Acorralado
Ramsey Campbell
No era de extrañar que el alquiler fuera tan bajo. Había grietas por todas partes; durante la noche se habían formado otras nuevas, una de las cuales pasaba sobre el pie del lecho, por sus delicadas molduras, y seguía hacia el suelo del parquet. Sin embargo, la casa le traía sin cuidado, pues Thorpe no había acudido allí por la casa.
Apartó las cortinas. Acto primero, escena tercera. Había descendido la niebla y el lago estaba cubierto por un fantasma de si mismo. La creciente luz diurna reavivaba los colores bajo la niebla y de ella surgía la verde epidermis de las colinas y las verdes espigas de los pinos. Todo aquel paisaje era gratuito. Thorpe tenía pocas razones para quejarse.
Como sucedía cada vez que salía de su habitación, la altura del techo le hacía levantar la mirada. Sobre la escalera, una nueva grieta había desconchado el yeso. ¿Y si la casa se le caía encima mientras dormía? Era una posibilidad muy remota, pues el edificio parecía demasiado sólido para que tal cosa sucediera.
Titubeó mientras contemplaba la puerta entornada. ¿Podía dejarse llevar por la curiosidad? No se trataba de una decisión sencilla de tomar: Thorpe había acudido a aquel rincón a recuperarse físicamente, y era difícil que lo consiguiera si la curiosidad insatisfecha le mantenía despierto por las noches. La noche anterior, por ejemplo, había pasado muchas horas en vela, haciéndose preguntas. Sintiéndose casi como un niño que se hubiera introducido en la casa desierta para ganar una apuesta o desafío, terminó por abrir la puerta.
La estancia era de menor tamaño que su dormitorio, y estaba más oscura, aunque quizá todo aquello se debía a los armarios y vitrinas, que se alzaban hasta el techo y ocupaban todas las paredes, con sus maderas negras como el ébano. Las vitrinas y los cajones de los armarios estaban cerrados con candados, salvo una de ellas cuyo candado colgaba de las puertas entreabiertas. Más allá de la puerta, sólo había oscuridad, difusamente repleta de objetos invisibles. Las especulaciones sobre la naturaleza de tales objetos llevaban ya tres noches perturbándole el sueño.
Se aventuró a seguir adelante. De nuevo, con las vitrinas y armarios cerniéndose sobre él, volvió a sentirse como un chiquillo. Sin titubear más, abrió de par en par la puerta. El candado cayó al suelo produciendo un estrépito en la sala, que le devolvió un eco, y de encima de un armario cayó una cascada de objetos. Algunos se abrieron al caer y su contenido se derramó encima de él.
Thorpe saltó hacia atrás de un respingo. Las cajas retumbaron sobre la madera del suelo. Parecían cajitas para píldoras y eran de plástico transparente. Llevaban unas inscripciones en una escritura como de araña, lo cual parecía totalmente adecuado, pues cada una de las cajas contenía uno de tales animales. Un par de arañas oscuras y peludas le colgaban de la manga, pendientes de unas largas patas. Se las quitó de encima con un escalofrío, sin poderse librar de la insidiosa sospecha de que algunas de aquellas criaturas no estaban del todo muertas.
Empezó a recoger las arañas a regañadientes. Unos ojos como brillantes cabezas de alfiler le devolvieron la mirada, muerta como el metal; junto a ellos, los palpos aparecían erizados. El vello sin vida parecía inquietantemente frío al tacto. Finalmente, consiguió llenar todas las cajitas con los ejemplares caídos, sin preocuparse de si acertaba o no el bichito correspondiente a cada una. Si hubiera habido un público observándole, el cuadro habría sido una escena cómica de gran fuerza. Tras volver a poner las cajitas en el estante de arriba, advirtió la presencia de una caja cerrada con candado, grande como una caja de sombreros, semioculta al fondo de la estancia. Thorpe dejó que siguiera donde estaba. Ya tenía suficientes emociones por aquel día.
Además, debía ir a informar acerca de las grietas. Por fin, vio aparecer el autobús, cargado de excursionistas y escaladores, algunas de cuyas mochilas abultaban casi más que ellos mismos. Bajo las colinas, humeaban los fuegos de campamento.
Las vacas pasaban frente a la oficina del agente inmobiliario, camino del mercado. El agente escuchó con atención sus explicaciones acerca de las grietas.
—Me sorprende usted. Mañana pasaré a echar un vistazo. —Se pasó los dedos por el cabello canoso con gesto suave y abstraído. Al observar que Thorpe vacilaba, alzó la mirada hacia él—. ¿Alguna cosa más?
—El propietario de la casa... ¿sabe usted a qué se dedica?
—Es anarcó... narancó... —El hombre movió la cabeza, molesto, para deshacer el trabalenguas en que había caído—. ¡Aracnólogo! —dijo por fin.
—Ya pensaba que debía de tratarse de algo así. Inspeccioné una de las estancias... La que tiene la cerradura rota.
—¡Ah, sí, sus chupadoras de sangre! Así es como le gusta llamarlas. Todos esos escritores son unos excéntricos, cada uno a su modo, supongo. De todos modos, debería haberle advertido que no tocara nada —añadió en tono reprobatorio.
Thorpe no había tenido ningún rubor en confesarlo, pero ahora se sentía avergonzado.
—Bien, quizá no se haya producido ninguna desgracia irreparable —continuó el agente inmobiliario—. Hace seis meses, el propietario de la casa se fue a la Europa del Este en busca de alguna rareza..., después de fijar la renta de la casa.
¿Había quizás en aquel comentario un tono de cierto reproche? Sonaba algo nostálgico. No obstante, el agente se puso en pie con una sonrisa en los labios.
—Sea como fuere, el campo le está sentando a usted muy bien —comentó—. Tiene un color mucho más sano.
Y, realmente, Thorpe se sentía mejor. Estaba a sus anchas entre las callejuelas del pueblo, se abría paso entre los automóviles sin vacilar, sin sentir el temor insuperable a que los pedazos de metal se le clavaran o a que el parabrisas le estallara en el rostro. Las cicatrices de sus mejillas cosidas a puntos habían dejado de tirar de su piel. De vuelta a casa, hizo parte del camino a pie, hasta que se sintió cansado.
Se sentó a contemplar el lago. En su superficie ondulaban reflejos fragmentados de pinos. Cuando la niebla empezó a descender por las colinas, Thorpe continuó el camino, a tiempo de ver a un grupo de excursionistas admirando la casa. Complacido, también la observó con atención. La niebla se había adherido a las chimeneas. Las cinco formas cuadradas y huecas, borrosas, parecían jugar a un juego secreto, escondiéndose una detrás de la otra.
Después de cenar, Thorpe deambuló por la casa, dándole unos sorbos a su copa de whisky. A su alrededor resonaban las habitaciones. Parecían un escenario vacío, y él hacía el papel de dueño de la casa. Subió las amplias escaleras, bajo la gran grieta longitudinal, y
se detuvo ante la puerta contigua a la suya.
No iba a ser capaz de dormir si antes no echaba un vistazo. Además, había encontrado levemente perturbadora la actitud desaprobatoria del agente inmobiliario. Si no debía inspeccionar las estancias de la casa, ¿por qué no se lo habían indicado expresamente? ¿Y por qué habían dejado una con la puerta entornada?
Se aventuró en la estancia, entre el sinfín de puertas altas y oscuras. En esta ocasión, cuando abrió la vitrina se aseguró de que el candado no se deslizara de su posición. Se adentró en la oscuridad para localizar la caja de sombreros, o lo que diablos fuera. Sobre él
se cernían de nuevo los estantes y las pilas de cajitas.
La caja grande no estaba cerrada con candado. Lo había estado, pero la cerradura estaba rota y sobre la tapa había un candado también forzado. Sobre la tapa, una escritura de avispa anunciaba Carps: Trans: C. D. La misteriosa inscripción estaba fechada tres meses antes. Thorpe frunció el ceño. Se incorporó y, con gesto de frustración, dio un puntapié en la tapa. Al hacerlo, escuchó un extraño ruido. Era el candado, que se deslizó hasta caer con estrépito en el piso de la estancia. Libre del peso, la tapa se abrió de pronto. Dentro no había más que una grieta en el metal que formaba el recipiente. Cerró las puertas de la vitrina y salió de la estancia, preguntándose por qué parecía haber sido forzada la tapa de la caja metálica.
¿Por qué era tan reciente la fecha de la inscripción? (¿Era tan excéntrico aquel individuo que podía cometer un error de tul magnitud? Thorpe se acostó preguntándose esto y el significado de la inscripción. Medio amodorrado, escuchó movimientos en una de las estancias; ¿era quizás un pájaro atrapado en una de las chimeneas, rascando las paredes con sus patas? El ruido le molestaba casi hasta el punto de hacerle levantarse a investigar, pero el whisky ya había surtido efecto en él y se dejó llevar por sus pensamientos hasta dormirse.
¿Cómo traía el aracnólogo a casa sus trofeos? ¿En el bolsillo, o en el furgón de los animales de compañía, junto con perros y gatos? Thorpe permaneció junto al muelle, esperando un paquete que ahora bajaban, colgado de una cuerda. ¿O no era una cuerda? No,
pues cuando se cernía ya sobre él, el paquete se abrió y le asió con sus garras. Y cuando ya las mandíbulas estaban acercándose a su rostro, Thorpe despertó jadeando.
Por la mañana, inspeccionó la casa, pero el pájaro parecía habérselas ingeniado para liberarse. Las grietas se habían multiplicado; había al menos una en cada estancia, y dos ahora en la parte alta de la escalera. Los restos de yeso en los peldaños tenían un extraño aspecto de tierra húmeda.
Cuando escuchó el motor del automóvil del agente inmobiliario, se abotonó la chaqueta y dio a su cabello un cepillado rápido pero enérgico. El pájaro de la noche anterior seguía atrapado, por desgracia; Thorpe lo escuchó agitarse detrás de él, aunque no alcanzaba a verlo por el espejo ante el cual se encontraba. El animal debía estar en los conductos de la chimenea, pues sonaba demasiado fuerte para permanecer oculto a su vista.
El agente revisó las estancias de la casa. Thorpe no llegó a determinar si el hombre había venido sólo a observar las grietas, o si también aprovechaba para comprobar que el inquilino no husmeara en las habitaciones cerradas.
—Esto es muy inesperado —murmuró el hombre, como si Thorpe fuera el responsable de las grietas—. De todos modos, no veo peligro de hundimiento. Haré que echen una mirada, aunque no creo que sea nada grave.
El agente remoloneó en la habitación de Thorpe, para reafirmarse quizás en la idea de que el inquilino no era responsable de los desperfectos.
—¡Ah, ahí le tiene! —exclamó de repente.
Se agachó y palpó el suelo bajo la cama. ¿Quién debía de haberse ocultado allí mientras Thorpe dormía? El propietario de la casa, al parecer... O al menos una fotografía del mismo, que el agente colocó adecuadamente en la mesilla de noche para que supervisara la estancia.
Cuando el agente se hubo ido, Thorpe echó un vistazo al conducto de la chimenea. Sus fauces parecían vacías, pero estaban muy oscuras. La luz parpadeante de la linterna eléctrica que había encontrado recorrió la longitud del conducto. Una masa oscura y suave cayó hacia él. Por fortuna, no le alcanzó y resultó ser una masa de hollín, pero la experiencia resultó suficientemente desanimadora. En todo caso, si el pájaro seguía allí. ahora permanecía en silencio.
Thorpe contempló la fotografía. Bien, ¿así que ése era el aspecto de un aracnólogo?: una mata de cabello, una mirada vidriosa. un intento de barba; el hombre parecía hipnotizado y, sin duda. estaba muy preocupado. Thorpe consideraba desconcertante su polvorienta presencia.
¿Para qué seguir allí de pie, observando la fotografía? Thorpe se sentía lo bastante fuerte para emprender un paseo junto al lago. Deambuló por la orilla y el paisaje invertido que reflejaba la superficie del agua fue cambiando con su avance. Notaba que las fuerzas volvían a su organismo, como si las estuviera absorbiendo de las colinas próximas. Por primera vez desde que saliera del hospital, sus manos parecían vivas y bien regadas por la sangre.
Desde el extremo opuesto del lago, contempló la casa. Las chimeneas oscilaban, profundamente enraizadas en las aguas. De pronto, frunció el ceño y entrecerró los ojos para observar con más precisión. Debía de tratarse de un efecto de la distancia, se dijo. Siguió con la vista fija en la casa mientras regresaba junto a la orilla. Una vez hubo dejado atrás el lago, no quedó ya lugar para la duda. Sobre la casa sólo había cuatro chimeneas.
Debía de ser la niebla lo que, la noche anterior, le había hecho ver una quinta chimenea en la semioscuridad. No obstante, Torpe se sentía muy extrañado. Las dudas asaltaron su mente mientras ascendía la escalera y, al llegar a su alcoba, la sorpresa borró de su cabeza todos los demás pensamientos: el cristal de la fotografía estaba agrietado de arriba abajo.
Thorpe se negó a aceptar la más mínima responsabilidad. El agente debería haber dejado la fotografía donde estaba. Torpe puso el retrato cara abajo en la mesilla de noche. La grieta del cristal le había hecho tomar conciencia de las demás; algunas eran nuevas, de eso estaba seguro. Entre las nuevas grietas había una en uno de los ventanales del piso superior. Era una grieta que, curiosamente, no pasaba directamente por el grueso cristal. Los escalones volvían a aparecer con restos de yeso y escombros; esta vez, tales restos no sólo tenían aspecto de tierra húmeda, sino que incluso olían a tal. Esa noche, ya acostado, creyó oír el polvo que se desprendía de las grietas como en un susurro.
Aunque intentó burlarse de la sensación de que la casa no era segura, Thorpe siguió sintiéndose vulnerable. La sombra cambiante de una rama parecía una nueva grieta que cruzaba toda la pared. A su vez, ello hacía que toda la alcoba pareciera moverse. Cada vez que despertaba de su inquieto sueño, Thorpe creía captar un movimiento subrepticio de la materia que componía la estancia. Debía tratarse de un efecto óptico, aunque le recordaba que el leve movimiento de los cortinajes y ornamentos de la estancia podía delatar la presencia de un intruso.
Una de las veces que despertó durante la noche, el corazón le dio un vuelco al captar la imagen de un rostro semioculto entre mechones de pelo que le contemplaba desde el otro lado del cristal, vuelto cabeza abajo. A Thorpe le puso furioso tener que sentarse en el lecho para asegurarse de que no había nadie en la ventana, pero no se fiaba mucho del postigo que la cerraba. Llegó a la conclusión de que su subconsciente debía de haber tomado prestada la imagen invertida del lago, y nada más. Sin embargo, la estancia parecía estar temblando, igual que él mismo.
Al día siguiente aguardó con impaciencia al inspector o quienquiera que el agente inmobiliario decidiera enviar. Pronto, su humor se hizo irritable. Aunque todo podía deberse al malestar tras una noche de insomnio, permanecer en la casa le ponía nervioso. Cada vez que se miraba en un espejo, se sentía como si alguien invisible le estuviera observando. Los oscuros hogares de las chimeneas parecían siniestros proscenios a la espera de una cola de público. A intervalos, escuchaba en otras estancias unos ruidos que no correspondían a piececillos, sino a la caída de escombros de las nuevas grietas.
¿Por qué diablos seguía allí, esperando? Nunca se había sentido tan nervioso y alterado desde que diera sus primeros pasos profesionales en alas de una compañía teatral de provincias. El agente inmobiliario, seguramente, habría entregado al encargado de la inspección una llave de la casa..., y si no lo había hecho, era problema suyo.
Thorpe salió a pasear por las laderas que rodeaban el lago. Disfrutó nuevamente de los reflejos, increíblemente detallados sobre las aguas tranquilas, y se sintió muy recuperado físicamente.
¿Habría podido entrar el supervisor? Thorpe creyó divisar un rostro que aparecía a la vista en una ventana semiiluminada del piso superior. Sin embargo, el único sonido en la casa era un débil ruido de algo arrastrándose, que era incapaz de localizar. El rostro debía
de haber sido un fragmento de su sueño, mezclado con su febril insomnio. Ahora, su imaginación, privada del sueño reparador, se disparaba en todo momento y lugar. Al ascender la escalera, creyó apreciar un rostro que le espiaba desde un rincón en sombras, junto al techo.
Cuando volvió a bajar al piso inferior, los fragmentos de yeso caídos crujieron bajo sus pies. Durante el almuerzo dio cuenta de una botella entera de vino, tanto por placer como por distraer su mente. Después, se dedicó a inspeccionar la casa. En efecto, las grietas eran más numerosas. Ahora las había en todas las superficies, salvo en los suelos. ¿Y las grietas más antiguas? ¿Se habrían hecho más profundas? Por alguna razón, a Thorpe le preocupaban los restos de polvo bajo las ventanas agrietadas, pues en absoluto parecían partículas de cristal pulverizado, sino más bien tierra húmeda.
A Thorpe le habría gustado largarse al pueblo y pasar la noche allí, pero ya era demasiado tarde; de hecho, el último autobús había salido antes de que él regresara de su paseo y se sentía demasiado cansado para caminar hasta el pueblo. Desde luego, no cabía pensar en pasar la noche al aire libre, pues la niebla calaba hasta los huesos. Resultaba absurdo pensar en otra alternativa que acostarse e intentar conciliar el sueño. Sin embargo, antes de hacerlo apuró la botella de whisky.
Ya acostado, escuchó con atención. Sí. el pájaro atrapado seguía allí. Ahora el ruido parecía aún más débil; debía de estar agonizando. Si se levantaba a buscarlo, no conseguiría dormirse en toda la noche. Además, ya sabía que no podría localizarlo. Los sonidos que emitía eran tan débiles que sus variaciones parecían imposibles, como si estuviera hurgando en la piedra misma de los muros.
Estaba dispuesto a mantener cerrados los ojos, pues la estancia parecía estar bailando en la semioscuridad. Quizá se trataba de un efecto retrasado del accidente. Dejó volar la mente fuera de la habitación, y recordó los árboles meciéndose y sus reflejos, el número cómico de su encuentro con la vitrina de las cajitas, y aquella inscripción: Carps, Trans.
La oscuridad cegó sus ojos como el hollín. Una masa oscura cayó sobre él o, más bien, él se hundió en la oscura masa. Se encontraba bajo tierra. A su alrededor, se abrían varios corredores sin iluminar. El rayo de luz de su linterna exploró la figura que yacía ante él sobre una piedra desagradablemente húmeda. La figura era pálida como el capullo de una araña. Cuando el haz de luz se centró en ella, la figura se escabulló apresuradamente.
Cuando despertó, se encontró gritando, no a causa del sueño, sino de su repentino descubrimiento. Acababa de resolver el enigma de la inscripción, o al menos una parte, mientras soñaba. La clave estaba en Europa Oriental. Carps significaba Cárpatos. Trans era Transilvania... Pero C. D... No, lo que se le pasaba por la cabeza era ridículo, un chiste malo... Se negó a tomar en serio la posibilidad.
No obstante, la idea se había instalado firmemente en su cerebro. ¡Dios santo!, una vez había tenido que aguantar toda una versión de la obra, estrujado en un escenario de provincias: las paredes del castillo de Drácula se habían resquebrajado cada vez que alguien abría la puerta, el murciélago de goma había ido a caer en el patio de butacas... C. D. podía significar cualquier cosa..., cualquiera, menos esa. ¿No sería gracioso que fuera a eso, precisamente, a lo que se refiriera la inscripción del anciano estudioso de las arañas? Sin embargo, en la oscuridad de la habitación no parecía tan gracioso pues cerca de él, en la alcoba, algo se movía.
Tanteó con la mano, buscando el cordón de la lamparilla de noche. Lo encontró por fin: era largo y peludo, y parecía inesperadamente grueso, pero era el cordón, pues al pulsar el interruptor la luz se encendió. Inmediatamente, vio que las grietas eran más profundas; lo que había oído era la caída de los escombros. No le dio tiempo a juzgar si las paredes habían empezado a saltar rítmicamente, o ello también era un síntoma tardío del accidente. Tenía que salir de allí mientras tuviera una oportunidad. Puso los pies en el suelo y derribó la fotografía de la mesilla.
¡Una lástima, no importa, adelante! Sin embargo, el sobresalto de la caída del objeto le irritó. Echó una mirada a la fotografía, que había caído del revés. El rostro semioculto por los mechones de pelo le miraba, cabeza abajo.
¡Ajá, era el rostro que en el sueño había visto en la ventana! ¡Cómo no iba a ser algo así! Se apresuró a ponerse el pantalón encima del pijama... Pasaría la noche fuera si era preciso. Rápido, aprisa... Las punzadas de dolor en las cicatrices no le recordaban el agitarse de las cortinas, sino otra cosa.... algo que le aterrorizaba de tan sólo pensarlo.
Mientras terminaba de enfundarse los pantalones, negándose a pensar, vio que ahora había grietas en el suelo. Peor aún: todas las grietas de la estancia se habían unido. Se quedó inmóvil, pasmado, y escuchó el crujir.
Lo que más le asustó no fue lo alto que sonó, sino el hecho de que no pareciera aproximarse en una dirección concreta. De algún modo, Thorpe tenía la impresión de que el fenómeno abarcaba todo el espacio de la casa. A su alrededor, las grietas se alzaban de las
superficies. Parecían demasiado sólidas para ser grietas.
La estancia se agitó repetidamente. El olor a tierra húmeda se hacía más acusado. Thorpe apenas conseguía mantener el equilibrio en la inestable habitación. Las líneas negras, que no eran grietas, le estaban lanzando hacia la puerta. Si conseguía asirse a la cama, o arrastrarse hasta la ventana... Su mente pugnaba por desconectar, por negar lo que estaba sucediendo. Luchaba no sólo por alcanzar la ventana, sino por olvidar la imagen que se había formado en su mente: una araña situada en el centro de su tela, atrayendo a su presa.
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