El pararrayos
LISA TUTTLE
Su cuerpo se convulsionó. El diario voló de sus manos y la lámpara se tambaleó.
Chocó contra la pared; entre el otro dolor que la invadía, apenas sintió el impacto.
El calor crepitaba deprisa a través de los caminos de su sistema nervioso. Los ojos le
lloraban y le picaba la nariz con aquel olor familiar y amargo de su propia carne y su
propio cabello chamuscándose.
—¿Mamá?
Kevin se encontraba de pie junto a la cama. Instintivamente, Emma tendió su brazo
para cogerle. Después, horrorizada ante su descuido y su necesidad egoísta de curar, retiró
las manos hacia atrás deprisa. Justo a tiempo: vio cómo la electricidad echaba chispas entre
ellos pero no alcanzó a Kevin.
—Estoy bien —logró decir Emma.
—¿Qué pasa?
A medida que el espasmo disminuía, Emma descubrió que se estremecía ofendida.
Por más que fuera un adolescente ensimismado o no, ¿cómo podía Kevin preguntar algo
así? Se acordó de que los sacrificios maternos por lo general pasan inadvertidos (que, en
realidad, deben pasar inadvertidos para que funcionen) y sólo respondió:
—Recordaba a tu padre —lo cual había llegado a comprender que no era verdad
precisamente.
—¿Todavía?
Emma se incorporó temblorosa y se recostó contra las almohadas calientes y luego
apretó los nudillos contra las sienes para detener el zumbido. A veces le parecía que, si
pudiera producir un circuito completo, la corriente viajaría con mayor suavidad y con un
arco voltaico menos doloroso. Sabía que era peligroso hacer las cosas más fáciles para ella,
aunque por el momento Kevin parecía a salvo.
—¿Tienes otro dolor de cabeza?
Emma asintió con la cabeza.
—Pero no es muy grave —en realidad, había sido mucho peor, y volvería a suceder
antes de que Kevin creciera.
Kevin titubeó, luego se acercó a su madre.
—¿Quieres que te masajee el cuello?
—¡No! —gritó Emma asustada, y después agregó con un tono más suave— ya está
mejor.
Para que su hijo no adivinara que la cabeza aún le dolía de manera atroz, hizo un
esfuerzo por abrir las manos y posarlas sobre el regazo.
Kevin se acomodó cariñosamente entre las sábanas arrugadas mas no intentó tocarla
otra vez. Emma lo estudiaba desde lejos: muslos vellosos, ningún indicio de barba en las
mejillas ni en el pecho, la nuez de Adán visible sólo al tacto, ojos grises iridiscentes tan
parecidos a los de Mitchell antes de que el cáncer los invadiera. Al parecer, Emma llegó a
la conclusión, hasta ahora estaba haciendo su trabajo muy bien; a los trece años Kevin no
había sufrido ningún dolor verdadero en su vida.
Pensar que Mitchell no estaría allí para ver crecer a su hijito le produjo a Emma una
tristeza ardiente, y pensaba en ello con frecuencia deliberada, lo único que podía hacer por
su esposo. El dolor de la orfandad de Kevin era realmente desgarrador. Holly ya era
grande y vivía con su abuelo del otro lado de la ciudad cuando murió Mitchell, pero
Emma aún tenía la obligación de proteger a su hijo para que nunca comprendiera cuánto
había perdido.
—Yo también pensaba en él —decía Kevin, sin lágrimas en los ojos y con una leve
sonrisa incluso—. Pero cuando comenzaba a ponerme triste de veras te oí gritar y tuve que
venir aquí y cerciorarme de que te encontrabas bien.
Emma cerró los ojos aliviada. El desastre se apartaba una vez más. Al menos esto
podía hacer.
—Sin embargo, no pienso en él como lo haces tú. Nunca lo hice.
Kevin la observaba con cautela. Con los oídos aún zumbando, la vista nublada y sin
aliento, Emma logró mover la cabeza en señal de aprobación.
—La mayor parte del tiempo estoy bastante contento, ¿sabes? Incluso
inmediatamente después de que murió, unos días después, me sentía bien.
Esos primeros días tormentosos, antes de que Emma consiguiera orientarse, no había
podido evitar que Kevin llorara, vomitara y llamara a su padre.
—Eso es bueno, cariño —le dijo Emma—. Eso es lo que quiero para ti.
—Me preocupan otras cosas. Cosas normales, como las notas por ejemplo.
—Mas no demasiado —protestó Emma—. No te preocupas demasiado, ¿no es así?
—O las chicas —se ruborizó. Emma contuvo su aliento; cuan guapo era, cuan
perfecto, inocente y absolutamente vulnerable sin el amparo de una madre.
—Eres demasiado joven para preocuparte por las chicas.
—¿Está bien ser feliz aun después de la muerte de tu padre?
—Así es como debe ser.
—Pero mi vida no cambió en realidad. ¿No crees que es extraño? Parece que nunca
hubiera muerto; ni vivido.
Su rostro se contrajo apenas; Kevin estaba triste. Emma sintió un escozor en la
garganta, pero pudo decir:
—Continuar con tu vida. Eso es lo que debes hacer.
—¿Qué hay de ti? ¿Qué hay de tu vida?
—Esta es mi vida —Emma juzgó aceptable el riesgo de abrazar a su hijo. El hundió el
rostro de manera infantil contra ella y frotó las nuevas heridas en su pecho, mas Emma ni
siquiera pestañeó.
—¡No le extraño! ¡No sé cómo, y quiero! —Kevin rompió a llorar.
Confundida, Emma lo abrazó hasta que cesaron los sollozos, lo cual no llevó mucho
tiempo. Casi de inmediato se volvió inquieto, se sentó, limpió su nariz con el dorso de la
mano y preguntó:
—¿Holly y el abuelo vienen a cenar esta noche?
—Desde luego.
—Caramba, vienen aquí todos los días. Qué bueno que vivan cerca.
—Holly sólo tiene veintiún años. No es posible que ella haga todo para él. Es
suficiente con que viva allí.
—Cuando crezca no voy a cuidar de nadie.
Emma le sonrió con cariño a su hijo y no dijo nada.
—¿A qué hora deberían venir?
—Alrededor de las seis —Emma sintió la breve oleada de terror que siempre la
invadía cuando se daba cuenta de que no estaba preparada para recibir a su padre—. ¿Qué
hora es?
Kevin se encogió de hombros.
—Ay, Kevin, ¿qué le pasó al reloj nuevo que hace poco te compré?
—Creo que lo perdí. ¿Cómo es posible que tú no uses un reloj?
—No puedo. Se detienen.
—Solías usar relojes. Tenías ése muy bonito con diamantes que Papá te obsequió
para vuestro aniversario ese año —de pronto, esa carita suave tembló un poco, y los ojos
grises brillaron con lágrimas—. Desearía que Papá...
Emma apretó los dientes. Los vellos de su brazo se erizaron y estaba caliente y luego
se enfrió. No duró mucho y cuando se relajó, la preocupación por ella misma había
borrado todo rastro de la tristeza de Kevin.
—Será mejor que preparemos la cena —le dijo a Kevin.
—¿Spaghetti, no es cierto? Sacaré las cacerolas.
Bajó las escaleras ruidosamente. Emma le gritó:
—¡No enciendas el horno hasta que yo no esté allí! —aunque sabía que no lo haría; le
temía a los quemadores, tal como ella deseaba.
Emma dejó colgar sus piernas desde el borde de la cama con cautela. Desde que tenía
memoria su cuerpo le había dolido, y este dolor se había acrecentado desde la muerte de
Mitchell, las articulaciones se endurecían y los músculos se desgarraban poco a poco.
Atravesó la habitación, enrollando su camisa con cuidado de modo que, antes de estar de
pie frente al espejo de cuerpo entero en la puerta, podía ver todo su torso.
Tres cicatrices nuevas se retorcían entre los bordes endurecidos y elevados de las
anteriores, un color rosa brillante se mezclaba con un rojo más oscuro, el marrón y el
blanco. Una de ellas descendía una pulgada o dos a lo largo del esternón; otra desaparecía
en el vello del pubis; la más grande se ramificaba hacia el lado inferior pálido y vulnerable
de su brazo izquierdo. La piel absorbente alrededor del corazón tenía tantas cicatrices que
no podía ver ni encontrar tanteando con los dedos donde comenzaban las nuevas marcas.
Debajo de todas las otras cicatrices (la mayoría de ellas se anidaban en su pecho
como esas fotografías horribles de las espaldas de los esclavos después de la Guerra Civil)
estaba la marca de nacimiento que se enroscaba como una cola roja amarronada fuera de
su ombligo. Emma la tocó; no le dolía. Le pareció recordar que alguna vez le había dolido,
pero eso no podía ser verdad; sabía que las marcas de nacimiento no dolían. Siempre le
había avergonzado hasta conocer a Mitchell, quien solía besarla con respeto cariñoso.
Durante un instante nada más, Emma echó de menos a Mitchell. Pero desechó este
sentimiento; no había lugar para su propia tristeza entre la de los demás.
No había salvado a Mitchell del cáncer. En ese momento pensó que debería haberlo
adivinado, debería haber sabido que él estaba en peligro antes de que él mismo lo supiera,
antes de que los médicos le hubieran puesto un nombre a ese peligro. Si hubiera sido más
valiente o más hábil podría haber transportado la enfermedad a su propio cuerpo.
La consoló un poco saber que había sido capaz de absorber mucho de su dolor y de
su temor a la muerte. Gracias a ella, Mitchell había estado en paz al final, mientras que el
temor de Emma de que él la dejara se había dispersado y endurecido como el tejido de una
cicatriz.
Emma había permanecido en la cama junto a él durante esos últimos días y noches
largas. Kevin les llevaba sus tareas y el diario de la mañana; Holly les había llevado sopa.
¿Por qué no descansas, mamá? Yo me quedaré con él. Pero Emma sabía muy bien que no
debía abandonarle. Si le dejaba, Mitchell sentiría dolor y estaría asustado. Ella podía sentir
las heridas y las cicatrices en sus órganos interiores y en las cavidades de su mente y
cuerpo. Finalmente el circuito se había hecho continuo, un circuito cerrado que se
perpetuaba por sí mismo, y se había sentido más cerca de Mitchell que antes.
Justo antes de morir Mitchell le había susurrado:
—Algo pasa. Siento como si fuera otro el que se está muriendo —Emma había
tomado ese comentario como una medida de lo bien que había hecho su trabajo.
El padre de Emma había ido al funeral. Nunca había prestado demasiada atención a
Mitchell, y tampoco parecía hacerlo entonces. Esta vez estaba a salvo; no había perdido a
nadie que había amado.
El padre de Emma no tenía nombre. Ella sabía que le habían dado un nombre, desde
luego, y un apellido que lo emparentaba con generaciones de personas además de ella,
pero nunca se consideró la hija de aquel hombre con nombre. Se esforzó por no llamarle
nada, por retenerle donde pudiera observarle en relación directa con ella; mi padre y nada
más. En las pocas ocasiones que habían requerido alguna forma de dirigirse a él, Pa y Papá
le habían asustado, y a continuación había sufrido un ataque terrible y heridas profundas.
Durante un largo tiempo Emma no había sabido cuál era el dolor que amenazaba a su
padre en aquellos momentos, pero siempre podía sentir cuando se acumulaba.
—No podemos dejar que tu padre se lastime más.
Mamá le había dicho eso desde que tenía memoria, en canciones de cuna, cuentos de
hadas y canciones de feliz cumpleaños. Emma no recordaba cómo era su madre ni nada de
lo que habían hecho juntas, sólo ellas dos, mas recordaba el sonido de su voz al pronunciar
aquellas palabras, y las cicatrices en el pecho y el estómago de la mujer mayor que parecía
un árbol de espinas en flor. Mamá nunca se había avergonzado de dejar que Emma viera
su cuerpo, y siempre parecía haber una nueva rama en el árbol de cicatrices, una nueva
flor rosada. Eso es lo que haces cuando amas a alguien como él. Le proteges; no puede
sufrir más.
Su abuelo había muerto cuando Emma tenía seis años. Nunca le había conocido y
Mamá dijo que ella tampoco; su abuelo vivía a cientos de millas de distancia y se había
apartado de su hijo durante años. En el coche que las llevaba al funeral, Emma y su madre
habían llorado todo el viaje, y Emma, sentada en el asiento de atrás, había observado los
espasmos ocasionales de la cabeza de Mamá, la tensión de sus hombros. Su padre no había
dicho nada, excepto que debían detenerse para cargar gasolina y si acaso no era ese el
empalme de la carretera 36 donde debía girar. Había mirado el cuerpo de su padre en el
ataúd sin expresión, mientras Mamá lloraba. Sin hacer ningún comentario ni sacar nada,
su padre había limpiado la casa en la que había crecido; Mamá había estado tan
acongojada entonces que no pudo ayudar, y el pecho de Emma le había dolido durante
varios días.
—Ha sufrido demasiado.
Emma conocía la historia, aunque no por boca de su padre. Le hubiera asustado que
él se la contara. Antes de que ella existiera siquiera, antes de que hubiera necesidad de ella,
su padre había tenido otra familia, una esposa llamada Mary-Ellen y dos niños llamados
Joseph y John. Todos habían muerto al incendiarse la casa en que vivían mientras su padre
se encontraba en el trabajo. Sólo pensar en sus nombres le hacía contener el aliento a
Emma con dolor; intentaba recordar sus nombres todos los días, y se aseguraría de
enseñárselos a Holly.
Nuestro trabajo es proporcionarle felicidad y apartar el dolor de él. Mamá aún decía
eso el día que murió; Emma tenía trece años, ya no era una niña.
El llanto de su padre la había despertado la noche anterior, seguido de un relámpago
que iluminó su dormitorio de color violeta, un trueno furioso, el olor punzante del ozono,
y una sacudida de electricidad que la sujetó a la cama durante largos instantes. Había
sentido el avance de la quemadura, que en segundos viajó desde la base de su garganta
hacia el abdomen; había gritado, aunque débilmente, y su padre no había oído. La
quemadura le había lastimado mucho, y había formado el tronco y las raíces para todas las
demás cicatrices.
El dolor amenazaba en forma constante a su padre durante aquel primer año, y a
Emma le aterraba pensar que quizá no fuera lo suficientemente buena, que parte de aquel
dolor le atravesara y su padre explotara. Sin embargo, aprendió. Estoy aprendiendo,
Mamá. Al poco tiempo podía percibir cuándo su padre se encontraba en peligro de estar
triste aun cuando estuviera lejos de él. La enfermera de la escuela pensó que
Emma padecía ataques; el doctor estuvo de acuerdo con ella y le recetó un remedio
que Emma fingió tomar, pues temía que hasta la autoprotección fingida detuviera los
ataques.
Una vez, sin mirar, había cruzado la calle demasiado cerca de un coche que iba a
toda velocidad. Había oído el sonido desesperado del claxon y a su padre que gritaba su
nombre al mismo tiempo, y para cuando su padre la alcanzó al otro lado de la calle Emma
temblaba con violencia, asida a un poste indicador y jadeaba ¡Lo siento! ¡Lo siento! Sin
embargo, su padre había estado absolutamente tranquilo; más tarde, Emma se había
preguntado si se habría dado cuenta siquiera de que ella había estado en peligro.
Durante el otoño de su último año en la escuela secundaria, su padre había sido
trasladado a California. Emma apenas había comenzado a pensar en todo lo que dejaba
cuando se encontró con su padre que estaba de pie desolado en el patio de atrás. Yo
construí esta casa le había dicho; Emma no lo sabía. Viví aquí veintitrés años. Tu madre...
Emma se había desplomado en el césped. Su padre la había ayudado a ponerse de pie.
Cuando su mente se hubo despejado, terminaron de empaquetar sus pertenencias, y
ambos dejaron la casa vacía sin echar una mirada hacia atrás. En ese momento Emma no
podía recordar cómo una habitación se comunicaba con otra en aquella casa, ni cómo la
luz del sol llegaba al patio de atrás.
Su padre le recordaba a una marioneta hecha con calcetines sin cara, a un pedazo de
arcilla modeladora alisada con el dedo. Cercano a los ochenta, su padre prácticamente no
tenía rasgos. Ya no tenía el cabello ni restos de barba o bigotes. Sus cejas ralas tenían casi el
mismo color que su piel. No tenía arrugas. Hacía muchísimo tiempo que Emma no le veía
reir, fruncir el ceño o bostezar siquiera, y desde la noche en que Mamá había muerto y
Emma había comprendido cuál sería su trabajo, nunca le había visto llorar.
—Nosotras le quitamos el dolor. Es por eso que se casó conmigo; ésa es la razón por
la que naciste tú.
De pronto, Emma se acercó al espejo y contempló la marca de nacimiento que se
prolongaba desde el ombligo como si fuera un delgado alambre rojo. La tocó; no le dolió,
pero una vez si le había dolido. De repente se dio cuenta de que era esto lo que la unía a su
padre; ésta era su primera cicatriz.
Emma se bajó la camisa e intentó fijar su imagen en el espejo. Desde la muerte de
Mitchell apenas podía verse, sin embargo no creía que se notaran ninguna de las cicatrices.
La camisa, no obstante, estaba muy arrugada y en el frente una tenue quemadura
pardusca se extendía como ramitas chamuscadas. Su padre y Kevin no lo advertirían, mas
Holly sí. Emma se cambió de camisa de prisa y se peinó sin mirar realmente, sólo
procuraba atenuar la electricidad estática con las palmas de sus manos. Su padre pronto
estaría aquí y aunque Holly cuidaba de él ahora, Emma tendría que bajar.
Emma no cesaba de mirar a su alrededor. Estudiaba una y otra vez cada una de las
personas sentadas a la mesa que ella amaba, e intentaba adivinar sus estados mentales
cambiantes. Sus nervios tirantes como alambres en un viento cálido y creciente. Apenas
comió; no tenía hambre, y no se animó a distraer su atención de su padre, su hijo, su hija,
su padre, su hijo. Una y otra vez fijó la vista en cada uno de ellos; los amaba, y por lo tanto
tenía la obligación de resguardarles del dolor.
Mitchell debería estar sentado en la cabecera de la mesa. Su lugar parecía destruido
por el fuego; Emma debería haber sido capaz de evitarlo.
Del otro lado de la mesa Holly también observaba, y Emma advirtió que había
comido muy poco. De vez en cuando, las miradas de madre e hija se cruzaban como
antenas; una vez, sus miradas se trabaron durante un instante, y Emma sintió un mínimo
reflejo de pérdida, algo se vació, antes de que apartara la vista.
—¿Muy bueno, no es cierto, abuelo?
Emma se concentró nuevamente en su hijo pues temía llegar demasiado tarde y que
la falta de expresión de su padre hubiera lastimado ya a Kevin. Kevin estaba inclinado en
su asiento y agachaba la cabeza de manera infantil para poder ver el rostro distraído de su
abuelo.
—Mmm —dijo el padre de Emma, todo lo que parecía decir estos días. Cuando cogió
un poco más de ensalada agachó más la cabeza y Kevin casi se cayó de la silla.
El dolor se acumulaba alrededor de su hijo. Emma se preparó. Desde muy chica
había dejado de atraer la atención de su padre al notar lo incómodo que se sentía; había
dejado de decirle que le quería pues le ponía en peligro. Holly había hecho lo mismo, mas
Kevin, inconsciente o tozudo, no se rendía.
—Te quiero, abuelo —insistía aún, y su abuelo, si decía algo, era—: Mmm.
Todavía no había cesado de cuestionarle:
—¿Acaso el abuelo nos quiere?
—Desde luego que sí.
—¿Por qué no lo dice? ¿O lo demuestra?
—No puede, cariño. Al principio estaba demasiado asustado, y ahora ha olvidado
cómo hacerlo.
Kevin había contado una broma. Emma se había perdido la mayor parte, mas sonrió
alentadora ante las palabras esenciales del chiste. Holly soltó una risilla. Kevin parecía
ilusionado y satisfecho consigo mismo. El padre de Emma sorbía impasible su café.
—¿Sabes algún chiste bueno, abuelo?
El viejo le miró sin expresión y luego negó con un mínimo movimiento de cabeza. Su
rostro atrapaba la luz como la superficie de un huevo.
—¿Quieres ver mi tortuga?
Kevin se estaba arriesgando demasiado, de modo que Emma intervino.
—Kevin, deja que el abuelo termine su comida.
—¡Ha terminado! ¡Sólo está allí sentado!
—Kevin, basta.
Su hijo se levantó de la mesa frunciendo el ceño, al borde de las lágrimas, mas antes
de que estuviera fuera de la sala, Emma sintió un hormigueo en el punto débil debajo de
su esternón, y vio que Holly se encogía de miedo. Un instante más tarde, Kevin salía
silbando por la puerta trasera.
—Kevin está bien —se encontró Emma diciéndole a Holly, y luego vio por primera
vez la tenue línea roja que asomaba desde el cuello abierto de su hija. Un rasguño, se dijo
para sí, o el borde de una quemadura de sol. Mas sabía qué era.
De pronto, Emma se puso de pie y llevó los platos a la cocina. Kevin se encontraba a
salvo afuera; le oyó jugar con el perro, dando gritos como si fuera un niñito. Los demás
estaban fuera de su vista pero podía oír a su hija hablando con dulzura a su padre, podía
oír los silencios de él.
Emma se recostó pesadamente contra el fregadero y sollozó. Apretó la boca con los
dedos para acallar el ruido, pero éste explotó como un código Morse desesperado. Extraño
a MitchelL Quiero a mi madre. Inesperadamente, este dolor era sólo suyo.
El dolor era enorme e intenso. Emma lo abrazó, lo reclamó, se arrodilló con él.
Luego desapareció. Como si hubieran encendido un interruptor, como si hubieran
desviado una corriente.
—¡No! —susurró—. ¡Es mío!
Levantó la cabeza y vio a Holly en la puerta, desplomada contra la jamba. Su cuerpo
joven y robusto se sacudía y su cabello rizado parecía salvaje alrededor de su cabeza.
Emma creyó que olía algo que se quemaba, y sus oídos zumbaron como si hubiera oído un
ruido fuerte cerca. Quemaduras largas y rojas atravesaban la parte inferior de los brazos
tendidos de su hija.
—¡Holly, no lo hagas!
—Mamá, déjame. Siempre cuidas de todos los demás; deja que cuide de ti. Sé cómo
hacerlo.
—Devuélvemelo.
Holly negó con la cabeza con violencia, y su cabello voló.
—Te quiero y no quiero que estés triste.
—¡Es mío! —gritó Emma—. ¡Me pertenece!
Arremetió contra su hija e intentó tomarla en sus brazos, mas Holly era más fuerte.
Llevó a Emma a su regazo con fuerza y la meció como si fuera un bebé. La acarició y
Emma sintió sus músculos faciales relajarse mientras los dedos de Holly se torcían y se
extendían.
—Les extraño —dijo lloriqueando, pero ya no sabía a quién se refería. Holly se había
llevado todo.
Epílogo
Escribo relatos de terror pues me parece que estudiar la naturaleza humana desde
ese ángulo resulta más esclarecedor que desde otros enfoques más directos. Soy también
asistente social, y fui educada para adoptar una actitud teórica, por no decir analítica,
hacia la naturaleza humana. No descarto eso, pues considero que algo puedo aprender de
mí misma y de la vida de esa manera, mas la novela —y a esta altura de mi vida, la
fantasía negra en especial— agrega otra dimensión resonante. Me gusta comenzar con una
verdad psicológica literal que no comprendo —por ejemplo, ese instinto tan fuerte que
sienten las mujeres en particular, mas no sólo ellas; las esposas y madres en especial, pero
no exclusivamente— de proteger a las personas que aman del dolor, hasta el punto de
negar tanto a ellas mismas como a los que aman la experiencia humana vital del dolor. Al
extender esta idea un poco, al empujarla espero observarla de una manera nueva y más
amplia.
No hay comentarios:
Publicar un comentario