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william hill

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miércoles, 7 de abril de 2010

A r m a n d , e l v a m p i r o -- A n n e R i c e

A r m a n d , e l v a m p i r o -- A n n e R i c e

2ªparte

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6

El vestíbulo, una estancia alargada y de techo elevado, era un lugar perfecto para morir.

No contenía nada que pudiera dañar su maravilloso suelo de mosaico con sus círculos de

piedras de mármol de colores y su alegre dibujo de guirnaldas de flores y diminutas aves

salvajes.

Disponíamos de todo el espacio para pelear, sin una sola silla que entorpeciera nuestros

movimientos y nos impidiera matarnos.

Avancé hacia el inglés antes de poder darme cuenta de que aún no manejaba la espada

con soltura, de que nunca había mostrado grandes aptitudes como espadachín y de que no

tenía ni remota idea de lo que mi maestro habría deseado que hiciera en aquel momento,

mejor dicho, qué me habría aconsejado de haber estado él allí.

A punto estuve de alcanzar a lord Harlech con mi espada en varias ocasiones, pero él se

zafó con tal habilidad que comencé a desmoralizarme. En el preciso instante en que me detuvo

para recobrar el resuello, pensando incluso en salir a escape, él me atacó con su daga y me

hirió en el brazo izquierdo. La herida me escocía, lo cual me enfureció.

Me precipité de nuevo sobre él y esta vez tuve la suerte de herirle en el cuello. Fue un

mero rasguño, pero la sangre le empapó la camisa y el inglés se mostró tan furioso como yo

de haber resultado herido.

.¡Eres un maldito y repugnante diablo! .gritó.. ¡Hiciste que te adorara para poder

despedazarme a tu antojo! ¡Prometiste que regresarías junto a mí!

El inglés no cesó en sus andanadas verbales durante toda la pelea. Quizá las necesitaba

a modo de estímulo, como un tambor de guerra o el sonido de unas gaitas.

.¡Vamos, acércate ángel de las tinieblas, que te arrancaré las alas! .bramó.

Harlech me obligó a retroceder en varias ocasiones con sus hábiles arremetidas. Tropecé,

perdí el equilibrio y caí al suelo, pero logré levantarme, apuntándole con el florete a la

entrepierna, lo cual le hizo retroceder espantado. Yo le perseguí, convencido de que no

merecía la pena prolongar el duelo.

Él esquivó mis estocadas, se rió de mí y me hirió con el cuchillo, esta vez en la cara.

.¡Cerdo! .le espeté sin poder contenerme. No me había percatado de mi propia

vanidad. Me había herido, me había producido un corte en el rostro. Noté que sangraba

copiosamente, como suelen sangrar las heridas en el rostro. Me lancé de nuevo al ataque,

prescindiendo de todas las normas de la esgrima, agitando enloquecido el florete y

describiendo unos círculos en el aire. Mientras Harlech trataba de esquivar mis estocadas a

diestro y siniestro, yo le hundí la daga en el vientre, produciéndole una herida vertical hasta el

cinturón de cuero incrustado con adornos de oro.

El inglés se precipitó sobre mí, tratando de liquidarme con sus dos armas, obligándome a

retroceder. Pero de pronto las soltó, se agarró el vientre y cayó al suelo de rodillas.

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.¡Remátalo! .gritó Riccardo. Dio un paso atrás, como habría hecho cualquier hombre

de honor.. Acaba con él, Amadeo, o lo haré yo. Piensa en las atrocidades que ha cometido

bajo este techo.

Yo alcé mi espada.

De pronto Harlech agarró la suya con una mano ensangrentada y la blandió furioso, pese

a que la herida le hacía gemir y retorcerse de dolor. Acto seguido, se levantó y trató de

atacarme. Yo me aparté de un salto y él cayó de nuevo de rodillas. Soltó la espada y volvió a

agarrarse el vientre. No murió, pero no podía seguir luchando.

.¡Dios! .exclamó Riccardo. Empuñó su cuchillo, pero no era capaz de rematar a aquel

hombre desarmado postrado en el suelo.

El inglés cayó de costado, con las rodillas encogidas. Apoyó la cabeza en el suelo de

piedra, boqueando y con el rostro contraído en un rictus de dolor. Sabía que estaba herido de

muerte.

Riccardo se acercó y apoyó la punta de su espada en la mejilla de lord Harlech.

.Está agonizando, déjalo morir .dije. Pero el inglés seguía respirando.

Yo deseaba matarlo, pero era imposible matar a un hombre que yace en el suelo

plácidamente, haciendo gala de un increíble valor. Sus ojos adquirieron una expresión sabia,

poética.

.Esto es el fin .anunció, con una voz tan débil que supuse que Riccardo no lo oyó.

.Sí, se acabó .repuse., compórtate con nobleza hasta el fin.

.¡Pero, Amadeo, ha matado a los dos aprendices! .protestó Riccardo.

.¡Toma tu daga, Harlech! .le ordené, acercándole el arma de un puntapié.. ¡Tómala,

Harlech! .repetí. La sangre se deslizaba sobre mi rostro y cuello, caliente y viscosa. No podía

soportarlo. Deseaba enjugarme las heridas en lugar de preocuparme por esa sabandija.

El inglés se tumbó de espaldas. De la boca y la herida en el vientre manaban sendos

chorros de sangre. Tenía el rostro húmedo y reluciente, y respiraba con dificultad. Ofrecía un

aspecto tan joven como cuando me había amenazado, un niño grande con una espesa mata de

rizos pelirrojos.

.Piensa en mí cuando empieces a sudar, Amadeo .dijo el inglés con voz ronca, casi

inaudible.. Piensa en mí cuando comprendas que tu vida ha llegado a su fin.

.Remátalo de una vez .murmuró Riccardo.. Puede tardar dos días en morir.

.Tú no dispondrás de dos días .respondió lord Harlech, jadeando., gracias a las

heridas que te he causado con la hoja envenenada de mi espada. ¿No lo notas en los ojos?

¿No te escuecen, Amadeo? El veneno se ha introducido en tu sangre, y te atacará primero en

los ojos. ¿No estás mareado?

.¡Canalla! .gritó Riccardo, clavándole el puñal en el pecho una, dos y hasta tres veces.

Lord Harlech hizo una mueca de dolor. Pestañeó ligeramente y de su boca brotó un último

chorro de sangre. Estaba muerto.

.¿Veneno? .murmuré. ¿Su espada estaba envenenada? Instintivamente me palpé la

herida del brazo. Pero era en el rostro donde me había producido un corte profundo.. No

toques su espada ni su cuchillo. ¡Están envenenados!

.El inglés mentía .me tranquilizó Riccardo.. Ven, no perdamos tiempo. Deja que te

lave.

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Ricardo me agarró del brazo, pero yo me resistía a salir del vestíbulo.

.¿Qué vamos a hacer con él, Riccardo? ¿Qué podemos hacer? Estamos solos, el maestro

no regresará hasta dentro de unos días. En esta casa hay tres cadáveres, o quizá más.

En éstas, oí unos pasos a ambos extremos del vestíbulo. Al cabo de unos momentos

aparecieron los pequeños aprendices, quienes habían permanecido ocultos. Iban acompañados

por un tutor, quien supuse que había permanecido con ellos durante mi pelea con el inglés.

Confieso que al verlos experimenté unos sentimientos ambivalentes, pero esos jóvenes

eran pupilos de Marius, y el tutor iba desarmado, estaba indefenso. Los chicos mayores habían

salido, como solían hacer por las mañanas. O eso creí.

.Vamos, debemos trasladarlos a todos a un lugar seguro .dije.. No toquéis esas

armas .añadí, indicando a los pequeños aprendices que me siguieran.. Instalaremos al

inglés en el mejor dormitorio. Y a los chicos también.

Los pequeños me siguieron tal como les había ordenado, algunos de ellos llorando de

miedo.

.¡Échanos una mano! .ordené al tutor.. Ojo con esas armas, están envenenadas. .El

hombre me miró desconcertado.. No te miento. Están envenenadas.

.¡Pero si estás sangrando, Amadeo! .gritó el tutor aterrorizado.. ¿A qué armas

envenenadas te refieres? ¡Que Dios nos ampare!

.¡Basta! .le espeté.

No soportaba esa situación. Cuando Riccardo se hizo cargo de trasladar a los niños y el

cadáver del inglés, entré apresuradamente en la alcoba del maestro para curar mis heridas.

Con las prisas, vertí toda la jarra de agua en la palangana y tomé una toalla para

restañar la sangre que se deslizaba por el cuello y me empapaba la camisa. «¡Qué

porquería!», exclamé. La cabeza me daba vueltas y por poco me caigo redondo. Me sujeté en

el borde de la mesa y me dije que era un idiota por creer las mentiras de lord Harlech.

Riccardo tenía razón. El inglés se había inventado lo del veneno. ¡Cómo iba a untar de veneno

la hoja de la espada!

Sin embargo, mientras trataba de convencerme, observé por primera vez un rasguño en

el dorso de la mano que deduje que el inglés me había hecho con su daga. Tenía la mano

hinchada como si me hubiera picado un insecto venenoso.

Me palpé el rostro y el brazo. También estaban hinchados; alrededor de las heridas se

habían formado unas ampollas. Volví a sentirme mareado. El sudor me chorreaba por la cara y

los brazos y caía en la palangana, que estaba llena de un agua sanguinolenta que parecía vino.

.¡Dios, esto es obra del diablo! .grité. Al volverme, la habitación empezó a dar vueltas

y a flotar. Apenas me sostenía en pie.

Alguien me sujetó para evitar que cayera al suelo. No me fijé en quién era. Traté de

pronunciar el nombre de Riccardo, pero tenía la lengua hinchada y no pude articular palabra.

Los sonidos y los colores se confundían en un amasijo ardiente que me producía vértigo. De

golpe vi sobre mi cabeza, con pasmosa claridad, el dosel del lecho del maestro. Riccardo

estaba junto a mí.

Me dijo algo con insistencia, atropelladamente, pero no le entendí. Hablaba en una

lengua extranjera, una lengua dulce y melodiosa, pero no comprendí una palabra.

.Tengo calor .dije.. Estoy ardiendo; me ahogo de calor. Necesito agua. Méteme en la

bañera del maestro.

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Riccardo no me hizo caso, sino que siguió hablando en esa lengua extraña, como si me

implorara algo. Sentí su mano en mi frente; estaba tan caliente que me abrasó. Le rogué que

no me tocara, pero no me oyó, y yo tampoco. Por más que me esforzara en hablar, tenía la

lengua hinchada y pastosa y no lograba articular ningún sonido. «¡Te envenenarás!», deseaba

decirle, pero no pude.

Cerré los ojos y me sumí en un beatífico sueño. Vi un vasto y refulgente mar, las aguas

que bañaban la isla del Lido, onduladas y muy bellas bajo el sol del mediodía. Floté en ese

mar, quizá sobre un pequeño tronco, o sobre mi espalda. No sentí el agua, pero tuve la

impresión de que nada se interponía entre mi cuerpo y las grandes y perezosas olas sobre las

que me mecía lentamente. A lo lejos distinguí el resplandor de una ciudad. Al principio creí que

era Torcello, o quizá Venecia, y que me había girado y flotaba hacia la costa. Pero entonces

observé que era mucho mayor que Venecia, con unas gigantescas y afiladas torres en las que

se reflejaban el sol, como si toda la ciudad fuera de cristal. Era un espectáculo increíble.

.¿Me dirijo allí? .pregunté.

Entonces tuve la sensación de que las olas me cubrían, no como si me ahogara, sino

como si el mar fuera un sereno y pesado manto de luz. Abrí los ojos. Contemplé el tafetán rojo

del dosel. Vi el fleco dorado de las cortinas de terciopelo del lecho, y vi a Bianca Solderini de

pie junto a mí, sosteniendo una toalla en la mano.

.Esas armas no tenían el suficiente veneno para matarte, sólo para que te pusieras

enfermo. Escúchame, Amadeo, debes respirar hondo, con fuerza, y tratar de superar esta

enfermedad. Pide al aire que te dé fuerzas, confía en que te pondrás bien. Así, respira

profunda y lentamente, muy bien; estás eliminando el veneno a través del sudor; no temas,

ese veneno no es lo suficientemente poderoso para matarte.

.El maestro averiguará lo ocurrido .aseguró Riccardo. Parecía agotado y deprimido; le

temblaban los labios y tenía los ojos llenos de lágrimas. Una señal de mal agüero, sin duda..

El maestro no tardará en averiguarlo. Él lo sabe todo. En cuanto se entere, suspenderá su

viaje y regresará a casa.

.Lávale la cara .dijo Bianca con voz serena.. Lávale la cara y guarda silencio. .Qué

mujer tan valiente.

Yo moví la lengua, pero no pude articular palabra. Deseaba pedirles que me comunicaran

cuándo hubiera anochecido, pues entonces existía la posibilidad de que regresara el maestro,

pero no antes de que se pusiera el sol.

Volví la cabeza. La toalla me abrasaba la piel.

.Suavemente, con calma .indicó Bianca.. Eso es, respira hondo y no temas.

Permanecí tendido en el lecho largo rato, semiconsciente, agradecido de que no hablaran

en voz alta. No me molestaba que me lavaran, pero sudaba copiosamente y perdí toda

esperanza de que lograran bajarme la fiebre.

No cesaba de revolverme en el lecho y, en una ocasión, traté de incorporarme, pero sentí

náuseas y vomité. Bianca y Riccardo me obligaron a tenderme de nuevo.

.Aprieta mis manos .me pidió Bianca. Sentí sus dedos oprimir los míos, pequeños y

calientes, calientes como todo lo demás, como el infierno, pero yo estaba demasiado enfermo

para pensar en el infierno o en cualquier otra cosa que no fuera vomitar hasta arrojar los

intestinos en una palangana y sentir el aire fresco sobre mi piel. ¡Abrid las ventanas, aunque

estemos en invierno! ¡Abridlas!

Me daba rabia pensar que podía morir, de que todo acabaría así, estúpidamente. Lo que

más me importaba era ponerme bien, pero no me obsesionaba pensando en qué sería de mi

alma ni si pasaría a un mundo mejor.

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De golpe todo cambió. Sentí que me elevaba, como si alguien tirara de mí a través del

tafetán rojo del dosel y a través del techo de la habitación. Cuando miré hacia abajo,

comprobé asombrado que yacía en el lecho. Me vi como si no hubiera un dosel que me

impidiera verme a mí mismo.

Era más hermoso de lo que jamás pude haber imaginado. Lo digo de forma

desapasionada; no me regodeé en mi belleza. Tan sólo pensé: «Qué muchacho tan hermoso.

Dios le ha bendecido con los atributos de la belleza. Fíjate en sus manos largas y delicadas,

apoyadas en la colcha, y el color castaño rojizo de su cabello.» Ese muchacho era yo, pero no

lo sabía ni pensé en el impacto que causaba mi belleza sobre quienes me contemplaban

mientras transitaba por la vida. No creía en los halagos que me dedicaban. Su pasión tan sólo

me inspiraba desprecio. Hasta el maestro me parecía un ser débil y caprichoso por sentirse

cautivado por mí. No obstante, en cierto modo comprendí por qué las personas que me

rodeaban habían perdido el juicio. Ese muchacho que yacía moribundo, ese muchacho que era

la causa del desconsuelo que se había apoderado de cuantos estaban presentes en aquella

suntuosa alcoba, era la imagen de la pureza y la juventud y la vida.

Lo que me pareció ilógico fue el histerismo que reinaba en la habitación. ¿Por qué

lloraban todos? Vi a un sacerdote en el umbral, un sacerdote que yo conocía porque decía misa

en una iglesia cercana. Los aprendices discutían con él y se negaban a dejarle pasar Para que

yo no me sobresaltara al verle. Toda aquella agitación me pareció absurda. Riccardo no tenía

por qué estrujarse las manos de esa forma; Bianca no tenía por qué afanarse en aplicarme una

toalla húmeda sobre el rostro e infundirme ánimos con palabras tan tiernas como

desesperadas.

«Pobre criatura .pensé.. Habrías sentido más compasión hacia los demás de haber

sabido lo bello que eras, y te habrías sentido más fuerte y más capaz de conseguir algo por tus

propios méritos. Pero te dedicaste a jugar y manipular a la gente que te rodeaba, porque no

tenías fe en ti mismo ni un sentido de tu propia identidad.»

Aquello había sido evidentemente un error. En cualquier caso, me disponía a abandonar

este lugar. La fuerza que me había sacado del cuerpo de aquel bello joven que yacía en el

lecho me arrastraba hacia arriba, hacia un túnel formado por un viento escandaloso y feroz.

El viento soplaba a mi alrededor, envolviéndome con fuerza dentro de ese túnel. Vi a

otros seres en él que me contemplaban, estremeciéndose bajo el viento incesante y furioso; vi

sus ojos clavados en mí; vi sus bocas abiertas en un gesto de protesta o de dolor. Seguí

ascendiendo a través del túnel. No tenía miedo, sólo una sensación de fatalidad, de

impotencia.

«Ése fue tu error cuando eras un muchacho en la Tierra .pensé.. Pero es inútil pensar

en ello.» En el preciso instante en que llegué a esa conclusión, alcancé el extremo del túnel.

Éste se disolvió, depositándome en la orilla de aquel maravilloso y refulgente mar.

No estaba mojado, pero me dirigí a las olas y dije en voz alta:

.¡Aquí estoy! ¡He llegado a tierra! ¡Mirad esas torres de cristal!

Al alzar los ojos, vi que la ciudad se hallaba a lo lejos, más allá de unas frondosas

colinas, y que un camino conducía a ella; a ambos lados del camino crecían unas flores de

indescriptible belleza. Jamás había contemplado tal variedad de formas y pétalos, ni un

colorido semejante. En el canon artístico no existían nombres para aquellos colores. Me

resultaba imposible describirlos mediante los escasos y pobres calificativos que conocía.

«Cómo se habrían asombrado los pintores venecianos al contemplar estos colores .me

dije., cómo habrían transformado nuestro trabajo si hubiéramos logrado descubrir la fuente

de estos matices y la hubiéramos convertido en pigmento para mezclarlo con nuestros óleos,

confiriendo un esplendor inédito a nuestros cuadros.» Sin embargo, eran unas reflexiones

absurdas. Aquí sobraba la pintura. Este universo contenía todo el esplendor que pudiéramos

obtener con nuestra paleta. Lo vi en las flores, en la hierba de distantes formas y tonalidades.

Lo vi en el infinito cielo que se extendía sobre mí y detrás de la lejana ciudad, resplandeciente

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y mostrando esta gran armonía de colores que se combinaban y brillaban como si las torres de

esta ciudad estuvieran construidas con una milagrosa y pujante energía en lugar de una

materia o masa inerte o terrenal.

Experimenté una profunda gratitud, a la que se rindió todo mi ser.

.¡Ahora lo comprendo, Señor! .exclamé en voz alta.. Lo veo y lo comprendo.

En aquel momento comprendí con toda claridad las consecuencias de esta variada y

creciente belleza, este mundo pulsante, radiante, preñado de un significado que indicaba que

todo tenía respuesta, todo se resolvía. Musité la palabra «sí» una y otra vez. Asentí con la

cabeza, según creo recordar; me parecía expresar lo que sentía con palabras.

Una gran fuerza emanaba de esa belleza. Me rodeaba como el aire, la brisa, el agua,

pero no era ninguna de esas cosas. Era algo mucho más singular y persistente, y aunque me

atrapaba con su increíble fuerza era invisible, no ejercía presión, carecía de una forma

palpable. Esa fuerza era amor. «¡Ah, sí! .pensé.. Es el total, y en su totalidad crea todo

cuanto tiene importancia, pues cada desengaño, cada herida, cada torpeza, cada abrazo, cada

beso no son sino el preludio de esta aceptación sublime y esta bondad; los pasos errados que

he dado me han enseñado mis deficiencias, y las cosas buenas, los abrazos, me han permitido

vislumbrar el significado del amor.»

Este amor otorgaba significado a toda mi vida, sin excepción, y cuando comprendí

asombrado esta realidad, aceptándola por completo, sin angustia y sin vacilar, comenzó un

proceso milagroso. Toda mi vida se me apareció en forma de todos aquellos seres que yo

había conocido.

Vi mi vida desde los primeros momentos hasta el instante que me había traído hasta

aquí. No era una vida excepcional; no contenía un gran secreto, un hecho insólito o crucial que

hubiera modificado mi personalidad. Por el contrario, consistía en una serie común y corriente

de pequeños hechos, los cuales implicaban a todas las personas que yo había conocido; vi las

heridas que yo había causado, las palabras de consuelo que había pronunciado, y vi el

resultado de las cosas más insignificantes que yo había hecho. Vi la sala de banquetes de los

florentinos y, de nuevo, la espantosa soledad que les había conducido a la muerte. Vi el

aislamiento y la congoja de sus almas mientras pugnaban por seguir vivos.

Sin embargo, no logré ver el rostro de mi maestro. No lo reconocí. No alcancé a ver su

alma. No vi lo que mi amor significaba para él, ni lo que su amor significaba para mí. Pero no

tenía importancia. De hecho, esto no lo comprendí hasta más tarde, cuando traté de analizar

aquel acontecimiento. Lo importante fue que en aquellos momentos comprendí lo que significa

amar a otros y amar la vida. Comprendí el significado de los cuadros que había pintado, no las

escenas vibrantes de color rojo rubí de Venecia, sino los cuadros que había pintado según el

antiguo estilo bizantino, los cuales habían surgido de forma espontánea y perfecta de mis

pinceles. Comprendí que había pintado cosas prodigiosas, y vi el influjo que había tenido mi

obra... Me sentí inundado por un torrente de información. Era tan abundante, y tan fácil de

comprender, que experimenté una liviana y exquisita alegría.

El conocimiento equivalía al amor y la belleza; en aquellos instantes comprendí, con un

gozo triunfal, que todo ello (el conocimiento, el amor, la belleza) constituían una misma cosa.

«Sí, es muy sencillo .me dije.. ¡Cómo no me había dado cuenta!»

Si yo hubiera sido un cuerpo dotado de ojos, habría llorado, pero habrían sido unas

lágrimas dulces. Mi alma había vencido sobre aspectos nimios y enojosos. Me quedé inmóvil, y

el conocimiento, los hechos, los cientos de pequeños detalles semejantes a gotitas

transparentes de un líquido mágico que penetraba en mí y circulaba a través mío, llenándome

y desvaneciéndose para dar paso a otro torrente de verdad, se disipó de improviso.

A lo lejos, frente a mí, se alzaba la ciudad de cristal, y más allá un cielo azul celeste

como el cielo al mediodía, sólo que ahora estaba tachonado de estrellas.

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Me dirigí hacia la ciudad. Emprendí el camino con tal ímpetu y convicción que tuvieron

que sujetarme tres personas. Me detuve, estupefacto. Conocía a esos hombres. Eran unos

sacerdotes, unos viejos sacerdotes de mi tierra, que habían muerto mucho antes de que yo

tuviera esa revelación; los vi con toda nitidez, e incluso recordé sus nombres y cómo habían

muerto. Eran unos santos de mi ciudad, y del gran edificio de catacumbas donde yo había

habitado.

.¿Por qué me sujetáis? .pregunté.. ¿Dónde está mi padre? Está aquí, ¿no es cierto?

No bien hube formulado esta pregunta cuando vi a mi padre. Presentaba el mismo

aspecto que de costumbre. Era un hombre alto y corpulento, vestido con las prendas de cuero

de un cazador, con una espesa barba canosa y el pelo largo y castaño como el mío. Tenía las

mejillas arreboladas debido al viento frío, y el labio inferior, visible entre su espeso bigote y su

barba entrecana, tenía un color rosáceo y estaba húmedo. Tenía los ojos de color azul

porcelana como los míos. Mi padre me saludó con un gesto vigoroso con la mano, sonriendo

alegremente, como solía hacer. Al parecer, se disponía a partir hacia los pastizales, pese a que

todo el mundo le había advertido que no lo hiciera, que no fuera a cazar allí; pero mi padre no

temía un ataque de los mongoles o los tártaros. A fin de cuentas, iba armado con su poderoso

arco, que sólo él era capaz de tensar, como un héroe mitológico de las grandes praderas, así

como las flechas que él mismo afilaba y su inmensa espada, con la que podía decapitar a un

hombre de un solo golpe.

.¿Por qué me sujetan, padre? .pregunté.

Mi padre me miró desconcertado. Su sonrisa jovial se disipó y de su rostro se borró toda

expresión. Acto seguido, su imagen se desvaneció por completo, sumiéndome en una

inenarrable tristeza.

Los sacerdotes que estaban junto a mí, esos hombres con largas barbas canosas y unos

hábitos negros, me hablaron con tono suave y comprensivo:

.Aún no ha llegado el momento de que te reúnas con nosotros, Andrei.

Yo me sentí profundamente acongojado. Estaba tan triste que no pude articular una frase

de protesta. Es más, comprendí que, por más que protestara, no lograría disuadirles.

.¡Ah, Andrei! Siempre serás el mismo .dijo uno de los sacerdotes, tomándome la

mano.. No temas, pregunta.

El sacerdote no movió los labios al hablar, pero no era necesario. Le oí con toda nitidez, y

comprendí que no obraba de mala fe. Era incapaz de hacerme daño.

.¿Por qué no puedo quedarme? .pregunté.. ¿Por qué no dejáis que me quede tal

como deseo, después de haber llegado hasta aquí?

.Piensa en todo lo que has visto. Ya conoces la respuesta.

Debo reconocer que al cabo de un instante comprendí la respuesta. Era compleja y a la

par profundamente sencilla, y estaba relacionada con los conocimientos que había adquirido.

.No puedes llevártelos contigo .explicó el sacerdote.. Olvidarás todas las cosas que

has aprendido aquí. Pero recuerda la lección principal, que lo importante es el amor que

sientes hacia los demás, y el amor que ellos te profesan, el intenso amor que te rodea.

Me pareció algo maravilloso, increíble. No era un simple lugar común. Era algo inmenso,

sutil y a la vez total, de forma que todos los problemas mortales se desvanecían ante esa

verdad.

Súbitamente, regresé a mi cuerpo. Era de nuevo el muchacho de cabello castaño que

yacía moribundo en el lecho. Sentí un cosquilleo en las manos y los pies. Al volverme, un dolor

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punzante me recorrió la columna vertebral. Estaba ardiendo, seguía sudando y retorciéndome

de dolor, y por si fuera poco tenía los labios agrietados y la lengua llena de ampollas.

.Dadme un poco de agua .dije.

Las personas que me rodeaban rompieron a llorar suavemente. Su llanto se confundía

con la risa y una expresión de incredulidad.

Yo estaba vivo, cuando creían que había muerto. Abrí los ojos y miré a Bianca.

.No voy a morir .anuncié.

.¿Qué dices, Amadeo? .preguntó ella, inclinándose y acercando la oreja a mis labios.

.Aún no ha llegado mi hora .respondí.

Me trajeron una copa de vino blanco frío al que habían añadido un poco de miel y limón.

Me incorporé y bebí un trago tras otro.

.Quiero más .pedí con voz débil. Comenzaba a sentir sueño.

Me recosté sobre las almohadas y Bianca me enjugó la frente. Qué alivio, qué

maravilloso era sentir ese pequeño y reconfortante gesto, que en aquellos momentos me

pareció la gloria. Sí, la gloria.

¡Había olvidado lo que había visto en la otra orilla! Abrí los ojos de golpe. Deseaba

recuperarlo desesperadamente, pero recordé lo que me dijo el sacerdote, con toda claridad,

como si acabara de hablar con él en otra habitación. Me había dicho que no recordaría lo que

había visto y aprendido. Y existía mucho más, infinitamente más, unas cosas que sólo mi

maestro era capaz de asimilar.

Cerré los ojos y dormí. No soñé, ya que estaba demasiado enfermo, tenía demasiada

fiebre para soñar. No obstante, en cierto modo, sumido como estaba en aquel estado

semiconsciente, acostado en aquel lecho húmedo y caliente cubierto con un dosel, percibiendo

las palabras vagas de los jóvenes aprendices y la tierna insistencia de Bianca, logré conciliar el

sueño. Transcurrieron las horas. Oí el reloj dando las horas, y poco a poco experimenté cierto

alivio, en el sentido de que me acostumbré al sudor que empapaba mi piel y a la sed que me

secaba la garganta, pero permanecí acostado sin protestar, semidormido, esperando que

regresara mi maestro.

«Tengo muchas cosas que contarte .pensé.. Supongo que conoces esa ciudad de

cristal. Quiero explicarte que hace tiempo yo...» Sin embargo, no recordaba con precisión.

Había sido pintor, sí, pero ¿qué clase de pintor, y cómo me llamaba? ¿Andrei? ¿Me habían

llamado por ese nombre los sacerdotes?

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Lentamente, sobre mi sensación de yacer enfermo en el lecho, en una habitación

húmeda, cayó el velo oscuro del cielo. Sobre él se extendían hasta el infinito las estrellas,

espléndidas y refulgentes sobre las brillantes torres de la ciudad de cristal, y en ese

duermevela, intensificado por unos serenos y maravillosos delirios, las estrellas cantaron para

mí.

Cada estrella, desde la posición que ocupaba en la constelación y en el vacío, emitía un

precioso sonido rutilante, como si en el interior de cada espléndida órbita sonaran unos

acordes que, mediante los brillantes movimientos de los astros, se transmitieran a través de

todo el universo.

Jamás había oído unos sonidos semejantes. Ni el más descreído habría permanecido

indiferente a esta música etérea y translúcida, esta armonía y sinfonía de celebración.

Oh, Señor, si fueras música, ésta sería tu voz, y ningún acorde disonante lograría

sofocarla. Eliminarías del mundo todos los sonidos ingratos con esta música, la expresión más

sublime de tus complejos y prodigiosos designios, y toda trivialidad se disiparía, derrotada por

esta resonante perfección.

Esta fue mi oración, una oración sincera que pronuncié en una lengua antigua, íntima,

sin el menor esfuerzo mientras yacía semidormido.

«Permaneced junto a mí, hermosas estrellas .rogué., y no permitáis que trate de

descifrar esta fusión de luz y sonido, haced que me rinda a él de forma plena e incondicional.»

Las estrellas se hicieron más grandes e infinitas en su fría y majestuosa luz; la noche se

desvaneció lentamente, quedando sólo una inmensa y gloriosa luz cuya fuente era imposible

hallar.

Sonreí. Palpé con dedos torpes la sonrisa que mis labios esbozaban, y a medida que la

luz se hizo más intensa y más próxima, como si fuera un océano, experimenté una maravillosa

sensación de frescor en todo mi cuerpo.

.No te disipes, no te vayas, no me abandones .murmuré con tristeza. Hundí la cabeza

en la almohada para aliviar el dolor que sentía en las sienes.

Sin embargo, esta benéfica e intensa luz se había agotado, debía desvanecerse para

dejar paso al centelleo de las velas que percibía a través de mis párpados entreabiertos.

Contemplé la bruñida penumbra que rodeaba mi lecho, y unos objetos sencillos, como el

rosario que reposaba sobre mi mano derecha, con sus cuentas de rubí y el crucifijo dorado, y

un devocionario que yacía abierto a mi izquierda, cuyas delicadas páginas agitadas por la brisa

que movía también el tafetán del dosel, creando unas pequeñas ondas.

¡Qué bello era todo lo que contemplaba, esos objetos ordinarios y sencillos que

componían este momento silencioso y elástico! ¿Dónde estaban mi hermosa enfermera con

cuello de cisne y mis sollozantes camaradas? ¿Había hecho la noche que cayeran rendidos de

cansancio y durmieran para que yo pudiera saborear estos apacibles instantes sin ser

observado? En mi mente bullían mil recuerdos.

A r m a n d , e l v a m p i r o A n n e R i c e

106

Abrí los ojos. Habían desaparecido todos, salvo una persona que se hallaba sentada junto

al lecho, con unos ojos soñadores, distantes, azules y fríos, más pálidos que el cielo estival,

rebosantes de una luz casi facetada, que me observaban distraídamente, con indiferencia.

Era mi maestro, sentado en una silla con las manos apoyadas en el regazo, como un

extraño que lo observa todo sin que nada afecte su gélida superioridad. La expresión adusta

que mostraba su rostro parecía tallada en piedra.

.¡Eres cruel! .murmuré.

.No, no .protestó sin mover los labios.. Pero cuéntame toda la historia. Descríbeme

esa ciudad de cristal.

.Sí, recuerdo que hablamos de ella, y de los sacerdotes que me exhortaron a regresar,

y de las pinturas, tan antiguas y tan bellas. No parecían creadas por la mano del hombre, sino

por el poder del que estoy imbuido que me permite tomar el pincel y pintar con toda facilidad

la virgen y los santos.

.No rechaces las viejas formas .dijo el maestro. De nuevo, sus labios no dieron

muestra de haber emitido la voz que yo había oído con toda nitidez, una voz que había

penetrado en mi oído como cualquier voz humana, aunque con su tono, su timbre particular..

Las formas cambian, y la razón que impera ahora se convierte mañana en superstición; en

aquel antiguo decoro residía un talante sublime, una infatigable pureza. Pero habíame sobre la

ciudad de cristal.

Tras emitir un suspiro respondí:

.Tú mismo has visto, al igual que yo, el cristal fundido cuando lo sacan del horno, esa

masa incandescente que emite un calor espantoso ensartada en un hierro, una masa que se

derrite y gotea de forma que el artista pueda manipularlo a su antojo, estirándolo o llenándolo

con su aliento para formar un recipiente perfectamente redondo. Pues bien, tuve la impresión

de que ese cristal hubiera surgido de las entrañas húmedas de la Madre Tierra, un torrente de

lava de cristal que ascendía hacia las nubes, y que de esos gigantescos chorros líquidos habían

surgido las torres de la ciudad de cristal, no imitando una forma creada por el hombre, sino

perfectas tal como la ardiente fuerza de la Tierra había decretado, en unos colores

inimaginables. ¿Quiénes habitaban en ese lugar? Qué lejano parecía y sin embargo accesible.

Se llega a él tras una breve caminata a través de las ondulantes colinas sembradas de hierba y

delicadas flores que se mecían bajo la brisa y ofrecían unos colores y matices fantásticos, un

espectáculo único, increíble.

Me volví para mirar al maestro, pues mientras le describía la ciudad de cristal había

permanecido ensimismado en mi visión.

.Explícame qué significan esas cosas .le pedí.. ¿Dónde se encuentra ese lugar y por

qué se me permitió contemplarlo?

El maestro suspiró con tristeza. Apartó la vista unos segundos y luego volvió a fijarla en

mí. Su rostro aparecía tan frío y adusto como antes, pero ahora observé en él una sangre

espesa, que al igual que anoche rezumaba un calor humano procedente de venas humanas, la

cual sin duda había constituido hoy su festín.

.¿No quieres siquiera sonreír antes de despedirte? .pregunté.. Si esta amarga frialdad

es lo único que sientes por mí, ¿por qué no dejas que esta fiebre acabe conmigo? Estoy muy

enfermo, lo sabes bien. Sabes que siento náuseas, que me duele la cabeza y todos los

músculos de mi cuerpo, que el veneno que tengo en estas heridas me abrasa la piel. ¿Por qué

te noto tan lejos aunque estás aquí? ¿Por qué has regresado a casa para sentarte junto a mí

sin sentir nada?

.Siento por ti el amor que siempre siento cuando te miro .repuso él., hijo mío, mi

dulce y resistente tesoro. Te lo aseguro. Lo guardo dentro de mí, donde debe permanecer,

A r m a n d , e l v a m p i r o A n n e R i c e

107

quizá, y dejar que mueras, sí, pues es inevitable. Entonces tus sacerdotes tendrán que hacerse

cargo de ti, pues ya no podrás regresar a la Tierra.

.¿Pero y si existieran muchas tierras? ¿Y si la segunda vez que cayera me despertara en

otra orilla y contemplara el azufre que brota de la ardiente tierra en lugar de la belleza que me

fue revelada la primera vez? Siento un profundo dolor. Estas lágrimas me abrasan. La pérdida

es inmensa. No lo recuerdo... Tengo la sensación de repetir continuamente las mismas

palabras. ¡No lo recuerdo!

Extendí la mano hacia él, pero él no se movió. Al cabo de unos instantes dejé caer la

mano sobre el viejo devocionario. Noté la textura del áspero pergamino.

.¿Qué mató el amor que sentías por mí? ¿Las cosas que hice? ¿El haber traído aquí al

hombre que mató a mis hermanos? ¿O el haber muerto y contemplado esos prodigios?

¡Responde!

.Todavía te amo. Te amaré todas mis noches y mis días errantes, para siempre. Tu

rostro es una joya que me ha sido regalada, que jamás podré olvidar, aunque es posible que la

pierda por incauto. Su resplandor me atormentará siempre. Piensa de nuevo sobre esas cosas,

Amadeo, abre tu mente como si fuera una concha, y deja que contemple la perla de cuanto te

han enseñado.

.¿Eres capaz de comprender, maestro, que el amor es lo más importante, que todo el

mundo está hecho de amor? Las briznas de hierba, las hojas de los árboles, los dedos de la

mano que te acaricia, todo es amor. Amor, maestro. ¿Quién es capaz de creer en unas cosas

tan inmensas y a la par tan simples cuando existen hábiles y laberínticos credos y filosofías de

una seductora complejidad creada por el hombre? Amor. Yo oí su sonido. Yo lo vi. ¿Acaso eran

las alucinaciones de una mente febril, temerosa de la muerte?

.Tal vez .respondió el maestro. Su rostro seguía mostrando una expresión fría e

impávida. Sus ojos eran unas meras rendijas, prisioneros de la aprensión que les causaba lo

que veían.. Sí .dijo.. Morirás, dejaré que mueras, y es posible que exista para ti más de

una orilla, en la que hallarás de nuevo a tus sacerdotes.

.No ha llegado mi hora .respondí.. Lo sé. Un puñado de horas no puede borrar esta

afirmación. Aunque rompas todos los relojes. Ellos me dijeron que no había llegado la hora

para mi alma de mortal. No puedes hacer que se cumpla de inmediato o borrar el destino

esculpido en mi mano infantil.

.Pero puedo influir en él .replicó. Esta vez movió los labios. El suave coral de su boca

confería una nota alegre a su rostro; sus ojos perdieron esa expresión recelosa y contemplé de

nuevo al maestro que conocía y amaba.. Puedo apoderarme fácilmente de las últimas fuerzas

que te restan. .Marius se inclinó sobre mí. Observé las manchitas de sus pupilas, las

relucientes estrellas de múltiples puntas detrás de los oscuros iris. Sus labios, tan

prodigiosamente decorados con unas arruguitas, como los labios de cualquier humano,

presentaban un color rosáceo como si en ellos residiera un beso humano.. Puedo beber un

último y fatal trago de tu sangre infantil, apurar esa lozanía que me cautiva, y sostendré en

mis brazos a un cadáver tan bello que todos los que lo contemplen llorarán. Ese cadáver no

me dirá nada. Lo único que sabré con certeza es que tú habrás desaparecido.

.¿Dices esto para atormentarme, maestro? Si no puedo ir a esa orilla, deseo

permanecer junto a ti.

Sus labios esbozaron una mueca de desesperación. Parecía un hombre, sólo eso; en las

esquinas de sus ojos asomaban unas manchas de sangre de fatiga y tristeza. Su mano, que

había extendido para tocarme, temblaba.

Yo la atrapé como si fuera la rama de un árbol mecida por la brisa. Acerqué sus dedos a

mis labios y los besé como si fueran hojas. Luego volví la cabeza y apoyé su mano sobre mi

mejilla herida. La presión intensificó el escozor que me producía el veneno, pero ante todo,

sentí el intenso temblor de sus dedos.

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108

.¿Cuántos murieron esta noche para que tú te alimentaras? .pregunté, pestañeando..

¿Cómo es posible que esto exista en un mundo hecho de amor? Eres demasiado hermoso para

pasar inadvertido. Estoy perdido. No lo comprendo. Pero, suponiendo que a partir de este

momento viviera convertido en un simple muchacho mortal, ¿podría olvidarlo?

.No puedes vivir, Amadeo .contestó Marius con tristeza.. ¡Es imposible! .exclamó

con voz entrecortada.. El veneno ha penetrado profundamente, y unas gotas de mi sangre no

pueden salvarte, hijo mío. .Su rostro reflejaba una profunda angustia.. Cierra los ojos.

Acepta mi beso de despedida. No existen lazos amistosos entre esos sacerdotes de la otra

orilla y yo, pero tienen que hacerse cargo de un ser que muere de muerte natural.

.¡No, maestro! No puedo intentarlo solo. Ellos me enviaron de regreso aquí, donde estás

tú, en tu casa. Sin duda lo sabían.

.Eso les tiene sin cuidado, Amadeo. Los guardianes de los muertos se muestran

poderosamente indiferentes. Hablan de amor, pero no de los siglos de torpezas y errores.

¿Qué estrellas son esas que cantan maravillosamente cuando el mundo languidece inmerso en

una espantosa disonancia? ¡Ojalá pudiera obligarles a cambiar sus designios! .dijo con la voz

rota de dolor.. ¿Qué derecho tienen a hacerme pagar por tu suerte, Amadeo?

Yo emití una breve y triste carcajada. Me puse a tiritar a causa de la fiebre y unas

violentas náuseas se apoderaron de mí. Temí que si me movía o hablaba, me acometerían

unas náuseas secas que me dejarían aún más postrado. Prefería morir que sufrir esta tortura.

.Sabía que analizarías a fondo esta cuestión, maestro .respondí sin el menor sarcasmo

ni amargura, sino con el simple afán de llegar a la verdad. Respiraba tan trabajosamente que

supuse que no me costaría ningún esfuerzo dejar de respirar. De pronto recordé las palabras

de aliento de Bianca.. No existe ningún horror en este mundo que no pueda ser redimido,

maestro.

.Sí, pero ¿qué precio debemos pagar algunos por esta salvación? .replicó Marius..

¿Cómo se atreven a exigirme que acepte sus oscuros designios? Confío en que tus visiones

fueran meras alucinaciones. No vuelvas a hablarme sobre esa maravillosa luz. No pienses más

en ella.

.¿Por qué debo borrar de mi mente todo cuanto he visto y oído, señor? ¿Por el bien tuyo

o el mío? ¿Quién se está muriendo aquí, tú o yo?

Marius meneó la cabeza.

.Seca tus lágrimas de sangre .afirmé.. ¿Cómo vislumbras tu muerte, maestro? En

una ocasión me dijiste que no era imposible que murieras. Explícamelo si tenemos tiempo,

antes de que toda la luz que conozco se desvanezca con un último guiño y la tierra devore esta

joya que según tú deja mucho que desear.

.No es eso .murmuró Marius.

.¿Y tú, adonde irás cuando mueras? Ofréceme unas palabras de consuelo. ¿Cuántos

minutos me quedan?

.No lo sé .musitó. El maestro apartó la vista y agachó la cabeza. Nunca lo había visto

tan deprimido.

.Muéstrame la mano .le pedí débilmente.. En Venecia existen unas misteriosas brujas

que, en la penumbra de las tabernas, me enseñaron a leer las líneas de la mano. Yo te diré

cuándo vas a morir. Dame la mano. .No veía con claridad. Todo estaba envuelto en una

espesa niebla. Pero hablaba en serio.

.Demasiado tarde .contestó él.. Ya no quedan líneas en mi mano .dijo,

mostrándome la palma.. El tiempo ha borrado lo que los hombres llaman destino. Carezco de

destino.

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.Ojalá no hubieras regresado .respondí, apartando la vista de él y apoyando la cabeza

en la fresca almohada de lino.. Te ruego que te marches, estimado maestro. Prefiero la

compañía de un sacerdote y de mi vieja enfermera, si no la has enviado de regreso a su casa.

Te he amado con todo mi corazón, pero no deseo morir en tu majestuosa presencia.

A través de la bruma que nublaba mis ojos vi su silueta al aproximarse a mí. Sentí sus

manos sobre mi rostro y me volví hacia él. Distinguí el fulgor de sus ojos azules, como unas

llamas invernales, imprecisas pero que ardían con furia.

.Muy bien, hermoso mío. Ha llegado el momento. ¿Deseas venir conmigo y ser como

yo? .Su voz era melodiosa y tranquilizadora, aunque llena de dolor.

.Sí, deseo ser tuyo para siempre.

.¿Para alimentarte en secreto de la sangre de los canallas, como hago yo, y vivir con

este secreto hasta el fin del mundo?

.Sí. Lo deseo.

.¿Asimilar todas las lecciones que yo pueda darte?

.Sí.

Marius me tomó en brazos y me levantó de la cama. Me apoyé contra su pecho; estaba

mareado y sentía un dolor tan intenso que emití un pequeño gemido.

.Sólo un rato, mi joven y dulce amor .me susurró Marius al oído.

Me sumergió en el agua templada de la bañera, después de haberme desnudado con

suavidad. Apoyé la cabeza con cuidado en el borde de azulejos de la bañera, dejando que mis

brazos flotaran en el agua y ésta me lamiera los hombros.

Marius vertió unos puñados de agua sobre mí. Primero me lavó la cara y luego el resto

del cuerpo. Sentí sus dedos duros y aterciopelados deslizándose sobre mi rostro.

.No tienes ni sombra de vello en la barbilla y, sin embargo, posees los atributos de un

hombre. Deberás renunciar a los placeres que tanto amas.

.Lo haré, te lo prometo .murmuré.

Sentí un dolor lacerante en la mejilla. La herida aún estaba abierta. Traté de tocármela,

pero él me sujetó la mano mientras vertía unas gotas de su sangre en la herida. Al cabo de

unos instantes sentí un cosquilleo y un escozor que indicaba que ésta comenzaba a cicatrizar.

Marius efectuó la misma operación sobre el rasguño que yo tenía en el brazo, y el pequeño

corte en el dorso de la mano. Cerré los ojos y me rendí a este extraño e intenso goce.

Su mano se deslizó sobre mi pecho, pasó por alto mis partes pudendas y exploró una

pierna y luego la otra, en busca de la más leve lesión en la piel. De nuevo experimenté un

violento estremecimiento de placer.

Sentí que Marius me sacaba de la bañera y me envolvía en una cálida toalla. Sentí una

impetuosa ráfaga de aire, lo que significaba que se movía a mayor velocidad de lo que el ojo

humano podía detectar. Luego sentí el suelo de mármol bajo mis pies, y su frescura me alivió.

Nos encontrábamos en el estudio. Estábamos de espaldas al cuadro sobre el que Marius

había estado trabajando hacía un par de noches, frente a otro magnífico lienzo de grandes

dimensiones que mostraba, bajo un sol resplandeciente y un cielo azul cobalto, un frondoso

grupo de árboles rodeado por dos figuras batidas por ei viento.

La mujer era Dafne, cuyos brazos se habían transformado en unas ramas de laurel

repletas de hojas, y sus pies en unas raíces que se hundían en la tierra color marrón oscuro.

Tras ella aparecía el desesperado y bello Apolo, un dios dotado de una cabellera dorada y unas

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110

piernas esbeltas y musculosas, el cual había llegado demasiado tarde para impedir la frenética

y mágica huida de su amada de sus brazos amenazadores, su metamorfosis fatal.

.Observa el aire indiferente de las nubes .me susurró el maestro al oído. Luego señaló

el sol que había pintado a grandes trazos con más habilidad que los hombres que lo veían a

diario.

Pronunció unas palabras que yo había confiado a Lestat hacía tiempo, cuando le conté mi

historia, unas palabras que Marius había salvado misericordiosamente de las pocas imágenes

de esa época que yo le había ofrecido.

Cuando repito esas palabras me parece oír la voz de Marius, las últimas palabras que oí

como un ser mortal:

.Éste es el único sol que volverás a ver. Pero dispondrás de un milenio de noches para

contemplar una luz que ningún mortal ha visto jamás, para arrebatar a las lejanas estrellas,

como Prometeo, una luz infinita que te permitirá comprender todas las cosas.

Y yo, que en la fabulosa tierra de la que acababa de regresar había contemplado una luz

celestial infinitamente más portentosa, anhelé que él la eclipsara para siempre.

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111

8

Los aposentos privados del maestro consistían en una serie de habitaciones en las que

había cubierto los muros con unas copias impecables de las obras de los pintores mortales que

tanto admiraba: Giotto, Fra Angélico, Bellini.

Nos hallábamos en la habitación que contenía la gran obra de Benozzo Gozzoli, de la

capilla de los Médicis en Florencia: El cortejo de los Reyes Magos. Gozzoli había creado su

visión a mediados de siglo, plasmándola sobre tres muros de la pequeña cámara sagrada.

Sin embargo, mi maestro, con su memoria y sus dotes sobrenaturales, había ampliado

esta monumental obra, cubriendo con ella todo un lado de esta inmensa y ancha galería.

La copia era tan perfecta como la obra original de Gozzoli, con sus legiones de florentinos

elegantemente ataviados, sus pálidos rostros un modelo de contemplativa inocencia, montados

en magníficos corceles tras la exquisita figura de Lorenzo de Médicis, un joven con una melena

rizada rubio oscuro que le rozaba los hombros, y un toque rojo carnal en sus pálidas mejillas.

De aspecto majestuoso, vestido con una chaqueta dorada ribeteada de piel y unas mangas

largas divididas a la altura de los codos, a lomos de un caballo blanco espléndidamente

enjaezado, miraba con expresión serena e indiferente al observador de la pintura. No había un

detalle de la misma que desmereciera otro. Incluso las riendas y los arreos del caballo estaban

exquisitamente plasmados en oro y terciopelo, a tono con las ceñidas mangas del jubón de

Lorenzo y sus botas de terciopelo rojo que le llegaban a las rodillas.

El encanto de la pintura residía principalmente en los semblantes de los jóvenes, así

como de algunos ancianos que constituían la nutrida procesión, los cuales mostraban unas

bocas pequeñas y silenciosas y unos ojos que miraban de reojo como si temieran romper el

hechizo de la escena si miraban al frente. La procesión desfilaba ante castillos y montes, en su

peregrinar hacia Belén.

Docenas de candelabros de plata encendidos a ambos lados de la habitación iluminaban

esta obra maestra. Las gruesas velas blancas de purísima cera de abejas emitían una suntuosa

luz. En el cielo aparecía un glorioso amasijo de nubes en torno a un óvalo de santos flotando

por los aires, rozando mutuamente sus manos extendidas al tiempo que nos contemplaban con

satisfacción y benevolencia.

Ningún mueble cubría las losas de mármol de Carrara rosa del suelo pulido. Un airoso

diseño de frondosas y verdes parras delimitaba cada losa cuadrada, pero éste era el único

adorno del lustroso suelo y tacto sedoso bajo los pies.

Contemplé con la fascinación de una mente febril esta galería de imponentes superficies.

El cortejo de los Reyes Magos, que ocupaba todo el muro a mi derecha, parecía emitir una

suave plétora de sonidos irreales: las sofocadas pisadas de los cascos de los caballos, los

apresurados pasos de las figuras que caminaban junto a ellos, el murmullo de los arbustos

repletos de flores rojas junto al camino e incluso las lejanas voces de los cazadores que

recorrían los senderos montañosos acompañados por sus esbeltos mastines.

Mi maestro se detuvo en el centro de la estancia. Se había despojado de su

acostumbrada capa de terciopelo rojo, bajo la cual llevaba sólo una túnica de tejido dorado,

con las mangas largas y abullonadas hasta las muñecas, cuyo dobladillo rozaba sus pies

desnudos.

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112

Su cabello formaba un resplandeciente halo rubio que le caía suavemente hasta los

hombros y realzaba sus facciones.

Yo lucía un traje de tejido tan liviano y sencillo como su atuendo.

.Acércate, Amadeo .me ordenó el maestro.

Me sentía débil, tenía sed y las piernas apenas me sostenían. Él lo sabía, no tenía

disculpa. Avancé con pasos lentos y torpes hasta llegar a él, que me esperaba con los brazos

extendidos.

Marius apoyó las manos en la parte posterior de mi cabeza. Acercó sus labios a mi rostro.

Una sensación de fatalidad hizo presa en mí.

.Ahora morirás para permanecer junto a mí en una vida eterna .me susurró al oído..

No temas nada. Tu corazón estará a salvo en mis manos.

Sus dientes se clavaron en mí, profundamente, con crueldad y la precisión de dos

puñales. Percibí un estallido en mis oídos. Mis entrañas se contrajeron, produciéndome un

intenso dolor en el vientre. Al mismo tiempo sentí un placer salvaje que me recorrió las venas

hasta alcanzar las heridas en mi cuello. Sentí que mi sangre circulaba aceleradamente hacia mi

maestro, para calmar su sed y provocar mi inevitable muerte.

Incluso mis manos estaban poseídas por una vibrante sensación. Mi cuerpo se había

convertido de pronto en un circuito cerrado, refulgente, mientras mi maestro bebía mi sangre,

emitiendo unos sonidos roncos, obvios, deliberados. Los latidos de su corazón, lentos y

acompasados, llenaron mis oídos.

El dolor que me retorcía las tripas se alquemizó y transformó en éxtasis; mi cuerpo se

tornó ingrávido, carente de toda sensación de ocupar un lugar en el espacio. Sentí en mi pecho

los latidos del corazón de Marius. Toqué los suaves mechones de su cabello, pero no los así.

Me parecía flotar, sostenido sólo por los insistentes latidos de su corazón y el torrente

sanguíneo que fluía por mis venas impulsado por una corriente eléctrica.

.Voy a morir .musité. Este éxtasis no podía durar.

Súbitamente, el mundo murió.

Me hallaba solo en la desolada orilla del mar, barrida por el viento. Era la tierra a la que

había viajado con anterioridad, pero ahora tenía un aspecto muy distinto, desprovista de su

resplandeciente sol y sus abundantes flores. Los sacerdotes estaban presentes, pero sus

oscuros hábitos estaban cubiertos de polvo y olían a tierra. Los reconocí en el acto, los conocía

bien. Conocía sus nombres. Reconocí sus rostros afilados y barbudos, su pelo ralo y grasiento,

los sombreros negros de fieltro que lucían. Reconocí la porquería de sus uñas y la mirada ávida

que reflejaban sus ojos hundidos y relucientes. Los sacerdotes me indicaron que me acercara.

Sí, había regresado al lugar donde debía estar. Nos elevamos más y más hasta

detenernos sobre el farallón de la ciudad de cristal, situada a lo lejos a nuestra izquierda,

desolada y desierta.

La energía incandescente que había iluminado sus múltiples torres translúcidas se había

desvanecido por completo, desconectada de su fuente. De su radiante colorido sólo quedaban

unos apagados matices bajo un firmamento monótono y gris. Qué triste era contemplar la

ciudad de cristal desprovista de su fuego mágico.

De sus torres brotó un coro de sonidos, un murmullo de cristal contra cristal. Sin

embargo, no contenía música, sólo una sorda y luminosa desesperación.

.Vamos, Andrei .me llamó uno de los sacerdotes. Me aferró la mano con la suya sucia

y manchada de barro seco con tal fuerza que me hizo daño. Al mirarme la otra mano,

comprobé que tenía los dedos descarnados y de una blancura cadavérica. Los nudillos se

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113

traslucían a través de la piel como si la carne hubiera desaparecido, pero no era así. Tenía la

piel adherida a los huesos, hambrienta y flácida como la de los sacerdotes.

Ante nosotros discurría un río repleto de fragmentos de hielo y grandes masas de troncos

negruzcos que flotaban en la superficie, formando un lago cenagoso sobre las planicies.

Tuvimos que atravesarlo; el agua helada me lastimó los pies. Pero seguimos avanzando, los

tres sacerdotes y yo. Ante nosotros se erguían las otrora doradas cúpulas de Kíev. Era nuestra

Santa Sofía, que seguía sosteniéndose en pie tras las horrendas matanzas y conflagraciones

perpetradas por los mongoles, los cuales habían destruido nuestra ciudad, sus tesoros y sus

perversos y mundanos hombres y mujeres.

.Vamos, Andrei.

Reconocí el portal. Pertenecía al Monasterio de las Cuevas. Sólo unas velas iluminaban

estas catacumbas. El olor a tierra era tan intenso que sofocaba incluso el hedor a sudor que se

había secado sobre carne inmunda y enferma.

Yo sostenía en las manos el tosco mango de madera de una pequeña pala. Me puse a

excavar la mullida tierra hasta contemplar a un hombre que no estaba muerto sino que soñaba

con el rostro cubierto de tierra.

.¿Estás vivo, hermano? .pregunté en voz baja a su alma enterrada hasta el cuello.

.Sí, hermano Andrei. Dame el sustento que necesito para seguir vivo .respondió el

hombre sin apenas mover sus labios agrietados ni abrir sus pálidos párpados.. Lo suficiente

hasta que nuestro Señor y Salvador, Jesucristo, elija el momento en que debo regresar a casa.

.Me admira tu valor, hermano .dije, acercando un cántaro de agua a sus labios. Al

beber el agua se deslizó por su mentón, formando unos surcos de barro. El hombre apoyó de

nuevo la cabeza sobre la mullida tierra.

.Y tú, criatura .respondió el hombre, respirando trabajosamente, apartando un poco

los labios del cántaro.. ¿Cuándo reunirás el valor necesario para elegir tu celda de tierra entre

nosotros, tu sepultura, y aguardar la llegada de Jesucristo?

.Rezo para que sea pronto, hermano .contesté.

Retrocedí unos pasos y empuñé de nuevo la pala. Excavé hasta descubrir la siguiente

fosa; un hedor inconfundible me asaltó la nariz. El sacerdote que estaba junto a mí me sujetó

para que no me desvaneciera.

.Nuestro amado hermano Joseph ha ido a reunirse con el Señor .afirmó.. Descubre su

rostro para que podamos comprobar que murió en paz.

El hedor era insoportable. Sólo los seres humanos muertos apestan de esta manera. Es

un hedor a fosas abandonadas y carros que transportan los cadáveres de las poblaciones

asoladas por la peste. Temí ponerme a vomitar, pero seguí cavando hasta que descubrimos la

cabeza del último hombre. Calvo, el cráneo estaba cubierto por una envoltura de piel que se

había encogido.

Los sacerdotes situados a mis espaldas pronunciaron unas oraciones.

.¡Ciérrala, Andrei! .me ordenaron.

.¿Cuándo reunirás el valor necesario, hermano? ¿Sólo Dios puede decirte...?

«¿El valor para qué?» Reconozco esta estentórea voz, a este nombre de espaldas anchas

que ha irrumpido en la catacumba. Su cabellera y su barba de color castaño son

inconfundibles, así como su jubón de cuero y las armas que penden de su cinturón de cuero.

.¿Es esto lo que habéis hecho con mi hijo, el pintor de iconos?

A r m a n d , e l v a m p i r o A n n e R i c e

114

El hombre me aferró del hombro, como había hecho mil veces, con esa manaza con la

que me golpeaba hasta dejarme sin sentido.

.¡Suéltame, cretino ignorante! .murmuré.. Estamos en la casa de Dios.

El hombre me arrastró con tal violencia que caí al suelo. Mi túnica negra estaba

desgarrada.

.¡Basta, padre! ¡Aléjate de aquí! .exclamé.

.¿Vais a enterrar en una de estas fosas a un muchacho que pinta como los ángeles?

.Deja de gritar, hermano Iván. Dios decidirá lo que debemos hacer.

Los sacerdotes echaron a correr detrás de mí. Mi padre me arrastró hasta el taller. Del

techo colgaban varias hileras de iconos, y otros cubrían toda la pared del fondo. Mi padre me

arrojó en una silla situada ante la recia mesa de trabajo. Tomó el candelabro de hierro y

encendió con su llama oscilante y rebelde el resto de las velas.

Las velas iluminaron su poblada barba. De sus espesas cejas colgaban unos pelos largos

y grises que se curvaban hacia arriba, dando a su semblante un aspecto diabólico.

.Te comportas como el idiota del pueblo, padre .murmuré.. Lo extraño es que yo no

sea también un idiota de baba.

.¡Cierra la boca, Andrei! Nadie te ha enseñado modales, eso está claro. Tendré que

darte una buena tunda para que aprendas.

Mi padre me asestó un puñetazo en la sien que me dejó sordo.

.Creí que te había sacudido lo suficiente antes de traerte aquí, pero veo que estaba

equivocado .dijo, golpeándome de nuevo.

.¡Blasfemia! .protestó el sacerdote situándose junto a mí.. Este chico está consagrado

a Dios.

.Consagrado a una pandilla de locos .replicó mi padre.. ¡Aquí tenéis los huevos,

padres! .dijo con desprecio, sacando una bolsa de su jubón. Abrió la bolsa de cuero y extrajo

un huevo.. ¡Pinta, Andrei! Pinta para recordar a estos locos, que posees un gran talento que

te ha concedido Dios.

.Es Dios quien pinta estos cuadros .contestó el sacerdote, el mayor de ellos; su pelo

gris estaba tan lleno de porquería y de grasa que parecía casi negro. El sacerdote se interpuso

entre la silla que yo ocupaba y mi padre.

Mi padre depositó en la mesa todos los huevos menos uno. Se inclinó sobre un pequeño

cuenco de barro, cascó el huevo, recogió la yema con una mitad de la cascara y vertió el resto

en el trozo de cuero.

.Aquí tienes, Andrei, pura yema .dijo, suspirando.

Tras arrojar la cascara al suelo, tomó una jarrita y vertió un poco de agua sobre la yema.

.Mezcla tus colores y ponte a trabajar. Recuerda a estos...

.El chico trabaja cuando Dios le ordena que lo haga .declaró el sacerdote de más

edad.. Y cuando Dios le ordene que se entierre, para llevar la vida de un eremita, lo hará.

.¡Y un cuerno! .replicó mi padre.. El príncipe Miguel me ha encargado un icono de la

virgen. ¡Ponte a pintar, Andrei! Pinta tres para que yo pueda entregar al príncipe Miguel el

icono que desea y llevar los otros al lejano castillo de su hermano, el príncipe Feodor, tal como

me ha pedido el príncipe Miguel.

A r m a n d , e l v a m p i r o A n n e R i c e

115

.Ese castillo está destruido, padre .repuse con desdén.. Feodor y sus hombres fueron

asesinados por las tribus bárbaras. No hallarás nada en aquel páramo sino piedras. Lo sabes

tan bien como yo, padre. Hemos pasado a caballo muchas veces por ese lugar y lo hemos

visto con nuestros propios ojos.

.Si el príncipe nos lo ordena, iremos allí .insistió mi padre.. Dejaremos el icono entre

las ramas del árbol más próximo al lugar donde murió su hermano.

.¡Vanidad y locura! .rezongó el anciano sacerdote. Los otros entraron en la habitación.

Todos se pusieron a vociferar.

.¡Háblame claro y déjate de poesías! .gritó mi padre.. Deja que el chico pinte. Mezcla

los colores, Andrei. Reza tus oraciones, pero ponte a trabajar de una vez.

.Estoy harto de que me humilles, padre. Te desprecio. Me avergüenza ser tu hijo. No

soy tu hijo. Me niego a serlo. Cierra tu inmunda boca o no volveré a pintar jamás.

.¡Qué hijo tan dulce tengo, cuando habla derrama pura miel! Se nota que las abejas le

han clavado su aguijón en la lengua.

Mi padre volvió a golpearme con saña. Estaba mareado, pero no alcé las manos para

protegerme la cabeza. Me dolía el oído.

.¿Te sientes orgulloso de ti mismo, Iván el Idiota? .le espeté.. ¿Cómo quieres que

pinte si no veo ni puedo sentarme en la silla?

Los sacerdotes siguieron vociferando y discutiendo entre sí.

Yo me concentré en la pequeña hilera de potes de barro dispuestos para la yema y el

agua. Al fin me puse a mezclar la yema y el agua. Era preferible trabajar y prescindir del

escándalo que organizaban. Oí a mi padre emitir una risotada de satisfacción.

.¡Anda, muéstrales al genio a quien pretenden emparedar vivo en un montón de barro!

.Por el amor de Dios .protestó el sacerdote más anciano.

.Por el amor de unos imbéciles .replicó mi padre.. No basta con ser un gran pintor.

Tienes que ser también un santo.

.Tú no sabes lo que es tu hijo. Fue Dios quien te guió para que lo trajeras aquí.

.Fue dinero .afirmó mi padre. Los sacerdotes lanzaron una exclamación de asombro.

.No mientas .murmuré.. Sabes perfectamente que fue el orgullo.

.¡El orgullo, sí! .dijo mi padre.. ¡De que mi hijo fuera capaz de pintar el rostro de

Jesucristo o la Virgen Santísima como un maestro! Y vosotros, a quienes entrego este genio,

sois demasiado ignorantes para comprenderlo.

Comencé a machacar los pigmentos. Necesitaba un polvo color tierra, que luego mezclé

una y otra vez con la yema y el agua hasta diluir cada fragmento de pigmento y obtener una

pintura suave, lisa y transparente. Luego repetí la operación para obtener un color amarillo,

seguido de uno carmesí.

Los sacerdotes y mi padre continuaron peleándose por mí. Mi padre amenazó al más

anciano con el puño, pero yo no me molesté en alzar la vista. Sabía que no se atrevería a

lastimarlo. Exasperado, mi padre me propinó un puntapié en la pierna. Sentí un espasmo de

dolor en el músculo, pero no dije nada y seguí mezclando las pinturas.

Uno de los sacerdotes se acercó por la izquierda y colocó ante mí un panel de madera

preparado y dispuesto para que plasmara en él la imagen sagrada.

A r m a n d , e l v a m p i r o A n n e R i c e

116

Cuando todo estaba listo, incliné la cabeza y me santigüé como hacíamos nosotros,

tocando primero mi hombro derecho en lugar del izquierdo.

.Dios mío, concédeme el poder, concédeme la visión, concede a mis manos la destreza

que sólo tu amor es capaz de conceder.

De inmediato sostuve el pincel en la mano, sin recordar haberlo tomado, y éste empezó

a deslizarse rápidamente sobre el panel de madera, trazando el rostro ovalado de la Virgen,

las líneas curvadas de sus hombros y el contorno de sus manos apoyadas en el regazo.

Los sacerdotes emitieron exclamaciones de asombro y de admiración al comprobar mis

dotes. Mi padre lanzó una carcajada de satisfacción.

.¡Ah, mi Andrei! Mi pequeño genio deslenguado, sarcástico e ingrato. Dios le ha

bendecido con este don.

.Gracias, padre .murmuré con ironía mientras observaba admirado, como sumido en

un trance, los movimientos de mi pincel. Éste trazó el cabello de la Virgen, adherido al cuero

cabelludo y peinado con raya al medio. No necesité ningún instrumento para dibujar el

contorno de su halo perfectamente redondo.

Los sacerdotes me entregaron unos pinceles limpios. Uno sostenía un trapo limpio en las

manos. Tomé un pincel para mezclar el color rojo con pasta blanca, hasta obtener el tono

exacto de la carne.

.¡Parece un milagro!

.¡Exactamente! .repuso el anciano sacerdote.. Es un milagro, hermano Iván, y el

muchacho hará lo que Dios le ordene.

.¡Malditos! ¡No dejaré que emparedéis vivo a mi hijo en ese lugar, no mientras yo viva!

Vendrá conmigo a las estepas.

Yo solté una carcajada.

.No digas majaderías, padre .repliqué con desdén., mi lugar está aquí.

.Es el mejor cazador de la familia, y me lo llevaré a las estepas .informó mi padre a los

otros, quienes se apresuraron a manifestar su desaprobación mediante sonoras protestas.

.¿Por qué has pintado una lágrima en el ojo de la Virgen María, hermano Andrei?

.Ha sido Dios quien ha pintado esa lágrima .terció otro sacerdote.

.Es la Dolorosa. Observad los hermosos pliegues de su manto.

.¡Fijaos en el niño Jesús! .exclamó mi padre con tono reverente.. ¡Pobre criatura,

pronto morirá crucificado! .Su voz sonaba insólitamente suave, casi tierna.. Ah, Andrei, qué

don el tuyo. ¡Observad los ojos y las manitas del niño Jesús, la piel del pulgar!

.¡Hasta tú has sido tocado por la luz de Cristo! .exclamó el sacerdote más anciano..

Incluso un hombre tan estúpido y violento como tú, hermano Iván.

Los sacerdotes se aproximaron a mí, formando un círculo. Mi padre me entregó un

puñado de diminutas y rutilantes joyas.

.Toma, Andrei, para los halos. Apresúrate, el príncipe Miguel ha ordenado que vayamos

a su castillo.

.¡Es una locura! .protestaron los sacerdotes. Todos se pusieron a vociferar al unísono,

hasta que mi padre esgrimió el puño.

A r m a n d , e l v a m p i r o A n n e R i c e

117

Alcé la vista y tomé otro panel de madera limpio. Tenía la frente cubierta de sudor. Seguí

trabajando con ahínco. Al poco rato había pintado tres iconos.

Sentí una felicidad inmensa. Era una sensación muy dulce, cálida, y aunque no dije nada,

sabía que se lo debía a mi padre, ese hombre jovial, rubicundo, de espaldas imponentemente

anchas y rostro reluciente, ese hombre a quien por lógica yo debía odiar.

La Dolorosa y su Hijo, y el lienzo para enjugar sus lágrimas, y el mismo Jesucristo.

Agotado, con los ojos que me escocían, me recliné en el respaldo de la silla. En la habitación

hacía un frío polar. Ojalá hubiera podido encender un fuego. Tenía la mano izquierda

entumecida por el frío. La mano derecha podía moverla sin dificultad gracias a la velocidad con

que había completado el trabajo. Se me ocurrió chuparme los dedos de la mano izquierda para

desentumecerlos, pero no habría sido correcto hacerlo en presencia de los sacerdotes, que no

cesaban de elogiar los iconos.

.Magistral. La obra de Dios.

De pronto tuve la horrible sensación de que de algún modo me había alejado de este

momento, del Monasterio de las Cuevas al que había consagrado mi vida, de los sacerdotes

que eran mis hermanos, de mi estúpido e irreverente padre, que a pesar de su ignorancia era

un hombre orgulloso.

.Mi hijo .dijo mi padre ufano con los ojos llenos de lágrimas, apoyando la mano en mi

hombro. A su modo era un hombre apuesto, noble y fuerte, que no temía a nada ni a nadie,

un príncipe entre sus caballos, sus mastines y sus seguidores, entre los que me contaba yo, su

hijo.

.Déjame en paz, mentecato .repliqué, sonriendo para enfurecerlo. Mi padre soltó una

carcajada. Se sentía demasiado satisfecho y orgulloso para responder a mi provocación.

.Mirad lo que ha hecho .dijo con voz ronca, como si fuera a echarse a llorar. Y ni

siquiera estaba borracho.

.No parece creada por manos humanas .comentó el sacerdote.

.¡Por supuesto que no! .exclamó mi padre con desprecio.. Ha sido creada por las

manos de mi hijo Andrei.

Una voz melosa me susurró al oído:

.¿Vas a colocar las joyas en los halos, hermano Andrei, o prefieres que lo haga yo?

El trabajo quedó completado en un santiamén: la pintura aplicada y las cinco piedras

colocadas en el icono de Jesucristo. El pincel voló de nuevo a mis manos para que diera los

últimos toques al cabello castaño del Señor, peinado con raya en el medio y recogido detrás de

las orejas, asomando sólo una parte del mismo a ambos lados de su cuello. El punzón apareció

en mi mano para espesar y oscurecer las letras negras sobre el libro abierto que sostenía

Jesús en la mano izquierda. El Señor me observó con aire serio y severo desde el panel, con

los labios rojos y unidos en una línea recta bajo los cuernos de su bigote castaño.

.¡Apresúrate! El príncipe ya ha llegado, está aquí.

Frente a la entrada del monasterio nevaba chuzos. Los sacerdotes me ayudaron a

enfundarme el jubón de cuero y la chaqueta de piel de cordero. Me abrocharon el cinturón. Era

agradable percibir de nuevo el olor a cuero, aspirar el aire frío. Mi padre sostenía mi espada.

Era una espada antigua y pesada que había utilizado hacía tiempo para pelear contra los

caballeros teutónicos en unas tierras situadas al este; las piedras preciosas se habían partido y

desprendido de la empuñadura, pero era una magnífica espada de guerra.

En éstas apareció a través de la nieve una figura montada a caballo. Era el príncipe

Miguel, vestido con una capa forrada de piel y unos guantes, el gran señor que gobernaba Kíev

A r m a n d , e l v a m p i r o A n n e R i c e

118

para nuestros conquistadores católicos, cuya fe nos negábamos a aceptar, aunque ellos

permitían que conserváramos la nuestra. Iba ataviado con unas prendas de terciopelo y oro

confeccionadas en un país extranjero. Ofrecía una elegante estampa, digna de las cortes reales

de Lituania, de las que habíamos oído unos relatos fantásticos. ¿Cómo podía soportar Kíev, la

ciudad destruida?

El caballo se encabritó. Mi padre corrió a sujetar las riendas, amenazando al animal con

la ferocidad con que me amenazaba a mí. El icono para el príncipe Feodor, que yo debía

transportar, estaba envuelto en lana.

Apoyé la mano en la empuñadura de la espada.

.No puedes llevarte al muchacho en esta diabólica misión .exclamó el sacerdote más

anciano.. Príncipe Miguel, excelencia, poderoso señor, decid a este hombre impío que no

puede llevarse a nuestro Andrei.

Observé el rostro del príncipe a través de la nieve, cuadrado y enérgico, con unas cejas y

una barba canosas y unos grandes ojos azules y duros.

.Dejad que vaya, padre .pidió el príncipe al sacerdote.. El chico ha cazado con Iván

desde que tiene cuatro años. Nadie me ha proporcionado tan suculentos manjares para mi

mesa, y para la vuestra, padre, como él. Dejad que parta.

El caballo ejecutó unos pasos de danza hacia atrás. Mi padre tiró de las riendas. El

príncipe Miguel sopló para quitarse un poco de nieve que tenía en el bigote.

Unos mozos nos trajeron los caballos destinados a mi padre y a mí. El de mi padre era un

poderoso corcel de cuello esbelto y airoso, y el mío, un caballo castrado más bajo, que me

había pertenecido antes de venir al Monasterio de las Cuevas.

.¡Regresaré, padre! .prometí al anciano sacerdote.. Dame tu bendición. ¿Qué puedo

hacer contra mi amable, tierno e infinitamente piadoso padre cuando el mismo príncipe Miguel

me ordena partir?

.¡Cierra tu asquerosa boca! .me espetó mi padre.. No estoy dispuesto a escuchar

esas zarandajas durante todo el camino hasta que lleguemos al castillo del príncipe Feodor.

.¡Hasta que lleguéis al infierno! .exclamó el viejo sacerdote.. Llevas a mi novicio a la

muerte.

.¡Vosotros lleváis a vuestros novicios a una fosa! Tomáis las manos que han pintado

estas maravillas...

.Las pintó Dios .murmuré secamente., y tú lo sabes, padre. Deja de dar el

espectáculo con tu irreverencia y tu beligerancia.

Monté en mi caballo con el icono envuelto en lana atado al pecho.

.¡No creo que mi hermano Feodor haya muerto! .exclamó el príncipe, tratando de

controlar a su caballo y colocarlo junto al de mi padre.. Quizás esos viajeros vieron otro

castillo en ruinas, un viejo...

.Nada sobrevive en los páramos .afirmó el anciano sacerdote.. No llevéis a Andrei,

príncipe. Os lo ruego.

El sacerdote echó a correr junto a mi caballo.

.¡No hallarás nada, Andrei, sólo hierba salvaje agitada por el viento y unos pocos

árboles! Coloca el icono en las ramas de un árbol. Deposítalo allí tal como Dios desea, para

que cuando lo encuentren los tártaros se percaten de su poder divino. Deposítalo ahí para que

lo hallen los paganos, y regresa a casa.

A r m a n d , e l v a m p i r o A n n e R i c e

119

Caían unos copos de nieve tan espesos que no pude ver el rostro del sacerdote. Alcé la

vista y contemplé las destartaladas cúpulas de nuestra catedral, esos vestigios de gloria

bizantina que nos habían legado los invasores mongoles, quienes se cobraban su cruel tributo

a través de nuestro príncipe católico. ¡Qué aspecto tan triste y desolado tenía mi tierra! Cerré

los ojos añorando el cubículo de barro de la cueva, el olor a tierra, los sueños de Dios y su

infinita bondad que acudirían a mí cuando estuviera medio sepultado.

Regresa a mí, Amadeo. Regresa. ¡No dejes que tu corazón se detenga!

Me volví apresuradamente.

.¿Quién me llama? .pregunté.

A través del espeso velo blanco de nieve vislumbré la remota ciudad de cristal, negra y

resplandeciente como si ardiera en el fuego del infierno. Unas columnas de humo se alzaban

para alimentar las siniestras nubes del oscuro cielo. Partí a caballo hacia la ciudad de cristal.

.¡Andrei! .gritó mi padre a mis espaldas.

Regresa a mí, Amadeo. ¡No dejes que tu corazón se detenga!

De pronto, cuando tiré con fuerza de las riendas para controlar a mi montura, el icono

cayó al suelo. El envoltorio de lana se había aflojado. Seguimos avanzando. El icono rodó por

la colina junto a nosotros, rebotando y chocando contra las piedras mientras la lana se

deshacía. Vi el rostro resplandeciente de Cristo.

Unos brazos vigorosos me aferraron y alzaron como si me arrancaran de un vertiginoso

remolino.

.¡Suéltame! .protesté. Al volverme, vi el icono sobre la tierra helada. Los ojos de Cristo

estaban fijos en mí, observándome de niodo inquisitivo.

Noté unos dedos que me oprimían las sienes. Pestañeé y abrí los ojos. La habitación

estaba inundada de calor y de luz. Ante mí vi el rostro del maestro; sus ojos azules estaban

inyectados en sangre.

.¡Bebe, Amadeo! .ordenó.. ¡Bebe de mí!

Me incliné sobre su cuello. La sangre comenzó a manar de su vena, deslizándose a

raudales por el cuello de su túnica dorada. Oprimí los labios sobre su arteria y succioné.

Su sangre me abrasó y emití un grito de gozo.

.¡Bebe, Amadeo! ¡Succiona con fuerza!

Yo tenía la boca llena de sangre. Apreté los labios sobre su carne blanca y satinada para

no desperdiciar una sola gota. Tragué con avidez. Vi vagamente a mi padre cabalgando a

través de los páramos, una poderosa figura vestida de cuero, con la espada sujeta al cinto, la

pierna doblada y enfundada en una vieja y gastada bota marrón, el pie instalado firmemente

en el estribo. Mi padre se volvió hacia la izquierda, erguido en la silla, moviéndose

armoniosamente al paso de galope de su caballo blanco.

.¡Está bien, abandóname, cobarde, descarado! ¡Abandóname en este erial! .gritó..

¡He rezado para que no te enterraran en sus asquerosas catacumbas, Andrei, en sus siniestras

celdas de tierra! ¡Y mi ruego ha sido atendido! ¡Ve con Dios, Andrei!

El maestro, de pie frente a mí, me miró arrobado; su hermoso rostro semejaba una

llama blanca junto a la oscilante luz dorada de las innumerables velas.

Yo yacía en el suelo. Mi cuerpo vibraba estimulado por su sangre. Me puse en pie; estaba

mareado.

A r m a n d , e l v a m p i r o A n n e R i c e

120

.Maestro.

Éste, situado al otro extremo de la habitación, con los pies desnudos sobre el pulido

suelo de mármol rosa y los brazos extendidos, respondió:

.Acércate, Amadeo, camina hacia mí y descansa.

Yo traté de obedecerle. Los colores de la habitación me aturdían. Contemplé El cortejo de

los Reyes Magos.

.¡Qué imagen tan vívida, tan real! .exclamé.

.Acércate, Amadeo.

.Me siento muy débil, maestro. Voy a desmayarme. Me siento morir en esta gloriosa

luz.

Avancé hacia él pasito a paso, lentamente, aunque me parecía imposible. De pronto

tropecé y caí.

.Si no puedes caminar, acércate de rodillas. Vamos, acércate.

Me agarré a su túnica, desmoralizado al alzar la vista y contemplar la enorme distancia

que debía recorrer hasta alcanzar lo que ansiaba. Extendí la mano y así su codo derecho, que

él dobló para facilitarme la tarea. Comencé a incorporarme, sintiendo la textura del tejido

dorado sobre mi rostro. Poco a poco enderecé las piernas hasta lograr ponerme de pie. Le

abracé de nuevo, buscando la fuente que ansiaba, y bebí con avidez.

Su sangre se precipitó como un torrente dorado por mi garganta. Me recorrió las piernas

y los brazos. Me había convertido en un titán.

.Dámela .murmuré, abrazándolo con fuerza.. Dámela.

Saboreé durante unos instantes el sabor de su sangre en mis labios antes de que se

deslizara por mi garganta.

Tuve la sensación de que sus manos frías como el mármol me estrujaban el corazón. Oí

cómo se debatía, latiendo, sus válvulas abriéndose y cerrándose, el sonido húmedo de su

sangre invadiéndolo, las válvulas abriéndose para recibirla, utilizarla, mi corazón haciéndose

más grande y más fuerte, mis venas convirtiéndose en unos conductos metálicos invencibles

de este potente líquido.

Caí al suelo. Él permaneció de pie junto a mí, tendiéndome las manos.

.Levántate, Amadeo. Levántate y abrázame. Toma mi sangre.

Yo rompí a llorar. Mis lágrimas no eran rojas, pero tenía la mano manchada de sangre.

.Ayúdame, maestro.

.Eso hago. Levántate, busca la herida.

Me levanté con las renovadas fuerzas que me había procurado su sangre, como si de

pronto fuera capaz de superar toda limitación humana. Me abalancé sobre él y le abrí la túnica

en busca de la herida.

.Debes hacerme una nueva herida, Amadeo.

Clavé los dientes en su carne. La sangre penetró en mi boca a borbotones. Oprimí mis

labios sobre la herida.

.Fluye a través de mis venas .musité.

A r m a n d , e l v a m p i r o A n n e R i c e

121

Cerré los ojos. Vi el páramo, la hierba sacudida por el viento, el cielo azul celeste. Mi

padre seguía avanzando a caballo seguido por un reducido grupo de acompañantes. ¿Estaba

yo entre ellos?

.¡Recé para que lograras escapar! .gritó soltando una carcajada.. ¡Y a fe mía que lo

has conseguido, Andrei! ¡Malditos seáis tú, tu descarada lengua y tus manos mágicas de

pintor! ¡Condenado mocoso deslenguado! .Mi padre continuó riendo mientras cabalgaba a

través de la hierba, que se doblegaba al paso de su montura.

.¡Mira, padre! .traté de gritar. Deseaba que viera las ruinas del castillo. Pero tenía la

boca llena de sangre. Los sacerdotes estaban en lo cierto. La fortaleza del príncipe Feodor

estaba destruida, y el príncipe había muerto hacía mucho. Cuando alcanzaron el primer

montón de piedras cubiertas de parras, el caballo de mi padre se encabritó.

De pronto sentí el suelo de mármol bajo mis pies, maravillosamente cálido. Me incorporé.

Mareado, observé el dibujo rosa, denso, profundo, prodigioso, como agua helada convertida en

mármol. Habría podido contemplarlo eternamente.

.Levántate, Amadeo. Una vez más.

Esta vez me resultó más fácil enderezarme hasta alcanzar su brazo y luego su hombro.

Traspasé la carne de su cuello con mis dientes. La sangre me inundó de nuevo la boca,

revelándome toda mi forma en la negrura de mi mente. Vi el cuerpo del muchacho que era yo,

sus brazos y piernas, mientras aspiraba con esta forma el calor y la luz que me rodeaban,

como si todo mi ser se hubiera convertido en un inmenso órgano multicolor cuya función era

ver, oír, respirar. Respiré con millones de minutos y diminutas bocas que succionaban con

energía. Me sentí saciado de sangre.

Contemplé a mi maestro. Observé en su rostro un ligero cansancio, un leve dolor en sus

ojos. Por primera vez observé en su rostro los surcos de su antigua humanidad, las suaves e

inevitables arrugas en las esquinas de sus ojos, serenos y entornados.

El tejido de su túnica brillaba bajo la luz de las velas, que arrancaba unos reflejos

dorados con cada pequeño movimiento suyo. El maestro señaló la pintura de El cortejo de los

Reyes Magos.

.Tu alma y tu cuerpo físico están ahora unidos para siempre .declaró.. Y a través de

tus sentidos vampíricos, la vista, el tacto, el olfato y el gusto, descubrirás el mundo. No lo

descubrirás dándole la espalda para penetrar en las tenebrosas entrañas de la tierra, sino

abriendo los brazos para percibir el esplendor absoluto de la creación de Dios y los milagros

que ha hecho, mediante su divina indulgencia, a través de las manos de los hombres.

Las multitudes ataviadas con ropajes de seda de El cortejo de los Reyes Magos parecían

moverse. De nuevo oí los cascos de los caballos sobre la mullida tierra y las pisadas de los

hombres calzados con botas. De nuevo creí ver a lo lejos los mastines corriendo por la ladera.

Vi la abundancia de flores y plantas estremeciéndose bajo el aire que levantaba la procesión

que desfilaba junto a ellas; vi los pétalos desprenderse de las flores. Unos fantásticos animales

retozaban en el frondoso bosque. Vi al orgulloso príncipe Lorenzo, montado en su caballo,

volver su rostro juvenil, al igual que había hecho mi padre, para mirarme. Más allá de él se

extendía un mundo infinito, un mundo compuesto por riscos blancos, cazadores montados en

sus alazanes, rodeados por unos mastines que brincaban y correteaban alegremente.

.Ha desaparecido para siempre, maestro .declaré con voz firme y resonante, acorde

con la escena que contemplaba.

.¿A qué te refieres, hijo mío?

.A Rusia, la tierra de las estepas, de las siniestras celdas construidas en las húmedas

entrañas de la Madre Tierra.

A r m a n d , e l v a m p i r o A n n e R i c e

122

Me volví una y otra vez. De la multitud de velas emanaban otras tantas columnas de

humo. La cera se deslizaba y goteaba sobre los candelabros de plata que las contenían,

cayendo sobre el inmaculado y pulido suelo. El suelo semejaba el mar, tan transparente, tan

satinado; sobre las nubes plasmadas en la pintura se extendía un cielo infinito de un

maravilloso color azul celeste. De las nubes emanaba una bruma, una cálida bruma de verano

fruto de la mezcla de tierra y mar.

Contemplé de nuevo la pintura. Me acerqué con las manos extendidas y observé los

castillos blancos sobre las colinas, los árboles exquisitamente dibujados, el yermo feroz y

sublime que aguardaba con paciencia que lo recorriera perezosamente con mi vista clara y

diáfana.

.¡Qué riqueza! .murmuré.

No había palabras para describir las intensas tonalidades castañas y doradas de la barba

de los exóticos magos, o las sombras que danzaban sobre la cabeza del caballo blanco, o el

rostro del hombre calvo que lo conducía de las riendas, o la gracia de los cuellos arqueados de

los camellos, o la profusión de flores aplastadas bajo los silenciosos pasos de la comitiva.

.Lo veo con todo mi ser .suspiré. Cerré los ojos y me apoyé en el muro, evocando

todos los aspectos de la pintura a medida que la cúpula de mi mente se convertía en esta

habitación, como si yo mismo la hubiera pintado.. Lo veo todo, sin omitir detalle .musité.

Sentí los brazos de mi maestro rodeándome el pecho. Sentí que me besaba el pelo.

.¿Ves de nuevo la ciudad de cristal? .preguntó.

.¡Puedo crearla! .respondí. Apoyé la cabeza en su pecho. Abrí los ojos y extraje de la

abundancia de pintura que tenía ante mí los colores que necesitaba, y creé en mi imaginación

esa metrópoli de límpido y chispeante cristal, hasta que sus torres arañaron el firmamento..

Ahí está, ¿la ves?

Con frases atropelladas y risas de gozo describí las fulgurantes torres verdes, amarillas y

azules que brillaban bajo la luz celestial.

.¿Las ves? .pregunté.

.No, pero tú sí .respondió el maestro.. Y con eso basta.

Nos vestimos en la penumbra de la habitación, antes de que amaneciera.

Nada resultaba difícil, nada poseía su antiguo peso y resistencia. Para abrocharme el

jubón no tenía más que deslizar mis dedos sobre él.

Bajamos apresuradamente la escalera, que parecía desvanecerse bajo mis pies, y

salimos a la oscuridad de la noche.

No me costaba el menor esfuerzo trepar por los resbaladizos muros de un palacio,

apoyar mis pies en las hendiduras entre las piedras, sujetarme a una enredadera mientras

trataba de alcanzar los barrotes de una ventana y arrancar la pesada reja, que lanzaba con

toda facilidad a las relucientes aguas verdes del canal. Qué grato era contemplar cómo se

hundía, ver el agua saltar en torno al peso que se sumergía en ella, contemplar el resplandor

de las antorchas en la superficie.

.Voy a saltar.

.Ven.

En el interior de la alcoba, el hombre se levantó de su escritorio. Se había abrigado con

una bufanda de lana para protegerse del frío. Lucía una bata azul oscuro con una orla dorada.

Era un hombre rico, un banquero, amigo de los florentinos, pero no lloraba su muerte sobre

las páginas de pergamino que olían a tinta, sino que calculaba las inevitables ganancias tras la

A r m a n d , e l v a m p i r o A n n e R i c e

123

muerte de todos sus socios, asesinados con una espada o cuchillo o envenenados, en una sala

de banquetes privada.

¿Sospechaba que éramos nosotros los autores, el hombre ataviado con una capa roja y

el muchacho de pelo castaño que habían irrumpido a través de la ventana situada en el cuarto

piso de su palacio en una gélida noche invernal?

Me arrojé sobre él como si fuera el amor de mi joven vida y le arranqué la bufanda que

cubría la arteria de la que iba a beber. Él me imploró que no lo hiciera, que dijera mi precio. El

maestro observaba la escena en silencio, con los ojos clavados en mí, mientras el hombre me

suplicaba que le perdonara la vida y yo hacía caso omiso de sus súplicas, palpándole el cuello

en busca de la vena pulsante e irresistible.

.Necesito vuestra vida, señor .murmuré.. La sangre de los ladrones es espesa, ¿no es

cierto?

.¡Detente, hijo mío! .gritó el hombre aterrorizado.. ¿Cómo es posible que Dios envíe

su justicia de esta forma atroz?

Esa sangre humana tenía un sabor amargo, intenso, rancio, aderezada con el vino que

mi víctima había bebido y las hierbas del asado que había comido. A la luz de las lámparas,

mientras se deslizaba entre mis dedos antes que pudiera lamerla, observé que tenía un tono

purpúreo.

Al succionar el primer chorro de sangre, noté que el corazón de mi víctima se detenía.

.Despacio, Amadeo .me advirtió el maestro.

Yo le solté, y el corazón reanudó sus latidos.

.Eso es, bebe lentamente, dejando que el corazón bombee la sangre, así, oprímele el

cuello con suavidad para no hacerle sufrir, pues no existe peor sufrimiento que saber que vas

a morir.

Caminamos por el estrecho canal. No era necesario que estuviera atento a no perder el

equilibrio, aunque tenía la vista fija en las profundas aguas cantarínas que discurrían a través

de los numerosos conductos de piedra desde el lejano mar. Sentí deseos de tocar el musgo

verde y húmedo adherido a las piedras.

Nos detuvimos en una pequeña plaza, desierta, ante la puerta Octangular de una

imponente iglesia de piedra. La puerta estaba cerrada a cal y canto. Al igual que los postigos

de las ventanas. Había sonado el toque de queda. Todo estaba en silencio.

.Una vez más, hermoso mío, para darte fuerzas .dijo mi maestro.

Al tiempo que sus mortíferos incisivos se clavaban en mi carne, me sujetó con fuerza

para impedir que escapara.

.Ha sido un sucio truco. ¿Vas a matarme? .murmuré. Me sentía impotente; ni el

esfuerzo más sobrenatural me habría librado de sus garras.

Sus labios oprimieron mi vena, haciendo que la sangre brotara a borbotones, mientras yo

agitaba los brazos y pataleaba como un ahorcado. Me esforcé en conservar el conocimiento.

Traté de soltarme, pero él siguió bebiendo, succionando la sangre de todas las fibras de mi

cuerpo.

.Ahora bebe una vez más mi sangre, Amadeo.

El maestro me propinó un golpe en el pecho que casi me derribó al suelo. Estaba tan

débil que tuve que asirme a su capa para no caer. Me incorporé y le rodeé el cuello con un

brazo. El retrocedió, enderezándose, entorpeciendo mi labor. Pero yo estaba resuelto a

burlarme de él y de sus lecciones.

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.Muy bien, mi dulce maestro .respondí, hincándole de nuevo los dientes en el cuello..

Te tengo en mi poder y te chuparé hasta la última gota de sangre, a menos que reacciones

con rapidez.

En aquel momento me percaté de que tenía unos incisivos tan diminutos como él.

El maestro lanzó una risotada, lo cual intensificó mi placer, pues me pareció cómico que

ese ser a quien me proponía chuparle la sangre se riera de mis pequeños incisivos.

Me arrojé sobre él con todas mis fuerzas, tratando de arrancarle el corazón del pecho. Él

soltó un grito seguido de una carcajada de asombro. Bebí su sangre, ingiriéndola con avidez al

tiempo que emitía un ruido ronco y grosero.

.Grita, quiero oírte gritar de nuevo .murmuré, bebiendo su sangre, abriendo la herida

con los dientes, mis nuevos dientes largos y afilados, unos incisivos destinados a matar..

¡Grita pidiendo misericordia!

Él emitió una risa deliciosa.

Seguí bebiendo un trago tras otro de sangre, satisfecho y orgulloso de tenerlo en mi

poder, de haberle hecho caer de rodillas en medio de la plaza, de sostenerlo inmovilizado por

más que él se debatía tratando de soltarse.

.¡No puedo beber más! .declaré, tumbándome sobre las piedras.

El gélido cielo era de color negro y estaba tachonado de estrellas blancas y refulgentes.

Lo contemplé deliciosamente consciente de las piedras sobre las que yacía, de la dureza que

sentía debajo de la espalda y la cabeza. No me preocupaba la tierra húmeda, el peligro de

contraer una enfermedad. No me preocupaban los bichos que pudieran aparecer de noche. No

me preocupaba lo que pudiera pensar la gente que se asomara a las ventanas de su casa y me

viera. No me preocupaba que fuera de noche. Miradme, estrellas. Miradme al igual que yo os

miro a vosotras.

Los diminutos ojos del cielo me observaron, silenciosos y resplandecientes.

Empecé a morir. Sentí un intenso dolor en la boca del estómago que, al cabo de unos

instantes, se extendió al vientre.

.Ahora todo lo que queda de un joven mortal en ti desaparecerá .anunció mi

maestro.. No temas.

.¿No volveré a oír música? .murmuré. Me di la vuelta y abracé al maestro, quien

estaba tumbado junto a mí con la cabeza apoyada en el codo. Él me estrechó contra su pecho.

.¿Quieres que te cante una nana? .preguntó suavemente.

Yo me aparté. De mi cuerpo brotaba un líquido inmundo. Sentí vergüenza, pero ese

sentimiento se disipó al poco rato. El maestro me tomó en brazos, con la facilidad que le

caracterizaba, y oculté el rostro en su cuello. El viento soplaba con fuerza.

Luego sentí las frías aguas del Adriático, como si flotara sobre el inconfundible oleaje del

mar. El agua de mar era salada, deliciosa, no representaba una amenaza. Me volví y, al

comprobar que estaba solo, traté de conservar la serenidad. Me hallaba mar adentro, cerca de

la isla del Lido. Volví la vista hacia la isla principal, y a través del numeroso grupo de barcos

anclados en el puerto, vi las antorchas del Palacio Ducal, con una visión extraordinariamente

clara.

Percibí las voces confusas del puerto, como si yo estuviera nadando en secreto entre los

barcos, aunque no era así.

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125

Qué maravilloso poder escuchar estas voces, ser capaz de concentrarme en una

determinada voz y escuchar las frases más o menos coherentes que pronunciaban a esas

horas de la mañana, y luego concentrarme en otra y tratar de asimilar lo que decía.

Floté durante un rato bajo la cúpula celeste, hasta que el dolor de vientre desapareció.

Me sentía limpio, y no deseaba estar solo. Di la vuelta y empecé a nadar hacia el puerto,

sumergiéndome bajo la superficie del agua cuando me acercaba a los barcos.

Lo que más me asombró fue poder contemplar el fondo del mar. Mis ojos vampíricos

contenían la suficiente luz para permitirme ver las inmensas anclas clavadas en el fondo de la

laguna, y las grandes quillas de las galeras. Era un universo submarino. Deseé explorarlo más

detenidamente, pero oí la voz de mi maestro, no una voz telepática, como diríamos ahora,

sino una voz audible, llamándome con suavidad para que regresara a la plaza, donde él me

aguardaba.

Me quité la ropa que había ensuciado y salí del agua desnudo. Eché a correr hacia él bajo

el frío aire de la noche, aunque éste no me molestaba. Al verlo, extendí los brazos y sonreí.

El maestro sostenía una capa de piel, que abrió para recibirme, secándome el pelo con

ella y echándola luego sobre mis hombros para cubrirme.

.¿Te complace tu nueva libertad? Como habrás notado, la frialdad de las piedras no

hiere tus pies. Si te cortas, tu piel cicatrizará enseguida, y ningún bichejo nocturno te repelerá.

No pueden hacerte daño. No contraerás ninguna enfermedad. .El maestro me cubrió de

besos.. Podrás alimentarte incluso de la sangre más pestilente, pues tu cuerpo sobrenatural

la limpiará a medida que la asimile. Te has convertido en un ser poderoso y aquí, en tu pecho,

que toco con mi mano, está tu corazón, tu corazón humano.

.¿De veras, maestro? .pregunté. Me sentía eufórico, con ganas de divertirme.. ¿Cómo

es que tienes un aspecto tan humano?

.¿Es que me consideras inhumano, Amadeo? ¿Me consideras cruel?

Mi cabello se secó casi al instante. El maestro y yo echamos a andar del brazo y

abandonamos la plaza. La capa de piel me cubría por completo.

Al comprobar que yo no respondía, el maestro se detuvo, me abrazó de nuevo y me besó

con pasión.

.¿Me amas como antes? .pregunté.

.Claro que sí .repuso él. Me abrazó con fuerza y me besó en el cuello, los hombros y el

pecho.. Ya no puedo lastimarte, no puedo matarte sin querer con mi abrazo. Eres mío, de mi

carne y mi sangre.

Marius se detuvo. Estaba llorando. No quería que yo lo notara. Cuando traté de

acariciarle el rostro con mis impertinentes manos y obligarle a volverse, apartó la cara.

.Te amo, maestro .dije.

.Presta atención .repuso, apartándome bruscamente para ocultar sus lágrimas. Luego

señaló el cielo y agregó.: Si prestas atención, sabrás siempre cuándo está a punto de

amanecer. ¿Lo sientes? ¿Oyes el canto de los pájaros? En todos los lugares del mundo hay

pájaros que se ponen a cantar poco antes de que amanezca.

En aquel momento se me ocurrió una idea, horrible y siniestra, de que una de las cosas

que más había añorado en el Monasterio de las Cuevas, situado a los pies de Kíev, era el

sonido de los pájaros. Cuando iba a cazar con mi padre en las estepas, buscando unos árboles

donde ocultarnos con nuestras monturas, me deleitaba oír el canto de las aves. No pasábamos

mucho tiempo en aquellas míseras chozas junto al río en Kíev sin emprender uno de esos

viajes prohibidos a las estepas de las que muchos no regresaban jamás.

A r m a n d , e l v a m p i r o A n n e R i c e

126

Sin embargo, todo eso había terminado. Ahora me encontraba en la encantadora Italia,

en la Serenísima. Tenía a mi maestro y la voluptuosa magia de su transformación.

.Por eso me llevó a las estepas .musité.. Por eso me sacó del monasterio el último

día.

El maestro me miró con tristeza.

.Espero que sea así .dijo.. Lo que sé de tu pasado lo averigüé en tu mente cuando

me la revelaste, pero ahora permanece cerrada porque te he convertido en un vampiro, como

yo, y ya no podemos penetrar en la mente del otro. Estamos demasiado compenetrados, la

sangre que compartimos produciría un ruido ensordecedor en nuestros oídos si tratáramos de

comunicarnos en silencio. De modo que he desechado de mi mente esas espantosas imágenes

del monasterio subterráneo que aparecían con toda nitidez en tus pensamientos, aunque te

atormentaban hasta el punto de hacerte enloquecer.

.Me atormentaban, sí, pero esas imágenes han desaparecido como hojas que se

desprenden de un libro y el viento se las lleva volando. Han desaparecido para siempre.

El maestro echó a andar más deprisa, arrastrándome del brazo. Pero no nos dirigimos a

casa, sino que enfilamos por otro camino a través de unos laberínticos callejones.

.Vamos a visitar nuestra cuna .propuso., nuestra cripta, nuestro lecho que constituye

nuestra sepultura.

Entramos en un palacio dilapidado, habitado tan sólo por unos pocos mendigos que

dormían entre sus ruinas. No me sentí a gusto allí. Marius me había acostumbrado a los lujos.

No obstante, le seguí dócilmente y al poco rato penetramos en un sótano, lo cual parece

imposible en la húmeda Venecia, pero se trataba efectivamente de un sótano. Bajamos por

una escalera de piedra y pasamos frente a unas recias puertas de bronce, que un hombre no

era capaz de abrir, hasta hallar en la oscuridad la estancia que él andaba buscando.

.Observa el truco .dijo el maestro., que alguna noche tú mismo podrás poner en

práctica.

Oí un chisporroteo y un pequeño estallido, y al instante comprobé que sostenía una

antorcha encendida. La había encendido con el solo poder de su mente.

.Con cada década que transcurra te harás más fuerte, y con cada siglo comprobarás

muchas veces durante tu larga existencia que tus poderes han aumentado como por arte de

magia. Ponlos a prueba con tiento, y protege lo que descubras. Utiliza lo que descubras con

cautela. No menosprecies ningún poder, pues sería tan absurdo como menospreciar tu fuerza.

Yo asentí, contemplando fascinado la llama de la antorcha. Jamás había contemplado

unos colores semejantes en el fuego, el cual no me produjo aversión, aunque sabía que el

fuego era prácticamente la única cosa capaz de destruirme. Él mismo me lo había dicho.

Marius me indicó que contemplara la estancia en la que nos hallábamos. Era una cámara

espléndida, revestida de oro, hasta el techo. En el centro había dos sarcófagos de piedra, cada

uno adornado con una figura tallada al estilo antiguo, es decir, con una expresión más severa

y solemne de lo habitual; al aproximarme, vi que las figuras consistían en unos caballeros

ataviados con unos cascos y unas largas túnicas; yacían con unas espadas esculpidas junto a

ellos, sus manos enguantadas unidas como si rezaran, sus ojos cerrados en un sueño eterno.

Cada figura había sido recubierta de oro y plata, y adornada con multitud de pequeñas gemas.

Los cinturones de los caballeros estaban engarzados con amatistas. Las pecheras de sus

túnicas ostentaban zafiros y en las empuñaduras de sus espadas relucían unos topacios.

.¿No es una imprudencia guardar esta fortuna debajo de este edificio en ruinas, donde

cualquier ladrón podría apoderarse de ella? .pregunté.

Mi maestro lanzó una sonora carcajada.

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.¿Pretendes enseñarme a ser cauto? .preguntó sonriendo.. ¡Qué descaro! Ningún

ladrón puede penetrar aquí. No mediste tus fuerzas cuando abriste esa puerta. Fíjate en el

cerrojo que he echado después de que hubiéramos entrado. Trata de levantar la tapa de ese

ataúd. Anda, inténtalo. Veamos si tu fuerza es equiparable a tu impertinencia.

.No pretendía ser impertinente .protesté.. Gracias a Dios que sonríes. .Alcé la tapa

del ataúd y moví la parte inferior a un lado. No me costó ningún esfuerzo, aunque sabía que

era de piedra y pesaba mucho.. Ya entiendo .comenté con timidez, mirándole con una

sonrisa radiante e inocente. El interior del ataúd estaba forrado con damasco color púrpura.

.Acuéstate en esa cuna, hijo mío .ordenó Marius.. No temas mientras aguardas que

salga el sol. Cuando ocurra, te quedarás profundamente dormido.

.¿No puedo acostarme contigo?

.No, debes acostarte en este lecho que he preparado para ti. Yo me tenderé en ese

ataúd junto al tuyo, el cual no es lo suficientemente amplio para que quepamos los dos. Pero

ahora eres mío, Amadeo. Regálame un último beso tuyo. ¡Ah, qué dulzura!

.No dejes que te enoje nunca más, maestro. No permitas...

.No, Amadeo, desafíame, interrógame, sé mi pupilo descarado e ingrato .respondió

Marius. Parecía triste. Señaló el ataúd y me empujó suavemente hacia él. El damasco color

púrpura relucía.

.Soy muy joven para tenderme en este ataúd .murmuré.

Su rostro se ensombreció, como si mis palabras le hubieran herido. Me arrepentí de

haberlas pronunciado. Quería decir algo para remediar mi torpeza, pero él me indicó que me

metiera en el ataúd.

¡Qué frío estaba, y qué duro pese a los cojines! Coloqué la tapa en su lugar y permanecí

tendido en él, inmóvil. Al cabo de unos instantes, oí a Marius retirar la tapa de su ataúd e

introducirse en él.

.Buenas noches, amor mío, mi joven amante, hijo mío .dijo.

Mi cuerpo se relajó. Qué sensación tan deliciosa. Qué nuevo era todo para mí.

Lejos, en mi tierra natal, los monjes cantaban en el Monasterio de las Cuevas.

Adormilado, pensé en todas las cosas que recordaba. Había regresado a mi hogar, en

Kíev. Había creado con mis recuerdos una imagen para que me enseñara todo cuanto debía

aprender. En los postreros momentos antes de perder la conciencia, me despedí de ellos para

siempre, de sus creencias y de las limitaciones que éstas imponían.

Imaginé El cortejo de los Reyes Magos, el magnífico cuadro que resplandecía sobre el

muro de la galería del maestro, la procesión que al anochecer podría examinar de nuevo a mi

antojo. En mi alma febril, en mi flamante corazón vampírico, tuve la certeza de que los Reyes

Magos habían acudido no sólo para asistir al nacimiento de Jesús, sino para asistir también a

mi reencarnación.

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128

9

Si yo creía que mi transformación en un vampiro significaba el fin de mi instrucción o

aprendizaje con Marius, estaba muy equivocado. Mi maestro no me dio de inmediato libertad

para que me deleitara con mis nuevos poderes.

La noche posterior a mi metamorfosis, comenzó mi educación en serio. Marius deseaba

prepararme no para una vida temporal, sino para la eternidad.

Mi maestro me informó de que había sido transformado en vampiro hacía casi mil

quinientos años, y que existían muchos seres de nuestra especie en el mundo. Reservados,

recelosos y por lo general tristes y solitarios, esos peregrinos de la noche, como los llamaba

Marius, no solían estar preparados para la inmortalidad, y sus miserables existencias

consistían en una serie de desastres hasta que la desesperación hacía presa en ellos y se

inmolaban en una siniestra hoguera o dirigiéndose hacia el sol.

En cuanto a los muy ancianos, que al igual que mi maestro habían logrado prescindir

olímpicamente del paso de los imperios y las épocas, en su mayoría eran unos misántropos

que vagaban por el mundo en busca de ciudades donde poder reinar soberanos entre los

mortales, ahuyentando a los novicios que trataban de compartir su territorio, aunque

significara destruir a otras criaturas de su especie.

Venecia constituía el territorio incontestable de mi maestro, su coto de caza y su arena

particular, en la que presidía sobre los juegos que él mismo había elegido por ser los que más

le interesaban y divertían a esas alturas de la vida.

.Todo pasa .dijo., salvo tú. Presta atención a lo que digo porque mis lecciones son

ante todo unas lecciones de supervivencia; los aderezos vendrán más tarde.

La lección principal era que sólo debíamos matar al «malhechor». En los siglos más

nebulosos de épocas pasadas, esto había sido un compromiso solemne en los vampiros. De

hecho, en tiempos paganos nos rodeaba una extraña religión según la cual los vampiros

éramos venerados como portadores de justicia a aquellos que habían cometido un delito.

.Nunca permitiremos que esas supersticiones nos rodeen de nuevo a nosotros y el

misterio de nuestros poderes. No somos infalibles. No cumplimos un encargo divino. Vagamos

por la Tierra como gigantescos felinos de las grandes selvas, sin más derecho a matar a

nuestras víctimas que cualquier ser viviente.

»Pero es un principio infalible que matar a un inocente hace que enloquezcas. Créeme,

por tu propia tranquilidad de espíritu debes alimentarte de seres perversos, debes aprender a

amarlos en toda su inmundicia y degeneración, y regodearte con las visiones de su maldad

que inevitablemente invadirán tu corazón y tu alma en el momento de la matanza.

»Si matas a un inocente, más pronto o más tarde sentirás remordimientos, los cuales te

llevarán a la impotencia y a la desesperación. Quizá pienses que eres demasiado cruel y frío

para sucumbir a esos sentimientos. Quizá te creas superior a los seres humanos y disculpes

tus excesos depredadores, alegando que actúas movido por la necesidad de obtener la sangre

que necesitas para sobrevivir. Pero a la larga ese argumento no da resultado.

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»A la larga, comprenderás que eres más humano que monstruo, que todos tus rasgos

nobles derivan de tu humanidad, y que tu naturaleza superior sólo puede conducirte a valorar

más a los seres humanos. Te compadecerás de tus víctimas, incluso las más ruines, y llegarás

a amar a los seres humanos con tal intensidad que algunas noches preferirás pasar hambre

antes que alimentarte de su sangre.

Yo acepté sus consejos de mil amores, y no tardé en sumergirme con mi maestro en el

tenebroso submundo de Venecia, el ambiente de tabernas y vicio que, como el misterioso

«aprendiz» vestido de terciopelo de Marius de Romanus, jamás había contemplado con

anterioridad. Por supuesto, había frecuentado algunas tabernas, conocía a las cortesanas de

moda como nuestra estimada Bian-ca, pero no conocía a los ladrones y asesinos de Venecia,

los cuales me procuraron el alimento que precisaba.

No tardé en comprender a qué se refería el maestro al decir que debía cultivar la pasión

por el mal y mantenerla. Las visiones que percibía al atacar a mis víctimas se hicieron cada

vez más intensas. Comencé a ver brillantes colores cuando me abalanzaba sobre un incauto. A

veces, veía esos colores danzando en torno a mis víctimas antes de atacarlas. Algunos

hombres caminan seguidos de unas sombras teñidas de rojo, y otros emanan una potente luz

de color naranja. La ira de mis víctimas más rastreras y tenaces a menudo se plasmaba en un

resplandor amarillo vivo que me cegaba, me abrasaba, tanto en el momento de atacarlas

como mientras les chupaba la sangre hasta acabar con ellas.

Al principio, yo era un asesino violento e impulsivo. Tras haberme depositado Marius en

un nido de asesinos, me puse manos a la obra con una furia desmedida, sacando a mis presas

de una taberna o una posada de mala muerte, acorralándolas en la calle y destrozándoles el

cuello como si yo fuera un perro rabioso. Bebía con tal avidez que con frecuencia les estallaba

el corazón. Una vez que el corazón ha dejado de latir, una vez que la persona ha muerto, no

puedes seguir bebiendo su sangre. De modo que es un mal sistema.

Pero mi maestro, a pesar de sus nobles discursos sobre las virtudes de los humanos y su

insistencia en que debíamos asumir nuestras responsabilidades, me enseñó a matar con

elegancia.

.Tómatelo con calma .me aconsejaba mientras caminábamos junto a los estrechos

canales por donde merodeaban nuestras posibles presas. Viajábamos en góndola, aguzando

nuestros oídos sobrenaturales para captar alguna conversación interesante.. La mayoría de

las veces no tienes que entrar en una casa para atraer a una víctima. Quédate fuera, afánate

en adivinar los pensamientos del individuo, arrójale un cebo silencioso. Si adivinas sus

pensamientos, es casi seguro que él recibirá tu mensaje. Puedes atraerlo sin palabras, ejercer

una atracción irresistible con el poder de tu mente. Y cuando salga, arrójate sobre él.

»No es necesario hacerle sufrir, ni siquiera derramar su sangre. Abraza a tu víctima,

ámala. Acaricíala despacio y clava tus dientes en ella con precaución. Luego bebe tan

lentamente como puedas. De este modo su corazón seguirá latiendo hasta que hayas

terminado.

»En cuanto a las visiones, y esos colores que dices ver, trata de sacar provecho de ello.

Deja que la víctima en su agonía te revele cuanto pueda sobre sí. Si percibes unas imágenes

de su trayectoria vital, obsérvalas, saboréalas. Sí, saboréalas. Devóralas lentamente, al igual

que su sangre. En cuanto a los colores, deja que penetren en ti. Deja que toda la experiencia

te inunde. Es decir, muéstrate a la vez activo y pasivo. Haz el amor a tu víctima. Y permanece

atento para percibir el momento en que su corazón deja de latir. En esos momentos

experimentarás una innegable sensación orgiástica, pero prescinde de ello.

»Abandona el cadáver en cuanto hayas terminado, o lame los restos de sangre que tenga

la víctima en el cuello para disimular las huellas de tus dientes. Te resultará más fácil con una

gota de tu sangre en la punta de la lengua. En Venecia los cadáveres abundan. No es

necesario que te molestes en deshacerte de él. Pero cuando vayas en busca de una presa en

las aldeas cercanas, debes enterrar los restos de tu víctima.

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130

Yo me afanaba en asimilar esas lecciones. Cuando cazábamos juntos, experimentaba un

placer indescriptible. No tardé en darme cuenta de que Marius había obrado con torpeza

durante los asesinatos que había cometido en presencia mía antes de mi transformación.

Comprendí, como creo haber puntualizado en este relato, que él deseaba que yo me

compadeciera de esas víctimas, deseaba infundirme horror. Quería que yo considerara la

muerte como una abominación. Pero debido a mi juventud, mi amor por él y la violencia que

había padecido en mi corta existencia mortal, yo no había reaccionado como él deseaba.

Sea como fuere, lo cierto es que él era un asesino mucho más hábil que yo. A menudo

atacábamos juntos a la misma víctima; mientras yo bebía del cuello de nuestra presa, él

chupaba la sangre que brotaba de su muñeca. A veces prefería sostener con fuerza a la

víctima mientras yo bebía toda su sangre.

Dada mi condición de novato, sentía ganas de beber sangre todas las noches. Podía

pasar tres o cuatro sin ir en busca de una víctima, y a veces lo hacía, pero a la quinta noche

de abstenerme, lo cual hacía para ponerme a prueba, me sentía tan débil que no podía

levantarme del sarcófago. Esto significaba que, cuando estaba solo, tenía que matar al menos

cada cuatro noches.

Mis primeros meses como vampiro fueron una orgía. Cada vez que me cobraba una

víctima, sentía una emoción más intensa, más alucinante y deliciosa que la anterior. El mero

hecho de contemplar un cuello desnudo me provocaba tal excitación que me convertía en una

bestia, incapaz de razonar o contenerme. Cuando abría los ojos en la fría y pétrea oscuridad,

imaginaba carne humana. La sentía en mis manos, la deseaba, y la noche no ofrecía para mí

más aliciente que el poder apoderarme de una víctima propiciatoria que satisficiera mi ansia.

Durante un buen rato después de haber matado a mi víctima, experimentaba una

exquisita y vibrante sensación mientras su fragante sangre llegaba a todos los rincones de mi

cuerpo, infundiendo su espléndido calor a mi rostro.

Esto, y sólo esto, bastaba para absorber todo mi interés, a pesar de mi juventud.

Sin embargo, Marius no estaba dispuesto a dejar que su joven e impulsivo depredador se

regodeara con la sangre de sus víctimas sin más afán que saciar su sed cada noche.

.Tienes que aplicarte en las lecciones de historia, filosofía y derecho .me dijo.. No

estás destinado a asistir a la Universidad de Padua. Estás destinado a perdurar.

De modo que después de cumplir nuestras macabras misiones, cuando regresábamos al

palacio, mi maestro me obligaba a estudiar. Deseaba poner cierta distancia entre Riccardo, los

otros y yo, con el fin de que no sospecharan el cambio que yo había experimentado.

Marius me dijo que mis compañeros estaban «informados» del cambio, aunque no se

hubieran percatado de ello. Sus cuerpos sabían que yo ya no era humano, aunque sus mentes

tardarían un tiempo en asimilar ese hecho.

.Muéstrales cortesía, amor y tolerancia, pero manten las distancias .me advirtió

Marius.. Para cuando logren asimilar ese hecho impensable, tú les habrás asegurado que no

eres su enemigo, sino que sigues siendo Amadeo, el compañero que aman, y que aunque tú te

hayas transformado, tu actitud hacia ellos no ha cambiado.

Comprendí que el consejo de Marius era oportuno. Mi cariño hacia Riccardo aumentó. En

realidad quería mucho a todos mis compañeros.

.Pero, maestro .pregunté., ¿no te irrita que ellos sean más lentos de reflejos y más

torpes que yo? Siento un gran cariño por ellos, sí, pero eso no quita para que los veas bajo

una luz más negativa que a mí.

.Amadeo .respondió el maestro suavemente., todos ellos morirán.

Su rostro mostraba una expresión de profunda tristeza.

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131

Lo sentí de forma inmediata y total, como lo sentía todo desde mi transformación. Eran

unas sensaciones que me asaltaban como un torrente y de las que extraía unas lecciones muy

útiles.

Todos van a morir. Sí, y yo soy inmortal.

A partir de entonces me mostré muy paciente con ellos, observándolos con atención,

aunque procurando que ellos no se percataran, recreándome en todos lo pormenores como si

fueran unas aves exóticas porque... iban a morir.

Son muchas las cosas que deseo describir, demasiadas. No encuentro palabras para

explicar todo lo que se me reveló durante aquellos primeros meses, lo cual no hizo sino

confirmarse posteriormente.

Contemplé unos procesos a cuál más interesante; percibí el olor de la corrupción, pero

también presencié el misterio y la magia del nacimiento y desarrollo de organismos vivos.

Todos esos procesos, tanto si conducían a la maduración o a la tumba, me encantaban y

fascinaban, salvo el de la desintegración de la mente humana.

Los estudios del ejercicio de gobierno y leyes eran más complicados. Aunque leía a gran

velocidad y comprendía casi de inmediato la sintaxis, me costaba concentrarme en temas

como la historia de la ley romana de los tiempos antiguos, y el gran código del emperador

Justiniano, denominado Corpus inris civilis, que según mi maestro era uno de los mejores

códigos legislativos que se habían escrito.

.El mundo cada vez es mejor .afirmó Marius.. Con el transcurso de los siglos, la

civilización muestra una mayor afición por la justicia, los hombres se afanan en repartir la

riqueza que antiguamente constituía el botín de los poderosos, y las artes se benefician de

este aumento de las libertades, haciéndose más imaginativas, más innovadoras y más bellas.

Yo esto lo comprendía sólo teóricamente. No tenía ninguna fe ni interés en las leyes. En

términos generales, despreciaba las idea de mi maestro. No pretendo decir que le despreciaba

a él, pero todo cuanto se refería a las leyes y las instituciones legales y gubernamentales me

inspiraban un desprecio tan violento que ni yo mismo me lo explicaba.

Mi maestro me aseguró que lo comprendía.

.Naciste en una tierra salvaje e inculta .dijo.. Ojalá pudiera hacerte retroceder

doscientos años en el tiempo, remontarte a los años antes de que Batu, hijo de Gengis Khan,

saqueara la magnífica ciudad de Rus de Kíev, a la época en que las cúpulas de Santa Sofía

eran doradas, y la gente estaba llena de ingenuidad y esperanza.

.Estoy harto de oír hablar de estos tiempos gloriosos .repuse suavemente, pues no

quería enojarlo.. Desde niño he oído infinidad de historias sobre esa época. En la mísera

cabaña en la que vivíamos, a pocos metros del gélido río, escuchaba esas zarandajas mientras

tintaba junto al hogar. Nuestra casa estaba infestada de ratas. Lo único hermoso que había en

ella eran los iconos y las canciones de mi padre. En ese lugar no existía más que depravación,

y estamos hablando, como bien sabes, de una tierra inmensa. No puedes imaginar lo grande

que es Rusia a menos que hayas estado allí, a menos que hayas viajado como hacía con mi

padre a través de los helados bosques septentrionales hacia Moscú, Novgorod o Cracovia, en el

este. .Me detuve unos momentos.. No quiero pensar en esos tiempos ni en ese lugar .

declaré.. En Italia me parece imposible haber sobrevivido en un lugar como Rusia.

.Amadeo, la evolución de las leyes y el gobierno varía según los países y las culturas.

Yo elegí Venecia, como te expliqué hace tiempo, porque es una gran república, y porque sus

gentes están muy compenetradas con la Madre Tierra por el simple hecho de que son

mercaderes que ejercen el comercio. Amo la ciudad de Florencia debido a que su noble familia,

los Médicis, son banqueros, no unos aristócratas holgazanes que se niegan a trabajar en aras

de los privilegios que según ellos les ha concedido Dios. Las grandes ciudades italianas se

componen de hombres que trabajan, hombres que crean, y gracias a ello los sistemas son más

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132

humanos y los hombres y las mujeres de todos los estamentos sociales gozan de mayores

oportunidades de prosperar.

Esa conversación me deprimió. ¿Qué me importaban a mí esas cosas?

.El mundo es tuyo, Amadeo .dijo el maestro.. Debes analizar los grandes momentos

de la historia. Al cabo de un tiempo el estado del mundo empezará a preocuparte, y

comprobarás, como todos los seres mortales, que no puedes cerrar los ojos ante ese hecho, y

menos tú.

.¿Por qué? .pregunté irritado.. Claro que puedo cerrar los ojos. ¿Qué me importa que

un hombre sea banquero o mercader? ¿Qué me importa vivir en una ciudad capaz de construir

su flota mercante? Podría contemplar las pinturas de este palacio, maestro. Aún no he

examinado todos los detalles de El cortejo de los Reyes Magos, y de muchas otras obras. Por

no hablar de todas las pinturas que contiene esta ciudad.

El maestro meneó la cabeza.

.El estudio de la pintura te llevará al estudio del hombre, y el estudio del hombre te

llevará a lamentar o celebrar el estado del mundo de los hombres.

Yo no lo creía, pero no podía modificar el plan de estudios. Tenía que estudiar las

materias que designara el maestro.

Mi maestro poseía muchas dotes de las que yo carecía, pero me aseguró que yo lograría

adquirirlas con el tiempo. Podía encender fuego con su mente, siempre y cuando las

circunstancias fueran favorables, es decir, podía encender una antorcha preparada con brea.

Podía escalar un edificio con gran facilidad, sujetándose a los alféizares de las ventanas y

trepando con airosos y ágiles movimientos, y podía adentrarse en mar abierto a nado.

Como es lógico, su visión y su oído vampíricos eran más agudos y poderosos que los

míos; y a diferencia de él, que era capaz de sofocarlas de inmediato, yo tenía que soportar a

menudo la intromisión de unas voces muy molestas. Deseaba aprender a eliminarlas como

hacia Marius, y me apliqué en ello, pues en ocasiones toda Venecia se convertía en una

espantosa cacofonía de voces y oraciones.

No obstante, el mayor poder que poseía Marius y yo no poseía era el de volar y recorrer

inmensas distancias a gran velocidad. Me lo había demostrado en muchas ocasiones, pero casi

siempre, cuando me tomaba en sus brazos y ascendíamos por el aire, me obligaba a taparme

la cara o a bajar la cabeza para que no viera dónde nos dirigíamos ni cómo.

Yo no comprendía por qué se mostraba tan reticente a enseñarme el modo de adquirir

ese poder. Por fin, una noche, cuando Marius se negó a transportarnos por arte de magia a la

isla del Lido para presenciar las ceremonias nocturnas de los fuegos de artificio y los barcos

iluminados con antorchas, se lo pregunté.

.Es un poder terrorífico .respondió con frialdad.. Es terrorífico sentirse desconectado

de la Tierra. Al principio, corres el peligro de cometer un error con desastrosas consecuencias.

A medida que adquieres más facilidad, el hecho de elevarte hasta alcanzar la atmósfera

superior constituye una experiencia estremecedora no sólo para el cuerpo sino para el alma.

Es un poder inexplicable, sobrenatural.

Era evidente que ese tema le hacía sufrir.

.Es la única facultad auténticamente inhumana. Los humanos no pueden enseñarme a

utilizarla con eficacia. Todos los demás poderes los he aprendido de los humanos. Mi escuela

es el corazón humano, pero en lo referente a ese poder yo soy el mago; me convierto en el

brujo o el hechicero. Es un poder seductor, capaz de esclavizarte.

.¿Por qué? .pregunté.

A r m a n d , e l v a m p i r o A n n e R i c e

133

Marius no sabía qué responder. No quería hablar del tema. Me miró un tanto enojado.

.No me asedies a preguntas, Amadeo. A fin de cuentas, no estoy obligado a instruirte

en estas artes.

.Tú me creaste, maestro, e insistes en que te obedezca. ¿Por qué iba a leer la Historia

de mis calamidades de Abelardo y los escritos de Escoto en la Universidad de Oxford si tú no

me obligaras a ello? .Me detuve. Recordé a mi padre, a quien siempre respondía con descaro,

propinándole frases hirientes e insultos.

Ese recuerdo me entristeció.

.Te ruego que me lo expliques, maestro.

Marius hizo un gesto para decir ¿te crees que es tan simple?

.De acuerdo .continuó.. Yo puedo elevarme a gran altura en el aire, y vuelo a mucha

velocidad. Por lo general, no puedo atravesar las nubes, sino que vuelo debajo de ellas. Pero

me muevo tan rápidamente que el mundo se convierte en una mancha borrosa. Cuando

aterrizo, me encuentro en tierras extrañas. Te aseguro que pese a la magia que encierra, volar

es una experiencia profundamente aterradora. A veces, después de haber utilizado este poder,

me siento perdido, mareado, sin saber cuáles son mis objetivos en esta vida ni si deseo seguir

viviendo. Las transiciones se producen con excesiva rapidez. Esto es todo. Jamás había

hablado con nadie de esto; ahora lo hago contigo, pero eres muy joven y no puedes

comprender a qué me refiero.

Llevaba razón. No lo comprendía.

Sin embargo, al cabo de poco tiempo, Marius expresó el deseo de que emprendiéramos

un viaje más largo de cuantos habíamos realizado hasta la fecha. En cuestión de pocas horas,

entre las primeras horas de la tarde y el anochecer, nos trasladamos a la lejana ciudad de

Florencia. Yo no salía de mi asombro.

Allí, en un mundo muy diferente del Véneto, paseando tranquilamente entre un tipo de

italianos completamente distintos, visitando iglesias y palacios de un estilo que yo desconocía,

comprendí por primera vez a qué se refería Marius.

Yo ya había estado en Venecia, había acompañado a Marius cuando era su aprendiz

mortal, junto con otros aprendices, pero lo que vi durante esa breve estancia no tenía

comparación con lo que vi como vampiro. Ahora poseía unos instrumentos de medición dignos

de un dios menor.

Era de noche. La ciudad estaba sometida al toque de queda habitual. Las piedras de

Florencia parecían más oscuras, sombrías, semejantes a una fortaleza, y las calles eran

estrechas y lúgubres, puesto que no estaban iluminadas por unas cintas luminiscentes como

las nuestras. Los palacios de Florencia no poseían los vistosos ornamentos morunos de los

palacios de Venecia, el fulgor de las fantásticas fachadas de piedra. Ocultaban su esplendor de

puertas para adentro, como la mayoría de ciudades italianas. Con todo, la ciudad era rica,

densa y estaba llena de atractivos.

A fin de cuentas era Florencia, la capital del hombre llamado Lorenzo el Magnífico, la

sugestiva figura que presidía la copia del gran mural que tenía Marius en su galería y que yo

había contemplado la noche de mi oscura reencarnación, un hombre que había muerto hacía

unos años.

Las calles estaban ilícitamente concurridas, pues había sonado el toque de queda, pero

oscuras, repletas de grupos de hombres y mujeres que paseaban por las calles duras y

asfaltadas. La Plaza de la Señoría, una de las más importantes de las numerosas plazas de la

ciudad, mostraba un aire siniestro e inquietante.

A r m a n d , e l v a m p i r o A n n e R i c e

134

Aquel día se había llevado a cabo una ejecución, lo cual no representaba una novedad en

Florencia, ni tampoco en Venecia. El reo había muerto en la hoguera. Percibí el olor a leña y

carne quemada, aunque habían eliminado todo rastro de la ejecución antes del anochecer.

Esos espectáculos me repelían, lo cual no le ocurría a todo el mundo. Me aproximé a la

escena con precaución, pues no deseaba que mis aguzados sentidos se vieran perturbados por

algún vestigio de esa barbarie.

Marius siempre advertía a sus pupilos que no nos regodeáramos con esos espectáculos, y

que si queríamos sacar algún provecho de lo que veíamos, procuráramos colocarnos

mentalmente en el lugar de la víctima.

Tal como nos enseña la historia, las muchedumbres que asisten a las ejecuciones suelen

ser despiadadas y escandalosas, mofándose de la víctima, sin duda por temor. Pues bien, a los

pupilos de Marius siempre nos costaba un gran esfuerzo ponernos en lugar del hombre a quien

iban a ahorcar o quemar. En resumen, el maestro nos había aguado la fiesta.

Como es natural, dado que estos ritos se llevaban a cabo casi siempre de día, Marius

nunca había estado presente.

Cuando entramos en la gran Plaza de la Señoría, observé que a Marius le disgustó

comprobar que aún flotaban unas cenizas en el aire, así como los desagradables olores.

También observé que pasábamos junto a otras personas a gran velocidad, dos figuras

envueltas en unas capas oscuras que se movían con insólita rapidez. Nuestros pies apenas

emitían un sonido. Era el poder vampírico el que nos permitía movernos tan rápidamente,

alejándonos de una mirada curiosa o mortal con instintiva gracia.

.Se diría que somos invisibles .comenté a Marius., que nada puede lastimarnos

porque no pertenecemos a este lugar y pronto lo abandonaremos. .Alcé la vista y contemplé

las sombrías almenas de la plaza.

.Sí, pero recuerda que no somos invisibles .murmuró él.

.¿A quién ajusticiaron hoy en esta plaza? La gente está llena de angustia y temor.

Escucha. Percibo una sensación de satisfacción, pero también de llanto.

Marius no respondió. Yo me sentía inquieto.

.¿A qué se debe esa angustia que flota en el ambiente? Es raro .dije.. La ciudad está

muy silenciosa, en guardia.

.Hoy han ahorcado y luego quemado a Savonarola, el gran reformador. Gracias a Dios

ya estaba muerto cuando encendieron la hoguera.

.¿Pides misericordia para Savonarola? .pregunté perplejo. Este hombre, un gran

reformador según algunos, era maldecido por toda la gente que yo conocía. Se había dedicado

a condenar todos los placeres de los sentidos, negando toda validez a la escuela que, según mi

maestro, era la que nos enseñaba todo cuanto podíamos aprender en el mundo.

.Pido misericordia para cualquiera .contestó Marius. Me indicó que le siguiera y nos

dirigimos hacia una calle que daba a la plaza, dejando atrás aquel macabro lugar.

.¿Incluso para este hombre, que convenció a Botticelli para que arrojara sus cuadros a

la Hoguera de las Vanidades? .pregunté.. ¿Cuántas veces me has mostrado en tus copias de

la obra de Botticelli algún detalle de gran belleza que no querías que yo olvidara nunca?

.¿Vas a discutir conmigo hasta el fin del mundo? .me espetó Marius.. Me complace

que mi sangre te haya dado renovadas fuerzas en todos los aspectos, pero ¿es preciso que

cuestiones cada palabra que pronuncio? .Marius me miró furioso, dejando que el resplandor

de las antorchas iluminara su sonrisa burlona.. Algunos estudiantes creen en este método,

convencidos de que a raíz de la pugna constante entre profesor y alumno surgen grandes

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135

verdades. ¡Pero yo no! Yo creo que debes tratar de asimilar mis lecciones por espacio de cinco

minutos antes de lanzarte al contraataque.

.Por más que lo intentas no consigues enfurecerte conmigo.

.¡Basta, estoy hecho un lío! .exclamó Marius en un tono como si blasfemara. Luego

echó a andar rápidamente, dejándome atrás.

La pequeña calle florentina era angosta como el pasadizo de un palacio en lugar de una

calle urbana. Yo añoraba las brisas de Vene-cia, mejor dicho, las añoraba mi cuerpo, por una

cuestión de costumbre. Por lo demás, Florencia me fascinaba.

.No te enojes .dije.. ¿Por qué se volvieron contra Savonarola?

.Con el tiempo la gente es capaz de volverse contra cualquiera. Savonarola aseguraba

ser un profeta, inspirado por Dios, y que el fin del mundo era inminente. Es la cantinela más

aburrida del cristianismo, créeme. ¡El fin del mundo! El cristianismo es una religión basada en

la noción de que vivimos los últimos días de la historia de la humanidad. Es una religión que se

apoya en la capacidad de los hombres de olvidar todos los errores del pasado y disponerse a

afrontar otro inminente fin del mundo.

Yo sonreí, pero era una sonrisa amarga. Deseaba articular un presentimiento, que el fin

del mundo siempre era inminente, y que estaba inscrito en nuestros corazones, porque éramos

mortales, cuando de golpe recordé que yo no era un ser mortal, salvo en tanto en cuanto el

mundo es mortal.

En aquellos momentos comprendí de forma visceral aquella atmósfera de fatalidad que

había presidido mi infancia en Kíev. Vi de nuevo las catacumbas cubiertas de lodo, y los

monjes semienterrados que me animaban a convertirme en uno de ellos.

Traté de borrar esos pensamientos de mi mente. Qué resplandeciente aparecía Florencia

cuando entramos en la amplia Plaza del Duomo, iluminada por multitud de antorchas, y nos

detuvimos ante la catedral de Santa María del Fiore.

.Ah, al menos veo que mi discípulo me escucha de vez en cuando .dijo Marius con tono

irónico.. Sí, estoy más que satisfecho de que Savonarola ya no exista. Pero el que me alegre

de algo no significa que apruebe la exhibición de crueldad de la historia humana. Me gustaría

que no fuera así. El sacrificio público es grotesco en todos los aspectos. Atonta los sentidos del

populacho. En esta ciudad, más que en otras, constituye un espectáculo. Los florentinos gozan

con él, como nosotros gozamos con nuestras regatas y procesiones. Bien, Savonarola ha

muerto ejecutado. Si alguna vez existió un mortal que lo tenía merecido, era Savonarola, por

predecir el fin del mundo, maldecir a príncipes desde el pulpito y convencer a grandes pintores

para que inmolaran su obra. Que se vaya al infierno.

.Mira, maestro, el Baptisterio. Acerquémonos para contemplar sus puertas. La plaza

está casi desierta. Vamos, quiero examinar los bronces .dije, tirando de su manga.

Marius me siguió, y dejó de mascullar entre dientes, pero no parecía el mismo.

Lo que yo deseaba ver era la obra que ahora puede verse en Florencia, y de hecho, casi

cada tesoro de esta ciudad y de Venecia que describo aquí puedes verlos en la actualidad. Sólo

tienes que ir allí. Los paneles de la puerta que realizó Lorenzo Ghiberti me encantaron, pero

estaba también otra obra más antigua, de Andrea Pisano, representando la vida de san Juan

Bautista, que no me quería perder.

Contemplé esas imágenes en bronce con una visión vampírica tan aguda que no pude

por menos de suspirar de gozo.

Recuerdo ese momento con toda claridad. Creo que en aquel instante comprendí que

nada podía herirme ni entristecerme de nuevo, que había descubierto el bálsamo de la

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136

salvación en la sangre vampírica, y lo curioso es que ahora, cuando dicto esta historia, sigo

pensando lo mismo.

Aunque ahora me siento desdichado, y quizá siempre lo sea, creo firmemente en la

extraordinaria importancia de la carne. Mi mente evoca las palabras de D. H. Lawrence, el

escritor del siglo XX, quien en sus relatos sobre Italia recuerda la imagen de Blake de «Tigre,

Tigre, que ardes en los bosques de la noche». Lawrence lo expresó así:

Esta es la supremacía de la carne, que lo devora todo, y se transfigura en

una magnífica llama moteada, un bosque ardiendo.

Es una transfiguración en la llama eterna, la transfiguración a través del

éxtasis de la carne.

Pero he cometido una imprudencia indigna de cualquier escritor que se precie. He

abandonado mi historia, como sin duda señalaría el vampiro Lestat (quien quizás esté más

dotado que yo, y enamorado de la imagen del tigre de William Blake en la noche, y que

aunque se niegue a reconocerlo la ha utilizado en el mismo sentido que Blake). Debo regresar

rápidamente a la Plaza del Duomo, donde me he quedado de pie junto a Marius, admirando la

maravillosa obra de Ghiberti, capaz de cantar en bronce sobre sibilas y santos.

Contemplamos todo esto con calma; Marius dijo que, junto con Venecia, Florencia era su

ciudad preferida, pues aquí habían florecido numerosos e importantes movimientos artísticos.

.Pero no puedo prescindir del mar, ni siquiera aquí .declaró.. Y como puedes ver, esta

ciudad oculta celosa sus tesoros, mientras que en Venecia, las mismas fachadas de piedra de

nuestros palacios se muestran sin recato y en todo su esplendor bajo el resplandor de la luna a

Dios Todopoderoso.

.¿Nosotros le servimos, maestro? .pregunté.. Sé que censuras a los monjes que me

educaron, y los desatinos de Savonarola, pero ¿acaso te propones conducirme por otro camino

de regreso a Dios?

.Así es, Amadeo .respondió Marius.. No me gusta, como buen pagano que soy,

confesarlo, por temor a que su complejidad sea malinterpretada. Pero es cierto. Hallo a Dios

en la sangre. Hallo a Dios en la carne. No me parece una casualidad que el misterioso

Jesucristo resida para siempre para sus seguidores en la carne y la sangre que contiene el pan

de la Transfiguración.

Sus palabras me conmovieron profundamente. Tuve la impresión de que el mismo sol al

que yo había renunciado había tornado para iluminar la noche.

Entramos por una puerta lateral en la oscura catedral del Duomo. Yo contemplé durante

unos minutos el largo espacio de su suelo de piedra hasta el altar.

¿Era posible que yo recuperara a Jesucristo de otra forma? Quizá no había renunciado a

Él para siempre. Traté de transmitir estos inquietantes pensamientos a mi maestro. Recuperar

a Jesucristo... de otra forma. No podía explicarlo.

.Se me traban las palabras, tropiezo con ellas .me lamenté.

.Todos tropezamos, Amadeo .repuso Marius.. Incluso los que entran en la historia. El

concepto de un Ser Todopoderoso viene de lejos; sus palabras y los principios que se le

atribuyen se remontan a muchos siglos. Así, el predicador puritano se apodera de Jesucristo

por un lado; el eremita de las catacumbas de barro por otro, e incluso el espléndido Lorenzo

de Médicis, quien sin duda celebraría a su Señor en oro, pinturas y mosaicos.

.Pero ¿es Jesucristo el Dios viviente? .murmuré.

No hubo respuesta.

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137

Sentí una profunda angustia en el alma. Marius me tomó la mano y propuso que nos

dirigiéramos apresuradamente al Monasterio de San Marcos.

.Ésta es la casa sagrada que albergaba a Savonarola .me explicó.. Entraremos

sigilosamente, sin que sus píos habitantes se den cuenta.

Sabía que Marius deseaba mostrarme la obra del pintor llamado Fra Angélico, muerto

hacía tiempo, que había trabajado toda su vida en este monasterio, un monje pintor, como tal

vez yo estaba destinado a ser, allá en el lúgubre Monasterio de las Cuevas.

Al cabo de unos segundos, aterrizamos en silencio sobre la húmeda hierba del claustro

rectangular de San Marcos, el sereno jardín rodeado por las loggias de Michelozzo, a salvo

dentro de sus muros.

De inmediato llegaron a mi vampírico oído numerosas oraciones, las agitadas plegarias

de los hermanos que habían sido leales o partidarios de Savonarola. Me llevé las manos a la

cabeza como si este absurdo gesto humano pudiera indicar a Dios que ya no soportaba aquella

algarabía.

Mi maestro interrumpió mi recepción de pensamientos con voz tranquilizadora.

.Ven .dijo, tomándome la mano.. Entraremos en las celdas una tras otra. Hay

suficiente luz para que contemples las obras de este monje.

.¿O sea que este Fra Angélico pintó las celdas donde ahora duermen los monjes? .Yo

creía que sus obras estaban en la capilla y en otras salas públicas o comunales.

.Por esto quiero que veas estas obras .repuso mi maestro.

Subimos una escalera hasta llegar a un amplio corredor de piedra. Marius hizo que se

abriera la primera puerta sin mayores dificultades. Penetramos rápida y sigilosamente, sin

despertar al monje que yacía hecho un ovillo sobre su duro camastro, con su sudorosa cabeza

apoyada en la almohada.

.No le mires el rostro .dijo el maestro en voz baja.. Si lo haces, verás las pesadillas

que padece. Quiero que admires la pared. ¡Fíjate! ¿Qué te parece?

Lo comprendí en el acto. El arte de Fray Giovanni, llamado Angélico en honor de su

talento sublime, consistía en una extraña mezcla del arte sensual de nuestra época y el arte

piadoso y caduco de antaño.

Contemplé las espléndidas y elegantes imágenes del arresto de Jesús en el Huerto de

Getsemaní. Las figuras esbeltas y planas me recordaban las imágenes alargadas y elásticas del

icono ruso, pero los rostros aparecían suavizados y conmovidos por una profunda emoción.

Todos los seres plasmados en esta pintura parecían imbuidos de una gran bondad, no sólo

Nuestro Señor, condenado a ser traicionado por uno de sus discípulos, sino los apóstoles, el

desdichado soldado, vestido con una cota de malla, con la mano extendida para arrestar al

Señor, y los soldados que observaban la escena.

Me sentí fascinado por esta inconfundible bondad, esta inocencia que todos compartían,

la sublime compasión por parte del artista hacia todos los protagonistas de este trágico drama

que propiciaría la salvación del mundo.

Marius me condujo apresuradamente a otra celda. De nuevo, la puerta se abrió a una

orden suya, sin que el ocupante de la celda, que dormía plácidamente, se percatara de nuestra

presencia.

La pintura mostraba también el Huerto de Getsemaní y a Jesús antes de su arresto, sólo

entre sus apóstoles, que estaban dormidos, implorando a su Padre celestial que le diera

fuerzas. De nuevo observé la comparación con el antiguo estilo en el que yo, un niño ruso, me

había desenvuelto a la perfección. Los pliegues de la ropa, la utilización de arcos, el halo que

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138

rodeaba las cabezas, la atención al detalle. Todo ello estaba ligado al pasado; sin embargo, la

pintura irradiaba un calor italiano, el innegable amor del artista italiano por la humanidad de

todos los personajes, inclusive Nuestro Señor.

Marius y yo nos trasladamos de una celda a otra. Avanzamos y retrocedimos a través de

la vida de Jesús, visitando la emotiva escena de la Sagrada Eucaristía, en la que Jesús repartía

el pan que contenía su cuerpo y su sangre como si fuera la sagrada hostia que administra el

sacerdote durante la misa; y luego el Sermón de la Montaña, en el que las rocas suavemente

onduladas que rodeaban a Nuestro Señor y sus oyentes parecían hechas de tejido al igual que

su airosa túnica.

Cuando llegamos a la Crucifixión, en la que Nuestro Señor confiaba a su madre a san

Juan Bautista, me conmovió la angustia plasmada en el rostro del Señor. Qué expresión tan

contemplativa dentro de su desesperación mostraba el semblante de la Virgen; qué resignado

el santo que aparecía junto a ella, con su suave rostro florentino semejante a otras mil figuras

pintadas en esta ciudad, con un breve flequillo y una barba castaño clara.

Justo cuando parecía haber comprendido perfectamente las lecciones de mi maestro, nos

deteníamos ante otra pintura y sentía un vínculo aún más potente con los antiguos tesoros de

mi infancia y el sereno e incandescente esplendor del monje dominico que había pintado estos

muros. Al cabo de un rato, abandonamos este hermoso lugar lleno de lágrimas y oraciones

musitadas.

Regresamos a Venecia, viajando a través de la fría noche plagada de murmullos.

Llegamos a casa a tiempo de sentarnos un rato a la cálida luz de la suntuosa alcoba y charlar.

.¿Te has percatado de una diferencia fundamental? .preguntó Marius. Estaba sentado

ante el escritorio. Mojó la pluma en la tinta y siguió escribiendo mientras hablaba, volviendo la

enorme página de pergamino de su diario.. En la lejana Kíev, las celdas eran de tierra,

húmeda y pura, pero oscura y omnívora, la boca que devora toda vida y acabaría por arruinar

todo el arte.

Me estremecí. Miré a Marius mientras me frotaba los brazos para desentumecerlos.

.Pero en Florencia, ¿qué legó el sutil maestro Fra Angélico a sus hermanos? ¿Unos

magníficos cuadros para hacerles evocar el sufrimiento de Nuestro Señor?

Marius escribió unas líneas antes de proseguir.

.Fra Angélico no se recata de deleitar tu vista, de ofrecerte todos los colores que Dios te

ha concedido la facultad de contemplar, pues te ha dado dos ojos, Amadeo; no estabas

destinado a permanecer encerrado en la lóbrega tierra.

Reflexioné largo rato. Saber eso teóricamente era una cosa, pero recorrer las silenciosas

y apacibles celdas del monasterio, contemplar los principios de mi maestro plasmados por el

monje, era otra muy distinta.

.Ésta es una época gloriosa .dijo Marius suavemente.. Una época en la que todo lo

bueno que existía en tiempos pasados ha sido redescubierto, y se le ha otorgado una nueva

forma. ¿Me preguntas si Cristo es el Señor? Pienso que es posible, Amadeo, porque todas sus

enseñanzas se basaban en el amor, tal como sus apóstoles, acaso sin reparar en ello, nos han

demostrado...

Yo aguardé, pues sabía que el maestro no había concluido. La habitación era dulcemente

cálida, pulcra y alegre. Conservo en mi corazón la imagen de Marius en aquel momento, mi

alto y rubio maestro. Llevaba la capa echada hacia atrás para mover con facilidad la mano con

la que sostenía la pluma, con su lozano rostro pensativo y sus ojos azules fijos en el infinito,

como si buscaran la verdad más allá de la época presente y todas las épocas en las que él

había vivido. El grueso libro estaba apoyado en un atril portátil, colocado en un ángulo sobre el

que incidía la luz. El pequeño tintero reposaba en un portatintero de plata ricamente labrada.

Los pesados candelabros situados detrás de él, con sus ocho velas gruesas que se derretían a

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139

medida que se iban consumiendo, ostentaban un sinfín de querubines esculpidos en relieve en

la plata exquisitamente trabajada, agitando las alas, tal vez en un intento de alzar el vuelo,

sus rostros de mejillas rechonchas vueltos hacia un lado y otro, mostrando unos ojos grandes

de mirada satisfecha bajo unos rizos que caían sobre su frente como serpentinas.

Parecía como si el reducido público compuesto por los querubines contemplara y

escuchara a Marius mientras hablaba; sus diminutos rostros enmarcados en plata observaban

la escena con expresión indiferente, inmunes a las gotas de cera pura de abejas que se fundía

y deslizaba por las velas.

.No puedo vivir sin esta belleza .dije de pronto, sin aguardar a que Marius terminara

de hablar.. La vida me resulta insoportable sin ella. Dios mío, tú me has mostrado el infierno,

que reside a mis espaldas, en la tierra donde nací.

Marius oyó mi breve oración, mi pequeña confesión, mi súplica desesperada.

.Si Cristo es el Señor .dijo, retomando el tema inicial, la lección del día., este misterio

cristiano es un milagro maravilloso... .Observé que tenía los ojos llenos de lágrimas.. El

mero hecho de pensar que el Señor bajó a la Tierra y se hizo hombre para conocernos, para

comprendernos... ¿Qué Dios, creado a imagen y semejanza del hombre, es mejor que este

Dios que se hizo hombre? ¡Sí, mi respuesta es sí, tu Cristo, su Cristo, el Cristo de los monjes

de Kíev es el Señor! Pero ten siempre presente las mentiras que dicen en su nombre, y los

actos malvados que cometen... Savonarola invocó su nombre cuando alabó al enemigo

extranjero que atacó Florencia, y quienes quemaron a Savonarola por considerarlo un falso

profeta, quienes encendieron los troncos bajo su cuerpo suspendido de una soga, ellos

también invocaron el nombre de Cristo Nuestro Señor.

Estallé en llanto.

Marius guardó silencio, tal vez por respeto a mí, o para poner en orden sus ideas. Luego

mojó la pluma de nuevo en el tintero y se puso a escribir durante largo rato, mucho más

deprisa que los mortales, pero con gran destreza y elegancia, sin tachar una sola palabra.

Por fin dejó la pluma, me miró y sonrió.

.Deseaba mostrarte estas cosas. Nunca se trata de un plan prefijado. Deseaba que

vieras esta noche los peligros que encierra la facultad de volar, que comprobaras lo fácil que

es transportarnos a nosotros mismos a otros lugares, y que esta sensación de entrar y salir sin

mayores problemas es engañosa, una trampa que debemos evitar. Pero ya ves, las cosas han

ido por otros derroteros...

Yo no respondí.

.Quería infundirte un poco de miedo .dijo Marius.

.Descuida, cuando llegue el momento estaré aterrorizado .repuse limpiándome la nariz

con el dorso de la mano.. Sé que puedo adquirir esta facultad, estoy convencido. De

momento me contento con pensar en este espléndido don, el cual de pronto ha hecho que me

asalte un pensamiento siniestro.

.¿Qué ocurre? .preguntó Marius amablemente.. Tu rostro angelical, al igual que los

rostros pintados por Fra Angélico, no fue creado para reflejar pensamientos tristes. ¿A qué se

debe esta sombra que observo en él? ¿Qué pensamiento siniestro es ése?

.Llévame de regreso allí, maestro .contesté. Temblaba un poco, pero lo dije..

Utilicemos tu poder para recorrer kilómetros y más kilómetros a través de Europa. Vayamos al

norte. Llévame de regreso a esa tierra cruel que se ha convertido en un purgatorio en mi

imaginación. Llévame a Kíev.

Marius tardó unos minutos en responder.

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140

Estaba a punto de amanecer. Marius se ajustó la capa y la túnica, se levantó de la silla y

me condujo escaleras arriba hasta el tejado.

Vimos las distantes aguas del Adriático, pálidas bajo el resplandor de la luna y las

estrellas, más allá del habitual bosque de mástiles de los barcos amarrados en el puerto. En

las islas distantes brillaban unas lucecitas. Soplaba una brisa impregnada de sal, de frescura

marítima y de una deliciosa cualidad que sólo se aprecia cuando uno pierde temor al mar.

.La tuya es una petición muy valiente, Amadeo. Si lo deseas, partiremos mañana.

.¿Has viajado alguna vez a un lugar tan lejano?

.En kilómetros, en el espacio, sí, muchas veces .respondió Marius.. Pero nunca en

pos de la respuesta que busca otro.

Marius me abrazó y me llevó al palacio donde se ocultaba nuestra tumba. Cuando

llegamos a la sucia escalera de piedra, donde dormían los mendigos, sentí un frío que me

calaba los huesos. Bajamos la escalera, sorteando los cuerpos tumbados en ella, y llegamos a

la entrada del sótano.

.Enciende la antorcha, señor .le rogué.. Estoy aterido de frío. Quiero contemplar el

oro que nos rodea.

.Ahí lo tienes .respondió Marius.

Nos hallábamos en nuestra cripta, ante los dos ornados sarcófagos. Apoyé la mano en la

tapa del ataúd que me correspondía y de pronto me asaltó otro presentimiento: que todo

cuanto amaba perduraría poco tiempo.

Marius debió de percatarse de ese instante de vacilación. Pasó la mano derecha a través

de la llama de la antorcha y me tocó la mejilla con sus dedos calientes. Luego me besó donde

me había acariciado, sobre la piel aún caliente, y su beso era cálido.

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141

10

Tardamos cuatro noches en llegar a Kíev.

Sólo íbamos en busca de una presa en las primeras horas del día antes del alba.

Construimos nuestras tumbas en cementerios, en las mazmorras de viejos castillos

abandonados y en sepulcros en los sótanos de viejas y dilapidadas iglesias que las gentes

profanaban guardando en ellas sus animales y su heno.

Podría contarte muchas historias relacionadas con este viaje, sobre las nobles fortalezas

que visitábamos antes del amanecer, de las agrestes aldeas en las montañas donde

hallábamos al malhechor en su guarida.

Naturalmente, Marius veía lecciones en todo ello. Me enseñó lo fácil que era hallar un

escondite y aprobaba la velocidad a la que me movía a través del espeso bosque. No temía

irrumpir en unos primitivos asentamientos para saciar mi sed. Me felicitó por no arredrarme

ante los oscuros y polvorientos nidos de huesos sobre los que yacíamos durante el día,

recordándome que esos cementerios, que ya habían sido expoliados, no solían ser

frecuentados por nadie, ni siquiera a la luz del sol.

Nuestras elegantes ropas venecianas no tardaron en mancharse de tierra, pero Marius y

yo llevábamos unas gruesas capas forradas de piel para abrigarnos durante el viaje, las cuales

nos cubrían por completo. Hasta en eso vio Marius una lección, esto es, que debíamos tener

presente lo frágiles que eran nuestras prendas y la escasa protección que nos ofrecían. Los

hombres mortales olvidan lucir sus ropas con ligereza y que éstas sirven únicamente para

cubrirse. Los vampiros no debemos olvidarlo jamás, pues dependemos más que los mortales

de nuestra vestimenta.

La última mañana antes de que llegáramos a Kíev, ya me había familiarizado con los

pedregosos bosques septentrionales. El riguroso invierno del norte nos rodeaba. Nos habíamos

topado con uno de los recuerdos que más me intrigaban: la presencia de nieve.

.Ya no me duele cuando la toco .comenté, oprimiendo contra mi mejilla un puñado de

aquella deliciosa nieve.. No me pongo a tiritar nada más contemplarla. Es como una hermosa

manta que cubre incluso las poblaciones y aldeas más pobres. Mira, maestro, fíjate cómo

refleja la luz incluso de las estrellas más débiles.

Nos hallábamos en los límites de la tierra que los hombres llaman la Horda de Oro, las

estepas meridionales de Rusia, que durante doscientos años, desde la conquista de Gengis

Khan, habían constituido un peligro para el labriego y con frecuencia la muerte del ejército o el

caballero.

Rus de Kíev comprendía antaño esta fértil y hermosa pradera que se extendía hasta

Oriente, casi hasta Europa, y hacia el sur hasta la ciudad de Kíev, donde había nacido yo.

.La última etapa la cubriremos en un suspiro .dijo el maestro.. Partiremos mañana

por la noche para que, cuando llegues a tu hogar, estés descansado.

Nos detuvimos sobre un escarpado risco y contemplamos la hierba que se mecía bajo el

viento a nuestros pies. Por primera vez en todas las noches desde que me había convertido en

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142

vampiro, sentí una profunda añoranza por el sol. Deseaba contemplar esta tierra a la luz del

sol. No me atrevía a confesárselo a mi maestro, para que no me tomara por un ingrato.

La última noche me desperté poco después del anochecer. Habíamos hallado un lugar

donde ocultarnos debajo del suelo de una iglesia en una aldea que estaba desierta. Las crueles

hordas mongolas, que habían destruido mi patria una y otra vez, habían prendido fuego a esta

aldea, reduciéndola a cenizas, según me había contado Marius, y la iglesia ni siquiera poseía

un techo. No quedaba ningún habitante para retirar las piedras del suelo con el fin de

aprovechar el espacio o construir otro edificio, de modo que bajamos por una destartalada

escalera para acostarnos entre los monjes que habían sido sepultados allí hacía mil años.

Al alzarme de la tumba, vi un rectángulo de cielo a través del espacio que había quedado

tras haber retirado mi maestro una losa, sin duda una lápida, para que yo subiera a través de

él. Sin pensármelo dos veces, doblé las rodillas y, haciendo acopio de todas mis fuerzas, me

impulsé hacia arriba como si fuera capaz de volar, pasé a través de la abertura y aterricé de

pie.

Marius, que invariablemente se levantaba antes que yo, me aguardaba sentado cerca de

allí. Al verme aparecer, emitió una risa de satisfacción.

.¿Te guardabas este truco para este momento? .preguntó.

Eché una ojeada a mi alrededor, cegado por el resplandor de la nieve. Sentí terror al

contemplar estos pinos helados que habían brotado entre las ruinas de la aldea. Apenas podía

articular palabra.

.No .repuse.. No sabía que podía hacerlo. No sé qué altura puedo salvar de un salto

ni cuánta fuerza poseo. Al parecer, te ha complacido.

.Claro, ¿por qué no iba a complacerme? Deseo que seas tan fuerte que nadie pueda

lastimarte jamás.

.¿Quién iba a lastimarme, maestro? Viajamos por el mundo a nuestras anchas, pero

¿quién sabe adonde vamos ni cuándo volvemos?

.Existen otros, Amadeo. Aquí mismo. Si lo deseo puedo oírlos, pero tengo motivos

fundados para no desear oírlos.

Comprendí lo que quería decir.

.¿Te refieres a que si abres tu mente para oírlos, ellos se percatarán de que estás aquí?

.Así es, don listillo. ¿Estás dispuesto para visitar tu hogar?

Cerré los ojos. Me santigüé según nuestra vieja costumbre, tocando mi hombro derecho

antes que el izquierdo, y pensé en mi padre. Nos hallábamos en los páramos y mi padre se

levantó en su silla, apoyando los pies en los estribos, empuñó el gigantesco arco que sólo él

podía tensar, como el mítico Ulises, y disparó una flecha tras otra contra los hombres que nos

perseguían; cabalgaba con una destreza que nada tenía que envidiar a la de los turcos o los

tártaros. Mi padre colocaba flecha tras flecha en el arco, las cuales extraía con un gesto rápido

del estuche que llevaba a la espalda, y las disparaba a través de la hierba mientras su montura

avanzaba a galope tendido. Su barba roja se agitaba al viento y el cielo mostraba un color azul

tan límpido, tan maravilloso, que...

Interrumpí la oración que pronunciaba en silencio y tropecé. El maestro se apresuró a

sostenerme.

.Reza, tu misión concluirá enseguida .dijo.

.Bésame .le rogué.. Necesito tu amor, abrázame como haces siempre. Necesito que

me reconfortes. Guíame. Pero abrázame, así. Deja que apoye la cabeza en ti. Te necesito. Sí,

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143

deseo que todo termine rápidamente, y llevar a casa en mi mente todas las lecciones que

extraiga de esta experiencia.

Marius sonrió.

.¿Tu casa es ahora Venecia? ¿No es muy pronto para tomar esta decisión?

.No, estoy convencido de ello. Lo que yace más allá es mi tierra natal, pero no es mi

hogar. ¿Nos vamos?

Marius me tomó en brazos y echó a volar. Yo cerré los ojos, renunciando a echar una

última ojeada a las inmóviles estrellas. Sintiéndome seguro en sus brazos, me quedé dormido,

pero no soñé.

De pronto me depositó en el suelo.

Enseguida reconocí esta elevada y sombría colina, y el bosque de robles desnudos de

hojas con sus troncos negros y helados y sus esqueléticas ramas. Más abajo vi las relucientes

aguas del Dniéper. El corazón me dio un vuelco. Miré a mi alrededor, tratando de distinguir las

dilapidadas torres de la ciudad, la ciudad que llamábamos la Ciudad de Vladimir, que era la

antigua Kíev.

A unos metros de donde me hallaba, donde antes se alzaban las murallas de la ciudad, vi

unos montones de cascotes.

Eché a andar seguido por Marius. Trepé sobre los montones de cascotes y caminé entre

las iglesias en ruinas, unas iglesias que habían poseído un esplendor legendario, antes de que

Batu Khan quemara la ciudad en el año 1240.

Yo me había criado entre esta selva de antiguas iglesias y monasterios derruidos,

apresurándome a oír misa en nuestra catedral de Santa Sofía, uno de los pocos monumentos

que los mongoles no habían destruido. En su tiempo, había constituido un magnífico

espectáculo con sus cúpulas doradas que se elevaban sobre las otras iglesias; decían que era

más imponente que la otra iglesia del mismo nombre en la lejana Constantinopla, pues sus

dimensiones eran mayores y contenía una gran cantidad de tesoros.

Lo que yo había conocido ahora no era sino una majestuosa ruina, una cascara rota.

No me apeteció entrar en la iglesia. Me bastaba contemplarla desde el exterior, porque

ahora comprendí, tras los años felices que había vivido en Venecia, lo que esta iglesia había

representado antes. Comprendí por haber contemplado los espléndidos mosaicos y cuadros

bizantinos que albergaba San Marcos, y la antigua iglesia bizantina de la isla veneciana de

Torcello, la magnitud de los tesoros que habían existido en este lugar. Al recordar las

bulliciosas multitudes de Venecia, sus estudiantes, intelectuales, letrados y mercaderes, sentí

deseos de aplicar unas pinceladas de vitalidad a esta desolada escena.

El suelo estaba cubierto por una espesa capa de nieve, y pocos rusos salían a estas

gélidas horas de la tarde. De modo que Marius y yo pudimos gozar caminando tranquilamente

por estos parajes sin tener temor a caer y lastimarnos como los mortales.

Nos detuvimos frente a un largo bloque de almenas derruidas, una informe balaustrada

bajo la nieve, y desde allí contemplé la ciudad que llamábamos Podil, la única ciudad en Kíev

que se mantenía en pie, donde me había criado en una rústica vivienda de troncos y arcilla,

situada a pocos metros del río. Contemplé los techados de paja cubiertos de nieve

purificadora, las chimeneas que humeaban y las tortuosas callejuelas repletas de nieve. Las

viviendas y otros edificios, construidos antaño junto al río en apretadas hileras, habían logrado

sobrevivir a un incendio tras otro y a los salvajes ataques de los tártaros.

Era una población compuesta por mercaderes, comerciantes y artesanos, todos

vinculados al río y a los tesoros que éste traía de Oriente; y el dinero que algunos estaban

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144

dispuestos a pagar por las mercancías el río lo transportaba hacia el sur, hacia el mundo

europeo.

Mi padre, el indómito cazador, comerciaba con pieles de oso que él mismo traía del

interior, del inmenso bosque que se extendía nacía el norte. Mi padre vendía todo tipo de

pieles de animales: zorro, martas, castor y cordero; tal era su fortaleza y su suerte que ningún

hombre ni ninguna mujer de nuestra familia se vieron nunca obligados a vender sus trabajos y

labores para comprar comida. Si pasábamos hambre, era porque el invierno devoraba los

alimentos, y no había carne ni nada que mi padre pudiera adquirir con su oro.

Desde las almenas percibí el hedor que emanaba de Podil, la Ciudad de Vladimir.

Apestaba a pescado podrido, a ganado, a carne putrefacta, a lodo del río.

Me arrebujé en la capa y soplé para eliminar la nieve que se había depositado sobre mis

labios. Luego observé de nuevo las sombrías cúpulas de la catedral que se recortaban sobre el

cielo.

.Sigamos adelante, acerquémonos al castillo del voievoda. .Es ese edificio de madera,

que en Italia nadie confundiría con un palacio ni un castillo.

Marius asintió e hizo un gesto para calmarme, para indicarme que no le debía ninguna

explicación por haberle traído a este desolado lugar donde yo había nacido.

El voievoda era nuestro gobernante, y en mis tiempos éste había sido el príncipe Miguel

de Lituania. Ignoraba quién ostentaba ahora ese cargo.

Me sorprendió utilizar esa palabra. En mis fúnebres visiones, no era consciente del

lenguaje, y nunca había pronunciado la extraña palabra «voievoda», que significa gobernante.

Sin embargo, lo había visto con toda claridad luciendo su sombrero negro redondo, su gruesa

chaqueta negra de terciopelo y sus botas de fieltro.

Eché a andar, seguido de Marius. Nos acercamos al edificio bajo y alargado, más

parecido a una fortaleza que un castillo, compuesto por unos gigantescos troncos. Sus muros

describían una airosa curva en la parte superior; sus múltiples torres estaban rematadas por

unos tejados de cuatro pisos. Distinguí el tejado central, una enorme cúpula de madera de

cinco lados que se recortaba sobre el cielo estrellado. Junto al gigantesco portal y a lo largo de

los muros exteriores del recinto ardían unas antorchas. Todas las ventanas estaban cerradas a

cal y canto para impedir que penetrara el invierno y la noche.

De niño yo había creído que éste era el edificio más imponente que existía en el mundo

cristiano.

No nos costó el menor esfuerzo hipnotizar a los guardias con unas palabras suaves y

unos movimientos rápidos, pasar frente a ellos y penetrar en el castillo.

Entramos a través de un almacén situado en la parte posterior del edificio y nos dirigimos

sigilosamente hacia un lugar desde el cual poder espiar al pequeño grupo de nobles y

caballeros ataviados con túnicas ribeteadas de piel que se hallaban congregados en el Gran

Salón, debajo de las vigas desnudas del techo de madera, alrededor de un fuego crepitante.

Estaban sentados sobre una resplandeciente masa de alfombras turcas, en unos grandes

sillones rusos cuyos grabados geométricos no me eran desconocidos. Bebían en copas de oro

el vino servido por dos criados vestidos de cuero, y sus largas túnicas ceñidas con un cinturón,

de color azul, rojo y oro, eran tan rutilantes como la multitud de dibujos que exhibían las

alfombras.

Unos tapices europeos adornaban los toscos muros estucados; se trataba de las

inevitables escenas de caza en los inmensos bosques de Francia, Inglaterra y la Toscana. El

sencillo festín, compuesto por pollo y carne asada, estaba dispuesto sobre una mesa larga

iluminada por numerosas velas.

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145

En la habitación hacía tanto frío que los distinguidos caballeros lucían unos característicos

gorros rusos de piel.

Qué exótico me había parecido en mi infancia cuando mi padre me llevaba a saludar al

príncipe Miguel, quien le estaba profundamente agradecido por sus valerosas hazañas al abatir

suculentos animales en los páramos, o entregar valiosas mercancías a los aliados del príncipe

Miguel en los fuertes lituanos ubicados en el oeste.

No obstante, eran europeos, y no me infundían respeto alguno.

Mi padre me había explicado que no eran sino lacayos del Khan, que pagaban por el

derecho a gobernarnos.

.Nadie se opone a esos ladrones .decía mi padre.. Deja que canten sus canciones de

honor y valor. No significan nada. Escucha las canciones que canto yo.

Mi padre conocía muchas canciones.

A pesar de su vigor como jinete, su destreza con el arco y la flecha, y la fuerza bruta que

exhibía con la espada, mi padre era muy habilidoso a la hora de pulsar con sus dedos largos y

finos las cuerdas de una vieja arpa y cantar con gracia las canciones narrativas de los viejos

tiempos, cuando Kíev era una gran capital cuyas iglesias rivalizaban con las de Bizancio y sus

tesoros asombraban al mundo.

Al poco rato decidí marcharme. Eché un último vistazo a esos hombres que sostenían sus

copas de vino doradas, sus elegantes botas de piel apoyadas sobre unos escabeles turcos, sus

espaldas encorvadas y sus sombras reptando por las paredes. De improviso, sin que ellos

hubieran reparado en nuestra presencia, Marius y yo salimos de allí.

Había llegado el momento de dirigirnos a otra ciudad construida sobre una colina,

Pechersk, a cuyos pies se hallaban las numerosas catacumbas del Monasterio de las Cuevas.

Me eché a temblar de sólo pensar en él. Temí que la boca del monasterio me engulliría y

permanecería sepultado para siempre en las húmedas entrañas de la Madre Tierra, buscando

incesantemente la luz de las estrellas, sin poder salir.

Sin embargo, me dirigí hacia allí, caminando lentamente a través del barro y la nieve, y

de nuevo, con la pasmosa y ágil gracia de un vampiro, entré en el monasterio, seguido por

Marius. Hice saltar silenciosamente los cerrojos con mi asombrosa fuerza, levanté las puertas

al abrirlas para evitar que su peso hiciera crujir los goznes y atravesé las salas a tal velocidad

que los ojos de un mortal sólo habrían percibido unas frías sombras, suponiendo que hubieran

percibido algo.

El aire era cálido y apacible, pero la memoria me indicó que el ambiente no había sido

tan maravillosamente cálido para un joven mortal. En la sala donde copiaban manuscritos, a la

humeante luz de una lámpara de aceite de mala calidad, vi a unos hermanos inclinados sobre

sus pupitres, trabajando sobre sus textos, como si la imprenta fuera un invento que no les

concernía.

Reconocí los textos sobre los que trabajaban: el Paterikón del Monasterio de las Cuevas

de Kíev, que contenía unos espléndidos relatos sobre los fundadores del monasterio y sus

numerosos y pintorescos santos.

En esta sala, trabajando sobre ese texto, yo había aprendido a leer y a escribir. Avancé

pegado a la pared para observar más de cerca la página que copiaba un monje, sujetando con

la mano izquierda el vetusto volumen que copiaba.

Yo conocía esa parte del Paterikón de memoria. Era la historia de Isaac. Unos le habían

engañado, presentándose ante él disfrazados de hermosos ángeles, e incluso habían fingido

ser Jesucristo. Cuando Isaac cayó en la trampa, los demonios se pusieron a bailar de gozo en

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146

torno suyo y a mofarse de él. Pero después de entregarse a la meditación y a la penitencia,

Isaac se enfrentó a esos demonios.

El monje mojó la pluma en el tintero y escribió las palabras que pronunció Isaac:

Cuando me engañasteis, haciéndoos pasar por Jesucristo y unos ángeles,

demostrasteis ser indignos de ese rango. Pero ahora mostráis vuestro aspecto

verdadero...

Aparté el rostro. No leí el resto del párrafo. Allí, oculto entre las sombras del muro,

habría podido permanecer eternamente sin que descubrieran mi presencia. Leí lentamente las

otras páginas que el monje había copiado, las cuales había dejado para que se secaran. Hallé

un pasaje anterior que jamás había olvidado, el cual describía a Isaac, retirado del mundo,

yaciendo inmóvil y sin probar bocado durante dos años:

Pues Isaac estaba muy débil de mente y cuerpo y no podía volverse de

lado, levantarse o sentarse; permanecía tendido de costado, y los gusanos se

acumulaban debajo de sus muslos, debido a los excrementos y la orina.

Los demonios, con sus engaños, habían obligado a Isaac a hacer esta penitencia. Yo

había confiado en experimentar esas tentaciones, visiones, alucinaciones y penitencia cuando

ingresé aquí de niño.

Percibí el sonido de la pluma deslizándose sobre el papel. Me retiré, sin ser visto por los

monjes, como si jamás hubiera venido. Me volví y contemplé a mis hermanos.

Estaban demacrados, vestidos con unos hábitos de tosca lana, apestaban a sudor y a

porquería, y llevaban la cabeza rapada. Sus largas barbas eran ralas y no se las habían

peinado.

Creí reconocer a uno de ellos, a quien incluso había amado, pero era un recuerdo muy

remoto y no merecía la pena pensar en ello.

Confié a Marius, que permanecía fielmente a mi lado como una sombra, que no habría

podido soportar aquella existencia, pero ambos sabíamos que eso era mentira. Lo más

probable es que la hubiera soportado, y habría muerto sin conocer otro universo que aquél.

Penetré en el primero de los dos largos túneles donde los monjes estaban enterrados,

con los ojos cerrados y sujetándome al muro de barro, tratando de percibir los sueños y las

oraciones de quienes yacían sepultados vivos en aras del amor de Dios.

Era tal cual lo había imaginado, tal como lo recordaba. Oí las palabras que me resultaban

familiares, ya no misteriosas, musitadas en eslavón. Vi las imágenes de rigor. Sentí la vigorosa

llama de la autentica devoción y misticismo, la cual había brotado del débil fuego de una vida

de renuncia y sacrificio.

Agaché la cabeza y apoyé la sien en el barro. Ansiaba hallar al niño, aquel tan puro de

alma que abría estas celdas para llevar a los eremitas la suficiente comida y agua para que

siguieran vivos. Pero no pude hallarlo, me fue imposible. Me daba rabia que ese niño hubiera

tenido que sufrir en este lugar, demacrado, desesperado, sumido en la más abyecta

ignorancia, cuyo único goce sensual en la vida era observar cómo resplandecían los colores del

icono.

Emití un gemido, volví la cabeza y caí estúpidamente en brazos de Marius.

.No llores, Amadeo .me consoló con ternura.

Luego me apartó el pelo de la frente y me enjugó las lágrimas con el pulgar.

.Despídete de este lugar, hijo mío.

Yo asentí con la cabeza.

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147

En menos de un segundo nos hallamos fuera. Yo no dije nada. Marius me siguió. Bajé por

la ladera hacia la ciudad construida a orillas del río.

El olor del río era muy intenso, al igual que el hedor de los humanos. Al poco rato, llegué

a la casa en la que me había criado. De pronto aquello me pareció una locura. ¿Qué pretendía?

¿Medir todo esto con unos patrones nuevos? ¿Confirmarme a mí mismo que como un niño

mortal yo no tenía la menor posibilidad de salvarme?

Dios mío, no existía justificación por haberme convertido en lo que soy, un vampiro impío

que se alimenta de lujo y oropel del perverso mundo veneciano, lo sabía perfectamente.

¿Acaso era esto un fatuo ejercicio de autojustificación? No, era otra cosa la que me atraía

hacia la casa alargada y rectangular, como tantas otras, sus gruesos muros de arcilla divididos

por troncos, cubierta por un techado de cuatro pisos del que pendían unos carámbanos, esta

amplia y tosca casa que era mi hogar.

Tan pronto como llegamos a ella, me deslicé sigilosamente junto a sus muros laterales.

La nieve se había transformado en agua; el agua del río corría por la calle y se filtraba por

todos los resquicios, como cuando yo era niño. El agua se filtró en mis hermosas botas

venecianas cosidas a mano. Sin embargo, no logró congelar mis pies como antaño, porque yo

derivaba ahora mi fuerza de unos dioses desconocidos en este lugar, unas criaturas de las que

estos inmundos labriegos, entre los cuales me había contado, no habían oído hablar jamás.

Apoyé la cabeza contra el áspero muro, como había hecho en el monasterio, pegándome

a la argamasa como si su solidez pudiera protegerme y transmitirme todo cuanto yo deseaba

saber. A través de un pequeño orificio entre los desconchones de arcilla vi, bajo el resplandor

de las velas y la luz más intensa de las lámparas, una familia sentada al calor de la amplia

estufa de piedra.

Yo conocía a esas personas, aunque no recordaba algunos de los nombres. Sabía que

eran parientes míos, y conocía el espacio que compartían.

No obstante, deseaba ver más allá de esta pequeña reunión familiar. Quería saber si esas

personas estaban bien, si después de aquel fatídico día, cuando me habían raptado y sin duda

habían asesinado a mi padre en los páramos, mis parientes habían logrado seguir adelante con

su característico vigor. Deseaba saber, quizá, qué oraciones pronunciaban cuando recordaban

a Andrei, el niño que tenía la habilidad de pintar unos iconos de extraordinaria perfección,

unos iconos no creados por manos humanas.

Oí el sonido del arpa dentro de la casa, y cantos. La voz pertenecía a uno de mis tíos, un

hombre tan joven que podría haber sido mi hermano. Se llamaba Borys, y ya de niño había

mostrado grandes dotes para el canto, pues era capaz de memorizar las viejas leyendas, o

sagas, de los caballeros y héroes, y en estos momentos cantaba una canción, rítmica y trágica,

sobre uno de esos personajes. Era el arpa de mi padre, una arpa pequeña y antigua, y Borys

pulsaba sus cuerdas al tiempo que desgranaba la historia de una feroz y fatídica batalla para

conquistar la antigua y noble ciudad de Kíev.

Escuché las conocidas cadencias que habían sido transmitidas por nuestro pueblo de

cantante a cantante durante cientos de años. Alcé la mano y arranqué un pedacito de

argamasa. Vi a través del pequeño orificio el rincón donde yo pintaba los iconos, justo enfrente

del lugar donde estaban congregados mis parientes en torno al fuego que ardía en la estufa.

¡Ah, qué espectáculo! Entre docenas de cabos de velas y lámparas llenas de grasa que

ardían aparecían dispuestos más de veinte iconos, algunos muy antiguos y oscurecidos por el

paso del tiempo en sus marcos de oro, otros radiantes, como si hubieran cobrado vida ayer

mismo a través del poder divino. Entre los iconos vi numerosos huevos pintados, unos huevos

exquisitamente decorados con diversos colores y dibujos que yo recordaba bien. Muchas veces

había observado a las mujeres decorando estos huevos sagrados de Pascua, aplicándoles cera

caliente fundida con sus plumas de madera para dibujar las cintas, las estrellas, las cruces o

las líneas que representaban los cuernos del carnero, o el símbolo que representaba la

mariposa o la cigüeña. Después de aplicar la cera, sumergían el huevo en un tinte frío de un

A r m a n d , e l v a m p i r o A n n e R i c e

148

color asombrosamente intenso. Existía una infinita variedad, y una infinita posibilidad de

significados, en estos simples dibujos y signos.

Guardaban estos huevos frágiles y bellamente decorados para curar a los enfermos, o

para protegerse contra las tormentas. Yo había ocultado esos huevos en un huerto para que

tuviéramos una buena cosecha. Un día coloqué uno de esos huevos sobre la puerta de la casa

a la que había ido a vivir mi hermana de recién casada.

Existía una historia muy bonita sobre esos huevos decorados, según la cual en tanto en

cuanto observáramos esta costumbre, mientras existieran estos huevos, el mundo estaría a

salvo del monstruo del mal que pretendía venir y devorarlo todo.

Me complació ver esos huevos dispuestos en el rincón de los iconos, como de costumbre,

entre los rostros sagrados. Lamenté el hecho de haberme olvidado de esta costumbre, lo cual

interpreté como el anuncio de que iba a ocurrir una tragedia.

Sin embargo, los rostros sagrados acapararon mi atención y me olvidé de todo lo demás.

Vi el rostro de Cristo resplandeciendo a la luz del fuego, mi brillante adusto Cristo, tal como lo

había pintado tantas veces. Yo había pintado un gran número de iconos, pero éste era idéntico

al que había perdido aquel día entre la elevada hierba del páramo.

Eso era imposible. ¿Cómo podía alguien recuperar el icono que yo había perdido al caer

en manos de los tártaros? No, debía de tratarse de otro icono, pues tal como he dicho, yo

había pintado un sinfín de iconos antes de que mis padres reunieran el valor suficiente para

llevarme con los monjes. Toda la aldea estaba llena de iconos pintados por mí. Mi padre se

había ufanado en regalar varios al príncipe Miguel, y había sido precisamente el príncipe quien

había dicho que convenía que los monjes comprobaran mis dotes para pintar iconos.

Qué expresión tan adusta mostraba Nuestro Señor comparado con las tiernas imágenes

de Cristo pintada por Fra Angélico o el noble y acongojado señor plasmado por Bellini. Sin

embargo, mi Cristo irradiaba el calor que le había conferido mi amor. Había sido pintado

amorosamente al viejo estilo ruso, compuesto de líneas severas y colores sombríos, al estilo

de mi tierra. Y rezumaba amor, el amor que yo creía que me había dado.

Sentía náuseas. Noté la mano de mi maestro sobre mi hombro. No me obligó a alejarme

de allí, como yo temía que hiciera. Se limitó a abrazarme y apoyar la mejilla contra mi cabello.

Decidí marcharme, pues ya había visto suficiente. No obstante, en aquel momento sonó

la música. Me fijé en una mujer que estaba ahí, ¿mi madre tal vez? No, era más joven, era mi

hermana Anya, convertida ya en una mujer, que comentó con voz enojada que mi padre

podría volver a cantar si ocultaban todas las botellas de vino y lograban que dejara de beber.

Mi tío Borys soltó una carcajada. Iván era un borracho incorregible, dijo Borys, era

incapaz de regenerarse y no tardaría en morir, estaba envenenado por el alcohol, el licor fino

que obtenía de los comerciantes a quienes les vendía los objetos que robaba de esta casa, y el

vino peleón que le daban los campesinos a quienes hostigaba y zurraba, haciendo gala de su

apodo de «terror del pueblo».

Sentí que se me erizaba el vello. ¿Iván, mi padre, estaba vivo? ¿Vivo para morir de

nuevo de forma deshonrosa? ¿Acaso no le habían asesinado los tártaros en el páramo?

Sin embargo, al cabo de unos instantes todo pensamiento y comentario sobre mi padre

se esfumó de la cabeza de aquellos patanes. Mi tío cantó otra canción, una canción para bailar.

Nadie bailaba en esta casa, estaban demasiado cansados después de trabajar, y las mujeres

semiciegas mientras seguían remendando la ropa que yacía en un montón en su regazo. Pero

la música los animó y uno de ellos, un chico más joven que yo cuando me morí, mi hermanito,

dijo en voz baja una plegaria por mi padre, rogando al Señor que mi padre no se helara esta

noche, como le había ocurrido tantas veces, al caerse borracho sobre la nieve.

.Haz que regrese a casa .musitó el niño.

A r m a n d , e l v a m p i r o A n n e R i c e

149

De pronto oí decir a Marius a mis espaldas, con el fin de calmarme y poner las cosas en

orden:

.Sí, todo indica que es cierto. Tu padre vive.

Antes de que pudiera detenerme, me dirigí hacia la entrada y abrí la puerta. Fue una

barbaridad, una imprudencia, debí pedirle permiso a Marius, pero siempre fui, como te he

dicho, un discípulo rebelde. Tenía que hacerlo.

Una ráfaga de aire invadió la casa. Las figuras sentadas al amor de la lumbre se

estremecieron y se arrebujaron en sus prendas de piel. El aire atizó el fuego que ardía en la

estufa de piedra, haciendo que las llamas se encabritaran.

Yo sabía que debía quitarme el sombrero, que en este caso consistía en la capucha de mi

capa, y que debía acercarme al rincón de los iconos y santiguarme, pero no lo hice.

De hecho, para ocultarme, me enfundé la capucha al tiempo que cerraba la puerta. Me

apoyé contra ella y sostuve la capa frente a mi boca, de forma que sólo se veían mis ojos y un

mechón de pelo cobrizo.

.¿Por qué se ha aficionado Iván a la bebida? .pregunté, recordando la vieja lengua

rusa.. Iván era el hombre más fuerte de esta población. ¿Dónde está?

Todos me miraron con recelo, indignados por aquella intromisión. El fuego que ardía en

la estufa crepitaba y danzaba saturado de aire fresco. El rincón de los iconos semejaba un

grupo de llamas perfectas y radiantes, con sus brillantes imágenes y velas dispuestas al azar,

un fuego de una naturaleza distinta y eterna. El rostro de Cristo apareció con toda claridad a la

luz oscilante de las velas, con los ojos clavados en mí.

Mi tío se levantó y depositó el arpa en manos de un chico joven que no reconocí. Vi en

las sombras a unos niños incorporados en sus lechos, abrigados con gruesos cobertores. Vi

cómo me observaban con sus ojos relucientes. Los otros, instalados frente al fuego, hicieron

causa común y se encararon conmigo.

Vi a mi madre, ajada y triste como si hubieran transcurrido siglos desde que yo me había

marchado de su lado, una anciana achacosa sentada en un rincón, con las manos crispadas

sobre la manta que le cubría las rodillas. La observé detenidamente, tratando de descifrar la

causa de su deterioro. Desdentada, decrépita, con las manos agrietadas y relucientes de tanto

trabajar, parecía una mujer que se dirigía a pasos agigantados hacia la muerte.

Se agolpó en mi mente un cúmulo de pensamientos y palabras.

Ángel, demonio, visitante nocturno, terror de las tinieblas, ¿qué eres? Los otros alzaron

las manos apresuradamente para hacer la señal de la cruz. Pero los pensamientos acudieron

prestos y diáfanos en respuesta a mi pregunta.

¿Quién no sabe que Iván el Cazador se ha convertido en Ivan el Penitente, Iván el

Borracho, Iván el Loco, debido a aquel fatídico día en el páramo cuando no logró impedir que

los tártaros raptaran a su amado hijo Andrei?

Cerré los ojos. ¡Lo que le había ocurrido a mi padre era peor que la muerte! Yo no había

imaginado, no me había atrevido a pensar que estuviera vivo, no lo quería lo suficiente para

confiar en que hubiera sobrevivido, ni siquiera había pensado en qué había sido de él. En

Venecia abundaban los establecimientos donde podía escribirle una carta, una carta que los

grandes mercaderes venecianos habrían llevado a un puerto desde donde habría viajado por

los caminos por los que transportaban el correo, que el Khan había mandado construir.

Yo lo sabía, el joven y egoísta Andrei lo sabía, conocía los detalles que podían sellar el

pasado de forma que pudiera olvidarlo. Pude haber escrito:

Querida familia:

A r m a n d , e l v a m p i r o A n n e R i c e

150

Estoy vivo y me siento satisfecho, pero no puedo regresar a casa. Envío un

dinero para mis hermanos, mis hermanas y mi madre.

Pero en realidad, yo no lo sabía. El pasado constituía un caos que no dejaba de

atormentarme. Cada vez que aparecía en mi mente una de esas vividas imágenes, me sumía

en una tortura inenarrable.

Mi tío se plantó ante mí. Era tan alto y corpulento como mi padre. Iba bien vestido, con

un jubón de cuero ceñido con un cinturón y unas botas de fieltro. Me observó con calma y

expresión severa.

.¿Quién eres y por qué irrumpes de esta forma en nuestra casa? .preguntó.. ¿Quién

es este príncipe que está ante mí? ¿Nos traes acaso un mensaje? Si es así, te perdonaremos

por haber partido la cerradura de nuestra puerta.

Respiré hondo. No tenía más preguntas. Sabía que podía hallar a Iván el Borracho. Que

estaba en la taberna con los pescadores y los tratantes en pieles, pues ése era el único local

cerrado que amaba casi tanto como su hogar.

Con la mano me palpé el cinturón en busca del talego que siempre llevaba sujeto a él, lo

arranqué y se lo entregué al hombre. Él lo contempló perplejo. Luego miró ofendido y

retrocedió un paso.

De golpe tuve la impresión de que aquel hombre se había convertido en parte de una

imagen nítida y pormenorizada de aquella casa. Vi la casa. Vi los muebles tallados a mano, el

orgullo de la familia que los había construido, las cruces y los candelabros de numerosos

brazos tallados a mano. Vi los símbolos pintados en los marcos de madera de las puertas, y las

baldas sobre las que estaban dispuestos los decorativos potes, cazos y cuencos de confección

casera.

Vi el orgullo de esa gente, de toda la familia, de las mujeres que se ufanaban de sus

bordados y la habilidad con que remendaban la ropa, y recordé con una sensación plácida y

reconfortante la estabilidad y el calor de su vida cotidiana.

Sin embargo, era triste, espantosamente triste, comparado con el mundo que yo

conocía.

Me acerqué a ese hombre y le ofrecí de nuevo el talego.

.Te ruego que lo aceptes como un favor hacia mí, para permitir que salve mi alma .

dije, disimulando la voz y sin mostrar mi rostro.. Es de tu sobrino Andrei. Está muy lejos, en

el país al que le llevaron los tratantes de esclavos. Jamás regresará a casa. Pero está bien y

desea compartir con su familia una parte de lo que posee. Me ha pedido que le informe quién

de vosotros vive y quién ha muerto. Si no te entrego este dinero, y si tú no lo aceptas, cuando

muera iré al infierno.

Mis palabras no obtuvieron una respuesta verbal, pero sus mentes me transmitieron lo

que yo deseaba. Había conseguido averiguarlo todo. Sí, Iván estaba vivo, y ahora, este

extraño, les decía que Andrei también estaba vivo. Iván lloraba un hijo que no sólo vivía sino

que había prosperado. La vida es una tragedia, se mire como se mire. La única certeza es que

todos moriremos.

.Te lo suplico .insistí.

Mi tío tomó el talego, pero no sin cierta reticencia. Estaba lleno de ducados de oro, que

les permitiría adquirir lo que necesitaran.

Solté la esquina de la capa con la que me cubría el rostro, me quité el guante izquierdo y

luego los anillos que lucía en cada dedo de mi mano izquierda. Ópalos, ónices, amatistas,

topacios, turquesas. Avancé entre el hombre y los jóvenes hasta un rincón situado al otro lado

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151

de la estufa y deposité las alhajas en el regazo de la anciana que había sido mi madre. Ella

alzó la vista y me miró.

Deduje que dentro de unos instantes mi madre me reconocería. Me apresuré a cubrirme

el rostro de nuevo, pero con la mano izquierda extraje el cuchillo de mi cinturón. Era una

Misericorde, una pequeña daga que los guerreros llevan consigo al campo de batalla para

rematar a sus víctimas malheridas que agonizan. Era un objeto decorativo, más bien un

complemento que un arma; su empuñadura de oro estaba cubierta de unas perlas perfectas.

.Es para ti .dije.. Para la madre de Andrei, a quien le encantaba su collar de perlas de

río. Acéptalo por la salvación del alma de Andrei. .Tras estas palabras deposité la daga a los

pies de mi madre.

Luego hice una profunda reverencia, casi rozando el suelo con la cabeza, y me fui sin

mirar atrás, cerrando la puerta a mis espaldas, pero permanecí lo suficientemente cerca para

oírles levantarse de un salto y apresurarse a contemplar los anillos y la daga, y algunos para

examinar la cerradura de la puerta.

Durante unos instantes experimenté una intensa emoción, pero nada me impediría hacer

lo que debía hacer. No me dirigía hacia Marius, pues habría sido una grosería pedirle que me

apoyara o que aprobara mi decisión. Eché a caminar por la calle cubierta de barro y nieve

hacia la taberna más cercana al río, donde supuse que hallaría a mi padre.

De niño había entrado pocas veces en ese lugar, y sólo para llevarme a mi padre a casa.

Apenas lo recordaba, salvo como un lugar donde se reunían unos extraños para beber y

blasfemar.

Era un edificio alto y alargado, construido con unos troncos toscos como mi casa, con

una argamasa de barro, y las inevitables grietas y orificios por los que se colaba el aire helado.

Tenía un techo muy alto, de unos seis pisos para compensar el peso de la nieve, y de los

aleros pendían unos carámbanos, al igual que en mi casa.

Me maravillaba de que la gente pudiera vivir así, que este frío no los animara a construir

unas viviendas más recias y duraderas. Pero en este lugar siempre había ocurrido lo mismo: el

invierno feroz arrebataba a los pobres, a los enfermos y a los atribulados buena parte de lo

que poseían, y las breves estaciones de primavera y el verano apenas les daban nada, pero al

final la resignación de estas gentes se convertía en su mayor virtud.

Quizás estuviera equivocado en mis apreciaciones, y quizá me equivocaba ahora. Lo

importante es que era un lugar desolado, y aunque no era feo, pues la madera y el barro y la

nieve y la tristeza no son necesariamente feos, era un lugar desprovisto de belleza, a

excepción de los iconos y acaso las lejanas siluetas de las airosas cúpulas de Santa Sofía en lo

alto de la colina, que se recortaban sobre el cielo tachonado de estrellas. Y eso no bastaba.

Al entrar en la taberna, calculé que había unos veinte hombres, los cuales charlaban

entre sí con una camaradería que me sorprendió, dada la naturaleza espartana del lugar, que

era poco más que un refugio contra la noche que los mantenía sanos y salvos en torno al

fuego. Allí no había iconos para reconfortarlos, pero algunos cantaban, y estaba el inevitable

arpista que pulsaba las cuerdas de su humilde instrumento, y otro hombre que tocaba una

pequeña gaita.

Había muchas mesas, algunas cubiertas con un mantel de lino y otras desnudas, en

torno a las cuales se hallaban sentados los parroquianos. Algunos eran extranjeros, tal como

yo recordaba. Tres italianos, según comprobé al oírlos hablar, genoveses para más

información. Pero dos de esos hombres habían acudido atraídos por el comercio fluvial, lo que

me dio a entender que Kíev se había convertido en una ciudad pujante.

Detrás del mostrador había numerosos toneles de cerveza y vino, que el tabernero

vendía en copas. Vi muchas frascas de vino italiano, sin duda costoso, y unas cajas de jerez

español.

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152

A fin de no llamar la atención, atravesé el local y me dirigí hacia un oscuro rincón situado

a la izquierda, confiando en que nadie se fijara en un viajero europeo ataviado con elegantes

ropas, puesto que si de algo andaban sobrados en Rusia era de pieles.

Estos hombres estaban demasiado ebrios para fijarse en mí. El tabernero fingió

mostrarse interesado en el nuevo cliente que acababa de entrar en su establecimiento, pero al

poco rato apoyó de nuevo la cabeza en la palma de la mano y se puso a roncar. La música

continuó sonando, otra vieja leyenda rusa, pero mucho menos alegre que la que había cantado

mi tío en casa, porque tuve la impresión de que el músico estaba muy cansado.

Entonces vi a mi padre. Yacía boca arriba, cuan largo era, sobre un tosco y grasiento

banco, vestido con su jubón de cuero y envuelto en su gruesa capa de piel, cuidadosamente

doblada sobre su cuerpo, como si los otros le hubieran tapado para que no se resfriara al

perder el conocimiento. Su capa era de piel de oso, lo cual indicaba que mi padre era un

hombre rico.

Emitía unos estentóreos ronquidos y apestaba a licor. Estaba sumido en un sueño etílico

tan profundo que, cuando me arrodillé junto a él y contemplé su rostro, no se despertó.

Tenía las mejillas más enjutas aunque sonrosadas, pero mostraba un aspecto

demacrado, y su bigote y larga barba estaban salpicados de canas. Me pareció que había

perdido bastante pelo en las sienes, y que su frente aparecía más despejada, pero quizá me

engañara. La piel en torno a sus ojos estaba arrugada y oscura. No alcancé a ver sus manos,

pues las tenía ocultas debajo de la capa, pero observé que seguía siendo un hombre fuerte, de

complexión atlética, y que su afición a la bebida aún no le había destruido.

De pronto tuve una turbadora sensación de su vitalidad; percibí el olor de su sangre y su

vigor, como si me hubiera topado con una posible víctima. Borré esos pensamientos de mi

mente y le miré con afecto, alegrándome sinceramente de que estuviera vivo. Mi padre había

escapado con vida de aquel encuentro en el páramo con los tártaros, quienes parecían los

mismos heraldos de la muerte.

Acerqué un taburete para sentarme un rato junto a mi padre y observar su rostro. No me

había vuelto a poner el guante izquierdo.

Apoyé mi mano fría sobre su frente, ligeramente, pues no deseaba tomarme excesivas

confianzas, y mi padre abrió los ojos lentamente. Tenía los ojos vidriosos e inyectados en

sangre, pero tan relucientes como de costumbre. Me miró suavemente y en silencio durante un

rato, como si no tuviera motivos para moverse, como si yo fuera una visión que se le había

aparecido en sueños.

Noté que la capucha de mi capa se deslizaba hacia atrás, pero no hice el menor ademán

para impedirlo. Yo no veía lo que veía mi padre, pero sabía quién era: su hijo, con el rostro

rasurado y desprovisto de vello, como había tenido su hijo cuando este hombre vivía con él y

le veía a diario, y una caballera castaña y ondulada salpicada de nieve.

Al otro lado de la taberna, los cuerpos de los hombres constituían unas meras siluetas

que se recortaban sobre el inmenso resplandor del fuego; algunos charlaban y otros cantaban.

Y el vino corría a raudales.

Nada se interponía entre mí y este momento, entre mí y este hombre que había tratado

de abatir a los tártaros, que había disparado una flecha tras otra contra sus enemigos mientras

las flechas de éstos llovían sobre él sin lograr herirle.

.No te hirieron .murmuré.. Te quiero y ahora comprendo lo fuerte que eras. .¿Era

audible mi voz?

Mi padre pestañeó y me miró al tiempo que se pasaba la lengua por los labios. Sus

labios, de un vivo color coral, relucían entre su frondoso bigote y su poblada barba.

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153

.Me hirieron .respondió con voz queda pero no débil.. Me alcanzaron en dos

ocasiones, en el brazo y en el hombro. Pero no consiguieron matarme, y se llevaron a Andrei.

Yo caí del caballo pero me levanté. No me hirieron en las piernas. Eché a correr tras ellos sin

cesar de disparar. Tenía una maldita flecha clavada aquí, en el hombro.

Sacó la mano de debajo de la capa de piel y la apoyó en la curva oscura de su hombro

derecho.

.No cesé de disparar contra ellos. No noté que me habían herido. Luego los vi alejarse.

Se llevaron al niño. No sé si estaba vivo. Lo ignoro. No creo que se hubieran molestado en

llevárselo de haber estado muerto. No dejaban de disparar sus flechas. Caía una lluvia de

flechas del cielo. Eran unos cincuenta hombres. Mataron a todos mis acompañantes. Les

advertí que no dejaran de disparar, ni por un instante, que no se amilanaran, que no cesaran

de disparar contra aquellos salvajes, y que cuando se les acabaran las flechas desenvainaran

la espada y fueran a por ellos, que se lanzaran a galope con la cabeza pegada a la de su

montura y los atacaran. Quizá hicieron lo que les dije. No lo sé.

Mi padre entornó los párpados y miró a su alrededor. Deseaba incorporarse. Luego me

miró y dijo:

.Dame un trago. Invítame a una copa de buen vino. El tabernero tiene jerez español.

Cómprame una botella de jerez. Maldita sea, en los viejos tiempos esperaba a los

comerciantes junto al río, y nunca tuve que pedirles que me invitaran a una copa. Cómprame

una botella de jerez. Se nota que eres rico.

.¿Sabes quién soy? .pregunté.

Mi padre me miró confundido. Ni siquiera se le había ocurrido pensar en ello.

.Vienes del castillo. Hablas con acento lituano. Me tiene sin cuidado quién seas.

Cómprame una botella de vino.

.¿Con acento lituano? .pregunté suavemente.. ¡Qué horror! Creo que hablo con

acento veneciano, de lo cual me avergüenzo.

.¿Veneciano? No tienes por qué avergonzarte. Hicieron cuanto pudieron por salvar

Constantinopla. Todo se ha ido al carajo. El mundo terminará en llamas. Anda, cómprame una

botella de jerez antes de que el tabernero las venda todas.

Me levanté. Mientras pensaba en si llevaba dinero, apareció la figura oscura y silenciosa

del maestro, el cual me entregó una botella de jerez español, descorchada y lista para que mi

padre la apurara. Suspiré. El olor no me decía nada, pero sabía que era un excelente jerez, lo

que mi padre me había pedido.

A todo esto mi padre se había sentado en el banco, con los ojos clavados en la botella

que yo sostenía. Alargó la mano para tomar y se puso a beber con la misma avidez con la que

yo bebo la sangre de mis víctimas.

.Mírame bien .dije.

.Este rincón está muy oscuro, idiota .replicó mi padre.. ¿Cómo quieres que vea quién

eres? Hummm, qué bueno es este jerez. Gracias.

De pronto se detuvo con la botella a escasos centímetros de sus labios. Fue un gesto

extraño, como si estuviera en el bosque y acabara de ver a un oso o a otra fiera a punto de

atacarlo. Mi padre se quedó inmóvil, sosteniendo la botella en la mano, moviendo tan sólo los

ojos al tiempo que me contemplaba de arriba abajo.

.Andrei .murmuró.

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154

.Estoy vivo, padre .dije suavemente.. No me mataron. Me llevaron como botín y me

vendieron como esclavo. Me llevaron en un barco al sur y luego al norte, a la ciudad de

Venecia, que es donde vivo ahora.

Los ojos de mi padre reflejaban una hermosa serenidad. Estaba demasiado borracho

para rebelarse o para estallar de júbilo ante la sorpresa. La verdad se le reveló poco a poco,

cautivándolo; él asimiló todas sus ramificaciones: que yo no había sufrido, que era rico, que

gozaba de buena salud.

.Yo estaba perdido, señor .expliqué en un suave susurro que sólo él podía oír.. Estaba

perdido, sí, pero me halló un hombre bondadoso, que me devolvió la tranquilidad, y no he

vuelto a sufrir desde entonces. He hecho un largo viaje para decirte esto, padre. No sabía que

estabas vivo. No podía soñarlo siquiera. Creí que habías muerto aquel día en que el mundo

murió para mí. Y ahora he venido para decirte que no debes preocuparte nunca más por mí.

.Andrei .murmuró mi padre, pero su rostro no acusó cambio alguno, sólo un plácido

asombro. Mi padre me miró fijamente, sosteniendo la botella sobre las rodillas con ambas

manos, su fornida espalda erecta, su cabello rojo y cano más largo de lo que yo recordaba

haberlo visto nunca, fundiéndose con la piel que adornaba su capa.

Era un hombre hermoso, muy hermoso. Yo necesitaba los ojos de un monstruo para

percatarme de ello. Necesitaba la vista de un demonio para apreciar la fuerza que había en sus

ojos junto con la potencia de su corpulenta figura. Sólo los ojos inyectados en sangre

delataban su debilidad.

.Debes olvidarme, padre .repuse.. Olvídame, como si los monjes me hubieran

enviado al extranjero. Pero recuerda esto: gracias a ti jamás me enterrarán en las fosas de

barro del monasterio. Quizá me ocurran otras desgracias, pero no sufriré esa suerte. Gracias a

ti, por haberte opuesto, por haberte presentado aquel día y exigir que te acompañara a cazar,

que me comportara como hijo tuyo que era.

Me volví para marcharme. Mi padre se levantó apresuradamente, sosteniendo la botella

por el cuello con la mano izquierda, y me sujetó por la muñeca con la derecha. Luego me

atrajo hacia él, como si yo fuera un simple mortal, con su proverbial fuerza, y oprimió los

labios sobre mi coronilla.

¡Señor, no dejes que se percate! ¡No dejes que intuya el cambio que he experimentado!

Yo estaba desesperado. Cerré los ojos.

Pero yo era joven, y no tan duro ni frío como mi maestro, ni mucho menos. Y mi padre

sólo sintió la suavidad de mi pelo, y quizás una suavidad gélida como el invierno en mi piel.

.¡Andrei, hijo mío, mi adorado y extraordinario hijo!

Me volví y le abracé con fuerza con el brazo izquierdo. Le besé en la cabeza de una forma

que jamás habría hecho de niño. Lo estreché contra mi corazón.

.No bebas más, padre .le susurré al oído.. Levántate y compórtate como el cazador

que has sido siempre. Sé tu mismo, padre.

.Nadie me creerá jamás, Andrei.

.¿Y quiénes son ellos para decirte eso si vuelves a ser el que siempre has sido, padre?

Ambos nos miramos a los ojos. Yo mantuve la boca bien cerrada para impedir que mi

padre viera los afilados incisivos que me había procurado la sangre vampírica, unos dientes

diminutos y malévolos que un hombre tan perspicaz como él, un cazador nato, vería sin duda.

Sin embargo, él no buscaba ese defecto en mí. Ansiaba sólo amor, y amor fue lo que nos

dimos mutuamente.

A r m a n d , e l v a m p i r o A n n e R i c e

155

.Debo irme, no tengo más remedio .dije.. He robado unos momentos para venir a

verte. Dile a madre que fui yo quien se presentó hace un rato en la casa, que fui yo quien le di

las sortijas y a tu hermano el talego de monedas.

Me separé de mi padre y me senté en el banco junto a él, quien había apoyado los pies

en el suelo dispuesto a levantarse. Me quité el guante derecho y observé los siete u ocho

anillos que llevaba, todos ellos de oro o plata engarzados con piedras preciosas. Luego me los

quité uno tras otro y los deposité en su mano. Qué suave y caliente tenía mi padre la mano,

qué roja y palpitante.

.Tómalos porque yo tengo infinidad de anillos. Te escribiré y te enviaré más, para que

no tengas que hacer nada que no desees hacer, tan sólo pasear a caballo, cazar y contar

historias junto al fuego. Cómprate una buena arpa con estos anillos. Cómprales unos libros a

los pequeños, o lo que te apetezca.

.No quiero esto; te quiero a ti.

.Y yo te quiero a ti, padre, pero este pequeño poder es cuanto tenemos.

Le aferré la cabeza con ambas manos, demostrando mi fuerza, quizás imprudentemente,

obligándole a permanecer inmóvil mientras le besaba. Luego le di un largo y cálido abrazo y

me levanté.

Salí de la habitación tan repentinamente que mi padre sólo debió de ver que la puerta se

cerraba.

Nevaba. Vi a mi maestro a pocos metros y, tras reunirme con él, echamos a andar colina

arriba. No quería que mi padre saliera de la taberna y me viera. Deseaba alejarme de allí

cuanto antes.

Cuando me disponía a rogar a Marius que abandonáramos Kíev a la velocidad de los

vampiros, vi una figura que se dirigía apresuradamente hacia nosotros. Era una mujer

menuda, envuelta en una capa de lana ribeteada de piel que arrastraba por la nieve. Sostenía

en los brazos un objeto reluciente.

Me paré en seco, mientras mi maestro aguardaba pacientemente. Era mi madre que

había venido a verme. Era mi madre que se dirigía hacia la taberna portando el icono, vuelto

hacia mí, del Cristo de expresión hosca, el que yo había contemplado durante largo rato a

través de la rendija del muro de la casa.

Miré pasmado a mi madre. Ella alzó el icono y me lo ofreció.

.Andrei .musitó.

.Guárdalo, madre .repuse.. Guárdalo para los pequeños. .La estreché entre mis

brazos y la besé. Qué aspecto tan avejentado y estropeado tenía. Se debía a los numerosos

partos, que le habían minado las fuerzas, para luego enterrar a las criaturas en unas pequeñas

fosas en el suelo. Pensé en los hijos que había perdido mi madre durante mi adolescencia, y en

los que habían muerto antes de nacer yo. Ella los llamaba sus ángeles, sus bebés, unas

criaturas demasiado pequeñas para sobrevivir.

.Guárdalo para la familia .insistí.

.Como quieras, Andrei .respondió mi madre. Me miró con sus ojos pálidos y llenos de

dolor. Vi que se moría. De pronto comprendí que no sólo estaba estropeada debido a su

avanzada edad, ni a los numerosos partos. Mi madre padecía una enfermedad que la consumía

por dentro. Al mirarla sentí terror, terror por el resto de los mortales. Era una enfermedad

propia de la época, común e inevitable.

.Adiós, ángel mío .me despedí.

A r m a n d , e l v a m p i r o A n n e R i c e

156

.Adiós, querido ángel .repuso mi madre.. Siento una gran alegría en el corazón y en

el alma al verte convertido en un noble príncipe, pero dime, ¿aún te santiguas como es

debido? Muéstramelo.

Qué desesperación había en su voz. Mi madre deseaba saber si yo había conseguido esos

privilegios convirtiéndome a la fe de Occidente. Ése era el significado de su pregunta.

.Me pones una prueba muy sencilla, madre .respondí. Me santigüé a nuestro estilo, al

estilo oriental, tocándome el hombro derecho antes que el izquierdo. Luego sonreí.

Ella asintió y extrajo un objeto del interior de su capa de lana, soltándolo sólo después de

haberlo depositado en mi mano. Era un huevo de Pascua pintado de un intenso color rubí.

Era un huevo exquisitamente decorado. Estaba rodeado por unas largas cintas amarillas,

y en el centro creado por las cintas aparecía pintada una rosa roja perfecta o estrella de ocho

puntas.

Después de contemplarlo unos instantes miré a mi madre y asentí. Saqué un pañuelo de

fino hilo flamenco, envolví el huevo con cuidado en él y guardé el paquetito entre los pliegues

de mi camisa debajo de la chaqueta y la capa.

Me incliné y besé a mi madre en su suave y seca mejilla.

.Madre, eres la alegría que alivia mis tristezas .dije.. Eso es lo que representas para

mí.

.Mi dulce Andrei .musitó ella.. Ve con Dios.

Luego miró el icono. Deseaba que yo lo viera. Lo volvió hacia mí para que yo

contemplara el resplandeciente rostro dorado de Dios, impasible y hermoso como el día en que

lo había pintado para ella. Pero no lo había pintado para ella. No, era el icono que yo portaba

el día en que había partido con mi padre y los otros hacia el páramo.

¡Ah, qué maravilla que mi padre hubiera conseguido rescatarlo de aquella escena de

muerte, de destrucción! Pero ¿por qué no iba a conseguirlo? Era una proeza digna de un

hombre como mi padre.

La nieve cayó sobre el icono pintado, sobre el rostro solemne de Nuestro Salvador, que

había cobrado vida bajo mi febril pincel como por arte de magia, un rostro cuyos labios

apretados y suaves y ceño levemente arrugado significaba amor. Cristo, mi Señor, presentaba

una expresión aún más adusta en los mosaicos de San Marcos. Pero Cristo, mi Señor, pintado

al estilo que fuere y con el aspecto que fuere, rebosaba amor hacia sus hijos.

La nieve caía en gruesos copos y parecía derretirse tan pronto como tocaba el rostro de

Nuestro Señor.

Temí por ese frágil panel de madera, por esa reluciente imagen lacada, destinada a

resplandecer durante toda la eternidad. Mi madre también pensó en ello, y se apresuró a

ocultar el icono bajo su capa para protegerlo de la humedad de la nieve.

Jamás volví a verlo.

¿Es preciso a estas alturas que alguien me pregunte qué significa para mí un icono? ¿Es

preciso que alguien me pregunte por qué, cuando vi el rostro de Dios grabado en el velo de la

Verónica, cuando Dora sostuvo ante mí ese velo que el mismo Lestat había traído de Jerusalén

y de la hora de la pasión de Cristo, desafiando las llamas del infierno, caí de rodillas y

exclamé: «¿Es éste el Señor?»

A r m a n d , e l v a m p i r o A n n e R i c e

157

11

El viaje desde Kíev se me antojó un viaje hacia delante en el tiempo, hacia el lugar al

que yo pertenecía.

A mi regreso, toda Venecia parecía compartir el resplandor de la cámara revestida de oro

en la que yo había creado mi sepultura. Deslumbrado, pasé las noches deambulando por la

ciudad, con o sin Marius, aspirando el aire fresco del Adriático y recorriendo las espléndidas

mansiones y palacios gubernamentales a los que me había acostumbrado durante los últimos

años.

Los oficios religiosos vespertinos me atraían como la miel atrae a las moscas. Absorbí con

avidez la música de los coros, los cánticos de los sacerdotes y sobre todo la actitud gozosa y

sensual de los fieles como si fuera un bálsamo para las partes de mi ser que el regreso al

Monasterio de las Cuevas había dejado en carne viva.

Sin embargo, en mi fuero interno reservaba una tenaz y ardiente llama de respeto por

los monjes rusos del Monasterio de las Cuevas. Tras haber vislumbrado unas palabras del

santo hermano Isaac, caminé por aquel lugar imbuido de la memoria viviente de sus

enseñanzas: el hermano Isaac, profundo creyente en Dios, un eremita, un visionario de

espíritus, la víctima del diablo y posteriormente su conquistador en nombre de Jesucristo.

Yo poseía un alma religiosa, de ello no cabía duda alguna, y me habían sido dadas dos

modalidades de pensamiento religioso; y ahora, al rendirme a una guerra entre esas dos

modalidades, había entablado una batalla conmigo mismo, pues aunque no tenía la menor

intención de renunciar a los lujos y las glorias de Venecia, la rutilante belleza de las lecciones

de Fra Angélico y los pasmosos y espléndidos logros de sus seguidores, los cuales habían

creado una belleza sin par en aras de Cristo, beatifiqué en silencio al perdedor de mi batalla, el

bendito Isaac, quien, en mi mente pueril, imaginé que había seguido el auténtico camino del

Señor.

Marius estaba al tanto de mi batalla, sabía el influjo que Kíev ejercía sobre mí, y sabía la

importancia crucial que esto suponía para mí. Comprendía mejor que nadie que cada ser pelea

con sus ángeles y demonios, que cada ser sucumbe a unos valores esenciales, a un tema, por

así decir, inseparable del hecho de vivir una existencia como es debido.

Para nosotros, la vida era vampírica, pero era vida en todos los aspectos: una vida

sensual, carnal. No me ofrecía el medio de escapar de las compulsiones y obsesiones que

había sentido como un joven mortal. Antes bien, esas compulsiones y obsesiones se habían

magnificado.

Al cabo de un mes de mi regreso, comprendí que había sentado el tono de mi actitud

hacia el mundo que me rodeaba. Me deleitaría con la lujuriante belleza de la pintura, la música

y la arquitectura italianas, sí, pero lo haría con el fervor de un santo ruso. Transformaría todas

las experiencias sensuales en bondad y pureza. Aprendería, aumentaría mis conocimientos,

intensificaría mi compasión por los mortales que me rodeaban, y no cejaría nunca de presionar

a mi alma para que alcanzara lo que yo consideraba bondad.

La bondad consistía ante todo en amabilidad, gentileza. Significaba no desperdiciar nada.

Significaba pintar, leer, estudiar, escuchar, incluso rezar, aunque no estaba seguro de a quién,

A r m a n d , e l v a m p i r o A n n e R i c e

158

y aprovechar cada oportunidad para mostrarme generoso con los mortales a los que no

mataba.

En cuanto a los mortales que mataría, me propuse hacerlo con misericordiosa rapidez,

convertirme en un auténtico maestro de la misericordia, sin causarles jamás dolor ni

confusión, atrayendo a mis víctimas por medio del encanto inducido por mi voz melosa y la

profundidad que ofrecían mis ojos para dirigir miradas lánguidas, o por medio de un poder que

al parecer poseía y era capaz de utilizar, el poder de introducir mi mente en la del desdichado

e impotente mortal y ayudarle a crear unas imágenes consoladoras a fin de que la muerte se

convirtiera en el destello de una llama de éxtasis, y luego un silencio dulcísimo.

Asimismo, me propuse gozar de la sangre, profundizar en la sensación que me producía,

más allá de la turbulenta necesidad de mi sed, con el fin de saborear este líquido vital que

sustraía a mí víctima, y sentir plenamente lo que éste contenía y portaba a su último destino,

el destino del alma mortal.

Mis lecciones con Marius se interrumpieron durante un tiempo, pero un día él me

comunicó suavemente que debía reanudar mis estudios, que deseaba que hiciéramos muchas

actividades juntos.

.Yo sigo mi propio plan de estudios .repliqué.. Sabes que no he permanecido ocioso

durante mis paseos por la ciudad, que mi mente está tan ávida de asimilar conocimientos y

experiencias como mi cuerpo. Lo sabes perfectamente. De modo que déjame tranquilo.

.De acuerdo, pequeño maestro .respondió Marius con tono afable., pero debes

regresar a la escuela que he creado para ti. Hay muchas cosas que debes aprender.

Yo le di largas durante cinco noches. A la sexta, hacia media noche, mientras dormía en

su lecho tras haber pasado la velada en la Plaza de San Marcos donde se había celebrado un

alegre festival, escuchando a los músicos y admirando a los saltimbanquis, me sobresalté al

sentir un golpe de su látigo sobre mis pantorrillas.

.Despiértate, jovencito .dijo Marius.

Me volví y alcé la vista, asustado. Marius se hallaba de pie junto a mí, sosteniendo el

largo látigo, con los brazos cruzados. Lucía una larga túnica color púrpura ceñida a la cintura y

el cabello recogido en la nuca.

Yo me volví de espaldas. Supuse que Marius me había propinado un latigazo para

intimidarme y que, al comprobar que no lo había logrado, me dejaría tranquilo. Pero Marius

volvió a asestarme un azote con el látigo, seguido por una lluvia de feroces latigazos.

Sentí esos azotes como jamás los había sentido cuando era mortal. Yo era más fuerte,

más resistente a ellos, pero durante una fracción de segundo cada latigazo traspasó mi

guardia sobrenatural, provocándome un diminuto y exquisito estallido de dolor.

Yo estaba furioso. Traté de levantarme de la cama, dispuesto a golpear a Marius por

tratarme de esa forma. Pero él apoyó una rodilla sobre mi espalda y siguió azotándome hasta

que grité de dolor.

Entonces Marius se incorporó al tiempo que me alzaba por el cuello de la camisa. Yo

temblaba de ira y confusión.

.¿Quieres más? .preguntó.

.No lo sé .respondí, soltándome, lo cual él permitió con una pequeña sonrisa.. ¡Tal

vez sí! ¡Tan pronto te muestras profundamente preocupado por mi corazón como me tratas

como si fuera un colegial! ¡No hay quién te entienda!

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159

.Has tenido tiempo suficiente para llorar y para evaluar todo lo que has recibido .

replicó Marius.. Es hora de que te pongas de nuevo a estudiar. Siéntate ante el escritorio y

disponte a escribir. ¿O quieres otra tanda de azotes?

.No permitiré que me trates de esta forma .protesté airadamente.. No hay ninguna

necesidad. ¿Qué quieres que escriba? He escrito volúmenes en mi corazón. Crees que puedes

obligarme a encajar en el monótono molde de un discípulo obediente, crees que es lo indicado

para descifrar los pensamientos cataclísmicos que me asaltan, crees que...

Marius me propinó un bofetón que me dejó aturdido. Cuando se me aclaró la vista, le

miré a los ojos.

.Deseo que me prestes atención. Deseo que abandones tu actitud meditabunda.

Siéntate ante el escritorio y escribe un resumen de lo que el viaje a Rusia ha supuesto para ti,

y lo que ves ahora aquí que antes no veías. Utiliza tus mejores sonrisas y metáforas y

escríbelo de forma concisa, pulcra y rápida.

.Qué tácticas tan groseras .mascullé. Pero me dolía todo el cuerpo debido a los

latigazos. Era un dolor distinto del que siente un cuerpo mortal, pero era desagradable y

odiaba sentirlo.

Me senté ante el escritorio. Iba a escribir algo hiriente como: «He comprobado que soy el

esclavo de un tirano.» Pero cuando levanté los ojos y le vi de pie ante mí, sosteniendo el

látigo, cambié de parecer.

Él sabía que era el momento ideal para besarme, y me besó. Yo me di cuenta de que

había alzado el rostro para que me besara antes de que él agachara la cabeza. Lo cual no le

detuvo.

Sentí una inmensa dicha al claudicar ante él. Le rodeé los hombros con un brazo.

Al cabo de unos momentos, Marius se apartó y yo me puse a escribir una frase tras otra,

describiendo lo que he explicado antes. Escribí sobre la batalla que se libraba en mi interior

entre lo carnal y lo ascético; escribí que mi alma rusa pretendía alcanzar el grado más sublime

de exaltación. Lo había hallado al pintar el icono, el cual, debido a su belleza, había satisfecho

mi necesidad de lo sensual.

Mientras escribía, comprendí por primera vez que el antiguo estilo ruso, el antiguo estilo

bizantino, encarnaba una lucha entre lo sensual y lo ascético: las figuras contenidas,

aplanadas, disciplinadas, rodeadas de una orgía de color que deleitaba la vista al tiempo que

representaba la negación de los sentidos.

Mientras yo escribía, Marius salió de la alcoba. Reparé en ello, pero no me importó.

Estaba enfrascado en mi tarea, y poco a poco dejé de analizar las cosas y empecé a relatar

una vieja historia:

En los viejos tiempos, cuando los rusos no conocían a Jesucristo, el gran príncipe

Vladimir de Kíev (en aquella época Kíev era una espléndida ciudad) envió a unos emisarios a

estudiar las tres religiones del Señor: la religión musulmana, que a esos hombres les pareció

delirante y repulsiva; la religión del papa de Roma, en la que esos hombres no hallaron gloria

alguna; y el cristianismo de Bizancio. En la ciudad de Constantinopla los rusos pudieron

contemplar las magníficas iglesias en las que los griegos católicos adoraban a su Dios, unos

edificios tan hermosos que los emisarios de Vladimir no sabían si se hallaban en el cielo o si

seguían en la Tierra. Los rusos jamás habían contemplado nada tan esplendoroso; estaban

convencidos de que Dios habitaba entre los hombres en la religión de Constantinopla, y Rusia

abrazó la religión del cristianismo. Por tanto, fue la belleza la que dio origen a nuestra Iglesia

rusa.

Antiguamente, los hombres hallaban en Kíev lo que Vladimir había tratado de recrear,

pero ahora que Kíev se ha convertido en una ruina y los turcos se han apoderado de Santa

Sofía de Constantinopla, es preciso venir a Venecia para contemplar la gran Theotokos, la

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160

virgen madre de Dios, y su hijo el Pantokrator, el creador divino de todas las cosas. En Venecia

he hallado, en los resplandecientes mosaicos dorados y en las musculosas imágenes de una

nueva era, el milagro que llevó la luz de Cristo Nuestro Señor a la tierra donde nací, la luz de

Cristo Nuestro Señor que todavía arde en las lámparas del Monasterio de las Cuevas.

Dejé la pluma. Aparté la hoja, apoyé la cabeza en los brazos y rompí a llorar suavemente

en la penumbra de la silenciosa alcoba. No me importaba que el maestro me azotara, me

propinara patadas o prescindiera de mí.

Al cabo de un rato, Marius regresó para conducirme a nuestra cripta. Ahora, tras varios

siglos, cuando echo la vista atrás, me doy cuenta de que, al obligarme a escribir mis

impresiones aquella noche, el maestro hizo que yo recordara para siempre las lecciones de

aquellos días.

La noche siguiente, cuando Marius leyó lo que yo había escrito, se mostró contrito por

haberme azotado. Confesó que le resultaba difícil no tratarme como a un niño, aunque ya no

fuera un niño. Dijo que yo le parecía un espíritu que había penetrado en el cuerpo de un niño:

ingenuo y obsesionado con ciertos temas. Añadió que no había imaginado llegar a amarme

tanto.

Por más que traté de mostrarme frío y distante con él, debido a los latigazos que me

había propinado, no lo conseguí. Antes bien, me maravilló que sus caricias, sus besos y sus

abrazos significaran para mí más que cuando yo era un ser mortal.

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161

12

Quisiera alejarme de esta imagen feliz de Marius y de mí en Venecia y situar esta historia

en Nueva York, en la época moderna. Me gustaría trasladarme al momento en la habitación en

Nueva York cuando Dora me mostró el velo de la Verónica, la reliquia que Lestat había traído

de su viaje al infierno, pues así tendría una historia contada en dos mitades perfectas: sobre el

niño que fui y el adorador en el que me convertí, el ser que soy ahora.

Pero no puedo engañarme tan fácilmente. Sé que lo que nos ocurrió a Marius y a mí en

los meses que siguieron a mi viaje a Rusia forma parte integrante de mi vida.

No tengo más remedio que atravesar el Puente de los Suspiros de mi vida, el largo y

oscuro puente que abarca siglos de mi atormentada existencia y me conecta con la época

moderna. El hecho de que ese pasaje haya sido tan bien descrito por Lestat no significa que yo

pueda escipar sin añadir unas palabras de mi propia cosecha, y ante todo reconocer sin

ambages que durante trescientos años me dejé cautivar por Dios.

Ojalá hubiera escapado a esa suerte. Ojalá Marius hubiera escapado a lo que nos ocurrió.

Ahora me doy cuenta de que él sobrevivió a nuestra separación con mayor inteligencia y

fuerza que yo. Es evidente que él tenía muchos siglos y era muy sabio, mientras que yo era

todavía un niño.

Nuestros últimos meses en Venecia no estuvieron empañados por ninguna premonición

de lo que iba a suceder. Marius se aplicó con vehemencia en enseñarme las lecciones

esenciales.

Una de las más importantes era cómo pasar por un ser humano entre mortales. Desde

mi transformación, yo apenas había frecuentado a los otros aprendices y había evitado a mi

amada Bianca, a quien debía una inmensa deuda de gratitud no sólo por la amistad que me

había brindado sino por cuidar de mí cuando estuve tan enfermo.

Sin embargo, ahora debía enfrentarme a Bianca, tal como me había ordenado Marius. Yo

era quien debía escribirle una educada carta explicándole que, debido a mi enfermedad, no

había podido ir a verla.

Una tarde, después de un breve recorrido en busca de presas durante el cual bebí la

sangre de dos víctimas, Marius y yo fuimos a visitarla cargados de regalos. La encontramos

rodeada por sus amigos italianos e ingleses.

Marius se había vestido para la ocasión con un elegante traje azul oscuro de terciopelo,

con una capa del mismo color, cosa insólita en él, y me había pedido que me vistiera de azul

celeste, el color que prefería para mí. Yo llevaba una cesta de higos y tortas para Bianca.

Hallamos la puerta de su casa abierta, como de costumbre, y entramos sigilosamente,

pero ella reparó en nosotros de inmediato.

En cuanto la vi, sentí un intenso deseo de compartir unos minutos de intimidad con ella,

esto es, de contarle todo lo que había sucedido. Naturalmente, eso estaba prohibido; Marius

insistía en que yo debía aprender a amarla sin confiarle ningún secreto.

A r m a n d , e l v a m p i r o A n n e R i c e

162

Bianca se levantó, se acercó a mí y me abrazó, aceptando mis habituales besos

ardientes. Me sentí rebosante de sangre caliente; entonces comprendí por qué Marius había

insistido en que matara a dos víctimas esta noche.

Bianca no sintió nada que le infundiera temor. Me rodeó el cuello con sus brazos suaves

como la seda. Estaba radiante, ataviada con un traje de seda amarillo y terciopelo verde

oscuro sobre una vaporosa túnica de color amarillo salpicada con unas rosas bordadas. Lucía

un generoso escote que mostraba sus hermosos y níveos pechos, como sólo una cortesana

puede mostrarlos.

Cuando empecé a besarla, procurando ocultar mis afilados incisivos, no sentí deseos de

morderla porque la sangre de mis víctimas habían saciado mi apetito. La besé tan sólo con

amor al tiempo que evocaba unos ardientes y eróticos recuerdos y mi cuerpo demostraba la

pasión que había compartido en ella en otras ocasiones. Deseaba acariciarle todo el cuerpo,

como un ciego palparía una escultura para contemplar cada curva de la misma con sus manos.

.Veo que no sólo te has curado, sino que además te encuentras en una forma

espléndida .comentó Bianca.. Pasad, Marius y tú, nos sentaremos en otra salita.

Bianca hizo un gesto ambiguo a sus convidados, quienes apenas le prestaron atención

ocupados como estaban charlando, discutiendo y jugando a los naipes en pequeños grupos.

Bianca nos condujo a una salita más íntima contigua a su alcoba, repleta de costosos sillones y

divanes tapizados de damasco, y nos invitó a sentarnos.

Recordé que no debía acercarme demasiado a las velas, sino utilizar las sombras para

que ningún mortal tuviera la oportunidad de observar mi tez, distinta y perfecta desde mi

transformación.

Esto no me resultó difícil, pues pese a la afición de Bianca por la luz y su pasión por los

objetos lujosos, había encendido unos pocos candelabros diseminados por la habitación para

crear un ambiente más íntimo.

Asimismo, yo sabía que la escasa luz haría que el brillo de mis ojos fuera menos

perceptible. Y a medida que conversara y me animara, adquiriría un aspecto más humano.

El silencio era peligroso para nosotros cuando nos hallábamos entre mortales, según me

había dicho Marius, porque cuando guardamos silencio adquirimos un aspecto perfecto y

sobrenatural que repele un poco a los mortales, quienes intuyen que no somos lo que

parecemos.

Yo seguí esas normas al pie de la letra, pero me inquietaba no poder contar a Bianca la

transformación que había experimentado. Comencé a hablar. Le expliqué que me había

recuperado por completo de mi enfermedad, pero que Marius, más sabio que cualquier

médico, me había ordenado reposo y soledad. Cuando no había estado en la cama, había

estado solo, esforzándome en recobrar las fuerzas.

«Miente, pero procura que parezca verídico», me había advertido Marius. Yo seguí sus

consejos.

.Creí que te había perdido .dijo Bianca.. Cuando me comunicasteis que Amadeo se

estaba recuperando, al principio no os creí, Marius. Supuse que lo decíais para suavizar la

inevitable verdad.

Qué bella era, una flor perfecta. Iba peinada con raya en el medio, y sobre las sienes

caía un grueso mechón rubio adornado con una sarta de perlas enroscada y recogida en la

nuca con un pasador engarzado con perlas. El resto de la cabellera caía en unos bucles

dorados sobre sus hombros, a lo Botticelli.

.Tú le curaste tan completamente como habría hecho cualquier ser humano .repuso

Marius.. Mi labor consistió en administrarle unos remedios que sólo yo conozco. Y dejar que

A r m a n d , e l v a m p i r o A n n e R i c e

163

éstos surtieran efecto. .Aunque se expresó con sencillez, me pareció detectar una nota de

tristeza en su voz.

De golpe me embargó una terrible tristeza. No podía revelar a Bianca lo que yo era, ni lo

distinta que ella me parecía ahora, tan rebosante de sangre humana y densamente opaca en

comparación con nosotros, ni que su voz me parecía haber asumido un nuevo timbre

puramente humano, que azuzaba suavemente mis sentidos con cada palabra que pronunciaba.

.¡Cuánto me alegro de que ambos estéis aquí! Debéis venir más a menudo .dijo ella..

No dejéis que se produzca de nuevo una separación tan larga entre nosotros. Pensé en ir a

veros, Marius, pero Riccardo me dijo que deseabais paz y silencio. Yo estaba dispuesta a

cuidar de Amadeo por enfermo que estuviera.

.Lo sé, querida .repuso Marius.. Pero como he dicho, Amadeo necesitaba reposar, y

vuestra belleza es turbadora y vuestras palabras un estímulo más intenso de lo que imagináis.

.No lo dijo para halagarla, sino como una confesión sincera.

Bianca meneó la cabeza con cierto pesar.

.He constatado que Venecia no es mi hogar a menos que estéis aquí .dijo, dirigiendo

una mirada cautelosa hacia el salón principal. Luego bajó la voz y continuó.: Marius, vos me

habéis librado de quienes me tenían dominada.

.Fue muy sencillo .respondió él.. De hecho, fue un placer. Qué groseros eran esos

hombres, esos primos tuyos, si no me equivoco, ansiosos de usar tu persona y tu fama de

mujer de gran belleza para promover sus turbios negocios financieros.

Bianca se sonrojó. Alcé una mano para rogar a Marius que se anduviera con cuidado con

lo que decía. Yo había averiguado que durante la matanza de los florentinos en la sala de

banquetes, Marius había leído en las mentes de sus víctimas toda clase de pensamientos que

yo ignoraba.

.¿Primos míos? Quizá .contestó Bianca.. En cualquier caso, lo he olvidado. Eran un

terror para quienes caían en la trampa de solicitarles costosos préstamos y oportunidades

peligrosas, eso puedo afirmarlo sin ningún género de duda. Han ocurrido cosas muy extrañas,

Marius, unas cosas que yo no había previsto.

Me encantaba la seriedad que expresaba el delicado rostro de Bianca. Parecía demasiado

hermosa para tener cerebro.

.He descubierto que soy más rica.dijo., ya que puedo conservar la mayor parte de mi

renta, y otros, en señal de gratitud de que nuestro banquero y nuestro chantajista haya

desaparecido, me han hecho un sinfín de regalos en oro y alhajas, sí, inclusive este collar de

perlas marinas, todas de idéntico tamaño, un collar valiosísimo, por más que yo haya insistido

cien veces en que no he tenido nada que ver con el asunto.

.Pero ¿no temes que te acusen de la muerte de esos individuos?

.No tienen defensores ni parientes que les lloren .se apresuró a responder Bianca,

depositando otro ramillete de besos en mi mejilla.. Hace un rato vinieron mis amigos del

Gran Consejo, como hacen con frecuencia, para leerme unos poemas nuevos y descansar un

poco de sus clientes y las interminables exigencias de sus familias. No, no creo que nadie vaya

a acusarme de nada, y como todo el mundo sabe, la noche de los asesinatos yo estaba aquí en

compañía de ese horripilante inglés, el que trató de matarte, Amadeo, quien por supuesto...

.¿Qué? .pregunté.

Marius me miró, achicando los ojos, y se tocó la sien con un dedo enguantado. El gesto

significaba «léele el pensamiento». Pero yo no podía hacerle esa mala pasada a una mujer tan

bonita como Bianca.

A r m a n d , e l v a m p i r o A n n e R i c e

164

.El inglés .dijo ella., el que desapareció. Sospecho que se ha ahogado, que

deambulaba borracho perdido por la ciudad y se cayó a un canal, o peor aún, en la laguna.

Naturalmente, mi maestro me había dicho que se había ocupado de todas las dificultades

creadas por el inglés, pero yo no le había preguntado cómo lo había hecho.

.¿Así que piensan que contrataste a unos matones para liquidar a los florentinos? .

preguntó Marius a Bianca.

.Eso parece .respondió ella.. Los hay que creen que también mandé que liquidaran al

inglés. Me he convertido en una mujer poderosa, Marius.

Ambos se echaron a reír. Marius tenía la risa profunda y metálica de un ser sobrenatural,

y la de Bianca era más aguda, densa y resonante debido a su sangre humana.

Yo deseaba penetrar en la mente de Bianca. Traté de hacerlo, pero deseché de inmediato

esa idea. Me sentía cohibido, como me ocurría con Riccardo y los chicos con los que tenía más

amistad. Me parecía una invasión tan cruel de la intimidad de una persona que sólo utilizaba

ese poder para perseguir a los malvados que deseaba matar.

.Pero si te has sonrojado, Amadeo. ¿Qué ocurre? .preguntó Bianca.. Tienes las

mejillas rojas como un tomate. Deja que las bese. ¡Están ardiendo, como si te hubiera vuelto a

subir la fiebre!

.Mira sus ojos, ángel .terció Marius.. Son límpidos como el agua cristalina.

.Tenéis razón .contestó Bianca, mirándome a los ojos con una curiosidad tan franca y

dulce que en aquellos momentos me pareció irresistible.

Aparté el tejido amarillo de su túnica y el grueso terciopelo del vestido externo sin

mangas color verde oscuro y la besé en el hombro desnudo.

.Sí, no cabe duda de que te has recuperado de tu enfermedad .musitó Bianca

oprimiendo sus labios húmedos sobre mi oído.

Yo me aparté, ruborizado.

Entonces la miré y penetré en su mente. Le quité el broche de oro que llevaba prendido

debajo del pecho y abrí el corpiño de su voluminoso traje de terciopelo verde oscuro.

Contemplé el pozo entre sus pechos semidesnudos. Sangre o no sangre, recordé haber

experimentado una violenta pasión por ella, la cual sentí de nuevo de forma extrañamente

difusa, no localizada en el olvidado miembro, como antes. Deseé tomar sus pechos y

succionarlos lentamente, excitándola, haciendo que se humedeciera y emitiera un olor

fragante para mí. Bianca inclinó la cabeza hacia atrás. Yo me sonrojé hasta la raíz del pelo, sí,

y experimenté una sensación tan deliciosa e intensa que estuve a punto de desvanecerme.

Te deseo, te deseo ahora, quiero teneros a ti y a Marius en mi lecho, juntos, un hombre

y un muchacho, un dios y un querubín. Eso era lo que me decía la mente de Bianca,

recordándome tal como había aparecido ante ella la vez anterior. Me vi como si me

contemplara en un espejo ahumado, un joven cubierto sólo con una camisa de mangas

amplias desabrochada, sentado en los almohadones junto a ella, mostrando su órgano

semierecto, ansioso de que ella le excitara aún más con sus delicados labios o sus manos

largas y gráciles.

Deseché esos pensamientos de mi mente y me concentré en los bellos ojos almendrados

de Bianca. Ella me observó, no con recelo sino fascinada.

Sus labios no estaban burdamente pintados sino que presentaban un color rosa subido

natural, y sus largas pestañas, oscurecidas y rizadas sólo con una pomada transparente,

semejaban las puntas de unas estrellas en torno a sus ojos radiantes.

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165

Te deseo, te deseo ahora. Esos eran sus pensamientos. Mis oídos los percibieron con

toda nitidez. Agaché la cabeza y alcé las manos.

.¡Ángel mío! .exclamó Bianca.. ¡Venid, los dos! .murmuró a Marius. Luego tomó mis

manos y añadió.: Acompañadme.

Yo estaba seguro de que Marius no lo consentiría. Me había advertido que no permitiera

que nadie me examinara detenidamente. Pero Marius se levantó del sillón, se dirigió hacia la

alcoba de Bianca y abrió la puerta pintada de doble hoja.

En los lejanos salones se oía el sonido de voces y risas. Uno de los convidados comenzó a

cantar. Otro tocaba el virginal. La algarabía era incesante.

Los tres nos acostamos en el lecho de Bianca. Yo temblaba de pies a cabeza. Observé

que el maestro se había ataviado con una camisa de gruesa seda y un hermoso jubón de

terciopelo azul oscuro en los que yo apenas había reparado. Lucía unos relucientes y sedosos

guantes de color azul oscuro, los cuales se amoldaban perfectamente a sus dedos, las piernas

enfundadas en unas suaves y gruesas medias de cachemira y los pies en unos elegantes

zapatos puntiagudos. «Se ha esmerado en cubrir su dureza», pensé.

Tras apoyarse cómodamente en el cabecero del lecho, Marius no vaciló en ayudar a

Bianca a sentarse junto a él. Yo me instalé junto a ella y miré al maestro. Cuando Bianca se

volvió hacia mí, tomándome el rostro entre las manos y besándome de nuevo

apasionadamente, vi al maestro ejecutar un pequeño gesto que no le había visto hacer nunca.

Marius le levantó la cabellera y se inclinó como para besarla en la nuca. Bianca no dio

muestras de haberse percatado de ello. Pero cuando Marius se apartó, vi que tenía los labios

ensangrentados. Luego, con un dedo enguantado, se restregó la sangre, la sangre de Bianca,

unas pocas gotas de un arañazo superficial, por todo el rostro. Me pareció que le confería un

resplandor vivo, pero a ella sin duda le causaría una impresión muy distinta.

La sangre puso de relieve los poros de su piel, que hasta ahora habían sido invisibles, y

las pocas arrugas que tenía alrededor de los ojos y la boca, las cuales solían ser

imperceptibles. Le daba un aspecto más humano, y servía de barrera a la mirada escrutadora

de Bianca, que se hallaba tan cerca de él.

.Por fin os tengo a los dos en mi lecho, como siempre soñé .dijo Bianca suavemente.

Marius se colocó frente a ella, rodeándola con un brazo, y empezó a besarla con tanto

ardor como yo. Durante unos momentos me quedé pasmado, rabioso de celos, pero Bianca me

aferró con la mano que tenía libre e hizo que me acostara junto a ella. Tras separarse de

Marius volvió la cabeza, aturdida de deseo, y me besó.

Marius se inclinó y me obligó a aproximarme más a Bianca, de forma que sentí sus

suaves curvas contra mi cuerpo, el calor que brotaba de sus voluptuosos muslos.

Él se tendió sobre ella, ligeramente, para que su peso no la dañara, introdujo la mano

derecha debajo de su falda y empezó a acariciarla entre las piernas.

«Qué gesto tan atrevido», pensé. Apoyé la cabeza en el hombro de Bianca y contemplé

sus turgentes pechos, y más abajo su pequeño y suave pubis, que Marius estrujaba en su

mano.

Bianca olvidó todo decoro. Mientras Marius la besaba en el cuello y los pechos y le

acariciaba sus partes íntimas, ella empezó a retorcerse y a gemir de indisimulado placer; tenía

la boca abierta, los párpados entornados y su cuerpo húmedo emanaba una intensa fragancia

debido a la pasión que había hecho presa en ella.

«Éste es el milagro .pensé., hacer que un ser humano alcance ese grado de

temperatura, que su cuerpo emita esos dulces aromas e incluso un intenso e invisible

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166

resplandor de emociones»; era como atizar un fuego hasta que alcanzara proporciones

gigantescas.

La sangre de mis víctimas se agolpó en mi rostro cuando besé a Bianca. Parecía haberse

convertido de nuevo en sangre viva, calentada por mi pasión, aunque mi pasión no tenía nada

de demoníaca. Oprimí la boca sobre la piel de su cuello, cubriendo el lugar donde la arteria

aparecía como un río azul que nacía en su cabeza, pero no quise lastimarla. No sentí la

necesidad de lastimarla. Al abrazarla, sólo sentí placer. Introduje el brazo entre Bianca y

Marius, para poder estrecharla contra mí, mientras él seguía jugueteando con ella, hundiendo

los dedos en su tierno pubis.

.Me vuelves loca .murmuró ella, moviendo la cabeza de un lado a otro. La almohada

debajo de ella estaba húmeda, empapada con el perfume de su cabello. Yo la besé en los

labios. Bianca oprimió su boca contra la mía. Para impedir que su lengua descubriera mis

dientes vampíricos, introduje mi lengua en su boca. Su boca inferior era infinitamente dulce,

tensa, húmeda.

.¡Ah, tesoro, dulce palomita! .repuso Marius con ternura, introduciendo los dedos en

su vulva.

Bianca alzó las caderas, como si los dedos de Marius la obligaran a alzarlas.

.¡Que Dios me ampare! .murmuró, dando rienda suelta a toda su pasión. Tenía el

rostro congestionado debido a la sangre que se agolpaba en los capilares y el fuego rosáceo se

extendió hasta sus senos. Aparté la sábana y contemplé sus pechos teñidos de rojo, sus

pezones tiesos y diminutos como pasas.

Cerré los ojos y permanecí tumbado junto a ella, sintiéndola agitarse sacudida por la

pasión. Luego su ardor comenzó a disminuir y se quedó adormecida. Volvió la cabeza. Su

rostro mostraba una expresión apacible. Sus párpados se amoldaban a la perfección sobre sus

ojos cerrados. Bianca suspiró y entreabrió sus bonitos labios en un gesto del todo natural.

Marius apartó el cabello que le caía sobre el rostro, los rizos rebeldes que estaban

adheridos a sus húmedas sienes, y la besó en la frente.

.Duerme, estás a salvo .dijo.. Yo cuidaré siempre de ti. Tú salvaste a Amadeo .

murmuró.. Le mantuviste vivo hasta que llegué yo.

Bianca volvió la cabeza lentamente hacia él y lo miró con los ojos relucientes y

adormilados.

.¿No soy lo bastante hermosa para que me ames sólo por mi belleza? .preguntó

Bianca.

Comprendí que su pregunta encerraba cierta amargura, que le estaba haciendo una

confidencia. Sentí sus pensamientos con pasmosa nitidez.

.Te amo tanto si vas vestida de oro y adornada con perlas como si no, tanto si te

expresas con ingenio y gracia como si no, tanto si creas un ambiente bien iluminado y

elegante donde yo pueda reposar como si no, te amo por el corazón que posees, el cual se

compadeció de Amadeo cuando tú sabías que quienes conocían o amaban al inglés podían

lastimarte, te amo por tu valor y por lo que sabes sobre la soledad.

Bianca le miró asombrada.

.¿Por lo que sé sobre la soledad? Sí, sé muy bien lo que significa estar completamente

sola.

.Sí, mi dulce y valerosa Bianca, y ahora sabes que yo te amo .murmuró Marius..

Siempre has sabido que Amadeo te amaba.

.Sí, te amo .musité abrazado a ella.

A r m a n d , e l v a m p i r o A n n e R i c e

167

.Bien, ahora sabes que yo también te amo.

Bianca observó a Marius con ojos lánguidos.

.Tengo muchas preguntas en la punta de la lengua .dijo.

.No son importantes .respondió Marius. Luego la besó y creo que dejó que sus dientes

rozaran la lengua de Bianca.. Yo recojo todas tus preguntas y las desecho. Duerme, corazón

virginal .le pidió.. Ama a quien desees, estás a salvo en el amor que ambos sentimos por ti.

Era la señal de retirarnos.

Me detuve a los pies del lecho mientras Marius cubría a Bianca, alisando el embozo de la

sábana de fino hilo flamenco sobre la manta de lana blanca, de tacto más áspero. Luego la

besó de nuevo, pero ella parecía una niña, tierna y a salvo, sumida en un profundo sueño.

Una vez fuera, nos detuvimos junto a un canal. Marius se llevó su mano enguantada a la

nariz, saboreando la fragancia que emanaban sus dedos.

.Has aprendido mucho esta noche, ¿no es cierto? No puedes revelar a Bianca quién

eres. Pero ¿te das cuenta de lo fácilmente que podrías hacerlo?

.Sí .contesté.. Pero sólo si no deseo nada a cambio.

.¿Nada? .preguntó Marius mirándome con aire de reproche.. Ella te ha dado afecto,

lealtad, intimidad. ¿Qué más podrías desear a cambio?

.Ahora nada .respondí.. Me has instruido bien. Lo que yo tenía antes era su

comprensión. Bianca era un espejo en el que yo podía contemplar mi imagen y calibrar mi

desarrollo. Pero ella ya no puede ser ese espejo, ¿verdad?

.En muchos aspectos, sí puede. Muéstrale lo que eres a través de simples gestos y

palabras. No le cuentes historias de vampiros, pues sólo conseguirás trastornarla. Ella puede

consolarte maravillosamente sin saber qué es lo que puede herirte. Ten presente que si se lo

revelas todo, la destruirás. Imagínalo.

Yo guardé silencio durante unos momentos.

.Algo te ha ocurrido .dijo Marius.. Estás muy serio. Habla.

.¿No podríamos transformar a Bianca en...?

.Ésta es otra lección, Amadeo. La respuesta es no.

.Pero envejecerá, morirá...

.Naturalmente, como todo ser mortal. ¿Cuántos vampiros crees que existimos en el

mundo, Amadeo? ¿Qué motivos justificarían que transformáramos a Bianca en una de nuestra

especie? ¿La querríamos como nuestra eterna compañera? ¿Nuestra discípula? ¿Querríamos oír

sus desesperados gritos en caso de que la sangre mágica la hiciera enloquecer? Esa sangre no

está destinada a cualquiera, Amadeo. Exige una gran fuerza y preparación, unas cualidades

que tú posees, pero de las que Bianca carece.

Yo asentí. Comprendí a qué se refería Marius. No tuve que pensar en lo que me había

ocurrido, ni siquiera en la tosca cuna rusa donde había nacido. Él tenía razón.

.Querrás compartir este poder con todos ellos .dijo Marius.. Pero averiguarás que no

puedes hacerlo. Averiguarás que cada uno de esos seres que crees comporta una terrible

obligación, y un terrible peligro. Los hijos se rebelan contra sus progenitores, y con cada

vampiro que crees crearás un ser que vivirá para siempre amándote u odiándote. Sí,

odiándote.

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168

.No es necesario que sigas .murmuré.. Lo sé. Lo comprendo.

Regresamos juntos a casa, a las habitaciones brillantemente iluminadas del palacio.

Yo sabía lo que Marius deseaba de mí, que frecuentara a mis viejos amigos entre los

aprendices, que me mostrara especialmente amable con Riccardo, quien se culpaba de la

muerte de los pobres chicos desarmados que el inglés había asesinado aquel fatídico día.

.Finge, de este modo te harás más fuerte cada día .me susurró Marius al oído..

Atráelos con tu gentileza y tu amor, sin permitirte el lujo de una franqueza excesiva. El amor

lo resuelve todo.

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Durante los meses sucesivos aprendí más de lo que puedo explicar aquí.

Me apliqué en mis estudios, prestando incluso atención al gobierno de la ciudad, que me

pareció tan aburrido como cualquier gobierno, y leí con voracidad los grandes eruditos

cristianos, completando mis lecturas con Abelardo, Escoto y otros pensadores que Marius

admiraba.

Marius halló para mí una gran cantidad de literatura rusa, de modo que por primera vez

pude estudiar por escrito lo que conocía sólo a través de las canciones de mis tíos y mi padre.

Al principio, me resultó demasiado doloroso ahondar en ello, pero Marius, con muy buen

criterio, impuso su autoridad. El valor inherente del material no tardó en superar mis

recuerdos dolorosos, aumentando mis conocimientos y comprensión de la historia.

Todos estos documentos estaban escritos en eslavo antiguo, la lengua escrita de mi

infancia, y al poco conseguí leerla con extraordinaria facilidad. Me deleitó el Cantar de la

hueste de Igor, pero también me encantaban los escritos, traducidos del griego, de san Juan

Crisóstomo. Asimismo me fascinaban las historias fantásticas del rey Salomón y el descenso de

la Virgen al infierno, unas obras que no formaban parte del Nuevo Testamento aprobado pero

que evocaban el alma rusa. Leí también nuestra gran crónica, The Tale of Bygone Years

(Historia de tiempos pasados). Leí también Orisson on the Downfall of Russia (Orissón sobre la

caída de Rusia), y The Tale of the Destruction of Riasan (Historia de la destrucción de Riazán).

Este ejercicio, la lectura de mis historias nativas, me ayudó a situarlas en su auténtica

dimensión junto con el resto de conocimientos que había adquirido. En suma, las liberó del

reino de los sueños personales.

Poco a poco comprendí lo sabia que era la decisión de Marius, a quien informaba con

entusiasmo de mis progresos. Le pedí más manuscritos en eslavo antiguo, y Marius me

proporcionó Narrative of the Pious Prince Dovmont and his Courage (Relato del piadoso

príncipe Dovmont) y The Heroic Deeds of Mercurius of Smolensk (Las heroicas proezas de

Mercurio de Smolensk). Al cabo de un tiempo llegué a considerar esas obras escritas en eslavo

antiguo un maravilloso placer, las cuales seguía leyendo después de mis clases, para

deleitarme con esas antiguas leyendas y componer a partir de las mismas unas canciones

llenas de nostalgia.

A veces cantaba esas canciones a los demás aprendices, cuando se acostaban. La lengua

les parecía muy exótica, y a veces la pureza de la música y mi deje de tristeza los hacía llorar.

Riccardo y yo volvimos a hacernos muy amigos. Él nunca me preguntó cómo era que me

había convertido en una criatura nocturna como el maestro y jamás traté de explorar las

profundidades de su mente.

Por supuesto, no habría dudado en hacerlo en caso de que mi seguridad o la de Marius

hubiera estado en juego, pero preferí utilizar mis poderes vampíricos para disimular mi

auténtica identidad ante Riccardo, en quien hallé siempre un amigo leal y entregado sin

reservas.

En una ocasión pregunté a Marius qué opinaba Riccardo de nosotros.

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.Riccardo tiene conmigo una deuda demasiado grande para cuestionar nada de lo que

yo haga .respondió Marius, pero sin arrogancia ni orgullo.

.Eso significa que está mejor educado que yo, ¿no es cierto? .pregunté.. Porque yo

también estoy en deuda contigo y cuestiono todo lo que haces.

.Eres un mocoso listo y descarado, sí .contestó Marius con una pequeña sonrisa.. Un

repulsivo mercader ganó a Riccardo tras disputar una partida de naipes con su padre, que

siempre estaba borracho y obligaba a su hijo a trabajar día y noche. Riccardo, al contrario que

tú, detestaba a su padre. Tenía ocho años cuando yo le compré a cambio de un collar de oro.

Riccardo había visto lo peor de unos hombres que no se dejaban conmover por la ternura

infantil. Tú mismo viste lo que ciertos individuos son capaces de hacer con el cuerpo de un

niño para satisfacer sus apetitos. Riccardo, incapaz de creer que un niño de corta edad pudiera

conmover o inspirar compasión a la gente, no creía en nada hasta que yo le di seguridad, le

instruí y le expliqué en unos términos que él podía comprender que era mi príncipe.

»Pero para responder a tu pregunta con más precisión, Riccardo cree que soy un mago, y

que he decidido compartir mis hechizos contigo. Sabe que estabas a las puertas de la muerte

cuando te revelé mis secretos, un honor que no le he concedido a él ni a los otros, pues

considero que podría tener graves consecuencias. Él no pretende compartir nuestros

conocimientos. Y está dispuesto a defendernos con su vida.

Yo acepté su respuesta. No sentía la necesidad de revelar mis pensamientos y

sentimientos más íntimos a Riccardo, como hacía con Bianca.

.Siento la necesidad de protegerlo .le dije al maestro.. Confío en que él no se vea

nunca obligado a protegerme a mí.

.Yo también siento esa necesidad .repuso Marius.. Hacia todos ellos. Dios concedió a

tu inglés la misericordia de no haber estado vivo cuando regresé y comprobé que había

asesinado a mis pequeños pupilos. No sé lo que le habría hecho. El haberte lastimado habría

bastado para que yo le matara, pero asesinar en mi casa a dos pobres criaturas movido por su

orgullo y su amargura, fue un hecho abominable. Tú habías hecho el amor con él y podías

medir tus fuerzas con él, pero el único pecado de esos niños inocentes fue interponerse en su

camino.

Yo asentí.

.¿Qué hiciste con sus restos? .pregunté.

.Muy sencillo .respondió Marius, encogiéndose de hombros.. ¿Por qué quieres

saberlo? Yo también soy supersticioso. Le rompí en pedacitos y los esparcí a los cuatro vientos.

Si las viejas leyendas aciertan al afirmar que su sombra implorará la restauración de su

cuerpo, el alma de ese desaprensivo vaga a merced del viento.

.Maestro, ¿qué será de nuestras sombras si nuestros cuerpos son destruidos?

.Sólo Dios lo sabe, Amadeo. Yo confieso ignorarlo. He vivido demasiado tiempo para

pensar en destruirme. Mi suerte quizá sea la suerte del mundo físico. Es muy posible que

provengamos de la nada y regresemos a la nada. Pero de momento gocemos de nuestros

deseos de inmortalidad, al igual que hacen los mortales.

Yo acepté su explicación.

El maestro se ausentó en dos ocasiones del palacio, cuando emprendió esos misteriosos

viajes sobre los que no solía darme ningún detalle.

Yo odiaba esas ausencias, pero sabía que servían para poner a prueba mis nuevos

poderes. En esas ocasiones yo tenía que llevar las riendas de la casa de forma amable y

discreta, salir solo en busca de una presa e informar a Marius a su regreso sobre lo que había

hecho con mi tiempo libre.

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A su regreso del segundo viaje, Marius ofrecía un aspecto cansado e insólitamente triste.

Me explicó, como en otras ocasiones, que «aquellos a quienes debía custodiar» parecían

estar tranquilos.

.¡Odio a esos seres, quienesquiera que sean! .protesté.

.¡No vuelvas a decir eso delante de mí, Amadeo! .gritó Marius. Jamás le había visto

tan fuera de sí. Creo que era la primera vez que le veía realmente furioso.

Marius avanzó hacia mí y yo retrocedí atemorizado. Pero cuando me golpeó en el rostro

ya había recobrado la compostura y el tortazo que me dio me dejó alelado, pero no fue más

violento que de costumbre.

Yo lo encajé, tras lo cual le dirigí una mirada exasperada y rabiosa.

.Te comportas como un niño .le reproché., un niño que juega a ser el maestro,

obligándome a reprimir mis sentimientos y a soportar tus malos tratos.

Por supuesto, tuve que hacer acopio de todo mi valor para decirle eso, tanto más cuanto

la cabeza me daba vueltas. Le miré con tal mueca de desprecio que Marius soltó una

carcajada.

Yo también me eché a reír.

.Pero ahora en serio, Marius .dije, lanzándome a por todas., ¿quiénes son esos seres

a los que te refieres? .Se lo pregunté con educación y respeto. A fin de cuentas, era una

pregunta sincera.. Has llegado cansado y triste. No puedes negarlo. ¿Quiénes son esos seres

que deben ser custodiados?

.No me hagas más preguntas, Amadeo. A veces, poco antes del alba, cuando mis

temores son más exacerbados, imagino que tenemos unos enemigos entre los de nuestra

especie, y que rondan cerca de nosotros.

.¿Otros vampiros? ¿Tan fuertes como tú?

.No, los seres que han aparecido en los últimos años no son tan fuertes como yo. Por

eso han desaparecido.

Yo estaba intrigado. Marius se había referido en otras ocasiones a la necesidad de

impedir que otros vampiros penetraran en nuestro territorio, pero no había querido profundizar

en el tema. Ahora parecía como si la tristeza le hubiera ablandado y estuviera dispuesto a

hablar.

.Pero imagino que existen otros, y que vendrán a turbar nuestra paz. No tienen una

buena razón para hacerlo. Nunca la tienen. Lo harán porque desean explorar el Véneto, o

porque han formado un pequeño batallón decidido a destruirnos por gusto. Imagino... El caso,

inteligente hijo y discípulo mío, es que no te cuento más detalles sobre estos antiguos

misterios que los imprescindibles. De ese modo, nadie podrá entrometerse en tu mente de

aprendiz para descubrir sus secretos más profundos, ni con tu cooperación sin que tú te des

cuenta, ni en contra de tu voluntad.

.Si poseemos una historia digna de conocerla, señor, deberías contármela. ¿A qué

antiguos misterios te refieres? Me sepultas bajo montañas de libros sobre la historia de la

humanidad. Me has obligado a aprender el griego, incluso la aburrida escritura egipcia que

nadie conoce, me interrogas constantemente sobre la suerte de la antigua Roma y la antigua

Atenas y las batallas de cada cruzado que partió de nuestras costas hacia Tierra Santa. Pero ¿y

nosotros?

.Siempre estamos aquí .respondió Marius.. Ya te lo he dicho. Nuestra historia es tan

antigua como la humanidad. Siempre hay un puñado de seres de nuestra especie vagando por

el mundo, siempre peleando, por lo que conviene no tener trato con los demás, amar a uno o

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dos a lo sumo. Ésa es nuestra historia, lisa y llanamente. Espero que la escribas para mí en las

cinco lenguas que has aprendido.

Marius se sentó en el lecho, malhumorado. Se recostó sobre los almohadones apoyando

las botas cubiertas de barro en la colcha de raso. Estaba exhausto; tenía un aspecto

curiosamente juvenil.

.Vamos, Marius .insistí, sentándome ante su escritorio.. Háblame de esos antiguos

misterios. ¿Quiénes son esos que deben ser custodiados?

.Ve a excavar nuestros panteones, jovencito .respondió con tono sarcástico.. Allí

hallarás las estatuas de los tiempos presuntamente paganos. Hallarás unos objetos tan útiles

como «aquellos que deben ser custodiados». Déjame en paz. Alguna noche te hablaré de ello,

pero de momento te explicaré sólo lo que debes saber. Supongo que en mi ausencia te

dedicarías a estudiar. Dime lo que has aprendido.

Marius me había pedido que leyera a Aristóteles, no en los manuscritos que eran moneda

corriente en la plaza, sino en un antiguo texto que él poseía y afirmaba que estaba escrito en

un griego más puro. Yo lo había leído de cabo a rabo.

.Aristóteles .dije.. Santo Tomás de Aquino... Ah, sí, los grandes sistemas

proporcionan un gran consuelo. Cuando vayamos a caer en la desesperación, deberíamos crear

grandes esquemas de la nada que nos rodea, y en lugar de caer en la desesperación podremos

aferramos al andamio que hemos construido, tan hueco como la nada, pero demasiado

detallado para poder despacharlo a la ligera.

.Bravo .repuso Marius con un elocuente suspiro.. Quizás alguna noche en el lejano

futuro adoptarás un talante más positivo, pero ya que te muestras tan animado y feliz, ¿quién

soy yo para quejarme?

.Pero debemos provenir de algún lugar .insistí machaconamente.

Marius estaba demasiado deprimido para responder. Por fin, tras un gran esfuerzo, se

levantó de la cama y se dirigió hacia mí.

.Vamos .dijo.. Iremos en busca de Bianca y la vestiremos de hombre. Trae tus

mejores ropas. Necesita que la libremos durante un rato de esas habitaciones.

.Quizá te choque, señor, pero Bianca, al igual que muchas mujeres, ya tiene esa

costumbre. A menudo se viste de chico para recorrer la ciudad sin que nadie la reconozca.

.Sí, pero no con nosotros .replicó Marius.. Le mostraremos los peores lugares .dijo,

adoptando una expresión dramática de lo más cómica.. ¡Andando!

La idea me atrajo.

Tan pronto como le contamos nuestro pequeño plan, Bianca se mostró entusiasmada.

Irrumpimos en su casa cargados con un montón de prendas elegantes y ella nos pidió

que la acompañáramos a sus aposentos mientras se vestía.

.¿Qué me habéis traído? Ah, de modo que esta noche debo hacerme pasar por Amadeo.

¡Magnífico!

Bianca cerró la puerta del salón donde se hallaban sus convidados, quienes, como de

costumbre, siguieron charlando y riendo prescindiendo de ella. Había varios hombres de pie en

torno al virginal, mientras otros discutían acaloradamente sobre la partida de dados.

Bianca se quitó la ropa y apareció desnuda como Venus al salir del mar.

Marius y yo la vestimos con unas medias, una camisa y un jubón de color azul. Mientras

yo le ceñía el cinturón, Marius le recogió el cabello en un suave sombrero de terciopelo.

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.Eres el chico más guapo del Véneto .dijo Marius, retrocediendo para contemplarla..

Sospecho que tendré que protegerte con mi vida.

.¿Vais a llevarme a los peores tugurios de la ciudad? ¡Deseo conocer los lugares más

peligrosos! .exclamó Bianca alzando los brazos expresivamente.. Dadme mi puñal. No

pensaréis que voy a ir desarmada.

.Yo tengo las armas que precisas .respondió Marius. Había traído una espada con un

hermoso cinturón en diagonal decorado con diamantes que prendió a Bianca en la cadera..

Trata de desenvainarla. No es un florete con el que ejecutar unos pasos de danza mientras lo

esgrimes, sino una espada de guerra. Andando.

Bianca asió la empuñadura con las dos manos y desenfundó la espada con un solo

movimiento.

.¡Ojalá tuviera un enemigo dispuesto a morir! .exclamó.

Marius y yo nos cruzamos una mirada. No, ella no podía convertirse en uno de nosotros.

.Eso sería demasiado egoísta por nuestra parte .me susurró Marius al oído.

Me pregunto si Marius, de no haberme encontrado moribundo después de mi duelo con el

inglés, si no me hubiera acometido aquella enfermedad que me hacía sudar copiosamente, me

habría transformado en un vampiro.

Los tres descendimos apresuradamente los escalones de piedra que conducían al

embarcadero, donde aguardaba nuestra góndola cubierta con un dosel.

Marius dio al gondolero las señas.

.¿Estáis seguro que deseáis que os lleve allí, maestro? .preguntó el gondolero,

estupefacto pues conocía el barrio donde los peores marinos extranjeros se congregaban para

emborracharse y pelear.

.Segurísimo .repuso Marius.

Cuando comenzamos a deslizarnos a través de las negras aguas, rodeé con un brazo a la

delicada Bianca. Reclinado en los cojines, me sentí invulnerable, inmortal, convencido de que

nada podía derrotarnos a Marius ni a mí, y que Bianca estaría siempre a salvo con nosotros.

¡Qué equivocado estaba!

Después de nuestro viaje a Kíev compartimos unos nueve meses de dicha. O quizá

fueran diez, no recuerdo un acontecimiento ajeno a esta historia que determine con precisión

el número de meses.

Tan sólo explicaré, antes de pasar a relatar el sangriento desastre, que Bianca estuvo

siempre con nosotros durante esos últimos meses.

Cuando no nos dedicábamos a espiar a los transeúntes, permanecíamos en nuestra casa,

donde Marius pintaba retratos de Bianca, representándola como esta o aquella diosa, como la

bíblica Judit con un Holofernes con la cabeza del florentino, o como la Virgen María

contemplando arrobada al Niño Jesús, plasmada con la perfección de todas las imágenes

pintadas por el maestro.

Esos cuadros... Quizá perduren algunos.

Una noche, cuando todos dormían menos nosotros tres, Bianca, que se disponía a

tenderse en un diván mientras Marius la pintaba, comentó:

.Me encanta vuestra compañía. No quiero regresar nunca a mi casa.

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Ojalá que Bianca nos hubiera amado menos. Ojalá que no hubiera estado allí la fatídica

noche de 1499, poco antes del fin de siglo, cuando el Renacimiento se hallaba en su apogeo,

celebrado por artistas e historiadores, ojalá que se hubiera encontrado en un lugar seguro

cuando nuestro mundo estalló en llamas.

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Si has leído El vampiro Lestat, ya sabes lo que ocurrió, pues hace doscientos años se lo

mostré todo a Lestat en unas visiones. Lestat puso por escrito las imágenes que le mostré, el

dolor que compartí con él. Aunque ahora me propongo revivir esos horrores, relatar la historia

con mis propias palabras, existen ciertos pasajes que Lestat ha descrito tan magistralmente

que no pueden mejorarse, por lo que de vez en cuando me remitiré a ellos.

Comenzó de repente. Al despertarme, vi que Marius había alzado la tapa del sarcófago. A

sus espaldas ardía una antorcha situada en el muro.

.Apresúrate, Amadeo, ya están aquí. Quieren quemar nuestra casa.

.¿Quiénes son, maestro? ¿Por qué?

Marius me sacó del reluciente ataúd y yo le seguí precipitadamente por la desvencijada

escalera que conducía al primer piso del edificio en ruinas.

Marius lucía su capa de terciopelo roja con capucha. Se movía a tal velocidad que me

costó un gran esfuerzo seguirlo.

.¿Se trata de esos seres que deben ser custodiados? .le pregunté.

Marius me rodeó los hombros con el brazo y nos elevamos hasta el tejado de nuestro

palacio.

.No, hijo mío, se trata de una panda de estúpidos vampiros, empeñados en destruir

toda mi obra. Bianca está allí, a merced de esos salvajes, y también los chicos.

Penetramos a través de la puerta del tejado y bajamos por la escalinata de mármol. De

los pisos inferiores brotaba una densa humareda.

.¡Los chicos están gritando, maestro! .exclamé.

En aquel momento apareció Bianca y echó a correr hacia los pies de la escalera.

.¡Marius! ¡Son unos demonios! ¡Utiliza tus poderes, Marius! .gritó. Acababa de

levantarse del lecho e iba despeinada y con la ropa arrugada.. ¡Marius! .Sus gritos

resonaban por los tres pisos del palacio.

.¡Válgame Dios! ¡Todas las habitaciones están ardiendo! .grité.. ¡Debemos apagar el

fuego! ¡Los cuadros, maestro!

Marius se arrojó sobre la balaustrada y aterrizó en el suelo, junto a Bianca. Mientras yo

corría para alcanzarlo, vi a un grupo de figuras ataviadas de negro y encapuchadas que

avanzaban hacia él. Contemplé horrorizado cómo trataban de prender fuego a su ropa con las

antorchas que esgrimían mientras emitían unos horripilantes chillidos e improperios.

Esos demonios salieron de todos los rincones. Los gritos de los aprendices eran

desgarradores.

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Marius movió su brazo como un enorme molinete y derribó a sus agresores, haciendo

que las antorchas rodaran por el suelo. Luego envolvió a Bianca en su capa.

.¡Van a matarnos! .gritó Bianca.. ¡Van a quemarnos vivos, Marius! ¡Han asesinado a

los chicos y han hecho prisioneros a los otros!

De pronto, antes de que los primeros atacantes se hubieran incorporado, aparecieron

otras figuras vestidas de negro. Todas tenían el rostro y las manos blancas como nosotros;

todas poseían la sangre mágica.

¡Eran unos seres como nosotros!

Las figuras encapuchadas se lanzaron sobre Marius, pero éste las derribó de un

manotazo. Los tapices del gran salón habían comenzado a arder. De las habitaciones contiguas

brotaba un humo oscuro y pestilente. La escalera estaba inundada de humo. Una luz oscilante

e infernal iluminó el palacio como si fuera de día.

Yo me lancé a la pelea contra los demonios, los cuales me parecieron asombrosamente

débiles. Recogí una antorcha del suelo y me precipité sobre ellos, obligándolos a retroceder,

ahuyentándolos al igual que hacía el maestro.

.¡Blasfemo, hereje! .me espetó uno.. ¡Adorador del diablo, pagano! .gritó otro. Los

agresores avanzaron hacia mí, pero yo me defendí prendiendo fuego a sus ropas y haciendo

que huyeran despavoridos y chillando como posesos hacia las aguas del canal.

Pero eran muchos. Mientras peleábamos contra ellos irrumpieron otras siniestras figuras

en el salón.

De pronto vi horrorizado que Marius empujaba a Bianca hacia la puerta abierta del

palacio.

.¡Corre, tesoro! ¡Aléjate de la casa!

Marius atacó ferozmente a los demonios que pretendían seguirla, echando a correr tras

ella, y los derribó uno tras otro mientras trataban de detenerla. Al cabo de unos instantes vi a

Bianca desaparecer a través de la puerta principal.

No tuve tiempo de comprobar si había conseguido ponerse a salvo, pues una nueva

pandilla de demonios se arrojó sobre mí. Los tapices en llamas caían de las varas que los

sostenían. El suelo estaba sembrado de estatuas hechas añicos sobre el mármol. Dos

pequeños demonios me agarraron del brazo izquierdo y casi lograron derribarme, pero yo

abrasé el rostro de uno con la antorcha y prendí fuego al otro.

.¡Al tejado, Amadeo! .gritó Marius.

.¡Maestro, rescatemos los cuadros que están en el almacén! .contesté.

.Olvida los cuadros. Es demasiado tarde. ¡Salid corriendo, chicos, alejaos de la casa,

salvaos del fuego!

Tras obligar a los agresores a retroceder, Marius subió volando por la escalera y me

llamó desde la balaustrada del piso superior.

.¡Vamos, Amadeo, deshazte de ellos, te sobran fuerzas para conseguirlo, lucha, hijo

mío!

Al alcanzar el segundo piso, me vi rodeado por esos demonios. No bien quemaba a uno

cuando otro se precipitaba sobre mí, aferrándome por las piernas y los brazos. No pretendían

prenderme fuego sino inmovilizarme, lo que por fin consiguieron.

.¡Déjame, maestro, sálvate! .grité.

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Me revolví desesperadamente al tiempo que asestaba patadas a diestro y siniestro. Al

alzar la cabeza, vi a Marius en el piso superior, rodeado de demonios, quienes aplicaron un

centenar de antorchas a su voluminosa capa, a sus rubios cabellos, a su rostro blanco y

furioso. Parecía un enjambre de insectos que, gracias a su elevado número y a sus ingeniosas

tácticas, lograron por fin inmovilizarlo. Al cabo de unos instantes, envuelto en el fragor de las

gigantescas llamas, todo su cuerpo comenzó a arder.

.¡Marius! .grité una y otra vez, incapaz de apartar los ojos de él, debatiéndome entre

mis captores. Pero cuando conseguía que me soltaran las piernas otras manos frías y duras

como el acero me aferraban por los brazos, sujetándome con fuerza.. ¡Marius! .grité con

toda la angustia y el terror que me embargaba.

Ninguno de los horrores que yo había experimentado en la vida era tan inenarrable, tan

insoportable como contemplar a mi maestro envuelto en llamas. Su largo y esbelto cuerpo se

había convertido en una silueta negra y durante breves segundos vi su perfil, con la cabeza

inclinada hacia atrás, al tiempo que su cabello rubio estallaba y sus dedos parecían unas

arañas negras trepando a través del fuego para aspirar aire.

.¡Marius! .chillé. Todo el confort, toda la bondad, toda la esperanza ardía junto con

aquella negra silueta de la que yo no podía apartar los ojos al tiempo que se consumía y

perdía toda forma perceptible.

¡Marius! Mi voluntad sucumbió.

Lo que quedaba era un mero vestigio, el cual, gobernado por una segunda alma

compuesta por sangre mágica y poder, siguió luchando ciegamente.

Arrojaron una red sobre mí, una malla de acero tan pesada y fina que no pude ver nada,

sólo sentirme atrapado en esa red en la que unas manos enemigas me envolvieron. Después

me sacaron de la casa. Oí gritos a mi alrededor y los pasos apresurados de quienes me

transportaban, y al oír el aullido del viento, deduje que habíamos llegado a la playa.

Me encerraron en la bodega de un barco; en mis oídos no dejaban de sonar los lamentos

de los moribundos. Los aprendices también habían sido capturados. Me arrojaron entre ellos.

Sentí sus cuerpos dúctiles y frenéticos amontonados sobre mí y junto a mí, y yo, envuelto en

la red, no pude siquiera articular unas palabras de consuelo, no pude tranquilizarlos.

Sentí cómo los remos se introducían en el agua, produciendo el inevitable chapoteo, y la

voluminosa galera de madera se estremeció y comenzó a deslizarse hacia el mar abierto. Fue

adquiriendo velocidad como si no existiera una noche que frenara su travesía. Los remeros

seguían remando con una energía y potencia que unos hombres mortales no poseían,

conduciendo el barco hacia el sur.

.Blasfemo .murmuró alguien junto a mí.

Los jóvenes aprendices sollozaban y rezaban.

.Cesad vuestras oraciones paganas .rezongó una voz fría y sobrenatural.. Sois los

sirvientes del pagano Marius. Todos moriréis por los pecados de vuestro maestro.

Oí una siniestra risa que sonaba como un tronar lejano sobre los lamentos quedos y

húmedos de angustia y sufrimiento. Oí una carcajada seca y prolongada.

Cerré los ojos y me replegué en lo más profundo de mí mismo. Yacía en el suelo de tierra

del Monasterio de las Cuevas, un espectro de mí mismo inmerso en los recuerdos más seguros

y terribles.

.Dios mío .murmuré sin mover los labios., sálvalos y te juro que me enterraré entre

los monjes para siempre, renunciaré a todos los placeres, no haré otra cosa hora tras hora

sino alabar tu santo nombre. Señor, apiádate de mí. Dios mío... .Pero cuando la locura del

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pánico hizo presa en mí, cuando perdí toda noción del tiempo y el lugar, invoqué a Marius.:

¡Marius, por el amor de Dios! ¡Marius!

Alguien me golpeó. Un pie calzado en una bota de cuero me golpeó en la cabeza. Otro

me golpeó en las costillas y otro me pisoteó la mano. Estaba rodeado por los pies de esos

demonios, que no cesaban de propinarme patadas y de lastimarme. Mi cuerpo se ablandó. Vi

los golpes como una serie de colores, y pensé con amargura: «Ah, qué colores tan bellos, sí,

colores.» Entonces percibí los desgarradores lamentos de mis hermanos. Ellos también sufrían

este tormento. ¿Qué refugio mental tenían esos jóvenes y frágiles pupilos que habían gozado

del amor, los cuidados y las enseñanzas del maestro a fin de prepararlos para el gran mundo,

los cuales se hallaban ahora a merced de estos demonios cuyos designios yo desconocía,

cuyos designios yacían más allá de todo cuanto yo pudiera concebir?

.¿Por qué nos hacéis esto? .murmuré.

.¡Para castigaros! .respondió una voz suavemente.. Para castigaros a todos por

vuestros actos vanos y blasfemos, por la vida impía y pecaminosa que habéis llevado. ¿Qué es

el infierno comparado con eso, jovencito?

Ésas eran las palabras que los verdugos del mundo mortal repetían una y mil veces

cuando conducían a los herejes a la hoguera. «¿Qué es el fuego del infierno comparado con

este breve sufrimiento?» ¡Qué mentiras tan arrogantes, concebidas para justificar sus propios

actos!

.¿Eso crees? .murmuró una voz.. Controla tus pensamientos, jovencito, a menos que

quieras que despojemos tu mente de todos sus pensamientos. Quizá no vayas al infierno,

muchachito, pero padecerás un tormento eterno. Tus noches de placeres y lujuria se han

acabado. Ahora deberás enfrentarte a la verdad.

De nuevo me refugié en lo más profundo de mi ser. Ya no tenía un cuerpo. Yacía en el

monasterio, sobre la tierra, sin sentir mi cuerpo. Me concentré en las voces que percibía junto

a mí, unas voces tan dulces y desesperadas. Reconocí a cada chico por su nombre y comencé

a contarlos lentamente. Más de la mitad de nosotros, nuestro espléndido y angelical grupo de

pupilos, se hallaba en esta abominable prisión.

No oí a Riccardo, pero cuando nuestros captores cesaron durante un rato de

atormentarnos, oí su voz. Entonaba una letanía en latín, en un murmullo ronco y desesperado.

.Bendito sea Dios.

Los otros se apresuraron a responder:

.Bendito sea su santo nombre.

Los aprendices continuaron pronunciado sus plegarias. Las voces se hicieron más débiles

en el silencio hasta que sólo oí rezar a Riccardo.

Yo no pronuncié las respuestas de rigor.

Riccardo siguió rezando, mientras sus compañeros dormían profundamente. Rezaba para

consolarse, o quizá sólo para alabar al Señor. Pasó de la letanía al Padrenuestro, y de esta

oración a las reconfortantes palabras del Avemaría, que repitió una y otra vez, como si rezara

el Rosario, él solo, cautivo en la bodega del barco.

Yo no le dije nada. Ni siquiera le comuniqué que estaba allí. No podía salvarlo. No podía

consolarlo. No podía explicarle este atroz castigo que nos había tocado en suerte. Ante todo,

no podía revelarle lo que había visto: a nuestro gran maestro pereciendo en el simple y eterno

tormento del fuego.

Se apoderó de mí una agitación rayana a la desesperación. Dejé que mi mente

recuperara la imagen de Marius ardiendo, Marius convertido en una antorcha viviente,

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retorciéndose entre el fuego, sus largos dedos alzándose hacia el cielo como arañas entre las

llamas de color naranja. Marius había muerto; había perecido abrasado. No había podido

luchar contra los numerosos demonios que le habían atacado. Yo sabía lo que Marius habría

dicho de habérseme aparecido como un espectro para confortarme:

.Eran demasiados, Amadeo. Por más que lo intenté, no pude detenerlos.

Me sumí en unos sueños atormentados. El barco siguió navegando a través de la noche,

transportándome lejos de Venecia, de la ruina de todo lo que yo creía, de todo lo que amaba.

Me desperté al percibir unos cantos y el olor de la tierra, pero no era tierra rusa. Ya no

navegábamos por el mar. Estábamos cautivos en tierra firme.

Atrapado en la red de acero, escuché las voces huecas y sobrenaturales que cantaban

con odioso entusiasmo el terrible himno, Dies Irae, día de ira.

El sonido grave de un tambor realzaba el ritmo sincopado como si se tratara de una

canción destinada a acompañar un baile en lugar del terrible lamento del día del Juicio Final.

Las palabras en latín sonaban machaconamente, refiriéndose al día en que todo el mundo

quedaría reducido a cenizas, cuando las grandes trompetas del Señor anunciarían la apertura

de todas las tumbas. La muerte y la naturaleza se estremecerían. Todas las almas se

congregarían, incapaces de ocultar ya nada al Señor. Un ángel leería en el libro sagrado los

pecados de todos los mortales. La venganza caería sobre todos nosotros. ¿Quién estaría allí

para defendernos sino el Juez Supremo, nuestro Señor Mayestático? Nuestra única esperanza

que la piedad de Dios, el Dios que había muerto crucificado por nosotros, que no dejaría que

su sacrificio fuera en vano.

Sí, unas palabras muy hermosas, pero brotaban de una boca pérfida, la boca de un ser

que ni conocía el significado de éstas, que batía su resonante tambor como si participara en un

festejo.

Transcurrió una noche. Estábamos enterrados y la siniestra y débil voz siguió cantando al

son del pequeño y alegre tambor como si pretendiera liberarnos de nuestra prisión.

Oí murmurar a los chicos mayores, tratando de consolar a los más jóvenes, y la voz

firme de Riccardo asegurándoles de que no tardarían en averiguar lo que aquellos seres

pretendían, y quizá quedarían libres.

Sólo yo percibía los murmullos, las risotadas burlonas. Sólo yo sabía cuántos monstruos

sobrenaturales nos acechaban, mientras nos conducían hacia el resplandor de una hoguera

monstruosa.

Unas manos me arrancaron la red en la que estaba cautivo. Rodé por tierra, aferrándome

a la hierba. Al alzar la vista, comprobé que nos encontrábamos en un inmenso claro, bajo unas

rutilantes estrellas que nos observaban con indiferencia. Reinaba un ambiente veraniego y

estábamos rodeados por unos gigantescos árboles verdes. Sin embargo, el humo de la

hoguera lo distorsionaba todo. Al verme los chicos, encadenados unos a otros, con la ropa

desgarrada y sus rostros cubiertos de arañazos y sangre, se pusieron a gritar, pero un

enjambre de pequeños demonios encapuchados me apartaron de ellos y me sujetaron por las

manos.

.¡No puedo ayudaros! .grité. Era egoísta, terrible. Fruto de mi orgullo. Mi negativa sólo

sirvió para sembrar el pánico entre ellos.

Vi a Riccardo, cubierto de heridas como los otros, volverse de derecha a izquierda,

tratando de tranquilizarlos, con las manos atadas delante, su chaquetilla hecha jirones.

Riccardo se volvió entonces hacia mí y ambos contemplamos la enorme guirnalda de

figuras ataviadas de negro que nos rodeaban. ¿Podía Riccardo distinguir la blancura de sus

rostros y sus manos? ¿Sabía instintivamente quiénes eran esos seres?

A r m a n d , e l v a m p i r o A n n e R i c e

180

.¡Matadnos rápidamente si eso es lo que pretendéis! .gritó Riccardo.. No hemos

hecho nada. No sabemos quiénes sois ni por qué nos habéis capturado. Todos somos

inocentes.

Su valor me conmovió, y traté de poner en orden mis pensamientos. Tenía que desechar

mi último y horripilante recuerdo del maestro, imaginarlo vivo, y pensar en lo que él me

ordenaría que hiciera.

Los demonios eran mucho más numerosos que nosotros, eso era evidente. Detecté unas

sonrisas en los rostros de esas figuras encapuchadas, que aunque ocultaban sus ojos,

mostraban sus bocas alargadas y torcidas.

.¿Dónde está vuestro cabecilla? .pregunté, alzando la voz sobre el nivel de la potencia

humana.. ¿No veis que estos jóvenes son unos simples mortales? ¡Es a mí a quien debéis

pedirme cuentas!

Al oír mis palabras, la larga fila de figuras ataviadas de negro que me rodeaban se

unieron para murmurar y cuchichear entre sí. Los que custodiaban a los aprendices

encadenados cerraron filas en torno a ellos. Y los otros, a quienes yo apenas lograba

distinguir, arrojaron más leña y alquitrán a la hoguera, como si el enemigo se dispusiera a

entrar en acción.

Dos parejas de demonios se situaron delante de los aprendices, quienes seguían

gimiendo y sollozando sin percatarse de lo que ese gesto significaba.

Yo lo comprendí en el acto.

.¡No! ¡Es conmigo con quien debéis hablar y razonar! .protesté, revolviéndome para

soltarme de mis captores. Pero éstos se echaron a reír.

De pronto sonaron de nuevo los tambores, mucho más fuerte que antes, como si un

círculo de tamborileros nos rodeara a nosotros y la infernal hoguera.

Mientras los tambores sonaban al ritmo sincopado del himno Dies Irae, las figuras

encapuchadas que nos rodeaban como una guirnalda se irguieron y enlazaron sus manos.

Comenzaron a entonar en latín las palabras que anunciaban el siniestro día del Juicio Final. Los

demonios comenzaron a moverse ridiculamente, alzando las rodillas como si ejecutaran una

marcha, al tiempo que un centenar de voces escupía las palabras al ritmo sostenido de una

danza, mofándose de las tétricas palabras del himno.

A los tambores se unió el sonido agudo de unas gaitas y el batir de unas panderetas,

hasta que todos los bailarines que nos rodeaban, con las manos enlazadas, comenzaron a

oscilar de un lado a otro de cintura para arriba, moviendo la cabeza y sonriendo

diabólicamente mientras cantaban:

.¡Diiiieees iraaaaeee!

El pánico hizo presa en mí, pero no podía librarme de mis captores. Me puse a gritar.

La primera pareja de bailarines ataviados de negro situados delante de los aprendices se

abalanzaron sobre el primero destinado al sacrificio, por más que el chico chillaba y se retorcía

desesperadamente, y lo lanzaron al aire. La segunda pareja de demonios lo atraparon y, con

una fuerza sobrenatural, arrojaron al desdichado joven a la hoguera. Su cuerpo voló por los

aires describiendo un arco y aterrizó sobre el fuego.

Emitiendo unos gritos desgarradores, el joven cayó entre las llamas y desapareció. Los

otros aprendices, seguros de la suerte que les aguardaba, rompieron a llorar y a gritar

posesos, pero fue en vano.

Uno tras otro, todos los aprendices fueron separados de sus compañeros y arrojados a

las llamas.

A r m a n d , e l v a m p i r o A n n e R i c e

181

Yo me debatí ferozmente, propinando patadas al suelo y a mis oponentes. En una

ocasión logré liberarme, pero tres de las diabólicas figuras se apresuraron a sujetarme con

unos dedos duros como el acero que me pellizcaban la carne.

.¡No hagáis eso! .gemí.. ¡Son inocentes! ¡No los matéis!

Pese a mis gritos estentóreos, oí los alaridos de los aprendices que morían devorados por

las llamas. «¡Sálvanos, Amadeo!», gritaban, pero ignoro si ésas eran las únicas palabras que

gritaban en los momentos postreros de su agonía. Al cabo de unos instantes todos los

aprendices que seguían vivos, menos de la mitad del grupo original, se unieron a este cántico:

«¡Sálvanos, Amadeo!» Sin embargo, los demonios siguieron arrojándolos a la hoguera y al

poco rato sólo quedó una cuarta parte de los aprendices del palacio, quienes se debatían

denodadamente entre las garras de sus captores hasta ser lanzados a aquella muerte atroz.

Los tambores continuaban sonando, acompañados por el ramplón ching, cbing, ching de

las panderetas y la lánguida melodía de las chirimías. Las voces componían un siniestro coro

que pronunciaba cada sílaba del himno como si escupieran veneno.

.¿Lloras por tus compinches? .inquirió uno de los demonios que estaba junto a mí..

¡Debiste liquidarlos y comértelos a todos en nombre del amor de Dios!

.¡El amor de Dios! .le espeté.. ¡Cómo te atreves a hablar sobre el amor de Dios, tú,

un asesino de niños! .Me volví y le propiné una patada, hiriéndole mucho más de lo que yo

imaginé, pero, como de costumbre, otros tres guardias ocuparon su lugar.

Al poco sólo vi bajo el feroz resplandor del fuego a tres chicos de rostro blanco como la

cera, los tres aprendices más jóvenes del palacio, ninguno de los cuales emitió el menor

sonido. Su silencio me impresionó, al igual que sus caritas húmedas y temblorosas y sus ojos

ofuscados e incrédulos, cuando fueron arrojados a las llamas.

Yo pronuncié sus nombres. Grité a voz en cuello:

.¡Vais al cielo, hermanos míos, donde Dios os acogerá en sus brazos!

Pero ¿cómo iban a oír sus oídos mortales mis palabras sobre el ruido ensordecedor de los

cánticos?

De pronto me di cuenta de que Riccardo no se encontraba entre los aprendices. Deduje

que o bien se había escapado o le habían perdonado la vida, o le reservaban una suerte peor

que morir abrasado.

En aquel momento unas manos me arrastraron hacia la pira, interrumpiendo mis

reflexiones.

.¡Ahora te toca a ti, bravucón, pequeño Ganimedes de los blasfemos, descarado y

arrogante querubín!

.¡No! .grité, clavando los talones en tierra. Era impensable. Yo no podía morir así; no

podía perecer en la hoguera. Frenético, traté de razonar conmigo mismo: «Acabas de ver

morir a tus hermanos. ¿Por qué no vas tú a correr la misma suerte?» Pero no podía aceptar

esa posibilidad, no, yo era inmortal. ¡No!

.¡Sí, tú, y te asarás en el fuego como ellos! ¿No hueles su carne chamuscada? ¿No

hueles sus huesos abrasados?

Unas vigorosas manos me lanzaron en el aire, lo suficientemente alto para notar la brisa

que me revolvía el pelo, y al bajar la vista y contemplar la hoguera que ardía en el suelo, su

calor abrasador me chamuscó el rostro, el pecho y los brazos.

Caí por el aire agitando las piernas y los brazos como un pelele, engullido por el calor y el

fragor de las infernales llamas color naranja. «¡Voy a morir!», pensé, suponiendo que pensara

A r m a n d , e l v a m p i r o A n n e R i c e

182

algo, pero creo que lo único que sentí fue pánico, rindiéndome ante el inenarrable tormento

que me aguardaba.

Unas manos me rescataron del montón de leña que ardía debajo de mí. Me arrastraron

por el suelo. Unos pies pisotearon mis ropas para apagar las llamas. Me arrancaron la camisa

que estaba ardiendo. Me asfixiaba. Sentí que me dolía todo el cuerpo, el dolor atroz de la

carne quemada, y cerré los ojos en un deliberado intento de perder el conocimiento y

evadirme de aquella tortura. «Ven, maestro, ven a buscarme si existe un paraíso para

nosotros.» Imaginé a Marius abrasado, un esqueleto calcinado, pero éste tendió los brazos

para abrazarme.

Al abrir los ojos, vi a un extraño junto a mí. Yo yacía sobre la húmeda Madre Tierra,

gracias a Dios; mis manos, rostro y pelo chamuscados aún humeaban. El extraño era alto, de

complexión atlética, moreno.

El extraño alzó sus manos fuertes, blancas, de nudillos gruesos, y se quitó la capucha,

mostrando una espesa mata de pelo negro. Tenía los ojos grandes, con el blanco perlado y las

pupilas negras como el azabache. Era un vampiro, al igual que los demás, pero de una belleza

y una presencia extraordinarias. Me miró como si estuviera más interesado en mí que en sí

mismo, aunque se sabía el centro de todas las miradas.

Sentí un pequeño estremecimiento de gratitud, de que aquel extraño con esos ojos y esa

boca sensual en forma de arco de Cupido, poseyera una razón humana.

.¿Estás dispuesto a servir a Dios? .me preguntó. Tenía una voz culta y afable, y sus

ojos no expresaban mofa.. Responde, ¿estás dispuesto a servir a Dios? En caso contrario, te

arrojaremos de nuevo al fuego.

Me dolía todo el cuerpo. No se me ocurrió ningún pensamiento salvo que las palabras

que el extraño acababa de pronunciar eran increíbles, no tenían sentido, y por tanto no podía

responderle.

En el acto, sus diabólicos ayudantes me alzaron de nuevo, riendo y repitiendo al son del

incesante himno:

.¡A la hoguera! ¡A la hoguera!

.¡No! .gritó el cabecilla.. Veo en él un amor puro hacia nuestro Salvador. .Levantó la

mano para imponer su autoridad. Los demás se detuvieron, sosteniéndome por las piernas

mientras me balanceaba en el aire.

.¿Eres bueno? .murmuré desesperado a la extraña figura.. ¿Cómo es posible? .

sollocé.

El extraño se inclinó sobre mí. ¡Qué belleza tan excepcional! Sus carnosos labios

formaban un arco de Cupido perfecto, como he dicho, y al aproximar su rostro reparé en el

color intenso y natural que poseían, y en la sombra de una barba que sin duda se había

afeitado por última vez en su vida de mortal, la cual cubría toda la parte inferior del rostro,

confiriéndole la máscara viril de un hombre. Su frente amplia y despejada dejaba traslucir

unos huesos blancos que contrastaban con los rizos negros que caían airosamente de sus

sienes redondeadas y el pico de viuda situado en el centro de su frente, ofreciendo un

espléndido marco a su semblante.

Sus ojos, como me ocurre siempre, fueron lo que más me atrajo, unos ojos grandes,

almendrados y luminosos.

.Hijo mío .murmuró el extraño., ¿estaría yo dispuesto a sufrir estos horrores si no

fuera en nombre de Dios?

Mis sollozos se redoblaron.

A r m a n d , e l v a m p i r o A n n e R i c e

183

Ya no temía miedo. El dolor no me importaba. Era un dolor rojo y dorado como las llamas

de la hoguera que recorría mi cuerpo como si fuera un líquido, pero aunque lo sentía, no me

lastimaba, no me importaba.

Sin protestar, con los ojos cerrados, dejé que me condujeran a través de un pasadizo

donde los pasos de quienes me transportaban emitían un suave y quebradizo eco que

reverberaba contra el techo bajo y los muros.

Cuando me depositaron en tierra, rodé por el suelo, pero comprobé con tristeza que

yacía sobre un nido de harapos en lugar de sentir la humedad y frescura de la Madre Tierra

que tanto necesitaba, pero al cabo de unos instantes eso tampoco me importó. Apoyé la

mejilla sobre los mugrientos harapos y me sumí en un profundo sueño, como si me hubieran

depositado allí para que durmiera.

Mi piel abrasada era una parte de mi persona, pero ya no formaba parte de mí. Emití un

prolongado suspiro, sabiendo, aunque no articulé esas palabras en mi mente, que mis pobres

compañeros habían muerto y se hallaban en lugar seguro. No creí que el fuego los hubiera

atormentado durante largo rato. No, sin duda habían sucumbido rápidamente a las llamas y

habían volado al cielo como ruiseñores a través de la humareda.

Mis jóvenes compañeros ya no pertenecían a la tierra y nadie podía ya lastimarlos. Todas

las cosas nobles que Marius había hecho por ellos, los tutores, los conocimientos que habían

adquirido, las lecciones que habían aprendido, las clases de danza, las risas, las canciones, los

cuadros que habían pintado, todo había desaparecido, y sus almas habían subido al cielo

impulsadas por unas exquisitas alas blancas.

¿Los habría seguido yo? ¿Habría acogido Dios en su dorado y nebuloso cielo el alma de

un vampiro? ¿Habría dejado yo atrás los pavorosos cánticos de esos demonios que cantaban

en latín para ascender al reino del canto angelical?

¿Por qué permitían esos seres que me rodeaban que yo albergara esos pensamientos?

Sin duda eran capaces de adivinar mi pensamiento. Sentí la presencia del cabecilla, el de ojos

negros, el poderoso. Quizás estuviéramos solos él y yo en este lugar. Si él pudiera darle algún

sentido a esto, si pudiera otorgarle un significado y eliminar su monstruosidad, se convertiría

en un santo del Señor. Vi a unos monjes sucios y famélicos en las grutas.

Me tendí boca arriba, regodeándome con el dolor rojo y dorado que me bañaba, y abrí

los ojos.

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