A r m a n d , e l v a m p i r o -- A n n e R i c e
2ªparte
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El vestíbulo, una estancia alargada y de techo elevado, era un lugar perfecto para morir.
No contenía nada que pudiera dañar su maravilloso suelo de mosaico con sus círculos de
piedras de mármol de colores y su alegre dibujo de guirnaldas de flores y diminutas aves
salvajes.
Disponíamos de todo el espacio para pelear, sin una sola silla que entorpeciera nuestros
movimientos y nos impidiera matarnos.
Avancé hacia el inglés antes de poder darme cuenta de que aún no manejaba la espada
con soltura, de que nunca había mostrado grandes aptitudes como espadachín y de que no
tenía ni remota idea de lo que mi maestro habría deseado que hiciera en aquel momento,
mejor dicho, qué me habría aconsejado de haber estado él allí.
A punto estuve de alcanzar a lord Harlech con mi espada en varias ocasiones, pero él se
zafó con tal habilidad que comencé a desmoralizarme. En el preciso instante en que me detuvo
para recobrar el resuello, pensando incluso en salir a escape, él me atacó con su daga y me
hirió en el brazo izquierdo. La herida me escocía, lo cual me enfureció.
Me precipité de nuevo sobre él y esta vez tuve la suerte de herirle en el cuello. Fue un
mero rasguño, pero la sangre le empapó la camisa y el inglés se mostró tan furioso como yo
de haber resultado herido.
.¡Eres un maldito y repugnante diablo! .gritó.. ¡Hiciste que te adorara para poder
despedazarme a tu antojo! ¡Prometiste que regresarías junto a mí!
El inglés no cesó en sus andanadas verbales durante toda la pelea. Quizá las necesitaba
a modo de estímulo, como un tambor de guerra o el sonido de unas gaitas.
.¡Vamos, acércate ángel de las tinieblas, que te arrancaré las alas! .bramó.
Harlech me obligó a retroceder en varias ocasiones con sus hábiles arremetidas. Tropecé,
perdí el equilibrio y caí al suelo, pero logré levantarme, apuntándole con el florete a la
entrepierna, lo cual le hizo retroceder espantado. Yo le perseguí, convencido de que no
merecía la pena prolongar el duelo.
Él esquivó mis estocadas, se rió de mí y me hirió con el cuchillo, esta vez en la cara.
.¡Cerdo! .le espeté sin poder contenerme. No me había percatado de mi propia
vanidad. Me había herido, me había producido un corte en el rostro. Noté que sangraba
copiosamente, como suelen sangrar las heridas en el rostro. Me lancé de nuevo al ataque,
prescindiendo de todas las normas de la esgrima, agitando enloquecido el florete y
describiendo unos círculos en el aire. Mientras Harlech trataba de esquivar mis estocadas a
diestro y siniestro, yo le hundí la daga en el vientre, produciéndole una herida vertical hasta el
cinturón de cuero incrustado con adornos de oro.
El inglés se precipitó sobre mí, tratando de liquidarme con sus dos armas, obligándome a
retroceder. Pero de pronto las soltó, se agarró el vientre y cayó al suelo de rodillas.
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.¡Remátalo! .gritó Riccardo. Dio un paso atrás, como habría hecho cualquier hombre
de honor.. Acaba con él, Amadeo, o lo haré yo. Piensa en las atrocidades que ha cometido
bajo este techo.
Yo alcé mi espada.
De pronto Harlech agarró la suya con una mano ensangrentada y la blandió furioso, pese
a que la herida le hacía gemir y retorcerse de dolor. Acto seguido, se levantó y trató de
atacarme. Yo me aparté de un salto y él cayó de nuevo de rodillas. Soltó la espada y volvió a
agarrarse el vientre. No murió, pero no podía seguir luchando.
.¡Dios! .exclamó Riccardo. Empuñó su cuchillo, pero no era capaz de rematar a aquel
hombre desarmado postrado en el suelo.
El inglés cayó de costado, con las rodillas encogidas. Apoyó la cabeza en el suelo de
piedra, boqueando y con el rostro contraído en un rictus de dolor. Sabía que estaba herido de
muerte.
Riccardo se acercó y apoyó la punta de su espada en la mejilla de lord Harlech.
.Está agonizando, déjalo morir .dije. Pero el inglés seguía respirando.
Yo deseaba matarlo, pero era imposible matar a un hombre que yace en el suelo
plácidamente, haciendo gala de un increíble valor. Sus ojos adquirieron una expresión sabia,
poética.
.Esto es el fin .anunció, con una voz tan débil que supuse que Riccardo no lo oyó.
.Sí, se acabó .repuse., compórtate con nobleza hasta el fin.
.¡Pero, Amadeo, ha matado a los dos aprendices! .protestó Riccardo.
.¡Toma tu daga, Harlech! .le ordené, acercándole el arma de un puntapié.. ¡Tómala,
Harlech! .repetí. La sangre se deslizaba sobre mi rostro y cuello, caliente y viscosa. No podía
soportarlo. Deseaba enjugarme las heridas en lugar de preocuparme por esa sabandija.
El inglés se tumbó de espaldas. De la boca y la herida en el vientre manaban sendos
chorros de sangre. Tenía el rostro húmedo y reluciente, y respiraba con dificultad. Ofrecía un
aspecto tan joven como cuando me había amenazado, un niño grande con una espesa mata de
rizos pelirrojos.
.Piensa en mí cuando empieces a sudar, Amadeo .dijo el inglés con voz ronca, casi
inaudible.. Piensa en mí cuando comprendas que tu vida ha llegado a su fin.
.Remátalo de una vez .murmuró Riccardo.. Puede tardar dos días en morir.
.Tú no dispondrás de dos días .respondió lord Harlech, jadeando., gracias a las
heridas que te he causado con la hoja envenenada de mi espada. ¿No lo notas en los ojos?
¿No te escuecen, Amadeo? El veneno se ha introducido en tu sangre, y te atacará primero en
los ojos. ¿No estás mareado?
.¡Canalla! .gritó Riccardo, clavándole el puñal en el pecho una, dos y hasta tres veces.
Lord Harlech hizo una mueca de dolor. Pestañeó ligeramente y de su boca brotó un último
chorro de sangre. Estaba muerto.
.¿Veneno? .murmuré. ¿Su espada estaba envenenada? Instintivamente me palpé la
herida del brazo. Pero era en el rostro donde me había producido un corte profundo.. No
toques su espada ni su cuchillo. ¡Están envenenados!
.El inglés mentía .me tranquilizó Riccardo.. Ven, no perdamos tiempo. Deja que te
lave.
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Ricardo me agarró del brazo, pero yo me resistía a salir del vestíbulo.
.¿Qué vamos a hacer con él, Riccardo? ¿Qué podemos hacer? Estamos solos, el maestro
no regresará hasta dentro de unos días. En esta casa hay tres cadáveres, o quizá más.
En éstas, oí unos pasos a ambos extremos del vestíbulo. Al cabo de unos momentos
aparecieron los pequeños aprendices, quienes habían permanecido ocultos. Iban acompañados
por un tutor, quien supuse que había permanecido con ellos durante mi pelea con el inglés.
Confieso que al verlos experimenté unos sentimientos ambivalentes, pero esos jóvenes
eran pupilos de Marius, y el tutor iba desarmado, estaba indefenso. Los chicos mayores habían
salido, como solían hacer por las mañanas. O eso creí.
.Vamos, debemos trasladarlos a todos a un lugar seguro .dije.. No toquéis esas
armas .añadí, indicando a los pequeños aprendices que me siguieran.. Instalaremos al
inglés en el mejor dormitorio. Y a los chicos también.
Los pequeños me siguieron tal como les había ordenado, algunos de ellos llorando de
miedo.
.¡Échanos una mano! .ordené al tutor.. Ojo con esas armas, están envenenadas. .El
hombre me miró desconcertado.. No te miento. Están envenenadas.
.¡Pero si estás sangrando, Amadeo! .gritó el tutor aterrorizado.. ¿A qué armas
envenenadas te refieres? ¡Que Dios nos ampare!
.¡Basta! .le espeté.
No soportaba esa situación. Cuando Riccardo se hizo cargo de trasladar a los niños y el
cadáver del inglés, entré apresuradamente en la alcoba del maestro para curar mis heridas.
Con las prisas, vertí toda la jarra de agua en la palangana y tomé una toalla para
restañar la sangre que se deslizaba por el cuello y me empapaba la camisa. «¡Qué
porquería!», exclamé. La cabeza me daba vueltas y por poco me caigo redondo. Me sujeté en
el borde de la mesa y me dije que era un idiota por creer las mentiras de lord Harlech.
Riccardo tenía razón. El inglés se había inventado lo del veneno. ¡Cómo iba a untar de veneno
la hoja de la espada!
Sin embargo, mientras trataba de convencerme, observé por primera vez un rasguño en
el dorso de la mano que deduje que el inglés me había hecho con su daga. Tenía la mano
hinchada como si me hubiera picado un insecto venenoso.
Me palpé el rostro y el brazo. También estaban hinchados; alrededor de las heridas se
habían formado unas ampollas. Volví a sentirme mareado. El sudor me chorreaba por la cara y
los brazos y caía en la palangana, que estaba llena de un agua sanguinolenta que parecía vino.
.¡Dios, esto es obra del diablo! .grité. Al volverme, la habitación empezó a dar vueltas
y a flotar. Apenas me sostenía en pie.
Alguien me sujetó para evitar que cayera al suelo. No me fijé en quién era. Traté de
pronunciar el nombre de Riccardo, pero tenía la lengua hinchada y no pude articular palabra.
Los sonidos y los colores se confundían en un amasijo ardiente que me producía vértigo. De
golpe vi sobre mi cabeza, con pasmosa claridad, el dosel del lecho del maestro. Riccardo
estaba junto a mí.
Me dijo algo con insistencia, atropelladamente, pero no le entendí. Hablaba en una
lengua extranjera, una lengua dulce y melodiosa, pero no comprendí una palabra.
.Tengo calor .dije.. Estoy ardiendo; me ahogo de calor. Necesito agua. Méteme en la
bañera del maestro.
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Riccardo no me hizo caso, sino que siguió hablando en esa lengua extraña, como si me
implorara algo. Sentí su mano en mi frente; estaba tan caliente que me abrasó. Le rogué que
no me tocara, pero no me oyó, y yo tampoco. Por más que me esforzara en hablar, tenía la
lengua hinchada y pastosa y no lograba articular ningún sonido. «¡Te envenenarás!», deseaba
decirle, pero no pude.
Cerré los ojos y me sumí en un beatífico sueño. Vi un vasto y refulgente mar, las aguas
que bañaban la isla del Lido, onduladas y muy bellas bajo el sol del mediodía. Floté en ese
mar, quizá sobre un pequeño tronco, o sobre mi espalda. No sentí el agua, pero tuve la
impresión de que nada se interponía entre mi cuerpo y las grandes y perezosas olas sobre las
que me mecía lentamente. A lo lejos distinguí el resplandor de una ciudad. Al principio creí que
era Torcello, o quizá Venecia, y que me había girado y flotaba hacia la costa. Pero entonces
observé que era mucho mayor que Venecia, con unas gigantescas y afiladas torres en las que
se reflejaban el sol, como si toda la ciudad fuera de cristal. Era un espectáculo increíble.
.¿Me dirijo allí? .pregunté.
Entonces tuve la sensación de que las olas me cubrían, no como si me ahogara, sino
como si el mar fuera un sereno y pesado manto de luz. Abrí los ojos. Contemplé el tafetán rojo
del dosel. Vi el fleco dorado de las cortinas de terciopelo del lecho, y vi a Bianca Solderini de
pie junto a mí, sosteniendo una toalla en la mano.
.Esas armas no tenían el suficiente veneno para matarte, sólo para que te pusieras
enfermo. Escúchame, Amadeo, debes respirar hondo, con fuerza, y tratar de superar esta
enfermedad. Pide al aire que te dé fuerzas, confía en que te pondrás bien. Así, respira
profunda y lentamente, muy bien; estás eliminando el veneno a través del sudor; no temas,
ese veneno no es lo suficientemente poderoso para matarte.
.El maestro averiguará lo ocurrido .aseguró Riccardo. Parecía agotado y deprimido; le
temblaban los labios y tenía los ojos llenos de lágrimas. Una señal de mal agüero, sin duda..
El maestro no tardará en averiguarlo. Él lo sabe todo. En cuanto se entere, suspenderá su
viaje y regresará a casa.
.Lávale la cara .dijo Bianca con voz serena.. Lávale la cara y guarda silencio. .Qué
mujer tan valiente.
Yo moví la lengua, pero no pude articular palabra. Deseaba pedirles que me comunicaran
cuándo hubiera anochecido, pues entonces existía la posibilidad de que regresara el maestro,
pero no antes de que se pusiera el sol.
Volví la cabeza. La toalla me abrasaba la piel.
.Suavemente, con calma .indicó Bianca.. Eso es, respira hondo y no temas.
Permanecí tendido en el lecho largo rato, semiconsciente, agradecido de que no hablaran
en voz alta. No me molestaba que me lavaran, pero sudaba copiosamente y perdí toda
esperanza de que lograran bajarme la fiebre.
No cesaba de revolverme en el lecho y, en una ocasión, traté de incorporarme, pero sentí
náuseas y vomité. Bianca y Riccardo me obligaron a tenderme de nuevo.
.Aprieta mis manos .me pidió Bianca. Sentí sus dedos oprimir los míos, pequeños y
calientes, calientes como todo lo demás, como el infierno, pero yo estaba demasiado enfermo
para pensar en el infierno o en cualquier otra cosa que no fuera vomitar hasta arrojar los
intestinos en una palangana y sentir el aire fresco sobre mi piel. ¡Abrid las ventanas, aunque
estemos en invierno! ¡Abridlas!
Me daba rabia pensar que podía morir, de que todo acabaría así, estúpidamente. Lo que
más me importaba era ponerme bien, pero no me obsesionaba pensando en qué sería de mi
alma ni si pasaría a un mundo mejor.
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De golpe todo cambió. Sentí que me elevaba, como si alguien tirara de mí a través del
tafetán rojo del dosel y a través del techo de la habitación. Cuando miré hacia abajo,
comprobé asombrado que yacía en el lecho. Me vi como si no hubiera un dosel que me
impidiera verme a mí mismo.
Era más hermoso de lo que jamás pude haber imaginado. Lo digo de forma
desapasionada; no me regodeé en mi belleza. Tan sólo pensé: «Qué muchacho tan hermoso.
Dios le ha bendecido con los atributos de la belleza. Fíjate en sus manos largas y delicadas,
apoyadas en la colcha, y el color castaño rojizo de su cabello.» Ese muchacho era yo, pero no
lo sabía ni pensé en el impacto que causaba mi belleza sobre quienes me contemplaban
mientras transitaba por la vida. No creía en los halagos que me dedicaban. Su pasión tan sólo
me inspiraba desprecio. Hasta el maestro me parecía un ser débil y caprichoso por sentirse
cautivado por mí. No obstante, en cierto modo comprendí por qué las personas que me
rodeaban habían perdido el juicio. Ese muchacho que yacía moribundo, ese muchacho que era
la causa del desconsuelo que se había apoderado de cuantos estaban presentes en aquella
suntuosa alcoba, era la imagen de la pureza y la juventud y la vida.
Lo que me pareció ilógico fue el histerismo que reinaba en la habitación. ¿Por qué
lloraban todos? Vi a un sacerdote en el umbral, un sacerdote que yo conocía porque decía misa
en una iglesia cercana. Los aprendices discutían con él y se negaban a dejarle pasar Para que
yo no me sobresaltara al verle. Toda aquella agitación me pareció absurda. Riccardo no tenía
por qué estrujarse las manos de esa forma; Bianca no tenía por qué afanarse en aplicarme una
toalla húmeda sobre el rostro e infundirme ánimos con palabras tan tiernas como
desesperadas.
«Pobre criatura .pensé.. Habrías sentido más compasión hacia los demás de haber
sabido lo bello que eras, y te habrías sentido más fuerte y más capaz de conseguir algo por tus
propios méritos. Pero te dedicaste a jugar y manipular a la gente que te rodeaba, porque no
tenías fe en ti mismo ni un sentido de tu propia identidad.»
Aquello había sido evidentemente un error. En cualquier caso, me disponía a abandonar
este lugar. La fuerza que me había sacado del cuerpo de aquel bello joven que yacía en el
lecho me arrastraba hacia arriba, hacia un túnel formado por un viento escandaloso y feroz.
El viento soplaba a mi alrededor, envolviéndome con fuerza dentro de ese túnel. Vi a
otros seres en él que me contemplaban, estremeciéndose bajo el viento incesante y furioso; vi
sus ojos clavados en mí; vi sus bocas abiertas en un gesto de protesta o de dolor. Seguí
ascendiendo a través del túnel. No tenía miedo, sólo una sensación de fatalidad, de
impotencia.
«Ése fue tu error cuando eras un muchacho en la Tierra .pensé.. Pero es inútil pensar
en ello.» En el preciso instante en que llegué a esa conclusión, alcancé el extremo del túnel.
Éste se disolvió, depositándome en la orilla de aquel maravilloso y refulgente mar.
No estaba mojado, pero me dirigí a las olas y dije en voz alta:
.¡Aquí estoy! ¡He llegado a tierra! ¡Mirad esas torres de cristal!
Al alzar los ojos, vi que la ciudad se hallaba a lo lejos, más allá de unas frondosas
colinas, y que un camino conducía a ella; a ambos lados del camino crecían unas flores de
indescriptible belleza. Jamás había contemplado tal variedad de formas y pétalos, ni un
colorido semejante. En el canon artístico no existían nombres para aquellos colores. Me
resultaba imposible describirlos mediante los escasos y pobres calificativos que conocía.
«Cómo se habrían asombrado los pintores venecianos al contemplar estos colores .me
dije., cómo habrían transformado nuestro trabajo si hubiéramos logrado descubrir la fuente
de estos matices y la hubiéramos convertido en pigmento para mezclarlo con nuestros óleos,
confiriendo un esplendor inédito a nuestros cuadros.» Sin embargo, eran unas reflexiones
absurdas. Aquí sobraba la pintura. Este universo contenía todo el esplendor que pudiéramos
obtener con nuestra paleta. Lo vi en las flores, en la hierba de distantes formas y tonalidades.
Lo vi en el infinito cielo que se extendía sobre mí y detrás de la lejana ciudad, resplandeciente
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y mostrando esta gran armonía de colores que se combinaban y brillaban como si las torres de
esta ciudad estuvieran construidas con una milagrosa y pujante energía en lugar de una
materia o masa inerte o terrenal.
Experimenté una profunda gratitud, a la que se rindió todo mi ser.
.¡Ahora lo comprendo, Señor! .exclamé en voz alta.. Lo veo y lo comprendo.
En aquel momento comprendí con toda claridad las consecuencias de esta variada y
creciente belleza, este mundo pulsante, radiante, preñado de un significado que indicaba que
todo tenía respuesta, todo se resolvía. Musité la palabra «sí» una y otra vez. Asentí con la
cabeza, según creo recordar; me parecía expresar lo que sentía con palabras.
Una gran fuerza emanaba de esa belleza. Me rodeaba como el aire, la brisa, el agua,
pero no era ninguna de esas cosas. Era algo mucho más singular y persistente, y aunque me
atrapaba con su increíble fuerza era invisible, no ejercía presión, carecía de una forma
palpable. Esa fuerza era amor. «¡Ah, sí! .pensé.. Es el total, y en su totalidad crea todo
cuanto tiene importancia, pues cada desengaño, cada herida, cada torpeza, cada abrazo, cada
beso no son sino el preludio de esta aceptación sublime y esta bondad; los pasos errados que
he dado me han enseñado mis deficiencias, y las cosas buenas, los abrazos, me han permitido
vislumbrar el significado del amor.»
Este amor otorgaba significado a toda mi vida, sin excepción, y cuando comprendí
asombrado esta realidad, aceptándola por completo, sin angustia y sin vacilar, comenzó un
proceso milagroso. Toda mi vida se me apareció en forma de todos aquellos seres que yo
había conocido.
Vi mi vida desde los primeros momentos hasta el instante que me había traído hasta
aquí. No era una vida excepcional; no contenía un gran secreto, un hecho insólito o crucial que
hubiera modificado mi personalidad. Por el contrario, consistía en una serie común y corriente
de pequeños hechos, los cuales implicaban a todas las personas que yo había conocido; vi las
heridas que yo había causado, las palabras de consuelo que había pronunciado, y vi el
resultado de las cosas más insignificantes que yo había hecho. Vi la sala de banquetes de los
florentinos y, de nuevo, la espantosa soledad que les había conducido a la muerte. Vi el
aislamiento y la congoja de sus almas mientras pugnaban por seguir vivos.
Sin embargo, no logré ver el rostro de mi maestro. No lo reconocí. No alcancé a ver su
alma. No vi lo que mi amor significaba para él, ni lo que su amor significaba para mí. Pero no
tenía importancia. De hecho, esto no lo comprendí hasta más tarde, cuando traté de analizar
aquel acontecimiento. Lo importante fue que en aquellos momentos comprendí lo que significa
amar a otros y amar la vida. Comprendí el significado de los cuadros que había pintado, no las
escenas vibrantes de color rojo rubí de Venecia, sino los cuadros que había pintado según el
antiguo estilo bizantino, los cuales habían surgido de forma espontánea y perfecta de mis
pinceles. Comprendí que había pintado cosas prodigiosas, y vi el influjo que había tenido mi
obra... Me sentí inundado por un torrente de información. Era tan abundante, y tan fácil de
comprender, que experimenté una liviana y exquisita alegría.
El conocimiento equivalía al amor y la belleza; en aquellos instantes comprendí, con un
gozo triunfal, que todo ello (el conocimiento, el amor, la belleza) constituían una misma cosa.
«Sí, es muy sencillo .me dije.. ¡Cómo no me había dado cuenta!»
Si yo hubiera sido un cuerpo dotado de ojos, habría llorado, pero habrían sido unas
lágrimas dulces. Mi alma había vencido sobre aspectos nimios y enojosos. Me quedé inmóvil, y
el conocimiento, los hechos, los cientos de pequeños detalles semejantes a gotitas
transparentes de un líquido mágico que penetraba en mí y circulaba a través mío, llenándome
y desvaneciéndose para dar paso a otro torrente de verdad, se disipó de improviso.
A lo lejos, frente a mí, se alzaba la ciudad de cristal, y más allá un cielo azul celeste
como el cielo al mediodía, sólo que ahora estaba tachonado de estrellas.
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Me dirigí hacia la ciudad. Emprendí el camino con tal ímpetu y convicción que tuvieron
que sujetarme tres personas. Me detuve, estupefacto. Conocía a esos hombres. Eran unos
sacerdotes, unos viejos sacerdotes de mi tierra, que habían muerto mucho antes de que yo
tuviera esa revelación; los vi con toda nitidez, e incluso recordé sus nombres y cómo habían
muerto. Eran unos santos de mi ciudad, y del gran edificio de catacumbas donde yo había
habitado.
.¿Por qué me sujetáis? .pregunté.. ¿Dónde está mi padre? Está aquí, ¿no es cierto?
No bien hube formulado esta pregunta cuando vi a mi padre. Presentaba el mismo
aspecto que de costumbre. Era un hombre alto y corpulento, vestido con las prendas de cuero
de un cazador, con una espesa barba canosa y el pelo largo y castaño como el mío. Tenía las
mejillas arreboladas debido al viento frío, y el labio inferior, visible entre su espeso bigote y su
barba entrecana, tenía un color rosáceo y estaba húmedo. Tenía los ojos de color azul
porcelana como los míos. Mi padre me saludó con un gesto vigoroso con la mano, sonriendo
alegremente, como solía hacer. Al parecer, se disponía a partir hacia los pastizales, pese a que
todo el mundo le había advertido que no lo hiciera, que no fuera a cazar allí; pero mi padre no
temía un ataque de los mongoles o los tártaros. A fin de cuentas, iba armado con su poderoso
arco, que sólo él era capaz de tensar, como un héroe mitológico de las grandes praderas, así
como las flechas que él mismo afilaba y su inmensa espada, con la que podía decapitar a un
hombre de un solo golpe.
.¿Por qué me sujetan, padre? .pregunté.
Mi padre me miró desconcertado. Su sonrisa jovial se disipó y de su rostro se borró toda
expresión. Acto seguido, su imagen se desvaneció por completo, sumiéndome en una
inenarrable tristeza.
Los sacerdotes que estaban junto a mí, esos hombres con largas barbas canosas y unos
hábitos negros, me hablaron con tono suave y comprensivo:
.Aún no ha llegado el momento de que te reúnas con nosotros, Andrei.
Yo me sentí profundamente acongojado. Estaba tan triste que no pude articular una frase
de protesta. Es más, comprendí que, por más que protestara, no lograría disuadirles.
.¡Ah, Andrei! Siempre serás el mismo .dijo uno de los sacerdotes, tomándome la
mano.. No temas, pregunta.
El sacerdote no movió los labios al hablar, pero no era necesario. Le oí con toda nitidez, y
comprendí que no obraba de mala fe. Era incapaz de hacerme daño.
.¿Por qué no puedo quedarme? .pregunté.. ¿Por qué no dejáis que me quede tal
como deseo, después de haber llegado hasta aquí?
.Piensa en todo lo que has visto. Ya conoces la respuesta.
Debo reconocer que al cabo de un instante comprendí la respuesta. Era compleja y a la
par profundamente sencilla, y estaba relacionada con los conocimientos que había adquirido.
.No puedes llevártelos contigo .explicó el sacerdote.. Olvidarás todas las cosas que
has aprendido aquí. Pero recuerda la lección principal, que lo importante es el amor que
sientes hacia los demás, y el amor que ellos te profesan, el intenso amor que te rodea.
Me pareció algo maravilloso, increíble. No era un simple lugar común. Era algo inmenso,
sutil y a la vez total, de forma que todos los problemas mortales se desvanecían ante esa
verdad.
Súbitamente, regresé a mi cuerpo. Era de nuevo el muchacho de cabello castaño que
yacía moribundo en el lecho. Sentí un cosquilleo en las manos y los pies. Al volverme, un dolor
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punzante me recorrió la columna vertebral. Estaba ardiendo, seguía sudando y retorciéndome
de dolor, y por si fuera poco tenía los labios agrietados y la lengua llena de ampollas.
.Dadme un poco de agua .dije.
Las personas que me rodeaban rompieron a llorar suavemente. Su llanto se confundía
con la risa y una expresión de incredulidad.
Yo estaba vivo, cuando creían que había muerto. Abrí los ojos y miré a Bianca.
.No voy a morir .anuncié.
.¿Qué dices, Amadeo? .preguntó ella, inclinándose y acercando la oreja a mis labios.
.Aún no ha llegado mi hora .respondí.
Me trajeron una copa de vino blanco frío al que habían añadido un poco de miel y limón.
Me incorporé y bebí un trago tras otro.
.Quiero más .pedí con voz débil. Comenzaba a sentir sueño.
Me recosté sobre las almohadas y Bianca me enjugó la frente. Qué alivio, qué
maravilloso era sentir ese pequeño y reconfortante gesto, que en aquellos momentos me
pareció la gloria. Sí, la gloria.
¡Había olvidado lo que había visto en la otra orilla! Abrí los ojos de golpe. Deseaba
recuperarlo desesperadamente, pero recordé lo que me dijo el sacerdote, con toda claridad,
como si acabara de hablar con él en otra habitación. Me había dicho que no recordaría lo que
había visto y aprendido. Y existía mucho más, infinitamente más, unas cosas que sólo mi
maestro era capaz de asimilar.
Cerré los ojos y dormí. No soñé, ya que estaba demasiado enfermo, tenía demasiada
fiebre para soñar. No obstante, en cierto modo, sumido como estaba en aquel estado
semiconsciente, acostado en aquel lecho húmedo y caliente cubierto con un dosel, percibiendo
las palabras vagas de los jóvenes aprendices y la tierna insistencia de Bianca, logré conciliar el
sueño. Transcurrieron las horas. Oí el reloj dando las horas, y poco a poco experimenté cierto
alivio, en el sentido de que me acostumbré al sudor que empapaba mi piel y a la sed que me
secaba la garganta, pero permanecí acostado sin protestar, semidormido, esperando que
regresara mi maestro.
«Tengo muchas cosas que contarte .pensé.. Supongo que conoces esa ciudad de
cristal. Quiero explicarte que hace tiempo yo...» Sin embargo, no recordaba con precisión.
Había sido pintor, sí, pero ¿qué clase de pintor, y cómo me llamaba? ¿Andrei? ¿Me habían
llamado por ese nombre los sacerdotes?
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Lentamente, sobre mi sensación de yacer enfermo en el lecho, en una habitación
húmeda, cayó el velo oscuro del cielo. Sobre él se extendían hasta el infinito las estrellas,
espléndidas y refulgentes sobre las brillantes torres de la ciudad de cristal, y en ese
duermevela, intensificado por unos serenos y maravillosos delirios, las estrellas cantaron para
mí.
Cada estrella, desde la posición que ocupaba en la constelación y en el vacío, emitía un
precioso sonido rutilante, como si en el interior de cada espléndida órbita sonaran unos
acordes que, mediante los brillantes movimientos de los astros, se transmitieran a través de
todo el universo.
Jamás había oído unos sonidos semejantes. Ni el más descreído habría permanecido
indiferente a esta música etérea y translúcida, esta armonía y sinfonía de celebración.
Oh, Señor, si fueras música, ésta sería tu voz, y ningún acorde disonante lograría
sofocarla. Eliminarías del mundo todos los sonidos ingratos con esta música, la expresión más
sublime de tus complejos y prodigiosos designios, y toda trivialidad se disiparía, derrotada por
esta resonante perfección.
Esta fue mi oración, una oración sincera que pronuncié en una lengua antigua, íntima,
sin el menor esfuerzo mientras yacía semidormido.
«Permaneced junto a mí, hermosas estrellas .rogué., y no permitáis que trate de
descifrar esta fusión de luz y sonido, haced que me rinda a él de forma plena e incondicional.»
Las estrellas se hicieron más grandes e infinitas en su fría y majestuosa luz; la noche se
desvaneció lentamente, quedando sólo una inmensa y gloriosa luz cuya fuente era imposible
hallar.
Sonreí. Palpé con dedos torpes la sonrisa que mis labios esbozaban, y a medida que la
luz se hizo más intensa y más próxima, como si fuera un océano, experimenté una maravillosa
sensación de frescor en todo mi cuerpo.
.No te disipes, no te vayas, no me abandones .murmuré con tristeza. Hundí la cabeza
en la almohada para aliviar el dolor que sentía en las sienes.
Sin embargo, esta benéfica e intensa luz se había agotado, debía desvanecerse para
dejar paso al centelleo de las velas que percibía a través de mis párpados entreabiertos.
Contemplé la bruñida penumbra que rodeaba mi lecho, y unos objetos sencillos, como el
rosario que reposaba sobre mi mano derecha, con sus cuentas de rubí y el crucifijo dorado, y
un devocionario que yacía abierto a mi izquierda, cuyas delicadas páginas agitadas por la brisa
que movía también el tafetán del dosel, creando unas pequeñas ondas.
¡Qué bello era todo lo que contemplaba, esos objetos ordinarios y sencillos que
componían este momento silencioso y elástico! ¿Dónde estaban mi hermosa enfermera con
cuello de cisne y mis sollozantes camaradas? ¿Había hecho la noche que cayeran rendidos de
cansancio y durmieran para que yo pudiera saborear estos apacibles instantes sin ser
observado? En mi mente bullían mil recuerdos.
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Abrí los ojos. Habían desaparecido todos, salvo una persona que se hallaba sentada junto
al lecho, con unos ojos soñadores, distantes, azules y fríos, más pálidos que el cielo estival,
rebosantes de una luz casi facetada, que me observaban distraídamente, con indiferencia.
Era mi maestro, sentado en una silla con las manos apoyadas en el regazo, como un
extraño que lo observa todo sin que nada afecte su gélida superioridad. La expresión adusta
que mostraba su rostro parecía tallada en piedra.
.¡Eres cruel! .murmuré.
.No, no .protestó sin mover los labios.. Pero cuéntame toda la historia. Descríbeme
esa ciudad de cristal.
.Sí, recuerdo que hablamos de ella, y de los sacerdotes que me exhortaron a regresar,
y de las pinturas, tan antiguas y tan bellas. No parecían creadas por la mano del hombre, sino
por el poder del que estoy imbuido que me permite tomar el pincel y pintar con toda facilidad
la virgen y los santos.
.No rechaces las viejas formas .dijo el maestro. De nuevo, sus labios no dieron
muestra de haber emitido la voz que yo había oído con toda nitidez, una voz que había
penetrado en mi oído como cualquier voz humana, aunque con su tono, su timbre particular..
Las formas cambian, y la razón que impera ahora se convierte mañana en superstición; en
aquel antiguo decoro residía un talante sublime, una infatigable pureza. Pero habíame sobre la
ciudad de cristal.
Tras emitir un suspiro respondí:
.Tú mismo has visto, al igual que yo, el cristal fundido cuando lo sacan del horno, esa
masa incandescente que emite un calor espantoso ensartada en un hierro, una masa que se
derrite y gotea de forma que el artista pueda manipularlo a su antojo, estirándolo o llenándolo
con su aliento para formar un recipiente perfectamente redondo. Pues bien, tuve la impresión
de que ese cristal hubiera surgido de las entrañas húmedas de la Madre Tierra, un torrente de
lava de cristal que ascendía hacia las nubes, y que de esos gigantescos chorros líquidos habían
surgido las torres de la ciudad de cristal, no imitando una forma creada por el hombre, sino
perfectas tal como la ardiente fuerza de la Tierra había decretado, en unos colores
inimaginables. ¿Quiénes habitaban en ese lugar? Qué lejano parecía y sin embargo accesible.
Se llega a él tras una breve caminata a través de las ondulantes colinas sembradas de hierba y
delicadas flores que se mecían bajo la brisa y ofrecían unos colores y matices fantásticos, un
espectáculo único, increíble.
Me volví para mirar al maestro, pues mientras le describía la ciudad de cristal había
permanecido ensimismado en mi visión.
.Explícame qué significan esas cosas .le pedí.. ¿Dónde se encuentra ese lugar y por
qué se me permitió contemplarlo?
El maestro suspiró con tristeza. Apartó la vista unos segundos y luego volvió a fijarla en
mí. Su rostro aparecía tan frío y adusto como antes, pero ahora observé en él una sangre
espesa, que al igual que anoche rezumaba un calor humano procedente de venas humanas, la
cual sin duda había constituido hoy su festín.
.¿No quieres siquiera sonreír antes de despedirte? .pregunté.. Si esta amarga frialdad
es lo único que sientes por mí, ¿por qué no dejas que esta fiebre acabe conmigo? Estoy muy
enfermo, lo sabes bien. Sabes que siento náuseas, que me duele la cabeza y todos los
músculos de mi cuerpo, que el veneno que tengo en estas heridas me abrasa la piel. ¿Por qué
te noto tan lejos aunque estás aquí? ¿Por qué has regresado a casa para sentarte junto a mí
sin sentir nada?
.Siento por ti el amor que siempre siento cuando te miro .repuso él., hijo mío, mi
dulce y resistente tesoro. Te lo aseguro. Lo guardo dentro de mí, donde debe permanecer,
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quizá, y dejar que mueras, sí, pues es inevitable. Entonces tus sacerdotes tendrán que hacerse
cargo de ti, pues ya no podrás regresar a la Tierra.
.¿Pero y si existieran muchas tierras? ¿Y si la segunda vez que cayera me despertara en
otra orilla y contemplara el azufre que brota de la ardiente tierra en lugar de la belleza que me
fue revelada la primera vez? Siento un profundo dolor. Estas lágrimas me abrasan. La pérdida
es inmensa. No lo recuerdo... Tengo la sensación de repetir continuamente las mismas
palabras. ¡No lo recuerdo!
Extendí la mano hacia él, pero él no se movió. Al cabo de unos instantes dejé caer la
mano sobre el viejo devocionario. Noté la textura del áspero pergamino.
.¿Qué mató el amor que sentías por mí? ¿Las cosas que hice? ¿El haber traído aquí al
hombre que mató a mis hermanos? ¿O el haber muerto y contemplado esos prodigios?
¡Responde!
.Todavía te amo. Te amaré todas mis noches y mis días errantes, para siempre. Tu
rostro es una joya que me ha sido regalada, que jamás podré olvidar, aunque es posible que la
pierda por incauto. Su resplandor me atormentará siempre. Piensa de nuevo sobre esas cosas,
Amadeo, abre tu mente como si fuera una concha, y deja que contemple la perla de cuanto te
han enseñado.
.¿Eres capaz de comprender, maestro, que el amor es lo más importante, que todo el
mundo está hecho de amor? Las briznas de hierba, las hojas de los árboles, los dedos de la
mano que te acaricia, todo es amor. Amor, maestro. ¿Quién es capaz de creer en unas cosas
tan inmensas y a la par tan simples cuando existen hábiles y laberínticos credos y filosofías de
una seductora complejidad creada por el hombre? Amor. Yo oí su sonido. Yo lo vi. ¿Acaso eran
las alucinaciones de una mente febril, temerosa de la muerte?
.Tal vez .respondió el maestro. Su rostro seguía mostrando una expresión fría e
impávida. Sus ojos eran unas meras rendijas, prisioneros de la aprensión que les causaba lo
que veían.. Sí .dijo.. Morirás, dejaré que mueras, y es posible que exista para ti más de
una orilla, en la que hallarás de nuevo a tus sacerdotes.
.No ha llegado mi hora .respondí.. Lo sé. Un puñado de horas no puede borrar esta
afirmación. Aunque rompas todos los relojes. Ellos me dijeron que no había llegado la hora
para mi alma de mortal. No puedes hacer que se cumpla de inmediato o borrar el destino
esculpido en mi mano infantil.
.Pero puedo influir en él .replicó. Esta vez movió los labios. El suave coral de su boca
confería una nota alegre a su rostro; sus ojos perdieron esa expresión recelosa y contemplé de
nuevo al maestro que conocía y amaba.. Puedo apoderarme fácilmente de las últimas fuerzas
que te restan. .Marius se inclinó sobre mí. Observé las manchitas de sus pupilas, las
relucientes estrellas de múltiples puntas detrás de los oscuros iris. Sus labios, tan
prodigiosamente decorados con unas arruguitas, como los labios de cualquier humano,
presentaban un color rosáceo como si en ellos residiera un beso humano.. Puedo beber un
último y fatal trago de tu sangre infantil, apurar esa lozanía que me cautiva, y sostendré en
mis brazos a un cadáver tan bello que todos los que lo contemplen llorarán. Ese cadáver no
me dirá nada. Lo único que sabré con certeza es que tú habrás desaparecido.
.¿Dices esto para atormentarme, maestro? Si no puedo ir a esa orilla, deseo
permanecer junto a ti.
Sus labios esbozaron una mueca de desesperación. Parecía un hombre, sólo eso; en las
esquinas de sus ojos asomaban unas manchas de sangre de fatiga y tristeza. Su mano, que
había extendido para tocarme, temblaba.
Yo la atrapé como si fuera la rama de un árbol mecida por la brisa. Acerqué sus dedos a
mis labios y los besé como si fueran hojas. Luego volví la cabeza y apoyé su mano sobre mi
mejilla herida. La presión intensificó el escozor que me producía el veneno, pero ante todo,
sentí el intenso temblor de sus dedos.
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.¿Cuántos murieron esta noche para que tú te alimentaras? .pregunté, pestañeando..
¿Cómo es posible que esto exista en un mundo hecho de amor? Eres demasiado hermoso para
pasar inadvertido. Estoy perdido. No lo comprendo. Pero, suponiendo que a partir de este
momento viviera convertido en un simple muchacho mortal, ¿podría olvidarlo?
.No puedes vivir, Amadeo .contestó Marius con tristeza.. ¡Es imposible! .exclamó
con voz entrecortada.. El veneno ha penetrado profundamente, y unas gotas de mi sangre no
pueden salvarte, hijo mío. .Su rostro reflejaba una profunda angustia.. Cierra los ojos.
Acepta mi beso de despedida. No existen lazos amistosos entre esos sacerdotes de la otra
orilla y yo, pero tienen que hacerse cargo de un ser que muere de muerte natural.
.¡No, maestro! No puedo intentarlo solo. Ellos me enviaron de regreso aquí, donde estás
tú, en tu casa. Sin duda lo sabían.
.Eso les tiene sin cuidado, Amadeo. Los guardianes de los muertos se muestran
poderosamente indiferentes. Hablan de amor, pero no de los siglos de torpezas y errores.
¿Qué estrellas son esas que cantan maravillosamente cuando el mundo languidece inmerso en
una espantosa disonancia? ¡Ojalá pudiera obligarles a cambiar sus designios! .dijo con la voz
rota de dolor.. ¿Qué derecho tienen a hacerme pagar por tu suerte, Amadeo?
Yo emití una breve y triste carcajada. Me puse a tiritar a causa de la fiebre y unas
violentas náuseas se apoderaron de mí. Temí que si me movía o hablaba, me acometerían
unas náuseas secas que me dejarían aún más postrado. Prefería morir que sufrir esta tortura.
.Sabía que analizarías a fondo esta cuestión, maestro .respondí sin el menor sarcasmo
ni amargura, sino con el simple afán de llegar a la verdad. Respiraba tan trabajosamente que
supuse que no me costaría ningún esfuerzo dejar de respirar. De pronto recordé las palabras
de aliento de Bianca.. No existe ningún horror en este mundo que no pueda ser redimido,
maestro.
.Sí, pero ¿qué precio debemos pagar algunos por esta salvación? .replicó Marius..
¿Cómo se atreven a exigirme que acepte sus oscuros designios? Confío en que tus visiones
fueran meras alucinaciones. No vuelvas a hablarme sobre esa maravillosa luz. No pienses más
en ella.
.¿Por qué debo borrar de mi mente todo cuanto he visto y oído, señor? ¿Por el bien tuyo
o el mío? ¿Quién se está muriendo aquí, tú o yo?
Marius meneó la cabeza.
.Seca tus lágrimas de sangre .afirmé.. ¿Cómo vislumbras tu muerte, maestro? En
una ocasión me dijiste que no era imposible que murieras. Explícamelo si tenemos tiempo,
antes de que toda la luz que conozco se desvanezca con un último guiño y la tierra devore esta
joya que según tú deja mucho que desear.
.No es eso .murmuró Marius.
.¿Y tú, adonde irás cuando mueras? Ofréceme unas palabras de consuelo. ¿Cuántos
minutos me quedan?
.No lo sé .musitó. El maestro apartó la vista y agachó la cabeza. Nunca lo había visto
tan deprimido.
.Muéstrame la mano .le pedí débilmente.. En Venecia existen unas misteriosas brujas
que, en la penumbra de las tabernas, me enseñaron a leer las líneas de la mano. Yo te diré
cuándo vas a morir. Dame la mano. .No veía con claridad. Todo estaba envuelto en una
espesa niebla. Pero hablaba en serio.
.Demasiado tarde .contestó él.. Ya no quedan líneas en mi mano .dijo,
mostrándome la palma.. El tiempo ha borrado lo que los hombres llaman destino. Carezco de
destino.
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.Ojalá no hubieras regresado .respondí, apartando la vista de él y apoyando la cabeza
en la fresca almohada de lino.. Te ruego que te marches, estimado maestro. Prefiero la
compañía de un sacerdote y de mi vieja enfermera, si no la has enviado de regreso a su casa.
Te he amado con todo mi corazón, pero no deseo morir en tu majestuosa presencia.
A través de la bruma que nublaba mis ojos vi su silueta al aproximarse a mí. Sentí sus
manos sobre mi rostro y me volví hacia él. Distinguí el fulgor de sus ojos azules, como unas
llamas invernales, imprecisas pero que ardían con furia.
.Muy bien, hermoso mío. Ha llegado el momento. ¿Deseas venir conmigo y ser como
yo? .Su voz era melodiosa y tranquilizadora, aunque llena de dolor.
.Sí, deseo ser tuyo para siempre.
.¿Para alimentarte en secreto de la sangre de los canallas, como hago yo, y vivir con
este secreto hasta el fin del mundo?
.Sí. Lo deseo.
.¿Asimilar todas las lecciones que yo pueda darte?
.Sí.
Marius me tomó en brazos y me levantó de la cama. Me apoyé contra su pecho; estaba
mareado y sentía un dolor tan intenso que emití un pequeño gemido.
.Sólo un rato, mi joven y dulce amor .me susurró Marius al oído.
Me sumergió en el agua templada de la bañera, después de haberme desnudado con
suavidad. Apoyé la cabeza con cuidado en el borde de azulejos de la bañera, dejando que mis
brazos flotaran en el agua y ésta me lamiera los hombros.
Marius vertió unos puñados de agua sobre mí. Primero me lavó la cara y luego el resto
del cuerpo. Sentí sus dedos duros y aterciopelados deslizándose sobre mi rostro.
.No tienes ni sombra de vello en la barbilla y, sin embargo, posees los atributos de un
hombre. Deberás renunciar a los placeres que tanto amas.
.Lo haré, te lo prometo .murmuré.
Sentí un dolor lacerante en la mejilla. La herida aún estaba abierta. Traté de tocármela,
pero él me sujetó la mano mientras vertía unas gotas de su sangre en la herida. Al cabo de
unos instantes sentí un cosquilleo y un escozor que indicaba que ésta comenzaba a cicatrizar.
Marius efectuó la misma operación sobre el rasguño que yo tenía en el brazo, y el pequeño
corte en el dorso de la mano. Cerré los ojos y me rendí a este extraño e intenso goce.
Su mano se deslizó sobre mi pecho, pasó por alto mis partes pudendas y exploró una
pierna y luego la otra, en busca de la más leve lesión en la piel. De nuevo experimenté un
violento estremecimiento de placer.
Sentí que Marius me sacaba de la bañera y me envolvía en una cálida toalla. Sentí una
impetuosa ráfaga de aire, lo que significaba que se movía a mayor velocidad de lo que el ojo
humano podía detectar. Luego sentí el suelo de mármol bajo mis pies, y su frescura me alivió.
Nos encontrábamos en el estudio. Estábamos de espaldas al cuadro sobre el que Marius
había estado trabajando hacía un par de noches, frente a otro magnífico lienzo de grandes
dimensiones que mostraba, bajo un sol resplandeciente y un cielo azul cobalto, un frondoso
grupo de árboles rodeado por dos figuras batidas por ei viento.
La mujer era Dafne, cuyos brazos se habían transformado en unas ramas de laurel
repletas de hojas, y sus pies en unas raíces que se hundían en la tierra color marrón oscuro.
Tras ella aparecía el desesperado y bello Apolo, un dios dotado de una cabellera dorada y unas
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piernas esbeltas y musculosas, el cual había llegado demasiado tarde para impedir la frenética
y mágica huida de su amada de sus brazos amenazadores, su metamorfosis fatal.
.Observa el aire indiferente de las nubes .me susurró el maestro al oído. Luego señaló
el sol que había pintado a grandes trazos con más habilidad que los hombres que lo veían a
diario.
Pronunció unas palabras que yo había confiado a Lestat hacía tiempo, cuando le conté mi
historia, unas palabras que Marius había salvado misericordiosamente de las pocas imágenes
de esa época que yo le había ofrecido.
Cuando repito esas palabras me parece oír la voz de Marius, las últimas palabras que oí
como un ser mortal:
.Éste es el único sol que volverás a ver. Pero dispondrás de un milenio de noches para
contemplar una luz que ningún mortal ha visto jamás, para arrebatar a las lejanas estrellas,
como Prometeo, una luz infinita que te permitirá comprender todas las cosas.
Y yo, que en la fabulosa tierra de la que acababa de regresar había contemplado una luz
celestial infinitamente más portentosa, anhelé que él la eclipsara para siempre.
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Los aposentos privados del maestro consistían en una serie de habitaciones en las que
había cubierto los muros con unas copias impecables de las obras de los pintores mortales que
tanto admiraba: Giotto, Fra Angélico, Bellini.
Nos hallábamos en la habitación que contenía la gran obra de Benozzo Gozzoli, de la
capilla de los Médicis en Florencia:
El cortejo de los Reyes Magos. Gozzoli había creado suvisión a mediados de siglo, plasmándola sobre tres muros de la pequeña cámara sagrada.
Sin embargo, mi maestro, con su memoria y sus dotes sobrenaturales, había ampliado
esta monumental obra, cubriendo con ella todo un lado de esta inmensa y ancha galería.
La copia era tan perfecta como la obra original de Gozzoli, con sus legiones de florentinos
elegantemente ataviados, sus pálidos rostros un modelo de contemplativa inocencia, montados
en magníficos corceles tras la exquisita figura de Lorenzo de Médicis, un joven con una melena
rizada rubio oscuro que le rozaba los hombros, y un toque rojo carnal en sus pálidas mejillas.
De aspecto majestuoso, vestido con una chaqueta dorada ribeteada de piel y unas mangas
largas divididas a la altura de los codos, a lomos de un caballo blanco espléndidamente
enjaezado, miraba con expresión serena e indiferente al observador de la pintura. No había un
detalle de la misma que desmereciera otro. Incluso las riendas y los arreos del caballo estaban
exquisitamente plasmados en oro y terciopelo, a tono con las ceñidas mangas del jubón de
Lorenzo y sus botas de terciopelo rojo que le llegaban a las rodillas.
El encanto de la pintura residía principalmente en los semblantes de los jóvenes, así
como de algunos ancianos que constituían la nutrida procesión, los cuales mostraban unas
bocas pequeñas y silenciosas y unos ojos que miraban de reojo como si temieran romper el
hechizo de la escena si miraban al frente. La procesión desfilaba ante castillos y montes, en su
peregrinar hacia Belén.
Docenas de candelabros de plata encendidos a ambos lados de la habitación iluminaban
esta obra maestra. Las gruesas velas blancas de purísima cera de abejas emitían una suntuosa
luz. En el cielo aparecía un glorioso amasijo de nubes en torno a un óvalo de santos flotando
por los aires, rozando mutuamente sus manos extendidas al tiempo que nos contemplaban con
satisfacción y benevolencia.
Ningún mueble cubría las losas de mármol de Carrara rosa del suelo pulido. Un airoso
diseño de frondosas y verdes parras delimitaba cada losa cuadrada, pero éste era el único
adorno del lustroso suelo y tacto sedoso bajo los pies.
Contemplé con la fascinación de una mente febril esta galería de imponentes superficies.
El cortejo de los Reyes Magos,
que ocupaba todo el muro a mi derecha, parecía emitir unasuave plétora de sonidos irreales: las sofocadas pisadas de los cascos de los caballos, los
apresurados pasos de las figuras que caminaban junto a ellos, el murmullo de los arbustos
repletos de flores rojas junto al camino e incluso las lejanas voces de los cazadores que
recorrían los senderos montañosos acompañados por sus esbeltos mastines.
Mi maestro se detuvo en el centro de la estancia. Se había despojado de su
acostumbrada capa de terciopelo rojo, bajo la cual llevaba sólo una túnica de tejido dorado,
con las mangas largas y abullonadas hasta las muñecas, cuyo dobladillo rozaba sus pies
desnudos.
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Su cabello formaba un resplandeciente halo rubio que le caía suavemente hasta los
hombros y realzaba sus facciones.
Yo lucía un traje de tejido tan liviano y sencillo como su atuendo.
.Acércate, Amadeo .me ordenó el maestro.
Me sentía débil, tenía sed y las piernas apenas me sostenían. Él lo sabía, no tenía
disculpa. Avancé con pasos lentos y torpes hasta llegar a él, que me esperaba con los brazos
extendidos.
Marius apoyó las manos en la parte posterior de mi cabeza. Acercó sus labios a mi rostro.
Una sensación de fatalidad hizo presa en mí.
.Ahora morirás para permanecer junto a mí en una vida eterna .me susurró al oído..
No temas nada. Tu corazón estará a salvo en mis manos.
Sus dientes se clavaron en mí, profundamente, con crueldad y la precisión de dos
puñales. Percibí un estallido en mis oídos. Mis entrañas se contrajeron, produciéndome un
intenso dolor en el vientre. Al mismo tiempo sentí un placer salvaje que me recorrió las venas
hasta alcanzar las heridas en mi cuello. Sentí que mi sangre circulaba aceleradamente hacia mi
maestro, para calmar su sed y provocar mi inevitable muerte.
Incluso mis manos estaban poseídas por una vibrante sensación. Mi cuerpo se había
convertido de pronto en un circuito cerrado, refulgente, mientras mi maestro bebía mi sangre,
emitiendo unos sonidos roncos, obvios, deliberados. Los latidos de su corazón, lentos y
acompasados, llenaron mis oídos.
El dolor que me retorcía las tripas se alquemizó y transformó en éxtasis; mi cuerpo se
tornó ingrávido, carente de toda sensación de ocupar un lugar en el espacio. Sentí en mi pecho
los latidos del corazón de Marius. Toqué los suaves mechones de su cabello, pero no los así.
Me parecía flotar, sostenido sólo por los insistentes latidos de su corazón y el torrente
sanguíneo que fluía por mis venas impulsado por una corriente eléctrica.
.Voy a morir .musité. Este éxtasis no podía durar.
Súbitamente, el mundo murió.
Me hallaba solo en la desolada orilla del mar, barrida por el viento. Era la tierra a la que
había viajado con anterioridad, pero ahora tenía un aspecto muy distinto, desprovista de su
resplandeciente sol y sus abundantes flores. Los sacerdotes estaban presentes, pero sus
oscuros hábitos estaban cubiertos de polvo y olían a tierra. Los reconocí en el acto, los conocía
bien. Conocía sus nombres. Reconocí sus rostros afilados y barbudos, su pelo ralo y grasiento,
los sombreros negros de fieltro que lucían. Reconocí la porquería de sus uñas y la mirada ávida
que reflejaban sus ojos hundidos y relucientes. Los sacerdotes me indicaron que me acercara.
Sí, había regresado al lugar donde debía estar. Nos elevamos más y más hasta
detenernos sobre el farallón de la ciudad de cristal, situada a lo lejos a nuestra izquierda,
desolada y desierta.
La energía incandescente que había iluminado sus múltiples torres translúcidas se había
desvanecido por completo, desconectada de su fuente. De su radiante colorido sólo quedaban
unos apagados matices bajo un firmamento monótono y gris. Qué triste era contemplar la
ciudad de cristal desprovista de su fuego mágico.
De sus torres brotó un coro de sonidos, un murmullo de cristal contra cristal. Sin
embargo, no contenía música, sólo una sorda y luminosa desesperación.
.Vamos, Andrei .me llamó uno de los sacerdotes. Me aferró la mano con la suya sucia
y manchada de barro seco con tal fuerza que me hizo daño. Al mirarme la otra mano,
comprobé que tenía los dedos descarnados y de una blancura cadavérica. Los nudillos se
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traslucían a través de la piel como si la carne hubiera desaparecido, pero no era así. Tenía la
piel adherida a los huesos, hambrienta y flácida como la de los sacerdotes.
Ante nosotros discurría un río repleto de fragmentos de hielo y grandes masas de troncos
negruzcos que flotaban en la superficie, formando un lago cenagoso sobre las planicies.
Tuvimos que atravesarlo; el agua helada me lastimó los pies. Pero seguimos avanzando, los
tres sacerdotes y yo. Ante nosotros se erguían las otrora doradas cúpulas de Kíev. Era nuestra
Santa Sofía, que seguía sosteniéndose en pie tras las horrendas matanzas y conflagraciones
perpetradas por los mongoles, los cuales habían destruido nuestra ciudad, sus tesoros y sus
perversos y mundanos hombres y mujeres.
.Vamos, Andrei.
Reconocí el portal. Pertenecía al Monasterio de las Cuevas. Sólo unas velas iluminaban
estas catacumbas. El olor a tierra era tan intenso que sofocaba incluso el hedor a sudor que se
había secado sobre carne inmunda y enferma.
Yo sostenía en las manos el tosco mango de madera de una pequeña pala. Me puse a
excavar la mullida tierra hasta contemplar a un hombre que no estaba muerto sino que soñaba
con el rostro cubierto de tierra.
.¿Estás vivo, hermano? .pregunté en voz baja a su alma enterrada hasta el cuello.
.Sí, hermano Andrei. Dame el sustento que necesito para seguir vivo .respondió el
hombre sin apenas mover sus labios agrietados ni abrir sus pálidos párpados.. Lo suficiente
hasta que nuestro Señor y Salvador, Jesucristo, elija el momento en que debo regresar a casa.
.Me admira tu valor, hermano .dije, acercando un cántaro de agua a sus labios. Al
beber el agua se deslizó por su mentón, formando unos surcos de barro. El hombre apoyó de
nuevo la cabeza sobre la mullida tierra.
.Y tú, criatura .respondió el hombre, respirando trabajosamente, apartando un poco
los labios del cántaro.. ¿Cuándo reunirás el valor necesario para elegir tu celda de tierra entre
nosotros, tu sepultura, y aguardar la llegada de Jesucristo?
.Rezo para que sea pronto, hermano .contesté.
Retrocedí unos pasos y empuñé de nuevo la pala. Excavé hasta descubrir la siguiente
fosa; un hedor inconfundible me asaltó la nariz. El sacerdote que estaba junto a mí me sujetó
para que no me desvaneciera.
.Nuestro amado hermano Joseph ha ido a reunirse con el Señor .afirmó.. Descubre su
rostro para que podamos comprobar que murió en paz.
El hedor era insoportable. Sólo los seres humanos muertos apestan de esta manera. Es
un hedor a fosas abandonadas y carros que transportan los cadáveres de las poblaciones
asoladas por la peste. Temí ponerme a vomitar, pero seguí cavando hasta que descubrimos la
cabeza del último hombre. Calvo, el cráneo estaba cubierto por una envoltura de piel que se
había encogido.
Los sacerdotes situados a mis espaldas pronunciaron unas oraciones.
.¡Ciérrala, Andrei! .me ordenaron.
.¿Cuándo reunirás el valor necesario, hermano? ¿Sólo Dios puede decirte...?
«¿El valor para qué?» Reconozco esta estentórea voz, a este nombre de espaldas anchas
que ha irrumpido en la catacumba. Su cabellera y su barba de color castaño son
inconfundibles, así como su jubón de cuero y las armas que penden de su cinturón de cuero.
.¿Es esto lo que habéis hecho con mi hijo, el pintor de iconos?
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El hombre me aferró del hombro, como había hecho mil veces, con esa manaza con la
que me golpeaba hasta dejarme sin sentido.
.¡Suéltame, cretino ignorante! .murmuré.. Estamos en la casa de Dios.
El hombre me arrastró con tal violencia que caí al suelo. Mi túnica negra estaba
desgarrada.
.¡Basta, padre! ¡Aléjate de aquí! .exclamé.
.¿Vais a enterrar en una de estas fosas a un muchacho que pinta como los ángeles?
.Deja de gritar, hermano Iván. Dios decidirá lo que debemos hacer.
Los sacerdotes echaron a correr detrás de mí. Mi padre me arrastró hasta el taller. Del
techo colgaban varias hileras de iconos, y otros cubrían toda la pared del fondo. Mi padre me
arrojó en una silla situada ante la recia mesa de trabajo. Tomó el candelabro de hierro y
encendió con su llama oscilante y rebelde el resto de las velas.
Las velas iluminaron su poblada barba. De sus espesas cejas colgaban unos pelos largos
y grises que se curvaban hacia arriba, dando a su semblante un aspecto diabólico.
.Te comportas como el idiota del pueblo, padre .murmuré.. Lo extraño es que yo no
sea también un idiota de baba.
.¡Cierra la boca, Andrei! Nadie te ha enseñado modales, eso está claro. Tendré que
darte una buena tunda para que aprendas.
Mi padre me asestó un puñetazo en la sien que me dejó sordo.
.Creí que te había sacudido lo suficiente antes de traerte aquí, pero veo que estaba
equivocado .dijo, golpeándome de nuevo.
.¡Blasfemia! .protestó el sacerdote situándose junto a mí.. Este chico está consagrado
a Dios.
.Consagrado a una pandilla de locos .replicó mi padre.. ¡Aquí tenéis los huevos,
padres! .dijo con desprecio, sacando una bolsa de su jubón. Abrió la bolsa de cuero y extrajo
un huevo.. ¡Pinta, Andrei! Pinta para recordar a estos locos, que posees un gran talento que
te ha concedido Dios.
.Es Dios quien pinta estos cuadros .contestó el sacerdote, el mayor de ellos; su pelo
gris estaba tan lleno de porquería y de grasa que parecía casi negro. El sacerdote se interpuso
entre la silla que yo ocupaba y mi padre.
Mi padre depositó en la mesa todos los huevos menos uno. Se inclinó sobre un pequeño
cuenco de barro, cascó el huevo, recogió la yema con una mitad de la cascara y vertió el resto
en el trozo de cuero.
.Aquí tienes, Andrei, pura yema .dijo, suspirando.
Tras arrojar la cascara al suelo, tomó una jarrita y vertió un poco de agua sobre la yema.
.Mezcla tus colores y ponte a trabajar. Recuerda a estos...
.El chico trabaja cuando Dios le ordena que lo haga .declaró el sacerdote de más
edad.. Y cuando Dios le ordene que se entierre, para llevar la vida de un eremita, lo hará.
.¡Y un cuerno! .replicó mi padre.. El príncipe Miguel me ha encargado un icono de la
virgen. ¡Ponte a pintar, Andrei! Pinta tres para que yo pueda entregar al príncipe Miguel el
icono que desea y llevar los otros al lejano castillo de su hermano, el príncipe Feodor, tal como
me ha pedido el príncipe Miguel.
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.Ese castillo está destruido, padre .repuse con desdén.. Feodor y sus hombres fueron
asesinados por las tribus bárbaras. No hallarás nada en aquel páramo sino piedras. Lo sabes
tan bien como yo, padre. Hemos pasado a caballo muchas veces por ese lugar y lo hemos
visto con nuestros propios ojos.
.Si el príncipe nos lo ordena, iremos allí .insistió mi padre.. Dejaremos el icono entre
las ramas del árbol más próximo al lugar donde murió su hermano.
.¡Vanidad y locura! .rezongó el anciano sacerdote. Los otros entraron en la habitación.
Todos se pusieron a vociferar.
.¡Háblame claro y déjate de poesías! .gritó mi padre.. Deja que el chico pinte. Mezcla
los colores, Andrei. Reza tus oraciones, pero ponte a trabajar de una vez.
.Estoy harto de que me humilles, padre. Te desprecio. Me avergüenza ser tu hijo. No
soy tu hijo. Me niego a serlo. Cierra tu inmunda boca o no volveré a pintar jamás.
.¡Qué hijo tan dulce tengo, cuando habla derrama pura miel! Se nota que las abejas le
han clavado su aguijón en la lengua.
Mi padre volvió a golpearme con saña. Estaba mareado, pero no alcé las manos para
protegerme la cabeza. Me dolía el oído.
.¿Te sientes orgulloso de ti mismo, Iván el Idiota? .le espeté.. ¿Cómo quieres que
pinte si no veo ni puedo sentarme en la silla?
Los sacerdotes siguieron vociferando y discutiendo entre sí.
Yo me concentré en la pequeña hilera de potes de barro dispuestos para la yema y el
agua. Al fin me puse a mezclar la yema y el agua. Era preferible trabajar y prescindir del
escándalo que organizaban. Oí a mi padre emitir una risotada de satisfacción.
.¡Anda, muéstrales al genio a quien pretenden emparedar vivo en un montón de barro!
.Por el amor de Dios .protestó el sacerdote más anciano.
.Por el amor de unos imbéciles .replicó mi padre.. No basta con ser un gran pintor.
Tienes que ser también un santo.
.Tú no sabes lo que es tu hijo. Fue Dios quien te guió para que lo trajeras aquí.
.Fue dinero .afirmó mi padre. Los sacerdotes lanzaron una exclamación de asombro.
.No mientas .murmuré.. Sabes perfectamente que fue el orgullo.
.¡El orgullo, sí! .dijo mi padre.. ¡De que mi hijo fuera capaz de pintar el rostro de
Jesucristo o la Virgen Santísima como un maestro! Y vosotros, a quienes entrego este genio,
sois demasiado ignorantes para comprenderlo.
Comencé a machacar los pigmentos. Necesitaba un polvo color tierra, que luego mezclé
una y otra vez con la yema y el agua hasta diluir cada fragmento de pigmento y obtener una
pintura suave, lisa y transparente. Luego repetí la operación para obtener un color amarillo,
seguido de uno carmesí.
Los sacerdotes y mi padre continuaron peleándose por mí. Mi padre amenazó al más
anciano con el puño, pero yo no me molesté en alzar la vista. Sabía que no se atrevería a
lastimarlo. Exasperado, mi padre me propinó un puntapié en la pierna. Sentí un espasmo de
dolor en el músculo, pero no dije nada y seguí mezclando las pinturas.
Uno de los sacerdotes se acercó por la izquierda y colocó ante mí un panel de madera
preparado y dispuesto para que plasmara en él la imagen sagrada.
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Cuando todo estaba listo, incliné la cabeza y me santigüé como hacíamos nosotros,
tocando primero mi hombro derecho en lugar del izquierdo.
.Dios mío, concédeme el poder, concédeme la visión, concede a mis manos la destreza
que sólo tu amor es capaz de conceder.
De inmediato sostuve el pincel en la mano, sin recordar haberlo tomado, y éste empezó
a deslizarse rápidamente sobre el panel de madera, trazando el rostro ovalado de la Virgen,
las líneas curvadas de sus hombros y el contorno de sus manos apoyadas en el regazo.
Los sacerdotes emitieron exclamaciones de asombro y de admiración al comprobar mis
dotes. Mi padre lanzó una carcajada de satisfacción.
.¡Ah, mi Andrei! Mi pequeño genio deslenguado, sarcástico e ingrato. Dios le ha
bendecido con este don.
.Gracias, padre .murmuré con ironía mientras observaba admirado, como sumido en
un trance, los movimientos de mi pincel. Éste trazó el cabello de la Virgen, adherido al cuero
cabelludo y peinado con raya al medio. No necesité ningún instrumento para dibujar el
contorno de su halo perfectamente redondo.
Los sacerdotes me entregaron unos pinceles limpios. Uno sostenía un trapo limpio en las
manos. Tomé un pincel para mezclar el color rojo con pasta blanca, hasta obtener el tono
exacto de la carne.
.¡Parece un milagro!
.¡Exactamente! .repuso el anciano sacerdote.. Es un milagro, hermano Iván, y el
muchacho hará lo que Dios le ordene.
.¡Malditos! ¡No dejaré que emparedéis vivo a mi hijo en ese lugar, no mientras yo viva!
Vendrá conmigo a las estepas.
Yo solté una carcajada.
.No digas majaderías, padre .repliqué con desdén., mi lugar está aquí.
.Es el mejor cazador de la familia, y me lo llevaré a las estepas .informó mi padre a los
otros, quienes se apresuraron a manifestar su desaprobación mediante sonoras protestas.
.¿Por qué has pintado una lágrima en el ojo de la Virgen María, hermano Andrei?
.Ha sido Dios quien ha pintado esa lágrima .terció otro sacerdote.
.Es la Dolorosa. Observad los hermosos pliegues de su manto.
.¡Fijaos en el niño Jesús! .exclamó mi padre con tono reverente.. ¡Pobre criatura,
pronto morirá crucificado! .Su voz sonaba insólitamente suave, casi tierna.. Ah, Andrei, qué
don el tuyo. ¡Observad los ojos y las manitas del niño Jesús, la piel del pulgar!
.¡Hasta tú has sido tocado por la luz de Cristo! .exclamó el sacerdote más anciano..
Incluso un hombre tan estúpido y violento como tú, hermano Iván.
Los sacerdotes se aproximaron a mí, formando un círculo. Mi padre me entregó un
puñado de diminutas y rutilantes joyas.
.Toma, Andrei, para los halos. Apresúrate, el príncipe Miguel ha ordenado que vayamos
a su castillo.
.¡Es una locura! .protestaron los sacerdotes. Todos se pusieron a vociferar al unísono,
hasta que mi padre esgrimió el puño.
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Alcé la vista y tomé otro panel de madera limpio. Tenía la frente cubierta de sudor. Seguí
trabajando con ahínco. Al poco rato había pintado tres iconos.
Sentí una felicidad inmensa. Era una sensación muy dulce, cálida, y aunque no dije nada,
sabía que se lo debía a mi padre, ese hombre jovial, rubicundo, de espaldas imponentemente
anchas y rostro reluciente, ese hombre a quien por lógica yo debía odiar.
La Dolorosa y su Hijo, y el lienzo para enjugar sus lágrimas, y el mismo Jesucristo.
Agotado, con los ojos que me escocían, me recliné en el respaldo de la silla. En la habitación
hacía un frío polar. Ojalá hubiera podido encender un fuego. Tenía la mano izquierda
entumecida por el frío. La mano derecha podía moverla sin dificultad gracias a la velocidad con
que había completado el trabajo. Se me ocurrió chuparme los dedos de la mano izquierda para
desentumecerlos, pero no habría sido correcto hacerlo en presencia de los sacerdotes, que no
cesaban de elogiar los iconos.
.Magistral. La obra de Dios.
De pronto tuve la horrible sensación de que de algún modo me había alejado de este
momento, del Monasterio de las Cuevas al que había consagrado mi vida, de los sacerdotes
que eran mis hermanos, de mi estúpido e irreverente padre, que a pesar de su ignorancia era
un hombre orgulloso.
.Mi hijo .dijo mi padre ufano con los ojos llenos de lágrimas, apoyando la mano en mi
hombro. A su modo era un hombre apuesto, noble y fuerte, que no temía a nada ni a nadie,
un príncipe entre sus caballos, sus mastines y sus seguidores, entre los que me contaba yo, su
hijo.
.Déjame en paz, mentecato .repliqué, sonriendo para enfurecerlo. Mi padre soltó una
carcajada. Se sentía demasiado satisfecho y orgulloso para responder a mi provocación.
.Mirad lo que ha hecho .dijo con voz ronca, como si fuera a echarse a llorar. Y ni
siquiera estaba borracho.
.No parece creada por manos humanas .comentó el sacerdote.
.¡Por supuesto que no! .exclamó mi padre con desprecio.. Ha sido creada por las
manos de mi hijo Andrei.
Una voz melosa me susurró al oído:
.¿Vas a colocar las joyas en los halos, hermano Andrei, o prefieres que lo haga yo?
El trabajo quedó completado en un santiamén: la pintura aplicada y las cinco piedras
colocadas en el icono de Jesucristo. El pincel voló de nuevo a mis manos para que diera los
últimos toques al cabello castaño del Señor, peinado con raya en el medio y recogido detrás de
las orejas, asomando sólo una parte del mismo a ambos lados de su cuello. El punzón apareció
en mi mano para espesar y oscurecer las letras negras sobre el libro abierto que sostenía
Jesús en la mano izquierda. El Señor me observó con aire serio y severo desde el panel, con
los labios rojos y unidos en una línea recta bajo los cuernos de su bigote castaño.
.¡Apresúrate! El príncipe ya ha llegado, está aquí.
Frente a la entrada del monasterio nevaba chuzos. Los sacerdotes me ayudaron a
enfundarme el jubón de cuero y la chaqueta de piel de cordero. Me abrocharon el cinturón. Era
agradable percibir de nuevo el olor a cuero, aspirar el aire frío. Mi padre sostenía mi espada.
Era una espada antigua y pesada que había utilizado hacía tiempo para pelear contra los
caballeros teutónicos en unas tierras situadas al este; las piedras preciosas se habían partido y
desprendido de la empuñadura, pero era una magnífica espada de guerra.
En éstas apareció a través de la nieve una figura montada a caballo. Era el príncipe
Miguel, vestido con una capa forrada de piel y unos guantes, el gran señor que gobernaba Kíev
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para nuestros conquistadores católicos, cuya fe nos negábamos a aceptar, aunque ellos
permitían que conserváramos la nuestra. Iba ataviado con unas prendas de terciopelo y oro
confeccionadas en un país extranjero. Ofrecía una elegante estampa, digna de las cortes reales
de Lituania, de las que habíamos oído unos relatos fantásticos. ¿Cómo podía soportar Kíev, la
ciudad destruida?
El caballo se encabritó. Mi padre corrió a sujetar las riendas, amenazando al animal con
la ferocidad con que me amenazaba a mí. El icono para el príncipe Feodor, que yo debía
transportar, estaba envuelto en lana.
Apoyé la mano en la empuñadura de la espada.
.No puedes llevarte al muchacho en esta diabólica misión .exclamó el sacerdote más
anciano.. Príncipe Miguel, excelencia, poderoso señor, decid a este hombre impío que no
puede llevarse a nuestro Andrei.
Observé el rostro del príncipe a través de la nieve, cuadrado y enérgico, con unas cejas y
una barba canosas y unos grandes ojos azules y duros.
.Dejad que vaya, padre .pidió el príncipe al sacerdote.. El chico ha cazado con Iván
desde que tiene cuatro años. Nadie me ha proporcionado tan suculentos manjares para mi
mesa, y para la vuestra, padre, como él. Dejad que parta.
El caballo ejecutó unos pasos de danza hacia atrás. Mi padre tiró de las riendas. El
príncipe Miguel sopló para quitarse un poco de nieve que tenía en el bigote.
Unos mozos nos trajeron los caballos destinados a mi padre y a mí. El de mi padre era un
poderoso corcel de cuello esbelto y airoso, y el mío, un caballo castrado más bajo, que me
había pertenecido antes de venir al Monasterio de las Cuevas.
.¡Regresaré, padre! .prometí al anciano sacerdote.. Dame tu bendición. ¿Qué puedo
hacer contra mi amable, tierno e infinitamente piadoso padre cuando el mismo príncipe Miguel
me ordena partir?
.¡Cierra tu asquerosa boca! .me espetó mi padre.. No estoy dispuesto a escuchar
esas zarandajas durante todo el camino hasta que lleguemos al castillo del príncipe Feodor.
.¡Hasta que lleguéis al infierno! .exclamó el viejo sacerdote.. Llevas a mi novicio a la
muerte.
.¡Vosotros lleváis a vuestros novicios a una fosa! Tomáis las manos que han pintado
estas maravillas...
.Las pintó Dios .murmuré secamente., y tú lo sabes, padre. Deja de dar el
espectáculo con tu irreverencia y tu beligerancia.
Monté en mi caballo con el icono envuelto en lana atado al pecho.
.¡No creo que mi hermano Feodor haya muerto! .exclamó el príncipe, tratando de
controlar a su caballo y colocarlo junto al de mi padre.. Quizás esos viajeros vieron otro
castillo en ruinas, un viejo...
.Nada sobrevive en los páramos .afirmó el anciano sacerdote.. No llevéis a Andrei,
príncipe. Os lo ruego.
El sacerdote echó a correr junto a mi caballo.
.¡No hallarás nada, Andrei, sólo hierba salvaje agitada por el viento y unos pocos
árboles! Coloca el icono en las ramas de un árbol. Deposítalo allí tal como Dios desea, para
que cuando lo encuentren los tártaros se percaten de su poder divino. Deposítalo ahí para que
lo hallen los paganos, y regresa a casa.
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Caían unos copos de nieve tan espesos que no pude ver el rostro del sacerdote. Alcé la
vista y contemplé las destartaladas cúpulas de nuestra catedral, esos vestigios de gloria
bizantina que nos habían legado los invasores mongoles, quienes se cobraban su cruel tributo
a través de nuestro príncipe católico. ¡Qué aspecto tan triste y desolado tenía mi tierra! Cerré
los ojos añorando el cubículo de barro de la cueva, el olor a tierra, los sueños de Dios y su
infinita bondad que acudirían a mí cuando estuviera medio sepultado.
Regresa a mí, Amadeo. Regresa. ¡No dejes que tu corazón se detenga!
Me volví apresuradamente.
.¿Quién me llama? .pregunté.
A través del espeso velo blanco de nieve vislumbré la remota ciudad de cristal, negra y
resplandeciente como si ardiera en el fuego del infierno. Unas columnas de humo se alzaban
para alimentar las siniestras nubes del oscuro cielo. Partí a caballo hacia la ciudad de cristal.
.¡Andrei! .gritó mi padre a mis espaldas.
Regresa a mí, Amadeo. ¡No dejes que tu corazón se detenga!
De pronto, cuando tiré con fuerza de las riendas para controlar a mi montura, el icono
cayó al suelo. El envoltorio de lana se había aflojado. Seguimos avanzando. El icono rodó por
la colina junto a nosotros, rebotando y chocando contra las piedras mientras la lana se
deshacía. Vi el rostro resplandeciente de Cristo.
Unos brazos vigorosos me aferraron y alzaron como si me arrancaran de un vertiginoso
remolino.
.¡Suéltame! .protesté. Al volverme, vi el icono sobre la tierra helada. Los ojos de Cristo
estaban fijos en mí, observándome de niodo inquisitivo.
Noté unos dedos que me oprimían las sienes. Pestañeé y abrí los ojos. La habitación
estaba inundada de calor y de luz. Ante mí vi el rostro del maestro; sus ojos azules estaban
inyectados en sangre.
.¡Bebe, Amadeo! .ordenó.. ¡Bebe de mí!
Me incliné sobre su cuello. La sangre comenzó a manar de su vena, deslizándose a
raudales por el cuello de su túnica dorada. Oprimí los labios sobre su arteria y succioné.
Su sangre me abrasó y emití un grito de gozo.
.¡Bebe, Amadeo! ¡Succiona con fuerza!
Yo tenía la boca llena de sangre. Apreté los labios sobre su carne blanca y satinada para
no desperdiciar una sola gota. Tragué con avidez. Vi vagamente a mi padre cabalgando a
través de los páramos, una poderosa figura vestida de cuero, con la espada sujeta al cinto, la
pierna doblada y enfundada en una vieja y gastada bota marrón, el pie instalado firmemente
en el estribo. Mi padre se volvió hacia la izquierda, erguido en la silla, moviéndose
armoniosamente al paso de galope de su caballo blanco.
.¡Está bien, abandóname, cobarde, descarado! ¡Abandóname en este erial! .gritó..
¡He rezado para que no te enterraran en sus asquerosas catacumbas, Andrei, en sus siniestras
celdas de tierra! ¡Y mi ruego ha sido atendido! ¡Ve con Dios, Andrei!
El maestro, de pie frente a mí, me miró arrobado; su hermoso rostro semejaba una
llama blanca junto a la oscilante luz dorada de las innumerables velas.
Yo yacía en el suelo. Mi cuerpo vibraba estimulado por su sangre. Me puse en pie; estaba
mareado.
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.Maestro.
Éste, situado al otro extremo de la habitación, con los pies desnudos sobre el pulido
suelo de mármol rosa y los brazos extendidos, respondió:
.Acércate, Amadeo, camina hacia mí y descansa.
Yo traté de obedecerle. Los colores de la habitación me aturdían. Contemplé
El cortejo delos Reyes Magos.
.¡Qué imagen tan vívida, tan real! .exclamé.
.Acércate, Amadeo.
.Me siento muy débil, maestro. Voy a desmayarme. Me siento morir en esta gloriosa
luz.
Avancé hacia él pasito a paso, lentamente, aunque me parecía imposible. De pronto
tropecé y caí.
.Si no puedes caminar, acércate de rodillas. Vamos, acércate.
Me agarré a su túnica, desmoralizado al alzar la vista y contemplar la enorme distancia
que debía recorrer hasta alcanzar lo que ansiaba. Extendí la mano y así su codo derecho, que
él dobló para facilitarme la tarea. Comencé a incorporarme, sintiendo la textura del tejido
dorado sobre mi rostro. Poco a poco enderecé las piernas hasta lograr ponerme de pie. Le
abracé de nuevo, buscando la fuente que ansiaba, y bebí con avidez.
Su sangre se precipitó como un torrente dorado por mi garganta. Me recorrió las piernas
y los brazos. Me había convertido en un titán.
.Dámela .murmuré, abrazándolo con fuerza.. Dámela.
Saboreé durante unos instantes el sabor de su sangre en mis labios antes de que se
deslizara por mi garganta.
Tuve la sensación de que sus manos frías como el mármol me estrujaban el corazón. Oí
cómo se debatía, latiendo, sus válvulas abriéndose y cerrándose, el sonido húmedo de su
sangre invadiéndolo, las válvulas abriéndose para recibirla, utilizarla, mi corazón haciéndose
más grande y más fuerte, mis venas convirtiéndose en unos conductos metálicos invencibles
de este potente líquido.
Caí al suelo. Él permaneció de pie junto a mí, tendiéndome las manos.
.Levántate, Amadeo. Levántate y abrázame. Toma mi sangre.
Yo rompí a llorar. Mis lágrimas no eran rojas, pero tenía la mano manchada de sangre.
.Ayúdame, maestro.
.Eso hago. Levántate, busca la herida.
Me levanté con las renovadas fuerzas que me había procurado su sangre, como si de
pronto fuera capaz de superar toda limitación humana. Me abalancé sobre él y le abrí la túnica
en busca de la herida.
.Debes hacerme una nueva herida, Amadeo.
Clavé los dientes en su carne. La sangre penetró en mi boca a borbotones. Oprimí mis
labios sobre la herida.
.Fluye a través de mis venas .musité.
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Cerré los ojos. Vi el páramo, la hierba sacudida por el viento, el cielo azul celeste. Mi
padre seguía avanzando a caballo seguido por un reducido grupo de acompañantes. ¿Estaba
yo entre ellos?
.¡Recé para que lograras escapar! .gritó soltando una carcajada.. ¡Y a fe mía que lo
has conseguido, Andrei! ¡Malditos seáis tú, tu descarada lengua y tus manos mágicas de
pintor! ¡Condenado mocoso deslenguado! .Mi padre continuó riendo mientras cabalgaba a
través de la hierba, que se doblegaba al paso de su montura.
.¡Mira, padre! .traté de gritar. Deseaba que viera las ruinas del castillo. Pero tenía la
boca llena de sangre. Los sacerdotes estaban en lo cierto. La fortaleza del príncipe Feodor
estaba destruida, y el príncipe había muerto hacía mucho. Cuando alcanzaron el primer
montón de piedras cubiertas de parras, el caballo de mi padre se encabritó.
De pronto sentí el suelo de mármol bajo mis pies, maravillosamente cálido. Me incorporé.
Mareado, observé el dibujo rosa, denso, profundo, prodigioso, como agua helada convertida en
mármol. Habría podido contemplarlo eternamente.
.Levántate, Amadeo. Una vez más.
Esta vez me resultó más fácil enderezarme hasta alcanzar su brazo y luego su hombro.
Traspasé la carne de su cuello con mis dientes. La sangre me inundó de nuevo la boca,
revelándome toda mi forma en la negrura de mi mente. Vi el cuerpo del muchacho que era yo,
sus brazos y piernas, mientras aspiraba con esta forma el calor y la luz que me rodeaban,
como si todo mi ser se hubiera convertido en un inmenso órgano multicolor cuya función era
ver, oír, respirar. Respiré con millones de minutos y diminutas bocas que succionaban con
energía. Me sentí saciado de sangre.
Contemplé a mi maestro. Observé en su rostro un ligero cansancio, un leve dolor en sus
ojos. Por primera vez observé en su rostro los surcos de su antigua humanidad, las suaves e
inevitables arrugas en las esquinas de sus ojos, serenos y entornados.
El tejido de su túnica brillaba bajo la luz de las velas, que arrancaba unos reflejos
dorados con cada pequeño movimiento suyo. El maestro señaló la pintura de
El cortejo de losReyes Magos.
.Tu alma y tu cuerpo físico están ahora unidos para siempre .declaró.. Y a través de
tus sentidos vampíricos, la vista, el tacto, el olfato y el gusto, descubrirás el mundo. No lo
descubrirás dándole la espalda para penetrar en las tenebrosas entrañas de la tierra, sino
abriendo los brazos para percibir el esplendor absoluto de la creación de Dios y los milagros
que ha hecho, mediante su divina indulgencia, a través de las manos de los hombres.
Las multitudes ataviadas con ropajes de seda de
El cortejo de los Reyes Magos parecíanmoverse. De nuevo oí los cascos de los caballos sobre la mullida tierra y las pisadas de los
hombres calzados con botas. De nuevo creí ver a lo lejos los mastines corriendo por la ladera.
Vi la abundancia de flores y plantas estremeciéndose bajo el aire que levantaba la procesión
que desfilaba junto a ellas; vi los pétalos desprenderse de las flores. Unos fantásticos animales
retozaban en el frondoso bosque. Vi al orgulloso príncipe Lorenzo, montado en su caballo,
volver su rostro juvenil, al igual que había hecho mi padre, para mirarme. Más allá de él se
extendía un mundo infinito, un mundo compuesto por riscos blancos, cazadores montados en
sus alazanes, rodeados por unos mastines que brincaban y correteaban alegremente.
.Ha desaparecido para siempre, maestro .declaré con voz firme y resonante, acorde
con la escena que contemplaba.
.¿A qué te refieres, hijo mío?
.A Rusia, la tierra de las estepas, de las siniestras celdas construidas en las húmedas
entrañas de la Madre Tierra.
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Me volví una y otra vez. De la multitud de velas emanaban otras tantas columnas de
humo. La cera se deslizaba y goteaba sobre los candelabros de plata que las contenían,
cayendo sobre el inmaculado y pulido suelo. El suelo semejaba el mar, tan transparente, tan
satinado; sobre las nubes plasmadas en la pintura se extendía un cielo infinito de un
maravilloso color azul celeste. De las nubes emanaba una bruma, una cálida bruma de verano
fruto de la mezcla de tierra y mar.
Contemplé de nuevo la pintura. Me acerqué con las manos extendidas y observé los
castillos blancos sobre las colinas, los árboles exquisitamente dibujados, el yermo feroz y
sublime que aguardaba con paciencia que lo recorriera perezosamente con mi vista clara y
diáfana.
.¡Qué riqueza! .murmuré.
No había palabras para describir las intensas tonalidades castañas y doradas de la barba
de los exóticos magos, o las sombras que danzaban sobre la cabeza del caballo blanco, o el
rostro del hombre calvo que lo conducía de las riendas, o la gracia de los cuellos arqueados de
los camellos, o la profusión de flores aplastadas bajo los silenciosos pasos de la comitiva.
.Lo veo con todo mi ser .suspiré. Cerré los ojos y me apoyé en el muro, evocando
todos los aspectos de la pintura a medida que la cúpula de mi mente se convertía en esta
habitación, como si yo mismo la hubiera pintado.. Lo veo todo, sin omitir detalle .musité.
Sentí los brazos de mi maestro rodeándome el pecho. Sentí que me besaba el pelo.
.¿Ves de nuevo la ciudad de cristal? .preguntó.
.¡Puedo crearla! .respondí. Apoyé la cabeza en su pecho. Abrí los ojos y extraje de la
abundancia de pintura que tenía ante mí los colores que necesitaba, y creé en mi imaginación
esa metrópoli de límpido y chispeante cristal, hasta que sus torres arañaron el firmamento..
Ahí está, ¿la ves?
Con frases atropelladas y risas de gozo describí las fulgurantes torres verdes, amarillas y
azules que brillaban bajo la luz celestial.
.¿Las ves? .pregunté.
.No, pero tú sí .respondió el maestro.. Y con eso basta.
Nos vestimos en la penumbra de la habitación, antes de que amaneciera.
Nada resultaba difícil, nada poseía su antiguo peso y resistencia. Para abrocharme el
jubón no tenía más que deslizar mis dedos sobre él.
Bajamos apresuradamente la escalera, que parecía desvanecerse bajo mis pies, y
salimos a la oscuridad de la noche.
No me costaba el menor esfuerzo trepar por los resbaladizos muros de un palacio,
apoyar mis pies en las hendiduras entre las piedras, sujetarme a una enredadera mientras
trataba de alcanzar los barrotes de una ventana y arrancar la pesada reja, que lanzaba con
toda facilidad a las relucientes aguas verdes del canal. Qué grato era contemplar cómo se
hundía, ver el agua saltar en torno al peso que se sumergía en ella, contemplar el resplandor
de las antorchas en la superficie.
.Voy a saltar.
.Ven.
En el interior de la alcoba, el hombre se levantó de su escritorio. Se había abrigado con
una bufanda de lana para protegerse del frío. Lucía una bata azul oscuro con una orla dorada.
Era un hombre rico, un banquero, amigo de los florentinos, pero no lloraba su muerte sobre
las páginas de pergamino que olían a tinta, sino que calculaba las inevitables ganancias tras la
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muerte de todos sus socios, asesinados con una espada o cuchillo o envenenados, en una sala
de banquetes privada.
¿Sospechaba que éramos nosotros los autores, el hombre ataviado con una capa roja y
el muchacho de pelo castaño que habían irrumpido a través de la ventana situada en el cuarto
piso de su palacio en una gélida noche invernal?
Me arrojé sobre él como si fuera el amor de mi joven vida y le arranqué la bufanda que
cubría la arteria de la que iba a beber. Él me imploró que no lo hiciera, que dijera mi precio. El
maestro observaba la escena en silencio, con los ojos clavados en mí, mientras el hombre me
suplicaba que le perdonara la vida y yo hacía caso omiso de sus súplicas, palpándole el cuello
en busca de la vena pulsante e irresistible.
.Necesito vuestra vida, señor .murmuré.. La sangre de los ladrones es espesa, ¿no es
cierto?
.¡Detente, hijo mío! .gritó el hombre aterrorizado.. ¿Cómo es posible que Dios envíe
su justicia de esta forma atroz?
Esa sangre humana tenía un sabor amargo, intenso, rancio, aderezada con el vino que
mi víctima había bebido y las hierbas del asado que había comido. A la luz de las lámparas,
mientras se deslizaba entre mis dedos antes que pudiera lamerla, observé que tenía un tono
purpúreo.
Al succionar el primer chorro de sangre, noté que el corazón de mi víctima se detenía.
.Despacio, Amadeo .me advirtió el maestro.
Yo le solté, y el corazón reanudó sus latidos.
.Eso es, bebe lentamente, dejando que el corazón bombee la sangre, así, oprímele el
cuello con suavidad para no hacerle sufrir, pues no existe peor sufrimiento que saber que vas
a morir.
Caminamos por el estrecho canal. No era necesario que estuviera atento a no perder el
equilibrio, aunque tenía la vista fija en las profundas aguas cantarínas que discurrían a través
de los numerosos conductos de piedra desde el lejano mar. Sentí deseos de tocar el musgo
verde y húmedo adherido a las piedras.
Nos detuvimos en una pequeña plaza, desierta, ante la puerta Octangular de una
imponente iglesia de piedra. La puerta estaba cerrada a cal y canto. Al igual que los postigos
de las ventanas. Había sonado el toque de queda. Todo estaba en silencio.
.Una vez más, hermoso mío, para darte fuerzas .dijo mi maestro.
Al tiempo que sus mortíferos incisivos se clavaban en mi carne, me sujetó con fuerza
para impedir que escapara.
.Ha sido un sucio truco. ¿Vas a matarme? .murmuré. Me sentía impotente; ni el
esfuerzo más sobrenatural me habría librado de sus garras.
Sus labios oprimieron mi vena, haciendo que la sangre brotara a borbotones, mientras yo
agitaba los brazos y pataleaba como un ahorcado. Me esforcé en conservar el conocimiento.
Traté de soltarme, pero él siguió bebiendo, succionando la sangre de todas las fibras de mi
cuerpo.
.Ahora bebe una vez más mi sangre, Amadeo.
El maestro me propinó un golpe en el pecho que casi me derribó al suelo. Estaba tan
débil que tuve que asirme a su capa para no caer. Me incorporé y le rodeé el cuello con un
brazo. El retrocedió, enderezándose, entorpeciendo mi labor. Pero yo estaba resuelto a
burlarme de él y de sus lecciones.
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.Muy bien, mi dulce maestro .respondí, hincándole de nuevo los dientes en el cuello..
Te tengo en mi poder y te chuparé hasta la última gota de sangre, a menos que reacciones
con rapidez.
En aquel momento me percaté de que tenía unos incisivos tan diminutos como él.
El maestro lanzó una risotada, lo cual intensificó mi placer, pues me pareció cómico que
ese ser a quien me proponía chuparle la sangre se riera de mis pequeños incisivos.
Me arrojé sobre él con todas mis fuerzas, tratando de arrancarle el corazón del pecho. Él
soltó un grito seguido de una carcajada de asombro. Bebí su sangre, ingiriéndola con avidez al
tiempo que emitía un ruido ronco y grosero.
.Grita, quiero oírte gritar de nuevo .murmuré, bebiendo su sangre, abriendo la herida
con los dientes, mis nuevos dientes largos y afilados, unos incisivos destinados a matar..
¡Grita pidiendo misericordia!
Él emitió una risa deliciosa.
Seguí bebiendo un trago tras otro de sangre, satisfecho y orgulloso de tenerlo en mi
poder, de haberle hecho caer de rodillas en medio de la plaza, de sostenerlo inmovilizado por
más que él se debatía tratando de soltarse.
.¡No puedo beber más! .declaré, tumbándome sobre las piedras.
El gélido cielo era de color negro y estaba tachonado de estrellas blancas y refulgentes.
Lo contemplé deliciosamente consciente de las piedras sobre las que yacía, de la dureza que
sentía debajo de la espalda y la cabeza. No me preocupaba la tierra húmeda, el peligro de
contraer una enfermedad. No me preocupaban los bichos que pudieran aparecer de noche. No
me preocupaba lo que pudiera pensar la gente que se asomara a las ventanas de su casa y me
viera. No me preocupaba que fuera de noche. Miradme, estrellas. Miradme al igual que yo os
miro a vosotras.
Los diminutos ojos del cielo me observaron, silenciosos y resplandecientes.
Empecé a morir. Sentí un intenso dolor en la boca del estómago que, al cabo de unos
instantes, se extendió al vientre.
.Ahora todo lo que queda de un joven mortal en ti desaparecerá .anunció mi
maestro.. No temas.
.¿No volveré a oír música? .murmuré. Me di la vuelta y abracé al maestro, quien
estaba tumbado junto a mí con la cabeza apoyada en el codo. Él me estrechó contra su pecho.
.¿Quieres que te cante una nana? .preguntó suavemente.
Yo me aparté. De mi cuerpo brotaba un líquido inmundo. Sentí vergüenza, pero ese
sentimiento se disipó al poco rato. El maestro me tomó en brazos, con la facilidad que le
caracterizaba, y oculté el rostro en su cuello. El viento soplaba con fuerza.
Luego sentí las frías aguas del Adriático, como si flotara sobre el inconfundible oleaje del
mar. El agua de mar era salada, deliciosa, no representaba una amenaza. Me volví y, al
comprobar que estaba solo, traté de conservar la serenidad. Me hallaba mar adentro, cerca de
la isla del Lido. Volví la vista hacia la isla principal, y a través del numeroso grupo de barcos
anclados en el puerto, vi las antorchas del Palacio Ducal, con una visión extraordinariamente
clara.
Percibí las voces confusas del puerto, como si yo estuviera nadando en secreto entre los
barcos, aunque no era así.
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125
Qué maravilloso poder escuchar estas voces, ser capaz de concentrarme en una
determinada voz y escuchar las frases más o menos coherentes que pronunciaban a esas
horas de la mañana, y luego concentrarme en otra y tratar de asimilar lo que decía.
Floté durante un rato bajo la cúpula celeste, hasta que el dolor de vientre desapareció.
Me sentía limpio, y no deseaba estar solo. Di la vuelta y empecé a nadar hacia el puerto,
sumergiéndome bajo la superficie del agua cuando me acercaba a los barcos.
Lo que más me asombró fue poder contemplar el fondo del mar. Mis ojos vampíricos
contenían la suficiente luz para permitirme ver las inmensas anclas clavadas en el fondo de la
laguna, y las grandes quillas de las galeras. Era un universo submarino. Deseé explorarlo más
detenidamente, pero oí la voz de mi maestro, no una voz telepática, como diríamos ahora,
sino una voz audible, llamándome con suavidad para que regresara a la plaza, donde él me
aguardaba.
Me quité la ropa que había ensuciado y salí del agua desnudo. Eché a correr hacia él bajo
el frío aire de la noche, aunque éste no me molestaba. Al verlo, extendí los brazos y sonreí.
El maestro sostenía una capa de piel, que abrió para recibirme, secándome el pelo con
ella y echándola luego sobre mis hombros para cubrirme.
.¿Te complace tu nueva libertad? Como habrás notado, la frialdad de las piedras no
hiere tus pies. Si te cortas, tu piel cicatrizará enseguida, y ningún bichejo nocturno te repelerá.
No pueden hacerte daño. No contraerás ninguna enfermedad. .El maestro me cubrió de
besos.. Podrás alimentarte incluso de la sangre más pestilente, pues tu cuerpo sobrenatural
la limpiará a medida que la asimile. Te has convertido en un ser poderoso y aquí, en tu pecho,
que toco con mi mano, está tu corazón, tu corazón humano.
.¿De veras, maestro? .pregunté. Me sentía eufórico, con ganas de divertirme.. ¿Cómo
es que tienes un aspecto tan humano?
.¿Es que me consideras inhumano, Amadeo? ¿Me consideras cruel?
Mi cabello se secó casi al instante. El maestro y yo echamos a andar del brazo y
abandonamos la plaza. La capa de piel me cubría por completo.
Al comprobar que yo no respondía, el maestro se detuvo, me abrazó de nuevo y me besó
con pasión.
.¿Me amas como antes? .pregunté.
.Claro que sí .repuso él. Me abrazó con fuerza y me besó en el cuello, los hombros y el
pecho.. Ya no puedo lastimarte, no puedo matarte sin querer con mi abrazo. Eres mío, de mi
carne y mi sangre.
Marius se detuvo. Estaba llorando. No quería que yo lo notara. Cuando traté de
acariciarle el rostro con mis impertinentes manos y obligarle a volverse, apartó la cara.
.Te amo, maestro .dije.
.Presta atención .repuso, apartándome bruscamente para ocultar sus lágrimas. Luego
señaló el cielo y agregó.: Si prestas atención, sabrás siempre cuándo está a punto de
amanecer. ¿Lo sientes? ¿Oyes el canto de los pájaros? En todos los lugares del mundo hay
pájaros que se ponen a cantar poco antes de que amanezca.
En aquel momento se me ocurrió una idea, horrible y siniestra, de que una de las cosas
que más había añorado en el Monasterio de las Cuevas, situado a los pies de Kíev, era el
sonido de los pájaros. Cuando iba a cazar con mi padre en las estepas, buscando unos árboles
donde ocultarnos con nuestras monturas, me deleitaba oír el canto de las aves. No pasábamos
mucho tiempo en aquellas míseras chozas junto al río en Kíev sin emprender uno de esos
viajes prohibidos a las estepas de las que muchos no regresaban jamás.
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126
Sin embargo, todo eso había terminado. Ahora me encontraba en la encantadora Italia,
en la Serenísima. Tenía a mi maestro y la voluptuosa magia de su transformación.
.Por eso me llevó a las estepas .musité.. Por eso me sacó del monasterio el último
día.
El maestro me miró con tristeza.
.Espero que sea así .dijo.. Lo que sé de tu pasado lo averigüé en tu mente cuando
me la revelaste, pero ahora permanece cerrada porque te he convertido en un vampiro, como
yo, y ya no podemos penetrar en la mente del otro. Estamos demasiado compenetrados, la
sangre que compartimos produciría un ruido ensordecedor en nuestros oídos si tratáramos de
comunicarnos en silencio. De modo que he desechado de mi mente esas espantosas imágenes
del monasterio subterráneo que aparecían con toda nitidez en tus pensamientos, aunque te
atormentaban hasta el punto de hacerte enloquecer.
.Me atormentaban, sí, pero esas imágenes han desaparecido como hojas que se
desprenden de un libro y el viento se las lleva volando. Han desaparecido para siempre.
El maestro echó a andar más deprisa, arrastrándome del brazo. Pero no nos dirigimos a
casa, sino que enfilamos por otro camino a través de unos laberínticos callejones.
.Vamos a visitar nuestra cuna .propuso., nuestra cripta, nuestro lecho que constituye
nuestra sepultura.
Entramos en un palacio dilapidado, habitado tan sólo por unos pocos mendigos que
dormían entre sus ruinas. No me sentí a gusto allí. Marius me había acostumbrado a los lujos.
No obstante, le seguí dócilmente y al poco rato penetramos en un sótano, lo cual parece
imposible en la húmeda Venecia, pero se trataba efectivamente de un sótano. Bajamos por
una escalera de piedra y pasamos frente a unas recias puertas de bronce, que un hombre no
era capaz de abrir, hasta hallar en la oscuridad la estancia que él andaba buscando.
.Observa el truco .dijo el maestro., que alguna noche tú mismo podrás poner en
práctica.
Oí un chisporroteo y un pequeño estallido, y al instante comprobé que sostenía una
antorcha encendida. La había encendido con el solo poder de su mente.
.Con cada década que transcurra te harás más fuerte, y con cada siglo comprobarás
muchas veces durante tu larga existencia que tus poderes han aumentado como por arte de
magia. Ponlos a prueba con tiento, y protege lo que descubras. Utiliza lo que descubras con
cautela. No menosprecies ningún poder, pues sería tan absurdo como menospreciar tu fuerza.
Yo asentí, contemplando fascinado la llama de la antorcha. Jamás había contemplado
unos colores semejantes en el fuego, el cual no me produjo aversión, aunque sabía que el
fuego era prácticamente la única cosa capaz de destruirme. Él mismo me lo había dicho.
Marius me indicó que contemplara la estancia en la que nos hallábamos. Era una cámara
espléndida, revestida de oro, hasta el techo. En el centro había dos sarcófagos de piedra, cada
uno adornado con una figura tallada al estilo antiguo, es decir, con una expresión más severa
y solemne de lo habitual; al aproximarme, vi que las figuras consistían en unos caballeros
ataviados con unos cascos y unas largas túnicas; yacían con unas espadas esculpidas junto a
ellos, sus manos enguantadas unidas como si rezaran, sus ojos cerrados en un sueño eterno.
Cada figura había sido recubierta de oro y plata, y adornada con multitud de pequeñas gemas.
Los cinturones de los caballeros estaban engarzados con amatistas. Las pecheras de sus
túnicas ostentaban zafiros y en las empuñaduras de sus espadas relucían unos topacios.
.¿No es una imprudencia guardar esta fortuna debajo de este edificio en ruinas, donde
cualquier ladrón podría apoderarse de ella? .pregunté.
Mi maestro lanzó una sonora carcajada.
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127
.¿Pretendes enseñarme a ser cauto? .preguntó sonriendo.. ¡Qué descaro! Ningún
ladrón puede penetrar aquí. No mediste tus fuerzas cuando abriste esa puerta. Fíjate en el
cerrojo que he echado después de que hubiéramos entrado. Trata de levantar la tapa de ese
ataúd. Anda, inténtalo. Veamos si tu fuerza es equiparable a tu impertinencia.
.No pretendía ser impertinente .protesté.. Gracias a Dios que sonríes. .Alcé la tapa
del ataúd y moví la parte inferior a un lado. No me costó ningún esfuerzo, aunque sabía que
era de piedra y pesaba mucho.. Ya entiendo .comenté con timidez, mirándole con una
sonrisa radiante e inocente. El interior del ataúd estaba forrado con damasco color púrpura.
.Acuéstate en esa cuna, hijo mío .ordenó Marius.. No temas mientras aguardas que
salga el sol. Cuando ocurra, te quedarás profundamente dormido.
.¿No puedo acostarme contigo?
.No, debes acostarte en este lecho que he preparado para ti. Yo me tenderé en ese
ataúd junto al tuyo, el cual no es lo suficientemente amplio para que quepamos los dos. Pero
ahora eres mío, Amadeo. Regálame un último beso tuyo. ¡Ah, qué dulzura!
.No dejes que te enoje nunca más, maestro. No permitas...
.No, Amadeo, desafíame, interrógame, sé mi pupilo descarado e ingrato .respondió
Marius. Parecía triste. Señaló el ataúd y me empujó suavemente hacia él. El damasco color
púrpura relucía.
.Soy muy joven para tenderme en este ataúd .murmuré.
Su rostro se ensombreció, como si mis palabras le hubieran herido. Me arrepentí de
haberlas pronunciado. Quería decir algo para remediar mi torpeza, pero él me indicó que me
metiera en el ataúd.
¡Qué frío estaba, y qué duro pese a los cojines! Coloqué la tapa en su lugar y permanecí
tendido en él, inmóvil. Al cabo de unos instantes, oí a Marius retirar la tapa de su ataúd e
introducirse en él.
.Buenas noches, amor mío, mi joven amante, hijo mío .dijo.
Mi cuerpo se relajó. Qué sensación tan deliciosa. Qué nuevo era todo para mí.
Lejos, en mi tierra natal, los monjes cantaban en el Monasterio de las Cuevas.
Adormilado, pensé en todas las cosas que recordaba. Había regresado a mi hogar, en
Kíev. Había creado con mis recuerdos una imagen para que me enseñara todo cuanto debía
aprender. En los postreros momentos antes de perder la conciencia, me despedí de ellos para
siempre, de sus creencias y de las limitaciones que éstas imponían.
Imaginé
El cortejo de los Reyes Magos, el magnífico cuadro que resplandecía sobre elmuro de la galería del maestro, la procesión que al anochecer podría examinar de nuevo a mi
antojo. En mi alma febril, en mi flamante corazón vampírico, tuve la certeza de que los Reyes
Magos habían acudido no sólo para asistir al nacimiento de Jesús, sino para asistir también a
mi reencarnación.
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128
9
Si yo creía que mi transformación en un vampiro significaba el fin de mi instrucción o
aprendizaje con Marius, estaba muy equivocado. Mi maestro no me dio de inmediato libertad
para que me deleitara con mis nuevos poderes.
La noche posterior a mi metamorfosis, comenzó mi educación en serio. Marius deseaba
prepararme no para una vida temporal, sino para la eternidad.
Mi maestro me informó de que había sido transformado en vampiro hacía casi mil
quinientos años, y que existían muchos seres de nuestra especie en el mundo. Reservados,
recelosos y por lo general tristes y solitarios, esos peregrinos de la noche, como los llamaba
Marius, no solían estar preparados para la inmortalidad, y sus miserables existencias
consistían en una serie de desastres hasta que la desesperación hacía presa en ellos y se
inmolaban en una siniestra hoguera o dirigiéndose hacia el sol.
En cuanto a los muy ancianos, que al igual que mi maestro habían logrado prescindir
olímpicamente del paso de los imperios y las épocas, en su mayoría eran unos misántropos
que vagaban por el mundo en busca de ciudades donde poder reinar soberanos entre los
mortales, ahuyentando a los novicios que trataban de compartir su territorio, aunque
significara destruir a otras criaturas de su especie.
Venecia constituía el territorio incontestable de mi maestro, su coto de caza y su arena
particular, en la que presidía sobre los juegos que él mismo había elegido por ser los que más
le interesaban y divertían a esas alturas de la vida.
.Todo pasa .dijo., salvo tú. Presta atención a lo que digo porque mis lecciones son
ante todo unas lecciones de supervivencia; los aderezos vendrán más tarde.
La lección principal era que sólo debíamos matar al «malhechor». En los siglos más
nebulosos de épocas pasadas, esto había sido un compromiso solemne en los vampiros. De
hecho, en tiempos paganos nos rodeaba una extraña religión según la cual los vampiros
éramos venerados como portadores de justicia a aquellos que habían cometido un delito.
.Nunca permitiremos que esas supersticiones nos rodeen de nuevo a nosotros y el
misterio de nuestros poderes. No somos infalibles. No cumplimos un encargo divino. Vagamos
por la Tierra como gigantescos felinos de las grandes selvas, sin más derecho a matar a
nuestras víctimas que cualquier ser viviente.
»Pero es un principio infalible que matar a un inocente hace que enloquezcas. Créeme,
por tu propia tranquilidad de espíritu debes alimentarte de seres perversos, debes aprender a
amarlos en toda su inmundicia y degeneración, y regodearte con las visiones de su maldad
que inevitablemente invadirán tu corazón y tu alma en el momento de la matanza.
»Si matas a un inocente, más pronto o más tarde sentirás remordimientos, los cuales te
llevarán a la impotencia y a la desesperación. Quizá pienses que eres demasiado cruel y frío
para sucumbir a esos sentimientos. Quizá te creas superior a los seres humanos y disculpes
tus excesos depredadores, alegando que actúas movido por la necesidad de obtener la sangre
que necesitas para sobrevivir. Pero a la larga ese argumento no da resultado.
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»A la larga, comprenderás que eres más humano que monstruo, que todos tus rasgos
nobles derivan de tu humanidad, y que tu naturaleza superior sólo puede conducirte a valorar
más a los seres humanos. Te compadecerás de tus víctimas, incluso las más ruines, y llegarás
a amar a los seres humanos con tal intensidad que algunas noches preferirás pasar hambre
antes que alimentarte de su sangre.
Yo acepté sus consejos de mil amores, y no tardé en sumergirme con mi maestro en el
tenebroso submundo de Venecia, el ambiente de tabernas y vicio que, como el misterioso
«aprendiz» vestido de terciopelo de Marius de Romanus, jamás había contemplado con
anterioridad. Por supuesto, había frecuentado algunas tabernas, conocía a las cortesanas de
moda como nuestra estimada Bian-ca, pero no conocía a los ladrones y asesinos de Venecia,
los cuales me procuraron el alimento que precisaba.
No tardé en comprender a qué se refería el maestro al decir que debía cultivar la pasión
por el mal y mantenerla. Las visiones que percibía al atacar a mis víctimas se hicieron cada
vez más intensas. Comencé a ver brillantes colores cuando me abalanzaba sobre un incauto. A
veces, veía esos colores danzando en torno a mis víctimas antes de atacarlas. Algunos
hombres caminan seguidos de unas sombras teñidas de rojo, y otros emanan una potente luz
de color naranja. La ira de mis víctimas más rastreras y tenaces a menudo se plasmaba en un
resplandor amarillo vivo que me cegaba, me abrasaba, tanto en el momento de atacarlas
como mientras les chupaba la sangre hasta acabar con ellas.
Al principio, yo era un asesino violento e impulsivo. Tras haberme depositado Marius en
un nido de asesinos, me puse manos a la obra con una furia desmedida, sacando a mis presas
de una taberna o una posada de mala muerte, acorralándolas en la calle y destrozándoles el
cuello como si yo fuera un perro rabioso. Bebía con tal avidez que con frecuencia les estallaba
el corazón. Una vez que el corazón ha dejado de latir, una vez que la persona ha muerto, no
puedes seguir bebiendo su sangre. De modo que es un mal sistema.
Pero mi maestro, a pesar de sus nobles discursos sobre las virtudes de los humanos y su
insistencia en que debíamos asumir nuestras responsabilidades, me enseñó a matar con
elegancia.
.Tómatelo con calma .me aconsejaba mientras caminábamos junto a los estrechos
canales por donde merodeaban nuestras posibles presas. Viajábamos en góndola, aguzando
nuestros oídos sobrenaturales para captar alguna conversación interesante.. La mayoría de
las veces no tienes que entrar en una casa para atraer a una víctima. Quédate fuera, afánate
en adivinar los pensamientos del individuo, arrójale un cebo silencioso. Si adivinas sus
pensamientos, es casi seguro que él recibirá tu mensaje. Puedes atraerlo sin palabras, ejercer
una atracción irresistible con el poder de tu mente. Y cuando salga, arrójate sobre él.
»No es necesario hacerle sufrir, ni siquiera derramar su sangre. Abraza a tu víctima,
ámala. Acaricíala despacio y clava tus dientes en ella con precaución. Luego bebe tan
lentamente como puedas. De este modo su corazón seguirá latiendo hasta que hayas
terminado.
»En cuanto a las visiones, y esos colores que dices ver, trata de sacar provecho de ello.
Deja que la víctima en su agonía te revele cuanto pueda sobre sí. Si percibes unas imágenes
de su trayectoria vital, obsérvalas, saboréalas. Sí, saboréalas. Devóralas lentamente, al igual
que su sangre. En cuanto a los colores, deja que penetren en ti. Deja que toda la experiencia
te inunde. Es decir, muéstrate a la vez activo y pasivo. Haz el amor a tu víctima. Y permanece
atento para percibir el momento en que su corazón deja de latir. En esos momentos
experimentarás una innegable sensación orgiástica, pero prescinde de ello.
»Abandona el cadáver en cuanto hayas terminado, o lame los restos de sangre que tenga
la víctima en el cuello para disimular las huellas de tus dientes. Te resultará más fácil con una
gota de tu sangre en la punta de la lengua. En Venecia los cadáveres abundan. No es
necesario que te molestes en deshacerte de él. Pero cuando vayas en busca de una presa en
las aldeas cercanas, debes enterrar los restos de tu víctima.
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Yo me afanaba en asimilar esas lecciones. Cuando cazábamos juntos, experimentaba un
placer indescriptible. No tardé en darme cuenta de que Marius había obrado con torpeza
durante los asesinatos que había cometido en presencia mía antes de mi transformación.
Comprendí, como creo haber puntualizado en este relato, que él deseaba que yo me
compadeciera de esas víctimas, deseaba infundirme horror. Quería que yo considerara la
muerte como una abominación. Pero debido a mi juventud, mi amor por él y la violencia que
había padecido en mi corta existencia mortal, yo no había reaccionado como él deseaba.
Sea como fuere, lo cierto es que él era un asesino mucho más hábil que yo. A menudo
atacábamos juntos a la misma víctima; mientras yo bebía del cuello de nuestra presa, él
chupaba la sangre que brotaba de su muñeca. A veces prefería sostener con fuerza a la
víctima mientras yo bebía toda su sangre.
Dada mi condición de novato, sentía ganas de beber sangre todas las noches. Podía
pasar tres o cuatro sin ir en busca de una víctima, y a veces lo hacía, pero a la quinta noche
de abstenerme, lo cual hacía para ponerme a prueba, me sentía tan débil que no podía
levantarme del sarcófago. Esto significaba que, cuando estaba solo, tenía que matar al menos
cada cuatro noches.
Mis primeros meses como vampiro fueron una orgía. Cada vez que me cobraba una
víctima, sentía una emoción más intensa, más alucinante y deliciosa que la anterior. El mero
hecho de contemplar un cuello desnudo me provocaba tal excitación que me convertía en una
bestia, incapaz de razonar o contenerme. Cuando abría los ojos en la fría y pétrea oscuridad,
imaginaba carne humana. La sentía en mis manos, la deseaba, y la noche no ofrecía para mí
más aliciente que el poder apoderarme de una víctima propiciatoria que satisficiera mi ansia.
Durante un buen rato después de haber matado a mi víctima, experimentaba una
exquisita y vibrante sensación mientras su fragante sangre llegaba a todos los rincones de mi
cuerpo, infundiendo su espléndido calor a mi rostro.
Esto, y sólo esto, bastaba para absorber todo mi interés, a pesar de mi juventud.
Sin embargo, Marius no estaba dispuesto a dejar que su joven e impulsivo depredador se
regodeara con la sangre de sus víctimas sin más afán que saciar su sed cada noche.
.Tienes que aplicarte en las lecciones de historia, filosofía y derecho .me dijo.. No
estás destinado a asistir a la Universidad de Padua. Estás destinado a perdurar.
De modo que después de cumplir nuestras macabras misiones, cuando regresábamos al
palacio, mi maestro me obligaba a estudiar. Deseaba poner cierta distancia entre Riccardo, los
otros y yo, con el fin de que no sospecharan el cambio que yo había experimentado.
Marius me dijo que mis compañeros estaban «informados» del cambio, aunque no se
hubieran percatado de ello. Sus cuerpos sabían que yo ya no era humano, aunque sus mentes
tardarían un tiempo en asimilar ese hecho.
.Muéstrales cortesía, amor y tolerancia, pero manten las distancias .me advirtió
Marius.. Para cuando logren asimilar ese hecho impensable, tú les habrás asegurado que no
eres su enemigo, sino que sigues siendo Amadeo, el compañero que aman, y que aunque tú te
hayas transformado, tu actitud hacia ellos no ha cambiado.
Comprendí que el consejo de Marius era oportuno. Mi cariño hacia Riccardo aumentó. En
realidad quería mucho a todos mis compañeros.
.Pero, maestro .pregunté., ¿no te irrita que ellos sean más lentos de reflejos y más
torpes que yo? Siento un gran cariño por ellos, sí, pero eso no quita para que los veas bajo
una luz más negativa que a mí.
.Amadeo .respondió el maestro suavemente., todos ellos morirán.
Su rostro mostraba una expresión de profunda tristeza.
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131
Lo sentí de forma inmediata y total, como lo sentía todo desde mi transformación. Eran
unas sensaciones que me asaltaban como un torrente y de las que extraía unas lecciones muy
útiles.
Todos van a morir. Sí, y yo soy inmortal.
A partir de entonces me mostré muy paciente con ellos, observándolos con atención,
aunque procurando que ellos no se percataran, recreándome en todos lo pormenores como si
fueran unas aves exóticas porque... iban a morir.
Son muchas las cosas que deseo describir, demasiadas. No encuentro palabras para
explicar todo lo que se me reveló durante aquellos primeros meses, lo cual no hizo sino
confirmarse posteriormente.
Contemplé unos procesos a cuál más interesante; percibí el olor de la corrupción, pero
también presencié el misterio y la magia del nacimiento y desarrollo de organismos vivos.
Todos esos procesos, tanto si conducían a la maduración o a la tumba, me encantaban y
fascinaban, salvo el de la desintegración de la mente humana.
Los estudios del ejercicio de gobierno y leyes eran más complicados. Aunque leía a gran
velocidad y comprendía casi de inmediato la sintaxis, me costaba concentrarme en temas
como la historia de la ley romana de los tiempos antiguos, y el gran código del emperador
Justiniano, denominado
Corpus inris civilis, que según mi maestro era uno de los mejorescódigos legislativos que se habían escrito.
.El mundo cada vez es mejor .afirmó Marius.. Con el transcurso de los siglos, la
civilización muestra una mayor afición por la justicia, los hombres se afanan en repartir la
riqueza que antiguamente constituía el botín de los poderosos, y las artes se benefician de
este aumento de las libertades, haciéndose más imaginativas, más innovadoras y más bellas.
Yo esto lo comprendía sólo teóricamente. No tenía ninguna fe ni interés en las leyes. En
términos generales, despreciaba las idea de mi maestro. No pretendo decir que le despreciaba
a él, pero todo cuanto se refería a las leyes y las instituciones legales y gubernamentales me
inspiraban un desprecio tan violento que ni yo mismo me lo explicaba.
Mi maestro me aseguró que lo comprendía.
.Naciste en una tierra salvaje e inculta .dijo.. Ojalá pudiera hacerte retroceder
doscientos años en el tiempo, remontarte a los años antes de que Batu, hijo de Gengis Khan,
saqueara la magnífica ciudad de Rus de Kíev, a la época en que las cúpulas de Santa Sofía
eran doradas, y la gente estaba llena de ingenuidad y esperanza.
.Estoy harto de oír hablar de estos tiempos gloriosos .repuse suavemente, pues no
quería enojarlo.. Desde niño he oído infinidad de historias sobre esa época. En la mísera
cabaña en la que vivíamos, a pocos metros del gélido río, escuchaba esas zarandajas mientras
tintaba junto al hogar. Nuestra casa estaba infestada de ratas. Lo único hermoso que había en
ella eran los iconos y las canciones de mi padre. En ese lugar no existía más que depravación,
y estamos hablando, como bien sabes, de una tierra inmensa. No puedes imaginar lo grande
que es Rusia a menos que hayas estado allí, a menos que hayas viajado como hacía con mi
padre a través de los helados bosques septentrionales hacia Moscú, Novgorod o Cracovia, en el
este. .Me detuve unos momentos.. No quiero pensar en esos tiempos ni en ese lugar .
declaré.. En Italia me parece imposible haber sobrevivido en un lugar como Rusia.
.Amadeo, la evolución de las leyes y el gobierno varía según los países y las culturas.
Yo elegí Venecia, como te expliqué hace tiempo, porque es una gran república, y porque sus
gentes están muy compenetradas con la Madre Tierra por el simple hecho de que son
mercaderes que ejercen el comercio. Amo la ciudad de Florencia debido a que su noble familia,
los Médicis, son banqueros, no unos aristócratas holgazanes que se niegan a trabajar en aras
de los privilegios que según ellos les ha concedido Dios. Las grandes ciudades italianas se
componen de hombres que trabajan, hombres que crean, y gracias a ello los sistemas son más
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132
humanos y los hombres y las mujeres de todos los estamentos sociales gozan de mayores
oportunidades de prosperar.
Esa conversación me deprimió. ¿Qué me importaban a mí esas cosas?
.El mundo es tuyo, Amadeo .dijo el maestro.. Debes analizar los grandes momentos
de la historia. Al cabo de un tiempo el estado del mundo empezará a preocuparte, y
comprobarás, como todos los seres mortales, que no puedes cerrar los ojos ante ese hecho, y
menos tú.
.¿Por qué? .pregunté irritado.. Claro que puedo cerrar los ojos. ¿Qué me importa que
un hombre sea banquero o mercader? ¿Qué me importa vivir en una ciudad capaz de construir
su flota mercante? Podría contemplar las pinturas de este palacio, maestro. Aún no he
examinado todos los detalles de
El cortejo de los Reyes Magos, y de muchas otras obras. Porno hablar de todas las pinturas que contiene esta ciudad.
El maestro meneó la cabeza.
.El estudio de la pintura te llevará al estudio del hombre, y el estudio del hombre te
llevará a lamentar o celebrar el estado del mundo de los hombres.
Yo no lo creía, pero no podía modificar el plan de estudios. Tenía que estudiar las
materias que designara el maestro.
Mi maestro poseía muchas dotes de las que yo carecía, pero me aseguró que yo lograría
adquirirlas con el tiempo. Podía encender fuego con su mente, siempre y cuando las
circunstancias fueran favorables, es decir, podía encender una antorcha preparada con brea.
Podía escalar un edificio con gran facilidad, sujetándose a los alféizares de las ventanas y
trepando con airosos y ágiles movimientos, y podía adentrarse en mar abierto a nado.
Como es lógico, su visión y su oído vampíricos eran más agudos y poderosos que los
míos; y a diferencia de él, que era capaz de sofocarlas de inmediato, yo tenía que soportar a
menudo la intromisión de unas voces muy molestas. Deseaba aprender a eliminarlas como
hacia Marius, y me apliqué en ello, pues en ocasiones toda Venecia se convertía en una
espantosa cacofonía de voces y oraciones.
No obstante, el mayor poder que poseía Marius y yo no poseía era el de volar y recorrer
inmensas distancias a gran velocidad. Me lo había demostrado en muchas ocasiones, pero casi
siempre, cuando me tomaba en sus brazos y ascendíamos por el aire, me obligaba a taparme
la cara o a bajar la cabeza para que no viera dónde nos dirigíamos ni cómo.
Yo no comprendía por qué se mostraba tan reticente a enseñarme el modo de adquirir
ese poder. Por fin, una noche, cuando Marius se negó a transportarnos por arte de magia a la
isla del Lido para presenciar las ceremonias nocturnas de los fuegos de artificio y los barcos
iluminados con antorchas, se lo pregunté.
.Es un poder terrorífico .respondió con frialdad.. Es terrorífico sentirse desconectado
de la Tierra. Al principio, corres el peligro de cometer un error con desastrosas consecuencias.
A medida que adquieres más facilidad, el hecho de elevarte hasta alcanzar la atmósfera
superior constituye una experiencia estremecedora no sólo para el cuerpo sino para el alma.
Es un poder inexplicable, sobrenatural.
Era evidente que ese tema le hacía sufrir.
.Es la única facultad auténticamente inhumana. Los humanos no pueden enseñarme a
utilizarla con eficacia. Todos los demás poderes los he aprendido de los humanos. Mi escuela
es el corazón humano, pero en lo referente a ese poder yo soy el mago; me convierto en el
brujo o el hechicero. Es un poder seductor, capaz de esclavizarte.
.¿Por qué? .pregunté.
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Marius no sabía qué responder. No quería hablar del tema. Me miró un tanto enojado.
.No me asedies a preguntas, Amadeo. A fin de cuentas, no estoy obligado a instruirte
en estas artes.
.Tú me creaste, maestro, e insistes en que te obedezca. ¿Por qué iba a leer la
Historiade mis calamidades
de Abelardo y los escritos de Escoto en la Universidad de Oxford si tú nome obligaras a ello? .Me detuve. Recordé a mi padre, a quien siempre respondía con descaro,
propinándole frases hirientes e insultos.
Ese recuerdo me entristeció.
.Te ruego que me lo expliques, maestro.
Marius hizo un gesto para decir ¿te crees que es tan simple?
.De acuerdo .continuó.. Yo puedo elevarme a gran altura en el aire, y vuelo a mucha
velocidad. Por lo general, no puedo atravesar las nubes, sino que vuelo debajo de ellas. Pero
me muevo tan rápidamente que el mundo se convierte en una mancha borrosa. Cuando
aterrizo, me encuentro en tierras extrañas. Te aseguro que pese a la magia que encierra, volar
es una experiencia profundamente aterradora. A veces, después de haber utilizado este poder,
me siento perdido, mareado, sin saber cuáles son mis objetivos en esta vida ni si deseo seguir
viviendo. Las transiciones se producen con excesiva rapidez. Esto es todo. Jamás había
hablado con nadie de esto; ahora lo hago contigo, pero eres muy joven y no puedes
comprender a qué me refiero.
Llevaba razón. No lo comprendía.
Sin embargo, al cabo de poco tiempo, Marius expresó el deseo de que emprendiéramos
un viaje más largo de cuantos habíamos realizado hasta la fecha. En cuestión de pocas horas,
entre las primeras horas de la tarde y el anochecer, nos trasladamos a la lejana ciudad de
Florencia. Yo no salía de mi asombro.
Allí, en un mundo muy diferente del Véneto, paseando tranquilamente entre un tipo de
italianos completamente distintos, visitando iglesias y palacios de un estilo que yo desconocía,
comprendí por primera vez a qué se refería Marius.
Yo ya había estado en Venecia, había acompañado a Marius cuando era su aprendiz
mortal, junto con otros aprendices, pero lo que vi durante esa breve estancia no tenía
comparación con lo que vi como vampiro. Ahora poseía unos instrumentos de medición dignos
de un dios menor.
Era de noche. La ciudad estaba sometida al toque de queda habitual. Las piedras de
Florencia parecían más oscuras, sombrías, semejantes a una fortaleza, y las calles eran
estrechas y lúgubres, puesto que no estaban iluminadas por unas cintas luminiscentes como
las nuestras. Los palacios de Florencia no poseían los vistosos ornamentos morunos de los
palacios de Venecia, el fulgor de las fantásticas fachadas de piedra. Ocultaban su esplendor de
puertas para adentro, como la mayoría de ciudades italianas. Con todo, la ciudad era rica,
densa y estaba llena de atractivos.
A fin de cuentas era Florencia, la capital del hombre llamado Lorenzo el Magnífico, la
sugestiva figura que presidía la copia del gran mural que tenía Marius en su galería y que yo
había contemplado la noche de mi oscura reencarnación, un hombre que había muerto hacía
unos años.
Las calles estaban ilícitamente concurridas, pues había sonado el toque de queda, pero
oscuras, repletas de grupos de hombres y mujeres que paseaban por las calles duras y
asfaltadas. La Plaza de la Señoría, una de las más importantes de las numerosas plazas de la
ciudad, mostraba un aire siniestro e inquietante.
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Aquel día se había llevado a cabo una ejecución, lo cual no representaba una novedad en
Florencia, ni tampoco en Venecia. El reo había muerto en la hoguera. Percibí el olor a leña y
carne quemada, aunque habían eliminado todo rastro de la ejecución antes del anochecer.
Esos espectáculos me repelían, lo cual no le ocurría a todo el mundo. Me aproximé a la
escena con precaución, pues no deseaba que mis aguzados sentidos se vieran perturbados por
algún vestigio de esa barbarie.
Marius siempre advertía a sus pupilos que no nos regodeáramos con esos espectáculos, y
que si queríamos sacar algún provecho de lo que veíamos, procuráramos colocarnos
mentalmente en el lugar de la víctima.
Tal como nos enseña la historia, las muchedumbres que asisten a las ejecuciones suelen
ser despiadadas y escandalosas, mofándose de la víctima, sin duda por temor. Pues bien, a los
pupilos de Marius siempre nos costaba un gran esfuerzo ponernos en lugar del hombre a quien
iban a ahorcar o quemar. En resumen, el maestro nos había aguado la fiesta.
Como es natural, dado que estos ritos se llevaban a cabo casi siempre de día, Marius
nunca había estado presente.
Cuando entramos en la gran Plaza de la Señoría, observé que a Marius le disgustó
comprobar que aún flotaban unas cenizas en el aire, así como los desagradables olores.
También observé que pasábamos junto a otras personas a gran velocidad, dos figuras
envueltas en unas capas oscuras que se movían con insólita rapidez. Nuestros pies apenas
emitían un sonido. Era el poder vampírico el que nos permitía movernos tan rápidamente,
alejándonos de una mirada curiosa o mortal con instintiva gracia.
.Se diría que somos invisibles .comenté a Marius., que nada puede lastimarnos
porque no pertenecemos a este lugar y pronto lo abandonaremos. .Alcé la vista y contemplé
las sombrías almenas de la plaza.
.Sí, pero recuerda que no somos invisibles .murmuró él.
.¿A quién ajusticiaron hoy en esta plaza? La gente está llena de angustia y temor.
Escucha. Percibo una sensación de satisfacción, pero también de llanto.
Marius no respondió. Yo me sentía inquieto.
.¿A qué se debe esa angustia que flota en el ambiente? Es raro .dije.. La ciudad está
muy silenciosa, en guardia.
.Hoy han ahorcado y luego quemado a Savonarola, el gran reformador. Gracias a Dios
ya estaba muerto cuando encendieron la hoguera.
.¿Pides misericordia para Savonarola? .pregunté perplejo. Este hombre, un gran
reformador según algunos, era maldecido por toda la gente que yo conocía. Se había dedicado
a condenar todos los placeres de los sentidos, negando toda validez a la escuela que, según mi
maestro, era la que nos enseñaba todo cuanto podíamos aprender en el mundo.
.Pido misericordia para cualquiera .contestó Marius. Me indicó que le siguiera y nos
dirigimos hacia una calle que daba a la plaza, dejando atrás aquel macabro lugar.
.¿Incluso para este hombre, que convenció a Botticelli para que arrojara sus cuadros a
la Hoguera de las Vanidades? .pregunté.. ¿Cuántas veces me has mostrado en tus copias de
la obra de Botticelli algún detalle de gran belleza que no querías que yo olvidara nunca?
.¿Vas a discutir conmigo hasta el fin del mundo? .me espetó Marius.. Me complace
que mi sangre te haya dado renovadas fuerzas en todos los aspectos, pero ¿es preciso que
cuestiones cada palabra que pronuncio? .Marius me miró furioso, dejando que el resplandor
de las antorchas iluminara su sonrisa burlona.. Algunos estudiantes creen en este método,
convencidos de que a raíz de la pugna constante entre profesor y alumno surgen grandes
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verdades. ¡Pero yo no! Yo creo que debes tratar de asimilar mis lecciones por espacio de cinco
minutos antes de lanzarte al contraataque.
.Por más que lo intentas no consigues enfurecerte conmigo.
.¡Basta, estoy hecho un lío! .exclamó Marius en un tono como si blasfemara. Luego
echó a andar rápidamente, dejándome atrás.
La pequeña calle florentina era angosta como el pasadizo de un palacio en lugar de una
calle urbana. Yo añoraba las brisas de Vene-cia, mejor dicho, las añoraba mi cuerpo, por una
cuestión de costumbre. Por lo demás, Florencia me fascinaba.
.No te enojes .dije.. ¿Por qué se volvieron contra Savonarola?
.Con el tiempo la gente es capaz de volverse contra cualquiera. Savonarola aseguraba
ser un profeta, inspirado por Dios, y que el fin del mundo era inminente. Es la cantinela más
aburrida del cristianismo, créeme. ¡El fin del mundo! El cristianismo es una religión basada en
la noción de que vivimos los últimos días de la historia de la humanidad. Es una religión que se
apoya en la capacidad de los hombres de olvidar todos los errores del pasado y disponerse a
afrontar otro inminente fin del mundo.
Yo sonreí, pero era una sonrisa amarga. Deseaba articular un presentimiento, que el fin
del mundo siempre era inminente, y que estaba inscrito en nuestros corazones, porque éramos
mortales, cuando de golpe recordé que yo no era un ser mortal, salvo en tanto en cuanto el
mundo es mortal.
En aquellos momentos comprendí de forma visceral aquella atmósfera de fatalidad que
había presidido mi infancia en Kíev. Vi de nuevo las catacumbas cubiertas de lodo, y los
monjes semienterrados que me animaban a convertirme en uno de ellos.
Traté de borrar esos pensamientos de mi mente. Qué resplandeciente aparecía Florencia
cuando entramos en la amplia Plaza del Duomo, iluminada por multitud de antorchas, y nos
detuvimos ante la catedral de Santa María del Fiore.
.Ah, al menos veo que mi discípulo me escucha de vez en cuando .dijo Marius con tono
irónico.. Sí, estoy más que satisfecho de que Savonarola ya no exista. Pero el que me alegre
de algo no significa que apruebe la exhibición de crueldad de la historia humana. Me gustaría
que no fuera así. El sacrificio público es grotesco en todos los aspectos. Atonta los sentidos del
populacho. En esta ciudad, más que en otras, constituye un espectáculo. Los florentinos gozan
con él, como nosotros gozamos con nuestras regatas y procesiones. Bien, Savonarola ha
muerto ejecutado. Si alguna vez existió un mortal que lo tenía merecido, era Savonarola, por
predecir el fin del mundo, maldecir a príncipes desde el pulpito y convencer a grandes pintores
para que inmolaran su obra. Que se vaya al infierno.
.Mira, maestro, el Baptisterio. Acerquémonos para contemplar sus puertas. La plaza
está casi desierta. Vamos, quiero examinar los bronces .dije, tirando de su manga.
Marius me siguió, y dejó de mascullar entre dientes, pero no parecía el mismo.
Lo que yo deseaba ver era la obra que ahora puede verse en Florencia, y de hecho, casi
cada tesoro de esta ciudad y de Venecia que describo aquí puedes verlos en la actualidad. Sólo
tienes que ir allí. Los paneles de la puerta que realizó Lorenzo Ghiberti me encantaron, pero
estaba también otra obra más antigua, de Andrea Pisano, representando la vida de san Juan
Bautista, que no me quería perder.
Contemplé esas imágenes en bronce con una visión vampírica tan aguda que no pude
por menos de suspirar de gozo.
Recuerdo ese momento con toda claridad. Creo que en aquel instante comprendí que
nada podía herirme ni entristecerme de nuevo, que había descubierto el bálsamo de la
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salvación en la sangre vampírica, y lo curioso es que ahora, cuando dicto esta historia, sigo
pensando lo mismo.
Aunque ahora me siento desdichado, y quizá siempre lo sea, creo firmemente en la
extraordinaria importancia de la carne. Mi mente evoca las palabras de D. H. Lawrence, el
escritor del siglo XX, quien en sus relatos sobre Italia recuerda la imagen de Blake de «Tigre,
Tigre, que ardes en los bosques de la noche». Lawrence lo expresó así:
Esta es la supremacía de la carne, que lo devora todo, y se transfigura en
una magnífica llama moteada, un bosque ardiendo.
Es una transfiguración en la llama eterna, la transfiguración a través del
éxtasis de la carne.
Pero he cometido una imprudencia indigna de cualquier escritor que se precie. He
abandonado mi historia, como sin duda señalaría el vampiro Lestat (quien quizás esté más
dotado que yo, y enamorado de la imagen del tigre de William Blake en la noche, y que
aunque se niegue a reconocerlo la ha utilizado en el mismo sentido que Blake). Debo regresar
rápidamente a la Plaza del Duomo, donde me he quedado de pie junto a Marius, admirando la
maravillosa obra de Ghiberti, capaz de cantar en bronce sobre sibilas y santos.
Contemplamos todo esto con calma; Marius dijo que, junto con Venecia, Florencia era su
ciudad preferida, pues aquí habían florecido numerosos e importantes movimientos artísticos.
.Pero no puedo prescindir del mar, ni siquiera aquí .declaró.. Y como puedes ver, esta
ciudad oculta celosa sus tesoros, mientras que en Venecia, las mismas fachadas de piedra de
nuestros palacios se muestran sin recato y en todo su esplendor bajo el resplandor de la luna a
Dios Todopoderoso.
.¿Nosotros le servimos, maestro? .pregunté.. Sé que censuras a los monjes que me
educaron, y los desatinos de Savonarola, pero ¿acaso te propones conducirme por otro camino
de regreso a Dios?
.Así es, Amadeo .respondió Marius.. No me gusta, como buen pagano que soy,
confesarlo, por temor a que su complejidad sea malinterpretada. Pero es cierto. Hallo a Dios
en la sangre. Hallo a Dios en la carne. No me parece una casualidad que el misterioso
Jesucristo resida para siempre para sus seguidores en la carne y la sangre que contiene el pan
de la Transfiguración.
Sus palabras me conmovieron profundamente. Tuve la impresión de que el mismo sol al
que yo había renunciado había tornado para iluminar la noche.
Entramos por una puerta lateral en la oscura catedral del Duomo. Yo contemplé durante
unos minutos el largo espacio de su suelo de piedra hasta el altar.
¿Era posible que yo recuperara a Jesucristo de otra forma? Quizá no había renunciado a
Él para siempre. Traté de transmitir estos inquietantes pensamientos a mi maestro. Recuperar
a Jesucristo... de otra forma. No podía explicarlo.
.Se me traban las palabras, tropiezo con ellas .me lamenté.
.Todos tropezamos, Amadeo .repuso Marius.. Incluso los que entran en la historia. El
concepto de un Ser Todopoderoso viene de lejos; sus palabras y los principios que se le
atribuyen se remontan a muchos siglos. Así, el predicador puritano se apodera de Jesucristo
por un lado; el eremita de las catacumbas de barro por otro, e incluso el espléndido Lorenzo
de Médicis, quien sin duda celebraría a su Señor en oro, pinturas y mosaicos.
.Pero ¿es Jesucristo el Dios viviente? .murmuré.
No hubo respuesta.
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Sentí una profunda angustia en el alma. Marius me tomó la mano y propuso que nos
dirigiéramos apresuradamente al Monasterio de San Marcos.
.Ésta es la casa sagrada que albergaba a Savonarola .me explicó.. Entraremos
sigilosamente, sin que sus píos habitantes se den cuenta.
Sabía que Marius deseaba mostrarme la obra del pintor llamado Fra Angélico, muerto
hacía tiempo, que había trabajado toda su vida en este monasterio, un monje pintor, como tal
vez yo estaba destinado a ser, allá en el lúgubre Monasterio de las Cuevas.
Al cabo de unos segundos, aterrizamos en silencio sobre la húmeda hierba del claustro
rectangular de San Marcos, el sereno jardín rodeado por las
loggias de Michelozzo, a salvodentro de sus muros.
De inmediato llegaron a mi vampírico oído numerosas oraciones, las agitadas plegarias
de los hermanos que habían sido leales o partidarios de Savonarola. Me llevé las manos a la
cabeza como si este absurdo gesto humano pudiera indicar a Dios que ya no soportaba aquella
algarabía.
Mi maestro interrumpió mi recepción de pensamientos con voz tranquilizadora.
.Ven .dijo, tomándome la mano.. Entraremos en las celdas una tras otra. Hay
suficiente luz para que contemples las obras de este monje.
.¿O sea que este Fra Angélico pintó las celdas donde ahora duermen los monjes? .Yo
creía que sus obras estaban en la capilla y en otras salas públicas o comunales.
.Por esto quiero que veas estas obras .repuso mi maestro.
Subimos una escalera hasta llegar a un amplio corredor de piedra. Marius hizo que se
abriera la primera puerta sin mayores dificultades. Penetramos rápida y sigilosamente, sin
despertar al monje que yacía hecho un ovillo sobre su duro camastro, con su sudorosa cabeza
apoyada en la almohada.
.No le mires el rostro .dijo el maestro en voz baja.. Si lo haces, verás las pesadillas
que padece. Quiero que admires la pared. ¡Fíjate! ¿Qué te parece?
Lo comprendí en el acto. El arte de Fray Giovanni, llamado Angélico en honor de su
talento sublime, consistía en una extraña mezcla del arte sensual de nuestra época y el arte
piadoso y caduco de antaño.
Contemplé las espléndidas y elegantes imágenes del arresto de Jesús en el Huerto de
Getsemaní. Las figuras esbeltas y planas me recordaban las imágenes alargadas y elásticas del
icono ruso, pero los rostros aparecían suavizados y conmovidos por una profunda emoción.
Todos los seres plasmados en esta pintura parecían imbuidos de una gran bondad, no sólo
Nuestro Señor, condenado a ser traicionado por uno de sus discípulos, sino los apóstoles, el
desdichado soldado, vestido con una cota de malla, con la mano extendida para arrestar al
Señor, y los soldados que observaban la escena.
Me sentí fascinado por esta inconfundible bondad, esta inocencia que todos compartían,
la sublime compasión por parte del artista hacia todos los protagonistas de este trágico drama
que propiciaría la salvación del mundo.
Marius me condujo apresuradamente a otra celda. De nuevo, la puerta se abrió a una
orden suya, sin que el ocupante de la celda, que dormía plácidamente, se percatara de nuestra
presencia.
La pintura mostraba también el Huerto de Getsemaní y a Jesús antes de su arresto, sólo
entre sus apóstoles, que estaban dormidos, implorando a su Padre celestial que le diera
fuerzas. De nuevo observé la comparación con el antiguo estilo en el que yo, un niño ruso, me
había desenvuelto a la perfección. Los pliegues de la ropa, la utilización de arcos, el halo que
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rodeaba las cabezas, la atención al detalle. Todo ello estaba ligado al pasado; sin embargo, la
pintura irradiaba un calor italiano, el innegable amor del artista italiano por la humanidad de
todos los personajes, inclusive Nuestro Señor.
Marius y yo nos trasladamos de una celda a otra. Avanzamos y retrocedimos a través de
la vida de Jesús, visitando la emotiva escena de la Sagrada Eucaristía, en la que Jesús repartía
el pan que contenía su cuerpo y su sangre como si fuera la sagrada hostia que administra el
sacerdote durante la misa; y luego el Sermón de la Montaña, en el que las rocas suavemente
onduladas que rodeaban a Nuestro Señor y sus oyentes parecían hechas de tejido al igual que
su airosa túnica.
Cuando llegamos a la Crucifixión, en la que Nuestro Señor confiaba a su madre a san
Juan Bautista, me conmovió la angustia plasmada en el rostro del Señor. Qué expresión tan
contemplativa dentro de su desesperación mostraba el semblante de la Virgen; qué resignado
el santo que aparecía junto a ella, con su suave rostro florentino semejante a otras mil figuras
pintadas en esta ciudad, con un breve flequillo y una barba castaño clara.
Justo cuando parecía haber comprendido perfectamente las lecciones de mi maestro, nos
deteníamos ante otra pintura y sentía un vínculo aún más potente con los antiguos tesoros de
mi infancia y el sereno e incandescente esplendor del monje dominico que había pintado estos
muros. Al cabo de un rato, abandonamos este hermoso lugar lleno de lágrimas y oraciones
musitadas.
Regresamos a Venecia, viajando a través de la fría noche plagada de murmullos.
Llegamos a casa a tiempo de sentarnos un rato a la cálida luz de la suntuosa alcoba y charlar.
.¿Te has percatado de una diferencia fundamental? .preguntó Marius. Estaba sentado
ante el escritorio. Mojó la pluma en la tinta y siguió escribiendo mientras hablaba, volviendo la
enorme página de pergamino de su diario.. En la lejana Kíev, las celdas eran de tierra,
húmeda y pura, pero oscura y omnívora, la boca que devora toda vida y acabaría por arruinar
todo el arte.
Me estremecí. Miré a Marius mientras me frotaba los brazos para desentumecerlos.
.Pero en Florencia, ¿qué legó el sutil maestro Fra Angélico a sus hermanos? ¿Unos
magníficos cuadros para hacerles evocar el sufrimiento de Nuestro Señor?
Marius escribió unas líneas antes de proseguir.
.Fra Angélico no se recata de deleitar tu vista, de ofrecerte todos los colores que Dios te
ha concedido la facultad de contemplar, pues te ha dado dos ojos, Amadeo; no estabas
destinado a permanecer encerrado en la lóbrega tierra.
Reflexioné largo rato. Saber eso teóricamente era una cosa, pero recorrer las silenciosas
y apacibles celdas del monasterio, contemplar los principios de mi maestro plasmados por el
monje, era otra muy distinta.
.Ésta es una época gloriosa .dijo Marius suavemente.. Una época en la que todo lo
bueno que existía en tiempos pasados ha sido redescubierto, y se le ha otorgado una nueva
forma. ¿Me preguntas si Cristo es el Señor? Pienso que es posible, Amadeo, porque todas sus
enseñanzas se basaban en el amor, tal como sus apóstoles, acaso sin reparar en ello, nos han
demostrado...
Yo aguardé, pues sabía que el maestro no había concluido. La habitación era dulcemente
cálida, pulcra y alegre. Conservo en mi corazón la imagen de Marius en aquel momento, mi
alto y rubio maestro. Llevaba la capa echada hacia atrás para mover con facilidad la mano con
la que sostenía la pluma, con su lozano rostro pensativo y sus ojos azules fijos en el infinito,
como si buscaran la verdad más allá de la época presente y todas las épocas en las que él
había vivido. El grueso libro estaba apoyado en un atril portátil, colocado en un ángulo sobre el
que incidía la luz. El pequeño tintero reposaba en un portatintero de plata ricamente labrada.
Los pesados candelabros situados detrás de él, con sus ocho velas gruesas que se derretían a
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medida que se iban consumiendo, ostentaban un sinfín de querubines esculpidos en relieve en
la plata exquisitamente trabajada, agitando las alas, tal vez en un intento de alzar el vuelo,
sus rostros de mejillas rechonchas vueltos hacia un lado y otro, mostrando unos ojos grandes
de mirada satisfecha bajo unos rizos que caían sobre su frente como serpentinas.
Parecía como si el reducido público compuesto por los querubines contemplara y
escuchara a Marius mientras hablaba; sus diminutos rostros enmarcados en plata observaban
la escena con expresión indiferente, inmunes a las gotas de cera pura de abejas que se fundía
y deslizaba por las velas.
.No puedo vivir sin esta belleza .dije de pronto, sin aguardar a que Marius terminara
de hablar.. La vida me resulta insoportable sin ella. Dios mío, tú me has mostrado el infierno,
que reside a mis espaldas, en la tierra donde nací.
Marius oyó mi breve oración, mi pequeña confesión, mi súplica desesperada.
.Si Cristo es el Señor .dijo, retomando el tema inicial, la lección del día., este misterio
cristiano es un milagro maravilloso... .Observé que tenía los ojos llenos de lágrimas.. El
mero hecho de pensar que el Señor bajó a la Tierra y se hizo hombre para conocernos, para
comprendernos... ¿Qué Dios, creado a imagen y semejanza del hombre, es mejor que este
Dios que se hizo hombre? ¡Sí, mi respuesta es sí, tu Cristo, su Cristo, el Cristo de los monjes
de Kíev es el Señor! Pero ten siempre presente las mentiras que dicen en su nombre, y los
actos malvados que cometen... Savonarola invocó su nombre cuando alabó al enemigo
extranjero que atacó Florencia, y quienes quemaron a Savonarola por considerarlo un falso
profeta, quienes encendieron los troncos bajo su cuerpo suspendido de una soga, ellos
también invocaron el nombre de Cristo Nuestro Señor.
Estallé en llanto.
Marius guardó silencio, tal vez por respeto a mí, o para poner en orden sus ideas. Luego
mojó la pluma de nuevo en el tintero y se puso a escribir durante largo rato, mucho más
deprisa que los mortales, pero con gran destreza y elegancia, sin tachar una sola palabra.
Por fin dejó la pluma, me miró y sonrió.
.Deseaba mostrarte estas cosas. Nunca se trata de un plan prefijado. Deseaba que
vieras esta noche los peligros que encierra la facultad de volar, que comprobaras lo fácil que
es transportarnos a nosotros mismos a otros lugares, y que esta sensación de entrar y salir sin
mayores problemas es engañosa, una trampa que debemos evitar. Pero ya ves, las cosas han
ido por otros derroteros...
Yo no respondí.
.Quería infundirte un poco de miedo .dijo Marius.
.Descuida, cuando llegue el momento estaré aterrorizado .repuse limpiándome la nariz
con el dorso de la mano.. Sé que puedo adquirir esta facultad, estoy convencido. De
momento me contento con pensar en este espléndido don, el cual de pronto ha hecho que me
asalte un pensamiento siniestro.
.¿Qué ocurre? .preguntó Marius amablemente.. Tu rostro angelical, al igual que los
rostros pintados por Fra Angélico, no fue creado para reflejar pensamientos tristes. ¿A qué se
debe esta sombra que observo en él? ¿Qué pensamiento siniestro es ése?
.Llévame de regreso allí, maestro .contesté. Temblaba un poco, pero lo dije..
Utilicemos tu poder para recorrer kilómetros y más kilómetros a través de Europa. Vayamos al
norte. Llévame de regreso a esa tierra cruel que se ha convertido en un purgatorio en mi
imaginación. Llévame a Kíev.
Marius tardó unos minutos en responder.
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Estaba a punto de amanecer. Marius se ajustó la capa y la túnica, se levantó de la silla y
me condujo escaleras arriba hasta el tejado.
Vimos las distantes aguas del Adriático, pálidas bajo el resplandor de la luna y las
estrellas, más allá del habitual bosque de mástiles de los barcos amarrados en el puerto. En
las islas distantes brillaban unas lucecitas. Soplaba una brisa impregnada de sal, de frescura
marítima y de una deliciosa cualidad que sólo se aprecia cuando uno pierde temor al mar.
.La tuya es una petición muy valiente, Amadeo. Si lo deseas, partiremos mañana.
.¿Has viajado alguna vez a un lugar tan lejano?
.En kilómetros, en el espacio, sí, muchas veces .respondió Marius.. Pero nunca en
pos de la respuesta que busca otro.
Marius me abrazó y me llevó al palacio donde se ocultaba nuestra tumba. Cuando
llegamos a la sucia escalera de piedra, donde dormían los mendigos, sentí un frío que me
calaba los huesos. Bajamos la escalera, sorteando los cuerpos tumbados en ella, y llegamos a
la entrada del sótano.
.Enciende la antorcha, señor .le rogué.. Estoy aterido de frío. Quiero contemplar el
oro que nos rodea.
.Ahí lo tienes .respondió Marius.
Nos hallábamos en nuestra cripta, ante los dos ornados sarcófagos. Apoyé la mano en la
tapa del ataúd que me correspondía y de pronto me asaltó otro presentimiento: que todo
cuanto amaba perduraría poco tiempo.
Marius debió de percatarse de ese instante de vacilación. Pasó la mano derecha a través
de la llama de la antorcha y me tocó la mejilla con sus dedos calientes. Luego me besó donde
me había acariciado, sobre la piel aún caliente, y su beso era cálido.
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141
10
Tardamos cuatro noches en llegar a Kíev.
Sólo íbamos en busca de una presa en las primeras horas del día antes del alba.
Construimos nuestras tumbas en cementerios, en las mazmorras de viejos castillos
abandonados y en sepulcros en los sótanos de viejas y dilapidadas iglesias que las gentes
profanaban guardando en ellas sus animales y su heno.
Podría contarte muchas historias relacionadas con este viaje, sobre las nobles fortalezas
que visitábamos antes del amanecer, de las agrestes aldeas en las montañas donde
hallábamos al malhechor en su guarida.
Naturalmente, Marius veía lecciones en todo ello. Me enseñó lo fácil que era hallar un
escondite y aprobaba la velocidad a la que me movía a través del espeso bosque. No temía
irrumpir en unos primitivos asentamientos para saciar mi sed. Me felicitó por no arredrarme
ante los oscuros y polvorientos nidos de huesos sobre los que yacíamos durante el día,
recordándome que esos cementerios, que ya habían sido expoliados, no solían ser
frecuentados por nadie, ni siquiera a la luz del sol.
Nuestras elegantes ropas venecianas no tardaron en mancharse de tierra, pero Marius y
yo llevábamos unas gruesas capas forradas de piel para abrigarnos durante el viaje, las cuales
nos cubrían por completo. Hasta en eso vio Marius una lección, esto es, que debíamos tener
presente lo frágiles que eran nuestras prendas y la escasa protección que nos ofrecían. Los
hombres mortales olvidan lucir sus ropas con ligereza y que éstas sirven únicamente para
cubrirse. Los vampiros no debemos olvidarlo jamás, pues dependemos más que los mortales
de nuestra vestimenta.
La última mañana antes de que llegáramos a Kíev, ya me había familiarizado con los
pedregosos bosques septentrionales. El riguroso invierno del norte nos rodeaba. Nos habíamos
topado con uno de los recuerdos que más me intrigaban: la presencia de nieve.
.Ya no me duele cuando la toco .comenté, oprimiendo contra mi mejilla un puñado de
aquella deliciosa nieve.. No me pongo a tiritar nada más contemplarla. Es como una hermosa
manta que cubre incluso las poblaciones y aldeas más pobres. Mira, maestro, fíjate cómo
refleja la luz incluso de las estrellas más débiles.
Nos hallábamos en los límites de la tierra que los hombres llaman la Horda de Oro, las
estepas meridionales de Rusia, que durante doscientos años, desde la conquista de Gengis
Khan, habían constituido un peligro para el labriego y con frecuencia la muerte del ejército o el
caballero.
Rus de Kíev comprendía antaño esta fértil y hermosa pradera que se extendía hasta
Oriente, casi hasta Europa, y hacia el sur hasta la ciudad de Kíev, donde había nacido yo.
.La última etapa la cubriremos en un suspiro .dijo el maestro.. Partiremos mañana
por la noche para que, cuando llegues a tu hogar, estés descansado.
Nos detuvimos sobre un escarpado risco y contemplamos la hierba que se mecía bajo el
viento a nuestros pies. Por primera vez en todas las noches desde que me había convertido en
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vampiro, sentí una profunda añoranza por el sol. Deseaba contemplar esta tierra a la luz del
sol. No me atrevía a confesárselo a mi maestro, para que no me tomara por un ingrato.
La última noche me desperté poco después del anochecer. Habíamos hallado un lugar
donde ocultarnos debajo del suelo de una iglesia en una aldea que estaba desierta. Las crueles
hordas mongolas, que habían destruido mi patria una y otra vez, habían prendido fuego a esta
aldea, reduciéndola a cenizas, según me había contado Marius, y la iglesia ni siquiera poseía
un techo. No quedaba ningún habitante para retirar las piedras del suelo con el fin de
aprovechar el espacio o construir otro edificio, de modo que bajamos por una destartalada
escalera para acostarnos entre los monjes que habían sido sepultados allí hacía mil años.
Al alzarme de la tumba, vi un rectángulo de cielo a través del espacio que había quedado
tras haber retirado mi maestro una losa, sin duda una lápida, para que yo subiera a través de
él. Sin pensármelo dos veces, doblé las rodillas y, haciendo acopio de todas mis fuerzas, me
impulsé hacia arriba como si fuera capaz de volar, pasé a través de la abertura y aterricé de
pie.
Marius, que invariablemente se levantaba antes que yo, me aguardaba sentado cerca de
allí. Al verme aparecer, emitió una risa de satisfacción.
.¿Te guardabas este truco para este momento? .preguntó.
Eché una ojeada a mi alrededor, cegado por el resplandor de la nieve. Sentí terror al
contemplar estos pinos helados que habían brotado entre las ruinas de la aldea. Apenas podía
articular palabra.
.No .repuse.. No sabía que podía hacerlo. No sé qué altura puedo salvar de un salto
ni cuánta fuerza poseo. Al parecer, te ha complacido.
.Claro, ¿por qué no iba a complacerme? Deseo que seas tan fuerte que nadie pueda
lastimarte jamás.
.¿Quién iba a lastimarme, maestro? Viajamos por el mundo a nuestras anchas, pero
¿quién sabe adonde vamos ni cuándo volvemos?
.Existen otros, Amadeo. Aquí mismo. Si lo deseo puedo oírlos, pero tengo motivos
fundados para no desear oírlos.
Comprendí lo que quería decir.
.¿Te refieres a que si abres tu mente para oírlos, ellos se percatarán de que estás aquí?
.Así es, don listillo. ¿Estás dispuesto para visitar tu hogar?
Cerré los ojos. Me santigüé según nuestra vieja costumbre, tocando mi hombro derecho
antes que el izquierdo, y pensé en mi padre. Nos hallábamos en los páramos y mi padre se
levantó en su silla, apoyando los pies en los estribos, empuñó el gigantesco arco que sólo él
podía tensar, como el mítico Ulises, y disparó una flecha tras otra contra los hombres que nos
perseguían; cabalgaba con una destreza que nada tenía que envidiar a la de los turcos o los
tártaros. Mi padre colocaba flecha tras flecha en el arco, las cuales extraía con un gesto rápido
del estuche que llevaba a la espalda, y las disparaba a través de la hierba mientras su montura
avanzaba a galope tendido. Su barba roja se agitaba al viento y el cielo mostraba un color azul
tan límpido, tan maravilloso, que...
Interrumpí la oración que pronunciaba en silencio y tropecé. El maestro se apresuró a
sostenerme.
.Reza, tu misión concluirá enseguida .dijo.
.Bésame .le rogué.. Necesito tu amor, abrázame como haces siempre. Necesito que
me reconfortes. Guíame. Pero abrázame, así. Deja que apoye la cabeza en ti. Te necesito. Sí,
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deseo que todo termine rápidamente, y llevar a casa en mi mente todas las lecciones que
extraiga de esta experiencia.
Marius sonrió.
.¿Tu casa es ahora Venecia? ¿No es muy pronto para tomar esta decisión?
.No, estoy convencido de ello. Lo que yace más allá es mi tierra natal, pero no es mi
hogar. ¿Nos vamos?
Marius me tomó en brazos y echó a volar. Yo cerré los ojos, renunciando a echar una
última ojeada a las inmóviles estrellas. Sintiéndome seguro en sus brazos, me quedé dormido,
pero no soñé.
De pronto me depositó en el suelo.
Enseguida reconocí esta elevada y sombría colina, y el bosque de robles desnudos de
hojas con sus troncos negros y helados y sus esqueléticas ramas. Más abajo vi las relucientes
aguas del Dniéper. El corazón me dio un vuelco. Miré a mi alrededor, tratando de distinguir las
dilapidadas torres de la ciudad, la ciudad que llamábamos la Ciudad de Vladimir, que era la
antigua Kíev.
A unos metros de donde me hallaba, donde antes se alzaban las murallas de la ciudad, vi
unos montones de cascotes.
Eché a andar seguido por Marius. Trepé sobre los montones de cascotes y caminé entre
las iglesias en ruinas, unas iglesias que habían poseído un esplendor legendario, antes de que
Batu Khan quemara la ciudad en el año 1240.
Yo me había criado entre esta selva de antiguas iglesias y monasterios derruidos,
apresurándome a oír misa en nuestra catedral de Santa Sofía, uno de los pocos monumentos
que los mongoles no habían destruido. En su tiempo, había constituido un magnífico
espectáculo con sus cúpulas doradas que se elevaban sobre las otras iglesias; decían que era
más imponente que la otra iglesia del mismo nombre en la lejana Constantinopla, pues sus
dimensiones eran mayores y contenía una gran cantidad de tesoros.
Lo que yo había conocido ahora no era sino una majestuosa ruina, una cascara rota.
No me apeteció entrar en la iglesia. Me bastaba contemplarla desde el exterior, porque
ahora comprendí, tras los años felices que había vivido en Venecia, lo que esta iglesia había
representado antes. Comprendí por haber contemplado los espléndidos mosaicos y cuadros
bizantinos que albergaba San Marcos, y la antigua iglesia bizantina de la isla veneciana de
Torcello, la magnitud de los tesoros que habían existido en este lugar. Al recordar las
bulliciosas multitudes de Venecia, sus estudiantes, intelectuales, letrados y mercaderes, sentí
deseos de aplicar unas pinceladas de vitalidad a esta desolada escena.
El suelo estaba cubierto por una espesa capa de nieve, y pocos rusos salían a estas
gélidas horas de la tarde. De modo que Marius y yo pudimos gozar caminando tranquilamente
por estos parajes sin tener temor a caer y lastimarnos como los mortales.
Nos detuvimos frente a un largo bloque de almenas derruidas, una informe balaustrada
bajo la nieve, y desde allí contemplé la ciudad que llamábamos Podil, la única ciudad en Kíev
que se mantenía en pie, donde me había criado en una rústica vivienda de troncos y arcilla,
situada a pocos metros del río. Contemplé los techados de paja cubiertos de nieve
purificadora, las chimeneas que humeaban y las tortuosas callejuelas repletas de nieve. Las
viviendas y otros edificios, construidos antaño junto al río en apretadas hileras, habían logrado
sobrevivir a un incendio tras otro y a los salvajes ataques de los tártaros.
Era una población compuesta por mercaderes, comerciantes y artesanos, todos
vinculados al río y a los tesoros que éste traía de Oriente; y el dinero que algunos estaban
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dispuestos a pagar por las mercancías el río lo transportaba hacia el sur, hacia el mundo
europeo.
Mi padre, el indómito cazador, comerciaba con pieles de oso que él mismo traía del
interior, del inmenso bosque que se extendía nacía el norte. Mi padre vendía todo tipo de
pieles de animales: zorro, martas, castor y cordero; tal era su fortaleza y su suerte que ningún
hombre ni ninguna mujer de nuestra familia se vieron nunca obligados a vender sus trabajos y
labores para comprar comida. Si pasábamos hambre, era porque el invierno devoraba los
alimentos, y no había carne ni nada que mi padre pudiera adquirir con su oro.
Desde las almenas percibí el hedor que emanaba de Podil, la Ciudad de Vladimir.
Apestaba a pescado podrido, a ganado, a carne putrefacta, a lodo del río.
Me arrebujé en la capa y soplé para eliminar la nieve que se había depositado sobre mis
labios. Luego observé de nuevo las sombrías cúpulas de la catedral que se recortaban sobre el
cielo.
.Sigamos adelante, acerquémonos al castillo del voievoda. .Es ese edificio de madera,
que en Italia nadie confundiría con un palacio ni un castillo.
Marius asintió e hizo un gesto para calmarme, para indicarme que no le debía ninguna
explicación por haberle traído a este desolado lugar donde yo había nacido.
El voievoda era nuestro gobernante, y en mis tiempos éste había sido el príncipe Miguel
de Lituania. Ignoraba quién ostentaba ahora ese cargo.
Me sorprendió utilizar esa palabra. En mis fúnebres visiones, no era consciente del
lenguaje, y nunca había pronunciado la extraña palabra «voievoda», que significa gobernante.
Sin embargo, lo había visto con toda claridad luciendo su sombrero negro redondo, su gruesa
chaqueta negra de terciopelo y sus botas de fieltro.
Eché a andar, seguido de Marius. Nos acercamos al edificio bajo y alargado, más
parecido a una fortaleza que un castillo, compuesto por unos gigantescos troncos. Sus muros
describían una airosa curva en la parte superior; sus múltiples torres estaban rematadas por
unos tejados de cuatro pisos. Distinguí el tejado central, una enorme cúpula de madera de
cinco lados que se recortaba sobre el cielo estrellado. Junto al gigantesco portal y a lo largo de
los muros exteriores del recinto ardían unas antorchas. Todas las ventanas estaban cerradas a
cal y canto para impedir que penetrara el invierno y la noche.
De niño yo había creído que éste era el edificio más imponente que existía en el mundo
cristiano.
No nos costó el menor esfuerzo hipnotizar a los guardias con unas palabras suaves y
unos movimientos rápidos, pasar frente a ellos y penetrar en el castillo.
Entramos a través de un almacén situado en la parte posterior del edificio y nos dirigimos
sigilosamente hacia un lugar desde el cual poder espiar al pequeño grupo de nobles y
caballeros ataviados con túnicas ribeteadas de piel que se hallaban congregados en el Gran
Salón, debajo de las vigas desnudas del techo de madera, alrededor de un fuego crepitante.
Estaban sentados sobre una resplandeciente masa de alfombras turcas, en unos grandes
sillones rusos cuyos grabados geométricos no me eran desconocidos. Bebían en copas de oro
el vino servido por dos criados vestidos de cuero, y sus largas túnicas ceñidas con un cinturón,
de color azul, rojo y oro, eran tan rutilantes como la multitud de dibujos que exhibían las
alfombras.
Unos tapices europeos adornaban los toscos muros estucados; se trataba de las
inevitables escenas de caza en los inmensos bosques de Francia, Inglaterra y la Toscana. El
sencillo festín, compuesto por pollo y carne asada, estaba dispuesto sobre una mesa larga
iluminada por numerosas velas.
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En la habitación hacía tanto frío que los distinguidos caballeros lucían unos característicos
gorros rusos de piel.
Qué exótico me había parecido en mi infancia cuando mi padre me llevaba a saludar al
príncipe Miguel, quien le estaba profundamente agradecido por sus valerosas hazañas al abatir
suculentos animales en los páramos, o entregar valiosas mercancías a los aliados del príncipe
Miguel en los fuertes lituanos ubicados en el oeste.
No obstante, eran europeos, y no me infundían respeto alguno.
Mi padre me había explicado que no eran sino lacayos del Khan, que pagaban por el
derecho a gobernarnos.
.Nadie se opone a esos ladrones .decía mi padre.. Deja que canten sus canciones de
honor y valor. No significan nada. Escucha las canciones que canto yo.
Mi padre conocía muchas canciones.
A pesar de su vigor como jinete, su destreza con el arco y la flecha, y la fuerza bruta que
exhibía con la espada, mi padre era muy habilidoso a la hora de pulsar con sus dedos largos y
finos las cuerdas de una vieja arpa y cantar con gracia las canciones narrativas de los viejos
tiempos, cuando Kíev era una gran capital cuyas iglesias rivalizaban con las de Bizancio y sus
tesoros asombraban al mundo.
Al poco rato decidí marcharme. Eché un último vistazo a esos hombres que sostenían sus
copas de vino doradas, sus elegantes botas de piel apoyadas sobre unos escabeles turcos, sus
espaldas encorvadas y sus sombras reptando por las paredes. De improviso, sin que ellos
hubieran reparado en nuestra presencia, Marius y yo salimos de allí.
Había llegado el momento de dirigirnos a otra ciudad construida sobre una colina,
Pechersk, a cuyos pies se hallaban las numerosas catacumbas del Monasterio de las Cuevas.
Me eché a temblar de sólo pensar en él. Temí que la boca del monasterio me engulliría y
permanecería sepultado para siempre en las húmedas entrañas de la Madre Tierra, buscando
incesantemente la luz de las estrellas, sin poder salir.
Sin embargo, me dirigí hacia allí, caminando lentamente a través del barro y la nieve, y
de nuevo, con la pasmosa y ágil gracia de un vampiro, entré en el monasterio, seguido por
Marius. Hice saltar silenciosamente los cerrojos con mi asombrosa fuerza, levanté las puertas
al abrirlas para evitar que su peso hiciera crujir los goznes y atravesé las salas a tal velocidad
que los ojos de un mortal sólo habrían percibido unas frías sombras, suponiendo que hubieran
percibido algo.
El aire era cálido y apacible, pero la memoria me indicó que el ambiente no había sido
tan maravillosamente cálido para un joven mortal. En la sala donde copiaban manuscritos, a la
humeante luz de una lámpara de aceite de mala calidad, vi a unos hermanos inclinados sobre
sus pupitres, trabajando sobre sus textos, como si la imprenta fuera un invento que no les
concernía.
Reconocí los textos sobre los que trabajaban: el
Paterikón del Monasterio de las Cuevasde Kíev, que contenía unos espléndidos relatos sobre los fundadores del monasterio y sus
numerosos y pintorescos santos.
En esta sala, trabajando sobre ese texto, yo había aprendido a leer y a escribir. Avancé
pegado a la pared para observar más de cerca la página que copiaba un monje, sujetando con
la mano izquierda el vetusto volumen que copiaba.
Yo conocía esa parte del
Paterikón de memoria. Era la historia de Isaac. Unos le habíanengañado, presentándose ante él disfrazados de hermosos ángeles, e incluso habían fingido
ser Jesucristo. Cuando Isaac cayó en la trampa, los demonios se pusieron a bailar de gozo en
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torno suyo y a mofarse de él. Pero después de entregarse a la meditación y a la penitencia,
Isaac se enfrentó a esos demonios.
El monje mojó la pluma en el tintero y escribió las palabras que pronunció Isaac:
Cuando me engañasteis, haciéndoos pasar por Jesucristo y unos ángeles,
demostrasteis ser indignos de ese rango. Pero ahora mostráis vuestro aspecto
verdadero...
Aparté el rostro. No leí el resto del párrafo. Allí, oculto entre las sombras del muro,
habría podido permanecer eternamente sin que descubrieran mi presencia. Leí lentamente las
otras páginas que el monje había copiado, las cuales había dejado para que se secaran. Hallé
un pasaje anterior que jamás había olvidado, el cual describía a Isaac, retirado del mundo,
yaciendo inmóvil y sin probar bocado durante dos años:
Pues Isaac estaba muy débil de mente y cuerpo y no podía volverse de
lado, levantarse o sentarse; permanecía tendido de costado, y los gusanos se
acumulaban debajo de sus muslos, debido a los excrementos y la orina.
Los demonios, con sus engaños, habían obligado a Isaac a hacer esta penitencia. Yo
había confiado en experimentar esas tentaciones, visiones, alucinaciones y penitencia cuando
ingresé aquí de niño.
Percibí el sonido de la pluma deslizándose sobre el papel. Me retiré, sin ser visto por los
monjes, como si jamás hubiera venido. Me volví y contemplé a mis hermanos.
Estaban demacrados, vestidos con unos hábitos de tosca lana, apestaban a sudor y a
porquería, y llevaban la cabeza rapada. Sus largas barbas eran ralas y no se las habían
peinado.
Creí reconocer a uno de ellos, a quien incluso había amado, pero era un recuerdo muy
remoto y no merecía la pena pensar en ello.
Confié a Marius, que permanecía fielmente a mi lado como una sombra, que no habría
podido soportar aquella existencia, pero ambos sabíamos que eso era mentira. Lo más
probable es que la hubiera soportado, y habría muerto sin conocer otro universo que aquél.
Penetré en el primero de los dos largos túneles donde los monjes estaban enterrados,
con los ojos cerrados y sujetándome al muro de barro, tratando de percibir los sueños y las
oraciones de quienes yacían sepultados vivos en aras del amor de Dios.
Era tal cual lo había imaginado, tal como lo recordaba. Oí las palabras que me resultaban
familiares, ya no misteriosas, musitadas en eslavón. Vi las imágenes de rigor. Sentí la vigorosa
llama de la autentica devoción y misticismo, la cual había brotado del débil fuego de una vida
de renuncia y sacrificio.
Agaché la cabeza y apoyé la sien en el barro. Ansiaba hallar al niño, aquel tan puro de
alma que abría estas celdas para llevar a los eremitas la suficiente comida y agua para que
siguieran vivos. Pero no pude hallarlo, me fue imposible. Me daba rabia que ese niño hubiera
tenido que sufrir en este lugar, demacrado, desesperado, sumido en la más abyecta
ignorancia, cuyo único goce sensual en la vida era observar cómo resplandecían los colores del
icono.
Emití un gemido, volví la cabeza y caí estúpidamente en brazos de Marius.
.No llores, Amadeo .me consoló con ternura.
Luego me apartó el pelo de la frente y me enjugó las lágrimas con el pulgar.
.Despídete de este lugar, hijo mío.
Yo asentí con la cabeza.
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En menos de un segundo nos hallamos fuera. Yo no dije nada. Marius me siguió. Bajé por
la ladera hacia la ciudad construida a orillas del río.
El olor del río era muy intenso, al igual que el hedor de los humanos. Al poco rato, llegué
a la casa en la que me había criado. De pronto aquello me pareció una locura. ¿Qué pretendía?
¿Medir todo esto con unos patrones nuevos? ¿Confirmarme a mí mismo que como un niño
mortal yo no tenía la menor posibilidad de salvarme?
Dios mío, no existía justificación por haberme convertido en lo que soy, un vampiro impío
que se alimenta de lujo y oropel del perverso mundo veneciano, lo sabía perfectamente.
¿Acaso era esto un fatuo ejercicio de autojustificación? No, era otra cosa la que me atraía
hacia la casa alargada y rectangular, como tantas otras, sus gruesos muros de arcilla divididos
por troncos, cubierta por un techado de cuatro pisos del que pendían unos carámbanos, esta
amplia y tosca casa que era mi hogar.
Tan pronto como llegamos a ella, me deslicé sigilosamente junto a sus muros laterales.
La nieve se había transformado en agua; el agua del río corría por la calle y se filtraba por
todos los resquicios, como cuando yo era niño. El agua se filtró en mis hermosas botas
venecianas cosidas a mano. Sin embargo, no logró congelar mis pies como antaño, porque yo
derivaba ahora mi fuerza de unos dioses desconocidos en este lugar, unas criaturas de las que
estos inmundos labriegos, entre los cuales me había contado, no habían oído hablar jamás.
Apoyé la cabeza contra el áspero muro, como había hecho en el monasterio, pegándome
a la argamasa como si su solidez pudiera protegerme y transmitirme todo cuanto yo deseaba
saber. A través de un pequeño orificio entre los desconchones de arcilla vi, bajo el resplandor
de las velas y la luz más intensa de las lámparas, una familia sentada al calor de la amplia
estufa de piedra.
Yo conocía a esas personas, aunque no recordaba algunos de los nombres. Sabía que
eran parientes míos, y conocía el espacio que compartían.
No obstante, deseaba ver más allá de esta pequeña reunión familiar. Quería saber si esas
personas estaban bien, si después de aquel fatídico día, cuando me habían raptado y sin duda
habían asesinado a mi padre en los páramos, mis parientes habían logrado seguir adelante con
su característico vigor. Deseaba saber, quizá, qué oraciones pronunciaban cuando recordaban
a Andrei, el niño que tenía la habilidad de pintar unos iconos de extraordinaria perfección,
unos iconos no creados por manos humanas.
Oí el sonido del arpa dentro de la casa, y cantos. La voz pertenecía a uno de mis tíos, un
hombre tan joven que podría haber sido mi hermano. Se llamaba Borys, y ya de niño había
mostrado grandes dotes para el canto, pues era capaz de memorizar las viejas leyendas, o
sagas, de los caballeros y héroes, y en estos momentos cantaba una canción, rítmica y trágica,
sobre uno de esos personajes. Era el arpa de mi padre, una arpa pequeña y antigua, y Borys
pulsaba sus cuerdas al tiempo que desgranaba la historia de una feroz y fatídica batalla para
conquistar la antigua y noble ciudad de Kíev.
Escuché las conocidas cadencias que habían sido transmitidas por nuestro pueblo de
cantante a cantante durante cientos de años. Alcé la mano y arranqué un pedacito de
argamasa. Vi a través del pequeño orificio el rincón donde yo pintaba los iconos, justo enfrente
del lugar donde estaban congregados mis parientes en torno al fuego que ardía en la estufa.
¡Ah, qué espectáculo! Entre docenas de cabos de velas y lámparas llenas de grasa que
ardían aparecían dispuestos más de veinte iconos, algunos muy antiguos y oscurecidos por el
paso del tiempo en sus marcos de oro, otros radiantes, como si hubieran cobrado vida ayer
mismo a través del poder divino. Entre los iconos vi numerosos huevos pintados, unos huevos
exquisitamente decorados con diversos colores y dibujos que yo recordaba bien. Muchas veces
había observado a las mujeres decorando estos huevos sagrados de Pascua, aplicándoles cera
caliente fundida con sus plumas de madera para dibujar las cintas, las estrellas, las cruces o
las líneas que representaban los cuernos del carnero, o el símbolo que representaba la
mariposa o la cigüeña. Después de aplicar la cera, sumergían el huevo en un tinte frío de un
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color asombrosamente intenso. Existía una infinita variedad, y una infinita posibilidad de
significados, en estos simples dibujos y signos.
Guardaban estos huevos frágiles y bellamente decorados para curar a los enfermos, o
para protegerse contra las tormentas. Yo había ocultado esos huevos en un huerto para que
tuviéramos una buena cosecha. Un día coloqué uno de esos huevos sobre la puerta de la casa
a la que había ido a vivir mi hermana de recién casada.
Existía una historia muy bonita sobre esos huevos decorados, según la cual en tanto en
cuanto observáramos esta costumbre, mientras existieran estos huevos, el mundo estaría a
salvo del monstruo del mal que pretendía venir y devorarlo todo.
Me complació ver esos huevos dispuestos en el rincón de los iconos, como de costumbre,
entre los rostros sagrados. Lamenté el hecho de haberme olvidado de esta costumbre, lo cual
interpreté como el anuncio de que iba a ocurrir una tragedia.
Sin embargo, los rostros sagrados acapararon mi atención y me olvidé de todo lo demás.
Vi el rostro de Cristo resplandeciendo a la luz del fuego, mi brillante adusto Cristo, tal como lo
había pintado tantas veces. Yo había pintado un gran número de iconos, pero éste era idéntico
al que había perdido aquel día entre la elevada hierba del páramo.
Eso era imposible. ¿Cómo podía alguien recuperar el icono que yo había perdido al caer
en manos de los tártaros? No, debía de tratarse de otro icono, pues tal como he dicho, yo
había pintado un sinfín de iconos antes de que mis padres reunieran el valor suficiente para
llevarme con los monjes. Toda la aldea estaba llena de iconos pintados por mí. Mi padre se
había ufanado en regalar varios al príncipe Miguel, y había sido precisamente el príncipe quien
había dicho que convenía que los monjes comprobaran mis dotes para pintar iconos.
Qué expresión tan adusta mostraba Nuestro Señor comparado con las tiernas imágenes
de Cristo pintada por Fra Angélico o el noble y acongojado señor plasmado por Bellini. Sin
embargo, mi Cristo irradiaba el calor que le había conferido mi amor. Había sido pintado
amorosamente al viejo estilo ruso, compuesto de líneas severas y colores sombríos, al estilo
de mi tierra. Y rezumaba amor, el amor que yo creía que me había dado.
Sentía náuseas. Noté la mano de mi maestro sobre mi hombro. No me obligó a alejarme
de allí, como yo temía que hiciera. Se limitó a abrazarme y apoyar la mejilla contra mi cabello.
Decidí marcharme, pues ya había visto suficiente. No obstante, en aquel momento sonó
la música. Me fijé en una mujer que estaba ahí, ¿mi madre tal vez? No, era más joven, era mi
hermana Anya, convertida ya en una mujer, que comentó con voz enojada que mi padre
podría volver a cantar si ocultaban todas las botellas de vino y lograban que dejara de beber.
Mi tío Borys soltó una carcajada. Iván era un borracho incorregible, dijo Borys, era
incapaz de regenerarse y no tardaría en morir, estaba envenenado por el alcohol, el licor fino
que obtenía de los comerciantes a quienes les vendía los objetos que robaba de esta casa, y el
vino peleón que le daban los campesinos a quienes hostigaba y zurraba, haciendo gala de su
apodo de «terror del pueblo».
Sentí que se me erizaba el vello. ¿Iván, mi padre, estaba vivo? ¿Vivo para morir de
nuevo de forma deshonrosa? ¿Acaso no le habían asesinado los tártaros en el páramo?
Sin embargo, al cabo de unos instantes todo pensamiento y comentario sobre mi padre
se esfumó de la cabeza de aquellos patanes. Mi tío cantó otra canción, una canción para bailar.
Nadie bailaba en esta casa, estaban demasiado cansados después de trabajar, y las mujeres
semiciegas mientras seguían remendando la ropa que yacía en un montón en su regazo. Pero
la música los animó y uno de ellos, un chico más joven que yo cuando me morí, mi hermanito,
dijo en voz baja una plegaria por mi padre, rogando al Señor que mi padre no se helara esta
noche, como le había ocurrido tantas veces, al caerse borracho sobre la nieve.
.Haz que regrese a casa .musitó el niño.
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De pronto oí decir a Marius a mis espaldas, con el fin de calmarme y poner las cosas en
orden:
.Sí, todo indica que es cierto. Tu padre vive.
Antes de que pudiera detenerme, me dirigí hacia la entrada y abrí la puerta. Fue una
barbaridad, una imprudencia, debí pedirle permiso a Marius, pero siempre fui, como te he
dicho, un discípulo rebelde. Tenía que hacerlo.
Una ráfaga de aire invadió la casa. Las figuras sentadas al amor de la lumbre se
estremecieron y se arrebujaron en sus prendas de piel. El aire atizó el fuego que ardía en la
estufa de piedra, haciendo que las llamas se encabritaran.
Yo sabía que debía quitarme el sombrero, que en este caso consistía en la capucha de mi
capa, y que debía acercarme al rincón de los iconos y santiguarme, pero no lo hice.
De hecho, para ocultarme, me enfundé la capucha al tiempo que cerraba la puerta. Me
apoyé contra ella y sostuve la capa frente a mi boca, de forma que sólo se veían mis ojos y un
mechón de pelo cobrizo.
.¿Por qué se ha aficionado Iván a la bebida? .pregunté, recordando la vieja lengua
rusa.. Iván era el hombre más fuerte de esta población. ¿Dónde está?
Todos me miraron con recelo, indignados por aquella intromisión. El fuego que ardía en
la estufa crepitaba y danzaba saturado de aire fresco. El rincón de los iconos semejaba un
grupo de llamas perfectas y radiantes, con sus brillantes imágenes y velas dispuestas al azar,
un fuego de una naturaleza distinta y eterna. El rostro de Cristo apareció con toda claridad a la
luz oscilante de las velas, con los ojos clavados en mí.
Mi tío se levantó y depositó el arpa en manos de un chico joven que no reconocí. Vi en
las sombras a unos niños incorporados en sus lechos, abrigados con gruesos cobertores. Vi
cómo me observaban con sus ojos relucientes. Los otros, instalados frente al fuego, hicieron
causa común y se encararon conmigo.
Vi a mi madre, ajada y triste como si hubieran transcurrido siglos desde que yo me había
marchado de su lado, una anciana achacosa sentada en un rincón, con las manos crispadas
sobre la manta que le cubría las rodillas. La observé detenidamente, tratando de descifrar la
causa de su deterioro. Desdentada, decrépita, con las manos agrietadas y relucientes de tanto
trabajar, parecía una mujer que se dirigía a pasos agigantados hacia la muerte.
Se agolpó en mi mente un cúmulo de pensamientos y palabras.
Ángel, demonio, visitante nocturno, terror de las tinieblas, ¿qué eres? Los otros alzaron
las manos apresuradamente para hacer la señal de la cruz. Pero los pensamientos acudieron
prestos y diáfanos en respuesta a mi pregunta.
¿Quién no sabe que Iván el Cazador se ha convertido en Ivan el Penitente, Iván el
Borracho, Iván el Loco, debido a aquel fatídico día en el páramo cuando no logró impedir que
los tártaros raptaran a su amado hijo Andrei?
Cerré los ojos. ¡Lo que le había ocurrido a mi padre era peor que la muerte! Yo no había
imaginado, no me había atrevido a pensar que estuviera vivo, no lo quería lo suficiente para
confiar en que hubiera sobrevivido, ni siquiera había pensado en qué había sido de él. En
Venecia abundaban los establecimientos donde podía escribirle una carta, una carta que los
grandes mercaderes venecianos habrían llevado a un puerto desde donde habría viajado por
los caminos por los que transportaban el correo, que el Khan había mandado construir.
Yo lo sabía, el joven y egoísta Andrei lo sabía, conocía los detalles que podían sellar el
pasado de forma que pudiera olvidarlo. Pude haber escrito:
Querida familia:
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Estoy vivo y me siento satisfecho, pero no puedo regresar a casa. Envío un
dinero para mis hermanos, mis hermanas y mi madre.
Pero en realidad, yo no lo sabía. El pasado constituía un caos que no dejaba de
atormentarme. Cada vez que aparecía en mi mente una de esas vividas imágenes, me sumía
en una tortura inenarrable.
Mi tío se plantó ante mí. Era tan alto y corpulento como mi padre. Iba bien vestido, con
un jubón de cuero ceñido con un cinturón y unas botas de fieltro. Me observó con calma y
expresión severa.
.¿Quién eres y por qué irrumpes de esta forma en nuestra casa? .preguntó.. ¿Quién
es este príncipe que está ante mí? ¿Nos traes acaso un mensaje? Si es así, te perdonaremos
por haber partido la cerradura de nuestra puerta.
Respiré hondo. No tenía más preguntas. Sabía que podía hallar a Iván el Borracho. Que
estaba en la taberna con los pescadores y los tratantes en pieles, pues ése era el único local
cerrado que amaba casi tanto como su hogar.
Con la mano me palpé el cinturón en busca del talego que siempre llevaba sujeto a él, lo
arranqué y se lo entregué al hombre. Él lo contempló perplejo. Luego miró ofendido y
retrocedió un paso.
De golpe tuve la impresión de que aquel hombre se había convertido en parte de una
imagen nítida y pormenorizada de aquella casa. Vi la casa. Vi los muebles tallados a mano, el
orgullo de la familia que los había construido, las cruces y los candelabros de numerosos
brazos tallados a mano. Vi los símbolos pintados en los marcos de madera de las puertas, y las
baldas sobre las que estaban dispuestos los decorativos potes, cazos y cuencos de confección
casera.
Vi el orgullo de esa gente, de toda la familia, de las mujeres que se ufanaban de sus
bordados y la habilidad con que remendaban la ropa, y recordé con una sensación plácida y
reconfortante la estabilidad y el calor de su vida cotidiana.
Sin embargo, era triste, espantosamente triste, comparado con el mundo que yo
conocía.
Me acerqué a ese hombre y le ofrecí de nuevo el talego.
.Te ruego que lo aceptes como un favor hacia mí, para permitir que salve mi alma .
dije, disimulando la voz y sin mostrar mi rostro.. Es de tu sobrino Andrei. Está muy lejos, en
el país al que le llevaron los tratantes de esclavos. Jamás regresará a casa. Pero está bien y
desea compartir con su familia una parte de lo que posee. Me ha pedido que le informe quién
de vosotros vive y quién ha muerto. Si no te entrego este dinero, y si tú no lo aceptas, cuando
muera iré al infierno.
Mis palabras no obtuvieron una respuesta verbal, pero sus mentes me transmitieron lo
que yo deseaba. Había conseguido averiguarlo todo. Sí, Iván estaba vivo, y ahora, este
extraño, les decía que Andrei también estaba vivo. Iván lloraba un hijo que no sólo vivía sino
que había prosperado. La vida es una tragedia, se mire como se mire. La única certeza es que
todos moriremos.
.Te lo suplico .insistí.
Mi tío tomó el talego, pero no sin cierta reticencia. Estaba lleno de ducados de oro, que
les permitiría adquirir lo que necesitaran.
Solté la esquina de la capa con la que me cubría el rostro, me quité el guante izquierdo y
luego los anillos que lucía en cada dedo de mi mano izquierda. Ópalos, ónices, amatistas,
topacios, turquesas. Avancé entre el hombre y los jóvenes hasta un rincón situado al otro lado
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de la estufa y deposité las alhajas en el regazo de la anciana que había sido mi madre. Ella
alzó la vista y me miró.
Deduje que dentro de unos instantes mi madre me reconocería. Me apresuré a cubrirme
el rostro de nuevo, pero con la mano izquierda extraje el cuchillo de mi cinturón. Era una
Misericorde, una pequeña daga que los guerreros llevan consigo al campo de batalla para
rematar a sus víctimas malheridas que agonizan. Era un objeto decorativo, más bien un
complemento que un arma; su empuñadura de oro estaba cubierta de unas perlas perfectas.
.Es para ti .dije.. Para la madre de Andrei, a quien le encantaba su collar de perlas de
río. Acéptalo por la salvación del alma de Andrei. .Tras estas palabras deposité la daga a los
pies de mi madre.
Luego hice una profunda reverencia, casi rozando el suelo con la cabeza, y me fui sin
mirar atrás, cerrando la puerta a mis espaldas, pero permanecí lo suficientemente cerca para
oírles levantarse de un salto y apresurarse a contemplar los anillos y la daga, y algunos para
examinar la cerradura de la puerta.
Durante unos instantes experimenté una intensa emoción, pero nada me impediría hacer
lo que debía hacer. No me dirigía hacia Marius, pues habría sido una grosería pedirle que me
apoyara o que aprobara mi decisión. Eché a caminar por la calle cubierta de barro y nieve
hacia la taberna más cercana al río, donde supuse que hallaría a mi padre.
De niño había entrado pocas veces en ese lugar, y sólo para llevarme a mi padre a casa.
Apenas lo recordaba, salvo como un lugar donde se reunían unos extraños para beber y
blasfemar.
Era un edificio alto y alargado, construido con unos troncos toscos como mi casa, con
una argamasa de barro, y las inevitables grietas y orificios por los que se colaba el aire helado.
Tenía un techo muy alto, de unos seis pisos para compensar el peso de la nieve, y de los
aleros pendían unos carámbanos, al igual que en mi casa.
Me maravillaba de que la gente pudiera vivir así, que este frío no los animara a construir
unas viviendas más recias y duraderas. Pero en este lugar siempre había ocurrido lo mismo: el
invierno feroz arrebataba a los pobres, a los enfermos y a los atribulados buena parte de lo
que poseían, y las breves estaciones de primavera y el verano apenas les daban nada, pero al
final la resignación de estas gentes se convertía en su mayor virtud.
Quizás estuviera equivocado en mis apreciaciones, y quizá me equivocaba ahora. Lo
importante es que era un lugar desolado, y aunque no era feo, pues la madera y el barro y la
nieve y la tristeza no son necesariamente feos, era un lugar desprovisto de belleza, a
excepción de los iconos y acaso las lejanas siluetas de las airosas cúpulas de Santa Sofía en lo
alto de la colina, que se recortaban sobre el cielo tachonado de estrellas. Y eso no bastaba.
Al entrar en la taberna, calculé que había unos veinte hombres, los cuales charlaban
entre sí con una camaradería que me sorprendió, dada la naturaleza espartana del lugar, que
era poco más que un refugio contra la noche que los mantenía sanos y salvos en torno al
fuego. Allí no había iconos para reconfortarlos, pero algunos cantaban, y estaba el inevitable
arpista que pulsaba las cuerdas de su humilde instrumento, y otro hombre que tocaba una
pequeña gaita.
Había muchas mesas, algunas cubiertas con un mantel de lino y otras desnudas, en
torno a las cuales se hallaban sentados los parroquianos. Algunos eran extranjeros, tal como
yo recordaba. Tres italianos, según comprobé al oírlos hablar, genoveses para más
información. Pero dos de esos hombres habían acudido atraídos por el comercio fluvial, lo que
me dio a entender que Kíev se había convertido en una ciudad pujante.
Detrás del mostrador había numerosos toneles de cerveza y vino, que el tabernero
vendía en copas. Vi muchas frascas de vino italiano, sin duda costoso, y unas cajas de jerez
español.
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A fin de no llamar la atención, atravesé el local y me dirigí hacia un oscuro rincón situado
a la izquierda, confiando en que nadie se fijara en un viajero europeo ataviado con elegantes
ropas, puesto que si de algo andaban sobrados en Rusia era de pieles.
Estos hombres estaban demasiado ebrios para fijarse en mí. El tabernero fingió
mostrarse interesado en el nuevo cliente que acababa de entrar en su establecimiento, pero al
poco rato apoyó de nuevo la cabeza en la palma de la mano y se puso a roncar. La música
continuó sonando, otra vieja leyenda rusa, pero mucho menos alegre que la que había cantado
mi tío en casa, porque tuve la impresión de que el músico estaba muy cansado.
Entonces vi a mi padre. Yacía boca arriba, cuan largo era, sobre un tosco y grasiento
banco, vestido con su jubón de cuero y envuelto en su gruesa capa de piel, cuidadosamente
doblada sobre su cuerpo, como si los otros le hubieran tapado para que no se resfriara al
perder el conocimiento. Su capa era de piel de oso, lo cual indicaba que mi padre era un
hombre rico.
Emitía unos estentóreos ronquidos y apestaba a licor. Estaba sumido en un sueño etílico
tan profundo que, cuando me arrodillé junto a él y contemplé su rostro, no se despertó.
Tenía las mejillas más enjutas aunque sonrosadas, pero mostraba un aspecto
demacrado, y su bigote y larga barba estaban salpicados de canas. Me pareció que había
perdido bastante pelo en las sienes, y que su frente aparecía más despejada, pero quizá me
engañara. La piel en torno a sus ojos estaba arrugada y oscura. No alcancé a ver sus manos,
pues las tenía ocultas debajo de la capa, pero observé que seguía siendo un hombre fuerte, de
complexión atlética, y que su afición a la bebida aún no le había destruido.
De pronto tuve una turbadora sensación de su vitalidad; percibí el olor de su sangre y su
vigor, como si me hubiera topado con una posible víctima. Borré esos pensamientos de mi
mente y le miré con afecto, alegrándome sinceramente de que estuviera vivo. Mi padre había
escapado con vida de aquel encuentro en el páramo con los tártaros, quienes parecían los
mismos heraldos de la muerte.
Acerqué un taburete para sentarme un rato junto a mi padre y observar su rostro. No me
había vuelto a poner el guante izquierdo.
Apoyé mi mano fría sobre su frente, ligeramente, pues no deseaba tomarme excesivas
confianzas, y mi padre abrió los ojos lentamente. Tenía los ojos vidriosos e inyectados en
sangre, pero tan relucientes como de costumbre. Me miró suavemente y en silencio durante un
rato, como si no tuviera motivos para moverse, como si yo fuera una visión que se le había
aparecido en sueños.
Noté que la capucha de mi capa se deslizaba hacia atrás, pero no hice el menor ademán
para impedirlo. Yo no veía lo que veía mi padre, pero sabía quién era: su hijo, con el rostro
rasurado y desprovisto de vello, como había tenido su hijo cuando este hombre vivía con él y
le veía a diario, y una caballera castaña y ondulada salpicada de nieve.
Al otro lado de la taberna, los cuerpos de los hombres constituían unas meras siluetas
que se recortaban sobre el inmenso resplandor del fuego; algunos charlaban y otros cantaban.
Y el vino corría a raudales.
Nada se interponía entre mí y este momento, entre mí y este hombre que había tratado
de abatir a los tártaros, que había disparado una flecha tras otra contra sus enemigos mientras
las flechas de éstos llovían sobre él sin lograr herirle.
.No te hirieron .murmuré.. Te quiero y ahora comprendo lo fuerte que eras. .¿Era
audible mi voz?
Mi padre pestañeó y me miró al tiempo que se pasaba la lengua por los labios. Sus
labios, de un vivo color coral, relucían entre su frondoso bigote y su poblada barba.
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.Me hirieron .respondió con voz queda pero no débil.. Me alcanzaron en dos
ocasiones, en el brazo y en el hombro. Pero no consiguieron matarme, y se llevaron a Andrei.
Yo caí del caballo pero me levanté. No me hirieron en las piernas. Eché a correr tras ellos sin
cesar de disparar. Tenía una maldita flecha clavada aquí, en el hombro.
Sacó la mano de debajo de la capa de piel y la apoyó en la curva oscura de su hombro
derecho.
.No cesé de disparar contra ellos. No noté que me habían herido. Luego los vi alejarse.
Se llevaron al niño. No sé si estaba vivo. Lo ignoro. No creo que se hubieran molestado en
llevárselo de haber estado muerto. No dejaban de disparar sus flechas. Caía una lluvia de
flechas del cielo. Eran unos cincuenta hombres. Mataron a todos mis acompañantes. Les
advertí que no dejaran de disparar, ni por un instante, que no se amilanaran, que no cesaran
de disparar contra aquellos salvajes, y que cuando se les acabaran las flechas desenvainaran
la espada y fueran a por ellos, que se lanzaran a galope con la cabeza pegada a la de su
montura y los atacaran. Quizá hicieron lo que les dije. No lo sé.
Mi padre entornó los párpados y miró a su alrededor. Deseaba incorporarse. Luego me
miró y dijo:
.Dame un trago. Invítame a una copa de buen vino. El tabernero tiene jerez español.
Cómprame una botella de jerez. Maldita sea, en los viejos tiempos esperaba a los
comerciantes junto al río, y nunca tuve que pedirles que me invitaran a una copa. Cómprame
una botella de jerez. Se nota que eres rico.
.¿Sabes quién soy? .pregunté.
Mi padre me miró confundido. Ni siquiera se le había ocurrido pensar en ello.
.Vienes del castillo. Hablas con acento lituano. Me tiene sin cuidado quién seas.
Cómprame una botella de vino.
.¿Con acento lituano? .pregunté suavemente.. ¡Qué horror! Creo que hablo con
acento veneciano, de lo cual me avergüenzo.
.¿Veneciano? No tienes por qué avergonzarte. Hicieron cuanto pudieron por salvar
Constantinopla. Todo se ha ido al carajo. El mundo terminará en llamas. Anda, cómprame una
botella de jerez antes de que el tabernero las venda todas.
Me levanté. Mientras pensaba en si llevaba dinero, apareció la figura oscura y silenciosa
del maestro, el cual me entregó una botella de jerez español, descorchada y lista para que mi
padre la apurara. Suspiré. El olor no me decía nada, pero sabía que era un excelente jerez, lo
que mi padre me había pedido.
A todo esto mi padre se había sentado en el banco, con los ojos clavados en la botella
que yo sostenía. Alargó la mano para tomar y se puso a beber con la misma avidez con la que
yo bebo la sangre de mis víctimas.
.Mírame bien .dije.
.Este rincón está muy oscuro, idiota .replicó mi padre.. ¿Cómo quieres que vea quién
eres? Hummm, qué bueno es este jerez. Gracias.
De pronto se detuvo con la botella a escasos centímetros de sus labios. Fue un gesto
extraño, como si estuviera en el bosque y acabara de ver a un oso o a otra fiera a punto de
atacarlo. Mi padre se quedó inmóvil, sosteniendo la botella en la mano, moviendo tan sólo los
ojos al tiempo que me contemplaba de arriba abajo.
.Andrei .murmuró.
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.Estoy vivo, padre .dije suavemente.. No me mataron. Me llevaron como botín y me
vendieron como esclavo. Me llevaron en un barco al sur y luego al norte, a la ciudad de
Venecia, que es donde vivo ahora.
Los ojos de mi padre reflejaban una hermosa serenidad. Estaba demasiado borracho
para rebelarse o para estallar de júbilo ante la sorpresa. La verdad se le reveló poco a poco,
cautivándolo; él asimiló todas sus ramificaciones: que yo no había sufrido, que era rico, que
gozaba de buena salud.
.Yo estaba perdido, señor .expliqué en un suave susurro que sólo él podía oír.. Estaba
perdido, sí, pero me halló un hombre bondadoso, que me devolvió la tranquilidad, y no he
vuelto a sufrir desde entonces. He hecho un largo viaje para decirte esto, padre. No sabía que
estabas vivo. No podía soñarlo siquiera. Creí que habías muerto aquel día en que el mundo
murió para mí. Y ahora he venido para decirte que no debes preocuparte nunca más por mí.
.Andrei .murmuró mi padre, pero su rostro no acusó cambio alguno, sólo un plácido
asombro. Mi padre me miró fijamente, sosteniendo la botella sobre las rodillas con ambas
manos, su fornida espalda erecta, su cabello rojo y cano más largo de lo que yo recordaba
haberlo visto nunca, fundiéndose con la piel que adornaba su capa.
Era un hombre hermoso, muy hermoso. Yo necesitaba los ojos de un monstruo para
percatarme de ello. Necesitaba la vista de un demonio para apreciar la fuerza que había en sus
ojos junto con la potencia de su corpulenta figura. Sólo los ojos inyectados en sangre
delataban su debilidad.
.Debes olvidarme, padre .repuse.. Olvídame, como si los monjes me hubieran
enviado al extranjero. Pero recuerda esto: gracias a ti jamás me enterrarán en las fosas de
barro del monasterio. Quizá me ocurran otras desgracias, pero no sufriré esa suerte. Gracias a
ti, por haberte opuesto, por haberte presentado aquel día y exigir que te acompañara a cazar,
que me comportara como hijo tuyo que era.
Me volví para marcharme. Mi padre se levantó apresuradamente, sosteniendo la botella
por el cuello con la mano izquierda, y me sujetó por la muñeca con la derecha. Luego me
atrajo hacia él, como si yo fuera un simple mortal, con su proverbial fuerza, y oprimió los
labios sobre mi coronilla.
¡Señor, no dejes que se percate! ¡No dejes que intuya el cambio que he experimentado!
Yo estaba desesperado. Cerré los ojos.
Pero yo era joven, y no tan duro ni frío como mi maestro, ni mucho menos. Y mi padre
sólo sintió la suavidad de mi pelo, y quizás una suavidad gélida como el invierno en mi piel.
.¡Andrei, hijo mío, mi adorado y extraordinario hijo!
Me volví y le abracé con fuerza con el brazo izquierdo. Le besé en la cabeza de una forma
que jamás habría hecho de niño. Lo estreché contra mi corazón.
.No bebas más, padre .le susurré al oído.. Levántate y compórtate como el cazador
que has sido siempre. Sé tu mismo, padre.
.Nadie me creerá jamás, Andrei.
.¿Y quiénes son ellos para decirte eso si vuelves a ser el que siempre has sido, padre?
Ambos nos miramos a los ojos. Yo mantuve la boca bien cerrada para impedir que mi
padre viera los afilados incisivos que me había procurado la sangre vampírica, unos dientes
diminutos y malévolos que un hombre tan perspicaz como él, un cazador nato, vería sin duda.
Sin embargo, él no buscaba ese defecto en mí. Ansiaba sólo amor, y amor fue lo que nos
dimos mutuamente.
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.Debo irme, no tengo más remedio .dije.. He robado unos momentos para venir a
verte. Dile a madre que fui yo quien se presentó hace un rato en la casa, que fui yo quien le di
las sortijas y a tu hermano el talego de monedas.
Me separé de mi padre y me senté en el banco junto a él, quien había apoyado los pies
en el suelo dispuesto a levantarse. Me quité el guante derecho y observé los siete u ocho
anillos que llevaba, todos ellos de oro o plata engarzados con piedras preciosas. Luego me los
quité uno tras otro y los deposité en su mano. Qué suave y caliente tenía mi padre la mano,
qué roja y palpitante.
.Tómalos porque yo tengo infinidad de anillos. Te escribiré y te enviaré más, para que
no tengas que hacer nada que no desees hacer, tan sólo pasear a caballo, cazar y contar
historias junto al fuego. Cómprate una buena arpa con estos anillos. Cómprales unos libros a
los pequeños, o lo que te apetezca.
.No quiero esto; te quiero a ti.
.Y yo te quiero a ti, padre, pero este pequeño poder es cuanto tenemos.
Le aferré la cabeza con ambas manos, demostrando mi fuerza, quizás imprudentemente,
obligándole a permanecer inmóvil mientras le besaba. Luego le di un largo y cálido abrazo y
me levanté.
Salí de la habitación tan repentinamente que mi padre sólo debió de ver que la puerta se
cerraba.
Nevaba. Vi a mi maestro a pocos metros y, tras reunirme con él, echamos a andar colina
arriba. No quería que mi padre saliera de la taberna y me viera. Deseaba alejarme de allí
cuanto antes.
Cuando me disponía a rogar a Marius que abandonáramos Kíev a la velocidad de los
vampiros, vi una figura que se dirigía apresuradamente hacia nosotros. Era una mujer
menuda, envuelta en una capa de lana ribeteada de piel que arrastraba por la nieve. Sostenía
en los brazos un objeto reluciente.
Me paré en seco, mientras mi maestro aguardaba pacientemente. Era mi madre que
había venido a verme. Era mi madre que se dirigía hacia la taberna portando el icono, vuelto
hacia mí, del Cristo de expresión hosca, el que yo había contemplado durante largo rato a
través de la rendija del muro de la casa.
Miré pasmado a mi madre. Ella alzó el icono y me lo ofreció.
.Andrei .musitó.
.Guárdalo, madre .repuse.. Guárdalo para los pequeños. .La estreché entre mis
brazos y la besé. Qué aspecto tan avejentado y estropeado tenía. Se debía a los numerosos
partos, que le habían minado las fuerzas, para luego enterrar a las criaturas en unas pequeñas
fosas en el suelo. Pensé en los hijos que había perdido mi madre durante mi adolescencia, y en
los que habían muerto antes de nacer yo. Ella los llamaba sus ángeles, sus bebés, unas
criaturas demasiado pequeñas para sobrevivir.
.Guárdalo para la familia .insistí.
.Como quieras, Andrei .respondió mi madre. Me miró con sus ojos pálidos y llenos de
dolor. Vi que se moría. De pronto comprendí que no sólo estaba estropeada debido a su
avanzada edad, ni a los numerosos partos. Mi madre padecía una enfermedad que la consumía
por dentro. Al mirarla sentí terror, terror por el resto de los mortales. Era una enfermedad
propia de la época, común e inevitable.
.Adiós, ángel mío .me despedí.
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.Adiós, querido ángel .repuso mi madre.. Siento una gran alegría en el corazón y en
el alma al verte convertido en un noble príncipe, pero dime, ¿aún te santiguas como es
debido? Muéstramelo.
Qué desesperación había en su voz. Mi madre deseaba saber si yo había conseguido esos
privilegios convirtiéndome a la fe de Occidente. Ése era el significado de su pregunta.
.Me pones una prueba muy sencilla, madre .respondí. Me santigüé a nuestro estilo, al
estilo oriental, tocándome el hombro derecho antes que el izquierdo. Luego sonreí.
Ella asintió y extrajo un objeto del interior de su capa de lana, soltándolo sólo después de
haberlo depositado en mi mano. Era un huevo de Pascua pintado de un intenso color rubí.
Era un huevo exquisitamente decorado. Estaba rodeado por unas largas cintas amarillas,
y en el centro creado por las cintas aparecía pintada una rosa roja perfecta o estrella de ocho
puntas.
Después de contemplarlo unos instantes miré a mi madre y asentí. Saqué un pañuelo de
fino hilo flamenco, envolví el huevo con cuidado en él y guardé el paquetito entre los pliegues
de mi camisa debajo de la chaqueta y la capa.
Me incliné y besé a mi madre en su suave y seca mejilla.
.Madre, eres la alegría que alivia mis tristezas .dije.. Eso es lo que representas para
mí.
.Mi dulce Andrei .musitó ella.. Ve con Dios.
Luego miró el icono. Deseaba que yo lo viera. Lo volvió hacia mí para que yo
contemplara el resplandeciente rostro dorado de Dios, impasible y hermoso como el día en que
lo había pintado para ella. Pero no lo había pintado para ella. No, era el icono que yo portaba
el día en que había partido con mi padre y los otros hacia el páramo.
¡Ah, qué maravilla que mi padre hubiera conseguido rescatarlo de aquella escena de
muerte, de destrucción! Pero ¿por qué no iba a conseguirlo? Era una proeza digna de un
hombre como mi padre.
La nieve cayó sobre el icono pintado, sobre el rostro solemne de Nuestro Salvador, que
había cobrado vida bajo mi febril pincel como por arte de magia, un rostro cuyos labios
apretados y suaves y ceño levemente arrugado significaba amor. Cristo, mi Señor, presentaba
una expresión aún más adusta en los mosaicos de San Marcos. Pero Cristo, mi Señor, pintado
al estilo que fuere y con el aspecto que fuere, rebosaba amor hacia sus hijos.
La nieve caía en gruesos copos y parecía derretirse tan pronto como tocaba el rostro de
Nuestro Señor.
Temí por ese frágil panel de madera, por esa reluciente imagen lacada, destinada a
resplandecer durante toda la eternidad. Mi madre también pensó en ello, y se apresuró a
ocultar el icono bajo su capa para protegerlo de la humedad de la nieve.
Jamás volví a verlo.
¿Es preciso a estas alturas que alguien me pregunte qué significa para mí un icono? ¿Es
preciso que alguien me pregunte por qué, cuando vi el rostro de Dios grabado en el velo de la
Verónica, cuando Dora sostuvo ante mí ese velo que el mismo Lestat había traído de Jerusalén
y de la hora de la pasión de Cristo, desafiando las llamas del infierno, caí de rodillas y
exclamé: «¿Es éste el Señor?»
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El viaje desde Kíev se me antojó un viaje hacia delante en el tiempo, hacia el lugar al
que yo pertenecía.
A mi regreso, toda Venecia parecía compartir el resplandor de la cámara revestida de oro
en la que yo había creado mi sepultura. Deslumbrado, pasé las noches deambulando por la
ciudad, con o sin Marius, aspirando el aire fresco del Adriático y recorriendo las espléndidas
mansiones y palacios gubernamentales a los que me había acostumbrado durante los últimos
años.
Los oficios religiosos vespertinos me atraían como la miel atrae a las moscas. Absorbí con
avidez la música de los coros, los cánticos de los sacerdotes y sobre todo la actitud gozosa y
sensual de los fieles como si fuera un bálsamo para las partes de mi ser que el regreso al
Monasterio de las Cuevas había dejado en carne viva.
Sin embargo, en mi fuero interno reservaba una tenaz y ardiente llama de respeto por
los monjes rusos del Monasterio de las Cuevas. Tras haber vislumbrado unas palabras del
santo hermano Isaac, caminé por aquel lugar imbuido de la memoria viviente de sus
enseñanzas: el hermano Isaac, profundo creyente en Dios, un eremita, un visionario de
espíritus, la víctima del diablo y posteriormente su conquistador en nombre de Jesucristo.
Yo poseía un alma religiosa, de ello no cabía duda alguna, y me habían sido dadas dos
modalidades de pensamiento religioso; y ahora, al rendirme a una guerra entre esas dos
modalidades, había entablado una batalla conmigo mismo, pues aunque no tenía la menor
intención de renunciar a los lujos y las glorias de Venecia, la rutilante belleza de las lecciones
de Fra Angélico y los pasmosos y espléndidos logros de sus seguidores, los cuales habían
creado una belleza sin par en aras de Cristo, beatifiqué en silencio al perdedor de mi batalla, el
bendito Isaac, quien, en mi mente pueril, imaginé que había seguido el auténtico camino del
Señor.
Marius estaba al tanto de mi batalla, sabía el influjo que Kíev ejercía sobre mí, y sabía la
importancia crucial que esto suponía para mí. Comprendía mejor que nadie que cada ser pelea
con sus ángeles y demonios, que cada ser sucumbe a unos valores esenciales, a un tema, por
así decir, inseparable del hecho de vivir una existencia como es debido.
Para nosotros, la vida era vampírica, pero era vida en todos los aspectos: una vida
sensual, carnal. No me ofrecía el medio de escapar de las compulsiones y obsesiones que
había sentido como un joven mortal. Antes bien, esas compulsiones y obsesiones se habían
magnificado.
Al cabo de un mes de mi regreso, comprendí que había sentado el tono de mi actitud
hacia el mundo que me rodeaba. Me deleitaría con la lujuriante belleza de la pintura, la música
y la arquitectura italianas, sí, pero lo haría con el fervor de un santo ruso. Transformaría todas
las experiencias sensuales en bondad y pureza. Aprendería, aumentaría mis conocimientos,
intensificaría mi compasión por los mortales que me rodeaban, y no cejaría nunca de presionar
a mi alma para que alcanzara lo que yo consideraba bondad.
La bondad consistía ante todo en amabilidad, gentileza. Significaba no desperdiciar nada.
Significaba pintar, leer, estudiar, escuchar, incluso rezar, aunque no estaba seguro de a quién,
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y aprovechar cada oportunidad para mostrarme generoso con los mortales a los que no
mataba.
En cuanto a los mortales que mataría, me propuse hacerlo con misericordiosa rapidez,
convertirme en un auténtico maestro de la misericordia, sin causarles jamás dolor ni
confusión, atrayendo a mis víctimas por medio del encanto inducido por mi voz melosa y la
profundidad que ofrecían mis ojos para dirigir miradas lánguidas, o por medio de un poder que
al parecer poseía y era capaz de utilizar, el poder de introducir mi mente en la del desdichado
e impotente mortal y ayudarle a crear unas imágenes consoladoras a fin de que la muerte se
convirtiera en el destello de una llama de éxtasis, y luego un silencio dulcísimo.
Asimismo, me propuse gozar de la sangre, profundizar en la sensación que me producía,
más allá de la turbulenta necesidad de mi sed, con el fin de saborear este líquido vital que
sustraía a mí víctima, y sentir plenamente lo que éste contenía y portaba a su último destino,
el destino del alma mortal.
Mis lecciones con Marius se interrumpieron durante un tiempo, pero un día él me
comunicó suavemente que debía reanudar mis estudios, que deseaba que hiciéramos muchas
actividades juntos.
.Yo sigo mi propio plan de estudios .repliqué.. Sabes que no he permanecido ocioso
durante mis paseos por la ciudad, que mi mente está tan ávida de asimilar conocimientos y
experiencias como mi cuerpo. Lo sabes perfectamente. De modo que déjame tranquilo.
.De acuerdo, pequeño maestro .respondió Marius con tono afable., pero debes
regresar a la escuela que he creado para ti. Hay muchas cosas que debes aprender.
Yo le di largas durante cinco noches. A la sexta, hacia media noche, mientras dormía en
su lecho tras haber pasado la velada en la Plaza de San Marcos donde se había celebrado un
alegre festival, escuchando a los músicos y admirando a los saltimbanquis, me sobresalté al
sentir un golpe de su látigo sobre mis pantorrillas.
.Despiértate, jovencito .dijo Marius.
Me volví y alcé la vista, asustado. Marius se hallaba de pie junto a mí, sosteniendo el
largo látigo, con los brazos cruzados. Lucía una larga túnica color púrpura ceñida a la cintura y
el cabello recogido en la nuca.
Yo me volví de espaldas. Supuse que Marius me había propinado un latigazo para
intimidarme y que, al comprobar que no lo había logrado, me dejaría tranquilo. Pero Marius
volvió a asestarme un azote con el látigo, seguido por una lluvia de feroces latigazos.
Sentí esos azotes como jamás los había sentido cuando era mortal. Yo era más fuerte,
más resistente a ellos, pero durante una fracción de segundo cada latigazo traspasó mi
guardia sobrenatural, provocándome un diminuto y exquisito estallido de dolor.
Yo estaba furioso. Traté de levantarme de la cama, dispuesto a golpear a Marius por
tratarme de esa forma. Pero él apoyó una rodilla sobre mi espalda y siguió azotándome hasta
que grité de dolor.
Entonces Marius se incorporó al tiempo que me alzaba por el cuello de la camisa. Yo
temblaba de ira y confusión.
.¿Quieres más? .preguntó.
.No lo sé .respondí, soltándome, lo cual él permitió con una pequeña sonrisa.. ¡Tal
vez sí! ¡Tan pronto te muestras profundamente preocupado por mi corazón como me tratas
como si fuera un colegial! ¡No hay quién te entienda!
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159
.Has tenido tiempo suficiente para llorar y para evaluar todo lo que has recibido .
replicó Marius.. Es hora de que te pongas de nuevo a estudiar. Siéntate ante el escritorio y
disponte a escribir. ¿O quieres otra tanda de azotes?
.No permitiré que me trates de esta forma .protesté airadamente.. No hay ninguna
necesidad. ¿Qué quieres que escriba? He escrito volúmenes en mi corazón. Crees que puedes
obligarme a encajar en el monótono molde de un discípulo obediente, crees que es lo indicado
para descifrar los pensamientos cataclísmicos que me asaltan, crees que...
Marius me propinó un bofetón que me dejó aturdido. Cuando se me aclaró la vista, le
miré a los ojos.
.Deseo que me prestes atención. Deseo que abandones tu actitud meditabunda.
Siéntate ante el escritorio y escribe un resumen de lo que el viaje a Rusia ha supuesto para ti,
y lo que ves ahora aquí que antes no veías. Utiliza tus mejores sonrisas y metáforas y
escríbelo de forma concisa, pulcra y rápida.
.Qué tácticas tan groseras .mascullé. Pero me dolía todo el cuerpo debido a los
latigazos. Era un dolor distinto del que siente un cuerpo mortal, pero era desagradable y
odiaba sentirlo.
Me senté ante el escritorio. Iba a escribir algo hiriente como: «He comprobado que soy el
esclavo de un tirano.» Pero cuando levanté los ojos y le vi de pie ante mí, sosteniendo el
látigo, cambié de parecer.
Él sabía que era el momento ideal para besarme, y me besó. Yo me di cuenta de que
había alzado el rostro para que me besara antes de que él agachara la cabeza. Lo cual no le
detuvo.
Sentí una inmensa dicha al claudicar ante él. Le rodeé los hombros con un brazo.
Al cabo de unos momentos, Marius se apartó y yo me puse a escribir una frase tras otra,
describiendo lo que he explicado antes. Escribí sobre la batalla que se libraba en mi interior
entre lo carnal y lo ascético; escribí que mi alma rusa pretendía alcanzar el grado más sublime
de exaltación. Lo había hallado al pintar el icono, el cual, debido a su belleza, había satisfecho
mi necesidad de lo sensual.
Mientras escribía, comprendí por primera vez que el antiguo estilo ruso, el antiguo estilo
bizantino, encarnaba una lucha entre lo sensual y lo ascético: las figuras contenidas,
aplanadas, disciplinadas, rodeadas de una orgía de color que deleitaba la vista al tiempo que
representaba la negación de los sentidos.
Mientras yo escribía, Marius salió de la alcoba. Reparé en ello, pero no me importó.
Estaba enfrascado en mi tarea, y poco a poco dejé de analizar las cosas y empecé a relatar
una vieja historia:
En los viejos tiempos, cuando los rusos no conocían a Jesucristo, el gran príncipe
Vladimir de Kíev (en aquella época Kíev era una espléndida ciudad) envió a unos emisarios a
estudiar las tres religiones del Señor: la religión musulmana, que a esos hombres les pareció
delirante y repulsiva; la religión del papa de Roma, en la que esos hombres no hallaron gloria
alguna; y el cristianismo de Bizancio. En la ciudad de Constantinopla los rusos pudieron
contemplar las magníficas iglesias en las que los griegos católicos adoraban a su Dios, unos
edificios tan hermosos que los emisarios de Vladimir no sabían si se hallaban en el cielo o si
seguían en la Tierra. Los rusos jamás habían contemplado nada tan esplendoroso; estaban
convencidos de que Dios habitaba entre los hombres en la religión de Constantinopla, y Rusia
abrazó la religión del cristianismo. Por tanto, fue la belleza la que dio origen a nuestra Iglesia
rusa.
Antiguamente, los hombres hallaban en Kíev lo que Vladimir había tratado de recrear,
pero ahora que Kíev se ha convertido en una ruina y los turcos se han apoderado de Santa
Sofía de Constantinopla, es preciso venir a Venecia para contemplar la gran Theotokos, la
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virgen madre de Dios, y su hijo el Pantokrator, el creador divino de todas las cosas. En Venecia
he hallado, en los resplandecientes mosaicos dorados y en las musculosas imágenes de una
nueva era, el milagro que llevó la luz de Cristo Nuestro Señor a la tierra donde nací, la luz de
Cristo Nuestro Señor que todavía arde en las lámparas del Monasterio de las Cuevas.
Dejé la pluma. Aparté la hoja, apoyé la cabeza en los brazos y rompí a llorar suavemente
en la penumbra de la silenciosa alcoba. No me importaba que el maestro me azotara, me
propinara patadas o prescindiera de mí.
Al cabo de un rato, Marius regresó para conducirme a nuestra cripta. Ahora, tras varios
siglos, cuando echo la vista atrás, me doy cuenta de que, al obligarme a escribir mis
impresiones aquella noche, el maestro hizo que yo recordara para siempre las lecciones de
aquellos días.
La noche siguiente, cuando Marius leyó lo que yo había escrito, se mostró contrito por
haberme azotado. Confesó que le resultaba difícil no tratarme como a un niño, aunque ya no
fuera un niño. Dijo que yo le parecía un espíritu que había penetrado en el cuerpo de un niño:
ingenuo y obsesionado con ciertos temas. Añadió que no había imaginado llegar a amarme
tanto.
Por más que traté de mostrarme frío y distante con él, debido a los latigazos que me
había propinado, no lo conseguí. Antes bien, me maravilló que sus caricias, sus besos y sus
abrazos significaran para mí más que cuando yo era un ser mortal.
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12
Quisiera alejarme de esta imagen feliz de Marius y de mí en Venecia y situar esta historia
en Nueva York, en la época moderna. Me gustaría trasladarme al momento en la habitación en
Nueva York cuando Dora me mostró el velo de la Verónica, la reliquia que Lestat había traído
de su viaje al infierno, pues así tendría una historia contada en dos mitades perfectas: sobre el
niño que fui y el adorador en el que me convertí, el ser que soy ahora.
Pero no puedo engañarme tan fácilmente. Sé que lo que nos ocurrió a Marius y a mí en
los meses que siguieron a mi viaje a Rusia forma parte integrante de mi vida.
No tengo más remedio que atravesar el Puente de los Suspiros de mi vida, el largo y
oscuro puente que abarca siglos de mi atormentada existencia y me conecta con la época
moderna. El hecho de que ese pasaje haya sido tan bien descrito por Lestat no significa que yo
pueda escipar sin añadir unas palabras de mi propia cosecha, y ante todo reconocer sin
ambages que durante trescientos años me dejé cautivar por Dios.
Ojalá hubiera escapado a esa suerte. Ojalá Marius hubiera escapado a lo que nos ocurrió.
Ahora me doy cuenta de que él sobrevivió a nuestra separación con mayor inteligencia y
fuerza que yo. Es evidente que él tenía muchos siglos y era muy sabio, mientras que yo era
todavía un niño.
Nuestros últimos meses en Venecia no estuvieron empañados por ninguna premonición
de lo que iba a suceder. Marius se aplicó con vehemencia en enseñarme las lecciones
esenciales.
Una de las más importantes era cómo pasar por un ser humano entre mortales. Desde
mi transformación, yo apenas había frecuentado a los otros aprendices y había evitado a mi
amada Bianca, a quien debía una inmensa deuda de gratitud no sólo por la amistad que me
había brindado sino por cuidar de mí cuando estuve tan enfermo.
Sin embargo, ahora debía enfrentarme a Bianca, tal como me había ordenado Marius. Yo
era quien debía escribirle una educada carta explicándole que, debido a mi enfermedad, no
había podido ir a verla.
Una tarde, después de un breve recorrido en busca de presas durante el cual bebí la
sangre de dos víctimas, Marius y yo fuimos a visitarla cargados de regalos. La encontramos
rodeada por sus amigos italianos e ingleses.
Marius se había vestido para la ocasión con un elegante traje azul oscuro de terciopelo,
con una capa del mismo color, cosa insólita en él, y me había pedido que me vistiera de azul
celeste, el color que prefería para mí. Yo llevaba una cesta de higos y tortas para Bianca.
Hallamos la puerta de su casa abierta, como de costumbre, y entramos sigilosamente,
pero ella reparó en nosotros de inmediato.
En cuanto la vi, sentí un intenso deseo de compartir unos minutos de intimidad con ella,
esto es, de contarle todo lo que había sucedido. Naturalmente, eso estaba prohibido; Marius
insistía en que yo debía aprender a amarla sin confiarle ningún secreto.
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Bianca se levantó, se acercó a mí y me abrazó, aceptando mis habituales besos
ardientes. Me sentí rebosante de sangre caliente; entonces comprendí por qué Marius había
insistido en que matara a dos víctimas esta noche.
Bianca no sintió nada que le infundiera temor. Me rodeó el cuello con sus brazos suaves
como la seda. Estaba radiante, ataviada con un traje de seda amarillo y terciopelo verde
oscuro sobre una vaporosa túnica de color amarillo salpicada con unas rosas bordadas. Lucía
un generoso escote que mostraba sus hermosos y níveos pechos, como sólo una cortesana
puede mostrarlos.
Cuando empecé a besarla, procurando ocultar mis afilados incisivos, no sentí deseos de
morderla porque la sangre de mis víctimas habían saciado mi apetito. La besé tan sólo con
amor al tiempo que evocaba unos ardientes y eróticos recuerdos y mi cuerpo demostraba la
pasión que había compartido en ella en otras ocasiones. Deseaba acariciarle todo el cuerpo,
como un ciego palparía una escultura para contemplar cada curva de la misma con sus manos.
.Veo que no sólo te has curado, sino que además te encuentras en una forma
espléndida .comentó Bianca.. Pasad, Marius y tú, nos sentaremos en otra salita.
Bianca hizo un gesto ambiguo a sus convidados, quienes apenas le prestaron atención
ocupados como estaban charlando, discutiendo y jugando a los naipes en pequeños grupos.
Bianca nos condujo a una salita más íntima contigua a su alcoba, repleta de costosos sillones y
divanes tapizados de damasco, y nos invitó a sentarnos.
Recordé que no debía acercarme demasiado a las velas, sino utilizar las sombras para
que ningún mortal tuviera la oportunidad de observar mi tez, distinta y perfecta desde mi
transformación.
Esto no me resultó difícil, pues pese a la afición de Bianca por la luz y su pasión por los
objetos lujosos, había encendido unos pocos candelabros diseminados por la habitación para
crear un ambiente más íntimo.
Asimismo, yo sabía que la escasa luz haría que el brillo de mis ojos fuera menos
perceptible. Y a medida que conversara y me animara, adquiriría un aspecto más humano.
El silencio era peligroso para nosotros cuando nos hallábamos entre mortales, según me
había dicho Marius, porque cuando guardamos silencio adquirimos un aspecto perfecto y
sobrenatural que repele un poco a los mortales, quienes intuyen que no somos lo que
parecemos.
Yo seguí esas normas al pie de la letra, pero me inquietaba no poder contar a Bianca la
transformación que había experimentado. Comencé a hablar. Le expliqué que me había
recuperado por completo de mi enfermedad, pero que Marius, más sabio que cualquier
médico, me había ordenado reposo y soledad. Cuando no había estado en la cama, había
estado solo, esforzándome en recobrar las fuerzas.
«Miente, pero procura que parezca verídico», me había advertido Marius. Yo seguí sus
consejos.
.Creí que te había perdido .dijo Bianca.. Cuando me comunicasteis que Amadeo se
estaba recuperando, al principio no os creí, Marius. Supuse que lo decíais para suavizar la
inevitable verdad.
Qué bella era, una flor perfecta. Iba peinada con raya en el medio, y sobre las sienes
caía un grueso mechón rubio adornado con una sarta de perlas enroscada y recogida en la
nuca con un pasador engarzado con perlas. El resto de la cabellera caía en unos bucles
dorados sobre sus hombros, a lo Botticelli.
.Tú le curaste tan completamente como habría hecho cualquier ser humano .repuso
Marius.. Mi labor consistió en administrarle unos remedios que sólo yo conozco. Y dejar que
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163
éstos surtieran efecto. .Aunque se expresó con sencillez, me pareció detectar una nota de
tristeza en su voz.
De golpe me embargó una terrible tristeza. No podía revelar a Bianca lo que yo era, ni lo
distinta que ella me parecía ahora, tan rebosante de sangre humana y densamente opaca en
comparación con nosotros, ni que su voz me parecía haber asumido un nuevo timbre
puramente humano, que azuzaba suavemente mis sentidos con cada palabra que pronunciaba.
.¡Cuánto me alegro de que ambos estéis aquí! Debéis venir más a menudo .dijo ella..
No dejéis que se produzca de nuevo una separación tan larga entre nosotros. Pensé en ir a
veros, Marius, pero Riccardo me dijo que deseabais paz y silencio. Yo estaba dispuesta a
cuidar de Amadeo por enfermo que estuviera.
.Lo sé, querida .repuso Marius.. Pero como he dicho, Amadeo necesitaba reposar, y
vuestra belleza es turbadora y vuestras palabras un estímulo más intenso de lo que imagináis.
.No lo dijo para halagarla, sino como una confesión sincera.
Bianca meneó la cabeza con cierto pesar.
.He constatado que Venecia no es mi hogar a menos que estéis aquí .dijo, dirigiendo
una mirada cautelosa hacia el salón principal. Luego bajó la voz y continuó.: Marius, vos me
habéis librado de quienes me tenían dominada.
.Fue muy sencillo .respondió él.. De hecho, fue un placer. Qué groseros eran esos
hombres, esos primos tuyos, si no me equivoco, ansiosos de usar tu persona y tu fama de
mujer de gran belleza para promover sus turbios negocios financieros.
Bianca se sonrojó. Alcé una mano para rogar a Marius que se anduviera con cuidado con
lo que decía. Yo había averiguado que durante la matanza de los florentinos en la sala de
banquetes, Marius había leído en las mentes de sus víctimas toda clase de pensamientos que
yo ignoraba.
.¿Primos míos? Quizá .contestó Bianca.. En cualquier caso, lo he olvidado. Eran un
terror para quienes caían en la trampa de solicitarles costosos préstamos y oportunidades
peligrosas, eso puedo afirmarlo sin ningún género de duda. Han ocurrido cosas muy extrañas,
Marius, unas cosas que yo no había previsto.
Me encantaba la seriedad que expresaba el delicado rostro de Bianca. Parecía demasiado
hermosa para tener cerebro.
.He descubierto que soy más rica.dijo., ya que puedo conservar la mayor parte de mi
renta, y otros, en señal de gratitud de que nuestro banquero y nuestro chantajista haya
desaparecido, me han hecho un sinfín de regalos en oro y alhajas, sí, inclusive este collar de
perlas marinas, todas de idéntico tamaño, un collar valiosísimo, por más que yo haya insistido
cien veces en que no he tenido nada que ver con el asunto.
.Pero ¿no temes que te acusen de la muerte de esos individuos?
.No tienen defensores ni parientes que les lloren .se apresuró a responder Bianca,
depositando otro ramillete de besos en mi mejilla.. Hace un rato vinieron mis amigos del
Gran Consejo, como hacen con frecuencia, para leerme unos poemas nuevos y descansar un
poco de sus clientes y las interminables exigencias de sus familias. No, no creo que nadie vaya
a acusarme de nada, y como todo el mundo sabe, la noche de los asesinatos yo estaba aquí en
compañía de ese horripilante inglés, el que trató de matarte, Amadeo, quien por supuesto...
.¿Qué? .pregunté.
Marius me miró, achicando los ojos, y se tocó la sien con un dedo enguantado. El gesto
significaba «léele el pensamiento». Pero yo no podía hacerle esa mala pasada a una mujer tan
bonita como Bianca.
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164
.El inglés .dijo ella., el que desapareció. Sospecho que se ha ahogado, que
deambulaba borracho perdido por la ciudad y se cayó a un canal, o peor aún, en la laguna.
Naturalmente, mi maestro me había dicho que se había ocupado de todas las dificultades
creadas por el inglés, pero yo no le había preguntado cómo lo había hecho.
.¿Así que piensan que contrataste a unos matones para liquidar a los florentinos? .
preguntó Marius a Bianca.
.Eso parece .respondió ella.. Los hay que creen que también mandé que liquidaran al
inglés. Me he convertido en una mujer poderosa, Marius.
Ambos se echaron a reír. Marius tenía la risa profunda y metálica de un ser sobrenatural,
y la de Bianca era más aguda, densa y resonante debido a su sangre humana.
Yo deseaba penetrar en la mente de Bianca. Traté de hacerlo, pero deseché de inmediato
esa idea. Me sentía cohibido, como me ocurría con Riccardo y los chicos con los que tenía más
amistad. Me parecía una invasión tan cruel de la intimidad de una persona que sólo utilizaba
ese poder para perseguir a los malvados que deseaba matar.
.Pero si te has sonrojado, Amadeo. ¿Qué ocurre? .preguntó Bianca.. Tienes las
mejillas rojas como un tomate. Deja que las bese. ¡Están ardiendo, como si te hubiera vuelto a
subir la fiebre!
.Mira sus ojos, ángel .terció Marius.. Son límpidos como el agua cristalina.
.Tenéis razón .contestó Bianca, mirándome a los ojos con una curiosidad tan franca y
dulce que en aquellos momentos me pareció irresistible.
Aparté el tejido amarillo de su túnica y el grueso terciopelo del vestido externo sin
mangas color verde oscuro y la besé en el hombro desnudo.
.Sí, no cabe duda de que te has recuperado de tu enfermedad .musitó Bianca
oprimiendo sus labios húmedos sobre mi oído.
Yo me aparté, ruborizado.
Entonces la miré y penetré en su mente. Le quité el broche de oro que llevaba prendido
debajo del pecho y abrí el corpiño de su voluminoso traje de terciopelo verde oscuro.
Contemplé el pozo entre sus pechos semidesnudos. Sangre o no sangre, recordé haber
experimentado una violenta pasión por ella, la cual sentí de nuevo de forma extrañamente
difusa, no localizada en el olvidado miembro, como antes. Deseé tomar sus pechos y
succionarlos lentamente, excitándola, haciendo que se humedeciera y emitiera un olor
fragante para mí. Bianca inclinó la cabeza hacia atrás. Yo me sonrojé hasta la raíz del pelo, sí,
y experimenté una sensación tan deliciosa e intensa que estuve a punto de desvanecerme.
Te deseo, te deseo ahora, quiero teneros a ti y a Marius en mi lecho, juntos, un hombre
y un muchacho, un dios y un querubín.
Eso era lo que me decía la mente de Bianca,recordándome tal como había aparecido ante ella la vez anterior. Me vi como si me
contemplara en un espejo ahumado, un joven cubierto sólo con una camisa de mangas
amplias desabrochada, sentado en los almohadones junto a ella, mostrando su órgano
semierecto, ansioso de que ella le excitara aún más con sus delicados labios o sus manos
largas y gráciles.
Deseché esos pensamientos de mi mente y me concentré en los bellos ojos almendrados
de Bianca. Ella me observó, no con recelo sino fascinada.
Sus labios no estaban burdamente pintados sino que presentaban un color rosa subido
natural, y sus largas pestañas, oscurecidas y rizadas sólo con una pomada transparente,
semejaban las puntas de unas estrellas en torno a sus ojos radiantes.
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165
Te deseo, te deseo ahora.
Esos eran sus pensamientos. Mis oídos los percibieron contoda nitidez. Agaché la cabeza y alcé las manos.
.¡Ángel mío! .exclamó Bianca.. ¡Venid, los dos! .murmuró a Marius. Luego tomó mis
manos y añadió.: Acompañadme.
Yo estaba seguro de que Marius no lo consentiría. Me había advertido que no permitiera
que nadie me examinara detenidamente. Pero Marius se levantó del sillón, se dirigió hacia la
alcoba de Bianca y abrió la puerta pintada de doble hoja.
En los lejanos salones se oía el sonido de voces y risas. Uno de los convidados comenzó a
cantar. Otro tocaba el virginal. La algarabía era incesante.
Los tres nos acostamos en el lecho de Bianca. Yo temblaba de pies a cabeza. Observé
que el maestro se había ataviado con una camisa de gruesa seda y un hermoso jubón de
terciopelo azul oscuro en los que yo apenas había reparado. Lucía unos relucientes y sedosos
guantes de color azul oscuro, los cuales se amoldaban perfectamente a sus dedos, las piernas
enfundadas en unas suaves y gruesas medias de cachemira y los pies en unos elegantes
zapatos puntiagudos. «Se ha esmerado en cubrir su dureza», pensé.
Tras apoyarse cómodamente en el cabecero del lecho, Marius no vaciló en ayudar a
Bianca a sentarse junto a él. Yo me instalé junto a ella y miré al maestro. Cuando Bianca se
volvió hacia mí, tomándome el rostro entre las manos y besándome de nuevo
apasionadamente, vi al maestro ejecutar un pequeño gesto que no le había visto hacer nunca.
Marius le levantó la cabellera y se inclinó como para besarla en la nuca. Bianca no dio
muestras de haberse percatado de ello. Pero cuando Marius se apartó, vi que tenía los labios
ensangrentados. Luego, con un dedo enguantado, se restregó la sangre, la sangre de Bianca,
unas pocas gotas de un arañazo superficial, por todo el rostro. Me pareció que le confería un
resplandor vivo, pero a ella sin duda le causaría una impresión muy distinta.
La sangre puso de relieve los poros de su piel, que hasta ahora habían sido invisibles, y
las pocas arrugas que tenía alrededor de los ojos y la boca, las cuales solían ser
imperceptibles. Le daba un aspecto más humano, y servía de barrera a la mirada escrutadora
de Bianca, que se hallaba tan cerca de él.
.Por fin os tengo a los dos en mi lecho, como siempre soñé .dijo Bianca suavemente.
Marius se colocó frente a ella, rodeándola con un brazo, y empezó a besarla con tanto
ardor como yo. Durante unos momentos me quedé pasmado, rabioso de celos, pero Bianca me
aferró con la mano que tenía libre e hizo que me acostara junto a ella. Tras separarse de
Marius volvió la cabeza, aturdida de deseo, y me besó.
Marius se inclinó y me obligó a aproximarme más a Bianca, de forma que sentí sus
suaves curvas contra mi cuerpo, el calor que brotaba de sus voluptuosos muslos.
Él se tendió sobre ella, ligeramente, para que su peso no la dañara, introdujo la mano
derecha debajo de su falda y empezó a acariciarla entre las piernas.
«Qué gesto tan atrevido», pensé. Apoyé la cabeza en el hombro de Bianca y contemplé
sus turgentes pechos, y más abajo su pequeño y suave pubis, que Marius estrujaba en su
mano.
Bianca olvidó todo decoro. Mientras Marius la besaba en el cuello y los pechos y le
acariciaba sus partes íntimas, ella empezó a retorcerse y a gemir de indisimulado placer; tenía
la boca abierta, los párpados entornados y su cuerpo húmedo emanaba una intensa fragancia
debido a la pasión que había hecho presa en ella.
«Éste es el milagro .pensé., hacer que un ser humano alcance ese grado de
temperatura, que su cuerpo emita esos dulces aromas e incluso un intenso e invisible
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166
resplandor de emociones»; era como atizar un fuego hasta que alcanzara proporciones
gigantescas.
La sangre de mis víctimas se agolpó en mi rostro cuando besé a Bianca. Parecía haberse
convertido de nuevo en sangre viva, calentada por mi pasión, aunque mi pasión no tenía nada
de demoníaca. Oprimí la boca sobre la piel de su cuello, cubriendo el lugar donde la arteria
aparecía como un río azul que nacía en su cabeza, pero no quise lastimarla. No sentí la
necesidad de lastimarla. Al abrazarla, sólo sentí placer. Introduje el brazo entre Bianca y
Marius, para poder estrecharla contra mí, mientras él seguía jugueteando con ella, hundiendo
los dedos en su tierno pubis.
.Me vuelves loca .murmuró ella, moviendo la cabeza de un lado a otro. La almohada
debajo de ella estaba húmeda, empapada con el perfume de su cabello. Yo la besé en los
labios. Bianca oprimió su boca contra la mía. Para impedir que su lengua descubriera mis
dientes vampíricos, introduje mi lengua en su boca. Su boca inferior era infinitamente dulce,
tensa, húmeda.
.¡Ah, tesoro, dulce palomita! .repuso Marius con ternura, introduciendo los dedos en
su vulva.
Bianca alzó las caderas, como si los dedos de Marius la obligaran a alzarlas.
.¡Que Dios me ampare! .murmuró, dando rienda suelta a toda su pasión. Tenía el
rostro congestionado debido a la sangre que se agolpaba en los capilares y el fuego rosáceo se
extendió hasta sus senos. Aparté la sábana y contemplé sus pechos teñidos de rojo, sus
pezones tiesos y diminutos como pasas.
Cerré los ojos y permanecí tumbado junto a ella, sintiéndola agitarse sacudida por la
pasión. Luego su ardor comenzó a disminuir y se quedó adormecida. Volvió la cabeza. Su
rostro mostraba una expresión apacible. Sus párpados se amoldaban a la perfección sobre sus
ojos cerrados. Bianca suspiró y entreabrió sus bonitos labios en un gesto del todo natural.
Marius apartó el cabello que le caía sobre el rostro, los rizos rebeldes que estaban
adheridos a sus húmedas sienes, y la besó en la frente.
.Duerme, estás a salvo .dijo.. Yo cuidaré siempre de ti. Tú salvaste a Amadeo .
murmuró.. Le mantuviste vivo hasta que llegué yo.
Bianca volvió la cabeza lentamente hacia él y lo miró con los ojos relucientes y
adormilados.
.¿No soy lo bastante hermosa para que me ames sólo por mi belleza? .preguntó
Bianca.
Comprendí que su pregunta encerraba cierta amargura, que le estaba haciendo una
confidencia. Sentí sus pensamientos con pasmosa nitidez.
.Te amo tanto si vas vestida de oro y adornada con perlas como si no, tanto si te
expresas con ingenio y gracia como si no, tanto si creas un ambiente bien iluminado y
elegante donde yo pueda reposar como si no, te amo por el corazón que posees, el cual se
compadeció de Amadeo cuando tú sabías que quienes conocían o amaban al inglés podían
lastimarte, te amo por tu valor y por lo que sabes sobre la soledad.
Bianca le miró asombrada.
.¿Por lo que sé sobre la soledad? Sí, sé muy bien lo que significa estar completamente
sola.
.Sí, mi dulce y valerosa Bianca, y ahora sabes que yo te amo .murmuró Marius..
Siempre has sabido que Amadeo te amaba.
.Sí, te amo .musité abrazado a ella.
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.Bien, ahora sabes que yo también te amo.
Bianca observó a Marius con ojos lánguidos.
.Tengo muchas preguntas en la punta de la lengua .dijo.
.No son importantes .respondió Marius. Luego la besó y creo que dejó que sus dientes
rozaran la lengua de Bianca.. Yo recojo todas tus preguntas y las desecho. Duerme, corazón
virginal .le pidió.. Ama a quien desees, estás a salvo en el amor que ambos sentimos por ti.
Era la señal de retirarnos.
Me detuve a los pies del lecho mientras Marius cubría a Bianca, alisando el embozo de la
sábana de fino hilo flamenco sobre la manta de lana blanca, de tacto más áspero. Luego la
besó de nuevo, pero ella parecía una niña, tierna y a salvo, sumida en un profundo sueño.
Una vez fuera, nos detuvimos junto a un canal. Marius se llevó su mano enguantada a la
nariz, saboreando la fragancia que emanaban sus dedos.
.Has aprendido mucho esta noche, ¿no es cierto? No puedes revelar a Bianca quién
eres. Pero ¿te das cuenta de lo fácilmente que podrías hacerlo?
.Sí .contesté.. Pero sólo si no deseo nada a cambio.
.¿Nada? .preguntó Marius mirándome con aire de reproche.. Ella te ha dado afecto,
lealtad, intimidad. ¿Qué más podrías desear a cambio?
.Ahora nada .respondí.. Me has instruido bien. Lo que yo tenía antes era su
comprensión. Bianca era un espejo en el que yo podía contemplar mi imagen y calibrar mi
desarrollo. Pero ella ya no puede ser ese espejo, ¿verdad?
.En muchos aspectos, sí puede. Muéstrale lo que eres a través de simples gestos y
palabras. No le cuentes historias de vampiros, pues sólo conseguirás trastornarla. Ella puede
consolarte maravillosamente sin saber qué es lo que puede herirte. Ten presente que si se lo
revelas todo, la destruirás. Imagínalo.
Yo guardé silencio durante unos momentos.
.Algo te ha ocurrido .dijo Marius.. Estás muy serio. Habla.
.¿No podríamos transformar a Bianca en...?
.Ésta es otra lección, Amadeo. La respuesta es no.
.Pero envejecerá, morirá...
.Naturalmente, como todo ser mortal. ¿Cuántos vampiros crees que existimos en el
mundo, Amadeo? ¿Qué motivos justificarían que transformáramos a Bianca en una de nuestra
especie? ¿La querríamos como nuestra eterna compañera? ¿Nuestra discípula? ¿Querríamos oír
sus desesperados gritos en caso de que la sangre mágica la hiciera enloquecer? Esa sangre no
está destinada a cualquiera, Amadeo. Exige una gran fuerza y preparación, unas cualidades
que tú posees, pero de las que Bianca carece.
Yo asentí. Comprendí a qué se refería Marius. No tuve que pensar en lo que me había
ocurrido, ni siquiera en la tosca cuna rusa donde había nacido. Él tenía razón.
.Querrás compartir este poder con todos ellos .dijo Marius.. Pero averiguarás que no
puedes hacerlo. Averiguarás que cada uno de esos seres que crees comporta una terrible
obligación, y un terrible peligro. Los hijos se rebelan contra sus progenitores, y con cada
vampiro que crees crearás un ser que vivirá para siempre amándote u odiándote. Sí,
odiándote.
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168
.No es necesario que sigas .murmuré.. Lo sé. Lo comprendo.
Regresamos juntos a casa, a las habitaciones brillantemente iluminadas del palacio.
Yo sabía lo que Marius deseaba de mí, que frecuentara a mis viejos amigos entre los
aprendices, que me mostrara especialmente amable con Riccardo, quien se culpaba de la
muerte de los pobres chicos desarmados que el inglés había asesinado aquel fatídico día.
.Finge, de este modo te harás más fuerte cada día .me susurró Marius al oído..
Atráelos con tu gentileza y tu amor, sin permitirte el lujo de una franqueza excesiva. El amor
lo resuelve todo.
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13
Durante los meses sucesivos aprendí más de lo que puedo explicar aquí.
Me apliqué en mis estudios, prestando incluso atención al gobierno de la ciudad, que me
pareció tan aburrido como cualquier gobierno, y leí con voracidad los grandes eruditos
cristianos, completando mis lecturas con Abelardo, Escoto y otros pensadores que Marius
admiraba.
Marius halló para mí una gran cantidad de literatura rusa, de modo que por primera vez
pude estudiar por escrito lo que conocía sólo a través de las canciones de mis tíos y mi padre.
Al principio, me resultó demasiado doloroso ahondar en ello, pero Marius, con muy buen
criterio, impuso su autoridad. El valor inherente del material no tardó en superar mis
recuerdos dolorosos, aumentando mis conocimientos y comprensión de la historia.
Todos estos documentos estaban escritos en eslavo antiguo, la lengua escrita de mi
infancia, y al poco conseguí leerla con extraordinaria facilidad. Me deleitó el
Cantar de lahueste de Igor,
pero también me encantaban los escritos, traducidos del griego, de san JuanCrisóstomo. Asimismo me fascinaban las historias fantásticas del rey Salomón y el descenso de
la Virgen al infierno, unas obras que no formaban parte del Nuevo Testamento aprobado pero
que evocaban el alma rusa. Leí también nuestra gran crónica,
The Tale of Bygone Years(Historia de tiempos pasados).
Leí también Orisson on the Downfall of Russia (Orissón sobre lacaída de Rusia), y The Tale of the Destruction of Riasan (Historia de la destrucción de Riazán).
Este ejercicio, la lectura de mis historias nativas, me ayudó a situarlas en su auténtica
dimensión junto con el resto de conocimientos que había adquirido. En suma, las liberó del
reino de los sueños personales.
Poco a poco comprendí lo sabia que era la decisión de Marius, a quien informaba con
entusiasmo de mis progresos. Le pedí más manuscritos en eslavo antiguo, y Marius me
proporcionó
Narrative of the Pious Prince Dovmont and his Courage (Relato del piadosopríncipe Dovmont)
y The Heroic Deeds of Mercurius of Smolensk (Las heroicas proezas deMercurio de Smolensk).
Al cabo de un tiempo llegué a considerar esas obras escritas en eslavoantiguo un maravilloso placer, las cuales seguía leyendo después de mis clases, para
deleitarme con esas antiguas leyendas y componer a partir de las mismas unas canciones
llenas de nostalgia.
A veces cantaba esas canciones a los demás aprendices, cuando se acostaban. La lengua
les parecía muy exótica, y a veces la pureza de la música y mi deje de tristeza los hacía llorar.
Riccardo y yo volvimos a hacernos muy amigos. Él nunca me preguntó cómo era que me
había convertido en una criatura nocturna como el maestro y jamás traté de explorar las
profundidades de su mente.
Por supuesto, no habría dudado en hacerlo en caso de que mi seguridad o la de Marius
hubiera estado en juego, pero preferí utilizar mis poderes vampíricos para disimular mi
auténtica identidad ante Riccardo, en quien hallé siempre un amigo leal y entregado sin
reservas.
En una ocasión pregunté a Marius qué opinaba Riccardo de nosotros.
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.Riccardo tiene conmigo una deuda demasiado grande para cuestionar nada de lo que
yo haga .respondió Marius, pero sin arrogancia ni orgullo.
.Eso significa que está mejor educado que yo, ¿no es cierto? .pregunté.. Porque yo
también estoy en deuda contigo y cuestiono todo lo que haces.
.Eres un mocoso listo y descarado, sí .contestó Marius con una pequeña sonrisa.. Un
repulsivo mercader ganó a Riccardo tras disputar una partida de naipes con su padre, que
siempre estaba borracho y obligaba a su hijo a trabajar día y noche. Riccardo, al contrario que
tú, detestaba a su padre. Tenía ocho años cuando yo le compré a cambio de un collar de oro.
Riccardo había visto lo peor de unos hombres que no se dejaban conmover por la ternura
infantil. Tú mismo viste lo que ciertos individuos son capaces de hacer con el cuerpo de un
niño para satisfacer sus apetitos. Riccardo, incapaz de creer que un niño de corta edad pudiera
conmover o inspirar compasión a la gente, no creía en nada hasta que yo le di seguridad, le
instruí y le expliqué en unos términos que él podía comprender que era mi príncipe.
»Pero para responder a tu pregunta con más precisión, Riccardo cree que soy un mago, y
que he decidido compartir mis hechizos contigo. Sabe que estabas a las puertas de la muerte
cuando te revelé mis secretos, un honor que no le he concedido a él ni a los otros, pues
considero que podría tener graves consecuencias. Él no pretende compartir nuestros
conocimientos. Y está dispuesto a defendernos con su vida.
Yo acepté su respuesta. No sentía la necesidad de revelar mis pensamientos y
sentimientos más íntimos a Riccardo, como hacía con Bianca.
.Siento la necesidad de protegerlo .le dije al maestro.. Confío en que él no se vea
nunca obligado a protegerme a mí.
.Yo también siento esa necesidad .repuso Marius.. Hacia todos ellos. Dios concedió a
tu inglés la misericordia de no haber estado vivo cuando regresé y comprobé que había
asesinado a mis pequeños pupilos. No sé lo que le habría hecho. El haberte lastimado habría
bastado para que yo le matara, pero asesinar en mi casa a dos pobres criaturas movido por su
orgullo y su amargura, fue un hecho abominable. Tú habías hecho el amor con él y podías
medir tus fuerzas con él, pero el único pecado de esos niños inocentes fue interponerse en su
camino.
Yo asentí.
.¿Qué hiciste con sus restos? .pregunté.
.Muy sencillo .respondió Marius, encogiéndose de hombros.. ¿Por qué quieres
saberlo? Yo también soy supersticioso. Le rompí en pedacitos y los esparcí a los cuatro vientos.
Si las viejas leyendas aciertan al afirmar que su sombra implorará la restauración de su
cuerpo, el alma de ese desaprensivo vaga a merced del viento.
.Maestro, ¿qué será de nuestras sombras si nuestros cuerpos son destruidos?
.Sólo Dios lo sabe, Amadeo. Yo confieso ignorarlo. He vivido demasiado tiempo para
pensar en destruirme. Mi suerte quizá sea la suerte del mundo físico. Es muy posible que
provengamos de la nada y regresemos a la nada. Pero de momento gocemos de nuestros
deseos de inmortalidad, al igual que hacen los mortales.
Yo acepté su explicación.
El maestro se ausentó en dos ocasiones del palacio, cuando emprendió esos misteriosos
viajes sobre los que no solía darme ningún detalle.
Yo odiaba esas ausencias, pero sabía que servían para poner a prueba mis nuevos
poderes. En esas ocasiones yo tenía que llevar las riendas de la casa de forma amable y
discreta, salir solo en busca de una presa e informar a Marius a su regreso sobre lo que había
hecho con mi tiempo libre.
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A su regreso del segundo viaje, Marius ofrecía un aspecto cansado e insólitamente triste.
Me explicó, como en otras ocasiones, que «aquellos a quienes debía custodiar» parecían
estar tranquilos.
.¡Odio a esos seres, quienesquiera que sean! .protesté.
.¡No vuelvas a decir eso delante de mí, Amadeo! .gritó Marius. Jamás le había visto
tan fuera de sí. Creo que era la primera vez que le veía realmente furioso.
Marius avanzó hacia mí y yo retrocedí atemorizado. Pero cuando me golpeó en el rostro
ya había recobrado la compostura y el tortazo que me dio me dejó alelado, pero no fue más
violento que de costumbre.
Yo lo encajé, tras lo cual le dirigí una mirada exasperada y rabiosa.
.Te comportas como un niño .le reproché., un niño que juega a ser el maestro,
obligándome a reprimir mis sentimientos y a soportar tus malos tratos.
Por supuesto, tuve que hacer acopio de todo mi valor para decirle eso, tanto más cuanto
la cabeza me daba vueltas. Le miré con tal mueca de desprecio que Marius soltó una
carcajada.
Yo también me eché a reír.
.Pero ahora en serio, Marius .dije, lanzándome a por todas., ¿quiénes son esos seres
a los que te refieres? .Se lo pregunté con educación y respeto. A fin de cuentas, era una
pregunta sincera.. Has llegado cansado y triste. No puedes negarlo. ¿Quiénes son esos seres
que deben ser custodiados?
.No me hagas más preguntas, Amadeo. A veces, poco antes del alba, cuando mis
temores son más exacerbados, imagino que tenemos unos enemigos entre los de nuestra
especie, y que rondan cerca de nosotros.
.¿Otros vampiros? ¿Tan fuertes como tú?
.No, los seres que han aparecido en los últimos años no son tan fuertes como yo. Por
eso han desaparecido.
Yo estaba intrigado. Marius se había referido en otras ocasiones a la necesidad de
impedir que otros vampiros penetraran en nuestro territorio, pero no había querido profundizar
en el tema. Ahora parecía como si la tristeza le hubiera ablandado y estuviera dispuesto a
hablar.
.Pero imagino que existen otros, y que vendrán a turbar nuestra paz. No tienen una
buena razón para hacerlo. Nunca la tienen. Lo harán porque desean explorar el Véneto, o
porque han formado un pequeño batallón decidido a destruirnos por gusto. Imagino... El caso,
inteligente hijo y discípulo mío, es que no te cuento más detalles sobre estos antiguos
misterios que los imprescindibles. De ese modo, nadie podrá entrometerse en tu mente de
aprendiz para descubrir sus secretos más profundos, ni con tu cooperación sin que tú te des
cuenta, ni en contra de tu voluntad.
.Si poseemos una historia digna de conocerla, señor, deberías contármela. ¿A qué
antiguos misterios te refieres? Me sepultas bajo montañas de libros sobre la historia de la
humanidad. Me has obligado a aprender el griego, incluso la aburrida escritura egipcia que
nadie conoce, me interrogas constantemente sobre la suerte de la antigua Roma y la antigua
Atenas y las batallas de cada cruzado que partió de nuestras costas hacia Tierra Santa. Pero ¿y
nosotros?
.Siempre estamos aquí .respondió Marius.. Ya te lo he dicho. Nuestra historia es tan
antigua como la humanidad. Siempre hay un puñado de seres de nuestra especie vagando por
el mundo, siempre peleando, por lo que conviene no tener trato con los demás, amar a uno o
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dos a lo sumo. Ésa es nuestra historia, lisa y llanamente. Espero que la escribas para mí en las
cinco lenguas que has aprendido.
Marius se sentó en el lecho, malhumorado. Se recostó sobre los almohadones apoyando
las botas cubiertas de barro en la colcha de raso. Estaba exhausto; tenía un aspecto
curiosamente juvenil.
.Vamos, Marius .insistí, sentándome ante su escritorio.. Háblame de esos antiguos
misterios. ¿Quiénes son esos que deben ser custodiados?
.Ve a excavar nuestros panteones, jovencito .respondió con tono sarcástico.. Allí
hallarás las estatuas de los tiempos presuntamente paganos. Hallarás unos objetos tan útiles
como «aquellos que deben ser custodiados». Déjame en paz. Alguna noche te hablaré de ello,
pero de momento te explicaré sólo lo que debes saber. Supongo que en mi ausencia te
dedicarías a estudiar. Dime lo que has aprendido.
Marius me había pedido que leyera a Aristóteles, no en los manuscritos que eran moneda
corriente en la plaza, sino en un antiguo texto que él poseía y afirmaba que estaba escrito en
un griego más puro. Yo lo había leído de cabo a rabo.
.Aristóteles .dije.. Santo Tomás de Aquino... Ah, sí, los grandes sistemas
proporcionan un gran consuelo. Cuando vayamos a caer en la desesperación, deberíamos crear
grandes esquemas de la nada que nos rodea, y en lugar de caer en la desesperación podremos
aferramos al andamio que hemos construido, tan hueco como la nada, pero demasiado
detallado para poder despacharlo a la ligera.
.Bravo .repuso Marius con un elocuente suspiro.. Quizás alguna noche en el lejano
futuro adoptarás un talante más positivo, pero ya que te muestras tan animado y feliz, ¿quién
soy yo para quejarme?
.Pero debemos provenir de algún lugar .insistí machaconamente.
Marius estaba demasiado deprimido para responder. Por fin, tras un gran esfuerzo, se
levantó de la cama y se dirigió hacia mí.
.Vamos .dijo.. Iremos en busca de Bianca y la vestiremos de hombre. Trae tus
mejores ropas. Necesita que la libremos durante un rato de esas habitaciones.
.Quizá te choque, señor, pero Bianca, al igual que muchas mujeres, ya tiene esa
costumbre. A menudo se viste de chico para recorrer la ciudad sin que nadie la reconozca.
.Sí, pero no con nosotros .replicó Marius.. Le mostraremos los peores lugares .dijo,
adoptando una expresión dramática de lo más cómica.. ¡Andando!
La idea me atrajo.
Tan pronto como le contamos nuestro pequeño plan, Bianca se mostró entusiasmada.
Irrumpimos en su casa cargados con un montón de prendas elegantes y ella nos pidió
que la acompañáramos a sus aposentos mientras se vestía.
.¿Qué me habéis traído? Ah, de modo que esta noche debo hacerme pasar por Amadeo.
¡Magnífico!
Bianca cerró la puerta del salón donde se hallaban sus convidados, quienes, como de
costumbre, siguieron charlando y riendo prescindiendo de ella. Había varios hombres de pie en
torno al virginal, mientras otros discutían acaloradamente sobre la partida de dados.
Bianca se quitó la ropa y apareció desnuda como Venus al salir del mar.
Marius y yo la vestimos con unas medias, una camisa y un jubón de color azul. Mientras
yo le ceñía el cinturón, Marius le recogió el cabello en un suave sombrero de terciopelo.
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.Eres el chico más guapo del Véneto .dijo Marius, retrocediendo para contemplarla..
Sospecho que tendré que protegerte con mi vida.
.¿Vais a llevarme a los peores tugurios de la ciudad? ¡Deseo conocer los lugares más
peligrosos! .exclamó Bianca alzando los brazos expresivamente.. Dadme mi puñal. No
pensaréis que voy a ir desarmada.
.Yo tengo las armas que precisas .respondió Marius. Había traído una espada con un
hermoso cinturón en diagonal decorado con diamantes que prendió a Bianca en la cadera..
Trata de desenvainarla. No es un florete con el que ejecutar unos pasos de danza mientras lo
esgrimes, sino una espada de guerra. Andando.
Bianca asió la empuñadura con las dos manos y desenfundó la espada con un solo
movimiento.
.¡Ojalá tuviera un enemigo dispuesto a morir! .exclamó.
Marius y yo nos cruzamos una mirada. No, ella no podía convertirse en uno de nosotros.
.Eso sería demasiado egoísta por nuestra parte .me susurró Marius al oído.
Me pregunto si Marius, de no haberme encontrado moribundo después de mi duelo con el
inglés, si no me hubiera acometido aquella enfermedad que me hacía sudar copiosamente, me
habría transformado en un vampiro.
Los tres descendimos apresuradamente los escalones de piedra que conducían al
embarcadero, donde aguardaba nuestra góndola cubierta con un dosel.
Marius dio al gondolero las señas.
.¿Estáis seguro que deseáis que os lleve allí, maestro? .preguntó el gondolero,
estupefacto pues conocía el barrio donde los peores marinos extranjeros se congregaban para
emborracharse y pelear.
.Segurísimo .repuso Marius.
Cuando comenzamos a deslizarnos a través de las negras aguas, rodeé con un brazo a la
delicada Bianca. Reclinado en los cojines, me sentí invulnerable, inmortal, convencido de que
nada podía derrotarnos a Marius ni a mí, y que Bianca estaría siempre a salvo con nosotros.
¡Qué equivocado estaba!
Después de nuestro viaje a Kíev compartimos unos nueve meses de dicha. O quizá
fueran diez, no recuerdo un acontecimiento ajeno a esta historia que determine con precisión
el número de meses.
Tan sólo explicaré, antes de pasar a relatar el sangriento desastre, que Bianca estuvo
siempre con nosotros durante esos últimos meses.
Cuando no nos dedicábamos a espiar a los transeúntes, permanecíamos en nuestra casa,
donde Marius pintaba retratos de Bianca, representándola como esta o aquella diosa, como la
bíblica Judit con un Holofernes con la cabeza del florentino, o como la Virgen María
contemplando arrobada al Niño Jesús, plasmada con la perfección de todas las imágenes
pintadas por el maestro.
Esos cuadros... Quizá perduren algunos.
Una noche, cuando todos dormían menos nosotros tres, Bianca, que se disponía a
tenderse en un diván mientras Marius la pintaba, comentó:
.Me encanta vuestra compañía. No quiero regresar nunca a mi casa.
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Ojalá que Bianca nos hubiera amado menos. Ojalá que no hubiera estado allí la fatídica
noche de 1499, poco antes del fin de siglo, cuando el Renacimiento se hallaba en su apogeo,
celebrado por artistas e historiadores, ojalá que se hubiera encontrado en un lugar seguro
cuando nuestro mundo estalló en llamas.
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14
Si has leído
El vampiro Lestat, ya sabes lo que ocurrió, pues hace doscientos años se lomostré todo a Lestat en unas visiones. Lestat puso por escrito las imágenes que le mostré, el
dolor que compartí con él. Aunque ahora me propongo revivir esos horrores, relatar la historia
con mis propias palabras, existen ciertos pasajes que Lestat ha descrito tan magistralmente
que no pueden mejorarse, por lo que de vez en cuando me remitiré a ellos.
Comenzó de repente. Al despertarme, vi que Marius había alzado la tapa del sarcófago. A
sus espaldas ardía una antorcha situada en el muro.
.Apresúrate, Amadeo, ya están aquí. Quieren quemar nuestra casa.
.¿Quiénes son, maestro? ¿Por qué?
Marius me sacó del reluciente ataúd y yo le seguí precipitadamente por la desvencijada
escalera que conducía al primer piso del edificio en ruinas.
Marius lucía su capa de terciopelo roja con capucha. Se movía a tal velocidad que me
costó un gran esfuerzo seguirlo.
.¿Se trata de esos seres que deben ser custodiados? .le pregunté.
Marius me rodeó los hombros con el brazo y nos elevamos hasta el tejado de nuestro
palacio.
.No, hijo mío, se trata de una panda de estúpidos vampiros, empeñados en destruir
toda mi obra. Bianca está allí, a merced de esos salvajes, y también los chicos.
Penetramos a través de la puerta del tejado y bajamos por la escalinata de mármol. De
los pisos inferiores brotaba una densa humareda.
.¡Los chicos están gritando, maestro! .exclamé.
En aquel momento apareció Bianca y echó a correr hacia los pies de la escalera.
.¡Marius! ¡Son unos demonios! ¡Utiliza tus poderes, Marius! .gritó. Acababa de
levantarse del lecho e iba despeinada y con la ropa arrugada.. ¡Marius! .Sus gritos
resonaban por los tres pisos del palacio.
.¡Válgame Dios! ¡Todas las habitaciones están ardiendo! .grité.. ¡Debemos apagar el
fuego! ¡Los cuadros, maestro!
Marius se arrojó sobre la balaustrada y aterrizó en el suelo, junto a Bianca. Mientras yo
corría para alcanzarlo, vi a un grupo de figuras ataviadas de negro y encapuchadas que
avanzaban hacia él. Contemplé horrorizado cómo trataban de prender fuego a su ropa con las
antorchas que esgrimían mientras emitían unos horripilantes chillidos e improperios.
Esos demonios salieron de todos los rincones. Los gritos de los aprendices eran
desgarradores.
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Marius movió su brazo como un enorme molinete y derribó a sus agresores, haciendo
que las antorchas rodaran por el suelo. Luego envolvió a Bianca en su capa.
.¡Van a matarnos! .gritó Bianca.. ¡Van a quemarnos vivos, Marius! ¡Han asesinado a
los chicos y han hecho prisioneros a los otros!
De pronto, antes de que los primeros atacantes se hubieran incorporado, aparecieron
otras figuras vestidas de negro. Todas tenían el rostro y las manos blancas como nosotros;
todas poseían la sangre mágica.
¡Eran unos seres como nosotros!
Las figuras encapuchadas se lanzaron sobre Marius, pero éste las derribó de un
manotazo. Los tapices del gran salón habían comenzado a arder. De las habitaciones contiguas
brotaba un humo oscuro y pestilente. La escalera estaba inundada de humo. Una luz oscilante
e infernal iluminó el palacio como si fuera de día.
Yo me lancé a la pelea contra los demonios, los cuales me parecieron asombrosamente
débiles. Recogí una antorcha del suelo y me precipité sobre ellos, obligándolos a retroceder,
ahuyentándolos al igual que hacía el maestro.
.¡Blasfemo, hereje! .me espetó uno.. ¡Adorador del diablo, pagano! .gritó otro. Los
agresores avanzaron hacia mí, pero yo me defendí prendiendo fuego a sus ropas y haciendo
que huyeran despavoridos y chillando como posesos hacia las aguas del canal.
Pero eran muchos. Mientras peleábamos contra ellos irrumpieron otras siniestras figuras
en el salón.
De pronto vi horrorizado que Marius empujaba a Bianca hacia la puerta abierta del
palacio.
.¡Corre, tesoro! ¡Aléjate de la casa!
Marius atacó ferozmente a los demonios que pretendían seguirla, echando a correr tras
ella, y los derribó uno tras otro mientras trataban de detenerla. Al cabo de unos instantes vi a
Bianca desaparecer a través de la puerta principal.
No tuve tiempo de comprobar si había conseguido ponerse a salvo, pues una nueva
pandilla de demonios se arrojó sobre mí. Los tapices en llamas caían de las varas que los
sostenían. El suelo estaba sembrado de estatuas hechas añicos sobre el mármol. Dos
pequeños demonios me agarraron del brazo izquierdo y casi lograron derribarme, pero yo
abrasé el rostro de uno con la antorcha y prendí fuego al otro.
.¡Al tejado, Amadeo! .gritó Marius.
.¡Maestro, rescatemos los cuadros que están en el almacén! .contesté.
.Olvida los cuadros. Es demasiado tarde. ¡Salid corriendo, chicos, alejaos de la casa,
salvaos del fuego!
Tras obligar a los agresores a retroceder, Marius subió volando por la escalera y me
llamó desde la balaustrada del piso superior.
.¡Vamos, Amadeo, deshazte de ellos, te sobran fuerzas para conseguirlo, lucha, hijo
mío!
Al alcanzar el segundo piso, me vi rodeado por esos demonios. No bien quemaba a uno
cuando otro se precipitaba sobre mí, aferrándome por las piernas y los brazos. No pretendían
prenderme fuego sino inmovilizarme, lo que por fin consiguieron.
.¡Déjame, maestro, sálvate! .grité.
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Me revolví desesperadamente al tiempo que asestaba patadas a diestro y siniestro. Al
alzar la cabeza, vi a Marius en el piso superior, rodeado de demonios, quienes aplicaron un
centenar de antorchas a su voluminosa capa, a sus rubios cabellos, a su rostro blanco y
furioso. Parecía un enjambre de insectos que, gracias a su elevado número y a sus ingeniosas
tácticas, lograron por fin inmovilizarlo. Al cabo de unos instantes, envuelto en el fragor de las
gigantescas llamas, todo su cuerpo comenzó a arder.
.¡Marius! .grité una y otra vez, incapaz de apartar los ojos de él, debatiéndome entre
mis captores. Pero cuando conseguía que me soltaran las piernas otras manos frías y duras
como el acero me aferraban por los brazos, sujetándome con fuerza.. ¡Marius! .grité con
toda la angustia y el terror que me embargaba.
Ninguno de los horrores que yo había experimentado en la vida era tan inenarrable, tan
insoportable como contemplar a mi maestro envuelto en llamas. Su largo y esbelto cuerpo se
había convertido en una silueta negra y durante breves segundos vi su perfil, con la cabeza
inclinada hacia atrás, al tiempo que su cabello rubio estallaba y sus dedos parecían unas
arañas negras trepando a través del fuego para aspirar aire.
.¡Marius! .chillé. Todo el confort, toda la bondad, toda la esperanza ardía junto con
aquella negra silueta de la que yo no podía apartar los ojos al tiempo que se consumía y
perdía toda forma perceptible.
¡Marius! Mi voluntad sucumbió.
Lo que quedaba era un mero vestigio, el cual, gobernado por una segunda alma
compuesta por sangre mágica y poder, siguió luchando ciegamente.
Arrojaron una red sobre mí, una malla de acero tan pesada y fina que no pude ver nada,
sólo sentirme atrapado en esa red en la que unas manos enemigas me envolvieron. Después
me sacaron de la casa. Oí gritos a mi alrededor y los pasos apresurados de quienes me
transportaban, y al oír el aullido del viento, deduje que habíamos llegado a la playa.
Me encerraron en la bodega de un barco; en mis oídos no dejaban de sonar los lamentos
de los moribundos. Los aprendices también habían sido capturados. Me arrojaron entre ellos.
Sentí sus cuerpos dúctiles y frenéticos amontonados sobre mí y junto a mí, y yo, envuelto en
la red, no pude siquiera articular unas palabras de consuelo, no pude tranquilizarlos.
Sentí cómo los remos se introducían en el agua, produciendo el inevitable chapoteo, y la
voluminosa galera de madera se estremeció y comenzó a deslizarse hacia el mar abierto. Fue
adquiriendo velocidad como si no existiera una noche que frenara su travesía. Los remeros
seguían remando con una energía y potencia que unos hombres mortales no poseían,
conduciendo el barco hacia el sur.
.Blasfemo .murmuró alguien junto a mí.
Los jóvenes aprendices sollozaban y rezaban.
.Cesad vuestras oraciones paganas .rezongó una voz fría y sobrenatural.. Sois los
sirvientes del pagano Marius. Todos moriréis por los pecados de vuestro maestro.
Oí una siniestra risa que sonaba como un tronar lejano sobre los lamentos quedos y
húmedos de angustia y sufrimiento. Oí una carcajada seca y prolongada.
Cerré los ojos y me replegué en lo más profundo de mí mismo. Yacía en el suelo de tierra
del Monasterio de las Cuevas, un espectro de mí mismo inmerso en los recuerdos más seguros
y terribles.
.Dios mío .murmuré sin mover los labios., sálvalos y te juro que me enterraré entre
los monjes para siempre, renunciaré a todos los placeres, no haré otra cosa hora tras hora
sino alabar tu santo nombre. Señor, apiádate de mí. Dios mío... .Pero cuando la locura del
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pánico hizo presa en mí, cuando perdí toda noción del tiempo y el lugar, invoqué a Marius.:
¡Marius, por el amor de Dios! ¡Marius!
Alguien me golpeó. Un pie calzado en una bota de cuero me golpeó en la cabeza. Otro
me golpeó en las costillas y otro me pisoteó la mano. Estaba rodeado por los pies de esos
demonios, que no cesaban de propinarme patadas y de lastimarme. Mi cuerpo se ablandó. Vi
los golpes como una serie de colores, y pensé con amargura: «Ah, qué colores tan bellos, sí,
colores.» Entonces percibí los desgarradores lamentos de mis hermanos. Ellos también sufrían
este tormento. ¿Qué refugio mental tenían esos jóvenes y frágiles pupilos que habían gozado
del amor, los cuidados y las enseñanzas del maestro a fin de prepararlos para el gran mundo,
los cuales se hallaban ahora a merced de estos demonios cuyos designios yo desconocía,
cuyos designios yacían más allá de todo cuanto yo pudiera concebir?
.¿Por qué nos hacéis esto? .murmuré.
.¡Para castigaros! .respondió una voz suavemente.. Para castigaros a todos por
vuestros actos vanos y blasfemos, por la vida impía y pecaminosa que habéis llevado. ¿Qué es
el infierno comparado con eso, jovencito?
Ésas eran las palabras que los verdugos del mundo mortal repetían una y mil veces
cuando conducían a los herejes a la hoguera. «¿Qué es el fuego del infierno comparado con
este breve sufrimiento?» ¡Qué mentiras tan arrogantes, concebidas para justificar sus propios
actos!
.¿Eso crees? .murmuró una voz.. Controla tus pensamientos, jovencito, a menos que
quieras que despojemos tu mente de todos sus pensamientos. Quizá no vayas al infierno,
muchachito, pero padecerás un tormento eterno. Tus noches de placeres y lujuria se han
acabado. Ahora deberás enfrentarte a la verdad.
De nuevo me refugié en lo más profundo de mi ser. Ya no tenía un cuerpo. Yacía en el
monasterio, sobre la tierra, sin sentir mi cuerpo. Me concentré en las voces que percibía junto
a mí, unas voces tan dulces y desesperadas. Reconocí a cada chico por su nombre y comencé
a contarlos lentamente. Más de la mitad de nosotros, nuestro espléndido y angelical grupo de
pupilos, se hallaba en esta abominable prisión.
No oí a Riccardo, pero cuando nuestros captores cesaron durante un rato de
atormentarnos, oí su voz. Entonaba una letanía en latín, en un murmullo ronco y desesperado.
.Bendito sea Dios.
Los otros se apresuraron a responder:
.Bendito sea su santo nombre.
Los aprendices continuaron pronunciado sus plegarias. Las voces se hicieron más débiles
en el silencio hasta que sólo oí rezar a Riccardo.
Yo no pronuncié las respuestas de rigor.
Riccardo siguió rezando, mientras sus compañeros dormían profundamente. Rezaba para
consolarse, o quizá sólo para alabar al Señor. Pasó de la letanía al Padrenuestro, y de esta
oración a las reconfortantes palabras del Avemaría, que repitió una y otra vez, como si rezara
el Rosario, él solo, cautivo en la bodega del barco.
Yo no le dije nada. Ni siquiera le comuniqué que estaba allí. No podía salvarlo. No podía
consolarlo. No podía explicarle este atroz castigo que nos había tocado en suerte. Ante todo,
no podía revelarle lo que había visto: a nuestro gran maestro pereciendo en el simple y eterno
tormento del fuego.
Se apoderó de mí una agitación rayana a la desesperación. Dejé que mi mente
recuperara la imagen de Marius ardiendo, Marius convertido en una antorcha viviente,
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retorciéndose entre el fuego, sus largos dedos alzándose hacia el cielo como arañas entre las
llamas de color naranja. Marius había muerto; había perecido abrasado. No había podido
luchar contra los numerosos demonios que le habían atacado. Yo sabía lo que Marius habría
dicho de habérseme aparecido como un espectro para confortarme:
.Eran demasiados, Amadeo. Por más que lo intenté, no pude detenerlos.
Me sumí en unos sueños atormentados. El barco siguió navegando a través de la noche,
transportándome lejos de Venecia, de la ruina de todo lo que yo creía, de todo lo que amaba.
Me desperté al percibir unos cantos y el olor de la tierra, pero no era tierra rusa. Ya no
navegábamos por el mar. Estábamos cautivos en tierra firme.
Atrapado en la red de acero, escuché las voces huecas y sobrenaturales que cantaban
con odioso entusiasmo el terrible himno,
Dies Irae, día de ira.El sonido grave de un tambor realzaba el ritmo sincopado como si se tratara de una
canción destinada a acompañar un baile en lugar del terrible lamento del día del Juicio Final.
Las palabras en latín sonaban machaconamente, refiriéndose al día en que todo el mundo
quedaría reducido a cenizas, cuando las grandes trompetas del Señor anunciarían la apertura
de todas las tumbas. La muerte y la naturaleza se estremecerían. Todas las almas se
congregarían, incapaces de ocultar ya nada al Señor. Un ángel leería en el libro sagrado los
pecados de todos los mortales. La venganza caería sobre todos nosotros. ¿Quién estaría allí
para defendernos sino el Juez Supremo, nuestro Señor Mayestático? Nuestra única esperanza
que la piedad de Dios, el Dios que había muerto crucificado por nosotros, que no dejaría que
su sacrificio fuera en vano.
Sí, unas palabras muy hermosas, pero brotaban de una boca pérfida, la boca de un ser
que ni conocía el significado de éstas, que batía su resonante tambor como si participara en un
festejo.
Transcurrió una noche. Estábamos enterrados y la siniestra y débil voz siguió cantando al
son del pequeño y alegre tambor como si pretendiera liberarnos de nuestra prisión.
Oí murmurar a los chicos mayores, tratando de consolar a los más jóvenes, y la voz
firme de Riccardo asegurándoles de que no tardarían en averiguar lo que aquellos seres
pretendían, y quizá quedarían libres.
Sólo yo percibía los murmullos, las risotadas burlonas. Sólo yo sabía cuántos monstruos
sobrenaturales nos acechaban, mientras nos conducían hacia el resplandor de una hoguera
monstruosa.
Unas manos me arrancaron la red en la que estaba cautivo. Rodé por tierra, aferrándome
a la hierba. Al alzar la vista, comprobé que nos encontrábamos en un inmenso claro, bajo unas
rutilantes estrellas que nos observaban con indiferencia. Reinaba un ambiente veraniego y
estábamos rodeados por unos gigantescos árboles verdes. Sin embargo, el humo de la
hoguera lo distorsionaba todo. Al verme los chicos, encadenados unos a otros, con la ropa
desgarrada y sus rostros cubiertos de arañazos y sangre, se pusieron a gritar, pero un
enjambre de pequeños demonios encapuchados me apartaron de ellos y me sujetaron por las
manos.
.¡No puedo ayudaros! .grité. Era egoísta, terrible. Fruto de mi orgullo. Mi negativa sólo
sirvió para sembrar el pánico entre ellos.
Vi a Riccardo, cubierto de heridas como los otros, volverse de derecha a izquierda,
tratando de tranquilizarlos, con las manos atadas delante, su chaquetilla hecha jirones.
Riccardo se volvió entonces hacia mí y ambos contemplamos la enorme guirnalda de
figuras ataviadas de negro que nos rodeaban. ¿Podía Riccardo distinguir la blancura de sus
rostros y sus manos? ¿Sabía instintivamente quiénes eran esos seres?
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.¡Matadnos rápidamente si eso es lo que pretendéis! .gritó Riccardo.. No hemos
hecho nada. No sabemos quiénes sois ni por qué nos habéis capturado. Todos somos
inocentes.
Su valor me conmovió, y traté de poner en orden mis pensamientos. Tenía que desechar
mi último y horripilante recuerdo del maestro, imaginarlo vivo, y pensar en lo que él me
ordenaría que hiciera.
Los demonios eran mucho más numerosos que nosotros, eso era evidente. Detecté unas
sonrisas en los rostros de esas figuras encapuchadas, que aunque ocultaban sus ojos,
mostraban sus bocas alargadas y torcidas.
.¿Dónde está vuestro cabecilla? .pregunté, alzando la voz sobre el nivel de la potencia
humana.. ¿No veis que estos jóvenes son unos simples mortales? ¡Es a mí a quien debéis
pedirme cuentas!
Al oír mis palabras, la larga fila de figuras ataviadas de negro que me rodeaban se
unieron para murmurar y cuchichear entre sí. Los que custodiaban a los aprendices
encadenados cerraron filas en torno a ellos. Y los otros, a quienes yo apenas lograba
distinguir, arrojaron más leña y alquitrán a la hoguera, como si el enemigo se dispusiera a
entrar en acción.
Dos parejas de demonios se situaron delante de los aprendices, quienes seguían
gimiendo y sollozando sin percatarse de lo que ese gesto significaba.
Yo lo comprendí en el acto.
.¡No! ¡Es conmigo con quien debéis hablar y razonar! .protesté, revolviéndome para
soltarme de mis captores. Pero éstos se echaron a reír.
De pronto sonaron de nuevo los tambores, mucho más fuerte que antes, como si un
círculo de tamborileros nos rodeara a nosotros y la infernal hoguera.
Mientras los tambores sonaban al ritmo sincopado del himno
Dies Irae, las figurasencapuchadas que nos rodeaban como una guirnalda se irguieron y enlazaron sus manos.
Comenzaron a entonar en latín las palabras que anunciaban el siniestro día del Juicio Final. Los
demonios comenzaron a moverse ridiculamente, alzando las rodillas como si ejecutaran una
marcha, al tiempo que un centenar de voces escupía las palabras al ritmo sostenido de una
danza, mofándose de las tétricas palabras del himno.
A los tambores se unió el sonido agudo de unas gaitas y el batir de unas panderetas,
hasta que todos los bailarines que nos rodeaban, con las manos enlazadas, comenzaron a
oscilar de un lado a otro de cintura para arriba, moviendo la cabeza y sonriendo
diabólicamente mientras cantaban:
.
¡Diiiieees iraaaaeee!El pánico hizo presa en mí, pero no podía librarme de mis captores. Me puse a gritar.
La primera pareja de bailarines ataviados de negro situados delante de los aprendices se
abalanzaron sobre el primero destinado al sacrificio, por más que el chico chillaba y se retorcía
desesperadamente, y lo lanzaron al aire. La segunda pareja de demonios lo atraparon y, con
una fuerza sobrenatural, arrojaron al desdichado joven a la hoguera. Su cuerpo voló por los
aires describiendo un arco y aterrizó sobre el fuego.
Emitiendo unos gritos desgarradores, el joven cayó entre las llamas y desapareció. Los
otros aprendices, seguros de la suerte que les aguardaba, rompieron a llorar y a gritar
posesos, pero fue en vano.
Uno tras otro, todos los aprendices fueron separados de sus compañeros y arrojados a
las llamas.
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Yo me debatí ferozmente, propinando patadas al suelo y a mis oponentes. En una
ocasión logré liberarme, pero tres de las diabólicas figuras se apresuraron a sujetarme con
unos dedos duros como el acero que me pellizcaban la carne.
.¡No hagáis eso! .gemí.. ¡Son inocentes! ¡No los matéis!
Pese a mis gritos estentóreos, oí los alaridos de los aprendices que morían devorados por
las llamas. «¡Sálvanos, Amadeo!», gritaban, pero ignoro si ésas eran las únicas palabras que
gritaban en los momentos postreros de su agonía. Al cabo de unos instantes todos los
aprendices que seguían vivos, menos de la mitad del grupo original, se unieron a este cántico:
«¡Sálvanos, Amadeo!» Sin embargo, los demonios siguieron arrojándolos a la hoguera y al
poco rato sólo quedó una cuarta parte de los aprendices del palacio, quienes se debatían
denodadamente entre las garras de sus captores hasta ser lanzados a aquella muerte atroz.
Los tambores continuaban sonando, acompañados por el ramplón
ching, cbing, ching delas panderetas y la lánguida melodía de las chirimías. Las voces componían un siniestro coro
que pronunciaba cada sílaba del himno como si escupieran veneno.
.¿Lloras por tus compinches? .inquirió uno de los demonios que estaba junto a mí..
¡Debiste liquidarlos y comértelos a todos en nombre del amor de Dios!
.¡El amor de Dios! .le espeté.. ¡Cómo te atreves a hablar sobre el amor de Dios, tú,
un asesino de niños! .Me volví y le propiné una patada, hiriéndole mucho más de lo que yo
imaginé, pero, como de costumbre, otros tres guardias ocuparon su lugar.
Al poco sólo vi bajo el feroz resplandor del fuego a tres chicos de rostro blanco como la
cera, los tres aprendices más jóvenes del palacio, ninguno de los cuales emitió el menor
sonido. Su silencio me impresionó, al igual que sus caritas húmedas y temblorosas y sus ojos
ofuscados e incrédulos, cuando fueron arrojados a las llamas.
Yo pronuncié sus nombres. Grité a voz en cuello:
.¡Vais al cielo, hermanos míos, donde Dios os acogerá en sus brazos!
Pero ¿cómo iban a oír sus oídos mortales mis palabras sobre el ruido ensordecedor de los
cánticos?
De pronto me di cuenta de que Riccardo no se encontraba entre los aprendices. Deduje
que o bien se había escapado o le habían perdonado la vida, o le reservaban una suerte peor
que morir abrasado.
En aquel momento unas manos me arrastraron hacia la pira, interrumpiendo mis
reflexiones.
.¡Ahora te toca a ti, bravucón, pequeño Ganimedes de los blasfemos, descarado y
arrogante querubín!
.¡No! .grité, clavando los talones en tierra. Era impensable. Yo no podía morir así; no
podía perecer en la hoguera. Frenético, traté de razonar conmigo mismo: «Acabas de ver
morir a tus hermanos. ¿Por qué no vas tú a correr la misma suerte?» Pero no podía aceptar
esa posibilidad, no, yo era inmortal. ¡No!
.¡Sí, tú, y te asarás en el fuego como ellos! ¿No hueles su carne chamuscada? ¿No
hueles sus huesos abrasados?
Unas vigorosas manos me lanzaron en el aire, lo suficientemente alto para notar la brisa
que me revolvía el pelo, y al bajar la vista y contemplar la hoguera que ardía en el suelo, su
calor abrasador me chamuscó el rostro, el pecho y los brazos.
Caí por el aire agitando las piernas y los brazos como un pelele, engullido por el calor y el
fragor de las infernales llamas color naranja. «¡Voy a morir!», pensé, suponiendo que pensara
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algo, pero creo que lo único que sentí fue pánico, rindiéndome ante el inenarrable tormento
que me aguardaba.
Unas manos me rescataron del montón de leña que ardía debajo de mí. Me arrastraron
por el suelo. Unos pies pisotearon mis ropas para apagar las llamas. Me arrancaron la camisa
que estaba ardiendo. Me asfixiaba. Sentí que me dolía todo el cuerpo, el dolor atroz de la
carne quemada, y cerré los ojos en un deliberado intento de perder el conocimiento y
evadirme de aquella tortura. «Ven, maestro, ven a buscarme si existe un paraíso para
nosotros.» Imaginé a Marius abrasado, un esqueleto calcinado, pero éste tendió los brazos
para abrazarme.
Al abrir los ojos, vi a un extraño junto a mí. Yo yacía sobre la húmeda Madre Tierra,
gracias a Dios; mis manos, rostro y pelo chamuscados aún humeaban. El extraño era alto, de
complexión atlética, moreno.
El extraño alzó sus manos fuertes, blancas, de nudillos gruesos, y se quitó la capucha,
mostrando una espesa mata de pelo negro. Tenía los ojos grandes, con el blanco perlado y las
pupilas negras como el azabache. Era un vampiro, al igual que los demás, pero de una belleza
y una presencia extraordinarias. Me miró como si estuviera más interesado en mí que en sí
mismo, aunque se sabía el centro de todas las miradas.
Sentí un pequeño estremecimiento de gratitud, de que aquel extraño con esos ojos y esa
boca sensual en forma de arco de Cupido, poseyera una razón humana.
.¿Estás dispuesto a servir a Dios? .me preguntó. Tenía una voz culta y afable, y sus
ojos no expresaban mofa.. Responde, ¿estás dispuesto a servir a Dios? En caso contrario, te
arrojaremos de nuevo al fuego.
Me dolía todo el cuerpo. No se me ocurrió ningún pensamiento salvo que las palabras
que el extraño acababa de pronunciar eran increíbles, no tenían sentido, y por tanto no podía
responderle.
En el acto, sus diabólicos ayudantes me alzaron de nuevo, riendo y repitiendo al son del
incesante himno:
.¡A la hoguera! ¡A la hoguera!
.¡No! .gritó el cabecilla.. Veo en él un amor puro hacia nuestro Salvador. .Levantó la
mano para imponer su autoridad. Los demás se detuvieron, sosteniéndome por las piernas
mientras me balanceaba en el aire.
.¿Eres bueno? .murmuré desesperado a la extraña figura.. ¿Cómo es posible? .
sollocé.
El extraño se inclinó sobre mí. ¡Qué belleza tan excepcional! Sus carnosos labios
formaban un arco de Cupido perfecto, como he dicho, y al aproximar su rostro reparé en el
color intenso y natural que poseían, y en la sombra de una barba que sin duda se había
afeitado por última vez en su vida de mortal, la cual cubría toda la parte inferior del rostro,
confiriéndole la máscara viril de un hombre. Su frente amplia y despejada dejaba traslucir
unos huesos blancos que contrastaban con los rizos negros que caían airosamente de sus
sienes redondeadas y el pico de viuda situado en el centro de su frente, ofreciendo un
espléndido marco a su semblante.
Sus ojos, como me ocurre siempre, fueron lo que más me atrajo, unos ojos grandes,
almendrados y luminosos.
.Hijo mío .murmuró el extraño., ¿estaría yo dispuesto a sufrir estos horrores si no
fuera en nombre de Dios?
Mis sollozos se redoblaron.
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Ya no temía miedo. El dolor no me importaba. Era un dolor rojo y dorado como las llamas
de la hoguera que recorría mi cuerpo como si fuera un líquido, pero aunque lo sentía, no me
lastimaba, no me importaba.
Sin protestar, con los ojos cerrados, dejé que me condujeran a través de un pasadizo
donde los pasos de quienes me transportaban emitían un suave y quebradizo eco que
reverberaba contra el techo bajo y los muros.
Cuando me depositaron en tierra, rodé por el suelo, pero comprobé con tristeza que
yacía sobre un nido de harapos en lugar de sentir la humedad y frescura de la Madre Tierra
que tanto necesitaba, pero al cabo de unos instantes eso tampoco me importó. Apoyé la
mejilla sobre los mugrientos harapos y me sumí en un profundo sueño, como si me hubieran
depositado allí para que durmiera.
Mi piel abrasada era una parte de mi persona, pero ya no formaba parte de mí. Emití un
prolongado suspiro, sabiendo, aunque no articulé esas palabras en mi mente, que mis pobres
compañeros habían muerto y se hallaban en lugar seguro. No creí que el fuego los hubiera
atormentado durante largo rato. No, sin duda habían sucumbido rápidamente a las llamas y
habían volado al cielo como ruiseñores a través de la humareda.
Mis jóvenes compañeros ya no pertenecían a la tierra y nadie podía ya lastimarlos. Todas
las cosas nobles que Marius había hecho por ellos, los tutores, los conocimientos que habían
adquirido, las lecciones que habían aprendido, las clases de danza, las risas, las canciones, los
cuadros que habían pintado, todo había desaparecido, y sus almas habían subido al cielo
impulsadas por unas exquisitas alas blancas.
¿Los habría seguido yo? ¿Habría acogido Dios en su dorado y nebuloso cielo el alma de
un vampiro? ¿Habría dejado yo atrás los pavorosos cánticos de esos demonios que cantaban
en latín para ascender al reino del canto angelical?
¿Por qué permitían esos seres que me rodeaban que yo albergara esos pensamientos?
Sin duda eran capaces de adivinar mi pensamiento. Sentí la presencia del cabecilla, el de ojos
negros, el poderoso. Quizás estuviéramos solos él y yo en este lugar. Si él pudiera darle algún
sentido a esto, si pudiera otorgarle un significado y eliminar su monstruosidad, se convertiría
en un santo del Señor. Vi a unos monjes sucios y famélicos en las grutas.
Me tendí boca arriba, regodeándome con el dolor rojo y dorado que me bañaba, y abrí
los ojos.
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