Bestiario 00
4. Las voces de lo profundo
Ese primer día, el Padre de los Dioses le sonrió. Había tanta paz y tanta calma aquí en Júpiter como las que encontró, hacía años, durante el viaje que hizo con Webster por las llanuras del norte de la India. Falcon había tenido tiempo de dominar sus nuevas aptitudes, hasta el punto de que la Kon-Tiki parecía una prolongación de su propio cuerpo. Esta suerte era mucho mayor de lo que él se hubiera atrevido a esperar, y empezó a preguntarse cuál sería el precio que le tocaría pagar por ello. Las cinco horas de luz que tenía aquí el día casi habían concluido; abajo, las nubes se habían poblado de sombras, lo que les confería una solidez que no poseían cuando el Sol estaba más alto. El color se iba escurriendo del cielo, salvo en poniente, en cuyo horizonte se había formado una franja de un púrpura cada vez más obscuro. Por encima de esta franja hizo su aparición el delgado creciente de una luna bastante próxima, pálida y descolorida sobre la absoluta negrura que se extendía detrás.
Con un movimiento visiblemente perceptible, el Sol fue descendiendo hasta el borde de Júpiter, a más de mil ochocientas millas de distancia. Las estrellas surgieron por legiones... y apareció el hermoso lucero vespertino, la Tierra, en la misma frontera del crepúsculo, recordándole así lo lejos que se encontraba de casa.
La vio seguir al Sol en su descenso hacia poniente. La primera noche del hombre en Júpiter había comenzado.
Con la caída de la noche, la Kon-Tiki empezó a hundirse; la débil luz solar no calentaba ya el globo, y esto le hacía perder una pequeña parte de su flotabilidad. Falcon no hizo nada para contrarrestar el descenso. Había estado esperando esto y proyectaba descender.
La invisible cubierta de nubes estaba aún a más de treinta millas por debajo de él; llegaría a ella hacia la medianoche. La captaba con toda claridad mediante el radar infrarrojo, el cual le informaba también que contenía una gran cantidad de complejos compuestos carbonosos, así como los habituales de hidrógeno, helio y amoníaco. Los químicos suspiraban por poseer muestras de esta substancia algodonosa y sonrosada; a pesar de que algunas de las sondas atmosféricas lanzadas habían logrado recoger unos cuantos gramos, eso sólo había servido para abrir sus apetitos. La mitad de las moléculas básicas para la vida se hallaban aquí, flotando por encima de la superficie de Júpiter. Y si había alimento, ¿podía estar muy lejos la vida? Esta era la cuestión a la que, después de un centenar de años, nadie había sido capaz de contestar.
Los rayos infrarrojos eran obstruidos por las nubes, pero las microondas del radar las iban cortando en rebanadas, mostrando capa tras capa, descendiendo gradualmente hacia la oculta superficie, casi doscientas cincuenta millas más abajo. Esta se hallaba separada de él por enormes presiones y temperaturas; hasta ahora, ni siquiera las sondas robots habían logrado llegar a ella indemnes. Allí estaba, atormentadoramente deseable, por su misma condición de inaccesible, en el fondo de la pantalla de radar, ligeramente borrosa y con una curiosa estructura granular que sus aparatos no eran capaces de identificar.
Una hora después de la puesta de sol dejó caer su primera sonda. Esta descendió veloz las primeras sesenta millas, y luego se quedó flotando en una atmósfera más densa, enviando un caudal de señales de radio que Falcon retransmitió al Control de la Misión. Luego no hubo nada que hacer sino esperar a que amaneciera y estar atento al monitor y contestar de cuando en cuando a alguna pregunta. Mientras era arrastrada por esta corriente constante, la Kon-Tiki podía cuidar de sí misma.
Poco antes de la medianoche, una controladora llamó para comprobar si todo marchaba bien y se presentó con las bromas habituales. Diez minutos más tarde volvió a llamar, y su voz era seria y excitada.
–¡Howard! Escuche por el canal cuarenta y seis; ponga alto el volumen.
¿El canal cuarenta y seis? Había tantos circuitos de telemetría que sólo se sabía los números de aquellos que eran más esenciales; pero tan pronto como lo conectó se dio cuenta de cuál era. Estaba en contacto con el micrófono de la sonda que flotaba ochenta y pico millas más abajo, en una atmósfera casi tan densa como el agua.
Al principio sólo se oía el susurro blando de los vientos extraños que sin duda se agitaban en las tinieblas de este mundo inimaginable. Y luego, emergiendo del ruido de fondo, surgió lentamente una creciente vibración que fue aumentando más y más, como el redoble de un gigantesco tambor. Era tan bajo que, más que oírse, se sentía, y los latidos prolongaban su ritmo, aunque sin cambiar de tono. Después se convirtió en un precipitado palpitar casi infrasónico. Y luego, de súbito, en plena vibración, paró... tan repentinamente que la conciencia no pudo aceptar el silencio, y la memoria siguió fabricando un eco fantasmal allá en las profundas cavernas del cerebro.
Era el ruido más extraordinario que Falcon había oído jamás, aun entre los innumerables sonidos de la Tierra. No se le ocurría qué fenómeno natural podía provocarlo; tampoco se asemejaba al grito de ningún animal, ni siquiera al de las grandes ballenas...
Y empezó otra vez, siguiendo exactamente la misma pauta. Ahora que le cogió prevenido, consideró la longitud de la secuencia; desde el primer latido apenas perceptible hasta el crescendo final, duró exactamente diez segundos.
Esta vez hubo un eco real, aunque muy débil y lejano. Puede que procediera de alguna de las muchas capas refractarias, inmersa en las profundidades de esta atmósfera estratificada; puede que procediera de un punto más distante aún. Falcon esperaba que sonara un segundo eco, pero no se llegó a producir.
El Control de la Misión reaccionó inmediatamente, y le sugirió que dejara caer otra sonda en seguida. Operando con dos micrófonos, había probabilidades de descubrir su posible punto de procedencia. Y lo extraño era que ninguno de los micrófonos exteriores de la propia Kon-Tiki captaba otra cosa que los ruidos del viento. Los latidos, fueran lo que fuesen, debían quedar encerrados y encajonados bajo una capa refractaria de la atmósfera, en las regiones inferiores.
Provenían, según descubrieron después, de un sinfín de puntos situados a unas mil doscientas millas. Semejante distancia no permitía que uno se hiciera idea de su potencia; en los océanos de la Tierra había sonidos considerablemente débiles que alcanzaban esa misma distancia. En cuanto a la precipitada conclusión de que fueran debidos a criaturas vivientes, el jefe exobiólogo la descartó inmediatamente.
–Me sentiré muy decepcionado –dijo el Dr. Brenner– si no encontramos microorganismos o plantas. Pero nada de animales, dado que aquí no existe el oxígeno en estado libre. Todas las reacciones bioquímicas de Júpiter deben ser de bajo consumo de energía... no hay posibilidad de que una criatura activa pueda generar la fuerza suficiente para desempeñar una función cualquiera.
Falcon se preguntó si sería eso cierto; había oído ya ese argumento, y se reservó su opinión.
–De todos modos –prosiguió Brenner–, algunas de estas ondas sonoras tienen una longitud de ¡cien yardas! Ni un animal del tamaño de una ballena sería capaz de producirlas. Tienen que ser de origen natural.
Sí, eso parecía muy verosímil, y probablemente los físicos acabarían por encontrarle explicación. ¿A qué atribuiría un ciego de otros mundos, se preguntó Falcon, los ruidos que pudiera oír en las proximidades de un mar atemporalado, de un géiser, de un volcán o de una catarata? Probablemente, los atribuiría a alguna bestia descomunal.
Como una hora antes de salir el sol, las voces de las profundidades se desvanecieron, y Falcon empezó a ocuparse de los preparativos para el amanecer del segundo día. La Kon-Tiki se hallaba ahora a sólo tres millas de la capa de nubes más próxima; la presión exterior se había elevado a diez atmósferas, y la temperatura, tropical, era de treinta grados. Un hombre podía estar aquí cómodamente sin otro equipo que una máscara de aire y el grado conveniente de mezcla de helioxígeno.
–Tenemos buenas noticias para usted –informó el Control de la Misión, poco después de amanecer–. La capa de nubes se está disipando. Tendrá un claro parcial dentro de una hora... pero tenga cuidado con las turbulencias.
–Ya he observado algunas –contestó Falcon–. ¿Qué distancia podré alcanzar en visibilidad?
–Doce millas por lo menos hasta la segunda capa térmica. Ese estrato de nubes es sólido... no se deshace jamás.
Y por consiguiente, está fuera de mi alcance, se dijo Falcon para sus adentros; la temperatura, allá abajo, debía sobrepasar los cien grados. Era la primera vez que el tripulante de un globo tenía que preocuparse no de su techo, ¡sino de su basamento!
Diez minutos más tarde pudo ver lo que el Control de la Misión había observado ya desde su posición aventajada. Había un cambio de coloración cerca del horizonte, y la capa nubosa se había retorcido y abombado, como si algo la hubiera desgarrado para abrir en ella un boquete. Hizo girar su pequeño quemador nuclear y le confirió a la Kon-Tiki otras tres millas de altitud con el fin de lograr una perspectiva mejor.
Abajo, el cielo se estaba despejando rápidamente de la manera más completa, como si algo disolviera el espeso nubarrón. Ante sus ojos se estaba abriendo un abismo. Un momento después navegaba por el borde de un barranco de nubes de unas doce millas de profundidad y seiscientas millas de anchura.
Un nuevo mundo se extendía por debajo de él; Júpiter había rasgado uno de sus múltiples velos. La segunda capa de nubes, a una profundidad inalcanzable, era de un color mucho más obscuro que la primera. Era casi de un rosa salmón, y estaba moteada curiosamente de pequeños islotes color ladrillo. Tenían todos una forma oval, con sus ejes largos dispuestos de Este a Oeste, en la dirección predominante del viento. Los había a centenares, todos del mismo tamaño aproximadamente; a Falcon le recordaban los pequeños cúmulos algodonosos del cielo terrestre.
Redujo la flotabilidad, y la Kon-Tiki empezó a descender hacia la cara del acantilado que se iba disolviendo. Fue entonces cuando descubrió la nieve.
En el aire se iban formando blancos copos que caían después lentamente. Sin embargo, hacía demasiado calor para que nevara; y, en cualquier caso, había escasísimos vestigios de agua en estas altitudes. Además, estos copos no despedían el menor destello o brillo al precipitarse hacia las profundidades. Cuando poco después: se posaron unos cuantos en uno de los botalones de instrumentos, en el exterior de la gran portilla de observación, comprobó que eran de un blanco opaco, apagado, de ningún modo cristalinos y de gran tamaño, como de varias pulgadas.
Parecían de cera, y Falcon supuso que eso es lo que eran precisamente. Se estaba
efectuando alguna reacción química en la atmósfera que le rodeaba, condensando los hidrocarbonos que flotaban en el aire joviano.
Unas sesenta millas más adelante tenía lugar una perturbación en la capa nubosa. Las pequeñas formas ovales de color rojo empezaban a arremolinarse describiendo una espiral: era la silueta del ciclón, tan corriente en la meteorología terrestre. El vértice estaba emergiendo con asombrosa velocidad. Si se trataba de una tormenta, se dijo Falcon, estaba en un grave aprieto.
Pero entonces su preocupación se convirtió en asombro... y temor. Lo que se desplegaba en el mismo nivel de su vuelo no era una tormenta ni mucho menos.
Era algo enorme –tenía docenas de millas de diámetro– que se elevaba por encima de las nubes.
La tranquilizadora idea de que pudiera tratarse también de otra nube –un cúmulo hirviente que se elevaba desde los niveles inferiores de la atmósfera duró sólo unos segundos. No; aquello era sólido. Se abría paso a través del estrato nuboso, de un color rosa asalmonado, como se eleva un iceberg desde las profundidades.
¿Un iceberg flotando en el hidrógeno? Eso era imposible, por supuesto; pero no era demasiado remota la analogía. Tan pronto como enfocó su telescopio en el enigma, Falcon vio que era una masa blancuzca, cristalina, surcada de estrías rojas y marrones. Debía de ser, decidió, de la misma substancia que los «copos de nieve» que caían a su alrededor: una montaña de cera. Y no tardó en comprobar que no era tan sólida como había creído: sus bordes se deshacían y se volvían a formar continuamente.
–Ya sé lo que es –transmitió el Control de la Misión, que durante los últimos minutos había estado haciendo angustiosas preguntas–: una masa de burbujas, una especie de espuma. Espuma de hidrocarbono. Que la analicen los químicos... ¡un momento!
–¿Qué ocurre? –gritó el Control de la Misión–. ¿Qué ocurre?
Falcon ignoró los frenéticos requerimientos del espacio, y concentró toda su atención en la imagen que tenía en el campo visual del telescopio. Tenía que cerciorarse; si cometía una equivocación, se convertiría en el hazmerreír del sistema solar.
Luego se relajó, miró el reloj y desconectó la enervante voz del Júpiter V.
–Hola, Control de la Misión –dijo muy seriamente–. Aquí Howard Falcon, a bordo de la Kon-Tiki. Tiempo de Efemérides, las diecinueve, veintiún minutos y quince segundos. Cero grados, cinco minutos, latitud Norte; ciento cinco grados, cuarenta y dos minutos, longitud Oeste; Sistema Uno. Díganle al Dr. Brenner que hay vida en Júpiter. Y que es grande...
5. Las ruedas de Poseidón
–Me alegra mucho comprobar que estaba equivocado –replicó el Dr. Brenner por radio, alegremente–. La naturaleza siempre tiene algo escondido en la manga. Mantenga la cámara de larga distancia centrada en el blanco y denos las imágenes lo más claras que pueda.
Los seres que se movían de un lado para otro en aquellas laderas de cera estaban aún demasiado lejos para que Falcon pudiera distinguir muchos detalles, aunque debían ser de gran tamaño para poderse divisar desde semejante distancia. Casi negros, y en forma de puntas de flecha, evolucionaban mediante lentas ondulaciones como gigantescas rayas o mantas, sobrenadando por algún arrecife tropical.
Quizá fuera un ganado celeste paciendo en los pastos de nubes de Júpiter, pues parecían triscar por las obscuras estrías rojas y marrones que recorrían los flancos de los flotantes acantilados como lechos desecados. De cuando en cuando se sumergía alguna en la montaña de espuma, desapareciendo completamente de la vista.
La Kon-Tiki se desplazaba despacio con respecto a la capa de nubes que tenía debajo; tardaría lo menos tres horas en encontrarse encima de aquellas montañas inconsistentes. Era una carrera entre la Kon-Tiki y el Sol. Falcon confiaba en que no cayera aquella obscuridad antes de poder contemplar más de cerca las mantas, como ya las había bautizado él, así como el frágil paisaje por el que rebullían.
Fueron tres largas horas. Durante todo este tiempo mantuvo los micrófonos exteriores a todo volumen, preguntándose si se encontraría aquí la fuente de los latidos de la noche anterior. Desde luego, las mantas eran lo bastante grandes como para haberlo producido; cuando por fin pudo hacerse una idea exacta de sus dimensiones, se encontró que tenían casi un centenar de yardas de envergadura. Eso significaba que eran tres veces el tamaño de las más grandes ballenas... aunque debían pesar unas toneladas tan sólo.
Media hora antes de la puesta del sol, la Kon-Tiki se encontraba encima de las «montañas».
No –dijo Falcon, contestando a las repetidas preguntas del Control de la Misión sobre las mantas–, no manifiestan aún reacción alguna ante mi presencia. No creo que sean inteligentes; parecen inofensivos herbívoros. Y aunque intentaran atraparme, estoy seguro de que no podrían llegar a las alturas en que me encuentro yo.
Sin embargo, se sintió un poco decepcionado cuando vio que las mantas no mostraban ningún interés por él mientras sobrevolaba su suelo nutricio. Quizá no tenían ningún medio de detectar su presencia. Cuando las examinó y fotografió a través del telescopio, no descubrió el menor indicio de órganos. Aquellas criaturas eran simplemente enormes deltas negras, agitándose en ondulantes movimientos por los montes y valles que, en realidad, eran poco más consistentes que las nubes de la Tierra. Aunque parecían sólidas, Falcon sabía que quienquiera que pretendiese caminar por esas blancas montañas se hundiría en ellas como si fueran de papel.
Una vez en las proximidades, pudo distinguir las miríadas de células o burbujas de que estaban formadas. Algunas de las burbujas eran considerablemente grandes –de una yarda o más de diámetro–, y Falcon se preguntaba en qué caldera de brujas se habrían formado. Debía haber suficiente fondo petroquímico bajo la atmósfera de Júpiter para cubrir todas las necesidades de la Tierra por espacio de un millón de años.
El corto día casi había concluido cuando pasó por encima de la cresta de los montes de cera, y la luz huía rápidamente de la parte inferior de sus laderas. En la vertiente Oeste no había mantas; y por alguna razón, la topografía era muy diferente. La espuma estaba esculpida en forma de largas terrazas horizontales, como el interior de un cráter lunar. Casi podía imaginar que eran gigantescos peldaños que bajaban a la oculta superficie del planeta.
Y en el más bajo de estos peldaños, libre de las arremolinadas nubes que la montaña había desplazado al emerger hacia el cielo, había una tosca masa oval de una o dos millas de diámetro. Apenas se la distinguía, pues era sólo un poco más obscura que la espuma blancuzca sobre la que descansaba. La primera impresión de Falcon es que se encontraba ante un bosque de pálidos árboles, como hongos gigantescos que jamás habían visto el sol.
Sí, debía ser un bosque: podía ver centenares de troncos delgados que se elevaban de la cera blancuzca en la que estaban arraigados. Pero los árboles formaban una masa asombrosamente compacta y apretada; apenas quedaba espacio entre ellos. Puede que, en definitiva, no fuera un bosque, sino un solo árbol inmenso... como una de esas gigantescas higueras de Bengala de múltiples troncos. Una vez vio en Java una higuera de Bengala que ocupaba un área de más de seiscientas yardas; este monstruo era lo menos diez veces superior.
La luz casi se había ido. El paisaje de nubes se había vuelto purpúreo con la luz refractada del sol, y dentro de unos segundos se desvanecería también esa coloración. A la luz postrera de ese segundo día en Júpiter, Howard Falcon vio –o creyó ver– algo que suscitaba las más graves sospechas sobre la identidad de aquella cosa oval.
A menos que la luz confusa le engañara, aquellos centenares de delgados troncos golpeteaban adelante y atrás, en perfecta sincronía, como un macizo de algas mecidas por el oleaje.
Además, el árbol no estaba ya donde lo había visto al principio.
–Sentimos decírselo –dijo el Control de la Misión poco después de la puesta de sol–, pero creemos que va a entrar en actividad el Foco Beta en la próxima hora. Probabilidad de un setenta por ciento.
Falcon consultó rápidamente la carta. Beta: latitud de Júpiter, ciento cuarenta grados... eso distaba más de dieciocho mil seiscientas millas, estaba muy por debajo del horizonte. Aun cuando las grandes erupciones desarrollaban diez megatones, Falcon se encontraba demasiado lejos de la onda expansiva para correr grave peligro. La tormenta de radio que iba a desencadenar, no obstante, era cuestión completamente aparte.
Las explosiones de decámetros que a veces hacían de Júpiter la más poderosa fuente de radio de todo el firmamento habían sido descubiertas en la década de 1950, para completo asombro de los astrónomos. Ahora, más de un siglo después, su verdadera causa seguía siendo un misterio. Sólo se conocían los síntomas; pero su explicación era totalmente desconocida.
La teoría del «volcán» era la que mejor había resistido la prueba del tiempo, aunque nadie imaginaba que este vocablo tenía el mismo significado en Júpiter que en la Tierra. A intervalos frecuentes –a menudo varias veces al día– se desencadenaban titánicas erupciones en las regiones inferiores de la atmósfera, probablemente en la superficie del propio planeta, y una enorme columna de gas, de más de seiscientas millas de altura, brotaba hirviendo, como decidida a huir al espacio.
Frente al más poderoso campo gravitatorio de todos los planetas, no tenía la más mínima posibilidad. Sin embargo, algunas escurriduras –unos cuantos millones de toneladas tan sólo– lograban alcanzar la ionosfera joviana; y cuando esto sucedía, se desencadenaba todo un infierno.
Los cinturones de radiación que envuelven el planeta Júpiter empequeñecen por completo los débiles cinturones Van Allen de la Tierra. Cuando se establece entre ellos un cortocircuito debido a una columna ascendente de gas, el resultado es una descarga eléctrica millones de veces más poderosa que la más grande descarga terrestre; provoca un colosal trueno de radio que invade enteramente el sistema solar y prosigue más allá, hacia las estrellas.
Se había descubierto que estas explosiones de radio procedían de cuatro grandes zonas del planeta. Quizá había en ellas puntos débiles que permitían que el fuego interno irrumpiera en el exterior de tiempo en tiempo. Los científicos de Ganímedes, la más grande de las lunas de Júpiter, creían ahora que podían predecir el inicio de una tormenta de decámetros: su precisión era más o menos la de los que pronosticaban el tiempo allá a principios de 1900.
Falcon no supo si alegrarse o asustarse ante una tormenta de radio; desde luego, le daría más mérito a la misión... si salía con vida. Su rumbo había sido planeado de forma que se mantuviera lo más alejado posible de los grandes centros de perturbación, especialmente del más activo, el Foco Alfa. Por suerte, la amenazadora Beta era la más próxima a él. Esperaba que la distancia, casi las tres cuartas partes de la Tierra, fuera suficiente para mantenerse a salvo.
–Probabilidad, el noventa por ciento –dijo el Control de la Misión, con claro acento de premura–. Y olvide esa hora. Ganímedes dice que puede ocurrir en cualquier momento.
Apenas había enmudecido la radio cuando comenzó a elevarse rápidamente la aguja de medición de fuerza del campo magnético. Antes de que llegara a salirse de la escala, cambió de dirección y empezó a descender tan rápidamente como se había elevado. Muy lejos, y miles de millas más abajo, algo había dado una titánica sacudida al corazón derretido del planeta.
–¡Allá resopla! –gritó el Control de la Misión.
–Gracias, ya lo sé. ¿Cuándo recibiré el embate de la tormenta?
–Puede esperar la primera sacudida dentro de cinco minutos, y en diez, su apogeo.
En la lejana curva de Júpiter empezaba a elevarse hacia el espacio un embudo de gas tan amplio como el océano Pacífico, a una velocidad de miles de millas por hora. Los rayos sacudían ya, sin duda, las regiones inferiores de la atmósfera del alrededor... pero no eran nada comparados con la furia que estallaría cuando alcanzara el cinturón radiactivo y empezara a descargar su desbordante cantidad de electrones sobre el planeta. Falcon empezó a recoger todos los botalones del instrumental extendidos fuera de la cápsula. No tenía más precauciones que tomar.
Tardaría cuatro horas en ser alcanzado por la sacudida atmosférica; pero la ráfaga de ondas de radio, que se desplazaba a la velocidad de la luz, estaría aquí en una décima de segundo, tan pronto como se disparara la descarga.
El monitor de la radio, que examinaba el espectro de un extremo a otro, no registraba aún nada extraordinario, sino el normal zumbido de fondo. Luego, Falcon observó que el nivel del ruido aumentaba gradualmente. La explosión estaba acumulando fuerza.
A semejante distancia no esperaba ver nada. Pero, súbitamente, vio danzar un débil parpadeo como de un relámpago de calor a lo largo de todo el horizonte oriental. Simultáneamente saltaron la mitad de los interruptores del cuadro principal, se apagaron las luces y enmudecieron todos los canales de comunicación.
Intentó moverse, pero fue completamente incapaz de hacerlo. La parálisis que se había apoderado de él no era meramente psicológica; parecía haber perdido todo el dominio de sus miembros y experimentaba una dolorosa sensación de hormigueo en todo el cuerpo. Era imposible que el campo eléctrico pudiera haber traspasado la protección de esta cabina. Sin embargo, había un pálido resplandor en el tablero de instrumentos, y pudo oír el crujido inequívoco de una descarga.
Los sistemas de emergencia entraron en funcionamiento con una serie de detonaciones, y se restablecieron las cargas. Volvieron a encenderse las luces. Y la parálisis de Falcon desapareció tan rápidamente como había venido.
Después de mirar el tablero para asegurarse de que todos los circuitos habían vuelto a la normalidad, se volvió rápidamente hacia las portillas de observación.
No tuvo necesidad de encender los reflectores de inspección: los cables que sostenían la cápsula parecían estar incandescentes. Eran rayas de luz de un azul eléctrico que se extendían hacia arriba contra la obscuridad, desde el gran anillo de sujeción hasta el ecuador del gigantesco globo; y, rodando lentamente a lo largo de varias de ellas, se veían luminosas bolas de fuego.
El espectáculo resultaba tan extraño y hermoso que era imposible ver en él amenaza de ningún género. Pocas personas, Falcon lo sabia muy bien, habían contemplado la bola del relámpago desde tan cerca... y, desde luego, ninguno habría sobrevivido, de navegar en un globo lleno de hidrógeno, en la atmósfera de la Tierra. Recordaba la muerte del Hindenburg entre las llamas, destruido por una chispa extraviada cuando anclaba en Lakehurst en 1937. Como tantas veces había sucedido en el pasado, la vieja película se le representó horriblemente vívida en su imaginación. Pero, al menos, aquello no podía suceder aquí, aun cuando había más hidrógeno sobre su cabeza que en el último zeppelín. Tendrían que transcurrir unos cuantos billones de años, sin embargo, antes de que alguien pudiera encender fuego en la atmósfera de Júpiter.
Con un crepitar como el del tocino en la sartén, el circuito de comunicación cobró vida otra vez:
–Hola, Kon-Tiki... ¿me escucha?, ¿me escucha?
Era una voz entrecortada y tremendamente desfigurada, aunque inteligible. Falcon recobró su ánimo: había restablecido contacto con el mundo de los hombres.
–Le oigo –dijo–. Estoy sobrecargado de electricidad, pero sin el menor daño... por ahora.
–Gracias... creíamos que le habíamos perdido. Por favor, compruebe los canales de telemetría tres, siete y veintiséis. También el aumento de la cámara dos. Tampoco creemos que sean exactas las cifras que dan las sondas externas de ionización...
De mala gana Falcon apartó la mirada del fascinante espectáculo pirotécnico que se desarrollaba en torno a la Kon-Tiki, aunque de cuando en cuando siguió asomándose a las portillas. Primero desapareció la bola incandescente; luego, los globos de fuego se dilataron poco a poco hasta adquirir proporciones críticas, tras lo cual estallaban suavemente y se desvanecían. Pero incluso una hora más tarde, seguía habiendo aún débiles resplandores por todo el metal del exterior de la cápsula; y los circuitos de radio siguieron con ruidos hasta mucho después de la medianoche.
Las restantes horas de obscuridad transcurrieron sin el menor incidente... hasta unos momentos antes de amanecer. Dado que era una claridad que provenía del Este, Falcon infirió que estaba presenciando los primeros anuncios del amanecer. Luego se dio cuenta de que faltaban aún veinte minutos para que despuntara el día... y que la claridad que surgía a lo largo del horizonte avanzaba hacía él de forma perceptible. Se separó velozmente del arco de estrellas que perfilaba el borde invisible del planeta, y Falcon vio que se trataba tan sólo de una estrecha franja, recortada con toda nitidez. Parecía el haz de luz de un enorme reflector desplazándose bajo las nubes.
Unas sesenta millas más allá de la primera columna de luz inquieta venía otra, paralela, que se movía a la misma velocidad. Y más allá, otra, y otra... hasta que todo el cielo parpadeó con una alternancia de planos de obscuridad y de luz.
Ahora, pensó Falcon, se hallaba ya habituado a las maravillas, y parecía imposible que este despliegue de pura, silenciosa luminosidad representara el más mínimo peligro. Pero era tan asombroso y tan inexplicable, que sintió un miedo frío, crudo, que le minó su propia capacidad de autodominio. Ningún hombre podía contemplar semejante espectáculo sin sentirse como un pigmeo en presencia de fuerzas que escapaban a su capacidad de comprensión. ¿Sería posible que, en definitiva, tuviera Júpiter no sólo vida, sino también inteligencia? ¿Una inteligencia, quizá, que sólo ahora empezaba a reaccionar ante una presencia extraña?
–Sí, lo vemos –dijo el Control de la Misión con una voz que reflejaba su propio miedo–. No tenemos idea de qué pueda ser. Espere, vamos a llamar a Ganímedes.
El espectáculo se estaba disipando lentamente; las franjas móviles del lejano horizonte se hicieron mucho más débiles, como si la energía que las producía se estuviera agotando. A los cinco minutos, todo había concluido; el último impulso de luz parpadeó en dirección a poniente y se desvaneció. Su desaparición produjo a Falcon una inmensa sensación de alivio. La visión había sido tan hipnótica, tan turbadora, que no podía resultar beneficiosa para ningún hombre el contemplarla demasiado tiempo.
Se sentía más desasosegado de lo que estaba dispuesto a admitir. La tormenta eléctrica era algo que podía entender; pero esto era absolutamente incomprensible.
El Control de la Misión seguía aún en silencio. Falcon sabía que estaban consultando los bancos de datos de Ganímedes, mientras los hombres y las computadoras centraban sus mentes en el problema. Si no encontraban allí ninguna respuesta, sería necesario llamar a la Tierra; eso equivaldría a una demora de casi una hora. La posibilidad de que ni aun la Tierra fuera capaz de ayudarle era algo sobre lo que Falcon no quería ni pensar.
Nunca se alegró tanto de oír la voz del Control de la Misión como cuando habló por fin el Dr. Brenner. El biólogo parecía aliviado, aunque serio... como el hombre que acaba de pasar una crisis intelectual.
–Hola, Kon-Tiki. Hemos resuelto su problema, pero nos parece increíble. Lo que usted ha visto es un fenómeno de bioluminiscencia, muy similar al producido por los microorganismos de los mares tropicales de la Tierra. Aquí se encuentran en la atmósfera, no en el océano, pero el principio es el mismo.
–Pero el proceso –protestó Falcon– era tan regular... tan artificial. ¡Y tenía una anchura de cientos de millas!
–Era incluso más grande de lo que puede imaginar; usted ha visto sólo una pequeña parte. El fenómeno entero tiene una anchura de más de tres mil millas y parece una rueda en revolución. Ha visto solamente sus rayos, al cruzarse con usted a la velocidad de unas seis décimas de milla por segundo...
–¡Por segundo! –Falcon no pudo dejar de exclamar–. ¡Ningún animal puede desplazarse a esa velocidad!
–Por supuesto que no. Deje que le explique. Lo que usted ha visto se ha originado por el choque de la onda que ha provocado el Foco Beta, la cual se ha desplazado a la velocidad del sonido.
–Pero ¿y la regularidad del proceso? –insistió Falcon.
–Eso es lo sorprendente. Se trata de un fenómeno muy raro, pero es idéntico al de las ruedas de luz observadas en el golfo Pérsico y en el océano Indico, sólo que de un tamaño mil veces superior. Escuché esto: Del Patna, de la Compañía Indobritánica; golfo Pérsico, mayo de 1880, 23,30 horas: «Se avistó una enorme rueda luminosa, girando sobre sí misma, cuyos rayos parecían barrer el costado del barco al pasar. Los rayos tenían de doscientas a trescientas yardas de longitud; cada rueda contenía unos dieciséis rayos... » Y aquí tenemos otra anotación del golfo de Omán, con fecha del 23 de mayo dé 1906: «La luminiscencia, intensamente brillante, se acercó velozmente a nosotros, lanzando vivos rayos de luz hacia poniente en rápida sucesión, como el haz de un faro... A babor nuestro se formó una gigantesca rueda de fuego, cuyos rayos se extendían hasta donde alcanzaba la vista. Toda la rueda estuvo girando sobre sí unos dos o tres minutos...» La computadora-archivo de Ganímedes ha sacado unos quinientos casos. De no pararla a tiempo habría sacado un montón más.
–Me ha convencido... pero aún estoy perplejo.
–No le culpo. En realidad, no se le llegó a encontrar una explicación completa hasta finales del siglo XX. Parece que estas ruedas luminosas son consecuencia de los terremotos submarinos, y acontecen siempre en aguas poco profundas, donde pueden reflejarse las ondas de choque y dar lugar a una serie de ondas estacionarias. Unas veces son como barras y otras como ruedas que giran: las «Ruedas de Poseidón» las llaman. Se ha comprobado esta teoría provocando explosiones subacuáticas y fotografiando los resultados desde un satélite. No es de extrañar que los marineros fueran supersticiosos. ¿Quién habría creído una cosa así?
Conque era eso, se dijo Falcon. Al estallar el Foco Beta debió emitir una serie de sacudidas en todas direcciones... a través del gas comprimido de las regiones inferiores de la atmósfera y a través del mismo cuerpo sólido de Júpiter. Al chocar y entrecruzarse estas ondas debieron anularse aquí y acrecentarse allá, y el planeta entero resonó como una campana.
No obstante, la explicación no le anuló la sensación de maravilla y terror; jamás olvidaría esas vacilantes franjas de luz desplazándose vertiginosas por las profundidades inalcanzables de la. atmósfera joviana. Tenía la impresión de encontrarse no meramente en un planeta extraño, sino en alguna mágica región situada entre el mito y la realidad.
Era un mundo en el que podía suceder absolutamente cualquier cosa; donde, con toda probabilidad, ningún hombre era capaz de vaticinar qué le reportaría el futuro.
Y aún le quedaba por pasar un día entero.
6. Medusa
Cuando llegó, por fin, el verdadero amanecer, sobrevino un súbito cambio en el tiempo. La Kon-Tiki se desplazaba en medio de una ventisca. Los copos de cera caían con tanto espesor que la visibilidad era prácticamente nula. A Falcon empezaba a preocuparle el peso que se podía acumular en la parte superior de la envoltura. Luego observó que los copos depositados en la parte exterior de las portillas desaparecían rápidamente; la continua emanación de la Kon-Tiki los evaporaba tan pronto como la rozaban.
De haber hecho este viaje en globo en la Tierra habría tenido que preocuparse también de la posibilidad de una colisión. Al menos, no corría este peligro aquí: cualquier, montaña joviana debía encontrarse varios cientos de millas más abajo. Y en cuanto a los flotantes islotes de espuma, chocar con ellos sería probablemente como traspasar burbujas de jabón, ligeramente más consistentes.
De todos modos, conectó el radar horizontal, que hasta ahora no le había servido para nada; sólo el haz vertical, que le daba la distancia de la superficie invisible, había sido de alguna utilidad. Y entonces se llevó otra sorpresa.
Diseminados por el inmenso sector del cielo que tenía delante, aparecieron docenas de ecos grandes y brillantes. Eran completamente independientes unos de otros, y al parecer se hallaban suspendidos en el espacio. Falcon recordó la frase que solían utilizar los primitivos aviadores para describir uno de los peligros de su profesión: «Nubes rellenas de rocas.» Era la descripción perfecta de lo que aparecía delante de la trayectoria de la Kon-Tiki.
Era una visión desconcertante; luego Falcon se dijo de nuevo que nada que fuese realmente sólido podía revolotear en esta atmósfera. Quizá fuera algún extraño fenómeno meteorológico. En cualquier caso, el eco más cercano se encontraba a ciento veinticinco millas.
Lo comunicó al Control de la Misión, el cual no pudo facilitarle explicación alguna. En cambio, le dio la agradable noticia de que saldría de la ventisca dentro de treinta minutos.
No le previno, sin embargo, del repentino viento que cogió a la Kon-Tiki súbitamente de través, casi en ángulo recto respecto de la trayectoria que llevaba. Falcon tuvo que echar mano de toda su pericia y emplear al máximo el escaso control que podía ejercer sobre su torpe vehículo para evitar que zozobrara. Unos minutos después corría veloz en dirección Norte, a más de trescientas millas por hora. Luego, tan súbitamente como había empezado, la turbulencia cesó; seguía desplazándose a gran velocidad, pero con viento suave. Se preguntó si le habría cogido el equivalente joviano de una corriente en chorro.
La tormenta de nieve se había disipado, y vio que Júpiter se había estado preparando para él.
La Kon-Tiki había entrado en el embudo de un gigantesco remolino de unas seiscientas millas de diámetro. El globo estaba siendo arrastrado por la curvada pared de la nube. Arriba, el sol brillaba en un cielo claro; pero allá abajo, este inmenso agujero de la atmósfera perforaba las ignotas profundidades y alcanzaba un suelo brumoso donde parpadeaban los relámpagos casi continuamente.
Aunque la nave era arrastrada hacia abajo tan lentamente que no se percibía ningún peligro inmediato, Falcon abrió el chorro de calor de la envoltura hasta que la Kon-Tiki se mantuvo flotando a una altitud constante. Hasta ese momento no apartó los ojos del fantástico espectáculo del exterior para inspeccionar nuevamente el problema del radar.
El eco más próximo se hallaba ahora a unas veinticinco millas tan sólo. Todos ellos, inmediatamente se dio cuenta, estaban esparcidos a lo largo de la pared del remolino y se movían por ella, al parecer, atrapados en el torbellino como la propia Kon-Tiki. Orientó el telescopio en la dirección que apuntaba el radar y se encontró con que tenía ante sí una extraña nube moteada que ocupaba casi todo su campo visual.
Se distinguía con dificultad porque era apenas algo más obscura que el muro gigantesco de bruma que servía de fondo. Hasta que no transcurrieron unos minutos, no se dio cuenta Falcon de que ya la había visto anteriormente.
La primera vez la había visto reptar por las itinerantes montañas de espuma, y la había tomado por un gigantesco árbol de múltiples troncos. Por fin podía apreciar ahora su verdadera dimensión y complejidad, y darle un nombre más apropiado para fijar su imagen en su mente. No se parecía en absoluto a un árbol, sino a una medusa: a una medusa, tal como podía haberla visto, con sus tentáculos a rastras, navegando por las cálidas aguas de la corriente del golfo.
Esta medusa tenía un diámetro de más de una milla, y sus innumerables tentáculos colgantes medían varios centenares de pies. Se inclinaban adelante y atrás al unísono, empleando más de un minuto en completar cada ondulación... casi como si la criatura bogara torpemente por el cielo.
Los otros ecos correspondían a otras tantas medusas más lejanas. Falcon enfocó el telescopio hacia media docena de ellas, y no apreció variación alguna en sus formas o tamaños. Todas parecían pertenecer a la misma especie; se preguntó por qué vagarían perezosamente en esta órbita de seiscientas millas. Tal vez se estaban alimentando del plancton aéreo que el remolino había succionado, tal como había hecho con la propia Kon-Tiki.
–¿Se da usted cuenta, Howard –dijo el Dr. Brenner cuando se hubo recobrado de su estupor inicial–, de que ese ser es más de cien mil veces superior en tamaño a la más grande de las ballenas? Aun cuando no fuera más que un globo de gas, pesaría lo menos ¡un millón de toneladas! No tengo ni idea de cuál puede ser su metabolismo. Debe generar megavatios de calor para mantener su flotabilidad.
–Pero si no es más que un globo, ¿por qué da el radar un eco tan condenadamente claro?
–No tengo la más remota idea. ¿Puede aproximarse más?
La pregunta de Brenner no era superflua. Si variaba de altitud para aprovechar las diferencias de velocidad del viento, Falcon podía aproximarse a la medusa cuanto quisiera. De momento, no obstante, prefería conservar su actual distancia de veinticinco millas, y así lo dijo con firmeza.
–Comprendo lo que quiere decir –contestó Brenner, un poco de mala gana–. Quedémonos donde estamos, de momento.
Ese «nosotros» le sonó a Falcon extrañamente divertido: las sesenta mil millas adicionales introducían una considerable diferencia, según su punto de vista.
Durante las dos horas siguientes, la Kon-Tiki navegó sin incidentes por la curva del gran remolino, mientras Falcon probaba los filtros y el contraste de la cámara, tratando de obtener una imagen clara de la medusa. Empezaba a preguntarse si no sería su coloración evanescente una especie de camuflaje; quizá, como muchos animales de la Tierra, trataba de confundirse con el paisaje. Era una argucia que utilizaban tanto el cazador como la caza.
¿En qué categoría se encontraba la medusa? Esa era una cuestión a la que no era posible contestar en el corto espacio de tiempo que le quedaba. Sin embargo, poco antes de las doce del mediodía, sin el más ligero aviso, llegó la respuesta...
Como un escuadrón de antiguos caza-reactores, surgieron veloces cinco mantas del muro de bruma que formaba el embudo del remolino. Volaban dispuestas en V y se dirigieron directamente hacia la nube gris pálido de la medusa; y no cupo la más mínima duda en el espíritu de Falcon de que iban a atacarla. Se había equivocado por completo al suponer que eran inofensivos seres vegetarianos.
Sin embargo, sucedía todo a un ritmo tan pausado que era como presenciar una película a cámara lenta. Las mantas avanzaron ondulantes a la velocidad de treinta millas por hora más o menos; parecieron tardar siglos en llegar hasta la medusa, la cual seguía navegando imperturbable a una velocidad más moderada. A pesar de sus enormes dimensiones, las mantas parecían diminutas comparadas con el monstruo al que se aproximaban. Cuando se lanzaron sobre su dorso, parecían del tamaño de los pájaros que se posan sobre las ballenas.
Falcon se preguntó si la medusa podría defenderse por sí misma. No veía él que las mantas atacantes corrieran peligro alguno mientras evitaran los largos y torpes tentáculos. Y puede que el huésped ignorara la presencia de estas criaturas, como si se tratara de insignificantes parásitos que ella toleraba, igual que los perros toleran las pulgas.
Pero ahora era evidente que la medusa se encontraba en un aprieto. Con agónica lentitud, comenzó a inclinarse como un barco a punto de naufragar. Al cabo de diez minutos se había ladeado cuarenta y cinco grados; estaba también perdiendo altura rápidamente. Era imposible no sentir piedad por este monstruo asediado, y el espectáculo trajo a Falcon recuerdos amargos. De una manera grotesca, la caída de la medusa era casi una parodia de los últimos momentos agónicos del Queen.
Pero sabía que sus simpatías estaban mal dirigidas. La inteligencia superior sólo podía desarrollarse entre los depredadores, no entre criaturas que vagaban ramoneando por la mar o por el aire. Las mantas estaban muchísimo más próximas a él que esa monstruosa bolsa de gas. Y, en definitiva, ¿quién era capaz de simpatizar verdaderamente con una criatura de un tamaño cien mil veces mayor al de la ballena?
Entonces observó que la táctica de la medusa parecía producir su efecto. La zozobra sacudió a las mantas y se apartaron aleteando de su lomo... como buitres interrumpidos en pleno festín. Pero no se alejaron demasiado, y siguieron revoloteando a pocas yardas, en torno al monstruo acosado.
Hubo un relámpago súbito y cegador, a la vez que sonó un crujido de descarga eléctrica en la radio. Una de las mantas se enrolló, de extremo a extremo, y se precipitó en línea recta hacia abajo. Mientras caía, fue dejando un penacho de humo negro tras de sí. El parecido con la caída de un avión envuelto en llamas era tremendamente asombroso.
Entonces las restantes mantas se elevaron a un tiempo y se alejaron de la medusa, aumentando su velocidad mediante una pérdida de altitud. En cuestión de minutos habían desaparecido entre los muros de la nube, de los cuales habían surgido. Y la medusa, que había dejado de descender, inició el movimiento que restablecería su posición horizontal. Poco después navegaba en completo equilibrio, como si nada hubiera ocurrido.
–¡Maravilloso! –exclamó el Dr. Brenner tras un momento de estupor–. Ha desplegado defensas eléctricas, como algunas anguilas y rayas. Pero ¡esa descarga ha debido ser lo menos de un millón de voltios! ¿Puede ver usted el órgano que ha podido producir esa descarga? ¿Algo así como electrodos?
–No –contestó Falcon, después deponer su telescopio a la máxima potencia–. Pero hay algo muy extraño. ¿Ve usted esa franja? Revise las primeras imágenes. Estoy seguro de que no estaba ahí antes.
Había aparecido una lista jaspeada y ancha en torno a la medusa. Formaba una especie de damero asombrosamente regular, cada uno de cuyos cuadros estaba rayado a su vez con un complejo trazado de pequeñas líneas horizontales. Estaban espaciados por distancias iguales, en un orden perfectamente geométrico de hileras y columnas.
–Tiene usted razón –dijo el Dr. Brenner con un acento en su voz que parecía muy próximo al terror–. Acaba de aparecer. Y miedo me da decir lo que creo que es.
–Bueno, yo no tengo ningún prestigio que perder... al menos como biólogo. ¿Quiere que lo diga yo?
–Adelante.
–Eso es una enorme banda radiométrica. Como las que se usaban antiguamente, a principios del siglo XX.
–Me temía que iba a decir eso. Bueno, ahora sabemos por qué daba un eco tan claro.
–Pero ¿por qué aparece ahora?
–Probablemente, como consecuencia de la descarga.
–Se me acaba de ocurrir otra idea –dijo Falcon lentamente.– ¿Cree usted que nos estará escuchando?
–¿A esta frecuencia? Lo dudo. Eso son antenas de metros; no, de decámetros, a juzgar por sus dimensiones. ¡Hum... podría ser!
El Dr. Brenner se quedó callado, ponderando evidentemente algún nuevo derrotero de sus pensamientos. Luego prosiguió:
–¡Apuesto a que están sintonizadas para las explosiones de radio! Eso es algo que la naturaleza no ha tenido que producir jamás en la Tierra... Nosotros tenemos animales con sonar e incluso con sentidos eléctricos, pero ningún ser ha desarrollado jamás un sentido semejante a una radio. ¿Para qué iba a servir en un lugar de tanta luz? Pero aquí es diferente, Júpiter está empapado de energía radioeléctrica. Vale la pena utilizarla... y puede que incluso acumularla. ¡Esa criatura podría ser una instalación eléctrica flotante!
Una nueva voz terció en la conversación:
–Aquí el comandante de la misión. Todo esto es muy interesante, pero hay una cuestión mucho más importante que solventar. ¿Es inteligente? Si lo es, debemos tener presentes las normas de Primer Contacto.
–Antes de venir aquí –dijo el Dr. Brenner con cierta tristeza–, habría sido capaz de jurar que cualquier ser que construyera un sistema de antenas de onda corta tendría que ser inteligente. Ahora no estoy seguro. Esta. criatura puede haberlo desarrollado naturalmente. Supongo que igual de fantástico resulta el ojo humano.
–Entonces debemos ir sobre seguro y suponer que es inteligente. De momento, por tanto, esta expedición queda sometida a todas las cláusulas de la norma primera.
Hubo un largo silencio, mientras cada uno de los que estaban a la escucha digerían las implicaciones de esta situación. Por primera vez en la historia de los vuelos espaciales tendrían que ser aplicadas las normas que se habían elaborado después de más de un siglo de debates. El hombre había sacado un provecho –eso se esperaba– de sus errores en la Tierra. No solamente las consideraciones morales, sino también su propio interés, exigían el no repetirlos en los otros planetas. Podía ser catastrófico tratar a una inteligencia superior de la misma manera que los colonos americanos habían tratado a los indios, o como casi todos habían tratado a los africanos...
La primera regla era: guarda las distancias. No intentes aproximarte, ni aun comunicarte, hasta que «ellos» hayan tenido tiempo suficiente de estudiarte. Nadie habría sido capaz de decir qué podía entenderse exactamente por «tiempo suficiente». Eso quedaba a criterio del hombre según la situación.
Sobre Howard Falcon había venido a recaer una responsabilidad que jamás había pensado. Durante las pocas horas que le quedaban de estar en Júpiter, podía convertirse en el primer embajador del género humano.
Y ésa era una paradoja tan deliciosa que casi deseó que los cirujanos le hubieran restituido la facultad de reír.
7. Norma primera
Estaba obscureciendo, pero Falcon, con los ojos fijos en la nube viviente del campo visual del telescopio, apenas se dio cuenta. El viento que impelía constantemente la Kon-Tiki en torno al embudo del gran remolino le situó a doce millas de la criatura. Si le acercaba seis millas más, iniciaría una maniobra evasiva. Aunque estaba seguro de que el arma eléctrica de la medusa era de corto alcance, no deseaba poner a prueba esta hipótesis. Ese sería un problema para futuros exploradores, a quienes deseaba buena suerte.
La cápsula se había quedado casi a obscuras. Esto era extraño, porque aún faltaban horas para el crepúsculo. Maquinalmente, echó una mirada al radar de barrido horizontal, como había hecho a cada rato. Aparte de la medusa que estaba examinando, no había ningún objeto en unas sesenta millas a la redonda.
Súbitamente, pero con una potencia tremenda, empezó a oír los golpes acompasados que brotaban de la noche joviana: el latido que crecía más y más de prisa, y luego se paraba en pleno crescendo. La cápsula entera retemblaba como un garbanzo dentro de una olla.
Dos cosas comprendió Falcon al mismo tiempo, en el intervalo del silencio repentino y doloroso. Esta vez no provenía de miles de millas de distancia, a través de un circuito de radio. Estaba en la mismísima atmósfera que le rodeaba.
El segundo pensamiento era más inquietante aún. Había olvidado completamente –era imperdonable, pero había tenido otras cosas evidentemente más perentorias en que pensar que la mayor parte del cielo que tenía arriba quedaba totalmente tapado por la bolsa de gas de la Kon-Tiki. Como era ligeramente plateado para que conservara su calor, el globo hacía de eficaz pantalla ante el radar y el campo visual.
Falcon lo sabía, naturalmente; éste había sido uno de los pequeños defectos del diseño, pasado por alto porque no parecía revestir importancia. Ahora, en cambio, le parecía a Howard tremendamente importante... al ver la fila de tentáculos gigantescos, más gruesos que el tronco de cualquier árbol, que descendían rodeando completamente la cápsula.
Oyó chillar a Brenner:
–¡Recuerde la norma primera! ¡No lo asuste!
Pero antes de darle la respuesta adecuada, empezó de nuevo aquel redoble irresistible y ahogó todos los demás sonidos.
La prueba que verdaderamente revela el grado de adiestramiento de un piloto es el modo como reacciona no ante emergencias previsibles, sino ante aquellas que nadie puede prever. Falcon no se paró más de un segundo en analizar la situación. Con un rapidísimo movimiento tiró de la cuerda de apertura.
Esta palabra era un residuo arcaico de la época de los primeros globos de hidrógeno; en la Kon-Tiki, la cuerda de apertura no abría bruscamente la bolsa de gas, sino que accionaba sólo una serie de claraboyas dispuestas en la curva superior de la envoltura. Inmediatamente, el gas caliente se precipitó al exterior; la Kon-Tiki, privada de su elemento de ascensión, inició una veloz caída en este campo gravitatorio dos veces y media superior al de la Tierra.
Falcon tuvo una fugaz visión de los grandes tentáculos que se sacudían acercándose y alejándose. Le dio tiempo a observar que estaban provistos de amplias vejigas o sacos, los cuales, probablemente, les conferían la flotabilidad; y que terminaban en una multitud de antenas que eran como raíces de plantas. Casi esperaba una descarga eléctrica... pero no ocurrió nada.
Su precipitado descenso fue aminorando a medida que la atmósfera iba siendo más densa, a la vez que la desinflada envoltura hacía las veces de paracaídas: Cuando la Kon-Tiki llevaba descendidas unas dos millas, consideró prudente cerrar las claraboyas otra vez. Perdió otra milla en restablecer su flotabilidad y recuperar el equilibrio, y se aproximaba peligrosamente al límite de su seguridad.
Escrutó ansiosamente a través de las portillas superiores, aunque no esperaba ver nada, sino el bulto obscuro del globo. Pero se había desplazado lateralmente durante el descenso, y consiguió ver la medusa parcialmente a un par de millas por encima de él. Estaba mucho más cerca de lo que esperaba... y seguía bajando más de prisa de lo que habría creído posible.
El Control de la Misión estaba llamando angustiosamente. Falcon gritó:
–Estoy bien... pero sigue aproximándose. No puedo bajar más.
Eso no era totalmente cierto. Podía descender mucho más: unas ciento ochenta millas más. Pero sería un viaje sin retorno, y la mayor parte del recorrido tendría muy poco interés para él.
Entonces, con gran alivio por su parte, vio que la medusa planeaba horizontalmente a menos de una milla de distancia. Quizá había decidido acercarse a este extraño intruso con precaución; o quizá, también, había tropezado con esta capa incómodamente caliente. La temperatura se hallaba por encima de los cincuenta grados centígrados, y Falcon se preguntó cuánto tiempo seguiría funcionando su equipo de sostenimiento de vida.
El Dr. Brenner volvió a ponerse en contacto con él, preocupado aún por la norma primera.
–¡Recuerde: puede que sólo sienta curiosidad! –exclamó sin mucha convicción–. ¡Procure no asustarla!
Falcon se estaba cansando de esta advertencia, y recordó una discusión que presenció una vez por televisión entre un letrado y un astronauta. Después de escuchar una minuciosa exposición de todas las implicaciones de la norma primera, el incrédulo astronauta había exclamado: «Entonces, si no hay otra alternativa, ¿debo quedarme quieto y dejarme devorar?» El letrado ni siquiera esbozó una sonrisa cuando le contestó: «Esa es una excelente recapitulación.»
En aquel momento le había parecido divertido; ahora no se lo parecía en absoluto.
Y entonces Falcon vio algo que le hizo sentirse aún más desdichado. La medusa seguía girando por encima de él, a una milla de distancia... pero uno de sus tentáculos había empezado a estirarse de una manera increíble, y se extendía hacia la Kon-Tiki, al tiempo que se hacía más delgado. De niño, había visto una vez el embudo de un huracán que descendía desde una tormentosa nube a las llanuras de Kansas. La cosa que ahora se venía hacia él le despertó vívidos recuerdos de aquella negra, contorsionada culebra del cielo.
–Se me están agotando las posibilidades a toda prisa –comunicó al Control de la Misión–. Ahora sólo puedo elegir entre la alternativa de asustarla... o producirle un dolor de estómago. No creo que encuentre a la Kon-Tiki muy digestiva, si es eso lo que se propone.
Aguardó unos momentos la respuesta de Brenner, pero el biólogo permaneció en silencio.
–Muy bien. Me quedan veintisiete minutos, pero voy a poner en marcha el cronómetro de ignición. Espero tener la suficiente reserva para corregir mi órbita más tarde.
No podía ver ya a la medusa: se había situado otra vez directamente encima de él. Pero sabía que el tentáculo que descendía debía estar muy cerca del globo. Tardaría casi cinco minutos en poner a pleno rendimiento el reactor...
El fusor estaba cebado. La computadora de órbitas no había desechado la situación como completamente imposible. Las bocas de los tubos propulsores estaban abiertas, dispuestas a engullir las toneladas de hidrohelio que hicieran falta. Aun en condiciones óptimas, éste sería el momento de la verdad... ya que no había habido ocasión de probar los resultados reales de la propulsión a chorro en la extraña atmósfera de Júpiter.
Muy lentamente, algo impulsó la Kon-Tiki. Falcon trató de ignorarlo.
El encendido estaba proyectado para seis millas más arriba, en una atmósfera cuatro veces menos densa y treinta grados más fría. Lástima.
¿Cuál era la inmersión menos profunda para alejarse en la que podrían funcionar los tubos? En cuanto se encendiera el propulsor, enfilaría hacia Júpiter con sus dos g y media, a fin de ayudarse a conseguirlo. ¿Tendría posibilidad de zafarse a tiempo?
Una mano enorme y pesada tentó el globo. La nave entera se bamboleó arriba y abajo como uno de esos yo-yós que acababan de ponerse de moda en la Tierra.
Naturalmente, Brenner podía estar perfectamente en lo cierto. Quizá estaba tratando de mostrarse amistosa. Tal vez debía intentar él establecer contacto por radio. Qué debía decirle: «¿Minina, preciosa?» «¿Quieto, Fido?» O: «¿Llévame a tu superior?»
La proporción tritio-deuterio era correcta. Estaba preparado para encender la mecha con un cerilla de cien millones de grados.
La delgada punta del tentáculo descendió, tentando en torno al borde del globo, unas sesenta yardas más arriba. Era más o menos del tamaño de una trompa de elefante, y por la forma delicada en que se movía, parecía que era casi igual de sensitiva. Tenía unos pocos palpos que hacían de bocas inquisitivas. Seguro que el Dr. Brenner estaría fascinado.
Este era el momento. Echó una rápida mirada a todo el panel de control, inició la cuenta final de ignición de cuatro segundos, arrancó el precinto de seguridad y apretó el botón de LANZAMIENTO.
Se produjo una fuerte explosión y una repentina pérdida de peso. La Kon-Tiki cayó libremente, con el morro apuntando hacia abajo. Arriba, el globo, desprendido, ascendía rápidamente arrastrando al inquisitivo tentáculo. Falcon no tuvo tiempo de ver si la bolsa de gas chocaba con la medusa, porque en ese momento se puso en marcha el propulsor, y tenía otras cosas en que pensar.
Brotó una rugiente columna de hidrohelio caliente de los tubos del reactor, imprimiendo un impulso más grande aún... pero hacia Júpiter, y no al contrario. No podía escapar todavía porque el control automático tardaba demasiado. A menos que recuperara el control completo y lograra establecer el vuelo horizontal en los próximos cinco segundos, el vehículo se hundiría demasiado en la atmósfera y se destruiría.
Con agónica lentitud –los cinco segundos parecieron cincuenta– consiguió ponerla horizontal, y luego elevar el morro hacia arriba. Volvió los ojos una sola vez, y echó una última mirada a la medusa, la cual se encontraba ya a muchas millas de distancia. El globo desprendido de la Kon-Tiki había escapado de su presa al parecer, pues no vio el menor vestigio de él.
Ahora volvía a ser dueño otra vez... ya no vagaba impotente al capricho de los vientos de Júpiter, sino que regresaba, con su propia columna de fuego atómico, hacia las estrellas. Confiaba en que el propulsor le daría la velocidad y altitud constantes, hasta alcanzar una aceleración casi-orbital en el borde de la atmósfera. Luego, mediante un breve impulso de pura fuerza del cohete, alcanzaría la libertad del espacio.
En plena trayectoria hacia su órbita miró en dirección Sur y vio el tremendo enigma de la Gran Mancha Roja –esa isla flotante cuyo tamaño era dos veces el de la Tierra– elevándose del horizonte. Se quedó mirando su misteriosa belleza, hasta que la computadora le advirtió que faltaban sólo sesenta segundos para la conversión a propulsión de cohete. Apartó los ojos de mala gana.
–En otra ocasión –murmuró.
–¿Qué? –dijo el Control de la Misión–. ¿Qué ha dicho?
–No importa –contestó,
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