LA COMPAÑERA DE JUEGO
Cynthia Asquith
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Laura Halyard se preguntó si se acostumbraría alguna vez al encanto de su nuevo hogar. Aún sentía la necesidad de restregarse los ojos cada vez que miraba aquella casa de ensueño.
Comparados con el estruendo y la luminosidad de Nueva York, la suave belleza y el verde silencio de Lichen Hall se le aparecían a la nueva dueña como un hechizo. Hacía sólo un año que, tras la desaparición de su hermano mayor, muerto sin hijos, su esposo, Claud Halyard, había heredado la propiedad. Desde su matrimonio, los negocios habían mantenido a Claud en América; así pues, Laura nunca se encontró con su pobre y paralizado cuñado. Sin embargo, pensó en él a menudo a causa de la profunda impresión que produjo en su imaginación su trágica historia: la pérdida precoz de su adorada esposa, el accidente que le convirtió en un lisiado sin esperanzas y finalmente la horrible tragedia de su única hija de diez años, muerta en el incendio que, doce años antes, destruyó un ala de Lichen Hall.
La casa había sido restaurada tan hábilmente que resultaba difícil creer que se hubiera producido aquel incendio fatal, y, al principio, su nueva dueña se sintió tan cautivada por aquella atmósfera de paz que le resultó casi imposible asociar el lugar con algo tan terrible como la muerte de aquella pobre niña. ¿Podría haber ocurrido allí algo así y tan sólo doce años antes?
Laura Halyard tenía toda la notable adaptabilidad de las mujeres de su país y, cuando se sentaba en el gran vestíbulo, con su fina y delicada belleza brillando al parpadeo del fuego de la chimenea, tenía un aspecto maravilloso, perfectamente acorde con todo lo que la rodeaba. Había invitado a tomar el té al viejo vicario, cuyos ojos debilitados parpadeaban con admiración ante la gracia y la belleza de su anfitriona. Deseaba que no llegara el momento de terminar una visita tan agradable.
—Si me permite decirlo así, lady Halyard —dijo, arrastrando de mala gana sus rígidos miembros y elevándolos de las profundidades del sillón donde había estado sentado—, es muy agradable volver a tomar aquí un chátelaine. Lichen Hall ha sido un lugar muy triste durante estos últimos doce años.
—Sí —admitió Laura—. Creo que mi pobre cuñado nunca consiguió superar la terrible tragedia de esa pobre niña.
—«Un hombre roto» es una frase que uno escucha a menudo —dijo el sacerdote—, pero, afortunadamente, en el transcurso de toda mi vida sólo he podido conocer a un hombre a quien se pudiera aplicar justamente esa frase. Ese hombre fue su cuñado. Cumplió con su deber en este lugar. Nadie lo habría hecho mejor. Pero tras la muerte de su pequeña Daphne, las deudas fueron todo lo que le quedó en el mundo. No le quedó nada más. Para mí representó un gran dolor ver unas cenizas tan grises y ser incapaz de distinguir en ellas ni siquiera una pequeña chispa. ¡Vivió tan sólo! Durante todos aquellos últimos años apenas si hubo alguien que se acercara por aquí. Sólo unos pocos y viejos amigos, pero siempre tuve la impresión de que él únicamente los sufría por consideración a sus sentimientos.
Laura emitió un murmullo de simpatía.
—Me pregunté a menudo por qué su esposo nunca vino por aquí, lady Halyard —siguió diciendo el anciano—. A pesar de los veinte años de edad que les separaban, siempre habían sido hermanos muy compenetrados. Parece extraño que no regresara ni una sola vez a su propia casa hasta que la heredó.
—Lo sé —dijo Laura—. Mi esposo estaba muy atado por los negocios, pero, a pesar de todo, se las podría haber arreglado. Le pedí a menudo que viniéramos a hacer una visita, pero él siempre creía que el año siguiente sería mejor. No sé por qué pensaba así. Desde luego, Mr. Claud, mi esposo es muy sensible. Se encoge ante las desgracias. A veces pienso que, quizá, lo que le sucedía es que era incapaz de ver por sí mismo la miseria en que se encontraba su hermano.
—Posiblemente —admitió el vicario—. Pero hubiera deseado verle por aquí. Podría haber significado un gran cambio en la situación.
Laura detectó un tenue matiz de reproche en la voz amable del anciano.
—No es que no le guste este sitio —le aseguró—. No le puedo decir cuánto significa para él.
—Lo sé, lady Halyard, lo sé. ¿Cree que no le recuerdo de cuando era un chico? Su amor por esta casa era casi motivo de chanzas entre los miembros de su familia. En cierta ocasión le puso morado un ojo a otro chico por atreverse a decir que su casa era más hermosa que ésta. Buenos tiempos aquellos en los que él y todas sus hermanas eran jóvenes.
Los pálidos ojos del anciano vicario se abrieron mucho mientras miraba tristemente hacia el pasado.
—Siempre he pensado que lo que necesita este jardín son niños. Se le desperdicia cuando no hay nadie en él. Se lo puedo asegurar; es una verdadera alegría ver a su hija pequeña rompiendo y arrancando la hierba de las terrazas.
—No le puedo decir lo feliz que Hyacinth se siente aquí —exclamó Laura—. Se pasa todo el día como si estuviera en éxtasis.
—¡Bendígala! —dijo el sacerdote—. ¡Qué maravillosa es y qué parecido tan extraordinario con...
—¿Parecido? ¿Con quién?
—Con su pobre prima... con la pobre y pequeña Daphne. Seguramente, esa semejanza habrá impresionado a su esposo, ¿verdad?
—No... no. Al menos no me lo ha dicho así, aunque quizá, de ser cierto, no me lo diría. Ni siquiera después de todos estos años puede soportar el hablar de su sobrina. Nunca menciona el nombre de Daphne.
—Sé que le causó una terrible impresión —admitió el vicario—. Se sentía tan orgulloso de ella. Recuerdo que siempre estaba jugando con ella. Pero en realidad, la queríamos todos. Sí, existía una verdadera fascinación alrededor de la pequeña Daphne.
—¿Y era realmente como nuestra Hyacinth?
—¡Vaya si lo era! —exclamó el sacerdote—. ¡Es el parecido más asombroso que he visto! Le aseguro que la primera vez me dejó muy asombrado, cuando la vi observándome a través de unos arbustos. Sí, el verla me hizo volver doce años atrás. Ahora tiene diez años, ¿verdad?
Laura asintió.
—¿Lo ve? La pobre Daphne tenía exactamente la misma edad la última vez que la vi... el día antes de... sí, sí, aún la puedo ver... el mismo pelo rubio rodeando la palidez de su cara, los ojos grandes y la misma mirada de enojo... algo extraordinariamente vivaz.
—¿De veras? —dijo Laura.
Su voz tembló y el vestíbulo se nubló ante sus ojos, perturbada su visión por unas lágrimas.
—Sí, un parecido realmente extraordinario —siguió diciendo el anciano—. Las voces también eran muy similares. Y su Hyacinth parece tener la misma pasión por el juego. Nunca vi a un ser con tal capacidad como Daphne para llenar el día. Siempre parecía desear poner más diversión de la que podía en cada hora. Era casi como si supiera de antemano que no tenía tiempo que perder. ¿Recuerda usted el pasaje de Maeterlinck sobre aquellos a quienes él llama Les Avertis?
—Sí, lo recuerdo —la voz de Laura era pesada.
—Bien, bien, me tengo que marchar ahora. Gracias, querida señora, por la tarde tan agradable. Dé mis más queridos recuerdos a Daph... quiero decir a Hyacinth.
—Buenas tardes, Mr. Claud. Vuelva pronto —dijo Laura, aunque de una forma bastante mecánica.
Volviéndose hacia el fuego, removió uno de los grandes troncos con el pie, y después removió las ascuas con el atizador, hasta que estallaron en llamas. Se sintió cansada y con frío. Cuando el sacerdote volvió a entrar en la habitación, se le quedó mirando, asombrada. El pidió disculpas por haberse olvidado los guantes.
—¡Oh! ¿De qué color son? —preguntó Laura con un aire ausente, como si en el vestíbulo pudiera existir una gran variedad de pares de guantes—. Espere un momento, Mr. Claud —dijo, cuando el vicario hubo encontrado sus guantes—. Había algo que deseaba preguntarle. ¿Qué aspecto cree usted que tiene mi esposo?
—Bueno, lady Halyard. Siempre fue un tipo magnífico. Sí, creo que tiene un aspecto bastante bueno. Pero, ya que me lo pregunta, lo único que le he notado es una expresión especialmente tensa en los ojos, más bien, como si estuviera haciendo siempre un gran esfuerzo mental... como si estuviera tratando de recordar algo.
—¿Tratando de recordar algo?
—Sí. No cabe la menor duda de que eso es a consecuencia de lo mucho que trabaja en el despacho. Me siento muy contento de no verle allí. De algún modo, no puedo imaginarme a ningún Halyard en un despacho. ¡Oh, sí! Claud siempre estuvo hecho para la vida en el campo. Buenas noches, lady Halyard, buenas noches.
Una vez sola, Laura se acurrucó junto al fuego de la chimenea. ¿Claud hecho para la vida en el campo? Sí, así lo había pensado siempre. En América parecía un exiliado añorando siempre su país natal. Y, sin embargo, ahora que se encontraban en su querido hogar, el cual había demostrado ser mucho más maravilloso de lo que sus propias alabanzas le habían hecho esperar, ¿qué andaba mal? En su creciente desilusión, no tuvo más remedio que admitir que el ánimo de su esposo —siempre inconstante— era ahora mucho más bajo de lo que solía ser. Parecía estar abrumado por una atmósfera sofocante. Y, además, estaba aquella mirada tensa que el vicario ya había notado. Otras personas también lo habían comentado. ¿Cuál podría ser la causa ahora, cuando el presente y el futuro parecían tan favorables? ¿Preocupaciones por los negocios?, se preguntó Laura, casi con la esperanza de hallar allí la respuesta. ¡No! ¿Qué preocupaciones de negocios podría tener? El se lo contaba todo. ¿Acaso ahora no lo hacía?, se preguntó Laura, echándose a reír casi en voz alta. Este mismo día se había vuelto a encontrar con aquella terrible frase. La heroína de una mala novela que estaba leyendo, una mujer que no sabía nada con respecto a su esposo, había afirmado confidencialmente: «El me lo cuenta todo.» ¿Cómo puede un ser humano contárselo todo a otro?
Sin duda alguna, Claud tenía algo en mente. Desde que llegaron a casa, ella se dio cuenta de la existencia de una barrera cada vez más gruesa entre ellos. Tiempo atrás, si se le planteaba la cuestión admitía a menudo encontrarse un poco deprimido. Ahora, en cambio, parecía tomarse mal cualquier pregunta sobre su salud o su estado de ánimo. Si ella le preguntaba:
—¿Ocurre algo?
—¿Algo? —contestaba él, casi con enojo—. No, no ocurre nada. Y no inventes cosas.
Laura no permaneció sola con sus reflexiones durante mucho tiempo. Alto, y con buen aspecto, su esposo entró en la habitación, con su hija Hyacinth sentada sobre sus hombros. Sus mechones de pelo rubio brillaban sobre el pelo moreno de él.
Los tres se sentaron alrededor del fuego. Con las piernas cruzadas, la barbilla apoyada en una rodilla, y los ojos mirando fijamente hacia las llamas, Hyacinth aparentaba escuchar el Ivanhoe, que su padre le estaba leyendo. En cuanto terminó el capítulo, saltó sobre las puntas de sus zapatos moviéndose como una llama liberada.
—¿Puedo marcharme ahora? —preguntó ansiosamente.
Impresionado de nuevo por su deslumbrante hermosura, su padre la miró amorosamente. ¡Aquella vitalidad incontenible! ¿Quizá no tenía compañeros de juego de su misma edad?
—¿Te sientes sola, pequeña hada? —preguntó cariñosamente.
—¡Sola! ¡Oh, no! Nunca estoy sola aquí, ¡nunca! ¡Y menos aquí! —había un acento de júbilo en la risa feliz de la niña—. ¡Tengo que marcharme ahora! —dijo excitada.
Tras deslizarse de entre los brazos de su padre, subió por la oscura escalera de dos tramos y, haciendo un saludo con la mano, desapareció de la vista de sus padres. Mucho después de que hubiera doblado la esquina, que la ocultó de la vista de sus padres aún pudieron éstos escuchar sus pasos rápidos y ligeros y su voz vibrante:
—Vamos, chicos y chicas, dejad a vuestros padres.
—Cómo se adapta la voz de Hyacinth a su rostro, ¿verdad, Claud? —preguntó Laura—. Eso no les sucede a muchas personas. La de ella tiene ese tono penetrante propio de la juventud alegre. Es como el agua fría, o como la sensación de morder una manzana.
Claud se levantó para colocar otro leño en la chimenea.
—Laura, ¿qué quiere dar a entender Hyacinth cuando dice que nunca está sola aquí?
—No lo sé, Claud. Pero, ahora que lo preguntas, ¿no has notado lo diferente que es desde que llegamos? ¿Recuerdas lo apática que era a veces? Solía preocuparse por eso, y pensaba que quizá tendría que contratar a algún niño inteligente para que le hiciera compañía. Pero ahora, se siente muy feliz durante todo el día. Si quieres que te diga la verdad, no puedo evitar el echar de menos su estado de ánimo habitual... o al menos su dependencia de mí. Solía necesitarme mucho. ¿No recuerdas cómo siempre me estaba pidiendo que le contara historias?
—¿Te lo pide ahora? —preguntó Claud.
—No; ahora, apenas si puedo convencerla para que se quede un rato conmigo. Siempre está tratando de marcharse, como si tuviera algo mejor que hacer. La veo muy poco, a excepción de sus talones y de su cogote. ¡Se muestra tan extrañamente autosuficiente! Entre nosotros, Claud, creo que es casi inquietantemente feliz.
—¿Inquietantemente feliz? ¿Qué quieres decir, Laura?
—Bueno... quiero decir... ¿no es extraño? En realidad, no sé muy bien cómo expresarlo con palabras, pero es... es como si dispusiera de algún recurso desconocido por nosotros. Parece estar siempre tan ocupada. Sí, eso es... ocupada. Parece bastante tonto, pero es como si, estando consigo misma, no estuviera sola del todo. Últimamente ha desarrollado una nueva forma de sonreír, una sonrisa como de soslayo, y la aparición o desaparición de esa sonrisa no tiene nada que ver con lo que la gente dice o hace. ¿No te has dado cuenta...? ¿Recuerdas lo que esa fantasmal amiga mía decía sobre Hyacinth?
—No, no lo recuerdo —contestó Claud—. Por lo poco que sé de ella, estoy seguro de que será algo absurdo.
—Ella decía: «He aquí a una niña que verá cosas.» Su «actitud de decaimiento» no es lo bastante grande como para «encerrarla en sí misma». Decía que tenía lo que ella llamaba «ojos escrutadores», y los párpados más transparentes que jamás había visto. En aquel tiempo pensé que no tenía ningún sentido, pero ahora, Claud, me pregunto a veces si no habrá algo de cierto en ello. Este viejo lugar...
—¡Oh, Dios! Por el amor del cielo, no empieces con esas tonterías de los espíritus.
Sorprendida por el tono de irritación en la voz de su esposo, Laura se echó a reír.
—Querido, sé que piensas que ningún americano puede acercarse a ninguna casa antigua de Inglaterra sin llenarla de fantasmas, pero te aseguro que no he sentido nada siniestro aquí. Al contrario, soy consciente de que hay algo que es feliz, alegre... no sé muy bien cómo llamarlo, pero parece existir una especie de vitalidad en la atmósfera de esta casa... especialmente arriba y, sobre todo, en esa habitación que Hyacinth insistió en ocupar como habitación de juego. Me refiero a la habitación de la antigua niñera.
—No hubiera querido que utilizara esa habitación —dijo Claud de mal humor.
—Lo sé, querido, lo sé —contestó su esposa, turbada por el tono de su voz—. Pero ella insistió.
¡Pobre Claud! ¡Qué dolorosamente sensible era! Desde luego, aquella habitación fue la que su pequeña sobrina Daphne utilizó para sus juegos. Lo más probable es que estuviera retozando en ella poco antes de la tragedia. Laura se lo reprochó a sí misma. No debía haber permitido nunca que Hyacinth se apropiara de aquella habitación. Estas asociaciones de ideas eran demasiado fuertes para Claud. Debería haber recordado cómo se recogía sobre sí mismo ante cualquier cosa que le recordara a aquella pobre niña. Laura se estremeció ante el pensamiento de su horrorosa muerte. Diez años de edad. ¡La misma edad que Hyacinth!
—Te prometo que no hay nada... siniestro en esa habitación —repitió Laura—. Pero... por favor, no pienses que soy una tonta... siento en ella una atmósfera feliz y juvenil. Cada vez que estoy sentada allí, surgen del pasado recuerdos de mi propia niñez que me envuelven. Siento entonces cómo los años se van deslizando, alejándose de mí —se echó a reír—. No creas que estoy loca, pero a veces siento unos curiosos impulsos de ponerme a jugar... a bailar... a saltar. Los dedos de mis pies empiezan a moverse. Sí, es como si existiera una especie de invitación al juego en esa habitación. Pensarás que es demasiado absurdo, pero es como si esperara ver aparecer a alguien con quien poder jugar. Y, sin embargo, sé durante todo el tiempo que Hyacinth está en la cama, durmiendo. A veces, también siento deseos de montarme en el viejo caballo de cartón y dar una buena galopada. Lo haría, si no tuviera miedo a ser descubierta por una de esas agrias criadas. En cierta ocasión, podría haber jurado que escuché unos pasos ligeros y apagados, y una especie de risa suave, ¡Imaginaciones, claro! Y, sin embargo, supongo que generaciones y generaciones de niños han jugado en esa habitación, ¿verdad?
—Sí —contestó Claud.
El tono de su voz era lúgubre. Tras contestar, levantó el Times y lo mantuvo como un muro de separación entre él y su esposa, para evitar cualquier otro tipo de confidencias. Consciente de haberle irritado, Laura se marchó para decirle a Hyacinth que era hora de irse a la cama. Tardó media hora en encontrarla. Estaba en el henil y le resultó muy difícil engatusarla para que entrara en casa. Finalmente se la entregó a Bessy, la doncella. En el momento en que regresó al salón, su esposo se levantó y se dirigió a las habitaciones de arriba para desearle las buenas noches a Hyacinth.
—Me temo que no encontrarás en la cama a esa pequeña casquivana —le dijo—. Me ha costado mucho trabajo hacerla entrar en casa. Todas las noches sucede lo mismo. Por muy tarde que la deje, siempre protesta diciendo que apenas si ha tenido tiempo para jugar.
—¿Que no tiene tiempo suficiente para jugar? —preguntó Claud—. No será ella quien dice eso, ¿verdad? ¿No será Hyacinth?
—Sí, lo dice ella, ¿por qué no habría de decirlo? —preguntó Laura, extrañada por la vehemencia de su esposo.
Pero Claud se marchó del salón sin contestarle. Durante la cena, le preguntó por qué se había extrañado tanto ante las palabras de Hyacinth. El contestó que no tenía ni idea de a lo que se estaba refiriendo, y que no podía recordar las palabras dichas por Hyacinth. Tenía que ser una de sus «tontas suposiciones».
Extrañada y dolorida, Laura abandonó la cuestión. Claud no tenía buen aspecto y ahora se le notaba mucho aquella expresión tensa. ¿Con qué palabras lo había descrito el vicario? ¡Ah, sí! «Como si estuviera tratando de recordar algo.» No, no creía que fuera eso lo que sugerían aquellos ojos grises y cavernosos de Claud. Pero cuando trató de definirlo para sí misma, se sintió completamente desconcertada.
Unos pocos días después, los Halyard se paseaban por el jardín. Soplaba un viento fuerte, los árboles estaban desnudos, y las hojas crujientes, del color del pelo de Hyacinth, alfombraban el camino a sus pies. Como siempre, sus pensamientos se volvieron hacia su adorada hija.
—Creo que Hyacinth tenía un color muy pálido durante el almuerzo —dijo Claud.
—Sí —contestó su esposa—. Está comportándose como una niña traviesa. Anoche salió.
—¿Salió?
—Sí. Bessy descubrió esta mañana que sus zapatos y calcetines estaban empapados, y el pequeño diablillo confesó que había salido de casa mucho después de que nosotros estuviéramos acostados. ¡Figúrate el frío que debía hacer! No me quiso decir por qué salió, y cuando le pedí que me prometiera no volverlo a hacer, estalló en sollozos.
—¡Pequeña hada! —exclamó Claud, echándose a reír—. Aún piensa que dormir es desperdiciar el tiempo. Me pregunto si... ¡Por el cielo! Laura, mírala ahora. ¿Qué está haciendo? ¡Nunca he visto a una niña correr tan deprisa!
Hyacinth, con el rostro salvajemente contraído, pasó junto a ellos, corriendo a toda velocidad sobre sus largas y delgadas piernas. Su velocidad, sorprendente para su edad, no disminuyó hasta que, extendiendo los brazos para tocarla, llegó junto a una acacia, a cuyos pies se dejó caer después, resollando y riendo.
Sus padres se le acercaron.
—¡Bien hecho, Hyacinth! ¡Has corrido muy rápida!
—¡Casi he ganado esta vez! —balbució la excitada niña, brillándole los ojos verdes—. ¡Oh casi, casi!
—¡Casi has ganado! ¿Qué quieres decir con eso de que «casi has ganado»? ¿Acaso enfrentabas una pierna con la otra?
Hyacinth enrojeció, sonrió nerviosamente, se puso en pie y echó a correr de nuevo. Instantes después se perdía de vista por detrás del gran tejo.
—¡Qué niña más curiosa! —exclamó su madre con una sonrisa algo intranquila—. Siempre está corriendo, como si tuviera que acudir a alguna cita en alguna parte. Ahora no parece necesitarme nunca. ¿Recuerdas lo extraordinario que le parecía poder dormir conmigo? Ahora ya no quiere. Ya sabes, Claud, parece ridículo, pero a veces, cuando entro en su habitación, me siento como si estuviera... interrumpiendo algo... como una intrusa.
Mientras hablaba, Laura sintió un ligero estremecimiento. Sus propias palabras parecían cristalizar unos vagos recelos de los que apenas si se había dado cuenta ella misma.
—¿Interrumpiendo? —preguntó Claud—. ¿Interrumpiendo qué?
—No lo sé —contestó ella desesperada. Después, suspirando, se volvió hacia la casa.
Claud silbó, llamando a sus perros y disponiéndose a dar un largo paseo.
Aquella noche, Laura fue a ver a Hyacinth en la cama.
—Querida —dijo mimosamente—, ¿no quieres venir a dormir esta noche con mamá? Mañana por la mañana tomaremos el té y jugaremos encima de mi almohada grande.
Sobre el rostro dulce pero serio de la niña se extendió una expresión de ansiedad.
—Gracias, mamá —contestó con astucia, pero añadió decidida—: De todos modos, me siento muy bien en mi querida habitación. Me gusta mucho y creo que no me gustaría dejarla.
Un intenso alivio traslucieron sus brillantes ojos cuando, mostrándose silenciosamente de acuerdo, su madre la besó y le deseó las buenas noches.
—Eres muy buena y dulce, mamá —dijo ella. Se removió un poco y volvió su rostro radiante hacia la ventana.
Era ya muy tarde cuando, después de cenar, Laura se reunió con su esposo. La gran ventana salediza del salón no tenía cortinas y la luz de la luna penetraba por ella, mezclando sus tenues rayos verdes con el brillo rojizo del gran fuego ante el que estaba sentado Claud, con un libro cerrado sobre las rodillas.
—¿Dónde has estado todo este tiempo, Laura? —le preguntó, escudriñando su rostro—. Espero que Hyacinth no haya cometido otra de sus travesuras.
—No —contestó Laura con rapidez—. Esta vez la travesura la he hecho yo misma.
—¿Qué quieres decir?
—Me he comportado de una forma que tú llamarías tonta. ¿Recuerdas que te comenté algo sobre esas curiosas sensaciones que tenía cuando me encontraba en la habitación de juego? Bueno, pues inmediatamente después de dejarte tomando el café, tuve la necesidad de ir allí. No pongas mala cara, Claud, no lo pude evitar. Simplemente tenía que ir. Fueron mis pies los que me llevaron hasta allí. Bueno, pues mientras caminaba por el largo pasillo, escuché un sonido débil... como si algo estuviera rodando. Abrí la puerta y... ¿qué crees que vi? El caballo de cartón se balanceaba de un lado a otro…, galopando furiosamente... ¡sin jinete!
—Bueno —dijo Claud—, no cabe la menor duda de que Hyacinth te escuchó llegar y, sabiendo que debía estar en la cama, saltó del caballo y salió corriendo por la otra puerta.
—¡Eso es lo que pensé!... ¡Eso era lo que esperaba! Pero me dirigí rápidamente a su habitación y la encontré casi dormida.
—Entonces, ha tenido que ser una de las doncellas.
—No, no había ninguna por allí. Estaban todas cenando. Cuando regresé a la habitación de juego, el balanceo del caballo disminuía poco a poco. Me quedé observándolo y no tardó en quedarse quieto.
—¿De veras? ¡Me sorprendes! —se burló Claud.
—Lo más curioso de todo —siguió diciendo Laura con solemnidad—, fue que mientras el caballo galopaba furiosamente, los estribos vacíos no oscilaban. Estaban bastante tirantes... extendidos hacia adelante... como si...
—¿Adónde vas a parar, Laura? —preguntó Claud de repente, con enojo— ¿Qué has estado leyendo últimamente? ¿Qué has estado comiendo? ¡Un caballo galopando solo! ¡Querrás decir una pesadilla! Ni siquiera sabía que Hyacinth tuviera un caballo de esa clase. ¿Quién se lo regaló?
—Nadie. Lo encontramos aquí. Era de Daphne. Seguramente tienes que recordarlo. Con unas narices de color rojo, y una cola algo menos roja. Pero, Claud, ¿quieres decir... no has estado nunca en la habitación de juego desde que vinimos?
—No.
—¡Qué extraordinario!
—¿Y por qué iba a ir?
La voz de Claud era feroz y miraba fijamente a su esposa.
—¡Tranquilo, tranquilo! —dijo Laura con cierto nerviosismo, asombrada por la expresión de su rostro.
Por un instante, la había mirado como si la odiara. ¡Claud! Su marido, siempre tan amable y cortés, cuya devoción por ella era tan palpable.
—¡Oh! Me he olvidado las gafas —dijo, sintiéndose confundida—. Iré arriba a cogerlas. No tardo ni dos minutos.
Con esta débil excusa, volvió a subir arriba, dejando a su esposo de mal humor, con la vista fija en las gafas que ella misma había dejado ostensiblemente sobre la mesa.
Regresó cinco minutos después. Al verla, Claud se dio cuenta de que, a pesar de haberse ruborizado, estaba muy pálida.
—¿Qué pasa ahora ahí arriba?
Volviéndole la espalda, Laura permaneció de cara al fuego de la chimenea. Habló con rapidez, en un tono de voz muy bajo, como si temiera escuchar sus propias palabras.
—Al acercarme a la habitación de juego, escuché el gramófono. También creí oír el arrastrarse de unos pies bailando. Pero al abrir la puerta, no vi a nadie en la habitación. No me creerás, Claud, pero no había nadie en la habitación. ¡Nadie! Y, sin embargo, alguien acababa de poner un disco. Su título era Vamos, chicos y chicas, dejad a vuestros padres. Antes de encontrar el interruptor de la luz, tuve la sensación de que algo me rozaba muy ligeramente. Pero casi antes de que me diera cuenta de ello, se había marchado. ¡Oh, con tanta rapidez...! Fue como un ligero soplo de aire. Para asegurarme, me dirigí a las habitaciones de todas las doncellas, pensando que alguna de ellas podía haber puesto en marcha el gramófono... pero todas se habían acostado ya. Entonces, me dirigí a la habitación de Hyacinth. Tuve mucho cuidado para no despertarla en caso de que estuviera dormida, y me la encontré... sí, profundamente dormida. Pero mientras la miraba, escuché unos golpecitos en la ventana. Podría haber sido una rama. En cualquier caso, aquello la despertó. Saltó de la cama en un segundo, completamente despierta y con tal expresión de alegría y regocijo en su pequeño rostro... Entonces, me vio y pareció asustarse y entristecerse... sí, muy apenada por haberme visto. ¡Oh, Claud! ¡No pude soportar la mirada de su rostro cuando me vio!
Las últimas palabras de Laura surgieron de ella como un grito y, como sí estuviera invocando contra no se sabía qué, se volvió hacia Claud con los brazos extendidos.
—¡Condenación! —exclamó él, poniéndose en píe de un salto—. ¡Ya no puedo soportar más esto! Mira, Laura, querida, mañana mismo nos marcharemos de aquí. Es evidente que necesitas un cambio. Ya hemos estado aquí demasiado tiempo. Después de todo, no estás acostumbrada a permanecer siempre en un mismo lugar, como un árbol. Además, será muy divertido llevar a Hyacinth a Londres, ¿no crees? Laura, querida, dime que apruebas el plan.
—Claro que me gustaría —murmuró Laura, refugiándose entre sus brazos.
En la alegría de sentirse envuelta en su ternura, y de volver a estar en el nido de amor en el que se había sentido tan segura hasta hace tan poco, cualquier proposición le habría parecido bien.
Siempre y cuando él continuara mirándola con aquella expresión tan apasionada en sus ojos, ¿qué importaba adónde fueran? Y, sin embargo, aún percibiendo la intensidad de su alivio, Laura se daba cuenta de la ironía en el deseo de su esposo: deseaba abandonar la casa que siempre había descrito casi como un paraíso terrenal.
Se decidió que se marcharían al día siguiente, pero, al llegar la mañana, no pudieron llevar a cabo su propósito. Hyacinth se había torcido el tobillo y era incapaz de posar el pie en el suelo. Una vez enterada de la noticia, Laura acudió presurosa a la habitación de su hija. La encontró sentada en la cama. Tenía el rostro ligeramente ruborizado y parecía un poco atemorizada.
—¡Pobre pequeña! Eso sí que es un contratiempo. ¿Cuándo ocurrió?
—Lo siento, mamá —Hyacinth habló con precipitación y nerviosismo—. Pero me temo que he vuelto a ser una niña traviesa. No te enfades mucho conmigo, pero la pasada noche volví a salir y...
—¿Saliste otra vez? ¡Oh, Hyacinth, querida! Me prometiste que no lo harías.
—Lo siento, mamá, pero es que era una noche tan maravillosa... tan clara a la luz de la luna. Me hizo olvidar que no debía hacerlo y simplemente no pude decir que no.
—Cuanto antes aprendas a decirte «no» a ti misma, tanto mejor. Ahora ya no podré confiar más en ti. Te has hecho daño, así que no te castigaré, pero no debes volver a hacer una cosa así, nunca más. De todos modos, ¿qué te ocurrió? ¿Cómo te hiciste daño tú misma?
—Me caí.
—¿Cómo? ¿Estabas corriendo?
—No —contestó Hyacinth con recelo—. Estaba subiéndome a un árbol.
—¿Subiendo a un árbol? ¡Por el amor de Dios! Te podrías haber roto la pierna y quedarte allí toda la noche. ¿Qué árbol fue?
—El olmo grande. Ese en el que papá se hizo una casa cuando era pequeño. Se rompió una rama...
—Bueno, has recibido lo que las niñeras llaman «un castigo de Dios». Así es que no te voy a decir nada más. Y ahora, quédate quieta hasta que venga el médico.
Después de que el médico vendara el tobillo de Hyacinth, su madre fue a echarle un vistazo al olmo. Quedó aterrada al comprobar la altura a la que se encontraba la rama rota. Casi parecía un milagro el que la niña no se hubiera hecho más daño.
Regresó a la casa para interrogarla.
—¿No me irás a decir que te caíste desde donde se rompió esa rama, casi en la cima del árbol?
—Sí, pero, ¿sabes?, al caer me golpeé con tantas ramas que, en realidad, sólo sentí el último golpe.
—No tenía la menor idea de que pudieras subir tan alto. Seguramente no habrás podido subir tanto sin ayuda.
—¡Oh, sí, lo hice! —gritó Hyacinth, en tono triunfante—. Y ella aún se subió más arriba, pero, claro, eso es porque sus piernas son un poco más largas que las mías.
—¿Ella? ¿Quién es «ella»?
Las mejillas de Hyacinth enrojecieron. Ocultando su rostro, echó los brazos alrededor del cuello de su madre. Después, la miró furtivamente y, echando un rápido vistazo por la habitación, se llevó el dedo índice a los labios.
—No se lo digas a papá. ¡Oh, mamá!, por favor, no se lo digas —rogó en un tono de voz sobresaltado y anhelante.
No quiso decir una sola palabra más. Después de aquel instante en el que descubrió un poco su secreto, todo su ser se encogió en el silencio. Al principio, su madre trató de sonsacarle una explicación, pero, alarmada por la excitación de su rostro teñido de rubor, controló la temperatura de la niña.
Laura no dijo nada a su esposo sobre el extraño desliz de Hyacinth.
«¿Ella subió aún más arriba?» ¿Cómo le podía decir una cosa así? Temía que su esposo volviera a dirigirse a ella de aquel modo insólito y agresivo tan impropio de él.
Después de todo, una caída como aquélla debió suponer una conmoción considerable para su hija. Sin duda alguna, la niña no supo lo que estaba diciendo.
Al día siguiente, Hyacinth parecía sentirse mejor y Laura emprendió un nuevo intento para sonsacarle algo sobre el accidente. Pero en cuanto hizo la primera pregunta, la boca de la niña dibujó una línea delgada y dura, y en sus ojos apareció una expresión que reflejaba un deseo de querer levantar un muro entre ella y su madre.
Durante los días siguientes, la niña se mostró afectiva, pero, de algún modo, recelosa, y Laura se sintió extrañamente alejada de ella. Cada vez que hablaba con alguien, suspiraba por un cambio de escenario, mostrando su desilusión por el forzado retraso. En cuanto a Claud, aunque su actitud parecía ser ahora de una amabilidad más estable, también se sentía cada vez más deprimido. Laura estaba decidida a marcharse de allí a la primera oportunidad, pero, desgraciadamente, la herida de Hyacinth demostró ser mucho más seria de lo que había supuesto, y su tobillo tardó mucho tiempo en recuperarse.
Ningún niño obligado a permanecer en cama dio nunca menos problemas. De hecho, parecía sentirse casi contenta, aunque de un modo muy poco espontáneo. Mientras su madre le leía algo en voz alta toda ella era amabilidad. Pero su actitud era bien la de quien está haciendo una concesión necesaria y espera con toda la paciencia que pueda reunir.
En cuanto se cerraba el libro, su contento era evidente. Y cuando su madre se volvía, dispuesta a dejar la habitación, ella le saludaba agradecida con la mano, mientras le dirigía una mirada de alivio y una suspendida sonrisa de feliz expectación, al mismo tiempo que se incorporaba ligeramente sobre las almohadas. Aunque Laura trataba de no pensar en la impresión que la conducta de Hyacinth provocaba en ella, no podía conseguirlo del todo. En cierta ocasión, y abandonando su habitual autocontrol, preguntó, casi gritando:
—¿Qué te pasa, Hyacinth? ¿Por qué siempre estás esperando... esperando a que me vaya?
Sobre el sensible rostro de la niña apareció una mirada de temor.
—¿Esperando? ¿Qué quieres decir, mamá? ¿Por qué crees que estoy esperando a que te marches?
Después, en un intento poco hábil por soslayar el tema, comenzó a hablar de cosas sin importancia... los gatitos pequeños de la gata, el nuevo jardinero, el pony que había coceado al mozo de caballos... cualquier cosa que le venía a la cabeza. Notándose el corazón pesado y con una sensación de estar viviendo una situación absurda, Laura consintió en mantener la conversación con la niña cuyas confidencias había poseído por completo con anterioridad.
Aunque Hyacinth estaba llena de extraños deseos, lo que a su madre le pareció más extraño fue su insistencia en que le trajeran a su habitación el caballo de cartón.
—Pero, querida, ocupará mucho espacio. ¿Y de qué te va a servir si no lo puedes montar?
Pero el rostro pálido de Hyacinth mostró un gesto de obstinación.
—Lo quiero. Lo necesito —fue todo lo que pudo decir.
Así pues, el viejo y estropeado caballo de cartón fue transportado a lo largo del pasillo y quedó con sus patas delanteras elevadas e inmóviles a los pies de la cama de la niña.
Aquella noche, cuando Laura entró en la habitación. Hyacinth le lanzó una perceptible mirada de sobresalto y, volviéndose hacia su madre con una inquietud evidente, preguntó en tono quejoso:
—Mamá, ¿no soy ya lo bastante mayor como para que las personas llamen a la puerta antes de entrar en mi habitación? Tú siempre me dices que debo llamar a la puerta antes de entrar en tu habitación.
Extrañada y dolida al mismo tiempo, Laura miró a su hija, normalmente amable, dándose cuenta de que su preocupada mirada estaba posada sobre el caballo de cartón. Al mirar ella misma hacia allí, sus propios ojos se quedaron clavados en el juguete. ¿Eran ilusiones suyas, o estaba realmente balanceándose de forma ligera, casi imperceptible?
—¿Te has levantado de la cama, Hyacinth?
—¡Oh, no, mamá! ¿Por qué?
—Pensé que habías vuelto a ser traviesa y te habías subido al caballo. Al llegar, creí que se estaba moviendo un poco, como si hubiera estado balanceándose antes y no hubiera tenido tiempo para detenerse del todo. Pero, desde luego, tiene que haber sido mi imaginación.
Con una impaciencia que no deseaba demostrar, Hyacinth preguntó:
—¿Me vas a leer ahora algo, mamá?
—Sí, querida. Pero antes de empezar tengo que darte unas buenas noticias. El médico dice que te podrás levantar dentro de una semana, y al día siguiente te llevaremos a Londres.
—¿Llevarme a Londres?
La voz de Hyacinth parecía desmayada.
—Sí, querida. ¿No crees que será divertido?
Hyacinth estalló entonces en sollozos.
—¡Oh, no, mamá! ¡No, no, no! Por favor, no me saquéis de aquí. ¡No puedo marcharme! ¡No sería justo!
—¿Qué quieres decir con todo eso, niña? Pasarás una temporada muy bonita en Londres. Iremos al zoológico y al establecimiento de madame Tussaud y tomaremos helados de vainilla en el establecimiento de Gunther. Disfrutaremos de todas las diversiones que solía contarte en Nueva York.
Los ojos de Hyacinth estaban hinchados por las lágrimas.
—¡Oh, por favor, mamá! —imploró—. No me apartes de aquí.
—Pero, querida, me agrada que te guste este sitio, pero no podrás permanecer aquí para siempre. Después será mucho más divertido regresar —Laura trató de suavizar la tensión de la niña—. Al fin y al cabo, patito, nuestro hogar no se va a mover de aquí por el hecho de que lo dejemos durante una temporada. Cuando volvamos, todo estará exactamente igual.
—No lo sé, mamá —dijo Hyacinth, entre sollozos—. Eso nunca se sabe. Tengo miedo de marcharme. Además, no sería justo.
—¿No sería justo? ¿Qué quieres decir? —preguntó Laura, ya completamente fuera de sí.
—¡Oh! ¡No lo sé, mamá! Pero me siento tan feliz aquí. ¿Puedo quedarme? ¡Por favor, por favor, por favor!
Viendo a Hyacinth tan sobreexcitada, Laura dijo con firmeza:
—Ahora no sigamos hablando más del asunto.
Después empezó a leer en voz alta, para unos oídos que se negaban a escucharla.
Al día siguiente, Hyacinth parecía estar mucho más tranquila. Laura le dijo que su partida estaba prácticamente arreglada, y la niña hizo un evidente esfuerzo por aceptar lo inevitable con toda la paciencia posible, pero tenía un aspecto pálido y tenso y su actitud era mucho más melancólica de lo normal.
—Parece como si estuviera tratando de reconciliarse —explicó Laura a su esposo.
—¿Tratando de reconciliarse? ¡Qué frase más absurda! —exclamó él, riendo—. ¡Qué ideas tienes sobre esa niña!
—No tengo ninguna idea sobre ella —dijo Laura, asombrada ante la vehemencia de su propia voz.
Laura se pasó la mayor parte de la Nochebuena decorando un pequeño árbol para Hyacinth. Cuando, todo lleno de relucientes oropeles, nueces doradas y brillantes adornos, lo llevó a la habitación de Hyacinth, la niña aplaudió encantada. Laura dejó el árbol sobre la mesa, diciéndole que venía en seguida a encender las velas.
Al regresar, quedó sorprendida al encontrar la habitación suavemente iluminada por la trémula luz de las pequeñas velas. Hyacinth parecía dormida, pero se sentó en la cama en cuanto se abrió la puerta. Al suponer que la niña había persuadido a Bessy, la doncella, para que le encendiera las velas, Laura se limitó a decir:
—Bueno, después de todo lo que me ha costado, creo que al menos podrías haberme esperado. No importa. Y ahora vamos a poner los pequeños regalos.
Sintiéndose avergonzada, Hyacinth señaló las figuras coloreadas de dos docenas de pequeños objetos. Su cama estaba cubierta de gorros de papel, pequeñas trompetillas y silbatos.
—Lo siento, mamá, no pude esperar —murmuró—. Me gustan tanto las velas. Las llamas son muy divertidas, ¿verdad? ¿Puedo quedarme con algunos fuegos artificiales de los pequeños? ¡Por favor, mamá! ¡Me gusta tanto ver las llamas!
—No sé. Creo que los fuegos artificiales son demasiado peligrosos.
—¡Oh, no, mamá! ¡No lo son! Por favor, dime que puedo quedarme con algunos. ¡Ya sé! Le pediré a papá que me dé algunos. Me dijo que se lo pidiera cuando lo deseara.
Laura se marchó, dispuesta a reprender a Bessy.
—Tendría que haberme preguntado a mí antes de encender las velas del árbol de Navidad —le dijo, con severidad—. No ha sido muy prudente dejar a la señorita Hyacinth sola en la habitación, con todas esas velas encendidas. Siempre tiene que haber alguien cerca con una esponja húmeda. Me sorprende usted, Bessy.
—No he encendido ninguna vela, señora —contestó la asombrada doncella—. No he estado en la habitación de la señorita Hyacinth desde hace por lo menos dos horas.
Laura se apresuró a regresar a la habitación de Hyacinth.
—No quiero regañarte el día de Nochebuena, pero ha sido una acción muy traviesa por tu parte levantarte de la cama para encender las velas, cuando sabes perfectamente que se te ha prohibido poner el pie en el suelo. Por otra parte, ¿no te parece bastante egoísta poner los regalos tú sola?
—Lo siento, mamá —dijo la niña—. Lo siento tanto...
Impetuosamente arrojó los brazos alrededor del cuello de su madre y la besó con rapidez y cariño, como solía hacer en los días en que estaba sola.
Finalmente, el tobillo de Hyacinth estuvo lo bastante bien como para permitir a los Halyard hacer todos los preparativos para marcharse al día siguiente.
Aquella noche, Claud tenía que cenar con un antiguo compañero de escuela que vivía a unos seis kilómetros de distancia. Antes de marcharse, subió a la habitación de Hyacinth para desearle las buenas noches. Su baúl, medio empacado, estaba abierto y ella se encontraba muy atareada, yendo de un lado a otro de la habitación. Echó a correr hacia él y le rodeó el cuello con sus brazos.
—¡No me estropees la corbata! —gritó él.
—¡No me importa tu corbata! —dijo ella, riendo—. ¡Oh, papá, querido papá! Gracias, muchas gracias por esa maravillosa caja de fuegos artificiales. ¿No te parecen magníficos? Mira esas maravillosas imágenes de la tapa. ¡Petardos, ruedas catalinas y todo!
—¡Oh! Ya han llegado. Bueno, ya sabes que no debes tocarlos por nada del mundo. Te los encenderé la primera noche que volvamos a casa. Ahora, me los llevaré y los dejaré bien guardados en algún lugar seguro.
—¡Oh! ¿No se pueden quedar aquí, papá? Me gusta mucho mirar los dibujos de la tapa.
—Desde luego que no. No puedo estar seguro de que no los vayas a tocar.
Hyacinth se ruborizó y puso mala cara. De pronto se volvió hacia la ventana.
—¡Oh, mira, papá! —exclamó, señalando el cielo—. Mira la gran lechuza blanca. ¡Oh! ¡Qué maravillosa casquivana!... No, papá. No estás mirando hacia donde yo te señalo. ¿No la puedes ver? Ha volado ahora sobre la torre de la iglesia. ¡Allí!
Pero, por mucho que miró, Claud no pudo ver la lechuza. Aún estaba intentando distinguirla, dejándose guiar por el dedo errático de Hyacinth cuando llegó el mayordomo, anunciándole que su coche estaba listo.
—Bueno, no tengo más remedio que dejar tranquila a esa lechuza —dijo—. Mi amigo es un gran amante de la puntualidad.
Y dando un beso a Hyacinth, que no hizo ningún esfuerzo por detenerle, se marchó rápidamente, olvidando por completo su regalo, la caja de fuegos artificiales, que quedó sobre la mesa.
Cuando estaba a punto de subirse al coche escuchó una voz:
—¡Hasta lueguito!
Recordando entonces una de las habilidades de Hyacinth (podía imitar a una lechuza silbando a través de las manos), levantó la mirada, hacia la ventana. Sí, allí estaba, asomada al exterior, a la luz de la luna, con la cabeza brillante y el rostro rodeado por un extraño y mágico hálito. Claud quedó sorprendido por su belleza.
—Vete a la cama, diablillo —le gritó.
Hyacinth le saludó con sus delgados y blancos brazos.
—Buenas noches, papá. iHasta mañana!
Aunque hacía un frío cortante, la noche, tranquila y llena de estrellas, era tan hermosa que Claud decidió regresar a pie a casa. El y su amigo tenían muchas cosas que decirse, y cuando emprendió el camino de regreso ya era más de medianoche. Mientras caminaba a través de los campos helados, empezó a sentir la falta de su coche. El silencio, frío y claro, sólo se veía interrumpido por sus propios pasos, el canto ocasional de una lechuza, y el lejano ladrido de algún perro solitario. Se sintió demasiado solo en aquel mundo blanco y abandonado.
El presente, en el que Claud siempre trataba de instalarse cómodamente, se alejaba y se desvanecía. Sin poder alguno para protegerle del pasado, se fue convirtiendo en una neblina que poco a poco se disolvía.
Siendo un hombre afectado por un recuerdo, dependía del contacto con las cosas inmediatas y extrañas que le preocupaban, que debían atraer su atención lo suficiente como para que sus sentidos no se vieran asaltados por las visiones y los sonidos del pasado. Precisamente ahora, se sentía impulsado hacia el pasado, completamente indefenso, a pesar de todos los años transcurridos. Después de todo, ¿qué eran el espacio y el tiempo sino simples modos del pensamiento? No puede existir ninguna distancia artificial entre uno mismo y su experiencia. ¿De qué le había servido a él el llamado paso del tiempo? De nada.
Claud Halyard había pagado muy duro su herencia. Aquella expresión tensa que sus amigos notaban en su rostro no se debía al esfuerzo por recordar, sino al esfuerzo por olvidar... por arrojar de su conciencia recuerdos que no le dejaban ningún respiro.
Y si busco el olvido de una hora,
acorto la estatura de mi alma.
En la vida de Claud existía una hora de la que trataba de olvidarse desesperadamente. Por mucho que se esforzara, se veía ahora atrapado en aquella hora, forzado a revivir cada uno de sus angustiosos instantes. Se impuso a su presente, y todas las vivencias de los doce años transcurridos no tuvieron ningún poder para disminuir toda su intensidad...
¡Hacía doce años! Una noche en la que brillaba la luz de la luna y en la que, como ahora, se encontraba caminando, en dirección a Lichen Hall, el hogar de su niñez, el hogar que había obsesionado tanto su imaginación que lo había convertido en el centro del mundo entero. Tenía la sensación de que aquel amor debía justificar el derecho de propiedad, pero Lichen Hall no sería heredado por la línea masculina, y la muerte de su propietario, su hermano viudo y lisiado, haría que la propiedad pasara a manos de la única hija de éste, Daphne, quien, sin duda alguna, con el tiempo se casaría, transfiriendo así toda aquella belleza a personas extrañas.
Meditando tristemente, llegó al borde del parque. De repente, algo le hizo salir de entre sus pensamientos. Quedó petrificado. ¡Qué sonidos tan extraños y terroríficos! ¡Dios! La campana de alarma de la gran torre estaba tocando... estaba tocando furiosamente.
—¡Fuego! ¡Fuego! —escuchó gritar a alguien.
Enfermo de terror, echó a correr hacia la casa. Se detuvo de pronto, horrorizado. Vio nubes de humo elevándose hacia el cielo. De una de las alas del edificio llegaron hasta él crujidos, y de la pequeña torreta que dominaba aquella parte, vio surgir llamaradas que se elevaban hacia la luna.
Llegó al prado casi sin respiración. Los frenéticos sirvientes acababan de sacar a alguien de la casa. ¡Su hermano! Claud se abalanzó hacia él. Esforzándose por elevar su cuerpo paralizado, el hombre agonizante se agarró a Claud y, señalando hacia la casa, gritó:
—¡Daphne! ¡Daphne!
Claud captó todo el horror del instante. Los bomberos aún no habían llegado y su pequeña sobrina, que dormía en la torreta del ala incendiada, no había salido aún de la casa. Apenas se acababa de dar la alarma, pues sólo hacía unos pocos minutos que se habían despertado los criados. El fuego había adquirido grandes proporciones antes de que nadie se diera cuenta. Hasta el momento, sólo habían tenido tiempo para sacar de allí a su desamparado dueño. Confiaban en que la niña se habría despertado y habría huido por su propia cuenta. Esperaban hallarla por allí fuera, pero, ante su desesperación, no la pudieron encontrar por ningún lado.
Lanzando gritos de aliento, Claud penetró en la casa. La escalera que conducía al ala incendiada ya estaba envuelta en un humo denso. Claud rompió una ventana y, respirando con dificultad, se abrió paso hacia arriba, llegando finalmente a la sofocante habitación, donde vio a Daphne en el suelo... cerca de la ventana. El humo la envolvía. Estaba inconsciente, pero aún respiraba. Había llegado a tiempo. Le resultaría bastante fácil cargar aquel cuerpo ligero sobre el hombro, bajar corriendo las escaleras y poner a salvo a la niña permitiéndole respirar el aire fresco. Claud se vio con claridad a sí mismo haciendo esto, y vio también la alegría en los ojos de su hermano.
Pero, simultáneamente, en su mente se dibujó otra imagen. La niña abandonada allí, tal y como estaba... inconsciente, sin sufrir, sin horror alguno, sin saber nada, sin despertarse, ignorándolo todo... ¿Su propio futuro? ¿Lichen Hall?
Su cuerpo parecía actuar sin consciencia, sin voluntad propia. Algo se apoderó de sus miembros. «¡Nunca decidí hacerlo! ¡Nunca lo decidí!»
¡Cuántas veces acudieron aquellas mismas palabras a su mente, después de aquel día!
Tras reclinarse, elevó el cuerpo de su sobrina. El pelo rubio y quemado le rozó la mejilla. En un instante, escondió el cuerpo; lo dejó debajo de la cama. Después tuvo que bajar de nuevo las humeantes escaleras. Salió del edificio tosiendo.
—¡No he podido encontrarla! —balbució ante las horrorizadas personas allí reunidas—. No está en la habitación. Tiene que haber salido.
Su hermano lanzó un grito de desesperación.
Dos minutos después llegó la brigada contra incendios. Claud se hizo cargo del control, dirigiendo a los bomberos para que buscaran a Daphne en cada una de las habitaciones del ala incendiada, excepto en la suya... en donde estaba la niña.
Finalmente vio cómo el ardiente y destrozado techo de la torreta se desplomaba.
El incendio no tardó en ser apagado.
Se pudieron salvar todos los cuadros.
El veredicto del juez fue:
—Desgraciadamente, la pobre niña se refugió debajo de la cama y, por este motivo, su valiente tío fue incapaz de encontrarla.
El padre de Daphne... ¡Dios, sus ojos!
Una vez más, Claud revivió cada momento de aquella hora fatal, doce años antes. Temblando, chorreando sudor, regresó de nuevo al presente. Pero aún siguió viendo los ojos de su hermano. ¿Había amado él a su Daphne tanto como él amaba ahora a su Hyacinth? Ante este pensamiento, el corazón de Claud se contrajo, sintiéndose agonizar. Podía suponer que la había amado igual. ¿Por qué no? ¿No fue su sobrina tan encantadora, tan delicadamente dulce y joven como su hija? ¿Y su impaciencia? ¿Acaso su pequeña sobrina no le había querido igual? La «perfecta compañera de juego», como él solía llamarla. Aquella misma noche, se había despedido de ella, deseándole las buenas noches, en su pequeña cama.
—Ya es hora de marcharse a dormir —le había dicho.
—¡Oh, me molesta dormir! —trató de engatusarle, jugando con sus dedos sobre su mejilla, y pidiéndole que se quedara—. Si apenas he tenido tiempo para jugar.
Una vez más, sintió el ligero peso en sus brazos, el pequeño cuerpo inconsciente que habría podido revivir con tanta facilidad para alimentar su ávido espíritu, para dar la bienvenida a la vida que tanto amaba.
—¡Si casi no he tenido tiempo para jugar!
La mente de Claud regresó del pasado al presente, volvió después al pasado y regresó de nuevo al presente... «¡Si casi no he tenido tiempo para jugar!»
¿Y el caballo de cartón, moviéndose, sin ningún jinete? ¿Y Hyacinth haciendo salidas nocturnas, ella sola? ¿Y los extraños impulsos de su esposa? ¿Jugando al escondite?... Todas estas preguntas cruzaron por su pensamiento.
Se encontraba ahora cerca de la casa, casi en el hogar, con Laura y Hyacinth, y mañana por la noche, los tres estarían muy lejos de allí. Pero, entretanto, se sentía tan subyugado por los viejos recuerdos de hace doce años, que le parecía escuchar realmente aquel terrible sonido de la campana de alarma y gritos de «¡Fuego! ¡Fuego!».
¡Dios! ¡Qué reales, qué fuera de sí mismo parecían sonar aquellos ruidos! ¡Pero aquello sólo era el pasado! ¿Acaso estaba perdiendo la capacidad de sus sentidos? Aquel camino le podría conducir a la locura. Tenía que marcharse de allí... abandonar la casa... regresar a América.
Los sonidos eran insistentes en sus oídos... y se hicieron más fuertes. Cada vez más fuertes. La ilusión era completa.
¡Dios! ¿No serían verdaderos? ¿No se estarían produciendo realmente ahora?
Al doblar la esquina que dejaba la casa a la vista, Claud se detuvo, mirando fijamente. ¡Sí, era cierto! El presente y el pasado se habían unido. La campana —aquel sonar alocado—; sus sonidos eran actuales. ¡Estaban sonando ahora!
Habían pasado doce años, pero Lichen Hall se había incendiado de nuevo... furiosamente. ¿Cómo podía el fuego haber adquirido tales proporciones? Se habían instalado en la casa los medios más modernos para extinguir cualquier incendio.
Claud echó a correr. Subió la colina y llegó al prado. En esta ocasión era la otra ala del edificio la que se había incendiado, la occidental, en la que él, Laura y Hyacinth dormían. El piso superior ya se había convertido en una furiosa llamarada. Una multitud miraba hacia arriba, con las caras pálidas, enrojecidas por el resplandor del fuego. Aquella mujer que gritaba, tratando desesperadamente de librarse de los brazos que la sujetaban... ¿podía ser su propia esposa?
De una forma inconexa, y a través de varias voces, Claud se enteró de la situación. El suministro de agua se había helado, y todas las tuberías estaban inutilizadas. Los hilos del teléfono se habían cortado, pero alguien había salido en coche para avisar a los bomberos. Debían llegar en cualquier momento. Mientras, la niña... su hija... seguía arriba... y no se podía pasar por la escalera de madera. Se había incendiado antes de que nadie se diera cuenta de lo que ocurría. Su esposa no se había acostado aún y, como sólo la familia vivía en aquella parte del edificio, no había nadie más allí. La niña estaba arriba completamente sola, atrapada en aquel horror en llamas, y ni con la escalera más larga se podía llegar a la ventana de su habitación. ¿Una segunda escalera? Sí, estaban tratando de atar con cuerdas dos escaleras, y varios hombres se habían ofrecido ya para subir.
No. Claud insistió en subir él mismo. ¡Gracias a Dios! Ahora, las dos escaleras estaban unidas con suficiente seguridad. Aún había tiempo, aunque no se podía perder ni un segundo. El techo no tardaría en desplomarse.
La escalera fue colocada contra la pared, bajo la habitación de Hyacinth. Los pies de Claud se encontraban ya en el segundo tramo cuando algo atraco su atención. En la ventana, la tercera a la derecha de aquella hacia la que él subía, vio aparecer a una niña. La ventana estaba abierta y sus largos y blancos brazos se extendían hacia el exterior, brillándole la cabeza a la luz de las llamas.
—¡Muevan la escalera, rápido! —gritó Claud—-. No está en su habitación. Está en la habitación de juego. ¡Ahí! ¡Al otro lado! ¿Es que no la veis? ¡Allí, asomándose por la ventana!
Nadie vio nada, pero le obedecieron ciegamente. Algunos hombres se adelantaron y unos brazos ansiosos cumplieron sus órdenes. La escalera fue trasladada bajo la ventana señalada por Claud. Sonaron unos gritos. Claud siguió subiendo, subiendo...
Ya cerca de la cúspide, elevó la cabeza y se encontró mirando directamente el rostro sonriente de la niña que había perecido entre las llamas doce años antes. Mientras miraba, petrificado, la encantadora sonrisa, el rostro se difuminó y desapareció.
Allí no había nadie.
Después de lanzar un grito, que ninguno de los que estaban abajo olvidaría jamás, Claud volvió a bajar la escalera con toda rapidez.
—¡La otra ventana! —balbució—, ¡De nuevo a la otra ventana!
Con una increíble rapidez, la escalera fue llevada bajo la otra ventana. Pero no con la rapidez suficiente. Los pocos minutos de retraso fueron fatales. En el instante en que los coches de bomberos enfilaban el camino de entrada a la casa, el techo se desplomó.
Una vez más, se salvaron todos los cuadros y se recuperó un pequeño cuerpo.
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