EL EXORCISTA
WILLIAM BLATTI
2ªPARTE
SEGUNDA PARTE
El borde
...Cuando dormimos, el sufrimiento, que no olvida, cae gota a gota
sobre el corazón, hasta que, en nuestra propia desesperación, contra nuestra
voluntad, llega la sabiduría por medio de la portentosa gracia sobrenatural.
Esquilo.
CAPÍTULO PRIMERO
La llevaron hasta su última morada en el atestado cementerio, donde las
lápidas imploraban vida.
La misa había sido solitaria, como su misma existencia. Sus hermanos
de Brooklyn. El comerciante de la esquina que le fiaba. Al ver cómo la
bajaban y la metían en la oscuridad de un mundo sin ventanas, Damien
Karras lloró con una pena que, durante largo tiempo, había dejado de lado.
—Vamos, Dimmy, Dimmy...
Un tío suyo le pasó el brazo alrededor del hombro.
—No importa, ahora está en el cielo, Dimmy. Es feliz.
“¡Oh, Dios, que sea así! ¡Ah, Dios! ¡Por favor! ¡Oh, Dios, que sea así!”
Esperaron en el coche mientras él permanecía un rato junto a la tumba.
No podía soportar la idea de que se quedaría sola.
En el camino hacia la ‘Estación Pennsylvania’, oyó a sus tíos hablar de
sus enfermedades con claro acento extranjero.
—...enfisema... tengo que dejar de fumar... ¿sabes que el año pasado
por poco me muero?
Espasmos de rabia amenazaban con brotar de sus labios, y,
avergonzado, trató de combatirlos.
Miró por la ventanilla: pasaban por la Casa de Beneficencia, donde, los
sábados por la mañana, al final del invierno, recogía ella la leche y las bolsas
de patatas mientras él se quedaba en la cama; el Zoológico de Central Park,
donde lo dejaba ella en verano para ir a mendigar ante la fuente de la Plaza.
Al pasar por el hotel, Karras estalló en llanto; pero logró sofocar los
recuerdos, secando la humedad de sus punzantes remordimientos. Se
preguntaba por qué el amor había esperado tanto, por qué había aguardado
hasta el momento en que los límites del contacto y la renuncia humana se
habían reducido al tamaño de aquel recordatorio que llevaba en la billetera:
“In Memoriam”...
Tuvo conciencia de ello. Esa pena era vieja.
Llegó a Georgetown a tiempo para cenar, pero no tenía apetito. Se
paseó nervioso por la casa. Sus amigos jesuitas fueron a darle el pésame. Se
quedaron un ratito. Prometieron plegarias.
Poco después de las diez, Joe Dyer apareció con una botella de whisky.
La mostró orgulloso.
—¡’Chivas Regal’!
—¿De dónde has sacado el dinero? ¿Del cepillo de los pobres?
—No seas tonto; eso sería quebrantar mi voto de pobreza.
—¿De dónde lo has sacado, pues?
—Lo he robado.
Karras sonrió y movió la cabeza en un ademán de apercibimiento
amistoso, mientras traía un vaso y un jarrito de peltre para el café.
Los fregó en el diminuto lavabo del baño y dijo:
—Te creo.
—Nunca he visto una fe más profunda.
Karras sintió el aguijonazo de un dolor conocido, pero logró liberarse de
él y volvió junto a Dyer, que, sentado en el catre, desprecintaba la botella.
Se sentó a su lado.
—¿Quieres absolverme ahora o más tarde?
—Ahora sirve -dijo Karras-; ya nos daremos luego mutuamente la
absolución.
Dyer vertió generosamente whisky en el vaso y el jarrito.
—Los rectores de universidades no deberían beber -murmuró-. Es un
mal ejemplo.
Karras bebió, pensativo. Conocía perfectamente la manera de ser del
rector. Como hombre de tacto y sensibilidad, siempre actuaba por medios
indirectos. Sabía que Dyer había venido como amigo, pero también como
emisario personal del rector. De modo que cuando hizo un comentario, de
pasada, sobre la posible necesidad de ‘un descanso’, el psiquíatra lo tomó
como un buen augurio y sintió un alivio momentáneo.
La visita de Dyer le sentó muy bien; lo hizo reír, habló de la fiesta y de
Chris MacNeil, contó nuevas anécdotas del Prefecto de Disciplina. Bebió muy
poco, pero llenó una y otra vez el vaso de Karras, y cuando se dio cuenta de
que estaba lo suficientemente adormilado, se levantó del catre y lo acostó,
mientras él se iba al despacho y seguía hablando hasta que a Karras se le
cerraron los ojos, y sus comentarios se convirtieron en gruñidos entre
dientes.
Dyer le desató los cordones y le quitó los zapatos.
—¿Me vas a robar ahora los zapatos? -murmuró Karras confusamente.
—No. Yo adivino el futuro leyendo las arrugas. Cállate y duerme.
—Eres un jesuita ratero.
Dyer sonrió ligeramente y lo tapó con un abrigo, que sacó del armario.
—Mira, alguien tiene que ocuparse de las cosas materiales. Lo único que
hacéis vosotros es pasar las cuentas del rosario y rezar por los “hippies”.
Karras no respondió. Su respiración era profunda y regular.
Dyer se fue rápidamente hacia la puerta y apagó la luz.
—Robar es pecado -musitó Karras en la oscuridad.
—“Mea culpa” -dijo Dyer en tono suave.
Esperó un momento, hasta que consideró que Karras estaba dormido;
entonces se fue.
A medianoche, Karras se despertó llorando. Había soñado con su madre.
Estaba parado junto a una ventana en pleno Manhattan, y la vio salir de las
escaleras del ‘Metro’, en la acera de enfrente.
Se detuvo en el borde de la acera, con una bolsa de papel en los brazos;
lo buscaba. Él la saludó con la mano. Ella no lo vio. Recorrió las calles.
Autobuses.
Camiones. Multitudes poco amistosas. Se empezó a asustar. Volvió al
‘Metro’ y empezó a bajar las escaleras. Karras, desesperado, corrió a la calle,
llorando, llamándola; pero no la vio. Se la imaginaba indefensa y
desorientada en el laberinto de túneles bajo tierra.
Cuando se hubo calmado, buscó el whisky a tientas. Se sentó en la
cama y bebió en la oscuridad.
Las lágrimas brotaban espontáneas. No cesaban. Aquella pena era como
las de la niñez. Recordó la llamada telefónica de su tío.
—“Dimmy, el edema le ha afectado el cerebro. No deja que se le
acerque un médico. No hace más que gritar. Hasta le habla a la radio.
Creo que se habrá de llevar a Bellevue, Dimmy. En un hospital común
no la aguantarán. Calculo que en dos meses podría estar como nueva; luego
la sacaríamos. ¿Está bien? Escucha, Dimmy: ya lo hemos hecho. Le pusieron
una inyección y la llevaron en ambulancia esta mañana. No queremos
molestarte, pero tienes que firmar los papeles. ¿Qué...? ¿Sanatorio privado?
¿Quién tiene el dinero, Dimmy? ¿Tú?”
No recordaba haberse dormido. Se despertó entumecido, con la
impresión de haber sufrido una hemorragia gástrica. Vacilante, se dirigió
hacia el cuarto de baño, se duchó, se afeitó y se puso la sotana. Eran las
cinco y treinta y cinco. Abrió la puerta de la Santísima Trinidad, se revistió
con los ornamentos y dijo misa en el altar de la izquierda.
—“Memento etiam”... -oró con desolada desesperación-. Acuérdate de
tu sierva Mary Karras...
En la puerta del sagrario vio reflejada la cara de la enfermera
recepcionista de Bellevue y oyó de nuevo los gritos que llegaban desde la
habitación aislada.
—“¿Es usted su hijo?”
—“Sí. Soy Damien Karras”.
—“Bueno, le aconsejo que no entre. Tiene un ataque”.
Había mirado por la puerta hacia la habitación sin ventanas, con la
desnuda bombilla colgando del techo, paredes acolchadas, sin adornos, sin
muebles, excepto la cama en la que deliraba.
—...te rogamos le concedas un lugar de refrigerio, de luz y de paz...
Cuando ella se encontró con sus ojos, se calló de repente y desvió hacia
la puerta su mirada confusa.
—“¿Por qué haces eso, Dimmy? ¿Por qué?”
Sus ojos eran más suaves que los de un cordero.
—“Agnus Dei”... -murmuró mientras se inclinaba, golpeándose el pecho-
. Cordero de Dios, que quitas los pecados del mundo, dale el descanso
eterno...
Mientras elevaba la hostia con los ojos cerrados, vio a su madre en el
locutorio con las manos dulcemente entrelazadas sobre la falda y una
expresión dócil y perpleja, mientras el juez le explicaba el informe de los
psiquíatras de Bellevue.
—“¿Usted entiende eso, Mary?”
Ella dijo que sí con la cabeza.
No había abierto la boca; le habían quitado la dentadura postiza.
—”Bueno, ¿qué le parece, Mary?”
Ella le contestó con orgullo:
—“Mi hijo hablará por mí”.
Un angustioso gemido se le escapó a Karras al inclinar su cabeza ante la
hostia. Se golpeó el pecho. “Domine, non sum dignus”...
Señor, no soy digno... pero una palabra tuya bastará para sanarme.
Contra toda razón, contra todo conocimiento, rezó por que hubiera
alguien que escuchara su plegaria.
Creía que no.
Después de la misa volvió al chalet y trató de dormir. Pero no pudo.
Aquella misma mañana, un cura joven, al que no había visto nunca, se le
acercó inesperadamente. Llamó a la puerta y se asomó al dormitorio.
—¿Está ocupado? ¿Puedo verlo un momento?
En sus ojos, la intranquilidad del dolor; en su voz, la implorante súplica.
Por un momento, Karras lo odió.
—Entre -dijo, al fin, amablemente. Pero en su interior, se enfureció
contra aquella parte de su ser que lo hacía indefenso, que no podía dominar,
que yacía, enroscada dentro de él, como una soga, siempre lista a saltar sin
que se lo pidieran ante la petición de alguien. No lo dejaba tranquilo. Ni
siquiera durante las horas de descanso. En el duermevela escuchaba a
menudo un sonido, como una tenue y leve queja de una persona
acongojada. Era casi inaudible a la distancia. Siempre la misma. Y durante
varios minutos, después de despertarse, lo atenazaba la ansiedad de un
deber no cumplido.
El cura joven tartamudeó, titubeó; parecía tímido. Karras lo trató con
paciencia. Le ofreció cigarrillos y café. Luego se obligó a adoptar una
expresión de interés mientras el singular visitante le exponía gradualmente
un problema familiar: la terrible soledad de los sacerdotes. De todas las
ansiedades que Karras había encontrado últimamente, ésta se había
convertido en la más absorbente.
Karras, mientras oía hablar a su visitante, sintió cómo la angustia de
éste se transfería lentamente a él. Lo dejó hablar. Sabía que volvería a
buscarlo una y otra vez, que encontraría un consuelo para su soledad, que
haría de Karras un amigo.
El psiquíatra, abrumado, sintióse arrastrado hacia su pena íntima. Echó
una mirada a una placa que alguien le había regalado la Navidad anterior.
Leyó: Me duele mi hermano. Comparto su dolor.
Encuentro a Dios en él. Un encuentro fallido. Se echó la culpa a sí
mismo. Había seguido mentalmente la ‘vía dolorosa’ recorrida por sus
hermanos en Cristo, pero nunca había transitado por ella, o, al menos, eso
creía. Pensaba que el dolor que sentía era el propio.
Finalmente, el visitante miró su reloj. Era la hora del almuerzo en el
comedor del “campus”. Se levantó dispuesto a irse. Se detuvo para echarle
una mirada a una novela de moda que estaba sobre el despacho de Karras.
—¿La ha leído? -le preguntó Karras.
El otro negó con la cabeza.
—No. ¿Debería leerla?
—No sé. Yo hace poco la terminé y no estoy nada seguro de haberla
entendido -mintió Karras. Tomó el libro y se lo alargó-. ¿Quiere leerlo? Me
encantaría tener la opinión de otra persona.
—Por supuesto -dijo el jesuita mientras examinaba el libro-. Trataré de
devolvérselo dentro de dos días.
Parecía estar más animado.
“Apenas el visitante cerró la puerta al marcharse, Karras sintió una paz
momentánea. Tomó un breviario y salió al patio, por el que caminó
lentamente, mientras rezaba las horas canónicas.
Por la tarde recibió la visita del anciano sacerdote de la Santísima
Trinidad, que tomó asiento junto a la mesa de su despacho y que empezó
por darle el pésame.
—He dicho dos misas por ella, Damien. Y una por ti -jadeó, con acento
irlandés.
—Muchas gracias, padre.
—¿Qué edad tenía?
—Setenta.
Karras clavó la vista en una hoja con oraciones que había traído aquel
sacerdote. Era una de las tres que se leen en la misa; la hoja, recubierta de
plástico, que contenía una parte de las plegarias que dice el sacerdote. El
psiquíatra se preguntó qué estaría haciendo con ella.
—Bueno, Damien, hoy hemos descubierto otra profanación en la iglesia.
Habían pintado una imagen de la Virgen como una prostituta, le dijo el
sacerdote. Luego alargó a Karras la hoja con las oraciones.
—Y esto, al día siguiente de que te fueras a Nueva York. ¿Fue el
sábado? Sí, el sábado. Échale una ojeada. Acabo de hablar con un oficial de
la Policía y... bueno, mira la hoja, por favor, Damien.
Mientras Karras la examinaba, el sacerdote le explicó que alguien había
introducido una hoja, escrita a máquina, entre el original y la cubierta de
plástico. Esta copia, aunque con algunos errores notables, estaba escrita en
buen latín y describía, en vívidos y eróticos detalles, un imaginado encuentro
homosexual entre la Santísima Virgen y María Magdalena.
—Ya es suficiente; no tienes necesidad de leerlo todo -dijo el sacerdote,
y le quitó la hoja como si temiera que fuese ocasión de pecado-. El latín es
excelente. Quiero decir que tiene estilo, latín estilo “iglesia”. El oficial me ha
dicho que ha hablado con un psicólogo y éste opina que la persona que lo ha
escrito, podría ser un cura, un cura muy enfermo. ¿Qué te parece?
El psiquíatra pensó durante un momento. Luego asintió con la cabeza.
—Sí, podría ser. Tal vez deseaba reflejar una rebelión interna, quizás en
un estado de sonambulismo total. No sé. Podría ser. Tal vez sea así.
—¿No sospechas de nadie, Damien?
—¿Qué quieres decir?
—Pues que tarde o temprano vienen a verte, ¿no es cierto? Me refiero a
los enfermos del “campus”, si es que hay alguno. ¿No conoces a “ninguno”
así? ¿Con esa clase de enfermedad?
—No.
—Sabía que me dirías eso.
—Bueno, de todos modos me resultaría difícil saberlo, padre. El
sonambulismo es una forma de resolver gran número de posibles situaciones
conflictivas, y la manera corriente de manifestarlas es simbólica. Por tanto,
en realidad no sabría qué decirle. Y si fuera un sonámbulo, probablemente
sufrió luego una amnesia total, de modo que ni siquiera “él” mismo tendría
una clave.
—¿Y si “tú” hubieras de contárselo? -preguntó el sacerdote astutamente.
Se cogió el lóbulo de la oreja, un tic habitual en él -había notado Karrassiempre
que se mostraba sagaz.
—Realmente no sé de quién se trata -repitió el psiquíatra.
—No. Nunca he creído que me lo fueras a decir. -Se levantó y se dirigió
a la puerta-. ¿Sabes a lo que se parecen los psiquíatras? A sacerdotes
-rezongó.
Mientras Karras se reía suavemente, el sacerdote volvió sobre sus pasos
y dejó caer en la mesa la hoja de oraciones.
—Me parece que debes estudiar esto -dijo entre dientes-. A lo mejor se
te ocurre algo.
El sacerdote se dirigió de nuevo hacia la puerta.
—¿Han comprobado si hay huellas digitales? -preguntó Karras.
El sacerdote se detuvo y se volvió levemente.
—Lo dudo. Después de todo, no andamos buscando a un criminal,
¿verdad? Lo más probable es que sea un feligrés demente. ¿Qué te parece,
Damien? ¿Crees que puede ser alguien de la parroquia? Yo pienso que sí. No
ha sido un sacerdote, sino un seglar. -Había vuelto a cogerse el lóbulo de la
oreja-. ¿No crees?
—Sinceramente no sabría decirlo -repitió Karras.
—Sabía que me dirías eso -repitió, a su vez, el sacerdote.
Aquel mismo día, el padre Karras fue relevado de sus funciones como
consejero y destinado a la Facultad de Medicina de Georgetown University,
como profesor de Psiquiatría. Tenía órdenes de ‘descansar’.
CAPÍTULO SEGUNDO
Regan yacía de espaldas sobre la mesa de examen del consultorio de
Klein, con los brazos y las piernas colgando hacia los lados.
Sosteniendo un pie con ambas manos, el doctor le flexionó el empeine.
Durante un rato lo mantuvo en tensión, y luego lo soltó de repente. El pie
volvió a su posición normal.
Repitió varias veces la prueba, con los mismos resultados. Parecía no
quedar satisfecho. Cuando Regan se incorporó de pronto y le escupió en la
cara, dio instrucciones a una enfermera de que permaneciese junto a la niña,
y él volvió a conversar con Chris.
Era el 26 de abril. No había estado en la ciudad el domingo ni el lunes, y
Chris no había podido ponerse en contacto con él hasta aquella mañana,
para explicarle lo ocurrido en la fiesta y la posterior agitación de la cama.
—“¿Se movió realmente?”
—“Sí, se movió”.
—“¿Cuánto tiempo?”
—“No sé. Tal vez diez o quince segundos. Fue todo lo que vi.
Luego Regan quedó rígida y se orinó en la cama. O quizá se había
orinado antes. No sé. Pero, de repente, se durmió y no se despertó hasta el
día siguiente, por la tarde”.
El doctor Klein entró, pensativo.
—Bueno, ¿qué tiene? -preguntó Chris con voz ansiosa.
Tan pronto como llegó Chris, el doctor le comunicó su sospecha de que
el sacudimiento de la cama obedecía a un ataque de contracciones clónicas,
o sea, a la contracción y relajación alterna de los músculos.
La forma crónica de tal estado -le explicó-, era el clono1, y, por lo
general, indicaba una lesión cerebral.
—Bueno, la prueba ha dado resultados negativos -le dijo, y pasó a
describirle el procedimiento, explicándole que, en el clono, el hecho de
flexionar y soltar el pie alternativamente, habría provocado una sucesión de
contracciones clónicas. Sin embargo, al sentarse a su mesa, parecía
preocupado.
—¿Nunca sufrió una caída?
—¿Algún golpe en la cabeza? -preguntó Chris.
—Sí.
—No, que yo sepa.
—¿Enfermedades de la niñez?
—Sólo las comunes. Paperas, sarampión y varicela.
—¿Sonambulismo?
—No hasta ahora.
1 Espasmo en el que se suceden la rigidez o contracción y la relajación. (N. del traductor).
—¿Qué quiere usted decir? ¿Que caminó dormida durante la fiesta?
—Sí, aunque ella no sabe todavía lo que hizo aquella noche. Y hay otras
cosas que tampoco recuerda.
—¿Últimamente?
Domingo. Regan aún durmiendo.
Una llamada telefónica internacional, de Howard.
—“¿Cómo está Rags?”
—“Muchas gracias por llamarla el día de su cumpleaños”.
—“Me quedé varado en un yate.
¡Por Dios, no la emprendas conmigo! La llamé apenas llegué al hotel”.
—“¡Ah, sí, seguro!”
—“¿No te lo dijo?”
—“¿Hablaste con ella?”
—“Sí. Por eso pensé que sería mejor llamarte. ¿Qué diablos le pasa?”
—“¿Adónde quieres llegar?”
—“Me dijo una palabrota y colgó”.
Al contarle el incidente al doctor Klein, Chris le explicó que cuando, al
fin, se despertó Regan, no se acordaba ni de la llamada telefónica ni de lo
que había pasado la noche de la cena.
—Entonces tal vez no haya mentido en eso de que se mueven los
muebles -conjeturó Klein.
—No lo entiendo.
—Pues que los movió ella misma, sin duda, aunque quizás en uno de
esos ataques en que realmente no sabía lo que hacia. Esto se conoce como
automatismo. Es algo así como un estado de trance. El paciente no sabe ni
recuerda lo que hace.
—Se me acaba de ocurrir algo, doctor. ¿Sabe qué? Hay una cómoda
grande y maciza en su dormitorio. Debe de pesar media tonelada. Me intriga
saber cómo ha podido moverla ella.
—En casos patológicos es común esa fuerza extraordinaria.
—¿Sí? ¿A qué se debe?
El doctor se encogió de hombros.
—Nadie lo sabe. Pero, además de lo que me ha contado -continuó el
médico-, ¿ha notado alguna otra cosa extraña en su comportamiento?
—Bueno, se ha vuelto muy dejada.
—Comportamiento raro -repitió.
—En ella es raro. ¡Ah, pero espere! Hay más. ¿Se acuerda del tablero
Ouija con el que jugaba? ¿El capitán Howdy?
—El compañero de juegos imaginario -asintió el médico.
—Pues al parecer, ahora lo oye también -manifestó Chris.
El doctor se inclinó hacia delante, doblando los brazos sobre el
escritorio. Mientras Chris hablaba, sus ojos permanecían alerta y parecían ir
especulando.
—Ayer por la mañana -dijo Chris- la oí hablar con Howdy en su
dormitorio. Es decir, ella hablaba y luego parecía esperar, como si estuviera
jugando con el tablero Ouija. Sin embargo, cuando busqué en la habitación
no estaba el tablero; sólo vi a Rags que movía la cabeza, como si asintiera a
lo que él decía.
—¿Lo veía ella?
—No creo. Tenía la cabeza inclinada hacia un lado, como cuando
escucha discos.
El médico asintió, pensativo.
—Sí, claro. ¿Ningún otro fenómeno como éste? ¿Ve cosas? ¿Huele
cosas?
—Huele -recordó Chris-. No hace más que percibir olores desagradables
en su cuarto.
—¿Como de algo que se quema?
—¡Exacto! -exclamó Chris-. ¿Cómo lo sabe?
—Porque, en ocasiones, éste es el síntoma de un tipo de trastorno en la
actividad electroquímica del cerebro. En el caso de su hija, sería en el lóbulo
temporal. -Apoyó una mano junto a la sien-. Aquí, en la parte delantera del
cerebro. Es poco común, pero provoca extrañas alucinaciones, por lo
general, antes de una convulsión. Supongo que por eso se confunde tan a
menudo con la esquizofrenia; pero no es esquizofrenia. Es producido por una
lesión en el lóbulo temporal. Pero como quiera que la prueba del clono no es
conclusiva, creo que deberíamos hacerle un EEG.
—¿Qué es eso?
—Un electroencefalograma. Nos mostrará el trazado de sus ondas
cerebrales. Por lo general, es una buena indicación de funcionamiento
anormal.
—Pero usted cree que es eso, ¿verdad? Una lesión en el lóbulo temporal.
—Bueno, muestra el síndrome, mistress MacNeil. Por ejemplo, la
dejadez, la agresividad, comportamiento social que le plantea problemas, los
ataques que hicieron mover la cama. Generalmente, esto va seguido por
orinarse en la cama o vomitar, o ambas cosas a la vez, y luego un sueño
profundo.
—¿Quiere examinarla ahora mismo? -preguntó Chris.
—Sí, creo que deberíamos hacerlo de inmediato, pero va a necesitar
sedantes. Si se mueve o salta, los resultados serán nulos, de modo que...
¿me autoriza a administrarle veinticinco miligramos de ‘Librium’?
—¡No faltaría más! Haga lo que crea conveniente -le contestó, agitada.
Lo acompañó hasta el consultorio en que la niña sería examinada, y
cuando Regan lo vio preparando la aguja hipodérmica, vomitó un torrente de
obscenidades.
—Querida, es para “ayudarte” -imploró Chris, con angustia. Sujetó a
Regan mientras el doctor le ponía la inyección.
—En seguida vuelvo -dijo el médico haciendo un movimiento afirmativo
con la cabeza; y cuando entró una enfermera empujando el aparato para el
electro, él se fue a atender a otro paciente. Al volver, poco rato después, el
‘Librium’ no había hecho aún efecto.
Klein pareció sorprendido.
—¡Es raro! Se le ha administrado una dosis elevada -dijo a Chris.
Le inyectó otros veinticinco miligramos y se marchó; al volver encontró
a Regan dócil y tratable.
—¿Qué está haciendo? -preguntó Chris cuando Klein puso sobre el
cráneo de Regan los electrodos con solución salina.
—Ponemos cuatro a cada lado -le explicó-. Eso nos permite leer las
ondas cerebrales de ambos lados y luego compararlas.
—¿Compararlas para qué?
—Para observar cualquier desviación, que puede ser significativa. Por
ejemplo, tuve un paciente que sufría alucinaciones -dijo Klein-. Veía y oía
cosas que, por supuesto, no existían. Pues bien, encontré una diferencia
entre el trazado de las ondas del lado derecho y las del izquierdo, y descubrí
que el hombre sufría alucinaciones por la alteración sólo de uno de los
lóbulos temporales.
—¡Qué extraño!
—Su ojo y oído izquierdos funcionaban con normalidad; sólo el lado
derecho tenía visiones y oía cosas. Bueno, veamos ahora. -Puso la máquina
en marcha. Señaló las ondas sobre la pantalla fluorescente-. Esos son los dos
lados juntos -explicó-. Lo que estoy buscando son ondas en pico -con el
índice, trazó un dibujo en el aire-, especialmente ondas de gran amplitud, en
una frecuencia entre cuatro y ocho por segundo. Eso indica una lesión del
lóbulo temporal.
Estudió cuidadosamente la gráfica de las ondas cerebrales, pero no
descubrió ninguna disritmia. Ningún pico. Ninguna onda anormal. Y cuando
procedió a hacer las lecturas comparativas, los resultados fueron también
negativos.
Klein frunció el ceño. No podía entender. Repitió la operación. Y no
encontró cambios.
Hizo venir a una enfermera para que se quedara con Regan y volvió a su
despacho con la madre.
—Entonces, ¿qué tiene? -preguntó Chris.
Pensativo, el doctor se sentó a su mesa.
—Bueno, el EEG habría demostrado que tenía eso, pero la falta de
disritmia no prueba fehacientemente que no lo tenga. Puede ser histeria,
pero la gráfica tomada antes y después de la convulsión ha sido demasiado
sorprendente.
Chris enarcó las cejas.
—No hace usted más que hablar de ‘convulsión’, doctor. ¿Cuál es el
nombre exacto de esta enfermedad?
—Bueno, no es una enfermedad -dijo tranquilo.
—Entonces, ¿cómo se llama específicamente?
—Usted la conoce como epilepsia, señora.
—¡Dios mío!
Chris se hundió en una silla.
—Esperemos un poco -la calmó Klein-. Veo que, como la mayoría de la
gente, su impresión de la epilepsia es exagerada y tal vez, en gran parte,
mítica.
—¿Es hereditaria? -dijo Chris, sobrecogida.
—Ese es uno de los mitos -le explicó Klein con calma-. Por lo menos, eso
es lo que piensa la mayoría de los médicos. Mire, prácticamente cualquiera
puede tener convulsiones. La mayoría hemos nacido con una gran resistencia
contra las convulsiones; otros, con poca, de modo que la diferencia entre
usted y un epiléptico es una cuestión de grado. Eso es todo. Sólo de grado.
No es una enfermedad.
—Entonces, ¿qué es? ¿Una alucinación caprichosa?
—Un trastorno: un trastorno que puede dominarse. Y hay muchas clases
de trastornos de este tipo, señora. Por ejemplo, usted está ahora sentada
aquí y, por un momento, se distrae y no capta algo de lo que estoy diciendo.
Pues bien, eso es una especie de epilepsia, señora. Sí, es un verdadero
ataque de epilepsia.
—Sí, claro, pero eso no es lo de Regan -refutó Chris-. ¿Y a qué se debe
el que le haya cogido de repente?
—Mire, todavía no estamos seguros de que sea eso lo que tiene, y
admito que tal vez tenga usted razón; probablemente sea psicosomático. Sin
embargo, lo dudo. Y, para responder a su pregunta, debo decirle que un
gran número de cambios en el funcionamiento del cerebro puede
desencadenar una convulsión en los epilépticos: preocupación, fatiga,
presión emocional, una nota en particular de un instrumento musical... En
cierta ocasión atendí a un paciente que sufría ataques sólo en el autobús,
cuando se hallaba a una manzana de su casa. Pues bien, al fin descubrimos
el motivo: una luz intermitente, que provenía de una empalizada blanca, se
reflejaba en la ventanilla del autobús. A otra hora del día, o si el autobús iba
a distinta velocidad, no sufría convulsiones. Tenía una lesión en el cerebro,
causada por alguna enfermedad de la niñez. En el caso de su hija, el trauma
estaría situado más adelante, en el lóbulo temporal, y cuando éste es
afectado por un determinado impulso eléctrico de cierta longitud y frecuencia
de onda, origina un repentino estallido de reacciones anormales, partiendo
de la profundidad de un foco que está en el lóbulo. ¿Entiende?
—Supongo que sí -suspiró Chris, abatida-. Pero lo que no entiendo es
cómo se le puede cambiar totalmente la personalidad.
—Es muy común en el lóbulo temporal y puede durar varios días y aun
semanas. No es raro encontrarse con un comportamiento destructivo y hasta
criminal. En realidad se produce un cambio tan grande, que hace doscientos
o trescientos años se consideraba que los que tenían trastornos en el lóbulo
temporal estaban poseídos por el demonio.
—¿Estaban “qué”?
—Gobernados por la mente de un demonio. Algo así como una versión
supersticiosa del desdoblamiento de la personalidad.
Chris cerró los ojos y apoyó la frente sobre un puño.
—Dígame algo bueno -murmuró.
—Vamos, no se alarme. Si “es” una lesión, en cierto modo tendrá
suerte. En este caso, lo único que tendríamos que hacer sería extraer la capa
de la cicatriz.
—¡Ah, magnífico!
—O, a lo mejor, es sólo una presión sobre el cerebro. Mire, me gustaría
tomarle algunas radiografías del cráneo. Hay un radiólogo en este mismo
edificio, y tal vez yo pueda conseguir que se las tome en seguida. ¿Lo llamo?
—¡Por Dios, sí! ¡Hágalo!
Klein lo llamó y arregló todo.
Le dijeron que la llevaran de inmediato. Colgó el teléfono y empezó a
escribir la receta.
—Apartamento veintiuno, en el primer piso. La llamaré mañana o el
jueves. Me gustaría consultar a un neorólogo. Entretanto, suprimiremos la
‘Ritalina’ y probaremos durante un tiempo con ‘Librium’.
Arrancó la receta del talonario y se la alargó.
—Yo trataría de quedarme cerca de ella, mistress MacNeil. Estos
enfermos ambulatorios, si es eso lo que tiene, siempre pueden lastimarse.
Su dormitorio, ¿está cerca del de ella?
—Sí.
—Bien ¿En la planta baja?
—No, en el primer piso.
—¿Hay ventanas grandes en la habitación de la niña?
—Sí, una. ¿Por qué?
—Debería tratar de mantenerla cerrada, e incluso ponerle un candado.
En un estado de trance se podría tirar por ella. Una vez tuve un...
—...paciente -completó Chris con un dejo de sonrisa cansina.
—Parece que tengo muchos, ¿no? -dijo, siguiendo la broma.
—Algunos.
Pensativa, apoyó la cabeza en una mano y se inclinó hacia delante.
—Hace un momento estaba pensando en otra cosa.
—¿En qué?
—Me ha dicho usted que, después de un ataque, la enferma se quedó
profundamente dormida, ¿verdad? Así ocurrió la noche del sábado.
—Sí -asintió Klein.
—Entonces, ¿cómo puede ser que las otras veces que sentía moverse la
cama estuviera bien despierta?
—Usted no me ha dicho eso.
—Pero ocurrió así. Parecía estar bien. Venía a mi dormitorio y me pedía
que la dejara meterse en la cama conmigo.
—¿Se orinaba en la cama? ¿Vomitaba?
Chris negó con la cabeza.
—No, estaba bien.
Klein frunció el ceño y se mordió ligeramente el labio inferior.
—Bueno, veamos lo que nos dicen esas radiografías -concluyó.
Chris se sentía agotada cuando acompañó a Regan al radiólogo;
permaneció a su lado mientras le tomaba las radiografías, y la llevó de vuelta
a casa. La niña había permanecido extrañamente callada desde la segunda
inyección, y Chris hacía ahora esfuerzos por despertar su interés.
—¿Quieres jugar al monopolio o a alguna otra cosa?
Regan dijo que no con un movimiento de cabeza y clavó en su madre
una mirada perdida, que parecía posarse en una infinita lejanía.
—Tengo sueño -dijo Regan, con una voz que, como los ojos, reflejaba su
agotamiento. Luego se volvió y subió a su dormitorio.
“Debe de ser el ‘Librium’“, pensó Chris mientras la observaba.
Finalmente, suspiró y entró en la cocina. Se sirvió café y se sentó junto
a Sharon, en un rincón de la mesa.
—¿Qué tal ha ido?
—¡Oh, Dios mío!
Chris dejó la receta sobre la mesa.
—¿Por qué no encargas por teléfono la medicina? -dijo, y después le
explicó lo que había dicho el médico-. Si estoy ocupada o tengo que salir,
cuídala bien, Shar. -La luz. De repente-. Ahora me acuerdo.
Se levantó de la mesa y fue al dormitorio de Regan; la encontró tapada
y aparentemente dormida.
Chris se acercó a la ventana y ajustó la falleba. Miró hacia abajo. La
ventana, que se abría a un lado de la casa, daba a la escalera, que
descendía, abrupta, hacia la calle.
—“Tengo que llamar a un cerrajero en seguida”.
Regresó a la cocina, añadió este encargo a la lista que le había dado a
Sharon, dictó a Willie el menú para la cena y llamó a su representante.
—¿Qué te ha parecido el guión? -quiso saber él.
—Es muy bueno, Ed; hagámoslo -le contestó-. ¿Cuándo podemos
empezar?
—Bueno, tu parte en julio, de modo que habrías de empezar a
prepararte ya.
—¿Quieres decir ahora mismo?
—Sí, ahora. Esto no es actuar ante las cámaras, Chris. Has de trabajar
mucho antes del rodaje propiamente dicho. Tienes que estar de acuerdo con
el decorador, con el modista, con el maquillador y con el productor. Y
deberás elegir un operador y un jefe de fotografía e ir pensando ya en las
tomas. Vamos, Chris, ya conoces bien el asunto.
—Sí, bueno...
—¿Tienes algún impedimento?
—Sí, Regan está bastante enferma.
—¡Oh, lo siento! ¿Qué le pasa?
—Todavía no saben qué es. Estoy esperando unos análisis. Escucha, Ed,
ahora no puedo dejarla.
—¿Quién dice que debas dejarla?
—No me entiendes, Ed. Necesito estar en casa con ella. Precisa que la
atienda. No te lo puedo explicar, Ed, es muy complicado. ¿Por qué no
podemos aplazarlo durante un tiempo?
—No podemos. Quieren tenerlo listo para Navidad, y nos apremian.
—¡Por Dios, Ed!, creo que pueden esperar dos semanas.
—¿Por qué insististe tanto en que querías dirigir, y ahora, de pronto...?
—Tienes razón, Ed, ya lo sé -lo interrumpió-. En realidad quiero hacerlo,
pero vas a tener que decirles que necesito un poco más de tiempo.
—Creo que si te hago caso lo echaremos todo a perder. No es a ti a
quien quieren; eso no es noticia. Lo hacen sólo por Moore, y creo que si van
y le dicen que no estás tan segura de querer hacerlo, le dará un ataque.
Vamos, Chris, seamos razonables. Haz lo que quieras. A mí no me importa.
Eso no va a dejar dinero, a menos que produzca un gran impacto. Pero te
advierto que si les pido una prórroga, lo estropearemos todo. ¿Qué les digo,
pues?
—¡Dios mío! -suspiró Chris.
—Ya sé que no es fácil.
—No lo es. Escucha... -Pensó. Después movió la cabeza-. Ed, tendrán
que esperar -dijo, al fin, cansada.
—¿Es tu última decisión?
—Sí, Ed. Avísame de cualquier cosa.
—Lo haré. Ya te llamaré. Tranquilízate.
—Gracias, Ed.
Deprimida, colgó el teléfono y encendió un cigarrillo.
—¿Te he dicho que he hablado con Howard? -preguntó a Sharon.
—¿Cuándo? ¿Le has comunicado lo que le está pasando a Rags?
—Sí, y también que ha de venir a verla.
—¿Va a venir?
—No sé. No lo creo -respondió Chris.
—Deberías pensar en que hará lo posible.
—Sí, ya lo sé -suspiró Chris-. Pero has de entender lo que le pasa, Shar.
Yo sé lo que es.
—¿Qué es?
—¡Oh, todo el asunto de ‘esposo de Chris MacNeil’! Rags era también
parte de eso. Ella estaba dentro, y él, fuera. Siempre Rags y yo juntas en las
portadas de las revistas; en las fotos, madre e hija, mellizas de la
propaganda cinematográfica. -Tiró la ceniza del cigarrillo con un caprichoso
movimiento de los dedos-. Bueno, ¡quién sabe! Todo es bastante confuso.
Pero resulta difícil entenderse con él, Shar. No puedo hacerlo.
Tomó un libro que había junto a Sharon.
—¿Qué estás leyendo?
—¿Cómo? ¡Ah, “eso”! Es para ti. Me había olvidado. Lo trajo mistress
Perrin.
—¿Ha estado aquí?
—Sí, esta mañana. Dijo que lamentaba no poder verte, pero que se iba
de la ciudad. Te llamará apenas vuelva.
Chris asintió y echó una rápida mirada al título del libro: “Estudio sobre
la adoración al demonio y relatos de fenómenos ocultos”.
Lo abrió y encontró una nota manuscrita de Mary Jo.
Querida Chris: Acerté a pasar por la biblioteca de Georgetown University y
saqué este libro para ti. Tiene algunos capítulos sobre la misa negra. Deberías leerlo
todo.
Creo que las otras partes te van a resaltar particularmente interesantes. Hasta
pronto.
Mary Jo.
—¡Qué mujer tan amable! -exclamó Chris.
—Tienes razón -admitió Sharon.
Chris hojeó el libro.
—¿Qué novedades trae sobre la misa negra? ¿Algo muy desagradable?
—No sé -contestó Sharon-. No lo he leído.
—¿No es bueno para serenarse?
Sharon se desperezó y bostezó.
—Esas cosas no me afectan.
—¿Qué ha pasado con tu complejo de Jesús?
—¡Oh, vamos!
Chris empujó el libro sobre la mesa, en dirección a Sharon.
—Aquí tienes. Léelo y dime qué pasa.
—¿Para tener pesadillas?
—¿Para qué crees que te pago?
—Para vomitar.
—Eso puedo hacerlo yo misma -murmuró Chris, y tomó un diario de la
tarde-. Para eso lo único que hay que hacer es meterse en la garganta los
consejos del representante comercial; así se vomita sangre durante una
semana. -Irritada, dejó el diario a un lado-. ¿Puedes sintonizar la radio,
Shar? Quiero oír las noticias.
Sharon cenó con Chris y luego salió. Se olvidó del libro. Chris lo vio
sobre la mesa y pensó leerlo, pero al final se sintió muy cansada. Lo dejó en
la mesa y subió a la planta alta.
Contempló a Regan, que parecía seguir durmiendo tapada y,
aparentemente, sin haberse despertado.
Examinó de nuevo la ventana. Al salir del dormitorio se aseguró de que
la puerta quedaba bien abierta, y lo mismo hizo con la de su cuarto, antes de
meterse en la cama.
Vio parte de una película por televisión. Después se durmió.
A la mañana siguiente, el libro sobre la adoración al demonio había
desaparecido de la mesa.
Nadie supo dónde estaba.
CAPÍTULO TERCERO
El neurólogo consultado colgó nuevamente las radiografías; trataba de
localizar hundimientos de las paredes craneales, como si el cráneo hubiera
sido golpeado una y otra vez con un martillo. El doctor Klein estaba detrás,
con los brazos cruzados. Los dos habían buscado lesiones, acumulación de
líquido o una posible desviación de la glándula pineal. Ahora exploraban por
si hubiera depresiones en la caja craneal, las cuales probarían la existencia
de una presión intracraneal crónica.
No las encontraron. Era el jueves 28 de abril.
El neurólogo se quitó las gafas y las puso con cuidado en el bolsillo
superior izquierdo de su chaqueta.
—Aquí no hay absolutamente nada, Sam. Nada que yo alcance a ver.
Klein miró hacia el suelo frunciendo el ceño y sacudió la cabeza.
—Sí, no se ve nada.
—¿Quiere tomarle otras?
—Creo que no. Voy a intentar una punción lumbar.
—Buena idea.
—Entretanto, me gustaría ver a la niña.
—¿Cómo está hoy?
—Bueno, yo... -Tintineó el teléfono-. Con permiso. -Tomó el receptor-.
¿Diga?
—Mistress MacNeil. Dice que es urgente.
—¿Por qué línea?
—Por la doce.
Apretó con fuerza el botón de la comunicación interior.
—Habla el doctor Klein, mistress MacNeil. ¿Qué sucede?
La voz sonaba agitada y al borde de la histeria.
—¡Dios mío, doctor, es Regan! ¿Puede venir en seguida?
—Bueno, ¿qué le pasa?
—No sé, doctor, ¡no puedo describirlo! ¡Por Dios, venga! ¡Venga ahora
mismo!
—Salgo para allá.
Desconectó y llamó a la recepcionista.
—Susan, dígale a Dresner que se haga cargo de mis pacientes. -Colgó el
teléfono y se quitó la bata-. Es ella. ¿Quiere venir?
No hay más que cruzar el puente.
—Dispongo de una hora.
—Entonces, vamos.
A los pocos minutos estuvieron allí, y desde la puerta, donde los recibió
Sharon, oyeron lamentos y gritos de terror que provenían del cuarto de
Regan. La mujer parecía asustada al decir:
—Soy Sharon Spencer. Entren. Está arriba.
Los condujo hasta la puerta de la habitación de Regan. La abrió y
anunció:
—Los doctores, Chris.
Inmediatamente, Chris fue hacia la puerta, con la cara contraída por el
pánico.
—¡Pase, pasen, por favor! -dijo con voz trémula-. ¡Entren y vean lo que
está haciendo!
—Le presento al doctor...
En mitad de la presentación, Klein se interrumpió al mirar a Regan.
Daba alaridos histéricos y sacudía los brazos, mientras su cuerpo parecía
proyectarse horizontalmente por el aire, sobre la cama, para caer luego con
violencia sobre el colchón, en un movimiento rápido y continuo.
—¡Oh, mamá, dile que “pare”! -chilló-. ¡Deténlo! ¡Está tratando de
matarme! “¡Deténlo! ¡Detéeenlo, maaaamaaaá!”
—¡Oh, mi querida! -gimió Chris mientras se metía un puño en la boca y
lo mordía. Miró a Klein de modo suplicante-. Doctor, ¿qué es? ¿Qué pasa?
Él hizo un gesto negativo con la cabeza, con la mirada fija en Regan,
mientras continuaba el fenómeno. Levantaba un pie cada vez y luego caía,
con respiración entrecortada, como si unas manos invisibles la levantaran y
dejaran caer.
Chris se cubrió los ojos con la mano temblorosa.
—¡Oh, Jesús, Jesús! -exclamó con voz ronca-. Doctor, ¿qué “es” esto?
Los movimientos cesaron de repente, y la niña empezó entonces a
retorcerse de un lado a otro, con los ojos en blanco.
—Me está quemando... “¡Me quema!” -gemía Regan-. ¡Oh, me quema,
me quema...!
Rápidamente, sus piernas comenzaron a cruzarse y descruzarse.
Los doctores se acercaron, uno a cada lado de la cama. Sin dejar de
retorcerse y agitarse, Regan arqueó la cabeza hacia atrás, dejando al
descubierto una garganta hinchada y turgente. Comenzó a decir entre
dientes algo incomprensible, en un tono extrañamente gutural.
—...“eidanyoson... eidanyoson”...
Klein se inclinó para tomarle el pulso.
—Bueno, vamos a ver qué pasa, pequeña -le dijo con dulzura.
De repente se tambaleó, aturdido y vacilante, a causa de un tremendo
golpe descargado por el brazo de Regan, al tiempo que ella se incorporaba
en la cama, con la cara contraída.
—¡Esta puerca es “mía”! -rugió con voz estentórea-. ¡Es “mía”! ¡Aléjense
de ella! ¡Ella es “mía”!
Una risa parecida a un ladrido brotó de su garganta, y luego cayó de
espaldas como si alguien la hubiese empujado.
—“¡Cójanme!” ¡Vamos, cójanme! -les gritaba a los médicos.
Unos segundos más tarde, Chris salió corriendo del dormitorio,
ahogando un sollozo.
Cuando Klein se acercó a la cama, Regan se abrazó a si misma, y con
las manos se acarició los brazos.
—¡Ah, sí, querida! -canturreó con aquella voz extrañamente fuerte.
Tenía los ojos cerrados, como en éxtasis-. Mi niña... mi flor... mi perla...
Y comenzó a retorcerse de nuevo, gimiendo una y otra vez palabras sin
sentido. Bruscamente se sentó; sus ojos, desorbitados, miraban con fijeza e
impotente terror.
Maulló como un gato. Después ladró. Luego relinchó.
Y, al fin, doblándose por la cintura, comenzó a hacer girar su torso en
ligeros y enérgicos círculos. Jadeaba, tratando de respirar.
—¡Oh, deténganlo! ¡Háganlo “detener”! ¡No puedo “respirar”!
Klein había visto ya lo suficiente. Llevó su maletín hasta la ventana y,
rápidamente, empezó a preparar una inyección.
El neurólogo permaneció junto al lecho de la niña y vio que se caía de
espaldas, como si la hubieran empujado. Se le volvieron a poner los ojos en
blanco y, revolcándose hacia ambos lados... empezó a mascullar frases
incoherentes, con voz gutural. El neurólogo se acercó más para tratar de
captar lo que decía. Luego vio que Klein le hacía señas. Se acercó a él.
—Le voy a dar ‘Librium’ -dijo Klein con cautela, manteniendo la jeringa a
la luz de la ventana-. Pero usted tendrá que sostenerla.
El neurólogo asintió. Parecía preocupado. Inclinó a un lado la cabeza,
para escuchar el murmullo que venía de la cama.
—¿Qué está diciendo? -susurró Klein.
—No sé. Cosas incoherentes. Sílabas sin sentido. -Pero su propia
explicación pareció dejarlo insatisfecho-. Aunque lo dice como si significara
algo. Tiene ritmo.
Klein hizo un gesto señalando hacia la cama, y se acercaron en silencio
por ambos lados. Al verlos venir, la niña se puso tiesa, como con rigidez
tetánica, y los médicos se miraron el uno al otro significativamente. Luego
volvieron a mirar a Regan, que comenzaba a arquear su cuerpo hasta
alcanzar una posición increíble, doblándolo hacia atrás como un arco, hasta
que la punta de la cabeza tocó los pies. Aullaba de dolor.
Los médicos cambiaron miradas dubitativas. Entonces Klein hizo una
señal al neurólogo. Pero antes de que éste la pudiera coger, Regan cayó
fláccida, en un súbito desmayo, y se orinó en la cama.
Klein se inclinó y le levantó un párpado. Le tomó el pulso...
—Seguirá desvanecida un rato -murmuró-. Creo que ha tenido una
convulsión, ¿no le parece?
—Sí, eso creo.
—Bueno, asegurémonos para después -dijo Klein.
Con mano diestra, le aplicó la inyección.
—Y bien, ¿qué opina? -preguntó al neurólogo mientras apretaba una tela
esterilizada en el punto de la inyección.
—Lóbulo temporal. Tal vez la esquizofrenia sea otra posibilidad, Sam,
pero el ataque ha sido demasiado repentino. No tiene ningún antecedente,
¿verdad?
—No, no lo tiene.
—¿Neurastenia?
Klein hizo un gesto negativo con la cabeza.
—Entonces, tal vez sea histeria -insinuó el neurólogo.
—Ya he pensado en eso.
—Claro. Pero tendría que ser un monstruo para poder retorcerse
voluntariamente el cuerpo como lo ha hecho, ¿no cree? -Negó con la cabeza-
. No, yo creo que es patológico, Sam... su fuerza, la paranoia, las
alucinaciones. Esquizofrenia... bueno, tiene esos síntomas. Pero una lesión
en el lóbulo temporal también provocaría convulsiones. Sin embargo, hay
algo que me inquieta... -Desconcertado, se retiró frunciendo el ceño.
—¿A qué se refiere?
—Bueno, no estoy totalmente seguro, pero creo haber oído signos de
disociación: ‘mi perla’..., ‘mi niña’..., ‘mi flor’... ‘la puerca’.
Tengo la impresión de que hablaba de sí misma. ¿A usted no le ha
parecido lo mismo, o es que estoy tratando de ver más de lo que hay?
Klein se acarició el labio inferior mientras meditaba la pregunta.
—Francamente, de momento no se me ha ocurrido, pero ahora que
usted lo señala... -Gruñó pensativo-. Podría ser. Sí, podría ser.
Luego alejó la idea con un encogimiento de hombros.
—Bueno, le voy a hacer una punción ahora mismo, aprovechando que
está dormida, y puede ser que entonces sepamos algo.
El neurólogo asintió con la cabeza.
Klein hurgó en su maletín, cogió una píldora y se la metió en el bolsillo.
—¿Puede quedarse un rato?
El neurólogo miró el reloj.
—Tal vez media hora.
—Vamos entonces a hablar con la madre.
Salieron de la habitación al pasillo.
Chris y Sharon estaban apoyadas, cabizbajas, contra la baranda de la
escalera. Al acercarse los médicos, Chris se secó la nariz con un pañuelo
húmedo y estrujado. Tenía los ojos enrojecidos por el llanto.
—La niña está durmiendo -le dijo Klein.
—Gracias a Dios -suspiró Chris.
—Y le he dado un sedante fuerte. Quizá duerma hasta mañana.
—¡Qué bien! -exclamó Chris débilmente-. Doctor, lamento comportarme
como una criatura.
—Se está portando muy bien -la consoló-. Es una prueba espantosa. A
propósito, le presento al doctor David.
—¿Cómo está usted? -dijo Chris con una pálida sonrisa.
—El doctor es neurólogo.
—¿Qué opinan ustedes? -les preguntó.
—Bueno, pensamos que es una lesión del lóbulo temporal -respondió
Klein- y...
—Por Dios, ¿de qué diablos me está “hablando”? -estalló Chris-. ¡Ha
estado actuando como una psicópata, como si tuviera doble personalidad!
Que... -de pronto se serenó y apoyó su frente en la mano-. No doy más de
mí -dijo agotada-. Perdonen. -Dirigió a Klein una mirada ojerosa-. ¿Qué
estaba diciendo?
Fue David el que respondió.
—No se han dado más de cien casos auténticos de desdoblamiento de
personalidad, mistress MacNeil. Es un estado raro. Sé que la tentación sería
recurrir a la Psiquiatría, pero cualquier psiquíatra responsable agotaría
primero las posibilidades somáticas. Es el procedimiento más seguro.
—De acuerdo. ¿Qué viene ahora, entonces? -suspiró Chris.
—Una punción lumbar -contestó David.
—¿En la columna?
Asintió.
—Lo que no ha aparecido en las radiografías ni en el
electroencefalograma podría mostrarse ahora. O, por lo menos, descartaría
otras posibilidades. Querría hacerlo ahora, aquí mismo, mientras duerme. Le
voy a poner anestesia local, por supuesto, para evitar que se mueva.
—¿Cómo podrá saltar en la cama de ese modo? -preguntó Chris,
frunciendo la cara con expresión ansiosa.
—Bueno, creo que ya hemos hablado de eso -dijo Klein-. Los estados
patológicos pueden originar una fuerza anormal y acelerar las funciones
matrices.
—Pero no saben por qué -dijo Chris.
—Según parece, tiene algo que ver con la motivación -comentó David-.
Es lo único que sabemos.
—Entonces, ¿podemos hacer la punción?
Mientras clavaba la vista en el suelo, Chris suspiró, relajándose.
—Pueden hacerlo -murmuró-. Hagan todo lo que sea necesario. Pero
cúrenmela.
—Lo procuraremos -dijo Klein-. ¿Me permite usar el teléfono?
—Por supuesto; venga. Está en el despacho.
—A propósito -dijo Klein, cuando ella se volvió para precederlos-, tienen
que cambiar las sábanas.
—Yo lo haré -dijo Sharon, y se fue hacia el dormitorio de Regan.
—¿Puedo prepararles café? -preguntó Chris, mientras los médicos la
seguían escaleras abajo-. Le he dado la tarde libre al ama de llaves, de modo
que habrá de ser instantáneo.
Ellos rehusaron.
—Veo que todavía no ha hecho arreglar la ventana -comentó Klein.
—No; ya hemos llamado -le dijo Chris-. Mañana traerán persianas que
se puedan asegurar con cerrojo.
Él asintió.
Entraron en el despacho, desde donde Klein llamó a su consultorio y dio
instrucciones a un ayudante para que mandara a la casa el instrumental
necesario y la medicación.
—Y preparen el laboratorio para un análisis de líquido cefalorraquídeo -lo
instruyó Klein-. Lo haré yo mismo después de la punción.
Cuando terminó de hablar, se volvió hacia Chris y le preguntó qué había
sucedido desde que él vio a Regan por última vez.
—El martes -dijo Chris- no pasó nada. Se metió en la cama y durmió de
un tirón hasta la mañana siguiente; luego... ¡oh, no, no, espere! -se corrigió-
. No fue así.
Willie comentó que la había oído en la cocina por la mañana muy
temprano. Me acuerdo de que me alegré de que tuviera apetito de nuevo.
Pero se volvió a la cama, y permaneció en ella el resto del día.
—¿Durmiendo? -le preguntó Klein.
—No, leyendo -respondió Chris-. Entonces empecé a ver las cosas un
poco mejor. Parecía como si el ‘Librium’ hubiera sido lo que le hacía falta.
Noté que estaba algo abstraída, y eso me molestó un poco; pero, aun así,
era un gran progreso. Y anoche, tampoco nada. Hasta esta mañana, en que
empezó de nuevo. -Inspiró profundamente-. ¡Y cómo empezó!
Sacudió la cabeza.
Estaba sentada en la cocina -dijo Chris a los médicos-, cuando Regan
bajó corriendo las escaleras; gritando, se abalanzó sobre su madre, se
escondió detrás de la silla, cogió a Chris por los brazos y le explicó, con voz
aterrorizada, que el capitán Howdy la perseguía, que la había estado
pinchando, dándole puñetazos, empujándola, diciéndole obscenidades,
amenazando con matarla. ‘¡Ahí está!’, había chillado, finalmente, señalando
hacia la puerta de la cocina. Luego se derrumbó en el suelo, y su cuerpo se
agitó en espasmos, mientras jadeaba y lloraba porque el capitán Howdy la
estaba pateando. Repentinamente -siguió diciendo Chris-, Regan se
incorporó, se paró en medio de la cocina, con los brazos extendidos, y
empezó a girar rápidamente, ‘como un trompo’, y estuvo moviéndose así
durante varios minutos, hasta caer exhausta en el suelo.
—Y luego, de pronto -terminó Chris, penosamente-, vi ese “odio” en sus
ojos, ese “odio”, y me dijo... -Se atragantó-. Me dijo que era una... ¡Oh,
Dios!
Se tapó los ojos con las manos, mientras sollozaba convulsivamente.
En silencio, Klein se dirigió al bar, abrió el grifo del agua y llenó un vaso.
Se acercó a Chris.
—Pero, ¿donde hay un cigarrillo? -Chris suspiró trémula, limpiándose los
ojos con el dorso de los dedos.
Klein le dio el agua y una pildorita verde.
—Pruebe con esto -le aconsejó.
—¿Es un tranquilizante?
—Sí.
—Deme dos.
—Con uno basta.
—¡Qué ahorrativo! -murmuró Chris, con una sonrisa pálida.
Se tragó la píldora y le devolvió el vaso, vacío, al médico.
—Gracias -dijo en voz baja, y apoyó la frente sobre sus dedos
temblorosos. Movió la cabeza con suavidad-. Sí, ahí fue donde empezó
-prosiguió pensativa- todo lo demás. Como si ella fuera otra persona.
—¿Tal vez como si fuese el capitán Howdy? -preguntó David.
Chris levantó la vista y lo miró desconcertada. Él la miraba fijamente.
—¿Qué quiere decir? -preguntó.
—No sé. -Encogióse de hombros-. Ha sido sólo una pregunta.
Ella se volvió hacia la chimenea, con la mirada ausente y obsesionada.
—No sé -dijo opacamente-. Era como si fuese otra persona.
Hubo un momento de silencio.
Luego, David se levantó, dijo que había de irse porque tenía otra visita
y, tras algunas frases de consuelo, se despidió.
Klein lo acompañó hasta la puerta.
—¿Va a comprobar el nivel de azúcar en el líquido? -le preguntó David.
—No, creo que no.
David esbozó una sonrisa.
—La verdad es que estoy preocupado por esto -dijo. Desvió la mirada,
pensativo-. Es un caso muy extraño.
Durante un momento, se acarició la barbilla y pareció cavilar.
Después miró a Klein.
—Avíseme si encuentra algo.
—¿Estará en su casa?
—Sí. Llámeme.
Le dijo adiós con la mano y se marchó.
Pocos minutos después, al llegar el instrumental, Klein anestesió el área
raquídea de Regan con novocaína, y, mientras Chris y Sharon miraban,
extrajo el líquido cefalorraquídeo y leyó el manómetro.
—Presión normal -murmuró.
Cuando acabó, fue hasta la ventana para ver si el líquido era claro o
turbio.
Era claro.
Cuidadosamente, guardó los tubos con el líquido en su maletín.
—No creo que lo haga, pero en caso de que se despierte en medio de la
noche y arme un escándalo, necesitarían una enfermera que le administrara
un sedante -dijo Klein.
—¿Puedo hacerlo yo misma? -preguntó Chris, preocupada.
—Y, ¿por qué no una enfermera?
Ella no quiso mencionar la profunda desconfianza que sentía respecto a
médicos y enfermeras.
—Prefiero hacerlo yo -dijo simplemente-. ¿Puedo?
—Las inyecciones tienen su técnica -respondió él-. Una burbuja de aire
puede ser muy peligrosa.
—Yo sé cómo se hace -medió Sharon-. Mi madre tenía una clínica en
Oregón.
—¿Serías capaz de hacerlo, Sharon? ¿Te quedarías esta noche? -le
preguntó Chris.
—Después de esta noche -previno Klein -puede necesitar suero
intravenoso; depende de cómo siga el proceso.
—¿No me podría enseñar a hacerlo? -le preguntó Chris, ansiosa.
Él asintió.
—Sí, supongo que sí.
Extendió una receta de ‘Thorazine’ soluble y jeringa de las que se usan y
se tiran. Se la entregó a Chris.
—Encargue que se lo preparen en seguida.
Chris se la alargó a Sharon.
—Hazlo por mí, ¿quieres? No tienes más que hablar, y lo mandarán. Me
gustaría estar con el doctor mientras hace esos análisis... ¿No le molesta?
-preguntó al médico.
Él notó la tensión que circuía sus ojos, su mirada de ansiedad e
impotencia. Hizo un gesto afirmativo.
—Sé cómo se siente. -Le sonrió con amabilidad-. Yo me siento igual
cuando hablo de mi coche con los mecánicos.
Salieron de la casa exactamente a las 6.18 de la tarde.
En su laboratorio del Complejo Médico Rosslyn, Klein hizo una serie de
análisis. Primero analizó el porcentaje de proteínas.
Normal.
Luego hizo un recuento hemático.
—Demasiados hematíes -explicó Klein- revelarían hemorragia. Y
demasiados leucocitos demostrarían la existencia de una infección. Busca, en
particular, una infección micótica, que era, a menudo, la causa de un
comportamiento extraño. Sacó otro papel para recetar.
Por fin, Klein analizó el índice de glucosa del líquido cefalorraquídeo.
—¿Por qué? -le preguntó Chris, muy interesada.
—La cantidad de glucosa en el líquido cefalorraquídeo ha de ser los dos
tercios de la que se encuentre normalmente en la sangre. Si el índice está
significativamente por debajo de esa proporción, ello revelaría una
enfermedad en la cual las bacterias consumen el azúcar del líquido
cefalorraquídeo. Si fuese así, ésa sería la razón de su comportamiento. Pero
encontró un nivel normal.
Chris sacudió la cabeza y cruzó los brazos.
—Entonces estamos igual que antes -murmuró desanimada.
Klein meditó durante unos minutos. Finalmente, se volvió hacia Chris.
—¿Tiene usted alguna droga en su casa? -le preguntó.
—¿Eh?
—¿Anfetaminas? ¿LSD?
—¡No! Si la tuviera, ya se lo habría dicho. No, no hay nada de eso.
Él asintió y bajó la cabeza.
Luego, levantó la vista y dijo:
—Bueno, entonces creo que ha llegado el momento de consultar a un
psiquíatra, mistress MacNeil.
Volvió a su casa exactamente a las 7.21 de la tarde. Desde la puerta
llamó a Sharon. Pero no estaba.
Chris subió al dormitorio de Regan. Aún dormía profundamente.
No había ni una arruga en la ropa de cama. Notó que la ventana estaba
abierta de par en par. Olía a orina. “Sharon debe de haberla abierto para
renovar el aire”, pensó. La cerró. “¿Dónde se habrá ido?”
Chris volvió a la planta baja, justamente cuando llegaba Willie.
—Hola, Willie. ¿Te has divertido?
—Tiendas. Cine.
—¿Dónde está Karl?
Willie hizo un gesto, como si quisiera alejar de sí el pensamiento.
—Esta vez me dejó ir a ver ‘Los Beatles’. A mí sola.
—¡Estupendo!
Willie levantó dos dedos formando una V. Eran las 7.35.
A las 8.01, cuando Chris estaba en el despacho hablando por teléfono
con su representante, Sharon entró con varios paquetes, se dejó caer en una
silla y esperó.
—¿Adónde has ido? -le preguntó Chris cuando colgó el teléfono.
—¡Oh!, ¿no te ha dicho nada él?
—¿Quién no me ha dicho qué?
—Burke. ¿No está aquí? ¿Dónde está?
—¡Ah!, ¿pero ha estado aquí?
—¿Quieres decir que no estaba cuando llegaste?
—Mira, explícamelo todo -dijo Chris.
—¡Oh, ese loco! -refunfuñó Sharon moviendo la cabeza-. El farmacéutico
no podía mandar las cosas, de modo que cuando vino Burke pensó que él se
podía quedar aquí mientras yo iba a buscar el ‘Thorazine’. -Se encogió de
hombros-. Tendría que haberme imaginado que haría eso.
—Lo mismo digo. Y entonces, ¿qué has comprado?
—Como me pareció que tenía tiempo, fui a comprar una tela
impermeable para la cama de Regan. -Se la mostró.
—¿Has comido?
—No. Pensaba hacerme un bocadillo. ¿Quieres uno?
—Buena idea. Vamos a comer.
—¿Qué resultado han dado los análisis? -preguntó Sharon mientras
caminaba lentamente hasta la cocina.
—No han encontrado nada. Todos negativos. Voy a tener que llevarla a
un psiquíatra -respondió Chris con voz apagada.
Después de tomar los bocadillos y el café, Sharon enseñó a Chris a
poner inyecciones.
—Las dos cosas más importantes -explicó- son comprobar que no haya
burbujas de aire y estar segura de no pinchar una vena. Aspira un poquito,
así -le demostró-, y fíjate que no haya sangre en la jeringa.
Chris practicó un rato en un pomelo. Luego, a las 9.28, sonó el timbre
de la puerta. Willie fue a abrir. Era Karl. Al pasar por la cocina, camino de su
habitación, saludó con un ademán de cabeza y dijo que se había olvidado la
llave.
—No puedo creerlo -dijo Chris a Sharon-. Es la primera vez en su vida
que reconoce un error propio. Pasaron la velada viendo la televisión en el
despacho.
A las 11.46, Chris atendió el teléfono. Era el joven ayudante de
dirección. Su voz parecía grave.
—¿No has oído aún las noticias, Chris?
—No; ¿qué pasa?
—Una mala noticia.
—¿Cuál? -preguntó.
—Burke está muerto.
Se había emborrachado. Había tropezado. Se había caído por la
empinada escalinata; un peatón lo vio derrumbarse hacia la noche sin fin. Se
rompió el cuello. Un final escalofriante y sangriento, su última escena.
El teléfono se le resbaló de las manos, mientras Chris lloró en silencio,
de pie y vacilante.
Sharon corrió a sostenerla, colgó el teléfono y la llevó hasta un sofá.
—Ha muerto Burke -sollozó Chris.
—¡Oh, Dios mío! -jadeó Sharon-. ¿Qué ha pasado?
Pero Chris no podía hablar aún. Lloraba.
Más tarde hablaron. Durante horas. Hablaron. Chris bebió.
Contó recuerdos de Dennings. Ora reía, ora lloraba.
—¡Oh, Dios! -suspiraba-. ¡Pobre Burke..., pobre Burke...!
Su sueño de muerte se le presentaba constantemente.
Poco después de las cinco de la mañana, Chris se encontraba de pie,
pensativa, detrás del bar, con los codos apoyados, cabizbaja y la mirada
triste. Estaba esperando que Sharon volviera con hielo de la cocina.
La oyó venir.
—Todavía no lo puedo creer -suspiró Sharon al entrar en el despacho.
Chris levantó la vista y se quedó petrificada.
Deslizándose como una araña, rápidamente, detrás de Sharon y cerca
de ella, con el cuerpo doblado en arco para atrás y la cabeza casi tocándole
los pies, estaba Regan, que sacaba la lengua de la boca, y la volvía a meter
en ella, mientras silbaba igual que una víbora.
—¡Sharon! -dijo Chris atontada, mirando aún a Regan.
Sharon se detuvo. Regan también. Sharon se volvió y no vio nada. Y
luego gritó al sentir la lengua de Regan lamiéndole los tobillos.
Chris empalideció.
—¡Llama al doctor en seguida! ¡Que venga “ahora” mismo!
Adondequiera que iba Sharon, Regan la seguía.
CAPÍTULO CUARTO
Viernes, 29 de abril. Mientras Chris esperaba en el pasillo de los
dormitorios, el doctor Klein y un renombrado neuropsiquíatra examinaban a
la niña.
Los médicos la observaron durante media hora. Se dejaba caer.
Daba vueltas sobre sí misma. Se tiraba de los pelos. Ocasionalmente
hacía gestos con la cara y se apretaba las manos contra los oídos como para
anular un ruido repentino y ensordecedor. Vociferaba obscenidades. Aullaba
de dolor. Finalmente, se arrojó boca abajo sobre la cama, doblando las
piernas debajo del estómago. Gemía en forma incoherente.
El psiquíatra le dijo a Klein que se alejara de la cama.
—Vamos a darle un tranquilizante -murmuró-. Tal vez así pueda hablar
con ella.
El internista asintió y preparó una inyección de cincuenta miligramos de
‘Thorazine’. Sin embargo, al acercarse los médicos a la cama, Regan pareció
sentir su presencia, y, rápidamente, se volvió, y cuando el neuropsiquíatra
trató de sujetarla, empezó a chillar con furia. Lo mordió. Le pegó. Lo
mantuvo a distancia.
Sólo cuando llamaron a Karl para que les ayudara, pudieron mantenerla
lo suficientemente quieta como para que Klein le inyectara el sedante.
La dosis fue insuficiente.
Tuvieron que administrarle otros cincuenta miligramos. Esperaron.
Regan se calmó. Luego, somnolienta... miró a los médicos.
—¿Dónde está mamá? Quiero que venga mamá -lloraba.
Ante una seña del neuropsiquíatra, Klein salió de la habitación para
llamar a Chris.
—Tu madre vendrá dentro de un momento, querida -dijo el psiquíatra a
Regan. Sentado en la cama, le acarició la cabeza-. Vamos, vamos... ya está
bien, ya está bien, querida. Yo soy médico.
—Quiero que venga mi mamá -lloraba Regan.
—Ya viene. ¿Te duele, querida?
La niña asintió. Lloraba a lágrima viva.
—¿Dónde?
—En todo el cuerpo -lloriqueaba Regan.
—¡Oh, mi pequeña!
—“Mamá”.
Chris corrió a la cama y la abrazó. La besó. La calmó y la consoló.
Luego, Chris no pudo más y rompió a llorar.
—¡Oh, Rags, has vuelto! ¡Eres tú, realmente!
—Mamita, él me causaba dolor. -Regan hacía pucheros-. Dile que no me
dé más dolor. ¡Por favor! ¿Sí?
Por un momento, Chris se quedó desconcertada, luego echó una rápida
mirada en dirección a los médicos, con una expresión suplicante en los ojos.
—Le hemos dado sedantes fuertes -dijo, amablemente, el psiquíatra.
—¿Quiere decir que...?
Él la interrumpió.
—Veremos. -Después se volvió hacia Regan-. ¿Puedes decirme qué te
pasa, querida?
—“No lo sé” -respondió-. No sé por qué me hace él esto. -Se le caían las
lágrimas-. Antes había sido siempre mi amigo.
—¿Quién?
—El capitán Howdy. Y entonces es como si otra persona estuviera
dentro de mí. Y me obliga a hacer cosas.
—¿El capitán Howdy?
—No lo sé.
—¿Es una persona?
Ella asintió.
—¿Quién?
—“No lo sé”.
—Bueno, está bien. Vamos a probar algo, Regan. Un juego. -Hurgó en
su bolsillo en busca de una bolita de colores brillantes atada a una cadenita
plateada. ¿Nunca has visto películas en las que hipnotizaban a la gente?
Ella asintió.
—Bueno, yo soy hipnotizador. Sí. Yo vivo hipnotizando a las personas. Si
ellos me dejan, claro. Creo que si te hipnotizo a ti, Regan, eso te ayudaría a
ponerte bien. Sí, esa persona que está dentro de ti va a salir en seguida.
¿Quieres que te hipnotice? Mira, tu madre está aquí a tu lado.
Regan le preguntó con los ojos.
—Hazlo, querida -la apremió Chris-. Pruébalo.
Regan se dirigió al psiquíatra e hizo un gesto afirmativo con la cabeza.
—Bueno -dijo suavemente-. Pero sólo un poquito.
El psiquíatra sonrió y miró bruscamente detrás de él al oír como un
ruido de vajilla que se rompiera. Un valioso florero se había caído al suelo
desde una cómoda donde el doctor Klein apoyaba el antebrazo.
Desconcertado, miró su brazo y luego los fragmentos rotos; se agachó para
recogerlos.
—No se moleste, doctor; Willie los quitará -le dijo Chris.
—¿Podría cerrar las persianas, Sam? -dijo el psiquíatra-. ¿Y bajar las
cortinas?
Cuando la habitación estuvo a oscuras, el psiquíatra cogió la cadena
entre los dedos y comenzó a balancear la bolita hacia atrás y hacia delante,
con un movimiento natural. Hizo brillar una luz sobre ella. Resplandecía.
Empezó a musitar un ritual hipnótico.
—Mira esto, Regan, sigue mirando, y pronto sentirás que los párpados
se te ponen pesados, pesados...
Poco después, la niña parecía estar en trance.
—Extremadamente sugestionable -murmuró el psiquíatra. Luego le
habló a la niña-. ¿Estás cómoda, Regan?
—Sí.
Su voz era suave y susurrante.
—¿Qué edad tienes, Regan?
—Doce.
—¿Hay alguien dentro de ti?
—A veces.
—¿Cuándo?
—En distintos momentos.
—¿Es una persona?
—Sí.
—¿Quién?
—No lo sé.
—¿El capitán Howdy?
—No lo sé.
—¿Un hombre?
—No lo sé.
—Pero, ¿está ahí?
—Sí, a veces.
—¿Ahora?
—No lo sé.
—Si le digo que me hable, ¿le permitirás que me conteste?
—No.
—¿Por qué no?
—Porque tengo miedo.
—¿De qué?
—No lo sé.
—Si él habla conmigo, Regan, creo que te dejará de una vez. ¿Quieres
que te deje?
—Sí.
—Entonces permítele hablar. ¿Lo harás?
Una pausa; luego:
—Sí.
—Ahora me estoy dirigiendo a la persona que está dentro de Regan -dijo
el psiquíatra con firmeza-. Si se halla ahí, usted “también” está hipnotizado y
debe responder a todas mis preguntas. -Durante un momento se calló para
dejar que la sugestión entrara en su corriente sanguínea. Luego lo repitió-.
Si se halla ahí, “usted” también está hipnotizado y debe responder a todas
mis preguntas. Salga y respóndame ahora. ¿Está ahí?
Silencio. Inmediatamente ocurrió algo curioso: de pronto, el aliento de
Regan se hizo fétido, espeso. El psiquíatra lo olió desde medio metro de
distancia. Hizo brillar la luz sobre la cara de Regan.
Chris ahogó un grito. Las facciones de su hija se transformaban, al
contraerse, en una horrible máscara: los labios se le endurecieron, estirados
en direcciones opuestas; la lengua. tumefacta, le colgaba de la boca como la
de una bestia feroz.
—¡Oh, Dios mío! -musitó Chris.
—¿Es usted la persona que está dentro de Regan? -preguntó el
psiquíatra.
Ella asintió.
—¿Quién es usted?
—Eidanyoson -contestó guturalmente.
—¿Así se llama usted?
Ella asintió.
—¿Es un hombre?
—Digamos...
—¿Ha contestado?
—Digamos...
—Si quiere decir ‘sí’, haga un movimiento afirmativo con la cabeza.
Lo hizo.
—¿Está hablando en un idioma extranjero?
—Digamos...
—¿De dónde viene?
—Soid...
—¿De dónde dice que viene?
—Soidedognevon.
El psiquíatra pensó durante un momento; luego intentó otro modo de
afrontarlo:
—Cuando yo le pregunte, contésteme con movimientos de cabeza.
¿Entiende?
Regan asintió.
—¿Tienen sentido sus respuestas? -le preguntó.
—“Sí”.
—¿Es usted alguien que Regan haya conocido antes?
—“No”.
—¿De quien haya oído hablar?
—“No”.
—¿Es usted una persona que ella inventó?
—“No”.
—¿Es usted real?
—“Sí”.
—¿Parte de Regan?
—“No”.
—¿Alguna vez fue parte de ella?
—“No”.
—¿A usted le gusta ella?
—“No”.
—¿Le disgusta?
—“Sí”.
—¿La odia?
—“Sí”.
—¿Por algo que ella hizo?
—“Sí”.
—¿Usted la culpa por el divorcio de los padres?
—“No”.
—¿Tiene algo que ver con los padres?
—“No”.
—¿Con un amigo?
—“No”.
—Pero la odia.
—“Sí”.
—¿Está castigando a Regan?
—“Sí”.
—¿Quiere hacerle daño?
—“Sí”.
—¿Matarla?
—“Sí”.
—Si ella muriera, ¿moriría usted también?
—“No”.
La respuesta pareció turbarlo, y bajó la vista, pensativo. Los muelles de
la cama crujieron cuando se cambió de lugar. En la asfixiante quietud, la
respiración de Regan parecía salir de unos pulmones pútridos. Allí. Y, sin
embargo, lejos. Lejanamente siniestra.
El psiquíatra levantó de nuevo la vista y la clavó en aquella horrenda
cara contraída. Sus ojos brillaban agudos, especulando con las posibilidades.
—¿Hay algo que ella puede hacer para que usted se vaya?
—“Sí”.
—¿Me lo va a decir?
—“No”.
—Pero...
Bruscamente, el psiquíatra abrió la boca, asombrado y dolorido, cuando
se dio cuenta, con horrorizada incredulidad, de que Regan le estaba
apretando los genitales con una mano tan fuerte como una pinza de hierro.
Con los ojos desmesuradamente abiertos, luchó por librarse. No pudo.
—¡Sam, Sam, ayúdeme! -dijo, desfalleciente.
Desconcierto. Confusión.
Chris se levantó y fue a encender la luz.
Klein se adelantó corriendo.
Regan, con la cabeza inclinada hacia atrás, se rió diabólicamente; luego
aulló como un lobo.
Chris oprimió el interruptor de la luz. Volvióse. Vio como la película
granulada y titilante de una pesadilla en cámara lenta: Regan y los médicos
retorciéndose sobre la cama en una maraña de brazos y piernas en
movimiento, en una refriega de gestos, respiraciones entrecortadas y
juramentos; el aullido, el ladrido y la horripilante risa; Regan relinchando;
luego se animaba la escena, y la cama se agitaba, era sacudida
violentamente de un lado a otro, mientras Chris observaba, impotente, que
su hija ponía los ojos en blanco y emitía un penetrante aullido de terror, que
emergía de la base de su columna retorcida.
Regan se arqueó y cayó inconsciente. Algo atroz abandonó la habitación.
Durante un momento de tensa expectación, nadie se movió. Luego,
lenta y cuidadosamente, los médicos pudieron liberarse, al fin, de su
grotesca postura y ponerse de pie.
Miraron fijamente a Regan. Al cabo de un rato, el inexpresivo Klein le
tomó el pulso. Satisfecho, la tapó con la manta e hizo un gesto con la cabeza
a los demás, que salieron del cuarto y fueron al despacho.
Durante un tiempo, nadie habló.
Chris estaba en el sofá. Klein y el psiquíatra se sentaron cerca de ella,
en sillas enfrentadas. El psiquíatra, pensativo, se mordía el labio inferior
mientras miraba fijamente hacia la mesita de café; luego suspiró y levantó la
vista hacia Chris. Se encontró con la mirada agotada de ella.
—¿Qué diablos pasa? -preguntó ella en un susurro lastimero y ansioso.
—¿Reconoció usted el idioma que hablaba? -le preguntó él.
Chris denegó con la cabeza.
—¿Profesa usted alguna religión?
—No.
—¿Y su hija?
—Tampoco.
Entonces el psiquíatra le dirigió una interminable serie de preguntas
relacionadas con la historia psicológica de Regan. Cuando, por fin, terminó,
parecía desconcertado.
—¿Qué pasa? -preguntó Chris torciendo y retorciendo el pañuelo, hecho
un ovillo, entre sus dedos de nudillos blancos-. ¿Qué tiene?
—Es algo confuso -respondió, evasivo, el psiquíatra-. Honestamente
sería muy irresponsable de mi parte aventurar un diagnóstico con sólo un
examen tan breve.
—Pero debe de tener alguna idea, ¿verdad? -insistió ella.
El psiquíatra suspiró, apoyándose un dedo en la ceja.
—Sé que está usted muy ansiosa, por lo cual voy a aventurar una o dos
impresiones hipotéticas.
Chris se inclinó hacia delante y, tensa, asintió. Los dedos, sobre su
falda, empezaron a manosear el pañuelo, tanteando las puntadas del
dobladillo como si fueran cuentas de un rosario de hilo arrugado.
—Para empezar -le dijo-, es casi improbable que esté fingiendo.
Klein asintió.
—Opinamos eso por una “serie” de razones -continuó el psiquíatra-. Por
ejemplo, las contorsiones anormales y dolorosas y, sobre todo, por el cambio
de sus facciones cuando le hablaba a la persona que ella cree tener dentro.
Un efecto psíquico de esa índole no se daría, a menos que ella creyera en
esa “persona”. ¿Me entiende?
—Creo que sí -respondió Chris entornando los ojos con asombro-. Pero
no entiendo de “dónde” viene esa persona. Quiero decir que oigo hablar de
‘doble personalidad’, pero nunca me han dado una explicación del fenómeno.
—Nadie conoce tal explicación, mistress MacNeil. Usamos conceptos
como ‘conciencia’, ‘mente’, ‘personalidad’, pero no sabemos todavía lo que
son en realidad. -Movía la cabeza con gesto de duda-. No lo sabemos. En
absoluto. De modo que cuando yo empiezo a hablar de la personalidad doble
o múltiple, expongo sólo algunas teorías que plantean interrogantes, más
que responder a ellos. Freud opinaba que ciertas ideas y sentimientos son
reprimidos por la mente consciente, aunque permanecen ocultos en el
subconsciente de una persona; quedan, de hecho, muy arraigados, y siguen
expresándose a través de ciertos síntomas psiquiátricos. Pues bien, cuando
este material reprimido o, llamémoslo, disociado (la palabra ‘disociación’
implica una separación de la conciencia), se halla lo suficientemente
arraigado, o cuando la personalidad del sujeto es débil o está desorganizada,
el resultado puede ser una psicosis esquizofrénica. Lo cual no es lo mismo -la
previno- que “doble” personalidad. La esquizofrenia es un “quebrantamiento”
de la personalidad. Pero cuando la materia disociada es tan intensa como
para presentarse de algún modo conjugada, para organizarse en el
subconsciente del individuo, se dice que funciona independientemente como
una personalidad separada y que gobierna las funciones del cuerpo.
Respiró. Chris no perdía palabra; él prosiguió:
—Esa es una teoría. Hay varias más, algunas de las cuales hablan de la
noción de evasión hacia la inconsciencia, evasión de algún conflicto o
problema emocional. Volviendo a Regan, no tiene antecedentes de
esquizofrenia, y el electroencefalograma no ha mostrado el trazado de ondas
cerebrales que generalmente la acompañan. De modo que me inclino a
descartar la esquizofrenia. Lo cual nos deja abierto el gran campo de la
histeria.
—Entonces hemos perdido una semana -murmuró Chris deprimida.
El preocupado psiquíatra esbozó una sonrisa.
—La histeria -continuó- es una forma de neurosis en la cual las
perturbaciones emocionales se convierten en trastornos del cuerpo. En
algunas de sus formas hay disociación. En la psicastenia, por ejemplo, el
individuo pierde la conciencia de sus actos, pero se ve a sí mismo actuar y
atribuye sus actos a otra persona. Sin embargo, su idea de la segunda
personalidad es vaga, y la de Regan parece específica. De modo que
llegamos a la forma de histeria que Freud llamó ‘conversión’. Nace de
sentimientos inconscientes de culpa y de la necesidad de ser castigado. El
síntoma predominante sería la disociación, o aun la personalidad múltiple. Y
el síndrome podría también incluir convulsiones epileptoides, alucinaciones y
excitación motriz anormal.
—Es semejante a lo que tiene Regan -aventuró Chris, pensativa-. ¿No le
parece? Si no fuera por eso de la culpa... ¿Por “qué” podría sentir culpa?
—Una respuesta estereotipada sería -dijo el psiquíatra- el divorcio. Los
niños sienten a menudo que “ellos” son los rechazados, y asumen la
responsabilidad total por la partida de uno de los padres. En el caso de su
hija, hay motivos para creer que “ésa” puede ser la razón. Y aquí pienso en
la preocupación y en la profunda depresión por la idea de que la gente
muere: la tanatofobia. En los niños va acompañada de formación de culpa
relacionada con una presión familiar, a menudo, el temor a perder a uno de
los padres. Provoca furia e intensa frustración. Más aún, la culpa, en este
tipo de histeria, no es necesariamente conocida por la mente inconsciente.
Incluso podría ser esa culpa de la que decimos que ‘flota libre’, o sea, una
culpa general no relacionada con nada en particular -concluyó.
Chris sacudió la cabeza.
—Estoy algo confusa -murmuró-. ¿Dónde se insertaría esta nueva
personalidad?
—Voy a emitir otra suposición -replicó-, sólo una conjetura; mas
presumiendo que es una conversión histérica provocada por complejo de
culpa, entonces la segunda personalidad sería, simplemente, un agente que
aplica el castigo. Si Regan misma lo hiciera, significaría que ella “reconoce”
su culpa. Pero quiere escapar a ese reconocimiento. Por tanto, tenemos una
segunda personalidad.
—¿Y eso es lo que cree usted que tiene?
—Como ya le he dicho, no lo sé -contestó el psiquíatra, aún evasivo.
Parecía escoger las palabras como si eligiera las piedras para cruzar un
arroyo-. Es muy poco común, en una criatura de la edad de Regan, el poder
reunir y organizar los componentes de una nueva personalidad. Y ciertas...
bueno, otras cosas son desconcertantes. Su actuación con el tablero Ouija,
por ejemplo, indicaría una naturaleza en extremo sugestionable, y, sin
embargo, según parece, nunca la he hipnotizado. -Se encogió de hombros-.
Bueno, tal vez ella se resistió. Pero lo realmente asombroso -anotó- es la
aparente precocidad de la nueva personalidad. No es en absoluto una
persona de doce años. Es mucho mayor. Y también las palabras que ha
usado... -Clavó la vista en la alfombra frente a la chimenea, mordiéndose,
pensativo, el labio inferior-. Existe un estado similar, por supuesto, pero no
sabemos mucho de él: una forma de sonambulismo en la que el sujeto
manifiesta repentinamente conocimientos o habilidades que nunca había
aprendido antes, y en la que la segunda personalidad intenta destruir a la
primera. Sin embargo...
De pronto se interrumpió y miró a Chris:
—Todo esto es terriblemente complicado -le dijo-, y yo lo he simplificado
mucho.
—Entonces, ¿dónde está la clave? -preguntó Chris.
—Por el momento la desconocemos. La niña necesita un examen
exhaustivo por un equipo de expertos, dos o tres semanas de estudio
realmente intensivo en una clínica, por ejemplo, la ‘Clínica Barringer’, en
Dayton.
Chris desvió la mirada.
—¿Tiene algún inconveniente?
—No, ninguno -suspiró ella-. Sólo que he perdido la “esperanza”, eso es
todo.
—No la entiendo.
—Es una tragedia interior.
El psiquíatra habló por teléfono a la ‘Clínica Barringer’ desde el despacho
de Chris. Quedaron en que llevarían a Regan al día siguiente.
Los médicos se fueron.
Chris se tragó el dolor del recuerdo de Dennings, junto con el recuerdo
de muerte y de gusanos, de vacíos y soledad indecible, y de quietud,
tinieblas, bajo la tierra, donde nada se mueve, nada... Lloró brevemente y
empezó a hacer las maletas.
Estaba en su dormitorio eligiendo la peluca que llevaría en Dayton
cuando apareció Karl. Alguien venía a verla, le dijo.
—¿Quién?
—Un detective.
—¿Y quiere verme a mí?
Él asintió. Luego le alargó una tarjeta. La miró con aire ausente. Decía:
“William F. Kinderman, Teniente de Policía”; y, abajo, en el ángulo izquierdo,
como un pariente pobre, se leía: “Sección Homicidios”. Estaba impresa en
letra inglesa, más apropiada para un vendedor de antigüedades.
Sospechando algo, levantó la mirada de la tarjeta.
—¿Trae algo que pueda ser un guión? ¿Un sobre marrón grande o algo
por el estilo?
Chris había descubierto que no había una sola persona en el mundo que
no tuviera una novela, o un guión, o un bosquejo de ambos, metidos en un
cajón, o una comedia en la cabeza. Ella parecía atraerlos.
Pero Karl hizo un gesto negativo con la cabeza. Chris se sintió
inmediatamente curiosa y bajó las escaleras. ¿Burke? ¿Tendría algo que ver
con Burke?
La esperaba en el vestíbulo, sosteniendo el ala de su sombrero, blando y
maltrecho, con unos dedos cortos, gruesos y recientemente arreglados por la
manicura. Regordete. De cincuenta y pico. Mejillas fláccidas, brillantes por el
jabón. Pero sus arrugados pantalones, con rodilleras, contrastaban con el
atildamiento de su cuerpo.
Una vieja chaqueta de “tweed” gris, pasada de moda, le quedaba muy
holgada, y sus húmedos ojos marrones, levemente almendrados, parecían
contemplar tiempos ya idos. Jadeaba como un asmático mientras esperaba.
Chris se acercó a él. El detective extendió su mano con un gesto cansino
y algo paternal, y habló con una voz ronca y enfisematosa.
—¿Me he metido en “algún” lío? -le preguntó Chris ansiosa, al darle la
mano.
—¡Oh, no, qué va! -exclamó él, e hizo un gesto con una mano como si
espantara moscas. Había cerrado los ojos e inclinado la cabeza. La otra mano
la tenía suavemente apoyada contra el estómago.
Chris estaba esperando un ‘¡Dios no lo permita!’.
—No; es puro formulismo -la tranquilizó-, formulismo. ¿Está ocupada?
Si lo está, puedo volver mañana.
Hizo un ademán de irse, pero Chris le dijo, ansiosa:
—¿De qué se trata? ¿Burke? ¿Burke Dennings?
El aplomo del detective relajó su tensión.
—¡Es una lástima! -musitó el detective con los ojos bajos y moviendo la
cabeza.
—¿Lo “mataron”? -preguntó Chris con una mirada impresionada-. ¿Es
ésa la razón de su presencia aquí? Lo mataron, ¿verdad?
—¡No, no no! Es un formulismo -repitió él-, puro formulismo. Como era
un hombre tan importante, no podíamos desentendernos del caso. No
podíamos -manifestó con aire de importancia-. Sólo unas preguntas. ¿Se
cayó o lo empujaron? -Al preguntar, subrayó cada posibilidad con
movimientos de cabeza y de manos. Luego se encogió de hombros y susurró
con voz ronca-: ¡Quién sabe!
—¿Le robaron algo?
—No, nada, miss MacNeil, pero en estos tiempos no se necesita un
motivo. -Movía constantemente las manos, como un guante fláccido
manejado por un titiritero-. Hoy por hoy, señorita, un motivo es un estorbo
para un asesino, más todavía, un impedimento. -Agitó la cabeza-. Esas
drogas, esas drogas... -deploró-. La LSD...
Miró a Chris mientras se golpeaba el pecho con los dedos.
—Créame, yo soy padre, y se me parte el corazón al ver las cosas que
están pasando. ¿Tiene usted hijos?
—Sí, uno.
—¿Varón?
—No, una niña.
—Bueno...
—¿Por qué no pasa al despacho? -lo interrumpió Chris, ansiosa,
mientras se volvía para indicarle el camino. Estaba perdiendo la paciencia.
—Miss MacNeil, ¿podría pedirle un favor?
Chris se volvió con el presentimiento de que le pediría un autógrafo para
sus hijos. Nunca era para quienes lo pedían. Siempre para los chicos.
—Sí, por supuesto -dijo.
—Mi estómago. -Hizo una mueca-. ¿No tendría por casualidad alguna sal
de frutas? Lamento molestarla.
—No es ninguna molestia -suspiró Chris-. Siéntese en el despacho -dijo,
señalando hacia la estancia; luego se volvió y se encaminó a la cocina-. Creo
que tengo un frasco.
—No, yo iré a la cocina -le dijo, y la siguió-. No quiero molestar.
—No es ninguna molestia.
—De verdad, no se moleste, se lo ruego. Sé que está usted ocupada.
¿Tiene hijos? -preguntó mientras caminaba a su lado-. ¡Ah, sí, una hija, ya
me lo ha dicho! Sólo una hija.
—Sí, sólo ella.
—¿Qué edad tiene?
—Acaba de cumplir doce.
—Entonces no tiene por qué preocuparse -musitó-. Al menos todavía.
Pero tenga cuidado dentro de un tiempo. -Movía la cabeza. Chris notó que su
andar era torpe-. Cuando uno ve, a cada paso, la enfermedad... -continuó-.
Increíble. Tremendo. Hace unos días (o semanas, no me acuerdo) miré a mi
esposa y le dije: ‘Mary, el mundo, el mundo “entero”, está trastornado.’
Todos. El mundo entero. -Hizo un ademán como si quisiera abarcar ese
mundo al que se refería.
Entraron en la cocina, donde Karl estaba limpiando el interior del horno.
Ni se volvió ni se dio por enterado de su presencia.
—¡Me da tanta vergüenza! -exclamó el detective cuando Chris abrió un
aparador. Pero tenía la mirada en Karl, aquella mirada que le rozaba
inquisitivamente la espalda, brazos y cuello, como un ave planeando sobre
un lago-. Conozco a una famosa actriz de cine -continuó- y tengo que pedirle
sal de frutas. ¡Hay que ver!
Chris había encontrado el frasco y buscaba un abrebotellas. Lo abrió.
—¿Sabe usted que he visto seis veces su película “Ángel”?
—Si quiere usted encontrar al asesino -murmuró ella, mientras le servía
la efervescente sal de frutas-, arreste al productor y al jefe de fotografía.
—¡Oh, no! ¡Me ha parecido excelente! ¡De veras me ha encantado!
—Siéntese. -Chris movió la cabeza en dirección a la mesa.
—Muchas gracias. -Se sentó-. La película es simplemente extraordinaria
-insistió-. Conmovedora de verdad. Pero hay una sola cosa -se aventuró-, un
pequeñísimo detalle. ¡Oh, gracias!
Ella le había alargado el vaso de sal de frutas y se había sentado al otro
lado de la mesa, con las manos entrelazadas.
—Un pequeño error -prosiguió en tono de excusa-. Sin importancia. Y
créame, por favor, soy sólo un profano. ¿Sabe? Uno más del público. ¿Qué
puedo saber? Sin embargo, me pareció (a mí, un profano) que la música
perturbaba algunas escenas. Molestaba mucho. -Entraba en calor,
entusiasmado-. No hacía más que recordarme que era una película. Igual
que esos ángulos fotográficos raros que usan hoy en día. ¡Distraen tanto! A
propósito, miss MacNeil, la música, ¿es un plagio de Mendelssohn?
Chris tamborileó con los dedos suavemente sobre la mesa. Extraño
detective. ¿Y por qué miraba constantemente a Karl?
—No sabría decirle, pero me alegro de que le haya gustado la película.
Lo mejor es que se la tome -dijo, señalando la sal de frutas con un gesto de
la cabeza-. Va a perder la efervescencia.
—¡Ah, sí! ¡Soy tan parlanchín! Y usted tiene sus cosas que hacer.
Perdóneme. -Levantó el brazo como si fuera a hacer un brindis y vació su
contenido, levantando el dedo meñique. ¡Qué rica! -exclamó, satisfecho, al
dejar el vaso, mientras atraía su atención la escultura del pájaro que estaba
haciendo Regan. Ocupaba el centro de la mesa; su pico flotaba, burlón y
estirado, sobre el salero y el pimentero-. ¡Qué raro! -Sonrió-. Bonito.
-Levantó la mirada-. ¿Quién es el artista?
—Mi hija -contestó Chris.
—Muy bonito.
—Mire, me molesta tener que ser...
—Sí, ya sé, soy un pesado. Pues bien, le haré una o dos preguntas y
terminaremos. De hecho, una sola y me iré. -Miró su reloj de pulsera como si
estuviera ansioso por acudir a otra cita-. Como el pobre señor Dennings -dijo
esforzadamente- había terminado de filmar en esta zona, pensamos que tal
vez visitara a alguien la noche del accidente.
Además de usted, ¿tenía otros amigos por aquí?
—Estuvo “aquí” aquella noche -le dijo Chris.
—¿Sí? -Arqueó las cejas-. ¿Hacia la hora del accidente?
—¿A qué hora ocurrió? -le preguntó Chris.
—A las siete y cinco.
—Entonces, sí.
—Esto lo explica. -Asintió con la cabeza y se volvió en su silla, como si
fuera a irse-. Estaba borracho y se cayó por la escalera. Sí, esto cierra el
caso. Para siempre. Pero escuche, sólo para el sumario: ¿podría decirme
aproximadamente a qué hora salió de la casa?
Tanteaba la verdad como un aburrido solterón las verduras en el
mercado. ¿Cómo había podido llegar a ser teniente de la Policía?, se
preguntó Chris.
—No sé -respondió-. Yo no lo vi.
—No entiendo.
—Él vino y se fue mientras yo no estaba. Yo había ido al consultorio
médico, en Rosslyn.
—¡Ah, claro! -Hizo un gesto afirmativo con la cabeza-. Por supuesto.
Pero, entonces, ¿cómo sabe usted que estuvo aquí?
—Bueno, Sharon dijo...
—¿Sharon? -la interrumpió.
—Sharon Spencer. Es mi secretaria. Estaba aquí cuando llegó Burke.
Ella...
—¿Vino a verla a “ella”? -preguntó.
—No, a mí.
—Claro. Perdóneme por haberla interrumpido.
—Mi hija estaba enferma, y Sharon lo dejó aquí mientras ella iba a
comprar unos medicamentos. Pero cuando volví a casa, Burke ya no estaba.
—¿Y a qué hora fue eso, por favor?
—Más o menos a las siete y cuarto o siete y media.
—¿A qué hora salió usted?
—A eso de las seis y cuarto.
—¿Y a qué hora se marchó miss Spencer?
—No lo sé.
—Y entre la hora en que se fue miss Spencer y el momento en que
usted llegó, ¿quién estaba aquí en la casa con el señor Dennings, aparte de
su hija?
—Nadie.
—¿Nadie? ¿La dejó sola?
Chris asintió.
—¿Ningún sirviente?
—No. Willie y Karl estaban...
—¿Quiénes son?
Bruscamente, Chris sintió que la tierra se movía bajo sus pies.
La entrevista -se dio cuenta- se había convertido en un inflexible
interrogatorio.
—Bueno, Karl está aquí, ya lo ve. -Hizo un gesto con la cabeza, mientras
clavaba su aburrida mirada en la espalda del sirviente, que seguía limpiando
el horno-. Willie es su esposa -prosiguió-. Son los sirvientes. Tenían la tarde
libre, y cuando llegué, ellos no habían vuelto aún. Willie... -Chris hizo una
pausa.
—¿Willie qué?
—No, nada. -Se encogió de hombros, al tiempo que desviaba la vista de
la espalda de su sirviente. El horno estaba limpio. ¿Por qué seguía frotándolo
Karl?
Buscó un cigarrillo. Kinderman se lo encendió.
—Entonces sólo su hija podría saber cuándo salió de la casa Dennings.
—Pero, ¿fue en realidad un accidente?
—¡Oh, por supuesto! Es un formulismo, miss MacNeil, un formulismo.
No le robaron nada al señor Dennings, y él no tenía enemigos; por lo menos,
ninguno que nosotros conozcamos en el distrito.
Chris lanzó una discreta mirada a Karl, pero rápidamente se volvió hacia
Kinderman. ¿Se habría dado cuenta? Aparentemente, no. Pasaba sus dedos
por la escultura.
—Este tipo de pájaro tiene un nombre; no me acuerdo cuál es... -Notó
que Chris lo miraba, y le dio un poco de vergüenza-. Discúlpeme, usted está
ocupada. Un minuto más, y acabamos. ¿Podría decir su hija cuándo se fue el
señor Dennings?
—No, no podría. Le habían dado sedantes fuertes.
—¡Oh, qué pena! -Sus ojos parecían llenos de preocupación-. ¿Es grave?
—Me temo que sí.
—¿Puedo preguntar...? -insinuó.
—Todavía no sabemos nada.
—Tenga cuidado con las corrientes de aire -le advirtió, en tono firme.
Chris parecía absorta.
—Una corriente de aire en invierno, cuando la casa está caliente, es una
alfombra mágica para los microbios. Mi tía solía decirlo. Tal vez fuera sólo un
cuento. Quizá. -Se encogió de hombros-. Pero yo creo que un cuento es
como un menú en un distinguido restaurante francés: un fascinante y
complicado camuflaje de algo que, de otro modo, no se tragaría uno, por
ejemplo, algarrobas -dijo serio.
Chris se relajó. Kinderman había vuelto a ser el perrito lanudo retozando
por los campos de trigo.
—El cuarto de ella, ¿es ese de la ventana grande que da a la escalera
exterior? -dijo mientras señalaba con el pulgar en dirección al dormitorio.
Chris asintió.
—Mantenga cerrada la ventana, y verá cómo mejora la niña.
—Siempre está cerrada y con las cortinas corridas -dijo Chris, mientras
él hundía una mano regordeta en un bolsillo interior de su chaqueta.
—Mejorará -repitió en tono sentencioso-. Recuerde: hombre prevenido...
Chris volvió a tamborilear con los dedos en la mesa.
—Está usted ocupada. Bueno, hemos terminado. Sólo unas anotaciones
para el sumario y acabamos.
Del bolsillo de la chaqueta sacó un programa arrugado, de una
representación escolar de “Cyrano de Bergerac”, y luego se palpó los bolsillos
del abrigo, donde encontró un resto de lápiz, amarillo y mordisqueado, cuya
punta parecía haber sido hecha con tijeras.
Aplastó el programa sobre la mesa y le alisó las arrugas.
—Solamente uno o dos nombres -dijo-. Spencer, ¿con c?
—Sí, “c”.
—Con “c” -repitió, escribiendo el nombre en el margen del programa-.
¿Y los sirvientes de la casa? ¿John y Willie...?
—“Karl” y Willie Engstrom.
—Karl. Bien. Karl Engstrom. -Anotó los nombres con letra de trazo
grueso-. Ahora vamos a ver las horas -dijo ronco, mientras le daba la vuelta
al programa y buscaba un espacio en blanco-. Las horas. ¡Oh, no, espere! Me
olvidaba. Sí, los sirvientes. ¿A qué hora dijo que llegaron?
—No he dicho nada sobre eso. Karl, ¿a qué hora volvió anoche? -Chris
se dirigió a él. El suizo se volvió, mostrando su rostro inescrutable.
—Exactamente a las nueve y media, señora.
—¡Cierto! ¡Usted se había olvidado la llave! Recuerdo que miré el reloj
de la cocina cuando tocó el timbre.
—¿Vio una buena película? -preguntó el detective a Karl-. Yo nunca me
guío por los comentarios -le dijo a Chris, en un susurro aparte-. Es lo que
piensa “la gente, el público”.
—Paul Scofield en “Lear” -informó Karl al detective.
—¡Ah, sí, yo también la he visto! Es magnífica.
—Sí, en el ‘Cine Crest’ -continuó Karl-. La sesión de las seis.
Inmediatamente después tomé un autobús frente del cine y...
—Por favor, no es necesario -protestó el detective con un gesto-. “Por
favor”.
—A mí no me molesta.
—Si usted insiste...
—Me apeé en el cruce de la avenida Wisconsin con la calle M a las nueve
y veinte, quizá. Después caminé hasta la casa.
—No es necesario que siga -le informó el detective-, pero, de todos
modos, gracias. ¿Le gustó la película?
—Buenísima.
—Sí, a mí me pareció lo mismo. Excepcional. Bueno... -volvió a dirigirse
a Chris y a escribir en el programa-. La he hecho perder tiempo, pero tengo
una tarea que cumplir. -Se encogió de hombros-. Sólo un momento y
terminamos. Trágico... trágico... -jadeó, mientras escribía en los márgenes-.
¡Un talento tan grande! Y un hombre que conocía a la gente; estoy seguro de
que sabía cómo manejar a las personas. Con tantos elementos que podían
ver su lado bueno o su lado malo, por ejemplo, los operadores, los
ingenieros de sonido, los compositores, todos... Corríjame si me equivoco,
pero me parece que, hoy por hoy, un director importante ha de ser casi un
Dale Carnegie. ¿Estoy equivocado?
—Bueno, Burke tenía su geniecito -suspiró Chris. El detective volvió a
poner el programa en posición normal.
—Tal vez sea así con los tipos importantes. La gente de su talla. -Volvió
a garabatear-. Pero la clave está en la gente que pasa inadvertida, esos que
manejan los pequeños detalles, y que, si no los manejaran “bien”, serían
detalles “mayores”. ¿No le parece?
Chris se miró las uñas y, tristemente, movió la cabeza.
—Cuando Burke empezaba a hablar, nunca había diferencias -murmuró
ella con una débil mueca de sonrisa-. No, señor. Sólo cuando bebía.
—Terminamos. Hemos terminado. -Kinderman le puso el punto a la
última i-. ¡Oh, no, espere! -Se acercó de repente. Mistress Engstrom.
¿Salieron y volvieron juntos? -Hizo un gesto en dirección a Karl.
—No, ella fue a ver una película de ‘Los Beatles’ -respondió Chris, en el
momento en que Karl se disponía a contestar-.
Volvió unos minutos después que yo.
—¿Por qué habré preguntado eso? No era importante. -Se encogió de
hombros, mientras doblaba el programa y se lo metía, junto con el lápiz, en
un bolsillo de la chaqueta-. Bueno, eso es todo. Cuando esté en mi oficina,
seguro que me acordaré de algo que “debería” haber preguntado. Siempre
me pasa lo mismo. En tal caso, ¿podría llamarla? -resopló.
Chris se puso de pie al mismo tiempo.
—Estaré ausente de la ciudad dos semanas -dijo ella.
—Esto puede esperar -la tranquilizó-. Puede esperar. -Tenía la vista
clavada en la escultura, con una sonrisa afectuosa-. Bonita, bonita de verdad
-dijo. Se inclinó y la cogió, pasándole el pulgar por el pico.
Chris se agachó para coger un hilo del suelo.
—¿Es buen médico el que lleva a su hija? -le preguntó el detective.
Volvió a poner la figura en su lugar, y se dispuso a marcharse.
Chris lo siguió hosca, mientras se ataba el pulgar con el hilo.
—Tengo muchos médicos -murmuró ella-. De cualquier modo, la voy a
internar en una clínica que es considerada como muy buena en el tipo de
trabajo que usted hace, aunque en la clínica manejan virus.
—Esperemos que sean bastante mejores que yo. ¿Queda fuera de la
ciudad esa clínica?
—Sí.
—¿Es buena?
—Veremos.
—Manténgala alejada de las corrientes de aire.
Habían llegado a la puerta de entrada. Él puso una mano en el tirador.
—Bueno, ahora podría decir aquello de que ha sido un gran placer, pero
en estas circunstancias... -Inclinó la cabeza y la sacudió-. Lo siento mucho,
de veras.
Chris se cruzó de brazos y bajó la cabeza, haciendo un leve gesto
afirmativo.
Kinderman abrió la puerta y salió. Mientras se volvía hacia Chris, se
puso el sombrero.
—Y que no sea nada lo de su hija.
—Gracias. -Sonrió débilmente.
Saludó con la cabeza, en un ademán de amabilidad afectuosa y triste, y
se marchó caminando torpemente. Chris lo vio dirigirse hasta un cochepatrulla,
que lo esperaba cerca de la esquina, frente a una boca de incendio.
Sujetó su sombrero con una mano, pues se había levantado un viento
cortante del Sur. Ondularon los bajos de su abrigo. Chris cerró la puerta.
Cuando hubo subido al coche, Kinderman se volvió para mirar la casa.
Creyó ver un movimiento en la ventana de Regan, como una ágil figura que
se apartaba y desaparecía. No estaba seguro. La había entrevisto de reojo, al
volverse.
Pero vio que las persianas estaban abiertas. Extraño. Esperó un
momento. No apareció nada. Frunciendo el ceño, desconcertado, el detective
abrió la guantera, extrajo un pequeño sobre marrón y un cortaplumas de uso
múltiple, abrió la navajita más pequeña y, poniendo su pulgar dentro del
sobre, se quitó la pintura que le había dejado en la uña el pájaro modelado
por Regan. Cuando terminó cerró el sobre e hizo un gesto con la cabeza al
sargento que estaba al volante. Arrancaron.
Mientras iban por la calle Prospect, Kinderman se metió el sobre en el
bolsillo.
—¡Cuidado! -advirtió al sargento, al ver la densidad de tránsito-. Esto es
trabajo, no placer. -Se restregó los ojos con dedos cansados. ¡Ah, qué vida
-suspiró-, qué vida!
Más tarde, mientras el doctor Klein inyectaba a Regan cincuenta
miligramos de ‘Sparine’ para que pudiera viajar tranquila hasta Dayton, el
teniente Kinderman meditaba en su despacho, con las palmas de las manos
apoyadas en la mesa, escudriñando los fragmentos de los desconcertantes
datos. El sutil rayo de una vieja lámpara de mesa brillaba sobre un desorden
de informes desparramados. No había otra luz. Creía que esto le ayudaba a
precisar el foco de su concentración.
La respiración de Kinderman se oía penosa en la oscuridad, al tiempo
que su mirada se paseaba por la estancia. Después respiró hondo y cerró los
ojos. “¡Cerrado por balance mental!” -se instruyó a sí mismo, como lo hacía
siempre que quería ordenar su cerebro para considerar un nuevo punto de
vista-.
“¡Debemos liquidar absolutamente todo!”
Al abrir los ojos leyó el informe del forense sobre Dennings.
...fractura de cráneo y cuello, numerosas contusiones, desgarros y
abrasiones; estiramiento y equimosis de la piel del cuello, elongación del
esternocleidomastoideo, del esplenio, del trapecio y de varios músculos
menores, con fractura de columna y vértebras y elongación de los
ligamentos espinosos anterior y posterior.
Por la ventana contempló la oscuridad de la noche. La luz de la cúpula
del Capitolio. En el Congreso trabajaban hasta muy tarde.
Cerró los ojos nuevamente y recordó la conversación sostenida con el
forense del distrito, a las doce menos cinco, la noche en que murió Dennings.
—“¿Puede haberse hecho todo esto en la caída?
—No, es poco probable. Los esternocleidomastoideos y los músculos
trapecios bastan para impedirlo. Tenemos luego las diferentes articulaciones
de las vértebras cervicales que ofrecen resistencia, así como también los
ligamentos que unen los huesos.
—Hablando llanamente, ¿es posible o no?
—Por supuesto que es posible, ya que estaba borracho, y esos
músculos, en tal circunstancia, se hallaban, sin duda, algo relajados.
Quizá si la fuerza del impacto inicial hubiese sido lo suficientemente
poderosa y...
—¿Al caerse, tal vez, desde ocho o diez metros de altura, antes de
golpearse?
—Sí, eso; y si inmediatamente después del impacto su cabeza se
hubiera atascado en algo; en otras palabras, si hubiera habido una
interferencia inmediata entre la rotación normal de la cabeza y el cuerpo
como unidad... Entonces, y digo sólo entonces, se podría haber llegado a
este resultado.
—¿Podría habérselo hecho alguien?
—Sí, pero tendría que ser excepcionalmente fuerte.”
Kinderman había verificado la explicación de Karl Engstrom respecto al
sitio en que se encontraba en el momento de la muerte de Dennings. Las
horas coincidían, así como también los horarios de los autobuses de la
capital. Más aún, el conductor del autobús que Karl dijo haber tomado frente
al teatro, salió de servicio en las calles Wisconsin y M, donde Karl dijera que
se había apeado hacia las nueve y veinte. Se había producido un relevo de
conductores, y el que se retiró había anotado la hora del relevo: las nueve y
dieciocho exactamente.
Sin embargo, sobre la mesa de Kinderman se hallaba un sumario,
instruido contra Engstrom el 27 de agosto de 1963, que lo acusaba de haber
estado robando narcóticos, durante meses, de la casa de un médico en
Beverly Hills, donde él y Willie trabajaban por aquel tiempo.
‘...nacido el 20 de abril de 1921 en Zurich, Suiza. Casado con Willie
Braun el 7 de septiembre de 1941. Hija: Elvira, nacida en Nueva York el 11
de enero de 1943; domicilio actual: Desconocido. Defendido...’
El resto, lo encontraba desconcertante el detective.
El médico, cuyo testimonio era indispensable para proseguir el sumario,
de repente -y sin explicación alguna- había retirado la acusación.
“¿Por qué lo haría?”
Chris MacNeil había contratado los servicios de los Engstrom sólo dos
meses después, lo cual significaba que el médico les había dado buenas
referencias.
“¿Por qué lo haría?”
No cabe duda de que Engstrom había robado las drogas, y, sin
embargo, un examen médico efectuado después de la acusación no había
demostrado ni el más leve signo de que fuera toxicómano ni siquiera de que
tomara drogas ocasionalmente.
“¿Por qué no?”
Con los ojos aún cerrados, el detective desgranó lentamente un
trabalenguas de Lewis Carroll.
Otro de sus recursos para despejar la mente.
Cuando terminó, abrió los ojos y clavó la mirada en la rotonda del
Capitolio, tratando de no pensar en nada. Pero, como siempre, le resultó
imposible. Con un suspiro, echó una ojeada al informe del psicólogo de la
Policía sobre las recientes profanaciones en la iglesia de la Santísima
Trinidad:
‘...estatua ...falo ...excrementos humanos ...Damien Karras’, había
subrayado en rojo. Respiró en el silencio y emprendió el trabajo de
investigación sobre la brujería, que abrió por una página marcada con
sujetapapeles y que se refería a la Misa Negra.
Pasó las páginas hasta llegar a un párrafo subrayado que trataba de
asesinatos rituales. Lo leyó detenidamente, mordisqueándose la yema del
dedo índice. Cuando terminó, frunció el ceño y agitó la cabeza. Clavó en la
lámpara una pensativa mirada. Al fin apagó la luz, salió de su despacho y se
dirigió al depósito de cadáveres.
Al acercarse Kinderman, el joven empleado de la entrada se estaba
comiendo un bocadillo de jamón y queso; sacudió las migas que cubrían un
crucigrama.
—Dennings -murmuró el detective con voz ronca.
El empleado asintió, mientras llenaba una horizontal de cinco letras;
luego se levantó con el bocadillo y se dirigió al corredor.
Kinderman caminaba detrás, sombrero en mano, siguiendo un tenue
perfume a semillas de alcaravea y mostaza, hacia hileras de compartimientos
refrigerados, hacia el mueble sin sueños, usado para archivar los ojos sin
vista.
Se detuvieron en el compartimiento 32. El inexpresivo empleado lo
abrió. Mordió el bocadillo, y cayó sobre la mortaja una miga con mahonesa.
Durante un momento, Kinderman miró hacia abajo; luego, lenta y
suavemente, descorrió la sábana para descubrir lo que ya había visto y, sin
embargo, se resistía a creer. La cara de Burke Dennings estaba
completamente vuelta hacia abajo.
CAPÍTULO QUINTO
En la tibia y verde depresión del “campus”, Damien Karras corría por
una pista ovalada de greda, vistiendo pantalones cortos color caqui y una
camisa de algodón, empapada en sudor, que se adhería a su cuerpo. Frente
a él, sobre un montículo, la cúpula, color blanco calizo, del observatorio, latía
al ritmo de su paso.
Detrás de él, la Facultad de Medicina se desvanecía en medio del polvillo
que levantaba en su carrera.
Desde que lo habían relevado de sus funciones, venía allí diariamente.
Recorría kilómetros dando vueltas y vueltas, en persecución del sueño. Casi
lo había conseguido; casi había mitigado el zarpazo del dolor que le marcara
el corazón como un profundo tatuaje.
Ahora le dolía menos.
“Veinte vueltas”...
Mucho menos...
“¡Más! ¡Dos más!”
Mucho menos...
Sintiendo como pinchazos en los fuertes músculos de sus piernas, que
se balanceaban con gracia felina, Karras, al doblar una curva, notó que había
alguien sentado en el banco donde dejara su toalla, el jersey y los
pantalones: un hombre de mediana edad, con un abrigo poco elegante y
deformado sombrero de fieltro. Parecía estar mirándolo a él. ¿Lo estaba?
Sí... su cabeza se movió al pasar Karras.
Al entrar en la vuelta final aceleró, y sus fuertes pisadas hicieron vibrar
la tierra; luego disminuyó la velocidad hasta pasar, jadeante, frente al
banco, sin mirar siquiera, con ambas manos apretadas contra los
estremecidos muslos. Sus desarrollados músculos torácicos y trapecios se
elevaban, le estiraban la camisa y le deformaban la palabra “Filósofos”,
impresa en la parte delantera con letras que, en su día, fueron negras, pero
que, a fuerza de lavados, se veían ahora grisáceas.
El hombre, embutido en su abrigo, se puso de pie y se acercó a él.
—¿El padre Karras? -dijo el teniente Kinderman.
El sacerdote se volvió, lo saludó con un leve movimiento de cabeza y
entornó los ojos para protegerlos del sol, mientras esperaba que Kinderman,
a quien le hizo un gesto para que lo siguiera, llegara a su altura.
—¿No le molesta? Si no, voy a quedar entumecido -jadeó.
—En absoluto -dijo el detective, asintiendo sin entusiasmo, al tiempo
que se metía las manos en los bolsillos. La caminata desde el punto de
aparcamiento lo había cansado.
—¿Nos conocemos? -preguntó el jesuita.
—No, padre. Pero me han dicho que usted parecía un boxeador; unos
curas en la residencia, no me acuerdo quiénes.
—Sacó su billetera. -Me olvido fácilmente de los nombres.
—¿Cuál es el suyo?
—William Kinderman, padre. -Le mostró su tarjeta de identificación-.
Homicidios.
—¡No me diga! -Karras observó la insignia y la credencial, con radiante
e infantil interés. En su rojo y sudoroso semblante se reflejaba la inocencia,
al mirar al vacilante detective-. ¿De qué se trata?
—¿Sabe una cosa, padre? -respondió Kinderman, mientras examinaba
las toscas facciones del jesuita-. Tenían razón: parece usted un boxeador.
Perdone, pero esa cicatriz que tiene junto a la ceja -señaló -se parece a la de
Brando en “La ley del silencio”; es lo mismo que la de Marlon Brando. Le
pusieron una cicatriz -ilustró estirándose la comisura del ojo- que, al
mantenerle el párpado un poco cerrado, sólo un poquito, le daba un aspecto
soñador, triste. Así es usted. Es usted Brando. ¿No se lo dice la gente,
padre?
—No.
—¿No ha boxeado nunca?
—Sólo un poco.
—¿Usted es de por aquí?
—De Nueva York.
—De Golden Gloves. ¿Me equivoco?
—Debería usted ser capitán -sonrió Karras-. Bueno, y ahora, ¿en qué
puedo servirlo?
—Camine un poco más despacio, por favor. Tengo enfisema. -El
detective señaló su garganta.
—¡Oh, lo siento! -exclamó Karras aminorando la marcha.
—No importa. ¿Fuma?
—Sí.
—No debería hacerlo.
—Bueno, ahora dígame cuál es el problema.
—Por supuesto. Me iba del tema. A propósito, ¿está ocupado? -le
preguntó el detective-. ¿No lo interrumpo?
—¿Interrumpir qué? -preguntó Karras, absorto.
—Sus oraciones mentales, por ejemplo.
—“Seguro” que ascenderá usted a capitán. -Karras sonrió, enigmático.
—Perdón, no lo entiendo.
Karras sacudió la cabeza, pero mantuvo su sonrisa.
—Dudo que a usted se le escape algo -comentó. La mirada de reojo que
le echó a Kinderman era astuta y amablemente humorística.
Kinderman se detuvo e hizo un desesperado esfuerzo por aparentar
confusión; pero al ver los ojos arrugados del jesuita, bajó la cabeza y rió
tristemente.
—Ahora lo entiendo. Es usted psiquíatra. ¡A quién he ido a gastar
bromas! -Se encogió de hombros-. Mire, es un hábito en mí, padre.
Perdóneme. “Sentimentalismo”, ése es el método Kinderman: puro
“sentimentalismo”. Bueno, voy a decirle, sin embargo, de qué se trata.
—De las profanaciones -dijo Karras.
—De modo que he malgastado mi sentimentalismo... -dijo el detective
como en un murmullo.
—Lo lamento.
—No importa, padre, me lo parecía. Sí, se trata de las cosas de esa
iglesia. Pero hay algo mucho más serio.
—¿Asesinato?
—Sí; búrlese suavemente de mí, que me gusta.
—Departamentos de Homicidios -dijo el jesuita encogiéndose de
hombros.
—No importa, no importa, Marlon Brando, no importa. ¿No le dice la
gente que usted es bastante astuto para ser sacerdote?
—“Mea culpa” -murmuró Karras.
Aunque no dejó de sonreír, temía haber herido el amor propio de aquel
hombre. No había sido aquél su propósito. Y ahora estaba contento de tener
la ocasión de expresarle una sincera perplejidad-.
Sin embargo, no entiendo. ¿Qué tiene que ver una cosa con la otra?
—Mire, padre, ¿podría quedar esto entre nosotros dos? ¿Confidencial?
¿Como materia de confesión, por así decirlo?
—Por supuesto. -Miró fijamente al detective-. ¿De qué se trata?
—¿Conocía al director que estaba rodando una película aquí? ¿Burke
Dennings?
—Lo vi alguna vez.
—Lo vio alguna vez -asintió el detective-. ¿Sabe también la forma en
que murió?
—Según los diarios... -Karras se encogió de hombros.
—Eso es sólo parte del asunto.
—¿Sí?
—Sólo una parte. Escuche: ¿qué sabe usted sobre el tema de la
brujería?
—¿Qué?
—Tenga un poco de paciencia, estoy tratando de llegar a algo.
Empecemos por la brujería. ¿Conoce algo de ella?
—Un poco.
—Desde el punto de vista de las brujas, no de la cacería de las mismas.
—Una vez escribí una monografía sobre eso -sonrió Karras-. Desde el
punto de vista psiquiátrico.
—¡No me diga! ¡Maravilloso! ¡Extraordinario! Me podría usted ayudar
mucho, mucho más de lo que yo creía. Escuche, padre. La brujería...
Se acercó y tomó del brazo al jesuita al coger una curva y acercarse al
banco.
—Yo soy laico y, hablando con franqueza, no muy bien educado. Me
refiero a la educación formal. No.
Pero leo. Yo sé lo que dicen los autodidactas, que son horribles ejemplos
de mano de obra inexperta.
Pero yo, hablando lisa y llanamente, no tengo vergüenza. En absoluto.
Soy... -De pronto detuvo el torrente de palabras, bajó la vista y movió la
cabeza-. “Sentimentalismo”. Es un hábito en mí. No puedo evitar mi
sentimentalismo. Perdóneme, debe de estar ocupado.
—Sí, estoy rezando.
El sutil comentario del jesuita había sonado seco e inexpresivo.
Kinderman se detuvo un instante y lo observó con detenimiento.
—¿Lo dice en serio? ¡No!
El detective volvió a mirar adelante, hacia el banco más próximo, y
siguieron caminando.
—Mire, voy a ir al grano: las profanaciones. ¿No le recuerdan nada que
tenga que ver con la brujería?
—Quizás. Algunos de los ritos de la Misa Negra.
—Muy bien. Y ahora, volviendo a Dennings, ¿ya sabe cómo murió?
—De una caída.
—Bueno, yo se lo voy a contar, y, “por favor”, ¡que sea “confidencial”!
—Por supuesto.
El detective pareció de pronto desagradablemente sorprendido cuando
se dio cuenta de que Karras no tenía intención de detenerse en el banco.
—¿Le molestaría? -preguntó ansiosamente.
—¿Qué?
—¿Podemos pararnos? ¿O sentarnos?
—¡Claro!
Volvieron a caminar hasta el banco.
—¿No le dará algún calambre?
—No, ahora me encuentro bien.
—¿Seguro?
—Sí, señor.
—Bueno, bueno, si insiste...
—¿Qué me estaba diciendo?
—En seguida, por favor, en seguida. -Kinderman dejó caer en el banco
su dolorida humanidad, con un suspiro de alivio. Así está mejor, mucho
mejor -dijo mientras el jesuita cogía la toalla y se secaba el sudor de la cara-
. Se hace uno viejo. ¡Qué vida!
—¿Burke Dennings?
—Burke Dennings, Burke Dennings, Burke Dennings...
El detective, cabizbajo, hacía ademanes de asentimiento. Luego levantó
la vista y miró a Karras. El sacerdote se estaba secando el cuello.
—Padre, Burke Dennings fue encontrado al pie de aquella alta escalera
exactamente a las siete y cinco, con la cabeza torcida por completo hacia
atrás.
Gritos coléricos llegaban, ahogados, desde el campo de béisbol, donde
practicaba el equipo de la Universidad. Karras dejó de secarse y sostuvo la
mirada del teniente.
—¿No se produjo la muerte al caer? -dijo, finalmente.
—Puede haber sido posible. -Kinderman se encogió de hombros-. Pero...
—Es improbable -musitó Karras.
—Y entonces, ¿qué cree usted que puede haber sido, en el contexto de
la brujería?
El jesuita se sentó lentamente, con aspecto meditabundo.
—Se suponía -dijo al fin- que los demonios les rompían el cuello a las
brujas de ese modo. Al menos, ése es el mito.
—¿Un mito?
—Sí, en gran medida -dijo y se volvió hacia Kinderman-. Aunque hubo
gente que murió de ese modo, como los miembros de una logia que
cometían errores o divulgaban secretos. Es sólo una suposición. Pero sé que
ésa era la ‘marca de fábrica’ de los asesinos demoníacos.
Kinderman asintió.
—Exactamente. Se dio un caso análogo de asesinato en Londres. Pero
esto es de “ahora”. Quiero decir de estos últimos tiempos, hace cuatro o
cinco años. Me acuerdo que lo leí en los diarios.
—Sí, también yo lo leí, pero creo que resultó ser una especie de broma.
¿Me equivoco?
—No se equivoca, padre. Pero en este caso, al menos, quizá pueda ver
usted alguna conexión, con eso y con las cosas que pasaron en la iglesia. Tal
vez algún loco, padre, alguien resentido contra la Iglesia. Alguna rebelión
inconsciente...
—Un cura enfermo -murmuró Karras-. ¿Es eso lo que cree?
—Mire, usted es el psiquíatra, padre. Es usted quien ha de opinar.
—Por supuesto que las profanaciones son claramente de tipo patológico
-dijo Karras, pensativo, mientras se ponía el jersey-. Y si Dennings fue
asesinado, supongo que el asesino es también un enfermo.
—¿Podría haber sabido algo de brujería?
—Es probable.
—Puede ser -gruñó el detective-. ¿De modo que el que hizo eso vive en
el vecindario y tiene acceso a la iglesia por la noche?
—Algún cura enfermo -repitió Karras mientras cogía, malhumorado,
unos pantalones color caqui, desteñidos por el sol.
—Mire, padre, comprendo que esto sea duro para usted, mas para los
sacerdotes de este “campus”, usted es el psiquíatra, padre, de modo que...
—No, ya no lo soy; ahora me han asignado otras tareas.
—¡No me diga! ¿A mitad del año?
—Orden de la Compañía.
Karras se encogió de hombros mientras se subía los pantalones.
—Pero, aun así, puede usted saber quién estaba enfermo por ese
tiempo, y quién no. Puede usted “saberlo”.
—No de un modo necesario, teniente. En absoluto. De hecho, si lo
supiera, sería sólo por casualidad. Usted sabe que yo no soy psicoanalista. Lo
único que hago es orientar. De cualquier modo -comentó al abrocharse los
pantalones-, no conozco a nadie que coincida con esa descripción.
—¡Ah, sí, ética médica! Si lo supiera, tampoco me lo diría.
—No, probablemente no.
—A propósito -dijo como de pasada-, últimamente se considera ilegal
esa ética. No es que pretenda molestarlo explicándole tonterías, pero hace
poco a un psiquíatra de California lo encarcelaron por no decir lo que sabía
acerca de un paciente.
—¿Es una amenaza?
—¡Qué barbaridad! Lo he mencionado sólo incidentalmente.
—De todos modos, yo le podría decir al juez que es secreto de confesión
-manifestó el jesuita sonriendo con una mueca de disgusto, mientras se
metía la camisa dentro del pantalón-. Es un decir -agregó.
El detective le echó una mirada, levemente sombría.
—¿Quiere que vayamos al grano, padre? -dijo. Luego desvió la vista de
modo lúgubre-. ¿’Padre’? -preguntó retóricamente-. Usted es judío; me he
dado cuenta de ello tan pronto como lo he visto.
El jesuita se rió.
—¡Ríase! -exclamó Kinderman-. ¡Ríase!
Karras, sonriente aún, le dijo:
—Vamos, lo acompañaré hasta el coche. ¿Lo ha dejado en el
aparcamiento?
El detective levantó la mirada hacia él. Era evidente que no tenía ganas
de irse.
—Entonces, ¿terminamos?
El sacerdote puso un pie sobre el banco, se inclinó hacia delante y apoyó
pesadamente un brazo sobre la rodilla.
—Mire, yo no estoy encubriendo a nadie -dijo-. Sinceramente. Si
conociera a algún cura como el que usted busca, como mínimo le diría que
existe tal hombre, aunque sin darle el nombre. Luego supongo que
informaría al provincial. Pero no conozco a nadie que se le asemeje.
—¡Ah, bueno! -suspiró el detective-. Nunca creí que fuese usted, ante
todo, sacerdote. -Hizo un ademán con la cabeza, señalando hacia el
aparcamiento-. Sí, lo he dejado allí.
Empezaron a caminar.
—Lo que sí sospecho... -continuó el detective-. Si se lo dijera, creería
usted que estoy loco. No sé. No sé. -Movió la cabeza-. Todos estos cultos en
que se mata sin motivo me hacen pensar en cosas raras. Para estar a tono
con esta época, hoy en día hay que estar algo loco.
Karras asintió.
—¿Qué es eso que lleva en la camisa? -le preguntó el detective,
mientras señalaba, con un movimiento de cabeza, el pecho del jesuita.
—¿Qué?
—En la camisa -aclaró el detective-. La inscripción. “Filósofos”.
—¡Ah, si! De unos cursos, un año -dijo Karras-, en el Seminario
Woodstock, en Maryland. Jugaba en el equipo de béisbol, de segunda. Se
llamaba “Filósofos”.
—¿Y el equipo de primera?
—“Teólogos”.
Kinderman sonrió y sacudió la cabeza.
—“Teólogos”, tres; “Filósofos”, dos -musitó.
—“Filósofos”, tres; “Teólogos”, dos.
—Claro.
—Claro.
—Cosas extrañas -musitó el detective-. Extrañas. Escuche, padre
-comenzó reticente-. Mire, “doctor”... ¿Estoy loco, o es posible que haya una
especie de brujas en el distrito?
—¡Oh, vamos! -exclamó Karras.
—Entonces es posible.
—Yo no he dicho eso.
—Ahora “yo” seré el doctor -anunció el detective agitando un dedo-.
Usted no dijo que no, sino que volvió a hacerse el gracioso. Eso es estar a la
defensiva, padre, a la defensiva. Usted tiene miedo de parecer incauto, tal
vez; un cura supersticioso frente a Kinderman, el cerebro director, el
racionalista -se tocó las sienes con los dedos-, el genio que está junto a
usted, la personificación de la Era de la Razón. ¿Estoy en lo cierto?
El jesuita lo miraba con creciente incredulidad y respeto.
—Muy astuto de su parte -comentó.
—Muy bien; entonces -gruñó Kinderman- le preguntaré de nuevo: ¿Es
posible que haya brujería aquí, en el distrito?
—Bueno, no sabría decirle -respondió Karras pensativo, con los brazos
cruzados-. Pero en algunas partes de Europa se dicen aún misas negras.
—¿Hoy?
—Sí, hoy.
—¿Quiere usted decir que lo hacen igual que en los viejos tiempos,
padre? Mire, yo he leído algo sobre esas cosas del sexo, de las estatuas y
qué sé yo cuánto más. No quisiera molestarlo, pero, ¿es verdad que se han
hecho todas esas cosas?
—No lo sé.
—Entonces, ¿cuál es su opinión, Padre Defensivo?
El jesuita sofocó la risa.
—Pues que creo que fueron reales. O, por lo menos, así lo sospecho.
Pero la mayor parte de mi razonamiento se basa en la patología. Claro, fue
una misa negra. Pero cualquier persona que haga esas cosas es un ser muy
enfermo, y enfermo de un modo muy especial. Hay un nombre clínico para
esa clase de perturbación; se llama satanismo, y se refiere a esas personas
que no pueden tener ningún placer sexual, a menos que sea en conexión con
un acto blasfemo. Aún es bastante frecuente, y la Misa Negra fue usada sólo
como justificante.
—Perdone, pero esas cosas con las estatuas de Jesús y María...
—Sí, ¿qué pasa?
—¿Eran ciertas?
—Creo que lo que voy a decirle puede interesarle, como policía.
-Habiéndose despertado y excitado el interés profesional, el tono de Karras
se volvió más animado-. En los archivos de la Policía de París figura todavía
el caso de dos monjes de un monasterio cercano a... -Se rascó la cabeza,
tratando de recordar-. Sí, el de Crépy, creo. Bueno, donde sea -Se encogió
de hombros-. Por allí cerca. Lo cierto es que los monjes llegaron a una
posada y armaron un lío porque querían una cama para tres. Al tercero lo
llevaban a cuestas: era una estatua, en tamaño natural, de la Virgen María.
—¡Dios mío! ¡Es horripilante! -musitó el detective-. ¡Horripilante!
—Pero verdadero. Y una clara indicación de que lo que usted ha leído se
basa en hechos reales.
—El sexo... puede ser. Me doy cuenta. Mas ésa es otra historia. No
importa. Pero, ¿qué me dice de los asesinatos rituales, padre? ¿Es cierto que
usan sangre de recién nacidos? -El detective se refería a algo más que había
leído en el libro sobre brujería donde se describía cómo, a veces, el cura
renegado hacía un corte en la muñeca de un recién nacido y recogía en un
cáliz la sangre vertida, sangre que luego era consagrada y consumida en
forma de comunión-. Es exactamente como las historias que solían contar de
los judíos -continuó el detective-. Cómo robaban niños cristianos y se bebían
su sangre. Perdóneme, pero fue “su gente” la que contó todos esos cuentos.
—Si lo hacíamos, perdóneme a mí.
—Está absuelto.
Algo oscuro y triste cruzó por los ojos del sacerdote, como la sombra de
un dolor momentáneamente recordado. Clavó su mirada en el sendero que
se abría ante ellos.
—En realidad no sé mucho de asesinato ritual -dijo Karras-.
Pero una comadrona de Suiza confesó, en cierta ocasión, haber dado
muerte a treinta o cuarenta recién nacidos para emplear su sangre en misas
negras. Tal vez la torturaron -admitió-. ¿Quién sabe? Pero, sin duda, contó
una historia convincente. Dijo que ella se escondía una aguja, fina y larga,
en la manga, de modo que, cuando el niño nacía, sacaba la aguja y se la
clavaba en la coronilla a éste; después la volvía a esconder. No dejaba
huellas -añadió, echando una mirada a Kinderman-. El recién nacido parecía
haber venido muerto al mundo. Usted seguramente habrá oído decir que los
cristianos europeos recelaban mucho de las comadronas. Bueno, así es como
empezó.
—¡Es espantoso!
—Este siglo tampoco ha acabado con la demencia. De todos modos...
—Perdón, espere un momento. Estas historias fueron contadas por
personas torturadas, ¿no es eso? De modo que, básicamente, no son dignas
de confianza. Firmaron las confesiones, y, después, los torturadores llenaban
los espacios en blanco. Quiero decir que por aquel tiempo no había derecho
de “habeas corpus” ni recursos de apelación, por así decirlo. ¿Tengo razón o
no?
—Sí, tiene razón, aunque, por otra parte, muchas de las confesiones
fueron voluntarias.
—Pero, ¿quiénes se ofrecían a hacer tales confesiones?
—Tal vez personas con trastornos mentales.
—¡Ajá! ¡“Otra” fuente digna de crédito!
—Por supuesto que tiene usted razón, teniente. Yo sólo estoy haciendo
de abogado del diablo. Sin embargo, una cosa que parecemos olvidar es que
las personas lo suficientemente psicópatas como para haber confesado tales
cosas, tal vez eran lo bastante psicópatas como para haberlas hecho. Por
ejemplo, los mitos sobre los hombres-lobo. Está bien, son ridículos: nadie se
puede convertir en lobo. Pero, ¿qué pasa si el hombre se halla tan
perturbado que no sólo piensa en que es un lobo sino que también actúa
como tal?
—Terrible. ¿Qué es eso, padre? ¿Teoría o realidad?
—Bueno, existió un tal Wilhelm Stumpf, por ejemplo. O Peter, no me
acuerdo bien. De todos modos, fue un alemán del “siglo” XVI que creía ser
lobo. Asesinó a veinte o treinta niños.
—¿Me está diciendo que confesó?
—Sí, pero creo que la confesión fue válida.
—¿Cómo lo sabe?
—Cuando lo detuvieron se estaba comiendo los sesos de sus dos
jóvenes nueras.
En la clara luz de abril llegaban, desde el campo de deportes, ecos de
voces y golpes de bate contra las pelotas. “¡Vamos, Mullins, corred vamos,
haced algo!”
El sacerdote y el detective habían llegado al lugar de aparcamiento.
Ahora caminaban en silencio.
Ya junto al coche-patrulla, Kinderman asió el tirador de la portezuela
con aire distraído. Se detuvo un momento; luego levantó la vista y clavó en
Karras una mirada hosca.
—Entonces, ¿quiere decirme qué es lo que estoy persiguiendo, padre?
—A un loco -respondió Karras suavemente-. Tal vez a algún toxicómano.
El detective, tras pensar un rato, asintió en silencio. Se volvió hacia el
sacerdote.
—¿Quiere que lo lleve? -preguntó mientras abría la portezuela del coche.
—Gracias, puedo ir caminando; está aquí cerca.
Kinderman hizo un gesto impaciente, invitando a Karras a subir al
coche.
—¡Vamos! Así les podría contar a sus amigos que ha ido en un coche de
la Policía.
El jesuita sonrió y se sentó en la parte de atrás.
—Muy bien, muy bien -dijo el detective, respirando roncamente; luego
se colocó con dificultad, a su lado, y cerró la portezuela-. Ninguna caminata
es corta -comentó-, ninguna.
Karras le iba indicando el camino. Se dirigieron al moderno edificio de
residencia de los jesuitas, en la calle Prospect, donde él se alojaba. Creía
que, de haberse quedado en el chalet, sus hijos espirituales habrían seguido
buscando su ayuda.
—¿Le gusta el cine, padre Karras?
—Mucho.
—¿Ha visto “Lear”?
—No me llega el dinero para ello.
—Yo la he visto. Me dan pases.
—¡Qué suerte!
—Me dan entradas para las mejores sesiones. A mi esposa le cansa el
cine; por eso no va nunca.
—¡Qué lástima!
—Desde luego. A mí no me gusta ir solo. Me encanta hablar con alguien
de las películas, discutirlas, criticarlas.
Miraba por la ventanilla; había apartado la vista del sacerdote.
Karras asintió en silencio, mientras contemplaba sus grandes y
poderosas manos, apretadas entre las piernas. Tras un momento Kinderman
se volvió, vacilante, con mirada ansiosa.
—¿Le gustaría ir al cine conmigo, padre, alguna vez? Me dan entradas
-agregó, rápido-, ya se lo he dicho.
El sacerdote lo miró sonriente:
—Bien, le contestaré como Elwood P. Dowd solía decir en “Harvey”:
¿Cuándo, teniente?
—Ya lo llamaré.
El rostro del detective resplandecía de contento.
Habían llegado a la residencia, y el coche se detuvo frente a la entrada.
Karras abrió la portezuela.
—No deje de hacerlo. Lamento no haberle ayudado mucho.
—No importa. Me ha ayudado lo mismo. -Kinderman le hizo un leve
gesto con la mano. Karras se apeó-. Debo confesarle que, para ser un judío
que trata de hacer méritos, me ha caído usted muy simpático.
Karras se volvió, cerró la puerta y se inclinó para mirar por la ventanilla
sonriendo amablemente.
—¿No le han dicho nunca que se parece usted a Paul Newman?
—Siempre. Y puedo asegurarle que dentro de este cuerpo míster
Newman está luchando por salir. Tengo una multitud aquí dentro -dijo-.
También está Clark Gable.
Karras lo saludó, sonriente, con la mano, y emprendió el regreso.
—¡Padre, espere!
Karras se volvió. El detective emergió fatigosamente del coche.
—Me olvidaba, padre -resopló al acercarse-. Esa hoja con las
inscripciones obscenas... La que encontraron en la iglesia...
—¿Se refiere a las oraciones del altar?
—O lo que sea. ¿La tiene por ahí?
—Sí, en mi habitación. Examino el latín. ¿La quiere?
—Sí, tal vez sirva para algo.
—Espere un minuto y se la traeré.
Mientras Kinderman esperaba fuera, junto al coche, el jesuita fue a su
habitación de la planta baja que daba a la calle Prospect, y cogió la hoja.
Luego salió y se la dio a Kinderman.
—Quizás encuentre algunas huellas digitales -dijo Kinderman con
respiración jadeante, mientras la miraba. Luego-: No, porque usted la ha
tocado. -De repente pareció darse cuenta, mientras manoseaba la cubierta
de plástico de la hoja-. ¡No, mire, desaparece, desaparece! -Luego elevó la
mirada hasta Karras, con evidente consternación. Supongo que también
habrá tocado el interior, ¿verdad?
Karras, sonriente y compasivo, asintió.
—No importa, quizá podamos encontrar algo más. A propósito, ¿ya lo ha
examinado bien?
—Sí.
—¿A qué conclusión ha llegado?
Karras se encogió de hombros.
—No parece ser obra de un bromista. Al principio pensé que podría ser
un estudiante. Pero ahora lo dudo. Quienquiera que lo haya hecho, tiene las
facultades mentales profundamente perturbadas.
—Tal como usted lo dijo ya.
—Y el latín... -meditó Karras-. No es sólo perfecto, teniente, es... bueno,
tiene un estilo personal muy definido. Es como si el que lo redactó estuviera
acostumbrado a “pensar” en latín.
—O sea, como un cura, ¿verdad?
—¡Vamos!
—Conteste a mi pregunta, por favor, Padre Paranoia.
—Pues bien, sí, en un momento de su carrera, los curas piensan en
latín. Al menos los jesuitas y algunos religiosos de otras Órdenes. En el
seminario de Woodstock, algunos de los cursos de Filosofía se impartían en
latín.
—Y, ¿por qué?
—Por la precisión del pensamiento. Es como el Derecho.
—¡Ah, ya!
Karras se puso serio de pronto.
—Mire, teniente, ¿me permite que le diga quién creo que lo hizo?
El detective se inclinó.
—¿Quién?
—Los dominicos. Vaya a investigar entre ellos.
Karras sonrió, dijo adiós con un gesto de la mano y se alejó.
—¿Sabe a quién se parece usted en realidad? -le gritó hosco, el
detective-. ¡A Sal Mineo!
Kinderman se quedó mirando al sacerdote, que lo saludó nuevamente
con la mano y entró en el edificio. Luego se volvió y se metió de nuevo en el
coche. Cabizbajo, jadeó inmóvil.
—¡Ese hombre es terrible, terrible...! -murmuró.
Durante un minuto mantuvo la vista en la misma posición. Luego se
dirigió al chófer:
—Bueno, volvamos al cuartel general. ¡Rápido, sin respetar las leyes de
tránsito!
Arrancaron.
La nueva habitación de Karras estaba amueblada sencillamente: una
cama, una silla, una mesa de trabajo y estanterías empotradas. Sobre la
mesa tenía una foto de su madre cuando era joven, y un crucifijo de metal
colgaba sobre la cabecera de la cama. Le bastaba su estrecha habitación. No
le importaba poseer muchas cosas, sino que estuvieran limpias. Se duchó, se
puso unos pantalones color arena y una camisa y se dirigió a comer al
refectorio de la comunidad. Allí vio a Dyer, con sus mejillas rosadas, sentado
solo a una mesa de un rincón. Se sentó a su lado.
—¡Hola, Damien! -dijo Dyer.
El joven sacerdote llevaba también una camisa con un dibujo
descolorido.
Karras inclinó la cabeza mientras rezaba una oración. Después se
persignó, se sentó y saludó a su amigo.
—¿Cómo te va, haragán? -preguntó Dyer, al tiempo que Karras se
extendía la servilleta sobre las rodillas.
—¿Quién es un haragán? Yo trabajo.
—¿Dando una conferencia por semana?
—Lo que cuenta es la calidad -dijo Karras-. ¿Qué hay para cenar?
—¿No hueles?
—¿Hoy toca ‘perros’? -Eran salchichas con chucrut.
—La cantidad es lo que cuenta -replicó Dyer serenamente.
Karras movió la cabeza con resignación y cogió una jarrita de aluminio
llena de leche.
—Yo no tomaría eso -murmuró Dyer, inexpresivo, mientras untaba
mantequilla en una rebanada de pan integral-. ¿Ves las burbujas? Salitre.
—Lo necesito -dijo Karras.
Al inclinar el vaso para llenarlo de leche, vio que se sentaba otro a la
mesa.
—Bueno, al fin he podido leer ese libro -dijo alegremente el recién
llegado. Karras levantó la vista y experimentó cierta consternación; sintió
sobre sus espaldas un peso abrumador al reconocer al sacerdote que
recientemente lo había visitado en busca de consejo, aquel que no podía
hacer amigos.
—Bien, y, ¿qué le ha parecido? -le preguntó Karras. Apoyó la jarra sobre
la mesa como si se tratara de un devocionario cuya lectura se hubiera
interrumpido.
El joven sacerdote habló, y, media hora más tarde, Dyer daba saltos
entre las mesas, llenando el comedor con sus risoradas. Karras miró la hora
en su reloj.
—¿Quiere traer una chaqueta? -preguntó al joven sacerdote-. Podemos
cruzar la calle y contemplar la puesta del sol.
No tardaron en estar apoyados sobre la barandilla de la escalinata que
bajaba a la calle. Era la hora del ocaso. Los bruñidos rayos del sol poniente
encendían las nubes y se desmenuzaban en rizadas motas color carmesí,
sobre las oscuras aguas del río. Cierta vez, Karras se había encontrado con
Dios en aquel lugar. Hacía mucho tiempo. Como un amante abandonado, aún
acudía a la cita.
—¡Qué vista más hermosa! -exclamó el sacerdote joven.
—Sí -aprobó Karras-. Procuro venir aquí todas las noches.
El reloj del “campus” anunció la hora. Eran las 7 de la tarde.
A las 7.23, el teniente Kinderman examinaba un análisis espectrográfico,
el cual reveló que la pintura de la escultura hecha por Regan coincidía con la
de la estatua de la Virgen María profanada.
A las 8.47, en un barrio bajo de la zona norte de la ciudad, un impasible
Karl Engstrom emergió de una casa de vecindad infestada de ratas, caminó
tres manzanas hacia el sur, hasta la parada del autobús y esperó solo, un
momento, con rostro inexpresivo; luego se apoyó, sollozando, en un poste
de la luz.
En aquel momento el teniente Kinderman estaba en el cine.
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