EL EXORCISTA
4ªparte
CAPÍTULO SEGUNDO
Karras rebobinó la cinta en un rollo vacío, en la oficina del rechoncho y
canoso director del Instituto de Idiomas y Lingüística.
Cuidadosamente había vuelto a grabar antes en distintos carretes, y
ahora se disponía a oír la primera, junto con el director. Entonces puso en
marcha la grabadora y se alejó unos pasos de la mesa. Escucharon la voz
febril desgranando su jerga. Karras se volvió hacia el director.
—¿Qué le parece, Frank? ¿Es un idioma?
El director estaba sentado en el borde de su mesa. Al terminar la cinta,
frunció el ceño, desconcertado.
—Muy extraño. ¿De dónde lo ha sacado?
Karras paró la cinta.
—Es algo que tengo desde hace años, desde la época en que trabajé en
un caso de personalidad desdoblada. Pienso escribir una monografía sobre
esto.
—¡Ah, ya!
—Bueno, ¿qué piensa?
El director se quitó las gafas y empezó a mordisquear los enganches de
carey.
—Si es un idioma, jamás lo he oído. Sin embargo, alguna vez... -Frunció
el ceño. Luego levantó la mirada hasta Karras.
—¿Quiere pasarla de nuevo?
Karras rebobinó en seguida la cinta y la volvió a pasar.
—Bien, ¿qué le parece? -preguntó.
—Tiene la cadencia de lenguaje.
Karras sintió una emoción esperanzada. Trató de reprimirla.
—Eso es lo que me ha parecido a mí -dijo.
—Pero, naturalmente, no lo entiendo. ¿Es antiguo o moderno?
—No lo sé.
—¿Por qué no me deja la cinta, padre? La estudiaré con algunos de los
muchachos.
—¿Podría sacar una copia? Me gustaría conservar el original.
—Sí, por supuesto.
—Entretanto, tengo otra cosa que hacer. ¿Dispone de tiempo?
—Sí. ¿De qué se trata?
—Le voy a entregar fragmentos de una conversación entre las que
aparentemente son dos personas distintas. Por medio del análisis semántico,
¿podría usted determinar si una sola persona puede haber sido capaz de
producir ambos modos de lenguaje?
—Creo que sí.
—¿Cómo?
—Pues por la frecuencia de una ‘muestra tipo’. En muestras de mil o
más palabras, basta probar la frecuencia con que se presentan las diversas
partes de la oración.
—¿Y cree que eso sería concluyente?
—Por lo menos, bastante. Desde luego, esta clase de pruebas permite
descartar cualquier cambio en el vocabulario básico. No cuentan las palabras,
sino el modo de expresarlas, el estilo. Nosotros lo denominamos ‘índice de
diversidad’. Esto puede resultar difícil para un profano y, por supuesto, es lo
que buscamos. -El director sonrió con afectada suficiencia. Luego señaló las
cintas que Karras tenía en las manos-. Ahí tiene dos personas distintas, ¿no
es así?
—No. Las palabras fueron emitidas por la misma persona, Frank. Como
ya le he dicho, fue un caso de doble personalidad. Las palabras y las voces
me parecen totalmente distintas, pero ambas salieron de la misma boca.
Mire, necesito que me haga un gran favor...
—¿Acaso que pruebe las dos? Con mucho gusto. Se la daré a uno de los
profesores.
—No, Frank, ése es el gran favor que le quiero pedir: me gustaría que lo
hiciera usted mismo, y “lo más rápidamente” que pueda. Es muy importante.
El director advirtió la urgencia en sus ojos. Asintió.
—Me pondré a hacerlo en seguida.
Grabó copias de ambas cintas, y Karras regresó con los originales a la
residencia de los jesuitas. Encontró una nota en su habitación. Habían
llegado los informes de la clínica. Se dirigió en seguida a la recepción y firmó
el papel en el que constaba que había recibido el paquete. De vuelta en su
cuarto, empezó a leer de inmediato. Pronto se convenció de que su visita al
Instituto de Idiomas había sido una pérdida de tiempo.
‘...señales de complejo de culpabilidad, con el consiguiente
sonambulismo histérico’.
Había lugar para las dudas. Siempre había lugar. Interpretación. “Pero
los estigmas de Regan”... Abatido, Karras apoyó su cara en las manos. El
estigma de la piel que le había descrito Chris figuraba en los informes. Pero
también habían consignado en ellos que Regan tenía piel hiperreactiva, por lo
cual ella misma podía haber dibujado simplemente las misteriosas letras en
su carne poco antes de que fueran descubiertas. Dermatografía.
“Lo hizo ella misma”, pensó Karras. Estaba seguro. Porque tan pronto
como le inmovilizaron las manos con correas -decían los informes, cesaron
los misteriosos fenómenos, fenómenos que no volvieron a repetirse.
“Fraude. Consciente o inconsciente. Pero, a fin de cuentas, fraude”.
Levantó la cabeza y miró al teléfono. Frank. ¿Debería llamarlo para
decirle que no se molestara? Tomó el receptor. No le contestaron, y le dejó
un recado.
Luego, exhausto, se levantó y, lentamente, se dirigió al cuarto de baño.
Se lavó la cara con agua fresca. “El exorcista tendrá sumo cuidado en no
dejar sin contestación ninguna de las manifestaciones del paciente”. Se miró
al espejo. ¿Se le habría escapado algo? ¿Qué? “El olor a salchichas con
chucrut”. Se volvió, cogió la toalla y se secó la cara. “Autosugestión”,
recordó. Y los enfermos mentales, en ciertos casos, parecían capaces de
obligar inconscientemente a sus cuerpos a que emitieran una variedad de
olores.
Karras se secó las manos. Los golpes..., el cajón que se abrió y se cerró.
¿Psicokinesis? ¿Con toda seguridad? “¿Cree usted en eso?” Al poner la toalla
en su lugar se dio cuenta de que no estaba pensando lúcidamente.
“Demasiado cansado”. Pero no se animaba a hacer adivinanzas con Regan, a
exponerla a las peligrosas traiciones de la mente.
Salió de la residencia y marchó a la biblioteca de la Universidad. Buscó
en la “Guía de publicaciones periódicas: Tel... Tel... Telepa”... Encontró lo
que buscaba y, cogiendo la revista científica, se sentó para leer un artículo
del doctor Hans Bender, un psiquíatra alemán, sobre investigaciones de
fenómenos telepáticos. Al terminar la lectura quedó convencido de que
existían los fenómenos psicokinéticos, ya que se hallaban profusamente
documentados y habían sido filmados en clínicas psiquiátricas. En ninguno de
los casos mencionados en el artículo se hacía referencia a posesión diabólica.
Se emitía la hipótesis de una energía dirigida por la mente, producida de
manera inconsciente, y, en general -lo cual era muy significativo, pensó
Karras-, se daba en adolescentes sometidas a estados de ‘extrema tensión
interior, frustración y rabia’.
Karras se frotó los cansados ojos. Aún se sentía remiso. Volvió a
analizar los síntomas, deteniéndose en cada uno como un niño que vuelve a
tocar las tablas de una empalizada blanca. ¿Cuál se le había escapado? -se
preguntó-. ¿Cuál?
La respuesta, concluyó, al fin, cansado, era: Ninguna.
Dejó la revista en su lugar. Regresó caminando a casa de los MacNeil.
Acudió a abrir Willie, quien le acompañó hasta el despacho. La puerta estaba
cerrada.
Willie llamó.
—El padre Karras -anunció.
—Que pase.
Karras pasó y cerró la puerta detrás de sí. Chris estaba de espaldas, con
la frente apoyada en una mano y el codo en el bar.
—¡Hola, padre!
Su voz era un susurro seco y desesperado. Preocupado, se acercó a ella.
—¿Está bien? -le preguntó con dulzura.
—Sí.
Era evidente que trataba de contener la tensión. Karras frunció el ceño.
Con temblorosa mano, Chris se cubría el rostro.
—¿Qué hay, padre?
—He examinado los informes de la clínica. -Esperó. Ella no hizo ningún
comentario. Él prosiguió-: Creo... -Se detuvo-. Bueno, mi honrada opinión,
en este momento, es que lo que más ayudaría a Regan sería un tratamiento
psiquiátrico intensivo.
Chris movió lentamente la cabeza una y otra vez.
—¿Dónde está su padre? -preguntó Karras.
—En Europa -susurró ella.
—¿Le ha dicho usted lo que pasa?
Ella había pensado muchas veces en decírselo. Había estado tentada de
hacerlo. Eso podría volver a unirlos. Pero Howard y los curas... Por el bien de
Regan había decidido, al fin, no contárselo.
—No -dijo en tono suave.
—Pues creo que sería una gran ayuda si él estuviera aquí.
—¡Y yo creo que nada va a ayudar, excepto algo “ajeno a nosotros”!
-gritó Chris de repente, levantando hacia el sacerdote su cara llena de
lágrimas-. ¡Algo muy “ajeno a nosotros”!
—Insisto en que debería llamarlo.
—“¿Por qué?”
—Sería...
—¡Yo le he pedido a usted que “expulse” a un demonio, no que “traiga”
a otro! -gritó a Karras con repentina histeria. Sus facciones estaban
contraídas por la angustia-. ¿Qué ha pasado de pronto con el exorcismo?
—Bueno...
—¿Para qué diablos quiero yo a “Howard”?
—Ya hablaremos de eso después.
—¡No, “ahora”! ¿Para qué nos puede servir Howard? ¿Cuál sería el
beneficio?
—Es muy posible que la alteración de Regan empezara con un
sentimiento de culpabilidad por...
—¿Culpabilidad? ¿De qué? -gritó, con ojos enloquecidos.
—Podría...
—¿Por el divorcio? ¿Todas esas tonterías que dicen los psiquíatras?
—Bueno...
—¡Tiene sentimientos de culpabilidad porque “mató a Burke Dennings”!
-chilló Chris, apretándose las sienes con fuerza-. ¡Lo “mató”! ¡Lo mató y la
van a meter en la cárcel, la van a meter en la cárcel! ¡Oh, Dios mío, oh...!
Karras logró sostenerla cuando se desplomaba, llorando, y la condujo
hasta el sofá.
—Tranquilícese -le repitió suavemente-, tranquilícese.
—¡No, la van a... meter en la cárcel! -sollozó ella-. ¡La van a meter... a
meter... ahhh! ¡Oh, “Dios” mío! ¡Oh, Dios mío!
—Vamos, vamos...
La hizo tumbarse en el sofá, se sentó a su lado y le cogió una mano.
Pensamientos sobre Kinderman. Dennings. El llanto de Chris. Irrealidad.
—Bueno, bueno, ya está bien. Cálmese.
Cuando se hubo calmado, la ayudó a incorporarse. Le trajo agua y una
caja de pañuelos de papel que había encontrado sobre una repisa, detrás del
bar. Luego volvió a sentarse a su lado.
—Me he quitado un gran peso de encima -dijo ella, sonándose la nariz y
gimoteando-. Ha sido como una liberación.
Karras estaba consternado. El impacto que le causó la revelación de
Chris crecía a medida que ella se calmaba. Respiración más tranquila. Nudos
intermitentes en la garganta. Pero ahora el peso recaía sobre él, abrumador,
opresivo. Sintióse rígido en su interior.
“¡Nada más! ¡No diga nada más!”
—¿Quiere decirme algo más? -le preguntó amablemente.
Chris asintió. Suspiró. Se secó los ojos y habló vacilante, entre sollozos
espasmódicos, de Kinderman, del libro, de su certeza de que Dennings había
subido al dormitorio de Regan, de la extraordinaria fuerza de su hija, de la
personalidad de Dennings, que ella había creído reconocer al verlo, muerto,
con la cabeza vuelta y mirando hacia atrás.
Terminó. Esperaba la reacción de Karras. Durante un rato, él no dijo
nada. Pensaba en todo lo que había escuchado. Al fin, dijo con suavidad:
—Usted no “sabe” que ella lo hizo.
—Pero tenía la cabeza vuelta hacia atrás -dijo Chris.
—Usted se había golpeado también fuertemente la cabeza contra la
pared -respondió Karras-. También estaba usted conmocionada. Se lo
imaginó.
—Ella me dijo que lo había hecho -declaró Chris, inexpresiva.
—¿Y le dijo cómo? -preguntó Karras.
Chris agitó la cabeza. Él se volvió para mirarla.
—No -contestó ella-, no.
—Entonces, eso no quiere decir nada -le aseguró Karras-. No tiene
ningún valor, a menos que ella le hubiera dado detalles que nadie,
razonablemente, pudiera saber, aparte el asesino.
Ella movió la cabeza dubitativa.
—No sé -respondió-. No sé si estoy haciendo lo adecuado. Creo que ella
lo hizo y que podría matar a alguien más. No sé... -Hizo una pausa-. Padre,
¿qué debo hacer? -le preguntó, desesperada.
El peso era ahora concreto y se adhería a sus espaldas.
Karras apoyó un codo sobre su rodilla y cerró los ojos.
—Bueno, ya se lo ha explicado a alguien -le dijo serenamente-. Ha
hecho lo que debía. Ahora olvídelo. No piense más en ello y déjeme todo a
mí.
Sintió la vista de Chris posada sobre él, y la miró.
—¿Se encuentra mejor?
Ella asintió.
—¿Me hará un favor? -le preguntó.
—¿Qué?
—Vaya al cine a ver una película.
Ella se secó un ojo con el dorso de la mano y sonrió.
—Detesto las películas.
—Pues vaya a visitar a una amiga.
Chris se puso las manos en la falda y lo miró cariñosamente.
—Tengo un amigo aquí -dijo al fin.
Él sonrió.
—Descanse un poco -le aconsejó.
—Lo haré.
A Karras se le había ocurrido algo más.
—¿Cree usted que Dennings llevó el libro arriba? ¿O que ya estaba allí?
—Creo que ya estaba allí -respondió Chris.
Karras reflexionó sobre esto.
Luego se puso en pie.
—Bueno, ¿necesita el coche?
—No; puede seguir usándolo.
—De acuerdo. Ya nos veremos.
—Hasta luego, padre.
—Hasta luego.
Salió y se adentró en la tumultuosa y agitada calle. Regan. Dennings.
“¡Imposible! ¡No!” Y, sin embargo, existía la casi convicción de Chris, su
histeria.
“Precisamente son eso: imaginaciones histéricas. Pero”... Rastreaba
certezas como hojas en el viento cortante.
Al pasar junto a la escalinata cerca de la casa oyó un ruido abajo, junto
al río. Se detuvo y miró en dirección al canal C_&O. Una armónica. Alguien
tocaba. “El valle del Río Rojo”. La canción favorita de Karras desde su niñez.
Escuchó hasta que las notas fueron ahogadas por el ruido del tránsito,
hasta que su errante reminiscencia fue hecha pedazos por un mundo ahora
atormentado que clamaba ayuda, que chorreaba sangre sobre el humo de los
tubos de escape. Se metió las manos en los bolsillos. Pensaba febrilmente.
En Chris. En Regan. En Lucas, dando puntapiés a Tranquille. Debía hacer
algo. Pero, ¿qué? ¿Le sería posible ir más allá de donde habían llegado los
clínicos de ‘Barringer’? ‘...ir a la Central Casting...’ Sí, sí, sabía la respuesta:
la esperanza. Recordó el caso de Achille. Poseso. Como Regan, también él se
había llamado demonio a sí mismo; como el de Regan, su trastorno se había
originado en un sentimiento de culpabilidad: remordimiento por su
infidelidad conyugal. El psicólogo Janet había efectuado una cura fingiendo
hipnóticamente la presencia de la esposa, que apareció ante los alucinados
ojos de Achille y lo perdonó solemnemente. Karras asintió para sí. La
sugestión podría resultar eficaz con Regan. Pero no a través de la hipnosis.
Lo habían intentado en ‘Barringer’. No. La sugestión neutralizante para
Regan -creía él- era el ritual del exorcismo. Ella sabía lo que era, conocía sus
efectos. “Su reacción ante el agua bendita. Lo tomó del libro”. Y en el libro
había descripciones de exorcismos realizados con éxito. “¡Podría resultar!
¡Podría! ¡Podría resultar!” Pero, ¿cómo obtener el permiso del Obispado?
¿Cómo presentar el caso sin mencionar a Dennings? Karras no podía mentir
al obispo. No falsificaría los hechos. “¡Pero puedes dejar que los hechos
hablen por sí solos! ¿Que hechos?”
Las cintas que estaban en el Instituto. ¿Qué encontraría Frank? ?
”Podría” haber encontrado algo? No. Pero, ¿quién sabía?
Regan no había distinguido el agua bendita del agua común. “Claro.
Pero si admitía que ella puede leer mi mente, ¿cómo es que no reconoció la
diferencia?” Se puso una mano en la frente. Tenía dolor de cabeza. Sentíase
confuso.
“¡Por Dios, Karras, despierta!
¡Alguien se muere! ¡Despierta!”
De regreso en su habitación, llamó al Instituto. Frank no estaba. Colgó
el teléfono. Agua bendita. Agua del grifo. Algo.
Abrió el “Ritual en las Instrucciones a los exorcistas”: ‘...espíritus
malignos... respuestas engañosas..., de modo que puede parecer que el
paciente no está poseso en absoluto...’ Karras reflexionaba. ¿Sería eso? “¿De
qué diablos estás hablando? ¿Qué espíritu maligno?”
Cerró violentamente el libro y cogió de nuevo los informes médicos. Los
releyó, en busca de algo que pudiera ayudar al obispo.
“Un momento. No hay antecedentes de histeria. Eso es algo”.
Pero poco. Alguna discrepancia. ¿Cuál? Rastreó desesperadamente entre
los recuerdos de cuanto había estudiado. Luego recordó. No mucho. Pero
algo. Cogió el teléfono y llamó a Chris. Por su voz, parecía estar adormilada.
—Hola, padre.
—¿Dormía? Lo siento.
—No se preocupe.
—Chris, ¿dónde puedo ver al doctor... -recorrió el informe con un dedo
-Klein?
—En Rosslyn.
—¿En el complejo médico?
—Sí.
—Por favor, llámelo y dígale que el doctor Karras irá a verlo, y que me
gustaría echarle un vistazo al electroencefalograma de Regan. Dígale
“doctor” Karras, Chris. ¿Entiende?
—Sí.
—Ya le diré algo.
Cuando hubo colgado el receptor, Karras se quitó el alzacuello, la sotana
y los pantalones negros, para vestirse en seguida con unos pantalones color
caqui y un jersey. Encima se puso su impermeable negro de sacerdote, que
se abotonó hasta el cuello. Al mirarse al espejo frunció el ceno.
“Curas y policías”, pensó, mientras se desabrochaba aprisa el
impermeable: su atuendo emanaba un olor que lo identificaba, que era
imposible disimular. Karras se quitó los zapatos y se puso el único par que
tenía cuyo color no era negro: sus gastadas zapatillas blancas de tenis.
Rápidamente se dirigió a Rosslyn en el coche de Chris. Mientras
esperaba, en la calle M, que la luz verde le diera paso para cruzar el puente,
miró de reojo por la ventanilla y vio algo inquietante: Karl se apeaba de un
sedán negro en la Calle Treinta y Cinco, frente a la bodega ‘Dixie’. El
conductor del coche era el teniente Kinderman.
Cambió la luz. Karras aceleró y se adelantó para entrar en el puente.
Miró por el espejo retrovisor. ¿Lo habrían visto? Creía que no. Pero ¿qué
hacían juntos? ¿Pura casualidad? ¿Tendría algo que ver con Regan? ¿Con
Regan y... ?
“¡No te preocupes ahora de eso! ¡Cada cosa a su tiempo!”
Aparcó frente al complejo médico y subió al consultorio del doctor Klein.
El doctor estaba ocupado, pero una enfermera le dio a Karras el
electroencefalograma, que se puso a estudiar en seguida; la larga y estrecha
tira de cartulina se deslizaba suavemente entre sus dedos.
Klein, que llegó poco después, examinó, ligeramente desconcertado, la
indumentaria de Karras.
—¿Doctor Karras?
—Sí. Mucho gusto.
Se dieron la mano.
—Soy Klein. ¿Cómo está la niña?
—Va mejorando.
—Me alegro mucho.
Karras volvió a examinar el gráfico. Klein lo imitó, recorriendo con su
dedo el trazado de las ondas.
—¿Ve? Es muy regular. No hay fluctuaciones de ningún tipo.
—Sí, ya lo veo. -Karras frunció el ceño-. Muy curioso.
—¿Curioso? ¿Qué?
—Desde luego, en la suposición de que estamos tratando un caso de
histeria.
—No lo entiendo. -Supongo que no es muy conocido -murmuró Karras
sin dejar de pasar la cartulina entre sus manos-, pero Iteka, un belga,
descubrió que la histeria parecía ser la causa de algunas raras fluctuaciones
en el gráfico: un trazado diminuto, pero siempre idéntico. Es lo que busco
aquí y no encuentro.
Klein masculló, como extrañado:
—¿Qué me dice?
Karras lo miró brevemente.
—Estaba alterada cuando usted le tomó este encefalograma, ¿verdad?
—Sí, yo diría que lo estaba.
—Entonces, ¿no es raro que el examen haya sido tan perfecto? Incluso
las personas en estado normal pueden influir sobre sus ondas cerebrales,
aunque siempre dentro de una escala normal, y Regan estaba alterada en
ese momento. Parece que debería haber algunas fluctuaciones. Si...
—Doctor, mistress Simmons se impacienta -interrumpió una enfermera
que abrió la puerta.
—Sí..., ya voy -suspiró Klein. Cuando la enfermera se marchó, el médico
empezó a seguirla, pero luego se volvió hacia Karras, con una mano en el
tirador de la puerta-. A propósito de histeria -comentó secamente-, lo
lamento, pero tengo que irme.
Cerró la puerta detrás de sí.
Karras oyó sus pasos, que se alejaban por el corredor; el ruido de una
puerta que se abría y una frase: ‘Bueno, ¿cómo se encuentra hoy, señora...?’
Se cerró la puerta. Karras volvió a examinar el gráfico y, cuando hubo
acabado, lo dobló y lo sujeto con la goma. Luego lo devolvió a la enfermera
de recepción.
“Algo”. Era algo que podría esgrimir ante el obispo como prueba de que
Regan “no era” una histérica y, por tanto, que podía tratarse de un caso de
posesión. Pero el electroencefalograma había planteado otro misterio: ¿Por
qué no había fluctuaciones? ¿Por qué ninguna?
Cuando volvía a casa de Chris, al detenerse frente a un semáforo en la
confluencia de las calles Prospect y Treinta y Cinco, se quedó petrificado:
entre Karras y la residencia de los jesuitas se hallaba aparcado el coche de
Kinderman, el cual, sentado, solo, al volante, sacaba un codo por la
ventanilla y miraba fijamente hacia delante.
Karras torció a la derecha antes de que Kinderman pudiera verlo en el
‘Jaguar’ de Chris. Rápidamente encontró un lugar, aparcó, se apeó y cerró
con llave. Luego dobló la esquina caminando, como si se dirigiera a la
residencia.
“¿Estará vigilando la casa?”, se dijo, preocupado. El espectro de
Dennings reapareció una vez más para acosarlo. ¿Sería posible que
Kinderman creyera que Regan...?
“Tranquilo. Ve más despacio. Tómalo con calma”.
Se acercó al coche y metió la cabeza por la ventanilla opuesta a la del
conductor.
—¡Hola, teniente!
El detective se volvió con rapidez y pareció quedar sorprendido. Luego
sonrió, alegre.
—¡Padre Karras!
“Desafinado”, pensó Karras.
Notó que sentía las manos sudorosas y frías. “¡Muéstrate natural! ¡No
dejes que se dé cuenta de que estás preocupado! ¡Muéstrate natural!”
—¿No sabe que le pueden poner una multa? Los días laborables no se
permite aparcar aquí entre las cuatro y las seis.
—No importa -jadeó Kinderman-. Estoy hablando con un cura. Todos o
casi todos los policías del vecindario son católicos.
—¿Cómo le va?
—Pues si he de decirle la verdad, sólo regular. ¿Y a usted?
—No me puedo quejar. ¿Y qué? ¿Ya ha aclarado ese asunto?
—¿Qué asunto?
—El del director.
—¡Ah, ése! -Hizo un gesto como desechando la idea-. No me pregunte.
Mire, ¿qué hace esta noche? ¿Está ocupado? Tengo pases para el ‘Cine
Crest’. Pasan “Otelo”.
—¿Quiénes son los intérpretes?
—Molly Picon es Desdémona, y Leo Fuchs, Otelo. ¿Le gusta? ¡Es gratis,
padre Marlon Exigente! ¡Es William F. Shakespeare! ¡No importa quién
trabaje o quién deje de hacerlo! ¿Qué, vendrá?
—Me temo que no podré. Estoy agobiado de trabajo.
—Ya lo veo. Tiene usted muy mal aspecto, padre, y perdóneme que se
lo diga. ¿Se va a dormir muy tarde?
—Yo siempre tengo muy mal aspecto.
—Pero ahora más que nunca. ¡Vamos! ¡Escápese una noche! Nos
divertiremos.
Karras decidió tantearlo, comprobar qué buscaba en realidad.
—¿Está seguro de que proyectan ésa? -preguntó. Sus ojos sondeaban
firmemente los de Kinderman-. Habría jurado que en el ‘Crest’ daban una de
Chris MacNeil.
El detective esquivó el golpe y replicó en seguida:
—No; estoy seguro. “Otelo”. Dan “Otelo”.
—A propósito, ¿qué lo trae por este barrio?
—¡Usted! ¡He venido sólo para invitarlo al cine!
—Sí, claro, es más fácil coger el coche que tomar el teléfono -dijo Karras
suavemente.
Las cejas del detective se elevaron con una expresión de inocencia que
no convencía a nadie.
—Su teléfono “comunicaba” -arguyó ásperamente, manteniendo
levantada la palma de la mano.
El jesuita clavó en él la mirada, inexpresivo.
—¿Qué hay de malo? -preguntó Kinderman al cabo de un momento.
Serio, Karras alargó una mano y levantó el párpado de Kinderman. Le
examinó el ojo.
—No sé. Usted sí que tiene muy mal aspecto. Podría ser víctima de una
mitomanía.
—No sé lo que significa eso -respondió Kinderman, cuando Karras retiró
su mano-. ¿Algo grave?
—No necesariamente fatal.
—¿Qué es? ¡Dígamelo! Porque a mí el “suspense”... no me deja vivir.
—Averígüelo -dijo Karras.
—Mire, no sea injusto. De vez en cuando debería darle un poquito al
César. Yo soy la ley. ¿Sabe que podría hacerlo desterrar?
—¿Por qué?
—Un psiquíatra no debe andar “por ahí” preocupando a la gente. Es
usted un problema público, porque hace que las personas se sientan
avergonzadas. Y les encantaría desembarazarse de usted. ¿A quién le va a
interesar un cura que viste jersey y calza zapatillas?
Sonriendo ligeramente, Karras asintió.
—Tengo que irme. Cuídese.
Golpeó dos veces con la mano el marco de la ventanilla, como
despedida; luego se volvió y caminó lentamente hacia la entrada de la
residencia.
—¡Vaya a ver a un analista! -le gritó el detective con voz ronca.
Después, su afectuosa mirada dejó paso a la preocupación.
Observó fugazmente la casa a través del parabrisas, encendió el motor y
arrancó. Al pasar junto a Karras, tocó la bocina y agitó una mano.
Karras le devolvió el salado y lo siguió con la vista hasta que
desapareció por la esquina de la Calle Treinta y Seis. Luego permaneció
inmóvil en la acera un momento, frotándose la frente con mano temblorosa.
¿Podría ella haberlo hecho? ¿Podría haber asesinado a Dennings de un modo
tan horrible? Levantó su mirada febril hasta la ventana de Regan. “¡Por Dios,
¿qué hay en esa casa?” ¿Y cuánto tiempo pasaría antes de que Kinderman
exigiera ver a la niña? ¿O tuviera oportunidad de conocer la personalidad de
Dennings? ¿De oírlo? ¿Cuánto tiempo pasaría antes de que internaran a
Regan en un manicomio? “¿O de que muriese?”
Tenía que preparar el caso para presentarlo al Obispado. Rápidamente
cruzó la calle en dirección a la casa de Chris. Tocó el timbre. Willie lo hizo
pasar.
—La señora está durmiendo la siesta -dijo.
Karras hizo un gesto afirmativo con la cabeza.
—Bien, muy bien.
Caminó junto a Willie y luego subió al dormitorio de Regan. Buscaba una
certeza a la que poder aferrarse.
Al entrar vio a Karl sentado en una silla apoyada contra la ventana. Con
los brazos cruzados, observaba a Regan. Su silenciosa presencia causaba la
impresión de un bosque denso y oscuro.
Karras se acercó a la cama y bajó la mirada. Los globos de los ojos se
veían lechosos. Murmullos. Hechizos desde otro mundo. Karras echó un
vistazo a Karl. Luego se inclinó lentamente y empezó a desatar una de las
correas que sujetaban a Regan.
—¡No, padre! ¡No!
Karl corrió hasta la cama y, de un tirón vigoroso, apartó el brazo del
sacerdote.
—¡No lo haga, padre! ¡Es muy fuerte! ¡Déjele las correas puestas!
Sus ojos revelaban un pánico que Karras hubo de admitir como
auténtico, y en ese momento supo que la fuerza de Regan no era una teoría,
sino un hecho. Ella podría haberlo hecho. Podría haber retorcido la cabeza de
Dennings hacia atrás. “¡Por Dios, Karras! ¡Date prisa! ¡Encuentra alguna
evidencia! ¡Piensa! ¡Pronto, antes de que...!”
—“Ich m9chte Sie etwas fragen, Engstrom!”
Karras sintió una punzada ante el descubrimiento y la esperanza que
surgía. Se volvió con rapidez, mirando hacia la cama. El demonio sonreía
burlonamente a Karl.
—“Tanzt Ihre Tochter gern?”
¡Alemán! ¡Había preguntado si a la hija de Karl le gustaba bailar! Con el
corazón latiéndole violentamente, Karras volvióse y comprobó que Karl había
enrojecido, que sus ojos llameaban furibundos.
—¡Karl, lo mejor es que se aleje un poco! -le aconsejo Karras.
El suizo sacudió la cabeza, apretando con tanta fuerza sus manos, que
los nudillos se le pusieron blancos.
—¡No, me quedo!
—¡Váyase, por favor! -dijo el jesuita en tono enérgico. Su mirada
sostuvo firmemente la de Karl.
Tras un momento de obstinada resistencia, Karl cedió al fin y se marchó
apresuradamente. La risa había cesado. Karras se volvió de nuevo hacia la
cama. El demonio lo observaba. Parecía complacido.
—Conque has vuelto, ¿eh? Me sorprende. Creía que la vergüenza por lo
del agua bendita te habría quitado las ganas de venir de nuevo. Pero, claro,
me olvidaba de que un sacerdote no siente nunca vergüenza.
Karras contuvo la respiración y trató de dominarse, de pensar con
lucidez. Sabía que la prueba de los idiomas, en la posesión, exigía una
conversación inteligente. Para descartarla se podía atribuir a recuerdos
lingüísticos enterrados en la memoria. “¡Tranquilo! ¡Ve más despacio! ¿Te
acuerdas de aquella niña?” Una sirvienta adolescente. Posesa. En su delirio,
farfullaba en un idioma que, finalmente, fue identificado como sirio.
Karras no pudo por menos de pensar en la emoción que esto había
causado y en cómo, por fin, se supo que la niña había estado empleada en
una pensión, y que uno de los pensionistas era un estudiante de Teología. La
víspera de sus exámenes, éste subía y bajaba las escaleras recitando en voz
alta sus lecciones de sirio. Y la chica las había oído. “¡Tranquilo! ¡No eches
todo a perder!”
—“Sprechen Sie deutsch?” -preguntó Karras cauteloso.
—¿Más jueguecitos?
—“Sprechen Sie deutsch?” -repitió, mientras el pulso le latía aún
acelerado, ante esta esperanza remota.
—“Natürlich” -contestó el demonio para provocarlo-. “Mirabile dictu”,
¿no te parece?
El corazón le dio un vuelco. ¡No sólo alemán, sino latín! ¡Y dentro del
contexto!
—“Quod nomen mihi est?” [¿Cuál es mi nombre?] -preguntó
rápidamente.
—Karras.
—“Ubi sum?” [¿Dónde estoy?] Entonces, Karras, animado, se apresuró a
seguir.
—“In cubiculo”. [En una habitación].
—“Et ubi cubiculum?” [¿Y dónde está la habitación?] —“In domo”. [En
una casa.] —“Ubi est Burke Dennings?” [¿Dónde está Burke Dennings?]
—“Mortuus”. [Está muerto].
—“Quomodo mortuus est?” [¿Cómo murió?] —“Inventus est capite
reverso”. [Lo encontraron con la cabeza retorcida].
—“Quis occidit eum?” [¿Quién lo mató?] —Regan.
—“Quomodo ea occidit illum? Dic mihi exacte!” [¿Cómo lo mató ella?
¡Dímelo con exactitud!] —Bueno, bueno, por el momento ya es suficiente
emoción -dijo el demonio, sonriente-. Suficiente. Más que suficiente. Pero a
lo mejor piensas que mientras me hacías preguntas en latín, tu mismo te
ibas formulando mentalmente “respuestas en latín”. -Se rió-. Producto del
inconsciente, claro. Sí, ¿qué sería de nosotros sin el inconsciente? ¿Te das
cuenta de a dónde quiero llegar, Karras? No sé nada de latín. Me he limitado
a leerte los pensamientos. ¡Simplemente he extraído las respuestas de tu
cabeza!
Karras experimentó un repentino desaliento, se sintió atormentado y
frustrado por la enojosa duda enraizada en su cerebro.
La mente del jesuita corría desenfrenada, se formulaba preguntas para
las cuales no hubiera una sola respuesta, sino muchas. “¡Pero quizá piense
en todas ellas!”, se dijo, al fin. “Bueno, entonces haz una pregunta cuya
respuesta no conozcas”. Luego podría verificar si la respuesta era correcta.
Antes de hablar de nuevo, esperó que menguara la risa.
—“Quam profundus est imus Oceanus Indicus?” [¿Cuál es la profundidad
del océano Indico en su punto más hondo?] Los ojos del demonio
centellearon:
—“La plume de ma tante” -profirió con voz ronca.
—“Responde latine”. [Contesta en latín].
—“Bon jour! Bonne nuit!”
—“Quam”... ?
Karras dejó la pregunta sin terminar al darse cuenta de que los ojos se
le ponían en blanco a Regan y aparecía la entidad que hablaba en jerga.
Impaciente y frustrado, Karras exigió en tono imperioso:
—¡Déjame hablar de nuevo con el demonio!
No hubo respuesta. Sólo la respiración que llegaba desde otra orilla.
—“Qui es tu?” -preguntó de pronto con voz cascada.
Seguía la misma respiración.
—¡Déjame hablar con Burke Dennings!
Hipo. Respiración. Hipo. Respiración.
—¡Déjame hablar con Burke Dennings!
Continuaba el hipo, a sacudidas regulares. Karras agitó la cabeza. Luego
se dirigió a una silla y se sentó en el borde de la misma. Se inclinó. Tenso.
Atormentado. Y esperando...
El tiempo transcurría. Karras se adormilaba. Luego levantó de pronto la
cabeza. “¡No te duermas!” Miró a Regan a través de sus párpados
temblorosos y pesados. Sin hipo. Silenciosa.
“¿Estará durmiendo?”
Se acercó a la cama y la miró. Ojos cerrados. Respiración pesada. Le
tomó el pulso; después se inclinó y le examinó cuidadosamente los labios.
Estaban resecos. Se enderezó y esperó. Finalmente, abandonó la habitación.
Bajó a la cocina en busca de Sharon y la encontró comiendo sopa y un
bocadillo.
—¿Quiere que le prepare algo, padre? -le preguntó-. Debe de tener
hambre.
—No, gracias, no tengo apetito -respondió mientras se sentaba. Tomó
una libreta y un lápiz que había junto a la máquina de escribir de Sharon-.
Tiene hipo -le dijo-. ¿Le han recetado ‘Compazine’?
—Sí, tenemos un poco.
Él escribió en la libreta.
—Entonces póngale esta noche medio supositorio de veinticinco
miligramos.
—Bien.
—Se empieza a deshidratar -continuó-, por lo cual habrá que recurrir a
la alimentación intravenosa. Mañana a primera hora llame a una farmacia y
diga que le manden esto en seguida. -Deslizó la libreta hacia Sharon-.
Mientras tanto, como duerme, puede empezar a darle el suero ‘Sustagen’.
—Bien -asintió Sharon-. Así lo haré. -Sin dejar de tomar la sopa, dio la
vuelta a la libreta y leyó lo recetado.
Karras la observaba. Luego frunció el ceño, en un gesto de
concentración.
—¿Es usted su institutriz?
—Sí.
—¿Le ha enseñado algo de latín?
Ella lo miró, perpleja.
—No, no le he enseñado nada.
—¿Y alemán?
—Sólo francés.
—¿A qué nivel? “La plume de ma tante?”
—Bastante adelantado.
—¿Pero nada de alemán ni de latín?
—No.
—¿Hablan a veces en alemán los Engstrom?
—¡Claro!
—¿Cerca de Regan?
Sharon se encogió de hombros.
—Supongo que sí. -Se levantó para llevar los platos al fregadero-. Sí, sí,
estoy segura.
—¿Ha estudiado usted latín? -le preguntó Karras.
—No.
—Pero lo reconocería si lo leyera, ¿verdad?
—Sí, por supuesto.
Enjuagó el tazón sopero y lo puso en el secador.
—¿Ha hablado en latín en presencia de usted?
—¿Quién? ¿Regan?
—Sí. Quiero decir desde que se puso enferma.
—No, nunca.
—¿Ningún otro idioma? -tanteó Karras.
Cerró el grifo, pensativa.
—Pues creo...
—¿Qué?
—Creo... -Frunció el ceño...Bueno, juraría que la he oído hablar en ruso.
Karras la observaba fijamente.
—¿Lo habla usted? -le preguntó con la garganta seca.
Sharon se encogió de hombros.
—Digamos que algo. -Empezó a doblar el paño de la cocina-. Lo estudié
en la Universidad, eso es todo.
Karras se desmoronó.
“Entonces sacó el latín de mi cerebro”. Desolado, hundió la frente en las
manos, dudando, atormentado por el conocimiento y la razón: “La telepatía,
más común en estados de gran tensión, el hablar siempre en un idioma
conocido por alguno de los que están en la habitación: ‘...piensa en las
mismas cosas que yo pienso...’ ‘Bon jour...’ ‘La plume de ma tante...’ ‘Bonne
nuit...’”
¿Qué hacer? “Duerme un poco. Luego, vuelve e intenta de nuevo...
intenta de nuevo”...
Se levantó y vio a Sharon borrosamente, pues tenía la vista empañada.
Ella estaba de espaldas al fregadero, apoyada en el mismo y con los brazos
cruzados, escudriñándolo pensativa.
—Vuelvo a la residencia -dijo él-. Me gustaría que me llamara tan pronto
como se despierte Regan.
—Sí, lo llamaré.
—Y no se olvide del ‘Compazine’ -le recordó.
Sharon negó con la cabeza.
—No, en seguida me ocuparé de ello -dijo.
Karras asintió. Se metió las manos en los bolsillos y bajó la mirada,
tratando de pensar qué se podría haber olvidado de decir a Sharon. Siempre
quedaba algo por hacer. Siempre se escapaba algún detalle, por mucho
cuidado que se pusiera.
—Padre, ¿qué ocurre? -oyó que le preguntaba con cierta preocupación-.
¿Qué es? ¿Qué es lo que realmente le pasa a Regan?
Levantó los ojos, apagados y llenos de obsesión.
—En realidad no lo sé -contestó inexpresivamente.
Dio media vuelta y salió de la cocina. Al atravesar el vestíbulo Karras
oyó pasos rápidos detrás de él.
—¡Padre Karras!
Se detuvo. Vio a Karl, que traía su jersey.
—Perdóneme -dijo el sirviente, al tiempo que se lo entregaba-. Quería
hacerlo mucho antes. Pero me olvidé.
Las manchas de vómito habían desaparecido, y la prenda exhalaba un
suave aroma.
—Se lo agradezco, Karl -dijo, amablemente, el sacerdote-. Muchas
gracias.
—Gracias a usted, padre Karras.
Se advertía un temblor en su voz, y sus ojos revelaban emoción.
—Gracias por ayudar a miss Regan -terminó Karl. Luego desvió la
mirada, cohibido, y abandonó rápidamente el vestíbulo.
Karras, al ver cómo se alejaba, lo recordó en el coche de Kinderman.
Más misterio. Confusión.
Abrió la puerta con gesto cansino. Era de noche. Sin esperanzas,
emergió de la oscuridad para sumergirse de nuevo en la oscuridad. Caminó
hasta la residencia, buscando a tientas el sueño; al entrar en su cuarto vio
en el suelo un papelito color rosa, con algo escrito. Era de Frank. Las cintas.
El teléfono de su casa. ‘Por favor, llámeme...’ Cogió el teléfono y pidió el
número. Pasaron unos segundos. Sus manos temblaban con desesperanzada
expectación.
—¡Diga! -Voz de niño.
—¿Puedo hablar con tu papá, por favor?
—Sí, un momento. -Al otro lado dejaron el auricular para volverlo a
coger de nuevo al cabo de un momento. Otra vez el niño-: ¿Quién habla?
—El padre Karras.
—¿El padre Karits?
El corazón le latía violentamente. Karras repitió, deletreando:
—Karras, padre Karras.
De nuevo, el niño dejó el auricular.
Karras se clavó los dedos en la frente.
Ruido del teléfono.
—¿Padre Karras?
—Sí. ¡Hola, Frank! He estado tratando de encontrarlo.
—Perdóneme, pero me han tenido ocupado sus cintas.
—¿Terminó?
—Sí. A propósito, es algo muy extraño.
—Ya lo sé. -Karras procuraba apaciguar la tensión de su voz-. ¿De qué
se trata, Frank? ¿Qué ha encontrado?
—Bueno, la frecuencia de la ‘muestra tipo’...
—¿Sí?
—Pues bien, la muestra no ha sido suficiente para estar seguro, por
completo, ¿me entiende?, pero yo diría que es muy aproximada, o, por lo
menos, lo más aproximada que se pueda dar en estas cosas. De todos
modos, me atrevería a decir que las dos voces de las cintas corresponden,
probablemente, a dos personalidades distintas.
—¿Sólo probablemente?
—Bueno, no me arriesgaría a jurarlo ante un tribunal. Pero yo diría que
la variación es casi ínfima.
—“Ínfima”... -repitió Karras monótonamente. “Bueno, no podía ser de
otro modo”-. ¿Y qué pasa con esa jerga? -preguntó sin esperanzas-. ¿Es
algún idioma?
Frank trató de contener la risa.
—¿Qué tiene de gracioso? -preguntó el jesuita, molesto.
—¿Ha sido algún experimento psicológico subrepticio, padre?
—No sé qué me quiere decir, Frank.
—Pues que creo que se le mezclaron las cintas o algo por el estilo. Es...
—Frank, ¿se trata o no de un idioma? -lo interrumpió Karras.
—Yo diría que sí.
Karras se puso rígido.
—¿Me está tomando el pelo?
—No.
—¿Qué idioma es? -preguntó, incrédulo.
—Inglés.
Durante un momento, Karras permaneció mudo, y cuando habló de
nuevo, lo hizo con voz quebrada.
—Frank, parece que no nos entendemos bien. A menos que me quiera
gastar una broma.
—¿Tiene ahí su grabadora? -preguntó Frank.
Estaba sobre su mesa.
—Sí.
—¿Tiene mecanismo de retroceso?
—¿Por qué?
—¿Lo tiene o no?
—Un momento. -Irritado, Karras dejó el auricular y quitó la tapa de la
grabadora para comprobarlo-. Sí, lo tiene. Frank, ¿de qué se trata?
—Ponga la cinta en el aparato y pásela al revés.
—“¿Qué?”
—Es usted un novato. -Frank rió-. Escuche la cinta y hábleme mañana.
Buenas noches, padre.
—Buenas noches, Frank.
—Que se divierta.
Karras colgó. Parecía desconcertado. Buscó la cinta y la colocó en la
grabadora. Primero, la escuchó del derecho. Movía la cabeza. Era pura jerga.
La dejó correr hasta el final y luego la puso para atrás. Oyó su propia voz
hablando al revés. Luego Regan -o alguien-, “¡en inglés!”
—...“Marin marin karras be us let us... (...Marin marin karras déjenos
ser...)”
Inglés. ¡Sin sentido, pero inglés! “¿Cómo diablos pudo hacerlo?”,
preguntóse Karras, maravillado.
Escuchó todo, luego rebobinó la cinta y la pasó otra vez. Y otra vez,
hasta que, por fin, se dio cuenta de que el orden de las palabras estaba
invertido.
Detuvo la cinta y la rebobinó. Papel y lápiz en mano, se sentó a la mesa.
Puso nuevamente la cinta desde el comienzo y empezó a transcribir las
palabras, trabajando afanosamente, deteniéndose a cada momento y
volviendo a poner en marcha la grabadora. Cuando, finalmente, hubo
concluido, hizo una segunda transcripción en otra hoja de papel, repasando
el orden de las palabras. Después se retrepó en el asiento y dijo:
‘...peligro. Todavía no [indescifrable] morirá. Poco tiempo. Ahora el
[indescifrable].
Déjala que se muera. ¡No, no, es dulce! ¡Es dulce en el cuerpo! ¡Yo lo
siento! Hay [indescifrable]. Mejor [indescifrable] que el vacío. Temo al
sacerdote. Danos tiempo. ¡Temo al sacerdote! El es [indescifrable]. No, éste
no: el [indescifrable], el que [indescifrable]. Está enfermo. ¡Ah!, la sangre,
siente la sangre, cómo [¿canta?]’.
Al llegar aquí, Karras preguntaba: ‘¿Quién eres?’, y obtenía esta
respuesta:
‘No soy nadie. No soy nadie.’
Luego Karras: ‘¿Es ése tu nombre?’ Contestación:
‘No tengo nombre. No soy nadie. Muchos. Déjenos ser.
Déjenos calentarnos en el cuerpo. No [indescifrable] del cuerpo hacia el
vacío, hacia [indescifrable]. Abandónenos. Déjenos ser. Déjenos ser. Karras.
(¿Marin? ¿Marin?...’
Una y otra vez volvió a leerlo, obsesionado por el tono, por el
presentimiento de que hablaba más de una persona, hasta que la repetición
misma embotó su percepción de los sonidos y le hizo que parecieran
corrientes. Dejó sobre la mesa la libreta en que había escrito y se restregó la
cara, los ojos y hasta los pensamientos. No era un idioma desconocido. Y
escribir al revés con facilidad no era nada paranormal y ni siquiera poco
común. Pero “hablar” al revés, adaptar y alterar la fonética de modo que al
retroceder la cinta se hiciera inteligible, ¿no era acaso una hazaña que iba
mucho más allá de un intelecto hiperestimulado?
Recordó. Fue hasta la estantería en busca de un libro: “Psicología y
patología de los llamados fenómenos ocultos”. Esperaba poder encontrar allí
algo parecido. Pero, ¿qué?
Lo encontró: la descripción de un experimento con escritura automática,
en el cual el inconsciente del sujeto parecía ser capaz de resolver sus
preguntas y anagramas.
“¡Anagramas!”
Mantuvo el libro abierto sobre la mesa, se inclinó más hacia delante y
leyó la descripción de una parte del experimento.
Tercer día ‘¿Qué es el hombre? “Lis aaon pamede azcs”.
¿Es un anagrama? “Sí”.
¿Cuántas palabras contiene?
“Cinco”.
¿Cuál es la primera palabra?
“Piense”.
¿Cuál es la segunda?
“Eeeeeennse”.
“¿Que piense?” ¿Lo interpreto yo mismo? “¡Inténtelo!”
>El sujeto encontró esta solución: _‘La vida es menos capaz._’ Se
quedó atónito ante aquella hazaña intelectual, que parecía probarle la
existencia de una inteligencia independiente de la suya. Por tanto, pasó a
preguntarle:
>¿Quién eres? “Clelia”.
¿Eres una mujer? “Sí”.
¿Has vivido en la Tierra?
“No”.
¿Volverás a la vida? “Sí”.
¿Cuándo? “Dentro de seis años”.
¿Por qué hablas conmigo? “Y enil osla ato ice”.
>El sujeto interpretó que esta respuesta era un anagrama de _’Yo
siento a Clelia_’.’
Cuarto día ‘¿Soy yo el que responde las preguntas? “Sí”.
¿Está Clelia ahí? “No”.
Entonces, ¿quién es? “Nadie”.
¿Clelia existe? “No”.
Entonces, ¿con quién hablé ayer? “Con nadie”.’
Karras interrumpió la lectura.
Movió la cabeza. No veía allí ninguna proeza paranormal: sólo las
ilimitadas habilidades de la mente.
Buscó un cigarrillo, lo encendió y se sentó. ‘No soy nadie. Muchos.’
Misterioso. ¿De dónde provendría, se preguntaba, aquel contenido?
‘Con nadie.’
¿Del mismo lugar del que había venido Clelia? ¿Personalidades
emergentes?
’Marin... Marin...’ ‘¡Ah, la sangre...!’ ‘Está enfermo...’
Obsesionado, ojeó rápidamente el libro “Satán”, y, pensativo, pasó las
primeras hojas hasta la inscripción inicial: ‘No permitas que el dragón sea mi
guía...’
Expelió el humo del cigarrillo y cerró los ojos. Tosió. Sentía la garganta
inflamada e irritada.
Aplastó el cigarrillo; el humo le hizo lagrimear. Estaba exhausto.
Sentía los huesos rígidos como tubos de acero. Se levantó para poner en
la puerta, por fuera, el cartelito de ‘No moleste’; luego apagó la luz de la
habitación, bajó las persianas, se quitó lentamente los zapatos y se
desplomó sobre la cama. Fragmentos. Regan. Dennings. Kinderman. ¿Qué
podía hacer? Tenía que ayudar. ¿Cómo? ¿Sondear al obispo con lo poco que
sabía? Creía que no. Nunca podría argumentar el caso en forma convincente.
‘!...Déjenos ser!’
Déjame ser, respondió él al fragmento. Y se hundió en el sueño inmóvil,
pesado.
Lo despertó el tintineo del teléfono. Medio atontado, anduvo a tientas
hasta dar con el interruptor. Encendió la luz. ¿Qué hora es? Las tres y unos
minutos. Con gran esfuerzo, alargó la mano, tanteando, hasta coger el
teléfono. Contestó. Era Sharon. ¿Podría ir en seguida a la casa? Iría. Al
colgar el aparato se sintió atrapado, asfixiado, envuelto.
Fue al baño y se lavó la cara con agua fría, se secó y caminó hacia la
puerta. Ya en el umbral, se volvió a buscar un abrigo. Se lo puso y salió a la
calle. El aire parecía ligero, suspendido, en la oscuridad. Unos gatos, cerca
de un cubo de basura, huyeron asustados cuando él cruzó hacia la casa.
Sharon lo recibió en la puerta. Tenía puesto un jersey y estaba envuelta en
una manta. Veíase asustada, alterada.
—Perdóneme, padre -le susurró al entrar-, pero he creído que tenía que
ver esto.
—¿De qué se trata?
—Ahora lo verá. Por favor, no haga ruido. No quiero despertar a Chris.
Ella no debe verlo.
Marchó tras ella, de puntillas, por la escalera, hacia el dormitorio de
Regan. Al entrar, el jesuita quedó literalmente congelado. La habitación
estaba helada. Frunció el ceño, desconcertado, mirando a Sharon, quien
asintió solemnemente con la cabeza.
—Sí, sí, la calefacción está encendida -susurró.
Luego se volvió para mirar a Regan, cuyos ojos brillaban de forma
extraña al incidir la luz sobre ellos. Parecía estar en coma. Respiraba con
dificultad. Permanecía inmóvil. La sonda estaba en su lugar; el suero goteaba
lentamente. Sharon se acercó a la cama en silencio, seguida por Karras, que
temblaba aún de frío. Al llegar junto a ella, vio que la frente de Regan estaba
perlada de finas gotas. Advirtió asimismo que las manos de la niña estaban
firmemente sujetas por las correas. Sharon, inclinada, desabrochaba
suavemente el pijama de Regan. Karras sintió una abrumadora compasión
ante aquel pecho consumido, ante aquellas costillas salientes, donde uno
podía contar las semanas o días que le quedaban de vida. Sintió los
angustiados ojos de Sharon posados en él.
—Me parece que se ha borrado -susurró-. Pero observe, no deje de
mirarle el pecho.
Se volvió para mirar a Regan, y el jesuita, desconcertado, siguió la
dirección de sus ojos. Silencio. La respiración. Observaba. El frío. Después,
las cejas del sacerdote se levantaron, tensas, al ver que algo pasaba en la
piel de Regan: un tenue color rojizo, aunque de forma bien definida, como
letras escritas a mano. Se acercó para ver mejor.
—Otra vez -susurró Sharon.
Bruscamente, Karras comprobó que si sentía piel de gallina en los
brazos, ello no se debía al frío de la habitación, sino a lo que estaba viendo
en el pecho de la niña. Como en bajorelieve, nítidas, surgían letras en la piel,
roja como la sangre, hasta concretarse en una palabra:
“ayúdame”
—Es su letra -musitó Sharon.
Aquella mañana, a las nueve, Damien Karras pidió permiso al rector de
la Georgetown University para practicar un exorcismo.
Lo obtuvo, e inmediatamente después se dirigió al obispo de la diócesis,
quien escuchó atentamente cuanto le dijo Karras.
—¿Está usted convencido de que es un caso auténtico? -preguntó,
finalmente, el obispo.
—He emitido un juicio prudente, que cumple todas las condiciones
expuestas en el “Ritual” -respondió Karras, evasivo. Aún no se atrevía a
creerlo. No era la mente, sino el corazón, lo que lo había arrastrado hasta
entonces; piedad y esperanza de poder practicar una cura por sugestión.
—¿Querría hacer usted personalmente el exorcismo? -preguntó el
obispo.
Vivió un momento de júbilo: tenía la posibilidad de poder abrir la puerta
hacia los prados, escapar al agobiante peso de la preocupación y a aquel
encuentro de cada atardecer con el fantasma de su fe.
—Sí, por supuesto -respondió.
—¿Cómo anda de salud?
—Estoy bien.
—¿Ha hecho alguna vez una cosa de este tipo?
—No, nunca.
—Bueno, vamos a ver. Tal vez sería mejor que lo hiciera alguien con
experiencia. Por supuesto que no abundan, pero quizás encontremos a
alguien de las misiones extranjeras. Déjeme buscarlo. Le avisaré apenas
sepamos algo.
Cuando se fue Karras, el obispo llamó al rector de la Universidad, y por
segunda vez aquel día, hablaron de Karras.
—Él conoce a fondo los antecedentes -dijo el rector en un momento de
la conversación-. No creo que haya ningún problema en que actúe como
ayudante. Sea como fuere, debería estar presente un psiquíatra.
—¿Y el exorcista? ¿No conoce usted a nadie que pueda hacerlo?
Por mi parte, yo no sé de nadie.
—Lankester Merrin anda por aquí.
—¿Merrin? Yo creía que estaba en el Irak. Me parece haber leído que
trabajaba en unas excavaciones cerca de Nínive.
—Sí, al sur de Mosul. Pero terminó y regresó hace tres o cuatro meses.
Está en Woodstock.
—¿Dando clases?
—No, trabajando en otro libro.
—¡Dios nos ampare! Pero, ¿no crees que es algo viejo? ¿Cómo anda de
salud?
—Yo creo que debe de encontrarse bien. De lo contrario, no iría por esos
mundos de Dios excavando tumbas, ¿no te parece?
—Sí, supongo que sí.
—Y, además, él tuvo ya una experiencia, Mike.
—No lo sabía.
—Por lo menos, eso es lo que se comenta.
—¿Cuándo ocurrió?
—Hace diez o doce años, en África. Se dice que el exorcismo duró varios
meses. Al parecer, casi fue causa de su muerte.
—En tal caso, dudo de que quiera hacer otro.
—Aquí hacemos lo que nos ordenan, Mike. Todos los rebeldes están
entre ustedes, los del clero secular.
—Gracias por recordármelo.
—Bueno, ¿qué decides?
—Pues que lo dejo en tus manos y en las del provincial.
Aquella tarde de silenciosa espera, un joven seminarista caminaba por
los terrenos del seminario de Woodstock, en Maryland. Iba en busca de un
viejo jesuita, canoso y erguido. Lo encontró en un sendero, paseando por un
bosquecillo. Le entregó un telegrama. El anciano se lo agradeció con una
cariñosa mirada. Luego, dando la vuelta, entregóse de nuevo, mientras
caminaba, a la contemplación de la Naturaleza, que tanto amaba.
De vez en cuando se detenía a oír el canto de un petirrojo, a ver
revolotear sobre una rama alguna brillante mariposa. No abrió ni leyó el
telegrama. Sabía lo que decía. Lo había leído en el polvo de los templos de
Nínive. Y estaba preparado.
Continuó sus despedidas.
CUARTA PARTE
‘Y que mi clamor llegue hasta ti...’
‘El que vive en el amor, vive en Dios, y Dios en él...’
San Pablo.
CAPÍTULO PRIMERO
En la refrescante oscuridad de su tranquilo despacho, Kinderman
cavilaba sentado a la mesa. Corrigió levemente la dirección del rayo de luz
de la lámpara. Ante él había referencias, transcripciones, pruebas, fichas
policíacas, informes del laboratorio del crimen, notas garabateadas.
Pensativo, había ordenado el conjunto en forma de rosa, como para
desmentir la horrible conclusión a la que lo habían llevado todos aquellos
datos, y que se resistía a aceptar.
Engstrom era inocente. En el momento de la muerte de Dennings,
estaba en casa de su hija, a la que había llevado dinero para que comprara
drogas. Había mentido sobre su paradero aquella noche para protegerla y
ocultar todo a la madre, la cual creía que Elvira estaba muerta, a salvo de
todo daño y degradación.
Pero no fue Karl quien informó a Kinderman de esto. La noche en que se
encontraron en el pasillo de la casa de Elvira, el sirviente permaneció en
obstinado silencio.
Sólo al advertirle a la hija que su padre podría estar implicado en el caso
Dennings, ella se ofreció a decir la verdad. Había testigos para confirmarlo.
Engstrom era inocente. Inocente y mudo respecto a lo que estaba ocurriendo
en casa de Chris MacNeil.
Kinderman frunció el ceño ante la rosa formada por los papeles.
Algo no quedaba bien en el “collage”. Movió un poquito más abajo, a la
derecha, la punta de un pétalo (el ángulo de un testimonio). Rosas. Elvira. Le
había advertido duramente que si en el plazo de dos semanas no se
internaba en una clínica, le seguiría los pasos y registraría su casa hasta que
tuviese pruebas para detenerla. Pero, sinceramente, no creía que ella lo
hiciera. Había momentos en que él miraba fijamente a la ley, sin parpadear,
como lo haría con el sol del mediodía, esperando que lo cegara
momentáneamente para que alguna presa tuviera tiempo de escabullírsele.
Engstrom era inocente. ¿Qué quedaba?
Respirando con dificultad, Kinderman apoyó una pierna sobre la otra.
Luego cerró los ojos y se imaginó que se metía en una bañera llena de agua
caliente, agua que lo acariciaba. “¡Liquidación por cierre mental!”, se dijo.
“¡Nuevas conclusiones! ¡Absolutamente todo debe desaparecer!” Esperó un
momento, no del todo convencido.
Luego: “¡Absolutamente todo!”, agregó con firmeza.
Abriendo los ojos, examinó de nuevo los desconcertantes indicios.
“Otrosí digo”: La muerte del director Burke Dennings parece estar
relacionada con las profanaciones cometidas en la iglesia de la Santísima
Trinidad. Ambas tuvieron que ver con brujería, y el desconocido profanador
bien podría ser el asesino de Burke Dennings.
“Otrosí digo”: Se ha visto que un experto en brujería, un sacerdote
jesuita, visitaba la casa de los MacNeil.
“Otrosí digo”: La hoja, mecanografiada con blasfemias, que se encontró
en el altar, había sido examinada en busca de posibles huellas digitales. Se
encontraron impresiones a ambos lados. Algunas eran de Damien Karras.
Pero otras, por su tamaño, podían atribuirse a alguien de manos pequeñas,
muy probablemente, un niño.
“Otrosí digo”: Se había analizado el tipo de letra de la máquina de
escribir utilizada en la tarjeta del altar y comparado con el de la carta sin
terminar que Sharon Spencer arrugó y arrojó a la papelera, pero que cayó
fuera de la misma, mientras Kinderman interrogaba a Chris. Él la había
cogido y se la llevó sin que nadie lo viera. Se comprobó que ambas habían
sido escritas con la misma máquina. Sin embargo, de acuerdo con el
informe, difería el tacto de las personas que habían mecanografiado ambos
escritos. La persona que había escrito la hoja blasfema tenía una pulsación
mucho más enérgica que la de Sharon Spencer.
Se trataba, pues, de una persona con práctica y de extraordinaria
fuerza.
“Otrosí digo”: Si su muerte no fue un accidente, Burke Dennings había
sido asesinado por una persona de una fuerza fuera de lo común.
“Otrosí digo”: Engstrom había dejado de ser considerado como
sospechoso.
“Otrosí digo”: Al investigar en las oficinas de las líneas aéreas del
interior del país, se había descubierto que Chris MacNeil había viajado con su
hija a Dayton (Ohio). Kinderman sabía que la niña estaba enferma y que la
llevaban a una clínica. Pero la clínica en Dayton tenía que ser la ‘Barringer’.
Kinderman comprobó que la niña había sido internada para su observación.
Aunque la clínica se negaba a declarar la naturaleza de su enfermedad, se
trataba, obviamente, de un trastorno mental.
“Otrosí digo”: Los trastornos mentales graves dan en ocasiones una
extraordinaria fuerza a los pacientes.
Kinderman suspiró y cerró los ojos. Lo mismo. Llegaba a la misma
conclusión. Sacudió la cabeza.
Luego abrió los ojos y clavó la vista en el centro de la rosa de papel: el
descolorido ejemplar de una revista de noticias. En la tapa estaba Chris
MacNeil y Regan. Contempló a la niña: la dulce carita pecosa, las colitas de
caballo atadas con cintas, la mella que descubría al sonreír. Miró hacia la
ventana, invadida por la oscuridad. Había empezado a lloviznar.
Bajó al garaje, se metió en el sedán negro, aparentemente particular, y
condujo por calles, brillantes y lustrosas de lluvia, hacia la zona de
Georgetown; aparcó en la acera Este de la calle Prospect. Y permaneció
sentado en el interior del coche. Durante un cuarto de hora. Sentado. Con la
vista clavada en la ventana de Regan. ¿Debería llamar a la puerta y exigir
verla? Bajó la cabeza. Se restregó la frente. “William F. Kinderman, ¡Estás
enfermo! ¡Estás enfermo! ¡Vuélvete a casa! ¡Toma algún medicamento!
¡Duerme!”
Miró de nuevo hacia la ventana y movió tristemente la cabeza. Lo había
conducido hasta allí su atormentada lógica. Desvió la vista cuando un taxi se
acercó a la casa. Puso en marcha el motor y el limpiaparabrisas.
Se apeó del taxi un hombre alto, ya entrado en años. Vestía
impermeable y sombrero negro y llevaba en la mano una desvencijada
maleta. Pagó al conductor, volvióse y permaneció inmóvil, con la mirada fija
en la casa. El taxi se alejó y desapareció por la esquina de la Calle Treinta y
Seis.
Kinderman partió rápidamente detrás de él para seguirlo. Al doblar la
esquina vio que el hombre de edad seguía parado bajo la luz de la lámpara
de la calle, en medio de la niebla, como un melancólico viajero congelado en
el tiempo. El detective hizo señales luminosas al taxi.
En aquel momento, dentro de la casa, Karras y Karl sujetaban los
brazos de Regan, mientras Sharon le inyectaba ‘Librium’, cuya cantidad hacía
un total de cuatrocientos miligramos aplicados en dos horas. Karras sabía
que la dosis era muy elevada. Pero, tras un largo período de calma, la
personalidad diabólica se había despertado de repente en un ataque de furia
tan frenético, que el debilitado organismo de Regan no podría resistirlo
mucho tiempo más.
Karras estaba exhausto. Después de su visita al Obispado aquella
mañana, volvió a contar a Chris lo que había ocurrido. Luego dispuso la
alimentación intravenosa para Regan, regresó a su cuarto y se desplomó en
la cama.
Al cabo de sólo una hora y media de sueño, el teléfono le había hecho
saltar de nuevo. Sharon. Regan seguía inconsciente, y el pulso era cada vez
más lento e imperceptible. Corrió a la casa con su maletín de médico, y, ya
junto a Regan, le aprisionó el tendón de Aquiles, y esperó la reacción del
dolor. No hubo ninguna. Le apretó fuertemente una uña. Tampoco reaccionó.
Estaba preocupado. Aunque sabía que en casos de histeria y en estados de
trance se observaba a veces insensibilidad al dolor, ahora temía el coma, un
estado que podía desembocar fácilmente en la muerte. Le tomó la presión
arterial: máxima, nueve, mínima, seis.
Luego, el pulso: sesenta latidos.
Durante una hora y media permaneció en la habitación, examinándola
cada quince minutos, antes de quedarse tranquilo porque la presión
sanguínea y el pulso se habían estabilizado, lo cual significaba que Regan no
sufría un “shock”, sino que se hallaba en estado de letargo. Le dejó
instrucciones a Sharon para que le tomara el pulso cada hora. Entonces fue
cuando logró conciliar el sueño. Pero nuevamente lo despertó el teléfono.
Del Obispado le informaron que el exorcista sería Lankester Merrin.
Karras actuaría de ayudante.
La noticia lo había dejado pasmado. Merrin. El filósofo-paleontólogo.
Aquel intelecto asombroso y elevado espíritu. Sus libros habían causado
revuelo en la Iglesia, ya que interpretaban su fe en términos de ciencia, en
términos de una materia que se halla aún en transformación, destinada a
convertirse en espíritu y a unirse a Dios.
Inmediatamente, Karras llamó a Chris para darle la noticia; pero se
encontró con que ella lo sabía ya directamente por el obispo, el cual le había
informado que Merrin llegaría al día siguiente.
—Le he dicho al obispo que Merrin puede alojarse en casa -dijo Chris-.
Total, serán uno o dos días, ¿no?
Antes de responder, Karras vaciló.
—No sé. -Y luego, dudando nuevamente, dijo-: No se haga demasiadas
ilusiones.
—Suponiendo que dé resultado -había respondido Chris. Su tono era
deprimido.
—No he querido decirle que no resultaría -la animó-. Sólo quería
insinuar que puede llevar tiempo.
—¿Como cuánto?
—Depende. -Él sabía que el exorcismo duraba, en ocasiones, semanas e
incluso meses, y que, a menudo, fracasaba por completo.
Esperaba que sucediera esto último, estaba seguro de que la cura por
sugestión recaería una vez más, y por fin, sobre él-. Tal vez días o semanas
-le dijo.
—¿Cuánto tiempo le queda a Regan, padre Karras...?
Cuando colgó el teléfono, notóse oprimido, inquieto. Recostado en la
cama, pensó en Merrin. Merrin. Sintió emoción y esperanza.
Seguidas por una deprimente inquietud. Habría sido natural que lo
eligieran a él como exorcista; sin embargo, el obispo lo había pasado por
alto. ¿Por qué? ¿Porque Merrin ya lo había hecho antes?
Cerrando los ojos, recordó que los exorcistas eran escogidos en
consideración a su ‘piedad’ y ‘grandes cualidades morales’; que, según un
pasaje del Evangelio de san Mateo, cuando los apóstoles le preguntaron a
Cristo por qué habían fallado en un exorcismo, Él les había respondido: ‘Por
vuestra poca fe.’
Tanto el provincial como el rector sabían su problema. ¿Se lo habrían
contado al obispo alguno de los dos?
Dio vueltas en la cama, decepcionado. Se sentía algo indigno,
incompetente, rechazado. Y eso le dolía. Irracionalmente, pero le dolía. Por
fin vino el sueño a llenar los huecos y desgarros de su corazón.
Pero el teléfono lo despertó de nuevo. Chris lo llamaba para informarle
del nuevo desvarío de Regan. Al llegar, tomó el pulso a la niña. Era firme. Le
volvió a inyectar ‘Librium’. Finalmente, se encaminó a la cocina, donde se
unió a Chris para tomar café. Estaba leyendo un libro de Merrin, que había
pedido por teléfono.
—Es demasiado elevado para mí -le dijo en tono suave, aunque parecía
conmovida y profundamente impresionada-. Pero hay unas cosas tan
bonitas, tan extraordinarias... -Volvió atrás varias hojas, hasta llegar a un
pasaje que había marcado, y le pasó el libro a Karras, quien leyó:
‘...Tenemos conocimiento del orden, la constancia y la perpetua
renovación del mundo material que nos rodea. A pesar de que cada una de
sus partes es frágil y transitoria, y que son inquietos y migratorios sus
elementos, sin embargo, perdura.
Está sometido a una ley de permanencia, y aunque muere una y otra
vez, siempre vuelve a la vida. La disolución no hace más que dar nacimiento
a nuevos modos de organización, y una muerte es la madre de mil vidas.
Por lo tanto, cada hora es sólo un testimonio de cuán efímera y, sin
embargo, segura y cierta es la gran totalidad. Es como una imagen en el
agua, que siempre es la misma, aunque el agua fluya constantemente. El sol
se esconde para levantarse de nuevo, el día es engullido por la oscuridad de
la noche, para nacer de ella, tan puro como si nunca se hubiera apagado. La
primavera se convierte en verano y, a través del verano y el otoño, en
invierno, para retornar, con mayor seguridad, a triunfar sobre esa tumba
hacia la cual se ha acercado rápidamente desde su primera hora. Nosotros
lloramos los capullos de mayo porque se van a marchitar, pero sabemos que
mayo es un día que se vengará de noviembre, por la rotación de ese
solemne círculo que nunca se detiene, el cual nos enseña, en la cúspide de
nuestra esperanza, que hemos de ser siempre equilibrados y que, en la
profundidad de la desolación, no debemos desesperarnos nunca.’
—Sí, es hermoso -dijo Karras en tono suave. Mantenía los ojos clavados
en la página. El bramido del demonio, en la planta baja, se hizo más fuerte.
—“!...Bastardo... porquería...
piadoso hipócrita!”
—Ella siempre me ponía una rosa en mi plato... por la mañana... antes
de ir a trabajar.
Karras levantó la mirada, con una pregunta en sus ojos.
—Regan -le dijo Chris bajando la cabeza-. Perdone, pero me olvido de
que usted no la conoció antes. -Se sonó la nariz y se secó las lágrimas-.
¿Quiere un poco de coñac en el café, padre Karras? -preguntó.
—No, gracias.
—La verdad es que el café no tiene gusto a nada -murmuró trémula-. Le
pondré un poco de coñac. Con permiso.
Rápidamente abandonó la cocina.
Karras, sentado, se quedó solo, tomándose el café; estaba deprimido.
Sentía la tibieza del jersey que llevaba debajo de la sotana; lamentaba no
haber podido consolar a Chris. Luego, un recuerdo de su infancia brilló débil
y tristemente, un recuerdo de “Ginger”, su perra de cruce, cada vez más
flaca y aturdida dentro de una caja en el apartamento; “Ginger” estaba
temblando de fiebre y vomitando, mientras Karras la cubría con toallas y
trataba de hacerle beber leche caliente, hasta que llegó un vecino y, al
comprobar que tenía moquillo, movió la cabeza y dijo: ‘Tu perra necesita
inyecciones en seguida.’
Después, a la salida de la escuela, una tarde... por la calle... en filas de
a dos hasta la esquina... su madre que lo aguardaba allí...
inesperadamente... aspecto triste... y le puso en la mano una reluciente
moneda de medio dólar... júbilo... ¡Tanto dinero...! Y luego su voz, suave y
tierna, ‘“Ginger” ha muerto...’
Bajó la vista hasta la amarga y humeante negrura de su taza; sintió sus
manos vacías de consuelo y de remedio.
—¡...piadoso bastardo!
El demonio. Todavía enfurecido.
—“Tu perra necesita inyecciones en seguida”.
Rápidamente volvió al dormitorio de Regan. Allí la sostuvo mientras
Sharon le ponía una inyección de ‘Librium’, con lo cual, la dosis era ya de
quinientos miligramos.
Sharon le pasó un algodón con alcohol por el punto en que había
clavado la aguja, mientras Karras observaba, desconcertado, a la niña.
Las delirantes obscenidades parecían no ir dirigidas a nadie de los
presentes en la habitación, sino más bien a alguien no visible o ausente.
Desechó este pensamiento.
—Vuelvo en seguida -dijo a Sharon.
Preocupado por Chris, bajó a la cocina, donde la encontró de nuevo
sentada sola. Ponía coñac en su café.
—¿Está seguro de que no quiere un poco, padre? -preguntó.
Denegando con la cabeza, se acercó a la mesa y se sentó fatigado.
Mantenía los ojos fijos en el suelo. Oyó el característico ruido de la cucharilla
removiendo el azúcar en la taza de porcelana.
—¿Le ha avisado al padre de la niña? -preguntó.
—Sí. Sí, él llamó. -Una pausa-. Quería hablar con Rags.
—¿Y qué le dijo usted?
Otra pausa. Luego:
—Pues que se había ido a una fiesta.
Silencio. Karras no oía ya el ruido de la cucharilla. Levantando los ojos,
vio que ella miraba el techo. Y entonces él también cayó en la cuenta de que
habían cesado los gritos en la planea alta.
—Le debe de haber hecho efecto el ‘Librium’ -dijo él con alivio.
Sonó el timbre de la puerta.
Miró hacia ésta y luego a Chris, con un interrogante en la mirada y
levantando una ceja en un gesto de temor.
“¿Sería Kinderman?”
Segundos. Esperaron. Willie estaba descansando. Sharon y Karl, en la
planta alta. Nadie iba a abrir. Tensa, Chris se levantó bruscamente de la
mesa y salió al “living”. Se arrodilló en un sofá y miró por la ventana,
levantando ligeramente el visillo.
“Gracias a Dios”. No era Kinderman, sino un anciano alto, de raído
impermeable. Mantenía la cabeza pacientemente inclinada bajo la lluvia.
Llevaba en la mano una maleta muy vieja y maltrecha. Por un momento, una
de las hebillas brilló bajo el resplandor de la lámpara de la calle, al
cambiársela de mano.
El timbre volvió a sonar.
“¿Quién será?”
Intrigada, Chris se bajó del sofá y caminó hasta el vestíbulo.
Abrió la puerta, dejando sólo una rendija, y escudriñó en la oscuridad;
una fina llovizna le salpicó los ojos. El ala del sombrero del hombre le
oscurecía la cara.
—Buenas noches. ¿Qué desea?
—¿Mistress MacNeil? -le llegó una voz desde las sombras, voz amable,
refinada, pletórica.
Cuando él hizo ademán de quitarse el sombrero, Chris le indicó que
pasara, y luego, de repente, se encontró mirando aquellos ojos que la
invadían, que brillaban inteligentes y cariñosamente comprensivos, con una
serenidad que emanaba de su cuerpo y que la penetraba como un río de
tibias aguas medicinales cuya fuente estaba en él y en algo más allá de él,
cuyo fluir era contenido, pero impetuoso e interminable a la vez.
—Soy el padre Merrin.
Por un momento permaneció atónita, contemplando aquella enjuta cara
ascética, aquellos pómulos que parecían tallados, brillantes como esmalte;
luego, rápidamente, abrió del todo la puerta.
—¡Oh, Dios mío! “Pase”, por favor. “Pase”. Estoy... “Sinceramente”. No
sé dónde...
Él entró, y ella cerró la puerta.
—No lo esperaba hasta mañana.
—Sí, ya lo sé -oyó que decía.
Al volverse vio que el sacerdote tenía la cabeza inclinada hacia un lado y
que miraba hacia arriba como si escuchara o, más bien, como si “sintiera”
alguna presencia invisible... alguna vibración distante, conocida y familiar. Lo
observaba perpleja. Su piel parecía curtida por vientos extraños, por un sol
que brillaba en otra parte, en algún lugar muy lejos del espacio y del tiempo
de ella.
—“¿Qué hace?”
—Permítame, padre. Debe de pesar mucho.
—No se moleste -dijo él suavemente. Seguía atento. Explorando-. Es
como una prolongación de mi brazo; ya es muy vieja; está muy maltrecha.
-Bajó la vista, con una cálida sonrisa en sus ojos-. Ya me he acostumbrado a
su peso... ¿Está aquí el padre Karras? -preguntó.
—Sí, sí, en la cocina. A propósito, ¿ya ha cenado usted, padre?
Desvió su mirada hacia la planta alta, al oír el ruido de una puerta que
se abría.
—Si, he comido en el tren.
—¿Está seguro de que no quiere tomar algo más?
Una pausa. El ruido de una puerta que se cerraba. Bajó la vista.
—No, gracias.
—¡Qué lluvia más inoportuna! -protestó ella, aturdida aún-. Si hubiera
sabido que venía, habría ido a esperarlo a la estación.
—No importa.
—¿Le ha costado mucho encontrar un taxi?
—Sólo unos minutos.
—Ya se la llevaré yo, padre.
Era Karl, que había bajado, corriendo, la escalera y, tras cogerle la
maleta, lo condujo por el pasillo.
—Le hemos puesto una cama en el despacho, padre. -Chris estaba
inquieta-. Es muy cómoda, y he creído que querría estar solo. Le mostraré
dónde está. -Se había puesto en movimiento, pero se detuvo-. ¿O prefiere
saludar antes al padre Karras?
—Antes me gustaría ver a su hija -dijo Merrin.
Ella pareció desconcertada.
—¿Ahora mismo, padre?
Él volvió a mirar hacia arriba, con distante atención.
—Sí, ahora mismo.
—Debe de estar durmiendo.
—Creo que no.
—Bueno, si...
De repente, Chris retrocedió al oír un ruido que venía de la planta alta.
Era la voz del demonio, tonante y apagada a la vez, que gruñía como si
pronunciara un sepelio.
—¡Merriiiinnnnn!
Luego, un tremendo y escalofriante puñetazo, asestado contra una
pared del dormitorio.
—“¡Dios Todopoderoso!” -musitó Chris mientras apretaba una mano
pálida contra su pecho. Atónita, miró a Merrin. El sacerdote no se había
movido. Seguía mirando hacia arriba, intensa, pero serenamente, y en sus
ojos no había la más leve huella de sorpresa. Más aún, pensó Chris, parecía
como si lo reconociera.
Otro golpe hizo temblar las paredes.
—¡Merriiiinnnnnnnnn!
El jesuita se adelantó lentamente, absorto, ignorando la presencia de
Chris, que abría la boca maravillada; de Karl, que salía, ágil e incrédulo, del
despacho; de Karras, que surgía, azorado, de la cocina, mientras
continuaban los gruñidos y golpes de pesadilla.
Lentamente subió las escaleras; su fina mano de alabastro se deslizaba
por la barandilla.
Karras se acercó a Chris y, juntos, observaron desde abajo, mientras
Merrin entraba en el dormitorio de Regan y cerraba la puerta detrás de sí.
Durante un rato hubo silencio. Luego, de pronto, el demonio lanzó una
carcajada y Merrin salió. Cerró la puerta y caminó por el pasillo. A su
espalda, la puerta se abrió de nuevo, y Sharon asomó la cabeza y lo vio
alejarse con una expresión extraña en sus ojos.
El jesuita bajó rápidamente las escaleras, extendiéndole la mano a
Karras, que esperaba.
—Padre Karras...
—¿Qué tal, padre?
Merrin tomó la otra mano del sacerdote entre las suyas y la apretó con
fuerza; escudriñaba la cara de Karras con una mirada seria y preocupada,
mientras en la planta alta la risa había sido sustituida por groseras
obscenidades dirigidas a Merrin.
—Lo veo terriblemente cansado -dijo-. ¿Es cierto que está cansado?.
—No, en absoluto. ¿Por qué me lo pregunta?
—¿Tiene un impermeable aquí?
Karras movió la cabeza.
—No.
—Entonces tome el mío -dijo Merrin, desabrochándoselo-. Me gustaría
que fuera a la residencia, Damien, y cogiera una sotana, dos roquetes, una
estola roja, agua bendita y dos ejemplares del “Ritual Romano”. -Entregó el
impermeable al desconcertado Karras-. Creo que deberíamos empezar en
seguida.
Karras frunció el ceño.
—¿Ahora? ¿En seguida?
—Sí, creo que es lo mejor.
—¿No quiere oír primero los antecedentes del caso, padre?
—¿Por qué?
Las cejas de Merrin se levantaron en un gesto de absoluta buena fe.
Karras se dio cuenta de que no tenía respuesta. Y esquivó la mirada de
aquellos desconcertantes ojos.
—Tiene razón -dijo. Se puso el impermeable y se dirigió a la puerta-. Le
traeré lo que me ha pedido.
Karl cruzó, corriendo, la estancia, se adelantó a Karras y le abrió la
puerta. Tras intercambiar rápidas miradas, Karras se internó en la lluviosa
noche. Merrin volvió a mirar a Chris.
—¿No tiene inconveniente en que empecemos en seguida? -le preguntó
con tono suave.
Ella lo había estado observando, y sintióse profundamente aliviada por
la sensación de firmeza y decisión que la invadía, como un grito jubiloso en
un día de sol.
—No, al contrario -contestó, agradecida-. Pero debe de estar cansado,
padre.
Él vio que su ansiosa mirada se dirigía hacia la planta alta, con el oído
atento al bramido del demonio.
—¿Quiere una taza de café? -le preguntó-. Está recién hecho. -Su voz
era implorante-. Está caliente. ¿No quiere un poco, padre?
Vio que Chris entrelazaba nerviosamente sus manos. Vio las profundas
cavernas de sus ojos.
—Sí, gracias -dijo en tono cálido. Hasta entonces se había mostrado
algo serio, superado por el momento-. Si está segura de que no hay
inconveniente...
Chris lo acompañó a la cocina, y pronto estuvo apoyado contra el
mármol, con la taza de café negro en la mano.
—¿No quiere echarle un poco de coñac, padre? -Chris tenía levantada la
botella.
Él bajó la cabeza y miró su taza, inexpresivo.
—Según los médicos, no debo tomarlo -dijo, acercándole la taza-. Pero,
gracias a Dios, no tengo mucha voluntad.
Chris dudó un instante, no segura del todo; luego vio una sonrisa en sus
ojos al levantar la cabeza. Le sirvió.
—¡Qué bonito nombre tiene! -exclamó él-. Chris MacNeil. ¿No es un
nombre artístico?
Chris dejó caer unas gotas de coñac en el café y movió negativamente
la cabeza.
—No. ¿O acaso cree que me llamo Esmeralda Glutz?
—¡Gracias a Dios! -murmuró Merrin.
Chris sonrió y tomó asiento.
—¿Y qué es Lankester, padre? Suena muy raro. ¿Se lo pusieron por
alguien en particular?
—Un barco de carga -musitó con aire ausente mientras se llevaba la
taza a los labios. Tomó un sorbo de café-. O un puente. Sí, creo que era un
puente. -Parecía afligido-. ¡Cuánto me habría gustado tener un nombre como
Damien! ¡Es tan eufónico!
—¿De dónde viene ese nombre, padre?
—¿Damien? -Miró la taza-. Era el nombre de un sacerdote que dedicó su
vida al cuidado de leprosos en la isla de Molokai.
Finalmente, contrajo la enfermedad. -Hizo una pausa-. Precioso nombre
-dijo de nuevo-. Creo que con un nombre de pila como Damien, me
contentaría con el apellido Glutz.
Chris sofocó su risa. Se relajó. Se sintió más cómoda. Y, durante varios
minutos, ella y Merrin hablaron de pequeñas cosas cotidianas. Al fin, Sharon
apareció en la cocina y sólo entonces Merrin hizo ademán de irse. Fue como
si hubiera estado esperando su llegada, porque de inmediato llevó su taza al
fregadero, la enjuagó y la colocó con cuidado en el secador.
—Muy rico el café. Era justamente lo que necesitaba -dijo.
Chris se levantó.
—Lo acompañaré a su cuarto.
Él le dio las gracias y siguió hasta la puerta del despacho.
—Si necesita algo, padre -dijo-, no tiene más que decírmelo.
Merrin le puso una mano en el hombro y lo presionó como para
tranquilizarla. Chris sintió que fluían a su interior una fuerza y un afecto
indefinibles. Paz. Sintió paz. Y un extraño sentimiento de... ‘¿seguridad?’, se
preguntó.
—Es usted muy amable. -Sus ojos sonreían-. Gracias.
Retiró la mano y la vio alejarse. Tan pronto como ella se fue, un agudo
dolor le hizo contraer la cara. Entró en el despacho y cerró la puerta. Extrajo
una cajita de ‘Aspirina Bayer’ de un bolsillo del pantalón; la abrió, sacó una
píldora de nitroglicerina y la puso cuidadosamente bajo su lengua.
Chris entró en la cocina. Se detuvo junto a la puerta, y miró a Sharon,
que estaba de pie al lado de la cocina, con la palma de la mano apoyada en
la cafetera, esperando que el café volviera a calentarse.
Chris se acercó a ella, preocupada.
—Querida -le dijo suavemente-, ¿por qué no descansas un poco?
No hubo respuesta. Sharon parecía absorta en sus pensamientos.
Luego, volviéndose, miró a Chris inexpresivamente.
—Perdón, ¿me has dicho algo?
Chris observaba la expresión de su cara, su mirada ausente.
—¿Qué ha pasado ahí arriba, Sharon? -preguntó.
—¿Qué ha pasado, dónde?
—Cuando ha subido el padre Merrin.
—¡Ah, sí...! -Sharon frunció el ceño. Desvió su mirada ausente hacia un
punto del espacio, entre la duda y el recuerdo-. Sí, ha sido curioso.
—¿Curioso?
—Extraño. Ellos sólo... -Hizo una pausa-. Bueno, sólo se miraron
fijamente un rato y luego Regan, esa cosa, dijo...
—¿Qué?
—’Esta vez vas a perder.’
Chris la observaba, esperando.
—¿Y después?
—Eso fue todo -respondió Sharon-. El padre Merrin dio media vuelta y
salió de la habitación.
—¿Y qué aspecto tenía?
—Curioso.
—¡Por Dios, Sharon, piensa en otra palabra! -exclamó Chris; iba a decir
algo más, cuando se dio cuenta de que Sharon había inclinado la cabeza,
abstraída, como si estuviera escuchando.
Chris miró hacia arriba y lo oyó también: el silencio, el repentino cese
del rugido diabólico. Pero también algo más... algo... que crecía. Las dos
mujeres se miraron de reojo.
—¿Lo oyes tú también? -preguntó Sharon con un hilito de voz.
Chris asintió. La casa. Algo había en la casa. Una tensión. Pero ese algo
iba haciéndose cada vez más denso. Un latido, como de energías que se
agigantaban. El sonido del timbre pareció irreal.
Sharon se volvió.
—Abriré yo.
Caminó hasta el vestíbulo y abrió la puerta. Era Karras. Traía una gran
caja de cartón.
—Gracias, Sharon.
—El padre Merrin está en el despacho -le dijo.
Karras se encaminó rápidamente hacia allí, llamó con suavidad y entró
con la caja.
—Perdón, padre -dijo-, he tenido un pequeño...
Se detuvo en seco. Merrin, con pantalón y jersey, estaba arrodillado
rezando al lado de la cama, con la frente apoyada sobre las manos juntas.
Karras se quedó un instante petrificado, como si al volver una esquina se
hubiese encontrado con un niño, que era él mismo, pasando
apresuradamente a su lado, con la casulla al brazo, sin reconocerlo.
Karras dirigió sus ojos hacia la caja abierta, hacia las gotitas de lluvia
que habían caído sobre el almidón. Luego, lentamente, se acercó al sofá y
esparció en él, sin hacer ruido, el contenido de la caja. Cuando hubo
terminado, se quitó el impermeable, lo dobló cuidadosamente y lo dejó en
una silla. Al observar a Merrin vio que el sacerdote se santiguaba; desviando
la vista, cogió el roquete más grande. Empezó a ponérselo sobre la sotana.
Oyó que Merrin se ponía en pie.
—Gracias, Damien. -Karras se volvió, poniéndose el roquete, mientras
Merrin se acercaba al sofá y sus ojos se posaban tiernamente sobre los
indumentos litúrgicos.
Karras cogió un jersey.
—He creído que podría ponerse esto debajo de la sotana, padre -le dijo,
alargándoselo-. La habitación se enfría a veces.
Merrin pasó suavemente la mano por el jersey.
—Gracias por su atención, Damien.
Karras cogió del sofá la sotana de Merrin y lo observó mientras se ponía
el jersey. En ese momento, y de pronto, mientras presenciaba una acción
tan común y trivial, fue cuando Karras sintió el avasallador impacto del
hombre del momento, de aquella quietud que se advertía en la casa y que lo
aplastaba, cortándole la respiración. Volvió a la realidad al notar que le
quitaban la sotana de las manos. Merrin. Se la ponía.
Preguntó:
—¿Conoce las reglas del exorcismo, Damien?
—Sí -respondió Karras.
Merrin empezó a ponerse la sotana.
—Es esencial evitar conversaciones con el demonio...
“El demonio”. Le dio escalofríos la manera tan natural en que lo dijo.
—Hemos de preguntar sólo aquello que sea importante -dijo Merrin
mientras se abrochaba el cuello de la sotana-. Todo lo demás sería peligroso.
Sumamente peligroso. -Tomó el roquete de manos de Karras y empezó a
ponérselo sobre la sotana-. Especialmente, no preste atención a nada de lo
que diga el demonio. Es un mentiroso. Mentirá para confundirnos, pero
también mezclará mentiras con verdades para atacarnos. La ofensiva es
psicológica, Damien. Y poderosa. No escuche. Recuerde esto: no escuche.
Al alargarle Karras la estola, el exorcista agregó:
—¿Quiere preguntarme algo ahora, Damien?
Karras negó con la cabeza.
—No. Pero creo que puede ser útil que lo ponga en antecedentes sobre
las distintas personalidades que Regan ha manifestado. Hasta ahora parece
que hay tres.
—Hay una sola -dijo Merrin suavemente, deslizando la estola alrededor
de sus hombros. Durante unos momentos, la sostuvo y permaneció inmóvil,
al tiempo que una expresión atormentada apareció en sus ojos. Luego cogió
los ejemplares del “Ritual Romano” y le dio uno a Karras-. Omitiremos la
letanía de los santos. ¿Tiene el agua bendita?
Karras sacó el frasco de su bolsillo. Merrin lo cogió y con un gesto
sereno, señaló hacia la puerta.
—Por favor, indíqueme el camino, Damien.
Arriba, junto a la puerta del dormitorio, Sharon y Chris esperaban
tensas. Estaban envueltas en gruesos jerseys y chaquetas. Al oír el ruido de
una puerta que se abría, se volvieron. miraron abajo y vieron que Karras y
Merrin venían, por el vestíbulo, hacia la escalera, en solemne procesión.
Altos. ‘¡Qué altos son!’, pensó Chris. Y Karras con su oscura y afilada
cara destacando sobre la blancura del roquete.
Al verlos subir con paso firme, Chris se sintió profunda y extrañamente
conmovida. “Aquí viese mi hermano mayo, a volarte la tapa de los sesos,
¡cretino!”, pensó. Había mucho de eso. El corazón le latía con fuerza.
Los jesuitas se detuvieron frente a la puerta del dormitorio.
Karras frunció el ceño al ver el jersey y la chaqueta de Chris.
—¿Va usted a entrar?
—Creo que debo hacerlo.
—¡Por favor, no lo haga! -le dijo en tono imperioso-. Cometería un grave
error.
Chris se volvió hacia Merrin, interrogándolo con los ojos.
—El padre Karras sabe lo que más conviene -dijo lentamente el
exorcista.
Chris volvió a mirar a Karras. Bajó la cabeza.
—Bueno -dijo desalentada. Se apoyó contra la pared-. Esperaré aquí
fuera.
—¿Cuál es el segundo nombre de su hija? -preguntó Merrin.
—Teresa.
—Bonito en verdad -dijo Merrin cálidamente.
Sostuvo su mirada durante un momento para animarla. Luego miró
hacia la puerta y de nuevo Chris sintió aquella tensión, aquella oscuridad que
se hacía cada vez más densa. Dentro. En el dormitorio. Detrás de aquella
puerta. Se dio cuenta de que Karras y Sharon también lo percibían. Merrin
hizo un gesto con la cabeza.
—Vamos -dijo suavemente.
Al abrir la puerta, una vaharada de aire frío y hediondo hizo tambalearse
a Karras. Karl se había acurrucado, en una silla, en un ángulo de la
habitación. Vestido con cazadora color verde oliva, desteñida, volvióse,
expectante, hacia Karras. Rápidamente, el jesuita dirigió la mirada al
demonio. Los ojos, llameantes de furor, estaban fijos más allá, detrás de él,
en el vestíbulo: en Merrin.
Karras se adelantó, al tiempo que Merrin entraba lentamente, alto y
erguido, hasta quedar al lado de la cama. Allí se detuvo y bajó la vista hacia
el odio.
Una reprimida quietud pesaba sobre el dormitorio. A continuación,
Regan sacó su lengua negruzca, como de lobo, y se lamió los labios partidos
e hinchados. El ruido era semejante al de una mano que alisa un pergamino
arrugado.
—Bueno, ¡orgullosa porquería! -rugió el demonio-. ¡Al fin! ¡Al fin has
venido!
El anciano sacerdote levantó una mano e hizo la señal de la cruz sobre
la cama; luego repitió el gesto por toda la habitación. Volviéndose, quitó el
corcho del frasco con el agua bendita.
—¡Ah, sí! ¡Ahora viene la orina sagrada! -exclamó el demonio con voz
ronca.
Merrin levantó el hisopo, y la cara del demonio se contrajo, lívida.
—¡Ah!, pero, ¿vas a hacerlo? -rugió-. “¿Vas a hacerlo?”
Merrin empezó a agitar el hisopo. El demonio levantó violentamente la
cabeza; la boca y los músculos del cuello le temblaban con furia.
—¡Sí, salpica! ¡Salpica, Merrin! ¡Empápanos! ¡Inúndanos en tu sudor!
¡Tu sudor está santificado, San Merrin!
—“¡Silencio! ¡Cállate!”
Las palabras saltaron como dardos. Karras retrocedió y desvió la mirada
hacia un lado, maravillado ante la firmeza de Merrin, que miraba a Regan de
una manera fija y dominante. Y el demonio se calló. Le devolvió la mirada.
Pero ahora los ojos eran vacilantes.
Parpadeaban. Cautelosos.
Con gesto rutinario, Merrin tapó el frasco y se lo devolvió a Karras. El
psiquíatra lo deslizó en su bolsillo y observó que Merrin se arrodillaba junto a
la cama, cerraba los ojos y empezaba a rezar como en un murmullo.
—Padre nuestro...
Regan escupió; en la cara de Merrin se estrelló un escupitajo
amarillento, que resbaló lentamente por su mejilla.
—...Venga a nosotros tu reino... -Cabizbajo, Merrin continuó su plegaria
sin pausa, mientras una mano sacaba un pañuelo del bolsillo y, sin prisa, le
quitaba el salivazo-. Y no nos dejes caer en la tentación... -terminó
suavemente.
—Mas libranos del mal. Amén -respondió Karras.
Levantó la mirada un instante. Los ojos de Regan quedaron en blanco.
Karras estaba inquieto. Sentía que algo en la habitación se congelaba. Volvió
al texto, siguiendo la oración de Merrin:
—Dios y Padre de Nuestro Señor Jesucristo, apelo a tu santo nombre,
implorando humildemente tu bondad, para que generosamente me asista
contra este espíritu inmundo que atormenta a una de tus criaturas. Por
Cristo Nuestro Señor.
—Amén -respondió Karras.
Merrin se levantó y oró fervorosamente:
—¡Oh, Dios, Creador y defensor de la raza humana! Mira con piedad a tu
sierva, Regan Teresa MacNeil, cogida en las redes del más antiguo enemigo
del hombre, el renegado enemigo de nuestra raza, que...
Karras levantó la vista al oír que Regan silbaba; vio que se erguía con
los ojos en blanco, que sacaba y balanceaba la cabeza lentamente hacia
delante y atrás, como la de una cobra.
Una vez más, Karras experimentó un sentimiento de inquietud. Volvió a
seguir el texto.
—Salva a tu sierva -leía Merrin en el “Ritual”.
—Que confía en ti, Señor mío -respondió Karras.
—Permítele encontrar en ti, Señor, una fortaleza.
—Para hacer frente al enemigo.
Mientras Merrin leía la línea siguiente, Karras oyó un grito ahogado de
Sharon detrás de él, volvióse rápidamente y vio que ella miraba, estupefacta,
hacia la cama.
Perplejo, miró también en dirección al lecho. Quedó petrificado.
“¡La cabecera de la cama se levantaba del suelo!”
Miró fijamente, incrédulo.
Diez centímetros. Quince centímetros. Treinta centímetros.
Luego empezaron a levantarse también los pies de la cama.
—“Gott in Himmel!” -susurró Karl, aterrorizado. Pero Karras no lo oyó ni
vio que se santiguaba cuando se levantaron los pies de la cama para quedar
al mismo nivel de la cabecera. “No ocurre nada”, pensó mientras observaba
transfigurado.
La cama se elevó treinta centímetros más, y luego permaneció así
suspendida, balanceándose como si estuviera flotando sobre el agua.
—¿Padre Karras?
Regan ondulándose. Silbando como una serpiente.
—¿Padre Karras?
Karras se volvió. El exorcista lo observó sereno, indicándole, con gestos
de la cabeza, el “Ritual” que tenía en sus manos.
—La respuesta, por favor, Karras.
Karras, perplejo, parecía no entender. Sharon salió corriendo de la
habitación.
—Que el enemigo no tenga poder sobre ella -respondió Merrin
amablemente.
Presuroso, Karras volvió a seguir el texto y leyó la respuesta, mientras
el corazón le latía con fuerza.
—Y que el hijo de la iniquidad sea impotente para hacerle mal.
—Señor, escucha mi oración -continuó Merrin.
—Y llegue a Ti mi clamor.
—El Señor esté con vosotros.
—Y con tu espíritu.
Seguidamente, Merrin leyó una larga oración, y, una vez más, Karras
volvió su mirada a la cama, a sus esperanzas en Dios y en lo sobrenatural,
que flotaban en el aire vacío. Sintió en todo su ser un frío de júbilo. “¡Ahí
está! ¡Ahí está! ¡Frente a mí! ¡Ahí!”
Volvióse de pronto al oír el ruido de la puerta que se abría. Sharon entró
apresuradamente con Chris, la cual se detuvo boquiabierta, incapaz de dar
crédito a sus ojos.
—“¡Dios mío!”
—Padre Todopoderoso, sempiterno Dios...
El exorcista levantó la mano e hizo tres veces la señal de la cruz, sobre
la frente de Regan, en tanto proseguía leyendo del “Ritual”.
—...que enviaste al mundo a tu Hijo, engendrado para aplastar al león
rugiente...
Cesó el silbido, y de la boca, estirada en forma de O, salió un berrido
que crispó los nervios.
—...arrebata de la perdición y de las garras del demonio a este ser
humano creado a tu imagen y...
El berrido se hizo más fuerte, desgarrado...
—Dios y Señor de todo lo creado... -Merrin estiró la mano y apretó una
punta de su estola contra el cuello de Regan, mientras seguía rezando-, por
cuyo poder hiciste caer del cielo a Satán como un rayo; infunde terror en la
bestia que causa desolación en tu viña.
Cesó el berrido. Un silencio sonoro. Luego, un pútrido vómito verdusco
empezó a manar de la boca de Regan en lentos y regulares borbotones, que
fluían como lava e iban cayendo en la mano de Merrin.
Pero él no la retiró.
—Permite que tu poderosa mano arroje a este cruel demonio fuera de
Regan Teresa MacNeil, que...
Karras apenas se dio cuenta de que se abría la puerta y de que Chris
salía corriendo de la habitación.
—Ahuyenta a este perseguidor de los inocentes...
La cama empezó a balancearse lentamente, a dar sacudidas, a
cabecear. El vómito aún fluía de la boca de Regan cuando Merrin, con calma,
le arregló la estola de modo que quedara firme en su cuello.
—Da ánimo a tus siervos para oponerse valientemente a este réprobo
dragón, a fin de que él no menosprecie a aquellos que ponen su confianza en
Ti, y...
De pronto cesaron los movimientos, y mientras Karras observaba
fascinado, la cama descendió suavemente, como una pluma, hasta el suelo
para posarse, al fin, en la alfombra.
—Señor, permite que esta...
Aturdido, Karras desvió la mirada. La mano de Merrin. No podía verla.
Estaba enterrada bajo una humeante capa de vómito.
—¿Damien?
Karras levantó los ojos.
—Señor, escucha mi oración -dijo suavemente el exorcista.
Karras se volvió hacia la cama y respondió:
—Y llegue a Ti mi clamor.
Merrin le quitó la estola, dio un paso corto hacia atrás y luego sacudió la
habitación con el látigo de su voz al ordenar:
—Yo te expulso, espíritu inmundo, junto con todos los poderes satánicos
del enemigo. Todos los espectros del infierno. Todos tus salvajes
compañeros. -La mano de Merrin chorreaba vómito sobre la alfombra-. Es
Cristo quien te lo ordena, Él, que una vez aplacó los vientos, el mar y la
tormenta.
Que...
Regan dejó de vomitar. Estaba sentada, en silencio. Inmóvil.
Sus ojos en blanco se dirigían a Merrin con perversidad. Desde los pies
de la cama, Karras la observaba de hito en hito. A medida que se iban
desvaneciendo en él el “shock” y la excitación, su mente febril empezaba a
desquitarse, tratando de hurgar profundamente en los rincones de la duda
lógica: telepatía, acción psicokinética, tensiones adolescentes y fuerza
dirigida por la psiquis. Frunció el ceño al acordarse de algo. Se acercó a la
cama y se inclinó para tocar la muñeca de Regan. Y descubrió lo que temía.
Como ocurrió con el hechicero en Siberia, el pulso latía con una rapidez
increíble. Sintió un profundo desaliento, y, comprobando su reloj, contó los
latidos del corazón como si cada uno de ellos hubiera sido un argumento en
contra de su propia vida.
—Es Él quien te lo ordena; Él, que te precipitó desde la altura de los
cielos.
El poderoso conjuro de Merrin sacudió los límites de la conciencia de
Karras con resonantes e inexorables golpes, mientras el pulso se aceleraba
cada vez más.
¡Más rápido aún! Karras miró a Regan. Todavía en silencio. En el aire
helado, tenues vahos de vapor se elevaban de la materia vomitada, cual
maloliente ofrenda.
Karras se sentía inquieto. Luego se le empezó a erizar el vello de los
brazos al ver que poco a poco, con una lentitud de pesadilla, la cabeza de
Regan giraba como la de un maniquí, crujiendo igual que un mecanismo
oxidado, hasta que los fantasmales ojos en blanco se quedaron fijos en los
suyos.
—Y ahora, Satán, tiembla aterrorizado...
Lentamente, la cabeza volvió a girar en dirección a Merrin.
—¡...tú, corruptor de la justicia! ¡Engendrador de la muerte! ¡Traidor de
las naciones! ¡Ladrón de la vida...!
Karras paseó la mirada cautelosamente a su alrededor cuando las luces
de la habitación comenzaron a titilar, a perder potencia y a adquirir un tono
sobrenatural de ámbar vibrante. Tembló. Hacía más frío. La estancia se iba
poniendo insoportablemente fría.
—...tú, príncipe de los asesinos; tú, inventor de todas las obscenidades;
tú, enemigo de la raza humana; tú...
Un golpe seco sacudió la habitación. Luego otro. Y otro, y otro...
Vibraban a un ritmo terrible, como los latidos de un gigantesco corazón
enfermo.
—¡Aléjate, monstruo! ¡Tu lugar es la soledad! ¡Tu morada, un nido de
víboras! ¡Desciende y arrástrate con ellas! ¡Es Dios mismo quien te lo
manda! ¡La sangre de...!
Los golpes se hicieron cada vez más fuertes y rápidos.
—Yo te conjuro, antigua serpiente...
Los golpes siguieron arreciando.
—...por el juez de vivos y muertos, por tu Creador, por el Creador de
todo el Universo, a que...
Sharon dio un grito y se apretó los puños contra los oídos, mientras los
golpes se hacían ensordecedores; de pronto se aceleraron tanto que latieron
a un ritmo espantoso.
El pulso de Regan era alarmante. Martilleaba a una velocidad demasiado
elevada para poder medirlo. Al otro lado de la cama, Merrin alargó
serenamente la mano y, con la punta del pulgar, trazó la señal de la cruz
sobre el pecho, cubierto de vómito, de Regan. Las palabras de su plegaria
eran ahogadas por los ruidos.
Karras comprobó que el pulso había perdido bruscamente velocidad, y
mientras Merrin rezaba y hacía la señal de la cruz sobre la frente de Regan,
los ruidos de pesadilla cesaron de repente.
—¡Oh, Dios de cielo y tierra, Dios de los ángeles y arcángeles...! -Karras
podía oír ahora la oración de Merrin, mientras el pulso se hacía cada vez más
lento.
—¡Merrin, orgulloso bastardo! ¡Carroña! ¡Perderás! ¡Morirá! ¡La puerca
morirá!
La niebla empezó a disiparse. La entidad diabólica había vuelto, llena de
cólera contra Merrin.
—¡Corrompido vanidoso! ¡Viejo hereje! ¡Yo te conjuro a que te vuelvas y
me mires! “¡Mírame ahora, carroña!” -El demonio dio un salto hacia delante,
escupió a Merrin en la cara y luego le espetó-: ¡Así cura tu Maestro a los
ciegos!
—Dios y Señor de todo lo creado... -oró Merrin mientras, sin inmutarse,
buscaba su pañuelo y se limpiaba el salivazo.
—...libra a esta tu sierva de...
—“¡Hipócrita!” ¡A ti no te importa nada de la puerca! ¡No te importa
“nada”! ¡La has “convertido en un duelo entre nosotros dos”!
—Yo, humildemente...
—¡Mentiroso! ¡Mentiroso bastardo! Dinos, ¿dónde está tu humildad,
Merrin? ¿En el desierto? ¿En las ruinas? ¿En las tumbas a las que huiste para
escapar de tus hermanos, los hombres? ¿Para escapar de tus inferiores, de
los pobres y débiles de espíritu? ¿Hablas a los “hombres” tú, vómito piadoso?
—...libra...
—Tu morada es un nido de engreídos, Merrin. Tu lugar está dentro de ti
mismo. ¡Vuelve a la cima de la montaña y habla con tu único igual!
Merrin continuó con sus oraciones sin prestar atención, al tiempo que el
torrente de insultos continuaba de forma violenta.
Asqueado, Karras concentró su atención en el texto, en tanto que Merrin
leía un pasaje de san Lucas:
—...’Mi nombre es Legión’, respondió, porque eran muchos los demonios
que habían entrado en él, y le suplicaban que no les ordenara precipitarse al
abismo. Había allí una gran piara de cerdos que estaban paciendo en la
montaña. Los demonios suplicaron a Jesús que les permitiera entrar en los
cerdos. Él se lo permitió. Entonces salieron de aquel hombre, entraron en los
cerdos y, desde lo alto del acantilado, la piara se precipitó al lago y se
ahogó. Y...
—Willie, te traigo buenas noticias -bramó el demonio. Karras levantó la
mirada y vio que Willie, cerca de la puerta, se paraba en seco con su carga
de toallas y sábanas-. Te traigo la buena nueva de redención -se regodeó-.
¡Elvira “está viva”! “¡Vive!” ¡Es...!
Willie miraba como alelada.
Entonces Karl se dirigió a ella, gritándole:
—¡No, Willie! ¡No!
—¡...una “toxicómana”, Willie, un caso perdido!...
—Willie, ¡no escuches! -aullaba Karl.
—¿Quieres que te diga dónde vive?
—¡No escuches! ¡No escuches! -Karl la empujaba fuera de la habitación.
—¡Ve a visitarla el día de la “madre”, Willie! ¡Sorpréndela! ¡Ve y...!
Bruscamente, el demonio se interrumpió, clavando los ojos en Karras,
que tomaba de nuevo el pulso de Regan; lo encontró fuerte, lo cual indicaba
que se le podía administrar más ‘Librium’. Se acercó a Sharon para indicarle
que preparara otra inyección.
—¿La quieres? -dijo lujuriosamente el demonio-. ¡Es tuya! ¡Sí, esa
ramera es tuya!
Sharon se puso colorada y apartó la vista cuando Karras le dio
instrucciones para el ‘Librium’.
—Y un supositorio de ‘Compazine’ si vuelve a vomitar -agregó.
Sharon hizo un gesto afirmativo con la cabeza baja y se marchó. Al
pasar junto a la cama, aún cabizbaja, Regan le gritó: ‘¡Puta!’; luego dio un
salto, le alcanzó en la cara con un borbotón de vómito y, mientras Sharon se
quedaba paralizada y chorreando, mostróse la personalidad de Dennings,
quien, con voz ronca, exclamó: ‘¡Ramera de mierda!’
Sharon huyó de la habitación.
La personalidad de Dennings hacía ahora muecas de disgusto.
Paseando la vista a su alrededor, preguntó:
—¿Puede alguien abrir un poco la “ventana”, por favor? ¡Esta habitación
apesta a mierda! Es simplemente...
—¡No, no, no, no lo hagan! -se corrigió-. ¡No, por todos los “cielos”, no
lo hagan, pues podría morir alguien más!
Luego se rió, guiñó los ojos monstruosamente a Karras y desapareció.
—Es Él quien te expulsa...
—“¿Lo hace? ¿Realmente lo hace?”
Había vuelto el demonio. Merrin prosiguió con sus conjuros, las
aplicaciones de la estola y el constante trazado de la señal de la cruz,
mientras el demonio seguía vomitando obscenidades. Demasiado largo, se
decía Karras: el paroxismo se prolongaba demasiado.
—¡Ahora viene la madre de la puerca inmunda! -rugió el demonio.
Al volverse, Karras vio que Chris se le acercaba con un trozo de algodón
y una jeringuilla. Cabizbaja, oía las injurias del demonio; Karras, con el ceño
fruncido, se adelantó hacia ella.
—Sharon se está cambiando de ropa -le explicó Chris-, y Karl está...
Karras la interrumpió con un ‘Está bien’, y ambos se acercaron a la
cama.
—¡Ven a ver tu obra, madre ramera! ¡Ven!
Chris trataba desesperadamente de no escuchar, de no mirar, mientras
Karras sujetaba los brazos de Regan, que no oponía resistencia.
—¡Miren a esta mujer repulsiva! ¡Miren a la ramera asesina! -se
enfureció el demonio-. ¿Estás contenta? ¡“Tú” has sido la causa! ¡Sí, “tú”,
con tu carrera antes que “nada”, tu carrera antes que tu marido, antes que
ella, antes que...!
Karras miró en torno a sí.
Chris estaba como petrificada.
—¡Siga! -le ordenó-. ¡No le haga caso! ¡Prosiga!
—¡...tu “divorcio”! ¡Acude a los curas! ¡Los curas no te ayudarán! -La
mano de Chris empezó a temblar-. “¡Está loca! ¡Está loca!” ¡La puerca está
“loca”! ¡Tú la has llevado a la “locura”, al “asesinato” y...!
—“¡No puedo!” -Con la cara contraída, Chris miraba la jeringuilla
vacilante. Agitó la cabeza.- ¡No puedo hacerlo!
Karras se la arrancó de las manos.
—¡No importa, desinfecte! ¡Desinfecte el brazo! ¡Aquí! -le dijo en tono
firme.
—...en su “ataúd”, hija de perra, por...
—¡No preste atención! -le reiteró Karras; entonces el demonio
bruscamente se volvió hacia él, los ojos desorbitados de furia-. ¡Y tú, Karras!
Chris desinfectó el brazo de Regan.
—¡Ahora váyase! -le ordenó Karras mientras clavaba la aguja en la
carne consumida.
Ella salió corriendo.
—¡Sí!, nosotros “sabemos” de tu cariño por las “madres”, querido
Karras! -rugió el demonio.
El jesuita retrocedió acobardado, y, por un momento, no se movió.
Después, lentamente, retiró la aguja y miró aquellos ojos en blanco. De la
boca de Regan brotaba un canturreo, una especie de salmo, con voz clara y
dulce, como la de un niño corista: “Tantum ergo, sacramentum, veneremur
cernui”...
Era un himno que se canta en la bendición con la custodia. Karras
parecía exangüe, mientras seguía el canto. Extraño y escalofriante, el himno
sacro era un vacío en el que Karras sintió, con una terrible claridad, el horror
de la noche que se aproximaba. Levantando la mirada, vio a Merrin, toalla en
mano. Con movimientos cansados y suaves, el anciano limpiaba el vómito de
la cara y cuello de Regan.
—...“et antiquum documentum”...
El canto. “¿De quién será la voz?”, se preguntaba Karras. Y luego,
fragmentos: “Dennings... La Ventana”... Obsesionado, vio que Sharon
regresaba y le quitaba la toalla a Merrin.
—Yo lo terminaré, padre -le dijo-. Ya estoy bien. Quiero cambiarla y
limpiarla antes de administrarle el ‘Compazine’ ¿Podría esperar fuera un
ratito?
Los dos sacerdotes salieron a la tibieza y oscuridad del vestíbulo y se
apoyaron, cansados, contra la pared.
Karras escuchaba el misterioso canturreo que venía de la habitación de
Regan. Al cabo de unos momentos, se dirigió suavemente a Merrin:
—Usted dijo... usted dijo antes que había sólo... una entidad.
—Sí.
Hablando en voz baja, con las cabezas juntas, parecían estar
confesándose.
—Todas las otras no son más que formas de ataque -continuó Merrin-.
Hay uno... sólo uno. Es un demonio. -Abrióse una pausa. Luego, Merrin
afirmó con sencillez-: Yo sé que usted duda de esto. Pero mire, a este
demonio... lo conocí una vez. Y es poderoso... poderoso...
Silencio. Karras volvió a hablar:
—Decimos que el demonio... no puede afectar la voluntad de la víctima.
—Sí, así es... así es... No hay pecado.
—Entonces, ¿cuál es el “propósito” de la posesión? -preguntó Karras con
el ceño fruncido-. ¿Qué sentido tiene?
—¿Quién lo sabe? -respondió Merrin-. ¿Quién puede tener la esperanza
de saber? -Pensó un momento. Después continuó sondeando-: Pero yo creo
que el objetivo del demonio no es el poseso, sino nosotros... los
observadores... cada persona de esta casa. Y creo... creo que lo que quiere
es que nos desesperemos, que rechacemos nuestra propia humanidad,
Damien, que nos veamos, a la larga, como bestias, como esencialmente viles
e inmundos, sin nobleza, horribles, indignos. Y tal vez ahí esté a centro de
todo: en la indignidad. Porque yo pienso que el creer en Dios no tiene nada
que ver con la razón, sino que, en última instancia, es una cuestión de amor,
de aceptar la posibilidad de que Dios puede amarnos...
Merrin hizo otra pausa. Prosiguió más lentamente, abriendo su alma en
un susurro.
—Él sabe..., el demonio sabe dónde atacar... Hace mucho tiempo que
me sentía desesperado por no poder amar a mi prójimo. Ciertas personas...
me repelían. ¿Cómo podría amarlas?, pensaba. Y eso me atormentaba,
Damien; me llevó a desconfiar de mí mismo... y, partiendo de aquí,
desconfiar de mi Dios. Se hizo añicos mi fe...
Interesado, Karras levantó sus ojos hacia Merrin.
—¿Y qué pasó? -preguntó.
—Pues que, al fin, me di cuenta de que Dios nunca me pediría aquello
que me es psicológicamente imposible, que el amor que Él me pedía estaba
en mi “voluntad” y no quería decir que debía sentirlo como una emoción. En
absoluto. Me pedía que “obrara” con amor hacia los demás, y el hecho de
que lo hiciera con aquellos que me repelían, era un acto de amor más grande
que cualquier otro. -Movió la cabeza-. Sé que todo esto debe parecerle muy
obvio, Damien. Lo sé. Pero entonces no alcanzaba a verlo. Extraña ceguera.
¡Cuántos maridos y mujeres -exclamó con tristeza- creerán que ya no se
aman porque sus corazones no se conmueven al verse! ¡Ah, Dios querido!
-movió la cabeza afirmativamente-.
Damien, ahí radica la posesión; no tanto en las guerras, como algunos
quieren creer; y muy pocas veces en intervenciones extraordinarias como
ésta... la de esta niña... esta pobre criatura. No, yo lo veo mucho más a
menudo en cosas pequeñas, Damien; en los mezquinos o absurdos rencores,
en las equivocaciones, en la palabra cruel e insidiosa que las lenguas
desatadas lanzan entre amigos. Entre amantes. Unas cuantas de esas cosas
-susurró Merrin-, y ya no es necesario que sea Satán el que dirija nuestras
guerras, pues las dirigimos nosotros mismos... nosotros mismos...
Aún llegaba el canto del dormitorio. Merrin miró hacia la puerta y
escuchó un momento.
—Y, sin embargo, incluso de esto, del mal, vendrá el bien. De algún
modo. De algún modo que nunca podremos entender, ni siquiera ver. -Merrin
hizo una pausa-. Quizás el mal sea el crisol de la bondad -manifestó-. Y tal
vez el propio Satán, a pesar de sí mismo, sirva de alguna manera para
cumplir la voluntad de Dios.
No dijo más, y durante un rato permanecieron en silencio, mientras
Karras reflexionaba. Le vino a la mente otra objeción.
—Una vez que el demonio es expulsado -dijo tanteando-, ¿cómo se le
puede impedir que vuelva a entrar?
—No lo sé -respondió Merrin-.
No lo sé. Mas parece ser que nunca vuelve. Nunca. Nunca. -Merrin se
puso una mano en la cara y se pellizcó suavemente las comisuras de los
ojos-. Damien..., ¡qué nombre tan maravilloso! -murmuró.
Karras percibió agotamiento en su voz. Y algo más. Ansiedad. Como un
dolor reprimido.
De repente, Merrin se apartó de la pared y, con la cara escondida entre
las manos, excusóse y corrió por el pasillo en dirección al baño. ‘¿Qué pasa?’,
se preguntó Karras. Sintió una repentina envidia y admiración por la
profunda y sencilla fe del exorcista. Se volvió hacia la puerta. El canto. No se
oía nada más. ¿Habría terminado, por fin, la noche?
Minutos más tarde, Sharon salió del dormitorio con un montón de ropas
y sábanas pestilentes.
—Está durmiendo -dijo. Rápidamente, desvió la mirada y se alejó por el
corredor.
Karras respiró hondo y regresó al dormitorio. Sintió el frío, percibió el
hedor. Caminó despacio hasta la cama. Regan. Dormida. Por fin. Y, por fin
-pensó-, él podría descansar.
Tomó la delgada muñeca de Regan y miró la manecilla de su reloj.
—¿Por qué haces eso, Dimmy?
Se le heló el corazón.
—¿Por qué haces eso?
El sacerdote no podía moverse; no respiraba, no se atrevía a mirar en la
dirección de la que procedía aquella voz doliente; no se animaba a ver
aquellos ojos que estaban realmente allí: ojos acusadores, ojos solitarios. Su
madre. ¡Su “madre”!
—Me abandonaste para ser sacerdote, Dimmy; me mandaste a un
asilo...
“¡No mires!”
—¿Ahora me ahuyentas...?
“¡No es ella!”
—¿Por qué haces eso?
Le zumbaba la cabeza, tenía el corazón en la boca. Cerró con fuerza los
ojos mientras la voz se hacía implorante, asustada, llorosa.
—Siempre fuiste un niño bueno, Dimmy. ¡Por favor! ¡Tengo miedo! ¡Por
favor, no me eches, Dimmy!
“¡Por favor!”
“!...no es mi madre!”
—¡Afuera no hay “nada”! ¡Sólo “oscuridad, Dimmy”! “¡Estoy sola!”
-Parecía llorar.
—¡No eres mi madre! -susurró Karras con vehemencia.
—¡Dimmy, “por favor”!
—No eres mi...
—¡“Oh”, por el amor de Dios, Karras!
Luego Dennings.
—¡Mire, sencillamente no es justo que nos echen de aquí! ¡Por lo que a
mí respecta, es una cuestión de justicia que esté aquí!
¡Pequeña hija de zorra! ¡Ella tomó mi cuerpo, y tengo derecho a que se
me permita permanecer en el de ella, ¿no le parece? ¡Oh, por Dios, Karras,
“míreme”! ¡Vamos!
No muy a menudo se me deja representar mi papel. Míreme. Karras
abrió los ojos y vio la personalidad de Dennings.
—Así, está mejor. Mire, ella me mató. No la dueña de la casa, Karras,
sino “¡Ella!” Sí, “¡ella!” Yo estaba solo en el bar, cuando me pareció sentir
que se quejaba. En la planta alta. Bueno, después de todo, yo “tenía” que
ver qué le dolía, por lo cual subí, y entonces me cogió por el cuello. -La voz
era ahora plañidera, patética-. ¡Dios mío, nunca “en mi vida” había visto
tanta fuerza!
Comenzó a gritar que yo estaba engañando a su madre o algo por el
estilo, o que yo fui la causa del divorcio. Algo así. No era muy claro. ¡Pero “le
aseguro” que ella me empujó por la “ventana”! -Voz cascada. Tono agudo-.
¡Ella “me mató”! !”Me mató” la muy cochina! ¿Le parece, entonces, que es
“justo” echarme de aquí? ¡Vamos, Karras, respóndame! ¿Cree que es
realmente justo? “¿Lo cree usted?”
Karras tragó saliva.
—¿Sí o no? -lo apremió-. ¿Es justo?
—¿Por qué... por qué... le quedó la cabeza vuelta hacia atrás? -preguntó
Karras con voz ronca.
Dennings paseó a su alrededor una mirada evasiva.
—Eso fue un accidente... una monstruosidad... Me di contra los
escalones, ¿sabe? Fue raro.
Karras meditaba, con la garganta seca. Tomó nuevamente la muñeca de
Regan y le echó una mirada al reloj para desviar la atención.
—¡Dimmy, por favor! ¡No permitas que me quede sola!
Su madre.
—Si en vez de sacerdote hubieras sido médico, yo habría vivido en una
bonita casa, Dimmy; no con cucarachas, ¡no sola en el apartamento!
Entonces...
Luchaba por hacerla callar, pero la voz lloraba de nuevo.
—¡Dimmy, “por favor”!
—No eres mi...
—¿No quieres enfrentarte con la verdad, carroña inmunda? -Era el
demonio-. ¿Crees lo que te dice Merrin? ¿Crees que es bueno y santo? Pues
bien, “¡no lo es!” ¡Es orgulloso e indigno! ¡Te lo probaré, Karras! ¡Te lo
demostraré “matando a la puerca”!
Karras abrió los ojos. Pero aún no se atrevía a mirar.
—Sí, ella morirá, y el Dios de Merrin no la salvará, Karras. ¡”Tú” no la
salvarás! ¡Morirá por el orgullo de Merrin y por tu incompetencia!
“¡Chapucero! ¡No tendrías que haberle inyectado ‘Librium’!”
Karras se volvió entonces y lo miró a los ojos. Brillaban con triunfante
maldad.
—¡Tómale el pulso! -El demonio sonreía-. ¡Vamos, Karras! ¡Tómaselo!
Mantenía apretada en su mano la muñeca de Regan; Karras frunció el
ceño, preocupado. El pulso era rápido y...
—Débil, ¿eh? -bramó el demonio-. ¡Ah, sí! Un poco. Por el momento,
sólo un poco.
Karras cogió su maletín y sacó el fonendoscopio. El demonio profirió con
voz ronca:
—¡Escucha, Karras! ¡Escucha bien!
Escuchó. Los latidos del corazón sonaban distantes y apagados.
—“¡No la dejaré dormir!”
Karras miró rápidamente al demonio. Sintió un escalofrío.
—Sí, Karras -gruñó-. ¡No dormirá! ¿Me oyes? “¡No dejaré dormir a la
puerca!”
Mientras el sacerdote observaba aturdido, el demonio echó la cabeza
hacia atrás, mientras lanzaba una carcajada. No oyó que Merrin entraba de
nuevo en la habitación. El exorcista se detuvo junto a él y lo miró con
detenimiento.
—¿Qué pasa? -preguntó.
Karras respondió, inexpresivo:
—El demonio... ha dicho que no la dejaría dormir. -Posó en Merrin sus
ojos atormentados-. El corazón ha empezado a fallarle, padre. Si no
descansa pronto, morirá de insuficiencia cardíaca.
Merrin parecía serio.
—¿Le puede administrar algo que la haga dormir?
Karras movió la cabeza.
—No; es peligroso. Puede entrar en coma.
Al volverse, Regan se puso a cloquear como una gallina.
—Si la tensión arterial sigue bajando... -dijo para terminar.
—¿Qué se puede hacer? -preguntó Merrin.
—Nada... nada... -respondió Karras-. Pero no sé... tal vez nuevos
adelantos... -Bruscamente dijo a Merrin-: Voy a consultar con un cardiólogo,
padre.
Merrin asintió.
Karras bajó las escaleras. Encontró a Chris en la cocina, y en la estancia
contigua oyó el llanto de Willie y la voz de Karl, que trataba de consolarla. Le
explicó la necesidad de una consulta, si bien le ocultó el peligro que corría
Regan. Chris dio su autorización y Karras llamó por teléfono a un amigo, un
famoso especialista de la Facultad de Medicina de la Georgetown University,
al que despertó para informarle brevemente del caso.
—En seguida voy -dijo el especialista.
En menos de media hora estuvo en la casa. Ya en el dormitorio,
reaccionó con asombro ante el frío y el hedor, y con horror y compasión,
ante el estado de Regan. En ese momento la niña balbuceaba una
incoherente jerga. Mientras el cardiólogo la examinaba, la niña,
alternativamente, cantaba e imitaba voces de animales. Luego apareció
Dennings.
—¡Oh, es terrible! -se quejó ante el especialista-. ¡Simplemente
espantoso! ¡Confío en que pueda usted hacer algo! ¿Puede hacerlo?
Si no, no tendremos adónde ir, y todo por que... ¡Oh, este diablo
maldito es un terco! -El especialista observaba con expresión extraña
mientras tomaba la tensión a Regan; Dennings miró a Karras y se quejó-:
¿Qué mierda está haciendo? ¿No se da cuenta de que la muy cretina tendría
que estar en un sanatorio? ¡En un manicomio, Karras! ¡Usted lo “sabe”! ¡De
veras! ¡Suspendamos este ridículo sortilegio! ¡Si ella muere, usted sabe que
será culpa “suya”! ¡Toda “suya”! Yo creo que por el hecho de que “él” sea
terco, “usted” no tiene que portarse como un estúpido! ¡Es usted médico!
¡Tendría que saber lo que conviene, Karras!
Vamos, hay “escasez” de alojamiento en este momento. Si nos...
El Demonio volvió, aullando como un lobo. El cardiólogo, inexpresivo, se
guardó el esfigmomanómetro. Luego le hizo un gesto a Karras. Había
concluido. Salieron al pasillo. El especialista miró por un momento hacia el
dormitorio y preguntó, intrigado:
—¿Qué diablos pasa ahí dentro, padre?
El jesuita desvió la mirada.
—No puedo decirlo -contestó en tono suave.
—Está bien.
—¿Qué opina?
La expresión del especialista era sombría.
—Tiene que detener esa actividad... dormir... dormir antes de que le
baje la presión arterial...
—¿Qué puedo hacer, Bill?
El especialista miró fijamente a Karras y dijo:
—Rezar.
Saludó y se fue. Karras lo vio marcharse; cada una de sus arterias y
nervios imploraban descanso, esperanza, milagros, que sospechaba no se
producirían... “¡No tendrías que haberle inyectado ‘Librium’!”
Se encaminó de nuevo al dormitorio y empujó la puerta con una mano,
que le pesaba como su alma.
Merrin permanecía junto a la cama, vigilando a Regan, que ahora
relinchaba como un caballo. Al oír que Karras entraba, lo miró
inquisitivamente. Karras movió la cabeza con desaliento. Merrin comprendió.
Había tristeza en su cara; luego, aceptación y, al volverse hacia Regan, una
inflexible decisión. El anciano se arrodilló al lado de la cama.
—Padre nuestro... -empezó a rezar.
Regan le escupió con una bilis oscura y maloliente, y luego gruñó:
—“¡Perderás!” ¡Ella “morirá”! “¡Morirá!”
Karras tomó su ejemplar del “Ritual”. Lo abrió. Levantó la vista y miró a
Regan.
—Salva a tu sierva -rezó Merrin.
—En presencia del enemigo.
En el alma de Karras había una angustiosa desesperación. “¡Duérmete!
¡Duérmete!”, rugía su voluntad con frenesí.
Pero Regan no se durmió.
Ni por la madrugada.
Ni al mediodía.
Ni al anochecer.
Ni el domingo, cuando el pulso alcanzó los ciento cuarenta latidos, y su
vida pendía de un hilo.
Los ataques se sucedían sin descanso, mientras Karras y Merrin repetían
una y otra vez el ritual, sin dormir, y Karras probaba febrilmente
medicamentos. Trató de reducir los movimientos de Regan a un mínimo,
atándola a la cama con una sábana y manteniendo a todos fuera de la
estancia, para ver si la falta de solicitaciones acababa con las convulsiones.
No lo consiguió. Y los gritos de Regan eran tan agotadores como sus
movimientos. Sin embargo, se mantenía la tensión arterial. Pero, ¿por
cuánto tiempo más?, se decía Karras, angustiado. “¡Oh, Dios mío, no
permitas que se muera!”, se repetía a sí mismo. “¡No dejes que se muera!
¡Permite que se duerma! ¡Permite que se duerma!” En ningún momento tuvo
la más mínima conciencia de que sus pensamientos eran oraciones: sólo se
daba cuenta de que no eran atendidas.
A las siete de la tarde de aquel domingo, Karras estaba sentado junto a
Merrin en la habitación, exhausto y deshecho por los ataques diabólicos: su
falta de fe, su incompetencia. Y Regan. Su culpa. “No tendrías que haberle
inyectado ‘Librium’“...
Los sacerdotes acababan de terminar un ciclo del ritual. Estaban
descansando mientras Regan entonaba el “Panis Angelicus”. Raramente
salían de la habitación.
Karras lo hizo sólo una vez para cambiarse de ropa y darse una ducha.
Pero era más fácil permanecer despierto en medio del frío que del hedor,
hedor que desde aquella mañana se había convertido en repugnante olor a
carne podrida.
Con los ojos enrojecidos y mirando febrilmente a Regan, Karras creyó
percibir un ruido. Algo que crujía. De nuevo. Cuando pestañeaba. Entonces
comprendió que el ruido provenía de sus propios párpados resecos. Volvióse
en dirección a Merrin. Durante aquellas horas, el exorcista había hablado
muy poco: de vez en cuando, algún recuerdo de su niñez, reminiscencias,
pequeñas cosas, una historia acerca de un pato que tenía, llamado “Clancy”.
Karras estaba muy preocupado por él. La falta de sueño. Los ataques del
demonio. A su edad. Merrin cerró los ojos y apoyó la barbilla en el pecho.
Karras miró a Regan y luego, cansado, se acercó a la cama. Le tomó el pulso
y se aprestó a medir la tensión arterial. Al envolverle el brazo en el brazal del
esfigmomanómetro, tuvo que pestañear repetidas veces, pues se le nublaba
la vista.
—Hoy es el Día de la Madre, Dimmy.
Por un momento fue incapaz de moverse; sintió que el corazón se le
retorcía dentro del pecho. Luego miró aquellos ojos que ya no se parecían a
los de Regan, sino que eran los tristemente acusadores de su madre.
—¿Ya no te sirvo? ¿Por qué me abandonas para que muera sola,
Dimmy? ¿Por qué? ¿Por qué me...?
—“¡Damien!”
Merrin le aferraba el brazo con firmeza.
—Por favor, vaya y descanse un poco, Damien...
—¡Dimmy, “por favor”! ¿Por qué me...?
Entró Sharon a cambiar la ropa de la cama.
—¡Vaya y descanse un poco, Damien! -insistió Merrin.
Con un nudo en la garganta, Karras dio media vuelta y salió de la
habitación. Se quedó parado en el pasillo. Sentíase débil. Luego bajó las
escaleras, deteniéndose indeciso. ¿Un café? Lo ansiaba. Pero aún ansiaba
más la ducha, cambiarse de ropa, afeitarse.
Abandonó la casa y cruzó la calle en dirección a la residencia de los
jesuitas. Entró. Fue a tientas hasta su habitación. Y al mirar hacia la cama...
“Olvídate de la ducha. Duerme. Media hora”.
Cuando se acercaba al teléfono para avisar en recepción que lo
despertaran, sonó el timbre.
—Diga -contestó con voz ronca.
—Hay una persona que desea verlo, padre Karras; un tal señor
Kinderman.
Durante unos momentos contuvo la respiración, y luego, resignado,
contestó:
—Dígale, por favor, que voy en seguida.
Al colgar el receptor, Karras vio el cartón de ‘Camel’ sobre su mesa.
Traía una notita de Dyer.
La leyó con la vista nublada.
‘Se ha encontrado una llave del _’Club Play Boy_’ en el reclinatorio de la
capilla, frente a las luces votivas. ¿Es tuya? Puedes reclamarla en recepción.’
Inexpresivo, Karras dejó la nota, se puso ropa limpia y salió de la
habitación. Se olvidó de coger los cigarrillos.
Ya en recepción vio a Kinderman junto al mostrador, arreglando, con
gesto delicado, las flores de un jarrón. Al oír que Karras llegaba, volvióse
mientras sostenía por el tallo una camelia rosada.
—¡Ah, padre! ¡Padre Karras...! -exclamó Kinderman; pero cambió su
expresión alegre por otra de preocupación al ver el agotamiento en la cara
del jesuita. Rápidamente dejó la camelia en su lugar y salió al encuentro de
Karras-. ¡Tiene muy mal aspecto! ¿Qué pasa? ¡Eso le ocurre de tanto correr
por la pista! ¡Deje de hacerlo! ¡Venga conmigo! -Tomándolo por el codo, lo
llevó hacia la calle-. ¿Tiene un minuto disponible? -le preguntó al pasar por la
puerta de entrada.
—Escasamente... -murmuró Karras-. ¿De qué se trata?
—Cuatro palabras. Necesito un consejo, sólo un consejo.
—¿Sobre qué?
—Se lo diré en seguida. -Kinderman hizo un gesto con la mano como si
rechazara una idea-. Caminemos, tomemos el aire. -Pasó su brazo por el del
jesuita y, juntos, cruzaron en diagonal la calle Prospect-. ¡Ah, “mire” eso!
¡Hermoso! ¡Magnífico! -Señalaba la puesta del sol sobre el Potomac. En la
quietud resonaban, mezcladas, las risas y las voces de los estudiantes de
Georgetown frente a un bar situado cerca de la esquina de la Calle Treinta y
Seis. Uno le pegó un puñetazo a otro en el brazo y los dos empezaron a
luchar amistosamente-. ¡Ah, la Universidad, la Universidad...! -se lamentó
Kinderman, señalando con la cabeza en dirección a los estudiantes-. Yo
nunca fui... pero me habría gustado... me habría gustado... -Advirtió que
Karras contemplaba el crepúsculo-. Le digo en serio que tiene mal aspecto
-repitió-. ¿Qué le pasa? ¿Ha estado enfermo?
’¿Cuándo irá al grano?’, se preguntó Karras.
—No; simplemente, muy ocupado -respondió.
—¡Afloje un poco, entonces! -exclamó Kinderman-. ¡Vamos, afloje!
Usted sabe muy bien lo que le conviene. A propósito, ¿ha visto el ‘Ballet
Bolshoi’ en el ‘Watergate’?
—No.
—Yo tampoco. Pero me habría gustado. Las chicas son tan gráciles... tan
agradables...
Habían llegado a la barandilla del puente, sobre el río. Apoyando un
brazo, Karras miró de frente a Kinderman, quien, con las manos sobre el
antepecho, contemplaba, pensativo, la otra orilla.
—¿Qué desea, teniente? -preguntó Karras.
—¡Ah, padre! -suspiró Kinderman-. Tengo un problema.
Karras echó una brevísima mirada en dirección a la ventana, cerrada,
del cuarto de Regan.
—¿Profesional?
—Bueno, en parte... sólo en parte.
—¿De qué se trata?
—Es un problema, sobre todo... -vacilante, Kinderman miró de soslayoético,
padre Karras... Una pregunta... -El detective se volvió y apoyó la
espalda contra la pared. Frunció el ceño, con la vista en el suelo. Luego se
encogió de hombros-. No podía comunicárselo a nadie, y menos a mi
superior. Simplemente no podía. De modo que he pensado... -La cara se le
iluminó repentinamente-. Yo tenía una tía... Oiga, oiga esto, que es muy
gracioso. Durante años, ella le tuvo “terror” a mi tío.
Nunca se atrevía a decirle una palabra, y menos aún a levantar la voz.
“¡Nunca!” Así, cuando se enojaba con él, por lo que fuere, corría al armario
de su dormitorio, y allí, en la oscuridad, ¡tal vez no lo crea usted!, en la
oscuridad, ella sola, entre las ropas colgadas y las polillas, insultaba, !
”insultaba” a mi tío durante unos veinte minutos! ¡Le decía exactamente lo
que pensaba de él! “¡Gritaba!”
Luego salía, aliviada, e iba a besarle en la mejilla. Dígame, ?”qué” es
eso, padre Karras? ¿Una terapia?
—¡Y muy buena! -dijo Karras, sonriendo débilmente-. Y ahora yo soy su
armario. ¿Es eso lo que quería decirme?
—En cierto modo -replicó Kinderman. Nuevamente bajó la vista-.
En cierto modo; pero hay algo más serio, padre Karras. -Hizo una
pausa-. Porque el armario debe hablar -agregó en tono grave.
—¿Tiene un cigarrillo? -preguntó Karras; le temblaban las manos.
El detective lo miró, incrédulo.
—¿Cree usted que voy a fumar con mi enfermedad?
—No, claro -murmuró el sacerdote, entrelazándose las manos sobre la
barandilla y mirándoselas-. “¡Deja de hablar!”
—¡Qué médico! ¡No permita Dios que me ponga enfermo en la selva y,
en vez de Albert Schweitzer, me encuentre solo con “usted”! ¿Cura usted
todavía las verrugas con ranas, doctor Karras?
—No, con sapos -respondió Karras con voz apagada.
—Hoy no se ríe -dijo Kinderman, preocupado-. ¿Pasa algo?
Karras negó con la cabeza.
—Prosiga -le dijo suavemente.
El detective suspiró, mirando hacia el río.
—Como le iba diciendo... -jadeó. Se rascó la frente con la uña del
pulgar-. Le decía que...
digamos que estoy trabajando en un caso, padre Karras. Un homicidio.
—¿Dennings?
—No, no, puramente hipotético. Usted no lo conoce. En absoluto.
Karras asintió.
—Parece ser un asesinato ritual de brujería -continuó, pensativo, el
detective. Tenía el ceño fruncido. Elegía lentamente las palabras-. Y digamos
que en esta hipotética casa viven cinco personas y que una de ellas ha de ser
el asesino. -Hacía enfáticos movimientos con las manos-. Eso lo “sé”, lo “sé”,
lo “sé positivamente”. -Luego hizo una pausa, respirando despacio-. Pero el
problema... todas las evidencias... señalan a una criatura, padre Karras, a
una niña de diez años, quizá doce... Podría ser mi hija. -Mantenía la vista fija
en el dique que se divisaba a lo lejos-. Sí, ya sé que parece fantástico...
ridículo... pero es verdad. Entonces, padre, llega a dicha casa un sacerdote
muy famoso, y, como quiera que se trata de un caso puramente hipotético,
me entero, por mi también hipotético genio, que este sacerdote ha curado ya
cierto tipo de enfermedad. Una enfermedad mental, hecho que menciono
sólo de pasada, por si le interesa.
Karras sintió que palidecía.
—Bueno, también hay... satanismo implicado en esta enfermedad, y...
fuerza... Sí, una fuerza increíble. Y esa... niña hipotética, digamos entonces,
podría... retorcer la cabeza de un hombre. Sí, podría. -Hacía gestos
afirmativos con la cabeza-. Sí... sí, podría. Ahora se pregunta uno... -Hizo
una mueca, pensativo-. Esa niña no es responsable, padre. Es una demente.
-Se encogió de hombros. -¡Y es sólo una criatura! ¡Una “criatura”! -Movió la
cabeza-. Sin embargo, la enfermedad que tiene... puede ser peligrosa. Podría
matar a otra persona. ¿Quién sabe? -Nuevamente miró de soslayo hacia el
río-. Es un problema. ¿Qué hacer? Hipotéticamente, por supuesto. ¿Olvidarlo
y esperar que... -Kinderman hizo una pausa- ‘mejore’? -Se buscó el pañuelo-
. Padre, no sé... no sé. -Se sonó la nariz-. Es una decisión muy grave;
simplemente terrible. -Rebuscó una parte no usada del pañuelo-. Terrible. Y
me molesta mucho ser yo el que tenga que tomarla. -Se sonó de nuevo,
dándose ligeros golpecitos en una de las aletas de la nariz-. Padre, ¿qué
sería lo correcto en tal caso? ¡Hipotéticamente! ¿Qué cree usted que sería lo
correcto hacer?
Por un instante, el jesuita vibró de rebeldía. Se encontró con los ojos de
Kinderman y respondió en tono suave:
—Lo pondría en manos de una autoridad superior.
—Creo que ya está ahí en este momento -musitó Kinderman.
—Pues bien, yo lo dejaría ahí.
Sus miradas se encontraron de nuevo. Kinderman se guardó el pañuelo.
—He pensado que me diría eso. -Contempló el ocaso-. ¡Qué espectáculo
tan hermoso! Digno de ser visto. -Se levantó la manga para mirar la hora-.
Tengo que irme. Mi señora estará ya protestando de que la cena se enfría.
-Se volvió hacia Karras-. Gracias, padre. Me siento mejor... mucho mejor. A
propósito, ¿podría hacerme el favor de dar un recado? Si ve a un señor
llamado Engstrom, dígale: ‘Elvira se halla en una clínica: está bien.’ Él lo
entenderá. ¿Lo hará? Desde luego, si lo ve.
Karras estaba desconcertado.
—¡No faltaría más! -dijo.
—¿No podríamos ir al cine una de estas noches, padre?
El jesuita bajó la vista y murmuró:
—Sí, pronto.
—‘Pronto.’ Es usted como un rabino cuando habla del Mesías: siempre:
‘Pronto.’ Hágame otro favor, padre. -El detective parecía seriamente
preocupado-. Deje de correr por la pista durante un tiempo. Camine.
Descanse un poco, no exagere. ¿Lo hará?
—Lo haré.
Con las manos en los bolsillos, el detective miraba la calzada, con aire
resignado.
—Sí, ya sé -suspiró cansinamente-, pronto. Siempre pronto. -Cuando se
disponía a marcharse, cabizbajo aún levantó una mano y la puso sobre el
hombro del jesuita.
Lo apretó. Durante un rato, Karras lo observó alejarse por la calle. Lo
miró con asombro. Con cariño. Y con sorpresa, al comprobar cuán
misteriosos eran los laberintos del corazón. Levantó los ojos hasta las nubes,
teñidas de color rosado que flotaban sobre el río, y luego, más al Oeste,
donde parecían deslizarse hasta los límites del mundo, resplandeciendo
tenues como una promesa que se recuerda. Apoyó el dorso de su mano
contra los labios y bajó la vista para esconder la tristeza que le subía desde
la garganta hasta los ojos. Esperó. Ya no se atrevía a enfrentarse con la
puesta del sol. Miró de nuevo hacia la ventana de Regan; luego regresó a la
casa.
Sharon le abrió la puerta y le informó de que no había novedades.
Llevaba un bulto de ropa maloliente. Le dijo:
—Tengo que llevar esto abajo, al lavadero.
La miró. Pensó en lo bueno que sería tomar una taza de café. Pero oyó
que el demonio lanzaba de nuevo vituperios contra Merrin. Se dirigió a la
escalera. Luego se acordó del recado. Karl. ¿Dónde estaría? Se volvió para
preguntárselo a Sharon, pero vio que desaparecía por la escalera del sótano.
Dominado por la confusión, se encaminó a la cocina. Karl no estaba.
Sólo Chris. Sentada a la mesa mirando... ¿un álbum? Fotos. Recortes de
papel. No podía verle la cara, porque tenía la frente apoyada en las manos.
—Perdón -dijo Karras suavemente-. ¿Está Karl en su dormitorio?
Ella negó con la cabeza.
—Ha salido a hacer un recado -murmuró con voz ronca, voz de llanto-.
Ahí tiene café, padre. Se filtrará en un minuto.
Cuando Karras miró el indicador luminoso de la cafetera eléctrica, oyó
que Chris se levantaba de la mesa, y, al volverse, la vio salir
apresuradamente, desviando la cara. Escuchó un tembloroso:
—Perdone.
Su vista se posó en el álbum. Se acercó a mirarlo. Instantáneas. Una
niñita. Sintiendo una aguda congoja, Karras se dio cuenta de que aquélla era
Regan: aquí, soplando velitas de un pastel de cumpleaños: allí, sentada
sobre un muelle del lago en “shorts” y camisola, haciendo un gesto alegre
con el brazo ante la cámara. Tenía una inscripción en la camisola:
“Campamento”... No pudo distinguirlo bien.
En la página contigua, una hoja de papel, pautado con lápiz y regla,
contenía un manuscrito de niño:
Si en vez de barro solamente, pudiera tomar las cosas más bonitas,
como un arco iris, o las nubes, o el canto de un pájaro, tal vez entonces,
queridísima mamá, si pudiera juntarlas todas, podría hacer de veras una
estatua tuya.
Y debajo de los versos: “¡Te quiero! ¡Feliz día de la madre!”
La firma, escrita en lápiz, decía: “Rags”.
Karras cerró los ojos. No podía soportar aquello. Volvióse cansinamente
y esperó que se filtrara el café. Cabizbajo, se agarró al mármol de la cocina y
volvió a cerrar los ojos. “¡Ciérrale la puerta!”, pensó. “¡Ciérrale la puerta a
todo!” Pero no podía, y mientras oía el sordo ruido del café que se filtraba,
las manos comenzaron a temblarle, y la compasión creció hasta convertirse
en ciega furia contra la enfermedad y el dolor, contra el sufrimiento de los
niños y contra la monstruosa y ultrajante corrupción de la muerte.
“Si en vez de barro solamente”...
La furia se agotó; ahora era pena e impotente frustración.
...“las cosas más bonitas”...
No podía esperar que se filtrara el café. Debía irse... debía hacer algo...
ayudar a alguien... intentar...
Salió de la cocina. Al pasar por el vestíbulo, miró hacia dentro. Chris
estaba en el sofá, llorando convulsivamente; Sharon la consolaba. Él desvió
la vista y se dirigió a la escalera; oyó que el demonio injuriaba
histéricamente a Merrin.
—¡...hubieras “perdido”! ¡Hubieras “perdido” y lo “sabías”! ¡Tú, “carroña,
Merrin”! ¡Bastardo! “¡Vuelve!” ¡Ven y...! -Karras trató de no oír.
...“o el canto de un pájaro”...
Al entrar en el dormitorio se dio cuenta de que se había olvidado de
ponerse un jersey. Miró a Regan. Estaba acostada de lado, mientras el
demonio seguía rugiendo.
...“las cosas más bonitas”...
Lentamente se acercó a su silla y cogió una manta. Sólo entonces, en su
agotamiento, notó la ausencia de Merrin. Al acercarse a la cama para tomar
el pulso a Regan, casi tropezó con él. Yacía extendido boca abajo, junto a la
cama. Descoyuntado. Horrorizado, Karras se arrodilló. Le dio la vuelta. Vio la
coloración azulada de su cara.
Le tomó el pulso. En un sobrecogedor instante de angustia, se dio
cuenta de que Merrin estaba muerto.
—¡...sagrada flatulencia! “¡Muérete!” ¡Karras, cúralo! -rugió el demonio-.
Resucítalo y déjanos “terminar”, déjanos...
Colapso cardíaco. Arteria coronaria.
—¡Oh, Dios! -se quejó Karras en un susurro-. ¡Dios mío, “no”! -Cerró los
ojos, agitando la cabeza sin poder creerlo, desesperado. Luego,
bruscamente, en un arrebato de aflicción, hundió el pulgar, con fuerza, en la
pálida muñeca de Merrin, como si quisiera extraer de sus fibras el perdido
pulso de la vida.
—...piadoso...
Karras retrocedió y respiró profundamente. Entonces vio las píldoras
envueltas en papel de estaño, esparcidas por el suelo. Al coger una
comprobó, con desaliento, lo que ya sabía. Nitroglicerina.
Lo había sospechado. Karras, con ojos enrojecidos y llenos de dolor,
contempló el rostro de Merrin.
’...vaya a descansar un poco, Damien.’
—“Ni los gusanos” se comerán tu carroña.
Al oír las palabras del demonio, Karras empezó a temblar, dominado por
una furia incontenible.
“¡No escuches!”
—...homosexual...
“¡No escuchas, no escuches!”
La cólera le hinchó en la frente una vena, que latía amenazadora. Al
coger las manos de Merrin y ponerlas, piadosamente, en forma de cruz, oyó
que el demonio gruñía:
—Ponle ahora en las manos su “bonete”. -Un pútrido escupitajo se
estrelló en un ojo del muerto-. ¡Los últimos ritos! -exclamó, burlonamente, el
demonio. Volvió a apoyar su cabeza y rió salvajemente.
Estremecido, Karras contemplaba el salivazo, con ojos desorbitados. No
se movió. No podía oír más que el rugido de su sangre. Luego, lentamente,
levantó la cara, demudada por un electrizante paroxismo de odio y furia.
—“¡Hijo de perra!” -silabeó Karras en un susurro, que restalló en el aire
como un látigo-. ¡Bastardo! -Aunque no se movía, parecía como si se
desenroscara, mientras los tendones del cuello se le estiraban como cables.
El demonio dejó de reír y lo observó malignamente-. ¡Ibas perdiendo! ¡Eres
un perdedor! !”Siempre” has sido un perdedor! -prosiguió. Regan vomitó
encima de él; pero Karras lo ignoró y prosiguió-. ¡Sí, te atreves con los
niños! -dijo, temblando-. ¡Con las niñitas! ¡Bueno, vamos! ¡Vamos a verte
intentar algo más grande! ¡Vamos! -Las manos extendidas como grandes
ganchos carnosos lo invitaban con ademanes lentos-. ¡Vamos! ¡Vamos,
perdedor! ¡Intenta “conmigo”! ¡Abandona a la niña y tómame a mí! ¡Tómame
a mí! ¡Entra..., entra en mí...!
Escasamente un minuto más tarde, Chris y Sharon oyeron los ruidos
procedentes de arriba. Se encontraban en el despacho, y, ya más tranquila,
Chris estaba apoyada en el pequeño mostrador del bar, mientras Sharon, en
el otro lado, preparaba unos cócteles.
Sharon dejó sobre el mostrador las botellas de vodka y de agua tónica,
y ambas mujeres levantaron la mirada hacia el techo. Tropezones. Golpes
sordos contra los muebles. Paredes. Luego la voz de... ¿el demonio? El
demonio. Obscenidades. Pero otra voz. Alternadamente. Karras. Sí, Karras.
Pero más fuerte. Más profunda.
—¡No! ¡No te permitiré que les hagas daño! “¡No vas a hacerles mal!”
¡Vas a venir con...!
A Chris se le cayó el vaso al retroceder, pues se había oído un violento
ruido como de algo que se hacía añicos -la rotura de un vidrio-. Salieron
corriendo del despacho y subieron precipitadamente las escaleras hacia la
habitación de Regan, en la que irrumpieron violentamente. Vieron en el suelo
la persiana de la ventana, arrancada de sus soportes. ¡Y la ventana! ¡El
cristal estaba hecho pedazos!
Aterrorizadas, se abalanzaron hacia la ventana, y, al hacerlo, Chris vio a
Merrin caído en el suelo, junto a la cama. La impresión la paralizó. Luego
corrió hacia él. Se arrodilló. Contuvo el aliento.
—¡Oh, Dios mío! -gimió-. ¡Sharon! ¡Shar, ven aquí! ¡Rápido...!
Sharon lanzó un grito de horror desde la ventana, y cuando Chris
levantó la vista, pálida, boquiabierta, Sharon pasó corriendo hacia la puerta.
—Shar, ¿qué pasa?
—¡El padre Karras! ¡El padre Karras!
Salió atropelladamente de la habitación. Chris se levantó y, temblando,
corrió a la ventana. Miró hacia abajo. Sintió una tremenda punzada en el
corazón. Al pie de la escalinata que daba a la concurrida calle M yacía Karras,
tumbado en medio de una muchedumbre, que se iba congregando. Miró con
horror. Sintióse paralizada. Trató de moverse.
—¡Mamá!
La llamaba una lánguida y llorosa vocecita. Chris contuvo el aliento. No
se atrevía a creerlo...
—¿Qué pasa, mamá? ¡Oh, por favor! ¡Por favor, ven! ¡Mamá, por favor!
¡Tengo “miedo”! Tengo m...
Chris volvióse rápidamente y vio en el rostro de su hija lágrimas de
confusión, una mirada suplicante. De pronto viose corriendo hacia la cama,
llorando.
—¡Rags! ¡Oh, mi pequeña! ¡Oh, Rags!
Abajo. Sharon salió corriendo, enloquecida, hacia la residencia de los
jesuitas. Pidió hablar urgentemente con Dyer. Este acudió de inmediato a la
recepción. Sharon le explicó lo ocurrido. Dyer la miró con cara demudada.
—¿Ha pedido una ambulancia?
—¡Dios mío, no he pensado en eso!
Dyer dio en seguida instrucciones a la telefonista de la centralita y luego
salió corriendo, seguido de cerca por Sharon. Cruzaron la calle. Bajaron la
escalinata.
—¡Déjenme pasar, por favor! ¡Abran paso! -Empujando a los curiosos,
Dyer oyó desgranar las letanías de la indiferencia: ‘¿Qué ha pasado?’ ‘Un tipo
se ha caído por la escalinata.’ ‘¿Qué...?’ ‘Sin duda estaba borracho. ¿Ve como
ha vomitado?’ ‘Vamos, que se nos va a hacer tarde...’
Por fin, Dyer pudo abrirse paso, y durante un momento sobrecogedor se
quedó helado en una dimensión eterna de dolor, en un espacio donde el aire
era demasiado angustioso como para poder respirar. Karras yacía
contorsionado como una marioneta, de bruces, con la cabeza en el centro de
un charco de sangre, cada vez más amplio.
Parecía mirar a lo lejos, con la boca abierta y la mandíbula dislocada.
Aún vivía. Y sus ojos se posaron en Dyer. Una mirada borrosa. Daban la
impresión de brillar con júbilo. Una súplica. Algo urgente.
—¡Vamos, circulen! ¡Aléjense!
Un policía. Dyer se arrodilló y puso una mano, suave y tierna como una
caricia, sobre la cara magullada y herida. Un hilito de sangre fluía de su
boca.
—Damien... -Dyer hizo una pausa, para calmar el temblor de su voz, y
vio en los ojos del moribundo un brillo tenue y ansioso, una cálida súplica. Se
inclinó más-. ¿Puedes hablar?
Lentamente, Karras estiró una mano hasta coger la muñeca de Dyer,
que apretó con suavidad. Dyer luchaba por contener las lágrimas. Se inclinó
aún más, hasta poner la boca en el oído de Karras.
—¿Quieres confesarte, Damien?
Un apretón.
—¿Te arrepientes de todos los pecados de tu vida y de haber ofendido a
Dios Padre Todopoderoso?
Un apretón.
Dyer se irguió, y mientras, lentamente, trazaba la señal de la cruz sobre
Karras, recitó las palabras de la absolución:
—“Ego te absolvo”...
Gruesas lágrimas rodaron por las comisuras de los ojos de Karras. Dyer
sentía que le apretaba con fuerza la muñeca mientras él terminaba la
fórmula de la absolución: ...”in nomine Patris, et Filii, et Spiritus Sancti.
Amen”.
Dyer volvió a inclinarse hasta poner de nuevo la boca junto a la oreja de
Karras. Esperó. Luchaba contra un nudo que le atenazaba la garganta. Luego
murmuró:
—¿Estás...?
Se detuvo de pronto al sentir que se aflojaba bruscamente la presión
sobre su muñeca. Irguió de nuevo el busto y vio aquellos ojos llenos de paz y
de algo más: algo misteriosamente parecido a la alegría ante el fin de una
añoranza del corazón. Los ojos seguían abiertos, mirando. Pero ya nada de
este mundo. Nada de aquí abajo.
Lenta y mansamente, Dyer le cerró los párpados. Oía a lo lejos el silbido
de la sirena de la ambulancia. Empezó a decir ‘Adiós’, pero no pudo terminar.
Inclinando la cabeza, lloró.
Llegó la ambulancia. Pusieron a Karras en una camilla y cuando lo
estaban cargando, Dyer trepó y se sentó junto al médico. Estiró la mano y
tomó la de Karras.
—Ya no puede hacer nada por él, padre -dijo el médico con voz amable-.
No lo haga más duro para usted. No venga.
Dyer mantuvo la vista clavada en la cara deshecha. Movió la cabeza. El
médico dirigió la mirada hacia la puerta trasera de la ambulancia, donde el
conductor esperaba pacientemente. Le hizo un gesto afirmativo, y el hombre
cerró la puerta. Desde la acera, Sharon observaba atónita mientras la
ambulancia partía lentamente. Oyó murmullos de los curiosos.
—¿Qué ha pasado?
—¡Qué sé yo!
El estridente silbido de la sirena rasgó la noche y quedó flotando sobre
el río, hasta que el conductor se dijo que el tiempo ya no tenía importancia,
y cortó el sonido. El río fluía nuevamente en silencio, para dirigirse a unas
orillas más apacibles.
EPÍLOGO
Un sol de junio tardío se filtraba por la ventana del dormitorio de Chris.
Metió una blusa en una maleta, llena ya, y cerró la tapa. Rápidamente se
dirigió a la puerta.
—Bueno, eso es todo -dijo Karl mientras se acercaba a cerrar con llave
la maleta y Chris se dirigía al dormitorio de Regan-. Rags, ¿qué tal va el
equipaje?
Habían pasado seis semanas desde la muerte de los dos sacerdotes.
Desde la horrible escena. Desde que Kinderman cerrara el caso. Y aún no
había respuestas. Sólo obsesionantes especulaciones y pesadillas que harían
despertarse para llorar. Merrin había muerto de un ataque cardíaco como
consecuencia de una afección en la arteria coronaria. En cuanto a Karras...
‘Desconcertante’, había dicho Kinderman con respiración jadeante. En su
opinión, no había sido la niña, que entonces estaba bien sujeta con las
correas. Obviamente, el propio Karras había arrancado la persiana, para
saltar por la ventana en busca de la muerte. Pero, ¿por qué? ¿Miedo? ¿Un
intento de escapar a algo horrible? No. Kinderman lo había descartado de
plano. De haber querido huir, lo habría hecho por la puerta. Por otra parte,
Karras no era, en modo alguno, de los hombres que huyen. Pero, entonces,
¿por qué aquel salto fatal?
Para Kinderman, la respuesta empezó a tomar forma a partir de un
comentario de Dyer sobre los conflictos emocionales de Karras: el complejo
de culpabilidad por haber abandonado a su madre y por la muerte de ésta,
así como su problema de fe; y cuando Kinderman añadió a esto la falta de
descanso durante varios días, la preocupación y el remordimiento por la
muerte inminente de Regan, así como el “shock” por el trágico fin de Merrin,
sacó la triste conclusión de que la psique de Karras había fallado, se había
hecho pedazos abrumada por el peso de las culpas, que no podía soportar
por más tiempo. Más aún, al investigar la muerte de Dennings, el detective
se había enterado -por lo que había leído sobre la materia- de que los
exorcistas se convertían a menudo en posesos y por las mismas causas que
se daban en aquel caso: profundos sentimientos de culpabilidad y necesidad
de sentirse castigados, así como el poder de la autosugestión. Karras había
alcanzado el punto justo. Y los ruidos de lucha y la alterada voz del
sacerdote que oyeron Chris y Sharon parecían dar verosimilitud a la hipótesis
del detective.
Pero Dyer se negaba a aceptarla. Una y otra vez volvió a la casa,
durante la convalecencia de Regan, para hablar con Chris. Y una y otra vez
preguntó si Regan podía recordar ya lo que había ocurrido en el dormitorio
aquella noche. Pero la respuesta fue siempre una sacudida de cabeza o un
‘no’, hasta que, al fin, se cerró el caso.
Chris se asomó al dormitorio de Regan; vio que su hija abrazaba dos
animales de peluche y miraba con infantil descontento la maleta ya lista y
abierta sobre su cama.
—¿Qué tal vas con las maletas? -le preguntó Chris.
Regan levantó la vista. Algo pálida. Un poco demacrada. Algunas ojeras.
—No cabe todo -dijo frunciendo el ceño.
—Si no te puedes llevar todo ahora, querida, déjalo; ya te lo llevará
Willie después. Vamos, nenita, apresúrate, o perderemos el avión.
—Bueno.
Regan hizo pucheros.
Tomarían el avión aquella tarde para volar hasta Los Ángeles, dejando a
Sharon y a los Engstrom el encargo de cerrar la casa. Luego Karl volvería a
casa en el ‘Jaguar’.
—Muy bien, pequeña.
Chris la dejó y bajó rápidamente las escaleras. Al llegar al vestíbulo
sonó el timbre. Abrió la puerta.
—Hola, Chris. -Era el padre Dyer-. Vengo a despedirme.
—Me alegro. Ahora iba a llamarle. -Dio un paso hacia atrás-. Adelante.
—No, Chris, sé que tiene prisa.
Ella lo cogió de la mano y lo hizo entrar.
—¡Oh, por favor, entre! Precisamente iba a tomar una taza de café.
—Bueno, si es así...
Fueron a la cocina, se sentaron a la mesa y hablaron mientras Sharon y
los Engstrom se movían, ajetreados, a su alrededor. Chris habló de Merrin;
de lo admirada y sorprendida que había quedado al ver las personalidades y
los dignatarios extranjeros que asistieron a su entierro. Luego permanecieron
en silencio. Chris pareció leerle el pensamiento:
—Todavía no se acuerda de nada -dijo en tono amable-. Lo siento
mucho.
Aún abatido, el jesuita asintió. Chris miró rápidamente el plato del
desayuno. Demasiado excitada y nerviosa, no había comido nada. Aún
estaba allí la rosa que siempre le ponía Regan. La cogió y empezó a hacerla
girar por el tallo.
—Y él no llegó a conocerla -murmuró en tono ausente. Luego dejó la
rosa y posó sus ojos en Dyer. Vio que él la miraba.
—Chris, ¿qué cree usted que pasó? -le preguntó suavemente-. Como
una no creyente, ¿opina que su hija estuvo realmente posesa?
Cabizbaja, Chris jugueteó de nuevo con la rosa.
—Como ha dicho usted... en lo que a Dios concierne presumo de no
creyente, y, aunque no estoy muy segura, creo que lo sigo siendo. Pero en lo
que respecta al diablo... bueno, eso es algo distinto. Lo podría aceptar, y en
realidad lo acepto. Pero no sólo por lo que le ha pasado a Rags. Hablando en
general, quiero decir. -Se encogió de hombros-. Si a uno se le ocurre pensar
en Dios, tiene que imaginarse que existe uno; y si existe, debe necesitar
dormir millones de años cada vez para no irritarse. ¿Se da cuenta de lo que
quiero decir? Él nunca habla. Pero el diablo no hace más que hacerse
propaganda, padre.
Durante un momento, Dyer la contempló; luego dijo en voz baja:
—Pero si todo el mal del mundo le hace pensar que puede existir el
demonio, ¿cómo explica usted todo el “bien” que hay en el mundo?
Aquella idea le hizo pestañear mientras sostenía su mirada. Luego bajó
los ojos.
—Sí..., sí -murmuró-. Eso es importante. -La tristeza y la impresión por
la muerte de Karras se habían asentado sobre su espíritu como una
melancólica niebla. Sin embargo, a través de aquella niebla vislumbraba un
rayito de luz, y trató de enfocarlo al acordarse de Dyer cuando la acompañó
hasta el coche en el cementerio, después del entierro de Karras.
—“¿Puede venir un rato a casa?” -le había preguntado ella.
—“Me gustaría, pero no me puedo perder la fiesta” -contestó él. Chris
quedó sorprendida. “Cuando se muere un jesuita” -le explicó Dyer- “hacemos
siempre una fiesta. Para él es un comienzo; por eso lo celebramos”.
Había otra cosa que preocupaba a Chris.
—Usted dijo que el padre Karras tenía un problema de fe.
Dyer asintió.
—No puedo creerlo -dijo ella-. Nunca en mi vida he visto tal fe.
—El coche espera, señora.
Chris emergió de sus recuerdos.
—Gracias, Karl. -Ella y Dyer se levantaron-. No; quédese usted, padre.
En seguida bajo. Sólo voy arriba a buscar a Rags.
Él asintió con aire abstraído, mientras la veía alejarse. Pensaba en lo
desconcertantes que fueron las últimas palabras de Karras, en los gritos que
se habían oído desde abajo antes de su muerte. Había algo allí. ¿Qué era? No
lo sabía.
Los recuerdos de Chris y Sharon habían sido imprecisos. Pero ahora
volvió a pensar en aquella misteriosa mirada de alegría que viera en los ojos
de Karras. Y, de repente, se acordó de algo más: había observado un fulgor
intenso y profundo, como de... ¿triunfo? No estaba seguro, pero,
extrañamente, se sintió más aliviado. ‘¿Por qué?’, se preguntó.
Caminó hasta el vestíbulo. Con las manos en los bolsillos, se apoyó
contra el marco de la puerta y vio cómo Karl metió el equipaje en el coche.
Se secó la frente húmeda y cálida, y luego se volvió al oír ruido de pasos en
la escalera.
Chris y Regan, de la mano. Se acercaron a él. Chris lo besó en la
mejilla. Luego le puso una mano en el lugar en que lo había besado,
sondeando cariñosamente sus ojos.
—Está bien -dijo él, encogiéndose de hombros-. Me parece que todo
está bien.
Ella asintió.
—Lo llamaré desde Los Ángeles. Cuídese.
Dyer miró a Regan, que fruncía el ceño, como si recordara de pronto
algo olvidado. Impulsivamente le alargó los brazos. Él se inclinó, y ella lo
besó. Después se quedó un momento inmóvil, mirándolo de forma extraña.
Pero no a él, sino a su alzacuello.
—Vamos -dijo con voz ronca, tomando de la mano a Regan-.
Llegaremos tarde, querida. Vamos.
Dyer las observó mientras se iban. Devolvió con la mano el saludo de
Chris. Vio que ella le mandaba un beso y, rápidamente, se metió en el coche
detrás de la niña. Y cuando Karl subió al asiento delantero, Chris volvió a
saludarlo por la ventanilla. El coche se alejó. Dyer caminó hasta la acera del
“campus”. Miraba. El coche dobló la esquina y desapareció.
Desde el otro lado de la calle oyó el chirriar de unos frenos. Miró. El
coche de la Policía. Kinderman que se apeaba. El detective, lentamente, dio
la vuelta al coche y, con paso vacilante, se acercó a Dyer. Le hizo un gesto
de saludo.
—He venido a despedirme.
—Se acaban de marchar.
Kinderman se detuvo, desilusionado.
—¿Que se han ido?
Dyer asintió.
Kinderman miró por la calle y movió la cabeza. Luego se volvió hacia
Dyer.
—¿Cómo está la pequeña?
—Parecía estar bien.
—¡Estupendo! Eso es lo único que importa. -Desvió la mirada-. Bueno, a
trabajar de nuevo -jadeó-. ¡Adiós, padre! -Volvióse, dio un paso hacia el
coche-patrulla y luego se detuvo para considerar a Dyer especulativamente-.
¿Va usted al cine, padre? ¿Le gusta?
—Sí.
—A mí me regalan invitaciones. -Vaciló un momento-. Y tengo una para
la sesión de mañana por la noche en el ‘Crest’. ¿Le gustaría ir?
Dyer tenía las manos en los bolsillos.
—¿Qué proyectan?
—“Cumbres borrascosas”.
—¿Quién trabaja?
—Heathcliff, Jackie Gleason y, en el papel de Catherine Earnshaw,
Lucille Ball. ¿Qué le parece?
—Ya la he visto -dijo Dyer inexpresivo.
Kinderman lo miró, con aspecto de derrotado. Desvió la mirada.
—Otro más -murmuró. Luego pasó su brazo por el del sacerdote y,
lentamente, empezaron a caminar por la calle-. Me hace recordar una frase
de la película “Casablanca” -dijo cariñosamente-. Al final, Humphrey Bogart
le dice a Claude Rains: ‘Louis, creo que éste es el comienzo de una hermosa
amistad.’ A propósito, ¿sabe usted que “se parece” un poco a Bogart?
-comentó el detective.
—Conque usted también se ha dado cuenta, ¿eh?
Al buscar el olvido, trataban de recordar.
FIN
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If You Could See What I See. 50 out of 5 stars 1.
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Hace 3 años
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