BLOOD

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lunes, 28 de junio de 2010

EL CAZADOR DE SUEÑOS -- STEPHEN KING - 1ª parte

EL CAZADOR DE SUEÑOS -- STEPHEN KING - 1ª parte




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PRIMERA PARTE




CÁNCER









Temblar me da, equilibro. Era previsible.

Lo separado siempre es, siempre está cerca.

Me despierto para dormir, y lentamente.

Yendo, descubro adonde debo ir.


theodore roethke




1


McCarthy







1



Jonesy estuvo a punto de matarle cuando salía del bosque. ¿Cuánto faltó? Otro medio kilo de presión en el gatillo de la Garand, o sólo un cuarto. Más tarde, con el subidón de lucidez que en ocasiones acompaña al horror, deseó haber disparado antes de ver la gorra naranja y el chaleco naranja. Matar a Richard McCarthy no habría perjudicado a nadie, y quizá hubiera servido de algo. Matar a McCarthy podría haberles salvado a todos.



2




Pete y Henry habían ido a Gosselin, la tienda que caía más cerca, para abastecerse de pan, comida enlatada y lo más importante: cerveza. Tenían de sobra para dos días más, pero en la radio habían dicho que quizá nevara. Henry ya había cazado su ciervo, una hembra de tamaño respetable. En cuanto a Pete, Jonesy tenía la impresión de que le interesaba mucho más asegurar el suministro de cerveza que cazar su pieza: Pete Moore se tomaba la caza como un hobby, y la cerveza como una religión. Beaver había salido, pero Jonesy, basándose en la falta de disparos en menos de siete u ocho kilómetros a la redonda, supuso que estaba como él, a la espera.

A unos sesenta metros de la cabaña, dentro de un arce viejo, había un observatorio. Era donde estaba Jonesy, tomando café y leyendo una novela de misterio de Robert Parker, cuando oyó

acercarse algo y dejó el libro y el termo. En años anteriores el entusiasmo podría haberle hecho derramar el café. En esta ocasión, no sólo no fue así sino que dedicó unos segundos a enroscar la tapa roja del termo.

Hacía veintiséis años que iban los cuatro de caza cada primera semana de noviembre (contando las veces en que les había llevado el padre de Beaver). En todos esos años, Jonesy nunca había utilizado el observatorio del árbol. Los demás tampoco, porque les parecía demasiado claustrofóbico. Era el primer año que se lo adjudicaba Jonesy. Los demás creían conocer el motivo, pero sólo lo adivinaban parcialmente.

A mediados de marzo de 2001, cruzando una calle de Cambridge (cerca del Emerson College, donde impartía clases), Jonesy había sido arrollado por un coche. El accidente se había saldado con fractura de cráneo, dos costillas rotas y fractura múltiple de la cadera, hueso que le habían cambiado por una combinación exótica de teflón y metal. El conductor que le había atropellado era un profesor jubilado de la Universidad de Boston, más merecedor de lástima que de castigo, puesto que se hallaba en la primera fase de un proceso de Alzheimer (al menos a decir de su abogado). Cuántas veces, pensaba Jonesy, no queda nadie a quien culpar de las desgracias. Y aunque lo hubiera, ¿de qué serviría? Al fin y al cabo, no quedaba más remedio que acostumbrarse a las secuelas y consolarse con que podría haber sido peor, como le decía la gente a diario (mientras se acordasen, claro).

Y en efecto, podría haber sido peor. Jonesy tenía la cabeza dura, y se le soldó bien la grieta. De la hora anterior al accidente cerca de Harvard Square no conservaba ningún recuerdo, pero el resto de su equipo mental estaba en buen estado. En un mes se le curaron las costillas. Lo peor fue la cadera, pero en octubre ya no tenía que llevar muletas, y ahora sólo se le notaba la cojera a última hora del día.

Pete, Henry y Beaver creían que la cadera era el único motivo de que su amigo prefiriera el observatorio del árbol a la humedad y el frío del bosque, y en algo influía la cadera, sí, pero no era la única razón. Lo que separaba a Jonesy de sus tres amigos era una falta de interés casi total por cazar ciervos. A ellos les habría sentado fatal saberlo, y lo cierto era que a Jonesy también le afectaba, pero era un hecho innegable. Se trataba de algo nuevo en su vida, algo que, antes de llegar al campamento el 11 de noviembre y sacar la Garand de la funda, ni sospechaba. No le repugnaba la idea de cazar, ni mucho menos, pero no sentía el impulso. En marzo, un día de sol, le había rozado la muerte, y no tenía ningunas ganas de volver a invocarla, aunque fuera como dispensador, no como receptor.





3





Lo que le sorprendió fue que todavía le gustara estar en la cabaña, y en ciertos aspectos más que antes. Las conversaciones nocturnas sobre libros, política, las gamberradas de la juventud, sus respectivos planes de futuro... Todos eran treintañeros, una edad en que aún se pueden hacer planes, muchos planes, y los lazos de amistad se mantenían sólidos.

Además eran días felices, incluidas sus horas de soledad en el observatorio. Jonesy se llevaba un saco de dormir, y si tenía frío se lo ponía hasta la cintura. También se llevaba un libro y un walk-man. El walkman dejó de escucharlo al segundo día, al darse cuenta de que le gustaba más la música del bosque: la seda del viento en los pinos, la herrumbre de los cuervos... Leía un poco, tomaba café, seguía leyendo y a veces salía del saco de dormir (rojo como un semáforo en rojo) para mear al borde de la plataforma. Era un hombre dotado de familia numerosa y un círculo nutrido de colegas, una persona gregaria que disfrutaba con todas las modalidades de relación concitadas por la familia y los colegas de trabajo (y los alumnos, claro, el flujo interminable de alumnos), y que sabía equilibrarlas.

Solo encima del árbol, comprobaba que seguía existiendo la atracción del silencio, y que se conser-vaba poderosa. Era como volver a ver a un viejo amigo tras una larga ausencia.

—Oye, ¿seguro que te apetece subir? —le había preguntado Henry la mañana anterior—. Lo digo porque, si quieres acompañarme, por mí perfecto. Te prometo que no abusaremos de tu pierna.

—Déjale —dijo Pete—. Le gusta estar arriba. ¿A que sí, Jonesito?

—Si tú lo dices... —contestó él, porque no le apetecía explayarse más (diciendo, por ejemplo, hasta qué punto era verdad que disfrutara). Hay cosas que cuesta decirlas, hasta a los amigos, y hay veces, además, en que ellos ya las saben.

— ¿Sabes qué? —intervino Beaver. Cogió un lápiz y empezó a mordisquearlo. Era el más viejo y querido de sus tics, que se remontaba a primero de básica — . Que me gusta volver y verte arriba, como el vigía en los libros de aventuras en el mar. Por si hay moros en la costa.

— ¡Leven anclas! —dijo Jonesy; y todos rieron, pero Jonesy comprendía las palabras de Beaver. Las sentía. Moros en la costa. El pensando en lo suyo, y vigilando por si aparecían otros barcos, tiburones o lo que fuera. Al volver a bajar le dolía la cadera, y le pesaba en la espalda toda la quincalla de la mochila; descender uno a uno los peldaños de madera clavados en el tronco del arce le daba la sensación de ser lento y patoso, pero no era grave. Al contrario. Las cosas cambian, pero el que crea que siempre cambian a peor es tonto.

Eso creía entonces.




4




Cuando oyó moverse los arbustos y romperse las ramas (sonidos que asociaba automática-mente a la proximidad de un ciervo), Jonesy se acordó de unas palabras de su padre: «La suerte se tiene o no se tiene.» Lindsay Jones pertenecía al género de los perdedores, y había dicho pocas cosas que valiera la pena memorizar, pero la citada sentencia era una, y para demostración (la enésima), aquello: a los pocos días de haber decidido que ya no cazaría más ciervos, acudía uno a él, y a juzgar por el ruido era grande. Macho, casi seguro. Quizá del tamaño de un hombre.

A Jonesy no se le pasó por la cabeza la posibilidad de que fuera eso, un hombre. Estaban a ochenta kilómetros de Rangely, y los cazadores más cercanos quedaban a dos horas de camino. La carretera asfaltada que les pillaba más cerca, la que llevaba a la tienda de Gosselin (cerveza cebos bebidas lotería), caía como mínimo a veinticinco kilómetros.

Bueno, pensó, tampoco es que haya hecho ninguna promesa.

No, no había hecho ninguna promesa. Quizá en noviembre del año siguiente llevara una Nikon en lugar de escopeta, pero eso sería el año siguiente. Ahora tenía la escopeta a mano, y ninguna intención de mirarle el diente a un ciervo regalado.

Enroscó la tapa del termo de café y lo dejó en la plataforma.

A continuación retiró el saco de dormir de la parte inferior de su cuerpo, como un calcetín gigante a cuadros (no sin estremecerse por la rigidez de la cadera), y cogió la escopeta. No hacía falta cargarla, con el consiguiente ruido y riesgo de ahuyentar al ciervo; las costumbres no se pierden así como así, y en cuanto retiró el seguro tuvo la escopeta lista para disparar. Sólo realizó la operación cuando estuvo de pie, equilibrado. Había perdido el entusiasmo salvaje de otros tiempos, la adrenalina, pero quedaba un residuo. Agradeció que se le hubiera acelerado el pulso. Desde su accidente, aquella clase de reacciones siempre eran bienvenidas. Ahora tenía la sensación de ser dos personas, la de antes de ser atropellado y otra de mayor edad: la que se había despertado en el hospital general de Massa-chusetts, si a esa conciencia lenta y drogada podía llamársela estar despierto. A veces seguía oyendo una voz (no sabía de quién, pero no suya) gritando: «Basta, por favor, que no lo aguanto; que me pongan una inyección. ¿Dónde está Marcy? ¡Que venga Marcy!» La concebía como la voz de la muerte: la muerte, que, no habiendo podido llevársele en la calle, venía al hospital para acabar su trabajo; la muerte disfrazada de hombre que sufría (o de mujer, eso no estaba claro), de alguien que decía Marcy pero quería decir Jonesy.

Con el tiempo se le había pasado la idea, al igual que todas las obsesiones raras que había tenido en el hospital, pero quedaba un residuo, y ese residuo era la cautela. Jonesy no se acordaba de haber hablado por teléfono con Henry y haberle oído decir que se cuidara (ni se lo había recordado Henry), pero desde entonces se cuidaba. Era prudente. Porque es posible que aceche la muerte, y es posible, alguna vez, que ande tu nombre en su boca.

En fin: lo pasado, pasado. Había sobrevivido al roce de la muerte, y aquella mañana, en aquel bosque, lo único a punto de morir era un ciervo (esperaba que macho) que había tomado el rumbo equivocado.

El ruido de follaje y ramas rotas se acercaba a Jonesy por el sudoeste, es decir, que no tendría que disparar alrededor del tronco del arce (muy bien), y tenía el viento de cara. Todavía mejor. El arce había perdido casi todas sus hojas, y Jonesy, por el entrelazo de las ramas, disfrutaba de buena visión, que no perfecta. Levantó la Garand, se acomodó la culata en el hueco del hombro y se dispuso a cazar algo que daría que hablar.

Lo que salvó a McCarthy (al menos entonces) fue que Jonesy le hubiera perdido el gusto a la caza. Lo que estuvo a punto de matarle fue un fenómeno que George Kilroy, amigo del padre de Jonesy, llamaba «fiebre ocular». Según Kilroy, la fiebre ocular era una modalidad de la llamada «fiebre del ciervo» (el arrebatamiento del novato al divisar su primera pieza), además, probablemente, de la segunda causa más frecuente de muerte en accidentes de caza. «La primera es el alcohol», decía George Kilroy, y algo sabían del tema tanto él como el padre de Jonesy. «La primera siempre es el alcohol.»

Decía Kilroy que las víctimas de la fiebre ocular siempre se sorprendían de haber disparado contra un poste, un coche en movimiento, el lateral de un cobertizo o su propio compañero de caza (que en muchos casos también era cónyuge, hermano o hijo). «¡Pero si lo he visto!», protestaban; y, a decir de Kilroy, la mayoría habría pasado con éxito la prueba del detector de mentiras. Habían visto al ciervo, oso, lobo o, más humildemente, al urogallo batiendo sus alas entre las hierbas altas del otoño. Lo habían visto.

Según Kilroy, la explicación era que los cazadores sucumbían a la impaciencia de disparar, de hacer algo para bien o para mal. Su nerviosismo llegaba a tal extremo que, para aliviar la tensión, el cerebro convencía al ojo de estar viendo lo que todavía no era visible. Era la fiebre ocular. Y aunque Jonesy no tuviera la impresión de estar nervioso (había enroscado la tapa roja en el cuello del termo con un pulso impecable), más tarde, en su fuero interno, reconoció que sí, que quizá hubiera sido víctima de aquella dolencia.

Hubo unos segundos en que vio al ciervo con claridad, al final del túnel formado por las ramas entrelazadas; la misma claridad con que había visto a los otros dieciséis de su historial de cazador en Hole in the Wall (seis machos y diez hembras). Vio su cabeza marrón, un ojo tan negro que parecía de azabache y hasta una parte del lomo.

¡Dispara!, exclamó una parte de él: el Jonesy de antes del accidente, el Jonesy entero. Hacía cerca de un mes que se le oía hablar con más frecuencia, a medida que Jonesy se aproximaba a un estado mítico al que la gente que no había sido atropellada se refería como «recuperado del todo», pero nunca había elevado tanto la voz como en aquel momento. Era una orden, casi un grito.

Y se tensó, se tensó el dedo en el gatillo. No llegó a aplicar el último medio kilo de presión (a menos que hubiera bastado con un cuarto, doscientos cincuenta gramitos de miseria), pero se tensó. La voz que lo detuvo fue la del segundo Jonesy, el que se había despertado en el hospital de Massachusetts drogado, desorientado y dolorido, perdidas todas las certezas salvo la de que alguien quería que parara algo, de que alguien no aguantaba más (no sin una inyección), de que alguien quería que viniera Marcy.

Todavía no, había dicho el nuevo Jonesy, el cauteloso; espera y observa. Y, entre las dos voces, había hecho caso a la segunda. Permaneció completamente inmóvil, aguantando casi todo el peso de su cuerpo con la pierna izquierda, la sana, y con el cañón en un ángulo de treinta y cinco grados por el túnel de luz y ramas.

Justo entonces, el cielo blanco soltó los primeros copos de nieve. Fue cuando Jonesy vio una raya vertical de color naranja chillón detrás de la cabeza del ciervo. Parecía que la hubiera conjurado la nieve. Por unos instantes, la percepción se rindió, y lo que veía Jonesy encima del cañón de la escopeta se convirtió en mero e inconexo revoltijo, como una paleta de pintor con todos los colores mezclados. No había ciervo ni hombre; ni siquiera había bosque, sólo una mezcla enigmática de negro, marrón y naranja sin orden ni concierto.

Después apareció más naranja, dibujando una forma que tema sentido: era un gorro de los de orejeras abatibles. Los compraban los turistas en L. L. Bean, a cuarenta y cuatro dólares y con una etiquetita interior donde ponía hecho en usa con orgullo por trabajadores sindicados. En la tienda de Gosselin también los vendían, pero por siete dólares. En las etiquetas de los gorros de Gosselin sólo ponía made in bangladesh.

El gorro confirió nitidez a la espantosa verdad: lo marrón que había tomado Jonesy por una cabeza de ciervo era la parte delantera de una chaqueta de lana, lo negro del ojo del ciervo, un botón, y las astas sólo eran más ramas: las del propio árbol donde estaba sentado Jonesy. Llevar chaqueta marrón en el bosque era una imprudencia (Jonesy no se atrevía a emplear la palabra locura), pero a Jonesy seguía desorientándole haber sido capaz de un error cuyas consecuencias podrían haber sido espeluznantes. Porque el hombre, además, llevaba gorro naranja, ¿no? Y chaleco naranja encima de la chaqueta marrón (cuya imprudencia seguía sin admitir dudas). Estaba...

... estaba a medio kilo de presión digital de la muerte. O menos.

Lo comprendió de golpe, visceralmente, y el impacto le expulsó de su propio cuerpo. Por espacio de un momento terrible y luminoso, un momento que jamás olvidaría, no fue ni Jonesy Uno (el Jonesy confiado de antes del accidente) ni Jonesy Dos (el superviviente, más indeciso, que pasaba mucho tiempo en un estado agotador de incomodidad física y confusión mental). Por un momento fue otro Jonesy, una presencia invisible mirando a un hombre armado que estaba de pie encima de un árbol, en una plataforma. El hombre armado tenía el pelo corto y canoso, arrugas alrededor de la boca, sombra de barba en las mejillas y el rostro demacrado. Estaba a punto de usar el arma. En torno a su cabeza habían empezado a oscilar copos de nieve, y en su camisa de franela marrón, con los faldones fuera del pantalón, la luz; estaba a punto de pegarle un tiro a un hombre con gorro y chaleco naranjas, como los que se habría puesto él si, en vez de subir a aquel árbol, hubiera optado por ir al bosque con Beaver.

Recayó en sí con un impacto sordo, como cuando se pasa muy deprisa por un bache y choca la espalda con el asiento del coche. Entonces se dio cuenta, horrorizado, de que seguía apuntando al hombre con la Garand, como si, en lo más profundo de su cerebro, un tozudo caimán se resistiera a desechar la idea de que el de la chaqueta marrón fuera una presa. Y había algo peor: que el dedo se negara a aflojar la presión sobre el gatillo de la escopeta. De hecho, durante uno o dos segundos de tortura, llegó a creer que seguía apretando, que consumía inexorablemente los últimos gramos que se interponían entre él y el mayor error de su vida. Más tarde aceptó que esto último, al menos, había sido una ilusión, parecida a la sensación de ir en marcha atrás cuando se tiene puesto el freno y, con el rabillo del ojo, se ve pasar un coche a velocidad de tortuga.

No, sólo estaba paralizado, pero ya era bastante grave. Un infierno. Piensas demasiado, Jonesy, decía Pete al sorprender a su amigo con la mirada ausente, ajeno a la conversación. Probablemente quisiera decir otra cosa: «Tienes demasiada imaginación, Jonesy.» Y muy probablemente fuera verdad. Estaba claro que ahora imaginaba demasiadas cosas, ahora que estaba de pie en el árbol, expuesto a las primeras nieves de la temporada, con mechones de pelo rebelde y el dedo en el gatillo de la Garand, sin presionarlo (como temiera unos segundos) pero sin soltarlo, con el hombre tan cerca que casi estaba a sus pies, y la mira del arma en la parte superior del gorro naranja; con la vida del hombre puesta en un cable invisible entre la boca de la Garand y aquella cabeza cubierta con un gorro, la vida de alguien que quizá estuviera meditando si cambiaba de coche, engañaba a su mujer o le compraba un poni a su hija mayor (Jonesy, más tarde, dispondría de pruebas para saber que McCarthy no pensaba en ninguna de las tres cosas, pero no las tenía estando en el árbol con el índice convertido en gancho pétreo alrededor del gatillo de su escopeta). Alguien que ignoraba lo mismo que Jonesy al pisar el bordillo de la calle de Cambridge, con el maletín en una mano y en la otra un ejemplar del Pboenix de Boston: que tenía cerca a la muerte, quizá a la propia Muerte, un personaje apresurado, como salido de una de las primeras películas de Ingmar Bergman, algo con un instrumento escondido en los pliegues rasposos de la túnica. Quizá unas tijeras. O un escalpelo.

Y lo más grave era que el hombre no moriría, al menos de repente. Caería al suelo y se pondría a gritar, como Jonesy en la calle. Jonesy no recordaba haber gritado, pero seguro que sí, porque se lo habían contado y no tenía ninguna razón para dudarlo. Seguro que había chillado como un energú-meno. ¿Y si el de la chaqueta marrón y los complementos naranjas empezaba a gritar llamando a Marcy? Parecía muy difícil, pero una cosa era la verdad y otra que el cerebro de Jonesy captara gritos llamando a Marcy. Si existía la fiebre ocular, si Jonesy era capaz de mirar una chaqueta marrón de hombre y ver una cabeza de ciervo, no había ninguna razón para que no existiera su equivalente auditivo. Oír gritar a alguien, y saberse el causante. ¡No, por Dios! A pesar de todo, el dedo se negaba a soltar el gatillo.

El remedio a su parálisis llegó de manos de algo tan sencillo como inesperado: estando a unos diez pasos de la base del árbol de Jonesy, el hombre de la chaqueta marrón se cayó. Jonesy le oyó emitir un ruido de dolor y sorpresa, algo así como ¡bruf! Entonces su dedo soltó el gatillo, sin que mediara ninguna reflexión.

El hombre se había quedado a gatas, apoyando en el suelo (ya un poco blanco) los cinco dedos de sus manos, protegidas con guantes marrones. (Guantes marrones. Otra equivocación. Jonesy pensó que sólo le faltaba pasearse con un letrero de ¡pegadme UN tiro! enganchado con celo en la espalda.) Cuando volvió a estar de pie, habló en voz alta con un tono de angustia y sorpresa. Jonesy, al prin-cipio, no se dio cuenta de que lloraba.

— ¡Ay, Dios mío! —decía el hombre, mientras recuperaba su postura erecta.

Se balanceaba como si estuviera borracho. Jonesy sabía que los hombres que pasan una semana o un fin de semana en el bosque, sin sus familias, cometen toda clase de pecadillos, y que beber alcohol a las diez de la mañana figura entre los más habituales, pero no le parecía que el de la gorra estuviera borracho. Intuía que no, aunque sin basarse en nada concreto.

— ¡Ay, Dios mío! —Y luego, al volver a caminar—: Nieve. Ahora nieva. ¡Ay, Dios mío, ahora nieva! ¡Señor, Señor!

Los primeros dos o tres pasos fueron titubeantes, con poco equilibrio. Jonesy empezó a pensar que le había fallado la intuición, y que aquel tío estaba como una cuba. Entonces el hombre redujo el paso y empezó a caminar con mayor regularidad, rascándose la mejilla derecha.

Pasó justo debajo del observatorio. Por unos instantes ya no fue un hombre, sino el círculo naranja de una gorra, y a cada lado un hombro marrón. Subía su voz, líquida y con lágrimas. Predominaba el «ay, Dios mío», sazonado con algún «Señor, Señor» o «ahora nieva».

Jonesy se quedó donde estaba, viendo desaparecer al hombre debajo de la plataforma y reaparecer al otro lado. Sin darse cuenta, giró sobre sí para poder seguir viendo al quejumbroso individuo. Tampoco se había dado cuenta de haber bajado la escopeta y habérsela apoyado en un lado del cuerpo, tomándose la molestia de poner otra vez el seguro.

No se dio a conocer. Creía saber por qué: por simple sentimiento de culpa. Tenía miedo de que al hombre de abajo le bastara con mirarle a los ojos para adivinar la verdad; que, a pesar de su llanto y de que nevara más que antes, el hombre viera que Jonesy le había apuntado desde arriba con la escopeta, y que había estado a punto de pegarle un tiro.

Veinte pasos después del árbol, el hombre se detuvo y se quedó con la mano derecha en la frente, protegiéndose la vista de la nieve. Jonesy comprendió que había visto la cabaña. Debía de haberse dado cuenta de que estaba en un camino de verdad. Entonces cesaron los «ay, Dios mío» y los «Señor, Señor», y el del gorro arrancó a correr hacia el sonido del generador, oscilando en sentido lateral como si estuviera en la cubierta de un barco. Jonesy oyó la respiración corta con que se precipitaba el hombre hacia la cabaña, la espaciosa cabaña con su trenza de humo perezoso saliendo de la chimenea y desapareciendo casi de inmediato entre la nieve.

Jonesy emprendió el descenso de los escalones clavados al tronco del arce, con la escopeta colgando del hombro. (Pero no porque se le hubiera ocurrido que el hombre pudiera entrañar algún peligro. Todavía no. Prefería, simplemente, no exponer a la nieve un arma de tan buena calidad como la Garand.) Se le había entumecido la cadera, y, cuando llegó al pie del árbol, el hombre a quien había estado a punto de pegar un tiro ya había cubierto casi toda la distancia hasta la puerta de la cabaña... que, lógicamente, no estaba cerrada con llave. En aquellos parajes no cerraba nadie con llave.




5




A unos diez metros de la placa de granito que servía de porche a Hole in the Wall, el hombre de la chaqueta marrón y el gorro naranja volvió a caerse. También se le cayó el gorro, cuya ausencia dejó a la vista una mata de pelo castaño, ralo y sudado. Se quedó apoyado en una rodilla y con la cabeza inclinada. Jonesy oía su respiración, rápida y jadeante.

El hombre recogió el gorro y, justo cuando volvía a ponérselo, le llamó Jonesy.

El hombre hizo el esfuerzo de levantarse y dio media vuelta con movimientos torpes. La primera impresión de Jonesy fue que tenía la cara muy larga, casi como las que suelen describirse como «de caballo», pero luego, al acercarse más (con paso un poco renqueante, pero sin llegar a cojear, lo cual era una suerte, porque el suelo que pisaba se estaba poniendo resbaladizo por momentos), vio que el rostro de aquel individuo no destacaba por ninguna longitud especial. Sólo estaba muy asustado, y muy, muy pálido. Se le destacaba mucho en la mejilla la manchita roja que le había quedado de rascarse. Su alivio, al ver aproximarse a Jonesy a buen paso, fue grande e inmediato. Jonesy estuvo a punto de reírse de sí mismo, de haberse quedado en la plataforma con miedo de que el otro le leyera en los ojos lo que se había logrado evitar por los pelos. El del gorro ponía cara de querer abrazarle y cubrirle de besos babosos.

¡Menos mal! —exclamó. A continuación tendió una mano a Jonesy y progresó en su dirección por la capa fina de nieve recién formada—. ¡Gracias a Dios que le encuentro! Me he perdido. Llevo desde ayer perdido en el bosque. Ya empezaba a tener miedo de morirme aquí. Me... me...

Le resbalaron los pies, y Jonesy le cogió por los bíceps. Era grande: más alto que Jonesy (que ya medía un metro ochenta y cinco), y más corpulento. A pesar de ello, la impresión inicial de Jonesy fue de insustancialidad, como si el miedo, de alguna manera, hubiera ahuecado a aquel individuo, dejándole ligero como una vaina de algodón.

— ¡Cuidado, hombre! —dijo Jonesy—. Tranquilo, que ahora ya está a salvo. ¿Le parece que pasemos, y así entra un poco en calor? ¿Eh?

Al hombre empezaron a castañetearle los dientes, como si la palabra «calor» hubiera sido el detonante.

—Ss... sí, claro.

Intentó sonreír sin mucho éxito. Jonesy volvió a sorprenderse de su palidez extrema. La mañana era fría, con una temperatura de unos cuantos grados bajo cero, pero las mejillas del hombre conservaban un color ceniciento, plomizo. En su cara, aparte de la manchita roja, la única nota de color era el marrón de las ojeras.

Jonesy le pasó un brazo por los hombros; de repente, aunque pareciera absurdo, le había entrado una ternura ñoña por aquel desconocido, una emoción tan intensa que se parecía a su primer amor de instituto: Mary Jo Martineau, con su blusa blanca sin mangas y su falda tejana lisa hasta la rodilla. Ahora ya estaba del todo seguro de que no había alcohol de por medio. La causa de la falta de equilibrio del desconocido era el miedo, y quizá el cansancio. Con todo, le olía el aliento a algo, un olor como a plátano que a Jonesy le recordó el del éter con que en mañanas frías rociaba el carburador de su primer coche, un Ford de la época de Vietnam.

—¿Entramos?

—Vale. Te... tengo un frío... Menos mal que le encuentro. ¿Es...?

— ¿Si es mía la cabana? No, de un amigo.

Jonesy abrió la puerta de roble barnizado y le ayudó a cruzar el umbral. Al contacto del aire caliente, el hombre contuvo la respiración y las mejillas empezaron a enrojecérsele, para alivio de Joseny: algo de sangre, a fin de cuentas, le corría por las venas.





6




Para estar en bosque virgen, Hole in the Wall era una cabaña bastante lujosa. Se entraba por la sala grande de la planta baja, síntesis de cocina, comedor y salón, pero detrás había dos dormitorios, y arriba, en el altillo, otro. La sala grande estaba impregnada de aroma a pino, madera que le prestaba un color cálido, con brillos de barniz. En el suelo había una alfombra navajo, y en la pared, un tapiz de los indios micmac con una escena de cazadores con cuerpecito de palo rodeando valientemente a un oso enorme. La zona del comedor estaba definida por una mesa sencilla de roble, bastante larga para que cupiesen ocho comensales. La cocina era de leña. La zona de estar contaba con una chimenea. Cuando estaban encendidas las dos, hacía un calor que atontaba, aunque la temperatura exterior fuera de diez bajo cero. La pared oeste era una gran ventana con vistas a una ladera empinada y de gran extensión. En los años setenta había habido un incendio, y de la nieve, cada vez más tupida, despuntaban troncos negros y muertos, de retorcidas ramas. Jonesy, Pete, Henry y Beaver llamaban a aquella ladera «el Barranco», porque era el nombre que le habían puesto el padre de Beaver y sus amigos.

— ¡Gracias, Dios mío! Y a usted también. Gracias —dijo a Jonesy el hombre del gorro naranja.

Viendo la mueca divertida de Jonesy (¡cuánto dar las gracias!), el hombre reaccionó con una risa estridente, como diciendo que sí, que se daba cuenta de que era un poco raro, pero que le salía del alma. Después respiró hondo varias veces, como haciendo ejercicios de yoga. A cada respiración decía algo.

— ¡Jolines! En serio que ayer por la noche ya me daba por muerto... Hacía un frío... una humedad... Me acuerdo de que pensé: ¡Ay, Dios mío, sólo falta que nieve! Me puse a toser y no paraba. Entonces vino algo y pensé que tenía que parar de toser, porque como fuera un oso, o a saber qué bicho... vaya, que lo provocaría, o... Pero no pude, y después de un rato... Se marchó solo.

— ¿Vio un oso de noche?

Jonesy estaba tan fascinado como consternado. Ya le habían contado que allí arriba había osos (al viejo Gosselin y sus tertulianos de la tienda les encantaba contar historias de osos, sobre todo a los turistas), pero la idea de que a aquel hombre, solo y perdido en el bosque, le hubiera amenazado uno en plena noche, era de auténtico terror. Como oírle a un marinero una anécdota sobre un monstruo marino.

—No sé qué era —dijo el hombre. De repente miró a Jonesy de reojo, una mirada maliciosa que a Jonesy no le gustó, y que no supo interpretar—. No estoy seguro, porque entonces ya no había relámpagos.

—¿Relámpagos? ¡Caray!

Se notaba que la angustia del hombre era sincera. De lo contrario, Jonesy habría empezado a sospechar que le tomaban el pelo. A decir verdad, ya tenía sus dudas.

— Sí, de esos sin rayo —dijo el hombre, sin darle importancia. Se rascó la mancha roja de la mejilla, que quizá se debiera a la congelación—. En invierno es señal de que viene tormenta.

— ¿Y usted lo vio? ¿Ayer por la noche?

—Me parece que sí. —El hombre volvió a mirar de reojo, pero Jonesy, esta vez, no percibió ninguna malicia, y supuso que lo de antes sólo había sido una falsa impresión. Lo único que vio fue agotamiento—. Se me mezcla todo en la cabeza. Desde que me perdí me duele la barriga... Me pasa desde niño: a la que tengo miedo, me duele la tripita...

Justamente, pensó Jonesy, parecía eso: un niño, mirándolo todo con la naturalidad de la infancia. Le llevó hacia el sofá que había delante de la chimenea, y el hombre se dejó conducir.

Tripita. Hasta ha dicho tripita, como los niños pequeños.

—Déme el abrigo —dijo Jonesy.

El hombre empezó desabrochando los botones, y a continuación se dispuso a bajar la crema-llera interior. Jonesy, entonces, volvió a pensar en cuando le había confundido con un ciervo, y ni más ni menos que un macho. ¡Joder! Había confundido uno de los botones con un ojo, y había estado a punto de pegarle un tiro.

El hombre se bajó la cremallera hasta la mitad, que fue donde se le quedó enganchada, con un lado de la boquita dorada mordiendo la tela. Entonces se la quedó mirando (¡y con qué asombro!), como si fuera la primera vez que veía algo así, y, cuando Jonesy avanzó la mano hacia el cursor, el otro dejó caer los brazos y permitió que lo cogiera, como un alumno de primero que se pone la bota en el pie equivocado, o la chaqueta al revés, y se queda quieto para que lo arregle la profe.

Jonesy consiguió encarrillar la boquita de oro y la bajó hasta el final. Al otro lado del ventanal iba desapareciendo el Barranco, aunque seguían viéndose los garabatos negros de los árboles. Ya hacía casi treinta años que venían a cazar, casi treinta años sin fallar ni una vez, y en todo ese tiempo no habían presenciado ninguna nevada fuerte. Por lo visto se avecinaba una, aunque a saber, porque en la radio y la tele, últimamente, hablaban de diez centímetros de nieve como si fuera la siguiente glaciación.

El hombre permaneció de pie con la chaqueta desabrochada, mientras se le fundía la nieve de las botas, mojando el suelo de madera pulida. Miraba las vigas, boquiabierto, y en efecto, parecía un niño de seis años. O Duddits. Sólo le faltaba tener guantes de punto colgando con ganchitos de las mangas. Se quitó la chaqueta con el típico gesto de los niños, encoger los hombros para que se caiga sola. Si no hubiera estado Jonesy para cogerla, habría acabado en el suelo, absorbiendo los charcos de nieve derretida.

— ¿Qué es? —preguntó el hombre.

Jonesy tardó un poco en saber a qué se refería, hasta que, siguiendo la mirada del desconocido, vio el artefacto textil que había en la viga central. Tenía muchos colores (rojo y verde, con algunas hebras amarillas), y parecía una telaraña.

—Un atrapasueños —dijo Jonesy—. Es un amuleto indio. Creo que sirve para ahuyentar las pesadillas.

— ¿Es suyo?

Jonesy no supo si se refería a toda la cabaña (quizá no hubiera escuchado su respuesta anterior) o sólo al atrapasueños, pero la contestación era la misma en ambos casos.

—No, de un amigo mío. Venimos cada año a cazar.

— ¿Cuántos son?

El hombre, tiritando, con los brazos cruzados en el pecho y las manos en los codos, miró cómo colgaba Jonesy la chaqueta en el colgador de al lado de la puerta.

—Cuatro. El dueño es Beaver, que ahora está cazando. No sé si volverá por la nieve, o si se quedará. Supongo que vendrá. Pete y Henry han ido al colmado.

— ¿Cuál? ¿Gosselin?

— Ése. Venga y siéntese.

Jonesy le acompañó al sofá, que era modular y de una longitud exagerada. Se trataba de un diseño con varias décadas encima, pasadísimo de moda, pero no olía demasiado mal y no lo había infestado ningún bicho. En Hole in the Wall no importaba gran cosa el estilo ni el buen gusto.

—Ahora quédese sentado —dijo.

Dejó al hombre temblando en el sofá, con las manos entre las rodillas. Sus pantalones vaqueros presentaban el aspecto asalchichado de cuando se llevan calzoncillos largos debajo, pero aun así tenía escalofríos. El calor, sin embargo, había llamado al color. El desconocido ya no parecía un cadáver, sino un enfermo de difteria.

Pete y Henry compartían el dormitorio más grande de los dos de la planta baja. Jonesy entró unos segundos para abrir el baúl de madera de cedro que había a la izquierda de la puerta y sacar uno de los dos edredones de plumas que contenía. Al caminar por el salón hacia donde estaba sentado el hombre, muerto de frío, Jonesy se dio cuenta de que no le había formulado la más elemental de las preguntas, la que habría hecho hasta un niño de seis años que no sabe bajarse solo la cremallera.

Mientras desplegaba el edredón a fin de abrigar al ocupante de aquel sofá tan desproporcionado, dijo:

— ¿Cómo se llama?

Y se dio cuenta de que casi lo sabía. ¿McCoy? ¿McCann?

El hombre a quien Jonesy había estado a punto de pegar un escopetazo le miró, mientras se apresuraba a protegerse el cuello con el edredón. Las manchas marrones de debajo de los ojos empezaban a teñirse de morado.

—McCarthy —dijo — . Richard McCarthy. —Su mano, que sin guante parecía más regordeta y blanca de lo normal, salió de debajo de la colcha como un animal temeroso—. ¿Y usted?

— Gary Jones. —Jonesy estrechó su mano con la que casi había apretado el gatillo—. Casi todo el mundo me llama Jonesy.

—Pues gracias, Jonesy. —McCarthy le miró con seriedad—. Creo que me ha salvado la vida.

—Uy, no sé tanto —dijo Jonesy.

Volvió a mirar la mancha roja. Una manchita de congelación. Sí, no podía ser nada más.










II




Beaver




1





— Como se imaginará, no puedo llamar a nadie —dijo Jonesy—. Por aquí cerca no pasa ninguna línea de teléfono. Lo único que tenemos es un generador para la electricidad.

McCarthy, que sólo asomaba la cabeza del edredón, asintió con ella.

—Sí, lo he oído, aunque al perderse se oyen cosas muy raras. Qué le voy a decir. A ratos parece que tengas el ruido a la izquierda o la derecha, luego estás seguro de que viene de detrás, piensas que es mejor volver...

Jonesy asintió, si bien, a decir verdad, lo ignoraba. Nunca se había perdido, a menos que se contara como tal la semana de después del accidente, pasada en una bruma de medicamentos y dolor.

—Estoy pensando qué es lo mejor —dijo Jonesy—. Supongo que llevarle en coche cuando vengan Pete y Henry. ¿Cuántos eran en el grupo?

McCarthy, por lo visto, tenía que pensárselo. Ello, sumado a su andar inestable, fortaleció la impresión de Jonesy de que estaba en estado de shock. Le extrañó que bastara una noche de extravío en el bosque. Se preguntó si a él también le habría afectado tanto.

— Cuatro —dijo McCarthy después de ese minuto de reflexión—. Como ustedes. Cazábamos en parejas. Yo iba con un amigo mío, Steve Otis. Somos los dos abogados, de Skowhegan. Los cuatro somos de Skowhegan, y a esta semana... le damos mucha importancia.

Jonesy asintió sonriendo.

— Sí, nosotros también.

— Debí de despistarme. —El hombre sacudió la cabeza—. No sé. Oía a Steve a la derecha, de vez en cuando veía su chaqueta entre los árboles, y de repente... No sé. Debió de írseme el santo al cielo. El bosque es ideal para pensar. El caso es que me quedé solo. Debí de intentar retroceder por el mismo camino, pero se hizo de noche... —Volvió a sacudir la cabeza—. Se me mezcla todo en la cabeza, pero tengo claro que éramos cuatro: yo, Steve, Nat Roper y la hermana de Nat, Becky.

—Deben de estar con los nervios de punta.

Al principio McCarthy puso cara de sorpresa, y luego de aprensión. Se notaba que aún no lo había pensado.

—Sí, claro. Seguro. ¡Ay, Dios mío! ¡Seré...!

Oyéndole, Jonesy tuvo que aguantarse una sonrisa. McCarthy parecía un personaje de la película Fargo.

—Vaya, que lo mejor sería llevarle. Eso si no...

—Tampoco quiero molestar...

—Si podemos, le llevamos. Lo digo porque ha cambiado el tiempo tan de repente...

— ¡Usted dirá! —dijo McCarthy con amargura—. Con tanto satélite, tanto radar y tantos trastos podrían acertar un poco más, ¿no? «Buen tiempo y frío moderado, propio de esta época del año.» ¡Ríete tú!

Jonesy miró al hombre, o lo que dejaba a la vista el edredón (que sólo era la cara roja y el pelo castaño de calvo incipiente), con cierta perplejidad. Las previsiones que había oído él (y Pete, y Henry, y Beaver) llevaban dos días hablando de nieve. Algunos hombres del tiempo se cubrían las espaldas diciendo que la nieve podía cambiar a lluvia, pero el de la emisora de Castle Rock, por la mañana (era la única radio que se cogía en la cabaña, y mal, con mucha estática), había mencionado una zona de bajas presiones (lo que se llamaba un Alberta Clipper) moviéndose muy deprisa, quince o veinte centímetros, y a continuación, si seguían bajas las temperaturas y no se alejaban las bajas presiones hacia el mar, quizá una borrasca del nordeste. Jonesy no sabía de dónde sacaba McCarthy los pronósticos del tiempo, pero de la misma emisora seguro que no. Lo más probable era que sufriera una confusión. Motivos no le faltaban.

—Oiga, si quiere pongo a calentar un poco de sopa. ¿Le apetece, señor McCarthy?

McCarthy sonrió, agradecido.

— Me parece muy bien —dijo — . Ayer por la noche me dolía la barriga, y esta mañana no se podía aguantar, pero ahora me encuentro bastante mejor.

— Los nervios —dijo Jonesy—. Yo lo habría vomitado todo. Seguro que hasta me habría cagado encima.

—No, vomitar no vomité —dijo McCarthy—. Estoy casi seguro de que no, aunque... —Volvió a sacudir la cabeza. Era como un tic—. No sé. Lo tengo todo tan confuso que parece que haya tenido una pesadilla.

—Pues ya se ha acabado —dijo Jonesy.

Le pareció un poco tonto decirlo, pero era evidente que aquel hombre necesitaba que le dieran ánimos.

—Menos mal —dijo McCarthy—. Gracias. Y sí que me apetece un poco de sopa.

—Hay de tomate y de pollo. ¿Cuál le apetece?

— La de pollo —dijo McCarthy—. Mi madre siempre decía que cuando estás pachucho lo mejor es sopa de pollo.

Lo dijo con una mueca de burla, y Jonesy intentó disimular la impresión. Los dientes de McCarthy eran blancos y regulares, tanto que en un hombre de su edad (rondaría los cuarenta y cinco) sólo podían ser fundas. La contrapartida era que le faltaban como mínimo cuatro: los colmillos de arriba y, abajo, los dos de delante, que no sabía Jonesy cómo se llamaban. Lo que sí sabía era que McCarthy no se daba cuenta de haberlos perdido. Nadie que fuera consciente de tener unos huecos así en la dentadura los habría expuesto con tanta naturalidad, ni siquiera en aquellas circunstancias. Jonesy, al menos, era de esa opinión. Experimentó un ligero escalofrío en la barriga. Después se giró hacia la cocina, antes de que McCarthy detectara su cambio de expresión y sospechara algo raro. O preguntara qué ocurría.

—Marchando una de sopa de pollo. ¿Y si la acompañamos con queso caliente?

—Si no es demasiada molestia... Y llámame Richard, por favor. O mejor Rick. Cuando me salva alguien la vida, prefiero que me tutee lo antes posible.

—Pues nada, Rick.

Más vale que te arregles los dientes antes del próximo juicio, pensó Jonesy.

La sensación de que pasaba algo raro era muy pronunciada.

Se trataba del clic, el mismo de antes, cuando Jonesy había estado a punto de adivinar el apellido de McCarthy. Aún estaba lejos de arrepentirse de no haberle pegado un tiro, pero ya empezaba a tener ganas de que McCarthy no se hubiera acercado a su árbol, ni a su vida.




2





Mientras Jonesy, que ya había puesto la sopa a calentar, preparaba los sandwiches de queso, llegó la primera ráfaga de viento, que hizo crujir la cabaña y levantó una gran cortina de nieve. Por unos instantes se borraron hasta los garabatos negros de los árboles del Barranco, y detrás del ventanal quedó todo blanco, como si hubieran montado una pantalla de autocine. Jonesy sintió la primera punzada de inquietud, no ya por Pete y Henry, que a esas alturas debían de estar volviendo de Gosselin en el Scout de Henry, sino por Beaver. Lo lógico era que Beaver conociera aquel bosque como la palma de su mano, pero con tormenta de nieve nadie conoce nada. «Nunca se sabe»: otro dicho del fracasado de su padre, menos bueno, quizá, que «la suerte se tiene o no se tiene», pero bueno. Quizá Beaver lograra guiarse por el ruido del generador, pero tenía razón McCarthy en que los ruidos son traicioneros. Sobre todo si empezaba a armar jaleo el viento, que parecía decidido a ello.

La madre de Jonesy le había enseñado los diez o doce principios básicos de la cocina, uno de los cuales tenía que ver con el arte de hacer bocadillos de queso caliente. «Primero —decía—, echas unas caquitas de ratón (como llamaba Janet Jones a la mostaza), y después untas el pan de mantequilla. ¡Ojo! El pan, no la sartén. Como hagas la chorrada de untar la sartén, acabarás con pan frito y un poco de queso.» Jonesy nunca había entendido que fuera tan decisiva la diferencia entre poner la mantequilla en el pan o la sartén, pero siempre seguía las indicaciones de su madre, aunque fuera una lata untar la rebanada de arriba mientras se calentaba la de abajo. Tampoco se le habría ocurrido entrar en casa sin quitarse las botas de goma, porque su madre siempre le había dicho que «te deforman los pies». No acababa de explicárselo, pero ahora que era adulto, ahora que se acercaba a los cuarenta, seguía quitándose las botas justo al pasar por la puerta, para que no le deformaran los pies.

— Me parece que también me haré uno —dijo Jonesy, colocando el pan en la sartén con el lado de la mantequilla para abajo. La sopa había roto a hervir y olía bien. Era un olor reconfortante.

—Buena idea. ¡Oye, espero que no les pase nada a tus amigos!

—Y yo —dijo Jonesy. Removió un poco la sopa—. ¿Vosotros dónde os instaláis?

—Pues... Antes cazábamos en Mars Hill, en un sitio que era de un tío de Nat y Becky, pero lo quemó hace dos veranos algún anormal. Beben, y luego tiran las colillas sin fijarse. Al menos es lo que dijeron los bomberos.

Jonesy asintió con la cabeza.

—No es la primera vez que pasa.

—El seguro pagó el valor de la cabaña, pero nos quedamos sin campamento. Yo ya me esperaba que no siguiéramos cazando, pero Steve encontró un sitio precioso por la zona de Kineo. ¿Sabes dónde digo?

— Sí, lo conozco —dijo Jonesy, con una insensibilidad extraña en los labios.

Volvía a tener una extraña sensación. Hole in the Wall se encontraba unos treinta kilómetros al este de Gosselin. Kineo caía a unos cuarenta y cinco al oeste de la tienda. Sumaban ochenta y cinco. ¿Y tenía que creerse que aquel hombre, la persona que estaba sentada en el sofá con la cabeza fuera del edredón, había caminado ochenta y cinco kilómetros antes de perderse? Era absurdo. Imposible.

— Huele bien —dijo McCarthy.

Cierto, pero a Jonesy se le había pasado el hambre.




3




Al llevar la comida hacia el salón, oyó patadas en el suelo, al otro lado de la entrada. Poco después se abrió la puerta y entró Beaver con un remolino de nieve alrededor de las piernas.

—Cágate lorito —dijo. Pete, en una ocasión, había confeccionado una lista de beaverismos, y cágate lorito ocupaba uno de los primeros puestos, junto con clásicos como hostias en vinagre y tócame los perendengues. Eran exclamaciones entre zen y groseras—. Ya pensaba que tendría que pasar la noche fuera, hasta que he visto la luz. —Beaver levantó la mano hacia el techo con los dedos separados — . ¡Aleluya, he visto la luz! —entonó a la manera de un cantante de gospel. Simultáneamente empezaron a desempañársele las gafas, momento en que vio al desconocido del sofá. Bajó las manos lentamente y sonrió. Era una de las razones de que Jonesy le hubiera cogido afición desde el colegio, aunque Beaver pudiera ponerse pesado y no fuera una lumbrera, ni mucho menos: delante de los imprevistos, su primera reacción no era poner mala cara sino sonreír.

— Hola —dijo — . Soy Joe Clarendon. ¿Y usted?

—Rick McCarthy —dijo el otro, levantándose.

Se le cayó el edredón de plumas, y Jonesy se fijó en que debajo del jersey había un barrigón muy respetable. Hombre, pensó, es lo más normal; la enfermedad del hombre maduro. En los veinte años que vienen nos matará como moscas.

McCarthy tendió la mano, dio un paso adelante y estuvo a punto de tropezar con el edredón, que se había caído al suelo. De no ser por Jonesy, que llegó a tiempo de sujetarle por un hombro, habría tenido muchas posibilidades de caerse de bruces, casi las mismas que de tumbar la mesita de centro donde estaba la comida. Jonesy volvió a sorprenderse de que fuera tan patoso, un poco como él durante la primavera anterior, cuando aprendía a caminar desde cero. Examinó de más cerca la mancha que tenía McCarthy en la mejilla, y se arrepintió enseguida. No se debía a la congelación. En absoluto. Parecía una especie de tumor en la piel, o una mancha de color vinoso donde crecía pelusilla.

—Venga esa mano —dijo Beaver, adelantándose.

Asió la mano de McCarthy y la estrechó hasta que Jonesy tuvo miedo de que a la segunda fuera la vencida, y McCarthy acabara por verse arrojado a la mesita. Fue un alivio ver que Beaver (con su metro noventa y cinco de estatura, y los últimos restos de nieve fundiéndose en su pelo negro a lo hippy) retrocedía. Conservaba la sonrisa, y más efusiva que antes. Su melena hasta los hombros y sus gafas de culo de vaso le prestaban aspecto de genio de las matemáticas, o de psicópata. De hecho era carpintero.

—Rick las ha pasado canutas —dijo Jonesy—. Ha estado perdido desde ayer. Toda la noche en el bosque.

La sonrisa de Beaver se mantuvo, pero ahora era de preocupación. Jonesy, intuyendo lo que se avecinaba, deseó poder hacer callar a su amigo. Tenía la impresión de que McCarthy era bastante religioso, y de que podían molestarle las palabrotas. Claro que pedirle a Beaver que no fuera malhablado era como pedirle al viento que no soplara.

— ¡Joder! —exclamó Beaver — . ¡Qué putada! ¡Pues hombre, siéntese y coma! Tú también, Jonesy.

—No, cómetelo tú —dijo Jonesy—, que vienes de la nieve.

— ¿Seguro?

— Seguro. Me apetece hacerme unos huevos revueltos, mientras te explica Rick lo que le ha pasado.

Quizá le veas más lógica que yo, pensó.

—Vale. —Beaver se quitó su chaqueta (roja) y su chaleco (naranja, por supuesto), y estuvo a punto de arrojar ambas cosas en el montón de la leña, pero se lo pensó mejor—. Espera, espera, que llevo algo que puede interesarte.

Hundió la mano en un bolsillo de la chaqueta de plumón, hurgó un poco y sacó un libro de bolsillo cuyo único defecto era estar un poco doblado. La portada representaba a varios diablillos con sus horcas: Small Vices, de Robert Parker. Era el libro que leía Jonesy en la plataforma.

Beaver, sonriente, se lo tendió.

—No he cogido el saco de dormir, pero he pensado que si no te enterabas de quién era el asesino no podrías dormir en toda la noche.

—No hacía falta que subieras —dijo Jonesy; pero estaba conmovido, como sólo podía conmoverle Beaver. Su amigo había vuelto en plena ventisca y, al pasar por el observatorio del árbol, no había podido ver con claridad si estaba Jonesy. Podría haberle llamado, pero eso a Beaver no le bastaba. Tenía que ver las cosas por sí mismo.

—No ha sido molestia —dijo Beaver.

Tomó asiento al lado de McCarthy, que le miraba como se mira a un animal pequeño, novedoso y ligeramente exótico.

— Bueno, pues gracias —dijo Jonesy — . Y ahora a por los sandwiches. Yo voy a hacerme huevos. —Empezó a alejarse y dio media vuelta — . ¿Y Pete y Henry? ¿Tú crees que volverán sin problemas?

Beaver abrió la boca, pero se adelantó el viento a su respuesta, haciendo crujir las paredes y arrancando a los aleros un silbido lúgubre.

¡Sólo es un poco de nieve! —dijo Beaver en cuanto amainó —. No te preocupes, que vendrán. Lo que ya es otro asunto, si es verdad que viene una borrasca seria, será volver a salir.

Y le hincó el diente al bocadillo de queso. Jonesy fue a la cocina para hacerse unos huevos revueltos y calentar otra lata de sopa. Ahora que estaba Beaver ya no le inquietaba tanto McCar-thy. A decir verdad, con Beaver cerca siempre estaba más tranquilo. Extraño pero cierto.





4





Para cuando estuvieron hechos los huevos revueltos, y la sopa caliente, McCarthy hablaba con Beaver como si fueran amigos desde hacía diez años. La molestia que pudiera haberle ocasionado el rosario de palabrotas de Beaver, en su mayoría cómicas, quedaba compensada por una gran simpatía personal. En palabras de Henry a Jonesy, «no se puede explicar. No puedes evitar que te caiga bien. Por eso nunca se acuesta solo. Te aseguro que a las mujeres no les gusta por guapo».

Jonesy llevó los huevos y la sopa a la sala, esforzándose por no cojear (parecía mentira que con mal tiempo se le agravara tanto el dolor de cadera; siempre le había parecido un cuento de viejas, pero estaba visto que no), y se sentó en una de las butacas que había al final del sofá. McCarthy, por lo que se veía, había hablado más que comido. Casi no había probado la sopa, y aún le quedaba la mitad del bocadillo de queso caliente.

— ¿Qué, qué tal? —preguntó Jonesy.

Sazonó los huevos con pimienta y se abalanzó sobre ellos con voracidad. Se notaba que le había vuelto del todo el apetito.

—De coña —dijo Beaver con su alegría de siempre, aunque a Jonesy le pareció preocupado, y quizá hasta alarmado—. Rick me ha estado contando sus aventuras, y oye, ni en las revistas que tenía mi barbero cuando era pequeño. —Se volvió hacia McCarthy sin perder la sonrisa (rasgo definitorio de su personalidad) y, con un gesto rápido, se apartó la melena, negra y recia—. Entonces, en nuestro barrio de Derry, el barbero era un viejo que se llamaba Castonguay. ¡Fíjate si me daba miedo con las tijeras, que desde entonces no he vuelto!

McCarthy sonrió con poca convicción, pero no dijo nada. Cogió la mitad restante del sandwich de queso, la miró y volvió a dejarla en el mismo sitio. La marca roja de la mejilla le brillaba como si estuviera marcada a fuego. Mientras tanto, Beaver seguía con su chachara, como si no quisiera dejarle hablar por miedo a lo que pudiera decir. Fuera nevaba más que nunca; también hacía viento, y Jonesy pensó en Henry y Pete, que para entonces ya debían de estar por Deep Cut Road en el Scout viejo de Henry.

—Encima de que a Rick, esta noche, casi se lo come crudo algún bicho (él dice que podía ser un oso), perdió la escopeta. Una Remington nueva que te cagas. ¡Ahora a ver quién la encuentra! No hay ni un cero coma cero cero uno por ciento de posibilidades.

—Ya lo sé —dijo McCarthy. Volvía a borrársele el rubor de las mejillas, que recuperaban su color ceniciento—. No me acuerdo ni de cuándo la dejé, y menos...

De pronto se oyó un ruido grave y vibrante, como de langosta. Jonesy lo atribuyó a que se había metido algo en la chimenea, y notó que se le erizaba el vello de la nuca. Luego se dio cuenta de que había sido McCarthy. Jonesy había oído pedos fuertes, y algunos largos, pero ninguno que pudiera compararse. Parecía interminable, aunque sólo debían de haber pasado unos segundos. A continuación lo olió.

McCarthy, que había cogido la cuchara, la dejó caer en la sopa, que estaba casi sin probar, y se llevó la mano derecha a la mejilla donde tenía la mancha, con un gesto de vergüenza casi femenino.

— ¡Ay, perdón! —dijo.

—No, por favor. Fuera hay más espacio que dentro —dijo Beaver.

Pero lo que accionaba su lengua sólo era el instinto y la fuerza de la costumbre. Jonesy vio que el olor les había impactado por igual a ambos. No era la peste a huevo podrido que se recibe con risas, ojos en blanco, gestos de abanicarse y gritos de «¡Coño! ¿Quién ha abierto el queso?». Tampoco era un pedo de los que huelen a metano. Se trataba del mismo olor que había detectado Jonesy en el aliento de McCarthy, pero más intenso: una mezcla de éter y plátanos demasiado maduros, como el líquido que se echa en el carburador cuando amanece el día bajo cero.

— ¡Jo, qué vergüenza! —dijo McCarthy—. No tiene perdón de Dios.

— Oye, que no pasa nada —dijo Jonesy; pero se le había encogido el estómago, como queriendo protegerse de alguna agresión. Ahora los huevos revueltos no se los acababa ni Cristo. Jo-nesy, en regla general, no era maniático con los pedos, pero aquel no se podía aguantar.

Beaver se levantó del sofá y abrió una ventana, dejando entrar un remolino de nieve y un soplo de aire fresco que se agradeció.

—No te preocupes, colega; aunque sí que huele fuerte, sí. ¡Joder! ¿Se puede saber qué has comido? ¿Cacas de marmota?

—Arbustos, musgo... No sé, cosas —dijo McCarthy—. Es que me entró un hambre... Tenía que comer algo, lo que fuera, y como de eso no sé mucho, ni he leído manuales de supervivencia... Además era de noche.

Pronunció la última frase como si hubiera tenido una inspiración. Entonces Jonesy miró a Beaver a los ojos, para ver si sabía lo mismo que él: que McCarthy mentía. McCarthy no sabía qué había comido en el bosque; de hecho, no sabía ni si había comido algo. Sólo quería justificar la inesperada, y horrible, pedorreta. Y la peste a que había dado lugar.

Volvió a soplar el viento, con una ráfaga impetuosa y convulsa que lanzó otra bandada de copos por la ventana abierta. Al menos purificaba el ambiente, lo cual no era poco.

McCarthy se inclinó de una manera tan repentina que parecía que le hubiera impulsado un muelle, y cuando metió la cabeza entre las rodillas, Jonesy intuyó por dónde irían los tiros: adiós, alfombra de los navajos. Mucho gusto en conocerte. Se veía que Beaver pensaba lo mismo, porque encogió las piernas para no salpicarse.

Sin embargo, lo que salió de McCarthy no fue vómito, sino un zumbido prolongado y grave, el ruido que haría una máquina industrial después de forzarla demasiado. Los ojos de McCarthy sobresalían de sus órbitas como canicas de vidrio, y tenía las mejillas tan chupadas que se le marcaron unos semicírculos oscuros y pequeños en las comisuras de los párpados. La vibración gutural se prolongó una eternidad, y al cesar dejó la impresión de que el generador de fuera hacía un ruido exagerado.

— He oído eructos de concurso, pero éste se lleva la palma —dijo Beaver.

Lo dijo con un respeto contenido y sincero.

McCarthy volvió a recostarse en el sofá con los ojos cerrados, y en la boca una mueca donde Jonesy leyó vergüenza, dolor o ambas cosas. Volvía a percibirse el olor a plátanos y éter, un olor activo de fermentación, como algo que empezara a echarse a perder.

— ¡Ay, Dios mío! Lo siento mucho —dijo McCarthy sin abrir los ojos — . Llevo así todo el día, desde que ha amanecido. Y vuelve a dolerme la barriga.

Jonesy y Beaver compartieron miradas silenciosas de preocupación.

¿Sabes qué te digo? —dijo Beaver—. Que te iría bien estirarte y dormir un poco. Debes de haber pasado en vela toda la puta noche, escuchando al pelma del oso y qué sé yo qué bichos. Estás agotado, estresado y algún ado más que ahora no se me ocurre. Lo que te hace falta es planchar la oreja unas horas, y te despertarás nuevecito.

McCarthy dirigió a Beaver una mirada de tanta gratitud, tan lastimosa, que a Jonesy le dio un poco de vergüenza presenciarla. Aunque la piel de McCarthy siguiera igual de grisácea, había empezado a sudar; se le formaban gotas grandes en el entrecejo y las sienes, y le corrían por las mejillas como una sustancia aceitosa. Todo ello a pesar del aire frío que había empezado a circular por la sala.

—Me parece que tienes razón —dijo — . Lo único que tengo es cansancio. Me duele la barriga, pero es de nervios; además de que comía de todo, empezando por arbustos y siguiendo por... ¡Yo qué sé! Cualquier cosa. —Se rascó la mejilla—. ¿Lo que tengo en la cara tiene muy mala pinta? ¿Sangra?

—No —dijo Jonesy—, sólo está rojo.

—Es una especie de alergia —dijo McCarthy, apesadumbrado—. También me sale cuando como cacahuetes. Voy a estirarme. Será lo mejor.

Cuando estuvo levantado, vaciló. Quisieron sostenerle tanto Beaver como Jonesy, pero McCarthy recuperó el equilibrio sin darles tiempo de ponerle la mano encima. Jonesy habría jurado que casi no quedaba ni rastro del presunto barrigón de hombre maduro. ¿Podía ser? ¿Tanto gas había dentro? No lo sabía. De lo único que estaba seguro era de que el pedo había sido descomunal, y el eructo aún más. Era la anécdota perfecta para contarla durante veinte o más años. Empezaría así: «Antes íbamos cada año a la cabaña de Beaver Clarendon para la primera semana de la temporada de caza, y en noviembre de 2001, aquel otoño en que nevó tanto, llegó al campamento un tío que se había perdido...»

Sí, daría para una buena historia; la gente se moriría de risa con el pedo gigante y el megaeructo. Las anécdotas de pedos y eructos tenían la carcajada garantizada. Lo que se saltaría Jonesy sería la parte en que sólo le faltaban doscientos gramos de presión en el gatillo de una Garand para matar a McCarthy. No, aquella parte no la contaría.

Como Pete y Henry dormían juntos, Beaver llevó a McCarthy a la otra habitación de la planta baja, la que estaba ocupada por Jonesy. Beaver le pidió perdón con la mirada, y Jonesy se encogió de hombros. A fin de cuentas era el lugar más lógico. Por una noche, Jonesy se instalaría en el dormitorio de Beaver (bastantes veces lo habían hecho de niños). Lo cierto, además, era que no estaba seguro de que McCarthy estuviera en condiciones de subir escaleras. Cada vez le gustaba menos el aspecto sudoroso y macilento de aquel hombre.

Jonesy era de los que se hacen la cama y a continuación la saturan de libros, periódicos, ropa, bolsas, productos de higiene... Lo retiró todo lo más deprisa que pudo y abatió la esquina superior del edredón.

— ¿No tienes que hacer una meadita, socio? —preguntó Beaver.

McCarthy negó con la cabeza. Casi parecía hipnotizado por la sábana azul y limpia que había destapado Jonesy. Éste volvió a reparar con sorpresa en que tenía los ojos muy vidriosos, como de trofeo de caza disecado. De pronto, sin querer, se le apareció el salón de su casa de Brookline, una ciudad residencial al lado de Boston. Alfombras, muebles coloniales... y la cabeza de McCarthy puesta encima de la chimenea. «Éste lo cacé en Maine», les diría a sus invitados en las fiestas que organizara.

Cerró los ojos, y al abrirlos descubrió que le miraba Beaver con una sombra de inquietud.

—Un pinchazo en la cadera —dijo — . Perdón. Señor McCarthy... Rick, supongo que querrás quitarte el jersey y los pantalones. Y las botas, evidentemente.

McCarthy miró alrededor como si soñara y le hubieran despertado.

—Sí, claro —dijo.

—¿Te ayudamos? —preguntó Beaver.

— ¡Uy, no! —McCarthy puso cara de asustado, divertido o ambas cosas a la vez—. Tan mal no estoy.

— Pues nada, dejo a Jonesy vigilando.

Beaver salió del dormitorio y McCarthy empezó a desvestirse, empezando por quitarse el jersey por la cabeza. Llevaba debajo una camisa de cazador roja y negra, y entre ella y la piel, una camiseta térmica. Jonesy comprobó que la camisa estaba menos abombada en la zona de la barriga. Seguro.

O casi seguro. Se recordó que sólo hacía una hora que había tenido la certeza absoluta de que la chaqueta de McCarthy era la cabeza de un ciervo.

Para quitarse los zapatos, McCarthv, se sentó en la silla que había al lado de la ventana, y al hacerlo se tiró otro pedo, menos largo que el primero pero igual de ruidoso. No lo comentaron ni él ni Jonesy, como no comentaron el olor resultante, que en el espacio reducido del dormitorio era tan fuerte que a Jonesy estuvieron a punto de saltársele las lágrimas.

McCarthy se quitó las botas con sendos puntapiés, dejándolas chocar sordamente con el suelo de madera. Luego se levantó y se desabrochó el cinturón. En el momento en que se bajaba los pantalones, dejando a la vista la parte inferior de la ropa interior térmica, volvió a entrar Beaver con un recipiente de cerámica del piso de arriba y lo dejó junto a la cabecera de la cama.

—Por si tuvieras que... que echar las papas, vaya. O si recibes una llamada a cobro revertido de las que no pueden esperar.

McCarthy le miró con una inexpresividad que Jonesy consideró inquietante: un desconocido en la habitación donde dormía él, un desconocido con calzoncillos largos y abolsados que le prestaban cierto aspecto fantasmal. Un hombre enfermo. La cuestión era hasta qué punto.

—Por si no tienes tiempo de ir al lavabo —explicó Beaver—. Que está aquí cerca, ya que hablamos del tema. Es fácil: sales y giras a la izquierda; pero acuérdate de que es la segunda puerta, ¿eh? Si te olvidas y te metes por la primera, cagarás en el armario de la ropa.

Jonesy, tomado por sorpresa, soltó una carcajada, sin importarle cómo sonaba: aguda y un poco histérica.

—Ahora estoy mejor —dijo McCarthy, pero Jonesy no apreció sinceridad en su voz. Plantado como un pasmarote con su ropa interior, parecía un androide con tres cuartas partes de los circuitos de memoria borrados. Antes se le había notado un poco de vida; no animación, pero sí algo de vida. Ahora no quedaba ni gota, como en el color de sus mejillas.

—Venga, Rick —dijo Beaver con afabilidad — , acuéstate y echa una cabezadita. Ve recuperando fuerzas.

—Vale. — McCarthy se sentó en la cama recién deshecha y miró por la ventana. Tenía los ojos muy abiertos, pero sin expresión. A Jonesy le pareció que apestaba menos, pero también podía ser que se estuviera acostumbrando; la gente, con el tiempo, se acostumbra a todo, hasta al olor de la jaula de los monos en el zoo—. ¡Anda, cómo nieva!

—Sí —dijo Jonesy—. ¿Qué tal la barriga?

—Mejor. —La mirada de McCarthy se desplazó hacia el rostro de Jonesy. Sus ojos eran ojos serios de niño asustado — . Perdonad por los gases. Nunca me había pasado, ni haciendo la mili, y eso que entonces parecía que comiéramos judías a diario. Pero bueno, ya estoy mejor.

— ¿Tienes que echar una meadita antes de acostarte? Jonesy tenía cuatro hijos, y la pregunta casi era un automatismo. —No. Lo he hecho en el bosque, justo antes de que me encontraras. Gracias por haberme dejado entrar. Gracias a los dos.

— Ni gracias ni hostias —dijo Beaver, nervioso y moviendo los pies—, que lo habría hecho cualquiera.

— Puede que sí, puede que no —dijo McCarthy — . Reza la Biblia: «Mira que estoy a la puerta y llamo.»

Fuera redoblaba la fuerza del viento, haciendo temblar Hole in the Wall. Jonesy aguardó a que terminara McCarthy (parecía que fuera a decir algo más), pero éste se limitó a levantar los pies del suelo y taparse con las mantas.

En lo más hondo de la cama de Jonesy sonó otro pedo largo y vibrante, y Jonesy decidió que no podía más. Una cosa era acoger a alguien extraviado y que llegaba a tu casa con una tormenta en ciernes, y otra quedarse con él mientras arrojaba una serie de bombas de gas.

Beaver fue tras él y cerró la puerta con suavidad.




5




Cuando Jonesy empezó a hablar, Beaver sacudió la cabeza, se llevó un dedo a los labios y le condujo a la cocina, cruzando la sala principal. Era lo más lejos que podían estar de McCarthy sin salir al cobertizo trasero.

— ¡Joder con el tío, qué crudo lo tiene! —dijo Beaver.

A la luz hiriente de los fluorescentes de la cocina, Jonesy vio que su amigo de infancia estaba muy preocupado. Beaver hurgó en el bolsillo delantero del mono, encontró un mondadientes y empezó a mordisquearlo. En tres minutos (el intervalo de tiempo que le hace falta a un fumador compulsivo para acabarse un cigarrillo) lo habría reducido a un montoncito de astillas finas como hebras de lino. Jonesy no acababa de explicarse que resistiera tanto la dentadura de Beaver (ni su estómago), pero lo había hecho toda la vida.

—Ojalá te equivoques, pero... —Jonesy negó con la cabeza—. ¿Tú habías olido alguna vez un pedo así?

—No —dijo Beaver—, pero este tío tiene algo más que dolor de barriga.

—¿Qué quieres decir?

—Pues mira, para empezar se cree que estamos a once de noviembre.

Jonesy no tenía ni idea de a qué se refería Beaver. El once de noviembre era la fecha en que habían llegado ellos a cazar, apretados en el Scout de Henry, como de costumbre.

Oye, Beav, que hoy es miércoles. Miércoles catorce. Beaver asintió con la cabeza, y a su pesar sonrió un poco. El palillo, que ya se veía bastante torcido, pasaba de un lado de la boca al otro.

—Ya lo sé. Tú también lo sabes, pero Rick no. Él cree que es domingo.

— ¿Qué te ha dicho, Beaver?

No podía haberle explicado gran cosa, porque para hacer unos huevos revueltos y calentar una lata de sopa no se tardaba una eternidad. La idea despertó otras en secuencia, y, mientras hablaba Beaver, Jonesy abrió el grifo para lavar los pocos platos sucios que había. No tenía nada en contra de ir de acampada, pero si a algo no estaba dispuesto era a vivir en una pocilga, cosa que a la mayoría de los hombres, cuando salían de casa para ir al bosque, no parecía molestarles.

—Ha dicho que llegaron el sábado para cazar un poco, y que el domingo se lo pasaron arreglando el tejado, porque tenía agujeros. Entonces va y dice: «Al menos no he tenido que infringir el mandamiento de no trabajar el día del Señor. Cuando te pierdes en el bosque, el único trabajo que tienes es no volverte loco.»

— Ya —dijo jonesy.

—No me atrevería a declarar en un tribunal que cree que hoy es once, pero la única alternativa es retroceder otra semana, hasta el cuatro, porque lo que está claro es que para él estamos a domingo. Y no me creo que lleve diez días fuera.

Jonesy tampoco lo creía, pero ¿tres? Eso sí podía creérselo.

—Así se explicaría una cosa que me ha dicho —dijo Jonesy—. Me...

Crujió el suelo, y se sobresaltaron un poco los dos, mirando hacia el fondo de la sala, hacia la puerta cerrada del dormitorio, pero no había nada que ver. Por lo demás, en aquella cabaña siempre crujían el suelo y las paredes, aunque no hiciera mucho viento. Se miraron un poco avergonzados.

—Sí, estoy nerviosillo —dijo Beaver, bien por haber leído la expresión de Jonesy, bien por seguirle el pensamiento — . ¡Hombre, reconocerás que da un poco de repelús eso de que de repente aparezca alguien saliendo del bosque!

—Sí.

—El pedo ha sonado como si tuviera algo metido en el culo, muñéndose por inhalación de humo.

Beaver quedó un poco sorprendido por sus propias palabras, como siempre que decía algo gracioso. Rompieron a reír los dos al mismo tiempo, sujetándose uno al otro; reían con la boca abierta, profiriendo una especie de resuellos para que no los oyera el pobre hombre, suponiendo que aún no durmiera. Jonesy fue quien tuvo mayores dificultades en reprimir las carcajadas, porque anhelaba su efecto liberador. Las risas contenidas tenían una especie de severidad histérica, y le hicieron doblarse entre bufidos y jadeos, con lágrimas en los ojos.

Al final Beaver le cogió y le empujó por la puerta. Se quedaron fuera sin chaqueta, con los pies en una capa de nieve que no dejaba de crecer. Por fin podían reír a gusto, gracias a que el viento silenciaba sus expansiones.




6




Cuando volvieron a entrar, Jonesy tenía las manos tan congeladas que las metió en agua caliente y casi no notó nada, pero el desahogo lo valía. Volvió a pensar en Pete y Henry, en cómo estaban y si podrían volver sin percances.

— Decías que se explicaba algo —dijo Beaver, que ya atacaba otro palillo — . ¿El qué?

— Que no sabía que fuera a nevar —dijojonesy. Hablaba con lentitud, esforzándose por recordar las palabras exactas de McCarthy—. Creo que ha dicho: «"Buen tiempo y frío moderado, propio de esta época del año." ¡Ríete tú!» Sólo tendría sentido si las últimas previsiones que había oído fueran para el once o el doce. Porque hasta ayer por la tarde hacía buen tiempo, ¿no?

—Sí, y frío moderado —asintió Beaver. Abrió el cajón de al lado del fregadero, sacó un trapo de cocina desteñido con dibujo de mariquitas y empezó a secar la vajilla, mientras lanzaba una mirada a la puerta cerrada del dormitorio — . Hay que joderse. ¿Qué más ha dicho?

— Que tienen el campamento en Kineo.

— ¿Qué? ¿En Kineo? ¡Si eso está a más de ochenta kilómetros! No puede... —Beaver se sacó el mondadientes de la boca, examinó las marcas de los dientes y volvió a introducirlo por el otro extremo — . Ah, ya capto.

— Exacto. En una noche no ha podido andar tanto, pero si lleva perdido tres días...

— ...y cuatro noches. Si contamos que se perdió el sábado por la tarde, suman cuatro noches.

—Eso, cuatro noches. O sea, que suponiendo que caminara siempre hacia el este... —Jonesy calculó veinticinco kilómetros al día—. Parece posible.

—Pero ¿cómo puede ser que no se congelase? —Beaver había bajado tanto la voz que casi susurraba, aunque bien podía ser que no se diera cuenta—. Su chaqueta abriga mucho, y lleva calzoncillos largos, pero desde Todos los Santos en el condado han hecho noches de seis o siete bajo cero. Explícame tú que haya pasado cuatro noches a la intemperie sin quedarse congelado. Ni siquiera tiene manchas, aparte de lo de la mejilla.

—No sé. Ah, y otra cosa —dijo Jonesy—: ¿cómo puede ser que no le haya crecido casi nada de barba?

— ¿Eh? —Beaver abrió la boca, y se le quedó colgando el palillo en el labio inferior. Luego asintió con lentitud—. Es verdad. Tiene poquísima.

—Como máximo de un día, para mí.

— ¿Se afeitaría?

— Sí, seguro —dijo Jonesy, imaginándose a McCarthy en pleno bosque, con miedo, frío y hambre (aunque también había que decir que no tenía aspecto de haberse saltado muchas comidas) y, a pesar de todo, arrodillándose cada mañana al lado de un arroyo, partiendo el hielo con las botas para llegar al agua, sacándose su fiel Gillette de... ¿De dónde? ¿Del bolsillo de la chaqueta?

— Hasta esta mañana, que es cuando ha perdido la maquinilla. Por eso tiene barba de un día —dijo Beaver.

Volvía a sonreír, pero era una sonrisa sin mucha alegría.

— Claro, al mismo tiempo que la escopeta. ¿Le has visto los dientes ?

Beaver hizo una mueca de «¿y ahora qué?».

Le faltan cuatro, dos de arriba y dos de abajo. Parece el chico que siempre sale en la portada de la revista Mad.

— ¿Y qué, tío? Hasta yo tengo un par de caídos en combate. — Beaver contrajo un lado de la boca, dejando a la vista la encía izquierda con una media mueca que a juicio de Jonesy podría haberse ahorrado—. ¿Lo fes? Aquí dechrás.

Jonesy sacudió la cabeza. No era lo mismo.

—No, Beav, que es abogado. Se gana la vida dando la cara, y en su caso faltan varios de delante. Ni siquiera sabía que se le hubieran caído. Pondría la mano en el fuego.

—Entonces ¿qué quieres decir, que ha estado expuesto a alguna radiación? —preguntó Beaver, nervioso — . Las radiaciones peligrosas hacen que se te caigan los dientes. Lo vi una vez en una peli de las que te encantan a ti, de las de monstruitos. Como no sea eso... Y la mancha roja sería de lo mismo.

— Sí, seguro que está afectado de cuando explotó la central nuclear de Mars Hill —dijo Jonesy, pero se arrepintió del chiste al ver la cara de extrañeza de su amigo — . Me parece, Beav, que con las radiaciones nocivas también se te cae el pelo.

Los rasgos de Beaver se relajaron.

—Es verdad. El de la peli acababa igual de calvo que aquel tío que hacía de poli por la tele, Telly no sé qué. —Hizo una pausa—. Luego se muere. Digo el de la peli, ¿eh?, no el Telly de los huevos, aunque ahora que lo pienso...

—Pues a éste, lo que es pelo no le falta —le interrumpió Jonesy.

Como Beaver se saliera por la tangente, seguro que tardaban siglos en recuperar el hilo. Se fijó en que la presencia de McCarthy provocaba que ninguno de los dos le llamara por su nombre o su apellido, señal, quizá, de que el subconsciente les pedía convertirlo en un ser puramente genérico, como si así importara menos que... que...

—Es verdad —dijo Beaver—. Tiene bastante, ¿no? Pelo, digo.

—Seguro que tiene amnesia.

—No te digo que no, pero se acuerda de quién es y de con quién iba. Oye, y cambiando de tema, vaya pedito, ¿eh? ¡Y qué pestazo! ¡Parecía éter!

—Sí —dijo Jonesy—. A mime ha recordado el anticongelante para coches.

Se quedaron callados, mirándose y escuchando el viento. Jonesy tuvo la idea de preguntarle a Beaver por el relámpago que aseguraba haber visto McCarthy, pero tampoco hacía falta entrar en tantos detalles.

—Yo, al verlo agacharse, pensaba que iba a echar las papas —dijo Beaver—. ¿Tú no?

Jonesy asintió con la cabeza.

—Y no es que tenga buena cara, precisamente.

No.

Beaver suspiró, tiró el palillo a la basura y miró por la ventana. Seguía arreciando la nevada. Se tocó el pelo con un gesto rápido.

— ¡Jo, tío, ojalá estuvieran Henry y Pete! Sobre todo Henry.

—Beav, que Henry es psiquiatra.

—Ya lo sé, pero es lo más parecido a un médico que tenemos, y me parece que a ése le hace falta uno.

Lo cierto era que Henry sí era médico, porque era la única manera de sacarse el título de comecocos, pero, que Jonesy supiera, sólo había ejercido de psiquiatra. Aun así comprendió las palabras de Beaver.

—¿Aún crees que podrán volver, Beav?

Beaver suspiró.

—Hace media hora te habría dicho que seguro, pero la verdad es que está cayendo algo gordo... Yo creo que sí. —Se puso muy seno y dirigió a su amigo una mirada donde apenas se reconocía al Beaver Clarendon de siempre, despreocupado y feliz — . Espero —dijo.









III




El scout de Henry




1




Con la mirada en la cortina de nieve, siguiendo los faros del Scout (que iba hacia Hole in the Wall como si Deep Cut Road, en vez de carretera, fuera un túnel), Henry se había puesto a pensar en las maneras de hacerlo.

Estaba, por supuesto, la Solución Hemingway, que era como la había llamado en un trabajo de antes de licenciarse en la Wesleyan University: señal de que entonces quizá ya se la planteara de manera personal, no como simple trámite para sacarse una asignatura. La Solución Hemingway era una bala de escopeta, y ahora Henry tenía una. Claro que esperaría a no estar con sus amigos. Habría sido una mala pasada elegir como escenario Hole in the Wall, donde tantos buenos ratos habían compartido. Significaría corromper el campamento a ojos de Pete y Jonesy. Y de Beaver. Quizá el que más. No estaría bien. De lo que se daba cuenta era de que no tardaría. Era como sentir la proximidad de un estornudo. ¡Valiente idea, comparar el final de la vida a un estornudo! Pero en el fondo quizá se redujera a lo mismo. «¡Achús!», y a decirle hola a su amiga la oscuridad.

La puesta en práctica de la Solución Hemingway requería quitarse un zapato y un calcetín. La culata se apoyaba en el suelo. El cañón se metía por la boca. El dedo gordo del pie se aplicaba al gatillo. Nota a mí mismo, pensó Henry, mientras la parte trasera del Scout derrapaba un poco con la nieve fresca y él corregía la desviación con ayuda de las rodadas (en el fondo la carretera se reducía a eso, a las rodadas que dejaban en verano los tractores de la madera): si lo haces así, tómate un laxante y espera a haber cagado por última vez. No hay necesidad de que se lo encuentren todo más guarro de lo inevitable.

— ¿Y si no corrieras tanto? —dijo Pete.

Tenía una cerveza entre las piernas, y ya estaba medio vacía, pero con una no había bastante para amodorrarle. En cambio, con tres o cuatro más, Henry podría jugarse el cuello a cien por hora en aquella porquería de carretera y lo único que haría Pete sería quedarse tan tranquilo en el asiento del copiloto, acompañando con la voz un disco de Pink Floyd (¡joder, menudo bodrio!). Lo más probable, además, era que se pudiera acelerar hasta cien y, como máximo, abollar un poco más el parachoques. Ir por los surcos de Deep Cut Road, hasta cubiertos de nieve, era como conducir sobre raíles. Con más nieve quizá fuera otro cantar, pero de momento iba todo de perlas.

— Tranquilo, Pete, que esto va como una seda.

— ¿Quieres una cerveza? —No, conduciendo no.

— ¿Ni aquí, en la quinta hostia?

— Luego.

Pete volvió a arrellanarse, dejando a Henry la tarea de rastrear los agujeros de los faros y enhebrar su camino por aquella senda blanca entre árboles. Dejando a Henry con sus pensamientos, que era lo que le apetecía. Era como pasarse la lengua por una llaga, hurgando y hurgando con la punta, pero le apetecía.

También estaba la opción de las pastillas. Y otro clásico: meterse en la bañera con una bolsa en la cabeza. O ahogarse. O saltar desde muy alto. La pistola en la oreja comportaba el riesgo de acabar paralizado, pero vivo. Cortarse las venas tampoco era fiable. Eso Henry se lo dejaba a los que sólo ensayaban. Los japoneses, en cambio, practicaban una modalidad que le interesaba mucho: atarse una cuerda alrededor del cuello, anudar la otra punta a una piedra grande, poner la piedra encima de una silla y sentarse apoyando la espalda, para que no puedas caerte hacia atrás. Luego inclinas la silla y se cae la piedra. Tardas entre tres y cinco minutos en morirte, y la asfixia te va embotando la cabeza. El gris se va volviendo negro: hola, amiga oscuridad. Henry conocía el método gracias, ni más ni menos, que a una de las novelas policíacas de Kinsey Milhone que le gustaban tanto a Jonesy. Novelas policíacas y películas de terror: de eso vivía Jonesy.

Haciendo balance general, Henry se inclinaba más por la Solución Hemingway.

Pete terminó su primera cerveza y abrió la segunda con bastante mejor cara.

—¿Qué te ha parecido? —preguntó Pete.

Henry se sintió interpelado desde el otro universo, el de los vivos que querían vivir, y, como iba siendo norma, le impacientó. Era importante, sin embargo, no levantar sospechas en ninguno de los tres, y tenía la sensación de que Jonesy empezaba a olerse algo. Beaver quizá también. Eran los que a veces veían por dentro. Pete no sospechaba nada, pero existía el peligro de que les contara algo inoportuno a los demás, como que Henry no era el de antes, que estaba muy serio, como si tuviera alguna preocupación muy gorda. Eso Henry no lo deseaba. Era el último viaje que hacían a Hole in the Wall los cuatro juntos, la antigua pandilla de Kansas Street, los piratas de tercer y cuarto curso, y Henry quería que se divirtieran. Quería que la noticia fuera una sorpresa para los tres, incluido Jonesy, que siempre había sido el más capaz de verle por dentro. Quería que dijeran que no se lo esperaban. Mejor que estuvieran los tres sentados y contemplando el suelo, eludiendo las caras de los demás o cruzando miradas huidizas, pensando que deberían haberlo previsto, que habían visto los síntomas y deberían haber hecho algo. Por eso regresó al otro universo, fingiendo interés como un actor consumado. ¿Quién mejor que un psiquiatra?

—¿Que qué me parece qué?

Pete puso los ojos en blanco.

— ¡Lo de la tienda, atontado! Lo que contaba el viejo, Gos selm.

— Oye, Pete, que si le llaman «el viejo» es por algo. De ochenta años no baja, y a los viejos, tanto mujeres como hombres, lo que les sobra es histeria. —El Scout (que también estaba granadillo: catorce años había cumplido, y no le faltaba mucho para completar la segunda vuelta del cuentaki-lómetros) se salió de los surcos y derrapó justo después, a pesar de ser un cuatro por cuatro. Henry volvió a encarrilarlo, y poco le faltó para reírse al ver que a Pete se le caía al suelo la cerveza y oírle berrear—: ¡Hostia! ¡Ten cuidado, cabrón!

Henry redujo la velocidad hasta que el Scout se enderezó. A continuación volvió a pisar el acelerador demasiado deprisa y con demasiada fuerza, pero a propósito. El Scout sufrió otro derrape en sentido contrario al anterior, y Pete volvió a desgañitarse. Entonces Henry aflojó de nuevo, y el Scout recayó en las rodadas para otro trecho suave, como sobre raíles. Por lo visto, la decisión de no seguir viviendo tenía su lado bueno: que ya no te ponías nervioso por pequeneces. Los faros horadaban un día blanco que se movía con millones de copos de nieve, todos diferentes entre sí, de acuerdo con la sabiduría popular.

Pete recogió la cerveza (que sólo se había derramado un poco) y se dio unos golpes en el pecho.

— ¿No vas un poco demasiado deprisa?

—En absoluto —dijo Henry, y añadió como si no se hubiera producido ningún derrape (falso) ni hubiera interrumpido el curso de sus ideas (cierto) — : La histeria de grupo afecta sobre todo a la gente muy mayor y muy joven. Es un fenómeno muy documentado, tanto en mi campo como en el de los sociólogos, nuestros vecinos infieles.

Henry miró hacia abajo y vio que iban a cincuenta y cinco por hora. Sí, en condiciones así era un poco demasiado. Redujo la velocidad.

  • ¿Así te gusta más?

Pete asintió con la cabeza.

—No te ofendas, ¿eh? Conduces muy bien, pero es que nieva, y encima llevamos la comida. —Movió el pulgar por encima del hombro, señalando las dos bolsas y las dos cajas que llevaban en el asiento trasero — . Aparte de las salchichas, hemos cogido las últimas tres latas de macarrones con queso Kraft, y ya sabes que Beaver, sin eso, no vive.

—Ya lo sé —dijo Henry—, y me parece muy bien. ¿Te acuerdas de lo que contaban sobre sectas satánicas en el estado de Washington? Salió en la prensa a mediados de los noventa. Las investigaciones apuntaban a una serie de gente mayor que vivía con hijos, y en un caso con nietos, en dos pueblos al sur de Seattle. Parece que la avalancha de denuncias de abusos sexuales en guarderías se originó en una de Delaware y otra de California, donde trabajaban dos adolescentes a media jornada. Se quejaron las dos al mismo tiempo, y era mentira en los dos casos. Puede que fuera coincidencia, o que de repente hubiera ganas de dar credibilidad a esas historias y lo notaran las chicas en el ambiente.

¡Con qué facilidad le salían las palabras, casi como si tuvieran alguna importancia! Henry hablaba, su acompañante escuchaba con muda admiración, y nadie (Pete menos que nadie) podría haber sospechado que pensara en el disparo, la cuerda, el tubo de escape y las pastillas. La explicación era sencillísima: Henry tenía la cabeza llena de cintas grabadas, y el reproductor era su lengua.

En Salem —continuó— se combinaron la histeria de los viejos y la de las chicas jóvenes, y voila: ya tienes explicados los juicios contra las brujas de Salem.

—Vi la película con Jonesy —dijo Pete—. Actuaba Vincent Price, y casi me muero de miedo.

No me extraña —dijo Henry, echándose a reír. Al principio había sufrido el lapsus de creer que Pete se refería a El crisol—-. Y ¿cuándo hay más posibilidades de que la gente se crea ideas histéricas? Evidente: después de la cosecha, cuando empieza el mal tiempo. Es cuando toca contar historias y meter cizaña. En Wenatchee, en el estado de Washington, son sectas satánicas y sacrificio de niños en el bosque. En Salem eran brujas, y en Jefferson Tract, cuna del incomparable colmado de Gosselin, son luces raras en el cielo, cazadores desaparecidos y maniobras militares. Por no hablar de eso rojo que crece en los árboles.

— Los helicópteros y los soldados, a saber, pero las luces las ha visto bastante gente para que en el pueblo hayan convocado una asamblea especial. Me lo ha dicho Gosselin mientras cogías las latas. Lo de que se haya perdido gente por Kineo también es verdad. Eso no es histeria.

— Sólo te digo cuatro cosas —contestó Henry—: primero, que en Jefferson Tract no puede haber asambleas porque no hay pueblo. Segundo, que la reunión será alrededor de la estufa de Gosselin, y la mitad de los que asistan se habrán puesto ciegos de aguardiente o carajillos.

Pete rió entre dientes.

—Tercero, ¿qué otras diversiones tienen? El cuarto punto es referente a los cazadores: lo más probable es que se cansaran y volvieran a casa, o que se emborracharan todos a la vez y decidieran hacerse ricos en el casino.

— ¿Tú crees?

Pete lo dijo con tristeza, y Henry experimentó un gran impulso de ternura. Alargó el brazo y dio una palmadita en la rodilla de su amigo.

— No temas —dijo — , que el mundo está lleno de cosas raras.

Pensó que en ese caso no tendría tantas ganas de abandonarlo, pero a un psiquiatra, aparte de recetar Prozac y Paxil Ambien, lo que mejor se le daba era decir mentiras.

—Pues a mí ya me parece muy raro que desaparezcan cuatro cazadores a la vez.

— Qué va —dijo Henry, y rió — . Lo raro sería uno, o dos, pero cuatro... Te digo yo que se marcharon juntos de parranda.

— Oye, Henry, ¿a cuánto estamos de Hole in the Wall?

Traducido, quería decir «¿tengo tiempo para otra cerveza?».

En la tienda de Gosselin, Henry había puesto el cuentakilómetros a cero, vieja costumbre que se remontaba a cuando trabajaba para el estado de Massachusetts y le pagaban por kilómetros y sanatorios visitados. La distancia entre la tienda y Hole in the Wall era de 35,7 kilómetros. En ese momento, el cuentakilómetros indicaba 20,4, o sea que...

— ¡Cuidado! —exclamó Pete.

La mirada de Henry se disparó hacia el parabrisas. El Scout acababa de llegar al final de una cuesta muy empinada y con muchos árboles. La capa de nieve era más gruesa que nunca, pero Henry tenía puestas las largas y divisó con claridad a la persona que estaba sentada en el camino a unos treinta metros del vehículo. Llevaba una trenca, un chaleco naranja que se movía hacia atrás como la capa de Supermán, a causa de que cada vez hacía más viento, y un gorro de piel a lo ruso. En este último llevaba enganchadas una serie de cintas naranjas, que también se movían con el viento. Estaba sentada en medio del camino como un indio aprestándose a fumar la pipa de la paz, y al recibir la luz de los faros no se movió. Hubo un momento en que Henry le vio los ojos, muy abiertos pero sumamente inmóviles: ojos brillantes, inexpresivos. Entonces pensó: Es como mirarían los míos si no los protegiera tanto.

No estaban a tiempo de frenar, y menos con nieve. Henry dio un golpe de volante hacia la derecha y acusó el topetazo con que el Scout volvía a salirse de los surcos. Entreviendo de nuevo aquella cara blanca y quieta, tuvo tiempo de pensar: ¡Cono, si es una mujer!

El Scout volvió a derrapar en cuanto estuvo fuera de los surcos. Esta vez Henry maniobró a la contra para intensificar el derrape, consciente, pero sin pensarlo (no había tiempo de pensar), de que era la única oportunidad de no atropellar a la mujer. Única, pero a su juicio remota.

Pete chilló, y Henry, de reojo, le vio hacer el gesto protector de ponerse las manos delante de la cara con las palmas hacia fuera. El Scout intentó avanzar en sentido lateral, y esta vez Henry giró el volante en sentido contrario, intentando controlar el derrape lo suficiente para no estampar la parte trasera contra la cara de la mujer. Bajo sus guantes, el volante respondió con una suavidad vertiginosa. Por espacio de lo que quizá fueran tres segundos, el Scout se deslizó como una bala por la capa de nieve de Deep Cut Road, oponiendo un ángulo de cuarenta y cinco grados; lo manejaban a medias Henry Devlm y la tormenta. La nieve, envolviéndolo, era un delgado remolino, y los faros dos círculos inquietos, pintando los pinos encorvados bajo el peso. Tres segundos: poco, pero suficiente. Henry vio pasar la silueta de la mujer como si se moviera ella, no el coche; lo cierto, sin embargo, era que no se movía, ni lo hizo en el momento en que el borde oxidado del parachoques del Scout dejó entre su cara y el metal no más, quizá, de dos o tres centímetros de nieve y aire.

¡Te he esquivado!, pensó eufórico Henry. ¡Te he esquivado, hija de la gran puta! Entonces se rompió el último y precario hilo de control sobre el Scout, que dio un embate lateral. Con fuerte vibración, las ruedas volvieron a encontrar los surcos, pero esta vez transversalmente. El vehículo seguía intentando dar un giro de ciento ochenta grados, hasta que, con un golpe tremendo, chocó con una roca enterrada o un árbol pequeño arrancado, volcó por el lado del copiloto (cuya ventanilla se deshizo en migas brillantes) y se quedó al revés. A Henry se le partió un lado del cinturón de seguridad, y chocó con el hombro izquierdo contra el techo del coche. Sus huevos impactaron contra el cambio de marchas, produciendo un dolor instantáneo y plúmbeo. La varilla del intermitente se le partió en el muslo, y enseguida notó que le salía sangre y le mojaba los vaqueros. «El clarete», como lo llamaban los locutores deportivos de la radio de antes, hablando de boxeo: «¡Atención, que ha empezado a correr el clarete!» Pete chillaba, gritaba o ambas cosas.

El motor del Scout siguió funcionando invertido durante varios segundos, hasta que surtió efecto la gravedad y lo detuvo. El vehículo quedó reducido a una simple carrocería volcada en una carretera; seguían girando las ruedas, y los faros iluminaban los árboles nevados del lado izquierdo del camino. Se apagó uno, pero el otro permaneció encendido.




2




Henry había hablado mucho con Jonesy sobre su accidente (más que hablado, escuchado, puesto que su oficio consistía en escuchar creativamente), y sabía que su amigo no guardaba recuerdos del impacto. No fue su caso. El no tenía constancia de haber perdido la lucidez después de volcar el Scout. Conservaba intacta, por lo tanto, la cadena de los recuerdos. Se acordaba de haber buscado la hebilla con la mano, para librarse de una puta vez del cinturón de seguridad, mientras Pete, cagándose en todo, vociferaba que se había roto la pierna. Tenía presente el ruido rítmico del limpiaparabrisas, y el resplandor de las luces del salpicadero, que ahora no estaban abajo, sino arriba. Encontró el cierre del cinturón, lo perdió, volvió a encontrarlo y lo apretó. Entonces se soltó la correa, y Henry cayó torpemente en el techo, rompiendo la tapa de plástico de la lamparita.

Tanteó con la mano y encontró la manilla de la puerta, pero no pudo moverla.

— ¡Mi pierna! ¡La madre que me parió! ¡Mi pierna!

¡Calla, hombre —dijo Henry—, que no le ha pasado nada! Ni que lo supiera. Volvió a encontrar la manilla y a estirarla sin ningún resultado. Entonces comprendió el motivo: estaba al revés, y estiraba en el sentido equivocado. Lo intentó en dirección contraria, con la bombilla desnuda de la lámpara del techo calentándole un ojo, y se abrió la puerta con un clic. Henry la empujó con el dorso de la mano, previendo que no serviría de nada; seguro que estaba abollada la plancha, y tendría suerte con que cediera quince centímetros.

La puerta, sin embargo, chirrió, y de repente Henry notó que le caían copos de nieve en la cara y el cuello. Empujó con más fuerza, aplicando el hombro, y sólo se dio cuenta de que había tenido las piernas colgadas cuando se le soltaron del cambio de marchas. Después de ejecutar media voltereta, se encontró con los ojos a pocos centímetros de la entrepierna de sus pantalones vaqueros, como si se hubiera propuesto darse un beso en los cojones, a fin de aliviar su intenso dolor. Se le dobló el diafragma, y le costó respirar.

— ¡Ayúdame, Henry, que estoy atascado! ¡Me cago en la leche!

—Espera.

Casi no reconoció su propia voz, de tan forzada y aguda. Ahora veía la parte del muslo de sus pantalones, con una mancha cada vez más grande de sangre oscura. El ruido del viento en los pinos parecía la aspiradora del mismísimo Dios.

Cogió la puerta con las dos manos, dando gracias por haberse dejado puestos los guantes para conducir, y le infligió un tirón descomunal. Tenía que salir y desdoblarse el diafragma, para poder respirar.

Al principio no pasó nada. Luego Henry salió del Scout como un corcho de una botella y aterrizó en el suelo, jadeando y viendo caer una cortina de nieve como tamizada. En ese momento no había nada raro en el cielo. Se lo habría jurado a cualquier juez sobre un montón de biblias. Sólo las panzas grises de las nubes bajas, y la caída psicodélica de la nieve.

Pete volvía a repetir su nombre, cada vez con más pánico.

Henry rodó sobre sí, se apoyó en las rodillas y, comprobando que le sostuvieran, se levantó con más o menos gracia. Sólo se quedó parado unos segundos, tambaleándose al viento y esperando a ver si se le doblaba la pierna izquierda, la herida, y provocaba otra caída. No fue así. Cojeando, circundó el Scout invertido con la intención de acudir en ayuda de Pete. De paso miró fugazmente a la mujer que tenía la culpa del desaguisado. Estaba en la misma postura que antes, con las piernas cruzadas en medio del camino y una capita de nieve en los muslos y la parte frontal de la parka. El chaleco se abombaba y restallaba al viento, al igual que las cintas que llevaba en la gorra. No se había girado a mirarlos, no; mantenía fija la vista en dirección a Gosselin, como cuando Henry y Pete habían llegado al final de la cuesta y la habían visto. La nieve tenía impresa una marca de neumático que pasaba a treinta centímetros de la pierna izquierda doblada de la mujer. Henry estaba alucinado. No se explicaba que hubiera podido esquivarla.

— ¡Henry! ¡Ayúdame, Henry!

Siguió caminando sin perder más tiempo, y en el rodeo hacia el lado del copiloto resbaló con la nieve fresca. La puerta de Pete estaba encallada, pero Henry se puso de rodillas y logró abrirla hasta la mitad. Luego metió los brazos, cogió el hombro de Pete y estiró. Nada.

— Desabróchate el cinturón, Pete.

Pete buscó a tientas el cierre, pero no lo encontró, a pesar de que lo tenía delante. Henry, cuidadoso y sin la menor impaciencia (lo atribuyó a un posible shock), desabrochó la hebilla, y Pete se cayó al techo de cabeza, torciéndosela. Gritó con una mezcla de sorpresa y dolor, y consiguió salir a trancas y barrancas por la puerta medio abierta. Henry le cogió por debajo de los brazos y estiró. Entonces se desplomaron los dos en la nieve, y Henry tuvo tal sensación de que ya lo había vivido que temió desmayarse. ¿De niños no jugaban así? Por supuesto. Sin ir más lejos, el día en que habían enseñado a Duddits a dejar en la nieve la huella de su cuerpo. Entonces se puso a reír alguien, dándole un susto de muerte. Se dio cuenta de que era él.

Pete se incorporó con una mirada furibunda y nieve por toda la espalda.

— ¿De qué carajo te ríes? ¡Casi nos mata, el muy cabrón! ¡Yo lo estrangulo! ¡Qué hijo de puta!

—Es puta, no hijo —dijo Henry.

Como reía más que antes, y hacía tanto viento, pensó que Pete no debía de haberle entendido, pero le dio igual. Una euforia así la había experimentado muy pocas veces en la vida.

Pete se levantó con la misma dificultad que su amigo. Henry estuvo a punto de decir una gracia de las suyas, algo de que para tener la pierna rota caminaba bastante bien, pero justo entonces Pete se derrumbó con un grito de dolor. Henry se acercó y le palpó la pierna, que estaba estirada; parecía intacta, pero con dos capas de ropa era difícil cerciorarse.

—No, no está rota —dijo Pete, aunque jadeaba de dolor—. Sólo se me ha quedado atascada, como cuando jugaba a fútbol. ¡Será cabrona! ¿Y la tía? ¿Seguro que es tía?

—Sí.

Pete se levantó y dio unos pasos delante del coche, sujetándose la rodilla. El faro que se había quedado encendido seguía iluminando la nieve, impertérrito.

—Pues ¿sabes qué te digo? Que más le vale estar paralítica o ciega —dijo a Henry—, porque si no le iré dando patadas en el culo hasta la tienda de Gosselin.

Henry sufrió otro ataque de risa. Lo había desencadenado la imagen mental de Pete cojeando... y luego dando patadas.

  • ¡Oye, Peter, no te pases con ella! —exclamó, sospechando que cualquier asomo de

severidad quedaría borrado por las carcajadas que encuadraban la advertencia.

Sólo si se pone descarada —dijo Pete.

Las palabras, que llevó el viento hasta Henry, sonaban un poco a vieja ofendida, y redoblaron sus risas. Se bajó los vaqueros y los calzoncillos largos y se quedó en slip para ver si se había hecho mucho daño con la varilla del intermitente.

Era un corte superficial de unos siete centímetros en el interior del muslo. Había sangrado copiosamente, y seguía supurando, pero Henry no creyó que fuera profundo.

— ¿De qué coño va? —le espetó Pete a la mujer desde el otro lado del Scout volcado, cuyo limpiaparabrisas seguía marcando el ritmo. A pesar de que la diatriba de Pete no andaba escasa de palabrotas (muchas de clara ascendencia beaveriana), Henry siguió apreciándole maneras de maestra de la vieja guardia, lo cual alimentó sus risas mientras se subía el pantalón.

»¿Qué leches hace en medio de la puta carretera, nevando así? ¿Está borracha? ¿No tiene nada en la cabeza? ¡Oiga, que le estoy hablando! Por su culpa casi nos matamos mi colega y yo. Al menos podría... Pero... ¡Fóllame, Freddy!

Henry llegó al otro lado del Scout justo a tiempo para ver a Pete cayéndose al lado de aquella especie de Buda. Debía de habérsele vuelto a atascar la pierna. Ella ni siquiera le miró. Las cintas naranjas del gorro se le movían hacia atrás. Tenía la cabeza levantada y, a pesar de que se le metían copos de nieve en los ojos, fundiéndose con el calor de las lentes vivas, no pestañeaba. A pesar de los pesares, Henry sintió avivarse su interés profesional. ¿Con qué habían topado?




3




— ¡Aaay! ¡Caguen la hostia! ¡Rediós, lo que duele!

— ¿Te encuentras bien? —preguntó Henry.

Volvió a troncharse de risa. ¡Qué pregunta más tonta!

— ¿Tú crees que si estuviera bien pegaría estos gritos, pedazo de animal? —dijo Pete con mordacidad; pero, cuando Henry se inclinó hacia él, levantó una mano e hizo gestos de apartarle — . Deja, deja, que ya se me pasa. Ve a ver a la tarada esa, que sólo sabe quedarse sentada.

Henry se arrodilló delante de la mujer, y aunque hizo una mueca de dolor (por las piernas, pero también se había hecho daño en la espalda al chocar con el techo, y le estaba cogiendo tortícolis) siguió riendo por lo bajo.

No se trataba de ninguna doncella desamparada. No bajaba de los cuarenta años, y era fortota. Pese al grosor de su parca, y a la cantidad indeterminada de prendas que llevaba debajo, la protuberancia frontal delataba un melonar de los que justifican las operaciones de reducción de pecho. El pelo que salía de las orejeras, expuesto al viento, no atestiguaba ningún corte especial. Llevaba vaqueros, como Henry y Pete, pero uno de sus muslos habría dado para dos como los de Henry. La primera definición que se le ocurrió fue «de pueblo»: respondía a esa clase de mujeres a las que se ve colgar la ropa en un patio lleno de juguetes, al lado de una caravana doble, mientras, por la ventana abierta, suena a todo volumen una radio con Garth Brooks o Shania Twain. También, por qué no, podía ser la típica dienta de Gosselin. El equipo naranja indicaba que podía ser cazadora, pero entonces ¿dónde estaba su escopeta? ¿Sepultada en la nieve? ¿Tan deprisa? Sus ojos, muy abiertos, eran de color azul oscuro, y carecían de expresión. Henry buscó sus huellas, pero no las vio. Seguro que las había borrado el viento, pero no dejaba de resultar inquietante, como si hubiera caído del cielo.

Henry se quitó un guante e hizo chasquear los dedos delante de aquellos ojos ausentes. Parpadearon. No era mucho, pero, teniendo en cuenta que acababa de esquivarla por pocos centímetros un vehículo de varias toneladas, y ella tan pancha, tampoco esperaba más.

— ¡Eh! ¡Despierte! ¡Despierte!

Repitió el chasquido, y notó que casi no tenía sensibilidad en los dedos. ¿Desde cuándo hacía tanto frío? En buena nos hemos metido, pensó.

La mujer eructó. Fue un eructo más fuerte de lo normal, que se oyó más que el viento en los árboles. Antes de que el movimiento del aire se llevara el rebufo, Henry captó una vaharada acre y al mismo tiempo picante. Olía como a alcohol de farmacia. La mujer se movió un poco e hizo una mueca. Luego se tiró un pedo largo y vibrante que parecía ruido de romper tela. Quizá sea el saludo de la zona, pensó Henry. La idea volvió a darle risa.

—¡Anda que no! —le dijo Pete casi al oído — . Ha hecho un ruido como de rompérsele el fondillo de los pantalones. ¿Qué ha bebido, señora? —Y a Henry —: Fijo que algo ha bebido; o anticongelante, o soy un mono.

Henry también lo olía.

De repente los ojos de la mujer se movieron hacia los de Henry, sorprendiéndole con el dolor que expresaban.

— ¿Y Rick? —preguntó — . Tengo que encontrar a Rick. Es el único que queda.

Hizo una mueca, y al levantársele los labios Henry vio que le faltaba la mitad de la dentadura. Las piezas que quedaban parecían estacas de una valla rota. Soltó otro eructo, de olor tan fuerte que hizo saltársele las lágrimas a Henry.

— ¡Dios! —dijo Pete, casi gritando—. Pero ¿qué le pasa a esta mujer?

—No lo sé —dijo Henry.

De lo único que estaba seguro era de que la mujer volvía a presentar la misma mirada ausente de antes, y de que en buena se habían metido. Si hubiera estado solo, quizá se hubiera planteado sentarse al lado de ella y pasarle un brazo por la espalda, lo cual, como respuesta al problema final, aventajaba en interés y originalidad a la Solución Hemingway, pero había que pensar en Pete. Pete ni siquiera se había sometido a la primera cura de desintoxicación alcohólica, aunque se viera venir.

Además, tenía curiosidad.




4





Pete estaba sentado en la nieve, masajeándose de nuevo la rodilla y mirando a Henry en espera de que hiciera algo. Razones no le faltaban, porque dentro del grupo solía ser Henry el encargado de tener ideas. Entre los cuatro no había liderazgo, pero si alguien podía arrogárselo, desde la época de instituto, era Henry. Entretanto, la mujer volvía a tener la mirada perdida en la nieve.

Relájate, se dijo Henry. Respira hondo y relájate.

Respiró, contuvo el aliento y lo expulsó de nuevo. Mejor. Un poco mejor. A ver, ¿qué le pasaba a la mujer? No se trataba de saber de dónde había venido, qué hacía en el camino o por qué le olían los eructos a anticongelante. ¿Qué le pasaba justo en ese momento?

Que había sufrido un shock, evidentemente. Un shock tan profundo que era como una modalidad de catatonía. Prueba de ello, que ni se hubiera inmutado al pasarle casi rozando el Scout. Sin embargo, no se había replegado tanto en sí misma como para que sólo pudiera hacerle reaccionar una inyección de estimulante. Había reaccionado al chasquido de los dedos de Henry, y había hablado. Había preguntado por un tal Rick.

  • Henry...

  • Calla.

Henry volvió a quitarse los guantes, puso las manos delante de la cara de la mujer y dio una enérgica palmada. Le pareció un ruido muy débil en comparación con el soplo constante del viento en los árboles, pero la mujer volvió a pestañear.

—¡Arriba!

Henry le cogió las manos, donde llevaba guantes, y se alegró de que hiciera el movimiento reflejo de cerrarlas. Se inclinó hacia su cara y percibió el olor a éter. Oliendo así no se podía estar muy sana.

— ¡Arriba! ¡Venga, al mismo tiempo que yo! A la una, a las dos y a laaas... ¡tres!

Se levantó sin soltarle las manos. Ella también se puso en pie con un crujir de rodillas y soltó otro eructo, acompañado de otro pedo. Con el movimiento se le ladeó el gorro, tapándole un ojo. Como no hacía ningún gesto para remediarlo, Henry dijo:

—Ponle bien el gorro.

—¿Eh?

Pete también se había levantado, aunque no parecía en muy buen equilibrio.

—No quiero soltarla. Ponle bien el gorro. Destápale el ojo.

Pete alargó el brazo con cautela y arregló el gorro. La mujer se inclinó un poco, hizo una mueca y se tiró otro pedo.

— Muchas gracias —dijo Pete con acritud—. Han sido un público magnífico. Buenas noches.

Henry notó que se caía y la cogió con más fuerza.

— ¡Camine! —exclamó, volviendo a acercarle la boca a la cara—. ¡Camine conmigo a la una, a las dos y a laaas... tres!

Empezó a retroceder en dirección a la parte frontal del Scout. Ahora ella le miraba, y Henry, que no rehuía su cara, dijo a Pete (sin mirarle, porque no quería arriesgarse a que se distrajera la mujer):

— Cógeme por el cinturón y guíame.

— ¿Adonde?

—Al otro lado del Scout.

— No sé si podré...

— Pues tienes que poder, Pete. Venga.

Tras unos instantes de inactividad, notó que Pete le metía la mano por debajo de la chaqueta, buscaba a tientas el cinturón y lo encontraba. A continuación, como torpes bailarines de conga, avanzaron por la cinta estrecha del camino y cortaron el haz amarillo del faro del Scout que seguía encendido. El lado opuesto del vehículo volcado tenía la ventaja de estar a resguardo del viento, al menos parcialmente.

De repente la mujer desprendió sus manos de las de Henry y se inclinó con la boca abierta. Henry, que no quería que le salpicase, se apartó... pero lo que salió no fue vómito, sino un eructo más sonoro que todos los anteriores. Mientras estaba inclinada, volvió a tirarse un pedo. Henry nunca había oído nada igual, y eso que en los hospitales del oeste de Massachusetts creía haber oído absolutamente de todo. Ella, sin embargo, conservó el equilibrio, respirando por la nariz con bufidos de caballo.

— Henry —dijo Pete. Tenía la voz ronca por el miedo, la sorpresa o ambas cosas

— . ¡Mira!

Tenía la vista fija en el cielo, la mandíbula fofa y la boca abierta. Henry siguió su mirada y apenas dio crédito a sus ojos. Una serie de círculos luminosos, nueve o diez en total, recorría lentamente las nubes bajas. Para verlos, Henry tuvo que forzar la vista. Les encontró un parecido con los focos que horadaban el cielo nocturno en los estrenos de Hollywood, pero en el bosque no había focos, y tampoco se veían los haces en la nieve. Lo que proyectaba aquellas luces tenía que estar encima de las nubes o dentro de ellas. Daban la impresión de moverse al azar, sin dirección, y de repente Henry se sintió invadido por un terror atávico. Lo cierto era que parecía brotar de muy dentro, de las profundidades de su ser. De pronto, se notaba la columna vertebral como una columna de hielo.

—¿Qué son? —preguntó Pete casi en un gemido — . ¡Díme-lo, por favor!

— No lo...

La mujer miró hacia arriba, vio el movimiento de luces y se puso a gritar. Eran chillidos de una intensidad fuera de lo común, y expresaban tanto miedo que Henry tuvo ganas de imitarla.

— ¡Han vuelto! —chilló ella—. ¡Han vuelto! ¡Han vuelto!

Se tapó los ojos y apoyó la cara en la rueda de delante del Scout volcado. Ahora ya no gritaba, sólo gemía, como algo que cae en un cepo del que no puede escapar.




5




Durante cierto tiempo (que no excedería los cinco minutos, aunque pareciera más) observaron la trayectoria de las luces por el cielo. Dibujaban círculos, salían disparadas en direcciones aleatorias, saltaban por encima de las otras... Henry, en un momento dado, reparó en que de la docena inicial, o casi, sólo quedaban cinco, y después tres. La mujer, que seguía de cara al neumático, volvió a tirarse un pedo, y Henry, que estaba al lado de ella, comprendió que se encontraban en un lugar dejado de la mano de Dios, espectadores atónitos de algún fenómeno celeste vinculado a la tormenta; fenómeno que tenía su interés, pero que no contribuiría en nada a que se refugiasen en un lugar seco y caliente. Se acordaba perfectamente de la última lectura del cuentakilómetros: 20,4. Faltaban más de quince kilómetros para llegar a Hole in the Wall. En el mejor de los casos sería un largo paseo, y les había pillado una nevada a punto de convertirse en violenta tempestad. Encima, pensó, soy el único que puede caminar.

—Pete.

—Es increíble —musitó Pete — . Son ovnis, coño, como en la serie de Scully y Mulder. ¿Tú qué crees que...?

—Pete. —Henry le cogió la barbilla y le obligó a apartar la mirada del cielo y ponerla en él. Arriba estaban borrándose las últimas dos luces — . Sólo es un fenómeno eléctrico.

— ¿Tú crees?

Se le leía, aunque absurda, la decepción en la cara.

—Sí, algo relacionado con la tormenta. Además, la cuestión es no quedarse congelados, aunque fuera la primera oleada de platillos voladores del planeta Alnitak. Necesito que me ayudes. Necesito que hagas tu especialidad. ¿Podrás?

—No lo sé —dijo Pete, mirando el firmamento por última vez. Ahora sólo quedaba una luz, y tan tenue que había que fijarse—. ¡Señora! Señora, casi se han marchado. Haga el favor de calmarse.

Ella, sin contestar, se quedó con la cara en el neumático. Chasqueaban al viento las cintas de la gorra. Pete suspiró y se volvió hacia Henry.

— ¿Qué quieres?

— ¿Sabes los refugios para leñadores que hay en este camino?

Henry calculaba que había ocho o nueve, simples construcciones de cuatro postes y tejado de cinc oxidado. Los usaban los taladores para guardar troncos o maquinaria hasta la primavera.

—Sí —dijo Pete.

— ¿Cuál nos cae más cerca? ¿Lo sabes?

Pete cerró los ojos, levantó un dedo y lo hizo oscilar. Al mismo tiempo creó un sonido rítmico aplicando la punta de la lengua al paladar. Lo hacía desde el instituto. No era un rasgo definidor tan antiguo como los lápices y palillos mordisqueados de Beaver, ni como la afición de Jonesy al cine de terror y la novela negra, pero se remontaba muy atrás. Y solía ser fiable. Henry esperó que funcionara.

Quizá los oídos de la mujer hubieran captado el tic tic debajo del estrépito del viento, porque levantó la cabeza y miró alrededor. El neumático le había dejado una mancha grande y negra en la frente.

Pete abrió los ojos.

—Allí —dijo, señalando hacia Hole in the Wall — . Pasas la curva y encuentras una colina. Bajas por el otro lado y luego hay un trozo recto. Al final hay un refugio. Queda a mano izquierda. Tiene hundida una parte del techo. Una vez, estando dentro, le sangró la nariz a alguien que se llamaba Stevenson.

¿Ah, sí?

— ¡Yo qué sé, tío!

Pete desvió la mirada, como si le diera vergüenza.

Henry se acordaba vagamente del refugio. Lo de que estuviera hundida una parte del techo era o podía ser beneficioso. Dependiendo de cómo se hubiera desplomado, quizá el refugio, que no tenía paredes, hubiera quedado convertido en cobertizo.

— ¿A qué distancia? —Un kilómetro o menos. —Y estás seguro.

— Si.

— ¿Puedes caminar tanto, con la rodilla?

—Yo creo que sí, pero ¿y ella?

—Más le vale —dijo Henry.

Puso las manos en los hombros de la mujer, giró hacia sí su cara de ojos muy abiertos y acercó la suya hasta que faltó poco para que se tocaran las dos narices. A ella le olía fatal el aliento (a anticongelante con un toque de algo aceitoso y orgánico), pero Henry mantuvo la proximidad y no hizo ningún amago de retroceder.

— ¡Tenemos que caminar! —le dijo, levantando la voz y con tono autoritario, aunque sin llegar a gritar—. ¡Camine conmigo a la una, a las dos y a las... tres!

Le cogió la mano, la condujo hacia la parte trasera del Scout y salió con ella al camino. Tras cierta resistencia inicial, la mujer se dejó llevar con una docilidad absoluta, como si no notara los embates del viento. Caminaron unos cinco minutos unidos por la mano izquierda de Henry y la derecha de la mujer, que llevaba guantes. Después Pete tropezó.

—Espera —dijo—, que esta mierda de rodilla ya se me quiere volver a atascar.

Mientras Pete, agachado, se daba un masaje, Henry miró el cielo. Ya no había luces.

  • ¿Cómo estás? ¿Puedes seguir?

—Descuida —dijo Pete — . Venga.




6




Hasta la curva no hubo problemas. Subieron a buen paso hasta media colina, y entonces Pete se cayó al suelo gimiendo, diciendo palabrotas y cogiéndose la rodilla. Reparando en la mirada de Henry, hizo un ruido peculiar, entre risa y gruñido.

—No te preocupes —dijo—, que o lo consigo o no me llamo Pete.

— ¿Seguro?

— Seguro.

Para alarma de Henry (y una pizca de diversión, aquella oscura diversión que ya no le abandonaba), Pete cerró los puños y empezó a darse golpes en la rodilla.

—Pete...

— ¡Suelta, maricona! ¡Suelta! —exclamó Pete sin hacerle caso.

La mujer, mientras tanto, estaba caída de hombros, con el viento en la espalda y las cintas naranjas del gorro flotando hacia adelante, silenciosa como una máquina apagada.

—¿Pete?

— Ya estoy bien —dijo. Miró a Henry con ojos de cansancio... pero que tampoco carecían de humor—. Qué tocada de cojones, ¿eh?

— Sí.

— No creo que pueda caminar hasta Derry, pero al refugio llegaré. —Tendió la mano—. Ayúdame, jefe.

Henry cogió la mano de su viejo amigo y estiró. Pete se levantó con las piernas rectas, como después de una reverencia, se quedó un rato quieto y dijo:

— Venga, que ya tengo ganas de que no me dé tanto aire. —Hizo una pausa y añadió—: Deberíamos habernos llevado unas cervezas.

Llegaron al otro lado de la colina, donde hacía menos viento. Cuando iniciaron el tramo recto de la base, Henry ya albergaba la esperanza de que en aquella fase no tuvieran percances. A media recta, teniendo delante una forma que sólo podía ser el refugio de leñadores, se cayó la mujer, primero de rodillas y luego de cara. Se quedó un momento tumbada y con la cabeza de lado, respirando por la boca abierta como única señal de vida (anda que no sería más fácil que se hubiera muerto, pensó Henry). Después se puso de costado y soltó otro eructo, largo y sonoro.

— ¡Será plasta la tía! —dijo Pete, no con tono de enfado, sino de cansancio. Miró a Henry—. ¿Ahora qué?

Henry se arrodilló al lado de la mujer, le dijo con todas sus fuerzas que se levantara, hizo chasquear los dedos, dio una palmada y contó varias veces hasta tres, pero no le sirvió de nada.

— Quédate con ella, a ver si encuentro algo para llevarla.

— Que tengas suerte.

— ¿Tienes alguna idea mejor?

Pete se sentó en la nieve haciendo una mueca y estirando la pierna.

—No —dijo—, ninguna. Me he quedado sin ideas.





7




Henry tardó cinco minutos en llegar caminando al refugio. A él también se le estaba entumeciendo la pierna herida por la varilla del intermitente, pero no consideró que revistiera gravedad. Si conseguía llevar al refugio a Pete y la mujer, y si en Hole in the Wall arrancaba el Arctic Cat (la motonieve), veía bastantes posibilidades de llevar la situación a buen puerto. ¡Y que era interesante, caramba! Las luces del cielo...

El tejado de cinc del refugio se había caído de manera perfecta: estaba abierta la parte de delante, la que daba al camino, pero el fondo había quedado prácticamente clausurado. En la gasa de nieve que se había metido dentro sobresalía algo: un recorte sucio de lona gris con una capa de serrín y astillas viejas.

— Bingo —dijo Henry, cogiéndolo. Al principio se resistía, porque estaba pegado al suelo, pero, cuando se puso de espaldas, se soltó con un ruido que le recordó el pedo de la mujer.

Arrastró la lona por el arduo camino de regreso hacia donde estaba sentado Pete en la nieve, todavía con la pierna estirada, y la mujer a su lado, boca abajo.





8




Henry no se había atrevido a esperar que fuera tan fácil. De hecho, en cuanto la tuvieron a ella encima de la lona, fue coser y cantar. Era una mujer robusta, pero se deslizaba por la nieve como aceite. Henry se alegró de que no hubiera tres o cuatro grados más de temperatura, porque la nieve pegajosa habría cambiado mucho la situación. Otra ventaja evidente era hallarse en un tramo recto de camino.

Ahora les llegaba la nieve hasta el tobillo, y caía más que antes, pero también eran mayores los copos. «Ya para», se decían de niños al ver así los copos, desilusionados.

— Oye, Henry...

A juzgar por la voz, Pete estaba casi sin aliento, pero daba igual, porque tenían el refugio justo delante. Pete caminaba con rigidez, para que no volviera a fastidiársele la rodilla.

¿Qué?

—Últimamente pienso mucho en Duddits. ¿Es raro?

— Entonces seríamos raros los dos —dijo Henry.

— ¿Por qué lo dices?

—Porque yo también pienso mucho en Duddits, y desde hace bastante tiempo. Al menos desde marzo. Pensábamos ir a verle Jonesy y yo...

¿Sí?

—Sí, pero fue cuando Jonesy tuvo el accidente...

—No sé ni cómo le habían dado el carnet al cabrón del viejo que le atropello —dijo Pete, sombrío y ceñudo — . Jonesy tiene suerte de estar vivo.

—Clarísimo —dijo Henry—. En la ambulancia se le paró el corazón. Tuvieron que hacerle un electroshock.

Pete se quedó pasmado y abrió muchos los ojos.

— ¿En serio? ¿Tan mal estaba? ¿Le faltó tan poco? Henry temió haber sido indiscreto.

—Sí, pero te aconsejo que no se lo digas. A mí me lo contó Carla, pero dudo que lo sepa Jonesy. Yo nunca...

Hizo un gesto vago con el brazo, y Pete asintió con perfecta comprensión. «Yo nunca le he notado que lo sepa», había querido decir Henry.

—Pues no abriré la boca —dijo Pete.

—Mejor para todos.

— O sea, que no llegasteis a visitar a Duds. Henry negó con la cabeza.

— Con todo el follón de Jonesy se me fue de la cabeza. Luego ya era verano, y bueno, lo típico...

Pete asintió.

—Pero ¿sabes qué? Que hace un rato, estando en la tienda, he vuelto a acordarme.

— ¿Por el chico con la camiseta de Beavis y Butthead? —preguntó Pete.

La salían las palabras en bocanadas de vapor blanco.

Henry asintió. El «chico» en cuestión quizá tuviera veinte o veinticinco años: con síndrome de Down es difícil calcularlo. Era pelirrojo, y caminaba por el pasillito oscuro de la tienda en compañía de un hombre que sólo podía ser su padre. Llevaban la misma cazadora a cuadros verdes y negros, pero lo decisivo era la coincidencia de color de cabello, aunque al supuesto padre se le hubiera caído tanto que ya le traslucía el cuero cabelludo. Les había mirado como diciendo: «De mi hijo ni mu, porque tendríais problemas.» Henry y Pete, naturalmente, no habían hecho ningún comentario. Venían de Hole in the Wall, a treinta y pico kilómetros, en busca de cerveza, pan y salchichas, no de bronca. Además habían sido amigos de Duddits, y a su modo mantenían la amistad, mandándole regalos navideños y felicitaciones. Duddits, que a su manera especial, en otros tiempos, había sido del grupo. Lo que mal podía confiarle Henry a Pete era que los pensamientos recurrentes sobre Duds arrancasen de dieciséis meses atrás, de cuando se había dado cuenta de que quería quitarse la vida y de que lo hacía todo para dar largas a ese momento o prepararlo. A veces hasta soñaba con Duddits, y con Beav diciendo «Deja, que te lo arreglo», y Duddits contestando: «¿Qué adegla?»

—No tiene nada de malo que pienses en Duddits —dijo Henry, metiéndose en el refugio con el trineo improvisado donde llevaba a la mujer. Él también jadeaba—. Duddits fue nuestra manera de definirnos. Fue el mejor momento del grupo.

— ¿Tú crees?

— Sí.

Henry se dejó caer pesadamente para, antes de pasar a otra cosa, recuperar el aliento. Miró su reloj. Casi mediodía. A esa hora, Jonesy y Beaver ya debían de temer que les hubiera retrasado la nieve. Casi estarían convencidos de que les había pasado algo. Quizá uno de los dos encendiera la motonieve. (Eso si funciona, se recordó de nuevo Henry, que igual se pone farruca.) Quizá vinieran a buscarlos. Sería facilitarles las cosas.

Miró a la mujer, tendida en la lona. Se le había caído el pelo sobre un ojo, ocultándolo. El otro miraba a Henry (y más allá) con una indiferencia gélida.

Henry era de la opinión de que a todos los niños, en la primera fase de la adolescencia, se les presentaban momentos de definirse a sí mismos, y de que en grupo tenían más posibilidades que solos de reaccionar con decisión. A menudo se portaban mal, respondiendo a la tensión con crueldad. Henry y sus amigos, por algún motivo, se habían portado bien. No es que en el balance final pesara más que otras cosas, pero a nadie le hacía daño acordarse de que una vez, contra todo pronóstico, se había portado bien. No hacía daño, no, y menos con oscuridad en el alma.

Expuso sus planes y la parte que le correspondería a Pete. Después se levantó para poner manos a la obra, porque quería que estuvieran los tres a salvo dentro de Hole in the Wall antes de

que cayera la noche. Un lugar limpio y bien iluminado: título de un cuento de Hemingway. Volvió a pensar en la solución homónima.

— Vale —dijo Pete, aunque parecía nervioso — . Sólo espero que no se me muera encima, y que no vuelvan las luces. —Levantó la cabeza para mirar el cielo, donde ahora sólo había nubes oscuras y bajas — . ¿Tú qué crees que eran? ¿Alguna especie de relámpago?

— Supongo. — Henry se puso en pie—. Empieza a recoger las astillas. No hace falta ni que te levantes.

—Para hacer fuego, ¿no?

—Exacto —dijo Henry.

A continuación pasó por encima de la mujer y fue a la entrada del bosque, en cuyo suelo nevado abundaba la leña de mayor calibre. Más o menos quince kilómetros: era la caminata que le esperaba. Primero, sin embargo, encenderían una hoguera. Una hoguera bien grande.














IV






McCARTHV VA AL LAVABO




1




Jonesy y Beaver estaban sentados en la cocina jugando a crib-bage1, o simplemente «jugando», como decían ellos. Lámar, el padre de Beaver, siempre lo había dicho así, como si no hubiera ningún otro juego. Para Lámar Clarendon, cuya vida giraba en torno a su constructora del centro de Maine, probablemente no lo hubiera. Era el típico juego de campamentos de leñadores, barracones de ferroviarios y, cómo no, remolques de albañiles. Un tablero con ciento veinte agujeros, cuatro clavijas y una baraja gastada. No hacía falta nada más. Era un juego para los ratos muertos, un juego de esperar: a que pasara la lluvia, a que llegara un pedido o a que volvieran los amigos de la tienda, para discutir qué se hacía con aquel hombre tan extraño que descansaba en un dormitorio con la puerta cerrada.

Lo que ocurre, pensó Jonesy, es que al que esperamos es a Henry. Pete sólo le acompaña. Tenía razón Beaver: el que sabe lo que hay que hacer es Henry.

Henry y Pete, sin embargo, tardaban mucho en volver, aunque aún era temprano para concluir que les hubiera pasado algo. Quizá sólo les retrasara la nieve. Jonesy, con todo, empezaba a sospechar que ocurría algo más, e intuía que Beav compartía sus temores. De momento no había dicho nada ninguno de los dos. Aún no eran las doce, y quizá acabara por solucionarse todo.

La idea, sin embargo, estaba ahí, flotando muda entre ellos.

A ratos Jonesy se concentraba en el tablero y las cartas, y a ratos miraba la puerta cerrada del dormitorio, detrás de la cual se hallaba McCarthy. Probablemente durmiera, aunque ¡qué mal color le habían visto al despedirse! Dos o tres veces sorprendió a Beav mirando de reojo en la misma dirección.

Jonesy barajó las cartas viejas, se repartió dos a sí mismo y apartó el resto, después de que Beaver deslizara otro par hacia su lado de la mesa. Cortó Beav, poniendo fin a los preparativos. Ya se podía puntuar. «Se puede puntuar y perder —les decía Lámar, con su eterno Chesterfield al borde de la boca y su gorra de Construcciones Clarendon tapándole el ojo izquierdo, como si supiera un secreto pero sólo estuviera dispuesto a contarlo por el precio justo. Lámar Clarendon, el padre que nunca estaba en casa; el padre muerto de un infarto a los cuarenta y ocho años — . Pero seguro que no te dan una paliza.»

Jonesy volvió a oír la voz trémula del hospital, la horrible voz de aquel día: «Basta, por favor, que no lo aguanto; que me pongan una inyección. ¿Dónde está Marcy? ¡Que venga Marcy!» ¿Por qué, por qué era tan dura la vida? ¿Por qué había tantos radios hambrientos de dedos, y tantos engranajes ansiosos por triturarte las visceras?

  • ¿Jonesy?

  • ¿Qué?

  • ¿Estás bien?

—Sí, ¿por qué?

—Es que has temblado.

—¿Yo?

Como si no lo supiera.

— Sí.

—Será que hay corriente. ¿Hueles algo?

— ¿A qué? ¿A... él?

—No me refería a los sobacos de Meg Ryan. Sí, a él. —No —dijo Beaver—. Un par de veces me ha parecido que... pero me lo imaginaba. Porque los pedos... —... olían fatal.

— ¡Anda que no! Y los eructos. Yo ya pensaba que iba a echar las papas. Fijo.

Jonesy asintió, pensando: tengo miedo. Aquí en medio de una tormenta de nieve, y más cagado que la hostia. ¡Que venga Henry, joder!

—Jonesy...

— ¿Qué? ¿Jugamos o no?

— Sí, hombre, sí, pero es que... ¿Tú crees que a Henry y Pete no les ha pasado nada?

— ¿Cómo coño quieres que lo sepa?

— ¿No lo... no lo notas? ¿No ves...?

— Lo único que veo es tu cara. Beav suspiró.

—Pero ¿tú crees que están bien?

—Pues sí. —A pesar de lo dicho, miró de reojo el reloj (ahora eran las once y media) y la puerta cerrada del dormitorio que ocupaba McCarthy. En medio de la sala oscilaba el atrapasueños, girando lentamente a merced de alguna corriente de aire—. Lo que pasa es que van lentos. Deben de estar al caer. Venga, juega.

—Vale. Ocho.

— Quince por dos.

— Me cago en... —Beaver se puso un palillo en la boca—. Veinticinco.

—Treinta.

—¡Voy!

—Uno por dos.

— ¡Qué uno por dos ni qué hostias en vinagre! —Beaver profirió una risita exasperada, mientras Jonesy doblaba la esquina de la tercera calle—. Cada vez que repartes me metes las clavijas por el culo.

—Como cuando repartes tú —dijo Jonesy—. La verdad duele. Venga, que te toca.

—Nueve.

—Dieciséis.

—Y uno por la última carta —dijo Beav, como si hubiera obtenido una victoria moral. Se levantó—. Salgo un rato a mear.

— ¿Por qué? ¡Si aquí tenemos un váter en perfectas condiciones! ¿No lo sabías?

—Sí, sí que lo sé, pero es que quiero ver si escribo mi nombre en la nieve. Jonesy se rió.

— ¿No piensas crecer?

—Si puedo evitarlo, no. Y no hables tan alto, que puedes despertarle.

Jonesy recogió las cartas y empezó a barajarlas, mientras Beaver iba a la puerta de atrás. Le volvió a la memoria una versión del juego que practicaban de niños. Lo llamaban «el juego de Duddits», y tenían por costumbre escenificarlo en el cuarto de jugar de los Cavell. La única diferencia con el cribbage normal era que dejaban mover las clavijas a Duddits. «Yo tengo diez —decía Henry—. Ponme diez, Duddits.» Y Duddits, enseñando los dientes con aquella sonrisa de loco que siempre ponía de buen humor a Jonesy, era capaz de puntuar cuatro, seis, diez e incluso dos docenas, el muy jodido. En el «juego de Duddits», la regla era no quejarse nunca, no decir «Duddits, que son demasiados», ni «Duddits, que faltan». ¡Y cómo se reían! El señor y la señora Cavell, cuando estaban en la sala de estar, también se reían. Jonesy se acordaba de que un día, cuando debían de tener unos quince o dieciséis años (y Duddits los que fuera, porque la edad de Duddits Cavell jamás cambiaría; era lo bonito de él, bonito pero que daba un poco de miedo), Alfie Cavell se había echado a llorar diciendo: «Chicos, si supierais lo que significa esto para mí y mi mujer, si pudierais llegar a imaginaros lo que es para Douglas...»

—Jonesy.

La voz de Beaver, extrañamente monótona. Entraba aire frío por la puerta abierta de la cocina, poniendo carne de gallina a los brazos de Jonesy.

— Cierra la puerta, Beav. ¡Ni que hubieras nacido en un establo!

—Ven, que esto hay que verlo.

Jonesy se levantó, caminó hacia la puerta, abrió la boca para decir algo y volvió a cerrarla. El patio de atrás estaba lleno de animales, bastantes para montar un zoo infantil. Sobre todo eran ciervos, unas dos docenas entre machos y hembras, pero les corrían entre las patas varios mapaches, marmotas torpes y un contingente de ardillas que daba la impresión de moverse sin esfuerzo por la superficie de la nieve. Por el lateral del cobertizo donde estaban guardados el Arctic Cat y varias herramientas y piezas de motor, aparecieron tres cánidos grandes que Jonesy, al principio, confundió con lobos, hasta que vio una tira de tela vieja y descolorida colgando del cuello de uno y comprendió que eran perros, probablemente asilvestrados. Todos iban hacia el este, viniendo del Barranco por la cuesta. Jonesy vio una pareja de linces moviéndose entre dos grupitos de ciervos y tuvo, literalmente, que frotarse los ojos, como para ahuyentar un espejismo. Los linces no desaparecieron. Tampoco los ciervos, las marmotas, los mapaches ni las ardillas. Avanzaban a paso regular, sin prestar atención a los dos hombres de la puerta, pero no a la manera de un grupo de animales huyendo de un incendio. Tampoco olía a humo. Los animales se trasladaban al este, despoblando la zona.

— ¡Dios mío! —dijo Jonesy con voz grave, sobrecogido. Beaver miraba el cielo. Al oír las palabras de su amigo, dedicó a los animales una sucinta ojeada y volvió a levantar la cabeza.

—Sí. Ahora mira arriba.

Jonesy le hizo caso y vio una docena de luces deslumbrantes moviéndose por el cielo, algunas rojas y otras de un blanco azulado. Iluminaban las nubes, y de repente Jonesy comprendió que eran lo que había visto McCarthy cuando estaba perdido. Se movían de manera errática y esquivándose, aunque a veces se fundían en un breve estallido de luz que obligaba a entrecerrar los ojos.

— ¿Qué son? —preguntó Jonesy.

—Ni idea —dijo Beaver sin dejar de observarlas. Estaba tan blanco que se le veía el pelo de la barba con una nitidez casi inquietante—. Pero a los animales no les gusta. Es de lo que huyen.




2




Siguieron observando diez o quince minutos, en el transcurso de los cuales Jonesy percibió una especie de zumbido parecido al de un transformador eléctrico. Le preguntó a Beaver si lo oía, y Beav se limitó a asentir con la cabeza sin apartar la mirada de las luces que evolucionaban por el cielo; luces, a juicio de Jonesy, del tamaño de una tapa de pozo. Se le ocurrió que quizá los animales huyeran del ruido, no de las luces, pero no dijo nada. De repente le parecía difícil hablar. Se sentía a merced de un miedo que le debilitaba, algo febril y constante, como una gripe larvada.

Las luces acabaron por menguar de intensidad, y parecía haber menos, aunque Jonesy no había visto apagarse ninguna. También había menos animales, y decrecía el molesto zumbido.

Beaver dio un respingo, como despertando de un sueño profundo.

— Quiero hacer fotos antes de que desaparezcan.

— Dudo que puedas...

— ¡Tengo que intentarlo! —dijo Beaver casi gritando, y añadió en voz más baja—: Tengo que intentarlo. Al menos me daría tiempo de pillar a algunos ciervos y bichos antes de que...

Ya había empezado a dar media vuelta y cruzar la cocina. Seguro que intentaba acordarse de qué montón de ropa sucia había sido depositado encima de su cámara hecha polvo. De repente se detuvo y dijo con un tono inexpresivo, impropio de él:

Oye, Jonesy, que creo que tenemos un problema. Jonesy echó el último vistazo a las luces que quedaban, cada vez menos fuertes (y más pequeñas), y se giró. Beaver estaba al lado del fregadero y miraba por encima del mármol, hacia la sala.

— ¿Ahora qué pasa?

Aquella voz de agobio, aquel tono de mal genio... ¿De veras eran suyos?

Beaver señaló. La puerta de la habitación donde habían dejado a McCarthy (la de Jonesy) estaba abierta. La puerta del cuarto de baño, la que habían dejado abierta para garantizar que McCarthy no tuviera trabas para hacer sus necesidades, estaba cerrada.

Beaver volvió hacia Jonesy su cara con barba de un día, muy seria.

— ¿Lo hueles?

Lo olía, sí, a pesar del aire fresco que entraba por la puerta. Seguía habiendo un rastro de éter o alcohol etílico, pero mezclado con otra cosa. Heces, seguro. Algo que podía ser sangre. Y también otra cosa, como un gas recién liberado después de un millón de años en el subsuelo. Dicho de otro modo, que no era el típico olor a pedo que hacía reírse a los niños en los campamentos, sino algo más complejo y mucho más repugnante. La única razón de compararlo con un pedo era la falta de cualquier otro referente, por remoto que fuera. En el fondo, pensó Jonesy, era un olor de algo contaminado, de una fea agonía.

—Y mira aquí.

Beaver señaló el suelo de madera. Había sangre, un reguero de gotitas muy rojas que iba desde la puerta abierta a la cerrada. Como si McCarthy hubiera salido corriendo con una hemorragia nasal.

Con la salvedad de que Jonesy no creía que lo que sangraba fuera la nariz.





3




De todas las cosas de su vida que no había querido hacer (llamar por teléfono a su hermano Mike para decirle que su madre se había muerto de un infarto, decirle a Carla que o tomaba medidas contra su afición a la bebida y los medicamentos o se separaba de ella, contarle a Lou, su monitor de campamentos, que se había hecho pipí en la cama), ninguna tan difícil como cruzar la sala de Hole in the Wall en dirección a la puerta cerrada del lavabo. Era como una pesadilla en que, al caminar, siempre se avanzaba a la misma velocidad, como debajo del agua, con independencia del ritmo al que se movieran las piernas.

En las pesadillas nunca se llega a donde se quiere ir; en cambio ellos dos llegaron al otro lado de la sala, señal, supuso Jonesy, de que no era ningún sueño. Observaron las salpicaduras de sangre. No eran muy grandes. La mayor tenía el tamaño de una moneda de diez centavos.

—Debe de habérsele caído otro diente —dijo Jonesy, que seguía susurrando —. Sí, seguro.

Beaver le miró arqueando una ceja y entró al dormitorio para inspeccionarlo. Al cabo de un rato se volvió hacia Jonesy, dobló un dedo y le hizo señas de que viniera. Jonesy se reunió con él caminando un poco de lado, porque no quería perder de vista la puerta cerrada del lavabo.

En el dormitorio, la manta y la sábana estaban caídas en el suelo, como si McCarthy se hubiera levantado con urgencia. La almohada conservaba la forma de su cabeza, y la sábana bajera, la de su cuerpo. No era lo único que tenía impreso: también había una mancha grande de sangre a media altura. Como la sábana era azul, parecía violeta.

— Qué sitio más raro para caérsete un diente —susurró Beaver. Mordió el palillo que tenía en la boca, y la mitad saliente cayó en el umbral—. Igual quería un regalito del ratoncito Pérez de los culos.

En vez de contestar, Jonesy señaló a la izquierda de la puerta, donde estaban hechos una bola los calzoncillos largos de McCarthy y el slip de algodón que había llevado puesto por debajo. Estaban los dos manchados de sangre. La peor parte se la había llevado el slip; de no ser por la goma y la parte superior de delante, habrían parecido de color rojo chillón, como los calzoncilios que se habría puesto un lector asiduo de las cartas al director de Penthouse previendo un polvo para después de la siguiente cita.

—Ve a mirar el orinal —susurró Beaver.

— ¿No sería más fácil llamar a la puerta del lavabo y preguntarle si se encuentra bien?

— ¡No, joder, que quiero saber lo que nos espera! —replicó Beaver con vehemencia, pero sin levantar la voz. Se dio una palmada en el pecho y escupió los restos mordisqueados del último palillo — . Jo, tío, tengo el corazón a mil.

A Jonesy también se le había acelerado el pulso, y notaba que le sudaba la cara. A pesar de ello, entró. El aire fresco de la puerta trasera había ventilado bastante la sala principal, pero en el dormitorio hacía una peste espantosa, mezcla de caca, metano y éter. Jonesy sintió que se le revolvía en el estómago lo poco que había comido, y le dio la orden de estarse quieto. Al principio, cuando tuvo a sus pies el orinal, se resistió a mirarlo. Le bailaban en la cabeza imágenes de películas de terror: visceras flotando en sangre, dientes, una cabeza cortada...

— ¡Venga! —susurró Beaver.

Jonesy apretó los párpados, bajó la cabeza, retuvo el aliento y volvió a abrir los ojos. Lo único que vio fue porcelana limpia brillando a la luz de la lámpara del techo. El orinal estaba vacío. Dejó salir el aire de los pulmones, con un suspiro y los dientes apretados, y volvió junto a Beaver esquivando las manchas de sangre del suelo.

—Nada —dijo — . Venga, ya está bien de hacer el payaso.

Pasaron al lado de la puerta cerrada del armario de la ropa y examinaron la del váter, que era de pino. Beaver miró a Jonesy. Jonesy negó con la cabeza.

—Ahora te toca a ti —susurró — . Yo ya he mirado el orinal.

—Lo has encontrado tú —contestó Beaver, adelantando la mandíbula con tozudez—. Es cosa tuya.

Ahora Jonesy oía otra cosa; para ser exactos, lo oía sin oírlo, en parte porque era un ruido más familiar, pero sobre todo por lo obsesionado que estaba con McCarthy, a quien había estado a punto de pegar un tiro. Zum, zum, zuñí... Un ruido como de ventilador, tenue pero creciendo. Y acercándose.

A la mierda —dijo. Usó su tono de voz normal, pero fue suficiente para sobresaltarles un poco a los dos. Dio un golpe en la puerta con los nudillos — . ¡Señor McCarthy! ¡Rick! ¿Te encuentras bien?

No contestará, pensó Jonesy. No contestará porque está muerto.

McCarthy, sin embargo, no estaba muerto. Gimió y dijo:

—Es que estoy un poco mareado. Tengo que ir de vientre. Si consigo ir de vientre, estaré... —Otro gemido y otro pedo, esta vez grave y casi líquido, cuyo sonido arrancó una mueca a Jonesy—. ... estaré bien —dijo, acabando la frase.

La voz, a Jonesy, le pareció indicativa de cualquier cosa menos de encontrarse bien. Parecía que McCarthy respirara con dificultad, y que le doliera mucho algo. Lo confirmó otro gemido más fuerte, seguido por otro ruido líquido, como una especie de desgarrón, y por último de un grito.

— ¡McCarthy! —Beaver intentó girar el pomo, pero se resistía. McCarthy, el regalito del bosque, había cerrado por dentro — . ¡Rick! —Beaver sacudió el pomo — . ¡Abre, hombre!

Simulaba, o quería simular, desenfado, como si fuera una broma, una travesura de campamento, pero sólo conseguía parecer más asustado.

— Estoy bien —dijo McCarthy, que ahora jadeaba—. Es que... Nada, tíos, que esto hay que aligerarlo un poco.

Se oyeron más flatulencias. Calificar lo que oían de «gases» habría sido una ridiculez. La palabra sugería algo etéreo, amerengado, mientras que el ruido que se oía detrás de la puerta cerrada era brutal y carnoso, como de carne desgarrada.

— ¡McCarthy! —dijo Jonesy. Llamó a la puerta—. ¡Déjanos entrar! —Pero ¿quería entrar? No. Habría preferido que McCarthy siguiera extraviado, o que le encontrara otro. Todavía peor: el núcleo amigdaloide que tenía en la base del cráneo, aquel reptil sin escrúpulos, deseaba haberle pegado un tiro a McCarthy, para ahorrarse complicaciones — . ¡McCarthy!

— ¡Marchaos! —exclamó McCarthy con vehemencia, pero sin fuerzas — . ¿Tanto os cuesta dejar... dejarle a alguien que haga aguas mayores? ¡Jolín!

Zum, zum, zum... El ruido de ventilador era más fuerte, y se acercaba.

— ¡Rick, chaval! —Ahora era Beaver, que se aferraba al tono despreocupado con una especie de desesperación, como un escalador en peligro cogiéndose a la cuerda—. ¿Por dónde sangras?

— ¿Sangrar? —McCarthy parecía sincero en su sorpresa —. Si no sangro.

Jonesy y Beaver intercambiaron miradas de susto.

ZUM ZUM ZUM.

El ruido, esta vez, acaparó la atención de Jonesy, que experimentó un alivio enorme.

—Ruido de helicóptero —dijo—. Seguro que le buscan.

— ¿Tú crees?

La expresión de Beaver era de estar oyendo algo demasiado bueno para ser verdad.

—Sí. —Jonesy consideró posible que los del helicóptero hubieran salido a investigar las luces del cielo, o a averiguar qué les pasaba a los animales, pero ni quería pensarlo ni le interesaba. Sólo le importaba una cosa: tener a McCarthy fuera del váter, fuera de su alcance y en un hospital de Machias o Derry—. Sal y hazles señales de que bajen.

—¿Y si...?

¡zum ZUM zum! Y detrás de la puerta se repitió el ruido líquido de desgarrón, seguido por otro grito de McCarthy.

— ¡Sal, coño! —exclamó Jonesy—. ¡Diles que aterricen! ¡Por mí como si tienes que bajarte los pantalones y bailarles la danza del vientre! ¡Pero que bajen!

—Vale, vale...

Beaver había empezado a darse la vuelta. De repente hizo gestos espasmódicos y empezó a pegar gritos.

De repente, una serie de cosas que Jonesy había conseguido no pensar salieron del armario y corrieron hacia su conciencia haciendo cabriolas y muecas. A pesar de ello, al girarse, lo único que vio fue una cierva en la cocina, con la cabeza por encima del mármol y observándoles con sus ojos marrones y dulces. Jonesy respiró hondo, entrecortadamente, y se recostó contra la pared.

— La madre que la parió —musitó Beaver. Luego avanzó hacia el ciervo dando palmadas — . ¡Arreando, guapa! ¿No sabes en qué época del año estamos? ¡Venga, media vuelta y sal, pero cagando leches! ¡O te meto un petardo en el culo!

El ciervo se quedó un rato en el mismo sitio, abriendo los ojos con una expresión de alarma casi humana. A continuación dio media vuelta, rozando con la cabeza la batería de ollas, cazos y pinzas que había encima de los fogones. Entrechocaron, y alguno, para mayor estrépito, se cayó del gancho. Luego el ciervo salió por la puerta, moviendo su colita blanca.

Beaver lo siguió, y a medio camino dispensó una mirada hostil a las caquitas que habían quedado en el linóleo.





4





La migración mixta de animales se había reducido a los últimos rezagados. La cierva que Acababa de ahuyentar Beaver de la cocina saltó por encima de un zorro que cojeaba, a causa, parecía, de haber perdido una pata en un cepo, y desapareció en el bosque. A continuación, justo detrás del cobertizo de la motonieve, apareció entre las nubes bajas un helicóptero del tamaño de un autobús urbano. Era marrón, con las letras blancas ang escritas en un lado.

¿Ang?, pensó Beaver. ¿Qué coño es Ang? Hasta que cayó en la cuenta: «Air National Guard.» Debían de venir de Bangor.

El helicóptero inclinó el morro y emprendió el descenso con pesadez. Beaver se metió en el patio trasero, moviendo los brazos por encima de la cabeza.

— ¡Eh! —dijo con todas sus fuerzas — . ¡Eh, venid a ayudarnos! ¡Bajad a ayudarnos!

El helicóptero siguió acercándose hasta quedarse a veinticinco metros del suelo, o menos; bastante poco para levantar un ciclón de nieve fresca. Después se dirigió hacia Beaver, arrastrando el ciclón.

— ¡Eh, que tenemos un herido! ¡Un herido!

Ahora Beaver daba saltitos, aunque tuviera la impresión de hacer el gilipollas. El helicóptero se acercó a él pero sin bajar más, ni dar señales de querer aterrizar. Viéndolo, Beaver tuvo una idea horrible. Ignoraba si procedía de los del helicóptero, o si era simple paranoia. De lo único que estaba seguro era de que de repente se sentía como clavado al anillo central de un blanco de tiro: dale al Beaver y te regalamos una radio con despertador.

Se abrió la puerta corredera del helicóptero, y un hombre con megáfono sacó medio cuerpo. Beaver nunca había visto una parka tan voluminosa, pero no fue el motivo de su inquietud, ni tampoco el megáfono, sino la máscara de oxígeno que llevaba aquel hombre en la boca y la nariz. No tenía noticia de que a veinticinco metros de altura hiciera falta ponerse máscaras de oxígeno. A menos que le pasara algo al aire, claro.

El de la parka habló por el megáfono. Sus palabras se oían con total nitidez por encima del zumbido de la hélice, pero tenían una sonoridad extraña, en parte por la amplificación, pero sobre todo, pensó Beaver, por la máscara. Era como oírse interpelar por un extraño dios-robot.

¿cuántos son? —preguntó la voz del dios — . enséñemelo CON LOS DEDOS.

Al principio, con la confusión y el susto, Beaver sólo se contó a sí mismo y a Jonesy. De hecho Henry y Pete aún no habían vuelto de hacer las compras. Levantó dos dedos, como si hiciera la señal de la paz.

¡quédense aquí! —tronó con voz de dios-robot el hombre que se había asomado del helicóptero — . ¡esta zona está temporalmente en cuarentena! ¡repito: esta zona está temporalmente en cuarentena! ¡quédense aquí'!

Empezaba a nevar menos, pero una ráfaga de viento arrojó a la cara de Beaver, en forma de cortina, parte de la nieve que habían absorbido los rotores del helicóptero. Beaver entrecerró los ojos para protegerse y agitó los brazos. Le entró nieve helada por la boca. Escupió el mondadientes para no atragantarse (siempre decía su madre que se moriría así, atragantándose con un palillo) y exclamó:

— ¿Cómo que cuarentena? Aquí dentro hay un enfermo. ¡Tienen que venir a buscarle!

El no tenía ningún megáfono que le amplificara la voz, y sabía que el jodido zum zum de las hélices les impedía oírle, pero igualmente se desgañitó. Al formar la palabra «enfermo» con los labios, se dio cuenta de que no había enseñado bien los dedos al del helicóptero. Eran tres, no dos. Empezó a extender la cantidad correspondiente de dedos, pero luego pensó en Henry y Pete. Aún no estaban, pero volverían, a menos que les hubiera pasado algo. Conque ¿cuántos eran, en realidad? Decir que dos era equivocarse, pero ¿y tres? ¿No sería cinco la respuesta acertada? Como solía ocurrirle en situaciones así, Beaver se quedó en blanco. En el colegio tenía a Henry sentado al lado, o a Jonesy detrás, y uno de los dos le soplaba la respuesta. Allí fuera no había nadie para ayudarle, sólo el zum zum rompiéndole el tímpano y el remolino de nieve metiéndosele en la garganta y los pulmones, haciéndole toser.

— ¡QUÉDENSE AQUÍ! ¡LA SITUACIÓN TARDARÁ ENTRE VEINTICUATRO HORAS Y CUARENTA Y OCHO HORAS EN SOLUCIONARSE! ¡SI NECESITAN COMIDA, JUNTE LOS BRAZOS ENCIMA DE LA CABEZA!

¡Somos más! —dijo Beaver al que se había asomado fuera del helicóptero. Gritaba tanto que veía puntitos rojos — . ¡Tenemos un enfermo! ¡Tenemos... un enfermo!

El imbécil del helicóptero arrojó el megáfono al interior de la cabina y, en atención a Beaver, dibujó un círculo con el pulgar y el índice, como diciendo: «¡Vale, ya te he entendido!» Beaver se puso histérico del chasco, pero levantó un brazo en vertical con la mano abierta: un dedo para cada uno de los cuatro, más el pulgar para McCarthy. El del helicóptero lo vio y contestó con una sonrisa. Durante un momento de auténtica euforia, Beaver creyó haberse hecho entender por el memo de la mascarita, hasta que el muy animal le devolvió lo que creía que había sido un saludo con la mano, dijo algo al piloto que tenía detrás y el helicóptero inició el ascenso. Beaver Clarendon, mientras tanto, medio cubierto de nieve, seguía berreando:

¡Somos cinco y necesitamos ayuda! ¡Somos cinco y necesitamos ayuda, joder!

El helicóptero desapareció entre las nubes.





5




Jonesy oyó una parte de lo que ocurría fuera (como mínimo la voz amplificada saliendo del helicóptero Thunderbolt), pero asimiló muy poco. Estaba demasiado preocupado por McCarthy, el cual, tras una serie de gritos agudos y sin aliento, se había quedado callado. La peste que salía por debajo de la puerta seguía empeorando.

— ¡McCarthy! —vociferó, al mismo tiempo que volvía a entrar Beaver—. ¡Abre la puerta o la echamos abajo!

¡Dejadme en paz! —contestó McCarthy con una vocecita angustiada—. ¡Sólo tengo que cagar! ¡tengo que cagar! ¡Si cago estaré bien!

Viniendo de alguien para quien «jolín» o «caray» ya parecían palabrotas, la franqueza del vocabulario asustó a Jonesy todavía más que la sábana y la ropa interior ensangrentadas. Se giró hacia Beaver, casi sin darse cuenta de que tenía toda la ropa nevada.

—Ven, ayúdame a tirarla. Tenemos que intentar ayudarle.

Beaver parecía asustado y preocupado. Tenía nieve deshaciéndose en las mejillas.

—No sé. El del helicóptero ha dicho algo de una cuarentena. ¿Y si tiene algo contagioso? ¿Y si lo rojo que tiene en la cara...?

A pesar de la escasa generosidad de sus propios pensamientos acerca de McCarthy, Jonesy tuvo ganas de pegar a su amigo. En marzo había sido él quien sangraba en una calle de Cambridge. ¿Y si no hubiera querido tocarle nadie por miedo a que tuviera el sida? ¿Y si se hubieran negado a ayudarle? ¿Y si hubieran dejado que se desangrara por no tener a mano guantes de goma?

—Beav, que le hemos tenido casi pegado. Si tiene algo infeccioso, lo más seguro es que ya nos haya contagiado. ¿Qué, qué dices?

Beaver, al principio, no dijo nada. Luego Jonesy sintió en la cabeza el che de siempre, y hubo un momento, unos segundos, en que vio al Beaver con quien había pasado la infancia: el chico con chaqueta gastada de motorista que había dicho: «¡Vale ya, tíos! ¡Dejadle en paz, joder!», y supo que se arreglaría todo.

Beaver dio un paso al frente.

— Oye, Rick, ¿y si abrieras? Sólo queremos ayudar.

Detrás de la puerta no se oía nada, ni gritos ni respiración. Ni siquiera el roce de la tela. El único ruido era el ronroneo constante del generador, y el zumbido del helicóptero alejándose.

—Pues nada —dijo Beaver, santiguándose—, a tirar abajo a esta cabrona.

Retrocedieron juntos un paso y orientaron un hombro hacia la puerta, sin ser del todo conscientes de que imitaban a los polis de cientos de películas.

—A la de tres —dijo Jonesy.

— ¿Puedes, con la pierna?

El hecho era que a Jonesy le dolían horrores tanto la pierna como la cadera, pero no había pensado en ello hasta oírle sacar el tema a Beaver.

—Estoy bien —dijo.

— Sí, y yo soy el Papa de Roma.

—A la de tres. ¿Listo? —Y, cuando Beaver asintió—: Uno... dos... ¡tres!

Arremetieron a la vez contra la puerta y la sometieron a la brusca presión de casi doscientos kilos. Cedió con una facilidad absurda, que les arrojó al cuarto de baño tropezando y sujetándose entre sí. Les resbalaban los pies en la sangre de las baldosas.

— ¡Hostia! —dijo Beaver. Su mano derecha se trasladó a la boca, que por una vez no tenía palillo, y la cubrió. Los ojos, encima, estaban muy abiertos y empañados — . ¡Me cago en la puta!

Jonesy fue incapaz de decir nada.





V




Duddits, primera parte






1




—Señora —dijo Pete.

La mujer del abrigo de lana no dijo nada. Seguía en la lona, sucia de serrín, y no decía nada. Pete distinguió un ojo mirándole a él fijamente, o detrás de él, o al centro del puto universo, a saber. Daba repelús. Entre ellos chisporroteaba el fuego, que ahora empezaba a dar calor. Henry llevaba unos quince minutos ausente. Pete calculó que tardaría tres horas en volver. Como mínimo. Mucho tiempo para pasarlo bajo la mirada lúgubre de aquel ojo.

— Señora —volvió a decir—. ¿Me oye?

Nada, y eso que la mujer había bostezado una vez, y Pete había visto que le faltaba media dentadura. ¿Cómo coño se le había caído? ¿De veras quería saberlo? Pete había descubierto que la respuesta era que sí y que no. Tenía curiosidad (suponía que inevitable), pero al mismo tiempo prefería no saber nada: ni quién era ella, ni quién era Rick, ni qué le había pasado al tal Rick, ni a quién se refería ella con la tercera personal del plural. «¡Han vuelto!», había gritado al ver las luces en el cielo. «¡Han vuelto!»

—Señora —dijo por tercera vez.

Nada.

Ella había dicho que el único que quedaba era Rick, y después que «han vuelto». Debía de referirse a las luces del cielo. Desde entonces se había reducido todo a eructos y pedos... el bostezo, dejando a la vista los huecos de la dentadura... y el ojo. Aquel ojo que daba repelús. Henry sólo llevaba quince minutos ausente (se había marchado a las doce y cinco, y ahora el reloj de Pete indi-

caba las doce y veinte), y ya parecía hora y media. El día se adivinaba muy largo, y, si Pete pretendía pasarlo sin que le traicionaran los nervios, necesitaba algo. (No se le iba de la cabeza un cuento que habían leído en octavo; no recordaba al autor, sólo que el protagonista había matado a un viejo por el simple motivo de que no aguantaba su manera de mirarle. Entonces Pete no lo había entendido, pero ahora... joder, ahora sí.)

— ¿Me oye, señora?

Nada. Sólo el ojo que daba repelús.

—Tengo que volver al coche. Es que se me ha olvidado algo, pero bueno, aquí está bien, ¿Verdad?

Respuesta cero. La mujer soltó otro de sus pedos de sierra mecánica, contrayendo la cara como si le doliera; y debía de dolerle, porque con semejante ruido... Pete había tomado la precaución de colocarse el primero de cara al viento, pero le llegó un rebufo, un rebufo caliente y rancio pero que no acababa de ser humano. Tampoco olía a pedo de vaca. Pete, de niño, había trabajado para Lionel Sylvester, ordeñando a cantidad de vacas, y a veces, cuando estaba en el taburete, le echaban una ventosidad en plena cara. Era un olor denso y verde, como a tierra encharcada. Los de la mujer no se parecían en nada. Eran... eran como cuando de niño te regalan el primer juego de química, y después de unos días te cansas de los experimentitos para maricas que trae el libro, se te va la olla y mezclas todos los potingues, sólo para ver si explota. Pete se dio cuenta de que era una de las causas de que estuviera tan preocupado y con los nervios de punta; y eso que era una chorrada, porque la gente no explota porque sí. A pesar de ello, necesitaba una ayudita. Porque la buena señora lo estaba poniendo nervioso cosa seria.

Cogió dos de los trozos de leña que había recogido Henry, los añadió al fuego, se lo pensó y puso otro. Saltó un torbellino de chispas, que se apagaron en la lámina oblicua del techo.

—Volveré antes de que se haya consumido, pero bueno, si quiere poner otro, usted misma. ¿De acuerdo?

Nada. De repente le entraron ganas de zarandearla, pero entre la ida y la vuelta le esperaba una caminata de más de dos kilómetros, y convenía ahorrar fuerzas. Además, seguro que se tiraba otro pedo o le eructaba en la cara.

—Pues nada —dijo — , el que calla otorga. Es lo que decía en cuarto la señora White.

Se levantó sujetándose la rodilla, y entre muecas, resbalones y amagos de caída, consiguió ponerse en pie, porque necesitaba la cerveza y no había nadie más que pudiera ir a buscarla. ¡Joder si la necesitaba! Probablemente fuera alcohólico. Ni probablemente ni hostias: seguro. Preveía que en algún momento tendría que tomar una decisión, pero de momento estaba solo, ¿no? Sí, porque aquella mamona era como si no estuviera. Su único acto de presencia eran flatulencias apestosas y un ojo que daba repelús. ¿Que necesitaba echar más leña al fuego? Que lo hiciera ella. Pero no, no haría falta, porque Pete volvería mucho antes. Sólo eran dos kilómetros y pico. Seguro que la pierna los soportaba.

—Ahora vuelvo —dijo. Se agachó para darse un masaje en la rodilla. Estaba rígida, pero en estado aceptable. Sí, la verdad era que sí. No tardaría casi nada. Cuestión de meter la cerveza en una bolsa y, ya que estaba, coger una caja de galletas saladas para la mujer—. ¿Seguro que se encuentra bien?

Nada, sólo el ojo.

—El que calla otorga —repitió, y emprendió la caminata por Deep Cut Road, siguiendo el surco ancho que había dejado la lona y las huellas de él y Henry, que casi se habían borrado con la nieve. Caminaba a tramos cortos, deteniéndose cada diez o doce pasos para descansar... y masajearse la rodilla. En una ocasión se giró para mirar el fuego. A la luz de aquel mediodía gris, ya parecía pequeño e insignificante — . Esto es una locura —dijo, pero siguió caminando.





2




Cubrió el tramo recto sin percances. La primera mitad de la cuesta tampoco le puso pegas. Justo cuando apretaba un poco el paso, fiándose más de la rodilla... ¡Aja! ¡Te pillé, gilipuertas! La muy cabrona volvió a quedársele tiesa, como si fuera de hierro. Henry se cayó, mascullando toda clase de barbaridades.

Fue así, sentado en la nieve y cagándose en todo, como se dio cuenta de que sucedía algo rarísimo. Le pasó por la izquierda un ciervo macho de tamaño respetable, dispensando una mirada fugaz al ser humano que en circunstancias normales debería haberle hecho huir a grandes saltos elásticos. Entre las patas del ciervo, o casi, corría una ardilla roja.

Pete se quedó sentado bajo la nevada (que, ya en su fase final, se apelmazaba en copos enormes, creando una especie de sábana de encaje en movimiento), con la pierna estirada hacia adelante y la boca abierta. Venían más ciervos por la carretera, y otros animales que trotaban y saltaban como si huyeran de una calamidad. En el bosque todavía eran más numerosos, ola viva desplazándose al este.

— ¿Adonde vais? —le preguntó Pete a un conejo que se bamboleaba con las orejas paralelas al lomo — . ¿A un cásting para la nueva película de la Disney? ¿A...?

Se quedó callado y se le secó l|a saliva de la boca. A su izquierda, detrás de la pantalla de árboles jóvenes (sucesores de la tala), se paseaba un oso negro rechonchete, listo para hibernar. Caminaba con la cabeza hacia abajo, balanceando los cuartos traseros y, si bien no prestó la menor atención a Pete, las ilusiones de este respecto a su papel en los grandes bosques del norte sufrieron su primer correctivo en plena regla. Sólo era un trozo de carne blanca y sabrosa que, por casualidades de la vida, aún respiraba. Sin escopeta estaba tan indefenso como la ardilla que había visto corretear entre las patas del ciervo, con la diferencia de que, si se fijaba en ella el oso, la ardilla podía trepar a las ramas más altas del primer árbol que encontrara, donde no pudiera seguirla ninguna bestia de ese tamaño. El hecho de que aquel oso, en concreto, ni siquiera le mirara, no fue de gran consuelo para Pete. Si había uno, podía haber más, y quizá el siguiente no estuviera tan distraído.

Una vez que se hubo cerciorado de que el oso estaba lejos, volvió a levantarse con dificultad y el corazón a cien. A la tonta de los pedos la había dejado sola, pero bueno, ¿hasta qué punto habría podido protegerla del ataque de un oso? Conclusión: era necesario ir a buscar la escopeta. Y si podía cargar con la de Henry, mejor que mejor. Durante los cinco minutos siguientes (hasta llegar a la cima de la colina), los pensamientos de Pete dieron prioridad a las armas de fuego, relegando al alcohol al segundo puesto. Sin embargo, cuando emprendió el cauteloso descenso del otro lado, volvía a estar obsesionado con la cerveza. La metería en una bolsa y se la colgaría en el hombro. Y ni hablar de beberse una a medio camino. Sería su premio por volver. ¿Qué mejor premio que una cerveza?

Eres un alcohólico. Lo sabes, ¿no? Un alcohólico de mierda.

Sí, y ¿qué quería decir? Que había que extremar las precauciones. No podía enterarse nadie de que hubiera dejado sola en el bosque a una mujer medio en coma para ir a por unas birras, por poner un ejemplo. Y, cuando volviera al refugio, tendría que acordarse de tirar las latas vacías muy dentro del bosque; aunque eso no garantizaba que no se enterara Henry, porque cuando estaban juntos siempre resultaba que sabían cosas el uno del otro sin habérselas dicho. Por otro lado, y al margen de que se leyeran el pensamiento, mucho había que madrugar para engatusar a Henry Devlin.

A pesar de todo, Pete juzgó poco probable que Henry le diera la vara con el tema de la cerveza, a menos que él, Pete, decidiera que había llegado el momento de comentárselo. Y de pedirle ayuda a Henry, quizá. Era una posibilidad, pero cada cosa a su tiempo. Lo único claro era que a Pete le había quedado mal sabor de boca. Dejar sola a aquella mujer daba una imagen bien poco agradable de Peter Moore. Aunque Henry... a Henry, aquel noviembre, también le pasaba algo raro. Pete no sabía si Beaver también lo notaba, pero estaba casi seguro de que Jonesy sí. Henry estaba jodidillo. Quizá hasta...

Oyó un gruñido a sus espaldas, gritó y dio media vuelta. Se le había vuelto a poner tiesa la rodilla, y esta vez a lo bestia, pero tenía tanto miedo que no se dio ni cuenta. Era el oso. O había vuelto el de antes, o era otro, pero...

No era ningún oso, sino un alce que pasó de largo con displicente mirada. Pete volvió a caerse en medio del camino, diciendo palabrotas con voz gutural y cogiéndose la pierna. Mientras veía caer la nieve, se llamó tonto. Tonto alcohólico.

Pasó un momento de miedo, porque parecía que esta vez no fuera a desatascársele la rodilla. Se le había roto algo por dentro, y se quedaría tumbado en medio del éxodo animal hasta que volviera Henry con la motonieve. Entonces Henry le diría: «¿Qué coño haces tú aquí? ¿Por qué la dejas sola? No sé ni por qué lo pregunto, porque ya lo sé.»

Después de un rato, sin embargo, consiguió levantarse. A lo máximo que llegaba era a dar pasitos cortos, cojeando, pero era mejor que quedarse en la nieve a pocos metros de una montañita de caca fresca de alce. Ahora veía el Scout volcado, con las ruedas y la parte de abajo del chasis cubiertos de nieve fresca. Se dijo que, si la última caída le hubiera pillado en la subida, habría vuelto junto a la mujer y el fuego, pero que ahora, con el Scout a la vista, era preferible seguir. Que su objetivo principal eran las escopetas, y las botellas de Bud un simple aliciente secundario. Y casi se lo creyó. En cuanto al regreso... Bueno, de alguna manera se las arreglaría. ¿No había llegado hasta ahí? Pues eso.

Cuando faltaban menos de cincuenta metros para alcanzar el Scout, oyó acercarse a gran velocidad un ruido de hélices, el ruido inconfundible de un helicóptero. Ansioso, levantó la vista y se dispuso a permanecer derecho el tiempo suficiente para hacer señas con los brazos (si alguien necesitaba una ayudita del cielo, era él), pero el helicóptero no llegó a perforar las nubes bajas. Por breves instantes vio una forma oscura casi encima de su cabeza, y el tenue resplandor intermitente de sus 1uces, pero a continuación el ruido de helicóptero se alejó hacia el este, en la misma dirección que los animales. Pete quedó consternado al experimentar un alivio mezquino debajo de su decepción: si hubiera aterrizado el helicóptero, él no habría llegado a la cerveza. ¡Joder, con lo que había caminado!





3




A los cinco minutos estaba de rodillas, extremando las precauciones para introducirse en el Scout volcado. No tardó en comprender que la rodilla mala le sustentaría poco tiempo (ahora la tenía hinchada por dentro del vaquero, como una hogaza dolorosa de pan), y lo que hizo, más o menos, fue nadar por el interior nevado. No le gustaba; le parecían demasiado fuertes todos los olores, y demasiado cerrado el espacio. Casi era como entrar a rastras en una tumba, pero que oliera a la colonia de Henry.

La compra estaba desperdigada por toda la parte de atrás, pero Pete apenas se fijó en el pan, las latas, la mostaza y el paquete de salchichas rojas (casi la única carne que vendía el viejo Gosselin). A él le interesaba la cerveza, y por lo visto sólo se había roto una botella al volcar el Scout. La suerte del borracho. Olía mucho (como era de esperar, también se había derramado la que estaba bebiendo Pete en el momento del accidente), pero le gustaba el olor a cerveza. En cambio la colonia de Henry... ¡Puaj! A su manera apestaba tanto como las flatulencias de la mujer. Desconocía el motivo de que el olor a colonia le hiciera pensar en ataúdes, tumbas y coronas fúnebres, pero así era.

—Además, ¿qué sentido tiene ponerse colonia en el bosque? —preguntó, cada palabra una nubécula blanca de vapor.

La respuesta era lógica: que de hecho Henry no llevaba. En realidad sólo olía a cerveza. Por primera vez en mucho tiempo, Pete se acordó de aquella comercial de inmobiliaria tan guapa que había perdido las llaves del coche delante de la farmacia de Bridgton, y de cuando él había adivinado que ni acudiría a la cita ni quería estar a menos de quince o veinte kilómetros de él. ¿Se parecía en algo el episodio a oler una colonia inexistente? Pete no lo sabía. Sólo sabía que no le gustaba que se le mezclaran en la cabeza el olor y la idea de la muerte.

No seas burro y no le des más vueltas. Lo único que pasa es que te sugestionas. Hay una diferencia muy grande entre ver la línea, verla de verdad, y sugestionarse. Menos chorradas y coge lo que has venido a buscar.

— ¡Coño, qué buena idea! —dijo Pete.

Las bolsas del súper no eran de papel, sino de plástico y con asas. En eso, al menos, estaba al día Gosselin. Pete le echó mano a una, y al hacerlo sintió un dolor agudo en el índice izquierdo. Claro, como sólo había una botella rota, tenía que cortarse. ¡Cagüen...! A juzgar por la sensación, el corte era profundo. Quizá fuera el castigo por dejar sola a la mujer. En ese caso, lo aguantaría como un macho y se consideraría afortunado.

Hizo acopio de ocho botellas y empezó a salir del Scout, pero le asaltó una duda. ¿Todo ese camino cojeando, sólo por ocho míseras cervezas?

—No —murmuró.

Y cogió las otras siete, esmerándose en no dejar ni una a pesar del mal rollo que le daba el Scout. A continuación retrocedió, procurando no obsesionarse con la idea de que se había refugiado en el vehículo uno de los animales que huían (uno pequeño pero con dientes muy grandes), y que enseguida le saltaría encima, arrancándole un trozo de testículo. Castigo de Pete, segunda parte.

No podía decirse que le hubiera entrado pánico, pero salió con pies y manos del Scout más deprisa que al entrar, y justo cuando llegaba al final volvió a ponérsele tiesa la rodilla. Se dejó caer gimiendo de espaldas y, mientras veía caer la nieve (los últimos copos, enormes y con tanto encaje como la ropa interior femenina de lujo), se frotó la rodilla diciéndole venga, guapa, sé buena, suelta de una vez, hija de puta. Justo cuando empezaba a temer que esta vez no le hiciera caso, respondió. Pete apretó los dientes, se incorporó y miró la bolsa con la leyenda roja gracias POR HABERNOS ELEGIDO.

—¿Dónde coño querías que fuerí a comprar? —preguntó.

Decidió darse el lujo de una cervecita antes de emprender el camino de vuelta hacia donde estaba la mujer. Así se le haría menos pesado.

Sacó una, abrió la tapa de rosca y, en cuatro tragos generosos, se echó al coleto la mitad. Hacía frío, y más fría era la nieve que le servía de asiento, pero se sintió mejor. Era lo que tenía de mágico la cerveza; y el whisky, el vodki, la ginebra... Aunque, en temas de alcohol, Pete era partidario de la cerveza.

Mirando la bolsa, volvió a pensar en el chaval pelirrojo ,del súper: su sonrisa de perplejidad, y aquellos ojos achinados que estaban en el origen de que a esa gente se la llamara «mongólica» (como en el insulto, mongólico). La imagen le llevó a acordarse de Duddits, o Douglas Cavell, para quien quisiera ceñirse a las formas. Pete desconocía el motivo de que últimamente se acordara tanto de Duddits, pero así era, y se prometió algo: cuando acabara todo, pasaría por Derry y le haría una visita al bueno de Duddits. Convencería a los demás de que le acompañaran. Tenía la sensación de que no le costaría mucho. Seguramente fuera Duddits la razón de que siguieran siendo amigos después de tantos años. ¡Si la mayoría de la gente no volvía a acordarse de los compañeros de clase, y menos de los de séptimo u octavo! (Ahora lo llamaban escuela media, aunque Pete tenía clara que debía de ser la misma selva triste de inseguridades, confusión, sobacos apestosos, modas locas de un día e ideas precipitadas.) Por descontado que a Duddits no le conocían del colé, porgue no iba al de Derry, sino al Centro de Educación Especial Maiy M. Snowe («el colé de los subnormales», como lo llamaban los unos del barrio, o más sencillamente «de los tontos»). Lo normal habría sido que no llegaran a conocerse, pero intervino el solar vacío de Kansas Street, y el edificio de ladrillo adosado. Al otro lado de la calle aún se podía leer tracker hermanos. transporte y almacenamiento en letras de un blanco desleído sobre bs ladrillos rojos. Y detrás, en el espacio grande donde antes apartaban los camiones para descargar... había escrito algo más.

Pete estaba sentado en la nieve, pero ya no notaba que se le deshiciera debajo del culo. Bebía su segunda cerveza, sin darse cuenta ni de que la hubiera abierto. (La primera botella vacía la había arrojado al bosque, donde seguía viendo animales que se desplazaban hacia el este.) Y se acordó de cuando habían conocido a Duds. Se acordó de la ridicula chaqueta que llevaba Beaver, la que tanto le gustaba; se acordó de su voz, algo atiplada pero con autoridad, anunciando el final de algo y el principio de otra cosa; anunciando de una manera difícil de entender, pero real y perceptible, que el curso de sus vidas había cambiado un martes por la tarde en que sólo tenían pensado jugar un dos contra dos en el porche de Jonesy y luego, quizá, un parchís delante de la tele. Ahora que estaba sentado en el bosque, al lado del Scout volcado, ahora que seguía oliendo la colonia que no se había puesto Henry, y que bebía el veneno feliz de su vida con una mano con manchas de sangre en el guante, el vendedor de coches se acordó del niño que no había renunciado por completo a sus sueños de hacerse astronauta, pese a sus dificultades con las matemáticas. (Primero lo ayudaba Jonesy, y luego Henry, hasta que en décimo curso ya no tenía remedio.) También se acordó del resto de los chavales, sobre todo de Beaver, que le había dado a todo la vuelta con una exclamación de su voz todavía infantil, pero por poco tiempo: «¡Vale ya, tíos! ¡Dejadle en paz, joder!»

—Beaver —dijo Pete, con la espalda apoyada en el capó del Scout volcado, y brindó con la tarde oscura—. Estuviste genial.

Todos, ¿no?

¿A que habían estado todos geniales?





4





Como va a octavo, y la última clase del día es la de música, en la planta baja, Pete siempre sale antes que sus tres mejores amigos, que acaban las clases en el piso de arriba: Jonesy y Henry en narrativa americana, que es una clase de lectura para niños listos, y Beaver en el aula contigua, haciendo matemáticas aplicadas (en realidad, Matemáticas para Niños y Niñas Tontos). Pete está haciendo un gran esfuerzo para no tener que cursarla el año que viene, pero tiene la impresión de que es una batalla perdida. Sabe sumar, restar, multiplicar y dividir; también sabe hacer fracciones, aunque tarde demasiado, pero ahora hay algo nuevo: ha aparecido la equis. Pete no la entiende, y le da miedo.

Sale del colé y se queda al lado de la valla de tela metálica, viendo pasar al resto de los de octavo y a los criajos de séptimo. Finge fumar ahuecando una mano en la boca y escondiendo la otra detrás, la que sujeta el presunto cigarrillo escondido.

Ahora salen los de noveno, que estudian en el primer piso, y entre ellos, como si fuera la realeza (casi como reyes sin corona, aunque una cursilada así nunca la diría Pete en voz alta), van sus amigos, Jonesy, Beaver y Henry. Si existe un rey de reyes, es Henry, que tiene coladas a todas las niñas, aunque lleve gafas. Pete es consciente de que es una suerte tener amigos así. Hasta puede que sea el alumno de octavo más afortunado de todo Derry, por mucho que le agobien las equis. Lo que menos cuenta es que la amistad con chicos de noveno le evite puñetazos por parte de algún animal de los de octavo.

— ¡Pete! —dice Henry cuando salen los tres tranquilamente por la verja. Pone la misma cara de siempre, como si fuera una sorpresa encontrarse con Pete, pero buenísima—. ¿Qué cuentas, tío?

—Poca cosa —responde Pete, como siempre—. ¿Y tú?

—MMDD —dice Henry, limpiando las gafas y sacándoles brillo.

Si hubieran formado un club, lo más probable es que hubieran elegido como lema «MMDD». Con el tiempo, hasta le enseñarán a Duddits a decirlo: en duddités suena como «mima mirda difendia», y es de lo poco que dice Duddits sin que le entiendan sus padres. A Pete y sus amigos, como es lógico, les parecerá genial esto último.

La cuestión es que ahora, faltando media hora para que entre Duddits en el futuro de los cuatro, Pete se limita a repetir la respuesta de Henry.

— Eso, tío, MMDD.

En el fondo, sin embargo, los cuatro sólo creen en la segunda mitad, porque en el fondo creen que siempre es el mismo día, día tras día. Es Derry, es 1978 y siempre será 1978. Hablan del futuro, dicen que verán el siglo XXI (Henry será abogado, Jonesy escritor, Beaver camionero y Pete astronauta, con distintivo de la NASA en el hombro), pero es hablar por hablar, de la misma manera que en la iglesia entonan el credo sin una idea clara de lo que sale por su boca. A ellos lo que les interesa es la falda de Maureen Chessman, que de por sí ya es corta, pero que ha subido hasta medio muslo al girarse ella. En el fondo creen que un día la falda de Maureen subirá bastante para que le vean el color de las bragas, como creen que Derry es eterno, y que ellos también son eternos. Siempre irán a este colegio, siempre serán las tres menos cuarto, siempre caminarán juntos por Kansas Street para jugar a baloncesto en el jardín de Jonesy (Pete, delante de casa, también tiene aro, pero prefieren el de Jonesy porque su padre lo ha puesto bastante bajo para hacer mates), y siempre hablarán de lo mismo: de clases, de profesores, de quién ha hecho la última barbaridad... (De momento, en lo que va de año, las preferencias de los cuatro se decantan por un alumno de séptimo que se llama Norm Parmeleau, pero que ha pasado a ser conocido como Macarrones Parmeleau, un apodo que le perseguirá muchos años, hasta en el nuevo siglo del que hablan los cuatro sin creer en su existencia. Un día, en el bar, para ganar una apuesta de veinticinco centavos, Norm Parmeleau se metió macarrones y queso en los dos agujeros de la nariz, los aspiró como si fueran mocos y se los tragó. Como tantos alumnos de entre séptimo y noveno, Macarrones Parmeleau ha confundido la fama con la mala fama.) Siempre hablarán de quién sale con quién (si se ve volver juntos del colé a una chica y un chico, se supone que pueden salir juntos; si se les ve haciendo manilas o morreando, es que seguro), y de quién ganará la Superbowl (los Patriots, coño, los Patriots de Boston, aunque luego resulta que nunca la ganan, y que tener que ser de los Patriots es un marrón). Siempre son los mismos temas, eternamente fascinantes para quienes salen del mismo colegio («creo en Dios todopoderoso») y caminan por la misma calle («creador del cielo y la tierra»), bajo el mismo cielo blanco de octubre y con los mismos amigos («amén»). El mismo día y el mismo rollo: en el fondo creen eso, y, como K. C. and the Sunshine Band (aunque ellos siempre te dirán que el rock es la hostia y la música disco una puta mierda), dicen Tbat's the way I like it: así es como me gusta. El cambio, cuando ocurra, será repentino y no anunciado, como para todos los niños de su edad. Si el cambio tuviera que pedir permiso a los alumnos de entre séptimo y noveno, dejaría de existir.

Hoy se añade a la lista otro tema de conversación: la caza, porque el señor Clarendon, por primera vez, va a llevárselos a Hole in the Wall. Pasarán tres días fuera, dos de ellos lectivos. (El colegio no pondrá ninguna pega al viaje, ni hará falta mentir sobre el objetivo de la excursión; el sur de Maine puede haberse urbanizado, pero arriba, en el norte, la caza sigue siendo considerada como parte integrante de la educación de los jóvenes, sobre todo varones.) La idea de caminar sigilosamente por el bosque con la escopeta cargada, mientras sus amigos se mueren de asco en el colé, les parece la rehostia, tanto que pasan por la acera de enfrente del colé de los subnormales y ni se fijan. Los retrasados salen a la misma hora que los de la escuela intermedia, pero a la mayoría les acompaña su madre en el autocar especial, que en vez de amarillo es azul. A la hora en que Henry, Beaver, Jonesy y Pete pasan por la acera de enfrente del Mary M. Snowe, coinciden con algunos de los alumnos menos retrasados, los que tienen permiso para volver solos a casa y lo miran todo riendo, con aquella expresión tan peculiar de sorpresa continua. Para Pete y sus amigos es como si no existieran. Sólo son otro dibujo en el papel de pared del mundo.

Henry, Jonesy y Pete escuchan atentamente a Beav, que les está contando que al llegar a Hole in the Wall tendrán que bajar al Barranco, porque es donde suelen ir los ciervos grandes. Abajo hay arbustos que les gustan.

—Yo y papá, abajo, hemos visto como mil millones de ciervos —dice. Los cierres de las cremalleras de su chaqueta gastada de motorista hacen ruido de estar de acuerdo.

Discuten sobre quién cazará el ciervo más grande y cuál es el mejor sitio para matar uno de un solo tiro, para que no sufra. («Aunque dice mi padre que los animales, cuando están heridos, no sufren como las personas —les cuenta Jonesy—. Dice que Dios los hizo diferentes para que esté bien que los cacemos.») Se ríen, se pelean y discuten sobre cuál de los cuatro tiene más posibilidades de vomitar la comida llegado el momento de destripar las piezas, y va quedando más y más lejos el colé de los subnormales. Delante, por la acera que recorren, se agiganta el edificio rojo de ladrillo donde estaba la oficina de Tracker Hermanos.

—Yo seguro que no vomito —se jacta Beaver—. He visto tripas de ciervo mil veces, y no me afectan. Me acuerdo de que una vez...

— ¡Tíos, tíos! —interviene Jonesy, que de repente está muy agitado — . ¿Queréis verle el chocho a Tina Jean Schlossinger?

— ¿Quién es Tina Jean Sloppinger? —pregunta Pete.

Pero ya está intrigado. Le parece buenísima idea verle el coño a alguien, sea quien sea; se pasa el día mirando los Penthouse y Playboy de su padre, los que guarda en el taller detrás de la caja de herramientas grande. Los coños son muy interesantes. No se la levantan ni le ponen cachondo como ver tetas, pero debe de ser porque aún es muy joven.

Sí, los coños son interesantes.

Schlossinger — dice Jonesy entre risas — . Schlossinger, Petesky. Los Schlossinger viven a dos manzanas de mi casa, y... —De repente se queda callado, por efecto de una importante cuestión que debe responderse de inmediato. Se vuelve hacia Henry—. ¿Los Schlossinger son judíos o republicanos?

Ahora el que ríe es Henry; se ríe de Jonesy, pero sin mala intención.

—Técnicamente, creo que es posible ser las dos cosas a la vez... o ni lo uno ni lo otro.

Pete queda impresionado por lo bien que habla Henry. «Ni lo uno ni lo otro.» Queda de un inteligente que te cagas. En adelante, piensa, cuidará su lenguaje; aunque intuye que no sabrá hacerlo, que es de los que están condenados a hablar mal toda la vida.

—Tío, no me vengas con religión y política —dice Henry, aún riendo—. Si tienes una foto de Tina Jean Schlossinger enseñando el chocho, quiero verla.

Beav, entretanto, se ha excitado de manera visible: tiene rojas las mejillas, los ojos brillantes, y se mete otro palillo en la boca teniendo a medias el anterior. Las cremalleras de su chaqueta, la misma que llevó su hermano durante cuatro o cinco años, tintinean más deprisa.

—¿Es rubia? —pregunta—. ¿Es una rubia que va al instituto? ¿Una que está buenísima? Y con... —Pone las manos delante del pecho, y al ver que Jonesy asiente sonriendo, se gira hacia Pete y dice—: ¡Sí, burro, la reina de este año para la fiesta de ex alumnos! ¡Salió su foto en el periódico! ¡En la carroza, con Richie Grenadeau!

—Sí, pero luego, en el partido, perdieron los Tigers, y Grenadeau se partió la nariz —dice Henry—. La primera vez que juega el equipo del insti de Derry contra otro de primera, uno del sur de Maine, y van los muy capullos...

— Los Tigers son una puta mierda —interviene Pete.

El béisbol de instituto le interesa un poco más que la temida equis, pero no mucho. En fin, ya sabe quién es la tal Tina Jean, y se acuerda de la foto del periódico: ella en un camión tapado con flores y al lado el quarterback de los Tigers, los dos con coronas de papel de aluminio, sonriendo y saludando al público. Ella tenía una melena ondulada, tipo Farrah Fawcett, y llevaba un vestido sin tirantes, enseñando la parte de arriba de las tetas.

Por primera vez en su vida, Pete siente deseo de verdad. Es una sensación carnal, roja y espesa, que le pone dura la polla, le seca la saliva y hace que le cueste pensar. Los coños son interesantes, pero la idea de verle el coño a alguien del pueblo, a la reina de la fiesta de ex alumnos... eso ya excita mucho más. Es, como dice la crítica de cine del Derry News de las películas que más le han gustado, «de visión imprescindible».

— ¿Dónde? —pregunta a Jonesy, sin aliento. Se imagina a la tal Tina Jean Schlossinger esperando el autobús en la esquina, riendo con las amigas y sin sospechar que el niño que pasa al lado de ella ha visto lo que hay dentro de su falda o sus vaqueros, que sabe si tiene el pelo del coño del mismo color que el de la cabeza. De repente Pete está como una moto—. ¿Dónde está?

—Allá —dice Jonesy, señalando la nave roja de ladrillo que servía de garaje a los hermanos Tracker.

Tiene hiedra en los muros laterales, pero el otoño ha sido frío, y la mayoría de las hojas ya están muertas y negras. Hay algunas ventanas rotas, y el resto están sucias. El edificio, a Pete, le da un poco de miedo. En parte porque los mayores, los del instituto, y hasta algunos que ya han acabado, juegan a baloncesto en el solar vacío de detrás de la nave, y a los mayores les encanta zurrar a los pequeños. ¿Por qué? A saber. Debe de ser una manera de romper la monotonía. Lo peor, sin embargo, no es eso, porque ya no es temporada de baloncesto y seguro que los mayores se han ido al parque Strawford, para jugar a otra cosa hasta que nieve. (Cuando empiece a nevar se partirán la cara jugando a hockey con palos viejos, de los que llevan cinta aislante.) Lo peor es que en Derry a veces desapa-recen niños. Cosas del pueblo. Y muchos, antes de desaparecer, son vistos por última vez en lugares solitarios como el garaje en desuso de Tracker Hermanos. Es un tema del que no habla nadie, por desagradable, pero que nadie ignora.

Aunque un coño... No un coño ficticio del Penthouse, sino el auténtico felpudo de una chica del pueblo. Eso sí valdría la pena verlo. Sería la rehostia.

— ¿En Tracker Hermanos? —dice Henry sin esconder su escepticismo. Ahora ya no caminan. Forman un grupito apretado a poca distancia del edificio, mientras pasan los últimos subnormales por la acera de enfrente, gimiendo y con los ojos desorbitados —. Yo a ti te tengo en muy buen concepto, Jonesy, a ver si me entiendes; para mí eres lo mejor, pero ¿qué pinta una foto del coño de Tina Jean en una nave industrial?

—No sé —dice Jonesy—, pero lo vio Davey Trask y decía que era ella.

—Tíos, que yo lo de entrar no lo veo muy claro —dice Beaver—. No es que no quiera verle el coño a Tina Jean Slophanger, ¿eh?, pero...

—Schlossmger.

—... pero es que esto ha estado vacío desde que íbamos a quinto...

—Beav...

— ... y seguro que está lleno de ratas. —Beav...

Beaver, sin embargo, está decidido a decir la suya.

—Las ratas cogen la rabia —dice—. Les entra por el culo.

—No hace falta que entremos —dice Jonesy, suscitando miradas de interés en sus amigos. Eso ya es otro cantar.

Viendo que le escuchan, Jonesy asiente con la cabeza y continúa.

—Dice Davey que sólo hay que ir al lado por donde entraban los camiones y mirar por la tercera o la cuarta ventana. Era el despacho de Phil y Tony Tracker, y queda un tablón en la pared. Dice Davey que sólo hay dos cosas clavadas: un mapa de Nueva Inglaterra con todas las rutas de camioneros y una foto de Tina Jean Schlossinger enseñando todo el coño.

Quedan todos en suspenso, mirándole con gran interés, y Pete formula la pregunta que se les ha ocurrido a los tres.

— ¿Está en pelotas?

—No —reconoce Jonesy—. Dice Davey que no se le ven ni las tetas, pero que levanta la falda y, como no lleva bragas, se le ve todo.

Para Pete es decepcionante que no esté en pelotas la reina de este año para la fiesta en honor de los Tigers, pero a los cuatro les pone a cien el detalle de que se levante la falda, alimentando una noción primitiva y medio secreta de cómo funciona de verdad el sexo. A fin de cuentas, las chicas pueden subirse la falda. Cualquiera de ellas.

Ni el propio Henry tiene más preguntas. La única duda la expresa Beav, inquiriendo si Jonesy está seguro de que no haya que entrar para verlo. Ya van hacia el acceso para camiones, el que bordea la nave y lleva al solar vacío; su manera de andar, casi inconsciente, tiene la fuerza de una marea.





5




Pete se acabó la segunda cerveza y arrojó la botella a las profundidades del bosque. Sintiéndose mejor, se levantó sin forzar la pierna y se sacudió la nieve del fondillo. ¿Tenía la rodilla un poco más suelta? Parecía que sí. De aspecto estaba fatal, como una bola enorme embutida en el pantalón, pero le dolía menos. A pesar de ello, caminó con prudencia, haciendo oscilar en arcos pequeños la bolsa de plástico donde llevaba las cervezas. Ahora que ya se había callado la vocecita irresistible que insistía en que le hacía falta una cerveza, diciendo y repitiendo que sí, joder, que le hacía falta, resucitó en su mente la preocupación por la mujer, y la esperanza de que no se hubiera dado cuenta de su ausencia. Caminaría poco a poco, haría paradas cada cinco minutos para masajearse la rodilla (quizá hasta hablar con ella; parecería una locura, pero estaba solo y no perjudicaba a nadie), y volvería a reunirse con la mujer. Entonces se tomaría otra cerveza. No se giró para mirar el Scout volcado; no vio que había escrito varias veces duddits en la nieve, mientras pensaba en aquel día de 1978.

Henry había sido el único en preguntar qué pintaba la foto de la hija de los Schlossinger en el despacho vacío de un almacén de transportistas en desuso. Pete pensó que sólo lo había hecho para cumplir con su papel de escéptico del grupo. Lo que estaba claro era que sólo lo había preguntado una vez. En cuanto a los demás, se habían limitado a creérselo. Y ¿por qué no? A los trece años, Pete seguía habiendo pasado la mitad de su vida creyendo en Santa Claus. Además...

Se detuvo en la colina, no porque tuviera que tomar aliento o por calambres en la pierna, sino porque de repente oía en su cabeza un zumbido de baja intensidad, un poco como de transformador eléctrico pero con cierta naturaleza cíclica: zum zum zum. En el fondo no era «de repente», porque Pete tenía la sensación de que el sonido ya había durado cierto tiempo, infiltrándose en su percepción. También había empezado a pensar cosas raras. Lo de la colonia de Henry, por ejemplo... y Marcy. Alguien que se llamaba Marcy. No le sonaba ningún conocido que se llamara así, pero de pronto tenía el nombre en la cabeza, con frases como: «Te necesito, Marcy», o «Ven, Marcy», o «Marcy, jolines, trae el gasógeno».

Siguió inmóvil, mojándose los labios resecos; ahora la bolsa de las cervezas le colgaba de la mano sin la trayectoria pendular de antes. Levantó la vista al cielo con la seguridad repentina de que estarían las luces... y estaban, en efecto, aunque sólo eran dos, y muy poco intensas.

—Dile a Marcy que les pida que me pongan una inyección —dijo Pete, articulando con esmero cada palabra en el silencio; y supo que eran las palabras exactas. No sabía por qué ni cómo, pero eran las palabras que tenía en la cabeza. ¿Se trataría del clic, o eran pensamientos debidos a las luces? Pete no tenía clara la respuesta.

—Quizá ni lo uno ni lo otro.

Vio que habían caído los últimos copos. Le rodeaba un mundo en sólo tres colores: el gris oscuro del cielo, el verde oscuro de los abetos y el blanco perfecto, inmaculado, de la nieve recién caída. Un mundo de silencio.

Ladeó la cabeza, primero en una dirección y luego en otra. Silencio, en efecto. Nada. Ni un solo ruido en todo el mundo, y el zumbido había terminado por completo, como la nieve. Al mirar hacia arriba, vio que también había desaparecido el pálido fulgor de las luces.

— ¿Marcy? —dijo, como llamando a alguien.

Se le ocurrió que podía ser el nombre de la causante del accidente, pero rechazó la idea. Se llamaba Becky. Estaba tan seguro de su nombre como del de la comercial de la inmobiliaria. Ahora Marcy sólo era una palabra que no le sonaba de nada. Debía de tratarse de un simple calambre cerebral. No sería el primero.

Llegó a la cima de la colina y emprendió el descenso de la otra ladera, mientras volvía a pensar en aquel día de otoño de 1978, el día en que habían conocido a Duddits.

De repente, faltándole poco para llegar al punto donde volvía a nivelarse la carretera, le falló la rodilla. Esta vez no se le puso tiesa; pareció estallarle como una pina en el fuego.

Cayó de bruces en la nieve y no oyó romperse las botellas de Bud dentro de la bolsa, todas menos dos. Gritaba demasiado.








VI




Duddits, segunda parte




1



Henry emprendió el regreso al campamento a buen paso, pero, a medida que la nieve moría en rachas esporádicas, y que amainaba el viento, aceleró el ritmo de la caminata hasta que casi corría. Como llevaba muchos años haciendo jogging, no le supuso un gran esfuerzo. Quizá se viera obligado a hacer una parada, caminar un trecho o hasta descansar, pero lo dudaba. Tenía experiencia en carreras de fondo de más de quince kilómetros, a pesar de que ya hubieran pasado un par de años desde la última, y de que en ninguna hubiera tenido que lidiar con diez centímetros de nieve. De todos modos, ¿qué miedo tenía? ¿De caerse y romperse la cadera? ¿De sufrir un infarto? A los treinta y siete años parecía improbable, pero, aunque Henry reuniera todas las condiciones, habría sido cómico preocu-parse, ¿no? Teniendo en cuenta lo que planeaba... Así pues, ¿de qué preocuparse?

Muy sencillo: de Jonesy y de Beaver. A primera vista parecía igual de risible que el temor a sufrir un infarto en aquel páramo. Los problemas los tenía detrás, con Pete y aquella mujer rara y medio en coma, no delante, en Hole in the Wall. Pero no: en Hole in the Wall había problemas, y graves. Henry no sabía cómo lo sabía, pero era un hecho, y lo aceptaba. Lo supo antes de empezar a ver animales corriendo en dirección contraria a la suya, animales que no le miraban, o apenas.

En una o dos ocasiones echó un vistazo al cielo por si había más luces misteriosas, pero no vio ninguna. A partir de entonces mantuvo la vista al frente, teniendo que esquivar a algún que otro

animal. No era una estampida, o no acababa de serlo, pero en los ojos de los animales había una mirada rara, inquietante y, para Henry, desconocida. En una ocasión se vio obligado a poner a prueba su agilidad con un salto, para que no le tumbaran dos zorros.

Trece kilómetros más, se dijo. Lo convirtió en una especie de mantra, diferente de los que solían pasarle por la cabeza cuando hacía jogging (los más habituales eran canciones de niños), pero no del todo. En el fondo participaban de la misma idea. «Trece kilómetros más, trece kilómetros más para Banbury Cross.»2 Pero aquí no había Banbury Cross, sólo el antiguo campamento del señor Clarendon (ahora de Beaver). ¿Qué carajo estaba pasando? Las luces, la estampida al ralentí... (¡Ay, ay, ay! Ahora pasa algo a la izquierda del bosque que... ¡Coño, a ver si es un oso!) La mujer sentada en medio de la carretera, con media dentadura y como máximo medio cerebro... ¿Y los pedos? ¡Meca-chis, qué pedos! Lo más parecido que recordaba Henry era el aliento de un paciente de hacía varios años, un esquizofrénico con cáncer de intestino. «Siempre huelen igual —le había dicho un amigo internista al oír la descripción—. Pueden cepillarse los dientes diez veces al día y siempre se les nota la peste. Es el olor del cuerpo comiéndose a sí mismo, que es lo que son todos los cánceres, aunque lo disimulen con diagnósticos: autocanibahsmo.»

Trece kilómetros, pensó, trece kilómetros más, y todos los bichos corriendo, todos juntos a Disneylandia.

El ritmo sordo de sus botas en la nieve. La sensación de las gafas rebotándole en el puente de la nariz. El aliento saliendo en bolas de vapor frío. Ahora, sin embargo, había entrado en calor. Las endorfinas le estaban dando buen rollo. Si le pasaba algo no era por falta de ellas. Sería suicida, pero no distímico.

Eso lo tenía claro: que su problema (un vacío físico y emocional, como en una tormenta de nieve que no deja ver nada) era físico, al menos en parte. Que pudiera corregirse, o como mínimo paliarse, con las mismas pastillas que recetaba él mismo a granel... Eso tampoco lo dudaba. Sin embargo, como Pete (que debía de tener claro que el horizonte probable de su vida era una cura de desintoxicación, y varios años de reuniones de Alcohólicos Anónimos), Henry no deseaba curarse. Tenía la clara sensación de que la cura sería un engaño, algo que le dejaría menguado.

Se preguntó si Pete había vuelto a por cerveza, y supo que la respuesta más probable era que sí. De haberse acordado, el propio Henry habría propuesto que se la llevaran, para que no fuera necesario un trayecto de vuelta tan arriesgado (tanto para la mujer como para el propio Pete), pero el accidente le había dejado medio flipado, y no se le había ocurrido pensar en cerveza.

Supuso que a Pete sí. ¿Conseguiría ir y volver con la rodilla medio tiesa? Era posible, pero Henry no habría puesto la mano en el fuego.

«¡Han vuelto! —había gritado la mujer, mirando el cielo—. ¡Han vuelto! ¡Han vuelto!»

Henry bajó la cabeza y corrió más deprisa.





2




Diez kilómetros más para Banbury Cross. ¿Sólo quedaban diez o le traicionaba el optimismo? ¿Era posible que les diera demasiado juego a las endorfinas? ¿Y qué? En un momento así, el optimis-mo no podía ser perjudicial. Casi no nevaba, y la avalancha de animales había perdido densidad. Dos puntos a su favor, y uno en contra: los pensamientos que tenía en la cabeza, algunos de los cuales le parecían cada vez más ajenos. Por ejemplo, Becky. ¿Quién era? El nombre había empezado a sonar en su cabeza, integrándose en el mantra. Pensó que debía de ser la mujer a quien había estado a punto de atrepellar.

Aunque de bonita no tenía nada. Era una mujerona apestosa, y ahora estaba al cuidado de Pete Moore. Como para fiarse.

Diez. Diez. Diez kilómetros más para Banbury Cross.

Paso regular (hasta donde se lo permitía la naturaleza del terreno), y voces raras en la cabeza. Aunque rara, rara de verdad, sólo lo era una; y no se trataba de ninguna voz, sino de una especie de zumbido con frecuencia rítmica. El resto eran voces conocidas, o por él o por sus amigos. Entre ellas, la que le había descrito Jonesy, la que oía después del accidente, vinculada al dolor: «Basta, por favor, que no lo aguanto; que me pongan una inyección. ¿Dónde está Marcy?»

Oyó la voz de Beaver: «Ve a mirar el orinal.»

Y a Jonesy contestando: «¿No sería más fácil llamar a la puerta del lavabo y preguntarle si se encuentra bien?»

Una voz desconocida diciendo que si conseguía ir de vientre estaría bien...

... pero no, desconocido no: era Rick, el amigo de Becky. ¿Rick qué? ¿McCarthy? ¿McKinley? ¿McKeen? Henry no estaba seguro, pero se inclinaba por McCarthy, como el Kevin McCarthy de aquella película antigua de terror sobre unas vainas del espacio que adoptaban apariencia humana. Una de las preferidas de Jonesy. Bastaba con mencionársela, y, si llevaba unas copas encima, siempre recitaba la frase más importante: «¡Están aquí! ¡Están aquí!»

Y la mujer mirando el cielo, chillando: «¡Han vuelto! ¡Han vuelto!»

¡Caray, no había vuelto a pasarles tan fuerte desde la adolescencia! Y ahora era peor, como meter el dedo en un cable que no condujera electricidad, sino voces.

Tantos pacientes quejándose de que oían voces, y Henry, el gran psiquiatra («Dios júnior», como le había llamado un paciente de hospital público), asintiendo con la cabeza, como si supiera a qué se referían. Es más: había creído saberlo. Pero quizá sólo empezara a saberlo ahora.

Voces. A fuerza de prestarles atención, se le pasó por alto el zum zum. zum del helicóptero, forma oscura de tiburón velada por las nubes más bajas. Después empezaron a apagarse las voces, como se pierden las señales de radio de lugares remotos cuando se hace de día y vuelve a cargarse la atmósfera. Al final sólo quedó la voz de sus propios pensamientos, insistiendo en que en Hole in the Wall había ocurrido o estaba a punto de ocurrir algo horrible; igual de horrible que lo que estaba a punto de ocurrir, o ya había ocurrido, en el Scout o el refugio de los leñadores.

Ocho kilómetros más. Ocho kilómetros más.

Haciendo un esfuerzo por no seguir pensando en el amigo a quien había dejado detrás, ni en los dos que tenía delante, y menos en lo que pudiera estar ocurriendo por toda aquella zona, encarriló sus pensamientos por la misma senda que habían tomado, como sabía, los de Pete: la que llevaba a 1978, a Tracker Hermanos y a Duddits. Henry no entendía que Duddits Cavell pudiera tener algo que ver con todo aquel follón, pero todos coincidían en pensar en él, y a Henry ni siquiera le hacía falta la

conexión mental de siempre para saberlo. Pete había mencionado a Duds de camino al refugio de leñadores, cuando arrastraban a la mujer en la lona. Días antes, yendo con Henry por el bosque (el día en que Henry había cazado su ciervo), Beaver también había hecho varios comentarios sobre Duddits, acordándose del año en que se lo habían llevado los cuatro a Bangor para hacer las compras de Navidad. (Jonesy, entonces, acababa de sacarse el permiso de conducir, y habría llevado a quien fuera a cualquier parte.) ¡Qué risa la de Beaver, al acordarse del miedo de Duddits de que no existiera Santa Claus, y del esfuerzo conjunto de los cuatro (convertidos en chicarrones de instituto, con ganas de comerse el mundo) para convencerle de que sí! Con éxito, claro. Por otro lado, sólo hacía un mes que Jonesy había llamado a Henry por teléfono desde Boston, borracho (las borracheras eran mucho menos frecuentes en Jonesy que en Pete, sobre todo desde el accidente, y era la única llamada llorona que le conocía Henry en toda su amistad) y diciendo que nunca había hecho nada tan bueno, tan simple y llanamente genial, como lo que habían hecho en 1978 por el pobre Duddits. Fue el mejor momento del grupo, había dicho Jonesy por teléfono. Henry, con un desagradable sobresalto, cayó en la cuenta de haberle dicho exactamente lo mismo a Pete. Caray con Duddits. Qué cabrón.

Ocho kilómetros más... o puede que siete. Ocho kilómetros más... o puede que siete.

La intención era ver la foto del coño de una chica, la que, supuestamente, estaba clavada en el tablón de un despacho abandonado. A Henry, después de tantos años, se le había olvidado el nombre de la chica; sólo se acordaba de que era la novia de aquel gilipollas de Grenadeau, y reina de la fiesta para ex alumnos de 1978 en el instituto de Derry. Ambas cosas añadían un interés especial a la pers-pectiva de verle el coño. Y entonces, justo cuando se metían por el camino de entrada, habían visto en el suelo una camiseta de los Tigers de Derry. Y en el camino, más adelante, había otra cosa.

«A mí esos dibujos me revientan. Nunca se cambian de ropa», había dicho Pete; y Henry había abierto la boca para contestar, pero no había tenido tiempo, porque...

—Porque gritó el niño —dijo Henry.

Resbaló en la nieve, se tambaleó un poco y volvió a correr, acordándose de aquel día de octubre con cielo blanco. Corrió acordándose de Duddits. De que Duddits había gritado, cambiándoles la vida. Siempre habían dado por supuesto que a mejor, pero ahora Henry tenía sus dudas.

Ahora Henry tenía muchas dudas.





3





Cuando se meten por el camino de entrada (aunque de camino tiene poco, porque ahora crecen malas hierbas hasta en los surcos de las ruedas, entre la gravilla), el que va delante es Beaver. La verdad es que casi echa espuma por la boca. Henry adivina que Pete está casi igual de salido, pero lo disimula mejor, aunque tenga un año menos. Beaver está... ¿Cómo se dice? Anhelante. La palabra le describe tan bien que Henry casi se ríe. Luego Beaver se queda parado, tan de repente que Pete está a punto de chocar con él.

¡Eh! —dice Beaver—. ¡Una camiseta! ¡Fóllame, Freddy!

En efecto: roja y blanca, y ni vieja ni sucia, como lo habría estado en caso de llevar mil años tirada en el mismo sitio. De hecho casi parece nueva.

—Anda, tío, pasa de camisetas y a lo que vamos — dice Jonesy.

—No corras tanto —dice Beav—, que esta camiseta es buena.

La recoge y ven que no es cierto. Sólo es nueva: se trata de una camiseta recién estrenada de los Tigers de Derry, con el número 19 en la espalda. A Pete el béisbol le importa un carajo, pero los demás reconocen el número de Richie Grenadeau. Lo de que sea buena... Ya no, porque está muy rota en la parte de atrás del cuello, como si la persona que la llevaba hubiera intentado escapar y le hubieran retenido por ahí.

—Retiro lo que he dicho —añade Beav con tristeza, y suelta la prenda—. Venga.

Después de pocos pasos, sin embargo, encuentran otra cosa. Esta vez no es roja, sino amarilla, de aquel plástico amarillo chillón que sólo les gusta a los niños. Henry se adelanta a sus amigos y lo recoge. Es una fiambrera con una imagen de Scooby-Doo y sus amigos saliendo de lo que parece una casa encantada. Como en el caso de la camiseta, parece nueva, no un objeto que lleve mucho tiempo tirado. Henry, de repente, tiene un mal presentimiento, y se arrepiente de la incursión por aquel camino solitario, junto a aquel edificio solitario... Preferiría habérselo ahorrado, o haberlo dejado para otro día. Después se da cuenta de que es una chorrada, aunque sólo tenga catorce años. Piensa que, con chochos de por medio, o se va o no se va. Nada de dejarlo para otro día.

—A mí esos dibujos me revientan —dice Pete, mirando la fiambrera por encima del hombro de Henry—. Nunca se cambian de ropa. ¿Os habéis fijado? En cada capítulo llevan lo mismo, los muy cerdos.

Jonesy le quita a Henry la fiambrera de Scooby-Doo y le da la vuelta para leer la etiqueta que ha visto en un lado. Ahora ya no pone cara de salido; frunce un poco el entrecejo, y Henry intuye que Jonesy también se arrepiente de no haber ido directamente a jugar un dos contra dos.

En la etiqueta pone: pertenezco a douglas cavell, 19 maple lañe, derry, maine. si se ha perdido mi dueño, llamar al 949-1864. ¡gracias!

Henry abre la boca para decir que seguro que tanto la fiambrera como la camiseta son de un alumno del colé de los subnormales (le ha bastado con mirar la etiqueta, que casi es idéntica a la que lleva su perro), pero no tiene tiempo, porque justo entonces grita alguien al otro lado del garaje, donde juegan los mayores en verano. El grito expresa un gran dolor, pero lo que hace que Henry salga corriendo sin pensárselo es su componente de sorpresa, la horrible sorpresa de alguien que sufre o tiene miedo (o ambas cosas) por primera vez.

Los demás le siguen por las malas hierbas. Corren por el surco derecho del camino de entrada, el más pegado al edificio, en fila india: Henry, Jonesy, Beav y Pete.

Se oye una risa masculina, satisfecha.

—Venga, come —dice alguien—. Si te la comes te dejamos que te marches. Hasta puede que Duncan te devuelva los pantalones.

—Eso. Si... —empieza a decir otro chico, sin duda el tal Duncan, pero se queda a media frase mirando a Henry y sus amigos.

— ¡Vale ya, tíos! —exclama Beaver—. ¡Dejadle en paz, joder!

Los amigos de Duncan (que son dos, ambos con chaquetas del instituto de Derry) reparan en que su diversión ya tiene público, y se giran. Entre ellos hay un niño que sólo lleva calzoncillos y una zapatilla deportiva, y que tiene la cara manchada de sangre, tierra, mocos y lágrimas. Henry no sabe calcularle la edad; no es un niño pequeño, como demuestra el vello incipiente del pecho, pero lo parece. Sus ojos son achinados, de color verde claro y anegados en lágrimas.

La pared roja de ladrillos que hay detrás del grupito lleva impreso el siguiente mensaje, en letras grandes, blancas y un poco borradas, pero que siguen siendo legibles: ni rebotes NI partidos. Debe de significar que está prohibido jugar a pelota cerca del edificio, que hay que hacerlo en la antigua zona de camiones, donde siguen viéndose los surcos profundos de las bases y el montículo truncado del lanzador. ni rebotes ni partidos. En años sucesivos lo dirán a menudo; pasará a ser una de las muletillas de su juventud, sin poseer un significado exacto. Quizá el más ajustado sea «así es la vida». La mejor manera de decirlo siempre es encogiendo los hombros, sonriendo y con las palmas extendidas.

— ¿Y tú de dónde sales, caraculo? —le dice a Beaver uno de los mayores.

Lleva en la mano izquierda algo que parece un guante de béisbol, o de golf... En todo caso de deporte. Lo usa para sujetar la caca seca de perro que quería hacerle comer al niño casi desnudo.

—Pero ¿qué hacéis? —pregunta Jonesy, escandalizado — . ¿Queréis obligarle a que se la coma? ¿Qué os pasa, que estáis mal de la cabeza?

El chico de la caca de perro tiene pegada una tira blanca en el puente de la nariz. Henry, al darse cuenta, suelta un ruido medio de reconocimiento medio de risa. ¡Qué casualidad! ¡Parece mentira! Han venido a verle el coño a la reina de la fiesta de ex alumnos, y ¿a quién encuentran? ¡Ni más ni menos que al rey, que por lo visto ha interrumpido su temporada por una simple rotura de nariz, y se entretiene así mientras el resto del equipo entrena para el partido de la semana!

Richie Grenadeau no ha observado la expresión de Henry, y no sabe que le ha reconocido. Mira fijamente a Jonesy. Al principio, el sobresalto y la sinceridad del tono de asco de Jonesy hacen que retroceda un paso. Después se da cuenta de que el chico que se ha atrevido a dirigirse a él con aquel tono recriminatorio tiene como mínimo tres años y cuarenta kilos menos. La mano recupera su firmeza.

—Voy a hacerle comer esta mierda —dice—, y luego, si quiere, que se vaya. Tú ya puedes abrirte, mocosete, o te doy a ti la mitad.

Eso, fuera —dice el tercero de la banda. Richie Grenadeau es corpulento, pero éste le supera: mide metro noventa y pico, y tiene toda la cara roja de granos — . Fuera o...

— Ya sé quién sois —dice Henry

La mirada de Richíe se desplaza hacia él, llenándose de dos cosas: duda y cabreo.

—Vete, niñato. Lo digo en serio.

— Eres Richie Grenadeau. Salía tu foto en el periódico. ¿Qué te crees que dirá la gente cuando le contemos lo que te hemos visto hacer?

— No podrás contarle nada a nadie, porque estarás muerto —dice el tal Duncan, cuyo pelo, sucio y rubio, le llega hasta los hombros—. Venga, abrios. Arreando.

Henry le ignora y sigue mirando a Richie Grenadeau. No se siente asustado, y eso que seguro que los tres mayores podrían machacarles. Le hierve por dentro tal indignación que no sabía que pudiera sentirla. No cabe duda de que el niño arrodillado en la grava es retrasado, pero no tanto como para no entender que los tres mayores querían hacerle daño, que le han arrancado la camiseta y que luego...

Henry nunca ha estado tan cerca de recibir una paliza, y nunca le ha importado tan poco. Da un paso adelante apretando los puños. El niño solloza con la cabeza inclinada; es una nota sostenida en el cerebro de Henry, una nota que alimenta su ira.

—Pues yo pienso contarlo —dice. Es una amenaza de niño, pero a él no le suena como tal. A Richie, por lo que parece, tampoco, porque retrocede un paso y vuelve a aflojar los músculos de la mano donde lleva la caca de perro. Por primera vez se le ve inquieto—. Tres contra uno. ¡Y encima subnormal! ¡Joder! Esto lo cuento. ¡Y encima te conozco!

Duncan y el grandullón (el único que no lleva chaqueta del instituto) se colocan a la altura de Richie, cada uno en un lado. El niño en calzoncillos se queda detrás, pero Henry sigue oyendo su monótono sollozo, como un martilleo en la cabeza que le está poniendo nervioso de la hostia.

—Nada, tíos, que os lo habéis buscado —dice el más corpulento, enseñando una dentadura con muchos huecos—. De ésta no salís vivos.

Pete interviene con poca voz, pero sin miedo.

—Bien dicho, Henry.

—Y cuanto más nos peguéis, peor para vosotros —dice Jonesy. A Henry le suena, pero para Jonesy es una revelación, y casi se ríe — . Aunque nos matéis de verdad, ¿de qué os serviría? Porque Pete corre mucho, y se lo contará él a la gente.

—Yo también corro mucho —dice Richie fríamente — . No se me escapará.

Henry se vuelve hacia Jonesy, y después hacia Beav. Los dos defienden su terreno, y en el caso de Beaver algo más: se agacha, coge un par de piedras (grandes como huevos, pero con filo) y las hace entrechocar, mientras sus ojos, de expresión hostil, miran alternativamente a Richie Grenadeau y al grandullón, el bruto. El palillo que tiene en la boca se agita en vertical con agresividad.

—Cuando vengan, nosotros a por Grenadeau —dice Henry—. Los otros dos no corren ni la mitad que Pete. —Mira a este último, que está pálido pero no tiene miedo: le brillan los ojos, y tiene tanta prisa por salir corriendo que casi se le disparan los pies — . Cuéntaselo a tu madre. Dile dónde estamos y que avise a la poli. Y sobre todo no te olvides de cómo se llama este cabrón.

Señala al aludido con gesto de fiscal. Grenadeau vuelve a traicionar sus dudas, aunque esta vez se trata de algo más. Esta vez parece que tenga miedo.

—Richie Grenadeau —dice Pete, que, ahora sí, empieza a dar saltitos —. Me acordaré.

— ¡Venga, pichacorta! —dice Beaver. Hay que reconocer que tiene una retentiva especial para los mejores insultos — . ¡Que te vuelvo a partir la nariz! ¡Hay que ser cobardica para salirse del equipo por una nariz rota!

Grenadeau no dice nada (quizá porque ya no sabe a cuál de los tres contestar), mientras ocurre un verdadero prodigio: el otro que lleva chaqueta del instituto, Duncan, también empieza a titubear. Se le están poniendo un poco rojas las mejillas y la frente. Se moja los labios y mira a Richie con inseguridad. El único que sigue pareciendo dispuesto a zurrarse es el grandullón, y Henry casi tiene ganas de que ataquen, porque entre él, Jonesy y Beav les partirán la cara. ¡Coño con el lloriqueo! ¡Qué manera de meterse en la cabeza, como un martillo, puní puní puní!

— Oye, Rich, que igual... —empieza a decir Duncan.

—Venga, coño, a matarles —masculla el bruto —. Que no los reconozca ni su madre.

El segundo da un paso hacia adelante, y casi la arma. Henry sabe que si al bruto le dejan dar otro paso, aunque sólo sea uno más, Richie Grenadeau ya no podrá retenerle. Es como un pitbull enfurecido que rompe la correa y se abalanza sobre su presa, una flecha de carne.

Richie, sin embargo, no le deja dar el segundo paso, el que se habría convertido en verdadera carga. Sujeta el antebrazo del bruto, que es más grueso que el bíceps de Henry y está erizado de pelos un poco rojizos.

—No, Scotty —dice—, espera un segundo.

—Sí, tío, espera —dice Duncan, casi con tono de pánico.

Acompaña sus palabras con una mirada que hasta Henry (su destinatario), con trece años, encuentra grotesca. Es una mirada de reproche, como si los culpables de algo fueran Henry y sus amigos.

— ¿Qué queréis? —pregunta Richie a Henry—. Que nos vayamos, ¿no?

Henry asiente.

Si nos vamos, ¿qué haréis? ¿A quién se lo contaréis? Henry descubre algo sorprendente: que tiene tantas ganas de dar guerra como el bruto, Scotty. De hecho, hay una parte de él que arde en deseos de pelearse, de gritar «¡coño, tío, a todo el mundo!», sabiendo que le apoyarán sus amigos, y que ni recibiendo una paliza, ni acabando en el hospital, se quejarían.

Pero el niño. El pobre niño retrasado que llora. Después de haberles partido la cara a Henry, Beaver y Jonesy (y a Pete, si consiguieran darle alcance), los mayores se meterían con el niño retrasado, y seguro que no se conformarían con que se comiera una caca seca de perro.

—A nadie —dice—. No se lo contaremos a nadie.

— ¡Y una puta mierda! —dice Scotty—. No te lo creas, Richie. ¡Mira con qué cara lo dice!

Scotty vuelve a dar un paso, pero Richie aumenta la presión sobre el robusto antebrazo de su compañero.

—Si nadie le hace daño a nadie —dice Jonesy con un tono tan sensato que da gusto—, nadie tendrá nada que contar.

Grenadeau le mira fugazmente, y luego a Henry.

— ¿Me lo juras?

—Te lo juro —dice Henry.

— ¿Me lo juráis todos? —pregunta Grenadeau. Jonesy, Beav y Pete juran escrupulosamente.

Grenadeau lo medita un rato (que se hace eterno) y asiente con la cabeza.

—Vale. Venga, tíos, que nos la piramos.

— Si vienen, da la vuelta al edificio —le dice Henry a Pete, hablando muy deprisa porque los mayores ya caminan.

Grenadeau, sin embargo, sigue teniendo bien sujeto a Scotty por el antebrazo, cosa que a Henry le parece buena señal.

—Sería una pérdida de tiempo —dice Richie Grenadeau con una altivez que a Henry le da ganas de reír, aunque hace el esfuerzo de quedarse serio. Reírse sería mala idea, y más ahora, estando casi todo arreglado. A una parte de Henry le da rabia que lo esté, pero el resto casi tiembla de alivio.

—Oye, y ¿a ti qué te importa? —le pregunta Richie Grenadeau—. ¿Por qué te lo tomas así?

Henry tiene ganas de contestar con otra pregunta. Le gustaría preguntarle a Richie Grenadeau cómo ha sido capaz, y no sería una pregunta retórica. ¡Qué manera de llorar! ¡Dios mío! Pero se queda callado, porque sabe que el muy gilipollas podría tomarse cualquier cosa como una provocación, y entonces la habrían cagado.

Es una especie de baile. Casi parece los que se aprenden en primer y segundo curso. Mientras Richie, Duncan y Scott van hacia el camino de entrada (con tranquilidad, queriendo demostrar que se marchan porque quieren, no porque le tengan miedo a una pandilla de maricones que no van ni al instituto), Henry y sus amigos empiezan por plantarles cara, y después retroceden en fila para Inter.-ponerse entre los mayores y el niño, que sigue de rodillas y en calzoncillos.

Al llegar a la esquina del edificio, Richie se detiene y les mira por última vez.

—Nos volveremos a ver —dice—. Uno a uno o todos juntos.

—Eso —asiente Duncan.

¡Veréis el mundo por una cámara de oxígeno! —añade Scott. Henry vuelve a acercarse peligrosamente a la risa. Reza por que no diga nada ninguno de sus amigos, y ninguno habla. Casi es un milagro.

Tras la última mirada de amenaza de Richie, desaparecen los tres por la esquina. Henry, Jonesy y Beaver se quedan solos con el niño, que se balancea sobre las rodillas sucias y orienta al cielo blanco su cara manchada, ensangrentada y llorosa, su cara de incomprensión. Se preguntan los cuatro qué hacer. ¿Hablar con él? ¿Decirle que está a salvo, que se han marchado los malos y que ya no corre peligro? No lo entendería. ¡Y qué extraña manera de llorar! Parece mentira que los mayores fueran capaces de oírlo y seguir, aunque fueran tan malos y estúpidos. Más tarde Henry llegará a compren-derlo (más o menos), pero de momento es un misterio.

— Voy a intentar una cosa —dice Beaver.

— Lo que quieras — dice Jonesy con voz temblorosa.

Beaver avanza unos pasos y mira a sus amigos. Es una mirada peculiar, mezcla de vergüenza, desafío y (sí, Henry juraría que sí) esperanza.

— Como se lo contéis a alguien —dice—, no vuelvo a dirigiros la palabra.

— Menos rollo —dice Pete, cuya voz también tiembla—. ¡Si sabes hacer que se calle, adelante!

Beaver se queda un rato de pie donde había estado Richie cuando quería obligar al niño a comerse la caca de perro. A continuación se arrodilla. Henry observa que en los calzoncillos del niño, que son de tipo short, también hay personajes de Scooby-Doo, igual que en la fiambrera.

Entonces Beaver coge en brazos al niño gemebundo y medio desnudo, y se pone a cantar.





4




Siete kilómetros más para Banbury Cross... o puede que sólo sean cinco o seis. Siete kilómetros más para Banbury Cross... o puede que sólo...

Los pies de Henry volvieron a resbalar, y esta vez no tuvo la oportunidad de recuperar el equilibrio. Iba absorto en sus recuerdos, y sin salir de ellos ya volaba por los aires.

Cayó pesadamente de espaldas, con un impacto bastante fuerte para vaciarle los pulmones con un jadeo de dolor. La nieve se levantó perezosamente, como una nube de azúcar en polvo. Henry se dio un golpe en la nuca y vio las estrellas.

Permaneció un rato estirado, dando tiempo más que suficiente para que se declarara cualquier posible fractura. A falta de noticias en ese sentido, se palpó la espalda a la altura de los riñones. Le dolía, pero no era insoportable. Peores golpes se había dado a los diez y once años, cuando parecían pasarse todo el invierno yendo en trineo por el parque Strawford, y siempre se había levantado riendo. Una vez, con el burro de Pete Moore al mando de su Flexible Flyer y él detrás, habían chocado de morro con el pino grande del pie de la colina, el que llamaban todos los niños Árbol de la Muerte, y sólo les había costado unos cuantos morados y algunos dientes sueltos. La pega era que hacía bastantes años que no tenía diez ni once años.

— Levanta, nene, que no te ha pasado nada —dijo, incorporándose con cuidado.

El dolor no pasó de unas punzadas en la espalda. Estaba un poco aturdido, pero nada más. Herido, pero sólo en el orgullo, que decía la gente. A pesar de ello, pensó que era mejor quedarse sentado un par de minutos. Corría a un ritmo excelente, y se merecía un descanso. Por otro lado, los recuerdos le habían afectado. Richie Grenadeau, el muy cabrón de Richie Grenadeau. Resultaba que su salida del equipo no tenía nada que ver con la nariz rota, sino que le habían expulsado. «Nos volvere-mos a ver», les había dicho, y a Henry no le parecía que hablara por hablar, pero la amenaza no había llegado a cumplirse. El futuro no les deparaba ningún encuentro con los tres matones, sino algo muy distinto.

Desde entonces había pasado tiempo. Ahora la meta era Banbury Cross (mejor dicho Hole in the Wall), y Henry no tenía caballo que le llevara, como en la canción; sólo el coche de los pobres, el de san Fernando. Se puso en pie y, mientras se quitaba la nieve del culo, chilló alguien en su cabeza.

—¡Ay, ay, ay! —gritó.

Era como oírlo por un walkman cuyo volumen se pudiera subir hasta niveles de concierto, como un disparo de escopeta justo detrás de los ojos. Tropezó hacia atrás, moviendo los brazos para no perder del todo el equilibrio, y sólo se salvó de otra caída gracias al choque con las ramas rígidas y horizontales de un pino que crecía a la izquierda del camino.

Se soltó del árbol con las orejas zumbando (las orejas y toda la cabeza) y dio un paso casi sin creerse que siguiera vivo. Después se llevó una mano a la nariz, y se le mojó la palma de sangre. En la boca también había algo suelto. Se puso una mano debajo, escupió un diente, lo observó con sorpresa y lo tiró, haciendo caso omiso de su primer impulso, que había sido metérselo en el bolsillo de la chaqueta. Que él supiera no se hacían implantes quirúrgicos de dientes, y dudaba mucho que el ratoncito Pérez llegara hasta aquellos andurriales.

No estaba seguro de quién había gritado, pero sospechaba que Pete Moore podía haberse metido en un lío gordísimo.

Quedó a la escucha de otras voces, otros pensamientos, pero no oyó ninguno más. Mejor. Eso sí: con o sin voces, tenía que admitir que aquello se había convertido en la cacería del siglo.

—Venga, machote, que ya falta menos —dijo, reemprendiendo la marcha hacia Hole in the Wall.

La sensación de que había pasado algo grave en la cabaña era más fuerte que nunca, y le costó un esfuerzo de voluntad mantener un ritmo fuerte de jogging.

«Ve a mirar el orinal.»

«¿No sería más fácil llamar a la puerta del lavabo y preguntarle si se encuentra bien?»

¿Había oído voces o se lo imaginaba? No, las voces eran reales, aunque ya no sonaran; tan reales como el grito de agonía. ¿De Pete? ¿O había sido la mujer, Becky?

—Pete —dijo, convirtiendo la palabra en una nube de vaho — . Ha sido Pete.

Aún no estaba del todo seguro, pero casi. Al principio tuvo miedo de no poder volver al ritmo de antes, pero lo recuperó de manera automática, en plenas aprensiones: su respiración rápida se sincronizó con el ruido de los pasos, creando un efecto de hermosa sencillez.

Cinco kilómetros más para Banbury Cross, pensó. A casa. Como aquel día, cuando llevamos a Duddits a la suya.

«Como se lo contéis a alguien, no vuelvo a dirigiros la palabra.»

Henry volvió a aquel día de octubre como se vuelve a un sueño profundo. Bajó tanto por el pozo de la memoria, y tan deprisa, que al principio no se percató de la nube que se abalanzaba sobre él, una nube que no eran palabras, pensamientos ni gritos, sino algo rojinegro con lugares a donde ir y cosas que hacer.





5




Beaver da un paso, duda un poco y se arrodilla. El retrasado no le ve, sino que sigue gimiendo con los ojos apretados, entre convulsiones de su estrecha caja torácica. Los calzoncillos de Scooby-Doo y la chaqueta vieja de motorista de Beaver, llena de cremalleras, son dos cosas igual de cómicas, pero ninguno de los otros chicos se ríe. Henry sólo quiere que deje de llorar el retrasado. Su llanto le destroza.

Beaver avanza un poco de rodillas y coge en brazos al niño que llora.

El barco de mi niño es un sueño de plata... Es la primera vez que Henry oye cantar a Beaver, como no sea con la radio puesta (no se puede decir que los Clarendon se dejen caer mucho por la iglesia), y queda asombrado por la dulzura de su voz de tenor. Un año más, aproximadamente, y a Beaver le cambiará la voz, perdiendo sus virtudes, pero ahora, en el solar vacío de al lado del edificio en desuso, entre las malas hierbas, a todos les traspasa y asombra su sonido. El niño retrasado también reacciona: deja de llorar y mira a Beaver con cara de sorpresa.

... que lleva de su cuna a la estrella más alta. Navega, niño mío, navega hacia mis brazos por los mares y ríos,

La última nota se queda flotando en el aire, y ante tanta belleza, por unos momentos, el mundo se aguanta la respiración. Henry nota que tiene ganas de llorar. El niño retrasado mira a Beaver, que le ha estado acunando al compás de la canción. Su cara, mojada por el llanto, contiene una expresión de perplejidad extática. Se le ha olvidado el labio partido, el morado de la mejilla, la ropa que le falta, la fiambrera perdida. Le dice a Beaver «maaa», una sílaba que podría no tener sentido, pero Henry la entiende, y ve que Beaver también.

— No puedo —dice Beaver.

Se da cuenta de que sigue teniendo el brazo alrededor de los hombros desnudos del niño, y lo aparta.

El resultado es que el niño pone mala cara, pero esta vez no es de miedo, ni de mal humor por que le lleven la contraria, sino de pura tristeza. Sus ojos, increíblemente verdes, se llenan de lágrimas, que ruedan por los regueros limpios de sus mejillas sucias. Le coge a Beaver la mano y vuelve a colocársela alrededor de sus hombros, diciendo: -¡Maaa! ¡Maaa!

Beaver, presa del pánico, los mira.

— MÍ madre nunca me cantaba nada más —dice-—. Me dormía enseguida.

Henry y Jonesy se miran y estallan en carcajadas. No es que sea muy buena idea, porque seguro que el niño se asusta y vuelve a berrear como un poseso, pero no puede evitarlo ninguno de los dos. Resulta que el niño no llora, sino que sonríe a Henry y Jonesy con gran efusión, enseñando una dentadura muy junta y blanca, y vuelve a mirar a Beaver, mientras sigue sujetándole el brazo alrededor de los hombros.

— ¡Maaa! —ordena.

— ¡Coño, tío, pues vuelve a cantar lo mismo! —dice Pete — . La parte que sabes.

Beaver acaba por cantarlo tres veces más antes de que el niño se dé por satisfecho y permita que le pongan los pantalones y la camiseta rota, la que lleva el número de Richie Grenadeau. A Henry no se le olvidará jamás el fragmento de nana, ni su embrujo. Acudirá a su memoria en los momentos más inesperados: después de perder la virginidad en una fiesta universitaria, con Smoke on the Water retumbando en los amplios del piso de abajo; tras abrir el periódico por la página de necrológicas y ver la sonrisa (encantadora, todo hay que decirlo) de Barry Newman, sobre sus múltiples papadas; dando de comer a su padre, víctima del Alzheimer a una edad tan, tan injusta como cincuenta y tres años, mientras insiste, el pobre hombre, en que Henry es un tal Sam. «Sammy, los hombres de verdad pagan sus deudas», había dicho su padre; y, al aceptar la siguiente cucharada de cereales, le goteaba leche por la barbilla. En momentos así le vendrá a la memoria lo que ha quedado para él como «la nana de Beaver», y le procurará momentos de consuelo.

Ya tienen vestido al niño, a excepción de una zapatilla deportiva roja. Intenta ponérsela él mismo, pero la coge al revés. ¡Pobre! A Henry no le entra en la cabeza que los tres mayores hayan sido capaces de tomarla con él. Ya no es cuestión de su manera de llorar, que no se parece a ninguna otra que conozca. ¿Cómo se puede ser tan mala persona?

—Deja, que te lo arreglo —dice Beaver.

— ¿Qué adegla? —pregunta el niño, con una perplejidad tan cómica que vuelven a reírse los tres, Henry, Jonesy y Pete. Henry ya sabe que no hay que reírse de los retrasados, pero no puede evitarlo. El niño tiene una de esas caras que hacen reír, como un personaje de dibujos animados.

Beaver sólo sonríe.

— ¡La zapatilla, hombre!

— ¿Adegla tatilla?

—Eso. Así no se puede. Imposible, chaval.

Beaver le coge la zapatilla, y el niño, muy interesado, le ve ponérsela en el pie, apretar los cordones contra la lengüeta y formar el lazo. Cuando ya está hecho, el niño mira el lazo y mira a Beaver. Por último, le echa los brazos al cuello y le planta un besóte ruidoso en la mejilla.

— Como le contéis a alguien lo que me ha hecho... —empieza a decir Beaver; pero se nota que le ha gustado, porque sonríe.

— ¡Que sí, joder, que sí, que no volverás a dirigirnos la palabra! —dice Jonesy con una sonrisa burlona. Es quien tiene la fiambrera. Se pone de cuclillas delante del niño y se la enseña—. ¿Es tuya, tío?

El niño, satisfecho, enseña los dientes, como si se hubiera encontrado a un amigo de toda la vida, y la coge.

—Cubidú, dondetá...

Eso, eso —dice Jonesy—. Tenemos trabajo, concretamente llevarte a casita.3 Te llamas Douglas Cavell, ¿no?

El niño se aprieta la fiambrera contra el pecho con las dos manos sucias y le da un beso fuerte, como el que le ha estampado a Beaver en el moflete.

— ¡ZoyDudi! —exclama.

—Muy bien —dice Henry. Coge una mano del niño, Jonesy la otra, y le ayudan a levantarse. Maple Lañe sólo está a tres calles, y pueden llegar en diez minutos, suponiendo que no anden al acecho Richie y sus amigos, esperando el momento de que caigan en la trampa—. Venga, Duddits, a casita, que seguro que tu mami ya está preocupada.

Primero, sin embargo, Henry envía a Pete a la esquina de la nave para ver si está libre el camino. Cuando vuelve Pete e informa de que no hay moros en la costa, Henry deja que cubran ese tramo. Una vez que hayan llegado a la acera y pueda verles la gente, estarán a salvo. Hasta entonces no piensa correr riesgos. Por lo tanto, vuelve a enviar a Pete con instrucciones de reconocer el terreno hasta la calle y, si va todo bien, silbar.

—Yanotán —dice Duddits.

—No te digo que no —dice Henry—, pero estaré más tranquilo si va a verlo Pete.

Duddits permanece serenamente entre ellos, mirando los dibujos de la fiambrera, mientras Pete va a echar un vistazo. Henry se fía de él. No ha exagerado las dotes de corredor de Pete: si intentan caer sobre él Richie y sus amigos, pondrá el turbo y les dejará con un palmo de narices.

—¿Qué, tío, te gusta la serie? —dice Beaver, cogiendo la fiambrera.

Lo dice con tranquilidad. Henry observa la escena con cierto interés, movido por la curiosidad de ver si el niño retrasado llora porque le hayan quitado la fiambrera. No lo hace.

  • ¡Ubidús! —dice el niño retrasado.

Tiene el pelo rubio y rizado. Henry sigue sin adivinarle la edad.

—Ya, ya sé cómo se llaman —dice Beav con paciencia—, pero nunca se cambian de ropa. Tiene razón Pete. ¡Si es que...! Hay que joderse, ¿no?

— ¡Zi!

El niño tiende las manos para que le devuelvan la fiambrera, y Beaver se la da. El crío la abraza y les sonríe a todos. Es una sonrisa muy bonita, piensa Henry, sonriendo a su vez. Le recuerda cuando has estado nadando mucho rato en el mar, sales muerto de frío y con la piel de gallina, te envuelves los hombros con una toalla y entras enseguida en calor.

Jonesy también sonríe.

—Duddits —dice—, ¿cuál es el perro?

El niño retrasado le mira sin dejar de sonreír, pero con cara de extrañeza.

—El perro —dice Henry—. ¿Cuál es el perro?

Ahora el niño mira a Henry con más cara de sorpresa que antes.

— ¿Cuál es Scooby, Duddits? —pregunta Beaver. Duddits pone cara de entender y señala con el dedo.

— ¡Ubi! ¡Ubiubidú! ¡E perdro!

Se parten todos de risa, incluido Duddits. Entonces silba Pete, y se ponen en marcha. Cuando han recorrido tres cuartos del camino de entrada, dice Jonesy:

— ¡Esperad, esperad!

Corre hacia una de las ventanas sucias de los despachos y se asoma, poniendo una mano a cada lado de la cara para que no le moleste la luz. De repente Henry se acuerda de a qué habían venido. Por el cono de Tina Jean como se llame. Parece que hayan pasado mil años.

Después de unos diez segundos, Jonesy les llama:

— ¡Henry! ¡Beav! ¡Venid! ¡El niño que se quede!

Duddits le mira con los ojos brillantes y la fiambrera apretada contra el pecho. Después de un rato asiente con la cabeza, y Henry corre para reunirse con sus amigos al lado de la ventana. Tienen que ponerse muy juntos, y Beaver se queja de que le está pisando alguien, pero se arreglan. Más o menos al minuto llega Pete, que se extrañaba de esperarles tanto rato en la acera, y mete la cara entre los hombros de Henry y Jonesy. He aquí la escena: cuatro chicos mirando por la ventana sucia de una oficina, tres de ellos haciendo pantalla con las manos, y otro, el quinto, que se ha quedado detrás, entre las malas hierbas del camino de entrada, sujetando su fiambrera contra un pecho menudo y mirando el cielo blanco, donde hace esfuerzos por aparecer el sol. Detrás del cristal sucio (donde sus frentes apoyadas dejarán señales en forma de media luna) hay una habitación vacía. El suelo está lleno de polvo, y de varios renacuajos deshinchados que Henry reconoce como condones. En una pared, la de delante de la ventana, hay un tablón de anuncios con un mapa del norte de Nueva Inglaterra y una foto Polaroid de una mujer levantándose la falda, pero no se le ve el chocho, sólo las bragas blancas. Tampoco es una chica de instituto. Es vieja. Como mínimo tiene treinta años.

— ¡Pero bueno! —acaba diciendo Pete, que mira a Jonesy con cara de indignación—. ¿Para esto hemos venido?

Primero Jonesy se pone a la defensiva, pero después sonríe y mueve el pulgar por encima del hombro.

—No —dice—, por él.






6




Los recuerdos de Henry se interrumpieron de golpe al darse cuenta de algo sorprendente e inesperado: tenía un miedo atroz, y desde hacía bastante rato. Hasta entonces se había ceñido en el umbral de su conciencia, porque lo retenía el recuerdo nítido del día en que habían conocido a Duddits, pero ahora le saltaba a la cara con un grito de terror, insistiendo en ser tomado en cuenta.

Se detuvo bruscamente, patinó y se quedó en medio de la carretera, agitando los brazos para no volver a caerse en la nieve. Jadeante, con los ojos muy abiertos, se preguntó: ¿Y ahora qué? Sólo faltaban cuatro kilómetros para Hole in the Wall. Casi había llegado. ¿Ahora qué carajo hacía?

Hay una nube, pensó. No tengo claro qué es, pero lo noto. Es la sensación más clara que he tenido en toda mi vida, al menos desde que soy adulto. Tengo que apartarme de la carretera. Tengo que apartarme de la película. En la nube hay una película. De las que le gustan a Jonesy. Una de miedo.

— ¡Qué tontería! —murmuró, sabiendo que no lo era.

Oyó acercarse un ruido de motor. Procedía de la dirección de Hole in the Wall e iba muy deprisa: un motor de motonieve, casi seguro que el Arctic Cat que tenían guardado en el campamento... pero también era la nube rojinegra con la película dentro, una energía negra, tremenda, corriendo a su encuentro. Esta vez se trataba de algo más que un simple clic en la cabeza. Era como un puño de enterrado en vida dando golpes en la tapa de su ataúd.

Henry permaneció sin moverse, asaltado por un centenar de temores de infancia, de cosas debajo de la cama, en ataúdes, de hormigueos de insectos al levantar las piedras, de la pasta peluda que quedaba de una rata muerta, una rata asada, al retirar su padre la estufa de la pared para arreglar el en-chufe. Y de temores que nada tenían de infantiles: su padre, perdido en su propio dormitorio y tan asustado que gritaba; Barry Newman huyendo de la consulta con cara de pavor, porque le habían pedido que investigara algo que no quería o no podía reconocer; el propio Henry sentado a las cuatro de la madrugada con un vaso de whisky, y el mundo un vacío sin vida, su propio cerebro un vacío sin vida, el alba a mil años de distancia y ni rastro de nanas. Todo ello lo contenía la nube rojinegra que corría hacia él como el caballo blanco del Apocalipsis. Todo ello y más. Se acercaba hacia Henry cuanto de malo pudiera haber sospechado, y no en un caballo blanco, sino en una motonieve vieja con el chasis oxidado. No era la muerte, sino algo peor: el señor Gray.

¡Sal de la carretera!, le ordenó su mente. ¡Sal de la carretera y escóndete!

Al principio no podía moverse. Tenía la sensación de que le pesaban cada vez más los pies. El corte del muslo, el que se había hecho con el intermitente, le quemaba como si le hubieran marcado con un hierro candente. Ahora entendía la sensación de un ciervo sorprendido por los faros de un coche, o de una ardilla dando saltos tontamente al echársele encima un cortacésped. La nube le había robado la facultad de ayudarse a sí mismo. Estaba paralizado en su camino.

El empujón, curiosamente, se lo dieron sus ideas de suicidio. ¿Una decisión tan costosa, pagada al precio de agonía de quinientas noches de insomnio, sólo para que una especie de reacción de ciervo le quitara su poder de decisión? No, imposible. Ya era bastante duro sufrir, pero dejar que su cuerpo, atenazado por el miedo, se burlara de aquel sufrimiento negándose a obedecer, que esperase pasivamente la colisión con un demonio... no, eso no podía permitirlo.

De modo que se movió, pero era como moverse en una pesadilla, por un aire que parecía vuelto de caramelo. Le subían y bajaban las piernas con la lentitud de un ballet submarino. ¿Era la misma carretera por la que había corrido? Ahora la idea le parecía imposible, aunque lo tuviera tan fresco en la memoria.

A pesar de todo, siguió moviéndose mientras se acercaba el quejido del motor, convertido en un ruido cada vez más sordo y entrecortado, y llegó un momento en que logró internarse entre los árboles del lado sur de la carretera. Avanzó unos cinco metros, bastante para que no hubiera manto de nieve, sólo un polvillo blanco sobre una alfombra de agujas aromáticas de color anaranjado. Entonces cayó de rodillas, sollozó de terror y se tapó la boca con los guantes para ahogar el sonido, porque ¿y si le oían? Era el señor Gray, la nube era el señor Gray. ¿Y si le oía?

Se arrastró detrás del tronco musgoso de un abeto, lo abrazó y se asomó al otro lado, mirando a través de la cortina de su pelo enredado y sudado. Vio una chispa de luz en la oscuridad de la tarde. Era una luz nerviosa y vacilante que fue ganando en anchura hasta convertirse en faro.

A medida que se acercaba lo negro, Henry perdió el control de sus gemidos. La nube parecía flotar sobre su mente como un eclipse, borrando el pensamiento y reemplazándolo por imágenes es-pantosas: leche en la barbilla de su padre, pánico en los ojos de Barry Newman, cuerpos esqueléticos y miradas fijas detrás de alambradas, mujeres desolladas, hombres ahorcados... Hubo un momento en que pareció que se le girara su comprensión del mundo como un calcetín, y se dio cuenta de que estaba todo infectado... o podía estarlo. Todo. Delante de lo que se avecinaba, sus motivos para pensar en el suicidio eran triviales.

Apretó la boca contra el tronco para no gritar, y sintió que sus labios tatuaban un beso en el musgo elástico hasta alcanzar lo mojado, lo que sabía a corteza. Justo entonces pasó de largo el Arctic Cat, y Henry reconoció la forma que lo montaba, reconoció a la persona que generaba la nube rojinegra que ahora llenaba la cabeza de Henry como una fiebre seca.

Mordió el musgo, gritó contra el árbol (inhalando trozos de musgo sin darse cuenta) y volvió a gritar. Después se quedó de rodillas, aferrándose al árbol y temblando, mientras disminuía hacia el este el sonido del Arctic Cat. El ruido volvió a quedar reducido a un zumbido molesto, y Henry seguía en la misma postura. Se perdió por completo, y Henry seguía en la misma postura.

Por ahí anda Pete, pensó. Les encontrará a él y a la mujer.

Caminó tropezando hasta la carretera, sin darse cuenta de que volvía a sangrarle la nariz, ni de que lloraba. Reemprendió enseguida el camino hacia Hole in the Wall, aunque ahora cojeaba. Quizá no importase, porque en el campamento ya había ocurrido todo.

Lo horrible, lo ignoto que había sentido avecinarse, ya había ocurrido. De sus amigos, uno estaba muerto, el otro agonizaba y el otro, pobre, se había convertido en estrella de cine.








Vll



Jonesy y Beav





1





Beaver volvió a decirlo. Esta vez nada de beaverismos, sólo las dos sílabas desnudas de estar apoyado contra la pared, sin ninguna otra manera de expresar el terror que se veía.

— ¡Hostia!

A McCarthy el dolor no le había impedido detenerse para apretar los dos interruptores contiguos a la puerta, encendiendo los fluorescentes que había a ambos lados del espejo del botiquín, así como el del techo, que era redondo. La luz homogénea y fortísima que arrojaban entre los tres hacía que el lavabo pareciera la foto del lugar de un crimen, aunque también estaba imbuido de una especie de surrealismo, porque no era una luz del todo fija, sino dotada de cierto parpadeo, justo el necesario para saber que estaba alimentada por generador, no por un tendido de la Derry and Bangor Hydroelectric.

Las baldosas del suelo eran azul celeste. Al lado de la puerta sólo había gotitas de sangre, pero a medida que se acercaban las manchas a la taza del váter, que estaba al lado de la bañera, se juntaban y se convertían en una serpiente roja. De ella se habían derivado capilares de un rojo encendido. Las baldosas estaban tatuadas con las huellas de las botas de Beaver y Jonesy, ninguno de los cuales se las había quitado. La cortina azul de vinilo de la ducha presentaba huellas dactilares borrosas, y Jonesy pensó: al dar media vuelta, para sentarse, debe de haber estirado los brazos y haberse cogido a la cortina.

Sí, pero no era lo peor. Lo peor era la escena que veía Jonesy en su cabeza: McCarthy

caminando deprisa por las baldosas azules, con una mano detrás y presionando para evitar que saliera algo.

— ¡Hostia! —volvió a decir Beaver, casi lloriqueando — . Yo esto no quiero verlo, Jonesy. Tío, que no, que no puedo.

—No hay más remedio. —Jonesy se oyó hablar como de muy lejos—. Podemos, Beav. Si pudimos plantarles cara a Richie Grenadeau y sus amigos, también podemos enfrentarnos con esto.

—No sé, tío, no sé...

En el fondo Jonesy tampoco lo sabía, pero le cogió la mano a Beaver. Los dedos de Beav se cerraron con la fuerza del pánico, y avanzaron juntos otro paso por el cuarto de baño. Jonesy procuró esquivar la sangre, pero era difícil, porque estaba por todas partes. Y no todo era sangre.

—Jonesy —dijo Beaver, casi susurrando y con la boca seca—, ¿ves la porquería que hay en la cortina de la ducha?

—Sí, tío.

En las huellas dactilares borrosas crecían grumitos de una especie de moho entre rojo y dorado. En el suelo había más, pero no en la serpiente de sangre, sino entre las baldosas.

— ¿Qué es?

—No lo sé —dijo Jonesy—. Supongo que lo mismo que tenía él en la cara. Quédate callado. —Y añadió—: Señor McCarthy... Rick...

McCarthy, que estaba sentado en el váter, no contestó. Por algún motivo se había vuelto a poner el gorro naranja, con la visera un poco torcida. Por lo demás estaba desnudo. Tenía apoyada la barbilla en la clavícula, como una parodia de meditación (aunque también podía no ser una parodia). Los ojos estaban casi cerrados, y las manos juntas, tapando el vello púbico con mojigatería. A un lado de la taza había sangre corriendo, como un brochazo de pintura, pero, que viera Jonesy, el propio McCarthy no tenía sangre encima.

En cambio vio lo siguiente: McCarthy tenía la piel de la barriga flaccida, colgando en dos mitades. Le recordó algo, pero tardó unos segundos en saber el qué. Era como le había quedado la barriga a Carla después de haber dado a luz a cada uno de sus cuatro hijos. La piel de encima de la cadera de McCarthy, donde se insinuaba un michelín (y cierta flojura de carnes), sólo estaba roja, mientras que delante, en la barriga, presentaba pequeños verdugones en carne viva. Pero en la sangre vertida crecía algo, y ¿qué había dicho al estirarse en la cama de Jonesy, subiéndose la manta hasta la barbilla? «Mira que estoy a la puerta y llamo.» Esa llamada, en concreto, Jonesy preferiría no haberla contestado. De hecho, se arrepentía de no haberle pegado un tiro. Sí. Ahora lo tenía más claro. Sentía la lucidez exaltada que acompaña a ciertos estados de miedo cerval, y, preso de ella, se arrepintió de no haberle pegado un tiro a McCarthy antes de ver la gorra y el chaleco naranjas. No habría sido peor. Quizá mejor.

— Llama a tu puta madre —murmuró Jonesy.

— ¿Aún está vivo, Jonesy? —No lo sé.

Jonesy dio otro paso y notó que le soltaban los dedos de Beaver. Por lo visto su amigo no era capaz de acercarse más a McCarthy.

—Rick... —dijo Jonesy en voz baja. Voz de no despertar al bebé. Voz de velatorio — . Rick, ¿estás...?

Debajo del hombre sentado en la taza se oyó un pedo de gran intensidad, un pedo que sonaba a mojado, y enseguida después se llenó la habitación de un olor a excrementos y pega de avión que escocía en los ojos. Jonesy se extrañó de que no se fundiera la cortina de la ducha.

Se oyó el ruido de algo cayendo al agua de la taza. No era el típico ruido de cagarro. Al menos a Jonesy no se lo pareció. Se asemejaba más al de un pez saltando en un estanque.

— ¡Dios, pero qué peste! —exclamó Beaver. Hablaba en sordina, porque se había tapado la boca y la nariz con la base de la mano —. Aunque si puede tirarse pedos es que aún está vivo. ¿No, Jonesy? Aún debe de...

—Calla —dijo Jonesy en voz baja, con una firmeza que hasta a él le sorprendió —. No digas nada, ¿vale?

Beav se calló.

Jonesy se agachó hasta tenerlo todo a la vista: los puntitos de sangre en el párpado derecho de McCarthy, la mancha roja que tenía en la mejilla, la sangre de la cortina de plástico azul, el letrero chusco de cuando el váter todavía era de la variedad química y para ducharse había que darle a la bomba (silencio: genio trabajando)... Vio un brillo gélido entre los párpados de McCarthy, y que tenía los labios agrietados, además de morados, al menos con aquella luz. Percibió el olor tóxico de la flatulencia, y casi lo vio ascender en cintas sucias de color amarillo oscuro, como gas mostaza.

—McCarthy... Rick... ¿Me oyes?

Hizo chasquear los dedos delante de aquellos ojos casi cerrados. Nada. Se lamió el dorso de la mano y la acercó a McCarthy, primero debajo de la nariz y a continuación delante de la boca. Nada.

—Está muerto, Beav —dijo, retrocediendo.

—Y una mierda —replicó Beaver con tono brusco y, por absurdo que pareciera, ofendido, como si McCarthy hubiera infringido todas las reglas de la hospitalidad—. ¡Si acaba de echar un zurullo, tío! Lo he oído yo.

—No creo que fuera...

Beav apartó a Jonesy, haciendo que se diera un golpe doloroso en la cadera con la pila.

— ¡Ya vale, tío! —exclamó Beaver. Cogió el hombro de McCarthy, redondo, pecoso y con poco músculo, y lo zarandeó—. ¡Despierta,coño! ¡Despier...!

McCarthy, poco a poco, se escoró hacia la bañera, y hubo un momento en que Jonesy pensó que tenía razón Beaver, que aún estaba vivo e intentaba levantarse. Luego McCarthy se cayó de la taza a la bañera, abombando la fina membrana de la cortina azul de la ducha. Se le cayó la gorra naranja. Le chocó el cráneo con la porcelana, haciendo ruido de hueso. Entonces Jonesy y Beaver, abrazados, se echaron a gritar, con el resultado de que, entre lo reducido del espacio y las baldosas, el lavabo se llenó de un ruido ensordecedor. El culo de McCarthy era una luna llena en posición oblicua, con un cráter en medio; un cráter gigantesco, ensangrentado, que parecía el emplazamiento de un impacto brutal. Jonesy sólo lo vio un segundo, justo antes de que McCarthy cayera de bruces en la bañera y quedara oculto por la cortina, que recuperó flotando su posición original; pero durante ese segundo le pareció que el agujero tenía treinta centímetros de diámetro. ¿Podía ser? ¿Treinta centímetros? Parecía difícil.

En la taza del váter volvió a moverse el agua, con energía suficiente para salpicar el anillo (que también era azul) con gotitas de agua mezclada con sangre. Beaver empezó a agacharse para mirar el interior, pero Jonesy, sin pensarlo, cerró la tapa con todas sus fuerzas.

—No —dijo.

  • ¿No?

  • No.

Beaver quiso extraer un palillo del bolsillo delantero del mono, pero sacó media docena y se le cayeron al suelo, rodando por las baldosas azules manchadas de sangre como palitos chinos. Beav miró los palillos, y luego a Jonesy. Tenía lágrimas en los ojos.

— Como Duddits, tío —dijo.

— ¿Se puede saber a qué viene eso?

— ¿No te acuerdas? También estaba medio desnudo. Aquellos capullos le quitaron la camiseta y los pantalones, y le dejaron en calzoncillos. Pero le salvamos.

Beaver asintió con vigor, como si Jonesy (o una parte profunda y dudosa de sí mismo) hubiera puesto objeciones a la idea.

Jonesy no puso ninguna, a pesar de que McCarthy no le recordaba a Duddits en nada. Tenía grabada la imagen de McCarthy ladeándose hacia la bañera, mientras se le caía el gorro naranja y le temblaban los depósitos de grasa del pecho («las tetas de vivir bien», como decía Henry al vérselas a alguien debajo del polo). Después su culo expuesto a la luz, la del fluorescente, tan cruda que no dejaba espacio para ningún secreto, sino que lo narraba todo con monotonía. Un culo perfecto de hombre blanco, sin pelos, y que empezaba a ponerse un poco fofo en la unión con la parte trasera de los muslos. Jonesy los había visto a millares en los diversos vestuarios donde se había vestido y duchado, y hasta se le estaba poniendo así el suyo (al menos hasta que lo habían atropellado, cambiando, quizá para siempre, la configuración física de sus posaderas), pero nunca como lo tenía ahora McCarthy, como si dentro hubieran hecho explotar algo, un cartucho de escopeta, para... ¿para qué?

Volvió a oírse un chapoteo dentro del váter, y se movió la tapa. No cabía mejor respuesta. Para salir, claro.

Para salir.

— Siéntate encima —dijo Jonesy a Beaver. -¿Eh?

— ¡Que te sientes encima! —dijo Jonesy, esta vez casi gritando.

Beaver, sorprendido, se apresuró a sentarse en la tapa del váter. A la luz sin secretos ni contrastes de los fluorescentes, la piel de Beaver tenía la blancura de la arcilla recién modelada, y cada pelito negro de la barba parecía un lunar. Tenía los labios morados, y encima de la cabeza el letrero del chiste: silencio: genio trabajando. Los ojos azules de Beav estaban muy abiertos de miedo.

— Ya me he sentado, Jonesy.

—Sí, ya lo veo. Perdona, Beav. Pero quédate sentado, ¿eh? Lo que estaba dentro de McCarthy ahora está encerrado. Sólo puede ir al pozo séptico. Ahora vuelvo...

— ¿Adonde vas? ¡Sólo falta que me dejes aquí, sentado en el váter al lado de un muerto! Si salimos los dos corriendo...

—De salir corriendo nada —dijo Jonesy muy seriamente—. La cabaña es nuestra, y nos quedamos.

Nobles palabras, pero que como mínimo obviaban un aspecto de la situación: que lo que más tenía Jonesy era miedo de que lo que había dentro del váter pudiera correr más deprisa que ellos. O deslizarse, o lo que fuera. Le pasaron por la cabeza escenas aceleradas de cien películas de terror (Parasite, Alien, Vinieron de dentro de...). Cuando en cartelera había una así, Carla se negaba a ir con él al cine, y si las alquilaba en vídeo le obligaba a bajar al sótano y ponerlas en la tele del estudio. Ahora, sin embargo, podía ser que les salvara la vida una de esas películas (algo que había visto Jonesy en ella). Echó un vistazo a la especie de moho rojizo que proliferaba en la huella sangrienta de la mano de McCarthy. Salvarles la vida o, en todo caso, protegerles de lo que había en el váter. Aquella especie de moho... ¿Cómo saberlo?

Lo de dentro de la taza dio otro salto, golpeando la tapa por el interior, pero Beaver no tuvo ninguna dificultad en mantenerla cerrada. Mejor. Quizá lo de dentro se ahogara, aunque a Jonesy no le pareció que se pudiera contar con ello, porque ¿verdad que había vivido dentro de McCarthy? Sí, había sobrevivido bastante tiempo en el interior de don Miraqueestoyalapuertayllamo, quizá los cuatro días enteros de extravío por el bosque. Por lo visto había reducido el crecimiento de la barba de McCarthy, y había hecho que se le cayeran unos cuantos dientes; también había provocado que McCarthy se tirara unos pedos imposibles de ignorar en ningún ambiente social, ni siquiera en el de educación más exquisita: pedos, hablando en plata, como de gas tóxico. Aunque la cosa en sí, al parecer, había gozado de buena salud... había crecido...

De repente, como si lo viera, se le apareció una solitaria blanca saliendo de un montón de carne cruda. Tuvo arcadas, e hizo un ruido como de gárgaras.

— ¡Jonesy!

Beaver empezó a levantarse, poniendo cara de estar más asustado que nunca.

— ¡Vuelve a sentarte, Beaver!

Obedeció, y justo a tiempo. La cosa del váter saltó y dio un golpe sordo en la tapa. «Mira que estoy a la puerta y llamo.»

¿Te acuerdas de Arma letal, cuando el colega de Mel Gibson no se atreve a levantarse del cagadero? —dijo Beaver. Sonreía, pero tenía la boca seca y ojos de miedo — . ¿A que es como ahora?

—No —dijo Jonesy — , porque aquí no va a explotar nada. Además, yo no soy Mel Gibson y tú eres demasiado blanco para ser Danny Glover, ¿vale? Ahora escucha: voy a salir al cobertizo...

—Y una mierda. Tú aquí no me dejas.

— Calla y déjame acabar. ¿Verdad que fuera hay cinta aislante?

—Sí, creo que está colgada de un clavo, aunque...

— Exacto. Creo que al lado de los botes de pintura. Es un rollo grande. Pues voy a buscarlo y la enrollamos en el váter. Luego...

Volvió a saltar con mucha fuerza, como si les oyera y entendiera. ¿Y cómo sabemos que no?, pensó Jonesy. En el momento en que la cosa chocaba con la tapa, infligiéndole un golpe durísimo, Beav se estremeció.

— Luego nos vamos —concluyó Jonesy.

— ¿En la motonieve?

Jonesy asintió con la cabeza, si bien a decir verdad se le había olvidado la existencia del Arctic Cat.

—Exacto. Vamos a buscar a Henry y a Pete...

Beav sacudía la cabeza.

—El del helicóptero ha dicho algo de una cuarentena. No habrán vuelto por eso. Deben de haberles cerrado el paso por la...

¡Pum!

Beaver se estremeció. Jonesy también.

—... por la cuarentena.

—Es posible —dijo Jonesy—, pero te digo una cosa, Beav: prefiero estar en cuarentena con Pete y Henry que aquí con... que aquí. ¿Tú no?

— Oye, ¿y si tiramos de la cadena y santas pascuas? —dijo Beaver.

Jonesy negó con la cabeza.

— ¿Por qué no?

— Porque he visto el agujero que ha hecho al salir —dijo Jonesy —. Lo hemos visto los dos. No sé qué es, pero no nos lo cargaremos tirando de una cadenita. Es demasiado grande.

— Mierda.

Beaver se dio un golpe en la frente con la base de la mano. Jonesy asintió.

—Vale, Jonesy, pues ve a buscar la cinta. Jonesy se detuvo en la puerta y miró hacia atrás. —— Ah, oye, Beaver... Beav arqueó las cejas.

— Que no te vea levantarte, ¿eh?

A Beaver le dio risa. A Jonesy también. Entre risas convulsas se miraron, Jonesy al lado de la puerta, Beav sentado en la tapa del váter. Después Jonesy cruzó deprisa la sala grande en dirección a la puerta de la cocina. Cuanto más lo pensaba más gracia le hacía. Se sentía caliente, febril, con una mezcla de pavor e hilaridad. Cágate lorito.






2




Beav oyó a Jonesy cruzar la sala riendo, y seguir riendo al salir por la puerta. A pesar de los pesares, se alegró. Entre el atropello y las secuelas, Jonesy había pasado un año fatal. Al principio hasta habían tenido miedo de que la palmara. ¡Pobre, qué horror, con treinta y ocho años no cum-plidos! Mal año para Pete, que llevaba una temporada de beber demasiado, mal año para Henry, que a veces se quedaba raro, como ausente, cosa que Beaver no entendía, y que no le gustaba... y ahora, por lo visto, también podría decirse que había sido mal año para Beaver Clarendon. Claro que sólo era un día entre trescientos sesenta y cinco, pero nadie se levanta pensando que por la tarde tendrá un muerto en la bañera y estará sentado en la tapa de un váter para evitar que algo que ni siquiera ha visto...

—No, tío —dijo Beaver—. Eso ni pensarlo.

No tenía por qué. Jonesy tardaría uno o dos minutos en volver con la cinta. Como máximo tres. La cuestión era saber qué quería pensar hasta que volviera Jonesy. ¿En qué podía pensar para estar más a gusto?

Pues en qué iba a ser, en Duddits. Pensar en Duddits siempre le daba buen rollo. Y en Roberta. También iba bien pensar en Roberta. Clarísimamente.

Pensando en aquel día, en la mujer bajita y con vestido amarillo que esperaba a la entrada de su casa de Maple Lañe, Beav sonrió; y al acordarse de cuando les había visto a ellos, se le ensanchó la sonrisa. Había llamado a su hijo de la misma manera. Le había llamado.





3





— ¡Duddits! —exclama.

La mujer, menuda, con canas y vestido estampado de flores, corre a su encuentro por la acera como un pajarito.

Duddits ha estado caminando con sus nuevos amigos, más contento que un ocho: hablando por los codos, con la fiambrera de Scooby-Doo en la mano derecha, la izquierda cogiendo la de Jonesy y columpiándola con alegría. En el galimatías que sale de su boca parece que se confundan todas las letras. Para Beaver, la gran sorpresa es que se le entienda casi todo.

Ahora que ha visto a la mujer del pelo gris, Duddits suelta la mano de Jonesy y corre hacia ella; corren los dos, y Beaver se acuerda de un musical sobre unos cantantes, los Von Cripp, o Von Crapp, o algo así.

— ¡Amáa, amáa! —vocifera Duddits. «¡Mamá! ¡Mamá!»

— ¿Dónde has estado? ¿De dónde sales, Duddits de mi alma? ¡Desastre, que eres un desastre!

Se juntan, y es tal la diferencia de peso y estatura (como seis o siete centímetros a favor de Duddits) que Beaver se lleva un susto, temiendo que aquel pajarito de mujer acabe aplastada como el coyote en los dibujos animados de Correcaminos. Nada más lejos: la madre de Duddits levanta a su hijo y le hace girar con una sonrisa de éxtasis de oreja a oreja.

—Estaba a punto de entrar y llamar a la policía. Malo, más que malo, que siempre me llegas tarde, Dud...

Ve a Beaver y sus amigos y deja a su hijo en el suelo. Se le ha borrado la sonrisa de alivio; ahora está muy seria, yendo hacia ellos y pisando la cuadrícula de un juego de rayuela; un juego, piensa Beav, que no podría ser más fácil, y que aun así le está vetado a Duddits. A su madre siguen viéndosele lágrimas en las mejillas; ahora ha salido el sol, que las hace brillar.

— Uy, uy, uy —dice Pete — , que nos la vamos a cargar... -Tranquilos —dice Henry, hablando en voz baja y deprisa—.

Que se desahogue, y luego se lo explicamos.

Pero han juzgado mal a Robería Cavell, aplicando el rasero de tantos adultos que a los chicos de su edad no les conceden ni la presunción de inocencia. No es el caso de Roberta Cavell, ni de su marido Alfie. Los Cavell son otra cosa. Les ha convertido Duddits en otra cosa.

—Chicos —dice ella—, ¿qué hacía? ¿Se había perdido? Me da mucho miedo dejar que vaya solo, pero tiene tantas ganas de ser como los demás...

Una de sus manos estrecha con fuerza los dedos de Beaver, y la otra los de Pete. A continuación les suelta, coge las de Jonesy y Henry y les da el mismo apretón.

—Señora... —empieza a decir Henry.

La señora Cavell se concentra en mirarle fijamente, como si quisiera leerle el pensamiento.

—Perdido y algo más —dice.

—Señora... —Al segundo intento, Henry renuncia a disimular. La mirada verde que sostiene es igual que la de Duddits, pero en inteligente, en alerta, en aguda e inquisitiva — . Sí, señora. —Suspira—. Perdido y algo más.

—Sí, porque en general viene directamente a casa. Dice que no puede perderse, porque ve la línea. ¿Cuántos eran?

— Pocos —dice Jonesy. Luego mira a Henry de reojo. Duddits está al lado, boca abajo; ha encontrado los últimos dientes de león del césped del vecino, y se dedica a soplarlos y ver cómo se los lleva la brisa—. Le molestaban unos chicos, señora.

—Mayores —dice Pete.

La mirada escrutadora de la señora Cavell vuelve a desplazarse de Jonesy a Pete, de Pete a Beaver y de Beaver a Henry.

— Acompañadnos dentro —dice—, que quiero que me lo contéis todo. Duddits se toma cada tarde un vaso grande de Za-Rex, que es su bebida favorita, pero supongo que vosotros preferiréis té helado.

Miran los tres a Henry, que se lo piensa y asiente.

— Sí, señora, encantados.

La señora Cavell, por consiguiente, les lleva a la casa donde en años sucesivos pasarán tanto tiempo, la del 19 de Maple Lañe. En realidad les lleva Duddits, que abre el camino haciendo cabriolas; de vez en cuando se pone la fiambrera amarilla de Scooby-Doo encima de la cabeza, pero Beaver se fija en que prácticamente no se aparta de una zona concreta de la acera, a unos treinta centímetros de la hierba que separa la acera de la calle. Algunos años más tarde, cuando lo de la hija de los Rin-kenhauer, se acordará de las palabras de la señora Cavell. Él y todos. «Ve la línea.»





4




— ¿Jonesy? —dijo Beaver.

No hubo respuesta. ¡Caray, ya se le hacía larga la ausencia de Jonesy! Debía de ser una falsa impresión, pero Beaver no podía comprobarlo, porque por la mañana se había olvidado de ponerse el reloj. ¡Qué burro! En fin, siempre lo había sido. Como para haberse acostumbrado. En comparación con Jonesy y Henry, tanto él como Pete eran un par de burros. Lo bueno que tenían Jonesy y Henry, entre otras cosas, era que no se lo hacían notar.

— Jonesy!

Nada. Seguro que no acababa de encontrar la cinta aislante. No había que darle más vueltas.

Al fondo, muy al fondo de la cabeza de Beaver, una vocecita pérfida le decía que la cinta no tenía nada que ver, que Jonesy había tomado las de Villadiego y le había dejado sentado en el váter, como Danny Glover en la peli; pero Beaver se negaba a escucharla, porque Jonesy no era capaz. Entre ellos, lo primero siempre había sido la amistad.

Exacto, convino la malvada vocecita: «había sido». Ya no es.

— ¡Jonesy, tío! ¿Dónde estás?

Siguió sin contestar. Quizá la cinta aislante se hubiera caído del clavo.

Debajo tampoco se oía nada. A propósito, ¿a que era imposible que McCarthy hubiera cagado un monstruo en el váter? ¡La Bestia de la Taza! ¡Temblad, mortales! Sonaba a cuando en los programas de humor de la tele hacían parodias del cine de terror. Además, aunque fuera verdad, para entonces la Bestia de la Taza ya debía de haberse ahogado a base de bien, o haberse metido más. De repente le volvió a la cabeza una frase de un cuento que le leían a Duddits; se lo leían por turnos, y menos mal que eran cuatro, porque cuando a Duddits le gustaba algo no había manera de que se cansara.

«¡Lee maguiyot!», vociferaba Duddits, corriendo hacia uno de los cuatro con el libro en alto, encima de la cabeza, como el primer día con la fiambrera. «¡Lee maguiyot, lee maguiyot!» Quería decir «¡Leer McGilligot!». Era un libro que se llamaba El estanque de McGilligot, y que empezaba con dos versos: «Muy tonto, jovencito, me pareces / si crees que en el estanque de McGilligot hay peces.» Y sin embargo los había, al menos en la imaginación del niño del cuento. Muchos, muchos peces. Y gordos.

Dentro del váter, en cambio, no se oía movimiento. Tampoco había golpes en la tapa. Ya hacía rato que no. Quizá pudiera arriesgarse a mirar muy deprisa, levantar la tapa y volver a cerrarla en cuanto...

Pero lo último que le había dicho Jonesy era «que no te vea levantarte», y más valía obedecer.

«Seguro que Jonesy ya ha recorrido dos kilómetros de carretera —calculó la voz pérfida—. Dos kilómetros, y aún acelera.»

—Mentira —dijo Beaver—. ¿Jonesy? Nunca.

Cambió un poco de postura, previendo que saltaría el bicho de dentro, pero no fue así. A esas horas quizá estuviera a cincuenta metros, nadando entre cagarros por la fosa séptica. Jonesy había dicho que era demasiado grande para bajar, pero, como no lo había visto ninguno de los dos, era imposible afirmarlo con rotundidad. A pesar de todo, monsieur Beaver Clarendon se quedaría sentadito. Porque lo había dicho. Porque cuando estás preocupado, o tienes miedo, siempre cuesta más que pase el tiempo. Y porque se fiaba de Jonesy. Jonesy y Henry nunca le habían hecho nada malo. Nunca se habían reído ni de él ni de Pete. Tampoco le habían hecho nada malo a Duddits, ni se habían reído de él.

Beav rió por la nariz. Duddits con la fiambrera de Scooby-Doo. Duddits boca abajo, soplando las semillas de diente de león. Duddits corriendo por el patio trasero, más feliz que un pájaro en un árbol. Los que llamaban «especiales» a aquella clase de niños no se enteraban de nada. Aunque para ellos cuatro había sido especial: un regalo de una mierda de mundo que no suele regalarle nada a nadie. Para ellos, Duddits había sido algo muy especial, alguien muy querido.






5





Están sentados en el rincón de la cocina donde da el sol (se han ido las nubes como por ensalmo), bebiendo té helado y mirando a Duddits, que después de acabarse el Za-Rex (un mejunje naranja que da grima) en tres o cuatro tragos enormes y ruidosos, ha salido a jugar al patio de atrás.

Henry, que actúa un poco como portavoz, le cuenta a la señora Cavell que los mayores sólo «le empujaban de un lado para otro». Dice que se han puesto un poco brutos y le han roto la camiseta, y que por eso Duddits, asustado, se ha puesto a llorar. No menciona que Richie Grenadeau y sus amigos le hayan quitado los pantalones, ni aparece en su explicación la merienda tan asquerosa que le querían hacer comer a Duddits. Cuando les pregunta la señora Cavell si saben quiénes eran, Henry duda un poco y contesta que no, que un grupete de mayores del instituto a quienes no conoce de nombre. Ella mira a Beaver, Jonesy y Pete, pero todos niegan con la cabeza. Quizá esté mal hecho (además de ser un peligro a largo plazo para Duddits), pero no pueden apartarse tanto de las reglas que gobiernan sus vidas. Beaver, para entonces, ya no entiende que hayan tenido las narices de intervenir. Más tarde, los demás dirán lo mismo. Les sorprende su propia valentía. También les sorprende no haber acabado en el hospital.

La señora Cavell les mira con tristeza, y Beaver se da cuenta de que sabe bastante de lo que no cuentan, quizá lo suficiente para pasar la noche en vela. Después, la señora Cavell sonríe. Sonríe directamente a Beaver, haciendo que le cosquillee todo el cuerpo desde la cabeza a los dedos de los pies.

— ¡Cuántas cremalleras tienes en la chaqueta! —dice. Beaver sonríe.

—Sí, muchas. Antes era de mi hermano. Éstos se ríen, pero a mí me gusta. Es como la que lleva Fonzie.

El de la serie Happy Days —dice ella—. A nosotros también nos gusta. Y a Duddits. Si te apetece, ven una noche y la miramos juntos. Con él.

Se le entristece un poco la sonrisa, como si ya supiera que la invitación es en balde.

—Ah, pues estaría bien —dice Beav.

— La verdad es que sí —confirma Pete.

Se quedan un rato callados, mirando cómo juega en el patio de atrás. Hay un columpio con dos asientos. Duddits corre tras ellos y los empuja, haciendo que se columpien solos. De vez en cuando se detiene, cruza los brazos, orienta al cielo la esfera sin agujas de su cara y se ríe.

—Parece contento —dice Jonesy; y, tras acabarse el té—: Ya debe de habérsele olvidado.

La señora Cavell se estaba levantando, pero vuelve a sentarse y le mira casi con asombro.

—No, no, en absoluto —dice — . Se acuerda. No digo que como tú y yo, pero tiene memoria. Seguro que esta noche tiene pesadillas, y cuando entremos en su cuarto, yo y su padre, no podrá explicarlas. Es lo que le afecta más: no poder contar lo que ve, lo que piensa y lo que siente. Le falta vocabulario.

Suspira.

—En todo caso, los que no se olvidarán son los que se han metido con él. ¿Y si le esperan? ¿Y si os esperan a vosotros?

— Sabemos cuidarnos —dice Jonesy con voz firme pero mirada huidiza.

—No lo niego —contesta ella—, pero ¿y Duddits? Claro que siempre tengo la posibilidad de acompañarle al colegio, como antes. Supongo que tendré que volver a hacerlo, al menos una temporada, pero ¡le gusta tanto volver a casa solo!

—Porque se siente mayor —dice Pete.

Ella estira el brazo por encima de la mesa y le toca la mano, haciendo que se ruborice.

—Exacto. Porque se siente mayor.

— ¿Sabe qué le digo? —interviene Henry—. Que podríamos acompañarle nosotros. Vamos todos al mismo colegio, al medio, y desde Kansas Street sólo es un salto.

Roberta Cavell, la menuda Roberta, con su aspecto de pájaro y su vestido estampado, se queda sentada y mira a Henry atentamente, como esperando la gracia del chiste.

— ¿Le parece bien, señora Cavell? —le pregunta Beaver—. Por nosotros perfecto, aunque si no quiere...

La cara de la señora Cavell experimenta un proceso complicado, con profusión de temblores, sobre todo debajo de la piel. Casi guiña un ojo, y luego el otro, sin casi. Se saca un pañuelo del bolsillo y se suena. Piensa Beaver: está haciendo un esfuerzo para no reírsenos en la cara. Cuando se lo diga a Henry de camino a casa (después de separarse de Jonesy y Pete), Henry le mirará con la mayor de las sorpresas y dirá: «El esfuerzo lo hacía para no llorar.» Luego añadirá, pero con tono afectuoso: «Tarugo.»

— ¿Lo decís en serio? —pregunta ella; y, viendo asentir a Henry en representación de los cuatro, añade otra pregunta—: ¿Por qué?

Henry mira alrededor, como queriendo decir: «Esto que lo conteste otro.»

Pete dice:

—Es que nos cae bien, señora.

Jonesy asiente.

—A mí me gusta la manera que tiene de ponerse la fiambrera encima de la cabeza...

—Sí, es la hostia —dice Pete.

Henry le da una patada debajo de la mesa. Pete se repite a sí mismo lo que ha dicho (se le nota en la cara) y empieza a ponerse rojo como un tomate.

No parece que la señora Cavell se dé cuenta. Mira a Henry fijamente, con intensidad.

—Tiene que salir de casa a las ocho menos cuarto —dice.

—A esa hora siempre estamos cerca de aquí —contesta Henry—. ¿A que sí, chicos?

Y, si bien la verdad es que las siete cuarenta y cinco les pilla a todos un poco temprano, asienten los tres con la cabeza y dicen que sí.

— ¿Lo decís en serio? —vuelve a preguntar ella, y esta vez Beaver no tiene ninguna dificultad en interpretar su tono: es de incre... incre lo que sea, la palabreja que quiere decir que no te lo crees.

—Que sí, de verdad —dice Henry—. A menos que usted crea que Duddits no... que no le...

— Que no le gustaría —se encarga Jonesy de acabar.

— ¿Estáis locos? —pregunta ella. Beaver sospecha que habla consigo misma, intentando convencerse de que es verdad que tiene a cuatro chicos en la cocina, que no es ninguna alucinación—. ¿Ir al colé caminando con los mayores? ¿Con los que van a lo que llama Duddits «el colé de verdad»? Para él sería el paraíso.

—Pues hecho —dice Henry—. Pasaremos a las ocho menos cuarto y le acompañaremos al colegio. También iremos a buscarle a la salida.

—Sale a las..,

— Sí, ya sabemos a qué hora acaban las clases del colé de los subnormales —dice alegremente Beaver.

Un segundo antes de ver las caras de susto de los demás, ya se da cuenta de que ha dicho algo mucho peor que «la hostia», y se tapa la boca con las dos manos. Los ojos están abiertos como platos. Jonesy le da una patada tan fuerte en la espinilla, debajo de la mesa, que Beav casi se cae de espaldas.

—No le haga caso, señora —dice Henry hablando deprisa, cosa que sólo hace cuando pasa vergüenza—. Sólo...

—No, si no me ofendo —dice ella—. Ya sabía que lo llamaban así. A veces lo decimos hasta Alfie y yo. —Aunque parezca mentira, no da muestras de que le interese mucho el tema—. ¿Por qué? —vuelve a preguntar.

Y, a pesar de que a quien mira es a Henry, el que contesta, con o sin sonrojo, es Beaver.

—Porque es un tío guay —dice.

Los demás asienten.

Durante cinco años, aproximadamente, acompañarán a Duddits de casa al colegio y del colegio a casa, menos cuando esté enfermo o se hayan ido los cuatro a Hole in the Wall. Al final de esos años Duddits ya no irá al Mary M. Snowe, también conocido como «el colé de los subnormales», sino a un centro de formación profesional donde aprenderá a hacer galletas, cambiar baterías de coche, dar cambio y hacerse el nudo de la corbata (siempre perfecto, aunque a veces lo plante a media camisa). Para entonces ya habrá pasado lo de Josie Rinkenhauer, un milagro que se le habrá olvidado a todo el mundo menos a los padres de Josie, que siempre lo tendrán grabado en la memoria. Durante los años en que le acompañen de casa al colé y del colé a casa, Duddits pegará tal estirón que se convertirá en el más alto de los cinco, en un adolescente larguirucho con una cara de niño de peculiar hermosura. Entonces ya le habrán enseñado a jugar al parchís y a una versión simplificada del Monopoly. También se habrán inventado el «juego de Duddits», y lo habrán jugado sin descanso, con unos ataques de risa tan monumentales que Alfie Cavell (el alto del matrimonio, aunque con la misma pinta de pájaro) se asomará varias veces desde el pie de la escalera de la cocina (la que baja al cuarto de jugar) y, con voz de energúmeno, querrá saber qué pasa, qué tiene tanta gracia, a ver si se lo explican. De vez en cuando intentarán explicarle que Duddits le ha contado catorce a Henry en una carta, o quince a Pete al revés, pero Alfie, por lo visto, no acaba de captarlo; se queda al pie de la escalera con una parte del periódico en la mano, sonriendo con perplejidad, y al final siempre dice lo mismo: «A ver si os troncháis con un poco más de discreción.» Después cierra la puerta, dejando a los cinco con sus diversiones... de las cuales la mejor era el juego de Duddits, la hostia, que habría dicho Pete. Hubo veces en que Beaver tuvo hasta miedo de explotar de risa, y Duddits, mientras tanto, sentado en la alfombra, al lado del tablero viejo de cribbage, con las piernas dobladas y sonriendo como un Buda. ¡Qué pasada! Todo eso les espera, pero de momento sólo hay una cocina, un sol inesperado y Duddits fuera empujando los columpios. Duddits, que les ha hecho un favor tan grande apareciendo en sus vidas. Duddits, que (se dan cuenta enseguida) no se parece en nada a las demás personas que conocen.

—No sé cómo han podido —dice Pete de repente—. ¡Con la manera que tenía de llorar! No sé cómo han sido capaces de seguir molestándole.

Roberta Cavell le mira con tristeza.

—Los mayores no le oyen igual —dice—. Espero que no lleguéis a entenderlo.





6




— ¡Jonesyyy! —se desgañitó Beaver—. ¡Jonesyyy!

Esta vez hubo respuesta; apenas se oía, pero era inconfundible. El cobertizo de la motonieve formaba una especie de altillo a ras de suelo, y entre su contenido figuraba una bocina vieja de perilla, de las que montaban los repartidores de los años veinte o treinta en el manillar de la bicicleta. Beaver la oyó: ¡Uuua! ¡Uuua! Seguro que a Duddits el ruido le habría hecho llorar de risa. ¡Con su afición a los sonidos escandalosos...!

La cortina azul de la ducha hizo un poco de ruido, poniéndole a Beav la carne de gallina en los dos brazos. Estuvo a punto de saltar, pensando que era McCarthy, pero se dio cuenta de que la había rozado él con el codo (¡qué estrechito se estaba!) y recuperó su postura. Debajo, sin embargo, seguía sin moverse nada. Lo de dentro, o se había ido o estaba muerto. Seguro.

Bueno, casi.

Beav retrasó la mano, toqueteó la palanca del váter y la soltó. Jonesy le había dicho que no se levantara, y obedecería. Pero coño, ¿por qué tardaba tanto? Si no encontraba la cinta, ¿por qué no volvía? No podían haber transcurrido menos de diez minutos. Seguro, aunque parecer parecía una hora. ¡Joder! Y él sentado en el váter con un muerto justo al lado, dentro de la bañera; un muerto con un culo que ni con dinamita, tío. ¡Ganas de cagar! ¡Anda que no!

—Tío, al menos da otro bocinazo, ¿no? —musitó Beaver—. Que sepa que aún estás.

Pero Jonesy no lo hizo.





7





Jonesy no encontraba la cinta.

Había buscado por todas partes, pero no aparecía. Estaba seguro de que tenía que haber un rollo, pero no estaba colgado en ningún clavo, ni entre las herramientas de la mesa de trabajo. Tam-poco estaba detrás de los botes de pintura, ni en el gancho de las mascarillas de pintar, tan viejas que la goma elástica se había puesto amarilla. Miró debajo de la mesa, en el montón de cajas de la pared del fondo y en el compartimiento de debajo del asiento trasero de la motonieve. Este último contenía un faro de recambio sin desempaquetar y media cajetilla de Lucky Strike del año de la pera, pero ni rastro de cinta. Sentía pasar los minutos. Tuvo la clara impresión, en un momento dado, de que le llamaba Beav, pero, como no quería volver sin la cinta, usó la bocina vieja que había en el suelo, apretando la perilla de caucho agrietado y haciendo un ruido que seguro que a Duddits le habría encantado.

Cuanto más tardaba en encontrar la cinta, más imprescindible le parecía. Había un rollo de cordel, pero ¿cordel para atar la tapa al váter? No, hombre, no. Jonesy estaba casi seguro de que en un cajón de la cocina había celo, pero lo del váter, a juzgar por el ruido, era algo fuerte, como un pez grande. El celo no daba para tanto.

Se quedó detrás del Arctic Cat con los ojos muy abiertos, mirando alrededor mientras se tocaba el pelo (no había vuelto a ponerse los guantes, y llevaba fuera bastante tiempo para tener los dedos medio insensibles) y exhalaba nubes de vaho blanco.

— ¿Dónde coño...? —preguntó en voz alta.

Dio un puñetazo en la mesa, tumbando una pila de cajitas de clavos y tornillos. La cinta aislante, un rollo enorme, estaba detrás. Seguro que la había tenido delante diez o doce veces.

La cogió, se la metió en el bolsillo de la chaqueta (al menos se había acordado de ponérsela, aunque sin molestarse en subir la cremallera) y dio media vuelta, dispuesto a salir. Fue cuando empezó a gritar Beaver. Antes, cuando llamaba, Jonesy casi no le oía la voz, pero no tuvo la menor dificultad en oír sus gritos. Eran verdaderos alaridos de dolor.

Corrió hacia la puerta.





8




La madre de Beaver siempre le había dicho que se moriría por culpa de los palillos, pero jamás había imaginado nada así.

Mientras estaba sentado en la tapa del váter, Beaver quiso entretenerse mordiendo un palillo, y lo buscó en el bolsillo de la pechera del mono, pero no había ninguno: estaban desperdigados por el suelo. Dos o tres no estaban manchados de sangre, pero para cogerlos había que levantarse un poco de la taza. Levantarse e inclinarse.

Beaver se lo pensó. Jonesy le había dicho que no se levantara, pero seguro que la cosa del váter ya se había marchado. «¡Inmersión!», decían en las películas de submarinos. Y, aunque siguiera dentro, sólo había que levantar el culo uno o dos segundos. Si saltaba lo de dentro, Beaver volvería a ejercer todo su peso, y de paso quizá le partiera su cuellecito viscoso (suponiendo que tuviera, por descontado).

Dirigió a los palillos una mirada anhelante. Había tres o cuatro cerca, tanto que bastaba con estirar el brazo, pero Beaver no pensaba meterse en la boca palillos con sangre, y menos teniendo en cuenta de dónde procedía. También había algo más: aquella especie de pelusa rara que crecía en la sangre y entre las baldosas. Ahora la veía más clara que antes. En algunos palillos también había... pero no en los que se habían caído sin mancharse de sangre. Estos últimos estaban limpios y blancos, y Beaver nunca había sentido una necesidad tan imperiosa de procurarse el consuelo de algo en la boca, de un trocito de madera que roer.

— ¡Qué coño! —murmuró, inclinándose y tendiendo los brazos.

Estiró los dedos al máximo, pero se quedó a unos centímetros del mondadientes que estaba más cerca. Entonces flexionó la musculatura de los muslos, y se le separó el culo de la tapa del váter. Justo cuando se cerraban los dedos sobre el palillo (¡ya te tengo!), la tapa del váter sufrió un golpe, un fortísimo impacto que la estampó contra los huevos de Beaver, vulnerables a causa de la postura, y transmitió el empujón a todo el cuerpo. Beaver se cogió a la cortina, como último intento para conservar el equilibrio, pero la barra se desprendió con un ruido metálico de anillas entrechocando. Le resbalaron las botas en la sangre, y cayó de bruces como si se hubiera desencadenado el mecanismo de un asiento de eyección. Oyó que a sus espaldas la tapa del váter giraba en sus goznes con tal brutalidad que resquebrajó la cisterna de porcelana.

En la espalda de Beaver cayó algo húmedo y pesado. Se le enroscó entre las piernas algo cuyo tacto se parecía al de una cola, un gusano o un tentáculo segmentado y con músculos, y que sometió a sus huevos, que ya le dolían de antes, a un abrazo de pitón, cada vez más estrecho. Beaver, levantando la barbilla de las baldosas manchadas de sangre (que le dejaron la marca de su entramado), chilló con los ojos desorbitados. Sentía el peso de la cosa desde la nuca a la base de la espalda, húmedo, frío y pesado, como una alfombra enrollada y dotada de respiración. De repente la cosa comenzó a emitir un ruido agudo y febril como de pájaro, aunque se parecía más al de un mono rabioso.

Beaver volvió a gritar, se arrastró boca abajo hacia la puerta y se colocó a cuatro patas, intentando sacudírsela de encima. Entonces volvió a contraerse la cuerda de músculos que le ceñía las piernas, y en la bruma de dolor en que se había convertido su entrepierna se oyó un ruido sordo, como de reventarse algo.

¡Ay, Dios mío!, pensó Beav. Me parece que ha sido un cojón.

Chillando, sudando y humedeciéndose los labios, Beaver hizo lo único que se le ocurría: rodar con todo el cuerpo para ver si aplastaba al engendro entre la espalda y las baldosas. La cosa le trinó en plena oreja, dejándole medio sordo, y empezó a retorcerse como loca. Beaver se apoderó de la cola que tenía enroscada entre las piernas, y que en su extremo era lisa y sin pelos, aunque debajo tenía pinchos, como si estuviera recubierta de ganchos de pelos amazacotados. Estaba mojada. ¿De agua? ¿De sangre? ¿De ambas cosas?

— ¡Ahhh! ¡Ahhh! ¡Suelta! ¡Suelta, bicho de mierda! ¡Mis huevos, joder! ¡Me cago en...!

No tuvo tiempo de coger la base de la cola con ninguna mano, porque una boca llena de agujas le mordió un lado del cuello. Beaver se incorporó con un bramido, y de repente la cosa ya no estaba. Beaver intentó levantarse. Tuvo que ayudarse con las manos, porque en las piernas no tenía fuerza, pero le resbalaban constantemente. Ahora, en las baldosas, además de la sangre de McCarthy, corría el agua turbia de la cisterna rota del váter, con el resultado de que el suelo era una pista de patinaje.

Al final consiguió ponerse de pie, y entonces vio algo pegado al marco de la puerta, a media altura. Parecía una especie de comadreja rarísima, sin patas pero con una cola gruesa y de color entre rojizo y dorado. No tenía cabeza de verdad, sino una especie de bulto de aspecto viscoso con dos ojos negros de mirada enloquecida.

La parte inferior del bulto se dividió en dos, dejando a la vista un nido de dientes. La cosa se lanzó sobre Beaver como una serpiente, dándole un latigazo con el bulto, mientras la cola sin pelos se quedaba enroscada en el marco de la puerta. Beaver chilló y se protegió la cara con la mano. Tres de los cuatro dedos (todos menos el meñique) desaparecieron. No dolía, a menos que lo enmascarara el dolor del testículo reventado. Beaver intentó apartarse, pero le chocaron las corvas con la taza del váter roto. No había escapatoria.

¿McCarthy tenía eso dentro?, pensó Beaver. Tuvo el tiempo justo de hacerse la pregunta. ¿Lo tenía dentro?

Entonces la cosa desenroscó la cola, o tentáculo, o lo que fuera, y saltó sobre él. La mitad superior de su cabeza rudimentaria era toda ojos negros, rabiosos y necios, y la inferior un manojo de agujas de hueso. Muy lejos, como en otro universo donde quedara vida cuerda, le llamaba Jonesy por su nombre, pero llegaba tarde, demasiado tarde.

La cosa que había estado dentro de McCarthy aterrizó en el pecho de Beaver con un ruido de bofetada. Olía igual que los pedos de McCarthy: a éter y metano. La parte baja de su cuerpo, un látigo de músculos, se enroscó en la cintura de Beaver. Le echó la cabeza a la cara y le hincó los dientes en la nariz.

Gritando, aporreándola, Beaver cayó de espaldas sobre el váter. La cosa, al salir, había hecho chocar el anillo y la tapa con la cisterna. La tapa se había quedado en posición vertical, pero el anillo había rebotado. Beav cayó sobre él, lo partió y se embutió en la taza por el culo, con aquella especie de comadreja apretándole la cintura y royéndole la cara.

— ¡Beaver! ¡Beav! ¿Qué...?

Beaver notó que alrededor de él la cosa se endurecía, que se ponía literalmente tiesa como una polla en erección. Primero aumentó la presión del tentáculo en la cintura, y luego se aflojó. La voz de Jonesy hizo que se girara la estúpida cara del bicho, orientando hacia el recién llegado sus dos ojos negros. Beav, entonces, vio a su viejo amigo como a través de un velo de sangre, y con la vista cada vez más débil: Jonesy estaba en el umbral con la boca abierta, las dos manos colgando y en una de ellas un rollo de cinta aislante (tío, que ya no hace falta, pensó Beaver). El susto, el miedo, le habían dejado indefenso. Segundo plato para el bicho.

— ¡Sal, Jonesy! —dijo Beaver con todas sus fuerzas. Le salió un ruido como de hacer gárgaras, porque tenía la boca llena de sangre. Notó que la cosa se preparaba para saltar, y rodeó su cuerpo con los brazos, como si fueran amantes — . ¡Sal! ¡Cierra la puerta! ¡Qué...!

«¡Quémala! —había querido decir—. ¡Enciérrala conmigo y quémala, quémala viva! Yo me quedo aquí con el culo metido en el puto váter, la aguanto con los dos brazos, y si al morirme huelo cómo se achicharra, moriré contento.» Pero la cosa se debatía demasiado, y el capullo de Jonesy no sabía hacer otra cosa que quedarse mirando con el rollo de cinta en una mano y la boca abierta. ¡Joder con el tío! Parecía Duddits: más tonto que la madre que lo parió, y sin posibilidades de mejora. Entonces la cosa volvió a fijarse en Beaver, echando hacia atrás el bulto sin orejas ni nariz de su cabeza, y antes de que se le tirara encima, y de que el mundo explotara por última vez, Beaver tuvo tiempo de pensar algo a medias: ¡La hostia con los palillos! Mamá siempre decía...

Una explosión de rojo, una invasión de negro y, a lo lejos, el sonido de sus propios gritos, los últimos.





9




Jonesy vio a Beaver sentado en el váter con algo enroscado, algo que parecía un gusano gigante entre dorado y rojo. Dijo algo, y la cosa se giró hacia él, aunque no tenía cabeza digna de ese nombre, sino un par de ojos de tiburón y una boca con muchos dientes. En los dientes había algo; no podía ser la nariz de Beaver Clarendon reducida a pulpa, aunque bien pensado...

¡Corre!, se dijo. Y luego: ¡Sálvale! ¡Salva a Beaver!

Los dos imperativos tenían la misma fuerza, y el resultado fue que se quedó paralizado en la puerta con la sensación de pesar cien kilos. Lo que tenía Beaver cogido con los brazos hacía un ruido agudo e histérico que a Jonesy le taladró los tímpanos, despertando el recuerdo de algo perteneciente a un pasado muy remoto, algo que no acababa de saber qué era...

Luego Beaver, despatarrado en el váter, le dijo a gritos que saliera, que cerrara la puerta, y la cosa, oyendo su voz, volvió a girar la cabeza, como si le hubieran recordado una tarea pendiente. Esta vez fue por los ojos de Beaver, ni más ni menos que los ojos, la muy hija de puta. Beaver se retorcía y, entre chillidos, intentaba no soltarla, mientras la cosa chirriaba y mordía contrayendo la cola o lo que fuera, apretándole a Beaver la cintura, sacándole la camisa de los pantalones y, a continuación, deslizándose entre ellos y la piel. Los pies de Beaver pateaban las baldosas, los tacones de sus botas salpicaban agua manchada de sangre, su sombra se agitaba en la pared, y ahora el moho, o lo que fuera aquella mierda, estaba por todas partes, creciendo a una velocidad de mil demonios...

Jonesy vio que Beaver sufría la convulsión final, y que la cosa se desprendía de él y saltaba al suelo, justo en el momento en que Beav se caía de la taza y la mitad superior de su cuerpo se desplomaba en la bañera encima de McCarthy, el de «mira que estoy a la puerta y llamo». El bicho tocó las baldosas, hizo eses de serpiente (¡pero qué rápida, coño!) y se dirigió hacia Jonesy. Este retrocedió un paso y dio un portazo justo antes de que tocara el bicho la hoja de la puerta, con un golpe casi idéntico al de cuando había chocado con la tapa cerrada del váter. El impacto fue tan violento que hizo temblar la puerta. Después el bicho se deslizó por las baldosas a gran velocidad, creando intermitencias de luz en la rendija del suelo, y golpeó la puerta por segunda vez. Lo primero que se le ocurrió a Jonesy fue ir corriendo en busca de una silla, para trabarla con el pomo, pero era una memez, una idea de desce-rebrado: la puerta se abría hacia adentro, no hacia afuera. Lo fundamental era saber si el bicho entendía la función del pomo, y si era capaz de alcanzarlo.

Fue como si la cosa le hubiera leído el pensamiento (y ¿quién podía asegurar que no fuese así?), porque justo entonces se oyó ruido de algo deslizándose por el otro lado de la puerta, y Jonesy notó que el pomo se movía. La cosa tenía una fuerza increíble, eso no se podía discutir. Hasta entonces Jonesy había sujetado el pomo con una mano, pero añadió la otra. Hubo un momento difícil en que aumentó la presión sobre el pomo, y en que estuvo seguro de que la cosa de dentro conseguiría vencer la resistencia de sus dos manos unidas. En ese momento, Jonesy estuvo a punto de dejarse vencer por el pánico, dar media vuelta y salir corriendo.

Le retuvo acordarse de lo rápida que era. Me tumbaría antes de haber llegado a la mitad de la sala, pensó (no sin preguntarse, medio inconscientemente, a quién coño se le había ocurrido hacerla tan grande). Me tumbaría, me subiría por la pierna y luego se me metería por...

Redobló la presión sobre el pomo, tanto que se le marcaban los tendones de los antebrazos y el cuello, y que se le contraían los labios hasta las encías. Para colmo le dolía la cadera. ¡Maldito hueso! Si decidía correr, la cadera se encargaría de que fuera todavía más lento, gracias al profesor jubilado. A esa edad, ni carnet. ¡Carcamal de mierda! Gracias, profe, muchas gracias, so cabrón. Y si no podía aguantar la puerta ni correr, ¿qué le pasaría?

Pues qué iba a ser: lo mismo que a Beaver. La cosa tenía en los dientes la nariz de Beav, como un kebab.

Jonesy sujetó el pomo entre gemidos. La presión siguió aumentando, hasta que de repente cesó. Detrás de la hoja fina de madera de la puerta del lavabo, la cosa, enfadada, chilló. Jonesy percibió olor a éter y anticongelante.

¿Cómo se aguantaba a la puerta? Jonesy no había visto que tuviera patas, sólo aquella especie de cola rojiza. ¿Cómo...?

Al otro lado oyó un ruido casi imperceptible de madera astillada, un cric cric cric cuya fuente parecía estar justo delante de su cara, y supo la respuesta. Se aguantaba con los dientes. La idea le produjo un terror irracional. La cosa había estado dentro de McCarthy, de eso estaba seguro al ciento por ciento; dentro de McCarthy y creciendo como un gusano gigante de película de terror. Como un cáncer, pero con dientes. Y, cuando ya había crecido bastante, cuando había llegado el momento de pasar a más altos objetivos (por decirlo de alguna manera), había hecho algo tan sencillo como abrirse camino a dentelladas.

—No, tío, no —dijo Jonesy con voz temblorosa, casi llorando.

El pomo de la puerta del lavabo quiso girar en sentido contrario. Jonesy se imaginó al bicho al otro lado, pegado con los dientes como una sanguijuela, y con su cola, o su único tentáculo, enroscado al pomo como un dogal, ejerciendo presión...

—No, no, no —dijo jadeando, mientras aplicaba todas sus fuerzas al pomo.

Estaba a punto de escapársele. Jonesy tenía la cara y las manos sudadas.

Frente a sus ojos, desorbitados de miedo, apareció en la madera una constelación de bultos. Era donde tenía clavados los dientes el bicho, cada vez más hondo. Pronto asomarían las puntas (suponiendo que antes no le resbalara el pomo de las manos), y Jonesy no tendría más remedio que ver los colmillos que le habían arrancado a su amigo la nariz de la cara.

Fue lo que le hizo asimilarlo del todo: Beaver estaba muerto. Su amigo de infancia.

— ¡Le has matado! —espetó a la cosa que había al otro lado de la puerta. Le temblaba la voz de pena y miedo — . ¡Has matado a Beav!

Le ardían las mejillas, pero no tanto como las lágrimas que empezaban a correr por ellas. Beaver con su chaqueta negra de cuero («¡cuántas cremalleras!», había dicho la madre de Duddits al conocerles), Beaver en el baile de fin de curso del instituto, con un cebollón de cuidado y bailando a lo cosaco, con los brazos cruzados y dando puntapiés, Beaver en la boda de Jonesy y Carla, abrazándole y susurrándole al oído con vehemencia: «Tío, que tienes que ser feliz. Tienes que serlo por los cuatro.» Había sido el primer indicio de que él tampoco lo era. En el caso de Henry y Peter siempre había estado clarísimo, pero ¿Beav? Imposible. Y ahora estaba muerto. Beaver estaba medio caído en la bañera y sin nariz sobre Richard McCarthy, con su «mira que estoy a la puerta y llamo» de los huevos.

¡Le has matado, cabrón de mierda! —gritó con todas sus fuerzas a los bultos de la madera (antes eran seis y ahora nueve; no, coño, doce).

Se habría dicho que la furia de Jonesy sorprendió a la cosa, porque la presión sobre el pomo volvió a reducirse. Jonesy miró alrededor con ojos de desquiciado, buscando algo que pudiera servirle, pero no encontró nada. Entonces miró hacia abajo y vio el rollo de cinta aislante. Quizá pudiera agacharse y cogerlo, pero ¿y luego? Para desenrollarla le harían falta las dos manos, más los dientes para cortarla, y suponiendo que el bicho le diera tiempo, que ya era suponer, ¿de qué serviría, si la presión era tan fuerte que a Jonesy le costaba sujetar el pomo?

Que volvía a girar. Jonesy, gimiendo, lo retuvo de su lado, pero empezaba a cansarse; la adrenalina, en sus músculos, perdía vigor y se volvía plomo; tenía las palmas más resbaladizas que antes, y el olor a éter se destacaba más, era como más puro, menos contaminado por los residuos y gases del cuerpo de McCarthy. ¿Cómo podía ser tan fuerte en aquel lado de la puerta? ¿Cómo, a menos que...?

En el medio segundo que debió de transcurrir antes de que se partiera la varilla que conectaba los pomos interno y externo de la puerta del lavabo, Jonesy se fijó en que había menos luz: sólo un poco menos, como si alguien se le hubiera colocado detrás, interponiéndose entre él y la luz, entre él y la puerta trasera...

La varilla se partió. El pomo que tenía Jonesy en la mano se soltó, y la puerta cedió un poco movida por el peso de aquella especie de anguila que se le había pegado. Jonesy pegó un grito y soltó el pomo, que chocó con el rollo de cinta y rebotó.

Se volvió para salir corriendo, y vio al hombre gris.

No le conocía de nada, y sin embargo le era familiar. Jonesy había visto representaciones suyas en centenares de programas televisivos sobre «misterios sin explicar», en mil portadas de periódicos sensacionalistas (de los que, cuando estabas prisionero en el supermercado, haciendo cola en la caja, te agredían la vista con titulares terroríficos, pero tan exagerados que daban risa), en películas como E. T. y Encuentros en la tercera fase... El señor Gray,4 presencia fija en Expediente X.

En algo acertaban todas las versiones: en los ojos, unos ojos negros y muy grandes, idénticos a los de la cosa que había salido a mordiscos por el culo de McCarthy. Tampoco se equivocaban mucho en la boca, mera ranura, mientras que la piel gris formaba pliegues flaccidos, como la de un elefante a punto de morirse de viejo. Los pliegues supuraban chorros lentos de una sustancia amarillenta que parecía pus, y que era la misma que salía como lágrimas de las comisuras de los ojos, completamente inexpresivos. En el suelo de la sala principal había manchas y pequeños charcos del mismo líquido, formando un reguero que cruzaba la alfombra navajo, debajo del atrapasueños, y llegaba hasta la puerta de la cocina, que era por donde había entrado el ser. ¿Cuándo había llegado? ¿Había esperado fuera, viendo correr a Jonesy desde el cobertizo de la motonieve a la puerta trasera con el rollo inútil de cinta aislante en la mano?

Jonesy no lo sabía. Sólo sabía que el señor Gray estaba muriéndose, y que era necesario pasar al lado de él, porque el bicho del lavabo acababa de caerse al suelo con un impacto sordo. Ahora intentaría darle caza.

—Marcy —dijo el señor Gray.

Lo pronunció de manera impecable, aunque no se moviera el rudimento de boca. Jonesy oyó el nombre en medio de la cabeza, justo donde siempre había oído llorar a Duddits.

— ¿Qué quiere?

La cosa del lavabo serpenteó entre sus pies, pero Jonesy le prestó muy poca atención. Tampoco le hizo caso cuando se enroscó entre los pies del hombre gris, descalzos y sin dedos.

«Basta, por favor», dijo el señor Gray dentro de la cabeza de Jonesy.

Era el clic. No, más: la línea. A veces se veía y otras se oía, como cuando había oído los pensamientos de culpabilidad de Defuniak. «No lo aguanto; que me pongan una inyección. ¿Dónde está Marcy?»

Aquel día me buscaba la Muerte, pensó Jonesy; falló en la calle y falló en el hospital, aunque sólo fuera por una o dos habitaciones, y desde entonces me busca. Al final me ha encontrado.

Entonces explotó la cabeza de la cosa, se abrió entera y soltó una nube anaranjada de partículas con olor a éter.

Jonesy las respiró.


























VIII



ROBERTA






1




A sus cincuenta y ocho años, viuda y con todo el pelo gris (aunque conservaba su aspecto de pajarillo; en eso no había cambiado, ni en su predilección por los estampados de flores), la madre de Duddits estaba sentada delante de la tele en el piso donde vivían ella y su hijo, una planta baja en West Derry Acres. La casa de Maple Street la había vendido a la muerte de Alfie, su marido; no porque no pudiera mantenerla, puesto que Alfie le había dejado mucho dinero, y para mayor holgura tenía una participación en la empresa importadora de componentes automovilísticos creada por su marido en 1975, sino porque era demasiado grande, y la sala de estar donde ella y Duddits pasaban la mayor parte del día estaba rodeada por demasiados recuerdos. Arriba estaba el dormitorio donde ella y Alfie dormían, hablaban, proyectaban el futuro y hacían el amor. Abajo estaba el cuarto de jugar donde tanto tiempo habían pasado Duddits y sus amigos. Para Roberta, los amigos de su hijo habían sido un regalo del cielo, cuatro ángeles de corazón bondadoso, cuatro ángeles malhablados y lo bastante ingenuos para esperar convencerla de que cuando Duddits decía «oño» intentaba decir Toño, nombre (decían muy en serio) del nuevo cachorro de Pete. Ella, como era natural, había fingido creérselo.

Demasiados recuerdos, demasiados fantasmas de días más felices, sobre todo desde que se había puesto enfermo Duddits. Ya hacía dos años que lo estaba, aunque no lo supieran sus amigos. Por dos motivos: que ya no venían a verle y que Roberta no se había atrevido a coger el teléfono y llamar a Beaver, el cual se lo habría contado a los demás.

Ahora estaba sentada delante de la tele, donde el equipo local de informativos, cansado de interrumpir cada dos por tres el serial de la tarde, se había decidido a invadir del todo la programación. Roberta escuchaba las noticias con una mezcla de miedo y fascinación por lo que pudiera estar ocurriendo arriba en el norte. Lo más angustioso era que no acabara de saberse ni el contenido ni el alcance real del problema. En una zona apartada de Maine, unos doscientos cincuenta kilómetros al norte de Derry, habían desaparecido varios cazadores, quizá hasta doce. Hasta ahí, todo claro. Roberta no habría puesto la mano en el fuego, pero estaba casi segura de que los reporteros se referían a Jefferson Tract, que era donde iban a cazar los chicos, y de donde volvían con historias sangrientas que a Duddits le fascinaban tanto como le asustaban.

¿Era posible que a los cazadores se los hubiera llevado el paso de una zona de bajas presiones, la misma que había dejado quince o veinte centímetros de nieve en la región? Tal vez. Nadie se atrevía a asegurarlo, si bien estaba comprobado que en la zona de Kineo había desaparecido una partida de cuatro cazadores. Aparecieron brevemente sus rostros en pantalla, mientras se recitaban sus apellidos con solemnidad: Otis, Roper, McCarthy, Shue. La última era una mujer.

La desaparición de algunos cazadores no justificaba interrumpir los seriales de la tarde, pero había algo más. Se habían visto luces raras de colores en el cielo. Dos cazadores de Millinocket, que dos días antes habían estado por la zona de Kineo, decían haber visto un objeto con forma de puro flotando sobre el bosque, justo encima de un tendido eléctrico. Sostenían que la nave no tenía hélices ni medios visibles de propulsión; que flotaba a unos siete metros de los cables, emitiendo un zumbido muy grave que hacía vibrar los huesos. Por lo visto los dientes también. Ambos cazadores decían haber perdido varios, aunque Roberta, al verles abrir la boca para enseñar los huecos, había pensado que el resto de sus dentaduras también parecía a punto de caerse. Viajaban en una camioneta vieja de marca Chevrolet, y se les había parado el motor al intentar acercarse para ver mejor el artefacto. Uno de los dos cazadores tenía un reloj de pulsera alimentado con pilas que, después de la aventura, se había pasado tres horas girando al revés. Después se había estropeado del todo. (El reloj del otro cazador, que era de los clásicos de cuerda, no había visto alterado su funcionamiento.) Según el reportero, ya hacía una semana que varios cazadores y vecinos de la zona veían objetos volantes no identificados, algunos con forma de puro y otros de platillo, más tradicionales.

Cazadores desaparecidos y ovnis. Jugosa noticia, perfecta para el titular de las noticias de las seis, pero ahora había ocurrido algo más, algo peor. De momento sólo se trataba de rumores, y Rober-ta rezó por que acabaran siendo falsos, pero eran inquietantes, lo suficiente para haberla tenido pegada casi dos horas al televisor, bebiendo demasiado café y acumulando nervios.

Los rumores más inquietantes partían de los testimonios sobre que algo se había estrellado en el bosque, cerca de donde situaban los dos cazadores la aparición de la nave en forma de puro sobre el tendido eléctrico. Había otras noticias casi igual de inquietantes: el aislamiento preventivo a que había quedado sometido, decían, un sector bastante grande del condado de Aroostook, unos quinientos kilómetros cuadrados cuya propiedad se dividía casi por entero entre las compañías papeleras y el gobierno.

Un hombre alto, pálido y con los ojos hundidos formulaba unas declaraciones breves desde la base aérea de la Guardia Nacional Aérea de Bangor, diciendo que todos los rumores eran falsos, pero que se estaban investigando «varios informes que no coinciden entre sí». El subtítulo le acreditaba lacónicamente como Abraham Kurtz. Robería no vio qué rango tenía, ni si era un militar de verdad. Llevaba un mono verde muy sencillo que sólo tenía una cremallera. Yendo tan poco abrigado debía de tener frío, pero no se le notaba. Robería le vio algo raro en los ojos que no le gustó. Eran muy grandes, con pestañas blancas, y parecían de mentiroso.

—¿Al menos podría confirmar que el aparato accidentado no es extranjero ni... de origen extraterrestre? —preguntó un periodista, que por la voz parecía joven.

—ET, teléfono, mi casa —dijo Kurtz, echándose a reír.

Entre los demás enviados también cundió la risa, y aparte de Robería, que lo veía por la tele en su piso de Wesl Derry Acres, no parecía que se hubiera dado nadie cuenla de que no era ninguna respuesla.

— ¿Puede confirmar que no hay cuarentena en la zona de Jefferson Tract? —pregunló otro reportero.

De momento no estoy en situación de confirmarlo ni de desmentirlo —dijo Kurtz — . Estamos investigando el tema muy en serio. Que sepan los espectadores que hoy sus impuestos se están usando a fondo.

Dicho lo cual, el hombre del mono se marchó hacia un helicóptero con letras blancas y grandes en un lateral («ANG»), cuyas hélices giraban lentamente.

Según el presenlador de las nolicias, la enlrevisla se había grabado a las 9.45 de la mañana. Las siguienles imágenes (que se movían mucho porque eslaban filmadas con una videocámara de mano) estaban rodadas desde una avioneta Cessna que sobrevolaba Jefferson Tracl por encargo del informalivo de Channel Nine. Se notaba que hacía vienlo, y nevaba en abundancia, pero no tanlo como para que no se vieran los dos helicópieros que habían rodeado al Cessna, como libélulas marrones giganles. A conlinuación se oía un comunicado por radio, pero tan mal que Robería tuvo que leer los subtílulos amarillos que aparecieron en la base de la panlalla: «En esta zona está prohibido el paso. Se les ordena volver al punto de despegue. Repetimos: en esla zona está prohibido el paso. Vuelvan.»

Se veían claramenle las siglas de los helicópieros: ANG. Quizá uno de los dos fuera el que había llevado a Kuriz hacia el norte.

Piloto del Cessna: «¿Quién está al frente de la operación?»

Radio: «Vuelva, Cessna, o se le obligará a hacerlo.»

El Cessna había vuelto. El presentador informó de que de todos modos lenía poco combustible, como si con eso lo explicara lodo. Desde entonces sólo emitían refrilos, calificándolos de aclualiza-ciones. Por lo vislo las grandes cadenas habían enviado corresponsales.

Juslo cuando Robería se levantaba para apagar la lele, porque empezaba a ponerse nerviosa, gritó Duddils. Primero a Robería se le paró el corazón, y después le latió al doble de velocidad. Hizo un giro tan brusco que chocó con la mesa y volcó la laza de café, empapando la revisla de la programación y sumiendo al reparto de Los Soprano en un charco marrón.

El grito dio paso a un lloriqueo de niño, agudo e hislérico. Era lo peculiar de Duddils: ya era treinlañero, pero se moriría siendo un niño, y mucho antes de cumplir los cuarenta.

Al principio su madre no podía dar un paso. Cuando lo consiguió, pensó que ojalá estuviera Alfie... o mejor alguno de los chicos. Por supuesto que ya no tenían edad para que les llamara así. El único que seguía siendo un chico era Duddits: el síndrome de Down le había convertido en Peter Pan, y pronto moriría en el país de Nunca Jamás.

— ¡Ya voy, Duddie! —gritó Robería.

Era verdad, iba deprisa por el pasillo que llevaba al dormitorio de atrás, pero se notaba vieja, con el corazón dando brincos contra las costillas como si tuviera escapes, y la artritis asestándole pinchazos en las caderas. Para ella no había país de Nunca Jamás que valiera.

— ¡Ya voy! ¡Ya viene mamá!

Lloraba, lloraba como si le hubieran desgarrado el corazón. El primer grito de dolor lo había dado al cepillarse los dientes y ver que le sangraban las encías, pero nunca había chillado así, y ya hacía años que no lloraba de aquella manera tan desesperante, que taladraba los tímpanos y se clavaba en el cerebro.

— ¿Qué pasa, Duddie?

Roberta irrumpió en la habitación y le miró con los ojos muy abiertos, tan convencida de que era una hemorragia que al principio hasta vio sangre; pero Duddits sólo se balanceaba en su cama reclinable de hospital, con las mejillas empapadas de lágrimas. Sus ojos verdes tenían el mismo brillo de antes, pero era el único color que le quedaba. Tampoco le quedaba pelo, aquel pelo rubio tan bonito que a Roberta siempre le había recordado a Art Garfunkel de joven. La floja luz de invierno que entraba por la ventana le hacía brillar la calva, hacía brillar la hilera de frascos de la mesita de noche (pastillas para la infección, pastillas para el dolor, pero ninguna que evitara lo que le estaba pasando, o que lo retrasara) y hacía brillar el poste del gota a gota, que ahora no se usaba, pero que poco tardaría en volver a funcionar.

Sin embargo, no se observaba ningún cambio a peor, nada que justificase la expresión de dolor casi grotesca de la cara de Duddits.

Roberta se sentó al lado de su hijo, le sujetó la cabeza para que no la sacudiera y se la apoyó en el pecho. No se le calentaba la piel de ninguna manera, ni estando tan nervioso; su sangre, exhausta y moribunda, era incapaz de infundir calor a su cara. Roberta se acordó de haber leído Drácula en el instituto; se acordó de cuando se acostaba, apagaba la luz y se le llenaba la habitación de sombras, haciendo que el miedo, tan agradable durante la lectura, lo fuera bastante menos. También se acordó de su alivio por que en el mundo real no hubiera vampiros, aunque ahora matizase esa opinión. Como mínimo había uno, y bastante más terrorífico que cualquier conde transilvano; no se llamaba Drácula, sino leucemia, y no se le podía clavar ninguna estaca en el corazón.

—Duddits, Duddits, cielo, ¿qué te pasa?

Y Duddits, apoyado en su pecho, lo dijo con un grito, haciéndole olvidar los enigmas de Jefferson Tract, helándole el cuero cabelludo y provocándole un hormigueo de pavor en todo el cuerpo.

— ¡Za mueto Bibe! ¡Za mueto Bibe! ¡Ama, za mueto Bibe!

No hacía falta pedirle que lo repitiera ni que pronunciara mejor. Roberta le había escuchado toda la vida, y lo entendió a la perfección: «¡Se ha muerto Beaver! ¡Se ha muerto Beaver! ¡Mamá, se ha muerto Beaver!»










IX




Pete y Becky



1




Pete permaneció en el surco colmado de nieve donde se había caído, chillando hasta que no pudo más; a continuación se quedó callado y sin moverse, mientras procuraba aguantar el dolor o llegar con él a algún acuerdo. Imposible. Era un dolor intransigente, un sufrimiento de guerra relámpago. No tenía ni idea de que en el mundo hubiera dolores así; si lo hubiera sabido, seguro que se habría quedado junto a la mujer. Con Marcy, aunque no se llamara Marcy. Casi sabía su nombre, pero ¿qué más daba? El que estaba en apuros era él: le subía el dolor de la rodilla en espasmos abrasadores y atroces.

Se quedó temblando en la carretera, al lado de la bolsa de plástico. gracias por habernos elegido. Pete la cogió para ver si dentro había alguna botella que no se hubiera roto, y el cambio de postura de la pierna hizo nacer de la rodilla una descarga brutal. Al lado de ella, las demás parecían meros pinchazos. Pete volvió a gritar y se desmayó.




2




Volvió en sí sin saber cuánto tiempo había permanecido inconsciente. Por la luz parecía que poco, pero tenía los pies insensibles, y las manos casi igual de dormidas, a pesar de los guantes.

Se quedó entre de espaldas y de lado junto a la bolsa de las cervezas, sumida en un charco dorado en proceso de congelación.

Ahora le dolía un poco menos la rodilla (también debía de ser efecto del frío), y descubrió que había recuperado la capacidad de pensar. Menos mal, porque se había metido en un lío del copón. Tenía que volver al cobertizo, a la hoguera, y por sus propios medios. Si se limitaba a esperar que pasara Henry con la motonieve, se arriesgaba a quedarse hecho un carámbano; un polo de Pete al lado de una bolsa de botellas rotas de cerveza, gracias por habernos elegido, alcohólico de mierda, muchí-simas gracias. Por otro lado, había que pensar en la mujer. También podía morirse, y sólo porque Pete Moore no podía vivir sin sus birritas.

Dirigió a la bolsa una mirada de asco. No podía tirarla al bosque; no podía arriesgarse a que se le volviera a despertar la rodilla. Optó por cubrirla de nieve, como un perro enterrando su propia caca. Luego empezó a arrastrarse.

La rodilla, por lo visto, no estaba tan insensible como parecía. Pete se apoyó en los dos codos y usó el pie sano para empujar, apretando los dientes y con el pelo en los ojos. Ahora ya no había animales. Se había acabado la estampida, y Pete estaba solo; solo con sus resuellos, y los gemidos sordos de dolor a cada nueva sacudida en la rodilla. Se notaba los brazos y la espalda sudados, pero seguía faltándole sensibilidad tanto en los pies como en las manos.

Estuvo a punto de rendirse, pero cuando llegó a la mitad del tramo recto de camino divisó la hoguera que habían encendido entre él y Henry. Empezaba a consumirse, pero aún se veía. Empezó a arrastrarse hacia ella, y, cada vez que le chocaba la rodilla y se le repetían los calambres de dolor, intentaba proyectarlos en la chispa naranja de la hoguera. Quería llegar. Moverse le costaba un dolor infernal al cuadrado, pero ¡qué ganas tenía de llegar! No quería morirse congelado en la nieve.

—Voy a conseguirlo, Becky —murmuró — . Voy a conseguirlo, Becky.

Pronunció su nombre media docena de veces antes de oír que lo empleaba.

Cuando le faltaba poco para llegar a la hoguera, se detuvo para mirar su reloj y frunció el entrecejo. Indicaba las 11.40, lo cual era una locura; se acordaba de haberlo consultado antes de emprender el regreso hacia el Scout, y entonces ponía las doce y veinte. Volvió a mirarlo con mayor detenimiento y descubrió el origen de la confusión. Le funcionaba el reloj al revés: la manecilla de los segundos retrocedía a saltos irregulares y espasmódicos. Pete observó el fenómeno con moderada sorpresa. Había perdido la facultad de valorar algo tan sutil como una mera peculiaridad. Ahora, su principal inquietud ni siquiera era la pierna. Tenía mucho frío, y, a medida que avanzaba a codazos, impulsándose con la pierna sana (que se le cansaba deprisa), empezaron a recorrerle el cuerpo unos escalofríos muy intensos. Faltaban menos de cincuenta metros para llegar a la hoguera medio extinta.

La mujer ya no estaba encima de la lona, sino tendida al otro lado del fuego, como si hubiera querido arrastrarse hasta la leña sobrante y a medio camino se hubiera derrumbado.

—Hola, guapa. Ya he vuelto —jadeó Pete—. Me ha molestado un poco la rodilla, pero aquí me tienes. Y no te quejes, Becky, que lo de la rodilla de los cojones es culpa tuya, ¿vale? ¿Te llamas así? ¿Becky?

Quizá, pero la mujer no contestó. Seguía de espaldas, mirando fijamente hacia arriba. Pete sólo le veía uno de los dos ojos, sin saber si era el mismo de antes. Ya no le parecía que diera tanto repelús, pero quizá se debiera a que ahora tenía otras preocupaciones. Por ejemplo el fuego. Empezaba a parpadear, pero tenía un buen lecho de brasas, y Pete pensó que aún estaba a tiempo. Un poco de leña, dar caña a la hoguerita, y luego a descansar con su novieta, Becky (pero no contra el viento, por favor, que los pedos de la tía eran para morirse). Y a esperar que apareciera Henry. No sería la primera vez que Henry le sacara las castañas del fuego.

Pete fue a rastras hacia la mujer y el montoncito de leña que tenía detrás, y al acercarse (bastante para volver a captar el olor químico a éter) comprendió el motivo de que ya no le diera repelús el ojo. Se había quedado sin vida. El ojo y toda ella. Se había muerto mientras daba la vuelta a la hoguera. La costra de nieve que tenía alrededor de la cintura y las caderas se había puesto granate.

Se incorporó en sus brazos doloridos y la observó unos instantes, pero su interés por ella, viva o muerta, no era muy superior a la curiosidad pasajera que le había inspirado el funcionamiento inverso de su reloj. Lo que quería era coger un poco de leña y calentarse. Quizá dentro de un mes, cuando estuviera sentado en el salón de su casa con la rodilla enyesada y una taza de café bien caliente en la mano.

Logró llegar hasta la leña. Sólo quedaban cuatro troncos, pero eran grandes. Quizá Henry volviera antes de que se hubieran consumido, y fuera a recoger algunos más antes de salir en busca de ayuda. El bueno de Henry. En la época de las lentillas y la cirugía láser, él seguía con sus gafótas de concha, pero se podía contar con él.

El cerebro de Pete quiso volver al Scout, meterse a gatas en el Scout y oler la colonia que Henry, de hecho, no llevaba, pero Pete se lo prohibió. Por ahí no paso, que decía la gente, como si la memoria fuera un espacio geográfico. Basta de colonias fantasmas y de recuerdos de Duddits. Bastantes problemas tenía.

Alimentó la hoguera rama por rama hasta agotar la leña. La arrojaba de lado, con cierta rigidez. Pese al dolor de rodilla, disfrutó del espectáculo de las nubes de chispas subiendo hasta el tejado de cinc del cobertizo y formando remolinos antes de apagarse, como luciérnagas locas.

Pronto volvería Henry. Había que aferrarse a la idea. Contemplar las llamas y quedarse con ella.

Mentira, pensó. No volverá, porque en Hole in the Wall ha pasado algo grave. Algo relacionado con...

—Rick —dijo, frente al espectáculo de las llamas alimentándose de leña fresca. Pronto se elevarían.

Se quitó los guantes con ayuda de los dientes y aproximó ambas manos al calor de la hoguera. El corte que tenía en la base de la mano derecha, el que se había hecho con la botella rota, era largo y profundo. Dejaría cicatriz, pero ¿qué más daba? Entre amigos, ¿qué importaban una o dos cicatrices? Porque eran amigos, ¿verdad? Sí, claro. La pandilla de Kansas Street, los piratas, con sus sables de plástico y sus pistolas a pilas de La guerra de las galaxias. Una vez habían hecho algo heroico; una o dos, contando lo de la hija de los Rinkenhauer. Hasta habían salido fotos de los cuatro en el periódico, conque ¿qué más daba que tuviera un par de cicatrices? Y ¿qué más daba que pudieran haber matado a alguien (no era seguro)? Porque si alguien merecía que le matasen, era...

No, por ahí tampoco pasaba. No, señor.

Vio la línea. Le gustase o no, hacía años que no se le aparecía tan claramente. Sobre todo veía a Beaver. Y le oía. Le oía justo en medio de su cabeza.

«¡Jonesy! ¿Estás ahí?»

Beav, no te levantes —dijo Pete, viendo chisporrotear el fuego y crecer las llamas. Ahora eran grandes, y le daban tanto calor en la cara que empezaba a entrarle sueño — . Quédate como estás. Que no te vea yo levantarte.

¿De qué se trataba, exactamente? «¿De qué va el chinchirrinchi?», que decía de niño el propio Beav: una expresión carente de significado, pero que les daba risa tonta. La línea era tan nítida que Pete notó que estaba en su mano averiguarlo. Entrevio baldosas azules, una cortina azul de ducha, un gorro naranja chillón (el de Rick, el de McCarthy), y notó que ver el resto era simple cuestión de voluntad. No sabía si era el futuro, el pasado o el estricto presente, pero estaba en su mano averiguarlo. Bastaba...

—No quiero —dijo, rechazándolo en bloque.

En el suelo quedaban ramas pequeñas. Pete las arrojó al fuego y miró a la mujer. Ahora el ojo abierto no tenía nada de amenazador. Estaba empañado, como cuando se le pega un tiro a un ciervo. En cuanto a que el cadáver estuviera rodeado de sangre... Lo atribuyó a una hemorragia. Se le había reventado algo por dentro. ¡Y menudo reventón! Pete supuso que la mujer lo había notado, y que se había sentado al borde de la carretera para estar segura de que la vieran si pasaba alguien. Alguien había pasado, pero a ella de poco le había servido. Pobre, qué mala suerte.

Pete se giró poco a poco hacia la izquierda hasta tener la lona a tiro. Después recuperó la postura inicial. Había servido de trineo, y ahora podría servir de mortaja.

—Perdona —dijo—. Lo siento mucho, Becky, o como te llames, pero bueno, tampoco te habría servido de mucho que me quedara. ¡Soy vendedor de coches, no médico, joder! Y tú ya no tenías...

Quería decir «remedio», pero se le secó la palabra en la boca al verle la espalda a la muerta. Antes de acercarse no se la podía ver, porque había muerto de cara a la hoguera. Tenía destrozado el culo de los vaqueros, como si después de tantos gases hubiera prendido la dinamita. La brisa agitaba pedazos de tela azul. También se movían fragmentos de las prendas de debajo, como mínimo dos calzoncillos largos (uno blanco, de algodón, y el otro de seda rosa). Y tanto en las perneras de los pantalones como en la parte de atrás de la parka crecía algo. Parecía moho, o algún hongo. Tenía un color dorado tirando a rojo, a menos que fuera el reflejo de las llamas.

Le había salido algo de dentro. Algo...

Sí, algo que ahora me vigila.

Pete miró el bosque. Nada. Ya habían pasado los últimos animales. Estaba solo.

No del todo, pensó.

Y era verdad. Había algo cerca, algo mal adaptado al frío, algo que prefería los lugares calientes y húmedos. Pero...

Pero ha crecido demasiado, pensó Pete, y se ha quedado sin comida.

— ¿Dónde estás?

Previo que se sentiría tonto preguntándolo, pero no fue así. El único resultado fue tener más miedo.

Se fijó en que el moho dibujaba una especie de rastro. Salía de Becky (sí, seguro que se llamaba así; no podía tener ningún otro nombre) y desaparecía por una esquina del cobertizo. Poco después, Henry oyó un sonido como de escamas, como de algo deslizándose por el tejado de cinc. Levantó la cabeza y siguió el ruido con la mirada.

—Vete —susurró—. Vete y déjame en paz, que estoy... que estoy muy jodido.

La cosa subió un poco más por la chapa, haciendo el mismo ruido de antes. Sí que estaba jodido, sí. Por desgracia también era comestible. La cosa del tejado volvió a deslizarse, y Pete previo que no esperaría mucho tiempo. Quizá no pudiera, a riesgo de sufrir el mismo destino que un lagarto en una nevera. Seguro que optaba por tirársele encima a Pete. Entonces se dio cuenta de algo espantoso: se había obsesionado tanto con las cervezas de mierda que se le habían olvidado las escopetas.

Su primer impulso fue internarse más en el cobertizo, pero podía ser peligroso, como huir por una calle sin salida. Prefirió apoderarse de la punta de una de las ramas con que había alimentado el fuego. De momento no quería sacarla, sino tenerla bien a mano. La otra punta ardía deprisa.

—Venga, baja —dijo a la cosa del tejado — . ¿No te gusta el calor? Pues aquí tengo algo que te encantará. Ven y cógelo, cabrón, que está de rechupete...

Nada. Al menos en el tejado. Las ramas bajas de uno de los pinos de detrás se desprendieron de una masa de nieve, que al caer hizo un ruido esponjoso. Pete apretó los dedos alrededor de su antorcha improvisada y empezó a levantarla del fuego. Después la devolvió a su lugar, levantando algunas chispas.

—Venga, mamón, que aquí me tienes, bien calentito y sabroso.

Nada; pero seguía arriba, y Pete estaba seguro de que no esperaría mucho más. Bajaría pronto.




3





Pasó el tiempo. Pete no supo cuánto, porque el reloj se le había estropeado del todo. A ratos parecía que se le intensificara el pensamiento, como cuando estaban los cuatro con Duddits (aunque a medida que se hacían mayores, y que Duddits se conservaba igual, había bajado la frecuencia de esos episodios, como si los cerebros y cuerpos de los cuatro, al cambiar, hubieran olvidado el truco de captar las extrañas señales de Duddits). Parecía, pero no era del todo lo mismo. Quizá se tratara de algo nuevo. Hasta podía estar relacionado con las luces del cielo. Pete era consciente de que había muerto Beaver, y de que a Jonesy podía haberle ocurrido algo espantoso, pero no sabía qué.

Pensó que también debía de saberlo Henry, aunque de manera confusa. Henry estaba enfrascado en sus propios pensamientos, repitiendo «Banbury Cross, Banbury Cross, Banbury Cross».

La rama siguió ardiendo. Viendo que le quedaba cada vez menos espacio para empuñarla, Pete se preguntó qué haría si se quemaba demasiado y si resultaba que la cosa de arriba podía esperar. Entonces le asaltó una idea nueva, con intensa luz propia y el color rojo del pánico. La idea le llenó la cabeza, y Pete la tradujo en fuertes exclamaciones que ensordecieron el ruido con que la cosa del tejado resbalaba deprisa por la pendiente de la chapa de cinc.

¡No nos hagáis daño, por favor! Ne nous blessez pas!

Pero era inútil: atacarían, porque... ¿Porque qué?

«Porque no son como ET, no son seres indefensos que lo único que quieren es una tarjeta telefónica para llamar a casa; no, chicos, son una enfermedad. Son un cáncer, un puñetero cáncer, y nosotros un chorro radiactivo de quimioterapia. ¿Lo entendéis?»

Pete no sabía si los chicos de quienes hablaba la voz lo oían, pero él sí. Ya venían; venían los piratas, y no se detendrían ni por todas las rogativas del mundo. Rogaban, sin embargo, y Pete con ellos.

«¡No nos hagáis daño, por favor! ¡Por favor! S'il vous platt! Ne nous blessez pas, nous sommes sans défensef» Ahora lloraban. «¡Por favor! ¡Por amor de Dios, que estamos indefensos!»

Vio en su mente la mano, la caca de perro y al niño medio desnudo llorando. Y la cosa del tejado, durante todo aquel rato, seguía deslizándose, moribunda pero no indefensa, estúpida pero no del todo; seguía deslizándose hasta acercarse a Pete por detrás, mientras Pete gritaba, se tumbaba al lado de la muerta y oía los primeros compases de una masacre apocalíptica.

«Cáncer», dijo el hombre de las pestañas blancas.

— ¡Por favor! —exclamó — . ¡Por favor, que estamos indefensos!

Pero, al margen de que fuera verdad o mentira, ya era demasiado tarde.





4




La motonieve había pasado de largo sin frenar, y ahora el ruido se alejaba hacia el oeste. Henry habría podido salir de su escondrijo sin ningún peligro, pero no lo hizo. Era incapaz. La inteligencia que había ocupado el lugar de Jonesy no le había detectado, bien porque estaba distraída, bien porque Jonesy, de alguna manera... Quizá Jonesy aún...

No. La idea de que en aquella nube horrible, rojinegra, quedara algo de Jonesy era una ilusión sin fundamento.

Y ahora que ya no estaba la cosa, o que se alejaba, había voces. Henry las notaba por toda la cabeza, parloteando de tal manera que creía haberse vuelto medio loco, como le pasaba con el llanto de Duddits (al menos hasta la pubertad, que casi había marcado el final de aquellas chorradas). Una de las voces era la de un hombre diciendo algo de un hongo

(«muere enseguida, eso si no encuentra un ser vivo»)

y luego algo de una tarjeta telefónica, y de... ¿quimioterapia? Sí, un chorro radiactivo. Henry pensó que era una voz de loco. De eso él sabía un rato.

Eran las otras voces las que le hacían cuestionarse su propia cordura. No las reconocía a todas, pero sí a algunas: Walter Cronkite, Bugs Bunny, Jimmy Cárter y una mujer que le pareció Margaret Thatcher. A veces hablaban en inglés, y otras en francés.

// n'y a pas d'infection id —dijo Henry, y rompió a llorar.

El descubrimiento de que en su corazón, vacío (creía) de llanto y risa, quedaban lágrimas, fue una sorpresa que le llenó de júbilo. Lágrimas de miedo, lágrimas de compasión, lágrimas que perforaban el suelo pétreo de la obsesión egocéntrica y resquebrajaban la roca por dentro—. Aquí no hay infección. Basta, Dios mío, por favor, nous sommes sans défense, nous so umes sans...

Justo entonces, al oeste, se desencadenó el trueno humano, y Henry se llevó las manos a la cabeza porque tenía la impresión de que los gritos y el dolor la harían estallar. Los muy cerdos estaban. .






5




Los muy cerdos estaban haciendo una carnicería.

Pete estaba sentado al lado de la hoguera, sin darse cuenta ni del dolor atroz que le subía de la rodilla ni de que había levantado la rama del fuego y ahora la tenía a la altura de la sien. Dentro de su cabeza, los gritos no llegaban a ahogar por completo el ruido de ametralladoras al oeste, de ametra-lladoras de mucho calibre. Los gritos (no nos hagáis daño, por favor, que estamos indefensos; aquí no hay infección) fueron cediendo al pánico. No servía de nada. Todo era inútil. Estaba decidido.

Notó que se movía algo, y justo cuando se giraba le cayó encima lo que había estado en el tejado. Vio la imagen borrosa de un cuerpo alargado, como de comadreja, pero que no se propulsaba con patas, sino con una cola musculosa. Luego se le clavaron en el tobillo los dientes de la cosa. Pete chilló y sacudió la pierna sana con tanta fuerza que estuvo a punto de darse un golpe de rodilla en el mentón. La cosa se quedó pegada como una sanguijuela, acompañando el movimiento. ¿Los que pedían clemencia eran esos bichos? Pues que se jodiesen. ¡A la mierda!

Entonces, sin pensarlo, intentó coger a su agresor con la mano derecha, la que tenía el corte de la botella de Bud; la izquierda, mientras tanto, que no estaba herida, seguía sosteniendo la antorcha a la altura de la cabeza. Tocó algo frío que parecía gelatina peluda. La cosa le soltó enseguida el tobillo, y Pete captó fugazmente la imagen de unos ojos negros e inexpresivos (de tiburón, de águila). Fue justo antes de que la cosa le clavara en la mano su nido de dientes, abriéndosela por la perforación del corte anterior.

Fue un dolor como de acabarse el mundo. La cabeza de la cosa (si tenía) se le había enterrado en la mano, y profundizaba en la carne arrancándosela a trozos. Pete, en su esfuerzo por sacudírsela de encima, roció de sangre la nieve, la lona cubierta de serrín y la parka de la mujer. Cayeron gotas al fuego, haciendo ruido como de manteca en la sartén. Ahora la cosa emitía un sonido feroz como de pájaro. Su cola, que tenía el grosor de una morena, se le enroscó a Pete en el brazo e intentó detener sus manoteos.

El uso de la antorcha no surgió de ninguna decisión consciente, porque Pete se había olvidado de que la tuviera. Sólo pensaba en arrancarse de la mano derecha aquella cosa horrible que la devo-raba; de ahí que, cuando vio la cosa envuelta en llamas (tan inmediatas y vivas como si fuera un rollo de papel de periódico), su reacción inicial fuera de incomprensión. Después soltó un grito, medio de dolor medio de victoria, se levantó de un salto (ya no le dolía nada la rodilla hinchada, al menos de momento) y echó todo el peso de su cuerpo en el brazo derecho, haciéndolo chocar con uno de los postes del cobertizo. Se oyó ruido de algo aplastándose, y los trinos dejaron paso a un chillido en sordina. Por espacio de un momento que parecía eterno, el cúmulo de dientes que se le había hincado a Pete en la mano profundizó con más ímpetu que antes. Después se soltó, y el ser en llamas, desprendido, aterrizó en el suelo helado. Pete lo pisoteó, lo sintió retorcerse en el tacón y le embargó un instante de triunfo puro y salvaje, antes de que cediera del todo su rodilla y se le torciera la pierna hacia afuera por la rotura de los tendones.

Cayó pesadamente de costado y quedó cara a cara con la mortífera autoestopista de Becky, sin darse cuenta de que el cobertizo empezaba a torcerse, ni de que, poco a poco, el poste que había recibido el impacto del brazo se doblaba hacia afuera. Durante unos instantes, la faz rudimentaria del bicho que parecía una comadreja quedó a menos de diez centímetros de la cara de Pete. El cuerpo inflamado le dio un coletazo en la chaqueta. Sus ojos negros eran dos ascuas. No poseía nada tan sofisticado como una boca, pero cuando se escindió el bulto que tenía al final del cuerpo, mostrando los dientes, Pete le gritó («¡No! ¡No! ¡No!») y la arrojó de un golpe a la hoguera, donde se retorció entre chirridos frenéticos de mono.

Mediante un arco breve del pie izquierdo, la metió más en las llamas. La punta de su bota chocó con el poste torcido, justo después de que éste hubiera decidido sostener un poco más el cobertizo. Ya eran demasiadas ofensas: el poste se partió, dejando sin sostén a la mitad del tejado de cinc. Pasados uno o dos segundos también se partió el otro poste, y el resto del tejado se hundió sobre la hoguera, levantando un remolino de chispas.

Parecía el punto final, hasta que la lámina de cinc oxidado empezó a subir y bajar en el suelo, como si respirara, y al poco rato salió Pete. Tenía los ojos vidriosos y la piel blancuzca por la impresión. Se le estaba quemando el puño izquierdo de la chaqueta. Lo contempló unos instantes, sin haber sacado la parte inferior de las piernas de debajo de la chapa. Después se puso el brazo delante de la cara, respiró hondo y apagó soplando las llamas que le quemaban la chaqueta, como si fuera un pastel de cumpleaños gigante.

Oyó acercarse el zumbido de un motor de motonieve por el oeste. Jonesy... o lo que quedara de él. La nube. Pete no esperó beneficiarse de ninguna compasión, virtud que en Jefferson Tract estaba pasando muy mala racha. Tenía que esconderse. Pero la voz que se lo aconsejaba era lejana, irrele-vante. Un punto a favor: Pete intuyó que se le había pasado el alcoholismo.

Levantó la mano derecha, la destrozada, y se la puso delante de los ojos. Faltaba un dedo, que debía de estar en la tripa del bicho. Otros dos eran masas de tendones cortados. Vio que en los cortes más profundos (los que le había infligido el monstruo, y el que se había hecho él metiéndose en el Scout para coger la cerveza) ya proliferaba aquella especie de moho amarillo rojizo. Notaba una especie de efervescencia, debida a que la cosa se alimentaba de su carne y su sangre.

De repente Pete tuvo mucha prisa por morirse.

Al oeste ya no se oía ruido de ametralladoras, pero no porque se hubiera acabado, ni mucho menos. De hecho, justo entonces (como si lo concitara la propia idea), el día sufrió el martillazo de una explosión brutal que lo silenció todo, hasta el zumbido de avispa de la motonieve acercándose; todo menos el burbujeo de la mano. Las ronchas hacían un festín de la mano de Pete; en eso se parecían al cáncer que había matado a su padre, comiéndosele el estómago y los pulmones.

Se pasó la lengua por los dientes, tocando los huecos de los que se le habían caído.

Cerró los ojos y aguardó.

1 Juego de cartas donde la puntuación se registra en un tablero, mediante clavijas (pegs) que se insertan en los correspondientes agujeros. (N. del T.)


2 Referencia a una canción infantil muy popular que empieza por el verso Ride a cock horse to Banbury Cross. (N. del T.)

3 El niño canta la canción de la serie de dibujos animados Scooby-Doo: Scooby-Doo, where are you? We've got some work to do (Scooby-Doo, ¿dón­de estás? Tenemos trabajo). (N. del T.)

4 Mr. Gray, literalmente «el señor Gris». (N. del T.)

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