El Campamento
del Perro
Algernon Blackwood
--
I
Islas de todos los tamaños y formas, se extienden al Norte de
Estocolmo por centenares, y el pequeño barco de vapor que recorre sus
intrincados laberintos en verano, hace sentirse al viajero en una especie
de estado semisalvaje, mientras observa las marcas de la brújula, al
alcanzar el final de su camino, en Waxholm. Pero es a partir de Waxholm
cuando comienzan las verdaderas islas, cuando, de algún modo, el paisaje
se vuelve más agreste, recorriendo la costa en su curso irregular de
cientos de millas de embriagadores parajes desiertos; y fue en el
mismísimo corazón de esta deliciosa confusión donde plantaríamos
nuestras tiendas para las vacaciones de verano. Una verdadera selva de
islas se extendían a nuestro alrededor: desde el simple botón de roca que
conformaba un islote aislado, hasta la montañosa extensión de una milla
cuadrada, densamente arbolada, y rodeada por altos arrecifes; a menudo
tan cercanas unas a otras que sólo una delgada línea de agua, no más
ancha que una carretera, corría entre ellas; o, en ocasiones, tan
distanciadas entre sí, que estaban separadas por millas de mar abierto.
Aunque las islas más grandes contenían granjas y estaciones de
pesca, la gran mayoría no estaban habitadas. Alfombradas con musgo y
helechos, sus orillas mostraban una serie de fisuras y barrancos y
pequeñas bahías arenosas, con extensiones de espléndidos bosques de
pinos que descendían casi hasta el borde del agua y conducían la mirada a
través de desconocidas profundidades de sombras y misterios hasta el
interior del corazón del bosque primitivo.
En concreto, las islas en las que habíamos acampado, (tras haber
pagado una suma en alquiler a un comerciante de Estocolmo), yacían
juntas en un pintoresco grupo, lejos del alcance del barco de vapor,
siendo una de ellas un mero islote, con un cuasi–feérico grupo de
arbustos, y las otras dos, auténticos monstruos rodeados de montañas,
que se alzaban sobre el mar cubiertas por enormes bosques. La cuarta,
que habíamos seleccionado por contener en su interior una pequeña
laguna apropiada para echar el ancla, bañarse, hacer noche, y lo que
fuera, será adecuadamente descrita según avance la historia; pero, tras
haber pagado aquel alquiler, podríamos igualmente haber dispuesto
nuestras tiendas en cualquier otra de las centenares de islas que se
agrupaban a nuestro alrededor, tan densamente como un enjambre de
abejas.
Era la hora del ocaso, una tarde de julio; el aire era claro como el
cristal, y el mar de un azul cobalto, cuando abandonamos el barco de
vapor en las fronteras de la civilización y navegamos más allá con mapas,
brújulas, y provisiones en dirección al pequeño grupo de islotes en el
Skagird, que iba a ser nuestro hogar durante los siguientes dos meses. El
bote y mi canoa canadiense viajaban con nosotros a bordo, junto con
tiendas y útiles cuidadosamente empaquetados; y cuando la cima de una
montaña se interpuso ocultando el vapor y el Hotel Waxholm, nos dimos
cuenta por primera vez del horror de los trenes y las casas que quedaban
detrás nuestro, la fiebre del hombre y las ciudades, lo enfermizo de las
calles y los espacios cerrados. Lo indómito se abría ante nosotros en todas
direcciones, y consultábamos tan a menudo el mapa y las brújulas que
nos abstraímos incluso más, y nuestro avance se hizo encantadoramente
lento. Nos llevó, de hecho, dos días enteros encontrar nuestro destino, y
los campamentos que levantamos por el camino eran tan fascinantes que
nos resultó difícil abandonarlos y partir, pues cada isla parecía más
deseable que la anterior, y sobre todas ellas descansaba una suerte de
hechizo de paz encantada, alejada del tumulto del mundo, y con la
libertad de los espacios abiertos y desolados.
Y pese a todos los emplazamientos de belleza natural que he
contemplado y en los que he vivido, la mayoría permanecen en mi mente
únicamente como una mezcla de recuerdos de su aspecto, y un mapa de
cómo eran, a vista de pájaro; pero aquel lugar en concreto, lo recuerdo
con inusual nitidez, debido a los extraños acontecimientos que allí
tuvieron lugar, y también, creo yo, debido a que todo aquello en lo que
tomaba parte John Silence, tenía el hábito de fijarse en la mente, y
permanecer allí de un modo vívido.
De todos modos, en aquel momento, el Dr. Silence no formaba parte
del grupo. Algún caso privado en el interior de Hungría reclamaba su
atención, y no fue hasta más tarde... el 15 de agosto para ser exactos...
que acordamos reunirnos en Berlín y regresar juntos a Londres para
nuestros trabajos de invierno. De cualquier modo, él conocía más o menos
bien a todos los miembros de la expedición, y durante aquel tercer día,
mientras navegábamos por el estrecho arroyo hasta la laguna, y
contemplábamos la montaña circular llena de árboles bañada en el oro y
carmesí del atardecer, las últimas palabras que me dirigió al salir de
Londres, por alguna extraña razón, regresaron nítidamente a mi memoria,
y recordé la curiosa impresión profética que me produjo escucharlas:
—Disfruta de tus vacaciones, y almacena toda las energías que
puedas, —me había dicho mientras el tren partía de la Estación Victoria—;
y nos encontraremos el día 15 en Berlín, a menos que me mandes llamar
antes.
Y en aquel instante, las palabras regresaron a mí con tanta claridad,
que aún me parecía escucharlas con su voz: "A menos que me mandes
llamar antes"; y regresaron, con más fuerza, y con un significado que yo
estaba muy lejos de comprender, pero que tocaba algo en las
profundidades de mi mente, una vaga sensación de aprensión, como si
formara parte de una profecía.
En ese instante, en la laguna, sopló el viento de aquella tarde de
julio, abriéndose paso a través del cinturón de árboles; y todos nosotros
nos asomamos por la borda, sin aliento ante la belleza de este primer
vistazo a nuestra isla, hablando con voces apagadas sobre el mejor lugar
para desembarcar, la profundidad del agua, el lugar más seguro para
echar el ancla, dónde poner las tiendas, el punto más adecuado para las
hogueras, y una docena de cosas importantes que hay que concretar
cuando uno se dispone a levantar un hogar en un emplazamiento agreste.
Y durante aquella agotadora hora de descarga antes de oscurecer, las
almas de mis compañeros adoptaron la tarea de mostrarse a sí mismas
vívidamente ante mí, y presentarse a sí mismas con franqueza.
En realidad, supongo que nuestro grupo no era demasiado singular.
En nuestra vida convencional, en casa, habrían parecido ciertamente
bastante ordinarios, pero de repente, mientras cruzábamos las puertas de
lo salvaje, les percibí con mucha más nitidez que antes, con sus
caracteres carentes de la atmósfera de los hombres y sus ciudades. Un
cambio absoluto de hábitat, a menudo ofrece una extraordinaria nueva
visión de la gente que uno cree conocer bien; les hace presentar otras
facetas de sus personalidades. Me pareció contemplar a mi grupo, casi
como a otra gente... gente que aún no había podido conocer
adecuadamente, gente que había abandonado toda apariencia, y que
ahora se mostraban como realmente eran. Y todos ellos parecían decir:
"Ahora me verás tal como soy. Me verás sin ropas, en esta vida salvaje y
primitiva. Sin todas las máscaras y velos que he dejado atrás, entre los
hombres. De modo que, ¡Cuidado con las sorpresas!"
El Reverendo Timothy Maloney me ayudó a levantar las tiendas; la
larga práctica hizo el proceso sencillo, y mientras clavaba las estacas y
anudaba las cuerdas, sin su chaqueta, y con su alzacuellos abierto,
resultaba imposible evitar la conclusión de que estaba hecho más para la
vida de explorador, que para la iglesia. Tenía cincuenta años, y era
musculoso, de ojos azules y corazón enérgico; y abordaba su parte en las
tareas, y la de otros, sin rechistar. Daba gusto ver el modo en que
manejaba el hacha, cortando las ramitas de los bastidores de las tiendas,
y comprobar cómo sus ojos juzgaban que el suelo se hallara plano y sin
pendientes.
Criado en su juventud en el seno de una familia acomodada, había
volcado su mente en una especie de creencias ortodoxas, haciendo los
honores en la pequeña iglesia local con una energía que le hacía a uno
pensar en un maquinista chino; y sólo hasta hace unos pocos años no se
resignó a una vida más reposada, tomando a su cargo la tutela de gente
joven, para formarles, con vistas a superar sus respectivos exámenes.
Aquello encajaba mejor con él. Y también le permitía calmar su pasión por
el hechizo de la "vida salvaje", y pasar los meses de verano de la mayoría
de los años en emplazamientos naturales de una parte u otra del mundo,
llevando consigo a sus jóvenes pupilos para así combinar sus
"enseñanzas" con el aire puro.
Su mujer solía acompañarle, y no había duda de que disfrutaba esos
viajes, pues poseía, aunque en menor grado, la misma alegría por lo
salvaje que a él le caracterizaba. La única diferencia era que mientras él lo
veía como algo real, ella lo contemplaba como un interludio. Mientras él
acampaba con todo su corazón y toda su mente, ella jugaba a acampar
con su cuerpo y sus ropas. De todos modos, demostraba ser una
espléndida compañera, y al observarla cocinar afanosamente sobre la
hoguera que habíamos encendido entre unas piedras, uno comprendía que
ponía su corazón en la tarea, y que cada pequeño detalle la hacía muy
feliz.
La Señora Maloney de casa, que se cobijaba del sol y que pensaba
que el mundo se había construido en seis días, era una mujer; pero la
Señora Maloney que permanecía con los brazos extendidos sobre el humo
de una hoguera de leña bajo un bosque de pinos, era otra muy distinta; y
Peter Sangree, el pupilo Canadiense, con su pálida piel, y su delicada —
aunque no débil— figura, permanecía junto a ella mostrando un contraste
muy poco favorecedor, mientras pelaba patatas y fileteaba el beicon con
sus delgados dedos blancos que parecían más adecuados para sujetar una
pluma, que un cuchillo. Ella le daba órdenes como a un esclavo, y él,
además, obedecía con salvaje placer, pues a pesar de su general
apariencia de debilidad, estaba tan feliz como el resto por estar en el
campamento.
Pero más que cualquier otro miembro del grupo, Joan Maloney, la
hija, era la única que parecía formar parte del paisaje, de un modo natural
y genuino; la que pertenecía a aquel lugar del mismo modo que los
árboles y el musgo, y las rocas grises que descendían hasta el agua. Pues
ahora se hallaba en su emplazamiento correcto y natural, una criatura de
lo salvaje, una gitana en su hogar.
A cualquiera con un ojo un poco agudo, esto habría sido más o menos
evidente, pero para mí, que la había conocido durante todos y cada uno
de sus veintidós años de vida, y estaba familiarizado con las súbitas
abstracciones de su carácter arcaico y primitivo, resultaba pasmosamente
claro. Tras verla allí, parecía imposible imaginarla de nuevo en la
civilización. Perdí todo recuerdo sobre su aspecto en la ciudad. La
memoria se había, de algún modo, evaporado. Esta delgada criatura que
había ante mí, rezumando toda la gracia de la vida del bosque, ágil,
autosuficiente, eficaz, soplando sobre el fuego de rodillas, o asando los
alimentos tras un denso velo de humo, de repente parecía ser el único
modo en el que uno podía verla. Aquí estaba en su casa; en Londres
volvería a ser alguien oculto tras sus ropas, una muñeca artificial muy
vestidita, y controlada por férreos horarios, con sólo una porción de su
vida. Aquí estaba viva del todo.
Olvidé incluso cómo solía vestir, igual que olvidaría todo aquello que
vestía a un árbol concreto, o las marcas de los troncos que rodeaban el
campamento. Parecía tan salvaje, tan natural e indómita como todo lo que
componía la escena, y más de lo que yo pueda decir.
Decididamente, no era hermosa. Era delgada, pellejuda, de pelo
oscuro, y en su constitución poseía una gran fuerza física. Poseía, además,
algo de la fuerza y el arrojo vigoroso de un hombre; en ocasiones era
tempestuosa y pronta a apasionados arrebatos, que asustaban a su
madre, e intrigaban a su afable padre por su violencia, aunque al mismo
tiempo la admiraban por ello. Parecía una pagana, con un encantador
rastro de arcaica hermosura pagana en su rostro y ojos oscuros. Pese a
tener un carácter peculiar y difícil, hacía gala de una gran generosidad y
coraje que la hacían adorable.
En la vida de la ciudad, parecía siempre estar atrapada, aburrida,
como un demonio enjaulado, con una ansiosa expresión en sus ojos, como
si en cualquier momento temiera ser apresada. Pero todo aquello había
desaparecido en esta amplia soledad. Lejos de todas aquellas limitaciones
que la atrapaban, mostraba lo mejor de sí misma; y mientras la
observaba moverse alrededor del Campamento, repentinamente me
percaté de que estaba pensando en ella como en una criatura salvaje que
acabara de obtener su libertad y estuviera probando sus músculos.
Peter Sangree, desde luego, se fijó en ella al momento. Pero ella se
encontraba tan obviamente lejos de su alcance, y parecía tan capaz de
cuidarse a sí misma, que pensé que sus padres no pensarían demasiado
en el asunto, y que él mismo la adoraba a una respetuosa distancia,
manteniendo un admirable control sobre su pasión en todos los aspectos
salvo en uno; pues a su edad, los ojos son difíciles de dominar, y la ávida,
casi devoradora, expresión que mostraban a menudo, probablemente le
era desconocida incluso a él. Él, mejor que cualquiera, comprendía que se
había enamorado de alguien demasiado difícil de atrapar, de algo que le
arrastraba al mismo borde de la vida, y casi más allá. Era, sin duda, un
secreto, y un terrible gozo para él, aquella adoración apasionada desde la
lejanía; solo que pienso que sufría mucho más de lo nadie pudiera
suponer, y que su carga de vitalidad era debida, en gran medida, al
constante flujo de ansias no satisfechas que continuamente se agitaban
en su cuerpo y alma. Más aún, me parecía, ahora que les veía juntos por
primera vez, que había en ellos algo innombrable... una cierta y elusiva
cualidad de algún tipo... que les señalaba como pertenecientes al mismo
mundo, y que aunque la chica le ignorara, se hallaba secretamente,
quizás sin saberlo, ligada por algún atributo muy profundo en su propia
naturaleza, a alguna cualidad igualmente profunda en él.
Este era el grupo con el que acampé por vez primera, en el que
habría de ser nuestro campamento durante dos meses, en la isla del Mar
Báltico. Otras figuras aparecían en escena de vez en cuando; en ocasiones
algún pupilo, en ocasiones otro, se nos unían y pasaban unas cuatro horas
al día en la tienda del clérigo, pero sólo vinieron por cortos periodos, y se
fueron sin dejar mucho rastro en mi memoria, y ciertamente no jugaron
un papel importante en lo que ocurriría más adelante.
El tiempo nos favoreció aquella noche, de modo que al ocaso las
tiendas estaban levantadas, los botes descargados, una provisión de leña
recolectada y apilada en montones, y los candiles colgados a nuestro
alrededor, listos para iluminarnos desde los árboles. Sangree, además,
había dispuesto compactos montones de hojas y flores balsámicas para
los lechos de las mujeres, y había limpiado pequeñas sendas que
conducían desde sus tiendas a la hoguera central. Todo estaba preparado
para el caso en que hubiera mal tiempo. Fue un reconfortante refrigerio, y
muy bien cocinado, el que nos sentamos a comer bajo las estrellas, y,
según el clérigo, la única comida digna de probarse que habíamos tomado
desde que salimos de Londres una semana antes.
La profunda soledad, tras el rugido de los barcos de vapor, los trenes,
y los turistas, resultaba impresionante, pues mientras yacíamos alrededor
del fuego, no había sonido alguno excepto el débil suspiro de los pinos y el
suave lamer de las olas en la orilla y contra el casco del barco en la
laguna. La fantasmal silueta de sus velas blancas era visible sólo a través
de los árboles, balanceándose en su tranquilo punto de anclaje, con su
velamen agitándose suavemente contra el mástil. Más allá se alzaban las
formas azules y borrosas de otras islas flotando en la noche, y desde los
grandes espacios que nos rodeaban, llegaba el murmullo del mar y el
suave respirar de los grandes árboles. Los aromas de lo agreste... aromas
del viento y la tierra, de los árboles y el agua, limpios, vigorosos, y
poderosos.... eran los verdaderos olores de un mundo virgen no hollado
por el hombre, más penetrantes y más sutilmente intoxicadores que
cualquier otro perfume en el mundo entero. ¡Ah!.... ¡Y fuertemente
peligrosos, también, sin duda, para algunas naturalezas!
—¡Ahhh! —suspiró el clérigo con un indescriptible gesto de
satisfacción y alivio—. Aquí hay libertad, y sitio para cuidar el cuerpo y la
mente. Aquí uno puede trabajar, descansar y jugar. Aquí uno puede
sentirse vivo y absorber algo de las fuerzas de la tierra, que nunca
recorren la distancia hasta las ciudades. ¡Por San Jorge, voy a construir
aquí un campamento permanente y volveré cuando me llegue la hora de
morir!
El buen hombre estaba dando rienda suelta a su placer de hallarse
ante aquel paisaje. Decía lo mismo todos los años, y lo decía a menudo.
Pero más o menos expresaba los sentimientos superficiales de todos
nosotros. Y cuando, un poco más tarde, se giró hacia su mujer para
pasarle las patatas fritas, y descubrió que estaba roncando, con la espalda
contra un árbol, emitió un gruñido de contento ante aquella vista y le echó
una sábana por encima, como si para ella fuera la cosa más natural del
mundo quedarse dormida después de la cena, y entonces regresó a su
posición original, fumando su pipa con gran satisfacción.
Y yo, fumando también, yacía tendido, luchando contra el más
delicioso sueño imaginable, mientras mis ojos se movían del fuego a las
estrellas, mirando de vez en cuando la leña ardiente, y luego, de nuevo al
grupo que me rodeaba. El Reverendo Timothy no tardó en apagar su pipa
y sucumbir como su mujer había hecho, pues había trabajado duro y
comido bien. Sangree, también fumando, se inclinaba contra un árbol con
su mirada fija en la chica, con un ansia profunda en su rostro que no era
capaz de ocultar, y que realmente me preocupó. Y la misma Joan, con los
ojos muy abiertos, alerta, impregnados con la fuerza del lugar,
evidentemente embargada por la magia de encontrarse a sí misma entre
todas aquellas cosas que su alma reconocía como "el hogar"; se sentaba
rígida ante el fuego, con su mente recorriendo los espacios, y la sangre
bullendo en su corazón. Se hallaba tan ignorante de la mirada del
Canadiense como del hecho de que sus padres se habían dormido. Más
parecía ser un árbol, o algo que había crecido en aquella isla, que una
chica de nuestro siglo; y cuando le hablé en susurros y le sugerí un
recorrido de investigación, se levantó y me miró como si hubiera
escuchado una voz en sueños.
Sangree se levantó y se unió a nosotros; y sin despertar a los demás,
fuimos, los tres, por la orilla de la isla, dirigiéndonos al embarcadero. Ante
nosotros, el agua yacía como la de un lago antes de ser coloreado por el
alba. El aire era puro y aromático, transportando el olor de las boscosas
islas que se alzaban a nuestro alrededor en el oscuro aire. Diminutas olas
barrían lentamente la arena. El mar estaba cubierto de estrellas, y por
todas partes respiraba y latía la belleza de la noche de verano en el norte.
Debo confesar que pronto perdí toda conciencia de las presencias
humanas que me acompañaban, y no me extrañaría que a Joan le
ocurriera también. Sólo Sangree se sentía de otro modo, supongo, pues le
oímos cantar; y me da la sensación de que absorbió toda aquella
maravilla, y la pasión de aquel paisaje en su sollozante corazón, y que su
dolor le pareció insignificante ante la visión de una belleza tan
incomparable como incomprensible.
El chapoteo de un pez que saltaba sobre el agua, rompió el hechizo.
—En este momento, me gustaría que tuviéramos la canoa, —remarcó
Joan—; podríamos remar hasta las demás islas.
—Desde luego, —dije yo—; esperad aquí e iré a por ella, —y me
estaba girando para rehacer el camino en la oscuridad cuando me detuvo
con una voz que no daba lugar a error.
—No; Mr. Sangree nos la traerá. Esperaremos aquí, y haremos ruido
para guiarle.
El Canadiense partió al momento, pues ella sólo tenía que exponer
sus deseos para que él la obedeciera.
—No te acerques demasiado al borde del agua, por si hay rocas
sueltas, —le grité mientras se iba—, y dirígete a la derecha de la laguna.
Es el camino más corto, según el mapa.
Mi voz viajó por las tranquilas aguas y despertó ecos en las distantes
islas, que regresaron a nosotros como gente que nos llamara en la
distancia. Sólo había unas treinta o cuarenta yardas sobre el risco y de
descenso hasta el otro lado de la laguna, donde estaban los botes, pero
había una buena milla de costa para rodear en la oscuridad hasta donde
esperábamos. Le escuchamos alejarse entre las ramas, y luego los
sonidos cesaron cuando alcanzó la cima del risco y descendió al otro lado,
hasta la hoguera.
—No quería quedarme sola aquí, con él, —dijo la chica, con voz baja
y solemne—. Siempre estoy temiendo que él vaya a hacer o decir algo...
—dudó por un momento, mirando rápidamente sobre su hombro hacia el
risco por el que acababa de desaparecer...— algo que acabe por ser
desagradable. —Se detuvo abruptamente.
—¡Pero si estás asustada, Joan! —Exclamé con genuina sorpresa—.
Eso es algo nuevo en tu carácter. Ya creía que no existía el ser humano
que pudiera asustarte. —Entonces me percaté de repente, de que estaba
hablando en serio... buscando mi ayuda, de algún modo... y al momento
abandoné mi actitud maliciosa—. Creo que ya está bastante lejos de aquí,
Joan, —añadí gravemente—. Debes ser amable con él, no importa lo que
sientas. Está enormemente colado por ti.
—Lo sé, pero no puedo hacer nada, —susurró, rompiendo el silencio
con su voz—; hay algo en él que... que me da escalofríos y me preocupa.
—Pero, pobre hombre, no es culpa suya si es delicado y en ocasiones
parezca la misma muerte, —me reí suavemente, tomando la defensa de
un inocente miembro de mi propio sexo.
—Ah, pero no es eso a lo que me refiero, —respondió rápidamente—;
es algo que siento en él, algo en su alma, algo que él no sabe de sí
mismo, pero que puede emerger si nos hallamos juntos. Y siento que me
atañe de un modo tremendo. Agita lo que hay de salvaje en mí... muy
profundamente... oh, pero que muy profundamente,... y al mismo tiempo
me asusta.
—Supongo que sus pensamientos están siempre centrados en ti, —le
dije—, pero es buena gente y...
—Si, si, —me interrumpió impaciente—. Ya sé que puedo confiar del
todo en él. Es gentil y singularmente inocente. Pero hay algo más que...
—Se detuvo de nuevo, escuchando con atención. Luego se acercó a mí en
la oscuridad, susurrando...— Ya sabe, Mr. Hubbard, que en ocasiones mis
intuiciones me avisan con demasiada fuerza como para ser ignoradas. Oh,
si, no necesita decirme de nuevo que es muy difícil distinguir entre el
capricho y la intuición. Ya sé todo eso. Pero también sé que hay algo en lo
más profundo del alma de ese hombre, que llama a algo en las
profundidades de la mía. Y en estos momentos me asusta, porque no
tengo modo de saber lo que es; y sé, lo sé, que algún día él hará algo
que... que arrastrará mi vida al límite... —Se rió quedamente por lo
extraño de su propia descripción.
Me volví para mirarla más de cerca, pero la oscuridad era demasiado
grande como para distinguir su rostro. Había una intensidad en su voz,
casi una pasión contenida, que me tomó completamente por sorpresa.
—No tiene sentido, Joan, —dije yo, con cierta severidad—; le conoces
bien. Ha estado con tu padre durante meses.
—Pero eso fue en Londres; y aquí arriba es diferente... me refiero a
que siento que va a ser diferente. La vida en un lugar como este, barre
por completo las restricciones de la vida artificial de la ciudad. Yo lo sé;
oh, sé muy bien lo que estoy diciendo. Yo misma me siento liberada en
lugar como este; la rigidez de la naturaleza de uno mismo, comienza a
aflojarse y a fluir. ¡Seguro que entiendes a qué me refiero!
—Desde luego que lo comprendo, —respondí, aunque no deseaba
animarla en su actual línea de razonamiento—, y es una gran
experiencia... para una breve temporada. Pero estás agotada, Joan, como
el resto de nosotros. Unos pocos días respirando este aire y quedarás libre
de todos esos miedos que mencionas.
Entonces, tras un momento de silencio, asentí, sintiendo que acabaría
echando de menos sus confidencias si continuaba tratándola como a una
cría...
—Creo que quizás, la verdadera explicación es que te da pena que te
ame, y al mismo tiempo sientes esa repulsión que el animal fuerte,
vigoroso siente hacia lo que es débil y tímido. Si viniera a ti con bravura y
te agarrara de la garganta, gritando que estaba dispuesto a obligarte a
amarle... bien, entonces no le tendrías ningún miedo. Sabrías
exactamente cómo tratar con él. ¿No será algo de eso?
La chica no contestó, y cuando tomé su mano, noté que estaba fría, y
temblaba un poco.
—No es el amor lo que me asusta, —dijo con cierto apresuramiento,
pues en aquel instante escuchamos el golpear de un remo en el agua—,
es algo en su misma alma, que me aterroriza de un modo, que nunca me
habían aterrorizado antes,... y que me fascina. En la ciudad casi ni era
consciente de su presencia. Pero desde el momento en que abandonamos
la civilización, comenzó a hacerse notar. Parece tan... tan real aquí arriba.
Me aterroriza quedarme a solas con él. Me hace sentir como si algo fuera
a emerger, a abrirse camino... que él hará algo... o que yo haré algo... no
sé exactamente el qué; probablemente,... pero me gustaría desfogarme y
gritar...
—¡Joan!
—No se alarme, —rió ligeramente—; no haré ninguna tontería, pero
deseaba contarle mis sentimientos en caso de que necesitara su ayuda.
Cuando tengo intuiciones tan fuertes como ésta, nunca me equivoco; solo
que no sé exactamente qué quieren decir.
—De cualquier modo, deberás aguantar aún un mes, —le dije con una
voz que intentaba aparentar seguridad, pues sus maneras habían, de
algún modo, cambiado mi sorpresa en una súbita sensación de alarma—.
Sangree sólo se quedará un mes, ya lo sabes. Y, de cualquier modo, tú
también eres un poquito rara, así que deberías ser un poco más generosa
con otros bichos raros, —finalicé, con una risa forzada.
Aplicó a mi mano una súbita presión.
—De todos modos, me alegra habérselo contado, —dijo rápidamente,
casi sin aliento, pues la canoa estaba ya muy cerca, rompiendo el silencio
como un fantasma a nuestros pies—, y también me alegro de que esté
aquí, —añadió, mientras descendía hasta el agua, a encontrarse con él.
Relevé a Sangree con los remos y me acoplé en el apretado asiento,
situando a la chica entre nosotros, para poder vigilarles a ambos con sólo
observar sus siluetas contra el mar y las estrellas. Sobre las intuiciones de
cierta gente... usualmente mujeres y niños, debo confesarlo... he sentido
siempre un gran respeto, que las más de las veces no ha sido justificado
por la experiencia; y en aquellos instantes me asaltó una curiosa emoción,
con las palabras de la chica permaneciendo aún vívidamente en mi
conciencia. De algún modo —me expliqué a mí mismo— el hecho era que
la chica, agotada por la fatiga de muchos días de viaje, había sufrido una
fuerte reacción de alguna clase ante el imponente y desolado escenario, y
puede que además, posiblemente, hubiera sido afectada por mi misma
experiencia de observar a los miembros del grupo bajo una nueva luz... y
el Canadiense, siendo en parte un extraño, la había hecho reaccionar de
un modo más claro que el resto de nosotros. Pero, al mismo tiempo, sentí
que era bastante posible que ella hubiera notado algún sutil enlace entre
su personalidad y la de él, alguna cualidad que hasta el momento había
ignorado y que la rutina de la ciudad había mantenido oculta. La única
cosa que parecía difícil de explicar era el temor del que había hablado, y
que yo esperaba que los efectos de la vida campestre y el ejercicio,
acabarían por suprimir de un modo natural, conforme pasara el tiempo.
Rodeamos la isla sin cruzar palabra. Era todo demasiado hermoso
como para hablar. Los árboles descendían casi hasta la orilla y los
rozábamos al pasar. Vimos sus delicadas copas oscuras, ligeramente
arqueadas, con espléndida dignidad, como para observarnos, olvidando
por un momento que las estrellas quedaban atrapadas en su armazón de
hojas. Al oeste, en el cielo, aún quedaban restos del dorado atardecer, y
contemplamos la agreste visión del horizonte, densamente poblado de
bosques y montañas, llegándonos al corazón, como el motivo de una
sinfonía, y embriagando nuestra mente con su belleza... todas aquellas
islas de alrededor, se alzaban sobre el agua como nubes bajas, y al igual
que ellas, parecían difuminarse silenciosamente en la brumosa noche.
Escuchábamos el musical "drip-drip" del remo, y el suave susurro de las
olas en la orilla; y entonces, de repente, nos hallamos de nuevo a la
entrada de la laguna, habiendo cerrado por completo el circuito de nuestro
hogar.
El Reverendo Timothy se había despertado, y canturreaba para sí; y
el sonido de su voz, mientras avanzábamos por las últimas cincuenta
yardas de agua, era agradable de escuchar e indudablemente dichoso.
Vimos el resplandor del fuego ante los árboles del risco, y sus sombras
moviéndose mientras echaba más leña.
—¡Ya estáis aquí! —nos llamó en voz baja—. ¡Bien hallados! Habéis
estado viendo el paisaje nocturno, ¿eh? ¡Genial! Pues tu madre sigue
dormida, Joan.
Su afable risa flotó a través del agua; no había estado en absoluto
preocupado por nuestra ausencia, pues los excursionistas veteranos no se
alarman fácilmente.
—Ahora, recordad, —continuó, tras haberle contado ante el fuego los
detalles de nuestro viaje, y después de que Mrs. Maloney preguntara por
cuarta vez dónde estaba su tienda y si la entrada daba al este o al sur—,
deberemos turnarnos para preparar el desayuno, y uno de los hombres
deberá estar listo al amanecer para ir disponiéndolo. Hubbard, ¡Haz las
cosas de la mañana tal como yo las haga!.
—Haré lo que pueda, —le dije, riéndome de su desconfianza, pues
sabía que le encantaba tomar las gachas chamuscadas—. Y hazte a la idea
de no carbonizarlo, como hiciste en todas las benditas ocasiones, el año
pasado en el Volga, —añadí a modo de recordatorio.
Tras la quinta interrupción por parte de Mrs. Maloney ante la puerta
de su tienda, y su subsiguiente observación de que ya eran más de las
nueve de la noche, nos dispusimos a encender las linternas y a apagar la
hoguera, por seguridad.
Pero antes de separarnos para pasar la noche, el clérigo tuvo tiempo
de realizar un pequeño ritual de los suyos, y ninguno de nosotros fue
capaz de negárselo. Siempre hacía aquello. Era una costumbre de sus días
en el púlpito. Nos miró de uno en uno, con su rostro grave y severo, sus
manos elevadas a las estrellas y sus ojos abriéndose y cerrándose con
momentánea concentración. Ofreció entonces una breve y casi inaudible
oración, agradeciendo al Cielo por haber llegado a salvo a nuestro destino,
rogando buen tiempo, que no se dieran accidentes o enfermedades, y que
hubiera buena pesca y fuertes vientos para navegar.
Y entonces, de un modo inesperado... nadie supo exactamente por
qué... finalizó con una abrupta petición sobre que a nada ni nadie del
Reino de las Sombras se le permitiera hollar nuestra paz, y que nada
malvado pudiera acercarse a molestarnos por la noche.
Y mientras soltaba aquellas sorprendentes últimas palabras, tan
extrañamente distintas a sus finales habituales, ocurrió que levanté la
vista y dejé que mis ojos vagaran por el grupo que se reunía alrededor del
agonizante fuego. Y ciertamente, me pareció que el rostro de Sangree
mostraba una súbita y visible alteración. Se hallaba mirando a Joan, y
mientras lo hacía, el cambio tuvo lugar, como una sombra, y se fue. Hube
de reconocer, a mi pesar, que una emoción extrañamente concentrada,
potente, contenida, había invadido su expresión, usualmente tan débil y
relajada. Pero fue algo tan rápido como un meteoro, y al mirar su rostro
por segunda vez, era normal, y se hallaba mirando a algún punto entre los
árboles.
Y Joan, por fortuna, no le había visto, con su cabeza inclinada y sus
ojos ligeramente cerrados mientras su padre rezaba.
"Lo cierto es que la chica tiene una gran imaginación," pensé, medio
riéndome, mientras encendía las linternas, "si sus pensamientos pueden
afectar a los míos de esa manera"; y entonces, tras darnos las buenas
noches, tuve ocasión de dedicarla unas cuantas vigorosas palabras de
aliento, y de acompañarla hasta su tienda para poder tener la seguridad
de que podría encontrarla con rapidez en la noche, en caso de que algo
ocurriera. Sagaz como era, la chica comprendió y me lo agradeció, y lo
último que escuché mientras me dirigía a las tiendas de los hombres fue a
Mrs. Maloney quejándose de que había escarabajos en su tienda, y la risa
de Joan mientras acudía a ayudarla a sacarlos.
Media hora más tarde, la isla estaba tan silenciosa como una tumba,
a excepción de las voces del viento, que susurraba desde el mar. Las tres
tiendas de los hombres se alzaban, como blancos centinelas, en un lado
del risco; en el otro, medio ocultas por algunos birches, cuyas hojas
susurraban al ser acariciadas por el viento, las tiendas de las mujeres,
forradas de un fantasmal gris, se apiñaban cercanas para su mutuo cobijo
y protección. Habría unas cincuenta yardas de suelo irregular, roca gris,
musgo y liquen, entre unas y otras; y sobre todo, se alzaban la cortina de
la noche y los imponentes y susurrantes vientos de los bosques de
Escandinavia.
Y por último, justo antes de dejarme llevar por esa poderosa ola que
le arrastra a uno suavemente a las profundidades del olvido, escuché de
nuevo las palabras de John Silence mientras el tren salía de la Estación
Victoria; y mediante alguna conexión sutil que me alcanzó en el mismo
umbral de la conciencia, apareció simultáneamente en mis pensamientos
el recuerdo de las confidencias de la chica, y su preocupación. Y mediante
algún embrujo de los sueños que me aguardaban, ambos parecieron
mezclarse en aquel instante; pero antes de que pudiera analizar el por
qué de aquel hecho, se hundieron lejos de la vista, y me hallé más allá de
cualquier recuerdo.
"A menos que me mandes llamar antes."
II
En cuanto a si la puerta de la tienda de Mrs. Maloney daba al sur o al
este, creo que nunca llegó a descubrirlo, pues es bastante cierto que
siempre dormía con las telas herméticamente cerradas; lo único que sé es
que mi pequeña "cinco por siete, de pura seda" estaba orientada al este,
pues a la mañana siguiente, el sol, brillando como sólo puede brillar en
tierras salvajes, me despertó temprano, y un momento más tarde, tras
una breve carrera sobre el suave musgo y un salto al vacío desde la
cornisa de granito, me hallaba nadando en el agua más clara que
imaginarse pueda.
Eran pasadas las cuatro, y el sol comenzaba a revelar un extenso
panorama de islas azules, que conducían hasta mar abierto y a Finlandia.
Más cerca, se alzaban las boscosas cúpulas de nuestra propiedad, aún
nublada y poblada de humeantes senderos de agonizante niebla; parecía
tan fresca como si fuera la mañana del "sexto día de la creación" de Mrs.
Maloney y acabara de salir, limpia y brillante, de las manos del Gran
Arquitecto.
En los espacios abiertos el suelo estaba cubierto de rocío, y desde el
mar soplaba una fresca y salada brisa, que atravesaba los árboles,
haciendo temblar las ramas en una atmósfera de resplandeciente plata. La
blancura de las tiendas brillaba al recibir los primeros rayos del sol. Más
abajo, yacía la laguna, aún soñando en la noche de verano; en el mar
abierto, los peces saltaban afanosamente, enviando musicales ondas
hasta la orilla; y en el aire pesaba la magia del silencio del alba, imposible
de explicar.
Encendí la hoguera para que una hora más tarde, el clérigo pudiera
disponer de unas buenas brasas para preparar sus gachas de avena, y
entonces me dispuse a realizar un examen de la isla; no había avanzado
ni una docena de yardas cuando vi una figura que aparecía un poco
delante mío, donde la luz del sol descendía en un estanque entre los
árboles.
Era Joan. Se había levantado hacía ya una hora, según me dijo, y se
había bañado antes de que las últimas estrellas abandonaran el cielo. Al
momento comprobé que el nuevo espíritu de esta solitaria región había
penetrado en ella, haciendo desvanecerse los miedos de la noche, pues su
rostro era como el de una feliz criatura de lo agreste, y sus ojos brillaban
sin mácula. Estaba descalza, y su flotante cabello mostraba gotas de rocío
recién caídas de las ramas. Obviamente había vuelto a su ser.
—He estado recorriendo la isla, —anunció risueña—, y hay dos cosas
a tener en cuenta.
—Me fío de tu juicio, Joan. ¿Cuales son?
—No hay vida animal, y no hay... agua.
—Suele ir unido, —le dije—. Los animales no se establecen en una
roca como esta, a menos que haya una fuente en ella.
Y mientras me guiaba de un lugar a otro, contenta y excitada,
saltando ágilmente de una roca a otra, me alegró notar que mis primeras
impresiones resultaban ser correctas. No hizo referencia alguna a nuestra
conversación de la pasada noche. El nuevo espíritu había reemplazado al
viejo. No quedaba lugar en su corazón para el miedo o la ansiedad; y la
Naturaleza la había renovado.
La isla, según comprobamos, ocupaba unos tres cuartos de milla de
parte a parte; estaba construida con forma circular, o mejor, de amplia
herradura, con una abertura de veinte pies en la boca de la laguna. Los
árboles de Pinos la cubrían densamente, aunque aquí y allá había
plateados remiendos de birch, sauces llorones, y considerables colonias de
arbustos de moras y frambuesas salvajes. Los dos extremos de la
herradura formaban amplias losas de suave granito, que bajaba hasta el
mar, formando peligrosos arrecifes justo bajo la superficie, pero el resto
de la isla se alzaba en una elevación de catorce pies, que en ambos lados
bajaba hasta el agua de un modo escalonado, a lo largo de unas cien
yardas de anchura.
La orilla exterior estaba plagada de innumerables calas, bahías y
playas arenosas, con algunas cavernas aquí y allí, y pequeños acantilados
contra los que el mar rompía con truenos y espuma. Pero la orilla interior,
la orilla de la laguna, era baja y regular, y tan bien protegida por la
muralla de árboles que se extendía por el risco, que ninguna tormenta
podría hacer pasar algo más que un poco de agua por sus arenosas
fronteras. Una paz eterna reinaba allí.
En una de las otras islas, a unos pocos cientos de yardas de distancia
—pues el resto del grupo durmió hasta tarde aquella mañana, y
aprovechamos para usar la canoa— descubrimos un manantial de agua
pura, que carecía de la dureza de la del Báltico, y resolviendo así el más
importante problema del campamento; a continuación, procedimos a
abordar el segundo... la pesca. Y en media hora nos dispusimos a
regresar, pues el hecho de almacenar y limpiar más pescado del que
pueda ser almacenado y comido en un día, no es una ocupación sabia
para excursionistas veteranos.
Al desembarcar, a eso de las seis, escuchamos al clérigo cantando
como solía hacer, y vimos a su mujer y a Sangree saliendo de sus tiendas,
a la luz del sol, vestidos ambos de un modo que suprimía finalmente todo
recuerdo de las calles y la civilización.
—Han sido los duendes los que han encendido el fuego para mí, —
gritó Maloney, del modo más natural y sintiéndose en casa con su vieja
bata de franela e interrumpiendo su canturreo a la mitad—, de modo que
las gachas se están haciendo... y esta vez no se quemarán.
Narramos el descubrimiento del agua y la captura del pescado.
—¡Bien! ¡Excelente! —gritó—. Tomaremos el primer desayuno
decente que he tenido en todo el año. Sangree, no tardes en limpiarlos, y
la Contramaestre......
—...Los freirá en un momento, —rió la voz de Mrs. Maloney,
apareciendo en escena llevando la parrilla, calzada con sandalias y con un
jersey azul. Su marido siempre la llamaba "la Contramaestre" en el
campamento, ya que una de sus tareas, entre otras muchas, era la de
llamar a todos para la comida.
—Y en cuanto a ti, Joan, —continuó el hombre, feliz—, parece que
seas el Espíritu de la Isla, con musgo en tu cabello y el viento en tus ojos,
y el sol y las estrellas mezclados en tu rostro. —La miró con placentera
admiración—. Aquí, Sangree, toma estos doce, son unos buenos
ejemplares, los más grandes. ¡Y los tendremos untados en mantequilla en
menos tiempo del que tardes en decir "Isla del Mar Báltico"!
Observé al Canadiense mientras se movía despacio para limpiar el
pescado. Sus ojos bebían en la belleza de la chica, y una oleada de
apasionado regocijo, casi febril, pasó por su rostro, expresando el éxtasis
de su sincera adoración más que cualquier otra cosa. Quizás estaba
pensando en que aún le quedaban tres semanas de contemplar esa visión
ante sus ojos; quizás estaba pensando en sus sueños de esa noche. No
sabría decirlo. Pero noté la curiosa mezcla de ansia y felicidad en sus ojos,
y la fuerza de esa impresión espoleó mi curiosidad. Algo en su rostro
atrajo mi mirado por un segundo, algo en su intensidad. El hecho de que
tan tímida y gentil personalidad pudiera albergar una pasión tan viril,
requería una explicación.
Pero la impresión fue momentánea, pues aquel primer desayuno en el
campamento no me permitió prestar atención a otras cosas, y me
atrevería a jurar que aquellas gachas, el té, el "bollo de pan" sueco, y los
pescados fritos, aromatizados con tiras de beicon, fueron la mejor comida
que se comiera aquel día en todo el mundo.
El primer día de sol en un nuevo campamento es siempre muy
ajetreado, y pronto nos sumergimos en la rutina de la que dependía, en
gran medida, nuestra comodidad. Alrededor del fuego de cocinar,
bastante mejorado con piedras de la orilla, construimos un alto cenador,
consistente en un tejadillo formado por vigas de madera, y su cubierta
forrada de musgo y líquenes, sujetados por piedras, y en el interior,
rodeando el fuego, construimos asientos bajos de madera, para poder
sentarnos en torno al fuego incluso en caso de lluvia, y poder comer
tranquilos. También se delinearon caminos de tienda a tienda, a las zonas
de aseo y al embarcadero, y se marcó una línea divisoria entre las tiendas
de los hombres y las de las mujeres. Se partió leña, se quitaron los
tocones y los troncos muertos, se colgaron hamacas, y las tiendas se
fortalecieron. En una palabra, se estableció el campamento, y las tareas
fueron asignadas y aceptadas como si esperáramos vivir en esta isla del
Báltico durante los años venideros, y cada pequeño detalle sobre la vida
en común fuera importante.
Más aún, mientras el campamento cobraba entidad, aquel sentido de
comunidad fue desarrollándose, probando que éramos un grupo
compacto, y no meramente unos seres humanos aislados que se disponían
a vivir durante un tiempo en tiendas, en una isla desierta. Todos nosotros
nos sumergimos de pleno en la rutina. Sangree, como por selección
natural, se hizo cargo de limpiar el pescado y cortar la leña en cantidades
suficientes para un día entero. Y lo hacía bien. La palangana de agua
nunca permanecía sin un pescado dentro, limpio y desescamado, listo
para ser cocinado para quien tuviera hambre; la hoguera nocturna nunca
se extinguió por falta de combustible que arrojar, sin necesidad de ir a
buscar más.
Y Timothy, una vez reverendo, capturaba el pescado y talaba los
árboles. También tomó a su cargo la responsabilidad del mantenimiento
del barco, y se implicó hasta tal punto que no había nada en el pequeño
cutter que requiriera arreglarse. Y cuando, por algún motivo, su presencia
era requerida, el primer lugar donde buscarle era... en el barco; y era allí,
además, donde usualmente se le hallaba, reparando lonas, velamen y
cabos, y cantando mientras lo hacía.
Tampoco se descuidó la "lectura"; pues la mayoría de las mañanas
llegaban sonidos de voces serias desde el interior de la tienda blanca a
través de la extensión de arbustos, que significaban que Sangree, su
tutor, y cualquier otro alumno que se hallara con el grupo esos días,
estaban inmersos en la "Historia de los Clásicos".
Y mientras Mrs. Maloney, también por selección natural, tomó a su
cargo la limpieza y la cocina, las coladas y la supervisión general de
nuestras rudas comodidades, y también se hizo maestra en el peculiar uso
del megáfono, con el que nos convocaba para comer, y que transportaba
su voz, fácilmente, de un extremo a otro de la isla; y en sus horas de
ocio, esbozaba los paisajes que nos rodeaban en un block de dibujo, con
toda la honestidad y la devoción de su alma determinada, pero poco
receptiva.
Joan, mientras tanto, Joan, elusiva y salvaje criatura, se convirtió no
sé exactamente en qué. Trabajaba mucho en el campamento, aunque
parecía no tener asignada ninguna tarea concreta. Estaba en todas partes
en todo momento. En ocasiones dormía en su tienda, y en ocasiones bajo
las estrellas con su saco de dormir. Conocía cada pulgada de la isla y
aparecía en los lugares donde menos se la esperaba... pues siempre
rondaba de un lado a otro, leyendo sus libros en apartadas esquinas,
haciendo pequeñas fogatas en días nublados para "complacer a los
dioses," y encontrando siempre nuevos estanques en los que pescar,
bañándose y nadando día y noche en las aguas cálidas y sin olas de la
laguna, como un pez en un gran tanque. Paseaba descalza y con las
pantorrillas al descubierto, con el pelo suelto y el pantalón remangado
hasta las rodillas, y si alguna vez un ser humano se transformó en una
alegre criatura salvaje en el transcurso de una sola semana, Joan Maloney
era ciertamente, ese ser humano. Se asilvestró.
Además, se hallaba hasta tal punto poseída por el fuerte espíritu del
lugar, que los pequeños miedos humanos que había mostrado de tan
extraño modo a nuestra llegada, parecieron esfumarse por completo. Tal
como esperaba, no hizo referencia alguna a nuestra conversación de la
primera noche. Sangree no la dedicaba especiales atenciones, y después
de todo, pasaban muy poco tiempo juntos. Su comportamiento era
perfecto en ese sentido, y yo, por mi parte, apenas volví a pensar en el
asunto. Joan solía ser presa de fuertes sensaciones, de uno u otro tipo, y
esta había sido una de ellas. Afortunadamente para la felicidad de todos,
se había evaporado ante el espíritu del trabajo, la vida activa y la
profunda alegría que reinaba en la isla. Todos nos sentíamos
intensamente vivos y en paz.
Mientras tanto, el efecto de la vida en el campo comenzó a notarse.
Supone siempre una prueba de carácter, y sus resultados, tarde o
temprano, son infalibles, pues actúan sobre el alma con tanta rapidez y
seguridad como el baño de reactivo sobre un negativo de fotografía.
Rápidamente, tiene lugar un reajuste de las fuerzas de la personalidad;
algunas partes de dicha personalidad se van a dormir, mientras otras se
despiertan: pero el primer cambio que acarrea la vida salvaje es que las
porciones artificiales del carácter se van desprendiendo una tras otra,
como piel muerta. Las actitudes y poses que en la ciudad parecían
genuinas, aquí se evaporan. La mente, como el cuerpo, rápidamente se
vuelve dura, sencilla, sin complejidades. Y en un campamento tan
primitivo y cercano a la naturaleza como era el nuestro, estos efectos se
hicieron visibles con más rapidez.
Por supuesto que, algunas personas que suelen decir maravillas de la
vida sencilla cuando se encuentran lejos y a salvo, se traicionan a sí
mismos al hallarse en un campamento, buscando continuamente los
estímulos artificiales de la civilización que añoran. Algunos se aburren al
poco tiempo; algunos se hacen perezosos; algunos revelan al animal que
llevan dentro, de las manera más inesperadas; y algunos, gente selecta,
se encuentran a gusto, y son felices.
Y, en nuestro pequeño grupo, todos podíamos preciarnos de
pertenecer a la última categoría, según íbamos observando el efecto
general. Solo que, además, se dieron algunos otros cambios, que variaban
con cada individuo, todos ellos interesantes de analizar.
Tan sólo llevábamos una o dos semanas allí, cuando aquellos cambios
se hicieron más marcados, aunque este es el momento, creo yo, para
hablar de ellos. Pues por mi parte, y no teniendo otra tarea más que
disfrutar de unas bien ganadas vacaciones, solía cargar mi canoa con
mantas y provisiones, y aventurarme en viajes de exploración entre las
islas, por espacio de varios días; y fue a mi regreso del primero de
aquellos viajes... cuando redescubrí al grupo, por decirlo así... y aquellos
cambios se presentaron por vez primera, vívidamente ante mí, y de
alguna manera particular me produjeron una impresión bastante curiosa.
En una palabra: en aquel momento, mientras todos ellos se habían
vuelto más agrestes, de un modo natural, Sangree, según me pareció, se
había vuelto mucho más agreste, de un modo que sólo puedo calificar de
antinaturalmente agreste. Me hacía pensar en un salvaje.
Para empezar, su mera apariencia física había cambiado
inmensamente, y el tono tostado de sus mejillas, los ojos brillantes de
absoluta salud, y el aire general de vigor y robustez que habían
reemplazado a su acostumbrada laxitud y timidez, le habían cambiado
tanto que difícilmente parecía tratarse del mismo hombre. Su voz,
además, era más profunda y sus maneras denotaban, por primera vez,
una gran confianza en sí mismo. Ahora tenía algunos visos de apostura, o
al menos de cierto aire de virilidad que no disminuían su valía a los ojos
del sexo opuesto.
Todo esto, desde luego, era bastante natural, e incluso bienvenido.
Pero además de este cambio físico, que sin duda también se había dado
en el resto de nosotros, había una sutil nota en su personalidad que
percibí con cierto grado de sorpresa, casi rayante en el shock.
Y otras dos cosas... cuando vino a recibirme y a arrastrar la canoa...
saltaron a mi mente, intactas, como conectadas de algún modo que en
aquel momento no podía definir... primero, la curiosa opinión que sobre él
tenía Joan; y segundo, aquella expresión furtiva que había captado en su
rostro mientras Maloney rezaba su extraña oración para una protección
especial del Cielo.
Su delicada apostura y maneras... por llamarlo de un modo suave...
que siempre habían sido una característica definitoria de aquel hombre,
habían sido reemplazadas por algo que le hacía mucho más vigoroso y
decidido, capaz de eludir cualquier análisis. El cambio que más
hondamente me impresionó no resulta fácil de explicar. Los demás... el
canturreante Maloney, la determinada "Contramaestre", y Joan, aquel
fascinante híbrido entre ondina y salamandra... todos mostraban los
efectos de la vida cercana a la naturaleza; pero en su caso el cambio era
perfectamente natural y el que habría de esperarse, mientras que con
Peter Sangree, el Canadiense, resultaba algo inusual e inesperado.
Es imposible de explicar la manera en que fue llegando a mi mente la
impresión de que algo en él le había vuelto salvaje, pues esa, más o
menos, es la impresión que me daba. Realmente no es que pareciera
menos civilizado, o que su carácter hubiera sufrido alguna alteración
definitiva, pero sí que había algo en él, durmiente hasta el momento, que
había despertado a la vida. Alguna cualidad, hasta ahora latente... al
menos para nosotros, que, después de todo, sólo le conocíamos
ligeramente... que había comenzado a funcionar y había asomado a la
superficie de su ser.
Y mientras tanto, no era sino bastante natural que mi mente
continuara el proceso intuitivo y relacionara el hecho de que John Silence,
poseedor de peculiares facultades, y la chica, de acuerdo también a su
temperamento particularmente receptivo, podían, cada uno de una
manera distinta, haber adivinado esta cualidad latente en su alma, y
temido su posterior manifestación.
Ahora, mirando hacia atrás a esta penosa aventura, me parece
igualmente natural que el mismo proceso, llevado a su lógica conclusión,
hubiera despertado en mí algún profundo instinto que, completamente
alejado de mi voluntad, me hubiera obligado poderosa y persistentemente
a estar alerta en todo momento. De manera que la personalidad de
Sangree no se apartaba nunca de mis pensamientos, y me encontraba a
todas horas analizando y buscando una explicación, que tardaba
demasiado en llegar.
—Debo declarar, Hubbard, que estás tan bronceado como un
aborigen, y que incluso pareces uno de ellos, —se rió Maloney.
—Puedo devolverte el cumplido, —fue mi respuesta, mientras nos
agrupábamos alrededor de la marmita de té para intercambiar noticias y
comparar notas.
Y más tarde, en el almuerzo, me asombró observar que el distinguido
tutor, antaño clérigo, no daba cuenta de su comida con tanta "distinción"
como hacía en casa... sino que la devoraba; y Mrs. Maloney comía más y,
como mínimo, con menos mesura, de lo acostumbrado en la selecta
atmósfera de su comedor inglés; y que mientras Joan atacaba su plato
con verdadera ansia, Sangree, el Canadiense, mordisqueaba y engullía el
suyo, riendo y mascullando todo el rato, haciéndome pensar con secreto
asombro en un animal desnutrido en su primera comida. Mientras, según
sus observaciones sobre mí, juzgué que también había cambiado,
volviéndome tan agreste como el resto.
El cambio se mostraba de este modo, y de un centenar de pequeñas
maneras, difíciles de definir con detalle, pero que demostraban... no ya el
efecto de vivir una vida primitiva, sino, digamos..., que los métodos más
directos y poco refinados acababan por prevalecer. Pues durante todo el
día nos hallábamos inmersos en los elementos... viento, agua, sol... y al
igual que el cuerpo se hace insensible al frío, abandonando toda ropa
innecesaria, la mente se fortalece y abandona muchos de los disfraces
requeridos por las convenciones de la civilización.
Y cada uno de nosotros, de acuerdo a su temperamento y carácter,
desarrolló los instintos vitales que le eran naturales, indómitos, y, en
cierto modo... salvajes.
III
Y así, ocurrió que permanecí con el grupo de la isla, posponiendo día
tras día mi segundo viaje de exploración; y me pareció que aquel lejano
instinto mío de vigilar a Sangree era realmente la causa de mi demora.
Durante unos diez días más, la vida en el campamento continuó de su
delicioso modo habitual, bendecida por un perfecto tiempo de verano,
abundancia de pesca, buen viento para navegar, y noches cálidas y
tranquilas. La interesada oración de Maloney había sido favorablemente
recibida. Nada nos molestó. Ni siquiera había ruidos nocturnos de
animales, para alterar el descanso de Mrs. Maloney; pues en anteriores
campamentos, a menudo había mostrado una peculiar aflicción al
escuchar a los puercoespines arrastrarse por las inmediaciones, o a las
ardillas, arrojando piñas por la mañana temprano, produciendo sonidos de
truenos en miniatura sobre la cubierta de su tienda. Pero en esta isla no
sólo no había ardillas, sino que no había ni ratones. Creo que dos sapos y
una pequeña e inofensiva serpiente eran las únicas criaturas vivientes que
habían sido descubiertas durante los primeros días. Y aquellos dos sapos,
con toda probabilidad, no eran dos, sino que eran el mismo, en dos sitios
diferentes.
Entonces, de repente, legó el terror que cambió por completo el
aspecto del lugar... el devastador terror.
Llegó, al principio, suavemente, pero desde el comienzo me hizo
percatarme de la incómoda soledad de nuestra situación, nuestro remoto
aislamiento en aquella selva de mar y roca, y cómo las islas de este
océano sin mareas, yacían a nuestro alrededor como la vanguardia de un
vasto ejército sitiador. Su entrada, como ya he dicho, fue suave; de
hecho, difícil de notar para la mayoría de nosotros: singularmente poco
dramática. Pero lo cierto es que en la vida real, ese es a menudo el modo
en que las situaciones amenazantes se ciernen sobre nosotros, sin
perturbar al corazón casi hasta el último minuto, y subyugándolo entonces
con un súbito estallido de horror. Pues era la costumbre, en el desayuno,
escuchar pacientemente mientras cada uno, en turnos, relataba las
triviales aventuras de la noche... cómo habían dormido, si el viento había
golpeado su tienda, si la araña de la piedra en el risco se había movido, si
habían escuchado al sapo, y esas cosas... y aquella mañana en particular,
Joan, en medio de una pequeña pausa, anunció algo novelescamente:
—Esta noche he escuchado el aullido de un perro, —dijo, y pasó la
mano por las raíces de su cabello cuando estallamos en risotadas. Pues la
idea de que hubiera un perro en aquella isla olvidada que sólo podía
mantener a una serpiente y dos sapos, era indudablemente hilarante; y
recuerdo que Maloney, medio inclinado sobre su cerdo a la brasa,
acompañó el anuncio declarando por su parte, que él había escuchado a
una "tortuga báltica" en la laguna, y la expresión de frenética alarma de
su mujer, antes de echarse a reír, la hicieron callar.
Pero a la mañana siguiente Joan repitió la historia, con un detalle
adicional, y muy convincente.
—Me han despertado sonidos como de gruñidos, —dijo ella—, y he
escuchado claramente cómo algo olfateaba bajo mi tienda, y el sonido de
garras arrastrándose.
—¡Oh, Timothy! ¿Podría ser un puercoespín? —exclamó la
Contramaestre con desmayo, olvidando que Suecia no era Canadá.
Pero la voz de la chica me había sonado de otra manera, y
levantando la vista comprobé que su padre y Sangree la observaban
duramente. También ellos comprendían que estaba preocupada, y les
había impactado el tono serio de su voz.
—¡Tonterías, Joan! Siempre estás soñando con otras cosas salvajes,
—dijo su padre un poco impacientemente.
—No hay animal alguno, de ningún tamaño en toda la isla, —añadió
Sangree con expresión intrigada. No apartaba sus ojos del rostro de la
joven.
—Pero nada impide que alguno venga nadando, —añadí casualmente,
pues, de algún modo, una cierta sensación incómoda y poco agradable
comenzaba a aparecer en la charla y en sus pausas—. Un ciervo, por
ejemplo, podría fácilmente arribar en la noche y echar un vistazo....
—¡O un oso! —musitó la "Contramaestre", con tan impresionada
mirada que todos nos alegramos de reír.
Pero Joan no se rió. En lugar de eso, se levantó de un salto y nos dijo
que la siguiéramos.
—Allí, —dijo, señalando al suelo de su tienda, en el lado más alejado
de la de su madre—; hay marcas cerca de mi cabeza. Podéis verlas
vosotros mismos.
Sencillamente, las vimos. El musgo y el liquen —pues casi no se veía
la tierra— habían sido arañados por garras. Debía haber sido un animal
del tamaño de un perro grande, a juzgar por las marcas. Permanecimos
en fila, mirando.
—Cerca de mi cabeza, —repitió la chica, mirándonos. Su rostro,
según noté, estaba muy pálido, y sus labios parecieron temblar por un
instante. Entonces tragó saliva... y soltó un torrente de lágrimas.
Todo el asunto se nos había echado encima en el breve lapso de unos
pocos minutos, y con una curiosa sensación de inevitabilidad, y más aún,
como si todo ello hubiera sido cuidadosamente planeado en todo
momento, y nada hubiera podido detenerlo. Todo se había, de algún
modo, originado antes... en realidad había ocurrido antes, como suele
pasar con las sensaciones extrañas; parecía ser el movimiento que daba
comienzo a un extraño y ominoso drama, que yo estaba seguro que se
disponía a tener lugar. Algo importante iba a ocurrir.
Pues aquella siniestra sensación de desastre inminente se había
hecho sentir desde el mismo comienzo, y una atmósfera de preocupación
y desmayo, imperó en el campamento de ese momento en adelante.
Aparté a Sangree a un lado y me aparté, mientras Maloney llevaba a
la desconsolada chica a su tienda, y su mujer les seguía, enérgica y muy
impresionada.
Y así, de un modo tan poco dramático, fue como el terror del que he
hablado, comenzó a invadir nuestro campamento, y, aún pareciendo
trivial y poco importante, cada pequeño detalle de aquella escena
introductoria se halla fotografiado en mi mente con despiadada precisión y
minuciosidad. Ocurrió exactamente como se ha descrito. Aquel fue,
exactamente, el lenguaje empleado. Lo veo, escrito ante mi en blanco y
negro. Y veo también los rostros de todos los implicados, con su repentina
y desagradable señal de alarma donde antes había paz. El terror se había
mostrado, por decirlo así, en un primer contacto hacia nosotros y había
tocado nuestros corazones de un modo horrible y directo. Y a partir de
aquel momento, el campamento cambió.
Sangree en particular, se hallaba visiblemente abatido. No podía
asumir el ver a la chica en ese estado, y escuchar sus sollozos era más de
lo que podía soportar. La sensación de que no tenía derecho a protegerla
le hería profundamente, y pude ver que estaba deseando hacer algo por
ayudarla, lo cual me hizo apreciarle. Su expresión decía claramente que
estaba dispuesto a destrozar en mil pedazos a cualquiera que estuviese
dispuesto a tocar un solo cabello de la cabeza de la muchacha.
Encendimos nuestras pipas y caminamos en silencio hacia las tiendas
de los hombres, y fue su curiosa expresión Canadiense "¡Gee whiz!" la que
atrajo mi atención hacia otro descubrimiento.
—La bestia también ha estado escarbando alrededor de mi tienda, —
gritó, mientras señalaba unas marcas similares cercanas a la puerta y yo
me inclinaba para examinarlas mejor. Permanecimos en silencioso
asombro durante algunos minutos.
—Solo que yo duermo como los muertos, —añadió, levantándose del
suelo—, y supongo que por eso no escuché nada.
Seguimos el rastro de marcas desde la boca de su tienda en línea
directa hasta la de la chica, pero no vimos, en ninguna otra parte del
campamento, rastro alguno del extraño visitante. El ciervo, perro, o lo que
fuera que nos había favorecido con dos visitas nocturnas, había
concentrado su atención en aquellas dos tiendas. Y, después de todo, no
había nada de especial en aquellas visitas por parte de un animal
desconocido, pues aunque nuestra isla estaba desprovista de vida,
estábamos en el corazón de una tierra agreste, y en tierra firme y en las
islas más grandes, debía de haber una miríada de criaturas cuadrúpedas,
y no era necesario nadar demasiado para alcanzarnos. En cualquier otro
lugar no habría causado el momentáneo interés... es decir, un interés de
aquel tipo. En nuestros campamentos en Canadá, los osos rondaban todas
las noches cerca de las bolsas de provisiones, los puercoespines no
dejaban de arañar incesantemente, y las ardillas saltaban sobre todo.
—Mi hija está agotada, esa es la verdad, —explicó Maloney tras
haberse unido a nosotros y examinado las marcas de garras—. Ha estado
hiperactiva últimamente, y ya sabéis que la vida del campamento siempre
la excita bastante. Es bastante natural. Será mejor que no le digamos
nada. —Calló un momento mientras llenaba su pipa con mi bolsa de
tabaco, y el modo descuidado en que lo hizo, dejando caer visiblemente,
multitud de preciadas hebras sobre el suelo, contradijo la calma de su
sencillo lenguaje—. Podrias llevártela a pescar unos días, Hubbard, como a
un grumete; difícilmente podría pasar el día en el cutter. Quizás podríais ir
en tu canoa, a visitar alguna de las otras islas ¿No?
Y a la hora del almuerzo la nube había pasado tan súbitamente, y tan
sospechosamente, como había venido.
Más tarde, en la canoa, mientras regresábamos al campamento tras
la jornada de pesca, intentando mantener apartado aquel incidente de
nuestras mentes, la muchacha me habló, de nuevo, de un modo que tocó
de nuevo esa nota de siniestra alarma... esa nota que permanecería con
nosotros hasta que, finalmente, John Silence llegó con su abrumadora
presencia para apagarla; si, y que aún se mantuvo un poco tras venir él.
—Me da vergüenza pedirle esto, —me dijo Joan abruptamente,
mientras remaba en dirección al campamento, con su pelo agitado por el
viento—, y también me avergüenza haber llorado esta mañana, y que,
realmente no sabría decirle por qué lo hice; pero, Mr. Hubbard, desearía
que me prometiera que no salga a una de sus largas expediciones... justo
ahora. Se lo ruego. —Me habló con tal interés que se olvidó de la canoa, y
el viento nos golpeó de lado, balanceándonos peligrosamente—. De
verdad que he intentado no llegar a pedirle esto, —añadió, estabilizando
de nuevo la canoa—, pero, sencillamente, no soy capaz de ayudarme a mí
misma.
Era toda una petición, y supongo que mi vacilación fue evidente;
pues ella continuó antes de que pudiera contestarla, y su intensa
expresión de súplica me impresionó profundamente.
—Sólo por otras dos semanas...
—Mr. Sangree se irá en poco más de una semana, —dije, viendo al
momento a dónde quería llegar, pero sin saber si animarla o no.
—Si yo supiera que usted estaría en la isla hasta entonces, —me dijo,
con su rostro empalideciendo por momentos, y su voz temblando un poco,
—me sentiría mucho más feliz.
La miré fijamente, esperando a que acabara.
—Y más segura, —añadió casi en un susurro—; es decir...
especialmente... de noche.
—¿Más segura, Joan? —Repetí, pensando que nunca había visto en
sus ojos una expresión tan tierna y suave. Asintió con la cabeza, sin
apartar sus ojos de mi rostro.
Realmente era difícil negarse a ello, fuera cual fuera mi opinión al
respecto, pues de algún modo comprendí que me lo decía por alguna
buena razón, que no era capaz de expresar con palabras.
—Más feliz... y más segura, —dijo gravemente, haciendo girar
peligrosamente la canoa mientras se inclinaba en el asiento para escuchar
mejor mi respuesta. Quizás, después de todo, lo más sabio era aceptar su
petición y hacer hincapié en ello, intentando mitigar su ansiedad evitando
hablar de sus causas.
—De acuerdo, Joan, bicho raro; lo prometo, —y al instante observé
alivio en su rostro, y la sonrisa que iluminó sus ojos, como un amanecer,
me hizo sentir que, aunque el mundo y yo mismo lo desconocíamos, era
capaz, después de todo, de realizar considerables sacrificios.
—Pero ya sabes que no hay nada de lo que tener miedo, —añadí
severamente; y miró mi rostro con esa sonrisa que ponen las mujeres
cuando saben en su fuero interno que les estás diciendo una tontería,
pero no desean decírtelo.
—Tu no tienes miedo, ya lo sé, —observó tranquilamente.
—Claro que no; ¿por qué habría de tenerlo?
—Bueno, si me hace este favor ahora, yo... no volveré a pedirle
ninguna tontería más en toda mi vida, —dijo agradecida.
—Tienes mi promesa, —fue todo cuanto pude decir.
Volvió a dirigir la canoa hacia la laguna, que se hallaba ya a un cuarto
de milla, y remó rápidamente; pero un minuto o dos más tarde, se detuvo
de nuevo y me miró escrutadoramente, con el remo entre los brazos.
—No ha escuchado nada durante la noche ¿No? —preguntó.
—Nunca escucho nada por las noches, —contesté escuetamente—,
desde el momento en que acuesto hasta el momento de levantarme.
—¿Y aquel horrible aullido, por ejemplo, —continuó, decidida a
desahogarse—, lejano al principio y luego más cerca, y deteniéndose justo
a las afueras del campamento?
—La verdad es que no.
—Porque a veces casi creo que lo he soñado.
—Lo más seguro es que así sea, —fue mi poco comprensiva
respuesta.
—¿Entonces no cree que a lo mejor mi padre también lo haya oído?
—No. Si fuera así, me lo habría dicho.
Aquello pareció relajar un poco su mente.
—Sé que mi madre no lo oyó, —añadió, como hablando para sí—,
pues nunca... oye nada.
Dos noches después de esta conversación, me desperté de un
profundo sueños, escuchando sonidos de gritos. La voz era realmente
horrible, rompiendo la paz y el silencio con su agudo clamor.
En menos de diez segundos me hallaba medio vestido y fuera de mi
tienda. El grito se había detenido abruptamente, pero supe de donde
venía, y corrí tan rápido como me permitía la oscuridad, hacia la zona de
las mujeres, y al acercarme escuché sonidos de sollozos contenidos. Era la
voz de Joan. Y justo al acercarme vi a Mrs. Maloney, ligerísimamente
ataviada, alumbrando con una linterna.
En el mismo instante, otras voces se hicieron audibles, y Timothy
Maloney llegó, sin aliento, medio desnudo, y llevando otra linterna, que
antes había estado colgada de un árbol. Comenzaba a despuntar el alba, y
una fresca brisa soplaba desde el mar. El cielo estaba cubierto por densas
nubes negras.
La escena de confusión puede ser mejor imaginada que descrita.
Preguntas con voces asustadas, cruzaron el aire, apagando el sonido de
fondo de los sollozos reprimidos. En pocas palabras... la tienda de seda de
Joan había sido atacada, y la chica se hallaba en un estado próximo a la
histeria. Pese a todo, se había tranquilizado por nuestra ruidosa
presencia,... pues era de corazón valeroso,... se dirigió a nosotros e
intentó explicar lo que había ocurrido; y sus desgarradas palabras,
pronunciadas allí, en la frontera entre la noche y la mañana, sobre aquel
risco de una isla salvaje, resultaron curiosamente emocionantes e
inquietantemente convincentes.
—Algo me tocó y yo me desperté, —dijo sencillamente, pero con una
voz aún rota por el terror—, algo presionaba contra la tienda; lo sentía
contra la lona. Sentí cómo olisqueba y escarbaba como la otra vez, y noté
que la tienda cedía un poco, como cuando recibe una ráfaga de viento. Oí
su respiración... muy baja y profunda... y entonces, de repente, se notó
un fuerte golpe, y la lona se desgarró, abriéndose cerca de mi cara.
Al instante había salido fuera por el agujero de la tienda y había
gritado con toda su voz, pensando que la criatura había llegado a
introducirse en la tienda. Pero no se veía nada, declaró, y no escuchó ni el
más débil sonido del animal escabulléndose en la oscuridad. Aquel breve
resumen pareció ejercer un efecto paralizante sobre todos nosotros,
mientras escuchábamos. Aún puedo ver al desvelado grupo de aquel día,
el viento soplando sobre el cabello de las mujeres, Maloney adelantando la
cabeza para escuchar mejor, y su mujer, con la boca abierta y
conteniendo la respiración, inclinada sobre un pino.
—Vayamos al cenador y encendamos un fuego, —dije yo—; eso es lo
primero, —pues todos temblábamos de frío por nuestras escasas
vestimentas. Y en ese momento llegó Sangree, envuelto en una manta y
llevando su arma; aún estaba medio dormido.
—El perro otra vez, —explicó Maloney brevemente, anticipándose a
su pregunta; –estuvo en la tienda de Joan. Y esta vez la ha rasgado, ¡Por
Dios!. Ya es hora de que hagamos algo—. continuó murmurando para sí
mismo, de un modo confuso.
Sangree empuñó su arma paseó su mirada rápidamente por la
oscuridad circundante. Vi brillar sus ojos ante el resplandor de las
parpadeantes linternas. Hizo un movimiento, como si estuviera deseoso
de salir a cazar... y matar.
Entonces su mirada descendió sobre la destrozada tienda de Joan, en
el suelo; ocultó el rostro entre sus manos, y apareció en sus rasgos una
expresión de ira que los transformó. En aquel momento habría sido capaz
de enfrentarse a una docena de leones con un bastón de viaje, y de nuevo
le aprecié, por la fuerza de su enfado, su autocontrol, y su devoción sin
esperanza.
Pero le hice desistir de lanzarse a una caza inútil y a ciegas.
—Ven y ayúdame a encender el fuego, Sangree, —le dije, ansioso
también por apartar a la chica de nuestra presencia; y unos pocos
minutos más tarde, las brasas aún ardientes por el fuego de la noche
anterior, habían prendido en la madera seca, y se produjo una llama que
nos calentó, además de iluminar los árboles de los alrededores en un radio
de veinte yardas.
—No he oído nada, —susurró—; ¿Qué diablos piensan que es?
Seguramente... ¡no puede ser tan solo un perro!
—Eso ya lo averiguaremos, —dije, mientras los demás se acercaban
al reconfortante calor—; lo primero que hay que hacer es un fuego tan
grande como podamos.
Joan estaba ya más calmada, y su madre se había vestido con unos
atuendos más cálidos y menos "milagrosos".
Y mientras permanecían hablando en voz baja, Maloney y yo nos
retiramos a examinar la tienda. Había bastante poco que ver, pero lo poco
que había no daba lugar a error. Algún animal había escarbado en el suelo
a la entrada de su tienda, y con un poderoso golpe de zarpa... una zarpa
claramente provista de buenas garras... había hendido la lona de seda,
dejándola abierta. Había un agujero lo bastante grande como para
introducir por él un puño y un brazo.
—Esto no puede ir más lejos, —dijo Maloney alterado—.
Organizaremos una cacería al momento; ahora mismo.
Regresamos hacia el fuego; Maloney hablaba obsesivamente sobre su
propuesta cacería.
—No hay nada como una acción rápida para desvanecer la alarma, —
me susurró al oído; y entonces se volvió al resto del grupo.
—Peinaremos la isla de principio a fin, y lo haremos al momento, —
dijo excitado—; eso es lo que haremos. La bestia no puede estar lejos. Y
la Contramaestre y Joan vendrán también, porque no podemos dejarlas
aquí solas. Hubbard, tu recorrerás la orilla derecha, y tu, Sangree, la
izquierda, y yo iré por en medio con las mujeres. De este modo podremos
extendernos por el risco, y nada que sea más grande que un conejo
tendrá posibilidades de escapar. —Me pareció que se hallaba
extraordinariamente excitado. Por supuesto que, cualquier cosa que
afectara a Joan le influía prodigiosamente—. Id a por vuestras armas, y
comenzaremos el rastreo ahora mismo, —gritó. Encendió otra linterna, y
le acercó una a Joan y otra a su mujer; y mientras corría a buscar mi
arma, pude escuchar cómo cantaba para sí, en medio de todo aquel
barullo.
Mientras tanto, el amanecer se nos echaba encima, haciendo que las
resplandecientes linternas fueran inútiles. El viento, además, aumentó, y
escuché a los árboles agitarse en lo alto y a las olas romper en la bahía
con incesante clamor. En la laguna, el barco se agitaba, chapoteando, y
los rescoldos del fuego que habíamos encendido, se apagaron, provocando
una amplia nube de humo.
Nos situamos en los extremos de la isla, midiendo cuidadosamente
las distancias, y entonces comenzamos a avanzar. Nadie hablaba.
Sangree y yo, con las armas amartilladas, patrullamos las líneas de las
orillas, a la vista, unos de otros, y a una distancia suficiente para hablar.
Fue un paseo tenso y lento, y hubo muchas falsas alarmas, pero tras algo
más de media hora, alcanzamos el extremo opuesto, completando el tour,
y sin haber visto ni tan siquiera una ardilla. Ciertamente, no había
ninguna otra criatura viviente en aquella isla, excepto nosotros.
—¡Ya sé lo que es! —gritó Maloney, mirando a la vaga extensión de
mar gris, y hablando con el aire de un hombre que acaba de hacer un
descubrimiento—; es un perro de una de las granjas de las islas más
grandes... —señaló hacia el mar, donde el archipiélago se hacía más
denso— ...y se escapó y se ha vuelto salvaje. Nuestro fuego y nuestras
voces le atrajeron, y lo más probable es que esté medio muerto de
hambre, además de salvaje, ¡la pobre bestia!
Nadie dijo nada en respuesta, y comenzó a canturrear bajo, para sí
mismo.
El punto en el que nos hallábamos... un grupo de temblorosos
vagabundos... daba a los más anchos canales, que conducían hasta el mar
abierto y a Finlandia. Al fin había amanecido, desapacible y gris, y
podíamos ver las rompientes olas, con sus iracundas crestas blancas. Las
islas de alrededor se mostraban como oscuras masas en la distancia; y en
el este, casi donde había señalado Maloney, el sol se elevaba, como un
destello en el tormentoso y magnífico cielo dorado y rojo. Y contra este
hermoso y terrible fondo, unas negras nubes, con las formas de
fantásticos y legendarios animales, cambiaban con rapidez en sollozante
vapor; y sobre ese día, tan solo he de cerrar los ojos para ver de nuevo
aquella vívida y rápida procesión en el aire. A nuestro alrededor, los pinos
se alzaban oscuros ante el cielo. Era un amanecer tormentoso. La lluvia,
de hecho, acababa de empezar a caer, con gruesas gotas.
Nos volvimos, como por instinto común, y, sin hablar, regresamos
lentamente al campamento, con Maloney barruntando sus canciones,
Sangree delante, con su arma, preparado para disparar en el instante en
que notara algo, y las mujeres rezagadas, detrás, junto conmigo y las ya
extinguidas linternas.
¡Así que sólo era un perro!
Realmente, era de lo más singular cuando uno reflexionaba con
serenidad sobre todo ello. Los eventos, según dicen los ocultistas, poseen
alma, o al menos ese conglomerado vital debido a las emociones y
pensamientos de todos los implicados, de modo que dichas ciudades, e
incluso sus tierras, poseen grandes formas astrales que pueden hacerse
visibles al ojo humano; y, ciertamente, allí, el alma de aquel rastreo...
aquel vano, desesperado, fútil rastreo... flotaba a nuestro alrededor...
riéndose.
Todos nosotros escuchábamos esa risa, y todos nosotros hacíamos lo
posible por amortiguar el sonido, o al menos por ignorarlo.
Todos nosotros hablábamos a la vez, en voz queda, y con exagerada
decisión, intentando obviamente decir algo plausible contra lo extraño del
caso, pretendiendo explicar de un modo natural que un animal podría
haber logrado esconderse de nosotros, o nadado a otra isla antes de que
hubiéramos podido iluminar su rastro. Pues todos nosotros hablábamos de
ese "rastro" como si en verdad existiera, aunque no teníamos
absolutamente nada excepto las simples marcas de zarpas en las tiendas
de Joan y el Canadiense. De hecho, excepto por estas marcas y el rasgado
de la tienda, creo que habría sido bastante posible ignorar la existencia de
esta bestia intrusa entre nosotros.
Y fue allí, bajo aquel tormentoso amanecer, mientras nos
resguardábamos en el cenador de madera de la insistente lluvia, ya
empapados y bastante excitados... fue allí, en medio de aquella confusión
de voces y explicaciones, que... con gran fuerza... el espectro de algo
horrible se alzó, y permaneció junto a nosotros. Hacía que todas nuestras
explicaciones parecieran infantiles e inciertas; la falsa relación fue
expuesta al instante. Los ojos intercambiaron rápidas y ansiosas miradas,
inquisitivas y expresando desmayo. Había una sensación general de
asombro, de emergente incomodidad, y de alteración. La alarma se
reflejaba en nuestras cejas. Temblábamos.
Entonces, de repente, mientras nos mirábamos a la cara los unos a
los otros, llegó un silencio largo y poco bienvenido, en el que lo que
acababa de suceder se estableció en nuestros corazones.
Y, sin hablar de nuevo, o intentar más explicaciones, Maloney se
aprestó bruscamente a mezclar las gachas para un desayuno temprano;
Sangree para limpiar el pescado; y yo mismo a cortar leña y atender el
fuego; Joan y su madre fueron a cambiarse sus mojadas ropas; y, lo más
significativo de todo, a preparar la tienda de su madre para poder
compartirla entre las dos.
Cada uno se centró en su tarea, pero de un modo hosco, desganado
y silencioso; y esta nueva sensación, esta sombra de terror e
intranquilidad, se alzaba invisible a lado de cada uno de nosotros.
"Si al menos hubiéramos encontrado algún rastro del perro", era el
pensamiento dominante en la mente de todos.
Pero en el campamento, donde cada uno es consciente de la
importancia de la contribución individual al confort y bienestar de todos, la
mente recupera el ritmo rápidamente y se pone en marcha.
Durante el día, un día de lluvia densa e incesante, nos quedamos más
o menos en nuestras tiendas, y aunque había signos de misteriosas
conferencias entre los tres miembros de la familia Maloney, pensé que lo
mejor era dejarles a solas, descabezar un sueño y pensar. Y, ciertamente,
lo hice, pues cuando Maloney vino a decirme que su mujer nos invitaba a
un "té" especial en su tienda, tuvo que despertarme y sacudirme antes de
que me percatara de su presencia.
Y a la hora del almuerzo nos hallábamos más o menos animados, y
casi joviales. Únicamente, noté que parecía cundir algo que se podría
definir como "saltar a la primera," y que el mero caer de una hoja o el
chapoteo de un pez en la laguna, era suficiente para ponernos en guardia,
y mirar por encima del hombro. Los silencios eran raros en nuestra
conversación, y no permitimos que el fuego se hiciera más débil ni por un
instante. El viento y la lluvia habían cesado, pero el goteo de las ramas
aún imitaba perfectamente a un chispear. En particular, Maloney estaba
alerta y vigilante, contando una serie de historias en las que el elemento
humorístico era especialmente grande. Además, se situó junto a mí,
después de que Sangree se fuera a dormir, y mientras yo me servía un
vaso de templado ponche sueco, hizo una cosa que nunca le había visto
hacer... se sirvió otro para él, y luego me pidió que le alumbrara hasta
llegar a su tienda. No hablamos por el camino, pero sentí que se alegraba
por mi compañía.
Regresé solo al cenador, y durante un largo rato, mientras el fuego
crepitaba, permanecí sentado, fumando pensativo. No sabía el motivo;
pero por una parte no tenía ningún sueño, y por otra, una idea estaba
tomando forma en mi mente, y necesitaba el confort del tabaco y un buen
fuego, para desarrollarla. Me apoyé contra una esquina de los asientos del
cenador, escuchando susurrar al viento y el incesante gotear de los
árboles. Era, además, una noche tranquila, y el mar y la laguna se
hallaban en calma. Recuerdo que fui consciente, peculiarmente
consciente, del sinfín de islas desoladas que nos rodeaban en la oscuridad,
y de que éramos el único signo de humanidad en un entorno
maravillosamente salvaje.
Pero aquel, creo yo, fue el único síntoma que llegó a alertar mis
resistentes nervios, y, ciertamente no fue lo suficientemente alarmante
como para destruir mi paz mental. Ocurriría, sin embargo, una cosa que
turbaría mi paz, pues justo cuando me disponía a marcharme, mientras
aplastaba los últimos rescoldos del fuego, me pareció ver, observándome
cerca del final del murete del cenador de madera, una forma oscura y
sombría que bien podía haber sido... que de hecho, recordaba
intensamente... al cuerpo de un gran animal. Y en medio de aquello, dos
brillantes ojos centellearon por un instante. Pero un segundo más tarde
me percaté de que era la mera proyección de una masa de musgo y
liquen en el murete del cenador, y los ojos un par de chispas errantes que
habían saltado al aplastar yo las agonizantes cenizas. Por otra parte,
resultaba bastante fácil imaginar ver un animal moviéndose de aquí para
allá entre los árboles, mientras andaba el camino hasta la tienda.
Evidentemente, las sombras me engañaban.
Y aunque ya era más de la una de la noche, la luz de Maloney aún
estaba encendida, pues vi brillar su blanca tienda entre los pinos.
Fue, de todos modos, en ese corto espacio entre la conciencia y el
sueño... ese momento en el que el cuerpo está en reposo y las voces de
esa región sumergida dicen en ocasiones la verdad... cuando la idea que
había estado madurando hasta el momento, llegó a ser una auténtica
decisión. Había decidido mandar un aviso al Dr. Silence. Pues,
asombrándome de repente por haber estado tan ciego hasta el momento,
llegué a la incómoda convicción de que algo amenazador nos acechaba en
aquella isla, y que la seguridad de al menos uno de nosotros estaba
amenazada por algo monstruoso e impío, demasiado horrible para ser
contemplado. Y, recordando de nuevo aquellas últimas palabras que
escuché mientras el tren partía del andén, comprendí que el Dr. Silence se
encontraría listo para acudir.
"A menos que me mandes a buscar antes," me había dicho.
De repente, me encontré completamente despierto. Era imposible
decir qué me había despertado, pero no fue un proceso gradual, puesto
que salté de un sueño profundo a la más absoluta alerta en un breve
instante.
Había, evidentemente, dormido durante algo más de una hora, pues
la noche se había aclarado, las estrellas coronaban el cielo y una pálida
media luna se sumergía en el mar, arrojando una luz espectral entre los
árboles.
Salí al exterior para oler el aire y me puse en tensión. Me asaltó la
curiosa impresión de que algo iba mal en el campamento, y al mirar a la
tienda de Sangree, a unos veinte pies de distancia, observé que se movía.
De modo que también él estaba despierto y en vela, pensé mientras
contemplaba los abultamientos a los lados de la lona, mientras se movía
en su interior.
La tela de la puerta se movió hacia fuera. Estaba saliendo, como yo
mismo, a oler el aire; y no me sorprendió, pues aquella dulzura, tras la
lluvia, era embriagadora. Salió a cuatro patas, tal como yo había hecho. Vi
una cabeza asomar por el borde de la tienda.
Y entonces observé que no se trataba de Sangree, en modo alguno.
Era un animal. Y en aquel instante me percaté de algo más... era El
Animal; y su sola presencia, por alguna inenarrable razón, resultaba
absolutamente maléfica.
Un grito, que no fui capaz de reprimir, escapó de mi garganta, y la
criatura se giró al instante y me miró con sus enormes ojos. A punto
estuve de desplomarme sobre el suelo, pues todas las fuerza escaparon
de mi cuerpo, con un escalofrío. Algo había en aquella criatura, que me
tocó con un terror paralizante.
Si la mente no requiere más de una décima de segundo para formar
una impresión, creo que permanecí allí, patidifuso durante varios
segundos mientras agarraba con fuerza las sogas de la tienda para
sujetarme, y seguía mirando. Muchas y muy vívidas impresiones
destellaron en mi mente, pero ninguna de ellas acabó en acción, pues en
aquel instante mi temor era que la bestia pudiera, en cualquier momento,
saltar en mi dirección e ir a por mí. Sin embargo, en lugar de ello, y tras
lo que pareció un vasto periodo, giró lentamente los ojos que observaban
mi rostro, emitió un sonido bajo y gutural, y salió al exterior.
Entonces, por primera vez, le vi enteramente, y noté dos cosas: era
del tamaño de un perro enorme, pero al mismo tiempo era enteramente
distinto a cualquier animal que hubiera visto nunca. Además, la cualidad
que tanto me había impresionado al principio por ser maléfica, no era más
que su singular y original extrañeza. Aunque pueda sonar estúpido e
imposible, ya que no tengo prueba alguna que ofrecer, sólo puedo decir
que el animal me pareció... no ser real.
Pero todo esto pasó por mi mente en un destello, de un modo casi
subconsciente, y antes de que tuviera tiempo de comprobar mis
impresiones, o incluso verificarlas adecuadamente; realicé un movimiento
involuntario, agarrando y soltando la tensa soga con mi mano, de manera
que vibró y sonó como una cuerda de banjo, y en aquel instante la
criatura dobló la esquina de la tienda de Sangree y se perdió en la
oscuridad.
Entonces, claro está, recuperé de algún modo el uso de mis sentidos,
y me percaté de una sola cosa: ¡Había estado dentro de su tienda!
Me lancé al exterior, alcancé la puerta tras una media docena de
zancadas, y miré el interior. El Canadiense, ¡gracias a Dios! yacía sobre su
lecho de ramitas. Su brazo estaba extendido apuntando al exterior, con el
puño fuertemente apretado, y el cuerpo poseía una apariencia de inusual
rigidez que resultaba alarmante. En su rostro se percibía una expresión de
esfuerzo, de esfuerzo casi doloroso, al menos según me permitía ver la
débil luz, y su sueño parecía ser muy profundo. Pensé que parecía tan
stiff, tan antinaturalmente stiff, y, además, de un modo indefinible,
parecía más pequeño... como hundido.
Intenté despertarle llamándole numerosas veces, pero lo hice en
vano. Entonces decidí zarandearle, y me había acercado a él para hacerlo
vigorosamente, cuando me llegó un sonido de pisadas que se acercaban
suavemente hacia mi lado, y sentí cómo un flujo de caliente aliento
quemaba mi nuca mientras me detenía. Me giré en redondo. La puerta de
la tienda estaba a oscuras, y algo penetró en silencio. Sentí el roce de un
cuerpo áspero y velludo pasando a mi lado, y supe que el animal había
regresado. Parecía estar avanzando entre Sangree y yo... de hecho,
avanzar en dirección a Sangree, pues su oscuro cuerpo le ocultó
momentáneamente de mi vista, y en aquel instante, mi alma enfermó de
cobardía con un horror que se alzaba desde las mismísimas profundidades
de la vida, y amenazaba mi existencia en su misma fuente.
La criatura pareció, de algún modo, fundirse en su interior, casi como
si perteneciese a él y fuera una parte de sí, pero en el mismo instante...
aquel instante de extraordinaria confusión y terror en mi mente... pareció
pasar de largo a su lado, y, de una manera completamente inexplicable,
se desvaneció. Y el Canadiense se despertó, y se incorporó de un salto.
—¡Rápido estúpido! —Le grité, excitado—, la bestia ha estado en tu
tienda, aquí, ante tu misma garganta, mientras dormías como un muerto.
¡Arriba, hombre! ¡Agarra tu arma! Sólo hace un segundo que ha
desaparecido de al lado de tu cabeza. ¡Rápido! ¡Joan....!
Y de algún modo, el hecho de que estuviera allí, ahora
completamente despierto, corroboraba mis propias convicciones internas
de que no se trataba de un animal, sino de alguna anómala y aterradora
forma de vida que sobrepasaba mis profundos conocimientos, sobre la
que había leído muchos escritos, pero con la que hasta el momento no
había llegado a cruzarme.
Se levantó en un santiamén, y salimos. Estaba muy pálido, y
temblaba. Buscamos con urgencia, casi febrilmente, pero sólo
encontramos unas pisadas de zarpas que se comenzaban en la puerta de
su propia tienda, y cruzaban el musgo hasta la de las mujeres. Y al ver las
señales de pisadas cerca de la tienda de Mrs. Maloney, donde Joan dormía
ahora, le dominó una furia absoluta.
—¿Sabe lo que es esa bestia, Hubbard? —susurró, soltando el aliento
—; es un condenado lobo, eso es lo que es... un lobo perdido en estas
islas, y muerto de hambre... desesperado. ¡Que Dios me ayude, eso creo
que es!
Dijo un montón de tontería mientras estaba en aquel estado. Declaró
que dormiría por el Día y se sentaría a vigilar todas las noches, hasta que
lo hubiera matado. Una vez más, su ira se ganó mi admiración; pero me
encargué de alejarle, antes de que pudiera hacer el suficiente ruido como
para despertar a todo el campamento.
—Tengo un plan mejor que ese, —le dije, observando su rostro con
atención—. No creo que esto sea nada con lo que seamos capaces de
tratar. Voy a mandar un recado al único hombre que sé que podrá
ayudarnos. Viajaremos a Waxholm esta misma mañana y le enviaremos
un telegrama.
Sangree me observó con una expresión curiosa, mientras la furia se
extinguía de su rostro reemplazada por una mirada nueva, de alarma.
—John Silence, —dije—, sabrá....
—¿Cree que es algo... de ESA clase? —musitó.
—Estoy seguro de ello.
Hubo una pausa momentánea.
—Eso es peor, mucho peor que cualquier cosa material, —dijo,
empalideciendo visiblemente. Miró de mi rostro al cielo, y entonces añadió
con repentina resolución—. Vamos; la brisa se está levantando. Partamos
ahora mismo. Desde allí podrá telefonear a Estocolmo y conseguir enviar
el telegrama sin demora.
Le mandé a preparar el bote, y aproveché la oportunidad para correr
a despertar a Maloney. Dormía con sueño ligero, y se incorporó en el
momento que metí la cabeza en su tienda.
Le resumí lo que había visto, y mostró tan poca sorpresa que me
encontré preguntándome a mi mismo, por primera vez, cúanto sería lo
que él había visto, pero se había guardado de contar al resto de nosotros.
Accedió a mi plan sin dudar un momento, y con mis últimas palabras,
acordamos dejar que su mujer e hija pensaran que el gran doctor psíquico
venía únicamente como visitante casual, y no por interés profesional.
Y así, tras cargar a bordo los útiles, mantas y provisiones, Sangree y
yo navegamos hacia el exterior de la laguna quince minutos más tarde,
poniendo rumbo, con una buena brisa, hacia Waxholm y el límite de la
civilización.
IV
Aunque nada referente a John Silence me tomaba, por decirlo de
algún modo, por sorpresa, resultó ciertamente inesperado encontrar una
carta desde Estolcomo esperándome en Waxholm. "He concluido mis
asuntos en Hungría," había escrito, "y estaré aquí unos diez días. No
dudes en mandarme llamar si lo necesitaras. Si me telefoneas cualquier
mañana desde Waxholm, podré tomar el vapor de la mañana."
Mis años de interacción con él estaba llenos de "coincidencias" de
esta índole, y aunque jamás se dignó a explicarlas, mencionando algún
tipo de sistema mágico de comunicación con mi mente, nunca he dudado
de que, en realidad existía algún secreto método telepático con el cual se
enteraba de mis circunstancias y con el que juzgaba el grado de necesidad
en el que me hallaba. Y que aquel poder era independiente del tiempo, en
el sentido de que era capaz de ver en el futuro, era algo que siempre me
pareció ser igualmente real.
Sangree se hallaba tan aliviado como yo, y esa misma tarde, una
hora antes del ocaso, le recibimos a la llegada del pequeño barco de
vapor, y le llevamos en la luz vacilante hasta el campamento que
habíamos preparado en una isla vecina, con el fin de partir hacia el otro
campamento con las primeras luces del día siguiente.
—Ahora, —dijo tras acabar el almuerzo y mientras fumábamos
alrededor de la hoguera—, dejadme escuchar vuestra historia. —Nos miró
a los dos, sonriendo.
—Cuénteselo, Mr. Hubbard, —interrumpió Sangree abruptamente, y
se apartó para limpiar las brasas, aunque no lo suficiente como para no
poder escuchar. Y mientras vertía el agua caliente, y restregaba los
delgados platos con musgo y arena, mi voz, sin sufrir interrupción alguna
por parte del Dr. Silence, narró durante la siguiente media hora, el mejor
resumen de que fui capaz, de todo lo que había ocurrido hasta el
momento.
Mi oyente yacía en el otro extremo de la hoguera, con su rostro
medio oculto por un gran sombrero; en ocasiones me miraba
inquisitivamente, cuando algún punto necesitaba más detalle, pero no
emitió palabra alguna hasta que concluí, y su actitud durante toda la
exposición de los hechos, fue grave y atenta. Únicamente el silbido del
aire sobre las ramas de los pinos llenó mis pausas; la oscuridad había
descendido sobre el mar, y las estrellas emergieron por millares, y en el
momento de acabar mi relato, la luna se había elevado, bañando de plata
el escenario. Y entonces, por la expresión de su rostro y de sus ojos, supe
con certeza que el doctor había estado escuchando algo que esperaba oír,
aunque no hubiera llegado a anticipar todos los detalles.
—Has hecho bien en mandarme a buscar, —dijo en voz muy baja,
con una mirada cómplice muy significativa cuando terminó—; muy bien,
—...y durante un rápido segundo su mirada se posó en Sangree,...— pues
con lo que nos enfrentamos aquí, es nada menos que con un Hombre
Lobo... algo bastante poco común, me alegra decir, pero casi siempre muy
triste, y en ocasiones muy terrible.
Salté como si hubiera recibido un disparo, aunque al segundo
siguiente me avergonzó mi falta de autocontrol; pues aquella breve
conclusión, que confirmaba mis peores sospechas, me convenció más de
la gravedad de la aventura, que cualquier acumulación de preguntas o
explicaciones. Parecía estrechar el círculo a nuestro alrededor, cerrando
una puerta en algún lugar, que nos encerraba junto con el animal y el
horror, y echando la llave. Fuera lo que fuera, ahora teníamos que hacerle
frente, y encararlo.
—¿Nadie ha resultado herido hasta el momento? —preguntó en voz
baja, pero con un tono de preocupación que hacía pensar en graves
posibilidades.
—¡Cielo Santo, no! —gritó el Canadiense, arrojando los trapos al
suelo y acercándose al círculo de la hoguera—. Seguramente no hay duda
de que esa pobre bestia muerta de hambre no podría dañar a nadie, ¿O
no?
Su cabello cayó desordenado sobre su frente, y hubo un brillo en sus
ojos que no era debido al reflejo del fuego. Sus palabras me hicieron
girarme hacia él. Nos reímos un poco... una risa forzada.
—De hecho, no confío en ello, —dijo tranquilamente el Dr. Silence—.
Pero ¿Qué es lo que te hace pensar que esa criatura esté muerta de
hambre? —Realizó la pregunta con sus ojos fijos en el rostro del otro.
Aquella simple pregunta me confirmaba lo que yo había supuesto, y
esperé la respuesta con un ligero y excitado temblor.
Sangree dudó un momento, como si la pregunta le hubiera tomado
por sorpresa. Pero hizo frente a la mirada del doctor sin vacilación alguna
a través de la hoguera, y con absoluta honestidad.
—En realidad, —comentó, tras encogerse de hombros—, no sabría
decirle. La frase pareció salir por sí sola. Desde el principio he sentido que
aquello sentía dolor y... hambre, aunque el motivo de sentir esto nunca se
me había ocurrido hasta que no me lo ha preguntado.
—Entonces, en realidad sabes bastante poco sobre el asunto ¿No? —
dijo el otro, con una repentina dulzura en su voz.
—Nada más que eso, —replicó Sangree, mirándole con una expresión
extrañada que era inequívocamente genuina—. De hecho, nada en
absoluto, realmente, —añadió, como única explicación.
—Eso me alegra, —escuché murmurar al doctor bajo su aliento, pero
tan bajo que sólo yo pude captar las palabras, y Sangree no llegó a
escucharlas, como evidentemente había deseado el doctor.
—Y ahora, —anunció, poniéndose de pie y estremeciéndose de un
modo característico, como para sacudirse el horror y el misterio—,
pospongamos los problemas hasta mañana y disfrutemos del viento, el
mar y las estrellas. Hasta hace bien poco, he estado viviendo en la
atmósfera de multitud de gente, y me da la sensación de que necesito
limpiarme. Propongo nadar un rato y acostarnos. ¿Quién me secunda? —Y
dos minutos más tarde, todos nosotros nos lanzamos desde el bote a las
frescas y profundas aguas, que reflejaban un millar de lunas mientras las
pequeñas olas rompían contra nosotros en incontables gotitas.
Dormimos en los sacos a cielo abierto, Sangree y yo a ambos
extremos, y nos levantamos antes del alba, para aprovechar la brisa del
amanecer. Ayudados por este temprano comienzo, al medio día nos
hallábamos a mitad de camino, y entonces el viento aumentó su
intensidad, de modo que avanzamos a buena velocidad. Por entre el millar
de islas, navegando por sus estrechos canales, perdíamos el viento, y al
salir de nuevo a mar abierto, debíamos aprovechar, navegando a toda
velocidad bajo un cielo cálido y sin nubes, adentrándonos en el mismísimo
corazón de aquellos parajes salvajes y desolados.
—Un lugar realmente agreste, —gritó el Dr. Silence desde su asiento
en la proa, donde se encargaba de la vela trasera. Se había quitado el
sombrero, sus cabellos se agitaban al aire, y su anguloso y bronceado
rostro le daba un toque oriental. Al poco rato, fue relevado por Sangree, y
avanzó por la cubierta para poder hablar conmigo.
—Una región maravillosa, todo este mundo de islas, —dijo, haciendo
un gesto ondulante con la mano, en dirección al paisaje que recorríamos,
—pero ¿No te da la sensación de que le falta algo?
—Es... difícil de decir, —respondí, tras reflexionar un momento—.
Posee una superficial y brillante belleza, sin... —dudé, buscando la palabra
deseada.
John Silence asintió con la cabeza aprobatoriamente.
—Exacto, —dijo—. Ese toque pintoresco de un escenario que no es
real, que no está vivo. Es como un paisaje pintado por un pintor con
buena técnica, pero sin verdadera imaginación. Sin alma... esa es la
palabra que buscabas.
—Si, algo así, —le respondí, observando cómo el viento hinchaba las
velas. —No tanto como muerto, pero sí, sin alma. Eso es.
—Desde luego, —continuó con una voz calculada, según me pareció,
para no ser oída por nuestro compañero de la proa—, vivir mucho tiempo
en un lugar como este... mucho tiempo y en soledad... podría acarrear
algunos extraños cambios en algunos hombres.
De repente me di cuenta de que estaba hablando con algún propósito
y agudicé el oído.
—Aquí no hay vida. Estas islas son meras rocas muertas,
desperdigadas en medio del mar... no es una tierra viva; y no hay nada
realmente vivo en ella. Incluso el mar, este reposado mar sin mareas, con
un agua que no es ni fresca ni salada, está muerto. Es, en su totalidad,
una hermosa imagen de la vida, pero desprovista del verdadero corazón y
alma de la vida. A un hombre con deseos demasiado fuertes, que viniera
aquí y viviera en contacto con la naturaleza, le podrían ocurrir cosas
extrañas.
—Voltéala un poco, —Le grité a Sangree, que había comenzado a
acercarse—. El viento comienza a amainar y necesitaremos aprovechar
cualquier ráfaga de aire.
Retrocedió a la proa, y el Dr. Silence continuó...
—Quiero decir que, aquí, una larga estancia podría conducir al
deterioro, a la degeneración. El lugar se halla desprovisto por completo de
influencias humanas, de cualquier asociación humana con la historia, el
bien o el mal. Este entorno jamás ha llegado a despertar a la vida; aún
sueña su sueño primitivo.
—Con el tiempo, —añadí yo—, ¿te refieres a que un hombre que
viviera aquí podría volverse brutal?
—Las pasiones se desatarían, el egoísmo se haría supremo, los
instintos despertarían, y probablemente se volverían salvajes.
—Pero....
—En otros lugares igual de agrestes, algunos parajes de Italia, por
ejemplo, donde existan otras influencias moderadoras, eso no ocurriría. El
carácter se asilvestraría, incluso salvaje en cierto sentido, pero sería un
salvajismo humano que uno podría comprender y con el que sería capaz
de tratar. Pero aquí, en un lugar tan duro como este, todo sería de otra
guisa. —Habló con lentitud, sopesando cuidadosamente sus palabras.
Le miré con multitud de preguntas en mis ojos, y emití un prudente
grito a Sangree para que permaneciera en la proa del barco, lejos de la
conversación.
—En primer lugar habría insensibilidad al dolor, e indiferencia a los
derechos de los demás. Luego el alma se tornaría salvaje, no a causa de
las pasiones humanas, o con entusiasmo alguno, sino descendiendo
agonizantemente hasta un tipo de salvajismo frío, primitivo, sin
emociones... hasta volverse como el paisaje, sin alma.
—¿Y dices que un hombre de fuertes pasiones podría cambiar?
—Sin ser avisado de ello, si; se volvería un salvaje, sus instintos y
deseos se volverían animales. Y si... —bajó la voz y se giró un momento
hacia la proa, y entonces continuó, del modo más mesurado...— si
poseyera una salud delicada alguna otra causa que le predispusiera a ello,
su Doble... ya sabes a qué me refiero, por supuesto... su Cuerpo etéreo
del Deseo, o cuerpo astral, como algunos lo llaman... esa parte en la que
residen las emociones, las pasiones y los deseos... y si este, como digo,
estuviera por algún motivo de constitución, vagamente unido a su
organismo psíquico, bien podría tener lugar una proyección ocasional...
Sangree se acercó a nosotros con el rostro encendido, pero si su
rubor era debido al viento y el sol, o a habernos escuchado, no sabría
decirlo. En mi sorpresa, solté el timón y el cutter se inclinó
peligrosamente, a causa del viento y el cambio de dirección, poniéndonos
casi en peligro de escorar. Sangree no dijo nada, pero mientras retrocedía
y regresaba a la vela de la proa, mi compañero encontró un momento
para añadir a su inacabada frase, unas palabras, demasiado bajas para
cualquiera excepto para mí...
—Enteramente desconocida incluso para él mismo, pese a todo.
Enderezó el barco y sonrió, y entonces Sangree extendió el mapa y
explicó exactamente dónde estábamos. A lo lejos, en el horizonte,
mediando una amplia extensión de mar abierto, se alzaba un azulado
conjunto de islas, entre las que se hallaba nuestro hogar de forma de
luna, al amparo de la bahía de la laguna. Una hora con ese viento nos
levaría allí con comodidad, y mientras el Dr. Silence y Sangree
comenzaban a conversar, me senté y ponderé las extrañas sugerencias
que acababa de instalar en mi mente, concernientes al "Doble," y la
posible forma que podría asumir al disociarse temporalmente del cuerpo
físico.
Ellos dos se mantuvieron charlando durante todo el viaje a casa, y
John Silence se mostró tan gentil y comprensivo como una mujer. No
pude escuchar mucho de lo que hablaban, pues el viento aumentaba en
ocasiones con la fuerza de un huracán, y el timón y las velas absorbieron
mi atención; pero pude ver que Sangree estaba alegre y complacido, y
parecía estar confiando revelaciones íntimas a su compañero del modo en
que lo hacía la mayoría de la gente... cuando John Silence deseaba que
así lo hicieran.
Pero mientras me sentaba a atender el velamen fui súbitamente
consciente del verdadero propósito del comentario de Sangree acerca del
animal, y me vino a la mente con todo su significado. Pues su
reconocimiento de que sabía que sentía dolor y hambre era en realidad, ni
más ni menos que una revelación de su yo más profundo. Poseía la
naturaleza de una confesión. Estaba hablando de algo que él sabía
positivamente, algo que estaba más allá de las preguntas o argumentos,
algo que tenía que ver directamente consigo mismo. "Pobre bestia muerta
de hambre" la había llamado, con unas palabras que habían "salido por sí
solas," y no había habido la más ligera evidencia de que deseara
explicarlas. Había hablado instintivamente... de corazón, y como hablando
de sí mismo.
Y media hora antes del ocaso navegamos por la estrecha abertura de
la laguna y vimos el humo de la hoguera de la cena, elevándose aquí y allí
entre los árboles, y las figuras de Joan y la "Contramaestre" que
descendían al embarcadero para recibirnos.
V
Todo cambió desde el momento en que John Silence puso el pie en
aquella isla; fue como el efecto producido tras haber llamado a un gran
doctor, a un gran árbitro de la vida y de la muerte, para consultarle. La
sensación de gravedad se incrementó un ciento por ciento. Incluso los
objetos inanimados adoptaron sutiles alteraciones, como preparándose
para la aventura... aquella desierta porción de mar, con sus centenares de
islas deshabitadas... se tornó, de algún modo, más sombría. Un elemento
que resultaba misterioso, y en cierto modo descorazonador, se arrastraba
sin ser notado en la severidad de aquella roca gris de oscuro bosque de
pinos, apagando el resplandor del sol y del mar.
Yo, al menos, salí ganando con el cambio, pues todo mi ser se elevó,
de algún modo, un grado más alto, volviéndome avispado y alerta. Las
figuras del fondo del escenario se movían poco a poco hacia la luz... listas
para la inevitable acción. En pocas palabras, la llegada de este hombre
intensificó el asunto.
Y, cuando miro hacia atrás en el tiempo hasta la época en que ocurrió
todo esto, ahora veo con claridad que mi amigo tenía ya una muy nítida
idea del significado de todo aquello, desde el mismo comienzo. Cuánto era
lo que sabía, merced a sus extraños y divinos poderes, es imposible
decirlo, pero desde el momento en que entró en escena y asimiló en su
interior la situación reinante, encontró, indudablemente, la verdadera
solución al enigma y no tuvo necesidad alguna de hacer preguntas. Y fue
esa certeza la que le rodeó de una cierta atmósfera de poder, que hacía
que todos le miráramos instintivamente; pues no daba pasos de tanteo ni
movimientos en falso, y mientras el resto de nosotros errábamos, él se
dirigía directo al clímax del asunto. Pues era, de hecho, un verdadero
sanador de almas.
Ahora puedo descifrar en su comportamiento una buena estrategia,
que en su momento me intrigó; pues aunque yo suponía vagamente la
solución, no tenía ni idea de cómo llegaría hasta ella. Y las conversaciones
que puedo reproducir así lo atestiguan, pues, de acuerdo a mis hábitos
invariables, anoté todo cuanto decía.
A Mrs. Maloney, atolondrada y deslumbrada; a Joan, alarmada, y algo
intrigada; y al clérigo, que se movía según la inquietud de su hija,
apartándose de sus habituales emociones templadas, Silence les dio el
mejor tratamiento posible del mejor modo posible, y obró con tanta
sencillez y facilidad que lo hizo parecer natural y espontáneo. Pues dominó
a la Contramaestre, haciéndose cargo de su ignorancia con infinita
paciencia; observaba a Joan, admirando su coraje e interesándose de un
modo pleno por su seguridad; y al Reverendo Timothy le tranquilizó y
confortó, mientras conseguía su obediencia implícita, ganándose su
confianza, y conduciéndole gradualmente a la comprensión de los hechos
que se disponían a acontecer.
Y en cuanto a Sangree... con él su astucia fue más sabiamente
calculada... aparentaba no prestarle atención, pero interiormente era el
objeto de su incesante y más concentrado escrutinio. Bajo la guisa de
aparente indiferencia, su mente mantenía al Canadiense bajo una
constante observación.
Hubo una sensación incómoda en el campamento aquella tarde y
ninguno de nosotros se quedó alrededor de la hoguera, como era lo
habitual tras el almuerzo. Sangree y yo nos entretuvimos en parchear la
tienda rasgada para nuestro invitado y en encontrar piedras pesadas para
sujetar las cuerdas, pues el Dr. Silence insistía en colocarla en el punto
más alto del risco de la isla, justo en la parte más rocosa, desprovista de
tierra y por tanto de arbustos. El lugar, además, se hallaba a medio
camino entre las tiendas de los hombres y las de las mujeres, y, desde
luego, disfrutaba de la más completa vista del campamento.
—Así, si apareciera vuestro perro, —dijo con sencillez—, podré
capturarle mientras pasa por aquí.
El viento había disminuido junto a la luz del sol y un inusual bochorno
inundó la isla, haciendo que el sueño resultara más pesado, y por la
mañana preparamos un tardío desayuno, frotándonos los ojos y
bostezando. El frío viento del norte había dado paso al cálido viento del
sur, que en ocasiones aparecía en el Báltico sosegado y aromático,
trayendo consigo las relajantes sensaciones que producían enervación y
atontamiento.
Y puede que esa fuera la razón por la cual, al principio, fui incapaz de
notar que ocurría algo inusual, y el motivo por el que me hallaba menos
alerta de lo normal; pues no fue hasta después del desayuno que me
percaté del silencio de nuestro pequeño grupo, descubriendo además que
Joan aún no había hecho acto de presencia. Y entonces, en un destello, la
última pesadez del sueño se desvaneció y vi que Maloney estaba pálido y
preocupado y que su mujer no podía sostener un plato sin temblar.
Mis deseos de preguntar fueron abortados por una rápida mirada del
Dr. Silence, y de repente comprendí, de algún vago modo, que estaban
esperando a que Sangree se fuese. Cómo se me ocurrió dicha idea, no
sabría decirlo, pero aquella intuición pronto quedó probada, pues en el
momento en que se retiró a su tienda, Maloney me miró y comenzó a
hablar en voz baja.
—Has dormido, pese a todo, —medio susurró.
—¿Pese a qué? —Pregunté, súbitamente excitado ante el
conocimiento de que algo terrible había ocurrido.
—No le avisamos por temor a despertar a todo el campamento, —
continuó, aunque con "todo el campamento" se refería a Sangree—. Fue
justo antes del alba cuando me despertaron los gritos.
—¿El perro otra vez? —Pregunté, con un curioso pálpito en el
corazón.
—Fue directo al interior de la tienda, —continuó, hablando
apasionadamente pero en voz muy baja—, y despertó a mi mujer al pasar
por encima suyo. Entonces ella se percató de que Joan forcejeaba a su
lado. Y, ¡Por Dios! La bestia había arañado su brazo; tenía desgarrada la
piel de todo el brazo, y sangraba.
—¿Joan herida? —Mascullé.
—Es sólo un rasguño... esta vez, —añadió John Silence, hablando por
primera vez—; está sufriendo más por el shock y el miedo, que por las
verdaderas heridas.
—¿No es providencial que el doctor estuviera aquí?— dijo Mrs.
Maloney, mirando como ya nunca jamás pudiera volver a conocer el
reposo. —Creo que las dos podíamos haber muerto.
—Ha sido un milagro que pudiérais escapar, —dijo Maloney, con su
voz del púlpito saliendo a relucir por su emoción—. Pero, desde luego, no
podemos arriesgarnos a otro... debemos levantar el campamento y partir
de aquí al momento...
—Sólo el pobre Mr. Sangree debe permanecer ignorante de lo que ha
sucedido. Está tan apegado a Joan y se preocuparía tanto, —añadió
distraídamente la Contramaestre, mirando los alrededores con verdadero
pavor.
—Quizás sea aconsejable que el señor Sangree no sepa lo que ha
ocurrido, —dijo el Dr. Silence con bastante autoridad—, pero creo, por la
seguridad de todos los implicados, que será mejor que no abandonemos la
isla justo ahora. —Habló con gran decisión y Maloney le miró, escuchando
las palabras con gran atención—. Si acceden a permanecer aquí unos
pocos días más, no me cabe duda de que podremos ponerle fin a las
atenciones de nuestro extraño visitante, e incidentalmente tendremos
oportunidad de observar un fenómeno de lo más singular e interesante...
—¡Cómo! —masculló la señora Maloney—, ¿Un fenómeno?... ¿Quiere
decir que sabe de qué se trata?
—Estoy bastante seguro de saber lo que es, —replicó en voz baja,
pues escuchamos acercarse los pasos de Sangree—, aunque de lo que no
estoy tan seguro es del mejor modo de abordarlo. Pero en cualquier caso,
no sería sabio marcharse tan precipitadamente...
—Oh, Timothy, ¿No pensará que es un diablo...? —gritó la
Contramaestre con una voz que incluso el Canadiense pudo oír.
—En mi opinión, —continuó John Silence, mirándonos al clérigo y a
mi—, es un caso de licantropía moderna, con otras complicaciones que
podrían... —dejó la frase sin terminar, pues Mrs. Maloney se levantó de un
salto y corrió aterrada a su tienda, como si hubiera escuchado una cosa
aún peor, y en aquel momento, Sangree apareció a la vista, doblando la
esquina del cenador.
—Hay pisadas en torno a la entrada de mi tienda, —dijo excitado—.
El animal ha vuelto a estar aquí esta noche. Dr. Silence, debería venir y
verlas usted mismo. Quedan impresas en el musgo como las huellas en la
nieve.
Pero avanzado el día, mientras Sangree había salido con la canoa
para conseguir pescado cerca de las islas más grandes, y Joan yacía aún,
vendada y descansando, en su tienda, el Dr. Silence nos llamó a mí y al
tutor y nos propuso dar un paseo hasta la losa de granito del otro extremo
de la isla. Mrs. Maloney se sentó al lado de su hija, y se dedicó a alternar
sus labores de enfermera y de pintora.
—La dejamos a cargo de todo, —dijo el doctor con una sonrisa que
intentaba infundir ánimos—, y si nos requiere para el almuerzo, o para
cualquier otra cosa, el megáfono nos avisará allá donde estemos.
Pues, a pesar de que el aire se hallaba cargado de extrañas
emociones, todos nosotros hablábamos con tranquilidad y naturalidad,
como llevados por un deseo profundo de evitar emociones innecesarias.
—Estaré alerta, —dijo muy dispuesta la Contramaestre—, y mientras
tanto, mi trabajo me confortará. —Estaba ocupada con el boceto que
había comenzado el día después de nuestra llegada—. Pues hasta un
árbol,— añadió orgullosamente, señalando el pequeño dibujo, —es un
símbolo de lo divino, y el pensar en ello me hace sentir más segura—.
Observamos por un instante aquel garabato, que más parecía el síntoma
de una enfermedad que un símbolo de lo divino... y entonces
comenzamos nuestra marcha por el sendero que rodeaba la laguna.
Al llegar al final del camino, encendimos una pequeña hoguera y nos
sentamos alrededor, a la sombra de un gran tocón. Maloney dejó de
repente de murmurar y se volvió a su compañero.
—¿Y qué opina de todo esto? —preguntó bruscamente.
—En primer lugar, —replicó John Silence, poniéndose cómodo contra
la roca—, este animal es de origen humano; indudablemente, es
licantropía.
Sus palabras tuvieron el efecto de un bombazo. Maloney escuchaba
como si le hubieran golpeado.
—Me deja usted completamente atónito, —dijo, sentándose más
cerca y mirándole con atención.
—Quizás, —replicó el otro—, pero si me escucha por unos breves
instantes, puede que al final se halle usted menos atónito... o más.
Dependerá de cuánto sepa usted. Permítame ir un poco más lejos, y
decirle que ha subestimado, o calculado mal, los efectos de esta vida
salvaje y primitiva sobre todos ustedes.
—¿De qué manera? —Preguntó el clérigo, algo quisquilloso.
—Es una medicina muy fuerte para cualquier habitante de la ciudad,
y para alguno de ustedes ha resultado demasiado fuerte. Uno de ustedes
se ha embrutecido. —Remarcó esas últimas palabras con un especial
énfasis—. Se ha vuelto salvaje, —añadió, mirándonos a ambos.
Ninguno de los dos encontró nada con qué contestarle.
—Decir que el bruto ha despertado en un hombre no siempre es una
simple metáfora, —continuó.
—¡Desde luego que no!
—Pero, en el sentido al que me refiero, podría tener un significado
literal y muy terrible, —siguió el Dr. Silence—. Ancestrales instintos con
los que nadie soñaría, ni siquiera su poseedor, podrían salir a flote....
—El atavismo difícilmente explicaría un rugiente animal con garras y
colmillos, y con instintos sanguinarios, —interrumpió Maloney con
impaciencia.
—Usted mismo ha elegido el término, —continuó el doctor
amablemente—, no yo, y es un buen ejemplo de una palabra que indica
un resultado mientras analiza el proceso; pero la explicación de esta
bestia que acecha en su isla y ataca a su hija, es de un significado mucho
más profundo que las meras tendencias atávicas, o el regreso a los
orígenes animales, que es lo que supongo que tiene usted en mente.
—Está usted hablando de licantropía, —dijo Maloney, mostrándose
inquieto y evidentemente ansioso por llegar a los hechos concretos—;
Creo haber escuchado esa palabra en ocasiones, pero en realidad...
realmente... no tiene mucho significado hoy en día ¿No es así? Aquellas
supersticiones de la época medieval difícilmente podrían...
Me miró con su rostro encendido por el rubor, y la expresión de
asombro y desesperación podrían haberme hecho partirme de risa si la
situación hubiera sido bien distinta. La risa, de todos modos, no se alejó
de mi mente hasta el momento en que escuché al Dr. Silence mientras
sugería cuidadosamente al clérigo la verdadera explicación que
gradualmente, había ido formándose también en mi propia mente.
—Aunque los hombre de la Edad Media puedan haber exagerado esa
idea, eso ahora nos importa poco, —dijo con calma—, pues estamos cara
a cara con un moderno ejemplo de algo que, se lo aseguro, ha sido
siempre un hecho profundo. Por el momento, dejemos aparte los nombre
de todos los particulares relacionados en el asunto, y consideremos ciertas
posibilidades.
Estuvimos completamente de acuerdo en eso. No había necesidad
alguna de hablar de Sangree, o de algún otro, hasta que supiéramos un
poco más.
—El hecho fundamental de este curiosísimo caso, —continuó—, es
que el 'Doble' de un hombre...
—¿Se refiere usted al cuerpo astral? Algo he oído de eso, desde
luego, —interrumpió Maloney con expresión de triunfo.
—Sin duda, —dijo el otro sonriendo—, sin duda que algo ha oído;...
que ese Doble, o cuerpo fluídico de un hombre, como iba diciendo, posee
el poder, bajo ciertas condiciones, de proyectarse a sí mismo y hacerse
visible a los demás. Cierto entrenamiento lo haría posible, y también
ciertas drogas; alguna enfermedad, además, que devore el cuerpo puede
producir temporalmente el resultado que la muerte produce
permanentemente, y hacer salir esta parte interna del ser humano,
haciéndola visible a la vista de los demás.
Todos nosotros, por supuesto, sabemos más o menos, algo esto, hoy
en día; pero lo que no es tan generalmente conocido, y tampoco es
probable que sea creído por nadie que no lo presencie, es que este cuerpo
fluídico puede, bajo ciertas condiciones, asumir formas distintas de la
humana, y que dichas otras formas pueden ser determinadas por los
deseos y pensamientos dominantes del individuo. Pues este Doble, o
cuerpo astral si quiere llamarlo así, es realmente el asiento de las
pasiones, emociones y deseos en la economía psíquica. Es el Cuerpo de la
Pasión; y, al proyectarse a sí mismo, puede, a menudo, asumir una forma
que dé expresión al deseo gobernante que lo ha moldeado; pues se
compone de una materia tan tenue que se adapta con facilidad al molde
de los pensamientos y deseos.
—Le sigo perfectamente, —dijo Maloney, mirando como si se hallara
cuidando del fuego en otro lugar y cantando.
—Y existen algunas personas con una constitución tal, —continuó el
doctor incrementando su seriedad—, que su cuerpo fluídico se encuentra
vagamente asociado con el físico, personas de salud delicada, aunque a
menudo de fuertes deseos y pasiones; y en dichas personas sería fácil
para el Doble el disociarse de su sistema durante un sueño profundo, y,
espoleado por un deseo que le consuma, asumir una forma animal y
buscar la satisfacción de dicho deseo.
Allí, a plena luz del día, vi como Maloney se acercaba
deliberadamente a la hoguera y arrojaba un leño al fuego. Miramos las
ardientes brasas, y luego nos miramos, mientras escuchábamos la voz del
Dr. Silence como entremezclada con el ulular del viento que nos rodeaba,
y el golpeteo de las pequeñas olas.
—Para exponer un ejemplo concreto, —continuó—; supongamos a un
hombre joven, con la delicada constitución de la que he hablado, que
desarrolla una fuerte atracción hacia una mujer joven, pese a percibir que
no es correspondido, y que es lo bastante hombre como para reprimir la
manifestación exterior de su afecto. En semejante caso, suponiendo que
su Doble pudiera ser proyectado con facilidad, toda la represión de su
amor a la luz del día, se añadiría a la intensa fuerza de su deseo cuando
yaciera en sueño profundo, sin poder controlar su voluntad, y su cuerpo
fluídico podría tomar el aspecto de un monstruo o forma animal, y se
haría visible a los demás. Y, si su devoción fuera como la de un perro en
su fidelidad, aunque contuviera en su interior el fuego de una fiera pasión,
bien podría asumir la forma de una criatura que pareciera ser mitad perro,
mitad lobo...
—¿Se refiere a un hombre lobo? —gritó Maloney, con los labios
pálidos, mientras escuchaba.
John Silence alzó la mano apaciguadoramente. —Un hombre lobo—,
dijo, —es un verdadero hecho psíquico de profundo significado, no
importa lo absurdamente que pueda haber sido exagerado por las
imaginaciones de los campesinos supersticiosos en la era de la oscuridad;
pues un hombre lobo no es más que los instintos salvajes y posiblemente
sanguinarios de un hombre apasionado, que cruzan el mundo en su
cuerpo fluídico, su cuerpo de la pasión, su cuerpo del deseo. Y como en el
caso que nos ocupa, él puede no saberlo...
—Entonces ¿No tiene por qué ser algo deliberado? —inquirió
rápidamente Maloney con gesto de alivio.
—... Difícilmente, y aunque lo fuera. Son los deseos que se
mantienen controlados en el sueño y que hallan una vía de escape. Todos
aquellos que poseían este fenómeno, fueron, en todas las razas salvajes
reconocidos y temidos, llamándolos “Wehr Wolf”, pero hoy en día son
bastante raros. Y se están volviendo más raros aún, pues el mundo se
está volviendo más suave y civilizado, las emociones se ha vuelto
refinadas, los deseos más sutiles, y muy pocos hombres tienen en su
interior el suficiente salvajismo como para generar impulsos de tan
intensa fuerza, y ciertamente, no para proyectarla con forma animal.
—¡Dios mío!—exclamó el clérigo casi sin aliento, y su excitación
aumentó—, entonces creo que debo decirles... aquello se me reveló como
una confidencia... que Sangree posee una mezcla de sangre salvaje... de
antepasados pieles rojas...
—Regresemos a nuestra suposición sobre un hombre como el que he
descrito, —le detuvo el doctor tranquilamente—, e imaginemos que posee
en sus venas una mezcla de sangre salvaje; y que además, es
completamente ignorante de su amenazador desdoblamiento físico y
psíquico; e imaginemos que de repente se encuentra a sí mismo llevando
una vida primitiva junto con el objeto de sus deseos; con el resultado de
que la veta de indómito salvaje que corre por su sangre...
—Indio piel roja, por ejemplo, —apuntó Maloney.
—Indio piel roja, perfecto, —concedió el doctor—; el resultado, como
digo, de que su vena salvaje se despierte y resurja a una vida apasionada.
¿Y entonces qué?
Miró fijamente a Timothy Maloney, y el clérigo le respondió con una
mirada similar.
—Una vida agreste como la que han llevado ustedes en esta isla, por
ejemplo, podría despertar rápidamente sus instintos salvajes... sus
instintos enterrados... y con resultados profundamente inquietantes.
—¿Quieres decir que su Cuerpo Sutil, o como le llames, podría
levantarse automáticamente durante el sueño profundo y buscar al objeto
de su deseo? —dije yo, acudiendo en ayuda de Maloney, que parecía tener
dificultad para encontrar las palabras adecuadas.
—Precisamente;...aunque el deseo del hombre fuera de naturaleza
enteramente no-maléfica... puro y sano en todos los sentidos...
—¡Ah! —escuché mascullar al clérigo.
—El deseo del amante por la unión se volvería brutal, salvaje,
saliendo al exterior de un modo primitivo, indómito, quiero decir, —
continuó el doctor, haciendo lo posible por resultar claro ante una mente
limitada por el conocimiento y el pensamiento convencional—; pero
recuerden que el deseo que lo posee, puede ser fácilmente importunado,
y, prisionero en esta forma animal del Cuerpo Sutil que actúa como su
vehículo, podría llegar al extremo de hacer pedazos a todo lo que se
interponga, hasta alcanzar el corazón del objeto amado y poseerlo. "Au
fond", no es más que la aspiración de la unión, como ya dije... el
espléndido y perfectamente limpio deseo de absorber completamente en
su interior... —Se detuvo por un instante y miró a Maloney a los ojos—.
De bañarse en la sangre del corazón de aquella a la que se desea, —
añadió con grave énfasis.
El fuego crepitó y chasqueó, y me hizo dar un respingo, pero Maloney
encontró alivio en un genuino estremecimiento, y le vi girar la cabeza y
mirar alrededor, desde el mar hasta los árboles. El viento se calmó justo
en ese instante, y las palabras del doctor se escucharon nítidas contra el
silencio.
—Entonces ¿Hasta podría matar? —indagó el clérigo con voz apagada
y con una pequeña risa forzada, como protestando ante lo que le sonaba
tan espantoso.
—En última instancia, podría matar, —repitió el Dr. Silence. Luego,
tras otra pausa, durante la cual, claramente, debatió consigo mismo sobre
cuánto sería apropiado revelar a su audiencia, continuó: —Y si el Doble no
consiguiera regresar a su cuerpo físico, dicho cuerpo físico despertaría
como un imbécil... un idiota... o quizás nunca despertara del todo.
Maloney se incorporó y recuperó el uso de su lengua.
—Quiera usted decir que si esa cosa fluida animal, o lo que sea, no
fuera capaz de regresar, el hombre nunca despertaría —inquirió con voz
temblorosa.
–Podría morir, –replicó el otro con calma. Una extraña sensación
cruzó el aire a nuestro alrededor.
–Entonces, ¿No sería esa la mejor manera de curar al loco... al
bruto...? —tronó el clérigo, medio poniéndose de pie.
—Ciertamente, sería una forma cómoda de asesinato, e imposible de
probar, —fue la severa réplica, pronunciada con tanta calma como si fuera
una opinión sobre el tiempo.
Maloney se impresionó visiblemente, y yo miré la leña que ardía en la
hoguera y reprimí un escalofrío.
—La mayor parte de la vida de un hombre... de sus fuerzas vitales...
se separa junto con ese Doble, —continuó el Dr. Silence, tras considerar el
asunto unos instantes—, así como una considerable porción del verdadero
cuerpo físico. De modo que el cuerpo físico que permanece en el
durmiente, está desprovisto, no sólo de fuerza, sino también de materia.
Podría verlo diminuto, arrugado, encogido, como el cuerpo de un médium
materialista en medio de una sesión. Y aún diría más, cualquier marca o
herida inflingida sobre su Doble aparecería exactamente reproducida,
mediante un fenómeno de repercusión, sobre el encogido cuerpo físico
que yaciera en trance...
—¿Dice que cualquier herida hecha a uno de ellos, aparecería
reproducida en el otro? —repitió Maloney, creciendo de nuevo su
excitación.
—Indudablemente, —replicó el otro en calma—; pues en todo
momento existe una continúa conexión entre el cuerpo físico y el Doble...
una conexión material, aunque de una materia excesivamente atenuada,
posiblemente etérea. La herida viajaría, por así decirlo, de uno al otro, y si
esta conexión se rompiera, el resultado sería la muerte.
—La muerte, —se repitió Maloney—, ¡muerte! —Miró nuestros rostros
con ansiedad, mientras sus pensamientos, evidentemente, comenzaban a
aclararse.
—¿Y su solidez? —preguntó interesado, tras una pausa general—;
Este rasgar de tiendas y carne; su aullido, y las huellas de zarpas...
¿Quiere decir que el Doble...?
—¿Que si posee suficiente entidad material del cuerpo yaciente como
para producir resultados físicos? ¡Ciertamente! —explicó el doctor—.
Aunque explicar en este momento semejantes problemas relativos a la
materia sería algo tan complicado como explicar cómo el pensamiento de
una madre puede romper los huesos de su hijo no nato.
El Dr. Silence señaló al mar, y Maloney, mirando salvajemente
alrededor, se envaró violentamente. Vi una canoa, con Sangree en el
asiento, que comenzaba a aparecer a la vista en el punto más alejado. No
llevaba sombrero, y su rostro bronceado, por primera vez, me pareció...
creo que a todos nosotros... como si fuera el rostro de otro hombre
completamente distinto. Parecía un salvaje. Entonces, se irguió en la
canoa para realizar un giro con el remo, y a todos nos pareció ser un
Indio. Me fijé en la expresión de su cara, que yo había visto ya, una o dos
veces, concretamente en aquella ocasión de la oración nocturna, y un
involuntario escalofrío recorrió mi espina dorsal.
En aquel mismo instante, se giró y nos vio sentados ante la hoguera,
y su rostro se partió en una sonrisa, en la que sus dientes brillaron
blancos ante el sol. Parecía estar en su elemento, y resultaba atractivo.
Nos gritó algo acerca del pescado, y poco después se perdió de vista en la
laguna. Durante un rato, ninguno de nosotros dijo una palabra.
—¿Y la cura? —aventuró Maloney por fin.
—No puede reprimirse esta fuerza salvaje, —replicó el Dr. Silence—,
pero sí redirigirla mejor, y proporcionarle otras metas. Esa es la solución a
todos estos problemas de fuerza acumulada, pues esta fuerza es una
representación material del talento, y debería ser incrementada y
estimulada, no separándola del cuerpo mediante la muerte, sino
haciéndole alcanzar lugares más elevados. La mejor cura, y la más rápida,
—continuó, hablando con mucha suavidad, y con una mano en el brazo
del clérigo—, es guiarle hacia su objetivo, demostrarle que dicho objeto no
es necesariamente hostil... para permitirle descansar donde... —Se detuvo
bruscamente, y los ojos de ambos hombres se encontraron en una sencilla
mirada, llena de comprensión.
—¿Joan? —exclamó Maloney, casi sin aliento.
—¡Joan! —replicó John Silence.
Todos nos acostamos pronto. El día había sido inusualmente cálido, y
tras el ocaso, una curiosa brisa descendió sobre la isla. No se escuchaba
nada, a excepción de ese débil y fantasmal siseo que está
inseparablemente asociado a cualquier bosque de pinos, hasta en el día
más tranquilo... un sonido bajo, paseante, como el viento poseyera
cabellos, y los arrastrara por el mundo.
Con el súbito enfriarse de la atmósfera, comenzó a formarse una
bruma marina. Apareció como manchas aisladas sobre el agua, y luego
dichas manchas se unieron, tomaron forma, y un muro blanco avanzó
hacia nosotros.
No corría ni una brizna de aire; el horizonte se alzaba plácido como
metal inmóvil; el mar parecía una balsa de aceite. El paisaje entero
parecía estar como sujeto por un enorme peso, invisible en el aire; y las
llamas de nuestra hoguera... la más grande que habíamos hecho nunca...
se alzaban hacia el cielo, como la torre de una iglesia.
Al seguir al resto del grupo hacia las tiendas, tras haber asegurado
los rescoldos del fuego, la avanzadilla de la niebla comenzó a arrastrarse
lentamente entre los árboles, como brazos blancos abriéndose camino.
Mezclados con el humo, se percibían los olores del musgo, la savia y las
hojas de pino, y el peculiar aroma del Báltico, medio salado, medio
estancado, como el olor de un estuario en aguas bajas.
Resulta difícil decir por qué me pareció que aquella profunda quietud
enmascaraba una intensa actividad; quizás porque todas las cosas puras
sugieren su opuesto, de modo que me alarmó aquel posible contraste de
furiosa energía, pues era como moverse a través de la profunda pausa
que precedía a una tormenta, y yo temía que el sonido de una respiración
agitada o el mover de una piedra, podría transformar la escena entera,
desencadenando una especie de tumultuoso movimiento. En realidad, sin
duda alguna, algo había, además de mis sobrecargados nervios.
No había más opciones para elegir excepto desvestirse e irse a
dormir, o desvestirse y tomar un baño. Algo en mi interior se hallaba
alerta y expectante. Me senté en mi tienda y esperé. Y al final de una
media hora de esperar de aquel modo, mi espera se vio justificada, pues
la tela de la tienda se agitó, y una parte se tensó, como si se hubiera
tocado una de las cuerdas que la mantenían sujeta al suelo. John Silence
entró.
El efecto de su tranquila aparición fue singular y profético: era justo
como esa energía que yacía al lado de esta quietud, y que me había
arrastrado al borde de la acción. Aquello, sin duda, era un mero producto
de mi propia mente, y no tenía otra justificación; pues la presencia de
John Silence siempre sugería la cercana posibilidad de acción vigorosa, y
de hecho, al entrar, únicamente hizo un saludo con la cabeza y un gesto
muy significativo.
Se sentó en una esquina de mi saco de dormir, y le acerqué un
extremo de la manta, para que pudiera taparse las piernas. Cerró la lona
de la tienda tras entrar en ella y se puso cómodo, pero acababa de
hacerlo cuando la tela tembló por segunda vez, y apareció Maloney.
—¿Sentados en la oscuridad? —dijo medio a propósito, metiendo la
cabeza en la tienda y colgando la linterna en el bastidor de la entrada.
—Sólo venía buscando fuego para mi pipa. Supongo que....
Miró alrededor, captó la mirada del Dr. Silence, y se detuvo. Devolvió
su pipa al bolsillo y comenzó a murmurar suavemente... aquella melodía
que solía murmurar siempre por lo bajo, que yo conocía tan bien y que
había llegado a odiar.
El Dr. Silence salió al exterior, abrió la linterna y extinguió la luz.
—Hablen bajo, —nos dijo—, y no enciendan cerillas. Escuchen los
sonidos y movimientos del campamento, y esténse listos para seguirme a
la menor indicación. —Había la suficiente luz como para distinguir
nuestras caras con facilidad, y vi que Maloney nos miraba a ambos con
desesperación.
—¿Está dormido todo el campamento? —preguntó el doctor con un
susurro.
—Sangree sí que lo está, —replicó el clérigo con voz igualmente baja.
—Las mujeres no sabría decirle, aunque creo que estarán acostadas.
—Mejor así. —Y luego añadió—: Me gustaría que la niebla se aclarara
un poco y dejara pasar la luz de la luna; más tarde... podríamos
necesitarla.
—Creo que se está levantando, —contestó Maloney con susurros—.
Aunque aún tapa las copas de los árboles.
No sabría decir porqué resultaba tan emocionante aquel intercambio
de información. Probablemente, la rápida adaptación de Maloney a las
sugerencias del doctor tenía algo que ver con ello; pues su rápida
obediencia, ciertamente me impresionó bastante. Pero, incluso sin aquella
ligera obediencia, resultaba claro que todos reconocíamos la gravedad de
la ocasión, y comprendíamos que el sueño era inviable y que la labor de
vigilancia era necesaria aquella noche.
—Infórmenme, —repitió una vez más John Silence—, del menor
sonido, y no hagan nada precipitadamente.
Se acercó a la entrada de la tienda y levantó la lona, sujetándola
contra la esquina para poder ver el exterior. Maloney dejó de murmurar y
comenzó a forzar la respiración a través de sus dientes, produciendo una
especie de débil siseo, amenazando con tararear un popurrí de himnos
eclesiásticos y canciones populares.
Entonces la tienda tembló como si alguien la hubiera tocado.
—Es el viento, que se está levantando, —susurró el clérigo, y abrió la
lona de la entrada al máximo posible. Una bocanada de aire frío penetró
en la tienda, haciéndonos tiritar, y con ella llegaron los sonidos del mar,
mientras las primeras olas comenzaban a levantarse y batir suavemente
sobre la orilla—. Viene del norte, —añadió, y contestando a su voz nos
llegó un largo susurro que parecía venir de la isla entera, mientras los
árboles suspiraban su respuesta—. Ahora la niebla comenzará a moverse
un poco. Ahora sí que se podría navegar bien.
—¡Ssshhh! —dijo el Dr. Silence, pues la voz de Maloney había dejado
de ser un susurro, y nos acomodamos para otro largo periodo de espera y
vigilancia, roto únicamente por el ocasional golpear de los hombros contra
la tela de la tienda cuando cambiábamos de postura, y por el sonido cada
vez más fuerte de las olas rompiendo en el otro extremo de la isla. Y
sobre todo ello, se escuchaba el murmullo del viento, acariciando las
copas de los árboles como una gran arpa, y un débil golpeteo sobre la
tienda mientras caían gotas desde las ramas.
Llevábamos así sentados alrededor de una hora, y Maloney y yo
estábamos haciendo lo imposible para mantenernos despiertos, cuando de
repente el Dr. Silence se incorporó y miró al exterior. Al siguiente minuto
se había ido.
Libre de aquella presencia dominante, el clérigo acercó su rostro al
mío.
—Yo no me tomaría muy en serio todo este asunto de la vigilancia, —
susurró—, aunque Silence no se enteraría si me fuera a acostar como los
demás; me comentó que estando aquí prevendría cualquier cosa que
pudiera ocurrir si no lo hacía.
—Él sabe, —fue mi breve respuesta.
—No, si de eso no cabe duda alguna, —me susurró—; es todo ese
asunto del 'Doble', como él lo llama, o ese ser de obsesión, como lo
describe la Biblia. Pero que es malo, sea lo que sea, y yo tengo mi
Winchester ya cargado allí fuera, y también me he traído esto. —Agitó una
Biblia de bolsillo ante mis narices. En una época de su vida, aquella había
sido su inseparable compañera.
—Una de esas cosas es inofensiva y la otra es peligrosa, —repliqué
con decisión, consciente de mi deseo de reír, y dejarle que eligiera cual
era cual—. Será más seguro que obedezcamos a nuestro líder...
—No estaba pensando en mi seguridad, —me interrumpió tajante—;
solo que, si algo le ocurriera a Joan esta noche, dispararé primero... ¡y
rezaré después!
Maloney devolvió el libro a su bolsillo, y miró al exterior por la
entrada.
—¡En el nombre del diablo! ¡Me pregunto qué estará haciendo en este
momento!– —añadió—; paseando alrededor de la tienda de Sangree y
haciendo gestos. Qué sensación más rara da el verle aparecer y
desaparecer en la niebla.
—Confíe en él y espere, —le dije rápidamente, pues el doctor ya
caminaba de vuelta a nosotros—. Recuerde que él posee el conocimiento,
y sabe muy bien lo que hace. He estado a su lado en casos mucho peores
que este.
Maloney retrocedió mientras el Dr. Silence oscurecía la entrada y se
detenía para acceder a la tienda.
—Su sueño es muy profundo, —susurró, sentándose de nuevo cerca
de la puerta—. Está en un estado semi-cataléptico, y el Doble puede ser
liberado en cualquier momento. Pero he tomado medidas para aprisionarle
en la tienda, y no podrá salir de allí hasta que yo se lo permita. Estén
alerta por si hay signos de movimiento. —Entonces miró a Maloney con
dureza—. Pero nada de violencia, ni de disparos, recuérdelo Mr. Maloney,
a menos que desee un asesinato sobre su conciencia. Cualquier cosa que
se le hace al Doble, actúa por repercusión sobre el cuerpo físico. Será
mejor que saque los cartuchos del arma.
Su voz era severa. El clérigo salió, y le escuché vaciar la recámara de
su rifle. Al regresar, se sentó más cerca de la entrada que antes, y desde
aquel momento hasta que abandonamos la tienda, no apartó los ojos de la
figura del Dr. Silence, silueteada allí, contra el cielo y la lona.
Y, mientras tanto, se levantó una brisa sobre el mar, partiendo la
bruma en tentáculos y claros, cruzando a través suya como un ente vivo.
Debía ser pasada la media noche cuando un sonido bajo y
retumbante atrajo mi atención; aunque al principio, mi sentido del oído se
hallaba tan embotado que me resultaba imposible localizarlo exactamente,
e imaginé que sería el atronador sonido de salvas de artillería, que llegaba
a nosotros por el mar, transportado por el viento. Entonces Maloney,
agarrando mi brazo e inclinándose hacia delante, me recordó de algún
modo la situación en la que nos hallábamos, y al segundo siguiente me
percaté de que el sonido provenía de algún lugar a tan sólo unos metros
de distancia.
—La tienda de Sangree, —exclamó con un susurro bajo y aterrado.
Asomé mi cabeza por la esquina de la tienda, pero al principio, el
efecto de la niebla resultaba tan confuso, que cada retazo de aire blanco
que se desplazaba con el viento me parecía una tienda que se moviera, y
hasta un par de segundos más tarde no descubrí la zona correcta donde
mirar. Entonces vi que se agitaba entera, y los lados, tensándose tanto
como permitía la sujeción de las sogas, eran la causa del sonido
retumbante que había escuchado. Algo que estaba vivo se agitaba
frenéticamente en el interior, presionando contra la tensa lona de una
manera que hacía pensar en un huracán golpeando los muros y ventanas
de una habitación. La tienda temblaba y se revolvía.
—¡Por Júpiter, está intentando salir! —musitó el clérigo, poniéndose
de pie y girándose hacia el lugar donde yacía su rifle descargado. También
yo me levanté de un salto, incapaz de saber qué propósito tenía en
mente, pero ansioso de prepararme para lo que fuera. John Silence, sin
embargo, estaba ante nosotros dos, y su figura se interponía, bloqueando
la entrada de la tienda. Y hubo una cualidad en su voz al minuto siguiente,
cuando comenzó a hablar, que llevó al instante a nuestras mentes a un
estado de calmada obediencia.
—Primero... la tienda de las mujeres, —dijo en voz baja, mirando
fijamente a Maloney—, y si necesitamos su ayuda, le llamaremos.
El clérigo no necesitaba que se lo repitieran. Pasó a toda prisa a mi
lado y estaba fuera en un instante. Evidentemente, obraba bajo una
intensa excitación. Le observé mientras avanzaba silenciosamente sobre
el rocoso suelo, lanzando una larga mirada a la tienda que se movía, y
desapareciendo poco después entre los flotantes jirones de niebla.
El Dr. Silence se giró hacia mí.
—¿Has oído esas pisadas hará una media hora? —preguntó
significativamente.
—No he oído nada.
—Eran extraordinariamente suaves... casi como los pasos inaudibles
de una criatura salvaje al acecho. Pero ahora, sígueme de cerca, —y
añadió—, pues no tenemos tiempo que perder si deseamos salvar a ese
pobre hombre de su aflicción, y conducir a su Doble licántropo a su
descanso. Y, a menos que esté muy equivocado —...me miró a través de
la oscuridad, susurrando con la mayor claridad...— Joan y Sangree están
absolutamente hechos el uno para el otro. Y creo que ella también lo
sabe... al igual que él.
Mi cabeza flotaba mientras le escuchaba, pero al mismo tiempo, algo
se aclaró en mi mente y vi que él estaba en lo cierto. Aunque era todo tan
extraño e increíble, tan alejado de los hechos comunes de la vida, tal
como los conoce la gente común; y más de una vez se me ocurrió, como
en un destello, que la escena entera... la gente, las palabras, las tiendas,
y todo lo demás... eran ilusiones que de algún modo habían sido creadas
por la intensa excitación de mi propia mente, y que de repente, la bruma
marina se aclararía, y el mundo volvería a ser normal de nuevo.
El aire frío del mar laceró nuestras mejillas al abandonar la cerrada
atmósfera de la pequeña tienda. El suspirar de los árboles, las olas
rompiendo contra las rocas y los tentáculos y jirones de niebla a nuestro
alrededor, parecieron crear la momentánea ilusión de que la isla entera se
había desprendido del lecho marino, y flotaba en el mar a la deriva, como
una enorme balsa.
El doctor se desplazaba delante mío, rápido y silencioso; se dirigía
derecho a la tienda del Canadiense, donde los lados aún se agitaban y
temblaban, como si una criatura de siniestra vida cabalgara y saltara
impacientemente en su interior. A poca distancia de la puerta, se detuvo y
alzó una mano para detenerme. Estábamos, seguramente, a una docena
de pasos de distancia.
—Antes de que lo expulse, podrás ver por ti mismo, —me dijo—, que
la realidad del hombre lobo está más allá de toda duda. La materia que lo
compone está, desde luego, excesivamente atenuada, pero tú eres un
poco clarividente... y aunque no sea lo bastante denso para la visión
normal, tú verás algo.
Añadió algo más que no pude captar. El hecho era que la curiosa
atmósfera, fuerte y vibrante, que rodeaba su persona, confundía de algún
modo mis sentidos. Era el resultado, claro está, de su intensa
concentración y fuerza mental, y alcanzaba a todo el campamento y a
todas las personas que lo poblaban. Y mientras observaba agitarse la lona
y escuchaba el sonido de su interior, agradecí dicha fuerza de corazón.
Pues resultaba bastante tranquilizadora.
A espaldas de la tienda de Sangree se alzaba un delgado grupo de
pinos, pero al frente y a los lados el suelo estaba relativamente
despejado. La tienda se hallaba muy abierta, y cualquier animal ordinario
podría haber salido al exterior sin el menor problema. El Dr. Silence
avanzó unos pasos, mostrando un evidente cuidado en no avanzar más
allá de un cierto límite, y entonces se detuvo y me hizo señas para que
hiciera lo mismo. Y mirando sobre sus hombros, vi que el interior brillaba
débilmente ante la luz espectral reflejada por la niebla, y que la confusa
mancha sobre las hojas balsámicas y las mantas debía de ser Sangree;
mientras que sobre él, a su alrededor, moviéndose de arriba a abajo, se
alzaba la oscura mole de "Algo" a cuatro patas, con un afilado hocico y
orejas en punta claramente visibles contra los lados de la tienda, y un
brillo ocasional de ojos fieros y blancos colmillos.
Contuve la respiración y me mantuve completamente inmóvil, interior
y exteriormente, por miedo, supongo, a que la criatura fuera consciente
de mi presencia; pero la intranquilidad que sentía iba más allá de la mera
preocupación por mi seguridad personal, o del hecho de estar observando
algo tan increíblemente activo y real.
Era intensamente consciente de la terrible calamidad psíquica que
implicaba. El hecho de que Sangree yaciera confinado en aquel reducido
espacio con aquella especie de proyección monstruosa de sí mismo... que
estaba allí tendido en un sueño cataléptico, del todo inconsciente de
aquella cosa que se alimentaba de su propia vida y energías... añadían un
enfermizo toque de horror a la escena. De todos los casos de John
Silence... y hubo muchos, y a menudo terribles... ninguna otra aflicción
psíquica, antes o después, me impresionó nunca tan convincentemente
con la patética futilidad de la personalidad humana, con su naturaleza
etérea, y con las alarmantes posibilidades de sus transformaciones.
—Ven, —me susurró, tras haber estado observando durante varios
minutos los frenéticos esfuerzos de aquello por escapar del círculo de
pensamiento y voluntad que lo mantenían prisionero—, alejémonos un
poco mientras lo libero.
Retrocedimos una docena de yardas, o así. Era como la escena de
algún juego imposible, o de alguna macabra y opresiva pesadilla de la
cual acabaría despertando para hallar las mantas apiladas sobre mi pecho.
Mediante un sistema indudablemente mental, pero que, en mi confusión y
excitación, fui incapaz de comprender, el doctor cumplió su propósito, y al
minuto siguiente le escuché decir entre dientes:
—¡Está libre! ¡Atención!
En aquel mismo instante, un súbito resplandor se alzó del mar sobre
la niebla, formando un haz sobre el cielo y la luna; macabro y antinatural,
como el efecto de un foco, descendió con un brillo momentáneo sobre la
puerta de la tienda de Sangree, y percibí que algo se había movido hacia
delante desde la negrura del interior y permanecía claramente definido en
el umbral. Y, en el mismo instante, la tienda cesó de agitarse y quedó
inmóvil.
Allí, en la entrada, había un animal, con el cuello y la cabeza
adelantados, su hocico apuntando a la noche, todo su cuerpo adoptando
esa actitud de intensa rigidez que precede al salto a la libertad, a la
carrera anterior al ataque. Parecía tener el tamaño de a calf, más delgado
que un mastín, aunque bastante más robusto que un lobo, y podría jurar
que vi el pelaje se erizaba sobre su espalda. Entonces, su labio superior se
elevó lentamente, y observé la blancura de sus dientes.
Seguramente ningún ser humano ha visto jamás lo que yo vi durante
los siguientes minutos. Y cuanto más fijamente observaba, más clara
aparecía la asombrosa y monstruosa aparición. Pues, después de todo, se
trataba de Sangree... aunque no era del todo Sangree. Era el cráneo y la
cara de un animal, pero también era el rostro de Sangree: la cara de un
perro salvaje, un lobo, pero también su rostro. Los ojos eran más
intensos, más estrechos, más fieros, aunque eran sus ojos... sus ojos
embrutecidos; los dientes eran más largos, más blancos, más afilados...
pero eran sus dientes, sus dientes cruelmente aumentados; la expresión
era ardiente, terrible, exultante... pero era su propia expresión, pero
llevada al límite del salvajismo... su expresión tal y como yo la había
captado en más de una ocasión, pero ahora dominante, completamente
liberada de las ataduras humanas, con el enloquecido lamento de un alma
hambrienta y atormentada. Era el alma de Sangree, el largamente
reprimido y profundamente enamorado Sangree, expresado en su sencillo
e intenso deseo... absolutamente puro y absolutamente maravilloso.
Y, al mismo tiempo, tuve la sensación de que todo era una ilusión. De
repente recordé los extraordinarios cambios que el rostro humano puede
adoptar en ciertas patologías mentales, cuando cambia de la melancolía al
frenesí; y recordé los efectos del hachís, que muestra la envoltura
humana en forma de pájaro, o del animal al que se aproxima más el
carácter; y por un momento atribuí aquella mezcla de la cara de Sangree
con un lobo, a alguna especie de ilusión similar de los sentidos. ¡Debía
estar loco, alucinado! ¡Soñaba! La excitación del día, y aquella débil luz de
las estrellas, junto a la hechizante niebla se habían combinado para
engañarme. Había sido asombrosamente dispuesto mediante alguna falsa
brujería de los sentidos. Todo aquello era absurdo y fantástico; ya
pasaría.
Y entonces, sonando a través de aquel océano de confusión mental,
como una campana en medio de la niebla, me llegó la voz de John
Silence, devolviéndome a la conciencia y a la realidad que estábamos
viviendo...
—¡Sangree... en su Doble!
Y cuando miré de nuevo, más calmado, vi que, de hecho, era
sencillamente la cara del Canadiense, pero su cara transformada en
animal, aunque mezclada con la expresión de bruto, había una mirada
curiosamente patética, como la que se ve en ocasiones en los tristes ojos
de un perro,... la cara de un animal dotada con vívidos rasgos humanos.
El doctor le llamó entre dientes, suavemente...
—¡Sangree! ¡Sangree, pobre afligida criatura! ¿Me reconoces?
¿Puedes comprender lo que estás haciendo en tu 'Cuerpo del Deseo'?
Por primera vez desde su aparición la criatura se movió. Sus orejas
se levantaron y apoyó el peso de su cuerpo sobre las patas traseras.
Entonces, elevando su cabeza y hocico hacia el cielo, abrió sus grandes
mandíbulas y emitió un prolongado aullido de dolor.
Pero, al escuchar aquel aullido elevándose hacia el cielo, mi garganta
se quedó sin respiración y me pareció que mi corazón hubiera dejado de
latir; pues, aunque el sonido era enteramente animal, era, al mismo
tiempo, enteramente humano. Y más aún, era el grito que tan a menudo
se había escuchado en los Estados del Oeste Americano, donde los Indios
aún peleaban, cazaban y acechaban... ¡Era el grito de un Piel Roja!
—¡La sangre India! —susurró Silence, cuando así su brazo para
sostenerme—; el grito ancestral.
Y aquel grito desgarrado, aquella rota voz humana, mezclada con el
salvaje aullido de la brutal bestia, perforó directamente mi corazón y tocó
algo en él que ni la música, ni la voz, tierna o apasionada, de un hombre,
mujer o niño habían tocado antes, o posteriormente, en toda mi vida. Hizo
eco en la niebla y en los árboles, y se perdió en algún lugar del mar. Y una
parte de mí... una más profunda que el mero acto de escuchar
intensamente... se fue con dicho sonido, y por algunos instantes perdí la
noción de cuanto me rodeaba y me sentí absolutamente absorbido en el
dolor de una criatura afín.
De nuevo, la voz de John Silence me hizo volver en mí.
—¡Escucha! —dijo en voz baja—. ¡Escucha!
Su tono de voz pareció refrescar mi mente. Permanecimos
escuchando, codo con codo.
A lo lejos, en la isla, sonando débilmente a través de los árboles y la
maleza, respondió un grito similar. Gorjeante, aunque maravillosamente
musical, sacudiendo el corazón con una singular dulzura salvaje que
desafiaba cualquier descripción; lo escuchamos alzarse y extinguirse en el
aire de la noche.
—Es al otro lado de la laguna, —gritó el Dr. Silence, pero en esta
ocasión a plena voz, sin mostrar precaución alguna—. ¡Es Joan! ¡Le está
respondiendo!
De nuevo, el maravilloso grito se alzó y cayó, y en aquel mismo
instante el animal bajó su cabeza, y, hocico en tierra, se lanzó a una veloz
carrera que le llevó al interior de la niebla y fuera de nuestra vista, como
si fuera un objeto arrastrado por el viento.
El doctor avanzó rápidamente hasta la puerta de la tienda de
Sangree, y, pisándole los talones, miré hacia dentro y obtuve una
momentánea visión del pequeño y encogido cuerpo que yacía sobre el
lecho de ramitas, medio tapado por las mantas... la jaula de la cual, la
mayor parte de la vida, y no poco de la auténtica sustancia corpórea,
habían escapado hasta esa otra forma de vida y energía, el cuerpo de la
pasión y el deseo.
Mediante otros rápidos e incalculables procesos que en mi estado de
aprendiz poco avanzado, fallé en determinar, el Dr. Silence volvió a cerrar
el círculo alrededor de la tienda y el cuerpo.
—Ahora no puede regresar hasta que no se lo permita, —dijo, y al
segundo siguiente desaparecía a toda velocidad por los árboles, conmigo
siguiéndole de cerca. Ya antes había experimentado la habilidad de mi
compañero para correr rápidamente a través de un bosque denso, y ahora
resultó evidentemente probado su poder para ver en la oscuridad. Pues,
una vez que abandonamos el claro que rodeaba las tiendas, los árboles
parecieron absorber toda la luz que aún había, y yo comprendí aquella
especial sensibilidad que según se dice desarrollan los ciegos... el sentido
de los obstáculos.
Y en dos ocasiones, mientras corríamos, escuchamos el sonido de
aquel espantoso aullido acercándose más y más hacia el débil grito de
respuesta, proveniente del punto de la isla hacia el cual nos dirigíamos.
Entonces, de repente, los árboles se terminaron, y emergimos,
sudando y sin aliento, sobre el hito rocoso donde la losa de granito caía
hacia el mar. Fue como pasar a la claridad del pleno día.
Y allí, claramente definida contra el cielo y el mar, se alzaba a figura
de un ser humano. Era Joan. Al momento vi que había algo en su
apariencia que resultaba singular e inusual, pero sólo cuando nos
acercamos más pude reconocer qué lo causaba. Pues mientras los labios
sonreían de un modo que iluminaba el rostro entero de una felicidad que
nunca antes le había visto, los ojos se hallaban fijos en una mirada ciega,
vacía, como si estuvieran sin vida y hechos de cristal. Tuve el impulso de
dirigirme hacia ella, pero el Dr. Silence me agarró al instante, haciéndome
retroceder.
—No, —gritó—, ¡No la despiertes!
—¿Qué quieres decir? —repliqué en voz baja, apartando el brazo.
—Está dormida. Es sonámbula. El shock podría dañarla
permanentemente.
Me volví y le miré fijamente a la cara. Estaba absolutamente
tranquilo. Comencé a comprender un poco más, captando, supongo yo,
algo de sus fuertes pensamientos.
—¿Te refieres a que camina en sueños?
Asintió.
—Ha venido a encontrarse con él. Desde el principio debe haberla
atraído... irresistiblemente.
—Pero ¿y la tienda cortada y el rasguño del brazo?
—Cuando no fue capaz de dormir de un modo lo bastante profundo
como para entrar en el trance sonámbulo, él la echó de menos... fue
instintivamente y con toda inocencia a buscarla... con el resultado, claro
está, de que ella se despertó y quedó aterrorizada...
—Entonces, en el fondo de su corazón ¿se aman? —pregunté
finalmente.
John Silence sonrió con su habitual sonrisa inescrutable.
—Profundamente, —respondió—, y de un modo tan sencillo como sólo
las almas primitivas pueden amar. Si ambos se dieran cuenta de ello en
sus estado normal de vigilia, su Doble cesaría estas excursiones
nocturnas. Estaría curado, y descansaría.
Aquellas palabras acababan de salir de sus labios, cuando
escuchamos un sonido de ramas quebradas a nuestra izquierda, y al
instante siguiente, la densa maleza se abrió en su parte más oscura, y de
ella saltó la veloz figura de un animal a pleno galope. El sonido de pisadas
era casi inaudible, pero en aquel absoluto silencio, escuché la pesada
respiración capté el siseo de las hojas bajas al rozar su costado. Fue
directo hacia Joan... y mientras avanzaba, la chica levantó su cabeza y se
giró para recibirle. Y en el mismo instante, una canoa que había estado
deslizándose silenciosa y sin ser observada por la orilla interna de la
laguna, emergió de las sombras y quedó definida sobre el agua con una
figura en su mitad. Era Maloney.
Sólo un poco más tarde me percaté de que éramos invisibles para él,
allá donde estábamos, junto al oscuro fondo de árboles; veía claramente
las figuras de Joan y del animal, pero no al Dr. Silence ni a mí, que
permanecíamos detrás de ellos. Se puso de pie sobre la canoa y extendió
su brazo derecho. vi brillar algo en su mano.
—Quédate quieta, Joan, muchacha, podrías salir herida, —gritó; su
voz resonó horriblemente a través del profundo silencio, y en el mismo
instante se dejó escuchar un estampido de pistola, acompañado de fuego
y humo, y la figura del animal, tras un tremendo salto en el aire, regresó
a las sombras y desapareció en la noche y en la niebla. Entonces, al
instante, Joan abrió sus ojos, miró aturdida a su alrededor, y presionando
sus manos contra su corazón, lanzó un grito y cayó justo a mis brazos,
pues acababa de adelantarme para sujetarla a tiempo.
Y un grito de respuesta sonó a través de la laguna... débil, dolorido,
patético. Venía de la tienda de Sangree.
—¡Estúpido! —Gritó el Dr. Silence—, ¡Le ha herido! —y antes de que
pudiéramos movernos o hacernos a la idea de la situación, ya había
cruzado con la canoa, la mitad de la distancia que nos separaba.
Algún tipo de improperio similar salió también de mis labios, como un
torrente... si bien no puedo recordar las palabras exactas... pero maldije a
aquel hombre por su desobediencia e intenté acomodar confortablemente
a la chica en el suelo. Pero el clérigo era más práctico. Al momento se
hallaba a mi lado, tapándola con su abrigo y mojando de agua su rostro.
—De todos modos, no es a Joan a quién he matado, —le oí musitar
mientras ella se giraba, abría los ojos y sonreía débilmente—. Juro que la
bala fue certera.
Joan le miró; aún estaba aturdida y embelesada, y aún creía estar
con su compañero de trance. La extraña lucidez de los sonámbulos aún
pendía de su mente y su cerebro, aunque aparentemente sólo pareciera
estar confundida y desorientada.
—¿Dónde se ha ido? Desapareció tan bruscamente, gritando que le
habían herido, —preguntó, mirando a su padre como si no le reconociera
—. Y si le han hecho algo a él... me lo han hecho a mí también... porque
para mí es más que....
Sus palabras se hicieron más y más débiles mientras regresaba
lentamente a su estado normal, y entonces se detuvo del todo, como
dándose cuenta de que había sido sorprendida revelando sus secretos.
Durante el camino de regreso, mientras la llevábamos con cuidado a
través de los árboles, la muchacha sonrió y murmuró el nombre de
Sangree, preguntando si estaba herido, hasta que al final me quedó claro
que el alma salvaje de uno había llamado al alma salvaje de la otra, y en
las más recónditas profundidades de su ser, la llamada había sido recibida
y comprendida. John Silence tenía razón. En el abismo de su corazón,
demasiado profundo para darse cuenta de ello, la muchacha le amaba, y
le había amado desde del principio. Una vez que su conciencia normal, ya
despierta, reconociera el hecho, podrían saltar el uno hacia el otro como
llamas gemelas, y la aflicción de él llegaría a su fin; su intenso deseo sería
satisfecho; estaría curado.
Al llegar a la tienda de Sangree, el Dr. Silence y yo nos sentamos por
el resto de la noche... aquella extraordinaria y hechizante noche que nos
había mostrado tan extrañas imágenes tanto de un nuevo cielo como de
un nuevo infierno... pues el Canadiense tosía sobre su lecho de ramitas
balsámicas, con una gran fiebre en la sangre; y sobre cada mejilla,
mostraba una oscura y curiosa contusión, aparentemente muy dolorosa, a
pesar de que la piel no estaba perforada y no había signos exteriores
visibles de sangre.
—Ya lo ves, Maloney fue certero, —me susurró el Dr. Silence una vez
que el clérigo se hubo retirado a su tienda, y hubimos acostado a Joan
junto a su madre, quien, por cierto, no se había despertado ni una sola
vez—. La bala debió de cruzar limpiamente por el rostro, pues ambas
mejillas están manchadas. Llevará esas marcas toda su vida... se harán
más pequeñas, pero siempre estarán allí. Esas de ahí, son las cicatrices
más curiosas del mundo, las transferidas por repercusión del Doble
herido. Permanecerán visibles hasta justo antes de su muerte, y entonces,
con el abandono del cuerpo sutil, desaparecerán finalmente.
Sus palabras se mezclaron en mi aturdida mente con los suspiros del
atormentado durmiente, y el grito del viento en torno a la tienda. Nada
parecía paralizar mis poderes de deducción, tanto como aquellas manchas
gemelas de misterioso significado sobre el rostro que había ante mí.
Muy curiosa, además, fue la rapidez y facilidad con la que el
campamento se resignó de nuevo al sueño y el silencio, como si el telón
de un teatro hubiera descendido de repente sobre la acción, dándola por
terminada; y nada contribuyó tan vívidamente a la sensación de que había
sido el espectador de alguna clase de drama visionario, como la dramática
naturaleza del cambio en la actitud de la muchacha.
Aunque, de hecho, el cambio no había sido tan súbito y revolucionario
como parecía. Bajo la superficie, en aquellas regiones más remotas de la
conciencia donde las emociones, desconocidas para sus poseedores,
maduran secretamente, posponiendo su brusca revelación a algún abrupto
clímax psicológico, allí... no había duda alguna de que el amor de Joan
hacia el Canadiense había estado creciendo lenta e irresistiblemente
durante todo el tiempo. Y ahora había emergido a la superficie, de modo
que ella era capaz de reconocerlo; eso era todo.
Y siempre me pareció que la presencia de John Silence, tan poderosa,
tan calmadamente eficaz, produjo el efecto, por llamarlo de algún modo,
de un casamentero psíquico, acelerando incalculablemente la unión de
aquellos dos amantes "salvajes". Pues aquel súbito despertar que había
ocurrido en el clímax psicológico del asunto, requirió que se revelaran las
apasionadas emociones que se hallaban contenidas y acumuladas. Un
profundo conocimiento había salido a la superficie y se había transferido a
la conciencia ordinaria de la muchacha, y en aquel choque, la colisión de
las personalidades la había hecho temblar profundamente, y le había
mostrado la verdad, más allá de toda posibilidad de duda.
—Ahora duerme tranquilo, —dijo el doctor, interrumpiendo mis
reflexiones—. Si te quedas aquí, vigilándole un momento, iré a la tienda
de Maloney y le ayudaré a ordenar sus pensamientos. —Sonrió, pensando
en dicha "ordenación de pensamientos"—. Nunca acabó de comprender
del todo cómo una herida infringida al Doble podía transferirse al cuerpo
físico, pero al menos puedo persuadirle de que cuanto menos hable y
'explique' mañana, mucho antes se calmarán las aguas, volviendo a su
curso original de paz y tranquilidad.
Se alejó tranquilamente, y con su ausencia, Sangree, que dormía
profundamente, se giró, gimiendo de dolor por su herida en la cara.
Y fue en la plácida hora justo antes del alba, cuando todas las islas se
hallaban aún difuminadas, el viento y el mar aún dormían, y las estrellas
eran visibles a través de la agonizante niebla, cuando una figura se deslizó
silenciosamente por el risco y alcanzó la entrada de la tienda, en la que yo
velaba al convaleciente, antes de que pudiera percatarme de su presencia.
La lona se levantó cautelosamente unas pocas pulgadas y apareció...
Joan.
En aquel mismo instante, Sangree se despertó y se sentó sobre su
lecho de ramas. La reconoció antes de que yo pudiera decir una sola
palabra, y emitió un grito apagado. Era una mezcla de dolor y alegría, y
en aquella ocasión, completamente humano.
Y la muchacha no se hallaba caminando en sueños, sino plenamente
consciente de lo que hacía. Y únicamente fui capaz de sujetarle,
arropándole de nuevo.
—¡Joan, Joan! —gritó él, y al momento ella le respondió.
—Estoy aquí... a partir de ahora estaré siempre contigo, —y entonces
pasó a mi lado y se abrazó a su pecho.
—Sabía que al final vendrías a mí, —le oí susurrar.
—Era demasiado grande para que lo comprendiera al principio, —
murmuró ella—, y durante mucho tiempo estuve asustada...
—¡Pero ahora no! —gritó en voz más baja—; ya no tienes miedo de...
de nada que haya en mi interior....
—No temo nada, —sollozó ella—, nada, ¡nada!
La conduje de nuevo al exterior. Me miró fijamente al rostro, con los
ojos brillantes y con todo su ser transformado. De algún modo intuitivo,
probablemente remanente del sonambulismo, ella sabía, o suponía tanto
como yo.
—Será mejor que mañana hables con John Silence, —le dije con
gentileza, conduciéndola de vuelta a su propia tienda—. Él lo entiende
todo.
La dejé ante la puerta de su tienda, y me alejé lentamente para
retomar de nuevo mi labor de vigilancia con el Canadiense; en aquel
instante, vi los primeros rayos de luz del amanecer, brillando en el
borroso horizonte marino junto a las distantes islas.
Y, como para enfatizar la eterna conexión entre comedia y tragedia,
dos pequeños detalles resaltaron en la escena y me impresionaron con tal
viveza que aún hoy los recuerdo. Pues en la tienda en cuya entrada
acababa de dejar a Joan, ahora radiante con su nueva felicidad, llegó
claramente hasta mis oídos el grotesco sonido de los pesados ronquidos
de la "Contramaestre", indiferente a todas las cosas habidas en el Cielo y
el Infierno; y de la tienda de Maloney, en cuyo interior brillaba una
linterna, llegó hasta mí, a través de los árboles, la monótona subida y
bajada del tono de una voz humana que, más allá de toda duda, se
trataba del sonido de un hombre rezando a su Dios.
No hay comentarios:
Publicar un comentario