BLOOD

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lunes, 28 de junio de 2010

EL CAZADOR DE SUEÑOS -- STEPHEN KING - 3ª parte

EL CAZADOR DE SUEÑOS -- STEPHEN KING - 3ª parte

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XVII

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Héroes






1



Como Henry estaba tan cansado que dormía como un tron­co, Owen no pudo despertarle de viva voz, y optó por llamarle mentalmente. Al hacerlo, descubrió que se lo facilitaba la proli­feración del byrus. Ahora le crecía en tres dedos de la mano de­recha, y casi le había taponado el pabellón de la oreja izquierda con su textura esponjosa, que picaba. También se le habían caído dos dientes, aunque de momento no parecía que le creciera nada en los agujeros de las encías.

Kurtz y Freddy se habían librado gracias a la aguzada intui­ción del primero, pero los tripulantes de los dos helicópteros de combate supervivientes (al mando, respectivamente, de Owen y Joe Blakey) eran criaderos de byrus. Desde su conversación del cobertizo con Henry, Owen oía las voces de sus compatriotas lla­mándose por un vacío que hasta entonces no habían sospechado. De mo-mento escondían la infección, igual que él, sacándole par­tido al grosor de la ropa de invierno, pero la estratagema tenía un límite, y no sabían qué hacer.

Desde detrás del cobertizo, al otro lado de la valla electrifica­da, Owen, que volvía a fumarse un cigarrillo sin que le apetecie­ra, fue en busca de Henry y le encontró bajando con cautela por una cuesta llena de matojos. Arriba se oía un griterío de niños jugando a béisbol o softball. Henry, adolescente, llamaba a alguien por su nombre. ¿Janey? ¿Jolie? Daba igual. Estaba soñando, y Owen le necesitaba en el mundo real. Ya le había dejado dormir al máximo (casi una hora más de lo que tenía previsto), pero, si pensaban poner el plan en marcha, era el momento indicado. Le llamó:

«Henry.»

El adolescente se giró con cara de sorpresa. Le acompañaban otros chavales: tres... no, cuatro. Uno miraba por una especie de tubería. Costaba verles bien, porque estaban borrosos. De todos modos, a Owen no le importaban. Buscaba a Henry, no a la ver­sión sorprendida y con granos, sino al adulto.

«Despierta, Henry.»

«No, que está dentro y tenemos que sacarla. Nos...»

«No sé de quién hablas ni me importa tres carajos. Despierta.»

«No, que...»

«Es la hora, Henry. Despierta. Despierta. ¡Despierta



2




de una puta vez!»

Henry se incorporó sobresaltado, y sin estar seguro ni de quién era ni de dónde estaba. Sin embargo, no era lo peor. Lo peor era que no sabía cuándo estaba. ¿Tenía dieciocho años, casi treinta y ocho o una edad intermedia? Notaba olor a porro, oía el impac­to de un bate y una pelota (un bate de softball; jugaban niñas, niñas con blusas amarillas), y seguía oyendo los gritos de Pete: «¡Está aquí dentro! ¡Tíos, que me parece que está aquí dentro!»

—Pete también la veía. La línea —murmuró Henry.

No tenía una noción exacta del sentido de la frase. Empeza­ba a borrársele el sueño, cuyas imágenes claras dejaban paso a algo oscuro. Algo que tenía que hacer o intentar él. Olía a heno, con un trasfondo de algo agridulce: maría.

«¿Tú puedes ayudarnos?»

Ojos grandes de cierva. Se llamaba Marsha. Empezaba a ver­se todo más nítido. Henry le había contestado «supongo que no», y después había añadido: «Pero puede que sí.»

«¡Despierta, Henry! Son las cuatro menos cuarto, hora de que no te sobes más la picha y te pongas los calcetines.»

Era una voz más fuerte e inmediata que las demás, tanto que casi las silenciaba. Parecía salida de un walkman con pilas nuevas y el volumen en diez. La voz de Owen Underhill. Él era Henry Devlin; y, si pensaban intentarlo, era el momento. Henry se levantó con una mueca, porque le dolía todo: pier­nas, espalda, hombros y cuello. Donde no le dolían los músculos le picaba horrores el byrus, que se propagaba. Antes de dar el primer paso en dirección a la ventana sucia, se sentía como un hombre de cien años. Después de haberlo dado, aumentó la esti­mación a ciento diez.




3





Owen vio aparecer una silueta de hombre al otro lado de la ventana, y asintió con alivio. Henry caminaba como Matusalén en un día malo, pero Owen le tenía preparado un remedio, al menos pro-visional. Lo había robado de la enfermería nueva, donde te­nían tanto trabajo que ni siquiera se habían fijado en que entrara y saliera. Desde entonces Owen protegía la parte delantera de su cerebro con alguno de los mantras de bloqueo que le había ense­ñado Henry, como la canción de las Pointer Sisters. De momen­to parecía que funcionaba, porque no le habían dirigido ninguna pregunta, sólo algunas miradas extrañas. Hasta el clima seguían teniendo a favor, porque la tormenta no amainaba.

Vio la cara de Henry en la ventana: un óvalo blanquecino y borroso mirándole.

«No lo veo muy claro —le transmitió Henry—. ¡Tío, que casi no puedo caminar!»

«Espera que te ayudo. Apártate de la ventana.»

Henry retrocedió sin rechistar.

Owen llevaba en un bolsillo de la parka la cajita de metal (con la sigla de los marines grabadas en la tapa) donde, estando de ser­vicio, guardaba todos sus documentos de identidad. Se la había regalado el mismísimo Kurtz después de la misión del año ante­rior en Santo Domingo. ¡Qué ironía! El otro bolsillo contenía tres piedras recogidas detrás de su helicóptero, donde era fina la capa de nieve.

Cogió una, un pedazo respetable de granito de Maine, pero justo entonces le llenó la cabeza una ima-gen muy clara, que le dejó en suspenso. Mac Cavanaugh, el del Blue Boy Leader que se ha­bía quedado sin tres dedos en la operación, estaba sentado den­tro de uno de los remolques del recinto. Le acompa-ñaba Frank Bellson, del Blue Boy Three, el otro helicóptero de combate que había conseguido regresar a la base. Uno de los dos había encen­dido una linterna muy potente y la había apoyado en vertical como una vela eléctrica, perforando la oscuridad con el haz lumi­noso. Ocurría en aquel mismo ins-tante, a menos de doscientos metros de donde estaba Owen con una piedra en una mano y la caja me-tálica en la otra. Cavanaugh y Bellson estaban juntos en el suelo del remolque. Los dos tenían una especie de barba roja muy tupida. La feracidad del hongo había roto las vendas de los mu­ñones de los dedos de Cavanaugh. Los dos tenían las pistolas de reglamento con el cañón en la boca; unidos por la mirada, lo es­taban también por la mente. Bellson desgranaba la cuenta atrás: «Cinco... cuatro... tres...»

— ¡No, chicos! —exclamó Owen; pero no captaron ninguna percepción de su voz. Su vínculo, forjado en una decisión irrever­sible, era demasiado fuerte. Entre los miembros del comando de Kurtz, serían ellos los encargados de inaugurar así la noche. Owen dudaba que fueran los últimos.

«¿Owen?» Era Henry. «Owen, ¿qué...?»

A media pregunta sintonizó lo que veía Owen, y el susto le hizo callar.

«... dos... uno.»

Dos disparos ahogados por el rugir del viento y cuatro gene­radores eléctricos Zimmer. Dos abanicos de sangre y tejido cere­bral blancuzco aparecidos como por arte de magia a la poca luz del remolque, sobre las cabezas de Cavanaugh y Bellson. Owen y Henry vieron que el pie derecho de Bellson se movía por últi­ma vez. Chocó con la linterna, y aparecieron brevemente los ros­tros con-traídos y manchados de byrus de Cavanaugh y Bellson. Después la linterna rodó por el suelo del remolque, haciendo círculos de luz en la pared de aluminio, y la imagen se oscureció como la de un televisor cuando se desenchufa.

—Joder —susurró Owen—. Joder.

Henry había vuelto a aparecer en la ventana. Owen le hizo señas de que retrocediera, y a continuación arrojó la piedra. Fa­lló el primer tiro, a pesar de que la distancia era corta. La piedra rebotó a la izquierda del blanco, en la madera castigada por el clima. Cogió la segunda, respiró hondo para serenarse y repitió el lanzamiento. Esta vez rompió el vidrio.

«Henry, tienes correo. Te lo paso.»

Tiró la caja metálica por el agujero del cristal.





4






Rebotó varias veces en el suelo del cobertizo. Henry la reco­gió y abrió el cierre. Contenía cuatro paquetes envueltos con papel de aluminio.

«¿Qué son?»

«Misiles de bolsillo —repuso Owen—. ¿Cómo tienes el co­razón?»

«Que yo sepa, bien.»

«Mejor, porque al lado de esto la cocaína parece valium. En cada paquete hay dos. Tómate tres, y el resto te lo guardas.»

«No tengo agua.»

«Pues mastícalos, guapo. ¡Te quedará algún diente, digo yo!» El tono rezumaba irritación; al principio Henry no lo entendió, pero después sí. ¡Cómo no! A aquellas horas tan intempestivas, si algo podía entender era la pérdida brusca de uno o varios amigos.

Las pastillas eran blancas y no llevaban grabado ningún nom­bre de laboratorio farmacéutico. Al deshacerse en la boca, deja­ban un sabor amarguísimo, tanto que al tragarlas notó que su garganta intentaba vomitarlas.

El efecto fue casi instantáneo. Cuando Henry tuvo la caja de Owen en el bolsillo de los pantalones, ya le latía el corazón dos veces más deprisa, y al volver a mirar por la ventana se le habían triplicado las pulsaciones. Cada palpito en el pecho iba acompa­ñado por una sensación pulsátil en los globos oculares. Sin embar­go, no era desagradable. A decir verdad, incluso disfrutaba. Ya no tenía sueño, y se le habían aliviado todos los dolores como por ensalmo.

— ¡Uau! —exclamó — . ¡Tendrían que pasarle un par de latas de esto a Popeye!

Y se rió, tanto por lo raro que se le hacía hablar (ahora casi parecía un arcaísmo) como por el bienestar que sentía

«Oye, ¿y si no gritaras tanto?»

«¡Vale! ¡vale!»

En sus pensamientos también se percibía una fuerza nueva y cristalina, y Henry lo adjudicó a algo más que a imaginaciones suyas. A pesar de que detrás del cobertizo hubiera un poco me­nos de luz que en el resto del recinto, le bastó para ver que Owen hacía una mueca y se sujetaba un lado de la cabeza, como si le hubieran soltado un grito al oído.

«Perdona», transmitió.

«No pasa nada. Como emites tan fuerte... Ya debes de tener la mierda esa por todo el cuerpo.»

«Pues la verdad es que no», contestó Henry.

Le volvió un retazo del sueño: los cuatro en la hierba de la cuesta. No, los cinco, porque también estaba Duddits.

«Henry... ¿Te acuerdas de dónde he dicho que estaría?»

«En la esquina sudoeste del recinto. En diagonal desde el es­tablo. Pero...»

«Pero nada. Es donde estaré, y si quieres que te saquen de este sitio te aconsejo que también estés. Se tarda...» Pausa de mirar el reloj. Henry pensó que si seguía funcionando debía de ser de los de cuerda. «... entre dos y cuatro minutos. Te concedo media hora. Después, si los del establo no han dado señales de vida, haré un cortocircuito en la alambrada.»

«Puede que con media hora no haya bastante», protestó Hen­ry. Estaba quieto, asomado a la ventana y mirando la silueta de Owen por la nieve, pero respiraba tan deprisa como si corriera. De hecho, se notaba el corazón como en los cien metros lisos.

«Pues no hay más remedio —le envió Owen—. La alambra­da tiene alarma. Saltarán las sirenas, y se encenderán todavía más focos. Alerta general. Te concederé cinco minutos a partir de que salte la liebre (es decir, una cuenta atrás de trescientos). Si para entonces no has aparecido, me voy y santas pascuas.»

«Sin mí no podrás encontrar a Jonesy.»

«Bueno, pero tampoco es razón para quedarme y que la pal­memos juntos. —Un tono paciente, como de hablar con un niño—. Además, da igual, porque si en cinco minutos no te reúnes conmigo la habremos cagado todos.»

«Los dos que acaban de suicidarse... no son los únicos que están tan mal.» «Ya lo sé.»

Henry entrevio mentalmente un autobús escolar amarillo en uno de cuyos lados se leía departamento escolar de millinocket. Dentro había cuatro decenas de calaveras enseñando los dientes por las ventanillas. Se dio cuenta de que pertenecían a los compa­ñeros de Owen Underhill, los que habían llegado con él durante la mañana anterior; hombres que ahora estaban muertos o a punto de morirse.

«No pienses en ellos —contestó Owen—. Los que tienen que preocuparnos son los del per-sonal de apoyo de Kurtz, sobre todo los de Imperial Valley. Te digo una cosa: si existen, será gente muy entrenada y que obedece órdenes. Entre el entrenamiento y la confusión, siempre prevalece lo primero. De eso sirve. Como remolonees, se te cepillarán. Cuando se disparen las alarmas, dis­pondrás de cinco minutos justos. Una cuenta de trescientos.» La lógica de Owen era tan desagradable como irrefutable. «Vale —dijo Henry—. Cinco minutos.» «La verdad es que lo haces porque quieres —le dijo Owen. Henry recibió la idea incrustada en una compleja filigrana de emociones: frustración, culpabilidad e, inevitablemente, miedo (en el caso de Owen Underhill, no de morirse, sino de fra-casar)—. Si es verdad lo que dices, todo depende de que consigamos salir de aquí limpios. Eso de que te arriesgues a poner el mundo en peli­gro por cien o doscientos gilipollas metidos en un establo...»

«Ya, ya sé que tu jefe no lo haría.»

La reacción de Owen fue de sorpresa. Henry no captó pala­bras, sino una especie de «!» de tebeo. A continuación oyó reír a Owen, a pesar de que el viento no interrumpía ni un segundo sus aullidos.

«Me has pillado.»

«Y no te preocupes, que les haré desfilar. Sé motivar como nadie.»

«Cuento con que te esforzarás.»

Henry no le veía la cara, pero captó que sonreía. Entonces Owen habló en voz alta:

—¿Y después? Repítemelo.

«¿Por qué?»

—No sé. Supongo que porque los soldados también necesi­tan que se les motive, sobre todo cuando se descarrían. Y menos telepatía, que quiero oírte decirlo. Quiero oír la palabra.

Henry miró al hombre que tiritaba al otro lado de la alambra­da, y dijo:

—Después seremos héroes; y no porque queramos, sino por­que no hay alternativa.

Fuera, bajo la nieve y el viento, Owen asentía con la cabeza. Y seguía sonriendo.

— ¡Coño! —dijo—. ¿Y por qué no?

Henry vio brillar en su cerebro la imagen de un niño peque­ño levantando una bandeja. Lo que quería el adulto era que el niño volviera a dejarla donde la había cogido; que dejara la ban­deja que tanto y tantos años le había obsesionado, y que estaba rota sin remedio.




5





Kurtz, que desde niño no soñaba y por consiguiente no estaba cuerdo, despertó como todos los días: con un salto de la nada a la conciencia y la percepción lúcida del entorno. Aleluya. Seguía vivo, y en primera línea. Giró la cabeza para mirar el despertador, pero el muy cabrón se había vuelto a estropear, y eso que era lo último de lo último, con revestimiento antimagnético. 12, 12, 12... Parpadeaba como un tartamudo atascado en la misma palabra. Encendió la lámpara de al lado de la cama y cogió el reloj de bol­sillo que había en la mesita de noche. 4.08.

Volvió a dejarlo en la mesita, apoyó en el suelo los pies des­calzos y se levantó. Lo primero que constató fue que seguía ha­ciendo un viento de mil demonios. Lo segundo fue que en su cabeza había desaparecido por completo el murmullo lejano de voces. Ya no había telepatía, y Kurtz se alegraba, porque la había vivido como una ofensa tan profunda como elemental, a la manera de determinadas prácticas sexuales. La idea de que pudieran me­terse en su cabeza, de que pudieran visitar los niveles superiores de su cerebro... le había parecido horrible. Sólo por eso, por ser portadores de un don tan asqueroso, los grises ya se merecían que se los cargasen. Menos mal que había resultado efímero.

Kurtz se quitó los shorts grises de gimnasia y se quedó des­nudo frente al espejo de la puerta del dormitorio, dejando que sus ojos le recorrieran por entero desde los pies (donde empezaban a verse los primeros ovillos de venitas rojas) hasta la coronilla, don­de se le había puesto tieso de dormir el pelo canoso. Para ser un hombre de sesenta años, no tenía demasiado mal aspecto. Lo peor eran las venas de los lados de los pies. Tampoco tenía mal bada­jo, no; al contrarío, aunque no lo había usado mucho. Por lo ge­neral, las mujeres eran seres inmundos e incapaces de lealtad. Agotaban a los hombres. En lo más íntimo de su corazón de hom­bre no cuerdo, donde hasta su locura se presentaba bien plancha­da, almidonada y sin particular interés, Kurtz consideraba que el sexo en general era un mal rollo. Incluso cuando se practicaba para procrear, solía tener como resultado un tumor dotado de cerebro que no se diferenciaba mucho de los bichos caca.

Al llegar a la coronilla, Kurtz dejó que sus ojos hicieran el recorrido al revés, atentos a cualquier punto rojo, cualquier con­gestión de la piel. No había nada. Dio media vuelta, miró lo que se podía ver forzando al máximo la cabeza y siguió sin ver nada. Entonces se separó las nalgas, metió los dedos entre ellas, se in­trodujo un dedo en el ano hasta la segunda falange y sólo palpó

carne.

—Estoy limpio —dijo con voz grave, mientras se daba prisa en lavarse las manos en el exiguo cuarto de baño de la caravana—. Como una patena.

Después volvió a enfundarse los shorts y se sentó para poner­se los calcetines. Limpio. Menos mal. Bonita palabra: «limpio». Había desaparecido la sensación desagradable de la telepatía, si­milar al contacto entre dos pieles sudadas. Su cuerpo no alimen­taba una sola hebra de Ripley. Hasta se había inspeccionado la lengua y las encías.

Entonces ¿qué le había despertado? ¿Por qué se le habían disparado alarmas en la cabeza?

Porque la telepatía no era la única modalidad de percepción extrasensorial. Porque, mucho antes de que se enteraran los gri­ses de la existencia de la Tierra, escondida en un rincón polvorien­to y poco visitado de la galaxia de la Vía Láctea, existía algo que se llamaba intuición, especialidad de los homo sapiens uniforma­dos como él.

La corazonada de toda la vida —dijo Kurtz—. Ni extraterrestres ni pollas.

Se puso los pantalones. Después, a pecho descubierto, cogió el walkie-talkie que tenía en la mesita de noche, al lado del reloj de bolsillo. (Ahora marcaba 4.16. ¡Caramba, cómo corría el tiem­po! Parecía un coche sin frenos bajando por una montaña hacia un cruce muy transitado.) El walkie-talkie era un modelo especial, digital, encriptado y se suponía que imposible de interceptar, aun­que a Kurtz le bastó con echar un vistazo a su reloj digital, pre­suntamente impermeable, para comprender que, en cuestión de aparatos, nada era del todo antinada.

Presionó dos veces el botón de llamada, y en cuestión de se­gundos contestó Freddy Johnson sin demasiada voz de sueño... aunque, ahora que había llegado el momento de la verdad, ¡cuánto echaba Kurtz (bautizado Robert Coonts) de menos a Underhül! Owen, Owen, hijo mío, pensó, ¿por qué has tenido que desca­rriarte justo cuando me hacías más falta?

— Jefe?

—Paso Imperial Valley a seis. Imperial Valley en cero seis cero cero. Espero confirmación.

Tuvo que oír las razones por las que era imposible. Owen no le habría soltado una chorrada así ni en las peores pesadillas. Le concedió a Freddy unos veinte segundos para explayarse, pasados los cuales le espetó:

— Cierra el morro, hijo de puta. Silencio por parte de Freddy, impactado.

—Aquí se está cociendo algo. No sé qué, pero me ha dispa­rado todas las alarmas cuando estaba más dormido que una mar­mota. Si os reúno a todos es por algo, y, si para la hora de la cena aún quieres respirar, te aconsejo que les pongas en posición de firmes. Dile a Gallagher que sea puntual. ¿Recibido, Freddy?

—Recibido. Una cosa, jefe: me consta que ha habido cuatro suicidios, y es posible que me falte enterarme de alguno.

Para Kurtz no constituyó ni una sorpresa ni un disgusto. En determinadas circunstancias, el suicidio no sólo era aceptable, sino noble: la decisión final de un caballero.

  • ¿ Gente de los helicópteros ?

—Afirmativo.

—Ninguno de Imperial Valley.

—No, jefe, de Imperial ninguno.

—Está bien. Pon el turbo, chavalín, que tenemos un proble­ma. No sé cuál, pero noto que se acerca, y es algo gordo.

Kurtz tiró el walkie-talkie a la mesa y siguió vistiéndose. Le apetecía otro cigarrillo, pero ya no quedaban.




6





En otros tiempos, el establo de Gosselin había dado cobijo a una vacada respetable. Tal como estaba el interior, quizá no hu­biera pasado la inspección de las autoridades sanitarias, pero el edificio se mantenía en buen estado. Los soldados habían colga­do una serie de bombillas de muchos vatios, cuya luz se repartía por los compartimientos, los ordeñaderos del espacio central y los pajares superior e inferior. También habían instalado bastantes calefactores,-con el resultado de que reinaba en el establo un ca­lor casi febril. En cuanto estuvo dentro, Henry se bajó la crema­llera, pero no pudo evitar que le sudara enseguida la cara. En parte lo atribuyó a las pastillas de Owen, porque se había tomado otra antes de entrar.

Al ver el establo por dentro, lo primero que pensó fue que se parecía mucho a todos los campos de refugiados que había vis­to: de serbios bosnios en Macedonia, de rebeldes haitianos des­pués de la llegada de los marines a Puerto Príncipe, y de exiliados, africanos que habían abandonado sus países de origen por enfer­medad, hambruna o guerra civil (o por una combinación de las tres cosas). La costumbre de ver las noticias acababa por acos­tumbrar a aquella clase de imágenes, pero siempre procedían de muy lejos, y el sobrecogimiento con que se presenciaban linda­ba con lo aséptico. La diferencia era que para llegar al establo no hacía falta pasaporte. Estaba en Nueva Inglaterra. La gente haci­nada en el interior no iba vestida con harapos, sino con parkas, pantalones de Banana Republic (perfectos para los cartuchos de recambio) y ropa interior de Fruit of the Loom. El aspecto, sin em-bargo, era el mismo. La única diferencia que vio Henry fue la cara de sorpresa general. Se suponía que en América no pasaban esas cosas.

Los prisioneros casi no dejaban ningún resquicio en el suelo, que tenía una capa de paja (y encima otra de chaquetas). Dormían en grupitos o familias. En los pajares había más gente, y entre tres y cuatro personas en cada uno de los cuarenta compartimientos. Todo eran ronquidos, ruidos de garganta y gemidos de gente con pesadillas. Había un niño llorando. E hilo musical, que para Hen­ry fue el no va a más de lo estrafalario. En aquel momento, los condenados del establo de Gosselin dormitaban arrullados por la orquesta de Fred Waring, que ejecutaba una versión de Some Encbanted Evening sobrecargada de violines.

Bajo los efectos de la pastilla, todo le saltaba a los ojos con una nitidez inhabitual. ¡Cuántas chaquetas y gorras naranjas!, pensó. ¡Esto es Halloween en el infierno!

También había una cantidad bastante elevada de moho rojizo. Henry vio manchas en varias mejillas y orejas, y entre varios de­dos; también vio colonias creciendo en las vigas y los cables de varias bombillas. El olor dominante era de heno, pero Henry no tuvo ninguna dificultad en notar que encubría otro de alcohol etílico con rastros de azufre. Aparte de los ronquidos, también se oían varios pedos. Parecían seis o siete músicos con graves ca­rencias de talento tocando la tuba y el saxofón. En otras circuns­tancias habría sido gracioso... y podía serlo incluso en aquellas, siempre que no se hubiera visto aquella especie de comadreja re­torciéndose en la cama ensangrentada de Jonesy.

¿Cuántos la estarán incubando?, se preguntó Henry. Sospe­chó que la respuesta no tenía importancia, porque a la larga las comadrejas eran inofensivas. Quizá el establo les diera la oportu­nidad de sobrevivir fuera de sus huéspedes, pero a merced de la tormenta, con viento huracanado y una sensación de frío bajo cero, no tendrían ninguna.

Tenía que hablar con aquella gente...

No, mal dicho. Lo que tenía que hacer era pegarles un susto de muerte. Había que ponerles en movimiento, a pesar del calor de dentro y el frío de fuera. El establo había contenido vacas, y volvía a contenerlas. Era necesario volver a convertirlas en perso­nas, en personas asustadas y furiosas. Sólo podría conseguirlo con ayuda, y pasaban los segundos. Owen Underhill le había conce­dido media hora. Henry calculó que ya había transcurrido una tercera parte.

Necesito un megáfono, pensó. Es el primer paso.

Miró alrededor, se fijó en un hombre grueso y calvo que dor­mía de costado a la izquierda de la puerta que llevaba a la sala de ordeño, y se acercó a él para verle mejor. Le pareció que era uno de los que había expulsado del cobertizo, pero no estaba seguro. Tratándose de cazadores, corpulencia, calvicie y sexo masculino eran moneda corriente.

Sin embargo, se trataba de Charles, y el byrus le estaba repo­blando lo que el bueno de Charlie debía de llamar «mi placa so­lar sexual». Teniendo encima este pringue, pensó Henry, ¿qué falta hace un crecepelo? Y se sonrió.

Charles le iba de perlas, pero no tanto como Marsha, que dormía al lado cogiéndole las manos a Darren, el de los maxiporros. Ahora Marsha tenía byrus en una de sus mejillas de melo­cotón. Su marido se mantenía limpio, pero su cuñado (¿podía ser que se llamara Bill?) estaba infestado.

Se arrodilló junto a Bill, le tomó una mano manchada de byrus y penetró en la selva intrincada de sus pesadillas.


«Despierta, Bill. Venga, arriba, que tenemos que salir de aquí. Podemos, pero sólo si me ayudas. Despierta, Bill.» «Despierta y sé un héroe.»




7





Ocurrió a tonificante velocidad.

Henry notó que la mente de Bill ascendía al encuentro de la suya, desprendiéndose de las pesadillas donde había estado enre­dada. Intentaba llegar hasta él como alguien a punto de ahogarse y que ve que se acerca nadando un socorrista. Los dos cerebros se conectaron como los enganches de dos vagones de mercancías.

«No hables —le dijo Henry—. No intentes decir nada. Limí­tate a sujetarme. Necesitamos a Marsha y a Charles. Con noso­tros cuatro debería haber bastante.»

«¿Qué...?

«No tenemos tiempo. Venga, Billy.»

Bill cogió la mano de su cuñada. Los ojos de Marsha se abrieron enseguida, como si lo estuviera esperando, y Henry notó que todos los indicadores de su cabeza le subían un grado más. Estaba menos contaminada que Bill, pero tal vez tuvie­ra más capacidad innata. Marsha cogió la mano de Charles sin hacer ninguna pregunta. Henry tuvo la sensación de que ya lo entendía todo, tanto lo que ocurría como lo que había que hacer. Por suerte, también captaba la necesidad de actuar deprisa. Pri­mero bombardearían a los demás, y a continuación les levanta­rían como un bate.

Charles se incorporó de golpe con los ojos muy abiertos, casi saliéndole de las órbitas adiposas. Se levantó como si le hubiera metido mano alguien. Ya estaban los cuatro de pie, cogiéndose las manos como en una sesión de espiritismo... y no se trataba, pensó Henry, de algo muy diferente.

«Venga, todos hacia mí», le dijo.

Lo hicieron, y fue una sensación como de recibir una varita mágica en la mano.

«Escuchadme», dijo.

Se levantaron varias cabezas. Hubo gente muy dormida que se despertó tan bruscamente como si estuviera electrizada.

«Escuchadme y dadme fuerza... ¡Mucha fuerza! ¿Me entendeis? ¡Dadme fuerza, porque es vuestra única oportunidad! ¡ade­lante, dadme fuerza!»

Lo hicieron por puro instinto, como cuando se silba una can­ción o se acompaña un ritmo con palmadas. Si les hubiera dado tiempo de pensárselo, probablemente habría sido más difícil, por no decir imposible, pero no se lo dio. La mayoría dormía, y pilló a los infectados, los telépatas, con el cerebro completamente disponible.

Henry, que también seguía su instinto, transmitió una serie de imágenes: soldados con máscaras rodeando el establo, la mayoría con armas de fuego y algunos con mochilas conectadas a palos largos. Las caras de los soldados las conviritó en caricaturas crue­les, como las de los periódicos. Siguiendo una orden amplificada, los palos soltaban chorros de fuego líquido: napalm. El fuego pren-día enseguido en los laterales y el techo del establo.

Henry pasó al interior y envió la imagen de un remolino de gente gritando. El fuego líquido traspasaba el techo en llamas por una serie de agujeros y prendía en el heno de los pajares. Aquí un hombre con el pelo ardiendo, allá una mujer a quien estaba que­mándose la parka de esquiar, que conservaba como adorno los tickets de varios telesillas.

Henry, y sus amigos cogidos de la mano, se habían convertido en el centro de atención. Los únicos en recibir las imágenes eran los telépatas, pero el índice de infectados del establo podía ascen-der perfectamente al sesenta por ciento, y el resto no dejaba de mostrar­se sensible al pánico. La marea creciente levanta todas las barcas.

Estrechando las manos de Bill y Marsha, Henry volvió a sin­tonizar las imágenes del exterior del establo. Fuego, un cerco de soldados y una voz amplificada impartiéndoles órdenes de que no dejaran salir a nadie.

Ahora los prisioneros estaban de pie, y en el murmullo gene­ral cada vez se notaba más miedo. (La excepción eran los telépa­tas profundos, que se limitaban a mirar a Henry con fijeza y una expre-sión de angustia en sus caras manchadas por el byrus.) Les mostró el establo como una gran tea en la nevada nocturna, el viento convirtiendo el incendio en explosión, en tormenta de fue­go, y las mangueras de napalm que no le daban tregua, mientras seguían las exhortaciones de la voz. así, muy bien, A todos. que NO SE ESCAPE NI UNO. ¡SON EL CÁNCER, Y NOSOTROS LA CURA!

Henry, cuya imaginación había llegado a su cénit y se nutría de sí misma en una especie de frenesí, envió imágenes de la poca gente que lograba encontrar salidas o escabullirse por las venta­nas. Muchos ardían. Había una mujer con un niño en brazos. Los soldados ametrallaban a todos menos a la mujer y el niño, que al correr se convertían en antorchas de napalm.

— ¡No! —exclamaron varias mujeres al unísono.

Con una mezcla de angustia y admiración, Henry se dio cuen­ta de que todas le habían puesto su propia cara a la mujer que se quemaba, incluidas las que no tenían hijos.

Ahora estaban de pie y se arremolinaban como ganado en una tormenta. Era necesario mover-les antes de que tuvieran tiempo de pensárselo, no ya dos veces sino una.

Reuniendo la fuerza de las mentes conectadas a la suya, les envió una imagen de la tienda.

¡POR ALLÍ! ¡ES VUESTRA ÚNICA OPORTUNIDAD! ¡SI PODÉIS, PASAD POR LA TIENDA, Y SI ESTÁ BLOQUEADA LA PUERTA DERRIBAD LA ALAM­BRADA! ¡NO OS PARÉIS, NI DUDÉIS! ¡METEOS EN EL BOSQUE! ¡ESCONDEOS EN EL BOSQUE! ¡VIENEN A INCENDIARLO TODO, EL ESTABLO Y LA GENTE DE DENTRO, Y LA ÚNICA SALVACIÓN ES EL BOSQUE! ¡AHORA, AHORA!

Como estaba sumergido en su imaginación, volando en alas de las pastillas que le había dado Owen y transmitiendo con to­das sus fuerzas (imágenes de salvación segura en tal lugar y de muerte segura en tal otro, con la sencillez de un libro infantil), sólo se dio cuenta muy remotamente de que había empezado a recitar en voz alta:

—Ahora, ahora, ahora.

Marsha Chiles se sumó a la letanía, seguida por su cuñado y después por Charles, el de la placa solar sexual repoblada.

— ¡Ahora! ¡Ahora! ¡Ahora!

A pesar de que Darren era inmune al byrus, y no tenía, por lo tanto, más telepatía que un simple oso, no era inmune a la exal­tación que se iba apoderando del establo, y también se sumó.

— ¡Ahora! ¡Ahora! ¡Ahora!

Era una infección transmitida por el pánico, más contagiosa que el byrus; una infección que saltaba de persona en persona y de grupo en grupo.

Vibraba el establo entero. Todos los puños se levantaban al mismo tiempo, como en un concierto de rock.

— ¡ahora! ¡ahora! ¡ahora!

Henry dejó que se apoderaran de la letanía y la nutrieran, mientras, sin darse cuenta, levantaba el puño como los demás, extendiendo al máximo su brazo dolorido. Al mismo tiempo, se recordaba la necesidad de no quedar atrapado por el ciclón de la mente-masa por él creada: cuando ellos fueran hacia el norte, él iría hacia el sur. Se hallaba a la espera de que se alcanzara un punto crítico e irrever-sible, el de la ignición y la combustión espontánea.

Llegó.

—Ahora —susurró.

Aglutinó las mentes de Marsha, Bill, Charlie... y, en segundo lugar, las de los que estaban más cerca, más comprometidos en la fusión. Las mezcló, las comprimió y, como bala de plata, dispa­ró una palabra a los cerebros de las trescientas setenta personas del establo de Gosselin:

ahora.

Se produjo un momento de silencio absoluto, justo antes de que se abrieran las puertas del infierno.



8





Antes de que anocheciera se había procedido a instalar una docena de garitas para dos soldados a lo largo de la valla de segu­ridad. (En realidad eran lavabos portátiles de donde habían sido arran-cados los urinarios y las tazas.) Estaban equipados con ca­lefactores que, dado lo reducido del espacio, infundían una sen­sación de sopor; de ahí que a los centinelas les apeteciera muy poco salir. De vez en cuando abrían la puerta para que entrara un poco de aire fresco acompañado de nieve, pero la exposi-ción de los guardias al mundo exterior no iba más allá. La mayoría eran soldados que no habían par-ticipado en ningún conflicto ni tenían una comprensión visceral de lo que estaba en juego. Por eso, lo máximo que hacían era contarse anécdotas de sexo, coches, des­tinos, sexo, sus familias, su porvenir, sexo, borracheras, drogas y sexo. Les habían pasado inadvertidas las dos visitas de Owen Underhill al cobertizo (y eso que tanto el puesto 9 como el 10 estaban bien orientados para verle), y fueron los últimos en dar­se cuenta de que acababa de estallarles una rebelión en las manos.

Al fondo de la tienda había siete soldados un poco más curti­dos, por haber pasado más tiempo a las órdenes de Kurtz. Estaban al lado de la estufa, jugando a cartas en el mismo despacho donde, como dos siglos antes, Owen le había puesto a Kurtz las cintas de ne nous blessezpas. De los siete jugadores, seis eran centinelas, y el séptimo Gene Gambry, colega de Emil Brodsky. Cambry no había conseguido pegar ojo. El motivo quedaba oculto por una muñequera elástica de algodón, aunque no sabía si le duraría mucho tiempo más, porque lo rojo de debajo se extendía. En cuanto se despistase lo ve­ría alguien; entonces ya no jugaría a cartas en el despacho, sino que pasaría a engrosar el grupo de desgraciados del establo.

¿Sólo él? Ray Parsons tenía un trozo de algodón en una ore­ja. Decía que porque le dolía, pero a saber. Ted Trezewski tenía vendado el antebrazo, según él porque se había pinchado al po­ner la alambrada. Quizá fuera verdad. George Udall, que en tiem­pos más normales era el superior inmediato de Brodsky, se cubría la calva con un gorro de punto que le daba aspecto de rapero blan­co madurito. Quizá debajo sólo hubiera piel, pero ¿no hacía un poco de calor para llevar gorro? Sobre todo de punto.

—Un dólar más —dijo Howie Everett.

—Lo veo —dijo Danny O'Brian.

Lo mismo hicieron Parsons y Udall. Cambry casi no lo oyó. Acababa de aparecérsele la imagen mental de una mujer con un niño en brazos corriendo por la nieve del cercado, y de un soldado convir­tiéndola en antorcha de napalm. Cambry se estremeció de espanto, considerando que la imagen nacía de su sentimiento de culpa.

— Gene —dijo Al Coleman—, ¿Tú qué haces?

— ¿Qué es eso? —preguntó Howie con ceño.

— ¿Qué es qué? —dijo Ted Trezewski.

— Escucha y lo oirás —repuso Howie.

«Polaco atontado»: Cambry oyó mentalmente la coletilla inexpresa, pero no le dio importancia. Prestando atención se oía el cántico con gran claridad, por encima del viento y ganando fuerza con rapidez.

¡Ahora! ¡Ahora! ¡Ahora! ¡Ahora! ¡ahora! Procedía del establo, justo detrás de donde estaban ellos.

— ¿Qué coño pasa ahora? —preguntó Udall, intrigado y par­padeando ante el revoltijo de cartas, ceniceros, fichas y dinero que había en la mesa. De repente, Gene Cambry entendió que deba­jo de aquella ridiculez de gorra sólo había piel. En principio, el mando del grupito le correspondía a Udall, pero no se enteraba de nada. No veía los puños en alto, ni oía la poderosa voz men­tal que dirigía el cántico.

Cambry vio inquietud en los rostros de Parsons, Everett y Coleman. Ellos también lo veían. Fue saltando de uno a otro la comprensión, mientras los que no estaban contagiados ponían cara de perplejidad.

—Van a salir, los muy hijos de puta —dijo Cambry.

—No digas chorradas, Gene —dijo George Udall—. ¡Si no tienen ni idea de la que les espera, y encima son civiles! Sólo se están desfo...

Cambry se perdió el final de la frase, porque una palabra (aho­ra) le estaba partiendo el cerebro como una sierra. Ray Parsons y Al Coleman hicieron sendas muecas. Howie Everett gritó de do­lor llevándose las manos a las sienes, mientras le chocaban las ro­dillas con la mesa y lo dejaban todo perdido de fichas y cartas. En la estufa aterrizó un billete de dólar y empezó a arder.

— ¡Me cago en la leche! ¡Mira lo que has...! —empezó a de­cir Ted.

—Ya vienen —dijo Cambry—. Vienen hacia aquí.

Parsons, Everett y Coleman saltaron de sus sillas y fueron en busca de las carabinas M-4 que tenían apoyadas detrás del perche­ro de Gosselin. Los demás, que seguían sin enterarse de nada, les miraban con sorpresa. Justo entonces se oyó un impacto desco­munal, el de sesenta o más prisioneros forzando las puertas del establo. Estaban atrancadas por fuera con cerrojos de acero de fabricación militar. Los cerrojos resistieron, pero la madera vieja cedió con un crujido de astillas.

Los reclusos se abalanzaron por el hueco al grito de «¡ahora! ¡ahora!», pisoteando entre la nieve a varios de los suyos.

Cambry también se abalanzó, pero hacia los fusiles de asalto. De repente le arrebataron el que había cogido.

—Mamón, que es el mío —rugió Ted Trezewski.

Entre las puertas destrozadas del establo y el fondo de la tien­da había menos de veinte metros de distancia. La multitud los cubrió gritando ¡ahora! ¡ahora! ¡ahora!

La mesa de poker se volcó ruidosamente y esparció su con­tenido por el suelo. El choque de los primeros reclusos con la alambrada hizo saltar la alarma de la cerca. Algunos quedaron fritos, y otros ensartados como peces en las enormes pelotas de púas. Al cabo de unos momentos, se sumó al rebu-zno ululan­te de la alarma un ruido de sirena, la alerta del cuartel general que a veces recibía el nombre de Situación Triple Seis, el fin del mundo. En las garitas fabricadas con lavabos portátiles de plástico emergieron varias caras aturdidas de sorpresa y miedo. — ¡Al establo! —exclamó alguien—. ¡Todos al establo! ¡Es una fuga!

Los centinelas salieron a la nieve a paso ligero, muchos de ellos sin botas, y bordearon la cerca sin saber que había sufrido un cortocircuito debido al peso de más de ochenta cazadores de ciervos kamikazes, todos gritando ahora a pleno pulmón, aun­que estuvieran achicharrándose hasta morir.

Nadie se fijó en que por detrás del establo salía un hombre solo (alto, flaco y con gafas anticuadas de montura de carey) y cruzaba en diagonal el manto de nieve del cercado. A pesar de que Henry no veía ni notaba que se fijara nadie en él, echó a correr. La luz intensa de los focos le hacía sentirse horri-blemente vulnerable, y la cacofonía de la sirena y la alarma de la cerca le hacían sucumbir al pánico, como si estuviera medio loco. Era la misma sensación que oír llorar a Duddits detrás del garaje de Tracker Hermanos.




9





Cuando se disparó la alarma y se encendieron los focos de emergencia, iluminando lo poco que quedaba por iluminar en aquel pedazo de tierra dejado de la mano de Dios, a Kurtz sólo le faltaba por ponerse una bota. Su reacción, ni de sorpresa ni de disgusto, se limitó a una mezcla de alivio y desi-lusión. Alivio por tener delante, sin disimulos, lo que le había puesto los nervios tan de punta. Desilusión por que el follón no hubiera tardado un par de horas más en desencadenarse. Dos horas más y podría haber hecho cuadrar las cuentas de la transacción.

Empujó la puerta de la caravana con la mano derecha, conser­vando la otra bota en la izquierda. Llegaba del establo un brami­do salvaje, un grito de guerra de los que le tocaban la fibra en cualquier circunstancia. El vendaval lo atenuaba un poco, pero no mucho. Por lo visto actuaban de mutuo acuerdo. De entre sus rangos timoratos y bien alimentados, rangos de «aquí no puede pasar», había surgido un Espartaco. ¡Y parecían tontos!

Es la telepatía del carajo, pensó. Su intuición, siempre tan fa­bulosa, le dijo que era un problema grave, que estaba viendo irse al garete toda una operación, pero Kurtz sonreía a pesar de los pesares, pensando: sólo puede ser la telepatía del carajo. Se han olido lo que les esperaba... y alguien ha decidido tomar medidas.

Mientras estaba asomado, por las puertas del establo, desgoz­nadas y hechas astillas, irrumpió una masa anárquica de indivi­duos con parkas y gorros naranjas. Uno de ellos cayó en una ta­bla rota y quedó empalado a la manera de un vampiro. Otros tropezaron con la nieve y fueron pisoteados. Ahora estaban en­cendidas todas las luces, y Kurtz tenía la sensación de asistir a un combate de boxeo desde primera fila. Lo veía todo.

Fueron despegando sucesivos escuadrones con dotaciones de cincuenta o sesenta hombres, y, con la disciplina de unas prácti­cas aéreas, cargaron contra la cerca por ambos lados de la mísera tien-ducha. O no sabían que el alambre liso condujera una dosis letal de electricidad, o no les importaba. El resto, el grueso de los efectivos, embistió directamente la parte trasera de la tienda. Se trataba del punto más débil del perímetro, pero no importaba. Kurtz preveía que no quedaría nada en pie.

A la hora de hacer planes para cualquier eventualidad, no le había pasado por la cabeza nada así: doscientos o trescientos gue­rreros otoñales con sobrepeso formando una carga banzai. Les había creído incapaces de cualquier otra cosa que de quedarse quietecitos exigiendo un juicio justo hasta el momento mismo de pasar por la barbacoa.

—No está mal, chavales —dijo.

Olió que empezaba a quemarse algo más (su puta carrera, pro­bablemente), pero bueno, de alguna manera había que acabar, y ¡vaya operación había escogido para despedirse! Por lo que a Kurtz respectaba, los hombrecillos grises eran estrictamente secundarios. Si escribía él los titulares, el principal anunciaría lo siguiente: ¡sor­presa! ¡LOS AMERICANOS DE LA NUEVA ERA DEMUESTRAN QUE TIENEN agallas! Increíble. Casi daba pena aguarles la fiesta.

La sirena del cuartel general subía y bajaba de volumen en la ne­vada nocturna. La primera oleada de hombres golpeó la tienda por detrás. A Kurtz le faltó poco para ver temblar el edificio entero.

—Me cago en la telepatía —dijo sonriendo.

Vio la reacción de los suyos, la primera oleada procedente de las garitas, seguida por refuerzos de la sección motorizada, el eco­nomato y los remolques que servían de barracones. A continua­ción, la sonrisa de Kurtz empezó a trocarse en una expresión de perplejidad.

—Disparad —dijo—. ¿Por qué no disparáis?

Algún que otro soldado disparaba, pero era insuficiente. A Kurtz le olió a pánico. Sus hombres no disparaban porque esta­ban hechos unos caguetas. O porque sabían que después les to­caría a ellos.

—Me cago en la telepatía —repitió.

De repente se oyeron disparos de fusil automático dentro de la tienda. Las ventanas del despacho donde se había celebrado la original conferencia entre él y Owen Underhill se iluminaron con destellos de traca. Hubo dos que reventaron. Por la segunda quiso salir alguien, y Kurtz tuvo tiempo de reconocer a George Udall antes de que le estiraran por las piernas.

Al menos peleaba alguien: los de dentro del despacho, pero tenía su lógica, porque se jugaban la vida. La mayoría de los cha­vales que habían acudido corriendo seguían en las mismas. Kurtz se planteó soltar la bota, coger la nueve milímetros y cargarse a unos cuantos fugitivos (mejor dicho al máximo). ¿Por qué no, si aquello era el sálvese quien pueda?

Por Underhill. He ahí el porqué. Owen Underhill tenía mucho que ver con aquella cagada. Como que se llamaba Kurtz. Apesta­ba a cruzar la línea, que era la especialidad de Owen Underhill.

Más disparos en el despacho de Gosselin... gritos de dolor... y alaridos finales de victoria. Habían ocupado el objetivo, pese a ser una panda de memos que sólo sabían de ordenadores, bebían Evian y comían ensaladitas. De un portazo, Kurtz se desentendió del panorama y se apresuró a volver al dormitorio para llamar a Freddy Johnson. Seguía con la bota en la mano.





10





Estando Cambry de rodillas detrás del escritorio de Gosselin, irrumpió la primera oleada de prisioneros. Cambry se dedicaba a abrir cajones, buscando como loco una pistola. El hecho de que no encontrara ninguna bien pudo ser el motivo de que salvara la vida.

¡ahora! ¡ahora! ¡ahora! —berreaban cada vez más cerca los prisioneros.

Al fondo de la tienda se produjo un impacto descomunal, como si hubiera chocado un camión con la pared. Se oyó un chis­porroteo en el exterior, el de los primeros reclusos chocando con la alambrada. Empezaron a parpadear las luces del despacho.

— ¡No os separéis! —exclamó Danny O'Brian —. ¡Por amor de Dios, no os sepa...!

La puerta trasera saltó de sus goznes con tal ímpetu que re­corrió una parte de la sala, sirviéndole de escudo al primero de los vociferantes intrusos que obstruían la entrada. Cambry se agachó con las dos manos en la nuca, al mismo tiempo que la puerta cho­caba de lado con el escritorio, pillándole debajo.

En la estrechez de la sala, el ruido de fusiles en posición de disparo automático resultaba tan ensordecedor que ni siquiera se oían los gritos de los heridos. Cambry, sin embargo, se dio cuenta de que no disparaban todos. Trezewski, Udall y O'Brian sí, pero Coleman, Everett y Ray Parsons se limitaban a aguantar el arma contra el pecho con expresión aturdida.

Desde su refugio accidental, Gene Cambry presenció la embes­tida de los presos, vio caer a los primeros como espantapájaros bajo el impacto de las balas, y les vio salpicar de sangre las paredes, los carteles publicitarios y los avisos de las autoridades sanitarias. Vio que George Udall les arrojaba el arma a dos tíos jóvenes y cachas con ropa naranja, giraba sobre sus talones y corría hacia una de las ventanas. Le estiraron hacia dentro cuando ya había sacado medio cuerpo. Un hombre que tenía en la mejilla una mancha de Ripley que parecía de nacimiento le clavó los dientes en la pantorrilla como si fuera un muslo de pavo, mientras otro, en el otro extremo del cuerpo de George, silenciaba los gritos de la cabeza torciéndola a la izquierda. El humo azul de la pólvora llenaba toda la sala, pero Cambry reconoció a Al Coleman y vio que arrojaba el fusil al suelo y se sumaba al cántico: «¡Ahora! ¡Ahora! ¡Ahora!» También vio que Ray Parsons, que siempre había destacado por pacífico, apun­taba a Danny O'Brian y le volaba la cabeza.

Ahora era todo muy fácil. Ahora se reducía a una lucha en­tre contagiados e inmunes.

Un golpe en la mesa, que chocó con la pared. A Cambry se le cayó la puerta encima, y antes de que pudiera levantarse le aplastó el peso de varias personas corriendo encima de la hoja. Se sentía como el típico vaquero que se cae del caballo durante una estampi­da. Aquí me muero, pensó; pero al poco rato notó que se aligeraba el peso asesino. Entonces, con toda la adrenalina que tenía en los músculos, se puso de rodillas. En ese momento la puerta resbaló hacia la izquierda, y a guisa de despedida le clavó el pomo en toda la cadera. Cambry recibió en las costillas el puntapié de alguien que pasaba. Después de que otra bota le rozara, la oreja derecha, se le­vantó. La sala estaba cargada de humo, y era un desvarío de gritos. Cuatro o cinco fornidos cazadores fueron arrojados al interior de la estufa, que, arrancada de la chimenea, se derrumbó escupiendo al suelo ramas de arce encendidas. El fuego prendió en los billetes y los naipes. Apareció un olor rancio, el del plástico de las fichas de poker quemándose. Eran las de Ray, pensó Cambry con incohe­rencia; ya las tenía en el Golfo, y en Bosnia.

Imperaba tal alboroto que no se fijaron en él. Los reclusos fugitivos no tenían ninguna necesi-dad de salir por la puerta de entre el despacho y la tienda, porque se había caído toda la pared (simple tabique, de hecho). El fuego de la estufa volcada estaba extendiéndose a algunos trozos.

A un individuo viejo y canijo, con gorra de borlas y trenca, le estamparon contra la estufa y le pisotearon. Cambry oyó los gritos agudos que soltaba al adherírsele la cara al metal y empe­zar a cocérsele la carne.

Los oyó y los sintió.

—¡Ahora! —exclamó Cambry, señal de que se rendía y se integraba en el grupo—. ¡Ahora!

Saltó por encima de las llamas de la estufa, cada vez más al­tas, y corrió perdiendo su mente pequeña en la grande.

A efectos prácticos, la operación Blue Boy había concluido.




11




Cuando llevaba recorridas tres cuartas partes del cercado, Henry hizo una pausa para respirar, llevándose la mano al mar­tilleo del pecho. Dejaba a sus espaldas el apocalipsis de bolsillo que había desencadenado él. Delante sólo veía oscuridad. El ca­brón de Underhill le había dejado en la estacada, y ahora...

«Tranquilo tío.»

Se encendió dos veces una luz. Henry, sencillamente, había mirado en la dirección equivocada. Owen estaba aparcado un poco a la izquierda de la esquina sudoeste del cercado. Henry dis­tinguió con nitidez el contorno anguloso del Sno-Cat. Detrás se oían gritos, órdenes, disparos... De estos últimos había previsto más, pero ya tendría tiempo de extrañarse.

«¡Date prisa! —exclamó Owen—. ¡Tenemos que salir de aquí!»

«No puedo correr más. Espera.»

Henry reemprendió la marcha. Ahora que empezaba a decli­nar el efecto de las pastillas de Owen, se sentía el corazón pesa­do. Le picaba una barbaridad tanto el muslo como la boca. Sen­tía crecer el moho en la lengua. Era como el burbujeo de un refresco, pero duradero.

Owen había cortado la alambrada, tanto la parte de púas como la lisa. Ahora estaba de pie delante del Sno-Cat (como era blanco y se confundía con la nieve, no tenía nada de raro que no lo hubie­ra visto Henry), con un rifle automático apoyado en la cadera v procurando mirar al mismo tiempo en todas las direcciones. La abundancia de focos le daba media docena de sombras, que irra­diaban de sus botas como extravagantes manecillas de reloj.

Owen cogió a Henry por los hombros.

«¿Estás bien?»

Henry asintió con la cabeza. Cuando Owen empezaba a con­ducirle en dirección al vehículo, se produjo una explosión fuerte y aguda, como si acabara de disparar alguien la escopeta más gran­de del mundo. Henry agachó la cabeza y se enredó los pies. Sin la ayuda de Owen, se habría caído.

«¿Qué...?»

«Gas de petróleo licuado, y puede que también gasolina. Mira.»

Owen le puso las manos en los hombros y le hizo girar. Hen­ry vio destacarse en la nevada nocturna una columna muy alta de fuego. Volaban pedazos de tienda (planchas, tejas de madera, ca­jas de galletas ardiendo, rollos de papel de váter incendiados...). El espectáculo tenía fascinados a cierto número de soldados, en contraste con otros que corrían hacia el bosque. Henry supuso que en persecución de los presos, a pesar de que oía en su cabe­za el pánico de los soldados («¡Corred! ¡Corred! ¡Ahora! ¡Aho­ra!») sin darle del todo crédito. Más tarde, cuando tuviera tiem­po de pensar, comprendería que muchos también huían. En aquel momento no entendía nada. Ocurría todo demasiado deprisa.

Owen le obligó a dar otra media vuelta y le empujó hacia el asiento del copiloto, haciéndole apartar una lona que olía mucho a aceite de motor. Daba gusto el calor que hacía en la cabina. Una radio clavada con tornillos en el rudimentario salpicadero estaba encendida. A Henry, lo único que le pareció inteligible fue el pánico de las voces, que le provocó una alegría salvaje, la mayor desde la tarde en que los cuatro habían asustado a Richie Grenadeau y los abusones de sus amigos. De hecho, a su manera de ver, la operación la dirigían un puñado de Richie Grenadeaus adultos, con armas de fuego sustituyendo las cacas secas de perro.

Entre los dos asientos había algo, una caja con dos pilotos naranjas que parpadeaban. Justo cuando Henry se agachaba por curiosidad, Owen Underhill apartó la lona de al lado del asiento del conductor y entró saltando en el vehículo. Tenía la respiración pesada, y miraba el incendio sonriendo.

—Hermano, ten cuidado con eso —dijo — . Ojo con los bo­tones.

Henry levantó la caja, que tenía más o menos las mismas medidas que la fiambrera tan amada por Duddits. Los botones estaban debajo de los pilotos intermitentes.

— ¿Qué son?

Owen le dio a la llave, y el motor caliente del Sno-Cat arrancó sin dilación. Había un palo muy alto saliendo de la caja de cam­bios. Owen lo usó para meter la marcha. Seguía sonriendo. La luz intensa que entraba por el parabrisas del vehículo le permitió a Henry ver que su acompañante tenía debajo de cada ojo una he­bra anaranjada de byrus, como rímel. En los párpados había más.

—Aquí hay demasiada luz —dijo Owen—. Vamos a rebajar­las un poco.

Describió un círculo con el Sno-Cat, con una suavidad tan sorprendente que les pareció ir en lancha motora. Henry volvió a apoyarse en el respaldo con la caja de los intermitentes en las rodillas. Pensó que, tal como estaba, no le molestaría no volver a caminar en cinco años.

Owen, que conducía en diagonal hacia una zanja entre pare­des de nieve —que en eso se había convertido Swanny Pond Road—, le miró de reojo.

—Lo has conseguido —dijo—. Reconozco que tenía mis du­das, pero de puta madre, tío.

— Ya te lo había dicho —contestó Henry—: Sé motivar como nadie.

Y añadió en transmisión mental: «De todos modos, la mayo­ría se morirá.»

«Da igual. Les has dado una oportunidad. Y ahora...»

Seguían oyéndose disparos, pero Henry sólo se dio cuenta de que ellos eran el blanco cuando el techo de metal de la cabina desvió una bala. Otra, con un ruido seco, rebotó en una oruga del Sno-Cat, y. Henry bajó la cabeza. ¡Como si sirviera de algo!

Owen, que conservaba la sonrisa, señaló a la derecha con una mano enguantada. Justo cuando Henry giraba la cabeza, otras dos balas mordieron la carrocería cuadrada del vehículo. Henry se encogió ambas veces, a diferencia de Owen, que ni se inmutó.

Henry vio un grupo de remolques, y delante una colonia de caravanas. Frente a la mayor, que a Henry le pareció una mansión sobre ruedas, había seis o siete hombres disparándole al Sno-Cat. A pesar de la distancia y el viento, y de que seguía nevando mucho, acertaban demasiado a menudo. Se les estaban sumando algunos hombres más, que en algunos casos sólo iban medio vestidos. (Apareció corriendo por la nieve un chicarrón con unos pectorales dignos de un tebeo de superhéroes.) El del medio del grupo era alto y tenía el pelo gris; el de al lado, más fornido y pelirrojo. Henry vio que el más delgado de los dos levantaba el rifle y disparaba como si no hubiera apuntado. Oyó una especie de silbido, y notó que le pasaba justo por delante de la nariz algo peligroso que zumbaba.

Por increíble que pareciera, Owen se rió.

—El del pelo gris es Kurtz, que es el que manda. ¡Qué pun­tería tiene, el muy cabrón!

Varias balas más rebotaron en los neumáticos y el chasis del Sno-Cat. Henry notó la presencia en la cabina de otro objeto zumbante, y de repente se quedó callada la radio. Crecía la dis­tancia entre ellos y los tiradores arracimados alrededor de la ca­ravana mayor, pero no parecía servir de nada. Henry no veía di­ferencias: para él, todos tenían la misma puntería. En un momento u otro daría uno en el blanco... y, sin embargo, Owen ponía cara de contento. Henry sospechó que se había asociado con alguien todavía más suicida que él, y pensó: cuando se haya acabado todo esto podremos saltar juntos y cogidos de la mano.

—El pelirrojo es Freddy Johnson, y el resto son los chicos de Kurtz, los que en principio tenían que... ¡Ojo!

Otro silbido, otra abeja de acero (esta vez entre los dos), y de repente faltaba el botón del cambio de marchas. Owen estalló en carcajadas.

— ¡Kurtz! —vociferó — . ¡Te apuesto lo que sea! ¡Ya hace tres años que debería estar en el retiro, pero sigue teniendo una puntería que te cagas! —Dio un puñetazo en la palanca de mando—. Bue­no, ya está bien. Se acabó lo que se daba. Apágales la luz, guapetón.

— ¿Eh?

Owen, sonriendo, señaló con el pulgar la caja de los intermi­tentes. Ahora a Henry las líneas de byrus que tenía debajo de los ojos le parecían pinturas de guerra.

—Que aprietes los botones. Apriétalos y baja las cortinas.





12





De repente (siempre era igual de repentino, igual de mágico) el mundo desapareció. Los alaridos del viento, los copos como proyectiles, el ulular de la sirena, la vibración de la alarma... Todo borrado. Kurtz perdió conciencia de tener al lado a Freddy John­son, y al resto de los de Imperial Valley congregándose. Se con­centró con exclusividad en el Sno-Cat que se alejaba, y en el asien­to izquierdo vio a Owen Underhill; le vio a través de la cabina de acero, como si de repente la visión de rayos equis de Supermán se le hubiera trasferido a él, Abe Kurtz. La distancia era exagerada, pero daba igual. Su siguiente disparo se metería directamente en la nuca del traidor de Owen Underhill. Levantó el fusil, apuntó...

Dos explosiones rasgaron la noche, una de ellas lo bastante cercana para que Kurtz y sus hombres recibieran el impacto de la onda expansiva. Salió volando un remolque donde ponía INTEL inside, dio un vuelco y cayó sobre la tienda donde estaba la cocina.

— ¡Hostia! —exclamó uno de los hombres.

No se apagaron todas las luces, porque media hora era poco y Owen sólo había tenido tiempo de instalar cargas en dos gene­radores (murmurando en todo momento «Banbury Cross, Ban-bury Cross»), pero de repente el Sno-Cat fugitivo desapareció en las fauces de una oscuridad salpicada de llamas, y Kurtz dejó caer el rifle en la nieve sin apretar el gatillo.

—La cagamos —dijo sin entonación—. Alto el fuego. He dicho que alto el fuego, mamonazos. Ni un tiro más. Adentro. Todos me­nos Freddy. Juntad las manos y rezadle a Dios Todopoderoso para que nos saque de este berenjenal. Freddy, ven. ¡Camina, hombre!

Los otros, casi una docena, subieron en orden por la escalerilla de la caravana grande, entre miradas inquietas a los generadores ar­diendo y la tienda en llamas de los cocineros. (Ya empezaba a comu­nicarse el incendio a la enfermería. Después le tocaría al depósito de cadáveres.) Se habían apagado la mitad de los focos del recinto.

Kurtz le pasó a Freddy Johnson un brazo por la espalda y le hizo dar veinte pasos bajo la nevada. El viento arrastraba cortinas de copos con misterioso aspecto de vapor. Justo encima de los dos ardía a plena llama lo que quedaba de la tienda de Gosselin. Ya se había incendiado el establo, con las cuencas vacías de sus puertas destrozadas.

—Freddy, ¿tú amas a Jesús? Dime la verdad.

Freddy ya se lo sabía de otras veces. Era un mantra. El jefe estaba despejándose las ideas.

—Sí, jefe, le amo.

— ¿Me lo juras? —La mirada de Kurtz era penetrante. Segu­ro que miraba a través de Freddy. Debía de hacer planes, supo­niendo que los seres intuitivos hicieran planes—. Ten presente que te expones a la condena eterna.

—Se lo juro.

—Y le amas mucho, ¿no?

—Mucho, jefe.

— ¿Más que al grupo? ¿Más que a entrar a saco? —Una pau­sa—. ¿Más que a mí?

Convenía no equivocarse de respuesta, porque se la jugaba. Suerte que no eran preguntas difíciles.

—No, jefe.

—Freddy, ¿ya se te ha pasado la telepatía?

—Algo he notado, aunque no sé si era telepatía. Como unas voces en la cabeza...

Kurtz hacía gestos de aquiescencia. Una serie de llamas ana­ranjadas, del mismo color que el hongo de Ripley, perforaron el tejado del establo.

—... pero ahora ya no.

— ¿Ya los demás del grupo?

— ¿Se refiere a Imperial Valley?

Freddy señaló la caravana con un gesto de la cabeza.

—No, a los bomberos, si te parece. ¡Pues claro!

—Están todos limpios, jefe.

—Me alegro... y no me alegro. Freddy, nos hacen falta un par de infectados. Digo «nos» refiriéndome a ti y a mí. Quiero gente que esté de aquello rojo hasta el culo. ¿Me entiendes?

En cambio, no entendía por qué, pero de momento no impor­taba. Se notaba, se veía, que Kurtz empezaba a dominar la situación, motivo de alivio para Freddy. Kurtz se lo explicaría cuan­do fuera el momento. Miró con inquietud la tienda en llamas, el establo en llamas, las cocinas en llamas... Era un desbarajuste. Pero no, porque Kurtz estaba dominando la situación.

— La culpa de casi todo lo ocurrido la tiene la puta telepatía — reflexionó en voz alta Kurtz — , pero no de desencadenarlo. Pongo a Dios por testigo de que esa cabronada ha sido humana. Freddy, ¿quién traicionó a Jesús? ¿Quién le dio el beso?

Freddy había leído la Biblia, más que nada por habérsela dado Kurtz.

—Judas Iscariote, jefe.

Kurtz asentía con movimientos rápidos. Su mirada se posaba por doquier, levantando acta de las destrucciones y calculando las medidas a tomar, que quedarían gravemente limitadas por la tor­menta.

— Exacto, chavalín. A Jesús le traicionó Judas, y a nosotros Owen Philip Underhill. Judas recibió treinta monedas de plata. ¿Verdad que no es gran cosa?

—No, jefe.

Freddy había contestado dando a Kurtz parcialmente la espal­da, debido a que acababa de explotar algo en el economato. Una mano de acero le cogió por el hombro y le obligó a recuperar su posición anterior. Los ojos de Kurtz estaban muy abiertos, y quemaban. Sus pestañas blancas hacían que parecieran ojos de fantasma.

—Mírame cuando te hablo —dijo Kurtz—. Cuando te diga algo, escúchame. —Se llevó la otra mano a la culata de la pistola de nueve milímetros — . Si no, te reviento las tripas aquí mismo. He tenido mala noche, o sea, hijo de perra, que no me la empeo­res, ¿vale? ¿Captas de qué voy?

Johnson estaba dotado de gran coraje físico, pero notó que algo se le retorcía en el estómago, como si quisiera escapar.

—Sí, jefe. Perdone.

— Perdonado. Hay que hacer como Dios: perdonar. No sé cuántas monedas de plata le habrán dado a Owen, pero te digo una cosa: le vamos a coger, le vamos a abrir bien el culo y le va­mos a hacer una preciosidad de ojete nuevo. ¿Cuento contigo?

— Sí. —Freddy se moría de ganas de encontrar a la persona que había desbaratado el orden de su mundo, y machacarle—. ¿Usted de cuánto cree que es responsable, jefe?

—De bastante para cepillármelo —dijo Kurtz con serenidad—. Mira, Freddy, tengo la sensación de que esta vez me hundo...

—No, jefe.

—... pero no pienso hundirme solo.

Kurtz mantuvo el brazo en la espalda de su nuevo lugarte­niente y empezó a llevarle de regreso a la caravana. Los genera­dores incendiados se habían convertido en tocones de fuego casi consumidos. El culpable era Underhill, uno de los chicos de Kurtz. A Freddy seguía costándole aceptarlo, pero em-pezaba a caldearse. ¿Cuántas monedas de plata, Owen? ¿Cuántas te han dado, traidor?

Kurtz se quedó con el pie en la escalerilla.

—Freddy, ¿a quién quieres poner a las órdenes de una misión de búsqueda y destrucción?

—A Gallagher, jefe.

— ¿Kate?

—Exacto.

—¿Es caníbal, Freddy? Porque tenemos que poner al mando a un caníbal.

—Se los come crudos con patatas, jefe.

—Bien —dijo Kurtz—. Porque esto va a ser sucio. Necesito dos casos de Ripley. Al resto... como animales, Freddy. Ahora Imperial Valley es una misión de búsqueda y destrucción. Galla­gher y el resto cazarán al máximo que puedan, tanto soldados como civiles. Desde ahora hasta mañana a mediodía, será hora de comer; después, cada uno a la suya. Menos nosotros, Freddy. —La luz de las llamas pintaba de byrus la cara de Kurtz, ponién­dole ojos de comadreja—. Vamos a cazar a Owen Underhill y en­señarle a amar al Señor.

A pesar de la capa de nieve dura y resbaladiza, Kurtz subió por los escalones de la caravana con agilidad de cabra montes, seguido por Freddy Johnson.





13





El Sno-Cat bajaba tan deprisa hacia Swanny Pond Road que Henry se mareó. Después viraron hacia el sur. Manejando el embra­gue y la palanca, Owen fue cambiando de marchas hasta meter la más alta. Con tantas galaxias de nieve rompiéndose en el parabrisas, Henry tenía la impresión de estar viajando más o menos a la veloci­dad del sonido. Calculó que en realidad debían de ir a unos cincuenta por hora; bastante deprisa para alejarse del complejo de Gosselin, pero intuía que Jonesy les aventa-jaba mucho.

«¿Tenemos delante la autopista? —preguntó Owen—. Sí, ¿verdad?»

«Sí, a unos seis kilómetros.»

«Cuando lleguemos, habrá que cambiar de medio de trans­porte.»

«De acuerdo, pero sólo habrá heridos si es indispensable. Y de víctimas, cero.»

«Henry... No sé cómo explicártelo, pero esto no es un par­tido de baloncesto.»

«Ni heridos ni muertos. Al menos al cambiar de vehículo. O lo aceptas, o salto ahora mismo por la puerta.»

Owen le miró de reojo.

«Eres capaz. Pasando de los planes que tenga tu amigo para el mundo.»

«Mi amigo no tiene la culpa de nada de lo que está pasando. Le han secuestrado.»

«Bueno, vale, pues cambiaremos de medio de transporte pro­curando no hacerle daño a nadie. Y sin víctimas, como no seamos nosotros dos. ¿Adonde vamos?»

«A Derry.»

«¿Es adonde ha ido él? ¿El último extraterrestre?»

«Creo que sí. En todo caso, en Derry tengo un amigo que puede ayudarnos. Ve la línea.»

«¿Qué línea?»

—Da igual —dijo Henry, pensando: «Es complicado.»

— ¿Complicado en qué sentido?

«Te lo diré de camino. Si puedo.»

El Sno-Cat prosiguió rumbo a la autopista, precedido por el resplandor de los faros.

—Vuelve a decirme qué vamos a hacer —dijo Owen.

—Salvar el mundo. -Y dime en qué nos convierte, que necesito oírlo.

—Nos convierte en héroes —dijo Henry.

A continuación reclinó la cabeza y cerró los ojos. Sólo tardó unos segundos en dormirse.






















TERCERA PARTE


QUABBIN











Me encontré por la escalera

con un hombre que no estaba.

Hoy igual: ¡tampoco estaba!

Qué alegría si se fuera.


hughes mearns



























XVIII




Empieza la persecución







1



Cuando apareció entre la nieve el letrero verde de dysart's, Jonesy no tenía el menor indicio sobre la hora (el reloj del tablero de mandos del cuatro por cuatro se había ido al carajo y sólo parpa-dea­ba «12.00 AM»), pero aún era de noche y nevaba mucho. Fuera de Derry, los quitanieves estaban perdiendo la batalla contra la tormen­ta. La camioneta robada era «de las que tiran», como habría dicho el papá de Jonesy, pero también estaba perdiendo la suya: cada vez res­balaba más a menudo con la nieve, que ganaba espesor, y le costaba cada vez más esquivar los montones. Jonesy lo ignoraba todo del destino escogido por el señor Gray, pero dudaba que pudiera llegar. Nevando así y con aquella camioneta, imposible.

La radio funcionaba, pero de aquella manera; de momento sólo llegaban señales débiles y difusas. Jonesy no captó ninguna informa­ción horaria, pero sí un boletín meteorológico. Ahora al sur de Portland, en vez de nevar, llovía, pero entre Augusta y Brunswick, a de­cir de la emisora, la precipitación era una mezcla peligrosa de aguanieve y granizo. La mayoría de las poblaciones se habían queda­do sin luz, y el tráfico rodado se restringía a los vehículos con cadenas.

Jonesy se alegró de oírlo.



2






Cuando el señor Gray dio un golpe de volante para meterse por la rampa en dirección al letrero verde, la camioneta resbaló de costado y levantó nubes de nieve. Jonesy pensó que él se habría salido de la calzada y se habría caído en la cuneta, pero no con­ducía él, sino el señor Gray, y, aunque éste ya no fuera inmune a las emociones de Jonesy, en situaciones de peligro demostraba una propensión al pánico mucho menor; por eso, lejos de contrarres­tar ciegamente la dirección del patinazo, primero se dejó llevar con el volante bien sujeto, y luego, cuando ya no resbalaban, volvió a enderezar el rumbo. Ni siquiera despertó al perro que dormía al pie del asiento del copiloto, y a Jonesy apenas se le ace­leró el pulso. Jonesy sabía que, conduciendo él, le habría latido el corazón como loco; claro que su idea de lo que había que hacer con el coche nevando así era meterlo en el garaje.

El señor Gray acató el stop del final de la rampa, a pesar de que no circulaba ni un alma por la carretera 9. Al otro lado había una zona enorme de estacionamiento muy iluminada por fluores­centes, en cuya luz, llevados por el viento, los copos parecían la respiración helada de un animal gigantesco pero escondido. Jo­nesy sabía que en una noche normal el aparcamiento habría estado lleno de coches con el motor y los intermitentes encendidos. En cambio ahora no había casi ninguno, salvo en la zona donde se leía ESTACIONAMIENTO PROLONGADO: DIRIGIRSE AL ENCARGADO. TICKET obligatorio, en cuyo interior había más de una docena de camio­nes difuminados por la nieve. Los conductores debían de estar dentro, comiendo, jugando al milloncete, mirando una peli porno o inten-tando conciliar el sueño en el dormitorio cutre de la parte de atrás, donde por diez dólares tenían dere-cho a catre, manta limpia y una vista privilegiada de la pared de hormigón. Seguro que pensaban todos las mismas dos cosas: «¿Cuándo tar­daré en poder seguir?», y «¿va a salirme muy cara la broma?».

El señor Gray apretó el acelerador y, a pesar de que lo hizo suavemente tal como le indicaba el archivo de Jonesy sobre con­ducción invernal, giraron las cuatro ruedas de la camioneta, que empezó a moverse de lado y a hundirse en la nieve.

«¡Eso, eso! —le animó Jonesy desde su observatorio de la ventana del despacho — . ¡Embarranqúese bien, que luego en un cuatro por cuatro no hay manera de salir!»

Pero las ruedas mordieron: primero las de delante, donde el peso del motor daba un poco más de tracción al vehículo, y des­pués las de detrás. La camioneta cruzó la carretera con dificultad hacia el letrero de entrada. Detrás había otro: bienvenidos a la MEJOR ÁREA DE CAMIONEROS DE TODA NUEVA INGLATERRA. Por último, los faros de la camioneta iluminaron el tercero, cubierto de nieve pero no hasta el extremo de haber quedado ilegible: qué COÑO, BIENVENIDOS A LA MEJOR ÁREA DE CAMIONEROS DEL MUNDO.

«¿Es la mejor área de camioneros del mundo?», preguntó el señor Gray.

«Pues claro», dijo Jonesy, sin poder aguantarse una carcajada.

«¿Por qué haces ese ruido?»

Jonesy se dio cuenta de algo asombroso, al mismo tiempo conmovedor y aterrador: el señor Gray sonreía con su boca. Sólo un poco, pero era una sonrisa. Pensó: lo pregunta en serio. No sabe qué es reírse. Claro que tampoco había sabido qué era enfa­darse, pero había demostrado que aprendía deprisa. Ahora era un experto en rabietas.

«Me ha hecho gracia lo que ha dicho.»

«¿Qué significa exactamente "gracia"?»

Jonesy no sabía qué contestar. Quería que el señor Gray vi­viera toda la gama de emociones humanas, sospechando que a la larga su única esperanza de sobrevivir podía ser humanizar a su usurpador. Como había dicho Pogo, el personaje de cómic, hemos visto al enemigo y somos nosotros. Pero ¿cómo explicar «gracia» a un conjunto de esporas de otro planeta? Y, en el fondo, ¿qué gracia tenía que el área de servicio de Dysart's se proclamara la mejor del mundo?

Estaban pasando al lado de otro letrero con dos flechas. De­bajo de la de la izquierda ponía vehículos grandes, y debajo de la otra vehículos pequeños.

«¿Nosotros qué somos?», preguntó el señor Gray, que había frenado delante.

Jonesy podría haberle obligado a buscar la información, pero ¿de qué habría servido?

«Pequeños», contestó.

El señor Gray giró a la derecha. Los neumáticos derraparon un poco y la camioneta dio un bandazo. Lad levantó la cabeza, despidió otro pedo largo y fragante y gimió. Se le había hincha­do la mitad inferior del abdomen. Una persona poco informada lo habría confundido con una hembra a punto de parir una abun­dante carnada.

En la zona de vehículos pequeños debía de haber unas dos docenas de turismos y camionetas. Los más hundidos en la nieve eran los de los mecánicos (siempre había uno o dos de servi­cio), las camareras y los cocineros de comida rápida. A Jonesy le llamó mucho la atención que el vehículo más limpio fuera un coche patrulla azul de la policía del estado con nieve acumulada en la sirena. Un arresto no era mala manera de obstaculizar los planes del señor Gray. Por otro lado, contando la cabina de la camioneta, Jonesy ya había estado en tres lugares del crimen. En los dos primeros no había tes-tigos, ni era probable que hubiera huellas dactilares de Gary Jones, pero ¿y aquí? Muchísimas, se­guro. Ya se veía en algún juzgado diciendo: «Oiga, señor juez, que los ha asesinado el extraterrestre que estaba dentro de mí. Ha sido el señor Gray.» Otro chiste que se le escaparía al señor Gray.

Ilustre personaje que no se cansaba de hurgar.

«Dry Farts1 —dijo—. ¿Por qué llamas a esto Dry Farts si en el letrero pone Dysart's?»

«Es como lo llamaba Lámar —dijo Jonesy, acordándose de cuando iban o volvían de Hole in the Wall y se paraban a desa­yunar en el área de servicio: largas, hilarantes sesiones — . Mi pa­dre también lo llamaba así.»

«¿Tiene gracia?»

«Alguna tendrá. Es un juego de palabras basado en sonidos parecidos. Por juegos de palabras se entiende la modalidad más baja de humor.»

El señor Gray aparcó en la hilera más cercana al islote de luz del restaurante, pero lejos del coche patrulla. Jonesy no sabía si su secuestrador entendía el significado de la sirena en el techo. Puso la mano en el botón del faro de la camioneta y lo apretó. Después la puso en la llave y profirió una serie de carcajadas secas:

¡Ja, ja, ja, ja!

«¿Has notado algo?», preguntó con bastante curiosidad. Y un poco de aprensión.

—No —dijo el señor Gray inexpresivamente, apagando el motor.

A pesar de ello, ahora que estaba sentado a oscuras y con el viento soplando alrededor de la cabina del vehículo, Jonesy lo hizo por segunda vez y con un poco más de convicción.

— Ja, ja, ja, ja!

Se estremeció en su refugio del despacho. Era un sonido que ponía los pelos de punta, como un fantasma intentando acordar­se de ser humano.

A Lad tampoco le gustó. Volvió a gemir y a mirar con nervio­sismo al hombre que estaba al volante de la camioneta de su amo.



3




Owen sacudía a Henry para despertarle, pero éste se hacía el sueco. Tenía una sensación como de llevar durmiendo sólo unos segundos, como si tuviera los brazos y las piernas metidos en cemento.

—Henry.

—Ya te oigo.

Un picor en la pierna izquierda, y otro más pronunciado en la boca. Ahora el puto byrus también le crecía en el labio. Se rascó con el dedo índice, llevándose la sorpresa de que se soltara con gran facilidad, como una costra.

—Escucha. Y mira. ¿Puedes mirar?

Henry levantó la cabeza y miró la carretera, que ahora, entre la poca luz (Owen había frenado en el arcén y tenía apagados los fa­ros) y la nieve, presentaba un aspecto fantasmal. Más adelante, en la oscuridad, había voces mentales, el equivalente auditivo de una reunión alrededor de una hoguera. Henry fue hacia ellas. Había cuatro, correspondientes a jóvenes sin jerarquía en el... el...

«Blue Group —susurró Owen—. Esta vez somos Blue Group.»

Cuatro jóvenes sin jerarquía en el Blue Group, intentando no tener miedo... intentando ser duros... voces en la oscuridad... una hoguerita y voces en la oscuridad...

Henry descubrió que la luz de las llamas le permitía ver algo: nieve, por descontado, y una serie de intermitentes amarillos ilu­minando una entrada de autopista invadida por la nieve. También había una tapa de caja de pizza, vista a la luz de un tablero de mandos. La usaban de cenicero, y tenía encima varios cortes de queso y un cuchillo militar. Este último pertenecía al tal Smitty, y todos lo usaban para cortar queso. Cuanto más miraba Henry, mejor veía. Era como acostumbrar los ojos a la oscuridad, pero con algo más: lo que veía tenía una profundidad de vértigo, una profundidad alar-mante, como si de repente el mundo físico no se compusiera de tres dimensiones, sino de cuatro o cinco. El mo­tivo era fácil de entender: Henry veía al mismo tiempo por cua­tro pares de ojos. Estaban arrimados al...

«Humvee —dijo Owen, entusiasmado—. ¡Henry, coño, que es un Humvee! ¡Y encima equipado para la nieve! ¡Te apuesto lo que sea!»

En efecto, los jóvenes estaban muy juntos, pero, como no dejaban de ocupar cuatro lugares distintos, tenían cuatro puntos de vista, y cuatro calidades de visión distintas, desde el ojo de lince (Dana, de Maybrook, Nueva York) a lo meramente correcto. A pesar de ello, el cerebro de Henry las estaba procesando como cuando convertía en imágenes animadas los fotogramas de una bobina, con la diferencia de que no se trataba de ninguna pelícu­la o truco en tres dimensiones. Era una manera de ver completa­mente nueva, como la que generaría una manera completamente nueva de pensar.

Como se difunda esta mierda, pensó entre asustado y exalta­do, como llegue a propagarse...

Se le clavó en las costillas el codo de Owen, que dijo:

— ¿Y si dejas la conferencia para otro día? Mira al otro lado de la carretera.

Henry obedeció, empleando su excepcional visión cuádruple y dándose cuenta con retraso de que no se había limitado a mi­rar, sino que había movido los globos oculares de los cuatro jó­venes con el objetivo de observar el lado opuesto de la autopis­ta. En donde vio más intermitentes bajo la tormenta.

— Es una barrera —murmuró Owen—. Una de las medidas de seguridad de Kurtz: se cierran las dos salidas, y no puede circular nadie por la autopista sin autorización. Yo quiero el Humvee. Nevando así, es lo mejor que podemos tener. Lo que no quiero es que se enteren los tíos del otro lado. ¿Se puede conse­guir?

Henry volvió a experimentar con los ocho ojos y, a base de moverlos, descubrió que en cuanto no miraban los cuatro el mis­mo punto desaparecía la visión en cuatro o cinco dimensiones, dejando paso a una perspectiva fragmentada y mareante que ex­cedía a su equipo de procesamiento. Sin embargo los movía. No mucho, sólo los ojos, pero...

«Creo que sí, pero sólo si colaboramos —le dijo a Owen—. Acércate. Y no digas nada más en voz alta. Métete en mi cabeza. Conéctate.»

De repente Henry notó que tenía más llena la cabeza. Volvió a aclarársele la vista, pero esta vez la perspectiva no era igual de profunda. Sólo dos pares de ojos en lugar de cuatro: el suyo y el de Owen.

Owen puso el Sno-Cat en primera y avanzó muy despacio con las luces apagadas. El chillido constante del viento se tragaba el zumbido del motor. A medida que recortaban distancias, Henry sintió afianzarse su influencia sobre los cerebros de delante.

«¡Coño!», dijo Owen, medio riendo medio aguantando la respiración.

«¿Qué? ¿Qué pasa?»

«Tú, tío. Es como ir en una alfombra mágica. Pero ¡qué fuerza!»

«Pues si te parezco fuerte yo, cuando conozcas a Jonesy alu­cinarás.»

Owen frenó al pie de una colina que les separaba tanto de la autopista como de Bernie, Dana, Tommy y Smitty, que estaban sentados en su Humvee al principio de la salida sur, cogiendo queso y galletas saladas de su bandeja improvisada. Los cuatro ocupantes del Humvee estaban limpios de byrus, y no sospecha­ban que estuviera espiándoles nadie.

«¿Listo?», preguntó Henry.

«Supongo. —Ahora la otra persona que tenía Henry en la cabeza, la que había esquivado los disparos de Kurtz y sus mu­chachos sin despeinarse, estaba nerviosa—. Mandas tú, Henry. Yo en esta misión soy puro apoyo logístico.»

«Pues adelante.»

Lo siguiente que hizo Henry fue por intuición: vinculó a los cuatro de dentro del Humvee, pero no con imágenes de muerte y destrucción, sino imitando a Kurtz. Con ese fin recurrió tanto a la ener-gía de Owen Underhill (que a esas alturas era mucho mayor que la suya) como a lo mucho que conocía a su superior. La acción de cerrar el vínculo le procuró una punzada de intensa satisfacción. También de alivio. Una cosa era moverles los ojos, y otra muy diferente dominarles por completo. Además, no estaban contagiados de byrus, cosa que podría haberles inmunizado. Suer­te que no.

Dijo Kurtz: «A vuestra derecha, detrás de aquella colina, hay un Sno-Cat. Quiero que lo devolváis a la base, y ahora mismo, sin rechistar. Que no oiga ningún comentario. Venga, a moverse. Os parecerá un poco estrecho en comparación con donde estáis aho­ra, pero me parece que cabréis, Dios mediante. Venga, almas de Dios, a mover el culo.»

Henry vio que salían con las facciones tranquilas e inexpre­sivas. Él también empezó a salir, hasta que vio que Owen perma­necía en el asiento del Sno-Cat con los ojos muy abiertos. Se le movían los labios, formando las palabras que pensaba: «Venga, almas de Dios, a mover el culo.»

«¡Owen, espabila!»

Owen miró alrededor con desconcierto, asintió con la cabe­za y apartó la lona que colgaba por su lado del vehículo.



4





Henry tropezó, cayó de rodillas, volvió a levantarse y, cansa­do, miró la tormentosa oscuridad. No estaba lejos, ni mucho menos, pero se consideró incapaz de arrastrarse por la nieve, no ya cincuenta metros, sino seis o siete. Lo he conseguido, pensó. Claro, tiene que ser la respuesta. Me he suicidado, y ahora estoy en el infierno.

Le rodeó el brazo de Owen... pero era algo más que un sim­ple brazo, porque le estaba inyectando su fuerza.

«Graci...»

«Ya me las darás. Y ya dormirás. Por ahora concéntrate.»

Bernie, Dana, Tommy y Smitty desfilaban debajo de la nieve, muda fila de sonámbulos con monos y parkas dotadas de capu­chas. Se trasladaban al este de Swanny Pond Road, en dirección al Sno-Cat, mientras Owen y Henry se encaminaban al oeste, donde se había quedado abandonado el Humvee. Henry cayó en la cuenta de que también se habían quedado el queso y las galle­tas, y le crujió el estómago.

De repente tenían el Humvee justo delante. Al principio se lo llevarían sin encender los faros, en primera y muy, muy discreta­mente, esquivando las luces amarillas de la base de la rampa. Con algo de suerte, los que vigilaban la salida norte no se percatarían de su paso.

«Si les vemos —preguntó Owen—, ¿podremos hacer que se olviden? Darles... no sé, amnesia.»

Henry comprendió que era posible.

«Owen...»

«¿Qué?»

«Si algún día se divulga esto, lo cambiará todo. Todo.»

Owen se tomó un tiempo para meditarlo. Henry no se refe­ría al conocimiento, que era la moneda de uso entre los jefazos de Kurtz en la cadena trófica, sino a una serie de facultades que por lo visto iban mucho más allá de la simple telepatía.

«Ya —acabó contestando—, ya lo sé.»



5




Pusieron rumbo al sur a bordo del Humvee, penetrando en la tormenta. En pleno festín de galletas saladas y queso, Henry Devlin se quedó frito de cansancio. Su cabeza, inundada de estí­mulos, cerró la persiana.

Durmió.

Y soñó con Josie Rmkenhauer.






6



A la media hora de haberse incendiado, el establo de Reggie Gosselin se reducía a un ojo agonizante de dragón en la noche de truenos, creciendo y decreciendo en una órbita negra de nieve derretida. En el bosque del otro lado de Swanny Pond Road se oían detonaciones de fusil: pum, puní, puní... Al principio eran fuertes, pero fueron disminuyendo tanto en frecuencia como en volumen a medida que los de Imperial Valley (ahora con Kate Gallagher al mando) se alejaban en persecución de los reclusos fugitivos. Se trataba de un combate desigual, al que sobrevivirían pocos de los segundos; acaso bastantes para contarlo y delatarles a todos, pero ya habría tiempo de preocuparse.

Mientras los chicos persistían en la caza (y mientras el traidor de Owen Underhill acrecentaba su ventaja), Kurtz y Freddy Johnson se hallaban en el puesto de mando (aunque Freddy su­puso que volvía a ser una simple caravana, ya desprovista del halo de poder), metiendo naipes en una gorra.

Kurtz, que ya no era telépata, pero que en lo tocante a sus hombres conservaba la perspicacia de siempre (poco importaba, en realidad, que ahora sólo tuviera una persona a sus órdenes), miró a Freddy y dijo:

— Apresurarse lentamente, chavalín: el dicho sigue siendo válido. Otro: actúa deprisa y arrepiéntete cuando te convenga.

—Sí, jefe —dijo Freddy sin gran entusiasmo.

Kurtz sacó el dos de picas, que revoloteó por el aire y aterrizó en la gorra. Kurtz se ufanó como un chaval y se dispuso a repetir el lanzamiento. Entonces llamó alguien a la puerta de la caravana. Freddy se volvió hacia ella, recibiendo de Kurtz una mirada seve­ra que le hizo recuperar su posición original y observar el nuevo lanzamiento de cartas. Empezó bien, pero pasó de largo y acabó en la visera. Kurtz masculló algo y señaló la puerta con la cabeza. Freddy fue a abrirla rezando una oración mental de gratitud.

Jocelyn McAvoy, una de las dos mujeres de Imperial Valley, estaba en el escalón de arriba. Tenía acento de Tennessee, el pelo rubio y cortado a lo varón y un rostro granítico. Sujetaba la co­rrea de una metralleta ligera israelí que se apartaba por completo de lo reglamentario. Freddy se preguntó de dónde la sacaba, hasta que decidió que daba igual. Había muchas cosas que ya no impor­taban, sobre todo desde hacía una o dos horas.

—Joss —dijo—. ¿Qué cuentas de malo?

— Orden cumplida: traemos dos casos de Ripley.

Se oyeron más disparos en el bosque, y Freddy reparó en que los ojos de la soldado se movían un poquito en esa dirección. Jocelyn tenía ganas de volver a cruzar la carretera y cazar el máxi­mo de piezas antes de que se alejaran. Freddy comprendía su es­tado de ánimo a la perfección.

— Que pasen —dijo Kurtz. Seguía de pie al lado de la gorra depositada en el suelo (donde no se habían borrado del todo las manchas de sangre del pinche tercero Melrose), y con la baraja en la mano, pero se le habían iluminado los ojos de interés — . A ver a quién habéis encontrado.

Jocelyn hizo gestos con el arma, y al pie de la escalerilla dijo una voz rasposa de hombre:

—Arriba, joder, y que no tenga que repetíroslo.

El primer hombre en pasar al lado de Jocelyn y entrar era alto y muy negro. Tenía dos cortes, uno en la mejilla y otro en el cue­llo, y ambos estaban llenos de Ripley. Le crecía más pelusa en las

arrugas de la frente. Freddy le conocía de cara, pero no de nom­bre. El jefe, como era natural, tenía presentes ambas cosas. Freddy supuso que conocía de nombre a todos los soldados que habían estado a sus órdenes, pasados o presentes, vivos o muertos.

— ¡Cambry! —dijo Kurtz con los ojos aún más encendidos. Dejó caer la baraja en la gorra, se acercó a Cambry, hizo ademán de estrecharle la mano, se lo pensó mejor y optó por un saludo militar. Gene Cambry no lo devolvió. Se le veía huraño y deso­rientado—. Bienvenido al club de los justicieros.

—Le hemos visto corriendo por el bosque con los prisione­ros, y eso que en principio tenía que vigilarlos —dijo Jocelyn McAvoy.

Su cara era inexpresiva. Todo el desprecio se le concentraba en la voz.

— ¿Por qué no? —preguntó Cambry, mirando a Kurtz — . Total, pensaba usted matarme como al resto. Y no se moleste en disimular, que se lo leo en la cabeza.

Kurtz no se dejó amilanar. Se frotó las manos y le sonrió a Cambry de manera amistosa.

—Pórtate bien y puede que cambie de idea. Los corazones son para partirse, y las decisiones para cambiarlas. Es como nos ha hecho Dios. ¿A qué otro me has traído, Jossie?

Al ver al segundo personaje, Freddy se quedó de piedra. Además de contento. A su humilde parecer, el Ripley no podía haber escogido mejor. Ya de por sí, el muy hijo de puta no le caía bien a nadie.

— Señor... jefe... No sé qué hago aquí... Estaba persiguien­do a los fugitivos como Dios manda y esta... esta... perdone, pero tengo que decirlo: esta zorra, y perdón por la palabra, se me ha llevado de la zona de caza y...

— Se escapaba con ellos —dijo McAvoy con voz de aburri­miento—. Corría, y está de la cosa esa hasta el ojete.

— ¡Mentira! —exclamó el de la puerta—. ¡Mentira podrida! ¡Yo estoy limpio! ¡Al ciento por cien...!

McAvoy levantó el gorro de punto que llevaba en la cabeza el segundo prisionero. La calva incipiente había vuelto a poblarse, y parecía teñida de rojo.

—Jefe, se lo puedo explicar —dijo Archie Perlmutter, con una voz suave que perdió ímpetu a media frase — . Es que hay... un...

Y se le apagó del todo.

Kurtz le sonreía con gran efusión, pero había vuelto a ponerse la mascarilla (como todos), la cual prestaba un toque siniestro a su sonrisa tranquilizadora, una expresión peculiar como de pede­rasta invitando a pastel a una criatura.

—No va a pasarte nada, Pearly —dijo — . Sólo vamos a dar una vuelta. Tenemos que encon-trar a alguien, y tú le conoces...

— Owen Underhill —susurró Perlmutter.

—Exacto, nene —dijo Kurtz; y, girándose hacia la soldado — : McAvoy, tráele su tablilla. Le sentará bien tenerla en las manos. Después te doy permiso para seguir cazando, porque debes de es­tar impaciente.

—Sí, jefe.

— Pero antes mira esto. Es un truquito que aprendí en Arkansas.

Kurtz abrió la baraja y dejó que el viento huracanado que entraba por la puerta desperdigara todas las cartas. Sólo cayó una en la gorra, pero estaba boca arriba y era el as de picas.



7




El señor Gray tenía la carta en las manos y estaba absorto en las listas (bola de carne picada, remolacha en rodajas, pollo a la brasa, pastel de chocolate), pese a no entender prácticamente ni jota. Jonesy se dio cuenta de que no se limitaba a ignorar el sabor de los platos. El señor Gray desconocía lo que era el sabor. Y era lógico que así fuera, pues en el fondo sólo era una espora, o como máximo una seta con alto coeficiente intelectual.

Apareció una camarera desplazándose bajo una vasta meseta de cabello rubio ceniza petrifica-do. En la chapa de la pechera, de no desdeñables proporciones, ponía: bienvenido a dysart's. soy

DARLENE, SU CAMARERA.

— Hola, majo. ¿Qué te pongo?

—Por apetecer, huevos revueltos con beicon, pero que estén pasaditos.

—¿Con tostada?

— ¿Pueden ser unas/?recs?

Darlene arqueó las cejas y le miró por encima de la libreta. El policía estaba detrás, en la barra, comiendo un bocadillo con al­guna salsa y hablando con el cocinero.

Perdona, quería decir sprec.

Las cejas subieron un poco más. La pregunta era evidente, y le parpadeaba en la frente como el letrero luminoso de un bar: ¿trataba con alguien con problemas de habla, o le tomaban el pelo?

Jonesy, que estaba sentado junto a la ventana del despacho y sonreía, cedió un poco.

—Creps —dijo el señor Gray.

—Ya. Me lo había imaginado. ¿Café para beber?

—Sí, por favor.

La camarera cerró la libreta y se alejó. El señor Gray volvió enseguida a la puerta cerrada del despacho de Jonesy, rabiando igual que las otras veces.

«¿Cómo lo has hecho? —preguntó — . ¿Cómo, si estás aquí dentro?» Dio un golpe de rabia en la puerta. Jonesy se dio cuen­ta de que no sólo estaba enfadado, sino asustado; porque, si Jo­nesy estaba en situación de interferir, se la jugaba.

«No lo sé —dijo, fiel a la verdad—. Pero no se lo tome tan a la tremenda; desayune a gusto, hombre, que sólo ha sido una broma.»

«¿Por qué? —Todavía enfadado, todavía bebiendo en el pozo de las emociones de Jonesy, y disfrutando sin querer—. ¿De qué te sirve?»

«Digamos que de vengarme por cuando estaba durmiendo y casi me achicharra», dijo Jonesy.

Como en el restaurante del área de servicio casi no había clientes, Darlene volvió en un santiamén. Jonesy tuvo la ocurren­cia de comprobar si podía apoderarse de su propia boca bastante tiempo para decir algo insultante (por ejemplo sobre el pelo), pero no lo consideró oportuno.

Darlene le dejó el plato en la mesa y se marchó, no sin mirarle con cara de sospecha; la misma que sintió el señor Gray al ver por los ojos de Jonesy la masa amarilla de huevos y las tiras oscuras de beicon (no sólo pasadas, sino casi incineradas, en la mejor tra­dición de Dysart's).

«Adelante, coma», dijo Jonesy.

Estaba de pie al lado de la ventana del despacho, observando ya la expectativa, entre divertido y curioso. ¿Había alguna posi­bilidad de que los huevos con beicon mataran al señor Gray? Proba-blemente no, pero al menos era una manera de provocarle un buen cólico al muy cabrón de su secuestrador.

El señor Gray consultó los archivos de Jonesy que versaban sobre el uso correcto de la cubertería. A continuación levantó un trocito de huevo revuelto con el tenedor y lo introdujo en la boca de Jonesy.

Ocurrió algo tan digno de sorpresa como de hilaridad: el se­ñor Gray comía a dos carrillos, y las únicas pausas que hacía eran para inundar las creps de falso jarabe de arce. Le encantaba todo, pero en especial el beicon.

«¡Carne! —le oyó exultar Jonesy. Casi era la voz de un mons­truo de película cutre de los años treinta—. ¡Carne! ¡Carne! ¡Es el sabor de la carne!»

Tenía su gracia... aunque, pensándolo bien, tampoco tanta. Hasta resultaba un poco horrible. El grito de alguien recién con­vertido en vampiro.

El señor Gray miró alrededor para cerciorarse de que no le observase nadie (ahora el agente atacaba una porción grande de pastel de cerezas), levantó el plato y chupó la grasa que caía con generosos lengüetazos de la lengua de Jonesy. El toque final fue lamerse el pegajoso jarabe de las puntas de los dedos.

Darlene volvió, sirvió más café, miró los platos vacíos y dijo:

— ¡Hombre, medalla para el caballero! ¿Quiere algo más?

—Más beicon —dijo el señor Gray, y tras consultar la termino­logía correcta en los archivos de Jonesy añadió — : Ración doble.

Así te atragantes, pensó Jonesy, aunque ya no tenía muchas esperanzas.

El señor Gray se puso dos sobres de azúcar en el café, miró la sala para estar seguro de no ser visto y se echó al gaznate el contenido del tercero. Por unos segundos se entrecerraron los ojos de Jonesy, mientras el señor Gray se dejaba inundar por la gozosa dulzura.

«Puede comerlo cada vez que le apetezca», dijo Jonesy por la puerta.

Pensó que ahora ya conocía la sensación de Satán al llevarse a Jesús a la cima de la montaña y tentarle con todas las ciudades del mundo. Nada especial, ni agradable ni malo; simple trabajo de comercial.

Aunque... oído al parche. Sí que era una sensación agradable, porque se daba cuenta de que convencía. No podía decirse que estuviera asestando puñaladas, pero al menos pellizcaba al señor Gray. Le hacía sudar gotitas de sangre de deseo.

«Ríndase —insistió — . Hágase terrestre y podrá pasarse el resto de la vida experimentando con los sentidos. Están muy fi­nos, porque aún no he cumplido los cuarenta.»

El señor Gray no contestó. Miró alrededor, vio que no se fi­jaba nadie en él, se echó jarabe en el café, lo sorbió y volvió a mirar hacia arriba para ver si le traían el suplemento de beicon. Jonesy suspiró. Era como estar de vacaciones en Las Vegas con un musulmán estricto.

Al fondo del restaurante había un arco con el letrero salón DE camioneros y duchas. El pasillo corto de detrás estaba equipa­do con una batería de teléfonos de pago donde había varias per­sonas hablando. Debían de contarles a sus cónyuges y jefes que no podrían llegar puntuales porque les había sorprendido una tormenta en Maine, estaban en un área de servicio para camioneros al sur de Derry que se llamaba Dysart's y calculaban que no podrían proseguir hasta el día siguiente a mediodía.

Jonesy dio la espalda a la ventana del despacho, desde donde se veía el área de servicio, y miró su mesa, que ahora estaba cu­bierta con el mismo desorden que en casa, sempiterno y tranqui­lizador. También estaba el teléfono azul. ¿Se podía llamar a Henry? ¿Seguía vivo Henry? Consideró que sí. Pensó que si hubiera muerto se habría notado el momento de su defunción, quizá por un aumento de la oscuridad de la sala. «Elvis ha abandonado el edificio —había dicho Beaver varias veces al reconocer un nom­bre en las necrológicas — . Hay que joderse.» Jonesy dudaba que Henry hubiera abandonado el edificio. Hasta podía ser que tuvie­ra previsto un bis.



8




El señor Gray no se atragantó con el segundo plato de beicon, pero de repente tuvo retortijones en la parte baja de la barriga y bramó, contrariado:

«¡Me has envenenado!»

«Tranquilo —dijo Jonesy—. Sólo tiene que desalojar un poco.»

«¿Desalojar? ¿Qué...?»

Dejó la frase a medias por otro retortijón en las tripas.

«Quiero decir que convendría ir corriendo al servicio de caballeros —dijo Jonesy—. ¡Pero hombre! ¿Tantas abducciones en los años sesenta y no habéis aprendido nada de anatomía hu­mana?»

Darlene había dejado la cuenta. El señor Gray la cogió.

«Déjale el quince por ciento encima de la mesa —dijo Jo­nesy—. Es la propina.»

«¿Cuánto es el quince por ciento?»

Jonesy suspiró. ¿Eran esos los señores del universo que nos habían enseñado a temer las películas? ¿Conquistadores despia­dados, viajeros estelares que no sabían cagar ni dejar propina?

Otro retortijón, seguido por un pedo silencioso. Apestaba, pero no a éter. «Alabado sea Dios», pensó Jonesy, y dijo al señor Gray:

«Enséñeme la cuenta.»

Examinó la nota verde por la ventana del despacho.

«Déjele un dólar y medio. —Como el señor Gray no parecía muy convencido, Jonesy añadió—: Fíese, que es buen consejo. Si deja más, se acordará de usted como del más generoso de la no­che; menos, y le tendrá clasificado de tacaño.»

Notó que el señor Gray consultaba el significado de «tacaño» en los archivos. Acto seguido, y sin discutir, dejó en la mesa un dólar y dos monedas de veinticinco centavos, resuelto lo cual se encaminó hacia la caja, que estaba de camino hacia el lavabo.

El poli seguía dándole al pastel (con una lentitud que a Jonesy le pareció sospechosa). Cuando el señor Gray pasó cerca de la ba­rra, Jonesy le sintió disolverse como entidad (entidad cada vez más humana) y meterse en la cabeza del agente. Sólo quedó la nube rojinegra a cargo de los sistemas de mantenimiento de Jonesy.

Cogió el teléfono del escritorio a la velocidad del rayo, pero tuvo un momento de vacilación.

Marca 1-800-HENRY y ya está, pensó.

Al principio no ocurrió nada. Luego, en algún otro lugar, empezó a sonar un teléfono.




9




—Idea de Pete —murmuró Henry.

Owen, que estaba al volante del Humvee (vehículo enorme y ruidoso, pero equipado con unos neumáticos descomunales para la nieve que le permitían surcar la tormenta) le miró. Henry dor­mía. Se le habían bajado las gafas hasta la punta de la nariz. Sus párpados, que ahora exhibían una pelusilla de byrus, delataban el movimiento de los globos oculares. Soñaba. ¿Con qué?, se pre­guntó Owen. Consideró posible hacer una zambullida en la ca­beza de su nuevo acompañante, pero le pareció perverso.

—Idea de Pete —repitió Henry—. La vio primero.

Y profirió tal suspiro de cansancio que a Owen le dio pena. Decidió que no, que no quería saber nada de lo que ocurría en la cabeza de Henry. Para llegar a Derry faltaba una hora, o más, si seguía haciendo el mismo viento. Era preferible dejarle dormir.




10




El instituto de Derry tiene detrás el campo de fútbol ameri­cano donde solía jugar Richie Grenadeau, pero ahora Richie lle­va cinco años en su tumba de héroe adolescente: otro James Dean de provincias muerto en accidente de coche. Entretanto han apa­recido otros héroes, que después de unos pases han ido haciendo mutis por el foro. Resulta, además, que no ha empezado la tem­porada. Es primavera, y el campo está ocupado por algo que pa­rece una congregación de pájaros, muy grandes, rojos y con la cabeza negra. Los cuervos mulantes ríen y conversan en sus sillas plegables, pero al director, el señor Trask, no le cuesta nada que le oigan, porque ocupa el podio del improvisado escenario y está en posesión del micro.

— ¡Otra cosa antes de dejaros marchar! —truena—. No os diré que no tiréis el birrete al final de la ceremonia, porque ten­go bastantes años de experiencia para saber que sería como hablar con una pared...

Risas, vítores, aplausos.

— ¡Lo que os pido es recogerlos y devolverlos, porque, si no, os los cobraremos!

Algunos abucheos y pedorretas, la más ruidosa la de Beaver Clarendon.

El señor Trask realiza su última inspección del público.

—Jóvenes de la promoción del ochenta y dos, creo hablar en nombre de todo el profesorado si os digo que estoy orgulloso de vosotros. Con esto se acaba el ensayo, o sea, que...

A pesar de la amplificación, el resto es inaudible. Los cuervos rojos se levantan con aletazos de nailon y emprenden el vuelo. Mañana a mediodía abandonarán el nido de veras; aunque no se den cu-enta los tres cuervos que siembran de risas y bromas el camino hacia el aparcamiento donde está el coche de Henry, a la fase infantil de su amistad sólo le quedan unas horas de vida. Pro­bablemente sea mejor que no se den cuenta.

Jonesy le quita a Henry el birrete, se lo pone encima del suyo y se aleja a toda leche por la zona de estacionamiento.

— ¡Devuélvemelo, mamón! —exclama Henry.

Después le quita a Beaver el suyo. Beav suelta un graznido de gallina, se ríe y sale corriendo en persecución de Henry. Los tres sobrevuelan el césped de detrás de las gradas, con un remolino de togas alrededor de los vaqueros. Jonesy tiene dos birretes en la cabeza, con las borlas bailando en sentidos opuestos; Henry lle­va uno (que le va tan grande que se le apoya en las orejas), y Bea­ver corre con la cabeza descubierta, la larga y negra cabellera al aire, y en la boca un mondadientes.

Jonesy corre mirando hacia atrás, provocando a Henry («¡venga, que corres como las nenas!»), y está a punto de chocar con Pete, que se ha detenido para mirar el tablón de anuncios acristalado que hay en la entrada norte del aparcamiento. Este año, Pete sólo acaba tercer curso. Coge a Jonesy, le echa hacia atrás como un bailarín de tango a su bella pareja y le da un beso en toda la boca. A Jonesy se le caen de la cabeza los dos birretes, y chilla de sorpresa.

— ¡Maricón! —berrea, restregándose la boca; pero también empieza a cogerle risa.

Pete es un caso peculiar: es capaz de estar tranquilo varias semanas seguidas, como la persona más gris del mundo, y de re­pente se arranca con alguna chaladura. Lo normal es que antes se haya tomado un par de cervezas, pero no es el caso.

—Hace mucho tiempo que tenía ganas —dice Pete con sen­timiento—. Ahora ya sabes lo que siento.

— ¡Si me has contagiado la sífilis te mato, mariconazo! Llega Henry, recoge del césped el birrete y lo usa para golpear

a Jonesy.

—Tiene manchas de hierba —dice—. Como tenga que pagar­lo, te daré algo más que un morreo.

—No seas tan bocas, borde, que eres un borde —dice Jonesy.

—Yo también te quiero —dice Henry, muy serio.

Beav llega jadeando, pero con el palillo en la boca. Coge el birrete de Jonesy, lo mira por dentro y dice:

—En éste hay una mancha de semen. Seguro, porque he vis­to muchas en mi cama. —Respira hondo y declama en dirección a los de último curso que se marchan sin haberse quitado la toga roja de Derry—: ¡Gary Jones se ha hecho una paja en su birrete! ¡Atento todo el mundo, que Gary Jones se ha hecho una pa...!

Jonesy se le echa encima y le derriba. Ruedan los dos por el césped, como un remolino de nailon rojo. Los dos birretes se caen al suelo, y Henry los recoge para evitar que sean aplastados.

— ¡Suéltame! —exclama Beaver—. ¡Que me aplastas! ¡Te digo que...!

—Duddits la conocía —dice Pete. Ya no le interesan las bromas de sus amigos, ni participa mucho de su buen humor. (Es posible que sea Pete el único de los cuatro que sienta la proximidad de cam­bios importantes.) Está mirando otra vez el tablón—. Y nosotros. Era la que siempre estaba delante del colé de los subnormales, di­ciendo: «Hola, Duddie.»

Al reproducir el saludo, la voz de Pete se aflauta un momen­to y se vuelve de niña, pero con más ternura que burla; y, aunque Pete no destaque por sus dotes de imitador, Henry la reconoce enseguida. Se acuerda de la niña, de pelo rubio y suave, ojos gran­des y marrones, arañazos en las rodillas y un bolso de plástico blanco donde llevaba la comida y sus BarbieKen. Siempre los lla­maba BarbieKen, como si formaran una sola entidad.

Jonesy y Beav también saben a quién imita Pete. Y Henry. Ya hace varios años que están unidos por el vínculo; unidos entre ellos y con Duddits. Jonesy y Beav se acuerdan tan poco como Henry del nombre de la niña. Sólo saben que el apellido era lar­go y muy difícil de pronunciar. Y de que estaba enamorada de Duddits, que era la razón de que siempre le esperara a la puerta del colé de los subnormales.

Se reúnen los tres alrededor de Pete, con sus togas de gradua­ción, y miran el tablón de anuncios del instituto.

Como siempre, rebosa de noticias: ventas de pasteles, pruebas para el grupo de teatro del pueblo, cursos de verano y gran can­tidad de anuncios de alumnos escritos a mano: compro tal, ven­do tal, busco a alguien que me lleve a Boston después de la gra­duación, busco compañero de piso en Providence...

En una esquina hay una foto de una chica sonriendo, con cantidades industriales de pelo rubio (ahora más rizado) y unos ojos muy grandes, ligeramente perplejos. Ha dejado de ser una niña (a Henry nunca deja de sorprenderle la desaparición de los niños de su edad, él incluido), pero es imposible no reconocer aquellos ojos marrones y perplejos.

se busca, pone en mayúsculas y letra grande al pie de la foto; y debajo, en letra un poco más pequeña: «Josette Rinkenhauer. vista por última vez el 7 de junio de 1982 en el campo de softball de Strawford Park.» Hay más texto, pero Henry no se molesta en leerlo. Prefiere reflexionar en lo raro que es que en Derry desapa­rezcan tantos niños, más que en otras poblaciones. Están a 8 de junio, es decir, que la hija de los Rinkenhauer sólo lleva desapa­recida un día, pero el aviso está clavado en una esquina del tablón (o ha sido desplazado a ella) como si hubieran pasado siglos. Y algo más: el perió-dico no llevaba nada sobre el tema. Henry lo sabe porque lo ha leído, o mejor dicho hojeado al devorar los cereales. Piensa: quizá estuviera perdido en la sección de noticias regionales. Comprende ensegui-da que ha acertado. La palabra clave es «perdido». En Derry se pierden muchas cosas, empezan­do por los niños. En los últimos años se han extraviado muchos; lo saben los cuatro, y está claro que el día de conocer a Duddits Cavell se les pasó por la cabeza, pero no es un tema que se comen­te. Parece que el precio de vivir en un pueblo tan agradable y tran­quilo sea el extravío de algún que otro chaval. Henry reacciona a la idea con una punta de indignación que va eclipsando la felici­dad inconsciente de hace unos minutos. Era un encanto, piensa; como Duddits. Siempre con sus BarbieKen... Se acuerda de cuan­do llevaban a Duddits al colé (¡cuántas veces!), y de la frecuencia con que veían fuera a la niña. Josie Rinkenhauer, con las rodillas arañadas y el bolso grande de plástico blanco: «Hola, Duddie.» Un encanto.

Y sigue siéndolo, piensa Henry. Aún está...

—Está viva —suelta Beaver así como así. Se saca de la boca el mondadientes roído, lo mira y lo tira al césped—. Y cerca de aquí. ¿Verdad?

— Sí —dice Pete, que sigue fascinado por la foto. Henry le adivina el pensamiento, que es casi el mismo que el suyo: la niña ha crecido. Hasta Josie, que en una vida más justa podría haber sido novia de Doug Cavell—. Pero creo que... Ya me entendéis.

—Que se ha metido en un lío de la hostia —dice Jonesy, que se ha quitado la toga y se la está doblando en el brazo.

—Está atascada —dice Pete con tono soñador sin apartar la mirada de la foto. Ha empezado a movérsele el dedo, tictac, tictac.

— ¿Dónde? —pregunta Henry.

Pete, sin embargo, niega con la cabeza, y Jonesy lo imita.

—Vamos a preguntárselo a Duddits —dice Beaver de repente.

Todos saben por qué. No hace falta discutirlo. Porque Duddits ve la línea. Duddits




11




—... ve la línea! —exclamó Henry de manera brusca, incor­porándose en el asiento del copiloto del Humvee y pegándole un susto a Owen, que se había sumido en un espacio íntimo donde sólo estaban él, la tormenta y la línea interminable de reflectores indicándole que seguía en la carretera—. ¡Duddits ve la línea!

El Humvee derrapó un poco, pero se dejó dominar.

— ¡Jo, tío! —dijo Owen—. Al próximo arranque, me avisas, ¿vale?

Henry se pasó la mano por la cara y respiró hondo.

—Ya sé adonde vamos y qué tenemos que hacer...

—Ah, pues muy bien...

—... pero tengo que explicarte algo para que lo entiendas.

Owen le miró de reojo.

—¿Tú lo entiendes?

—No del todo, pero más que antes, sí.

—Pues adelante. Para Derry falta una hora. ¿Tendrás tiempo?

Henry pensó que le sobraría, sobre todo si la comunicación era mental. Empezó por el principio, por lo que acababa de en­tender que era el principio; no la llegada de los grises, ni el byrus o las comadrejas, sino cuatro niños con ganas de ver una foto de la reina de la fiesta de ex alumnos levantándose la falda. Nada más. Mientras conducía Owen, la cabeza de Henry se pobló de una serie de imágenes conectadas entre sí, pero más como en un sue­ño, como en una película. Le habló de Duddits, del primer viaje a Hole in the Wall, y de Beaver vomitando en la nieve. Le explicó a Owen las caminatas para llevar a Duddits al colé, y la versión dudditesca del juego: ellos jugaban y él ponía las clavijas.

La vez que le habían llevado a ver a Papá Noel, y el mal rato que habían pasado. Y cuando habían visto la foto de Josie Rinken-hauer en el tablón de anuncios del instituto, el día antes de gra­duarse los tres mayores. Owen les vio ir a Maple Lane, a casa de Duddits, en el coche de Henry, con las togas y birretes amonto­nados detrás. Les vio saludar a los señores Cavell, que estaban en el salón en compañía de un hombre de tez lívida con mono de la compañía de gas y una mujer que lloraba. Roberta Cavell rodea los hombros de Ellen Rinkenhauer con el brazo y le dice que no se preocupe, que ella está segura de que Dios no dejará que le pase nada malo a la pequeña Josie.

Es fuerte, pensó Owen, un poco como soñando; ¡jo, qué fuer­za tiene, el tío! ¿Cómo es posible?

Los Cavell apenas se fijan en los cuatro chavales, dada la fre­cuencia con que se dejan caer por el 19 de Maple Lane. En cuan­to a los Rinkenhauer, están tan asustados que casi no reparan en ellos. Ni siquiera han tocado el café que les ha servido Roberta. «Está en su habitación», les dice Alfie Cavell con una vaga son­risa. Duddits, que está jugando con sus soldados de plástico (tie­ne toda la colección), se leva-nta en cuanto los ve en la puerta. Cuando está en su habitación nunca se pone zapatos, sino las zapa-tillas de conejo que le regaló Henry para su último cumplea­ños (le gustan tanto que las llevará hasta haberlas dejado como dos trozos de tela rosa apuntaladas con cinta aislante), pero ha hecho una excepción. Les estaba esperando, y, aunque sonríe con la misma efusividad de siempre, tiene la mirada seria. «¿Adode bamo?», pregunta («¿Adonde vamos?»). Y...

— ¿Todos erais así? ¿Todos? —susurró Owen. Supuso que Henry ya debía de habérselo dicho, pero entonces no lo había entendido—. ¿Antes de esto?

Se tocó un lado de la cara, donde había pelusilla de byrus.

—Sí. No. No lo sé. Escucha y no hables, Owen.




12




Cuando llegan a Strawford Park son las cuatro y media, y en el campo de softball hay un grupo de chicas con camisetas ama­rillas, todas con colas de caballo casi idénticas, metidas por la parte de detrás de la gorra. La mayoría lleva aparatos de ortodoncia.

—Qué patosas —dice Pete.

Es posible, pero se nota que se divierten, no como Henry, que tiene calambres en el estómago. Suerte que Jonesy es el mismo de siempre, serio y asustado. La imaginación que les falta a Pete y Beaver, a Jonesy y a él les sobra. Pete y Beav se lo toman como si fuera un caso detectivesco, pero Henry lo ve diferente. No encontrar a Josie Rinkenhauer sería malo (y sabe que existe la posibilidad), pero encontrarla muerta...

—Beav —dice.

Beaver, que estaba mirando a las chicas, se gira hacia él.

— ¿Qué?

—Es que... —A Beav se le borra la sonrisa, y pone cara de preocupación—. No sé, tío. ¿Pete?

Pete, sin embargo, niega con la cabeza.

—Yo creía que había vuelto al colé. ¡Coño, si en la foto pa­recía que me hablase! Pero ahora...

Se encoge de hombros.

Henry mira a Jonesy, que hace el mismo gesto y enseña las palmas: ni idea. Por lo tanto, se vuelve hacia Duddits.

Duddits lo mira todo a través de lo que llama «gafadezó uay», es decir, «gafas de sol guays»: curvadas y de espejo. También lleva el birrete de Beaver. Lo que más le gusta es soplar la borla.

Duddits carece de percepción selectiva; para él son igual de fascinantes el borracho que busca envases retornables en la basura, las jugadoras de softball y las ardillas corriendo por las ramas de los árboles. Forma parte de su peculiaridad.

—Duddits —dice Henry—, ¿te acuerdas de una niña que iba contigo al primer colé? Una que se llamaba Josie, Josie Rinken­hauer.

Duddits escucha a su amigo con cara de interés, pero es por educación, porque no le suena el nombre. ¿Por qué iba a sonar­le? Teniendo en cuenta que Duds ni siquiera es capaz de memorizar lo que ha desayunado, ¿cómo va a acordarse de una compa­ñera de clase de hace tres o cuatro años? Henry siente una oleada de impotencia, mezclada, cosa rara, con cierta diversión. ¿Cómo se les ha ocurrido?

—Josie —dice Pete con énfasis, a pesar de que tampoco pare­ce muy esperanzado—. ¿No te acuerdas de que siempre te tomá­bamos el pelo diciendo que era tu novia? Tenía los ojos marrones... un pedazo de peluca rubia... y... —Suspira, disgustado —.Mierda.

—Mima mieda difentedia —dice Duddits, porque a sus ami­gos suele hacerles gracia: Misma mierda, diferente día. Como esta vez no funciona, hace otro intento — : Ni debote ni patido.

—Eso —dice Jonesy—. Tú lo has dicho: ni rebotes ni parti­do. Tíos, mejor que nos lo llevemos a casa, porque esto no...

—No —dice Beaver. Se lo quedan mirando. Tiene los ojos a la vez brillantes y preocupados, y mordisquea tan deprisa el palillo de la boca que se le mueve entre los labios como un pistón—. Atrapa-sueños —dice.




13






—¿Atrapasueños? —preguntó Owen.

Tuvo la sensación de hablar desde muy lejos. Delante, los fa­ros del Humvee barrían un páramo nevado e infinito cuya simi­litud con una carretera se limitaba a la sucesión de reflectores amarillos. Atrapasueños, pensó, y volvió a ocuparle el cerebro el pasado de Henry, anegándole con imágenes, sonidos y olores correspondientes a aquel día prácticamente estival.

Atrapasueños.




14




—Atrapasueños —dice Beav, y se entienden los cuatro entre sí, tal como (equivocadamente, según acabará averiguando Hen­ry) creen que hacen todos los amigos. A pesar de que nunca han abordado de manera directa el tema del sueño que compartieron durante su primera estancia en Hole in the Wall, saben que Bea­ver considera que en el fondo lo provocó el atrapasueños de Lá­mar. Nadie ha intentado convencerle de lo contrario, en parte porque no quieren romper la superstición de Beaver respecto a la inofensiva telaraña de cordel, pero sobre todo porque es un día del que no les apetece hablar. Sin embargo, al oírle, comprenden que Beaver ha entrevisto una verdad. En efecto, les ha unido un atrapasueños, aunque no sea el de Lámar.

Su atrapasueños es Duddits.

—Venga —dice Beaver con serenidad—. Venga, tíos, no ten­gáis miedo. Cogedle.

Lo hacen, aunque miedo tienen, como mínimo un poco. In­cluido Beaver.

Jonesy coge la mano derecha de Duddits, tan diestra en manipular maquinaria desde que cursa formación profesional. Duddits pone cara de sorpresa, pero después sonríe y estrecha la mano de Jonesy. Pete le coge la izquierda. Beaver y Henry le ro­dean y le introducen los brazos a ambos lados de la cintura.

Los cinco se quedan en la misma postura debajo de uno de los robles grandes y viejos que hay en Strawford Park, con un enca­je de luces y sombras de junio dibujado en las caras. Parecen crios formando una piña antes de un partido importante. No les miran las jugadoras de softball, con sus camisetas de color amarillo chi­llón, ni les miran las ardillas; tampoco el laborioso borracho, empeñado en amontonar latas vacías de refresco hasta tener bas­tante para la botella que será su cena.

Henry se siente penetrar por la luz, y comprende que la luz son sus amigos y él; el bellísimo encaje de luz y sombras verdes lo for­man ellos cinco, y de los cinco es Duddits el más luminoso. Es su atrapasueños: les une. Henry siente el corazón henchido como nunca, ni antes ni después (y el vacío que deje ese nunca crecerá y se oscurecerá a medida que le cerque la acumulación de los años), y piensa: ¿Es para encontrar a una niña retrasada que se ha perdi­do, y que aparte de a sus padres lo más probable es que no le im­porte a nadie? ¿Fue para matar a un abusón descerebrado, juntán­donos para conseguir que se saliera de la carretera (y soñando, ¡Dios!, soñando)? ¿No hay nada más? ¿Algo tan grande y maravi­lloso, sólo para objetivos tan pobres? ¿No hay nada más?

Porque, si no lo hay (piensa en pleno éxtasis unitivo), ¿de qué sirve? ¿Qué sentido tiene todo?

De repente, la intensidad de la experiencia barre cualesquie­ra ideas. Surge ante los cinco la cara de Josie Rinkenhauer, ima­gen movediza que al principio se compone de cuatro percepcio­nes y memorias... hasta que pasan a ser cinco, porque Duddits ha entendido por quién se toman tantas molestias.

Con la intervención de Duddits se multiplican por cien la luminosidad y nitidez de la imagen. Henry oye que se le corta la respiración a alguien (Jonesy). A él también se le cortaría, pero ya hace unos segundos que no respira. Porque puede que Duddits sea retrasado en algunos aspectos, pero no en este. En este son ellos los débiles mentales, los torpes, y Duddits el genio.

— ¡Dios mío! —oye exclamar Henry a Beaver, con una voz donde se mezclan a partes iguales el éxtasis y la consternación.

Porque tienen a Josie al lado. Las cinco percepciones diferen­tes de su edad la han convertido en una niña de unos doce años, mayor que cuando la encontraban esperando delante del colé de los subnormales, pero seguro que menor que ahora. Se han deci­dido por un traje de marinero cuyo color no acaba de asentarse, oscilando entre el azul, el rosa y el rojo, y viceversa. Tiene en la mano el bolso grande de plástico blanco, con los BarbieKen aso­mando por arriba, y gloriosos arañazos en ambas rodillas. Le aparecen y desaparecen en los lóbulos dos pendientes en forma de mariquitas, y piensa Henry: ah, sí, me acuerdo de que los lleva­ba. Entonces se solidifican.

La niña abre la boca y dice: «Hola, Duddie.» Mira alrededor y dice: «Hola, chicos.»

Y de repente ya no está. Vuelven a ser cinco en lugar de seis, cinco chicos mayores debajo del roble viejo, con la luz antigua de junio impresa en la cara, y en los oídos el griterío de las jugado­ras de softball. Pete está llorando. Jonesy también. El borracho se ha marchado (ya debe de tener bastante para comprarse la bote­lla), pero ha venido otro hombre. Se trata de un individuo de as­pecto muy serio que lleva parka de invierno, a pesar de que hace calor. Tiene una mancha roja por toda la mejilla izquierda, como de nacimiento, aunque Henry sabe que no es tal, sino byrus. Owen Underhill se ha reunido con ellos en Strawford Park, y les mira, pero no pasa nada; aparte de Henry, nadie ve al visitante del otro lado del atrapasueños.

Duddits sonríe, pero le extrañan las lágrimas de dos de sus amigos.

—¿Poqué yora? —le pregunta a Jonesy. (¿Por qué lloras?)

—No te preocupes —dice Jonesy.

Al soltar la mano de Duddits, se rompe lo que quedaba de conexión. Jonesy se seca la cara, al igual que Pete. Beav profiere una risita que tiene mucho de sollozo.

—Me parece que me he tragado el palillo —dice.

—No, burro, que está aquí —dice Henry señalando la hier­ba, donde está tirado el monda-dientes roído.

— ¿Contra a Yosi? —pregunta Duddits.

— ¿Puedes, Duds? —pregunta Henry.

Duddits se encamina hacia el terreno de juego, seguido respetuosamente por su grupo de amigos. Pasa al lado de Owen, pero claro, no le ve; para Duds, Owen Underhill no existe, al menos de momento. Deja atrás las gradas, la tercera base y el chiringuito, hasta que se detiene.

Pete, que está al lado, ahoga una exclamación.

Duddits se vuelve hacia él y le mira con ojos brillantes de interés, casi riendo. Pete tiene un dedo en alto y lo mueve como un péndulo, con la mirada en el suelo. Henry se la sigue, y tiene la breve impresión de haber visto algo (un destello amarillo en el césped, como de pintura). Después sólo está Pete, haciendo lo característico de cuando usa su facultad especial de recordar.

— ¿Belaliña, Pi? —inquiere Duddits con un tono paternal que a Henry casi le hace reír. (¿Ves la línea, Pete?)

—Sí —dice Pete con los ojos muy abiertos — . ¡Sí, coño! —Y mira a los demás — . ¡Tíos, que estaba aquí! ¡Justo aquí!

Cruzan Strawford Park siguiendo una línea que sólo ven Duddits y Pete, seguidos por un hombre a quien sólo ve Henry. Al fondo del parque hay una valla de madera hecha polvo con un letrero: propiedad de D. b. & A. r. R. ¡prohibido el paso! Ya hace años que los niños se saltan la prohibición a la torera; de hecho, también hace años que no pasan camiones de Derry, Bangor y Aroostook por los Barrens; a pesar de ello, al meterse por donde está rota la valla, ven las vías de tren. Están situadas al pie de la cuesta, brillando herrumbrosas al sol.

Es una cuesta muy empinada y llena de ortigas y plantas que pican. Cuando han bajado la mitad encuentran el bolso grande de plástico de Josie Rinkenhauer. Ahora está viejo, y da pena verlo tan gastado (con varios arreglos de celo), pero Henry lo recono­cería donde fuera.

Duddits se lanza alegremente sobre él y lo abre sin mira­mientos.

— ¡BabiKe! —anuncia, sacando los muñecos.

Pete, que ha seguido rastreando el terreno con el torso incli­nado, está serio como Sherlock Holmes tras las pistas del profe­sor Moriarty. De hecho, quien la encuentra es Pete Moore, que mira a los cuatro con cara de loco desde un desagüe sucio de hormigón que sobresale del follaje enmarañado de la cuesta.

— ¡Está aquí dentro! —exclama en pleno delirio. Tiene blan­quísima toda la cara, menos dos manchas muy rojas en las meji­llas—. ¡Tíos, que me parece que está aquí dentro!

Debajo de Derry, localidad que se asienta en antiguas maris­mas donde no habían querido instalarse ni los indios micmac que poblaban los alrededores, hay un sistema de alcantarillas que no sólo tiene muchos años, sino una complejidad increíble. La ma­yor parte se construyó en los años treinta con dinero del New Deal, y se desplomará casi entera en 1985, durante la inundación que destruirá la torre-depósito. Ahora todavía existen los conduc­tos. El que ha encontrado Pete hace bajada y se mete en la coli­na. A Josie Rinkenhauer se le ocurrió meterse por ella, y resbaló con cincuenta años de hojas secas acumuladas. Bajó como en tri­neo, y está al fondo. Ha hecho tantos intentos de volver a subir por el tubo húmedo y medio deshecho que ya no le quedan fuer­zas. Se ha comido las dos o tres galletas que llevaba en el bolsillo de los pantalones, y ya hace varias horas (doce o catorce intermi­nables horas) que se limita a quedarse tendida en la oscuridad y el hedor, escuchando los ecos de un mundo exterior que se le hurta, y aguardando la muerte.

Ahora que ha oído la voz de Pete, levanta la cabeza y emplea la poca energía que le queda en contestar:

— ¡Ayudadmee! ¡No puedo salir! ¡Por favoor, ayudadmee!

No se les ocurre que convenga ir en busca de un adulto, como el agente Nell, que es quien tiene asignado el vecindario. Sólo piensan en sacar a Josie, que se ha convertido en responsabilidad suya. Al menos tienen la cordura de oponerse a que entre Duddits, pero a los otros cuatro no les cuesta ni medio minuto de debate formar una cadena en la oscuridad: primero Pete, luego Beav, a continuación Henry, y por último, como ancla, Jonesy, que es quien pesa más.

Es como penetran en la negrura apestosa a cloaca (también apesta a algo más, algo inconcebiblemente viejo y asqueroso). Después de unos tres metros, Henry encuentra en el fango una de las zapatillas deportivas de Josie, y se la mete sin pensárselo en el bolsillo de atrás de los vaqueros.

A los pocos segundos oye detrás la voz de Pete:

—Para, tío.

Ahora el llanto y los gritos de socorro de la chica se oyen con gran proximidad, tanta que Pete la ve sentada al fondo de la pen­diente de hojas, mirándoles con una cara que se destaca en la os­curidad como un círculo blanco con manchas.

Estiran un poco más la cadena, sin que los nervios les impidan extremar las precauciones. Jonesy se apoya con los dos pies en un bloque de cemento caído. Josie tiende una mano... intenta coger la que le ofrece Pete... no llega... Justo cuando parece que tendrán que rendirse, consigue recorrer unos centímetros, y Pete la coge por la muñeca, sucia y con arañazos.

— ¡Bien! —exclama, triunfante—. ¡Ya te tengo!

Entonces la llevan con mucho cuidado hacia la boca del tubo, donde espera Duddits con el bolso en una mano y los dos muñe­cos en la otra, diciéndole a Josie en voz muy alta que no se preo­cupe, que tiene él a los BarbieKen. Hay sol, aire puro, y cuando la ayudan a salir del desagüe...




15




En el Humvee no había teléfono. Tenía dos radios, pero nin­gún teléfono. A pesar de ello sonó uno, haciendo añicos el níti­do recuerdo tejido por Henry entre él y Owen, y pegándoles un susto de muerte.

Owen se sobresaltó como si le hubieran despertado de un sueño muy profundo, y el Humvee perdió un agarre que de por sí ya era precario. Al principio derrapó, y en segundo lugar ini­ció un movimiento giratorio muy lento, como el baile de un di­nosaurio.

—Me cago en...

Intentó seguir la dirección del giro, pero lo único que hizo la rueda fue girar con una facilidad angustiosa, como la de un bar­co que ha perdido el timón. El Humvee retrocedió por la super­ficie traicionera del único carril que quedaba en la 1-95 para ir hacia el sur, y acabó chocando de lado con el banco de nieve más interior, abriendo con los faros, en la dirección de donde venían, un cono de luz manchado de nieve.

¡Riiing! ¡Riiing! ¡Riiing! Y sin teléfono a la vista.

Suena en mi cabeza, pensó Owen; lo proyecto, pero me pa­rece que lo oigo en mi cabeza. Ya estamos otra vez con la telepa­tía de los...

En el asiento de en medio había una pistola, una Glock. Jus­to cuando la cogía Henry, dejó de sonar el teléfono. Entonces se aplicó a la oreja el cañón como si quisiera suicidarse, con la dife­rencia de que tenía todos los dedos en la culata.

Claro, pensó Owen, pura lógica. Le llaman por la pistola. No tiene nada de raro.

— ¿Sí? —dijo Henry. Owen no pudo oír la respuesta, pero vio iluminarse con una sonrisa la cara cansada de su acompañante—. ¡Jonesy! ¡Sabía que eras tú!

¿Y quién iba a ser?, se dijo Owen. ¿Oprah Winfrey?

— ¿Dónde...?

Henry permaneció a la escucha.

— ¿Buscaba a Duddits, Jonesy? ¿Por eso...? —Volvió a escu­char y añadió—: ¿El qué? ¿El depósito del agua? ¿Y por qué...? ¡Jonesy! ¡Jonesy!

Se quedó unos segundos más con la pistola en la oreja, hasta que la miró como si no la reconociera y la devolvió al asiento. Ya no sonreía.

—Ha colgado. Me parece que volvía el otro. Él le llama señor Gray.

— O sea que tu amigo está vivo. Pues no te veo muy con­tento.

Más que en la cara, se lo notaba en los pensamientos, pero a aquellas alturas ya no hacía falta decirlo. Al principio se había alegrado, como cualquiera que reciba una llamadita por la pisto­la, pero ya no estaba contento. ¿Por qué?

—Está... están al sur de Derry. Han parado a comer algo en un área de servicio para camioneros que se llama Dysart's... aun­que Jonesy la ha llamado Dry Farts, como de niños. Para mí que no se ha dado ni cuenta. Ponía voz de asustado.

— ¿Por él o por nosotros?

Henry miró a Owen con mala cara.

—Dice que tiene miedo de que el señor Gray piense matar a un policía y robarle el coche patrulla. Supongo que más que nada es eso. Mierda.

Se dio un puñetazo en el muslo.

—Pero está vivo.

—Sí, eso sí —dijo Henry con muy poco entusiasmo — . Es inmune. Duddits... ¿Ahora ya entiendes lo de Duddits?

«No, y dudo que lo entiendas tú, Henry... pero es posible que ya entienda bastante.»

Henry pasó a la comunicación mental, que era más fácil.

«Duddits nos cambió, o nos cambió estar con él. Cuando a Jonesy le atrepellaron en Cambridge, volvió a cambiar. Muchas veces, a la gente que ha pasado por el trance de ver la muerte le cambian las ondas cerebrales. El año pasado vi un artículo en el Lancet sobre el tema. En el caso de Jonesy, debe de querer decir que el señor Gray en cuestión puede utilizarle sin contagiarle ni des-gastarle. Otra cosa que le ha permitido es que no le absorban, al menos de momento.»

— ¿Absorberle?

«Apropiársele. Tragársele.» Y en voz alta:

—¿Tienes alguna manera de sacarnos de la nieve?

«Me parece que sí.»

—Me lo temía —dijo Henry con desánimo.

Owen se volvió hacia él, con la luz verdosa del salpicadero en la cara.

—¿Se puede saber qué te pasa?

«¿No lo entiendes? ¿En serio? ¿De cuántas maneras tengo que explicártelo?»

— ¡Sigue dentro! ¡Jonesy sigue dentro!

Por tercera o cuarta vez desde el inicio de su fuga con Hen­ry, Owen no tuvo más remedio que saltar encima del abismo en­tre lo que sabía su cabeza y lo que sabía su corazón.

—Ah, ya. —Se quedó un rato callado—. Está vivo. Piensa, y hasta llama por teléfono. —Otra pausa—. Caray.

Intentó poner el Humvee en primera y consiguió avanzar unos quince centímetros, pero volvieron a girar las cuatro ruedas. Entonces puso marcha atrás y se metió más en la nieve, pero es­taba tan dura que el culo del Humvee se subió un poco a ella, que era lo que quería Owen; así, cuando volviera a meter la primera saldrían del banco de nieve como un corcho de una botella. Sin embargo, se quedó unos segundos con la suela de la bota en el freno. La vibración del Humvee era tan potente que hacía temblar todo el chasis. Fuera rugía el viento, haciendo resbalar por la autopista vacía copos de nieve como sierras.

—Supongo que te das cuenta de que no hay más remedio que seguir —dijo Owen—. Eso partiendo de la hipótesis de que po­damos cogerle. Porque no conozco los detalles, pero casi seguro que el plan general es contaminarlo todo. Haciendo números...

—Ya, ya sé hacerlos —dijo Henry—. Seis mil millones de te­rrícolas contra un Jonesy.

—Exacto.

—Pero los números engañan —alegó Henry.

Sin embargo, lo dijo con mal tono. Al llegar a determinadas cantidades, los números no engañaban ni podían engañar, y seis mil millones era una cantidad muy alta.

Owen soltó el freno y apretó el acelerador. El Humvee avan­zó (esta vez casi un metro), empezó a derrapar, se afianzó en la calzada y salió de la barrera de nieve con un rugido de dinosau­rio. Owen lo enderezó rumbo al sur.

«Cuéntame qué pasó después de sacar a la niña de la tubería.»

Henry no tuvo tiempo de empezar, porque se oyó ruido en una de las radios de debajo del tablero. Después habló una voz fuerte y clara, como si procediera de otro ocupante del vehículo.

—¿Owen? ¿Me oyes, chaval?

Kurtz.




16




Tardaron casi una hora en cubrir los primeros veinticinco kilómetros al sur de Blue Base (o ex Blue Base), pero Kurtz no estaba preocupado. Tenía la seguridad de que les ayudaría Dios.

El conductor (de otro Humvee donde se apretujaba el feliz cuarteto) era Freddy Johnson. Perlmutter estaba en el asiento del copiloto, esposado al tirador de la puerta. Cambry lo mismo, pero detrás. Kurtz estaba sentado detrás de Freddy, y Cambry de Pear­ly. Kurtz se preguntó si los dos reclutas forzosos conspiraban por telepatía. Allá ellos, porque no les serviría de nada. Tanto Kurtz como Freddy habían bajado las ventanillas, aunque fuera al pre­cio de tener el Humvee a temperatura de nevera. Habían puesto la calefacción a tope, pero no era suficiente. Con todo, era impres­cindible bajar las ventanas, puesto que de lo contrario el interior del vehículo habría tardado muy poco en volverse inhabitable, más cargado de azufre que una mina de hulla contaminada. La diferencia era que no olía a azufre, sino a éter. Casi toda la peste, al parecer, procedía de Perlmutter, que cambiaba de postura cada dos por tres y gemía con disimulo. Cambry era un criadero de Ripley, que le crecía encima como un campo de trigo después de las lluvias de primavera, y olía (hasta con la mascarilla puesta lo notaba Kurtz), pero el más apestoso de los dos, el que no se es­taba quieto y procuraba tirarse pedos sin hacer ruido (Kurtz re­cordaba vagamente que de niño lo llamaban el truco de «levanta

la nalga cuando salga»), intentando desentenderse de ellos, era Pearly. Gene Cambry criaba Ripley, pero Kurtz sospechaba que el bueno de Pearly criaba algo más.

Hizo todo lo posible por ocultar sus pensamientos con un mantra de su cosecha.

— ¿Podría decir otra cosa, por favor? —preguntó Cambry—. Me estoy volviendo tarumba.

—Y yo —dijo Perlmutter.

Se movió un poco y se le escapó un ruidito de «pfff», pareci­do al de algo de goma deshinchándose.

— ¡Pearly, coño! —exclamó Freddy, y bajó un poco más la ventanilla, dejando entrar una ráfaga de nieve y aire frío. El Humvee derrapó, y Kurtz se preparó para el golpe, pero había sido una falsa alarma—. ¿Podrías no seguir echando perfume anal, o es demasiado pedir?

— ¿Cómo dices? —dijo Perlmutter con frialdad—. Si insinúas que he soltado una ventosidad, te diré que...

—Yo no insinúo nada —dijo Freddy—. Sólo digo que ya hace bastante peste, o sea, que o paras o...

A falta de una manera satisfactoria de concretar la amenaza por parte de Freddy (puesto que de momento necesitaban a dos telépatas, uno principal y otro de refuerzo), intervino Kurtz con buenas maneras.

— Hay un caso muy interesante, en el sentido de que de­muestra que todo tiene precedentes: el de Edward Davis y Franklin Roberts. Ocurrió en Kansas, en la época en que Kansas era Kansas...

Kurtz, que era un narrador más que aceptable, les retrotrajo a la época del conflicto de Corea. Ed Davis y Franklin Roberts eran de Kansas, dueños de sendas y pequeñas granjas en proxi­midad de Emporia, no demasiado lejos de la de la familia de Kurtz (cuyo nombre de pila no era exactamente Kurtz). Ed Da­vis, que siempre había tenido los tornillos un poco sueltos, fue convenciéndose de que su vecino, el maleducado de Roberts, pensaba robarle la granja. Se quejaba de que Roberts hablaba mal de él cuando iba a la ciudad, que le echaba veneno en los campos y presionaba al banco de Emporia para que le embargaran la granja.

La solución de Ed Davis, contó Kurtz, fue capturar un mapa-che enfermo de rabia y meterlo en el gallinero. El suyo. El animal mató gallinas a diestro y siniestro, y, cuando se cansó de matar, el bueno de Davis le voló la cabecita blanca y gris.

Todos los ocupantes del gélido Humvee, que proseguía su viaje, escuchaban en silencio.

Ed Davis cargó todas las gallinas muertas en la cosechadora, sin olvidarse del mapache muerto, montó en ella, fue de noche a la finca de su vecino y arrojó la carga de bichos muertos en los dos pozos de Franklin Roberts, el de riego y el de uso doméstico. La noche siguiente, con whisky hasta las cejas, Davis llamó por te­léfono a su enemigo y le explicó su fechoría entre carcajadas de loco. El muy chalado preguntó: «¿Verdad que hoy ha hecho mucho calor?», riéndose tanto que a Roberts le costó entender­le. «¿Tú y tus chávalas cuál habéis bebido? ¿La del mapache o la de las gallinas? ¡Yo no sé decírtelo, porque no me acuerdo de qué puse en cada pozo! Lástima, ¿no?»

A Gene Cambry le temblaba la comisura izquierda de los labios, como si hubiera sufrido una grave apoplejía. El Ripley que le crecía por la arruga de la frente ya estaba tan avanzado que parecía que Cambry tuviera partida la cabeza.

— ¿Qué quiere decir? —preguntó — . ¿Que yo y Pearly no valemos más que un par de gallinas con rabia?

—Cambry, ojo con cómo le hablas al jefe —dijo Freddy, ha­ciendo subir y bajar la mascarilla.

— ¡Qué jefe ni qué hostias! ¡La misión se ha acabado!

Freddy levantó una mano como para darle a Cambry un bo­fetón de espaldas. Cambry, cuya expresión era a la vez agresiva y de temor, adelantó la cabeza para acortar la distancia.

—Eso, guapo, pega, pega; aunque te aconsejo que esperes hasta haber comprobado que no tengas ningún corte en la mano. Porque no hacen falta más.

La mano de Freddy quedó suspendida a medio camino, has­ta que volvió a apoyarse en el volante.

—Y hablando del tema, Freddy, también te aconsejo que ten­gas cuidado. Si crees que el «jefe» piensa dejar testigos, es que estás loco.

— Eso, loco —dijo Kurtz de corazón, y se rió entre dientes — . Hay muchos granjeros que se vuelven locos. Será que es una vida muy sufrida. Frank Roberts vendió la granja poco después de lo de los pozos, se fue a vivir a Wichita y entró de representante en una empresa, pero resulta que los pozos ni siquiera estaban contaminados. Hizo pruebas un inspector de aguas del estado, y salió que era potable. El inspector dijo que no era una vía de transmisión de la rabia. Me gustaría saber si lo es del Ripley.

—Al menos podría usar el nombre de verdad —dijo, o escu­pió, Cambry—. Se llama byrus.

—Byrus, Ripley... ¿Qué más da? —dijo Kurtz—. Están in­tentando envenenar nuestros pozos, contaminar nuestros precio­sos fluidos, como dijo no sé quién.

— ¡Eso a usted le importa un carajo! —soltó Perlmutter con tanta animosidad en la voz que Freddy se sobresaltó — . Sólo le importa pillar a Underhill. —Y añadió apenadamente, después de una pausa—: Usted sí que está loco, jefe.

— ¡Owen! —exclamó Kurtz, más alegre que unas pascuas — . ¡Casi se me había olvidado! ¿Dónde está, nenes?

—Delante —dijo Cambry, resentido—. Atascado en la puta nieve.

— ¡Fabuloso! —tronó Kurtz—. ¡Nos acercamos!

—No se emocione, que está saliendo. Tiene un Humvee, igual que nosotros. Con un trasto así y sabiendo conducirlo, se puede cruzar el infierno. Y parece que sabe.

—Lástima. ¿Nos hemos acercado algo?

—No mucho —dijo Pearly.

Cambió de postura, hizo una mueca y se tiró otra ventosidad.

— ¡Jodeer! —dijo Freddy en voz baja.

—Freddy, dame el micro. Por el canal común, que es el que le gusta a nuestro amigo Owen.

Freddy estiró el cable, que se había enrollado, le pasó el mi­cro a Kurtz, hizo un ajuste en el transmisor fijado con tornillos al salpicadero y dijo:

—Ya puede hablar, jefe.

Kurtz presionó el botón lateral del micro.

— ¿Owen? ¿Me oyes, chaval?

Silencio, estática y el aullido monótono del viento. Cuando Kurtz se disponía a volver a apretar el botón de transmisión y realizar otro intento, se oyó la voz de Owen con poco ruido de estática y nula distorsión. Kurtz no cambió de cara (conservó la misma expresión de afabilidad interesada), pero se le aceleró bas­tante el pulso.

—Aquí estoy.

¡Hombre, chaval, qué gusto oírte! ¡Qué alegría! Calculo que estás en nuestra posición más ochenta. Acabamos de pasar por la salida 39. ¿Me equivoco?

En realidad acababan de dejar atrás la 36, y Kurtz considera­ba que faltaban bastante menos de ochenta kilómetros. Quizá la mitad.

No hubo respuesta.

—Frena, nene —le aconsejó Kurtz a Owen con su tono más amable y cuerdo—. Aún estamos a tiempo de que no se vaya a la mierda absolutamente todo. Supongo que nuestras carreras ya no hay quien las salve (son gallinas muertas en un pozo envenenado), pero, si tienes una misión, déjame compartirla. Ya estoy viejo, y lo único que pido es sacar algo un poco decente de...

—Corta el rollo, Kurtz.

Los seis altavoces del Humvee lo reprodujeron con la misma fuerza y nitidez. Cambry tuvo la desfachatez de reírse, ganándose una mirada venenosa de Kurtz. En otras circunstancias, una mi­rada así le habría puesto los pelos de punta, pero ya no había otras circunstancias, estaban canceladas, y Kurtz experimentó algo tan poco habitual como una punzada de miedo. Una cosa era saber que se les había jorobado todo, y otra notar el peso de la verdad como un gran saco de harina oprimiendo las tripas.

— Owen... chaval...

—Escucha, Kurtz. No sé si te queda alguna neurona cuerda en la cabeza, pero en caso afirmativo espero que esté atenta. Me acom­paña una persona que se llama Henry Devlin, y tenemos delante (yo diría que a unos ciento cincuenta kilómetros) a un amigo suyo que se llama Gary Jones. Aunque ya no es él de verdad. Le ha rap­tado una inteligencia extraterrestre a la que llama señor Gray.

Gray... Gray..., pensó Kurtz. Por sus anagramas les cono­cerás.

— Lo que haya pasado en Jefferson Tract no tiene importan­cia —dijo por los altavoces la voz de Owen—. La masacre que tenías planeada era superflua, Kurtz. Lo mismo da matarles o dejar que se mueran, porque no representan ningún peligro.

—¿Oís? — preguntó Perlmutter, histérico—. ¡Ningún peligro! Ningún...

Calla —dijo Freddy, dándole un golpe con la mano. Kurtz apenas se fijó. Estaba muy tieso en el asiento, con una mirada de odio. ¿Superflua? ¿Owen Underhill diciéndole que la misión más importante de su vida había sido superflua?

—... entorno, ¿entiendes? No pueden vivir en este ecosiste­ma. La única excepción es Gray. ¿Por qué? Porque resulta que ha encontrado un huésped con diferencias radicales. Conque ya lo sabes, Kurtz: si tienes algún principio, renunciarás ahora mismo a perseguirnos y nos dejarás en paz. Deja que nos ocupemos no­sotros de Jones y de Gray. Con suerte nos cogerías a nosotros, pero a ellos, lo dudo. Están muy al sur, y creemos que el señor Gray tiene un plan. Algo que esta vez funcionará.

—Estás exaltado, Owen —dijo Kurtz — . Frena y haremos juntos lo que haya que hacer. Lo...

—Si te importa algo, renuncia —dijo Owen con inexpresividad—. Y punto. No tengo nada más que decir. Corto.

¡No cortes, chaval! —vociferó Kurtz—. ¡Te lo prohibo! Se oyó un clic de gran nitidez, y el altavoz se cargó de un ruido de fondo de estática.

— Ha cortado —dijo Perlmutter—. Tiene desconectado el micro y ha apagado el receptor.

—Bueno, pero ya le habéis oído —dijo Cambry—. Esto no tiene sentido. Renunciad.

A Kurtz le palpitaba una vena en medio de la frente.

— Claro, como que voy a creerme lo que diga ese. Después de la que ha montado en la base...

¡Pero ha dicho la verdad! —se exasperó Cambry. Por pri­mera vez miró a Kurtz abriendo mucho los párpados, en cuyas comisuras había manchas de Ripley, o byrus, o como se quisiera llamar, y le roció de baba las mejillas, la frente y la superficie de su mascarilla protectora—. ¡Le he oído los pensamientos! ¡Los suyos y los de Pearly! ¡decía la pura verdad! ¡decía...!

Kurtz dio otra prueba de su increíble rapidez de movimien­tos, desenfundando la pistola de nueve milímetros de la cartuchera del cinturón y disparando. Dentro del Humvee, la detonación fue ensordecedora. Freddy gritó de sorpresa y dio otro golpe de vo­lante, haciendo que el vehículo iniciara un derrape en diagonal por la nieve. Perlmutter, chillando, giró la cabeza, horrorizada y man­chada de rojo, para mirar el asiento de detrás. Cambry no había tenido ninguna oportunidad. Le habían salido los sesos por el cogote y la ventanilla rota. Antes de que tuviera tiempo de levan­tar una mano en señal de protesta, ya se los llevaba la tormenta.

No te lo esperabas, ¿eh, chaval?, pensó Kurtz. ¿A que esta vez no te ha servido de nada la telepatía?

—No —dijo Pearly, gemebundo—. Alguien que no sabe qué va a hacer hasta que lo hace es un caso perdido. Con los locos no hay gran cosa que hacer.

Kurtz le apuntó con el arma.

—Venga, dímelo otra vez. Que te oiga volver a llamarme loco.

— Loco —dijo enseguida Pearly, y le ensanchó la boca una sonrisa que dejó a la vista varios huecos en la dentadura—. Loco, loco, loco. Por mucho que te lo diga no me pegarás un tiro. Ya has matado al refuerzo, que era lo máximo que podías permi­tirte.

Empezaba a levantar demasiado la voz. El cadáver de Cambry chocó con la puerta. El viento frío que entraba por la venta­nilla le despeinaba su cabeza deforme.

Calla, Pearly —dijo Kurtz. Ahora estaba más tranquilo y volvía a tenerlo todo controlado. Al menos Cambry había teni­do alguna utilidad — . Sujeta tu tablita y calla. ¿Freddy?

—Sí, jefe.

— ¿Aún cuento contigo? —Para lo que sea, jefe.

— Owen Underhill es un traidor. Eso se merece un amén como una casa. ¿Me lo das?

—Amén.

Freddy se quedó más tieso que una escoba, mirando fijamente la nieve y los conos que formaban los faros del Humvee.

— Owen Underhill ha traicionado a su país y a sus camaradas. Ha...

—Te ha traicionado a ti —dijo Perlmutter con poco más que un susurro.

—Exacto, Pearly; y una cosa, chaval: no sobrestimes tu im­portancia, que es lo que menos te conviene. Ya has dicho que los locos son imprevisibles.

Kurtz volvió a mirar la ancha nuca de Freddy.

—A Owen Underhill le vamos a machacar; a él y al tal Devlin, suponiendo que les encontremos juntos. ¿De acuerdo?

—De acuerdo, jefe.

—Aunque lo primero es soltar lastre, ¿no? —Kurtz se sacó del bolsillo la llave de las esposas, pasó un brazo por detrás de Cambry, metió la mano en el pringue tibio que no había salido por la ventana y acabó por encontrar el tirador de la puerta. En­tonces abrió con la llave las esposas, y unos cinco segundos despues el señor Cambry, Dios le tuviera en su gloria, se reintegró a la cadena alimentaria.

Mientras tanto, Freddy se había puesto una mano en la entre­pierna, que le picaba la hostia. Por cierto, que también le picaban las axilas y...

Movió un poco la cabeza y topó con la atenta mirada de Perl­mutter, ojos grandes y oscuros en una cara pálida con manchas rojas.

— ¿Qué miras? —preguntó Freddy.

Perlmutter giró la cabeza sin decir nada más y contempló la noche.

























XIX



SIGUE LA PERSECUCIÓN









1





El señor Gray disfrutaba a fondo de las emociones humanas, y le gustaba mucho la comida de aquellos seres, pero le estaba gustando bastante menos vaciar los intestinos de Jonesy. Negándose a mirar lo que había evacuado, se levantó los pantalones y se los abrochó con un ligero temblor en las manos.

«¡Pero bueno! ¿No piensa usar papel? —preguntó Jonesy—. ¡Coño, al menos podría tirar de la cadena!»

El señor Gray, sin embargo, no veía el momento de salir del váter. Hizo una pausa para mojarse las manos debajo de uno de los grifos (Jonesy oía aullar el viento al otro lado de la pared de baldosas del lavabo, donde no había nadie más) y se encaminó a la puerta.

Para Jonesy no fue del todo una sorpresa ver que la empuja­ba el policía.

—Oiga, que se le ha olvidado subirse la cremallera —dijo éste.

—Ah, pues es verdad. Gracias, agente.

— ¿Viene del norte? Por la radio dicen que ha pasado algo gordo. Eso cuando se coge. Dicen que podría haber extraterrestres.

—Ni idea. Es que sólo vengo de Derry —dijo el señor Gray.

—Y, si no es indiscreción, ¿por qué ha salido de casa, con la nochecita que hace?

Dígale que para ir a ver a un amigo enfermo, pensó Jonesy; pero le acometió la desesperación. No sólo no quería ver el desa­rrollo de la escena, sino que habría preferido no participar.

—Un amigo, que está enfermo —dijo el señor Gray.

—Ah, un amigo. Haga el favor de enseñarme el permiso de conducir y el do...

De repente el policía abrió mucho los ojos y caminó deprisa y con paso forzado hacia la pared donde ponía en un cartel: LAS duchas están reservadas para los CAMiONEROS. Permaneció contra ella, intentando resistir... y empezó a dar cabezazos convul­sos y brutales en las baldosas. El primero le quitó el sombrero Stetson. Al tercero empezó a correr la sangre, que al principio manchaba las baldosas, hasta que las salpicó con verdaderos cho­rros.

Como no estaba en su mano evitarlo, Jonesy quiso coger el teléfono del escritorio.

No había. En algún momento, bien fuera comiendo el segun­do plato de beicon, bien cagando por primera vez como un ser humano, el señor Gray había cortado la línea. Estaba solo.



2




A pesar del horror que sentía (a menos que fuera la causa), Jonesy acompañó con grandes carcajadas el gesto de limpiar con una toalla la sangre de la pared del servicio. El señor Gray había accedido a los conocimientos de Jonesy sobre la ocultación y/o eliminación de cadáveres, y había encontrado una mina. Como aficionado a las películas de terror y las novelas de suspense y policíacas, con muchos años de afición a sus espaldas, Jonesy, en cierto modo, era una autoridad. De hecho, mientras el señor Gray dejaba caer la toalla ensangrentada sobre el uniforme empapado del agente (la chaqueta había servido para envolver la cabeza, fran­camente maltrecha), una parte del cerebro de Jonesy repasaba la eliminación del cadáver de Freddy Miles en El talento de Mr. Ripley, tanto la película como la novela de Patricia Highsmith. Ni mucho menos era el único vídeo puesto; había tantos que a Jonesy le daba vértigo mirarlos demasiado, como cuando estaba al borde de un precipicio. Y no era lo peor. Con ayuda de Jonesy, el señor Gray había descubierto algo que le gustaba más que el beicon muy hecho, y hasta que dar rienda suelta a las reservas de rabia de Jonesy.

El señor Gray había descubierto el asesinato.








3




Detrás de las duchas había un vestuario, y detrás de este un pasillo que daba al dormitorio para camioneros. En el pasillo no había nadie. Al fondo había una puerta por la que se salía a la fachada trasera del edificio, abocada a un callejón sin salida don­de se había acumulado mucha nieve. Sobresalían dos contenedo­res verdes de basura. La luz débil de una farola proyectaba som­bras largas y afiladas. El señor Gray, que aprendía deprisa, registró el cadáver del policía buscando las llaves del coche, y las encon­tró. También le quitó la pistola y la metió en uno de los bolsillos con cremallera de la parka de Jonesy. Usó la toalla manchada de sangre para evitar que se cerrara sola la puerta del callejón. Des­pués arrastró el cadáver y lo dejó detrás de un contenedor.

Todo, desde la truculenta inducción al suicidio hasta el rein­greso de Jonesy en el pasillo, duró menos de diez minutos. El cuerpo de Jonesy respondía con ligereza y agilidad, sin acusar el cansancio anterior: él y el señor Gray estaban disfrutando de otro episodio de euforia por endorfinas. En cuanto a la responsabili­dad del crimen, a Gary Ambrose Jones le correspondía como mínimo una parte, que englobaba algo más que los conocimien­tos sobre cómo deshacerse del cadáver: los impulsos sanguinarios de ello, bajo una capita de «sólo es ficción». Al volante estaba el señor Gray (al menos Jonesy no tenía que agobiarse con la idea de ser el autor directo del asesinato), pero el motor era él.

A ver si resulta que nos merecemos que nos borren de la faz de la Tierra, pensó Jonesy mientras el señor Gray volvía por la sala de duchas (buscando salpicaduras de sangre con los ojos de Jonesy, y usando una mano de este para jugar con las llaves del policía). Quizá nos merezcamos que nos conviertan en esporas rojas. Quizá sea lo mejor.





4





La cajera, de aspecto cansado, le preguntó si había visto al agente.

¡Que si le he visto! —dijo Jonesy—. Hasta he tenido que enseñarle el carnet de conducir.

—Desde finales de la tarde pasan muchos de la montada

—dijo la cajera—, y eso que hace un día... Están con los nervios de punta. Como todo el mundo. Yo, para ver gente de otro pla­neta, prefiero alquilar un vídeo. ¿Han dicho algo más?

—En la radio dicen que era todo falsa alarma —contestó Jo­nesy, cerrando la cremallera de la chaqueta.

Miró las ventanas del restaurante que daban a la zona de es­tacionamiento, verificando lo que ya había visto: que la combina­ción de escarcha en el cristal y nieve exterior impedía cualquier visibilidad. Desde dentro no vería nadie a bordo de qué vehículo se marchaba.

— ¿En serio?

Con el alivio parecía menos cansada, y más joven.

— Sí. Y otra cosa, guapa: no te preocupes si tarda un poco el amigo, porque ha dicho que tenía que echar algo gordo.

Apareció una arruga en el entrecejo de la mujer.

— ¿Lo ha dicho así?

—Buenas noches. Feliz navidad. Feliz año nuevo.

Jonesy confió en estar participando en la respuesta, en influir en algo para llamar la atención.

No tuvo tiempo de ver si la llamaba, porque el señor Gray le hizo dar la espalda a la caja, y el pano-rama de la ventana del des­pacho pivotó. Cinco minutos más tarde volvía a circular hacia el sur por la autopista; el coche patrulla, con gran estrépito de cade­nas, le permitía no bajar de los sesenta o setenta kilómetros por hora.

Jonesy notó que el señor Gray se proyectaba hacia atrás. El señor Gray podía tocar el cerebro de Henry, pero no podía me­terse dentro. Henry tenía algo diferente, como Jonesy. Daba igual, porque Henry iba con otra persona, un tal Overhill o Underhill, que se lo dejaría sonsacar. Como mínimo les llevaba cien kilóme­tros de ventaja. ¿Estaban saliendo de la autopista? Sí, por Derry.

El señor Gray retrocedió todavía más y descubrió a más per­seguidores. Eran tres... pero Jonesy percibió que el objetivo prin­cipal de su persecución no era el señor Gray. Cosa que a éste le sentó muy bien. Ni siquiera se molestó en buscar el motivo de que pararan Overhill/Underhill y Henry.

Para el señor Gray, lo principal era cambiar de vehículo y conseguir un quitanieves, a condición de que las capacidades de conducción de Jonesy le permitieran maniobrarlo.

Y sólo era el precalentamiento.




5




Owen Underhill está de pie en la cuesta, muy cerca del tubo que sobresale de los hierbajos, viéndoles ayudar a salir a la niña con barro en la ropa y miedo en los ojos (Josie). Ve que Duddits (un joven corpulento con hombros de jugador de fútbol america­no y un pelo rubio, como de estrella de cine, que desentona con el resto) la levanta con un fuerte abrazo y le da besos sonoros en la cara sucia. Luego oye las primeras palabras de la chica:

—Quiero ir con mi mamá.

Los chicos consideran que está bien. No avisan a la policía ni a una ambulancia. Sólo la ayudan a subir por la cuesta, meterse por el agujero de la valla y cruzar el parque (donde ya no están las juga-doras de amarillo, sino otras de verde que se fijan tan poco como la entrenadora en los chicos y la criatura sucia y despeina­da a quien han rescatado). Después la acompañan por Kansas Street hasta Maple Street. Saben dónde está la mamá de Josie. Y su papá.

Los Rinkenhauer no están solos. Al volver, los chicos se en­cuentran con que hay toda una hilera de coches aparcados en la manzana de la casa de los Cavell. La idea de avisar a los padres de los amigos y compañeros de clase de Josie ha sido de Roberta. Propone buscarla cada uno por su lado, y pegar los carteles por toda la ciudad, no en puntos escondidos y apartados (que en Derry es donde tienden a aparecer esa clase de avisos), sino don­de no haya más remedio que verlos. El entusiasmo de Roberta es suficiente para alumbrar una chispa de esperanza en los ojos de Ellen y Héctor Rinkenhauer.

Los otros padres también responden, como si hubieran esta­do esperando que se lo pidiesen. Las llamadas han empezado poco después de salir por la puerta Duddits y sus amigos (ha supuesto Roberta que para jugar, porque aún está la tartana de Henry en el camino de entrada). Para cuando vuelven los chicos, en el sa­lón de los Cavell ya se apretujan casi dos docenas de personas tomando café y fuman-do. En ese momento tiene la palabra un hombre que a Henry le suena, un tal Phil Bocklin, abogado. A veces juega con Duddits su hijo Kendall, que también tiene sín­drome de Down; majo, pero no es como Duds. Claro que como Duds no hay nadie.

Los chicos están en la puerta del salón acompañados por Josie, que ya vuelve a llevar su bolso con los BarbieKen dentro. Hasta tiene la cara casi limpia, porque Beaver, al ver tantos coches, se la ha adecentado un poco antes de entrar con su pañuelo. («La verdad es que me ha dado una sensación un poco rara —recono­ce más tarde, cuando ya ha pasado todo el follón—. Eso de lim­piarle la cara a una tía con cuerpo de modelo de Playboy y cere­bro más o menos de regadera...») Al principio sólo les ve el señor Bocklin, que no debe de haberles reconocido, porque sigue ha­blando como si nada.

—En definitiva, que tenemos que dividirnos en equipos, di­gamos que de tres parejas... tres por... por equipo... y luego... luego...

El señor Bocklin parece un juguete perdiendo cuerda, hasta que se queda callado del todo delante de la tele de los Cavell, mirando fijamente. La reacción de los padres, reunidos en cues­tión de minutos, es de cierta agitación, porque no entienden qué le pasa. Con lo bien que estaba hablando...

—Josie —dice el señor Bocklin con un tono que no se pare­ce nada al que usa en los juicios, teatral y confiado.

—Sí —dice Héctor Rinkenhauer—, es como se llama. ¿Qué te pasa, Phil? ¿Qué os pasa a...?

—Josie —repite Phil levantando una mano temblorosa.

A Henry (y por lo tanto a Owen, que mira por sus ojos) le recuerda el fantasma de las siguientes navidades señalando la tum­ba de Scrooge.

Se gira una cara... dos... cuatro... los ojos de Alfie Cavell, ojos de incredulidad magnificados por las gafas... y por último los de la señora Rinkenhauer.

—Hola, mamá —dice Josie tan tranquila, enseñando el bol­so—- Duddie ha encontrado mi BarbieKen. Me había quedado metida en...

El grito de alegría de su madre impide oír el resto. Henry nunca ha oído un grito similar en toda su vida; es maravilloso, pero también tiene algo de sobrecogedor.

— Cágate lorito —dice Beaver (en voz baja).

Jonesy tiene sujeto a Duddits, que se ha asustado del grito.

Pete mira a Henry y le hace un gesto con la cabeza: «Lo he­mos hecho bien.»

Y Henry se lo devuelve. «Sí.»

Si no es el mejor momento del grupo, es el segundo mejor, y con poca diferencia. Cuando la señora Rinkenhauer, que ahora llora, coge en brazos a su hija, Henry le toca a Duddits el brazo para que se gire, y le da un besito en la mejilla. «Duddits, majo —piensa Henry—. Duddits...»




6




—Ya estamos —dijo Henry en voz baja—. Salida 27.

La visión que tenía Owen de la sala de estar de los Cavell reventó como una burbuja de jabón. Miró el letrero: SALIDA 27 kansas street. pónganse a la derecha. Aún le resonaban en los oídos los gritos de la mujer, entre felices e incrédulos.

— ¿Te pasa algo? —preguntó Henry.

—No; vaya, me parece que no. —Owen metió el Humvee por la rampa de salida, entre paredes de nieve. El reloj del salpicade­ro se había quedado tan parado como el de pulsera de Henry, pero tuvo la impresión de que fuera había un poco más de luz—. ¿Des­pués de la rampa es a la izquierda o la derecha? Dímelo ahora, para no arriesgarme a frenar.

—A la izquierda, a la izquierda.

Owen viró en la dirección indicada, pasando por debajo de una señal intermitente, superó otro derrape y se metió hacia el sur por Kansas Street. No hacía mucho tiempo que habían pasado los quitanieves, pero volvía a acumularse nieve.

—Ya va nevando menos —dijo Henry.

— Sí, pero ¡qué viento más cabrón! Debes de tener muchas ganas de verle, ¿no? Me refiero a Duddits.

Henry enseñó los dientes.

—Sí, pero también estoy un poco nervioso. —Sacudió la cabe­za—. Jo, es que Duddits... Duddits te pone a gusto. Ya lo verás. Lo único que me da rabia es ir a su casa a una hora tan indecente.

Owen se encogió de hombros, gesto que quería decir: «No hay más remedio.»

—Me parece que llevan unos cuatro años en este barrio, y ni siquiera conozco la casa nueva.

Sin darse cuenta, siguió en telepatía: «Se mudaron al morirse Alfie.»

«¿Tú...?» La continuación no fueron palabras, sino una ima­gen: gente vestida de negro con paraguas negros. Un cementerio con lluvia. Un ataúd encima de unos caballetes, y en la tapa la inscripción «R. i. p. alfie».

«No —dijo Henry, avergonzado—. Ninguno de los cuatro.»

«¿ ?»

Henry no sabía por qué no habían ido, pero intuía por dón­de iban los tiros. Duddits había sido una parte importante de la infancia de los cuatro (supuso que la palabra que buscaba era «crucial»); roto el eslabón, habría sido doloroso regresar. Dolo­roso, sin embargo, no quería decir inútil. Ahora Henry entendía algo: que las imágenes que asociaba con su depresión, y con es­tar cada vez más convencido del suicidio (la leche en la barbilla de su padre, el culo enorme de Barry Newman bam-boleándose ha­cia la puerta de la consulta), escondían desde siempre otra imagen más potente: el atrapasueños. ¿Acaso no era el verdadero origen de su desesperación? ¿La majestad del concepto del atrapasueños contrastando con la banalidad de los usos que se le habían desti­nado? Usar a Duddits para encontrar a Josie había sido como des­cubrir la física cuántica y usarla para hacer un videojuego. O peor: descubrir que en el fondo la física cuántica no servía para nada más. Por supuesto que habían realizado una buena acción (sin ellos Josie Rinkenhauer se habría muerto en el tubo como una rata atascada en un desagüe), pero bueno, que... que no era como haber rescatado a un futuro premio Nobel...

«No he podido seguir todo lo que acaba de pasarte por la cabeza —dijo Owen, que de repente estaba muy metido en el cerebro de Henry—, pero me ha parecido como muy pretencio­so. ¿Qué calle es?»

Henry le miró con mala cara, picado.

—Ya hace tiempo que no vamos a verle. ¿Vale? ¿Lo podemos dejar así?

—Bueno —dijo Owen.

—Pero le enviábamos felicitaciones de navidad cada año. Es como me enteré de que se habían mudado al 41 de Dearborn Street, en la parte oeste de Derry. Coge la tercera a la derecha.

Vale, vale, tranquilo.

— Que te folle un pez.

— Henry...

— Perdimos el contacto. ¡Tampoco es tan raro! A un don perfecto como tú seguro que nunca le ha pasado, pero a los de­más... a los demás..,

Henry bajó la mirada, vio que tenía cerrados los puños y les ordenó abrirse.

—He dicho vale.

—Claro, seguro que don perfecto aún tiene contacto con to­dos sus amigos del instituto. Debéis de reuniros cada año para poner los discos viejos de Motley Crue y comer bocadillos de atún igualitos a los que vendían en el bar del colé.

—Perdona que te haya ofendido.

— ¡Joder, es que viéndote la cara parece que le hayamos aban­donado!

Que venía a ser lo que habían hecho, naturalmente.

Owen no dijo nada. Aguzaba la vista para ver si entre la nie­ve, a la luz grisácea del alba, aparecía la señal de Dearborn Street. En efecto: la tenían justo delante. Pasando por Kansas Street, un quitanieves había bloqueado la boca de Dearborn, pero Owen consideró que el Humvee era capaz de superar el obstáculo.

— ¡Ni que me hubiera olvidado de él! —dijo Henry. Iba a seguir mentalmente, pero lo hizo de palabra porque pensar en Duddits era demasiado revelador—. Nos acordábamos todos. De hecho, Jonesy y yo pensábamos ir a verle esta primavera, pero tuvo el accidente Jonesy y se me fue de la cabeza. ¿Tan raro es?

—No, qué va —dijo Owen, moderado.

Dio un golpe brusco de volante a la derecha, luego otro en sentido contrario para controlar el derrape y pisó a fondo el ace­lerador. El impacto del Humvee contra la pared de nieve prensa­da fue tan violento que arrojó a ambos ocupantes contra los cinturones de seguridad. Después se encontraron al otro lado, y Owen hizo maniobras para no chocar con los coches aparcados en las dos aceras de la calle.

—Paso de que me haga sentir culpable un tío que tenía pen­sado asar a la parrilla a doscientos o trescientos civiles —gruñó Henry.

Owen pisó el freno con los dos pies, y esta vez se vieron pro­yectados todavía con más fuerza. El Humvee derrapó hasta que­darse parado en diagonal en mitad de la calle.

— Calla, joder.

«No hables de lo que no entiendes.»

—Lo más seguro es que me

«maten por tu»

—puta culpa, o sea, que al menos podrías guardarte

«tus pandas pseudorracionales de»

(la imagen de un niño con cara de mimado)

«y no darme a mí la vara.»

Henry se le quedó mirando, escandalizado y perplejo. ¿Cuán­do había sido la última vez que le habían hablado así? La respues­ta probablemente fuera que nunca.

—A mí sólo me interesa una cosa —dijo Owen, que estaba pálido y tenía cara de crispación y cansancio—. Quiero encontrar al agente de contagio y pararle los pies. ¿Vale? Aparte de eso, me importan cuatro hostias tus sentimientos, lo cansado que estés y tú en general.

—Bueno, bueno —dijo Henry.

—Y paso de escucharle lecciones de moral a un finolis llorica que tenía pensado pegarse un tiro en la cabeza.

—Vale.

—Total: que te folie un pez a ti.

Dentro del Humvee se hizo el silencio. El único ruido de fue­ra era el zumbido monótono del viento, como de aspiradora.

Al final dijo Henry:

—Propongo lo siguiente: primero me folla a mí el pez, y luego a ti.

Owen empezó a sonreír, y Henry hizo lo propio.

«¿Qué están haciendo Jonesy y el señor Gray? —preguntó Owen—. ¿Lo sabes?»

Henry se mojó los labios. Casi ya no le picaba la pierna, pero su lengua había adquirido la textura de un felpudo viejo.

—No. Se ha cortado la comunicación. Debe de ser culpa del señor Gray. ¿Y tu líder indómito, Kurtz? ¿Verdad que se acerca?

—Sí. Mejor que nos demos un poco de prisa, porque no nos queda mucho tiempo de llevarle la delantera.

—Pues adelante.

Owen se rascó lo rojo de la cara, miró los pedacitos que se le quedaban en los dedos y volvió a poner el vehículo en marcha.

«¿Has dicho el número 41?»

«Sí. Oye, Owen...»

«¿Qué?»

«Tengo miedo.»

«¿De Duddits?»

«Pues... sí, más o menos.»

«¿Por qué?»

«No lo sé.»

Henry miró a Owen con cara de preocupación.

«Me parece que le pasa algo.»




7




Parecía que se hubiera hecho real su fantasía nocturna. Al oír llamar a la puerta, Robería no pudo levantarse. Tenía las piernas de gelatina. Ya no era de noche, pero la mañana era tan oscura y tétrica que poco habían avanzado. Estaban fuera Pete y Beav. Los muertos venían a por su hijo.

Volvió a caer el puño, haciendo temblar los cuadros de las paredes, entre ellos una portada enmarcada del Derry News con una foto de Duddits, sus amigos y Josie Rinkenhauer cogiéndo­se todos por la espalda y sonriendo como desquiciados. (¡Qué buen aspecto, el de Duddits en la foto! ¡Qué fuerte, y qué nor­mal!) Estaba debajo del siguiente titular: UN GRUPO DE AMIGOS DEL NSTITUTO HACE DE DETECTIVES Y ENCUENTRA A UNA CHICA DESAPA­RECIDA.

¡Bum, bum, bum!

No, pensó Robería, yo me quedo aquí sentada, y ya se mar­charán. Seguro que a la larga se marchan, porque los muertos sólo entran si les dejas, y con que me quede sentada...

Fue antes de que pasara Duddits al lado de la mecedora don­de estaba su madre. Ni más ni menos que corriendo, cuando ya hacía tiempo que no podía caminar sin cansarse; corriendo y con la luz de antes en los ojos. ¡Qué buenos chicos habían sido! ¡Cómo le habían alegrado la vida! Pero ahora estaban muertos, y venían en plena tormenta...

— ¡¡No, Duddieü —exclamó.

Su hijo no obedeció. Pasó corriendo al lado de la foto vieja enmarcada (Duddits Cavell en portada del periódico, Duddits Cavell un héroe... ¡qué cosas tiene la vida!), y Roberta le oyó gritar algo justo cuando abría la puerta, dejando entrar los últimos rigores de la tormenta:

¡Enni! ¡Enni! ¡enni!






8




Henry abrió la boca, pero no llegó a saber para qué, porque no le salió ningún sonido. Se había quedado mudo, estupefacto. No podía estar viendo a Duddits, sino a algún tío o hermano mayor suyo con mala salud. La persona que tenía delante estaba muy pálida, y la gorra de los Red Sox sólo le tapa-ba a medias la calva. Es­taba mal afeitado, con sangre seca en los agujeros de la nariz y unas ojeras muy oscuras. Y sin embargo...

¡Enni! ¡Enni! ¡enni!

El desconocido de la puerta, alto y pálido, se echó en brazos de Henry como siempre lo había hecho Duddits, sin medida, y estuvo a punto de derribarle, pero no por el peso (pesaba menos que una pluma), sino porque a Henry el asalto le pillaba despre­venido. De no haber sido por Owen, que le sujetó, se habrían caído él y Duddits.

— ¡Enni! ¡Enni!

Reía. Lloraba. Cubría a Henry de besos de Duddits, ruidosos y babosos. En las profundidades del almacén de la memoria de Henry, susurró Beaver Clarendon: «Como le contéis a alguien lo que me ha hecho...» Y Jonesy: «¡Que sí, joder, que sí, que no volverás a dirigirnos la palabra!» La persona que llenaba de besos la mejilla de Henry, manchada de byrus, sólo podía ser Duddits... pero ¿qué decir del poco color de las suyas? Estaba tan flaco... No, flaco no, demacrado. ¿Por qué? ¿Y la sangre en la nariz? ¿Y el olor de su piel? No se parecía al de Becky Shue, ni al del inte­rior de la cabaña invadida por el moho, pero no dejaba de ser olor a muerte.

Apareció Roberta en el pasillo, debajo de una foto de Duddits y Alfie montando en los caballitos de plástico del carnaval de Derry (desproporcionados jinetes) y riendo.

Llorosa, se retorcía las manos, pero era ella, seguía siendo ella aunque hubiera ganado peso en el pecho y las caderas, aunque ahora casi tuviera todo el pelo blanco. Mientras que Duddits... Duddits...

Henry, abrazado al viejo amigo que seguía repitiendo su nom­bre, la miró. Le dio a Duddits una palmada en un omoplato, y de tan frágil, de tan insustancial, le pareció un ala de pájaro.

—Roberta —dijo—. Roberta, por Dios, ¿qué tiene?

ALL —dijo ella, con fuerzas para esbozar una sonrisa—.¿A que parece una marca de detergente? Son las siglas de leuce­mia linfocítica aguda. Se la diagnosticaron hace nueve meses, en una fase en que ya no se podía curar. Desde entonces sólo retra­samos lo inevitable.

— ¡Enni! —exclamó Duddits, con la sonrisa tonta de siempre iluminando un rostro gris y cansado.

Henry se puso a llorar.

—Ya sé a qué vienes —dijo Roberta—, pero Henry, por fa­vor... Te lo suplico... No te lleves a mi niño. Se está muriendo.





9




Justo cuando Kurtz se disponía a pedirle a Perlmutter las úl­timas noticias sobre Underhill y su nuevo amigo (que se llamaba Henry, de apellido Devlin), Pearly levantó la cabeza hacia el te­cho del Humvee y emitió un grito largo. A Kurtz, que en Nica­ragua había ayudado a dar a luz a una mujer (para que luego nos echen la culpa de todo, pensó, sentimental), le recordó el de en­tonces, oído a orillas del hermoso río La Juvena.

— ¡Tranquilo, Pearly! —exclamó Kurtz — . ¡Resiste, nene! ¡Respira hondo!

— ¡Vete a la mierda! —contestó Pearly—. ¡Mira qué me pasa por tu culpa, cabrón! ¡Vete a la mierda!

Kurtz no le guardó rencor por sus exabruptos. Las mujeres de parto decían barbaridades, y, aunque no hubiera dudas sobre la condición de varón de Pearly, Kurtz sospechó que estaba lo más cerca de parir que se podía estar siendo hombre. También sabía que lo más prudente quizá fuera ahorrarle sufrimientos...

—Ni se te ocurra —gimió Pearly, con lágrimas de dolor en las mejillas con pelusa roja—. Ni se te ocurra, sabandija con galones.

—Tranquilo, nene —le aplacó Kurtz, dándole palmadas en el hombro, que temblaba.

Delante se oía el ruido metálico del quitanieves que ahora, gra­cias a la capacidad de persuasión de Kurtz, les abría el camino. (Con el regreso al mundo de una luz gris, la velocidad de la comitiva había subido a cincuenta y cinco vertiginosos kilómetros por hora.) Las luces traseras del quitanieves parecían estrellas rojas sucias.

Kurtz se inclinó para mirar a Perlmutter con interés. Desde que tenían una ventanilla rota, en el asiento trasero del Humvee

hacía mucho frío, pero Kurtz no se dio cuenta. Por delante, el abrigo de Pearly se hinchaba como un globo. Kurtz volvió a de­senfundar la pistola.

— Como reviente, jefe...

Freddy no tuvo tiempo de acabar la frase, porque justo enton­ces Perlmutter se tiró un pedo ensordecedor. La peste fue inme­diata y enorme, pero no parecía que Pearly se hubiera dado cuen­ta. Tenía la cabeza floja en el respaldo, los ojos entrecerrados y una expresión de alivio sublime.

¡Me cago en la puta! —exclamó Freddy, bajando la venta­nilla al máximo, aunque dentro del Humvee ya hubiera mucha corriente.

Kurtz, fascinado, observó deshincharse la barriga distendida de Perlmutter. O sea, que todavía no. Mejor. Tal vez pudieran sacarle alguna utilidad a lo que crecía dentro de las tripas de Perl­mutter. No era lo más probable, pero tampoco podía descartar­se. Según las Sagradas Escrituras, para Dios no hay nada inútil, in­cluidos, quizá, los bichos caca.

—Aguanta, soldado —dijo Kurtz, usando una mano para dar palmadas en el hombro de Perlmutter, y la otra para ponerse la pistola al lado de la pierna—. Tú aguanta y piensa en Dios.

—Dios se puede ir a la mierda —dijo Perlmutter, malhumorado.

Kurtz se llevó una pequeña sorpresa, porque Perlmutter nun­ca le había parecido tan malhablado.

Parpadearon las luces traseras del quitanieves, que frenó en el arcén de la derecha.

— ¡Anda! —dijo Kurtz.

— ¿Qué hago, jefe?

—Ponte detrás —dijo Kurtz, con jovialidad pero volviendo a recoger la nueve milímetros del asiento — . A ver qué quiere nues­tro nuevo amigo.

—Aunque creía saberlo—. ¿Y de los viejos qué sabes, Freddy? ¿Les tienes sintonizados?

Freddy contestó muy a regañadientes:

— Sólo a Owen. Ni al que va con él ni a los que persiguen. Owen está en una casa hablando con alguien.

— ¿Una casa de Derry? -Sí.

Llegó el conductor del quitanieves dando zancadas por la nieve con botas grandes de goma verde y una parka con capucha digna de un esquimal. Se protegía la parte inferior de la cara con una bufanda enorme de lana cuyos extremos le revoloteaban por detrás. A Kurtz no le hizo falta ser telépata para saber que se lo había hecho su mujer o su madre.

El conductor acercó la cabeza a la ventanilla y arrugó la na­riz, porque dentro seguía oliendo a azufre y alcohol etílico. Su mirada, que expresaba ciertas reservas, empezó fijándose en Freddy, luego en Perlmutter (que estaba medio inconsciente) y por último en el asiento de atrás, donde le observaba Kurtz con sumo interés y ojos alertas. Kurtz juzgó prudente esconder la pistola debajo de la rodilla izquierda, al menos de momento.

— ¿Qué pasa, capitán? —preguntó.

—Acabo de recibir un mensaje por radio de uno que dice que se llama Randall. —El conductor elevó la voz para que se oyera más que el viento. Tenía puro acento de la costa nordeste — . Ge­neral Randall. Ha dicho que hablaba desde Cheyenne Mountain, en Wyoming, y que la transmisión era por satélite.

— ¿Randall? No me suena de nada, capitán —dijo Kurtz con la misma jovialidad de antes, ignorando los gemidos de Perlmut­ter: «Mentira, mentira, mentira.»

El conductor del quitanieves se fijó un poco en Perlmutter y volvió a dirigirse a Kurtz:

—Me ha dado un mensaje en clave: Blue exit. ¿Le dice algo?

—Me llamo Bond, James Bond —dijo Kurtz, y se rió — . Le están tomando el pelo, capitán.

— Me ha pedido que le diga que ha acabado su parte de la misión, y que el país se lo agradece.

—¿Y no han dicho nada de un reloj de oro, chaval? —pregun­tó Kurtz con los ojos chispeantes.

El conductor se humedeció los labios, y Kurtz pensó que era interesante. Detectó el momento en que el otro llegaba a la con­clusión de estar hablando con un loco. El momento exacto.

— ¿Un reloj de oro? Ni idea. Sólo he salido para decirle que no puedo llevarles más lejos, al menos sin autorización.

Kurtz se sacó la pistola de debajo de la rodilla y apuntó al conductor a la cara.

—Aquí está la autorización, chavalete, firmada y por triplica­do. ¿Te parece bien?

El conductor miró el arma, pero no parecía muy asustado.

—Pues sí, se ve correcta.

Kurtz se rió.

¡Muy bien, chaval! ¡Así me gusta! Venga, arreando; y, ya que estamos, haz el favor de ir un poco más deprisa, hombre de Dios. Tengo que encontrar a alguien en Derry para darle... —Kurtz buscó le mot juste y lo encontró — . El parte.

Perlmutter profirió algo a medio camino entre un gemido y una risa, llamando la atención del conductor del quitanieves.

—No le hagas caso, que está embarazado —dijo Kurtz con aplomo—. Dentro de poco se pondrá a gritar pidiendo ostras y pepinillos en vinagre.

—Embarazado —dijo el conductor inexpresivamente.

—Sí, pero no le des más vueltas, que no es problema tuyo. La cuestión, chavalín... —Kurtz se inclinó y adoptó un tono afable y confidencial por encima del cañón de la pistola—. La cuestión es que tengo que llegar a Derry lo antes posible, o se me escapa­rá. Y dudo que se quede mucho tiempo más. Será que sabe que voy a por él...

—Sí, sí que lo sabe —dijo Freddy Johnson. Se rascó un lado del cuello, bajó la mano a la entrepierna y siguió rascándose.

—... pero creo —continuó Kurtz— que aún puedo ganarle un poco de terreno. Bueno, ¿qué, mueves el culo?

El conductor asintió y se alejó hacia la cabina del quitanieves. Seguía clareando. Es la luz del último día de mi vida, pensó Kurtz con moderado asombro.

Perlmutter profirió un sonido grave de dolor que al poco rato se convirtió en alarido. Volvía a sujetarse la barriga.

— ¡Joder! —dijo Freddy—. Jefe, mírele la barriga. Le está subiendo como el pan en el horno.

—Respira hondo —dijo Kurtz, dando palmaditas benévolas en el hombro de Pearly. El quitanieves había vuelto a ponerse en mar­cha— . Respira hondo, nene. Relájate. Relájate y piensa en cosas positivas.





10




Sesenta kilómetros para Derry. Sesenta kilómetros entre Owen y yo, pensó Kurtz. No está mal, no. Voy a por ti, chaval. Tengo que enseñarte un par de cosas. Lo que olvidaste al cruzar la línea de Kurtz.

Treinta kilómetros después, seguían en la casa, según testimo­nio tanto de Freddy como de Perlmutter, si bien el primero esta­ba un poco menos seguro de sí mismo. En cambio Pearly dijo que hablaban con la madre, refiriéndose a Owen y su acompañante. La madre no quería que se lo llevaran.

— ¿Llevarse a quién? —preguntó Kurtz, a pesar de que le importaba muy poco. ¿ Que la madre les retenía en Derry, y gra­cias a ella acortaban la distancia? Pues bravo por la madre, con indiferencia de quién fuera y qué motivos tuviera.

—No lo sé —dijo Pearly, quien, desde la conversación de Kurtz con el conductor del quitanieves, casi no había sufrido movimientos intestinales. Eso sí: a juzgar por la voz estaba ago­tado —. No puedo verlo. Hay alguien, pero es como si no tuvie­ra cerebro.

— ¿Freddy?

Freddy negó con la cabeza.

—Yo con Owen ya no conecto. Casi no oigo ni al del quita­nieves. Parece... no sé... como perder una señal de radio.

Kurtz se inclinó para examinar de cerca el Ripley de la meji­lla de Freddy. La pelusa del centro seguía igual de roja, pero la de los bordes se ponía cenicienta.

Se está muriendo, pensó Kurtz. O la mata el organismo de Freddy, o el medio ambiente. Tenía razón Owen. ¡Caray!

Sin embargo, no cambiaba nada. La línea seguía siendo la lí­nea, y Owen la había cruzado.

—El del quitanieves —dijo Perlmutter con la misma voz de cansancio.

— ¿Qué le pasa, nene?

Perlmutter, sin embargo, se ahorró la respuesta. Justo delan­te, parpadeando entre la nieve, vio una señal: salida 32 grand-view/estación. De repente el quitanieves aceleró levantando la pala, y el Humvee volvió a correr por una capa de polvo resba­ladizo cuyo grosor rebasaba los treinta centímetros. El conduc­tor del quitanieves ni siquiera puso el intermitente. Se limitó a meterse por la salida a ochenta por hora dejando un pasillo en la capa de nieve.

— ¿Le seguimos, jefe? —preguntó Freddy—. ¡Podemos co­gerle!

Kurtz reprimió el violento impulso de decirle a Freddy que adelante, que se enterase el muy hijo de puta de cómo se castigaba cruzar la línea. Nada mejor que una dosis de la medicina de Owen Underhill. Ocurría, sin embargo, que el quitanieves era mayor, mucho mayor que el Humvee, y a saber cómo acabaría la partida de autochoques.

—Sigue por la autopista, nene —dijo Kurtz, volviendo a apo­yarse en el respaldo—. No nos distraigamos.

Y eso que le daba verdadera lástima ver marcharse el quitanie­ves a la luz de aquella mañana fría y de viento. Ni siquiera podía esperar que el cabrón del conductor se hubiera contagiado de Freddy y Archie Perlmutter, porque el Ripley no duraba.

Siguieron adelante con trechos de viento en que tenían que reducir la velocidad a poco más de treinta por hora, pero Kurtz calculó que a medida que bajaran al sur mejoraría el tiempo. Casi había pasado la tormenta.

—Ah, y felicidades —dijo a Freddy.

—¿Eh?

Kurtz le dio una palmada en el hombro.

—Parece que mejoras. —Se giró hacia Perlmutter—. En tu caso no sé, nene.




11




Ciento cincuenta kilómetros al norte de la posición de Kurtz, y a unos tres de la confluencia de carreteras secundarias donde habían apresado a Henry, la nueva comandante de los Imperial Valley (mujer atractiva aunque seria, de algo menos de cincuenta años) estaba al lado de un pino, en un valle cuyo nombre en cla­ve era Clean Sweep One, «Barrido Uno». Era literalmente el va­lle de la muerte. Estaba sembrado en toda su extensión de cadá­veres amontonados y enredados, en su mayoría con ropa naranja de caza. En total pasaban de los cien. Los cadáveres con docu­mento de identidad encima lo tenían enganchado al cuello con cinta adhesiva. La mayoría de los muertos llevaban permiso de conducir, pero también había tarjetas Visa y Discover, y permisos de caza. A una mujer con un boquete negro en la frente le habían puesto en el cuello el carnet del videoclub Blockbuster.

Kate Gallagher estaba al lado del montón más grande, haciendo un recuento aproximado para la redacción del segundo informe, tenía en una mano un ordenador Palm Pilot, herramienta que le habría envidiado con seguridad Adolf Eichmann, el célebre conta­ble de la muerte. Hasta hacía unas horas no funcionaban los Palm Pilots, pero el instrumental electrónico había vuelto a activarse.

Kate tenía puestos unos auriculares, y un micro colgando delante de la mascarilla. De vez en cuando pedía aclaraciones o daba órdenes. Kurtz había escogido una sucesora entusiasta y eficiente. Gallagher sumó los cadáveres de todas las zonas y calculó que habían cazado como mínimo al sesenta por ciento de los fugitivos. Habían plantado cara, lo cual no dejaba de ser una sorpresa, pero el balance final era sencillo: la mayoría de ellos no eran supervivientes.

— ¡Yuju, Katie!

Jocelyn McAvoy apareció entre los árboles del fondo sur del valle con la capucha bajada, una bufanda amarilla de seda tapán­dole el pelo corto y el arma al hombro. Se había salpicado de san­gre la parte delantera de la parka.

—Te he asustado, ¿eh? —preguntó a la nueva comandante.

—No te digo que no me haya subido la presión uno o dos puntos.

—Bueno, pues el cuadrante cuatro está limpio. Así puede que sean menos. —McAvoy tenía los ojos brillantes — . Nos hemos cargado a cuarenta. El total puro y duro lo sabe Jackson. Hablan­do de cosas duras, me muero de ganas de...

—Perdonen, señoritas...

Se giraron las dos. En los matorrales nevados del extremo norte del valle había aparecido un grupo de media docena de hombres y dos mujeres. Casi todos iban de naranja, pero el cabe­cilla, un tío muy cuadrado, llevaba debajo de la parka un mono reglamentario de Blue Group. Tampoco se había quitado la mas­carilla transparente, pese a tener debajo de la boca una mancha de Ripley que era cual-quier cosa menos reglamentaria. Todo el gru­po iba armado con fusiles automáticos.

Gallagher y McAvoy tuvieron tiempo de mirarse con los ojos muy abiertos y cara de nos han pillado en bragas. A continuación, Jocelyn McAvoy corrió en busca de su arma y Kate Gallagher de la Browning que tenía apoyada en el árbol. No llegó ninguna de las dos. Las detonaciones fueron ensor-decedoras. McAvoy voló seis o siete metros, y se le cayó una bota.

— ¡Va por Larry! —gritaba una de las mujeres de naranja del grupo — . ¡Va por Larry, hijas de perra!





12




Al final del tiroteo, el hombre cachas con perilla de Ripley reunió a su grupo cerca del cadáver prono de Kate Gallagher, número nueve de su promoción de West Point antes de enredar­se en la enfer-medad llamada Kurtz. Le había quitado el arma, que era mejor que la que llevaba antes.

—Yo creo mucho en la democracia —dijo— o sea, que haced lo que queráis, pero yo voy al norte. No sé cuánto tardaré en aprender la letra del himno canadiense, pero pienso averiguarlo.

—Te acompaño —dijo uno de los hombres.

Quedó claro enseguida que le acompañaban todos. Antes de que abandonaran el claro, el cabecilla se agachó y sacó el Palm Pilot de un montón de nieve.

—Siempre he querido tener uno —dijo Emil Brodsky—. Me chiflan las nuevas tecnologías.

Salieron del valle de la muerte hacia el norte, por donde ha­bían entrado. De vez en cuando se oía algún disparo alrededor, pero a efectos prácticos la operación Clean Sweep también había finalizado.





13





El señor Gray había cometido otro asesinato y el robo de otro vehículo. Se trataba esta vez de un quitanieves. Jonesy no lo pre­senció. El señor Gray debía de haberse resignado a no poder sa­carle del despacho (al menos hasta que pudiera abordar el proble­ma con todo su tiempo y energía), porque optó por la segunda opción, consistente en aislarle del mundo exterior. Jonesy pensó que ya sabía cómo debía de sentirse Fortunato cuando Montressor le emparedaba en la bodega.

Ocurrió al poco tiempo de que el señor Gray hubiera vuelto a poner el coche patrulla en el carril de la autopista que iba hacia el sur. (De momento sólo había uno, lo cual era peligroso.) Jonesy, mientras tanto, estaba en un armario, llevando a cabo una idea que le parecía brillantísima.

¿Que el señor Gray le había cortado la línea telefónica? Bue­no, pues crearía otra forma de comunicación, igual que había crea­do un termostato para enfriar el ambiente cuando el señor Gray había intentado sacarle a base de calor. Decidió que lo más apro­piado era un fax. ¿Por qué no? Todos los aparatos eran simbóli­cos, puras visualizaciones que ayudaban a enfocar y ejercer unos poderes que llevaban más de veinte años dentro de él. El señor Gray había detectado dichos poderes, y, tras la inicial contrarie­dad, había tomado medidas del todo eficientes para impedirle su uso a Jonesy. El truco era seguir encontrando maneras de circun­dar los bloqueos del señor Gray, de la misma manera que éste seguía encontrándolas de desplazarse hacia el sur.

Jonesy cerró los ojos y visualizó un fax como el del despacho del departamento de historia, con la diferencia de que lo instaló en el armario de su nueva oficina. Acto seguido, sintiéndose Aladino en el momento de robar la lámpara mágica (sólo que en su caso los deseos de los que se acordaba pare-cían infinitos, siempre y cuando no se pasara de la raya), también visualizó un fajo de pa­pel y un lápiz negro Black Beauty. Por último, entró en el arma­rio para ver cómo le había salido.

A primera vista bastante bien... aunque el lápiz era un poco raro: afilado y sin usar, pero con marcas de dientes a lo largo. Aunque bueno, era como tenía que ser, ¿no? El que usaba lápices Black Beauty siempre había sido Beaver, hasta en primaria, cuan­do iban a Witcham Street. Los demás siempre habían tenido los típicos Eberhard Faber amarillos.

El fax se veía irreprochable, bien asentado en el suelo, deba­jo de un lío de perchas vacías y sólo una chaqueta (la parka na­ranja chillón que le había comprado su madre para la primera excursión de caza, y que Jonesy, con la mano en el corazón, ha­bía prometido llevar «cada vez que salga»), y zumbaba tentador.

La decepción fue arrodillarse delante y leer el mensaje de la ventanilla iluminada: jonesy ríndete y sal.

Levantó el auricular del lateral del aparato y oyó la voz graba­da del señor Gray: «Jonesy, ríndete y sal. Jonesy, ríndete y sa...»

Una serie de golpes, tan brutales que parecían truenos, le hizo gritar y levantarse. Lo primero que pensó fue que el señor Gray estaba intentando tirar la puerta.

Pero no se trataba de la puerta, sino de la ventana, lo cual, .según como se mirara, aún era peor. El señor Gray había monta­do persianas grises industriales (parecían de acero) al otro lado del cristal. Ahora Jonesy, además de encerrado, estaba ciego.

Por dentro había unas palabras que se leían sin problemas: Jonesy ríndete y sal. Jonesy se acordó de El mago de Oz (ríndete, dorothy escrito en el cielo) y tuvo ganas de reír, pero no podía. Aquello no tenía ni gracia ni ironía. Era una atrocidad pura y dura.

— ¡No! —exclamó—. ¡Bájalas! ¡Que las bajes, coño!

Silencio. Jonesy levantó las manos con la intención de rom­per el cristal y aporrear la persiana de acero, pero pensó: ¿Estás loco? ¡Es lo que quiere él! A la que rompas el cristal desaparece­rán las persianas y entrará el señor Gray. Y adiós Jonesy.

Notó que se movía algo. Era el traqueteo del quitanieves. ¿Ahora a qué altura estaban? ¿Waterville? ¿Augusta? ¿Todavía más al sur? ¿Dentro de la zona donde había llovido pelusa? No, probablemente no, porque de no haber nieve el señor Gray ha­bría acelerado. Ahora bien, no tardaría en no haberla. Porque iban hacia el sur.

¿Adonde?

Daría lo mismo estar muerto, pensó Jonesy, mirando con desconsuelo la persiana cerrada y la inscripción burlona. Daría lo mismo haberme muerto ya.




14




Fue Owen, al final, quien cogió a Roberta de los brazos y (atento al reloj, muy consciente de que cada minuto —y pasaban deprisa— acercaba otro kilómetro a Kurtz) le explicó por qué tenían que llevarse a Duddits aunque estuviera tan enfermo. Ni siquiera en aquellas circunstancias confiaba Henry en poder pro­nunciar las palabras «quizá esté en sus manos el destino del mun­do» sin que se le escapara la risa. Underhill, que se había pasado la vida armado, podía y lo hizo.

Duddits seguía abrazando a Henry y mirándole extasiado con sus ojos verdes brillantes. Eran de lo poco que no había cambia­do, al igual que la sensación de tener cerca a Duddits: la de que no pasaba nada malo, ni pasaría.

Roberta miraba a Owen como si cada frase que le oía pronun­ciar la envejeciera. Era como asistir al funcionamiento de un me­canismo maligno de fotografía a intervalos.

—No —dijo—, si ya entiendo que queráis encontrar a Jonesy 7 cogerle, pero ¿él qué quiere hacer? Y ¿por qué no lo ha hecho aquí, si ya ha pasado por el pueblo?

—Eso, señora, no se lo puedo contestar... —Aua —dijo Duddits de pronto—. Yonsy quere aua. «¿Qué ha dicho?» —preguntó a Henry el cerebro de Owen. «Ya te lo explicaré —contestó Henry. De repente Owen le oía como de muy lejos — . Tenemos que marcharnos.»

— Señora... Señora Cavell... —Owen volvió a cogerle los brazos con dulzura. Henry le tenía mucho cariño a aquella mu­jer, aunque durante diez o doce años la hubiera sometido a un olvido tan cruel. Owen comprendía sus sentimientos. No había más remedio que quererla—. Tenemos que irnos.

—No... No, por favor.

Más lágrimas, y Owen queriéndole decir: «No llore, señora, que bastante mal están las cosas. Por favor, no llore.»

—Viene un hombre, un hombre muy malo. No puede encon­trarnos aquí.

El rostro acongojado de Roberta reflejó una firme decisión.

—Bueno, si no hay más remedio... Pero yo también voy.

—No, Roberta —dijo Henry.

— ¡Sí! Así puedo cuidarle... darle las pastillas... la Predniso­na... Me llevaré las pastillas de limón, y...

—Tute queda, mamá.

— ¡No, Duddie, no!

— ¡Tute queda, mamá!

Duddits empezaba a ponerse nervioso.

—Perdone, pero es que se nos acaba el tiempo.

—Roberta —dijo Henry—. Por favor.

—¡Dejadme venir! —exclamó ella—. ¡No tengo a nadie más!

— Ama —dijo Duddits, con una voz que no tenía nada de infantil—. Tute... queda.

Ella le miró fijamente, y se le aflojó toda la cara.

—Bueno —dijo—. Sólo un minuto, que tengo que ir a buscar algo.

Entró en la habitación de Duddits, volvió con una bolsa de plástico y se la dio a Henry.

— Son las pastillas —dijo—. A las nueve tiene que tomarse la Prednisona. Que no se te olvide, porque entonces le cuesta res­pirar y le duele el pecho. Si pide un Percocet, que casi seguro que lo pedirá, porque lo pasa mal con el frío, se lo das.

Miró a Henry con pena, pero sin reproche. Henry casi lo ha­bría preferido. Nunca había hecho nada que le diera tanta vergüenza, y no sólo porque Duddits tuviera leucemia, sino por haberla tenido tanto tiempo sin que se enterara ninguno de los cuatro.

—También puedes ponerle glicerina, pero sólo en los labios, porque ahora le sangran mucho las encías y le escuece. Te he puesto algodón por si le sangra la nariz. Ah, y el catéter. ¿Ves que lo tiene en el hombro?

Henry asintió con la cabeza. Un tubo de plástico sobresalien­do de unas vendas. Al mirarlo tuvo una sensación extraña y muy potente de dejà vu.

— Si salís, que esté tapado... El doctor Briscoe se ríe, pero siempre tengo miedo de que se meta el frío por el tubo. Con que le pongáis una bufanda... o un pañuelo, no sé...

Volvía a llorar, y se le escapaban los sollozos.

—Roberta... —dijo Henry, que ahora también miraba el reloj.

—Tranquila —dijo Owen—, que yo cuidé a mi padre hasta que se murió, y ya sé cómo hay que dar la Prednisona y el Per­cocet.

Eso y otras cosas: esteroides y analgésicos más potentes. Des­pués marihuana y metadona, y, al final de todo, morfina pura, mucho mejor que la heroína. Morfina: el motor último modelo de la muerte.

Entonces notó a Roberta en su cabeza. Era una sensación extraña, un cosquilleo como de pies desnudos que casi no pesa­ran. Extraña pero no desagradable. Roberta intentaba averiguar si era verdad o mentira lo que había dicho de su padre. Owen com­prendió que era el regalito que le había hecho un hijo fuera de lo común, y que lo usaba desde hacía tanto tiempo que ya no se daba cuenta... como Beaver, el amigo de Henry, mordiendo los palillos. No era tan potente como lo de Henry, pero existía, y Owen se alegró más que nunca en su vida de haber dicho la verdad.

—Pero no era leucemia —dijo ella.

—No, cáncer de pulmón. Señora Cavell, tenemos que...

—Aún tengo que traerle otra cosa.

—Roberta, que no... —empezó a decir Henry.

—Es un segundo.

Roberta salió disparada hacia la cocina. Por primera vez, Owen tuvo miedo de verdad.

— Kurtz, Freddy y Perlmutter... ¡Henry, ya no sé dónde es­tán! ¡Les he perdido!

Henry había desenrollado la parte de arriba de la bolsa para mirar qué había dentro, y lo que vio encima de la caja de pastillas de glicerina con sabor a limón le dejó de piedra. Contestó a Owen, pero como si le saliera la voz del fondo de un valle cuya existencia, hasta entonces, no se sospechaba. Ahora sabía que existía ese valle. Una hondonada de años. No negaría que alguna vez hubiera sospechado su existencia, no podía negarlo, pero por Dios, ¿cómo era posible que hubiera sospechado tan poco?

—Acaban de pasar por la salida 29 —dijo — . Les tenemos a treinta kilómetros. Como máximo.

—¿Qué te pasa?

Henry metió la mano en la bolsa marrón y sacó la red de cordeles, parecidísima a una telaraña, que había estado colgada sobre la cama de Duddits, y sobre la de Maple Lañe antes de morir Alfie.

—¿De dónde lo has sacado, Duddits? —preguntó.

Claro que ya lo sabía. Era un atrapasueños más pequeño que el de la sala de Hole in the Wall, pero no se diferenciaba en nada más.

—Bibe —dijo Duddits. No había dejado de mirar a Henry ni un segundo. Era como si no acabara de creer en su presencia—. Me lonbió Bibe. Pada mi nabidá, hazuna zemana.

Aunque la victoria de su cuerpo sobre el byrus estuviera dilu­yendo sus facultades telepáticas, Owen lo entendió sin problemas. Duddits había dicho: «Me lo envió Beaver para mi Navidad, hace una semana.» Las personas con síndrome de Down tenían dificul­tades para expresar conceptos de pasado y futuro, y Owen sospe­chaba que el pasado, para Duddits, siempre era hacía una semana, y el futuro dentro de otra. Se le ocurrió que un mundo donde pen­saran todos como él albergaría menos sufrimiento y rencor.

Henry siguió mirando el atrapasueños pequeño de cordel. Después volvió a meterlo en la bolsa marrón, justo cuando vol­vía Roberta. Al ver lo que traía, Duddits sonrió de oreja a oreja.

— ¡Cubidú! —exclamó—. ¡La fambera Cubidú!

La cogió y le dio a su madre un beso en cada mejilla.

— Owen —dijo Henry con los ojos brillantes—, tengo una noticia buenísima.

—Pues dímela.

—Acaban de encontrar un desvío. Un tractor con remolque que se la ha pegado justo antes de la salida 28. Será un retraso de entre diez y veinte minutos.

¡Alabado sea Dios! Pues venga, a aprovecharlos. —Miró el perchero del rincón. Había una parka enorme de color azul, con letras muy rojas en la espalda: red sox—. ¿Es tuyo, Duddits?

— ¡Mío! —dijo Duddits, sonriendo y asintiendo — . Miabigo. -Y, cuando Owen lo cogía—: Novite encontá ayoci.

Owen también lo entendió, y le dio escalofríos: «Nos viste encontrar a Josie.»

En efecto, y Duddits le había visto a él. La noche anterior. ¿O el mismo día, hacía veinte años? ¿También tenía el don de viajar en el tiempo?

No era el momento indicado para preguntas así. Owen casi se alegró de que no lo fuera.

— Le he dicho que no le pondría nada en la fiambrera, pero era mentira. He acabado llenándosela.

Roberta la miró, y miró a Duddits cambiándosela de mano mientras hacía el esfuerzo de ponerse aquella parka enorme, otro regalo de los Red Sox de Boston. Era increíble lo blanca que te­ma la cara en contraste con la intensidad del azul, pero sobre todo del amarillo de la fiambrera.

—Ya sabía que se iría. Y sin mí. —Miró a Henry a la cara inquisitivamente—. Por favor, Henry, ¿me dejas venir?

— No, que podrías morirte delante de él —dijo Henry, abo­rreciendo la crueldad de sus palabras y lo bien que le había pre­parado la vida para accionar los resortes indicados — . ¿Querrías que lo viera, Roberta?

— Claro que no —contestó ella con un tono de reproche que le dolió a Henry en todo el corazón.

Se acercó a Duddits, apartó a Owen y le cerró la cremallera a su hijo con un movimiento rápido. Después le cogió por los hombros, le hizo agacharse y le miró con fijeza. Ella, menuda como un pajarito, pero con fuego interior. Su hijo, alto, pálido y flotando dentro de la parka. Roberta ya no lloraba.

—Pórtate bien, Duddie.

—Vale, mamá.

—Y cuida a Henry.

—Vale, mamá.

— Quédate bien abrigado. -Vale.

La obediencia de Duddits se había teñido de unas gotas de impaciencia, porque ya tenía ganas de salir. ¡Qué recuerdos le trajo a Henry la escena! De cuando salían a comprar helado, a jugar a minigolf (a Duddits, cosa extraña, se le daba tan bien que el único en ganarle con cierta asiduidad había sido Pete), al cine... Y siempre lo mismo: «Cuida a Henry», «cuida a Jonesy», «cuida a tus amigos»... Siempre «pórtate bien, Duddie», y él «vale, mamá».

Roberta le miró de arriba abajo.

—Te quiero, Douglas. Siempre has sido buen hijo, y te quie­ro como a nadie. Ven, dame un beso.

Se lo dio. La mano de Roberta acarició su mejilla con barba de varios días. A Henry le costaba mirar, pero lo hizo. No podía evitarlo: era como una mosca en una telaraña. Los atrapasueños también eran trampas.

Duddits dio otro besito a su madre, pero sus ojos verdes y brillantes ya miraban a Henry y la puerta. No veía el momento de salir. ¿Porque sabía lo cerca que estaban los perseguidores de Henry y su amigo? ¿Porque era una aventura como las de los cinco en los viejos tiempos? ¿Por ambas cosas? Sí, probablemente por ambas. Roberta le soltó. Sus manos soltaron a su hijo por última vez.

—Roberta —dijo Henry—, ¿por qué no nos dijiste cómo es­taba? ¿Por qué no llamaste?

  • ¿Y vosotros? ¿Por qué no vinisteis ni una vez? Henry podría haber hecho otra pregunta (¿por qué no les había llamado Duddits?), pero habría sido falsa. Duddits les ha­bía llamado varias veces desde marzo, cuando el accidente de Jo­nesy. Se acordó de Pete sentado en la nieve al lado del Scout vol­cado, bebiendo cerveza y escribiendo duddits una y otra vez. Duddits abandonado a su suerte en el país de Nunca Jamás, mu-riéndose, mandando mensajes cuya única respuesta era el silencio. Al final había venido uno de los cuatro, pero sólo para llevársele sin otro equipaje que una bolsa de pastillas y la fiambrera amari­lla de siempre. El atrapasueños no tenía bondad para nadie. Siem­pre, desde el primer día, le habían deseado a Duddits lo mejor. Le habían querido de corazón. Y sin embargo, en qué paraba todo. — Cuídale, Henry. —La mirada de Roberta se desplazó hacia Owen—. Y usted también. Cuide a mi hijo. Henry dijo: —Lo intentaremos.





15




En Dearborn Street no había espacio para dar media vuelta; los caminos de entrada a las casas estaban obstruidos por el paso de los quitanieves. Ya era de día, y el barrio dormido presentaba el aspecto de un pueblo de Alaska en plena tundra. Owen puso el Humvee en marcha atrás y recorrió toda la calle de culo, dan­do bandazos con la voluminosa parte trasera del vehículo. El pa­rachoques de acero chocó con un coche aparcado en la acera de­bajo de la nieve, haciendo ruido de cristales rotos. El siguiente choque volvió a ser con la barrera de nieve helada de la bocaca­lle, superada la cual salieron derrapando a Kansas Street con el morro apuntando a la autopista. Duddits, que estaba sentado detrás, lo aguantó todo sin inmutarse, con la fiambrera en las rodillas.

«Henry, ¿qué ha dicho Duddits que quería Jonesy?»

Henry intentó contestar por telepatía, pero Owen ya no le oía. Las manchas de byrus que tenía en la cara se le habían pues­to blancas, y al rascarse desprendía trozos grandes con las uñas. La piel de debajo se veía agrietada e irritada, pero sin grandes destrozos. Como después de un resfriado, se sorprendió Henry. En el fondo no es más grave.

— Ha dicho...

Aua —dijo Duddits desde atrás. Se inclinó para mirar la señal grande de color verde donde ponía 95 sentido sur—. Yonci quere aua.

La frente de Owen se contrajo, y cayó un polvillo de byrus muerto, como caspa.

¿Qué...?

—Agua —dijo Henry, girándose un poco para darle a Duddits una palmadita en la rodilla huesuda—. Intenta decir que Jonesy quiere agua, aunque en realidad no la quiere Jonesy, sino el que llama señor Gray.




16




Roberta entró en el dormitorio de Duddits y empezó a reco­ger ropa del suelo. Le desesperaba aquella manera de dejarlo todo tirado, aunque supuso que era la última vez. Cuando no llevaba ni cinco minutos notó una debilidad en todas las piernas y tuvo que sentarse en la silla de al lado de la ventana. Ver la cama, donde Duddits había ido pasando cada vez más tiempo, la afectaba mu­cho. La luz gris del amanecer en la almohada, que conservaba la depresión circular de la cabeza, era de una crueldad indecible.

Henry creía que les había dejado llevarse a Duddits por aque­lla idea de que el futuro del mundo podía depender de que encon­traran a Jonesy, y lo antes posible, pero no: les había dado permiso por-que era lo que quería Duddits. Cuando se está muriendo al­guien, tiene derecho a gorras de béisbol firmadas. También tiene derecho a salir de excursión con los amigos.

Aunque era duro.

Era tan duro perderle...

Se puso el ovillo de camisetas en la cara para no seguir vien­do la cama, pero encontró su olor: champú Johnson's, jabón Dial, y sobre todo (lo peor) la crema de árnica que le aplicaba en la espalda y las piernas cuando tenía dolores musculares.

La desesperación hizo que tendiera los brazos para tocarle, tratando de encontrarle en compañía de los dos hombres que se lo habían llevado, como una visita de los muertos, pero ya no había contacto mental.

Se ha aislado de mí, pensó. Ella y Duddits habían vivido muchos años disfrutando (con algún que otro disgusto) de la te­lepatía que en ellos era normal, y que quizá se diferenciara poco de la de cualquier madre con hijos especiales (la compenetración que tantas veces había oído nombrar en las reuniones de ayuda, de las que ella y Alfie no eran asiduos), pero ahora ya no. Duddits se había aislado, señal de que sentía la inminencia de algo terrible.

Duddits lo sabía.

Con las camisetas en la cara, aspirando su aroma, Robería volvió a llorar.







17




Kurtz estuvo contento (dentro de lo que cabía) hasta que vie­ron las balizas y las luces azules de policía llenando de parpadeos el flojo amanecer, y detrás un vehículo enorme, volcado como un dinosaurio muerto. Delante de todo había un policía tan abriga­do que no se le veía la cara, dirigiéndoles hacia una salida.

— ¡Mierda! —escupió Kurtz. Tuvo que reprimir el impulso de desenfundar la pistola y liarse a tiros, consciente de que sería un desastre (el camión estaba rodeado de polis). Aun sabiéndolo, el impulso casi no se dejó dominar. ¡Con lo cerca que estaban! ¡Y ganando terreno, por los clavos de Cristo! ¡Y ahora les para­ban!—. ¡Mierda, mierda y mierda!

— ¿Qué quiere que haga, jefe? —preguntó Freddy, impasible al volante, aunque también había sacado el arma (un fusil automá­tico) y la tenía en las rodillas—. Para mí que si sigo podemos pasar de largo por la derecha, y en un minuto ya no nos ven el pelo.

Kurtz tuvo que reprimir otro impulso, el de contestar: «Eso, Freddy, acelera, y si se te pone delante algún chorra de azul le pegas un tiro.» Quizá Freddy consiguiera pasar... y quizá no. Se parecía a demasiados pilotos, con quienes compartía la errónea creencia de que sus habilidades aéreas se correspondían a las te­rrestres. Para más inri, si pasaban les tendrían fichados, y eso, después de la orden de punto final del general Randall de los huevos, no se podía aceptar. Le habían anulado el permiso de sa­lida inmediata de la cárcel. Ahora iba por libre.

Seamos astutos, pensó, que para eso me pagan tanto.

—Sé buen chico y ve por donde te dice —contestó Kurtz—. De hecho, al coger la salida quiero que le saludes con toda la sim­patía del mundo y le enseñes los pulgares. Luego sigue hacia el sur y métete en la autopista en cuanto puedas. —Suspiró—. ¡Hay que tener mala leche! —Se inclinó hacia Freddy para verle la pelusa blanquecina de Ripley de la oreja derecha, y susurró con ardor de amante — : Y como la cagues, nene, te meto una bala por la nuca. -Tocó la zona donde se juntaban lo blando del cuello con lo duro del cráneo—. Justo aquí.

No hubo cambios en la cara de palo de Freddy y sus faccio­nes indias.

—Sí, jefe.

A continuación, Kurtz cogió por el hombro a Perlmutter, que estaba medio en coma, y le sacudió hasta conseguir que abriera un poco los ojos.

—Déjame en paz, jefe, que tengo que dormir.

Kurtz aplicó el cañón de su pistola al cogote de su antiguo ayudante.

—Nanay. Venga, nene, arriba. Toca dar el parte.

Pearly gruñó, pero incorporándose. Al abrir la boca para hablar se le cayó un diente por la parte de delante de la parka. A Kurtz le pareció un diente perfecto, sin caries.

Pearly dijo que Owen y su nuevo amigo seguían en Derry. Excelente noticia. ¡Yuju! La situación empeoró al cuarto de hora, cuando Freddy volvió a meterse en la autopista por una vía de acceso nevada. Era la salida 28, sólo dos antes de su meta, pero equivocarse significaba un par de kilómetros.

—Han vuelto a ponerse en marcha —dijo Perlmutter, que, a juzgar por la voz, estaba débil y rendido.

— ¡Me cago en la leche!

Kurtz estaba furibundo, supurando odio inútil a Owen Underhill, quien había pasado a simbolizar el conjunto de la desgra­ciada operación (al menos para Abe Kurtz).

Pearly profirió un gemido grave, un sonido de desesperación completa. Volvía a hinchársele la barriga. Se la cogía con las dos manos y tenía mojadas las mejillas de sudor. Su cara, que nunca había destacado por apuesta, ganaba atractivo por el dolor.

Se le escapó otro pedo largo y repulsivo, tan largo que parecía que no fuera a acabarse nunca. Oyéndolo, Kurtz retrocedió mil años y volvió a cuando había ido de campamentos y construían una especie de dispositivo con latas y cordel para montar escándalo.

La peste que llenó el Humvee era la del cáncer rojo que cre­cía en la planta de tratamiento de aguas residuales de Pearly, el cáncer que había empezado alimentándose de sus desechos y aho­ra se comía lo bueno. Una atrocidad, pero todo tenía su lado bueno. Freddy estaba mejorando, y Kurtz no había llegado a contagiarse del Ripley (quizá fuera inmune; el caso es que se ha­bía quitado la mascarilla hacía un cuarto de hora y la había tira­do sin darle importancia). En cuanto a Pearly, por enfermo que estuviera (y era evidente que lo estaba), conservaba el valor que le confería tener un radar metido en el culo. Kurtz, por lo tanto, le dio una palmada en el hombro sin quejarse del olor. Tarde o temprano saldría la cosa de dentro, con efectos que cabía suponer terminantes para la utilidad de Pearly, pero ya llegaría el momento de preocuparse.

— Aguanta —dijo Kurtz con ternura—. Dile que vuelva a dormirse.

— ¡Cretino... de... mierda! —dijo Perlmutter con voz entre­cortada.

—Eso, eso —asintió Kurtz—. Lo que tú digas, chavalín.

¿Qué era Kurtz, a fin de cuentas, sino un cretino de mierda? Owen le había salido un zorro cobardica, y ¿quién le había me­tido en el gallinero?

Ya estaban a la altura de la salida 27. Kurtz miró la vía de ac­ceso y le pareció ver las huellas del Humvee que llevaba Owen. Arriba, a izquierda o derecha del paso elevado, estaría la casa objeto del desvío inexplicable de Owen y su amigo. ¿Para qué lo habían hecho?

—Han pasado a recoger a Duddits —dijo Perlmutter.

Volvía a deshinchársele la barriga, y parecía que se le hubiera pasado el dolor más agudo. Al menos de momento.

—¿Duddits? ¿Y eso qué nombre es?

—No lo sé. Se lo he captado a su madre. A él no puedo ver­le. Es diferente, jefe. Casi parece que en vez de humano sea un gris.

Al oírlo, Kurtz notó un cosquilleo en la espalda.

—La imagen que tiene la madre es a la vez de niño y de adulto —dijo Pearly.

Era el comentario más espontáneo que le había hecho a Kurtz desde que habían salido de lo de Gosselin. ¡Dios, si hasta parecía que le interesase!

—Igual es retrasado —dijo Freddy.

Perlmutter le miró.

—Podría ser. En todo caso está enfermo. —Suspiró—. Yo ya sé cómo se siente.

Kurtz le dio otra palmadita en el hombro.

—Arriba esos ánimos, chaval. ¿Y los otros, Gary Jones y el que se supone que se llama Gray?

No le importaba gran cosa, pero existía la posibilidad de que la trayectoria de Jones (y de Gray, en el supuesto de que existie­ra al margen de la imaginación enfebrecida de Underhill) colisionara con la de Underhill, Devlin y... ¿Duddits?

Perlmutter sacudió la cabeza, cerró los ojos y volvió a descan­sar la cabeza en el respaldo. Debía de habérsele pasado el brote de energía e interés.

—Nada —dijo — . Está bloqueado.

  • ¿Y si no existe?

—Algo hay —dijo Perlmutter—. Es como un agujero negro. —Y añadió con tono soñador—: Oigo muchas voces. Ya mandan refuerzos.

Dicho y hecho, porque de repente apareció en los carriles de la 1-95 en sentido norte el convoy más grande que había visto Kurtz en veinte años. En cabeza y a la misma altura iban dos quitanieves enormes, dos elefantes con palas levantando la nieve y despejando hasta el mismísimo asfalto los dos carriles. Seguían dos camiones de arena, asimismo en tándem, y detrás doble hilera de vehículos militares y material pesado. Kurtz vio camiones que llevaban bultos envueltos en lonas, y supo que sólo podían ser misiles. Había otros camiones transportando radares, telémetros y a saber qué más cacharros. Entre medio iban camiones de trans­porte de tropas con unos faros deslumbrantes, a pesar de que casi era de día. Los efectivos no se contaban por cientos, sino por miles. A saber para qué se preparaban: la Tercera Guerra Mundial, luchar cara a cara con seres de dos cabezas, con los insectos inte­ligentes de Starship Troopers, la peste, la locura, la muerte, el día del juicio... Kurtz pensó en los Imperial Valley de Kate Gallagher, y esperó que no tardaran en abandonar la operación (supo­niendo que siguieran con ella) y se fueran a Canadá. Estaba cla­ro que no les serviría de gran cosa levantar los brazos y decir // n'y apas d'infection id. Eso ya lo habían probado otros. Y ¡qué absurdo era todo! Kurtz, en lo más hondo, sabía que Owen te­nía razón como mínimo en una cosa: en que al norte ya no pasa­ría nada. Ahora podía cerrar la puerta del establo y encomendar­se a Dios, pero ya les habían robado el caballo.

—Van a cerrarlo del todo —dijo Perlmutter—. Jefferson Tract acaba de convertirse en el estado número cincuenta y uno. Y es un estado policial.

— ¿Todavía puedes sintonizar con Owen?

—Sí —dijo Perlmutter, distraído — , pero por poco tiempo. Él también se está curando, y pierde la telepatía.

— ¿Dónde está, chavalín?

—Acaban de pasar por la salida 25. Nos llevarán unos vein­ticinco kilómetros de ventaja. No puede ser mucho más.

— ¿Le meto un poco de caña? —preguntó Freddy.

Ya habían perdido la oportunidad de pillar a Owen por cul­pa del camión de los cojones. Lo último que quería Kurtz era perder otra estrellándose en el arcén.

—Negativo —dijo—. De momento, creo que les dejaremos correr.

Se cruzó de brazos y vio pasar el mundo, blanco como una sábana. Sin embargo, ya no nevaba, y seguro que cuanto más al sur estuvieran mejor carretera encontrarían.

Habían sido veinticuatro horas muy accidentadas. Kurtz ha­bía hecho explotar una nave extraterrestre, le había traicionado la persona a quien consideraba su sucesor lógico, había sobrevivido a un motín de civiles, y por si fuera poco le había apartado del mando un soldadito de pega. Se le cerraron los ojos, y al poco tiempo se quedó dormido.




18




Jonesy se quedó bastante tiempo sentado a la mesa y de mal humor, repartiendo miradas al teléfono, que ya no funcionaba, al atrapasueños del techo (agitado por una corriente de aire que casi no se notaba) o a las persianas nuevas de acero que había usado el puerco de Gray para taparle la vista. Y siempre el mismo rui­do sordo, tanto en los oídos como haciéndole temblar las nalgas en la silla. Se parecía al ruido de una caldera un poco escandalo­sa, pendiente de reparación, pero no lo era. Era el quitanieves abriéndose camino hacia el sur, hacia el sur, siempre hacia el sur; y al volante el señor Gray, sin duda con la gorra de la compañía, robada a su más reciente víctima, maniobrando el quitanieves, manejando el volante con los músculos de Jonesy y usando los oídos de Jonesy para escuchar las noticias por el canal interno.

«Bueno, Jonesy, ¿hasta cuándo piensas quedarte sentado y compadeciéndote ?»

Jonesy, que estaba repantigado en la silla (de hecho casi dor­mía), se puso derecho al oírlo. Era la voz de Henry, pero no le llegaba por telepatía, puesto que el señor Gray las había bloquea­do todas menos la suya. No, procedía de su propio cerebro. No por ello dejó de escocerle.

«¡No es que me compadezca, es que estoy aislado!» No le gustó el aspecto defensivo del pensamiento. Seguro que en caso de pronunciarlo en voz alta le habría salido tono de quejica. «No puede oírme nadie, no puedo ver nada y no puedo salir. No sé dónde estás, Henry, pero yo estoy en una celda de castigo.»

«¿Te ha quitado el cerebro?»

— Calla.

Jonesy se frotó la sien.

«¿Se ha llevado tus recuerdos?»

No, claro. Ni siquiera estando separado de los miles de millo­nes de cajas por una puerta a cal y canto dejaba de acordarse de cuando yendo a primer curso le había pegado a Bonnie Deal un moco en la punta de la trenza (la misma Bonnie Deal con quien había pedido bailar seis años más tarde), de cuando Lámar Clarendon les había explicado cómo se jugaba al cribbage, y de cuan­do había visto salir del bosque a Rick McCarthy y le había con­fundido con un ciervo. Se acordaba de todo. Quizá tuviera alguna ventaja, pero no la veía. Tal vez se tratara de algo demasiado gran­de, demasiado obvio para verlo.

«¡Anda, que dejarte atrapar así habiendo leído tantas novelas policíacas! —se burló la versión mental de Henry—. Y no te digo las pelis de ciencia ficción con extraterrestres, desde Ultimátum a la, Tierra a El ataque de los tomates asesinos. ¿Tantos libros y pelis y no se te ocurre ninguna manera de pararle los pies? ¿No sabes ver de dónde sale el humo y localizar su campamento?»

Jonesy se frotó la sien con energías redobladas. No era per­cepción extrasensorial, sino su propio cerebro. ¿Por qué no po­día hacerle callar? Total, ¿de qué servía, si estaba más aislado que la hostia? Era un motor sin transmisión, un carro sin caballo; era el cerebro de la película Donovan's Brain, mantenido con vida en un tanque de líquido turbio y soñando sueños inútiles.

«¿Qué quiere? Empieza por ahí.»

Jonesy miró el atrapasueños, movido por flujos imprecisos de aire caliente. Notaba el traqueteo del quitanieves, que era tan fuer­te que hacía vibrar hasta los cuadros. ¿Cómo se llamaba? Ah, sí, Tina Jean Schlossinger, y se suponía que había una foto levantán­dose la falda y con el chocho al aire. ¿Cuántos adolescentes se habían dejado engatusar por el mismo sueño?

Jonesy se levantó (casi de un salto) y empezó a dar vueltas por el despacho casi sin cojear. Había pasado la tormenta y le dolía un poco menos la cadera.

Piensa como Hércules Poirot, se dijo; ejercita tus células gri­ses. De momento descarta tus recuerdos y concéntrate en el señor Gray. Piensa con lógica. ¿Qué quiere?

Detuvo sus pasos. En realidad era obvio lo que quería el se­ñor Gray. Había ido a la torre-depósito (o a su antiguo emplaza­miento) porque quería agua; y no cualquier agua, sino la que aca­baba saliendo por los grifos de mucha gente. Agua potable. Pero la torre-depósito ya no estaba, porque la había destruido la tor­menta del 85 (ja, ja, señor Gray, por fin te pillo), y el suministro de agua corriente de Derry se encontraba al nordeste. Lo más pro­bable era que el camino estuviera cortado por la tormenta, además de que el suministro no estaba concentrado en un solo lugar. Por eso, después de consultar el almacén de conocimientos accesibles de Jonesy, el señor Gray había vuelto a ir al sur. Hacia...

De repente lo tuvo clarísimo. Perdió toda la fuerza de sus piernas y se cayó en la alfombra sin notar el pinchazo de dolor de la cadera.

El perro. Lad. ¿Seguía teniéndolo?

—Pues claro que lo tiene —susurró—. Claro que lo tiene, el muy hijo de puta. Se le huelen los pedos hasta aquí. Son clavados a los de McCarthy.

Aquel planeta era hostil al byrus, y sus habitantes luchaban con un vigor sorprendente, surgido de hondos pozos de emoción. Mala suerte. Sin embargo, el último gris superviviente había teni­do una sucesión de golpes de suerte, como el típico cazurro que va a Las Vegas y empiezan a salirle sietes a los dados: cuatro, seis, ocho... ¡coño, doce seguidos! Primero había encontrado a Jonesy, su agente de contagio, y le había invadido y conquistado. Después había encontrado a Pete, que le había llevado a donde quería des­pués de apagarse la luz flotante (el kim). Luego a Andy Janas, el de Minnesota, que transportaba dos ciervos que se habían muer­to de Ripley. Al señor Gray no le habían servido de nada los cier­vos... pero Janas también transportaba el cuerpo en descomposi­ción de un extraterrestre.

El cuarto siete del señor Gray había sido el Dodge con su canino pasajero. ¿Qué había hecho? ¿Darle de comer al perro un trozo de cadáver de gris? ¿Ponerle el cadáver en la nariz y obli­garle a respirarlo? No, era mucho más verosímil que se hubiera comido un trozo; el proceso que daba nacimiento a las comadrejas no empezaba en los pulmones, sino en el intestino. Jonesy vio una imagen fugaz de McCarthy perdido en el bosque. Beaver le había preguntado: «¿Se puede saber qué has comido? ¿Cacas de marmo­ta?» ¿Y McCarthy? ¿Qué había contestado? «Arbustos, musgo... No sé, cosas. Es que me entró un hambre...»

Cómo no. Perdido, asustado y hambriento, no se había fija­do en las manchas rojas de byrus que había en las hojas de algu­nos arbustos, ni en las del musgo que se había metido en la boca y que se había tragado venciendo las ganas de vomitar, por el sim­ple motivo de que en algún momento de su vida de dócil aboga­do, de cristiano de misa semanal, había leído que cuando se esta­ba perdido en el bosque lo mejor era comer musgo, porque seguro que no era venenoso. ¿Tragar un poco de byrus (motas casi invisibles flotando en el aire) equivalía en todos los casos a incu­bar un monstruo sangui-nario como el que había destrozado a McCarthy y matado a Beav? Quizá no, como no se quedaban embarazadas todas las mujeres que mantenían relaciones sexuales sin protección, pero en el caso de McCarthy había funcionado... Como en el de Lad.

—Sabe lo de la casa —dijo Jonesy.

Por supuesto. La casa de Ware, unos cien kilómetros al oeste de Boston. Y seguro que sabía la historia de la rusa, como todo el mundo. Jonesy se acordaba de haberla contado. Era demasia­do truculenta, demasiado buena para no divulgarla. Corría por Ware, por New Salem, por Cooleyville, por Belchertown, por Hardwick, por Packardsville, por Pelham... Por todos los al­rededores. ¿Alrededores de qué, si podía saberse?

Pues de qué iba a ser, del Quabbin. El embalse de Quabbin, que suministraba agua a Boston y su área metropolitana. ¿Cuánta gente bebía agua del Quabbin a diario? ¿Dos millones? ¿Tres? Jonesy no estaba seguro, pero muchísima más que la que había bebido la del depósito de Derry en toda su historia. El señor Gray sacando sietes seguidos, haciendo historia y a punto de conseguir que saltara la banca.

Dos o tres millones de personas. El señor Gray quería presen­tarles al collie Lad, y al nuevo amigo de Lad. Y, una vez introducido en el nuevo medio, el byrus arraigaría.












XX



Acaba la persecución









1




Sur y sur y sur.

Cuando el señor Gray llegó a la altura de la salida de Gardiner, la primera por debajo de Augusta, la capa de nieve era bas­tante más fina, y, si bien la autopista estaba enfangada, había re­cuperado sus dos carriles. Había llegado el momento de cambiar el quitanieves por algo menos llamativo, y no sólo porque ya no lo necesitase, sino porque le dolían los brazos de Jonesy, poco acostumbrados a manejar un vehículo tan grande. Al señor Gray le importaba bastante poco el cuerpo de Jonesy (al menos quería convencerse de ello, aunque en realidad fuera difícil no cogerle como mínimo un poco de afecto a algo capaz de proporcionar placeres tan inesperados como los de «beicon» y «asesinato»), pero lo necesitaba para unos cuantos centenares de kilómetros más. Sospechaba que Jonesy, para un varón en la mitad de la vida, no estaba en muy buena forma. En parte se debía al accidente, pero también a su trabajo, que era de naturaleza «académica». Debido a él, había prestado escasa atención a los aspectos más físicos de la vida, cosa que al señor Gray le extrañaba, porque aquellos seres eran sesenta por ciento emoción, treinta por cien­to sensación y diez por ciento pensa-miento (diez calculando por lo alto, pensó el señor Gray). Aquella manera de no hacerle caso al cuerpo le parecía una tontería. Claro que no era problema suyo. Ni de Jonesy. Ya no. Ahora Jonesy era lo que siempre había que­rido ser, según todos los indicios: puro cerebro; y, a juzgar por su reacción, no le hacía mucha gracia haberlo conseguido.

Lad, el perro, estaba en el suelo del quitanieves, entre colillas, tazas de café de cartón y bolsas de patatas arrugadas, gimiendo de dolor. Tenía el cuerpo hinchado hasta extremos grotescos, con el torso del tamaño de un barril. Pronto le volvería a salir aire y se le deshincharía otra vez la barriga. Como el señor Gray había establecido contacto con el byrum que crecía dentro del perro, podría controlar la gestación.

El perro sería su versión de lo que su huésped tenía concep­tuado como «la rusa». Después de colocar al perro, vendría todo rodado.

Retrocedió con la mente para buscar a los demás. De Henry y su amigo Owen ya no recibía nada. Eran como una emisora de radio después del final de la programación. Inquietante. Detrás (aca-baban de pasar al lado de las salidas de Newport, unos cien kilómetros al norte de donde estaba el señor Gray) había un gru­po de tres con un contacto claro: «Pearly.» El tal Pearly in­cubaba un byrum, como el perro. Por eso el señor Gray le sin­tonizaba con tanta claridad. Antes también había recibido a otro del segundo grupo («Freddy»), pero ya no le captaba. Se le había muerto el byrus. Lo decía «Pearly».

Vio otra de las señales verdes de la autopista: ÁREA DE SERVICIO. Había un Burger King, identificado en los archivos de Jonesy con la doble descripción de «restaurante» y «fast-food». Tendrían beicon. La idea le despertó ruidos en el estómago. Sí, en muchos sentidos sería difícil renunciar a aquel cuerpo; pero bueno, no era momento de comer beicon, sino de cambiar de vehículo. Y con cierta discreción.

El acceso al área de servicio se bifurcaba en una vía para tu­rismos y otra para camiones y autobuses. El señor Gray metió el quitanieves naranja en la zona de estacionamiento de camiones (temblándole los músculos de Jonesy por el esfuerzo de girar aquel volante tan grande) y se alegró sobremanera de ver otros cuatro quitanieves aparcados juntos, y casi sin diferencias con el suyo. Aparcó detrás de la fila y apagó el motor.

Buscó a Jonesy y le encontró donde siempre, escondido en aquella zona de seguridad que no se entendía.

«¿Qué, socio, qué te ronda por la cabeza?», murmuró el se­ñor Gray.

Silencio... pero notó que Jonesy le escuchaba.

«¿Qué haces?»

Siguió sin recibir respuesta. En realidad, poco podía hacer Jonesy, porque estaba encerrado y ciego; de todos modos, conve­nía no olvidarse de él. De Jonesy... con su propuesta, no despro­vista de fascinación, de que el señor Gray eludiera sus obligacio­nes (la necesidad de sembrar) y disfrutara de la vida en la Tierra. De vez en cuando aparecía una idea en la mente del señor Gray, una carta deslizada bajo la puerta del refugio de Jonesy. Según los archivos de Jonesy, los pensamientos de esa clase se llamaban «consignas». Eran ideas simples y que iban al grano. La más re­ciente decía: el beicon sólo es el principio. El señor Gray esta­ba seguro de que era verdad. Incluso aquí, en su habitación de hospital («¿qué habitación de hospital?, ¿quién es Marcy?, ¿quién quiere que le den una inyección?»), entendía que la vida en el planeta era una pura delicia. La obligación, no obstante, era pro­funda e inquebrantable: sembraría aquel mundo, y después mo­riría. ¿Que de camino se le presentaba la ocasión de picar un poco de beicon? Pues mucho mejor.

«¿Quién era Richie? ¿Era uno de los Tigers? ¿Por qué le ma­tasteis?»

Silencio. Pero Jonesy escuchaba. Y con gran atención. El se­ñor Gray odiaba tenerle ahí dentro. Era (la comparación proce­día del almacén de Jonesy) como tener una espina de pescado cla­vada en la garganta, demasiado pequeña para atragantarse pero bastante grande para «dar la lata».

«Jonesy, me tienes hasta los huevos.» Se puso los guantes, los que habían sido del conductor del Dodge. El dueño de Lad.

Esta vez hubo respuesta. «Lo mismo digo, socio. Oiga, y ¿por qué no se va a algún sitio donde sea mejor recibido? ¿Por qué no hace los bártulos y se las pira?»

«No puedo», dijo el señor Gray.

Acercó una mano al perro, que levantó la cabeza y husmeó con gratitud el olor de su dueño en el guante. El señor Gray en­vió un pensamiento de estáte quieto, salió del quitanieves y se en­caminó hacia el lateral del restaurante. Al otro lado debía de estar el «aparcamiento de empleados».

«Cabrón, que están a punto de llegar Henry y el otro. Los tienes pegaditos al culo, conque tranqui y pásate en el Burguer el rato que haga falta. Pide ración triple de beicon, no doble.»

«No pueden captarme —dijo el señor Gray, exhalando una nube de vaho. (La sensación del aire frío en la boca, la garganta y los pulmones era deliciosa, tonificante; hasta le parecía fabulo­so el olor a gasolina.) — - Si no les capto yo, es que tampoco me captan ellos a mí.»

Jonesy se rió. ¡Se rió! El señor Gray se quedó helado a pocos pasos del contenedor.

«Han cambiado las reglas, amigo. Han pasado a buscar a Duddits, y Duddits ve la línea.»

«No sé qué quiere decir.»

«Lo sabe perfectamente, so cabrón.»

«¡No vuelvas a llamarme eso!», replicó el señor Gray.

«Vale, pero a condición de que no insulte más a mi inteli­gencia.»

El señor Gray siguió caminando, dobló la esquina y en efec­to, había unos cuantos coches, casi todos viejos y cascados.

«Duddits ve la línea.»

Era verdad: el señor Gray sabía lo que quería decir. El que se llamaba Pete había tenido lo mismo, el mismo «don», aunque casi seguro que no tan fuerte como el otro, el misterioso «Duddits».

Al señor Gray no le gustaba la idea de dejar un rastro visible para «Duddits», pero sabía algo que ignoraba Jonesy. «Pearly» consideraba que Henry, Owen y Duddits sólo estaban veinticinco kiló-metros más al sur que él. De ser cierto, Henry y Owen tenían más de setenta kilómetros de retraso y estaban entre Pittsfield y Waterville. No era, juzgó el señor Gray, lo que se entendía por tenerles «pegaditos al culo».

Aunque tampoco era cuestión de entretenerse.

Se abrió la puerta trasera del restaurante y salió un hombre joven con un uniforme blanco que los archivos de Jonesy identi­ficaron como «de cocinero», llevando dos bolsas grandes de ba­sura con destino, cabía suponer, de los contenedores. Se llamaba John, pero sus amigos le llamaban «Butch». El señor Gray pen­só que daría gusto matarle, pero Butch parecía bastante más fuerte que Jonesy, además de más joven y seguro que mucho más veloz. Por otro lado, el asesinato también tenía su cara molesta; lo peor, la velocidad con que perdían vigencia los coches robados.

«Oye, Butch.»

Butch paró y le miró con expresión despierta.

«¿Cuál es tu coche?»

En realidad no era suyo, sino de su madre. Mejor. La tartana de Butch se había quedado en casa por culpa de la batería. El de la madre era un Subaru cuatro por cuatro. Jonesy habría dicho que al señor Gray acababa de salirle otro siete.

Butch le entregó las llaves sin rechistar. Conservaba la expre­sión despierta, pero ya no estaba consciente.

«De esto no te acordarás», dijo el señor Gray.

—No —convino Butch.

«Seguirás trabajando como si nada.»

—Eso —dijo Butch.

Recogió las bolsas de basura y siguió caminando hacia los contenedores. Para cuando acabara el turno y viera que ya no estaba el coche de su madre, seguro que habría terminado todo.

El señor Gray abrió la puerta del Subaru rojo y entró. En el asiento había media bolsa de patatas con sabor barbacoa. El señor Gray las devoró mientras conducía en dirección al quitanieves, y remató la faena chupando los dedos de Jonesy, que estaban acei­tosos. Muy bueno, como el beicon. Recogió al perro, y a los cinco minutos volvía a estar en la autopista.

Sur y sur y sur.



2




La noche es un estruendo de música, risas y voces; todo huele a salchichas a la brasa, chocolate y cacahuetes tostados; florece el cielo con fuegos de colores. Y todo lo une, lo identifica y firma como el autógrafo del propio verano, un rock and roll amplifica­do por los altavoces instalados en Strawford Park.

Entonces aparece el tío más alto del mundo, un vaquero de casi tres metros contra el cielo en llamas, empequeñeciendo al gentío y dejando boquiabiertos y ojiabiertos a los niños, con la boca manchada de helado. Los padres se ríen y les levantan para que tengan mejor visión, o se los ponen en los hombros. El vaque­ro tiene el sombrero en una mano, saludando, y en la otra un cartel donde pone fiesta de derry 1981.

—¿Poqué etanato? —pregunta Duddits.

Tiene en una mano un cucurucho de algodón de azúcar azul, pero ya no se acuerda. Ve andar con zancos al vaquero contra los fuegos artificiales que incendian el cielo, y abre los ojos como cualquier niño de tres años. A un lado tiene a Pete y Jonesy, y al otro a Henry y Beav. El vaquero encabeza un séquito de vírgenes vestales (alguna virgen debe de haber, hasta en el año de gracia de 1981). Llevan faldas tejanas con lentejuelas, y botas blancas de vaquero, y desfilan lanzando y recogiendo bastones.

—No sé por qué es tan alto, Duddits —dice Pete entre risas. Luego arranca un pedazo de algodón de azúcar del cucurucho que tiene Duddits en la mano y aprovecha que su amigo tiene la boca abierta para ponérselo dentro—. Debe de ser magia.

Todos se ríen de que Duddits mastique sin apartar la vista del vaquero con zancos. Ahora Duds es el más alto de todos, hasta más alto que Henry, pero no deja de ser un niño y les llena a to­dos de felicidad. El mágico es él. Todavía falta un año para que encuentre a Josie Rinkenhauer, pero ya saben los cuatro que es mágico. Por mucho miedo que les diera enfrentarse con Richie Grenadeau y sus amigos, fue el día de más suerte de toda su vida. En eso están todos de acuerdo.

— ¡Eh, grandullón! —berrea Beaver, saludando al vaquero alto con su gorra, que es de los Tigers de Derry—. ¡Tócame los peren­dengues!

Se mueren todos de risa (hay que decir que es un recuerdo de los que hacen época: la noche en que Beaver empezó a soltarle barbari­dades al vaquero con zancos del desfile de las fiestas de Derry, con el cielo lleno de pólvora); todos menos Duddits, que sigue mirando con los ojos como platos, y Owen Underhill (¡Owen!, piensa Hen­ry; ¿cómo has llegado tú aquí?), que parece preocupado.

Owen le está zarandeando. Owen está diciéndole que se des­pierte. ¡Henry, despier




3




ta, por Dios!

Lo que acabó sacando a Henry de su sueño fue el tono de miedo de Owen. Le duró unos segundos el olor a cacahuetes y al algodón de azúcar de Duddits, hasta que se impuso la realidad: un cielo blanco, los carriles nevados de la autopista y una señal verde de próximas dos salidas augusta. La realidad de Owen sacudién­dole, y de una especie de ladridos desesperados que llegaban de detrás. Duddits tosiendo.

— ¡Despierta, Henry, que sangra! Coño, tío, haz el favor de...

— Que sí, que ya estoy despierto.

Henry se desabrochó el cinturón de seguridad y se puso de rodillas hacia atrás. Se le quejaron los músculos de los muslos, que habían trabajado demasiado, pero no les hizo caso.

Se esperaba algo peor. El pánico de la voz de Owen le había preparado para alguna especie de hemorragia, pero sólo eran go­tas en un agujero de la nariz, y que Duddits, al toser, salpicaba un poco de sangre. Owen debía de pensar que el pobre Duds estaba echando los pulmones, cuando en realidad lo más probable era que se hubiera hecho una heridita en la garganta. Claro que no dejaba de ser peli-groso, porque en su estado, cada vez más ende­ble, podía ser grave cualquier cosa. Podía matarle un simple mi­crobio de resfriado. Nada más verle, Henry había sabido que es­taba en las últimas.

— ¡Duds! —le interpeló con dureza. Algo diferente. Algo di­ferente en él, en Henry. ¿Qué? No tenía tiempo de pensarlo—. ¡Duddits, respira por la nariz! ¡Por la nariz, Duds! ¡Así!

Henry hizo una demostración, respirando hondo varias veces con la nariz muy dilatada... y al espirar le salieron hilitos blancos. Como la pelusa de algunas plantas, al estilo del diente de león. Byrus, pensó Henry; me crecía por dentro de la nariz, pero se ha muerto. Lo estoy sacando cada vez que respiro. Entonces com­prendió la diferencia: ya no le picaba nada, ni el muslo, ni la boca, ni la ingle. Seguía notándose la boca como si estuviera forrada de moqueta, pero no le picaba.

Duddits empezó a imitarle con respiraciones por la nariz, y enseguida se le alivió la tos. Henry cogió la bolsa de papel, encon­tró un frasco de jarabe inofensivo para la tos y se lo dio a beber a Duddits con el tapón, diciendo:

—Con esto mejorarás.

Confianza no sólo en las palabras, sino en el tono. Con Duddits importaba mucho el tono.

Duddits se bebió la dosis de jarabe, hizo una mueca y sonrió a Henry. Ya no tosía, pero seguía goteándole sangre en un lado de la nariz... y Henry vio que también le sangraba el rabillo de un ojo. Mala señal, como la palidez extrema de su amigo, que ahora llamaba mucho más la atención que en casa. El frío... una noche sin dormir... la excitación, mala para alguien tan enfermo... No anunciaba nada bueno, no. Duddits empezaba a pillar algo, y, como estaba en fase terminal de leucemia, podía morirse hasta de una infección nasal.

— ¿Cómo está? —preguntó Owen.

— ¿Duds? Es de hierro. ¿A que sí, Duddits?

—Deyero —asintió Duddits, flexionando un brazo tan flaco que daba pena.

Viéndole tan demacrado y con cara de cansancio (pero hacien­do el esfuerzo de sonreír), Henry tuvo ganas de gritar. La vida era injusta. Pensó que ya hacía muchos años que debía de saberlo, pero lo de Duddits iba más allá. No era una simple injusticia, sino una rotunda monstruosidad.

—A ver qué te han puesto para beber, guapetón.

Cogió la fiambrera amarilla.

—Cubidú —dijo Duddits. Sonreía, pero se le notaba el ago­tamiento en la voz.

— Pues sí, tenemos trabajo —asintió Henry, abriendo el termo.

Le dio a Duddits la pastilla matinal de Prednisona, aunque faltara un poco para las ocho, y a continuación le preguntó si tam­bién quería Percocet. Duddits se lo pensó y enseñó dos dedos. A Henry se le cayó el alma a los pies.

— Estás un poco hecho polvo, ¿eh? —dijo, pasándole a Duddits dos tabletas de Percocet por encima del respaldo.

No necesitaba respuesta. La gente como Duddits no pedía una pastilla de más porque tuviera ganas de ponerse a tono.

Duddits movió la mano como un balancín: comme ci comme ga. En su memoria, Henry tenía el gesto tan vinculado a Pete como a Beaver los lápices y los palillos mordidos.

Roberta había llenado el termo de lo que le gustaba más a Duddits, leche con cacao. Henry le llenó una taza, la sujetó mien­tras el Humvee derrapaba en un tramo resbaladizo de autopista y se la dio. Duddits se tomó las pastillas.

— ¿Dónde te duele, Duddits?

—Aquí. —La mano en la garganta—. Yaquí. —La mano en el pecho; después se puso un poco rojo, vaciló y se la puso en la entrepierna—. Yaquí.

Una infección del tracto urinario, pensó Henry. Fantástico.

— ¿Lapatilla mecudan? Henry asintió con la cabeza.

— Sí, las pastillas te curan. Tú déjalas que hagan lo que tienen que hacer. ¿Aún estamos en la línea, Duddits?

Duddits asintió con énfasis y señaló la ventanilla. Henry (por enésima vez) tuvo curiosidad por saber qué veía. Se lo había pre­guntado a Pete, y Pete le había dicho que era como un hilo, y que en general costaba verlo. «Lo mejor es cuando es amarillo —le había dicho — . El amarillo siempre destaca más. No sé por qué.» Si Pete veía un hilo amarillo, quizá Duddits viera toda una franja amarilla, y hasta el camino amarillo de Dorothy en El mago de Oz.

—Si se mete por otra carretera, nos avisas, ¿vale?

— Vale.

— ¿Seguro que no te dormirás?

Duddits sacudió la cabeza. A decir verdad, con los ojos brillándole en la cara demacrada, parecía más vivo y despierto que nunca. Henry pensó que a veces las bombillas brillaban con una misteriosa intensidad poco antes de fundirse.

—Bueno, pero si notas que te entra sueño me avisas y para­mos a por café. Te necesitamos despierto.

— Vale.

Cuando Henry empezaba a girarse hacia adelante, movien­do su cuerpo dolorido con la mayor precaución, Duddits dijo algo más.

— Ezeñó Gué quere becon.

— ¿En serio? —dijo Henry, pensativo.

  • ¿Qué? —preguntó Owen—. No le he entendido.

—Dice que el señor Gray quiere beicon.

— ¿Es importante?

—No lo sé. Oye, ¿este trasto tiene radio normal? Es que me gustaría oír las noticias.

La radio normal estaba debajo del salpicadero y parecía re­cién instalada, como un accesorio añadido. Justo cuando iba a to­carla, Owen frenó de golpe porque se les había cruzado un Pontiac (sin cadenas ni tracción en las cuatro ruedas). El Pontiac dio unos cuantos bandazos, y al final decidió quedarse un poco más en la carretera. En cuestión de segundos cogió los cien por hora (cálculos de Henry) y se alejó. Owen lo miraba con el entrecejo fruncido.

—No quiero meterme, porque conduces tú —dijo Henry—, pero, si ese tío puede ir sin

cadenas, ¿por qué no hacemos lo mis­mo? No sería mala idea ganar un poco de terreno.

— Los Humvee van mejor con barro que con nieve. Hazme caso.

— Ya, pero...

—Además, en diez minutos le adelantaremos. Te apuesto una botellita de whisky bueno. O choca con la barrera y se cae por la cuesta, o se empotra en la del medio. Si tiene suerte no dará una vuelta de campana. Y otra cosa, aunque sólo sea un tecnicismo: somos fugitivos escapando de la autoridad, y no podremos salvar el mundo en una cárcel de... ¡Coño!

Les adelantó a toda leche, levantando la nieve, un Ford Explo­rer con tracción en las cuatro ruedas, pero que iba demasiado deprisa para las condiciones de la carretera (a unos ciento diez por hora). Tenía mucho bulto en la baca. Como la lona azul que la tapaba estaba atada de cualquier manera, Henry vio qué había debajo: maletas. Adivinó que no tardarían en caerse.

Después de haberse encargado de Duddits (ya surtía efecto el jarabe), Henry miró la carretera con detenimiento y no acabó de sorprenderle lo que vio. Aunque en sentido norte siguiera sin cir­cular casi nadie por la autopista, los dos carriles contrarios esta­ban llenándose deprisa... y en efecto, por todas partes se habían salido coches.

Owen encendió la radio justo cuando les adelantaba un Mer­cedes salpicando barro. Tocó el botón de búsqueda, encontró música clásica, volvió a apretarlo, salieron los arrullos de Kenny G, y a la tercera pulsación... salió una voz.

«... un porro que te cagas, como un misil», decía la voz. Henry y Owen se miraron.

—Dice caga elarayo —comentó Duddits desde el asiento tra­sero.

—Exacto —contestó Henry. Se oyó que el de la voz inhala­ba en pleno micro — . Y para mí que se está fumando uno gordo. «No sé qué pensará la Comisión de Comunicaciones —dijo el locutor, tras una exhalación larga y ruidosa—, pero, como sea verdad la mitad de lo que oigo, pasaré bastante de comisiones. Hermanos y hermanas, anda suelta ni más ni menos que una epi­demia intergaláctica. Os aconsejo que canceléis cualquier viaje al norte.»

Otra inhalación larga y ruidosa.

«Queridos oyentes, ya tenemos aquí a los marcianetes. Es la noticia que nos llega de los condados de Somerset y Castle. Epi­demias, rayos mortales... Va a ser la rehostia. Iba a poner publi­cidad de neumáticos Century, pero que se jodan. —Ruido de algo rompiéndose. Parecía plástico. Henry estaba fascinado. Había vuelto su amiga, la oscuridad, y no en su cabeza, sino en la puta radio — . Hermanos, si estáis yendo en coche más al norte de Augusta, allá va un consejito de vuestro colega Dave el Solitario, por la WWVE: dad media vuelta. Y ahora mismo, tíos. Os pon­go un disquete para ambientar la maniobra.»

Como era de esperar, Dave el Solitario puso a los Doors. Jim Morrison recitando The End. Owen pasó a onda media.

Consiguió encontrar noticias. El que las daba no ponía voz de flipado. Algo era algo. Otro paso en la buena dirección: dijo que no había razón para que cundiera el pánico. Después puso declaracio­nes del presidente y el gobernador Baldacci, que venían a decir lo mismo: tranquis, no os pongáis nerviosos que está todo controla­do. Muy bonito y muy relajante, jarabe para el organismo políti­co. A las once de la mañana, horario este, tenía que comparecer el presidente para dar un informe completo a la ciudadanía.

— Será el discurso que decía Kurtz —señaló Owen—. Sólo lo han adelantado uno o dos días.

— ¿Qué discurso...? -Shhh.

Owen señaló la radio.

Después de tranquilizar los ánimos de su audiencia, el locu­tor procedió a encenderlos de nuevo repitiendo gran parte de los rumores que ya le habían oído al flipado de la FM, pero en len­guaje más fino: epidemia, invasores del espacio, rayos... A con­tinuación, el tiempo: nevadas ocasionales, seguidas de lluvia y viento por la llegada de un frente cálido (y de los marcianos ase­sinos). Se oyó un pitido, y empezó desde el principio el mismo boletín.

— ¡Mira! —dijo Duddits — . ¡Ede ante! ¿Tacueda? Señalaba por la ventana sucia, temblándole el dedo y la voz.

Ahora tiritaba y le castañeteaban los dientes.

Owen echó un vistazo al Pontiac (en efecto, se había empo­trado en la barrera de separación entre los dos grupos de carriles; no había volcado del todo, pero estaba de lado, con los descon­solados pasajeros rodeándolo), y después se volvió para mirar a Duddits. Lo vio más pálido que antes, temblando y con un tro­zo de algodón en la nariz, manchado de sangre.

— ¿Está bien, Henry? —No lo sé.

— Saca la lengua.

— ¿No sería mejor que miraras la...?

—No protestes, que voy bien. Saca la lengua. Henry obedeció. Owen se la miró e hizo una mueca. —Tiene peor pinta, aunque debe de estar mejor. Se ha pues­to blanca toda la porquería.

— Sí, como en el corte que tengo en la pierna —dijo Henry—. Y tú igual, en la cara y las cejas. Menos mal que no se nos ha meti­do en los pulmones. —Hizo una pausa—. A Perlmutter se le puso en el intestino, y ahora le crece una cosa de esas.

— ¿A cuánto están, Henry?

—Yo creo que a unos treinta kilómetros. Puede que alguno menos. Vaya, que si pudieras acelerar... aunque sólo fuera un poquito...

Owen pisó el pedal con la seguridad de que Kurtz haría lo mismo en cuanto se enterara de que ahora formaba parte de un éxodo general, y de que por lo tanto corría mucho menos riesgo de que le parara la policía, civil o militar.

Sigues oyendo a Pearly —dijo Owen—, y eso que se te está muriendo el byrus. ¿Es por...? Señaló hacia atrás con el pulgar, refiriéndose a Duddits, que estaba reclinado y de momento ya no temblaba.

—Sí, claro —dijo Henry—. Lo de Duddits lo recibí mucho antes de empezar todo esto. Igual que Jonesy, Pete y Beaver. No nos dábamos ni cuenta. Era una parte más de la vida. —Claro, claro, como todo eso de pensar en bolsas de plástico, puentes y escopetas en la boca. Una parte más de la vida—. Ahora es más fuerte. Puede que a la larga disminuya, pero lo que es ahora... —Se encogió de hombros — . De momento oigo voces. —Pearly.

— Por ejemplo —asintió Henry—. Y otros con el byrus en fase activa. La mayoría está detrás.

— ¿Y tu amigo Jonesy? ¿O Gray? Henry negó con la cabeza.

—El que oye algo es Pearly.

— ¿Pearly? Y ¿cómo puede ser?

—Ahora mismo tiene más radio mental que yo, por el byrum...

— ¿El qué?

  • Lo que tiene en el culo —dijo Henry—. El bicho caca.

  • Ah.

Owen tuvo un momento de náuseas.

— Lo que oye no parece humano. Dudo que sea el señor Gray, pero tampoco es imposible. En todo caso, lo capta.

Condujeron un rato en silencio. Había bastante tráfico, con algunos conductores haciendo salvajadas (encontraron el Explo­rer justo al sur de Augusta, en la cuneta, sin nadie dentro y con las maletas en el suelo), pero Owen se consideró afortunado. Su­puso que la tormenta había hecho que se quedara mucha gente en casa. Existía la posibilidad de que quisieran huir aprovechando que había pasado el mal tiempo, pero él y Henry se habían ade­lantado al grueso de la ola. En muchos aspectos les había benefi­ciado la nevada.

—Voy a decirte una cosa —acabó anunciando Owen.

—No hace falta que lo digas. Te tengo justo al lado, a corto alcance, y aún recibo una parte de lo que piensas.

Lo que pensaba Owen era que, si creyera que Kurtz se daría por satisfecho cogiéndole a él, frenaría y se apearía del Humvee. En realidad no creía tal cosa. Owen Underhill era el principal objetivo de Kurtz, pero éste comprendía que Owen no habría incurrido en tan monstruosa traición sin verse obligado a ello. No; le pegaría un tiro a Owen en la cabeza y seguiría. Al menos, con Owen, Henry tenía alguna oportunidad. Sin él, casi seguro que era hombre muerto. Y Duddits igual.

— Seguiremos juntos —dijo Henry—. Amigos hasta el final, como suele decirse.

Se oyó en el asiento de atrás: —Tenemo tabajo.

—Exacto, Duds. —Henry desplazó el brazo hacia atrás y dio un apretón a la mano fría de Duddits — . Tenemos trabajo.





4





Diez minutos después, Duddits recuperó toda su animación les hizo meterse en la primera área de descanso de la autopista pasada Augusta. De hecho faltaba muy poco para Lewiston.

— ¡Liña! ¡Liña! —exclamó antes de otro ataque de tos.

— Tranquilo, Duddits —dijo Henry.

— Deben de haber parado a tomarse un café y una pasta Owen — . O un bocadillo de beicon.

Duddits, sin embargo, les guió hacia la parte trasera, el apar­camiento de empleados. Frenaron, y Duddits bajó. Al principio se quedó quieto, murmurando y con aspecto frágil bajo el cielo nublado, como si cada ráfaga de viento amenazara su estabilidad.

—Henry —dijo Owen—, no sé en qué está tan enfrascado, pero si es verdad que Kurtz está muy cerca...

Justo entonces, sin embargo, Duddits asintió con la cabeza, volvió a meterse en el Humvee e indicó la señal de salida. Se le veía más cansado que nunca, pero también satisfecho.

— ¡Pero bueno! —dijo Owen, desconcertado — . ¿Qué ha sido eso?

—Me parece que ha cambiado de coche —dijo Henry—. ¿Es eso, Duddits? ¿Ha cambiado de coche? Duddits asintió con énfasis.

— ¡Obado! ¡A dobado uno!

— Ahora irá más deprisa —dijo Henry—. Owen, hay que meter un poco más de caña. Pasando de Kurtz. Tenemos que co­ger al señor Gray.

Owen miró a Henry de reojo... y después con mayor aten­ción.

— ¿Qué te pasa? Te has quedado blanco.

— He sido muy estúpido. Debería haber sabido qué planes tenía desde el principio. La única excusa que tengo es que estaba cansado y tenía miedo, pero no me servirá de nada, porque como... Owen, tienes que cogerle. Va hacia el oeste de Massachusetts, y tienes que cogerle antes de que llegue.

Ahora rodaban por nieve medio deshecha. La conducción era engorrosa, pero mucho menos arriesgada. Owen llegó hasta no­venta y cinco, porque no se atrevía a más.

—Voy a intentarlo —dijo —, pero, como no tenga un accidente o una avería... —Negó con movimientos lentos de la cabeza—. Cosa que dudo. Lo dudo mucho.





5





De niño (cuando se llamaba Coonts) lo había soñado con fre­cuencia, pero, desde las poluciones y sudores de la adolescencia, sólo una o dos veces. Corría por un campo, con luna llena, y tenía miedo de mirar hacia atrás porque le perseguía... la cosa.

Corría con todas sus fuerzas, pero claro, en los sueños nunca se corre bastante. Llegó un momento en que lo tuvo tan cerca que oía su respiración seca y percibía su olor seco peculiar.

Llegó a la orilla de un lago grande y tranquilo, a pesar de que en el pueblo de Kansas seco y miserable de su niñez nunca había habido ningún lago, y aunque era bonito (ardía la luna en sus profundidades como una lámpara) le dio mucho miedo porque le cortaba el camino y no sabía nadar.

Cayó de rodillas a la orilla del lago (el sueño, en ese sentido, era idéntico a los de su infancia), pero en lugar de ver el reflejo de la cosa en el agua inmóvil, el horrible hombre espantapájaros con la cabeza de arpillera rellena y las manos hinchadas, con guantes azules, esta vez vio a Owen Underhill con la cara llena de man­chas. A la luz de la luna, las manchas de byrus parecían grandes lunares negros, esponjosos y amorfos.

De niño siempre se había despertado en ese momento (y muchas veces con la picha tiesa, por raro que fuera que a un niño se la pusiera dura un sueño tan angustioso), pero esta vez la cosa (Owen) llegó a tocarle, y en el reflejo de los ojos en el agua ha­bía una mirada de reproche. Quizá una pregunta.

«¡Porque has desobedecido órdenes, chaval! ¡Porque has cru­zado la línea!»

Levantó la mano para empujar a Owen, apartar aquella mano... y vio la suya a la luz de la luna. Estaba gris.

No, se dijo, sólo es la luna.

Ahora bien, sólo tenía tres dedos. ¿Eso también era la luna?

La mano de Owen encima de él, tocándole, contagiándole su asquerosa enfermedad... y atreviéndose aun así a llamarle...





6






—... jefe. ¡Jefe, despierte!

Kurtz abrió los ojos y se incorporó gruñendo, al mismo tiempo que apartaba la mano de Freddy. No la tenía en el hombro, sino en la rodilla. Freddy estaba al volante, con el brazo hacia atrás sacudiéndole la rodilla, pero seguía siendo intolerable. -Ya estoy despierto, ya estoy despierto. Se puso las manos delante de la cara para demostrarlo. No tenía piel rosada de niño, ni mucho menos, pero tampoco estaban grises, y poseía cada una los cinco dedos preceptivos.

— ¿Qué hora es, Freddy?

—Ni idea, jefe. Sólo puedo decirle que aún es por la mañana.

Naturalmente. Se habían escacharrado todos los relojes. Hasta se le había quedado sin cuerda el de bolsillo. Como era tan vícti­ma de los tiempos modernos como cualquier hijo de vecino, se ha­bía olvidado de dársela. Kurtz, cuyo sentido del tiempo nunca había dejado que desear en cuanto a precisión, intuyó que eran sobre las nueve; o sea, que le había durado unas dos horas el sueñecito. No era mucho, pero tampoco necesitaba mucho. Se en­contraba mejor; bastante bien, en todo caso, para notarle a Freddy la preocupación en la voz.

— ¿Qué te pasa, chavalote?

—Dice Pearly que ahora ya no tiene contacto con ninguno. Dice que el último era Owen, y que ahora tampoco le recibe. Dice que Owen debe de haber rechazado el hongo de Ripley, señor.

Kurtz, de reojo y por el retrovisor, vio la mueca de burla de Perlmutter, como diciendo: «Os he engañado.»

— ¿Qué pides, Archie?

—Nada —dijo Pearly, con tono bastante más lúcido que an­tes de la cabezadita de Kurtz—. Aunque... es verdad que me iría bien beber un poco de agua. Hambre no tengo, pero...

—Supongo que se podría hacer una paradita —dijo Kurtz—; eso si tuviéramos contacto, porque si les hemos perdido a todos, tanto al que se llama Jones como a Owen y Devlin... Tú ya me conoces, chavalote: me moriré mordiendo, y hasta entonces harán falta dos cirujanos y un tiro para que abra la boca. Te espera un día largo y de mucha sed, porque Freddy y yo vamos a tener que bus­carle por todas las carreteras que van al sur. Menos si nos ayudas, Archie; entonces le ordenaré a Freddy que se meta por la primera salida y entraré personalmente en el primer súper de carretera para comprarte la botella más grande de agua mineral que tengan en la nevera. ¿A que te apetecería?

Kurtz notó que sí en que Perlmutter se mojó los labios, pri­mero por dentro y luego sacando la lengua (el Ripley de sus la­bios y mejillas seguía igual de lozano, con mayoría de manchas de color rojo claro y otras más vinosas), pero volvió a verle cara de travieso. Movía mucho los ojos, con costras de Ripley en los bordes. De repente Kurtz comprendió la situación: el pobre Pearly había enloquecido. Nada como un loco, quizá, para reconocer a otro.

—Juro por Dios que le he dicho la verdad. Ya no tengo con­tacto con nadie.

Archie, sin embargo, se puso un dedo al lado de la nariz y volvió a mirar el retrovisor con cara de picaro.

—Yo creo que si les cogemos tendrás bastantes posibilidades de curarte, nene. —Kurtz lo dijo con el tono más seco de su re­pertorio, tono de pura constatación—. ¿Bueno, qué? ¿A cuál si­gues recibiendo? ¿A Jonesy? ¿O al nuevo, Duddits?

—No, a ese no. A ninguno.

Pero el dedo paralelo a la nariz, la cara de travieso...

—Dímelo y te doy agua —dijo Kurtz—. Como sigas tocán­dome los huevos, te pego un tiro y te suelto en la nieve. Venga, léeme el coco y dime que es mentira.

Pearly le miró un poco más por el retrovisor con mala cara. Luego dijo:

—Jonesy y el señor Gray aún van por la autopista. Ahora están por Portland. Jonesy le ha explicado al señor Gray cómo se rodea la ciudad por la 295. Bueno, tanto como explicar... Tiene en la cabeza al señor Gray, que cuando quiere algo lo coge.

Oyéndolo, Kurtz se quedó cada vez más pasmado, pero sin interrumpir sus cálculos.

Hay un perro —dijo Pearly—. Van con un perro que se llama Lad. Es con el que estoy en contacto. Está... como yo.

— Volvieron a encontrarse sus ojos con los de Kurtz en el retro­visor, pero esta vez sin malicia, sino con una especie de media cor­dura angustiada—. ¿En serio ve alguna posibilidad de que vuel­va a...? A ser yo, vaya.

El hecho de saber que Perlmutter podía leerle el pensamien­to hizo que Kurtz procediera con cautela.

— Como mínimo, creo que se te podría quitar lo de dentro. ¿Con un médico que entienda la situación? Sí, yo creo que sí. Una buena dosis de cloroformo, y cuando te despiertes... ¡Nada! — Kurtz se dio un beso en las puntas de los dedos y miró a Freddy—. Si están en Portland, ¿cuánto nos llevan?

—Yo diría que unos ciento diez kilómetros, jefe.

—Pues acelera un poco, hombre de Dios; sin salimos de la carretera, pero corre un poco más.

Ciento diez kilómetros. Y si Owen, Devlin y Duddits sabían lo mismo que Archie Perlmutter, continuarían la persecución.

—A ver si me aclaro, Archie. El señor Gray está dentro de Jonesy...

— Sí.

— ¿Y van con un perro que puede leerles el pensamiento?

—El perro oye lo que piensan, pero sin entenderlo. De mo­mento no pasa de ser un perro. Jefe, que tengo sed.

¡Coño! ¡Escucha al perro como si fuera la radio!, pensó Kurtz sin salir de su asombro.

—Freddy, la próxima salida. Barra libre.

Le molestaba tener que parar (le molestaba cualquier ventaja de Owen, aunque sólo fueran tres o cuatro kilómetros), pero necesitaba a Perlmutter, y a ser posible contento.

Tenían delante el área de descanso donde el señor Gray había cambiado el quitanieves por el Subaru del cocinero, y donde tam­bién habían hecho una breve parada Owen y Henry porque pa­saba la línea por dentro. El aparcamiento estaba repleto, pero en­tre los tres tenían bastante calderilla para las máquinas de bebidas de fuera.

Gracias a Dios.





7





Más allá de los triunfos y fracasos de la llamada «presidencia de Florida» (cuestión de la que queda casi todo por escribir), hay algo que no puede negarse: aquella mañana de noviembre, con su discurso, el presidente acabó con el «pánico espacial».

Respecto a por qué funcionó el discurso hubo diversas opi­niones («más que dotes de liderazgo, fue elegir bien el momento», dijo, desdeñosa, una voz crítica), pero funcionó. Hubo gente que ya había emprendido la huida, pero que tenía tanta hambre de noticias claras que salió de la carretera para ver hablar al presiden­te. Las tiendas de electrodomésticos de los centros comerciales se llenaron de gente silenciosa y muy atenta. En las estaciones de servicio de la interestatal 95 cerraron las tiendas, y se instalaron televisores al lado de las cajas registradoras inactivas. Se llenaban los bares. En muchas partes hubo gente que abrió las puertas a cualquier persona que quisiera oír el discurso. Podrían haberlo escuchado por la radio del coche (como fue el caso de Jonesy y el señor Gray), y así no habrían tenido que parar, pero sólo lo hizo una minoría. En general había ganas de verle la cara al líder. Según los detractores del presidente, el único efecto del discurso fue romper la inercia del pánico. «En un momento así podría haber salido Porky a hacer un discurso y habría conseguido el mismo resultado», opinó uno de ellos. Distinto parecer expresó otro: «Era el momento decisivo de la crisis. Debía de haber unas seis mil personas yendo en coche. Si el presidente hubiera dicho algo mal, por la tarde habrían sido seis mil por dos, y a saber si para cuando llegase la oleada a Nueva York (la mayor cantidad de desplazados desde la recesión de los treinta) no habrían sido seis­cientos mil. Los americanos, sobre todo los de Nueva Inglaterra, acudieron al presidente que habían elegido por la mínima buscan­do ayuda, consuelo, seguridad... y él reaccionó con un discurso a la nación que puede haber sido el mejor de la historia. Así de sencillo.»

La cuestión, sencilleces, sociología y liderazgos al margen, fue que el discurso se ajustó bastante a las expectativas de Owen y Henry, mientras que Kurtz podría haber adivinado cada palabra, cada expresión. El discurso giró en torno a dos ideas simples, presentadas como hechos irrefutables y calculadas para paliar el miedo que palpitaba en el pecho del americano medio, tan satis­fecho, por lo general. La primera idea era que, aunque los visitan­tes no hubieran venido con ramitas de olivo y regalos, tampoco habían dado ninguna muestra de comportamiento agresivo u hostil. La segunda, que, si bien eran portadores de una especie de virus, se había logrado confinarlo a la zona de Jefferson Tract. (El presidente la señaló en una pantalla con la pericia de un meteo­rólogo indicando una zona de bajas presiones.) No sólo estaba aislado, sino que se moría solo, sin intervención de los científicos y expertos militares que habían acudido a la zona.

«Aún no está comprobado del todo —dijo el presidente a una audiencia sin aliento (es posible que los que menos aliento tuvie­ran fueran los que se encontraban en la zona de Nueva Inglate­rra, lo cual no carecía de justificación)—, pero tendemos a pen­sar que nuestros visitantes traían consigo el virus como hay gente que viaja al extranjero y vuelve a su país de origen con algún in­secto en el equipaje, o en las compras que ha hecho. Lo normal es que lo detecte el personal de aduanas, pero claro —[gran sonrisa del gran padre blanco]—, los visitantes a los que me refiero no han pasado ningún control aduanero.»

En efecto, se conocían víctimas mortales del virus, en su ma­yoría personal militar, pero la gran mayoría de los que lo habían contraído («el hongo presenta un aspecto parecido al del pie de atleta», dijo el gran padre blanco) lo rechazaban sin dificultad. La zona había sido puesta en cuarentena, pero fuera de ella nadie estaba en peligro. «A los que estén en Maine y se hayan marcha­do de casa —dijo el presidente— les sugeriría que volvieran. Como dijo Franklin Delano Roosevelt, sólo hay que tenerle mie­do al propio miedo.»

La masacre de grises, la explosión de la nave, los cazadores enterrados, el incendio en la tienda de Gosselin y la evasión, ni mentarlos. No se dijo nada de que a los últimos Imperial Valley de Gallagher les abatieran como perros (porque eran eso, perros, y para muchos peores que perros). Kurtz y el agente de contagio (Jonesy) no merecieron una sílaba. El presidente soltó lo justo para pararle los pies al pánico y evitar que se descontrolara.

La mayoría de la gente siguió su consejo y volvió a casa.

Claro que algunos no podían.

Algunos se habían quedado sin casa.





8




El pequeño desfile se desplazaba hacia el sur bajo un cielo muy gris, encabezado por el Subaru rojo oxidado que no volvería a ver Marie Turgeon, vecina de Litchfield. Henry, Owen y Duddits le seguían a unos noventa kilómetros, o unos cincuen­ta y cinco minutos. Al salir del área de descanso y reintegrarse al tráfico (con Pearly tragándose su segunda botella de agua mine­ral), Kurtz y sus hombres estaban a unos ciento veinte kilóme­tros de Jonesy y el señor Gray, y a unos treinta de la presa prin­cipal de Kurtz.

Sin la capa de nubes, un observador que volara bajo habría podido ver al mismo tiempo el Subaru y los dos Humvee a las 11.43 hora este, que fue cuando el presidente dio colofón a su discurso con la siguiente despedida: «Que Dios os bendiga, ame­ricanos, y que Dios bendiga a América.»

Jonesy y el señor Gray entraban en New Hampshire por el puente Kittery-Portsmouth; Henry, Owen y Duddits pasaban al lado de la salida 9, por donde se accede a las localidades de Falmouth, Cumberland y Jerusalem's Lot; Kurtz, Freddy y Perlmutter (cuyo abdomen volvía a inflarse, y que estaba estirado soltan­do gases nocivos, posible comentario crítico al discurso del gran padre blanco) se hallaban no muy al norte de New Brunswick. La razón de que fuera tan fácil detectar los tres vehículos era la can­tidad de gente que se había parado a ver al presidente impartién­doles su clase sedante y con pantalla.

Valiéndose de la memoria de Jonesy, cuya organización era admirable, el señor Gray pasó de la interestatal 95 a la 495 justo después de cruzar la frontera entre New Hampshire y Massachusetts... y, dirigido por Duddits, que veía el paso de Jonesy como una línea de color amarillo chillón, lo mismo, a su tiempo, haría el primer Humvee. En la localidad de Marlborough, el señor Gray cambiaría la 495 por la 90, una de las grandes arterias este-oeste del país. En Massachusetts recibe el nombre de Mass Pike. Según Jonesy, en la salida 8 ponía Palmer, UMass, Amherst y Ware. El Quabbin estaba a seis kilómetros de Ware.

Lo que buscaba era el tubo 12. Lo decía Jonesy, que, aunque quisiera mentir, no podía. Las oficinas de la compañía de aguas de Massachusetts estaban en la presa de Winsor, al extremo sur del embalse de Quabbin. Llegar sería cosa de Jonesy; el resto, del señor Gray.





9




Jonesy no podía seguir sentado al escritorio, porque empeza­ría a lloriquear; del lloriqueo pasaría al berreo, del berreo al pa­taleo, y se arriesgaba a que el pataleo le hiciera salir y echarse en brazos del señor Gray, tarado perdido y a punto para la extin­ción.

¿Y ahora dónde estamos?, se preguntó. ¿Ya hemos llegado a Marlborough? ¿Ya hemos salido de la 495 para coger la 90? Sí, yo diría que sí.

Claro que con la persiana era imposible cerciorarse. Jonesy miró la ventana... y no pudo evitar una sonrisa. ¡Qué remedio! Ahora, en lugar de ríndete Y sal, ponía lo que había pensado él:

RÍNDETE, DOROTHY.

Lo he hecho yo, pensó, y seguro que si quisiera podría hacer desaparecer la persiana.

Muy bien, y ¿entonces qué? El señor Gray instalaría otras, o se contentaría con embadurnar el cristal con pintura negra. Mien­tras quisiera evitar que Jonesy mirara afuera, Jonesy seguiría igual de ciego. La cuestión era que el señor Gray controlaba su parte exterior. Le había explotado la cabeza, había esporulado en las narices de Jonesy (el doctor Jekyll convirtiéndose en Mr. Byrus), y Jonesy le había inhalado. Ahora el señor Gray era... Un incordio, pensó Jonesy.

La idea suscitó un conato de protesta; no sólo eso, sino que Jonesy tuvo una idea coherente en contra («no; es al revés; el que ha salido, el que se ha escapado has sido tú»), pero la recha­zó. Eran chorradas seudointuitivas, alucinaciones cognitivas que no se diferenciaban mucho de los oasis que hacía ver la sed en el desierto. Él estaba encerrado. El señor Gray estaba fuera comien­do beicon y llevando la batuta. Dejarse convencer por ideas así era como hacerse una inocentada a sí mismo.

Tengo que hacer que vaya menos deprisa, pensó. Ya que no puedo pararle, ¿no habrá alguna manera de poner una piedra en el engranaje?

Se levantó y empezó a dar vueltas por el perímetro del despa­cho. Eran treinta y cuatro pasos. ¡Coño, qué ronda más corta! Aunque bueno, supuso que era más que en las celdas normales de cárcel. A los de Walpole, Danvers o Shawshank les habría pare­cido de puta madre. En medio de la habitación bailaba y daba vueltas el atrapasueños. Una parte del cerebro de Jonesy contaba los pasos, y la otra quería saber cuánto faltaba para que llegaran a la salida 8 de Mass Pike.

Treinta y uno, treinta y dos, treinta y tres, treinta y cuatro. Ya volvía a estar detrás de la silla, listo para la segunda vuelta.

Tardarían muy poco en llegar a Ware, y no se detendrían. A diferencia de la rusa, el señor Gray tenía muy claro adonde que­ría ir.

Treinta y dos, treinta y tres, treinta y cuatro, treinta y cinco, treinta y seis. Otra vez con el respaldo delante, listo para otra ronda.

A los treinta años, él y Carla ya eran padres de tres hijos (el cuarto lo habían tenido hacía menos de un año), sin esperanzas a corto plazo de comprarse una casa de campo, aunque fuera tan modesta como la de Ware, en Osborne Road. Un buen día, el departamento de Jonesy había sufrido un movimiento sísmico, y el nuevo director, amigo de Jonesy, le había nombrado profesor adjunto tres años antes que en sus previsiones más optimistas. El sueldo había experimentado un salto considerable.

Treinta y cinco, treinta y seis, treinta siete, treinta y ocho, y otra vez detrás de la silla. Le estaba sentando bien. Era un simple paseo por la celda, pero le tranquilizaba.

El mismo año se había muerto la abuela de Carla, y, como en la generación intermedia no quedaba vivo ningún pariente cerca­no, ella y su hermana se habían repartido una herencia respetable. La casa se la habían comprado entonces, y el primer verano se habían llevado a los crios a la presa de Winsor, a una visita guia­da. El guía, un funcionario con uniforme verde, les había conta­do que ahora los alrededores del embalse habían recuperado la condición de naturaleza virgen, y que era donde anidaban más águilas en toda Massachusetts. (John y Misha, los mayores de los tres niños, esperaban ver alguna, pero se habían quedado con las ganas.) El embalse se había hecho en los años treinta inundando tres comunidades de granjeros, cada una con su pueblecito. En­tonces las tierras de alrededor del nuevo lago aún acusaban la mano del hombre, pero en sesenta y pico años habían recupera­do el aspecto que debía de tener toda Nueva Inglaterra antes del siglo XVII, el del inicio de los cultivos y las primeras industrias. Al este del lago (que era uno de los embalses de aguas más puras de toda Norteamérica, según el guía) había una red de caminos sin asfaltar, pero nada más. El que quisiera alejarse mucho del tubo 12 tendría que ponerse botas de montaña. Lo había dicho el guía, que se llamaba Lorrington.

En la visita guiada, aparte de la familia de Jonesy, participaban unas doce personas. Casi habían vuelto al punto de partida. Es­taban al borde de la carretera que cruzaba la presa de Winsor, mirando hacia el norte del embalse (con el azul intenso del Quabbin, el sol erizándolo con miríadas de puntos de luz, y Jonesy con Joey en la espalda, durmiendo como un tronco). Justo cuando Lorrington se disponía a cortar el rollo y despedirse, había levan­tado alguien la mano como un niño en el colé y había dicho: «¿En el tubo 12 no es donde una rusa...?»

Treinta y ocho, treinta y nueve, cuarenta, cuarenta y uno, y otra vez a la silla. Siempre hacía lo mismo: contar sin fijarse en los números. Según Carla era algo obsesivo-compulsivo. A saber. Lo que tenía claro Jonesy era que le tranquilizaba, conque inició otro circuito.

Oyendo la palabra «rusa», Lorrington había apretado los la­bios. Se veía que no formaba parte de la conferencia, que no cua­draba con el buen recuerdo que quería que se llevaran la compa­ñía de aguas. El agua corriente de Boston, dependiendo de por qué tuberías municipales recorriera los últimos diez o quince ki­lómetros, podía ser la más pura, la más buena del mundo: tal era la buena nueva que quería difundir la compañía.

«Pues no sé decírselo», había contestado Lorrington, hacien­do pensar a Jonesy: «¡Anda! Me parece que nuestro guía acaba de soltar una mentirijilla.»

Cuarenta y uno, cuarenta y dos, cuarenta y tres, otra vez con el respaldo delante y en el punto de partida de otra ronda. Aho­ra un poco más deprisa, con las manos en la espalda como un capitán de barco dando zancadas por la cubierta... o en la bode­ga del barco, después de tener éxito un motín. A eso, pensó, se limitaba el asunto.

Jonesy había sido profesor de historia casi toda la vida, y te­nía el reflejo de la curiosidad. Un par de días después había ido a la biblioteca, había buscado la noticia en el periódico local y al final la había encontrado. Era corta y concisa (en el mismo núme­ro había artículos sobre fiestas de sociedad más detallados y re­tóricos), pero el cartero sabía más, y tenía ganas de contarlo. El señor Beckwith. Jonesy aún se acordaba de lo último que había dicho antes de que volviera a arrancar la camioneta azul y blanca de correos, y de que continuara por Osborne Road hacia la próxi­ma casa. En verano, el extremo sur del lago recibía mucho correo. Caminando de vuelta hacia el regalo inesperado de él y Carla, la casa, Jonesy había pensado que se entendía que Lorrington no hubiera querido decir nada de la rusa.

Malo, muy malo para las relaciones públicas.





10




Se llama llena o Elaina Timarova. Al parecer no lo tiene cla­ro nadie. Aparece en Ware a principios de otoño de 1995 en un Ford Escort con una pegatina discreta de Hertz en el parabrisas.

Resulta que el coche es robado, y corre el rumor (sin fundamen­to, pero jugoso) de que ha conseguido las llaves en el aeropuerto a cambio de favores sexuales. A saber.

El caso es que se nota que está desorientada y un poco mal de la cabeza. Quién se acuerda del morado que tenía en un lado de la cara, quién de que llevaba mal abrochada la blusa. Habla mal inglés, pero bastante para que se le entienda lo que quiere: que le expliquen cómo se va al embalse de Qua-bbin. Escribe el nombre en un trozo de papel (en ruso). Por la tarde, al cerrarse la carre­tera que cruza la presa de Winsor, encuentran el Escort abando­nado en la zona de picnic del dique de Goodnough. Como a la mañana siguiente sigue en el mismo sitio, empiezan a buscar a la mujer dos empleados de la compañía de aguas (hasta podría ser que uno de los dos fuera Lorrington) y dos guardas forestales.

Recorren tres kilómetros de East Street y encuentran sus za­patos. Otros tres, hasta donde se acaba lo asfaltado (East Street viene y va por el bosque de la orilla este del embalse, y aunque se llame «street» no es ninguna calle, más bien una especie de versión de Deep Cut Road), y encuentran su blusa... Uy. Tres kilómetros después de donde estaba la blusa, se acaba East Street y hay un camino de leñadores con muchos baches (Fitzpatrick Road) que se aparta del lago. Cuando estaban a punto de meterse por él, uno de los que buscan ve algo rosa colgado en la rama de un árbol, cerca del agua. Resulta que es el sostén de la mujer.

En aquella zona el suelo está mojado, sin llegar a ser pantano­so, y se ven tanto las huellas de la mujer como las ramas que ha roto, y que, aunque no les agrade imaginárselo, deben de haber­le hecho cosas bastante feas en la piel desnuda. Les guste o no, la prueba de ellas está a la vista: una parte del rastro se compone de sangre en las ramas, y después en las piedras.

A un kilómetro y medio de donde acaba East Street, llegan a un edificio de piedra construido sobre la roca. El edificio está orientado hacia el embalse, y tiene delante, en la otra orilla, Mount Pornery. Es la construcción que alberga el tubo 12, y sólo se puede llegar en coche viniendo del norte. Por qué llena o Elaina no hizo lo más fácil, empezar por el norte, es una pregunta que no llega­rá a contestarse.

Hasta llegar a Boston, el acueducto que arranca del Quabbin recorre ciento cinco kilómetros, siempre hacia el este, y recoge más agua de los embalses de Wachusett y Sudbury (que no son, sin embargo, ni tan grandes ni tan puros). No hay bombas. La canalización del acueducto, que tiene cuatro metros de alto y tres y medio de ancho, se las basta sola. El suministro de agua de Boston se asegura mediante la simple gravedad, técnica que ya usaban los egipcios hace treinta y cinco siglos. Entre el suelo y el acueducto hay doce tubos verticales que sirven de reguladores de presión. También ejercen la función de puntos de acceso, por si se emboza el acueducto. El tubo 12, el que está más cerca del embal­se, también recibe el nombre de «tubo de prueba». Es donde se hacen los tests de pureza del agua. También ha visto poner a prue­ba la virtud de muchas mujeres. (El edificio de piedra no está ce­rrado con llave, y a menudo sirve de lugar de descanso para las parejas que van en canoa.)

En el peldaño más bajo de los ocho que llevan a la puerta, encuentran los vaqueros de la rusa bien doblados. En el escalón superior hay unas bragas blancas de algodón sin nada de encaje. Está abierta la puerta. Los hombres se miran, pero nadie dice nada. Tienen una idea bastante clara de qué encontrarán dentro: una rusa muerta y sin ropa.

Pero no. La tapa circular de encima del tubo 12 ha sido des­plazada lo justo para abrir un arco de oscuridad en el lado del embalse. Un poco más lejos se ve la palanca que ha usado la mu­jer para mover la tapa, y que debía de estar apoyada detrás de la puerta, con el resto de las herramientas. Más al fondo, el bolso de la rusa, con el billetero encima, abierto y con el documento de identidad a la vista. El vértice de la pirámide, valga la compara­ción, es el pasaporte, de donde sobresale un papelito cubierto de garabatos. Debe de ser ruso, o cirílico, o como lo llamen. Lo to­man por una nota de suicidio, pero la traducción demuestra que sólo son las indicaciones que usaba la rusa. En la última línea pone: «Cuando se acabe la carretera, caminar por la orilla.» Es lo que hizo, quitándose la ropa sin importarle que la pincharan las ramas y le hicieran rasguños los arbustos.

Los hombres rodean la boca del tubo, que no está tapada del todo, y se rascan la cabeza, oyendo el murmullo del agua al em­prender el camino hacia los grifos, fuentes y mangueras de Bos­ton. Es un ruido con mucho eco, y con razón: el tubo 12 tiene una profundidad de cuarenta metros. No les entra en la cabeza que la rusa haya elegido una manera así de suicidarse, pero tienen muy claros sus movimientos. Se la imaginan sentada en el suelo de piedra, desnuda y con las piernas colgando. Antes de tirarse, quizá mire hacia atrás para estar segura de que no se hayan movido el billetero ni el pasaporte. Quiere que se entere alguien de la iden­tidad de la persona que ha muerto de aquella manera. Es un de­seo de una tristeza inconsolable, atroz. Mira hacia atrás y se des­liza por el eclipse que hay entre la tapa desplazada y el lateral del conducto. Tal vez se tape la nariz, como los niños tirándose a la piscina municipal. Tal vez no. El caso es que desaparece en un segundo. Hola, amiga oscuridad.





11




Lo último que había dicho el señor Beckwith antes de seguir repartiendo el correo había sido lo siguiente: «Por lo que dicen, para San Valentín se la beberán los de Boston con el café del de­sayuno. —Una sonrisa burlona—. Yo no bebo agua. Prefiero la cerveza.»





12




Jonesy ya llevaba doce o catorce vueltas por el despacho. Se detuvo un momento detrás de la silla del escritorio, tocándose la cadera distraídamente, y emprendió la enésima ronda sin inte­rrumpir el recuento de pasos. Siempre tan obsesivo-compulsivo, este Jonesy.

Uno... dos... tres... .

Lo de la rusa era una historia muy buena, el típico cuento de terror elevado a sus mayores cotas (donde se codeaba con otros del tipo casas encantadas que han presenciado asesinatos múlti­ples, accidentes de carretera horrendos...). Por otro lado, era in­dudable que aclaraba los planes del señor Gray referentes al po­bre collie Lad, pero ¿de qué le servía a Jonesy saber adonde iba el señor Gray? En el fondo...

Otra vez a la silla, cuarenta y ocho, cuarenta y nueve, y... eh, eh, un momento. ¿Aquí qué coño pasa? ¿La primera vuelta del despacho no la había hecho en sólo treinta y cuatro pasos ? Enton­ces ¿cómo podía ser que ahora hicieran falta cincuenta? Ni arras­traba los pies ni daba pasitos cortos, conque...Lo has estado agrandando, pensó. A cada vuelta se ha hecho un poco mayor. La habitación estuya, ¿no? Seguro que si quisie­ras podrías hacerla tan grande como la sala de baile del Waldorf-Astoria... y sin poder remediarlo el señor Gray.

— ¿En serio? —susurró Jonesy detrás de la silla y con una mano en el respaldo, como posando para un retrato. La pregun­ta no requería respuesta. Bastaba con mirar. En efecto, la habita­ción había crecido.

Venía Henry. Si le acompañaba Duddits, sería facilísimo se­guir al señor Gray, aunque cambiara mil veces de vehículo, por­que Duddits veía la línea. Primero les había llevado en sueños hasta Richie Grenadeau, después, en la realidad, hasta Josie Rinkenhauer, y ahora le costaría tan poco orientar a Henry como a un lebrel encontrar la madriguera del zorro. El problema era la puñetera ventaja del señor Gray, como mínimo de una hora. En cuanto el señor Gray hubiera arrojado al perro por la tubería, ya no habría nada que hacer. En teoría quedaría tiempo para cerrar el suministro de agua de Boston, pero sólo si Henry conseguía convencer a alguien de que tomara una medida tan drástica, y eso Jonesy lo dudaba. Además, ¿y toda la gente que bebería agua casi enseguida a medio camino? Seis mil quinientos en Ware, mil cien en Athol, y en Worcester más de quince mil. En todos esos casos, el margen no sería de meses, sino de semanas, y en algunos de días.

¿Había alguna manera de entorpecer el avance de aquel hijo de puta, y de darle a Henry la oportunidad de recortar distancias?

Jonesy miró el atrapasueños, y en ese momento cambió algo en la sala: se oyó una especie de suspiro, como los que se supone que hacen los fantasmas en las sesiones de espiritismo. Pero no era ningún fantasma, y Jonesy notó un cosquilleo en el brazo. Al mismo tiempo se le pusieron los ojos llorosos.

— ¿Duddits? —susurró. Se le había erizado el vello de la nuca—. ¿Eres tú, Duddits?

Silencio... pero, al mirar el escritorio, vio que había apareci­do algo nuevo en el lugar del inservible teléfono. Un tablero y una baraja.

Alguien quería jugar.





13




Ahora duele casi todo el rato. Mamá ya lo sabe, porque se lo ha dicho. Cristo ya lo sabe, porque también se lo ha dicho. A Henry no se lo dice, porque Henry también tiene pupa, está can­sado y se pondría triste. Beaver y Pete están en el cielo, a la dies­tra del Señor Todopoderoso, creador del cielo y la tierra por los siglos de los siglos, amén. Le da mucha pena, porque eran amigos suyos, y jugaban con él sin tomarle el pelo. Un día encontraban a Josie, otro veían a aquel hombre tan alto, el vaquero, y otro jugaban.

Esto también es un juego, como cuando jugaban y le decía Pete «Duddits, da igual perder o ganar, la cuestión es jugar», lo que pasa es que esta vez sí que importa, lo dice Jonesy, que cues­ta oírle, aunque pronto se le oirá mejor, bastante pronto. Aunque qué rabia que haga tanto daño. No mejora ni con el Percocet. Tiene seca la garganta, le tiembla el cuerpo, y tiene pupa en la barriga, como cuando tiene que ir a hacer caca, más o menos pa­recido, lo que pasa es que ahora no tiene que ir, y a veces tose y le sale sangre. Tiene ganas de dormir, pero están Henry y su nuevo amigo Owen, el que estaba el día que encontraron a Josie, y dicen «Ojalá pudiéramos hacer que fuera menos deprisa», y «Ojalá podamos cogerle»; y tiene que quedarse despierto y ayu­darles, aunque para oír a Jonesy tiene que cerrar los ojos, y se creen que está durmiendo, y dice Owen: «¿No habría que desper­tarle?, ¿y si el cabrón se desvía?», y dice Henry: «Te digo que Duddits sabe adonde va, pero bueno, le despertaremos en la 1-90 para estar seguros. De momento déjale dormir, pobre. ¿No ves la cara de cansancio que tiene?» Y luego otra vez «Ojalá pudiéramos hacer que fuera menos deprisa, el muy cabrón», pero esta vez pensándolo.

Los ojos cerrados. Los brazos cruzados en el pecho, que le duele. Respirando poco a poco. Dice mamá que cuando tosas respira poco a poco. Jonesy no está muerto, no está en el cielo con Beaver y Pete, pero el señor Gray dice que Jonesy está encerra­do, y Jonesy se lo cree. Jonesy está en el despacho sin teléfono ni fax, y cuesta hablar con él porque el señor Gray es malo y tiene miedo. Jonesy también. Ahora sabrá Jonesy cuál de los dos está encerrado de verdad.

¿Cuándo hablaban más?

Cuando jugaban.

Le da un escalofrío. Tiene que pensar mucho, y le duele, nota que se queda sin fuerzas, las pocas fuerzas que le quedan, pero esta vez es más que un juego, esta vez importa quién gana y quién la caga, por eso entrega su fuerza, hace el tablero y hace las car­tas, Jonesy llora, pero Duddits Cavell ve la línea, la línea va ha­cia el despacho y esta vez hará algo más que mover las clavijas.

«Jonesy, no llores —dice. Las palabras son claras, en su cere­bro siempre lo son, la culpa siempre es de la tonta de su boca, que las estropea—. No llores, que estoy aquí.»

Los ojos cerrados. Los brazos cruzados.

En el despacho de Jonesy, debajo del atrapasueños, Duddits juega.




14




—Recibo al perro —dijo Henry con voz de agotamiento — . El que tiene sintonizado Perlmutter. Ahora lo cojo yo. Estamos un poco más cerca. ¡Ojalá hubiera alguna manera de que no fue­ran tan deprisa!

Ahora llovía. Owen confió en estar bastante al sur para sal­varse del aguanieve. Hacía tanto viento que costaba mantener el Humvee en línea recta. Era mediodía, y estaban entre Saco y Bid-deford. Echó un vistazo al retrovisor y vio que Duddits tenía cerrados los ojos y la cabeza apoyada en el respaldo, con los bra­zos cruzados en el pecho como dos palos. Asustaba verle tan amarillo. Le salía un hilo de sangre de la comisura de los labios.

— ¿Tu amigo puede ayudarnos de alguna manera? —preguntó. —Me parece que ya lo intenta.

— ¿No habías dicho que dormía? Henry se giró, miró a Duddits y contestó: —Me había equivocado.





15




Jonesy repartió las cartas, apartó dos de las suyas, cogió la otra mano y apartó otras dos.

«Jonesy, no llores. No llores, que estoy aquí.»

Jonesy miró el atrapasueños con la certeza de que era de don­de procedían las palabras.

—No lloro, Duds. Es la mierda de la alergia. Tranquilo. Creo que te conviene sacar el...

«Dos», dijo la voz del atrapasueños.

Jonesy sacó el dos de las cartas de Duddits (reconociendo que no era mala manera de empezar) y contestó con un siete. Total, nueve. Duddits tenía un seis. Quedaba por ver si lo...

«Seis para quince —dijo la voz del atrapasueños — . Quince para dos. ¡Tócame los perendengues!»

A Jonesy se le escapó la risa. Era Duddits, pero casi le había confundido con Beaver.

—Pues venga, mueve la clavija.

Le fascinó ver levantarse del tablero una de las clavijas, flotar y volver a colocarse en el segundo agujero de la primera calle.

De repente entendió algo.

— Oye, Duds, ¿verdad que siempre has sabido jugar? Sólo contabas de cualquier manera porque nos hacía reír.

La idea alimentó el llanto. Tantos años creyendo que jugaban con Duddits, y era al revés. ¿Y el día de detrás de Tracker Her­manos? ¿Quién había encontrado a quién? ¿Quién había salvado a quién?

—Veintiuno.

«Treinta y dos para dos. —Desde el atrapasueños. Por segun­da vez, la mano invisible levantó la clavija y la desplazó dos agu­jeros—. Para mí está bloqueado, Jonesy.»

—Ya lo sé.

Jonesy sacó un tres, Duddits pidió trece, y Jonesy lo sacó de las cartas que le correspondían.

«Pero para ti no. Tú puedes hablar con él.»

Jonesy sacó su dos y avanzó dos agujeros. Duddits jugó, avanzó una posición con la última carta, y Jonesy pensó: «Me está ganando un retrasado. ¡Anda que no!» Sólo que Duddits no era ningún retrasado. Estaba cansado y se moría, pero no era ningún retrasado.

Hicieron el recuento y Duddits llevaba mucha ventaja.

«Jonesy, ¿qué quiere aparte del agua?»

«Matar —pensó Jonesy—. Le gusta matar gente.» Pero basta de asesinatos. Basta, por amor de Dios.

—Beicon —dijo—. Le encanta el beicon.

Empezó a barajar... hasta que Duddits le dejó de piedra lle­nándole la cabeza. El Duddits de verdad, joven, fuerte y dispuesto a luchar.




16





En el asiento trasero, Duddits gimió. Henry se volvió para mi­rarle y vio que le salía de la nariz una sangre tan roja como el byrus. Tenía la cara crispada por una mueca tremenda de concentración, y se le movían los ojos muy deprisa debajo de los párpados.

— ¿Qué le pasa? —preguntó Owen. —No lo sé.

Duddits sufrió un brote de tos convulsiva, con ruido de bron­quios, y le salieron disparadas varias gotitas de sangre entre los labios.

— ¡Despiértale, Henry, haz el favor!

Henry miró a Owen Underhill con cara de susto. Estaban acercándose a Kennebunkport, a unos treinta kilómetros de la frontera de New Hampshire y ciento ochenta del embalse de Quabbin. Jonesy tenía una foto del Quabbin en la pared de su despacho. La había visto Henry. Y una casita cerca, en Ware.

Entre los ataques de tos, Duddits exclamó tres veces la mis­ma palabra. Aún no escupía mucha sangre, y sólo le salía de la boca y la garganta, pero si empezaban a abrírsele heridas en los pulmones...

  • ¿Qué dice? ¿Le duele algo? —Dice «beicon».

1 «Pedos secos», por similitud fónica con el nombre del establecimien­to. (N. del T.)

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