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lunes, 8 de noviembre de 2010

EL EXORCISTA -- william blatti -- 3ªparte


EL EXORCISTA
WILLIAM BLATTI
3ªparte








CAPÍTULO SEXTO


El miércoles, 11 de mayo, estaban de vuelta en casa. Metieron en cama


a Regan, pusieron un cerrojo en las persianas y quitaron todos los espejos de


su dormitorio y del baño.


...“intervalos lúcidos cada vez menos frecuentes; además, ahora se


produce una pérdida total de la conciencia durante los ataques. Esto, que es


nuevo, descartaría, al parecer, la historia genuina. Mientras tanto, uno o dos


síntomas en el campo de lo que llamamos fenómenos parapsíquicos han”...


El doctor Klein pasó por la casa para enseñar a Chris y Sharon a


administrar a la niña suero ‘Sustagen’ durante los períodos de coma. Insertó


la sonda nasogástrica.


—Primero...


Chris se esforzaba en observar y, al mismo tiempo, no ver la cara de su


hija; en retener las palabras que decía el médico y olvidar otras que había


oído en la clínica. Se filtraban en su alma como la llovizna a través de las


ramas de un sauce llorón.


—“Ha dicho usted ‘ninguna religión’, ¿verdad, miss MacNeil? ¿Ninguna


educación religiosa en absoluto?”


—“Tal vez sólo ‘Dios’. Usted me entiende, algo muy genérico. ¿Por


qué?”.


—“Para empezar, debo decirle que el contenido de muchos de sus


desvarios -aparte las incoherencias que farfullaba- ha tenido fundamentos


religiosos. ¿Dónde cree usted que los puede haber adquirido?”


—“Deme un ejemplo”.


—“Pues bien, aquí tiene uno: ’Jesús y María, sesenta y nueve”.’


Klein había introducido la sonda en el estómago de Regan.


—Primero deben comprobar si ha entrado líquido en el pulmón -les


indicó, pellizcando el tubo para impedir el paso del suero-. Si...


—...“síndrome de un tipo de alteraciones que raramente se observa ya,


excepto en las culturas primitivas. Nosotros la llamamos posesión


sonambuliforme. Honestamente, no sabemos mucho sobre ella; sólo que


empieza con algún conflicto o sentimiento de culpa que evidentemente,


conduce al delirio del enfermo, convencido de que se ha posesionado de él


una inteligencia extraña, un espíritu, si se quiere. Antes se creía que tal


entidad posesora era siempre el demonio. Sin embargo, en casos


relativamente modernos, es generalmente el espíritu de algún muerto, a


menudo, alguien a quien el enfermo ha conocido o visto y del que puede,


inconscientemente, imitar la voz, la forma de hablar y a veces, incluso sus


facciones. Ellos”...


Después de que el preocupado doctor Klein abandonara la casa, Chris


habló por teléfono con su representante en Beverly Hills y le anunció, con


tono desanimado, que no dirigiría la película.








Luego llamó a Mrs. Perrin. Había salido. Chris colgó el teléfono con un


creciente sentimiento de desesperación. Alguien. Tendría que conseguir


ayuda de...


—...“Los casos más fáciles de tratar son aquellos en que la entidad


posesora es el espíritu de algún muerto. Casi nunca se observan paroxismo,


hiperactividad o excitación motora. Sin embargo, en el otro importante tipo,


o sea, el de posesión sonambuliforme, la nueva personalidad es siempre


agresiva, hostil respecto a la primera”.


De hecho su principal objetivo es destruir, torturar y, a veces, incluso


matar. Se envió a la casa un juego de correas de sujeción. Chris, pálida y


agotada, contempló cómo Karl las aseguraba en la cama de Regan y en sus


muñecas. Luego, mientras Chris le movía las almohadas en un intento por


centrarlas debajo de la cabeza, el suizo se enderezó y miró compasivamente


el demacrado semblante de la niña.


—¿Mejorará? -preguntó. Un dejo de emoción había teñido sus palabras;


las pronunció como subrayándolas levemente por la preocupación.


Pero Chris no podía contestarle. Mientras Karl le hablaba, ella había


tomado un objeto que se hallaba debajo de la almohada de Regan.


—¿Quién ha puesto aquí este crucifijo? -preguntó.


—“El síndrome es sólo la manifestación de algún conflicto, de alguna


culpa, por lo que tratamos de llegar a él, de saber qué es. En tal caso, el


mejor procedimiento es la hipnosis. Sin embargo, no pudimos hacerlo con


ella. Así, probamos con narcosíntesis -esto es, un tratamiento a base de


narcóticos-, pero francamente, me parece que va a ser otro camino sin


salida”.


—“Entonces, ¿qué sigue ahora?”


—“Tiempo; me temo que lo único que quede sea esperar. Tendremos


que seguir intentando, en espera de que se produzca algún cambio.


Entretanto, habrá que internarla para”...


Chris encontró a Sharon en la cocina preparando la máquina de escribir


sobre la mesa. Hacía poco la había traído del cuarto de los juguetes, en el


sótano. Willie cortaba rebanadas de zanahorias en el fregadero, para hacer


un guiso.


—¿Has sido tú la que ha puesto el crucifijo debajo de su almohada,


Shar? -preguntó Chris, con gran tensión.


—¿Qué...? -respondió Sharon desconcertada.


—¿No has sido tú?


—Chris, no sabes lo que estás diciendo. Mira, ya te lo dije en el avión: lo


único que le he dicho a Rags en este sentido es que ‘Dios creó el mundo’, y


tal vez algunas cosas sobre...


—Está bien, Sharon, está bien, te creo, pero...


—Yo no lo he puesto -refunfuñó Willie, a la defensiva.


—¡Pues “alguien” lo ha tenido que poner! -estalló Chris; luego se dirigió


a Karl, cuando éste entró en la cocina y abrió la nevera-. Mire, le voy a


preguntar nuevamente -gritó en un tono que lindaba con la estridencia-: ¿ha


sido usted el que ha puesto ese crucifijo debajo de su almohada?








—No, señora -contestó él en el mismo tono. Envolvía cubitos de hielo en


una toalla-. No, yo no he puesto ningún crucifijo.


—“¡Pero no ha podido entrar andando! ¡Uno de ustedes miente!” -Su


voz atronaba la estancia-. “¡Me van a decir quién lo puso ahí, quién...!”


-Bruscamente se hundió en un sillón y empezó a llorar sobre sus temblorosas


manos-. ¡Perdón, perdón, no sé lo que digo! -lloró-. ¡Oh, Dios mío, no sé lo


que digo!


Willie y Karl observaron en silencio cómo Sharon se acercaba a ella y le


acariciaba el cuello con una mano.


—Está bien, está bien...


Chris se secó la cara con la manga.


—Sí, supongo que el que lo haya puesto lo habrá hecho con buena


intención.


—“Mire, se lo digo nuevamente, y le aconsejo que me crea: ¡no la voy a


meter en ninguna casa de salud!”


—“Es”...


—“¡No me importa cómo lo llame usted! ¡No la voy a tener lejos de mí!”


—“Bueno, lo lamento mucho”.


—“Sí, ¡laméntelo! ¡Oh, Dios! ¡Ochenta y ocho médicos y lo único que me


pueden decir es...!”


Chris encendió un cigarrillo, lo aplastó nerviosamente en el cenicero y


subió a ver a Regan. Abrió la puerta. En la penumbra de la habitación


distinguió una figura junto a la cama, sentada en una silla de madera de


respaldo recto. Karl. ¿Qué estaba haciendo? -se preguntó. Al acercarse Chris,


él no levantó la vista, sino que la mantuvo fija en la cara de la niña. La


tocaba con un brazo extendido. ¿Qué tenía en la mano? Cuando Chris llegó


junto a la cama, vio lo que era: la toalla con el hielo, que había preparado en


la cocina; refrescaba la frente de Regan. Conmovida, se quedó mirando


extrañada, y cuando vio que Karl no se movía ni demostraba haber advertido


su presencia, dio media vuelta y abandonó la habitación. Fue a la cocina,


tomó café cargado y se fumó otro cigarrillo. Luego, siguiendo un impulso, se


dirigió al estudio. Quizá... quizá...


—...“una remota posibilidad a lo sumo, ya que la posesión está


vagamente relacionada con la histeria por el hecho de que el origen del


síndrome es casi siempre la autosugestión. Su hija tiene que haber conocido


la posesión, creído en ella y conocido algunos de sus síntomas, de modo que


ahora su subconsciente formaría el síndrome.


Si es posible establecer eso, se puede intentar una forma de cura por


autosugestión. En estos casos, yo sería partidario del tratamiento por shock,


aunque supongo que la mayoría de mis colegas no estarían de acuerdo. Bien,


le repito que es una posibilidad remota, y ya que usted se opone a que


internemos a su hija, voy”...


—“¡Dígame el nombre, por Dios! ¿Qué es?”


—“¿Ha oído hablar alguna vez de exorcismo, mistress MacNeil?”


Los libros que había en el despacho formaban parte de la decoración, y


Chris no los había hojeado nunca. Ahora los examinaba, y buscaba,


buscaba...








—...“rituales estilizados, ya pasados de moda, en los cuales rabinos y


sacerdotes trataban de alejar el espíritu. Solían dar resultado. El hecho de


que la víctima creyera en la posesión contribuía a causar ésta, o, por lo


menos, a favorecer la aparición del síndrome. Del mismo modo, la creencia


en el poder del exorcismo puede hacer que desaparezca dicho síndrome. Veo


que frunce usted el ceño. Quizá debería contarle algo de los aborígenes


australianos.


Están convencidos de que morirán si un brujo les manda ‘el rayo de la


muerte’ a distancia. Y el hecho es que ¡se mueren! Se acuestan y se mueren


¡lentamente! Lo único que los salva, a veces, es una forma similar de


sugestión: ¡un ‘rayo’ neutralizante de otro hechicero!”


—“¿Me está diciendo que la lleve a un hechicero?”


—“No propiamente a un hechicero, sino a un sacerdote. Es un consejo


insólito, lo sé, y aun peligroso, a menos que podamos saber a ciencia cierta


si Regan conocía algo de posesión, y particularmente de exorcismo, antes de


que enfermara. ¿Cree usted que pueda haber leído algo sobre el tema?”


—“No”.


—“¿O que haya visto alguna película de este tipo? ¿Algo por televisión?”


—“Tampoco”.


—“¿Que haya leído los Evangelios? ¿El Nuevo Testamento?”


—“¿Por qué?”


—“Hay bastantes relatos de posesión en los Evangelios, exorcismos


realizados por Cristo. Las descripciones de los síntomas son las mismas que


en los casos de posesión actuales. Si usted”...


—“Mire, es inútil. No se moleste, no siga. Lo único que me faltaría es


que su padre se enterase de que he consultado a una sarta de”...


La uña del dedo índice de la mano derecha de Chris rasgueaba


lentamente las páginas, libro tras libro. Nada. Ninguna Biblia. Ningún Nuevo


Testamento. Ningún...


—“¡Un momento!”


Sus ojos se lanzaron precipitadamente sobre un título que se destacaba


en el estante de abajo. El libro sobre brujería que le había enviado Mary Jo


Perrin. Chris lo sacó, lo abrió y buscó en el índice, mientras hacía correr su


dedo...


—“¡Aquí!”


El título de un capítulo latía como palpitaciones del corazón: ’Estados de


posesión.’ Cerró el libro y los ojos simultáneamente, mientras se


preguntaba: “Tal vez... sólo tal vez”... Abrió los ojos y se dirigió a la cocina.


Sharon escribía a máquina. Chris le mostró el libro.


—¿Has leído esto, Shar?


La rubia siguió tecleando, sin levantar la vista.


—¿Qué? -respondió.


—Este libro sobre brujería.


—No.


—¿Lo has puesto tú en el despacho?


—No. Nunca lo he tocado.


—¿Dónde está Willie?








—En el mercado.


Chris asintió y quedó pensativa. Luego subió nuevamente al cuarto de


Regan. Mostró el libro a Karl.


—¿Ha puesto usted este libro en el despacho, Karl?


—No, señora.


—Quizá Willie -murmuró Chris, mirando el libro. La punzaban indicios de


conjeturas.


¿Tendrían razón los médicos de la ‘Clínica Barringer’? ¿Sería aquello?


¿Se habría provocado Regan su trastorno por medio de la autosugestión, a


través de las páginas de aquel libro? ¿Se citarían allí sus síntomas? ¿Algo


parecido a lo que Regan hacía?


Chris se sentó a la mesa, abrió el libro por un capítulo sobre la posesión


y empezó a buscar, a investigar, a leer:


‘Directamente derivado de la creencia común en demonios, tenemos el


fenómeno conocido como posesión, estado en el cual muchas personas


creían que sus funciones mentales y físicas habían sido invadidas y


dominadas por un demonio (lo cual era muy frecuente en el período que


estamos tratando) o por el espíritu de un muerto. No hay época de la


Historia ni parte del Planeta en los que no se hayan referido casos como


éstos y en términos semejantes. Sin embargo, aún han de ser explicados en


forma adecuada. Desde el estudio definitivo hecho por Traugott Oesterreich,


publicado en 1921, muy poco se ha agregado a lo ya conocido, pese a los


avances de la Psiquiatría.’


¿No estaban totalmente explicados? Chris frunció el ceño.


Ella tenía una impresión distinta de la de los médicos.


‘Sólo se sabe que distintas personas, en distintos momentos, sufrieron


transformaciones tan profundas, que quienes las rodeaban creían estar


tratando con otras personas. No sólo se alteran la voz, las facciones y


movimientos característicos, sino que el sujeto se considera incluso


totalmente distinto de la persona original, con un nombre -sea humano o


diabólico y una historia propios.’


Los síntomas. ¿Dónde estaban los síntomas?, se preguntaba Chris,


impaciente.


‘En el Archipiélago Malayo, donde aún es frecuente la posesión, el


espíritu de algún muerto hace a menudo que el poseso imite, de una manera


tan real, ademanes, voz y modos, que los familiares del muerto estallan en


sollozos. Aparte la llamada ‘casiposesión’ -o sea, los casos que son,


esencialmente, fraude, paranoia e histeria-, el problema lo ha constituido la


interpretación de los fenómenos. La interpretación más antigua es la


espiritista, impresión que parece tener fundamento para afirmarse en el


hecho de que la personalidad intrusa llega a adquirir talentos que le eran


desconocidos a la primera. En la forma diabólica de la posesión, por ejemplo,


el _’demonio_’ puede hablar en idiomas que no conocía la personalidad


original, o...’


¡Aquí! ¡Algo! ¡La jerga de Regan! ¿Un intento de idiomas?








Siguió leyendo rápidamente:


‘...o manifestar varios fenómenos parapsíquicos, por ejemplo,


telecinesia, o sea, el mover objetos a distancia sin aplicación de fuerza


material.’


¿Y los golpes? ¿Y la cama que subía y bajaba?


‘...En los casos de posesión por personas muertas se dan


manifestaciones, tales como la que explica Oesterreich relativa a un monje


que, estando poseído, se convirtió de pronto en un brillante bailarín, siendo


así que antes de la posesión nunca había sabido dar ni un paso de baile.


Estas manifestaciones son tan impresionantes a veces, que el psiquíatra


Jung, luego de estudiar detenidamente un caso, pudo dar sólo una


explicación parcial de aquello de lo que estaba seguro que _‘no era fraude_’.’


Inquietante. Lo que seguía era inquietante.


‘...y William James, el más grande psicólogo que haya producido


América, recurrió a proponer la _’credibilidad de la in- terpretación espiritista


del fenómeno_’, luego de estudiar profundamente el caso de la llamada


_’Maravilla de Watseka_’, una adolescente de Watseka (Illinois), que llegó a


ser indistinguible de la personalidad de una niña llamada Mary Roff, fallecida


en un asilo estatal, doce años antes de la posesión...’


Ceño fruncido, Chris no oyó que sonaba el timbre de la puerta de


entrada; no oyó que Sharon dejaba de teclear y se levantaba para abrir.


‘Generalmente se acepta que la forma diabólica de la posesión tuvo sus


orígenes en la primera época de la cristiandad, aunque, de hecho, tanto la


posesión como el exorcismo son anteriores a la venida de Cristo.


Los antiguos egipcios, lo mismo que las primeras civilizaciones del Tigris


y el Eufrates, creían que los trastornos físicos y mentales eran causados por


demonios que se introducían en el cuerpo. He aquí, por ejemplo, la fórmula


del exorcismo contra las enfermedades de los niños en el antiguo Egipto:


_‘Vete, tú que vienes de la oscuridad, que tienes la nariz torcida y la


cara contrahecha. ¿Has venido a besar a este niño? No te lo permitiré ’...’


—¿Chris?


Ella siguió leyendo absorta.


—Shar, estoy ocupada.


—Hay un detective de Homicidios que quiere verte.


—¡Oh, Dios, Shar, dile que...!


Se interrumpió.


—¡No, no, espera! -Chris frunció el ceño y siguió con la vista clavada en


el libro-. No, dile que entre.


Ruido de pasos.


Ruido de espera.


“¿Qué espero?”, se preguntó Chris. Sintió aquella expectativa que le


resultaba familiar y, al mismo tiempo, indefinida como un sueño vívido que


nunca puede uno recordar exactamente al despertar.


Entró acompañado de Sharon, con el arrugado sombrero en la mano, la


respiración jadeante, deferente.








—Perdóneme. ¿Está usted ocupada? ¿Molesto?


—¿Qué tal va el mundo?


—Muy, muy mal. ¿Cómo está su hija?


—Sin novedad.


—Lo lamento mucho, sinceramente. -Era una figura tosca, que


transpiraba preocupación por los párpados, detenida junto a la mesa-. Ni por


asomo se me ocurriría molestar a su hija. Sabe Dios que cuando mi Ruthie


estaba en cama con... no, no; fue Sheila, la más pequeñita...


—Siéntese, por favor -lo interrumpió Chris.


—Gracias -dijo mientras se sentaba en una silla al otro lado de la mesa,


frente a Sharon, que volvía a mecanografiar cartas.


—Perdón, ¿qué me estaba diciendo? -preguntó Chris al detective.


—Bueno, mi hija... ¡oh, no importa! -Hizo un ademán como para alejar


el pensamiento. Está usted ocupada. Si le cuento la historia de mi vida,


podría hacer una película con ella. ¡En serio! ¡Es increíble! Si sólo supiera la


“mitad” de las cosas que solían ocurrir en mi original familia, como mi...


bueno, usted está... ¡pero le voy a contar “una”! Mi madre nos ponía salmón


todos los viernes. Pero la semana entera, toda la semana, nadie se podía


bañar, porque mi madre tenía el pez metido en la bañera, nadando de arriba


abajo; mi madre decía que así se le iba el “veneno” que encerraba. ¿Le basta


con esto? Porque... No, con esto es suficiente por ahora. -Suspiró, cansado,


haciendo un gesto con la mano, como si desechara el pensamiento-. Pero es


bueno sonreír de vez en cuando, aunque sea sólo para no echarnos a llorar.


Chris lo observaba inexpresiva, esperando...


—¡Ah, veo que está leyendo! -Miró el libro sobre brujería-. ¿Es para una


película? -quiso saber.


—No, lo leo por gusto.


—¿Es bueno?


—Hace un momento que lo empecé.


—Brujería -murmuró, con la cabeza inclinada, leyendo el título en los


folios.


—Bueno, ¿qué pasa? -le preguntó Chris.


—¡Ah, sí, perdone! Veo que está ocupada. Termino en seguida. Como ya


le he dicho, no la molestaría si no fuera porque...


—¿Por qué?


De repente se puso serio y, apoyando los codos en la mesa, entrelazó


sus manos.


—El caso de míster Dennings, mistress MacNeil...


—Sí...


—¡Maldita sea! -exclamó Sharon irritada, sacando de un tirón una carta


de la máquina. Hizo una bola con la hoja y la arrojó a la papelera que estaba


cerca de Kinderman-. Perdón -se disculpó al ver que su exclamación los


había interrumpido.


Chris y Kinderman la miraron.


—¿Es usted la señorita Fenster? -le preguntó Kinderman.


—Spencer -dijo Sharon, empujando su silla hacia atrás para levantarse y


recuperar la carta.








—No importa, no importa -dijo Kinderman mientras se agachaba para


coger del suelo la bola de papel.


—Gracias -dijo Sharon.


—De nada. Perdone, ¿es usted la secretaria?


—Sharon, el señor...


—Kinderman -le recordó el detective-. William Kinderman.


—Sí. La señorita Sharon Spencer.


—Es un placer -dijo Kinderman a la rubia, que había cruzado los brazos


sobre la máquina de escribir, para examinarlo detenidamente-. Tal vez me


pueda ayudar -agregó-. La noche de la muerte de míster Dennings, usted fue


a la farmacia y lo dejó solo en la casa, ¿verdad?


—No. También estaba Regan.


—Regan es mi hija -le aclaró Chris.


Kinderman siguió interrogando a Sharon.


—¿Vino a ver él a mistress MacNeil?


—Sí.


—¿Esperaba él que ella volviera en seguida?


—Yo le dije que creía que vendría de un momento a otro.


—Muy bien. ¿Y a qué hora se fue usted? ¿Se acuerda?


—Veamos. Estaba viendo el noticiario, de modo que... no, espere... sí,


fue así. Recuerdo que me enojé porque el farmacéutico me dijo que el


repartidor ya se había ido a su casa, y yo me quejé de que eran sólo las seis


y media. Luego vino Burke, diez o tal vez veinte minutos más tarde.


Pongamos a las seis cuarenta y cinco -concluyó.


—¿Y a qué viene todo eso? -preguntó Chris, cada vez más tensa.


—A que plantea un interrogante, mistress MacNeil -jadeó Kinderman,


que se volvió para mirarla-. Llegar a casa, por ejemplo, a las siete menos


cuarto e irse sólo veinte minutos después...


—Así era Burke -dijo Chris-. Cosas muy suyas.


—¿También tenía por costumbre frecuentar los bares?


—No.


—Ya me lo parecía. Lo verifiqué. ¿Y tampoco solía coger taxis? ¿No


llamó un taxi desde aquí, al irse?


—Pudo haberlo hecho.


—Me pregunto también qué hacía caminando por la explanada superior


de la escalinata. Y por qué las Compañías de taxis no tienen en sus registros


ninguna llamada desde esta casa aquella noche -agregó Kinderman-, aparte


la hecha por Miss Spencer exactamente a las seis cuarenta y siete.


—No sé... -respondió Chris con una voz impersonal... a la espera.


—¿Sabía usted todo eso desde el principio? -dijo Sharon, perpleja.


—Sí, perdónome -le respondió el detective-. Sin embargo, el asunto se


ha puesto serio ahora.


Chris, casi conteniendo la respiración, miró fijamente al detective.


—¿En qué sentido? -preguntó con un hilito de voz.


Él se inclinó, con las manos aún entrelazadas sobre la mesa; la bola de


papel se interponía entre ellos.








—El informe del forense, señora, parece indicar que la posibilidad de una


muerte accidental es todavía muy factible. Pero...


—¿Quiere usted decir que es posible que fuera asesinado? -inquirió


Chris, tensa.


—La posición... sé que esto la va a afectar...


—Prosiga.


—La posición de la cabeza de Dennings y ciertos desgarros de los


músculos del cuello indicarían...


—¡Oh, Dios! -Chris dio un respingo.


—Sí, es doloroso. Lo lamento, lo lamento mucho. Podemos evitar los


detalles, pero esto no podría haber ocurrido nunca a menos que el señor


Dennings se hubiera caído desde cierta altura antes de estrellarse contra los


escalones; por ejemplo, unos seis u ocho metros antes de rodar hasta el


fondo. De modo que una posibilidad, hablando sencillamente, sería... Pero


antes quisiera preguntarle... -Se volvió, frunciendo el ceño, hacia Sharon-.


Cuando se fue usted, ¿dónde se encontraba míster Dennings? ¿Con la niña?


—No, aquí abajo, en el despacho. Se estaba sirviendo un trago.


—¿No podría acordarse su hija de si míster Dennings estuvo en su


dormitorio aquella noche? -preguntó a Chris.


“Pero, ¿estaría sola alguna vez con él?”


—¿Por qué lo pregunta?


—¿Podría recordarlo su hija?


—No, ya le he dicho que le habían administrado sedantes fuertes y...


—Sí, sí, me lo dijo usted, es verdad; ahora me acuerdo. Pero tal vez se


despertó y...


—En absoluto. Y...


—¿También le habían administrado sedantes fuertes -la interrumpiócuando


hablamos la última vez?


—Casualmente, sí -recordó Chris-. ¿Por qué?


—Creo que la vi en la ventana aquel día.


—Es imposible.


—Podría ser, podría ser. No estoy seguro.


—Escuche, ¿por qué me pregunta todo esto? -interrogó Chris.


—Porque, como le he dicho, existe una posibilidad: la de que míster


Dennings estuviera tan borracho que tropezara y cayera desde la ventana


del dormitorio de su hija. Chris movió la cabeza.


—No puede ser. De ninguna manera. En primer lugar, porque la ventana


estuvo siempre cerrada, y en segundo lugar, porque Burke estaba “siempre


borracho”, pero nunca perdido del todo. ¿No es cierto, Shar?


—Exacto.


—Burke “dirigía” películas en tal estado. ¿Cómo podría, entonces haber


tropezado y caído por la ventana?


—Quizás esperaba usted otras visitas aquella noche.


—No.


—¿No tiene amigos que se presenten sin avisar?


—No. Eso lo hacía sólo Burke -respondió Chris-. ¿Por qué?








El detective bajó la cabeza, la sacudió, frunció el ceño y contempló


atentamente el papel arrugado que tenía entre las manos.


—Extraño... desconcertante... -suspiró, con ademán cansino-.


Desconcertante. -Luego levantó la vista hacia Chris-. Míster Dennings


viene a visitarla, se queda sólo veinte minutos, no puede verla y se va,


dejando completamente sola a una niña muy enferma. Y hablando con


franqueza, mistress MacNeil, como usted dice, no es probable que cayera de


una ventana. Por otra parte, una caída no le produciría en el cuello lo que


encontramos nosotros: se trata sólo de una posibilidad entre mil. -Hizo un


gesto con la cabeza señalando el libro sobre brujería-. ¿No ha encontrado en


ese libro nada sobre asesinatos rituales?


Sintiendo una premonición escalofriante, Chris negó con la cabeza.


—Tal vez no en este libro -añadió él-. Sin embargo, y discúlpeme, pues


digo esto sólo porque así tal vez pueda pensar algo más, descubrieron al


pobre míster Dennings con la cabeza torcida hacia atrás como en los


asesinatos rituales cometidos por los llamados demonios, mistress MacNeil.


Chris se puso lívida.


—Algún lunático mató a míster Dennings -continuó el detective, mirando


fijamente a Chris-. Al principio no le dije nada para evitarle este dolor. Y,


además, porque, desde el punto de vista técnico, podría haber sido un


accidente. Pero yo no lo creo. Es sólo una corazonada. Mi opinión es ésta:


primero, creo que lo mató un hombre muy fuerte; segundo, la fractura del


cráneo, más las restantes lesiones que ya he mencionado, harían probable


(probable, no cierto) que míster Dennings fuese asesinado primero y luego


arrojado por la ventana del cuarto de su hija. Pero no había nadie allí,


excepto ella. Entonces, ¿cómo podría haber sucedido? Sólo si hubiera venido


alguien entre el momento en que se fue miss Spencer y usted volvió. ¿No le


parece? Tal vez sí. Ahora le vuelvo a preguntar: por favor, ¿quién pudo


haber venido?


—¡Cielo santo, -espere un segundo! -murmuró Chris ásperamente,


todavía bajo el efecto del “shock”.


—Sí, lo siento. Es doloroso. Y tal vez me equivoque. En ese caso, lo


reconocería. Pero, ¿lo pensará? ¿Quién? Dígame quién pudo haber venido.


Chris permaneció con la cabeza baja y el ceño fruncido, en un esfuerzo


de concentración. Luego levantó la vista hacia Kinderman.


—No. No puedo pensar en nadie.


—¿Y usted, miss Spencer? -le preguntó-. ¿Viene alguien a visitarla a


veces?


—¡Oh, no, nadie! -dijo Sharon, con los ojos bien abiertos.


Chris se volvió hacia ella.


—El hombre de los caballos, ¿sabe dónde trabajas?


—¿El hombre de los caballos? -preguntó Kinderman.


—Su novio -explicó Chris.


La rubia movió la cabeza.


—Nunca ha venido aquí. Además, aquella noche estaba en una


convención en Boston.


—¿Es viajante?








—No. Abogado.


El detective se dirigió nuevamente a Chris.


—Los sirvientes, ¿no reciben visitas?


—No, nunca.


—¿No esperaba usted algún paquete aquel día?


—Que yo sepa, no. ¿Por qué?


—Como usted ha dicho, míster Dennings (y no es por hablar mal de los


muertos, que en paz descansen), se ponía algo... digamos irascible, en un


estado, sin duda, capaz de provocar una pelea; en este caso, un ataque de


furia con algún repartidor que hubiera venido a entregar un paquete...


Conque usted no esperaba que le enviasen nada, ¿verdad? ¿Algo de la


tintorería, tal vez? ¿El pedido del almacén? ¿Algún encargo?


—De veras que no lo sé -contestó Chris-. Karl se encarga de todo eso.


—¡Ah, claro!


—¿Quiere preguntarle a él?


El detective suspiró, reclinándose para atrás, con las manos metidas en


los bolsillos del abrigo.


Miró, hosco, el libro sobre brujería.


—No importa, no se moleste; es una posibilidad muy remota. Usted


tiene una hija enferma y... bueno, no se moleste. -Hizo un ademán como si


desechara la idea y se levantó de la silla-. Ha sido un placer conocerla, miss


Spencer.


—Lo mismo digo -respondió Sharon, con un distraído movimiento de


cabeza.


—Desconcertante -dijo Kinderman moviendo también la cabeza-.


Extraño. -Estaba concentrado en algún pensamiento íntimo. Después


miró a Chris, cuando ésta se levantó de la silla-. Bueno, lamento haberla


molestado por nada. Perdóneme.


—No hay de qué. Le acompañaré hasta la puerta -le dijo Chris, solícita.


—No se moleste.


—No es molestia.


—Bueno, si insiste... A propósito -dijo al salir de la cocina-, sé que es


una posibilidad entre un millón, pero me gustaría que le preguntara usted a


su hija si vio a míster Dennings en su dormitorio aquella noche.


Chris caminaba con los brazos cruzados.


—Mire, en primer lugar debo decirle que no tenía ningún motivo para


subir.


—Sí, lo comprendo. Es verdad; pero si unos investigadores ingleses no


se hubieran preguntado nunca ‘¿Qué es esta fungosidad?’, hoy no


tendríamos la penicilina. ¿No le parece? Por favor, pregúnteselo. ¿Lo hará?


—Cuando mejore algo, se lo preguntaré.


—No le puede hacer daño.


Mientras tanto... -Habían llegado a la puerta de entrada, y Kinderman


titubeó, avergonzado. Se llevó los dedos a los labios en un gesto de duda-.


Mire, me repugna tener que decirle esto, pero...


Chris se puso tensa, esperando un nuevo impacto; la premonición


resonaba otra vez en su sangre.








—¿Qué?


—Para mi hija..., ¿podría firmarme un autógrafo? -Se había puesto


colorado, y Chris estuvo a punto de echarse a reír de alivio, de sí misma, de


la desesperación y de la condición humana.


—¡No faltaba más! ¿Tiene un lápiz? -dijo.


—¡Sí! -respondió él al instante, y sacó un resto de lápiz, mordisqueado,


del bolsillo de su abrigo, mientras hundía la otra mano en un bolsillo de la


chaqueta, para extraer una tarjeta de visita-. Le va a gustar mucho -dijo


mientras alargaba a Chris el lápiz y la tarjeta.


—¿Cómo se llama? -preguntó Chris, apretando la tarjeta contra la


puerta y poniendo el lápiz en posición de escribir. A continuación se produjo


un largo titubeo. Ella sólo oía su jadear. Se volvió. En los ojos de Kinderman


vio una terrible lucha.


—Le he mentido -dijo él, finalmente, con ojos a la vez desesperados y


desafiantes-. Es para mí.


Clavó la mirada en la tarjeta y se sonrojó.


—Ponga ‘A William... William Kinderman’, está escrito en el otro lado.


Chris lo observó con un lánguido e inesperado afecto, comprobó cómo


se escribía su apellido y anotó: “William F. Kinderman, I love you!” Y firmó


abajo. Luego le entregó la tarjeta, que él se metió en el bolsillo sin leer la


dedicatoria.


—Es usted una mujer muy amable -dijo tímidamente, desviando la vista.


—Y usted un hombre muy amable.


El pareció ponerse más colorado.


—No, no lo soy. Soy una persona molesta. -Abrió la puerta-.


No se preocupe por lo que le he dicho hoy. Es desagradable. Olvídelo.


Preocúpese sólo de su hija. Su “hija”.


Chris asintió. Sintióse desalentada de nuevo cuando el hombre, al salir


hacia la escalinata, se puso el sombrero.


—¿Se lo preguntará a la niña? -dijo, volviéndose.


—Sí -susurró Chris-. Le prometo que lo haré.


—Bueno, adiós. Y cuídese.


Una vez más, Chris hizo un gesto afirmativo con la cabeza.


—Y usted también.


Cerró suavemente la puerta. Pero al instante la volvió a abrir, porque él


llamó.


—¡Qué molesto! Soy muy molesto. Me he olvidado el lápiz. -Hizo un


ademán de disculpa.


Chris examinó atentamente el pedacito de lápiz que aún tenía en su


mano, esbozó una sonrisa y se lo dio a Kinderman.


—Y otra cosa... -Dudó-. No tiene sentido, lo sé, es una molestia, es


estúpido... pero sé que no voy a poder dormir pensando en que tal vez haya


un loco suelto o un toxicómano, y no me preocupo por averiguar los


detalles... ¿Usted cree que yo podría...? No, no, es estúpido, es... pero sí, sí,


tengo que hacerlo. ¿Podría hablar unas palabras con míster Engstrom? La


entrega de pedidos... el asunto de los repartos. Creo que debería...


—Por supuesto; entre -dijo Chris con tono cansino.








—No es necesario. Podemos hablar aquí fuera. Aquí está bien.


Se había apoyado contra la baranda.


—Si usted insiste... -Chris esbozó una sonrisa-. Ahora está con Regan.


En seguida se lo mando.


—Muchas gracias.


Chris cerró la puerta rápidamente. Un minuto más tarde la abrió Karl.


Se asomó a la escalinata, dejando la puerta levemente entornada. De pie,


alto y erguido, miró a Kinderman con ojos límpidos y fríos.


—¿Quiere algo de mí? -preguntó, inexpresivo.


—Tiene usted el derecho de no hablar -le dijo Kinderman, con una


mirada de acero, fija en la de Karl-. Si renuncia usted al derecho de no


hablar -añadió rápidamente, con tono aburrido y fatigoso-, todo cuanto diga


será usado contra usted en juicio. Tiene el derecho de consultar a un


abogado y de que él esté presente durante el interrogatorio. Si así lo desea y


no puede pagarlo, se le designará un abogado de oficio, previamente al


interrogatorio. ¿Entiende todos estos derechos que le he mencionado?


Unos pájaros piaban entre las ramas de un viejo árbol, y los ruidos del


tránsito de la calle M les llegaban apagados como el zumbido de las abejas


desde un prado distante. La mirada de Karl no vaciló al responder.


—Sí.


—¿Renuncia al derecho de no responder?


—Sí.


—¿Quiere renunciar al derecho de consultar con un abogado y a que él


esté presente durante el interrogatorio?


—Sí.


—Me dijo usted que el veintiocho de abril, la noche de la muerte de


míster Dennings, estuvo viendo usted una película en el cine ‘Crest’.


—Sí.


—¿A qué hora entró en el local?


—No recuerdo.


—Declaró usted que vio la sesión de las seis. ¿Le ayuda esto a recordar?


—Sí. Fue a la de las seis. Ahora recuerdo.


—¿Vio la película desde el comienzo?


—Sí.


—¿Y salió al acabar la proyección?


—Sí.


—¿Antes no?


—No; la vi toda.


—Y al salir del cine, ¿subió a un autobús urbano frente al local y se apeó


en la esquina de la calle M y Avenida Wisconsin, aproximadamente a las


nueve y veinte de la noche?


—Sí.


—¿Y caminó hasta su casa?


—Exacto.


—¿Y llegó aquí aproximadamente a las nueve y media?


—Volví “exactamente” a las nueve y media -respondió Karl.


—¿Está seguro?








—Sí. Miré el reloj. Estoy bien seguro.


—¿Y vio toda la película, hasta el final?


—Ya se lo he dicho.


—Estamos registrando electrónicamente sus respuestas, míster


Engstrom. Quiero que esté bien seguro de lo que dice.


—Estoy seguro.


—¿Se acuerda de una pelea entre el acomodador y un espectador


borracho que se produjo en los últimos cinco minutos?


—Sí.


—¿Podría decirme qué ocurrió?


—El espectador estaba borracho y armaba jaleo.


—Y, finalmente, ¿qué hicieron con él?


—Lo echaron.


—Pues, amigo, no hubo tal pelea. ¿Se acuerda también de que en la


sesión de las seis se produjo una avería técnica que duró aproximadamente


quince minutos y que originó una interrupción en el espectáculo?


—No.


—¿No recuerda que el público empezó a abuchear?


—No. No recuerdo nada de eso.


—¿Está seguro?


—No ocurrió nada.


—Sí ocurrió, como consta en el parte del maquinista, parte según el cual


la sesión de la tarde no terminó a las ocho cuarenta, sino, aproximadamente,


a las ocho cincuenta y cinco, lo cual significa que el primer autobús que pudo


usted haber tomado lo habría dejado en la esquina de la calle M y la Avenida


Wisconsin no a las nueve y veinte sino a las nueve cuarenta y cinco, y que,


por tanto, lo más temprano que usted podría haber llegado a la casa sería a


las diez menos cinco, y no a las nueve y media, como también atestiguó


mistress MacNeil. ¿Le agradaría hacer algún comentario sobre esta


desconcertante discrepancia?


Karl, que no había perdido la compostura ni por un momento, contestó


con toda tranquilidad:


—No.


El detective lo miró fijamente y en silencio durante un momento; luego


suspiró y desvió la vista mientras apagaba el control del aparato que llevaba


metido en el forro del abrigo. Mantuvo baja la mirada por un momento;


luego la levantó hacia Karl.


—Míster Engstrom... -comenzó, en un tono triste y comprensivo-.


Se ha cometido un crimen. Es usted considerado sospechoso. Míster


Dennings lo trataba mal; me he enterado por otras fuentes. Y,


aparentemente, usted mintió sobre el lugar donde se hallaba en el momento


del asesinato. Pero a veces ocurre, somos humanos, ¿por qué no?, que un


hombre casado se encuentra, en ciertas oportunidades, en algún lugar en


que él niega haber estado. ¿Se da cuenta de que arreglé esta entrevista de


modo que pudiéramos conversar en privado sin que nadie nos molestase,


lejos de su esposa? Ahora no estoy grabando. Está cerrado. Puede confiar en


mí. Si salió usted aquella noche con otra mujer, puede decírmelo; yo lo








comprobaría y usted no tendría ningún disgusto. Su esposa no se enteraría.


Dígame, pues: ¿dónde estaba en el momento de la muerte de Dennings?


Por un momento, algo tembló en la profundidad de los ojos de Karl;


pero éste lo reprimió en seguida.


—¡En el cine! -insistió, apretando los labios.


El detective lo examinó, silencioso e inmóvil, sin emitir más sonido que


su jadeo mientras los segundos transcurrían pesadamente, pesadamente...


—¿Me va a detener? -Karl interrumpió el silencio con voz algo


temblorosa.


El detective no respondió, sino que siguió mirándolo fijamente, sin


pestañear; y cuando Karl parecía dispuesto a seguir hablando, el detective se


alejó bruscamente de la baranda y se dirigió, con las manos en los bolsillos,


hasta el coche-patrulla. Caminó sin prisa, mirando a derecha e izquierda,


como un turista curioso.


Desde la escalinata, Karl, con sus facciones impasibles, vio que


Kinderman abría la portezuela del coche, buscaba una caja de pañuelos de


papel sobre el tablero, sacaba uno y se sonaba la nariz mientras miraba, con


aire ausente, hacia el otro lado del río, como si estuviera decidiendo dónde ir


a almorzar. Luego entró en el auto sin volverse a mirar para atrás.


Cuando el coche arrancó y dobló por la esquina de la Calle Treinta y


Cinco, Karl comprobó que no tenía apoyada la mano en el picaporte y que


temblaba.


Al oír que se cerraba la puerta, Chris estaba meditando en el bar del


despacho y sirviéndose una vodka con hielo. Ruido de pasos.


Karl que subía las escaleras...


Ella tomó el vaso y se dirigió lentamente hacia la cocina, removiendo la


vodka con el dedo índice, mientras su mirada permanecía ausente. Algo...


algo andaba horriblemente mal. Como una luz que se filtra por debajo de


una puerta, un resplandor de espanto penetró en el rincón más oscuro de su


mente.


¿Qué había detrás de la puerta? ¿Qué era?


“¡No mires!”


Entró en la cocina, se sentó a la mesa y empezó a beberse la vodka.


“Creo que lo mató un hombre con mucha fuerza”.


Bajó la mirada y la clavó en el libro de brujería.


“Algo”...


Ruido de pasos. Sharon que volvía del cuarto de Regan. Entraba. Se


sentaba a la máquina de escribir, ponía el papel.


“Algo”...


—Muy escalofriante -murmuró Sharon, mientras sus dedos descansaban


sobre el teclado y sus ojos miraban las notas de taquigrafía que tenía al lado.


No hubo respuesta. En la estancia parecía palparse la inquietud. Chris


bebía con aire ausente.


Sharon rompió el silencio con voz baja y tensa.


—Hay una enorme cantidad de fumaderos de “hippies” cerca de la calle


M y la avenida Wisconsin.








Borrachos. Ocultistas. Los policías los llaman ‘los canallas de los garitos’.


-Hizo una pausa como si esperara algún comentario, con los ojos todavía


fijos en las notas taquigráficas; luego continuó-: ¡Quién sabe si Burke...!


—¡Por “Dios”, Shar! No pienses más en eso, ¿quieres hacerme el favor?


-estalló Chris-. ¡Ya tengo bastante con pensar en Rags!


Mantenía los ojos cerrados. Sujetaba fuertemente a libro.


Sharon volvió en seguida a su máquina y empezó a escribir con una


velocidad furiosa; luego, bruscamente, saltó de la silla y salió de la cocina.


—Me voy a dar una vuelta -dijo fríamente.


—No se te ocurra acercarte a la calle M -rugió Chris de mal humor, con


la vista fija en el libro que tenía entre los brazos cruzados.


—No.


—Ni a la calle N.


Chris oyó cómo se abría y se cerraba la puerta de la calle.


Suspiró. Sintió una punzada de arrepentimiento. Pero la descarga la


había aliviado de parte de su tensión.


Aspiró profundamente y trató de concentrarse en el libro. Encontró la


hoja en que había interrumpido la lectura; sentíase llena de impaciencia;


comenzó a pasar rápidamente las páginas, y se saltó algunas, en busca de la


descripción de los síntomas de Regan. ‘...Posesión por el demonio...


síndrome... caso de una niña de ocho años... anormal... cuatro hombres


fuertes para sujetarla...’


Al volver una hoja, Chris clavó la vista en ella y se quedó helada.


Ruidos. Willie que venía de la tienda.


—¿Willie...? ¿Willie? -preguntó Chris con una voz sin matices.


—Sí, señora -respondió Willie mientras dejaba las bolsas a un lado. Sin


levantar la vista, Chris elevó el libro en el aire.


—¿Fuiste tú la que puso este libro en el escritorio, Willie?


Willie le echó una mirada rápida, asintió, volvióse y empezó a sacar los


artículos de las bolsas.


—¿Dónde lo encontraste?


—Arriba, en el dormitorio -contestó, poniendo el tocino en el


compartimiento de la carne en la nevera.


—¿Qué dormitorio, Willie?


—El de miss Regan. Lo encontré debajo de su cama al hacer la limpieza.


—¿“Cuándo” lo encontraste? -preguntó Chris, con la vista aún clavada


en las hojas del libro.


—Cuando todos se hubieron ido al hospital, señora; al pasar la


aspiradora por el dormitorio.


—¿Estás segura?


—Sí, señora, estoy segura.


Chris no se movió, ni pestañeó, ni respiró, cuando el recuerdo de la


ventana abierta de Regan, la noche del accidente de Dennings, la asaltó con


las garras extendidas como un ave de rapiña, ni cuando reconoció una


imagen inquietamente familiar, al mirar el borde de la hoja del libro que


tenía abierto ante sí.








A lo largo de todo el margen, alguien había cortado, con precisión


quirúrgica, una estrecha tira de papel.


Chris levantó la cabeza con un movimiento brusco al oír ruido en el


cuarto de Regan.


¡Eran golpes secos y rápidos, que tenían resonancia de pesadilla,


imponentes como un martillo que golpeara sobre una tumba! ¡Regan,


atormentada, daba alaridos, implorando! ¡Y Karl, Karl, enojado, le gritaba a


Regan! Chris salió, disparada, de la cocina.


“¡Dios Todopoderoso!, ¿qué esta pasando?”


Frenética, Chris se lanzó escaleras arriba, hacia el dormitorio, oyó un


golpe, el ruido de alguien que se tambaleaba, de alguien que se estrellaba


contra el suelo como una piedra, mientras su hija gritaba: ‘“¡No!” ¡Por favor,


no! ¡Oh, no, “por favor”!’, y Karl rugía: ¡No, no era Karl, sino otra persona!


Una estentórea voz de bajo enfurecida, amenazante.


Chris se precipitó por el corredor y entró violentamente en el dormitorio.


Contuvo el aliento, se quedó rígida, paralizada por el “shock”, al tiempo que


los golpes arreciaban estruendosos, vibrando a través de las paredes. Karl


yacía inconsciente en el piso, cerca de la cómoda, y Regan estaba con las


piernas en alto y abiertas completamente sobre la cama, que se agitaba y


estremecía. Regan la miraba aterrorizada, con ojos desorbitados en una cara


ensangrentada, porque se había arrancado la sonda.


—¡Oh, por favor! ¡Oh, no, “por” favor! -gemía lastimeramente.


—¡Vas a hacer lo que yo te “ordene, lo harás”!


El rugido amenazador, las palabras, provenían de “Regan”, cuya voz,


áspera y gutural, rezumaba veneno. En un instante, sus facciones se


transmutaron horriblemente en las de la personalidad diabólica y maligna


que había aparecido en el transcurso de la hipnosis. Y ahora, rostros y voces,


mientras Chris observaba atónita, se intercambiaban velozmente.


—“¡No!”


—¡Lo harás!


—“¡Por favor!”


—¡Lo “harás”, puerca, o te mataré!


—“¡Por favor!”


—Sí.


Regan tenía los ojos desmesuradamente abiertos, y parecía retroceder


frente a algo odioso, terminante, chillando ante el terror del desenlace.


Luego, de pronto, la cara diabólica se apoderó de ella una vez más, la


inundó. La habitación se llenó de un hedor insoportable, y un frío helado se


filtró por las paredes. Los golpes cesaron, y el penetrante grito de terror de


Regan se convirtió en una risa gutural y canina, de victoriosa furia. Rugía con


una voz profunda, ensordecedora.


Bruscamente, con un grito áspero, Chris corrió hasta la cama; Regan


estalló en cólera contra ella. Con las facciones infernalmente contraídas,


alargó una mano, cogió a Chris por los pelos y, de un tirón, le hizo bajar la


cabeza.


—¡Aahhh, la madre de la puerca! -rugió Regan con voz gutural-. ¡Aahhh!


-Luego, la mano que sostenía la cabeza de Chris la levantó de un tirón,








mientras con la otra le asestó un golpe en el pecho que la proyectó,


tambaleándose, a través de la habitación; finalmente, Chris fue a estrellarse


contra una pared con violencia increíble, acompañada por las estridentes y


diabólicas carcajadas de Regan.


Chris cayó al suelo aturdida de espanto, en medio de un torbellino de


imágenes y ruidos; todo a su alrededor comenzó a girar enloquecido,


borroso, desenfocado, al tiempo que oía un intenso zumbido, que se tradujo


en un concierto de ruidos caóticos, distorsionados. Trató de incorporarse.


Demasiado débil, se tambaleó. Luego miró hacia la cama, que aún veía


borrosa, y a Regan, que estaba de espaldas a ella.


Las palabras cesaron cuando Chris empezó a arrastrarse dolorosamente


hasta la cama, con la vista aún nublada y las piernas doloridas; pasó junto a


Karl, que tenía la cara manchada de sangre.


Luego retrocedió, temblando en todo su cuerpo, acometida por un


increíble terror, pues le había parecido ver confusamente, como a través de


una neblina, que la cabeza de su hija giraba lentamente en redondo sin que


se moviera el torso, en una rotación monstruosa, inexorable, hasta que, al


fin, pareció quedar mirando hacia atrás.


Chris parpadeó ante aquella cara que le sonreía como loca, ante


aquellos labios partidos, ante aquellos ojos de zorro.


Lanzó un grito y cayó desmayada.








TERCERA PARTE


El Abismo


Ellos le dijeron: ‘Pues tú, ¿qué señales haces para que veamos y


creamos?’


Juan, VI, 30 ...Cierta vez, un comandante de brigada destacado en


Vietnam estableció un concurso destinado a que su unidad completara los


10.000 enemigos muertos; el premio era una semana de permiso, con todas


las comodidades, en la propia residencia del coronel...


Newsweek, 1969


Pero yo os digo que vosotros me habéis visto y no me creéis.


Juan, VI, 36








CAPÍTULO PRIMERO


Estaba parada frente al paso de peatones del puente Key, con los brazos


sobre el pretil, moviéndose nerviosa, esperando, mientras el denso tránsito


discurría intermitente, a sus espaldas, en medio de un concierto de claxons y


de una indiferente fricción de parachoques. Se había puesto en contacto con


Mary Jo; le había mentido.


—“Regan está bien. A propósito, estaba planeando dar otra cena. ¿Cómo


se llama aquel jesuita psiquíatra? He creído que podría invitarlo”...


Risas que venían de abajo: era una pareja joven, con “bluejeans”, en


una canoa alquilada. Con un rápido gesto nervioso, tiró la ceniza de su


cigarrillo y miró en dirección a la ciudad. Alguien se acercaba a ella


presuroso, vestido con pantalones color caqui y jersey azul; no era un cura,


no era él. Volvió a bajar la vista hacia el río, hasta su impotencia,


arremolinada en la estela de la canoa pintada con brillantes colores. Pudo


distinguir el nombre que llevaba pintado: “Capricho”.


Pasos. El hombre del jersey que se aproximaba, que se detenía al llegar


a su lado. Por el rabillo del ojo lo vio apoyar un brazo sobre el pretil, y


rápidamente desvió la mirada.


—¡Váyase de aquí, estúpido -farfulló con voz ronca, mientras arrojaba al


río el cigarrillo-, o llamaré a la Policía!


—¿Miss MacNeil? Soy el padre Karras.


Sonrojada, se incorporó y se volvió hacia él, sobresaltada. El ceño


contraído, la mirada severa.


—¡Dios mío! Yo soy... “¡Dios mío!”


Se bajó las gafas de sol, confundida, e inmediatamente se las volvió a


subir, cuando aquellos ojos, oscuros y tristes, sondearon los suyos.


—Tendría que haberle advertido que vendría vestido de una manera


informal. Lo siento.


Su voz, suave, pareció quitarle un peso; tenía entrelazadas sus fuertes


manos. Eran grandes y, sin embargo, sensibles, venosas, como las que


pintaba Miguel Ángel.


Chris notó que su mirada se sentía instantáneamente atraída por ellas.


—He creído que sería mucho menos llamativo -prosiguió él-. Parecía


usted tan preocupada por mantener esto en secreto...


—Creo que tendría que haberme preocupado de no ser tan estúpida


-respondió ella, hurgando nerviosamente en su bolso-. Creí que era usted...


—¿Humano? -la interrumpió con una sonrisa.


—Me di cuenta de “eso” cuando lo vi un día en el “campus” -dijo ella,


que ahora se buscaba algo en los bolsillos de su traje-. Por eso lo llamé. Me


pareció usted humano. -Levantó la mirada y vio que él le observaba las


manos-. ¿Tiene un cigarrillo, padre?


Se palpó en el bolsillo de la camisa.


—¿Se anima a fumar uno sin filtro?


—En este momento me fumaría hasta una soga.








Sacó un ‘Camel’ del paquete.


—Mis medios económicos me obligan a hacerlo a menudo.


—Voto de pobreza -murmuró ella, con una tensa sonrisa, al coger el


cigarrillo.


—El voto de pobreza tiene sus ventajas -comentó él, mientras se


buscaba los fósforos en el bolsillo.


—¿Como qué, por ejemplo?


—Hace que la sopa tenga mejor sabor. -Nuevamente esbozó una sonrisa


a medias, mientras miraba la mano de Chris que sostenía el cigarrillo.


Temblaba. Vio que el cigarrillo se estremecía con movimientos rápidos e


irregulares, y, sin vacilar, se lo quitó de los dedos, se lo puso en la boca; lo


encendió, protegiendo, con las manos ahuecadas, la llama del fósforo, echó


una bocanada de humo y devolvió el cigarrillo a Chris, con la vista fija en los


autos que pasaban bajo el puente.


—Así es mucho más fácil; los coches levantan mucho viento -le dijo.


—Gracias, padre.


Chris lo miró con gratitud, casi con esperanza. Sabía lo que él había


hecho. Lo observó mientras encendía otro cigarrillo para él. Ambos apoyaron


luego un brazo en el pretil.


—¿De dónde es usted, padre?


—De Nueva York.


—Yo también. Sin embargo, nunca volvería allí. ¿Y usted?


Karras luchó contra una angustia que le atenazaba la garganta.


—No, no volvería. -Esbozó una sonrisa forzada-. Pero yo no tengo que


tomar esas decisiones.


—Claro; soy una estúpida. Es sacerdote y tiene que ir adonde lo


manden, ¿verdad?


—Exacto.


—¿Y cómo es que un psiquíatra se metió a cura? -preguntó.


Él estaba ansioso por saber cuál era el problema urgente de que ella le


había hablado por teléfono.


‘Se ve que tantea el camino -pensó-; pero ¿hacia dónde?’ No debía


presionarla. Ya vendría... ya vendría.


—Es al revés -la corrigió amablemente-. La Compañía...


—¿Quién?


—La Compañía de Jesús, o sea, los jesuitas.


—¡Ah, ya!


—La Compañía me hizo estudiar Medicina y Psiquiatría.


—¿Dónde?


—En Harvard, en el ‘Johns Hopkins’, en el Bellevue.


De repente se dio cuenta de que quería impresionarla. ¿Por que?, se


preguntó, y en seguida dio con la respuesta en los barrios pobres de su


niñez, en los gallineros de teatros del East Side. El pequeño Dimmy con una


estrella de cine.


—No está mal -dijo valorándolo con la vista y asintiendo con la cabeza.


—Nosotros no hacemos votos de pobreza “mental”.








Ella percibió irritación en su voz. Se encogió de hombros y se volvió


hasta quedar de cara al río.


—Verá, es que como yo no lo conozco y... -Aspiró profundamente el


humo del cigarrillo, lo exhaló y aplastó la colilla contra el pretil-. Es usted


amigo del padre Dyer, ¿verdad?


—Sí.


—¿Íntimo?


—Sí, íntimo.


—¿No le dijo nada de la fiesta?


—¿De la que celebró usted en su casa?


—Sí.


—Pues bien, me dijo que parecía usted humana.


Ella no captó su significado, o prefirió ignorarlo.


—¿No le habló de mi hija?


—No. No sabía que tuviera usted una hija.


—Pues sí; ya con doce años. ¿No se lo dijo, de verdad?


—No.


—¿Ni le dijo lo que ella hizo?


—Le repito que no me habló para nada de ella.


—Ya veo que los curas saben sujetar su lengua...


—Depende -respondió Karras.


—¿De qué?


—Del cura.


En una zona marginal de su conciencia flotaba una advertencia de


peligro contra las mujeres que se sentían atraídas, de forma neurótica, por


sacerdotes, a los que deseaban inconscientemente, y, pretextando algún otro


problema, se acercaban a ellos para obtener lo inalcanzable.


—Mire, me refiero a cosas como la confesión. Ustedes no pueden contar


nada de lo que se diga en confesión, ¿verdad?


—Exacto. No podemos decir nada.


—¿Y fuera de la confesión? -le preguntó-. ¿Qué pasaría si...? -Le


temblaban las manos-. Soy curiosa. Yo... No, en serio, me gustaría saber


qué pasaría si una persona fuera, digamos, un criminal, un asesino o algo


así, y acudiera a usted a pedirle ayuda. ¿Lo delataría usted?


—Si viniera a mí en busca de ayuda espiritual, no lo delataría -respondió


. —¿No lo delataría?


—No. No lo haría. Pero trataría de persuadirlo de que se entregara por sí


mismo.


—¿Y qué me dice del exorcismo?


—¿Cómo?


—Si una persona está poseída por alguna clase de demonio, ¿cómo


exorciza usted?


—En primer lugar, tendría que ponerlo en la máquina del tiempo y


transportarlo al siglo Xvi.


Chris se quedó desconcertada.


—¿Qué me quiere decir con eso? No lo he entendido.


—Pues es fácil. Quiero decirle que ya no suelen darse casos de ésos.








—¿Desde cuándo?


—Desde que se sabe que existen las enfermedades mentales; paranoia,


doble personalidad..., todas esas cosas que me enseñaron en Harvard.


—Me está tomando el pelo.


Su voz tembló impotente, confundida, y Karras se arrepintió de su


ligereza. ‘¿Por qué lo he hecho?’, se preguntó. No había podido contener su


lengua.


—Mire, miss MacNeil -le dijo, en un tono más amable-, desde que entré


en la Compañía de Jesús, no he conocido ni a un solo sacerdote que realizara


un exorcismo en toda su vida. Ninguno.


De nuevo contestó resuelto y sin pensar:


—Si Cristo hubiese dicho que tales personas eran esquizofrénicas,


probablemente lo habrían crucificado tres años antes.


—¡No me diga! -Chris se puso una mano temblorosa ante las gafas


oscuras, mientras se enronquecía su voz a causa del esfuerzo hecho para


dominarse-. Pues bien, debo comunicarle, padre Karras, que, pese a ello,


creo que alguien de mi familia, un ser muy querido, quizás esté poseído por


el demonio. Necesita un exorcismo. ¿Lo hará usted?


De pronto, todo le pareció irreal a Karras: el puente Key, ‘Hot Shoppe’,


al otro lado del río; el tránsito; Chris MacNeil, la estrella de cine. Mientras la


miraba, tratando de encontrar en su mente una respuesta, Chris se quitó las


gafas, y Karras sintió un instantáneo y punzante sobresalto al ver una


desesperada súplica en aquellos ojos fatigados. Se dio cuenta de que la


mujer hablaba en serio.


—Padre Karras, se trata de mi hija -le dijo con angustia-, ¡mi hija!


—Entonces, con más razón hay que olvidarse del exorcismo y... -dijo


finalmente el sacerdote en tono amable.


—“¿Por qué?” ¡Dios mío, no entiendo! -estalló con voz quebrada y


enloquecida.


Él la cogió por las muñecas, en un intento de consolarla.


—En primer lugar -le dijo con tono reconfortante-, eso podría empeorar


las cosas.


—Pero, “¿por qué?”


—El ritual del exorcismo es peligrosamente sugestivo. Podría inculcar la


idea de tal posesión en alguien que no la tuviera, o, si la tuviera, podría


contribuir a robustecerla. En segundo lugar, miss MacNeil, la Iglesia, antes


de aprobar un exorcismo, realiza una investigación para ver si puede


garantizarlo. Y eso requiere tiempo. Mientras tanto, su...


—¿No podría hacer el exorcismo usted por su cuenta? -suplicó ella.


Le temblaba el labio inferior. Los ojos se le llenaban de lágrimas.


—Mire, cualquier sacerdote tiene el poder de exorcizar, pero debe contar


con el consentimiento de la Iglesia, y francamente, muy rara vez lo concede,


por lo cual...


—¿Ni siquiera puede ir a ver a mi hija?


—Bueno, como psiquíatra, sí, claro, pero...


—¡Ella necesita un “sacerdote”! -estalló Chris con las facciones


contraídas por la ira y el temor-. Ya la he llevado a todos los psiquíatras del








mundo, y ellos me han enviado a “usted”; ¡y ahora usted me remite a


“ellos”!


—Pero su...


—¡Dios mío!, ¿no habrá nadie que “me ayude”? -Su alarido desgarrador


se extendió sobre el río, de cuyas orillas levantaron el vuelo pájaros


espantados-. ¡Oh, Dios mío, que alguien me ayude! -exclamó de nuevo


Chris, y se arrojó, sollozando convulsivamente, sobre el pecho de Karras-.


¡Por favor! ¡Ayúdeme! ¡Por favor, por favor, ayúdeme...!


El jesuita la miró paternalmente y le acarició la cabeza, mientras los


pasajeros de los coches atascados los observaban con momentáneo


desinterés.


—Está bien -susurró Karras dándole golpecitos en el hombro.


Quería calmarla, frenar su histeria. ‘¿...”mí hija”?’ Era “ella” la que


necesitaba ayuda psiquiátrica-. Está bien, iré a verla -le dijo-. Se lo prometo.


En silencio la acompañó a su casa, dominado por una sensación de


irrealidad, pensando en la conferencia que daría al día siguiente en la


Facultad de Medicina de Georgetown. Aún tenía que preparar las notas.


Subieron por la escalinata exterior. Karras echó una mirada en dirección


a la residencia de los jesuitas y pensó que se perdería la cena. Eran las seis


menos diez.


Miró a Chris cuando introdujo la llave en la cerradura. Ella, titubeante,


se volvió hacia el sacerdote.


—Padre... ¿necesitará ornamentos sacerdotales?


¡Cuán infantiles e ingenuas resultaban aquellas palabras!


—Sería demasiado peligroso -le respondió.


Ella asintió y abrió la puerta. Entonces fue cuando Karras sintió una


señal de peligro, que le dio escalofríos. Era como si por su sangre corriera


hielo.


—¿Padre Karras?


Él levantó la vista. Chris había entrado y mantenía abierta la puerta.


Durante un momento permaneció indeciso, sin moverse; luego,


bruscamente, se adelantó y entró en la casa con la extraña sensación de que


algo terminaba.


Karras oyó un gran alboroto en la planta alta. Una voz, profunda y


atronadora, vomitaba obscenidades, amenazaba con furia, con odio, con


frustración.


Karras dirigió a Chris una rápida mirada. Ella, que lo observaba muda,


se detuvo, y luego siguió andando. Él caminó tras ella, subió las escaleras y,


después de salvar el pasillo, llegaron al dormitorio de Regan; Karl estaba de


espaldas, apoyado junto a la puerta del cuarto, con la cabeza caída sobre sus


brazos cruzados. Cuando el criado alzó lentamente la vista hacia Chris,


Karras notó en sus ojos desconcierto y terror. La voz que se oía en el


dormitorio, ahora que se hallaban en él, era tan potente que casi parecía


amplificada por medios electrónicos.


—No se deja poner las correas -dijo Karl a Chris, con voz quebrada.








—Vuelvo en seguida, padre -dijo Chris al sacerdote.


Karras la vio alejarse por el corredor, hasta su dormitorio; luego se


volvió hacia Karl. El suizo lo miraba de hito en hito.


—¿Es usted sacerdote? -preguntó Karl.


Tras asentir, Karras miró en dirección a la puerta del dormitorio de


Regan. A la voz furibunda había seguido ahora un largo y estridente berrido


de animal, semejante al de un novillo. Sintió que le tocaban la mano. Bajó la


vista.


—Es ella -le dijo Chris-, Regan. -Le alargó una foto, que él cogió. Una


niña. Muy bonita. De dulce sonrisa.


—Se la tomaron hace cuatro meses -dijo Chris como atontada.


Tomó la foto que le devolvió el sacerdote y, con la cabeza, le hizo un


gesto señalando hacia la puerta del cuarto-. Entre y examínela. -Se apoyó


contra la pared, junto a Karl-. Yo espero aquí.


—¿Quién está con ella? -preguntó Karras.


—Nadie.


Él sostuvo su mirada y luego se volvió, con el ceño fruncido, en


dirección al dormitorio. Al tocar el tirador, los ruidos de dentro cesaron


bruscamente. En el silencio, Karras vaciló; luego entró en la habitación con


lentitud, como si retrocediera ante el punzante hedor a excremento mohoso,


cuya vaharada le azotó la cara.


Dominando su repulsión, cerró la puerta. Sus ojos quedaron prendidos,


atónitos, en aquella cosa que era Regan, en la criatura que yacía de espaldas


en la cama, con la cabeza sobre la almohada, mientras sus ojos,


desmesuradamente abiertos en las hundidas cuencas, brillaban con loca y


astuta inteligencia, interesados y malignos al fijarse en los suyos, al


observarlo atentamente desde aquel rostro esquelético, aquella horrible y


maligna máscara. Karras dirigió la vista hacia el pelo enmarañado, hacia los


brazos consumidos, hacia el estómago dilatado, que sobresalía


grotescamente; luego, de nuevo, hacia aquellos ojos que lo miraban... que lo


atravesaban... que lo seguían cuando él se acercó a una silla junto a la


ventana.


—¡Hola, Regan! -dijo el sacerdote en tono amistoso y cálido. Tomó la


silla y la llevó al lado de la cama-. Soy un amigo de tu madre. Me ha dicho


que no te encontrabas muy bien. -Se sentó-. ¿Crees que me podrías decir lo


que te pasa? Me gustaría ayudarte.


Los ojos de la niña brillaron ferozmente, sin parpadear, y una


amarillenta saliva le corrió por la comisura de la boca y se le deslizó hasta el


mentón. Los labios se le pusieron rígidos y esbozaron una mueca en su boca


arqueada.


—¡Bien, bien, bien! -exclamó Regan sardónicamente. Karras sintió un


escalofrío, porque la voz era increíblemente profunda y densa de amenaza y


poder-. De modo que eres tú..., ¿eh? ¡Te han mandado a “ti”! Bueno, no


tenemos que temer nada de ti en absoluto.


—En efecto. Soy tu amigo. Me gustaría poder ayudarte -dijo Karras.








—Empieza, pues, por aflojar estas correas -gruñó Regan. Había


levantado las muñecas, y Karras pudo ver que estaban sujetas con una


correa doble.


—¿Te molestan? -le preguntó.


—Mucho. Son una molestia “infernal”. -Sus ojos brillaron, astutos.


Karras vio los rasguños de su cara, las grietas de sus labios, que, al


parecer, se había mordido.


—Temo que te puedas hacer daño, Regan.


—Yo no soy Regan -rugió, manteniendo la horripilante sonrisita, que


ahora le pareció a Karras una expresión permanente.


—¡Ah, claro! Bien, entonces creo que deberíamos presentarnos. Yo soy


Damien Karras -dijo el sacerdote-. ¿Quién eres tú?


—El demonio.


—Bien, muy bien -asintió Karras-. Podemos, pues, hablar.


—¿Sostener una pequeña charla?


—Si quieres.


—Muy buena para el alma. Pero te darás cuenta de que no puedo hablar


libremente si estoy atado con estas correas. Me he acostumbrado a hacer


ademanes. -Regan seguía diciendo tonterías-. Como sabes, he pasado


mucho tiempo en Roma, querido Karras. ¡Ahora afloja un poco estas correas!


¡Qué precocidad de lenguaje y pensamiento!’, pensó Karras. Se inclinó


hacia delante en su silla, con interés profesional.


—¿Dices que eres el demonio? -preguntó.


—Te lo aseguro.


—Entonces, ¿por qué no haces que las correas desaparezcan?


—Eso sería un despliegue de poder demasiado vulgar, Karras.


Demasiado burdo. Después de todo, soy un príncipe. -Emitió una risa


ahogada-. Prefiero siempre la persuasión, Karras, la unión, el trabajo en


comunidad. Más aún, si yo mismo me quitara las correas, amigo mío, te


haría perder la ocasión de hacer un acto de caridad.


—Pero un acto de caridad -dijo Karras- es una virtud y eso es


precisamente lo que el demonio querrá evitar, de modo que, de hecho, te


“ayudaría” si “no” te aflojara las correas. A menos que -se encogió de


hombros- no fueras de verdad el demonio. En ese caso, tal vez desataría las


correas.


—Eres astuto como un zorro, Karras. ¡Si pudiera estar aquí Herodes


para disfrutar de esto!


—¿Qué Herodes? -preguntó Karras con los ojos entornados. ¿Hacía un


juego de palabras aludiendo a Cristo, que había llamado “Zorro” a Herodes?-


. Hubo dos Herodes. ¿Te refieres al rey de Judea?


—¡Al tetrarca de Galilea! -espetó con furia y punzante desdén; luego,


bruscamente, volvió a sonreír y a hablar con voz siniestra-. ¿Ves cómo me


han alterado estas condenadas correas? Quítamelas y te adivinaré el futuro.


—Muy tentador.


—Es mi fuerte.


—Pero, ¿quién me asegura que “puedes” adivinar el futuro?


—Soy el demonio.








—Sí, ya lo has dicho, pero no me lo has probado.


—No tienes fe.


Karras se irguió.


—¿En qué?


—¡En “mí”, querido Karras, en “mí”! -En los ojos de Regan bailaba algo


maligno y burlón-. ¡Todas estas pruebas, todos estos signos en los cielos!


—Bueno, me conformo con algo muy simple -ofreció Karras-. Por


ejemplo, el demonio lo sabe todo, ¿no es cierto?


—No; “casi” todo, Karras, casi todo. ¿Ves? Dicen que soy orgulloso. Pues


no es cierto. ¿Qué te traes entre manos, zorro? -Los ojos, amarillentos e


inyectados en sangre, brillaban taimados.


—Me ha parecido que podríamos verificar el caudal de tus


conocimientos.


—¡Ah, sí! ¡El lago más grande de Sudamérica -lo atacó Regan por


sorpresa, con los ojos saltándole de júbilo- es el Titicaca, en Perú!


¿Suficiente?


—No, tendré que preguntar algo que sólo el demonio pueda saber. Por


ejemplo: ¿dónde está Regan? ¿Lo sabes?


—Aquí.


—¿Dónde es ‘aquí’?


—Dentro de la puerca.


—Déjame verla.


—¿Para qué?


—Pues para probar que me dices la verdad.


—¿Quieres convencerte? ¡Afloja las correas y te lo demostraré!


—Déjame verla.


—Puedo asegurarte que no te distraerás hablando con ella; es muy mala


conversadora, amigo. Te recomiendo encarecidamente que te quedes


conmigo.


—Bueno, es obvio que no sabes dónde está -dijo Karras encogiéndose


de hombros-, de modo que, aparentemente, no eres el demonio.


—¡Sí lo “soy”! -rugió Regan dando un repentino salto hacia delante, con


la cara contraída por la rabia. Karras tembló cuando la potente y terrible voz


hizo crujir las paredes de la habitación-. ¡Sí, lo “soy”!


—Bueno, entonces déjame ver a Regan -insistió Karras-. Eso sería la


prueba.


—¡Te lo demostraré! ¡Voy a leer tu mente! -masculló furiosa-. ¡Piensa


en un número, del uno al diez!


—No, eso no me probaría absolutamente nada. Tengo que ver a Regan.


Bruscamente, la muchacha emitió una risita sofocada, mientras se


retrepaba en la cabecera de la cama.


—No, nada serviría de prueba, Karras. ¡Qué genial! ¡Extraordinario!


Mientras tanto, procuremos mantenerte convenientemente engañado.


Después de todo, no quisiéramos perderte.


—¿Quiénes sois ‘nosotros’? -tanteó Karras.


—Somos un pequeño grupo aquí, dentro de la cerda -dijo, asintiendo-.


Una pequeña e impresionante multitud. Más adelante, puedo encargarme de








hacer unas discretas presentaciones. Pero ahora siento un picor terrible, y no


puedo rascarme. ¿Podrías aflojarme una correa sólo un momento, Karras?


—No; dime dónde te pica y yo te rascaré.


—¡Muy astuto, muy astuto!


—Muéstrame a Regan y quizás entonces te aflojaré una correa -ofreció


Karras-. Si...


Bruscamente se echó hacia atrás, espantado al contemplar aquellos ojos


llenos de terror, al ver aquella boca que se abría desmesuradamente, en una


silenciosa petición de ayuda. Pero, de inmediato, la entidad de Regan se


esfumó en una rápida y borrosa remodelación de facciones.


—¿No vas a quitarme estas correas? -preguntó una voz zalamera, con


evidente acento británico. De pronto retornó la personalidad diabólica.


—¿Podría ayudar a un viejo sacristán, padre? -graznó, y luego, riéndose,


echó la cabeza hacia atrás.


Karras permanecía sentado y aturdido; sentía de nuevo las manos


glaciales en su nuca, ahora más concretas, más firmes. La cosaRegan


interrumpió su risa y lo miró con ojos provocativos.


—A propósito, tu madre está aquí con nosotros, Karras. ¿Quieres dejarle


un mensaje? Me ocuparé de que lo reciba. -Karras tuvo que saltar de la silla


para esquivar un chorro de vómito. Le salpicó una parte del jersey y una de


las manos.


Súbitamente pálido, Karras miró hacia la cama. Regan se reía jubilosa.


Por la mano del sacerdote se deslizaba, sobre la alfombra, el producto del


vómito.


—Si eso es verdad -dijo Karras, turbado-, tienes que saber el nombre de


pila de mi madre. ¿Cuál es?


La cosa-Regan emitió un sonido sibilante, mientras sus ojos


desorbitados lanzaban destellos y su cabeza se agitaba con movimientos


ondulantes, como los de una cobra.


—¿Cuál es?


Regan lanzó un furioso mugido, como un becerro, que hizo vibrar los


cristales de la ventana, y puso los ojos en blanco. Karras la contempló por un


momento; el mugido continuaba. Luego se miró la mano y salió de la


habitación. Chris se apartó rápidamente de la pared en que estaba apoyada


y contempló, acongojada, el jersey del jesuita.


—¿Qué ha ocurrido? ¿Ha vomitado Regan?


—¿Tiene una toalla? -le preguntó Karras.


—¡El baño está aquí mismo! -contestó en seguida, señalando hacia una


puerta del vestíbulo-. ¡Karl, cuídala un momento! -le ordenó Chris mientras


seguía al sacerdote hasta el baño.


—¡Lo siento mucho! -exclamó, agitada, mientras sacaba una toalla de


un tirón. El jesuita se acercó al lavabo.


—¿Le han dado algún tranquilizante? -preguntó.


Chris abrió los grifos.


—Sí, ‘Librium’. Quítese el jersey, lo lavaremos.


—¿Qué dosis? -preguntó él, mientras se lo quitaba con la mano


izquierda limpia.








—Espere, que le ayudaré. -Le tiró del jersey por la parte de abajo-. Hoy


le hemos dado cuatrocientos miligramos, padre.


—“¿Cuatrocientos?”


Chris había conseguido levantarle el jersey hasta la altura del pecho.


—Sí, sólo esa dosis nos permitió atarla con las correas. Y aun así,


hubimos de aunar nuestras fuerzas para...


—¿Le ha administrado usted a su hija cuatrocientos milígramos “de una


sola vez”?


—Vamos, padre, levante los brazos. -Él los levantó, y ella tiró


suavemente del jersey-. Es increíble la fuerza que tiene.


Descorrió la cortina y metió el jersey en la bañera.


—Willie se lo lavará, padre. Lo siento.


—No se moleste, no importa. -Se desabrochó la manga derecha de su


almidonada camisa blanca y se la arremangó hasta dejar al descubierto un


brazo velludo, fuerte y muscoloso.


—Lo siento -repitió Chris mientras se sentaba en el borde de la bañera.


—¿Le dan algo de alimento? -preguntó Karras poniendo su mano


derecha bajo el grifo del agua caliente.


Ella apretaba y soltaba la toalla. Era rosada y llevaba el nombre “Regan”


bordado en azul.


—No, padre. Sólo suero ‘Sustagen’ cuando duerme. Pero se arrancó la


sonda.


—¿Que se la arrancó?


—Sí, hoy.


Inquieto, Karras se enjabonó y enjuagó las manos, y, tras una pausa,


dijo gravemente:


—Tendría que estar en un sanatorio.


—No puedo hacer eso -respondió Chris con una voz sin matices.


—¿Por qué no?


—¡No puedo! -repitió con estremecedora ansiedad-. No puedo permitir


que intervenga nadie más. Ella ha... -Bajó la cabeza, suspirando


profundamente-. Ha hecho algo, padre. No puedo arriesgarme a que alguien


más se entere. Un médico..., una enfermera... -Levantó la mirada-. Nadie.


Karras, ceñudo, cerró los grifos. ‘¿...”Qué pasaría si una persona fuera,


digamos, un criminal”...?’ Cabizbajo, miró hacia el lavabo.


—¿Quién le administra el suero? ¿El ‘Librium’? ¿Los demás


medicamentos?


—Nosotros. El médico nos enseñó a hacerlo.


—Pero necesitan recetas.


—Usted puede extendernos algunas, ¿verdad, padre?


Karras se volvió hacia ella, con las manos sobre el lavabo, como un


cirujano después de higienizarse. Durante un momento se encontró con su


mirada fantasmal y percibió en ella como un terrible secreto escondido, un


gran temor. Hizo un gesto indicando la toalla que sostenía ella. Chris parecía


ausente.


—Toalla, por favor -dijo en tono suave.








—¡Perdón! -Se la entregó arrugada, desmayadamente, llena aún de


tensa expectación, mirándolo. El jesuita se secó las manos-. Bueno, padre,


¿qué le ha parecido? -preguntó finalmente Chris-. ¿Cree que es una posesa?


—¿Lo cree usted?


—No sé. Yo creía que el experto era usted.


—¿Qué es lo que sabe usted acerca de la posesión?


—Sólo lo poco que he leído. Algunas cosas que me han dicho los


médicos.


—¿Qué médicos?


—Los de la ‘Clínica Barringer’.


Dobló la toalla y la dejó en el toallero.


—¿Es católica?


—No.


—¿Y su hija?


—Tampoco.


—¿Qué religión profesan?


—Ninguna, pero yo...


—¿Por qué ha acudido a mí, entonces? ¿Quién la aconsejó?


—¡Lo he hecho porque estoy desesperada! -exclamó-. ¡Nadie me ha


aconsejado!


Karras, de espaldas a ella, jugueteaba con los flecos de la toalla.


—Usted dijo que los psiquíatras anteriores le habían aconsejado que se


dirigiera a mí.


—¡Oh, no sé lo que digo! ¡Me estoy volviendo loca!


—Mire, debo comunicarle que no me interesa en absoluto el motivo que


pueda usted tener -respondió con una intensidad cuidadosamente moderada-


. Lo único que me importa es hacer cuanto pueda por su hija.


Pero puedo anticiparle que si lo que busca es una cura por medio del


“shock” autosugestivo, pierde el tiempo, miss MacNeil. -Karras se cogió al


toallero para disimular el temblor de sus manos.


—Dicho sea de paso, soy “mistress” MacNeil -le dijo Chris secamente.


Él, bajando la cabeza, suavizó su tono.


—Mire, ya sea el demonio o sólo un trastorno mental, haré todo lo


posible por ayudarla. Pero debo saber la verdad. Es importante para Regan.


En este momento ando a tientas en un estado de ignorancia, lo cual no es


nada extraño ni anormal en mí, sino mi condición habitual. ¿Por qué no


salimos de este baño y vamos a algún lugar donde podamos conversar? -Se


había vuelto hacia ella con una tenue y cálida sonrisa reconfortante. Extendió


una mano para ayudarla a levantarse-. Me tomaría un taza de café.


—Y yo, algo fuerte.


Mientras Karl y Sharon cuidaban a Regan, se sentaron en el despacho.


Chris, en el sofá, y Karras, en una silla junto a la chimenea. Ella le explicó la


historia de la enfermedad de su hija, pero se cuidó muy bien de no


mencionar ningún fenómeno relacionado con Dennings.








El sacerdote escuchaba y decía muy poco: alguna pregunta de vez en


cuando, un gesto de asentimiento, un fruncir de cejas.


Chris reconoció que al principio creía que el exorcismo era una cura por


“shock”.


—Ahora no lo sé -dijo, sacudiendo la cabeza, al tiempo que mantenía


sus pecosos dedos nerviosamente entrelazados sobre la falda-.


Honestamente no lo sé. -Levantó la vista hacia el pensativo sacerdote-. ¿Qué


piensa “usted”, padre?


—Comportamiento compulsivo, producto de un sentimiento de culpa,


unido, quizás, a una doble personalidad.


—¡Padre, ya me han repetido eso muchas veces! ¿Cómo puede decirlo


también usted, después de lo que ha visto hace un momento? -Si usted


hubiera visto tantos pacientes como yo en salas de psiquiatría, lo podría


decir muy fácilmente -le aseguró-. ¿Posesión por el demonio? Pero su hija no


dice que ella sea un demonio, sino que insiste en que es el “diablo en


persona”, y ¡eso es lo mismo que afirmar que usted es Napoleón Bonaparte!


¿Se da cuenta?


—Entonces explíqueme lo de los golpes y todas esas cosas.


—No los he oído.


—Pues los oyeron también en la ‘Clínica Barringer’, padre, así que no fue


sólo aquí en casa.


—Bueno, tal vez no necesitemos de un diablo para explicarlos.


—Pues bien, dígame de qué se trata -le exigió.


—Psicokinesis.


—¿Qué es eso?


—Habrá oído usted hablar de los fenómenos en que las cosas cambian


de lugar, ¿verdad?


—¿Fantasmas que arrojan platos y otros objetos?


Karras asintió.


—No es nada raro, y por lo general, se presenta en adolescentes con


alguna alteración emocional. Según parece, una extrema tensión mental,


puede originar, a veces, una energía desconocida, que hace mover objetos a


una cierta distancia. No hay nada sobrenatural en esto. Como la fuerza


anormal de Regan. Le repito que es corriente en Patología. Digamos, si lo


prefiere, que la mente gobierna la materia.


—Digamos que es una locura.


—Bien, de cualquier modo, eso sucede fuera de la posesión.


—¡Vaya! -exclamó cansinamente-. He aquí a una atea y un sacerdote...


—La mejor explicación para cualquier fenómeno -dijo Karras, pasando


por alto la observación- es siempre la más sencilla que se presente y que


incluya todos los hechos.


—Puede ser que yo sea tonta -replicó ella-, pero no me aclara nada en


absoluto al decirme que un duende encantado que está en la cabeza de una


persona tira platos al techo. ¿Qué es “entonces”? ¿Me puede decir, por todos


los santos del cielo, qué “es”?


—No; nosotros...








—¿Qué diablos es eso de la personalidad desdoblada, padre? Usted lo


dice, yo lo “oigo”; pero, ¿qué “es”? ¿Soy acaso tan estúpida? ¿Me lo puede


explicar de un modo que me entre de una vez en la cabeza?


En sus enrojecidos ojos había una súplica de desesperada perplejidad.


—Mire, no hay nadie en el mundo que pretenda entenderlo -le dijo


amablemente el sacerdote-. Lo único que sabemos es que sucede; más allá


del fenómeno, todo es pura especulación. Pero, si lo desea, piense que el


cerebro humano contiene diecisiete mil millones de células.


Chris se inclinó atenta hacia delante, con el ceño fruncido.


—Estas células cerebrales -continuó Karras- gobiernan,


aproximadamente, cien millones de mensajes por segundo; ése es el número


de sensaciones que bombardean su cuerpo. Y no sólo compaginan todos


estos mensajes, sino que lo hacen con eficiencia, sin vacilaciones y sin


interponerse una en el camino de la otra. Ahora bien, ¿cómo podrían hacer


eso sin forma alguna de comunicación? Bueno, parece ser que no pueden, de


modo que cada una de esas células tendría conciencia propia. Imagínese por


un momento que el cuerpo humano es un impresionante transatlántico, y


que las células son la tripulación. Una de esas células está colocada en el


puente. Es el capitán. Pero él nunca sabe “con precisión” qué hace el resto


de la tripulación en las partes inferiores del barco. Lo único que sabe es que


éste sigue navegando suavemente, que la tarea se cumple. El capitán es


usted, en su conciencia “alerta”. Y lo que tal vez ocurra en el desdoblamiento


de la personalidad sea que, quizás, una de esas células de la tripulación de


las partes inferiores del barco suba al puente y se haga cargo del mando. En


otras palabras, un motín. ¿Le ayuda esto a entender?


Ella miraba incrédula, sin pestañear.


—¡Padre, eso es tan remoto para mí, que casi me resulta más fácil creer


en el “diablo”!


—Bueno...


—Mire, yo no sé nada de esas tonterías -lo interrumpió, con voz baja e


intensa-. Pero le voy a decir algo, padre. Si usted me mostrara a la hermana


gemela de Regan, que tuviese la misma cara, la misma voz, que fuese igual


hasta en la manera de poner los puntos sobre las íes, no me equivocaría; en


un segundo sabría que no es ella. ¡Lo sabría! Lo sabría en mis entrañas; por


eso le digo que sé que “¡eso que hay en la ‘planta alta’ no es mi hija!” ¡Lo sé!


“¡Lo sé!” -Se reclinó, exhausta-. Ahora dígame qué he de hacer -lo desafió-.


Vamos, dígame que sabe usted “con certeza” que mi hija no tiene ningún


problema que no sea en la cabeza, que no necesita un exorcismo, que “sabe”


usted que no le haría ningún bien. ¡Vamos! ¡Dígamelo! ¡Dígame qué he de


hacer!


Durante unos segundos, inquietos y largos, el sacerdote permaneció en


silencio. Luego respondió suavemente:


—Bueno, hay pocas cosas de ese mundo que yo conozca con certeza.


-Meditó, hundido en una silla.


Luego volvió a hablar-: Normalmente, ¿es bajo el tono de voz de


Regan? -preguntó.


—No. Más aún, yo diría que es muy alto.








—¿La considera usted precoz?


—De ninguna manera.


—¿Sabe qué cociente de inteligencia tiene?


—Normal.


—¿Y sus hábitos de lectura?


—Principalmente, revistas de historietas.


—¿Y cree usted que el estilo de su lenguaje es muy distinto del normal?


—Totalmente. Ella nunca ha empleado “ni la mitad” de esas palabras.


—No, no me refiero al “contenido” de su lenguaje, sino al “estilo”.


—¿Estilo?


—Sí, la forma de coordinar las palabras.


—No creo entender bien lo que me quiere decir.


—¿No tiene usted algunas cartas escritas por ella? ¿Composiciones? Una


grabación de su voz sería...


—Sí, hay una cinta en que le habla a su padre -lo interrumpió-. La


estaba grabando para mandársela como carta, pero nunca la terminó. ¿La


quiere?


—Sí, y también necesito los informes médicos, especialmente los del


archivo de la ‘Clínica Barringer’.


—Mire, padre, ya he “andado” por ese camino y...


—Sí, sí, ya sé, pero tendré que ver los informes personalmente.


—De modo que todavía se opone a un exorcismo, ¿verdad?


—Sólo me opongo a la posibilidad de hacerle a su hija más daño que


bien.


—Pero ahora está hablando estrictamente como psiquíatra, ¿verdad?


—También hablo como sacerdote. Si voy al Obispado, o adonde haya


que ir, a pedir permiso para realizar un exorcismo, lo primero que necesito


es un indicio bastante sólido de que el estado de su hija no es puramente un


problema psiquiátrico. Luego tendría que presentar evidencias que la Iglesia


pudiera considerar como signos de posesión.


—¿Como qué, por ejemplo?


—No sé. Tendré que averiguar.


—¿Se burla de mí? Yo creía que era usted un experto.


—En este preciso instante, tal vez sepa usted más que la mayoría de los


sacerdotes sobre posesión diabólica. Entretanto, ¿cuándo me puede


conseguir los informes de la ‘Barringer’?


—¡Fletaré un avión si es necesario!


—¿Y la cinta grabada?


Chris se levantó.


—Voy a ver si la encuentro.


—Y otra cosa -agregó, mientras ella se detenía junto a la silla del


sacerdote-. Ese libro que mencionó usted, en el que hay un capítulo sobre


posesión, ¿cree que pueda haberlo leído Regan “antes” de comenzar su


enfermedad?


Chris se concentró, pasándose las uñas por los dientes.








—Sí, me parece recordar que leyó “algo” el día antes de que empezara


el problema, aunque, en realidad, no estoy segura del todo. Pero lo hizo en


algún momento, creo. No; estoy segura. “Bien” segura.


—Me gustaría echarle una ojeada. ¿Me lo puede dar?


—Es suyo. Lo sacaron de la biblioteca de los jesuitas, y ya venció el


plazo de préstamo para lectura. Se lo traigo en seguida -añadió mientras se


dirigía al despacho-. Creo que la cinta está en el sótano. Voy a ver. No


tardaré.


Karras asintió, ausente, con la mirada fija en un dibujo de la alfombra;


tras algunos minutos se levantó, caminó despacio hasta el vestíbulo y se


quedó inmóvil en la oscuridad, inexpresivo, como en otra dimensión,


mirando la nada, con las manos en los bolsillos, mientras escuchaba el


gruñido de un cerdo en la planta alta, los aullidos de un chacal, hipos, siseos.


—¡Oh, está usted ahí! Creí que seguía en el despacho. -Karras se volvió,


al tiempo que Chris encendía la luz-. ¿Se va? -Se acercó a él con el libro y la


cinta.


—Lo lamento, pero tengo que preparar una conferencia para mañana.


—¿Ah, sí? ¿Dónde?


—En la Facultad de Medicina. -Cogió el libro y la cinta que le tendía


Chris. -Trataré de volver mañana, por la tarde o la noche. Mientras tanto, si


ocurre algo urgente, no deje de llamarme a cualquier hora. Diré en la


centralita que la comuniquen conmigo. -Ella asintió. El jesuita abrió la


puerta-. Bueno, ¿qué tal está de medicamentos? -le preguntó.


—Bien -respondió ella-. Tengo recetas para volver a conseguir los


productos.


—¿Piensa llamar de nuevo a su médico?


La actriz cerró los ojos y, muy suavemente, negó con la cabeza.


—Tenga en cuenta que yo no soy un clínico -la previno.


—No puedo -susurró-. No puedo.


Karras logró captar su ansiedad, que la golpeaba como las olas en una


playa desconocida.


—Bueno, tarde o temprano tendré que informar a uno de mis superiores


acerca de este asunto, especialmente si voy a tener que venir a horas


intempestivas de la noche.


—¿Tiene que hacerlo? -preguntó Chris frunciendo el ceño con


preocupación.


—Si no fuera así podría parecer algo extraño, ¿no cree usted?


Ella bajó la vista.


—Sí, entiendo -murmuró.


—¿Tiene algún inconveniente? Voy a decir sólo lo necesario. No se


preocupe -le aseguró-. No se enterará nadie.


Chris elevó su cara, en la que se leía el tormento, hacia los ojos


enérgicos y tristes de Karras, en los que vio fortaleza y dolor.


—Bueno -dijo débilmente.


Y ella confió en el dolor.


Él asintió.


—Hablaremos.








Iba ya a marcharse, pero se detuvo un momento en la puerta,


pensativo, con una mano en los labios.


—¿Sabía su hija que iba a venir un sacerdote?


—No. No lo sabía nadie más que yo.


—¿Y sabía usted que mi madre ha muerto hace poco?


—Sí. Lo siento mucho.


—¿Estaba enterada Regan?


—¿Por qué?


—¿Estaba enterada Regan? -insistió él.


—No, en absoluto. ¿Por qué me lo pregunta? -repitió Chris, con las cejas


levemente arqueadas por la curiosidad.


—No es importante. -Se encogió de hombros-. Sólo quería saberlo.


-Examinó las facciones de la actriz con ademán de preocupación-. ¿Duerme


usted?


—Sólo un poco.


—Entonces, consígase píldoras. ¿No toma ‘Librium’?


—Sí.


—Pruebe con veinte, dos veces al día. Mientras tanto, trate de


mantenerse alejada de su hija.


Cuanto más expuesta esté a su comportamiento actual, mayor sería la


posibilidad de que se produzca daño permanente en lo tocante a sus


sentimientos por ella. Manténgase serena. Y relájese. No va a ayudar en


nada a Regan un colapso nervioso.


Ella asintió, abatida, con la vista baja.


—Y ahora, por favor, váyase a la cama -le dijo con dulzura-. ¿Verdad


que lo hará, y ahora mismo?


—Sí -dijo ella suavemente-. Está bien, se lo prometo. -Lo miró, tratando


de esbozar una sonrisa-. Buenas noches, padre. Gracias. Muchas gracias.


Durante un momento la contempló inexpresivamente. Luego, con


ademán resuelto, se marchó.


Chris lo observó desde la puerta. Cuando cruzaba la calle, pensó que tal


vez había llegado tarde para la cena. Después, se preguntó si tendría frío. Se


iba bajando las mangas de la camisa.


En el cruce de las calles Prospect y P se le cayó el libro y se inclinó con


rapidez para cogerlo; luego dobló la esquina y desapareció de la vista. Al


verlo esfumarse, de pronto se dio cuenta de que se sentía aliviada. No vio a


Kinderman sentado, solo, en un coche de la Policía, sin distintivo alguno.


Cerró la puerta.


Media hora más tarde, Damien Karras regresó, apresurado, a su


habitación en la residencia de los jesuitas, con varios libros y periódicos de la


biblioteca de Georgetown. Los depositó sobre su mesa y luego hurgó en sus


cajones en busca de un paquete de cigarrillos.


Encontró unos cuantos ‘Camel’, encendió uno, aspiró profundamente y


mantuvo el humo en los pulmones mientras pensaba en Regan.








Histeria. Tenía que ser histeria. Exhaló el humo, insertó los pulgares en


su cinturón y miró los libros. Se había traído “Posesión”, de Oesterreich; “Los


demonios de Loudun”, de Huxley, y “Parapraxis en el caso de Haizman de


Freud; Posesión por el demonio y exorcismo en la primera época del


cristianismo, a la luz de las ideas modernas sobre las enfermedades


mentales”, de McCasland, así como extractos de revistas psiquiátricas sobre


“Neurosis de posesión diabólica en el siglo Xvii”, y “La demonología de la


psiquiatría moderna”, de Freud.


El jesuita se tocó la frente, luego se miró los dedos y frotaba el sudor


que se pegaba entre ellos. Se dio cuenta de que su puerta estaba abierta.


Atravesó la habitación para cerrarla, luego fue a la biblioteca en busca de su


edición, encuadernada en rojo, del “Ritual romano”, compendio de ritos y


oraciones. Apretando el cigarrillo entre los labios, miró por entre el humo,


con los ojos entreabiertos; buscó, en las “Reglas generales” para los


exorcistas, los signos de la posesión demoníaca. Al principio leyó por encima,


pero luego empezó a hacerlo con más lentitud.


‘...El exorcista no debe creer de inmediato que una persona está poseída


por un espíritu maligno, sino que debe asegurarse de los signos por los


cuales un poseso se distingue de otro que sufre alguna enfermedad mental,


especialmente de carácter psicológico. Los signos de la posesión pueden ser


los siguientes: habilidad para hablar con cierta facilidad en un idioma extraño


o entenderlo cuando lo habla otro; facultad de predecir el futuro o adivinar


hechos ocultos; despliegue de poderes que van más allá de la edad o


condición natural del sujeto, y otros varios estados que, considerados en


conjunto, constituyen la evidencia.’


Karras meditó durante un rato; después se apoyó contra la estantería y


leyó el resto de las instrucciones. Cuando hubo terminado, se dio cuenta de


que volvía a mirar la instrucción número 8:


‘Algunos revelan un crimen cometido y los nombres de los asesinos.’


Levantó la vista al oír un golpe en la puerta.


—¿Damien?


—Entre.


Era Dyer.


—Chris MacNeil quería hablar contigo. ¿No la has visto?


—¿Cuándo? ¿Esta noche?


—No; esta tarde.


—¡Ah, sí, sí, ya he hablado con ella!


—Bueno -dijo Dyer-. Sólo quería asegurarme de que habías recibido el


mensaje.








El diminuto sacerdote se paseaba por la habitación, tocando los objetos


como un enanito en una tienda de baratijas.


—¿Necesitas algo, Joe? -preguntó Karras.


—¿No tienes un caramelo de limón?


—¿Qué?


—He buscado por todas partes. Nadie tiene. Me tomaría uno muy a


gusto -dijo mientras seguía paseándose por el cuarto-. Cierta vez, me pasé


un año escuchando confesiones de niños y curé a un adicto a los caramelos


de limón. Y me contagió la manía. Dicho sea entre nosotros, yo creo que


forma hábito. -Levantó la tapa de la lata para mantener húmedo el tabaco,


en la que Karras tenía guardadas unas nueces de alfóncigo-. ¿Qué guardas


aquí? ¿Porotos mexicanos?


Karras se volvió hacia la biblioteca, buscando un libro.


—Mira, Joe, tengo que...


—¿No te ha parecido encantadora Chris? -lo interrumpió Dyer,


dejándose caer sobre la cama. Se estiró cuan largo era, con las manos


cómodamente entrelazadas bajo la nuca-. Regia mujer. ¿Habéis hablado?


—Sí, hemos hablado -contestó Karras, cogiendo un volumen de tapas


verdes titulado “Satán”, colección de artículos y ensayos sobre la posición


católica, original de varios teólogos franceses. Lo llevó hasta su mesa-. Mira,


de veras tengo que...


—Sencilla. Realista. Sin rebuscamientos -continuó Dyer.


—Joe, tengo que preparar una conferencia para mañana -dijo Karras


mientras dejaba los libros en la mesa.


—Sí, está bien. Pero quería preguntarte algo. Tengo un guión basado en


la vida de san Ignacio de Loyola. El título es “Valerosos jesuitas en marcha”.


¿Qué te parece si se lo presentáramos a Chris MacNeil y...?


—¿Te vas a marchar o no? -lo aguijoneó Karras, aplastando la colilla de


su cigarrillo en un cenicero.


—¿Te aburro?


—Tengo que trabajar.


—¿Y quién diablos te lo impide?


—¡Vamos, vamos, te lo digo en serio! -Karras había empezado a


desabrocharse la camisa-. Me voy a dar una ducha y después me pondré a


trabajar.


—A propósito, no te he visto a la hora de la cena -dijo Dyer


levantándose, reacio, de la cama-. ¿Dónde has comido?


—No he comido.


—Eso es una estupidez. ¿Por qué hacer régimen, si sólo usas sotana?


-Se había acercado a la mesa y olía un cigarrillo-. Eso está anticuado.


—¿Hay alguna grabadora en la residencia?


—En la residencia no hay ni siquiera un caramelo de limón. Utiliza el


laboratorio de idiomas.


—¿Quién tiene la llave? ¿El padre director?


—No, el padre portero. ¿La necesitas esta noche?


—Sí -dijo Karras, dejando la camisa sobre el respaldo de la silla-.


¿Dónde puedo encontrarlo?








—¿Quieres que te la consiga yo?


—¿Podrías hacerlo? De veras tengo mucho trabajo.


—No te lo tomes con tanto calor, Gran Beatífico Jesuita Médico de


Brujas. Ya voy.


Dyer abrió la puerta y se fue.


Karras se duchó y luego se vistió con pantalones y una camisola. Al


sentarse a su mesa vio un cartón de ‘Camel’ sin filtro, y, al lado, una llave


con una etiqueta que decía: “Laboratorio de idiomas”; y otra: “Frigorífico del


refectorio”. Atada a la segunda había una notita: “Es mejor que lo hagas tú


en vez de las ratas”.


Karras sonrió al ver la firma:


“El Niño del caramelo de limón”.


Puso a un lado la notita y luego se quitó el reloj de pulsera y lo colocó


frente a él, sobre la mesa.


Eran las 10.50 h. de la noche.


Comenzó a leer. Freud. McCasland. “Satán”. El estudio exhaustivo de


Oesterreich. Poco después de las 4 de la mañana había terminado. Se


restregó la cara. Los ojos. Le picaban. Miró el cenicero. Cenizas y colillas


retorcidas. Denso humo en el ambiente.


Se puso de pie y caminó hacia la ventana con paso cansino. La abrió.


Contuvo el aliento ante el frío del húmedo aire de la madrugada y se quedó


pensando. Regan tenía el síndrome físico de la posesión. Lo sabía. Sobre eso


no tenía dudas. Porque en todos los casos, prescindiendo de lugar geográfico


o período histórico, los síntomas de la posesión eran, sustancialmente,


constantes. Regan no había experimentado algunos: estigmas, deseo de


comidas repugnantes, insensibilidad al dolor, hipo frecuente, sonoro e


irreprimible. Pero los otros los había manifestado con claridad: excitación


involuntaria, motora, aliento fétido, lengua saburral, caquexia, gastritis,


irritaciones de la piel y membranas mucosas. Más ostensibles aún eran los


síntomas de los casos que Oesterreich había caracterizado como posesión


‘genuina’; el sorprendente cambio de la voz y de las facciones, más la


manifestación de una nueva personalidad.


Karras levantó la vista y miró sombríamente la calle. Por entre las


ramas de los árboles alcanzaba a ver la casa y la gran ventana del dormitorio


de Regan. Cuando la posesión era voluntaria, como en el caso de los


médiums, la nueva personalidad era a menudo benigna.


“Lo mismo que mi tía”, reflexionó Karras. El espíritu de una mujer que


había poseído a un hombre. Un escultor. Por poco tiempo. Una hora cada


vez. Hasta que un amigo del escultor se enamoró locamente de ella.


Imploraba al escultor que la dejara permanecer para siempre en posesión de


su cuerpo. “Pero en Regan no hay ninguna tía”, caviló ceñudo. La


personalidad invasora era maligna. Depravada. Típica de los casos de


posesión diabólica en los cuales la nueva personalidad buscaba la destrucción


del cuerpo que la contenía. Y, a menudo, lo conseguía.








Pensativo, el jesuita volvió hasta su mesa, cogió un paquete de


cigarrillos y encendió uno. “Bueno, está bien. Tiene los síntomas de los


posesos. Pero, ¿cómo la curamos?”


Apagó el fósforo. “Depende de la causa desencadenante”. Se sentó en el


borde de la mesa. Pensó.


Las monjas del convento de Lille. Posesas. En la Francia de comienzos


del siglo XVII. Habían confesado a sus exorcistas que, mientras estaban en


estado de posesión, habían asistido regularmente a orgías satánicas. El


jesuita movió la cabeza. Al igual que en el caso de Lille, pensaba que las


causas de muchas posesiones eran una mezcla de fraude y mitomanía. Sin


embargo, otras parecían haber sido originadas por enfermedades mentales:


paranoia, esquizofrenia, neurastenia, psicastenia, y éste era el motivo


-pensó- por el que la Iglesia había recomendado, durante mucho tiempo, que


el exorcista trabajara en presencia de un psiquíatra o un neurólogo. Pero no


todas las posesiones tenían causas tan claras. Muchas habían llevado a


Oesterreich a caracterizar la posesión como una alteración separada,


totalmente única; a descartar la socorrida etiqueta de ‘desdoblamiento de


personalidad’, que la psiquiatría usa como un sinónimo, igualmente velado,


de los conceptos de ‘demonio’ y ‘espíritu de los muertos’.


Karras se rascó con un dedo la arruga junto a la nariz. Según ‘Barringer’


-le había dicho Chris-, la alteración de Regan podría ser causada por


sugestión, por algo relacionado con la histeria. Y Karras opinó que era


posible. Creía que la mayor parte de los casos que había estudiado habían


sido causados precisamente por estos dos factores. “Seguro.


En primer lugar, porque afecta, sobre todo, a las mujeres. En segundo


lugar, por todos esos brotes epidémicos de posesión. Y luego los


exorcistas”... Frunció el ceño. A menudo, ellos mismos fueron víctimas de la


posesión. Pensó en Loudun. Francia. El convento de las monjas ursulinas. De


los cuatro exorcistas que fueron enviados allí para encargarse de una


epidemia de posesión, tres -los padres Lucas, Lactante y Tranquille- no sólo


quedaron posesos, sino que murieron en seguida, al parecer, de “shock”. Y el


cuarto, el padre Surin, que tenía treinta y tres años en ese momento, quedó


loco para los veinticinco restantes años de su vida.


Hizo un gesto afirmativo para sí mismo. Si el trastorno de Regan era


histérico; si el origen de la posesión era puramente sugestivo, la fuente de la


sugestión sólo podría ser el capítulo de ese libro sobre brujería. “El capítulo


sobre posesión. ¿Lo habrá leído?”


Estudió las páginas con atención. Parecía haber una asombrosa similitud


entre cualquiera de esos detalles y el comportamiento de Regan. “Eso podría


probarlo. Podría”.


Encontró algunas correlaciones.


...El caso de una niña de ocho años, en cuya descripción se decía que


‘berreaba igual que un toro, con voz ronca y atronadora’. (“Regan mugía


igual que un novillo”).


...El caso de Helene Smith, que había sido tratada por el gran psicólogo


Flournoy; la descripción que hiciera del cambio de su voz y facciones, cambio








que se producía con ‘la rapidez de un relámpago’, para convertirse después


en las de una variedad de personalidades.


(“Regan hizo eso conmigo. La personalidad que habló con acento


británico. Cambio rápido. Instantáneo”).


...Un caso en Sudáfrica, dado a conocer por el renombrado etnólogo


Junod; la descripción que hiciera de una mujer que había desaparecido de su


casa una noche y fue encontrada a la mañana siguiente ‘atada por finas


lianas a la copa’ de un árbol muy alto y que ‘se deslizó por el árbol cabeza


abajo silbando, sacando y metiendo rápidamente la lengua en la boca, lo


mismo que una serpiente. Luego había quedado colgando, suspendida


durante un rato, hablando en un idioma que nadie había escuchado nunca’.


(“Regan se había deslizado como una víbora cuando persiguió a Sharon. El


farfulleo. Un intento de ‘idioma desconocido’“).


...El caso de Joseph y Thiebaut Burner, de ocho y diez años,


respectivamente, que ‘yacían sobre sus espaldas y que, de pronto,


empezaron a girar como trompos, a una velocidad increíble’.


Había otras semejanzas y razones para sospechar que se trataba de una


sugestión: la mención sobre la fuerza anormal, la obscenidad del lenguaje y


los relatos de posesión de los Evangelios, los cuales eran la base -pensaba


Karras- del curiosamente religioso contenido de los delirios de Regan en la


‘Clínica Barringer’. Más aún, el capítulo mencionaba las sucesivas etapas de


los ataques de posesión: ‘...La primera, la “infección”, consiste en un avance


por el ambiente de la víctima: ruidos, olores, objetos cambiados de lugar; la


segunda, la “obsesión”, que es un ataque personal sobre el sujeto, tramado


para inspirar terror por medio del tipo de ultraje que un hombre puede


infligirle con golpes y patadas.’ Los golpes. Las cosas arrojadas. Las


agresiones del capitán Howdy.


Quizá... quizá lo haya leído.


Pero Karras no estaba convencido.


“En absoluto... en absoluto”. Ni Chris. Se había mostrado muy insegura


acerca de esto.


Caminó nuevamente hasta la ventana. “Entonces, ¿cuál es la respuesta?


¿Posesión genuina? ¿Un demonio?” Bajó la vista, mientras agitaba la cabeza.


“De ninguna manera. De ninguna manera”. ¿Fenómenos paranormales?


“Seguro. ¿Por qué no?” Demasiados observadores competentes los habían


descrito. Médicos. Psiquíatras.


Hombres como Junod. “Pero el problema es éste: ¿Cómo interpreta uno


estos fenómenos?” Volvió a pensar en Oesterreich. Referencia a un hechicero


del Altai. Siberia. Poseso voluntariamente y examinado en una clínica


mientras realizaba una acción aparentemente paranormal: levitación. Poco


antes, su pulso había alcanzado los cien latidos, y poco después,


asombrosamente, los doscientos. Asimismo, se observaron violentos cambios


térmicos. Y en la respiración. “De modo que su acción paranormal estaba


unida a la fisiología. Era originada por alguna energía o fuerza corporal”.


Pero, como prueba de una posesión, la Iglesia quería fenómenos claros y


exteriores que sugirieran...








Se había olvidado de la terminología precisa. Miró. Buscó, pasando el


dedo índice por la hoja de un libro que había sobre su mesa. Lo encontró:


‘...fenómenos exteriores verificables que sugieran la idea de que se deben a


la extraordinaria intervención de una causa inteligente ajena al hombre’.


¿Sería ése el caso del hechicero?, se preguntó Karras. “No. ¿Y es ése el


caso de Regan?”


Buscó una página que había subrayado con lápiz: ‘“El exorcista tendrá


sumo cuidado en no dejar sin explicación ninguna de las manifestaciones del


paciente”...’


Hizo un gesto afirmativo con la cabeza. Bien. “Veamos”. Moviéndose por


la estancia, examinó las manifestaciones de la alteración de Regan, junto con


sus posibles explicaciones. Las descartó mentalmente, una por una:


“El asombroso cambio en las facciones de Regan”.


En parte, por su enfermedad.


En parte, por la falta de alimentación. Sobre todo -concluyó- se debía a


un cambio de fisonomía como expresión de la constitución psíquica. “¡No


importa lo que signifique eso!”, agregó con desagrado.


“El asombroso cambio en la voz de Regan”.


Aún tenía que oír la voz “original”. Pero aunque hubiera sido suave como


le dijera su madre, el gritar constantemente causaría tumefacción de las


cuerdas vocales, lo cual degeneraría en una voz grave. El único problema


-reflexionó- era la portentosa tesitura de esa voz, porque aun admitiendo la


tumefacción de las cuerdas, parecería fisiológicamente imposible.


Y, sin embargo, en estados patológicos o de ansiedad eran corrientes los


despliegues de fuerza paranormal a través de excesos de potencia muscular.


¿No podrían las cuerdas vocales y la caja de resonancia estar sujetas a los


mismos efectos misteriosos?


“El metabolismo y la inteligencia de Regan ampliados repentinamente”.


Criptomnesia: reminiscencias enterradas de palabras y datos a los que


había estado expuesta quizás en su infancia. En los sonámbulos -y,


frecuentemente, en los moribundos-, los datos enterrados salían a menudo a


la superficie con una fidelidad casi fotográfica.


“El hecho de que Regan lo hubiera reconocido como sacerdote”.


Un gran acierto. Si ella “había” leído el capítulo sobre posesión, podría


haber estado a la espera de la visita de un sacerdote.


Y, de acuerdo con Jung, la inconsciente conciencia y sensibilidad de los


histéricos podía ser, en ocasiones, cincuenta veces mayor que la normal, lo


cual explicaba la aparentemente auténtica ‘lectura del pensamiento’ que


hacen los médiums valiéndose de golpes en la mesa, pues lo que el


inconsciente del médium ‘leía’, en realidad, eran los temblores y vibraciones


creados en la mesa por las manos de la persona a quien supuestamente


leían los pensamientos. Los temblores trazaban letras y números.


De este modo, era posible que Regan hubiera podido ‘leer’ su identidad


simplemente por su manera de comportarse, por el aspecto de sus manos,


por el aroma a vino sacramental.


“El hecho de que Regan supiera que había muerto la madre de Karras”.


Una casualidad. Él tenía cuarenta y seis años.








“¿Podría ayudar a un viejo monaguillo, padre?”


Los textos usados en los seminarios católicos aceptaban la telepatía


como una realidad y un fenómeno natural a la vez.


“La precocidad intelectual de Regan”.


Al observar personalmente un caso de múltiple personalidad que incluía


fenómenos ocultos, el psiquíatra Jung había llegado a la conclusión de que en


los casos de sonambulismo histérico no sólo se incrementaban las


percepciones inconscientes, sino también el funcionamiento del intelecto, ya


que la nueva personalidad, en el caso en cuestión, parecería mucho más


inteligente que la primera. Y, sin embargo, Karras estaba desconcertado. El


mero hecho de “describir el fenómeno”, ¿lo explicaba?


Bruscamente se detuvo junto a la mesa, porque de pronto comprendió


que el juego de palabras que hiciera Regan sobre Herodes era mucho más


complicado aún de lo que al principio había parecido: recordó que cuando los


fariseos comunicaron a Jesús las amenazas de Herodes, Él les contestó: ‘Id a


decirle a ese zorro que yo “arrojo demonios”...’


Por un momento miró la cinta grabada con la voz de Regan; luego se


sentó a su mesa, cansinamente.


Encendió otro cigarrillo..., exhaló el humo, pensó otra vez en los chicos


Burner, en el caso de la niña de ocho años que había manifestado síntomas


de posesión genuina. ¿Qué libro habría leído “aquella” niña, que había


permitido a su inconsciente fingir los síntomas con tal perfección? ¿Y como


habían podido los inconscientes de las víctimas en la China comunicar los


síntomas a los inconscientes de personas en Siberia, Alemania y África, de


modo que los síntomas fuesen siempre los mismos?


“A propósito, su madre está aquí con nosotros, Karras”...


Miraba sin ver mientras el humo de su cigarrillo se elevaba cual rizados


susurros de memoria. El sacerdote se reclinó, observando el cajón inferior


izquierdo de la mesa. Siguió mirando un rato. Después se inclinó lentamente,


abrió el cajón y extrajo un descolorido cuaderno de ejercicios. Educación


para adultos. De su madre. Lo puso sobre la mesa y pasó las páginas con


tierno cuidado. Letras del abecedario, veces y más veces.


Luego, ejercicios sencillos:


Lección VI Mi dirección completa Entre las páginas, un intento de


cartas.


En seguida, otro encabezamiento. Incompleto. Desvió la mirada.


Vio los ojos de su madre en la ventana... esperando...


“Domine, non sum dignus”...


Los ojos se convirtieron en los de Regan..., ojos que gritaban..., ojos


que esperaban...


“Pero di una palabra tuya”...


Echó una mirada a la cinta magnetofónica.


Salió de la habitación. Llevó la cinta al laboratorio de idiomas.


Encontró una grabadora. Se sentó.


Enrolló la cinta en un carrete vacío. Se colocó los audífonos.








Puso en funcionamiento el aparato.


Luego se inclinó hacia delante y escuchó. Exhausto. Presa de emoción.


Durante unos segundos, sólo el silbido de la cinta. Chirridos del


mecanismo. De repente, un ruido del micrófono.


‘Hola...’ Como fondo, la voz de Chris MacNeil, que hablaba bajito. ‘No


tan cerca del micrófono, querida. Sepárate un poco.’


‘¿Así?’ ‘Sí, está bien. Ya puedes hablar.’ Risitas. Un golpe del micrófono


contra una mesa.


Luego la voz clara y dulce de Regan MacNeil.


‘Hola, papá. Soy yo.


Hummm...’ Nuevas risitas, luego un susurro aparte. ‘¡No sé qué decir!’


‘Cuéntale cómo estás, querida. Dile qué has estado haciendo.’ Más risitas.


‘Hummm, papaíto... Bueno... espero que me puedas “oír” bien y...


hummm... bueno, vamos a ver. Hummm, bueno, ante todo, estamos... No,


espera... Estamos en Washington, papi, ¿sabes? Aquí es donde vive el


presidente, y esta casa, ¿sabes, papi?, es... No, espera. Lo mejor es que


empiece de nuevo. Papi, hay...’


Karras escuchó vagamente el resto desde el fondo de sí mismo, a través


del rugido de la sangre que se agolpaba en los oídos, como el estruendo del


océano, y sintió que le corría una anonadante intuición por el pecho y la


cara. “¡Lo que vi en el dormitorio no era Regan!”


Regresó a la residencia de los jesuitas. Encontró un cuartito. Dijo misa


antes de que todos se pusieran en movimiento. En la consagración, al


levantar la hostia, ésta tembló entre sus dedos, con una esperanza que no se


animaba a esperar.


—Porque éste es mi Cuerpo... -susurró, trémulo. Luego comulgó.


Después de misa no desayunó. Tomó apuntes para su conferencia. Dio


su clase en la Facultad de Medicina de Georgetown. Desgranó roncamente


una charla mal preparada: ‘...y considerando los síntomas de muchos


trastornos maníacos, se darán...’ ‘“Papi, soy yo... soy yo”...’ Pero, ¿quién era


‘yo’?


Karras terminó pronto la clase y regresó a su habitación, se sentó a la


mesa, apoyó en ella las palmas de las manos y, concienzudamente, volvió a


examinar la posición de la Iglesia acerca de los signos paranormales de la


posesión por el demonio. “¿Me habré obcecado?”, se preguntaba. Examinó


con detenimiento los puntos principales en “Satán”: ‘telepatía..., fenómeno


natural..., el movimiento de objetos a distancia hace sospechar..., del cuerpo


puede emanar un fluido..., nuestros antepasados..., la Ciencia..., hoy


debemos tener más cuidado. No obstante la evidencia de situación


paranormal...’ Empezó a leer más lentamente: ‘...todas las conversaciones


mantenidas con el enfermo deben ser cuidadosamente analizadas, ya que si


evidencian el mismo sistema de asociación de ideas o de hábitos lógicogramaticales


que muestra en estado normal, se debe desconfiar de esa


posesión’.


Karras suspiró profundamente, exhausto. Inclinó la cabeza. “No hay


caso. No veo la solución”.








Echó una mirada al grabado de la página opuesta. Un demonio. Su


mirada se dirigía, distraídamente, a la inscripción que había debajo:


‘Pazuzu.’ Karras cerró sus ojos.


Algo andaba mal. “Tranquille”...


Percibió, como en una visión, la muerte del exorcista, los estertores


finales..., los mugidos..., los siseos..., los vómitos..., los ‘demonios’ que lo


arrancaron de la cama al suelo, furiosos porque pronto moriría y quedaría


fuera del alcance de sus tormentos. “¡Y Lucas!”


Lucas. Arrodillado junto a su lecho. Rezando. Pero cuando murió


Tranquille, Lucas asumió al instante la identidad de los demonios, empezó a


patear con rabia el cadáver aún caliente, el cuerpo arañado y destrozado,


cubierto de vómitos y excrementos, mientras seis hombres fuertes trataban


de reducirlo, y no paró hasta que se llevaron al cadáver de la habitación.


Karras lo vio. Lo vio claramente.


“¿Podría ser? ¿Era posible, imaginable?” ¿Sería el ritual del exorcismo la


única esperanza de Regan? ¿Debía abrir él aquella caja de sufrimientos?


Era como una obsesión. Tenía que intentarlo. Debería saber.


¿Cómo saber? Abrió los ojos.


‘...las conversaciones con el enfermo deben ser cuidadosamente...’


Sí. Sí; ¿por qué no? Si al descubrir que el estilo del lenguaje de Regan y


el del ‘demonio’ eran los mismos se descartaba la posesión, “a pesar de” los


fenómenos paranormales, tendríamos que...


“Seguro... una sensible diferencia en el estilo significaría que


probablemente” ¡hay “posesión”!


Se paseó por la habitación.


“¿Qué más? ¿Qué más? Algo rápido. Ella... ¡Un momento!” Se detuvo,


cabizbajo y con las manos cogidas entre sí por detrás. “Ese capítulo... ese


capítulo del libro sobre brujería”. ¿Decía...? Sí, decía que los demonios


reaccionan invariablemente con furia cuando se hallan frente a la hostia


consagrada... a reliquias con santos..., a... “¡Agua bendita! ¡Eso mismo! ¡Ahí


está! ¡Iré y la rociaré con agua del grifo! ¡Pero le diré que es agua bendita!


Si reacciona como se supone reaccionan los demonios, entonces sabré que


no es una posesa..., que sus síntomas provienen de la sugestión..., que los


sacó del libro. Pero si no reaccionara, significará que”...


¿Posesión genuina?


“Quizá”...


Febril, empezó a buscar un hisopo.


Willie lo hizo pasar. Ya al entrar, miró hacia el dormitorio de Regan.


Gritos. Obscenidades. Y, sin embargo, no con la voz profunda y áspera del


demonio. Cascada. Más suave. Un claro acento inglés... “¡Sí...!” La


manifestación que había aparecido fugazmente la última vez que viera a


Regan.


Karras miró a Willie, que seguía esperando. Ella observaba, perpleja, el


cuello del clérigo. Y la indumentaria sacerdotal.


—Por favor, ¿dónde está mistress MacNeil? -le preguntó Karras.








Willie hizo un ademán señalando hacia la parte alta.


—Muchas gracias.


Se dirigió a la escalera. Subió. Vio a Chris en el vestíbulo.


Estaba sentada en una silla junto al dormitorio de Regan, con los brazos


cruzados. Al acercarse el jesuita, Chris oyó el crujido de la sotana. Alzó la


vista y, rápidamente, se puso de pie.


—¡Hola, padre!


Estaba muy ojerosa. Karras frunció el ceño.


—¿Ha dormido usted?


—Sí, un poco.


Karras agitó la cabeza a guisa de amonestación.


—La verdad es que no he podido -suspiró señalando, con un gesto de


cabeza, hacia el cuarto de Regan-. Ha estado haciendo eso toda la noche.


—¿No ha vomitado?


—No. -Lo agarró por una manga, como si quisiera llevárselo a otro lado-


. Vamos abajo, donde podamos...


—No, me gustaría verla -la interrumpió él amablemente. Resistió la


imperiosa insistencia de ella por llevárselo de allí.


—¿Ahora?


Algo andaba mal, pensó Karras. Parecía tensa. Temerosa.


—¿Por qué no ahora? -le preguntó.


Ella echó una furtiva mirada a la puerta del dormitorio de Regan.


Desde adentro chilló la áspera voz enloquecida:


—¡“Naazi” de mierda! ¡Naazi “asqueroso”!


Chris desvió la mirada; luego, de mala gana, asintió.


—Vaya, entre.


—¿No tiene una grabadora?


Sus ojos exploraron los de él con rápidos parpadeos.


—¿Me la podrían mandar al dormitorio con una cinta virgen, por favor?


Ella frunció el ceño, desconfiada.


—¿Para qué? -dijo, alarmada-. ¿Quiere usted grabar...?


—Sí, es impor...


—¡Padre, no puedo permitirle...!


—Necesito hacer comparaciones del estilo del lenguaje -la interrumpió él


con firmeza-. ¡Ahora, por favor! ¡Ha de confiar en mí!


Cuando se volvieron hacia la puerta del dormitorio, un impresionante


torrente de obscenidades pareció expulsar a Karl de la habitación. Tenía el


rostro demudado y llevaba ropa de cama y paños manchados.


—¿Le ha puesto las correas, Karl? -preguntó Chris cuando el sirviente


cerraba tras sí la puerta. Karl miró fugazmente a Karras y luego a Chris.


—Las tiene puestas -dijo por toda contestación, y se dirigió hacia la


escalera.


Chris lo observaba. Se volvió hacia Karras.


—De acuerdo -dijo débilmente-.


Haré que le suban la grabadora. -Y, bruscamente, se echó a andar por


el vestíbulo.








Karras la observó durante un momento. Estaba desconcertado. ¿Qué


pasaba? Notó un repentino silencio en el dormitorio. Fue breve. Oyó de


nuevo una risa diabólica. Se adelantó. Tanteó el hisopo en su bolsillo. Abrió


la puerta y entró en la habitación. El hedor era más penetrante aún que el


del día anterior. Cerró la puerta. Miró. Aquel horror. Aquella cosa sobre la


cama. Mientras se acercaba, la cosa lo iba observando con ojos burlones.


Llenos de astucia. Llenos de odio. Llenos de poder.


—¡Hola, Karras!


El sacerdote oyó el ruido de la diarrea que caía sobre el pantalón


bombacho de plástico. Le habló con calma desde los pies de la cama.


—¡Hola, diablo!, ¿cómo te sientes?


—En este momento, muy contento de verte. Feliz, -La lengua le colgaba


fuera de la boca, mientras los ojos examinaban a Karras con insolencia-. Veo


que te estás poniendo pálido. Muy bien. -Otra descarga diarreica-. No te


molesta un poco de hedor, ¿verdad, Karras?


—En absoluto.


—¡Eres un mentiroso!


—¿Te molesta que lo sea?


—Sí, algo.


—Pues al diablo “le gustan” los mentirosos.


—Sólo los buenos, querido Karras, sólo los buenos mentirosos -se rió-.


Pero, ¿quién te ha dicho que soy el diablo?


—¿No fuiste tú?


—¡Oh, puedo haberlo dicho! Puedo. No estoy bien. ¿Me creíste?


—Por supuesto.


—Mil disculpas.


—¿Dices que “no eres” el diablo?


—Soy sólo un pobre demonio que lucha. Un diablo. No el diablo. Una


diferencia sutil; pero no he perdido enteramente mi influencia sobre nuestro


padre que está en el infierno. A propósito, cuando lo veas no le digas que me


he ido de la lengua.


—¿Cuando lo vea? ¿Acaso está aquí? -preguntó el sacerdote.


—¿En esta puerca? De ninguna manera. Somos sólo una pobre familia


de almas en pena, amigo mío. No nos culpes por estar aquí. Pero es que no


tenemos adónde ir. No tenemos hogar.


—¿Y cuánto tiempo pensáis quedaros?


La cabeza pegó un salto en la almohada, contraída con furia mientras


rugía:


—¡Hasta que la cerda se “muera”! -Inmediatamente, Regan volvió a


adoptar su sonrisa tonta en una boca amplia-. A propósito, hace un día


magnífico para un exorcismo, ¿no te parece, Karras?


“¡El libro! ¡Tiene que haberlo leído en el libro!”


Lo taladró una mirada de expresión sardónica.


—Comiénzalo pronto. En seguida.


Incongruente. Allí había algo extraño.


—¿Te gustaría?


—Muchísimo.








—¿Pero no te echaría eso fuera de Regan?


El demonio apoyó la cabeza, riendo como maníaco; luego se interrumpió


en seco.


—Nos uniría.


—¿A ti y a Regan?


—¡A ti con “nosotros”, mi buen amigo! -graznó el demonio-. Tú con


“nosotros”. -Desde lo más profundo de aquella garganta salió una risa


ahogada.


Karras lo miraba fijamente. Sentía unas manos sobre su nuca. Frías


como el hielo. Lo tocaban suavemente. Después desaparecían.


Será por el miedo, pensó. Miedo. ¿Miedo de qué?


—Sí, Karras, te unirás a nuestra pequeña familia. Mira, el problema que


hay con los signos de los cielos, querido, es que, una vez los has visto, ya no


tiene uno perdón. ¿Te has dado cuenta de qué pocos milagros se ven hoy


día? No es culpa “nuestra”, Karras. No nos culpes a “nosotros”. “¡Nosotros lo


intentamos!”


Karras volvió repentinamente la cabeza al oír un golpe estruendoso.


Un cajón de la cómoda se había abierto y deslizado hacia fuera en toda


su longitud. Sintió un pánico creciente al ver que de pronto se cerraba solo,


de un golpe. “¡Ahí está!” Pero la emoción se desprendió en seguida, como un


pedazo podrido de la corteza de un árbol:


“Psicokinesis”. Karras oyó risas.


Volvió a mirar a Regan.


—Es estupendo charlar contigo, Karras -dijo el demonio, sonriente-. Me


siento libre. Como un niño travieso. Extiendo mis grandes alas. De hecho, el


que yo te diga esto, sólo contribuirá a tu perdición, doctor, mi querido e


ignominioso médico.


—¿Tú has hecho eso? ¿Tú has hecho que el cajón de la cómoda se


abriera hace un momento?


El demonio no lo oía. Había echado una rápida mirada en dirección a la


puerta, pues se oía el ruido de alguien que se acercaba rápidamente por el


vestíbulo; sus facciones se convirtieron en las de la otra personalidad.


—¡Bastardo! ¡Huno! -aulló con la voz áspera, de acento inglés.


Entró Karl, que se deslizó con la grabadora y la puso junto a la cama;


después salió rápidamente de la habitación.


—¡“Fuera”, Himmler! ¡Fuera de mi vista! ¡Ve a visitar a tu hija de pies


deformes! ¡Llévale chucrut! ¡Chucrut, y “heroína”! ¡Nazi! ¡A ella le


“encantará”! A ella...


Desapareció. Karl desapareció.


Y entonces, de pronto, la cosa que había dentro de Regan se puso


cordial y miró a Karras mientras éste preparaba la grabadora, la enchufaba y


enrollaba la cinta.


—¡Vaya, vaya! ¿Qué pasa? -dijo alegremente-. ¿Vamos a grabar algo,


padre? ¡Qué divertido! ¡A mí me “fascinan” estas cosas! ¡Me gustan “con


locura”!


—Yo soy Damien Karras -dijo el sacerdote mientras preparaba la


grabación-. ¿Quién eres tú?








—¿Estás averiguando mis antecedentes, idiota? Es muy osado de tu


parte, ¿no te parece? -se rió-. Yo hice de Duende en una obra de teatro de la


escuela. -Miró a su alrededor-. A propósito, ¿dónde hay algo para beber?


Estoy seco.


El sacerdote apoyó con suavidad el micrófono sobre la mesita de noche.


—Si me dices tu nombre, trataré de encontrarte algo de beber.


—Sí, claro -respondió con una risita ahogada y divertida-. Y supongo


que luego te lo beberías.


Mientras apretaba el botón que decía “Grabar”, Karras respondió:


—Quiero saber tu nombre.


—¡Mira qué vivo! -exclamó con voz ronca.


Y luego desapareció prestamente, para ser reemplazado por el demonio


anterior.


—¿Qué estás haciendo, Karras? ¿Grabando nuestra pequeña discusión?


Karras se puso tenso y miró con fijeza. Luego empujó una silla junto a la


cama y se sentó.


—¿Te importa? -preguntó.


—En absoluto -gruñó el demonio-. Siempre me han gustado los


artilugios infernales.


De pronto, Karras percibió un penetrante y desagradable olor, parecido


a...


—Chucrut, Karras, ¿lo has notado?


El jesuita pensó, maravillado, en que, en efecto, olía como a chucrut.


Luego se dispersó el olor, para dar paso al hedor de antes. Karras frunció el


ceño. ¿Lo habría imaginado? ¿Habría sido autosugestión? Pensó en el agua


bendita, pero consideró que era preferible reservarla para mejor ocasión.


—¿A quién estabas hablando antes? -preguntó.


—Simplemente a uno de la familia, Karras.


—¿Un demonio?


—Le das demasiada importancia.


—¿Por qué?


—La palabra ‘demonio’ significa ‘sabio’, y él es estúpido.


—¿En qué idioma significa ‘sabio’ la palabra ‘demonio’? -preguntó el


jesuita con vivo interés.


—En griego.


—¿Hablas griego?


—Con bastante fluidez.


“¡Una de las señales!”, pensó Karras muy excitado. “¡Habla una lengua


desconocida!” Era más de lo que hubiera podido esperar.


—“Pos egnokas hoty presbyteros eimi?” -preguntó Karras rápidamente


en griego clásico.


—Ahora no tengo ganas, Karras.


—¡Oh! Entonces no sabes...


—“¡No tengo ganas!”


Desilusión. Karras meditó.


—¿Eres tú el que ha hecho mover el cajón de la cómoda? -preguntó.


—Desde luego.








—Muy impresionante. -Karras hizo un gesto afirmativo con la cabeza-.


Verdaderamente eres un demonio muy poderoso.


—Lo soy.


—Me pregunto si serías capaz de hacerlo de nuevo.


—Sí, a su debido tiempo.


—Hazlo ahora, por favor... Me gustaría mucho verlo.


—En su momento.


—¿Por qué no ahora?


—Debemos darte “alguna” razón para que dudes -dijo con voz ronca-.


Alguna. Sólo lo suficiente para asegurar el resultado final. -Echó la cabeza


hacia atrás, con una risita maligna-. ¡Qué raro es atacar por medio de la


verdad! ¡Ah, qué placer!


Unas manos heladas tocaban levemente su nuca. Karras miró con fijeza.


¿Por qué el miedo de nuevo? ¿Miedo? ¿”Era” miedo?


—No, miedo no -dijo el demonio. Sonreía-. Ese era yo.


Las manos dejaron de tocarlo.


Karras frunció el ceño. Sintióse asombrado de nuevo. Algo parecía


ahogarlo. “Telepatía. ¿O estaría posesa? Averígualo. Averígualo ahora”.


—¿Puedes decirme en qué estoy pensando en este momento?


—Tus pensamientos son demasiado aburridos para entretenerme en


leerlos.


—Entonces no puedes leer mi mente.


—Puedes creer lo que te plazca..., lo que te plazca.


“¿Intentar con el agua bendita? ¿Ahora?” Oyó el chirrido del mecanismo


de la grabadora. No. “Sigue profundizando. Consigue más ejemplos del estilo


de su lenguaje”.


—Eres una persona fascinante -dijo Karras.


Regan se rió burlona.


—De verdad -dijo Karras-. Me gustaría saber más acerca de ti.


Por ejemplo, nunca me has dicho quién eres.


—Un diablo -rugió el demonio.


—Sí, ya lo sé; pero, ¿qué diablo? ¿Cómo te llamas?


—¿Qué hay en un nombre, Karras? No te preocupes por mi nombre.


Llámame Howdy, si te parece más cómodo.


—¡Ah, sí! El capitán Howdy -asintió Karras-. El amigo de Regan.


—Su amigo, “íntimo”.


—¿De veras?


—Claro que sí.


—Pero, entonces, ¿por qué la atormentas?


—Porque soy su amigo. ¡A la puerca le gusta!


—¿Le gusta?


—¡Le encanta!


—Pero, ¿por qué?


—¡Pregúntaselo a ella!


—¿Le vas a permitir que me responda?


—No.


—Entonces, ¿qué sentido tiene que le pregunte?








—¡Ninguno! -Los ojos del demonio lanzaban destellos de odio.


—¿Quién es la persona con la que estuve hablando anteriormente?


-preguntó Karras.


—Ya lo preguntaste.


—Lo sé, pero nunca me diste una respuesta.


—Sólo otro amigo de la dulce y querida puerca, estimado Karras.


—¿Puedo hablar con él?


—No. Está ocupado con tu madre. -Emitió suaves risitas ahogadas.


Mostrábase burlón, y Karras sintió que desde lo más profundo lo iba


ganando la ira, un temblor de odio que el sacerdote reconoció, asombrado,


que no iba dirigido contra Regan, sino contra el demonio. “¡El demonio! ¿Qué


diablos te pasa, Karras?”. El jesuita consiguió mantener la calma en lo


posible, respiró profundamente, se puso de pie y se sacó del bolsillo el


hisopo con agua bendita. Lo destapó.


El demonio desvió la mirada.


—¿Qué es eso?


—¿No lo sabes? -preguntó Karras, tapando a medias con su pulgar la


boca del hisopo, mientras comenzaba a salpicar a Regan con su contenido-.


Es agua bendita, diablo.


El demonio se encogió, se retorció, mugiendo con terror y sufrimiento.


—¡Quema! ¡Quema! ¡Ah, basta ya, basta, basta!


Inexpresivo, Karras dejó de rociarlo. “Histeria. Sugestión”.


Leyó “el libro”. Echó una mirada a la grabadora. ¿“Para” qué


molestarse?


Notó que había quedado en silencio. Miró a Regan. Frunció las cejas.


“¿Qué es esto? ¿Qué está sucediendo?” La personalidad diabólica se había


evaporado, y en su lagar había unas facciones parecidas y, sin embargo,


diferentes. Tenía los ojos en blanco. Murmullo. Lento. Un parloteo febril.


Karras se acercó a la cama. Se inclinó para escuchar. “¿Qué es?


Nada. Y, sin embargo... Tiene cadencia. Como un idioma”. ¿No será...?


Sintió la vibración de unas alas en su estómago, las sujetó fuertemente, las


inmovilizó.


“¡Vamos, no seas idiota!” Y, sin embargo...


Echó una rápida mirada al control del volumen de la grabadora.


No se encendía. Tocó el pulsador para aumentarlo, y escuchó de nuevo,


con el oído cerca de los labios de Regan. El parloteo cesó y fue reemplazado


por una respiración áspera y profunda.


Karras se irguió.


—¿Quién eres? -preguntó.


—Eidanyoson -respondió el ente. Susurro doloroso. Sufriente.


Ojos en blanco. Párpados que se agitan-. Eidanyoson. -La voz gangosa y


entrecortada, como el alma de su dueño, parecía enclaustrada en un oscuro


y velado espacio, más allá del tiempo.


—¿Es ése tu nombre? -Karras frunció el ceño.


Los labios se movían. Sílabas febriles. Lentas. Ininteligibles. En seguida


cesaron.


—¿Me puedes entender?








Silencio. Sólo respiración. Profunda. Extrañamente ahogada. El


inquietante zumbido de la respiración en una tienda de oxígeno. El jesuita


esperaba. Quería más. Pero no pasó nada.


Rebobinó la cinta, metió la grabadora en su caja, la levantó y cogió el


rollo. Echó una última mirada a Regan. Cabos sueltos.


Indeciso, salió de la habitación y se dirigió a la planta baja. Encontró a


Chris en la cocina. Estaba sentada con Sharon, tomando café. Su expresión


era sombría.


Al ver que Karras se acercaba, ambas levantaron la vista inquisidoras,


ansiosas, expectantes.


Chris dijo quedamente a Sharon:


—¿Por qué no vas a hacer compañía a Regan?


Sharon tomó un último trago de café, asintió débilmente mirando a


Karras y partió. Él se sentó a la mesa, con gesto cansino.


—¿Qué sucede? -le preguntó Chris, que lo miraba fijamente.


Karras iba a contestar, pero se detuvo, ya que Karl entraba despacito,


procedente de la despensa, y se dirigía al fregadero. Chris siguió la dirección


de su mirada.


—No importa -dijo suavemente-, puede hablar. ¿Qué pasa?


—Ha habido dos personalidades desconocidas. Una de ellas creo haberla


visto por unos instantes; me refiero a esa que tiene acento británico. ¿Es


alguien que usted conoce?


—¿Tiene importancia eso? -preguntó Chris.


Nuevamente, él percibió tensión en su cara.


—Es importante.


Chris bajó la vista y asintió.


—Sí, es alguien que conocí.


—¿Quién?


Ella levantó la mirada.


—Burke Dennings.


—¿El director?


—Sí.


—¿El director que...?


—Sí -lo interrumpió.


En silencio, el jesuita sopesó su respuesta durante un momento. Vio que


el dedo índice de la actriz temblaba.


—¿Quiere café o alguna otra cosa, padre?


Karras hizo un gesto negativo con la cabeza.


—No, gracias. -Se inclinó hacia delante, apoyando los codos en la mesa-


. ¿Lo conocía Regan?


—Sí.


—Y...


Un ruido seco. Asustada, Chris se echó hacia atrás, y al volverse vio que


a Karl se le había caído al suelo la tostadora y se agachaba para cogerla.


Pero se le volvió a caer.


—¡Por Dios, Karl!


—Lo siento, señora.








—¡Karl, váyase al cine o a cualquier parte! ¡No podemos quedarnos


todos enjaulados en esta casa! -Se volvió hacia Karras, cogió un paquete de


cigarrillos y lo arrojó con fuerza sobre la mesa al oír que Karl protestaba:


—No, yo...


—¡Karl, se lo digo en serio! -le espetó Chris, nerviosa, levantando la


voz, pero sin volverse-. ¡Váyase de aquí! ¡Salga de esta casa un rato!


¡“Todos” vamos a tener que marcharnos poco a poco! ¡Vamos, “váyase”!


—Sí, vete -añadió Willie como un eco, entrando y arrebatándole la


tostadora de la mano. Irritada, lo empujó hacia la despensa. Tras mirar


brevemente a Chris y a Karras, Karl se marchó.


—Lo siento, padre -murmuró Chris, disculpándose. Tomó un cigarrillo-.


Karl ha tenido que aguantar muchas cosas últimamente.


—Tiene razón -dijo Karras cariñosamente. Tomó los fósforos-. “Todos”


deberían hacer un esfuerzo para salir de la casa. -Le encendió el cigarrillo-.


Usted también.


—¿Y qué decía Burke? -preguntó Chris.


—Sólo obscenidades -contestó Karras encogiéndose de hombros.


—¿Nada más?


Advirtió cierto temor en el tono de su voz.


—Eso ya es bastante -respondió. Luego bajó el tono-. A propósito,


¿tiene Karl una hija?


—¿Una hija? Que yo sepa, no. Y si la tiene, nunca lo ha dicho.


—¿Está segura?


Willie estaba fregando los platos. Chris se volvió hacia ella.


—¿Tienes alguna hija, Willie?


—Murió hace mucho tiempo, señora.


—¡Oh, lo siento!


Chris se volvió hacia Karras.


—Ahora me entero -susurró-. ¿Por qué lo pregunta? ¿Cómo lo ha


sabido?


—Por Regan. Ella lo mencionó -dijo Karras.


Chris mantenía la mirada fija.


—¿Nunca mostró signos telepáticos? -preguntó-. Quiero decir antes de


esto.


—Bueno... -Chris vaciló-, no sé... No estoy segura. He comprobado


infinidad de veces que ella parecía estar pensando lo mismo que yo, pero,


¿no es corriente eso entre las personas que están muy unidas?


Karras asintió. Pensaba.


—Respecto a la otra personalidad, ¿es la que surgió aquella vez durante


la hipnosis?


—¿Esa que habla en jerga?


—Sí. ¿Quién es?


—No sé.


—¿No la conoce?


—En absoluto.


—¿Ha pedido los informes médicos?








—Los traerán esta tarde. Se los mandan por avión directamente a usted.


-Sorbió café-. Ha sido la única forma de conseguirlo, y aun así, tuve que


gritar lo mío.


—Sí, ya me imaginaba que iba a haber inconvenientes.


—Los hubo. Pero los informes ya están en camino. -Tomó otro sorbo de


café-. Bueno, y ¿qué hay del exorcismo, padre?


Él bajó la vista; suspiró.


—No tengo muchas esperanzas de que pueda convencer al obispo.


—¿Qué quiere decir con eso de que ‘no tiene muchas esperanzas’?


Dejó en la mesa la taza de café y frunció el ceño ansiosamente.


Él hurgó en su bolsillo, extrajo el hisopo y se lo mostró.


—¿Ve esto?


Chris asintió.


—Le he dicho que era agua bendita -explicó Karras-. Y cuando he


empezado a rociarla, ha reaccionado violentamente.


—¿Qué quiere decirme?


—Pues que no es agua bendita, sino del grifo.


—Pero puede ser que algunos demonios no conozcan la diferencia.


—¿Cree usted en serio que hay un demonio dentro de ella?


—Creo que hay algo en ella que está tratando de matarla, padre Karras,


y opino que no tiene mucha importancia que distinga entre la orina y el


agua, ¿no le parece? Mire, lo lamento mucho, pero me ha pedido usted mi


opinión. -Aplastó el cigarrillo-. Después de todo, ¿qué diferencia hay entre el


agua bendita y la del grifo?


—El agua bendita está bendecida.


—Muy bien. Pero, ¿qué propone usted, mientras tanto? ¿No hacer el


exorcismo?


—Mire, hace muy poco que he comenzado a profundizar en esto -dijo


Karras acalorado-. Pero la Iglesia tiene criterios que debemos considerar, y


ello, por una razón muy importante: ¡evitar todas esas supersticiones que la


gente no hace más que achacarle año tras año!


—¿No quiere un poco de ‘Librium’, padre?


—Lo siento, pero ha sido usted la que me ha pedido mi opinión.


—Y me la ha dado.


Buscó sus cigarrillos.


—Déme uno a mí -dijo Chris, hosca.


Le alargó el paquete, y Chris cogió un cigarrillo. Él se puso otro en la


boca y encendió los dos.


Expelieron el humo y se dejaron caer en sendas sillas junto a la mesa.


—Perdóneme -dijo él, suavemente.


—Estos cigarrillos sin filtro lo van a matar.


Karras jugueteaba con el paquete, arrugando el celofán.


—Estos son los signos que la Iglesia puede aceptar: Uno es el hablar en


un idioma que el sujeto no conocía antes, que nunca había estudiado. Estoy


trabajando en eso. Con las cintas. Veremos lo que saco en limpio. Luego


tenemos la clarividencia, aunque hoy puede anularla la telepatía.


—¿“Cree” usted en eso? -Frunció el ceño, escéptica.








Él la miró. Se dio cuenta de que hablaba en serio. Continuó:


—Y, por último, la manifestación de poderes superiores a sus


habilidades.


—Bueno, ¿y qué hay de esos golpes en la pared?


—Por sí mismos, no significan nada.


—¿Y los movimientos de la cama?


—No bastan.


—¿Y esas cosas que le salieron en la piel?


—¿Qué cosas?


—¿No se lo he dicho?


—¿Decirme qué?


—¿No? Pues fue en la clínica -le explicó Chris-. Tenía... -dijo


señalándose el pecho con el índice- como letras. Le salían en el pecho, y


luego desaparecían.


Karras frunció el ceño.


—Ha dicho usted ‘letras’. ¿Palabras no?


—No, palabras no. Sólo una “M”, una o dos veces. Luego una “L”.


—¿Y “vio” usted eso? -le preguntó.


—No. Me lo han contado.


—¿Quién?


—Los médicos de la clínica. Lo encontrará en el informe. Es cierto.


—No lo dudo. Pero eso también es un fenómeno natural.


—¿En dónde? ¿En Transilvania? -dijo Chris, incrédula.


Karras movió la cabeza.


—No, he leído casos de este tipo en las revistas médicas. En uno de


ellos, el psiquíatra de una prisión informaba que un paciente suyo podía


ponerse en trance voluntariamente y lograr que aparecieran en su piel los


signos del Zodíaco. -Con un gesto se señaló el pecho-. Se le levantaba la


piel.


—¡Se ve que usted no cree muy fácilmente en milagros!


—Cierta vez se hizo un experimento -prosiguió Karras- en el cual un


sujeto, hipnotizado, fue puesto en trance: luego le hicieron incisiones en los


dos brazos. Se le dijo que el brazo izquierdo sangraría, pero no el derecho.


Pues bien, así ocurrió: sangró el brazo izquierdo y el derecho no.


El poder de la mente reguló la pérdida de sangre. Por supuesto que no


sabemos cómo, pero sucede.


De modo que en los casos de estigmatizados, como el del recluso que le


he citado (o en el de Regan), el inconsciente regula el flujo de la corriente


sanguínea hacia la piel, y manda más hacia las partes que quiere que se


eleven. Y entonces tenemos dibujos, letras o lo que fuere. Es misterioso,


pero no sobrenatural.


—En verdad que es usted una persona difícil, padre Karras; ¿lo sabía?


Karras se tocó los dientes con la uña del pulgar.


—Mire, tal vez esto le ayude a entender -dijo, finalmente-. La Iglesia (no


yo, sino la Iglesia) publicó cierta vez una declaración, una advertencia a los


exorcistas. La leí anoche. Decía en ella que la mayoría de las personas que


se creen posesas, o que “son consideradas como tales por otros” (y cito








textualmente), ‘necesitan mucho más de un médico que de un exorcista’.


-Levantó la mirada y la clavó en los ojos de Chris-. ¿No se imagina cuándo se


publicó tal declaración?


—No. ¿Cuándo?


—En el año 1583.


Chris alzó la vista, sorprendida. Pensaba.


—Sí, claro, ése sí que fue un año de todos los diablos -murmuró.


Oyó que el sacerdote se levantaba de su silla y le decía:


—Déjeme que espere hasta ver los informes de la clínica.


Chris asintió.


—Entretanto -continuó-, voy a revisar las cintas grabadas; luego las


llevaré al Instituto de Idiomas y Lingüística. Quizás esta jerga sea algún


idioma. Lo dudo, pero puede ser. Y si se comparan los estilos de lenguaje...


Bueno, ya veremos. Si son los mismos, sabremos con certeza que no es una


posesa.


—Y entonces, ¿qué? -preguntó Chris ansiosa.


El sacerdote escudriñó los ojos de Chris. Eran turbulentos.


“¡Preocupada porque su hija no sea una posesa!” Pensó en Dennings.


Algo andaba mal. Muy mal.


Créame que me cuesta trabajo pedírselo; pero, ¿podría prestarme su


coche unos días?


Desolada, Chris mantenía su mirada fija en el suelo.


—Puede usted pedirme prestada hasta la vida por unos días -murmuró-.


Eso sí, devuélvamelo el jueves. Uno nunca sabe... podría necesitarlo.


Sintiendo una profunda pena, Karras contempló aquella cabeza inclinada


e indefensa. Ansiaba poder cogerle la mano y decirle que todo saldría bien.


Pero, ¿cómo?


—Espere, le traeré las llaves -dijo ella.


La vio alejarse como una plegaria desesperanzada.


Cuando le hubo entregado las llaves, Karras regresó, caminando, hasta


su habitación en la residencia. Allí dejó la grabadora y recogió la cinta de


Regan. Luego volvió a cruzar la calle, en busca del coche de Chris. Al subir


oyó que Karl lo llamaba desde la puerta de la casa:


—¡Padre Karras! -Karras miró. Karl bajaba corriendo la escalinata,


mientras se ponía apresuradamente la americana. Agitaba una mano-.


¡Padre Karras! ¡Un momento!


Karras se inclinó y bajó la ventanilla opuesta a la del asiento del


conductor. Karl metió la cabeza.


—¿Hacia dónde va, padre?


—A Du Pont Circle.


—¿Me podría llevar? ¿No le molesta?


—Encantado de hacerlo. Suba.


Karl lo hizo.


—¡Se lo agradezco mucho, padre!


Karras giró la llave de contacto.


—Le hará bien salir.


—Sí. Voy a ver una película. Una muy buena.








Karras puso la primera y arrancó.


Durante un rato marcharon en silencio. El jesuita trataba de encontrar


respuestas a sus interrogantes. “Posesión. Imposible. El agua bendita”.


Pero...


—Karl, dijo usted que conocía muy bien a Dennings, ¿no?


Karl, que miraba a través del parabrisas, asintió, rígido:


—Sí, lo conocía.


—Cuando Regan... cuando ella parece ser Dennings, ¿le da a usted la


impresión de que de veras lo es?


Larga pausa. Y luego un lacónico e inexpresivo:


—Sí.


Karras, obsesionado, asintió con la cabeza.


No hablaron más hasta llegar a Du Pont Circle, donde se detuvieron ante


un semáforo en rojo.


—Yo me bajo aquí, padre Karras -dijo Karl y abrió la portezuela-. Aquí


puedo coger el autobús. -Se bajó, y luego metió la cabeza por la ventanilla-.


Padre, muchas gracias, le estoy muy agradecido.


Se quedó parado en el andén de seguridad, en espera de que cambiara


la luz. Sonrió y agitó una mano al sacerdote que se alejaba.


Siguió con la vista fija en el coche hasta que desapareció en una curva,


a la entrada de la Massachusetts Avenue. Luego corrió a coger un autobús.


Pidió un billete combinado. Transbordó. Luego se apeó en la zona de


departamentos, al nordeste de la ciudad, por donde caminó hasta llegar a un


edificio de apartamentos, semiderruido, en el que entró.


Se detuvo al pie de una oscura escalera; olía a comida barata. De


alguna parte llegaba el llanto de un niño. Agachó la cabeza. Por el zócalo se


deslizó rápidamente una cucaracha, que cruzó la escalera con rítmicos


movimientos. Se agarró al pasamanos, y durante unos momentos pareció


titubear, como si tratara de volverse; pero, al fin, movió la cabeza y empezó


a subir la escalera. Cada paso gimiente crujía como un reproche. Al llegar al


primer piso se encaminó a una de las puertas de una lóbrega ala, y por un


momento se quedó allí con una mano apoyada en el marco. Miró la


desconchada pared: ‘Nicky’ y ‘Ellen’ escritos con lápiz, y debajo, una fecha y


un corazón cuyo centro era yeso resquebrajado.


Karl tocó el timbre y esperó cabizbajo. Se oyeron chirriar los muelles de


una cama, la voz de alguien que mascullaba irritado y el ruido de unos pasos


irregulares, causado por un zapato ortopédico.


De pronto, la puerta se abrió parcialmente de un golpe, y la cadenita de


seguridad repiqueteó al ser extendida al máximo, mientras una mujer, en


ropa interior, miraba hoscamente por la abertura; de la comisura de los


labios le colgaba un cigarrillo.


—¡Ah, eres tú! -exclamó secamente mientras quitaba la cadena.


Karl tropezó con unos ojos duros y apagados a la vez, macilentos pozos


de sufrimiento y vergüenza.


Contempló brevemente la disoluta mueca de los labios y la arruinada


cara, de una juventud y una belleza enterradas vivas en mil habitaciones de








hoteluchos, en mil despertares de sueños agitados, ahogando el llanto ante


la belleza perdida.


—¡Vamos, dile que se vaya a la porra! -tronó una áspera voz masculina


en el interior. Confusa.


El novio.


La muchacha volvió rápidamente la cabeza y le espetó:


—¡Cállate, estúpido, es papá! -Luego se dirigió a Karl-. Está borracho,


papá. Lo mejor es que no entres.


Karl asintió.


Los estragados ojos de la hija descendieron hasta la mano de Karl, que


se buscaba la cartera en el bolsillo de atrás.


—¿Cómo está mamá? -le preguntó, mientras succionaba el cigarrillo,


con la vista clavada en las manos que hurgaban en la billetera, en las manos


que contaban billetes de diez dólares.


—Está bien -asintió Karl, conciso-, está bien.


Cuando le entregó el dinero, ella empezó a toser como si fuera a


deshacerse. Se tapó la boca con una mano.


—¡Esta porquería de tabaco! -exclamó, sofocada.


Karl vio las marcas de los pinchazos en su brazo.


—Gracias, papá.


Le arrebató el dinero de las manos.


—¡Acaba de una vez! -gruñó el novio desde el interior.


—¡Bueno, papá, adiós! Ya sabes cómo se pone él.


—¡Elvira...! -Karl había metido la mano por la abertura, agarrándole la


muñeca-. ¡Han puesto una clínica en Nueva York! -le susurró implorante.


Ella hacía muecas y trataba de zafarse.


—¡Vamos, déjame!


—¡Te los mandaré! ¡Ellos te ayudarán! ¡No irás a la cárcel! Es...


—¡Por Dios, “vamos, papá”! -chilló, liberándose, al fin, de su mano.


—¡No, no, por favor! Es...


Le cerró la puerta en la cara. En el oscuro vestíbulo, en la alfombrada


tumba de sus expectativas, Karl se quedó mirando la puerta en silencio, y


luego inclinó la cabeza, lleno de mudo dolor. Desde el interior del


apartamento llegaba una conversación ahogada. Luego, una fuerte carcajada


cínica de mujer, seguida de una tos convulsa. Al volverse sintió el repentino


aguijonazo de un sobresalto, pues frente a él se hallaba el teniente


Kinderman, que le cerraba el paso.


—Tal vez ahora podamos charlar, señor Engstrom -jadeó, con las manos


metidas en los bolsillos del abrigo y con ojos tristes-. Quizá podamos charlar


ahora -repitió.

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