de
tocar! ¡No soporto esa música!
Agitando su melena hacia un lado y otro, Sybelle continuó tocando, desgranando unos
acordes que evocaban de nuevo un espíritu turbulento.
Yo obligué al individuo a retroceder, con mi mano izquierda sujetándole por el hombro y
la derecha apartándole la barbilla, al tiempo que le clavaba los dientes en el cuello, abriéndole
la arteria y llenándome la boca con su sangre. Era caliente y densa y estaba llena de odio, de
amargura, de sus malditos sueños y sus fantasías de venganza.
¡Ah! ¡Qué caliente estaba! La bebí con avidez, viéndolo todo, lo mucho que la había
amado y fomentado su afición; ella era su hermana, una joven de gran talento; él, el hermano
astuto de lengua viperina, sin el menor oído para la música, pero que había conducido a
Sybelle hacia la cumbre de su preciado y refinado universo, hasta que una vulgar tragedia
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235
había interrumpido el ascenso imparable de Sybelle, quien había perdido la razón y había
vuelto la espalda a su hermano, a los recuerdos, a su ambición, encerrándose a cal y canto
para llorar a las víctimas de esa tragedia, sus amados padres, los primeros en aplaudirla,
quienes habían sufrido un accidente de automóvil en una carretera llena de curvas que
atravesaba un oscuro y lejano valle, pocas noches antes del mayor triunfo que había
cosechado Sybelle, su debut como genio del piano ante el mundo entero.
Vi el vehículo de sus padres circular a gran velocidad a través de la oscuridad; oí al
hermano de Sybelle, sentado en el asiento posterior, charlar, su hermana sentada junto a él,
profundamente dormida. Vi el automóvil chocar con otro turismo. Vi las estrellas en lo alto
presenciar el accidente como unos testigos crueles y silenciosos.
Vi los cuerpos destrozados, sin vida. Vi el rostro atónito de Sybelle, de pie en el arcén de
la carretera, indemne pero con la ropa desgarrada. Oí a su hermano emitir un grito
horrorizado. Le oí soltar una sarta de palabrotas, incapaz de asimilar el alcance de la tragedia.
La carretera estaba sembrada de fragmentos de cristal que relucían a la luz de los faros. Vi los
ojos de Sybelle, sus ojos azul celeste. Vi cómo se cerraba su corazón.
Mi víctima había muerto. Cuando le solté cayó al suelo. Estaba tan muerto como sus
padres en aquel caluroso y desierto lugar. Estaba muerto, descalabrado, y nunca más volvería
a hacer daño a Sybelle, jamás volvería a tirarle de su largo pelo rubio, ni a golpearla, ni a
interrumpirla mientras tocaba el piano.
La habitación estaba dulcemente silenciosa, a excepción del sonido del piano. Sybelle
tocaba de nuevo el tercer movimiento, oscilando suavemente al compás del pasaje más
apacibles que al comienzo, sus pasos corteses y medidos.
El chico estaba loco de alegría. Luciendo su menuda y elegante chilaba, descalzo, su
cabeza redonda cubierta de espesos rizos negros, parecía un ángel árabe que no cesaba de
brincar y bailar.
.¡Está muerto, está muerto! .exclamó. Palmoteo de gozo, se frotó las manos y volvió a
palmotear. Luego arrojó los brazos al aire y repitió una y otra vez.: ¡Está muerto, está
muerto, está muerto, jamás volverá a hacerle daño, ni a fastidiarla, él sí que está fastidiado,
está muerto y bien muerto!
Sin embargo, ella no le oyó. Siguió tocando, ejecutando unas notas lentas y graves,
canturreando suavemente. Luego entreabrió los labios para entonar una canción monosilábica.
Yo estaba repleto de la sangre del individuo. Sentí cómo invadía mi cuerpo. La saboreé
hasta la última gota. Después de recuperar el aliento debido al esfuerzo de haberla consumido
tan rápidamente, me dirigí lenta y silenciosamente, como si Sybelle pudiera oírme enfrascada
como estaba en su música, me coloqué al otro lado del piano y la observé.
Qué rostro tan menudo y tierno tenía, tan juvenil con esos ojos enormes, profundos y
azul celeste. Pero tenía la cara llena de moratones y la mejilla cubierta de rasguños. La sien
estaba sembrada de heridas diminutas como cabezas de alfileres, donde el individuo le había
arrancado un mechón de pelo de la raíz.
A Sybelle eso no le preocupaba. Los moratones verde negruzcos de sus brazos le traían
sin cuidado. Continuó tocando como si tal cosa.
Qué cuello tan delicado tenía, pese a la huella negruzca e hinchada de los dedos del
individuo, y qué hombros tan airosos, pequeños y huesudos, apenas capaces de sostener las
mangas del sutil vestido de algodón floreado. Las cejas rubias y bien delineadas realzaban su
expresión de concentración mientras tocaba, sin ver otra cosa que la melodiosa e intensa
música que interpretaba; tan sólo sus dedos largos y limpios confirmaban su titánica e
indómita fuerza.
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Sybelle alzó la vista hacia mí y sonrió como si hubiera visto algo que momentáneamente
le había complacido; luego inclinó la cabeza una, dos, tres veces, siguiendo el acelerado
compás de la música, como si asintiera.
.Sybelle .musité. Me llevé los dedos a los labios, los besé y le arrojé el beso, mientras
sus dedos seguían volando sobre el teclado.
Al cabo de unos instantes su visión se nubló, echó la cabeza hacia atrás y atacó las notas
con la furia y velocidad que exigía el movimiento. La sonata volvió a cobrar una vida triunfal.
De golpe algo más poderoso que la luz del sol se apoderó de mí. Era un poder tan total
que me envolvió por completo y me engulló, aislándome de la habitación, del mundo, del
sonido del piano, de mis sentidos.
.¡Noooo! ¡No me lleves ahora! .grité. Pero una negrura inmensa y vacía devoró el
sonido.
Sentí que volaba, ingrávido, mis brazos abrasados y negros extendidos, inmerso en un
infierno de insoportable dolor. «Este no puede ser mi cuerpo», sollocé al contemplar la carne
negra y coriácea adherida a mis músculos, los tendones de mis brazos, mis uñas rotas y
ennegrecidas como fragmentos de cuerno quemado.
.¡No es mi cuerpo! .grité.. ¡Madre mía, ayúdame! ¡Ayúdame, Benjamín...!
Empecé a caer. Sólo un Ser podía ayudarme ahora.
.¡Dios mío, dame valor! .supliqué.. Dios mío, si ha comenzado, dame valor. No puedo
renunciar a mi razón. Dime dónde estoy, Dios mío, indícame lo que ocurre, dónde está la
iglesia, dónde están el pan y el vino, dónde está ella. ¡Ayúdame, Señor!
Seguí precipitándome en el vacío. Vi las torres de cristal, las rejas de las ventanas
cegadas, los tejados, las afiladas torres. Caí a través del áspero viento que aullaba. Caí a
través de un feroz torrente de nieve. Nada podía detener mi caída. Observé la figura
inconfundible de Benjamín junto a una ventana, su manita sujeta a la cortina, sus ojos negros
fijos en mí durante una fracción de segundo, su boca entreabierta, como un pequeño ángel
árabe. Seguí descendiendo por el espacio. La piel de mis piernas se arrugó y encogió hasta el
extremo de no poder doblarlas, tensándose en mi rostro hasta impedirme abrir la boca. En
éstas, con un espantoso estallido de dolor, aterricé de golpe sobre la nieve.
Abrí los ojos, abrasados por el fuego.
El sol brillaba en lo alto.
.¡Voy a morir! .murmuré.. Voy a morir.
En este último momento en que un calor abrasador paraliza mis miembros, cuando el
mundo entero ha desaparecido y no queda nada, oigo una música. ¡Oigo a Sybelle ejecutando
las últimas notas de la
Appassionatal ¡Sí, la oigo! ¡Oigo su tumultuosa canción!A r m a n d , e l v a m p i r o A n n e R i c e
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20
No morí, ni mucho menos.
Me desperté al oírla tocar, pero ella y su piano estaban muy lejos. En las primeras horas
del anochecer, cuando el dolor alcanzó su punto álgido, utilicé el sonido de su música, la
búsqueda de ese sonido, para no gritar enloquecido porque nada podía aliviar aquel dolor
lacerante.
Sepultado en la nieve, no podía moverme, no veía nada, salvo lo que mi mente veía si yo
utilizaba ese poder, pero como deseaba morir, no lo utilicé. Me limité a escuchar a Sybelle
tocando la
Appassionata, y a veces cantaba con ella en mis sueños.Durante la primera noche y la segunda, me entretuve escuchándola, cuando ella se
sentaba a tocar el piano. Dejaba de tocar durante horas, quizá para dormir, no lo sé. Luego
empezaba de nuevo y yo con ella.
La seguí a través de los tres movimientos de la sonata hasta aprendérmelos de memoria,
como debía de conocerlos ella. Me percaté de las variaciones que ella introducía en su música;
no había una frase musical que interpretara siempre de idéntica forma.
Oí a Benjamin llamarme, oí su voz aguda y juvenil hablando muy deprisa, al estilo
neoyorquino, diciendo:
.Aún tienes un asunto pendiente con nosotros, ángel. ¿Qué vamos a hacer con él?
Vuelve, ángel. Te daré cigarrillos. Tengo un montón de estupendos cigarrillos. Anda, vuelve.
Era una broma, ángel. Ya se que tú mismo puedes conseguir los cigarrillos que te apetezcan.
Pero es un engorro que nos hayas dejado el cadáver. Vuelve, ángel.
Durante ciertas horas no los oí. Mi mente no tenía la fuerza de alcanzarlos por vía
telepática, ver uno a través de los ojos del otro. Era imposible. Había perdido ese poder.
Yacía mudo y en silencio, tan quemado por todo lo que había visto y experimentado
como por la luz solar, dolorido y vacío, con la mente y el corazón insensibles, salvo por el amor
que sentía hacia Benjamin y Sybelle. Era muy fácil, en mi profunda desesperación, amar a dos
hermosos extraños, una muchacha loca y un niño revoltoso con mucha calle, de los que nadie
se preocupaba. El haber matado al hermano de Sybelle no tenía ninguna historia. Lo había
liquidado y ya está. El dolor de todo lo demás contenía quinientos años de historia.
Durante ciertas horas, cuando sólo me hablaba la ciudad, la inmensa, atestada, vibrante
y escandalosa urbe de Nueva York, con su eterno tráfico, incluso bajo una espesa nevada, con
sus infinitas capas de voces y vidas que ascendían hasta la meseta en la que yacía yo, y más
allá, mucho más allá, en unas torres como el mundo jamás ha contemplado antes de esta
época.
Yo me daba cuenta de esas cosas, pero no sabía cómo interpretarlas. Sabía que la nieve
que me cubría era cada vez más espesa, y dura, y no comprendía cómo algo como el hielo
podía alejar de mí los rayos del sol.
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«Sin duda voy a morir .pensé.. Si no es mañana, al otro.» Pensé en Lestat sosteniendo
el velo. Pensé en el rostro del Señor. Pero había perdido la capacidad de entusiasmarme.
Había perdido toda esperanza.
«Voy a morir .pensé. Cada mañana pensaba.: Voy a morir.» Sin embargo, no fue así.
En la ciudad, a mis pies, oí a otros de mi especie. No me esforcé en oírlos, de modo que
no percibí sus pensamientos, sino sólo sus palabras de vez en cuando. Lestat y David estaban
allí, creían que yo había muerto y lloraban mi muerte. Pero Lestat tenía problemas mucho más
graves porque Dora y el mundo le habían arrebatado el velo, y la ciudad estaba abarrotada de
creyentes. La catedral apenas podía controlar a las multitudes.
Acudieron otros inmortales, los jóvenes, los débiles y en ocasiones, por desgracia, los
más ancianos, deseosos de presenciar el milagro, colándose por las noches en la iglesia entre
los fieles mortales para contemplar el velo con ojos enajenados.
A veces hablaban sobre el pobre Armand o el valeroso Armand o san Armand, quien
llevado de su devoción a Cristo crucificado se había inmolado a las puertas de esta iglesia.
En ocasiones ellos hacían lo mismo, y poco antes de que saliera el sol, yo tenía que oír
sus postreras y desesperadas oraciones mientras aguardaban la luz mortal. ¿Tuvieron más
suerte que yo? ¿Hallaron consuelo en los brazos de Dios? ¿O gritaban de dolor, un dolor tan
intenso como el que sentía yo, irremisiblemente abrasados e incapaces de salvarse, o estaban
tan perdidos como yo, unos despojos humanos tirados en un callejón o sobre un remoto
tejado? No, iban y venían, sea cual fuere su suerte.
Qué pálido me parecía todo, qué lejano. Lo sentía por Lestat, el que se hubiera
molestado en llorar por mí, pero yo iba a morir aquí. Tarde o temprano moriría en este lugar.
Lo que había contemplado en el momento en que había ascendido hacia el sol carecía de
importancia. Iba a morir, y no había vuelta de hoja.
Las voces electrónicas traspasaban la noche nevada y hablaban del milagro, de que el
rostro de Cristo sobre un lienzo de hilo había curado a enfermos y había dejado su impronta
sobre otros lienzos. Luego se produjo la discusión entre clérigos y los escépticos, una
barahúnda tremenda.
Seguí el sentido de nada. Sufrí. Tenía todo el cuerpo abrasado. No podía abrir los ojos, y
cuando lo intentaba, las pestañas me los arañaban, provocándome un dolor insoportable.
Aguardaba oírla en la oscuridad.
Más pronto o más tarde, ineludiblemente, oía su magnífica música, con sus nuevas y
prodigiosas variaciones. En esos momentos nada me importaba, ni el misterio de dónde me
hallaba, ni lo que había visto, ni lo que Lestat y David se proponían hacer.
No fue hasta la séptima noche que recuperé por completo el sentido, y comprendí la
horrorosa situación en la que me encontraba.
Lestat había desaparecido, al igual que David. Habían cerrado la iglesia. A través de los
comentarios de los mortales averigüé que se habían llevado el velo.
Oía las mentes de toda la ciudad, un tumulto insoportable. Me aislé de él, temiendo al
inmortal errante que trataría de localizarme en cuanto captara una chispa de mi mente
telepática. No soportaba la perspectiva de que unos inmortales extraños trataran de
rescatarme. No soportaba la idea de sus rostros, sus preguntas, su posible preocupación o
cruel indiferencia. Me oculté de ellos, encerrado en mi carne lacerada y tensada. Sin embargo,
los oí, como oí las voces mortales que los rodeaban, hablando sobre milagros, redención y el
amor de Cristo.
Por lo demás, tenía suficiente en que pensar a propósito de mi actual situación y qué la
había provocado.
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239
Yo yacía sobre un tejado. Ahí es donde había aterrizado, pero no bajo el cielo raso, como
pudiera haber confiado o supuesto. Por el contrario, mi cuerpo había rodado por una pendiente
de plancha metálica y había quedado alojado en un maltrecho y oxidado saliente, sepultado
bajo repetidas nevadas.
¿Cómo había ido a parar ahí? Me lo imaginaba.
Voluntariamente, y tras el primer estallido de mi sangre bajo la luz del sol, había salido
disparado hacia arriba, hasta alcanzar una gran altura. Durante siglos había aprendido a
ascender por los aires hasta la estratosfera y moverme por ella con toda facilidad, pero nunca
había forzado el límite. En mi afán de morir, había realizado un esfuerzo titánico para alcanzar
el cielo. Mi caída se había producido desde una inconmensurable altura.
El tejado sobre el que yacía correspondía a un edificio vacío, abandonado, peligroso,
desprovisto de calefacción y corriente eléctrica.
Del pozo metálico de la escalera y de sus desvencijadas habitaciones no emanaba el
menor sonido. De vez en cuando el viento golpeaba la estructura, como si se tratara de un
gigantesco órgano, y cuando Sybelle no tocaba el piano me dedicaba a escuchar esa música,
cerrando los oídos a la intensa cacofonía de la ciudad que se extendía más arriba, más abajo,
más allá de donde me encontraba.
De vez en cuando unos mortales se colaban en los pisos inferiores del edificio,
despertando renovadas esperanzas en mí. ¿Sería uno de ellos lo bastante idiota como para
subir al tejado y permitir que me arrojara sobre él y bebiera la sangre que precisaba para
abandonar este saliente que me protegía y entregarme a los implacables rayos del sol? Tal
como me hallaba ahora, el sol apenas podía alcanzarme. Tan sólo una luz blanca de escasa
intensidad me chamuscaba a través del manto de nieve en el que estaba envuelto, y a medida
que se alargaban las noches el nuevo dolor se confundía con el resto y se suavizaba.
No obstante, nadie subía nunca al tejado.
Iba a ser una muerte lenta, muy lenta. Quizá tuviera que esperar a que llegara el calor y
fundiera la nieve.
Así, cada mañana, al tiempo que aguardaba impaciente la muerte, aceptaba resignado el
hecho de despertarme, quizá más abrasado, pero más oculto debido a las tormentas
invernales, tal como había permanecido oculto desde mi caída a los centenares de ventanas
iluminadas desde las que se divisaba este tejado.
Cuando todo estaba en silencio, cuando Sybelle dormía y Benji dejaba de espiarme y
dirigirse a mí desde la ventana, ocurría lo peor. Me ponía a pensar, con frialdad e indiferencia,
en las extrañas cosas que me habían ocurrido mientras me precipitaba en el vacío, porque era
incapaz de pensar en nada más.
Qué real me había parecido el altar de Santa Sofía y el pan que había partido con mis
manos. Había experimentado muchas cosas que ya no podía recordar ni expresar con
palabras, unas cosas que no puedo articular en esta narración ni siquiera cuando trato de
recordar la historia.
Real. Tangible. Había sentido el tacto del mantel del altar y había visto derramarse el
vino, y unos momentos antes había visto el pájaro salir del huevo. Percibí el ruido de la
cascara al partirse. Percibí la voz de mi madre, y todo lo demás.
No obstante, mi mente rechazaba esas cosas. No las quería. Mi celo pecaba de frágil.
Había desaparecido, al igual que las noches con mi maestro en Venecia, como los años en que
había recorrido mundo con Louis, como los alegres meses en la Isla Nocturna, como los largos
y vergonzosos siglos pasados con los Hijos de las Tinieblas, cuando yo me había comportado
como un imbécil, un imbécil rematado.
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Podía pensar en el velo, eso sí, y en el cielo. Podía pensar en el momento en que me
hallaba frente al altar obrando el milagro con el cuerpo de Cristo en mis manos. Sí, podía
pensar en ello, pero la totalidad era demasiado espantosa; yo no había muerto, no tenía a
Memnoch rogándome que me convirtiera en su ayudante, ni a Cristo con los brazos
extendidos, con su silueta recortada sobre la luz infinita de Dios.
Era más agradable pensar en Sybelle, recordar que su habitación decorada con
suntuosas alfombras turcas de color rojo y azul e inmensos cuadros cubiertos con una leve
capa de laca oscura habían sido tan reales como Santa Sofía o Kíev, pensar en su pálido rostro
ovalado cuando se había vuelto para mirarme, en el súbito resplandor de sus ojos húmedos,
perspicaces.
Una noche, cuando logré abrir los ojos, cuando los párpados se alzaron sobre las órbitas
y pude ver a través del pastel blanco de nieve que yacía sobre mí, me percaté de que había
empezado a curarme.
Traté de flexionar los brazos. Conseguí levantarlos un poco, haciendo que la envoltura de
nieve se partiera con un extraordinario sonido eléctrico.
El sol no podía alcanzarme aquí, al menos no lo suficiente para neutralizar la furia
sobrenatural de la sangre que contenía mi cuerpo. ¡Ah, Dios! Quinientos años haciéndome más
y más fuerte, nacido de la sangre de Marius, un monstruo desde el primer momento que
ignoraba el alcance de su fuerza.
Durante unos momentos sentí una rabia y una desesperación como jamás había
experimentado en mi vida. El dolor candente que devoraba mi cuerpo no podía ser peor.
Entonces Sybelle comenzó a tocar la
Appassionata, y todo lo demás careció deimportancia.
Nada volvería a ser importante hasta que su música cesara. La noche era más templada
que de costumbre, ya que la nieve se había derretido un poco. Daba la impresión de que no
había ningún mortal por las inmediaciones. Yo sabía que se habían llevado el velo al Vaticano.
¿Qué motivo tenían ya los mortales para acudir a este lugar?
Pobre Dora. Las noticias de la noche decían que le habían arrebatado su premio. Roma
deseaba examinar el velo. Las historias de Dora sobre unos extraños ángeles rubios fueron
publicadas por la prensa sensacionalista, y ella ya no estaba aquí.
En un momento de insólita osadía, dejé que la música de Sybelle ablandara mi corazón,
y volviendo la cabeza todo lo que pude, pese al dolor que me causaba la postura, envié mi
visión telepática como si fuera una parte carnosa de mi ser, una lengua falta de vigor, para ver
a través de los ojos de Benjamin la habitación donde ambos se hallaban.
A través de un maravilloso resplandor dorado, vi los muros llenos de pinturas rodeados
por pesados marcos, vi a mi hermosa Sybelle, vestida con una bata blanca de gasa y calzada
con unas zapatillas raídas, tocando el piano. ¡Qué música tan noble! Y a Benjamin, su pequeño
defensor, con el ceño fruncido, fumándose un cigarrillo negro, con las manos en la nuca,
paseándose de un lado a otro, descalzo, meneando la cabeza y mascullando:
.¡Te he dicho que volvieras, ángel!
Yo sonreí. Las arrugas en mis mejillas me dolían como si alguien las hubiera hecho con la
punta de un cuchillo afilado. Cerré mi ojo telepático. Me quedé adormecido escuchando los
furiosos
crescendos del piano. Por otra parte, Benjamín había presentido algo; su menteingenua, muy distinta de la sofisticada mentalidad occidental, había captado una chispa de mi
poder telepático.
Entonces tuve otra visión, muy nítida, muy especial e insólita, la cual no pude pasar por
alto. Volví de nuevo la cabeza, haciendo que el hielo se agrietara. Mantuve los ojos bien
abiertos. Más arriba vi la imagen borrosa de unas torres iluminadas.
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241
Un inmortal en la ciudad estaba pensando en mí, alguien que se hallaba lejos, a muchas
manzanas de la catedral, que estaba cerrada. Presentí de inmediato la remota presencia de
dos poderosos vampiros, unos vampiros que yo conocía, los cuales se habían enterado de mi
muerte y se lamentaban de ella con amargura mientras llevaban a cabo una importante tarea.
La situación entrañaba cierto riesgo. Si trataba de verlos me arriesgaba a que captaran
mucho más que una chispa de mi poder telepático que Benjamin había percibido al instante.
Pero, que yo supiera, en la ciudad no quedaba ningún vampiro salvo ellos, y quería averiguar
por qué se movían con tanto empeño y sigilo.
Transcurrió una hora. Sybelle había dejado de tocar. Ellos, los poderosos vampiros,
seguían merodeando por ahí, de modo que decidí arriesgarme.
Agucé mi vista desencarnada y no tardé en constatar que podía ver a uno a través de los
ojos del otro, pero no a la inversa. El motivo era bien simple. Agucé más la vista y me percaté
de que miraba a través de los ojos de Santino, el jefe de la antigua asamblea romana; el otro
era Marius, mi creador, cuya mente estaba vinculada a la mía para siempre.
Ambos se movían sigilosamente por el interior de un enorme edificio público, vestidos
como unos caballeros de la época con elegantes trajes color azul marino, cuellos blancos
almidonados y corbatas de seda. Ambos se habían cortado el pelo en deferencia a la moda que
imperaba entre los ejecutivos. Sin embargo, no merodeaban por los pasillos de una empresa,
hechizando aunque de forma inofensiva a cualquier mortal que pudiera importunarlos, sino
que era un centro médico. Comprendí en el acto el propósito que los había llevado allí.
Merodeaban por el laboratorio forense de la ciudad, y aunque se habían entretenido lo
suyo en recoger unos documentos y guardarlos en sus pesados maletines, en estos momentos
se dedicaban a retirar nerviosa y apresuradamente de las cámaras refrigeradas los restos de
los vampiros quienes, siguiendo mi ejemplo, se habían entregado a merced del sol.
Por supuesto, habían decidido requisar cuantos datos poseía el mundo sobre nosotros,
extrayendo de unos grandes cajones semejantes a ataúdes los restos de los vampiros, que
guardaban en unas sencillas y relucientes bolsas de plástico. Arrojaron en ellas huesos,
cenizas e incluso dientes. Luego sacaron de unos archivadores unas bolsitas de plástico que
contenían los restos de ropa.
Mi corazón latía aceleradamente. Me moví en mi lecho de hielo y éste crujió de nuevo.
Cálmate, corazón. Veamos. Un volante de encaje, el grueso satén veneciano, un poco
quemado en los bordes, y unos fragmentos de terciopelo rojo. Sí, eran mis pobres ropas las
que sacaron del compartimiento debidamente etiquetado del archivador y metieron en las
bolsas.
Marius se detuvo. Yo volví la cabeza y orienté mi mente hacia otro lugar. No me veas; si
me ves y te presentas aquí, juro por Dios que... ¿Qué? No tengo ni fuerzas para moverme. No
tengo fuerzas para escapar. ¡ Ah, Sybelle!, toca para mí, te lo ruego, tengo que evadirme de
esta pesadilla.
Pero luego, al recordar que era mi maestro, que sólo podía localizarme a través de la
mente más débil y confusa de su compañero, Santino, noté que los latidos de mi corazón se
aplacaban.
Del banco de la memoria reciente extraje la música de Sybelle y la enmarqué con
números, cifras y fechas, todos los datos que había recopilado a lo largo de los siglos hasta
conocerla a ella: que fue Beethoven quien escribió la dulce y magistral obra que ella
interpretaba, la
Sonata número 23 en fa menor, Op. 57. Piensa en eso, piensa en Beethoven.Imagina una noche en la fría ciudad de Viena (tuve que imaginarla pues en realidad no sabía
nada de ella), piensa en Beethoven componiendo su música, anotándola con una ruidosa
pluma que araña el papel, aunque probablemente él no percibe ese sonido. Y piensa con una
sonrisa, sí con una dolorosa sonrisa que hace que sangre tu rostro, en que le llevaban a su
casa un piano tras otro, pues tocaba con tal furia, tal afán de perfección, que rompía el
teclado.
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Ella, mi bonita Sybelle, era su hija solícita, golpeando con sus poderosos dedos las teclas
con una fuerza que sin duda a Beethoven le habría complacido de haber podido vislumbrar en
el futuro remoto, entre sus frenéticos discípulos y adoradores, a esta exquisita y perturbada
joven.
Esta noche hacía menos frío. El hielo comenzaba a fundirse. Era innegable. Apreté los
labios y alcé de nuevo la mano derecha. Se había producido un hueco en el que podía mover
los dedos de mi mano derecha.
Pero no podía olvidarme de ellos, esa extraña pareja de vampiros, el que me había
creado y el que había tratado de destruirle, Marius y Santino. Tenía que averiguar qué hacían
en estos momentos. Con cautela, envié mi débil y tentativo rayo de poder telepático, y al cabo
de unos instantes los había localizado.
Se hallaban frente de un incinerador en las entrañas del edificio, arrojando a las
crepitantes llamas del fuego todas las pruebas que habían logrado reunir, una bolsa tras otra
de plástico.
Qué raro que no quisieran examinar ellos mismos esos fragmentos bajo el microscopio.
Aunque bien pensado, ya lo habrían hecho otros. Por otra parte, ¿qué necesidad tenían de
analizar los huesos y los dientes de quienes habían ardido en el infierno cuando podían cortar
un fragmento de tejido de su blanca mano y examinarlo bajo el microscopio al tiempo que su
mano cicatrizaba milagrosamente, tal como mis heridas estaban cicatrizando en estos
instantes?
Me detuve en esa visión. Vi el borroso sótano donde se encontraban, las vigas sobre sus
cabezas. Concentrando todo mi poder en esa imagen, contemplé el rostro de Santino,
preocupado, afable, el ser que había destruido la única juventud que pude haber tenido. Vi a
mi antiguo maestro observando las llamas casi con nostalgia.
.Hemos terminado .anunció Marius con voz suave y a la par autoritaria, expresándose
en un italiano perfecto.. Ya no nos queda nada por hacer aquí.
.Destruye el Vaticano y roba el velo .repuso Santino.. ¿Qué derecho tienen ellos a
reclamarlo?
Sólo percibí la reacción de Marius, su desconcierto, seguido por una sonrisa amable y
cortés.
.¿Por qué? .preguntó como si no tuviera secretos para el otro.. ¿Qué importancia
tiene ese velo para nosotros, amigo mío? ¿Crees que con él lograremos hacer que recupere el
juicio? Discúlpame, Santmo, pero eres muy joven.
¿Lograr que recupere el juicio? Sin duda se referían a Lestat. No existía otro posible
significado. Forzando mi suerte, exploré la mente de Santino para averiguar todo lo que sabía.
Lo que vi me horrorizó, pero no me alejé de esa imagen.
Mi Lestat, que nunca había sido de ellos, se había vuelto completamente loco a
consecuencia de esta espantosa epopeya, y había sido hecho prisionero por el más viejo de
nuestra especie, quien había decretado que si Lestat no cesaba de armar jaleo, o sea, de
poner en peligro nuestro secreto, sería destruido, como sólo el más anciano podía decretar, y
nadie podía interceder por él.
¡No, eso es imposible! Me retorcí y gemí de rabia y desesperación. El dolor que
experimenté me provocó unas descargas luminosas de color rojo, violeta y naranja. No había
visto esos colores desde que me había precipitado en el vacío. Deduje que había comenzado a
recuperar los sentidos, pero ¿para qué? ¡Se proponían destruir a Lestat! Lestat estaba
prisionero, como yo lo había estado hacía siglos en las catacumbas de Santino, en Roma.
¡Dios, esto era peor que el fuego del sol, que ver a aquel miserable golpear el dulce rostro de
mejillas regordetas de Sybelle y arrojarla al suelo! Sentí una rabia que me ahogaba.
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Pero el daño, aunque insignificante, estaba hecho.
.¡Vamos, larguémonos de aquí! .exclamó Santino.. Algo va mal, lo presiento, aunque
no sabría explicártelo. Tengo la sensación como si alguien estuviera cerca de nosotros y al
mismo tiempo lejos, como si un ser tan poderoso como yo mismo hubiera oído mis pisadas a
lo lejos.
Marius lo miró con expresión amable, intrigado, sin alarmarse.
.Esta noche Nueva York nos pertenece .respondió. Luego contempló con cierta
aprensión la boca del horno por última vez.. A menos que una parte de su espíritu, tan tenaz
en vida, se haya aferrado a sus volantes de encaje y a sus prendas de terciopelo.
Yo cerré los ojos. ¡Dios, deja que cierre mi mente, que la selle por completo!
Marius siguió hablando, traspasando con su voz el frágil caparazón de mi conciencia.
.Nunca he creído en esas cosas .dijo.. En cierto modo, nosotros somos como la
eucaristía, ¿no crees? Somos el cuerpo y la sangre de un misterioso dios sólo en tanto en
cuanto nos atengamos a la forma elegida. ¿Qué son unos mechones de pelo cobrizo y unos
fragmentos de encaje chamuscado? Él ya no existe.
.No te comprendo .confesó Santino suavemente.. Si crees que nunca le amé, te
equivocas.
.Vamos .dijo Marius.. Hemos concluido nuestra tarea. No queda ni rastro de ellos.
Pero prométeme en tu vieja alma católica que no irás en busca del velo. Lo han contemplado
un millón de ojos, Santino, y no ha ocurrido nada de particular. El mundo sigue siendo el
mundo, los niños mueren en cada cuadrante bajo el cielo, de hambre y soledad.
No podía continuar arriesgándome. Me alejé de esa imagen, escrutando la noche como
un rayo luminoso, buscando algún mortal que hubiera visto salir a Marius y Santino del edificio
en el que habían llevado a cabo su importante labor, pero éstos lo habían abandonado rápida y
sigilosamente.
Noté que se alejaban. Sentí la repentina ausencia de su aliento, su pulso, y deduje que el
viento se los había llevado.
Por fin, al cabo de una hora, dejé que mi ojo examinara las estancias que ellos habían
recorrido.
Todo estaba en orden. Los pobres y confusos técnicos y guardas, a quienes los pálidos
espectros de otra dimensión habían hechizado suavemente mientras cumplían su siniestra
misión, se habían recobrado sin mayores problemas.
Por la mañana descubrirían el robo y los artículos que faltaban, y el milagro de Dora
sufriría otro duro golpe que mermaría su credibilidad.
Estaba disgustado; emití unos sollozos secos y roncos, incapaz de hacer que acudieran
las lágrimas.
Creo que en cierta ocasión vi en el reflejo del hielo mi mano, una garra grotesca, más
parecida a un objeto desollado que quemado, tan negro y reluciente como recordaba haberlo
imaginado o visto.
Entonces me asaltó un misterio. ¿Cómo pude haber asesinado al hermano de mi pobre
Sybelle? Sin duda era una fantasía. ¿Cómo pude haberlo ejecutado rápida y fríamente
mientras me elevaba y caía bajo el peso del sol matutino?
Si eso no había sucedido, si yo no había matado y succionado la sangre del despreciable
y vengativo hermano de Sybelle, tanto ésta como mi pequeño beduino debían de ser también
un sueño. ¡Dios mío! ¿Qué nuevos horrores me aguardaban?
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La noche alcanzó su hora más cruel. Unos lejanos relojes situados en habitaciones con
muros de yeso pintados dieron la hora. Unas ruedas circulaban sobre la nieve. Alcé de nuevo
la mano, con lo que se produjo el inevitable crujido y chasquido. El hielo que me rodeaba se
rompió en mil pedazos, como fragmentos de cristal.
Levanté los ojos y contemplé las refulgentes estrellas. Qué hermosas son estas
guardianas de las torres de cristal con sus cuadrados dorados de luz fijos, dispuestas en razón
de su jerarquía a lo largo y ancho del vasto firmamento para puntear la etérea negrura de la
noche invernal. Aquí viene el viento tirano, silbando a través de los cristalinos cañones que se
extienden sobre este pequeño lecho donde yace abandonado un demonio, contemplando con
la visión robada a un alma superior las brillantes luces de la ciudad que se reflejan en las
nubes. ¡Ah, estrellas, cuánto os he odiado y envidiado por proseguir implacables vuestro curso
en el espantoso vacío!
Sin embargo, ahora no odiaba nada. Mi dolor era una purga que me había librado de
todo sentimiento indigno. Observé cómo se nublaba el cielo, convirtiéndose durante un silencio
y espléndido momento en un diamante; luego la suave bruma asumió de nuevo el resplandor
dorado de las farolas y envió como respuesta una ligera nevada.
Me tocó el rostro. Me tocó la mano extendida. Me tocó todo el cuerpo a medida que sus
diminutos copos mágicos se derretían.
.Ahora saldrá el sol .murmuré, como si un ángel guardián me estrechara entre sus
brazos.. Sus rayos me localizarán a través de este pequeño y destartalado toldo de hojalata y
transportará mi alma a unos abismos de dolor aún más profundos.
En aquel momento una voz protestó. Una voz que suplicó que no ocurriera. Era la mía,
por supuesto, ¿por qué no iba a engañarme? Estaba loco si creía que podía soportar las
quemaduras que había sufrido y que las podía aguantar de nuevo conscientemente.
Sin embargo, no era mi voz, sino la de Benjamin, que estaba rezando. Dirigí mis ojos
descarnados hacia él y le vi. Estaba arrodillado en la habitación donde ella dormía como un
melocotón maduro y suculento, acostada entre las suaves y arrugadas ropas de la cama.
.¡Oh, ángel, Dybbuk! ¡Ayúdanos! Una vez viniste. Ven otra vez. Me irrita que no acudas.
¿Cuántas horas faltan para que amanezca, jovencito?,
susurré en su oreja, delicadacomo una pequeña concha. ¡Como si yo no lo supiera!
.¡Dybbuk! .exclamó Benjamin.. ¿Eres tú quien me habla? ¡Despierta, Sybelle!
Recapacita antes de despertarla. Soy un ser horripilante que vaga por la Tierra. No soy el
ser resplandeciente que viste cómo amaba a vuestro enemigo y bebía su sangre al tiempo que
gozaba, contemplaba la belleza de Sybelle y tu euforia. Soy un monstruo que he venido a
cobrar la deuda que habéis contraído conmigo, un insulto a vuestros inocentes ojos. Ten por
seguro, jovencito, que seré vuestro para siempre si me hacéis este favor, si venís a mí, si me
socorréis, si me ayudáis, porque mi voluntad me ha abandonado, y estoy solo, y deseo
recuperarme pero no puedo hacerlo yo solo, y mis años no significan ya nada, y tengo miedo.
Benjamin se levantó y miró la lejana ventana, a través de la cual yo le había visto
observarme por sus ojos mortales, pero a través de la cual no podía verme ahora, tendido
como estaba sobre un tejado situado más abajo del elegante apartamento que él compartía
con mi ángel. Benjamin cuadró los hombros y arrugó el ceño, asumiendo una expresión seria.
En aquel instante, con sus negras cejas fruncidas en un gesto de profunda concentración, era
la viva imagen de un querubín que yo había visto pintado en un muro bizantino.
.¡No tienes más que decir lo que deseas, Dybbuk, e iré a reunirme contigo! .declaró
Benjamin, blandiendo su puño menudo pero poderoso.. ¿Dónde estás, Dybbuk, qué temes
que no podamos vencer juntos? ¡Despierta, Sybelle! ¡Nuestro divino Dybbuk ha regresado y
nos necesita!
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Iban a venir a buscarme. Era el edificio situado junto al suyo, un montón de ruinas.
Benjamin lo conocía. A través de unos débiles murmullos telepáticos le rogué que trajera un
martillo y un pico para romper el hielo que quedaba y unas grandes y mullidas mantas con las
que envolverme.
Yo sabía que no pesaba nada. Girando dolorosamente los brazos, logré partir otro
fragmento del hielo que me cubría. Me palpé la cabeza con una mano semejante a una garra y
comprobé que me había vuelto a crecer el pelo, tan espeso y cobrizo como antes. Sostuve un
mechón bajo la luz, pero mi brazo no soportó el lacerante dolor y lo dejé caer, incapaz de
cerrar ni mover mis dedos deformes y resecos.
Tenía que realizar un encantamiento, al menos cuando llegaran Benjamin y Sybelle. No
quería que contemplaran al ser en el que me había convertido, un monstruo negro y correoso.
Ningún mortal podría resistir verme en este estado, por amables que fueran las palabras que
brotaran de mis labios. Debía protegerme.
Dado que no tenía un espejo, ¿cómo sabía yo el aspecto que presentaba ni lo que debía
hacer? Tenía que soñar, soñar con los viejos tiempos en Venecia cuando había podido
contemplar mi belleza en el espejo del sastre y transmitir esa visión a las mentes de mis
jóvenes amigos, aunque requiriera toda la fuerza que yo poseía; sí, eso era lo que debía hacer,
aparte de darles algunas instrucciones.
Permanecí inmóvil, observando los suaves y cálidos copos de nieve, tan distintos de la
terrible ventisca que se había producido antes. No me atrevía a utilizar mis poderes para
seguir sus pasos.
En éstas oí el estruendo de un cristal al romperse y un portazo, seguido por unos pasos
irregulares y apresurados por la escalera metálica, tropezando en los rellanos.
Mi corazón latía aceleradamente, y cada pequeña convulsión me producía un dolor
intenso, como si mi sangre me abrasara.
De pronto la puerta de acero del terrado se abrió bruscamente y los oí correr hacia mí.
Bajo la tenue y fantasmagórica luz de los rascacielos que me rodeaban, vi sus figuras
menudas; ella semejante a un hada, y él un niño que no debía de tener más de doce años,
apresurándose hacia mí.
¡Sybelle! Salió al terrado sin abrigo, con el pelo suelto y enmarañado, hecho una pena, y
Benjamín vestido con su delgada chilaba de hilo. Pero portaban una amplia manta con que
cubrirme, y yo me apresuré a invocar una visión.
Dame al niño que yo era, dame mi mejor traje de raso verde y mis
volantes de encaje, dame mis medias y mis botas con cordones, y deja que mi
cabello presente un aspecto limpio y lustroso.
Abrí los ojos lentamente y miré a uno y a otra, observando sus pequeños rostros pálidos
y arrobados. Parecían dos vagabundos de la noche ahí plantados en la nieve que comenzaba a
derretirse.
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.¡Nos tenías muy preocupados, Dybbuk! .exclamó Benjamín con tono agitado.. ¡Qué
hermoso eres!
.No creas en lo que ves, Benjamín .repuse.. Apresuraos, partid el hielo con vuestras
herramientas y tapadme con la manta.
Fue Sybelle quien empuñó con ambas manos el martillo de hierro con un mango de
madera y descargó un contundente golpe sobre el hielo, rompiendo de inmediato la suave
capa superior. Benjamin comenzó a partir el hielo rápidamente, como si se hubiera convertido
en una pequeña máquina, golpeando con el pico a diestro y siniestro, desmenuzándolo,
haciendo que los fragmentos de hielo volaran en todas direcciones.
El viento agitó el pelo de Sybelle, que se le metía en los ojos. Tenía unos copos de nieve
adheridos a los párpados.
Yo sostuve la imagen, un niño desvalido, vestido con un traje de raso, las manos suaves
y sonrosadas con las palmas hacia arriba, incapaz de ayudarlos.
.No llores, Dybbuk .declaró Benjamín, agarrando un pedazo enorme de hielo con
ambas manos.. Nosotros te sacaremos de aquí, no llores, ahora eres nuestro. Ya te tenemos.
Benjamín arrojó a un lado las relucientes e irregulares planchas de hielo. Él mismo
parecía estar congelado, más sólido que el hielo, observándome al tiempo que sus labios
dibujaban una «O» de asombro.
.¡Pero si estás cambiando de color, Dybbuk! .exclamó, alargando la mano para tocar
mi ilusorio rostro.
.No hagas eso, Benji .le reprendió Sybelle.
Era la primera vez que yo oía su voz, y observé la firme y valerosa serenidad que
reflejaba su pálido semblante. El viento hacía que los ojos le lagrimearan, pero ella no perdió
la compostura. Retiró uno trocitos de hielo que yo tenía pegados en el pelo.
Sentí un terrible escalofrío que apagó mi calor, sí, pero al mismo tiempo hizo que
rodaran unas lágrimas por mis mejillas. ¿Eran de sangre?
.No me miréis .dije.. Benji, Sybelle, apartad la vista de mí. Dadme la manta.
Sybelle achicó los ojos y siguió observándome perpleja, desobedeciendo mis órdenes, sin
pestañear, sujetando con una mano el cuello de su delgada bata de algodón para protegerse
del viento, la otra suspendida sobre mi cabeza.
.¿Qué te ha ocurrido desde que acudiste a nosotros? .preguntó con tono afectuoso..
¿Quién te ha hecho eso?
Tragué saliva e hice que retornara la visión. La invoqué con todos los poros de mi
cuerpo, como si éste fuera una agencia de aliento.
.No vuelvas a hacerlo .dijo Sybelle.. Te debilita y sufres mucho.
.Me curaré, tesoro .respondí.. Te lo prometo. No tendré siempre este aspecto, me
recuperaré enseguida. Pero sacadme de este terrado. Sacadme de este gélido lugar y llevadme
donde el sol no pueda alcanzarme. Fue el sol quien me quemó. Sólo el sol. Tendréis que
transportarme en brazos. No puedo andar, ni siquiera arrastrarme. Soy una criatura nocturna.
Ocultadme en la oscuridad.
.Basta, no digas más .contestó Benji.
Al abrir los ojos, contemplé una gigantesca ola de mar azul y reluciente sobre mí, como
si me envolviera el cielo estival. Sentí la suave textura del terciopelo, e incluso eso me produjo
dolor en mi piel abrasada, pero era un dolor soportable gracias a los tiernos cuidados de Benji
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y Sybelle, y por esto, por sentir sus manos solícitas, su amor, yo estaba dispuesto a soportarlo
todo.
Entre ambos me levantaron del suelo y me abrigaron con la manta. Yo sabía que no
pesaba, pero me disgustaba estar tan desvalido.
.¿No soy lo suficientemente ligero para que podáis transportarme en brazos? .
pregunté. Incliné la cabeza inclinada hacia atrás y contemplé de nuevo la nieve, y confié en
que cuando se me aclarara la vista podría contemplar también las estrellas en lo alto,
inmóviles y silenciosas más allá del resplandor de un diminuto planeta.
.No temas .musitó Sybelle, acercando los labios a la manta.
Me percaté de que de su sangre manaba un aroma intenso y espeso como la miel.
Sosteniéndome entre ambos, Benji y Sybelle atravesaron a toda prisa el terrado. Me
había librado de la nieve y el hielo que laceraba mi piel, era libre, probablemente para
siempre. No podía pensar en su sangre. No podía permitir que este cuerpo abrasado y
hambriento se saliera con la suya. Era inconcebible.
Bajamos por la escalera metálica, doblando una y otra esquina. Los pasitos de los
jóvenes resonaban sobre los escalones de acero mientras yo trataba de encajar las sacudidas
que padecía mi dolorido cuerpo. Contemplé el techo de la escalera, y de pronto me abrumó el
olor de la sangre de los dos jóvenes, confundiéndose una con otra, y cerré los ojos y crispé
mis puños abrasados, percibiendo el crujir de mi piel correosa. Me clavé las uñas en las palmas
de las manos.
.Descuida, no dejaremos que caigas .me susurró Sybelle al oído.. No vamos lejos.
¡Dios mío, qué aspecto tienes! ¡Estás completamente quemado por el sol!
.No le mires .terció Benji, enojado.. ¡Apresúrate! ¿Crees que un Dybbuk tan poderoso
como él no sabe lo que estás pensando? Vamos, apresúrate.
Llegamos a la planta baja del edificio, a la ventana que habían roto. Sybelle me tomó en
sus brazos, sosteniéndome debajo de la cabeza y de las rodillas. Oí la voz de Benji algo más
alejada, pues ya no reverberaba entre los muros del edificio.
.Ya está, ya puedes entregármelo. .Qué furioso y excitado parecía Benji. Sybelle
atravesó la ventana, sosteniéndome en brazos, eso sí lo noté, aunque mi astuta mente de
Dybbuk estaba tan agotada que sólo reparé en el dolor y en la sangre, y de nuevo en el dolor
y en la sangre, mientras ambos jóvenes echaban a correr a través de un largo y oscuro
callejón desde el que yo no alcanzaba a ver el cielo.
Qué dulce era ese movimiento oscilante, como si me meciera, mis piernas abrasadas
balanceándose en el aire y el suave tacto de los dedos de Sybelle a través de la manta; todo
era perversamente maravilloso. Ya no experimentaba dolor, tan sólo unas sensaciones. La
manta cayó sobre mi rostro.
Benji y Sybelle avanzaron apresuradamente sobre la nieve. Benji resbaló en una ocasión
y soltó un grito, pero Sybelle se apresuró a sostenerlo y el chico suspiró aliviado.
Qué laborioso era para ellos avanzar a través de la nieve transportándome en brazos.
Tenían prisa por llegar a casa.
Entramos en el hotel donde ambos jóvenes vivían. Una ráfaga de aire acre y cálido se
apresuró a acogernos tan pronto como se abrió la puerta y antes de cerrarse. Los ágiles pasos
de Sybelle, que lucía unos bonitos zapatitos, y de Benji, que caminaba apresuradamente
calzado con unas sandalias, resonaron por el pasillo.
En el momento de entrar en el ascensor, Benji y Sybelle comprimieron mi cuerpo,
alzando mis rodillas y el torso, lo cual me provocó un espasmo de dolor que me recorrió las
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piernas y la espalda. Me mordí la lengua para reprimir un grito. El dolor no me importaba. El
ascensor, que olía a motores antiguos y aceite de toda la vida, inició su laborioso ascenso
entre sacudidas y convulsiones.
.Ya estamos en casa, Dybbuk .murmuró Benji, derramando su cálido aliento sobre mi
mejilla al tiempo que introducía la manita debajo de la manta y acariciaba mi dolorido cuero
cabelludo.. Estamos a salvo, te hemos rescatado y estás con nosotros.
Percibí el clic de unas cerraduras, unos pasos sobre el suelo entarimado, el aroma de
incienso y velas, un perfume intenso de mujer, de pulimento para muebles, de viejos y
agrietados cuadros al óleo, la dulce y penetrante fragancia de unos lirios recién cortados.
Benji y Sybelle me tendieron suavemente sobre un mullido lecho, aflojando la manta que
me envolvía para que me hundiera en la colcha de seda y terciopelo; las almohadas parecían
fundirse debajo de mi cabeza.
Era el alborotado nido sobre el que yo había visto a Sybelle, con el ojo de mi mente,
acostada con un camisón blanco, bañada en un dorado resplandor, profundamente dormida
tras los horrores que había vivido hacía un rato.
.No me quitéis la manta .dije. Sabía que mi pequeño amigo se moría de ganas de
hacerlo.
Haciendo caso omiso de mi ruego, Benji retiró la manta suavemente. Yo traté de
aferrarla con mi mano inservible, para que no me descubriera el rostro, pero sólo logré
flexionar mis dedos abrasados.
Benji y Sybelle permanecieron de pie junto al lecho, observándome. La luz danzaba a su
alrededor, confundiéndose con el calor de la estancia, iluminando a esas dos frágiles figuras, la
joven de porcelana con el rostro enjuto y una piel blanca como la nieve de la que había
desaparecido todo rastro de los moratones, y el pequeño árabe, el niño beduino, pues ahora
me percaté de que eso es lo que era. Ambos contemplaron sin temor a un ser que debía
resultar horripilante para unos ojos humanos.
.¡Tienes la piel brillante! .comentó Benji.. ¿Te duele?
.¿Qué podemos hacer? .preguntó Sybelle quedamente, como si temiera herirme con el
sonido de su voz. Se cubrió la boca con las manos. La luz arrancaba unos reflejos a los
rebeldes mechones de pelo rubio y lacio; tenía los brazos azulados debido al frío que hacía
fuera y no dejaba de tiritar. Pobre criatura, tan menuda y delicada. Tenía el camisón arrugado,
un camisón de algodón blanco, bordado con flores y ribeteado con un grueso encaje, la prenda
perfecta para una virgen. Sus ojos rebosaban afecto y comprensión.
.No conoces mi alma, ángel mío .dije.. Soy un ser perverso. Dios se negó a
acogerme, al igual que el diablo. Me dirigí hacia el sol para entregarles mi alma. Lo hice por
amor, sin temor al fuego del infierno ni al dolor. Pero esta Tierra ha sido mi purgatorio
terrenal. No sé cómo acudí a vosotros la primera vez. No sé qué poder me concedió esos
breves segundos para plantarme en esta habitación e interponerme entre tu persona y la
muerte que estaba a punto de abatirse sobre ti.
.No, no .murmuró Sybelle con voz trémula. Sus ojos resplandecían en la penumbra de
la habitación.. Él no me habría matado.
.¡Desde luego que lo habría hecho! .insistí. Benjamin pronunció las mismas palabras al
unísono.
.Estaba borracho y no sabía lo que hacía .espetó Benjamin furioso.. Tenía unas
manos grandes, torpes y crueles, y no le importaba hacerte daño. La última vez que te golpeó
te quedaste tendida en este lecho como muerta durante dos horas. ¿Acaso crees que el
Dybbuk mató a tu hermano sin motivo?
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.Creo que Benji dice la verdad, bonita mía .dije. Respiraba trabajosamente y cada
palabra que articulaba me costaba un esfuerzo titánico. De repente ansié mirarme en un
espejo. Me revolví en el lecho, desesperado, pero al instante me quedé rígido debido al dolor
que me provocaba el menor movimiento.
Ambos jóvenes se asustaron.
.¡No te muevas, Dybbuk! .me rogó Benji.. ¡Sybelle, trae todas las bufandas de seda,
rápido! Le envolveremos en ellas.
.¡No! .murmuré.. Tapadme con la colcha. Si queréis verme el rostro, dejadlo
descubierto, pero cubrid el resto de mi cuerpo. O...
.¿O qué, Dybbuk?
.Alzadme para que vea qué aspecto tengo. Acercadme un espejo alargado.
Los jóvenes guardaron silencio, perplejos. La larga melena rubia de Sybelle caía lacia
sobre sus generosos pechos. Benji se mordió el labio.
La habitación estaba inundada de colorido. Contemplé la seda azul que cubría el yeso de
los muros, los montones de alegres almohadones bordados que me rodeaban, el fleco dorado,
y más allá, las oscilantes lágrimas del candelabro, que exhibían todos los colores del arco iris.
Me pareció oír el melodioso murmullo del cristal cuando las lágrimas rozaban entre sí. Tuve la
impresión, en mi trastornada mente, de que jamás había contemplado semejante esplendor,
que había olvidado en todos mis años de existencia lo deslumbrante y exquisito que era el
universo.
Cerré los ojos, dejando que se grabara en mi corazón la imagen de la estancia. Inspiré
aire, luchando contra el aroma de sangre y la dulce y pura fragancia de los lirios que me
embargaba.
.¿Me dejas ver esas flores? .musité. ¿Tendría los labios chamuscados? ¿Podían Benji y
Sybelle ver mis afilados incisivos, tal vez amarillentos debido al fuego? Me pareció flotar entre
las sedas sobre las que yacía. Flotaba, sí, y tuve la sensación de que podía abandonarme a los
sueños, pues estaba a salvo. Los lirios estaban junto a mí. Alcé la mano. Al sentir el tacto de
los pétalos, unas lágrimas rodaron por mis mejillas. ¿Eran lágrimas de sangre? Rogué a Dios
que no lo fueran, pero oí a Benji emitir una exclamación de estupor y a Sybelle murmurar unas
palabras para tranquilizarlo.
.Yo era un chico de diecisiete años, según creo recordar, cuando ocurrió .expliqué..
Sucedió hace cientos de años. Yo era muy joven. Mi maestro era muy cariñoso; no creía que
existieran seres malvados. Creía que podíamos alimentarnos de los perversos. Si yo no
hubiera estado a punto de morir, mi transformación no se habría producido tan pronto. Él
deseaba que yo conociera muchas cosas, que estuviera preparado.
Abrí los ojos. Benji y Sybelle me observaban fascinados. Vieron al muchacho que había
sido yo. El caso es que yo no lo había hecho adrede.
.Qué guapo eres .comentó Benji.. Y tan refinado, Dybbuk.
.Jovencito .respondí con un suspiro, sintiendo que la frágil quimera que había forjado a
mi alrededor se esfumaba., de ahora en adelante quiero que me llames por mi nombre; no
me llamo Dybbuk. Supongo que sacaste ese nombre de los hebreos de Palestina.
Benji se echó a reír. No retrocedió espantado cuando yo recuperé mi forma primitiva.
.Dime cómo te llamas .dijo.
Yo le complací.
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250
.Armand .intervino Sybelle., ¿qué podemos hacer por ti? Si no te sirven las bufandas
de seda, utilizaremos unos ungüentos, de áloe; eso aliviará tus quemaduras.
Yo emití una breve y suave carcajada, pero sin ánimo de burla.
.Mi áloe es la sangre, niña. Necesito un hombre malvado, un hombre que merezca
morir. ¿Cómo puedo dar con él?
.¿Para qué necesitas su sangre? .preguntó Benji, sentándose en el lecho. Se sentó
sobre mí y me escrutó como si yo fuera la criatura más fascinante que jamás hubiera visto..
¿Sabes, Armand?, eres negro como el betún, pareces hecho de cuero negro, como esas gentes
que pescan de los pantanos en Europa, todo reluciente. El mero hecho de contemplarte
representa una lección en materia de músculos.
.Basta, Benji .dijo Sybelle, tratando de reprimir su tono de censura y su inquietud..
Debemos pensar en la forma de proporcionarle un hombre malvado.
.¿Lo dices en serio? .inquirió Benji, mirándola. Sybelle seguía de pie, con las manos
unidas como si estuviera rezando.. Eso no es difícil. Lo difícil es deshacernos más tarde del
cuerpo. .El niño se volvió hacia mí y preguntó.: ¿Sabes lo que hicimos con el hermano de
Sybelle?
Ella se tapó los oídos con las manos y agachó la cabeza. ¿Cuántas veces había hecho yo
ese mismo gesto cuando temía que una sarta de palabras e imágenes pudieran destruirme?
.Todo tu cuerpo reluce, Armand .comentó Benji.. Puedo conseguirte un hombre
malvado en un santiamén. ¿Quieres un hombre malvado? Tracemos un plan.
El niño se inclinó sobre mí como si pretendiera escrutar mi mente. De pronto me di
cuenta de que observaba mis incisivos.
.No te acerques tanto, Benji .le advertí.. Llévatelo de aquí, Sybelle.
.Pero ¿qué he hecho?
.Nada .contestó Sybelle. Luego bajó la voz y añadió con evidente nerviosismo.: Tiene
hambre.
.Retira la colcha, por favor .dije.. Mírame y deja que me mire en tus ojos como si me
mirara en un espejo. Quiero ver el aspecto horripilante que ofrezco.
.Hummm, creo que estás loco, Armand .respondió Benji.. O algo por el estilo.
Sybelle se inclinó y retiró con cuidado la colcha, dejando todo mi cuerpo al descubierto.
Yo penetré en su mente. Era peor de lo que había imaginado. Presentaba el reluciente y
horrendo aspecto de un cadáver extraído de un pantano, tal como había dicho Benji, a lo que
había que añadir una espesa mata de pelo rojizo, unos enormes ojos brillantes y castaños
desprovistos de párpados y unos dientes blancos perfectamente alineados debajo y encima de
unos labios arrugados como una pasa. Sobre la piel negra y correosa de mi rostro aparecían
unos gruesos regueros rojos producidos por mis lágrimas de sangre.
Volví la cabeza y la sepulté en la almohada. Sybelle volvió a cubrirme.
.Esta situación no puede continuar, más por vosotros que por mí .declaré.. No se
trata de transformar mi imagen a cada momento, pues cuanto más tiempo contemplarais mi
verdadera fisonomía antes os acostumbraríais a ella. No, esto no puede seguir así.
.Lo que tú digas .repuso Sybelle, sentándose junto a mí.. ¿Te gusta que apoye mi
mano fresca en tu frente? ¿Te gusta que te acaricie el pelo?
Achiqué el único ojo que me quedaba y la miré.
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Su cuello largo y esbelto temblaba, al igual que el resto de su bello y enjuto cuerpo.
Tenía los pechos voluptuosos, firmes. A sus espaldas, iluminado por el cálido resplandor de la
habitación, vi el piano. Pensé en esos dedos finos y suaves tocando las teclas. Oí en mi
imaginación la melodía de la
Appassionata.En éstas percibí un ruido seco, un chasquido y un clic, seguido de la exquisita fragancia
de un buen tabaco.
Benji comenzó a pasearse de un lado al otro de la habitación, detrás Sybelle, sosteniendo
un cigarrillo negro en los labios.
.Tengo un plan .dijo, expresándose con desenvoltura pese a sostener el cigarrillo entre
los labios.. Bajo a la calle. Me encuentro con un tipo malvado al cabo de dos segundos. Le
cuento que estoy solo en este apartamento, en el hotel, con un tipo borracho, un baboso
chiflado, que tenemos un montón de cocaína para vender y que no sé qué hacer para
sacármela de encima.
Yo me eché a reír pese al dolor. El pequeño beduino se encogió de hombros y sostuvo las
manos en alto, con las palmas hacia arriba, mientras seguía dando unas caladas al cigarrillo,
envuelto en una nube mágica de humo.
.¿Qué te parece? Te aseguro que dará resultado. Sé juzgar el carácter de un hombre.
Entonces tú, Sybelle, te apartas para que yo pueda conducir a ese tipo despreciable, ese saco
de porquería que ha caído en la trampa que le he tendido, hasta la cama, y le pongo la
zancadilla para que caiga sobre ella de bruces, así, y el tipo cae en tus brazos, Armand. ¿Qué
te parece mi plan?
.¿Y si algo sale mal? .pregunté.
.En ese caso mi hermosa Sybelle le asesta un golpe en la cabeza con el martillo.
.Se me ocurre otra treta .dije., aunque el plan que has ideado es increíblemente
brillante. Le dices que la cocaína se oculta debajo de la colcha, en unas bolsitas de plástico
dispuestas sobre la cama, y si no se traga el anzuelo y se acerca para comprobarlo, nuestra
hermosa Sybelle retira la colcha y cuando ese individuo vea al monstruo que yace en este
lecho, se largará de aquí sin tratar de vengarse de nadie.
.¡Sí, sí! .exclamó Sybelle, palmoteando de gozo. Sus ojos pálidos y luminosos parecían
más grandes de lo habitual.
.Es perfecto .reconoció Benji.
.Pero no te lleves ni un centavo. ¡Ojalá tuviéramos un poco de ese perverso polvo
blanco para utilizar de cebo!
.Sí que tenemos .repuso Sybelle.. Tenemos un poco que estaba en los bolsillos de mi
hermano. .Me miró con aire pensativo, ausente, como si repasara el plan a través de su los
mecanismos perfectamente engrasados de su tierna y dúctil mente.. Le quitamos todo lo que
llevaba encima para que cuando hallaran su cadáver no pudieran identificarlo fácilmente. En
Nueva York la policía encuentra muchos cadáveres abandonados. Aunque no puedes
imaginarte lo que nos costó arrastrarlo.
.¡Sí, tenemos ese perverso polvo blanco! .exclamó Benji, abrazando a Sybelle. Luego
salió apresuradamente de la habitación y regresó al cabo de un instante con una pequeña
pitillera de plata extraplana.
.Déjala ahí para que pueda oler su contenido .dije, sospechando que ninguno de los
dos jóvenes sabía por cierto que contenía cocaína.
Benji abrió la tapa de la pitillera de plata. En su interior, en una bolsita de plástico,
doblada con increíble esmero, se hallaba el polvo que emanaba exactamente el aroma que yo
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pretendía que emanara. Era inútil que probara un poco con la punta de la lengua, pues el
azúcar me habría parecido que tenía el mismo sabor.
.Muy bien. Pero vacía la mitad del contenido en el fregadero, para que quede sólo un
poco, y deja la pitillera aquí, no sea que te topes con un imbécil dispuesto a matarte para
robártelo.
Sybelle se estremeció, alarmada.
.Yo iré contigo, Benji.
.No, eso sería una temeridad .repliqué.. En caso de peligro le será más fácil escapar
si va solo.
.Tienes razón .contestó Benji, dando una última calada al cigarrillo y aplastándolo en
un enorme cenicero junto a la cama, en el que había otra docena de colillas esperando a su
compañera.. ¿Cuántas veces tengo que repetírtelo cuando salgo por la noche a por tabaco?
¡Nunca me haces caso!
Benji desapareció antes de que Sybelle pudiera reaccionar. Oí correr el chorro del grifo
del fregadero. Benji se estaba deshaciendo de la mitad de la cocaína. Eché un vistazo
alrededor de la habitación, tratando de no pensar en la suculenta sangre de mi ángel guardián.
.Algunas personas son buenas por naturaleza .comenté., y les gusta ayudar a los
demás. Tú eres una de ellas, Sybelle. No descansaré mientras vivas. Estaré siempre junto a ti,
para protegerte y devolverte el favor que me has hecho.
Ella sonrió, y yo la miré maravillado.
Su enjuto rostro, de labios bien delineados, mostraba una sonrisa radiante, como si el
abandono y el dolor jamás hubieran hecho mella en él.
.¿Serás mi ángel guardián, Armand? .preguntó Sybelle.
.Siempre.
.Me marcho .terció Benji. Con un chasquido y un clic, encendió otro cigarrillo. Debía de
tener unos pulmones como unos sacos de carbón.. Voy a sumergirme en la noche. Pero ¿y si
ese hijo de perra está enfermo o sucio o...?
.Me da lo mismo. La sangre es sangre. Tú tráelo aquí. No trates de ponerle la
zancadilla. Espera a que se acerque a la cama y cuando alargue la mano para levantar la
colcha, tú, Sybelle, te apresuras a retirarla y tú, Benji, le das un empujón con todas tus
fuerzas para que ese tipo tropiece con el borde de la cama, se dé un golpe en la espinilla y
caiga en mis brazos. Y ya es mío.
Benji se dirigió hacia la puerta.
.Espera .murmuré.
¿Pensaba en mi afán de beber sangre? Observé el rostro silencioso y risueño de Sybelle y
luego miré a Benji, echando humo como una pequeña locomotora, vestido tan sólo con la
dichosa chilaba para defenderse de los rigores del invierno.
.Es preciso hacerlo .me dijo Sybelle. Luego mirando a Benji con ojos como platos y
expresión preocupada.. Elige a un hombre realmente malvado, Benji. Un hombre que trate de
robarte y matarte.
.Sé adonde ir .respondió Benji, esbozando una picara sonrisa.. Vosotros jugad bien
vuestras cartas cuando yo regrese. ¡Tápalo, Sybelle! No estéis pendientes del reloj. ¡No os
preocupéis por mí!
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El pequeño beduino salió del apartamento. La pesada puerta se cerró automáticamente
detrás de él.
No tardaría en estar aquí. Una sangre espesa, roja.
No tardaría en estar aquí, una sangre caliente y deliciosa, que yo bebería del individuo
hasta dejarlo seco.
Estaría aquí dentro de pocos segundos.
Cerré los ojos y, al abrirlos, dejé que la habitación asumiera su forma habitual, con las
cortinas color azul celeste en todas las ventanas, las cuales caían en unos gruesos pliegues
hasta el suelo, y la alfombra decorada con una guirnalda ovalada de grandes rosas. Ella, esta
joven delgada como un palo, me miraba y sonreía dulcemente, como si el crimen que esta
noche iba a cometerse aquí no la afectara lo más mínimo.
Sybelle se arrodilló junto a mí, peligrosamente cerca, y me acarició de nuevo el pelo con
delicadeza. Sus suaves pechos, no reprimidos en un sostén, me rozaron el brazo.
Adiviné sus pensamientos con tanta facilidad como si leyera la palma de su mano,
penetrando a través de las numerosas capas de su conciencia, contemplando el oscuro y
tortuoso camino que discurría a través del Valle del Jordán, y a sus padres circulando a
excesiva velocidad en la oscuridad, y las cerradas curvas, y los conductores árabes que
circulaban en sentido contrario a una velocidad aún mayor, hasta producirse la inevitable
colisión, el tremendo encontronazo de los faros.
.Para comer el pescado del mar de Galilea .dijo Sybelle, apartando la mirada.. Fue
idea mía ir allí. Me apetecía comer pescado fresco. íbamos a permanecer un día más en Tierra
Santa. Mis padres dijeron que Nazaret estaba muy lejos de Jerusalén. «Pues Jesús caminó
sobre las aguas», protesté. Siempre me había parecido una historia muy extraña. ¿La
conoces?
.Sí .contesté.
.Que caminaba sobre el agua, como si hubiera olvidado que los apóstoles estaban allí y
que alguien podía verlo; y ellos, que estaban en la barca, dijeron: «¡Señor!», y Él se
sorprendió. Un milagro muy extraño, como si todo hubiera sucedido... por casualidad. Yo
quería ir allí. Me apetecía comer pescado fresco recién sacado del mar, las mismas aguas en
las que habían pescado Pedro y los otros. Fue idea mía. No digo que fuera culpa mía que
murieran mis padres, pero fue idea mía. Al día siguiente íbamos a regresar a casa, para mi
gran noche en el Carnegie Hall. Mi compañía discográfica había decidido grabar el concierto en
vivo. Yo ya había grabado un disco, que había tenido más éxito de lo previsto. Pero esa
noche... esa noche nunca ocurrió. Yo iba a tocar la
Appassionata. Era lo único que meinteresaba. Me encantan las otras sonatas, el
Claro de Luna, la Patética, pero mi preferida esla
Appassionata. Mi padre y mi madre se sentían muy orgullosos. Pero mi hermano era el quediscutía con todos, el que se ocupaba de que yo llegara puntualmente a los sitios, de la sala de
conciertos, del espacio, de que me dieran un buen piano, de los maestros que quería que me
dieran clase. Él era el que bregaba con todos, no tenía vida propia, y todos vimos cómo iba a
acabar. Hablábamos de ello por las noches, a la hora de cenar, le decíamos que tenía que
labrarse su propia vida, que no convenía que trabajara para mí, pero mi hermano decía que yo
iba a necesitarle durante muchos años, que no imaginaba lo mucho que iba a necesitarle. Él se
ocupaba de las grabaciones, de las actuaciones, del repertorio y de mis honorarios. Decía que
no podíamos fiarnos de los agentes. Según decía, yo no podía imaginarme lo alto que llegaría
en mi carrera.
Sybelle se detuvo, ladeando la cabeza, mostrando una expresión seria pero natural.
.No fue una decisión que tomé, ¿comprendes? .dijo.. No quería hacer nada. Ellos
habían muerto. Me negué a salir. No quería atender el teléfono. No quería tocar otra pieza. No
quería escuchar a mi hermano. No quería hacer planes. No quería comer. No quería
cambiarme de ropa. Sólo quería tocar continuamente la
Appassionata.A r m a n d , e l v a m p i r o A n n e R i c e
254
.Comprendo .repuse suavemente.
.Mi hermano trajo a Benji para que se ocupara de mí. Me pregunto de dónde lo sacó.
Creo que lo compró, ¿sabes?, que compró a Benji con dinero contante y sonante...
.Lo sé.
.Creo que eso es lo que sucedió. Mi hermano decía que no podía dejarme sola, ni
siquiera en el Rey David, el hotel donde...
.Sí.
.... porque decía que me plantaba delante de la ventana desnuda, o que no dejaba
entrar a la sirvienta en la habitación, y que me ponía a tocar el piano a las tantas de la noche
y no le dejaba dormir. Así pues, consiguió a Benji. Quiero mucho a Benji.
.Lo sé.
.Siempre hago lo que dice Benji. Mi hermano nunca se atrevió a ponerle la mano
encima. Fue hace poco cuando empezó a hacerme daño. Antes se limitaba a darme algún que
otro bofetón, o una patada, o me tiraba del pelo. Me agarraba del pelo con una mano y me
arrojaba al suelo. Lo hacía a menudo. Pero no se atrevía a pegar a Benji. Sabía que si le
pegaba yo me habría puesto a gritar como una loca. A veces, cuando Benji trataba de impedir
que me maltratara... Pero de eso no estoy segura porque estaba aturdida. La cabeza me dolía.
.Lo comprendo .dije yo. Por supuesto, él había pegado a Benji.
Sybelle se quedó pensativa, en silencio, con los ojos como platos y relucientes, pero no
llenos de lágrimas ni a punto de llorar.
.Tú y yo nos parecemos .murmuró, observándome. Su mano reposaba junto a mi
mejilla y oprimió ligeramente la yema del dedo índice sobre mi rostro.
.¿Que nos parecemos? .pregunté.. ¿Te has vuelto loca?
.Somos unos monstruos .contestó Sybelle.. Unas criaturas extrañas.
Yo sonreí. Pero ella no sonrió, sino que asumió una expresión soñadora.
.Me alegré mucho cuando viniste .confesó.. Yo sabía que él estaba muerto. Lo
comprendí cuando te situaste al otro lado del piano y me miraste. Lo comprendí cuando te
quedaste allí escuchándome. Me alegré de que existiera alguien capaz de matarlo.
.Hazlo por mí .afirmé.
.¿Qué? .preguntó Sybelle.. Yo haría cualquier cosa por ti, Armand.
.Siéntate al piano y tócala para mí. Toca la
Appassionata..Pero el plan... .replicó ella en voz baja, perpleja.. Ese tipo malvado que va a venir...
.Deja que Benji y yo nos ocupemos de esto. No te vuelvas. Limítate a seguir tocando la
Appassionata.
.Te lo ruego .insistió Sybelle suavemente.
.¿Pero por qué? .pregunté.. ¿Qué ganas de pasar un mal rato?
.No lo entiendes .repuso ella, mirándome con sus enormes ojos.. ¡Quiero
contemplarlo!
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22
Benji acababa de entrar en el portal. El sonido distante de su voz, inaudible para Sybelle,
eliminó al instante el dolor de todas las superficies de mi cuerpo.
.Como te comentaba .dijo Benji., está debajo del cadáver, y no queremos levantarlo,
me refiero al cadáver, y como tú eres policía, del departamento de narcóticos, nos dijeron que
te ocuparías del asunto...
Yo me eché a reír. El chico se había esmerado. Miré de nuevo a Sybelle, que me
observaba con expresión decidida, una expresión de profunda inteligencia y reflexión.
.Tápame el rostro con la colcha .ordené., y aléjate de la cama. Benji nos ha traído a
un auténtico príncipe de bribones. Apresúrate.
Sybelle obedeció. Yo olía ya la sangre de la víctima, aunque aún estaba subiendo en el
ascensor, charlando con Benji en voz baja.
.De modo que esa chica y tú tenéis ese material en el apartamento como quien dice por
casualidad, ¿eh? ¿Seguro que no hay nadie más metido en el asunto?
¡Ah, qué ejemplar! Detecté al asesino en su voz.
.Te lo he contado todo .respondió Benji con toda naturalidad.. Ayúdanos a salimos de
este apuro, no quiero que la policía venga aquí .murmuró.. Este es un hotel decente. ¿Cómo
iba yo a figurarme que ese tipo iba a palmarla aquí? Nosotros no utilizamos ese material, sólo
te pido que te lleves el cadáver de aquí. Te advierto que...
El ascensor se abrió al llegar a nuestra planta.
.... el cadáver está bastante maltrecho, no vaya a ser que te pongas a vomitar encima
de mí cuando lo veas.
.¡Cómo voy a vomitarte encima! .farfulló la víctima entre dientes. Oí sus apresuradas
pisadas sobre la alfombra.
Benji se entretuvo un rato buscando la llave, fingiendo que no la encontraba.
.Sybelle .dijo para advertirnos de su llegada.. Abre la puerta, Sybelle.
.No lo hagas .le advertí en voz baja.
.Por supuesto que no .repuso ella con voz melosa.
Los mecanismos de la recia cerradura cedieron.
.Conque resulta que ese tipo la palma aquí y os deja ese material...
.No exactamente .contestó Benji., pero hemos hecho un trato y espero que lo
cumplas.
.Oye, mira, pedazo de mierda, yo no he hecho ningún trato contigo.
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.De acuerdo, llamaré a la policía. Te conozco. Toda la gente del bar te conoce, sabe
quién eres. Te pasas el día allí. ¿Qué piensas hacer, listillo? ¿Matarme?
La puerta se cerró tras ellos. El olor de la sangre del individuo inundó el apartamento.
Estaba repleto de brandy y el veneno de la cocaína circulaba también por sus venas, pero nada
de eso impediría que yo saciara mi sed purificadora. Apenas pude contenerme. Sentí que mis
miembros se tensaban debajo de la colcha y traté de flexionarlos.
.¡Vaya con la princesita! .comentó el tipo, deduzco que al ver a Sybelle. Ésta no
respondió.
.Déjala en paz. Mira debajo de la colcha. Acércate, Sybelle. Vamos, haz lo que te digo.
.¿Ahí debajo? ¿Pretendes decirme que el cadáver está ahí debajo, y que la cocaína está
debajo del cadáver?
.¿Cuántas veces tengo que repetírtelo? .preguntó Benji, sin duda encogiéndose de
hombros, un gesto característico de él.. ¿Qué es lo que no comprendes? ¿Quieres la cocaína
sí o no? Yo te la regalo. Te harás muy popular en tu bar favorito. Vamos, Sybelle, ese tipo dice
primero que va a ayudarnos, luego se niega, nos da largas, total, el típico funcionario cabrón...
.¿A quién llamas tú cabrón, chaval? .preguntó el hombre con fingida afabilidad. El
aroma del brandy se hacía más intenso.. ¡Menudo vocabulario para un chico tan joven! ¿Qué
edad tienes? ¿Cómo demonios entraste en el país? ¿Vas siempre vestido con ese camisón?
.Sí, hombre, como Lawrence de Arabia .replicó Benji.. Ven aquí, Sybelle.
Yo no quería que Sybelle se acerca. Quería que se mantuviera lo más alejada posible de
ellos. Sybelle no se movió, de lo cual me alegré.
.Me gusta la ropa que llevo .dijo Benji. Percibí una dulce vaharada de tabaco negro..
¿Qué quieres, que me vista con vaqueros como todos los chicos americanos? Mi gente se viste
así desde que Mahoma fue al desierto.
.No hay nada como el progreso .comentó el hombre, emitiendo una carcajada grave y
ronca.
El hombre se acercó a la cama con paso rápido. El olor de la sangre era tan intenso que
todos los poros de mi piel abrasada se abrieron para recibirla.
Utilicé una ínfima parte de mi fuerza para formar una imagen telepática de él a través de
los ojos de Sybelle y Benji: era un individuo alto, con los ojos castaños, de piel blanca y un
tanto cetrina, las mejillas enjutas, pelo castaño y ralo, vestido con un traje italiano
confeccionado a medida de lustrosa seda negra, una camisa blanca y unos gemelos de
brillantes. Estaba nervioso, no dejaba de flexionar los dedos de las manos, no podía estarse
quieto, en su mente bullía una serie de confusas sensaciones, una mezcla de sentido del
humor, cinismo y peligrosa curiosidad. Sus ojos revelaban codicia y afición a la juerga. Todo
ello estaba aderezado por una marcada crueldad y una vena de locura provocada por su afición
a la cocaína. Lucía sus asesinatos con el orgullo con que lucía su elegante traje y las lustrosas
botas marrones que calzaba.
Sybelle se acercó a la cama; el aroma dulce y penetrante de su carne pura se confundía
con el olor más intenso que emanaba el individuo. Sin embargo, era su sangre lo que yo
ansiaba, una sangre que hizo que mi reseca boca se hiciera agua. Apenas pude contener un
suspiro de gozo bajo la colcha. Mis rígidos y doloridos miembros estaban a punto de ponerse a
bailar de alegría.
El rufián estaba examinando la habitación, mirando a diestro y siniestro a través de las
puertas abiertas, aguzando el oído para percibir otras voces, pensando en si convenía registrar
este espacioso apartamento de hotel, atestado de objetos y cachivaches, antes de pasar al
asunto que lo había traído aquí. No paraba de mover los dedos. En un rápido y silencioso fias,
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capté por vía telepática que había esnifado la cocaína que había adquirido Benji, y que
deseaba más.
.Eres una señorita muy guapa .comentó a Sybelle.
.¿Quiere que levante la colcha? .preguntó ella.
Percibí el olor del pequeño revólver que el tipo llevaba oculto en su bota negra de cuero,
y la otra pistola, que llevaba en un estuche en el sobaco, emanaba unos olores metálicos
claramente distintos. También noté que llevaba dinero, el inconfundible olor rancio del papel
moneda.
.Vamos, tío, ¿no te atreves a levantar la colcha? .preguntó Benji.. ¿Quieres que lo
haga yo? No tienes más que decírmelo. ¡Te aseguro que vas a llevarte una buena sorpresa!
.Ahí debajo no hay nadie .dijo el otro con tono despectivo.. ¿Por qué no nos
sentamos y charlamos un rato? Vosotros no vivís aquí, a que no. Creo que vuestros hijos
necesitan unos consejos paternales.
.El cadáver está quemado .comentó Benji.. No vayas a desmayarte.
.¿Quemado? .preguntó el hombre.
Sybelle extendió súbitamente su mano fina y larga y retiró la colcha. Sentí sobre mi piel
una ráfaga de aire fresco. Contemplé al hombre, que retrocedió apresuradamente.
.¡Dios! .exclamó el hombre con voz ronca y entrecortada.
Mi cuerpo dio un salto atraído por aquella suculenta fuente de sangre como una grotesca
marioneta suspendida de un sinfín de hilos que se movían rápidamente. Me arrojé sobre él, le
clavé mis chamuscadas uñas en el cuello, le rodeé con el otro brazo en un íntimo y doloroso
abrazo, lamiendo la sangre que manaba de los rasguños que le había causado al lanzarme
sobre él, y, haciendo caso omiso del lacerante dolor que reflejaba mi rostro, abrí la boca y le
clavé los colmillos.
Lo tenía en mi poder. Ni su estatura, ni su fuerza, ni su poderoso torso, ni sus enormes
manazas tratando de lastimar mi carne le sirvieron de nada. Lo tenía en mi poder. Bebí un
largo trago de sangre y creí que iba a desvanecerme, pero mi cuerpo no estaba dispuesto a
consentirlo. Mi cuerpo estaba adherido al suyo como un animal dotado de voraces tentáculos.
De inmediato, sus desquiciados y luminosos pensamientos me mostraron un torbellino de
rutilantes imágenes neoyorquinas, unas imágenes de indiscriminada crueldad y grotesco
horror, de exacerbada energía provocada por drogas y siniestra hilaridad. Dejé que esas
imágenes me inundaran. No podía acabar con él rápidamente. Necesitaba ingerir hasta la
última gota de su sangre, y para eso era preciso que su corazón siguiera latiendo, que no se
detuviera.
No recordaba haber saboreado jamás una sangre tan potente, tan dulce y salada al
mismo tiempo; por más que rebuscara en mi memoria no recordaba haber experimentado
nunca una sensación tan deliciosa, el éxtasis de saciar mi sed, de aplacar mi hambre, de hacer
que mi soledad se disolviera en este cálido e íntimo abrazo, en el que el sonido de mi
trabajosa respiración me habría horrorizado de haber reparado en ello.
Mientras gozaba de mi festín, emitía unos ruidos espantosos, obscenos. Mis dedos
masajeaban sus gruesos músculos, mi nariz estaba pegada a su cuidada piel, lavada con un
jabón perfumado.
.Hummm, te amo, no te haría daño por nada en el mundo... ¿Lo sientes? Qué sensación
tan dulce, ¿verdad? .murmuré sobre el lago de su magnífica sangre.. Hummm, sí, qué dulce
es, mejor que el brandy más caro, hummm...
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El individuo, conmocionado, estupefacto, capituló, rindiéndose al delirio que yo
alimentaba con cada palabra que pronunciaba. Le desgarré el cuello con los dientes,
ensanchando la herida, rompiendo la arteria por completo. La sangre brotaba a borbotones.
Sentí un exquisito escalofrío que me recorría la espalda; se deslizó por la parte posterior
de mis brazos, mis nalgas y mis piernas. Era una mezcla de dolor y placer mientras la sangre
caliente y vigorosa penetraba en las microfibras de mi maltrecha carne, revitalizando los
músculos debajo de la abrasada piel, filtrándose hasta el mismo tuétano de los huesos.
Necesitaba más.
.Mantente vivo, no mueras, no quiero que mueras .susurré, frotando mis dedos sobre
su cuero cabelludo, sintiendo por fin que eran unos dedos humanos, no los dedos pterodáctilos
que eran hacía unos momentos. Estaban calientes. Sentí de nuevo el fuego, el fuego abrasador
en mis chamuscados miembros; esta vez tenía que producirse la muerte, no podía resistirlo
más, había alcanzado una cima y ahora me invadía un dolor sordo, intenso, reconfortante.
Con los carrillos inflados y sonrojados, seguí devorando el precioso líquido que se
deslizaba por mi garganta sin la menor dificultad.
.Sí, mantente vivo, eres tan fuerte, tan maravillosamente fuerte .murmuré..
Hummm, no, no te vayas... todavía no, aún no ha llegado el momento.
Las rodillas del individuo se doblaron y cayó lentamente sobre la alfombra, y yo con él,
arrastrándole suavemente hacia el borde de la cama, y dejando luego que cayera junto a mí,
de forma que yacíamos abrazados como amantes. Su cuerpo contenía más sangre, mucha más
de la que yo podía haber ingerido en circunstancias normales, más de lo que podía haber
deseado.
Incluso en las raras ocasiones en que, siendo yo un vampiro neófito y codicioso, en que
me había apoderado de dos o tres víctimas cada noche, nunca había bebido tanta sangre de
ninguna de ellas. Apuré los oscuros y deliciosos posos, succionando los mismos vasos
sanguíneos en unos dulces coágulos que se disolvieron sobre mi lengua.
.Eres increíble, increíble.
Sin embargo, su corazón no resistió más. Latía a un ritmo pausado e inevitablemente
mortal. Mordí la piel de su rostro y la desgarré sobre la frente, succionando la suculenta masa
de vasos sanguíneos que cubrían su cráneo. Había tanta sangre detrás de los tejidos del
rostro... Succioné las fibras y tras chupar todo su contenido las escupí, viendo cómo caían al
suelo cual un montón de despojos.
Deseaba devorar su corazón y su cerebro. Había visto hacerlo a los vampiros ancianos.
En cierta ocasión había visto a la Pandora romana devorar incluso el corazón de una víctima.
Decidí hacer lo mismo. Asombrado de ver mi mano completamente formada aunque de
un color marrón oscuro, puse los dedos rígidos hasta convertir mi mano en una espada mortal
y se la clavé en el pecho, desgarrando la piel y partiendo las costillas, traspasando los suaves
tejidos hasta apoderarme del corazón, tal como había visto hacer a Pandora, y bebí de él. ¡Ah,
estaba rebosante de sangre! Esto era magnífico. Lo chupé hasta dejarlo seco y luego lo arrojé
al suelo.
Permanecí tendido e inmóvil junto a él, con la mano derecha apoyada en su nuca, la
cabeza inclinada sobre su pecho, respirando de forma entrecortada, como si suspirara. La
sangre bailaba en mi interior. Mis brazos y piernas se movían espasmódicamente. Todo mi
cuerpo estaba sacudido por unas convulsiones que me nublaban la vista: la imagen de los
restos exangües de mi víctima aparecía ante mí de forma intermitente, al igual que la
habitación.
.Qué hermano tan dulce .murmuré.. Querido y dulce hermano. .Me tumbé boca
arriba. Percibí el rugido de su sangre en mis oídos, noté cómo se deslizaba por mi cuero
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cabelludo, produciéndome un cosquilleo en las mejillas y en las palmas de las manos. Ah, era
una sangre espléndida, suculenta como pocas...
.Conque un tipo malvado, ¿eh? .oí decir a Benji a lo lejos, en el mundo de los vivos.
A lo lejos, en una dimensión donde la gente tocaba el piano y los niños bailaban, vi a
Sybelle y a Benji, de pie, como dos figuritas recortables iluminadas por la oscilante luz de la
habitación, observándome fijamente; él, el pequeño bribón del desierto con su elegante
cigarrillo negro, fumando y relamiéndose los labios con las cejas arqueadas, y ella parecía
flotar, mostrando una expresión tan enérgica y decidida como antes, impasible, como si lo que
acababa de presenciar no la hubiera impresionado lo más mínimo.
Me incorporé de rodillas y, sujetándome en el borde de la cama, me puse de pie y me
planté ante ella desnudo.
Ella me miró y sonrió; sus ojos emitían una intensa luz grisácea.
.Magnífico .musitó.
.¿Magnífico? .pregunté. Alcé las manos y me aparté el pelo de la cara.. Mostradme un
espejo. Apresuraos. Tengo sed. Vuelvo a tener sed.
Mi transformación había comenzado; esto iba en serio. Contemplé estupefacto mi imagen
en el espejo. Yo había visto a muchos vampiros destruidos, pero cada cual se destruye de una
determinada manera, y yo, por unos motivos alquímicos que no alcanzaba a comprender, me
había convertido en un ser de color marrón oscuro, el mismo color del chocolate, con unos
ojos extraordinarios como ópalos blancos dotados de unas pupilas castaño rojizas. Tenía las
tetillas negras como pasas, las mejillas enjutas, las costillas perfectamente definidas debajo de
mi reluciente piel, y las venas, unas poderosas venas llenas de vida, destacaban en mis brazos
y
mis pantorrillas. Mi cabello, por supuesto, nunca había presentado un aspecto tan lustroso,abundante, juvenil y natural.
Abrí la boca. Sentía una sed tremenda. Toda mi carne revitalizada cantaba de sed o me
maldecía por ella. Era como si un millar de células aplastadas y mudas cantaran pidiendo
sangre.
.Necesito más. La necesito. No os acerquéis a mí. .Pasé apresuradamente junto a
Benji, que estaba tan excitado que casi se puso a dar brincos.
.¿Qué quieres? ¿Qué puedo hacer? Iré a buscarte a otro.
.No, iré yo mismo.
Me incliné sobre la víctima y le aflojé la corbata de seda. Luego le desabroché
apresuradamente los botones de la camisa.
Benji comenzó de inmediato a desabrocharle el cinturón. Sybelle, de rodillas junto a él, le
quitó las botas.
.Cuidado con la pistola .dije preocupado.. Aléjate de él, Sybelle.
.Ya me he fijado en la pistola .replicó ella en tono de reproche. La depositó en el suelo,
con cuidado, como si se tratara de un pescado recién capturado que temiera que se le
escapara. Luego despojó a la víctima de los calcetines.. Estas ropas te irán grandes, Armand.
.¿Puedes prestarme unos zapatos, Benji? Tengo los pies pequeños.
Me levanté y me puse rápidamente la camisa de la víctima, abrochando los botones con
una velocidad pasmosa.
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.No os quedéis ahí mirándome como pasmarotes; traedme unos zapatos .dije. Me
enfundé el pantalón, subí la cremallera de la bragueta, y con ayuda de las ágiles manos de
Sybelle, me abroché el cinturón de cuero, apretándomelo todo lo que pude. Ya estaba vestido.
Sybelle se arrodilló frente a mí, rodeada por el inmenso círculo floreado que formaba su
vestido en el suelo, y enrolló los bordes del pantalón sobre mis pies tostados y desnudos.
Yo introduje las manos a través de los puños adornados con los costosos gemelos de
brillantes sin necesidad de desabrocharlos.
Benji dejó caer frente a mí unos elegantes zapatos negros, unos mocasines de Bally que
ese divino golfillo ni siquiera había estrenado. Sybelle tomó un calcetín para colocármelo en el
pie. Benji tomó el otro.
Me puse la chaqueta y estaba listo para salir. El dulce cosquilleo que sentía en las venas
había cesado. Sentí de nuevo dolor, un dolor acuciante, como si me atravesara todo el cuerpo
un hilo de fuego, y la bruja que sostenía la aguja tirara cada vez más fuerte del hilo para
hacerme temblar.
.Una toalla, tesoros, una toalla vieja, vulgar y corriente. No, dejadlo estar, no a estas
alturas del siglo, olvidaos.
Contemplé con desprecio la carne cerúlea del cadáver. Este yacía con los ojos fijos en el
techo; los pelitos negros de las fosas nasales destacaban contra la piel exangüe, sus dientes
amarillos asomaban entre sus pálidos labios. El vello de su pecho era un amasijo empapado
del sudor de su muerte, y junto a la enorme y profunda herida yacía el despojo de su corazón,
estrujado hasta extraerle la última gota de sangre. Ah, ésa era la perversa prueba que yo
debía ocultar a los ojos de todo el mundo por un problema de principio.
Tomé los restos de su corazón y los introduje de nuevo en la cavidad del pecho. Luego
escupí sobre la herida y la froté con los dedos.
.¡Fíjate, Sybelle, la herida está cicatrizando! .exclamo Benji atónito.
.Sólo un poco .contesté.. Está demasiado frío, demasiado vacío.
Miré a mi alrededor. Vi la billetera del individuo, papeles, una bolsa de cuero, un montón
de billetes verdes sujetos con una elegante pinza de plata. Lo recogí todo. Me metí el dinero en
un bolsillo y lo demás en el otro. ¿Qué otras pertenencias tenía? Cigarrillos, una peligrosa
navaja automática y las pistolas, sí, las pistolas. Guardé esos objetos en los bolsillos de mi
chaqueta.
Tragándome las náuseas, me agaché y tomé en brazos a aquel repugnante individuo
blanco y flácido, luciendo sus ridículos calzoncillos de seda y su costoso reloj de oro. Estaba
recobrando mis viejas fuerzas, de eso no cabía duda. El hombre pesaba, pero podía haberlo
transportado fácilmente sobre los hombros.
.¿Qué vas a hacer? ¿Dónde irás? .preguntó Sybelle.. No puedes abandonarnos,
Armand.
.¡Debes regresar! .apostilló Benji.. Dame ese reloj, no tires el reloj de ese hombre.
.Calla, Benji .murmuró Sybelle.. Sabes perfectamente que te he comprado unos
relojes estupendos. No lo toques, Armand ¿Que podemos hacer para ayudarte? .preguntó
aproximándose a mí.. ¡Mira! .exclamó, señalando el brazo del cadáver que colgaba justo
debajo de mi codo derecho.. Se ha hecho la manicura. No deja de ser chocante.
.Oh, sí, ese tipo se cuidaba mucho .repuso Benji.. Ese reloj vale cinco mil dólares.
.Olvídate del reloj .replicó Sybelle.. No queremos nada suyo. .Luego volvió a
mirarme y añadió.: Sigues cambiando, Armand. Tienes la cara más llena.
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.Sí, y me duele .contesté yo.. Esperadme. Preparadme una habitación oscura.
Volveré en cuanto me haya alimentado. Debo ir a alimentarme, a beber más y más sangre
para que se curen las heridas que me quedan. Abridme la puerta.
.Miraré a ver si hay alguien .dijo Benji, dirigiéndose rápida y solícitamente hacia la
puerta.
Salí al pasillo, transportando en brazos al desdichado cadáver; sus brazos inertes se
balanceaban y me golpeaban suavemente.
Vaya pinta tenía yo con aquella ropa que me sobraba por todas partes. Parecía un
escolar chiflado aficionado a la poesía que se dedica a recorrer los mercadillos de ropa de
segunda mano en busca de alguna ganga y me había calzado mis mejores zapatos para ver si
pescaba alguna prenda de un artista del rock.
.Aquí no hay nadie, mi joven amigo .dije.. Son las tres de la mañana y los clientes
del hotel duermen. Y si la memoria no me falla, ésa debe de ser la puerta de incendios, la que
está situada al final del pasillo, ¿no es así?
.¡Qué listo eres, Armand! ¡Me encantas! .exclamó Benji achicando sus ojos negros. Se
puso a brincar en silencio sobre la moqueta del pasillo.. ¡Dame el reloj! .murmuró.
.No .contesté.. Sybelle tiene razón. Es rica, y yo soy rico, al igual que tú. No te
comportes como un pordiosero.
.Te esperaremos, Armand .dijo Sybelle desde la puerta. Entra ahora mismo, Benji.
.¡Mírala, ya se ha despertado! ¡No para de hablar! «Benji, entra ahora mismo», dice.
¿No tienes nada mejor que hacer que meterte conmigo, guapa, como por ejemplo tocar el
piano?
Sybelle no pudo reprimir una breve carcajada. Yo sonreí. ¡Que extraña pareja formaban
esos dos! No creían ni lo que veían, pero eso era muy típico en este siglo. Me pregunté cuándo
empezarían a ver, y después de haber visto lo que hay, cuándo se pondrían a gritar.
.Adiós, queridos míos .me despedí.. Estad preparados para cuando regrese.
.Volverás, ¿no es cierto Armand? .preguntó Sybelle. Tenía los ojos llenos de lágrimas.
. Lo has prometido.
Me quedé perplejo.
.Pero Sybelle .repuse.. ¿Qué es lo que las mujeres desean oír a otras horas y esperan
lo que haga falta hasta oírlo? Te amo.
Los dejé y eché a correr escaleras abajo, trasladando el cadáver al otro hombro cuando
su peso me dolía. El dolor iba y venía. Al salir el aire frío me abrasó la piel.
.Tengo hambre .murmuré. ¿Qué iba a hacer con él? Estaba demasiado desnudo para
transportarlo por la Quinta Avenida.
Le quité el reloj porque era la única seña de identificación que llevaba, y casi vomitando
de asco debido a la proximidad de sus fétidos restos, le arrastré por una mano a toda
velocidad por un callejón desierto, a través de una callejuela y anduve por otra acera.
Caminé desafiando el viento gélido, sin detenerme a observar a las borrosas figuras que
caminaban torpemente a través de la húmeda oscuridad, ni fijarme en un automóvil que
avanzaba lentamente sobre el mojado y reluciente asfalto.
En pocos segundos recorrí dos manzanas, y al hallar un oportuno callejón, provisto de
una elevada verja para impedir la entrada de los pordioseros por la noche, me encaramé
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rápidamente a los barrotes y arrojé los restos de mi víctima al otro extremo del callejón. Su
cadáver aterrizó sobre la nieve que comenzaba a fundirse. Por fin me había deshecho de él.
Ahora tenía que ir en busca de sangre. No tenía tiempo para el viejo juego de atraer a
quienes deseaba que murieran, a esos que anhelaban mi abrazo, a esos que estaban
enamorados del remoto paraje de la muerte del que no sabían nada.
Avancé apresuradamente, trastabillando, vestido como un payaso, con una chaqueta de
seda que me venía dos tallas grande, un pantalón con los bajos enrollados, la larga melena
ocultando mi rostro, como un pobre chico ofuscado, perfecto para tu navaja, tu pistola, tu
puño.
No me llevó mucho tiempo dar con una víctima. La primera fue un borracho, un
desgraciado con el que me topé y que me asedió a preguntas antes de sacar la centelleante
navaja y tratar de clavármela. Yo le acorralé contra la esquina de un edificio y le chupé la
sangre como un glotón.
El siguiente fue un joven desesperado, cubierto de llagas supurantes, que había matado
en dos ocasiones para conseguir la heroína que necesitaba tanto como necesitaba yo la sangre
maldita que circulaba por sus venas. Esta vez bebí más pausadamente.
Las peores cicatrices de mi cuerpo, las más rebeldes, se rindieron no sin resistencia,
produciéndome dolor, escozor, disolviéndose lentamente. Pero la sed, la sed no me dejaba
vivir. Mis entrañas se retorcían como si se devoraran. Sentía un dolor lacerante en los ojos.
La ciudad fría y húmeda, llena de ruidos persistentes y huecos, adquirió una mayor
nitidez. Oí voces a muchas manzanas de distancia, y unos pequeños altavoces electrónicos
situados en rascacielos. Vi más allá de las nubes las auténticas e incontables estrellas. Me
había recuperado casi por completo.
«¿Con quién nos toparemos ahora?», me pregunté en aquella hora desierta y desolada
anterior al amanecer, cuando la nieve se funde en el aire templado, y las luces de neón se han
apagado, y los periódicos mojados vuelan por el aire como hojas a través de un bosque
desnudo y helado.
Saqué del bolsillo los preciosos objetos que habían pertenecido a mi primera víctima y los
arrojé en diversos contenedores de basura.
Un último asesino, te lo ruego, providencia, concédemelo, cuando aún estoy a tiempo;
éste no tardó en aparecer: un imbécil que se apeó de un vehículo mientras el conductor
aguardaba con el motor en marcha.
.¿Por qué habéis tardado tanto? ¿Qué ha ocurrido? .me preguntó el conductor.
.Nada .respondí, dejando caer a su amigo al suelo. Me acerqué a la ventanilla y miré al
conductor. Era tan cruel y estúpido como su compañero. Levantó la mano para protegerse,
pero estaba impotente y era demasiado tarde. Le tumbé sobre el asiento de cuero y bebí su
sangre por puro placer, un placer exquisito e increíble.
Eché a caminar lentamente a través de la noche, con los brazos extendidos, los ojos
alzados al cielo.
De las rejillas negras diseminadas sobre el resplandeciente asfalto brotaba el vapor puro
y blanco de locales subterráneos bien caldeados. Las relucientes bolsas de basura componían
un fantástico y moderno espectáculo en las esquinas de las aceras de color gris pizarroso.
Unos jóvenes arbolitos, cubiertos con hojas perennes semejantes a breves trazos de
pluma de un color verde intenso, doblaban sus frágiles troncos bajo el viento que gemía. Los
elevados portales de cristal de edificios con fachada de granito contenían el radiante esplendor
de unos vestíbulos suntuosos. Los escaparates de los comercios mostraban sus refulgentes
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diamantes, sus lustrosas pieles y sus abrigos y vestidos de impecable corte lucidos por unos
maniquíes de peltre elegantemente peinados y sin rostro.
La catedral era un lugar oscuro, silencioso, cuyas torres y antiguos arcos ojivales
aparecían cubiertos de hielo; la acera donde me había detenido la mañana en que el sol me
había atrapado aparecía limpia.
Me detuve un rato allí, con los ojos cerrados, tratando acaso de evocar el prodigio y el
celo, el valor y la gloriosa esperanza.
Sin embargo, en lugar de ello, escuché las notas claras, brillantes y cristalinas de la
Appassionata.
Turbulenta, atronadora, deslizándose vertiginosamente, la retumbante músicavino para conducirme a casa. Yo la seguí.
El reloj del vestíbulo del hotel dio las seis. La oscuridad invernal se fundiría dentro de
unos minutos al igual que el hielo que me había aprisionado en el tejado. El largo y pulido
mostrador de recepción estaba desierto, iluminado por una luz tenue.
En un espejo colgado en la pared, rodeado por un marco dorado rococó, vi mi imagen:
pálido, ceniciento, sin tacha. Cómo se habían divertido conmigo sucesivamente el sol y el
hielo, la furia del primero congelada de inmediato por la implacable crueldad del segundo. No
quedaba ni una cicatriz en la piel que se había abrasado hasta los músculos. Yo era un objeto
intacto, sellado y sólido, que contenía un dolor infinito, restaurado, con unas uñas
resplandecientes y blancas, y unas pestañas rizadas que enmarcaban unos ojos castaños; mi
vestimenta era un esperpéntico montón de prendas costosas, manchadas, que no
correspondían a la talla de este viejo, familiar y rudo querubín.
Nunca me había alegrado de contemplar mi rostro excesivamente juvenil, mi barbilla
imberbe, mis manos demasiado suaves y delicadas. Pero en aquellos momentos habría
agradecido a los dioses de antaño que me hubieran procurado unas alas.
La música continuaba sonando arriba, imponente, impregnada de tragedia y lujuria y un
espíritu indómito. Me entusiasmaba. ¿Qué otra persona en el mundo era capaz de tocar esta
sonata como ella, ejecutando cada frase con la frescura de las canciones que cantan toda su
vida unos pájaros que conocen sólo ese tipo de melodías?
Miré a mi alrededor. Era un lugar elegante, caro, decorado con frisos de madera y unas
cómodas poltronas, y las llaves de las habitaciones dispuestas en pequeños taquilleras de
madera oscura adosados a la pared.
En el centro del espacio se erguía un enorme jarrón de flores, la infalible marca de
fábrica de los hoteles antiguos de Nueva York, sobre una mesa redonda de mármol negro. Me
acerqué, arranqué un lirio rosa con una garganta teñida de rojo oscuro y unos pétalos con el
borde exterior de color amarillo, y subí silenciosamente la escalera para reunirme con mis
pupilos.
Sybelle no dejó de tocar cuando Benji me abrió la puerta.
.Tienes buen aspecto, ángel .dijo Benji.
Sybelle continuó tocando, moviendo la cabeza sin afectación hacia uno y otro lado, en
perfecta sintonía con la sonata.
Benji me condujo a través de una serie de habitaciones con los muros enyesados y
elegantemente decoradas. La mía era demasiado suntuosa, murmuré al contemplar la colcha
de punto de cruz y los antiguos almohadones bordados de oro. Tan sólo ansiaba la grata
oscuridad.
.Ésta es la más sencilla que tenemos .repuso Benji, encogiéndose de hombros.
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Se había cambiado de ropa y lucía una túnica de lino blanca con unas rayitas azules,
como las que yo había visto con frecuencia en los países árabes. Llevaba unos calcetines
blancos y unas sandalias marrones. Fumaba su pequeño cigarrillo turco y me observó a través
del humo.
.Me has traído el reloj, ¿no es así? .preguntó, asintiendo con la cabeza, lleno de
sarcasmo y picardía.
.No .contesté, metiéndome la mano en el bolsillo.. Pero puedes quedarte con el
dinero. Dime, ya que tu pequeña mente es un medallón que oculta tantos secretos y yo no
poseo la llave, ¿te vio alguien traer aquí a ese sinvergüenza armado con una placa y unas
pistolas?
.Lo veo continuamente .respondió Benji, haciendo un gesto ambiguo con la mano..
Salimos del bar por separado. Maté a dos pájaros de una pedrada. Soy muy listo.
.¿De qué le conocías? .pregunté, depositando el pequeño lirio en su mano.
.El hermano de Sybelle le compraba heroína. Ese poli era el único tipo que debió de
echarlo de menos .explicó Benji con una risotada. Se colocó el lirio detrás de la oreja
izquierda, entre sus espesos rizos negros, y luego se puso a juguetear con un diminuto
ciborio.. ¿No te parece genial? Nadie preguntará dónde se ha metido.
.Conque dos pájaros de una pedrada, ¿eh? Vaya, vaya .dije.. No sé por qué tengo la
impresión de que no me lo has contado todo.
.Pero nos ayudarás, ¿no es cierto?
.Desde luego. Soy muy rico, ya os lo he dicho. Lo arreglaré todo. Tengo un instinto
infalible para los negocios. Hace tiempo era dueño de un magnífico teatro en una ciudad
lejana, y posteriormente de una isla llena de elegantes tiendas y otras amenidades. A lo que
parece, soy un monstruo en muchos campos. Jamás volveréis a temer nada.
.Eres realmente hermoso, ¿sabes? .comentó Benji, arqueando una ceja y guiñando un
ojo. Dio una calada a su apetitoso cigarrillo y me lo ofreció. En la mano izquierda sostenía el
lirio a salvo de cualquier percance.
.No puedo. Sólo bebo sangre .contesté.. A grandes rasgos soy un vampiro corriente y
vulgar. Necesito la oscuridad para protegerme de la luz del día, que no tardará en producirse.
No debéis tocar esta puerta.
.¡Ja! .rió Benji con expresión picara.. ¡Eso es lo que dije a Sybelle! .El pequeño
árabe dirigió la vista hacia la salita con cara de resignación.. Le dije que teníamos que robar
enseguida un ataúd para ti, pero ella dijo que no, que ya te ocuparías tú de eso.
.Tenía razón. Me basta con instalarme en una habitación oscura, lo cual no significa que
no me gusten los ataúdes. Me gustan mucho.
.¿Puedes convertirnos a nosotros en unos vampiros?
.Jamás. Decididamente no. Sois puros de corazón y estáis llenos de vida, y yo no tengo
ese poder. No puede hacerse. Es imposible.
.Entonces ¿quién te creó a ti? .preguntó el niño.
.Nací de un huevo negro .repuse.. Como todos los vampiros.
Benji soltó una risita despectiva.
.Bueno, el resto ya lo has visto .dije.. ¿Por qué no creer en la parte más atractiva?
Benji sonrió, dio otra calada al pitillo y me miró con expresión socarrona.
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El piano emitió unas tumultuosas cascadas de notas, las cuales se fundían tan
rápidamente como nacían, como los últimos y sutiles copos de nieve en invierno, que se
disipan antes de caer sobre las aceras.
.¿Puedo besarla antes de dormirme? .inquirí.
Benji ladeó la cabeza y se encogió de hombros.
.Si no le gusta, no dejará de tocar el tiempo suficiente para decirlo .contestó.
Yo entré de nuevo en la salita. Qué ordenado estaba todo, el inmenso cuadro de
suntuosos paisajes franceses con sus nubes doradas y cielo de cobalto, los jarrones chinos
sobre unos pedestales, las gruesas cortinas de terciopelo que pendían de unas estrechas varas
de bronce frente a las estrechas ventanas. Lo vi todo simultáneamente, inclusive el lecho en el
que había yacido, cubierto ahora con un edredón nuevo y unos almohadones bordados con
rostros antiguos.
Ella, el diamante central, vestida con una larga bata de franela blanca adornada con unos
volantes en las muñecas, y el borde ribeteado con encaje irlandés antiguo, tocando su lustroso
piano de cola con dedos ágiles e infalibles; su cabello emitía un amplio y suave resplandor
amarillo sobre sus hombros.
Besé su perfumada cabellera y su tierno cuello. Contemplé su juvenil sonrisa y sus
relucientes ojos mientras seguía tocando, con la cabeza ladeada, rozando la parte delantera de
mi chaqueta.
Le rodeé el cuello con mis brazos. Ella se apoyó ligeramente contra mí. Luego la estreché
por la cintura con los brazos cruzados. Sentí sus hombros moviéndose contra mí mientras sus
dedos volaban sobre el teclado.
Tímidamente, me puse a canturrear la canción en voz baja, con la boca cerrada, y ella
me imitó.
.La
Appassionata .le susurré al oído. Me eché a llorar. No quería tocarla con sangre.Era demasiado limpia, demasiado bonita. Volví la cabeza.
Ella se inclinó hacia delante. Sus manos atacaron con furia las turbulentas notas finales.
De pronto se hizo el silencio, tan cristalino como la música que lo había precedido.
Sybelle se volvió y me abrazó con fuerza, y pronunció unas palabras que yo jamás había
oído pronunciar a un mortal en mi larga vida inmortal:
.Te amo, Armand.
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Huelga decir que ambos son unos compañeros ideales.
Ni Benji ni Sybelle se mostraron en absoluto preocupados por los asesinatos. Yo no me lo
explicaba. Les preocupaban otras cosas, como la paz en el mundo, el sufrimiento de los sin
techo durante el gélido invierno de Nueva York, el precio de las medicinas para los pobres y la
terrible situación entre Israel y Palestina, que estaban siempre en guerra. Sin embargo, los
horrores que habían presenciado con sus propios ojos les importaban un comino. No les
preocupaba que yo matara cada noche para conseguir sangre, que era de lo único que me
alimentaba, ni que yo fuera una criatura unida por mi misma naturaleza a la destrucción
humana.
Les tenía sin cuidado la muerte del hermano de Sybelle (el cual por cierto se llamaba
Fox, pero prefiero omitir el apellido de mi bella pupila).
De hecho, si este texto ve alguna vez la luz del mundo real, tendrás que cambiar tanto
su nombre de pila como el de Benjamin.
No obstante, eso ya no me importa. No puedo pensar en la suerte que correrán estas
páginas, salvo para indicar que están dedicadas a ella, como ya te he comentado, y si se me
permite deseo titularlas
Sinfonía para Sybelle.No es que amara menos a Benji, pero no siento hacia él un afán de protección tan
acusado. Sé que Benji tendrá una vida interesante y llena de aventuras, al margen de lo que
pueda ocurrimos a mí o a Sybelle, e incluso los tiempos que corran. Tiene la naturaleza flexible
y resistente de los beduinos. Es un auténtico hijo de las tiendas de campaña
y las arenas deldesierto, aunque en su caso, la vivienda era una mísera chabola de ladrillo de cenizas situada
en las afueras de Jerusalén, donde Benji inducía a los turistas a posar para unas fotos junto a
él y a un apestoso y malhumorado camello por un precio exorbitado.
Benji había sido secuestrado por Fox bajo los ilícitos términos de un contrato de
esclavitud a largo plazo por el que Fox había pagado al padre del chico cinco mil dólares. El
acuerdo incluía un pasaporte falso de emigración. Benji era sin duda el genio de la tribu, no
tenía claro si deseaba regresar a casa y había aprendido en las calles de Nueva York a robar, a
fumar y a decir palabrotas, por ese orden. Aunque juraba por lo más sagrado que no sabía
leer, resultó que sí sabía, y empezó a hacerlo de forma obsesiva en cuanto yo comencé a
surtirle de libros.
Lo cierto es que sabía leer el inglés, el hebreo y el árabe, ya que de niño había aprendido
a leer periódicos en los tres idiomas.
A Benji le encantaba ocuparse de Sybelle. Se preocupaba de que comiera lo suficiente,
bebiera leche y se cambiara de ropa cuando ninguna de esas tareas suscitaban el interés de la
joven. Benji se ufanaba de ser capaz de conseguir para Sybelle lo que necesitara,
independientemente de lo que le ocurriera a ella.
Él era quien trataba con el personal del hotel, quien daba propinas a las camareras,
quien charlaba con el recepcionista, a quien le contó una fantástica historia sobre el paradero
del difunto Fox, quien se había convertido en la fabulosa saga ideada por Benji en un intrépido
viajero y fotógrafo aficionado; él era quien hablaba con el afinador de pianos, el cual acudía
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una vez a la semana porque el piano de Sybelle estaba situado frente a la ventana, expuesto
al sol y al frío, y porque Sybelle lo aporreaba con una furia que habría impresionado al mismo
Beethoven. Benji se encargaba de hablar por teléfono con el banco, cuyos empleados creían
que él era su hermano mayor, David, y quien pasaba por caja puntualmente para retirar
dinero como el pequeño Benji.
A las pocas noches de hablar con él me convencí de que podría darle una educación tan
esmerada como me había dado Manus a mí, y que llegado el momento el chico elegiría a qué
universidad quena asistir, qué profesión quería estudiar y qué aficiones y actividades le
atraían. No quería imponer mi voluntad. Pero al cabo de una semana empecé a soñar en
enviarlo a un internado del que saldría hecho un conquistador social de la Costa Este, vestido
con el clásico
blazer azul marino con botones dorados.Le amo lo suficiente como para despedazar a quienquiera que pretenda ponerle una
mano encima.
Pero entre Sybelle y yo existe una afinidad que a menudo elude a mortales e inmortales
a lo largo de todas sus vidas. Conozco a Sybelle. La conozco bien. La conocí cuando la oí tocar
por primera vez, y la conozco ahora, y yo no estaría aquí contigo si ella no estuviera bajo la
protección de Marius. Mientras Sybelle viva, jamás me separaré de ella, y nada de lo que me
pida se lo negaré.
Cuando Sybelle muera, padeceré una angustia indecible, pero tendré que soportarlo. No
tengo más remedio. No soy la criatura que era cuando contemplé el velo de la Verónica,
cuando me dirigí hacia el sol.
Soy otro ser, y ese ser se ha enamorado total y profundamente de Sybelle y de
Benjamin, y no puedo hacer nada para remediarlo.
Por supuesto, soy consciente de que me nutro de ese amor, de que me siento más feliz
de lo que jamás me sentí en toda mi existencia inmortal, de que he adquirido una gran fuerza
gracias a mis dos compañeros. La situación es casi demasiado perfecta para ser otra cosa que
accidental.
Sybelle no está loca, ni mucho menos, y creo comprenderla perfectamente. Sybelle está
obsesionada con una cosa, con tocar el piano. Desde el primer momento en que puso las
manos sobre un teclado no ha deseado otra cosa, y su «carrera», tan generosamente
planificada por sus orgullosos padres y por el ambicioso Fox, nunca representó gran cosa para
ella.
De haber sido pobre y haber tenido que luchar en la vida, quizás habría sido
indispensable para ella obtener el reconocimiento del público a fin de mantener su relación
amorosa con el piano, ya que ello le habría procurado la forma de evadirse de la rutina diaria y
las trampas domésticas. Pero Sybelle nunca fue pobre, y le tiene auténtica y completamente
sin cuidado el que la gente la oiga tocar el piano o no.
Sybelle sólo necesita escucharse ella misma, y saber que no molesta a otras personas.
En el antiguo hotel, constituido principalmente por habitaciones que alquilan por días, y
un puñado de clientes lo suficientemente ricos para alojarse allí año tras año, como en el caso
de la familia de Sybelle, ésta puede tocar el piano día y noche sin molestar a nadie.
Después de la trágica muerte de sus padres, después de perder a los dos únicos testigos
que habían asistido de cerca a su desarrollo como pianista, Sybelle se negó a seguir
colaborando con los planes de Fox para promover su carrera.
Todo eso lo comprendí prácticamente desde el principio. Lo comprendía en su obsesiva
repetición de la
Sonata número 23, y creo que si tú la oyeras tocarla, también locomprenderías. Deseo que la oigas tocar.
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A Sybelle no la intimida que la gente se acerque para escucharla, ni le imponen los
estudios de grabación. Si otras personas gozan oyéndola tocar el piano y se lo dicen, ella se
muestra encantada, pero se lo toma con filosofía. «Ah, de modo que a ti también te gusta esa
sonata .piensa.. Qué hermosa es, ¿verdad?» Eso fue lo que me dijo con sus ojos y su
sonrisa la primera vez que me acerqué a ella.
Supongo que antes de continuar con esta historia .tengo más cosas que contar sobre
mis pupilos. debería responder a la pregunta que sin duda te haces: ¿Cómo conseguí
acercarme a ella? ¿Qué hacía yo en su apartamento aquella fatídica mañana, cuando Dora
hablaba a la enardecida multitud que abarrotaba la catedral sobre el velo milagroso, y yo,
propulsado por la sangre que circulaba por mis venas a modo de combustible, ascendía como
un cohete hacia el cielo?
No lo sé. Podría ofrecerte unas tediosas explicaciones de carácter sobrenatural sobre el
hecho, las cuales parecen extraídas de los tomos escritos por los miembros de la Sociedad
dedicada al estudio de fenómenos paranormales, o los guiones de la sene de televisión titulada
Expediente X,
protagonizada por los agentes Mulder y Scully. O como el expediente secreto delcaso que se conserva en los archivos de la orden de detectives clarividentes llamada
Talamasca.
A grandes rasgos, así es como lo veo. Tengo unos poderes increíblemente potentes para
realizar toda clase de encantamientos, para dislocar mi visión y transmitir mi imagen a través
de la distancia, para incidir en la materia próxima o invisible. Deduzco que aquella mañana,
mientras viajaba hacia las nubes, debí de utilizar esos poderes. Quizá los sacara en un
momento de terrible sufrimiento, cuando estaba enloquecido y no sabía lo que me sucedía.
Quizá fuera una última y desesperada negativa a aceptar la posibilidad de la muerte, o la
espantosa situación, cercana a la muerte, en la que me encontraba.
Esto es, tras haber aterrizado en el tejado, abrasado y padeciendo unos tormentos
inenarrables, tuve que buscar una vía de escape mental, proyectar mi imagen y mi fuerza
hacia el apartamento de Sybelle el tiempo suficiente para matar a su hermano. Es sabido que
los espíritus son capaces de ejercer la suficiente presión sobre la materia para modificarla.
Quizá fuera eso lo que hice, proyectarme yo mismo en forma de espíritu, topar con la
sustancia que era Fox y matarlo.
No obstante, sinceramente no lo creo. Te explicaré por qué.
En primer lugar, aunque Sybelle y Benjamin no son expertos en el tema, pese a sus
conocimientos y aparente frialdad cuando hablamos de ellos, por lo que respecta a la muerte y
análisis forense del cuerpo de Fox, ambos insisten en que el cadáver estaba exangüe cuando
se deshicieron de él. En el cuello presentaba unas pequeñas heridas como producidas por unos
incisivos. En suma, ambos están convencidos de que yo estaba allí, en una forma sustancial, y
que bebí la sangre de Fox.
Una imagen proyectada no puede hacer eso, al menos que yo sepa. No puede devorar la
sangre de todo un sistema circulatorio y luego disolverse, regresando a la cicatrícula de la que
provino. No, eso es imposible.
Como es lógico, Sybelle y Benji podrían equivocarse. ¿Qué saben ellos sobre sangre y
cadáveres? Pero el caso es que dejaron que Fox siguiera tendido en la alfombra, muerto, por
espacio de dos días, mientras ellos aguardaban el regreso del Dybbuk o ángel, que estaban
seguros de que los ayudaría. En ese tiempo, la sangre de un cuerpo humano se acumula en la
parte inferior del cadáver, un cambio que ambos jóvenes sin duda notarían, pero no lo
notaron.
¡Ah, me duele la cabeza de tanto cavilar! El caso es que no sé cómo llegué a su
apartamento, ni por qué. No sé qué ocurrió. Lo único que sé, como ya he comentado, es que
toda aquella experiencia, todo cuanto vi y sentí en la gran catedral restaurada de Kíev, un
lugar inconcebible, fue tan real como lo que presencié en el apartamento de Sybelle.
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Hay otro pequeño punto, y aunque pequeño es crucial. Después de que yo matara a Fox,
Benji vio mi cuerpo abrasado caer del cielo. Me vio, al igual que yo le vi a él, desde la ventana.
Existe una terrible posibilidad: yo iba a morir aquella mañana; iba a ocurrir con toda
certeza. Mi ascenso estuvo propiciado por una inmensa fuerza de voluntad y el inmenso amor
que profeso a Dios, sobre el cual no me cabe la menor duda en estos instantes en que te dicto
estas palabras.
Sin embargo, quizás en el momento crucial, me faltó valor. Me falló mi cuerpo. Y al
buscar un lugar donde refugiarme del sol, el medio de soslayar mi martirio, me topé con la
grave situación entre Sybelle y su hermano, y al sentir la necesidad que ella tenía de mí,
comencé a caer hacia el tejado sobre el que la nieve y el hielo me cubrieron rápidamente. Mi
visita a Sybelle pudo haber sido, según esta interpretación, tan sólo una quimera fugaz, una
poderosa proyección de mi ser, como ya he dicho, el deseo de satisfacer la necesidad de ayuda
de esta joven desconocida y vulnerable a quien su hermano se disponía a propinar una paliza
mortal.
En cuanto a Fox, yo le maté, sin la menor duda. Pero murió a causa del temor, de un
fallo cardíaco, posiblemente, de la presión de mis manos invisibles sobre su frágil cuello, a
causa del poder de la telequinesia o la hipnosis. No obstante, como he dicho antes, no lo creo.
Yo estuve en la catedral de Kíev. Yo rompí el huevo con mis pulgares. Yo vi cómo el
pájaro salía volando.
Sé que mi madre estuvo a mi lado y que mi padre derribó el cáliz. Lo sé porque no hay
una parte de mí que pudo haber imaginado eso. También lo sé porque los colores que vi
entonces y la música que oí no se componían de nada que yo hubiera experimentado jamás.
No existe ningún otro sueño del que yo haya oído hablar sobre el que pueda decir esto.
Cuando dije misa en la Ciudad de Vladimir, me encontraba en una dimensión formada por
unos ingredientes que mi imaginación no tiene a su disposición.
No quiero decir más al respecto. Es demasiado terrible y angustioso el tratar de
analizarlo. Yo no lo busqué, al menos conscientemente; no tenía un poder consciente sobre
ello, simplemente ocurrió.
Si fuera posible, lo olvidaría por completo. Me siento tan extraordinariamente feliz con
Sybelle y Benji que deseo olvidarlo todo mientras ellos vivan. Sólo deseo estar con ellos, como
lo he estado desde la noche que te he descrito.
Como comprenderás, me tomé mi tiempo en venir aquí. Después de haber vuelto a
incorporarme a las filas de los inmortales, me resultó muy fácil discernir a partir de las mentes
errantes de otros vampiros que Lestat estaba a salvo aquí en su prisión, y que te estaba
dictando toda la historia de lo que le había ocurrido con Dios Encarnado y con Memnoch el
Diablo.
Me resultó muy fácil discernir, sin revelar mi presencia, que todo un mundo de vampiros
me lloraban con una angustia y un dolor mayores de lo que pude haber imaginado.
Así pues, sabiendo que Lestat estaba a salvo, perplejo pero aliviado por el misterioso
hecho de que le había sido devuelto el ojo que le habían sustraído, nada me impedía
quedarme con Sybelle y con Benji, y eso es lo que hice.
Con Benji y con Sybelle me reincorporé al mundo de una forma que no había hecho
desde que mi vampiro pupilo, el único, Daniel Molloy, me había abandonado. Mi amor por
Daniel nunca había sido completamente sincero, sino muy posesivo, y mezclado con mi odio
hacia el mundo en general y con mi confusión ante la desconcertante era moderna que había
comenzado a abrirse ante mis ojos cuando emergí, a finales del siglo XVIII, de las catacumbas
situadas debajo de París.
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A Daniel tampoco le interesaba el mundo, y había acudido a mí en busca de nuestra
Sangre Oscura, su cerebro inundado de historias tan macabras como grotescas que le había
relatado Louis de Pointe du Lac. En mi afán de rodearle de lujos, sólo conseguí empacharlo con
golosinas mortales, de forma que acabó renunciando a las riquezas que le ofrecía y se
convirtió en un vagabundo. Loco, deambulando por las calles cubierto con harapos, Daniel se
aisló del mundo hasta el punto casi de morir, y yo, débil, confuso, atormentado por su belleza
y enamorado del hombre vivo y no del vampiro en el que podía convertirse, conseguí atraerlo
hasta nosotros sólo gracias a la eficacia del Truco Oscuro, pues de otro modo Daniel habría
muerto sin remisión.
Posteriormente no me convertí en un Marius para él. Todo resultó tal como yo había
previsto: Daniel me odiaba profundamente por haberle iniciado en la Muerte Viviente, por
haberlo transformado en una noche a la vez en un inmortal y en un asesino sistemático.
Como hombre mortal, Daniel no tenía ni idea del precio que nosotros pagamos por lo que
somos, y no quería saber la verdad; huía de ella, entregándose a sueños temerarios y
arriesgadas aventuras.
Ocurrió lo que yo me temía. Al obligarlo a ser mi compañero, le convertí en un siervo que
me consideraba a todas luces un monstruo.
Nunca gozamos de unos momentos de inocencia, nunca saboreamos la primavera. Nunca
hubo una oportunidad, por hermosos que fueran los jardines bañados en luz crepuscular por
los que paseábamos. Nuestras almas no estaban sintonizadas, nuestros deseos se
contraponían y nuestros resentimientos eran demasiado comunes y estaban demasiado
regados para que se produjera la última floración.
Ahora es distinto.
Permanecí dos meses en Nueva York con Sybelle y Benji, viviendo como no había vivido
desde aquellas lejanas noches con Marius en Venecia.
Sybelle es rica, como creo que ya he comentado, pero con ciertas y tediosas limitaciones.
Percibe una renta que le permite pagar el alquiler de su exorbitante apartamento y las comidas
que encarga a diario al servicio de habitaciones, con un margen para comprarse ropas
elegantes, entradas para conciertos de música sinfónica y algún que otro capricho.
Yo soy fabulosamente rico. De modo que lo primero que hice, con gran placer, fue cubrir
a Sybelle y a Benji de todos los lujos que tiempo atrás había ofrecido, con creces, a Daniel
Molloy. Ellos se mostraron encantados.
Sybelle, cuando no tocaba el piano, no se negaba a acompañarnos a Benji y a mí a
visitar exposiciones de pintura, asistir a conciertos o a la ópera. El ballet le entusiasmaba, y le
complacía llevar a Benji a los mejores restaurantes, donde el pequeño árabe maravillaba a los
camareros con su voz aguda y entusiasta y la encantadora cadencia con que recitaba los
nombres de los platos, franceses o italianos, y pedía vinos de determinadas añadas, que los
camareros le servían sin reparos, pese a las bienintencionadas leyes que prohiben servir
bebidas alcohólicas a menores de edad.
Yo también gozaba con todo esto, como es natural, y me encantó comprobar que Sybelle
se tomaba cierto interés, aunque esporádico y superficial, en vestirme, en elegir para mí las
chaquetas, camisas y demás prendas en las tiendas que visitábamos, señalando las que le
gustaban con el dedo, y en seleccionar de las bandejas forradas de terciopelo toda clase de
sortijas engarzadas con gemas, gemelos, cadenas y pequeños crucifijos de oro y rubíes, una
pinza de oro para el dinero y demás objetos.
Yo ya había practicado ese juego magistral con Daniel Molloy. Sybelle lo jugó conmigo
con ese aire evanescente que posee, dejando que yo me ocupe del prosaico tema de pasar por
caja.
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En cuanto a mí, gozo extraordinariamente llevando a Benji conmigo a todas partes como
si fuera un muñeco, consiguiendo que luzca, al menos durante un par de horas, las elegantes
ropas occidentales que le compro.
Formamos un trío singular, cuando acudimos los tres a cenar a Lutéce o a Sparks (yo no
pruebo bocado, por supuesto): Benji con su inmaculada túnica del desierto, o ataviado con un
impecable traje hecho a medida con solapas estrechas, una camisa blanca y una vistosa
corbata; yo vestido con mi habitual, y aceptable, chaqueta de terciopelo y chorreras de encaje
antiguo; y Sybelle con los hermosos vestidos que inundan su ropero, unas prendas que le
habían comprado su madre y Fox, con el cuerpo ceñido para realzar sus generosos pechos y
cintura pequeña, una falda amplia que se mueve airosamente en torno a sus largas y
prodigiosas piernas, y el dobladillo lo suficientemente alto para revelar la espléndida curva y
firmeza de su pantorrilla cuando introduce sus pies enfundados en unas medias negras en
unas sandalias con tacón de aguja. La mata de pelo corto y rizado de Benji enmarca su rostro
atezado y enigmático como un halo bizantino, Sybelle luce siempre su cabellera suelta, y mi
pelo ha recuperado su aspecto renacentista, con unos bucles largos y rebeldes de los que
siempre me he sentido íntimamente satisfecho.
El placer mayor que me proporciona Benji es ocuparme de su educación. Desde un
principio sostuvimos unas conversaciones muy sesudas sobre la historia y el mundo, tumbados
en la alfombra del apartamento, examinando mapas mientras hablábamos sobre el progreso
de Oriente y Occidente, y las inevitables influencias que han ejercido sobre la historia humana
el clima, la cultura y la geografía. Benji no deja de hacer comentarios durante los telediarios,
llamando a cada presentador por su nombre de pila, descargando furiosos puñetazos sobre la
mesa para mostrar su desacuerdo con las iniciativas de los líderes mundiales y lamentándose
en voz alta de las muertes de grandes princesas y personajes humanitarios. Benji es capaz de
mirar las noticias sin dejar de hablar, comer palomitas, fumarse un cigarrillo y canturrear de
forma intermitente la melodía que toca Sybelle, sin desafinar, todo ello más o menos
simultáneamente.
Si me quedo abstraído contemplando la lluvia como si hubiera visto un fantasma, Benji
me da unos golpes en el brazo y pregunta: «¿Qué hacemos, Armand? Esta noche estrenan tres
películas estupendas. Qué fastidio, estoy hecho un lío, porque si vamos al cine nos perderemos
el recital de Pavarotti en el Met y me llevaré un disgusto de muerte.»
Muchas veces Benji y yo vestimos a Sybelle, quien nos observa como si estuviéramos
chiflados. Cuando se baña, nos sentamos junto a ella para hacerle compañía, porque si no le
hablamos es capaz de quedarse dormida en la bañera, o simplemente nos quedamos ahí
durante horas, derramando agua con la esponja sobre sus magníficos pechos.
A veces las únicas palabras que Sybelle pronuncia en toda la noche son frases como:
«Átate los cordones de los zapatos, Benji», o «Benji ha robado unas bandejas de plata;
oblígale a restituirlas, Armand», o con inopinado asombro: «Qué calor hace, ¿verdad?»
Jamás he relatado a nadie mi historia como te la cuento a ti aquí y ahora, pero en
ocasiones, durante mis conversaciones con Benji, le he contado muchas cosas que me dijo
Marius, sobre la naturaleza humana, la historia del derecho, la pintura y la música. Fue
durante esas conversaciones, principalmente, cuando comprendí lo mucho que yo había
cambiado en esos dos últimos meses.
Aquel viejo terror oscuro que me ahogaba ha desaparecido. Ya no contemplo la historia
como un panorama trufado de desastres, como hacía antes; y a menudo recuerdo las
generosas y optimistas predicciones de Marius, quien aseguraba que el mundo mejora; que la
guerra, pese a los conflictos que observamos a nuestro alrededor, ha caído en desuso entre los
dirigentes mundiales, y que pronto caerá en desuso en el Tercer Mundo, como ha ocurrido en
Occidente; que daremos de comer a los hambrientos, alojamiento a los sin techo y cuidaremos
de quienes precisan amor.
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En el caso de Sybelle, la educación y las conversaciones no constituyen la esencia de
nuestro amor, sino la intimidad que compartimos. No me importa que a veces no diga nada,
no penetro en su mente. Sybelle no consiente que nadie lo haga.
Yo la acepto a ella y su obsesión con la
Appassionata de forma tan incondicional comoella me acepta a mí y mi naturaleza. Hora tras hora, noche tras noche, la escucho tocar el
piano, percibiendo en cada ocasión los pequeños cambios de intensidad y expresión que
ejecutan sus dedos. Debido a ellos, con el tiempo me he convertido en el único oyente de cuya
presencia es consciente Sybelle.
Poco a poco he pasado a formar parte de la música de Sybelle. Permanezco sentado
junto a ella, escuchando las frases y los movimientos de la
Appassionata. Permanezco sentadojunto a ella sin pedirle nunca nada salvo que haga lo que desea hacer, lo cual hace de forma
magistral. Eso es lo único que deseo que Sybelle haga por mí: lo que a ella le apetezca.
Si algún día Sybelle desea «adquirir mayor fortuna y prestigio ante los ojos de los
hombres», yo le facilitaré el camino. O si desea estar sola, no me verá ni me oirá. Lo que ella
desee, yo se lo daré.
Si algún día se enamora de un hombre o de una mujer mortal, yo haré lo que ella me
pida. Puedo vivir en la sombra eternamente, adorándola, porque las sombras no me deprimen
cuando estoy junto a ella.
Sybelle a menudo me acompaña cuando salgo en busca de una presa. Le gusta verme
alimentarme y matar. No creo haber permitido a ningún mortal hacer eso. A veces Sybelle
trata de ayudarme a desembarazarme de los restos o confundir las pruebas de la causa de la
muerte, pero soy muy fuerte, ágil y capaz de hacer eso yo solo, por lo que ella se limita a
observarme.
A Benji no suelo llevarlo conmigo en esas ocasiones porque se excita mucho, y no es un
espectáculo que le convenga presenciar. A Sybelle no le afecta lo más mínimo.
Podría contarte muchas otras hazañas, sobre cómo nos ocupamos de los pormenores de
la desaparición del hermano de Sybelle, sobre cómo transferí inmensas sumas de dinero a
nombre de Sybelle y establecí unos fondos fiduciarios con todas las garantías para Benji, sobre
cómo adquirí para Sybelle un importante paquete de acciones en el hotel en el que vive, sobre
cómo he instalado en su apartamento, inmenso para ser un apartamento de hotel, otros
magníficos pianos que ella goza tocando, sobre cómo he dispuesto para mí, a una distancia
prudencial del apartamento, un cubil provisto de un ataúd ilocalizable, inviolable e
indestructible, en el que me refugio de vez en cuando, aunque estoy más acostumbrado a
dormir en la pequeña habitación donde me instalaron Benji y Sybelle por primera vez, en la
que han colocado unos gruesos cortinajes sobre la ventana que da a la escalera.
Pero dejemos eso.
Ya sabes lo que deseaba que supieras.
Lo único que resta es situar esta historia en el momento presente, en el atardecer del día
de hoy, cuando me presenté aquí, cuando penetré en la guarida de los vampiros, flanqueado
por mi hermano y mi hermana, para visitar por fin a Lestat.
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Todo eso resulta un tanto simple, ¿no es cierto? Me refiero a mi transformación del
entusiasta chiquillo plantado en el porche de la catedral al feliz monstruo que una noche
primaveral en Nueva York decidió que había llegado el momento de trasladarse al sur para
visitar a un viejo amigo.
Ya sabes por qué vine aquí.
Empezaré por el principio de esta noche. Cuando llegué tú estabas en la capilla. Me
saludaste con franca cordialidad, satisfecho de comprobar que yo estaba vivo e indemne. Louis
casi rompió a llorar.
Los otros, unos jóvenes de aspecto poco recomendable que se agolparon a nuestro
alrededor, dos chicos y una muchacha, si no recuerdo mal, no sé quiénes eran, y sigo sin
saberlo, sólo que al cabo de un rato desaparecieron.
Me horroricé al ver a Lestat tendido en el suelo, abandonado, y a su madre, Gabrielle,
observándole desde un rincón con frialdad, como observa todo y a todos, como si jamás
hubiera experimentado unos sentimientos humanos.
Me horrorizó ver merodeando por aquí a esos jóvenes vagabundos, y quise proteger a
Sybelle y a Benji de esos seres. No temí que vieran a los clásicos entre nosotros, a los
legendarios, a los guerreros (tú, nuestro estimado Louis, incluso a Gabrielle, y menos aún a
Pandora y a Marius, que estaban todos presentes).
Sin embargo, no quería que mis pupilos vieran a esa basura imbuida de nuestra sangre,
y me pregunté, confieso que con arrogancia y vanidad, como suelo hacer en esos momentos,
cómo era posible que esos mocosos indeseables se hubieran convertido en vampiros. ¿Quién
los había creado, por qué y cuándo?
En estos casos se despierta en mí el feroz Hijo de las Tinieblas, el jefe de la asamblea
ubicada bajo el cementerio de París, que decretaba cuándo y cómo debía administrarse la
Sangre Oscura y, ante todo, a quién. Pero ese viejo hábito de autoridad es, en el mejor de los
casos, fraudulento y engorroso.
Yo odiaba a esos parias porque observaban a Lestat como si éste fuera un fenómeno de
feria, lo cual no estaba dispuesto a consentir. Sentí rabia, el repentino deseo de destruirlos.
No obstante, en la actualidad no existen unas normas entre nosotros que nos autoricen a
cometer esos actos impulsivos. ¿Quién era yo para organizar un motín bajo tu techo? En
aquellos momentos yo no sabía que vivías aquí, pero eras el encargado de custodiar la morada
del maestro, y habías permitido que entraran esos rufianes, y tres o cuatro más que se
presentaron poco después y tuvieron la cara dura de formar un círculo en torno a Lestat,
aunque, según observé, ninguno de ellos tuvo el valor de acercarse a él.
Por supuesto, todos mostraron una gran curiosidad por Sybelle y Benjamin. Les dije
discretamente que permanecieran detrás de mí y que no se movieran de mi lado. A Sybelle le
entusiasmó comprobar que teníais un piano, el cual ofrecía un nuevo sonido a su sonata. En
cuanto a Benji, se paseaba como un pequeño samurai, contemplando a los monstruos que le
rodeaban con ojos como platos, aunque con la boca fruncida y una expresión seria y orgullosa.
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La capilla me pareció muy hermosa. ¿Cómo podía ser de otra manera? Los muros
encalados ofrecían un aspecto blanco y puro, y el techo ligeramente abovedado, como en las
iglesias antiguas; en un extremo del muro hay una cavidad donde antiguamente estaba
instalado el altar, una especie de caja de resonancia que hace que las pisadas resuenen por
todo este lugar.
Había visto las vidrieras iluminadas desde la calle. Aunque carecen de figuras, son muy
hermosas con sus vivos colores azul, rojo y amarillo, y sus sencillos dibujos en forma de
serpentina. Me gustan los nombres escritos con letras negras de los mortales que hace tiempo
que han desaparecido y en cuya memoria habéis instalado cada ventana. Me gustan las
antiguas estatuas de yeso que habéis colocado en distintos puntos, que yo mismo te ayudé a
sacar del apartamento de Nueva York y enviar al sur.
No las había contemplado con detenimiento; solía protegerme de sus ojos de cristal
como si fueran basiliscos. Pero me detuve entonces para observarlas.
Estaba la dulce y sufrida santa Rita, con su hábito negro y su toca blanca, con esa
terrible llaga en la frente que parece un tercer ojo. Estaba la bonita y risueña Teresa de
Lisíeux, la florecilla de Jesús, que sostiene su crucifijo y un ramo de rosas en los brazos.
Estaba santa Teresa de Ávila, tallada en madera y exquisitamente pintada, con los ojos
dirigidos hacia el cielo, la mística, sosteniendo en la mano una pluma que indica que es
doctora de la Iglesia.
Estaba san Luis de Francia, con su regia corona; san Francisco, como no podía faltar,
vestido con el humilde hábito marrón del monje, rodeado de animales domesticados; y
algunos otros cuyos nombres me avergüenza confesar que desconozco.
Lo que más me impresionó, más aún que esas estatuas que parecen guardianes de una
historia muy antigua y sagrada, fueron los cuadros colgados en los muros que muestran el
camino de Jesús hacia el Calvario: las estaciones de la cruz. Alguien los había colocado por
orden, quizás incluso antes de que nosotros viniéramos a este lugar.
Adiviné que habían sido pintados al óleo sobre cobre, y que poseían un estilo
renacentista, cuando menos que trata de imitarlo, pero que a mí me resulta del todo natural y
me entusiasma.
De inmediato, el temor que había permanecido latente en mí durante las semanas que
había vivido feliz en Nueva York salió a flote. No, no era temor sino más bien pánico.
«Señor», musité. Me volví y contemplé el rostro de Jesús clavado en la cruz, por encima
de la cabeza de Lestat.
Fue un momento tremendamente angustioso. La imagen del velo de la Verónica se
superpuso a lo que contemplé allí en la madera tallada. Estoy convencido de ello. Me
encontraba de nuevo en Nueva York, y Dora sostenía el velo en alto para mostrármelo.
Observé los bellos ojos de Jesús, enmarcados por las ojeras, perfectamente fijados sobre
el lienzo, como si formaran parte del mismo pero no hubieran sido absorbidos por él, y las
rayas oscuras que representan sus cejas; sobre su mirada firme y bondadosa discurrían unas
gotas de sangre causadas por la corona de espinas. Observé sus labios entreabiertos, como si
pudieran llenarse tomos enteros con lo que tenía que decir.
Sobresaltado, me percaté de que Gabrielle, de pie junto a los escalones del altar, me
miraba fijamente con sus ojos grises y glaciales, y me apresuré a cerrar mi mente y digerir la
llave. No estaba dispuesto a dejar que penetrara en mí ni en mis pensamientos. Sentí una
manifiesta hostilidad hacia todos los que se hallaban en la habitación.
En éstas apareció Louis. Se mostró muy feliz de que yo no hubiera perecido. Louis tenía
algo que decir. Sabía que yo estaba preocupado y le inquietaba la presencia de los demás.
Presentaba su habitual aspecto de asceta, vestido con un traje negro de impecable corte pero
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cubierto de polvo, y una camisa blanca tan delgada y raída que parecía una telaraña en lugar
de un tejido de hilo y encaje.
.Los dejamos entrar porque, si no lo hacemos, se ponen a merodear por el lugar como
chacales y lobos, y no hay forma de ahuyentarlos. Vienen, ven a Lestat y se marchan. Ya
sabes lo que pretenden.
Yo asentí. No tuve el valor de reconocer que yo había acudido motivado por el mismo
deseo. No había dejado de pensar en ello, ni por un instante, bajo el inmenso ritmo de todo
cuanto me había sucedido desde que había hablado con Lestat la última noche de mi antigua
existencia.
Deseaba su sangre. Deseaba beberla. Con calma, se lo dije a Louis.
.Él te destruirá .murmuró Louis. Tenía las mejillas arreboladas de terror. Miró con una
expresión cargada de significado a la gentil y silenciosa Sybelle, que me sujetaba de la mano,
y a Benjamin, que observaba a Louis con ojos brillantes y llenos de entusiasmo.. No puedes
arriesgarte, Armand. Uno de ellos se aproximó demasiado. Lestat le destrozó. Fue un gesto
rápido, automático. Posee un brazo como de piedra viva y lo despedazó allí mismo, en el
suelo. No te acerques, ni lo intentes siquiera.
.¿Los mayores, los más fuertes, no lo han intentado nunca?
Fue Pandora quien respondió. Nos había estado observando, jugando en las sombras. Yo
había olvidado lo hermosa que era en un estilo discreto y muy básico.
Llevaba su espeso cabello castaño peinado hacia atrás, como una sombra detrás de su
esbelto cuello. Presentaba un aspecto lustroso y atractivo porque se había untado el rostro con
un ungüento oscuro para parecer más humana. Sus ojos emanaban fuerza y energía. Apoyó
una mano sobre mi brazo, en un gesto típicamente femenino. Ella también se mostró feliz de
verme vivo.
.Ya sabes dónde se encuentra Lestat .dijo en tono implorante.. Armand, es un horno
de poder y nadie sabe lo que es capaz de hacer.
.¿Nunca has pensado en ello, Pandora? ¿No se te ha ocurrido nunca beber la sangre de
su cuello y buscar la visión de Cristo mientras la bebías? ¿Y si en su interior residiera la prueba
infalible de que bebió la sangre de Dios?
.Pero, Armand, Cristo nunca fue mi Dios.
Era así de simple, brutal, definitivo.
Pandora emitió un suspiro, pero sólo porque estaba preocupada por mí.
.Yo no reconocería a tu Cristo aunque estuviera dentro de Lestat .dijo sonriendo.
.No lo comprendes .repuse.. A Lestat le ocurrió algo cuando fuimos con ese espíritu
llamado Memnoch y él regresó con el velo. Yo lo vi. Vi... el poder que contiene.
.Viste una quimera .replicó Louis con tono afable.
.No, vi el poder .insistí. Luego, en un momento, dudé de lo que acababa de decir. Los
largos pasillos de la historia se extendían ante mí, serpenteantes, y me vi sumido en la
oscuridad, portando una sola vela, buscando los iconos que yo había pintado. Y lo lamentable,
trivial, absurdo de aquella búsqueda me destrozó el alma.
Me di cuenta de que había asustado a Sybelle y a Benji, quienes me miraban fijamente.
Nunca me habían visto en aquel estado.
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Los abracé y estreché contra mí. Antes de venir esta noche había ido en busca de una
presa, para estar fuerte, y sabía que mi piel exhalaba un agradable calor. Besé a Sybelle en
sus labios sonrosados y luego besé a Benji en la cabeza.
.No me esperaba eso de ti, Armand .protestó Benji.. Nunca me dijiste que creías en
ese velo.
.¿Y tú, jovencito? .repuse en voz baja porque no quería montar un espectáculo delante
de los otros.. ¿Acaso entraste en la catedral para contemplarlo cuando estuvo expuesto allí?
.Sí, y te digo lo mismo que te ha dicho esta señora tan guapa .contestó Benji,
encogiéndose de hombros, como era habitual en él.. Nunca fue mi dios.
.Míralos, acechando como chacales .comentó Louis suavemente. Estaba demacrado y
temblaba ligeramente. No había satisfecho su apetito para permanecer aquí de guardia.. Creo
que ha llegado el momento de arrojarlo de aquí, Pandora .dijo con una voz incapaz de
intimidar ni al alma más apocada.
.Deja que contemplen lo que han venido a ver .murmuró Pandora fríamente.. Quizá
no dispongan de mucho tiempo para gozar del espectáculo. Nos hacen la vida muy difícil, nos
ponen en ridículo, y no hacen nunca nada por nadie, ni vivo ni muerto.
Me pareció una amenaza divina y confié en que Pandora fuera capaz de cargárselos a
todos, pero sabía que muchos Hijos del Milenio pensaban lo mismo sobre los seres semejantes
a mí. A todo esto, yo había demostrado una impertinencia colosal al presentarme aquí, sin que
nadie me lo hubiera autorizado, con mis pupilos para contemplar a Lestat postrado en el suelo.
.Esos dos están a salvo con nosotros .afirmó Pandora como si hubiera leído mi
atribulada mente.. Todos se alegran de verte, tanto los jóvenes como los ancianos .añadió,
haciendo un pequeño gesto para incluir a todos los presentes en la habitación.. Algunos no
quieren salir de la sombra, pero han oído hablar de ti. No querían que desaparecieras.
.Nadie queríamos que desaparecieras .apostilló Louis en un arrebato de emoción.. Me
parece un sueño que hayas regresado. Todos lo presentíamos, oímos decir que te habían visto
en Nueva York, tan apuesto y vigoroso como siempre. Pero tenía que verte con mis propios
ojos para creerlo.
Asentí en señal de gratitud por esas palabras. Pero no dejaba de pensar en el velo. Alcé
la vista y observé al Cristo de madera clavado en la cruz, y luego la figura postrada de Lestat.
En aquel momento entró Marius.
.¡Estás indemne, no te has abrasado! .exclamó temblando.. ¡Hijo mío!
Lucía la vieja y raída capa gris sobre los hombros, pero en aquel momento no me percaté
de ello. Marius me abrazó de nuevo, obligando a mi pupila y a mi pupilo a apartarse. Pero no
se alejaron mucho. Supongo que se tranquilizaron cuando me vieron abrazar a Marius y
besarle en las mejillas y en la boca, como solíamos hacer antiguamente. Tenía un aspecto
espléndido, tan suavemente lleno de amor.
.Si estás decidido a intentarlo, yo me haré cargo de estos mortales para que nada malo
les ocurra .dijo. Había leído todo el guión que yo guardaba en mi corazón. Sabía que estaba
empeñado en hacerlo.. ¿Qué puedo decir para impedírtelo?
Moví la cabeza para indicar que perdía el tiempo. Estaba obsesionado, ardía en deseos de
hacerlo. Entregué a Sybelle y a Benji a su cuidado.
Me acerqué a Lestat y me planté delante de él, es decir, a su izquierda, puesto que yacía
a mi derecha. Me arrodillé rápidamente, sorprendido ante lo frío que estaba el mármol,
olvidando la humedad que hacía aquí, en Nueva Orleans, y lo peligrosas que son las corrientes
de aire.
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Me arrodillé, apoyé las manos en el suelo y le observé. Descansaba plácidamente, ambos
ojos azules y cristalinos, idénticos, como si le hubieran arrancado uno. Me miró con expresión
ausente, sin pestañear, una vacía expresión como surgida de una crisálida muerta.
Tenía el pelo alborotado y lleno de polvo. Ni siquiera su vieja y odiosa madre se había
acercado para peinarlo, lo cual me enfureció. En un gélido arrebato de emoción, Gabrielle me
espetó:
.No deja que nadie le toque, Armand. .Su voz distante resonó en toda la capilla-.. Si
lo intentas, lo comprobarás por ti mismo.
Yo la miré. Estaba sentada y apoyada contra la pared, con las rodillas encogidas y
abrazándoselas. Lucía su acostumbrado y raído traje británico color caqui, compuesto por un
pantalón recto y una chaqueta estilo safari, por el que era más o menos famosa, manchado
después de correr tantas aventuras en la selva. Su pelo rubio era tan amarillo y brillante como
el de Lestat, peinado en una trenza que le colgaba por la espalda.
Gabrielle se levantó inopinadamente, furiosa, y avanzó hacia mí. Sus botas de cuero
resonaron de forma desagradable e irrespetuosa.
.¿Qué te hace pensar que los espíritus que vio eran dioses? .inquirió.. ¿Qué te hace
pensar que las jugarretas de esos seres que se creen superiores y nos manipulan a su antojo
no son sino unas tretas, y nosotros tan sólo unas bestias, desde el más humilde hasta el más
noble de los seres que caminan por la Tierra? .Gabrielle se detuvo a pocos pasos de Lestat y
cruzó los brazos sobre el pecho.. Él tentó a algo o a alguien. Esa entidad no pudo resistirse a
él. ¿Y qué pasó? Dímelo tú. Deberías saberlo.
.No lo sé .respondí suavemente.. Déjame en paz.
.Conque ésas tenemos, ¿eh? Yo te diré lo que pasó. Una joven llamada Dora, una líder
religiosa, según dicen, que predicaba las virtudes de asistir a los débiles y a los
desfavorecidos, perdió los papeles. ¡Eso es lo que ocurrió! Sus sermones, basados en la
caridad y entonados con otro tono para que todo el mundo los escuchara, quedaron anulados
por el rostro ensangrentado de un dios sanguinario.
Mis ojos se llenaron de lágrimas. Me enfurecía que Gabrielle viera la verdad tan
nítidamente, pero no podía responderle ni cerrarle la boca. Me levanté.
.Regresaron a las catedrales en tropel .continuó Gabrielle en tono despectivo., para
recuperar una teología arcaica, ridicula e inútil que al parecer tú has olvidado.
.Lo sé muy bien .repuse suavemente.. Me deprimes. ¿Qué te he hecho? Tan sólo me
he arrodillado junto a él.
.Pero te propones hacer mucho más que eso, y tus lágrimas me ofenden .replicó ella.
En éstas oí a alguien a mis espaldas hablarle a Gabrielle. Supuse que era Pandora, pero
no estaba seguro. De pronto, en un súbito flas evanescente, caí en la cuenta de todos los que
se habían refocilado con mi sufrimiento, pero no me importó.
.¿Qué pretendías, Armand? .preguntó Gabrielle astuta y cruelmente. Su rostro
estrecho y ovalado era muy parecido al de Lestat, pero al mismo tiempo distinto. Él nunca se
había mostrado tan ajeno a todo sentimiento, tan abstracto en su ira como ella ahora..
¿Crees que verás lo que él vio, o que la sangre de Cristo aparecerá ante ti para que la
saborees con la lengua? ¿Quieres que te cite un pasaje del catecismo?
.No es necesario, Gabrielle .respondí de nuevo con suavidad. Las lágrimas me
cegaban.
.El pan y el vino constituyen el Cuerpo y la Sangre en tanto sigan siendo esas especies,
Armand; pero cuando dejan de ser pan y vino dejan de ser el Cuerpo y la Sangre. ¿Qué crees
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que es la sangre de Cristo que tiene en su interior? ¿Acaso crees que ha conservado su poder
mágico pese al motor de su corazón que devora la sangre de los mortales como si ésta fuera el
mero aire que respira?
No respondí. Pensé en silencio, en mi fuero interno: «No fue el pan y el vino; fue su
sangre, la sangre bendita de Dios, y se la dio Él mismo de camino al Calvario, a este ser que
yace aquí.»
Tragué saliva para disipar mi tristeza y mi cólera por haberme obligado Gabrielle a
confesármelo a mí mismo. Decidí ir en busca de mis pobres Sybelle y Benji, pues sabía por su
aroma que seguían en la habitación. ¿Por qué no se los había llevado Marius? Estaba claro.
Marius deseaba ver lo que haría yo.
.No me digas que se trata de un problema de fe .dijo Gabrielle con voz socarrona,
meneando la cabeza.. Te presentas aquí dudando como santo Tomás para clavar tus dientes
ensangrentados en la herida.
.¡Basta, te lo suplico! .murmuré, alzando las manos.. Déjame intentarlo, déjale que
me lastime si puede, y luego lárgate.
No estaba convencido de lo que acababa de decir, no sentí ningún poder en mis palabras,
sólo humildad y una tristeza inenarrable.
Pero a ella sí le impresionaron. Por primera vez su rostro mostró una expresión
compungida, sus ojos enrojecieron y se llenaron de lágrimas y apretó los labios.
.Pobre criatura perdida, pobre Armand .dijo Gabrielle.. Lo siento por ti. Me alegré al
saber que habías sobrevivido al sol.
.En ese caso yo te perdono, Gabrielle .respondí., por todas las cosas crueles que me
has dicho.
Gabrielle me observó con expresión pensativa y al cabo de unos instantes asintió
lentamente. Luego alzó las manos, retrocedió silenciosamente y ocupó de nuevo su lugar,
sentándose en los escalones del altar y apoyando la cabeza contra el comulgatorio. Encogió las
piernas como antes y me miró con el rostro en sombra.
Yo aguardé. Gabrielle permaneció inmóvil, en silencio. Los ocupantes de la catedral no
emitieron el menor sonido. Oí los latidos acompasados del corazón de Sybelle y la respiración
entrecortada de Benji, pero se encontraban a varios metros de mí.
Miré a Lestat, el cual seguía en la misma posición, con un mechón de pelo sobre el ojo
derecho. Tenía el brazo derecho extendido y los dedos curvados hacia arriba. No se percibía el
menor movimiento de su cuerpo, ni siquiera sus pulmones al respirar, ni un suspiro a través
de sus poros.
Me arrodillé de nuevo junto a él. Alargué la mano y sin dudar ni titubear le aparté el pelo
del rostro.
Sentí el estupor que mi ademán había provocado en los otros. Los oí suspirar y emitir
una breve exclamación de asombro.
Lentamente, le acaricié el pelo con ternura, y observé, estupefacto pero en silencio, que
una de mis lágrimas había caído sobre su rostro.
Era una lágrima roja pero acuosa, transparente, que se deslizó sobre la curva de su
pómulo y desapareció en el hueco debajo de éste.
Me aproximé más a él, volviéndome hacia un lado para contemplarlo de frente, con la
mano apoyada en su cabello. Luego extendí las piernas hacia atrás, tumbándome junto a él, y
apoyé el rostro sobre su brazo extendido.
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De nuevo percibí unas exclamaciones de estupor y unos suspiros; yo traté de impedir
que el orgullo contaminara el amor que sentía mi corazón.
No era un amor diferenciado ni definido, sino simplemente amor, el amor que yo quizá
podía sentir por una persona a la que había matado o a la que había succionado su sangre, o
con quien me había cruzado en la calle, o a quien conocía y valoraba tanto como a él.
El peso de su dolor se me antojó inimaginable, y en mi mente concebí una noción del
mismo que abarcaba la tragedia que todos habíamos sufrido, quienes matan para vivir, y se
nutren de la muerte tal como decreta la misma Tierra, y están condenados a ser conscientes
de ello, y saben milimétricamente hasta qué punto todas las cosas que nos alimentan
languidecen lentamente hasta desaparecer. Dolor, un dolor mucho mayor que el
remordimiento, e infinitamente más culpable, un dolor demasiado intenso para que lo soporte
el mundo.
Me incorporé. Apoyé el peso sobre un codo y deslicé los dedos de la mano derecha
suavemente por su cuello. Oprimí lentamente los labios sobre su piel blanca y sedosa y aspiré
el viejo e inconfundible sabor y aroma de su persona, un aroma dulzón e indefinible y
personal, compuesto por todas sus dotes físicas y las que le fueron concedidas posteriormente,
y oprimí mis colmillos a través de su piel para saborear su sangre.
En aquel momento no era consciente de hallarme en la capilla, no oí suspiros
escandalizados ni exclamaciones reverentes. No oí nada, y sin embargo sabía lo que ocurría a
mi alrededor. Lo sabía como si aquel lugar tangible no fuera sino un fantasma, pues lo único
real era su sangre.
Era espesa como la miel, con un sabor profundo e intenso, un jarabe para los mismos
ángeles.
Al beber gemí de gozo, sintiendo el calor abrasador de aquella sangre, tan distinta de la
sangre humana. Con cada latido acompasado de su poderoso corazón brotaba un nuevo chorro
de sangre, hasta que me llenó la boca y se deslizó por mi garganta sin tener que esforzarme
en tragarla; y el sonido de su corazón se hizo más y más fuerte, y un resplandor rojizo me
nubló la vista, y a través de ese resplandor vi un gran remolino de polvo.
De la nada surgió de pronto una barahúnda de voces, mezclada con una arena ácida que
me escoció los ojos. Era un lugar en el desierto, antiguo y lleno de cosas comunes que olían
que apestaban, a sudor, a porquería, a muerte. Las voces gritaban y resonaban por los sucios
muros que me rodeaban. Las voces se superponían unas a otras, emitiendo exclamaciones
despectivas, befas, alaridos de horror y ásperos retazos de frases blasfemas expresadas con
indiferencia que sonaban sobre unos gritos desgarradores y terribles de dolor y alarma.
Me vi estrujado por los cuerpos que me rodeaban, pugnando por liberarme, sintiendo el
sol que abrasaba mi brazo extendido. Comprendía las palabras que oía a mi alrededor, una
vieja lengua expresada por medio de gritos y gemidos mientras me esforzaba en aproximarme
a la fuente de aquel tumulto provocado por una masa grotesca y sudorosa que me empujaba
de un lado a otro y me impedía avanzar.
Temí morir aplastado por esos hombres andrajosos, de piel áspera, y esas mujeres
cubiertas con un velo vestidas con toscas ropas de confección casera, que no cesaban de
empujarme con los codos y de pisarme. No alcanzaba a ver lo que ocurría frente a mí. Extendí
los brazos, ensordecido por los gritos y las perversas y feroces carcajadas, y de pronto, como
por decreto, la multitud se separó y contemplé la sensacional obra de arte.
Era Él, cubierto con una túnica blanca y desgarrada, ese personaje cuyo rostro había
visto estampado en las fibras del velo. Los brazos sujetos con unas gruesas e irregulares
cadenas de hierro a la pesada y monstruosa cruz, encorvado debido al peso, el cabello
colgando a ambos lados de su rostro lacerado y entumecido. La sangre causada por la corona
de espinas le nublaba los ojos, que mantenía abiertos, sin pestañear.
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Él me miró, asombrado, ligeramente desconcertado. Me contempló detenidamente, como
si no le rodeara una multitud, como si de vez en cuando el soldado no hiciera restallar un
látigo sobre su espalda y su cabeza agachada. Me miró fijamente, con el pelo enmarañado y
empapado en sangre, los párpados llagados y sangrando.
.¡Señor! .exclamé.
Creo que alargué las manos hacia él, pues eran mis manos menudas y pálidas las que vi
pugnando por tocarle el rostro.
.¡Señor! .exclamé de nuevo.
Él me observó, inmóvil, sus ojos fijos en los míos, las manos suspendidas de las cadenas
de hierro, los labios chorreando sangre.
De pronto noté un contundente golpe que me precipitó hacia delante. Su rostro llenaba
todo mi campo visual, su rostro constituía la medida de todo cuanto alcanzaba a ver: su piel
manchada y rota, sus pestañas negras, húmedas y enmarañadas, las grandes y relucientes
órbitas de sus ojos con las pupilas negras.
Se aproximó más y más. La sangre se deslizaba sobre sus gruesas cejas y sus mejillas
demacradas. Abrió la boca y emitió un sonido, un suspiro seguido del ronco murmullo de su
respiración, que fue cobrando intensidad a medida que su rostro se hacía más grande,
perdiendo sus facciones, convirtiéndose en la suma de todos sus colores vagos y borrosos, al
tiempo que el sonido se convertía en un rugido nítido y ensordecedor.
Grité aterrorizado. La multitud me empujó hacia atrás. Sin embargo, mientras
contemplaba aquella figura familiar y el antiguo marco de su rostro con su corona de espinas,
el rostro se fue agrandando hasta adquirir proporciones gigantescas, haciéndose más borroso,
y de pronto me pareció que se abatía sobre mí y sofocaba mi rostro con un peso inmenso y
total.
Grité. Me sentía impotente, ingrávido, incapaz de respirar. Grité como jamás había
gritado en toda mi miserable vida, emitiendo un grito tan estentóreo que el rugido reverberó
en mis oídos, pero la visión siguió aproximándose a mí, la gigantesca e ineludible masa que
había sido su rostro.
.¡Oh, Señor! .grité con todas las fuerzas de mis pulmones abrasados. Oí el rugido del
viento.
Sentí un golpe en la parte posterior de la cabeza tan violento que me partió el cráneo. Oí
el chasquido del hueso al partirse. Sentí un chorro viscoso de sangre deslizándose por mi
cuello.
Abrí los ojos. Miré al frente. Me hallaba en el otro extremo de la capilla, apoyado contra
el muro encalado, con las piernas estiradas, los brazos colgando a los costados y la cabeza
ardiendo debido al dolor producido por el golpe contra el muro.
Lestat no se había movido. Yo estaba seguro de ello.
No era preciso que lo dijera nadie. No fue él quien me arrojó contra el muro.
Caí de bruces, colocando un brazo debajo de la cabeza para amortiguar el golpe. Me di
cuenta de que estaba rodeado de pies, de que Louis estaba cerca de mí, de que incluso se
había aproximado Gabrielle, y me di cuenta también de que Marius se llevaba a Sybelle y a
Benjamín de allí.
En el denso silencio percibí tan sólo la aguda vocecita de Benjamin al preguntar:
.Pero ¿qué ha ocurrido? ¿Qué ha pasado? El rubio no le golpeó. Yo lo vi. No le golpeó. Él
no...
A r m a n d , e l v a m p i r o A n n e R i c e
281
Oculté el rostro, empapado en lágrimas, me tapé la cabeza con manos temblorosas para
que no vieran mi amarga sonrisa, aunque era imposible ocultar mis sollozos.
Lloré durante largo rato. Luego, poco a poco, la herida de mi cabeza comenzó a
cicatrizar, como yo sabía que ocurriría. La pérfida sangre subió a la superficie de mi piel,
produciéndome un cosquilleo mientras cumplía su pérfida labor, cosiendo la carne como un
diabólico rayo láser.
Alguien me entregó un pañuelo. Me pareció que emanaba un leve aroma a Louis, pero no
estaba seguro de ello. Transcurrió mucho rato, quizás una hora, antes de que me lo pasara por
la cara para enjugarme la sangre. Transcurrió otra hora, una hora de tranquilidad, durante la
cual algunos de los presentes se retiraron discretamente, antes de que yo me incorporara,
apoyando la espalda en el muro. La cabeza ya no me dolía, la herida había desaparecido, y la
sangre reseca no tardaría en desprenderse.
Le miré durante largo rato, en silencio. Sentí frío, soledad, angustia. Nada de lo que los
otros murmuraban llegó a mis oídos. No observé ningún gesto ni movimiento a mi alrededor.
En el sanctasanctórum de mi mente, repasé despacio, con precisión, todo cuanto había
visto y oído, todo lo que acabo de relatarte.
Por fin me levanté, regresé junto a él y le miré.
Gabrielle me dijo algo, unas palabras duras y crueles, pero no las oí. Sólo percibí el
sonido, la cadencia, como si su viejo acento francés, que yo había oído mil veces, fuera una
lengua que yo desconociera.
Me arrodillé y le besé el pelo. Lestat no se movió. No varió de postura. Yo no temía que
lo hiciera, ni tampoco confiaba en que lo hiciera. Le besé de nuevo en la mejilla. Luego me
levanté, me limpié las manos en el pañuelo que aún sostenía y me marché.
Creo que permanecí sumido en una especie de letargo durante largo rato. De golpe
recordé algo que Dora había dicho hacía mucho tiempo, sobre una niña que había muerto en el
ático, sobre un pequeño fantasma y unas ropas viejas.
Aferrándome a ese recuerdo, temeroso de que se disipara, logré encaminarme hacia la
escalera.
Fue allí donde al cabo de unos minutos me encontré contigo. Ahora ya sabes, para bien o
para mal, lo que vi y lo que no vi.
Así concluye mi sinfonía. Permite que la firme. Cuando hayas terminado de copiarla,
entregaré mi transcripción a Sybelle. Y quizá también a Benji. Con el resto puedes hacer lo que
te plazca.
A r m a n d , e l v a m p i r o A n n e R i c e
282
25
Esto no es un epílogo. Es el último capítulo de un relato que creí que había concluido. Lo
escribo de mi puño y letra. Será breve, pues no queda ningún drama en mí y debo manipular
con sumo cuidado los escuetos pormenores de esta historia.
Quizá más adelante se me ocurran las palabras precisas para ahondar en los detalles de
lo ocurrido, pero de momento sólo soy capaz de describirlo escuetamente.
No abandoné el convento después de escribir mi nombre en la copia que David ha
redactado fielmente. Era demasiado tarde.
La noche se había consumido en palabras, y tuve que retirarme a una de las celdas de
ladrillo secretas del lugar que David me había mostrado, un lugar donde Lestat había estado
preso anteriormente, y allí, tumbado en el suelo, en la oscuridad, excitado por todo lo que
había relatado a David, y más agotado de lo que jamás me había sentido, me quedé inmediata
y profundamente dormido poco antes del alba.
Cuando oscureció me levanté, me alisé la ropa y regresé a la capilla. Me arrodillé y besé
a Lestat con un afecto sin reservas, al igual que había hecho la noche anterior. No reparé en si
había alguien presente.
Siguiendo las instrucciones de Marius, me alejé del convento, bañado por las primeras
luces violeta del crepúsculo, confiado, admirando las flores, atento a oír los acordes de la
sonata de Sybelle que me conducirían a la casa indicada.
Al cabo de unos segundos percibí la música, las distantes pero rápidas frases del
Allegroassai,
o primer movimiento, de la conocida canción de Sybelle.Esta la tocaba con insólita precisión, una nueva y lánguida cadencia que otorgaba a la
pieza una poderosa autoridad rojo rubí que me entusiasmó.
Me alegró comprobar que no había aterrorizado a mi joven pupila. Estaba perfectamente,
tal vez enamorada de la lánguida y húmeda belleza de Nueva Orleans, como nos ha ocurrido a
tantos.
Me dirigí apresuradamente hacia mi destino y por fin me detuve, un tanto despeinado
debido al viento, frente a un enorme edificio de ladrillo de tres pisos en Metairie, un suburbio
«campestre» de Nueva Orleans próximo a la ciudad con un aire prodigiosamente remoto.
Los gigantescos robles que Marius me había descrito rodeaban esta mansión americana,
y, tal como me había asegurado, todas las puertas de doble hoja compuestas por unos
relucientes paneles de madera estaban abiertas para dejar pasar la brisa nocturna.
Pisé la hierba alta y suave. A través de todas las ventanas brillaba una luz espléndida,
tan necesaria para Marius, al tiempo que brotaban las notas de la
Appassionata, la cual sedeslizaba con extraordinaria gracia hacia el segundo movimiento,
Andante con motto, quepromete ser uno de los segmentos más plácidos de la obra, pero que no tarda en adquirir la
misma furia que el resto de la sonata.
A r m a n d , e l v a m p i r o A n n e R i c e
283
Me detuve en seco para escucharla. Jamás había oído unas notas tan límpidas y
translúcidas, tan brillantes y exquisitamente definidas. Traté, por puro gozo, de adivinar las
diferencias entre esta ejecución y las muchas que había escuchado anteriormente. Todas eran
distintas, mágicas y profundamente conmovedoras, pero ésta era increíblemente espectacular,
de una belleza sin par, realzada por el magnífico piano de cola que tocaba Sybelle.
Durante unos instantes experimenté una extraña tristeza, el terrible y angustioso
recuerdo de lo que había visto al beber la noche anterior la sangre de Lestat. Me recreé en él,
inocentemente, por así decirlo, y luego, con un suspiro de satisfacción, comprendí que no tenía
que hablar a nadie de ello, que se lo había dictado todo a David, y que cuando él me entregara
mis copias, yo las confiaría a los seres que amaba, quienes sin duda desearían saber lo que yo
había presenciado.
En cuanto a mí, no trataría de descifrarlo. No podía. Estaba convencido de que
quienquiera que fuera la persona a la que me había encontrado de camino al Calvario, tanto si
era real como producto de mis remordimientos, no había querido que yo le viera y me había
apartado con monstruosa violencia. En efecto, la sensación de rechazo era tan total que me
costaba creer que hubiera sido capaz de describir aquella escena a David.
Era preciso borrar esas ideas de mi mente. Tras aniquilar todo eco de aquella
experiencia, me recreé de nuevo con la música de Sybelle, de pie bajo los robles, sintiendo la
sempiterna brisa del río, que llega a todas partes en este lugar, refrescando y serenándome y
haciendo que sintiera que la Tierra ofrecía una irreprimible belleza, incluso a un ser como yo.
La música del tercer movimiento fue adquiriendo intensidad hasta alcanzar su
deslumbrante climax, y creí que se me iba a partir el corazón.
Fue entonces, cuando sonaron los últimos compases, que me percaté de algo que era
obvio desde el principio.
No era Sybelle quien interpretaba esa música. No podía ser ella. Yo conocía todos los
matices de su interpretación de esta sonata. Conocía su forma de expresarse, las cualidades
tonales que arrancaba a las notas. Aunque sus interpretaciones eran infinitamente
espontáneas, yo conocía su música, al igual que uno conoce la forma de escribir de otra
persona o el estilo de la obra de un pintor. La persona que tocaba no era Sybelle.
De golpe comprendí la verdad. Era Sybelle, pero una Sybelle que ya no era Sybelle.
Durante unos segundos me negué a creerlo. Sentí que mi corazón había dejado de latir.
Luego entré en la casa, con paso rápido y furioso, resuelto a no detenerme ante nada ni
nadie hasta que se hubieran confirmado mis sospechas.
A los pocos instantes lo contemplé con mis propios ojos. Estaban reunidos en una
habitación espléndida: la hermosa y esbelta figura de Pandora, ataviada con un vestido de
seda marrón, ceñido en la cintura al antiguo estilo griego, Marius con una chaqueta informal
de terciopelo y un pantalón de seda, y mis hijos, mis hermosos pupilos, Benji radiante con su
túnica blanca, bailando descalzo y enloquecido por la habitación, con las manos extendidas
como si quisiera asir el aire, y Sybelle, mi preciosa Sybelle, con los brazos desnudos y vestida
con un traje de seda rosa vivo, sentada al piano, su largo cabello desparramado sobre la
espalda, atacando de nuevo el primer movimiento.
Todos ellos, sin excepción, eran vampiros.
Apreté los dientes y me tapé la boca para impedir que mis bramidos despertaran al
mundo. Emití unos rugidos de rabia y dolor, sofocados por mis flácidas manos.
Grité una sola y desafiante sílaba una y otra vez: «¡No, no, no!» No podía articular otra
palabra, gritar otra frase, hacer otra cosa. Lloré desconsoladamente.
A r m a n d , e l v a m p i r o A n n e R i c e
284
Me mordí la mano hasta que me dolió el maxilar; mis manos temblaban como las alas de
un ave que no me permitía cerrar la boca por completo, y de mis ojos brotaban unas lágrimas
tan gruesas y abundantes como cuando besé a Lestat.
¡No, no, no, no!
De pronto extendí las manos, crispándolas en unos puños, dispuesto a emitir un grito
semejante al rugido de un toro herido, pero Marius me agarró con fuerza, estrechándome
contra sí y obligándome a sepultar el rostro contra su pecho.
Yo me debatí entre sus brazos para liberarme, le propiné una patada con todas mis
fuerzas, le golpeé con los puños.
.¡Cómo pudiste hacerlo! .bramé.
Sus manos me sujetaron la cabeza en una trampa de la que no podía escapar y sus
labios me cubrieron de besos, unos besos que me repugnaban y de los que trataba de zafarme
con gestos frenéticos y desesperados.
.¿Cómo has podido hacerlo? ¿Cómo te has atrevido? ¿Cómo has sido capaz de hacer
eso?
Por fin logré apartarme lo suficiente para descargar un puñetazo tras otro sobre su
pecho.
Pero ¿de qué servía? Qué débiles e ineficaces eran mis puños en comparación con su
fuerza. Qué impotentes y absurdos e insignificantes eran mis gestos. Marius se mantuvo
impasible, encajando mis golpes. Su rostro expresaba una indecible tristeza; tenía los ojos
secos pero llenos de amor.
.¿Cómo pudiste hacerlo? .repetía yo una y otra vez.
De pronto Sybelle se levantó del piano y corrió hacia mí con los brazos extendidos. Y
Benji, que había contemplado la escena, también echó a correr hacia mí, y ambos me
estrecharon suavemente en sus tiernos brazos.
.No te enfurezcas, Armand, no te pongas triste .me susurró Sybelle al oído.. ¡Mi
magnífico Armand, no debes estar triste! No te enojes. Nos quedaremos junto a ti para
siempre.
.¡Estamos junto a ti! .exclamó Benji.. Él hizo la magia. No tuvimos que nacer de unos
huevos negros. ¡Aquello fue una historia que nos contaste, Dybbuk! Nunca moriremos,
Armand, nunca nos pondremos enfermos, nunca sentiremos dolor ni temor. .El niño comenzó
a brincar de alegría y ejecutó otra pirueta, pasmado y riendo ante su nuevo vigor, ante el
hecho de saltar tan alto y tan airosamente.. ¡Somos muy felices, Armand!
.¡Sí, te ruego que no te enojes! .dijo Sybelle suavemente con su voz dulce y
profunda.. Te quiero mucho, Armand, te quiero con locura. Teníamos que hacerlo. Era
preciso. Teníamos que hacerlo para permanecer siempre junto a ti.
Mis manos ardían en deseos de acariciarla, tranquilizarla, y cuando ella sepultó la frente
en mi cuello, abrazándome con fuerza, no fui capaz de tocarla, de abrazarla, de calmarla.
.Te quiero, Armand, te adoro, sólo vivo para ti y permaneceré siempre a tu lado .
declaró Sybelle.
Yo asentí y traté de hablar, pero fue en vano. Sybelle besó mis lágrimas. Empezó a
besarlas rápida y desesperadamente.
.Basta, no llores, no llores más .repitió una y otra vez con voz queda, angustiada.. Te
queremos, Armand.
A r m a n d , e l v a m p i r o A n n e R i c e
285
.¡Somos muy felices, Armand! .exclamó Benji.. ¡Mírame, Armand! Ahora podremos
bailar junto al son de su música. Podremos hacerlo todo juntos. Hemos ido juntos en busca de
víctimas. .Benji se acercó a mí y dobló las rodillas, como si se dispusiera a dar un brinco de
alegría para subrayar sus palabras. Luego suspiró y me arrojó de nuevo los brazos al cuello..
Pobre Armand, estás confundido, lleno de unos sueños absurdos. ¿Es que no lo comprendes,
Armand?
.Te amo .musité con voz apenas audible al oído de Sybelle. Murmuré de nuevo esas
palabras, y entonces mi resistencia se vino abajo y la abracé con ternura y acaricié con manos
ávidas su piel blanca y sedosa y su hermoso, reluciente y vigoroso cabello.
Mientras la estrechaba contra mi pecho, susurré:
.No tiembles, te amo, te amo.
Extendí la mano derecha y atraje a Benji hacia mí.
.Y tú, bribón, ya me lo contarás todo más adelante. Ahora deja que te abrace. Deja que
te abrace.
Yo estaba tiritando. Tiritaba de angustia. Sybelle y Benji me abrazaron de nuevo con
ternura, para que entrara en calor.
Por fin, después de darle unas palmaditas y de despedirme de ellos con unos besos,
retrocedí y me dejé caer, agotado, en un amplio sillón de época tapizado de terciopelo.
Me dolía la cabeza y noté que se me humedecían de nuevo los ojos, pero hice acopio de
todas mis fuerzas y me tragué las lágrimas para no disgustar a mis pupilos.
Sybelle se sentó al piano y comenzó a tocar de nuevo la sonata. Esta vez ejecutó las
notas en un maravilloso tono monosilábico de soprano, y Benji se puso de nuevo a bailar,
girando y brincando con los pies desnudos, siguiendo maravillosamente el ritmo de la música
de Sybelle.
Me incliné hacia delante y apoyé la cabeza en las manos. Deseaba que el cabello me
cayera sobre el rostro y me ocultara de todas las miradas curiosas, pero aunque espesa, no
era más que una mata de pelo.
Noté una mano sobre mi hombro y me tensé, pero no dije nada, pues temía ponerme de
nuevo a llorar y a maldecir con todas mis fuerzas. Así pues, guardé silencio.
.No pretendo que lo comprendas .murmuró Marius.
Me enderecé. Marius estaba junto a mí, sentado en el brazo del sillón. Me miró
detenidamente.
Yo asumí una expresión amable, deshaciéndome en sonrisas, y me expresé con una voz
tan aterciopelada y plácida que nadie podía haber imaginado que hablaba de otra cosa que de
amor.
.¿Cómo pudiste hacerlo? ¿Por qué lo hiciste? ¿Tanto me odias? No me mientas. No me
vengas con estupideces que sabes que no me tragaré. No me mientas para proteger a Pandora
o a ellos. Yo me ocuparé de ellos y los amaré siempre. Pero no me mientas. Lo hiciste por
venganza, ¿no es así, maestro? ¿Lo hiciste para vengarte?
.¿Cómo puedes creer eso? .replicó Marius con una voz que expresaba también amor
puro, una voz que me hablaba de amor con tono sincero y un rostro implorante.. Si alguna
vez hice algo por amor, ha sido esto. Lo hice por amor y por ti. Lo hice por todas las injusticias
que cometí contigo, por toda la soledad que has padecido, por todos los horrores que el mundo
descargó sobre ti cuando eras demasiado joven e ingenuo para luchar contra ellos y estabas
demasiado hundido para entablar una batalla con el corazón esperanzado. Lo hice por ti.
A r m a n d , e l v a m p i r o A n n e R i c e
286
.Mientes, mientes en tu corazón .contesté., si no con tu lengua. Lo hiciste por
despecho, y acabas de demostrármelo. Lo hiciste para vengarte porque yo no era el pupilo que
querías que fuera. Yo no era el alumno aventajado y rebelde capaz de plantar cara a Santino y
a su pandilla de monstruos, y al cabo de los siglos volví a decepcionarte cuando después de
ver el velo me dirigí hacia el sol. Lo hiciste por eso. Lo hiciste por despecho y amargura y
porque te sentías decepcionado, y lo más horroroso es que tú mismo no te das cuenta. No
pudiste soportar que mi corazón estallara de gozo al ver contemplar la faz de Dios grabada en
el velo. No soportas que este pupilo que tú habías sacado de un prostíbulo veneciano y habías
alimentado con tu propia sangre, ese niño al que instruiste con tus libros y tus manos, gritara
el nombre de Dios cuando vio su faz sobre el velo.
.No, eso está tan lejos de ser verdad que me rompe el corazón .repuso Marius,
meneando la cabeza. Con los ojos secos, blanco como la cera, su rostro era la viva imagen del
dolor, parecía un cuadro que él mismo hubiera pintado.. Lo hice porque ellos te aman como
nadie te ha amado. Son libres, poseen una generosidad de espíritu y una profunda inteligencia
que impide que te teman a ti y lo que tú eres. Lo hice porque esos jóvenes se han forjado en
el mismo horno que yo, dotados de una gran astucia y resistencia. Lo hice porque la locura no
ha derrotado a Sybelle, y la pobreza y la ignorancia no ha derrotado a Benji. Lo hice porque
ellos eran tus elegidos, unos seres perfectos, y sabía que tú no lo harías, y que ellos acabarían
odiándote, como tú me odiaste a mí por resistirme a concederte el don que ansiabas, y
preferías que se alejaran de tu lado o perecieran antes que claudicar.
»Ahora son tuyos. Nada os separa. Es mi sangre, antigua y potente, que los ha dotado
de un poder que hace que sean unos dignos compañeros tuyos y no la pálida sombra de tu
alma que era Louis.
»No existe entre vosotros una barrera entre el maestro y el pupilo, tú conocerás los
secretos que albergan en sus corazones y ellos los tuyos.
Hubiera dado cualquier cosa por creerlo.
Deseaba estar solo, alejarme de Marius. Al pasar frente a mis pupilos, sonreí
cariñosamente a Benji y besé suavemente a Sybelle. Me retiré al jardín, solo, deteniéndome
bajo una pareja de gigantescos robles.
Sus gigantescas raíces se alzaban del suelo formando unos pequeños montículos de
madera dura y áspera. Apoyé los pies sobre este escabroso lugar y la cabeza contra el roble
más cercano.
Las ramas se inclinaban hacia el suelo y formaban un velo que me ocultaba, como había
deseado que hiciera mi pelo. Me sentía protegido y a salvo en las sombras que proyectaban.
Estaba sereno, pero tenía el corazón roto y la mente trastornada, y sólo tenía que contemplar
a través de la puerta abierta a mis dos ángeles vampiros de piel lechosa, enmarcados por la
radiante iluminación de la casa, para echarme de nuevo a llorar.
Marius permaneció largo rato en el umbral de una puerta distante. No me miró. Y cuando
yo miré a Pandora, la vi sentada en otro antiguo y amplio sillón de terciopelo, tensa, como
dispuesta a defenderse de un terrible dolor, posiblemente nuestra única discusión.
Por fin Marius se enderezó y avanzó hacia mí. Creo que tuvo que hacer acopio de toda su
fuerza de voluntad para dar aquel paso. Su rostro expresaba cierto enojo e incluso orgullo.
A mí me tenía sin cuidado.
Se plantó ante mí sin mediar palabra, como si se hubiera acercado para afrontar lo que
yo tuviera que decir.
.¿Por qué no dejaste que conservaran sus vidas? .le espeté.. Al margen de lo que
pensaras de mí y de mis locuras, ¿por qué no dejaste que conservaran lo que la naturaleza les
había concedido? ¿Por qué tuviste que entrometerte? ¡Tú, precisamente tú!
A r m a n d , e l v a m p i r o A n n e R i c e
287
Marius no respondió, pero yo no estaba dispuesto a consentir que callara.
Suavizando el tono para no alarmar a los demás, continué.
.En mis épocas más negras .dije., tus palabras me daban aliento. No me refiero a los
siglos en que era esclavo de un credo diabólico y una grotesca quimera. Me refiero a más
tarde, cuando hube salido de aquel sótano, respondiendo al desafío de Lestat, y leí lo que
Lestat hacía escrito sobre ti, y luego lo oí de tus propios labios. Fuiste tú, maestro, quien hizo
que vislumbrara un retazo del maravilloso universo que se extendía a mi alrededor, un
universo que no pude haber imaginado en la tierra ni en la época en que nací.
No podía contenerme. Me detuve para recuperar el aliento y escuchar la música de
Sybelle, y al percatarme de lo hermosa que era, melancólica, expresiva e insólitamente
misteriosa, estuve a punto de echarme a llorar de nuevo. Pero no podía consentirlo. Tenía aún
mucho que decir, al menos eso creía.
.Fuiste tú, maestro, quien dijiste que nos movíamos en un mundo donde las antiguas
religiones basadas en la superstición y la violencia habían perdido vigencia. Dijiste que
vivíamos en una época en que el mal ya no aspiraba a ocupar un lugar necesario. Recuerda,
maestro, que le dijiste a Lestat que no había un credo ni un código que justificara nuestra
existencia, que los hombres saben ahora lo que es el mal, y el mal real es el hambre, la
pobreza, la ignorancia, la guerra y el frío. Tú mismo dijiste estas cosas, maestro, con más
elegancia y elocuencia que yo. Éstos eran los nobles razonamientos que empleabas cuando
discutías con nosotros, con los más ruines de nuestra especie, proclamando la santidad y la
preciosa gloria de este mundo natural y humano. Fuiste tú quien defendía el alma humana,
afirmando que había adquirido una mayor espiritualidad y nobleza de sentimientos, que los
hombres ya no vivían deslumhrados por el
glamour de la guerra sino que habían descubiertounas cosas que antes estaban reservadas a los poderosos y los ricos, y que ahora estaban al
alcance de todos. Fuiste tú quien dijiste que una nueva iluminación, una nueva razón, ética y
misericordia, había resurgido después de los tenebrosos siglos regidos por unas religiones
sanguinarias, para emanar no sólo su luz sino su calor.
.Basta, Armand, no digas nada más .me rogó Marius. Lo dijo con tono amable pero
firme.. Recuerdo esas palabras. Recuerdo todo lo que dije. Pero ya no creo esas cosas.
Me quedé estupefacto. Me asombró la increíble sencillez con que renegaba de lo que
había afirmado una y mil veces. No me cabía en la cabeza, y sin embargo le conocía lo
suficiente para saber que hablaba en serio.
Marius me observó fijamente.
.Antes lo creía, sí. Pero no era una convicción basada en la razón y la observación de la
humanidad, como yo pensaba. Nunca lo fue, y cuando lo comprendí, cuando vi lo que era
realmente, un fanatismo ciego, desesperado e irracional, esa convicción se vino abajo súbita y
completamente.
»Dije esas cosas, Armand, porque quería creer que eran ciertas. Eran su propio credo, el
credo de lo racional, el credo de lo ateo, el credo de lo lógico, el credo del sofisticado senador
romano que no quería ver las nauseabundas realidades del mundo que le circundaba, porque
si reconocía lo que veía en la miseria de sus hermanos y sus hermanas, se habría vuelto loco.
Marius se detuvo para recobrar el resuello y continuó, volviéndose de espaldas a la
habitación brillantemente iluminada, como para proteger a los vampiros neófitos del ardor de
sus palabras, como yo deseaba que hiciera.
.Conozco la historia, la he leído como otros leen la Biblia, y no descansaré hasta haber
hallado todas las historias que se han escrito y podemos conocer, hasta que haya descifrado
los códigos de todas las culturas que hayan dejado unas sugestivas pruebas que yo pueda
arrancar de la tierra, piedra, papiro o arcilla.
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288
»Pero mi optimismo era absurdo, yo era un ignorante, tan ignorante como acusaba a
otros de serlo, me negaba a ver los horrores que me rodeaban, lo peor de este siglo, este siglo
de la razón, unos horrores como jamás han existido en la historia de la la humanidad.
»No tienes más que echar la vista atrás para comprobar que lo que digo es cierto, hijo
mío. Repasa la época dorada de Kíev, que sólo conocías a través de canciones después de que
los mongoles hubieran quemado las catedrales y asesinado a la población como si fueran
ganado, al igual que hicieron en todo Rus de Kíev durante doscientos años. Repasa las
crónicas de toda Europa y verás que en todas partes había guerra, en Tierra Santa, en los
bosques de Francia y Alemania, en la fértil tierra inglesa, sí, la bendita Inglaterra, y en cada
rincón asiático del globo.
¿Por qué me había engañado durante tanto tiempo? ¿Es que no veía esos pastizales
rusos, las ciudades quemadas? ¡Toda Europa pudo haber sucumbido a Gengis Khan! ¡Las
grandes catedrales inglesas habían sido reducidas a un montón de cascotes por el arrogante
rey Enrique!
Los libros de los mayas arrojados a las llamas por los sacerdotes españoles. Los incas,
los aztecas, los olmecas, numerosos pueblos de todas las naciones, habían sido aniquilados...
.Es un horror tras otro, y ya no puedo seguir fingiendo que no los veo. Cuando veo a
millones de personas morir en las cámaras de gas debido al capricho de un austríaco
desquiciado, cuando veo tribus africanas enteras masacradas y las aguas de sus ríos
rebosantes de cadáveres hinchados, cuando veo la hambruna cobrarse la vida de poblaciones
enteras en una era de glotona abundancia, no puedo seguir creyendo en esas pláticas.
»No puedo precisar qué hecho acabó con mi autoengaño. No sé qué horror arrancó la
máscara de mis mentiras. ¿Acaso los millones que morían de hambre en Ucrania, prisioneros
de su dictador, o los miles que perecieron debido al veneno nuclear vertido desde el cielo
sobre los campos, unas pobres gentes que no gozaban de la protección de los poderes
gobernantes que antaño les habían matado de hambre? ¿Fueron quizá los monasterios del
noble Nepal, unas ciudadelas de meditación y gracia que habían permanecido en pie durante
miles de años, más antiguos incluso que yo mismo y toda mi filosofía, destruidos por un
ejército de codiciosos militaristas enzarzados en una batalla sin cuartel contra los monjes
ataviados con sus hábitos color azafrán, y los valiosos libros que arrojaron al fuego, y las
campanas antiguas que fundieron para que no siguieran llamando a las gentes a orar? Y todo
esto en el espacio de décadas hasta el día de hoy, mientras las naciones occidentales bailaban
en sus discotecas y se bebían su licor, comentando de pasada la triste suerte del lejano Dalai
Lama y apresurándose a cambiar de canal.
»No sé lo que fue. Quizá fueran los millones de chinos, japoneses, camboyanos, hebreos,
ucranianos, polacos, rusos, kurdos... ¡Dios, la letanía es interminable! No tengo fe, he perdido
el optimismo, no creo en los métodos de la razón ni la ética. No te reprocho que te detuvieras
en los escalones de la catedral, con los brazos extendidos hacia su Dios que todo lo sabe y es
todo perfección.
»No sé nada porque sé demasiado, no comprendo muchas cosas y jamás las
comprenderé. Pero tú me enseñaste, más que todos los seres que he conocido, que el amor es
necesario, tan necesario como la lluvia y las flores y los árboles, como la comida para el niño
hambriento, y la sangre para los depredadores y carroñeros que somos los de nuestra especie.
Necesitamos el amor, y sólo el amor puede hacernos olvidar y perdonar todas las salvajadas.
»De modo que saqué a tus pupilos de su fabuloso y prometedor mundo moderno, con
sus enfermas y desesperadas masas. Los saqué y les concedí el único poder que poseo. Lo
hice por ti. Les concedí tiempo, el tiempo para hallar quizás una respuesta que los mortales
que viven en la época presente jamás hallarán.
»Esto es todo. Yo sabía que protestarías, que sufrirías, pero también sabía que cuando
yo hubiera terminado mi labor, serían tuyos y los amarías, y sabía que los necesitabas
desesperadamente. De modo que a partir de ahora están unidos a la serpiente, al león y al
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289
lobo, y son muy superiores al peor de los hombres que han demostrado en esta época ser
unos monstruos colosales, y libres para alimentarse de forma selectiva en un mundo sembrado
de maldad capaz de engullir las malas hierbas que ellos deseen eliminar.
Entre nosotros se hizo el silencio.
Me quedé pensativo durante largo rato, pues no quise precipitarme a hablar.
Sybelle había dejado de tocar, y yo sabía que estaba preocupada por mí y que me
necesitaba: lo sentí, sentí el poderoso impulso de su alma vampírica. Dentro de unos
momentos me acercaría a ella.
Sin embargo, aún quería decirle unas cuantas cosas a Marius:
.Debiste confiar en ellos, maestro, darles una oportunidad. Al margen de lo que pienses
sobre el mundo, debiste concederles la oportunidad de vivir el tiempo que les correspondía en
este mundo. Era su mundo y su tiempo.
Marius meneó la cabeza como si se sintiera decepcionado conmigo, y un poco cansado, y
comoquiera que había resuelto estos temas en su mente hacía tiempo, quizás antes de que yo
apareciera anoche, estaba dispuesto a dejarme marchar.
.Siempre serás mi hijo, Armand .dijo con una gran dignidad.. Todo cuanto poseo de
mágico y divino está ligado a lo humano y siempre lo estará.
.Debiste concederles su hora. Tu amor por mí no te autorizaba a firmar su sentencia de
muerte, su admisión a un mundo extraño e inexplicable. Quizá no seamos peores que los
humanos, según tú, pero debiste guardarte tus opiniones. Debiste dejarlos en paz.
Era suficiente.
Además, en aquel momento apareció David. Llevaba una copia de la transcripción en la
que habíamos estado trabajando, pero ése no era su problema. Se dirigió hacia nosotros
pausadamente, anunciando su presencia de modo evidente para darnos ocasión de guardar
silencio, lo cual hicimos.
Yo me volví hacia él, sin poder reprimirme.
.¿Sabías que iba a suceder esto? ¿Estabas presente cuando él lo hizo?
.No .respondió David con expresión solemne.
.Gracias .dije.
.Esos jóvenes te necesitan .comentó David.. Marius es su creador, pero te pertenecen
a ti.
.Lo sé .repuse.. Me marcho. Haré lo que deba hacer.
Marius extendió la mano y me tocó en el hombro. De golpe me di cuenta de que el
maestro estaba a punto de perder la compostura.
Cuando habló, lo hizo con voz trémula y embargado por la emoción. Detestaba la
tormenta que se había desatado en su interior y estaba muy afectado por el disgusto que me
había causado. No obstante, aunque lo comprendí con toda claridad, no me procuró ninguna
satisfacción.
.Ahora me odias, y quizá tengas razón. Sabía que llorarías, pero reconozco que te he
juzgado mal. Hay algo de lo que no me había percatado.
.¿A qué te refieres, maestro? .pregunté con un tono entre ácido y melodramático.
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.Los amabas de forma generosa .respondió Marius.. Pese a sus curiosos defectos, y
su chocante perversidad, no se sentían obligados hacia ti. Quizá los amaras más
respetuosamente que yo a ti.
Parecía sinceramente asombrado.
Yo me limité a asentir con la cabeza. No estaba seguro de que Marius estuviera en lo
cierto. Nunca había puesto a prueba mi dependencia de Benji y Sybelle, pero no quise
decírselo.
.Armand .dijo Marius., sabes que puedes quedarte aquí todo el tiempo que desees.
.Celebro que me lo digas, porque quizá lo haga .respondí.. A ellos les encanta este
lugar, y yo estoy cansado. De modo que gracias por tu oferta.
.Una cosa más .dijo Marius., y te lo digo de todo corazón.
.¿Qué, maestro?
David estaba junto a nosotros, de lo cual me alegré, pues frenaba mis lágrimas.
.Sinceramente no sé cómo responder a esto, y te lo pregunto con toda humildad .
prosiguió Marius.. Cuando viste el velo, ¿qué es lo que viste exactamente? No me refiero a
Cristo, o a Dios, o si se trataba de un milagro. Me refiero a si viste el rostro del ser, empapado
en sangre, que dio origen a una religión culpable de más guerras y más crueldad que ningún
otro credo. No te enojes conmigo, te lo ruego, sólo deseo que me lo expliques. ¿Qué es lo que
viste? ¿Un magnífico recordatorio de los iconos que pintabas antaño? ¿O un rostro impregnado
de amor y no de sangre? Dime si era amor en lugar de sangre. Deseo saberlo sinceramente.
.Me haces una pregunta muy antigua y muy simple .repuse., y desde mi punto de
vista no sabes nada. Me preguntas cómo es posible que fuera mi Señor, en vista de tu opinión
sobre el mundo y sabiendo lo que sabes sobre los Evangelios y los Testamentos redactados en
su nombre. Asimismo te extraña que yo crea en todo ello puesto que tú no lo crees, ¿me
equivoco?
Marius asintió.
.En efecto. Me lo pregunto porque te conozco. Y sé que la fe es algo que tú no posees.
Su respuesta me dejó perplejo. Pero comprendí que tenía razón.
Sonreí. De pronto sentí una excitante y trágica satisfacción.
.Te comprendo .dije.. Y te responderé. Vi a Cristo. Una especie de luz teñida de
sangre. Una personalidad, un ser humano, una presencia que presentí que conocía. No era el
Señor Dios Padre Todopoderoso ni el creador del universo y de todo el mundo. Y no era el
Salvador ni el Redentor de unos pecados inscritos en mi alma antes de que yo naciera. No era
la Segunda Persona de la Santísima Trinidad, ni el teólogo disertando desde el Monte Sagrado.
No representaba ninguna de esas cosas para mí. Quizá para los otros, pero no para mí.
.Entonces ¿quién era, Armand? .preguntó David.. Me has contado tu historia, llena de
maravillas y sufrimiento, y sin embargo no lo sé. ¿Cuál era el concepto del Señor cuando
pronunciabas esa palabra?
.Señor... .repetí.. No significa lo que tú crees. Se pronuncia en un tono
excesivamente íntimo y cálido. Es como un secreto y un nombre sagrado. Señor.
Tras una breve pausa continué:
.Él es el Señor, sí, pero sólo en tanto en cuanto es el símbolo de algo infinitamente más
accesible, algo infinitamente más significativo que un gobernante o un rey o un señor.
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De nuevo dudé unos instantes antes de proseguir, tratando de hallar las palabras que
expresaran totalmente la sinceridad de mis sentimientos.
.Él era... mi hermano .dije.. Sí. Eso es lo que era, mi hermano, y el símbolo de todos
los hermanos, y por eso era el Señor, y por eso su corazón es amor puro. Te burlas de lo que
digo, recelas de mis palabras. Reconozco que es más fácil sentirlo que verlo. Él era un hombre
como yo. Y quizá para muchos de nosotros, para millones de seres, eso es cuanto representa.
Todos somos hijos e hijas de alguien y él fue hijo de alguien. Fue humano, al margen de si es
o no es Dios, y sufrió, y lo hizo por una causa que él creía que era pura y universalmente
justa. Y eso significa que su sangre también puede ser la mía. ¡Debe de serlo! Y quizás ésa sea
la fuente de su magnificencia para los pensadores como yo. Dijiste que yo no tenía fe. Es
cierto. No creo en títulos ni leyendas ni jerarquías creados por otros seres como nosotros. Él
no creó una jerarquía. Él era la esencia misma. Vi en Él una magnificencia por motivos muy
simples. ¡Era de carne y hueso! Y podía transformarse en pan y vino para alimentar a toda la
Tierra. Tú no lo comprendes. Eres incapaz de comprenderlo. En tu mundo se han tejido
demasiadas mentiras en torno a Él. Yo lo vi antes de haber oído hablar tanto de Él. Lo veía
cuando contemplaba los iconos en mi casa, y cuando pintaba su imagen, mucho antes de
conocer todos sus nombres. No puedo quitármelo del pensamiento. Y nunca podré.
No tenía más que decir.
Marius y David estaban claramente asombrados, pero lo que les había dicho no los había
dejado excesivamente impresionados; tuve la sensación de que analizaban mis palabras de
forma errónea, aunque no puedo estar seguro.
En cualquier caso, no me importaba lo que pensaran. No era un hecho particularmente
positivo el que me hubieran formulado esas preguntas ni que yo me hubiera esforzado en
explicarles la verdad.
Vi en mi imaginación el viejo icono, el que mi madre me había entregado aquel día en
Kíev: la Encarnación. Imposible de explicar según la filosofía de ellos. Me pregunté si el horror
de mi vida consistía en que, hiciera lo que hiciere y fuera donde fuere, siempre lo
comprendería. La Encarnación. Una especie de luz teñida de sangre.
Deseaba quedarme a solas, alejarme de ellos.
Sybelle me esperaba, lo cual era infinitamente más importante, y fui a abrazarla.
Conversamos durante horas, Sybelle, Benji y yo. Al cabo de un rato se acercó Pandora,
trastornada pero procurando disimularlo, y se puso a charlar animadamente con nosotros. Más
tarde se unieron a nosotros Marius y David.
Nos hallábamos sentados en un círculo sobre el césped, bajo las estrellas. En bien de los
dos jóvenes, me esforcé en poner buena cara y hablamos sobre cosas hermosas y lugares que
deseábamos visitar, y de las maravillas que Marius y Pandora habían visto, y de vez en cuando
discutíamos sobre temas sin importancia.
Dos horas antes del amanecer, nos separamos. Sybelle fue a sentarse sola en un rincón
del jardín, contemplando las flores ensimismada. Benji había descubierto que era capaz de leer
a una velocidad sobrenatural y se dedicó a saquear la biblioteca, que era impresionante.
David, sentado ante el escritorio de Marius, corregía los errores de sintaxis y
abreviaturas de la transcripción, esmerándose en pulir la copia que había hecho
apresuradamente para mí.
Marius y yo estábamos sentados debajo de un roble; yo apoyé mi hombro en el suyo.
No hablábamos.
Observábamos lo que nos rodeaba, escuchando quizá las mismas canciones de la noche.
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Yo deseaba que Sybelle tocara de nuevo el piano. No solía permanecer tanto rato sin
tocar, y me apetecía oír tocar de nuevo la sonata.
Fue Marius quien se percató de un ruido extraño y se tensó, alarmado.
Al cabo de unos instantes se relajó.
.¿Qué ocurre? .pregunté.
.Un ruido sin importancia. No he podido... descifrarlo .repuso Marius, apoyando de
nuevo el hombro contra el mío.
Casi de inmediato vi a David alzar la vista del manuscrito. En éstas apareció Pandora,
caminando con paso lento y cansino hacia una de las puertas iluminadas.
Entonces percibí el sonido, y también Sybelle, pues se volvió hacia la puerta del jardín.
Hasta Benji, al oír el ruido, se dignó dejar el libro a medio leer y se dirigió hacia la puerta, con
gesto irritado, para comprobar qué ocurría y controlar la situación.
Al principio creí que mis ojos me engañaban, pero enseguida reconocí la identidad de la
figura que se acercó a la puerta del jardín, la abrió y cerró silenciosamente a sus espaldas con
un brazo rígido y deforme.
Avanzó renqueando hacia la luz que caía sobre el césped a nuestros pies; parecía víctima
de un tremendo cansancio y falta de práctica de algo tan sencillo como caminar.
Me quedé estupefacto. Nadie conocíamos sus intenciones. Ninguno de nosotros nos
movimos.
Era Lestat, que presentaba un aspecto tan desastrado y polvoriento como cuando yacía
en el suelo de la capilla. Por lo que deduje, de su mente no emanaba pensamiento alguno y
sus ojos reflejaban asombro, confusión y cansancio. Se plantó ante nosotros y nos miró de hito
en hito. Cuando me levanté apresuradamente para abrazarlo, se acercó y me habló al oído.
Se expresó con voz temblorosa y débil debido a la falta de uso, suavemente; su aliento
apenas me rozó la piel.
.Sybelle .dijo.
.¿Sí, qué quieres decirme sobre ella, Lestat? .pregunté, sosteniendo sus manos tan
firme y cariñosamente como pude.
.Sybelle .repitió.. ¿Crees que accederá a tocar la sonata para mí si tú se lo pides? La
Appassionata.
Retrocedí un paso y contemplé sus ojos azules, ofuscados.
.Desde luego .respondí, presa de una gran excitación y emoción.. Estoy seguro de
que accederá. ¡Sybelle!
Ella se volvió y lo observó sorprendida mientras Lestat cruzaba el césped hacia la casa.
Pandora se apartó para cederle paso, y todos le observamos en respetuoso silencio cuando se
sentó junto al piano, de espaldas a la pata derecha del mismo, con las piernas encogidas y la
cabeza apoyada sobre sus brazos. Luego cerró los ojos.
.¿Quieres tocar la sonata para él, Sybelle? La
Appassionata. Te lo ruego.Por supuesto, ella aceptó sin vacilar.
8,12h
6 de enero de 1998
Little Christmas
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