EN ZOTHIQUE
EL FRUTO DE LA TUMBA
La noche había venido a Faraad desde el desierto trayendo consigo a los últimos rezagados de las caravanas. En una taberna, cerca de la puerta septentrional, un buen número de mercaderes procedentes de tierras lejanas, sucios y cansados, estaban refrescándose con los famosos vinos de Yoros. Entre el tintineo de las
copas de vino, se oía la voz de un narrador de cuentos que les distraía de su fatiga.
—Grande era Ossaru, siendo al mismo tiempo rey y mago. Gobernaba sobre la mitad del continente de Zothique. Sus ejércitos eran como torbellinos de arena empujados por el simún. Era el señor de los genios de las tormentas y la noche, llamaba a los espíritus del sol. Los hombres conocían su magia, de la misma forma que los verdes cedros conocen la descarga del relámpago. Era semiinmortal y pasaba de un siglo a otro, acrecentando su poder y sabiduría hasta el final. Thasaidón, el negro dios de la maldad, hacía prosperar todos sus conjuros y empresas. Y durante sus últimos años fue acompañado por el monstruo Nioth Korghai, que bajó a la tierra desde un mundo extraño, montado en un cometa impulsado por el fuego. Gracias a su conocimiento de la astrología, Ossaru había adivinado la llegada de Nioth Korghai. Salió él solo al desierto a esperar al monstruo. La gente de muchos países vio la caída del cometa, como un sol que descendiese por la noche sobre el desierto, pero sólo el rey Ossaru contempló la llegada de Nioth Korghai. Volvió en las negras horas sin luna antes del amanecer, cuando todos dormían, llevando al extraño monstruo a su palacio y alojándole en una cámara, bajo el salón del trono, que había preparado para que sirviese de morada a Nioth Korghai. A partir de aquel momento habitó siempre en la cámara y, por tanto, el monstruo permaneció desconocido e invisible. Se decía que aconsejaba a Ossaru y le instruía en la sabiduría de los planetas exteriores. En algunos períodos de las estrellas, mujeres y jóvenes guerreros eran enviados como sacrificio a Nioth Korghai, y éstos nunca volvían para contar lo que habían visto. Nadie podía adivinar su aspecto, pero todos los que entraron en el palacio oyeron alguna vez un ruido sordo, como de lentos tambores, y una regurgitación como la que produciría una fuente subterránea, escuchándose a veces un siniestro cloqueo, como el de un basilisco enloquecido. Durante muchos años, el rey Ossaru fue servido por Nioth Korghai y sirvió a su vez al monstruo. Después Nioth Korghai enfermó con una extraña enfermedad y nadie volvió a escuchar aquel cloqueo en la sepultada cámara, y los ruidos que recordaban fuentes y tambores cesaron. Los conjuros del rey mago fueron impotentes para impedir su muerte, pero cuando el monstruo murió, Ossaru rodeó su cuerpo con una doble zona de encantamiento en dos círculos, y cerró la cámara. Más tarde, cuando Ossaru murió, la cámara fue abierta desde arriba y la momia del rey fue descendida por sus esclavos para que reposase eternamente al lado de lo que quedaba de Nioth Korghai. Desde entonces los ciclos se han sucedido y Ossaru es solamente un nombre en los labios de los narradores de historias. El palacio donde vivió y la ciudad que lo rodeaba están perdidos; algunos dicen que estaba en Yoros y otros en el imperio de Cincor, donde Yethlyreom fue construida más tarde por la dinastía de Nimboth. Y sólo esto es cierto: que en algún punto todavía, en la tumba sellada, el monstruo alienígena permanece en la muerte al lado del rey Ossaru. Y a su alrededor está el círculo interior del encantamiento de Ossaru, conservando sus cuerpos incorruptibles entre la decadencia de ciudades y reinos y, alrededor de esto, hay otro círculo, resguardándolos de todas las intrusiones, puesto que cualquiera que entre allí por la entrada de la tumba morirá instantáneamente y se pudrirá en el momento de la muerte, cayendo convertido en polvo antes de llegar al suelo. Esta es la leyenda de Ossaru y Nioth Korghai. Ningún hombre ha encontrado su tumba, pero el mago Namirrha, en una oscura profecía, predijo hace muchos siglos que ciertos viajeros, pasando por el desierto, la encontrarían sin darse cuenta algún día. Y dijo que estos viajeros, descendiendo al interior de la tumba por un sitio distinto de la entrada, contemplarían un extraño prodigio. Y no habló sobre la naturaleza de este prodigio, sino que solamente dijo que Nioth Korghai, al ser una criatura extraña procedente de algún mundo lejano, estaba sujeto a leyes extrañas tanto en la vida como en la muerte. Y nadie ha adivinado todavía el secreto de lo que Namirrha quiso decir.
Los hermanos Milab y Marabac, que eran mercaderes de joyas procedentes de Ustaim, habían escuchado absortos al narrador.
—En verdad, es una extraña historia—dijo Milab—. Sin embargo, como todo el mundo sabe, en los viejos tiempos hubo grandes magos, fabricantes de profundos conjuros y maravillas, también hubo verdaderos profetas. Y las arenas de Zothique están llenas de tumbas y ciudades perdidas.
—Es una buena historia—dijo Marabac—, pero le falta el final. Te lo suplico, oh tú que conoces la historia, ¿no puedes decirnos más que esto? ¿Con el monstruo y el rey no había ningún tesoro de metales y joyas preciosas? Yo he visto sepulcros donde los muertos estaban encerrados entre lingotes de oro y sarcófagos que escupían rubíes como gotas de sangre de vampiros.
—Yo cuento la leyenda como mis padres me la contaron—afirmó el narrador—. Aquellos que estén destinados a encontrar la tumba dirán el resto... Si, por casualidad, vuelven de allí.
Milab y Marabac habían vendido en Faraad, consiguiendo un buen provecho, todas sus piedras en bruto, sus talismanes esculpidos y los idolillos de jaspe y cornalina. Ahora viajaban hacia el norte, en dirección a Tasuun, cargados con perlas rosadas y negro-purpúreas de los golfos meridionales y con los negros zafiros y vinosos granates de Yoros, acompañados por otros mercaderes en el largo y sinuoso viaje hasta Ustaim, junto al mar Oriental.
Su ruta les conducía por una región moribunda. Ahora, mientras la caravana se acercaba a las fronteras de Yoros, el desierto comenzó a adquirir una desolación más profunda. Las colinas eran oscuras y desnudas, como recostadas momias de gigantes. Cursos de agua secos corrían hasta los lechos de unos lagos leprosos por la sal. Ondulaciones de arena grisácea se amontonaban a gran altura contra los desmoronados acantilados donde, en un tiempo, se habían arrugado las tranquilas aguas. Se levantaban y agitaban columnas de polvo como fantasmas fugitivos. Por encima de todo, el sol era una monstruosa brasa en un cielo calcinado.
En este desierto, que parecía completamente deshabitado y vacío de vida, entró cautelosamente la caravana. Los mercaderes prepararon sus lanzas-espadas y escudriñaron con ojos ansiosos las estériles montañas, mientras urgían a los camellos a un rápido trote por los estrechos y profundos desfiladeros. Porque allí, en cavernas escondidas, se agazapaba un pueblo salvaje y semibestial, conocido como los Ghorii. Semejantes a vampiros y chacales, eran devoradores de carroña y también antropófagos, subsistiendo preferentemente de los cuerpos de los viajeros y bebiendo su sangre en lugar de agua o vino. Eran temidos por todos aquellos que tenían ocasión de viajar entre Yoros y Tasuun.
El sol subió hasta el meridiano, buscando con despiadados rayos hasta la más profunda sombra de los estrechos y profundos barrancos. La arena, tan fina como la ceniza, no era agitada ya por ningún ramalazo de viento.
Ahora el camino descendía, siguiendo el curso de algún antiguo torrente, entre empinadas laderas. Aquí, en lugar de las antiguas pozas, había fosos llenos de arena y limitados por elevaciones o rocas, donde los camellos se hundieron hasta la rodilla. Y aquí, sin el menor aviso, en un recodo del sinuoso curso, el canal hirvió con un enjambre de los odiosos cuerpos, del color pardo de la tierra, de los Ghorii, que aparecieron instantáneamente por todos lados, saltando como lobos desde las pendientes rocosas y lanzándose como panteras desde las altas
laderas.
Aquellas apariciones semejantes a vampiros eran indescriptiblemente feroces y ágiles. Sin proferir otro sonido que una especie de toses y silbidos groseros, y armados únicamente por sus- dos hileras de puntiagudos dientes y sus uñas en forma de guadaña, cayeron sobre la caravana en una ola creciente. Parecía haber veintenas de ellos por cada hombre y por cada camello. Varios de los dromedarios fueron derribados en un momento, con los Ghorii royendo sus patas, jorobas y espinazos, o colgándose como perros de sus gargantas. Ellos y sus conductores desaparecieron de la vista, enterrados bajo los hambrientos monstruos, que comenzaron a devorarlos
inmediatamente. Estuches de joyas y fardos de ricos tejidos se desgarraron abiertos en la confusión; ídolos de jaspe y ónice fueron desparramados ignominiosamente por el polvo; perlas y rubíes se encenagaban inadvertidos en la sangre estancada, porque estas cosas no tenían valor para los Ghorii.
Milab y Marabac, casualmente, cabalgaban a la retaguardia. Se habían ido retrasando, bastante en contra de su voluntad, debido a que el camello que montaba Milab estaba cojo a causa de un golpe con una piedra, y de esta forma tuvieron la buena fortuna de escapar del asalto de los vampiros. Deteniéndose horrorizados, contemplaron el destino de sus compañeros, cuya resistencia fue vencida con horrible rapidez. Sin embargo, los Ghorii no vieron a Milab y Marabac, pues se hallaban completamente absortos en devorar a los camellos y a los mercaderes que habían derribado, así como a los miembros de su propio grupo heridos por las espadas y lanzas de los viajeros.
Los dos hermanos, lanza en ristre, se hubiesen lanzado a perecer brava e innecesariamente con sus camaradas. Pero aterrorizados por el odioso tumulto, por el color de la sangre y por el olor a hiena de los Ghorii, sus dromedarios se asustaron y dieron media vuelta, llevándolos de vuelta por el camino de Yoros. Durante esta impremeditada huida, pronto vieron otra banda de Ghorii que había aparecido lejos sobre las colinas al sur y corría para cortarles el paso. Para evitar este nuevo peligro, Milab y Marabac internaron sus camellos en un desfiladero lateral. Viajando lentamente a causa de la cojera del dromedario de Milab y creyendo encontrar a los veloces Ghorii en sus talones a cada minuto, caminaron muchas millas hacia el este, con el sol ocultándose a sus espaldas, y llegaron a la mitad de la tarde a la baja y seca división de aguas de aquella inmemorial región.
Aquí contemplaron una depresión plana, agrietada y erosionada, donde resplandecían las murallas y cúpulas blancas de alguna ciudad sin nombre. A Milab y Marabac les pareció que la ciudad estaba solo a unas cuantas leguas de distancia. Creyendo haber visto alguna escondida ciudad de los límites de las arenas y esperanzados ahora de escapar de sus perseguidores, comenzaron a descender hacia la llanura, por la larga pendiente.
Durante dos días viajaron hacia las siempre lejanas cúpulas que habían parecido estar tan cerca. Su situación se hizo desesperada, porque entre los dos poseían únicamente un puñado de albaricoques secos y un recipiente de agua, vacío en sus tres cuartas partes. Sus provisiones, junto con sus mercancías de joyas y esculturas, se habían perdido junto a los dromedarios de carga de la caravana.
Aparentemente, los Ghorii no les perseguían, pero estaban rodeados por la reunión de los rojos demonios de la sed y los negros demonios del hambre. En la segunda mañana, el camello de Milab se negó a levantarse y no respondió ni a las maldiciones de su dueño ni al aguijón de la lanza. Por tanto, y de allí en adelante, los dos compartieron el camello que quedaba, montando juntos o por turnos.
A menudo perdían de vista la resplandeciente ciudad, que aparecía y desaparecía como un milagro. Pero una hora antes del atardecer, en el segundo día, siguieron las alargadas sombras de los obeliscos rotos y las ruinosas torres de vigía por las antiguas calles. El lugar había sido una metrópoli en un tiempo, pero ahora muchas de sus señoriales mansiones eran guijarros esparcidos por todas partes o montones de bloques derrumbados. Grandes dunas arenosas habían penetrado por los orgullosos arcos de triunfo, llenando los pavimentos y patios.
Tambaleándose a causa del cansancio y con el corazón enfermo por el fallo de sus esperanzas, Milab y Marabac continuaron adelante, buscando por todas partes algún pozo o cisterna que los largos años del desierto hubiesen perdonado por casualidad. En el centro de la ciudad, donde las paredes de los templos y edificios oficiales todavía servían de barrera a la devoradora arena, encontraron las ruinas de un viejo acueducto que conducía a las cisternas, secas como hornos. En las plazas del mercado había fuentes obstruidas por el polvo, pero en ningún lugar se veía algo que señalase la presencia de agua.
Vagando desesperadamente, llegaron a las ruinas de un gigantesco edificio que parecía haber sido el palacio de algún monarca olvidado. Las poderosas paredes todavía se erguían, desafiando la erosión de los siglos. Las puertas, guardadas por verdosas imágenes broncíneas de héroes míticos a cada lado, todavía fruncían sus arcos intactos. Subiendo por las escaleras de mármol, los joyeros entraron en un salón amplio y sin tejado donde se elevaban unas columnas ciclópeas como sosteniendo el desierto cielo.
Las anchas losas del pavimento estaban cubiertas por los restos de arcos, arquitrabes y pilastras. En el extremo opuesto del salón había un estrado de mármol veteado de negro sobre el que, presumiblemente, se irguió un trono, en algún tiempo. Acercándose al estrado, Milab y Marabac oyeron un gorgoteo bajo y difuso como el de alguna fuente o corriente escondida que parecía elevarse de las profundidades subterráneas bajo el pavimento del palacio.
Intentando ansiosamente localizar la fuente del sonido, subieron al estrado. Un bloque gigantesco se había caído de la pared, quizá recientemente, y el mármol se agrietó bajo su peso; una porción del estrado se había roto y caído en alguna cámara subterránea dejando una abertura oscura y astillada. De esta abertura salía un borboteo parecido al del agua, incesante y regular, como los latidos del pulso.
Los joyeros se inclinaron sobre el foso y escudriñaron la oscuridad llena de telarañas iluminada por un débil resplandor que venía de alguna fuente indiscernible. No podían ver nada. Sus olfatos descubrieron un olor húmedo y mohoso, como la atmósfera de una cisterna largo tiempo cerrada. Les pareció que aquel continuo ruido, que parecía el de una fuente, se encontraba sólo a unos cuantos pies entre la sombra, ligeramente a un lado de la abertura.
Ninguno de ellos pudo determinar la profundidad de la cámara. Después de una breve consulta, volvieron junto al camello, que esperaba estólidamente a la entrada del palacio, y cogiendo los arreos del animal ataron las largas riendas y las cinchas de cuero para formar una sola correa que les sirviese a manera de cuerda. Volvieron al estrado, aseguraron un extremo de la correa al bloque caído y bajaron el otro al oscuro foso.
Milab se descolgó unos diez o doce pies en las profundidades antes de que sus pies encontrasen una superficie sólida. Todavía agarrado cautelosamente a la cuerda, se encontró sobre un suelo liso de piedra. El día se desvanecía rápidamente detrás de las murallas del palacio, pero, arriba, el agujero en el pavimento proporcionaba una débil claridad y la silueta de una puerta medio abierta, inclinada en ángulo por la ruina, fue revelada a un lado por la vaga penumbra que entraba en la cámara desde alguna cripta o escalera desconocida.
Mientras Marabac bajaba vivamente a reunirse con él, Milab miró a su alrededor en busca del origen del ruido del agua. Ante él, e inmerso en sombras indefinidas, divisó los contornos vagos y confusos de un objeto que sólo se podía comparar con alguna enorme clepsidra o fuente rodeada de grotescas esculturas.
La luz pareció faltar momentáneamente. Incapaz de decidir la naturaleza del objeto, y sin tener ni una antorcha ni una vela, desgarró una tira del borde de su albornoz de cáñamo y encendió el tejido, que se quemó lentamente sosteniéndolo en alto con un brazo por delante. Gracias a la mortecina y humeante iluminación así obtenida, los joyeros contemplaron con más claridad la cosa que, prodigiosa y enorme, se erguía sobre ellos, desde el suelo cubierto de escombros, hasta el techo en sombras. Era como el blasfemo sueño de un demonio loco. Su porción principal, o cuerpo, tenía forma de urna, y como pedestal, un bloque de piedra en el centro de la cámara, extrañamente inclinado. Era pálido, con innumerables y pequeñas aberturas. De su pecho y de la chata base salían
numerosas proyecciones semejantes a brazos y pies que se arrastraban por el suelo en segmentos de pesadilla, y otros dos miembros, inclinados y rígidos, llegaban como si fueran raíces hasta un sarcófago de metal dorado, aparentemente vacío, que estaba al lado del bloque y mostraba unos extraños signos arcaicos grabados.
El torso en forma de urna estaba provisto de dos cabezas. Una de éstas tenía el pico de un calamar y largas hendiduras oblicuas en el lugar donde debieran haber estado los ojos. La otra cabeza, yuxtapuesta muy cerca sobre los estrechos hombros, era la de un hombre anciano, oscuro, regio y terrible, cuyos ojos ardientes eran como rubíes y cuya barba grisácea había crecido hasta la longitud del musgo de la selva sobre el repugnante tronco cubierto de poros. Este tronco, en la parte baja de la cabeza humana, desplegaba la vaga silueta de unas costillas, y algunas de sus extremidades terminaban en manos y pies humanos, o poseían articulaciones antropomórficas.
Las cabezas, las extremidades y el cuerpo eran recorridas constantemente por aquel ruido gorgoteante y misterioso que había impulsado a Milab y Marabac a entrar en la cámara. Con cada repetición del sonido, un líquido cenagoso exudaba de los monstruosos poros y corría en riachuelos que goteaban incesante y perezosamente.
Los joyeros estaban enmudecidos e inmovilizados por un pegajoso terror. Incapaces de apartar su mirada, vieron los siniestros ojos de la cabeza humana contemplándolos desde su eminencia ultraterrena. Después, mientras la tira de cañamazo se consumía lentamente en los dedos de Milab, convirtiéndose en un ascua roja, y la oscuridad se adueñaba de nuevo de la cámara, vieron cómo las ciegas hendiduras de la otra cabeza se abrían gradualmente, emitiendo una luz ardiente, amarilla e intolerablemente brillante, mientras se expandían hasta convertirse en inmensas órbitas redondas. Al mismo tiempo, oyeron una singular vibración que parecía un tambor, como si el corazón del monstruo se hubiese hecho audible.
Sólo sabían que un extraño horror, no de la tierra, o sólo parcialmente, estaba ante ellos. La visión les privó de ideas y de memoria. Lo que menos hicieron fue acordarse del narrador de historias de Faraad y de la leyenda que les había contado sobre la escondida tumba de Ossaru y Nioth Korghai, y la profecía del hallazgo de la tumba por aquellos que entrarían en ella sin darse cuenta.
Velozmente, extendiéndose y enderezándose de forma aterradora, el monstruo levantó sus extremidades anteriores, que terminaban en las pardas y arrugadas manos de un hombre anciano, y las tendió hacia los joyeros. Del pico de calamar salió un estridente y demoniaco cloqueo, y por la boca de la regia cabeza de la barba gris una voz sonora comenzó a proferir palabras de solemne cadencia, como la salmodia de un encantador, en una lengua desconocida para Milab y Marabac.
Retrocedieron ante las aborrecibles manos extendidas. En un frenesí de terror y pánico, y bajo el chorro de luz de las incandescentes órbitas, vieron que aquel ente anómalo se levantaba de su asiento de piedra y avanzaba caminando torpe e inseguramente a causa de la disparidad de sus extremidades. Había unas pisadas de casco de elefante y los trompicones de unos pies humanos incapaces de soportar su parte de aquella masa blasfema. Los dos rígidos tentáculos fueron retirados del interior del sarcófago de oro y sus extremos estaban ocultos por unas telas bordadas con piedras preciosas y de un magnífico color púrpura, tales como las que podrían utilizarse en el enfajamiento de una momia real. El horror de doble cabeza se inclinó hacia Milab y Marabac con un incesante y loco cloqueo y un maligno estruendo, como de maldiciones, que se rompía en agudos sonidos, propios de la senectud.
Dando media vuelta, corrieron alocadamente por la sala. Ante ellos, e iluminada ahora por los rayos que salían de los globos oculares del monstruo. vieron una puerta semiabierta de un metal oscuro, cuyos cerrojos y goznes se habían enmohecido, permitiéndola abrirse hacia dentro. La puerta tenía una anchura y altura ciclópeas, como si estuviese diseñada para seres mayores que los hombres. Detrás se veían los vagos contornos de un pasillo en penumbra. A cinco pasos de la puerta había una ligera línea roja que seguía la forma de la cámara sobre el polvoriento suelo. Marabac, un poco por delante de su hermano, cruzó la línea. Como si hubiese sido detenido en el aire por una muralla invisible, titubeó y se detuvo. Sus extremidades y su cuerpo parecieron derretirse bajo el albornoz..., que también adquirió un aspecto como si estuviese desgastado por siglos incalculables. El polvo flotó en el aire, formando una nube tenue, y donde habían estado sus manos extendidas hubo un momentáneo resplandor de huesos blancos. Después también los huesos desaparecieron... y un vacío montón de harapos quedó en el suelo, pudriéndose.
Un vago olor a descomposición llegó hasta la nariz de Milab. Sin comprender, había detenido su huida por un instante. Entonces sintió sobre sus hombros el apretón de unas manos pegajosas y huesudas. El cloqueo y el murmullo de las cabezas formaba un coro demoniaco a sus espaldas. El redoble de los tambores, el ruido de fuentes saltarinas, resonaban con fuerza en sus oídos. Con un rápido grito de muerte, siguió a Mirabac sobre la línea roja.
La enormidad que era al mismo tiempo humana y monstruo nacido en otra estrella, la innombrable amalgama de aquella resurrección sobrenatural, se inclinaba hacia él y no se detuvo. Con las manos de aquel Ossaru que había olvidado su propio hechizo, intentó alcanzar los dos montones de harapos vacíos.
Estirándose, entró en la zona de muerte y disolución que el propio Ossaru había forjado para guardar eternamente la cámara. Durante un instante, hubo en el aire algo parecido a la disolución de una nube deforme, a la caída de finas cenizas. Después de eso, la oscuridad volvió, y con la oscuridad, el silencio.
La noche se posó sobre aquella tierra sin nombre, sobre aquella ciudad olvidada, y con ella llegaron los Ghorii, que habían seguido a Milab y Marabac por la llanura del desierto. Velozmente, mataron y se comieron al camello que esperaba pacientemente a la entrada del palacio. Después, en el viejo salón de columnas, encontraron el agujero en el estrado por el que habían descendido los viajeros. Lo rodearon hambrientos, olfateando la tumba que se hallaba debajo. Después se alejaron chasqueados, pues su agudo olfato les decía que el rastro se había
perdido y la tumba estaba tan vacía de vida como de muerte.
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