BLOOD

william hill

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lunes, 8 de noviembre de 2010

EL EXORCISTA -- william blatti

EL EXORCISTA


4ªparte




CAPÍTULO SEGUNDO

Karras rebobinó la cinta en un rollo vacío, en la oficina del rechoncho y

canoso director del Instituto de Idiomas y Lingüística.

Cuidadosamente había vuelto a grabar antes en distintos carretes, y

ahora se disponía a oír la primera, junto con el director. Entonces puso en

marcha la grabadora y se alejó unos pasos de la mesa. Escucharon la voz

febril desgranando su jerga. Karras se volvió hacia el director.

—¿Qué le parece, Frank? ¿Es un idioma?

El director estaba sentado en el borde de su mesa. Al terminar la cinta,

frunció el ceño, desconcertado.

—Muy extraño. ¿De dónde lo ha sacado?

Karras paró la cinta.

—Es algo que tengo desde hace años, desde la época en que trabajé en

un caso de personalidad desdoblada. Pienso escribir una monografía sobre

esto.

—¡Ah, ya!

—Bueno, ¿qué piensa?

El director se quitó las gafas y empezó a mordisquear los enganches de

carey.

—Si es un idioma, jamás lo he oído. Sin embargo, alguna vez... -Frunció

el ceño. Luego levantó la mirada hasta Karras.

—¿Quiere pasarla de nuevo?

Karras rebobinó en seguida la cinta y la volvió a pasar.

—Bien, ¿qué le parece? -preguntó.

—Tiene la cadencia de lenguaje.

Karras sintió una emoción esperanzada. Trató de reprimirla.

—Eso es lo que me ha parecido a mí -dijo.

—Pero, naturalmente, no lo entiendo. ¿Es antiguo o moderno?

—No lo sé.

—¿Por qué no me deja la cinta, padre? La estudiaré con algunos de los

muchachos.

—¿Podría sacar una copia? Me gustaría conservar el original.

—Sí, por supuesto.

—Entretanto, tengo otra cosa que hacer. ¿Dispone de tiempo?

—Sí. ¿De qué se trata?

—Le voy a entregar fragmentos de una conversación entre las que

aparentemente son dos personas distintas. Por medio del análisis semántico,

¿podría usted determinar si una sola persona puede haber sido capaz de

producir ambos modos de lenguaje?

—Creo que sí.

—¿Cómo?

—Pues por la frecuencia de una ‘muestra tipo’. En muestras de mil o

más palabras, basta probar la frecuencia con que se presentan las diversas

partes de la oración.




—¿Y cree que eso sería concluyente?

—Por lo menos, bastante. Desde luego, esta clase de pruebas permite

descartar cualquier cambio en el vocabulario básico. No cuentan las palabras,

sino el modo de expresarlas, el estilo. Nosotros lo denominamos ‘índice de

diversidad’. Esto puede resultar difícil para un profano y, por supuesto, es lo

que buscamos. -El director sonrió con afectada suficiencia. Luego señaló las

cintas que Karras tenía en las manos-. Ahí tiene dos personas distintas, ¿no

es así?

—No. Las palabras fueron emitidas por la misma persona, Frank. Como

ya le he dicho, fue un caso de doble personalidad. Las palabras y las voces

me parecen totalmente distintas, pero ambas salieron de la misma boca.

Mire, necesito que me haga un gran favor...

—¿Acaso que pruebe las dos? Con mucho gusto. Se la daré a uno de los

profesores.

—No, Frank, ése es el gran favor que le quiero pedir: me gustaría que lo

hiciera usted mismo, y “lo más rápidamente” que pueda. Es muy importante.

El director advirtió la urgencia en sus ojos. Asintió.

—Me pondré a hacerlo en seguida.

Grabó copias de ambas cintas, y Karras regresó con los originales a la

residencia de los jesuitas. Encontró una nota en su habitación. Habían

llegado los informes de la clínica. Se dirigió en seguida a la recepción y firmó

el papel en el que constaba que había recibido el paquete. De vuelta en su

cuarto, empezó a leer de inmediato. Pronto se convenció de que su visita al

Instituto de Idiomas había sido una pérdida de tiempo.

‘...señales de complejo de culpabilidad, con el consiguiente

sonambulismo histérico’.

Había lugar para las dudas. Siempre había lugar. Interpretación. “Pero

los estigmas de Regan”... Abatido, Karras apoyó su cara en las manos. El

estigma de la piel que le había descrito Chris figuraba en los informes. Pero

también habían consignado en ellos que Regan tenía piel hiperreactiva, por lo

cual ella misma podía haber dibujado simplemente las misteriosas letras en

su carne poco antes de que fueran descubiertas. Dermatografía.

“Lo hizo ella misma”, pensó Karras. Estaba seguro. Porque tan pronto

como le inmovilizaron las manos con correas -decían los informes, cesaron

los misteriosos fenómenos, fenómenos que no volvieron a repetirse.

“Fraude. Consciente o inconsciente. Pero, a fin de cuentas, fraude”.

Levantó la cabeza y miró al teléfono. Frank. ¿Debería llamarlo para

decirle que no se molestara? Tomó el receptor. No le contestaron, y le dejó

un recado.

Luego, exhausto, se levantó y, lentamente, se dirigió al cuarto de baño.

Se lavó la cara con agua fresca. “El exorcista tendrá sumo cuidado en no

dejar sin contestación ninguna de las manifestaciones del paciente”. Se miró

al espejo. ¿Se le habría escapado algo? ¿Qué? “El olor a salchichas con




chucrut”. Se volvió, cogió la toalla y se secó la cara. “Autosugestión”,

recordó. Y los enfermos mentales, en ciertos casos, parecían capaces de

obligar inconscientemente a sus cuerpos a que emitieran una variedad de

olores.

Karras se secó las manos. Los golpes..., el cajón que se abrió y se cerró.

¿Psicokinesis? ¿Con toda seguridad? “¿Cree usted en eso?” Al poner la toalla

en su lugar se dio cuenta de que no estaba pensando lúcidamente.

“Demasiado cansado”. Pero no se animaba a hacer adivinanzas con Regan, a

exponerla a las peligrosas traiciones de la mente.

Salió de la residencia y marchó a la biblioteca de la Universidad. Buscó

en la “Guía de publicaciones periódicas: Tel... Tel... Telepa”... Encontró lo

que buscaba y, cogiendo la revista científica, se sentó para leer un artículo

del doctor Hans Bender, un psiquíatra alemán, sobre investigaciones de

fenómenos telepáticos. Al terminar la lectura quedó convencido de que

existían los fenómenos psicokinéticos, ya que se hallaban profusamente

documentados y habían sido filmados en clínicas psiquiátricas. En ninguno de

los casos mencionados en el artículo se hacía referencia a posesión diabólica.

Se emitía la hipótesis de una energía dirigida por la mente, producida de

manera inconsciente, y, en general -lo cual era muy significativo, pensó

Karras-, se daba en adolescentes sometidas a estados de ‘extrema tensión

interior, frustración y rabia’.

Karras se frotó los cansados ojos. Aún se sentía remiso. Volvió a

analizar los síntomas, deteniéndose en cada uno como un niño que vuelve a

tocar las tablas de una empalizada blanca. ¿Cuál se le había escapado? -se

preguntó-. ¿Cuál?

La respuesta, concluyó, al fin, cansado, era: Ninguna.

Dejó la revista en su lugar. Regresó caminando a casa de los MacNeil.

Acudió a abrir Willie, quien le acompañó hasta el despacho. La puerta estaba

cerrada.

Willie llamó.

—El padre Karras -anunció.

—Que pase.

Karras pasó y cerró la puerta detrás de sí. Chris estaba de espaldas, con

la frente apoyada en una mano y el codo en el bar.

—¡Hola, padre!

Su voz era un susurro seco y desesperado. Preocupado, se acercó a ella.

—¿Está bien? -le preguntó con dulzura.

—Sí.

Era evidente que trataba de contener la tensión. Karras frunció el ceño.

Con temblorosa mano, Chris se cubría el rostro.

—¿Qué hay, padre?

—He examinado los informes de la clínica. -Esperó. Ella no hizo ningún

comentario. Él prosiguió-: Creo... -Se detuvo-. Bueno, mi honrada opinión,

en este momento, es que lo que más ayudaría a Regan sería un tratamiento

psiquiátrico intensivo.

Chris movió lentamente la cabeza una y otra vez.

—¿Dónde está su padre? -preguntó Karras.




—En Europa -susurró ella.

—¿Le ha dicho usted lo que pasa?

Ella había pensado muchas veces en decírselo. Había estado tentada de

hacerlo. Eso podría volver a unirlos. Pero Howard y los curas... Por el bien de

Regan había decidido, al fin, no contárselo.

—No -dijo en tono suave.

—Pues creo que sería una gran ayuda si él estuviera aquí.

—¡Y yo creo que nada va a ayudar, excepto algo “ajeno a nosotros”!

-gritó Chris de repente, levantando hacia el sacerdote su cara llena de

lágrimas-. ¡Algo muy “ajeno a nosotros”!

—Insisto en que debería llamarlo.

—“¿Por qué?”

—Sería...

—¡Yo le he pedido a usted que “expulse” a un demonio, no que “traiga”

a otro! -gritó a Karras con repentina histeria. Sus facciones estaban

contraídas por la angustia-. ¿Qué ha pasado de pronto con el exorcismo?

—Bueno...

—¿Para qué diablos quiero yo a “Howard”?

—Ya hablaremos de eso después.

—¡No, “ahora”! ¿Para qué nos puede servir Howard? ¿Cuál sería el

beneficio?

—Es muy posible que la alteración de Regan empezara con un

sentimiento de culpabilidad por...

—¿Culpabilidad? ¿De qué? -gritó, con ojos enloquecidos.

—Podría...

—¿Por el divorcio? ¿Todas esas tonterías que dicen los psiquíatras?

—Bueno...

—¡Tiene sentimientos de culpabilidad porque “mató a Burke Dennings”!

-chilló Chris, apretándose las sienes con fuerza-. ¡Lo “mató”! ¡Lo mató y la

van a meter en la cárcel, la van a meter en la cárcel! ¡Oh, Dios mío, oh...!

Karras logró sostenerla cuando se desplomaba, llorando, y la condujo

hasta el sofá.

—Tranquilícese -le repitió suavemente-, tranquilícese.

—¡No, la van a... meter en la cárcel! -sollozó ella-. ¡La van a meter... a

meter... ahhh! ¡Oh, “Dios” mío! ¡Oh, Dios mío!

—Vamos, vamos...

La hizo tumbarse en el sofá, se sentó a su lado y le cogió una mano.

Pensamientos sobre Kinderman. Dennings. El llanto de Chris. Irrealidad.

—Bueno, bueno, ya está bien. Cálmese.

Cuando se hubo calmado, la ayudó a incorporarse. Le trajo agua y una

caja de pañuelos de papel que había encontrado sobre una repisa, detrás del

bar. Luego volvió a sentarse a su lado.

—Me he quitado un gran peso de encima -dijo ella, sonándose la nariz y

gimoteando-. Ha sido como una liberación.

Karras estaba consternado. El impacto que le causó la revelación de

Chris crecía a medida que ella se calmaba. Respiración más tranquila. Nudos




intermitentes en la garganta. Pero ahora el peso recaía sobre él, abrumador,

opresivo. Sintióse rígido en su interior.

“¡Nada más! ¡No diga nada más!”

—¿Quiere decirme algo más? -le preguntó amablemente.

Chris asintió. Suspiró. Se secó los ojos y habló vacilante, entre sollozos

espasmódicos, de Kinderman, del libro, de su certeza de que Dennings había

subido al dormitorio de Regan, de la extraordinaria fuerza de su hija, de la

personalidad de Dennings, que ella había creído reconocer al verlo, muerto,

con la cabeza vuelta y mirando hacia atrás.

Terminó. Esperaba la reacción de Karras. Durante un rato, él no dijo

nada. Pensaba en todo lo que había escuchado. Al fin, dijo con suavidad:

—Usted no “sabe” que ella lo hizo.

—Pero tenía la cabeza vuelta hacia atrás -dijo Chris.

—Usted se había golpeado también fuertemente la cabeza contra la

pared -respondió Karras-. También estaba usted conmocionada. Se lo

imaginó.

—Ella me dijo que lo había hecho -declaró Chris, inexpresiva.

—¿Y le dijo cómo? -preguntó Karras.

Chris agitó la cabeza. Él se volvió para mirarla.

—No -contestó ella-, no.

—Entonces, eso no quiere decir nada -le aseguró Karras-. No tiene

ningún valor, a menos que ella le hubiera dado detalles que nadie,

razonablemente, pudiera saber, aparte el asesino.

Ella movió la cabeza dubitativa.

—No sé -respondió-. No sé si estoy haciendo lo adecuado. Creo que ella

lo hizo y que podría matar a alguien más. No sé... -Hizo una pausa-. Padre,

¿qué debo hacer? -le preguntó, desesperada.

El peso era ahora concreto y se adhería a sus espaldas.

Karras apoyó un codo sobre su rodilla y cerró los ojos.

—Bueno, ya se lo ha explicado a alguien -le dijo serenamente-. Ha

hecho lo que debía. Ahora olvídelo. No piense más en ello y déjeme todo a

mí.

Sintió la vista de Chris posada sobre él, y la miró.

—¿Se encuentra mejor?

Ella asintió.

—¿Me hará un favor? -le preguntó.

—¿Qué?

—Vaya al cine a ver una película.

Ella se secó un ojo con el dorso de la mano y sonrió.

—Detesto las películas.

—Pues vaya a visitar a una amiga.

Chris se puso las manos en la falda y lo miró cariñosamente.

—Tengo un amigo aquí -dijo al fin.

Él sonrió.

—Descanse un poco -le aconsejó.

—Lo haré.

A Karras se le había ocurrido algo más.




—¿Cree usted que Dennings llevó el libro arriba? ¿O que ya estaba allí?

—Creo que ya estaba allí -respondió Chris.

Karras reflexionó sobre esto.

Luego se puso en pie.

—Bueno, ¿necesita el coche?

—No; puede seguir usándolo.

—De acuerdo. Ya nos veremos.

—Hasta luego, padre.

—Hasta luego.

Salió y se adentró en la tumultuosa y agitada calle. Regan. Dennings.

“¡Imposible! ¡No!” Y, sin embargo, existía la casi convicción de Chris, su

histeria.

“Precisamente son eso: imaginaciones histéricas. Pero”... Rastreaba

certezas como hojas en el viento cortante.

Al pasar junto a la escalinata cerca de la casa oyó un ruido abajo, junto

al río. Se detuvo y miró en dirección al canal C_&O. Una armónica. Alguien

tocaba. “El valle del Río Rojo”. La canción favorita de Karras desde su niñez.

Escuchó hasta que las notas fueron ahogadas por el ruido del tránsito,

hasta que su errante reminiscencia fue hecha pedazos por un mundo ahora

atormentado que clamaba ayuda, que chorreaba sangre sobre el humo de los

tubos de escape. Se metió las manos en los bolsillos. Pensaba febrilmente.

En Chris. En Regan. En Lucas, dando puntapiés a Tranquille. Debía hacer

algo. Pero, ¿qué? ¿Le sería posible ir más allá de donde habían llegado los

clínicos de ‘Barringer’? ‘...ir a la Central Casting...’ Sí, sí, sabía la respuesta:

la esperanza. Recordó el caso de Achille. Poseso. Como Regan, también él se

había llamado demonio a sí mismo; como el de Regan, su trastorno se había

originado en un sentimiento de culpabilidad: remordimiento por su

infidelidad conyugal. El psicólogo Janet había efectuado una cura fingiendo

hipnóticamente la presencia de la esposa, que apareció ante los alucinados

ojos de Achille y lo perdonó solemnemente. Karras asintió para sí. La

sugestión podría resultar eficaz con Regan. Pero no a través de la hipnosis.

Lo habían intentado en ‘Barringer’. No. La sugestión neutralizante para

Regan -creía él- era el ritual del exorcismo. Ella sabía lo que era, conocía sus

efectos. “Su reacción ante el agua bendita. Lo tomó del libro”. Y en el libro

había descripciones de exorcismos realizados con éxito. “¡Podría resultar!

¡Podría! ¡Podría resultar!” Pero, ¿cómo obtener el permiso del Obispado?

¿Cómo presentar el caso sin mencionar a Dennings? Karras no podía mentir

al obispo. No falsificaría los hechos. “¡Pero puedes dejar que los hechos

hablen por sí solos! ¿Que hechos?”

Las cintas que estaban en el Instituto. ¿Qué encontraría Frank? ?

”Podría” haber encontrado algo? No. Pero, ¿quién sabía?

Regan no había distinguido el agua bendita del agua común. “Claro.

Pero si admitía que ella puede leer mi mente, ¿cómo es que no reconoció la

diferencia?” Se puso una mano en la frente. Tenía dolor de cabeza. Sentíase

confuso.

“¡Por Dios, Karras, despierta!

¡Alguien se muere! ¡Despierta!”




De regreso en su habitación, llamó al Instituto. Frank no estaba. Colgó

el teléfono. Agua bendita. Agua del grifo. Algo.

Abrió el “Ritual en las Instrucciones a los exorcistas”: ‘...espíritus

malignos... respuestas engañosas..., de modo que puede parecer que el

paciente no está poseso en absoluto...’ Karras reflexionaba. ¿Sería eso? “¿De

qué diablos estás hablando? ¿Qué espíritu maligno?”

Cerró violentamente el libro y cogió de nuevo los informes médicos. Los

releyó, en busca de algo que pudiera ayudar al obispo.

“Un momento. No hay antecedentes de histeria. Eso es algo”.

Pero poco. Alguna discrepancia. ¿Cuál? Rastreó desesperadamente entre

los recuerdos de cuanto había estudiado. Luego recordó. No mucho. Pero

algo. Cogió el teléfono y llamó a Chris. Por su voz, parecía estar adormilada.

—Hola, padre.

—¿Dormía? Lo siento.

—No se preocupe.

—Chris, ¿dónde puedo ver al doctor... -recorrió el informe con un dedo

-Klein?

—En Rosslyn.

—¿En el complejo médico?

—Sí.

—Por favor, llámelo y dígale que el doctor Karras irá a verlo, y que me

gustaría echarle un vistazo al electroencefalograma de Regan. Dígale

“doctor” Karras, Chris. ¿Entiende?

—Sí.

—Ya le diré algo.

Cuando hubo colgado el receptor, Karras se quitó el alzacuello, la sotana

y los pantalones negros, para vestirse en seguida con unos pantalones color

caqui y un jersey. Encima se puso su impermeable negro de sacerdote, que

se abotonó hasta el cuello. Al mirarse al espejo frunció el ceno.

“Curas y policías”, pensó, mientras se desabrochaba aprisa el

impermeable: su atuendo emanaba un olor que lo identificaba, que era

imposible disimular. Karras se quitó los zapatos y se puso el único par que

tenía cuyo color no era negro: sus gastadas zapatillas blancas de tenis.

Rápidamente se dirigió a Rosslyn en el coche de Chris. Mientras

esperaba, en la calle M, que la luz verde le diera paso para cruzar el puente,

miró de reojo por la ventanilla y vio algo inquietante: Karl se apeaba de un

sedán negro en la Calle Treinta y Cinco, frente a la bodega ‘Dixie’. El

conductor del coche era el teniente Kinderman.

Cambió la luz. Karras aceleró y se adelantó para entrar en el puente.

Miró por el espejo retrovisor. ¿Lo habrían visto? Creía que no. Pero ¿qué

hacían juntos? ¿Pura casualidad? ¿Tendría algo que ver con Regan? ¿Con

Regan y... ?

“¡No te preocupes ahora de eso! ¡Cada cosa a su tiempo!”

Aparcó frente al complejo médico y subió al consultorio del doctor Klein.

El doctor estaba ocupado, pero una enfermera le dio a Karras el

electroencefalograma, que se puso a estudiar en seguida; la larga y estrecha

tira de cartulina se deslizaba suavemente entre sus dedos.




Klein, que llegó poco después, examinó, ligeramente desconcertado, la

indumentaria de Karras.

—¿Doctor Karras?

—Sí. Mucho gusto.

Se dieron la mano.

—Soy Klein. ¿Cómo está la niña?

—Va mejorando.

—Me alegro mucho.

Karras volvió a examinar el gráfico. Klein lo imitó, recorriendo con su

dedo el trazado de las ondas.

—¿Ve? Es muy regular. No hay fluctuaciones de ningún tipo.

—Sí, ya lo veo. -Karras frunció el ceño-. Muy curioso.

—¿Curioso? ¿Qué?

—Desde luego, en la suposición de que estamos tratando un caso de

histeria.

—No lo entiendo. -Supongo que no es muy conocido -murmuró Karras

sin dejar de pasar la cartulina entre sus manos-, pero Iteka, un belga,

descubrió que la histeria parecía ser la causa de algunas raras fluctuaciones

en el gráfico: un trazado diminuto, pero siempre idéntico. Es lo que busco

aquí y no encuentro.

Klein masculló, como extrañado:

—¿Qué me dice?

Karras lo miró brevemente.

—Estaba alterada cuando usted le tomó este encefalograma, ¿verdad?

—Sí, yo diría que lo estaba.

—Entonces, ¿no es raro que el examen haya sido tan perfecto? Incluso

las personas en estado normal pueden influir sobre sus ondas cerebrales,

aunque siempre dentro de una escala normal, y Regan estaba alterada en

ese momento. Parece que debería haber algunas fluctuaciones. Si...

—Doctor, mistress Simmons se impacienta -interrumpió una enfermera

que abrió la puerta.

—Sí..., ya voy -suspiró Klein. Cuando la enfermera se marchó, el médico

empezó a seguirla, pero luego se volvió hacia Karras, con una mano en el

tirador de la puerta-. A propósito de histeria -comentó secamente-, lo

lamento, pero tengo que irme.

Cerró la puerta detrás de sí.

Karras oyó sus pasos, que se alejaban por el corredor; el ruido de una

puerta que se abría y una frase: ‘Bueno, ¿cómo se encuentra hoy, señora...?’

Se cerró la puerta. Karras volvió a examinar el gráfico y, cuando hubo

acabado, lo dobló y lo sujeto con la goma. Luego lo devolvió a la enfermera

de recepción.

“Algo”. Era algo que podría esgrimir ante el obispo como prueba de que

Regan “no era” una histérica y, por tanto, que podía tratarse de un caso de

posesión. Pero el electroencefalograma había planteado otro misterio: ¿Por

qué no había fluctuaciones? ¿Por qué ninguna?




Cuando volvía a casa de Chris, al detenerse frente a un semáforo en la

confluencia de las calles Prospect y Treinta y Cinco, se quedó petrificado:

entre Karras y la residencia de los jesuitas se hallaba aparcado el coche de

Kinderman, el cual, sentado, solo, al volante, sacaba un codo por la

ventanilla y miraba fijamente hacia delante.

Karras torció a la derecha antes de que Kinderman pudiera verlo en el

‘Jaguar’ de Chris. Rápidamente encontró un lugar, aparcó, se apeó y cerró

con llave. Luego dobló la esquina caminando, como si se dirigiera a la

residencia.

“¿Estará vigilando la casa?”, se dijo, preocupado. El espectro de

Dennings reapareció una vez más para acosarlo. ¿Sería posible que

Kinderman creyera que Regan...?

“Tranquilo. Ve más despacio. Tómalo con calma”.

Se acercó al coche y metió la cabeza por la ventanilla opuesta a la del

conductor.

—¡Hola, teniente!

El detective se volvió con rapidez y pareció quedar sorprendido. Luego

sonrió, alegre.

—¡Padre Karras!

“Desafinado”, pensó Karras.

Notó que sentía las manos sudorosas y frías. “¡Muéstrate natural! ¡No

dejes que se dé cuenta de que estás preocupado! ¡Muéstrate natural!”

—¿No sabe que le pueden poner una multa? Los días laborables no se

permite aparcar aquí entre las cuatro y las seis.

—No importa -jadeó Kinderman-. Estoy hablando con un cura. Todos o

casi todos los policías del vecindario son católicos.

—¿Cómo le va?

—Pues si he de decirle la verdad, sólo regular. ¿Y a usted?

—No me puedo quejar. ¿Y qué? ¿Ya ha aclarado ese asunto?

—¿Qué asunto?

—El del director.

—¡Ah, ése! -Hizo un gesto como desechando la idea-. No me pregunte.

Mire, ¿qué hace esta noche? ¿Está ocupado? Tengo pases para el ‘Cine

Crest’. Pasan “Otelo”.

—¿Quiénes son los intérpretes?

—Molly Picon es Desdémona, y Leo Fuchs, Otelo. ¿Le gusta? ¡Es gratis,

padre Marlon Exigente! ¡Es William F. Shakespeare! ¡No importa quién

trabaje o quién deje de hacerlo! ¿Qué, vendrá?

—Me temo que no podré. Estoy agobiado de trabajo.

—Ya lo veo. Tiene usted muy mal aspecto, padre, y perdóneme que se

lo diga. ¿Se va a dormir muy tarde?

—Yo siempre tengo muy mal aspecto.

—Pero ahora más que nunca. ¡Vamos! ¡Escápese una noche! Nos

divertiremos.

Karras decidió tantearlo, comprobar qué buscaba en realidad.




—¿Está seguro de que proyectan ésa? -preguntó. Sus ojos sondeaban

firmemente los de Kinderman-. Habría jurado que en el ‘Crest’ daban una de

Chris MacNeil.

El detective esquivó el golpe y replicó en seguida:

—No; estoy seguro. “Otelo”. Dan “Otelo”.

—A propósito, ¿qué lo trae por este barrio?

—¡Usted! ¡He venido sólo para invitarlo al cine!

—Sí, claro, es más fácil coger el coche que tomar el teléfono -dijo Karras

suavemente.

Las cejas del detective se elevaron con una expresión de inocencia que

no convencía a nadie.

—Su teléfono “comunicaba” -arguyó ásperamente, manteniendo

levantada la palma de la mano.

El jesuita clavó en él la mirada, inexpresivo.

—¿Qué hay de malo? -preguntó Kinderman al cabo de un momento.

Serio, Karras alargó una mano y levantó el párpado de Kinderman. Le

examinó el ojo.

—No sé. Usted sí que tiene muy mal aspecto. Podría ser víctima de una

mitomanía.

—No sé lo que significa eso -respondió Kinderman, cuando Karras retiró

su mano-. ¿Algo grave?

—No necesariamente fatal.

—¿Qué es? ¡Dígamelo! Porque a mí el “suspense”... no me deja vivir.

—Averígüelo -dijo Karras.

—Mire, no sea injusto. De vez en cuando debería darle un poquito al

César. Yo soy la ley. ¿Sabe que podría hacerlo desterrar?

—¿Por qué?

—Un psiquíatra no debe andar “por ahí” preocupando a la gente. Es

usted un problema público, porque hace que las personas se sientan

avergonzadas. Y les encantaría desembarazarse de usted. ¿A quién le va a

interesar un cura que viste jersey y calza zapatillas?

Sonriendo ligeramente, Karras asintió.

—Tengo que irme. Cuídese.

Golpeó dos veces con la mano el marco de la ventanilla, como

despedida; luego se volvió y caminó lentamente hacia la entrada de la

residencia.

—¡Vaya a ver a un analista! -le gritó el detective con voz ronca.

Después, su afectuosa mirada dejó paso a la preocupación.

Observó fugazmente la casa a través del parabrisas, encendió el motor y

arrancó. Al pasar junto a Karras, tocó la bocina y agitó una mano.

Karras le devolvió el salado y lo siguió con la vista hasta que

desapareció por la esquina de la Calle Treinta y Seis. Luego permaneció

inmóvil en la acera un momento, frotándose la frente con mano temblorosa.

¿Podría ella haberlo hecho? ¿Podría haber asesinado a Dennings de un modo

tan horrible? Levantó su mirada febril hasta la ventana de Regan. “¡Por Dios,

¿qué hay en esa casa?” ¿Y cuánto tiempo pasaría antes de que Kinderman

exigiera ver a la niña? ¿O tuviera oportunidad de conocer la personalidad de




Dennings? ¿De oírlo? ¿Cuánto tiempo pasaría antes de que internaran a

Regan en un manicomio? “¿O de que muriese?”

Tenía que preparar el caso para presentarlo al Obispado. Rápidamente

cruzó la calle en dirección a la casa de Chris. Tocó el timbre. Willie lo hizo

pasar.

—La señora está durmiendo la siesta -dijo.

Karras hizo un gesto afirmativo con la cabeza.

—Bien, muy bien.

Caminó junto a Willie y luego subió al dormitorio de Regan. Buscaba una

certeza a la que poder aferrarse.

Al entrar vio a Karl sentado en una silla apoyada contra la ventana. Con

los brazos cruzados, observaba a Regan. Su silenciosa presencia causaba la

impresión de un bosque denso y oscuro.

Karras se acercó a la cama y bajó la mirada. Los globos de los ojos se

veían lechosos. Murmullos. Hechizos desde otro mundo. Karras echó un

vistazo a Karl. Luego se inclinó lentamente y empezó a desatar una de las

correas que sujetaban a Regan.

—¡No, padre! ¡No!

Karl corrió hasta la cama y, de un tirón vigoroso, apartó el brazo del

sacerdote.

—¡No lo haga, padre! ¡Es muy fuerte! ¡Déjele las correas puestas!

Sus ojos revelaban un pánico que Karras hubo de admitir como

auténtico, y en ese momento supo que la fuerza de Regan no era una teoría,

sino un hecho. Ella podría haberlo hecho. Podría haber retorcido la cabeza de

Dennings hacia atrás. “¡Por Dios, Karras! ¡Date prisa! ¡Encuentra alguna

evidencia! ¡Piensa! ¡Pronto, antes de que...!”

—“Ich m9chte Sie etwas fragen, Engstrom!”

Karras sintió una punzada ante el descubrimiento y la esperanza que

surgía. Se volvió con rapidez, mirando hacia la cama. El demonio sonreía

burlonamente a Karl.

—“Tanzt Ihre Tochter gern?”

¡Alemán! ¡Había preguntado si a la hija de Karl le gustaba bailar! Con el

corazón latiéndole violentamente, Karras volvióse y comprobó que Karl había

enrojecido, que sus ojos llameaban furibundos.

—¡Karl, lo mejor es que se aleje un poco! -le aconsejo Karras.

El suizo sacudió la cabeza, apretando con tanta fuerza sus manos, que

los nudillos se le pusieron blancos.

—¡No, me quedo!

—¡Váyase, por favor! -dijo el jesuita en tono enérgico. Su mirada

sostuvo firmemente la de Karl.

Tras un momento de obstinada resistencia, Karl cedió al fin y se marchó

apresuradamente. La risa había cesado. Karras se volvió de nuevo hacia la

cama. El demonio lo observaba. Parecía complacido.

—Conque has vuelto, ¿eh? Me sorprende. Creía que la vergüenza por lo

del agua bendita te habría quitado las ganas de venir de nuevo. Pero, claro,

me olvidaba de que un sacerdote no siente nunca vergüenza.




Karras contuvo la respiración y trató de dominarse, de pensar con

lucidez. Sabía que la prueba de los idiomas, en la posesión, exigía una

conversación inteligente. Para descartarla se podía atribuir a recuerdos

lingüísticos enterrados en la memoria. “¡Tranquilo! ¡Ve más despacio! ¿Te

acuerdas de aquella niña?” Una sirvienta adolescente. Posesa. En su delirio,

farfullaba en un idioma que, finalmente, fue identificado como sirio.

Karras no pudo por menos de pensar en la emoción que esto había

causado y en cómo, por fin, se supo que la niña había estado empleada en

una pensión, y que uno de los pensionistas era un estudiante de Teología. La

víspera de sus exámenes, éste subía y bajaba las escaleras recitando en voz

alta sus lecciones de sirio. Y la chica las había oído. “¡Tranquilo! ¡No eches

todo a perder!”

—“Sprechen Sie deutsch?” -preguntó Karras cauteloso.

—¿Más jueguecitos?

—“Sprechen Sie deutsch?” -repitió, mientras el pulso le latía aún

acelerado, ante esta esperanza remota.

—“Natürlich” -contestó el demonio para provocarlo-. “Mirabile dictu”,

¿no te parece?

El corazón le dio un vuelco. ¡No sólo alemán, sino latín! ¡Y dentro del

contexto!

—“Quod nomen mihi est?” [¿Cuál es mi nombre?] -preguntó

rápidamente.

—Karras.

—“Ubi sum?” [¿Dónde estoy?] Entonces, Karras, animado, se apresuró a

seguir.

—“In cubiculo”. [En una habitación].

—“Et ubi cubiculum?” [¿Y dónde está la habitación?] —“In domo”. [En

una casa.] —“Ubi est Burke Dennings?” [¿Dónde está Burke Dennings?]

—“Mortuus”. [Está muerto].

—“Quomodo mortuus est?” [¿Cómo murió?] —“Inventus est capite

reverso”. [Lo encontraron con la cabeza retorcida].

—“Quis occidit eum?” [¿Quién lo mató?] —Regan.

—“Quomodo ea occidit illum? Dic mihi exacte!” [¿Cómo lo mató ella?

¡Dímelo con exactitud!] —Bueno, bueno, por el momento ya es suficiente

emoción -dijo el demonio, sonriente-. Suficiente. Más que suficiente. Pero a

lo mejor piensas que mientras me hacías preguntas en latín, tu mismo te

ibas formulando mentalmente “respuestas en latín”. -Se rió-. Producto del

inconsciente, claro. Sí, ¿qué sería de nosotros sin el inconsciente? ¿Te das

cuenta de a dónde quiero llegar, Karras? No sé nada de latín. Me he limitado

a leerte los pensamientos. ¡Simplemente he extraído las respuestas de tu

cabeza!

Karras experimentó un repentino desaliento, se sintió atormentado y

frustrado por la enojosa duda enraizada en su cerebro.

La mente del jesuita corría desenfrenada, se formulaba preguntas para

las cuales no hubiera una sola respuesta, sino muchas. “¡Pero quizá piense

en todas ellas!”, se dijo, al fin. “Bueno, entonces haz una pregunta cuya

respuesta no conozcas”. Luego podría verificar si la respuesta era correcta.




Antes de hablar de nuevo, esperó que menguara la risa.

—“Quam profundus est imus Oceanus Indicus?” [¿Cuál es la profundidad

del océano Indico en su punto más hondo?] Los ojos del demonio

centellearon:

—“La plume de ma tante” -profirió con voz ronca.

—“Responde latine”. [Contesta en latín].

—“Bon jour! Bonne nuit!”

—“Quam”... ?

Karras dejó la pregunta sin terminar al darse cuenta de que los ojos se

le ponían en blanco a Regan y aparecía la entidad que hablaba en jerga.

Impaciente y frustrado, Karras exigió en tono imperioso:

—¡Déjame hablar de nuevo con el demonio!

No hubo respuesta. Sólo la respiración que llegaba desde otra orilla.

—“Qui es tu?” -preguntó de pronto con voz cascada.

Seguía la misma respiración.

—¡Déjame hablar con Burke Dennings!

Hipo. Respiración. Hipo. Respiración.

—¡Déjame hablar con Burke Dennings!

Continuaba el hipo, a sacudidas regulares. Karras agitó la cabeza. Luego

se dirigió a una silla y se sentó en el borde de la misma. Se inclinó. Tenso.

Atormentado. Y esperando...

El tiempo transcurría. Karras se adormilaba. Luego levantó de pronto la

cabeza. “¡No te duermas!” Miró a Regan a través de sus párpados

temblorosos y pesados. Sin hipo. Silenciosa.

“¿Estará durmiendo?”

Se acercó a la cama y la miró. Ojos cerrados. Respiración pesada. Le

tomó el pulso; después se inclinó y le examinó cuidadosamente los labios.

Estaban resecos. Se enderezó y esperó. Finalmente, abandonó la habitación.

Bajó a la cocina en busca de Sharon y la encontró comiendo sopa y un

bocadillo.

—¿Quiere que le prepare algo, padre? -le preguntó-. Debe de tener

hambre.

—No, gracias, no tengo apetito -respondió mientras se sentaba. Tomó

una libreta y un lápiz que había junto a la máquina de escribir de Sharon-.

Tiene hipo -le dijo-. ¿Le han recetado ‘Compazine’?

—Sí, tenemos un poco.

Él escribió en la libreta.

—Entonces póngale esta noche medio supositorio de veinticinco

miligramos.

—Bien.

—Se empieza a deshidratar -continuó-, por lo cual habrá que recurrir a

la alimentación intravenosa. Mañana a primera hora llame a una farmacia y

diga que le manden esto en seguida. -Deslizó la libreta hacia Sharon-.

Mientras tanto, como duerme, puede empezar a darle el suero ‘Sustagen’.

—Bien -asintió Sharon-. Así lo haré. -Sin dejar de tomar la sopa, dio la

vuelta a la libreta y leyó lo recetado.




Karras la observaba. Luego frunció el ceño, en un gesto de

concentración.

—¿Es usted su institutriz?

—Sí.

—¿Le ha enseñado algo de latín?

Ella lo miró, perpleja.

—No, no le he enseñado nada.

—¿Y alemán?

—Sólo francés.

—¿A qué nivel? “La plume de ma tante?”

—Bastante adelantado.

—¿Pero nada de alemán ni de latín?

—No.

—¿Hablan a veces en alemán los Engstrom?

—¡Claro!

—¿Cerca de Regan?

Sharon se encogió de hombros.

—Supongo que sí. -Se levantó para llevar los platos al fregadero-. Sí, sí,

estoy segura.

—¿Ha estudiado usted latín? -le preguntó Karras.

—No.

—Pero lo reconocería si lo leyera, ¿verdad?

—Sí, por supuesto.

Enjuagó el tazón sopero y lo puso en el secador.

—¿Ha hablado en latín en presencia de usted?

—¿Quién? ¿Regan?

—Sí. Quiero decir desde que se puso enferma.

—No, nunca.

—¿Ningún otro idioma? -tanteó Karras.

Cerró el grifo, pensativa.

—Pues creo...

—¿Qué?

—Creo... -Frunció el ceño...Bueno, juraría que la he oído hablar en ruso.

Karras la observaba fijamente.

—¿Lo habla usted? -le preguntó con la garganta seca.

Sharon se encogió de hombros.

—Digamos que algo. -Empezó a doblar el paño de la cocina-. Lo estudié

en la Universidad, eso es todo.

Karras se desmoronó.

“Entonces sacó el latín de mi cerebro”. Desolado, hundió la frente en las

manos, dudando, atormentado por el conocimiento y la razón: “La telepatía,

más común en estados de gran tensión, el hablar siempre en un idioma

conocido por alguno de los que están en la habitación: ‘...piensa en las

mismas cosas que yo pienso...’ ‘Bon jour...’ ‘La plume de ma tante...’ ‘Bonne

nuit...’”

¿Qué hacer? “Duerme un poco. Luego, vuelve e intenta de nuevo...

intenta de nuevo”...




Se levantó y vio a Sharon borrosamente, pues tenía la vista empañada.

Ella estaba de espaldas al fregadero, apoyada en el mismo y con los brazos

cruzados, escudriñándolo pensativa.

—Vuelvo a la residencia -dijo él-. Me gustaría que me llamara tan pronto

como se despierte Regan.

—Sí, lo llamaré.

—Y no se olvide del ‘Compazine’ -le recordó.

Sharon negó con la cabeza.

—No, en seguida me ocuparé de ello -dijo.

Karras asintió. Se metió las manos en los bolsillos y bajó la mirada,

tratando de pensar qué se podría haber olvidado de decir a Sharon. Siempre

quedaba algo por hacer. Siempre se escapaba algún detalle, por mucho

cuidado que se pusiera.

—Padre, ¿qué ocurre? -oyó que le preguntaba con cierta preocupación-.

¿Qué es? ¿Qué es lo que realmente le pasa a Regan?

Levantó los ojos, apagados y llenos de obsesión.

—En realidad no lo sé -contestó inexpresivamente.

Dio media vuelta y salió de la cocina. Al atravesar el vestíbulo Karras

oyó pasos rápidos detrás de él.

—¡Padre Karras!

Se detuvo. Vio a Karl, que traía su jersey.

—Perdóneme -dijo el sirviente, al tiempo que se lo entregaba-. Quería

hacerlo mucho antes. Pero me olvidé.

Las manchas de vómito habían desaparecido, y la prenda exhalaba un

suave aroma.

—Se lo agradezco, Karl -dijo, amablemente, el sacerdote-. Muchas

gracias.

—Gracias a usted, padre Karras.

Se advertía un temblor en su voz, y sus ojos revelaban emoción.

—Gracias por ayudar a miss Regan -terminó Karl. Luego desvió la

mirada, cohibido, y abandonó rápidamente el vestíbulo.

Karras, al ver cómo se alejaba, lo recordó en el coche de Kinderman.

Más misterio. Confusión.

Abrió la puerta con gesto cansino. Era de noche. Sin esperanzas,

emergió de la oscuridad para sumergirse de nuevo en la oscuridad. Caminó

hasta la residencia, buscando a tientas el sueño; al entrar en su cuarto vio

en el suelo un papelito color rosa, con algo escrito. Era de Frank. Las cintas.

El teléfono de su casa. ‘Por favor, llámeme...’ Cogió el teléfono y pidió el

número. Pasaron unos segundos. Sus manos temblaban con desesperanzada

expectación.

—¡Diga! -Voz de niño.

—¿Puedo hablar con tu papá, por favor?

—Sí, un momento. -Al otro lado dejaron el auricular para volverlo a

coger de nuevo al cabo de un momento. Otra vez el niño-: ¿Quién habla?

—El padre Karras.

—¿El padre Karits?

El corazón le latía violentamente. Karras repitió, deletreando:




—Karras, padre Karras.

De nuevo, el niño dejó el auricular.

Karras se clavó los dedos en la frente.

Ruido del teléfono.

—¿Padre Karras?

—Sí. ¡Hola, Frank! He estado tratando de encontrarlo.

—Perdóneme, pero me han tenido ocupado sus cintas.

—¿Terminó?

—Sí. A propósito, es algo muy extraño.

—Ya lo sé. -Karras procuraba apaciguar la tensión de su voz-. ¿De qué

se trata, Frank? ¿Qué ha encontrado?

—Bueno, la frecuencia de la ‘muestra tipo’...

—¿Sí?

—Pues bien, la muestra no ha sido suficiente para estar seguro, por

completo, ¿me entiende?, pero yo diría que es muy aproximada, o, por lo

menos, lo más aproximada que se pueda dar en estas cosas. De todos

modos, me atrevería a decir que las dos voces de las cintas corresponden,

probablemente, a dos personalidades distintas.

—¿Sólo probablemente?

—Bueno, no me arriesgaría a jurarlo ante un tribunal. Pero yo diría que

la variación es casi ínfima.

—“Ínfima”... -repitió Karras monótonamente. “Bueno, no podía ser de

otro modo”-. ¿Y qué pasa con esa jerga? -preguntó sin esperanzas-. ¿Es

algún idioma?

Frank trató de contener la risa.

—¿Qué tiene de gracioso? -preguntó el jesuita, molesto.

—¿Ha sido algún experimento psicológico subrepticio, padre?

—No sé qué me quiere decir, Frank.

—Pues que creo que se le mezclaron las cintas o algo por el estilo. Es...

—Frank, ¿se trata o no de un idioma? -lo interrumpió Karras.

—Yo diría que sí.

Karras se puso rígido.

—¿Me está tomando el pelo?

—No.

—¿Qué idioma es? -preguntó, incrédulo.

—Inglés.

Durante un momento, Karras permaneció mudo, y cuando habló de

nuevo, lo hizo con voz quebrada.

—Frank, parece que no nos entendemos bien. A menos que me quiera

gastar una broma.

—¿Tiene ahí su grabadora? -preguntó Frank.

Estaba sobre su mesa.

—Sí.

—¿Tiene mecanismo de retroceso?

—¿Por qué?

—¿Lo tiene o no?




—Un momento. -Irritado, Karras dejó el auricular y quitó la tapa de la

grabadora para comprobarlo-. Sí, lo tiene. Frank, ¿de qué se trata?

—Ponga la cinta en el aparato y pásela al revés.

—“¿Qué?”

—Es usted un novato. -Frank rió-. Escuche la cinta y hábleme mañana.

Buenas noches, padre.

—Buenas noches, Frank.

—Que se divierta.

Karras colgó. Parecía desconcertado. Buscó la cinta y la colocó en la

grabadora. Primero, la escuchó del derecho. Movía la cabeza. Era pura jerga.

La dejó correr hasta el final y luego la puso para atrás. Oyó su propia voz

hablando al revés. Luego Regan -o alguien-, “¡en inglés!”

—...“Marin marin karras be us let us... (...Marin marin karras déjenos

ser...)”

Inglés. ¡Sin sentido, pero inglés! “¿Cómo diablos pudo hacerlo?”,

preguntóse Karras, maravillado.

Escuchó todo, luego rebobinó la cinta y la pasó otra vez. Y otra vez,

hasta que, por fin, se dio cuenta de que el orden de las palabras estaba

invertido.

Detuvo la cinta y la rebobinó. Papel y lápiz en mano, se sentó a la mesa.

Puso nuevamente la cinta desde el comienzo y empezó a transcribir las

palabras, trabajando afanosamente, deteniéndose a cada momento y

volviendo a poner en marcha la grabadora. Cuando, finalmente, hubo

concluido, hizo una segunda transcripción en otra hoja de papel, repasando

el orden de las palabras. Después se retrepó en el asiento y dijo:

‘...peligro. Todavía no [indescifrable] morirá. Poco tiempo. Ahora el

[indescifrable].

Déjala que se muera. ¡No, no, es dulce! ¡Es dulce en el cuerpo! ¡Yo lo

siento! Hay [indescifrable]. Mejor [indescifrable] que el vacío. Temo al

sacerdote. Danos tiempo. ¡Temo al sacerdote! El es [indescifrable]. No, éste

no: el [indescifrable], el que [indescifrable]. Está enfermo. ¡Ah!, la sangre,

siente la sangre, cómo [¿canta?]’.

Al llegar aquí, Karras preguntaba: ‘¿Quién eres?’, y obtenía esta

respuesta:

‘No soy nadie. No soy nadie.’

Luego Karras: ‘¿Es ése tu nombre?’ Contestación:

‘No tengo nombre. No soy nadie. Muchos. Déjenos ser.

Déjenos calentarnos en el cuerpo. No [indescifrable] del cuerpo hacia el

vacío, hacia [indescifrable]. Abandónenos. Déjenos ser. Déjenos ser. Karras.

(¿Marin? ¿Marin?...’




Una y otra vez volvió a leerlo, obsesionado por el tono, por el

presentimiento de que hablaba más de una persona, hasta que la repetición

misma embotó su percepción de los sonidos y le hizo que parecieran

corrientes. Dejó sobre la mesa la libreta en que había escrito y se restregó la

cara, los ojos y hasta los pensamientos. No era un idioma desconocido. Y

escribir al revés con facilidad no era nada paranormal y ni siquiera poco

común. Pero “hablar” al revés, adaptar y alterar la fonética de modo que al

retroceder la cinta se hiciera inteligible, ¿no era acaso una hazaña que iba

mucho más allá de un intelecto hiperestimulado?

Recordó. Fue hasta la estantería en busca de un libro: “Psicología y

patología de los llamados fenómenos ocultos”. Esperaba poder encontrar allí

algo parecido. Pero, ¿qué?

Lo encontró: la descripción de un experimento con escritura automática,

en el cual el inconsciente del sujeto parecía ser capaz de resolver sus

preguntas y anagramas.

“¡Anagramas!”

Mantuvo el libro abierto sobre la mesa, se inclinó más hacia delante y

leyó la descripción de una parte del experimento.

Tercer día ‘¿Qué es el hombre? “Lis aaon pamede azcs”.

¿Es un anagrama? “Sí”.

¿Cuántas palabras contiene?

“Cinco”.

¿Cuál es la primera palabra?

“Piense”.

¿Cuál es la segunda?

“Eeeeeennse”.

“¿Que piense?” ¿Lo interpreto yo mismo? “¡Inténtelo!”

>El sujeto encontró esta solución: _‘La vida es menos capaz._’ Se

quedó atónito ante aquella hazaña intelectual, que parecía probarle la

existencia de una inteligencia independiente de la suya. Por tanto, pasó a

preguntarle:

>¿Quién eres? “Clelia”.

¿Eres una mujer? “Sí”.

¿Has vivido en la Tierra?

“No”.

¿Volverás a la vida? “Sí”.

¿Cuándo? “Dentro de seis años”.

¿Por qué hablas conmigo? “Y enil osla ato ice”.

>El sujeto interpretó que esta respuesta era un anagrama de _’Yo

siento a Clelia_’.’




Cuarto día ‘¿Soy yo el que responde las preguntas? “Sí”.

¿Está Clelia ahí? “No”.

Entonces, ¿quién es? “Nadie”.

¿Clelia existe? “No”.

Entonces, ¿con quién hablé ayer? “Con nadie”.’

Karras interrumpió la lectura.

Movió la cabeza. No veía allí ninguna proeza paranormal: sólo las

ilimitadas habilidades de la mente.

Buscó un cigarrillo, lo encendió y se sentó. ‘No soy nadie. Muchos.’

Misterioso. ¿De dónde provendría, se preguntaba, aquel contenido?

‘Con nadie.’

¿Del mismo lugar del que había venido Clelia? ¿Personalidades

emergentes?

’Marin... Marin...’ ‘¡Ah, la sangre...!’ ‘Está enfermo...’

Obsesionado, ojeó rápidamente el libro “Satán”, y, pensativo, pasó las

primeras hojas hasta la inscripción inicial: ‘No permitas que el dragón sea mi

guía...’

Expelió el humo del cigarrillo y cerró los ojos. Tosió. Sentía la garganta

inflamada e irritada.

Aplastó el cigarrillo; el humo le hizo lagrimear. Estaba exhausto.

Sentía los huesos rígidos como tubos de acero. Se levantó para poner en

la puerta, por fuera, el cartelito de ‘No moleste’; luego apagó la luz de la

habitación, bajó las persianas, se quitó lentamente los zapatos y se

desplomó sobre la cama. Fragmentos. Regan. Dennings. Kinderman. ¿Qué

podía hacer? Tenía que ayudar. ¿Cómo? ¿Sondear al obispo con lo poco que

sabía? Creía que no. Nunca podría argumentar el caso en forma convincente.

‘!...Déjenos ser!’

Déjame ser, respondió él al fragmento. Y se hundió en el sueño inmóvil,

pesado.

Lo despertó el tintineo del teléfono. Medio atontado, anduvo a tientas

hasta dar con el interruptor. Encendió la luz. ¿Qué hora es? Las tres y unos

minutos. Con gran esfuerzo, alargó la mano, tanteando, hasta coger el

teléfono. Contestó. Era Sharon. ¿Podría ir en seguida a la casa? Iría. Al

colgar el aparato se sintió atrapado, asfixiado, envuelto.

Fue al baño y se lavó la cara con agua fría, se secó y caminó hacia la

puerta. Ya en el umbral, se volvió a buscar un abrigo. Se lo puso y salió a la

calle. El aire parecía ligero, suspendido, en la oscuridad. Unos gatos, cerca

de un cubo de basura, huyeron asustados cuando él cruzó hacia la casa.

Sharon lo recibió en la puerta. Tenía puesto un jersey y estaba envuelta en

una manta. Veíase asustada, alterada.

—Perdóneme, padre -le susurró al entrar-, pero he creído que tenía que

ver esto.

—¿De qué se trata?

—Ahora lo verá. Por favor, no haga ruido. No quiero despertar a Chris.

Ella no debe verlo.




Marchó tras ella, de puntillas, por la escalera, hacia el dormitorio de

Regan. Al entrar, el jesuita quedó literalmente congelado. La habitación

estaba helada. Frunció el ceño, desconcertado, mirando a Sharon, quien

asintió solemnemente con la cabeza.

—Sí, sí, la calefacción está encendida -susurró.

Luego se volvió para mirar a Regan, cuyos ojos brillaban de forma

extraña al incidir la luz sobre ellos. Parecía estar en coma. Respiraba con

dificultad. Permanecía inmóvil. La sonda estaba en su lugar; el suero goteaba

lentamente. Sharon se acercó a la cama en silencio, seguida por Karras, que

temblaba aún de frío. Al llegar junto a ella, vio que la frente de Regan estaba

perlada de finas gotas. Advirtió asimismo que las manos de la niña estaban

firmemente sujetas por las correas. Sharon, inclinada, desabrochaba

suavemente el pijama de Regan. Karras sintió una abrumadora compasión

ante aquel pecho consumido, ante aquellas costillas salientes, donde uno

podía contar las semanas o días que le quedaban de vida. Sintió los

angustiados ojos de Sharon posados en él.

—Me parece que se ha borrado -susurró-. Pero observe, no deje de

mirarle el pecho.

Se volvió para mirar a Regan, y el jesuita, desconcertado, siguió la

dirección de sus ojos. Silencio. La respiración. Observaba. El frío. Después,

las cejas del sacerdote se levantaron, tensas, al ver que algo pasaba en la

piel de Regan: un tenue color rojizo, aunque de forma bien definida, como

letras escritas a mano. Se acercó para ver mejor.

—Otra vez -susurró Sharon.

Bruscamente, Karras comprobó que si sentía piel de gallina en los

brazos, ello no se debía al frío de la habitación, sino a lo que estaba viendo

en el pecho de la niña. Como en bajorelieve, nítidas, surgían letras en la piel,

roja como la sangre, hasta concretarse en una palabra:

“ayúdame”

—Es su letra -musitó Sharon.

Aquella mañana, a las nueve, Damien Karras pidió permiso al rector de

la Georgetown University para practicar un exorcismo.

Lo obtuvo, e inmediatamente después se dirigió al obispo de la diócesis,

quien escuchó atentamente cuanto le dijo Karras.

—¿Está usted convencido de que es un caso auténtico? -preguntó,

finalmente, el obispo.

—He emitido un juicio prudente, que cumple todas las condiciones

expuestas en el “Ritual” -respondió Karras, evasivo. Aún no se atrevía a

creerlo. No era la mente, sino el corazón, lo que lo había arrastrado hasta

entonces; piedad y esperanza de poder practicar una cura por sugestión.




—¿Querría hacer usted personalmente el exorcismo? -preguntó el

obispo.

Vivió un momento de júbilo: tenía la posibilidad de poder abrir la puerta

hacia los prados, escapar al agobiante peso de la preocupación y a aquel

encuentro de cada atardecer con el fantasma de su fe.

—Sí, por supuesto -respondió.

—¿Cómo anda de salud?

—Estoy bien.

—¿Ha hecho alguna vez una cosa de este tipo?

—No, nunca.

—Bueno, vamos a ver. Tal vez sería mejor que lo hiciera alguien con

experiencia. Por supuesto que no abundan, pero quizás encontremos a

alguien de las misiones extranjeras. Déjeme buscarlo. Le avisaré apenas

sepamos algo.

Cuando se fue Karras, el obispo llamó al rector de la Universidad, y por

segunda vez aquel día, hablaron de Karras.

—Él conoce a fondo los antecedentes -dijo el rector en un momento de

la conversación-. No creo que haya ningún problema en que actúe como

ayudante. Sea como fuere, debería estar presente un psiquíatra.

—¿Y el exorcista? ¿No conoce usted a nadie que pueda hacerlo?

Por mi parte, yo no sé de nadie.

—Lankester Merrin anda por aquí.

—¿Merrin? Yo creía que estaba en el Irak. Me parece haber leído que

trabajaba en unas excavaciones cerca de Nínive.

—Sí, al sur de Mosul. Pero terminó y regresó hace tres o cuatro meses.

Está en Woodstock.

—¿Dando clases?

—No, trabajando en otro libro.

—¡Dios nos ampare! Pero, ¿no crees que es algo viejo? ¿Cómo anda de

salud?

—Yo creo que debe de encontrarse bien. De lo contrario, no iría por esos

mundos de Dios excavando tumbas, ¿no te parece?

—Sí, supongo que sí.

—Y, además, él tuvo ya una experiencia, Mike.

—No lo sabía.

—Por lo menos, eso es lo que se comenta.

—¿Cuándo ocurrió?

—Hace diez o doce años, en África. Se dice que el exorcismo duró varios

meses. Al parecer, casi fue causa de su muerte.

—En tal caso, dudo de que quiera hacer otro.

—Aquí hacemos lo que nos ordenan, Mike. Todos los rebeldes están

entre ustedes, los del clero secular.

—Gracias por recordármelo.

—Bueno, ¿qué decides?

—Pues que lo dejo en tus manos y en las del provincial.

Aquella tarde de silenciosa espera, un joven seminarista caminaba por

los terrenos del seminario de Woodstock, en Maryland. Iba en busca de un




viejo jesuita, canoso y erguido. Lo encontró en un sendero, paseando por un

bosquecillo. Le entregó un telegrama. El anciano se lo agradeció con una

cariñosa mirada. Luego, dando la vuelta, entregóse de nuevo, mientras

caminaba, a la contemplación de la Naturaleza, que tanto amaba.

De vez en cuando se detenía a oír el canto de un petirrojo, a ver

revolotear sobre una rama alguna brillante mariposa. No abrió ni leyó el

telegrama. Sabía lo que decía. Lo había leído en el polvo de los templos de

Nínive. Y estaba preparado.

Continuó sus despedidas.




CUARTA PARTE

‘Y que mi clamor llegue hasta ti...’

‘El que vive en el amor, vive en Dios, y Dios en él...’

San Pablo.




CAPÍTULO PRIMERO

En la refrescante oscuridad de su tranquilo despacho, Kinderman

cavilaba sentado a la mesa. Corrigió levemente la dirección del rayo de luz

de la lámpara. Ante él había referencias, transcripciones, pruebas, fichas

policíacas, informes del laboratorio del crimen, notas garabateadas.

Pensativo, había ordenado el conjunto en forma de rosa, como para

desmentir la horrible conclusión a la que lo habían llevado todos aquellos

datos, y que se resistía a aceptar.

Engstrom era inocente. En el momento de la muerte de Dennings,

estaba en casa de su hija, a la que había llevado dinero para que comprara

drogas. Había mentido sobre su paradero aquella noche para protegerla y

ocultar todo a la madre, la cual creía que Elvira estaba muerta, a salvo de

todo daño y degradación.

Pero no fue Karl quien informó a Kinderman de esto. La noche en que se

encontraron en el pasillo de la casa de Elvira, el sirviente permaneció en

obstinado silencio.

Sólo al advertirle a la hija que su padre podría estar implicado en el caso

Dennings, ella se ofreció a decir la verdad. Había testigos para confirmarlo.

Engstrom era inocente. Inocente y mudo respecto a lo que estaba ocurriendo

en casa de Chris MacNeil.

Kinderman frunció el ceño ante la rosa formada por los papeles.

Algo no quedaba bien en el “collage”. Movió un poquito más abajo, a la

derecha, la punta de un pétalo (el ángulo de un testimonio). Rosas. Elvira. Le

había advertido duramente que si en el plazo de dos semanas no se

internaba en una clínica, le seguiría los pasos y registraría su casa hasta que

tuviese pruebas para detenerla. Pero, sinceramente, no creía que ella lo

hiciera. Había momentos en que él miraba fijamente a la ley, sin parpadear,

como lo haría con el sol del mediodía, esperando que lo cegara

momentáneamente para que alguna presa tuviera tiempo de escabullírsele.

Engstrom era inocente. ¿Qué quedaba?

Respirando con dificultad, Kinderman apoyó una pierna sobre la otra.

Luego cerró los ojos y se imaginó que se metía en una bañera llena de agua

caliente, agua que lo acariciaba. “¡Liquidación por cierre mental!”, se dijo.

“¡Nuevas conclusiones! ¡Absolutamente todo debe desaparecer!” Esperó un

momento, no del todo convencido.

Luego: “¡Absolutamente todo!”, agregó con firmeza.

Abriendo los ojos, examinó de nuevo los desconcertantes indicios.

“Otrosí digo”: La muerte del director Burke Dennings parece estar

relacionada con las profanaciones cometidas en la iglesia de la Santísima

Trinidad. Ambas tuvieron que ver con brujería, y el desconocido profanador

bien podría ser el asesino de Burke Dennings.

“Otrosí digo”: Se ha visto que un experto en brujería, un sacerdote

jesuita, visitaba la casa de los MacNeil.




“Otrosí digo”: La hoja, mecanografiada con blasfemias, que se encontró

en el altar, había sido examinada en busca de posibles huellas digitales. Se

encontraron impresiones a ambos lados. Algunas eran de Damien Karras.

Pero otras, por su tamaño, podían atribuirse a alguien de manos pequeñas,

muy probablemente, un niño.

“Otrosí digo”: Se había analizado el tipo de letra de la máquina de

escribir utilizada en la tarjeta del altar y comparado con el de la carta sin

terminar que Sharon Spencer arrugó y arrojó a la papelera, pero que cayó

fuera de la misma, mientras Kinderman interrogaba a Chris. Él la había

cogido y se la llevó sin que nadie lo viera. Se comprobó que ambas habían

sido escritas con la misma máquina. Sin embargo, de acuerdo con el

informe, difería el tacto de las personas que habían mecanografiado ambos

escritos. La persona que había escrito la hoja blasfema tenía una pulsación

mucho más enérgica que la de Sharon Spencer.

Se trataba, pues, de una persona con práctica y de extraordinaria

fuerza.

“Otrosí digo”: Si su muerte no fue un accidente, Burke Dennings había

sido asesinado por una persona de una fuerza fuera de lo común.

“Otrosí digo”: Engstrom había dejado de ser considerado como

sospechoso.

“Otrosí digo”: Al investigar en las oficinas de las líneas aéreas del

interior del país, se había descubierto que Chris MacNeil había viajado con su

hija a Dayton (Ohio). Kinderman sabía que la niña estaba enferma y que la

llevaban a una clínica. Pero la clínica en Dayton tenía que ser la ‘Barringer’.

Kinderman comprobó que la niña había sido internada para su observación.

Aunque la clínica se negaba a declarar la naturaleza de su enfermedad, se

trataba, obviamente, de un trastorno mental.

“Otrosí digo”: Los trastornos mentales graves dan en ocasiones una

extraordinaria fuerza a los pacientes.

Kinderman suspiró y cerró los ojos. Lo mismo. Llegaba a la misma

conclusión. Sacudió la cabeza.

Luego abrió los ojos y clavó la vista en el centro de la rosa de papel: el

descolorido ejemplar de una revista de noticias. En la tapa estaba Chris

MacNeil y Regan. Contempló a la niña: la dulce carita pecosa, las colitas de

caballo atadas con cintas, la mella que descubría al sonreír. Miró hacia la

ventana, invadida por la oscuridad. Había empezado a lloviznar.

Bajó al garaje, se metió en el sedán negro, aparentemente particular, y

condujo por calles, brillantes y lustrosas de lluvia, hacia la zona de

Georgetown; aparcó en la acera Este de la calle Prospect. Y permaneció

sentado en el interior del coche. Durante un cuarto de hora. Sentado. Con la

vista clavada en la ventana de Regan. ¿Debería llamar a la puerta y exigir

verla? Bajó la cabeza. Se restregó la frente. “William F. Kinderman, ¡Estás

enfermo! ¡Estás enfermo! ¡Vuélvete a casa! ¡Toma algún medicamento!

¡Duerme!”

Miró de nuevo hacia la ventana y movió tristemente la cabeza. Lo había

conducido hasta allí su atormentada lógica. Desvió la vista cuando un taxi se

acercó a la casa. Puso en marcha el motor y el limpiaparabrisas.




Se apeó del taxi un hombre alto, ya entrado en años. Vestía

impermeable y sombrero negro y llevaba en la mano una desvencijada

maleta. Pagó al conductor, volvióse y permaneció inmóvil, con la mirada fija

en la casa. El taxi se alejó y desapareció por la esquina de la Calle Treinta y

Seis.

Kinderman partió rápidamente detrás de él para seguirlo. Al doblar la

esquina vio que el hombre de edad seguía parado bajo la luz de la lámpara

de la calle, en medio de la niebla, como un melancólico viajero congelado en

el tiempo. El detective hizo señales luminosas al taxi.

En aquel momento, dentro de la casa, Karras y Karl sujetaban los

brazos de Regan, mientras Sharon le inyectaba ‘Librium’, cuya cantidad hacía

un total de cuatrocientos miligramos aplicados en dos horas. Karras sabía

que la dosis era muy elevada. Pero, tras un largo período de calma, la

personalidad diabólica se había despertado de repente en un ataque de furia

tan frenético, que el debilitado organismo de Regan no podría resistirlo

mucho tiempo más.

Karras estaba exhausto. Después de su visita al Obispado aquella

mañana, volvió a contar a Chris lo que había ocurrido. Luego dispuso la

alimentación intravenosa para Regan, regresó a su cuarto y se desplomó en

la cama.

Al cabo de sólo una hora y media de sueño, el teléfono le había hecho

saltar de nuevo. Sharon. Regan seguía inconsciente, y el pulso era cada vez

más lento e imperceptible. Corrió a la casa con su maletín de médico, y, ya

junto a Regan, le aprisionó el tendón de Aquiles, y esperó la reacción del

dolor. No hubo ninguna. Le apretó fuertemente una uña. Tampoco reaccionó.

Estaba preocupado. Aunque sabía que en casos de histeria y en estados de

trance se observaba a veces insensibilidad al dolor, ahora temía el coma, un

estado que podía desembocar fácilmente en la muerte. Le tomó la presión

arterial: máxima, nueve, mínima, seis.

Luego, el pulso: sesenta latidos.

Durante una hora y media permaneció en la habitación, examinándola

cada quince minutos, antes de quedarse tranquilo porque la presión

sanguínea y el pulso se habían estabilizado, lo cual significaba que Regan no

sufría un “shock”, sino que se hallaba en estado de letargo. Le dejó

instrucciones a Sharon para que le tomara el pulso cada hora. Entonces fue

cuando logró conciliar el sueño. Pero nuevamente lo despertó el teléfono.

Del Obispado le informaron que el exorcista sería Lankester Merrin.

Karras actuaría de ayudante.

La noticia lo había dejado pasmado. Merrin. El filósofo-paleontólogo.

Aquel intelecto asombroso y elevado espíritu. Sus libros habían causado

revuelo en la Iglesia, ya que interpretaban su fe en términos de ciencia, en

términos de una materia que se halla aún en transformación, destinada a

convertirse en espíritu y a unirse a Dios.

Inmediatamente, Karras llamó a Chris para darle la noticia; pero se

encontró con que ella lo sabía ya directamente por el obispo, el cual le había

informado que Merrin llegaría al día siguiente.




—Le he dicho al obispo que Merrin puede alojarse en casa -dijo Chris-.

Total, serán uno o dos días, ¿no?

Antes de responder, Karras vaciló.

—No sé. -Y luego, dudando nuevamente, dijo-: No se haga demasiadas

ilusiones.

—Suponiendo que dé resultado -había respondido Chris. Su tono era

deprimido.

—No he querido decirle que no resultaría -la animó-. Sólo quería

insinuar que puede llevar tiempo.

—¿Como cuánto?

—Depende. -Él sabía que el exorcismo duraba, en ocasiones, semanas e

incluso meses, y que, a menudo, fracasaba por completo.

Esperaba que sucediera esto último, estaba seguro de que la cura por

sugestión recaería una vez más, y por fin, sobre él-. Tal vez días o semanas

-le dijo.

—¿Cuánto tiempo le queda a Regan, padre Karras...?

Cuando colgó el teléfono, notóse oprimido, inquieto. Recostado en la

cama, pensó en Merrin. Merrin. Sintió emoción y esperanza.

Seguidas por una deprimente inquietud. Habría sido natural que lo

eligieran a él como exorcista; sin embargo, el obispo lo había pasado por

alto. ¿Por qué? ¿Porque Merrin ya lo había hecho antes?

Cerrando los ojos, recordó que los exorcistas eran escogidos en

consideración a su ‘piedad’ y ‘grandes cualidades morales’; que, según un

pasaje del Evangelio de san Mateo, cuando los apóstoles le preguntaron a

Cristo por qué habían fallado en un exorcismo, Él les había respondido: ‘Por

vuestra poca fe.’

Tanto el provincial como el rector sabían su problema. ¿Se lo habrían

contado al obispo alguno de los dos?

Dio vueltas en la cama, decepcionado. Se sentía algo indigno,

incompetente, rechazado. Y eso le dolía. Irracionalmente, pero le dolía. Por

fin vino el sueño a llenar los huecos y desgarros de su corazón.

Pero el teléfono lo despertó de nuevo. Chris lo llamaba para informarle

del nuevo desvarío de Regan. Al llegar, tomó el pulso a la niña. Era firme. Le

volvió a inyectar ‘Librium’. Finalmente, se encaminó a la cocina, donde se

unió a Chris para tomar café. Estaba leyendo un libro de Merrin, que había

pedido por teléfono.

—Es demasiado elevado para mí -le dijo en tono suave, aunque parecía

conmovida y profundamente impresionada-. Pero hay unas cosas tan

bonitas, tan extraordinarias... -Volvió atrás varias hojas, hasta llegar a un

pasaje que había marcado, y le pasó el libro a Karras, quien leyó:

‘...Tenemos conocimiento del orden, la constancia y la perpetua

renovación del mundo material que nos rodea. A pesar de que cada una de

sus partes es frágil y transitoria, y que son inquietos y migratorios sus

elementos, sin embargo, perdura.




Está sometido a una ley de permanencia, y aunque muere una y otra

vez, siempre vuelve a la vida. La disolución no hace más que dar nacimiento

a nuevos modos de organización, y una muerte es la madre de mil vidas.

Por lo tanto, cada hora es sólo un testimonio de cuán efímera y, sin

embargo, segura y cierta es la gran totalidad. Es como una imagen en el

agua, que siempre es la misma, aunque el agua fluya constantemente. El sol

se esconde para levantarse de nuevo, el día es engullido por la oscuridad de

la noche, para nacer de ella, tan puro como si nunca se hubiera apagado. La

primavera se convierte en verano y, a través del verano y el otoño, en

invierno, para retornar, con mayor seguridad, a triunfar sobre esa tumba

hacia la cual se ha acercado rápidamente desde su primera hora. Nosotros

lloramos los capullos de mayo porque se van a marchitar, pero sabemos que

mayo es un día que se vengará de noviembre, por la rotación de ese

solemne círculo que nunca se detiene, el cual nos enseña, en la cúspide de

nuestra esperanza, que hemos de ser siempre equilibrados y que, en la

profundidad de la desolación, no debemos desesperarnos nunca.’

—Sí, es hermoso -dijo Karras en tono suave. Mantenía los ojos clavados

en la página. El bramido del demonio, en la planta baja, se hizo más fuerte.

—“!...Bastardo... porquería...

piadoso hipócrita!”

—Ella siempre me ponía una rosa en mi plato... por la mañana... antes

de ir a trabajar.

Karras levantó la mirada, con una pregunta en sus ojos.

—Regan -le dijo Chris bajando la cabeza-. Perdone, pero me olvido de

que usted no la conoció antes. -Se sonó la nariz y se secó las lágrimas-.

¿Quiere un poco de coñac en el café, padre Karras? -preguntó.

—No, gracias.

—La verdad es que el café no tiene gusto a nada -murmuró trémula-. Le

pondré un poco de coñac. Con permiso.

Rápidamente abandonó la cocina.

Karras, sentado, se quedó solo, tomándose el café; estaba deprimido.

Sentía la tibieza del jersey que llevaba debajo de la sotana; lamentaba no

haber podido consolar a Chris. Luego, un recuerdo de su infancia brilló débil

y tristemente, un recuerdo de “Ginger”, su perra de cruce, cada vez más

flaca y aturdida dentro de una caja en el apartamento; “Ginger” estaba

temblando de fiebre y vomitando, mientras Karras la cubría con toallas y

trataba de hacerle beber leche caliente, hasta que llegó un vecino y, al

comprobar que tenía moquillo, movió la cabeza y dijo: ‘Tu perra necesita

inyecciones en seguida.’

Después, a la salida de la escuela, una tarde... por la calle... en filas de

a dos hasta la esquina... su madre que lo aguardaba allí...

inesperadamente... aspecto triste... y le puso en la mano una reluciente

moneda de medio dólar... júbilo... ¡Tanto dinero...! Y luego su voz, suave y

tierna, ‘“Ginger” ha muerto...’




Bajó la vista hasta la amarga y humeante negrura de su taza; sintió sus

manos vacías de consuelo y de remedio.

—¡...piadoso bastardo!

El demonio. Todavía enfurecido.

—“Tu perra necesita inyecciones en seguida”.

Rápidamente volvió al dormitorio de Regan. Allí la sostuvo mientras

Sharon le ponía una inyección de ‘Librium’, con lo cual, la dosis era ya de

quinientos miligramos.

Sharon le pasó un algodón con alcohol por el punto en que había

clavado la aguja, mientras Karras observaba, desconcertado, a la niña.

Las delirantes obscenidades parecían no ir dirigidas a nadie de los

presentes en la habitación, sino más bien a alguien no visible o ausente.

Desechó este pensamiento.

—Vuelvo en seguida -dijo a Sharon.

Preocupado por Chris, bajó a la cocina, donde la encontró de nuevo

sentada sola. Ponía coñac en su café.

—¿Está seguro de que no quiere un poco, padre? -preguntó.

Denegando con la cabeza, se acercó a la mesa y se sentó fatigado.

Mantenía los ojos fijos en el suelo. Oyó el característico ruido de la cucharilla

removiendo el azúcar en la taza de porcelana.

—¿Le ha avisado al padre de la niña? -preguntó.

—Sí. Sí, él llamó. -Una pausa-. Quería hablar con Rags.

—¿Y qué le dijo usted?

Otra pausa. Luego:

—Pues que se había ido a una fiesta.

Silencio. Karras no oía ya el ruido de la cucharilla. Levantando los ojos,

vio que ella miraba el techo. Y entonces él también cayó en la cuenta de que

habían cesado los gritos en la planea alta.

—Le debe de haber hecho efecto el ‘Librium’ -dijo él con alivio.

Sonó el timbre de la puerta.

Miró hacia ésta y luego a Chris, con un interrogante en la mirada y

levantando una ceja en un gesto de temor.

“¿Sería Kinderman?”

Segundos. Esperaron. Willie estaba descansando. Sharon y Karl, en la

planta alta. Nadie iba a abrir. Tensa, Chris se levantó bruscamente de la

mesa y salió al “living”. Se arrodilló en un sofá y miró por la ventana,

levantando ligeramente el visillo.

“Gracias a Dios”. No era Kinderman, sino un anciano alto, de raído

impermeable. Mantenía la cabeza pacientemente inclinada bajo la lluvia.

Llevaba en la mano una maleta muy vieja y maltrecha. Por un momento, una

de las hebillas brilló bajo el resplandor de la lámpara de la calle, al

cambiársela de mano.

El timbre volvió a sonar.

“¿Quién será?”

Intrigada, Chris se bajó del sofá y caminó hasta el vestíbulo.




Abrió la puerta, dejando sólo una rendija, y escudriñó en la oscuridad;

una fina llovizna le salpicó los ojos. El ala del sombrero del hombre le

oscurecía la cara.

—Buenas noches. ¿Qué desea?

—¿Mistress MacNeil? -le llegó una voz desde las sombras, voz amable,

refinada, pletórica.

Cuando él hizo ademán de quitarse el sombrero, Chris le indicó que

pasara, y luego, de repente, se encontró mirando aquellos ojos que la

invadían, que brillaban inteligentes y cariñosamente comprensivos, con una

serenidad que emanaba de su cuerpo y que la penetraba como un río de

tibias aguas medicinales cuya fuente estaba en él y en algo más allá de él,

cuyo fluir era contenido, pero impetuoso e interminable a la vez.

—Soy el padre Merrin.

Por un momento permaneció atónita, contemplando aquella enjuta cara

ascética, aquellos pómulos que parecían tallados, brillantes como esmalte;

luego, rápidamente, abrió del todo la puerta.

—¡Oh, Dios mío! “Pase”, por favor. “Pase”. Estoy... “Sinceramente”. No

sé dónde...

Él entró, y ella cerró la puerta.

—No lo esperaba hasta mañana.

—Sí, ya lo sé -oyó que decía.

Al volverse vio que el sacerdote tenía la cabeza inclinada hacia un lado y

que miraba hacia arriba como si escuchara o, más bien, como si “sintiera”

alguna presencia invisible... alguna vibración distante, conocida y familiar. Lo

observaba perpleja. Su piel parecía curtida por vientos extraños, por un sol

que brillaba en otra parte, en algún lugar muy lejos del espacio y del tiempo

de ella.

—“¿Qué hace?”

—Permítame, padre. Debe de pesar mucho.

—No se moleste -dijo él suavemente. Seguía atento. Explorando-. Es

como una prolongación de mi brazo; ya es muy vieja; está muy maltrecha.

-Bajó la vista, con una cálida sonrisa en sus ojos-. Ya me he acostumbrado a

su peso... ¿Está aquí el padre Karras? -preguntó.

—Sí, sí, en la cocina. A propósito, ¿ya ha cenado usted, padre?

Desvió su mirada hacia la planta alta, al oír el ruido de una puerta que

se abría.

—Si, he comido en el tren.

—¿Está seguro de que no quiere tomar algo más?

Una pausa. El ruido de una puerta que se cerraba. Bajó la vista.

—No, gracias.

—¡Qué lluvia más inoportuna! -protestó ella, aturdida aún-. Si hubiera

sabido que venía, habría ido a esperarlo a la estación.

—No importa.

—¿Le ha costado mucho encontrar un taxi?

—Sólo unos minutos.

—Ya se la llevaré yo, padre.




Era Karl, que había bajado, corriendo, la escalera y, tras cogerle la

maleta, lo condujo por el pasillo.

—Le hemos puesto una cama en el despacho, padre. -Chris estaba

inquieta-. Es muy cómoda, y he creído que querría estar solo. Le mostraré

dónde está. -Se había puesto en movimiento, pero se detuvo-. ¿O prefiere

saludar antes al padre Karras?

—Antes me gustaría ver a su hija -dijo Merrin.

Ella pareció desconcertada.

—¿Ahora mismo, padre?

Él volvió a mirar hacia arriba, con distante atención.

—Sí, ahora mismo.

—Debe de estar durmiendo.

—Creo que no.

—Bueno, si...

De repente, Chris retrocedió al oír un ruido que venía de la planta alta.

Era la voz del demonio, tonante y apagada a la vez, que gruñía como si

pronunciara un sepelio.

—¡Merriiiinnnnn!

Luego, un tremendo y escalofriante puñetazo, asestado contra una

pared del dormitorio.

—“¡Dios Todopoderoso!” -musitó Chris mientras apretaba una mano

pálida contra su pecho. Atónita, miró a Merrin. El sacerdote no se había

movido. Seguía mirando hacia arriba, intensa, pero serenamente, y en sus

ojos no había la más leve huella de sorpresa. Más aún, pensó Chris, parecía

como si lo reconociera.

Otro golpe hizo temblar las paredes.

—¡Merriiiinnnnnnnnn!

El jesuita se adelantó lentamente, absorto, ignorando la presencia de

Chris, que abría la boca maravillada; de Karl, que salía, ágil e incrédulo, del

despacho; de Karras, que surgía, azorado, de la cocina, mientras

continuaban los gruñidos y golpes de pesadilla.

Lentamente subió las escaleras; su fina mano de alabastro se deslizaba

por la barandilla.

Karras se acercó a Chris y, juntos, observaron desde abajo, mientras

Merrin entraba en el dormitorio de Regan y cerraba la puerta detrás de sí.

Durante un rato hubo silencio. Luego, de pronto, el demonio lanzó una

carcajada y Merrin salió. Cerró la puerta y caminó por el pasillo. A su

espalda, la puerta se abrió de nuevo, y Sharon asomó la cabeza y lo vio

alejarse con una expresión extraña en sus ojos.

El jesuita bajó rápidamente las escaleras, extendiéndole la mano a

Karras, que esperaba.

—Padre Karras...

—¿Qué tal, padre?

Merrin tomó la otra mano del sacerdote entre las suyas y la apretó con

fuerza; escudriñaba la cara de Karras con una mirada seria y preocupada,

mientras en la planta alta la risa había sido sustituida por groseras

obscenidades dirigidas a Merrin.




—Lo veo terriblemente cansado -dijo-. ¿Es cierto que está cansado?.

—No, en absoluto. ¿Por qué me lo pregunta?

—¿Tiene un impermeable aquí?

Karras movió la cabeza.

—No.

—Entonces tome el mío -dijo Merrin, desabrochándoselo-. Me gustaría

que fuera a la residencia, Damien, y cogiera una sotana, dos roquetes, una

estola roja, agua bendita y dos ejemplares del “Ritual Romano”. -Entregó el

impermeable al desconcertado Karras-. Creo que deberíamos empezar en

seguida.

Karras frunció el ceño.

—¿Ahora? ¿En seguida?

—Sí, creo que es lo mejor.

—¿No quiere oír primero los antecedentes del caso, padre?

—¿Por qué?

Las cejas de Merrin se levantaron en un gesto de absoluta buena fe.

Karras se dio cuenta de que no tenía respuesta. Y esquivó la mirada de

aquellos desconcertantes ojos.

—Tiene razón -dijo. Se puso el impermeable y se dirigió a la puerta-. Le

traeré lo que me ha pedido.

Karl cruzó, corriendo, la estancia, se adelantó a Karras y le abrió la

puerta. Tras intercambiar rápidas miradas, Karras se internó en la lluviosa

noche. Merrin volvió a mirar a Chris.

—¿No tiene inconveniente en que empecemos en seguida? -le preguntó

con tono suave.

Ella lo había estado observando, y sintióse profundamente aliviada por

la sensación de firmeza y decisión que la invadía, como un grito jubiloso en

un día de sol.

—No, al contrario -contestó, agradecida-. Pero debe de estar cansado,

padre.

Él vio que su ansiosa mirada se dirigía hacia la planta alta, con el oído

atento al bramido del demonio.

—¿Quiere una taza de café? -le preguntó-. Está recién hecho. -Su voz

era implorante-. Está caliente. ¿No quiere un poco, padre?

Vio que Chris entrelazaba nerviosamente sus manos. Vio las profundas

cavernas de sus ojos.

—Sí, gracias -dijo en tono cálido. Hasta entonces se había mostrado

algo serio, superado por el momento-. Si está segura de que no hay

inconveniente...

Chris lo acompañó a la cocina, y pronto estuvo apoyado contra el

mármol, con la taza de café negro en la mano.

—¿No quiere echarle un poco de coñac, padre? -Chris tenía levantada la

botella.

Él bajó la cabeza y miró su taza, inexpresivo.

—Según los médicos, no debo tomarlo -dijo, acercándole la taza-. Pero,

gracias a Dios, no tengo mucha voluntad.




Chris dudó un instante, no segura del todo; luego vio una sonrisa en sus

ojos al levantar la cabeza. Le sirvió.

—¡Qué bonito nombre tiene! -exclamó él-. Chris MacNeil. ¿No es un

nombre artístico?

Chris dejó caer unas gotas de coñac en el café y movió negativamente

la cabeza.

—No. ¿O acaso cree que me llamo Esmeralda Glutz?

—¡Gracias a Dios! -murmuró Merrin.

Chris sonrió y tomó asiento.

—¿Y qué es Lankester, padre? Suena muy raro. ¿Se lo pusieron por

alguien en particular?

—Un barco de carga -musitó con aire ausente mientras se llevaba la

taza a los labios. Tomó un sorbo de café-. O un puente. Sí, creo que era un

puente. -Parecía afligido-. ¡Cuánto me habría gustado tener un nombre como

Damien! ¡Es tan eufónico!

—¿De dónde viene ese nombre, padre?

—¿Damien? -Miró la taza-. Era el nombre de un sacerdote que dedicó su

vida al cuidado de leprosos en la isla de Molokai.

Finalmente, contrajo la enfermedad. -Hizo una pausa-. Precioso nombre

-dijo de nuevo-. Creo que con un nombre de pila como Damien, me

contentaría con el apellido Glutz.

Chris sofocó su risa. Se relajó. Se sintió más cómoda. Y, durante varios

minutos, ella y Merrin hablaron de pequeñas cosas cotidianas. Al fin, Sharon

apareció en la cocina y sólo entonces Merrin hizo ademán de irse. Fue como

si hubiera estado esperando su llegada, porque de inmediato llevó su taza al

fregadero, la enjuagó y la colocó con cuidado en el secador.

—Muy rico el café. Era justamente lo que necesitaba -dijo.

Chris se levantó.

—Lo acompañaré a su cuarto.

Él le dio las gracias y siguió hasta la puerta del despacho.

—Si necesita algo, padre -dijo-, no tiene más que decírmelo.

Merrin le puso una mano en el hombro y lo presionó como para

tranquilizarla. Chris sintió que fluían a su interior una fuerza y un afecto

indefinibles. Paz. Sintió paz. Y un extraño sentimiento de... ‘¿seguridad?’, se

preguntó.

—Es usted muy amable. -Sus ojos sonreían-. Gracias.

Retiró la mano y la vio alejarse. Tan pronto como ella se fue, un agudo

dolor le hizo contraer la cara. Entró en el despacho y cerró la puerta. Extrajo

una cajita de ‘Aspirina Bayer’ de un bolsillo del pantalón; la abrió, sacó una

píldora de nitroglicerina y la puso cuidadosamente bajo su lengua.

Chris entró en la cocina. Se detuvo junto a la puerta, y miró a Sharon,

que estaba de pie al lado de la cocina, con la palma de la mano apoyada en

la cafetera, esperando que el café volviera a calentarse.

Chris se acercó a ella, preocupada.

—Querida -le dijo suavemente-, ¿por qué no descansas un poco?

No hubo respuesta. Sharon parecía absorta en sus pensamientos.

Luego, volviéndose, miró a Chris inexpresivamente.




—Perdón, ¿me has dicho algo?

Chris observaba la expresión de su cara, su mirada ausente.

—¿Qué ha pasado ahí arriba, Sharon? -preguntó.

—¿Qué ha pasado, dónde?

—Cuando ha subido el padre Merrin.

—¡Ah, sí...! -Sharon frunció el ceño. Desvió su mirada ausente hacia un

punto del espacio, entre la duda y el recuerdo-. Sí, ha sido curioso.

—¿Curioso?

—Extraño. Ellos sólo... -Hizo una pausa-. Bueno, sólo se miraron

fijamente un rato y luego Regan, esa cosa, dijo...

—¿Qué?

—’Esta vez vas a perder.’

Chris la observaba, esperando.

—¿Y después?

—Eso fue todo -respondió Sharon-. El padre Merrin dio media vuelta y

salió de la habitación.

—¿Y qué aspecto tenía?

—Curioso.

—¡Por Dios, Sharon, piensa en otra palabra! -exclamó Chris; iba a decir

algo más, cuando se dio cuenta de que Sharon había inclinado la cabeza,

abstraída, como si estuviera escuchando.

Chris miró hacia arriba y lo oyó también: el silencio, el repentino cese

del rugido diabólico. Pero también algo más... algo... que crecía. Las dos

mujeres se miraron de reojo.

—¿Lo oyes tú también? -preguntó Sharon con un hilito de voz.

Chris asintió. La casa. Algo había en la casa. Una tensión. Pero ese algo

iba haciéndose cada vez más denso. Un latido, como de energías que se

agigantaban. El sonido del timbre pareció irreal.

Sharon se volvió.

—Abriré yo.

Caminó hasta el vestíbulo y abrió la puerta. Era Karras. Traía una gran

caja de cartón.

—Gracias, Sharon.

—El padre Merrin está en el despacho -le dijo.

Karras se encaminó rápidamente hacia allí, llamó con suavidad y entró

con la caja.

—Perdón, padre -dijo-, he tenido un pequeño...

Se detuvo en seco. Merrin, con pantalón y jersey, estaba arrodillado

rezando al lado de la cama, con la frente apoyada sobre las manos juntas.

Karras se quedó un instante petrificado, como si al volver una esquina se

hubiese encontrado con un niño, que era él mismo, pasando

apresuradamente a su lado, con la casulla al brazo, sin reconocerlo.

Karras dirigió sus ojos hacia la caja abierta, hacia las gotitas de lluvia

que habían caído sobre el almidón. Luego, lentamente, se acercó al sofá y

esparció en él, sin hacer ruido, el contenido de la caja. Cuando hubo

terminado, se quitó el impermeable, lo dobló cuidadosamente y lo dejó en

una silla. Al observar a Merrin vio que el sacerdote se santiguaba; desviando




la vista, cogió el roquete más grande. Empezó a ponérselo sobre la sotana.

Oyó que Merrin se ponía en pie.

—Gracias, Damien. -Karras se volvió, poniéndose el roquete, mientras

Merrin se acercaba al sofá y sus ojos se posaban tiernamente sobre los

indumentos litúrgicos.

Karras cogió un jersey.

—He creído que podría ponerse esto debajo de la sotana, padre -le dijo,

alargándoselo-. La habitación se enfría a veces.

Merrin pasó suavemente la mano por el jersey.

—Gracias por su atención, Damien.

Karras cogió del sofá la sotana de Merrin y lo observó mientras se ponía

el jersey. En ese momento, y de pronto, mientras presenciaba una acción

tan común y trivial, fue cuando Karras sintió el avasallador impacto del

hombre del momento, de aquella quietud que se advertía en la casa y que lo

aplastaba, cortándole la respiración. Volvió a la realidad al notar que le

quitaban la sotana de las manos. Merrin. Se la ponía.

Preguntó:

—¿Conoce las reglas del exorcismo, Damien?

—Sí -respondió Karras.

Merrin empezó a ponerse la sotana.

—Es esencial evitar conversaciones con el demonio...

“El demonio”. Le dio escalofríos la manera tan natural en que lo dijo.

—Hemos de preguntar sólo aquello que sea importante -dijo Merrin

mientras se abrochaba el cuello de la sotana-. Todo lo demás sería peligroso.

Sumamente peligroso. -Tomó el roquete de manos de Karras y empezó a

ponérselo sobre la sotana-. Especialmente, no preste atención a nada de lo

que diga el demonio. Es un mentiroso. Mentirá para confundirnos, pero

también mezclará mentiras con verdades para atacarnos. La ofensiva es

psicológica, Damien. Y poderosa. No escuche. Recuerde esto: no escuche.

Al alargarle Karras la estola, el exorcista agregó:

—¿Quiere preguntarme algo ahora, Damien?

Karras negó con la cabeza.

—No. Pero creo que puede ser útil que lo ponga en antecedentes sobre

las distintas personalidades que Regan ha manifestado. Hasta ahora parece

que hay tres.

—Hay una sola -dijo Merrin suavemente, deslizando la estola alrededor

de sus hombros. Durante unos momentos, la sostuvo y permaneció inmóvil,

al tiempo que una expresión atormentada apareció en sus ojos. Luego cogió

los ejemplares del “Ritual Romano” y le dio uno a Karras-. Omitiremos la

letanía de los santos. ¿Tiene el agua bendita?

Karras sacó el frasco de su bolsillo. Merrin lo cogió y con un gesto

sereno, señaló hacia la puerta.

—Por favor, indíqueme el camino, Damien.

Arriba, junto a la puerta del dormitorio, Sharon y Chris esperaban

tensas. Estaban envueltas en gruesos jerseys y chaquetas. Al oír el ruido de

una puerta que se abría, se volvieron. miraron abajo y vieron que Karras y

Merrin venían, por el vestíbulo, hacia la escalera, en solemne procesión.




Altos. ‘¡Qué altos son!’, pensó Chris. Y Karras con su oscura y afilada

cara destacando sobre la blancura del roquete.

Al verlos subir con paso firme, Chris se sintió profunda y extrañamente

conmovida. “Aquí viese mi hermano mayo, a volarte la tapa de los sesos,

¡cretino!”, pensó. Había mucho de eso. El corazón le latía con fuerza.

Los jesuitas se detuvieron frente a la puerta del dormitorio.

Karras frunció el ceño al ver el jersey y la chaqueta de Chris.

—¿Va usted a entrar?

—Creo que debo hacerlo.

—¡Por favor, no lo haga! -le dijo en tono imperioso-. Cometería un grave

error.

Chris se volvió hacia Merrin, interrogándolo con los ojos.

—El padre Karras sabe lo que más conviene -dijo lentamente el

exorcista.

Chris volvió a mirar a Karras. Bajó la cabeza.

—Bueno -dijo desalentada. Se apoyó contra la pared-. Esperaré aquí

fuera.

—¿Cuál es el segundo nombre de su hija? -preguntó Merrin.

—Teresa.

—Bonito en verdad -dijo Merrin cálidamente.

Sostuvo su mirada durante un momento para animarla. Luego miró

hacia la puerta y de nuevo Chris sintió aquella tensión, aquella oscuridad que

se hacía cada vez más densa. Dentro. En el dormitorio. Detrás de aquella

puerta. Se dio cuenta de que Karras y Sharon también lo percibían. Merrin

hizo un gesto con la cabeza.

—Vamos -dijo suavemente.

Al abrir la puerta, una vaharada de aire frío y hediondo hizo tambalearse

a Karras. Karl se había acurrucado, en una silla, en un ángulo de la

habitación. Vestido con cazadora color verde oliva, desteñida, volvióse,

expectante, hacia Karras. Rápidamente, el jesuita dirigió la mirada al

demonio. Los ojos, llameantes de furor, estaban fijos más allá, detrás de él,

en el vestíbulo: en Merrin.

Karras se adelantó, al tiempo que Merrin entraba lentamente, alto y

erguido, hasta quedar al lado de la cama. Allí se detuvo y bajó la vista hacia

el odio.

Una reprimida quietud pesaba sobre el dormitorio. A continuación,

Regan sacó su lengua negruzca, como de lobo, y se lamió los labios partidos

e hinchados. El ruido era semejante al de una mano que alisa un pergamino

arrugado.

—Bueno, ¡orgullosa porquería! -rugió el demonio-. ¡Al fin! ¡Al fin has

venido!

El anciano sacerdote levantó una mano e hizo la señal de la cruz sobre

la cama; luego repitió el gesto por toda la habitación. Volviéndose, quitó el

corcho del frasco con el agua bendita.

—¡Ah, sí! ¡Ahora viene la orina sagrada! -exclamó el demonio con voz

ronca.

Merrin levantó el hisopo, y la cara del demonio se contrajo, lívida.




—¡Ah!, pero, ¿vas a hacerlo? -rugió-. “¿Vas a hacerlo?”

Merrin empezó a agitar el hisopo. El demonio levantó violentamente la

cabeza; la boca y los músculos del cuello le temblaban con furia.

—¡Sí, salpica! ¡Salpica, Merrin! ¡Empápanos! ¡Inúndanos en tu sudor!

¡Tu sudor está santificado, San Merrin!

—“¡Silencio! ¡Cállate!”

Las palabras saltaron como dardos. Karras retrocedió y desvió la mirada

hacia un lado, maravillado ante la firmeza de Merrin, que miraba a Regan de

una manera fija y dominante. Y el demonio se calló. Le devolvió la mirada.

Pero ahora los ojos eran vacilantes.

Parpadeaban. Cautelosos.

Con gesto rutinario, Merrin tapó el frasco y se lo devolvió a Karras. El

psiquíatra lo deslizó en su bolsillo y observó que Merrin se arrodillaba junto a

la cama, cerraba los ojos y empezaba a rezar como en un murmullo.

—Padre nuestro...

Regan escupió; en la cara de Merrin se estrelló un escupitajo

amarillento, que resbaló lentamente por su mejilla.

—...Venga a nosotros tu reino... -Cabizbajo, Merrin continuó su plegaria

sin pausa, mientras una mano sacaba un pañuelo del bolsillo y, sin prisa, le

quitaba el salivazo-. Y no nos dejes caer en la tentación... -terminó

suavemente.

—Mas libranos del mal. Amén -respondió Karras.

Levantó la mirada un instante. Los ojos de Regan quedaron en blanco.

Karras estaba inquieto. Sentía que algo en la habitación se congelaba. Volvió

al texto, siguiendo la oración de Merrin:

—Dios y Padre de Nuestro Señor Jesucristo, apelo a tu santo nombre,

implorando humildemente tu bondad, para que generosamente me asista

contra este espíritu inmundo que atormenta a una de tus criaturas. Por

Cristo Nuestro Señor.

—Amén -respondió Karras.

Merrin se levantó y oró fervorosamente:

—¡Oh, Dios, Creador y defensor de la raza humana! Mira con piedad a tu

sierva, Regan Teresa MacNeil, cogida en las redes del más antiguo enemigo

del hombre, el renegado enemigo de nuestra raza, que...

Karras levantó la vista al oír que Regan silbaba; vio que se erguía con

los ojos en blanco, que sacaba y balanceaba la cabeza lentamente hacia

delante y atrás, como la de una cobra.

Una vez más, Karras experimentó un sentimiento de inquietud. Volvió a

seguir el texto.

—Salva a tu sierva -leía Merrin en el “Ritual”.

—Que confía en ti, Señor mío -respondió Karras.

—Permítele encontrar en ti, Señor, una fortaleza.

—Para hacer frente al enemigo.

Mientras Merrin leía la línea siguiente, Karras oyó un grito ahogado de

Sharon detrás de él, volvióse rápidamente y vio que ella miraba, estupefacta,

hacia la cama.

Perplejo, miró también en dirección al lecho. Quedó petrificado.




“¡La cabecera de la cama se levantaba del suelo!”

Miró fijamente, incrédulo.

Diez centímetros. Quince centímetros. Treinta centímetros.

Luego empezaron a levantarse también los pies de la cama.

—“Gott in Himmel!” -susurró Karl, aterrorizado. Pero Karras no lo oyó ni

vio que se santiguaba cuando se levantaron los pies de la cama para quedar

al mismo nivel de la cabecera. “No ocurre nada”, pensó mientras observaba

transfigurado.

La cama se elevó treinta centímetros más, y luego permaneció así

suspendida, balanceándose como si estuviera flotando sobre el agua.

—¿Padre Karras?

Regan ondulándose. Silbando como una serpiente.

—¿Padre Karras?

Karras se volvió. El exorcista lo observó sereno, indicándole, con gestos

de la cabeza, el “Ritual” que tenía en sus manos.

—La respuesta, por favor, Karras.

Karras, perplejo, parecía no entender. Sharon salió corriendo de la

habitación.

—Que el enemigo no tenga poder sobre ella -respondió Merrin

amablemente.

Presuroso, Karras volvió a seguir el texto y leyó la respuesta, mientras

el corazón le latía con fuerza.

—Y que el hijo de la iniquidad sea impotente para hacerle mal.

—Señor, escucha mi oración -continuó Merrin.

—Y llegue a Ti mi clamor.

—El Señor esté con vosotros.

—Y con tu espíritu.

Seguidamente, Merrin leyó una larga oración, y, una vez más, Karras

volvió su mirada a la cama, a sus esperanzas en Dios y en lo sobrenatural,

que flotaban en el aire vacío. Sintió en todo su ser un frío de júbilo. “¡Ahí

está! ¡Ahí está! ¡Frente a mí! ¡Ahí!”

Volvióse de pronto al oír el ruido de la puerta que se abría. Sharon entró

apresuradamente con Chris, la cual se detuvo boquiabierta, incapaz de dar

crédito a sus ojos.

—“¡Dios mío!”

—Padre Todopoderoso, sempiterno Dios...

El exorcista levantó la mano e hizo tres veces la señal de la cruz, sobre

la frente de Regan, en tanto proseguía leyendo del “Ritual”.

—...que enviaste al mundo a tu Hijo, engendrado para aplastar al león

rugiente...

Cesó el silbido, y de la boca, estirada en forma de O, salió un berrido

que crispó los nervios.

—...arrebata de la perdición y de las garras del demonio a este ser

humano creado a tu imagen y...

El berrido se hizo más fuerte, desgarrado...

—Dios y Señor de todo lo creado... -Merrin estiró la mano y apretó una

punta de su estola contra el cuello de Regan, mientras seguía rezando-, por




cuyo poder hiciste caer del cielo a Satán como un rayo; infunde terror en la

bestia que causa desolación en tu viña.

Cesó el berrido. Un silencio sonoro. Luego, un pútrido vómito verdusco

empezó a manar de la boca de Regan en lentos y regulares borbotones, que

fluían como lava e iban cayendo en la mano de Merrin.

Pero él no la retiró.

—Permite que tu poderosa mano arroje a este cruel demonio fuera de

Regan Teresa MacNeil, que...

Karras apenas se dio cuenta de que se abría la puerta y de que Chris

salía corriendo de la habitación.

—Ahuyenta a este perseguidor de los inocentes...

La cama empezó a balancearse lentamente, a dar sacudidas, a

cabecear. El vómito aún fluía de la boca de Regan cuando Merrin, con calma,

le arregló la estola de modo que quedara firme en su cuello.

—Da ánimo a tus siervos para oponerse valientemente a este réprobo

dragón, a fin de que él no menosprecie a aquellos que ponen su confianza en

Ti, y...

De pronto cesaron los movimientos, y mientras Karras observaba

fascinado, la cama descendió suavemente, como una pluma, hasta el suelo

para posarse, al fin, en la alfombra.

—Señor, permite que esta...

Aturdido, Karras desvió la mirada. La mano de Merrin. No podía verla.

Estaba enterrada bajo una humeante capa de vómito.

—¿Damien?

Karras levantó los ojos.

—Señor, escucha mi oración -dijo suavemente el exorcista.

Karras se volvió hacia la cama y respondió:

—Y llegue a Ti mi clamor.

Merrin le quitó la estola, dio un paso corto hacia atrás y luego sacudió la

habitación con el látigo de su voz al ordenar:

—Yo te expulso, espíritu inmundo, junto con todos los poderes satánicos

del enemigo. Todos los espectros del infierno. Todos tus salvajes

compañeros. -La mano de Merrin chorreaba vómito sobre la alfombra-. Es

Cristo quien te lo ordena, Él, que una vez aplacó los vientos, el mar y la

tormenta.

Que...

Regan dejó de vomitar. Estaba sentada, en silencio. Inmóvil.

Sus ojos en blanco se dirigían a Merrin con perversidad. Desde los pies

de la cama, Karras la observaba de hito en hito. A medida que se iban

desvaneciendo en él el “shock” y la excitación, su mente febril empezaba a

desquitarse, tratando de hurgar profundamente en los rincones de la duda

lógica: telepatía, acción psicokinética, tensiones adolescentes y fuerza

dirigida por la psiquis. Frunció el ceño al acordarse de algo. Se acercó a la

cama y se inclinó para tocar la muñeca de Regan. Y descubrió lo que temía.

Como ocurrió con el hechicero en Siberia, el pulso latía con una rapidez

increíble. Sintió un profundo desaliento, y, comprobando su reloj, contó los




latidos del corazón como si cada uno de ellos hubiera sido un argumento en

contra de su propia vida.

—Es Él quien te lo ordena; Él, que te precipitó desde la altura de los

cielos.

El poderoso conjuro de Merrin sacudió los límites de la conciencia de

Karras con resonantes e inexorables golpes, mientras el pulso se aceleraba

cada vez más.

¡Más rápido aún! Karras miró a Regan. Todavía en silencio. En el aire

helado, tenues vahos de vapor se elevaban de la materia vomitada, cual

maloliente ofrenda.

Karras se sentía inquieto. Luego se le empezó a erizar el vello de los

brazos al ver que poco a poco, con una lentitud de pesadilla, la cabeza de

Regan giraba como la de un maniquí, crujiendo igual que un mecanismo

oxidado, hasta que los fantasmales ojos en blanco se quedaron fijos en los

suyos.

—Y ahora, Satán, tiembla aterrorizado...

Lentamente, la cabeza volvió a girar en dirección a Merrin.

—¡...tú, corruptor de la justicia! ¡Engendrador de la muerte! ¡Traidor de

las naciones! ¡Ladrón de la vida...!

Karras paseó la mirada cautelosamente a su alrededor cuando las luces

de la habitación comenzaron a titilar, a perder potencia y a adquirir un tono

sobrenatural de ámbar vibrante. Tembló. Hacía más frío. La estancia se iba

poniendo insoportablemente fría.

—...tú, príncipe de los asesinos; tú, inventor de todas las obscenidades;

tú, enemigo de la raza humana; tú...

Un golpe seco sacudió la habitación. Luego otro. Y otro, y otro...

Vibraban a un ritmo terrible, como los latidos de un gigantesco corazón

enfermo.

—¡Aléjate, monstruo! ¡Tu lugar es la soledad! ¡Tu morada, un nido de

víboras! ¡Desciende y arrástrate con ellas! ¡Es Dios mismo quien te lo

manda! ¡La sangre de...!

Los golpes se hicieron cada vez más fuertes y rápidos.

—Yo te conjuro, antigua serpiente...

Los golpes siguieron arreciando.

—...por el juez de vivos y muertos, por tu Creador, por el Creador de

todo el Universo, a que...

Sharon dio un grito y se apretó los puños contra los oídos, mientras los

golpes se hacían ensordecedores; de pronto se aceleraron tanto que latieron

a un ritmo espantoso.

El pulso de Regan era alarmante. Martilleaba a una velocidad demasiado

elevada para poder medirlo. Al otro lado de la cama, Merrin alargó

serenamente la mano y, con la punta del pulgar, trazó la señal de la cruz

sobre el pecho, cubierto de vómito, de Regan. Las palabras de su plegaria

eran ahogadas por los ruidos.

Karras comprobó que el pulso había perdido bruscamente velocidad, y

mientras Merrin rezaba y hacía la señal de la cruz sobre la frente de Regan,

los ruidos de pesadilla cesaron de repente.




—¡Oh, Dios de cielo y tierra, Dios de los ángeles y arcángeles...! -Karras

podía oír ahora la oración de Merrin, mientras el pulso se hacía cada vez más

lento.

—¡Merrin, orgulloso bastardo! ¡Carroña! ¡Perderás! ¡Morirá! ¡La puerca

morirá!

La niebla empezó a disiparse. La entidad diabólica había vuelto, llena de

cólera contra Merrin.

—¡Corrompido vanidoso! ¡Viejo hereje! ¡Yo te conjuro a que te vuelvas y

me mires! “¡Mírame ahora, carroña!” -El demonio dio un salto hacia delante,

escupió a Merrin en la cara y luego le espetó-: ¡Así cura tu Maestro a los

ciegos!

—Dios y Señor de todo lo creado... -oró Merrin mientras, sin inmutarse,

buscaba su pañuelo y se limpiaba el salivazo.

—...libra a esta tu sierva de...

—“¡Hipócrita!” ¡A ti no te importa nada de la puerca! ¡No te importa

“nada”! ¡La has “convertido en un duelo entre nosotros dos”!

—Yo, humildemente...

—¡Mentiroso! ¡Mentiroso bastardo! Dinos, ¿dónde está tu humildad,

Merrin? ¿En el desierto? ¿En las ruinas? ¿En las tumbas a las que huiste para

escapar de tus hermanos, los hombres? ¿Para escapar de tus inferiores, de

los pobres y débiles de espíritu? ¿Hablas a los “hombres” tú, vómito piadoso?

—...libra...

—Tu morada es un nido de engreídos, Merrin. Tu lugar está dentro de ti

mismo. ¡Vuelve a la cima de la montaña y habla con tu único igual!

Merrin continuó con sus oraciones sin prestar atención, al tiempo que el

torrente de insultos continuaba de forma violenta.

Asqueado, Karras concentró su atención en el texto, en tanto que Merrin

leía un pasaje de san Lucas:

—...’Mi nombre es Legión’, respondió, porque eran muchos los demonios

que habían entrado en él, y le suplicaban que no les ordenara precipitarse al

abismo. Había allí una gran piara de cerdos que estaban paciendo en la

montaña. Los demonios suplicaron a Jesús que les permitiera entrar en los

cerdos. Él se lo permitió. Entonces salieron de aquel hombre, entraron en los

cerdos y, desde lo alto del acantilado, la piara se precipitó al lago y se

ahogó. Y...

—Willie, te traigo buenas noticias -bramó el demonio. Karras levantó la

mirada y vio que Willie, cerca de la puerta, se paraba en seco con su carga

de toallas y sábanas-. Te traigo la buena nueva de redención -se regodeó-.

¡Elvira “está viva”! “¡Vive!” ¡Es...!

Willie miraba como alelada.

Entonces Karl se dirigió a ella, gritándole:

—¡No, Willie! ¡No!

—¡...una “toxicómana”, Willie, un caso perdido!...

—Willie, ¡no escuches! -aullaba Karl.

—¿Quieres que te diga dónde vive?

—¡No escuches! ¡No escuches! -Karl la empujaba fuera de la habitación.

—¡Ve a visitarla el día de la “madre”, Willie! ¡Sorpréndela! ¡Ve y...!




Bruscamente, el demonio se interrumpió, clavando los ojos en Karras,

que tomaba de nuevo el pulso de Regan; lo encontró fuerte, lo cual indicaba

que se le podía administrar más ‘Librium’. Se acercó a Sharon para indicarle

que preparara otra inyección.

—¿La quieres? -dijo lujuriosamente el demonio-. ¡Es tuya! ¡Sí, esa

ramera es tuya!

Sharon se puso colorada y apartó la vista cuando Karras le dio

instrucciones para el ‘Librium’.

—Y un supositorio de ‘Compazine’ si vuelve a vomitar -agregó.

Sharon hizo un gesto afirmativo con la cabeza baja y se marchó. Al

pasar junto a la cama, aún cabizbaja, Regan le gritó: ‘¡Puta!’; luego dio un

salto, le alcanzó en la cara con un borbotón de vómito y, mientras Sharon se

quedaba paralizada y chorreando, mostróse la personalidad de Dennings,

quien, con voz ronca, exclamó: ‘¡Ramera de mierda!’

Sharon huyó de la habitación.

La personalidad de Dennings hacía ahora muecas de disgusto.

Paseando la vista a su alrededor, preguntó:

—¿Puede alguien abrir un poco la “ventana”, por favor? ¡Esta habitación

apesta a mierda! Es simplemente...

—¡No, no, no, no lo hagan! -se corrigió-. ¡No, por todos los “cielos”, no

lo hagan, pues podría morir alguien más!

Luego se rió, guiñó los ojos monstruosamente a Karras y desapareció.

—Es Él quien te expulsa...

—“¿Lo hace? ¿Realmente lo hace?”

Había vuelto el demonio. Merrin prosiguió con sus conjuros, las

aplicaciones de la estola y el constante trazado de la señal de la cruz,

mientras el demonio seguía vomitando obscenidades. Demasiado largo, se

decía Karras: el paroxismo se prolongaba demasiado.

—¡Ahora viene la madre de la puerca inmunda! -rugió el demonio.

Al volverse, Karras vio que Chris se le acercaba con un trozo de algodón

y una jeringuilla. Cabizbaja, oía las injurias del demonio; Karras, con el ceño

fruncido, se adelantó hacia ella.

—Sharon se está cambiando de ropa -le explicó Chris-, y Karl está...

Karras la interrumpió con un ‘Está bien’, y ambos se acercaron a la

cama.

—¡Ven a ver tu obra, madre ramera! ¡Ven!

Chris trataba desesperadamente de no escuchar, de no mirar, mientras

Karras sujetaba los brazos de Regan, que no oponía resistencia.

—¡Miren a esta mujer repulsiva! ¡Miren a la ramera asesina! -se

enfureció el demonio-. ¿Estás contenta? ¡“Tú” has sido la causa! ¡Sí, “tú”,

con tu carrera antes que “nada”, tu carrera antes que tu marido, antes que

ella, antes que...!

Karras miró en torno a sí.

Chris estaba como petrificada.

—¡Siga! -le ordenó-. ¡No le haga caso! ¡Prosiga!




—¡...tu “divorcio”! ¡Acude a los curas! ¡Los curas no te ayudarán! -La

mano de Chris empezó a temblar-. “¡Está loca! ¡Está loca!” ¡La puerca está

“loca”! ¡Tú la has llevado a la “locura”, al “asesinato” y...!

—“¡No puedo!” -Con la cara contraída, Chris miraba la jeringuilla

vacilante. Agitó la cabeza.- ¡No puedo hacerlo!

Karras se la arrancó de las manos.

—¡No importa, desinfecte! ¡Desinfecte el brazo! ¡Aquí! -le dijo en tono

firme.

—...en su “ataúd”, hija de perra, por...

—¡No preste atención! -le reiteró Karras; entonces el demonio

bruscamente se volvió hacia él, los ojos desorbitados de furia-. ¡Y tú, Karras!

Chris desinfectó el brazo de Regan.

—¡Ahora váyase! -le ordenó Karras mientras clavaba la aguja en la

carne consumida.

Ella salió corriendo.

—¡Sí!, nosotros “sabemos” de tu cariño por las “madres”, querido

Karras! -rugió el demonio.

El jesuita retrocedió acobardado, y, por un momento, no se movió.

Después, lentamente, retiró la aguja y miró aquellos ojos en blanco. De la

boca de Regan brotaba un canturreo, una especie de salmo, con voz clara y

dulce, como la de un niño corista: “Tantum ergo, sacramentum, veneremur

cernui”...

Era un himno que se canta en la bendición con la custodia. Karras

parecía exangüe, mientras seguía el canto. Extraño y escalofriante, el himno

sacro era un vacío en el que Karras sintió, con una terrible claridad, el horror

de la noche que se aproximaba. Levantando la mirada, vio a Merrin, toalla en

mano. Con movimientos cansados y suaves, el anciano limpiaba el vómito de

la cara y cuello de Regan.

—...“et antiquum documentum”...

El canto. “¿De quién será la voz?”, se preguntaba Karras. Y luego,

fragmentos: “Dennings... La Ventana”... Obsesionado, vio que Sharon

regresaba y le quitaba la toalla a Merrin.

—Yo lo terminaré, padre -le dijo-. Ya estoy bien. Quiero cambiarla y

limpiarla antes de administrarle el ‘Compazine’ ¿Podría esperar fuera un

ratito?

Los dos sacerdotes salieron a la tibieza y oscuridad del vestíbulo y se

apoyaron, cansados, contra la pared.

Karras escuchaba el misterioso canturreo que venía de la habitación de

Regan. Al cabo de unos momentos, se dirigió suavemente a Merrin:

—Usted dijo... usted dijo antes que había sólo... una entidad.

—Sí.

Hablando en voz baja, con las cabezas juntas, parecían estar

confesándose.

—Todas las otras no son más que formas de ataque -continuó Merrin-.

Hay uno... sólo uno. Es un demonio. -Abrióse una pausa. Luego, Merrin

afirmó con sencillez-: Yo sé que usted duda de esto. Pero mire, a este

demonio... lo conocí una vez. Y es poderoso... poderoso...




Silencio. Karras volvió a hablar:

—Decimos que el demonio... no puede afectar la voluntad de la víctima.

—Sí, así es... así es... No hay pecado.

—Entonces, ¿cuál es el “propósito” de la posesión? -preguntó Karras con

el ceño fruncido-. ¿Qué sentido tiene?

—¿Quién lo sabe? -respondió Merrin-. ¿Quién puede tener la esperanza

de saber? -Pensó un momento. Después continuó sondeando-: Pero yo creo

que el objetivo del demonio no es el poseso, sino nosotros... los

observadores... cada persona de esta casa. Y creo... creo que lo que quiere

es que nos desesperemos, que rechacemos nuestra propia humanidad,

Damien, que nos veamos, a la larga, como bestias, como esencialmente viles

e inmundos, sin nobleza, horribles, indignos. Y tal vez ahí esté a centro de

todo: en la indignidad. Porque yo pienso que el creer en Dios no tiene nada

que ver con la razón, sino que, en última instancia, es una cuestión de amor,

de aceptar la posibilidad de que Dios puede amarnos...

Merrin hizo otra pausa. Prosiguió más lentamente, abriendo su alma en

un susurro.

—Él sabe..., el demonio sabe dónde atacar... Hace mucho tiempo que

me sentía desesperado por no poder amar a mi prójimo. Ciertas personas...

me repelían. ¿Cómo podría amarlas?, pensaba. Y eso me atormentaba,

Damien; me llevó a desconfiar de mí mismo... y, partiendo de aquí,

desconfiar de mi Dios. Se hizo añicos mi fe...

Interesado, Karras levantó sus ojos hacia Merrin.

—¿Y qué pasó? -preguntó.

—Pues que, al fin, me di cuenta de que Dios nunca me pediría aquello

que me es psicológicamente imposible, que el amor que Él me pedía estaba

en mi “voluntad” y no quería decir que debía sentirlo como una emoción. En

absoluto. Me pedía que “obrara” con amor hacia los demás, y el hecho de

que lo hiciera con aquellos que me repelían, era un acto de amor más grande

que cualquier otro. -Movió la cabeza-. Sé que todo esto debe parecerle muy

obvio, Damien. Lo sé. Pero entonces no alcanzaba a verlo. Extraña ceguera.

¡Cuántos maridos y mujeres -exclamó con tristeza- creerán que ya no se

aman porque sus corazones no se conmueven al verse! ¡Ah, Dios querido!

-movió la cabeza afirmativamente-.

Damien, ahí radica la posesión; no tanto en las guerras, como algunos

quieren creer; y muy pocas veces en intervenciones extraordinarias como

ésta... la de esta niña... esta pobre criatura. No, yo lo veo mucho más a

menudo en cosas pequeñas, Damien; en los mezquinos o absurdos rencores,

en las equivocaciones, en la palabra cruel e insidiosa que las lenguas

desatadas lanzan entre amigos. Entre amantes. Unas cuantas de esas cosas

-susurró Merrin-, y ya no es necesario que sea Satán el que dirija nuestras

guerras, pues las dirigimos nosotros mismos... nosotros mismos...

Aún llegaba el canto del dormitorio. Merrin miró hacia la puerta y

escuchó un momento.

—Y, sin embargo, incluso de esto, del mal, vendrá el bien. De algún

modo. De algún modo que nunca podremos entender, ni siquiera ver. -Merrin

hizo una pausa-. Quizás el mal sea el crisol de la bondad -manifestó-. Y tal




vez el propio Satán, a pesar de sí mismo, sirva de alguna manera para

cumplir la voluntad de Dios.

No dijo más, y durante un rato permanecieron en silencio, mientras

Karras reflexionaba. Le vino a la mente otra objeción.

—Una vez que el demonio es expulsado -dijo tanteando-, ¿cómo se le

puede impedir que vuelva a entrar?

—No lo sé -respondió Merrin-.

No lo sé. Mas parece ser que nunca vuelve. Nunca. Nunca. -Merrin se

puso una mano en la cara y se pellizcó suavemente las comisuras de los

ojos-. Damien..., ¡qué nombre tan maravilloso! -murmuró.

Karras percibió agotamiento en su voz. Y algo más. Ansiedad. Como un

dolor reprimido.

De repente, Merrin se apartó de la pared y, con la cara escondida entre

las manos, excusóse y corrió por el pasillo en dirección al baño. ‘¿Qué pasa?’,

se preguntó Karras. Sintió una repentina envidia y admiración por la

profunda y sencilla fe del exorcista. Se volvió hacia la puerta. El canto. No se

oía nada más. ¿Habría terminado, por fin, la noche?

Minutos más tarde, Sharon salió del dormitorio con un montón de ropas

y sábanas pestilentes.

—Está durmiendo -dijo. Rápidamente, desvió la mirada y se alejó por el

corredor.

Karras respiró hondo y regresó al dormitorio. Sintió el frío, percibió el

hedor. Caminó despacio hasta la cama. Regan. Dormida. Por fin. Y, por fin

-pensó-, él podría descansar.

Tomó la delgada muñeca de Regan y miró la manecilla de su reloj.

—¿Por qué haces eso, Dimmy?

Se le heló el corazón.

—¿Por qué haces eso?

El sacerdote no podía moverse; no respiraba, no se atrevía a mirar en la

dirección de la que procedía aquella voz doliente; no se animaba a ver

aquellos ojos que estaban realmente allí: ojos acusadores, ojos solitarios. Su

madre. ¡Su “madre”!

—Me abandonaste para ser sacerdote, Dimmy; me mandaste a un

asilo...

“¡No mires!”

—¿Ahora me ahuyentas...?

“¡No es ella!”

—¿Por qué haces eso?

Le zumbaba la cabeza, tenía el corazón en la boca. Cerró con fuerza los

ojos mientras la voz se hacía implorante, asustada, llorosa.

—Siempre fuiste un niño bueno, Dimmy. ¡Por favor! ¡Tengo miedo! ¡Por

favor, no me eches, Dimmy!

“¡Por favor!”

“!...no es mi madre!”

—¡Afuera no hay “nada”! ¡Sólo “oscuridad, Dimmy”! “¡Estoy sola!”

-Parecía llorar.

—¡No eres mi madre! -susurró Karras con vehemencia.




—¡Dimmy, “por favor”!

—No eres mi...

—¡“Oh”, por el amor de Dios, Karras!

Luego Dennings.

—¡Mire, sencillamente no es justo que nos echen de aquí! ¡Por lo que a

mí respecta, es una cuestión de justicia que esté aquí!

¡Pequeña hija de zorra! ¡Ella tomó mi cuerpo, y tengo derecho a que se

me permita permanecer en el de ella, ¿no le parece? ¡Oh, por Dios, Karras,

“míreme”! ¡Vamos!

No muy a menudo se me deja representar mi papel. Míreme. Karras

abrió los ojos y vio la personalidad de Dennings.

—Así, está mejor. Mire, ella me mató. No la dueña de la casa, Karras,

sino “¡Ella!” Sí, “¡ella!” Yo estaba solo en el bar, cuando me pareció sentir

que se quejaba. En la planta alta. Bueno, después de todo, yo “tenía” que

ver qué le dolía, por lo cual subí, y entonces me cogió por el cuello. -La voz

era ahora plañidera, patética-. ¡Dios mío, nunca “en mi vida” había visto

tanta fuerza!

Comenzó a gritar que yo estaba engañando a su madre o algo por el

estilo, o que yo fui la causa del divorcio. Algo así. No era muy claro. ¡Pero “le

aseguro” que ella me empujó por la “ventana”! -Voz cascada. Tono agudo-.

¡Ella “me mató”! !”Me mató” la muy cochina! ¿Le parece, entonces, que es

“justo” echarme de aquí? ¡Vamos, Karras, respóndame! ¿Cree que es

realmente justo? “¿Lo cree usted?”

Karras tragó saliva.

—¿Sí o no? -lo apremió-. ¿Es justo?

—¿Por qué... por qué... le quedó la cabeza vuelta hacia atrás? -preguntó

Karras con voz ronca.

Dennings paseó a su alrededor una mirada evasiva.

—Eso fue un accidente... una monstruosidad... Me di contra los

escalones, ¿sabe? Fue raro.

Karras meditaba, con la garganta seca. Tomó nuevamente la muñeca de

Regan y le echó una mirada al reloj para desviar la atención.

—¡Dimmy, por favor! ¡No permitas que me quede sola!

Su madre.

—Si en vez de sacerdote hubieras sido médico, yo habría vivido en una

bonita casa, Dimmy; no con cucarachas, ¡no sola en el apartamento!

Entonces...

Luchaba por hacerla callar, pero la voz lloraba de nuevo.

—¡Dimmy, “por favor”!

—No eres mi...

—¿No quieres enfrentarte con la verdad, carroña inmunda? -Era el

demonio-. ¿Crees lo que te dice Merrin? ¿Crees que es bueno y santo? Pues

bien, “¡no lo es!” ¡Es orgulloso e indigno! ¡Te lo probaré, Karras! ¡Te lo

demostraré “matando a la puerca”!

Karras abrió los ojos. Pero aún no se atrevía a mirar.




—Sí, ella morirá, y el Dios de Merrin no la salvará, Karras. ¡”Tú” no la

salvarás! ¡Morirá por el orgullo de Merrin y por tu incompetencia!

“¡Chapucero! ¡No tendrías que haberle inyectado ‘Librium’!”

Karras se volvió entonces y lo miró a los ojos. Brillaban con triunfante

maldad.

—¡Tómale el pulso! -El demonio sonreía-. ¡Vamos, Karras! ¡Tómaselo!

Mantenía apretada en su mano la muñeca de Regan; Karras frunció el

ceño, preocupado. El pulso era rápido y...

—Débil, ¿eh? -bramó el demonio-. ¡Ah, sí! Un poco. Por el momento,

sólo un poco.

Karras cogió su maletín y sacó el fonendoscopio. El demonio profirió con

voz ronca:

—¡Escucha, Karras! ¡Escucha bien!

Escuchó. Los latidos del corazón sonaban distantes y apagados.

—“¡No la dejaré dormir!”

Karras miró rápidamente al demonio. Sintió un escalofrío.

—Sí, Karras -gruñó-. ¡No dormirá! ¿Me oyes? “¡No dejaré dormir a la

puerca!”

Mientras el sacerdote observaba aturdido, el demonio echó la cabeza

hacia atrás, mientras lanzaba una carcajada. No oyó que Merrin entraba de

nuevo en la habitación. El exorcista se detuvo junto a él y lo miró con

detenimiento.

—¿Qué pasa? -preguntó.

Karras respondió, inexpresivo:

—El demonio... ha dicho que no la dejaría dormir. -Posó en Merrin sus

ojos atormentados-. El corazón ha empezado a fallarle, padre. Si no

descansa pronto, morirá de insuficiencia cardíaca.

Merrin parecía serio.

—¿Le puede administrar algo que la haga dormir?

Karras movió la cabeza.

—No; es peligroso. Puede entrar en coma.

Al volverse, Regan se puso a cloquear como una gallina.

—Si la tensión arterial sigue bajando... -dijo para terminar.

—¿Qué se puede hacer? -preguntó Merrin.

—Nada... nada... -respondió Karras-. Pero no sé... tal vez nuevos

adelantos... -Bruscamente dijo a Merrin-: Voy a consultar con un cardiólogo,

padre.

Merrin asintió.

Karras bajó las escaleras. Encontró a Chris en la cocina, y en la estancia

contigua oyó el llanto de Willie y la voz de Karl, que trataba de consolarla. Le

explicó la necesidad de una consulta, si bien le ocultó el peligro que corría

Regan. Chris dio su autorización y Karras llamó por teléfono a un amigo, un

famoso especialista de la Facultad de Medicina de la Georgetown University,

al que despertó para informarle brevemente del caso.

—En seguida voy -dijo el especialista.

En menos de media hora estuvo en la casa. Ya en el dormitorio,

reaccionó con asombro ante el frío y el hedor, y con horror y compasión,




ante el estado de Regan. En ese momento la niña balbuceaba una

incoherente jerga. Mientras el cardiólogo la examinaba, la niña,

alternativamente, cantaba e imitaba voces de animales. Luego apareció

Dennings.

—¡Oh, es terrible! -se quejó ante el especialista-. ¡Simplemente

espantoso! ¡Confío en que pueda usted hacer algo! ¿Puede hacerlo?

Si no, no tendremos adónde ir, y todo por que... ¡Oh, este diablo

maldito es un terco! -El especialista observaba con expresión extraña

mientras tomaba la tensión a Regan; Dennings miró a Karras y se quejó-:

¿Qué mierda está haciendo? ¿No se da cuenta de que la muy cretina tendría

que estar en un sanatorio? ¡En un manicomio, Karras! ¡Usted lo “sabe”! ¡De

veras! ¡Suspendamos este ridículo sortilegio! ¡Si ella muere, usted sabe que

será culpa “suya”! ¡Toda “suya”! Yo creo que por el hecho de que “él” sea

terco, “usted” no tiene que portarse como un estúpido! ¡Es usted médico!

¡Tendría que saber lo que conviene, Karras!

Vamos, hay “escasez” de alojamiento en este momento. Si nos...

El Demonio volvió, aullando como un lobo. El cardiólogo, inexpresivo, se

guardó el esfigmomanómetro. Luego le hizo un gesto a Karras. Había

concluido. Salieron al pasillo. El especialista miró por un momento hacia el

dormitorio y preguntó, intrigado:

—¿Qué diablos pasa ahí dentro, padre?

El jesuita desvió la mirada.

—No puedo decirlo -contestó en tono suave.

—Está bien.

—¿Qué opina?

La expresión del especialista era sombría.

—Tiene que detener esa actividad... dormir... dormir antes de que le

baje la presión arterial...

—¿Qué puedo hacer, Bill?

El especialista miró fijamente a Karras y dijo:

—Rezar.

Saludó y se fue. Karras lo vio marcharse; cada una de sus arterias y

nervios imploraban descanso, esperanza, milagros, que sospechaba no se

producirían... “¡No tendrías que haberle inyectado ‘Librium’!”

Se encaminó de nuevo al dormitorio y empujó la puerta con una mano,

que le pesaba como su alma.

Merrin permanecía junto a la cama, vigilando a Regan, que ahora

relinchaba como un caballo. Al oír que Karras entraba, lo miró

inquisitivamente. Karras movió la cabeza con desaliento. Merrin comprendió.

Había tristeza en su cara; luego, aceptación y, al volverse hacia Regan, una

inflexible decisión. El anciano se arrodilló al lado de la cama.

—Padre nuestro... -empezó a rezar.

Regan le escupió con una bilis oscura y maloliente, y luego gruñó:

—“¡Perderás!” ¡Ella “morirá”! “¡Morirá!”

Karras tomó su ejemplar del “Ritual”. Lo abrió. Levantó la vista y miró a

Regan.

—Salva a tu sierva -rezó Merrin.




—En presencia del enemigo.

En el alma de Karras había una angustiosa desesperación. “¡Duérmete!

¡Duérmete!”, rugía su voluntad con frenesí.

Pero Regan no se durmió.

Ni por la madrugada.

Ni al mediodía.

Ni al anochecer.

Ni el domingo, cuando el pulso alcanzó los ciento cuarenta latidos, y su

vida pendía de un hilo.

Los ataques se sucedían sin descanso, mientras Karras y Merrin repetían

una y otra vez el ritual, sin dormir, y Karras probaba febrilmente

medicamentos. Trató de reducir los movimientos de Regan a un mínimo,

atándola a la cama con una sábana y manteniendo a todos fuera de la

estancia, para ver si la falta de solicitaciones acababa con las convulsiones.

No lo consiguió. Y los gritos de Regan eran tan agotadores como sus

movimientos. Sin embargo, se mantenía la tensión arterial. Pero, ¿por

cuánto tiempo más?, se decía Karras, angustiado. “¡Oh, Dios mío, no

permitas que se muera!”, se repetía a sí mismo. “¡No dejes que se muera!

¡Permite que se duerma! ¡Permite que se duerma!” En ningún momento tuvo

la más mínima conciencia de que sus pensamientos eran oraciones: sólo se

daba cuenta de que no eran atendidas.

A las siete de la tarde de aquel domingo, Karras estaba sentado junto a

Merrin en la habitación, exhausto y deshecho por los ataques diabólicos: su

falta de fe, su incompetencia. Y Regan. Su culpa. “No tendrías que haberle

inyectado ‘Librium’“...

Los sacerdotes acababan de terminar un ciclo del ritual. Estaban

descansando mientras Regan entonaba el “Panis Angelicus”. Raramente

salían de la habitación.

Karras lo hizo sólo una vez para cambiarse de ropa y darse una ducha.

Pero era más fácil permanecer despierto en medio del frío que del hedor,

hedor que desde aquella mañana se había convertido en repugnante olor a

carne podrida.

Con los ojos enrojecidos y mirando febrilmente a Regan, Karras creyó

percibir un ruido. Algo que crujía. De nuevo. Cuando pestañeaba. Entonces

comprendió que el ruido provenía de sus propios párpados resecos. Volvióse

en dirección a Merrin. Durante aquellas horas, el exorcista había hablado

muy poco: de vez en cuando, algún recuerdo de su niñez, reminiscencias,

pequeñas cosas, una historia acerca de un pato que tenía, llamado “Clancy”.

Karras estaba muy preocupado por él. La falta de sueño. Los ataques del

demonio. A su edad. Merrin cerró los ojos y apoyó la barbilla en el pecho.

Karras miró a Regan y luego, cansado, se acercó a la cama. Le tomó el pulso

y se aprestó a medir la tensión arterial. Al envolverle el brazo en el brazal del

esfigmomanómetro, tuvo que pestañear repetidas veces, pues se le nublaba

la vista.

—Hoy es el Día de la Madre, Dimmy.




Por un momento fue incapaz de moverse; sintió que el corazón se le

retorcía dentro del pecho. Luego miró aquellos ojos que ya no se parecían a

los de Regan, sino que eran los tristemente acusadores de su madre.

—¿Ya no te sirvo? ¿Por qué me abandonas para que muera sola,

Dimmy? ¿Por qué? ¿Por qué me...?

—“¡Damien!”

Merrin le aferraba el brazo con firmeza.

—Por favor, vaya y descanse un poco, Damien...

—¡Dimmy, “por favor”! ¿Por qué me...?

Entró Sharon a cambiar la ropa de la cama.

—¡Vaya y descanse un poco, Damien! -insistió Merrin.

Con un nudo en la garganta, Karras dio media vuelta y salió de la

habitación. Se quedó parado en el pasillo. Sentíase débil. Luego bajó las

escaleras, deteniéndose indeciso. ¿Un café? Lo ansiaba. Pero aún ansiaba

más la ducha, cambiarse de ropa, afeitarse.

Abandonó la casa y cruzó la calle en dirección a la residencia de los

jesuitas. Entró. Fue a tientas hasta su habitación. Y al mirar hacia la cama...

“Olvídate de la ducha. Duerme. Media hora”.

Cuando se acercaba al teléfono para avisar en recepción que lo

despertaran, sonó el timbre.

—Diga -contestó con voz ronca.

—Hay una persona que desea verlo, padre Karras; un tal señor

Kinderman.

Durante unos momentos contuvo la respiración, y luego, resignado,

contestó:

—Dígale, por favor, que voy en seguida.

Al colgar el receptor, Karras vio el cartón de ‘Camel’ sobre su mesa.

Traía una notita de Dyer.

La leyó con la vista nublada.

‘Se ha encontrado una llave del _’Club Play Boy_’ en el reclinatorio de la

capilla, frente a las luces votivas. ¿Es tuya? Puedes reclamarla en recepción.’

Inexpresivo, Karras dejó la nota, se puso ropa limpia y salió de la

habitación. Se olvidó de coger los cigarrillos.

Ya en recepción vio a Kinderman junto al mostrador, arreglando, con

gesto delicado, las flores de un jarrón. Al oír que Karras llegaba, volvióse

mientras sostenía por el tallo una camelia rosada.

—¡Ah, padre! ¡Padre Karras...! -exclamó Kinderman; pero cambió su

expresión alegre por otra de preocupación al ver el agotamiento en la cara

del jesuita. Rápidamente dejó la camelia en su lugar y salió al encuentro de

Karras-. ¡Tiene muy mal aspecto! ¿Qué pasa? ¡Eso le ocurre de tanto correr

por la pista! ¡Deje de hacerlo! ¡Venga conmigo! -Tomándolo por el codo, lo

llevó hacia la calle-. ¿Tiene un minuto disponible? -le preguntó al pasar por la

puerta de entrada.




—Escasamente... -murmuró Karras-. ¿De qué se trata?

—Cuatro palabras. Necesito un consejo, sólo un consejo.

—¿Sobre qué?

—Se lo diré en seguida. -Kinderman hizo un gesto con la mano como si

rechazara una idea-. Caminemos, tomemos el aire. -Pasó su brazo por el del

jesuita y, juntos, cruzaron en diagonal la calle Prospect-. ¡Ah, “mire” eso!

¡Hermoso! ¡Magnífico! -Señalaba la puesta del sol sobre el Potomac. En la

quietud resonaban, mezcladas, las risas y las voces de los estudiantes de

Georgetown frente a un bar situado cerca de la esquina de la Calle Treinta y

Seis. Uno le pegó un puñetazo a otro en el brazo y los dos empezaron a

luchar amistosamente-. ¡Ah, la Universidad, la Universidad...! -se lamentó

Kinderman, señalando con la cabeza en dirección a los estudiantes-. Yo

nunca fui... pero me habría gustado... me habría gustado... -Advirtió que

Karras contemplaba el crepúsculo-. Le digo en serio que tiene mal aspecto

-repitió-. ¿Qué le pasa? ¿Ha estado enfermo?

’¿Cuándo irá al grano?’, se preguntó Karras.

—No; simplemente, muy ocupado -respondió.

—¡Afloje un poco, entonces! -exclamó Kinderman-. ¡Vamos, afloje!

Usted sabe muy bien lo que le conviene. A propósito, ¿ha visto el ‘Ballet

Bolshoi’ en el ‘Watergate’?

—No.

—Yo tampoco. Pero me habría gustado. Las chicas son tan gráciles... tan

agradables...

Habían llegado a la barandilla del puente, sobre el río. Apoyando un

brazo, Karras miró de frente a Kinderman, quien, con las manos sobre el

antepecho, contemplaba, pensativo, la otra orilla.

—¿Qué desea, teniente? -preguntó Karras.

—¡Ah, padre! -suspiró Kinderman-. Tengo un problema.

Karras echó una brevísima mirada en dirección a la ventana, cerrada,

del cuarto de Regan.

—¿Profesional?

—Bueno, en parte... sólo en parte.

—¿De qué se trata?

—Es un problema, sobre todo... -vacilante, Kinderman miró de soslayoético,

padre Karras... Una pregunta... -El detective se volvió y apoyó la

espalda contra la pared. Frunció el ceño, con la vista en el suelo. Luego se

encogió de hombros-. No podía comunicárselo a nadie, y menos a mi

superior. Simplemente no podía. De modo que he pensado... -La cara se le

iluminó repentinamente-. Yo tenía una tía... Oiga, oiga esto, que es muy

gracioso. Durante años, ella le tuvo “terror” a mi tío.

Nunca se atrevía a decirle una palabra, y menos aún a levantar la voz.

“¡Nunca!” Así, cuando se enojaba con él, por lo que fuere, corría al armario

de su dormitorio, y allí, en la oscuridad, ¡tal vez no lo crea usted!, en la

oscuridad, ella sola, entre las ropas colgadas y las polillas, insultaba, !

”insultaba” a mi tío durante unos veinte minutos! ¡Le decía exactamente lo

que pensaba de él! “¡Gritaba!”




Luego salía, aliviada, e iba a besarle en la mejilla. Dígame, ?”qué” es

eso, padre Karras? ¿Una terapia?

—¡Y muy buena! -dijo Karras, sonriendo débilmente-. Y ahora yo soy su

armario. ¿Es eso lo que quería decirme?

—En cierto modo -replicó Kinderman. Nuevamente bajó la vista-.

En cierto modo; pero hay algo más serio, padre Karras. -Hizo una

pausa-. Porque el armario debe hablar -agregó en tono grave.

—¿Tiene un cigarrillo? -preguntó Karras; le temblaban las manos.

El detective lo miró, incrédulo.

—¿Cree usted que voy a fumar con mi enfermedad?

—No, claro -murmuró el sacerdote, entrelazándose las manos sobre la

barandilla y mirándoselas-. “¡Deja de hablar!”

—¡Qué médico! ¡No permita Dios que me ponga enfermo en la selva y,

en vez de Albert Schweitzer, me encuentre solo con “usted”! ¿Cura usted

todavía las verrugas con ranas, doctor Karras?

—No, con sapos -respondió Karras con voz apagada.

—Hoy no se ríe -dijo Kinderman, preocupado-. ¿Pasa algo?

Karras negó con la cabeza.

—Prosiga -le dijo suavemente.

El detective suspiró, mirando hacia el río.

—Como le iba diciendo... -jadeó. Se rascó la frente con la uña del

pulgar-. Le decía que...

digamos que estoy trabajando en un caso, padre Karras. Un homicidio.

—¿Dennings?

—No, no, puramente hipotético. Usted no lo conoce. En absoluto.

Karras asintió.

—Parece ser un asesinato ritual de brujería -continuó, pensativo, el

detective. Tenía el ceño fruncido. Elegía lentamente las palabras-. Y digamos

que en esta hipotética casa viven cinco personas y que una de ellas ha de ser

el asesino. -Hacía enfáticos movimientos con las manos-. Eso lo “sé”, lo “sé”,

lo “sé positivamente”. -Luego hizo una pausa, respirando despacio-. Pero el

problema... todas las evidencias... señalan a una criatura, padre Karras, a

una niña de diez años, quizá doce... Podría ser mi hija. -Mantenía la vista fija

en el dique que se divisaba a lo lejos-. Sí, ya sé que parece fantástico...

ridículo... pero es verdad. Entonces, padre, llega a dicha casa un sacerdote

muy famoso, y, como quiera que se trata de un caso puramente hipotético,

me entero, por mi también hipotético genio, que este sacerdote ha curado ya

cierto tipo de enfermedad. Una enfermedad mental, hecho que menciono

sólo de pasada, por si le interesa.

Karras sintió que palidecía.

—Bueno, también hay... satanismo implicado en esta enfermedad, y...

fuerza... Sí, una fuerza increíble. Y esa... niña hipotética, digamos entonces,

podría... retorcer la cabeza de un hombre. Sí, podría. -Hacía gestos

afirmativos con la cabeza-. Sí... sí, podría. Ahora se pregunta uno... -Hizo

una mueca, pensativo-. Esa niña no es responsable, padre. Es una demente.

-Se encogió de hombros. -¡Y es sólo una criatura! ¡Una “criatura”! -Movió la

cabeza-. Sin embargo, la enfermedad que tiene... puede ser peligrosa. Podría




matar a otra persona. ¿Quién sabe? -Nuevamente miró de soslayo hacia el

río-. Es un problema. ¿Qué hacer? Hipotéticamente, por supuesto. ¿Olvidarlo

y esperar que... -Kinderman hizo una pausa- ‘mejore’? -Se buscó el pañuelo-

. Padre, no sé... no sé. -Se sonó la nariz-. Es una decisión muy grave;

simplemente terrible. -Rebuscó una parte no usada del pañuelo-. Terrible. Y

me molesta mucho ser yo el que tenga que tomarla. -Se sonó de nuevo,

dándose ligeros golpecitos en una de las aletas de la nariz-. Padre, ¿qué

sería lo correcto en tal caso? ¡Hipotéticamente! ¿Qué cree usted que sería lo

correcto hacer?

Por un instante, el jesuita vibró de rebeldía. Se encontró con los ojos de

Kinderman y respondió en tono suave:

—Lo pondría en manos de una autoridad superior.

—Creo que ya está ahí en este momento -musitó Kinderman.

—Pues bien, yo lo dejaría ahí.

Sus miradas se encontraron de nuevo. Kinderman se guardó el pañuelo.

—He pensado que me diría eso. -Contempló el ocaso-. ¡Qué espectáculo

tan hermoso! Digno de ser visto. -Se levantó la manga para mirar la hora-.

Tengo que irme. Mi señora estará ya protestando de que la cena se enfría.

-Se volvió hacia Karras-. Gracias, padre. Me siento mejor... mucho mejor. A

propósito, ¿podría hacerme el favor de dar un recado? Si ve a un señor

llamado Engstrom, dígale: ‘Elvira se halla en una clínica: está bien.’ Él lo

entenderá. ¿Lo hará? Desde luego, si lo ve.

Karras estaba desconcertado.

—¡No faltaría más! -dijo.

—¿No podríamos ir al cine una de estas noches, padre?

El jesuita bajó la vista y murmuró:

—Sí, pronto.

—‘Pronto.’ Es usted como un rabino cuando habla del Mesías: siempre:

‘Pronto.’ Hágame otro favor, padre. -El detective parecía seriamente

preocupado-. Deje de correr por la pista durante un tiempo. Camine.

Descanse un poco, no exagere. ¿Lo hará?

—Lo haré.

Con las manos en los bolsillos, el detective miraba la calzada, con aire

resignado.

—Sí, ya sé -suspiró cansinamente-, pronto. Siempre pronto. -Cuando se

disponía a marcharse, cabizbajo aún levantó una mano y la puso sobre el

hombro del jesuita.

Lo apretó. Durante un rato, Karras lo observó alejarse por la calle. Lo

miró con asombro. Con cariño. Y con sorpresa, al comprobar cuán

misteriosos eran los laberintos del corazón. Levantó los ojos hasta las nubes,

teñidas de color rosado que flotaban sobre el río, y luego, más al Oeste,

donde parecían deslizarse hasta los límites del mundo, resplandeciendo

tenues como una promesa que se recuerda. Apoyó el dorso de su mano

contra los labios y bajó la vista para esconder la tristeza que le subía desde

la garganta hasta los ojos. Esperó. Ya no se atrevía a enfrentarse con la

puesta del sol. Miró de nuevo hacia la ventana de Regan; luego regresó a la

casa.




Sharon le abrió la puerta y le informó de que no había novedades.

Llevaba un bulto de ropa maloliente. Le dijo:

—Tengo que llevar esto abajo, al lavadero.

La miró. Pensó en lo bueno que sería tomar una taza de café. Pero oyó

que el demonio lanzaba de nuevo vituperios contra Merrin. Se dirigió a la

escalera. Luego se acordó del recado. Karl. ¿Dónde estaría? Se volvió para

preguntárselo a Sharon, pero vio que desaparecía por la escalera del sótano.

Dominado por la confusión, se encaminó a la cocina. Karl no estaba.

Sólo Chris. Sentada a la mesa mirando... ¿un álbum? Fotos. Recortes de

papel. No podía verle la cara, porque tenía la frente apoyada en las manos.

—Perdón -dijo Karras suavemente-. ¿Está Karl en su dormitorio?

Ella negó con la cabeza.

—Ha salido a hacer un recado -murmuró con voz ronca, voz de llanto-.

Ahí tiene café, padre. Se filtrará en un minuto.

Cuando Karras miró el indicador luminoso de la cafetera eléctrica, oyó

que Chris se levantaba de la mesa, y, al volverse, la vio salir

apresuradamente, desviando la cara. Escuchó un tembloroso:

—Perdone.

Su vista se posó en el álbum. Se acercó a mirarlo. Instantáneas. Una

niñita. Sintiendo una aguda congoja, Karras se dio cuenta de que aquélla era

Regan: aquí, soplando velitas de un pastel de cumpleaños: allí, sentada

sobre un muelle del lago en “shorts” y camisola, haciendo un gesto alegre

con el brazo ante la cámara. Tenía una inscripción en la camisola:

“Campamento”... No pudo distinguirlo bien.

En la página contigua, una hoja de papel, pautado con lápiz y regla,

contenía un manuscrito de niño:

Si en vez de barro solamente, pudiera tomar las cosas más bonitas,

como un arco iris, o las nubes, o el canto de un pájaro, tal vez entonces,

queridísima mamá, si pudiera juntarlas todas, podría hacer de veras una

estatua tuya.

Y debajo de los versos: “¡Te quiero! ¡Feliz día de la madre!”

La firma, escrita en lápiz, decía: “Rags”.

Karras cerró los ojos. No podía soportar aquello. Volvióse cansinamente

y esperó que se filtrara el café. Cabizbajo, se agarró al mármol de la cocina y

volvió a cerrar los ojos. “¡Ciérrale la puerta!”, pensó. “¡Ciérrale la puerta a

todo!” Pero no podía, y mientras oía el sordo ruido del café que se filtraba,

las manos comenzaron a temblarle, y la compasión creció hasta convertirse

en ciega furia contra la enfermedad y el dolor, contra el sufrimiento de los

niños y contra la monstruosa y ultrajante corrupción de la muerte.

“Si en vez de barro solamente”...

La furia se agotó; ahora era pena e impotente frustración.

...“las cosas más bonitas”...




No podía esperar que se filtrara el café. Debía irse... debía hacer algo...

ayudar a alguien... intentar...

Salió de la cocina. Al pasar por el vestíbulo, miró hacia dentro. Chris

estaba en el sofá, llorando convulsivamente; Sharon la consolaba. Él desvió

la vista y se dirigió a la escalera; oyó que el demonio injuriaba

histéricamente a Merrin.

—¡...hubieras “perdido”! ¡Hubieras “perdido” y lo “sabías”! ¡Tú, “carroña,

Merrin”! ¡Bastardo! “¡Vuelve!” ¡Ven y...! -Karras trató de no oír.

...“o el canto de un pájaro”...

Al entrar en el dormitorio se dio cuenta de que se había olvidado de

ponerse un jersey. Miró a Regan. Estaba acostada de lado, mientras el

demonio seguía rugiendo.

...“las cosas más bonitas”...

Lentamente se acercó a su silla y cogió una manta. Sólo entonces, en su

agotamiento, notó la ausencia de Merrin. Al acercarse a la cama para tomar

el pulso a Regan, casi tropezó con él. Yacía extendido boca abajo, junto a la

cama. Descoyuntado. Horrorizado, Karras se arrodilló. Le dio la vuelta. Vio la

coloración azulada de su cara.

Le tomó el pulso. En un sobrecogedor instante de angustia, se dio

cuenta de que Merrin estaba muerto.

—¡...sagrada flatulencia! “¡Muérete!” ¡Karras, cúralo! -rugió el demonio-.

Resucítalo y déjanos “terminar”, déjanos...

Colapso cardíaco. Arteria coronaria.

—¡Oh, Dios! -se quejó Karras en un susurro-. ¡Dios mío, “no”! -Cerró los

ojos, agitando la cabeza sin poder creerlo, desesperado. Luego,

bruscamente, en un arrebato de aflicción, hundió el pulgar, con fuerza, en la

pálida muñeca de Merrin, como si quisiera extraer de sus fibras el perdido

pulso de la vida.

—...piadoso...

Karras retrocedió y respiró profundamente. Entonces vio las píldoras

envueltas en papel de estaño, esparcidas por el suelo. Al coger una

comprobó, con desaliento, lo que ya sabía. Nitroglicerina.

Lo había sospechado. Karras, con ojos enrojecidos y llenos de dolor,

contempló el rostro de Merrin.

’...vaya a descansar un poco, Damien.’

—“Ni los gusanos” se comerán tu carroña.

Al oír las palabras del demonio, Karras empezó a temblar, dominado por

una furia incontenible.

“¡No escuches!”

—...homosexual...

“¡No escuchas, no escuches!”

La cólera le hinchó en la frente una vena, que latía amenazadora. Al

coger las manos de Merrin y ponerlas, piadosamente, en forma de cruz, oyó

que el demonio gruñía:

—Ponle ahora en las manos su “bonete”. -Un pútrido escupitajo se

estrelló en un ojo del muerto-. ¡Los últimos ritos! -exclamó, burlonamente, el

demonio. Volvió a apoyar su cabeza y rió salvajemente.




Estremecido, Karras contemplaba el salivazo, con ojos desorbitados. No

se movió. No podía oír más que el rugido de su sangre. Luego, lentamente,

levantó la cara, demudada por un electrizante paroxismo de odio y furia.

—“¡Hijo de perra!” -silabeó Karras en un susurro, que restalló en el aire

como un látigo-. ¡Bastardo! -Aunque no se movía, parecía como si se

desenroscara, mientras los tendones del cuello se le estiraban como cables.

El demonio dejó de reír y lo observó malignamente-. ¡Ibas perdiendo! ¡Eres

un perdedor! !”Siempre” has sido un perdedor! -prosiguió. Regan vomitó

encima de él; pero Karras lo ignoró y prosiguió-. ¡Sí, te atreves con los

niños! -dijo, temblando-. ¡Con las niñitas! ¡Bueno, vamos! ¡Vamos a verte

intentar algo más grande! ¡Vamos! -Las manos extendidas como grandes

ganchos carnosos lo invitaban con ademanes lentos-. ¡Vamos! ¡Vamos,

perdedor! ¡Intenta “conmigo”! ¡Abandona a la niña y tómame a mí! ¡Tómame

a mí! ¡Entra..., entra en mí...!

Escasamente un minuto más tarde, Chris y Sharon oyeron los ruidos

procedentes de arriba. Se encontraban en el despacho, y, ya más tranquila,

Chris estaba apoyada en el pequeño mostrador del bar, mientras Sharon, en

el otro lado, preparaba unos cócteles.

Sharon dejó sobre el mostrador las botellas de vodka y de agua tónica,

y ambas mujeres levantaron la mirada hacia el techo. Tropezones. Golpes

sordos contra los muebles. Paredes. Luego la voz de... ¿el demonio? El

demonio. Obscenidades. Pero otra voz. Alternadamente. Karras. Sí, Karras.

Pero más fuerte. Más profunda.

—¡No! ¡No te permitiré que les hagas daño! “¡No vas a hacerles mal!”

¡Vas a venir con...!

A Chris se le cayó el vaso al retroceder, pues se había oído un violento

ruido como de algo que se hacía añicos -la rotura de un vidrio-. Salieron

corriendo del despacho y subieron precipitadamente las escaleras hacia la

habitación de Regan, en la que irrumpieron violentamente. Vieron en el suelo

la persiana de la ventana, arrancada de sus soportes. ¡Y la ventana! ¡El

cristal estaba hecho pedazos!

Aterrorizadas, se abalanzaron hacia la ventana, y, al hacerlo, Chris vio a

Merrin caído en el suelo, junto a la cama. La impresión la paralizó. Luego

corrió hacia él. Se arrodilló. Contuvo el aliento.

—¡Oh, Dios mío! -gimió-. ¡Sharon! ¡Shar, ven aquí! ¡Rápido...!

Sharon lanzó un grito de horror desde la ventana, y cuando Chris

levantó la vista, pálida, boquiabierta, Sharon pasó corriendo hacia la puerta.

—Shar, ¿qué pasa?

—¡El padre Karras! ¡El padre Karras!

Salió atropelladamente de la habitación. Chris se levantó y, temblando,

corrió a la ventana. Miró hacia abajo. Sintió una tremenda punzada en el

corazón. Al pie de la escalinata que daba a la concurrida calle M yacía Karras,

tumbado en medio de una muchedumbre, que se iba congregando. Miró con

horror. Sintióse paralizada. Trató de moverse.

—¡Mamá!

La llamaba una lánguida y llorosa vocecita. Chris contuvo el aliento. No

se atrevía a creerlo...




—¿Qué pasa, mamá? ¡Oh, por favor! ¡Por favor, ven! ¡Mamá, por favor!

¡Tengo “miedo”! Tengo m...

Chris volvióse rápidamente y vio en el rostro de su hija lágrimas de

confusión, una mirada suplicante. De pronto viose corriendo hacia la cama,

llorando.

—¡Rags! ¡Oh, mi pequeña! ¡Oh, Rags!

Abajo. Sharon salió corriendo, enloquecida, hacia la residencia de los

jesuitas. Pidió hablar urgentemente con Dyer. Este acudió de inmediato a la

recepción. Sharon le explicó lo ocurrido. Dyer la miró con cara demudada.

—¿Ha pedido una ambulancia?

—¡Dios mío, no he pensado en eso!

Dyer dio en seguida instrucciones a la telefonista de la centralita y luego

salió corriendo, seguido de cerca por Sharon. Cruzaron la calle. Bajaron la

escalinata.

—¡Déjenme pasar, por favor! ¡Abran paso! -Empujando a los curiosos,

Dyer oyó desgranar las letanías de la indiferencia: ‘¿Qué ha pasado?’ ‘Un tipo

se ha caído por la escalinata.’ ‘¿Qué...?’ ‘Sin duda estaba borracho. ¿Ve como

ha vomitado?’ ‘Vamos, que se nos va a hacer tarde...’

Por fin, Dyer pudo abrirse paso, y durante un momento sobrecogedor se

quedó helado en una dimensión eterna de dolor, en un espacio donde el aire

era demasiado angustioso como para poder respirar. Karras yacía

contorsionado como una marioneta, de bruces, con la cabeza en el centro de

un charco de sangre, cada vez más amplio.

Parecía mirar a lo lejos, con la boca abierta y la mandíbula dislocada.

Aún vivía. Y sus ojos se posaron en Dyer. Una mirada borrosa. Daban la

impresión de brillar con júbilo. Una súplica. Algo urgente.

—¡Vamos, circulen! ¡Aléjense!

Un policía. Dyer se arrodilló y puso una mano, suave y tierna como una

caricia, sobre la cara magullada y herida. Un hilito de sangre fluía de su

boca.

—Damien... -Dyer hizo una pausa, para calmar el temblor de su voz, y

vio en los ojos del moribundo un brillo tenue y ansioso, una cálida súplica. Se

inclinó más-. ¿Puedes hablar?

Lentamente, Karras estiró una mano hasta coger la muñeca de Dyer,

que apretó con suavidad. Dyer luchaba por contener las lágrimas. Se inclinó

aún más, hasta poner la boca en el oído de Karras.

—¿Quieres confesarte, Damien?

Un apretón.

—¿Te arrepientes de todos los pecados de tu vida y de haber ofendido a

Dios Padre Todopoderoso?

Un apretón.

Dyer se irguió, y mientras, lentamente, trazaba la señal de la cruz sobre

Karras, recitó las palabras de la absolución:

—“Ego te absolvo”...

Gruesas lágrimas rodaron por las comisuras de los ojos de Karras. Dyer

sentía que le apretaba con fuerza la muñeca mientras él terminaba la




fórmula de la absolución: ...”in nomine Patris, et Filii, et Spiritus Sancti.

Amen”.

Dyer volvió a inclinarse hasta poner de nuevo la boca junto a la oreja de

Karras. Esperó. Luchaba contra un nudo que le atenazaba la garganta. Luego

murmuró:

—¿Estás...?

Se detuvo de pronto al sentir que se aflojaba bruscamente la presión

sobre su muñeca. Irguió de nuevo el busto y vio aquellos ojos llenos de paz y

de algo más: algo misteriosamente parecido a la alegría ante el fin de una

añoranza del corazón. Los ojos seguían abiertos, mirando. Pero ya nada de

este mundo. Nada de aquí abajo.

Lenta y mansamente, Dyer le cerró los párpados. Oía a lo lejos el silbido

de la sirena de la ambulancia. Empezó a decir ‘Adiós’, pero no pudo terminar.

Inclinando la cabeza, lloró.

Llegó la ambulancia. Pusieron a Karras en una camilla y cuando lo

estaban cargando, Dyer trepó y se sentó junto al médico. Estiró la mano y

tomó la de Karras.

—Ya no puede hacer nada por él, padre -dijo el médico con voz amable-.

No lo haga más duro para usted. No venga.

Dyer mantuvo la vista clavada en la cara deshecha. Movió la cabeza. El

médico dirigió la mirada hacia la puerta trasera de la ambulancia, donde el

conductor esperaba pacientemente. Le hizo un gesto afirmativo, y el hombre

cerró la puerta. Desde la acera, Sharon observaba atónita mientras la

ambulancia partía lentamente. Oyó murmullos de los curiosos.

—¿Qué ha pasado?

—¡Qué sé yo!

El estridente silbido de la sirena rasgó la noche y quedó flotando sobre

el río, hasta que el conductor se dijo que el tiempo ya no tenía importancia,

y cortó el sonido. El río fluía nuevamente en silencio, para dirigirse a unas

orillas más apacibles.




EPÍLOGO

Un sol de junio tardío se filtraba por la ventana del dormitorio de Chris.

Metió una blusa en una maleta, llena ya, y cerró la tapa. Rápidamente se

dirigió a la puerta.

—Bueno, eso es todo -dijo Karl mientras se acercaba a cerrar con llave

la maleta y Chris se dirigía al dormitorio de Regan-. Rags, ¿qué tal va el

equipaje?

Habían pasado seis semanas desde la muerte de los dos sacerdotes.

Desde la horrible escena. Desde que Kinderman cerrara el caso. Y aún no

había respuestas. Sólo obsesionantes especulaciones y pesadillas que harían

despertarse para llorar. Merrin había muerto de un ataque cardíaco como

consecuencia de una afección en la arteria coronaria. En cuanto a Karras...

‘Desconcertante’, había dicho Kinderman con respiración jadeante. En su

opinión, no había sido la niña, que entonces estaba bien sujeta con las

correas. Obviamente, el propio Karras había arrancado la persiana, para

saltar por la ventana en busca de la muerte. Pero, ¿por qué? ¿Miedo? ¿Un

intento de escapar a algo horrible? No. Kinderman lo había descartado de

plano. De haber querido huir, lo habría hecho por la puerta. Por otra parte,

Karras no era, en modo alguno, de los hombres que huyen. Pero, entonces,

¿por qué aquel salto fatal?

Para Kinderman, la respuesta empezó a tomar forma a partir de un

comentario de Dyer sobre los conflictos emocionales de Karras: el complejo

de culpabilidad por haber abandonado a su madre y por la muerte de ésta,

así como su problema de fe; y cuando Kinderman añadió a esto la falta de

descanso durante varios días, la preocupación y el remordimiento por la

muerte inminente de Regan, así como el “shock” por el trágico fin de Merrin,

sacó la triste conclusión de que la psique de Karras había fallado, se había

hecho pedazos abrumada por el peso de las culpas, que no podía soportar

por más tiempo. Más aún, al investigar la muerte de Dennings, el detective

se había enterado -por lo que había leído sobre la materia- de que los

exorcistas se convertían a menudo en posesos y por las mismas causas que

se daban en aquel caso: profundos sentimientos de culpabilidad y necesidad

de sentirse castigados, así como el poder de la autosugestión. Karras había

alcanzado el punto justo. Y los ruidos de lucha y la alterada voz del

sacerdote que oyeron Chris y Sharon parecían dar verosimilitud a la hipótesis

del detective.

Pero Dyer se negaba a aceptarla. Una y otra vez volvió a la casa,

durante la convalecencia de Regan, para hablar con Chris. Y una y otra vez

preguntó si Regan podía recordar ya lo que había ocurrido en el dormitorio

aquella noche. Pero la respuesta fue siempre una sacudida de cabeza o un

‘no’, hasta que, al fin, se cerró el caso.

Chris se asomó al dormitorio de Regan; vio que su hija abrazaba dos

animales de peluche y miraba con infantil descontento la maleta ya lista y

abierta sobre su cama.




—¿Qué tal vas con las maletas? -le preguntó Chris.

Regan levantó la vista. Algo pálida. Un poco demacrada. Algunas ojeras.

—No cabe todo -dijo frunciendo el ceño.

—Si no te puedes llevar todo ahora, querida, déjalo; ya te lo llevará

Willie después. Vamos, nenita, apresúrate, o perderemos el avión.

—Bueno.

Regan hizo pucheros.

Tomarían el avión aquella tarde para volar hasta Los Ángeles, dejando a

Sharon y a los Engstrom el encargo de cerrar la casa. Luego Karl volvería a

casa en el ‘Jaguar’.

—Muy bien, pequeña.

Chris la dejó y bajó rápidamente las escaleras. Al llegar al vestíbulo

sonó el timbre. Abrió la puerta.

—Hola, Chris. -Era el padre Dyer-. Vengo a despedirme.

—Me alegro. Ahora iba a llamarle. -Dio un paso hacia atrás-. Adelante.

—No, Chris, sé que tiene prisa.

Ella lo cogió de la mano y lo hizo entrar.

—¡Oh, por favor, entre! Precisamente iba a tomar una taza de café.

—Bueno, si es así...

Fueron a la cocina, se sentaron a la mesa y hablaron mientras Sharon y

los Engstrom se movían, ajetreados, a su alrededor. Chris habló de Merrin;

de lo admirada y sorprendida que había quedado al ver las personalidades y

los dignatarios extranjeros que asistieron a su entierro. Luego permanecieron

en silencio. Chris pareció leerle el pensamiento:

—Todavía no se acuerda de nada -dijo en tono amable-. Lo siento

mucho.

Aún abatido, el jesuita asintió. Chris miró rápidamente el plato del

desayuno. Demasiado excitada y nerviosa, no había comido nada. Aún

estaba allí la rosa que siempre le ponía Regan. La cogió y empezó a hacerla

girar por el tallo.

—Y él no llegó a conocerla -murmuró en tono ausente. Luego dejó la

rosa y posó sus ojos en Dyer. Vio que él la miraba.

—Chris, ¿qué cree usted que pasó? -le preguntó suavemente-. Como

una no creyente, ¿opina que su hija estuvo realmente posesa?

Cabizbaja, Chris jugueteó de nuevo con la rosa.

—Como ha dicho usted... en lo que a Dios concierne presumo de no

creyente, y, aunque no estoy muy segura, creo que lo sigo siendo. Pero en lo

que respecta al diablo... bueno, eso es algo distinto. Lo podría aceptar, y en

realidad lo acepto. Pero no sólo por lo que le ha pasado a Rags. Hablando en

general, quiero decir. -Se encogió de hombros-. Si a uno se le ocurre pensar

en Dios, tiene que imaginarse que existe uno; y si existe, debe necesitar

dormir millones de años cada vez para no irritarse. ¿Se da cuenta de lo que

quiero decir? Él nunca habla. Pero el diablo no hace más que hacerse

propaganda, padre.

Durante un momento, Dyer la contempló; luego dijo en voz baja:

—Pero si todo el mal del mundo le hace pensar que puede existir el

demonio, ¿cómo explica usted todo el “bien” que hay en el mundo?




Aquella idea le hizo pestañear mientras sostenía su mirada. Luego bajó

los ojos.

—Sí..., sí -murmuró-. Eso es importante. -La tristeza y la impresión por

la muerte de Karras se habían asentado sobre su espíritu como una

melancólica niebla. Sin embargo, a través de aquella niebla vislumbraba un

rayito de luz, y trató de enfocarlo al acordarse de Dyer cuando la acompañó

hasta el coche en el cementerio, después del entierro de Karras.

—“¿Puede venir un rato a casa?” -le había preguntado ella.

—“Me gustaría, pero no me puedo perder la fiesta” -contestó él. Chris

quedó sorprendida. “Cuando se muere un jesuita” -le explicó Dyer- “hacemos

siempre una fiesta. Para él es un comienzo; por eso lo celebramos”.

Había otra cosa que preocupaba a Chris.

—Usted dijo que el padre Karras tenía un problema de fe.

Dyer asintió.

—No puedo creerlo -dijo ella-. Nunca en mi vida he visto tal fe.

—El coche espera, señora.

Chris emergió de sus recuerdos.

—Gracias, Karl. -Ella y Dyer se levantaron-. No; quédese usted, padre.

En seguida bajo. Sólo voy arriba a buscar a Rags.

Él asintió con aire abstraído, mientras la veía alejarse. Pensaba en lo

desconcertantes que fueron las últimas palabras de Karras, en los gritos que

se habían oído desde abajo antes de su muerte. Había algo allí. ¿Qué era? No

lo sabía.

Los recuerdos de Chris y Sharon habían sido imprecisos. Pero ahora

volvió a pensar en aquella misteriosa mirada de alegría que viera en los ojos

de Karras. Y, de repente, se acordó de algo más: había observado un fulgor

intenso y profundo, como de... ¿triunfo? No estaba seguro, pero,

extrañamente, se sintió más aliviado. ‘¿Por qué?’, se preguntó.

Caminó hasta el vestíbulo. Con las manos en los bolsillos, se apoyó

contra el marco de la puerta y vio cómo Karl metió el equipaje en el coche.

Se secó la frente húmeda y cálida, y luego se volvió al oír ruido de pasos en

la escalera.

Chris y Regan, de la mano. Se acercaron a él. Chris lo besó en la

mejilla. Luego le puso una mano en el lugar en que lo había besado,

sondeando cariñosamente sus ojos.

—Está bien -dijo él, encogiéndose de hombros-. Me parece que todo

está bien.

Ella asintió.

—Lo llamaré desde Los Ángeles. Cuídese.

Dyer miró a Regan, que fruncía el ceño, como si recordara de pronto

algo olvidado. Impulsivamente le alargó los brazos. Él se inclinó, y ella lo

besó. Después se quedó un momento inmóvil, mirándolo de forma extraña.

Pero no a él, sino a su alzacuello.

—Vamos -dijo con voz ronca, tomando de la mano a Regan-.

Llegaremos tarde, querida. Vamos.

Dyer las observó mientras se iban. Devolvió con la mano el saludo de

Chris. Vio que ella le mandaba un beso y, rápidamente, se metió en el coche




detrás de la niña. Y cuando Karl subió al asiento delantero, Chris volvió a

saludarlo por la ventanilla. El coche se alejó. Dyer caminó hasta la acera del

“campus”. Miraba. El coche dobló la esquina y desapareció.

Desde el otro lado de la calle oyó el chirriar de unos frenos. Miró. El

coche de la Policía. Kinderman que se apeaba. El detective, lentamente, dio

la vuelta al coche y, con paso vacilante, se acercó a Dyer. Le hizo un gesto

de saludo.

—He venido a despedirme.

—Se acaban de marchar.

Kinderman se detuvo, desilusionado.

—¿Que se han ido?

Dyer asintió.

Kinderman miró por la calle y movió la cabeza. Luego se volvió hacia

Dyer.

—¿Cómo está la pequeña?

—Parecía estar bien.

—¡Estupendo! Eso es lo único que importa. -Desvió la mirada-. Bueno, a

trabajar de nuevo -jadeó-. ¡Adiós, padre! -Volvióse, dio un paso hacia el

coche-patrulla y luego se detuvo para considerar a Dyer especulativamente-.

¿Va usted al cine, padre? ¿Le gusta?

—Sí.

—A mí me regalan invitaciones. -Vaciló un momento-. Y tengo una para

la sesión de mañana por la noche en el ‘Crest’. ¿Le gustaría ir?

Dyer tenía las manos en los bolsillos.

—¿Qué proyectan?

—“Cumbres borrascosas”.

—¿Quién trabaja?

—Heathcliff, Jackie Gleason y, en el papel de Catherine Earnshaw,

Lucille Ball. ¿Qué le parece?

—Ya la he visto -dijo Dyer inexpresivo.

Kinderman lo miró, con aspecto de derrotado. Desvió la mirada.

—Otro más -murmuró. Luego pasó su brazo por el del sacerdote y,

lentamente, empezaron a caminar por la calle-. Me hace recordar una frase

de la película “Casablanca” -dijo cariñosamente-. Al final, Humphrey Bogart

le dice a Claude Rains: ‘Louis, creo que éste es el comienzo de una hermosa

amistad.’ A propósito, ¿sabe usted que “se parece” un poco a Bogart?

-comentó el detective.

—Conque usted también se ha dado cuenta, ¿eh?

Al buscar el olvido, trataban de recordar.

FIN

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