Bestiario
La historia de Plutón
El descubrimiento de vida extraterrestre fue el evento clave del tercer milenio
Robert Silverberg
Robert Silverberg ha sido escritor de ciencia ficción durante los últimos 45 años. Sus libros más recientes son: The alien years y Lord Prestimion (Voyager).
El descubrimiento de vida en Plutón en el año 2668 DC provocó la mayor reevaluación por parte de la humanidad sobre su lugar en el Universo desde los tiempos de Copérnico, más de mil años antes. Los cálculos astronómicos de Nicolás Copérnico (1473-1543) fueron los que derrocaron la antigua teoría Ptolomeica del Sistema Solar heliocéntrico y demostraron que la Tierra no era el centro del Universo sino que realmente se mueve en órbita alrededor del Sol.
El trabajo de Copérnico socavó la primacía de la opinión bíblica sobre el Universo y ayudó a debilitar el poder de la Iglesia sobre el pensamiento científico en la Europa medieval. Sin embargo la falta de evidencias de vida en mundos diferentes al nuestro, incluso después del inicio de la exploración espacial, reforzó la creencia de que la Tierra es un caso único.
El descubrimiento en el siglo XX de compuestos orgánicos en meteoritos originarios de Marte sugirió que el planeta rojo pudo alguna vez haber sido capaz de albergar vida, pero las consiguientes exploraciones no confirmaron este extremo. El posterior descubrimiento, en el mismo siglo, de un océano global bajo la superficie congelada de la luna de Júpiter, Europa, reanimó las especulaciones de que podría contener primitivas formas de vida, pero esto, nuevamente, resultó ser falso. Y se demostró ampliamente que los numerosos registros de visitas de seres inteligentes extraterrestres a la Tierra, banalidades durante la segunda mitad del siglo XX, no eran otra cosa que manifestaciones de la irracionalidad popular.
Por lo tanto, a mediados del presente siglo, muchos de nosotros estábamos convencidos otra vez de que la Tierra era el único lugar del Universo en el que había ocurrido el milagro de la vida. No hubo un reestablecimiento de la opinión eclesiástica de que había habido un acto especial de creación: en su lugar, en general se pensó que aquí en la Tierra había tenido lugar un único e increíblemente improbable suceso fortuito, el ciego arrastrarse de moléculas libres en el interior de una estructura biológica capaz de persistir y reproducirse a si misma. Sin embargo eso solo había sido suficiente para generar una especie de creencia mística preCopernicana sobre la singularidad de la vida en la Tierra. Aunque algunos iconoclastas advirtieron que dicha forma de pensar nos podría conducir a una excesiva complacencia y finalmente a la decadencia, la ausencia de evidencias que lo contrarrestaran quitó fuerza real a sus argumentos. Por lo tanto las posteriores exploraciones del espacio parecían inútiles, y apenas tuvieron lugar en el deplorable periodo de 200 años que empezó alrededor de 2400. Entonces llegó el denominado Segundo Renacimiento del siglo XXVII, trayendo con él gran prosperidad y una reaparición de la curiosidad científica. Los planetas interiores fueron revisitados después de una ausencia de cuatro siglos, y se hicieron los primeros viajes a los exteriores, culminando con la expedición a Plutón de 2668 y el asombroso descubrimiento allí de criaturas vivas. "Plutón tiene vida", fue el sorprendente, inolvidable mensaje de los viajeros, quienes describieron criaturas parecidas a cangrejos, miles de ellos en la fría, centelleante luz del día de Plutón, dispersados, tan inmóviles como piedras, a lo largo de la playa de un mar de metano, con conchas gruesas, suaves, grises, de textura cérea y un gran número de patas articuladas. No se observaron signos de vida en ellos, ni siquiera cuando fueron importunados. Pero unos días después llegó la fría noche plutoniana, trayendo con ella una caída a dos grados Kelvin, y empezaron a arrastrarse lentamente. Evidentemente su estado habitual era un estado de letargo excepto a temperaturas de unos pocos grados por encima del cero absoluto.
La disección de un espécimen capturado mostró un interior hecho de filas de estrechos tubos compuestos de retículos de silicio y cobalto. Se identifico el fluido que circulaba a través de estas estructuras como helio-2, el raro estado, libre de fricción, que solo se encuentra a las extremadamente bajas temperaturas típicas de la noche de Plutón. El helio-2 hace posible el fenómeno conocido como superconductividad: la persistencia indefinida de las corrientes eléctricas a fluir a través de un medio sin resistencia. La conclusión obvia fue que el principio energético de las criaturas de Plutón era la superconductividad: que eran unas formas de vida que solo podrían existir en Plutón y actuar únicamente durante la noche plutoniana.
Pero, ¿eran realmente formas de vida? Tras el descubrimiento se argumento que las cosas parecidas a cangrejos no eran otra cosa que máquinas, meros dispositivos procesadores de señales diseñados para operar a temperaturas superfrías, dejadas atrás, quizás, por exploradores de alguna otra parte de la Galaxia. Un estudio posterior, sin embargo, indicó que las criaturas desarrollaban funciones metabólicas características de la vida. Pudieron ser observadas alimentándose con metano y excretando compuestos orgánicos. También se observaron ejemplos aparentes de reproducción por gemación. Hoy en día no tenemos dudas de que las criaturas plutonianas coinciden con nuestras definiciones de seres vivos auténticos. El mito de que la Tierra es única en el Universo ha sido destruido para siempre, y todos estamos familiarizados con las consecuencias sociales y filosóficas. Pero, ¿los plutonianos son auténticos nativos del mundo helado donde fueron descubiertos, o son solo centinelas colocados allí por especies superiores de otras estrellas, los cuales regresarán algún día a nuestra parte de la Galaxia? Tres siglos después esa pregunta queda sin respuesta, y nosotros solo podemos mirar y esperar.
Arthur C. Clarke
1. Un día memorable
Se hallaba el Queen Elizabeth a más de tres millas de altura, por encima del Gran Cañón, vagando a la cómoda velocidad de ciento ochenta, cuando Howard Falcon localizó la plataforma de la cámara que se aproximaba por la derecha. Había estado esperándolo –ninguna otra cosa podía volar a esta altura–, pero no le hacía demasiada gracia tener compañía. Aunque recibía con agrado cualquier muestra de interés público, también quería tener el cielo lo más despejado posible. Al fin y al cabo era el primer hombre en la historia que navegaba en un navío de tres décimas de milla de eslora...
Hasta ahora, este primer vuelo de prueba se estaba realizando a la perfección; irónicamente, el único problema había sido la vetusta nave Chairman Mao, solicitada al Museo Naval de San Diego para que sirviera de base a las operaciones. Sólo uno de los cuatro reactores nucleares del Mao funcionaba todavía, y la velocidad tope del viejo portaaviones apenas alcanzaba los treinta nudos. Afortunadamente, la velocidad del viento al nivel del mar había sido menos de la mitad, por lo que no resultó demasiado difícil mantenerse sobre la cubierta de despegue. Aunque habían pasado unos momentos de ansiedad al comenzar las ráfagas de viento en el instante de soltar amarras, el enorme dirigible se había elevado suave y verticalmente hacia el cielo, como impulsado por un ascensor invisible. Si todo marchaba bien, el Queen Elizabeth IV no regresaría al Chairman Mao hasta dentro de una semana.
Todo estaba bajo control; todos los instrumentos de comprobación daban lecturas normales. El comandante Falcon decidió subir a presenciar el encuentro. Entregó el mando a su segundo oficial y salió al corredor transparente que conducía al corazón de la nave. Allí, como siempre, se sintió anonadado ante el espectáculo del espacio más extenso jamás abarcado por el hombre.
Los diez alvéolos esféricos de gas, de más de cien pies de anchura cada uno, se alineaban como una hilera de gigantescas burbujas de jabón. El resistente plástico era tan claro que podían verse a su través, de extremo a extremo, los detalles del mecanismo elevador desde su cabina delantera de observación, a más de un tercio de milla de distancia. Por todo su alrededor, como un laberinto tridimensional, se desplegaba el armazón de la nave: las grandes vigas longitudinales que iban de proa a popa y los quince anillos que formaban las costillas circulares de este coloso del cielo, cuyas diversas proporciones delimitaban su silueta graciosa y aerodinámica.
A tan escasa velocidad había poco ruido: sólo el blando azote del viento sobre la envoltura y algún que otro crujido del metal al cambiar el sistema de fuerzas. La luz sin sombras de las filas de lámparas, en lo alto, conferían a toda la escena una calidad curiosamente submarina, y para Falcon todo esto estaba realzado con el espectáculo de las traslúcidas bolsas de gas. Una vez se había encontrado con un inmenso, pero inofensivo escuadrón de medusas que avanzaba palpitante y ciego por encima de un arrecife tropical, poco profundo; las burbujas de plástico del Queen Elizabeth le recordaban las medusas aquellas... especialmente cuando las presiones cambiantes las arrugaban, haciéndolas emitir destellos nuevos de luz reflejada.
Caminó por el eje de la nave hasta que llegó al ascensor delantero, entre los alvéolos de gas uno y dos. Al llegar a la cubierta de observación notó que hacía calor excesivo, y dictó una breve nota a su grabadora de bolsillo. El Queen obtenía casi un cuarto de su flotabilidad de las ilimitadas cantidades de calor que producía su planta de energía de fusión. En este vuelo de escasa carga sólo seis de los diez alvéolos de gas contenían helio; los cuatro restantes estaban llenos de aire. Pero transportaba además doscientas toneladas de agua de lastre. No obstante, tener en los alvéolos temperaturas elevadas provocaba problemas en la refrigeración de los accesos; era evidente que aquella zona necesitaba perfeccionamiento.
Una ráfaga refrescante de aire más frío le dio en la cara al salir a la cubierta de observación, ante la deslumbradora luz del sol que penetraba por el tejado de plexiglás. Media docena de operarios, con idéntico número de ayudantes superchimpancés, estaban ocupados en colocar la pista de baile, parcialmente terminada, mientras otros instalaban los cables eléctricos y fijaban los decorados. Era una escena de caos controlado, y a Falcon le pareció increíble que fuera a estar todo preparado para el viaje inaugural, dentro de cuatro semanas tan sólo. Bien, a Dios gracias, ese problema no era suyo. El era únicamente el capitán, no el director del crucero.
Los operarios humanos le saludaron con la mano, y los «chimps» le mostraron los dientes con sus anchas sonrisas, mientras atravesaba toda esta confusión, camino de la Sala Celeste, ya acabada. De toda la nave, este era su lugar preferido, y sabía que en cuanto entrara en servicio no lo tendría ya más a su exclusiva disposición. Disfrutaría en soledad cinco minutos.
Llamó al puente, comprobó que todo seguía en orden y se relajó en uno de los sillones giratorios. Abajo, en una curva agradable a la vista, podía verse la ininterrumpida extensión de la envoltura de la nave. Estaba encaramado en el punto más elevado, y desde aquí dominaba toda la inmensidad del más grande vehículo jamás construido. Y cuando se cansara de eso... todo el espacio, hasta el horizonte, lo llenaba el fantástico escenario agreste excavado por el río Colorado durante medio billón de años.
Quitando la plataforma de la cámara (había descendido otra vez y estaba filmando desde un costado), tenía el cielo para él solo. Era azul y estaba completamente vacío, limpio hasta el horizonte. En los tiempos de su abuelo, sabía Falcon, habría estado rayado de estelas de vapor y sucio de humo. Esas cosas ya no existían: la inmundicia aérea había desaparecido juntamente con las primitivas tecnologías que la habían producido, y el transporte a larga distancia de esta era se efectuaba tan por encima de la estratosfera, que no había posibilidad de percibir nada con la vista o el oído desde la Tierra. Las regiones inferiores de la atmósfera pertenecían de nuevo a los pájaros y a las nubes... y, en este momento, al Queen Elizabeth IV.
Era cierto lo que solían decir los viejos pioneros de principios del siglo XX: éste era el único medio de viajar... en silencio, lujosamente, respirando el aire que te rodea y no separado de él, y lo bastante cerca de la superficie como para poder admirar la belleza siempre cambiante de la tierra y la mar. Los reactores subsónicos de la década de 1980, cargados con cientos de pasajeros sentados en filas de diez, no podían siquiera hacer presentir comodidad y holgura.
Naturalmente, el Queen no ofrecería jamás unas condiciones económicas; y aun cuando se construyeran las naves gemelas en proyecto, sólo unas cuantas personas, del cuarto de billón de habitantes que el mundo tenía, gozarían de este silencioso deslizarse por el cielo. Pero una parte de la sociedad acomodada y próspera del globo podía permitirse tales extravagancias y, verdaderamente, las necesitaba para su esparcimiento y ansias de novedad. Había lo menos un millón de hombres en la Tierra cuyos ingresos discrecionales rebasaban los mil nuevos dólares al año, de modo que no le faltarían pasajeros al Queen.
El comunicador de bolsillo de Falcon emitió una señal. El copiloto llamaba desde el puente.
–¿Dispuesto para el encuentro, capitán? Tenemos todos los datos que necesitamos de este viaje, y el personal de la televisión se está impacientando.
Falcon echó una mirada a la plataforma de la cámara, que a la sazón se desplazaba a su misma velocidad, a una décima de milla de distancia.
–Preparado –contestó–. Adelante según lo previsto. Yo vigilaré desde aquí.
Atravesó de nuevo el afanoso caos de la cubierta de observación en busca de una vista más amplia del costado. Mientras caminaba, percibió un cambio de vibración bajo sus pies; pero cuando llegó al fondo del salón, la nave había recuperado su quietud. Utilizando su llave maestra salió a la pequeña plataforma exterior que sobresalía del borde de la cubierta; cabían allí media docena de personas de pie, separadas tan sólo por bajas barandillas de la inmensa extensión de la envoltura... y del suelo que se divisaba a miles de pies de distancia. Era un lugar impresionante, perfectamente seguro, aun en el caso de que la nave se desplazara a gran velocidad, ya que estaba al socaire del viento, tras la enorme ampolla dorsal de la cubierta de observación. No obstante, no estaba ideada para que los pasajeros tuvieran acceso a ella; la perspectiva producía, quizá, demasiado vértigo.
Los cuarteles de las escotillas de proa de la nave estaban ya abiertos como trampas gigantescas, y la plataforma de la cámara revoloteaba por encima, disponiéndose a descender. En los años venideros viajarían por esta ruta miles de pasajeros y toneladas de mercancías. Sólo muy de tarde en tarde bajaría el Queen hasta el nivel del mar para anclar en su base flotante.
Una súbita ráfaga de viento azotó las mejillas de Falcon, y éste se aferró aún más al pasamano. El Gran Cañón era un mal lugar para las turbulencias, aunque esperaba no sufrir muchas a esta altura. Sin inquietud de ninguna clase, concentró su atención en la plataforma que descendía, la cual se encontraba ahora a unos ciento cincuenta pies por encima de la nave. Sabía que el hábil operador que volaba en el aparato había ejecutado una docena de veces esta sencilla maniobra; era inconcebible que se le plantearan dificultades de ninguna clase.
Sin embargo, parecía que se desenvolvía con torpeza. Este último golpe de viento había lanzado la plataforma casi hasta el borde de la escotilla abierta. El piloto podía haber corregido la posición antes de esto... ¿Tendría algún problema en los controles? Era muy poco probable; estos aparatos de control remoto tenían mandos múltiples, sistemas de seguridad y un sinfín de mecanismos de emergencia. Los accidentes eran algo casi inusitado.
Pero allá fue otra vez, dando un bandazo a la izquierda: ¿Estaría borracho el piloto? No era posible, pero eso es lo que parecía; Falcon lo consideró seriamente durante un momento. Luego alargó la mano al conmutador de su micrófono.
Una vez más, inesperadamente, recibió una violenta bofetada de viento. Casi no la notó porque estaba mirando horrorizado la plataforma de la cámara. El lejano operador luchaba para hacerse con el control, tratando de restablecer el equilibrio del aparato con los propulsores... pero lo único que conseguía era empeorar las cosas. Las oscilaciones iban en aumento: veinte grados, sesenta, noventa...
–¡Conecta el automático, idiota! –gritó inútilmente en su micrófono–. ¡Tu control manual no funciona!
La plataforma dio un vuelco y se puso boca abajo. Los propulsores no la sostuvieron ya, sino que la precipitaron vertiginosamente hacia abajo. Se habían aliado súbitamente a la gravedad, contra la cual habían estado luchando hasta este momento.
Falcon no llegó o oír el estampido al estrellarse, aunque lo sintió: se encontraba ya en el interior de la cubierta de observación y corría precipitadamente hacia el ascensor que le bajaría al puente. Los operarios gritaron ansiosamente, preguntándole qué había sucedido. Pero tendrían que pasar muchos meses antes de que supiera la respuesta a esta pregunta.
Justo cuando iba a meterse en la caja del ascensor cambió de idea. ¿Y si hubiera sido un fallo de la corriente? Sería mejor andar por lugares seguros, aunque tardara más y el tiempo fuera vital. Empezó a bajar por la escalera de caracol del interior del eje vertical.
Cuando ya se hallaba a mitad de camino se detuvo a inspeccionar el daño. La maldita plataforma había traspasado la nave, destrozando dos de los alvéolos de gas. Todavía se estaban hundiendo lentamente los grandes jirones colgantes de plástico. No le preocupaba la perdida de fuerza de ascensión: el lastre podía equilibrar fácilmente esto, dado que quedaban ocho alvéolos intactos. Mucho más grave sería la eventualidad de que hubiese resultado dañada la estructura. Ya oía protestar y gruñir al enorme enrejado de su alrededor por el peso anormal que soportaba. No era suficiente tener la necesaria fuerza de ascensión. Si ésta no estaba adecuadamente distribuida podía quebrar el dorso de la nave.
En el preciso momento en que reanudaba su descenso apareció un superchimp chillando de terror; bajaba por el hueco del ascensor a increíble velocidad agarrándole con las manos, pero por fuera del enrejado. Presa del pánico, el pobre animal se había destrozado el uniforme de la compañía, tal vez en un intento inconsciente por recobrar la libertad de sus antepasados.
Falcon, que bajaba tan de prisa como podía, le observó avanzar algo intranquilo. Un chimpancé asustado era un animal poderoso y potencialmente peligroso; Sobre todo si su miedo se imponía sobre su condicionamiento. Al alcanzarle, comenzó a gritar una retahila de palabras, y la única que Falcon pudo entender fue la quejumbrosa y frecuentemente repetida de «jefe». Aun en esta contingencia, se dio cuenta Falcon, se dirigía a los humanos para pedir que le orientaran. Sintió lástima de esa criatura, involucrada en un desastre humano que escapaba a su capacidad de comprensión, y del que no tenía la menor responsabilidad.
Se detuvo frente a él, al otro lado del enrejado; no había nada que le impidiera cruzar el marco abierto, si quería. Ahora el rostro del animal estaba tan sólo a unas pulgadas del suyo, y pudo mirarle directamente a los ojos llenos de terror. Jamás había estado tan cerca de un «chimp», ni había podido estudiar sus facciones con tanto detalle. Sintió esa mezcla de afinidad y malestar que experimentamos todos los hombres cuando nos miramos de ese modo en el espejo del tiempo.
Su presencia parecía haber calmado al animal. Falcon señaló hacia lo alto del hueco del ascensor, luego hacia la cubierta de observación, y dijo muy clara y correctamente:
–Jefe... jefe... ve.
Para alivio suyo, el chimpancé comprendió: le hizo una mueca que podía ser una sonrisa, e inmediatamente volvió por el mismo camino que había venido. Falcon le había dado el mejor consejo que podía. Si alguna seguridad había a bordo del Queen, estaba precisamente en esa dirección. Pero su deber estaba en la otra.
Casi había terminado de bajar, cuando, con un ruido de metal desgarrado, la nave dobló el morro hacia abajo y se apagaron las luces. Pero se podía ver aún con toda claridad, pues entraba una columna de luz a través de la escotilla abierta y el enorme desgarrón de la envoltura. Hacía muchos años había estado contemplando en una inmensa catedral la luz que se filtraba a través de las vidrieras, la cual formaba luminosos charcos multicolores sobre las viejas losas. La deslumbrante columna de luz que atravesaba el desgarrón superior de la tela le recordó aquel momento. Se hallaba en una catedral metálica que caía del cielo.
Cuando llegó al puente y pudo asomarse por primera vez al exterior, se quedó horrorizado al ver lo cerca que estaba la nave del suelo. A sólo tres mil pies tenía los hermosos y mortales pináculos rocosos y los rojos ríos de barro que seguían profundizando hacia el pasado. No había zonas llanas a la vista donde poder posarse una nave de las dimensiones del Queen con la quilla horizontal,
Tras una mirada al tablero de mandos comprobó que habían arrojado todo el lastre. Sin embargo, la velocidad de descenso se había reducido meramente a unas cuantas yardas por segundo; todavía tenía una posibilidad de luchar.
Sin decir palabra, Falcon se acomodó en el asiento del piloto y asumió el control que aún podía. El tablero de mandos le informaba de cuanto quería saber. Sobraban los comentarios. Por el fondo se oía al oficial de comunicaciones dando un precipitado parte por radio.
En este momento, todos los canales informativos de la Tierra habrían dejado vía libre para esta noticia, y podía imaginar la completa frustración de los directores de programas. Estaba ocurriendo una de las catástrofes más espectaculares de la historia... sin que hubiera una sola cámara que lo recogiera. Los últimos momentos del Queen no provocarían el terror y el espanto de millones de personas, como había sucedido con el Hindenburg siglo y medio antes.
El suelo se encontraba ya a unos setecientos pies tan sólo y seguía aproximándose lentamente. Aunque tenía amortiguadores de propulsión, no se atrevía a utilizarlos por temor a que se rompiera la debilitada estructura; pero se daba cuenta de que ya no tenía elección. El viento les estaba arrastrando hacia una bifurcación del cañón, donde el río quedaba hendido por una cuña rocosa como la roda de un gigantesco y fosilizado barco de piedra. Si seguía la trayectoria que llevaba, el Queen encallaría en aquella meseta triangular, y lo menos un tercio de su volumen quedaría sobresaliendo en el vacío: se partiría como un palo podrido.
De muy lejos, dominando el ruido de metales retorcidos y escapes de gas, le llegó a Falcon el silbido familiar de los reactores al abrir los tubos laterales. La nave se estremeció y comenzó a doblarse hacia abajo.
El chirrido de metal desgarrado era ahora casi continuo... y la velocidad de descenso había empezado a aumentar alarmantemente. Una mirada al panel de control de daños le reveló que acababan de perder el alvéolo número cinco.
El suelo estaba a unas yardas solamente. Aun ahora no podía decir si su maniobra resultaría o no. Encendió los tubos de propulsión vertical y los puso a la máxima potencia de ascensión para reducir la fuerza del impacto.
El crujido pareció durar una eternidad. No fue violento... sino únicamente prolongado e irresistible. Parecía que el universo entero se desplomaba en torno a ellos.
El ruido de metal desgarrado se fue aproximando como si una bestia enorme royera la nave moribunda.
Luego, el techo y el suelo se cerraron sobre él como una prensa.
2. «Porque está ahí»
–¿Por qué quieres ir a Júpiter?
–Como dijo Springer cuando se dirigía hacia Plutón: «Porque está ahí».
–Gracias, dejemos eso a un lado ahora: quiero la verdadera razón.
Howard Falcon sonrió, aunque sólo quienes le conocían bien podían interpretar esa mueca leve y correosa.
Webster era uno de ellos: durante más de veinte años habían intervenido juntos en sus mutuos proyectos. Habían compartido triunfos y fracasos... incluso el más grande desastre de todos.
–Bueno, el cliché de Springer aún es válido. Hemos pisado el suelo de todos los planetas terrestres, pero no el de los gigantes gaseosos. Es el único desafío que queda en el sistema solar.
–Un desafío caro. ¿Has calculado el presupuesto?
–Hasta donde he podido; aquí lo tienes. Pero recuerda: no se trata de una misión aislada, sino de un sistema de transporte. Una vez que se haya probado puede volver a utilizarse infinidad de veces. Y esto nos facilitará el acceso no sólo a Júpiter, sino a todos los planetas gigantes.
Webster echó una mirada a las cifras y soltó un silbido.
–¿Por qué no empiezas por un planeta más asequible, Urano, por ejemplo? Tiene la mitad de gravedad y necesitas menos de la mitad de la velocidad de escape. Además, tiene un clima más tranquilo... si podemos llamarlo así.
Webster, evidentemente, estaba impuesto en la materia. Por eso, naturalmente, era el jefe del Programa de Largo Alcance.
–Se ahorra muy poco con la distancia adicional y los problemas logísticos. Para Júpiter, en cambio, podemos utilizar las estaciones de servicio de Ganímedes. Más allá de Saturno debemos establecer una nueva base de aprovisionamiento.
Lógico, pensó Webster; pero estaba seguro de que no era ésa la razón más importante. Júpiter era el señor del sistema solar; Falcon no se conformaría con una hazaña de menos categoría.
–Además –prosiguió Falcon–, Júpiter es el gran escándalo de la ciencia. Hace más de cien años que se descubrieron sus tormentas de radio, pero aún no sabemos qué es lo que las origina. Y la Gran Mancha Roja sigue siendo un misterio tan rotundo como siempre. Podemos solicitar fondos del Departamento de Astronáutica. ¿Sabes cuántas sondas se han dejado caer en esa atmósfera?
–Un par de centenares, creo.
–Trescientas veintiséis durante los últimos cincuenta años: la cuarta parte de las cuales han fallado totalmente. Por supuesto, han recogido infinidad de datos; pero apenas han escarbado en el planeta. ¿Tienes idea de lo grande que es?
–Más de diez veces el tamaño de la Tierra.
–Sí, sí... pero ¿sabes realmente lo que eso significa?
Falcon señaló el enorme globo terráqueo que había en un rincón del despacho de Webster.
–Mira la India... lo pequeña que parece. Bueno, si desollamos la Tierra y extendemos su piel sobre la superficie de Júpiter, ocuparía lo que ocupa la India sobre ella.
Hubo un gran silencio mientras Webster contemplaba la ecuación: Júpiter es a la Tierra como la Tierra es a la India. Falcon –deliberadamente, por supuesto– había elegido el mejor ejemplo posible...
¿Hacía diez años ya? Sí, eso debía hacer. La catástrofe había quedado en el pasado, a siete años de distancia (tenía esa fecha grabada en el corazón), y aquellas pruebas iniciales habían tenido lugar tres años antes del primer y último vuelo del Queen Elizabeth.
Hacía diez años, pues, el comandante (no el teniente) Falcon le había invitado a un vuelo previo: a un periplo de tres días por las llanuras del norte de la India, desde las que se podía contemplar el Himalaya.
–Será una excursión sin riesgos de ninguna clase –le había prometido–. Te alejará del despacho... y te pondrá al tanto de cómo es todo esto.
Webster no se sintió defraudado. Después de su primer viaje a la Luna había sido la experiencia más memorable de su vida. Y, sin embargo, tal como Falcon le había asegurado, resultó ser un viaje sin un solo incidente, perfectamente seguro.
Habían salido de Srinagar poco antes del amanecer, con la inmensa burbuja plateada del globo brillando bajo los primeros rayos del Sol. Habían efectuado la ascensión en completo silencio; no llevaban esos ruidosos quemadores de propano que calentaban el aire de los globos de antaño. Todo el calor que necesitaban lo producía el pequeño reactor de fusión, de unas doscientas veinte libras de peso tan sólo, suspendido en la misma boca abierta de la envoltura. Mientras ascendían, el láser que llevaban iba parpadeando diez veces por segundo, encendiendo la minúscula bocanada de combustible de deuterio. Una vez que alcanzaran altura lo encenderían sólo unas cuantas veces por minuto, para restituir el calor que se perdía en la enorme bolsa de gas de arriba.
Y así, aun cuando estaban a casi una milla del suelo, podían oír los ladridos de los perros, los gritos de las gentes, los repiques de las campanas. Poco a poco el vasto paisaje dorado por el sol se fue dilatando en torno a ellos. Dos horas más tarde habían alcanzado una altura de tres millas y se vieron obligados a tomar frecuentes bocanadas de oxígeno. Podían relajarse y admirar el panorama; los instrumentos de a bordo hacían todo el trabajo: recogían la información que necesitaban los diseñadores del aún innominado transatlántico de los cielos.
Era un día perfecto. El monzón del Sudoeste no volvería a soplar hasta dentro de un mes, y apenas si había nubes en el cielo. El tiempo parecía haberse detenido. Les molestaban los partes que la radio iba dando cada hora, porque les turbaba su arrobamiento. Y rodeándoles enteramente hasta el horizonte y mucho más allá, se extendía el infinito y antiguo paisaje empapado de historia: un mosaico de pueblos, campos de labor, templos, lagos, acequias...
Con un verdadero esfuerzo, Webster rompió el encanto hipnótico de ese recuerdo de hacía diez años. Aquel vuelo le había hecho sentirse más ligero que el aire, y le había brindado la ocasión de apreciar la inmensidad de la India, aun en un mundo que podía circundarse en noventa minutos. Y no obstante, se repetía para sus adentros: Júpiter es a la Tierra como la Tierra es a la India...
–Admitiendo tu argumento –dijo–, y suponiendo que dispongamos de fondos, hay otra cuestión a la que tienes que contestar. ¿Por qué ibas a hacerlo tú mejor que, por ejemplo, las trescientas sondas-robots que han efectuado ya ese viaje?
–Porque estoy en mejores condiciones que ellas, como observador y como piloto. Especialmente como piloto. No olvides que tengo más experiencia en vuelos aerostáticos que nadie en el mundo.
–Podías hacer de controlador, confortablemente sentado en Ganímedes.
–Pero ¡ésa es precisamente la cuestión! Que eso se ha hecho ya. ¿No recuerdas qué es lo que mató al Queen?
Webster lo recordaba perfectamente; pero se limitó a contestar:
–Prosigue.
–¡El tiempo de propagación, el tiempo de propagación! Aquel idiota de controlador de la plataforma creía que estaba manejando un circuito de radio local. Pero, accidentalmente, había conectado con un satélite... Bueno, él no tuvo la culpa, pero debía haberlo notado. Hay medio segundo de demora por propagación en cada ida o vuelta. Aun así, la cosa no habría importado, de haber efectuado el vuelo con el aire en calma. Fue la turbulencia que reinaba sobre el Gran Cañón lo que lo originó todo. La plataforma escoró, y al tratar de corregir la inclinación escoró en el otro sentido. ¿Has tratado alguna vez de ir en coche por una carretera abollada moviendo el volante con medio segundo de retraso?
–No, ni se me ocurriría intentarlo. Pero no me lo puedo imaginar.
–Bueno, pues Ganímedes está a un millón de kilómetros de Júpiter. Eso significa un tiempo de propagación entre la ida y la vuelta de seis segundos. No, lo que necesitas es un controlador en el lugar mismo para afrontar cualquier emergencia en el tiempo real. Déjame enseñarte algo. ¿Te importa que utilice esto?
–Adelante.
Falcon cogió una postal que había sobre la mesa de Webster; eran rarísimas en la Tierra, pero ésta mostraba la perspectiva 3-D de un paisaje marciano y estaba decorada con costosos y exóticos sellos. La sostuvo de manera que quedara suspendida verticalmente.
–Es un viejo truco, pero servirá para lo que quiero. Pon el pulgar y el índice a cada lado como para cogerla, pero sin tocarla. Eso es.
Webster había extendido la mano en actitud de coger la postal, pero sin rozarla.
–Cógela.
Falcon aguardó unos segundos; luego, sin previo aviso, soltó la postal. El pulgar y el índice de Webster se cerraron en el vacío.
–Probemos otra vez, sólo para que veas que no hay engaño. ¿De acuerdo?
Una vez más, la postal se deslizó entre los dedos de Webster y cayó al suelo.
–Ahora, intenta hacérmelo tú a mí.
Esta vez, Webster cogió la postal y la soltó sin previo aviso. Apenas la dejó caer, la atrapó Falcon. Webster casi imaginó oír su clic, de lo rápida que fue la reacción del otro.
–Cuando me recosieron –comentó Falcon con voz inexpresiva–, los cirujanos introdujeron algunas mejoras. Esta es una de ellas... pero hay otras. Quiero explotarlas al máximo. Júpiter es el lugar apropiado para ello.
Webster contempló durante largos segundos la postal, fascinado por los colores inverosímiles de las escarpaduras del Trivium Charontis. Luego dijo tranquilamente:
–Comprendo. ¿Cuánto tiempo crees que se necesitará?
–Con tu ayuda, más la del Departamento, y todos los recursos científicos que pueda recabar... unos tres años. Luego necesitaremos un año para pruebas... tendremos que enviar lo menos un par de prototipos de ensayo. Así que, si hay suerte... podemos estar listos en cinco años.
–Es lo que yo había calculado, más o menos. Espero que te acompañe la suerte; te la mereces. Pero hay una cosa a la que no estoy dispuesto.
–¿Cuál?
–La próxima vez que hagas un viaje en globo no cuentes conmigo como acompañante.
3. El mundo de los dioses
El descenso desde Júpiter V al planeta Júpiter dura sólo tres horas y media. Pocos hombres habrían podido dormir durante un viaje tan pavoroso como éste. El dormir era una debilidad que Howard Falcon detestaba, el .poco que le hacía falta aún, le traía pesadillas que el tiempo no había sido capaz de disipar. Pero no esperaba poder descansar en los próximos tres días y debía aprovechar lo que pudiera durante el largo descenso hacia el océano de nubes que se extendía sesenta mil millas más abajo.
Tan pronto como la Kon-Tiki entró en su órbita de traslación y vio que todas las comprobaciones de la computadora eran satisfactorias, se dispuso a echar el último sueño previsible. Parecía muy oportuno que casi en ese mismísimo momento Júpiter eclipsara el brillante y diminuto Sol, al entrar él en la sombra monstruosa del planeta. Durante unos minutos, un extraño crepúsculo dorado envolvió la nave; luego, un cuarto de firmamento se obscureció completamente como un agujero en el espacio, mientras el resto era un brasero de estrellas. Por mucho que viajara uno por el sistema solar, ellas no cambiaban jamás; estas mismas constelaciones brillaban ahora por encima de la Tierra, a millones de millas de distancia. Las únicas novedades aquí eran los pequeños y pálidos crecientes de Calixto y Ganímedes; desde luego, había media docena de lunas más arriba, en el cielo, pero eran demasiado pequeñas y estaban excesivamente lejos para poderlas captar a simple vista.
–Corto durante dos horas –informó a la nave nodriza, la cual se encontraba a casi mil millas por encima de las desoladas rocas de Júpiter V, cobijada en la sombra de este satélite diminuto que la protegía de la radiación. Si no sirvió jamás para otra cosa, el Júpiter V, al menos hacía de excavadora cósmica, barriendo perpetuamente las partículas cargadas que hacían nociva la permanencia en las proximidades de Júpiter. Su estela se hallaba casi limpia de radiación, por lo que podía cobijarse en ella una nave y mantenerse allí perfectamente segura, mientras la muerte se esparcía como una llovizna invisible por todo el alrededor.
Falcon conectó el inductor de sueño, y rápidamente se le fue emborronando la conciencia, a medida que las pulsaciones eléctricas le invadían el cerebro en suaves oleadas. Mientras la Kon-Tiki descendía hacia Júpiter, aumentando su velocidad segundo a segundo en este inmenso campo gravitatorio, durmió sin ensueños de ninguna clase. Los ensueños le venían siempre al despertar; y Falcon se había traído sus propias pesadillas de la Tierra.
Sin embargo, no soñaba nunca que se estrellaba, aunque a menudo se volvía a encontrar cara a cara con aquel superchimpancé aterrado, cuando bajaba la escalera de caracol entre las desventuradas bolsas de gas. Ningún chimpancé había sobrevivido; los que no habían muerto en el acto quedaron tan malheridos que hubo que practicarles la eutanasia. Falcon se preguntaba a veces por qué soñaba sólo con esa desdichada criatura –a la que no había visto en su vida más que en sus últimos minutos– y no con los amigos y compañeros que había perdido en la catástrofe del Queen.
Los sueños que más temía empezaban siempre en el momento de comenzar a recobrar la conciencia, después del desastre. Había experimentado poco dolor físico; de hecho no tuvo sensación de ninguna clase. Estaba inmerso en tinieblas y silencio, y era como si no respirara siquiera. Y –lo más extraño de todo– no localizaba sus miembros. No podía mover ni las manos ni los pies, porque no sabía dónde estaban.
El silencio había sido lo primero en ceder. Al cabo de un indeterminado número de horas, o de días, llegó a tener conciencia de un débil latido, y, finalmente, tras pensarlo largamente, dedujo que eran las palpitaciones de su propio corazón. Esa fue la primera de sus muchas equivocaciones.
Luego habían surgido débiles pinchazos, chispazos de luz, presiones fantasmales en los miembros aún insensibles. Uno tras otro, sus sentidos se habían ido recobrando, y con ellos, el dolor. Había tenido que aprenderlo todo de nuevo, recapitulando la infancia y la niñez. Aunque no le había afectado a la memoria y podía comprender las palabras que le decían, transcurrieron meses antes de poder contestar con algo más que un parpadeo. Recordaba los momentos triunfales en que logró pronunciar la primera palabra, volver la primera página... y, finalmente, aprendió a moverse por su propia voluntad. Eso fue una victoria, efectivamente, y había estado casi dos años preparándola. Había envidiado cien veces a aquel superchimpancé que había muerto, pero él no había tenido la posibilidad de elegir. Eran los doctores quienes habían decidido... y ahora, después de doce años, se encontraba en un lugar jamás visitado por el hombre, desplazándose más de prisa que ningún ser humano en la historia.
La Kon-Tiki estaba saliendo de la sombra, y el amanecer joviano curvó el cielo en un gigantesco arco de luz, cuando el zumbido del despertador sacó a Falcon de su sueño. Las inevitables pesadillas (había estado tratando de llamar a una enfermera, pero no tenía fuerza siquiera para pulsar el botón) se disiparon rápidamente de su conciencia. La más grande –y quizá la última– aventura de su vida iba a empezar.
Llamó al Control de la Misión, que ahora se encontraba a casi sesenta mil millas y estaba entrando rápidamente en el otro lado de la curva de Júpiter, para informar que todo estaba en orden. Su velocidad acababa de rebasar las treinta y una millas por segundo (esto pasaría a los libros), y en media hora la Kon-Tiki traspasaría la orla exterior de la atmósfera, empezando así la más difícil entrada de todo el sistema solar. Aunque habían sobrevivido docenas de sondas a esta suprema prueba de fuego, en realidad se había tratado siempre de equipos de instrumentos sólidamente compactos, capaces de soportar la fuerza de atracción de cientos de g.
La Kon-Tiki rozaría hasta los treinta g, y su media sería de más de diez antes de llegar a descansar en las capas superiores de la atmósfera de Júpiter. Con sumo cuidado y precaución, Falcon empezó a abrocharse los complicados sistemas de sujeción que le mantendrían anclado a las paredes de la cabina. Cuando hubo terminado, prácticamente formaba parte de la estructura de la nave.
El reloj inició la cuenta atrás: faltaban cien segundos para su entrada. Para bien o para mal, ya no tenía remedio. Dentro de un minuto y medio rozaría la atmósfera de Júpiter, y sería atrapado inmediatamente por la zarpa del gigante.
La cuenta atrás iba con tres segundos de retraso... lo que no estaba mal, ni mucho menos, considerando los imponderables que podían surgir. Del exterior de las paredes de la cápsula provenía un aliento fantasmal que crecía constantemente, hasta que se convirtió en un alarido elevadísimo. Era un ruido enteramente distinto al de la entrada en la Tierra o en Marte; en esta enrarecida atmósfera de hidrógeno y helio, todos los sonidos experimentaban una elevación de tono equivalente a un par de octavas. En Júpiter, hasta el trueno tendría el tono de falsete.
Con el aumento del alarido, fue creciendo también la pesantez. A los pocos segundos se sintió completamente inmovilizado. Su campo visual se fue reduciendo, hasta que no abarcó más que el reloj y el acelerómetro; quince g, y faltaban cuatrocientos ochenta segundos...
No llegó a perder el conocimiento; pero tampoco esperaba perderlo. La estela de la Kon-Tiki, al atravesar la atmósfera joviana, debía de ser todo un espectáculo: debía de tener miles de millas de longitud. Quinientos segundos después de la entrada, la atracción empezó a decrecer: diez g, cinco g, dos... Luego el peso desapareció casi completamente. Ahora descendía libremente, una vez neutralizada su tremenda velocidad orbital.
Hubo una súbita sacudida al arrojar los restos incandescentes del escudo protector del calor. Había cumplido su misión y ya no lo volvería a necesitar; ahora podía quedárselo Júpiter. Soltó todas sus hebillas de sujeción menos dos, y esperó a que el control automático iniciara la serie siguiente, más crítica, de acontecimientos.
No vio hincharse el primer paracaídas, pero notó un ligero tirón, y la velocidad de caída disminuyó inmediatamente. La Kon-Tiki había perdido toda su velocidad horizontal, y bajaba verticalmente a mil millas por hora. Todo dependía de lo que sucediera en los sesenta próximos segundos.
Soltó el segundo paracaídas. Miró hacia arriba, a través de la portilla superior, y vio con inmenso alivio esas nubes de reluciente película de metal tras la nave descendente. Como una gran flor en el momento dé abrirse, se desplegaron en el cielo los miles de yardas cúbicas del globo, ahuecando el tenue gas, hasta que quedó completamente hinchado. La velocidad de la Kon-Tiki se redujo a unas millas por hora y se mantuvo constante. Ahora tendría tiempo de sobra; tardaría días enteros en recorrer toda la trayectoria hasta la superficie de Júpiter.
Pero llegaría finalmente, aunque no hiciera nada ya. El globo de arriba actuaba de eficaz paracaídas. No permitía la ascensión, ni habría posibilidad de ello mientras el gas del interior y el del exterior fueran idénticos.
Con su característico y un tanto desconcertante estampido arrancó el reactor de fusión, derramando torrentes de fuego en el interior de la envoltura superior. En cinco minutos la velocidad se redujo a cero; al cabo de seis, la nave empezó a elevarse. Según el altímetro de radar se había estabilizado a un nivel de unas doscientas sesenta y siete millas de la superficie... o de lo que hiciera las veces de superficie en Júpiter.
Sólo una clase de globo podía tener efecto en una atmósfera de hidrógeno, que es el más ligero de los gases, y era el de hidrógeno caliente. Mientras funcionara el reactor, Falcon seguiría manteniéndose en las alturas, vagando a la deriva por un mundo que era capaz de contener un centenar de océanos Pacíficos. Después de haber recorrido más de trescientos millones de millas, la Kon-Tiki empezaba por fin a justificar su nombre. Era una almadía aérea a merced de las corrientes de la atmósfera joviana.
Aun cuando le rodeaba un mundo enteramente nuevo, transcurrió más de una hora antes de que Falcon pudiera echar una mirada al panorama. Primero tuvo que revisar todos los equipos de la cápsula y comprobar que respondían a sus controles. Averiguó el calor extra que necesitaba para obtener la velocidad de ascenso deseada y el gas que debía dejar escapar para descender. Y, sobre todo, estaba la cuestión de la estabilidad. Debía ajustar la longitud de los cables que sujetaban el inmenso globo, de forma que amortiguaran las vibraciones y conseguir así un desplazamiento lo más suave posible. Por ahora tenía suerte; a este nivel, el viento era constante, y las cifras sobre la superficie invisible le informaron que la velocidad del suelo era de doscientas diecisiete millas y media por hora. Para Júpiter, la cifra era moderada; en este planeta se habían observado vientos de hasta mil millas por hora. Pero la velocidad en sí misma carecía de importancia; el verdadero peligro estaba en la turbulencia. Si se precipitaba en ella, sólo le salvaría la habilidad y la experiencia y una reacción rápida... y ésas no eran cosas que pudieran programarse en una computadora.
Hasta que no quedó satisfecho de que dominaba la sensibilidad de su extraña embarcación no prestó Falcon atención alguna a los requerimientos del Control de la Misión. Luego desplegó los botalones que portaban los instrumentos y analizadores atmosféricos. La cápsula se asemejaba ahora a un árbol de Navidad algo desordenado; pero seguía vagando suavemente impulsada por los vientos jovianos, mientras transmitía torrentes de información a las grabadoras de la nave situada varias millas más arriba. Y ahora, por fin, podía echar una mirada a su alrededor...
Su primera impresión fue inesperada, y hasta un poco decepcionante. Por lo que se refería a las dimensiones de las cosas, era como si estuviera viajando en globo a través de un vulgar paisaje de nubes de la Tierra. El horizonte parecía hallarse a una distancia normal. No tenía la más mínima sensación de encontrarse en un mundo de un diámetro once veces superior al de la Tierra. Luego prestó atención al radar infrarrojo que sondaba las capas de la atmósfera que tenía debajo... y vio cuán enormemente le habían engañado sus ojos.
Esa capa de nubes que aparentemente veía a tres millas de distancia estaba en realidad treinta y siete millas más abajo. Y el horizonte, cuya distancia de la nave había calculado él en unas ciento veinticinco millas, en realidad estaba a mil ochocientas.
La cristalina claridad de la atmósfera de hidrohelio y la enorme curvatura del planeta le habían engañado completamente. Era mucho más difícil calcular las distancias aquí que en la Luna: todo cuanto veía debía multiplicarse lo menos por diez. Era una cosa muy simple, y él debía haberlo previsto. No obstante, de alguna manera, le turbaba profundamente. No le daba la sensación de que Júpiter fuera enorme, sino de que él había encogido a una décima de su tamaño normal. Quizá, con el tiempo, se acostumbraría a la escala inhumana de este mundo; sin embargo, al contemplar ese horizonte increíblemente distante notaba como si soplara en su alma un viento más frío que la atmósfera que le envolvía. A pesar de todas sus argumentaciones, quizá este lugar no pudiera ser habitado jamás por el hombre. Puede que fuera él el primero y el último en traspasar las nubes de Júpiter.
Arriba, el cielo era casi negro, aparte de unos cuantos cirros de amoníaco, a unas doce millas por encima de él. Hacía frío aquí, en esta orla del espacio; pero tanto la temperatura como la presión aumentaban rápidamente a medida que descendía. En el nivel por el que la Kon-Tiki se desplazaba ahora reinaba una temperatura de cincuenta grados bajo cero, y la presión era de cinco atmósferas. Sesenta millas más abajo haría tanto calor como en la zona ecuatorial de la Tierra, y la presión sería más o menos la misma que la de los mares más profundos. Condiciones ideales para la vida...
Había transcurrido ya una cuarta parte del breve día joviano; el sol estaba a medio camino de su cenit, pero la luz, en este ininterrumpido paisaje de nubes que tenía debajo, poseía una calidad extrañamente blanda. Esos trescientos millones de millas adicionales privaban al Sol de toda su fuerza. Aunque el cielo estaba despejado, Falcon tenía a cada momento la sensación de que era un día espesamente nublado. Cuando cayera la noche, sobrevendría la obscuridad con suma rapidez; y pese a que era aún por la mañana, había en el aire una luz crepuscular propia del otoño. Pero el otoño era algo que, naturalmente, jamás conocería Júpiter. Aquí no existían las estaciones.
La Kon-Tiki había descendido en el centro exacto de la zona ecuatorial... la parte más apagada del planeta. El mar de nubes que se extendía hasta el horizonte estaba teñido de un pálido color salmón; no se veían los amarillos, rosas y rojos que envolvían a este planeta, visto desde las alturas superiores. La Gran Mancha Roja –el rasgo más espectacular de todo el planeta– se hallaba miles de millas más al Sur. Había estado tentado de descender allí, pero las perturbaciones tropicales del Sur eran excepcionalmente activas, con corrientes que sobrepasaban las novecientas millas por hora. Dirigirse a aquel maelstrom de fuerzas desconocidas no habría sido más que buscarse problemas. La Gran Mancha Roja y sus misterios tendrían que esperar a expediciones futuras.
El Sol, que recorría el firmamento dos veces más de prisa que en la Tierra, estaba llegando a su cenit y había sido eclipsado por el plateado dosel del globo. La Kon-Tiki seguía desplazándose suave y velozmente hacia el Oeste, a la constante velocidad de doscientas diecisiete millas y media, pero sólo podía apreciarla por medio del radar. ¿Reinaría siempre la calma aquí?, se preguntó Falcon. Desde luego, los científicos, que habían hablado sabiamente de las calmas de Júpiter y habían pronosticado que el ecuador sería la más tranquila de las zonas, parece que sabían lo que se decían. El se había mostrado profundamente escéptico respecto a todas estas predicciones, y había coincidido con un científico excepcionalmente modesto, que le dijo bruscamente una vez: «No hay nadie que conozca bien Júpiter». Bueno, al menos habría uno cuando terminara el día.
Si es que sobrevivía hasta entonces.
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