BLOOD

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domingo, 31 de octubre de 2010

STEPHEN KING -- EL RETRATO DE ROSE MADDER -- 1ªparte



STEPHEN KING
"EL RETRATO DE ROSE MADDER"
1ªparte


PRÓLOGO
BESOS SANGRIENTOS
Está sentada en el rincón, intentando tomar aliento en una habitación que hace unos instantes parecía contener suficiente aire, pero que ahora se le antoja desprovista por completo de él. A lo que toma por una distancia enorme, oye un leve susurro y comprende que se trata del aire al pasar por su garganta y volver a surgir en una serie de jadeos febriles, pero ello no cambia el hecho de que está ahogándose en el rincón del salón mientras contempla los vestigios desgarrados de la novela de bolsillo que estaba leyendo cuando su marido ha llegado a casa.
No es que le importe. El dolor que la atenaza es demasiado intenso como para que le queden fuerzas para preocuparse por cuestiones tan insignificantes como la respiración o la falta de aire en la atmósfera que respira. El dolor se la ha tragado al igual que la ballena se tragó, según cuentan, a Jonás, ese prófugo beatificado. El dolor palpita como un sol venenoso que arde en lo más profundo de su vientre, en un lugar donde hasta hace un rato tan sólo percibía la queda sensación de algo nuevo creciendo en su interior.
Jamás ha sentido un dolor como el que ahora la azota, al menos que ella recuerde..., ni siquiera cuando tenía trece años, en que desvió la bicicleta para evitar un charco, se estrelló de cabeza contra el asfalto y se hizo un corte que resultó tener exactamente once puntos de longitud. Lo que recordaba de aquella ocasión era un rayo plateado de dolor seguido de una sorpresa negra y estrellada que, en realidad, había sido una breve pérdida de conocimiento..., pero aquel dolor no había sido lo mismo que esta agonía. Esta terrible agonía. La mano posada sobre el vientre percibe carne que ha dejado de parecer carne; es como si le hubieran abierto la cremallera y sustituido el bebé por una piedra caliente.
Oh, Dios mío, por favor, piensa. Que no le haya pasado nada al bebé, por favor.
Pero ahora, cuando su respiración empieza a normalizarse un poco, se da cuenta de que al bebé sí le ha pasado algo, que él se ha asegurado de que así sea. Cuando estás embarazada de cuatro meses, el niño todavía es más parte de ti que un ser en sí mismo, y cuando estás sentada en el rincón con el cabello pegado en mechones lacios a las mejillas sudorosas, y tienes la sensación de que te has tragado una piedra caliente...
Algo le está dando besitos siniestros y resbaladizos en la cara interior de los muslos.
-No -susurra-. No. Oh, Dios mío, no. Dios mío de mi vida, Dios mío, no.
Que sea sudor, piensa. Que sea sudor... O a lo mejor me he hecho pis encima. Sí, eso es. Me ha hecho tanto daño al pegarme por tercera vez que me he hecho pis encima y ni siquiera me he dado cuenta. Eso es.
Pero no es sudor ni orina. Es sangre. Está sentada en un rincón del salón, contemplando un libro de bolsillo desmembrado cuyos fragmentos yacen sobre el sofá y bajo la mesita de café, y su seno se está preparando para vomitar el bebé que hasta ahora ha albergado sin protesta ni dificultad alguna.
-No -gime-. No, Dios mío, por favor, no.
Ve la sombra de su marido, retorcida y alargada como la imagen de un campo de maíz y la sombra de un ahorcado, danzando y bamboleándose en la pared del arco que conduce del salón a la cocina. Ve la sombra del teléfono apretada contra la sombra de la oreja, ve la larga sombra en espiral del cable. Incluso ve las sombras de sus dedos alisando los rizos del cable, sosteniéndolos y luego soltándolos para que recobren su forma original, como si se tratara de una mala costumbre de la que uno no puede librarse.
Lo primero que piensa es que está llamando a la policía. Una tontería, por supuesto... Él es la policía.
-Sí, es una emergencia -dice-: Claro que es una puta emergencia, guapa. Está embarazada.
Escucha mientras desliza el cable del teléfono entre sus dedos, y cuando vuelve a hablar lo hace en tono crispado. La leve irritación que percibe en su voz la llena otra vez de terror y le deja en la boca un sabor acerado. ¿Quién se interpondría en su camino? ¿Quién se atrevería a contradecirle? ¿Quién sería el idiota que se atrevería a hacerlo, por el amor de Dios? Sólo alguien que no lo conociera, por supuesto, alguien que no lo conociera tan bien como ella.
-¡Claro que no la moveré! ¿Se cree que soy imbécil o qué?
Desliza los dedos vestido arriba hasta el algodón empapado y caliente de sus bragas. Por favor, piensa. ¿Cuántas veces le han cruzado estas palabras por la mente desde que él le arrebatara el libro de las manos? No lo sabe, pero aquí está de nuevo. Por favor, que el líquido de mis dedos sea transparente. Por favor, Dios mío. Que sea transparente, por favor.
Pero cuando saca la mano de debajo del vestido, las yemas de los dedos están teñidas de sangre. A1 mirárselas, un calambre monstruoso la recorre de pies a cabeza como si de la hoja de una sierra se tratara. Se ve obligada a apretar los dientes para ahogar un grito. Sabe que más le vale no gritar en está casa.
-¡A la mierda con todas esas tonterías! ¡Hagan el favor de venir ahora mismo!
Cuelga el teléfono con estruendo.
Su sombra se hincha y oscila en la pared; de repente se detiene bajo el arco de la cocina, contemplándola con su rostro enrojecido y apuesto. Los ojos de ese rostro aparecen tan carentes de expresión como fragmentos de vidrio en la cuneta de una carretera rural.
-Fíjate -dice alzando ligeramente los brazos antes de volver a dejarlos caer a los costados con un golpe suave-. Fíjate qué porquería.
Ella alarga la mano hacia él para mostrarle las yemas ensangrentadas de los dedos..., lo más parecido a una acusación que se atreve a expresar.
-Ya lo sé.
Pronuncia estas palabras como si el hecho de saberlo lo explicara todo, como si colocara todo el asunto en un contexto coherente, racional. Se vuelve y mira con fijeza la novela de bolsillo desmembrada. Coge el fragmento del sofá y se agacha para recoger el que ha caído bajo la mesita de café. Cuando se incorpora, ella ve la portada, que muestra a una mujer con una blusa blanca de campesina de pie en la proa de un barco. El viento le azota el cabello de un modo espectacular, dejando al descubierto sus hombros lechosos. El título, El viaje de Misery, aparece en brillantes letras plastificadas de color rojo.
-Esto es el problema -asegura él, y blande los restos del libro ante su rostro como si agitara un periódico enrollado ante un cachorro que acabara de hacerse pis en el suelo-. ¿Cuántas veces te he dicho lo queme parecen estas porquerías?
Lo cierto es que la respuesta es nunca. Ella sabe que podría estar sentada en el rincón, abortando, si él hubiera- vuelto a casa y la hubiera encontrado mirando las noticias en la tele, cosiendo un botón de una de sus camisas o haciendo la siesta en el sofá. Está pasando una mala época, una mujer llamada Wendy Yarrow le ha estado complicando la vida, y lo que Norman hace con las complicaciones es compartirlas. ¿Cuántas veces te he dicho lo que me parecen estas porquerías?, habría gritado fueran cuales fuesen las porquerías en cuestión. Y entonces, justo antes de empezar a usar los puños: Quiero hablar contigo, cariño. De cerca.
-¿Es que no lo entiendes? -susurra ella-. ¡Estoy perdiendo el bebé!
Por increíble que parezca, Norman sonríe.
-Puedes tener otro -replica.
Habla como si consolara a una niña a la que se le ha caído el helado. A continuación lleva el libro destrozado a la cocina, donde sin duda lo tirará a la basura.
Hijo de puta, piensa sin ser consciente de ello. Los calambres vuelven a atenazarla, no sólo uno, sino muchos, revoloteando en su interior como insectos espeluznantes, y ella sepulta la cabeza en el rincón y gime. Hijo de puta, cómo te odio.
Norman traspone de nuevo el arco y se acerca a ella. Ella se da impulso con los pies para intentar apretarse contra la pared mientras lo observa con expresión frenética. Por un instante está segura de que Norman pretende matarla esta vez, no sólo hacerle daño o arrebatarle el bebé que lleva tanto tiempo anhelando, sino matarla. Hay algo inhumano en su aspecto cuando se acerca a ella con la cabeza baja, las manos caídas sobre los costados y los largos músculos de los muslos flexionándose. Antes de que los niños llamaran a las personas como su marido, polizontes, empleaban otra palabra para referirse a ellos, y de repente, mientras Norman cruza la estancia con la cabeza baja y las manos bamboleándose en los extremos de sus brazos como péndulos de carne, recuerda la palabra, porque ése es precisamente el aspecto que ofrece... Toro.
Gimiendo, meneando la cabeza y dándose impulso con los pies. Un zapato se le escapa y yace de costado en el suelo. Percibe una nueva oleada de dolor, calambres que se clavan en sus entrañas como anclas de puntas viejas y oxidadas, más sangre resbalando por sus piernas, pero no puede dejar de darse impulso con los pies. Lo que ve en él cuando se halla en este estado es nada en absoluto; una suerte de terrible ausencia.
Norman se cierne sobre ella y menea la cabeza con ademán cansino. De repente se agacha y desliza los brazos bajo su cuerpo.
-Note voy a hacer daño -le asegura al tiempo que se arrodilla para levantarla del suelo-,así que deja de hacer el idiota.
-Estoy sangrando -murmura ella, recordando que le ha prometido a la persona con la que ha hablado por teléfono que no la movería, que por supuesto que no la movería.
-Sí, ya lo sé -responde él con indiferencia.
Pasea la mirada en derredor, intentando decidir dónde ha ocurrido el accidente... Ella sabe lo que Norman está pensando con la misma certeza que si estuviera metida dentro de su cabeza.
-Tranquila, no pasa nada -prosigue él-. Ya parará. Ellos lo pararán.
¿Podrán detener el aborto?, grita ella mentalmente, sin detenerse a pensar que si ella puede hacerlo él también, sin darse cuenta de la expresión cautelosa con que la observa. Y una vez más se impide escuchar el resto de lo que está pensando. Te odio. Te odio.
Norman la lleva en volandas hasta la escalera. Vuelve a arrodillarse y la deja al pie.
-¿Estás cómoda? -pregunta solícito.
Ella cierra los ojos. No puede seguir mirándolo, ahora no. Tiene la sensación de que perderá el juicio si no deja de mirarlo.
-Bien -continúa Norman como si ella hubiera contestado.
Y cuando abre los ojos ve la expresión que a veces se dibuja en el rostro de Norman... esa ausencia. Como si su mente se hubiera ido volando y dejado el cuerpo atrás.
Si tuviera un cuchillo podría apuñalarlo, piensa..., pero es una idea que ni siquiera se permitirá escuchar de pasada, ni muchos menos considerar en serio. No es más que un eco profundo, tal vez una reverberación de la locura de su marido, tan leve como el susurro de alas de murciélago en una caverna.
De repente, el rostro de Norman se anima de nuevo, y al incorporarse le crujen las rodillas. Se mira la pechera de la camisa para asegurarse de que no está manchada de sangre. No lo está. Se vuelve hacia el rincón donde ella se desplomó. Allí sí hay sangre, unos cuantos hilillos y salpicaduras. De ella brota más sangre, ahora con más rapidez e intensidad; percibe cómo la empapa con una calidez insana y en cierto modo ávida. Se está apresurando, como si hiciera tiempo que deseara expulsar al desconocido de su minúscula vivienda. Es casi como si -¡qué idea tan espantosa!- su propia sangre hubiera tomado partido por su marido..., sea cual sea ese partido demencial.
Norman vuelve a la cocina y allí se queda durante unos cinco minutos. Ella lo oye moverse mientras tiene lugar el aborto en sí mismo y el dolor llega al punto culminante antes de remitir en un chapoteo líquido que siente tanto como oye. De repente tiene la sensación de estar sentada en una bañera llena de fluido caliente y pegajoso. Una especie de salsa sangrienta.
La sombra alargada de Norman oscila en el arco cuando la nevera se abre y se cierra, y una alacena (el levísimo chirrido le revela que se trata de la que está debajo de la pica) también se abre y se cierra. Oye el sonido del agua, y a continuación Norman empieza a tararear algo -cree que es Cuando un hombre ama a una mujer- mientras el bebé se le escapa del cuerpo.
Cuando cruza de nuevo el arco, Norman lleva un bocadillo en una mano -todavía no ha cenado, por supuesto, y debe de tener hambre- y un paño húmedo de la cesta que hay debajo de la pica en la otra. Se agacha en el rincón hasta el que ella se arrastrara después de que Norman le arrancara el libro de las manos y le asestara tres fuertes puñetazos en la barriga -bam, bam, bam, hasta luego, desconocido-, y empieza a limpiar las salpicaduras y gotas de sangre; la mayor parte de la sangre y el resto de la porquería estará aquí, al pie de la escalera, justo donde él quiere.
Mientras limpia se come el bocadillo. Lo que ha puesto entre las rebanadas de pan huele al resto de cerdo asado que tenía pensado preparar con fideos el sábado por la noche, algo fácil que pudieran comer mientras miraban las noticias en la tele.
Norman mira el paño, teñido ahora de rosa pálido, luego mira el rincón y de nuevo el paño. Asiente con la cabeza, da un gran mordisco al bocadillo y se incorpora. Cuando sale de la cocina, ella oye el aullido distante de una sirena que se aproxima. Probablemente se trata de la ambulancia que él ha llamado.
Norman cruza la estancia, se arrodilla junto a ella y le toma las manos. Frunce el ceño al comprobar lo frías que están y empieza a frotárselas mientras le habla.
-Lo siento -dice-. Es que... han pasado muchas cosas... Esa zorra del motel...
Se interrumpe, desvía la mirada por un instante y luego se vuelve de nuevo hacia ella. En su rostro se dibuja una sonrisa extraña, arrepentida. A quién se lo explico, parece decir la sonrisa. Hasta este extremo hemos llegado... Vaya.
-Bebé -susurra ella-. Bebé.
Norman le oprime las manos con la fuerza suficiente para que duela.
-El bebé no importa; escúchame bien. Llegarán en cualquier momento.
Sí, la ambulancia está muy cerca ya, aullando en la noche como un perro indescriptible.
-Bajabas la escalera y has perdido pie. Te has caído. ¿Lo has entendido?
Ella lo mira sin decir nada. El dolor de su vientre ha remitido un poco, y cuando Norman le aprieta las manos (con más fuerza que antes), ella lo siente y jadea.
-¿Lo has entendido?
Ella observa sus ojos hundidos y ausentes antes de asentir. A su alrededor se eleva un olor entre salino y cobrizo. Ya no hay salsa sangrienta... Ahora tiene la sensación de estar inmersa en una caja volcada de experimentos químicos.
-Bien -prosigue Norman-. ¿Sabes lo que pasará si dices cualquier otra cosa?
Ella asiente de nuevo.
-Dilo. Será mejor que lo digas. Es más seguro.
-Me matarás -susurra ella.
Norman asiente con expresión complacida. Como un maestro que ha obtenido de un alumno algo torpe la respuesta a una pregunta difícil.
-Exacto. Y además te mataría lentamente. Antes de que terminara, lo que ha pasado esta noche te parecería un simple corte en un dedo.
Afuera, las luces escarlata entran parpadeando en el camino de coches.
Norman se termina el bocadillo y empieza a levantarse. Se dirigirá a la puerta para abrirles, el marido preocupado cuya esposa embarazada ha sufrido un desgraciado accidente. Antes de que se aleje, ella lo ase por el puño de la camisa. Norman baja la vista hacia ella.
-¿Por qué? -susurra ella-. ¿Por qué el bebé?
Por un instante ve en su rostro una expresión a la que apenas puede dar crédito... Parece miedo. Pero ¿por qué va a tener miedo de ella? ¿O del bebé?
-Ha sido un accidente -replica él por fin-. Eso es todo, un accidente. No he tenido nada que ver con ello. Y será mejor que sea eso lo que digas cuando hables con ellos. Que Dios te ayude si no lo haces.
Que Dios me ayude, piensa ella.
Afuera se oye el sonido de puertas al cerrarse, de pies corriendo hacia la casa, el chasquido metálico de la camilla sobre la que la transportarán hacia su lugar bajo la sirena. Norman se vuelve hacia ella una vez más con la cabeza baja en esa postura de toro, los ojos opacos.
-Tendrás otro niño, y esto no volverá a ocurrir. Al siguiente no le pasará nada. Una niña. O quizás un niño bien mono. El sexo no importa, ¿verdad? Si es un niño le compraremos un uniforme de béisbol. Si es una niña... -hace un gesto vago-, un sombrerito o algo así. Ya verás. Eso es lo que pasará. -Sonríe, y a ella le entran ganas de gritar; es como ver a un cadáver sonreír en su ataúd-. Si haces lo que te digo, todo irá bien. De eso puedes estar segura, cariño.
Entonces abre la puerta para dejar entrar a los enfermeros y les dice que se den prisa, que hay sangre. Ella cierra los ojos cuando se acercan; no quiere darles la oportunidad de que miren en su interior y destierren las voces de su mente.
No te preocupes, Rose, no te inquietes. No es más que una minucia, un bebé. Ya tendrás otro.
Una jeringuilla le pincha el brazo y a continuación la levantan del suelo. Mantiene los ojos cerrados, pensando: Bueno, sí, claro, supongo que puedo tener otro niño. Puedo tenerlo y llevármelo para que esté fuera de su alcance. Fuera de su alcance asesino.
Pero el tiempo pasa y, paulatinamente, la idea de abandonarle, que en ningún momento ha llegado a articular de forma coherente, se disipa a medida que el conocimiento del mundo racional da paso al sueño; al cabo de unos instantes, no existe más mundo para ella que el mundo del sueño en el que vive, un sueño como los que tenía de niña, donde corría y corría como si se hallara en un bosque infranqueable o un laberinto tenebroso, con el golpeteo de los cascos de un animal enorme persiguiéndola, una criatura temible y malsana que se acercaba cada vez más y acabaría por alcanzarla por mucho que se esforzara en desviarse, dar la vuelta, correr y deshacer lo andado.
La mente despierta conoce el concepto del sueño, pero para la persona que sueña no existe el mundo de la vigilia, el mundo real, la cordura; la confusión demencial del sueño. Rose McClendon Daniels durmió inmersa en la locura de su marido durante otros nueve años.

I
UNA GOTA DE SANGRE
1
Fueron catorce años de infierno en total, pero ella apenas si era consciente de ello. Durante la mayor parte de esos catorce años existió en un letargo tan profundo que era como la muerte, y en más de una ocasión estuvo casi convencida de que su vida no estaba sucediendo en realidad, que en un momento dado despertaría bostezando
y desperezándose con la elegancia de la heroína de un dibujo animado de Walt Disney. Esta idea se le ocurría sobre todo después de que él le
propinara tales palizas que tenía que meterse un rato en la cama para recuperarse. Eso había sucedido tres o cuatro veces en nueve años. En 1985, el año de Wendy Yarrow, el año de la reprimenda oficial, el año del «aborto», había sucedido casi una docena de veces. En septiembre de aquel año había emprendido su segundo y último viaje al hospital como consecuencia de los servicios de Norman... la última vez de
momento. Había tosido sangre. Norman había pospuesto el viaje al hospital durante tres días con la esperanza de que se le pasara, pero
cuando empeoró en lugar de mejorar, le explicó lo que tenía que decir (siempre le explicaba lo que tenía que decir) y a continuación la llevó al hospital de St. Mary. La llevó allí porque los enfermeros la habían llevado al City General después del «aborto». Le diagnosticaron una costilla rota que se le estaba clavando en el pulmón. Contó la historia de la caída por la escalera por segunda vez en tres meses, y ni
siquiera creía que el interno encargado de la exploración y el tratamiento se la hubiera tragado, pero nadie le hizo preguntas embarazosas, sino que la curaron y la mandaron a casa. Sin embargo, Norman sabía que había tenido suerte, y después de aquello se había andado con más ojo.
En ocasiones, cuando estaba tumbada en la cama de noche, las imágenes se arremolinaban en su mente como extraños cometas. La más frecuente era la del puño de su marido, con la sangre esparcida sobre los nudillos y el oro en relieve de su anillo de la academia de policía. Algunas mañanas, Rose había visto las palabras de aquel anillo, Servicio, Lealtad, Comunidad, estampadas en la carne de su estómago o impresas en uno de sus pechos. Con frecuencia aquello le recordaba el sello azul de las autoridades sanitarias que se veían en los trozos de tocino o ternera.
Siempre estaba a punto de sucumbir, de relajarse y abandonarse cuando visualizaba aquellas imágenes. Pero entonces veía el puño flotando hacia ella, despertaba sobresaltada y permanecía tendida junto a él, temblando, esperando que Norman no se diera la vuelta, medio dormido, y le asestara un puñetazo en el vientre o en el muslo por molestarlo.
Entró en aquel infierno cuando tenía dieciocho años y despertó de su letargo alrededor de un mes después de su trigésimo segundo cumpleaños, casi media vida más tarde. Lo que la despertó fue una única gota de sangre, apenas del tamaño de una moneda de diez centavos.
2
La vio al hacer la cama. Estaba sobre la sábana de arriba, en su lado, cerca del lugar que ocupaba la almohada cuando la cama estaba hecha. De hecho, podía deslizar la almohada un poco hacia la izquierda y tapar la mancha, que se había secado y adoptado un feo color marronoso. Comprendió lo fácil que sería y estuvo tentada de hacerlo, sobre todo porque no podía cambiar sólo la sábana de arriba; no le quedaban más sábanas blancas limpias, y si ponía una de las floreadas para sustituir la manchada, tendría que poner la bajera floreada, porque si no lo hacía, lo más probable era que Norman se quejara.
Mira esto, casi le oyó decir. Las putas sábanas ni siquiera hacen juego... Has puesto una blanca abajo y una floreada arriba. Por el amor de Dios, ¿por qué eres tan perezosa? Ven aquí... Quiero hablar contigo de cerca.
Permaneció junto a su lado de la cama, bañada en un rayo de sol primaveral, esa zorra perezosa que se pasaba los días limpiando la pequeña casa (una sola huella digital en la esquina del espejo del baño podía granjearle un tortazo), obesionada por lo que le prepararía para cenar; permaneció allí de pie, contemplando la diminuta mancha de sangre sobre la sábana con el rostro tan impávido y carente de animación que un observador podría haber concluido que se trataba de una retrasada mental. Creía que la nariz había dejado de sangrarme, se dijo. Estaba segura.
No solía darle en la cara; sabía que no le convenía. Las palizas en la cara quedaban para los centenares de borrachos a los que había detenido a lo largo de su carrera como policía uniformado y más tarde como detective. Si pegas a alguien en la cara, a tu mujer, por ejemplo, con demasiada frecuencia, al cabo de un tiempo las historias acerca de las caídas por la escalera, de las colisiones contra la puerta del baño en plena noche o de pisar un rastrillo en el jardín perdían credibilidad. La gente sabía. La gente hablaba. Y a la larga te metías en apuros, aun cuando la mujer mantuviera la boca cerrada, porque, al parecer, los tiempos en que la gente se ocupaba de sus propios asuntos habían pasado a la historia.
Sin embargo, nada de todo esto tenía en cuenta su mal genio. Tenía mal genio, muy mal genio, y a veces perdía el control. Eso era lo que había sucedido la noche anterior, cuando Rose le trajo un vaso de té helado y le había derramado un poco sobre la mano. Pum, y la nariz empezó a sangrarle como un grifo roto antes de que Norman se diera cuenta de lo que había hecho. Mientras la sangre le corría por la boca y la barbilla, Rose vio la expresión de asco que se dibujó en el rostro de su marido antes de dar paso a otra calculadora y preocupada... ¿Y si le había roto la nariz? Eso significaría otra visita al hospital. Por un instante, Rose había creído que la esperaba una paliza de las buenas, una de ésas que la dejaban acurrucada en el rincón, jadeando, llorando e intentando recuperar el aliento suficiente como para poder vomitar. En el delantal. Siempre en el delantal. En aquella casa no se lloraba ni se discutía con la dirección, y desde luego, no se vomitaba en el suelo... a menos que una quisiera mantener la cabeza encima de los hombros, claro está.
Pero en aquel momento, el aguzado instinto de supervivencia de Norman había hecho su aparición; le había traído un paño lleno de hielo y la había conducido al salón, donde Rosie se había tumbado en el sofá con la cataplasma casera apretada entre los ojos llorosos.
Allí es donde hay que ponerlo, le había explicado Norman, si quieres detener la hemorragia y reducir la inflamación residual. Era la inflamación lo que le preocupaba, por supuesto. Al día siguiente le tocaba ir al mercado y no se podía disimular una nariz hinchada con unas gafas oscuras como podía disimularse un ojo amoratado.
Norman había vuelto a sentarse para terminar la cena, consistente en pescado al horno y patatas nuevas asadas.
La inflamación había sido insignificante, como confirmó un vistazo rápido en el espejo a la mañana siguiente (Norman ya la había examinado con atención antes de asentir, tomarse el café y salir a trabajar), y la hemorragia había cesado más o menos al cuarto de hora de aplicar el hielo... o eso había creído. Pero en algún momento de la noche, mientras Rose dormía, una gota traicionera de sangre le había brotado de la nariz para dejar aquella mancha, lo que significaba que tendría que deshacer la cama y cambiar las sábanas pese a que le dolía la espalda. La espalda siempre le dolía últimamente, incluso el hecho de agacharse o llevar incluso pesos ligeros le ocasionaba dolor. La espalda era uno de los objetivos predilectos de Norman. A diferencia de lo que denominaba «palizas faciales», no entrañaba riesgos pegar a alguien en la espalda... si es que ese alguien sabía mantener la boca cerrada, claro está. Norman llevaba catorce años ensañándose con sus riñones, y los vestigios de sangre que veía con cada vez mayor frecuencia en su orina habían dejado de sorprenderla o preocuparla. No era más que otro aspecto desagradable del matrimonio, eso era todo, y con toda probabilidad había millones de mujeres que se hallaban en peor estado. Miles de mujeres sólo en esta ciudad. En todo caso, así lo había creído hasta ese momento.
Contempló la mancha de sangre mientras un resentimiento desacostumbrado le palpitaba en la cabeza, mientras la acometía otra sensación, un cosquilleo penetrante, sin saber que eso era precisamente lo que siente cuando una despierta por fin.
Junto a su lado de la cama había una pequeña mecedora de madera que siempre había llamado, aunque por ninguna razón que fuera capaz de explicar, la Silla del Osito. Retrocedió hasta ella sin apartar los ojos de la mancha de sangre que resaltaba sobre la sábana blanca y se sentó. Permaneció sentada en la Silla del Osito durante casi cinco minutos, y de repente dio un respingo cuando una voz habló en la habitación, sin darse cuenta en el primer momento de que se trataba de su propia voz.
-Si esto sigue así acabará por matarme -dijo.
Y cuando se recuperó del sobresalto, supuso que era la gota de sangre, ese minúsculo fragmento de su ser que ya estaba muerto, que había brotado de su nariz para ir a morir sobre la sábana, con quien estaba hablando.
La respuesta que obtuvo procedía de su mente y era infinitamente más horrible que la posibilidad que había aventurado en voz alta:
Pero a lo mejor no te mata. ¿Te has parado a pensarlo? A lo mejor no te mata.
3
No, no se había parado a pensarlo. La idea de que algún día la pegara demasiado fuerte o en el lugar equivocado le había cruzado por la mente a menudo (aunque jamás la había manifestado en voz alta, ni siquiera a sí misma, hasta hoy), pero nunca la idea de que a lo mejor sobreviviría...
El zumbido de sus músculos y articulaciones aumentó. Por lo general se limitaba a permanecer sentada en la Silla del Osito con las manos entrelazadas en el regazo, mirando por encima de la cama su reflejo en el espejo del baño, pero aquella mañana empezó a mecerle, moviendo la silla adelante y atrás en arcos cortos y espasmódicos. Tenía que mecerse. Aquella sensación zumbante y cosquilleante que se había adueñado de sus músculos le exigía que se meciera. Y lo último que quería hacer era contemplar su imagen reflejada, por mucho que su nariz no se hubiera hinchado mucho.
Ven aquí, cariño, quiero hablar contigo de cerca.
Catorce años de aquello. Ciento sesenta y ocho meses de aquello, empezando por el momento en que Normanda había agarrado por el cabello y mordido el hombro por cerrar una puerta de golpe la noche de bodas. Un aborto. Un pulmón arañado. Las cosas horribles que le había hecho con la raqueta de tenis. Las marcas antiguas en partes de su cuerpo que las ropas cubrían. Mordiscos, en su mayoría, pues a Norman le encantaba morder. Al principio, Rose había intentado convencerse de que se trataba de mordiscos amorosos. Resultaba extraño pensar que en algún momento había sido tan joven, pero suponía que así había sido.
Ven aquí... Quiero hablar contigo de cerca.
De repente logró identificar aquel zumbido que ya se había extendido a todo su cuerpo. Era enojo, rabia, y al darse cuenta se quedó atónita.
Lárgate, instó de repente aquella parte tan profunda de su ser. Sal de esta casa ahora mismo, no esperes ni un minuto más. No te pares siquiera a peinarte. Lárgate.
-Qué tontería -dijo mientras seguía meciéndose con más fuerza y la mancha de sangre chisporroteaba frente sus ojos; desde la silla, la mancha parecía el punto de un signo de exclamación-. Qué tontería. ¿Adónde voy a ir?
A cualquier sitio donde él no esté, replicó la voz. Pero tienes que irte ahora mismo. Antes...
¿Antes de qué?
La respuesta a esa pregunta era fácil. Antes de que volviera a quedarse dormida.
Una parte de su mente, una parte habituada y acobardada, se percató de repente de que estaba contemplando seriamente aquella posibilidad y alzó la voz, escandalizada. ¿Dejar el hogar en que había vivido catorce años? ¿La casa en la que podía obtener cuanto quería? ¿Al marido que, si bien con un poco de mal genio y predispuesto a usar los puños, siempre había satisfecho sus necesidades a la perfección? Era una idea ridícula. Tenía que olvidarla inmediatamente.
Y tal vez lo habría hecho, con toda probabilidad lo habría hecho de no ser por la gota que manchaba la sábana. Aquella solitaria gota de color rojo oscuro.
¡Pues no la mires!, gritó nerviosa la parte de sí misma que se consideraba práctica y sensata. ¡Por el amor de Dios, no la mires, porque no te traerá más que problemas!
Pero ya no podía apartar la mirada. Sus ojos permanecieron clavados en la mancha mientras se mecía más y más deprisa. Sus pies, envueltos en zapatillas planas de color blanco, golpeaban el suelo a un ritmo creciente (el zumbido retumbaba casi exclusivamente en su cabeza, zarandeándole el cerebro y haciéndola arder), y lo que pensaba era: Catorce años. Catorce años con Norman hablando conmigo de cerca. El aborto. La raqueta de tenis. Tres dientes, uno de los cuales me tragué. La costilla rota. Los puñetazos. Los pellizcos. Y los mordiscos, por supuesto. Muchos mordiscos. Muchos...
¡Basta! Es inútil pensar en todo esto; no te vas a ninguna parte, porque él iría a por ti y te traería de vuelta, te encontraría, es policía y encontrar a gente es una de las cosas que hace, una de las cosas que mejor se le...
-Catorce años -murmuró.
Ahora no estaba pensando en los últimos catorce años, sino en los siguientes. Porque esa otra voz, la voz profunda, tenía razón. Quizá no la mataría. Quizá no. ¿Y qué sería de ella después de otros catorce años de Norman hablando con ella de cerca? ¿Podría agacharse? ¿Tendría una hora, siquiera quince minutos al día en que no tuviera la sensación de que sus riñones no eran piedras calientes enterradas en su espalda? ¿La pegaría Norman con fuerza suficiente como para anular alguna función vital, de forma que ya no pudiera levantar un brazo o una pierna, o tal vez le dejaría un lado de la cara fláccido y carente de expresión, como la pobre señora Diamond, que trabajaba en el supermercado Store 24 al pie de la colina?
De repente se levantó con tal ímpetu que el respaldo de la Silla del Osito chocó contra la pared. Se quedó de pie un instante, respirando con dificultad, con los ojos abiertos de par en par y clavados en la mancha marronosa, y luego se dirigió hacia la puerta que conducía al salón.
¿Adónde vas?, chilló la señora Práctica-Sensata en su cabeza, esa parte de sí misma que parecía enteramente dispuesta a quedar lisiada o morir por el privilegio de saber en qué lugar de la alacena estaban las bolsitas de té y en qué rincón del armario de la pica se guardaban los estropajos. ¿Dónde narices te crees que...?
Rose silenció la voz, algo que no había sabido que pudiera hacer hasta ese instante. Cogió el bolso de la mesa colocada junto al sofá y atravesó el salón en dirección a la puerta principal. De repente, la habitación le pareció enorme, y el recorrido, eterno.
Tengo que hacer esto paso a paso. Si anticipo siquiera un paso me desmoronaré.
En realidad, no creía que eso constituyera un problema. Por un lado, lo que estaba haciendo había cobrado cierta cualidad alucinatoria... A buen seguro no podía- limitarse a abandonar su casa y su matrimonio así por las buenas, ¿verdad? Tenía que tratarse de un sueño, ¿verdad? Y había otra cosa: el hecho de no anticipar los acontecimientos se había convertido en una costumbre para ella, un hábito que había dado comienzo la noche de bodas, cuando Norman la había mordido como un perro por dar un portazo.
Bueno, no puedes irte así, aunque sólo llegues al final de la manzana antes de rendirte, aseguró la señora Práctica-Sensata. Al menos quítate esos vaqueros que muestran lo gordo que se te está poniendo el pandero. Y péinate un poco.
Se detuvo y por un instante estuvo a punto de rendirse antes incluso de llegar a la puerta principal. Pero entonces identificó el consejo como lo que era, un ardid desesperado para obligarla a quedarse en casa. Y era un ardid bien astuto. No se tardaba mucho en cambiar los vaqueros por una falda ni ponerse espuma en el cabello y luego pasarse el peine, pero para una mujer en su posición, lo más probable es que fuera suficiente.
¿Suficiente para qué? Pues para volverse a dormir, por supuesto. Se hallaría inmersa en un mar de dudas cuando se estuviera subiendo la cremallera de la falda, y cuando acabara con el peine ya habría decidido que había sufrido una suerte de locura transitoria, una demencia momentánea que a buen seguro guardaba relación con la regla.
Y entonces entraría de nuevo en el dormitorio y cambiaría las sábanas.
-No -murmuró-. No lo haré. No lo haré.
Pero se detuvo de nuevo con la mano sobre el picaporte.
¡Por fin entra en razón!, exclamó la señora Práctica-Sensata en un tono que era una mezcla de alivio, júbilo y -por extraño que pareciera- leve desilusión. ¡Aleluya, la niña ha entrado en razón! ¡Más vale tarde que nunca!
El júbilo y el alivio de aquella voz interior se trocaron en mudo horror cuando Rose se acercó deprisa a la repisa de la chimenea de gas que Norman había instalado dos años antes. Con toda probabilidad, lo que buscaba no estaba ahí, pues por lo general sólo lo dejaba allí hacia final de mes (para no caer en la tentación, como decía), pero no costaba nada comprobarlo. Y conocía el número secreto, que no era más que su número de teléfono con el primero y último dígitos invertidos.
¡Dolerá ; chilló la señora Práctica-Sensata. ¡Si te llevas algo que le pertenece, dolerá mucho, y lo sabes! ¡MUCHO!
-De todas formas, no estará aquí -murmuró.
Pero sí estaba, la tarjeta del cajero automático del Banco Mercantil de color verde brillante con su nombre grabado en ella.
¡No la toques! ¡No te atrevas a tocarla!
Pero Rose se dio cuenta de que sí se atrevía, de que lo único que tenía que hacer era invocar la imagen de aquella gota de sangre solitaria. Además, la tarjeta también era suya; ¿no era eso lo que significaba el voto del matrimonio?
Pero, en realidad, no se trataba del dinero. Se trataba de acallar la voz de la señora Práctica-Sensata; se trataba de convertir este salto súbito e inesperado hacia la libertad en una necesidad en lugar de una elección. Parte de ella sabía que, si no lo hacía, realmente no llegaría más que al final de la manzana antes de que el panorama incierto del futuro se extendiera ante ella como un banco de niebla y Rosie regresara a casa y se apresurara a cambiar las sábanas para. poder fregar los suelos de la planta baja antes de mediodía..., y, por increíble que pareciera, eso era lo único en lo que había pensado aquella mañana al levantarse: en fregar suelos.
Haciendo caso omiso del clamor de aquella voz, cogió la tarjeta del cajero de la repisa, la dejó caer en su bolso y volvió a dirigirse hacia la puerta.
¡No lo hagas!, aulló la voz de la señora Práctica-Sensata. Oh, Rosie, no se limitará a hacerte daño por esto, sino que te enviará al hospital, a lo mejor incluso te matará... ¿es que no lo sabes?
Suponía que sí lo sabía, pero pese a todo siguió andando con la cabeza baja y los hombros inclinados hacia delante, como si se abriera paso por entre una fuerte tormenta. Era muy probable que Norman hiciera todas esas cosas..., pero primero tendría que dar con ella.
Esta vez, cuando su mano se cerró sobre el picaporte, no hubo vacilación alguna, sino que Rosie lo hizo girar, abrió la puerta y salió de la casa. Era un precioso día soleado de mediados de abril, y las ramas de los árboles empezaban a espesarse con los brotes. Su sombra se alargaba sobre la escalinata de entrada y el pálido césped nuevo como una silueta recortada de una cartulina negra con unas tijeras muy afiladas. Permaneció allí de pie, aspirando profundamente el aire primaveral, oliendo la tierra humedecida (y quizá reblandecida) por la lluvia caída durante la noche, mientras ella yacía dormida con una fosa nasal suspendida sobre aquella gota de sangre que se iba secando.
El mundo entero está despertando, pensó. No sólo yo.
Un hombre ataviado con chándal pasó corriendo por la acera cuando ella cerraba la puerta tras de sí. Alzó la mano en ademán de saludo, y Rosie hizo lo propio. Esperó que aquella voz interior volviera a elevar su protesta, pero no escuchó más que el silencio. Tal vez había enmudecido de sorpresa por el robo de la tarjeta del cajero, tal vez la había tranquilizado la serena paz de aquella mañana de abril.
-Me voy -murmuró-. Me voy de verdad.
Pero se quedó donde estaba unos instantes más, como un animal que ha permanecido encerrado en su jaula durante tanto tiempo que no puede creer en la libertad ni siquiera cuando se la ofrecen en bandeja. Alargó la mano detrás de su espalda y tocó el pomo de la puerta... de la puerta que conducía a su jaula.
-Se acabó -susurró.
Se puso el bolso bajo el brazo y avanzó los primeros doce pasos en dirección al banco de niebla en que se había convertido su futuro.
4
Aquellos doce pasos la llevaron al lugar donde el camino de hormigón se fundía con la acera, al punto por el que el corredor había pasado hacía más o menos un minuto. Torció a la izquierda, pero de repente se detuvo. En cierta ocasión, Norman le había explicado que las personas que creían estar escogiendo una dirección al azar -las personas perdidas en el bosque, por ejemplo-, solían tomar la dirección de su mano dominante. Probablemente carecía de importancia, pero Rosie descubrió que no quería que Norman supiera siquiera hacia dónde había girado en Westmoreland Street al salir de casa.
Ni siquiera eso.
Dobló a la derecha en lugar de a la izquierda, en la dirección de su mano torpe, y descendió por la pendiente. Pasó por delante del Store 24, reprimiendo el impulso de levantar la mano para cubrirse el rostro. Ya se sentía como una fugitiva, y una idea terrible había empezado a roerle la mente como un ratón roe el queso. ¿Qué sucedería si Norman volvía temprano del trabajo y la veía? ¿Qué pasaría si la veía caminando por la calle en tejanos y zapatillas planas, con el bolso debajo del brazo y el cabello despeinado? Se preguntaría qué coño hacía en la calle la mañana que le tocaba fregar los suelos de la planta baja, ¿verdad? Y querría que se acercara a él, ¿verdad? Sí. Querría que se acercara a él para poder hablar con ella de cerca.
Qué tontería. ¿Por qué va a volver a casa ahora? Sólo hace una hora que se ha marchado. No tiene ningún sentido.
No..., pero a veces la gente hacía cosas que no tenían sentido. Ella, por ejemplo... Mira lo que estaba haciendo en ese momento. ¿Y si Norman tenía un presentimiento repentino? ¿Cuántas veces le había dicho que los policías desarrollaban un sexto sentido con el tiempo, que sabían cuándo iba a pasar algo extraño? Sientes como un pinchazo en la base de la columna vertebral, le había explicado una vez. No
encuentro otra descripción. Sé que la mayoría de la gente se burlaría, pero pregunta a cualquier policía... Ninguno de ellos se burlará. Ese
pinchazo me ha salvado la vida un par de veces, cariño.
¿Y si había sentido ese pinchazo durante los últimos veinte minutos? ¿Y si el pinchazo lo había impulsado a meterse en el coche e ir a casa? Llegaría precisamente por ese camino, y Rosie se maldijo por haber girado a la derecha en lugar de a la izquierda al salir de casa. De repente se le ocurrió una idea aún más desagradable, una idea que encerraba una plausibilidad amenazadora... por no mencionar cierto equilibrio irónico. ¿Y si se había detenido en el cajero automático que estaba a dos manzanas de la comisaría para sacar diez o veinte pavos para comer? ¿Y si había decidido, tras darse cuenta de que no llevaba la tarjeta en la cartera, volver a casa a buscarla?
Domínate. Eso no va a suceder. No va a suceder nada parecido.
A media manzana, un coche tomó Westmoreland Street. Era rojo, qué coincidencia, porque ellos también tenían un coche rojo... Bueno, él; el coche no pertenecía más a Rosie que la tarjeta del cajero o el dinero al que permitía acceder. Su coche era un Sentra nuevo y... ¡otra coincidencia! ¿No era un Sentra el coche que se acercaba por la calle?
¡No, es un Honda!
Pero no era un Honda; no era más que lo que Rosie quería creer.
Era un Sentra, un Sentra rojo nuevecito. Su Sentra rojo. La peor pesadilla de Rosie se había hecho realidad casi en el mismo instante en que se le había ocurrido.
Por un momento, los riñones se le antojaron pesadísimos, increíblemente dolorosos, increíblemente llenos, y estuvo segura de que se haría pis encima. ¿Realmente había creído que podría escapar de él?
Debía de estar loca.
Es demasiado tarde para preocuparse por eso, le dijo la señora Práctica-Sensata. La histeria vacilante de aquella voz había desaparecido para convertirse en la única parte de su mente que aún parecía capaz de pensar, y hablaba en el tono gélido y calculador de un ser que antepone la supervivencia a todo lo demás. Será mejor que pienses en lo que le vas a decir cuando pare el coche y te pregunte qué haces aquí. Y será mejor que inventes algo bueno. Ya sabes lo rápido que es y lo mucho que ve.
-Las flores -masculló-. He salido a dar un paseo para ver a quién le han salido las flores, eso es todo.
Se había detenido con los muslos apretados en un intento de evitar el desastre. ¿La creería? No lo sabía, pero tendría que arriesgarse. No se le ocurría ningún pretexto mejor.
-Iba a acercarme hasta la esquina de St. Mark's Avenue y luego volver para lavar las...
Se interrumpió en seco, observando con los ojos abiertos de par en par, incrédulos, cómo el coche (un Honda a fin de cuentas, y más anaranjado que rojo) pasaba despacio junto a ella. La conductora le dirigió una mirada curiosa, y la mujer parada en la acera pensó: Si hubiera sido él, ninguna excusa habría servido, por plausible que fuera; habría visto la verdad escrita en tu cara, subrayada e iluminada con luces de neón. Y ahora, ¿estás lista para volver? ¿Para entrar en razón de una vez y volver?
No podía. La necesidad abrumadora de orinar había remitido, pero aún sentía la vejiga pesada y sobrecargada; los riñones todavía le palpitaban, le temblaban las piernas y el corazón le latía con tal violencia en el pecho que se asustó. Por nada del mundo podría volver a subir la cuesta, por suave que fuera.
Sí, sí que puedes. Sabes que puedes. Has hecho cosas más difíciles en tu matrimonio y las has superado.
Muy bien... Tal vez sí podía subir la cuesta, pero en aquel momento se le ocurrió otra cosa. A veces él llamaba. Por lo general, cinco o seis veces al mes, pero a veces con mayor frecuencia. Sólo para saludarla, cómo estás, quieres que traiga un cartón de leche semidesnatada o un tarro de helado, vale, hasta luego. Sin embargo, Rosie no detectaba ninguna solicitud ni cariño en aquellas llamadas. Norman llamaba para controlarla, nada más, y si ella no contestaba al teléfono, seguía sonando. No tenían contestador. En cierta ocasión, ella le había preguntado si no sería buena idea comprar uno. Norman le había propinado un golpe no del todo desagradable y le había dicho que no fuera tonta. Tú eres el contestador automático, había exclamado.
¿Y si llamaba y ella no estaba ahí para contestar?
Creerá que he ido temprano al mercado, eso es todo.
Pero no era eso lo que creería, de eso se trataba. Los suelos por la mañana, el mercado por la tarde. Así había sido siempre, y así era como esperaba Norman que fuese. La espontaneidad no era precisamente un cualidad muy fomentada en el 908 de Westmoreland. Si llamaba...
Echó a andar de nuevo, a sabiendas de que tenía que abandonar Westmoreland Street en la siguiente esquina, aun cuando no estaba del todo segura de dónde llevaba Tremont Street en ninguna de las dos direcciones. Sin embargo, aquello carecía de importancia a estas alturas; lo que importaba era que se hallaba en la ruta de su marido si regresaba de la ciudad por la 1-295, como solía hacer, y que Rosie tenía la sensación de estar clavada al blanco de una diana.
Giró a la izquierda en Tremont Street y pasó por delante de más casitas tranquilas de barrio residencial, separadas por setos bajos o hileras de árboles decorativos... Al parecer los olivos rusos estaban de moda en aquella calle. Un hombre que se parecía a Woody Allen con sus gafas de montura de concha, sus pecas y el sombrero informe de color azul colocado de cualquier manera sobre la cabeza, alzó la vista de las plantas que estaba regando y la saludó con la mano. Al parecer, todo el mundo quería ser amable hoy. Suponía que se debía al tiempo, pero lo cierto era que podría haberse pasado sin ello. No le costaba nada imaginar a Norman buscándola más tarde, siguiendo sus pasos, haciendo preguntas, empleando sus truquitos de simulación de memoria y mostrando su foto en cada parada.
Salúdalo. No te conviene que te recuerde como una persona antipática, la antipatía se graba en la memoria, así que salúdalo y sigue tu camino.
Lo saludó y siguió su camino. Volvía a tener ganas de hacer pis, pero tendría que aguantarse. No se veía ningún lugar adecuado en las inmediaciones, tan sólo más casas, más setos, más extensiones de césped verde pálido, más olivos rusos.
Oyó un coche tras ella y pensó que era él. Se volvió con los ojos abiertos de par en par, oscuros, y vio un Chevrolet oxidado avanzando por la calle casi a velocidad de peatón. El anciano que conducía llevaba sombrero de paja, y en su rostro se dibujaba una expresión de determinación aterrorizada. Rosie se volvió de nuevo antes de que el hombre pudiera ver su propia expresión de temor, dio un traspié y luego siguió caminando con la cabeza baja. El dolor sordo de riñones volvía a atenazarla, y la vejiga parecía a punto de estallarle. Suponía que pasaría apenas un minuto, dos a lo sumo, antes de que su cuerpo cediera. Si sucedía eso podía despedirse de cualquier posibilidad de escapar inadvertidamente. Tal vez la gente no recordara a una morena pálida caminando por la acera un agradable día de primavera, pero no sabía cómo iban a olvidar a una morena pálida con una mancha grande y oscura extendiéndose en torno a la entrepierna de los vaqueros. Tenía que solucionar aquel problema inmediatamente.
En la misma acera, dos casas más allá, se alzaba un bungalow de color chocolate. Tenía las persianas bajadas, y en el porche yacían tres periódicos. Había otro al pie de la escalinata de entrada. Rosie miró en derredor, comprobó que nadie la observaba y a continuación cruzó el césped del bungalow y se dirigió al jardín trasero, que aparecía desierto. Del pomo de la puerta mosquitera de aluminio pendía un papel rectangular. Rosie se acercó.a pasitos pequeños y forzados para leer el mensaje impreso: ¡Saludos de Ann Corso su representante local de Avon! No la he localizado en casa, ¡pero volveré! ¡Gracias!¡ Y no dude en llamarme al 555-1731 si quiere hablar de cualquiera de los excelentes productos de Avon! La fecha garabateada al pie del mensaje era el 17 de abril.
Una vez más, Rosie paseó la mirada en derredor, comprobó que se hallaba protegida por los setos a un lado y los olivos rusos al otro, se bajó la cremallera de los vaqueros y se agachó en el hueco que quedaba entre la escalinata posterior y los depósitos de gas propano. Era demasiado tarde para preocuparse por si había alguien mirando por las ventanas del piso superior de cualquiera de las casas contiguas. Y además, el alivio que estaba experimentando restaba toda importancia a aquella cuestión..., al menos de momento.
Estás loca, ¿lo sabes?
Sí, por supuesto que lo sabía..., pero a medida que la presión. de su vejiga remitía y el riachuelo de orina fluía en zigzag entre los ladrillos de aquel jardín trasero, se adueñó de ella una sensación de júbilo demencia¡. En aquel momento supo lo que debía de significar cruzar un río que llevaba a un país extranjero, quemar el puente y quedarse de pie en la otra orilla, contemplando el espectáculo y respirando profundamente mientras la única oportunidad de retirada sucumbe pasto de las llamas.
5
Caminó durante casi dos horas, atravesando un barrio desconocido tras otro, antes de llegar a un centro comercial en la parte oeste de la ciudad. Delante de la tienda de pinturas y moquetas había un teléfono público, y cuando lo utilizó para llamar a un taxi, quedó asombrada al descubrir que ya no estaba en la ciudad, sino en Mapleton. Tenía grandes ampollas en ambos talones y suponía que no era de extrañar, pues debía de haber andado más de diez kilómetros.
El taxi llegó al cabo de un cuarto de hora, y por entonces, Rosie ya había ido a la tienda de veinticuatro horas del otro extremo del centro comercial para comprarse unas gafas de sol baratas y un pañuelo de rayón de color rojo intenso. Recordaba que, en cierta ocasión, Norman le había explicado que si uno quería desviar la atención de su rostro, lo mejor era llevar algo brillante, algo que atrajera la atención del observador en otra dirección.
El taxista era un hombre gordo de cabello despeinado, ojos inyectados en sangre y mal aliento. Su camiseta holgada y desvaída mostraba un mapa de Vietnam del Sur. CUANDO MUERA IRÉ AL CIELO PORQUE HE SERVIDO EN EL INFIERNO, rezaba la inscripción debajo del mapa. TRIÁNGULO DE HIERRO, 1969. Sus ojos enrojecidos la repasaron de arriba abajo con rapidez, pasando de sus labios a sus caderas antes de perder el interés, por lo visto.
-¿Adónde vamos, querida? -preguntó.
-¿Puede llevarme a la estación de los autobuses Greyhound?
-¿Se refiere a Portside?
-¿Es ésa la terminal de autobuses? .
-Sí -repuso el hombre mirándola por el retrovisor-. Pero está al otro lado de la ciudad. Le puede subir unos veinte pavos. ¿Puede permitírselo?
-Por supuesto -aseguró Rosie antes de aspirar profundamente y añadir-: ¿Sabe si hay algún cajero automático del Banco Mercantil por el camino?
-Si todos los problemas del mundo fueran tan sencillos -replicó el hombre al tiempo que bajaba bandera.
TARIFA MÍNIMA: 2,50, rezaba el aparato.
Rosie marcó el inicio de su nueva vida en el momento en que el taxímetro pasaba de 2,50 a 2,75, y las palabras TARIFA MÍNIMA desaparecían. Ya no sería Rose Damels a menos que se viera obligada a ello..., no sólo porque Daniels era el nombre de él y por tanto resultaba peligroso, sino porque lo había desechado. Volvería a ser Rosie MeClendon, la muchacha que se había precipitado al infierno a la edad de dieciocho años. Suponía que tal vez habría momentos en que se vería obligada a utilizar su nombre de casada, pero aun entonces seguiría siendo Rosie McClendon en su mente y en su corazón.
Realmente soy Rosie, pensó mientras el taxi atravesaba el Puente Trunkatawny, y sonrió cuando la letra de Maurice Sendak y la voz de Carole King le cruzaban por la mente como dos fantasmas. Y soy Rosie Real.
Pero ¿lo era? ¿Era real?
Pues voy a averiguarlo, pensó. Aquí y ahora.
6
El taxista se detuvo en Iroquois Square y señaló una hilera de cajeros automáticos instalados en una plaza dotada de una fuente y una escultura de bronce que no se asemejaba a nada en particular. El último cajero de la izquierda era de color verde brillante.
-¿Le va bien esto? -inquirió el hombre.
-Sí, gracias. No tardo nada.
Pero sí tardó. Primero le costó un gran esfuerzo pulsar el número secreto, pese a que la máquina contaba con teclas enormes, y cuando por fin logró completar aquella fase de la operación, no lograba decidir cuánto debía sacar. Pulsó siete-cinco-coma-cero-cero, vaciló antes de pulsar CONTINUAR y por fin retiró la mano. Norman la pegaría por escapar si le echaba el guante, de eso no cabía ninguna duda. Pero si la pegaba con la suficiente furia como para enviarla al hospital (o para matarte, murmuró una vocecilla, a lo mejor te mata, Rosie, y si lo olvidas es que estás loca), sería porque le había robado la tarjeta del cajero... y por usarla. ¿Quería realmente arriesgarse a semejantes represalias por setenta y cinco ridículos dólares? ¿Era suficiente?
-No -murmuró.
Alargó la mano y esta vez pulsó tres-cinco-cero-coma-cerocero... y volvió a titubear. No sabía exactamente cuánto dinero de lo que él llamaba «bolsillo» estaba ingresado en la cuenta asociada a la tarjeta, pero trescientos cincuenta dólares debían de ser un buen pellizco. Se enfadaría tanto...
Desvió la mano hacia la tecla CANCELAR/COMENZAR y entonces volvió a preguntarse qué importaba. Se enfadaría de todos modos. Ya no había vuelta atrás.
-¿Va a tardar mucho, señora? -le preguntó una voz a su espalda-. Es que ya se me ha pasado el descanso del café.
-Oh, lo siento -exclamó ella dando un respingo-. No, es que estaba... pensando en las musarañas.
Pulsó la tecla CONTINUAR. Las palabras UN MOMENTO POR FAVOR aparecieron en la pantalla del cajero. La espera no fue larga, pero sí lo suficiente como para que Rose imaginara de la forma más vívida que la máquina empezaría a emitir en cualquier momento una sirena aguda y gorj eante, y que una voz mecanizada gritaría: ¡ESTA MUJER ES UNA LADRONA! ¡DETÉNGANLA! ¡ESTA MUJERES UNA LADRONA!
En lugar de acusarla de ladrona, la pantalla le dio las gracias, le deseó buenos días y escupió diecisiete billetes de veinte y uno de diez. Rosie dirigió al joven que esperaba su turno una sonrisa nerviosa y regresó al taxi a toda prisa.
7
Portside era un edificio bajo y ancho de paredes color arena. Autobuses de todas clases, no sólo Greyhound, sino también Trailways, American Pathfinders, Eastern Highways y Continental Express, rodeaban la terminal con los morros sepultados en los andenes de carga. A Rosie se le antojaron lechones rollizos mamando de una madre extremadamente fea.
Se detuvo junto a la entrada principal y escudriñó el interior. La terminal no estaba tan abarrotada como había esperado (la protección de las masas) y a un tiempo temido (tras catorce años de apenas ver a nadie aparte de su marido y los compañeros de trabajo a los que a veces llevaba a cenar, había desarrollado algo más que una ligera agorafobia), probablemente porque era un día entre semana y a un tiro de piedra del día festivo más próximo. Sin embargo, calculó que habría unas doscientas personas en el edificio, deambulando, sentadas en anticuados bancos de madera y respaldo alto, jugando a marcianitos, tomando café en el bar o haciendo cola para comprar billetes. Varios niños pequeños caminaban de la mano de sus madres, con las cabezas echadas hacia atrás y llorando como corderitos perdidos en dirección al mural desvaído del techo. Un altavoz que resonaba como la voz de Dios en una epopeya bíblica de Cecil B. DeMille anunciaba diversos destinos. Erie, Pennsylvania; Nashville, Tennessee; Jackson, Mississippi; Miami, Florida (la voz incorpórea lo pronunció Miamuu); Denver, Colorado.
-Señora -la llamó una voz cansada-. Eh, señora, una ayuda. Una ayuda, ¿qué me dice?
Rosie se volvió y vio a un joven de rostro pálido y una cascada de cabello negro y sucio sentado con la espalda apoyada contra la pared a un lado de la entrada principal. Sobre el regazo sostenía un cartel de cartón. NO TENGO CASA Y TENGO EL SIDA, rezaba el mensaje. AYÚDENME, POR FAVOR.
-¿Verdad que tiene unas monedas sueltas? ¿Para ayudarme? Usted seguirá conduciendo su lancha rápida en el lago Saranac cuando yo ya esté más que muerto y enterrado. ¿Qué me dice?
De repente, Rosie se sintió extraña y débil, a punto de sufrir alguna suerte de colapso mental y emocional. La acometió la sensación de que la terminal crecía ante sus ojos hasta adquirir las dimensiones de una catedral, y había algo espeluznante en el ir y venir de la gente en los pasillos y huecos. Un hombre con un bulto de carne palpitante y arrugado colgando a un lado del cuello pasó junto a ella arrastrando los pies y con la cabeza gacha, tirando de un talego por el cordel. El talego siseaba como una serpiente al deslizarse por el sucio suelo embaldosado. De la boca del talego surgía un muñeco del ratón Mickey que le dedicó una sonrisa inocente. El altavoz divino anunciaba a los viajeros allí congregados que el expreso de Trailways saldría de la puerta 17 al cabo de veinte minutos.
No puedo hacerlo, pensó de repente. No puedo vivir en este mundo. No es sólo el hecho de no saber dónde están las bolsitas de té y los estropajos; la puerta tras la que me encerró a palizas era también la puerta que me aislaba de toda esta confusión y locura. Y jamás podré volver a traspasarla.
Por un instante le cruzó por la mente una imagen sobrecogedoramente vívida de la clase de la escuela dominical a la que asistía de niña... Adán y Eva llevando hojas de parra y con idénticas expresiones de vergüenza y miseria pintadas en el rostro, caminando descalzos por un sendero de piedra hacia un futuro amargo y yermo. Tras ellos se extendía el Jardín del Edén, exuberante y lleno de flores. Un ángel alado se hallaba junto a la verja cerrada, y la espada que sostenía en la mano brillaba con una luz terrible.
-¡Ni se te ocurra verlo así! -gritó de repente, y el hombre sentado junto a la entrada dio tal respingo que estuvo a punto de dejar caer el cartel-. ¡Ni se te ocurra!
-¡Dios mío, lo siento! -se disculpó el hombre del cartel, poniendo los ojos en blanco-. ¡Hala, márchese si es eso lo que piensa!
-No, yo... no es por usted... Estaba pensando en mi...
De repente tuvo conciencia de la absurdidad de lo que estaba haciendo, es decir, pedir perdón a un mendigo sentado en la entrada de la terminal de autobuses. Aún sostenía dos dólares en la mano, el cambio del taxi. Los arrojó a la caja de puros que yacía junto al joven del cartel y entró en la terminal de Portside como una exhalación.
8
En la parte posterior de la terminal, otro joven, éste con un bigote fino a lo Errol Flynn y un rostro apuesto y poco digno de confianza, había organizado sobre su maleta un juego que Rosie recordaba de los programas de televisión como triles.
-¿Puede encontrar el as de picas? -invitó-. ¿Puede encontrar el as de picas, señora?
Mentalmente, Rosie vio un puño flotando hacia ella. Vio un anillo en el dedo corazón, un anillo con las palabras Servicio, Lealtad y Comunidad grabadas en él.
-No, gracias -declinó-. Nunca he tenidos problemas con eso.
Cuando pasó a su lado, el joven la miró como si le faltara un tornillo, pero daba igual. No era asunto suyo. Ni tampoco eran asunto suyo el hombre de la entrada, que podía o no tener el sida, ni el hombre del bulto de carne y el muñeco del ratón Mickey sobresaliendo del talego. Sí era asunto suyo Rose Daniels, no, perdón, Rosie McClendon, y ése era el único asunto que le concernía.
Echó a andar por el pasillo central y se detuvo al ver un contenedor de basura. Una orden seca, NO TIRAR BASURAS AL SUELO, se veía escrita en su barriga redonda y verde. Rosie abrió el bolso, extrajo la tarjeta del cajero automático, la contempló durante un instante y a continuación la empujó por la ranura que se abría en la parte superior del contenedor. No le hacía ninguna gracia desprenderse de ella, pero al mismo tiempo experimentó un gran alivio al verla desaparecer. Si la conservaba podría caer en la tentación de usarla otra vez..., y Norman no era idiota. Era un animal, eso sí, pero idiota no. Si le proporcionaba un modo de seguirle la pista, lo aprovecharía. Más le valía recordar aquella regla.
Aspiró profundamente, retuvo el aire unos instantes, espiró y se dirigió a los monitores de LLEGADAS/SALIDAS que se hallaban en el centro del edificio. No miró atrás. Si lo hubiera hecho habría visto al joven del bigote a lo Errol Flynn revolviendo el contenedor en busca de lo que aquella señora tan rara de las gafas de sol y el pañuelo rojo acababa de tirar. A él le había parecido que se trataba de una tarjeta de crédito. Probablemente no, pero nunca se sabía hasta que no se comprobaba. Y a veces había suerte. ¿A veces? No, a menudo. Este país no recibía el nombre de Tierra de las Oportunidades por casualidad.
9
La ciudad grande más cercana hacia al oeste se hallaba a tan sólo cuatrocientos kilómetros de distancia, y a Rosie le parecía demasiado poco. Optó por otra ciudad aún más grande y situada a mil doscientos kilómetros de allí. Era una ciudad construida a la orilla de un lago, como ésta, pero en la siguiente zona horaria. Media hora más tarde salía un Continental Express hacia allí. Se dirigió hacia la hilera de taquillas y se puso a la cola. El corazón le latía con violencia en el pecho, y tenía la boca seca. Justo antes de que la persona que iba delante suyo terminara de comprar el billete y se apartara de la taquilla, Rosie se llevó el dorso de la mano a la boca y ahogó un eructo que ardía y sabía al café que se había tomado por la mañana.
No te atrevas a usar ninguna de las dos versiones de tu nombre aquí, se advirtió. Si te preguntan el nombre tendrás que darles otro.
-¿En qué puedo servirla, señora? -preguntó el empleado, observándola por encima de unas gafas colocadas en precario equilibrio sobre la nariz.
-Angela Flyte -repuso Rosie.
Era el nombre de su mejor amiga del instituto, la última amiga que realmente había tenido. En el instituto de Aubreyville, Rosie había salido con el chico que se había casado con ella una semana después de la graduación, y junto habían creado un país de dos..., cuyas fronteras solían permanecer cerradas a los turistas.
-¿Cómo dice, señora?
Rosie se dio cuenta de que había indicado un nombre en lugar de un lugar, y de lo extraño
(este hombre debe de estar mirándome las muñecas y el cuello para ver si tengo marcas de la camisa de fuerza)
que debía de haber sonado. Se ruborizó por la confusión y la vergüenza, haciendo un esfuerzo para pensar con claridad, para ordenar de algún modo sus pensamientos.
-Lo siento -se disculpó.
De repente tuvo una premonición tétrica; fuera lo que fuese lo que le deparaba el futuro, aquella frase sencilla y arrepentida la seguiría como una lata atada a la cola de un perro callejero. Durante catorce años había habido una puerta cerrada entre ella y la mayor parte del mundo, y en aquel momento se sentía como un ratón aterrorizado que no encuentra su grieta en los tablones del suelo de la cocina.
El empleado seguía mirándola, y los ojos que asomaban por encima de las gafas se habían tornado bastante impacientes.
-¿Puedo hacer algo por usted o no, señora?
-Sí, por favor. Quiero comprar un billete para el autobús de las once y cinco. ¿Quedan asientos?
-Oh, me parece que unos cuarenta. ¿Ida o ida y vuelta?
-Ida -repuso Rosie y sintió el calor de un nuevo rubor al comprender la enormidad de lo que acababa de decir. Intentó sonreír y lo repitió con voz algo más firme-:Ida, por favor.
-Serán cincuenta y nueve dólares y setenta centavos.
Rosie sintió que las rodillas se le doblaban de alivio. Había esperado un precio mucho más alto, incluso se había preparado para la posibilidad de que el empleado le cobrara la mayor parte de lo que tenía.
-Gracias.
El empleado debió de oír el tono de gratitud sincera en su voz, porque alzó la vista del impreso que había cogido y le sonrió.
-Ha sido un placer -repuso-. ¿Lleva equipaje, señora?
-No..., no llevo equipaje.
De repente sintió miedo de la mirada del empleado. Intentó inventar una explicación...; sin duda, al hombre le parecería sospechoso que una mujer sola viajara a una ciudad lejana sin más equipaje que el bolso, pero de sus labios no brotó explicación alguna. Y entonces comprendió que no importaba. El hombre no sospechaba, ni siquiera sentía curiosidad. Se limitó a asentir y a rellenar el billete de Rosie. De repente se le encendió una luz desagradable: no constituía una novedad en Portside. Aquel hombre veía a mujeres como ella cada dos por tres, mujeres que se ocultaban tras gafas de sol, mujeres que compraban billetes para otras zonas horarias, mujeres que tenían aspecto de haber olvidado por el camino quiénes eran, qué creían estar haciendo y por qué.
10
Rosie experimentó un profundo alivio cuando el autobús salió de la terminal (a su hora), torció a la izquierda, volvió a cruzar el Puente Trunkatawny y tomó la 1-78 hacia el oeste. Tras dejar atrás la última de las tres salidas del centro, Rosie vio el edificio acristalado triangular que albergaba el nuevo cuartel general de la policía. Se le ocurrió que su marido podía hallarse tras una de aquellas grandes ventanas en aquel momento, de que incluso podía estar contemplando aquel autobús grande y reluciente que reptaba por la interestatal. Cerró los ojos y contó hasta cien. Cuando volvió a abrirlos, el edificio había desaparecido. Desaparecido para siempre, esperaba.
Había escogido un asiento hacia la parte posterior del vehículo, y el motor diesel zumbaba de forma constante no muy lejos de ella. Volvió a cerrar los ojos y apoyó la mejilla en la ventana. No dormiría, porque estaba demasiado tensa, pero al menos podría descansar. Tenía la sensación de que necesitaría todo el reposo posible. Todavía la asombraba cuán deprisa había sucedido todo aquello, con una rapidez que recordaba más a un ataque al corazón o una embolia que a un cambio de vida. ¿Cambio? Una forma suave de expresarlo. No sólo había cambiado su vida, sino que la había desarraigado por completo, como quien arranca una violeta africana de su maceta. Cambio de vida, ya. No, no lograría conciliar el sueño. Ni hablar de dormir.
Y mientras pensaba en todo eso, se sumió no en el sueño, sino en ese cordón umbilical que conecta el sueño y la vela. Se balanceó adelante y atrás, vagamente consciente del zumbido constante del motor diesel, el sonido de los neumáticos sobre el pavimento, un niño sentado cuatro o cinco filas más adelante que le preguntaba a su madre cuándo llegarían a casa de la tía Norma. Pero también era consciente de que se había distanciado de sí misma, de que su mente se había abierto como una flor (una rosa, por supuesto), abierto como sólo se abre cuando una no se encuentra ni en un lugar ni en otro.
Soy realmente Rosie...
La voz de Carole King cantando la letra de Maurice Sendak. Las palabras llegaron flotando por el pasillo en que se encontraba procedentes de una cámara lejana, resonantes y acompañadas por las notas cristalinas y fantasmales de un piano .
... y soy Rosie Real...
Pues resulta que sí voy a dormir, pensó. Creo que sí. ¡Fíjate!
Será mejor que me creas... Soy fantástica...
Ya no se hallaba en el pasillo gris, sino en un espacio abierto y oscuro. Tenía la nariz, la cabeza entera inundada de olores estivales tan dulces e intensos que casi resultaban apabullantes. El más intenso de entre ellos era la fragancia del panal, ráfagas de esa fragancia. Oía grillos, y cuando alzó la mirada vio la superficie pulida y cremosa de la luna, que cabalgaba en lo alto. Su brillo blanco se esparcía por todas partes, convirtiendo en humo la niebla que se elevaba desde la maleza que la rodeaba.
Soy realmente Rosie... y soy Rosie Real...
Levantó las manos con los dedos extendidos y los pulgares casi unidos; enmarcó la luna como si de un cuadro se tratara, y cuando el viento nocturno le acarició los brazos desnudos, sintió que el corazón se le henchía de felicidad y acto seguido se contraía de miedo. Percibía un salvajismo aletargado en aquel lugar, como si en la tierra perfumada acecharan animales de grandes dientes.
Rose. Ven aquí, cariño. Quiero hablar contigo de cerca.
Volvió la cabeza y vio su puño surgiendo como un rayo de la oscuridad. Las luna gélida arrancaba destellos de las letras en relieve de su anillo de la academia de policía. Vio la mueca tensa en sus labios, separados en algo parecido a una sonrisa ...
... y despertó sobresaltada en su asiento, jadeante, con la frente perlada de sudor. Debía de haber respirado con fuerza durante un rato, porque la ventanilla estaba húmeda de aliento condensado, casi totalmente empañada. Limpió un trozo con el dorso de la mano y miró al exterior. La ciudad había desaparecido casi por completo; estaban pasando por un desierto periférico de gasolineras y restaurantes de comida rápida, pero tras ellos vio grandes extensiones de campo abierto.
He escapado de él, pensó. Me pase lo que me pase, he escapado de él. Aunque tenga que dormir en un portal o debajo de un puente, he escapado de él. Nunca volverá apegarme, porque he escapado de él.
Pero descubrió que no acababa de creérselo. Norman se enfurecería con ella e intentaría encontrarla. Estaba convencida de ello.
Pero 2 cómo va a encontrarme? He borrado las huellas; ni siquiera he tenido que escribir el nombre de mi amiga del colegio para comprar el billete. He tirado la tarjeta de crédito, eso es lo más importante. Así que, ¿cómo va a encontrarme?
No lo sabía con seguridad..., pero Norman se dedicaba a encontrar a gente, y Rosie tendría que andarse con mucho, mucho ojo.
Soy realmente Rosie... y soy Rosie real...
Sí, suponía que ambas caras de la moneda eran ciertas, pero jamás se había sentido menos fantástica en su vida. Se sentía como una partícula diminuta de desecho flotando en un océano inmenso. El terror que se había apoderado de ella al final de su breve sueño seguía dominándola, pero también los indicios de euforia y felicidad; la sensación de ser, si no poderosa, al menos libre.
Se recostó en el asiento de respaldo alto del autobús y vio desaparecer los últimos restaurantes de comida rápida y talleres de tubos de escape. Ahora no quedaba más que el campo, campos recién abiertos y cinturones de árboles que estaban adquiriendo ese fantástico color verde nebuloso que sólo se observa en abril. Los vio pasar con las manos entrelazadas sin tensión sobre el regazo, permitiendo que el gran autobús plateado la llevara a cualquiera que fuera el futuro que la esperaba.
II
LA AMABILIDAD DE LOS DESCONOCIDOS
1
Durante las primeras semanas de su nueva vida atravesó muchos momentos malos, pero incluso en el que, con toda probabilidad, fue el peor de todos, es decir, salir del autobús a las tres de la mañana y entrar en una terminal cuatro veces más grande que la de Portside, Rosie no lamentó la decisión que había tomado.
No obstante, estaba aterrorizada.
Rosie estaba de pie en el umbral de la Puerta 62, asiendo el bolso con ambas manos y paseando la mirada en derredor con los ojos abiertos de par en par, mientras la gente pasaba junto a ella en oleadas, algunos arrastrando maletas, otros con cajas de cartón atadas con cordel echadas al hombro, otros rodeando con el brazo los hombros de sus novias o las cinturas de sus novios. Mientras contemplaba la escena, un hombre corrió hacia una mujer que acababa de apearse del autocar de Rosie, la abrazó y la hizo girar con tal fuerza que los pies de la mujer se separaron del suelo. La mujer chilló de placer y terror, un chillido que resonó brillante como una bengala en la terminal abarrotada y confusa.
A la derecha de Rosie se veía una hilera de videojuegos, y aunque era la hora más oscura de la noche, ante todas ellas había adolescentes, en su mayoría con la gorra de béisbol calada al revés y al menos el ochenta por ciento del cabello rapado.
-¡Inténtalo de nuevo, Cadete del Espacio! -invitó la máquina más cercana a Rosie con voz cavernosa e inhumana-. ¡Inténtalo de nuevo, Cadete del Espacio!
Rosie pasó despacio junto a los videojuegos y entró en la terminal, segura de una sola cosa: no se atrevía a salir a la calle a aquellas horas de la madrugada. En su opinión, tenía todos los números para que la violaran, la asesinaran y la embutieran en el contenedor más próximo si salía. Miró a su izquierda y vio una pareja de policías bajando por la escalera mecánica desde el piso superior. Uno de ellos trazaba complicadas piruetas en el aire con la porra. El otro lucía una sonrisa dura y carente de humor que le recordó a un hombre que se hallaba a ochocientos kilómetros de allí. Sonreía, pero sus ojos, que se movían sin cesar, no.
¿Y si su trabajo consiste en hacer la ronda cada hora para echar a todos los que no tienen por qué estar aquí? ¿Qué harás entonces?
Se ocuparía de ello cuando llegara el momento, eso era lo que haría. Por el momento, se alejó de la escalera mecánica en dirección a un hueco en el que alrededor de una docena de viajeros ocupaban sillas de plástico duro. A los brazos de aquellas sillas había atornillados pequeños televisores que funcionaban con monedas. Rosie siguió avanzando sin perder de vista a los policías y experimentó un gran alivio cuando los vio atravesar la terminal en la dirección opuesta. Dentro de dos horas y media, tres a lo sumo, despuntaría el alba. Entonces podían cogerla y echarla. Hasta entonces quería quedarse allí, donde había luz y montones de gente.
Se sentó delante de una de las sillas de televisión. Dos asientos más allá dormitaba una chica ataviada con una cazadora vaquera desvaída y con una mochila sobre el regazo. Sus ojos se movían bajo los párpados violáceos, y del labio inferior le caía un hilillo plateado de saliva. En el dorso de la mano llevaba tatuadas tres palabras en vacilantes mayúsculas azules: QUIERO A MI AMORCITO. ¿Dónde está tu amorcito ahora, cariño?, pensó Rosie. Se quedó mirando la pantalla negra del televisor antes de volverse hacia la pared embaldosada que se alzaba a su derecha. Alguien había escrito CHÚPAME LA POLLA INFECTADA DE SIDA en rotulador rojo. Rosie desvió la vista a toda prisa, como si las palabras fueran a quemarle las retinas si las miraba durante demasiado rato, y contempló la terminal. En la pared del otro extremo vio un reloj enorme. Eran las tres y dieciséis minutos.
Dos horas y media más y podré irme, pensó, y se dispuso a esperar.
2
Había tomado una hamburguesa con queso y una limonada cuando el autocar había parado hacia las seis de la tarde anterior; desde entonces no había comido nada, y estaba hambrienta. Permaneció sentada en la sala de televisión hasta que las manecillas del gran reloj alcanzaron las cuatro de la madrugada, y entonces decidió que más le valía picar algo. Se dirigió a la pequeña cafetería situada cerca de las taquillas, sorteando por el camino a varias personas dormidas. Muchas de ellas rodeaban con aire protector bolsas de basura abultadas y remendadas con cinta adhesiva, y cuando Rosie pidió café, zumo y un cuenco de cereales, comprendió que no hacía falta que se preocupara por la posibilidad de que los policías la echaran. Las personas que dormían en la terminal no eran viajeros en tránsito, sino personas sin techo que acampaban allí. Rosie los compadecía, pero también experimentaba un alivio perverso... Era bueno saber que mañana ella tendría un lugar donde dormir si realmente lo necesitaba.
Y si viene aquí, a esta ciudad, ¿dónde crees que buscará primero? ¿Cuál crees que será su primera parada?
Qué tontería... Norman no la encontraría, no había absolutamente ninguna posibilidad de que la encontrara, pero pese a ello, la idea le produjo un escalofrío que le recorrió toda la columna vertebral.
Comer la hizo sentirse mejor, más fuerte y despierta. Al terminar (después de entretenerse con el café hasta notar que el camarero chicano la miraba con franca impaciencia), regresó lentamente a la sala de televisión. Por el camino vislumbró un círculo azul y blanco sobre una cabina situada cerca del mostrador de alquiler de coches. Las palabras curvadas alrededor de la tira exterior blanca del círculo eran ASISTENCIA AL VIAJERO, y Rosie pensó, no sin una pizca de humor, que si algún viajero había necesitado verdaderamente ayuda alguna vez, era ella.
Avanzó un paso hacia el círculo iluminado. Comprobó que dentro de la cabina se sentaba un hombre, un tipo de mediana edad con cabello escaso y gafas de montura de concha. Estaba leyendo el periódico. Rosie avanzó otro paso, pero se detuvo de nuevo. ¿Qué iba a contarle, por el amor de Dios? ¿Que había abandonado a su marido? ¿Que se había marchado sin nada más que su bolso, la tarjeta del cajero automático de él y la ropa que llevaba puesta?
¿Por qué no?, le preguntó la señora Práctica-Sensata, y la ausencia total de comprensión en aquella voz golpeó a Rosie como un bofetón. Si has tenido agallas para abandonarlo, ¿por qué no vas a tener agallas para atribuirte la hazaña?
No sabía si tenía agallas o no, pero sí sabía que le resultaría muy difícil confesar a un desconocido el hecho más crucial de su vida a las cuatro de la mañana. Y de todas formas, lo más probable es que te mande a paseo. Lo más probable es que su trabajo consista en restituir billetes perdidos o anunciar que se ha perdido un niño por megafonía.
Sin embargo, sus pies siguieron avanzando hacia la cabina de Asistencia al viajero, y comprendió que en verdad tenía intención de hablar con el desconocido del cabello escaso y las gafas de montura de concha, y que lo iba a hacer por la razón más sencilla del mundo: no le quedaba otro remedio. Con toda probabilidad, en los días venideros se vería obligada a contar a un montón de gente que había abandonado a su marido, que había vivido sumida en una especie de letargo tras una puerta cerrada durante catorce años, que apenas tenía capacidad para vivir y ningún conocimiento profesional, que necesitaba ayuda, que no le quedaba otra opción que depender de la amabilidad de los desconocidos.
Pero nada de esto es realmente culpa mía, ¿verdad?, pensó, y la calma que detectó en su pensamiento la sorprendió, casi la asombró.
Llegó a la cabina y colocó sobre el mostrador la mano que no aferraba el bolso. Miró esperanzada y temerosa la cabeza inclinada del hombre de las gafas de montura de concha, estudiando el cráneo moreno y pecoso que asomaba por entre los mechones de cabello peinados a través en tiras delgadas y pulcras. Esperó a que el hombre levantara la cabeza, pero estaba absorto en la lectura del periódico, escrito en una lengua extranjera que parecía griego o ruso. Volvió una página con cuidado y frunció el ceño mientras contemplaba a dos jugadores de fútbol disputándose el balón.
-Perdone -murmuró Rosie por fin, y el hombre de la cabina alzó la vista.
Por favor, que tenga los ojos amables, pensó de repente. Aunque no pueda hacer nada por mí, que tenga los ojos amables... y que me vea, que vea a la persona verdadera que está de pie aquí sin nada a qué aferrarse aparte de la correa de su bolso barato.
Y entonces vio que, en efecto, tenía los ojos amables. Débiles y acuosos tras los vidrios gruesos de las gafas..., pero amables.
-Lo siento, pero... ¿puede ayudarme? -suplicó Rosie.
3
El voluntario de Asistencia al viajero se presentó como Peter Slowik y escuchó la historia de Rosie en silencio y con atención. Rosie le contó cuanto pudo, pues ya había llegado a la conclusión de que no podía depender de la amabilidad de los desconocidos si callaba la verdad sobre sí misma por orgullo o por vergüenza. El único detalle importante que se reservó (porque no sabía cómo expresarlo) fue lo desarmada que se sentía, lo poco preparada que estaba para afrontar el mundo. Hasta hacía aproximadamente dieciocho horas no se había dado cuenta de hasta qué pinto conocía el mundo tan sólo a través de la televisión o de los diarios que su marido llevaba a casa.
-Por lo que me cuenta se marchó llevada por un impulso -comentó el señor Slowik-, pero mientras viajaba en el autocar, ¿se le ocurrió alguna idea acerca de lo que debía hacer cuando llegara aquí?
-Pues he pensado que quizá podría encontrar un hotel femenino para empezar-repuso Rosie-. ¿Todavía existen?
-Sí, conozco al menos tres, pero el más barato cobra precios que probablemente la arruinarían en una semana. Por lo general son hoteles para señoras acomodadas que vienen a pasar una semana para ir de compras o visitar a parientes que no tienen sitio para alojarlas.
-Ah -murmuró Rosie-. Bueno, ¿y la YWCA?(Young Women Catholic Association, organización juvenil de carácter confesional.)
El señor Slowik meneó la cabeza.
-Cerraron el último albergue en 1990. Aquello estaba invadido de chaladas y drogaditas.
Rosie sintió que la acometía el pánico, pero entonces se obligó a pensar en las personas que dormían en el suelo de la terminal, abrazados a las bolsas de basuras remendadas que contenían sus pertenencias. Siempre me queda esa solución, pensó.
-¿Se le ocurre alguna idea a usted? -inquirió por fin.
El voluntario la observó durante unos instantes mientras se golpeteaba el labio inferior con el bolígrafo, un hombre menudo y corriente de ojos acuosos, un hombre que pese a todo le había hecho caso y había hablado con ella, que no la había mandado a paseo. Y por supuesto, no me ha ordenado que vaya para poder hablar conmigo de cerca, pensó.
Slowik pareció tomar una decisión. Se abrió la chaqueta, una cazadora vulgar de poliéster que había visto mejores épocas, rebuscó en el bolsillo interior y extrajo una tarjeta de visita. En la cara que mostraba su nombre y el logotipo de Asistencia al viajero anotó con meticulosidad una dirección en letras de imprenta. A continuación le dio la vuelta y en el dorso estampó una firma que a Rosie se le antojó cómicamente grande. Aquella firma enorme le recordó algo que su profesor de Historia Americana había explicado una vez en el instituto, la leyenda de por qué John Hancock había escrito su nombre en letra exageradamente grande en la Declaración de Independencia. «Para que el rey Jorge pueda leerlo sin lentes», había dicho Hancock según la leyenda.
-¿Puede leer la dirección? -preguntó el hombre al tiempo que le alargaba la tarjeta.
-Sí -asintió Rosie-, 251 Durham Avenue.
-Bien. Guárdese la tarjeta en el bolso y no la pierda. Lo más probable es que se la pidan cuando llegue. La envío a un lugar llamado Hijas y Hermanas. Es un centro de acogida para mujeres maltratadas. Según su historia, diría que es una buena candidata.
-¿Cuánto tiempo me dejarán quedarme?
-Creo que varía según el caso -replicó Slowik con un encogimiento de hombros.
Así es que eso es lo que soy ahora, pensó. Un caso.
Al parecer, Slowik le leyó el pensamiento, porque de repente esbozó una sonrisa. Los dientes que dejó al descubierto no tenían nada de agradable, pero el gesto le pareció muy sincero. El hombre le dio una palmadita en la mano. El contacto fue breve, algo torpe y un poco tímido.
-Si su marido la pegaba de la forma que me ha contado, señora McClendon, su situación habrá mejorado aterrice donde aterrice.
-Sí -corroboró ella-. Yo también lo creo. Y si todo sale mal, siempre me queda el suelo de la terminal, ¿no?
-Oh, no creo que las cosas lleguen a ese extremo -exclamó el hombre con aire sobresaltado.
-Podrían. Sí, podrían.
Rosie señaló con la cabeza a dos de las personas sin techo, que dormían una al lado de la otra sobre sus abrigos extendidos en el extremo de un banco. Uno de ellos llevaba una gorra naranja muy sucia echada sobre el rostro para protegerse de la despiadada luz.
Slowik se los quedó mirando un instante antes de volverse de nuevo hacia ella.
-No, las cosas no llegarán a ese extremo -repitió con mayor convicción-. Los autobuses urbanos paran justo delante de la entrada principal; gire a la izquierda y ya los verá. El bordillo está pin
tado de diferentes colores que corresponden a las diferentes líneas. Tiene que coger el autobús de la línea naranja, así que espere en el trozo de bordillo pintado de naranja, ¿lo ha entendido?
-Sí.
-Cuesta un dólar, y el conductor querrá que le dé el importe
exacto. Lo más probable es que se impaciente si no tiene cambio.
-Tengo un montón de cambio.
-Bien. Baje en la esquina de Dearborn con Elk, luego siga por Elk dos manzanas... o quizás tres, no me acuerdo. En cualquier caso
llegará a Durham Avenue. Gire a la izquierda. Son unas cuatro manzanas, pero de las cortas. Es una casa grande de madera. Le diría que tiene aspecto de necesitar una mano de pintura, pero a lo mejor ya la han pintado. ¿Podrá recordarlo todo?
-Sí.
-Otra cosa. Quédese en la terminal hasta que se haga de día.
Hasta entonces no salga a ningún sitio, ni siquiera a la parada del autobús.
-No tenía ninguna intención de hacerlo -le aseguró Rosie.
4
Sólo había conseguido dormir dos o tres horas mal dormidas en el Continental Express que la había llevado hasta allí, de modo que lo que sucedió cuando se apeó del autobús de la línea naranja no era de extrañar: se perdió. Más adelante, Rosie decidió que debía de haberse equivocado de dirección en Elk Street, pero la consecuencia, casi tres horas deambulando por un barrio desconocido, revistió mucha más
importancia que la razón. Recorrió manzana a manzana arrastrando los pies, buscando Durham Avenue sin encontrarla. Le dolían los pies. Le dolía la parte baja de la espalda. Empezó a dolerle la cabeza.
Y a todas luces, en aquel barrio no había ningún Peter Slowik; los rostros que no la desatendieron por completo la observaban con desconfianza, suspicacia o franco desdén.
Poco después de apearse del autobús pasó por delante de un bar sucio y enigmático llamado El Sorbo. El establecimiento tenía las persianas bajadas, los rótulos de cerveza apagados y la puerta enreja, da. Cuando llegó al mismo bar al cabo de unos veinte minutos, sin darse cuenta hasta entonces de que estaba pasando por un lugar en el que ya había estado, porque todas las casas se le antojaban idénticas, las persianas seguían bajadas, pero los rótulos de cerveza aparecían iluminados y la reja estaba subida. Un hombre ataviado con ropa de trabajo estaba apoyado contra la puerta con una jarra de cerveza medio vacía. Rosie miró el reloj y comprobó que no eran ni las seis y media de la mañana.
Bajó la cabeza hasta no poder ver al hombre más que por el rabillo del ojo, asió la correa del bolso con más fuerza y apretó el paso. Suponía que el hombre de la puerta sabría dónde quedaba Durham Avenue, pero no tenía ninguna intención de preguntárselo. Tenía aspecto de ser un tipo al que le gustaba hablar con la gente, sobre todo con las mujeres, de cerca.
-Eh muñeca eh muñeca -la llamó cuando pasaba por delante de El Sorbo. Y aunque Rosie no quería mirarlo, no pudo evitar echarle un vistazo aterrado por encima del hombro. El tipo tenía entradas, la piel pálida en la que destacaban varias imperfecciones que parecían quemaduras a medio cicatrizar, y un bigote de morsa pelirrojo oscuro que le recordó a David Crosby, de los Crosby, Stills & Nash. En los pelos advirtió salpicaduras de espuma de cerveza.
-Eh muñeca quieres marcha no estás nada mal la verdad es que estás bastante buena qué te parece echamos un polvo quieres hacer el perro qué te parece...
Rosie desvió la mirada y se obligó a caminar con paso firme, la cabeza gacha, como una musulmana de camino al mercado; se obligó a hacer caso omiso del hombre. Si le prestaba atención, el hombre podía seguirla.
-Eh muñeca nos ponemos a cuatro patas qué te parece. Venga vamos a echar un polvo hacemos el perro y follamos follamos follamos.
Rosie dobló la esquina y dejó escapar un largo suspiro tembloroso que palpitaba como un ser vivo al son de su corazón frenético y asustado. Hasta aquel instante no había echado en absoluto de menos su ciudad ni su barrio, pero ahora, el miedo que le había infundido el hombre del bar y su propia desorientación (¿por qué tenían que ser iguales todas las casas?, ¿por qué?) se fundieron en una sensación que se acercaba mucho a la nostalgia. Jamás se había sentido tan espantosamente sola, tan convencida de que las cosas iban a salir mal. Se le ocurrió que tal vez jamás lograría escapar de aquella pesadilla, que aquello quizá no era más que el avance de lo que iba a ser el resto de su vida. Incluso empezó a creer que Durham Avenue no existía, que el señor Slowik de Asistencia al viajero, tan amable en apariencia, no era más que un psicópata sádico que se entretenía en desorientar a las personas que ya de por sí iban perdidas.
A las ocho y cuarto según su reloj, largo rato después de que el sol saliera y avanzar por un día que prometía ser intempestivamente caluroso, Rosie abordó a una mujer gorda envuelta en una bata que se hallaba al pie del camino de entrada de su casa y cargaba cubos de basura vacíos en una carretilla con movimientos lentos y estilizados.
-Perdone -la llamó Rosie mientras se quitaba las gafas de sol.
La mujer se dio la vuelta con brusquedad. Mantenía la cabeza baja y en su rostro se dibujaba la expresión truculenta de una señora a la que mucha gente había llamado foca desde la acera de enfrente o los coches que pasaban.
-¿Qué quiere?
-Estoy buscando el 251 de Durham Avenue -explicó Rosie-. Es un lugar llamado Hijas y Hermanas. Me han dicho cómo se va, pero creo que...
-¿Qué? ¿Esas lesbianas de la caridad? Te has equivocado de tía, guapa. Yo paso de esas comechochos. Lárgate. Que te largues.
Dicho aquello se volvió de nuevo hacia la carretilla y empezó a empujar los cubos castañeantes por el camino de entrada con los mismos gestos lentos y ceremoniosos, sujetándolos con una de sus manos blancas y rollizas. Las nalgas le temblaban sueltas bajo la tela desvaída de la bata. A1 llegar a la escalinata miró por encima del hombro.
-¿Estás sorda o qué? Lárgate de una puta vez. Antes de que llame a la pasma.
La última palabra le hirió la fibra sensible. Rosie se puso las gafas de sol y se alejó con rapidez. ¿La pasma? No, gracias. No quería saber
nada de la policía. De ningún policía. Pero después de alejarse un poco de la señora gorda, Rosie se dio cuenta de que en realidad se encontraba un poco mejor. Al menos había descubierto que Hijas y Hermanas (centro conocido en algunos parajes como esas lesbianas de la caridad) existía de verdad, y aquello representaba un paso en la dirección correcta.
Tras recorrer otras dos manzanas llegó a un colmado con aparcamiento para bicicletas delante y un cartel que rezaba PANECILLOS RECIÉN SALIDOS DEL HORNO en el escaparate. Rosie entró, compró un panecillo, que estaba caliente y le recordó a su madre, y preguntó al anciano que estaba tras el mostrador dónde estaba Durham Avenue.
-Vaya, se ha desviado un poco -comentó el hombre.
-¿Ah, sí? ¿Cuánto?
-Pues casi tres kilómetros. Venga.
El anciano le puso la mano huesuda en el hombro, la condujo hasta la puerta y señaló un cruce con mucho tráfico a tan sólo una manzana de distancia.
-Aquello es Dearborn Avenue.
-Dios mío, ¿de verdad?
Rosie no sabía si reír o llorar.
-Sí. El problema de buscar una dirección a partir de Dearborn es que atraviesa casi toda la ciudad. ¿Ve aquel cine cerrado?
-Sí.
-Bueno, pues tiene que girar a la derecha en Dearborn, y luego seguir unas dieciséis o dieciocho manzanas. Es un paseíto. Será mejor que coja el autobús.
-Supongo que sí.
Sin embargo, sabría que no lo haría. No le quedaban monedas de veinticinco, y si el conductor del autobús le echaba una bronca por tener que cambiarle un billete de un dólar se echaría a llorar. (La idea de que el anciano con el que estaba hablando estaría encantado de darle cambio ni se le pasó por la cabeza.)
-Yen un momento dado llegará a...
-Elk Street.
El anciano le lanzó una mirada exasperada.
-¡Señora! Si sabía ir, ¿por qué pregunta?
-No sabía ir-replicó Rosie, y aunque el anciano no se había mostrado especialmente antipático, sintió que los ojos se llenaban de lágrimas-. ¡No sé nada! Llevo horas dando vueltas, estoy cansada y...
-Vale, vale -la atajó el anciano-. Tranquila, no se ponga nerviosa, no pasa nada. Baje del autobús en Elk. Durham está a unas dos o tres manzanas. Coser y cantar. ¿Tiene una dirección?
Rosie asintió con un gesto.
-Pues entonces ya está -dijo el anciano-. No tendría que haber ningún problema.
-Gracias.
El hombre se sacó un pañuelo arrugado pero limpio del bolsillo trasero. Se lo alargó con la mano nudosa.
-Límpiese la cara, querida -le aconsejó-. Está empapada.
5
Caminó lentamente por Dearborn Avenue, apenas consciente de los autobuses que pasaban por su lado rugiendo, deteniéndose cada una o dos manzanas para descansar en los bancos de las paradas de autobús. El dolor de cabeza, causado sobre todo por la tensión de saberse perdida, había desaparecido, pero los pies y la espalda le dolían más que nunca. Tardó una hora en llegar a Elk Street. Allí torció a la derecha y preguntó a la primera persona que vio, una joven embarazada, si iba bien para Durham Avenue.
-Déjeme en paz -espetó la joven embarazada con una expresión tan iracunda que Rosie retrocedió unos pasos.
-Lo siento -se disculpó.
-Lo siento, lo siento. ¿Quién le ha pedido que me hable, eh? ¡Eso es lo que me gustaría saber! ¡Déjeme en paz!
Y para abrirse paso la empujó con tal violencia que estuvo a punto de derribarla. Rosie la siguió con la mirada, estupefacta y anonadada, antes de darse la vuelta y continuar.
6
Anduvo más despacio que nunca en Elk Street, una calle de tiendas pequeñas, desde tintorerías hasta floristerías, colmados con cajas de fruta expuestas en la acera y papelerías. Estaba tan cansada que no sabía cuánto tiempo podría seguir en pie, por no hablar de continuar andando. Sintió una punzada de esperanza al llegar a Durham Avenue, pero no le duró mucho. ¿Le había dicho el señor Slowik que debía girar a la izquierda o a la derecha en Durham? No lo recordaba. Dobló a la derecha y comprobó que los números subían desde el cuatrocientos y pico.
-La ley de Murphy -masculló antes de dar la vuelta.
Al cabo de diez minutos se hallaba ante una casa de madera blanca y enorme que en efecto necesitaba con urgencia una mano de pintura, una casa de tres pisos construida detrás de un jardín grande y bien cuidado. Las persianas estaban bajadas. En el porche se veían varias sillas de mimbre, casi una docena, pero por lo visto, ninguna de ellas estaba ocupada. No había ningún rótulo que dijera Hijas y Hermanas, pero el número que figuraba en la columna a la izquierda de la escalera que conducía al porche era el 251. Recorrió a paso lento el sendero enlosado y luego subió la escalinata con el bolso colgando a un costado.
No te dejarán entrar, susurró una voz. No te dejarán entrar, y entonces ya puedes volver a la terminal de autobuses. Será mejor que llegues pronto para encontrar un buen trozo de suelo.
El timbre estaba cubierto de varias capas de cinta aislante, y la cerradura estaba rellena de metal. A la izquierda de la puerta se veía una ranura para tarjeta de apertura que parecía nueva, y sobre ella había un interfono. Debajo del interfono reconoció un pequeño rótulo que rezaba: VISITANTES, PULSEN EL BOTÓN Y HABLEN.
Rosie pulsó el botón. Durante el largo paseo de la mañana había ensayado varios discursos, varias formas de presentarse, pero ahora que había llegado, incluso la menos retorcida, la más directa de las posibles entradas se le había borrado de la memoria. Se había quedado en blanco. Soltó el botón y esperó. Pasaron los segundos, y cada uno de ellos se le antojó como un pedazo de plomo. Estaba a punto de pulsar de nuevo cuando una voz de mujer surgió del altavoz. Sonaba enlatada y carente de emoción alguna.
-¿Puedo ayudarla en algo?
El hombre del bigote apoyado en la entrada de El Sorbo la había asustado y la mujer embarazada la había anonadado, pero ninguno de las dos la había hecho llorar. Ahora, al escuchar el sonido de aquella voz, los ojos se le llenaron de lágrimas, y no pudo hacer absolutamente nada para contenerlas.
-Espero que sí -sollozó Rosie enjugándose las mejillas con la mano libre-. Lo siento, pero estoy sola en la ciudad. No conozco a nadie y necesito un lugar para alojarme. Si no tienen sitio lo entenderé, pero, por favor, ¿podría al menos entrar y sentarme un rato y quizás tomar un vaso de agua?
Silencio. Rosie estaba a punto de llamar otra vez cuando la voz enlatada le preguntó quién la enviaba.
-El hombre de la cabina de Asistencia al viajero de la terminal de autobuses. David Slowik. -Se detuvo un instante para reflexionar y luego meneó la cabeza- No, no es verdad. Peter. Se llamaba Peter, no David.
-¿Le ha dado una tarjeta de visita? -inquirió la voz enlatada.
-Sí.
-Sáquela, por favor.
Rosie abrió el bolso y rebuscó durante lo que se le antojó una eternidad, pero cuando nuevas lágrimas empezaban a aflorar en sus ojos y le duplicaban la visión, encontró la tarjeta. Estaba escondida detrás de un pañuelo de papel arrugado.
-Ya la tengo -dijo-. ¿Quiere que la pase por el buzón?
-No -repuso la voz-. Hay una cámara justo encima de su cabeza.
Rosie alzó la vista con un sobresalto. Era cierto, había una cámara instalada sobre la puerta que la observaba con su ojo redondo y negro.
-Sostenga la tarjeta ante la cámara, por favor. No la parte delantera, sino el dorso.
Al hacerlo, Rosie recordó a Slowik firmando la tarjeta con letra lo más grande posible. Ahora comprendía la razón.
-Muy bien -prosiguió la voz-. Voy a abrirle la puerta.
-Gracias -murmuró Rosie.
Se secó las mejillas con el pañuelo de papel, pero de nada le sirvió; estaba llorando con más fuerza que nunca, y por lo visto era incapaz de contenerse.
7
Aquella noche, mientras Norman Damels yacía en el sofá del salón de su casa, contemplando el techo y ya pensando en el modo de empezar a buscar a la zorra (una pista, pensó, necesito una pista para empezar, una pequeña seguro que bastaría), su mujer estaba a punto de conocer a Anna Stevenson. Por entonces ya se había apoderado de ella una serenidad extraña pero agradable, la clase de serenidad que podría experimentarse durante un sueño. Casi creía estar soñando.
Le habían servido un desayuno tardío (o tal vez había sido un almuerzo temprano) y luego la habían llevado a uno de los dormitorios de la planta baja, donde había dormido como un tronco seis horas seguidas. A continuación, antes de que la llevaran al estudio de Anna, le habían vuelto a dar de comer, esta vez pollo asado, puré de patatas y guisantes. Había comido abrumada por un sentimiento de culpabilidad pero en abundancia, incapaz de desterrar la idea de que era comida imaginaria y sin calorías lo que estaba devorando. Coronó el ágape con un cuenco de almíbar en el que flotaban trocitos de fruta en conserva como bichos en ámbar. Era consciente de las miradas de las otras mujeres sentadas a su mesa, pero su curiosidad parecía amable. Hablaban, pero Rosie era incapaz de seguir las conversaciones. Alguien mencionó a las Indigo Girls, y al menos sabía quiénes eran, pues las había visto una vez en el programa Austin City Limits mientras esperaba a que Norman regresara a casa del trabajo.
Mientras daban cuenta de los postres de almíbar, una de las mujeres puso un disco de Little Richard, y otras dos se pusieron a bailar jazz, bamboleando las caderas y girando sobre sí mismas. Se oyeron risas y aplausos. Rosie contempló a las bailarinas sin el menor interés, preguntándose si no serían lesbianas de la caridad al fin y al cabo. Más tarde, cuando empezaron a quitar la mesa, Rosie intentó ayudar, pero no se lo permitieron.
-Vamos -dijo una de las mujeres, que Rosie creía se llamaba Consuelo y lucía una cicatriz ancha y fea desde el ojo izquierdo hasta la parte inferior de la mejilla-. Anna quiere conocerte.
-¿Quién es Anna?
-Anna Stevenson -explicó Consuelo mientras guiaba a Rosie por el corto pasillo que partía de la cocina-. La jefa.
-¿Qué tal es?
-Ya lo verás.
Consuelo abrió la puerta de una habitación que antaño habría sido una despensa, pero no hizo el menor gesto de entrar.
La estancia estaba dominada por la mesa más increíblemente abarrotada que Rosie había visto en su vida. La mujer sentada ante ella era un poco robusta pero innegablemente atractiva. Con el cabello blanco corto pero cuidadosamente arreglado, a Rosie le recordó a Beatrice Arthur, que había representado el papel de Maude en aquella vieja comedia televisiva. La severa combinación de blusa blanca y pantalón negro acentuaba el parecido, y Rosie se acercó al escritorio con timidez. Estaba bastante convencida de que, ahora que le habían dado de comer y permitido que durmiera unas horas, la pondrían de patitas en la calle. Se conminó a no discutir si ello sucedía; al fin y al cabo, era su casa, y de hecho ya les debía dos comidas. Y tampoco tendría que recurrir a un trozo de suelo en la terminal de momento, al menos por ahora... Todavía le quedaba dinero suficiente para pagarse varias noches en un hotel o motel barato. Las cosas podrían ir peor. Mucho peor.
-Siéntate -invitó Anna.
Una vez acomodada en la única silla libre de la habitación, de la que tuvo que apartar una pila de papeles y colocarlos en el suelo junto a ella, pues el estante más cercano estaba repleto, Anna se presentó y le preguntó cómo se llamaba.
-Supongo que, en realidad, Rose Daniels -repuso Rosie-, pero vuelvo a usar McClendon, mi nombre de soltera. Me imagino que no es legal, pero no quiero volver a utilizar el nombre de mi marido. Me pegaba, así que le dejé.
Se dio cuenta de, que aquello sonaba como si lo hubiera abandonado a la primera paliza, y se llevó la mano a la nariz, que aún le dolía un poco al final del puente. .
-Pero llevábamos casados mucho tiempo antes de que reuniera el valor suficiente para hacerlo.
-¿Cuánto tiempo?
-Catorce años.
Rosie descubrió que ya no podía sostener la mirada directa de los ojos azules de Anna Stevenson. Se miró las manos entrelazadas con
tal fuerza sobre el regazo que los nudillos estaban blancos.
Ahora te preguntará por qué has tardado tanto en despertar, pensó. No te preguntará si a alguna parte malsana de ti le gustaban las palizas, pero lo pensará.
En lugar de pedirle explicaciones, la mujer le preguntó cuánto
tiempo llevaba fuera de casa.
Rosie descubrió que tenía que reflexionar sobre la pregunta, y no sólo porque ahora se hallaba en la zona horaria central, sino porque las horas que había pasado en el autobús añadidas al desacostumbrado sueño diurno le habían hecho perder la noción del tiempo.
-Unas treinta y seis horas -repuso tras efectuar unos cuantos cálculos mentales-. Más o menos.
-Ajá.
Rosie seguía esperando la aparición de formularios que Anna le alargaría o bien empezaría a rellenar ella misma, pero la mujer siguió observándola por encima de la escarpada topografía del escritorio. La ponía nerviosa.
-Y ahora cuéntame. Cuéntamelo todo.
Rosie aspiró una profunda bocanada de aire y habló a Anna de la gota de sangre que había descubierto en la sábana. No quería producir la impresión de que era tan perezosa (o estaba tan loca) que había abandonado al hombre con quien llevaba casada catorce años sólo porque no le apetecía cambiar las sábanas, pero tenía la terrible sensación de que así sonaban sus palabras. No era capaz de expresar los complejos sentimientos que aquella mancha había despertado en ella, ni de reconocer la furia que la había acometido, una furia que se le había antojado nueva y familiar a un tiempo, pero sí contó a Anna que se había mecido con tal fuerza que había temido romper la Silla del Osito.
-Así es como llamo a mi mecedora -explicó ruborizándose con tal intensidad que tenía la sensación de que las mejillas le iban a estallar-. Sé que es una tontería...
Anna Stevenson desechó sus palabras con un gesto.
-¿Qué hiciste después de tomar la decisión? Cuéntamelo.
Rosie le habló de la tarjeta del cajero automático, de que había estado segura de que Norman tendría un presentimiento acerca de lo que estaba haciendo y la llamaría o bien iría a casa. No se atrevió a contarle que se había asustado tanto que había tenido que colarse en el jardín trasero de una casa para hacer pis, pero sí le contó que había utilizado la tarjeta del cajero, cuánto había sacado y que había optado por esta ciudad porque le parecía lo bastante alejada y el autobús salía pronto. La palabras brotaban de sus labios envueltas en períodos de silencio en los que intentaba decidir qué diría a continuación y consideraba con asombro e incredulidad lo que había hecho. Terminó explicándole a Anna que se había perdido aquella mañana y mostrándole la tarjeta de Peter Slowik. Anna se la devolvió tras echarle un breve vistazo.
-¿Lo conoce bien? -inquirió Rosie-. Al señor Slowik.
Anna sonrió..., y Rosie creyó detectar un matiz amargo en el gesto.
-Oh, sí -asintió-. Es amigo mío. Un viejo amigo, ya lo creo. Y también es amigo de mujeres como tú.
-En cualquier caso, vine a parar aquí -acabó Rosie-. No sé qué pasará ahora, pero al menos he llegado hasta aquí.
El fantasma de una sonrisa apareció en las comisuras de los labios de Anna Stevenson.
-Sí, y lo has hecho muy bien.
Haciendo acopio del poco valor que le quedaba, pues las últimas treinta y seis horas habían dado cuenta de la mayor parte, Rosie preguntó si podía quedarse a pasar la noche en Hijas y Hermanas.
-Y muchas más noches si es necesario -repuso Anna-. Desde el punto de vista técnico, esto es un centro de acogida, un hogar intermedio financiado con recursos privados. La estancia máxima es de ocho semanas, aunque se trata de una cifra arbitraria. Lo cierto es que en Hijas y Hermanas somos bastante flexibles.
Adoptó una actitud levemente (y con toda probabilidad inconscientemente) orgullosa al decir aquello, y Rosie recordó algo que había aprendido hacía unos mil años, durante su segundo año de francés: L'état, c'est mol. Pero aquel pensamiento se esfumó cuando se dio cuenta de lo que la mujer había dicho.
-Ocho... ocho...
Pensó en el joven pálido sentado junto a la entrada de la terminal de Portside, el que llevaba el rótulo NO TENGO CASA Y TENGO EL SIDA, y de repente supo lo que sentiría si un desconocido arrojara un billete de cien dólares en su caja de puros.
-Perdone, ¿ha dicho un máximo de ocho semanas?
Límpiate las orejas, muchacha, la regañaría Anna con brusquedad. Días, he dicho días. ¿Crees que dejamos que las mujeres como tú se queden aquí ocho semanas? Seamos sensatas, ¿de acuerdo?
En lugar de ello, Anna asintió con un ademán.
-Aunque la verdad es que pocas de las mujeres que acuden aquí acaban quedándose tanto tiempo, lo cual nos enorgullece. Y a la larga pagarás por la habitación y la comida, aunque nos parece que nuestros precios son muy razonables. -Volvió a esbozar aquella sonrisa breve y algo jactanciosa-. Debes comprender que las instalaciones no son nada lujosas. La mayor parte del primer piso ha sido transformado en dormitorio común. Hay treinta camas, bueno, catres, y resulta que uno está libre, razón por la que podemos acogerte. La habitación en la que has dormido hoy pertenece a una de nuestras consejeras fijas. Tenemos tres.
-¿No tiene que pedir autorización a alguien? -susurró Rosie-. ¿Presentar mi caso ante un comité o algo así?
-Yo soy el comité -replicó Anna, y Rosie pensó que seguramente hacía años que la mujer no percibía la leve arrogancia que se traslucía en su voz-. Fueron mis padres, un matrimonio adinerado, quienes fundaron Hijas y Hermanas. Existe un fondo muy bien provisto. Yo decido quién puede quedarse y quién no..., aunque las reacciones de las otras mujeres a las posibles candidatas a H y H son importantes. Tal vez incluso cruciales. Y han reaccionado de forma favorable a tu presencia.
-Eso está bien, ¿no? -preguntó Rosie en un murmullo.
-Desde luego.
Anna rebuscó entre el desorden de su mesa, desplazó algunos documentos y por fin encontró lo que buscaba tras el ordenador portátil situado a su izquierda. Alargó a Rosie una hoja de papel con el emblema de Hijas y Hermanas en la cabecera.
-Aquí tienes. Léelo y fírmalo. Principalmente dice que accedes a pagar dieciséis dólares por noche, habitación y pensión completa, cuyo pago puede aplazarse en caso necesario. Ni siquiera es del todo legal, sino tan sólo una promesa. Preferimos que las mujeres paguen la mitad al irse, al menos durante un tiempo.
-Puedo pagarlo -aseguró Rosie-. Todavía me queda algún dinero. No sé cómo agradecerle esto, señora Stevenson.
-Señora para mis socios y Anna para ti -aclaró la mujer mientras observaba cómo Rosie garabateaba su nombre en el margen inferior de la hoja-. Y no hace falta que me des las gracias, ni tampoco a Peter Slowik. Ha sido la Providencia la que te ha traído aquí..., la Providencia con mayúscula, como en las novelas de Charles Dickens. Realmente creo en ello. He visto a demasiadas mujeres llegar destrozadas y marcharse enteras como para no creerlo. Peter es una de las dos docenas de personas en la ciudad que me envían mujeres, pero la fuerza que te llevó hasta él, Rose... ha sido la Providencia.
-Con mayúscula.
-Exacto.
Anna echó un vistazo a la firma de Rosie y a continuación dejó la hoja sobre un estante a su derecha, donde, estaba segura de ello, desaparecería en el desorden general en las próximas veinticuatro horas.
-Y ahora -continuó Anna con el aire de alguien que ha terminado con las tediosas formalidades y puede pasar a lo que verdaderamente le gusta-, ¿qué sabes hacer?
-¿Hacer? -repitió Rosie con una sensación repentina de pánico, pues sabía lo que se avecinaba.
-Sí, hacer. ¿Qué sabes hacer? ¿Sabes algo de taquigrafía, por ejemplo?
-Yo... -Tragó saliva. Había estudiado Taquigrafía I y II en el instituto de Aubreyville, y había sacado sobresaliente en ambos cursos, pero ahora sería incapaz de distinguir un gancho de un círculo, de modo que meneó la cabeza-. No. Nada de taquigrafía. Antes sí, pero ya no. .
-¿Otras funciones de secretariado?
Volvió a menear la cabeza. Las lágrimas le quemaban los ojos, y parpadeó con furia para contenerlas. Los nudillos de las manos entrelazadas se le habían vuelto a poner blancos como la nieve.
-¿Tareas administrativas? ¿Mecanografía, quizás?
-No.
-¿Matemáticas? ¿Contabilidad? ¿Banca?
-¡No!
Anna Stevenson encontró un lápiz entre las pilas de papeles, lo rescató y se golpeteó los dientes limpios y blancos con el borrador de la punta.
-¿Puedes trabajar de camarera?
Rosie quería asentir a toda costa, pero entonces pensó en las grandes bandejas que las camareras tienen que llevar durante todo el día... y en su espalda y riñones.
-No -susurró al tiempo que empezaba a perder la batalla contra las lágrimas; la pequeña habitación y la mujer sentada al otro lado del escritorio empezaron a emborronarse y desdibujarse-. A1 menos de momento. Tal vez dentro de un mes o dos. Mi espalda... no está demasiado bien ahora mismo.
Oh, sonaba a mentira. Era la clase de cosa que, cuando Norman la escuchaba en la tele, le provocaba una carcajada cínica y un comentario acerca de los Cadillacs de la beneficencia y los millonarios de los cupones de comida.
Sin embargo, Anna Stevenson no pareció inmutarse.
-¿Qué sabes hacer, Rose? ¿Sabes hacer algo?
-¡Sí! -exclamó Rosie, atónita por el matiz brusco y enojado que percibió en su propia voz, pero incapaz de evitarlo o siquiera suavizarlo-. ¡Sí que sé! Sé quitar el polvo, lavar los platos, hacer las camas, pasar el aspirador, preparar comidas para dos, acostarme con mi marido una vez a la semana. Y aguantar un puñetazo; ésa es otra cosa que sé hacer. ¿Cree que en alguno de los gimnasios de la ciudad necesitarán un sparring?
Y entonces sí rompió a llorar. Sepultó el rostro entre las manos y lloró como había llorado tantas veces durante los años que había estado casada con él, lloró y esperó a que Anna la ordenara marcharse, que podían ocupar el catre libre del piso superior con una mujer que no se las diera de listilla.
Algo le golpeó el dorso de la mano. Rosie la bajó y vio una caja de Kleenex que Anna Stevenson le alargaba. Y por increíble que pareciera, Anna Stevenson estaba sonriendo.
-No creo que tengas que dedicarte a hacer de sparring -comentó-. Creo que las cosas te irán bien... Casi siempre van bien. Vamos, sécate los ojos.
Y mientras Rosie obedecía, Anna le habló del hotel Whitestone, establecimiento con el que Hijas y Hermanas mantenía una relación en extremo fructífera desde hacía mucho tiempo. El Whitestone pertenecía a una corporación de cuya junta había formado parte el adinerado padre de Anna, y numerosas mujeres habían redescubierto allí las satisfacciones que conlleva el trabajo remunerado. Anna explicó a Rosie que sólo tendría que trabajar lo que su espalda le permitiera, y que si su estado físico general no mejoraba en los siguiente veintiún días, dejaría el trabajo y la llevarían al hospital para efectuarle pruebas.
-Asimismo, te emparejaremos con una mujer que se conoce el percal. Una especie de asesora que vive aquí. Ella te enseñará y asumirá la responsabilidad por ti. Si robas algo será ella la que se meta en líos, no tú..., pero no eres una ladrona, ¿verdad?
Rosie meneó la cabeza.
-Lo único que he robado es la tarjeta de mi marido, nada más, y sólo la he usado una vez. Para poder escapar.
-Trabajarás en el Whitestone hasta que encuentres algo que te guste más, lo que con toda seguridad ocurrirá. Recuerda, la Providencia.
-Con mayúscula.
-Sí. Mientras trabajes en el Whitestone, lo único que te pedimos es que hagas todo lo que esté en tu mano, aunque sólo sea para proteger los empleos de todas las mujeres que te sigan. ¿Me entiendes?
-No cerrar la puerta a mis sucesoras -asintió Rosie.
-Exacto, no cerrar la puerta a tus sucesoras. Me alegro de tenerte entre nosotras, Rose McClendon.
Anna se levantó y extendió ambas manos en un gesto que encerraba bastante de aquella arrogancia inconsciente que Rosie ya había percibido con anterioridad. Rosie titubeó un instante y a continuación se levantó para tomar las manos que se le ofrecían. Sus dedos se unieron por encima del desorden del escritorio.
-Tengo tres cosas más que decirte -prosiguió Anna-.Son importantes, de modo que quiero que te aclares las ideas y escuches con atención, ¿de acuerdo?
-Sí -repuso Rosie, fascinada por los ojos azul claro de Anna Stevenson.
-En primer lugar, el hecho de llevarte la tarjeta del cajero no te convierte en una ladrona. El dinero era tan tuyo como suyo. En segundo lugar, no es ilegal que vuelvas a adoptar tu nombre de soltera. Te pertenecerá durante toda la vida. En tercer lugar, puedes ser libre si te lo propones.
Se detuvo y observó a Rosie con aquellos notables ojos azules por encima de sus manos entrelazadas.
-¿Me entiendes? Puedes ser libre si te lo propones. Libre de sus manos, libre de sus ideas, libre de él. ¿Quieres eso? ¿Quieres ser libre?
-Sí -asintió Rosie en voz baja y temblorosa-. Lo quiero más que cualquier otra cosa en el mundo.
Anna Stevenson se inclinó hacia delante y besó a Rosie en la mejilla al tiempo que le oprimía las manos.
-Entonces has venido al lugar adecuado. Bienvenida a casa, querida.
8
Era un día de principios de mayo, la auténtica primavera, la época en que la mente de un joven debe concentrarse paulatinamente en pensamientos relativos al amor, una estación maravillosa y sin duda una gran emoción, pero Norman Daniels tenía otras cosas en que pensar. Había esperado una pista, una pequeña pista, y por fin la había encontrado. Había tardado demasiado, casi tres putas semanas, pero por fin había llegado.
Estaba sentado en un banco del parque a unos mil doscientos kilómetros del lugar en que su mujer cambiaba en aquel momento las sábanas en la habitación del hotel, un hombre alto y corpulento ataviado con un polo rojo y pantalones grises de gabardina. En una mano sostenía una pelota de tenis verde fluorescente. Los músculos de su antebrazo se flexionaban rítmicamente cada vez que la oprimía.
Otro hombre cruzó la calle, se detuvo en el borde de la acera escudriñando el parque, vio al hombre y echó a andar hacia él. Se agachó cuando un frisbee pasó flotando sobre él y se detuvo cuando un enorme pastor alemán pasó junto a él como una exhalación en pos del disco. Este hombre era más joven y esbelto que el hombre del banco. Tenía un rostro apuesto y poco digno de confianza, y lucía un bigote delgado a lo Errol Flynn. Se detuvo delante del hombre de la pelota de tenis y lo miró inseguro.
-¿Qué quieres, hermano? preguntó el hombre de la pelota de tenis.
-¿Se llama Daniels?
El hombre de la pelota de tenis asintió.
El hombre del bigote a lo Errol Flynn señaló un rascacielos nuevo lleno de cristal y ángulos que se alzaba al otro lado de la calle.
-Un tipo de ahí dentro me ha dicho que viniera aquí y hablara con usted. Ha dicho que quizás podrá ayudarme usted con mi problema.
-¿El teniente Morelli? -inquirió el hombre de la pelota de tenis.
-Sí. Así se llamaba.
-¿Y qué problema tienes?
-Ya sabe -repuso el hombre del bigote a lo Errol Flynn.
-¿Sabes qué te digo, hermano? Pues que a lo mejor lo sé y a lo mejor no. En cualquier caso, yo soy el hombre y tú no eres más que un comepollas grasiento de tres al cuarto con muchos problemas. Creo que será mejor que me digas lo que quiero oír, ¿no te parece? Y lo que quiero oír ahora mismo no tiene nada que ver con tus problemas. Así que dispara.
-Me han detenido por un asunto de drogas -explicó el hombre del bigote a lo Errol Flynn, mirando a Daniels con expresión huraña-. Por vender tres gramos y medio de coca a un poli de Narcóticos.
-Vaya, hombre -exclamó el hombre de la pelota de tenis-. Eso es felonía. Bueno, puede llegar a serlo. Pero hay algo más, ¿verdad? Han encontrado algo mío en tu cartera, ¿verdad?
-Sí. Su puta tarjeta del cajero. Qué mala suerte. Encuentro una tarjeta en la basura y resulta que es de un puto poli.
-Siéntate -invitó Daniels afablemente, pero cuando el hombre del bigote a lo Errol Flynn hizo ademán de sentarse en el lado derecho del banco, el policía meneó la cabeza con impaciencia-. Al otro lado, marica de mierda, al otro lado.
El hombre del bigote retrocedió y se sentó con cautela a la izquierda de Daniels. Lo observó mientras su mano derecha apretaba la pelota de tenis en un ritmo rápido y constante. Apretón... apretón... apretón. Venas gruesas y azuladas sobresalían sobre la cara interior blanca del antebrazo del policía
como si de serpientes se tratara.
El frisbee pasó flotando. Los dos hombres siguieron con la mirada
al pastor alemán, que corría en pos del disco con las largas patas galopando como si fuera un caballo.
-Bonito perro -comentó Daniels-. Los pastores son perros preciosos. Siempre me han gustado, ¿y a ti?
-Claro, claro -repuso el hombre del bigote, aunque en realidad creía que el perro era más feo que Picio y parecía dispuesto a hacerte
un segundo ojete en cuanto le dieses la oportunidad.
-Tenemos que hablar de muchas cosas -comentó el hombre de la pelota de tenis-. De hecho, creo que va a ser una de las conversaciones más importantes de tu joven vida, amigo mío. ¿Estás preparado para eso?
El hombre del bigote tragó saliva pese al nudo que se le había formado en la garganta y deseó (por enésima vez aquel día) haberse librado de aquella maldita tarjeta. ¿Por qué no lo había hecho? ¿Por qué había sido tan increíblemente gilipollas?
Pero sabía por qué había sido tan increíblemente gilipollas..., porque había pensado que a la larga quizás descubriría una manera de utilizarla. Porque era optimista. Al fin y al cabo, aquello era América, la Tierra de las Oportunidades. Y también porque (y eso se acercaba mucho más a la verdad) había olvidado que la llevaba en la cartera, encajada detrás de un montón de las tarjetas de visita que coleccionaba. La coca surtía ese efecto sobre uno... Te daba energías para seguir adelante..., pero no podías recordar por qué coño seguías adelante.
El policía lo observaba con una sonrisa en los labios, pero no en los ojos. Aquellos ojos parecían... hambrientos. De repente, el hombre del bigote se sintió como uno de los tres cerditos sentado en un banco del parque junto al lobo malo.
-Oiga, mire, no he usado la tarjeta ni una sola vez. Eso que quede claro. Se lo han dicho, ¿no? No la he usado ni una puta vez.
-Claro que no -exclamó el policía casi riendo-. Porque no has descubierto el número secreto. Está basado en mi número de teléfono, y mi número de teléfono no aparece en la guía... como el de la mayoría de los policías. Pero estoy seguro de que ya lo sabes, ¿verdad? Estoy seguro de que lo comprobaste.
¡No!-gritó el hombre del bigote-. ¡No, no lo comprobé!
Por supuesto que lo había comprobado. Había consultado la guía telefónica después de probar con distintas combinaciones de la dirección que figuraba en la tarjeta y el código postal, pero no había tenido suerte. Al principio había pulsado teclas de cajeros en toda la ciudad. Había pulsado teclas hasta que le empezaron a doler los dedos y se sintió como un capullo jugando en la máquina tragaperras más mísera del mundo.
-Bueno, ¿y qué va a pasar cuando comprobemos las operaciones informatizadas en los cajeros automáticos del Banco Mercantil? preguntó el policía-. ¿No vamos a encontrar mi tarjeta en la columna de CANCELAR al menos un millón de veces? Eh, si no es así te invito a cenar. ¿Qué te parece, hermano?
El hombre del bigote no sabía qué le parecía ni ninguna otra cosa. Lo estaba acometiendo una sensación muy desagradable. Una sensación pero que muy desagradable. Entretanto, los dedos del policía seguían apretando la pelota de tenis, adentro y afuera, adentro y afuera, adentro y afuera. Resultaba espeluznante que no parara de hacer eso.
-Te llamas Ramon Sanders -dijo el policía llamado Daniels-. Tienes una lista de antecedentes más larga que mi brazo. Robo, estafa, drogas, vicio. De todo menos asalto, delitos violentos y demás. No te van las mezclas, ¿eh? A los maricones no os gusta que os peguen, z verdad? Ni siquiera los que parecen unos Schwarzenegger. Oh, no les importa llevar camisetas ajustadas y flexionar los músculos para los tipos de las limusinas delante de algún bar de maricas, pero si alguien empieza a repartir hostias, os desmoronáis en un periquete, ¿verdad?
Ramon Sanders guardó silencio. Le parecía la opción más acertada.
A mí no me importa repartir hostias prosiguió el policía llamado Daniels-. Ni tampoco dar patadas. Ni siquiera morder.
Hablaba con voz casi pensativa y parecía mirar al pastor alemán y a través de él al mismo tiempo; el perro se acercaba de nuevo a ellos con el frisbee entre los dientes.
¿Qué te parece eso, ojitos de ángel?
Ramon siguió en silencio e intentó poner cara de póquer, pero muchas de las lucecitas de su cerebro estaban cambiando a rojo, y un cosquilleo aterrador se estaba abriendo paso por su sistema nervioso. El corazón le latía con cada vez mayor violencia, como un tren que ganara velocidad al dejar la estación y dirigirse a campo abierto. Siguió mirando a hurtadillas al hombretón del polo rojo, y cada vez le gustaba menos lo que veía. El tipo tenía el antebrazo completamente flexionado, las venas repletas de sangre, los músculos tensos como panecillos recién hechos.
A Daniels no pareció importarle que Ramon no contestara. Al volverse hacia él lo hizo con una sonrisa... o lo que parecía una sonrisa si se hacía caso omiso de los ojos, vacíos y brillantes como monedas nuevas de veinticinco centavos.
-Tengo buenas noticias para ti, pequeño héroe. Puedes librarte de la acusación. Si me ayudas serás libre como un pájaro. ¿Qué te parece?
Lo que le parecía era que quería seguir con la boca cerrada, pero ya no se le antojaba la opción más acertada. El policía no estaba divagando, sino que esperaba una respuesta.
-Genial farfulló Ramon, esperando que fuera la respuesta correcta-. Genial, de verdad, fantástico, gracias.
-Bueno, me parece que me caes bien, Ramon.
De repente, el policía hizo algo asombroso, lo último que Ramon habría esperado de un ex marine chalado como ese tipo. Dejó caer la mano iquierda en la entrepierna de Ramon y empezó a frotársela, delante de las mismísimas narices de Dios, los niños del parque infantil y cualquiera que se molestase en echar un vistazo. Deslizaba la mano suavemente en el sentido de las manecillas del reloj, con la palma oscilando hacia delante y hacia atrás, hacia arriba y hacia abajo sobre aquella pequeña porción de carne que más o menos había dirigido la vida de Ramon desde que dos de los amigotes de su padre, hombres a los que Ramon debía llamar tío Bill y tío Carlo, se la habían mamado por turnos cuando tenía nueve años. Y con toda probabilidad, lo que sucedió a continuación no fue tan extraordinario, aunque parecía de lo más extraño en aquella situación: empezó a ponérsele dura.
-Sí, creo que me caes bien, muy bien, soplapollas grasiento de mierda, con tus pantalones negros y brillantes y tus zapatos Puntiagudos, ¿qué te parece?
Mientras hablaba, el policía siguió sacándole brillo a su polla. De vez en cuando variaba de trazado, dándole pequeños apretones que hicieron jadear a Ramon.
-Y es bueno que me caigas bien, Ramon, no lo dudes, porque esta vez sí que la has hecho buena. Detenido bajo acusación de felonía. Pero ¿sabes lo que más me molesta? Leffingwell y Brewster, los policías que te han detenido, se estaban riendo esta mañana en la sala de la brigada. Se estaban riendo de ti, y eso no importa, pero también tengo la sensación de que se estaban riendo de mí, y eso sí que importa. No me gusta que la gente se ría de mí, y por lo general no lo tolero. Pero esta mañana no me ha quedado más remedio, y esta tarde voy a convertirme en tu mejor amigo. Voy a librarte de unos cargos bastante graves por drogas a pesar de que tenías mi tarjeta del cajero. ¿Adivinas por qué?
El frisbee volvió a pasar flotando, y el pastor alemán lo siguió pisándole los talones, pero esta vez Ramon Sanders apenas si reparó en él. La tenía más tiesa que un poste de teléfonos y estaba más asustado que un ratón en las garras de un gato.
La mano apretó con más fuerza, y Ramon emitió un gemido ronco. Tenía la piel de color café con leche empapada en sudor; su bigote parecía un gusano muerto tras una tormenta.
-¿Lo adivinas, Ramon?
-No -repuso Ramon.
-Porque la mujer que me birló la tarjeta era mi mujer -explicó Daniels-. Por eso se estaban riendo Leffingwell y Brewster, eso es lo que deduzco. Se lleva mi tarjeta, la utiliza para sacar unos cientos de dólares, dinero que he ganado yo, y cuando la tarjeta aparece de nuevo está en manos de un soplapollas grasiento llamado Ramon. No me extraña que se estuvieran riendo.
Por favor, quería gritar Ramon, por favor, no me haga daño. Le diré lo que quiera, pero por favor, no me haga daño. Quería decir todas aquellas cosas, pero no podía articular palabra. Se veía totalmente incapaz. Tenía el ojete contraído al tamaño de una válvula diminuta.
-Y ahora que te he contado mis secretos, quiero que me cuentes los tuyos.
El masaje cesó, y los fuertes dedos del policía se curvaron en torno a los testículos de Ramon a través de la tela delgada de los pantalones. La forma del pene erecto se recortaba con claridad sobre la mano del policía; parecía uno de esos murciélagos de juguete que podían comprarse en el chiringuito de recuerdos del campo de béisbol. Ramon sentía la fuerza de aquella mano.
-Y será mejor que me cuentes lo que quiero oír, Ramon. ¿Sabes por qué?
Ramon meneó la cabeza sin pensar. Tenía la sensación de que alguien había abierto el grifo del agua caliente en su interior y de que su piel tenía goteras.
Daniels extendió la mano derecha, la que sostenía la pelota de tenis, hasta situarla bajo la nariz de Ramon. A continuación la cerró con un chasquido repentino y espeluznante. Se oyó un golpecito y un susurro ronco y breve, una especie de fuaaaa, cuando sus dedos perforaron la piel peluda y fluorescente de la pelota. La pelota se hundió, y una parte de sus entrañas quedó al
descubierto.
-También puedo hacerlo con la mano izquierda -aseguró Daniels-. ¿Te lo crees?
Ramon intentó responder que sí, pero descubrió que seguía sin poder hablar, de modo que asintió con la cabeza.
-¿Lo tendrás en cuenta?
Ramon volvió a asentir.
-Muy bien. Esto es lo que quiero que me cuentes, Ramon. Sé que sólo eres un mariconazo grasiento y apestoso que no sabe mucho de mujeres, excepto quizás por haberle dado a tu madre por el culo en tus años mozos, tienes cara de haberte tirado a tu madre, no sé por qué, pero no te cortes y utiliza la imaginación. ¿Cómo crees que se siente uno cuando llega a casa y se encuentra con que su mujer, la mujer que prometió amarte, respetarte y obedecerte, joder, se ha largado con tu tarjeta del cajero automático? ¿Cómo crees que se siente uno al descubrir que la ha usado para pagarse unas putas vacaciones y luego la ha tirado a la papelera de la terminal para que un moñas de mierda como tú la encuentre?
-Pues no muy bien -susurró Ramon-. Apuesto lo que sea a que no muy bien, por favor, no me haga daño, oficial, por favor no...
Daniels cerró la mano con lentitud; la apretó hasta que los tendones de la muñeca empezaron a sobresalirle como cuerdas de guitarra. Una oleada de dolor, pesada como plomo líquido, se adueñó del vientre de Ramon, que intentó proferir un grito. Pero de sus labios no brotó más que un jadeo ronco.
-¿No muy bien?-le susurró Daniels a escasos centímetros de la cara; su aliento era cálido, húmedo, olía a tabaco y alcohol-. ¿No se te ocurre nada mejor? ¡Vaya comemierda! Pero la verdad es que... no es una respuesta del todo incorrecta.
Daniels aflojó la presión, pero sólo un poco. El bajo vientre de Ramon era un lago de agonía, pero seguía teniendo la polla completamente tiesa. Nunca le había gustado el dolor, no comprendía qué impulsaba a los chalados del sadomaso, y sólo podía suponer que la seguía teniendo tiesa porque la sangre de su polla estaba atrapada por la mano del policía. Se juró que si salía de ésta con vida, se iría derechito a la iglesia de St. Patrick y rezaría cincuenta avemarías. ¿Cincuenta? Ciento cincuenta.
-Se están riendo de mí allí dentro -insistió el policía señalando con la barbilla el edificio nuevecito de la comisaría que se alzaba en la acera de enfrente-. Se están riendo a gusto, sí, señor. El duro de Norman Daniels, mira por dónde. Su mujer lo ha dejado..., pero se entretuvo en mangarle la mayor parte del dinero de bolsillo antes de largarse.
Daniels emitió un gruñido inarticulado, la clase de sonido que uno sólo debería oír en el zoo, y oprimió de nuevo los huevos de Ramon. El dolor era insoportable. Ramon se inclinó hacia delante y vomitó entre las rodillas pedazos blancos de cuajada surcados de tiras marrones, que seguramente eran los restos de la quesadilla que había comido a mediodía. Daniels no pareció darse cuenta. Estaba contemplando el cielo que se extendía sobre las estructuras de metal del parque infantil, absorto en su propio mundo.

-¿Debería dejar que te toreen para que aún más gente pueda reírse? preguntó por fin-. ¿Para que puedan partirse el pecho en el tribunal además de en la comisaría? Creo que no.
Se volvió y miró a Ramon a los ojos. La sonrisa del policía le dio ganas de gritar.
Aquí viene la gran pregunta prosiguió Daniels-. Y si mientes, pequeño héroe, te arranco el escroto y te lo hago comer.
Daniels volvió a apretar la entrepierna de Ramon, y grandes manchas negras nublaron la visión del joven. Intentó apartarlas con desesperación. Si se desmayaba, lo más probable era que el policía lo matara por despecho.
-¿Me has entendido?
-¡Sí!-gimió Ramon-. ¡Lo he entendido! ¡Lo he entendido!
-Estabas en la terminal de autobuses y la viste tirar la tarjeta a la basura. Eso ya lo sé. Lo que necesito saber es adónde fue después.
Ramon habría podido echarse a llorar de alivio porque, aunque no existía razón alguna para que él supiera la respuesta, resultaba que sí la sabía. Había seguido a la mujer con la mirada para asegurarse de que no le estaba mirando..., y entonces, al cabo de cinco minutos, mucho después de guardarse la tarjeta de plástico verde en la cartera, la había vuelto a ver. Era difícil no verla, porque llevaba una cosa roja en el pelo, una cosa tan brillante como el costado de un granero recién pintado.
-¡Estaba en las taquillas!-gritó desde las tinieblas que empezaban a envolverlo sin piedad-. ¡En las taquillas!
Ramon vio recompensados sus esfuerzos con otro apretón cruel. Empezaba a tener la sensación de que le había desgarrado las pelotas, se las había rociado con combustible y luego les había prendido fuego.
-¡Ya sé que estaba en las taquillas! -medio rió y medio gritó Daniels-. ¿Qué iba a hacer en Portside si no pretendía coger un autobús a alguna parte? ¿Un estudio sociológico sobre los capullazos como tú? Lo que quiero saber es en qué taquilla, ¡en qué puta taquilla y a qué hora!
Y gracias, Dios mío, gracias Jesús y María, pues conocía la respuesta a ambas preguntas.
-¡Continental Express! -gritó, separado ahora de su voz por lo que se le antojaban miles de kilómetros-. ¡La vi en la taquilla de Continental Express entre diez y media y once menos cuarto!
-¿Continental? ¿Estás seguro?
Ramon Sanders no contestó, sino que se desplomó de lado sobre el banco, con una mano fláccida y los esbeltos dedos extendidos. Su rostro estaba mortalmente pálido a excepción de dos manchas pequeñas y purpúreas que se apreciaban en sus mejillas. Un chico y una chica pasaron junto a ellos, miraron al hombre del banco y luego a Daniels, que ya había apartado la mano de la entrepierna de Ramon.
-No se preocupen -los tranquilizó con una amplia sonrisa-. Es epiléptico. -Se interrumpió y ensanchó aún más la sonrisa-. Yo me ocupo de él. Soy policía.
La pareja apretó el paso sin mirar atrás.
Daniels rodeó los hombros de Ramon. Los huesos parecían frágiles como alas de pájaro.
Arriba, grandullón -ordenó al tiempo que incorporaba a Ramon hasta dejarlo sentado.
La cabeza de Ramon oscilaba como una flor con el tallo roto. Empezó caer de nuevo mientras emitía pequeños gruñidos. Daniels volvió a levantarlo, y esta vez Ramon logró mantenerse erguido.
Daniels permaneció sentado junto a él, contemplando al pastor alemán que seguía persiguiendo el frisbee. Envidiaba a los perros, de verdad. No tenían responsabilidades, no tenían que trabajar, al menos
no en este país, les proporcionaban toda la comida necesaria, un lugar para dormir, y ni siquiera tenían que preocuparse por el cielo o la tierra cuando se les acababa el rollo. En cierta ocasión se lo había preguntado al padre O'Brien, de Aubreyville, y el sacerdote le había explicado que los animales domésticos no tenían alma, que cuando morían simplemente se extinguían como fuegos artificiales. Lo más probable era que el pastor alemán hubiera perdido los cojones a los seis meses, pero...
-Pero en cierto sentido también eso es una bendición -murmuró al tiempo que daba unas palmaditas en la entrepierna de Ramon, cuyo pene estaba decayendo al tiempo que los testículos comenzaban a inflamarse-. ¿Verdad, grandullón?
Ramon masculló algo ininteligible. Era el sonido de un hombre inmerso en una terrible pesadilla.
Aun así, se dijo Daniels, lo que había era lo que había, y uno tenía que conformarse con eso. Con un poco de suerte sería un pastor alemán en su próxima vida, sin nada que hacer aparte de perseguir frisbees en el parque y asomar la cabeza por la ventanilla trasera del coche al volver a casa para devorar una agradable cena consistente en Dog Chow de Purina, pero en esta vida era un hombre con problemas propios de un hombre.
Al menos él era un hombre, a diferencia del renacuajo que tenía al lado.
Continental Express. Ramon la había visto en la taquilla de Continental Express entre diez y media y once menos cuarto, y no habría esperado mucho... Estaría demasiado asustada de él como para esperar mucho tiempo, de eso estaba más que seguro. Por tanto debía buscar un autobús que hubiera salido de Portside entre, por ejemplo, las once de la mañana y la una del mediodía. Probablemente en dirección a una gran ciudad en la que creería poder perderse.
-Pero no puedes -dijo.
Vio cómo el pastor alemán saltaba y cazaba el frisbee al vuelo con sus dientes largos y blancos. Podría empezar investigando los fines de semana, principalmente por teléfono. Tendría que hacerlo así; había mucho que hacer en el curro, estaban a punto de efectuar una detención de las grandes (su detención, si tenía suerte), pero no importaba. Pronto estaría preparado para concentrarse por completo en Rose, y su mujer no tardaría mucho en lamentar lo que había hecho. Sí. Lo lamentaría durante el resto de su vida, un período de tiempo que tal vez sería breve pero extremadamente... bueno...
-Extremadamente intenso -dijo.
Y sí, ésa era la palabra adecuada. La palabra exacta.
Se levantó y regresó con paso brusco a la calle, cruzó y se dirigió a la comisaría sin molestarse en mirar ni una sola vez más al joven semiinconsciente sentado en el banco con la cabeza baja y las manos fláccidas entrelazadas sobre la entrepierna. En la mente del detective inspector de segundo grado Norman Daniels, Ramon había dejado de existir. Daniels estaba pensando en su mujer y en todas las cosas que le quedaban por aprender. En todas las cosas de las que tenían que hablar. Y desde luego que hablarían de ellas en cuanto la encontrara. Toda clase de cosas... Barcos, velas, cera, por no mencionar todo lo que ls pasaba a las esposas que prometían amar, respetar y obedecer y lueego se evaporaban con las tarjetas del marido en el bolso. Todas esas cosas.
Hablarían de todas esas cosas de cerca.
9
Estaba haciendo otra cama, pero esta vez no pasaba nada. Era una cama distinta, en una habitación distinta, en una ciudad distinta. Y lo mejor de todo era que en aquella no había dormido jamás ni tenía intención alguna de hacerlo.
Había pasado un mes desde que saliera de la casa situada a mil doscientos kilómetros al este de allí, y la cosas le iban mucho mejor. En la actualidad, el peor de sus problemas residía en su espalda, e incluso ésta estaba mejorando. En aquel momento, el dolor que le envolvía los riñones la atenazaba con fuerza y de un modo desagradable, era cierto, pero era la habitación número dieciocho del día, y al empezar a trabajar en el Whitestone había tenido la sensación de estar a punto de desmayarse después de doce, siendo totalmente incapaz de hacer catorce... Había tenido que pedir ayuda a Pam. Rosie estaba descubriendo que cuatro semanas podían cambiar en gran medida la perspectiva de una persona, sobre todo cuatro semanas sin puñetazos en los riñones ni en la boca del estómago.
Sin embargo, por hoy bastaba.
Se dirigió a la puerta del pasillo, asomó la cabeza y miró en ambas direcciones. No vio nada a excepción de unas cuantas bandejas de desayuno del servicio de habitaciones. El carrito de Pam delante de la suite Lago Michigan, situada al final del pasillo, y su propio carrito delante de la 624.
Rosie levantó algunos de los paños limpios amontonados en un extremo del carrito, dejando al descubierto un plátano. Lo sacó, atravesó la habitación hasta la silla exageradamente mullida colocada junto a la ventana de la 624 y se sentó. Peló la fruta y empezó a comerla con lentitud mientras contemplaba el lago, que centelleaba como un espejo aquella tarde tranquila y lluviosa de mayo. Su corazón y su mente estaban henchidos de una emoción muy simple... Gratitud. Su vida no era perfecta, al menos de momento, pero era mejor de lo que habría osado imaginar aquel día de mediados de abril en que se había parado en el porche de Hijas y Hermanas, mirando con fijeza el interfono y la cerradura rellena de metal. En aquel momento no había vislumbrado nada en su futuro aparte de oscuridad y desgracia. Ahora le dolían los riñones y los pies, y además era consciente de que no quería pasar el resto de su vida trabajando oficiosamente de camarera en el hotel Whitestone, pero el plátano estaba sabroso y la silla se le antojaba increíblemente cómoda. En aquel instante no habría cambiado su vida por la de nadie. En las semanas transcurridas desde que dejara a Norman, Rosie había tomado extrema conciencia de los pequeños placeres como leer media hora antes de irse a la cama, hablar con algunas de las otras mujeres de películas o programas de televisión mientras lavaban los platos juntas, o descansar cinco minutos para comerse un plátano.
Asimismo era maravilloso saber qué sucedería a continuación y estar segura de que el futuro inmediato no incluiría algo repentino y doloroso. Saber, por ejemplo, que sólo le quedaban dos habitaciones antes de que ella y Pam pudieran coger el ascensor de servicio y salir por la puerta trasera. De camino a la parada del autobús (ya había aprendido a distinguir sin dificultad las líneas Naranja, Roja y Azul), probablemente pasarían por La Cafetera Caliente a tomar un café. Cosas sencillas. Placeres sencillos. El mundo podía ser un lugar agradable. Suponía que lo había sabido de niña, pero lo había olvidado. Ahora lo estaba redescubriendo, y era una lección maravillosa. No tenía todo lo que quería, ni mucho menos, pero de momento tenía suficiente..., sobre todo porque no sabía qué podían ser las cosas de que carecía. Todo ello tendría que esperar hasta que saliera de Hijas y Hermanas, pero tenía la sensación de que se marcharía pronto, probablemente la próxima vez que quedara libre una habitación en lo que las residentes de H y H llamaban la Lista de Anna.
Una sombra se proyectó en la puerta abierta de la habitación, y antes de que Rosie pudiera siquiera pensar en esconder el plátano a medio comer ni, por supuesto, en levantarse de la silla, Pam asomó la cabeza.
-Cucú -canturreó, y lanzó una risita ahogada al ver que Rosie daba un respingo.
-¡No vuelvas a hacerme esto, Pammy! Por poco me da un infarto.
-Bah, nunca te despedirían por sentarte a comer un plátano -replicó Pam-. Deberías ver algunas de las cosas que pasan aquí. ¿Qué te queda? ¿La veinte y la veintiuno?
-Sí.
-¿Quieres que te ayude?
-Oh, no hace falta que te...
-No me importa -la atajó Pam-. De verdad. Si lo hacemos entre las dos nos pulimos las dos habitaciones en un cuarto de hora. ¿Qué te parece?
-Me parece perfecto -repuso Rosie con gratitud-. Y al café te invito yo... y a tarta también, si te apetece.
-Si tienen de esa de crema de chocolate, me apetece, te lo aseguro
-dijo Pam con una sonrisa.
10
Días buenos... Cuatro semanas de días buenos, más o menos.
Aquella noche, tendida en el catre con las manos entrelazadas detrás de la nuca, contemplando la oscuridad y escuchando a la mujer que había llegado la noche anterior sollozando dos o tres catres más allá a su izquierda, Rosie pensó que los días eran principalmente buenos por una razón negativa. Norman no estaba en ellos. Sin embargo, percibía que pronto necesitaría algo más que su ausencia para sentirse satisfecha y plena.
Pero todavía no, pensó al tiempo que cerraba los ojos. De momento, lo que tengo me basta. Estos días sencillos de trabajo, comida, sueño... y la ausencia de Norman Daniels.
Empezó a sumirse en el sueño, a separarse de su mente consciente, y en su cabeza, Carole King empezó a cantar una vez más la nana que la ayudaba a conciliar el sueño casi todas las noches. Soy verdaderamente Rosie... y soy Rosie Real... será mejor que me creas... soy fantástica...
Y entonces se hizo la oscuridad y llegó una noche (se estaban tornando cada vez más frecuentes) sin pesadillas.
III
PROVIDENCIA
1
El miércoles siguiente, mientras Rosie y Pam Haverford bajaban por el ascensor de servicio después del trabajo, Rosie se dio cuenta de que Pam estaba pálida y parecía encontrarse mal.
-Tengo la regla -explicó cuando Rosie le preguntó qué le sucedía-. Tengo unos calambres de caballo.
-¿Quieres ir a tomar un café?
Pat se lo pensó un instante, pero por fin meneó la cabeza.
-Ve sin mí. Lo único que quiero es ir a H y H y encontrar una habitación vacía antes de que las demás vuelvan del trabajo armando barullo. Tomarme un analgésico y dormir un par de horas. Es posible que así consiga volver a sentirme como un ser humano.
-Voy contigo -se ofreció Rosie cuando se abrieron las puertas del ascensor y las dos mujeres salieron.
-No, no hace falta -declinó Pam al tiempo que una breve sonrisa le iluminaba el rostro-. Me las arreglaré sola, y tú eres lo bastante mayorcita como para tomarte un café sin carabina. Quién sabe, a lo mejor incluso conoces a alguien interesante.
Rosie exhaló un suspiro. Para Pam, alguien interesante siempre significaba un hombre, por lo general de aquellos cuyos músculos se dibujaban bajo el tejido ceñido de la camiseta como mapas geológicos, y por lo que a Rosie respectaba, podía pasarse sin esa clase de hombres durante el resto de su vida.
Además, estaba casada.
Bajó la mirada hacia la alianza y el anillo de compromiso con un diamante engastado cuando salieron a la calle. Nunca sabría a ciencia cierta en qué medida tuvo que ver aquel vistazo con lo que sucedió poco después, pero situó el anillo de compromiso, en el que bajo circunstancias normales casi nunca pensaba, en el centro de sus pensamientos. Era de poco más de un quilate, con mucho lo más caro que su marido le había regalado jamás, y hasta aquel día, la idea de que le pertenecía a ella, de que podía hacer con él lo que le viniera en gana y como le viniera en gana, jamás se le había pasado por la cabeza.
Rosie esperó en la parada del autobús situada a la vuelta de la esquina, pese a las protestas de Pam de que era totalmente innecesario. No le gustaba nada el aspecto de Pam; tenía las mejillas desprovistas por completo de color, sombras oscuras bajo los ojos y pequeñas arrugas de dolor que partían de las comisuras de sus labios. Además, le gustaba tener ocasión de cuidar de alguien para variar. De hecho, estuvo a punto de subir al autobús con Pam para cerciorarse de que llegaba bien, pero al final la llamada del café caliente, y tal vez de un trozo de tarta, fue más fuerte.
Permaneció de pie en el bordillo y saludó a Pam con la mano cuando ésta se sentó junto a una de las ventanillas. Pam le devolvió el saludo cuando el autobús se puso en marcha. Rosie se quedó unos instantes más antes de volverse y tomar Hitchens Boulevard en dirección a La Cafetera Caliente. Como es natural, recordó el primer paseo que había dado por la ciudad. Lo cierto era que no recordaba gran cosa de aquellas horas (lo que mejor recordaba era la sensación de estar asustada y desorientada), pero al menos dos figuras destacaban como rocas en la niebla: la mujer embarazada y el hombre del bigote a lo David Crosby. Sobre todo a él. Apoyado en la puerta de la taberna con una jarra de cerveza en la mano, mirándola. Hablando
(eh muñeca eh muñeca)
con ella. O hablándole a ella. Aquellos recuerdos se apoderaron de su mente durante un rato del modo en que sólo los peores recuerdos pueden apoderarse de uno, recuerdos de épocas en que nos hemos sentido perdidos e indefensos, totalmente incapaces de ejercer control alguno sobre nuestras vidas, y pasó delante de La Cafetera Caliente sin verlo siquiera, sus ojos convertidos en cuencas desatentas y consternadas. Seguía pensando en el hombre de la taberna, en cuánto la había asustado y cuánto le había recordado a Norman. No era ninguna facción de su rostro, sino sobre todo algo en su postura. El modo de estar de pie, como si cada músculo estuviera a punto de flexionarse y saltar, como si bastara una simple mirada de reconocimiento por parte de ella para enfurecerlo...
Una mano la asió por el brazo, y Rosie estuvo a punto de gritar. Se volvió, esperando que fuera Norman o el hombre del bigote pelirrojo oscuro. En cambio, vio a un joven enfundado en un traje de verano de corte conservador.
-Siento haberla asustado -se disculpó-,pero por un momento estaba seguro de que iba a dejarse atropellar.
Rosie se volvió de nuevo y comprobó que estaba en la esquina de Hitchens con Watertower Drive, uno de los cruces con más tráfico de la ciudad y a tres manzanas al menos de La Cafetera Caliente, tal vez incluso a cuatro. El tráfico pasaba junto a ella como un río metálico. De repente se le ocurrió que era posible que aquel joven le hubiera salvado la vida.
-Gr-gracias. Muchas gracias.
No hay de qué- repuso él.
En aquel momento, el semáforo de peatones situado en la acera de enfrente de Watertower cambió a verde. El joven lanzó a Rosie una última mirada curiosa, bajó a la calzada y se adentró en el paso cebra con el resto de los transeúntes.
Rosie se quedó donde estaba, acometida por la confusión y el alivio que experimenta una persona al despertar de una terrible pesadilla. Y eso era precisamente lo que me estaba pasando, pensó. Estaba despierta, caminando por la calle, pero en realidad estaba teniendo una pesadilla terrible. O un flashback. Bajó la vista y vio que aferraba el bolso ante el vientre con ambas manos, como había hecho durante aquella excursión larga y confusa en busca de Durham Avenue cuatro semanas antes. Se pasó la correa por el hombro, giró en redondo y comenzó a desandar lo andado.
La zona comercial de moda en la ciudad comenzaba más allá de Watertower Drive; el lugar que atravesó al dejar atrás Watertower consistía en establecimientos mucho más pequeños. Muchos de ellos ofrecían un aspecto algo ajado, un poco desesperado. Rosie caminaba despacio, escudriñando los escaparates de las tiendas de ropa de segunda mano que intentaban pasar por boutiques grunge, zapaterías con rótulos de COMPRE PRODUCTOS AMERICANOS y LIQUIDACIÓN TOTAL en la puerta, una tienda de todo a menos de cinco dólares con el escaparate atestado de muñecas fabricadas en México o en Manila, una tienda de artículos de piel llamado Motorcycle Mama, y una tienda llamada Avec Plaisir que ofrecía una variedad sorprendente de productos, desde consoladores hasta esposas y ropa interior sin entrepierna, sobre expositores de terciopelo negro. Se quedó mirando los artículos durante un rato, maravillada por aquellas cosas exhibidas allí para que todo el mundo las viera, y por fin cruzó la calle. A una media manzana vio La Cafetera Caliente, pero había decidido pasar del café y la tarta; se limitaría a coger el autobús y volver a H y H. Ya había vivido suficientes aventuras por un día.
Pero las cosas no sucedieron así. En el extremo opuesto del cruce que acababa de atravesar vio un escaparate anodino con un rótulo de neón que rezaba EMPEÑOS, PRÉSTAMOS, COMPRAVENTA DE JOYERÍA FINA. Fue el último servicio lo que llamó la atención a Rosie. Echó otro vistazo a su anillo de compromiso y recordó algo que Norman le había dicho poco antes de que se casaran: Si quieres llevarlo en la calle, llévalo con la piedra vuelta hacia dentro, Rose. Es un cacho de piedra y tú no eres más que una chiquilla.
En cierta ocasión, antes de que él le enseñara que más le valía no hacer preguntas, le había preguntado cuánto le había costado. Norman había contestado meneando la cabeza con una sonrisa indulgente, la sonrisa de un padre cuya hija quiere saber por qué el cielo es azul o cuánta nieve hay en el Polo Norte. No te preocupes por eso, le había dicho. Confórmate con saber que tuve que elegir entre la piedra y un Buick nuevo. Opté por la piedra. Porque te quiero, Rose.
Y ahora, de pie en aquella esquina, aún recordaba lo que había sentido en aquel instante: miedo, porque una no podía sino temer a un hombre capaz de semejante extravagancia, un hombre que podía anteponer un anillo a un coche nuevo, pero también un poco agitada y excitada. Porque era romántico. Le había comprado un diamante tan grande que ni siquiera era seguro enseñarlo por la calle. Un diamante tan grande como el Ritz. Porque te quiero, Rose.
Y tal vez era cierto, pero aquello había sucedido catorce años antes, y la chica a la que había amado tenía en aquel entonces ojos diáfanos, pechos firmes, vientre plano y muslos largos y fuertes. No había ni rastro de sangre en la orina de aquella chica cuando iba al lavabo.
Rosie permaneció en la esquina cercana a la tienda del rótulo fluorescente en el escaparate mientras contemplaba su anillo de compromiso. Esperó a ver qué sentía, un eco de temor o quizás incluso una punzada romántica, y al descubrir que no sentía nada de eso, se volvió hacia la tienda de empeños. No tardaría en marcharse de Hijas y Hermanas, y si ahí dentro había alguien dispuesto a darle una cantidad razonable por su anillo, se marcharía en paz, sin deber nada por la habitación ni la comida, y tal vez con algunos centenares de dólares de sobra.
O a lo mejor lo que quiero es librarme de él, se dijo. A lo mejor no quiero pasar ni un solo día más dándole vueltas a la cabeza al Buick que nunca llegó a comprarse.
El rótulo de la puerta rezaba PRÉSTAMOS Y EMPEÑOS CIUDAD LIBERTAD. En el primer momento le extrañó... Había oído varios motes para la ciudad, pero todos ellos guardaban relación con el lago o con el tiempo. Desterró de su mente la idea, abrió la puerta y entró.
2
Había esperado un establecimiento oscuro, y lo era, pero Préstamos y Empeños Ciudad Libertad también estaba bañado en una luz inesperadamente dorada. El sol estaba bajo e iluminaba directamente Hitchens, atravesando las ventanas orientadas al oeste de la tienda de empeños en rayos largos y cálidos. Uno de ellos convertía un saxofón colgado de la pared en un instrumento que parecía hecho de fuego.
Y no es coincidencia, pensó Rosie. Alguien ha colgado ese saxo allí a propósito. Una persona inteligente. Probablemente era cierto, pero aun así se sentía algo hechizada. Incluso el olor del lugar contribuía a aquella sensación de hechizo, un olor a polvo, antigüedad y secretos.
Desde su izquierda le llegaba el débil tictac de muchos relojes.
Avanzó despacio por el pasillo central, pasando junto a soportes de guitarras acústicas suspendidas del clavijero, y junto a vitrinas llenas de utensilios y equipos de música. Parecía haber gran cantidad de esos aparatos descomunales y multifuncionales que denominaban boomboxes en la tele.
Al final de aquel pasillo se hallaba un mostrador largo con otro rótulo luminoso suspendido en un arco sobre él. ORO, PLATA, JOYERÍA FINA, anunciaba en letras azules. Y debajo, en rojo: COMPRAMOS VENDEMOS,
CAMBIAMOS.
Sí, pero ¿os arrastráis sobre el vientre como reptiles?, se preguntó Rosie con un atisbo de sonrisa mientras se acercaba al mostrador. Tras él había un hombre sentado en un taburete. En el ojo llevaba una lupa de joyero que estaba empleando para observar algo colocado sobre una almohadilla delante de él. Al aproximarse un poco más, Rosie comprobó que el objeto examinado era un reloj de bolsillo abierto. El hombre lo exploraba con una varilla de acero tan delgada que apenas se veía. Era joven, pensó, tal vez ni siquiera llegaba a los treinta. Llevaba el pelo largo, casi hasta los hombros, y un chaleco de seda azul sobre una camiseta blanca lisa. A Rosie la combinación le pareció poco convencional pero bastante deslumbrante.
Captó un movimiento a su izquierda. Se volvió y vio a un señor de cierta edad agachado mientras revisaba varias pilas de libros de bolsillo amontonados bajo un, rótulo que decía Los CLÁSICOS DE SIEMPRE. Tenía el abrigo esparcido a su alrededor como un abanico, y su maletín negro, anticuado y algo deshilachado en las costuras, esperaba pacientemente junto a él, como un perro fiel.
-¿Puedo ayudarla en algo, señora?
Volvió su atención al hombre del mostrador, que se había quitado la lupa y la estaba mirando con una sonrisa amable. Tenía ojos avellanados con motas verdes, muy bonitos, y Rosie se preguntó si Pam lo consideraría alguien interesante. No lo creía. No se apreciaban suficientes placas tectónicas bajo la camiseta.
-Es posible -repuso.
Se quitó el anillo de boda y el de compromiso, y se guardó el sencillo aro de oro en el bolsillo. Le resultaba extraño no llevarlo, pero suponía que llegaría a acostumbrarse. Una mujer capaz de irse de su casa para siempre sin ni siquiera una muda de ropa a buen seguro podía acostumbrarse a un montón de cosas. Dejó el diamante sobre la almohadilla de terciopelo junto al viejo reloj que el joyero había estado examinando.
-¿Cuánto diría que vale? -le preguntó Rosie, y como si se le acabara de ocurrir, agregó-: ¿Y cuánto podría darme por él?
El joyero deslizó el anillo sobre la yema de su pulgar y a continuación lo sostuvo ante el polvoriento rayo de sol que entraba oblicuo en la tienda por la tercera de las ventanas orientadas al oeste. La piedra despidió chispas de fuego multicolor que deslumbraron a Rosie, y por un instante sintió una punzada de arrepentimiento. Entonces el joyero le lanzó una mirada, sólo un vistazo, en realidad, pero suficiente para que Rosie percibiera algo en sus ojos avellanados que no comprendió de inmediato..., una mirada que parecía decir: ¿Me está tomando el pelo o qué?
-¿Qué? -preguntó-. ¿Qué pasa?
-Nada -repuso el joven-. Un momento.
Se encajó la lupa en el ojo y examinó con atención la piedra de su anillo de compromiso. Cuando levantó la vista por segunda vez, en sus ojos se dibujaba una expresión más segura, más fácil de descifrar. Imposible de no descifrar, en realidad, De repente, Rosie, lo supo todo, pero no se sorprendió, enfadó o lamentó. Lo único que consiguió fue experimentar una especie de vergüenza cansina. ¿Por qué no se había dado cuenta antes? ¿Cómo podía haber sido tan tonta?
No has sido tonta, replicó aquella voz profunda. De verdad que no has sido tonta, Rosie. Si no hubieras sabido en tu fuero interno que el anillo era falso, si no lo hubieras sabido casi desde el principio, habrías acudido a un lugar como éste hace mucho tiempo. ¿Realmente creías, al menos después de cumplir los veintidós, que Norman Daniels te habría regalado un anillo valorado no en cientos, sino en miles de dólares? ¿De verdad lo creías?
No, suponía que no. Ella nunca había tenido tanto valor para él,
eso para empezar. Y además, un hombre con tres cerraduras en la puerta principal de su casa, tres en la trasera, sensores de movimiento en el jardín y una alarma táctil en el Sentra nuevo jamás habría per
mitido que su mujer fuera a la compra con un diamante del tamaño del Ritz en la mano.
-Es falso, ¿verdad? -preguntó al joyero.
-Bueno -repuso él-, es zircón auténtico, pero desde luego no es un diamante, si es a eso a lo que se refiere.
-Claro que es a eso a lo que me refiero -replicó Rosie-. ¿A qué otra cosa iba a referirme?
-¿Se encuentra bien? -inquirió el joyero.
Parecía sinceramente preocupado, y Rosie pensó, ahora que lo veía más de cerca, que estaría más cerca de los veinticinco que de los treinta.
-Mierda -masculló-. No lo sé. Supongo que sí.
Sin embargo, sacó un pañuelo de papel del bolso en caso de que le diera por llorar... Últimamente nunca sabía cuándo podía sucederle. O tal vez incluso un buen ataque de risa; también había tenido unos cuantos. Sería agradable poder evitar ambos extremos, al menos por el momento. Sería agradable salir de aquella tienda con algún vestigio de dignidad.
-Espero que sí -exclamó el joyero-, porque no es la única, créame. Le sorprendería saber cuántas señoras, señoras como usted...
-Oh, déjelo -lo atajó Rosie-. Cuando necesite apoyo me compraré un sujetador ortopédico.
Nunca había dicho a un hombre nada siquiera remotamente parecido a aquello (¡era realmente provocativo!), pero nunca se había sentido así..., como si estuviera flotando en el espacio o corriendo a una velocidad vertiginosa por una cuerda floja sin red. ¿Y no era perfecto, en cierto modo? ¿No era el único epílogo acertado a su matrimonio? Opté por la piedra, lo oyó decir con voz temblorosa y los ojos grises algo húmedos. Porque te quiero, Rose.
Por un instante estuvo a punto de sucumbir a uno de aquellos ataques de risa. Logró evitarlo con una enorme fuerza de voluntad.
-¿Tiene algún valor? -inquirió-. ¿Por poco que sea? ¿O lo sacó de alguna máquina de chicle?
El joyero no empleó la lupa esta vez, sino que volvió sostener la piedra a la luz del sol.
-La verdad es que sí tiene algún valor -explicó en tono aliviado, como si se alegrara de poder dar alguna buena noticia-. La piedra no vale más de diez pavos, pero el engaste... podría haber costado hasta doscientos dólares, precio de minorista. Por supuesto, yo no podría pagarle tanto -agregó a toda prisa-. Mi padre me echaría una bronca de cuidado. ¿Verdad, Robbie?
-Tu padre siempre te echa broncas de cuidado -comentó el anciano agachado junto a los libros de bolsillo-. Para eso están los hijos -recitó sin alzar la mirada.
El joyero lo miró, se volvió de nuevo hacia Rosie y se llevó un dedo a la boca entreabierta fingiendo una arcada. Rosie no había visto aquel gesto desde el instituto y la hizo sonreír. El hombre del chaleco le devolvió la sonrisa.
-Podría darle cincuenta -ofreció-. ¿Le interesa?
-No, gracias.
Cogió el anillo, lo contempló pensativa y por fin lo envolvió en el pañuelo de papel.
-¿Por qué no prueba en las otras tiendas de por aquí? -sugirió el joven-. Si alguien le ofrece más, igualaré la mejor oferta. Es la política de mi padre, y la verdad es que funciona.
Rosie dejó caer el pañuelo en el bolso y lo cerró.
-Gracias, pero creo que no lo haré -repuso-. Me lo voy a quedar.
Era consciente de que el hombre de los libros de bolsillo, aquél al que el joyero había llamado Robbie, la estaba mirando con una extraña expresión concentrada, pero Rosie decidió que no le importaba. Que mire. Es un país libre.
-El hombre que me regaló el anillo dijo que valía tanto como un coche nuevo -explicó-. ¿Puede creerlo?
-Sí -replicó el joyero sin vacilar.
Rosie recordó que le había asegurado que no era la única, que
muchas señoras entraban en la tienda y descubrían verdades desagradables acerca de sus tesoros. Suponía que aquel hombre, pese a ser tan joven, debía de haber presenciado ya muchas variaciones sobre el mismo tema.
-Ya me lo imagino -comentó-. Bueno, pues debería comprender por qué quiero conservar el anillo. Si alguna otra vez empiezo a encapricharme con una persona, o al menos a creérmelo, puedo sacarlo y mirarlo mientras espero a que se me pase.
Estaba pensando en Pam Haverford, que tenía varias cicatrices largas y retorcidas en ambos antebrazos. En verano de 1992, su marido la había empujado a través de una puerta cuando estaba borracho. Pam había levantado los brazos para protegerse la cara al atravesar el vidrio, y como consecuencia habían tenido que darle sesenta puntos en un brazo y ciento cinco en el otro. Aun así, se derretía de felicidad cuando un albañil o un pintor le silbaba al pasar, ¿y eso qué es? ¿Perseverancia o estupidez? ¿Reincidencia o amnesia? Rosie había llegado a denominarlo el Síndrome Haverford y esperaba poder evitarlo.
-Lo que usted diga, señora -repuso el joyero-.Pero siento ser portador de malas noticias. Personalmente, creo que es por eso por lo que las casas de empeño tienen tan mala reputación. Casi siempre nos toca decir a la gente que las cosas no son lo que aparentan. A nadie le gusta eso.
-No -corroboró Rosie-. A nadie le gusta eso, señor...
-Steiner -terminó el hombre-. Bill Steiner. Mi padre se llama Abe Steiner. Aquí tiene nuestra tarjeta.
Le alargó una, pero Rosie meneó la cabeza con una sonrisa.
-No me servirá de nada. Buenos días, señor Steiner.
Rosie se dirigió hacia la puerta, esta vez por el tercer pasillo, porque el anciano había avanzado algunos pasos hacia ella con el maletín en una mano y unos cuantos libros de bolsillo viejos en la otra. Rosie no sabía a ciencia cierta si pretendía hablar con ella, pero sí estaba segura de que ella no quería hablar con él. Lo único que quería era salir a toda prisa de Empeños y Préstamos Ciudad Libertad, subir al autobús y ponerse a olvidar que había estado allí.
Apenas se dio cuenta de que pasaba por una zona de la tienda de empeños en la que varios grupos de esculturas pequeñas y cuadros con y sin marco se amontonaban en los estantes. Caminaba con la cabeza alta, pero no veía nada; no estaba de humor para apreciar el arte, ni fino ni de ninguna otra índole. Por ello desentonó tanto el hecho de que se detuviera en seco. Era como si ella no hubiera visto el cuadro, al menos aquella primera vez.
Era como si el cuadro la hubiera visto a ella.
3
La poderosa atracción que ejerció sobre ella era algo que jamás había experimentado en su vida, pero no le pareció extraordinario, pues durante el último mes había vivido numerosas experiencias nuevas. Y además, aquella atracción no se le antojó anormal, al menos al principio. La razón era bien sencilla: tras catorce años de matrimonio con Norman Daniels, años en que había permanecido prácticamente aislada del resto del mundo, había carecido de las herramientas necesarias para distinguir lo normal de lo anormal. El criterio que había empleado para medir el comportamiento del mundo en situaciones determinadas consistía sobre todo en dramas televisivos y alguna película que Norman la había llevado a ver (Norman Daniels iba a ver cualquier película de Clint Eastwood). En el marco creado por aquellos medios de comunicación, su reacción al cuadro parecía casi normal. En las películas y en la tele, la gente siempre se daba unos sustos de campeonato.
Y en realidad, nada de todo aquello importaba. Lo que importaba era el modo en que el cuadro la llamaba, haciéndole olvidar lo que acababa de descubrir acerca de su anillo, haciéndole olvidar que quería salir de la tienda de empeños, haciéndole olvidar lo contentos que estarían sus pobres pies cuando viera el autobús de la línea Azul detenerse delante de La Cafetera Caliente, haciéndole olvidarlo todo. Lo único que pensó fue: ¡Mira! ¡Es el cuadro más maravilloso del mundo!
Era un óleo con marco de madera, de aproximadamente un metro de anchura por setenta centímetros de altura, y estaba apoyado contra un reloj parado a un lado y un pequeño querubín desnudo al otro. Estaba rodeado de cuadros (una vieja fotografía tintada de la catedral de San Pablo, una acuarela de un bodegón, góndolas al amanecer en el Gran Canal, una reproducción de una escena de caza que mostraba a una manada de perros persiguiendo a un par de zorros en un brumoso brezal inglés), pero Rosie apenas si les echó un vistazo. Era el cuadro de la mujer en la colina el que la interesaba, y sólo aquél. En cuanto a tema y ejecución no se diferenciaba gran cosa de los cuadros que siempre se pudren en las casas de empeños, tiendas de curiosidades y puntos de venta que se montaban en graneros junto a las carreteras de todo el país (de todo el mundo, la verdad), pero llenó sus ojos y su mente de aquella clase de emoción pura y reveladora que sólo despiertan las obras de arte que nos conmueven profundamente, las canciones que nos hacen llorar, las historias que nos permiten ver el mundo con claridad desde otro punto de vista, al menos durante un rato, los poemas que nos hacen ser felices por estar vivos, las danzas que nos hacen olvidar por unos instantes que algún día dejaremos de existir.
Su reacción emocional fue tan repentina, ardiente y totalmente desconectada de su vida real y práctica que en el primer momento su mente vaciló sin saber en absoluto cómo afrontar aquellos súbitos fuegos artificiales. Durante esos instantes, Rosie fue como una transmisión a la que le hubiera saltado la marcha para quedarse en punto muerto; aunque el motor seguía revolucionado, nada se movía. Pero entonces se activó el embrague, y la transmisión se deslizó suavemente hacia su lugar.
Es lo que quiero para mi nueva casa, por eso estoy emocionada, se dijo. Es exactamente lo que quiero para hacer mía la nueva casa.
Se aferró a aquel pensamiento con avidez y gratitud. No sería más que una habitación, cierto, pero le habían prometido que sería una habitación grande con una pequeña cocina y un baño independiente. En cualquier caso sería el primer lugar verdaderamente suyo y sólo suyo. Eso lo convertía en algo importante y convertía las cosas que eligiera para él en algo importante..., y la primera sería la más importante de todas, porque sentaría el precedente para todos los demás objetos que la siguieran.
Sí, por agradable que fuera, la habitación sería un lugar en el que docenas de personas solteras de pocos recursos habían vivido antes que ella, y donde muchas más docenas morarían después de ella. Pero pese a todo sería un lugar importante. Aquellas últimas cinco semanas habían sido un período de transición, un hiato entre la vieja y la nueva vida. Cuando se mudara a la habitación que le habían prometido, su nueva vida, su vida de soltera, empezaría de verdad..., y aquel cuadro, que Norman nunca había visto ni juzgado, que era enteramente suyo, podía ser el símbolo de aquella nueva vida.
Ése fue el modo en que su mente cuerda, razonable y nada preparada para admitir o incluso identificar nada relacionado con lo sobrenatural o lo paranormal, explicó, racionalizó y justificó la reacción repentina e intensa ante el cuadro de la mujer en la colina.
4
Era el único cuadro del pasillo cubierto con un vidrio (Rosie creía que los óleos nunca se cubrían, tal vez porque tenían que respirar o algo así), y en la esquina inferior izquierda se veía una pequeña etiqueta amarilla que decía 75 dólares o ?
Alargó las manos temblorosas y asió el marco del cuadro. Lo sacó con cuidado del estante y volvió con él por el pasillo. El anciano del maletín gastado seguía allí y seguía mirándola, pero Rosie apenas si lo vio. Fue directamente al mostrador y colocó el cuadro con mimo delante de Bill Steiner.
-¿Ha encontrado algo que le interesa? -preguntó el joven.
-Sí. -Rosie golpeteó con el dedo la etiqueta de la esquina-. Dice setenta y cinco dólares o interrogante. Me ha dicho que podía darme cincuenta por mi anillo de compromiso. ¿Estaría dispuesto a cambiar una cosa por otra? ¿Mi anillo por este cuadro?
Steiner se dirigió al extremo del mostrador, levantó la barrera y se aproximó a Rosie. Examinó el cuadro con la misma meticulosidad que había dedicado al anillo..., pero esta vez con expresión algo divertida.
-No recuerdo este cuadro. Me parece que no lo había visto nunca. Debe de ser algo que compró mi viejo. Es el aficionado al arte de la familia; yo no soy más que un manitas glorificado.
-¿Quiere decir que no puede...?
-¿Regatear? ¡Muérdase la lengua! Regatearé hasta que me quede sin aliento. Pero esta vez no hace falta. Estaré encantado de hacerlo a su manera. Trueque. Así no tendré que verla marcharse con cara de perro apaleado.
Otra primera experiencia; antes de ser consciente de lo que hacía, Rosie había rodeado con los brazos el cuello de Bill Steiner para darle un abrazo breve pero entusiasta.
-¡Gracias! -exclamó-. ¡Muchísimas gracias! .
-Vaya, de nada -rió Steiner-. Creo que es la primera vez que un cliente me abraza en estos parajes. ¿Quiere que le enseñe otros cuadros que le pueden interesar, señora?
El anciano del abrigo, al que Steiner había llamado Robbie, se acercó para contemplar el cuadro.
-Teniendo en cuenta cómo es la mayoría de los clientes de las casas de empeño, probablemente esto es una bendición -comentó.
-Tienes razón -corroboró Bill Steiner.
Rosie apenas los oyó. Estaba revolviendo el bolso en busca del pañuelo de papel en el que había envuelto el anillo. Le costó bastante encontrarlo porque su mirada no cesaba de desviarse hacia el cuadro colocado sobre el mostrador. Su cuadro. Por primera vez pensó en la habitación que le asignarían con verdadera impaciencia. Su propia casa, no un catre entre muchos. Su propia casa y su propio cuadro para colgarlo en la pared. Será lo primero que haga, se prometió al tiempo que sus dedos se cerraban en torno al pañuelo arrugado. Lo primero. Desenvolvió el anillo y se lo alargó a Steiner, pero éste hizo caso omiso de momento, pues estaba contemplando el cuadro.
-Es un óleo original, no una reproducción -comentó-, y no me parece demasiado bueno. Es probable que por eso esté cubierto con el vidrio... Alguien debió de pensar que así aparentaría más. ¿Qué será el edificio al pie de la colina? ¿La casa quemada de una plantación?
-Creo que son las ruinas de un templo -intervino el anciano del maletín sarnoso en voz baja-. Un templo griego, quizás. Aunque, ¿quién sabe, verdad? .
Sí, quién sabía, pues el edificio en cuestión estaba sepultado en la maleza casi hasta el tejado. Por las cinco columnas de la fachada se encaramaban parras. Otra columna yacía en fragmentos. Cerca del pilar caído se veía una estatua tan cubierta de maleza que lo único que se vislumbraba por encima del verdor era un rostro liso de piedra blanca vuelto hacia los nubarrones de tormenta con que el pintor había llenado el cielo.
-Sí -repuso Steiner-. En cualquier caso, tengo la impresión de que el edificio no está pintado en perspectiva... Es demasiado grande para estar donde está.
El anciano asintió.
-Pero es un engaño necesario, porque de lo contrario no se vería más que el tejado. En cuanto al pilar y a la estatua caídos, no se verían en absoluto.
A Rosie no le interesaba en absoluto el fondo, sino tan sólo la figura central del cuadro. En la cima de la colina, girada para contemplar las ruinas del templo para que quienes contemplaran el cuadro sólo la vieran de espaldas, había una mujer. El cabello rubio le caía por la espalda en una trenza. Alrededor de uno de sus esbeltos brazos, el derecho, se veía un brazalete ancho de oro. Tenía la mano derecha alzada, y aunque no podía apreciarse con seguridad, daba la impresión de que se estaba protegiendo los ojos. Resultaba extraño teniendo en cuenta que el cielo estaba encapotado y no lucía el sol, pero eso era lo que parecía estar haciendo. Llevaba un vestido corto, una toga, suponía Rosie, que dejaba al descubierto uno de sus hombros lechosos. El atuendo era de un vibrante color rojo violáceo. Era imposible descubrir qué llevaba en los pies, si es que llevaba algo, pues la hierba le llegaba casi hasta las rodillas, donde terminaba la toga.
-¿Cómo se llama el estilo? -preguntó Steiner a Robbie-. ¿Clásico? ¿Neoclásico?
-Yo lo llamo arte malo -replicó Robbie con una sonrisa-, pero al mismo tiempo creo que entiendo por qué esta mujer quiere comprarlo. Es posible que los elementos sean clásicos, de los que se ven en los grabados antiguos de acero, pero el ambiente es gótico. Y luego el detalle de que la figura principal esté de espaldas. Eso me parece muy raro. En conjunto..., bueno, no puede decirse que esta joven ha elegido el mejor cuadro de la tienda, pero estoy seguro de que sí es el más peculiar.
Rosie apenas los oía. No cesaba de encontrar matices nuevos en el cuadro que le llamaban la atención. El cordón violeta oscuro que ceñía la cintura de la mujer, por ejemplo, que casaba con los adornos del vestido, la insinuación apenas visible del pecho izquierdo, revelado por el brazo levantado. Los dos hombres no decían más que tonterías. Era un cuadro maravilloso. Tenía la sensación de que podría contemplarlo durante horas y horas, y cuando estuviera en su nueva casa, lo más probable era que lo hiciera.

-No hay título ni firma -comentó Steiner-. A menos que...
Dio la vuelta al cuadro. En el papel del dorso, escritas en trazos suaves y ligeramente desvaídos de carboncillo, se veían las palabras ROSE MADDER.
-Bueno -prosiguió Steiner sin convicción-,aquí está el nombre de la artista, supongo. Aunque es un nombre bien raro. A lo mejor es un seudónimo.
Robbie meneó la cabeza y abrió la boca para hablar, pero entonces se percató de que la mujer que había elegido el cuadro también lo sabía.
-Es el nombre del cuadro -aclaró Rosie, y a continuación agregó por alguna razón que no podría haber explicado-: Yo me llamo Rose.
Steiner la miró con expresión confusa.
-No importa, no es más que una casualidad.
Pero ¿lo era?
-Mire. -Volvió a dar la vuelta al cuadro. Golpeteó el vidrio sobre la toga que llevaba la mujer de pie en primer término-. Este color, este rojo violáceo, se llama rose madder.(Juego de palabras intraducible. Rose Madder, además de guardar parecido con el nombre de la protagonista, es un color rojo violáceo empleado con frecuencia en la pintura. Por otro lado, la palabra madder significa más enfadado. (N. de la T.))
-Tiene razón -corroboró Robbie-. O la artista o más probablemente la última persona que poseyó el cuadro, puesto que los trazos de carboncillo se borran muy deprisa, ha titulado el cuadro basándose en el color de la túnica de la mujer.
-Por favor-pidió Rosie a Steiner-. ¿Le importa que cerremos el trato? Tengo bastante prisa; ya es muy tarde.
Steiner estuvo a punto de preguntarle una vez más si estaba segura, pero vio que lo estaba. Y vio otra cosa; aquella mujer ofrecía un aspecto sutil que sugería que lo había pasado mal en los últimos tiempos. Era el aspecto de una mujer que podía considerar el interés sincero y la preocupación como una tomadura de pelo o tal vez un esfuerzo de alterar las condiciones del trato en contra de ella. Por ello se limitó a asentir.
-El anillo por el cuadro, y los dos tan contentos.
-Sí -asintió Rosie dedicándole una sonrisa deslumbrante.
Era la primera sonrisa verdadera que había dedicado a alguien en catorce años, y en el punto álgido de su plenitud, el corazón de Steiner se abrió a ella.
-Y los dos tan contentos.
5
Rosie permaneció delante de la puerta unos instantes, parpadeando a los coches que pasaban junto a ella, sintiéndose como se había sentido cuando era pequeña y salía del cine con su padre, cegada, con el cerebro suspendido entre el mundo real y el mundo de la ficción. Pero el cuadro era real; no tenía más que mirar el paquete que llevaba debajo del brazo para comprobarlo.
Tras ella se abrió la puerta, y por ella salió el anciano. Ahora incluso le caía bien, y le dedicó la clase de sonrisa que la gente reserva para aquellos con quienes han compartido experiencias extrañas o maravillosas.
-Señora -empezó el hombre-, ¿me haría un pequeño favor?
La sonrisa dio paso a una expresión de cautela.
-Depende, pero no suelo hacer favores a desconocidos.
Por supuesto, aquello era quedarse corta. Ni siquiera estaba acostumbrada a hablar con desconocidos.
El hombre parecía casi avergonzado, y su aspecto surtió un efecto tranquilizador en ella.
-Ya, bueno, supongo que le parecerá extraño, pero tal vez nos beneficie a ambos. Me llamo Lefferts, por cierto, Rob Lefferts.
-Rosie McClendon -se presentó ella.
Por un instante estuvo tentada de extender la mano, pero en seguida renunció a la idea. Probablemente no debería ni haberle dicho su nombre.
-La verdad es que no creo que tenga tiempo de hacer favores, señor Lefferts... Tengo un poco de prisa y...
-Por favor.
El hombre dejó el maletín gastado en el suelo, introdujo la mano en la pequeña bolsa marrón que llevaba en la otra mano y sacó uno de los viejos libros de bolsillo que había encontrado en la casa de empeño. En la portada se veía la imagen estilizada de un hombre ataviado con un uniforme carcelario de rayas blancas y negras que entraba en lo que parecía una cueva o la boca de un túnel.
-Lo único que quiero es que lea el primer párrafo de este libro. En voz alta.
-¿Aquí? -exclamó Rosie mirando en derredor-. ¿Aquí mismo, en plena calle? Por el amor de Dios, ¿por qué?
-Por favor -se limitó a repetir el hombre.
Rosie cogió el libro, pensando que si hacía lo que le había pedido, tal vez podría zafarse de él sin más tonterías. Eso estaría muy bien, porque empezaba a creer que el hombre estaba un poco chalado. Quizá no peligroso, pero sí chalado. Y si al final resultaba ser peligroso, prefería averiguarlo cerca de Empeños y Préstamos Ciudad Libertad... y de Bill Steiner.
El libro se titulaba Senda tenebrosa, y su autor se llamaba David Goodis. Mientras pasaba la página del copyright, Rosie decidió que no era de extrañar que) amás hubiera oído hablar de él (si bien el título de la novela le resultaba familiar), porque Senda tenebrosa había sido publicado en 1946, dieciséis años antes de que ella naciera.
Alzó la vista hacia Rob Lefferts, quien le hizo una seña ansiosa, casi vibrante de anticipación... ¿y esperanza? ¿Cómo era posible?. Pero realmente parecía esperanza.
Un poco alterada (se le había contagiado, como su madre había dicho a menudo), Rosie empezó a leer. Al menos el primer párrafo era breve.
-Fue mala suerte. Parry era inocente. Además, era un hombre decente que nunca había molestado a nadie y que quería llevar una vida tranquila. Pero había demasiado en su contra y demasiado poco a su favor. El jurado decidió que era culpable. El juez lo condenó a cadena perpetua, y a Parry lo condujeron a San Quintín.
Rosie levantó la cabeza, cerró el libro y se lo alargó.
-¿De acuerdo?
El anciano sonreía visiblemente complacido.
-Pero que muy de acuerdo, señora McClendon. Bueno, espere...uno más..., por favor... -Siguló ojeando el libro y por fin se lo devolvió-. Sólo el diálogo, por favor. La escena entre Parry y el taxista. Desde «Bueno, es extraño». ¿Lo ve?
Rosie lo veía, y esta vez ni siquiera remoloneó. Había decidido que Lefferts no era peligroso y que quizá ni siquiera estaba loco: Además, seguía
experimentando aquella singular emoción, como si algo realmente fuera a suceder... o ya estuviera sucediendo.
Sí, claro que sí, le explicó la vocecilla interior. El cuadro, Rosie..., ¿recuerdas?
Por supuesto, el cuadro. El mero hecho de pensar en él le alegraba el corazón y la hacía sentirse afortunada.
-Esto es muy curioso -comentó, aunque con una sonrisa que no pudo contener.
Lefferts asintió con un gesto, y Rosie tenía la sensación de que habría asentido del mismo modo si ella le hubiera comentado que se llamaba Madame Bovary.
-Sí, sí, ya me imagino que se lo parece, pero... ¿ve dónde quiero que empiece?
-Ajá.
Rosie hojeó el diálogo a toda prisa, intentando comprender quiénes eran aquellas personas a partir de lo que decían. El taxista era fácil de captar; Rosie se forjó de inmediato una imagen de Jackie Gleason en el papel de Ralph Kramden, de las reposiciones de Honeymooners («Recién casados») que pasaban en el canal 18 por las tardes. Parry le costó un poco más, pues era más bien el tipo de héroe universal, según le parecía, de los que salen a todas horas como setas. En cualquier caso, no importaba. Carraspeó y empezó a leer, olvidando de inmediato que se encontraba en una esquina con mucho tráfico con un cuadro envuelto bajo el brazo, sin reparar en las miradas curiosas que tanto ella como Lefferts atraían.
-Bueno, es extraño -dijo el taxista-. Por la cara de las personas sé lo que piensan, sé lo que hacen. A veces incluso sé quiénes son... Usted, por ejemplo.
-Muy bien, yo. ¿Qué hay de mí?
-Es usted un tipo con problemas.
-No tengo un solo problema en el mundo -replicó Parry.
-No hace falta que me cuente nada, hermano-insistió el taxista-. Lo sé. Conozco a la gente. Y le diré otra cosa. Su problema son las mujeres.
-Strike uno. Estoy casado felizmente.
De repente, como caída del cielo, le llegó la voz de Parry; era James Woods, nervioso y tenso, pero con un quebradizo sentido del humor. Aquello la entusiasmó y siguió leyendo, metiéndose en la piel de la historia, viendo la escena de una película que jamás se había rodado, Jackie Gleason y James Woods discutiendo en un taxi que recorría las calles de alguna ciudad anónima en plena noche.
-De strike nada. No está casado. Pero lo estuvo y no era feliz.
-Ah, ya lo entiendo. Estaba usted ahí. Escondido en el armario todo el tiempo.
-Le voy a hablar de ella. No era fácil llevarse bien con ella. Quería cosas. Cuanto más tenía, más quería. Y siempre obtenía lo que quería.
Así era ella.
Rosie había llegado al pie de la página. Con un extraño estremecimiento y sin decir palabra, devolvió el libro a Lefferts, que estaba tan contento que parecía a punto de reventar.
-¡Tiene usted una voz maravillosa! -exclamó-. Grave, pero no retumbante, melodiosa y muy clara, sin acento definido... Eso lo he notado en seguida, pero la voz sola significa poco. ¡Pero además sabe leer! ¡Sabe leer de verdad!
-Pues claro que sé leer -replicó Rosie sin saber si tomárselo a broma o exasperarse-. ¿Tengo aspecto de haber sido criada entre lobos?
-No, por supuesto que no, pero con frecuencia ni los mejores lectores saben leer en voz alta... No es que tropiecen con las palabras, pero no saben expresarse. Y el diálogo es mucho más difícil que la narración...; es la prueba de fuego, por así decirlo. Pero he oído a dos personas distintas. ¡Las he oído!
Lefferts alargó el brazo y le rozó el hombro. Rosie empezó a apartarse. Una mujer con más mundo habría reconocido que se trataba de una audición, aun cuando tuviese lugar en una esquina, y por consiguiente no le habría sorprendido tanto lo que Lefferts dijo a continuación. Rosie, sin embargo, se quedó muda de asombro cuando el hombre carraspeó y le ofreció un empleo.
6
En el momento en que Rob Lefferts escuchaba a su mujer fugitiva en una esquina, Norman Daniels estaba sentado en su cubículo diminuto, situado en la cuarta planta del cuartel de la policía, con los pies sobre la mesa y las manos entrelazadas detrás de la nuca. Era la primera vez en muchos años que tenía ocasión de poner los pies sobre la mesa; en circunstancias normales, su escritorio estaba atestado de formularios, envoltorios de comida rápida, informes a medio terminar, circulares del departamento, memorandos y otras basuras. Norman no era el tipo de hombre ordenado por naturaleza (después de tan sólo cinco semanas, la casa que Rosie había mantenido como los chorros del oro durante todos aquellos años parecía Miami después del huracán Andrew), y por lo general su oficina reflejaba su carácter, pero en aquel momento tenía un aspecto extremadamente austero. Había pasado la mayor parte de la mañana ordenándola, llevando tres grandes bolsas de basura llenas de porquería al basurero del sótano, reacio a que las malditas negras que venían a limpiar entre semana de medianoche a seis de la mañana hicieran el trabajo. El trabajo que se dejaba a los negros nunca llegaba a hacerse; era una lección que le había enseñado su padre, y era cierta. Se trataba de un hecho fundamental que los políticos y los blandengues no podían o no querían comprender: los negros no sabían trabajar. Formaba parte de su temperamento africano.
Norman paseó la mirada por la superficie de su escritorio, sobre el que no quedaba nada a excepción de sus pies y el teléfono, y a continuación se volvió hacia la pared que se alzaba a su derecha. Durante años había estado empapelada de carteles de búsqueda ordinarios y urgentes, resultados de laboratorio y menús de comida para llevar, por no mencionar el calendario de juicios pendientes con sus fechas escritas en rojo, pero ahora aparecía desierta. Finalizó el recorrido visual reparando en la pila de cajas de licor que se amontonaba junto a la puerta. Mientras la contemplaba reflexionó acerca de lo imprevisible que era la vida. Tenía mal genio y era el primero en reconocerlo. También reconocía de buen grado que ese mal genio era propenso a meterle en líos y dejarlo metido en ellos. Y si un año antes hubiera tenido ocasión de ver su despacho con el aspecto que tenía hoy, habría llegado a una conclusión bien sencilla: su mal genio lo había precipitado a un abismo del que no podía salir y lo habían echado. O bien había acumulado reprimendas suficientes como para justificar el despido según las normas del departamento, o bien lo habían sorprendido haciendo daño de verdad a alguien, como suponían que había hecho con ese renacuajo maricón de Ramon Sanders. La idea de que pudiera importar que alguien hiciera daño a un moñas como Ramon resultaba ridícula, por supuesto, pues a fin de cuentas no era precisamente un santo, pero había que obedecer las reglas del juego... o al menos asegurarse de que a uno no lo pescaban quebrantándolas. Era como no decir en voz alta que los negros no entendían el concepto del trabajo, aunque todo el mundo (al menos todos los blancos) lo sabía.
Pero no lo habían echado. Sólo se trasladaba. Se marchaba de ese asqueroso cubículo que había sido su hogar desde el primer año de la presidencia de Bush. Se trasladaba a una oficina de verdad, donde las paredes llegaban hasta el techo y hasta el suelo. No lo habían echado, sino que lo habían ascendido. Le recordaba una canción de Chucc Berry, una canción qué decía algo así como C'est la vie, está claro que nunca se sabe.
La detención se había efectuado, la gran detención, y las cosas no podrían haberle ido mejor aunque él mismo hubiese escrito el guión. Se había producido una transmutación casi increíble; su culo se había convertido en oro, al menos en lo que respectaba a su trabajo.
Había sido una red urbana de track, la suerte de estructura que nunca se puede atrapar de una sola vez..., pero él lo había logrado. Todas las piezas habían encajado. Había sido como acertar doce sietes seguidos a los dados en Atlantic City y doblar tu dinero en cada tirada. Su equipo había terminado por detener a más de veinte personas, media docena de ellas peces gordos, y las detenciones se efectuaron con todas las de la ley... Ni rastro de ilegalidad. Con toda probabilidad, el fiscal del distrito estaba alcanzando los orgasmos más intensos desde que se tirara a su cocker en el instituto. Norman, que en un momento dado había creído que aquel cabroncete de mierda podía llegar a denunciarlo si no reprimía el mal genio, se había convertido en el niño bonito del fiscal del distrito. Chucé Berry tenía razón. Nunca se sabía.
-El frigorífico estaba repleto de platos preparados y ginger ale -cantó con una sonrisa.
Era una sonrisa alegre, una sonrisa que daba ganas de corresponder, pero habría provocado escalofríos a Rosie, le habría hecho desear ser invisible. Ella la llamaba la sonrisa mordedora de Norman.
A primera vista una buena primavera, una primavera estupenda, la verdad, pero en el fondo había sido una primavera terrible. Una primavera de mierda, para ser exactos, y Rose era la causa. Había esperado dar con ella mucho antes, pero no lo había conseguido. Rose seguía allí fuera. Allí fuera, en alguna parte.
Había ido a Portside el mismo día en que había interrogado a su buen amigo Ramon en el parque situado frente a la comisaría. Había ido con una fotografía de Rose, pero de nada le había servido. Cuando mencionó las gafas de sol y el pañuelo de color rojo brillante (detalles valiosos que había encontrado en la transcripción del interrogatorio de Ramon Sanders), uno de los dos vendedores del turno de día de Continental Express había reaccionado. El problema era que el vendedor no recordaba adónde había ido la mujer, y no había forma de averiguarlo por los archivos, porque no existían. La mujer había _ gado en efectivo y no había facturado equipaje alguno.
El horario de Continental ofrecía tres posibilidades, pero Norman creía que la tercera, un autobús que había salido hacia el sur a las dos menos cuarto de la tarde, era bastante improbable. Rose no habría querido quedarse tanto tiempo en la terminal. Ello le dejaba dos opciones: una ciudad situada a cuatrocientos kilómetros de distancia, y otra ciudad más grande situada en pleno Medio Oeste.
Y entonces había cometido lo que empezaba a considerar un error y que le había costado al menos dos semanas; había supuesto que Rose no habría querido marcharse demasiado lejos de casa, de la zona en la que había crecido..., no un ratoncito asustado como ella. Pero ahora...
Las palmas de las manos de Norman estaban cubiertas por un fino encaje de cicatrices semicirculares. Se las había hecho con las uñas, pero el verdadero origen se hallaba en lo más profundo de su mente, un horno que había tenido encendido a la temperatura máxima durante casi toda su vida.
-Pues más te vale estar asustada -murmuró-. Y si aún no lo estás, te garantizo que pronto lo estarás.
Sí. Tenía que encontrarla. Sin Rose, todo lo que había sucedido aquella primavera, el glamour de la detención, la buena prensa, los periodistas que lo habían asombrado al formularle preguntas respetuosas para variar, e incluso el ascenso carecían de importancia. Las mujeres con las que se había acostado desde que Rose se marchara también carecían de importancia. Lo que importaba era que Rose lo había abandonado. Lo que importaba aún más era que él no había tenido ni la más remota idea de sus intenciones. Y lo que importaba más de todo era que se había llevado su tarjeta del cajero automático. Sólo la había utilizado una vez, y para sacar trescientos cincuenta miserables dólares, pero ésa no era la cuestión. La cuestión era que se había llevado algo que le pertenecía a él, había olvidado quién era el cabrón más malvado de la selva, y tendría que pagar por ello. Y el precio sería alto.
Alto.
Había estrangulado a una de las mujeres con quienes se había acostado desde que Rose se marchara. La había estrangulado y luego la había dejado detrás de un silo de cereales en la orilla occidental del lago. 2 Cabía atribuir aquella muerte a su mal genio? No lo sabía; qué locura, ¿eh? Qué auténtica chifladura. Lo único que sabía era que había recogido a la mujer en el barrio de putas de Fremont Street, una morenita con pantalones ceñidos de color cervato y tetas enormes que asomaban por encima del corpiño. No se había percatado de lo mucho que se parecía a Rose (o eso era lo que se decía ahora y por tanto tal vez incluso creía) hasta que se la estaba tirando en el asiento trasero de su coche de servicio, un anodino Chevrolet de cuatro años. Lo que había sucedido era que la mujer había vuelto la cabeza, y las luces que rodeaban la cima del silo más cercano le habían iluminado la cara por un instante, la habían iluminado de una manera muy especial, y en ese momento aquella puta había sido Rose, la zorra que lo había abandonado sin siquiera dejarle una nota, sin dejarle ni una puta nota, y antes de darse cuenta de lo que hacía le había rodeado el cuello con el corpiño, y la puta había sacado la lengua y los ojos se le habían salido de las órbitas como canicas de cristal. Y lo peor era que, una vez muerta, la puta no se parecía en nada a Rose.
Bueno, no se había dejado dominar por el pánico..., ¿por qué iba a dejarse dominar por el pánico? No había sido la primera vez, ni mucho menos.
¿Lo había sabido Rose? ¿Lo había presentido?
¿Por eso se había marchado? Porque temía que él pudiera...
-No seas gilipollas -masculló, y cerró los ojos.
Craso error. Lo que vio era lo que últimamente se le aparecía en sueños deforma constante: la tarjeta verde del Banco Mercantil, que había adquirido dimensiones desproporcionadas y flotaba en la negrura como un dirigible del color de los billetes. Abrió los ojos de inmediato. Le dolían las manos. Extendió los dedos y observó sin sorpresa los cortes que penetraban en su piel. Estaba acostumbrado a los estigmas de su mal genio y sabía cómo afrontarlos. Debía recuperar el autodominio. Ello significaba pensar y planear, y aquellas cosas empezaban por un buen repaso.
Había llamado a la policía de la más cercana de las dos ciudades, se había identificado y luego había nombrado a Rose como principal sospechosa de una estafa de tarjetas bancarias a gran escala (la tarjeta era lo peor de todo, y la verdad era que ya no podía dejar de pensar en ella). Indicó el nombre de Rose McClendon, seguro de que habría vuelto a adoptar su nombre de soltera. Si no lo había hecho, el hecho de que la sospechosa y el oficial encargado de la investigación se apellidaran igual se consideraría una coincidencia. No sería la primera vez que sucedía algo así. Y además el nombre era Daniels, no Trzewski ni Beauschatz.
Asimismo había mandado a la policía fotografías de Rose tomadas desde varios ángulos. Una de ellas la mostraba sentada en la escalinata trasera y la había tomado Roy Foster, un policía amigo suyo, el mes de agosto anterior. No era muy buena (entre otras cosas enseñaba lo foca que se había puesto a partir de los treinta), pero era en blanco y negro, además deponer de manifiesto sus facciones con bastante claridad. La otra era el boceto del dibujante de la policía (Al Kelly, qué talento tenía el capullazo, lo había hecho en su tiempo librea petición de Norman) de la misma mujer, pero con un pañuelo sobre la cabeza.
Los policías de aquella otra ciudad, la más cercana, le habían formulado las preguntas correspondientes y habían acudido a los lugares adecuados, es decir, los refugios para personas sin hogar, los hoteles para viajeros de paso, los hogares intermedios en los que a veces podía echarse un vistazo a la lista de clientes si uno sabía a quién y cómo buscar, pero de nada había servido. Norman había hecho tantas llamadas telefónicas como había podido, buscando cada vez con mayor frustración alguna pista, por vaga que fuera. Incluso había llegado a pagar por una lista que le pasaron por fax y en la que figuraban los solicitantes más recientes de permisos de conducir de la ciudad, pero en vano.
La idea de que pudiera escapársele del todo, de que pudiera librarse el justo castigo por lo que había hecho (sobre todo por llevarse la tarjeta del cajero) todavía no se le había ocurrido, pero a regañadientes había llegado a la conclusión de que podía haber ido a la otra ciudad, de que quizás le tenía tanto miedo que cuatrocientos kilómetros no le habían parecido suficientes.
Y mil doscientos tampoco lo son, hecho que pronto descubriría.
Entretanto ya había permanecido sentado allí demasiado tiempo. Era hora de encontrar una carretilla o un carro de la limpieza para trasladar sus cosas a la nueva oficina, situada dos plantas más arriba. Bajó los pies de la mesa, y en aquel momento sonó el teléfono. Descolgó.
-¿Inspector Daniels? preguntó la voz del otro extremo de la línea.
-Sí-asintió mientras pensaba, aunque sin gran alegría, Detective Inspector de Primer Grado Daniels.
-Soy Oliver Robbins.
Robbins. Robbins. Le sonaba el nombre, pero...
-De Continental Express. Le vendí un billete a una mujer a la que está buscando.
Daniels se irguió en su silla.
-Sí, señor Robbins, le recuerdo muy bien.
-Le he visto por televisión -exclamó Robbins-. Es estupendo que haya cogido a esa gente. EL crack es una verdadera porquería. Siempre hay gente consumiendo en la terminal, ya sabe.
-Sí -asintió Daniels sin permitir que su voz denotase ni el más leve atisbo de impaciencia-. Ya me lo imagino.
-¿Irá a la cárcel toda esa gente?
-Creo que la mayoría sí. ¿En qué puedo ayudarle?
-Bueno, la verdad es que espero poder ayudarle yo a usted-continuó diciendo Oliver Robbins-. ¿Recuerda que me dijo que le llamara si recordaba algo más? Me refiero a la mujer de las gafas de sol y el pañuelo rojo.
-Sí -asintió Norman.
Su voz seguía sonando tranquila y amable, pero la mano que no sostenía el teléfono había vuelto a cerrarse, y las uñas se clavaban en la carne una y otra vez.
-Bueno, pues creía que no recordaría nada, pero esta mañana se me ha ocurrido algo mientras me duchaba. Llevo todo el día pensando en ello, y estoy seguro de que no me equivoco. Estoy seguro de que lo dijo de aquella forma.
-¿Que dijo qué de qué forma? preguntó Daniels.
Seguía hablando con voz razonable, serena, incluso agradable, pero la sangre empezaba a brotarle del puño cerrado. Norman abrió uno de los cajones de su escritorio vacío y suspendió el puño sobre él. Un pequeño bautismo para el próximo tipo que ocupara ese cubículo de mierda.
-Es que no me dijo adónde quería ir, sino que se lo dije yo. Por eso seguramente no me acordé cuando usted me lo preguntó, inspector Daniels, aunque suelo tener buena cabeza para esas cosas.
-No le entiendo.
-Por lo general, la gente que viene a comprar billetes te dice el destino prosiguió Robbins-. «Ida y vuelta a Nashville» o «Ida a Lansing, por favor». ¿Me sigue?
-Sí.
Aquella mujer no lo dijo así. No me dijo el nombre de la ciudad, sino la hora a la que quería salir. Eso es lo que he recordado esta mañana en la ducha. Dijo: «Quiero comprar un billete para el autobús de las once y cinco. ¿Quedan asientos libres?». Como si el lugar no importara, como si lo único importante fuera...
-... ¡marcharse lo antes posible y lo más lejos posible! -lo atajó Norman-. ¡Sí! ¡Sí, por supuesto!¡ Gracias, señor Robbins!
-Me alegro de haberle sido útil. -Robbins parecía algo perplejo por el arranque emotivo del otro extremo de la línea-. Deben de morirse de ganas de echarle el guante.
-Pues sí-repuso Norman, esbozando de nuevo aquella sonrisa que siempre había helado la sangre de Rosie y la había impulsado a retroceder hacia una pared para protegerse los riñones-. No sabe cuánto. Ese autobús de las once y cinco, señor Robbins, ¿adónde va?
Robbins se lo dijo.
-¿Formaba parte de la red de crack? ¿La mujer a la que buscan? preguntó a continuación.
-No, es una estafa relacionada con tarjetas de crédito -explicó Norman.
Robbins empezó a manifestar su opinión al respecto -al parecer estaba preparándose para sostener una agradable charla-, pero Norman colgó el teléfono y lo dejó con la palabra en la boca. Volvió a poner los pies sobre la mesa. La carretilla y el traslado de sus trastos podían esperar. Se reclinó en su silla y contempló el techo.
-Eso, una estafa relacionada con tarjetas de crédito -masculló-. Pero ya sabes lo que dicen del largo brazo de la ley.
Alargó la mano izquierda y abrió el puño, dejando al descubierto la palma manchada de sangre. Flexionó los dedos también ensangrentados.
-El largo brazo de la ley, zorra -repitió, y de repente se echó a reír-. El puto largo brazo de la ley va a por ti. Ya puedes ir preparándote.
Siguió flexionando los dedos, observando las gotas de sangre que salpicaban la superficie de su mesa, despreocupado, riendo, sintiéndose bien.
Las cosas volvían a encarrilarse.
7
Al llegar a H y H, Rosie encontró a Pam sentada en la sala de recreo del sótano. Tenía un libro de bolsillo en el regazo, pero estaba observando a Gert Kinshaw y a una cosita flaca que había llegado al centro unos diez días antes..., Cynthia algo. Cynthia llevaba un llamativo peinado punk, medio verde, medio anaranjado, y tenía aspecto de pesar unos cuarenta kilos. Se veía un vendaje abultado sobre su oreja izquierda, que su novio había intentado arrancarle con bastante éxito. Vestía una camiseta sin mangas con la foto de Peter Tosh en medio de un remolino de sol psicodélico en tonos verdes y azules. ¡NO NOS RENDIREMOS!, proclamaba la camiseta. Cada vez que se movía, los descomunales orificios de los brazos dejaban al descubierto sus pechos menudos y los diminutos pezones de color fresa. Estaba jadeando y tenía el rostro bañado en sudor, pero parecía casi estrafalariamente complacida de estar donde estaba y ser quien era.
Gert Kinshaw era opuesta a Cynthia como la noche al día. Rosie nunca había llegado a comprender del todo si Gert era una asesora, una residente permanente en H y H o tan sólo una amiga de los juzgados, por así decirlo. Aparecía, se quedaba unos días y luego volvía a desaparecer. Con frecuencia se sentaba en el círculo durante las sesiones de terapia, que tenían lugar dos veces al día en H y H y a las que las residentes debían asistir como mínimo cuatro veces a la semana, pero Rosie nunca la había oído decir nada. Era alta, al menos medía un metro ochenta, y corpulenta, con hombros anchos, suaves y de color marrón oscuro, pechos como melones y un vientre enorme que curvaba sus camisetas talla grande y colgaba sobre los pantalones de chándal que siempre llevaba. Su cabello era una maraña de trencitas (muy sexy). Se parecía tanto a cualquiera de aquellas mujeres que una veía sentadas en la lavandería, comiendo chocolatinas y leyendo el último número de National Enquirer que resultaba fácil no fijarse en sus bíceps abultados, el aspecto firme de sus muslos bajo los viejos pantalones de chándal grises, y el hecho de que el enorme trasero no le temblaba como un flan al andar. Las únicas ocasiones en que Rosie la había oído hablar era durante aquellos seminarios de la sala de recreo.
Gert enseñaba el noble arte de la defensa personal a cualquiera de las residentes de H y H que quisiera aprenderlo. Rosie había tomado unas cuantas clases y todavía intentaba practicar lo que Gert denominaba Seis Magníficas Formas de joder a un Cabrón, al menos una vez al día. No se le daba muy bien y no se imaginaba aplicándolas con un hombre de verdad, el tipo del bigote a lo David Crosby que había visto apoyado en la puerta del El Sorbo, por ejemplo, pero Gert le caía bien. Sobre todo le gustaba el modo en que el rostro ancho y oscuro de Gert cambiaba cuando enseñaba, perdiendo su habitual inmovilidad de arcilla para dar paso a una expresión animada e inteligente. A la belleza, de hecho. En cierta ocasión, Rosie le había preguntado qué enseñaba exactamente, ¿taekwondo, jiujitsu o karate? ¿Tal vez otra disciplina? Gert se había encogido de hombros.
-Un poco de todo -había contestado la mujer-. Restos.
La mesa de ping-pong estaba echada a un lado y el centro de la sala de recreo aparecía cubierto con colchonetas grises. A lo largo de una de las paredes de pino, entre el ancestral equipo de música y el prehistórico televisor en color, donde todo era o verde claro o rosa claro, se veían alineadas ocho o nueve sillas plegables. En aquel momento, la única silla ocupada era la de Pam. Con el libro sobre el regazo, el cabello recogido con un cordel azul y las rodillas apretadas con recato, parecía una flor de pared en el baile del instituto. Rosie se sentó junto a ella y se apoyó el cuadro envuelto contra las espinillas.
Gert, que debía de pesar unos ciento treinta kilos, y Cynthia, que seguramente sólo podía alcanzar la barrera de los cuarenta y cinco si se ponía botas enormes y una mochila llena hasta los topes, se movían en círculo sin dejar de observarse. Cynthia jadeaba con una sonrisa amplísima pintada en el rostro. Gert estaba tranquila y en silencio, algo inclinada sobre la cintura inexistente, los brazos extendidos ante ella. Rosie las observaba entre divertida e inquieta. Era como ver a una ardilla listada enfrentarse a un oso.
-Estaba preocupada por ti -dijo Pam-. De hecho había empezado a pensar en organizar una partida de búsqueda.
-He pasado la tarde más increíble de mi vida. Pero ¿tú cómo estás? ¿Cómo te encuentras?
-Mejor. En mi opinión, el Midol es la respuesta a todos los problemas del mundo. Bueno, da igual, ¿qué te ha pasado? ¡Estás radiante!
-¿En serio?
-En serio. Así que dispara. ¿Qué ha pasado?
-Bueno, vamos a ver-empezó Rosie disponiéndose a enumerar los acontecimientos con los dedos-. He descubierto que mi anillo de pedida es falso, lo he cambiado por un cuadro que colgaré en el piso nuevo cuando lo tenga, me han ofrecido un empleo... -Hizo una pausa calculada y a continuación agregó-: Y he conocido a alguien interesante.
Pam la miró con los ojos abiertos de par en par.
-¿Te lo estás inventando?
-No, te lo juro. Pero no te emociones; tiene sesenta y cinco años como mínimo.
Se refería a Robbie Lefferts, pero la imagen que le cruzó por la mente era la de Bill Steiner, el del chaleco de seda azul y los ojos interesantes. Pero era una ridiculez. En aquel momento le hacía tanta falta una aventura amorosa como un cáncer de labios. Y además, ¿no había deducido que Steiner debía de tener al menos siete años menos que ella? Un crío, vaya.
-Es el hombre que me ha ofrecido el empleo. Pero no hablemos de él. ¿Quieres ver el cuadro que he comprado?
-¡Venga, ataca! -exclamó Gert desde el centro de la sala con voz entre afable e irritada-. Esto no es el baile de la escuela, cariño.
La última palabra sonó a cariñooo.
Cynthia se abalanzó sobre ella, y los faldones de su camiseta enorme revolotearon tras ella. Gert se hizo a un lado, asió a la delgada muchacha del cabello bicolor por los antebrazos y la tiró. Cynthia aterrizó en el suelo con la espalda.
-¡Uaaauu! -chilló al tiempo que se levantaba como si fuera una pelota de goma.
-No, no quiero ver el cuadro -replicó Pam-. A menos que sea del tío. ¿De verdad tiene sesenta y cinco años? ¡No me lo creo!
-A lo mejor incluso más -aseguró Rosie-. Pero había otro. Es el que me ha dicho que el diamante de mi anillo de compromiso no es más que un zircón. Y el que me ha cambiado el anillo por el cuadro. -Hizo otra pausa-. Y él no tiene sesenta y cinco años.
-¿Cómo es?
-Ojos castaños -repuso Rosie inclinándose sobre el cuadro-. Y se acabó hasta que me digas qué te parece esto.
-¡Rosie, no seas así!
Rosie esbozó una sonrisa -casi había olvidado el placer que proporcionaba tomar el pelo sin mala intención-, y siguió rasgando el papel en el que Bill Steiner había envuelto con mimo la primera adquisición importante de su nueva vida. .
-Muy bien-dijo Gert a Cynthia, que volvía a girar lentamente a su alrededor.
Gert se balanceaba lentamente sobre sus enormes pies marrones. Los pechos le subían y bajaban como olas marinas bajo la camiseta blanca que llevaba.
-Ahora ya sabes cómo se hace. Recuerda que no puedes tirarme, porque una pulga como tú caería detrás si intentara tirar a un armario como yo, pero puede ayudarme a caer. ¿Preparada?
-Preparada, sí, señor -asintió Cynthia.
Su sonrisa se hizo más amplia, dejando al descubierto dos hileras de dientes blancos, pequeños y afilados. A Rosie le recordaron los dientes de algún animal pequeño, pero peligroso, tal vez una mangosta.
-¡Gertrud Kinshaw, ataca!
Gert se lanzó hacia delante. Cinthya la asió por los gruesos antebrazos, adelantó una de sus caderas estrechas e infantiles hacia el costado de Gert con una seguridad que Rosie sabía que jamás podría igualar..., y de repente Gert salió despedida y se dio la vuelta en el aire, una alucinación en camiseta blanca y pantalones de chándal grises. La camiseta se le subió, y Rosie vio el sujetador más grande que había visto en su vida; las copas de lycra color crema parecían bombas de artillería de la Primera Guerra Mundial. Cuando Gert chocó contra las colchonetas, la habitación se estremeció.
-¡Sí! -gritó Cynthia bailando con agilidad y agitando las manos entrelazadas sobre la cabeza-. ¡Mamá Grande se desploma! ¡Sí! ¡Sííí! ¡Al suelo! ¡Al puto sue...!
Sonriendo, una expresión infrecuente que confería a su rostro un aspecto más bien cruel, Gert alzó a Cynthia en volandas, la levantó sobre su cabeza con las enormes piernas abiertas y luego empezó a darle vueltas como si de una hélice se tratara.
-¡Aaarg, voy a vomitar! -chilló Cynthia, pero reía mientras giraba en una especie de torbellino de cabello verde y naranja y de camiseta psicodélica-. ¡Aaaarg, voy a salir despedida!
-Ya basta, Gert -ordenó una voz tenue.
Era Anna Stevenson, que estaba al pie de la escalera. Una vez más iba vestida de blanco y negro (Rosie la había visto en otras combinaciones, pero no muchas), esta vez con pantalones de pitillo negros y una blusa de seda de manga larga y cuello alto. Rosie envidió su elegancia. Siempre envidiaba la elegancia de Anna.
Con aire algo avergonzado, Gert dejó a Cynthia suavemente en el suelo.
-Estoy bien, Anna -aseguró Cynthia antes de avanzar cuatro pasos vacilantes, tropezar, caer al suelo y echarse a reír.
-Ya lo veo -comentó Anna con sequedad.
-He tirado a Gert -explicó la chica-. Deberías haberlo visto. Creo que ha sido el momento más emocionante de mi vida. De verdad.
-Ya me lo creo, pero Gert te diría que se ha tirado ella -dijo Anna-. Que tú sólo la has ayudado a hacer lo que su cuerpo quería hacer. .
-Bueno, supongo que sí -admitió Cynthia; se incorporó con cuidado, pero de inmediato volvió a caer de culo (el poco que tenía) y volvió a reír-. Dios mío, es como si el mundo estuviera encima de un giradiscos.
Anna cruzó la estancia hasta el lugar en que estaban sentadas Rosie y Pam.
-¿Qué tenemos aquí? -preguntó a Rosie. .
-Un cuadro. Lo he comprado esta tarde. Es para mi nuevo piso, cuando lo tenga. Mi habitación. -Y a continuación agregó algo te
merosa-: ¿Qué te parece?
-No lo sé... Vamos a echarle un vistazo a la luz.
Anna cogió el cuadro por los costados del marco, atravesó con él la habitación y lo dejó sobre la mesa de ping-pong. Las cinco mueres lo rodearon en semicírculo. No, comprobó Rosie, ahora eran siete, pues Robin St. James y Consuelo Delgado habían bajado y ahora se hallaban detrás de Cynthia, mirando por encima de sus hombros menudos y frágiles. Rosie esperó a que alguien rompiera el silencio (estaba convencida de que sería Cynthia), pero al ver que nadie lo hacía y el silencio se alargaba, empezó a ponerse nerviosa.
-¿Y bien? -preguntó por fin-. ¿Qué os parece? Que alguien diga algo.
-Es un cuadro extraño -comentó Anna.
-Sí -corroboró Cynthia-. Raro. Pero me parece que una vez vi algo parecido.
-¿Por qué lo has comprado, Rosie? -le preguntó Anna.
Rosie se encogió de hombros, más nerviosa que nunca.
-Pues por ninguna razón que pueda explicar, la verdad. Ha sido como si el cuadro me llamara.
Para su sorpresa y alivio, Anna asintió sonriendo.
-Sí. Eso es lo que pasa con el arte, en mi opinión, y no sólo con la pintura, sino también con los libros, las historias, la escultura e incluso los castillos de arena. Algunas cosas nos llaman y ya está. Es
como si la gente que las creó hablara dentro de nuestras cabezas. Pero este cuadro en particular... ¿A ti te parece hermoso, Rosie?
Rosie lo contempló en un intento de verlo tal como lo había visto en Empeños y Préstamos Ciudad Libertad, en el momento en que su lengua silenciosa le había hablado con tal fuerza que Rosie se había quedado petrificada, con la mente en blanco.
Miró a la mujer rubia de la toga roja violácea (o túnica, como la había llamado el señor Lefferts), de pie en la hierba alta de la cima de la colina, advirtiendo de nuevo la trenza que pendía en línea recta por el centro de su espalda, así como el brazalete dorado que llevaba sobre el codo derecho. Luego desvió la vista hacia el templo en ruinas y el
(dios)
monumento caído al pie de la colina. Las cosas que contemplaba la mujer de la toga.
¿Cómo sabes que es eso lo que está mirando? ¿Cómo puedes saberlo? ¡Si no le ves la cara!
Era cierto, por supuesto..., pero ¿qué otra cosa podría estar mirando?
-No -repuso por fin-. No lo he comprado porque me pareciera bello. Lo he comprado porque me parecía poderoso. El modo en que me ha hecho detenerme en seco ha sido poderoso. ¿Creéis que un cuadro tiene que ser bello para ser bueno?
-No -replicó Consuelo-. Piensa en Jackson Pollock. Lo que él hacía no tenía nada que ver con la belleza, sino con la energía. ¿Y qué me dices de Diane Arbus?
-¿Quién es? -inquirió Cynthia.
-Una fotógrafa que se hizo famosa por tomar fotografías de mujeres barbudas y enanos fumando cigarrillos.
-Ah. -Cynthia reflexionó unos instantes, y de repente se le iluminó el rostro como si acabara de recordar algo-. Una vez vi una foto en una fiesta, en la época en la que trabajaba de camarera en cócteles. Era una galería de arte, eso. Y era un tío que se llamaba Appelthorpe. Robert Applethorpe, ¿y sabéis lo que era? ¡Un tío mamándosela a otro! ¡En serio! Y no era un montaje como los de las revistas porno. El tío ése se estaba esforzando, trabajando a conciencia. Nunca habría pensado que un tío pudiera meterse un trozo tan grande del palo de escoba en la...
-Mapplethorpe -la atajó Anna con sequedad.
-¿Eh?
-Mapplethorpe, no Applethorpe.
-Ah, bueno, claro.
-Está muerto.
-¿Ah, sí? -preguntó Cynthia-. ¿Y de qué la palmó?
-De sida -repuso Anna ausente, sin dejar de mirar el cuadro de Rosie-. Conocida como enfermedad del palo de escoba en algunos parajes.
-Has dicho que una vez viste un cuadro parecido al de Rosie -terció Gert-. ¿Dónde lo viste, enana? ¿En la misma galería de arte?
-No.
Mientras comentaba la foto de Mapplethorpe, Cynthia había parecido sólo interesada, pero ahora se había ruborizado y tenía las comisuras de los labios curvadas en una leve sonrisa defensiva.
-Y no era..., bueno, no era exactamente lo mismo, pero...
-Venga, cuenta -la instó Rosie.
-Bueno, mi padre era reverendo metodista en Bakersfield -explicó Cynthia-. En Bakersfield, California, de donde soy yo. Vivíamos en la vicaría, y había un montón de cuadros viejos en las pequeñas salas de reuniones de la planta baja. Algunos eran de presidentes, otros de flores, y también había de perros. No eran nada del otro mundo, sólo cosas que se colgaban en las paredes para que no parecieran tan vacías.
Rosie asintió con un gesto mientras pensaba en los cuadros que habían rodeado el suyo en los polvorientos estantes de la casa de empeños, góndolas en Venecia, cuencos de fruta, perros y zorros. Cosas que se colgaban en las paredes pare que no parecieran tan vacías. Bocas sin lengua.
-Pero había uno... que se llamaba... -Cynthia frunció el ceño en un intento de recordar-. Creo que se llamaba De Soto mira al Oeste. Era de un explorador con pantalones de hojalata y un pote en la cabeza de pie en lo alto de un acantilado y rodeado de indios. Y miraba a través de kilómetros y kilómetros de bosque hacia un río muy grande. El Mississippi, me parece. Pero la cuestión es que... era...
Miró a las demás mujeres con aire incierto. Tenía las mejillas más ruborizadas que nunca, y la sonrisa se le había borrado del rostro. El vendaje abultado que llevaba sobre la oreja parecía muy blanco, muy presente, como un accesorio extraño injertado en su cabeza, y Rosie tuvo tiempo de preguntarse, y no por primera vez desde que llegara a H y H, por qué tantos hombres eran tan desagradables. ¿Qué les pasaba? ¿Les faltaba algo o tenían algo repugnante instalado en su interior, como un circuito defectuoso en un ordenador?
-Sigue, Cynthia -urgió Anna-. No nos reiremos, ¿verdad?
Las mujeres menearon la cabeza.
Cynthia entrelazó las manos detrás de la espalda como una niña pequeña dispuesta a recitar la lección delante de toda la clase.
-Bueno -prosiguió en voz mucho más baja de lo que era habitual en ella-,era como si el río se moviera, eso era lo que me fascinaba. El cuadro estaba en la habitación donde mi padre daba sus clases de textos bíblicos los jueves por la noche, y yo entraba y a veces me sentaba delante del cuarto durante una hora o más, mirándolo como quien mira la tele. Veía el río moverse... o esperaba a que se moviera. No lo recuerdo, pero es que sólo tenía nueve o diez años. Lo que recuerdo es que creía que se estaba moviendo, que tarde o temprano un bote, una chalupa o una canoa india pasaría por allí y entonces lo sabría seguro. Pero un día entré en la habitación y el cuadro ya no estaba. Pum. Creo que mi madre debió de entrar y verme allí sentada, ya sabéis, y...
-... entonces se preocupó y lo quitó -terminó Rosie por ella.
-Sí, probablemente lo tiró a la basura -aventuró Cynthia-. Yo sólo era una niña, pero tu cuadro me recuerda aquél, Rosie.
Pam lo examinó de cerca.
-Sí, no me extraña. La mujer está respirando.
Todas se echaron a reír, y Rosie rió con ellas.
-No, no es eso -exclamó Cynthia-, sólo que... es un poco anticuado..., como los cuadros que te encontrarías en una clase..., y es pálido. Menos las nubes y el vestido, los colores son pálidos. En mi cuadro de De Soto, todo era pálido menos el río. El río era plateado brillante. Parecía más presente que el resto del cuadro.
Gert se volvió hacia Rosie.
-Cuéntanos lo del empleo. He oído que tienes trabajo.
-Cuéntanoslo todo -instó Pam.
-Sí -intervino Anna-. Cuéntanoslo todo, y luego, por favor, ven a mi despacho un momento.
-¿Es... es lo que estaba esperando?
-Pues la verdad es que creo que sí -repuso Anna con una sonrisa.
8
-Es una habitación perfecta, una de las mejores de la lista, y espero que estés tan encantada como yo -comentó Anna.
En el borde de la mesa yacía una pila de octavillas en precario equilibrio, anuncio del inminente Picnic y Concierto Estival de Hijas y Hermanas, un acontecimiento organizado en parte para recaudar fondos, en parte para estrechar lazos con la comunidad y en parte como celebración. Anna cogió uno, le dio la vuelta e hizo un boceto del piso.
-Aquí está la cocina, una cama plegable aquí, y esto es el cuarto de estar. Aquí tienes el baño. Apenas hay sitio para moverse, y para sentarte en el retrete prácticamente tienes que meter los pies en la ducha, pero es tuyo.
-Sí -murmuró Rosie-. Mío.
De repente se apoderó de ella una sensación que no había experimentado desde hacía semanas, la sensación de que todo aquello era un sueño maravilloso y en cualquier momento volvería a despertar junto a Norman.
-La vista es fantástica... Hombre, no es Lake Drive, pero el parque Bryant es muy bonito, sobre todo en verano. Primer piso. El ba
rrio atravesó una mala época en los ochenta, pero ahora se está recuperando.
-Lo dices como si hubieras vivido allí -comentó Rosie.
Anna se encogió de hombros en un gesto grácil y agradable, y a continuación dibujó el pasillo y la escalera de la finca. Dibujaba con la concisión escueta de una profesional.
-He estado allí bastantes veces -explicó sin levantar la vista-, pero por supuesto no es eso a lo que te referías, ¿verdad?
-No.
-Una parte de mí se va con cada mujer que sale de aquí. Me imagino que suena cursi, pero, no me importa. Es cierto, y eso es lo único que importa. Así que, ¿qué te parece?
Rosie la abrazó movida por un impulso, pero se arrepintió en cuanto percibió que Anna se ponía rígida. No debería haberlo hecho, pensó al soltarla. Lo sabía. Y era cierto. Anna Stevenson era amable, de eso no le cabía la menor duda, tal vez incluso bondadosa como una santa, pero tenía aquella extraña arrogancia y esto: a Anna no le gustaba que la gente se metiera en su espacio vital. Sobre todo, a Anna no le gustaba que la tocaran.
-Lo siento -se disculpó al tiempo que retrocedía.
-No seas tonta -repuso Anna con brusquedad-. Bueno, ¿qué te parece?
-Me encanta -aseguró Rosie.
Anna esbozó una sonrisa, y la situación incómoda quedó olvidada. Trazó una cruz en la pared de la zona de estar, cerca de un rectángulo dominuto que representaba la única ventana de la estancia.
-Tu nuevo cuadro... Estoy segura de que decidirás colgarlo aquí.
-Yo también estoy segura.
Anna dejó el lápiz.
-Estoy encantada de haberte podido ayudar, Rosie, y estoy muy contenta de que vinieras aquí. Toma, estás empapada.
Otra vez el pañuelo de papel, aunque Rosie no creía que la caja que le alargaba Anna fuera la misma que había visto durante su primera entrevista en aquella habitación; tenía la sensación de que allí se gastaban muchos pañuelos.
Cogió uno y se enjugó las lágrimas.
-Me has salvado la vida, ¿sabes? -murmuró con voz ronca-. Me has salvado la vida, y nunca, nunca lo olvidaré.
-Halagador pero falso -replicó Anna con su voz seca y calmada-. Note he salvado la vida, de la misma manera que Cynthia no ha tirado a Gert en la sala de recreo. Tú misma te salvaste la vida al aprovechar la ocasión y abandonar al hombre que te estaba haciendo daño.
-De todos modos, gracias. Por estar aquí.
-De nada -repuso Anna.
Y por primera y única vez durante su estancia en H y H, Rosie vio lágrimas en los ojos de Anna Stevenson. Le devolvió la caja de pañuelos con una leve sonrisa.
-Toma -dijo-. Tú también estás empapada.
Anna rió, cogió un pañuelo, se secó las lágrimas y lo arrojó a la papelera.
-Odio llorar. Es mi secreto más profundo y negro. De vez en cuando me digo que es la última vez, que tiene que ser la última vez, y entonces vuelvo a caer. Es más o menos lo mismo que me pasa con los hombres.
Una vez más, Rosie pensó en Bill Steiner y sus ojos avellanados.
Anna cogió de nuevo el lápiz y garabateó algo debajo del tosco plano que había dibujado antes de alargárselo a Rosie. Era una dirección: 897 Trenton Street.
-Aquí es donde vives -explicó Anna-. Está prácticamente en la otra punta de la ciudad, pero ahora te aclaras con los autobuses, ¿verdad?
Sonriendo y llorando al mismo tiempo, Rosie asintió.
-Puedes dar tu dirección a las amigas que hayas hecho aquí y más tarde a los amigos que hagas fuera de aquí, pero de momento sólo la conocemos tú y yo. -Sus palabras sonaban a discurso preparado..., a discurso de despedida-. La gente que vaya a tu casa no habrá averiguado la dirección aquí. Así es como hacemos las cosas en H y H. Después de veinte años trabajando con mujeres maltratadas, estoy convencida de que es la única manera de hacerlas.
Pam le había explicado todo aquello, al igual que Consuelo Delgado y Robin St. James, durante la Hora de la juerga, que era como las residentes denominaban las tareas domésticas que se realizaban por la tarde en H y H, pero a Rosie no le habían hecho falta aclaraciones; bastaban tres o cuatro sesiones de terapia en la sala delantera para que una persona de inteligencia siquiera mediana aprendiera casi todo lo que debía saber sobre las normas de la casa. Existía la Lista de Anna y también las Reglas de Anna.
-¿Te preocupa mucho? -inquirió Anna.
Rosie estaba un poco distraída, pero las palabras de Anna la devolvieron de golpe a la realidad. En el primer momento ni siquiera supo si había comprendido lo que quería decir. .
-Tu marido... ¿Te preocupa mucho? Sé que durante las primeras dos o tres semanas que pasaste aquí expresaste temor respecto a la posibilidad de que pudiera venir a por ti..., de que «te siguiera la pista», según tus propias palabras. ¿Qué piensas ahora?
Rosie reflexionó sobre la pregunta con toda meticulosidad. En primer lugar, temor era una palabra inadecuada para expresar sus sentimientos hacia Norman durante las primeras dos semanas que había pasado en H y H; ni siquiera el término terror era el más apropiado, porque el núcleo de sus sentimientos hacia él quedaba oscurecido, y en cierto modo alterado, por otras emociones: vergüenza por haber fracasado en su matrimonio, añoranza de unas pocas posesiones que había atesorado (como por ejemplo, la Silla del Osito), una sensación eufórica de libertad que parecía renovarse cada día, y un alivio tan gélido que hasta cierto punto resultaba horrible, la clase de alivio que un funambulista podría sentir después de estar a punto de perder el equilibrio al pasar por encima de un abismo sin fondo y luego recuperarse en el último instante. .
No obstante, el miedo había sido el acorde principal, de eso no cabía ni la menor duda. Durante las dos primeras semanas en H y H, Rosie había soñado lo mismo una y otra vez: estaba sentada en una de las sillas del porche, y de repente, un Sentra rojo nuevo se detenía junto al bordillo delante de la verja. La puerta del conductor se abría, y del coche se apeaba Norman. Llevaba una camiseta negra con un mapa de Vietnam del Sur. A veces, las palabras impresas debajo decían EL HOGAR ESTÁ DONDE EL CORAZÓN, a veces, NO TENGO CASA Y TENGO EL SIDA. Tenía los pantalones salpicados de sangre. De sus orejas pendían huesos diminutos, huesos de dedos, según creía. En una mano sostenía una especie de máscara manchada de sangre y pedazos de carne oscura. Rosie intentaba levantarse de la silla y no podía; se quedaba paralizada. Lo único que podía hacer era permanecer sentada y verlo acercarse a ella mientras los pendientes. de hueso oscilaban junto a su rostro. No podía más que quedarse sentada mientras Norman le decía que quería hablar con ella de cerca. Le sonreía, y Rosie veía que tenía los dientes cubiertos de sangre.
-¿Rosie? -preguntó Anna en voz baja-. ¿Sigues aquí?
-Sí -repuso Rosie casi sin aliento-. Estoy aquí, y sí, todavía le tengo miedo.
-No es de extrañar, ¿sabes? De alguna manera, supongo que siempre le tendrás miedo. Pero todo irá bien mientras recuerdes que cada vez pasarás períodos más largos en los que no temerás nada... y en los que ni siquiera pensarás en él. Pero no es eso lo que te he preguntado exactamente. Te he preguntado si todavía tienes miedo de que venga a por ti.
Sí, todavía tenía miedo de eso. No, no tanto como antes. Había oído muchas de sus conversaciones telefónicas relacionadas con el trabajo en los últimos catorce años, y lo había oído comentar muchos casos con sus compañeros, a veces en la sala de juegos de la planta baja, a veces en el patio. Apenas reparaban en ella cuando les llevaba café caliente o cervezas. Casi siempre era Norman quien dominaba las conversaciones con su voz rápida e impaciente mientras se inclinaba sobre la mesa con una botella de cerveza medio sepultada en un puño, azuzando a los demás, disipando sus dudas, negándose a entretenerse con sus conjeturas. En contadas ocasiones incluso había hablado de sus casos con ella. No le interesaban sus ideas, por supuesto, pero Rosie era una pared muy práctica en la que poder rebotar. Era un hombre rápido, que quería resultados para ayer, y con una marcada tendencia a perder el interés en los casos que llevaban abiertos más de tres semanas. Los llamaba igual que Gert llamaba sus llaves de defensa personal: restos.
¿Acaso era ella un resto para él?
Oh, cuánto le habría gustado creer eso. Lo había intentado con todas sus fuerzas, pero no..., no... lo conseguía. .
-No lo sé -repuso por fin-. Una parte de mí piensa que si tuviera que aparecer ya habría aparecido. Pero otra parte cree que sigue buscando. Y no es camionero ni fontanero; es policía. Sabe buscar a la gente.
-Sí, ya lo sé -asintió Anna-.Eso lo hace especialmente peligroso y significa que tendrás que tener más cuidado de lo normal. Y también es importante que recuerdes que no estás sola. Los días de soledad se han acabado para ti, Rosie. ¿Lo recordarás?
-Sí.
-¿Estás segura?
-Sí.
-Y si aparece, ¿qué harás?
-Darle con la puerta en las narices y cerrar con llave.
-¿Y luego?
-Llamar a la policía.
-¿Sin vacilar?
-Sí.
Y era cierto, pero le daría miedo. ¿Por qué? Porque Norman era policía y la gente a la que llamaría también serían policías. Porque sabía que Norman sabía cómo salirse con la suya; era un sabueso. Por lo que Norman le había dicho una y otra vez: que todos los policías eran hermanos.
-¿Y después de llamar a la policía? ¿Qué harías?
-Te llamaría a ti.
Anna asintió.
-Todo te irá bien. Te irá a las mil maravillas.
-Ya lo sé.
Lo dijo con firmeza, pero una parte de ella todavía dudaba..., siempre dudaría, suponía, a menos que Norman apareciera y disipara cualquier duda que pudiera existir. Si eso sucedía, ¿la vida que había llevado durante aquel último mes medio, H y H, el hotel Whitestone, Anna, sus nuevas amigas, se esfumaría como un sueño al despertar en el momento en que abriera la puerta una noche y se encontrara a Norman de pie ante ella? ¿Era posible?
Rosie desvió la mirada hacia el cuadro, que estaba apoyado contra la pared junto a la puerta de la oficina, y supo que no. El cuadro estaba vuelto del revés, de modo que sólo veía el dorso, pero Rosie descubrió que lo veía de todos modos; la imagen de la mujer de la colina, el cielo cubierto y el templo medio sepultado se dibujaban en su mente con toda claridad, no como un sueño. No creía que nada pudiera convertir su cuadro en un sueño.
Y con un poco de suerte, ninguna de estas preguntas necesitará respuesta jamás, se dijo con una sonrisa.
-¿Qué hay del alquiler, Anna? ¿Cuánto es?
-Trescientos veinte dólares al mes. ¿Podrás arreglártelas al menos dos meses?
-Sí.
Anna lo sabía, por supuesto; si Rosie no hubiera tenido dinero suficiente para asegurarse un despegue sin problemas, no estarían manteniendo aquella conversación.
-Me parece muy bien -prosiguió-. Y en cuanto al dinero del alquiler, podré arreglármelas al principio.
-Al principio -repitió Anna; entrelazó los dedos bajo la barbilla y lanzó una mirada penetrante a Rosie por encima de la mesa atestada-. Eso me recuerda lo de tu nuevo trabajo. Suena fantástico, de verdad, pero al mismo tiempo parece...
-¿Inseguro? ¿Transitorio?
Aquellas eran las palabras que se le habían ocurrido de camino a casa..., además del hecho de que, pese al entusiasmo de Robbie Lefferts, ni siquiera sabía a ciencia cierta si era capaz de hacer el trabajo y no lo sabría hasta el lunes siguiente por la mañana.
Anna asintió.
-No son las palabras que yo habría escogido, de hecho, no sé qué palabras habría escogido, pero sí. La cuestión es que si dejas el Whitestone, no puedo garantizarte de ninguna manera que pueda volver a encontrarte un empleo allí, sobre todo con poca antelación.
-Claro, lo entiendo.
-Haría lo posible, por supuesto, pero...
-Si el empleo que me ha ofrecido el señor Lefferts no funciona, buscaré trabajo de camarera-la atajó Rosie con serenidad-. Tengo la espalda mucho mejor y creo que podría hacerlo. Gracias a Dawn, creo que podría conseguir un empleo en el turno de noche del Seven-Eleven o el Piggly-Wiggly, llegado el caso.
Dawn era Dawn Verecker, que daba clases elementales para el empleo de dependienta con ayuda de una caja registradora que había en una de las habitaciones del fondo. Rosie había sido una alumna aplicada.
Anna seguía observando a Rosie con atención.
-Pero no crees que llegue el caso, ¿verdad?
-No -repuso Rosie mirando de nuevo el cuadro-. Creo que funcionará. Y entretanto, te debo tanto...
-Sabes lo que puedes hacer al respecto, ¿verdad?
-Transmitirlo.
-Exacto. Si algún día ves a otra versión de ti misma caminando por la calle, una mujer que parezca perdida y asustada de su propia sombra..., envíala aquí.
-¿Puedo preguntarte una cosa, Anna?
-Lo que quieras.
-Dijiste que tus padres fundaron Hijas y Hermanas. ¿Por qué? ¿Y por qué lo diriges tú ahora? ¿O por qué transmites su filosofía, si lo prefieres?
Anna abrió uno de los cajones del escritorio, rebuscó en su interior y extrajo un libro de bolsillo muy grueso. Se lo pasó a Rosie, quien lo cogió, se lo quedó mirando y experimentó una sensación de recuerdo tan intensa que era como los f lashbacks que en ocasiones sufrían los veteranos de guerra. En aquel instante no sólo recordó la humedad en la cara interior de sus muslos, aquella sensación parecida a pequeños besos siniestros, sino que pareció volver a experimentarla. Vio la sombra de Norman, que estaba de pie en la cocina mientras hablaba por teléfono. Vio la sombra de sus dedos tirando nerviosamente del cordón. Lo oyó diciéndole a la persona del otro extremo de la línea que por supuesto que era una emergencia, que su mujer estaba embarazada. Y lo vio regresar a la habitación y empezar a recoger los fragmentos del libro de bolsillo que le había arrebatado antes de pegarla. En la portada del libro que Anna acababa de darle se veía a la misma pelirroja. En este caso iba ataviada con un vestido de baile y danzaba en brazos de un apuesto gitano de ojos centelleantes y, al parecer, un par de calcetines enrollados en la entrepierna de los pantalones.
-Esto es el problema -había dicho Norman. ¿Cuántas veces te he dicho lo que me parecen estas porquerías?
-¿Rose? -preguntó Anna en tono preocupado; a Rosie su voz le pareció muy lejana, como las voces que a veces se oyen en sueños-. ¿Estás bien, Rose?
Rosie levantó la vista del libro (El amante de Misery, proclamaba el título en aquellas mismas letras plastificadas de color rojo, la novela más tórrida de Paul Sheldon) y esbozó una sonrisa forzada.
-Sí, estoy bien. Parece genial.
-Las novelas rosas son uno de mis vicios secretos -confesó Anna-. Mejor que el chocolate, porque no engordan, y los hombres que salen son mejores que los de verdad porque no te llaman a las cuatro de la madrugada, borrachos y suplicándote una segunda oportunidad. Pero son una porquería, ¿y sabes por qué?
Rosie meneó la cabeza.
-Porque lo explican todo acerca del mundo. Hay razones para todo. A lo mejor son tan descabelladas como los artículos de los periódicos sensacionalistas que venden en el supermercado y contravienen todo lo que cualquier persona medianamente inteligente sabe acerca del comportamiento de la gente en la vida real, pero están ahí, sí, señor. En un libro como El amante de Misery, Anna Stevenson sin duda dirigiría Hijas y Hermanas porque también ella sería una mujer maltratada... o quizá porque su madre lo habría sido. Pero nunca he sido maltratada, y por lo que sé, mi madre tampoco. A menudo, mi marido no me hacía caso (llevamos veinte años divorciados, por si Pam o Gert no te lo habían contado), pero nunca me maltrató. En la vida real, Rosie, la gente a veces hace cosas buenas o malas simplemente porque sí. ¿Te lo crees?
Rosie asintió con lentitud. Estaba pensando en todas las veces que Norman la había pegado, le había hecho daño, la había hecho llorar... y de pronto, una noche, sin razón alguna, le regalaba una docena de rosas y la invitaba a cenar. Y si le preguntaba por qué, qué celebraban, Norman se encogía de hombros y decía que «le apetecía mimarla». Porque sí, en otras palabras. Mamá, ¿por qué tengo que irme a la cama a las ocho incluso en verano, cuando aún no es oscuro? Porque sí. Papá, ¿por qué ha tenido que morirse el abuelo? Porque sí. Sin lugar a dudas, Norman creía que aquellos mimos ocasionales y citas caídas del cielo compensaban un montón de cosas, que contrarrestaban lo que, con toda probabilidad, él consideraba su «mal genio». Jamás sabría (ni tampoco lo comprendería aunque Rosie se lo dijera) que aquellos arranques la aterrorizaban más que su furia y sus accesos de ira. Al menos sabía cómo afrontar los últimos.
-No me gusta nada la idea de que todo lo que hacemos lo hacemos por lo que la gente nos ha hecho -prosiguió Anna con expresión huraña-. Eso nos arrebata las decisiones de las manos, no explica en absoluto la existencia de los pocos santos y demonios que vislumbramos entre nosotros, y sobre todo, no me parece cierto. Sin embargo, queda bien en los libros de Paul Sheldon. Es un consuelo. Te permite creer, al menos durante un rato, que Dios es un ser cuerdo y que nada malo ocurrirá a las personas como tú en la historia. ¿Me lo devuelves? Voy a terminarlo esta noche. Con grandes cantidades de té caliente. Litros y litros. .
Rosie sonrió, y Anna le devolvió la sonrisa.
-Vendrás al picnic, ¿verdad, Rosie? Lo haremos en Ettinger's Pier, y vamos a necesitar toda la ayuda posible. Siempre pasa lo mismo.
-Claro que vendré -aseguró Rosie-. A menos que el señor Lefferts decida que soy un prodigio y me obligue a trabajar los sábados.
No lo creo.
Anna se levantó y rodeó el escritorio. Rosie también se puso en pie. Y ahora que la conversación tocaba a su fin, se le ocurrió la pregunta más fundamental.
-¿Cuándo puedo trasladarme, Anna?
-Mañana, si quieres.
Anna se agachó y cogió el cuadro. Examinó pensativa las palabras escritas en carboncillo en el dorso y a continuación le dio la vuelta.
-Has dicho que era extraño -dijo Rosie-. ¿Por qué?
Anna golpeteó el vidrio con una uña.
-Porque la mujer está en el centro pero a pesar de ello da la espalda al espectador. Me parece una técnica muy peculiar para este tipo de cuadro, que por lo demás es bastante convencional. -Se volvió hacia Rosie y cuando siguió hablando lo hizo en tono de disculpa-. Por cierto, la perspectiva del edificio al pie de la colina está mal.
-Sí. El hombre que me lo vendió lo ha mencionado. El señor Lefferts dice que seguramente está hecho adrede, porque de lo contrario se perderían algunos elementos.
-Supongo que tiene razón -repuso Anna sin dejar de mirar el cuadro-. Tiene algo, ¿verdad? Una especie de cualidad cargada.
-Note entiendo.
Anna lanzó una carcajada.
-Yo tampoco..., excepto que tiene algo que me recuerda a mis novelas rosas. Hombres fuertes, mujeres lujuriosas, hormonas revolucionadas. Cargado es lo único que se acerca a lo que quiero decir.
Una especie de calma antes de la tormenta. Probablemente es por el cielo. -Volvió a dar la vuelta al cuadro y a observar las palabras escritas en el dorso-. ¿Es esto lo que te ha llamado la atención? ¿Tu nombre?
-No -replicó Rosie-. Cuando he visto las palabras Rose Madder escritas en el dorso ya sabía que quería el cuadro. -Esbozó una sonrisa-. Es casualidad, supongo, el tipo de casualidad que no se permite en las novelas de amor que te gustan.
-Ya entiendo.
Sin embargo, no daba la impresión de entenderlo del todo. Deslizó la yema del pulgar sobre las palabras, que se difuminaron al instante.
-Sí -dijo Rosie.
De repente, por ninguna razón aparente, se sentía muy inquieta. Era como si en aquella otra zona horaria en la que la noche ya había comenzado, un hombre estuviera pensando en ella.
-A1 fin y al cabo, Rose es un nombre bastante corriente..., no como Evangeline o Petronella.
-Supongo que tienes razón -admitió Anna al tiempo que le devolvía el cuadro-. Pero lo del carboncillo es extraño.
-¿En qué sentido?
-El carboncillo se borra muy fácilmente. Si no está protegido, y las palabras escritas en tu cuadro no lo han estado, se convierten en un manchón en menos que canta un gallo. Las palabras Rose Madder deben de haberlas escrito hace poco. Pero ¿por qué? El cuadro en sí no parece reciente; al menos tendrá cuarenta años, y quizás incluso ochenta o cien. Y hay otra cosa extraña.
-¿Qué?
-No está firmado por el artista -comentó Anna.
IV
EL PEZ MANTA
1
Norman salió de su ciudad el domingo, un día antes de que Rosie empezara en su nuevo empleo..., el empleo que todavía no estaba completamente segura de poder desempeñar. Tomó el Continental Express de las 11,05. No iba en autobús para ahorrar, sino por otra cuestión, una cuestión vital: volver á introducirse en la mente de Rosie. Norman todavía no podía admitir hasta qué punto lo había alterado la inesperada fuga de su mujer. Intentaba convencerse de que estaba enfadado por lo de la tarjeta del cajero, sólo por eso, pero en el fondo sabía que no era cierto. Lo que más lo anonadaba era el hecho
de no haber tenido ni idea. Ni la más mínima premonición.
Durante gran parte de su matrimonio, Norman siempre había conocido todos y cada uno de los pensamientos y sueños de Rosie. El hecho de que la situación hubiera cambiado lo enloquecía. Su mayor temor, un temor que no reconocía pero que no permanecía totalmente oculto en su inconsciente, se relacionaba con el hecho de saber que Rosie había planeado su fuga con semanas, meses, tal vez incluso un año de antelación. Si hubiera sabido la verdad respecto a cómo y por qué se había marchado (si hubiera conocido la existencia de aquella única gota de sangre, en otras palabras), tal vez habría hallado consuelo en ella. O se habría sentido más inquieto aún.
Sea como fuere, comprendía que su primer impulso, el de quitarse la camisa de marido y ponerse la de detective, había sido una mala idea. Después de la llamada de Oliver Robbins se había dado cuenta de que tenía que quitarse ambas camisas y ponerse la de Rosie. Tendría que pensar como ella, y tomar el mismo autobús que ella constituía un modo de empezar a hacerlo.
Subió al autobús con una bolsa de viaje en la mano y se detuvo junto al asiento del conductor para escudriñar el pasillo.
-Oye, colega, muévete, ¿vale?-exigió un hombre a sus espaldas.
-¿Quieres saber la sensación que da tener la nariz rota? -replicó Norman sin vacilar.
El hombre no supo qué responder.
Norman permaneció inmóvil unos instantes más mientras intentaba decidir en qué asiento
(ella)
quería sentarse, y cuando lo tuvo decidido recorrió el pasillo en dirección a él. Rose no habría elegido un asiento en las últimas filas. La escrupulosa de su mujer nunca habría escogido un asiento cerca del lavabo a menos que no quedara ningún otro libre, y el buen amigo de Norman, Oliver Robbins (al que había comprado el billete, como Rose), le había asegurado que el autocar de las 11,05 casi nunca iba completo. Tampoco habría elegido un asiento sobre las ruedas (demasiadas vibraciones) ni en las primeras filas (demasiado llamativo). No, habría optado por un asiento intermedio y en el lado izquierdo, porque era zurda, y las personas que creían estar escogiendo algo al azar casi siempre se regían por su mano dominante.
En sus años como policía, Norman había llegado a creer que la telepatía era un fenómeno muy posible, pero costaba un gran esfuerzo, de hecho resultaba imposible de alcanzar si te ponías la camisa equivocada. Tenías que llegar a meterte en la piel de la persona a la que estabas persiguiendo como una especie de animalillo de madriguera, y tenías que intentar oír algo que no fuera un latido sino una onda cerebral, no un pensamiento exactamente, sino un modo de pensar. Y cuando por fin lo lograbas, podías tomar un atajo, podías doblar la curva de los pensamientos de tu presa a toda velocidad y una buena noche, cuando él o ella menos se lo esperaba, podías salir de detrás de la puerta... o de debajo de la cama con el cuchillo en la mano, listo para perforar con él el colchón en el momento en que los muelles chirriaran y el pobre desgraciado (desgraciada, en este caso) se tumbara.
-Cuando menos te lo esperes -murmuró Norman mientras se sentaba en lo que esperaba hubiera sido su asiento; le gustó cómo sonaban aquellas palabras, de modo que las repitió cuando el autocar salía de su hueco y se disponía a emprender viaje hacia el oeste-.Cuando menos te lo esperes.
Era un viaje largo, pero Norman disfrutó bastante de él. En dos ocasiones, y pese a no tener ninguna necesidad, se apeó para ir al lavabo de las áreas de servicio porque sabía que Rose sí habría tenido necesidad y no habría querido ir al lavabo del autobús. Rose era escrupulosa, pero también tenía los riñones delicados. Probablemente un regalo genético de su difunta madre, que a Norman siempre le había parecido la clase de zorra que no podía pasar junto a una mata de lilas sin agacharse para hacer pis.
En la segunda de aquellas paradas vio a media docena de personas agrupadas en torno a un cenicero en la esquina del edificio. Norman los contempló anhelante durante un momento, pero luego pasó junto a ellos y entró. Se moría de ganas de fumar, pero a Rosie no le habría ocurrido lo mismo. En lugar de sucumbir a la tentación se detuvo a mirar una serie de animales de peluche porque a Rosie le gustaban aquellas paridas, y a continuación compró una novela de misterio del expositor situado junto a la puerta porque Rosie a veces leía aquellas porquerías. Le había dicho millones de veces que el verdadero trabajo policial no tenía nada que ver con las chorradas que escribían en aquellas novelas, y Rosie siempre se había mostrado de acuerdo con él (si Norman lo decía, debía de ser cierto), pero había seguido leyéndolas de todos modos. No le habría extrañado que Rose hubiera hecho girar el expositor antes de escoger un libro... y luego dejarlo en su sitio a regañadientes porque no quería gastar cinco dólares por tres horas de entretenimiento con el poco dinero y la gran cantidad de preguntas sin responder que tenía.
Pidió una ensalada, obligándose a leer el libro mientras comía, y al terminar volvió a su asiento del autobús. Al cabo de poco rato se pusieron en marcha, y Norman conservó el libro sobre el regazo mientras contemplaba los campos cada vez más inmensos a medida que el Este iba quedando atrás. Atrasó el reloj una hora cuando el conductor indicó que habían entrado en otra zona horaria, no porque le importara una mierda (iba a regirse por su propio horario durante los siguientes treinta días aproximadamente), sino porque era lo que Rose habría hecho. Cogió el libro, leyó una escena en la que un vicario encontraba un cadáver en el jardín y volvió a dejarlo con un resoplido de aburrimiento. Sin embargo, no estaba aburrido; en el fondo, no estaba nada aburrido. En el fondo se sentía como Rizitos de Oro. Estaba sentado en la silla del osito, tenía el libro del osito en el regazo e iba a encontrar la casita del osito. Si todo iba bien, no tardaría mucho en esconderse debajo de la camita del osito.
-Cuando menos te lo esperes -murmuró-. Cuando menos te lo esperes.
Se apeó del autobús la madrugada siguiente y se detuvo junto a la puerta para contemplar la terminal resonante y de techos altos, intentando desterrar de su mente su opinión personal acerca de los chulos y las putas, los maricas y lo mendigos, intentando ver el lugar como lo habría visto Rose al bajarse del mismo autobús, entrar en la misma terminal y verlo todo a la misma hora, cuando la naturaleza humana se halla en el fondo del pozo.
Se quedó allí de pie y dejó que el torrente de voces resonantes lloviera sobre él: el espectáculo, los olores, los olores y las sensaciones.
¿Quién soy?, se preguntó.
Rose Daniels, repuso.
¿Cómo me siento?
Pequeña. Perdida. Y aterrorizada. Esto es lo peor de lo peor. Estoy absolutamente aterrada.
Por un instante se apoderó de él una idea terrible. ¿Y si Rose, acometida por el miedo y el pánico, había abordado a la persona equivocada? Cabía la posibilidad, sin duda; para un determinado tipo de hombre malo, aquella clase de lugares era un caldo de cultivo estupendo. ¿Y si aquella persona equivocada se la había llevado a un lugar oscuro antes de robárselo todo y asesinarla? De nada servía decirse que era improbable; era policía y sabía que no era cierto. Si un drogata veía esa mierda de anillo barato en el dedo de Rose, por ejemplo...
Aspiró varias bocanadas de aire mientras ponía en orden aquella parte de su mente que intentaba ser Rose. ¿Qué otro remedio le quedaba? Si la habían asesinado, pues la habían asesinado. No podía hacer nada al respecto, de modo que lo mejor era no pensar en ello..., y además, no podía soportar la idea de que su mujer pudiera haber escapado de él de aquel modo, de que cualquier drogata de mierda pudiera haber robado algo que pertenecía a Norman Daniels.
No importa, se dijo. No importa, limítate a hacer tu trabajo. En este momento, tu trabajo consiste en caminar como Rosie, hablar como Rosie, pensar como Rosie.
Se adentró lentamente en la terminal, con la cartera en una mano (era el sucedáneo del bolso de Rosie), mirando a la gente que iba y venía en oleadas, algunos arrastrando maletas, otros con cajas de cartón atadas con cordel echadas al hombro, otros rodeando con el brazo los hombros de sus novias o las cinturas de sus novios. Mientras contemplaba la escena, un hombre corrió hacia una mujer y un niño pequeño que acababan de apearse del autobús de Norman. El hombre besó a la mujer, levantó al niño en volandas y lo arrojó al aire. El pequeño chilló de miedo y de placer.
Estoy asustada... Todo es nuevo, todo es distinto, y estoy muerta de miedo, pensó Norman. ¿Hay algo de lo que esté segura? ¿Alguna cosa en la que crea poder confiar? ¿Hay algo?
Caminó por el piso embaldosado, pero despacio, muy despacio, escuchando el eco de sus pasos e intentando mirarlo todo a través de los ojos de Rose, intentando percibirlo todo con la piel de ella. Un vistazo rápido a los adolescentes de ojos vidriosos (en el caso de algunos se debía tan sólo al cansancio de las tres de la mañana, mientras que en el caso de otros se debía a la coca de Nebraska) que haraganeaban en la sala de videojuegos, luego de vuelta al vestíbulo de la terminal. Mira la hilera de teléfonos públicos, pero ¿a quién va a llamar? No tiene amigos, no tiene familia..., ni siquiera la típica tía providencial en Texas o en las montañas de Tennessee. Se vuelve hacia las puertas de la calle, tal vez con la idea de marcharse, de encontrar una habitación para pasar la noche, una puerta que interponer entre ella y el ancho mundo indiferente, desconcertante, amenazador. Tiene dinero suficiente para pagarse una habitación, gracias a la tarjeta de Norman, pero ¿lo hace?
Norman se detuvo al pie de la escalera mecánica con el ceño fruncido mientras reformulaba la pregunta: ¿Lo hago?
No, decidió. No lo hago. No quiero registrarme en un motel a las tres y media de la madrugada para que me echen a mediodía, eso en primer lugar; no sería rentable. Puedo quedarme despierta un poco más, aguantar un poco más si es necesario. Pero hay algo más que me retiene aquí. Estoy en una ciudad desconocida, y faltan al menos dos horas para que sea de día. He visto un montón de series policíacas en la tele, he leído una pila de novelas de misterio y estoy casada con un policía. Sé lo que puede suceder a una mujer si se aventura sola en la oscuridad, y creo que voy a esperar a que salga el sol.
Así que, ¿qué hago? ¿Cómo mato el tiempo?
Su estómago respondió a su pregunta.
Sí, tengo que comer algo. La última vez que paró el autobús fue a las seis de la tarde, y tengo hambre.
Había una cafetería cerca de las taquillas. Norman se dirigió hacia ella sorteando a los moradores de la terminal tumbados por el suelo y reprimiendo el deseo de destrozar algunas cabezas repugnantes y repletas de piojos contra la silla de acero más cercana. Era un deseo que tenía que reprimir cada vez con más frecuencia últimamente. Odiaba a la gente sin casa; le parecían cagarros de perro con piernas. Odiaba sus excusas lloriqueantes y su demencia fingida. Cuando un tipo medio comatoso se le acercó dando traspiés para pedirle unas monedas, Norman apenas pudo resistir la tentación de agarrarlo por el brazo y pegarle con una anticuada porra de goma.
-Déjeme en paz, por favor -contestó en cambio con voz suave, pues eso era lo que Rose habría hecho.
Se disponía a pedir huevos revueltos con bacon cuando recordó que Rose no comía aquellas cosas a menos que él insistiera, lo que a veces hacía (no le importaba lo que comía, pero sí que su mujer recordara quién llevaba los pantalones). Por tanto, pidió cereales, una taza de café espantoso y medio pomelo que tenía aspecto de datar de los tiempos del Mayflower. La comida lo hizo sentirse mejor, más despierto. Al terminar buscó deforma automática un cigarrillo, rozó el paquete que llevaba en el bolsillo de la camisa y luego apartó la mano. Rose no fumaba, así que no habría sentido las ansias que se habían apoderado de él. Tras reflexionar sobre el asunto durante unos instantes, las ansias remitieron, como sabía que sucedería.
Lo primero que vio al salir de la cafetería y detenerse para meterse los faldones de la camisa en el pantalón con la mano en la que no sostenía la cartera fue un gran círculo iluminado de color blanco y azul con las palabras ASISTENCIA AL VIAJERO impresas en la tira exterior.
De repente se encendió una potente bombilla en la cabeza de Norman.
¿Voy allí? ¿Voy a la cabina que hay debajo de ese agradable rótulo? ¿Voy a comprobar si pueden ayudarme?
Por supuesto que sí. ¿Adónde voy a ir si no?
Se dirigió hacia la cabina, pero dando un rodeo, pasó de largo y luego volvió sobre sus pasos para echar un vistazo por ambos lados al ocupante de la cabina. Era un judío flacucho que aparentaba unos cincuenta años y tenía un aspecto tan peligroso como el amigo de Bambi, Tambor. Estaba leyendo un periódico que Norman identificó como el Pravda, y de vez en cuando levantaba la cabeza para pasear la mirada distraída por la terminal. Si Norman todavía hubiera estado haciendo de Rose, Tambor sin duda habría reparado en él, pero Norman había vuelto a adoptar el papel de Norman, el detective inspector Daniels en misión secreta, y ello incluía pasar desapercibido. Se movía en un arco amplio alrededor de la cabina (estar en movimiento era lo más importante; en lugares como aquél no corrías apenas el riesgo de ser visto a menos que estuvieras quieto), fuera del campo de visión de Tambor, pero lo bastante cerca como para oír sus conversaciones.
Alrededor de las cuatro y cuarto, una mujer se acercó llorando a la cabina de Asistencia al viajero. Le contó a Tambor que había llegado en el autobús Greyhound desde Nueva York y que le habían robado el monedero del bolso mientras dormía. Parloteó durante bastante rato, usó varios pañuelos de papel que le alargó Tambor, y por fin éste le encontró un hotel que le fiaría durante un par de días, hasta que su marido le enviara más dinero.
Si yo fuera tu marido, guapa, te traería el dinero personalmente, pensó Norman sin dejar de describir arcos pendulares en torno a la cabina. Y también te daría una buena patada en el culo por estúpida.
Durante su conversación telefónica con el hotel, Tambor se identificó como Peter Slowik. A Norman no le hacía falta más. Cuando el judío se volvió de nuevo hacia la mujer para indicarle el camino, Norman se alejó de la cabina y regresó a los teléfonos públicos, donde incluso había dos que no estaban carbonizados, destrozados y arrancados. Podía obtener la información que necesitaba más tarde, llamando a su departamento de policía, pero prefería no hacerlo de aquel modo. Según como fueran las cosas con el judío del Pravda, llamar a gente podía resultar peligroso, la clase de asunto que podía acabar por volverse contra él. Y además no había ninguna necesidad; sólo figuraban tres Slowik y un Slowick en la guía telefónica urbana. Sólo uno de ellos se llamaba Peter.
Daniels anotó la dirección de Tambor, salió de la terminal y se dirigió a la parada de taxis. El primer taxista de la fila era blanco -menos mal-, y Norman le preguntó si quedaba algún hotel en la ciudad donde pudiera pagarse en efectivo y no se viera obligado a escuchar carreras de cucarachas en cuanto apagara la luz. El taxista reflexionó unos instantes y por fin asintió.
-El Whitestone. Bueno, barato, aceptan efectivo y no hacen preguntas.
Norman abrió la portezuela trasera y subió al taxi.
-Pues adelante -dijo.
2
Tal como había prometido, Robbie Lefferts estaba allí cuando Rosie siguió a la preciosa pelirroja de largas piernas de modelo hasta el Estudio C de Tape Engine el lunes por la mañana, y se mostró tan amable con ella como lo había sido en aquella esquina al convencerla para que leyera en voz alta un pasaje de uno de los libros de bolsillo que había comprado. Rhoda Simons, la cuarentona que sería su directora, también la trató con amabilidad, pero... ¡directora! Era una palabra extraña si se pronunciaba en relación con Rosie McClendon, a quien ni siquiera habían dado una oportunidad en la obra del último curso de instituto. Curtis Hamilton, el ingeniero de grabación, también era simpático, pero al principio estaba tan ocupado con sus controles que no hizo más que estrecharle la mano con aire ausente. Rosie tomó un café con Robbie y la señora Simons antes de izar velas, como lo expresó Robbie, e incluso fue capaz de sostener la taza sin derramar una sola gota. Sin embargo, cuando traspuso la puerta de doble hoja que conducía a la cabina de grabación de paredes acristaladas, la dominó tal pánico que estuvo a punto de dejar caer el fajo de fotocopias que Rhoda llamaba las «páginas». Era una sensación muy parecida a la que había experimentado al ver el coche rojo acercarse por Westmoreland Street y creer que era el Sentra de Norman.
Percibió que los demás la miraban con fijeza desde el otro lado del vidrio (incluso el joven y serio Curtis Hamilton la miraba), y sus rostros se le antojaron distorsionados y borrosos, como si los estuviera viendo a través de agua en lugar de aire. Así es como los peces de colores ven a las personas que se inclinan para verlos a través del cristal de la pecera, pensó, y casi al mismo tiempo: No puedo hacerlo. ¿Cómo he podido pensar que podría?
Oyó un fuerte chasquido que la hizo dar un respingo.
-¿Señora McClendon? -Era la voz del ingeniero de sonido-. ¿Le importaría sentarse delante del micro para que pueda ajustar los niveles?
Rosie no sabía si podía. No estaba siquiera segura de poder moverse. Le parecía haber echado raíces mientras miraba al otro lado de la cabina, donde la cabeza del micro la apuntaba como si de la cabeza de una serpiente futurista y peligrosa se tratara. Aunque lograra cruzar la habitación, de sus labios no brotaría ni un sonido, ni siquiera un solo chirrido seco.
En aquel momento, Rosie presenció el desmoronamiento de todo lo que había construido, lo visualizó con la espeluznante velocidad de un cortometraje de los años veinte. Se vio a sí misma desahuciada de la pequeña y agradable habitación en la que sólo llevaba cuatro días cuando se le acabara el dinero, se vio a sí misma desdeñada por todas las residentes de Hijas y Hermanas, incluso la propia Anna.
No pretenderás que te consiga otra vez tu antiguo empleo, ¿verdad, Rosie ?, oyó decir a Anna. Siempre hay chicas nuevas en H y H, como sabes, y ellas son mi prioridad. ¿Por qué has sido tan estúpida, Rosie? ¿Qué te hizo pensar que podías convertirte en artista, aun cuando fuera a un nivel tan humilde? Se vio a sí misma rechazada en los empleos de camarera en las cafeterías del centro, no por su aspecto, sino por el olor que despedía, el olor a derrota, vergüenza y expectativas incumplidas.
-¿Rosie? -la llamó Rob Lefferts-. ¿Te importaría sentarte para que Curt pueda ajustar los niveles?
Rob no lo sabía, ninguno de los hombres lo sabía, pero Rhoda Simons sí... o al menos lo sospechaba. Había cogido el lápiz que tenía enganchado en el cabello y garabateaba con él sobre una carpeta que tenía frente a ella. Sin embargo, no miraba sus garabatos, sino que la estaba mirando a ella con el ceño fruncido.
De repente, como una mujer a punto de ahogarse y desesperada por aferrarse a cualquier desecho flotante que pudiera sostenerla un poco más, Rosie pensó en el cuadro. Lo había colgado exactamente donde Anna había sugerido, junto a la ventana del cuarto de estar; incluso había encontrado un gancho allí, dejado por el inquilino anterior. Era el lugar idóneo, sobre todo al atardecer; podía mirar un rato por la ventana, contemplar el sol que se ponía sobre el verdor de los árboles del parque Bryant, luego volverse hacia el cuadro y más tarde de nuevo hacia el parque. Las dos cosas parecían hechas la una para la otra, la ventana y el cuadro, el cuadro y la ventana. Rosie no sabía por qué, pero así era. Sin embargo, si perdía la habitación tendría que descolgar el cuadro...
No, tiene que quedarse allí, pensó. ¡Tiene que quedarse allí!
Aquella idea le permitió al menos moverse. Cruzó la habitación despacio en dirección a la mesa, dejó sobre ella las páginas, que eran fotocopias ampliadas de una novela de bolsillo publicada en 1951, y se sentó... o más bien se dejó caer, como si alguien le hubiera tirado de las rodillas.
Puedes hacerlo, Rosie, le aseguró aquella voz profunda, si bien su confianza sonaba falsa. Lo hiciste en aquella esquina delante de la casa de empeños y puedes volver a hacerlo aquí.
No la extrañó demasiado comprobar que le faltaba convicción. Lo que sí la extrañó fue la idea que siguió. La mujer del cuadro no tendría miedo, la mujer de la túnica roja violácea no estaría asustada en lo más mínimo.
Por supuesto, se trataba de una idea ridícula. Si la mujer del cuadro fuera real, habría existido en un mundo antiguo en el que los cometas se consideraban heraldos de catástrofes, los dioses retozaban en las cimas de las montañas y la mayoría de la gente vivía y moría sin haber siquiera visto un libro. Si una mujer de aquella época fuera transportada a una sala como aquella, una sala de paredes acristaladas, luces frías y la cabeza de una serpiente de acero sobresaliendo de la única mesa, saldría corriendo a grito pelado o bien perdería el conocimiento.
Sin embargo, Rosie tenía la sensación de que la mujer rubia no había perdido el conocimiento en su vida, de que haría falta mucho más que un estudio de grabación para hacerla gritar.
Estás pensando en ella como si fuera real, se regañó.
-¿Rosie? -Era la voz de Rhoda Simons que le llegaba por los altavoces-. ¿Estás bien?
-Sí -repuso, aliviada al comprobar que su voz, aunque algo quebrada, seguía allí-. Tengo sed, nada más. Y estoy muerta de miedo.
-Debajo de la parte izquierda de la mesa hay una nevera llena de agua mineral y zumos -dijo Rhoda-. En cuanto a lo de tener miedo, es lo más normal del mundo. Ya se te pasará.
-Sigue hablando, Rosie -pidió Curtis, que llevaba auriculares y manipulaba una hilera de botones.
El pánico empezaba a remitir gracias a la mujer del vestido rojo violáceo. Como sedante funcionaba incluso mejor que quince minutos en la Silla del Osito.
No, no es ella, eres tú, la corrigió la voz profunda. Lo has superado, guapa, al menos de momento, pero lo has hecho solita. ¿Querrías hacerme un favor, vayan como vayan las cosas? Intenta recordar quién es realmente Rosie y quién es Rosie Real.
-Habla de cualquier cosa -le estaba diciendo Curtis-. Lo que sea. Cualquier cosa que te apetezca.
Por un instante se sintió completamente perdida. Fijó la mirada en las páginas que yacían ante ella. La primera era la reproducción de la portada. Mostraba a una mujer parcamente vestida a la que un hombre enorme y sin afeitar amenazaba con un cuchillo. El hombre lucía bigote, y una idea casi demasiado fugaz como para resultar reconocible (quieres hacerlo quieres hacer el perro) rozó su mente consciente como una ráfaga de aire podrido.
-Voy a leer un libro titulado The Manta Ray («El pez manta») -empezó Rosie en lo que esperaba fuera su voz normal-. Fue publicado en 1951 por Lion Books, una pequeña editorial de libros de bolsillo. Si bien en la portada dice que el autor se llama... ¿Vale ya?
-Ya tengo el sonido del magnetófono de bobinas -repuso Curtis, dándose impulso de un lado a otro de la mesa con la silla provista de ruedas-. Habla un poco más para que ajuste el DAT. Pero suena bien.
-Sí, estupendo -intervino Rhoda, y Rosie no creía que el alivio que percibió en la voz de la directora fuera fruto de su imaginación.
Un poco más animada, Rosie se acercó al micrófono.
-En la portada dice que el autor del libro es Richard Racine, pero el señor Lefferts, Rob, dice que en realidad fue escrito por una mujer llamada Christina Bell. Forma parte de una serie de libros en audio llamada «Mujeres camufladas», y he obtenido este empleo porque la mujer que tenía que leer el libro ha conseguido un papel en una...
-Ya lo tengo -la atajó Curtis Hamilton.
-Dios mío, suena como Liz Taylor en Una mujer marcada -exclamó Rhoda Simons aplaudiendo.
Robbie asintió. Sonreía con aire complacido.
-Rhoda te ayudará, pero si lees como leíste Pasadizo oscuro delante de Ciudad Libertad, estaremos todo encantados.
Rosie se inclinó hacia delante, estuvo a punto de golpearse la cabeza con el canto de la mesa y sacó una botella de agua mineral de la nevera. Al desenroscar el tapón se dio cuenta de que le temblaban las manos.
-Haré lo que pueda, eso lo prometo.
-Ya lo sé -aseguró Rob.
Piensa en la mujer de la colina, se dijo Rosie. Piensa en ella allí de pie, sin miedo a nada de lo que pueda venir de su mundo o del tuyo. No tiene ni una sola arma, pero no tiene miedo... No te hace falta verle la cara para saberlo, se nota en la postura de su espalda. Está...
preparada para cualquier cosa -murmuró con una sonrisa.
Robbie se inclinó hacia delante al otro lado del vidrio.
-¿Cómo dices? Note he oído.
-Digo que estoy preparada -indicó Rosie.
-Los niveles están ajustados -señaló Curtis a Rhoda, que acababa de dejar su propia copia del libro junto a su carpeta-. Preparado cuando tú digas, profesora.
-Muy bien, Rosie, vamos a enseñarle cómo se hace -dijo Rhoda-.Esto es El pez manta, de Christina Bell. El cliente es Audio Concepts, la directora es Rhoda Simons y la lectora es Rosie McClendon. Cinta en marcha. Cuenta uno cuando te dé la señal y... señal.
Dios mío, no puedo, pensó Rosie una vez más, y entonces concentró su mente en una única y poderosa imagen: el brazalete de oro que la mujer del cuadro llevaba en el brazo derecho. Y la nueva oleada de pánico que la había acometido empezó a remitir.
-Capítulo Uno. Nella no se dio cuenta de que la seguía el hombre del raído abrigo gris hasta que estuvo entre dos farolas y un callejón salpicado de cubos de basura se abrió a su izquierda como las mandíbulas de un anciano muerto con comida entre los dientes. Por entonces ya era demasiado tarde. Oyó el sonido de unos zapatos con puntera de acero que se acercaban por detrás, y una mano grande y mugrienta surgió de la oscuridad...
3
A las siete menos cuarto de aquella tarde, Rosie introdujo la llave en la cerradura de la habitación de Trenton Street en la que vivía. Estaba cansada y tenía calor, pues el verano había llegado pronto a aquella ciudad, pero también se sentía feliz. Debajo del brazo llevaba una bolsa de comestibles. De la parte superior sobresalía un fajo de octavillas que anunciaban el Picnic y Concierto de Hijas y Hermanas. Rosie había pasado por H y H para contar a sus amigas cómo le había ido el primer día de trabajo (tenía que contárselo a alguien, pues de lo contrario iba a estallar), y cuando ya se marchaba, Robin St. James le había pedido que se llevara un puñado de octavillas para intentar colgarlas en las tiendas de su barrio. Intentando no revelar cuánto la emocionaba el hecho de tener un barrio, Rosie prometió intentar colocar tantas octavillas como le fuera posible.
-Me salvas la vida -agradeció Robin; aquel año era la encargada de la venta de entradas, y no ocultaba el hecho de que hasta ahora la venta no iba demasiado bien-. Y si alguien te pregunta, Rosie, diles que esto no es un hogar para adolescentes descarriadas y que no somos tortilleras. Estas historias son las que fastidian la venta. ¿Lo harás?
-Claro.
Sin embargo, sabía que no lo haría. No se imaginaba echando a un tendero al que no había visto en su vida un sermón acerca de lo que era Hijas y Hermanas... o de lo que no era.
Pero puedo decir que son mujeres muy agradables, pensó al tiempo que encendía el ventilador y abría la nevera para guardar sus escasas compras.
-No, diré señoras. Señoras muy agradables -agregó en voz alta.
Claro, era una idea mucho mejor. Por alguna razón, los hombres, sobre todo los que pasaban de los cuarenta, se sentían más cómodos con aquella palabra que con la palabra mujeres. Era una tontería (y el modo en que algunas mujeres se agitaban y cloqueaban por la semántica era una tontería aún mayor, en opinión de Rosie), pero pensar en ello le trajo a la memoria una imagen: Norman al hablar de las prostitutas a las que a veces detenía. Jamás las llamaba señoras (ésa era la palabra que empleaba para referirse a las esposas de sus compañeros, como por ejemplo, «La esposa de Bill Jessup es una señora muy agradable», ni tampoco mujeres. Las llamaba tías. Esas tías esto y esas tías lo otro. Hasta entonces nunca se había dado cuenta de lo mucho que odiaba aquella palabrita. Tías. Como el sonido que se emite al escupir.
Olvídale, Rosie. Norman no está aquí. Y nunca estará aquí.
Como siempre, aquella sencilla idea la inundaba de gozo, asombro y gratitud. Le habían explicado, sobre todo en el Círculo de Terapia de H y H, que aquella sensación eufórica se le pasaría, pero le costaba creerlo. Estaba sola. Había escapado del monstruo. Era libre.
Rosie cerró la puerta de la nevera, se volvió y miró al otro lado de la habitación. El mobiliario era minimalista, y aparte del cuadro, no había decoración, pero pese a ello no vio nada que no le diera ganas de gritar de alegría. Vio las bonitas paredes color crema que Norman Daniels jamás había visto, una silla de la que Norman Daniels nunca la había arrancado por «hacerse la listilla», un televisor que Norman Daniels nunca había mirado, gruñendo al escuchar las noticias o riendo las gracias de las reposiciones de Todos en familia o Cheers.
Y lo mejor de todo, no había un solo rincón en el que Rosie hubiera estado sentada, llorando y recordándose que debía vomitar en el delantal si se le revolvía el estómago. Porque Norman no estaba allí. Nunca estaría allí.
-Estoy sola -murmuró Rosie... y entonces se abrazó de alegría.
Atravesó la estancia en dirección al cuadro. La túnica de la mujer rubia parecía relucir a la luz de finales de primavera. Y ella sí era una mujer, pensó Rosie. No una señora ni, desde luego, una tía. Estaba allí de pie sobre la colina, contemplando sin miedo el templo en ruinas y los dioses caídos...
¿Dioses? Pero si sólo hay uno..., ¿verdad?
No, comprobó en aquel momento, había dos: el que observaba con serenidad los nubarrones de tormenta desde su lugar cerca del pilar caído, y otro que yacía en el extremo derecho del cuadro. Éste miraba de lado por entre la hierba alta. Apenas se apreciaba la curva blanca de la frente, la órbita de un ojo y el lóbulo de una oreja; el resto permanecía oculto. No había reparado en él hasta entonces, pero ¿qué más daba? Probablemente había muchas cosas en el cuadro en las que no había reparado, gran cantidad de pequeños detalles... Era como esos dibujos de ¿Dónde está Wally?, llenos de cosas que al principio no se veían, y ...
... y todo eso no eran más que chorradas. De hecho, el cuadro era muy sencillo.
-Bueno -susurró Rosie-, al menos lo era.
Recordó la historia que Cynthia había contado sobre el cuadro de la vicaría en la que se había criado... De Soto mira al Oeste. Se había sentado frente a él durante horas, mirándolo como quien mira la televisión, mirando cómo se movía el río.
-Fingiendo que miraba cómo se movía -se corrigió Rosie.
Abrió la ventana con la esperanza de que la brisa llenara la habitación. Las voces agudas de los niños jugando en el parque y de otros niños mayores jugando a béisbol inundaron la estancia.
-Fingiendo, nada más. Eso es lo que hacen los niños. Yo también lo hacía.
Encajó un palo en la ventana para mantenerla abierta, pues permanecía abierta durante unos instantes para luego cerrarse con estruendo si no la sujetaba, y se volvió de nuevo hacia el cuadro. Se le acababa de ocurrir una idea espeluznante, una idea tan poderosa que casi se le antojaba cierta. Los pliegues y arrugas del vestido rojo violáceo no eran los mismos. Habían cambiado de posición. Habían cambiado de posición porque la mujer que llevaba la toga, la túnica o lo que fuera había cambiado de posición.
-Estás loca si piensas eso -susurró Rosie con el corazón desbocado-. Loca de atar. Lo sabes, ¿verdad?
Lo sabía. Sin embargo, se acercó más al cuadro y lo examinó con fijeza. Permaneció en aquella postura, con los ojos a escasos centímetros de la mujer de la colina, durante casi treinta segundos, conteniendo la respiración para no empañar el vidrio que cubría la pintura. Por fin retrocedió y espiró el aire de los pulmones en un suspiro de alivio. Las arrugas y los pliegues de la túnica no habían cambiado ni un ápice. Estaba segura de ello. (Bueno, casi segura.) Era su imaginación, que le estaba jugando una mala pasada después de un día muy largo, un día maravilloso y agotador a un tiempo.
-Sí, pero lo he superado -explicó a la mujer de la túnica.
Hablar en voz alta con la mujer del cuadro le parecía completamente normal. Tal vez un poco excéntrico, pero ¿qué más daba? No hacía daño a nadie. ¿Quién iba a enterarse? Y el hecho de que la mujer rubia estuviera de espaldas le hacía creer que realmente la estaba escuchando.
Rosie se acercó de nuevo a la ventana, apoyó las palmas de las manos sobre la repisa y contempló el parque. A1 otro lado de la calle, los niños reían, corrían por las bases y se columpiaban. Justo debajo de ella, un coche se estaba deteniendo junto al bordillo. Poco tiempo atrás, ver un coche pararse tan cerca de ella la habría aterrorizado, la habría llenado de visiones del puño de Norman y su anillo flotando hacia ella con las palabras Servicio, Lealtad, Comunidad tornándose cada vez más grandes hasta que parecían llenar el mundo entero..., pero aquellos tiempos ya eran historia. Gracias a Dios.
-La verdad, creo que he hecho algo más que superar el día -explicó al cuadro-. Creo que lo he hecho muy bien. Es lo que piensa Robbie, eso lo sé, pero a la que de verdad tenía que convencer era a Rhoda. Creo que estaba predispuesta a que yo no le gustara, porque al fin y al cabo era Robbie el que me había encontrado.
Se volvió de nuevo hacia el cuadro como una mujer que se vuelve hacia una amiga para ver en su rostro cómo se ha tomado una idea o una frase, pero por supuesto, la mujer del cuadro siguió contemplando el templo en ruinas de espaldas a Rosie.
-Ya sabes lo maliciosas que podemos ser las tías -prosiguió Rosie con una carcajada-. Pero creo que realmente le he gustado. Sólo hemos hecho cincuenta páginas, pero hacia el final ya me salía mucho mejor, y además esos viejos libros de bolsillo son cortos. Apuesto lo que sea a que acabo éste el miércoles por la tarde, ¿y sabes qué? Estoy ganando casi ciento veinte dólares al día, no a la semana, sino al día, y quedan otras tres novelas de Christina Bell. Si Robbie y Rhoda me las dan...
Se detuvo en seco, mirando el cuadro con los ojos abiertos de par en par, sin oír los gritos agudos procedentes del parque, sin oír siquiera los pasos que subían por la escalera. Tenía la mirada fija en el extremo derecho del cuadro, la curva de la frente, la curva del ojo vacío y desprovisto de pupila, la curva de la oreja. De repente comprendió algo. Estaba en lo cierto y equivocada al mismo tiempo..., en lo cierto respecto a que la segunda estatua no había sido visible hasta entonces, equivocada acerca de la impresión de que la cabeza de piedra se había materializado en el cuadro mientras ella grababa El pez manta. La idea de que los pliegues del vestido de la mujer habían cambiado de posición podía haber obedecido al esfuerzo de su inconsciente por reforzar esa primera impresión errónea creando una alucinación. A fin de cuentas, eso tenía un poco más de sentido que lo que estaba viendo ahora.
-El cuadro ha crecido -dijo Rosie.
No, no se trataba de eso exactamente.
Levantó las manos, las suspendió en el aire delante del cuadro colgado y constató que la pintura seguía ocupando un metro por setenta centímetros de pared. Asimismo, veía la misma cantidad de relleno blanco dentro del marco, así que, ¿qué narices le pasaba?
La segunda cabeza de piedra no estaba antes, eso es lo que pasa, pensó. A lo mejor...
De repente, Rosie sintió náuseas y se le revolvió el estómago. Cerró los ojos con fuerza y se masajeó las sienes, donde intentaba abrirse paso una jaqueca. Cuando los abrió y volvió a contemplar el cuadro, lo vio como lo había visto la primera vez, no como un conjunto de elementos independientes, el templo, las estatuas caídas, la túnica roja violácea, la mano izquierda levantada, sino como una unidad integral, algo que la había llamado con voz propia.
Había más cosas que ver ahora. Estaba casi segura de que aquella impresión no era una alucinación, sino un hecho. El cuadro no había crecido precisamente, pero veía más cosas a ambos lados..., y también en la parte superior e inferior. Era como si el encargado de un proyector de cine acabara de darse cuenta de que estaba utilizando los objetivos equivocados y los hubiera cambiado, convirtiendo la proyección de treinta y cinco milímetros en un Cinerama 70 de pantalla ancha. Ahora no sólo veías a Clint, sino también a los vaqueros que lo flanqueaban a ambos lados.
Estás loca, Rosie. Los cuadros no crecen.
¿No? Entonces, ¿cómo explicar la presencia del segundo dios? Estaba segura de que siempre había estado allí, y ahora lo veía porque...
-Porque el lado derecho del cuadro ha crecido -murmuró.
Tenía los ojos abiertos de par en par, aunque habría costado determinar si mostraban una expresión trastornada o maravillada.
-Y también el izquierdo, y el de arriba, y el de...
A sus espaldas oyó unos golpecitos en la puerta, tan rápidos y ligeros que casi parecían superponerse. Rosie giró en redondo con la sensación de que se movía a cámara lenta o bajo el agua.
No había cerrado la puerta con llave.
Más golpes. Recordó el coche que había visto detenerse junto al bordillo, un coche pequeño, la clase de coche que un hombre que viajara solo alquilaría en Hertz o Avis, y todos los pensamientos acerca del cuadro quedaron sepultados por una sola idea envuelta en un manto de resignación y desesperación: Norman la había encontrado pese a todo. Había tardado un tiempo, pero de algún modo lo había conseguido.
Recordó una parte de la última conversación que había sostenido con Anna; Anna le había preguntado qué haría si aparecía Norman. Cerrar la puerta con llave y llamar a la policía, había contestado, pero había olvidado cerrar la puerta con llave y no tenía teléfono. Eso constituía la ironía más espeluznante, pues había una caja de conexión en una esquina del cuarto de estar, y la caja funcionaba; había ido a la compañía telefónica a la hora de comer para dejar una paga y señal. La mujer que la había atendido le había anotado su nuevo número de teléfono en una tarjetita blanca; Rosie se la había guardado en el bolso y se había marchado. Había pasado junto a los expositores de teléfonos sin comprar ninguno, pensando que podría ahorrarse al menos diez dólares si lo compraba en el centro comercial de Lakeview. Y ahora, sólo por haber querido ahorrarse diez miserables dólares...
Silencio al otro lado de la puerta, pero cuando bajó la vista hacia la ranura que la separaba del suelo, vio la forma de sus zapatos. Llevaría zapatos negros y relucientes. Ya no llevaba uniforme, pero seguía llevando aquellos zapatos negros. Eran zapatos duros; Rosie podía dar fe de ello, pues había lucido sus marcas en las piernas, el vientre y las nalgas muchas veces a lo largo de los años que había pasado con él.
Volvieron a sonar golpes en la puerta, tres series rápidas de tres: rapraprap, pausa, rapraprap, pausa, rapraprap.
Una vez más, al igual que durante el terrible pánico que la había dominado aquella mañana en la cabina de grabación, la mente de Rosie voló hacia la mujer del cuadro, de pie en la cima de la colina cubierta de maleza, esperando sin miedo la tormenta inminente, sin miedo de que las ruinas derruidas a sus pies pudieran estar plagadas de fantasmas, duendes o tal vez una banda de malhechores, sin miedo a nada. Se advertía por la postura de su espalda, por el modo indolente en que levantaba las manos, incluso (Rosie lo creía realmente) por la forma de aquel pecho apenas entrevisto.
Yo no soy ella, yo sí tengo miedo, tengo tanto miedo que estoy a punto de hacerme pis encima, pero no voy a dejar que te me lleves sin más, Norman. Juro por Dios que no lo haré.
Por un instante intentó recordar la llave que Gert Kinshaw le había enseñado, aquella en la que una asía los antebrazos de su adversaria cuando la atacaba y luego empujaba a un lado. De nada le sirvió, pues cada vez que intentaba visualizar el movimiento crucial, lo único que veía era a Norman abalanzándose sobre ella, con los labios separados, dejando al descubierto los dientes en lo que ella denominaba su sonrisa mordedora, queriendo hablar con ella de cerca.
Muy de cerca.
La bolsa de comestibles seguía sobre el mostrador de la cocina, y las octavillas amarillas del picnic yacían junto a ella. Había sacado los alimentos frescos para guardarlos en la nevera, pero en la bolsa todavía quedaban algunas conservas que había comprado. Se dirigió hacia el mostrador con las piernas completamente insensibles, y por fin alcanzó la bolsa.
Otros tres golpes en rápida sucesión: rapraprap.
-Ya voy -exclamó.
Su voz se le antojó asombrosamente tranquila. Sacó de la bolsa el objeto más grande, una lata de macedonia de un kilo. Cerró la mano en torno a ella como pudo y se acercó a la puerta con la misma insensibilidad en las piernas.
-Ya voy, un momento.
4
Mientras Rosie hacía la compra, Norman Daniels yacía sobre una cama del hotel Whitestone en ropa interior, fumando un cigarrillo y mirando al techo.
Había empezado a fumar como tantos otros niños, robando cigarrillos del paquete de Pall Mall de su padre, arriesgándose a recibir una paliza si lo sorprendían, pensando que el riesgo bien merecía la pena si se tenía en cuenta la categoría que daba ser visto en el centro, en la esquina de State con la carretera 49, apoyado contra un poste telefónico delante de la drogería de Aubreyville y la oficina de correos, con el cuello de la chaqueta subido y ese cigarrillo colgado del labio inferior. Mira, muñeca, mira qué guay que soy. Cuando tus amigos pasaban en sus coches viejos, ¿cómo iban a adivinar que habías birlado el pitillo del paquete que tu viejo guardaba en el ropero, o que la única vez que habías hecho acopio de valor suficiente para ir a comprar un paquete en la droguería, el viejo Gregory había resoplado y te había dicho que volvieras cuando te creciera el bigote?
Fumar había sido la hostia a los quince años, la hostia, algo que lo compensaba por todas las cosas que no podía tener, como por ejemplo, un coche, aunque fuera una cafetera vieja como las que conducían sus amigos, coches con parches de selladora en la carrocería y «acero de plástico» blanco alrededor de los faros y los parachoques que se sujetaban con alambre retorcido, y a los dieciséis años estaba enganchado a dos paquetes diarios y una tos de campeonato por las mañanas.
Tres años después de que se casara con Rose, toda la familia de ella, es decir, su padre, su madre y su hermano de dieciséis años, habían muerto en aquella misma carretera 49. Volvían de pasar la tarde nadando en la Cantera de Philo cuando un camión de grava se había desviado y se los había merendado como si tal cosa. Habían encontrado la cabeza seccionada del viejo McClendon en un surco a treinta metros del lugar, con la boca abierta y un buen cagarro de cuervo en el ojo (por entonces Daniels ya era policía, y los policías se enteraban de aquellas cosas). Aquel accidente no había alterado a Daniels en lo más mínimo; de hecho, había quedado encantado. Por lo que a él respectaba, McClendon había sido propenso a preguntar a su hija cosas que no le incumbían en absoluto. Rosie ya no era hija de McClendon, a fin de cuentas, no a los ojos de la ley. A los ojos de la ley se había convertido en la esposa de Norman Daniels.
Dio una profunda chupada al cigarrillo, exhaló tres anillos de humo y los siguió con la mirada mientras flotaban hacia el techo en fila india. Afuera, los coches rugían y tocaban el claxon. Sólo llevaba medio día en aquella ciudad y ya la odiaba. Era demasiado grande. Tenía demasiados escondrijos. Aunque no importaba, porque iba por buen camino, y muy pronto, una pared de ladrillos muy pesada y muy dura se desplomaría sobre la hijita descarriada de Craig McClendon, Rosie.
En el funeral de los McClendon, una ceremonia triple a la que había asistido la práctica totalidad de los habitantes de Aubreyville, Daniels había empezado a toser y ya no había podido detenerse. La gente había empezado a girarse para mirarlo, y Daniels odiaba aquella clase de miradas más que cualquier otra cosa en el mundo. Con el rostro enrojecido, furioso y avergonzado (aunque incapaz de dejar de toser), Daniels había salido de la iglesia cubriéndose inútilmente la boca con la mano, dejando atrás a su joven y sollozante esposa.
Se había quedado delante de la iglesia, tosiendo con tal intensidad que se había visto obligado a apoyar las manos en las rodillas para no caer desmayado, mirando con ojos lacrimosos a las personas que habían salido a fumar un cigarrillo, tres hombres y dos mujeres que no habían podido aguantar el mono ni durante la miserable media hora que duraba el funeral, y de repente había decidido que nunca más fumaría. Así de fácil. Sabía que el acceso de tos podía deberse a sus habituales alergias estivales, pero no importaba. Era un hábito estúpido, tal vez el hábito más estúpido del universo, y no iba a permitir que un forense escribiera Pall Mall en la casilla de su certificado de defunción destinada a la causa de la muerte.
El día en que llegó y comprobó que Rosie se había marchado, de hecho, aquella noche, tras descubrir que la tarjeta del cajero había desaparecido y que ya no podía aplazar por más tiempo el hecho de afrontar lo que tenía que afrontar, había bajado al Store 24 para comprarse el primer paquete de cigarrillos en once años. Había vuelto a su vieja marca como un asesino que volviera al escenario del crimen. In hoc signo vinces, decía cada paquete rojo sangre, en este signo vencerás, según su viejo, que había conquistado a la madre de Daniels en numerosas reyertas de cocina, pero poco más, por lo que Norman sabía.
La primera calada lo había mareado, y tras apurar el primer cigarrillo hasta el final, había estado convencido de que vomitaría, se desmayaría o sufriría un infarto. Tal vez las tres cosas al mismo tiempo. Pero aquí estaba, fumando de nuevo dos paquetes diarios y tosiendo la misma tos cavernosa cuando se levantaba cada mañana. Era como si nunca lo hubiera dejado.
Pero no importaba; estaba atravesando una experiencia vital muy estresante, como solían decir los comecocos, y cuando la gente atravesaba experiencias vitales estresantes, con frecuencia retomaban viejos hábitos. Los hábitos, sobre todo los malos como fumar y beber, eran muletas, decía la gente. ¿Y qué? Si cojeas, ¿qué hay de malo en usar muletas? En cuanto se hubiera encargado de Rosie (en cuanto se hubiera asegurado de que, si había un divorcio informal, sería bajo sus condiciones, por así decirlo), prescindiría de todas sus muletas.
Y esta vez para siempre.
Norman giró la cabeza para mirar por la ventana. Todavía no había oscurecido, pero faltaba poco. En cualquier caso, era hora de moverse. No quería llegar tarde a su cita. Apagó el cigarrillo en el cenicero repleto que había sobre la mesilla de noche, junto al teléfono, bajó los pies de la cama y empezó a vestirse.
No tenía ninguna prisa, eso era lo mejor del caso; tenía un montón de días libres acumulados, y el capitán Hardaway no había dudado en concedérselos. Ello se debía a dos razones, creía Norman. En primer lugar, los periódicos y los canales de televisión lo habían convertido en el hombre del mes; en segundo, al capitán Hardaway no le caía bien, le había echado a los perros de Asuntos Internos en dos ocasiones bajo acusación de abuso de fuerza, y sin duda había estado encantado de librarse de él por un tiempo.
-Esta noche, zorra -murmuró Norman mientras bajaba en el ascensor con la única compañía de su reflejo en el espejo viejo y destartalado que se alzaba en la parte trasera de la cabina-. Esta noche, si tengo suerte. Y creo que voy a tener suerte.
Delante del hotel se alineaban varios taxis, pero Daniels pasó de largo. Los taxistas llevaban un registro y a veces recordaban las caras. No, volvería a tomar el autobús. Esta vez un autobús urbano. Se dirigió con rapidez a la parada, preguntándose si se habría engañado con eso de que tendría suerte, pero decidió que no. Estaba cerca, lo sabía. Lo sabía porque había logrado introducirse de nuevo en la mente de Rose.
El autobús, uno de la línea Verde, dobló la esquina y se detuvo junto a Norman. Subió, pagó con cuatro monedas de veinticinco, se sentó al fondo del vehículo (esta noche no tenía que ser Rosie, qué ahvio), y miró por la ventana mientras dejaban atrás las calles. Rótulos de bares. Rótulos de restaurantes. SANDWICHERÍA. CERVEZA. PIZZA EN PORCIONES. EXCITANTES CHICAS EN TOPLESS.
No perteneces a este lugar, Rose, pensó mientras el autobús pasaba por delante de un restaurante llamado La Cocina del Abuelo, SÓLO TERNERA DE KANSAS CITY, rezaba el rótulo fluorescente rojo del escaparate. No perteneces a este lugar, pero no importa, porque ahora estoy aquí. He venido para llevarte a casa. Bueno, para llevarte a algún sitio, en cualquier caso.
Las marañas de neón y el cielo aterciopelado que se iba oscureciendo le recordaron los viejos tiempos, cuando la vida no parecía tan extraña y en cierto modo claustrofóbica, como las paredes de una habitación que se hace más y más pequeña, cerniéndose lentamente sobre ti. Cuando las luces de neón se encendían empezaba la fiesta, al menos así había sido en los años relativamente sencillos en los que él tenía veintitantos. Aquellos tiempos habían pasado a la historia, pero casi todos los policías, los buenos policías, sabían cómo moverse en la oscuridad. Cómo deslizarse detrás de las luces de neón y mezclarse entre la escoria de la ciudad. Un policía que no supiera hacerlo no duraba mucho.
Había observado los rótulos y calculaba que debían de estar acercándose a Carolina Street. Se levantó, caminó hasta la parte delantera y permaneció allí de pie sujetándose a la barra. Cuando el autobús se detuvo en la esquina y las puertas se abrieron, bajó la escalerilla y se zambulló en la oscuridad sin pronunciar palabra.
Había comprado un plano de la ciudad en el quiosco del hotel, seis dólares y cincuenta centavos, indignante, pero el precio de preguntar a los transeúntes podía ser mucho más alto. La gente recordaba a las personas que les preguntaban; a veces incluso las recordaban al cabo de cinco años, increíble pero cierto. Por tanto, más le valía no preguntar. En caso de que sucediera algo. Algo malo. Probablemente no sucedería nada, pero más valía prevenir.
Según el plano, Carolina Street atravesaba Beaudry Place a cuatro manzanas de la parada. Un paseo muy agradable en una noche cálida. En Beaudry Place vivía el judío de Asistencia al Viajero.
Daniels caminaba despacio, dando un paseo en realidad, con las manos embutidas en los bolsillos. Caminaba con una expresión aturdida y ligeramente drogada en el rostro, una expresión que no dejaba entrever en absoluto que en realidad todos sus sentidos estaban en alerta roja. Registraba cada coche que pasaba, cada transeúnte, en busca de alguien que lo estuviera mirando. Que lo estuviera viendo. No había nadie, y eso era bueno.
Al llegar a la casa de Tambor- y eso era precisamente, una casa, y no un piso, qué suerte-, pasó por delante de ella dos veces, observando el coche aparcado en el camino de entrada y la luz que se filtraba por la ventana de la planta baja. La ventana del salón. Las cortinas estaban descorridas, pero las persianas interiores estaban bajadas. A través de ellas vislumbró un brillo de color suave que debía de proceder del televisor. Tambor estaba levantado, Tambor estaba en casa, Tambor estaba mirando la tele y quizá comiéndose un par de zanahorias antes de dirigirse a la terminal de autobuses, donde intentaría ayudara más mujeres demasiado estúpidas como para merecer ayuda. O demasiado malas.
Tambor no llevaba alianza, y a Norman le había parecido un moñas reprimido, pero más valía prevenir. Recorrió el camino de entrada y escudriñó el Ford, de unos cuatro o cinco años de antigüedad, en busca de indicios que revelaran que el hombre no vivía solo. No vio nada alarmante.
Satisfecho, volvió a recorrer con la mirada la calle residencial y no vio a nadie.
No llevas máscara, pensó. Ni siquiera tienes una media que ponerte encima de la cabeza, Normie, ¿verdad?
No, no llevaba nada.
Lo has olvidado, ¿verdad?
Bueno..., la verdad era que no. No lo había olvidado. Tenía la sensación de que cuando el sol saliera al día siguiente, habría un judío urbano menos en el mundo. Porque a veces ocurren cosas horribles incluso en barrios residenciales agradables como aquél. A veces entraba alguien, casi siempre negros o yonkis, por supuesto, y ya estaba liada. Triste pero cierto. Así es la vida, como proclamaban miles de camisetas y adhesivos. Ya veces, por difícil que resultara de creer, pasaban cosas malas a las personas correctas en lugar de las equivocadas. Judíos que leían el Pravda y ayudaban a esposas a escapar de sus maridos, por ejemplo. Era algo intolerable; no era forma de llevar una sociedad. Si todo el mundo hiciera lo mismo, ni siquiera habría sociedad.
Sin embargo, se trataba de un comportamiento bastante rampante,pues la mayoría de los liberales se salía con la suya. No obstante, la mayoría de los liberales no había cometido el error de ayudar a su mujer..., y ese hombre sí. Norman lo sabía tan bien como sabía su nombre. Ese hombre la había ayudado.
Subió la escalinata, echó un último vistazo a su alrededor y por fin llamó al timbre. Esperó unos instantes y volvió a llamar. Sus oídos, sintonizados ya para captar el menor ruido, oyeron el sonido de unos pies que se acercaban, pero no clac-clac-clack, sino shi-shi-shi. Tambor en calcetines. Qué mono.
-Ya voy, ya voy -exclamó Tambor.
La puerta se abrió. Tambor lo miró con sus grandes ojos acuosos detrás de las gafas de montura de concha.
-¿Puedo ayudarle en algo? preguntó.
Llevaba la camisa desabrochada y fuera del pantalón, colgando sobre una camiseta de tirantes, como las que solía llevar Norman, y de repente fue demasiado para él, fue la gota que colmó el vaso, lo último de lo último, y se volvió loco de furia. ¡Que un hombre como aquél llevara una camiseta como aquélla!¡ Una camiseta de hombre blanco!
-Creo que sí-repuso Norman.
Algo en su rostro o en su voz (tal vez en ambos) debió de alarmar a Slowik, porque abrió los ojos castaños de par en par y retrocedió con una mano sobre la puerta, sin duda con la intención de cerrársela a Norman en las narices. Pero era demasiado tarde. Norman avanzó con rapidez, asió los costados de la camiseta de Slowik y lo empujó al interior de la casa. Al mismo tiempo propinó una patada a la puerta para cerrarla, sintiéndose tan grácil como Gene Kelly en un musical de la Metro Goldwyn Mayer.
-Sí, creo que sí -repitió-. Espero por tu bien que puedas. Voy a hacerte unas preguntas, Tambor, buenas preguntas, y ya puedes ir rezando a tu Dios judío y narigudo para que te ayude a encontrar buenas respuestas.
-¡Salga de mi casa! -gritó Slowik-. ¡Váyase o llamo a la policía!
Norman Daniels lanzó una carcajada al oír aquello, y a continuación dio la vuelta a Slowik, retorciéndole el brazo izquierdo hasta que el puño le rozó el escuálido omóplato derecho. Slowik profirió un grito. Norman lo agarró por los testículos.
-Cállate -ordenó-. Cállate ahora mismo o te destrozo los huevos. Y tú los oirás explotar.
Tambor se calló. Jadeaba y emitía algún que otro gemido ahogado, pero Norman podía soportar eso. Empujó a Tambor hacia el salón, donde subió el volumen del televisor con el mando a distancia que encontró sobre una mesita.
Llevó a su nuevo amigo a la cocina y lo soltó.
Apóyate contra la nevera -ordenó-. Quiero ver tu culo y tus omóplatos aplastados contra la nevera, y si te separas aunque sólo sea un centímetro, te arranco los labios, ¿estamos?
-S-s-sí farfulló Tambor-. ¿Quién-quién es usted?
Todavía se parecía a Tambor, el amigo de Bambi, pero su voz empezaba a sonar como la lechuza de la vieja película de Disney.
-Irving R. Levine, de Noticias de la NBC -replicó Norman-. Así es como paso mi día libre.
Empezó a abrir los cajones del mostrador sin perder de vista a Tambor. No creía que el hombre echara a correr, pero podía darse el caso. Cuando las personas traspasaban cierto umbral de miedo, se volvían más imprevisibles que un tornado.
-¿Qué...? No sé qué...
-No tienes que saber qué -lo atajó Norman-. Eso es lo bueno, Tambor. No tienes que saber una mierda aparte de las respuestas a unas cuantas preguntas muy simples. Lo demás déjamelo a mí. Soy un profesional. Tu seguro servidor.
Encontró lo que buscaba en el quinto y último cajón: dos manoplas de cocina con estampado de flores. Qué monas. Justo lo que ese judío tan pulcro usaría para sacar sus cacerolas kosher de su pequeño horno kosher. Norman se las puso y a continuación limpió a toda prisa las huellas que hubiera podido dejar en los tiradores de los cajones. Luego llevó a Tambor de vuelta al salón, donde cogió el mando a distancia y lo limpió con la pechera de su camisa.
-Ahora vamos a hablar de hombre a hombre, Tambor -anunció mientras limpiaba el mando.
Tenía la garganta inflamada, y la voz que brotaba de ella apenas sonaba humana, ni siquiera a él. No le sorprendió descubrir que tenía una erección che caballo. Arrojó el mando a distancia sobre el sofá y se volvió hacia Slowik, que estaba de pie con los hombros caídos y lágrimas brotándole bajo las gafas de montura de concha. Allí de pie con la camiseta de hombre blanco.
-Voy a hablar contigo de cerca. Muy de cerca. ¿Te lo crees? Será mejor que te lo creas, Tambor. Será mejor que te lo creas.
-Por favor -gimió Slowik extendiendo las manos hacia Norman-. Por favor, no me haga daño. Se ha equivocado de persona... Quiera lo que quiera de mí, no puedo ayudarle.
Pero al final, Slowik ayudó bastante. Por entonces ya estaban en el sótano, porque Norman había empezado a morder, y ni siquiera el televisor a pleno volumen habría ahogado por completo los gritos del hombre. Pero con gritos o sin ellos, Slowik ayudó bastante.
Cuando terminó la diversión, Norman encontró las bolsas de basura debajo del fregadero. En una de ellas metió las manoplas de cocina y su propia camisa, que ya no podía llevar en público. Se llevaría la bolsa para librarse de ella más tarde.
Arriba, en el dormitorio de Tambor, sólo halló una prenda que pudiera siquiera cubrir a medias su torso mucho más ancho, un suéter holgado y desteñido de los Chicago Bulls. Norman lo dejó sobre la cama, fue al cuarto de baño de Tambor y abrió la ducha de Tambor. Mientras esperaba a que el agua se calentara, echó un vistazo al botiquín de Tambor, encontró un frasco de analgésicos y se tomó cuatro. Le dolían los dientes y las mandíbulas. Tenía toda la mitad inferior del rostro cubierta de sangre, pelos y jirones de piel.
Se metió en la ducha y cogió la pastilla de jabón de Tambor, recordándose que debía meterla en la bolsa de basura. De hecho, no sabía hasta qué punto le servirían todas aquellas precauciones, pues no sabía cuántas pruebas forenses había dejado en el sótano. Había perdido el control durante un rato.
-Erraaaante Rose... Errante Rose... dónde te escondes... nadie lo sabe... salvaje y descarriada... así has crecido... ¿Quién puede aferrarse... a la errante Rose? -cantó mientras se lavaba el pelo.
Cerró el grifo de la ducha, salió y contempló su reflejo borroso y fantasmal en el espejo empañado que había sobre el lavabo.
-Yo puedo aferrarme a ella -concluyó con voz monótona-. Yo.
5
Bill Steiner estaba a punto de volver a llamar, maldiciendo su nerviosismo (era un hombre que por lo general no se ponía nervioso en asuntos de mujeres), cuando ella contestó.
-Ya voy. Ya voy, un momento.
No parecía enfadada, gracias a Dios, de modo que tal vez no la había sacado del baño.
¿Qué narices hago aquí?, se preguntó mientras oía los pasos de Rose acercarse a la puerta. Esto es como una escena de una comedia romántica de tres al cuarto, la clase de película a la que ni Tom Hanks puede sacar partido.
Tal vez era cierto, pero ello no cambiaba el hecho de que la mujer que había ido a su tienda la semana anterior se le había quedado grabada en la memoria. Y en lugar de ir desapareciendo con el paso de los días, el efecto que había surtido en él parecía ser acumulativo. Sabía dos cosas con certeza. Era la primera vez en su vida que compraba flores para una mujer a la que no conocía, y no se había puesto tan nervioso antes de pedir a una chica que saliera con él desde los dieciséis años.
Cuando los pasos llegaron al otro lado de la puerta, Bill vio que una de las grandes margaritas estaba a punto de escaparse del ramo. La ajustó en el momento en que se abría la puerta, y al levantar la vista vio a la mujer que había cambiado el diamante falso por un cuadro bastante malo mirándolo con ojos asesinos y blandiendo lo que parecía una lata de macedonia. Parecía paralizada entre el deseo de asestar un golpe preventivo y el esfuerzo con que su mente acababa de darse cuenta de que él no era la persona que esperaba. Bill pensó más tarde que aquél fue uno de los momentos más exóticos de su vida.
Los dos se quedaron mirando en la puerta de la habitación que Rosie ocupaba en Trenton Street, él con su ramo de flores primaverales de la floristería de Hitchens Avenue, ella con su lata de macedonia de un kilo levantada sobre la cabeza, y aunque el silencio no duró más de dos o tres segundos, a Bill se le antojó eterno. Sin duda fue lo bastante largo como para que se diera cuenta de algo inquietante, desconcertante, molesto, asombroso y maravilloso. El hecho de verla no cambiaba las cosas, como había esperado, sino que las empeoraba. No era hermosa, al menos no desde un punto de vista convencional, pero a sus ojos era bellísima. El aspecto de sus labios y la línea de su mandíbula le cortaban la respiración, y el sesgo gatuno de sus ojos de color gris azulado le hacía temblar las piernas. Sentía la sangre alterada y las mejillas ardientes. Sabía muy bien qué indicaban aquellos síntomas, y se enfureció al notar que se apoderaban de él.
Le alargó las flores con una sonrisa esperanzada, pero sin perder de vista la lata.
-¿Tregua? -preguntó.
6
La invitación a cenar de Bill la cogió tan desprevenida después de darse cuenta de que no era Norman que aceptó. Suponía que el alivio también había desempeñado un papel importante. No fue hasta que estuvo sentada en el asiento del acompañante del coche de Bill cuando la señora Práctica-Sensata, que llevaba bastante tiempo relegada a un rincón, la alcanzó y le preguntó qué estaba haciendo, mira que salir con un hombre (un hombre mucho más joven que ella) al que no conocía. ¿Acaso estaba loca? Aquellas preguntas encerraban un matiz de terror verdadero, pero Rosie las identificó como lo que eran... Puro camuflaje. La pregunta más importante era tan espantosa que la señora Práctica-Sensata no se atrevió a formularla, ni siquiera en las profundidades de la cabeza de Rosie.
¿Y si Norman te encuentra? Aquella era la pregunta más importante. ¿Y si Norman la encontraba cenando con otro hombre? ¿Un hombre más joven y apuesto? El hecho de que Norman se hallara a mil doscientos kilómetros de allí bien poco le importaba a la señora Práctica-Sensata, quien en realidad no era nada Práctica ni Sensata, sino que estaba Asustada y Confusa.
Y Norman no era el único problema. No había estado a solas con ningún hombre aparte de su marido durante toda su vida de mujer, y ahora misma estaba hecha un auténtico lío de emociones. ¿Cenar con él? Sí, claro. Por supuesto. La garganta se le había estrechado hasta el tamaño de un alfiler, y tenía el estómago más revuelto que una lavadora.
Si Bill hubiera llevado algo más elegante que vaqueros limpios y descoloridos y camisa Oxford, o si hubiera lanzado la más mínima mirada dubitativa a su sencilla combinación de falda y jersey, Rosie habría declinado la invitación, y si el lugar al que la llevó le hubiera parecido demasiado difícil (era la única palabra que se le ocurría), no creía que hubiera sido capaz de apearse del Buick. Pero el restaurante parecía acogedor, no amenazador, un establecimiento brillantemente iluminado que se llamaba La Cocina del Abuelo, con ventiladores de techo y manteles a cuadros rojos y blancos extendidos sobre mesas de carnicero. Según el rótulo de neón del escaparate, en La Cocina del Abuelo se servía SÓLO TERNERA DE KANSAS CITY. Los camareros eran señores mayores que llevaban zapatos negros y delantales largos atados debajo de los brazos. A Rosie le recordaban a los vestidos blancos de cintura estilo Imperio. Las personas sentadas a las mesas tenían el mismo aspecto que ella y Bill..., bueno, al menos que Bill; eran personas de clase media vestidos con ropa informal. A Rosie le pareció un lugar alegre y abierto, el tipo de lugar en que podría respirar.
Es posible, pero no tienen el mismo aspecto que tú, le susurró su mente, y no se te ocurra ni pensarlo, Rosie. Parecen seguros de sí mismos, felices, y sobre todo tienen aspecto de pertenecer a este lugar. Tú no, y nunca lo tendrás. Has pasado demasiados años con Norman, demasiadas noches sentada en el rincón, vomitando en tu delantal. Has olvidado cómo es la gente, de qué habla... si es que alguna vez lo has sabido. Si intentaras ser como estas personas, si te atrevieras siquiera a soñar con ser como estas personas, acabarías con el corazón destrozado.
¿Era cierto eso? Resultaba terrible pensar en ello. Porque una parte de ella era feliz, feliz de qué Bill Steiner hubiera ido a verla, feliz de que la hubiera invitado a cenar. No tenía ni la menor idea acerca de lo que sentía por él, pero un hombre la había invitado a salir..., y eso la hacía sentirse joven y mágica. No podía evitarlo.
Adelante, sé feliz, dijo Norman. Le susurró aquellas palabras al oído cuando ella y Bill cruzaban la puerta de La Cocina del Abuelo, aquellas palabras tan cercanas y reales que casi le pareció verlo pasar a su lado. Disfruta mientras puedas, porque luego te llevará a la oscuridad, y entonces querrá hablar contigo de cerca. O tal vez ni siquiera se molestará en hablar. A lo mejor te arrastra hasta el callejón más cercano, te acorrala en un rincón y te viola.
No, pensó. De repente, las brillantes luces del restaurante se le antojaron demasiado brillantes y lo oyó todo, todo, incluso los jadeos largos y perezosos de los ventiladores de techo que removían el aire. No, eso es mentira... ¡.Es un hombre amable, y eso es mentira!
La respuesta fue inmediata e inexorable, el Evangelio según Norman. Nadie es amable, cariño. ¿Cuántas veces tengo que decírtelo? En el fondo, todo el mundo es una mierda. Tú, yo, todo el mundo.
-¿Rose? -preguntó Bill-. ¿Estás bien? Te has puesto pálida.
No, no estaba bien. Sabía que aquella voz interior mentía, que procedía de una parte de su ser que seguía afectada por el veneno de Norman, pero lo que sabía y lo que sentía eran cosas bien distintas. No podía sentarse entre toda aquella gente, así de claro, sentarse y oler sus jabones, colonias y champús, escuchar sus charlas entremezcladas. No podía enfrentarse al camarero que invadiría su espacio con una lista de platos del día, algunos tal vez incluso en lengua extranjera. Y sobre todo, no podía enfrentarse a Bill Steiner, hablar con él, responder a sus preguntas, preguntándose todo el rato qué sensación le produciría sentir sus cabellos.
Abrió la boca para decirle que no estaba bien, que tenía el estómago revuelto y que por favor la llevase a casa, tal vez en otra ocasión. Pero entonces, al igual que había hecho en el estudio de grabación, pensó en la mujer de la túnica roja violácea, de pie en la cima de la colina cubierta de maleza, con la mano alzada y un hombro descubierto reluciendo en la extraña y nublada luz de aquel lugar. De pie en la colina, sin miedo, contemplando un templo en ruinas que parecía más embrujado que ninguna otra casa que Rose hubiera visto en su vida. Mientras visualizaba el cabello rubio peinado en una trenza, el brazalete de oro y la curva casi imperceptible del pecho, el estómago empezó a calmársele.
Puedo soportarlo, se dijo. No sé si podré comer, pero seguro que podré reunir valor suficiente para sentarme con él un rato en este lugar tan iluminado. ¿Voy a preocuparme por la posibilidad de que más tarde me viole? Creo que este hombre no tiene ni la más mínima intención de violarme. Eso no es más que otra de las ideas de Norman... Norman, que está convencido de que ningún negro ha poseído jamás una radio portátil que no haya robado a un blanco.
Aquella sencilla verdad le arrancó un suspiro de alivio, y se volvió hacia Bill con una sonrisa. Una sonrisa débil y algo temblorosa, pero sonrisa al fin y al cabo.
-Estoy bien -dijo por fin-. Un poco asustada, nada más. Tendrás que tener paciencia conmigo.
-¿No seré yo el que te asusta?
Pues sí, me asustas un montón, aseguró Norman desde el rincón de su mente en el que vivía como un tumor maligno.
-No, no exactamente -repuso alzando la vista para mirarlo; le costó un gran esfuerzo y sintió que se ruborizaba, pero lo logró-. Es que eres el segundo hombre con quien salgo en mi vida, y si esto es una cita, es la primera desde el baile de graduación. Y eso fue en 1980.
-Dios mío -murmuró él sin el menor asomo de burla-. Ahora soy yo el que está asustado.
Un camarero (Rosie no sabía si se trataba del maitre o si el maitre era otra persona) se acercó a ellos y les preguntó si querían sentarse en la zona de fumadores o en la de no fumadores.
-¿Fumas? -le preguntó Bill, y Rosie meneó la cabeza rápidamente-. Pues alguna mesa un poco apartada, por favor -indicó Bill al hombre de frac, y Rosie entrevió un destello verdoso, un billete de cinco dólares, creía, pasar de la mano de Bill a la del camarero-. Una mesa en un rincón, si puede ser.
-Por supuesto, señor.
El hombre los condujo a través de la sala brillantemente iluminada y coronada por los ventiladores que giraban con aire perezoso.
En cuanto estuvieron sentados, Rosie preguntó a Bill cómo la había encontrado, aunque suponía que ya lo sabía. Lo que en realidad le interesaba saber era por qué la había buscado.
-Gracias a Robbie Lefferts -explicó Bill-. Robbie viene de vez en cuando para ver si he recibido libros de bolsillo nuevos..., bueno, viejos, ya sabes lo que quiero decir...
Rosie recordaba a David Goodis... Fue mala suerte. Parry era inocente... Sonrió.
-Sabía que te había contratado para leer las novelas de Christina Bell porque vino especialmente para contármelo. Estaba muy emocionado.
-¿De verdad?
-Dijo que eras la mejor voz que había oído desde la grabación que Kathy Bates había hecho de El silencio de los corderos, y eso significa mucho... Robbie adora esa grabación, junto con la lectura que Robert Frost hizo de The Death of the Hired Man. La tiene en un disco viejo de treinta y tres revoluciones. Está rayadísimo, pero es una maravilla.
Rosie guardó silencio; estaba anonadada.
-Así que le pedí tu dirección. Bueno, es un decir. La verdad es que lo acosé hasta que me la dio. Robbie es muy vulnerable al acoso. Y para ser justo con él, Rosie...
Pero Rosie no oyó el resto. Rosie, estaba pensando. Me ha llamado Rosie. Ni siquiera se lo he pedido, pero lo ha hecho.
-¿Les apetece tomar algo? -preguntó un camarero que había aparecido junto al codo de Bill.
Era un hombre de edad, apuesto y digno que tenía aspecto de profesor de literatura. Un profesor al que le gustan los vestidos estilo imperio, pensó Rosie, y de repente le entraron ganas de reír.
-Yo tomaría té helado -repuso Bill-. ¿Y tú, Rosie?
Otra vez. Lo ha vuelto a hacer. ¿Cómo sabe que en realidad nunca he sido Rose, sino que siempre he sido realmente Rosie?
-Me parece bien.
-Dos tés helados, excelente -exclamó el camarero antes de recitar la lista de platos del día.
Para alivio de Rosie, todos estaban en inglés, y al oír las palabras Entrecóte a la parrilla estilo Londres sintió una punzada de hambre.
-Nos los pensaremos unos minutos, en seguida lo llamamos -dijo Bill.
El camarero se marchó, y Bill se volvió hacia Rosie.
-Otras dos cosas en favor de Robbie -señaló-. Me sugirió que pasara por el estudio... Trabajas en el edificio Corn, ¿verdad?
-Sí. En Tape Engine, así se llama el estudio.
-Ajá. En cualquier caso, me sugirió que pasara por allí, que por qué no salíamos los tres a tomar una copa cualquier tarde. Muy protector, casi paternal. Cuando le dije que no podía hacer eso, me hizo prometer por lo más sagrado que te llamaría antes de ir a tu casa. Y lo intenté, Rosie, pero en información no me dieron tu número. ¿No figuras en la guía?
-La verdad es que todavía no tengo teléfono -explicó ella sin faltar del todo a la verdad.
Por supuesto que no figuraba en la guía. Aquel servicio le había costado treinta dólares adicionales, un dinero que en realidad no podía permitirse gastar, pero aún menos podía permitirse que su número apareciera en los ordenadores policiales de su ciudad. Por las continuas quejas de Norman sabía que la policía no podía inspeccionar de forma arbitraria los números que no aparecían en la guía con la misma facilidad que los números que sí figuraban. Era ilegal, una violación de la intimidad a la que la gente renunciaba de forma voluntaria al permitir que la compañía telefónica incluyera sus números en la guía. Por tanto, los tribunales habían tomado una decisión, y al igual que la mayoría de los policías a los que había conocido en el transcurso de su matrimonio, Norman odiaba a muerte los tribunales y todas sus actividades.
-¿Por qué no podías pasar por el estudio? ¿Estabas fuera de la ciudad?
Bill cogió la servilleta, la desdobló y se la puso cuidadosamente sobre el regazo. Cuando volvió a alzar la cabeza, Rosie vio que su rostro había cambiado en cierto sentido, aunque le costó varios segundos captar de qué se trataba... Bill se había ruborizado.
-Bueno, es que no me apetecía salir contigo en grupo -confesó por fin-. Cuando sales en grupo no consigues realmente hablar con las personas. Bueno, es que quería..., bueno..., quería conocerte.
-Y aquí estamos -murmuró Rosie.
-Eso, aquí estamos.
-Pero ¿por qué querías conocerme? ¿Para salir conmigo? -Hizo una pausa antes de añadir el resto-: Quiero decir que, bueno, soy un poco mayor para ti, ¿no?
Bill la miró incrédulo por unos instantes, luego decidió que era una broma y se echó a reír.
-Sí -exclamó-. ¿Cuántos años tienes, abuelita? ¿Veintisiete? ¿Veintiocho?
En un primer momento, Rosie creyó que era él quien le estaba gastando una broma, y no demasiado buena, la verdad, pero entonces se dio cuenta de que Bill hablaba en serio pese al tono ligero. Ni siquiera estaba intentando halagarla, sino tan sólo constatar un hecho. Lo que él consideraba un hecho, en cualquier caso. Aquello la desconcertó, y sus pensamientos volvieron a salir disparados en todas direcciones. Sólo uno se destacaba de la maraña con cierta claridad: los cambios de su vida no habían terminado con el hecho de encontrar trabajo y piso; con eso no habían hecho más que empezar. Era como si todo lo que había sucedido hasta entonces no hubieran sido más que temblores de advertencia, y ahora se hallara en los albores de un verdadero seísmo. No un terremoto, sino un seísmo de la vida, y de repente deseó con todas sus fuerzas que se produjera, la acometió una emoción que no alcanzaba a comprender.
Bill empezó a hablar, pero en aquel instante llegó el camarero con los vasos de té helado. Bill pidió un filete, y Rosie el entrecôte estilo Londres. Cuando el camarero le preguntó cómo lo quería, se dispuso a pedirlo al punto -comía la ternera al punto porque Norman la comía al punto, pero en seguida se corrigió.
-Poco hecho -pidió-. Muy poco hecho.
-¡Excelente! -exclamó el camarero como si realmente estuviera encantado.
Cuando el hombre se marchó, Rosie pensó en lo maravillosa que debía de ser la utopía de un camarero, un lugar en el que cualquier opción era excelente, fantástica, increíble.
Al volverse de nuevo hacia Bill vio que la seguía mirando con aquellos ojos inquietantes de motas verdes. Ojos muy excitantes.
-¿Fue espantoso? -le preguntó Bill-. Me refiero a tu matrimonio.
-¿En qué sentido? -replicó Rosie, algo incómoda.
-Ya me entiendes. Conozco a una mujer en la casa de empeños de mi padre, hablo con ella unos diez minutos y entonces me pasa lo más raro de mi vida... No puedo olvidarla. Es algo que he visto en las películas y alguna vez he leído en las revistas que te encuentras en la sala de espera del médico, pero jamás había creído en ello. Y ahora, bum, me pasa. Veo su rostro en la oscuridad cuando apago la luz. Pienso en ella cuando voy a comer. Yo... -Se interrumpió y la miró con expresión atenta y preocupada-. Espero no estar asustándote.
La estaba asustando mucho, pero al mismo tiempo no creía haber oído palabras tan maravillosas en toda su vida. Tenía mucho calor, excepto en los pies, que estaban helados, y aún oía los ventiladores removiendo el aire. Parecía haber unos mil al menos, un auténtico batallón de ventiladores.
-La mencionada mujer entra para venderme su anillo de compromiso, que cree que es un diamante..., aunque en el fondo, sabe que no lo es. Y entonces, cuando descubro dónde vive y voy a verla con un ramo en la mano y el corazón en la boca, por así decirlo, está a punto de abrirme la cabeza con una lata de macedonia.
Levantó la mano derecha con el pulgar y el dedo corazón casi juntos.
Rosie levantó la mano izquierda con el pulgar y el dedo corazón un poco más separados.
-En realidad fue así -corrigió-. Y soy como Roger Clemens... Lo tengo todo bajo control.
Bill se echó a reír. Era un sonido agradable y sincero que procedía del vientre. Al cabo de unos instantes, Rosie se unió a sus carcajadas.
-En cualquier caso, la señora no llega a disparar el misil, sino que se limita a blandirlo un poco y luego se lo esconde detrás de la espalda como un niño que hubiera robado un ejemplar del Playboy de un cajón del escritorio de su padre. Y me dice «Dios mío, lo siento», y me pregunto quién será el enemigo puesto que no soy yo. Y entonces me pregunto cómo será su ex marido, porque la señora entró en la tienda de mi padre con los anillos aún puestos. ¿Me sigues?
-Sí -asintió Rosie-. Creo que sí.
-Es importante para mí. Si te parezco un entrometido, bueno..., probablemente lo soy, pero... es que esta mujer me ha causado una fuerte impresión y no me haría mucha gracia que estuviera comprometida. Por otro lado, no me hace gracia que esté tan asustada que cada vez que llamen a la puerta tenga que abrir con una lata gigantesca de macedonia en la mano. ¿Tiene todo esto algún sentido para ti?
-Sí -repitió Rosie-. Y mi marido es bastante ex -Y entonces, sin motivo alguno, agregó-: Se llama Norman.
Bill asintió con aire solemne.
-Ahora entiendo por qué lo has abandonado.
Rosie lanzó una risita ahogada y se llevó una mano a la boca. Tenía el rostro más ardiente que nunca. Por fin logró dominarse, pero tuvo que enjugarse las lágrimas con la punta de la servilleta.
-¿Estás bien? -preguntó Bill.
-Sí, creo que sí.
-¿Quieres hablar de ello?
Una imagen repentina le cruzó por la mente con la claridad de una pesadilla muy vívida. Era la vieja raqueta de Norman, la Prince con el mango envuelto en cinta negra. Por lo que sabía, seguía colgada al pie de la escalera del sótano de su casa. Durante el primer año de matrimonio la había pegado varias veces con ella. Y unos seis meses después del aborto la había violado analmente con ella. Rosie había revelado muchas cosas acerca de su matrimonio (así era como lo llamaban, y a Rosie se le antojaba una palabra espeluznante y muy acertada a un tiempo) en el Círculo de Terapia de H y H, pero aquel detalle se lo había callado, el detalle de lo que había sentido al tener el mango envuelto en cinta de una Prince metido en el culo por un hombre sentado a horcajadas sobre ella, con las rodillas apretadas contra sus muslos; lo que había sentido al percibir que él se inclinaba sobre ella y le advertía que si se resistía, rompería el vaso que había sobre la mesilla de noche y le rebanaría el cuello con él. Lo que había sentido al estar allí tumbada, oliendo el dentífrico en su aliento y preguntándose hasta qué punto la estaría desgarrando.
-No -repuso, agradecida al comprobar que no le temblaba la voz-. No quiero hablar de Norman. Me maltrataba, así que lo dejé. Fin de la historia.
-Muy bien -accedió Bill-. ¿Y ha salido de tu vida para siempre?
-Para siempre.
-¿Lo sabe él? Sólo lo pregunto por la forma en que has abierto la puerta. Es evidente que no esperabas a un misionero mormón.
-No sé si lo sabe o no -repuso Rosie tras reflexionar unos instantes; sin duda se trataba de una pregunta justificada.
-¿Le tienes miedo?
-Oh, sí, desde luego. Pero eso no significa gran cosa necesariamente. Todo me da miedo. Todo es nuevo para mí. Mis amigas de... Mis amigas dicen que lo superaré, pero no sé.
-No has tenido miedo de salir a cenar conmigo.
-Oh, sí que he tenido miedo. Estaba aterrorizada.
-Entonces, ¿por qué has venido?
Rosie abrió la boca para explicarle lo que había pensado un rato antes, que la había cogido desprevenida, pero decidió callárselo. Era la verdad, pero no era la verdad dentro de la verdad, y en aquel terreno no quería contar medias verdades. No sabía si ellos dos podían llegar a tener algún futuro más allá de aquella cena en La Cocina del Abuelo, pero si lo tenían, las medias verdades serían un mal comienzo.
-Porque quería -dijo por fin en voz baja pero clara.
-De acuerdo. Dejemos el tema.
-Y dejemos también el tema de Norman.
-¿De verdad se llama así?
-Sí.
-Como Norman Bates.
-Como Norman Bates.
-¿Puedo preguntarte otra cosa, Rosie?
-Siempre y cuando no me hagas prometer que contestaré -puntualizó ella con una sonrisa.
-Vale. Pensabas que eras mayor que yo, ¿verdad?
-Sí-asintió Rosie-. Sí, lo pensaba. ¿Cuántos años tienes, Bill? -Treinta. Lo cual significa que debemos de tener más o menos la misma edad. Pero has supuesto casi automáticamente que no sólo eras mayor que yo, sino mucho mayor. Así que, ahí va la pregunta. ¿Preparada?
Rosie se encogió de hombros con cierta inquietud.
Bill se inclinó hacia ella, con aquellos fascinantes ojos verdosos fijos en los suyos.
-¿Sabes que eres hermosa? -preguntó-. No es palabrería, sino que te lo pregunto por curiosidad. ¿Sabes que eres hermosa? No, ¿verdad?
Rosie abrió la boca, pero de ella no brotó nada aparte de un leve sonido gutural, más parecido a un silbido que a un suspiro.
Bill puso una mano sobre la de ella y se la apretó con suavidad. Fue un contacto breve, pero iluminó sus nervios como una corriente eléctrica, y por un instante, lo único que vio fue a Bill, su cabello, su boca y sobre todo sus ojos. El resto del mundo había desaparecido, como si los dos se hallaran en un escenario con todas las luces apagadas salvo un cañón que los iluminaba sólo a ellos.
-No te burles de mí -advirtió Rosie con voz temblorosa-.Por favor, no te burles de mí. No lo soportaría.
-No, nunca se me ocurriría burlarme de ti -replicó Bill con aire ausente, como si aquel tema quedara fuera de toda discusión, caso cerrado-. Pero te diré lo que vea. -Sonrió y volvió a extender la mano para rozar la de Rosie-. Siempre te diré lo que vea. Te lo prometo.
7
Rosie le aseguró que no hacía falta que la acompañara arriba, pero Bill insistió, y ella se alegró. La conversación había derivado hacia temas más impersonales cuando les trajeron la comida, y Bill había quedado encantado al descubrir que la referencia de Rosie a Roger Clemens no había sido casual, sino que realmente poseía unos conocimientos notables de béisbol; habían hablado mucho de los equipos de la ciudad mientras cenaban, y a continuación habían pasado al baloncesto. Rosie apenas había pensado en Norman hasta el trayecto de vuelta, y entonces empezó a imaginar lo que sentiría al abrir la puerta y encontrar en su habitación a Norman, sentado sobre la cama, tomándose un café quizá, contemplando el cuadro del templo en ruinas y la mujer de la colina.
Mientras subían la estrecha escalera, Rosie delante y Bill a la zaga, encontró otro motivo de preocupación. ¿Y si Bill pretendía besarla? ¿Y si después del beso le preguntaba si podía entrar?
Claro que querrá entrar, le dijo Norman con aquella voz pesada y paciente que empleaba cuando intentaba no enfadarse con ella, aunque sin conseguirlo. De hecho, insistirá en entrar. ¿Por qué si no iba a gastarse cincuenta dólares en una cena? Dios mío, deberías sentirte halagada... En las calles hay tías más guapas que no cobran cincuenta dólares por un completo. Querrá entrar y querrá follarte, y a lo mejor eso está bien... A lo mejor eso es lo que necesitas para volver a la realidad de una puta vez.
Consiguió sacar la llave del bolso y no dejarla caer, pero la punta tembló alrededor de la cerradura sin que Rosie lograra introducirla. Bill le tomó la mano y se la guió. Rosie volvió a sentir aquella corriente eléctrica cuando Bill la tocó, y no pudo evitar la asociación que la imagen de la llave entrando en la cerradura despertó en su mente.
Abrió la puerta. Ni rastro de Norman, a menos que estuviera escondido en la ducha o en el armario. Sólo vio su agradable habitación de paredes color crema, el cuadro colgado junto a la ventana y la luz encendida sobre la pica. No era un hogar, aún no, pero se acercaba un poco más que la sala común de H y H.
-No está mal -murmuró Bill con aire pensativo-. No es un dúplex precisamente, pero no está nada mal.
-¿Te apetece entrar? -propuso Rosie con los labios completamente entumecidos, como si alguien le hubiera administrado una inyección de novocaína-. Puedo invitarte a un café...
¡Bien!, exclamó Norman exultante desde su fortaleza. Cuanto antes lo hagas, antes acabarás, ¿verdad, cariño? Tú le das el café, y él te da la leche. ¡Menudo negocio!
Bill pareció considerar la pregunta con toda meticulosidad, pero por fin meneó la cabeza.
-No creo que sea muy buena idea -dijo-. Al menos no esta noche. No creo que tengas ni la menor idea de hasta qué punto me afectas. -Soltó una risita nerviosa-. No creo que yo mismo tenga ni la menor idea de hasta qué punto me afectas. -Miró por encima del hombro de Rosie y vio algo que le hizo sonreír-. Tenías razón respecto al cuadro. Nunca lo habría creído, pero tenías razón. Supongo que ya tenías en mente este piso, ¿no?
Rosie meneó la cabeza con una sonrisa.
-Cuando compré el cuadro ni siquiera sabía que este piso existía.
-Pues entonces debes de tener poderes. Apuesto lo que sea a que resulta especialmente bonito al atardecer. El sol debe de iluminarlo de lado.
-Sí, queda muy bonito -asintió Rosie, sin añadir que, en su opinión, el cuadro quedaba bien, perfecto, de hecho, a todas horas.
-Aún no te has cansado de él, ¿verdad?
-No, en absoluto.
Estuvo a punto de agregar: Y además hace unos trucos curiosisimos. Acércate y échale un vistazo, ¿te parece? A lo mejor ves algo aún más sorprendente que una mujer dispuesta a abrirte la cabeza con una lata de macedonia. Dime, Bill, ¿no crees que el cuadro ha pasado de pantalla normal a Cinerama 70? ¿O es sólo mi imaginación?
Por supuesto, no dijo nada de todo aquello.
Bill le apoyó las manos en los hombros, y Rosie lo miró con expresión solemne, como una niña a la que están arropando, mientras la besaba en la frente, en la zona suave que media entre las cejas.
-Gracias por salir conmigo -murmuró Bill.
-Gracias por invitarme.
Rosie percibió que una lágrima le rodaba por la mejilla izquierda y se la secó con el nudillo. No estaba avergonzada o asustada porque él la hubiera visto; creía poder revelarle el secreto de al menos una lágrima, y era una sensación muy agradable.
-Oye -dijo Bill-. Tengo una moto, una Harley vieja. Es grande, ruidosa, y a veces se cala en los semáforos, pero es muy cómoda..., y soy un conductor extremadamente prudente, aunque esté mal decirlo. Soy uno de los seis únicos conductores de Harley del país que llevan casco. Si el sábado hace buen tiempo, podría venir a buscarte por la mañana. Conozco un sitio a unos cincuenta kilómetros lago arriba. Es precioso. Aún hace demasiado frío para bañarse, pero podemos ir de picnic.
En el primer momento fue incapaz de darle respuesta alguna, pues estaba atónita por el hecho de que Bill la estuviera invitando a salir otra vez. Y luego la idea de ir en la moto... ¿Cómo sería? Por un instante, lo único en que Rosie pudo pensar fue la sensación que le produciría ir sentada tras él sobre dos ruedas, surcando el aire a ochenta o noventa kilómetros por hora. Rodearlo con los brazos. Una oleada de calor totalmente inesperada la recorrió de los pies a la cabeza, una sensación parecida a la fiebre, y no supo determinar de qué se trataba, aunque recordaba haber sentido algo parecido hacía mucho, mucho tiempo.
-¿Qué te parece, Rosie?
-Yo..., bueno...
¿Qué le parecía? Nerviosa, Rosie deslizó la lengua por el labio superior, apartó la mirada de Bill en un intento de aclararse las ideas y vio un fajo de octavillas amarillas sobre el mostrador. Sintió una mezcla de decepción y alivio al volverse de nuevo hacia Bill.
-No puedo. El sábado es el picnic de Hijas y Hermanas. Son las personas que me ayudaron cuando llegué aquí, mis amigas. Organizan un partido de softball, carreras, campeonatos de lanzamiento de herraduras, talleres y cosas por el estilo. Y luego hay un concierto, que en teoría es lo que dará dinero. Este año vienen las Indigo Girls. He prometido que trabajaría en el quiosco de camisetas a partir de las cinco, y tengo que hacerlo. Les debo mucho.
-Podrías estar de vuelta a las cinco sin problema -aseguró Bill-. Incluso a las cuatro, si quieres.
Quería..., pero tenía muchas cosas que temer aparte de llegar tarde al quiosco de camisetas. ¿La comprendería Bill si se lo explicaba? Si le decía Me encantaría rodearte con mis brazos mientras conduces deprisa, y me encantaría que llevaras una cazadora de cuero para que pudiera apoyar la cara en tu hombro y aspirar ese olor tan agradable y escuchar los crujidos que emite cuando te muevas. Me encantaría, pero creo que me da miedo descubrir más tarde, cuando termine el paseo en moto... que el Norman que llevo dentro de la cabeza tenía razón desde el principio acerca de lo que realmente quieres de mí. Lo que más me asusta es tener que ahondar en el hecho más fundamental de la vida de mi marido, aquello que nunca expresaba en voz alta porque nunca le había hecho falta: que su modo de tratarme era completamente normal, era correcto. No me da miedo el dolor; ya sé lo que es el dolor. Lo que me da miedo es el final de este dulce y breve sueño. Es que he tenido tan pocos sueños, ¿sabes?
Se dio cuenta de lo que necesitaba decir, y al cabo de un momento se dio cuenta de que no podía decirlo, tal vez porque lo había oído en demasiadas películas, donde siempre sonaba a lamento: No me hagas daño. Eso era lo que necesitaba decir. Por favor, no me hagas daño. Lo mejor de mí morirá si me haces daño.
Pero Bill seguía esperando su respuesta. Esperando a que dijera algo. .
Rosie abrió la boca para declinar la invitación con el pretexto de que tenía que ir al picnic y al concierto, tal vez en otra ocasión. Pero entonces miró el cuadro colgado en la pared junto a la ventana. Ella no vacilaría, pensó Rose; contaría las horas que faltaban hasta el sábado, pasaría la mayor parte del viaje en moto dándole golpes en la espalda y urgiéndolo a que fuera más deprisa. Por un instante, Rosie casi la vio allí sentada, con el dobladillo de la túnica subido, los muslos desnudos apretados alrededor de las caderas de él.
Aquella oleada de calor volvió a invadirla, esta vez con más fuerza. Más dulzura.
-Vale -accedió por fin-.Iré con una condición.
-Lo que tú digas -repuso él con una sonrisa complacida.
-Me llevas a Ettinger's Place, que es donde se celebra el picnic de H y H... y te quedas para el concierto. Invito yo.
-Hecho -repuso él al instante-. Puedo recogerte a las ocho y media, ¿o es demasiado temprano?
-No, me va bien.
-Llévate una chaqueta y si puede ser también un jersey -recomendó Bill-. Es posible que a la vuelta puedas guardarlos en las maletas, pero por la mañana hará fresco.
-Muy bien.
Se dijo que tendría que pedirle prestadas las prendas a Pam Haverford, que tenía su misma talla. En aquel momento, las prendas de abrigo de Rosie se reducían a una chaqueta fina, y su presupuesto no le permitía más adquisiciones en el departamento de ropa, al menos durante un tiempo.
-Entonces, hasta el sábado. Y gracias otra vez por esta noche.
Por un instante, Bill pareció pensar en volver a besarla, pero al final se limitó a estrecharle la mano con fuerza.
-De nada.
Se volvió y bajó la escalera corriendo como un niño. Rosie no pudo evitar comparar sus movimientos con los de Norman, que siempre caminaba con la cabeza baja o con una rapidez pasmosa, espeluznante. Siguió con la mirada su sombra alargada hasta que se perdió de vista, luego cerró la puerta, echó los dos cerrojos y se apoyó contra la madera mientras contemplaba el cuadro.
Había cambiado otra vez. Estaba casi segura de ello.
Rosie cruzó la estancia y se detuvo ante la pintura con las manos entrelazadas a la espalda y la cabeza inclinada hacia delante, postura que le confería un aspecto cómicamente parecido al de una caricatura de un visitante de una galería de arte o un asiduo a los museos.
Sí, constató, aunque las dimensiones del cuadro seguían siendo las mismas, estaba casi segura de que se había ensanchado de alguna manera. A la derecha, más allá del segundo rostro de piedra, el que miraba sin ver por entre la hierba alta, descubrió lo que parecía el borde de un claro. A la derecha, más allá de la mujer de la colina, vio la cabeza y los hombros de un poni pequeño y lanudo. Llevaba anteojeras, estaba pastando en la hierba alta, y parecía enganchado a una especie de vehículo, tal vez un carro, quizás una carreta o una tartana; Rosie no estaba segura, pues aquella parte quedaba fuera del cuadro, al menos de momento. Sin embargo, distinguía una parte de su sombra, así como otra sombra que surgía del mismo punto. Pensó que aquella segunda sombra sería la cabeza y los hombros de una persona. Tal vez alguien que estaba de pie junto al vehículo al que el poni estaba enganchado. O a lo mejor...
O a lo mejor te has vuelto loca, Rosie. No creerás en serio que el cuadro está creciendo, ¿verdad? ¿O que cada vez muestra más cosas, s1 lo prefieres?
Pero lo cierto era que sí lo creía, lo veía, y aquella idea la emocionaba más de lo que la asustaba. Le habría gustado preguntar a Bill qué opinaba; le habría gustado saber si veía lo que ella veía... o creía ver.
El sábado, se prometió a sí misma. Quizá se lo pregunte el sábado.
Empezó a quitarse la ropa, y una vez en el baño diminuto, mientras se cepillaba los dientes, olvidó todo lo relativo a Rose Madder, la mujer de la colina. Se olvidó de Norman, de Anna, de Pam y de las Indigo Girls, que tocarían el sábado por la noche. Estaba pensando en la cena con Bill Steiner, repasando mentalmente todos y cada uno de los instantes de la velada.
8
Estaba tumbada en la cama, a punto de conciliar el sueño, escuchando los sonidos de los grillos procedentes del parque Bryant.
Mientras se deslizaba hacia el sueño recordó sin dolor y en apariencia desde una enorme distancia el año 1985 y a su hija Caroline. Por lo que a Norman respectaba, Caroline nunca había existido, y el hecho de que se hubiera mostrado de acuerdo con la tímida sugerencia de Rosie acerca de que Caroline era un nombre muy bonito no había cambiado las cosas. Para Norman tan sólo había existido un renacuajo que había desaparecido en cuestión de semanas. ¿Y qué si resultaba ser una renacuaja según la paranoia chiflada de su mujer? A ochocientos millones de chinos rojos les importaba un pepino, en palabras de Norman.
1985, qué año. Qué año tan infernal. Rosie había perdido
(Caroline)
al bebé, Norman había estado a punto de perder su trabajo (de hecho, Rosie tenía la sensación de que había estado a punto de ser detenido), Rosie había acabado en el hospital con una costilla rota que se había lacerado y casi le había perforado el pulmón, Norman le había metido el mango de una raqueta de tenis por el culo. Asimismo, había sido el año en que su mente, hasta entonces notablemente estable, empezó a desviarse un poco, pero en el torbellino de todos aquellos acontecimientos, apenas se había dado cuenta de que a veces pasaba media hora en la Silla del Osito y se le antojaban unos pocos minutos, ni de que algunos días se duchaba ocho o nueve veces desde que Norman se iba a trabajar hasta que volvía a casa.
Debía de haberse quedado embarazada en enero, porque fue entonces cuando empezó a sentir náuseas por las mañanas, y tuvo la primera falta en febrero. El caso que había desembocado en la «reprimenda oficial» a Norman, la que figuraría en su expediente hasta el día en que se jubilara, había tenido lugar en marzo.
¿Cómo se llamaba?, se preguntó mientras seguía debatiéndose entre la vela y el sueño, pero aún más despierta que dormida. ¿Cómo se llamaba el hombre que desencadenó aquel asunto?
En el primer momento no se le ocurrió, sólo le vino a la memoria que se trataba de un negro..., un negrata de mierda, en palabras de Norman. Y de repente lo recordó.
-Bender -murmuró en la oscuridad mientras escuchaba el leve chirrido de los grillos-. Richie Bender. Así se llamaba.
1985, un año espantoso. Una vida espantosa. Y ahora tenía esta vida. Esta habitación. Esta cama. Y el sonido de los grillos.
Rosie cerró los ojos y se durmió.
9
A menos de cinco kilómetros de su esposa, Norman yacía en su propia cama; deslizándose hacia el sueño, deslizándose hacia la oscuridad mientras escuchaba el retumbar constante del tráfico de Lakefront Avenue nueve pisos más abajo. Aún le dolían los dientes y la mandíbula, pero el dolor se había convertido en algo lejano, insignificante, oculto tras una mezcla de aspirinas y whiskey.
Mientras dormitaba también recordó a Richie Bender; era como si, sin saberlo, Norman y Rosie acabaran de darse un breve beso telepático.
-Richie -murmuró en las sombras de la habitación del hotel antes de cubrirse los ojos cerrados con el antebrazo-. Richie Bender, cabrón de mierda. Maldito cabrón de mierda.
Fue un sábado, el primer sábado de marzo de 1985. Hacía más o menos nueve años. Alrededor de las once de la mañana, un negrata de mierda había entrado en la tienda de descuento situada en la esquina de la Sesenta con Saranac, disparando dos balas en la cabeza al dependiente antes de desvalijar la caja registradora y salir del establecimiento. Mientras Norman y su compañero interrogaban al dependiente de la tienda de devolución de envases que había al lado, se les acercó otro negrata que llevaba un jersey de los Búfalo Bills.
-Conozco a ese negro -empezó.
-¿Qué negro, hermano? preguntó Norman.
-El que ha atracado el súper-repuso el negrata de mierda-. Yo estaba al lado del buzón cuando ha salido. Se llama Richie Bender. Es un negro malo. Vende crack en la habitación de su motel -agregó mientras señalaba vagamente hacia el este, en dirección a la estación de tren.
¿Y qué motel es? -inquirió Harley Bissington, que aquel desafortunado día acompañaba a Norman.
-El motel Ferrocarril -repuso el negro.
-¿Por casualidad no sabrás en qué habitación? preguntó Harley-. ¿Acaso su conocimiento del presunto autor de la fechoría se extiende hasta semejante detalle, mi querido amigo de color?
Harley casi siempre se expresaba en aquellos términos. A veces ponía a Norman como una moto. Con frecuencia le entraban ganas de agarrar al tío por una de sus estrechas corbatas de punto y hacerle vomitar hasta la primera papilla.
El querido amigo de color lo sabía, claro que lo sabía. Sin lugar a dudas iba al motel dos o tres veces por semana, tal vez cinco o seis, si en un momento dado disponía de líquido suficiente, para comprar crack a aquel negro malo que se llamaba Richie Bender. Su querido amigo de color con todos sus amigos negratas de mierda. Lo más probable era que aquel tipo estuviera mosqueado con Richie Bender en aquel momento, pero eso nada importaba a Norman y Harley; lo único que querían Norman y Harley era saber dónde estaba el asesino para podérselo llevar a la central del condado y cerrar el caso antes de ir a tomarse una copa aquella tarde.
El negrata del jersey de los Búfalo Bills no recordaba el número de habitación, pero sí les había sabido decir dónde estaba: planta baja, ala principal, entre la máquina de Coca Cola y las cajas expendedoras de periódicos.
Norman y Harley se dirigieron al motel Ferrocarril, a todas luces uno de los antros más selectos de la ciudad. Un putón verbenero les abrió la puerta ataviada con un vestido rojo y ceñido que permitía echar un buen vistazo al sujetador y las bragas; era evidente que iba completamente ciega, y los dos policías vieron lo que parecían tres viales vacíos de crack sobre el televisor, y cuando Norman le preguntó dónde estaba Richie Bender, la tía cometió el error de reírse en su cara. -Oye, yo no tengo ninguna venda -exclamó-. Y ahora largo, chicos, hala, moved el culo.
Toda la escena resultaba bastante clara, pero a partir de entonces, las versiones de lo ocurrido discrepaban deforma considerable. Norman y Harley afirmaban que la señora Wendy Yarrow (más conocida aquella primavera en la cocina de los Daniels como «el putón verbenero») había sacado una lima del bolso y había atacado a Norman Daniels dos veces con ella. En efecto, Norman presentaba cortes largos y superficiales en la frente y en el dorso de la mano derecha, pero la señora Yarrow afirmaba que Norman se había practicado personalmente el de la mano, mientras que su compañero se había ocupado del que tenía sobre las cejas. Según declaración de la mujer, lo habían hecho después de empujarla al interior de la unidad 12 del motel Ferrocarril, romperle la nariz, cuatro dedos y nueve huesos del pie izquierdo pisándola en reiteradas ocasiones (por turnos, según explicó), después de arrancarle varios mechones de cabello y asestarle numerosos puñetazos en el vientre. El más bajo de los dos la había violado, aseguró a los capullos de Asuntos Internos. El de los hombros anchos lo había intentado, pero al principio no se le había levantado. La pegó varias veces en los pechos y la cara, lo que le pro-. vocó una erección, prosiguió la mujer, «pero se corrió encima de mí pierna antes de llegar a metérmela. Y entonces me volvió apegar. Me dijo que quería hablar conmigo de cerca, pero con lo único que hablaba era con los puños».
Ahora, tumbado en la cama del Whitestone, tendido sobre sábanas que su mujer había tocado, Norman se dio la vuelta ,e intentó desterrar de su mente el recuerdo de 1985. Pero no lo consiguió, y tampoco le sorprendía, pues una vez se instalaba en su cabeza, siempre. se negaba a marcharse. 1985 era un auténtico coñazo, como un vecino pesado y baboso del que no hay forma de librarse.
Cometimos un error, pensó Norman. Creímos al maldito negro del jersey de los Bills.
Sí, había sido un error, un error bastante grave. Y habían creído que una mujer que tenía tanta pinta de encajar con un tipo como Richie Bender tendría que estar en la habitación de Richie Bender, y eso había sido su segundo error, o bien la extensión del primero, aunque en realidad daba igual, puesto que el resultado era el mismo. La señora Wendy Yarrow era camarera a tiempo parcial, puta a tiempo parcial y drogadicta a tiempo completo, pero no estaba en la habitación de Richie Bender; de hecho ni siquiera sabía que hubiera una criatura llamada Richie Bender en el planeta. En efecto, Richie Bender resultó ser el hombre que había atracado la tienda y asesinado al dependiente, pero su habitación no se encontraba entre la máquina de Coca Cola y el expendedor de periódicos; aquella era la habitación de Wendy Yarrow, y Wendy Yarrow estaba sola, al menos aquel día en concreto.
La habitación de Richie Bender se hallaba al otro lado de la máquina de Coca Cola. El error estuvo a punto de costar el empleo a Norman Daniels y Harley Bissington, pero al final, los de Asuntos Internos se habían tragado la historia de la lima, y no habían encontrado rastros de esperma que confirmaran la acusación de violación. Tampoco se pudo probar que el más viejo de los dos, el que se la había metido, había utilizado un condón antes de arrojarlo al inodoro y tirar de la cadena, tal como afirmaba la mujer.
Sin embargo, surgieron otros problemas. Incluso sus defensores más acérrimos del departamento tuvieron que reconocer que los inspectores Daniels y Bissington tal vez se habían excedido en sus esfuerzos por reducir a aquella gata montesa de cincuenta kilos armada con una lima de uñas; la mujer tenía unos cuantos dedos rotos, por ejemplo. De ahí la reprimenda oficial. Y no acabó ahí el asunto. La muy zorra encontró a ese judío de mierda..., a ese judío enano y calvo...
Pero el mundo estaba lleno de zorras liantes. Su mujer, por ejemplo. Sin embargo, su mujer era una zorra liante de la que podía encargarse..., siempre y cuando, claro está, pudiera dormir unas horas.
Norman se dio de nuevo la vuelta, y 1985 empezó a desvanecerse por fin.
-Cuando menos te lo esperes, Rose -murmuró-. Entonces iré a por ti.
Al cabo de cinco minutos estaba dormido.
10
Ese putón, la llamaba, pensó Rose en su propia cama. Estaba muy soñolienta, pero no dormida; aún oía los grillos del parque. Ese putón high-yellow. ¡La odiaba tanto! .
Sí, claro que la odiaba. En primer lugar se había metido en líos con los investigadores de Asuntos Internos. Norman y Harley habían salido de aquella ilesos (a duras penas), pero entonces averiguaron que ese putón verbenero se había buscado un abogado (un picapleitos judío y enano, en palabras de Norman), quien a su vez había presentado una demanda espectacular en su nombre. Acusaba a Norman, a Harley, al departamento entero. Y entonces, poco antes del aborto de Rosie, Wendy Yarrow había sido asesinada. La habían encontrado detrás de una de las grúas de cereales situadas en la orilla occidental del lago. Le habían asestado más de cien puñaladas además de rebanarle los pechos.
Habrá sido un psicópata, aseguró Norman a Rosie, y aunque no sonrió tras colgar el teléfono (alguien del departamento debía de estar pero que muy emocionado para llamarlo a casa), Rosie detectó una satisfacción innegable en su voz. Jugó una mano de más, y de repente apareció un comodín en la baraja. Gajes del oficio. En aquel momento le acarició el cabello con gran delicadeza y le dedicó una sonrisa. No la sonrisa mordedora, la que le daba ganas de gritar, pero de todos modos le entraron ganas de gritar, porque sabía lo que le había sucedido a Wendy Yarrow, aquel putón verbenero.
¿Te das cuenta de la suerte que tienes?, le preguntó Norman acariciándole con las manos grandes y duras la nuca, los hombros y la curva de los pechos. ¿Te das cuenta de la suerte que tienes por no estar tirada en la calle, Rose?
Y al cabo de un mes, quizás seis semanas, Norman entró por la
puerta del garaje, encontró a Rosie leyendo una novela rosa y decidió que tenía que hablar con ella de sus gustos. Que tenía que hablar con ella de cerca.
1985, un año espantoso.
Rosie estaba tendida en la cama con las manos bajo la almohada, deslizándose hacia la tierra de los sueños mientras escuchaba el sonido de los grillos que se filtraba por la ventana, tan cercano como si su habitación hubiera sido transportada por alas mágicas a la glorieta del parque, y pensó en una mujer sentada en el rincón, con el cabello aplastado contra las mejillas sudorosas, el vientre duro como una piedra, los ojos agitándose en sus cuencas oscurecidas por el miedo cuando los besos siniestros empezaron a hacerle cosquillas en los muslos, aquella mujer que nada sabía de lugares como Hijas y Hermanas ni de hombres como Bill Steiner, aquella mujer que había cruzado los brazos para aferrarse los hombros y rogar a un Dios en el que ya no creía que por favor no fuera un aborto, que no fuera el fin de su pequeño y dulce sueño, pensando, mientras sucedía aquello que más temía, que tal vez fuera lo mejor. Sabía el modo en que Norman asumía sus responsabilidades conyugales. ¿Cómo asumiría sus responsabilidades paternas?
El leve zumbido de los grillos la mecía hacia el país de Morfeo. Incluso percibía la fragancia de la hierba, un aroma dulce y pesado que parecía fuera de lugar en mayo. Era el olor que asociaba a los campos de heno en agosto.
Nunca había olido la hierba del parque, pensó soñolienta. ¿Es eso lo que te hace el amor, o al menos el encaprichamiento? ¿Te agudiza los sentidos al mismo tiempo que te vuelve loca?
A lo lejos oyó un gruñido que bien podía ser un trueno. Era extraño, porque el cielo había estado despejado cuando Bill la trajera a casa; Rosie había alzado la vista, maravillada ante la gran cantidad de estrellas que veía pese a la intensidad de las farolas.
Rosie se deslizó hacia las profundidades, hacia la última noche sin sueños que pasaría durante algún tiempo, y el último pensamiento que la acometió antes de que la oscuridad se la llevara fue ¿Cómo es posible que oiga a los grillos y huela la hierba? La ventana no está abierta. La he cerrado antes de meterme en la cama. La he cerrado y he puesto el seguro.
V
GRILLOS
1
A última hora de la tarde de aquel miércoles, Rosie entró casi flotando en La Cafetera Caliente. Pidió un té y una pasta antes de sentarse junto al ventanal, y comió y bebió con lentitud mientras contemplaba el río infinito de transeúntes que caminaban por la calle, en su mayoría empleados de oficina que se dirigían a sus casas. En realidad, La Cafetera Caliente le quedaba un poco lejos ahora que ya no trabajaba en el Whitestone, pero había ido sin vacilar de todas formas, tal vez porque allí había pasado tantos buenos ratos tomando el té con Pam después del trabajo, tal vez porque no era una buena exploradora, al menos de momento, y conocía y confiaba en aquel lugar.
Había terminado de leer El pez manta hacia las dos, y cuando cogía el bolso de debajo de la mesa, Rhoda Simons había hablado por el altavoz.
-¿Quieres descansar un poco antes de empezar con el próximo, Rosie? -le había preguntado.
Así de fácil. Había esperado que le encargaran las otras tres novelas de Bell/Racine, había creído que se las encargarían, pero saberlo no era lo mismo.
Y eso no era todo. A las cuatro, después de leer dos capítulos de una novela de suspense espeluznante y barata titulada Mata todas mis mañanas, Rhoda le había preguntado si le importaría ir con ella un momento al lavabo de señoras.
-Ya sé que suena raro -explicó-, pero es que me muero de ganas de fumarme un cigarrillo, y es el único lugar del puto edificio donde me atrevo a fumar. La vida moderna es una mierda, Rosie.
Una vez en el lavabo, Rhoda había encendido un Capri y se había sentado sobre una repisa entre dos lavabos con una indolencia que delataba un largo hábito. Cruzó las piernas, encajó el pie derecho tras la pantorrilla izquierda y miró a Rosie con expresión escrutadora.
-Me encanta tu pelo -empezó.
Rosie se lo tocó con timidez. La tarde anterior había ido a la peluquería movida por un impulso..., cincuenta dólares que no podía permitirse..., pero que había sido incapaz de no gastar.
-Gracias -repuso.
-Robbie te va a ofrecer un contrato, ¿sabes?
Rosie frunció el ceño y meneó la cabeza.
-No, no lo sabía. ¿De qué estás hablando?
-Puede que se parezca al tipo ese que sale en las tarjetas del Monopoly, pero trabaja en el negocio de los libros en audio desde 1975 y sabe lo buena que eres. Lo sabe mejor que tú misma. Crees que le debes mucho, ¿verdad?
-Sé que le debo mucho -replicó Rosie con sequedad.
No le gustaba el cariz que estaba tomando la conversación; le recordaba aquellas obras de Shakespeare en las que la gente apuñalaba a sus amigos por la espalda antes de enzarzarse en soliloquios mojigatos y eternos acerca de la inevitabilidad de lo sucedido.
-No dejes que tu gratitud se interponga en el camino de tus intereses -advirtió Rhoda al tiempo que tiraba la ceniza del cigarrillo a la pila y la hacía desaparecer con un chorro de agua fría-. No conozco la historia de tu vida y no tengo especial interés en conocerla, pero sé que has leído El pez manta en sólo ciento cuatro tomas, lo que es la hostia, y sé que tienes la misma voz que Elizabeth Taylor. También sé, porque lo llevas escrito en la cara, que estás sola y no estás acostumbrada a eso. Eres tan tabula rasa que da miedo. ¿Sabes lo que significa eso?
Rosie no estaba del todo segura, aunque creía que se trataba de algo relacionado con ser ingenua, pero no quería admitir su ignorancia ante Rhoda.
-Por supuesto.
-Bien. Y no me lo tomes a mal, por el amor de Dios... No pretendo pasar por delante de Robbie ni llevarme una parte de tu pastel. Estoy intentando protegerte. Igual que Rob y Curtis. Sólo que Robbie también intenta proteger su bolsillo. Los libros en audio todavía son un terreno completamente nuevo. Si esto fuera el cine estaríamos en plena época del cine mudo. ¿Entiendes lo que intento decirte?
-Más o menos.
-Cuando Robbie te oye leer El pez manta piensa en una versión en audio de Mary Pickford. Sé que parece una locura, pero es cierto. Y el modo en que te conoció no hace más que contribuir a eso. Existe una leyenda según la cual a Lana Turner la descubrieron en la droguería Schwab. Bueno, Robbie ya está forjando una leyenda propia sobre el modo en que te descubrió en la casa de empeños de su amigo Steiner mientras mirabas postales antiguas.
-¿Es eso lo que te contó que estaba haciendo? -preguntó Rosie, sintiendo un afecto por Robbie Lefferts que casi era amor.
-Sí, pero da igual dónde te encontró y lo que estabas haciendo en ese momento. Lo importante es que eres buena, Rosie, tienes mucho, mucho talento. Es casi como si hubieras nacido para este trabajo. Rob te descubrió, pero eso no le da derecho a poseerte durante el resto de tu vida. No dejes que te posea.
-Rob no querría eso -aseguró Rosie.
Estaba asustada y emocionada a un tiempo, además de un poco enfadada con Rhoda por ser tan cínica, pero todas aquellas sensaciones quedaban sepultadas bajo una capa radiante de felicidad y alivio; se las arreglaría durante un tiempo. Y si Robbie realmente le ofrecía un contrato, tal vez incluso se las arreglaría durante mucho tiempo. Rhoda Simons bien podía predicar cautela; Rhoda no vivía en una habitación a tres manzanas de un barrio en el que uno no aparcaba el coche si quería conservar la radio y los tapacubos. Rhoda estaba casada con un contable, tenía una casa en las afueras y un Nissan plateado del 94. Rhoda tenía una tarjeta VISA y una American Express. Mejor aún, Rhoda tenía una tarjeta de la Cruz Azul y ahorros a los que recurrir si enfermaba y no podía trabajar. Rosie imaginaba que, para la gente que tenía aquellas cosas, la cautela en asuntos de negocios debía de ser tan natural como respirar.
-A lo mejor no -repuso Rhoda-, pero podrías ser una pequeña mina de oro, Rosie, y a veces la gente cambia al descubrir minas de oro. Incluso las personas agradables como Robbie Lefferts.
Ahora, mientras se tomaba el té y miraba por el ventanal de La Cafetera Caliente, Rosie recordó a Rhoda apagando el cigarrillo con el agua del grifo antes de arrojarlo a la papelera y acercarse a ella.
-Sé que estás en una situación en la que la estabilidad en el trabajo es muy importante para ti, y no digo que Robbie sea un mal hombre; trabajo esporádicamente con él desde 1982 y sé que no lo es. Lo que te digo es que no pierdas de vista los pájaros del bosque mientras te aseguras de que el que tienes en mano no sale volando. ¿Me sigues?
-No del todo.
-De momento accede a hacer seis libros, no más. De ocho de la mañana a cuatro de la tarde, aquí, en Tape Engine. Mil a la semana.
Rosie se la quedó mirando con la boca abierta, como si alguien le hubiera metido el tubo de una aspiradora en la garganta y le hubiera absorbido el aire de los pulmones.
-¡Mil a la semana! ¿Estás loca?
-Pregúntale a Curtis Hamilton si estoy loca -repuso Rhoda con calma-. Recuerda que no sólo se trata de la voz, sino de las tomas. Has hecho El pez manta en ciento cuatro. Ninguna otra persona de las que trabajan conmigo podría haberlo hecho en menos de doscientas. Controlas la voz estupendamente, pero lo más increíble es tu control de la respiración. Si no cantas, ¿de dónde narices has sacado ese control?
Una imagen de pesadilla cruzó por la mente de Rosie. Estaba sentada en el rincón, con los riñones inflamados y palpitando como bolsas hinchadas de agua caliente, sentada con el delantal entre las manos, rogando a Dios que no tuviera que llenarlo porque vomitar dolía, le producía la sensación de que le pinchaban los riñones con palos largos y astillados. Allí sentada, respirando a bocanadas largas, lentas y suaves, exhalando con cuidado porque eso era lo que mejor funcionaba, intentando que el ritmo de su corazón desbocado se fundiera con la cadencia más serena de su respiración, allí sentada, oyendo cómo Norman se preparaba un bocadillo en la cocina y cantaba Daniel o Take a Letter, Maria con su voz sorprendentemente buena de tenor de bar.
-No lo sé -contestó por fin a Rhoda-. Ni siquiera sabía lo que era el control de la respiración hasta que te conocí. Supongo que es un don.
-Bueno, pues puedes considerarte afortunada, pequeña -aseguró Rhoda-. Será mejor que volvamos, porque si no, Curt va a pensar que estamos practicando extraños ritos femeninos aquí dentro.
Robbie llamó desde su oficina del centro para felicitarla por terminar El pez manta cuando Rosie estaba a punto de marcharse, y aunque no mencionó el contrato de forma específica, le preguntó si quería comer con él el viernes para hablar de lo que denominó «negocios». Rosie aceptó la invitación y colgó con aire pensativo. Recordaba haber pensado que la descripción que Rhoda había hecho de Robbie era perfecta. Robbie se parecía al hombrecillo de las tarjetas del Monopoly.
Tras colgar el teléfono en el despacho privado de Curtis, un cubículo repleto de muebles y con las paredes de corcho cubiertas de tarjetas de visita, volvió al estudio para recoger su bolso; Rhoda se había marchado, seguramente para fumarse el último en el lavabo de señoras. Curtís estaba marcando cajas de cinta del magnetófono de bobinas. Alzó la mirada y le dedicó una sonrisa.
-Buen trabajo, Rosie.
-Gracias.
-Rhoda dice que Robbie te va a ofrecer un contrato.
-Eso es lo que dice -asintió Rosie-. Y creo que tiene razón. Toca madera.
-Bueno, deberías recordar una cosa mientras regateas -aconsejó Curtís mientras colocaba las cajas en un estante alto donde se alineaban docenas de cajas similares como si de libritos blancos se tratara-. Si has cobrado quinientos pavos por El pez manta, entonces Robbie sale ganando, porque le has ahorrado unos setecientos en tiempo de grabación. ¿Entiendes?
Lo entendía, sí, señor, y ahora estaba sentada en La Cafetera Caliente con un futuro inesperadamente brillante a sus pies. Tenía amigos, un lugar para vivir, trabajo y la promesa de más trabajo cuando terminara con Christina Bell. Un contrato que tal vez supusiera mil dólares a la semana, más de lo que ganaba Norman. Increíble pero cierto. Quizá, se corrigió.
Ah, y otra cosa. Tenía una cita el sábado..., todo el sábado, si contaba el concierto que las Indigo Girls darían por la noche.
El rostro de Rosie, por lo general tan solemne, se iluminó en una sonrisa radiante, y de repente la acometió el deseo totalmente intempestivo de abrazarse a sí misma. Dio cuenta del último bocado de pasta y volvió a mirar por el ventanal, preguntándose si era posible que aquellas cosas le estuviesen ocurriendo a ella, si de verdad podía existir una vida real en la que la gente real saliera de sus cárceles, torciera a la derecha... y entrara en el cielo.
2
A media manzana, el semáforo de los peatones cambió a verde. Pam Haverford, que se había quitado el uniforme blanco de doncella y ahora llevaba pantalones rojos ajustados, cruzó la calle con otras dos docenas de personas. Había trabajado una hora más de lo habitual y no tenía ninguna razón en el mundo para creer que Rosie estaría en La Cafetera Caliente, pero aun así, lo creía. Intuición femenina, si se quería.
Miró de reojo al tipo alto y fornido que cruzó la calle junto a ella; creía haberlo visto en el quiosco del Whitestone hacía unos minutos. Podría haber resultado alguien interesante de no ser por la expresión de sus ojos..., que brillaba por su ausencia. El hombre la miró un instante cuando llegaron a la acera de enfrente, y la falta de expresión de aquellos ojos, la sensación de cierta ausencia tras ellos, le produjo un escalofrío.
3
En La Cafetera Caliente, Rosie decidió de repente que le apetecía otra taza de té. No tenía ninguna razón concreta para creer que Pam pasaría por allí, pues debía de hacer más de una hora que había salido del hotel, pero aun así, lo creía. Intuición femenina, tal vez. Se levantó y se dirigió hacia la barra.
4
Esta zorrita no está nada mal, pensó Norman. Pantalones rojos ajustados, culito bien puesto. Aflojó el paso para disfrutar de una mejor panorámica, pero en aquel momento, la mujer entró en un pequeño restaurante. Norman miró por los ventanales al pasar, pero no vio nada interesante, tan sólo un puñado de vejestorios comiendo cosas viscosas y tragando café y té, además de unos cuantos camareros que correteaban de un lado a otro con esos andares cursis y amariconados que tenían.
A las viejas les debe de encantar, se dijo Norman. Andar como maricones les debe de conseguir bastantes propinas. Por fuerza, ya que sino, ¿por qué iban a caminar esos hombres adultos como auténticos moñas? No todos podían ser maricones..., ¿verdad?
Su mirada breve e indiferente tropezó con una señora bastante más joven que las mujeres de pelo teñido y traje chaqueta sentadas a la mayoría de las mesas. Se estaba alejando del ventanal en dirección a un mostrador de cafetería que se hallaba en el otro extremo del salón de té (al menos así creía que se llamaban esos sitios). Le miró el culo, simplemente porque allí era donde dirigía la primera mirada cuando se trataba de una mujer de menos de cuarenta años, y consideró que no estaba mal pero que tampoco era nada del otro jueves.
Antes Rosie tenía el culo así, pensó. En los viejos tiempos, antes de que se descuidara por completo y se le pusiera como un pandero.
Asimismo, la mujer que veía a través del ventanal tenía un cabello precioso, mucho más bonito que el trasero, de hecho, pero aquel cabello no le recordó a Rosie. Rosie era lo que la madre de Norman siempre había llamado «morenica», y casi nunca se molestaba en arreglarse el pelo (dado su deslustrado color ratonil, Norman no se lo echaba en cara). Por lo general lo llevaba peinado en cola de caballo y sujeto con una goma; si salían a cenar o al cine solía cardárselo con una de esas gorras perforadas de goma que vendían en la perfumería.
La mujer a la que Norman estaba mirando a través del ventanal de La Cafetera Caliente no era una morenita, sino una rubia de caderas estrechas, y no llevaba el cabello recogido en una cola de caballo ni cardado, sino peinado en una pulcra trenza que le pendía por la espalda.
5
Tal vez lo mejor que le ocurrió aquel día, incluso mejor que la asombrosa noticia de Rhoda, según la cual era posible que Rosie tal vez merecía ganar mil dólares a la semana a los ojos de Robbie Lefferts, fue la expresión que se pintó en el rostro de Pam Haverford cuando Rosie se apartó de la caja registradora de La Cafetera Caliente con su segunda taza de té. En el primer momento, la mirada de Pam pasó de largo sin reconocerla..., y de repente volvió a ella, y los ojos de su amiga se abrieron de par en par. Pam esbozó una sonrisa y de repente profirió un grito estridente que con toda probabilidad acercó peligrosamente media docena de marcapasos al límite de sobrecarga.
-¡Rosie! ¿Eres tú? ¡Oh..., Dios... mío!
-Soy yo -rió Rosie, azorada.
Era consciente de que la gente se estaba volviendo para mirarlas y descubrió, oh, milagro de los milagros, que no le importaba.
Se llevaron las tazas de té a la misma mesa junto al ventanal, y Rosie incluso dejó que Pam la convenciera para tomar otra pasta, aunque había perdido ocho kilos desde que llegara a la ciudad y no tenía intención de volver a engordar si podía evitarlo.
Pam no dejaba de decir que no podía creeeeerlo, que de verdad no podía creeeeeeerlo, un comentario que Rosie se habría sentido tentada de considerar adulador de no ser por el modo en que los ojos de Pam se desviaban hacia sus cabellos, como si intentara captar la verdad de lo sucedido.
-Te quita cinco años de encima -comentó Pam-. ¡Dios mío, Rosie, te hace parecer una cría!
-¡La verdad es que por cincuenta dólares debería parecerme a Marilyn Monroe! -replicó Rosie con una sonrisa..., aunque desde la conversación que había sostenido con Rhoda, lo cierto era que no se sentía tan culpable por haberse gastado tanto dinero en la peluquería.
-¿De dónde has...? -empezó a preguntar Pam, pero se detuvo en seco antes de proseguir-: Del cuadro que te compraste, ¿verdad? Te has hecho el mismo peinado que la mujer del cuadro.
Rosie creyó que iba a ruborizarse, pero no fue así. En lugar de ponerse nerviosa se limitó a asentir.
-Me encanta ese peinado, así que he decidido probarlo. -Titubeó un instante antes de continuar-: En cuanto al tinte, ni yo misma me lo creo aún. Es la primera vez en mi vida que me tiño el pelo.
-¡La primera...! ¡No me lo creo!
-De verdad.
Pam se inclinó hacia delante y pronunció las siguientes palabras en tono ronco y conspiratorio:
-Ha pasado, ¿verdad?
-¿De qué hablas? ¿Qué es lo que ha pasado?
-¡Has conocido a alguien interesante!
Rosie abrió la boca, pero volvió a cerrarla en seguida. La abrió de nuevo sin tener ni la menor idea de lo que quería decir. De todos modos, nada brotó de sus labios aparte de una carcajada. Rió hasta que se le saltaron las lágrimas, y Pam no tardó en unirse a ella.
6
Rosie no necesitó la llave para abrir el portal del 897 de Trenton Street, pues permanecía abierto hasta alrededor de las ocho entre semana, pero sí necesitó la pequeña para abrir el buzón (con las palabras R. McClendon pegadas en la parte delantera, afirmando con osadía que ella pertenecía a aquel lugar, sí, señor), que estaba vacío a excepción de un folleto publicitario de los almacenes Wall Mart. Mientras subía la escalera buscó otra llave, la de la puerta de su habitación, la única copia aparte de la del supervisor del edificio. Al igual que el buzón, era suya. Le dolían los pies, pues había recorrido a pie los cinco kilómetros que separaban el centro de su casa, demasiado inquieta y feliz para tomar el autobús, deseosa de tener más tiempo del que el trayecto en autobús podía ofrecerle para pensar y soñar. Tenía hambre a pesar de las dos pastas que se había comido en La Cafetera Caliente, pero el gruñido grave de su estómago no hacía más que acentuar la felicidad que sentía. ¿Había estado tan contenta alguna vez en su vida? Creía que no. El gozo se había esparcido desde su mente por la totalidad de su cuerpo, y aunque le dolían los pies se sentía liviana. Y los riñones no le dolían nada a pesar del largo paseo.
Mientras entraba en su habitación y se acordaba de cerrar con llave, Rosie se echó a reír otra vez. Pam y sus «álguienes interesantes». Se había visto obligada a confesar un par de cosas, pues al fin y al cabo proyectaba llevar a Bill al concierto de las Indigo Girls el sábado por la noche y entonces lo conocerían las mujeres de H y H, pero cuando afirmó que no se había teñido el cabello ni se lo había trenzado sólo en beneficio de Bill (lo cual a ella le parecía cierto), lo único que obtuvo de Pam fue un resoplido burlón y un guiño. Irritante..., pero bastante mono, la verdad.
Abrió la ventana para dejar entrar la suave brisa primaveral y los sonidos del parque, y a continuación se dirigió hacia la pequeña mesa de la cocina, donde yacía un libro de bolsillo junto a las flores que Bill le había llevado el lunes por la noche. Las flores se estaban marchitando, pero no creía tener corazón para tirarlas. Al menos no hasta después del sábado. La noche anterior había soñado con él, había soñado que iba montada tras él en la moto. Bill conducía cada vez más deprisa, y de repente se le había ocurrido una palabra terrible y maravillosa. Una palabra mágica. No recordaba exactamente cuál era, pero se trataba de algo absurdo, aunque en el sueño se le había antojado una palabra hermosa... y poderosa. No la pronuncies a menos que realmente vaya en serio, recordaba haber pensado mientras cruzaban los campos a toda velocidad por una carretera flanqueada de colinas a la izquierda y el centelleante lago azul y los rayos dorados del sol que se filtraban por entre los abetos a su derecha. Ante ellos se alzaba una colina cubierta de maleza, y Rosie sabía que en el extremo más alejado de ella había un templo en ruinas. No la pronuncies a menos que pretendas implicarte en cuerpo y alma.
Había pronunciado la palabra; brotó de sus labios como una descarga eléctrica. Las ruedas de la Harley de Bill se habían separado del pavimento (por un breve instante vio la de delante, que aún giraba, pero a unos quince centímetros del suelo), y había visto la sombra que ambos proyectaban no a un lado, sino debajo de ellos. Bill había girado el manillar, y de repente se elevaron hacia el cielo azul, emergiendo de la carretera protegida por los árboles como un submarino que saliera a la superficie del'océano, y entonces había despertado en su cama, con las sábanas apelotonadas a su alrededor, temblando y a un tiempo jadeando por una suerte de calor profundo que parecía oculto en lo más profundo de su ser, invisible pero poderoso, como el sol en pleno eclipse.
No creía que pudieran volar de aquel modo por muchas palabras mágicas que pronunciara, pero creía que conservaría las flores durante un tiempo más. Tal vez podría prensar algunas entre las páginas de aquel libro.
Había comprado el libro en Los sueños de Elaine, el establecimiento en que le habían arreglado el pelo. Se titulaba Sencillo pero elegante: diez peinados para hacer en casa.
-Son buenos -le había asegurado Elaine-. Por supuesto, siempre debería dejarse arreglar el cabello por un profesional, al menos en mi opinión, pero si no puede permitirse ir a la peluquería una vez por semana, ya sea por motivos económicos o de tiempo, y la idea de llamar a un 900 y encargar peinados por correo le da ganas de suicidarse, entonces esto es un buen término medio. Pero, por el amor de Dios, prométame que si un hombre la invita al baile de un club de campo en Westwood vendrá a verme antes.
Rosie se sentó y abrió el libro por el Peinado n.° 3, la Trenza Clásica..., que, como explicaba el primer párrafo de las instrucciones, recibía también el nombre de Trenza Francesa Clásica. Hojeó las fotografías en blanco y negro que mostraban a una mujer dividiéndose y trenzándose el pelo, y al llegar al final siguió todos los pasos a la inversa, es decir, deshaciendo la trenza. Deshacerla por la noche le había resultado mucho más fácil que hacérsela por la mañana. Había tardado tres cuartos de hora para lograr que tuviera más o menos el mismo aspecto que al salir de Los sueños de Elaine la noche anterior. Sin embargo, había merecido la pena. El chillido espontáneo de asombro que había proferido Pam en La Cafetera Caliente merecía eso y más.
Una vez terminada la tarea, sus pensamientos se desviaron hacia Bill Steiner, aunque lo cierto era que en ningún momento se habían alejado mucho de él, y se preguntó si le gustaría la trenza que llevaba. Si le gustaría teñida de rubia. O si tal vez no advertiría ninguno de esos cambios. Se preguntó si se entristecería si Bill no los advertía, y de repente suspiró y arrugó la nariz. Claro que se entristecería. Por otro lado, ¿y si no sólo los advertía sino que reaccionaba como Pam (salvo el chillido, por supuesto)? A lo mejor la levantaba en brazos, como sucedía en las novelas de amor...
Estaba alargando el brazo hacia el bolso en busca del peine y dejándose llevar por una fantasía inofensiva acerca del sábado por la mañana, de Bill atándole la punta de la trenza con un lazo de terciopelo (podía dejar sin explicación el hecho de que Bill llevara encima un lazo de terciopelo, eso era lo agradable de las ensoñaciones), cuando de repente sus pensamientos quedaron interrumpidos por un leve sonido procedente del otro extremo de la habitación.
Cric. Cric cric.
Un grillo. El sonido no procedía del otro lado de la ventana abierta, es decir, del parque Bryant, sino que era mucho más cercano.
Recorrió con la mirada el zócalo y vio saltar algo. Se levantó, abrió la alacena que había a la izquierda del fregadero y sacó el recipiente de vidrio de la batidora. Cruzó la estancia tras detenerse a recoger el folleto de publicidad de Wall Mart que había dejado sobre la silla del cuarto de estar. A continuación se arrodilló junto al insecto, que casi había llegado hasta el rincón desprovisto de elementos de decoración, donde suponía que pondría el televisor si llegaba a comprarse uno antes de mudarse. Después de lo que había pasado, mudarse a un piso más grande muy pronto ya no le parecía tan sólo un sueño.
Era un grillo, en efecto. No sabía cómo habría llegado hasta el primer piso, pero sin lugar a dudas era un grillo. Y de repente se le ocurrió la respuesta, así como la razón por la que lo había oído hacía un par de noches justo antes de dormirse. El grillo debía de haber subido con Bill, probablemente en el dobladillo de sus pantalones. Un regalito adicional para acompañar las flores.
No oíste sólo un grillo, espetó de repente la señora Práctica-Sensata. Llevaba mucho tiempo sin oír aquella voz; sonaba un poco ronca y oxidada. Oíste un campo lleno de grillos. O un parque lleno de grillos.
Tonterías, se dijo Rosie con toda tranquilidad al tiempo que colocaba el recipiente sobre el insecto y deslizaba el folleto bajo el borde, rozando el insecto hasta que éste saltó y le permitió deslizar el papel por toda la boca invertida del recipiente. Mi mente convirtió un grillo en toda una olla, nada más. Recuerda que estaba a punto de dormirme. Lo más probable es que ya estuviera soñando.
Levantó el recipiente y le dio la vuelta, sosteniendo el folleto sobre la parte superior para que el grillo no pudiera escaparse antes de que Rosie estuviera lista. El insecto saltaba con energía, y su caparazón rebotaba contra la fotografía de la nueva novela de John Grisham, que podía adquirirse en Wall Mart por dieciséis dólares más impuestos. Tarareando When You Wish Upon a Star, Rosie llevó el grillo hasta la ventana abierta, retiró el folleto y sostuvo el recipiente en el aire. Los insectos podían caer desde lugares mucho más altos e irse caminando (bueno, saltando mejor dicho) sin hacerse daño. Estaba segura de haberlo leído en alguna parte, o tal vez lo había visto en algún documental de la tele.
-Vamos, pequeño -dijo-. Sé buen chico y salta. ¿Ves ese parque? Pues está lleno de hierba alta, mucho rocío para beber y un montón de grillos femeni...
Se detuvo en seco. El insecto no había subido en el dobladillo de los pantalones de Bill, porque Bill llevaba vaqueros el lunes por la noche, el día en que la había invitado a cenar. Rebuscó en su memoria para asegurarse y lo único que encontró fue la misma información, clara e irrevocable: camisa Oxford y Levi's sin dobladillo. Recordaba que aquella ropa la había tranquilizado, pues demostraba que Bill no intentaría llevarla a algún sitio elegante donde todo el mundo se la quedaría mirando.
Vaqueros sin dobladillo.
¿De dónde había salido el grillo?
¿Qué importaba? Si el grillo no había subido en el dobladillo de los pantalones de Bill, lo más probable era que hubiera subido en el de otra persona antes de ponerse nervioso y salir en el rellano del primer piso, eh, gracias por llevarme, amigo. Y luego se había colado por debajo de su puerta, ¿y qué? Se le ocurrían visitantes mucho menos agradables que un grillo.
Como si quisiera demostrar que estaba de acuerdo, el grillo dio un salto y se precipitó al vacío.
-Que te vaya bien -se despidió Rosie-. Vuelve cuando quieras, de verdad.
Cuando se volvió hacia la habitación con el folleto en la mano, una leve ráfaga de viento le arrebató la circular de Wall Mart, que cayó flotando perezosamente hacia el suelo. Se agachó para recogerla, y se quedó paralizada con los dedos a escasos centímetros del papel. Otros dos grillos, ambos muertos, yacían apoyados contra el zócalo, uno de lado y el otro de espaldas, con las patitas extendidas hacia arriba.
Podía entender y aceptar la presencia de un grillo, pero ¿tres? ¿En una habitación del primer piso? ¿Cómo explicarlo?
En aquel instante, Rosie vio otra cosa, algo que yacía en la grieta entre dos tablones cerca de los dos grillos muertos. Se arrodilló, lo pescó de la grieta y lo sostuvo en alto.
Era un clavel. Un clavel pequeño de color rosa.
Bajó la vista hacia la grieta de la que había sacado la flor; la desvió hacia los dos grillos muertos, y luego la dirigió lentamente hacia la pared de color crema... hacia el cuadro colgado junto a la ventana. Hacia Rose Madder (un nombre como cualquier otro), de pie en la colina, con el poni recién descubierto pastando hierba detrás de ella.
Consciente de los latidos de su corazón, un martilleo amortiguado que le retumbaba en los oídos, Rosie se inclinó hacia el cuadro, hacia el hocico del poni, observando cómo la imagen se disolvía en capas de pintura antigua, empezando a distinguir las pinceladas. Debajo del hocico se veían las briznas de hierba verde hoja y verde oliva, que parecían pintadas en trazos rápidos y superpuestos. Y entre las briznas se apreciaban numerosas motitas rosadas. Claveles.
Rosie examinó la flor diminuta de color rosa que sostenía en la mano y por fin la acercó al cuadro. El color era idéntico. De repente, sin pensárselo, se llevó la mano a los labios y sopló la florecilla hacia el cuadro. Esperaba a medias (no, más que eso, en realidad; por un instante estuvo totalmente convencida) que la bolita rosada flotaría a través de la superficie de la pintura y se adentraría en aquel mundo que algún artista desconocido había creado sesenta, ochenta o tal vez incluso cien años antes.
Por supuesto, no sucedió nada parecido. La flor rosada chocó contra el vidrio que protegía la pintura (es raro que un óleo esté protegido por un vidrio, había dicho Robbie el día en que Rosie lo conoció), rebotó y cayó al suelo como una bolita diminuta de papel de seda. Tal vez el cuadro era mágico, pero a todas luces, el vidrio que lo cubría no lo era.
Entonces, ¿cómo han salido los grillos? Crees que eso es lo que ha pasado, ¿verdad? ¿Que los grillos y el clavel han salido del cuadro de algún modo?
Que Dios la ayudara, pero eso era lo que creía. Tenía la sensación de que, cuando saliera de aquella habitación y estuviera con otras personas, aquella idea se le antojaría ridícula o desaparecería por completo, pero de momento eso era lo que creía: los grillos habían surgido dando saltos de la hierba que crecía a los pies de la mujer rubia de la túnica roja violácea. De algún modo habían salido del mundo de Rose Madder y se habían introducido en el de Rosie McCleridon.
¿Cómo? ¿Crees que han atravesado el vidrio o qué?
No, por supuesto que no. Eso era una tontería, pero...
Extendió las manos, que le temblaban ligeramente, y separó el cuadro del gancho de la pared. Lo llevó a la cocinita, lo dejó sobre el mostrador y le dio la vuelta. Las palabras escritas con carboncillo aparecían más borrosas que nunca; si no lo hubiera leído con anterioridad no habría sabido a ciencia cierta que allí decía ROSE MADDER.
Vacilante, asustada ahora, aunque tal vez lo había estado todo el rato, pero sin darse cuenta antes, tocó el dorso. La cartulina crujió al contacto de sus dedos. Crujió demasiado. Y cuando le dio un golpecito un poco más abajo, donde la cartulina marrón se perdía dentro del marco, sintió algo..., unas cosas...
Tragó saliva; tenía la garganta tan seca que le dolía. Abrió uno de los cajones del mostrador con una mano que le parecía pertenecer a otra persona, sacó un cuchillo de pelar patatas y acercó la hoja lentamente al dorso del cuadro.
¡No lo hagas!, chilló la señora Práctica-Sensata. ¡No lo hagas, Rosie, no sabes lo que puede salir de ahí!
Por un instante, apuntó con la punta del cuchillo a la cartulina marrón y luego dejó el utensilio a un lado. Levantó el cuadro y examinó la parte inferior del marco, registrando en algún lugar muy apartado de su mente que las manos le temblaban como hojas. Lo que vio a lo largo de la madera, una grieta de casi un centímetro de grosor en su punto más ancho, no la sorprendió. Volvió a dejar el cuadro sobre el mostrador, sosteniéndolo en pie con la mano derecha mientras extendía la izquierda, la mano buena, para perforar el dorso con el cuchillo.
No lo hagas, Rosie, repitió la señora Práctica-Sensata sin gritar, sino en un gemido ahogado. Por favor, no lo hagas, por favor, déjalo correr. Sin embargo, era un consejo ridículo si una se paraba a pensarlo; si lo hubiera seguido la primera vez que la señora PrácticaSensata se lo había dado, seguiría viviendo con Norman. O muriendo con él.
Rasgó el dorso en la parte en que había advertido aquellos bultos. Seis grillos cayeron sobre el mostrador, cuatro de ellos muertos, uno retorciéndose débilmente, y el sexto con fuerzas suficientes para saltar por el mostrador antes de caer en el fregadero. Los grillos iban acompañados de varios claveles más, unas cuantas briznas de hierba... y parte de una hoja amarronada y muerta. Rosie la cogió y la examinó con curiosidad. Era una hoja de roble, estaba casi segura de ello.
Con mucho cuidado (y haciendo caso omiso de la voz de la señora Práctica-Sensata), Rosie empleó de nuevo el cuchillo para rasgar todo el dorso. Cuando lo retiró, más tesoros rústicos cayeron sobre el mostrador. Hormigas, la mayoría de ellas muertas, pero algunas aún capaces de arrastrarse, el cadáver gordezuelo de una abeja, varios pétalos de margarita, de aquellas que se deshojan recitando me quiere, no me quiere, me quiere..., y varios pelos blancos y translúcidos. Rosie los sostuvo a la luz mientras asía el cuadro vuelto del revés con más fuerza y un escalofrío le recorría la espalda como unos pies enormes y helados. Si llevaba aquellos pelos al veterinario y le hacía examinarlos por el microscopio, sabía lo que le diría: que eran crines de caballo. O para ser más precisos, crines de un poni pequeño y lanudo. Un poni que estaba pastando en otro mundo.
Me estoy volviendo loca, pensó con calma, y la que hablaba no era la voz de la señora Práctica-Sensata; era su propia voz, la que hablaba desde el núcleo central e integrado de sus pensamientos y su ser. No era una voz histérica ni atolondrada, sino que hablaba con racionalidad, calma y un toque de extrañeza. Sospechaba que se trataba del mismo tono en que su voz reconocería la inevitabilidad de la muerte en los días o las semanas en que ya no pudiera negar su proximidad.
Pero no creía que estuviera volviéndose loca, no del modo en que se vería obligada a creer en la esencia definitiva de un cáncer que hubiera degenerado hasta más allá del punto de retorno, por ejemplo. Había rasgado el dorso del cuadro, y de él habían surgido briznas de hierba, pelos e insectos, algunos de ellos aún vivos. ¿Resultaba tan imposible de creer? Unos años antes había leído un artículo en el periódico acerca de una mujer que había encontrado una pequeña fortuna en certificados de acciones completamente válidos bajo el dorso de un viejo retrato de familia; en comparación con aquello, unos cuantos insectos parecían una insignificancia.
Pero ¿vivos, Rosie? ¿Y qué me dices de los claveles frescos y la hierba verde? La hoja estaba muerta, pero ya sabes lo que piensas acerca de eso...
Pensaba que había salido del cuadro ya muerta. Era verano en el cuadro, pero se encontraban hojas muertas en la hierba incluso en junio.
Por tanto, repito: me estoy volviendo loca.
Pero las cosas estaban ahí, esparcidas por el mostrador de la cocina, un amasijo de insectos y hierba.
Cosas.
No sueños ni alucinaciones, sino cosas de verdad.
Y había otra cosa, el asunto que no quería afrontar cara a cara. El cuadro le había hablado. No, no en voz alta, pero desde el momento en que lo había visto, el cuadro había hablado con ella. Llevaba su nombre escrito en el dorso, al menos una variante de su nombre, y el día anterior se había gastado mucho más dinero del que podía permitirse en un peinado idéntico al de la mujer del cuadro.
Con repentina decisión, insertó la hoja del cuchillo en la parte superior del marco e hizo palanca. Se habría detenido de inmediato si hubiera percibido una resistencia apreciable, ya que aquél era el único cuchillo de pelar patatas que tenía y no quería romper la hoja, pero los clavos que sujetaban el marco cedieron con facilidad. Tiró de la parte superior mientras con la mano libre sostenía el vidrio para que no cayera sobre el mostrador y se hiciera añicos, y tras arrancarla la dejó a un lado. Otro grillo muerto cayó sobre el mostrador. Al cabo de un instante sostenía el lienzo. Medía unos sesenta centímetros de anchura por cuarenta y cinco de altura una vez retirado el marco y el relleno. Con gran delicadeza, Rose deslizó los dedos a lo largo del óleo reseco por el tiempo, percibiendo varias capas de alturas levemente distintas, sintiendo incluso los trazos finos dejados por el pincel del artista. Era una sensación interesante, algo sobrecogedora, pero nada sobrenatural; su dedo no penetró en el lienzo para adentrarse en ese otro mundo.
El teléfono, que había comprado y conectado a la caja de la pared el día anterior, sonó por primera vez. El volumen del timbre estaba al máximo, y su chillido repentino y estridente hizo que Rosie diera un respingo y profiriera otro chillido de respuesta. Su mano se tensó, y el dedo estuvo a punto de perforar el lienzo.
Dejó el cuadro sobre la mesa de la cocina y corrió hacia el teléfono con la esperanza de que fuera Bill. Si era él tal vez lo invitaría a su casa para que echara un buen vistazo al cuadro. Y le mostraría los desechos varios que habían surgido de él. Las cosas.
-¿Diga?
-¿Rosie? -No era Bill. Era una mujer-. Soy Anna Stevenson.
-¡Ah, Anna! ¿Cómo estás?
-Pues no muy bien -repuso Anna-. Bastante mal, la verdad. Ha ocurrido algo muy desagradable, y tengo que contártelo. Es posible que no tenga nada que ver contigo... Espero de todo corazón que no..., pero podría ser.
Rosie se sentó, presa de un temor que no había sentido siquiera al percibir las formas de los insectos muertos bajo el dorso del cuadro.
-¿Qué, Anna? ¿Qué ha pasado?
Rosie escuchó la historia de Anna con creciente terror. Cuando terminó, Anna le preguntó si quería ir a Hijas y Hermanas, tal vez para pasar la noche.
-No lo sé -repuso Rosie con voz monótona-. Tengo que pensar. Yo... Anna, tengo que llamar a otra persona. Volveré a llamarte.
Colgó antes de que Anna pudiera contestar, llamó a información, pidió un número y lo marcó.
-Ciudad Libertad -dijo la voz de un hombre mayor.
-Sí, ¿podría hablar con el señor Steiner?
-Yo soy el señor Steiner -replicó la voz ligeramente ronca con aire divertido.
Rosie quedó perpleja un instante, pero entonces recordó que Bill llevaba la tienda con su padre.
-Bill -aclaró con la garganta dolorida-. Me refiero a Bill... ¿Está?
-Un momento, señorita. -Rosie oyó un crujido y el golpe del teléfono cuando el anciano lo dejó sobre el mostrador, y por fin-: ¡Billy! ¡Una señora al teléfono!
Rosie cerró los ojos. A lo lejos oyó al grillo en la pila. Cric cric.
Una pausa larga, insoportable. Una lágrima se le coló por entre las pestañas del ojo izquierdo y le rodó por la mejilla. La siguió otra lágrima en el ojo derecho, y de repente recordó un fragmento de una vieja canción country: «La carrera ha empezado, y ahí viene Orgullo por la recta..., seguido en la cara interior por Pena...». Se enjugó las lágrimas. Había derramado tantas lágrimas en su vida... Si los hindúes tenían razón acerca de la reencarnación, no le hacía ninguna gracia pensar en lo que había sido en su vida anterior.
Al otro lado de la línea cogieron el teléfono.
-¿Diga?
Una voz que ahora oía en sueños.
-Hola, Bill.
No era su voz normal, ni siquiera un susurro. Era más bien el vestigio de un susurro.
-No la oigo-dijo Bill-. ¿Le importaría hablar más alto, señora?
Rosie no quería hablar más alto; quería colgar. Pero no podía. Porque si Anna tenía razón, Bill también podía estar en peligro, en un grave peligro. Si es que cierta persona consideraba que estaba un poco demasiado cerca de ella. Carraspeó y volvió a intentarlo.
-Bill, soy Rosie.
-Rosie -exclamó él complacido-. Eh, ¿cómo estás?
El placer sincero y sencillo que delataba su voz no hizo más que empeorar las cosas; de repente tuvo la sensación de que alguien le estaba retorciendo un cuchillo en las entrañas.
-No puedo salir contigo el sábado -dijo Rosie a toda prisa; las lágrimas le rodaban por las mejillas, brotando de sus párpados como grasa caliente y desagradable-. No puedo salir contigo nunca más. Estaba loca al creer que podía.
-¡Pues claro que puedes salir conmigo! ¡Por el amor de Dios, Rosie! ¿De qué estás hablando?
El pánico que se traslucía en su voz, no enfado, como había esperado a medias, sino pánico, era terrible, pero en cierto modo, la extrañeza que detectó en él era peor. No podía soportarla.
-No me llames ni vengas a verme -le dijo.
De repente vio a Norman con espantosa claridad, de pie frente a su edificio, bajo la lluvia, con el cuello del abrigo subido y una farola iluminándole débilmente la parte inferior del rostro, ahí de pie como uno de los villanos crueles e infernales que salían en las novelas de «Richard Racine».
-Rosie, no entiendo...
-Lo sé, y es mejor así-lo atajó ella con voz temblorosa, a punto de quebrarse-. Manténte alejado de mí, Bill.
Colgó a toda prisa, se quedó mirando el teléfono por unos instantes y luego profirió un grito estridente, agonizante. Se apartó el teléfono del regazo con el dorso de la mano. El aparato salió despedido hasta agotar el cable y cayó al suelo; el zumbido de la línea abierta se parecía sorprendentemente al zumbido de los grillos que la habían acunado el lunes por la noche. De repente no pudo aguantar aquel sonido, sintió que si lo oía aunque sólo fuera otros treinta segundos le partiría los oídos en dos. Se levantó, se acercó a la pared, se agachó y arrancó la clavija de la caja. Cuando intentó incorporarse, las piernas se negaron a sostenerla. Se quedó sentada en el suelo, se cubrió el rostro con las manos y dejó que las lágrimas se apoderaran de ella. De hecho, no tenía elección.
Anna había repetido una y otra vez que no estaba segura, que Rosie tampoco podía estar segura, sospechara lo que sospechase. Pero Rosie estaba segura. Era Norman. Norman estaba allí, Norman había perdido la poca cordura que le quedaba, Norman había matado al ex marido de Anna, Peter Slowik, y Norman la estaba buscando.
7
A cinco manzanas de La Cafetera Caliente, donde había estado a cuatro segundos de encontrarse con la mirada de su mujer a través del ventanal, Norman entró en una tienda de todo a menos de cinco dólares. «¡Todos los artículos de la tienda a menos de cinco dólares!», rezaba el eslogan del establecimiento, impreso debajo de un dibujo espantoso de Abrabam Lincoln. En el rostro de Lincoln se veía una ancha sonrisa, y el hombre estaba guiñando el ojo; a Norman Daniels le recordó a un tipo al que había detenido en cierta ocasión por estrangular a su mujer y a sus cuatro hijos. En aquella tienda, situada literalmente a un tiro de piedra de Empeños y Préstamos Ciudad Libertad, Norman compró todos los artículos de disfraz que pretendía llevar aquel día: unas gafas de sol y una gorra con la palabra CHISOX impresa sobre la visera. .
Gracias a sus diez años de experiencia como detective inspector, Norman había llegado a creer que los disfraces sólo tenían cabida en tres lugares: las películas de espías, los libros de Sherlock Holmes y las fiestas de carnaval. Resultaban especialmente inútiles durante el día, cuando el maquillaje parecía eso, maquillaje, y los disfraces no eran más que disfraces. Y las tías de Hijas y Hermanas, esa casa de putas posmoderna, donde su amigo Peter Slowik había confesado por fin haber enviado a su errante Rose, estarían al acecho de predadores que se aproximaran a su abrevadero. Para tías como aquéllas, la paranoia era mucho más que una forma de vida; era el non plus ultra.
La gorra y las gafas de sol cumplirían su cometido; lo único que había planeado para aquella tarde era lo que Gordon Satterwaite, su primer compañero como detective, habría denominado «una excursión de reconocimiento». A Gordon siempre le había gustado agarrar a su joven compañero y decirle que ya era hora de hacer lo que llamaba «el detective». Gordon era un tipo gordo, apestoso, que mascaba tabaco a todas horas y tenía los dientes marrones; Norman lo había detestado casi desde el primer momento. Gordon llevaba en la policía veintiséis años en aquella época, dieciséis como inspector, pero no tenía mano izquierda para el trabajo. Norman sí. No le gustaba y odiaba a los cabronazos con los que tenía que hablar (y a veces relacionarse, si se hallaba en misión secreta), pero tenía mano izquierda para el trabajo, un rasgo que había demostrado ser de incalculable valor a lo largo de los años. Le había ayudado a resolver el caso que le había granjeado el ascenso, el caso que lo había convertido, al menos por un momento, en el chico de oro de los medios de comunicación. En aquella investigación, al igual que en la mayoría de las investigaciones relacionadas con el crimen organizado, llegó un momento en que las pistas que los investigadores habían estado siguiendo desaparecieron en un laberinto confuso de caminos divergentes, lo que enturbió la senda principal. La diferencia en el caso de las drogas residió en que Norman Daniels, por primera vez en su carrera, era el encargado de la investigación, y cuando la lógica fallaba, hacía sin vacilar lo que la mayoría de los policías no podía o no quería hacer: pasar a la intuición y poner todo su futuro en manos de lo que dicha intuición le dictaba, abalanzándose hacia delante de forma agresiva y temeraria.
Para Norman no existía eso de «excursiones de reconocimiento»; para Norman, lo único que existía era el método de la apisonadora. Cuando estabas confuso, te centrabas en algo relacionado con el caso, lo considerabas con la mente completamente abierta y no repleta de ideas estúpidas y suposiciones de pacotilla, y entonces te convertías en una persona sentada en un bote que se movía a cámara lenta, echabas la caña y recogías el hilo, echabas y recogías... a la espera de que picara algo. A veces no sucedía nada. A veces no pescabas nada aparte de un tronco sumergido, una bota vieja de goma o la clase de pez que ni un mapache hambriento se comería.
Pero a veces pescabas un pez sabroso.
Se puso el sombrero y las gafas de sol, y a continuación torció a la izquierda en dirección a Harrison Street, camino de Durham Avenue. Lo separaban al menos cinco kilómetros del barrio en que se hallaba Hijas y Hermanas, pero no le importaba; el paseo le serviría para dejar la mente en blanco. Cuando llegara al 251 sería como una hoja en blanco de papel fotográfico y estaría preparado para recibir cualquier imagen e idea que llegara sin intentar modificarla para que se ajustara a sus propias ideas preconcebidas. Si no tenías ideas preconcebidas no podías hacerlo.
Llevaba el mapa, que le había costado un ojo de la cara, en el bolsillo trasero, pero sólo se detuvo a consultarlo una vez. Llevaba menos de una semana en la ciudad, pero ya conocía su geografía mucho mejor que Rosie, y una vez más, ello se debía no tanto a su formación como a un talento natural.
El día anterior, al despertarse con dolor de manos, hombros y entrepierna, con la mandíbula tan dolorida que sólo podía abrir la boca a medias (el primer intento de bostezar al bajar los pies de la cama había sido un tormento), se había dado cuenta con horror de que lo que había hecho con Peter Slowik, alias Tambor, alias el Increíble judío Urbano, había sido con toda probabilidad un error. No sabía con exactitud hasta qué punto había sido un error, porque gran parte de lo que había ocurrido en casa de Slowik seguía envuelto en una neblina confusa, pero había sido un error, sin lugar a dudas; al llegar al quiosco del hotel había decidido que no había probablementes que valieran. Los probablementes eran para los gilipollas de todas formas. Aquella había sido una regla defendida a ultranza de su código personal desde que tenía poco más de diez años, cuando su madre los había abandonado y su padre había empezado a tomarse en serio lo de las palizas.
En el quiosco había comprado un periódico para hojearlo a toda prisa en el ascensor mientras subía a su habitación. No mencionaba a Peter Slowik, pero aquello no había aliviado gran cosa a Norman. Tal vez no habían encontrado el cadáver de Tambor a tiempo para incluir la noticia en la edición matinal; de hecho, era posible que siguiera tendido donde Norman lo había dejado (donde creía haberlo dejado, se corrigió; toda la escena seguía pareciéndole muy confusa), encajado tras el calentador del sótano. Pero los tipos como Tambor, tipos que prestaban gran cantidad de servicios públicos y tenían montones de amigos liberales, no permanecían ocultos durante mucho tiempo. Alguien empezaría a preocuparse, otros irían a buscarlo a su acogedora madriguera de Beaudry Place, y al final alguien descubriría algo extremadamente desagradable detrás del calentador.
Y en efecto, lo que no había aparecido el día anterior estaba ahora allí, en la primera página de la sección metropolitana: ASISTENTE SOCIAL ASESINADO EN SU CASA. Según el artículo, el trabajo en Asistencia al viajero sólo había sido una de las actividades extralaborales de Tambor..., y por cierto, no estaba precisamente hundido en la miseria. Según el periódico, su familia, de la que Tambor era el hijo menor, tenía bastante pasta. EL hecho de que el tío trabajara en una terminal de autobuses a las tres de la mañana, enviando a esposas descarriadas a las putas de Hijas y Hermanas, no hacía más que demostrar que, o bien le faltaban unos cuantos tornillos, o bien era de la acera de enfrente. En cualquier caso, era el típico buenazo gilipollas que iba de aquí para allá, demasiado ocupado intentando salvar el mundo como para cambiarse de calzoncillos. Asistencia al viajero, Ejército de salvación, teléfonos de ayuda, ayuda a Bosnia, ayuda a Rusia (cabría esperar que un judío como Tambor tuviera el sentido común suficiente para pasar de Rusia al menos, pero no), y dos o tres «causas femeninas». El periódico no especificaba estas últimas, pero Norman ya conocía una de ellas, Hijas y Hermanas, conocida también por el nombre de Lesbianas en el País de las Maravillas. El sábado se celebraría una misa por el alma de Tambor, aunque el periódico la llamaba «círculo de conmemoración». Por el amor de Dios.
También sabía que la muerte de Slowik podía guardar relación con cualquiera de las causas para las que trabajaba el hombre... o con ninguna de ellas. La policía investigaría también su vida personal, siempre y cuando un desgraciado como Tambor tuviera vida personal, y tampoco descartarían la posibilidad de que pudiera tratarse del aún más popular «asesinato sin móvil», cometido por algún psicópata que pasaba por allí. Un tipo en busca de un tentempié, por así decirlo.
Sin embargo, ninguna de aquellas cosas importaría demasiado a las putas de Hijas y Hermanas. Norman estaba convencido de ello al ciento por ciento. Había acumulado una experiencia considerable con hogares intermedios y centros de acogida para mujeres en su trabajo, una experiencia creciente a medida que pasaban los años y la gente que Norman consideraba soplapollas posmodernos empezaba a ejercer influencia sobre el modo en que los demás pensaban y se comportaban. Según los soplapollas posmodernos, todo el mundo procedía de una familia disfuncional, todo el mundo sublimaba al niño que llevaba dentro, y todo el mundo debía tener mucho cuidado con la gente mala y repugnante que acechaba ahí fuera y tenía el valor suficiente para andar por la vida sin gimotear, lloriquear ni correr cada noche a alguna terapia psicológica de grupo. Los soplapollas posmodernos eran unos cabronazos, pero algunos de ellos, y las mujeres de lugares como Hijas y Hermanas eran el ejemplo perfecto, podían ser cabronazos muy cautelosos. ¿Cautelosos? Mierda, si conferían un significado completamente nuevo al término «mentalidad de búnker».
Norman había pasado casi todo el día anterior en la biblioteca, donde encontró cosas muy interesantes acerca de Hijas y Hermanas. Lo más gracioso era que la mujer que dirigía el lugar, Anna Stevenson, había sido la señora Tambor hasta 1973, año en que por lo visto se había divorciado de él y recuperado su nombre de soltera. Parecería una simple coincidencia si uno no conocía los ritos de apareamiento de los soplapollas posmodernos. Siempre andaban en parejas, pero casi nunca eran capaces de ir a la par, ni mucho menos. Uno siempre quería blanco, mientras que el otro decía blanco. Eran incapaces de comprender la pura verdad, que los matrimonios políticamente correctos no funcionaban.
La ex mujer de Tambor dirigía el lugar según los baremos de la mayoría de los centros de acogida para mujeres maltratadas, cuya máxima era «sólo las mujeres saben, sólo las mujeres hablan». En un artículo de un suplemento dominical, publicado hacía poco más de un año, la Stevenson (a Norman le asombró comprobar cuánto se parecía a esa puta de Maud de la vieja serie de televisión) desechaba la idea por considerarla «no sólo sexista, sino también estúpida». En aquel contexto se citaba también a una mujer llamada Gert Kinshaw. «Los hombres no son nuestros enemigos a menos que demuestren serlo -decía-. Pero si pegan, nosotras se la devolvemos. » Había una foto de ella, una zorra negra y gorda que a Norman le recordó vagamente al jugador de fútbol de Chicago William Nevera Perry.
-Si intentas pegarme, cariño, te usaré de trampolín -murmuró.
Pero todos aquellos detalles, por interesantes que resultaran, eran secundarios. Con toda probabilidad, había hombres en aquella ciudad que sabían dónde se encontraba el lugar y tenían permiso para enviar a mujeres, y era posible que lo dirigiera un solo soplapollas posmoderno en lugar de un comité entero, pero Norman estaba seguro de que en un aspecto, Hijas y Hermanas sería igual que sus contrapartidas más tradicionales: la muerte de Peter Slowik las habría puesto en alerta roja. No supondrían lo que supondría la policía; a menos y hasta que se demostrara lo contrario, supondrían que el asesinato de Slowik guardaba relación con ellas..., en concreto con una de las personas a las que Slowik había enviado al centro durante los últimos seis u ocho meses de su vida. Cabía la posibilidad de que el nombre de Rosie ya hubiera sonado en aquel contexto.
Entonces, ¿por qué lo hiciste?, se preguntó. Por el amor de Dios, ¿por qué lo hiciste? Había otras formas de llegar hasta aquí, y los conoces. Eres policía, por Dios, ¡cómo no vas a conocerlas! Así que, ¿por qué perdiste los estribos? Seguro que esa foca del artículo de periódico, Gertie la Sucia Cómo se llame, está al lado de la ventana del salón de ese puto sitio, usando prismáticos para detectar cualquier polla bamboleante que se acerque. Eso si no se ha muerto de una embolia por culpa de las chocolatinas, claro. Así que, ¿por qué lo hiciste? ¿Por qué?
La respuesta estaba al alcance de la mano, pero Norman se alejó de ella antes de que tuviera oportunidad de asomar a su mente consciente; se alejó porque las implicaciones eran demasiado siniestras. Se había cargado a Tambor por la misma razón que le había llevado a estrangular a la puta pelirroja de los pantalones ceñidos de color cervato, porque algo había salido arrastrándose de lo más profundo de su mente y lo había obligado a hacerlo. Aquel impulso aparecía cada vez con más frecuencia, y se negaba a pensar en ello. Era mejor no pensar en ello. Más seguro.
Entretanto, ahí estaba. A escasa distancia del Palacio del Coño.
Norman cruzó a la acera de los números pares de Durham Avenue sin prisas, sabiendo que cualquier observador se sentiría menos amenazado por un tipo que caminara por la otra acera. La observadora a la que tenía en mente era la foca negra cuya fotografía había visto en el periódico, un armario gigantesco con unos prismáticos de alta resolución en una mano y un enorme cucurucho de helado derritiéndose en la otra. Aflojó el paso un poco más, pero no mucho... Alerta roja, se recordó. Estarán en alerta roja.
Era una gran casa blanca de madera, no de estilo puramente victoriano, sino una de esas casonas de principios de siglo que consisten en tres plantas de fealdad. De frente parecía estrecha, pero Norman había crecido en una casa bastante parecida y apostaba lo que fuera a que llegaba hasta la siguiente manzana.
Y con una puta aquí y otra puta allá, pensó Norman procurando no variar el paso tranquilo y no examinar la casa de una sola tirada, sino a pequeños vistazos. Una puta aquí y otra puta allá, putas putas en todas partes.
Sí, señor. Putas putas en todas partes.
Sintió que aquella rabia tan conocida empezaba a palpitarle de nuevo en las sienes, y con ella apareció una imagen también conocida, la imagen que representaba todas las cosas que no podía expresar: la tarjeta del cajero automático. La tarjeta verde que Rose se había atrevido a robar. La imagen de aquella tarjeta siempre estaba cerca de él y simbolizaba todos los terrores y compulsiones de su vida, las fuerzas contra las que luchaba, los rostros (el de su madre, por ejemplo, blanco, pastoso y en cierto modo malvado) que a veces se filtraban en su mente mientras yacía en la cama por la noche e intentaba conciliar el sueño, las voces que oía en sueños. La de su padre, por ejemplo. «Ven aquí, Norman, tengo algo que decirte, y quiero decírtelo de cerca. » A veces, aquellas palabras significaban un golpe. Otras, si había suerte y estaba borracho, significaba una mano deslizándose en su entrepierna.
Pero todo aquello no importaba ya; sólo importaba la casa de la acera de enfrente. No tendría ocasión de echarle otro vistazo como aquél, y si desperdiciaba aquellos segundos preciosos pensando en el pasado, el gilipollas sería él.
Estaba justo delante de la casa. Bonito jardín, estrecho pero profundo. Bonitos parterres de flores, salpicados de capullos primaverales, flanqueaban el porche. En el centro de cada parterre se veían postes de metal cubiertos de hiedra. Sin embargo, habían apartado la hiedra de los cilindros de plástico negro que coronaban los postes, y Norman sabía por qué; había cámaras de televisión ocultas en aquellos cilindros oscuros, cámaras que proporcionaban imágenes superpuestas de la calle. Si alguien estaba vigilando los monitores en aquel momento, vería un hombrecillo en blanco y negro, tocado con una gorra de béisbol y gafas de sol, avanzando de pantalla en pantalla, caminando algo encorvado y con las rodillas un poco dobladas para que el observador casual no advirtiera que medía un metro ochenta y cinco.
Había otra cámara instalada sobre la puerta principal, que sin duda carecería de cerradura; era demasiado fácil hacer copias de llaves o forzar una cerradura con un buen juego de horquillas. No, lo más probable era que hubiera una ranura para tarjetas de apertura, una consola con un código numérico o ambas cosas. Y más cámaras en el jardín trasero, por supuesto.
Mientras pasaba por delante de la casa, Norman se arriesgó a volver la cabeza por última vez para ver el jardín lateral. Había un huerto en el que dos putas con pantalones cortos clavaban palos largos en la tierra para sujetar las tomateras, suponía Norman. Una de ellas parecía mexicana. Piel olivácea y cabello oscuro y largo peinado en cola de caballo. Un cuerpazo de la hostia, alrededor de veinticinco años. La otra era más joven, tal vez ni siquiera había cumplido los veinte, una de esas desgraciadas medio punk y medio grunge con el pelo teñido de dos colores. Sobre la oreja se veía un vendaje. Llevaba una camiseta psicodélica sin mangas, y Norman distinguió un tatuaje en su bíceps izquierdo. Norman no tenía la vista lo bastante aguda para descubrir de qué se trataba, pero llevaba mucho tiempo trabajando como policía y sabía que probablemente sería el nombre de un grupo de rock o un dibujo espantoso de una planta de marihuana.
De repente, Norman se vio cruzando la calle a toda prisa sin hacer caso de las cámaras; se vio agarrando a la Señorita Chocho Caliente del pelo de estrella de rock; se vio deslizando una de sus grandes manos alrededor de aquel cuello diminuto y levantándolo hasta que la mandíbula lo detuviera. «Rose Daniels -diría a la otra, la mexicana de pelo oscuro y cuerpazo de mil pares de cojones-. Que salga ahora mismo o le rompo el cuello a esta desgraciada como si fuera un hueso de pollo. »
Sería fantástico, pero estaba casi convencido de que Rosie ya no estaba allí. La investigación que había efectuado en la biblioteca le había revelado que casi tres mil mujeres se habían beneficiado de los servicios que Hijas y Hermanas prestaban desde que Leo y Jessica Stevenson fundaran el centro en 1974, y la estancia media era de cuatro semanas. Las enviaban al mundo exterior al cabo de poco tiempo, a esas putas que parían y esparcían enfermedades, a esas mosquitas bonitas. Probablemente les daban vibradores en lugar de diplomas cuando se licenciaban.
No, a buen seguro, Rose se había marchado, estaría trabajando de empleada doméstica en algún lugar que sus amigas, tortilleras le habrían buscado y por la noche volvería a una habitación cutre que también le habrían proporcionado sus colegas. Sin embargo, las zorras de la acera de enfrente sabrían dónde vivía; la Stevenson tendría su dirección en los archivos, y lo más probable era que las tías del huerto ya hubieran estado en su madriguera asquerosa para tomar el té y galletas de campamento. Las que no hubieran estado lo sabrían todo acerca del piso de boca de las que sí habían estado, porque así eran las mujeres. Para que mantuvieran el pico cerrado había que matarlas.
La más joven de las dos mujeres, la que llevaba el pelo al estilo de una estrella del rock, le dio un susto de muerte al incorporarse, verlo... y saludarlo con la mano. Por un terrible instante, Norman estuvo seguro de que se estaba riendo de él, de que todas se estaban riendo de él, de que estaban alineadas tras las ventanas del Castillo de las Tortilleras, riéndose de él, del inspector Norman Daniels, que había detenido a media docena de barones de la cocaína pero no era capaz de evitar que su mujer le robara la puta tarjeta del cajero.
Sus manos se cerraron en dos enormes puños.
¡Contrólate!, gritó la versión Norman Daniels de la señora Práctica-Sensata. ¡Probablemente saluda a todo el mundo! ¡Probablemente saluda a los perros callejeros! ¡Eso es lo que hacen las zorras como ella!
Sí. Sí, por supuesto. Norman abrió las manos, levantó una de ellas y surcó el aire en un breve saludo. Incluso logró esbozar una sonrisa que reavivó el dolor que le atenazaba los músculos, los tendones e incluso los huesos de la parte posterior de la boca. Y entonces, cuando la Señorita Chocho Caliente se concentró de nuevo en la horticultura, la sonrisa se desvaneció, y Norman siguió caminando con el corazón desbocado.
Intentó volver a centrarse en el problema al que se enfrentaba ahora: ¿cómo lograría aislar a una de aquellas zorras, a ser posible la Zorra Jefa, a fin de no correr el riesgo de toparse con alguna que no supiera lo que necesitaba averiguar, y hacerla hablar? Pero toda su capacidad de abordar aquel problema deforma racional parecía haberse esfumado, al menos de momento.
Se llevó las manos a los lados del rostro y se masajeó la mandíbula. Ya se había hecho daño de aquella forma con anterioridad, pero nunca tanto... ¿Qué le había hecho a Tambor? El periódico no daba detalles, pero el dolor de mandíbulas (y de dientes, también de dientes) indicaba que se había puesto las botas.
Si me pillan voy listo, se dijo. Tendrán fotografías de las marcas que le dejé. Tendrán muestras de mi saliva y..., bueno..., de cualquier otro fluido que dejara allí. Hoy en día hacen montones de pruebas exóticas, lo comprueban todo, y ni siquiera sé si soy secretorio.
Sí, es cierto, pero no iban a pillarle. Estaba registrado en el Whitestone como Alvin Dodd, de New Haven, y si le obligaban podía mostrar un carné de conducir (de los que llevan la foto) que respaldaría su declaración. Si la poli llamaba a la poli de su ciudad, les dirían que Norman Daniels se hallaba a mil quinientos kilómetros del Medio Oeste, acampando en el Parque Nacional Sión, de Utah, tomándose unas vacaciones bien merecidas. Tal vez incluso dirían a los otros policías que no fueran idiotas, que Norman Daniels era un chico de oro y buena fe. Sin duda no saldría a relucir la historia de Wendy Yarrow..., ¿verdad?
No, probablemente no. Pero tarde o temprano...
La cuestión era que no le importaba el tarde, sino tan sólo el temprano. Encontrar a Rose y sostener una conversación muy seria con ella. Hacerle un regalo. Su tarjeta del cajero, de hecho. Y nunca más volvería a aparecer en un contenedor de basura ni en la cartera de ningún maricón grasiento. También se aseguraría de que Rose no la perdiera ni la tirara nunca más. La pondría en un lugar seguro. Y si podía ver en la oscuridad más allá de la... inserción de aquel último regalo..., bueno, pues eso sería una bendición.
Ahora que volvía a pensar en la tarjeta del cajero, no pudo desterrarla de su mente, como solía ocurrirle últimamente, tanto dormido como despierto. Era como si aquel trozo de plástico se hubiera convertido en un extraño río verde (el río Mercantil en lugar del Mississippi) y como si sus pensamientos fueran un torrente que fluyera hacia ese río. Todos sus pensamientos fluían pendiente abajo y acababan por perder su identidad al fundirse con la corriente verde de su obsesión.
Aquella pregunta inmensa, aquella pregunta que carecía de respuesta reapareció una vez más. ¿Cómo se había atrevido? ¿Cómo narices se había atrevido a robarla? Suponía que podía comprender por qué se había ido, por qué había querido escapar de él, aunque no podía perdonarlo y sabía que Rose tendría que morir por engañarlo de aquel modo, por ocultar la traición en su apestoso corazón de mujer con tanta habilidad. Pero que le robara la tarjeta del cajero, que se llevara lo que le pertenecía a él, como el niño que trepaba a la alubia para robarle la gallina de los huevos de oro al gigante dormido...
Sin darse cuenta de lo que hacía, Norman se metió el primer dedo de la mano izquierda en la boca y empezó a morderlo. Hubo dolor, mucho dolor, pero esta vez no lo sintió; estaba absorto en sus Pensamientos. En los primeros dedos de ambas manos tenía gruesos callos porque se mordía cuando estaba nervioso, un hábito muy, muy antiguo que se remontaba a los días de su niñez. Al principio, el callo resistió, pero a medida que pensaba más y más en la tarjeta del cajero, que su color verde se oscurecía en su mente hasta convertirse en el matiz casi negro de los abetos al anochecer (un color bien distinto del tono lima de la tarjeta), cedió, y la sangre empezó a correrle por la mano y los labios. Sepultó los dientes en el dedo, regocijándose en el dolor, machacando la carne, saboreando la sangre tan salada y espesa, como el sabor de la sangre de Tambor cuando le había atravesado el cordón de la base del...
-¡Mamá! ¿Por qué se está haciendo ese hombre eso en el dedo?
-No importa. Vamos.
Aquellas palabras lo despertaron de la ensoñación. Miró por encima del hombro con aire perezoso, como alguien que despertara de una siesta breve pero profunda, y vio a una mujer joven y un niño de unos tres años alejándose de él. La mujer tiraba del pequeño con tanta insistencia que éste casi corría, y cuando se volvió para mirarlo, Norman vio que estaba aterrorizada.
¿ Qué era lo que había estado haciendo exactamente?
Se miró el dedo y vio profundas marcas ensangrentadas a ambos lados de él. Algún día se lo arrancaría y se lo tragaría. Aunque no sería la primera vez que arrancara algo. Y se lo tragara.
Sin embargo, aquella calle era mal sitio para perder el control. Se sacó un pañuelo del bolsillo trasero y se envolvió el dedo ensangrentado. Luego alzó la cabeza y miró en derredor. Le sorprendió que estara a punto de caer la noche; en algunas casas había luces encendidas. ¿Cuánto había caminado?¿ Dónde estaba?
Entornó los ojos para leer el rótulo del siguiente cruce. Dearborn Avenue. A su derecha vio un colmado con un aparcamiento para bicicletas delante y un rótulo que anunciaba PANECILLOS RECIÉN SALIDOS DEL HORNO en el escaparate. El estómago de Norman protestó. Se dio cuenta de que tenía hambre por primera vez desde que se apeara del autobús de Continental Express y tomara un bol de cereales fríos en la cafetería de la terminal, unos cereales que se había comido porque era lo que Rose habría comido.
De repente le apetecía comer unos cuantos panecillos, era lo único en el mundo que quería..., pero no sólo panecillos. Quería panecillos recién salidos del horno, como los que hacía su madre. Era una vaca fofa que nunca paraba de gritar, pero desde luego era una gran cocinera. De eso no cabía ninguna duda. Y además siempre había sido su mejor cliente.
Espero que sean recién salidos del horno, pensó Norman mientras subía la escalinata. En el interior vio a un anciano ocupado detrás del mostrador. Espero que sean recién salidos del horno, porque si no, que Dios te ayude, amigo.
Estaba apunto de asir el picaporte cuando uno de los carteles del escaparate le llamó la atención. Era de color amarillo brillante, y aunque no podía saber que Rosie había colocado ese cartel personalmente, sintió que algo se removía en su interior aun antes de leer las palabras Hijas y Hermanas.
Se inclinó hacia delante para leerlo con ojos pequeños y escrutadores mientras el corazón empezaba a latirle con violencia.
SAL Y JUEGA CON NOSOTRAS
EN EL HERMOSO ETTINGER'S PIER
CELEBRAMOS
LOS CIELOS DESPEJADOS Y LOS DÍAS CÁLIDOS CON
EL 9° PICNIC Y CONCIERTO ANUAL DE
HIJAS Y HERMANAS
SÁBADO, 4 DE JUNIO
TENDERETES - TALLERES - JUEGOS DE AZAR -
JUEGOS DE HABILIDAD - PINCHADISCOS RAP PARA LOS JÓVENES
¡¡¡Y!!!
LAS INDIGO GIRLS EN CONCIERTO A LAS 20 HORAS
¡PADRES SOLTEROS, HABRÁ SERVICIO DE GUARDERÍA!
¡VENID TODOS!
TODOS LOS INGRESOS IRÁN A BENEFICIO
DE HIJAS Y HERMANAS
QUE OS RECUERDAN QUE
LA VIOLENCIA CONTRA UNA MUJER
ES UN CRIMEN CONTRA TODAS LAS MUJERES
El sábado día 4. Este sábado. ¿Y estaría ella allí, su pequeña Rose errante? Por supuesto que sí, ella y todas sus nuevas amigas tortilleras. Todos esos chochos juntos.
Norman resiguió con el dedo mordido la sexta línea empezando por el final del cartel. La sangre empezaba a empapar el pañuelo que lo envolvía.
Venid todos.
Eso era lo que decía, y Norman pensó que quizás aceptaría la invitación.
8
El jueves por la mañana, casi a las once y media, Rosie tomó un sorbo de agua mineral, se enjuagó con él la boca, tragó el líquido y volvió a coger las páginas.
«Se acercaba, de eso no cabía ninguna duda; esta vez, sus oídos no le estaban jugando una mala pasada. Peterson oyó el staccato de sus zapatos de tacón alto aproximándose por el pasillo. La imaginó con el bolso ya abierto, revolviendo su contenido en busca de la llave, preocupada por el demonio que tal vez le pisaba los talones cuando en realidad debería haberse preocupado por el que la acechaba más adelante. Comprobó a toda prisa que seguía teniendo el cuchillo y a continuación se colocó la mieda de nailon sobre el rostro. Cuando la llave de ella entró en la cerradura, Peterson sacó el cuchillo y... »
-¡Corten, corten, corten! -gritó Rhoda con impaciencia por los altavoces.
Rosie alzó la vista y miró por el vidrio. No le gustó el modo en que Curt Hamilton estaba sentado junto al DAT, mirándola con los auriculares caídos sobre las clavículas, pero lo que la alarmó fue el hecho de que Rhoda estuviera fumando uno de sus cigarrillos delgados en la sala de control, haciendo caso omiso del rótulo de No FUMAR colgado de la pared. Rhoda tenía aspecto de estar pasando una mañana espantosa, pero no era la única.
-Rhoda, ¿he hecho algo mal?
-No si llevas miedas de nailon, supongo -replicó Rhoda mientras arrojaba la ceniza en un vaso de poliestireno que reposaba sobre el panel del control que tenía delante-. Ahora que lo pienso, bastantes tipos me las han tocado a lo largo de los años, pero creo que siempre las he llamado medias.
Por un instante, Rosie se quedó perpleja, sin saber de qué estaba hablando Rhoda, pero tras repetir mentalmente las últimas frases que había leído, emitió un gruñido.
-Vaya, Rhoda, lo siento.
Curt se cubrió de nuevo los oídos con los auriculares y pulsó un botón.
-Mata todos mis mañanas, toma setenta y tr...
Rhoda le puso una mano en el brazo y dijo algo que a Rosie le heló la sangre en las venas.
-No te molestes.
Luego miró por el vidrio, vio la expresión asustada de Rosie y le dedicó una sonrisa forzada pero amable.
-Tranquila, Rosie, sólo he adelantado la hora de la comida. Venga, sal.
Rosie se levantó con demasiada rapidez, se golpeó el muslo izquierdo contra la mesa y estuvo a punto de volcar la botella de agua mineral. Salió de la cabina a toda prisa.
Rhoda y Curt se hallaban al otro lado de la puerta, y por un instante, Rosie estuvo convencida, mejor dicho, supo que habían estado hablando de ella.
Si realmente crees eso, Rosie, lo más probable es que tengas que ir al médico, advirtió la señora Práctica-Sensata con voz severa. A esa clase de médico que te enseña manchas de tinta y te pregunta cuándo aprendiste a ir sola al lavabo. Por lo general, Rosie no hacía mucho caso a aquella voz, pero esta vez la acogió con agrado.
-Puedo hacerlo mejor -aseguró a Rhoda-. Y te prometo que esta tarde lo haré mejor. Te lo juro.
¿Era cierto? Lo fastidioso era que no lo sabía. Llevaba toda la mañana intentando sumergirse en Mata todos mis mañanas como había hecho con El pez manta, pero no lo había conseguido. Cuando empezaba a adentrarse en aquel mundo en que Alma St. George sufría la persecución de su admirador psicótico, Peterson, la invadía una de las voces que había oído la noche anterior, la de Anna diciéndole que su ex marido, el hombre que la había enviado a Hijas y Hermanas, había sido asesinado, o la de Bill, llena de pánico y confusión al preguntarle qué le pasaba, o lo que era peor, la suya propia diciéndole a Bill que se mantuviera alejado de ella. Que se mantuviera alejado.
Curt le dio una palmadita en el hombro.
-Tienes un mal día con la voz -comentó-. Es como tener un mal día con el pelo, sólo que peor. Lo vemos mucho en esta Cámara de los Horrores Auditivos, ¿verdad, Rho?
-Y que lo digas -repuso Rhoda.
Sin embargo, sus ojos no se apartaron del rostro de Rosie, y Rosie creía saber lo que veían. La noche anterior había dormido apenas dos o tres horas, y no tenía los cosméticos a prueba de bomba necesarios para ocultar la secuelas de la falta de sueño.
Ni tampoco sabría usarlos aunque los tuviera, pensó Rosie.
En el instituto, es decir, cuando menos necesitaba de ellos, había tenido los utensilios de maquillaje más básicos, pero desde que se casara con Norman, había pasado con polvos y dos o tres barras de labios de los tonos más naturales. «Si quisiera ver a una puta me habría casado con una», le había dicho Norman en cierta ocasión.
Pensó que eran sus ojos lo que Rhoda estaría examinando con más detenimiento; los párpados enrojecidos, los globos inyectados en sangre, las ojeras. Después de apagar la luz había llorado durante más de una hora, pero no había logrado conciliar el sueño, lo que habría sido una auténtica bendición. Las lágrimas se habían secado, y Rosie había yacido en la oscuridad intentando no pensar, pero sin conseguirlo. Una vez pasada la medianoche se le ocurrió una idea terrible; había cometido un error al llamar a Bill, había cometido un error al negarse a sí misma su consuelo (y tal vez su protección) cuando más lo necesitaba.
¿Protección?, pensó. No me hagas reír. Ya sé que te gusta, cariño, y no pasa nada, pero seamos realistas. Norman se lo merendaría en un santiamén.
Pero no tenía forma de saber si Norman estaba realmente en la ciudad... Eso era lo que Anna le había repetido una y otra vez. Peter Slowik había defendido un gran número de causas, y algunas de ellas no demasiado populares. Quizás había sido otra cosa la que lo había metido en líos..., la que lo había matado.
Pero Rosie sabía que no era cierto. En el fondo de su corazón lo sabía. Era Norman.
Pese a todo, aquella voz había seguido susurrando hora tras hora. ¿Lo sabía en el fondo de su corazón? ¿O es que la parte de su ser que no era Práctica ni Sensata, sino tan sólo estaba Temblorosa y Aterrorizada, se escondía tras aquella idea? ¿Se había aferrado a la llamada de Anna como excusa para renunciar a la amistad de Bill antes de que pudiera progresar?
No lo sabía, pero sí sabía que la idea de no volver a verlo la hacía sentirse desgraciada... y también asustada, como si hubiera perdido un instrumento quirúrgico vital. Una persona no podía empezar a depender de otra al cabo de tan poco tiempo, por supuesto, pero cuando dieron la una y las dos (y las tres), la idea empezó a antojársele cada vez menos ridícula. Si aquella clase de dependencia instantánea era un fenómeno imposible, ¿por qué la asustaba y vaciaba tanto la idea de no volverlo a ver?
Cuando por fin se quedó dormida, soñó de nuevo que iba con él en moto, que llevaba el vestido rojo violáceo y le apretaba el cuerpo con los muslos desnudos. Cuando sonó el despertador, demasiado temprano, desde luego, despertó sin aliento y acalorada, como si tuviera fiebre.
-Rosie, ¿estás bien? -preguntó Rhoda.
-Sí -asintió-.Sólo que...
Miró alternativamente a Curt y a Rhoda. Luego se encogió de hombros y curvó los labios en una sonrisa forzada.
-Es que, ya sabéis, estoy con la regla.
-Ajá -dijo Rhoda sin convicción-. Bueno, baja a la cafetería con nosotros. Ahogaremos nuestras penas en ensalada de atún y batido de fresa.
-Eso -corroboró Curt-. Invito YO.
Esta vez, la sonrisa que esbozó Rosie fue un poco más sincera, pero meneó la cabeza.
-Voy a pasar. Lo que me apetece es dar un buen paseo con la cara al viento, a ver si se me despejan las ideas.
-Si no comes, lo más probable es que te desmayes a las tres -advirtió Rhoda.
-Me tomaré una ensalada, te lo prometo -Rosie se dirigía ya hacia el viejo ascensor renqueante-. Si como cualquier otra cosa estropearé media docena de tomas buenas con mis eructos.
-Hoy no importaría demasiado de todas formas -replicó Rhoda-. A las doce y cuarto, ¿vale?
-Vale -asintió Rosie.
Pero mientras el ascensor descendía lentamente los cuatro pisos que la separaban del vestíbulo, el último comentario de Rhoda le siguió resonando en la cabeza. Hoy no importaría demasiado de todas formas. ¿Y si por la tarde no lo hacía mejor? ¿Y si pasaban de la toma setenta y tres a la toma ochenta y a la toma ciento no sé cuántos? ¿Y si al día siguiente, cuando se encontrara con el señor Lefferts, la despedía en lugar de ofrecerle un contrato? ¿Qué haría entonces?
De repente la acometió una oleada de odio hacia Norman. La golpeó entre los ojos como un objeto duro y pesado, tal vez un peldaño o la hoja roma de un hacha vieja y oxidada. Aunque Norman no hubiese matado al señor Slowik, aunque Norman siguiese en aquella otra zona horaria, la seguía, igual que Peterson seguía a la pobre y asustada Alma St. George. La seguía en el interior de su cabeza.
El ascensor se detuvo y las puertas se abrieron. Rosie salió al vestíbulo, y el hombre que esperaba de pie junto al directorio del edificio se volvió hacia ella con expresión esperanzada y cautelosa a un tiempo. Era una expresión que le hacía parecer más joven aún..., casi un adolescente.
-Hola, Rosie -la saludó Bill.
9
Rosie sintió la necesidad repentina e increíblemente intensa de echar a correr antes de que Bill advirtiera hasta qué punto la había desconcertado, pero en aquel momento, los ojos de Bill se clavaron en los suyos, los atraparon, y la opción de escapar desapareció. Había olvidado aquellas fascinantes motas verdes de sus ojos, aquellos rayos de sol reflejados en agua poco profunda. En lugar de echar a correr hacia las puertas del vestíbulo, Rosie se acercó lentamente a él con una mezcla de temor y felicidad. Sin embargo, el sentimiento que la dominaba era un intenso alivio.
-Te dije que te mantuvieras alejado de mí -empezó con voz temblorosa.
Bill alargó el brazo para cogerle la mano. Rosie estaba convencida de que no podía permitírselo, pero no pudo evitar que sucediera... ni que su mano capturada se girara para poder entrelazar los dedos con los de él.
-Ya lo sé -se limitó a decir Bill-. Pero no puedo, Rosie.
Aquello la asustó; le soltó la mano mientras escudriñaba su rostro con aire inseguro. Nunca le había sucedido nada parecido, nada, y no tenía ni idea de cómo debía reaccionar ni comportarse.
Bill abrió los brazos, y tal vez sólo era un gesto para poner de manifiesto su impotencia, pero era el único gesto que el corazón cansado y esperanzado de Rosie necesitaba; hacía a un lado todas las vacilaciones remilgadas que habían ocupado su mente y tomaba las riendas de la situación. Rosie empezó a andar como una sonámbula hacia el círculo de sus brazos, y cuando se cerraron en torno a ella, oprimió el rostro contra el hombro de Bill y cerró los ojos. Y cuando las manos de él le rozaron el cabello, que llevaba suelto sobre los hombros, la invadió una sensación extraña y maravillosa. Era como si acabara de despertar. Como si hubiera estado dormida, no sólo ahora, al entrar en el círculo de sus brazos, no sólo aquella mañana, desde que el despertador la arrancara del sueño de la moto, sino durante años y años, como Blancanieves después de comerse la manzana. Pero ahora estaba despierta, muy despierta, y miraba en derredor con ojos que empezaban a ver.
-Me alegro de que hayas venido -dijo.
10
Caminaron despacio hacia el este por Lake Drive, de cara a un viento fuerte y cálido. Cuando Bill le rodeó los hombros con el brazo, Rosie le dedicó una breve sonrisa. Se hallaban a cinco kilómetros del lago en aquel momento, pero Rosie creía poder caminar hasta allí si Bill seguía rodeándole los hombros de aquella forma. Caminar hasta el lago y tal vez incluso cruzarlo, avanzando tranquilamente de ola en ola.
-¿Por qué sonríes? -inquirió Bill.
-Oh, no sé -repuso ella-. Tengo ganas de sonreír.
-¿De verdad te alegras de que haya venido?
-Sí. Apenas he dormido esta noche. No dejaba de pensar que me había equivocado, y creo que realmente me equivocaba, pero..., Bill.
-Estoy aquí.
-Lo hice porque me importas más de lo que creía que pudiera llegar a importarme un hombre en toda mi vida, y todo ha sucedido tan deprisa... Debo de estar loca por decirte esto.
-No estás loca -aseguró Bill apretándola contra sí.
-Te llamé y te dije que te mantuvieras alejado porque está pasando algo, bueno, es posible que esté pasando algo, y no quería que te ocurriera nada. Por nada del mundo. Y todavía siento lo mismo.
-Es Norman, ¿verdad? Norman Bates. Ha venido a buscarte después de todo.
-Mi corazón dice que sí -explicó Rosie, escogiendo las palabras con cuidado-, y mis nervios también, pero no estoy segura de confiar en mi corazón..., porque lleva demasiado tiempo asustado, y mis nervios..., mis nervios están destrozados.
Miró el reloj y a continuación un puesto de perritos calientes instalado en el siguiente cruce. Cerca del puesto había una extensión de hierba con bancos en los que varias secretarias daban cuenta del almuerzo.
-¿Me invitas a un perrito caliente con chucrut? -preguntó; de repente, una tarde de eructos se le antojó la cosa más insignificante del mundo-. No he comido un perrito caliente desde que era pequeña.
-Creo que podemos arreglarlo.
-Podemos sentarnos en uno de esos bancos y te hablaré de Norman Bates. Después podrás decidir si quieres seguir conmigo o no. Si decides que no, lo entenderé...
-Rosie, no voy a...
-No digas eso. No lo digas hasta que te haya hablado de él. Y será mejor que comas antes de que empiece, porque si no se te pasará el hambre.
11
Al cabo de cinco minutos, Bill se acercó al banco que ocupaba Rosie. En las manos llevaba con cuidado una bandeja con dos perritos calientes extralargos y dos vasos de limonada. Rosie cogió un bocadillo y una limonada, dejó la bebida sobre el banco y se volvió hacia Bill con expresión solemne.
-Deberías dejar de invitarme a comer. Empiezo a sentirme como la niña desamparada de las tarjetas de UNICEF.
-Me encanta invitarte a comer -exclamó él-. Estás demasiado delgada, Rosie.
Eso no es lo que dice Norman, pensó, pero no parecía el comentario más apropiado en aquellas circunstancias. No sabía a ciencia cierta cuál sería el comentario apropiado y pensó en las réplicas estúpidas que los personajes espetaban en series televisivas tales como Melrose Place. En aquel instante le habría ido muy bien un poco de aquella cháchara. En lugar de hablar se quedó mirando su perrito caliente con chucrut y empezó a golpear el panecillo con el ceño fruncido y la boca fruncida en un ademán resuelto, como si se tratara de un rito ancestral previo a la ingestión transmitido en su familia a lo largo de generaciones, de madres a hijas.
-Bueno, háblame de Norman, Rosie.
-Muy bien, pero espera a que decida por dónde empezar.
Dio un mordisco al bocadillo, deleitándose con el escozor del chucrut en la lengua, y a continuación tomó un sorbo de limonada. Se le ocurrió que tal vez Bill no querría saber nada más de ella cuando terminara de hablar, que lo único que sentiría sería espanto y asco por una mujer que había vivido con una criatura como Norman durante todos aquellos años, pero era demasiado tarde para preocuparse por esas cosas. Abrió la boca y empezó a hablar. Su voz sonaba bastante firme, lo cual surtió en ella un efecto tranquilizador.
Empezó hablándole de una chica de quince años que se había sentido extraordinariamente guapa con un lazo de color rosa anudado en el pelo, y que, cierta noche, aquella chica había ido a un partido de baloncesto de la universidad simplemente porque su reunión de Futuras Amas de Casa había sido cancelada en el último momento y le quedaban dos horas antes de que su padre fuera a recogerla. O tal vez, explicó, sólo había querido que la gente viera lo guapa que estaba con aquel lazo, y la biblioteca de la escuela estaba cerrada. En las gradas, un chico alto ataviado con cazadora de cuero se había sentado junto a ella, un chico de hombros anchos que cursaba el último año y habría estado corriendo por la cancha con los demás jugadores si no lo hubieran expulsado del equipo en diciembre por pelearse con sus compañeros. Siguió hablando, oyendo cómo brotaban de sus labios cosas que había creído se llevaría consigo a la tumba. No le habló de la raqueta de tenis, pues ese secreto sí se lo llevaría consigo a la tumba, pero sí le contó lo del mordisco de Norman en su luna de miel, le habló de que había intentado convencerse de que había sido un mordisco amoroso, le contó lo del aborto que él le había provocado, le explicó las diferencias cruciales que existen entre palizas en la cara y palizas en la espalda.
-Por eso siempre tengo que ir al lavabo -aclaró con una sonrisa nerviosa mientras se miraba las manos-,pero cada vez estoy mejor.
Le habló de las ocasiones, durante los primeros años de su matrimonio, en que Norman le había quemado los dedos de los pies o de las manos con el encendedor; irónicamente, aquella tortura había cesado al dejar él de fumar. Le habló de la noche en que Norman había llegado a casa del trabajo para sentarse delante de la tele a ver las noticias, con el plato de la cena sobre el regazo pero sin comer; que de repente había dejado el plato a un lado cuando Dan Rather terminó de presentar las noticias y había empezado a pincharla con la punta de un lápiz que había sobre la mesita situada junto al sofá. La pinchó con fuerza suficiente para dejar pequeñas marcas negras en su piel, pero sin llegar a hacerle sangre. Contó a Bill que Norman le había hecho más daño en otras ocasiones, pero que jamás se había asustado tanto como aquel día, sobre todo por su silencio. Cuando habló con él para intentar averiguar qué pasaba, Norman no respondió, sino que siguió persiguiéndola mientras ella retrocedía (no quería correr, ya que eso habría equivalido a arrojar una cerilla a un barril de pólvora), sin responder a sus preguntas ni hacer caso de sus dedos extendidos. Siguió pinchándole los brazos, los hombros y el pecho (llevaba un jersey de escote) con el lápiz, emitiendo pequeños jadeos cada vez que la punta roma del lápiz se le clavaba en la piel. Ha ha ha. Por fin Rosie se había acurrucado en el rincón con las rodillas dobladas sobre el pecho y las manos entrelazadas en la nuca, y Norman se había arrodillado ante ella con el rostro serio, casi aplicado, pinchándola con el lápiz y emitiendo aquel sonido. Le contó a Bill que había pensado que la mataría, que sería la única mujer de la historia a la que apuñalaran hasta la muerte con un lápiz... y que recordaba haberse repetido una y otra vez que no debía gritar, porque los vecinos la oirían y no quería que la encontraran de aquel modo. No con vida, al menos. Resultaba demasiado vergonzante. Y entonces, cuando estaba casi segura de que empezaría a gritar a pesar suyo, Norman había ido al baño y se había encerrado. Permaneció allí dentro mucho rato, y Rosie había empezado a pensar en correr, cruzar la puerta de su casa y correr a cualquier parte, pero era de noche, y Norman estaba en casa. Si hubiera salido del baño y descubierto que se había marchado, la habría perseguido y matado, de eso estaba segura.
-Me habría roto el cuello como si fuera un hueso de pollo -aseguró a Bill sin levantar la vista.
Sin embargo, se había prometido que lo abandonaría; que lo dejaría la próxima vez que le hiciera daño. Pero después de aquella noche, Norman no le había puesto la mano encima durante mucho tiempo. Tal vez cinco meses. Y cuando volvió a atacarla, al principio no fue tan espantoso, y Rosie se había dicho que si podía soportar que la pinchara una y otra vez con un lápiz, podía aguantar unos cuantos puñetazos. Así había vivido hasta 1985, año en que la situación se torció de repente. Le contó el miedo que le había dado Norman aquel año por culpa del asunto de Wendy Yarrow.
-Fue el año en que abortaste, ¿verdad? -preguntó Bill.
-Sí -asintió Rosie sin dejar de mirarse las manos-. Y también me rompió una costilla. O tal vez un par. La verdad es que no me acuerdo, ¿no te parece espantoso?
Bill no respondió, de modo que Rosie siguió hablando a toda prisa, contándole que lo peor, aparte del aborto, por supuesto, eran los silencios largos y aterradores en los que Norman se limitaba a mirarla, respirando con tal fuerza por la nariz que parecía un animal preparándose para atacar. Las cosas habían mejorado un poco después del aborto, explicó. Le contó que hacia el final había empezado a estar un poco ida, que a veces perdía la noción del tiempo cuando estaba sentada en la mecedora y que otras, cuando ponía la mesa para la cena y aguzaba el oído para detectar el sonido del coche de Norman entrando en el camino de entrada, se daba cuenta de que se había duchado ocho o nueve veces aquel día. Por lo general con las luces del baño apagadas.
-Me gustaba ducharme en la oscuridad -confesó aún sin atreverse a levantar la vista-. Era como estar en un armario mojado.
Terminó hablándole de la llamada de Anna, una llamada que Anna había efectuado por una razón importante. Se había enterado de un detalle, un detalle que no había salido en el artículo del periódico, un detalle que la policía había callado para evitar confesiones o pistas falsas. A Peter Slowik lo habían mordido más de tres docenas de veces, y faltaba al menos una parte de su anatomía. La policía creía que el asesino se la había llevado consigo... de un modo u otro. Anna sabía gracias al Círculo de Terapia que Rosie McClendon, cuyor primer contacto significativo en la ciudad había sido su ex marido, estaba casada con un mordedor. Tal vez no guardaba relación alguna con el asesinato, se había apresurado a añadir. Pero..., por otro lado...
-Un mordedor -murmuró Bill casi como si hablara solo-. ¿Así es como los llaman? ¿Es el término que se utiliza?
-Me parece que sí.
Y entonces, tal vez porque temía que Bill no la creyera (que pensara que estaba «fibulando», en palabras de Norman), se bajó el hombro de la camiseta rosa de Tape Engine que llevaba y le mostró una vieja cicatriz circular que recordaba los vestigios de una mordedura de tiburón. Era el primero, el regalo de luna de miel. A continuación se levantó la manga izquierda y le mostró otro. Ésta no le recordaba un mordisco, sino que por alguna razón la hacía pensar en rostros blancos y suaves ocultos en la frondosa maleza.
-Éste sangró bastante y luego se infectó -explicó como si refiriera una información rutinaria, que había llamado la abuela, por ejemplo, o que el cartero había dejado un paquete-. Pero no fui al médico. Norman me trajo un gran frasco de antibióticos. Me los tomé, y la herida mejoró. Conoce a toda clase de personas de las que puede obtener cosas. Los llama «los pequeños ayudantes de papá». Es bastante gracioso si te paras a pensarlo, ¿verdad?
Seguía hablando con la mirada fija en las manos, que tenía entrelazadas sobre el regazo, pero por fin se atrevió a lanzarle una mirada rápida para comprobar su reacción a lo que le estaba contando. Lo que vio la dejó anonadada.
-¿Qué? -dijo Bill con voz ronca-. ¿Qué pasa, Rosie?
-Estás llorando -susurró ella con voz temblorosa.
-No -replicó Bill con aire sorprendido-. Al menos, no creo.
Rosie alargó la mano, trazó con el dedo un círculo bajo el ojo de Bill y sostuvo la yema en alto para que la viera. Bill la examinó de cerca mientras se mordía el labio inferior.
-Y tampoco has comido mucho.
La mitad del perrito caliente de Bill seguía sobre el plato, y el chucrut untado de mostaza sobresalía del panecillo. Bill arrojó el plato de papel a la papelera que había junto al banco y luego se volvió de nuevo hacia ella, enjugándose las lágrimas con aire ausente.
Rosie sintió que la cruda realidad se apoderaba de ella. Ahora le preguntaría por qué se había quedado con Norman, y aunque ella no se levantaría del banco para marcharse (al igual que no había abandonado la casa de Westmoreland Street hasta abril), aquella pregunta interpondría la primera barrera entre ellos, porque Rosie no podía responderla. No sabía por qué se había quedado con él, al igual que no sabía por qué había bastado una solitaria gota de sangre para transformar su vida entera. Sólo sabía que la ducha había sido el mejor lugar de la casa, oscuro, mojado y lleno de vapor, y que, a veces, media hora en la Silla del Osito se le antojaba cinco minutos, y la razón de todo ello carecía de toda importancia cuando una vivía en el infierno. El infierno carecía de motivos. Las mujeres del Círculo de Terapia lo sabían muy bien; nadie le había preguntado por qué se había quedado. Lo sabían. Lo sabían por experiencia propia. Tenía la sensación de que algunas de ellas sabían incluso lo de la raqueta de tenis... o cosas aún peores que la raqueta de tenis. .
Pero cuando Bill habló por fin, la pregunta que le formuló fue tan distinta de lo que esperaba que por un instante no pudo más que quedarse con la boca abierta.
-¿Qué probabilidades hay de que matara a la mujer que le estaba dando tantos quebraderos de cabeza en el 85? Esa tal Wendy Yarrow.
Rosie estaba perpleja, pero no con aquella clase de perplejidad que se experimenta cuando se escucha una pregunta impensable; estaba perpleja como si hubiera visto un rostro conocido en el lugar más inverosímil. La pregunta de Bill era una pregunta que llevaba años rondándole por la cabeza, si bien de un modo inarticulado y confuso.
-¿Rosie? Te he preguntado qué probabilidades hay...
-Creo que... bastantes, la verdad.
-Le fue muy bien que muriera de aquella forma, ¿verdad? Lo salvó de ir a juicio por el asunto.
-Sí.
-Si la hubieran mordido, ¿crees que los periódicos lo habrían publicado?
-No lo sé. Tal vez no. -Rosie miró el reloj y se levantó a toda prisa-. Dios mío. Tengo que irme ahora mismo. Rhoda quería que empezáramos a las doce y cuarto, y ya son y diez.
Volvieron sobre sus pasos uno junto al otro. Deseaba que Bill volviera a rodearla con el brazo, y mientras una parte de su mente le advertía que no fuera codiciosa y otra (la señora Práctica-Sensata) le decía que no se metiera en líos, Bill la rodeó con el brazo.
Creo que me estoy enamorando de él.
Fue la falta de incredulidad de aquel pensamiento lo que provocó el siguiente: No, Rosie, creo que eso es el titular de ayer. Creo que ya estás enamorada de él.
-¿Qué dice Anna de la policía? -inquirió Bill-. ¿Quiere que vayas a algún sitio a declarar?
Rosie se puso rígida entre sus brazos, y la garganta se le secó mientras la adrenalina le llenaba el organismo. Bastaba una sola palabra. La palabra que empezaba por p.
Los policías son hermanos, le había repetido Norman una y otra vez. El cuerpo es una gran familia, y los policías son hermanos. Rosie no sabía hasta qué punto era cierta aquella afirmación, hasta qué punto se solidarizarían unos con otros, o se cubrirían unos a otros, pero sabía que los policías a los que Norman llevaba a casa de vez en cuando se parecían mucho a él, y sabía que nunca había dicho una sola palabra en contra de ellos, ni siquiera de su primer compañero en la unidad de detectives, un cerdo viejo y seboso que se llamaba Gordon Satterwaite y a quien Norman detestaba. Y por supuesto estaba Harley Bissington, cuya afición, al menos cuando iba a Casa Damels, consistía en desnudar a Rosie con la mirada. Harley había contraído cáncer de piel y se había acogido a la jubilación anticipada tres años antes, pero era el compañero de Norman en 1985, en la época del caso Richie Bender/ Wendy Yarrow. Y si el asunto había transcurrido tal como Rosie sospechaba, Harley había cubierto a Norman. Lo había cubierto bien cubierto. Y no sólo porque él mismo había estado involucrado en el asunto, sino también porque el cuerpo de policía era una gran familia y sus integrantes, hermanos. Los policías veían el mundo desde una perspectiva distinta a la de la gente de a pie («los clientes de los almacenes Kmart», en palabras de Norman); los policías lo veían con los poros abiertos y los nervios chisporroteantes. Los convertía en personas diferentes, muy diferentes..., y luego estaba Norman.
-Ala policía no me voy ni a acercar -aseguró Rosie a toda prisa-. Anna dice que no tengo que ir y que nadie puede obligarme. Los policías son sus amigos. Sus hermanos. Se protegen los unos a los otros, se...
-Tranquila -la atajó Bill un poco alarmado-. No pasa nada, tranquila.
-¡No puedo estar tranquila! Es que... no te lo puedes ni imaginar. Por eso te llamé, porque no sabes cómo son estas cosas..., cómo es él..., y cómo funciona todo entre él y el resto de ellos. Si fuera a la policía aquí, se pondrían en contacto con la policía de allá. Y si uno de ellos..., alguien que trabaje con él, que haya salido a hacer redadas con él a las tres de la mañana, que haya puesto su vida en sus manos...
Estaba pensando en Harley, quien no podía dejar de mirarle los pechos y siempre tenía que comprobar dónde acababa el dobladillo de su falda cuando se sentaba.
-Rosie, no tienes que...
-¡Sí que tengo que! -gritó ella con una fiereza nada característica-. Si un policía como ése supiera cómo ponerse en contacto con Norman lo haría. Le diría que he estado hablando de él. Si les diera mi dirección, y te obligan a hacerlo cuando presentas una denuncia, él se enteraría.
-Estoy seguro de que ningún policía...
-¿Los has tenido alguna vez en tu casa, jugando al póquer o mirando Debbie se tira a todo Dallas?
-Bueno..., no. No, pero...
-Yo sí. Sé de lo que hablan, sé qué les parece el resto del mundo. Ellos lo ven así, como el resto del mundo. Incluso los mejores. Están ellos... y luego están los clientes de Kmart. Nada más.
Bill abrió la boca para decir algo, no sabía muy bien qué, pero volvió a cerrarla. La idea de que Norman pudiera averiguar la dirección de la habitación que Rosie ocupaba en Trenton Street como consecuencia de una operación de radio macuto entre policías le parecía convincente en cierto modo, pero no fue ésa la razón por la que guardó silencio. La expresión del rostro de Rosie, la expresión de una mujer que ha tenido que remontarse odiosa e involuntariamente a tiempos menos felices, indicaba que Bill no podría decir nada que la convenciera. Le daban miedo los policías, eso era todo, y Bill era lo bastante mayorcito como para saber que la lógica no mata a todos los cocos del mundo.
-Además, Anna dice que no tengo que ir. Anna dice que si ha sido Norman, ellas lo verán primero, no yo.
Bill reflexionó unos instantes y por fin decidió que eso tenía bastante sentido.
-¿Qué piensa hacer?
-Ya ha hecho algo. Envió un fax a una asociación de mujeres de mi ciudad y les contó lo que podía estar ocurriendo aquí. Les pidió que le mandaran información sobre Norman, y al cabo de una hora le enviaron un montón de información con foto incluida.
-Qué rapidez, sobre todo fuera de horas de oficina -comentó Bill enarcando las cejas.
-Mi marido se ha convertido en un héroe -prosiguió Rosie con voz monótona-. Lo más probable es que no se haya pagado una sola copa en el último mes. Estaba al frente del equipo que desenmascaró una importante red de narcotráfico. Su fotografía apareció en primera plana del periódico dos o tres días seguidos.
Bill emitió un silbido. Tal vez Rosie no era tan paranoica al fin y al cabo.
-La mujer que se encargó de reunir la información dio otro paso -explicó Rosie-. Llamó al Departamento de Policía y preguntó por él. Se inventó la historia de que su asociación quería condecorar a Norman con el Encomio Femenino.
Bill asimiló sus palabras y de repente se echó a reír. Rosie le correspondió con una sonrisa forzada.
-El sargento de guardia consultó en el ordenador y le dijo que el teniente Daniels estaba de vacaciones. Creía que en el oeste.
-Pero podría estar pasando las vacaciones aquí -señaló Bill con aire pensativo.
-Sí. Y si alguien resulta herido, será por mi cul...
Bill le puso las manos sobre los hombros y la obligó a girarse. Rosie abrió los ojos de par en par, y Bill advirtió que se encogía. Era un espectáculo que le hería el corazón de un modo nuevo y extraño. De repente recordó una historia que había oído en el Centro Americano Sión, donde había recibido clases de religión e historia americana hasta los nueve años. Una historia acerca de las lapidaciones en los tiempos de los profetas. Cuando era pequeño había pensado que se trataba del castigo más increíblemente cruel del mundo, mucho peor que el fusilamiento o la silla eléctrica, una forma de ejecución que no podía justificarse de modo alguno. Y ahora, viendo lo que Norman Daniels había hecho a aquella encantadora mujer de rostro frágil y vulnerable, estuvo tentado de cambiar de opinión.
-No pronuncies la palabra culpa -ordenó-. Tú no creaste a Norman.
Rosie parpadeó como si aquel pensamiento jamás se le hubiera ocurrido.
-¿ Cómo narices encontraría a ese tal Slowik?
-Pues siendo yo -repuso ella.
Bill se la quedó mirando. Rosie asintió.
-Sé que parece una locura, pero no lo es. Sabe hacerlo. Le he visto hacerlo. Probablemente, así es como desenmascaró la red de narcotráfico.
-¿Presentimientos? ¿Intuición?
-Más que eso. Es casi telepatía. Él lo llama ir de pesca.
-Un hombre realmente extraño, ¿verdad? -comentó Bill meneando la cabeza.
Aquellas palabras la sorprendieron tanto que se echó a reír.
-¡Madre mía, ni te lo imaginas! En cualquier caso, todas las mujeres de H y H han visto la foto y tomarán precauciones especiales. sobre todo en el picnic del sábado. Algunas de ellas llevarán aerosol antivioladores..., las que realmente estén dispuestas a usarlo si la cosa se pone fea, dice Anna. Y todo eso suena muy bien, pero luego me dijo: «Note preocupes, Rosie, hemos tenido otros sustos parecidos y siempre nos las hemos arreglado», y eso me hizo sentir fatal. Porque cuando un hombre muere, un hombre bueno como el que me rescató en aquella espantosa terminal de autobuses, entonces es más que un susto.
De nuevo estaba levantando la voz y hablando más deprisa. Bill le tomó la mano y se la acarició.
-Lo sé, Rosie -dijo en lo que esperaba fuera un tono tranquilizador-. Lo sé.
-Cree que sabe lo que se hace, me refiero a Anna, cree que ya ha pasado por esto porque ha llamado a la policía para denunciar a unos cuantos borrachos que tiraban ladrillos por las ventanas o merodeaban cerca de la casa o escupían a sus mujeres cuando salían a comprar el periódico por las mañanas. Pero jamás ha pasado por algo parecido a Norman y no lo sabe, eso es lo que me asusta. -Se detuvo para recobrar el dominio de sus emociones, y luego le dedicó una sonrisa-. En cualquier caso, dice que no tengo que implicarme en absoluto, al menos por ahora.
-Me alegro.
El Edificio Corn se alzaba ante ellos.
-No me has dicho nada de mi pelo -dijo Rosie mirándolo con timidez-. ¿Quiere eso decir que no te has fijado o que no te gusta?
Bill examinó su peinado y sonrió.
-Me he fijado y me gusta, pero estaba pensando en este otro asunto..., quiero decir, en la posibilidad de no volverte a ver nunca más.
-Siento haberte trastornado tanto.
Era cierto, lo sentía, pero también se alegraba de que Bill se hubiera trastornado. ¿Había sentido algo siquiera remotamente parecido cuando Norman y ella salían? No lo recordaba. Tenía grabada en la memoria una imagen de Norman metiéndole mano debajo de una manta una noche durante una carrera de coches, pero por el momento, todo lo demás se perdía en una espesa bruma.
-Te inspiraste en la mujer del cuadro, ¿verdad? El cuadro que compraste el día en que te conocí.
-Es posible -repuso Rosie con cautela.
¿Creía Bill que eso era raro, y tal vez aquella era la verdadera razón por la que no le había comentado nada acerca de su nuevo peinado? Pero Bill la sorprendió de nuevo, tal vez más incluso que al preguntarle sobre lo que le había sucedido a Wendy Yarrow.
-Casi todas las mujeres, cuando se tiñen el pelo, tienen aspecto de haberse teñido el pelo -dijo-. La mayoría de los hombres fingen que no lo saben, pero sí que lo saben. En cambio tú... Es como si el día que entraste en la tienda hubieras llevado el pelo teñido y éste fuera tu color natural. Probablemente te parezca la patraña más descarada del mundo, pero es verdad..., y eso que las rubias siempre son las que parecen menos auténticas. Deberías trenzártelo como la mujer del cuadro. Parecerías una princesa vikinga. Sería pero que muy sexy.
Aquella palabra pulsó un gran botón rojo en su interior, desencadenando sensaciones que resultaban atractivas y alarmantes a un tiempo. No me gusta el sexo, pensó. Nunca me ha gustado el sexo, pero...
Rhoda y Curt se acercaban por el lado opuesto. Los cuatro se encontraron delante de las viejas puertas giratorias del Edificio Corn. Rhoda examinó a Bill de pies a cabeza con gran curiosidad.
-Bill, éstas son las personas con las que trabajo -explicó Rosie; el calor que le inundaba las mejillas se intensificó en lugar de remitir-, Rhoda Simons y Curtis Hamilton. Rhoda, Curt, éste es... -por un terrible instante, Rosie fue absolutamente incapaz de recordar cómo se llamaba aquel hombre que ya significaba tanto para ella, pero de repente le volvió- Bill Steiner -terminó.
-Encantado -saludó Curt al tiempo que estrechaba la mano de Bill y miraba de reojo el edificio, impaciente por volver a colocar la cabeza entre los auriculares.
-Los amigos de Rosie son mis amigos, como suele decirse -recitó Rhoda extendiendo la mano y haciendo tintinear las delgadas pulseras que llevaba en la muñeca.
-Mucho gusto -repuso Bill antes de volverse hacia Rosie-. ¿Sigue en pie lo del sábado?
Rosie se lo pensó durante unos instantes y por fin asintió.
-Te recogeré a las ocho y media. No olvides llevar algo de abrigo.
-De acuerdo.
Rosie sintió que el rubor se le extendía a todo el cuerpo, endureciéndole los pezones y haciéndole cosquillas en los dedos. El modo en que Bill la estaba mirando volvió a pulsar aquel botón rojo, pero esta vez le resultó más atractivo que aterrador. De repente se apoderó de ella la necesidad cómica pero increíblemente intensa de rodearlo con sus brazos... y sus piernas... y luego trepar por él como si de un árbol se tratara.
-Bueno, pues hasta el sábado -se despidió Bill inclinándose hacia delante para plantarle un beso en la comisura de los labios-. Curtis, Rhoda, encantado de conoceros.
Se volvió y echó a andar silbando.
-Hay que reconocerlo, Rosie, tienes muy buen gusto -alabó Rhoda-. ¡Qué ojos!
-Sólo somos amigos -explicó Rosie con timidez-. Lo conocí...
Dejó la frase sin acabar. De repente le parecía muy complicado, por no decir embarazoso, explicar toda la situación, de modo que se encogió de hombros y lanzó una risita nerviosa.
-Bueno, ya sabes...
-Sí, ya sé -aseguró Rhoda sin dejar de seguir a Bill con la mirada; de repente se volvió hacia Rosie y rió complacida-: Lo sé. Dentro de este viejo cascarón de feminidad late el corazón de una verdadera romántica. Una romántica que espera que tú y el señor Steiner os hagáis muy buenos amigos. Entretanto, ¿estás preparada para seguir?
-Sí -asintió Rosie.
-¿Asistiremos a una mejora respecto a esta mañana, ahora que te has encargado de este... asunto?
-Estoy segura de que asistiréis a una mejora considerable -afirmó Rosie.
Y tenía razón.

VI
EL TEMPLO DEL TORO
1
Aquel jueves por la noche, antes de irse a la cama, Rosie conectó su nuevo teléfono y llamó a Anna. Le preguntó si había alguna novedad y si alguien había visto a Norman en la ciudad. Anna contestó con una firme negativa a ambas preguntas, le aseguró que todo estaba en calma, y luego dijo lo típico, que la ausencia de noticias eran buenas noticias. Rosie tenía sus dudas al respecto, pero las guardó para sí. En cambio, dio el pésame a Anna por la muerte de su ex marido, preguntándose si la Señorita Modales tendría reglas para afrontar aquellas situaciones.
-Gracias, Rosie -repuso Anna-. Peter era un hombre extraño y difícil. Le encantaba la gente, pero no era muy encantador que digamos.
-A mí me pareció muy amable.
-Me lo creo. Para los desconocidos era el buen samaritano. Para su familia y las personas que intentaban entablar amistad con él, y yo he pertenecido a ambos grupos, así que lo sé, era más bien como el levítico; te esquivaba. Una vez, durante la cena de Acción de Gracias, cogió el pavo y se lo arrojó a su hermano Hal. No recuerdo muy bien el motivo de la disputa, pero probablemente era por la OLP o César Chávez*(Dirigente chicano, impulsor de varias huelgas de campesinos. (N. del E.)) . Siempre era por una de las dos cosas.
Anna suspiró.
-El sábado por la tarde celebramos un círculo de conmemoración..., es decir, que todos nos sentamos en círculo como borrachos en una sesión de Alcohólicos Anónimos y hablamos de él por turnos. Al menos eso creo.
-Suena bien.
-¿Tú crees? -replicó Anna.
Rosie la imaginó arqueando las cejas con esa arrogancia inconsciente tan característica, pareciéndose más que nunca a Maude.
-A mí me parece bastante tonto, pero a lo mejor tienes razón. La cuestión es que me iré del picnic el tiempo suficiente para hacer eso, pero seguro que nadie se quejará. Las mujeres maltratadas de esta ciudad han perdido a un amigo, de eso no cabe la menor duda.
-Si lo hizo Norman...
-Sabía que dirías eso -la atajó Anna-. Llevo muchos años trabajando con mujeres doblegadas, aplastadas, humilladas y mutiladas, y conozco el nivel de masoquismo que llegan a desarrollar. Forma parte del síndrome de la mujer maltratada del mismo modo que la disociación y la depresión. ¿Recuerdas cuando explotó el Challenger?
-Sí... -repuso Rosie extrañada, pero lo recordaba, desde luego.
-Aquel día, una mujer vino a verme llorando como una magdalena. Tenía las mejillas y los brazos llenos de marcas rojas porque se había abofeteado y pellizcado. Me dijo que era culpa suya que hubieran muerto aquellos hombres y aquella encantadora profesora. Cuando le pregunté por qué, me contestó que había escrito no una, sino dos cartas al Chícago Tribune y una al representante gubernamental de su distrito en apoyo al programa espacial tripulado. Al cabo de un tiempo, las mujeres maltratadas empiezan a aceptar la culpa, es así. Y no sólo la culpa por algunas cosas, sino por todo.
Rosie pensó en Bill mientras la acompañaba hacia el Edificio Corn y le rodeaba los hombros con el brazo. No pronuncies la palabra culpa, le había dicho. Tú no creaste a Norman.
-Tardé mucho tiempo en comprender esa parte del síndrome -prosiguió Anna-, pero ahora creo que lo entiendo. Alguien tiene que cargar con la culpa, pues de lo contrario el dolor y la depresión no tendrían sentido. Te volverías loca. Mejor sentirse culpable que volverse loca. Pero ya es hora de que superes eso, Rosie.
-No te entiendo.
-Sí que me entiendes -insistió Anna con calma.
Y a continuación habían hablado de otras cosas.
2
Veinte minutos después de despedirse de Anna, Rosie yacía en la cama con los ojos abiertos y los dedos entrelazados bajo la almohada, contemplando la oscuridad mientras varios rostros le cruzaban por la mente como globos sueltos. Rob Lefferts, que se parecía al hombrecillo de las tarjetas del Monopoly; lo vio entregándole la que decía Queda libre de la cárcel. Rhoda Simons con un lápiz enredado en el pelo, diciéndole que se decía medias de nailon, no miedas de nailon. Gert Kinshaw, una versión humana del planeta Júpiter, ataviada con pantalones de chándal y una camiseta de hombre con escote de pico, ambas prendas de la talla supergrande. Cynthia No sé qué (Rosie no recordaba su apellido), la bulliciosa punkie con el pelo teñido de dos colores, contando que de pequeña se sentaba durante horas delante de un cuadro en el que el río parecía moverse.
Y Bill, por supuesto. Vio sus ojos avellanados de motas verdes, el modo en que el cabello oscuro le crecía a partir de las sienes, incluso la diminuta cicatriz circular que tenía en el lóbulo de la oreja izquierda, que alguna vez se había perforado (tal vez en la universidad, como consecuencia de una apuesta de borrachos), pero sin ponerse pendiente para mantener el orificio abierto. Sintió el contacto de su mano sobre la cintura, la palma cálida, los dedos fuertes; percibió el roce ocasional de su cadera contra la de ella, y se preguntó si le habría excitado tocarla. Estaba dispuesta a reconocer que el contacto con ella sí la había excitado. Era tan distinto a Norman que tenía la sensación de haber conocido a un visitante de otro sistema solar.
Cerró los ojos y se deslizó un poco más hacia el país de los sueños.
Otro rostro surgió flotando de la oscuridad. El rostro de Norman. Norman estaba sonriendo, pero sus ojos grises aparecían fríos como carámbanos. Voy de pesca a por ti, cariño, dijo Norman. Estoy tendido en mi propia cama, cerca de ti, pescando en tu busca. Pronto estaré hablando contigo, hablando contigo de cerca. Sin duda será una conversación bastante breve. Y cuando termine...
Norman levantó la mano. En ella sostenía un lápiz afilado como una hoja de afeitar.
Esta vez no me molestaré en pincharte los brazos ni los hombros. Esta vez iré directamente a por tus ojos. O tal vez la lengua. ¿Qué te parecería eso, cariño? ¿Que te clavara un lápiz en esa lengua charlatana y mentiro...
Abrió los ojos de golpe, y el rostro de Norman desapareció. Los volvió a cerrar e invocó el rostro de Bill. Por un instante no supo si aparecería, creyó que en lugar del suyo volvería a ver el de Norman, pero no fue así. .
El sábado salimos, pensó. Pasaremos el día juntos. Si quiere besarme, se lo permitiré. Si quiere abrazarme y tocarme, se lo permitiré. Es una locura lo mucho que me apetece estar con él.
Volvió a deslizarse hacia el sueño, y supuso que estaba soñando con el picnic al que ella y Bill irían al cabo de dos días. Había otra persona haciendo picnic cerca de ellos, alguien con un bebé. Oyó su llanto a lo lejos. Y de repente, con más claridad, el rugido de un trueno.
Como en el cuadro, pensó. Le hablaré del cuadro durante la comida. He olvidado contárselo hoy porque había demasiadas otras cosas de qué hablar, pero...
El trueno retumbó de nuevo, esta vez más cerca y con mayor intensidad. Aquel sonido la trastornó. La lluvia les estropearía el picnic; la lluvia estropearía el picnic de Hijas y Hermanas en Ettinger's Pier; a lo mejor incluso provocaría la cancelación del concierto.
No te preocupes, Rosie, el trueno viene del cuadro, y todo esto es un sueño.
Pero si era un sueño, ¿por qué sentía aún la almohada sobre las muñecas y los antebrazos? ¿Cómo era posible que percibiera sus dedos entrelazados y la manta ligera que la cubría? ¿Por qué seguía oyendo el ruido del tráfico procedente de la calle?
Los grillos cantaban y zumbaban: cric-cric-cric-cric-cric.
El bebé lloró.
De repente vio una luz violácea a través de los párpados cerrados, un relámpago tal vez, y al cabo de unos instantes retumbó otro trueno, esta vez aún más cerca.
Rosie jadeó y se incorporó en la cama con el corazón desbocado. No había relámpagos. No había truenos. Creyó oír a los grillos, sí, pero tal; vez no eran más que sus oídos jugándole una mala pasada. Miró por la ventana y distinguió el rectángulo oscuro apoyado contra la pared bajo ella. El cuadro de Rose Madder. Al día siguiente lo metería en una bolsa de papel y se lo llevaría al trabajo. A buen seguro, Rhoda o Curt conocerían algún lugar donde pudieran enmarcárselo de nuevo.
Pero seguía oyendo el débil crujido de los grillos.
Del parque, se dijo al tiempo que volvía a tenderse en la cama.
¿Con la ventana cerrada?, preguntó la señora Práctica-Sensata. Parecía dudosa, pero no realmente angustiada. ¿Estás segura, Rosie?
Sí, lo estaba. A fin de cuentas, casi era verano, muchos más grillos por el mismo precio, amigos, y además, ¿qué importaba? De acuerdo, tal vez el cuadro tenía algo raro. Lo más probable era que la rara fuera ella, que todavía estuviera deshaciendo los últimos entuertos de su mente, pero pongamos que realmente era el cuadro. ¿Y qué? Rosie no percibía ninguna maldad en él.
Pero ¿puedes afirmar que no es peligroso, Rosie? Esta vez sí detectó un matiz de angustia en la voz de la señora Práctica-Sensata. Olvida el mal, la maldad o como quieras llamarlo. ¿Puedes realmente afirmar que no te parece peligroso?
No, no podía afirmarlo, pero por otro lado, el peligro acechaba en todas partes. Como lo que le había sucedido al ex marido de Anna Stevenson.
Pero no quería pensar en lo que le había sucedido a Peter Slowik; no quería volver a recorrer lo que en el Círculo de Terapia se denominaba a veces la Calle de la Culpabilidad. Quería pensar en el sábado y en la sensación que le produciría un beso de Bill Steiner. ¿Le rodearía los hombros o la cintura? ¿Qué sensación le daría exactamente la boca de él sobre la suya? ¿Haría...?
La cabeza de Rosie cayó a un lado. Retumbó otro trueno. Los grillos cantaban con más fuerza que nunca, y uno de ellos se acercó saltando a la cama, pero Rosie no se dio cuenta. Esta vez, el cordón que unía su mente con su cuerpo se había roto, y se adentró flotando en la oscuridad.
3
La despertó un rayo de luz no violeta, sino de color blanco brillante. Le siguió un trueno, que en esta ocasión no retumbó, sino que rugió con furia.
Rosie se incorporó en la cama jadeando y cubriéndose con la manta hasta el cuello. Estalló otro rayo, y a su luz distinguió la mesa, el mostrador de la cocina, el pequeño sofá que en realidad era poco más que un sillón, la puerta abierta del diminuto cuarto de baño, la cortina de la ducha con estampado de margaritas descorrida en su riel. La luz fue tan brillante y sus ojos estaban tan poco preparados para recibirla que siguió viendo aquellos objetos cuando la habitación ya estaba sumida de nuevo en la oscuridad, sólo que en negativo. Se dio cuenta de que todavía oía el llanto del bebé, pero los grillos se habían esfumado. Soplaba el viento. Rosie lo sentía además de oírlo. Le separaba el cabello de las sienes, y además oyó el crujido de papeles impulsados por él. Había dejado las fotocopias de la novela de Richard Racine sobre la mesa, y el viento las había esparcido por el suelo.
Esto no es un sueño, pensó Rosie al tiempo que bajaba los pies de la cama. En aquel momento se volvió hacia la ventana y se le cortó la respiración. O la ventana había desaparecido o toda la pared se había transformado en una ventana.
En cualquier caso, la vista ya no era Trenton Street y el parque Bryant, sino una mujer ataviada con una túnica de color rojo violáceo, de pie en la cima de una colina cubierta de maleza, contemplando las ruinas de un templo. Pero ahora, el dobladillo del vestido le azotaba los muslos largos y suaves; Rosie vio que los cabellos finos que se le habían escapado de la trenza flotaban al viento como plancton, y que el cielo estaba repleto de nubarrones negruzcos. La cabeza del poni lanudo se movía mientras el animal pastaba en la hierba.
Y si aquello era una ventana, entonces estaba abierta de par en par. Mientras contemplaba la escena, el poni asomó el morro a su habitación, olisqueó las tablas del suelo, las halló desprovistas de interés y siguió pastando a su lado.
Más relámpagos, más truenos. Se levantó otra ráfaga de viento, y Rosie oyó los papeles caídos revolotear en la cocina. El dobladillo del camisón le azotó las piernas mientras se levantaba y caminaba con lentitud hacia el cuadro que ahora cubría toda la pared de izquierda a derecha y de arriba abajo. El viento le apartó el cabello del rostro, y Rosie percibió el olor de la lluvia inminente.
Ya falta poco, pensó. Me voy a quedar empapada. Creo que todos nos vamos a quedar empapados.
ROSE, ¿EN QUÉ ESTÁS PENSANDO?, gritó la señora Práctica-Sensata. ¿EN QUÉ NARICES ESTÁS PEN... ?
Rosie acalló la voz -en aquel instante tenía la sensación de que no quería volver a oírla en su vida- y se detuvo ante la pared que había dejado de serlo. Frente a ella, a menos de un metro y medio de distancia, estaba la mujer rubia de la túnica. No se había vuelto, pero Rosie apreciaba ahora las pequeñas curvas y cambios de su mano alzada mientras contemplaba el pie de la colina, así como el pecho izquierdo subiendo y bajando al respirar.
Rosie aspiró una profunda bocanada de aire y se adentró en el cuadro.
4
La temperatura descendía al menos cinco grados al otro lado, y la hierba alta le hacía cosquillas en los tobillos y las espinillas. Por un instante creyó oír de nuevo a lo lejos el llanto del niño, pero el sonido se desvaneció en seguida. Miró por encima del hombro, esperando ver su habitación, pero había desaparecido. Un olivo viejo y nudoso extendía sus raíces y ramas en el punto por el que acababa de adentrarse en aquel mundo. Bajo el árbol vio un caballete y un taburete. Sobre el taburete descansaba una caja de pinturas abierta, llena de pinceles y colores.
El lienzo colocado sobre el caballete era del mismo tamaño que el cuadro que Rosie había comprado en Empeños y Préstamos Ciudad Libertad. Mostraba su estudio de Trenton Street visto desde la pared en la que había colgado a Rose Madder. Había una mujer, a todas luces la propia Rosie, de pie en el centro de la habitación, de cara a la puerta del rellano del primer piso. No se hallaba exactamente en la misma postura que la mujer que contemplaba el templo en ruinas, ya que, por ejemplo, no tenía la mano levantada, pero se parecía lo suficiente como para dar a Rosie un susto de muerte. Había otra cosa inquietante en el cuadro: la mujer llevaba pantalones pitillo de color azul marino y una blusa rosa sin mangas. Era la ropa que Rosie había proyectado ponerse para la excursión del sábado. Tendré que llevar otra cosa, pensó a la desesperada, como si cambiarse de ropa en el futuro pudiera cambiar lo que estaba viendo en aquel instante.
Algo le rozó el brazo, y Rosie profirió un grito. Se giró y vio que el poni la miraba con sus ojos pardos y una expresión de disculpa. Otro trueno retumbó en el cielo.
Junto al carrito al que estaba enganchado el caballito lanudo había una mujer. Llevaba una túnica roja de varias capas. Le llegaba hasta los tobillos, pero era de un tejido parecido a la gasa, casi transparente. Rosie entreveía el matiz oscuro de su piel a través de los sofisticados pliegues de la ropa. Un relámpago iluminó el cielo, y por un instante Rosie vio de nuevo lo que había visto en el cuadro poco después de que Bill la llevara a casa después de la cena en La Cocina del Abuelo: la sombra del carrito sobre la hierba y la sombra de la mujer que surgía de ella.
-Note preocupes -la tranquilizó la mujer de la túnica roja-. Radamanthus no hace nada. No muerde más que la hierba y los claveles. Sólo te está olisqueando.
De repente, Rosie sintió una profunda oleada de alivio al darse cuenta de que aquella era la mujer a la que Norman siempre había llamado (siempre con voz amarga) «ese maldito putón verbenero». Era Wendy Yarrow, pero Wendy Yarrow estaba muerta, así que todo aquello era un sueño, y sanseacabó. Por muy realista que le pareciera y por vívidos que resultaran los detalles (el pequeño rastro de humedad que el poni le había dejado en el brazo, por ejemplo), aquello era un sueño.
Claro, se dijo. Nadie se mete en los cuadros, Rosie.
Pero aquello apenas surtió efecto en ella. Sin embargo, la idea de que la mujer que llevaba el carro era Wendy Yarrow, fallecida hacía tanto tiempo, sí surtió efecto en ella.
Se levantó otra ráfaga de viento, y una vez más oyó el llanto del bebé. En aquel instante, Rosie vio otra cosa; sobre el asiento del carrito del poni descansaba una gran cesta hecha de juncos verdes entretejidos. Varios lazos de seda decoraban el asa, y otros adornaban las esquinas. El dobladillo de una manta rosa, sin duda tejida a mano, sobresalía por el borde.
-Rosie.
La voz era grave y dulcemente embriagadora. Sin embargo, a Rosie le puso la piel de gallina. Había algo en ella que no encajaba, y tenía la sensación de que se trataba de algo que sólo una mujer distinguiría, pues los hombres que oyeran una voz como aquella pensarían en sexo y olvidarían todo lo demás. Pero había algo que no cuadraba. Que no cuadraba en absoluto.
-Rosie -repitió la voz.
Y de repente lo comprendió: era como si la voz pugnara por ser humana. Como si pugnara por recordar lo que significaba ser humana.
-Niña, no la mires a la cara -advirtió la mujer de la túnica roja con voz angustiada-.Las personas como tú no deben mirarla a la cara.
-No, no quiero mirarla a la cara -repuso Rosie-. Quiero irme a casa.
-No te lo reprocho, pero es demasiado tarde -dijo la mujer mientras acariciaba el cuello del poni con mirada grave y la boca fuertemente apretada-. Y no la toques. No quiere hacerte daño, pero ya no puede controlarse -añadió llevándose un dedo a la sien.
Rosie se volvió con reticencia hacia la mujer de la túnica y avanzó un paso. La fascinaba la textura de la espalda de la mujer, del hombro desnudo y de la parte baja de su cuello. Su piel era más fina que la seda. Pero más arriba...
Rosie no sabía qué eran aquellas sombras grises que asomaban justo debajo del nacimiento del cabello de la mujer, y no creía que le apeteciera descubrirlo. Lo primero que pensó fue que se trataba de mordiscos, pero no lo eran. Rosie sabía el aspecto que tenían los mordiscos. ¿Sería lepra? ¿Algo peor? ¿Algo contagioso?
-Rosie -repitió la voz dulce y embriagadora por tercera vez, y algo en ella dio a Rosie ganas de gritar, al igual que la sonrisa de Norman le había dado ganas de gritar a veces.
Esta mujer está loca. Le pase lo que le pase además, esas manchas en la piel, por ejemplo, es secundario. Está loca.
Otro relámpago iluminó el cielo. Otro trueno lo siguió. Y el viento que soplaba con furia desde el templo en ruinas situado al pie de la colina le llevó el llanto lejano de un bebé.
-¿Quién eres? -inquirió-. ¿Quién eres? ¿Por qué estoy aquí?
Por toda respuesta, la mujer alargó el brazo derecho y lo giró, dejando al descubierto una cicatriz circular en la cara interior.
-Éste sangró bastante y luego se infectó -explicó con aquella voz dulce y embriagadora.
Rosie alargó su propio brazo. Era el izquierdo en lugar del derecho, pero la marca era idéntica a la de la mujer. Una certeza leve pero terrible llenó su mente: si tenía que ponerse la túnica roja violácea, la llevaría de modo que fuera su hombro derecho el que quedara al descubierto en lugar del izquierdo, y si se ponía el brazalete de oro, lo llevaría sobre el codo izquierdo en lugar del derecho.
La mujer de la colina era su reflejo.
La mujer de la colina era...
-Eres yo, ¿verdad? -preguntó Rosie, y entonces, cuando la mujer de la trenza se movió ligeramente, añadió en un grito estridente y tembloroso-: Note gires. ¡No quiero verte!
-No te precipites -dijo Rose Madder con voz extraña y paciente-. Eres realmente Rosie, eres Rosie Real. No olvides eso cuando olvides todo lo demás. Y no olvides otra cosa. Yo resarzo. Lo que hagas por mí lo haré por ti. Y por eso estamos unidas ahora. Ése es nuestro equilibrio. Nuestro ka.
Otro relámpago; otro trueno; otra ráfaga de viento que atravesó el olivo. Los cabellos que se habían escapado de la trenza de Rose Madder se agitaron con furia. Incluso a aquella luz mortecina se antojaban filamentos de oro.
-Baja -ordenó Rose Madder-. Baja y tráeme a mi bebé.

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