Bestiario 01
Tweel
Stanley Grauman Weinbaum
Estos cuentos asombraron a los lectores de ciencia-ficción cuando aparecieron por primera vez en 1934, en julio y noviembre. Introdujeron, en un campo que estaba demasiado plagado de prosa y de personajes melancólicos, esta historia deslumbrante del inolvidable marciano Tweel y de una serie de extraños seres. Weinbaum demostró que la ciencia-ficción podía ser divertida, y lo demostró tan bien que cuando los escritores de ciencia-ficción de Norteamérica en 1968 eligieron el mejor cuento corto del género de todos los tiempos, Una odisea marciana quedó en segundo lugar, detrás del clásico Nightfall, de Isaac Asimov.
Lamentablemente, Weinbaum tuvo muy pocas oportunidades de continuar su brillante carrera. Fallecía un año después de publicar su primer cuento (Una odisea marciana), a los tempranos treinta y cinco años de edad.
Robert Silverberg
1 - Una odisea marciana
Jarvis se estiró tan cómodamente como pudo en el angosto espacio del cuartel general del Ares.
–¡Aire respirable! –dijo con alegría–. ¡Parece tan espeso como puré después del tenue airecillo de ahí fuera!
Señaló con la cabeza el paisaje marciano que se extendía, llano y desolado a la luz de la luna más próxima, más allá del cristal de la claraboya.
Sus tres compañeros le miraron con simpatía: Putz, el ingeniero, Leroy, el biólogo, y Harrison, el astrónomo y capitán de la expedición. Dick Jarvis era el químico del famoso equipo, la expedición Ares, los primeros seres humanos que pusieron el pie en el misterioso vecino de la Tierra, el planeta Marte, Esto ocurría, desde luego, en los viejos tiempos, menos de veinte años después de que el loco americano Doheny perfeccionara el combustible atómico a costa de su vida, y sólo un decenio después de que el igualmente loco Cardoza llegase en un cohete atómico a la Luna. Eran auténticos pioneros, estos cuatro del Ares. Excepto media docena de expediciones selenitas y el desventurado vuelo de Lancey hasta la seductora órbita de Venus, eran los primeros hombres que experimentaban una gravedad distinta de la terrestre y por supuesto la primera tripulación que se apartó con éxito del sistema Tierra-Luna. Y merecían aquel éxito cuando uno considera las dificultades y molestias que hubieron de arrostrar: los meses pasados en cámaras de aclimatación en la Tierra, aprendiendo a respirar un aire tan tenue como el de Marte, la hazaña de hacer frente al vacío en el diminuto cohete impulsado por los caprichosos motores a reacción del siglo XXI y, sobre todo, el tener que enfrentarse con un mundo absolutamente desconocido.
Jarvis se estiró de nuevo y se llevó una mano a la punta despellejada de su nariz, mordida por la escarcha. Suspiró satisfecho.
–Bien –estalló Harrison bruscamente–, ¿vamos a enterarnos por fin de lo que ocurrió? Te llevas todo lo de a bordo en un cohete auxiliar, no tenemos noticias tuyas durante diez días y por fin Putz te recoge cerca de un hormiguero fantástico con un extravagante avestruz como compañero. ¡Desembucha, hombre!
–¿Desembucha? –inquirió Leroy perplejo–. ¿Desembuchar qué?
–Quiere decir hablar –explicó Putz gravemente–, echar fuera.
Jarvis, muy serio, tropezó con la mirada divertida de Harrison.
–Exactamente, Karl –dijo, asintiendo a la explicación de Putz–. Voy a echar fuera, a soltarlo todo.
Carraspeó satisfecho y empezó.
–De acuerdo con las órdenes, vi cómo Karl se dirigía hacia el norte y entonces entré en mi cubículo volador y me dirigí al sur. Recordarás, capitán, que teníamos órdenes de no posarnos en el suelo, sino simplemente de observar buscando lugares interesantes. Puse las dos cámaras en funcionamiento cuando volaba bastante alto, a unos seiscientos metros, por un par de razones: primero porque así las cámaras tenían más campo y segundo porque los propulsores funcionan con tanta rapidez en este semivacío que aquí llaman aire que sólo servirían para levantar polvo.
–Ya sabemos todo eso por Putz –gruñó Harrison–. Pero me gustaría que hubieses salvado las películas, habrían pagado el coste del barquichuelo. ¿Recuerdas cómo el público se agolpaba para ver las primeras películas sobre la Luna?
–Las películas están a salvo –replicó Jarvis–. Bien –continuó–, como dije, avancé un buen trecho; tal como nos figurábamos, a menos de doscientos kilómetros por hora, las alas no ofrecen mucha sustentación en este aire, y aun así tuve que hacer uso de los cohetes.
»De este modo, con la velocidad, la altitud y la confusión creada por los cohetes, la visión no era demasiado buena. Sin embargo podía distinguir lo bastante para apreciar que estaba volando sobre una extensión más de esta llanura gris que examinamos durante toda la primera semana de nuestro planetizaje: las mismas protuberancias bulbosas y la misma alfombra ilimitada de los pequeños animales-plantas restantes, o biópodos como los llama Leroy. Así pues, seguí navegando, comunicando mi posición cada hora aun sin saber si me oíais.
–¡Yo te oía! –espetó Harrison.
–Unos trescientos kilómetros al sur –continuó Jarvis, imperturbable–, la superficie cambiaba hasta convertirse en una especie de baja meseta, un desierto de arena color naranja. Imaginé que teníamos razón en nuestra suposición y que esta llanura gris sobre la cual nos posamos era realmente el Mare Cimmerium, y el desierto anaranjado la región llamada Xanthus. Si estaba en lo cierto, llegaría a otra llanura gris, el Mare Chronium, al cabo de unos trescientos kilómetros, y luego a otro desierto anaranjado, Thyle Uno o Dos. Y eso fue lo que hice.
–Putz comprobó nuestra posición hace semana y media –gruñó el capitán–. Vamos al grano.
–Ya voy –contestó Jarvis–. A unos treinta kilómetros al interior de Thyle, lo creáis o no, crucé un canal.
–Putz fotografió un centenar. A ver si oímos algo nuevo.
–¿Y vio también una ciudad?
–Más de una veintena, si llamas ciudades a esos montones de barro.
–Bien –prometió Jarvis–, de ahora en adelante voy a contar unas cuantas cosas que Putz no vio, –Se frotó la nariz y continuó–: Sabía que contaba con dieciséis horas de luz en esta estación, por lo que, a las ocho horas de haber salido decidí regresar, Estaba todavía volando sobre Thyle, no estoy seguro de si sobre Uno o Dos, cuando, de pronto, el motor preferido de Putz falló.
–¿Falló? ¿Cómo? –preguntó Putz solícito.
–El dispositivo atómico se debilitó. Empecé a perder altura y me di un trastazo en el centro mismo de Thyle. Además di con la nariz contra la ventanilla.
Se frotó compungidamente el apéndice dañado.
–¿No trataste de lavar la cámara de combustible con ácido sulfúrico? –preguntó Putz–. Algunas veces, el plomo suministra una radiación secundaria.
–Lo intenté nada menos que diez veces –dijo Jarvis malhumorado–. Además, el trastazo aplastó el tren de aterrizaje y desbarató los propulsores. Suponiendo que hubiera podido poner el cacharro en funcionamiento, ¿qué habría conseguido? Quince kilómetros así y el suelo se habría ido fundiendo a mi paso. –Se frotó de nuevo la nariz–. Suerte que aquí un kilo pesa menos de medio. De lo contrario, me habría hecho añicos.
–¡Yo podría haberlo arreglado! –exclamó el ingeniero–. Apuesto a que no era nada serio.
–Probablemente no –convino Jarvis en tono sarcástico–. Simplemente se negaba a volar. Nada grave, pero no me quedaba más elección que esperar a ser recogido o tratar de volver a pie: mil trescientos kilómetros cuando quizá quedaban veinte días para salir del planeta. ¡Sesenta y cinco kilómetros por día! Bueno –concluyó–, preferí andar. Tenía las mismas posibilidades de ser recogido y eso me mantenía ocupado.
–Te habríamos encontrado –dijo Harrison.
–No lo dudo. Pero el caso es que me preparé un arnés con algunas correas del asiento, me eché el tanque de agua a la espalda, me equipé con un cinto de municiones, una pistola y algunas raciones de hierro, y me puse en marcha.
–¡El tanque de agua! –exclamó el bajito biólogo Leroy–. ¡Pero si pesa un cuarto de tonelada!
–No estaba lleno. Pesaba unos ciento diez kilos según el peso de la Tierra, lo que aquí representa unos cuarenta kilos. Además, mi propio peso personal de ochenta kilos es aquí en Marte de sólo treinta y dos kilos, por lo que, con tanque y todo, yo venía a pesar lo que en la Tierra. Pensé en todo eso cuando emprendí la marcha. ¡Ah, desde luego me equipé con saco de dormir para poder aguantar las ventosas noches de Marte!
»Y me puse en marcha, avanzando con bastante rapidez. Ocho horas de luz significan treinta kilómetros o más. Resultaba aburrido, desde luego, eso de ir pataleando sobre la blanda arena del desierto sin nada que ver, ni siquiera los biópodos reptantes de Leroy. Al cabo de una hora llegué a un canal: una enorme zanja tan recta como la vía de un ferrocarril. Estaba seco pero allí había habido agua alguna vez. La zanja estaba cubierta con lo que parecía ser un bonito césped verde. Con la diferencia de que cuando me acerqué, el césped se apartó para dejarme paso.
–¿Cómo dices? –exclamó Leroy.
–Sí, era un pariente de tus biópodos, Atrapé uno, una hojita que parecía de hierba, casi tan larga como uno de mis dedos, con dos delgadas patitas.
–¿La has traído? –preguntó Leroy ávidamente.
–La solté. Tenía que avanzar y seguí caminando entre aquella hierba que se abría ante mí y se cerraba detrás. Finalmente desemboqué de nuevo en el desierto anaranjado de Thyle.
»Avanzaba echando pestes de la arena que me hacía caminar con tanto cansancio y, de vez en cuando, maldiciendo el caprichoso motor tuyo, Karl. Exactamente antes del crepúsculo llegué al borde de Thyle y lancé una mirada sobre el gris Mare Chronium. Y comprendí que tendría que caminar por allí cientos de kilómetros, más luego el largo camino de aquel desierto de Xanthus y del Mate Cimmerium. ¿Os creéis que aquello me hacía gracia? Empecé a maldeciros por no venir a recogerme.
–¡Lo estábamos intentando, idiota! –dijo Harrison.
–Pues no servía de nada. Bueno, me imaginé que podría aprovechar lo que quedaba de luz diurna para bajar por el acantilado que marca el límite de Thyle. Encontré un sitio fácil para el descenso y me dejé ir. El Mare Chronium era el mismo tipo de lugar que éste: unas absurdas plantas sin hojas y un montón de reptantes. Les eché un vistazo y saqué mi saco de dormir. Hasta entonces no había tropezado con nada digno de mención en este mundo semimuerto, nada peligroso quiero decir.
–Pero, ¿lo encontraste? –inquirió Harrison.
–¡Qué si lo encontré...! Ya te enterarás cuando lo cuente. Bueno, estaba a punto de dormirme cuando de pronto oí la más espantosa algarabía.
–¿Qué es algarabía? –inquirió Putz.
–Quiere decir griterío confuso –explicó Leroy–. O sea, algo que no se entiende.
–Eso es –aprobó Jarvis–. No entendía qué estaba ocurriendo y me asomé para averiguarlo. Había allí un jaleo como el de una bandada de cuervos que quisiera devorar a un montón de canarios: silbidos, graznidos, trinos, gritos y no sé cuántas cosas más. Rodeé un grupo de troncos, y allí estaba Tweel.
–¿Tweel? –preguntó Harrison.
–¿Tuil? –dijeron Leroy y Putz.
–Aquel avestruz estrambótico –explicó el narrador–. Por lo menos Tweel es lo más parecido que puedo pronunciar sin farfullar. Algunas veces él decía algo que sonaba como «Trrrweerrlll».
–¿Qué estaba haciendo? –preguntó el capitán.
–Se lo estaban comiendo, Y por supuesto chillaba como cualquiera habría hecho en su caso.
–¿Comiendo? ¿Quién?
–Lo averigüé más tarde, todo lo que pude ver entonces fue un lío de negros brazos como cuerdas enrolladas en torno de lo que parecía ser, como Putz os lo ha descrito, un avestruz. Naturalmente yo no iba a intervenir; si ambas criaturas eran peligrosas, habría una menos de la que preocuparme.
»Pero aquella cosa parecida a un ave estaba librando una buena batalla. Sin dejar de gritar, asestaba certeros golpes con un pico de unos treinta centímetros. Vislumbré un par de veces qué había al final de aquellos brazos –dijo Jarvis, estremeciéndose–. Pero lo que me decidió a intervenir fue el observar una bolsita o caja negra que pendía del cuello de aquel ser semejante a un pájaro. ¡Era inteligente!, supuse, o estaba domesticado. En cualquier caso, la decisión estaba tomada, saqué mi automática y disparé contra lo que podía distinguir de su antagonista.
»Los tentáculos se aflojaron, una fétida oleada de negra corrupción chorreó, y aquella cosa, con un repugnante ruido de succión, se contrajo y desapareció por un agujero que había en el suelo. La otra criatura lanzó una serie de graznidos, se tambaleó sobre unas patas tan gruesas como palos de golf y se volvió de pronto para hacerme frente. Mantuve mi arma lista y los dos nos observamos.
»El marciano no era un ave, realmente. No era ni siquiera parecido a un ave, excepto a primera vista. Cierto que tenía un pico y unos cuantos apéndices con plumas, pero el pico no era realmente un pico. Era algo flexible; pude ver cómo la punta se doblaba lentamente de un lado a otro; era casi como un cruce entre pico y trompa. Tenía pies de cuatro dedos y cosas –manos, podría decirse– de cuatro dedos. Su cuerpecillo redondeado se prolongaba en un largo cuello que terminaba en una diminuta cabeza, culminada por aquel pico. Era un par de centímetros más alto que yo y..., bueno, Putz lo vio.
El ingeniero asintió.
–Sí, lo vi.
Jarvis continuó:
–Así pues, nos quedamos mirándonos. Finalmente la criatura prorrumpió en una serie de tableteos y gorjeos y alargó sus manos vacías hacia mí. Supuse que aquello era un gesto de amistad.
–Quizás estaba mirando la nariz tan hermosa que tienes y pensó que eras hermano suyo –sugirió Harrison.
–No hace falta que te muestres tan chistoso. El caso es que me guardé la pistola y dije: «No se preocupe», o algo por el estilo. Aquella cosa se acercó y nos convertimos en camaradas.
»Por aquel entonces, el sol estaba ya bastante bajo y comprendí que lo mejor sería encender un fuego o meterme en mi saco. Me decidí por el fuego. Elegí un lugar al pie del acantilado de Thyle, donde la roca podría reflejar un poco de calor sobre mi espalda, y empecé a romper ramitas de la desecada vegetación de Marte. Mi compañero captó la idea y trajo un brazado. Fui a sacar una cerilla, pero el marciano rebuscó en su bolsa y extrajo algo que tenía el aspecto de un carbón al rojo; lo acercó al montón de leña y el fuego prendió, al instante. Ya sabéis el trabajo que nos cuesta a nosotros encender fuego en esta atmósfera.
»Pero lo principal es esa bolsa suya –continuó el narrador–. Era un artículo manufacturado, amigos míos; se presionaba en un extremo y se abría de par en par; se apretaba por el centro y se cerraba tan perfectamente que no podía verse la línea de unión. Mucho mejor que las cremalleras.
»Bueno, permanecimos un rato mirando el fuego hasta que decidí intentar alguna especie de comunicación con el marciano. Me señalé a mí mismo y dije «Dick»; él captó la alusión inmediatamente, extendió hacia mí una huesuda garra y repitió «Dick». Luego lo apunté a él, y la criatura exhaló ese silbido que he llamado Tweel; no puedo imitar su acento. Las cosas se sucedían bien; para remachar los nombres, repetí «Dick» y luego, apuntando a él, «Tweel».
»Ya habíamos establecido el contacto. Él produjo algunos castañeteos que sonaban a negación y dijo algo así como «P-p-p-proot», y otras, diez o doce sonidos distintos.
»Pero no podíamos conectar. Ensayé con «roca» y con «estrella», con «árbol» y con «fuego», y no sé con cuántas cosas más; por más que probé, no pude conseguir una sola palabra. Pasados un par de minutos todos los nombres cambiaban y si eso es un lenguaje, yo soy el Preste Juan. Finalmente renuncié y lo llamé Tweel. Aquello pareció bastar.
»Pero Tweel había captado algunas de mis palabras. Recordaba dos o tres, lo que supongo es una gran proeza si uno está acostumbrado a un lenguaje que hay que ir haciendo a medida que se aprende. Pero yo no podía comprender el objetivo de su charla; o me fallaba algún punto sutil o simplemente, y más bien me inclino por esto último, no pensábamos del mismo modo.
»Tengo otras razones para creerlo. Al cabo de un rato renuncié a la cuestión del lenguaje y probé con las matemáticas. Arañé en el suelo dos más dos igual a cuatro y lo demostré con guijarros. De nuevo Tweel captó la idea y me informó de que tres más tres sumaban seis. Una vez más parecíamos ir yendo a alguna parte.
»Así pues, sabiendo que Tweel tenía por lo menos una educación de escuela primaria, dibujé un círculo para el Sol, señalándolo previamente. Después bosquejé Mercurio, Venus, la Tierra y Marte. Hecho esto, señalando a Marte, extendí mis manos en una especie de abrazo para indicar que Marte era lo que nos rodeaba. Me esforcé en poner en claro la idea de que mi hogar estaba en la Tierra.
»Tweel comprendió mi diagrama perfectamente. Acercó el pico a mi dibujo y, con gran profusión de trinos y chillidos, añadió Deimos y Fobos a Marte y luego incluyó la Luna en la órbita de la Tierra. ¿Os dais cuenta lo que significa esto? ¡Significa que la raza de Tweel utiliza el telescopio, que son seres civilizados!
–¡No prueba nada de eso! –atajó Harrison–. La Luna es visible desde aquí como una estrella de quinta magnitud. Pueden percibir sus fases a simple vista.
–Por lo que se refiere a la Luna, sí –dijo Jarvis–. Pero no has captado del todo mi argumento. ¡Mercurio no es visible! Y Tweel estaba enterado de la existencia de Mercurio, puesto que colocó la Luna en el tercer planeta, no en el segundo. Si no supiese nada de Mercurio, habría puesto la Tierra como segundo y Marte como tercero, en lugar de cuarto. ¿Comprendéis?
–¡Hum! –dijo Harrison.
–El caso es que proseguí con mi lección –continuó Jarvis–. Las cosas iban bastante bien y parecía como si pudiera meterle la idea en la cabeza. Señalé el círculo que en mi diagrama representaba la Tierra, luego me señalé a mí mismo y por último me señalé a mí mismo y luego a la Tierra, que resplandecía con un vende brillante casi en el cenit.
»Tweel soltó un tableteo tan excitado que estuve seguro de que había comprendido, se puso a dar saltos y de pronto se señaló a sí mismo y luego al cielo, y después a sí mismo y al cielo de nuevo. Apuntó al centro de su cuerpo y luego a Arcturus, apuntó a su cabeza y luego a Spica, apuntó a sus pies y luego a media docena de estrellas, mientras yo me limitaba a mirarlo boquiabierto. Luego, repentinamente, dio un salto tremendo. ¡Muchachos, qué brinco! Salió disparado lo menos a treinta metros. Vi como daba la vuelta y bajaba directamente hacia mi cabeza hasta clavarse en el suelo sobre el pico igual que una jabalina, Y allí estaba él, clavado en el centro de mi círculo que representaba al Sol.
–Cosa de locos –comentó el capitán–. Simplemente cosa de locos.
–Eso es lo que pensé yo también. Me quedé mirándolo boquiabierto mientras él sacaba la cabeza de la arena y se ponía en pie. Imaginando que no había comprendido mi explicación se la repetí. Terminó de la misma manera, con la nariz de Tweel metida en el centro de mi croquis.
–Quizá se trate de un rito religioso –sugirió Harrison.
–Puede ser –dijo Jarvis dubitativamente–. Bueno, así estábamos. Podíamos cambiar ideas hasta cierto punto y para de contar. Entre nosotros había algo diferente, inconexo; no dudo de que Tweel me juzgaba tan chiflado como yo a él. Lo que ocurría es que nuestras mentes consideraban el mundo desde distintos puntos de vista y quizás el punto de vista de él era tan justo como el nuestro. Pero no podíamos ir de acuerdo, eso es todo. Sin embargo, a pesar de todas las dificultades, Tweel me era simpático y tengo una extraña seguridad de que yo le era simpático a él.
–¡Locuras! –repitió el capitán–. No son más que fantasías.
–¿Sí? Pues espera a que te cuente, Algunas veces he pensado que quizá nosotros... –Hizo una pausa y luego continuó su narración–: Lo cierto es que por fin me di por vencido y me metí en mi saco para dormir. El fuego no me había dado mucho calor, pero en aquel maldito saco me asfixiaba. Al cabo de cinco minutos no podía resistir. Lo abrí un poco y me fastidié. Los cuarenta grados bajo cero me golpearon uno tras otro en la nariz para completar el porrazo que había sufrido en la caída del cohete.
»Volví a cubrirme y seguí durmiendo. Cuando desperté por la mañana y salí del saco comprobé que Tweel había desaparecido. Sin embargo, casi inmediatamente, oí una especie de gorjeo y le vi llegar lanzado, deslizándose por aquel acantilado de tres pisos de Thyle hasta clavarse con el pico junto a mí. Me señalé a mí mismo y luego hacia el norte y él se señaló a sí mismo y hacia el sur, pero cuando recogí mi impedimenta y me puse en marcha, se vino conmigo.
»¡Muchachos, qué manera de viajar la de aquella criatura! Cada treinta metros, un salto; surcaba el aire como una lanza y se quedaba clavado en el suelo con el pico. Parecía sorprenderse de mi pesada andadura, pero al cabo de algunos momentos se adaptó lo mejor que pudo, salvo que cada pocos minutos daba uno de sus saltos y clavaba su nariz en la arena a pocos metros de mí y se reunía de nuevo conmigo. Al principio me sentía nervioso al ver aquel pico apuntándome como una lanza, pero lo cierto es que siempre terminaba clavándose a mi lado en la arena.
»De este modo recorrimos el Mare Chronium. Es un sitio muy parecido a éste: las mismas plantas estrambóticas y los mismos pequeños biópodos verdes creciendo en la arena o apartándose para dejarle paso a uno. Charlábamos; no porque nos comprendiéramos, pero ya sabéis lo que quiero decir, sólo por lograr la sensación de tener compañía. Canté canciones y sospecho que Tweel las cantó también; por lo menos, algunos de sus trinos y gorjeos sugerían algún ritmo.
»De vez en cuando, para variar, Tweel desplegaba su muestrario de palabras inglesas. Apuntaba a cualquier protuberancia y decía «roca», y apuntaba luego a un guijarro y decía lo mismo; o bien me tocaba un brazo y decía «Dick» y luego lo repetía. Parecía divertirse enormemente con el hecho de que la misma palabra significase la misma cosa aunque se dijera dos veces seguidas, o que la misma palabra pudiera aplicarse a dos objetos diferentes. Me pregunté si su lenguaje no sería como el idioma primitivo de algunos pueblos de la Tierra, como el de los negritos, ya sabéis, que no tienen palabras genéricas: ninguna palabra para comida o agua u hombre; sólo palabras para comida buena y comida mala, o agua de lluvia y agua de mar, u hombre fuerte y hombre débil. Son demasiado primitivos para comprender que el agua de lluvia y el agua de mar son simplemente aspectos distintos de la misma cosa. Pero no era ése el caso con Tweel. Más bien era como si fuésemos misteriosamente distintos de un modo u otro: nuestras mentes eran extrañas entre sí. Y sin embargo nos teníamos simpatía.
–Eso es por la soledad –comentó Harrison–. Por eso os teníais tanta simpatía.
–Bueno, yo te tengo simpatía –replicó Jarvis malignamente–. El caso es –continuó – que no quiero que os forméis la idea de que Tweel era algún chiflado. En realidad, no estoy tan seguro de que no pudiera enseñar uno o dos trucos a nuestra tan alabada inteligencia humana. ¡Oh, sé muy bien que no era un superhombre intelectual, pero no olvidéis que consiguió entender algo de mi funcionamiento mental y en cambio yo no tuve el menor vislumbre del suyo
–Porque él no tenía tal funcionamiento –sugirió el capitán –mientras Putz y Leroy parpadeaban atentamente.
–Podréis juzgarlo cuando termine mi relato –dijo Jarvis–. Bueno, seguimos andando todo el día por el Mare Chronium y también el día siguiente. ¡Mare Chronium, Mar del Tiempo! Al acabar aquella marcha, estaba a punto de darle la razón a Schiaparelli cuando lo bautizó con este nombre, era tan monótono, sólo aquella llanura gris e interminable de plantas extravagantes y sin otro signo de una vida distinta, que casi me alegré al ver el desierto de Xanthus hacia el anochecer del segundo día.
»Estaba bastante agotado, pero Tweel, al que, por cierto, jamás vi comer ni beber, parecía estar tan campante como siempre. Creo que él podría haber cruzado el Mare Chronium en un par de horas con aquellos terribles saltos suyos, pero permanecía pegado a mí. Una o dos veces le ofrecí agua; aceptó mi taza y sorbió el líquido con su pico para luego, cuidadosamente, volver a lanzarlo a la taza y devolvérmela con toda gravedad.
»Juntamente cuando avistamos Xanthus empezó a soplar una de esas desagradables tormentas de arena. No era quizá tan fuerte como la que tuvimos aquí, pero ahora debía caminar contra ella. Me protegí la cara con la visera transparente de mi saco y me defendí bastante bien. Tweel utilizaba algunos apéndices plumosos que le crecen como un bigote en la base del pico para taparse los orificios nasales, y otro escudo similar para protegerse los ojos.
–¡Es una criatura del desierto! –exclamó el biólogo Leroy.
–¿Eh? ¿Cómo?
–No bebe agua, se adapta a las tormentas de arena...
–Eso no prueba nada. No se puede desperdiciar ni una sola gota de agua en esta píldora desecada llamada Marte, en la Tierra lo habríamos calificado todo de desierto. –Hizo una pausa–. Cuando cesó la tormenta de arena, un viento suave nos dio en la cara. De improviso, como llevadas por esa tenue brisa, unas pequeñas esferas, transparentes y muy livianas, empezaron a deslizarse desde los acantilados de Xanthus. Intrigado, partí unas cuantas y comprobé que estaban vacías, sólo que al romperlas desprendían un olor nauseabundo. Pregunté a Tweel y por su respuesta, un «no, no, no» rotundo, supuse que compartía mi misma ignorancia sobre las esferas. Siguieron flotando como vilanos o como pompas de jabón, y nosotros proseguimos nuestro camino hacia Xanthus. En una ocasión Tweel apuntó a una de las bolas de cristal y dijo «roca», pero yo estaba demasiado cansado para discutir con él. Posteriormente descubrí lo que había querido decir.
»Al anochecer llegamos al pie de los acantilados de Xanthus. Decidí dormir en la meseta pues pensé que tan peligrosa podría ser la arena de Xanthus como la vegetación del Mare Chronium. De hecho no había descubierto una sola señal de amenaza, excepto aquella cosa negra y tentacular que atrapara a Tweel y que por lo visto no se movía en absoluto, sino que atraía a las víctimas que estaban a su alcance. No podía atraerme a mí mientras estuviera durmiendo, más teniendo en cuenta que Tweel permanecía en vela, limitándose a estar sentado pacientemente toda la noche. Me hubiera gustado saber cómo aquella extraña criatura de brazos negros pudo atrapar a Tweel, pero no había modo de preguntárselo a este último. Lo averigüé más tardé; es algo diabólico.
»Recorrimos el acantilado buscando un sitio fácil por donde trepar. Por lo menos lo buscaba yo. Tweel podría haber saltado el obstáculo fácilmente, porque los acantilados eran más bajos que los de Thyle, quizás unos veinte metros. Al fin dimos con un lugar adecuado y empecé a trepar, maldiciendo el voluminoso tanque de agua amarrado a mi espalda y lo mucho que dificultaba mi escalada. De pronto oí un sonido que creí reconocer.
»Ya sabéis cuán engañosos resultan los sonidos en este aire tan tenue. Un disparo suena como el descorche de una botella. Pero esta vez no había dudas: era el zumbar de un cohete. En efecto, a unos quince kilómetros hacia el oeste, entre yo y la puerta de sol, estaba nuestra segunda nave auxiliar.
–Era yo –dijo Putz–. Te estaba buscando.
–Sí, lo comprendí. Pero, ¿de qué me servía? Me aferré al acantilado y grité mientras hacía señas con una mano. Tweel vio también la navecilla y se puso a trinar y a graznar saltando hasta lo alto de la barrera y elevándose luego en el aire. Y mientras yo miraba, el aparato desapareció zumbando entre las sombras del sur.
»Trepé hasta lo alto del acantilado. Tweel aún seguía apuntando y graznando excitadamente, elevándose hasta el cielo y cayendo luego en barrena para hundir su pico en el suelo. Apunté hacia el sur y hacia mí mismo y dije «sí, sí, sí», pero en cierto modo conjeturé que él pensaba que aquella cosa volante era un allegado mío, probablemente un pariente. Quizá cometí una injusticia contra su intelecto; ahora sé que fue así.
»Me sentía amargamente decepcionado por mi fracaso en llamar la atención. Dispuse mi saco de dormir y me metí dentro, porque arreciaba el frío de la noche. Tweel hundió el pico en la arena, alzó las patas y los brazos y se quedó como uno de los arbustos sin hojas que hay por aquí. Creo que permaneció de este modo toda la noche.
–¡Mimetismo protector! –exclamó Leroy–. ¿Lo ves? ¡Es una criatura del desierto!
–Por la mañana –continuó Jarvis–, nos pusimos de nuevo en marcha. No habíamos avanzado más de cien metros por Xanthus cuando vi una cosa rara, una cosa que estoy seguro de que Putz no ha fotografiado.
»Una línea de diminutas pirámides de no más de quince centímetros de altura se extendía por toda la superficie de Xanthus que yo podía abarcar con la vista. Pequeños edificios hechos de pequeñísimos ladrillos, edificios huecos y truncados, o por lo menos rotos en la cúspide y vacíos. Se los señalé a Tweel y pregunté «¿Qué?», pero él lanzó algunos graznidos negativos para indicar, supongo, que no lo sabía. Así pues, continuamos, siguiendo la fila de pirámides.
»¡Muchachos, seguimos aquella línea durante horas! Al cabo de un rato, noté una cosa rara: las pirámides se iban haciendo mayores. El mismo número de ladrillos en cada una, pero los ladrillos eran mayores.
»Al mediodía me llegaban ya al hombro. Miré algunas: todas iguales, rotas en la cúspide y vacías. Examiné también un ladrillo o dos; eran sílice, y tan viejos como la creación misma.
–¿Cómo lo sabes? –preguntó Leroy.
–Estaban gastados, con las aristas redondeadas. La sílice no se estropea fácilmente ni siquiera en la Tierra, y con este clima...
–¿Qué edad les calculas?
–Cincuenta mil... cien mil años. ¿Cómo podría decirlo? Las pirámides pequeñas que vimos por la mañana eran más antiguas, quizá diez veces más. Se desmoronaban, ¿Qué edad podrían tener? ¿Medio millón de años? ¿Quién sabe? –Jarvis hizo una pausa–. Bueno –continuó–, seguimos la línea. Tweel apuntaba a las pirámides y dijo «roca» una o dos veces, pero esa era una palabra que había repetido con mucha frecuencia. Además, en cierto modo, tenía más o menos razón.
»Traté de sonsacarlo. Señalé a una pirámide y le pregunté «¿Gente?» indicándonos a nosotros dos, repuso con una especie de cloqueo negativo y dijo: «No, no, no. No uno uno dos. No dos dos cuatro», mientras se frotaba el estómago. Lo miré fijamente y él continuó con la musiquilla: «No uno uno dos. No dos dos cuatro».
–¡Esa es la prueba irrefutable! –exclamó Harrison–. ¡Locuras!
–Eso crees, ¿eh? –inquirió Jarvis sarcásticamente–. Pues bien, yo me figuré algo muy distinto. «No uno uno dos». Por supuesto no lo captas todavía, ¿verdad?
–En absoluto. Ni creo que lo captes tú.
–Yo creo que sí. Tweel estaba utilizando las pocas palabras inglesas que conocía para enunciar una idea muy compleja. Permíteme que te pregunte, ¿en qué te hacen pensar las matemáticas?
–Pues... en astronomía. O... o en lógica.
–Eso es «No uno uno dos». Tweel estaba diciéndome que los constructores de las pirámides no eran gente, o que no eran inteligentes, que no eran criaturas dotadas de razón. ¿Me comprendes?
–¡Uf, que me aspen!
–Probablemente te asparán.
–¿Por qué –intervino Leroy –se frotaba el estómago?
–Está claro, mi querido biólogo. Porque allí es donde tiene el cerebro. No en su diminuta cabeza, sino en el centro de su cuerpo.
–¡Es imposible!
–No, en Marte no lo es. Esta flora y esta fauna no son terráqueas tus biópodos lo demuestran. –Jarvis sonrió burlonamente y prosiguió su narración–: Como quiera que sea, seguimos caminando por Xanthus y ya mediada la tarde sucedió otra cosa rara. Las pirámides se acabaron.
–¿Se acabaron?
–Sí, y el misterio radicaba en la última, ya casi de tres metros. ¿No comprendéis? Quienquiera que fuese, el que la construyó estaba todavía dentro. Lo habíamos seguido desde sus orígenes de medio millón de años antes hasta la actualidad.
»Tweel y yo nos dimos cuenta casi al mismo tiempo. Monté mi pistola, en la que tenía un cargador de balas explosivas y Tweel, rápido como un prestidigitador, sacó de su bolsa un curioso y pequeño revólver de cristal. Se parecía mucho a nuestras armas, con la diferencia de que la culata era mayor para acomodarse a su mano. Empuñamos nuestras armas mientras nos acercábamos a la última pirámide.
»Tweel fue el primero en ver el movimiento. Las hileras superiores de ladrillos estaban siendo desplazadas y, de pronto, se deslizaron a un lado con un ligero crujido. Y entonces... algo... algo empezó a salir.
»Apareció un largo brazo de un gris plateado y detrás un cuerpo blindado. Blindado, quiero decir, recubierto de escamas de un gris plateado y mate. El brazo sacó al cuerpo de aquel hueco; la criatura quedó tendida en la arena.
»Era una criatura indescriptible: cuerpo como con un solo orificio que recordaba vagamente a una boca y dotado en ambos extremos de dos brazos: flexible uno, rígido y aguzado el otro. Nada de más miembros, nada de ojos, oídos, nariz, en fin, lo que se dice nada. Aquella cosa se arrastró unos cuantos metros, metió su puntiaguda cola en la arena, se enderezó y se quedó sentada.
»Tweel y yo permanecimos a la expectativa. Al cabo de unos diez minutos, nos llegó un leve crujido, un crepitar como el de un papel que se arruga, y su brazo se movió hasta el agujero de la boca de donde extrajo... ¡un ladrillo! El brazo colocó cuidadosamente el ladrillo en el suelo y la cosa quedó de nuevo inmóvil.
»Otros diez minutos... otro ladrillo. Se trataba simplemente de uno de los ladrilleros de la naturaleza, Yo estaba a punto de apartarme y seguir caminando cuando Tweel apuntó a la cosa y dijo: «Roca». Contesté con un «hum» y él lo repitió de nuevo. Luego, con acompañamiento de algunos de sus trinos, dijo «No... no», y lanzó dos o tres aspiraciones sibilantes.
»Lo curioso es que comprendí lo que quería decir. Pregunté: «¿No respira?», y expliqué con gestos la palabra. Tweel quedó entusiasmado; dijo: «¡Sí, sí, sí! ¡No, no, no respira!» Luego dio un salto y terminó clavando la nariz a un paso del monstruo.
»Ya podéis imaginaros lo turbado que me quedé. El brazo se alzaba en busca de un ladrillo y temí ver a Tweel atrapado y prensado, pero no ocurrió nada de eso, Tweel se colocó junto a la criatura y el brazo agarró el ladrillo y lo colocó pulcramente junto al primero. Tweel le rozó el cuerpo y dijo: «Roca» y yo tuve bastantes agallas para acercarme y mirar.
»De nuevo Tweel tenía razón. La criatura era roca y no respiraba.
–¿Cómo lo sabes? –inquirió Leroy, encendidos de interés sus negros ojos.
–Porque soy químico. ¡La bestia estaba hecha de sílice! Debía de haber silicio puro en la arena y ella vivía a sus expensas. ¿Lo comprendéis? Nosotros, Tweel y esas plantas de ahí fuera, incluso los biópodos, son vida de carbono; en cambio, aquella cosa vivía por un conjunto diferente de reacciones químicas. ¡Era vida de silicio!
–¡Vida silícea! –gritó Leroy–. Lo había sospechado y ahora tenemos la prueba. Tengo que ir a verlo. Tengo que...
–¡Está bien, está bien! –dijo Jarvis–. Puedes ir a verlo. El caso es que la cosa estaba allí, viva y sin embargo no viviente, moviéndose cada diez minutos sólo para sacar un ladrillo. Esos ladrillos eran sólo su material de desecho. ¿Comprendes, franchute? Nosotros somos carbono y nuestro material de desecho es dióxido de carbono; esta cosa es silicio y su desecho es dióxido de silicio, es decir, sílice. Pero la sílice es un sólido, de aquí los ladrillos. La bestia los construye y cuando los ha colocado, se traslada a un nuevo emplazamiento para comenzar otra vez. No es de extrañar que produjese aquellos crujidos. ¡Una criatura viva de medio millón de años!
–¿Cómo sabes la edad? –preguntó Leroy frenéticamente.
–Seguimos el rastro de las pirámides desde el principio, ¿no es así? Si no fuese éste el constructor original de las pirámides, la serie habría terminado en algún sitio antes de que lo encontrásemos a él, ¿no os parece? Habría terminado y empezado de nuevo con las pirámides pequeñas. Me parece que es bastante simple.
»Pero él se reproduce, o trata de hacerlo, Antes de extraer el tercer ladrillo proyectó con un nuevo crujido un enjambre de aquellas bolitas de cristal. Son sus esporas, o huevos, o semillas, o como queramos llamarlas. Fueron flotando sobre Xarithus como habían flotado sobre nosotros en el Mare Chronium. También tengo el presentimiento de cómo funcionan; esto lo digo para que tomes nota, Leroy. Creo que la cáscara de cristal de sílice no es más que una cubierta protectora, como la cáscara de un huevo, y que el principio activo es el olor que hay dentro. Es una especie de gas que ataca al silicio y, si la cáscara se rompe cerca de un depósito de este elemento, se inicia una reacción que desemboca en una bestia como la que os he descrito.
–¡Habrá que probarlo! –exclamó el bajito francés–. Debemos romper una para ver.
–¿Sí? Bueno, pues yo lo hice. Rompí unas cuantas contra la arena. ¿Queréis volver dentro de unos diez mil años para ver si planté algunos monstruos constructores de pirámides? Será muy probable que para esa fecha podáis ya comprobarlo. –Jarvis se detuvo e hizo una inspiración profunda–. ¡Cielos! ¡Qué criatura tan absurda! ¿Os la imagináis? Ciega, sorda, sin nervios, sin cerebro; simplemente un mecanismo y, sin embargo.... inmortal. Limitada a hacer ladrillos, a construir pirámides mientras existan el silicio y el oxígeno. E incluso después se limitará a pararse, no morirá. Y a los accidentes que se produzcan dentro de un millón de años le aportan de nuevo su comida, allí estará dispuesta a caminar de nuevo, en tanto que los cerebros y civilizaciones formarán parte del pasado. Una extraña bestia, pero encontré otra más rara aún.
–Si la encontraste, debió de ser en sueños –gruñó Harrison.
–Tienes razón –dijo Jarvis lacónicamente–. En cierto modo tienes razón. ¡La bestia de los sueños! Es el mejor nombre para ella, y es la más hostil, y terrorífica creación que uno pueda imaginar. Más peligrosa que un león, más insidiosa que una serpiente.
–¡Cuéntame! –rogó Leroy–. ¡Tengo que ir a verla!
–No, a ese diablo no. –Hizo de nuevo una pausa–. Bien –continuó–, Tweel y yo abandonamos a la criatura de las pirámides y seguimos caminando por Xanthus. Yo estaba cansado y bastante triste por el hecho de que Putz no me hubiese recogido y los cloqueos de Tweel me atacaban los nervios, así como sus picados en barrena. Así pues, me limitaba a caminar sin decir palabra, hora tras hora, por aquel monótono desierto.
»Hacia media tarde avistamos una línea oscura en el horizonte. Yo sabía lo que era. Era un canal; lo había sobrevolado en el cohete y eso significaba que sólo habíamos recorrido un tercio de la extensión de Xanthus. Bonita idea, ¿no? Y sin embargo, aún disponía de tiempo para llegar en la fecha marcada.
»Nos acercamos al canal lentamente; yo recordaba que este canal estaba bordeado por una amplia franja de vegetación y que la Ciudad de Cieno estaba en la orilla.
»Ya he dicho que estaba cansado. No hacía más que pensar en una buena comida caliente, y de allí mis reflexiones se fueron encadenando: pensé en lo bonito y hogareño que me parecería incluso Borneo después de este loco planeta, en el pequeño y viejo Nueva York y, finalmente, en una muchacha a la que conozco allí: Fancy Long. ¿La conocéis?
–Una animadora –dijo Harrison–. He cantado el estribillo de muchas de sus canciones. Bonita rubia; baila y canta en la hora de la Hierba Mate.
–Esa es –aprobó Jarvis–. La conozco bastante bien, sólo como amigos, entendéis, ¿eh?, aunque acudió a vernos despegar en el Ares. Iba pensando en ella mientras nos acercábamos a aquella línea de plantas elásticas.
»Y entonces exclamé: «¡Qué diablos...!», y me quedé mirando fijamente. Allí estaba Fancy Long, de pie bajo uno de aquellos árboles retorcidos, tan clara como el día, sonriendo y saludándome con el brazo tal como yo recordaba que había hecho cuando despegamos.
–Definitivamente se ve que estás loco –comentó el capitán.
–Muchacho, en aquellos momentos casi te habría dado la razón. Parpadeé, me pellizqué, cerré los ojos, luego volví a mirar, y allí seguía estando Fancy Long sonriendo y saludando con el brazo. Tweel también veía algo; graznaba y cloqueaba, pero yo apenas lo oía. Permanecía inmóvil mirando a la muchacha, demasiado estupefacto para hacerme preguntas.
»No estaba a seis metros de ella cuando Tweel me alcanzó con uno de sus saltos. Me agarró por un brazo, gritando: «¡No, no, no!», con su voz más aguda. Traté de sacudírmelo, era tan liviano como si estuviese hecho de bambú, pero él clavó sus garras y chilló. Finalmente recobré algo de cordura y me detuve a menos de tres metros de la muchacha. Allí estaba ella, con un aspecto tan sólido como la cabeza de Putz.
–¿Cómo dices? –preguntó el ingeniero.
–Sonreía y movía el brazo, movía el brazo y sonreía, y yo estaba allí tan callado como Leroy, mientras Tweel cloqueaba y parloteaba.
Comprendía que aquello no podía ser real, y sin embargo allí estaba ella.
»Finalmente dije: «¡Fancy! ¡Fancy Long!» Ella seguía sonriendo y ondeando el brazo, pero con un aspecto tan real como si yo no la hubiese dejado a una distancia de ochenta millones de kilómetros.
»Tweel había sacado su pistola de cristal y estaba apuntando contra la muchacha. Lo agarré por el brazo, pero intentó apartarme. La señaló y dijo: «¡No respira! ¡No respira!» y comprendí que quería decir que aquella Fancy Long no estaba viva. ¡Muchachos, la cabeza me daba vueltas!
»Sin embargo, se me ponía la carne de gallina al ver cómo Tweel apuntaba su arma contra la muchacha. No sé cómo permanecí allí quieto viéndolo afinar la puntería, pero lo hice. Apretó el gatillo, se produjo un pequeño escape de vapor y Fancy Long desapareció. En su lugar pude ver uno de esos retorcidos horrores negros en forma de brazos. Era la misma bestia que antes había atrapado a Tweel.
»¡La bestia de los sueños! Permanecí allí mareado, viéndola morir mientras Tweel trinaba y silbaba. Por fin, él me tocó el brazo, señaló a aquella cosa que se retorcía y dijo: «Tú uno uno dos, él uno uno dos». Después que lo hubo repetido ocho o diez veces, capté el significado. ¿Lo capta alguno de vosotros?
–¡Sí! –chilló Leroy–. ¡Yo lo entiendo! Quiere decir que tú piensas en algo, la bestia lo adivina y tú ves aquello en que estás pensando. Un perro hambriento vería un gran hueso con carne. O lo olería, ¿no es así?
–Exactamente –dijo Jarvis–. La bestia de los sueños utiliza los anhelos y deseos de su víctima para atrapar a la presa. El pájaro, en la estación de celo, querría ver a su pareja; el zorro, que busca su presa, querría ver un indefenso conejo.
–¿Cómo consigue eso la bestia? –inquirió Leroy.
–¿Y cómo voy a saberlo? ¿Cómo se las arregla en la Tierra una serpiente para hipnotizar a un pájaro y atraerlo hasta sus mandíbulas? ¿Y no son capaces los peces de las profundidades de atraer a sus víctimas hasta la propia boca? ¡Cielos! –exclamó Jarvis con un estremecimiento–. ¿No veis lo insidioso que es el monstruo? Ahora estamos advertidos, pero en adelante no podemos confiar ni siquiera en nuestros propios ojos. Podríais estar viéndome, o yo podría ver a uno de vosotros, y otra vez pudiera darse el caso de que aquello no fuese sino otro de esos negros horrores.
–¿Cómo se dio cuenta tu amigo? –preguntó el capitán bruscamente.
–¿Tweel? Es lo que me pregunto yo también. Quizás él estaba pensando en algo que no era posible que me interesara y cuando empecé a acercarme comprendió que yo veía algo distinto y cayó en la cuenta. O tal vez la bestia de los sueños sólo puede proyectar una visión única, y Tweel vio lo que yo vi... o nada. No pude preguntárselo. Pero eso es otra prueba de que la inteligencia de Tweel es igual que la nuestra, si no superior.
–¡Te digo que estás chiflado! –exclamó Harrison–. ¿Qué te hace pensar que su intelecto pueda compararse con el humano?
–Muchas cosas. Primero la cuestión de la bestia de las pirámides. Él nunca había visto ninguna; por lo menos eso es lo que dijo sin embargo, la reconoció como un autómata de silicio.
–Puede haber oído hablar de él –objetó Harrison–. Ya sabes que él vive por aquí cerca.
–¿Y qué me dices respecto al lenguaje? Yo no pude formarme ni la menor idea del suyo y él, en cambio, aprendió seis o siete palabras del mío. ¿Y os dais cuenta de las ideas tan complejas que supo enunciar sirviéndose simplemente de seis o siete de esas palabras? El monstruo de las pirámides, la bestia de los sueños... En una sola frase me dijo que uno era un autómata inofensivo y el otro un poderosísimo hipnotizador. ¿Qué opináis de eso?
–¡Hum! –dijo el capitán.
–Todo lo «hum» que quieras, pero, ¿podrías haber hecho eso sabiendo sólo seis palabras de inglés? ¿Podrías haber conseguido incluso más, como lo consiguió Tweel, y decirme que otra criatura era de una especie de inteligencia tan diferente de la nuestra, que la comprensión resultaba imposible, mucho más imposible que entre Tweel y yo?
–¿A qué clase de criaturas te refieres?
–Eso vendrá más tarde. Lo que quiero recalcar es que Tweel y su raza son merecedores de nuestra amistad. En algún sitio de Marte, ya veréis como tengo razón, hay una civilización y una cultura semejantes a la nuestra, y la comunicación es posible entre ellos y nosotros; Tweel lo demuestra. Puede que eso exija años de pacientes ensayos, porque sus mentes nos resultan extrañas, pero menos extrañas que las mentes con que topé más tarde.... si son mentes.
–¿A qué te refieres?
–A la gente que hay en las ciudades de barro a lo largo de los canales. –Jarvis frunció el ceño y continuó luego su narración–: Yo creía que la bestia de los sueños y el monstruo de silicio eran los seres más extraordinarios concebibles, pero estaba equivocado. Las criaturas a las que voy a referirme son todavía menos comprensibles que cualquiera de las otras dos, y desde luego mucho menos comprensibles que Tweel, con quien cabe la posibilidad de trabar amistad e incluso, a fuerza de paciencia y concentración, llegar a un intercambio de ideas.
»El caso es –prosiguió –que abandonamos a la moribunda bestia de los sueños, dejándola retirarse a su cubil, y avanzamos hacia el canal. El suelo estaba recubierto por una alfombra de aquellas raras hierbas andadoras que se apartaban a nuestro paso. Cuando llegamos a la orilla, vimos que por el canal fluía un débil hilo de agua amarilla. La ciudad de barro que había divisado desde el cohete estaba aproximadamente a unos dos kilómetros a la derecha y sentía curiosidad por echarle un vistazo.
»Ofrecía el aspecto de estar deshabitado, pero, por si había criaturas emboscadas con propósitos hostiles, Tweel y yo empuñábamos nuestras armas. Dicho sea de paso, la de Tweel era un artilugio interesante. La examiné después del episodio de la bestia de los sueños: disparaba una pequeña esquirla de cristal, envenenada supongo, y calculo que en un cargador había por lo menos cien proyectiles. La propulsión era a vapor, vapor puro y simple.
–¿Vapor? –exclamó Putz–. ¿Qué clase de vapor?
–De agua, por supuesto. El cristal de la empuñadura transparentaba dos cámaras, una llena de agua y la otra de un líquido espeso y amarillento. Cuando Tweel apretaba la empuñadura, porque en realidad no había ningún gatillo o disparador, una gota de agua y una gota de aquella materia amarillenta penetraban en la cámara de combustión, y el agua se convertía en vapor. No es tan difícil; creo que podríamos utilizar el mismo principio. El ácido sulfúrico concentrado calentaría el agua casi hasta el punto de ebullición, y lo mismo lo harían la cal viva, el potasio o el sodio...
»Naturalmente, su arma no tenía el alcance de la mía, pero no resultaba tan mala en este aire enrarecido. Además, contenía tantos proyectiles como una pistola de vaquero en una película del oeste y era eficaz, por lo menos contra la vida marciana. Yo la probé, disparando contra una de aquellas plantas extravagantes, y que me aspen si la planta no se marchitó y se desplomó. Por eso creo que las esquirlas de cristal estaban envenenadas.
»El caso es que seguimos andando hacia la ciudad de barro. Empezaba a preguntarme si los constructores de la ciudad serían los que habían excavado los canales. Señalé a la ciudad y luego al canal, pero Tweel dijo «No, no, no» y con un ademán señaló hacia el sur. Interpreté que con aquel gesto quería decir que era otra raza la que había creado el sistema de canales, quizá la gente de Tweel. No lo sé; tal vez haya otra raza inteligente en el planeta, o una docena. Marte es un raro pequeño mundo.
»A unos cien metros de la ciudad cruzamos una especie de carretera, una simple senda de barro apisonado y, sorpresa, vimos avanzar por ella a uno de los constructores de montecillos.
»¡Muchachos, cuesta trabajo hablar de seres tan fantásticos, parecía un barril trotando sobre cuatro patas. No tenía cabeza: el extremo superior del cuerpo era un diafragma tan tenso como la piel de un tambor. Amén de las patas el cuerpo, rodeado por completo de una hilera de ojos, proyectaba otros cuatro tentáculos. Y eso era todo. El extraño ser pasó como un rayo junto a nosotros empujando una carretilla. Ni siquiera advirtió nuestra presencia, aunque me pareció observar que sus ojos se modificaban un poco al pasar a nuestra altura.
»Un momento más tarde se acercó otro, empujando una carretilla vacía. Y luego un tercero, que también nos ignoró. Bueno, yo no iba a consentir que un montón de barriles jugando al tren me tratase con tal menosprecio, así que, cuando se acercó el cuarto, me planté en medio del camino, dispuesto a apartarme de un salto si aquella cosa no se paraba.
»Pero se detuvo y lanzó una especie de redoble. Yo extendí las manos y dije: «Somos amigos». ¿Y qué suponéis que hizo la cosa aquella?
–Imagino que responder: «Encantado de conocerlo» –sugirió Harrison.
–No me habría sorprendido más de haber hecho esto. Redobló sobre su diafragma y atronó de pronto: «Somos amigos». Y, sin más, empujó malignamente su carretilla contra mí. Me aparté de un salto y me quedé mirando como un estúpido a aquella cosa que se alejaba.
»Un minuto más tarde otro de aquellos barriles pasó a la carrera. No se detuvo, sino que simplemente redobló: «Somos amigos» y siguió corriendo. ¿Cómo había aprendido la frase? ¿Estaban todas aquellas criaturas comunicadas entre sí? ¿Eran todas ellas partes de algún organismo central? Lo ignoro, aunque creo que Tweel sí lo sabe.
»Como quiera que sea, las criaturas continuaban pasando junto a nosotros, cada una de ellas saludándonos con la misma frase. Llegó a ser cómico; nunca pensé encontrar tantísimos amigos en esta bola dejada de la mano de Dios. Finalmente miré a Tweel con un gesto de perplejidad; imagino que me comprendió, porque dijo: «Uno uno dos sí, dos dos cuatro, no». ¿Lo entendéis?
–Claro –dijo Harrison–. Debe tratarse de una rima infantil marciana.
–Nada de eso. Estaba ya acostumbrándome al simbolismo de Tweel e interpreté su declaración de esta manera: «Uno uno dos, sí»: las criaturas eran inteligentes; «Dos dos cuatro, no»: su inteligencia no era de nuestro tipo, sino algo distinto, más allá de la lógica del dos y dos son cuatro. Tal vez me equivoqué, tal vez había querido dar a entender que sus mentes eran de grado inferior, capaces de concebir las cosas simples, «uno uno dos, sí», pero no cosas más difíciles, «dos dos cuatro, no». Pero creo, por lo que vimos más tarde, que mi interpretación había sido correcta.
»Al cabo de pocos momentos, las criaturas volvieron corriendo. Traían ahora las carretillas llenas de piedras, arena, trozos de plantas gelatinosas y desperdicios por el estilo. Zumbaban sus amistosos saludos, que realmente no lo parecían tanto y seguían corriendo. Supuse que el cuarto era mi primer conocido y decidí tener otra charla con él, Me planté en su camino y aguardé.
»Se acercó lanzando su «somos amigos» y se detuvo. Me quedé mirándolo; cuatro o cinco de sus ojos se fijaron en mí. Probó otra vez su contraseña y dio un empujón a su carretilla, pero permanecí firme. Y entonces la repugnante criatura alargó uno de sus brazos y dos dedos que parecían pinzas me apretaron la nariz.
Harrison estalló en una salvaje risotada.
–Quizás esas cosas poseen un afinado sentido de la belleza –proclamó entusiasmado.
–Ríe todo cuanto quieras –gruñó Jarvis–. Yo había recibido ya un golpe en la nariz y la tenía escocida por la escarcha. No pude por menos que gritar un «¡ay!» de dolor y hacerme a un lado. La criatura siguió su camino, pero a partir de entonces el saludo de todas ellas fue «Somos amigos. Ay». ¡Extravagantes bestias!
»Tweel y yo seguimos la carretera. Esta se hundía simplemente en una abertura y bajaba como una vieja contramina. De un lado a otro pasaba a toda prisa la gente-barril, saludándonos con su eterna frase.
»Miré hacia el interior. En algún sitio, allá abajo, se divisaba un poco de luz y sentí curiosidad por verla. No parecía una antorcha, ya me comprendéis, sino que tenía el aspecto de una luz más civilizada y pensé que aquello podría proporcionarme una pista en cuanto al índice de desarrollo de aquellos seres. Así pues, entré y Tweel me siguió pisándome los talones, no sin antes proferir unos cuantos cloqueos y graznidos.
»La luz era curiosa. Chisporroteaba y resplandecía como un viejo arco voltaico, pero procedía de una sola varilla negra empotrara en la pared del corredor. Era eléctrica, sin duda alguna. Por lo visto, las criaturas estaban bastante civilizadas.
»Luego vi otra luz que lucía sobre algo resplandeciente y me acerqué a mirar, pero se trataba sólo de un montón de arena brillante. Me volví hacia la entrada para marcharme y creí que me la había tapado el diablo.
»Supuse que el corredor era curvo o que me había metido por un pasillo lateral, Desandé el camino en la dirección que intuí correcta y todo lo que encontré fueron más corredores sumidos en la penumbra. ¡Aquello era un laberinto! No había más que retorcidos pasillos que corrían en todas direcciones, alumbrados por alguna que otra luz. De vez en cuando pasaba una criatura corriendo, a veces con una carretilla, a veces sin ella.
»Al principio no me preocupé mucho, Tweel y yo sólo habíamos avanzado unos cuantos metros desde la entrada. Pero cada paso que dábamos parecía internarnos más y más en las profundidades. Finalmente decidí seguir a una de las criaturas que llevaba una carretilla vacía, pensando que ella tendría que salir en busca de sus materiales, pero la verdad era que corría sin rumbo de un pasillo a otro. Cuando empezó a dar vueltas alrededor de una de las pilastras como un danzarín japonés, me di por vencido, deposité mi tanque de agua en el suelo y me senté.
»Tweel estaba tan desconcertado como yo. Apunté hacia arriba y él dijo «No, no, no» en una especie de desvalido trino. Y no podíamos conseguir ninguna ayuda de los nativos; no nos prestaban atención en absoluto, excepto para asegurarnos que éramos amigos, ay.
»¡Cielos! No sé cuántas horas o cuántos días vagamos por allí. Me quedé dormido dos veces de puro agotamiento. En cuanto a Tweel, nunca parecía sentir esta necesidad. Tratamos de avanzar únicamente por los corredores que ascendían, pero la verdad es que tan pronto subían como se hundían en las profundidades. La temperatura en aquel maldito hormiguero era constante; no se podía distinguir el día de la noche y después de mi primer sueño no supe si había dormido una hora o trece, por lo cual no podía decir por mi reloj si era medianoche o mediodía.
»Vimos muchísimas cosas extrañas. Había máquinas que funcionaban en algunos de los corredores, pero no parecía que estuviesen haciendo nada, simplemente ruedas que giraban. Y en varias ocasiones vi a dos bestias-barriles con un pequeño creciendo entre ambas.
–¡Partenogénesis! –se entusiasmó Leroy–. Partenogénesis por injertos como los tulipanes.
–Así será, si tú lo dices, franchute –convino Jarvis–. Aquellas cosas no nos prestaban la más mínima atención, excepto, como ya he dicho, para saludarnos. Parecían no tener ninguna clase de vida hogareña, sino que se limitaban a correr con sus carretillas y a traer desechos. Por fin descubrí lo que hacían con éstos.
»Acertamos a dar con un corredor que avanzaba hacia arriba largo trecho. Tenía el presentimiento de que debíamos de estar cerca de la superficie cuando, de pronto, el pasillo desemboca en una cámara abovedada, la única que habíamos visto. La verdad es que tuve ganas de ponerme a bailar cuando vi algo que se asemejaba a la luz del día a través de una rendija del techo.
»En aquella habitación había una especie de máquina, simplemente una enorme rueda que giraba con lentitud, Una de las criaturas estaba en aquel momento arrojando sus desechos bajo la rueda. Ésta los aplastó con un crujido –arena, piedras, plantas– convirtiéndolo todo en un polvo que voló hacia alguna parte. Mientras mirábamos, otros descargaban sus carretillas, repitiendo el proceso. Eso parecía ser todo. Aparentemente no había razón alguna para todo aquello, pero eso es característico de este chiflado planeta. Y aún presenciamos otro hecho si cabe más increíble.
»Una de las criaturas, después de haber arrojado su carga, apartó su carretilla a un lado y tranquilamente se arrojó ella misma bajo la rueda. Vi cómo era aplastada y me quedé tan estupefacto, que no pude exhalar el menor sonido. Pero un momento después otra la seguía. Hacían aquello de un modo perfectamente metódico; una de las criaturas sin carretilla se hizo cargo de la carretilla abandonada.
»Tweel no parecía sentirse sorprendido; le señalé al suicida siguiente, y se limitó a hacer el encogimiento de hombros más humano que pueda imaginarse, como si estuviera diciendo: «¿Qué puedo hacer respecto a eso?»
»Luego vi otra cosa más. En algún sitio más allá de la rueda había algo brillante sobre una especie de pedestal bajo. Me acerqué; era un cristal del tamaño aproximado de un huevo que resplandecía como el más fabuloso brillante. La luz que irradiaba me dio en las manos y en la cara casi como una descarga estática y entonces noté algo curiosísimo. ¿Recordáis aquella verruga que tenía en el pulgar izquierdo? ¡Mirad! –Jarvis extendió la mano–. Se secó y se desprendió, así, con esa sencillez. Y en cuanto a mi zarandeada nariz, el dolor desapareció como por ensalmo. Aquella cosa tenía la propiedad de fuertes rayos X o radiaciones gamma, sólo que en mayor proporción; destruía los tejidos enfermos y dejaba indemnes los sanos.
»Estaba pensando el regalo que sería llevar aquello a la madre Tierra cuando me interrumpió un gran alboroto. Retrocedimos al otro lado de la rueda con tiempo para ver cómo volcaba una de las carretillas. Por lo visto, algún suicida se había descuidado.
»De pronto las criaturas empezaron a zumbar y a redoblar alrededor de nosotros y su ruido era claramente amenazador. Un grupo avanzó hacia donde estábamos; retrocedimos por lo que creí que era el pasillo por donde habíamos entrado, y entonces se lanzaron detrás de nosotros, unos con sus carretillas, otros sin ellas. ¡Extravagantes brutos! Había todo un coro de «somos amigos, ay». No me gustaba el «ay»; era demasiado sugestivo.
»Tweel había sacado su pistola de cristal; yo me desprendí de mi tanque de agua para tener más libertad de movimientos Y saqué la mía. Retrocedimos corredor arriba con unas veinte bestias-barriles persiguiéndonos. Cosa rara: las que entraban con carretillas cargadas se movían a pocos centímetros de nosotros sin concedernos una mirada.
»Tweel debió de haberse fijado en eso. De pronto sacó aquel encendedor suyo de carbón al rojo y tocó una carretilla cargada de pedazos de plantas. ¡Bum! Toda la carga empezó a arder y la estúpida bestia siguió empujándola sin aflojar el paso. Pero de cualquier modo causó alguna perturbación entre nuestros «somos amigos», y luego noté que el humo subía y bajaba en remolinos junto a nosotros. Así descubrimos la entrada.
»Agarré a Tweel y nos precipitamos afuera, perseguidos por unas veinte bestias. La luz del día me pareció el paraíso, aunque noté en seguida que el Sol estaba a punto de ponerse. Mal síntoma, por que no podría sobrevivir sin mi saco térmico en una noche marciana. Las cosas iban empeorando rápidamente. Nos acorralaron en un ángulo entre dos montículos, y allí nos detuvimos. Ni yo ni Tweel habíamos disparado; no tenía objeto irritar a los brutos. Se detuvieron a corta distancia y empezaron sus zumbidos acerca de la amistad y de los ayes.
»Luego las cosas empeoraron aún más. Un barril acudió con una carretilla y todos la rodearon y se fueron apartando con puñados de dardos de cobre de unos tres centímetros de longitud y de aspecto bastante aguzado. Y de pronto uno de los dardos me pasó rozando la oreja. Había que disparar o morir.
»Durante algún tiempo lo hicimos bastante bien. Liquidamos a los que estaban más cerca de la carretilla y conseguimos reducir los dardos a un mínimo, pero de pronto hubo un tormentoso estruendo de «amigos» y «ayes» y todo un ejército salió de su cueva.
»Muchachos, estábamos atrapados y yo lo sabía. Luego caí en la cuenta de que Tweel no lo estaba. Podría haber dado un salto sobre el montículo que teníamos detrás como quien no quiere la cosa. ¡Se quedaba por mí!
»Me habría echado a llorar si hubiese tenido tiempo. Tweel me había sido simpático desde el principio, pero aún suponiendo que tuviese que estarme agradecido por haberlo salvado de la bestia de los sueños, ya había hecho bastante por mí, ¿no? Lo agarré por el brazo y dije «Tweel» y señalé arriba, y él comprendió. Dijo «No, no, Dick» y avanzó con su pistola de cristal.
»¿Qué podía hacer yo? De cualquier modo me quedaría convertido en un témpano cuando se pusiera el sol, pero aquello no podría explicárselo. Dije: «Gracias, Tweel. Eres todo un hombre». Y sentí que no le estaba haciendo ninguna clase de cumplido. ¡Un hombre! Hay pocos hombres con suficientes agallas para hacer lo que él estaba haciendo.
»Así pues, empezamos a disparar con nuestras respectivas pistolas y los barriles no dejaban de lanzar dardos y acercarse a nosotros proclamando que éramos amigos. Yo había renunciado a toda esperanza. Pero de pronto un ángel descendió del cielo en forma de Putz y con sus cohetes inferiores hizo añicos a los barriles.
»Lancé un grito y me precipité hacia el cohete; Putz abrió la puerta y entré, riendo, llorando y gritando. Sólo al cabo de un momento me acordé de Tweel; miré en torno con el tiempo suficiente para verlo alzarse en uno de sus vuelos en picado por encima del montículo y alejarse.
»Tuve una larga discusión con Putz para que lo siguiera. Pero cuando el cohete se elevó, la oscuridad ya había descendido; ya sabéis como llega aquí: como cuando se apaga una luz. Volamos sobre el desierto y descendimos a ras de suelo un par de veces. No logramos encontrarlo; él podía viajar como el viento y todo lo que conseguí o que me imaginé conseguir a las llamadas que lancé fue un débil trino, un gorjeo que llegaba del sur. Tweel se había ido y ¡que me aspen, me gustaría que no lo hubiese hecho!
Los cuatro hombres del Ares se quedaron silenciosos, incluso el sarcástico Harrison. Por último, el bajito Leroy rompió el silencio:
–Me gustaría ver todo eso –murmuró.
–Sí –dijo Harrison–. Y el curaverrugas. Una lástima que lo perdieras; podría tratarse de la cura del cáncer que la humanidad lleva esperando desde hace siglo y medio.
–¡Oh, en cuanto a eso...! –Masculló Jarvis sombríamente–. Fue por lo que empezó la pelea. –Se sacó de un bolsillo un objeto resplandeciente–: Aquí está.
2 - El valle de los sueños
El capitán Harrison de la expedición Ares se apartó del pequeño telescopio colocado en la proa del cohete.
–Dos semanas como máximo –comentó–. Marte sólo retrograda setenta días con relación a la Tierra. Si no aprovecharnos este período para volver a casa, habremos de esperar año y medio a que la vieja madre Tierra dé la vuelta alrededor del Sol y nos atrape de nuevo. ¿Qué te parecería pasar un invierno aquí?
Dick Jarvis, químico del equipo, se estremeció al alzar la mirada de su libro de notas.
–Preferiría pasarlo en un tanque de aire líquido –respondió–. Estas noches veraniegas a treinta y cinco grados bajo cero son demasiado para mí.
–De todas maneras –rezongó el capitán–, la primera expedición con éxito a Marte debe estar de vuelta a casa muchísimo antes.
–Será con éxito, si llegamos a casa –corrigió Jarvis–. No confío nada en estos caprichosos cohetes, no confío en ellos desde que la semana pasada la nave auxiliar me dejó plantado en el mismo centro de Thyle. Empiezo a tomarle gusto a eso de salir a trompicones de una nave.
–Eso me recuerda –interrumpió Harrison– que debemos recobrar tus películas. Son importantes, si queremos sacar provecho a este viaje. ¿Recuerdas cómo el público se agolpaba para ver las primeras películas sobre la Luna? Las nuestras abarrotarán todos los locales. y hay que contar también con los derechos que pagará la radio. Será una buena ayuda para la Academia.
–Lo que me interesa –replicó Jarvis– es mi provecho personal. Por ejemplo, un libro; los libros de exploración siempre se hacen populares. ¿Qué te parecería el título de Cita en Marte?
–¡Una estupidez! –gruñó el capitán–. Suena casi como «te espero el martes». Mejor sería Los amores de un marciano o algo por el estilo.
–De cualquier modo –repuso Jarvis, con una sonrisa–, si alguna vez volvemos a casa, voy a sacar todo el provecho que pueda y nunca, nunca, me alejaré de la Tierra a mayor distancia de la que me lleve un buen avión estratosférico. He aprendido a apreciar nuestro planeta después de zancajear por esta píldora seca donde nos encontramos.
–Apostaría algo a que dentro de un par de años estarás aquí de nuevo –repuso burlonamente el capitán–. Querrás hacerle una visita a tu camarada, a ese fantástico avestruz–
.–¿Tweel? –Jarvis adoptó un tono más serio–. La verdad es que me gustaría no haberlo perdido. Era un buen ojeador. A no ser por él nunca habría sobrevivido a la bestia de los sueños. Y en la batalla con aquellos monstruos de las carretillas, ni siquiera habría tenido la oportunidad de darle las gracias.
–¡Buen par de chiflados! –comentó Harrison. Miró por la claraboya el fulgor gris del Mare Cimmeriun–. Ya sale el sol, –Hizo una pausa–. Escucha Dick, tú y Leroy vais a salir con la otra nave auxiliar para recuperar las películas.
Jarvis se quedó mirando, asombrado.
–¿Yo y Leroy? –preguntó sin mucha urbanidad–. ¿Por qué no Putz y yo? A un ingeniero le sería más fácil llegar hasta allí y saber regresar si el cohete empieza a fallar.
El capitán señaló con la cabeza hacia la popa de donde salía en aquel momento una mezcolanza de golpes y exclamaciones guturales.
–Putz está revisando las entrañas de Ares –anunció–. Estará ocupado hasta que nos marchemos, porque quiero que revise hasta la más pequeña de las tuercas. Una vez hayamos despegado no habrá reparación que valga.
–¿Y si Leroy y yo nos estrellamos? Se trata de nuestra última nave auxiliar.
–Pues te buscas otro avestruz y vuelves a pie –sugirió Harrison enfurruñado. Luego sonrió–. Si tenéis problemas, os rescataremos en el Ares –concluyó–. Esas películas son importantes. –Dio media vuelta–. ¡Leroy!
El atildado y bajito biólogo apareció con rostro interrogativo.
–Tú y Jarvis vais a pilotar la nave auxiliar –dijo el capitán–. Todo está a punto y será mejor que partáis inmediatamente. Llamad a intervalos de media hora; estaré a la escucha.
Los ojos de Leroy relucieron.
–Quizá debiéramos posarnos para recoger ejemplares, ¿no? –preguntó.
–Hacedlo si queréis. Esta pelota de golf parece bastante segura.
–Excepto en lo que se refiere a la bestia de los sueños –masculló Jarvis con un débil estremecimiento. De pronto frunció el ceño–: Oye, puesto que vamos en esa dirección, ¿qué te parece si echamos un vistazo en busca del hogar de Tweel? Debe de vivir por allí y es lo más importante que hayamos visto en Marte.
Harrison vaciló.
–Si estuviese seguro de que no os vais a meter en un lío... –masculló–. Está bien –decidió–, echad un vistazo. Hay comida y agua a bordo de la nave auxiliar; podéis tomaros un par de días. Pero manteneos en contacto conmigo.
A través de la cámara de descompresión, Jarvis y Leroy salieron a la gris llanura. El tenue aire, todavía escasamente caldeado por el Sol, que ascendía en el firmamento, mordía la carne y los pulmones como agujas. Los dos hombres jadeaban con una sensación de asfixia. Se sentaron, aguardando a que sus cuerpos, entrenados por meses de aclimatación allá en la Tierra, se acomodaran a aquel aire tan sutil. La cara de Leroy, como siempre, tomó un tinte azulado de sofocación y Jarvis se oía a sí mismo respirar de un modo sibilante y confuso. Al cabo de cinco minutos, la molestia pasó; se levantaron y penetraron en el pequeño cohete auxiliar que descansaba junto al negro casco del Ares.
Las turbinas posteriores rugieron su fiera descarga atómica; suciedad y fragmentos de biópodos despedazados salieron despedidos en una nube cuando el cohete cobró altura. Harrison vio cómo el proyectil trazaba su camino llameante hacia el sur. Luego volvió a su trabajo.
Transcurrieron cuatro días antes de que volviesen a ver el cohete. Justo al atardecer, cuando el Sol se hundía tras el horizonte con la prontitud de una vela que cae en el mar, la nave auxiliar surgió desde los cielos sureños y se posó suavemente entre las llamaradas de los cohetes de frenado. Jarvis y Leroy emergieron, pasaron entre la polvareda y comparecieron ante él. Examinó a los dos. Jarvis estaba arañado y con la ropa hecha jirones, pero aparentemente en mejores condiciones que Leroy, cuya pulcritud había desaparecido por completo. El bajito biólogo estaba tan pálido como la luna más próxima que relucía fuera; llevaba un brazo en cabestrillo y sus ropas colgaban hechas pedazos. Pero fueron sus ojos los que impresionaron más vivamente a Harrison. Alguien que, como él, había compartido aquellos días trabajosos con el bajito francés, reconocía algo muy raro en sus ojos. Reflejaban un profundo temor, cosa extraña, puesto que Leroy no era cobarde o de lo contrario no habría sido uno de los cuatro seleccionados por la Academia para la primera expedición marciana. Pero aún había algo más sutil en su mirada: la extraña fijeza de alguien que está en trance, tal vez en éxtasis. «Como un hombre que ha visto el cielo y el infierno juntos», se dijo Harrison. Pero todavía le quedaba por descubrir hasta qué punto tenía razón.
Asumió una actitud de aspereza cuando la cansada pareja tomó asiento.
–¡Vaya par de elementos! –gruñó–. No debí arriesgarme a dejaros salir solos. –Hizo una pausa–. ¿Tienes el brazo bien, Leroy? ¿Necesitas alguna atención?
Jarvis contestó por él:
–Está bien..., simplemente acuchillado. Creo que no hay peligro de infección; Leroy dice que no hay microbios en Marte.
–¡Bueno –estalló el capitán–, hablad de una vez! Vuestros informes por radio eran absurdos. «¡Escapados del paraíso!» ¡Vaya una tontería!
–No quería dar detalles por radio –dijo Jarvis lacónicamente–. Hubieras pensado que habíamos enloquecido.
–Y lo sigo pensando. –Yo también –masculló Leroy–, yo también.
–¿Debo empezar desde el principio? –preguntó el químico–. Nuestros primeros informes eran bastante completos.
Se quedó mirando a Putz, que había entrado silenciosamente con la cara y las manos manchadas de grasa y que se había sentado junto a Harrison.
–Desde el principio –decidió el capitán.
–Bien –empezó Jarvis–, despegamos sin novedad y volamos hacia el sur a lo largo del meridiano del Ares, con el mismo rumbo que seguí la semana pasada. El angosto horizonte ya me era familiar y no me sentía encerrado en una gran ponchera, pero uno sigue cometiendo el error de sobreestimar las distancias. Acostumbrado a la curvatura terrestre diez kilómetros parecen veinte y eso hace que veas el tamaño cuatro veces mayor. Una insignificante colina parece una montaña hasta que la tienes debajo.
–Ya lo sé –gruñó Harrison.
–Sí, pero Leroy lo ignoraba y empleé el primer par de horas tratando de explicárselo. Cuando lo comprendió, si es que por fin lo ha comprendido, habíamos sobrevolado Cimmerium y parte del desierto de Xanthus. Cruzamos luego el canal con la ciudad y alcanzamos el punto donde Tweel había disparado contra la bestia de los sueños. Pierre sugirió que nos posáramos para que él pudiese practicar su biología sobre los restos. Y es lo que hicimos.
»La cosa seguía allí sin ningún signo de descomposición. Claro que no podía haberla sin formas bacteriales de vida, y Leroy dice que Marte es tan aséptico como una mesa de operaciones.
–Como el corazón de una solterona –corrigió el bajito biólogo, que estaba empezando a recuperar rasgos de su acostumbrada energía.
–Sin embargo –prosiguió Jarvis–, casi un centenar de los pequeños biópodos verdigrises se habían apresurado a lanzarse sobre la cosa y estaban creciendo y echando ramas. Leroy encontró un palo y los espantó. El conjunto se disgregó y los biópodos salieron arrastrándose en todas direcciones. De esta forma Leroy pudo curiosear alrededor de la criatura mientras yo me mantenía apartado; incluso muerto, aquel diablo de brazos como cuerdas me ponía la carne de gallina. Y entonces sobrevino la sorpresa: ¡aquella cosa era en parte planta!
–¡Es verdad! –confirmó el biólogo.
–Era un primo grande de los biópodos –continuó Jarvis–. Leroy estaba muy excitado; tiene la idea de que toda la vida marciana es de ese tipo: medio planta, medio animal. Mantiene que la vida nunca se diferenció, que todo tiene en sí ambas naturalezas, incluso las criaturas barril, incluso Tweel. Creo que lleva razón, especialmente cuando recuerdo cómo descansaba Tweel, metiendo el pico en el suelo y permaneciendo así toda la noche. Jamás le vi comer o beber; quizá su pico era una especie de raíz y él se alimentaba de ese modo.
–Me parece un disparate –comentó Harrison.
–Bien –continuó Jarvis–, Leroy siguió estudiando el comportamiento de la hierba ambulante y recogió algunas muestras. Regresamos a la nave y estábamos dispuestos a despegar cuando un desfile de las criaturas barril apareció en dirección nuestra con sus carretillas. No me habían olvidado; todos atronaban «Somos amigos, ay» lo mismo que habían hecho antes. Leroy quería capturar uno para diseccionarlo, pero le recordé la batalla que Tweel y yo habíamos tenido que reñir contra ellos, y me opuse. Aun así Leroy dio con una posible explicación de lo que hacían con los desechos que recogen.
–Me imagino que tartas de barro –gruñó el capitán.
–Poco más o menos –convino Jarvis–. Leroy piensa que los utilizan como comida. Mira, si son en parte vegetales, eso es lo que necesitan: tierra con restos orgánicos que la hagan fértil. Por eso recogen arena y biópodos y otras plantas, todo junto. ¿Comprendes?
–Un poco –contestó Harrison–. ¿y qué me dices de los suicidios?
–También sobre eso tiene Leroy su conjetura. Los suicidas saltan a la trituradora cuando la mezcla tiene demasiada arena y gravilla; se arrojan para equilibrar las proporciones.
–¡Asquerosos!–dijo Harrison con repugnancia–. ¿No podrían traer algunas ramas más de fuera?
–El suicidio es más fácil. No es posible juzgar a estas criaturas por las normas de la Tierra, Probablemente no sienten dolor y no tienen lo que nosotros llamamos individualidad. Cualquiera que sea la inteligencia que posean, es propiedad de toda la comunidad, como en un hormiguero. ¡Eso es! Las hormigas están deseando morir por su hormiguero; también estas criaturas.
–Y algunos hombres –comentó el capitán–, si venimos a eso.
–Sí, pero los hombres no se muestran precisamente ansiosos. Necesitan estar motivados por alguna emoción, como el patriotismo, para ofrecer su vida; estos seres lo hacen con toda naturalidad en la vida ordinaria.
Marcó una pausa, reflexionando. Continuó:
–Bien, tomamos algunas fotos de la bestia de los sueños y de las criaturas barril, y luego despegamos. Sobrevolamos Xanthus, manteniéndonos tan cerca del meridiano de Ares como nos era posible, y muy pronto cruzamos el rastro del constructor de pirámides. Rastreamos hasta dar con él y nos posamos. Aquel extraño ser había completado dos hileras de ladrillos desde que Tweel y yo lo dejamos. Seguía aspirando silicio y exhalando ladrillos como si tuviese toda la eternidad para hacerlo, como era en efecto. Leroy quiso diseccionarlo con una bala explosiva, pero yo pensé que algo que llevaba viviendo diez millones de años tenía derecho a ser respetado y le disuadí. Curioseó el interior de la construcción trepando al muro que iba creciendo y casi queda fuera de combate al rozarle el brazo que enarbolaba un ladrillo. Aprovechó para arrancar unos pedacitos de aquel brazo, lo que no molestó a la criatura en lo más mínimo. Halló el sitio donde yo había arañado a mi vez, y trató de ver si había alguna señal de curación. Decidió que sólo podría decirlo con seguridad dentro de dos mil o tres mil años. Así pues, hicimos unas cuantas fotos y emprendimos el vuelo.
»A media tarde localizamos los restos de mi anterior cohete. Todo seguía en su sitio. Recogimos las películas y traté de pensar en lo que convendría hacer a continuación. Yo quería encontrar a Tweel si era posible. Me figuraba, por el hecho de haber apuntado hacia el sur, que vivía en algún sitio cerca de Thyle. Comprobamos nuestro derrotero y juzgué que el desierto en que nos hallábamos era Thyle Dos; Thyle Uno debía de estar al este de nosotros. Así, por una corazonada, decidimos echar un vistazo a Thyle Uno.
–¿Y los motores? –preguntó Putz, interrumpiendo su largo , silencio.
–Por milagro, no tuvimos el menor fallo, Karl. Tu obra: funcionó perfectamente. Así pues, nos elevamos lo bastante alto para obtener una visión más amplia, yo diría que a unos quince mil metros. Thyle Dos se extendía como una alfombra anaranjada y al cabo de un rato llegamos a la rama gris del Mare Chronium que lo limita. Era un paso estrecho; la cruzamos en media hora y allí estaba Thyle Uno: un desierto del mismo matiz naranja que su compañero. Pusimos proa al sur, hacia el Mare Australe, y seguimos el borde del desierto. Se acercaba la puesta del sol cuando estalló la sorpresa.
–¿Estalló? –repitió Putz–, ¿Qué es lo que estalló?
–El desierto, el desierto que estallaba de edificios. Nada de las sucias ciudades de los canales, aunque un canal pasaba por allí. Por el mapa nos figuramos que el este era una continuación del que Schiaparelli llamó Ascanius.
»Volábamos demasiado alto para ser visibles a los habitantes de la ciudad y por lo mismo no podíamos echarle un buen vistazo, ni siquiera con los anteojos. Sin embargo, se acercaba la puesta de sol y decidimos no posarnos allí. Describimos un círculo sobre el lugar; el canal desembocaba en el Mare Australe y allí, reluciendo al sur, estaba el casquete polar derritiéndose. El canal le servía de drenaje; podíamos distinguir el cabrilleo del agua. En dirección sudeste, justamente al borde del Mare Australe, había un valle, la primera irregularidad que he visto en Marte excepto los acantilados que bordean Xanthus y Thyle Dos. Sobrevolamos el valle... –De pronto Jarvis hizo una pausa y se estremeció; Leroy, que había empezado a recobrar el color, pareció palidecer. El químico continuó–: Bueno, el valle tenía un buen aspecto... entonces. Simplemente una extensión gris probablemente llena de seres reptantes como los demás.
»Describimos otro círculo sobre la ciudad. Bien, he de deciros que aquello era simplemente gigantesco, colosal. Al principio creí que el tamaño se debía a la ilusión de la que os hablé antes, ya sabéis, la cercanía del horizonte, pero no era eso. La sobrevolamos y puedo aseguraros que nunca habéis visto nada igual.
»Pero el sol se ponía justamente en aquel momento. Comprendí que estábamos bastante al sur, latitud sesenta, pero no sabía lo que nos quedaba de noche.
Harrison miró un mapa de Schiaparelli.
–Conque sesenta, ¿eh? –dijo–. Poco más o menos lo que corresponde al círculo antártico, En esta estación tendríais aproximadamente cuatro horas de noche. Dentro de tres meses no tendríais noche en absoluto.
–¡Tres meses! –repitió Jarvis, sorprendido. Luego sonrió–. Claro, olvido que aquí las estaciones duran dos veces más que las nuestras. Bien, nos internamos unos cuarenta kilómetros en el desierto, lo que dejaba a la ciudad bajo el horizonte en caso de que nos despistásemos, y allí pasamos la noche.
»Tienes razón sobre el tiempo que dura. Tuvimos cuatro horas de obscuridad, lo que nos permitió descansar bastante bien. Tomamos el desayuno, te comunicamos nuestra posición y nos dispusimos a visitar la ciudad.
»Nos dirigimos a ella partiendo del este y vimos que se alzaba frente a nosotros como una barrera de montañas. ¡Cielos, qué ciudad! Quizá Nueva York tenga edificios más altos, quizá Chicago cubra mayor extensión, pero aquellas estructuras eran insuperables. ¡Algo gigantesco!
»Aquel lugar tenía un aspecto extraño. Vosotros sabéis cómo una ciudad terráquea se va extendiendo: una aureola de suburbios, un anillo de barrios residenciales, zonas con fábricas, parques, autopistas. Allí no había nada de aquello: la ciudad emergía del desierto de una manera tan brusca y repentina como un acantilado. Sólo unos montoncillos de arena marcaban la división y luego los muros de aquellas gigantescas estructuras.
»También la arquitectura era extraña. Había infinidad de construcciones que son imposibles en nuestro planeta, tales como edificios al revés, es decir, mayores en la cúspide que en la base. Éste sería un truco interesante en Nueva York, donde el valor del suelo es casi incalculable, pero para ponerlo en práctica, habría que trasladar allí la gravitación marciana.
»Bien, como no es muy fácil posar un cohete en la calle de una ciudad, descendimos hasta la parte del canal que lindaba con la misma. Allí nos posamos, sacamos nuestras cámaras y pistolas y empezamos a buscar un paso en el muro de albañilería. No nos habíamos alejado ni tres metros del cohete cuando descubrimos la explicación de muchas de aquellas rarezas.
»¡La ciudad estaba en ruinas! Abandonada, desierta, muerta como Babilonia. O, por lo menos, así nos pareció entonces. Sus calles vacías, pavimentadas en otro tiempo, estaban recubiertas de una capa de arena.
–Una ruina, ¿eh? –comentó Harrison–. ¿De qué edad?
–¿Cómo podríamos decirlo? –replicó Jarvis–. La próxima expedición a esta pelota de golf deberá traer un arqueólogo... y un filólogo también, como descubrimos más adelante. Es un problema endemoniado calcular la edad de alguna cosa; todo se estropea tan lentamente que la mayoría de los edificios podrían haber sido inaugurados ayer. Nada de lluvia, nada de terremotos, ninguna vegetación que abra grietas con sus raíces, en fin, lo que se dice nada. Aquí los únicos factores de envejecimiento son la erosión causada por el viento, mínimo en esta atmósfera, y las grietas producidas por los cambios de temperatura. Y hay otro agente, los meteoritos. De vez en cuando deben de haber caído sobre la ciudad, casi sin defensa por lo tenue de la atmósfera. Recordad que hemos visto caer cuatro muy cerca del Ares.
–Siete –corrigió el capitán–. Tres más cayeron mientras estabais fuera.
–En cualquier caso, los daños causados por los meteoritos debieron de ser pequeños. Los meteoritos grandes deben de ser aquí tan raros como en la Tierra, porque, al fin y al cabo, siempre hay una atmósfera, y en cuanto a los pequeños, aquellos edificios podían resistir un auténtico chaparrón. A mi modo de ver, y puede que me equivoque en un gran porcentaje, esta ciudad tendría quince mil años. Aun así, sería miles de años más vieja que cualquier civilización humana. Hace quince mil años, nos encontrábamos en pleno paleolítico.
»Leroy y yo nos deslizábamos entre aquellos tremendos edificios sintiéndonos como pigmeos, llenos de un terror respetuoso y hablando en susurros. Resultaba espectral caminar por aquellas calles desiertas y sin vida; cada vez que atravesábamos una sombra nos estremecíamos y no precisamente porque las sombras son frías en Marte. Nos sentíamos como intrusos, como si nuestra presencia, aun transcurridos ciento cincuenta siglos, pudiera ofender a la gran raza que edificara la ciudad. El lugar estaba tan silencioso como una tumba, pero nosotros no dejábamos de imaginar cosas y de atisbar en las obscuras callejuelas y de mirar por encima del hombro. La mayor parte de las estructuras carecía de ventanas, pero cuando veíamos una abertura en aquellas enormes paredes no podíamos apartar la mirada, temerosos de que algo horroroso saliera de allí.
»Finalmente llegamos a un edificio con una gran puerta cuyos batientes había forzado la arena. Cuando hubimos hecho acopio de valor suficiente para echar un vistazo al interior, descubrimos que habíamos olvidado traer nuestras linternas. A pesar de ello avanzamos unos metros en la obscuridad y el pasaje desembocó en un colosal vestíbulo. Muy por encima de nosotros, una pequeña hendidura dejaba penetrar una pálida claridad que no bastaba para iluminar el lugar. Aun así comprendimos que la sala era enorme. Le dije algo a Leroy y un millón de delgados ecos nos volvió rebotando desde la :obscuridad. Después ,de eso empezamos a oír otros sonidos: roces y susurros que sugerían la presencia de algo que se arrastrara muy cerca de nosotros. Una respiración contenida se destacó con mayor nitidez y algo negro y silencioso pasó entre nosotros y la rendija de luz.
"Entonces vimos tres pequeños puntos fosforescentes que refulgían a nuestra izquierda, Nos quedamos mirándolos y de pronto se apagaron los tres. Leroy gritó:
«¡Son ojos! ¡Y lo eran! ¡Eran ojos!
»Nos quedamos petrificados unos momentos, mientras el grito de Leroy rebotaba entre las distantes paredes y los ecos repetían las palabras en extrañas voces opacas. Había murmullos, susurros, cuchicheos y sonidos como de una extraña risa contenida. Cuando los extraños ojos brillaron de nuevo en la oscuridad retrocedimos
apresuradamente hacia la puerta.
»Nos sentimos mejor a la luz del sol. Leroy y yo cruzamos una mirada avergonzada, pero ninguno de los dos propuso echar otro vistazo al interior del edificio. Nos limitamos a empuñar nuestras pistolas y a seguir andando por aquella calle espectral.
»La calle se torcía, se bifurcaba y se subdividía. Yo iba registrando cuidadosamente nuestro rumbo, puesto que no podíamos correr el riesgo de perdernos en aquel laberinto gigantesco. Sin nuestros sacos térmicos, la noche acabaría con nosotros, aunque no lo hiciera aquello que estaba acechando en las ruinas. Poco a poco, noté que nos dirigíamos de vuelta hacia el canal; los edificios acababan y sólo había unas cuantas docenas de cabañas de mampostería. Parecían haber sido construidas con despojos de la gran ciudad. Empezaba a sentirme un poco desalentado, temiendo no encontrar ningún rastro de la gente de Tweel, cuando he aquí que, al doblar una esquina, le vi.
»Grité su nombre, pero él se limitó a mirarme. Comprendí que no era Tweel, sino otro marciano de su especie. Tweel era más alto y sus apéndices plumosos tenían un matiz más anaranjado. Leroy no cabía en sí de excitación; sin embargo, el marciano mantenía su cruel pico dirigido contra nosotros, por lo cual me adelanté como pacificador. Probé de nuevo: «¿Tweel?», pero no alcancé ningún resultado. Insistí una docena de veces, hasta que tuve que darme por vencido; no podíamos conectar.
»Leroy y yo nos dirigimos hacia las cabañas. El marciano nos seguía. Un par más se sumaron al cortejo y aun cuando les grité el nombre de mi amigo Tweel se limitaron a seguirnos mirando. Entonces se me ocurrió de pronto que tal vez mi acento marciano fuera muy defectuoso. Me detuve y procuré trinar como la hacía Tweel:
«T-r-r-rweee-r-r-l». Algo así.
»Y aquello dio resultado. Uno de ellos sacudió la cabeza y chilló
«T-r-r-rweee-r-r-l». Un momento más tarde, como una flecha disparada por un arco, Tweel vino lanzado desde las cabañas más próximas hasta clavarse sobre el pico delante de mí.
»Muchachos, ¡cómo nos alegramos de vernos! Tweel se puso a trinar y a gorjear como una granja en verano y empezó a dar saltos y a descender en picado. Yo le habría estrechado la mano, pero no se mantenía quieto el tiempo suficiente.
»Los demás marcianos y Leroy se limitaban a mirar. Al cabo de un rato, Tweel dejó de saltar y nos quedamos sin saber qué hacer. No podíamos decirnos gran cosa. Yo repetí su nombre unas cuantas veces y él me correspondió pronunciando el mío. Sin embargo, sólo estábamos a media mañana y parecía importante recoger toda la información posible sobre Tweel y la ciudad, por lo que sugerí que nos guiase por aquel sitio si no estaba muy ocupado. Le di a entender la idea señalando los edificios y apuntando luego a él ya nosotros.
»Por lo visto no estaba demasiado ocupado, porque cuando emprendió la marcha guiándonos con uno de sus saltos característicos, saltos que dejaban boquiabierto a Leroy, comprendimos que accedía a nuestra petición. Cuando llegamos a su altura, dijo algo así como «uno, uno, dos-dos, cuatro-no, no-sí, sí-roca-no respirar». Eso no parecía significar nada; quizás estaba procurando poner de manifiesto ante Leroy que sabía hablar inglés, o quizás estaba meramente repasando su vocabulario para refrescarse la memoria.
»Como quiera que fuese, el caso es que nos guiaba. En su negra bolsa tenía una especie de linterna, bastante buena para habitaciones pequeñas, pero inútil en algunas de las colosales cavernas que atravesamos. De diez edificios, nueve de ellos no significaban nada para nosotros, porque no eran más que cámaras vacías llenas de sombras, roces y ecos. No podía imaginarme su utilidad; no me parecían adecuadas para viviendas o para propósitos comerciales. Muy bien podían haber sido centrales eléctricas, pero, ¿para qué tantas? ¿y dónde estaban los restos de la maquinaria?
»El lugar era un misterio. Algunas veces Tweel se empeñaba en hacernos pasar por un vestíbulo donde muy bien habría podido caber un trasatlántico. Él parecía reventar de orgullo y nosotros nos quedábamos tan frescos. Como despliegue de potencia arquitectónica, la ciudad era colosal; como cualquier otra cosa, era pura locura.
»Pero vimos algo que nos impresionó. Tweel nos llevó al edificio en el que Leroy y yo habíamos penetrado en nuestra primera exploración, aquel de los tres ojos. Nos resistíamos un poco a entrar de nuevo, pero Tweel piaba y graznaba repitiendo «¡Sí, sí, sí». Acabó por convencernos y franqueamos la entrada observando nerviosamente si estaba aquella cosa que nos había vigilado. El vestíbulo era idéntico a los demás, lleno de murmullos, roces y sombras que se refugiaban en los rincones. Si la criatura de los tres ojos estaba todavía allí, debía de haberse escondido con las demás.
»Tweel proyectó la luz de su linterna contra la pared de modo que pudimos distinguir una serie de pequeñas hornacinas. Nos acercamos a la primera y Tweel enfocó la luz al interior. Al principio sólo acertamos a distinguir un espacio vacío, pero luego, acurrucado en el suelo descubrimos un ser desconcertante, una criatura repelente, pequeña, del tamaño de una rata. Tenía la carita más extraña y más diabólica que se pueda imaginar: orejas o cuernos puntiagudos y unos ojos satánicos que parecían chispear con una especie de inteligencia homicida.
»Tweel la vio también y lanzó un grito de cólera. La criatura se irguió sobre dos patas delgadas como alambres y escapó con un chillido medio aterrado, medio desafiante. Pasó como una bala junto a nosotros, hacia la obscuridad; al compás de su carrera, algo parecido a una capa ondeaba sobre su cuerpo. Tweel le chilló airadamente y profirió una aguda algarabía que sonaba como genuina rabia.
»Pero la cosa se había ido y fue entonces cuando mis ojos se posaron sobre el más espeluznante detalle que se pudiese imaginar: el sitio donde había estado acurrucada la rata era... jun libro! ¡Había estado acurrucada sobre un libro!
»Di un paso adelante. Y sí, había algún tipo de inscripción en las páginas: ondulantes líneas blancas, como el registro de un sismógrafo, sobre hojas negras que parecían hechas del mismo material que la bolsa de Tweel. Éste echaba chispas y silbaba encolerizado. Agarró el volumen y lo colocó en su sitio en una estantería llena de otros libros. Leroy y yo nos miramos estupefactos.
»¿Qué habría estado haciendo aquella pequeña criatura de rostro hostil? ¿Leía acaso o simplemente .se dedicaba a roer las páginas? ¿O tal vez su presencia en la hornacina era meramente casual?
»Si se trataba de algún ser que, como nuestras ratas, destruía los libros,. la cólera de Tweel se comprendía, pero, ¿por qué habría de impedir a un ser Inteligente, aunque fuese de una raza extraña, que leyese..., si es que estaba leyendo? No lo sé; comprobé que el libro no había sufrido daño alguno y tampoco vi ningún libro dañado entre los que hojeamos. Pero tuve la extraña corazonada de que, si conociésemos el secreto de la pequeña criatura de la capa, comprenderíamos el misterio de la enorme ciudad abandonada y de la decadencia de la cultura marciana.
»Tweel se calmó al cabo de un rato y siguió llevándonos por aquella tremenda sala. Había sido una biblioteca, creo; por lo menos había miles y miles de aquellos extraños volúmenes de páginas negras impresas con ondulantes líneas blancas. En algunos había también ilustraciones que representaban a gente de la raza de Tweel. Desde luego aquello era un detalle importante: indicaba que su raza construyó la. ciudad e imprimió. los libros. No creo que el mejor filólogo de la Tierra pueda traducir nunca una sola línea de esas inscripciones; fueron hechas por mentes demasiado distintas de las nuestras.
»Tweel podía leerlos, naturalmente. Gorjeó unas cuantas líneas, y entonces yo, con su permiso, escogí algunos libros, A unos él decía: «¡No, no!»; a otros: «¡Sí, sí!» Quizá retenía ¡os libros que su pueblo necesitaba, o tal vez me dejaba tomar los que él creía más asequibles para nosotros. No lo sé; los libros están ahí fuera, en el cohete.
»Después iluminó con su linterna la parte alta de las paredes, y vimos que estaban pintadas. ¡Cielos, qué pinturas! Se extendían hacia lo alto, misteriosas y gigantescas, hasta perderse en la negrura del techo. No pude comprender mucho el simbolismo de las pinturas de la primera pared; parecía ser un retrato de una gran asamblea de la gente de Tweel. Quizás estaba destinado a simbolizar la Sociedad o el Gobierno. Las de la pared siguiente eran más claras; mostraban criaturas trabajando en una máquina colosal y supuse que representaría la Industria o la Ciencia. La pared trasera, por lo que pude ver, estaba corroída en parte. Sospeché que la escena quería retratar el Arte, pero fue en la cuarta pared donde sufrimos una impresión que nos dejó casi deslumbrados.
»Creo que simbolizaba la Exploración o el Descubrimiento. Esa pared resultaba más visible, porque la luz que se filtraba por la rendija iluminaba la parte superior y la linterna de Tweel la parte inferior. Distinguimos una gigantesca figura sentada, uno de los marcianos con pico como Tweel, pero con todos los miembros sugiriendo pesadez, cansancio, Los brazos caían inertes sobre el sillón, el delgado cuello estaba encorvado y el pico descansaba sobre el cuerpo como si la criatura apenas pudiese soportar su propio peso. Delante de aquel ser había una extraña figura arrodillada. Al verla, Leroy y yo nos tambaleamos. A primera vista aquello era... ¡un hombre!
–¡Un hombre! –bramó Harrison–. ¿Has dicho un hombre?
–Dije a primera vista –replicó Jarvis–. El pintor había exagerado la nariz casi hasta darle la longitud del pico de Tweel, pero la figura tenía cabellos negros que le caían sobre los hombros y, en lugar de los cuatro dedos marcianos, tenía cinco en cada una de sus manos extendidas. Esa figura estaba arrodillada como adorando al marciano y sobre el suelo había algo que parecía un cesto lleno de alguna clase de comida en plan de ofrenda. Bien, el caso es que Leroy y yo creímos que nos habíamos vuelto locos.
–¡También Putz y yo creemos lo mismo! –rugió el capitán.
–Quizás estábamos locos todos –replicó Jarvis, dirigiendo una débil sonrisa al pálido rostro del bajito francés, que se la devolvió en silencio–, Lo cierto –continuó– es que Tweel estaba graznando y apuntando a aquella figura arrodillada diciendo «¡Dick! ¡Dick!», por lo que era evidente que se daba cuenta de la semejanza... Y nada de chistes sobre mi nariz –advirtió al capitán–. Leroy hizo entonces un comentario importantísimo. Miró al marciano representado en la pintura y dijo: «¡Thoth! ¡El dios Thoth!»
–Exacto –confirmó el biólogo–. Como en Egipto.
–Sí –prosiguió Jarvis–, el dios egipcio de la cabeza de ibis, del largo pico. Tan pronto como Tweel oyó el nombre de Thoth, organizó una algarabía de trinos y graznidos. Se apuntaba a sí mismo y decía: «¡Thoth! ¡Thoth!» y luego ondeaba un brazo alrededor suyo y repetía lo mismo. Cierto que en otras ocasiones había hecho cosas muy raras, pero esta vez los dos creímos comprender lo que quería decir. Estaba tratando de explicarnos que los de su raza se llamaban a sí mismos Thoth. ¿Veis adónde quiero ir a parar?
–Lo veo, lo veo perfectamente –dijo Harrison–. Tú crees que los marcianos hicieron una visita a la Tierra y que los egipcios conservaron este recuerdo en su mitología. Pues bien, estás equivocado: hace quince mil años no había civilización alguna en Egipto.
–¡Error! –protestó Jarvis–. Es una pena que no tengamos un arqueólogo con nosotros, pero Leroy me dice que hubo en Egipto una cultura de la edad de piedra, la civilización predinástica.
–Bueno, y aun así, ¿qué?
–Mucho. Todo en ese cuadro demuestra mi teoría. La actitud del marciano, pesado y cansado: es el esfuerzo que tiene que realizar al sufrir la gravitación terrestre. El nombre de Thoth. Leroy me dice que Thoth era el dios egipcio de la filosofía y el inventor de la escritura. ¿Os dais cuenta? Debió de ocurrírseles la idea al ver cómo los marcianos tomaban notas. Es demasiada coincidencia que Thoth tuviera pico y cabeza de ibis y que los picudos marcianos se llamen a sí mismos Thoth.
–Bueno, que me aspen. Pero, ¿qué me dices de la nariz de los egipcios? ¿Pretenderás afirmar que los egipcios de la edad de piedra tenían narices más largas que los hombres ordinarios?
–¡De ninguna manera! Simplemente que los marcianos, como es muy natural, hacían sus pinturas en forma marcianizada. ¿No tienden los seres humanos a relacionarlo todo con ellos mismos? Por eso los dugongos y los manatíes, ambos mamíferos sirénidos, dieron pie a los mitos de las sirenas: los marinos creían distinguir rasgos humanos en esos animales, Del mismo modo, el artista marciano, al pintar valiéndose de descripciones o de fotografías imperfectas, exageró con naturalidad el tamaño de la nariz humana hasta un grado que a él le parecía normal. Por lo menos esa es mi teoría.
–Una teoría como otra cualquiera –gruñó Harrison–. Lo que quiero saber es por qué volvisteis aquí con el aspecto de dos gallinas mojadas.
Jarvis se estremeció de nuevo y miró a Leroy. El bajito biólogo estaba recobrando algo de su acostumbrado aplomo, pero devolvió la mirada al químico con un estremecimiento.
–Ya llegaremos a eso –continuó este último–. Por el momento nos unimos a Tweel y a su gente. Pasamos con ellos casi tres días. No puedo enumerar con detalle todo cuanto observamos, pero resumiré los hechos más importantes y expondré nuestras conclusiones, que puede que no valgan gran cosa. Es difícil juzgar este mundo reseco con normas terrestres.
»Sacamos fotos de todo lo posible; incluso traté de fotografiar aquel gigantesco mural de la biblioteca, pero a menos que la linterna de Tweel fuese extraordinariamente rica en rayos actínicos, no creo que pueda revelarse. y es una lástima, puesto que indudablemente es el objeto más interesante que encontramos en Marte, al menos desde un punto de vista humano.
»Tweel era un anfitrión muy cortés. Nos llevó a todos los sitios de interés, incluso a las nuevas distribuidoras de agua.
Los ojos de Putz se iluminaron al escuchar aquella expresión.
–¿Distribuidoras de agua? –preguntó–. ¿Para qué?
–Para el canal, naturalmente. Tienen que construir una toma de agua para traerla; eso es lógico. –Miró al capitán–. Tú mismo me dijiste que traer agua desde los casquetes polares de Marte al ecuador era equivalente a subirla por una colina de cuarenta kilómetros, porque Marte está achatado en los polos y ensanchado por el ecuador exactamente igual que la Tierra.
–Eso es verdad –convino Harrison.
–Bien –prosiguió Jarvis–, aquella ciudad era una de las estaciones relé para empujar el flujo. Su planta de energía era el único de los gigantescos edificios que parecía servir para un propósito útil, y valía la pena visitarla. Me gustaría que la hubieses visto, Karl; alguna idea te podrás formar por nuestras fotos. Se trata de una planta de energía solar.
Harrison y Putz se quedaron mirando con fijeza.
–¡Energía solar! –gruñó el capitán–. ¡Eso es primitivo!
Y el ingeniero añadió un enfático «sí» de asentimiento.
–No, no tan primitivo –corrigió Jarvis–. La luz del Sol se concentraba en un extraño cilindro situado en el centro de un gran espejo cóncavo de donde extraen una corriente eléctrica. La electricidad hace trabajar a las bombas.
–¡Un par térmico! –exclamó Putz.
–Eso parece razonable; podrás juzgar por las fotos. Pero la planta de energía tenía otras cosas extrañas. La más extraña era que la maquinaria no estaba atendida por la gente de Tweel, sino por algunas criaturas en forma de barril como las que vimos en Xanthus.
Miró las caras de sus oyentes. No hubo ningún comentario.
–¿Comprendéis? –continuó. Ante el silencio de la pareja, explicó–: Veo que no. Leroy se figuró que sí, pero no sé si justa o erróneamente. Él cree que los barriles y la raza de Tweel tienen un arreglo mutuo como..., bueno, como las abejas y las flores en la Tierra. Las flores dan néctar para las abejas; las abejas transportan el polen entre las flores. ¿Os dais cuenta? Los barriles atienden los trabajos y la gente de Tweel construye el sistema de canales. La ciudad de Xanthus debió de haber sido una estación de bombeo; eso explica las misteriosas máquinas que vi allí. y Leroy cree además que no se trata de un convenio inteligente, al menos no por parte de los barriles, sino que es algo que se ha hecho durante tantos miles de generaciones, que se ha convertido en una cosa instintiva, en un tropismo, lo mismo que las acciones de las hormigas y las abejas. Esas criaturas se han habituado a ello.
–Tonterías –protestó Harrison–. ¿Cómo explicas entonces el motivo de que esté vacía esa gran ciudad?
–Desde luego. La civilización de Tweel está en decadencia; ese es el motivo. Es una raza que se extingue y, de los muchos millones que en otros tiempos debieron de haber vivido aquí, no quedan más que un par de centenares. Son una avanzadilla, destinada a cuidar de que siga fluyendo la fuente de agua del casquete polar; probablemente todavía existen unas cuantas respetables ciudades situadas a lo largo del sistema de canales, lo más seguro es que cerca de los trópicos. Es el último estertor de una raza, de una raza que alcanzó una cúspide cultural más alta que la del hombre.
–¿Cómo es eso? –dijo Harrison–. Entonces, ¿por qué se está muriendo? ¿Por falta de agua?
–No lo creo –respondió el químico–. Si mi conjetura en cuanto a la edad de esa urbe es acertada, quince mil años no significarían diferencia bastante en el suministro de agua..., ni cien mil años tampoco. Es otra cosa, aunque el agua sea indudablemente un factor.
–El agua –intervino Putz–. ¿Qué tiene eso que ver?
–Incluso un químico debería saberlo –se burló Jarvis–. Por lo menos en la Tierra. Aquí no estoy tan seguro, pero en la Tierra cada vez que descarga un rayo, electroliza cierta cantidad de vapor de agua convirtiéndolo en oxígeno y en hidrógeno que escapa al espacio porque la gravitación terrestre no puede retenerlo permanentemente. y cada vez que hay un terremoto, cierta cantidad de agua se pierde hacIa el interior. Es un proceso lento, pero fastidiosamente seguro. –Se volvió hacia Harrison–. ¿Tengo razón, o no, capitán?
–La tienes –concedió el capitán–. Pero aquí, desde luego, no hay terremotos, no hay tormentas; la pérdida debe de ser muy pequeña. Entonces, ¿por qué está extinguiéndose la raza?
–La planta de energía solar es la respuesta –replicó Jarvis–. ¡Falta de combustible! ¡Falta de energía! No queda petróleo, no queda carbón, si es que Marte tuvo alguna vez una edad carbonífera, y no queda energía hidráulica, sólo las .gotas de energía que pueden extraer del Sol. Por eso se están muriendo.
–¿Con la ilimitada energía del átomo? –estalló Harrison–. Entonces es que no saben nada sobre la energía atómica. Probablemente nunca lo supieron. Debieron de utilizar algún otro principio en sus viajes espaciales. Y si es así, ¿qué te hace suponer que su inteligencia está por encima de la humana? Al fin y al cabo, nosotros terminamos por lograr la fisión del átomo.
–Cierto. Pero teníamos una pista, ¿no? El radio y el uranio. ¿Creéis que habríamos aprendido alguna vez cómo proceder sin esos elementos? Ni siquiera habríamos sospechado que existía la energía atómica.
–Bueno, pero, ¿es que ellos no tienen...?
–No, no tienen. Tú mismo me dijiste que Marte sólo tiene el setenta y tres por ciento de la densidad de la Tierra. Incluso un químico puede comprender que eso significa una carencia de materiales pesados: nada de osmio, nada de uranio, nada de radio. No han tenido nunca la pista.
–Aun así, eso no prueba que estén más avanzados que nosotros. Si estuviesen más avanzados, habrían descubierto esa técnica de un modo u otro.
–Es posible –concedió Jarvis–. No estoy afirmando que no los sobrepasemos en algunos puntos. Pero en otros están muy por delante de nosotros.
–¿En cuáles, por ejemplo?
–Por lo pronto,.socialmente.
–¿Eh, qué quieres decir?
Jarvis miró detenidamente a cada uno de sus compañeros. Vaciló.
–Me pregunto cómo os sentará lo que voy a decir –masculló–. Naturalmente, a cada cual le gusta más su propio sistema. –Frunció el ceño–. Mirad, en la Tierra tenemos tres tipos de sociedad, ¿no es así? y aquí hay un miembro de cada uno de esos tipos: Putz vive bajo una dictadura; Leroy es un ciudadano de la Sexta Comuna de Francia; Harrison y yo somos americanos, miembros de una democracia. Ahí tenéis: dictadura, democracia, comunismo, los tres tipos de sociedades terrestres. La gente de Tweel tiene un sistema distinto de cualquiera de los nuestros.
–¿Distinto? ¿Cuál es?
–El único que no ha probado ninguna nación terrestre: la anarquía.
–¡La anarquía! –estallaron a la vez el capitán y Putz.
–Exactamente.
–Pero... –Harrison chisporroteaba–. ¿Qué quieres decir con eso de que están por delante de nosotros? ¡Anarquía! ¡Qué estupidez!
–Una estupidez, sí –respondió Jarvis–. No digo que diera resultado con nosotros, con ninguna raza humana. Pero da resultado con ellos.
–Pero... ¡anarquía! –El capitán estaba indignado.
–Si lo piensas con calma –arguyó Jarvis a la defensiva–, si llega a funcionar la anarquía es la forma ideal de gobierno. Emerson decía que el mejor gobierno es el que gobierna menos, y lo mismo opinaban Wendell Phillips y creo que George Washington. y nunca podréis encontrar ninguna forma de gobierno que gobierne menos que la anarquía, que no es ningún gobierno en absoluto.
El capitán farfulló, irritado:
–¡Pero esto es... antinatural! ¡Incluso las tribus salvajes tienen sus jefes! ¡Incluso una manada de lobos tiene su guía!
–En todo caso –replicó Jarvis desafiante–, eso sólo demuestra que el gobierno es un artefacto primitivo. Con una raza perfecta no lo necesitaríais en absoluto; el gobierno es una confesión de debilidad, ¿no es así? Es una confesión de que parte, del pueblo no quiere cooperar con el resto y que se necesitan leyes para meter en vereda a los individuos que un psicólogo llama antisociales, Si no hubiera ninguna persona antisocial, criminales y gente de la misma calaña, ni leyes ni policía serían necesarias.
–¡Pero sí gobierno! ¡Se necesita gobierno! ¿Qué me dices de las obras públicas, de las guerras, de los impuestos?
–No ha habido ninguna guerra en Marte, a pesar de que le hayamos dado el nombre del dios de la guerra, Aquí las guerras no tienen objeto: la población es demasiado exigua y está demasiado dispersa. Además cada una de las comunidades debe cooperar para mantener el funcionamiento de los canales. Nada de impuestos, porque, al parecer, todos los individuos cooperan en la construcción de obras públicas, Nada de competencia que cause perturbación, porque cada cual puede bastarse a sí mismo en todo. Como he dicho, con una raza perfecta, el gobierno es totalmente innecesario.
–¿Y tú crees que los marcianos son una raza perfecta? –preguntó el capitán ceñudamente.
–Nada de eso, Pero llevan existiendo tantísimo tiempo más que los humanos, que han evolucionado, socialmente al menos, hasta el punto de no necesitar gobierno. Trabajan juntos, eso es todo. –Jarvis hizo una pausa–, Es extraño, ¿verdad? Es como si la naturaleza estuviera llevando a cabo dos experimentos, uno en nuestro planeta y otro en Marte. En la Tierra se pone aprueba una raza emocional y altamente competitiva en un mundo de abundancia; aquí se pone a prueba una raza pacífica y amistosa en un mundo desierto, improductivo e inhóspito. Todo aquí exige cooperación. Vamos, ni siquiera existe el factor que tantos trastornos causa en la Tierra: el sexo.
–¿Eh?
–Sí: la gente de Tweel se reproduce lo mismo que los barriles en las ciudades de fango; dos individuos hacen crecer un tercero entre ellos. Otra prueba de la teoría de Leroy de que la vida marciana no es ni animal ni vegetal. Además, Tweel fue un anfitrión lo bastante amable para dejarse examinar y el examen convenció a Leroy.
–Sí –confirmó el biólogo–. Es verdad.
–Pero, la anarquía –gruñó Harrison con repugnancia–. Nos convertiría en una píldora loca y medio muerta como este Marte.
–Habrían de transcurrir muchísimos siglos antes de que tuvieses que preocuparte por ello –sonrió burlonamente Jarvis. Prosiguió su narración–: Caminamos por aquella ciudad sepulcral, sacando fotos de todo. Y entonces –Jarvis hizo una pausa y se estremeció–, entonces se me ocurrió echar una mirada a aquel valle que habíamos divisado desde el cohete. No sé por qué. Cuando tratamos de empujar a Tweel en aquella dirección, organizó tal algarabía que creí que se habla vuelto loco.
–Muy posible –rezongó Harrison.
–Así pues, nos dirigimos hacia allí sin él; se quedó gimiendo y gritando «¡No, no, no, Dick!», pero eso no hacía más que aumentar nuestra curiosidad, Saltaba sobre nuestras cabezas y se clavaba frente a nosotros para impedirnos avanzar. Aun así continuamos nuestro camino entre las ruinas hasta que se dio por vencido y nos acompañó desconsoladamente.
»El valle no estaba a más de dos kilómetros al sudeste de la ciudad. Tweel podría haber cubierto la distancia en veinte saltos, pero remoloneaba e iba despacio y seguía apuntando hacia la ciudad y gimiendo «¡No, no, no!» Por supuesto, yo le había visto hacer antes un montón de cosas disparatadas; estaba acostumbrado a ellas, pero era claro como la luz del día que estaba empeñado en que no viésernos aquel valle.
–¿Por qué? –inquirió Harrison.
–Preguntaste antes por qué hemos regresado como andrajosos cazadores furtivos –dijo Jarvis con un débil estremecimiento–. Ahora vas a saberlo. Rodeamos una pequeña colina rocosa que cortaba nuestro paso y cuando llegamos al otro lado Tweel dijo: «¡No respiran, Dick! ¡No respiran!» Aquellas eran las mismas palabras que utilizara para describir al monstruo de silicio; eran también las palabras que había utilizado para decirme que la imagen de Fancy Long, con la que casi había conseguido atraerme la bestia de los sueños, no era real. Recordaba aquello, pero entonces no tenía importancia para mí.
»Inmediatamente después, Tweel dijo: «Vosotros uno uno dos, él uno uno dos». Y entonces empecé a comprender. Con aquella frase me había hecho comprender que la bestia de los sueños me proponía lo que yo estaba pensando, esto es, que atraía a sus víctimas valiéndose de los propios deseos de éstas. Por consiguiente puse en guardia a Leroy; me pareció que ni siquiera la bestia de los sueños podría ser peligrosa si estábamos advertidos y al acecho. Pues bien, me equivoqué.
»Cuando llegamos al borde del valle, Tweel giró la cabeza completamente, de forma que sus pies estaban hacia adelante, pero los ojos vueltos hacia atrás. Le horrorizaba mirar el valle. Leroy y yo miramos: simplemente una extensión gris y yerma como la que nos rodea, con el resplandor del casquete polar austral mucho más allá de su borde meridional. Aquella visión duró solamente un segundo. Inmediatamente después... ¡el paraíso!
–¿Cómo? –exclamó el capitán.
Jarvis se volvió hacia Leroy.
–¿Puedes describirlo? –preguntó.
El biólogo agitó las manos en un ademán de impotencia.
–Es imposible –susurró–. No tengo palabras.
–También a mí me deja mudo –masculló Jarvis–. No sé cómo decirlo; soy químico, no un poeta. El paraíso es la primera palabra que se me puede ocurrir, sin que quiera decir que sea la más acertada. Porque se trataba a la vez del paraíso y del infierno.
–¿Querrás hablar con sensatez?
–¡Como si algo de aquello tuviese sentido! En menos de un segundo el desolado yermo que se ofrecía a nuestros ojos se trocó en... ¡Dios mío! ¡No podéis imaginar lo que presenciamos[ ¿Qué os parecería ver que todos vuestros sueños se hacen reales, que se realizan todos los deseos que habéis acariciado, que todo lo que habéis querido está allí a vuestro alcance?
–Me parecería muy bien –dijo el capitán.
–Pues todo eso tendrías. Pero no sólo tus deseos nobles, recuérdalo bien. Todo buen impulso, sí, pero también cualquier capricho maligno, todo pensamiento vicioso, todo lo que hayas deseado alguna vez, bueno o malo, Las bestias de los sueños son comerciantes maravillosos, pero carecen de sentido moral.
–¿Las bestias de los sueños?
.–Sí. Todo un valle lleno de ellas. Centenares, supongo, millares quIzá. Por lo menos las suficientes para desplegar un cuadro completo de tus deseos, incluso de todos los deseos olvidados que deben haberse relegado a tu subconsciente. Un paraíso en todos los sentidos, Vi a una docena de Fancy Long, con todos los vestidos con que la había admirado alguna vez y algunos otros que yo debía de haber imaginado. Vi a todas las mujeres hermosas que he conocido en algún tiempo y todas ellas procuraban captar mi atención. Vi todos los lugares deliciosos donde he deseado estar alguna vez, todos ellos metidos extrañamente en aquel vallecito. Y vi... otras cosas. –Sacudió la cabeza secamente–. No todo puede decirse que fuera bonito. ¡Cielos! ¡Cuánto permanece de bestia en. nosotros! Supongo que si todos los hombres pudieran lanzar una mirada a ese valle siniestro y ver, aunque sólo fuera una vez, toda la suciedad que .hay escondida en ellos, el mundo saldría ganando. Después ,di gracias a Dios por el hecho de que Leroy, e Incluso Tweel, viesen sólo sus propias imágenes y no las mías.
De nuevo Jarvis hizo una pausa y luego continuó:
–Me quedé mareado en una especie de éxtasis. Cerré los ojos y con los ojos cerrados, aún seguía viendo todo aquello. Aquel panorama hermosísimo, maligno, diabólico, estaba en mi mente, no en mis ojos. Así es como trabajan esos enemigos, por medio de la mente. Yo comprendía que se trataba de las bestias de los sueños; no necesitaba que Tweel se quejase diciendo «¡No respiran! ¡No respiran!», pero yo no podía retirarme. Sabía que era desafiar la muerte, pero valía la pena aunque sólo fuese por disfrutar un momento de la visión.
–¿Qué visión? –preguntó Harrison secamente.
Jarvis se sonrojó.
–No tiene importancia –dijo–. A mi lado oí a Leroy gritando «¡Yvonne! ¡Yvonne!» y comprendí que estaba tan atrapado como yo. Luchaba por recobrar mi cordura; no dejaba de decirme que debía detenerme y, sin embargo, estaba corriendo en derechura hacia la serpiente.
»Entonces algo distrajo mi atención: Tweel. Dio un enorme salto y lo vi lanzarse recto por encima de mí hacia... hacia aquello que me atraía. Su terrible pico apuntaba directamente al corazón de ella.
–¡Oh! –exclamó el capitán–. ¡El corazón de ella!
–No te preocupes ahora de eso. Cuando me repuse, la imagen había desaparecido y Tweel estaba enrollado en una maraña de negros brazos. No había conseguido alcanzar un punto vital en la anatomía de la bestia,. pero estaba defendiéndose desesperadamente con su pico.
»Como quiera que fuese, el encantamiento se había suspendido o por lo menos se había suspendido en parte. Yo no estaba ni a metro y medio de Tweel. Aquella era una lucha terrorífica, pero conseguí levantar mi pistola y disparar un proyectil Boland contra la bestia. Un chorro de horrible corrupción negra nos manchó a Tweel y a mí y creo que su repugnante hedor ayudó a destruir la ilusión de aquel valle de belleza. Conseguimos apartar a Leroy del dominio que lo embaucaba y los tres retrocedimos tambaleándonos. Tuve la suficiente presencia de ánimo para empuñar mi cámara y tomar una instantánea del valle, pero apuesto lo que queráis a que no mostrará más que una yerma extensión gris y horrores retorcidos.
Jarvis hizo una pausa y se estremeció.
–Nos arrastramos hasta la nave auxiliar, te llamamos e hicimos todo lo posible por recuperamos. Leroy tomó un buen trago de coñac; no nos atrevimos a probar los remedios que nos ofrecía Tweel porque su metabolismo es tan diferente del nuestro, que lo que para él era curación, para nosotros podía ser la muerte. Pero el coñac pareció causar efecto y por eso, después que hube cumplido con otra cosa que necesitaba hacer, regresamos. Eso es todo.
–¿Eso es todo? –inquirió Harrison–. Así pues, habéis resuelto todos los misterios de Marte, ¿no?
–¡Ni muchísimo menos! –replicó Jarvis–. Quedan numerosísimas preguntas por contestar.
–Sí –intervino Putz–. La evaporación... ¿cómo consiguen detenerla?
–¿En los canales? Me hice la misma pregunta al considerar su enorme extensión y la baja presión del aire. Lo lógico sería pensar que pierden muchísima agua, Pero la respuesta es simple: recubren el agua con una capa de petróleo.
Putz asintió con la cabeza, pero Harrison intervino:
–Eso es absurdo. Disponiendo solamente de carbón y de petróleo, esto es, de energía por combustión o eléctrica, ¿de dónde sacaron la energía necesaria para construir todo un sistema planetario de canales, de miles y miles de kilómetros? Recordad la tarea que representó para nosotros equilibrar los niveles entre los océanos en el canal de Panamá...
–La respuesta es fácil –sonrió Jarvis–, Consiste en la gravedad marciana y en el aire marciano, Piénsalo: Primeramente, la suciedad que extraían aquí sólo pesaba la tercera parte de lo que habría pesado en la Tierra. En segundo lugar, una máquina de vapor aquí lucha contra muchísima menor presión del aire que en la Tierra. En tercer lugar, aquí podían construir máquinas tres veces mayores sin el peso que habrían representado entre nosotros. Y, por último, todo el planeta está casi al mismo nivel. ¿Qué te parece mi razonamiento, Putz?
El ingeniero asintió.
–Sí, la máquina de vapor es aquí veintisiete veces más eficaz que en la Tierra.
–Entonces, ¿en qué consiste el último misterio? En eso precisamente, ¿no? –sugirió Harrison.
–¿Estás seguro? –inquirió Jarvis sarcásticamente–, Pero, ¿cuál era la naturaleza de aquella enorme ciudad vacía? ¿Para qué necesitan .los marcianos canales, si nunca los hemos visto comer o beber? ¿Visitaron realmente la Tierra antes del alborear de la Historia y qué energía impulsaba sus naves, si no era la energía atómica? Puesto que la raza de Tweel parece necesitar poca o ninguna agua, ¿están meramente trabajando en los canales a favor de criaturas superiores? ¿Hay otras inteligencias en Marte? Si no las hay, ¿qué era aquella rata con cara de demonio que vimos sobre el .libro? He ahí unos cuantos misterios por descifrar.
–Y algún otro que se me ocurre –gruñó Harrison, disparando de pronto una mirada llameante contra el bajito Leroy–. ¡Tú y tus visiones! «¡Yvonne!», ¿eh? El nombre de tu mujer es Marie, ¿no es cierto?
El bajito biólogo se arreboló.
–Sí –reconoció lastimeramente; dirigió al capitán unos ojos implorantes–. En París todo el mundo podría pensar otra cosa. No le dirás nada a Marie, ¿verdad?
Harrison soltó una pequeña carcajada.
–No es asunto mío –dijo–. Otra pregunta más, Jarvis: ¿Qué era, esa otra cosa que tenías que hacer antes de volver aquí?
La expresión de Jarvis sé tomó recelosa.
–Ah..., eso, –Vaciló–. Bueno, me pareció que le debíamos mucho a Tweel, por lo que, con un poco de trabajo, lo metimos en el cohete y lo llevamos a los restos del anterior. Y allí –acabó como disculpándose– le enseñé el motor atómico, lo puse en funcionamiento y se lo di.
–¿Que se lo diste? –rugió el capitán–, ¿Que le diste algo tan poderoso a una raza extraña, a una raza que algún día puede ser una raza enemiga?
–Sí, se lo di –dijo Jarvis–, Mira –arguyó defensivamente–, Esta miserable y reseca píldora desértica llamada Marte nunca podría servir de mucho a la más pequeña población humana. El desierto del Sahara es un campo mucho más apropiado para cualquier disputa imperialista, y está más cerca de casa. Por eso nunca tendremos como enemigos a los de la raza de Tweel. El único valor que encontraremos aquí es el trato comercial con los marcianos. Entonces, ¿por qué no había de. ofrecerle a Tweel una oportunidad de supervivencia? Disponiendo de energía atómica, podrán explotar su sistema de canales a un ciento por ciento, en lugar de sólo a un uno por cinco, como han demostrado los comentarios de Putz Podrán repoblar esas ciudades fantasmales; podrán reanudar el cultivo de sus artes y sus industrias; podrán comerciar con las naciones de la Tierra y, estoy seguro, podrán enseñarnos unas cuantas cosas, si... –hizo una pausa–, si saben manejar el motor atómico. Apostaría cualquier cosa a que sabrán. No tienen nada de tontos Tweel y sus marcianos de cara de avestruz.
Madre e hija
Philip José Farmer
Madre
Capítulo primero
–Mira mamá, el reloj está marchando para atrás.
Eddie Fetts señaló las manecillas de la esfera del reloj en la cabina de comando.
–Ha de haberlo descalabrado el choque –dijo la doctora Paula Fetts.
–Y eso, ¿cómo es posible?
–No sé, hijo. Yo no sé todas las cosas.
–¡Oh!
–¿Por qué estás tan contrariado? No soy técnico electrónico, soy patóloga.
–No te enojes tanto conmigo, mamá. No lo puedo soportar. No en este momento.
Eddie abandonó bruscamente la cabina. Su madre lo siguió, angustiada. El sepelio de los tripulantes de la nave y el de sus colegas científicos había sido una dura prueba para él.
Desde niño la visión de la sangre le provocaba náuseas y mareos; a duras penas había logrado vencer el temblor de sus manos lo suficiente para ayudarle a ella a ensacar los huesos y los órganos dispersos.
Él había querido arrojar los cadáveres al horno nuclear, pero ella se lo había prohibido. Los contadores Geiger, pulsando ruidosamente en el centro de la nave, anunciaban la invisible presencia de la muerte en la popa.
El meteoro que había chocado con la nave en el momento en que ésta salía de Traslación para entrar en el espacio normal había estropeado, al parecer, la sala de máquinas. Eso al menos le habían dado a entender los chillidos entrecortados de uno de sus colegas antes de que huyera despavorido a refugiarse en la cabina de comando. La doctora Fetts se había apresurado a buscar a Eddie. Temía que su puerta estuviera cerrada por dentro, pues su hijo había estado grabando el aria “Pesado cuelga el albatros” de la ópera El Viejo Marino de Gianelli.
Por fortuna, el sistema de emergencia había interrumpido automáticamente los circuitos de todas las cerraduras. Al entrar, lo había llamado a gritos, temiendo que pudiese estar herido. Lo encontró tendido en el suelo, semiinconsciente. Mas no a consecuencia del choque. El motivo de su estado, desprendido de su mano inerte, yacía en un rincón de la cabina: un termo de un galón provisto de un pezón de caucho. La boca abierta de Eddie exhalaba el olor característico del whisky de centeno, un tufo tan intenso que ni las píldoras Nodor habían podido neutralizar.
Ella le había ordenado secamente que se pusiera de pie y se acostara en la cama. Su voz, la primera que Eddie escuchara en su vida, atravesó la falange de Old Red Star. Se incorporó con dificultad y ella, más menuda, tuvo que poner en juego todas sus energías para ayudarlo a levantarse y llevarlo hasta la cama.
Después, acostándose a su lado, había ajustado sobre los dos cuerpos el cinto de seguridad. Tenía entendido que también había zozobrado el bote de salvamento y que ahora sólo dependía del capitán el que la nave pudiera descender sin nuevas vicisitudes en el Baudelaire, un planeta cartográficamente relevado, pero nunca explorado. El resto del pasaje había ido a sentarse detrás del capitán, amarrados a sus sillas de emergencia, incapaces de prestar ayuda excepto un silencioso apoyo. El apoyo moral no había bastado. La nave había descendido escorada a una velocidad excesiva. Los estropeados motores no la habían podido sostener. La proa había sufrido la peor parte del castigo. Y también los que estaban sentados en ella.
Estrechando contra su pecho la cabeza de su hijo, la doctora Fetts había orado a su Dios en voz alta. Eddie entre tanto roncaba y farfullaba. De pronto, una explosión, como si hubiesen estallado al unísono todas las puertas del infierno –un estruendo espeluznante como si la nave fuese el badajo de una campana gargantuesca que doblara el mensaje más aterrador que puedan escuchar oídos humanos–, un ramalazo de luz enceguecedora... y obscuridad y silencio.
Momentos después Eddie rompió a gritar con voz llorosa y aniñada:
–¡No me dejes morir, mamá! ¡Vuelve! ¡Vuelve!
Mamá estaba inconsciente a su lado, pero él no lo sabía. Lloró durante un rato, para volver a hundirse –si en algún momento había salido de él– en el nebuloso estupor de los vapores del centeno; y se quedó dormido. Otra vez, obscuridad y silencio.
Era el segundo día después del accidente, si podía llamarse «día» a esa penumbra crepuscular que reinaba en Baudelaire. La doctora Fetts no dejaba a su hijo ni a Sol ni a sombra. Sabía lo sensible, lo impresionable que era. Lo había sabido durante toda su vida y constantemente había tratado de evitarle todo cuanto pudiese perturbarlo.
Y lo había logrado, creía ella, hasta tres meses antes, cuando Eddie se había fugado con una muchacha.
La joven era Polina Fameux, la actriz de pelo rubio-ceniza y largas piernas, cuya imagen tridimensional, filmada y televisada, había viajado a planetas fronterizos donde un magro talento histriónico importaba menos que un busto opulento y bien torneado. Como Eddie era un famoso tenor del Metro, la boda había causado gran revuelo y sus ecos habían llegado a todos los confines de la galaxia civilizada.
A la doctora Fetts la fuga le había herido en carne viva; sin embargo, había logrado, pensaba ella, ocultar su resentimiento detrás de una máscara sonriente. No era que le doliese el tener que renunciar a él; al fin y al cabo, era ya un hombre hecho y derecho, no más su niñito. Aunque en verdad, si descontaba sus temporadas en el Metro y sus giras, desde los ocho años jamás se había apartado de su lado.
Eso fue cuando ella partió en viaje de bodas con su segundo marido. Pero tampoco aquella vez duró mucho tiempo la separación, porque Eddie había caído gravemente enfermo y su madre debió anticipar su regreso para atenderlo, ya que él insistía en que era la única persona capaz de sanarlo.
Por lo demás, tampoco podía considerar como pura pérdida sus temporadas en la ópera, pues Eddie la llamaba por el fonovisor todos los mediodías y mantenían larguísimas charlas, sin cuidarse por lo mucho que pudieran subir las cuentas del fonovideo.
Los ecos de la boda tenían apenas una semana de edad cuando fueron seguidos por otros más altisonantes. Traían la noticia de que Eddie y su mujer se habían separado. Dos semanas después, Polina pedía el divorcio por incompatibilidad. Los papeles del juicio le fueron entregados a Eddie en el departamento de su madre. Había vuelto a vivir con ella el día mismo en que Polina y él decidieron, de común acuerdo, que «la cosa no marchaba» o, como él se lo expresara a su madre, que «no se entendían».
La doctora Fetts sentía, naturalmente, una inmensa curiosidad por conocer los motivos de la separación, pero, como solía decir a sus amigos, «respetaba» el silencio de su hijo. Lo que no decía, lo que sólo se decía a sí misma, era que alguna vez Eddie terminaría por contárselo todo.
El «colapso nervioso» de Eddie comenzó al poco tiempo. Había estado muy irritable, melancólico y deprimido, pero su estado se agravó el día en que cierto amigo le contó a Eddie que cada vez que Polina oía mencionar su nombre, se echaba a reír a carcajadas. El amigo agregó que Polina había prometido narrar algún día la verdadera historia de su efímera unión.
Esa noche su madre tuvo que llamar al médico.
En los días subsiguientes, ella pensó en renunciar a su puesto en el departamento de investigaciones patológicas de De Kruif para dedicarse en cuerpo y alma a ayudar a su hijo a «salir a flote». Un indicio de la lucha que se libraba en su interior fue el hecho de que no pudiera decidirlo en el término de una semana. Ella, que por lo general, analizaba y resolvía rápidamente todos sus problemas, no podía resignarse a abandonar sus amados estudios en el campo de la regeneración tisular.
Cuando estaba ya a punto de recurrir al expediente que era para ella lo increíble, lo bochornoso –tirar una moneda– su superior la había llamado por fonovideo. Le comunicó que acababan de designarla para emprender, con un grupo de biólogos, un crucero de estudio a diez sistemas planetarios previamente seleccionados.
Llena de júbilo, había tirado al canasto los papeles destinados a internar a Eddie en una casa de salud. Y como él era bastante famoso, ella había puesto en juego todas sus influencias para conseguir que el gobierno le permitiese acompañarla. Ostensiblemente, iba a hacer un estudio de la evolución de la ópera en los planetas colonizados por los terráqueos. Que el crucero no visitaría ninguna de las colonias terrícolas fue, al parecer, un punto que los organismos pertinentes no tuvieron en cuenta. Pero no era la primera vez en la historia de un gobierno en que su mano izquierda no supiera lo que hacía su derecha.
En realidad, iba para que su madre lo «reconstruyera», pues ella se consideraba mucho más apta para curarlo que cualquiera de las terapias en boga: A, F, J, R, S, K, o H. Algunos de sus amigos aseguraban, es cierto, haber obtenido resultados asombrosos con alguna de las técnicas de búsqueda simbólica. Pero dos de sus compañeros más cercanos habían probado todas sin obtener beneficio alguno de ninguna de ellas. Ella era su madre; podía hacer por él mucho más que todas aquellas «alfabetomanías»; él era carne de su carne, sangre de su sangre. Y además, no estaba tan enfermo. Sólo que a veces caía en horribles melancolías y hacía dramáticas pero insinceras amenazas de suicidio, o se pasaba las horas sentado con la mirada perdida en el vacío. Pero ella sabía cómo manejarlo.
Capítulo segundo
Ahora lo siguió, pues, del reloj que marchaba para atrás hasta su cabina. Lo vio entrar, mirar por espacio de un segundo, y volverse a ella con el semblante demudado.
–Neddie se ha arruinado, mamá. Se ha arruinado por completo.
Ella echó un vistazo al piano, Se había desprendido de sus soportes murales en el momento del impacto, yendo a estrellarse contra la pared opuesta. Para Eddie no era simplemente un piano; era Neddie. Tenía la costumbre de poner apodos a todas las cosas con las que convivía durante algún tiempo. Era como si saltara de uno a otro apodo, a semejanza del viejo marino que se siente perdido si no divisa los conocidos y tranquilizadores mojones de la costa. De otro modo, Eddie parecía flotar, desvalido, a la deriva de un proceloso océano, un océano que era para él amorfo y anónimo.
O bien, analogía quizá más típica, era como el frecuentador de un club nocturno que tiene la sensación de hundirse, de ahogarse, si no salta de mesa en mesa, de uno a otro grupo de caras conocidas, esquivando los mudos rostros informes, los rostros de muñecos de los desconocidos.
No lloró por Neddie. Ojalá hubiese llorado, pensó ella. Se había mostrado tan apático durante el viaje. Nada, ni el esplendor sin par de las estrellas, ni el misterio inefable de los planetas desconocidos le despertaba mayor curiosidad. Si se echara a llorar o se riese a carcajadas, si dejase entrever algún indicio de reacción violenta ante los sucesos. Si le pegara o la insultara con «palabrotas», hasta eso la habría alegrado.
Pero no, ni siquiera durante la recuperación de los cadáveres mutilados, cuando por un momento creyó que iba a vomitar, había dado rienda suelta a su necesidad física de expresión. El vomitar, pensaba ella, le haría sentirse mucho mejor, pues le permitiría liberarse a la vez de tantas tensiones físicas y psíquicas.
Sin embargo, no vomitó. Siguió rastrillando carne y huesos y echándolos en las grandes bolsas de plástico, con una expresión reconcentrada de resentimiento y tristeza.
Ahora esperaba que la pérdida del piano le arrancase lágrimas, lo hiciera estallar en convulsivos sollozos. Entonces ella podría tomarlo en sus brazos y consolarlo. Sería otra vez su hijo pequeñito, temeroso de la obscuridad, asustado del perro muerto por un automóvil, el niño que buscaría en sus brazos la protección segura, el seguro amor.
–No te aflijas, nenito –le dijo–. Cuando nos rescaten te conseguiremos uno nuevo.
–¡Cuándo...!
Enarcó las cejas y se sentó en el borde de la cama.
–¿Y ahora qué hacemos?
La doctora Fetts adoptó repentinamente una actitud enérgica y eficiente.
–En el momento en que chocamos con el meteoro, el ultrad empezó a funcionar automáticamente. Si ha sobrevivido al impacto, todavía ha de estar enviando señales de SOS. De lo contrario, no hay nada que podamos hacer al respecto. Ninguno de nosotros sabe cómo repararlo.
«Sin embargo, es posible que en los últimos cinco años, desde que se localizó este planeta, hayan aterrizado aquí otras expediciones. No desde la Tierra, sino desde alguna de las colonias. O de planetas no humanos. ¿Quien sabe? Vale la pena probar. Veamos.»
Una sola mirada bastó para desbaratar sus esperanzas. El ultrad estaba retorcido y destrozado, a tal punto que ya no era reconocible como el mecanismo que enviaba ondas ultralumínicas a través del no-éter.
–Bueno –dijo la doctora Fetts con forzado optimismo–. ¡No hay más que hablar! ¿Y qué? Esto nos simplifica muchísimo las cosas. Vayamos a la bodega y veamos qué se puede hacer.
Eddie se encogió de hombros y la siguió. En la bodega ella insistió en que cada uno llevara un panrad. Si por una razón u otra debían separarse, tendrían siempre la posibilidad de comunicarse, y además, utilizando los BD –los buscadirección incluidos en el panrad–, localizarse mutuamente. Conocían, por haberlos usado en otras oportunidades, las aplicaciones de los instrumentos y sabían lo indispensables que eran en excursiones de exploración o de campamento.
Los panrad eran cilindros livianos de unos sesenta centímetros de altura y veinte de diámetro. Comprimidos en su interior, contenían los mecanismos de dos docenas de instrumentos diferentes. Sus baterías duraban un año sin necesitar recarga, eran prácticamente indestructibles y funcionaban en casi cualquier condición.
Tratando de mantenerse alejados del centro de la nave con su inmenso boquete, llevaron afuera los panrad. Eddie buscaba las bandas de onda larga mientras su madre giraba el dial que abarcaba la banda de onda corta. A decir verdad, ninguno de los dos esperaba oír nada, pero buscar era siempre mejor que permanecer ociosos.
Después de verificar que las ondas de frecuencia modulada no producían ningún sonido significativo, Eddie pasó a las ondas continuas. Una señal de punto-y-raya lo sobresaltó.
–¡Eh, mamá! ¡Algo en los mil kilociclos! ¡No modulada!
–Claro, hijo –dijo ella, con cierto fastidio en medio de su alegría–. ¿Qué otra cosa podías esperar de una señal radiotelegráfica?
Buscó la banda en su propio cilindro. Eddie la miraba, perplejo.
–Yo de radio no entiendo nada, pero esto no es Morse.
–¿Qué? ¡Debes estar equivocado!
–No... no me parece.
–¿Sí o no? Santo Dios, hijo, ¿no puedes estar seguro de nada?
Aumentó el volumen. Como los dos habían estudiado Galacto-Morse por el método «Aprenda mientras duerme», pudo situarlo rápidamente.
–Tienes razón. ¿Qué se te ocurre que pueda ser?
El fino oído de Eddie diferenció las pulsaciones.
–No es solamente punto y raya. Hay cuatro longitudes de tiempo diferentes.
Escuchó un momento más.
–Y tienen cierto ritmo. Puedo distinguir grupos definidos. ¡Ah! Ya va la sexta vez que percibo éste. Y aquí hay otro. Y otro.
La doctora Fetts meneó su rubia cabeza cenicienta. Ella no escuchaba nada más que una serie de zzt-zzt-zzt.
Eddie echó un vistazo a la aguja del Busca-Dirección.
–Viene del noroeste, por el este. ¿Intentamos localizarlo?
–Naturalmente –respondió su madre–. Pero sería preferible que comiéramos antes. No sabemos a qué distancia está ni con qué habremos de toparnos. Mientras yo preparo algo caliente, tú apronta nuestros avíos de campamento.
–De acuerdo –dijo Eddie con más entusiasmo que el que había mostrado desde hacía mucho tiempo.
Cuando volvió, comió todo lo que contenía el gran plato que su madre había preparado en el intacto hornillo de la cocina.
–Siempre tu guiso es el mejor del mundo –dijo.
–Gracias. Me alegra verte comer con apetito, hijo. Y me sorprende. Pensé que todo esto te caería mal.
Él agitó la mano vaga pero enérgicamente.
–El desafío de lo desconocido. Tengo el presentimiento de que esto va a resultar mejor de lo que pensábamos. Muchísimo mejor.
Ella se le acercó y le olió el aliento. Estaba limpio, inocente hasta el olor del guiso. Eso significaba que había tomado Nodor, lo cual sugería que había estado bebiendo a hurtadillas un poco de whisky. ¿Cómo si no explicarse su temeridad, su desprecio de los posibles peligros? Estaba irreconocible.
No hizo comentario alguno, pues sabía que si él pretendía ocultar una botella entre sus ropas o en su mochila mientras rastreaban las señales radiotelefónicas, ella no tardaría en descubrirla. Y en quitársela. Y él ni siquiera chistaría. Se la dejaría sacar de las manos mientras sus labios harían pucheros de resentimiento.
Capítulo tercero
Provistos de sus mochilas y de sendos panrads, emprendieron la marcha. Eddie llevaba un arma al hombro y ella había deslizado entre sus cosas su negro maletín de medicamentos e instrumentos de laboratorio.
El pleno mediodía del fin del otoño aparecía coronado por un débil sol rojo que a duras penas conseguía asomarse por entre la eterna doble capa de nubes. Su compañero, una burbuja más pequeña aún, de un color alilado, empezaba a ocultarse por el noroeste, detrás del horizonte. Eddie y su madre avanzaban en medio de una especie de crepúsculo claro, el máximo de luz que a cualquier hora del día lograba el Baudelaire. Sin embargo, a pesar de la penumbra, el aire era tibio: un fenómeno común en ciertos planetas situados detrás de la Cabeza de Caballo, fenómeno que se estaba investigando pero que todavía carecía de explicación.
El paisaje era montañoso, con profundas hondonadas. De tanto en tanto, cerros lo suficientemente altos y escarpados como para que se los pudiese llamar montañas embrionarias. Considerando la naturaleza escabrosa del terreno, la vegetación era asombrosamente exuberante. Arbustos de color verde pálido, rojos y amarillos, enredaderas y árboles pequeños se prendían a cada pedacito de tierra, horizontal o vertical. Todos tenían hojas relativamente anchas que giraban siguiendo al sol para captar la luz.
De tanto en tanto, a medida que los dos terráqueos recorrían ruidosamente la selva, bestezuelas multicolores semejantes a insectos y a mamíferos huían precipitadamente de un escondite a otro. Eddie decidió llevar el arma en el hueco del brazo. Luego, cuando se vio obligado a ascender y descender gateando barrancos y colinas y abrirse paso entre malezas que se tornaban imprevistamente enmarañadas, volvió a ponérsela al hombro, colgada de una correa.
Sin embargo, aquella marcha accidentada no era demasiado fatigosa. Pesaban unos diez kilos menos de lo que pesarían en la Tierra y a pesar de que el aire era más ligero, era más rico en oxígeno.
La doctora Fetts caminaba al mismo ritmo que su hijo. Treinta años mayor que el joven de veintitrés, pasaba, incluso vista de cerca, por su hermana mayor. Las píldoras longevidad se encargaban de eso. No obstante, él la trataba con toda la cortesía y la caballerosidad que uno cree deberle a la madre, ayudándola en las cuestas empinadas, pese a que el escalarlas no obligaba a su amplio pecho a reclamar más aire.
A la orilla de un riacho hicieron un alto para orientarse.
–Las señales han cesado –dijo Eddie.
–Es evidente –observó ella.
En aquel momento el detector de radar (DR) incluido en el panrad empezó a silbar. Ambos levantaron la vista automáticamente.
–No hay ninguna nave en el aire.
–Tampoco puede venir de esos cerros –señaló ella–. No hay nada más que un peñasco en la cima de cada uno. Rocas descomunales.
–Y sin embargo, me parece que viene de allí. ¡Oh! ¡Oh! ¿Viste lo que yo vi? Parecía una especie de caña muy alta que caía por detrás de aquella roca enorme.
Ella atisbo a través de la penumbra.
–Me parece que estás imaginando cosas, hijo. Yo no vi nada.
De pronto, sin que cesara el silbido, el zzt-zzt volvió a empezar. Luego de una sucesión de ruidos, ambos se detuvieron.
–Subamos y veamos lo que hay para ver –propuso ella.
–Alguna rareza –comentó él.
Ella no contestó.
Vadearon el riacho e iniciaron el ascenso. A mitad de camino se detuvieron un instante para husmear, desconcertados, una ráfaga de un olor muy penetrante que bajaba con el viento.
–Huele como una jaula repleta de monos –dijo él.
–En celo –agregó ella.
Si él tenía el oído más fino, ella tenía el olfato más aguzado.
Continuaron el ascenso. El DR empezó a emitir su pequeño campanilleo histérico. Eddie se detuvo, estupefacto. El BD indicaba que las vibraciones del radar no venían, como antes, de la cumbre de la montaña que estaban escalando, sino de una segunda que se alzaba al otro lado del valle. Repentinamente, el panrad, enmudeció.
–¿Qué hacemos ahora?
–Terminar lo que hemos empezado. Esta montaña. Luego iremos a la otra.
Encogiéndose de hombros, Eddie se apresuró a seguir tras del cuerpo alto y delgado de su madre, enfundado en largos mamelucos. Aquel olor la había excitado, literalmente, y ya nada podía detenerla. En el momento preciso en que llegaba al peñasco que coronaba la colina, y que tenía las dimensiones de una cabaña, Eddie le dio alcance. Ella se había detenido y observaba atentamente la aguja del BD, que luego de un vaivén impetuoso, se estabilizó en neutro. El olor a jaula de monos era muy potente ahora.
–¿Te parece que podría tratarse de algún tipo de mineral radiogenerador? –preguntó, decepcionada.
–No. Aquellos grupos de señales eran sistemáticos. Y este olor...
–¿Entonces, qué...?
Eddie no sabía si sentirse halagado o no por el hecho de que su madre, en forma tan obvia y repentina, hiciera recaer en él el peso de las responsabilidades y la acción. Se sentía orgulloso y a la vez curiosamente intimidado. Pero lo poseía una extraña animación. Casi, pensó, como si estuviera a punto de encontrar lo que había estado buscando durante mucho tiempo. Cuál había sido el objeto de aquella búsqueda, no sabía decirlo. Pero estaba excitado y no tenía mucho miedo.
Descolgó su arma, una combinación de doble caño de rifle y escopeta. El panrad seguía inmóvil.
–A lo mejor –dijo– ese peñasco está camuflando una base de espionaje –hasta a él le sonó ridículo lo que acababa de decir.
A sus espaldas, su madre contuvo el aliento y dejó escapar un grito. Eddie giró sobre sus talones y empuñó el arma, pero no había ningún blanco a la vista. Temblando, emitiendo sonidos incoherentes, su madre le señaló la cima de la montaña al otro lado del valle.
Él creyó ver una antena larga y fina que se proyectaba desde el peñasco monstruoso agazapado en la cúspide. Al mismo tiempo, dos pensamientos se disputaban el primer plano de su mente: uno, que era algo más que una simple coincidencia el que las dos montañas tuviesen en sus crestas estructuras de piedra casi idénticas, y dos, que la antena debió de ser tendida un momento antes, pues estaba seguro de no haberla visto la primera vez que miró.
Nunca llegó a comunicar a su madre sus conclusiones, pues algo delgado, flexible e irresistible lo asió por la espalda. Izado en el aire, fue transportado hacia atrás. Eddie dejó caer el arma y trató de asir las bandas o tentáculos que le rodeaban el cuerpo y de quebrarlo con sus manos. Inútil.
Tuvo una visión de su madre corriendo cuesta abajo. De pronto, una cortina se cerró y se encontró en la más impenetrable obscuridad.
Capítulo cuarto
Siempre suspendido en el aire, Eddie sintió que lo hacían girar en redondo. No podía estar seguro, claro está, pero tuvo la sensación de que ahora lo llevaban en dirección diametralmente opuesta. Al mismo tiempo, los tentáculos que le sujetaban los brazos y las piernas lo soltaron. Sólo la cintura seguía aprisionada, atenazada con tanta fuerza que lo hacía gritar de dolor.
Luego, las punteras de sus botas rebotaron contra una superficie elástica y se sintió empujado hacia adelante. Claudicante, enfrentado a quién sabe qué horrible monstruo, se sintió de pronto asaltado –no por un pico voraz ni por dientes ni por un cuchillo u otro mutilador instrumento cortante– sino por una oleada de aquel mismo olor a monos.
En otras circunstancias sin duda habría vomitado. Esta vez su estómago no tuvo tiempo de considerar si debía o no limpiar la casa. El tentáculo lo levantó a mayor altura y lo lanzó contra algo blando y elástico –algo carnoso y femenino– casi parecido a un pecho por su textura, suavidad y tibieza y por la delicada curva levemente insinuada.
Eddie sacó manos y pies para defenderse, pensando por un momento que iba a hundirse y quedar engullido, atrapado. La idea de una suerte de ameba gargantuesca escondida en una roca hueca –o en una concha de aspecto rocoso– lo hizo forcejear y gritar y empujar a aquella substancia protoplasmática.
Pero no le aconteció nada de eso. No lo sumergieron en una gelatina asfixiante y legamosa que, luego de arrancarle la piel y la carne, disolviera sus huesos. Una y otra vez, lo hicieron rebotar contra la suave superficie turgente. Y cada vez que chocaba contra ella, la empujaba, le asestaba puntapiés o puñetazos. Al cabo de una docena de estos actos aparentemente incoherentes, lo levantaron como para observarlo, como si la criatura o la cosa que así lo sacudía estuviera intrigada por su comportamiento.
Había cesado de gritar. Ahora los únicos sonidos audibles eran su bronca respiración y los chistidos y silbidos del panrad. En el momento mismo en que empezó a escucharlos, los chistidos cambiaron de ritmo para estabilizarse en una serie identificable de pulsaciones –tres unidades que se repetían una y otra vez.
–¿Quién eres tú? ¿Quién eres tú?
Naturalmente, también hubiera podido ser: «¿Qué eres tú?» o «¡Qué demonios!» o «¿Nor smoz ka pop?». O nada, semánticamente hablando.
Pero Eddie no creía que fuera esto último. Y cuando lo depositaron delicadamente en el piso, y el tentáculo desapareció en la obscuridad, sólo Dios sabe dónde, tuvo la certeza de que la criatura estaba comunicándose, o tratando de comunicarse con él.
Fue ese pensamiento el que lo disuadió de gritar y echar a correr por aquella cámara tenebrosa y fétida, buscando locamente una salida. Dominando su pánico, abrió un pequeño obturador del cilindro del panrad e introdujo en él el dedo índice de su mano derecha. Lo apoyó en el interruptor sin llegar a oprimirlo, y en el preciso momento en que el aparato cesó de transmitir, él emitió a su vez, lo mejor que pudo, las pulsaciones que había recibido. No tuvo necesidad de encender la luz y hacer girar el dial para sintonizar la banda de los mil kilociclos. El instrumento sintonizaría automáticamente esa frecuencia con la que acababa de recibir.
Lo más curioso era que el cuerpo le temblaba de los pies a la cabeza en forma casi incontrolable, con la sola excepción de una parte: su dedo índice, la única unidad que, le pareció, tenía una función claramente definida en esta situación por lo demás confusa. Era la parte de sí mismo que lo estaba ayudando a sobrevivir, la única parte que, por el momento, sabía lo que tenía que hacer. Hasta su cerebro parecía estar totalmente desvinculado de su dedo. Ese dígito era él mismo, y el resto sólo estaba unido a él por puro azar.
Cuando se interrumpió, comenzó otra vez el transmisor. Esta vez las unidades eran irreconocibles. Tenían cierto ritmo, pero no pudo darse cuenta qué significaban. Entre tanto, el DR emitía breves silbidos secos y entrecortados. Algo, un haz, en algún lugar de aquella obscura caverna, no le perdía pisada.
Apretó un botón de la tapa del panrad y la linterna empotrada en el aparato alumbró el área que tenía frente a él. Vio una pared de una substancia gomosa de color gris rojizo. En la pared se destacaba una ligera turgencia gris de forma vagamente circular, de poco más o menos un metro veinte de diámetro. A su alrededor, confiriéndole cierta semejanza con una medusa, había enroscados doce tentáculos muy largos y muy delgados.
Pese al temor de que si les daba la espalda los tentáculos pudieran asirlo de nuevo, su curiosidad lo instó a darse vuelta y examinar los alrededores a la luz de su linterna. Se encontraba en una cámara ovoide de unos diez metros de largo, cuatro de ancho y dos y medio a tres de altura en el centro. Estaba constituida por una substancia gris rojiza de textura uniforme con excepción de conductos azules y rojos, a intervalos irregulares. ¿Venas y arterias?
Una porción de la pared que tenía las dimensiones de una puerta presentaba una ranura vertical que la recorría de arriba a abajo y estaba también flanqueada por tentáculos. Eddie supuso que debía ser una especie de iris, el cual se había abierto para arrastrarlo a él al interior. Tentáculos agrupados en forma de estrella de mar aparecían aquí y allá por las paredes o colgaban del techo. En la pared opuesta a la del iris había un tallo largo y flexible provisto, en su extremo libre, de una golilla cartilaginosa. Cada vez que Eddie hacía algún movimiento, el tallo se movía y su extremo ciego lo seguía como una antena de radar sigue el rastro del objeto que intenta situar. Eso era. Y a menos que estuviese muy equivocado, el tallo era al mismo tiempo un receptor-transmisor de onda continua.
Paseó en torno el haz de su linterna. Cuando llegó al extremo más distante, contuvo el aliento. ¡Amontonadas, de frente a él había diez criaturas! Del tamaño de cerdos a medio crecer, a nada se parecían tanto como a caracoles despojados de sus conchas; carecían de ojos y el tallo que crecía de la frente de cada uno era una réplica diminuta del de la pared. No parecían peligrosos. Sus bocas, abiertas, eran pequeñas y sin dientes y su ritmo de locomoción debía ser lento, pues se arrastraban como caracoles sobre un ancho basamento muscular... un pie de carne.
Empero, si se quedaba dormido, aquellos seres podrían dominarlo por su fuerza numérica y quizás esas bocas segregaran un ácido capaz de digerirlo, o tuvieran un secreto aguijón ponzoñoso.
Sus lucubraciones fueron interrumpidas en forma violenta. Se sintió aprisionado, alzado en vilo y pasado a otro grupo de tentáculos. Llevado hasta más allá del tallo-antena, en dirección a las criaturas caracolimorfas. Justo antes de llegar al sitio donde se encontraban, lo inmovilizaron, de cara a la pared. Un iris, invisible hasta ese momento, se abrió de pronto. Eddie lo iluminó con el haz de su linterna, pero sólo alcanzó a divisar circunvoluciones de carne.
Su panrad emitió una nueva serie de señales –pin-pon-pen-pan–. El iris se dilató hasta alcanzar el ancho suficiente para admitir su cuerpo si se lo introducía de cabeza. O por los pies. Lo mismo daba para el caso. Los repliegues se desenmarañaron y se convirtieron en un túnel. O en una garganta. De miles de hoyos diminutos emergieron miles de dientes pequeñísimos, afilados como navajas. Centellearon un instante y volvieron a hundirse, pero antes de que hubieran desaparecido, mil otras diminutas lanzas maléficas se precipitaron hacia afuera adelantándose a los colmillos que retrocedían.
Moledora de carne.
Más allá de aquella formación asesina, en el fondo de la garganta, había una enorme bolsa de agua. Exhalaba vapor, y con el vapor un aroma semejante al del guiso de mamá. Trocitos de algo obscuro, presumiblemente carne, y pedazos de legumbres flotaban en la hirviente superficie.
Luego el iris se cerró, y lo pusieron de frente a las babosas. Suave, pero inequívocamente, un tentáculo le azotó las nalgas. Y el panrad chistó una advertencia.
Eddie no era tonto. Ahora sabía que las diez criaturas no eran peligrosas a menos que él las molestase. En cuyo caso, acababa de ver adonde iría a parar si no se portaba bien.
Una vez más fue izado y transportado a lo largo de la pared hasta rebotar contra la mancha gris claro. El olor a jaula de monos, que se había atenuado, volvió a intensificarse. Eddie descubrió que provenía de un pequeño orificio que apareció en la pared.
Cuando no reaccionó –no tenía aún idea alguna de cómo se suponía que debía actuar– los tentáculos lo soltaron en forma tan sorpresiva que cayó de espaldas. Ileso al rebotar sobre la carne muelle, se levantó.
¿Cuál podría ser el próximo paso? Inventario de recursos. Recuento: el panrad. Un saco de dormir, que no iba a necesitar mientras persistiese la presente temperatura demasiado cálida. Un frasco de cápsulas Old Red Star. Un botella térmica con su correspondiente pezón. Una caja de raciones A-2-Z. Un hornillo plegadizo. Cartuchos para su arma de doble caño, que ahora yacía fuera de la concha rocosa de la criatura. Un rollo de papel higiénico. Cepillo de dientes. Dentífrico. Jabón. Toalla. Píldoras: Nodor, hormona, vitamina, longevidad, reflejo y somníferas. Y un alambre fino como un hilo, de treinta metros de longitud cuando estaba desenrollado, que aprisionaba en su estructura molecular cien sinfonías, ochenta óperas, mil tipos de piezas musicales diferentes y dos mil obras famosas de la literatura, que abarcaban de Sófocles a Dostoievsky y los best-sellers más recientes. Podía hacerlo funcionar en el interior del Panrad.
Lo insertó, apretó un botón y habló:
–Grabación de Eddie Fetts de Che Gélida Manina de Puccini, por favor.
Y mientras escuchaba complacido su magnífica voz, abrió una lata que había encontrado en el fondo de la mochila. Su madre había guardado en ella el resto del guiso de su última comida en la nave.
Sin saber lo que le sucedía, pero seguro, por alguna misteriosa razón, de que por el momento estaba a salvo, mascó lentamente la carne y las legumbres con genuina satisfacción. Tal transición de la repugnancia al apetito era frecuente en Eddie.
Limpió la lata y finalizó la merienda con un par de galletitas y una tableta de chocolate. El racionamiento quedaba excluido. Mientras le durasen los víveres, comería bien. Luego, si nada nuevo ocurría... Pero para entonces –se tranquilizó mientras se chupaba los dedos–, su madre, que estaba en libertad, encontraría algún medio de sacarlo del atolladero. Como siempre lo hiciera.
Capítulo quinto
El panrad, silencioso durante un rato, empezó a emitir señales. Eddie proyectó el haz de su linterna sobre la antena y vio que apuntaba en dirección a los seres caracolimorfos, a los cuales, siguiendo su costumbre, les había puesto ya un apodo. Babbos los llamaba.
Los Babbos reptaron hacia la pared y se detuvieron antes de llegar a ella. Sus bocas, situadas en lo alto de sus cabezas, se abrían y cerraban como los picos de otros tantos pichones famélicos. El iris se abrió y dos labios adoptaron la forma de una espita. Una espita de la cual manaba un chorro de agua hirviente con trocitos de carne y legumbres. ¡Guiso! ¡Guiso que caía con precisión infalible en cada boca ávida!
Así fue como Eddie aprendió la segunda frase del lenguaje de Mamá Polifema. El primer mensaje había sido: «¿Qué eres tú?» Éste era: «¡Venid a buscarlo!»
Eddie experimentó. Emitió una repetición de lo que acababa de oír. Al unísono, los Babbos –con excepción del que estaba siendo alimentado– volviéronse a él y reptaron unos pocos centímetros antes de detenerse, perplejos.
Puesto que Eddie estaba transmitiendo, los Babbos debían de tener una especie de BD interno. De lo contrario, no habrían podido distinguir sus pulsaciones de las de su Madre.
Inmediatamente después, un tentáculo azotó a Eddie a través de los hombros y lo derribó. El panrad crepitó su tercer mensaje inteligible: «¡No lo hagas nunca más!»
Y luego un cuarto, una orden que los diez cachorros obedecieron, reptando hasta retornar a su primitiva posición.
–Por aquí, hijos.
Sí, ellos eran la prole; vivían, comían, dormían, jugaban y aprendían a comunicarse en el útero de su Madre... la Madre. Eran la descendencia móvil de esa vasta criatura inmóvil que había atrapado a Eddie como una rana atrapa a una mosca. Esta Madre. Ella que, a su vez, había sido un Babbo hasta que creció y adquirió las dimensiones de un cerdo y fue expulsada del útero de su Madre. Y que, enrollada en apretado ovillo, había rodado cuesta abajo por la ladera de su montaña natal, se había abierto al llegar al pie, trepado lentamente la ladera de la montaña vecina, rodado otra vez cuesta abajo, y así sucesivamente. Hasta encontrar la concha vacía de una adulta muerta. O, si quiso ser una ciudadana de primera categoría en el seno de una sociedad y no una desprestigiada occupée, buscó la cresta desnuda de una alta montaña –cualquier eminencia que abarcara una gran franja de territorio– y allí se acurrucó.
Y echó muchos zarcillos delgados como hilos en el suelo y en las fisuras de las rocas, zarcillos que se sustentaron de la grasa de su cuerpo y que crecieron y se extendieron hacía abajo y se ramificaron en nuevos zarcillos. Bajo tierra, las raicillas trabajaban; la química instintiva; buscando y encontrando el agua, el calcio, el hierro, el cobre, el nitrógeno, el carbono; seduciendo a las lombrices de tierra y a los gorgojos y a las larvas, acosándolos hasta arrancarles los secretos de sus grasas y proteínas; desmenuzando las substancias necesarias en obscuras partículas coloidales; aspirándolas por los conductos filiformes de los zarcillos, y de allí al cuerpo pálido y adelgazado, acurrucado en un espacio llano en la cima de un cerro, una montaña, una cumbre.
Allí, utilizando los diseños almacenados en las moléculas del cerebelo, su cuerpo tomó los bloques de elementos de construcción y modeló con ellos una delgadísima concha de los materiales más abundantes, un broquel lo suficientemente espacioso para poder refugiarse en él mientras sus enemigos naturales, las ladinas y famélicas bestias depredadoras que rondaban por el penumbroso Baudelaire, lo olían y arañaban en vano.
Entonces, la mole de su cuerpo, en perpetuo crecimiento, formaba sus repliegues y reabsorbía la dura corteza. Y si durante ese período de unos pocos días no la descubrían dientes afilados, forjaría un caparazón nuevo y más grande. Y así sucesivamente doce veces, o quizá más.
Hasta convertirse en el cuerpo monstruoso y profundamente transformado de una hembra adulta y virgen. Por afuera estaba la substancia que tanto se parecía a un peñasco y que era, en verdad, roca; granito, diorita, mármol, basalto y quizá simple piedra caliza. O algunas veces hierro, vidrio o celulosa.
En el interior, en el centro mismo, estaba el cerebro, probablemente tan grande como el de un hombre. A su alrededor, las toneladas de órganos: el sistema nervioso, el potente corazón –o los corazones–, los cuatro estómagos, los generadores de microondas y ondas largas, los riñones, los intestinos, la tráquea, los órganos del olfato y el gusto, la fábrica de perfumes que producía los olores excitantes que atraían a los animales, pájaros, y el inmenso útero. Y las antenas; la pequeña antena interna para instruir y vigilar a la prole, y un tallo largo y poderoso en el exterior, retráctil en caso de peligro, que se proyectaba desde el vértice del caparazón.
El paso siguiente consistía en la transición de virgen a Madre, condición inferior a condición superior, que ella indicaba en su lenguaje pulsátil por medio de una pausa más prolongada antes de una palabra. No podía, hasta ser desflorada, ocupar un lugar prominente en su sociedad. Sin recato, sin rubores, ella misma tomaba la iniciativa, hacia las proposiciones amorosas, ella se ofrecía y se entregaba.
Después de lo cual, se comía a su macho.
El reloj del panrad le dijo a Eddie que llevaba treinta días de prisión cuando se enteró de esta pequeña novedad. Lo escandalizó, no porque ofendiera a su moral, sino porque él mismo había estado destinado a ser el macho. Y la cena.
Su dedo pulsó:
–Dime, Madre ¿qué quieres decir?
No se había preguntado hasta ese momento cómo podría reproducirse una especie que carecía de machos. Ahora descubría que, para las Madres, todas las criaturas, excepto ellas mismas, eran machos. Las Madres eran inmóviles y hembras. Los móviles eran machos. Eddie era un móvil. Por consiguiente, era un macho.
Eddie había conocido a esta Madre durante la época del celo, es decir, a mitad de camino en la cría de una camada de pequeñuelos. Ella lo había detectado cuando avanzaba por la orilla del riacho, en el valle. Cuando él llegó al pie de la montaña, había detectado su olor. Era un olor nuevo para ella. Lo más semejante que pudo encontrar en sus bancos de memoria fue el olor de una bestia que se le parecía. Por la descripción que ella le hizo, él sospechó que se trataba de un mono. Así pues, había descargado de su repertorio aquel olor a mono en celo. Cuando él, aparentemente, cayó en la trampa, lo cazó.
Lo que él debía hacer era atacar el núcleo conceptivo, esa turgencia de color gris claro de la pared. Después que la hubiera tajado y desgarrado lo suficiente como para que comenzaran los misteriosos procesos de la preñez, sería arrojado en su iris-estómago.
Por suerte para él, Eddie no tenía el pico afilado, no tenía el colmillo ni la zarpa. Y ella había recibido del panrad las mismas señales que había transmitido.
Eddie no comprendía por qué era necesario tener un móvil para el apareamiento. Una Madre tenía la inteligencia suficiente como para recoger una piedra filosa y lacerarse ella misma el lugar.
Se le hizo comprender que la concepción no se produciría si no estaba acompañada por cierta estimulación placentera de los nervios: un frenesí y su satisfacción. Por qué era necesario ese estado emocional, Madre no lo sabía.
Eddie intentó explicarle cosas tales como los genes y los cromosomas y por qué razón tenían que estar presentes en las especies más evolucionadas.
Madre no comprendió.
Eddie se preguntó si el número de tajos y heridas infligidos al núcleo correspondían al número de vástagos. O si había un número mayor de posibilidades en las cintas hereditarias esparcidas bajo el tegumento conceptivo. Y si la irritación fortuita y la consiguiente estimulación de los genes era comparable a la fortuita combinación de genes en el apareamiento del macho y la hembra humanos, lo cual daba como resultado hijos con rasgos que eran combinaciones de los de sus progenitores.
¿Acaso la devoración inevitable del móvil, una vez consumado el acto, entrañaba algo más que un mero reflejo emocional y alimentario? ¿O sugería que el móvil, con sus garras y picos, se apoderaba de los nodogenes junto con los jirones de piel, y que esos genes, al sobrevivir a la cocción en el estómago-marmita, eran luego expulsados con las heces? ¿Era allí donde con sus picos, dientes o patas los recogían los animales y los pájaros, y luego, al ser aprisionados por otras Madres, en ese indirecto acto de violación, llevaban los agentes portadores de la herencia al núcleo conceptivo en el momento mismo del ataque e implantaban los nódulos en la piel y la sangre de la turgencia mientras otros nódulos se preparaban para recomenzar el ciclo? Y luego, ¿los móviles eran comidos, digeridos y expulsados en este ciclo obscuro pero interminable? ¿Se aseguraba así la continua, si bien fortuita, combinación de genes, la posibilidad de variación en la descendencia, las oportunidades de mutaciones, y así sucesivamente7
Madre pulsó que estaba perpleja.
Eddie desistió. Jamás lo sabría. ¿Acaso importaba, después de todo?
Decidió que no y abandonó la posición postrada para pedir agua. Ella estiró su iris y vertió en el termo un litro de agua tibia. Eddie le echó una píldora y lo agitó hasta disolverla. Y bebió un facsímil soportable de Old Red Star. Prefirió el fuerte y áspero whisky de centeno, aunque hubiera podido darse el lujo de uno más suave. Lo que le interesaba era obtener resultados inmediatos. El sabor en sí no le importaba, pues detestaba por igual el de todas las bebidas alcohólicas. Bebió entonces ese brebaje que, con estremecimientos de repulsión, bebían todos los borrachines que patinaban en las callejas próximas a las cantinas, y al que rebautizaban con el nombre de Old Rotten Tar1 , maldiciendo la mala estrella de haber caído tan bajo como para tener que tragar tamaña inmundicia.
El whisky ardió en su vientre y se dispersó rápidamente por sus miembros y trepó a su cabeza. La única sensación de frío era el pensar en las pocas cápsulas que le quedaban. Cuando se le acabasen ¿qué sería de él? Era en momentos como aquél cuando más echaba de menos a su madre.
El pensar en ella le hizo brotar algunos lagrimones. Moqueó y bebió otro sorbo y cuando el más grande de los Babbos le pidió, con un codazo, que le rascase el lomo, Eddie le echó en la boca un chorro de Oíd Red Star. Un trago para un Babbo. Se preguntó, en vano, qué efecto tendría en el futuro de la raza la afición al whisky.
En ese momento lo asaltó una idea que se le ocurrió salvadora. Estas criaturas podían sorber de la tierra los elementos necesarios para elaborar con ellos estructuras moleculares sumamente complejas. Siempre y cuando, es claro, tuviesen una muestra de la substancia deseada, para empollarla en algún órgano críptico.
Pues bien, ¿qué más sencillo que darle a ella una de las codiciadas cápsulas? Una podía convertirse en cualquier cantidad. Esas cápsulas, más el agua bombeada en el riacho cercano, daría lo suficiente como para poner verde de envidia al patrón de cualquier destilería clandestina.
Se lamió los labios y estaba a punto de emitir su pedido, cuando lo que ella estaba transmitiendo despertó su curiosidad.
Casi malignamente comentaba que su vecina del otro lado del valle se estaba dando ínfulas porque también ella tenía prisionero a un móvil comunicante.
Capítulo sexto
Las Madres tenían una sociedad tan jerárquica como el protocolo de mesa en Washington o el orden del picoteo en un corral. Lo que contaba era el prestigio, y el prestigio estaba determinado por la potencia trasmisora, la altura de la eminencia en la cual la Madre estaba asentada, que determinaba a su vez el alcance territorial de su radar, y por la abundancia, la originalidad y el ingenio de sus chismorreos. La criatura que había atrapado a Eddie era una reina. Gozaba de precedencia sobre unas treinta de su misma especie; todas ellas debían permitirle trasmitir primero y ninguna se atrevía a empezar a pulsar hasta que ella callaba. Luego, la segunda en orden jerárquico comenzaba, y así en orden descendente. Cualquiera de ellas podía ser interrumpida en cualquier momento por la Número Uno, y si alguna de jerarquía inferior tenía algo interesante para trasmitir, podía interrumpir a la que estaba hablando y obtener el permiso de la reina para narrar su historia.
Eddie conocía este hecho, pero no podía sintonizar directamente el cotorreo entre cumbre y cumbre. El espeso caparazón seudogranítico se lo impedía y lo obligaba a depender del tallo uterino de la Madre para recibir información retransmitida.
De tanto en tanto Madre abría la puerta y dejaba salir a su prole a reptar por los alrededores. Allí practicaban emisión y trasmisión con los Babbos de la Madre del otro lado del valle. Alguna que otra vez esa Madre se dignaba pulsar para los pequeños y la carcelera de Eddie se lo retribuía trasmitiendo para sus retoños.
Reciprocidad.
La primera vez que los chiquillos se habían desplazado pasito a paso a través del iris-salida, Eddie había intentado, imitando a Ulises, hacerse pasar por uno de ellos y reptar puertas afuera entre la manada. Sin ojos, mas no Polifemo. Madre lo había izado con sus tentáculos y llevado de vuelta al interior.
Fue a raíz de este incidente que él le puso el nombre de Polifema.
Sabía que ella había acrecentado inmensamente su ya poderoso prestigio por poseer esa rareza única –un móvil trasmisor–. Tanto había crecido su importancia que las Madres de los confines de su zona de influencia retransmitían las noticias de Polifema a las más alejadas. Antes que Eddie hubiera aprendido su lenguaje, ya el continente entero estaba enganchado. Polifema se había convertido en una verdadera columnista de chismografía. Decenas de miles de criaturas acurrucadas en cumbres montañosas escuchaban con avidez los pormenores de sus relaciones con la paradoja andante: un macho semántico.
Eso había sido maravilloso. Luego, muy recientemente, la Madre del otro lado del valle había capturado a una criatura similar. Y se había convertido de golpe en la Número Dos de la región. Y al mínimo traspié por parte de Polifema, conquistaría para sí el rango supremo.
Eddie se excitó terriblemente con esta novedad. Había fantaseado a menudo con su madre, preguntándose en qué andaría. Cosa curiosa, terminaba muchas de aquellas fantasías refunfuñando, reprochándole casi audiblemente el haberlo abandonado, el no hacer nada por tratar de rescatarlo. Cuando tomaba conciencia de su actitud, se sentía avergonzado. No obstante, el sentimiento de abandono estaba siempre presente en sus pensamientos.
Ahora sabía que estaba viva y que había sido capturada, probablemente mientras trataba de rescatarlo. Despertó del letargo que durante los últimos días lo había hecho dormitar, por así decirlo, de sol a sol. Le preguntó a Polifema si abriría su iris para permitirle hablar directamente con el otro cautivo. Ansiosa por escuchar una conversación entre dos móviles, ella se mostró muy asequible. Esa conversación le proporcionaría material para una montaña de chismes. Lo único que empañaba su alegría era el saber que también la otra Madre tendría acceso a ellos.
Luego, recordando que todavía era la Número Uno, y que sería la primera en propalar los detalles, tembló con tanto orgullo y éxtasis que Eddie sintió que el piso trepidaba bajo sus pies.
Abierto el iris, Eddie salió por él y atisbo hacia el otro lado del valle. Las faldas de las montañas seguían estando verdes, rojas y amarillas, porque en Baudelaire las plantas no perdían su follaje durante el invierno. Pero unas pocas manchas blancas indicaban que ya había llegado la estación de las nieves. La mordedura del aire frío sobre su piel desnuda lo hizo tiritar. Hacía tiempo que se había quitado sus ropas. El calor uterino se las había tornado insoportables; además, Eddie, por ser humano, había tenido que desembarazarse de sus desechos. Y Polifema, por ser una Madre, había tenido que expulsar la suciedad con un chorro de agua caliente proveniente de uno de sus estómagos. Cada vez que las ventosas del conducto soltaban torrentes que arrastraban los desperdicios a través de la puerta-iris, Eddie se empapaba hasta los tuétanos. Cuando renunció a estar vestido, sus ropas habían salido flotando hacia el exterior. Y sólo sentándose sobre ella había evitado que su mochila corriese la misma suerte.
Acto seguido, él y los Babbos habían sido secados con aire caliente bombeado a través de las mismas ventosas y proveniente de la poderosa serie de pulmones. Eddie se sentía bastante a gusto –siempre le habían gustado las duchas– pero la pérdida de sus ropas había sido otra de las razones que le impidiera escapar. Afuera, a menos que encontrase rápidamente la nave, no tardaría en morirse de frío. Y no estaba seguro de recordar el camino de regreso.
Así pues, ahora, al salir al exterior, retrocedió uno o dos pasos para que el aire templado de Polifema lo envolviese desde los hombros como una capa.
Escudriñó la media milla que lo separaba de su madre, pero no alcanzó a verla. La luz crepuscular y la obscuridad que reinaba en el interior de su captora se la ocultaban.
Señalizó en Morse:
–Conecta el parlante, misma frecuencia.
Paula Fetts hizo lo que su hijo le indicaba. Empezó por preguntarle frenéticamente si se encontraba bien.
Le respondió que estaba muy bien.
–¿Me has extrañado terriblemente, hijo?
–Oh, muchísimo.
Y mientras le decía esto, se preguntaba vagamente por qué su voz sonaría tan hueca. La desesperación de no volver a verla nunca más, probablemente.
–Yo casi me vuelvo loca, Eddie. Cuando te capturaron eché a correr a todo lo que me daban las piernas. No tenía ninguna idea de qué clase de horrible monstruo era el que nos estaba atacando. Y entonces, a mitad de camino cuesta abajo, me caí y me fracturé una pierna...
–¡Oh, no, mamá!
–Sí. Pero conseguí arrastrarme hasta la nave. Y allí, después de componérmela, me di inyecciones de B. K. Sólo que mi organismo no reaccionó como era de esperar. Hay personas así, tú sabes, tardé el doble en curarme.
«Pero ni bien pude caminar, saqué un arma y una caja de dinamita. Iba a volar lo que suponía era una especie de fortaleza en la roca, una avanzada de algún ser extraterreno. No tenía idea alguna de la verdadera naturaleza de estas bestias. Ante todo, sin embargo, decidí explorar. Iba a espiar el peñasco desde el otro lado del valle. Pero esta cosa me atrapó.
«Óyeme, hijo, antes que me interrumpan, quiero decirte que no pierdas las esperanzas. Dentro de poco saldré de aquí e iré a rescatarte.»
–¿Cómo?
–No sé si recordarás que mi maletín de laboratorio contiene una serie de carcinógenos para trabajo de campo. Bueno, tú sabes que algunas veces el núcleo conceptivo de una Madre cuando es desgarrado durante la fecundación, en vez de engendrar pequeñuelos, degenera en cáncer –lo contrario de la preñez–. Le he inyectado un carcinógeno en el núcleo y ya ha desarrollado un precioso carcinoma. Morirá dentro de pocos días.
–¡Mamá! ¡Quedarás sepultada debajo de esa mole en putrefacción!
–No. Esta criatura me ha dicho que cuando muere una de su especie, un reflejo abre los labios. Ello para permitir que su prole –si la tiene– pueda escapar. Escucha, yo...
Un tentáculo se enroscó alrededor de Eddie y lo llevó nuevamente al interior del iris, el cual se cerró.
Cuando volvió a conectar O. C., oyó:
–¿Por qué no comunicaste? ¿Qué estuviste haciendo? ¡Dime! ¡Dímelo!
Eddie se lo dijo. Hubo un silencio que sólo podía interpretarse como desconcierto. Una vez que Madre volvió a sus cabales, le dijo:
–De ahora en adelante hablarás con el otro macho por mi intermedio.
Era evidente que envidiaba y detestaba su capacidad de cambiar de longitud de onda y quizá le había costado aceptar la idea.
–Por favor –insistió Eddie, sin saber lo peligrosas que eran las aguas en que se estaba internando–. Por favor, déjame hablar con mi madre de...
Por primera vez la oyó tartamudear.
–¿C-c-cómo? ¿Tu m-m-Madre?
–Sí, por supuesto.
El piso se estremeció bajo sus pies. Eddie gritó y se sujetó para no caer y finalmente encendió la luz. Las paredes latían como gelatina sacudida y las columnas vasculares habían virado del rojo y el azul al gris. El iris-entrada colgaba como una boca laxa, abierto de par en par y el aire se enfriaba. Percibía con las plantas de los pies el brusco descenso de temperatura en la carne de Madre.
Eddie tardó un rata en comprender.
Polifema se encontraba en estado de shock.
Lo que habría podido acontecer si hubiera permanecido en ese estado, nunca lo supo. Ella hubiera podido morirse y expulsarlo fuera de su concha, al frío del invierno, antes de que su madre pudiese escapar. En cuyo caso, si no encontraba la nave, moriría. Acurrucado en el rincón más caliente de la cámara ovoide, Eddie consideró esa posibilidad que lo hizo temblar con una intensidad que el frío proveniente del exterior no justificaba.
Capítulo séptimo
Sin embargo, Polifema tenía su propio método curativo. Consistía en vomitar el contenido de su estómago-marmita, que indudablemente se había llenado con los venenos expulsados por su sistema a causa de la conmoción. La evacuación de esos venenos era la manifestación física de la catarsis psíquica. El diluvio era tan impetuoso que su hijo adoptivo estuvo a punto de ser arrastrado por la hirviente marejada, pero ella, en una reacción instintiva, había enroscado sus tentáculos alrededor de Eddie y de los Babbos. Luego de la primera arcada, había evacuado sus otras tres bolsas de agua, la segunda caliente y la tercera tibia y la cuarta, recién llenada, fría.
Eddie gimoteó cuando el agua helada lo empapó.
Los iris de Polifema volvieron a cerrarse. Poco a poco, el piso y las paredes cesaron de temblar; la temperatura se elevó; y sus venas y arterias recuperaron su coloración roja y azul. Estaba otra vez bien. O parecía estarlo.
Pero cuando, al cabo de veinticuatro horas de espera, él intentó, cautelosamente, abordar el tema, descubrió que ella no sólo no quería hablar de él, sino que se negaba a admitir la existencia del otro móvil.
Eddie, renunciando a toda esperanza de conversación, caviló durante largo rato. La única conclusión a que pudo llegar, y estaba seguro de haber captado su psicología lo suficiente para convalidarla, fue que el concepto de un móvil hembra era para ella absolutamente inadmisible.
Su mundo estaba dividido en dos: lo móvil y su propia especie, lo inmóvil. Móvil significaba alimento y apareamiento. Móvil significaba macho. Las Madres eran... hembras.
Cómo se reproducían los móviles era algo que tal vez nunca había entrado en las mentes de estas criaturas acurrucadas en las montañas. Su ciencia y su filosofía no pasaban del nivel instintivo-corporal. Si tenían alguna noción de que la generación espontánea o la fisión amebiana podía ser responsable de la continua población de móviles, o si daban simplemente por sentado que éstos «crecían», como Topsy, Eddie nunca lo descubrió. Para ellas, ellas eran hembras y el resto del cosmos protoplasmático era macho.
Así eran las cosas. Cualquier otra idea era más que inmunda, obscena y blasfema. Era... impensable.
Sus palabras habían infligido a Polifema un profundo trauma. Y aunque al parecer se había recobrado, en algún lugar recóndito de aquellas toneladas de carne inimaginablemente complicada, había quedado sepultada una magulladura. Como un capullo cárdeno, había florecido, oculta, y la sombra que proyectaba aislaba cierto recuerdo, cierto tramo de la memoria, de la luz de la conciencia. Y esa sombra amoratada cubría el tiempo y el suceso que la Madre, por razones insondables para el ser humano, consideraba necesario excluir con la señal NO ACERCARSE.
Así, aunque Eddie no lo expresara con palabras, lo comprendió en las células de su cuerpo, lo intuyó y lo supo, como si sus huesos estuviesen profetizando sin que su cerebro lo oyera, lo que habría de pasar.
Sesenta y seis horas más tarde en el reloj del panrad, los labios-entrada de Polifema se abrieron. Sus tentáculos se precipitaron fuera de la cámara, para volver trayendo a su madre que forcejeaba, desvalida.
Eddie, bruscamente despertado, horrorizado, paralizado, la vio arrojarle su maletín de laboratorio y la oyó proferir un grito inarticulado. Y la vio caer, de cabeza, en el interior del iris-estómago.
Polifema había recurrido a la única forma segura de enterrar la prueba.
Eddie yacía boca abajo, la nariz aplastada contra la tibia y apenas palpitante carne del piso. De vez en cuando sus manos se cerraban espasmódicamente como si tratasen de asir alguna cosa que alguien ponía una y otra vez a su alcance para luego alejarla.
Cuánto tiempo había estado allí, no lo sabía, porque nunca más había mirado el reloj.
Por último, en la obscuridad, se incorporó y soltó una risita idiota.
–Mamá siempre hacía guisos sabrosos.
Esa frase fue el disparador. Volvió a apoyarse sobre sus manos, echó la cabeza hacia atrás y aulló como un lobo en una noche de luna llena.
Polifema era, claro está, sorda como una tapia, pero pudo radar su postura, y su aguzado olfato dedujo del olor de su cuerpo que lo dominaban un miedo y una congoja terribles.
Un tentáculo se deslizó hacia afuera y lo envolvió suavemente.
–¿Qué te pasa? –siseó el panrad.
Él introdujo su dedo en el orificio de la perilla.
–¡He perdido a mi madre!
–¿?
–Se ha ido y ya nunca volverá.
–No entiendo. ¡Aquí estoy!
Eddie dejó de llorar e irguió la cabeza como si estuviese escuchando una voz interior. Moqueó un par de veces y se enjugó las lágrimas, se desprendió lentamente del tentáculo, lo acarició, fue hasta el rincón donde yacía su mochila, y sacó de ella el frasco de cápsulas de Old Red Star. Echó una en el termo; la otra se la entregó a ella con el pedido de que la duplicase, si le era posible. Luego se tendió de flanco, apoyado sobre un codo, como un romano en sus orgías, mamó el whisky del pezón y escuchó una miscelánea de Beethoven, Moussorgsky, Verdi, Strauss, Porter, Feinstein y Waxworth.
Así el tiempo –si había allí tal cosa– fluía a su alrededor. Cuando se cansaba de la música, el teatro o los libros, sintonizaba las emisoras locales. Cuando tenía hambre, se levantaba y caminaba –o a menudo reptaba simplemente– hasta el iris-marmita. En su mochila quedaban latas de raciones; él había planeado comerlas hasta tener la certeza de que... ¿qué era lo que le estaba prohibido comer? ¿Veneno? Algo había sido devorado por Polifema y los Babbos. Pero en algún momento, durante la orgía melo-alcohólica, había olvidado qué. Ahora comía con excelente apetito y sin pensar en nada más que en la satisfacción de sus necesidades.
Algunas veces el iris-puerta se abría, y Billy Verdulero saltaba al interior. Billy parecía una cruza de grillo y canguro. Tenía el tamaño de un perro ovejero y llevaba en una bolsa abdominal semejante a la de los marsupiales, legumbres, frutas y nueces. Las extraía con zarpas quitinosas. de un verde brillante y se las entregaba a Madre a cambio de comidas guisadas. Simbionte feliz, gorjeaba alegremente mientras sus ojos multifacetados, que giraban independientemente el uno del otro, contemplaban el uno a los Babbos y el otro a Eddie.
Eddie, impulsivamente, abandonó la banda de los 100 kilociclos y recorrió las frecuencias hasta que descubrió que tanto Polifema como Billy estaban emitiendo en la onda de 108. Ésa, al parecer, era su señal natural.
Cuando Billy tenía víveres para entregar, propalaba. Polifema, a su vez, cuando los necesitaba, le respondía. No había en Billy ninguna inteligencia; no era nada más que su instinto de trasmitir. Y la Madre, aparte de la frecuencia «semántica», estaba limitada a esa única banda. Pero todo marchaba a pedir de boca.
Capítulo octavo
Todo marchaba a pedir de boca. ¿Qué más podía desear un hombre? Comida gratis, licor a discreción, cama mullida, aire climatizado, baños de ducha, música, obras intelectuales (en la cinta), conversación interesante (buena parte acerca de él), tranquilidad y seguridad.
Si ya no la hubiera bautizado, la habría llamado Madre Gratis.
Pero no todo era bonanza. Ella le había dado las respuestas a todas sus preguntas, a todas...
Excepto una.
Esa pregunta nunca había sido expresada verbalmente por él. En verdad, habría sido incapaz de formularla. Acaso, ni siquiera era consciente de que tenía esa duda.
Pero Polifema la expresó un día cuando le pidió que le hiciera un favor.
Eddie reaccionó como si lo hubiera ultrajado.
–¡Uno no...! ¡Uno no...!
Se atragantó, y en seguida pensó: ¡qué ridículo! Si ella no es...
Y pareció perplejo, y dijo:
–Pero es.
Se levantó y abrió el maletín de laboratorio. Mientras buscaba un escalpelo, encontró los carcinógenos. Los tiró afuera, a lo lejos, ladera abajo, por los labios entreabiertos.
Acto seguido se volvió y, escalpelo en mano, saltó a la protuberancia gris claro de la pared. Y se detuvo, mirándola azorado, mientras el instrumento se le caía de la mano. Y lo recogió y atacó débilmente, sin siquiera llegar a rasguñar la piel. Y otra vez lo dejó caer.
–¿Qué pasa? ¿Qué pasa? –crepitó el panrad que colgaba de su muñeca.
De pronto, una espesa nube de olor humano –a sudor humano– le fue soplada al rostro desde una ventosa cercana.
–¿? ¿? ¿? ¿?
Y él seguía allí, encorvado, semiagazapado, aparentemente paralizado. Hasta que los tentáculos lo asieron con furia y lo arrastraron hacia el iris-estómago que se abría como para recibir a un hombre.
Eddie gritó y se retorció y metió el dedo en el panrad y señalizó:
–¡De acuerdo! ¡De acuerdo!
Y cuando volvió a encontrarse frente al núcleo, lo atacó con súbita e indómita alegría; lo tajeó una y otra vez con furia salvaje, mientras vociferaba:
–¡Toma ésta! ¡Y ésta, P...!
El resto se diluyó en un grito incoherente.
No cesaba de cortar, y habría podido continuar hundiendo su escalpelo una y otra vez hasta aniquilar el núcleo si Polifema no hubiese intervenido, arrastrándolo nuevamente hacia su iris-estómago. Durante diez segundos estuvo allí, suspendido en el aire, desvalido, sollozante, poseído por una extraña mezcla de terror y de gloria.
Los reflejos de Polifema habían casi dominado su cerebro. Afortunadamente, una fría chispa de razón iluminó un rincón de la vasta, obscura y caliente capilla de su frenesí.
Los anillos de la tráquea de aquel estómago repleto de caldo y carne en ebullición se cerraron, los repliegues de carne recobraron su posición normal. Y súbitamente Eddie fue irrigado por un chorro de agua caliente proveniente de lo que él llamaba el estómago «sanitario». Cerróse el iris. Eddie fue depositado en el piso. El escalpelo fue puesto nuevamente en el maletín.
Durante largo rato Madre pareció trastornada por el pensamiento de lo que hubiera podido hacerle a Eddie. No se atrevió a transmitir hasta haber serenado sus nervios. Cuando se tranquilizó, no hizo alusión alguna a lo sucedido, a cómo Eddie se había salvado por un pelo. Tampoco él lo comentó.
Se sentía feliz. Era como si ahora, por alguna razón desconocida, un resorte, fuertemente enroscado y adherido a sus entrañas desde que él y su esposa se separaran, se hubiera liberado. Aquel vago, indefinible sentimiento de vacío y desazón, la ligera fiebre y la contracción de sus entrañas, la apatía que algunas veces lo afligía, habían desaparecido. Se sentía maravillosamente bien.
Mientras tanto, algo semejante a un profundo afecto se había encendido, como una diminuta bujía bajo la elevada y correntosa cúpula de una catedral. El caparazón de Madre ya no sólo lo cobijaba a Eddie; ahora lo henchía una emoción nueva para su especie. Esto lo puso en evidencia el suceso siguiente, que lo llenó de terror.
Porque las heridas del núcleo se curaron y la protuberancia aumentó de tamaño hasta convertirse en una bolsa enorme. Y de pronto, un día, la bolsa estalló y diez Babbos del tamaño de ratones cayeron al suelo. El impacto tuvo el mismo efecto que la palmada del médico en el trasero de un recién nacido; con dolor y terror respiraron por primera vez; sus pulsos débiles e incontrolados llenaron el éter de informes SOS.
Cuando Eddie no estaba hablando con Polifema o escuchando transmisiones o bebiendo o durmiendo o comiendo o bañándose o pasando sus grabaciones, jugaba con los Babbos. Era, en algún sentido, su padre. A decir verdad, cuando los Babbos crecieron hasta adquirir las dimensiones de un cerdo, le era difícil a su progenitura diferenciarlo de su prole. Y como él ya rara vez caminaba, y solía estar de cuatro patas entre ellos, ella no alcanzaba a distinguirlo bien. Además, a causa de aquella atmósfera cargada de humedad, o quizá de la dieta, había perdido todo el pelo de su cuerpo. Engordó mucho. Su aspecto era, en términos generales, el mismo de uno de los pálidos, suaves, redondos y glabros retoños. Un parecido de familia.
Había una diferencia. Cuando llegó el momento en que las vírgenes debían ser expulsadas, Eddie, lloriqueando, reptó hasta un rincón y allí permaneció hasta tener la certeza de que Madre no lo iba a arrojar al mundo frío, cruel y voraz.
Una vez superada esa crisis última, volvió al centro del piso. El pánico se había acallado en su pecho, pero sus nervios seguían destemplados. Llenó su termo y durante un rato escuchó su propia voz de tenor entonando el aria «Cosas del Mar» de su ópera favorita, El Viejo Marinero, de Gianelli. De pronto, rompió a cantar y se acompañó a sí mismo, y se emocionó como nunca hasta entonces con los versos finales:
Y liberado entonces de mi cuello
al mar cayó el Albatros y cual plomo
en sus aguas se hundió.
Luego, callado de voz pero con el corazón cantando, apagó la grabación y sintonizó la onda de Polifema.
Madre se encontraba en apuros. No sabía cómo describir con exactitud a la audiencia continental esa emoción desconocida y casi inexpresable que sentía por el móvil. Era un concepto para el cual su lengua no estaba preparada. Y los galones de Old Red Star que tenía en su torrente sanguíneo no la ayudaban.
Eddie mamaba del pezón de plástico y meneaba la cabeza con soñolienta simpatía ante su esfuerzo por encontrar palabras. De pronto, el termo rodó de sus manos.
Se durmió sobre su flanco, enroscado como una pelota, las rodillas sobre el pecho y los brazos cruzados, el cuello inclinado hacia adelante. A semejanza del cronómetro de la cabina de comando, cuyas manecillas habían revertido su marcha después del accidente, el reloj de su cuerpo pulsaba hacia atrás, hacia atrás...
En la obscuridad, en la humedad, protegido y caliente, bien alimentado, muy amado....
Hija
¡Cq! ¡Cq!
Aquí Madre Cabezadura, pulsando.
Callad vosotras, vírgenes y Madres, mientras yo comunico. Escuchad, escuchad todas vosotras, las que estáis prendidas a esta trasmisión. Escuchad y os contaré cómo dejé a mi Madre, cómo mis dos hermanas y yo construimos nuestros caparazones, cómo me defendí del feperozpo y por qué me he convertido en la Madre con el mayor prestigio, la concha más resistente, la emisora y trasmisora más potente y la pulsadora de un nuevo lenguaje.
En primer lugar, antes de narrar mi historia, diré a todas las que no lo saben que mi padre era un móvil.
No se crispen. Ésta es una vera-historia. No una no-vera-historia.
Padre era un móvil.
Madre pulsó:
–¡Fuera de aquí!
Y entonces, para demostrarnos que el horno no estaba para bollos, abrió su iris-salida.
Aquello nos llamó a la reflexión y nos hizo comprender que hablaba muy en serio. Antes, cuando abría de pronto su iris, lo hacía para que nosotras pudiésemos practicar emitiendo pulsaciones a las otras jóvenes acurrucadas a la entrada de los úteros de sus respectivas Madres, o enviar un respetuoso saludo a las Madres mismas, o hasta un breve mensaje a la Abuela, allá lejos, en la vertiente de una montaña. No porque Abuela lo recibiera, creo, porque nosotras, las jóvenes, éramos demasiado débiles para trasmitir a tanta distancia. En todo caso, Abuela nunca acusó recibo.
A veces, cuando Madre se enojaba porque todas queríamos trasmitir al mismo tiempo en lugar de pedirle permiso para hablar de a una por vez, o porque nos trepábamos por las paredes de su útero y nos largábamos al piso desde el techo con un chasquido, Madre pulsaba ordenándonos que nos fuésemos a construir nuestros propios caparazones. Hablaba en serio, decía. Entonces nosotras, según nuestro humor, nos tranquilizábamos o nos poníamos más revoltosas. Madre sacaba entonces sus tentáculos y nos daba una buena tunda. Si no surtía efecto, nos amenazaba con el feperozpo. Eso sí surtía efecto. Es decir, lo surtió mientras no abusó de ese recurso. Después de un tiempo dejamos de creer en la existencia del feperozpo. Pensábamos que Madre estaba inventando una no-vera-historia. Sin embargo, hubiéramos tenido que saber que no era así, porque Madre detestaba las no-vera-historias.
Otra cosa que le alteraba los nervios eran nuestras conversaciones con Padre en Morposepe. Aunque él le había enseñado su lengua, se había negado a enseñarle Morposepe. Cuando quería enviarnos mensajes que sabía que no contarían con su aprobación, los pulsaba en nuestro idioma privado. Ésa fue otra de las cosas, creo, que terminaron por enfurecer tanto a Madre, que nos echó a pesar de los ruegos de Padre de que nos permitiese permanecer cuatro estaciones más.
Debéis comprender que nosotras, las vírgenes, habíamos permanecido en el útero mucho más tiempo del que era natural. La causa de tal anormalidad fue Padre.
Era un móvil.
Sí, ya sé lo que van a decirme: que todos los padres son móviles.
Pero él era Padre. Era el móvil pulsátil.
Sí, también él podía. Podía competir con la mejor de nosotras. O quizá no él mismo. No directamente. Nosotras pulsamos con los órganos de nuestro cuerpo. Pero Padre, si comprendí bien las cosas, usaba una cierta criatura que era exterior a su cuerpo. O tal vez fuese un órgano independiente de él.
Lo cierto es que no poseía órganos internos o tallos pulsátiles que brotaran de él. Usaba a esa criatura, esa r-a-d-i-o, como él la llamaba. Y funcionaba a la perfección.
Cuando dialogaba con Madre, lo hacía en Madrepulso o en su propio lenguaje, movilpulso. Con nosotras hablaba en Morposepe. Es casi igual al movilpulso, con una pequeña diferencia. Madre nunca descubrió la diferencia.
Cuando termine mi historia, queridita, te enseñaré el Morposepe. Me han irradiado la noticia de que tienes suficiente prestigio como para ingresar en nuestra hermandad de las Altas Cumbres y aprender por lo tanto nuestro secreto de comunicación.
Madre decía que Padre tenía dos formas de pulsar. Además de su radio, que utilizaba para comunicarse con nosotras, podía pulsar de otra manera. Tampoco utilizaba pun-pin-pan-raya. Para trasmitir esas pulsaciones necesitaba aire y las enviaba con el mismo órgano que le servía para comer. El sólo pensarlo revuelve el estómago, ¿no?
A Padre lo cazó Madre cuando pasaba por los alrededores. No sabía con exactitud qué perfume excitante debía enviar con el viento colina abajo como señuelo para tenerlo al alcance de sus tentáculos. Nunca en su vida había olido a un móvil como aquél. Pero en realidad su olor era semejante al de otra clase de móvil y entonces lo envolvió en ráfagas de ese olor. Al parecer surtió efecto, porque se acercó lo bastante como, para que pudiera atraparlo con sus tentáculos extrauterinos y sorberlo al interior de su concha.
Más tarde, después que yo nací, Padre me transmitió –en Morposepe, por supuesto, para que Madre no entendiera– que había aspirado el perfume y que éste entre otras cosas, lo había atraído. Pero ese olor era el de un móvil peludo que trepaba a los árboles y Padre se había preguntado qué harían tales criaturas en una cresta desnuda. Cuando aprendió a dialogar con Madre, lo sorprendió enormemente que lo hubiese identificado con ese móvil.
Y bueno, pulsó, no es la primera vez que una hembra piensa que un hombre no es nada más que un mono.
También me dijo que al principio había creído que Madre no era más que un peñasco en la cima de la montaña. Hasta que la roca se abrió no se dio cuenta de que hubiera nada fuera de lo común, de que el peñasco era un caparazón que encerraba su cuerpo. Madre, me transmitió, es algo así como un caracol del tamaño de un dinosaurio o una aguaviva gigantesca, provista de órganos que generan ondas de radar y de radio y con una cámara ovoide tan grande como la sala de una cabaña, un útero en cuyo interior engendra y cría a su prole.
Por supuesto, no comprendí ni la mitad de esas palabras. Tampoco Padre pudo explicármelas en forma satisfactoria.
Me hizo prometer que no le pulsaría a Madre que había pensado que ella era un montón de mineral. Por qué, no lo sé.
Padre desconcertaba a Madre. A pesar de que se había debatido cuando lo arrastró a su interior, carecía de garras o dientes lo bastante afilados como para desgarrar su núcleo conceptivo. Madre lo provocaba y lo provocaba, pero él se negaba a reaccionar. Cuando cayó en la cuenta de que Padre era un móvil pulsátil y lo soltó para estudiarlo, él empezó a explorar el útero. Al poco tiempo comprendió que Madre transmitía desde el tallo pulsátil de su útero. Aprendió a conversar con ella utilizando ese órgano separable que poseía y al que daba el nombre de panrad. Finalmente le enseñó su lenguaje, movilpulso. Cuando Madre lo aprendió e informó al respecto a las otras Madres, su prestigio en toda la región llegó al súmmum. Ninguna Madre había imaginado jamás que pudiera existir un nuevo lenguaje. El sólo pensarlo las dejó azoradas.
Padre decía que él era el único móvil comunicante de nuestro mundo. Su n-a-v-e-s-p-a-c-i-a-l se había estrellado y ahora iba a quedarse con Madre para siempre.
Padre aprendió los comipulsos cuando Madre llamó a su prole a comer. Él emitió el mensaje adecuado. A Madre le crispó los nervios la idea de que Padre fuese semántico, pero abrió su iris-marmita y le dio de comer. Luego Padre levantó frutos u otros objetos e hizo que Madre le irradiara con su tallo uterino los pong-ping-pung-raya correspondientes a cada objeto. Después él repetía en su panrad el nombre del objeto para confirmarlo. A Madre, es claro, la ayudaba su sentido del olfato. A veces es difícil reconocer la diferencia entre una manzana y un durazno con sólo pulsarlos. Los olores ayudan a esos casos.
Aprendía con rapidez. Padre le decía que era muy inteligente para ser una hembra. Eso le crispaba los nervios. Cada vez que se lo decía, pasaba varios períodos alimentarios sin pulsar con él.
Una de las cosas de Padre que a Madre le gustaba especialmente era el hecho de que cuando llegaba la época de la concepción, ella no necesitaba atraer a su caparazón con perfumes a un móvil no semántico y sostenerlo sobre su núcleo conceptivo mientras éste la arañaba y desgarraba en sus forcejeos por librarse de sus tentáculos. A Padre podía indicarle lo que tenía que hacer, y aunque no tenía garras, poseía una garra independiente. Él la llamaba e-s-c-a-l-p-e-l-o.
Cuando le pregunté por qué tenía tantos órganos separables, me contestó que era un hombre desarmable.
Padre siempre decía muchas tonterías.
Pero también él tenía dificultad para comprender a Madre.
Su proceso reproductivo lo asombraba.
–Por D-i-o-s –irradiaba– ¿quién podría creerlo? ¿Que un proceso de cura de una herida culmine con la concepción? Exactamente lo contrario del cáncer.
Cuando nosotras éramos adolescentes y estábamos a punto de ser expulsadas de la concha de Madre, captamos el Mensaje de Madre pidiendo a Padre que volviese a lacerarle su núcleo. Padre dijo que no. Quería esperar otras cuatro estaciones. Había dicho adiós a dos de sus progenies y deseaba tenernos cerca un tiempo más para poder brindarnos una verdadera educación y disfrutar de nosotras en lugar de empezar a criar una nueva carnada de vírgenes.
Esta negativa irritó los nervios de Madre y trastornó a tal punto su estómago-marmita que nuestros alimentos estuvieron ácidos durante varias comidas. Todas las madres estaban abandonando el Madrepulso y aprendiendo movilpulso tan rápidamente como Madre podía enseñarlo.
Yo pregunté:
–¿Qué es prestigio?
–Cuando tú emites, las otras tienen que recibir. Y no se atreven a pulsar a su vez hasta que tú has terminado y les das permiso para hacerlo.
–¡Oh, me gustaría tener prestigio!
Padre interrumpió.
–Pequeña Cabezadura, si quieres salir adelante, sintonízame a mí. Te diré algunas cosas que ni tu Madre puede decirte, Al fin y al cabo, soy un móvil y he corrido mundo.
Y entonces me describía lo que podía esperar una vez que los abandonara a él y a Madre y cómo, si usaba mi cerebro, podría sobrevivir y hasta ganar más prestigio que el que tuvo jamás la propia Abuela.
Por qué me llamaba Cabezadura, no lo sé. Yo era una virgen todavía y, por supuesto, no había construido un caparazón. Mi cuerpo era tan blando como el de cualquiera de mis hermanas. Pero él me decía que yo le g-u-s-t-a-b-a porque era tan cabezadura. Acepté esta declaración sin tratar de comprenderla.
Sea como fuere, conseguimos ocho estaciones extra en el útero de Madre, porque así lo quiso nuestro Padre. Hubiéramos podido conseguir algo más, pero cuando llegó otra vez el invierno, Madre insistió en que Padre le lacerara el núcleo. Él respondió que no tenía ganas. Estaba apenas empezando a familiarizarse con sus hijas –nos llamaba Babbos– y cuando nos marchásemos, no tendría a nadie más que a Madre con quien conversar hasta que creciera la nueva carnada.
Además, Madre estaba empezando a repetirse, y según él, no lo apreciaba como se merecía. A menudo su guiso estaba ácido o bien tan recocido que la carne se deshacía como una gelatina.
Aquello fue demasiado para Madre.
–¡Fuera de aquí! –pulsó.
–¡Perfecto! ¡Pero no vayas a pensar que me quedaré mucho tiempo a la intemperie! –replicó Padre–. La tuya no es la única concha de este mundo.
Eso alteró a tal punto los nervios de Madre que todo su cuerpo echó a temblar. Irguió su gran tallo exterior y se comunicó con sus tías y hermanas. La Madre del otro lado del valle le confesó que una de las veces que Padre se había echado a tomar sol junto al iris abierto de Madre, le había pedido que se fuese a vivir con ella.
Madre cambió de idea. Comprendió que, si él se marchaba, su prestigio se extinguiría y crecería en cambio el de la descocada del otro lado del valle.
–Parece que me voy a quedar aquí para siempre –irradió Padre.
Y luego:
–¿Quién hubiera pensado que vuestra Madre estaría c-e-l-o-s-a?
La vida con Padre abundaba en esos grupos semánticos incomprensibles. Las más de las veces no quería, o no sabía, explicarlos.
Durante largo tiempo Padre rumió sus pensamientos en un rincón. No nos contestaba, ni a nosotras ni a Madre.
Finalmente, Madre perdió por completo la paciencia. Nosotras habíamos crecido tanto y éramos tan revoltosas e insolentes que Madre vivía en un temblor constante. Y con seguridad pensó que mientras nosotras estuviésemos allí y nos comunicásemos con él, no tendría ninguna posibilidad de hacer que él le desgarrara el núcleo.
Así que ¡afuera todas!
Antes de que nos alejáramos para siempre de su caparazón, nos puso en guardia:
–Cuidado con el feperozpo.
Mis hermanas hicieron oídos sordos a su advertencia, pero a mí me impresionó. Padre me había descripto a la bestia y me había hablado de su ferocidad. Insistía tanto en ella que dejamos de usar la antigua palabra y empezamos a usar la de Padre. Todo comenzó cuando reprendió a Madre por amenazarnos demasiado a menudo con la bestia cuando nos portábamos mal.
–Basta de gritar «ahí viene el lobo».
Entonces me irradió la historia del origen de esa extraña frase. Naturalmente, lo hizo en Morposepe porque Madre lo habría azotado con sus tentáculos si pensaba que estaba contando una cosa no-vera. La sola idea de algo no-vero la sacaba de sus casillas al punto de impedirle razonar.
Yo misma no sabía con certeza qué significaba eso de vera o no-vera, pero de todos modos me encantaban sus historias. Y yo, lo mismo que las otras vírgenes y hasta Madre, empezamos a llamar al asesino el feperozpo.
Sea como fuere, después que irradié «Felicidades, Madre», sentí que los extraños y rígidos tentáculos móviles de Padre me rodeaban y que algo mojado y tibio caía sobre mí. Pulsó:
–Buena s-u-e-r-t-e, Cabezadura. Envíame de vez en cuando algún mensaje vía satélite. Y no olvides todas mis recomendaciones sobre cómo defenderte del feperozpo.
Yo pulsé que lo haría. Me marché embargada por los sentimientos más indescriptibles: una excitación nerviosa que era a la vez agradable y desagradable, si puedes imaginarte una cosa semejante, queridita.
Pero pronto la olvidé, en el calor de la aventura de rodar cuesta abajo, trepar lentamente la próxima ladera con mi única pata, rodar al otro lado y así sucesivamente. Al cabo de unos diez períodos de calor todas mis hermanas, salvo dos, me habían abandonado. Encontraron cumbres donde construir sus conchas. Pero mis dos fieles hermanas habían aceptado mi idea de que no debíamos contentarnos con nada menos que las cumbres más altas.
–Una vez que una construye su concha, allí se queda para siempre.
Por lo tanto, decidieron seguirme.
Pero yo las guié por un largo, largo camino y ellas se quejaban de estar cansadas y doloridas y de que tenían miedo de toparse con algún móvil carnívoro. Hasta pretendieron ocupar los caparazones vacíos de las Madres que habían sido devoradas por el feperozpo, o habían muerto cuando, en lugar de engendrar hijuelos en su núcleo conceptivo, desarrollaban un cáncer.
–Adelante –las acicateaba yo–. No hay ningún prestigio en ocupar las cáscaras. ¿Queréis quedaros en el último peldaño de cualquier comunidad pulsátil sólo porque sois demasiado haraganas para construir vuestros propios caparazones?
–Pero nosotras reabsorberemos las cáscaras y luego construiremos las nuestras.
–¿Ah, sí? ¿Cuántas Madres han dicho lo mismo? ¿Y cuántas lo han hecho? ¡Vamos, Babbas!
Seguimos escalando montañas cada vez más altas. Por fin, descubrí mi lugar ideal. Era una montaña coronada por una meseta rodeada de muchas colinas. La escalé. Cuando llegué a la cima hice una prueba de transmisión. Su cresta era la más elevada de todas las que estaban a mi alcance. Y supuse que cuando llegara a adulta, y tuviera mucho más poder de transmisión, abarcaría un área inconmensurable. Mientras tanto, otras vírgenes llegarían, tarde o temprano, a ocupar las colinas circundantes.
Como diría Padre, había llegado a la cumbre.
Quiso la suerte que mi montañita atesorara muchas riquezas. Los zarcillos de exploración que desarrollé y hundí en la tierra encontraron minerales muy variados. Con ellos podría construir un caparazón inmenso. Cuanto más grande el caparazón, más grande la Madre. Cuanto más grande la Madre, más poderoso su pulso.
Además, descubrí muchos grandes móviles voladores. Águilas, las llamaba Padre. Serían buenos machos. Tenían picos afilados y garras aceradas.
Abajo, por un valle, corría un arroyo. Desarrollé un zarcillo hueco bajo tierra y lo hice crecer hasta sumergirlo en el agua. Entonces empecé a bombear para llenar mis estómagos.
El suelo del valle era fértil. Hice lo que ninguna de nuestra especie había hecho hasta entonces, lo que Padre me enseñara. Mis zarcillos de largo alcance recogieron semillas caídas de los árboles y las flores o arrojadas por los pájaros; las planté. Tendí una red subterránea de zarcillos alrededor de un manzano. Pero no era mi intención hacer pasar las manzanas caídas del árbol de zarcillo en zarcillo, cuesta arriba, hasta mi iris. Les tenía asignado otro destino.
Mientras tanto, mis dos hermanas se habían asentado en las cumbres de dos montañas mucho más bajas que la mía. Cuando descubrí lo que estaban haciendo se me crisparon los nervios. ¡Las dos habían construido sus conchas! ¡Una era de vidrio, la otra de celulosa!
–¿Se puede saber qué están haciendo? ¿No le tienen miedo al feperozpo?
–Vete a pulsar a otra parte, vieja rezongona. No nos pasa nada. No hacemos más que prepararnos para el invierno y para el calor del celo. esto es todo. Para entonces nosotras seremos Madres y tú seguirás construyendo tu gran concha. ¿Dónde estará tu prestigio? ¡Las otras no querrán pulsar contigo porque todavía serás virgen y para colmo con tu concha a medias!
–¡Testa frágil! ¡Cabeza de alcornoque!
–¡Sí! ¡Claro¡ ¡Cabezadura!
Tenían razón, en cierto modo. Yo era aún blanda, desnuda e indefensa, una masa siempre creciente de carne temblorosa, una presa fácil para cualquier móvil carnívoro que me descubriera. Era una loca y una aventurera. A pesar de todo, me tomé mi tiempo y hundí mis zarcillos hasta encontrar una veta mineral, sorbí las partículas de hierro en suspensión y construí una concha interior más grande, creo, que la de mi Abuela. Luego la recubrí con una capa de cobre para que el hierro no se herrumbrase. Todo eso lo envolví en una capa ósea hecha con el calcio que había extraído de rocas calizas. No me molesté, como lo hicieran mis hermanas, en reabsorber mi tallo virginal y sustituirlo por uno adulto. Eso, a su debido tiempo.
Cuando moría el otoño, terminé de construir mis caparazones. Entonces comenzó el cambio corporal y el crecimiento. Me alimenté de lo que yo misma cultivaba; y carne no me faltaba porque había puesto en el valle pequeñas jaulas de celulosa donde criaba muchos móviles de los pichones que mis zarcillos de largo alcance habían arrancado de sus nidos.
Planifiqué mi estructura con un propósito determinado. Desarrollé un estómago mucho más amplio y profundo que los normales. No porque estuviera hambrienta por demás. Tenía in mente una idea que luego te contaré, queridita.
Mi estómago-marmita estaba mucho más cerca del techo del caparazón que en la mayoría de nosotras. En realidad, fue con toda intención que cambié de lugar mi cerebro; de la parte superior lo llevé hacia un costado y en su lugar puse mi estómago. Padre me había aconsejado que aprovechara mi posibilidad de elegir la ubicación de mis órganos adultos. Me llevó tiempo pero lo hice antes de que comenzara el invierno.
Llegaron los fríos.
Y el feperozpo.
Llegó como siempre lo hace, las antenas retráctiles de su largo hocico husmeando las diminutas incrustaciones de minerales puros que nosotras, las vírgenes, dejamos al pasar. El feperozpo sigue a su nariz adonde quiera que ésta lo lleve. Esta vez lo llevó hasta mi hermana que había construido su concha de vidrio. Siempre sospeché que ella sería la primera víctima. Ésa fue en verdad una de las razones que me indujo a elegir una cumbre más distante. El feperozpo siempre ataca la concha más cercana.
Cuando hermana Testafrágil descubrió al terrible móvil, emitió, uno tras otro, pulsos enloquecidos.
–¿Qué puedo hacer? ¿Hacer? ¿Hacer?
–Mantente firme, hermana, y confía.
Ese consejo era como darle a comer guiso frío, pero era el mejor y el único que podía darle. No le reproché que no hubiera seguido mi ejemplo, construyéndose una concha triple, en lugar de perder el tiempo en chismorrees frívolos con las vecinas.
El feperozpo la rondó, trató de socavar su base, asentada sobre roca firme, y fracasó. Lo que sí logró fue arrancar una muestrita de vidrio. Normalmente, la habría engullido y se habría alejado para larvaria. Eso le hubiera dado a mi hermana una estación de tregua hasta que la bestia volviera al ataque. Mientras tanto, habría tenido tiempo de construir una envoltura de otro material y alejado al monstruo por una estación más.
Quiso la casualidad, por desgracia para mi hermana, que la última comida de ese feperozpo fuese, justamente, una Madre que también tenía concha de vidrio y conservaba los órganos especiales que le permitían digerir tales mezclas de silicatos. Uno de esos órganos era una pelota grande y dura en el extremo de su larguísima cola. Otro era un ácido que ablandaba el vidrio. Después de humedecer un punto de su superficie, machacó la concha con la pelota. Poco después de la primera nevada irrumpió en su refugio y llegó hasta su carne.
Sus frenéticas llamadas y señales de pánico y terror todavía me irritan los nervios cada vez que las recuerdo. Aunque debo confesar que había algo de desprecio en mi compasión. Ni siquiera creo que se tomara el trabajo de agregar óxido de boro al vidrio. De haberlo hecho, quizá...
–¿Qué es esto? ¿Cómo te atreves a interrumpir?... Ah, bueno. Acepto tus humildes disculpas. Que sea la última vez, queridita. En cuanto a lo que quieres saber, luego te diré en qué consisten las substancias que Padre llamaba silicatos y óxidos de boro y todo lo demás. Cuando termine con mi historia.
Sigamos: el asesino, después de liquidar a Testafrágil, siguió su rastro colina abajo hasta el empalme. Allí podría elegir, mi otra hermana o yo. Optó por ella. Otra vez repitió la rutina de tratar de socavar su cimiento, arrastrarse sobre su concha, morder sus tallos pulsátiles y mascar por último una muestra de la concha.
Nevaba. Feperozpo bajó, cavó indolentemente un hueco en la nieve y se acurrucó en él para pasar el invierno.
Hermana Cabeza-de-Alcornoque desarrolló otro tallo, estaba exultante; mi concha era demasiado dura para él: ¡Nunca me agarrará!
–Ay, hermana, si hubieras sintonizado a Padre en lugar de perder tanto tiempo jugando con las otras Babbas. Entonces habrías recordado sus enseñanzas, hubieras sabido que el feperozpo, al igual que nosotras, es diferente de la mayoría de las criaturas. Casi todos los seres tienen funciones que dependen de sus estructuras, pero el feperozpo, esa nefasta criatura, tiene un organismo que depende de sus funciones.
No quise crisparle los nervios diciendo que él ahora ocultaba en su cuerpo una muestra de su concha de celulosa, y la estaba larvando. Padre me había enseñado que algunos artrópodos tienen un ciclo vital que va del huevo a la larva, de la larva al capullo y del capullo a la adultez. Cuando una oruga forma su capullo, por ejemplo, todo su cuerpo se disuelve, sus tejidos se desintegran. Luego, algo transforma ese capullo en una criatura estructuralmente nueva, con nuevas funciones: la mariposa.
La mariposa nunca regresa al estado de capullo; el feperozpo sí. En este aspecto se diferencia de sus semejantes, los artrópodos. Cuando ataca a una Madre, rumia un trocito de su caparazón y se va a dormir a su guarida. Durante toda una estación, agazapado en su refugio, todos sus sueños –o su cuerpo– giran alrededor de la muestra. Sus tejidos se funden y luego se solidifican. Lo único que permanece intacto es su sistema nervioso, conservando así la memoria de identidad y de lo que deberá hacer cuando salga de su cueva.
Así sucedió. El feperozpo abandonó su guarida, anidó en lo alto de la cúpula de hermana Alcornoque y en el orificio que quedó después de devorarle el tallo, introdujo un oviscapo modificado. Yo pude seguir su plan de ataque, pues a menudo el viento soplaba en mi dirección y me permitía olfatear las substancias químicas que desprendía.
No sé con qué solución ablandó la celulosa, la impregnó de una substancia cáustica y vertió sobre ella un fluido hediondo que hervía y burbujeaba. Una vez que cesaron estas reacciones violentas, volcó una substancia cáustica en el hueco ahora agrandado y terminó la operación inyectando la viscosa solución a través de un tubo. Repitió muchas veces este proceso.
Y aunque mi hermana, supongo, elaboró desesperadamente más celulosa, no lo hizo con la suficiente premura. Feperozpo seguía implacable agrandando el agujero. Cuando tuvo el tamaño requerido, allá fue él.
Adiós, hermana...
Toda esta historia del feperozpo fue muy larga. Yo me miraba el ombligo y gané tiempo gracias a algo que había hecho aún antes de construir mi cúpula. Fue la pista falsa de incrustaciones que había preparado. Una de las cosas que había hecho reír a mis hermanas. No entendían por qué volvía sobre mis pasos y ocultaba con tierra mi rastro verdadero. Todo eso me llevó unos cuantos días. De haber sobrevivido, habrían comprendido mis motivos, pues Feperozpo desdeñó la senda verdadera hasta mi cumbre y siguió la falsa.
Naturalmente, ésta lo llevó al borde del precipicio, y antes de que tuviera tiempo de echarse atrás, se despeñó.
No sé cómo no se mató; gateando, regresó hasta el falso sendero. Explorando y explorando, descubrió y quitó la hojarasca que tapaba la pista verdadera.
La senda falsa era un buen truco, uno de los que me enseñó Padre. Lástima que fallara, pues el monstruo subió en línea recta por la montaña, derecho a mí, removiendo con sus antenas el polvo y las ramas que ocultaban mis incrustaciones.
A pesar de todo, no estaba perdida. Cementé un montón de rocas grandes que había juntado y me fabriqué con ellas una especie de enorme peñasco y lo coloqué al borde mismo de la cima. Lo rodeé con un anillo de hierro acanalado que se adaptaba perfectamente a un carril del mismo material. Este carril iba desde el peñasco hasta la mitad de la pendiente. Así, cuando el móvil llegó a esta cresta de hierro y la siguió cuesta arriba, yo, con mis tentáculos, saqué los pedruscos que sostenían al peñasco impidiendo que se desmoronara.
Mi proyectil rodó cuesta abajo por su carril a una velocidad vertiginosa. Estoy segura de que habría aplastado al feperozpo si él no hubiese detectado con su hocico las vibraciones del carril. Feperozpo dio un salto lateral y cayó despatarrado. El peñasco siguió su loca carrera y le pasó zumbando.
A pesar de mi decepción, este fracaso me inspiró un nuevo recurso para perfeccionar mi defensa de futuros feperozpos. Si colocaba otros dos carrilles, uno a cada lado del carril principal, y largaba tres peñascos al mismo tiempo, por más que el enemigo saltara hacia uno u otro lado, alguno la daría de lleno en el hocico.
Al parecer, la experiencia lo amilanó, pues durante tres períodos de calor no se le vio el pelo. Cuando reapareció, subió por el mismo carril, y no como yo había supuesto, por la ladera más escarpada. Era estúpido, eso nadie lo pone en duda.
Aquí quiero hacer una pausa para explicar que lo del peñasco fue idea mía, no de Padre. Sin embargo, debo agregar que fue Padre y no Madre quien siempre me impulsó a idear soluciones originales. Sé que a todas ustedes les crispa los nervios el pensar que un móvil cualquiera, útil únicamente para copular y servir de alimento, podía no sólo ser semántico sino incluso poseer un grado superior de semanticismo.
Yo no diría que era excepcional. Sólo diré que era diferente y que yo heredé de él un algo de esa diferencia.
Prosigo: nada podía hacer mientras el feperozpo me rondara y sacara muestras de mi concha. Nada, salvo esperar confiada. Y con la esperanza, como llegué a saberlo, no basta. El móvil arrancó con sus dientes un trozo de mi cubierta ósea exterior. Pensé que se contentaría con eso, que cuando volviese después de larvar se toparía con mi segunda envoltura de cobre. Otra estación de tregua para mí. Luego, al encontrarse con el hierro, otra vez a larvar. Para entonces se sentiría tan frustrado que renunciaría y partiría en busca de una presa más fácil.
Lo que yo ignoraba es que el feperozpo es muy concienzudo y jamás se da por vencido. Pasó días y días cavando alrededor de mi base y descubrió un punto en el cual, por un descuido de mi parte, se podían detectar los tres componentes de mi concha. Yo conocía la existencia de este talón de Aquiles, pero nunca pensé que él cavaría tan hondo.
Allá partió el asesino a invernar. Cuando llegó el verano, se arrastró fuera de su guarida. Antes de atacarme, se comió mis cosechas, rompió mis jaulas y devoró los móviles que tenía en ellas, desenterró mis zarcillos y los engulló, y rompió mi cañería de agua.
Pero cuando recolectó todas las manzanas de mi árbol y se las zampó, sentí un delicioso hormigueo. El verano anterior había transportado hasta el árbol, por medio de mi red de zarcillos subterráneos, cierta cantidad de mineral venenoso. Al hacerlo, maté a los zarcillos que realizaron el trabajo, pero conseguí inyectar en las raíces del árbol pequeñas cantidades de veneno –selenio, lo llamaba Padre–. Desarrollé nuevos zarcillos y transporté más veneno hasta el árbol. La planta íntegra terminó por estar impregnada de aquella poción, pero se la había suministrado tan lentamente que había adquirido una especie de inmunidad. Digo especie porque era en realidad un árbol bastante enclenque.
Debo reconocer que la idea me la sugirió una de las no-vera historias de Padre, semantizada en Morposepe, para que Madre no se sintiese molesta. Esta historia hablaba de un móvil –una hembra, aseguraba Padre, aunque el concepto de un móvil femenino es demasiado excitante como para que nos detengamos en él–, un móvil que cayó en un largo sueño a causa de una manzana envenenada.
Por lo que sucedió, se hubiera dicho que Feperozpo nunca había oído esa historia. Las manzanas sólo le produjeron una descompostura. Cuando se recuperó, se arrastró cuesta arriba y se instaló en lo alto de mi cúpula. Arrancó mi tallo pulsátil, introdujo su oviscapo en el agujero y empezó a destilar gotas de ácido.
Yo estaba aterrorizada. Nada es más espantoso que el saber que una se ha quedado sin pulsador y está aislada del mundo exterior. Pero al mismo tiempo, sus actos eran tal cual yo los había previsto. Así que traté de calmar mis nervios. Al fin y al cabo, yo ya sabía que Feperozpo atacaría justo por ese lado. Si precisamente por eso había colocado mi cerebro a un costado y mi estómago mayor lo más alto posible. Mis hermanas, que se habían limitado a crecer según las normas tradicionales de las Madres, se habían burlado de mi redistribución de órganos, que tanto trabajo me había costado. Cuando yo esperaba aún que el agua bombeada desde el arroyo llenase mi bolsa, la de ellas ya estaba caliente y hacía mucho que disfrutaban de las delicias de un guiso sabroso y calentito. Mientras tanto, yo engullía fruta y carne cruda en abundancia, lo que a veces me descomponía. Pero no iba a pura pérdida, pues lo que mi estómago rechazaba lo aprovechaban mis cultivos.
Como tú sabes, una vez que nuestro estómago está lleno de agua, y bien protegido, el calor de nuestro cuerpo va entibiando el líquido y como no hay pérdida de calor, excepto cuando recibimos o expulsamos carnes o legumbres por el iris, el agua llega a punto de ebullición.
Bueno, para seguir pulsando mi historia, cuando el móvil hubo descascarado con sus ácidos las cubiertas de hueso, cobre y hierro, y logrado un agujero lo suficientemente grande como para introducir su cuerpo, cayó para la cena.
Me imagino que esperaba encontrarse con lo de siempre: la Madre o la virgen desvalida, alelada, pronta para dejarse devorar.
Si eso creía, lo que encontró debió crisparle los nervios. En la parte superior de mi estómago yo había desarrollado un iris teniendo en cuenta las dimensiones de cierto móvil carnívoro.
Hubo un momento en que temí haber calculado mal. Ya me había engullido la mitad, pero me era imposible pasar sus cuartos traseros por mis labios. Atrancado a mitad de camino, me arrancaba grandes jirones de carne. Era tal el dolor, que mi cuerpo se sacudía violentamente y hasta creo que moví mi concha de su base. Sin embargo, a pesar de mis nervios destrozados, no cejé; forcejeé, y cómo forcejeé, hasta que por último, cuando ya estaba a punto de vomitarlo por el mismo agujero por donde había entrado, cosa que hubiera significado mi fin, tragué de golpe, convulsivamente, y me lo zampé.
Mi iris se cerró. Ahora, por más que me mordiera por dentro y me escupiera ácidos corrosivos, ni en sueños lo volvería a abrir. Estaba resuelta a conservar esa carne para mi guisito. El trozo más gigantesco que jamás consiguió Madre alguna.
Eso sí, luchó como un campeón. Pero no duró mucho. El agua en ebullición entró por su boca abierta y le inundó los pulmones. De ese líquido hirviente no pudo sacar su muestrita y arrastrarse hasta su cubículo para larvarla.
Estaba vencido... y sabía a gloria.
Sí, sé que me deben felicitar y que toda esta información sobre cómo habérselas con el monstruo debe ser propalada hasta el último confín. Pero no olviden que esta victoria sobre nuestro ancestral enemigo debo compartirla con un móvil. Puede que el reconocerlo les crispe los nervios. Pero es la verdad.
¿De dónde saqué la idea de colocar mi estómago marmita justo debajo del orificio que el feperozpo siempre hace en lo alto de nuestra concha? Bueno, de la misma fuente de donde obtuve tantas otras. De una de las no-vera-historias que Padre contaba en Morposepe.
Te las pulsaré otro día, cuando no esté tan ocupada. Después, queridita, de que hayas aprendido nuestro lenguaje secreto.
Empezaré con mis clases ahora mismo. Primera...
¿Qué es eso? ¿Estás ardiendo de curiosidad? Muy bien, voy a darte una idea de lo que son esas no-vera-historias, luego continuaré instruyendo a esta neófita.
Es la historia del Feperozpo y depe lospo trespe chanpachipitopos.
La luna loca
Stanley G. Weinbaum
–¡Idiotas! –aulló Grant Calthorpe–. ¡Condenados imbéciles!
Se esforzó ávidamente en buscar insultos más expresivos aún y al fracasar desahogó su exasperación propinando una violenta patada al montón de escombros que había en el suelo.
Fue una patada demasiado violenta. Una vez más, había olvidado que la gravitación de Io era inferior a un tercio de la normal y todo su cuerpo siguió a la patada en un arco de cuatro metros de longitud.
Cuando cayó en el suelo los cuatro lunáticos se echaron a reír. Sus grandes cabezas semejantes a las caricaturas que decoran los balcones para niños, se dispersaron al unísono sobre sus cuellos de metro y medio, tan delgados como la muñeca de Grant.
–¡Lejos de aquí! –tronó él, poniéndose en pie–. ¡Vais a acordaros! Nada de chocolate. Nada de caramelos. Nada de nada hasta que comprendáis que lo que quiero son hojas de ferva y no cualquier hierbajo que se os ocurra arrancar. ¡Largo de aquí!
Los lunáticos –lunae jovis magnicapites, o literalmente, grandes cabezas de la luna de Júpiter– se retiraron, riendo quejumbrosamente. Sin duda, consideraban a Grant tan idiota como él los consideraba a ellos, y eran completamente incapaces de comprender las razones de su cólera. Pero desde luego se daban cuenta de que no iban a recibir ninguna golosina, y sus risitas adoptaban una nota de agudo desengaño.
El que los guiaba, después de torcer su ridícula cara azul en una sonrisa imbécil dirigida a Grant, vociferó una última risita y proyectó la cabeza contra un reluciente árbol de corteza de piedra. Sus compañeros recogieron su cuerpo como si tal cosa y se alejaron, con la cabeza del cadáver balanceándose detrás de ellos como la bola de un preso sujeta por una cadena.
Grant se pasó una mano por la frente y se dirigió con cansancio hacia su cabaña. Un par de diminutos ojos relucientes le llamó la atención y pudo ver a un sinuoso –mus sapiens– deslizarse por el umbral, portando bajo su minúsculo y pellejudo brazo lo que se parecía muchísimo al termómetro clínico de Grant.
Grant gritó airadamente a la criatura, agarró una piedra y se la tiró en vano. Al borde de la maleza, el sinuoso volvió hacia él su cara ratonil y semihumana, lanzó un estridente chillido, sacudió un puño microscópico en una cólera como de hombre y desapareció con su membrana tipo murciélago ondeando como una capa. Sí, se parecía muchísimo a una rata negra que llevase una capa.
Había sido un error, reconocía Grant, haber arrojado una piedra contra aquello. Ahora los diminutos enemigos no le permitirían ninguna paz y su pequeño tamaño –no más de diez centímetros– y su inteligencia pseudohumana los hacía infernalmente molestos como enemigos. Pero ni esa reflexión ni el suicidio del lunático lo turbaban particularmente; había presenciado casos semejantes demasiado a menudo y además sentía en la cabeza como si fuera a darle otro ataque de fiebre blanca.
Entró en la cabaña, cerró la puerta y se quedó mirando a su favorito gato guardián.
–Oliver –gruñó–, tú eres un buen gato, ¿Por qué diablos no impides la entrada de sinuosos? ¿Para qué estás aquí, si no?
El gatazo se alzó sobre su única y poderosa pata trasera y se asió a las rodillas del hombre con sus dos patas delanteras.
–El gato rojo sobre la reina negra –comentó plácidamente–. Diez lunáticos hacen un medio idiota.
Grant comprendió fácilmente el sentido de ambas frases. La primera era por supuesto un eco de su solitaria partida de la noche anterior, y la segunda un eco de su incidente con los lunáticos. Gruñó abstraídamente y se frotó la dolorida cabeza. Sin duda fiebre blanca de nuevo.
Tragó dos tabletas de fiebrina y se dejó caer melancólicamente en su camastro preguntándose si este ataque de blancha culminaría con delirio.
Se acusaba a sí mismo de ser un loco por haber aceptado este trabajo en Io, la tercera luna habitable de Júpiter. El diminuto mundo era un planeta de locura cuya única utilidad era la producción de hojas ferva, de las cuales los químicos de la Tierra extraían alcaloides tan potentes como los que antaño fabricaran del opio.
Desde luego eso era valiosísimo para la ciencia médica, pero, ¿qué le importaba a él? ¿Qué le importaba el sueldo principesco, si regresaba a la Tierra convertido en un loco furioso después de pasarse un año en las regiones ecuatoriales de Io? Se juró amargamente que cuando el avión de Junópolis acudiese el mes próximo a recoger su ferva, él volvería con el aparato a la ciudad polar. Perdería toda su paga puesto que el contrato con Neilan Drog le exigía un año de permanencia; pero, ¿de qué le servía el dinero a un loco?
Todo el pequeño planeta estaba loco: lunáticos, gatos guardianes, sinuosos y Grant Calthorpe, todos dementes. Desde luego, cualquiera que se aventuraba a salir de una de las dos ciudades polares, Junópolis en el norte y Herápolis en el sur, estaba loco. En ellas, uno podía vivir a salvo de la fiebre blanca, pero en cualquier sitio por debajo del paralelo veinte la situación era peor que en las junglas camboyanas de la Tierra.
Se divirtió soñando con la Tierra. Justamente dos años antes había sido feliz allí, conocido como un deportista rico y popular. Antes de cumplir veintiún años había cazado cometuchos y gusánidos en Titán, y tríopes y unípedos en Venus.
Aquello había sido antes de que la crisis del oro de 2110 le arrebatase su fortuna. Y, bueno, si tenía que trabajar, le había parecido lógico utilizar su experiencia interplanetaria como medio de vida. Realmente se había entusiasmado con la oportunidad de asociarse con Neilan Drug.
Nunca antes había estado en Io. Este salvaje pequeño mundo no era ningún paraíso de deportistas, con sus lunáticos idiotas y sus malvados, inteligentes y diminutos sinuosos. No había nada que valiera la pena cazar en aquella luna febril, bañada en calor por el gigantesco Júpiter a sólo medio millón de kilómetros de distancia.
Si se le hubiese ocurrido hacer una visita previa, se decía a sí mismo amargamente, nunca habría aceptado el empleo ÉI había imaginado que Io era como Titán, frío, pero limpio. En lugar de eso, era tan caliente como las tierras cálidas de Venus y estaba sujeto a una variada gama de neblinosas luces diurnas –día solar, día jupiterino, día jupiterino y solar, luz de Europa–, sólo de vez en cuando interrumpidas por una auténtica y lóbrega noche. La mayor parte de estos cambios sobrevenían en el curso de la revolución de cuarenta y dos horas de Io: una alocada serie de cambiantes luces. El odiaba los días vertiginosos, la jungla y las Colinas de los Idiotas extendiéndose detrás de su cabaña.
Por el momento tenía día jupiterino y solar, el peor de todos, porque el distante Sol añadía su calor al de Júpiter. Y para completar la molestia de Grant .estaba ahora la perspectiva de un ataque de fiebre blanca. Lanzó un juramento cuando la cabeza se le bamboleo de nuevo y trago otra tableta de fiebrina. Noto que su reserva estaba disminuyendo; tendría que acordarse de pedir más cuando llegase el avión... No, iba a volver con el avión.
Oliver le rozó la pierna.
–Idiotas, locos, estúpidos, imbéciles –comento calmosamente el gato guardián–. ¿Por qué se me ocurriría ir a aquel maldito baile?
–¿Cómo? ––exclamó Grant.
No podía recordar haber dicho nada acerca de un baile. Pensó que debía de haberlo mencionado durante su último período febril.
Oliver crujió como la puerta, luego soltó una risita como un lunático.
–Todo se arreglará –le aseguró a Grant–. Papá llegará pronto.
–¡Papá! –repitió el hombre. Hacía quince años que su padre había muerto–. ¿De dónde sacas eso, Oliver?
–Debe de ser la fiebre –comentó Oliver plácidamente–. Eres un lindo gatito, pero me gustaría que tuvieses juicio suficiente para darte cuenta de lo que estás diciendo. y yo deseo que papá venga.
Acabó con un reprimido gorjeo que muy bien habría podido ser un sollozo.
Grant se quedó mirándolo con perplejidad. Él no había dicho ninguna de aquellas cosas; de eso estaba seguro. El gato guardián se las habría oído decir a alguna otra persona. ¿A quién? ¿Es que había alguien a menos de setecientos kilómetros a la redonda?
–¡Oliver! –tronó–, ¿Dónde has oído eso? ¿Dónde lo has oído?
El gato retrocedió, sorprendido.
–Papá es idiotas, locos, estúpidos, imbéciles –dijo ansiosamente–. La capa roja sobre el lindo gatito.
–¡Ven aquí! –rugió Grant–, ¿El padre de quién? ¿Dónde has...? ¡Ven aquí, diablillo!
Se lanzó hacia la criatura. Oliver flexionó su única pata trasera y se precipitó frenéticamente hacia el sombrerete de la estufa de leña.
–¡Debe de ser la fiebre! –gemía el gato–. ¡Nada de chocolate!
Saltó como un relámpago por el cañón de la chimenea. Hubo un sonido de garras arañando el metal y luego el de un cuerpo al caer.
Grant salió también. La cabeza le dolía por el esfuerzo, y con la parte todavía sana de su mente comprendía que todo el episodio era sin duda delirio de fiebre blanca, pero seguía sumiéndose en él.
La continuación fue una pesadilla. Los lunáticos seguían balanceando sus largos cuellos sobre las altas hierbas; sus risitas idiotas y sus caras imbéciles se añadían a la atmósfera general de locura.
Jirones de fétidos vapores portadores de la fiebre brotaban a cada paso que daba sobre el suelo esponjoso. En algún sitio a su derecha un sinuoso chilló y parloteó; Grant sabía que en aquella dirección estaba situado un poblado de sinuosos, porque una vez había atisbado los limpios y diminutos edificios, construidos con pequeñas piedras perfectamente ajustadas como una ciudad medieval en miniatura a la que no le faltaban ni las torres ni las almenas. Se decía que incluso había guerras entre los sinuosos.
La cabeza le zumbaba y le daba vueltas por los efectos combinados de la fiebrina y de la fiebre. Era un ataque de blancha, no cabía duda, y comprendió que se comportaba como un imbécil, un lunático, al arriesgarse así fuera de su cabaña. Debería de estar tendido en su camastro; la fiebre no era peligrosa, pero más de un hombre había muerto en Io en el delirio poblado de alucinaciones.
Ahora estaba delirando. Lo comprendió tan pronto vio a Oliver porque Oliver estaba mirando plácidamente a una atractiva señorita vestida con un elegante traje de noche del estilo del segundo decenio del siglo XXII. Indudablemente era una alucinación, puesto que las muchachas no tenían nada que hacer en los trópicos de Io y si, por alguna absurda casualidad, apareciese alguna allí, desde luego no elegiría un atuendo tan exquisito.
Al parecer, la alucinación tenía fiebre, porque la cara de la muchacha ostentaba la palidez que da el nombre de blancha a la enfermedad. Sus grises ojos lo miraron sin sorpresa mientras él se abría camino hacia ella a través de las altas hierbas.
–Buenos días, tardes o noche –comentó Grant, lanzando una mirada de perplejidad a Júpiter, que estaba saliendo, y al Sol, que se estaba poniendo–. O quizá baste con decir simplemente buen día, ¿no le parece, señorita Lee Neilan?
Ella lo miró con seriedad.
–¿Sabe usted –dijo– que es la primera de las ilusiones que no he reconocido? Todos mis amigos han Ido desfilando, pero usted es el primer desconocido. ¿O no es usted un desconocido? Usted sabe mi nombre, pero naturalmente tiene que saberlo al ser mi propia alucinación.
–No vamos a discutir sobre quién de nosotros es la alucinación –sugirió él–. Dejemos las cosas como están. Quien primero desaparezca, será la ilusión. Apuesto cinco dólares a que será usted la primera en desaparecer.
–¿De dónde iba yo a sacarlos? –respondió ella–. No me sería fácil sacarlos de mi propio sueño.
Ése es un problema –dijo él, enarcando las cejas–. Mi problema, desde luego, no el de usted. Yo se que soy, real.
–¿Como conoce usted mI nombre? –pregunto la muchacha.
–Muy simple –respondió él–, sigo con interés las notas de sociedad que suelen aparecer con bastante regularidad en los periódicos que me trae mi avión de suministros. A decir verdad, tengo recortada una de las fotos de usted y pegada junto a mi camastro. Probablemente eso es lo que explica que la vea ahora. En realidad me gustaría conocerla alguna vez.
–Qué comentario tan galante para proceder de una aparición –exclamó ella–. ¿Y quién se supone que es usted?
–¿Yo? Soy Grant Calthorpe. En realidad, trabajo para su padre, comerciando con los lunáticos en busca de ferva.
–Grant Calthorpe –repitió ella. Entornó sus ojos enturbiados por la fiebre como si quisiera enfocarlo mejor–. Conque es usted, ¿eh?
La voz le vaciló un momento y la muchacha se pasó una mano por una pálida mejilla.
–¿Por qué habría de haberlo extraído a usted de mis recuerdos?
Es extraño, Hace tres o cuatro años, cuando yo era una romántica colegiala y usted el famoso deportista, estaba locamente enamorada de usted. Tenía todo un álbum lleno de fotos suyas: Grant Calthorpe vestido de encapuchado para cazar gusánidos en Titán, Grant Calthorpe junto al gigantesco unípedo que mató cerca de las Montañas de la Eternidad. Usted es..., bueno, usted es realmente la alucinación más agradable que haya tenido nunca hasta ahora. El delirio sería... delicioso –de nuevo se apretó una mano contra la mejilla– si no me doliera tanto la cabeza.
«¡Vaya!», pensó Grant. «Me gustaría que fuese verdad eso del álbum. Es lo que la psicología llama un sueño realización de un deseo.»
Una gota de caliente lluvia se le estrelló en el cuello.
–Es hora de irse a la cama –dijo en voz alta–. La lluvia es mala para la blancha. Espero verla a usted la próxima vez que esté febril.
–Gracias –dijo Lee Neilan con dignidad–. El sentimiento es mutuo.
Él asintió con una inclinación de cabeza.
–Aquí, Oliver –ordenó al adormilado gato guardián–. Vamos.
–No se llama Oliver –protestó Lee–. Se llama Dorotea, Dolly. Me está haciendo compañía desde hace dos días y yo le he dado este nombre.
–Género equivocado –masculló Grant–. En cualquier caso, se trata de mi gato guardián, Oliver. ¿No eres tú, Oliver?
–Espero verte más tarde –dijo Oliver con un bostezo.
–Es Dolly. ¿Verdad que eres Dolly?
–Podéis apostaros cinco dólares –dijo el gato guardián. Se enderezó, se desperezó y se escabulló entre la maleza–. Debe de ser la fiebre –comentó al desaparecer.
–Sí, eso debe de ser –convino Grant. Se apartó–. Adiós, señorita... o quizá pueda llamarte Lee, puesto que no eres real. Adiós, Lee.
–Adiós, Grant. Pero no vayas por ese camino. Hay un pueblecillo de sinuosos allí entre las hierbas.
–No; está al otro lado.
–Está ahí –insistió ella–. He estado viendo cómo lo construían.
Pero no podrán hacerte ningún daño, ¿verdad? Ni siquiera un sinuoso puede herir a una aparición. Adiós, Grant.
Y cerró los ojos cansadamente.
Estaba lloviendo ahora con más fuerza. Grant fue abriéndose camino entre las hierbas sangrantes, cuya roja savia se acumulaba en gotas carmesíes sobre sus botas. Tenía que volver a su cabaña rápidamente, antes de que la fiebre blanca y su consiguiente delirio lo empujasen a caminar totalmente extraviado. Necesitaba fiebrina.
De pronto se detuvo en seco, Ante él, la hierba había sido cortada y en el pequeño claro estaban las torres, que le llegaban hasta el hombro, y los baluartes de un poblado de sinuosos, un poblado nuevo, porque casas a medio construir se mezclaban con las demás y formas encapuchadas de unos diez centímetros se afanaban entre las piedras.
Al punto se levantó un clamor de chirridos y gritos. Retrocedió, pero una docena de diminutos dardos zumbó alrededor suyo. Uno se le clavó como un mondadientes en una bota, pero por fortuna ninguno le arañó, porque indudablemente estaban envenenados. Se movió más aprisa, pero entre las espesas y carnudas hierbas seguían los rumores, los chirridos e incomprensibles imprecaciones.
Se retiró dando un rodeo. Los lunáticos seguían balanceando sobre la vegetación sus redondas cabezas. De vez en cuando uno gemía, dolorido, cuando un sinuoso le daba un mordisco o lo pinchaba. Grant se abrió paso en medio de un grupo de aquellas criaturas, esperando distraer a los diminutos enemigos ocultos entre las hierbas, y un lunático alto de cara purpúrea curvó sobre él su largo cuello, soltando risitas y haciendo ademanes con sus pellejudos dedos hacia un haz que llevaba bajo el brazo.
Él pasó por alto aquella cosa y torció hacia su cabaña. Parecía haber eludido a los sinuosos. Siguió avanzando obstinadamente puesto que necesitaba con urgencia una tableta de fiebrina. Sin embargo, de pronto, se detuvo frunciendo el ceño, dio media vuelta y empezó a desandar el camino.
–No puede ser –mascullaba–. Pero ella me dijo la verdad sobre el pueblo de los sinuosos. Yo no sabía que estuviese allí. Mas, ¿cómo podía decirme una alucinación algo que yo no sé?
Lee Neilan seguía en el tronco de corteza de piedra exactamente tal como él la había dejado, con Oliver de nuevo a su vera. La muchacha tenía los ojos cerrados y dos sinuosos estaban cortando la larga falda de su vestido con diminutos y relucientes cuchillos.
Grant sabía que experimentaban una enorme atracción por los tejidos terrestres; por lo visto, eran incapaces de imitar el lustre fascinante del satén, aunque aquellos enemigos eran infernalmente listos con sus diminutas manecitas. Cuando se acercó, estaban desgarrando una tira desde el muslo hasta el tobillo, pero la muchacha no hacía ningún movimiento. Grant gritó y las crueles criaturitas profirieron contra él obscuras maldiciones mientras se retiraban con su sedoso botín.
Lee Neilan abrió los ojos.
–Usted de nuevo –murmuró vagamente–. Hace un momento era papá. Ahora es usted.
Su palidez había aumentado; la fiebre blanca estaba siguiendo su curso en el cuerpo de la muchacha.
–¡Tu padre! Entonces así es cómo Oliver se enteró... Escucha, Lee. He encontrado el pueblo de los sinuosos. No sabía que estaba allí, pero lo encontré tal como tú habías dicho. ¿Comprendes lo que significa eso? ¡Tú y yo, los dos somos reales!
–¿Reales? –dijo ella sombríamente–. Hay un lunático purpúreo que se está riendo detrás de tu hombro. Haz que se marche. Me pone... enferma.
Él miró en torno. Era verdad: el lunático de cara purpúrea estaba detrás de él.
–Oye –dijo Grant, agarrando a la muchacha por un brazo. El tacto de aquella piel tan fina fue una prueba complementaria–. Tú venías a la cabaña en busca de fiebrina. –La hizo ponerse en pie–. ¿No comprendes? ¡Soy real!
–No, no lo eres –dijo ella desmayadamente.
–Escucha, Lee. No sé cómo diablos llegaste aquí o para qué, pero sé que Io no me ha vuelto loco todavía. Tú eres real y yo soy real. –La sacudió violentamente–. ¡Soy real! –gritó.
Una débil comprensión alumbró en los ojos enturbiados de la muchacha.
–¿Real? –susurró ella–. ¡Real! ¡Oh, Dios mío! ¡Entonces... entonces sácame de este sitio de locos!
Se tambaleó, hizo un poderoso esfuerzo para controlarse y luego se lanzó contra él.
Desde luego, en Io el peso de la muchacha era insignificante, menos de una tercera parte del peso normal que habría tenido en la Tierra. La tomó en brazos y avanzó hacia la cabaña manteniéndose alejado de los dos asentamientos de sinuosos. Alrededor de él se movían excitados lunáticos, y, de vez en cuando, emergía el de la cara purpúrea u otro exactamente igual que él, soltaba una risita, señalaba y gesticulaba.
La lluvia había aumentado y calientes chorros le caían por el cuello. Para aumentar su locura, dio un traspiés cerca de un grupo de palmeras espinosas y sus barbadas hojas le penetraron dolorosamente a través de la camisa. Aquellos pinchazos eran también peligrosos si uno no los desinfectaba; en realidad era mayormente el peligro de las palmeras punzantes lo que impedía a los terráqueos recolectar su propia ferva en lugar de depender de los lunáticos.
Tras de las bajas nubes de lluvia, el Sol se había puesto y ahora reinaba la luz diurna del rojizo Júpiter, que prestaba un falso rubor a las mejillas de la inconsciente Lee Neilan, haciendo que los rasgos de la muchacha aparecieran todavía más deliciosos.
Quizá Grant mantuvo clavados los ojos demasiado tiempo en aquella cara, porque de pronto se vio de nuevo entre sinuosos. Saltaban y chillaban, y el lunático purpúreo saltó dolorido cuando dientes y dardos le pincharon las piernas. Pero, desde luego, los lunáticos eran inmunes al veneno.
Los diminutos diablos estaban ahora alrededor de los pies de Grant. Los maldijo en voz baja y dio unas patadas vigorosas, enviando a una forma ratonesca a describir un arco de quince metros por el aire. Él llevaba al cinto una pistola automática y una pistola lanzallamas, pero no podía utilizarlas por varias razones.
Primeramente, utilizar una pistola contra las diminutas hordas era lo mismo que disparar contra un enjambre de mosquitos; si el proyectil mataba a uno o dos o a una docena, eso no causaba ninguna impresión apreciable en los miles restantes. En cuanto a la pistola lanzallamas, eso sería como utilizar un Gran Bertha para abatir a una mosca. Su enorme chorro de fuego incineraría por supuesto a todos los sinuosos que se encontrasen en su trayectoria, juntamente con las hierbas, los árboles y los lunáticos, pero tampoco eso serviría para impresionar a las hordas supervivientes y significaba, además, tener que recargar trabajosamente la pistola con otro diamante negro y otro cañón.
Tenía ampollas de gas en la cabaña, pero por el momento no estaban a su alcance y, además, no disponía de ninguna máscara de repuesto. Hasta ahora ningún químico había conseguido descubrir un gas que matase a los sinuosos sin ser al mismo tiempo letal para los humanos. Por último, no podía usar ningún arma, porque no se atrevía a depositar en el suelo a Lee Neilan para quedar con las manos libres.
Delante de él se abría el claro que rodeaba la cabaña. El espacio estaba lleno de sinuosos, pero se suponía que la cabaña estaba construida a prueba de sinuosos, al menos durante períodos razonables de tiempo, puesto que los troncos de corteza de piedra eran muy resistentes a las diminutas herramientas de los enemigos.
Pero Grant notó que un grupo de los diablillos estaba alrededor de la puerta y de pronto comprendió cuáles eran sus intenciones. Habían echado un lazo sobre el picaporte y estaban empeñados en hacerlo girar.
Grant gritó y avanzó a la carrera. Cuando estaba todavía a unos treinta metros, la puerta giró hacia adentro y el tropel de sinuosos irrumpió en la cabaña.
Grant se precipitó por .la entrada. Dentro había confusión. Pequeñas formas encapuchadas cortaban las mantas de su cama, sus trajes de repuesto, las bolsas que él esperaba llenar con hojas de ferlva, y estaban ahora tirando de los utensilios de cocina o de cualquier objeto que estuviese suelto.
Vociferó y empezó a dar patadas contra el enjambre. Un salvaje coro de chillidos y gruñidos surgió mientras las criaturas corrían de un .lado a otro. Eran la bastante inteligentes para comprender que él no podía hacer nada teniendo los brazos ocupados por Lee Neilan. Procuraban mantenerse lejos de sus patadas y, mientras él amenazaba aun grupo que estaba junto a la estufa, otro grupo se dedicaba a despedazar sus mantas.
Desesperado, avanzó hacia el camastro. Depositó en él el cuerpo de la muchacha y empuñó una escoba de ramas que se había hecho para barrer su vivienda. Con amplios golpes atacó a los sinuosos que mezclaban ahora sus chillidos con gritos y lamentos de dolor.
Unos pocos se precipitaron hacia la puerta, arrastrando el botín recogido. Grant pudo ver que media docena se arremolinaban alrededor de Lee Neilan desgarrándole el vestido y queriendo apoderarse del reloj de pulsera que llevaba en una muñeca y de los zapatos de baile que calzaban sus piececitos. Les lanzó una maldición y los barrió, esperando que ninguno de ellos hubiese pinchado la piel de la muchacha con virulentos puñalitos o envenenados dientes.
Empezó a ganar la escaramuza. Más criaturas se cubrieron con sus negras capas y se escabulleron con su botín a través del umbral.
Por último, con un estallido de lamentos, los demás, tanto los cargados como los que no llevaban nada, emprendieron la fuga y procuraron librarse, dejando una docena de peludos cuerpecillos muertos o heridos.
Grant barrió a éstos tras los demás con su improvisada arma, cerró la puerta en las narices de un lunático que bamboleaba la cabeza en la apertura, la aseguró con cerrojo para evitar la repetición del truco de los sinuosos y se quedó mirando, abatido, la casa saqueada.
Habían tirado las latas de conserva o se las habían llevado. Todos los objetos sueltos estaban marcados por las manecitas de los sinuosos, y las ropas de Grant colgaban hechas jirones de las perchas clavadas en las paredes. Pero los diminutos bandidos no habían conseguido abrir ni la alacena ni el cajón de la mesa y allí quedaba comida.
Seis meses de vida en Io habían hecho de él un filósofo; soltó unos cuantos juramentos enérgicos, se encogió de hombros resignadamente y sacó de la alacena su frasco de fiebrina.
Su ataque de fiebre había desaparecido tan rápida y completamente como hace siempre la blancha cuando se la trata, pero la muchacha, al carecer de fiebrina, estaba inerte y blanca como el papel. Grant miró el frasco; quedaban ocho tabletas.
–Bueno, siempre podré masticar hojas de ferva –masculló.
Eso era menos eficaz que el alcaloide en sí, pero servía, y Lee Neilan necesitaba las tabletas. Disolvió dos en un vaso de agua y le levantó la cabeza.
Como mejor pudo vertió el contenido del vaso entre los labios de la muchacha y luego la acomodó en el camastro. Su vestido era una desgarrada ruina de seda, y él la cubrió con una manta no menos arruinada. Luego se desinfectó los pinchazos de la palmera, juntó dos butacas, y se tendió en ellas para dormir.
Se sobresaltó al oír el ruido de garras en el tejado, pero no era más que Oliver que tocaba cuidadosamente el tubo de la chimenea para ver si estaba caliente. Al cabo de un momento, el gato guardián entró, se desperezó, y comentó:
–Yo soy real y tú eres real.
–¡Mira que bien! –gruñó Grant con voz somnolienta.
Cuando despertó, había luz de Júpiter y del satélite Europa, lo que significaba que había dormido casi siete horas, puesto que la brillante tercera lunita estaba justo despuntando. Se levantó y miró a Lee Neilan, que estaba durmiendo profundamente con un asomo de color en su rostro. La blancha estaba pasando.
Disolvió dos tabletas más en agua y luego zarandeó un hombro de la muchacha. Inmediatamente los ojos grises de la joven se abrieron, ahora completamente claros, y ella alzó la mirada hacia él sin ninguna expresión de sorpresa.
–¡Hola, Grant! –murmuró–. Tú de nuevo, ¿eh? La fiebre no es tan mala, después de todo.
–Quizá debería dejar que siguieses con fiebre –sonrió él–. Dices cosas muy bonitas. Despierta y bebe esto, Lee.
De pronto ella se fijó en el interior de la cabaña.
–¿Cómo? ¿Dónde está esto? ¡Parece... real!
–Lo es. Bebe esta fiebrina.
Ella se incorporó y obedeció, luego volvió a recostarse y se quedó mirándolo con perplejidad.
–¿Real? –dijo–. ¿Y tú eres real?
–Creo que lo soy.
Un estallido de lágrimas brotó de los ojos de la muchacha.
–Entonces... entonces he logrado salir de aquel sitio horrible, ¿no? Aquel sitio horrible.
–Claro que sí. –Vio signos de que el alivio de la muchacha se iba a convertir en un ataque de histerismo, y se apresuró a distraerla–. ¿Te importaría decirme cómo has llegado hasta aquí y además vestida para una fiesta?
Ella procuró dominarse.
Estaba vestida para una fiesta. Una fiesta que iba a celebrarse en Herápolis. Pero yo estaba en Junópolis, ¿comprendes?
–No comprendo nada. En primer lugar, ¿qué estás haciendo en Io? Siempre que he oído hablar de ti era por algo relacionado con la buena sociedad de Nueva York o París.
Ella sonrió.
–Entonces no todo era delirio, ¿verdad? Dijiste que tenías una de mis fotos... ¡Ah, aquella! –exclamó, frunciendo el ceño al ver el recorte pegado en la pared–. La próxima vez que un fotógrafo quiera sacarme una instantánea, tendré muy en cuenta no sonreír tan tontamente como... como un lunático. Pero en cuanto a lo de por qué estoy en Io, la verdad es que vine con papá, que está estudiando las posibilidades de cultivar ferva en plantaciones en lugar de tener que depender de tratantes y lunáticos. Llevábamos aquí tres meses y me sentía terriblemente aburrida. Yo pensaba que Io sería apasionante, pero no fue así, no lo fue hasta hace poco.
–Pero, ¿qué hay de ese baile? ¿Cómo te las arreglaste para venir aquí, a mil seiscientos kilómetros de Junópolis?
–Bien –prosiguió ella lentamente–, el aburrimiento en Junópolis era atroz. Nada de espectáculos, nada de deportes, nada sino un baile de vez en cuando. Llegué a sentirme nerviosa. Cuando había bailes en Herápolis, tomé la costumbre de volar hasta allí. Sólo son cuatro o cinco horas en un avión. La semana pasada, o cuando fuese, había proyectado hacer el vuelo y Harvey, el secretario de papá, iba a llevarme. Pero en el último momento papá tuvo necesidad de su secretario y me prohibió que volase sola.
Grant sintió una fuerte antipatía contra Harvey.
–¿Y qué? –pregunto.
–Pues que volé sola –contestó ella gravemente.
–Y te estrellaste, ¿eh?
–Sé conducir un avión tan bien como cualquiera –replicó ella–. Lo que pasó fue que seguí una ruta diferente y de pronto me vi ante una barrera de montañas.
Él asintió.
–Las Colinas de los Idiotas –dijo–. Mi avión de suministros hace un rodeo de setecientos kilómetros para evitarlas. No es que sean altas, pero sobresalen lo suficiente por encima de la atmósfera de este alocado satélite. El aire es allí denso, pero enrarecido.
–Lo sé. Sabía que no podría volar por encima de ellas, pero pensé que podría superarlas de un salto. Tú sabes que no hay más que dar toda la velocidad y llevar el aparato hacia arriba. Yo tenía un avión cerrado y la gravitación aquí es muy débil. y además lo había visto hacer varias veces, especialmente en aparatos impulsados por cohetes. Las turbinas sirven para sostener el avión incluso cuando las alas son inútiles por falta de aire.
–¡Qué idea tan absurda! –exclamó Grant–. Claro que puede hacerse, pero hay que ser un experto para sostenerse cuando se llega al aire que hay al otro lado. Si llegas a mucha velocidad, no hay mucho sitio para descender.
–Es lo que pude comprobar –dijo Lee con .tono de arrepentimiento–. Casi di el salto, pero no del todo, y vine a caer en medio de algunas palmeras. Creo que el aparato las aplastó al caer, porque conseguí salir antes de que empezaran a dar latigazos. Pero luego no pude volver al avión, y fue... sólo recuerdo dos días de eso, pero fue horrible.
–Debió de serlo –dijo él suavemente.
–Yo sabía que, si no comía ni bebía, era probable que evitase contraer la fiebre blanca. Lo de no comer no era tan malo, pero no beber... Bien, finalmente me di por vencida y bebí de un pozo. No me importaba lo que sucediera con tal de librarme de la tortura de la sed. Después de eso, todo es confuso y vago.
–Deberías haber masticado hojas de ferva.
–No lo sabía; ni siquiera sé qué aspecto tienen. Además, esperaba que de un momento a otro apareciese mi padre. Ya debe de haber organizado una búsqueda.
–Es lo más probable –replicó Grant irónicamente–. ¿Se te ha ocurrido pensar que hay más de veinte millones de kilómetros cuadrados de superficie en la pequeña Io? Y todo lo que él sabe es que puedes haberte estrellado en cualquiera de esos kilómetros. Cuando vuelas del polo norte al polo sur, no hay una ruta más corta que otra. Puedes cruzar cualquier punto del planeta.
Los grises ojos de la muchacha se agrandaron.
–Pero yo...
–Además –interrumpió Grant–, éste es probablemente el último sitio en que se le ocurriría buscar a una patrulla exploradora. Probablemente pensarían que nadie, sino un lunático, tendría la idea de superar de un salto las Colinas de los Idiotas, tesis con la que estoy perfectamente de acuerdo. Por lo cual me parece muy probable, Lee Neilan, que te quedes anclada aquí hasta que mi avión de suministro llegue el mes que viene.
–¡Pero papá se volverá loco! ¡Creerá que he muerto!
–Lo cree ya sin duda.:.
–Pero no podemos... –se interrumpió, lanzando una mirada circular por la diminuta y única habitación de la cabaña. Al cabo de un momento suspiró resignadamente, sonrió y dIjo con dulzura–: Bueno, podría haber sido peor, Grant. Trataré de ganarme mi sustento.
–Está bien. ¿Cómo te encuentras, Lee?
–Completamente normal. Ahora mismo voy a empezar a trabajar. –Apartó la manta, se incorporó y puso los pies en el suelo–. Arreglaré... ¡Dios mío, mi vestido!
Volvió a taparse con la manta. Él sonrió burlonamente.
–Tuvimos un pequeño encuentro con los sinuosos cuando te desmayaste. Arremetieron también contra mi guardarropas.
–Está todo arruinado –gimió ella.
–Necesitarás aguja e hilo, supongo. Eso, al menos, no se lo llevaron porque estaba en el cajón de la mesa.
–Con lo que queda de mi vestido no podría hacerme ni un mal traje de baño –replicó la muchacha–. Déjame probar con uno de los tuyos.
A fuerza de cortar, remendar y zurcir, consiguió transformar uno de los trajes de Grant en un atuendo de respetables proporciones. Tenía un aspecto delicioso con aquella camisa de hombre y aquellos pantalones cortos, pero él se turbó al notar que una súbita palidez se había apoderado de la muchacha.
Era la riblancha, el segundo acceso de fiebre que usualmente seguía a un ataque grave o prolongado. Con rostro serio, Grant sacó dos tabletas de fiebrina.
–Tómate éstas –ordenó–. Hemos de conseguir hojas de ferva en alguna parte. El avión se llevó mis existencias la semana pasada, y desde entonces he tenido mala suerte con mis lunáticos. No me han traído más que hierbajos y porquerías.
Lee hizo una mueca con los labios al percibir lo amargo de la droga, luego cerró los ojos contra su mareo momentáneo y su náusea profunda.
–¿Dónde puedes encontrar ferva? –preguntó.
Él sacudió la cabeza con perplejidad, mirando cómo Júpiter se ponía, resplandeciendo sus bandas con colores cremosos y castaños y la Mancha Roja hirviendo cerca del borde occidental.
A poca distancia por encima estaba el brillante y pequeño disco de Europa. Frunció el ceño repentinamente, miró su reloj y luego el almanaque que tenía colgado en la puerta del armario.
–Habrá luz de Europa dentro de quince minutos –masculló–, y una verdadera noche dentro de veinticinco, la primera noche verdadera en medio mes. Me pregunto si...
Miró pensativamente el rostro de Lee. Sabía donde crecía la ferva. Nadie se atrevía a penetrar en la jungla misma, donde las palmeras punzantes, las lianas arrojadizas y los deletéreos gusanos dentudos convertían semejante aventura en un suicidio cualesquiera que no fuese lunático o sinuoso. Pero él sabía dónde se daba la ferva...
En la rara noche de Io, incluso los claros podrían ser peligrosos y no sólo a causa de los sinuosos. Grant sabía bastante bien que en la obscuridad salen de la jungla criaturas que de otro modo permanecen en las sombras eternas de aquélla: dentudos, ranas de cabeza de toro, e indudablemente muchos seres desconocidos, misteriosos, venenosos y viscosos nunca vistos por el hombre. Uno oía contar historias en Herápolis y...
Pero tenía que conseguir ferva y él sabía dónde crecía. Ni siquiera un lunático trataría de buscarla allí, sino en los pequeños huertos o granjas alrededor de las diminutas ciudades de los sinuosos, donde era común que creciera la ferva.
Encendió una linterna en medio de la obscuridad que se aproximaba.
–Voy a salir un momento –le dijo a Lee Neilan–. Si vuelve a darte un ataque de blancha, tómate las otras dos tabletas. De cualquier modo, nunca te harán daño. Los sinuosos se llevaron mi termómetro, pero si empiezas a sentir mareos de nuevo, no dejes de tomarlas.
–¡Grant! ¿Adónde...?
–Volveré –gritó Grant, cerrando la puerta tras él.
Un lunático, de color púrpura a la luz azulada de Europa, se alzó bamboleándose con una larga risita. Grant apartó a la criatura con un ademán y emprendió una cauta marcha de aproximación a las inmediaciones del poblado de los sinuosos, el poblado antiguo, porque el otro apenas podía haber tenido tiempo para cultivar el terreno circundante. Avanzó difícilmente entre las sangrantes hierbas, pero se daba cuenta de que su cautela era puro optimismo. Estaba exactamente en la posición de un gigante de treinta metros que se acercase a una ciudad humana pretendiendo no ser observado: una empresa difícil incluso en la más profunda obscuridad.
Llegó al borde del claro de los sinuosos. Detrás de él, el satélite Europa, moviéndose casi tan rápido como el minutero de su reloj, se precipitaba hacia el horizonte. Grant se detuvo con momentánea sorpresa a la vista de la preciosa y diminuta ciudad, cuyas luces parpadeaban en la noche. Él nunca había sabido que la cultura de los sinuosos incluía el uso de luces, pero allí estaban: diminutas velas o quizá pequeñísimas lámparas de petróleo.
Parpadeó en la obscuridad. A unos treinta metros del poblado estaban los campos. El segundo de ellos, de tres metros cuadrados, tenía el aspecto de..., bueno, de lo que era: de ferva. Grant se agachó, se arrastró y alargó una mano para cortar las hojas blancas y carnudas. Y en aquel momento sonó una aguda risita y el crujido de hierbas detrás de él. ¡El lunático! ¡El idiota lunático purpúreo!
Sonaron irritados chirridos. Recogió un doble brazado de ferva, se puso en pie y se precipitó hacia la iluminada ventana de su cabaña. No tenía ningún deseo de hacer frente a los envenenados dardos o a los dientecillos portadores de enfermedades, y los sinuosos desde luego se habían levantado. Sus gritos sonaban a coro; el suelo se ennegreció con su presencia.
Llegó a la cabaña, irrumpió con violencia, cerró de un portazo y echó la llave.
–¡Ya está! –Sonrió burlonamente–. Ahora que rabien ahí fuera.
Y rabiando estaban. Sus gritos sonaban como los chirridos de una máquina defectuosa. Incluso Oliver abrió sus soñolientos ojos para escuchar.
–Debe de ser la fiebre –comentó plácidamente el gato guardián.
Desde luego Lee no estaba más pálida; la riblancha estaba pasando sin peligro.
–¡Uf! –dijo ella, escuchando el tumulto de fuera–. Siempre he odiado a las ratas, pero los sinuosos son peores. Tienen toda la astucia y la crueldad de las ratas más la inteligencia de diablos.
–Bueno –dijo Grant pensativamente–. No veo qué puedan hacer ahora. Por lo menos tenían lo que yo iba buscando.
–Parece como si se alejaran –dijo la muchacha, a la escucha–. El griterío se va desvaneciendo.
Grant miró por la .ventana.
–Todavía están ahí. Han pasado de las imprecaciones a la formación de proyectos, y me gustaría saber cuáles. Algún día, si este loco satélite llega a ser digno de que lo ocupen los hombres, va a haber un gran choque entre humanos y sinuosos.
–¿Y qué? No son lo bastante civilizados para constituir un obstáculo serio y además son tan pequeños...
–Pero aprenden –dijo él–. Aprenden muy rápidamente y se reproducen como moscas. Supónte que lleguen a descubrir el uso del gas o supónte que fabrican pequeños fusiles para sus dardos envenenados. Esto es posible, porque precisamente ahora están trabajando los metales y conocen el fuego. Tal cosa equivaldría prácticamente a equipararlos con el hombre por cuanto se refiere a la capacidad de agredir. ¿De qué nos servirían nuestros gigantescos cañones y nuestros aviones cohetes contra sinuosos de poco más de un decímetro? Y estar equilibrados sería fatal; un sinuoso por un hombre sería un trato ruinoso.
Lee bostezó.
–Bueno, eso no es problema nuestro. Tengo hambre, Grant.
–Está bien. Eso es un síntoma de que la blancha te ha abandonado ya. Comeremos y luego dormiremos un poco, porque quedan cinco horas de obscuridad.
–Pero, ¿y los sinuosos?
–No veo que puedan hacer nada. En cinco horas no pueden traspasar paredes de corteza de piedra y, en cualquier caso, Oliver nos avisaría si alguno consiguiese entrar por alguna parte.
Había luz cuando Grant se despertó. Penosamente, extendió los entumecidos miembros. Algo le había despertado, pero no sabía qué.
Oliver estaba paseando nerviosamente a su lado y le miraba con ansiedad.
–He tenido mala suerte con mis lunáticos –anunció quejumbrosamente el gato guardián–. Tú eres un lindo gatito.
–También lo eres tú –dijo Grant.
Algo lo había despertado, pero, ¿qué?
Entonces comprendió, porque aquello se produjo de nuevo: un pequeñísimo temblor del suelo de corteza de piedra. Frunció el ceño con perplejidad. ¿Terremoto? No en Io, porque la diminuta esfera había perdido su calor interno hacía incontables siglos. ¿Qué, entonces?
Lo comprendió de repente. Se puso en pie de un salto y lanzó un grito tan salvaje que Oliver se echó aun lado con un maullido infernal. El asombrado gato saltó a la estufa y desapareció por el tubo de la chimenea.
Lee había empezado a incorporarse en el camastro, sus grises ojos parpadearon soñolientamente.
–¡Fuera! –rugió él, obligándola a ponerse en pie–. ¡Salgamos de aquí! ¡Aprisa!
–¿Cómo? ¿Por qué...?
–¡Salgamos!
La empujó hacia la puerta, se detuvo un momento para recoger su cinto y sus armas, la bolsa de hojas de ferva y una libra de chocolate. El suelo tembló de nuevo y él se precipitó fuera de la puerta, colocándose con un salto frenético junto a la asombrada muchacha.
–¡La han minado! –jadeó–. Esos demonios han minado la...
No tuvo tiempo de decir más. Una esquina de la cabaña se derrumbó de pronto; los troncos de corteza de piedra se separaron, y toda la estructura se vino abajo como una casita de juguete. El estallido se convirtió en silencio y no hubo movimiento alguno excepto unos perezosos jirones de vapor, unas cuantas negras formas ratunas escabulléndose hacia las hierbas y un purpúreo lunático bamboleándose más allá de las ruinas.
–¡Los sucios diablos! –juró amargamente–. ¡Las malditas ratas negras! ¡Las...!
Un dardo le pasó rozando la oreja y luego arrancó un rizo del enmarañado cabello castaño de Lee. Un coro de chillidos ascendió de entre las hierbas.
–¡Ven! –gritó Grant–. Esta vez están dispuestos a acabar con nosotros. No, por aquí. Hacia las colinas. Hay menos jungla por este sitio.
Fácilmente pudieron sobrepasar a los diminutos sinuosos. En pocos momentos habían perdido el estrépito de sus voces chirriantes, y se detuvieron a mirar compasivamente la destruida vivienda.
–Ahora –dijo él con tono lastimero– estamos como al principio.
–¡Oh, no! –replicó Lee, alzando la mirada hasta él–. Ahora estamos juntos, Grant. No tengo miedo.
–Ya nos arreglaremos –dijo él con tono de suficiencia–. Construiremos una cabaña provisional en cualquier parte. También...
Un dardo se estrelló en una de sus botas con un seco chasquido. Los sinuosos los hablan alcanzado de nuevo.
Una vez más corrieron hacia las Colinas de los Idiotas. Cuando se detuvieron por fin, pudieron divisar a sus espaldas la larga cuesta por la que habían subido y más allá las junglas de Io. Estaba allí la destruida cabaña y cerca, limpiamente escaqueados, los campos y torres de la ciudad más próxima de los sinuosos. Pero apenas habían recuperado el aliento cuando chillidos y gritos salieron de la maleza.
Se veían empujados hacia las Colinas de los Idiotas, una región tan desconocida para el hombre como los helados yermos de Plutón. Al parecer, los diminutos enemigos que tenían detrás habían resuelto que esta vez su adversario, el gigantesco trampero y depredador de sus campos, debía ser perseguido a muerte.
Las armas eran inútiles. Grant ni siquiera podía atisbar a sus perseguidores, que se deslizaban entre la vegetación como ratas encapuchadas. Una bala, incluso si por casualidad atravesaba el cuerpo de un sinuoso, no lograría ningún efecto, y la pistola lanzallamas, aunque su rayo quemase toneladas de maleza y de hierba sangrante, no podía más que cortar una estrecha senda a través de la horda de diminutos verdugos. Las únicas armas que podrían haber servido de algo, las ampollas de gas, se habían perdido entre las ruinas de la cabaña.
Grant y Lee se vieron obligados a seguir subiendo. Estaban ya a más de trescientos metros por encima de la llanura, y el aire se iba enrareciendo. No había allí ninguna jungla, sino sólo grandes manchas de hierba sangrante tras las cuales eran visibles unos pocos lunáticos balanceando sus cabezas.
–Hacia la cima –jadeó Grant, ahora penosamente falto de aliento–. Quizá nosotros podamos soportar el aire enrarecido mejor que ellos.
Lee no pudo contestar. Se esforzaba en andar trabajosamente junto a su compañero mientras pisaban ahora un suelo de roca desnuda. Ante ellos se alzaban dos bajos picachos, como los pilares de una puerta de torreón. Al mirar hacia atrás, Grant vislumbró diminutas formas negras que hormigueaban en un claro, Y. lleno de rabia, disparó. Un sinuoso dio un salto convulsivo, ondeando su capa, pero los demás siguieron avanzando. Debía de haber miles.
Los picachos estaban más cerca, ya sólo a pocos cientos de metros de distancia. Eran desnudos, lisos, inaccesibles.
–Entre ellos –masculló Grant.
El paso que separaba a los dos picachos era sombrío y angosto. En siglos remotos debieron de ser un solo pico rajado luego por alguna convulsión volcánica que había abierto aquel estrecho cañón entre los dos.
Grant rodeó con un brazo a Lee, cuya respiración, por el esfuerzo y la altitud, era una serie de jadeos entrecortados. Un brillante dardo repiqueteó en las rocas cuando ellos llegaron a la abertura, pero al mirar atrás, Grant sólo pudo ver a un purpúreo lunático que avanzaba hacia arriba, acompañado por otros cuantos a su derecha. La pareja bajó por un paso de unos veinte metros que desembocó súbitamente en un valle accesible y allí se detuvieron asombrados.
Frente a ellos había una ciudad. Durante un segundo, Grant creyó que habían tropezado con una amplísima metrópolis de sinuosos, pero un examen más atento mostraba otra cosa. Esta no era una ciudad de bloques medievales, sino un poema en mármol, de belleza clásica y de proporciones humanas o casi humanas. Blancas columnas, arcos gloriosos, puras bóvedas, una delicia arquitectónica que muy bien podría haber nacido en la Acrópolis. Fue necesario un segundo examen para discernir que la ciudad estaba muerta, desierta, en ruinas.
Incluso en su agotamiento, Lee percibió aquella belleza.
–¡Qué cosa tan exquisita! –jadeó–. Casi podría perdonárseles ser... sinuosos.
–Ellos no nos perdonarán ser humanos –masculló él–. Tendremos que hacer alto en algún sitio. Lo mejor será que elijamos uno de los edificios.
Pero, antes de que pudieran apartarse unos pocos metros de la boca del cañón, un ruidoso estrépito los detuvo. Grant dio media vuelta y por un momento se sintió paralizado por el asombro. El estrecho cañón estaba lleno de una chirriante horda de sinuosos, como una repulsiva y pesada manta negra. Pero no llegaban hasta el extremo del valle, porque, riendo, graznando y bamboleándose, cuatro lunáticos con aplastantes pies de tres dedos bloqueaban la entrada.
Era una batalla. Los sinuosos mordían y pinchaban a los escasos defensores que proferían agudas exclamaciones de dolor. Pero con una resolución y una unidad de propósito desconocidas entre los lunáticos, sus pies aplastaban metódicamente arriba y abajo, a derecha e izquierda.
Grant exclamó:
–¡Que me aspen! –Luego se le ocurrió una idea–. ¡Lee, toda esa horda de asquerosos diablos está acorralada en el cañón!
Se precipitó hacia la entrada. Apuntó su pistola lanzallamas entre las piernas de un lunático y disparó.
Hizo explosión el infierno. El diminuto diamante, cediendo toda su energía en un terrorífico estallido, lanzó un torrente de fuego que llenó el cañón de pared a pared y aun cortó más allá un abanico calcinado entre las hierbas sangrantes de la ladera.
La Colina de los Idiotas se estremeció con el rugido del arma y cuando la lluvia de restos se asentó, no había nada en el cañón, excepto unos cuantos trozos de carne y la cabeza de un desgraciado lunático que todavía oscilaba y se bamboleaba.
Tres de los lunáticos sobrevivieron. Uno de rostro purpúreo estaba agitando un brazo, riendo y lanzando grititos con una mueca imbécil. Grant apartó a un lado aquella cosa y regresó junto a la muchacha.
–¡Gracias a Dios! –dijo él–. Por lo menos de esto nos hemos librado.
–Yo no tenía miedo, Grant. Nunca lo tengo cuando estoy contigo.
Él sonrió. .
–Quizá podamos encontrar aquí un refugio –sugirió–. La fiebre debe de ser menos molesta a esta altitud. Pero, oye, ésta debe de haber sido la capital más importante de todos los sinuosos en tiempos remotos. Apenas puedo imaginarme a tales demonios creando una arquitectura tan bella como ésta y tan grandiosa. Porque, en realidad, esos edificios son tan colosales en proporción con el tamaño de los sinuosos como lo son respecto a nosotros los rascacielos de Nueva York.
–Pero mucho más hermosos –dijo Lee suavemente, pasando su mirada sobre la gloria de las ruinas–. Incluso se les podría perdonar todo, Grant. ¡Mira eso!
Él obedeció el ademán. En la parte interior de los portales del cañón había gigantescos bajorrelieves. Pero lo que lo había dejado estupefacto era el tema de aquellos retratos. Allí, ascendiendo por los acantilados, había figuras, no de sinuosos, sino de... lunáticos. Exquisitamente esculpidas, sonriendo más bien que riendo tontamente, sonriendo con un toque de tristeza, de pena, de compasión.
–¡Dios mío! –susurró él–. ¿Comprendes, Lee? Ésta debió de ser en otros tiempos una ciudad de lunáticos. Los escalones, las puertas, los edificios, todo está construido a escala. De un modo u otro debieron de lograr una civilización avanzadísima y los lunáticos que nosotros conocemos no son más que el residuo degenerado de una gran raza.
–Y –sugirió Lee– la razón de que esos cuatro bloquearan el camino cuando los sinuosos trataron de pasar es que todavía recuerdan. O es probable que no recuerden realmente, pero tienen una tradición de pasadas glorias, o más probable aún, un mero sentimiento supersticioso de que este lugar es en cierto modo sagrado. Nos dejaron pasar porque, al fin y al cabo, tenemos más parecido con los lunáticos que los sinuosos. Pero lo sorprendente es que todavía posean, aunque no sea más que ese débil recuerdo, porque esta ciudad debe de estar en ruinas desde hace siglos, o quizás incluso miles de años.
–Pero pensar que los lunáticos puedan haber tenido alguna vez la inteligencia suficiente para crear una cultura propia... –dijo Grant, apartando al purpúreo que se bamboleaba y soltaba risitas a su lado. De pronto el hombre se detuvo y dirigió una mirada de repentino respeto a aquella criatura–. Éste lleva varios días siguiéndome. Muy bien, muchacho, ¿qué pasa?
El purpúreo alargó un hacecillo mal trabado de hierba sangrante y de ramitas, riendo idiotamente. Su ridícula boca se torció; los ojos se le aguzaron en el esfuerzo de conseguir una concentración mental.
–¡Pasteles! –dijo con una risita triunfante.
–¡El muy imbécil! –estalló Grant–. ¡Inútil! ¡Idiota! –Se interrumpió para echarse a reír–. No importa. Creo que os lo merecéis. –Alargó la libra de chocolate a los tres encantados lunáticos–. Aquí tenéis vuestros pasteles.
Un grito de Lee lo sobresaltó. La muchacha estaba agitando los brazos furiosamente. Sobre la cresta de la Colina de los Idiotas un avión cohete rugía, describía círculos y por fin se posaba en el valle.
La portezuela se abrió. Oliver salió gravemente, comentando como quien no quiere la cosa.
–Yo soy real y tú eres real. .
Un hombre siguió al gato guardián; dos hombres.
–¡Papá! –gritó Lee.
Un poco más tarde, Gustavus Neilan se volvió hacia Grant.
–No sé cómo agradecérselo –dijo–. Si hubiese algún modo de poder mostrarle lo mucho que aprecio...
–Lo hay. Puede usted cancelar mi contrato.
–¿Trabaja usted para mí?
–Soy Grant Calthorpe, uno de sus tratantes y estoy ya harto de este loco satélite.
–Desde luego puede hacerse, si usted lo desea –dijo Neilan–. En cuanto a la cuestión de la paga...
–Puede usted pagarme los seis meses que he trabajado.
–Si no le importase quedarse –dijo el hombre mayor–, no tendría que trabajar mucho tiempo más en la compra. Hemos podido cultivar ferva cerca de las ciudades polares y prefiero las plantaciones a la inseguridad de tener que confiar en los lunáticos.
Si continúa usted el año de su contrato, podríamos ponerlo al frente de la plantación cuando termine ese plazo.
Grant se encontró con los grises ojos de Lee Neilan y vaciló.
–Gracias –dijo lentamente–, pero estoy harto de esto. –Le sonrió a la muchacha y luego se volvió hacia el padre de .la misma–. ¿Le importaría contarme cómo ha podido localizarnos? Éste es el sitio más inverosímil de todo el satélite.
–Pues precisamente por eso –respondió Neilan–. Cuando Lee no regresó, reflexioné cuidadosamente sobre el asunto. Por último decidí, conociéndola como la conozco, buscar primeramente en los sitios más improbables. Sobrevolamos las costas del Mar de la Fiebre, y luego el Desierto Blanco y finalmente las Colinas de los Idiotas. Divisamos los ruinas de una cabaña y entre los escombros estaba este individuo –indicó a Oliver–, que no hacía más que repetir: «Diez lunáticos hacen un medio idiota». Bien, aquello de semicuerdo parecía una referencia muy clara a mi hija, y volvimos a emprender el vuelo hasta que el rugido de la pistola lanzallamas nos llamó la atención.
Lee adoptó una expresión de malhumor, luego volvió sus ojos grises hacia Grant.
–¿Recuerdas –dijo suavemente– lo que te dije en la jungla?
–Yo ni siquiera lo habría mencionado –replicó él–. Sabía que estabas delirando.
–Pues... quizá no lo estaba. Si tuvieses compañía, ¿te resultaría más fácil trabajar el resto del año? Quiero decir si, por ejemplo, volases con nosotros a Junópolis y regresases con una esposa.
–Lee –dijo él con voz ronca–, sabes la diferencia que eso comportaría, aunque no puedo comprender por qué se te ha ocurrido la idea.
–Debe de ser la fiebre –sugirió Oliver.
Nacido del Sol
Jack Williamson
En la Astounding Stories de marzo de 1934, Williamson publicó uno de los más sorprendentes relatos de revolución de ideas, titulado Nacido del Sol.
En mi opinión, el relato es válido. Lo leí por primera vez hace casi cuarenta años, y al releerlo todavía me parece emocionante, a pesar de que recordaba el desenlace. Es posible que la trama amorosa sea algo vulgar, y la actitud a lo Fu Manchú hacia los chinos ya está pasada de moda. Pero, en general, el cuento es ágil y Williamson hace plausible una de sus más delirantes ficciones.
No obstante, mientras lo leía me incomodó un poco esa escena en que los fanáticos del culto atacan el centro científico destinado a salvar parte de la raza humana. La había olvidado. Pero me pregunto si la había olvidado cuando escribí Nightfall, sólo siete años después. Aunque así fuera, seguramente la influencia de Nacido del Sol actuó de manera inconsciente, pues en Nightfall hay una escena muy parecida.
Isaac Asimov
1
El ronquido de un motor funcionando a todo gas resonó en la enorme biblioteca de caoba. Era el primer aviso de un peligro inminente. Alzando los ojos de la gran mesa situada en un rincón de la estancia, Foster Ross contempló distraídamente la ventana cubierta de escarcha. Fuera, los delgados árboles se mecían, desnudos, con ramas esqueléticas contra la penumbra gris de aquel anochecer a comienzos de diciembre. El viento quejumbroso arrastraba algunos copos de nieve.
Foster Ross prestó atención y por un segundo se preguntó el porqué de semejante prisa suicida sobre las carreteras heladas. Luego dirigió de nuevo su atención al experimento que le tenía ocupado desde hacía dos duros años.
Estaba solo en la enorme y laberíntica mansión de piedra que le había legado su padre, aislada en la cumbre de una solitaria y boscosa colina de Pennsylvania. No esperaba visitas, pues durante el invierno la casa permanecía cerrada. Los pocos criados se habían ido aquella misma tarde. Foster pensaba salir a medianoche hacia la soleada Palm Beach, para reunirse con June Trevor.
Era un gigante delgado y musculoso que silbaba distraído mientras se inclinaba sobre la gran mesa de caoba cubierta de aparatos eléctricos. En el centro, iluminada por una luz cegadora, había una pequeña esfera de aluminio de la que salían dos hilos delgados de platino.
Foster hizo la última conexión. Retrocedió con un gesto de impaciencia, apartándose de los ojos un mechón de cabello cobrizo.
–¡Ahora! –susurró–. Debería subir. Del mismo modo que subirá hacia la Luna la primera nave espacial. Debiera...
Mientras miraba nerviosamente la esfera parecida a un juguete, accionó un conmutador. Esperó lleno de ansiedad, mientras las bobinas zumbaban con fuerza y saltaban entre los polos súbitas descargas eléctricas.
El minúsculo globo no se movió. Lo contempló un instante, exhalando un suspiro. Luego dio un paso atrás y sonrió para sí mismo.
–Ahí van cincuenta mil –murmuró–. Cincuenta mil dólares por una ilusión. Con eso podría haber satisfecho muchos caprichos. ¡Qué idiota soy al ocuparme de esa cosa infernal como un viejo maniático, cuando podría estar descansando en la playa con June!
Pero en ese momento, algo brilló en sus serenos ojos azules, e irguió sus hombros anchos.
–¡Se puede lograr! –exclamó–. Podría probar con una rejilla cónica. O alear el elemento catódico con titanio. El tubo-motor...
Sonó la insistente llamada del timbre y unos golpes frenéticos en la puerta principal. Foster recorrió a paso rápido el obscuro pasillo.
Aún se oía el coche lanzado, a toda marcha, un rugido grave y agorero que se hizo aún más fuerte.
Por un instante pareció reducir la marcha, pero luego aceleró de nuevo.
Ha entrado en el camino, pensó. ¡Dos invitados inesperados, ambos con prisa!
Abrió la puerta a las tinieblas invernales; un vendaval helado, que llevaba nieve, le azotó la cara.
Había un taxi delante de la puerta y las luces amarillas formaban un halo débil entre los remolinos de nieve. El coche se alejó al aparecer él. Foster vio refugiado junto a la pared al visitante, un hombre pequeño envuelto en un enorme abrigo gris.
El hombrecillo dio un salto hacia la puerta abierta y balbuceó:
–¡Rápido! ¡Adentro! ¡El otro coche...!
Unos faros poderosos escudriñaron a través de la nieve; el segundo coche subía rugiendo por el camino; patinó temerariamente y enfiló hacia la puerta.
Varios estampidos terribles azotaron los oídos de Foster, y surgieron llamas amarillas de la automática negra que el hombrecillo tenía en la mano. Disparaba contra el sedán que había patinado.
Un rayo de cegadora luz anaranjada surgió de la máquina cuando ésta pasó atronadoramente. El rayo pareció alcanzar al hombrecillo. Éste se volvió mientras disparaba el arma por última vez y cayó en el umbral de la puerta.
El coche negro frenó y luego reanudó su carrera. Por un instante los faros iluminaron el taxi y luego lo adelantó, desapareciendo por el camino.
Aturdido, Foster cerró de un portazo y echó llave a la puerta. Luego se inclinó sobre el hombrecillo caído en el suelo. Escuchó un jadeo y luego una débil risita.
Una voz baja, extrañamente tranquila, dijo:
–¡Nos hemos apuntado un tanto, Foster!
–¿No está herido, señor? Cayó cuando la luz naranja...
–No. Me dejé caer a tiempo.
Foster le ayudó a ponerse en pie.
–Pero si es mortal. Lo llaman el fuego letal. Creo que se trata de una radiación actínica, que descompone las proteínas. Envenena la sangre.
El hombrecillo se inclinó para recoger su automática. Sacó tranquilamente el cartucho vacío, lo repuso y se guardó la pesada arma en el bolsillo de su abrigo gris.
–¿No prefiere pasar? –lo invitó Foster–. Si no le molestara explicar...
–Por supuesto, Foster.
El extraño invitado le siguió por el pasillo obscuro hasta la biblioteca profusamente iluminada.
Cuando llegaron a la zona de luz, Foster se volvió para mirar al hombre.
–Al parecer, usted me conoce –empezó, entonces parpadeó con sorpresa y exclamó–: ¡Tío Barron! ¡No te había reconocido! –alargó cordialmente la mano.
Barron Kane era un hombre menudo. Tenía el pecho estrecho, hombros caídos y delgados como los de un chiquillo, brazos delgados y musculosos, pero la serena paciencia del científico daba a su rostro cansado un brillo de energía. En sus fríos ojos grises había confianza y, paradójicamente, la sombra de un miedo devorador.
–Me has sorprendido –dijo Foster–. Creí que habías muerto. Hemos pasado años sin tener noticias tuyas. Mi padre intentó localizarte.
–He estado en Asia –explicó el hombrecillo mostrando su tez bronceada–, en un oasis del Gobi que no figura en los mapas. He vivido totalmente apartado de la civilización. Y, como has visto, hay gente que se empeña en apartarme para siempre.
Señaló hacia la dirección por donde había desaparecido el bólido.
–Me acuerdo de cuando preparabas tu última expedición –recordó Foster–. Fue hace doce años. Yo estaba en la escuela secundaria... Estuviste muy misterioso en cuanto al lugar a donde te dirigías. Me moría de ganas de acompañarte y correr aventuras contigo, y quise convencer a papá del hecho que yo no había nacido para dirigir la fábrica de aceros. Pero siéntate. ¿Quieres un trago?
Barron Kane meneó su cabeza morena y calva. Nunca llevaba sombrero.
–Foster, debo hablar contigo.
–Estoy impaciente por saber de qué se trata –le aseguró Foster–. Todo esto es..., bien, muy interesante.
–Quizá nos interrumpan –observó Barron Kane–. ¿Te molestaría cerrar puertas y ventanas y correr las cortinas?
–Claro que no. ¿Crees que ellos regresarán...?
–Existe un poder –respondió Barron Kane con voz extrañamente serena todavía– que no cejará hasta tener pruebas concluyentes de mi muerte.
Foster echó el cerrojo a la puerta y se dispuso a atrancar las ventanas. Regresó y halló a su tío estudiando con curiosidad la maqueta plateada que estaba sobre la mesa.
–Hace un mes leí tu monografía en la «Science Review» –comentó–. La que trataba acerca del efecto ómicron y el tubo-motor. Por eso he venido a verte, Foster. Has logrado algo tremendo...
–Todavía no –señaló Foster con una mueca de fatiga–. He dedicado dos años y no poco dinero al tubo-motor. Y todavía no levanta su propio peso.
–Pero, ¿sigues intentándolo? –la voz grave tenía una extraña nota de angustia.
–Hoy estaba trabajando en ello –Foster tocó el pequeño tubo de aluminio–. Esto es un modelo de la máquina especial. El tubo-motor se halla dentro, conectado con estos hilos de platino.
Naturalmente, en la verdadera nave todos estos aparatos serán interiores. Las cabinas y... –se interrumpió, meneando la cabeza con amargura–. ¡Pero es un sueño! Un sueño absurdo..., no pienso malgastar mi vida con eso.
Sus ojos azules miraron con desafío a Barron Kane.
–Me voy esta noche a Palm Beach para reunirme con June Trevor –y agregó a guisa de explicación–: Estamos prometidos. Nos casaremos en Año Nuevo, Barron. June es sencillamente..., ¡maravillosa!
–¡No puedes hacer eso! –protestó Barron Kane; sujetó del brazo a Foster y habló con inesperado apremio–: Debes dedicarte a la máquina espacial, Foster. Debes terminarla para salvar a la raza humana.
–¡Cómo! –exclamó Foster, y se apartó de él–. ¿Qué dices?
–Exactamente lo que has oído –le respondió Barron Kane con la misma voz tranquila, que resultaba enfática por su misma falta de entonación–. He venido a confiarte algo espantoso, Foster. Algo que descubrí en Asia. Algo que un terrible poder ha procurado por todos los medios impedirme decir.
Foster le contempló y luego preguntó enérgicamente:
–¿De qué se trata?
–Nuestro planeta está condenado a la destrucción –respondió Barron Kane con expresión sombría–. Y la raza humana también..., a menos que tú puedas salvar a varios individuos por lo menos. Eres el único hombre que tiene en sus manos una posibilidad, Foster, con tus acerías y el invento del tubo-motor.
Azorado, algo intimidado a su pesar, Foster observó a su tío sintiendo el frío contacto de un terror extraño. ¿Habría enloquecido aquel hombre durante los doce años transcurridos desde que desapareciera? Ya entonces era famoso por su personalidad excéntrica, lo mismo que por su saber como geólogo y astrofísico. No, concluyó Foster, su actitud era bastante cuerda. Y el coche de donde había surgido el rayo naranja no fue una alucinación, sino algo muy real.
Foster tomó del hombro a Barron Kane, le acompañó hasta un gran sillón de cuero y le indicó que se sentara. Quedándose en pie, inquirió:
–¿Puedes decirme de qué se trata exactamente?.
Por un instante, una ráfaga de humor disipó el temor que aleteaba en aquellos ojos grises.
–No, Foster –respondió con voz serena–. Sospecho que estoy en mis cabales.
Barron Kane entrecruzó sus delgados dedos morenos y se los contempló, meditativo.
–Supongo que no habrás oído hablar del Culto del Gran Huevo –comenzó a explicar–. No es posible que lo conozcas, pues hasta el nombre es prácticamente desconocido aquí. Se trata de una fanática secta religiosa, cuyo templo está oculto en un oasis recóndito del Gobi. Oye, Foster: hace casi diez años me convertí en adepto de esa secta. No fue fácil. Y luego tuve que soportar pruebas..., en fin, penosas. Al cabo de siete años fui plenamente iniciado. De labios del jefe de la orden, un demonio humano llamado L'ao Ku, escuché el terrible secreto que había ido a buscar en Asia. Esto sucedió hace tres años. L'ao Ku debió sospechar de mí. Fui cuidadosamente vigilado. Tuve que esperar durante dos años la ocasión de escapar. Desde entonces, los agentes de L'ao Ku me persiguen por todo el mundo. Ha transcurrido casi otro año. Creí que los había despistado en Panamá. Leí tu artículo sobre el tubo-motor y vine a verte, Foster. Como decía, tú eres el único hombre... Pero, de algún modo, volvieron a encontrar mi rastro. Sospecho que te he condenado a muerte.
–¿A mí? –preguntó Foster–. ¿Cómo?
–L'ao Ku no quiere que su secreto sea revelado. Tres hombres murieron misteriosamente poco después de hablar conmigo.
Foster aún estaba en pie frente a Barron Kane, mientras luchaban en su mente el asombro y la incredulidad. Alzó el mentón, decidido a buscar algún sentido en aquellos asombrosos acontecimientos.
–¿Qué secreto? –inquirió–. ¿De qué se trata? ¿Qué tiene esto que ver con el fin del mundo?
Barron Kane volvió a estudiar concienzudamente las puntas de sus dedos entrecruzados.
–Creo que empezaré –dijo– por hacerte una pregunta... Te preguntaré, Foster, sobre el enigma más grande del mundo. ¿Qué es la Tierra?
Sorprendido, Foster estudió el rostro cansado y paciente. Observó los ojos grises, tranquilos pero velados por un horror meditativo. Meneó la cabeza. Barron Kane era un enigma.
–De acuerdo, ¿qué es la Tierra?
–Debo decirte algo muy sorprendente –respondió Barron Kane–. Algo muy terrible. Te resultará difícil aceptarlo, ya que es contrario en gran parte a ideas arraigadas en nosotros y que son más antiguas que la ciencia. La idea es tan extraña, Foster, tan terrible, que una mente occidental nunca la habría concebido. Al fin y a la postre, estaremos en deuda con el Culto del Gran Huevo. La mentalidad oriental, aplicando la sabiduría secreta de aquella orden, vio algo que nosotros jamás habríamos visto pese a tener todas las pruebas ante nuestros ojos. Quizá te resultará más fácil aceptar mi revelación si te recuerdo algunas lagunas notorias del conocimiento científico. Debes aceptarlo, Foster. La supervivencia de la humanidad depende de ti.
Foster se dejó caer en una silla frente a Barron Kane. Aguardó en tenso silencio.
–Vivimos en una aterradora ignorancia por lo que se refiere al planeta que pisamos –prosiguió la misma voz tranquila, aunque cargada de una terrible intensidad–. ¿Cuánto hemos adelantado en los seis mil quinientos kilómetros hacia el centro de la Tierra? ¡Menos de seis kilómetros! ¿Qué hay más abajo? ¿Qué es, realmente, ese fenómeno al que llamamos terremoto? ¿Qué hay bajo el delgado caparazón de rocas sólidas sobre la cual vivimos? ¿De dónde proviene el calor que activa nuestros volcanes? Podría aducir mil teorías vagas y conflictivas, hipótesis sobre la naturaleza del interior de la Tierra..., pero prácticamente ningún hecho comprobado. En realidad, Foster, sabemos tan poco de la Tierra como la mosca que se posa sobre un huevo pueda saber acerca del misterio de la vida embrionaria que contiene. ¡Y menos aún es lo que sabemos de los demás planetas! ¿Qué científico puede explicarte cómo se formaron? ¡Ah! Desde Laplace se han expuesto muchas teorías. La hipótesis planetesimal, la nebular, la gaseosa, la meteórica..., estas y otras muchas hipótesis. Lo más notable de cada una es que rebate de plano todas las demás. ¡Recuerda el enigma del planeta perdido! Según la Ley de Bode, debería existir otro planeta entre Marte y Júpiter, donde están los asteroides.
»Por lo visto éstos, los cometas y los enjambres de meteoritos son fragmentos de este planeta... Pero, reunidos, no suman más que un décimo de la masa que debía tener. ¿Qué cataclismo inimaginable destrozó el planeta perdido, Foster? Dime, ¿qué sucedió con las nueve décimas partes de él que se han perdido? ¡Tomemos otro enigma cósmico! ¿Qué es el Sol, del cual dependen nuestras vidas? ¿Cuál es la historia de vida de un sol, de cualquier sol? ¿De dónde saca su masa, su movimiento y su calor? ¿Qué origina la existencia de un sol? Foster, cuando miras las estrellas una noche de invierno, ¿puedes imaginarlas eternas en su existencia? ¡Analicemos el enigma de la entropía! Es la ley mortal que domina el universo. Las estrellas se enfrían y mueren; el polvo estelar se dispersa; la radiación se propaga y se pierde. Nuestros especialistas en cosmogonía aseguran que el Universo se está agotando. Pero, ¿no existirá también una fuerza de vida, de desarrollo, de creación? ¿Cómo podría haber muerte, Foster, si no hay vida antes? ¿Nunca te has preguntado porqué el Sol, como cualquier otra estrella variable, se dilata y contrae al ritmo del ciclo de las manchas solares, con un latido comparable al pulso de un ser vivo?
Barron Kane se adelantó en su silla. Sus ojos grises –ahora la sombra del horror que le atormentaba era más honda– se clavaron en el rostro de Foster con una sinceridad desesperada y ansiosa.
–¡Foster! –exclamó–. ¡Yo sé lo que es la Tierra! Hace años, mientras luchaba con los fracasos y las contradicciones de nuestra ciencia occidental, lo intuí vagamente. Hace doce años, gracias a un rumor débil y casual, supe que la sabiduría oriental había adivinado la verdad que permanece oculta a nuestras dogmáticas mentes occidentales. Como ya te he contado, me fui al Gobi. Descubrí aquella secta secreta. Al cabo de siete años de esfuerzo y paciencia, penetré en el círculo interior. L'ao Ku confirmó mi terrible sospecha. Por él supe cosas que ni siquiera me había atrevido a suponer. Supe que la Tierra, todo el Sistema Solar, está destinado a fragmentarse dentro de muy poco tiempo. Veremos el fin, Foster..., a menos que los agentes secretos de L'ao Ku nos liquiden antes. No lo olvidemos ni frente a los mayores peligros. Ese hombre es un ser inhumano, fanático y diabólico, pero también un genio. Y todo su poder, toda la ciencia secreta capaz de crear el rayo venenoso, está empeñada en nuestra destrucción.
La voz tranquila calló. Un silencio tenso y eléctrico dominó la espaciosa biblioteca. Incrédulo,
Foster exclamó:
–¡El fin del mundo!
–El fin –repitió Barron Kane con la misma calma forzada–. Esperaba que tal vez podríamos disponer de años... Pero hoy sé, por una noticia que apareció en el periódico de la tarde, que la fase definitiva ya ha comenzado.
Foster Ross volvió a ponerse en pie y se inclinó sobre el hombrecillo moreno.
–Dime –imploró–, ¿qué pretendes decir?
Barron Kane, inclinándose a su vez, le contestó con la voz convertida casi en un susurro. Foster le oyó en silencio, en pie. Al principio, sus ojos azules expresaron un incrédulo asombro, que poco a poco se convirtió en un pánico terrible.
2
El grave y diminuto científico habló durante una hora, y luego se arrellanó en el enorme sillón de cuero volviendo a entrelazar sus delgados dedos morenos.
Foster se acercó en silencio a una ventana. Descorrió la cortina y contempló la noche de aquel invierno incipiente. Los desnudos árboles eran como una hilera fantasmal de esqueletos sobre los campos de nieve, que brillaban débilmente bajo el cielo en tinieblas. Algunos copos de nieve devolvieron un resplandor blanco bajo el torrente de luz que salía por la ventana. El terrible viento helado azotó las antiguas paredes de piedra.
–Corre la cortina, por favor –pidió Barron Kane con la misma serenidad imperturbable–. Los agentes de L'ao Ku podrían estar vigilando. El rayo venenoso...
Foster corrió la cortina bruscamente. Tenso y algo tembloroso, regresó al lado de su tío.
–Lo siento –murmuró–. Lo había olvidado.
–Es una idea especialmente difícil para la mentalidad occidental –explicó Barron Kane, compasivo–. Sospecho que si los occidentales se vieran obligados a aceptarla, muchos enloquecerían. Pero, si intentas mirarlo con algo de fatalismo oriental...
Foster parecía no darse cuenta de su presencia. Paseó de un lado a otro del espacioso gabinete enmaderado. En un momento dado se detuvo junto a la mesa para tocar el modelo experimental de aluminio de la nave espacial. Tomó de la repisa una fotografía de June Trevor, estudió durante un instante su belleza seria y clásica de ojos obscuros y luego la devolvió a su lugar con sumo cuidado.
Regresó al lado de su tío.
–La Tierra... –jadeó–. ¡No puedo creerlo! ¡Es demasiado monstruoso...!
Barron Kane se puso en pie y se adelantó, ansioso.
–Debes creerme, Foster –rogó con voz grave–. Porque sólo tú dispones de medios para salvar la simiente de la humanidad. Debes ponerte a trabajar en seguida. ¡Esta misma noche!
–¿Esta misma noche? –repitió Foster, embotado y muy sorprendido.
–Debes comprender que es cuestión de meses, Foster. De medio año, como máximo. Y la empresa es terrible... Debemos montar un laboratorio para acelerar el desarrollo de tu tubo-motor.
Tus acerías se pondrán a fabricar piezas del..., del Arca del espacio. Tenemos mil problemas que resolver en todas las ramas de la ingeniería. Y el trabajo debe quedar terminado en menos tiempo del que se haya invertido jamás en una construcción similar. ¡En mucho menos tiempo!
–No existe construcción similar –señaló Foster–. Hasta un buque de guerra sería un juguete sencillo comparado con la máquina espacial. Se necesitaría toda una vida para ponerla a punto.
Además –protestó vagamente, todavía embotado–, me voy a Palm Beach. Prometí a June que...
–Tendrás que romper tu promesa –le cortó imperiosamente Barron Kane–. Ambos dedicaremos hasta el último segundo a la tarea. Con todo, el tiempo que nos queda es espantosamente corto. Y debemos evitar a L'ao Ku y su rayo venenoso.
–En realidad, como verás, no puedo..., no puedo hacerme a la idea.
–Foster, atónito, seguía mirando a Barron Kane–. ¡Es endiabladamente fantástica!
–Considéralo desde un punto de vista oriental –insistió su tío–. El fatalismo oriental...
–¡No soy chino! –se impacientó Foster–. Pero quiero a June Trevor..., por encima de todo. Si tienes razón, si los próximos seis meses serán los últimos, prefiero vivirlos con ella.
–¿No lo entiendes? –susurró Barron Kane; tomó el brazo de Foster con sus huesudos dedos–. Si quieres a June Trevor, ¡construye la máquina espacial para salvarla! Foster, ¿te gustaría verla morir con el resto de la raza humana, como..., como gusanos en una casa incendiada? ¿Borrada..., aniquilada?
–¡No! –exclamó Foster–. ¡No! Pero no me creo capaz...
–¡Debes hacerlo! –insistió Barron Kane–. Te aseguro que hay pruebas. Hoy, en el periódico vespertino, ha aparecido un suelto que pregona la ruptura del Sistema Solar.
–¿Pruebas? –gritó Foster, incrédulo–. ¿Pruebas de qué...?
–¿Tienes el periódico de esta tarde?
–Por aquí anda. No he tenido tiempo de echarle un vistazo. Ya sabes, estaba ocupado en mi experimento.
Buscó el periódico y lo abrió con curiosidad. Sus ojos hallaron los grandes titulares, y vio que hablaban sólo de nuevos casos de corrupción política.
Las manos delgadas e impacientes de Barron Kane le arrebataron el periódico y señalaron una gacetilla situada sin mayor relieve en la parte inferior de la página.
LOS SABIOS, DESCONCERTADOS
«El doctor Lynn Poynter, del Observatorio de Monte Wilson, ha comunicado esta mañana que el planeta Plutón abandona su órbita y se aleja del Sol siguiendo una trayectoria anómala e inexplicable. El doctor Poynter asegura que el color del planeta ha virado además de un tono amarillento a verde vívido.
»El doctor Poynter ha declarado que no puede adelantar ninguna explicación sobre este fenómeno. Se niega a hacer más declaraciones, salvo que ha pedido a astrónomos de todo el mundo que verifiquen sus observaciones.»
El rostro de Foster permaneció torvo y pétreo mientras leía el lacónico texto. Sus temblorosos dedos arrugaron el periódico y, deliberadamente, lo partió por la mitad. Cuando se volvió hacia Barron Kane había en sus ojos un espanto nuevo, devorador. Habló con voz ronca:
–¿Entonces Plutón ya..., ya se ha ido? ¡El Sistema Solar ya ha empezado a dispersarse! –contempló el periódico que tenía roto en las manos–. Barron, por la mañana iremos a la acería y nos pondremos a trabajar.
El hombrecillo moreno le apretó la mano, en silencio, agradecido.
–Ahora –agregó Foster– debo telefonear a June.
–¿Eres tú, Foster? –sonó la voz clara de la muchacha, cargada de esperanza–. ¿Llegarás mañana? Iré a recogerte con el coche...
Foster evocó su encanto, sus ojos obscuros y serios; la vio sentada al volante, alta y esbelta; con una impaciencia alegre e infantil bajo su serena reserva. De repente se sintió débil, enfermo de dolor por no poder ir a verla.
–No –respondió, tratando de no traicionar la pena que sentía–. Sintiéndolo mucho, no puedo ir.
Notó angustia en las palabras de la muchacha:
–¿Algo anda mal...?
–Han surgido algunos imprevistos –tartamudeó, procurando expresarse en términos no demasiado alarmantes–. Un trabajo que debo terminar. Es muy importante. Debo quedarme...
–¡Ah! –en su voz había cierta agonía–. ¿Te impedirá venir..., hasta después de Año Nuevo?
–Sí –contestó–. Tendremos que aplazar la boda.
–¡Oh! –fue una exclamación de dolor; Foster se sintió lleno de compasión hacia ella–. ¿No puedes decirme de qué se trata?
–Por teléfono no. Oye, June: quiero que vengas aquí tan pronto como te sea posible. Entonces te explicaré.
–Tengo muchos compromisos –protestó–. Y tu voz suena tan extraña...
–Es importante, de veras –insistió–. ¡Por favor, ven! Te necesito, June... Por favor...
Hubo un silencio; luego la muchacha habló con decisión:
–De acuerdo, Foster. Llegaré el lunes...
–¡Gracias, querida! –respondió con gratitud–. Cuando lo sepas, comprenderás...
–¡Adiós, muchacho! –gritó casi alegremente–. ¡Pon un rayo de Sol en tu voz! ¡Hablas como si estuviera a punto de llegar el fin del mundo! Llegaré el lunes.
La querida June, tan buena chica como siempre, pensó Foster mientras la muchacha colgaba.
Alegre y generosa como de costumbre. Siempre se hacía cargo. Y él terminaría, debía terminar la nave espacial a tiempo para salvarla del terror increíble que auguraba Barron Kane.
Aquella noche Barron Kane y Foster Ross no se acostaron. Se quedaron en la espaciosa biblioteca, junto al modelo a escala reducida de la máquina espacial, pensando en cómo transformar aquel sueño en realidad. A medianoche, Foster fue a la cocina, tomó pan, jamón y una botella de leche y los colocó frente a la diminuta nave.
Al amanecer guardó en un portafolios el modelo y las páginas donde habían esbozado el proyecto, para llevárselo a la fábrica.
–No olvides que hay peligro –insistió Barren Kane–. Los hombres que me siguen no deben estar muy lejos. No regresarán sin la certeza de mi muerte.
–Telefonearé a la fábrica –dijo Foster– y pediré una escolta.
Entonces descubrió que la línea estaba cortada.
–Los cables se han roto –dijo–. La tormenta...
–Los hombres de L'ao Ku los han cortado –susurró Barron Kane–. Nos esperan.
–Entonces, será mejor que salgamos zumbando –propuso Foster–, mientras podamos.
Barron Kane asintió.
–Si logramos llegar a la acería, tendremos que defenderla –afirmó–. Pero lucharemos hasta el fin contra L'ao Ku, lo mismo que lucharemos contra el tiempo. La secta secreta profesa que toda vida debe perecer cuando la Tierra se fragmente. Todo intento por salvar siquiera una sola vida humana infringiría el primer principio de esa doctrina fantástica.
Dejaron encendidas las luces de la biblioteca, y ambos se escabulleron hacia la puerta trasera de la vieja mansión. Los jardines parecían fantasmagóricamente blancos debido a la nieve. Densos nubarrones ocultaban el cielo de un color gris hielo bajo el primer resplandor del amanecer. Sombras misteriosas velaban los árboles y edificios.
Foster llevaba su precioso modelo. Barron Kane esgrimía su pesada automática, con el seguro quitado. Avanzaron hacia la carrera sobre la espesa nieve hasta el garaje. Foster quitó el candado a las puertas y las abrió de par en par.
Un delgado rayo anaranjado, como una hoja de metal incandescente, brotó silenciosamente del tenebroso umbral y alcanzó en el brazo a Barron Kane. Su automática respondió una vez. Luego, jadeando de dolor, cayó sobre la nieve.
Foster contuvo la respiración. Su cuerpo delgado se abalanzó con rapidez hacia el rincón obscuro de donde había salido el rayo silencioso.
Tanteando a ciegas, tropezó con una mano parecida a una garra que sujetaba un tubo ligero de metal. Su hombro empujó un cuerpo menudo pero fuerte, y cayó pesadamente contra la pared. Una mano delgada aferró su garganta. Atrapó una muñeca vigorosa y le obligó a soltar presa.
Los dos enemigos se apartaron de la pared y cayeron pesadamente al suelo de cemento. Foster oyó un gruñido gutural de sorpresa. Fue el único sonido que se le escapó a su desconocido adversario. La batalla se desarrollaba en el silencio y la obscuridad.
Una rodilla flexionada se hundió en la ingle de Foster. Mientras se doblaba con angustia, unos dedos rígidos rebuscaron bajo su cuerpo. Un haz cegador de luz amarilla surgió del pequeño tubo, recorrió la pared del garaje, bajó poco a poco.
¡El rayo venenoso! Si le tocaba, su sangre se convertiría en un veneno mortal...
Un dolor intolerable surgió repentinamente de la retorcida muñeca de su brazo apresado. El daño y el esfuerzo le hicieron temblar. Un sudor ardiente bañó su rostro.
El rayo naranja tocó el suelo, avanzó hacia su hombro. Las garras que lo movían eran firmes como el acero.
Foster estaba vencido por el dolor insoportable de su brazo retorcido. La cabeza le daba vueltas y se sintió tragado por la obscuridad. Luego, a punto de verse vencido, le ocurrió algo extraño, una revelación cegadora. En un instante de visión diáfana, se vio a sí mismo, no como el hombre que luchaba por salvarse, sino como el campeón de la humanidad que batallaba para la supervivencia final.
Con aquella visión recibió una nueva y milagrosa fuerza; la causa común le infundió una extraña oleada de energía.
Enderezó el brazo retorcido, sufriendo una terrible agonía. Pero el dardo anaranjado se alejó. El cuerpo vigoroso que le oprimía se tensó con el esfuerzo; el rayo retrocedió. Débil y mareado, Foster aprovechó al máximo su oportunidad.
Oyó el chasquido seco de un hueso quebrado. Las garras de acero que le sujetaban se convirtieron en carne fláccida. El rayo anaranjado trazó un arco súbito que rozó la cabeza del otro hombre. Luego el tubo se estrelló contra la pared y el rayo se apagó.
El otro ya había muerto por obra de su propia arma cuando Foster se puso en pie, tambaleándose.
Barron Kane yacía inmóvil sobre la nieve como un fardo gris bajo la pálida luz del amanecer.
Foster corrió hacia él y escuchó su débil susurro:
–El rayo venenoso..., mi muñeca..., un torniquete en el codo..., hazlo sangrar.
Foster levantó la manga que cubría el delgado brazo moreno. Ató su pañuelo alrededor del codo derecho e hizo el torniquete con una llave inglesa que tomó de la estantería. Sobre la muñeca fina y musculosa advirtió una hinchazón púrpura que abultaba cada vez más. Sacó un afilado cortaplumas del bolsillo del chaleco, hizo una incisión en el bulto y sorbió con los labios la herida para extraer el veneno.
–Eso será suficiente –susurró por fin Barron Kane, con un poco más de fuerza en la voz–. De todos modos, sospecho que estoy acabado. Espero vivir para verte ganar, Foster. Pero no importa. He cumplido con mi deber. Ahora queda en tus manos la salvación de la humanidad.
–Lo haré..., haré lo que pueda –prometió Foster con voz ahogada; aún recordaba aquel extraño vigor inconsciente que lo había dominado durante la pelea.
–¡Vayamos a la fábrica! –susurró Barron Kane.
Foster lo trasladó hasta el coche abierto. Cuando encendió los faros, se detuvo un instante para contemplar al muerto que había en el suelo. Su rostro era amarillo, mongoloide, con delgadez de halcón. En aquel momento exhibía la mueca aterradora y burlesca de la muerte.
–Ábrele la ropa, Foster –ordenó Barron Kane–. Mira su costado, bajo el brazo izquierdo.
Foster obedeció. Bajo el brazo del hombre, en la piel amarilla que se estiraba sobre las costillas como un pergamino, había una marca escarlata parecida a una O mayúscula.
–¡Está marcado! –gritó–. ¡Con un círculo rojo!
–Es el emblema de la secta secreta –susurró Barron Kane–. L'ao Ku nos lo ha enviado.
Foster se sentó al lado de Barron Kane. El motor helado se puso en marcha con dificultad. El descapotable avanzó, dejó atrás al muerto y enfiló el camino helado.
El día plomizo y frío ya había comenzado cuando entraron en la sucia factoría. Las pequeñas viviendas de los trabajadores, míseras y feas, se agazapaban sobre laderas grises de nieve y hollín mezclados. La acería se alzaba en un valle. Los gigantescos altos hornos se alzaban como un torvo ejército de monstruos de acero negro contra las tenebrosas nubes.
Foster condujo a su tío directamente hasta la puerta de la enfermería y trasladó a Barron Kane a una camilla.
–Los médicos llegarán pronto –aseguró.
–No te preocupes de mí –susurró el hombrecillo–. Tienes una misión que cumplir. Procuraré vivir para ver cómo la terminas.
3
Tres meses después, una nueva cerca rodeaba la acería. Tenía seis metros de altura, y los tres primeros eran de hormigón y a prueba de balas y acero. La alambrada superior estaba conectada a potentes generadores. A intervalos de treinta metros se alzaban torrecillas giratorias de acero y cristal a prueba de balas, desde donde vigilaban sin cesar los centinelas armados de siniestras ametralladoras.
Dentro de la cerca, sobre un inmenso muelle de hormigón armado, se construía la máquina espacial.
El casco ya estaba terminado. Era una hazaña sin precedentes de la ingeniería, una esfera colosal de casi ciento cincuenta metros de diámetro, a cuyo lado parecían insignificantes los ejércitos de altos hornos que la flanqueaban. La cimera de su casco gris se veía a muchos kilómetros a la redonda desde las suaves colinas de Pennsylvania que ahora, en marzo, lucían el verdor de la última primavera de la Tierra.
No obstante, quedaba mucho por hacer para el equipamiento del interior, mediante el cual se mantendría indefinidamente la vida humana en el vacío sin Sol. El tubo-motor, que aplicaría el efecto ómicron de Foster Ross para propulsar la máquina, aún no estaba perfeccionado y constituía el mayor problema.
–Lo demás estará terminado dentro de un mes –le prometió Foster a Barron Kane un ventoso día de primavera–. Pero no servirá de nada si el tubo-motor no funciona. ¡Un millón de toneladas de acero y cristal! No tenemos medios para moverlo ni un centímetro, a menos...
Se hallaban en una habitación de la enfermería, desde cuyas ventanas el paciente podía contemplar la tremenda esfera de acero pintada de gris, que se destacaba sobre las colinas verde claro y bajo el cielo agitado por el viento.
Barron Kane yacía de espaldas. El veneno del rayo anaranjado había afectado centros nerviosos medulares; no podía caminar e incluso tenía las manos paralizadas. Pero su cerebro estaba tan lúcido como siempre. A pesar de su estado y sus sufrimientos, contribuyó a solucionar muchos problemas de la construcción de la máquina espacial.
–¿A menos qué? –susurró–. ¿Estás probando otra cosa?
–Esta mañana ensayaremos un nuevo modelo. Empezamos desde el principio, debido a una nueva solución de las ecuaciones del efecto ómicron. Desconocemos el resultado. Aunque fuese positivo, la instalación nos llevará seis semanas.
–¿Seis semanas? –exclamó Barron Kane, alarmado–. ¡Tal vez la Tierra se fragmente antes! –sus ojos grises miraban a Foster desde la almohada, fríos pero cargados de terror, y agregó–: Ya sabes que la luna de Neptuno abandonó su órbita la semana pasada. Se volvió verde y siguió a Plutón hacia el espacio exterior. Y hay algo más...
Sus manos arrugadas y casi inválidas buscaron el periódico sobre la manta.
–¿De qué se trata? –preguntó Foster.
–Ha salido esta mañana. Nadie ha comprendido todavía lo que se aproxima. Enterraron la noticia en una de las páginas interiores..., y nadie comprendió su significado, aunque se trataba de lo más importante que se haya publicado nunca. Aquí lo tienes.
Foster leyó el artículo:
LOS TEMBLORES MANIFIESTAN CIERTA PERIODICIDAD
«Una nueva serie de temblores sacude la Tierra, declaró hoy el doctor Madison Kline, famoso sismólogo inglés, ante un congreso internacional de geólogos.
»Los temblores registrados recientemente se producen a intervalos regulares de unos treinta y un minutos, explicó el doctor Kline. Se supone que reflejan alguna perturbación rítmica que está teniendo lugar en las profundidades del planeta.
»El doctor Kline declaró que él y sus colaboradores han observado el fenómeno por espacio de varias semanas, durante las cuales aumentó de manera constante y notoria.
»Aún se desconoce una explicación concluyente, dijo el doctor Kline, si bien se cree que la periodicidad de los temblores corresponde a la frecuencia fundamental propia del planeta.»
Foster apretó las manos hasta que los nudillos se le quedaron blancos.
–Esto significa –murmuró roncamente– que estamos cerca del fin...
–Como verás –susurró Barron Kane–, debes acelerar la instalación del nuevo tubo-motor.
–¡Lo haremos! –prometió Foster–. Aunque es posible que cuando terminemos, el aparato no funcione. Hemos metido toda una generación de avances científicos en el trabajo de cuatro meses.
–Hay otros problemas –le recordó Barron Kane–. Debes prepararte para cortar todos los vínculos con la civilización.
–Casi todas nuestras provisiones están ya a bordo –informó Foster–. Y el personal ocupa la máquina a medida que se dispone de cabinas. Seiscientos hombres elegidos que representan todas las ramas, los oficios y credos, con sus esposas e hijos. En total, dos mil seres humanos..., la flor y nata de la humanidad.
–¿Y los laboratorios? –preguntó Barron Kane.
–Estarán terminados a tiempo –aseguró Foster–. Dentro de un mes tendremos atmósfera artificial y comida sintética preparada a bordo mediante la recuperación de los desperdicios. Tan pronto como salgamos al espacio –prosiguió en tono entusiástico–, seremos independientes. Nuestros motores recibirán la energía ilimitada de los rayos cósmicos. Suministrarán calor, luz y energía, elementos para obtener oxígeno y comida, y fluido para el tubo-motor. Nuestra máquina puede navegar eternamente, Barron. Es un pequeño mundo autónomo, independiente del Sol...
Foster se interrumpió, se mordió los labios y murmuró tímidamente:
–¡Aquí me tienes hablando de la cuestión, cuando no sabría moverla un centímetro ni aunque me fuese el alma en ello! Hasta luego, Barron. Debo regresar a los talleres.
–¡Espera! –susurró el enfermo–. Una pregunta más. ¿Dónde está tu prometida?
–Bueno –le respondió Foster–, June ha regresado a Florida con algunos amigos para una breve visita. Deseo que olvide, en lo posible, lo que se acerca. Para una muchacha como ella es tan terrible...
–Haz que regrese –aconsejó Barron Kane–. Haz que se suba a bordo con nosotros.
–¿Hay peligro? –inquirió Foster–. ¿Tan pronto?
–La primera convulsión de la corteza terrestre bastará para despedazar lo que llamamos civilización –susurró el hombrecillo–. Debe estar aquí antes que eso suceda. Además, hay otros peligros.
–¿De qué se trata?
–L'ao Ku no ha mostrado su poder, Foster. Pero no olvides que lo posee. Se limita a esperar su hora, preparándose. No te engañes ni bajes la guardia.
–¡Bah! –suspiró Foster, aliviado–. Creí que te referías a algún peligro para June.
–Así es –murmuró Barron Kane.
Foster se inclinó sobre él, súbitamente alarmado.
–En el templo del Gobi hay un altar erigido en honor del Gran Huevo. Sobre él hay una imagen tallada en piedra negra. Representa un globo y tiene tallados los contornos de los continentes; comprenderás, entonces, que simboliza la Tierra. Está hendido, y emerge de él una cosa..., ¡monstruosamente obscena! En el templo se celebran ceremonias periódicas. Sobre ese altar, bajo esa imagen de obscenidad indescriptible que brota de la Tierra, L'ao Ku ofrece sus sacrificios. Las víctimas siempre son mujeres. Si es posible, se eligen herejes o familiares de éstos. Foster, es posible que June Trevor pudiera sufrir..., precisamente cuando creías protegerla.
El rostro de Foster estaba gris, contraído. Jadeó roncamente:
–Haré que embarque. ¡En seguida!
La comunidad científica quedó desconcertada desde el principio. La migración de Plutón dislocó toda la estructura, laboriosamente construida, de la ciencia occidental. Aquellos temblores o latidos de la Tierra, que pronto fueron lo bastante violentos como para ser notados por los viajeros, no recibieron una explicación satisfactoria.
Durante cierto tiempo, los científicos se refugiaron en innobles acusaciones mutuas. Pero ya no podían negar que el Sistema Solar estaba colapsándose. El planeta Neptuno se desvió inexplicablemente de su órbita. Una a una, las lunas mayores de Saturno y Urano mudaron al color verdoso y abandonaron sus emplazamientos. El cambio, que abarcaba de dentro hacia afuera a todo el Sistema Solar, alcanzó a las cuatro grandes lunas de Júpiter.
El universo de la ciencia también se desplomaba.
Al principio, no obstante, el hombre corriente sólo se preocupó de modo pasajero. Los negocios continuaron como siempre; la opinión pública seguía pendiente del desempleo, la estabilización del dólar, el sensacional asesinato de una actriz de Hollywood. No hubo pánico verdadero ni siquiera cuando el «latido de la Tierra» –así llamaban los periódicos a los extraños temblores rítmicos del planeta– se convirtió en un tema central de conversación.
El verdadero pánico se desencadenó con las primeras pérdidas de vidas. A fines de marzo, una serie de tremendos terremotos acompañados de olas gigantescas sacudieron, una a una, Tokio, Bombay, Río de Janeiro y Los Ángeles. Los cataclismos fueron cada vez más violentos. A los periódicos no les faltaban noticias sobre nuevos cataclismos a medida que iban saliendo.
No por eso cayó el antiguo orden, «Que la vida siga igual», era la consigna, aunque los precios subían en forma desenfrenada, los gobiernos y las corporaciones se arruinaban y la criminalidad alcanzaba cotas delirantes.
Nuevos líderes, movimientos radicales y modas fantásticas obtuvieron tremendo apoyo. Nuevas religiones eran abrazadas entusiásticamente. Los nuevos profetas surgían y eran aclamados a millares, pero los que más conquistaron fueron los adeptos de aquella extraña secta oriental llamada el Culto del Gran Huevo.
Sólo ellos aseguraban poseer la clave del cambio. Sólo ellos podían ofrecer a la espantada humanidad una interpretación racional, aunque fantástica, del sorprendente enigma de un sistema solar que se desmoronaba. Aunque sólo prometía la muerte inexorable –la muerte como deber sagrado–, L'ao Ku se convirtió en el mentor de millones de fanáticos.
Barron Kane y Foster Ross comprendieron en seguida y sin duda alguna que la ola delirante de su poder cada vez mayor terminaría por caer sobre ellos. Convirtieron la acería en una fortaleza.
Aceleraron al máximo la construcción de la nave espacial. No podían hacer más.
4
La crisis estalló la noche del 23 de abril. Había Luna llena. Los cielos, últimamente cubiertos por extrañas nubes, aparecieron despejados sobre la mayor parte de los Estados Unidos. Aquella noche, millones de personas observaron horrorizadas cómo el cambio alcanzaba a la Luna. Después de haberlo visto, muy pocos conservaron la cordura.
La locura producida por la increíble visión de horror paralizó las mentes, guiadas por el genio fanático de L'ao Ku que conducía los asaltos contra la máquina espacial.
El «Planeta» –así había bautizado June Trevor a la nave espacial, puesto que sería el único hogar futuro de la humanidad.
Eran velas de llama verde. Resplandecían con lentas ondas de luz que se difuminaban en los bordes, como las misteriosas cortinas de la aurora boreal, recorridas por delgadas vetas de color plata brillante.
Un ente a la vez horrible y hermoso...
Quedó a la vista cuando las alas celestes que se abrían poco a poco apartaron la cáscara cósmica que había sido la corteza de la Luna. Se abrió con flexible hermosura, larga y esbelta, con delicada forma de huso. Era verde como la esmeralda, brillante como el fuego y tenía extrañas marcas plateadas y negras.
El color del cielo cambió en forma aterradora del gris plata al verde, a causa de la espantosa radiación del ser desconocido. Las sombras que proyectaba, negras como la tinta y orladas de verde, eran misteriosas..., pavorosas.
Durante algún tiempo flotó en el lugar donde había estado la Luna casi inmóvil. Monstruosos apéndices azules serpenteaban alrededor de su cabeza, debajo de los ojos púrpura, agitándose sobre su cuerpo esbelto y terrible y sus alas diáfanas.
Entonces se limpió.
En ese momento, de súbito, echó a volar por el cielo. Sus sombras fantásticas se desplazaban como seres vivientes. Con ondas luminosas o con alguna fuerza extraña que rebosaba de los pasmosos mantos de llamas que parecían alas, voló. La espantosa luz verde desapareció del cielo, las terribles sombras se extinguieron y el ser se convirtió en una minúscula mancha de luz esmeralda que se desvanecía junto al blanco fulgor de Vega.
–¡La Luna se ha ido! –exclamó Foster, azorado.
–Lo mismo se irá la Tierra –comentó el susurro apagado de Barron Kane–, dentro de pocos días.
–¡Qué hermoso! –jadeó June Trevor con voz extraña y conmovida–. Era maravilloso..., y horrible...
Se estremeció y Foster se sorprendió al encontrar su cuerpo firme, cálido y nervioso entre sus brazos. Ella se apretaba inconscientemente contra él, buscando consuelo de modo instintivo. Él la abrazó antes de soltarla.
–Nuestro mundo debe perecer así, querida... –murmuró Foster.
–Pero nosotros..., estamos juntos... –concluyó June con un hilo tembloroso de voz.
Barron Kane seguía mirando a través de la cúpula de cristal. Desde la desaparición de la Luna, el cielo era una bóveda de espléndidas estrellas. Las colinas bajas y onduladas de Pennsylvania destacaban en negro bajo él, tachonadas de minúsculas luces vacilantes de casas y coches. Las luces de la factoría, bajo el casco gigante del «Planeta», dibujaban brillantes rectángulos en la obscuridad.
–Hay demasiadas luces en los caminos –dijo Barron Kane en tono de alarma–. Coches, antorchas, linternas que oscilan. Todos vienen hacia el «Planeta».
Foster y June miraron por las altas ventanas. Sobre las colinas obscuras vieron los ríos de luces peregrinas y parpadeantes que fluían hacia ellos.
Foster profirió una palabra amarga:
–¡La plebe!
–¿La plebe? –repitió June, inquisitiva–. ¿Por qué?
–Los hombres han dejado de ser seres humanos –le respondió Foster torvamente–. Son animales..., animales espantados. Están locos de terror desde que han visto el cataclismo de la Luna. Sienten necesidad de luchar, como cualquier criatura enloquecida por el miedo. No podemos reprochárselo, pero debemos defender el «Planeta» –apartó cariñosamente a la muchacha, y agregó–: Debo bajar para advertir a los guardias. Debo ayudar a los hombres de las salas de máquinas. Están instalando el tubo-motor.
–¿Cuándo podrás desplazar el «Planeta»? –preguntó en ansioso susurro Barron Kane.
–Esta mañana han traído de la fundición las últimas piezas –le informó Foster–. Tardaremos un día en colocarlas. Luego, si la multitud no nos destroza, sabremos si el «Planeta» despega. Si la raza humana vivirá..., o morirá con la Tierra.
–¿Un día? –preguntó Barron Kane, desesperado–. La cerca no los detendrá tanto tiempo.
–Tendrá que detenerlos –replicó Foster con los labios apretados–. Veinte horas como mínimo absoluto. Claro que aprovecharemos hasta el último segundo. Y la compuerta de entrada está preparada para cerrarla. Convertiremos al «Planeta» en una fortaleza interior. ¡Ahora debo irme!
Se despidió de June y salió del pequeño cuarto. La muchacha y Barron Kane se quedaron allí, entre los brillantes instrumentos que servirían para pilotar la máquina espacial..., si alguna vez despegaba. El enfermo daba órdenes por teléfono, ayudando así a organizar la defensa.
June esperó con impaciencia; por último, preguntó atemorizada:
–¿Hay mucho peligro...? Comprendo que la gente esté enloquecida de terror, pero, ¿por qué iban a atacarnos?
–Los sacerdotes de una religión fanática los han azuzado contra nosotros –murmuró roncamente Barron Kane–. Los sacerdotes de una secta secreta de Asia adivinaron el final. Basaron su fe en ello y predican que el hombre debe morir. A sus ojos, somos herejes. Intentan destruirnos. Destruirnos –continuó en un susurro cargado de terror– y tal vez sacrificar a algunos de nosotros como penitencia en el altar ceremonial del Gran Huevo, en el templo del desierto de Gobi.
June se estremeció como si presintiera una escena horrible.
–Voy a buscar a Foster –gritó, luchando por dominar la histeria que asomaba a su voz–. Quiero estar con él.
–Será mejor que le esperes aquí –le aconsejó Barron Kane–. O que descanses en tu camarote. Foster está muy ocupado –y agregó, siniestro–: Estarás más segura aquí. Eres la que más peligro corre.
–¡No tengo miedo! –exclamó con voz iracunda; luego recobró la calma y continuó en tono normal–: Quiero decir que no tengo miedo por mí. Lo espantoso es la idea que tantos deban morir. ¡Y aquel ser espantoso, horrible, que vimos salir de la Luna! Quiero estar con Foster. Pero, si le parece mejor, me quedaré aquí.
Se dejó caer en una silla, ocultó el rostro entre las manos y procuró dominar sus sollozos.
Durante aquella noche terrible June hizo guardia en la cabina. La multitud era cada vez más numerosa. Diez mil fogatas relampagueaban en las laderas de las colinas y por todos los lados se movían luces oscilantes. La voz de la multitud era un murmullo incesante y amenazador. June oyó varios disparos.
Al amanecer, Barron Kane se durmió en su sillón de inválido. June le abrigó y lo contempló un rato. Luego la soledad, la tensión, resultaron tan insoportables que bajó a su camarote e intentó dormir. Pero no pudo, y antes de mediodía regresó al puente. El enfermo estaba despierto.
Barron Kane la miró.
–¿Cómo anda todo...? –fue la angustiada pregunta con que le saludó June.
–Han atacado tres veces durante la noche –susurró el hombrecillo–. El muro los detuvo; muchos murieron en la verja eléctrica y por efecto de nuestros disparos. Pero por cada caído, se les ha sumado un millar más de pobres infelices.
Sus ojos, grises y serenos, miraban por las ventanas de cuarzo, hacia las laderas de las colinas, que se veían atestadas por la muchedumbre.
–Debe haber más de un millón –prosiguió con su ronco susurro–. Vinieron por todos los medios imaginables. A pie, en bicicleta, en carros, en coches y en aviones. Es imposible no sentir piedad de ellos, tan asustados, tan cerca de la muerte. Muchos parecen harapientos y ateridos; seguramente no han traído comida suficiente. Por lo general no traían armas, pero los discípulos de L'ao Ku se han encargado de eso. Puedes verlos formando círculos alrededor de los sacerdotes, que atizan el odio contra nosotros. Mira cómo los instruyen y preparan. Algunos están descargando explosivos y armas que ha traído el tren esta mañana. L'ao Ku está formando un ejército con la multitud.
Cansada y nerviosa, June miraba con ojos insomnes a través de los gruesos cristales.
–¡Veo un avión! –gritó de improviso–. Se acerca a poca altura sobre las colinas. ¡Está a punto de aterrizar! –volvió a mirar y agregó–: Es un enorme aeroplano negro, y tiene círculos escarlata en las alas y el fuselaje.
Barron Kane murmuró:
–Ésa es la nave de L'ao Ku. Ha venido a dirigir personalmente el ataque. Y tal vez a llevarse a uno de nosotros...
June Trevor miró en silencio, mordiéndose los labios hasta sacarse sangre, apretando sus diminutos puños cuando el populacho avanzó hacia el «Planeta» en oleada de odio fanático y terror irracional.
Los delgados y brillantes haces del rayo venenoso, relampagueando como espadas doradas, silenciaron las ametralladoras de las torretas. Bombas de gran potencia explosiva, lanzadas mediante catapultas hábilmente improvisadas, demolieron la valla eléctrica. Un millón de hombres, impulsados por un fanatismo ciego y armados por una ciencia secreta, asaltaron la gran escotilla de acero del «Planeta».
Presa de una angustia mortal, June aguardó en el puente hasta que sus oídos captaron el estrépito sordo de una explosión y luego detonaciones de las armas de fuego..., ¡dentro del «Planeta»!
–¡Han forzado la escotilla! –susurró y luego agregó, pronunciando con esfuerzo las palabras en medio de una obscura niebla de desesperación–: Subirán a bordo. Debo reunirme con Foster.
Barron Kane quiso protestar, pero ella le interrumpió con un gesto brusco.
–No estoy asustada... –jadeó–. Pero el..., el fin ha llegado. Debo estar con Foster.
Salió corriendo del cuarto y se apresuró hacia el lugar donde se oía el fragor de la desesperada batalla.
En el centro mismo del gran globo de acero que era el «Planeta» había una cámara esférica de dieciocho metros de diámetro. En ella descansaba un enorme tubo de cuarzo fundido y acero, de quince metros de largo, montado sobre poderosos soportes.
Foster Ross y una veintena de hombres cubiertos de grasa, legañosos y con los ojos enrojecidos, terminaban el montaje del tubo. En la parte superior de éste había una compuerta de aire abierta. Mediante un juego de poleas estaban elevando una pieza de una nueva aleación que pesaba cuatro toneladas, para introducirla luego a través de la compuerta.
El terrible rumor de la lucha estalló súbitamente en el interior de la cámara.
–¡Han forzado la escotilla! –estalló un grito cargado de terror, y los hombres fueron presa de la consternación.
–¡Quietos! –suplicó Foster, desesperado–. No abandonen el trabajo; dentro de pocos minutos habremos terminado. Podremos salir al espacio. ¡Pronto...!
Pero alguno, asustado, había abandonado su puesto. El aparejo resbaló. La gran pieza fundida osciló, se desenganchó del crujiente aparejo y cayó estrepitosamente al suelo. Un hombre quedó con las piernas atrapadas, lanzó un grito ahogado, lleno de terror, y luego comenzó a gemir como un niño.
Algunos hombres quisieron huir de la cámara.
Temblando todavía por el imprevisto desastre, Foster procuró mantener el dominio de la situación.
–¡Eh, muchachos! –gritó, queriendo demostrar una confianza que no sentía–. ¡Intentémoslo de nuevo! Quizás estemos aún a tiempo de salvarnos...
Los hombres vacilaron. Foster tomó una palanca e intentó liberar al hombre atrapado. Los demás se acercaron para ayudarle. Por último sacaron al herido y volvieron a montar el aparejo.
La masa metálica de cuatro toneladas fue alzada e introducida, esta vez sin contratiempos, por la boca de carga. Quedaba ajustada en su lugar cuando la multitud, con aullidos de fanatismo diabólico y dirigida por demonios de rostro amarillo portadores de las armas de su ciencia secreta, asaltó la sala.
Después, Foster no recordaba más que un caos sangriento.
Dirigió la resistencia de los defensores condenados. Convirtió en fortalezas los rincones de los pasillos, las puertas y las entradas, las escaleras y el hueco del ascensor. Hasta el último momento defendió el acceso del puente, pues suponía que June Trevor esperaba allí con Barron Kane.
Sus seiscientos hombres lucharon con un valor comparable al de los héroes antiguos. Las seiscientas mujeres combatieron a su lado, y hasta los niños ayudaron en lo que pudieron. Y el pañol de armas del «Planeta» estaba bien dotado; cada posición nueva equivalía a un nuevo arsenal. Pero el desenlace era inevitable.
Foster dirigió la última defensa en la escalerilla situada debajo del puente, cediendo terreno hasta allí con otros cuatro: tres hombres y una mujer, todos heridos. Tenían una ametralladora. Con ella mantuvieron a raya a la multitud aulladora y frenética, hasta gastar el último cartucho.
Luego lucharon con bayonetas, con pistolas e incluso con las manos.
Uno de los hombres, antes de morir, se dejó caer hacia delante y arrastró en su caída a todos los que asaltaban la escalera. La mujer cayó. Otro hombre fue arrastrado por la multitud, descuartizado, desmembrado. El último camarada de Foster profirió un grito y cayó taladrado por el rayo venenoso.
Entonces Foster retrocedió hasta el final de la escalera para la última defensa. Miró hacia la cabina buscando a June y vio que había desaparecido. Ante tal descubrimiento, una desesperación total lo sepultó como un torrente negro. Las fuerzas lo abandonaron; por primera vez sintió las heridas y se desmayó.
Sólo quedaba Barron Kane, impotente en su sillón de inválido. Sus manos casi paralizadas asieron torpemente la pesada automática para disparar contra el primer asiático de rostro inexpresivo que entró en el cuarto saltando sobre el cuerpo inmóvil de Foster.
Así acabó la defensa.
Una hora más tarde el avión negro con escarapelas rojas de L'ao Ku se elevó y voló hacia el crepúsculo, rumbo al templo del Gran Huevo, en el desierto de Gobi.
5
Foster Ross volvió en sí sobre el suelo ensangrentado de la destruida cabina de mando. Su cuerpo era una llaga viva, y notó el dolor pulsante de una herida amoratada que tenía en la sien. Tenía un mechón de pelo pegado a la frente con sangre seca.
Se puso en pie, y se tambaleó al sentirse mareado. Mordió sus labios, salobres con el sabor de la sangre, para reprimir un grito de dolor. El cuarto saqueado, lleno de instrumentos rotos, bailó ante su nublada visión. Por un instante no recordó nada.
–¡Foster! –el débil y acongojado susurro de Barron Kane le produjo una desmayada sorpresa–. L'ao Ku dijo que te dejaba con vida. Creí que mentía para atormentarme.
–¡L'ao Ku! –fue el áspero jadeo que salió de la garganta reseca de Foster–. ¿Ha estado aquí?
–Vino cuando ya no podíamos hacer nada –murmuró Barron Kane–. Me dijo que nos dejaba con vida porque nuestros pecados eran demasiado grandes para ser castigados por la mano del hombre. Dijo que nos quería vivos para recordarnos que habíamos fracasado, y luego ser sacrificados a la apertura del Gran Huevo.
–¿Y June? –exclamó Foster, angustiado–. ¿Dónde está?
–No lo sé –respondió el viejo cansado e inválido–. Salió a buscarte cuando asaltaron la escotilla.
–¿L'ao Ku se la ha llevado? –el súbito presentimiento aguijoneó el corazón de Foster.
–Tal vez –respondió Barron Kane–. L'ao Ku se ha ido en su avión negro. Quizá se la llevó. De lo contrario, estará entre los cadáveres...
Foster trastabilló hacia la escalera.
–Bajaré a mirar –murmuró–. Si no la encuentro, terminaré el tubo-motor, volaré con el «Planeta» hasta el Gobi y la arrancaré de las garras de L'ao Ku.
Un desvarío terrible relampagueaba en sus ojos.
–No es posible –susurró Barron Kane–. L'ao Ku me ha dicho que sólo faltan dos días para la ruptura de la Tierra. Puede que ni siquiera vivamos hasta ese momento.
–¿Cómo? –preguntó Foster, con súbita palidez en su rostro manchado de sangre.
–Viene una ola gigante del Atlántico –le informó Barron Kane–. Ya ha alcanzado las ciudades costeras. Nueva York ha sido barrida, lo mismo que Boston y Washington, Esta noche nos alcanzará... Es un muro de agua terrible y arrasador, de treinta metros de altura.
Foster no le hizo caso. Resbaló y tropezó con el soporte de un telescopio roto; tomó apoyo con las manos lastimadas, como si le costara un terrible esfuerzo mantenerse erguido, y sus labios resecos murmuraron:
–Terminaré el tubo-motor y buscaré a June.
–Descansa, Foster –aconsejó Barron Kane–. Estás muy malherido.
Foster no le prestó atención.
–Aunque terminaras el tubo-motor, el «Planeta» no podría volar –continuó el ronco murmullo–. Me lo ha dicho L'ao Ku. Volaron con explosivos la escotilla para abrirla. Está estropeada y ya no se puede cerrar. Si saliéramos al espacio, perderíamos el aire y moriríamos.
–Debo rescatar a June –murmuró Foster débilmente.
Sus manos resbalaron por el soporte. Su delgado rostro palideció bajo la mancha de mugre y sangre y cayó pesadamente al suelo cuan largo era.
Veinte horas después, Foster bajó a cerrar la válvula.
Había recuperado parte de sus fuerzas mientras yacía inconsciente en el suelo; el dolor que palpitaba en su sien le parecía ahora más soportable. Cuando despertó se lavó las heridas y vendó las más serias. Pudo encontrar un poco de comida para él y para Barron Kane.
Antes había salido en busca de June.
–He pasado revista a todos los muertos –dijo a Barron Kane cuando regresó al puente–, y no está entre ellos.
–Entonces, debió ser conducida en el avión negro hasta el altar de L'ao Ku –murmuró el enfermo.
–Iré a buscarla –afirmó Foster con determinación invencible, pese a su terrible cansancio; luego agregó con voz cansada que no denotaba triunfo–: El tubo-motor está terminado. Las piezas quedaron montadas antes que llegara la multitud. He terminado las conexiones, he reparado la compuerta estanca y puesto en marcha las bombas para que la vacíen. Dentro de diez horas podremos despegar.
–Pero no podremos cerrar la escotilla –protestó Barron Kane–. Es imposible salir al espacio exterior.
–Ahora bajaré a arreglarla –afirmó Foster–. Luego iremos a por June.
–Faltaban dos días –le recordó el enfermo–. Ya ha transcurrido uno. Foster, la derrota me está matando; sólo nos queda morir...
–El agua sube –indicó Foster–. Debo apresurarme.
Bajó a cerrar la escotilla.
La ola gigante había llegado mientras él estaba inconsciente; era el maremoto que todo lo anegaba, gris y espantoso, que había inundado las ciudades costeras. Había aniquilado a la multitud triunfante en el mismo instante de su victoria, antes que pudieran saquear la nave, y los arrastró mientras huían.
Un golpe tremendo había alcanzado el casco de acero gris del «Planeta». El oleaje tormentoso aún rompía contra el muelle de cemento donde descansaba la máquina espacial. Las verdes colinas circundantes del día anterior ya no eran sino islotes desiertos y rocosos, empapados de espuma.
La enorme compuerta de acero de la entrada había sido abierta con una carga explosiva de alta potencia. Los goznes estaban retorcidos y la cerradura rota.
Foster estudió los daños. Llegó a la conclusión del hecho que el macizo disco de acero que constituía la compuerta no estaba demasiado dañado. Si lograba rectificar los goznes para que ajustaran y luego encontraba algún modo de sujetarla...
Buscó los talleres de a bordo y regresó a tientas provisto de martillos, llaves de tuerca y aparejos de alzamiento. Regresó para buscar un soldador portátil. Obstinadamente decidido, se puso a calentar los gruesos goznes para enderezarlos.
Los fundamentos de hormigón temblaban constantemente a sus pies, lo mismo que temblaba toda la Tierra a intervalos de treinta minutos. Todo el planeta respondía al latido cada vez más intenso de la criatura que despertaba en su interior.
Las salvajes olas del mar se abatían interminablemente contra el muelle. El rocío empapaba a Foster y a veces apagaba sus lámparas. Las aguas enloquecidas subieron mientras trabajaba, y se sintió enfermo de terror pensando que la compuerta quedaría inundada antes que pudiera cerrarla.
El dolor lancinante de su organismo torturado y lesionado amenazaba su vida. Foster, un pigmeo cansado y desnudo, herido, engrasado y llagado, trabajó con tenacidad mientras agotaba sus míseros esfuerzos contra las convulsiones agónicas de un gigante.
Un manto de espantosa obscuridad había cubierto el cielo y eclipsó la claridad del amanecer, que parecía carmesí bajo la nube volcánica. Caían cenizas grises y enormes gotas de barro volcánico hirviente. Vientos abrasadores resecaban su piel y lo ahogaban con vapores sulfurosos.
Los truenos retumbaban incesantemente sobre el caos de un mundo en la agonía de la muerte; relámpagos azules acuchillaban en interminable sucesión de destellos cegadores la parte superior de la esfera, como si los cielos mismos hubiesen jurado la extinción de la humanidad.
A veces, Foster abandonaba un momento sus herramientas para observar las olas negras y rompientes, cada vez más altas. Bajo la obscuridad roja y pavorosa que borraba la distinción entre la noche y el día, entre súbitos resplandores violáceos de relámpagos, contempló las ruinas de un mundo maldito. Restos humanos flotaban cerca de él, destrozados, retorcidos. A veces se estremecía de horror ante el rostro de algún ahogado, gris, abotargado y pulposo. En aquellos momentos le dominaba la desesperación. Se dejaba caer sobre el muelle barrido por el agua salada y observaba, impotente, la obscuridad roja y delirante del mundo en desintegración.
Pero entonces una imagen, la de June Trevor, alta y hermosa, se le representaba a punto de ser sacrificada sobre un altar ante una imagen de la Tierra, de la que surgía un monstruo obsceno. Esa imagen siempre vencía su abatimiento y resucitaba aquella decisión extraña, impersonal, aquel olvido de sí mismo que había experimentado por primera vez durante la lucha en el garaje. Movido por el instinto de la especie, superior a cualquier móvil personal, volvía a recoger las herramientas.
Agotado, embotado por la falta de sueño, finalmente Foster regresó a la pequeña cabina del puente.
–La escotilla está cerrada –anunció con voz gruesa y débil a causa de un cansancio inexpresable–. Ahora voy a poner en marcha los motores y sabremos si el tubo-motor funciona...
Calló al ver que Barron Kane dormía. Intentó despertarle y obligarle a comer algo: naranja, un pote de caldo y galletas. Pero el frágil hombrecillo no se movió. Foster descubrió que tenía fiebre, y su pulso era irregular.
–Deseaba tanto vivir para vernos ganar... –suspiró Foster–. Pero supongo que ya no despertará. De todos modos, él todavía abrigaba la esperanza...
Luego, moviéndose como un autómata por efecto de su gran cansancio, se volvió hacia los instrumentos semi-destruidos. Una ojeada a un cronómetro le produjo horror y desesperación.
Habían transcurrido veintidós horas desde que empezó a reparar la compuerta. Prácticamente había pasado el segundo día. Dentro de pocas horas llegaría el cataclismo final...
Resbaló, aturdido, como si hubiera recibido un golpe, y cayó contra la pared.
Permaneció apoyado allí un rato, desmayado por el golpe. Sus ojos enrojecidos, embotados y casi ciegos, miraron fijamente a través de los gruesos cristales de cuarzo. El cielo era un siniestro dosel de tinieblas carmesí, rasgado por continuos relámpagos en una espantosa cascada de fuego violeta.
El barro hirviente y líquido azotaba el casco de acero del «Planeta» con un tamborileo continuo que apagaba los truenos. El tempestuoso mar negro empezaba a cubrir las colinas; ahora inundaba el muelle y sus rompientes gigantescas chocaban contra el «Planeta». Salpicado de minúsculos y lastimeros fragmentos de restos humanos, su agitada y lóbrega superficie alcanzaba hasta los horizontes de las tinieblas rojas y caóticas.
Mientras sus ojos vacuos miraban sin ver, un nuevo temblor sacudió la máquina especial con tanta violencia que hizo trastabillar a Foster. Una segunda ola gigantesca, un tremendo muro negro de cresta gris, atronando con la increíble potencia de un Atlántico en marcha, golpeó implacablemente al «Planeta», La máquina espacial de un millón de toneladas fue alzada de su soporte y arrastrada por el mar enloquecido, como si se tratase de un simple cascarón.
El impacto sacó a Foster de su torpor. Recordó a June Trevor, y ese motivo excelso que no era algo personal sino la llamada de la especie, le reanimó.
Venciendo denodadamente la fatiga, empezó a manipular los mandos, puso en marcha los motores y los transformadores y preparó el despegue. La navegación era automática, de modo que un solo hombre podía gobernar desde el puente. Pero los asaltantes habían roto muchos instrumentos.
Mientras Foster reparaba los daños, la máquina espacial fue batida por los elementos desencadenados. Olas terribles azotaban sus flancos de acero; restos a la deriva la golpeaban. Finalmente fue levantada por otra ola, una y otra vez, hasta que Foster creyó que el casco cedería.
Pero siguió trabajando.
Cuando acabó, la nave aún derivaba. Foster dio corriente al tubo-motor mientras sus manos magulladas temblaban de angustia. Conectó toda la potencia y retrocedió..., expectante...
El «Planeta» flotaba sobre el mar negro y terrible, juguete del temporal amenazador. De las tinieblas carmesíes del cielo surgían relámpagos lívidos y caían pedazos de roca volcánica. Los vientos huracanados lo arrastraban con una fuerza que competía con la del mar embravecido. La nave era arrastrada hacia los roquedales de la montaña. Foster comprendió que el casco no soportaría otro golpe. ¿Le elevaría el tubo-motor? ¿Lo haría...? Contuvo la respiración y apretó los dientes. Se dejó caer en una silla y sus manos laceradas se aferraron a ella. Parecía un agonizante. Sus ojos febriles y ojerosos observaban alternativamente los instrumentos y la espantosa obscuridad roja del mundo agonizante.
El «Planeta» despegó, alejándose del mar obscuro y furioso hacia la obscuridad escarlata del cielo, venciendo vientos poderosos, a través de la lluvia de barro y ceniza volcánicos, a través de nubarrones cargados de relámpagos purpúreos. A gran altura, la lluvia se convertía en un granizo ensordecedor. Por último, la máquina espacial atravesó las nubes y Foster vio las estrellas.
Experimentó un estado de gran serenidad. Con el vuelo de la máquina espacial había surgido una especie de júbilo extático. Era un sentimiento de poder triunfante, que le elevaba muy por encima de cualquier preocupación humana.
Su gran cansancio había desaparecido. Ya no sentía la embotadura necesidad de dormir ni el molesto latido en la herida de la sien. Por unos momentos conoció la tranquilidad suprema de un dios.
Era un Nirvana sublime y fatal. Incluso había olvidado a June.
Era de noche y las estrellas brillaban ante Foster. A medida que el «Planeta» se remontaba en la atmósfera turbulenta, adquirieron un esplendor nunca visto. Ardían inmóviles y fantasmales, más brillantes que joyas, en un vacío absolutamente negro. Eran infinitamente minúsculas, infinitamente brillantes, misteriosas y eternas en el negro vacío.
Foster las contempló, transfigurado por la extraña emoción que le causaba el saber que cada una de ellas era un ser viviente.
El «Planeta» siguió elevándose, describiendo un arco amplio y rápido hacia las estrellas vivientes. Foster se sintió unido a su nave; ya no era un hombre ínfimo, sino una entidad serena y eterna, de poderío y visión celestiales.
En aquel momento, el cuerpo frágil de Barron Kane se removió inquieto en su sueño febril.
De súbito, Foster volvió a ser hombre y experimentó compasión. Nuevamente intentó despertar a su tío..., pero fue en vano. Ahuecó la almohada bajo su cabeza y lo abrigó con la manta.
Regresó a los mandos. De nuevo recordaba a June y el espantoso peligro que corría. Su misión le reclamaba con más fuerza, a causa del lapso transcurrido desde que despegó hacia las estrellas. Se movía como impulsado por una energía ajena, como si él fuese un títere en manos de una voluntad colectiva, tan sublime y eterna como las estrellas imperecederas que había contemplado.
Comprendió que la situación era más desfavorable que nunca. La tormenta universal y cataclísmica que había asolado toda la Tierra quizá le impediría localizar el oasis perdido en el Gobi..., a tiempo. Si lo conseguía, sería un solo hombre contra cientos. Al pensar que tal vez encontraría ya consumado el sacrificio le heló un estremecimiento de terror. A juzgar por lo que había visto, incluso era probable que el templo y sus habitantes hubieran sido alcanzados por la tormenta, el terremoto, los volcanes o las inundaciones.
Se dijo con amargura que tenía muy pocas posibilidades. La empresa era absurda. Pero aquel impulso ciego y sublime que semejaba una fuerza exterior le indujo a seguir guiando el «Planeta» por entre las nubes obscuras y agitadas que obscurecían por completo la faz del globo en desintegración.
La máquina espacial descendió a través de las terribles tinieblas carmesíes, a través del furioso caos de un mundo atormentado que se desmoronaba. Los huracanes golpeaban la bola de acero, que fue bombardeada por los restos volcánicos, alcanzada por relámpagos llameantes, regada de barro hirviente.
Mirando a través de los paneles de cristal manchados de barro, Foster acabó por distinguir la superficie de la Tierra donde había estado el desierto: era un mar negro y amenazador.
El templo del culto fanático había desaparecido, y con él June Trevor... Y con la pérdida de la muchacha, carecía de sentido su vida, su lucha titánica por sobrevivir. La energía sublime que hasta ese momento le sostenía se disipó totalmente. Quedó convertido en una ruina solitaria, cansada y ojerosa. Había sido más que humano y ahora era menos: un enfermo, viejo e inútil.
June había desaparecido. Aquella idea golpeó su cerebro cansado y embotado con estas desesperadas palabras: ¡June, desaparecida! Sólo quedaban él y Barron Kane, dos hombres inútiles y sin rumbo, sin ningún motivo por el que vivir y nada que esperar salvo la muerte.
Era evidente que Barron Kane estaba muriéndose. Muy pronto Foster quedaría solo, más solo que ningún ser humano. Estaría solo en el vacío del espacio. La Tierra iba a desaparecer y no quedaría refugio para un hombre o una mujer.
¡Estaría solo bajo las estrellas vivientes y burlonas!
Ante esta idea, un terror frenético agarrotó la garganta de Foster como unos dedos helados que le estrangulasen. Sintió el terror más espantoso que nadie hubiera conocido jamás.
Enfermo de temor y temblando convulsivamente, hizo esfuerzos desesperados por despertar a Barron Kane. Sacudió el hombro encogido del hombrecillo y le roció la cara con agua. Deseaba desesperadamente poder hablar con un ser humano, volver a escuchar una voz humana que no fuera la propia..., aunque fuese el ronco susurro de un hombre agonizante.
Barron Kane jadeó en sueños, y un repentino temblor espasmódico agitó sus delgados miembros.
Pero no despertó. Movido por honda compasión, Foster volvió a cubrir el cuerpo delgado y encogido.
Contempló de nuevo la obscuridad escarlata hendida por los relámpagos del cielo y la planicie negra y palpitante del mar que había barrido el templo secreto y la razón de su vida.
6
Foster vio que el mar se abría. Estaba partido como por la espada de un titán. Entre las dos lóbregas mitades había varios kilómetros de distancia. Un golfo abismal, vertiginoso e inimaginable se abría entre ellas, y el agua negra caía a ambos lados como un millón de Niágaras.
El mundo se había partido.
Foster, suspendido en aquel obscuro y tormentoso cielo de rojo espeluznante y terrorífico, vio con espanto el nuevo abismo. Las escabrosas paredes de la corteza terrestre rota formaban un precipicio de muchos kilómetros, desmoronadas, salpicadas por los mantos obscuros de las cataratas oceánicas.
Debajo –muchos kilómetros más abajo– asomaba un terrible resplandor verde, brillante como una llama, con extrañas chispas plateadas y negras. Se movía con tremendo ímpetu. Era el cuerpo de la Tierra que luchaba en las angustias del nacimiento.
Foster lo observó, horrorizado.
Las dos mitades del mar hendido se dilataron con espantosa rapidez hasta desaparecer bajo el cielo obscuro, que cambiaba de un rojo opaco a un espantoso y agorero verde reflejado. La máquina espacial flotaba entre el manto amenazador del cielo y la brillante superficie de aquel cuerpo espantoso que luchaba por salir del interior de la Tierra.
Foster captó el nuevo peligro. Pero aquella apatía sin vida, propósitos ni esperanzas que le embargaba le impidió sentir el miedo. Nada le importaba; nada le preocupaba ahora que había perdido a June.
El viento lo alcanzó. La atmósfera, agitada por los movimientos del ser recién nacido, azotó el «Planeta» con el impacto firme y arrollador de un ciclón. Con fuerza jamás igualada por huracán alguno, empujó el globo de acero como una pelota de juguete hacia el cuerpo verde.
Los ojos azules de Foster, llenos de una agonía insoportable, miraron fríamente, sin pánico ni esperanza, el fin que se aproximaba. La vida era para él una pesadilla tan fantástica como el sino de la humanidad. Sólo el instinto ciego de vivir le obligaba a seguir sujetando los mandos. Su mente reposaba como un espectador cansado y desinteresado, mientras sus dedos cansados y doloridos se movían automáticamente y el «Planeta» luchaba contra los elementos.
La bola de acero cayó sin resistencia hacia las fantásticas manchas del costado de aquella bestia indescriptible. Foster miraba con ojos apáticos, ajeno a todo temor, mientras sus dedos actuaban inconscientemente, aumentando la potencia del tubo-motor para luchar contra el vendaval diabólico y caprichoso.
No experimentó ningún sentimiento de triunfo cuando la máquina se alejó, no mostró júbilo cuando se elevó a través de delirantes y retorcidas masas de nubes espantosamente iluminadas de verde. Miró a través de los gruesos cristales, indiferente al pánico y a la esperanza.
Subió más allá de las nubes verdes, remontándose en la atmósfera hacia la libertad del espacio. El cielo era un globo hueco de obscuridad, atravesado por un millón de puntos multicolores de luz..., cada uno de los canales era una cosa viva.
La Tierra colgaba abajo, globo enorme e hinchado, obscuro y fantásticamente manchado de verde. Un ala se abrió paso a través de las nubes: un magnífico manto de fuego celeste, un escudo de llamas verdes, maravilloso como la aurora de la corona solar y veteado de color plata brillante. En su primer despliegue inseguro pasó cerca del «Planeta» como una amenaza letal.
Las manos de Foster alejaron a la máquina espacial y el ala terrible pasó por debajo, inofensiva. El «Planeta» siguió navegando por el espacio en su viaje sin destino.
La Tierra quedaba atrás.
De la corteza resquebrajada surgió un ser que se parecía a la criatura que había salido de la Luna.
La cabeza picuda tenía una corona carmesí, y dos manchas púrpura, simétricas y redondas, que parecían unos ojos terribles. Su cuerpo de color verde llama era esbelto, ahusado y con extrañas pintas negras y plateadas. Un brillante dibujo resplandecía en sus alas, semejantes a las cortinas verdes de la aurora boreal y veteadas de un blanco cegador.
Se movió con torpeza en el vacío, como para probar sus miembros, y se limpió mediante los delgados apéndices azules que surgían de su cabeza. Luego, con un poderoso movimiento de sus alas, se alejó del Sol, hacia el vacío del espacio.
Foster vio que Mercurio y Venus, los dos planetas interiores, también habían cambiado; eran motas aladas y verdosas que se alejaban del Sol. Y sospechó que la luz del Sol había comenzado a disminuir, virando poco a poco hacia el carmesí, hacia la obscuridad final.
–El Sol agoniza –murmuraron sus labios resecos con anormal parsimonia–. ¡Es el fin! El delirante final del universo humano...
–¿Lo ves? –Foster se sorprendió al oír el débil murmullo de Barron Kane desde su sillón de inválido–. Estamos presenciando la solución del misterio definitivo, Foster... ¡El enigma de los soles! Asistimos a la muerte del nuestro, como hemos visto nacer otros.
Foster se acercó presurosamente y alzó la cabeza de su tío sobre la almohada para que pudiera mirar. Habló de comida al enfermo, pero Barron Kane no hizo caso. El débil susurro continuó:
–Los planetas eran la simiente del Sol. A través de los milenios, bajo la radiación solar, germinó en ellos una vida extraña. Ahora el Sol morirá: su misión está cumplida. Las nuevas criaturas han salido para alimentarse de polvo estelar, para absorber radiaciones y rayos cósmicos, o quizá para consumir fragmentos de viejos soles hasta que ellas mismas sean soles, astros desarrollados, y el ciclo de su vida esté completo. Aquí tienes la respuesta a muchos de los problemas que han desconcertado a la ciencia. ¡Hemos vencido, Foster! –había un vago tono de triunfo en su voz–. ¡Aunque hoy muramos..., somos dueños de nuestro destino!
–¡Qué importa eso! –murmuró Foster, demasiado cansado e impotente como para expresar amargura–. Estamos solos... –prosiguió lentamente–. Pronto estaremos muertos... El «Planeta» seguirá navegando, quizás eternamente. Un pequeño mundo con todo lo necesario para la vida, pero cargado de muertos... ¡Escucha!
Foster se interrumpió de repente, y un espantoso silencio reinó en la cabina, roto tan sólo por el silbido de sus respiraciones.
–¡Escucha! –un acento de locura se ocultaba en su voz–. No hay nada... Ni el menor ruido... Estamos solos, Barron; somos los últimos hombres, ¡Nunca volveremos a oír una voz humana! ¡Piensa en lo que significa no poder escuchar a otra persona! Cuando muramos...
Calló de nuevo, pues sus oídos atentos habían notado un roce de pisadas humanas.
Corrió, temblando de esperanza e incredulidad, temiendo lo peor, y bajó la escalera hasta la escotilla del puente. La abrió de golpe y vaciló, alucinado, al ver a June Trevor.
La muchacha estaba sucia, con las ropas empapadas de una substancia negra, espesa, viscosa y chorreante; tenía el pelo embadurnado por la misma substancia, el rostro arañado y un moretón en la frente. Pero aún había belleza en su cuerpo alto y erguido, y sus ojos expresaban un júbilo naciente y luminoso.
Permanecieron un momento frente a frente.
Foster se humedeció los labios.
–¿June? –musitó–. June...
Ella se tambaleó y él se precipitó a sostenerla.
–No me toques –jadeó débilmente, alejándose de Foster–. Estoy cubierta de aceite..., me escondí en un depósito. Si te acercas te llenarás de aceite.
–¡Pobrecilla! –murmuró, echándose a reír.
Rodeó con su brazo los hombros sucios y la alzó. June le abrazó olvidándose del aceite. Ella también rió, temblorosa y llena de alivio.
–¡Oh, Foster! –gritó–, Estoy tan..., tan..., contenta porque estés aquí. Creí que era la única persona con vida. Estoy espantosamente cubierta de aceite.
–¿Cómo estás aquí? –preguntó Foster mientras la conducía a la cabina y la obligaba a sentarse a su lado–. Cuando desapareciste creímos que L'ao Ku te había llevado..., a su templo.
–¿L'ao Ku? –preguntó con sorpresa–. No, no le vi. Salí a buscarte cuando entró la multitud. Pregunté a los hombres dónde podría encontrarte. Me enviaron de un lugar a otro, hasta que llegué a las salas de máquinas. Pero no te encontré en ninguna parte.
Se apoyó alegremente contra su fuerte hombro; le había tomado inconscientemente del brazo, como si temiera verse apartada de su lado.
–Y luego, ¿qué sucedió? –preguntó Foster–. ¿Cómo te ocultaste de la multitud?
–Estaba en la sala de máquinas –prosiguió con voz cansada– y no lograba encontrarte. Hubo disparos y gritos. Los enemigos estaban matando a los maquinistas. Uno de éstos corrió hasta mí y me dijo: «Señorita, los malditos chinos han entrado, pero la esconderé donde no puedan encontrarla». Hizo que me acercara a un depósito, abrió la tapa y me hizo bajar por una escalera interior. Estaba llena de aceite... Me llegaba hasta el mentón. Luego cerró la tapa sobre mí. Esperé a obscuras. Los vapores del aceite me marearon. Estuve a punto de caer de la escalera. Oí muchos disparos y gritos. Luego..., silencio. Nadie se acercó a levantar la tapa, de modo que intenté salir. Me sentía débil, y la tapa era tan pesada que no podía levantarla. Empujé hasta que no pude más.
Entonces descansé y volví a intentarlo. Por último lo conseguí, subiendo al peldaño superior de la escalera y empujando con la espalda.
–¡Muchachita valiente! –susurró Foster y le apretó el hombro.
June se estremeció; sus ojos parecían no verle. Estaban velados por horrorosos recuerdos.
–Salí –agregó con tristeza– y todos estaban..., estaban muertos. El suelo se hallaba cubierto de sangre y cadáveres. Y el silencio... Era terrible, Foster. No se oía ni una sola voz. ¡Nada! Creí que era la única superviviente.
–¿Por qué no viniste en seguida? –le preguntó Foster–. Aquí estaba Barron.
–Lo hice –susurró–. Estaba absolutamente inmóvil... Hablé, pero él no se movió. Supuse que estaba muerto como todos los demás. Creí que yo era la única persona con vida...
–Debes olvidarlo –le aconsejó Foster–. ¿Dónde has estado?
–Estuve buscando... –se interrumpió con un estremecimiento–, entre los cadáveres... Buscándote a ti, Foster.
El joven abrazó su cuerpo tembloroso y durante un rato la muchacha guardó silencio.
–Creí que era la..., la última –continuó espasmódicamente–. Creí que estaba sola..., sola entre todos los muertos. Quise buscarte para morir a tu lado, juntos. Y luego... –el horror enfermizo desapareció poco a poco de su mirada y sonrió débilmente–, luego noté que la máquina se movía. Me había quedado dormida. Estaba agotada por la búsqueda y cubierta de aceite. Desperté y sentí que nos movíamos. Entonces supe que había alguien más...
Sus ojos castaños brillaron valerosamente frente a los azules de Foster, llenos de esperanza, alegría y nueva confianza. Luego los cerró y su cuerpo se relajó entre los brazos de Foster. June se había quedado dormida. Entreabrió los labios y, en sueños, sonrió cansada y débilmente.
–Esta valiente está agotada –le dijo Foster a Barron Kane–. La bajaré a su cabina para que descanse. Regresaré en seguida y te ayudaré a bajar...
–No, Foster –susurró el hombrecillo–. Quiero mirar... Ver las estrellas.
Foster lo alzó un poco y acomodó su cabeza en la almohada.
–Barron, ahora la humanidad podrá seguir –afirmó–. Podemos comenzar de nuevo.
Foster tomó en brazos a la muchacha, que dormía serenamente, y se dirigió a la puerta.
–Sí, Foster –dijo el enfermo–, realmente hemos ganado.
Los serenos ojos grises del científico siguieron a Foster hasta que éste desapareció por la escalera.
Luego volvió a mirar las estrellas inmóviles y espléndidas.
–Hemos ganado –volvió a susurrar–. Esperaba vivir..., para ver esto. Los hombres ya no serán sabandijas expuestas a verse aplastadas por cualquier temblor casual de la bestia que los alberga. En el «Planeta» los hombres serán libres, se defenderán por sus propios medios –la frase pareció gustarle, pues la repitió–: Se defenderán por sus propios medios.
Permaneció un rato inmóvil, meditando.
–Estamos en el «Planeta» y vamos hacia un nuevo comienzo. Pero es sólo un comienzo –sus ojos serenos contemplaron el brillo burlón de las estrellas y murmuró–: Ustedes están vivas. Les debemos nuestras vidas..., hemos sido parásitos de vuestra especie. Pero ya no lo somos. Empezaremos de nuevo, por nuestros propios medios.
Su voz agonizante murmuró una última profecía:
–Habrá muchos «Planetas», más grandes. La raza nueva y libre será superior a la antigua. ¡Los hijos de Foster y June conquistarán el espacio, hasta la más lejana de ustedes!
La expresión de alegría quedó fija en sus ojos, abiertos a las estrellas.
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