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viernes, 28 de diciembre de 2012

Alejandro Dumas - El Conde de Montecristo


Alejandro Dumas
El Conde de Montecristo

PRIMERA PARTE
EL CASTILLO DE IF
Capítulo primero
Marsella. La llegada
El 24 de febrero de 1815, el vigía de Nuestra Señora de la Guarda dio la señal de que se hallaba a la
vista el bergantín El Faraón procedente de Esmirna, Trieste y Nápoles. Como suele hacerse en tales
casos, salió inmediatamente en su busca un práctico, que pasó por delante del castillo de If y subió a
bordo del buque entre la isla de Rión y el cabo Mongión. En un instante, y también como de costumbre,
se llenó de curiosos la plataforma del castillo de San Juan, porque en Marsella se daba gran importancia a
la llegada de un buque y sobre todo si le sucedía lo que al Faraón, cuyo casco había salido de los
astilleros de la antigua Focia y pertenecía a un naviero de la ciudad.
Mientras tanto, el buque seguía avanzando; habiendo pasado felizmente el estrecho producido por
alguna erupción volcánica entre las islas de Calasapeigne y de Jaros, dobló la punta de Pomegue hendiendo
las olas bajo sus tres gavias, su gran foque y la mesana. Lo hacía con tanta lentitud y tan penosos
movimientos, que los curiosos, que por instinto presienten la desgracia, preguntábanse unos a otros qué
accidente podía haber sobrevenido al buque. Los más peritos en navegación reconocieron al punto que, de
haber sucedido alguna desgracia, no debía de haber sido al buque, puesto que, aun cuando con mucha
lentitud, seguía éste avanzando con todas las condiciones de los buques bien gobernados.
En su puesto estaba preparada el ancla, sueltos los cabos del bauprés, y al lado del piloto, que se
disponía a hacer que El Faraón enfilase la estrecha boca del puerto de Marsella, hallábase un joven de
fisonomía inteligente que, con mirada muy viva, observaba cada uno de los movimientos del buque y
repetía las órdenes del piloto.
Entre los espectadores que se hallaban reunidos en la explanada de San Juan, había uno que parecía
más inquieto que los demás y que, no pudiendo contenerse y esperar a que el buque fondeara, saltó a un
bote y ordenó que le llevasen al Faraón, al que alcanzó frente al muelle de la Reserva.
Viendo acercarse al bote y al que lo ocupaba, el marino abandonó su puesto al lado del piloto y se
apoyó, sombrero en mano, en el filarete del buque. Era un joven de unos dieciocho a veinte años, de
elevada estatura, cuerpo bien proporcionado, hermoso cabello y ojos negros, observándose en toda su
persona ese aire de calma y de resolución peculiares a los hombres avezados a luchar con los peligros
desde su infancia.
-¡Ah! ¡Sois vos Edmundo! ¿Qué es lo que ha sucedido? -preguntó el del bote- ¿Qué significan esas
caras tan tristes que tienen todos los de la tripulación?
-Una gran desgracia, para mí al menos, señor Morrel -respondió Edmundo-. Al llegar a la altura de
Civita-Vecchia, falleció el valiente capitán Leclerc...
-¿Y el cargamento? -preguntó con ansia el naviero.
-Intacto, sin novedad. El capitán Leclerc...
-¿Qué le ha sucedido? ¾preguntó el naviero, ya más tranquilo¾. ¿Qué le ocurrió a ese valiente
capitán?
-Murió.
-¿Cayó al mar?
-No, señor; murió de una calentura cerebral, en medio de horribles padecimientos.
Volviéndose luego hacia la tripulación:
-¡Hola! ¾dijo¾ Cada uno a su puesto, vamos a anclar.
La tripulación obedeció, lanzándose inmediatamente los ocho o diez marineros que la componían unos
a las escotas, otros a las drizas y otros a cargar velas.
Edmundo observó con una mirada indiferente el principio de la maniobra, y viendo a punto de
ejecutarse sus órdenes, volvióse hacia su interlocutor.
-Pero ¿cómo sucedió esa desgracia? -continuó el naviero.
-¡Oh, Dios mío!, de un modo inesperado. Después de una larga plática con el comandante del puerto, el
capitán Leclerc salió de Ná poles bastante agitado, y no habían transcurrido veinticuatro horas cuando le
acometió la fiebre... y a los tres días había fallecido. Le hicimos los funerales de ordenanza, y reposa
decorosamente envuelto en una hamaca, con una bala del treinta y seis a los pies y otra a la cabeza, a la
altura de la isla de Giglio. La cruz de la Legión de Honor y la espada las conservamos y las traemos a su
viuda.
-Es muy triste, ciertamente ¾prosiguió el joven con melancólica sonrisa¾ haber hecho la guerra a los
ingleses por espacio de diez años, y morir después en su cama como otro cualquiera.
-¿Y qué vamos a hacerle, señor Edmundo? ¾replicó el naviero, cada vez más tranquilo¾; somos
mortales, y es necesario que los viejos cedan su puesto a los jóvenes; a no ser así no habría ascensos, y
puesto que me aseguráis que el cargamento...
-Se halla en buen estado, señor Morrel. Os aconsejo, pues, que no lo cedáis ni aun con veinticinco mil
francos de ganancia.
Acto seguido, y viendo que habían pasado ya la torre Redonda, gritó Edmundo:
-Largad las velas de las escotas, el foque y las de mesana.
La orden se ejecutó casi con la misma exactitud que en un buque de guerra.
-Amainad y cargad por todas partes.
A esta última orden se plegaron todas las velas, y el barco avanzó de un modo casi imperceptible.
-Si queréis subir ahora, señor Morrel ¾dijo Dantés dándose cuenta de la impaciencia del armador¾,
aquí viene vuestro encargado, el señor Danglars, que sale de su camarote, y que os informa rá de todos los
detalles que deseéis. Por lo que a mí respecta, he de vigilar las maniobras hasta que quede El Faraón
anclado y de luto.
No dejó el naviero que le repitieran la invitación, y asiéndose a un cable que le arrojó Dantés, subió por
la escala del costado del buque con una ligereza que honrara a un marinero, mientras que Dantés,
volviendo a su puesto, cedió el que ocupaba últimamente a aquel que había anunciado con el nombre de
Danglars, y que saliendo de su camarote se dirigía adonde estaba el naviero.
El recién llegado era un hombre de veinticinco a veintiséis años, de semblante algo sombrío, humilde
con los superiores, insolente con los inferiores; de modo que con esto y con su calidad de sobrecargo,
siempre tan mal visto, le aborrecía toda la tripulación, tanto como quería a Dantés.
-¡Y bien!, señor Morrel -dijo Danglars-, ya sabéis la desgracia, ¿no es cierto?
-Sí, sí, ¡pobre capitán Leclerc! Era muy bueno y valeroso.
-Y buen marino sobre todo, encanecido entre el cielo y el agua, como debe ser el hombre encargado de
los intereses de una casa tan respetable como la de Morrel a hijos -respondió Danglars.
-Sin embargo ¾repuso el naviero mirando a Dantés, que fondeaba en este instante¾, me parece que no
se necesita ser marino viejo, como decís, para ser ducho en el oficio. Y si no, ahí tenéis a nuestro amigo
Edmundo, que de tal modo conoce el suyo, que no ha de me nester lecciones de nadie.
-¡Oh!, sí -dijo Danglars dirigiéndole una aviesa mirada en la que se reflejaba un odio reconcentrado-;
parece que este joven todo lo sabe. Apenas murió el capitán, se apoderó del mando del buque sin
consultar a nadie, y aún nos hizo perder día y medio en la isla de Elba en vez de proseguir rumbo a
Marsella.
-Al tomar el mando del buque -repuso el naviero- cumplió con su deber; en cuanto a perder día y medio
en la isla de Elba, obró mal, si es que no tuvo que reparar alguna avería.
-Señor Morrel, el bergantín se hallaba en excelente estado y aquella demora fue puro capricho, deseos
de bajar a tierra, no lo dudéis.
-Dantés -dijo el naviero encarándose con el joven-, venid acá.
-Disculpadme, señor Morrel -dijo Dantés-, voy en seguida.
Y en seguida ordenó a la tripulación: «Fondo»; a inmediatamente cayó el anda al agua, haciendo rodar
la cadena con gran estrépito. Dantés permaneció en su puesto, a pesar de la presencia del piloto, hasta que
esta última maniobra hubo concluido.
-¡Bajad el gallardete hasta la mitad del mastelero! -gritó en seguida-. ¡Iza el pabellón, cruza las vergas!
-¿Lo veis? -observó Danglars-, ya se cree capitán.
-Y de hecho lo es -contestó el naviero.
-Sí, pero sin vuestro consentimiento ni el de vuestro asociado, señor Morrel.
-¡Diantre! ¿Y por qué no le hemos de dejar con ese cargo? -repuso Morrel-. Es joven, ya lo sé, pero me
parece que le sobra experiencia para ejercerlo...
Una nube ensombreció la frente de Danglars.
-Disculpadme, señor Morrel -dijo Dantés acercándose-, y puesto que ya hemos fondeado, aquí me
tenéis a vuestras órdenes. Me llamasteis, ¿no es verdad?
Danglars hizo ademán de retirarse.
-Quería preguntaros por qué os habéis detenido en la isla de Elba.
-Lo ignoro, señor Morrel: fue para cumplir las últimas órdenes del capitán Leclerc, que me entregó, al
morir, un paquete para el mariscal Bertrand.
-¿Pudisteis verlo, Edmundo?
-¿A quién?
-Al mariscal.
-Sí.
Morrel miró en derredor, y llevando a Dantés aparte:
-¿Cómo está el emperador? -le preguntó con interés.
-Según he podido juzgar por mí mismo, muy bien.
-¡Cómo! ¿También habéis visto al emperador?...
-Sí, señor; entró en casa del mariscal cuando yo estaba en ella... -¿Y le hablasteis?
-Al contrario, él me habló a mí -repuso Dantés sonriéndole.
-¿Y qué fue lo que os dijo?
-Hízome mil preguntas acerca del buque, de la época de su salida de Marsella, el rumbo que había
seguido y del cargamento que traía. Creo que a haber venido en lastre, y a ser yo su dueño, su intención
fuera el comprármelo; pero le dije que no era más que un simple segundo, y que el buque pertenecía a la
casa Morrel a hijos. « ¡Ah -dijo entonces -, la conozco. Los Morrel han sido siempre navieros, y uno de
ellos servía en el mismo regimiento que yo, cuando estábamos de guarnición en Valence.»
-¡Es verdad! -exclamó el naviero, loco de contento-. Ese era Policarpo Morrel, mi tío, que es ahora
capitán. Dantés, si decís a mi tío que el emperador se ha acordado de él, le veréis llorar como un niño.
¡Pobre viejo! Vamos, vamos -añadió el naviero dando cariñosas palmadas en el hombro del joven-; habéis
hecho bien en seguir las instrucciones del capitán Leclerc deteniéndoos en la isla de Elba, a pesar de que
podría comprometeros el que se supiese que habéis entregado un pliego al mariscal y hablado con el
emperador.
-¿Y por qué había de comprometerme? -dijo Dantés-. Puedo asegurar que no sabía de qué se trataba; y
en cuanto al emperador, no me hizo preguntas de las que hubiera hecho a otro cualquiera. Pero con
vuestro permiso -continuó Dantés -: vienen los aduaneros, os dejo...
-Sí, sí, querido Dantés, cumplid vuestro deber.
El joven se alejó, mientras iba aproximándose Danglars.
-Vamos -preguntó éste-, ¿os explicó el motivo por el cual se detuvo en Porto-Ferrajo?
-Sí, señor Danglars.
-Vaya, tanto mejor -respondió éste-, porque no me gusta tener un compañero que no cumple con su
deber.
-Dantés ya ha cumplido con el suyo -respondió el naviero-, y no hay por qué reprenderle. Cumplió una
orden del capitán Le clerc.
-A propósito del capitán Leclerc: ¿os ha entregado una carta de su parte?
-¿Quién?
-Dantés.
-¿A mí?, no. ¿Le dio alguna carta para mí?
-Suponía que además del pliego le hubiese confiado también el capitán una carta.
-Pero ¿de qué pliego habláis, Danglars?
-Del que Dantés ha dejado al pasar en Porto-Ferrajo.
-Cómo, ¿sabéis que Dantés llevaba un pliego para dejarlo en Porto-Ferrajo. .. ?
Danglars se sonrojó.
-Pasaba casualmente por delante de la puerta del capitán, estaba entreabierta, y le vi entregar a Dantés
un paquete y una carta.
-Nada me dijo aún -contestó el naviero-, pero si trae esa carta, él me la dará.
Danglars reflexionó un instante.
-En ese caso, señor Morrel, os suplico que nada digáis de esto a Dantés; me habré equivocado.
En esto volvió el joven y Danglars se alejó.
-Querido Dantés, ¿estáis ya libre? -le preguntó el naviero.
-Sí, señor.
-La operación no ha sido larga, vamos.
-No, he dado a los aduaneros la factura de nuestras mercancías, y los papeles de mar a un oficial del
puerto que vino con el práctico.
-¿Conque nada tenéis que hacer aquí?
Dantés cruzó una ojeada en torno.
-No, todo está en orden.
-Podréis venir a comer con nosotros, ¿verdad?
-Dispensadme, señor Morrel, dispensadme, os lo ruego, porque antes quiero ver a mi padre. Sin
embargo, no os quedo menos reconocido por el honor que me hacéis.
-Es muy justo, Dantés, es muy justo; ya sé que sois un buen hijo.
-¿Sabéis cómo está mi padre? -preguntó Dantés con interés.
-Creo que bien, querido Edmundo, aunque no le he visto.
-Continuará encerrado en su mísero cuartucho.
-Eso demuestra al menos que nada le ha hecho falta durante vuestra ausencia.
Dantés se sonrió.
-Mi padre es demasiado orgulloso, señor Morrel, y aunque hubiera carecido de lo más necesario, dudo
que pidiera nada a nadie, excepto a Dios.
-Bien, entonces después de esa primera visita cuento con vos.
-Os repito mis excusas, señor Morrel; pero después de esa primera visita quiero hacer otra no menos
interesante a mi corazón.
-¡Ah!, es verdad, Dantés, me olvidaba de que en el barrio de los Catalanes hay una persona que debe
esperaros con tanta impaciencia como vuestro padre, la hermosa Mercedes.
Dantés se sonrojó intensamente.
-Ya, ya -repuso el naviero-; por eso no me asombra que haya ido tres veces a pedir información acerca
de la vuelta de El Faraón. ¡Cáspita! Edmundo, en verdad que sois hombre que entiende del asunto. Tenéis
una querida muy guapa.
-No es querida, señor Morrel -dijo con gravedad el marino-; es mi novia.
-Es lo mismo -contestó el naviero, riéndose.
-Para nosotros no, señor Morrel.
-Vamos, vamos, mi querido Edmundo -replicó el señor Morrel-, no quiero deteneros por más tiempo.
Habéis desempeñado harto bien mis negocios para que yo os impida que os ocupéis de los vuestros.
¿Necesitáis dinero?
-No, señor; conservo todos mis sueldos de viaje.
-Sois un muchacho muy ahorrativo, Edmundo.
-Y añadid que tengo un padre pobre, señor Morrel.
-Sí, ya sé que sois buen hijo. Id a ver a vuestro padre.
El joven dijo, saludando:
-Con vuestro permiso.
-Pero ¿no tenéis nada que decirme?
-No, señor.
-El capitán Lederc, ¿no os dio al morir una carta para mí?
-¡Oh!, no; le hubiera sido imposible escribirla; pero esto me recuerda que tendré que pediros licencia
por unos días.
-¿Para casaros?
-Primeramente, para eso, y luego para ir a París.
-Bueno, bueno, por el tiempo que queráis, Dantés. La operación de descargar el buque nos ocupará seis
semanas lo menos, de manera que no podrá darse a la vela otra vez hasta dentro de tres meses. Para esa
época sí necesito que estéis de vuelta, porque El Faraón -continuó el naviero tocando en el hombro al
joven marino- no podría volver a partir sin su capitán.
-¡Sin su capitán! -exclamó Dantés con los ojos radiantes de alegría-. Pensad lo que decís, señor Morrel,
porque esas palabras hacen nacer las ilusiones más queridas de mi corazón. ¿Pensáis nombrarme capitán
de El Faraón?
-Si sólo dependiera de mí, os daría la mano, mi querido Dantés, diciéndoos... «es cosa hecha»; pero
tengo un socio, y ya sabéis el refrán italiano: Chi a compagno a padrone. Sin embargo, mucho es que de
dos votos tengáis ya uno; en cuanto al otro confiad en mí, que yo haré lo posible por que lo obtengáis
también.
-¡Oh, señor Morrel! -exclamó el joven con los ojos inundados en lágrimas y estrechando la mano del
naviero-; señor Morrel, os doy gracias en nombre de mi padre y de Mercedes.
-Basta, basta -dijo Morrel-. Siempre hay Dios en el cielo para la gente honrada; id a verlos y volved
después a mi encuentro.
-¿No queréis que os conduzca a tierra?
-No, gracias: tengo aún que arreglar mis cuentas con Danglars. ¿Os llevasteis bien con él durante el
viaje?
-Según el sentido que deis a esa pregunta. Como camarada, no, porque creo que no me desea bien,
desde el día en que a consecuencia de cierta disputa le propuse que nos detuviésemos los dos solos diez
minutos en la isla de Montecristo, proposición que no aceptó. Como agente de vuestros negocios, nada
tengo que decir y quedaréis satisfecho.
-Si llegáis a ser capitán de El Faraón, ¿os llevaréis bien con Danglars?
-Capitán o segundo, señor Morrel -respondió Dantés -, guardaré siempre las mayores consideraciones a
aquellos que posean la confianza de mis principales.
-Vamos, vamos, Dantés, veo que sois cabalmente un excelente muchacho. No quiero deteneros más,
porque noto que estáis ardiendo de impaciencia.
-¿Me permitís... , entonces?
-Sí, ya podéis iros.
-¿Podré usar la lancha que os trajo?
-¡No faltaba más!
-Hasta la vista, señor Morrel, y gracias por todo.
-Que Dios os guíe.
-Hasta la vista, señor Morrel.
-Hasta la vista, mi querido Edmundo.
El joven saltó a la lancha, y sentándose en la popa dio orden de abordar a la Cannebière. Dos marineros
iban al remo, y la lancha se deslizó con toda la rapidez que es posible en medio de los mil buques que
obstruyen la especie de callejón formado por dos filas de barcos desde la entrada del puerto al muelle de
Orleáns.
El naviero le siguió con la mirada, sonriéndose hasta que le vio saltar a los escalones del muelle y
confundirse entre la multitud, que desde las cinco de la mañana hasta las nueve de la noche llena la famosa
calle de la Cannebière, de la que tan orgullosos se sienten los modernos focenses, que dicen con la
mayor seriedad: «Si París tuviese la Cannebière, sería una Marsella en pequeño.»
Al volverse el naviero, vio detrás de sí a Danglars, que aparentemente esperaba sus órdenes; pero que
en realidad vigilaba al joven marino. Sin embargo, esas dos miradas dirigidas al mismo hombre eran muy
diferentes.
Capítulo segundo
El padre y el hijo
Y dejando que Danglars diera rienda suelta a su odio inventando alguna calumnia contra su camarada,
sigamos a Dantés, que después de haber recorrido la Cannebière en toda su longitud, se dirigió a la calle
de Noailles, entró en una casita situada al lado izquierdo de las alamedas de Meillán, subió de prisa los
cuatro tramos de una escalera oscurísima, y comprimiendo con una mano los latidos de su corazón se
detuvo delante de una puerta entreabierta que dejaba ver hasta el fondo de aquella estancia; allí era donde
vivía el padre de Dantés.
La noticia de la arribada de El Faraón no había llegado aún hasta el anciano, que encaramado en una
silla, se ocupaba en clavar estacas con mano temblorosa para unas capuchinas y enredaderas que trepaban
hasta la ventana.
De pronto sintió que le abrazaban por la espalda, y oyó una voz que exclamaba:
-¡Padre! ..., ¡padre mío!
El anciano, dando un grito, volvió la cabeza; pero al ver a su hijo se dejó caer en sus brazos pálido y
tembloroso.
-¿Qué tienes, padre? -exclamó el joven lleno de inquietud-. ¿Te encuentras mal?
-No, no, querido Edmundo, hijo mío, hijo de mi alma, no; pero no lo esperaba, y la alegría... la alegría
de verte así..., tan de repente... ¡Dios mío!, me parece que voy a morir...
-Cálmate, padre: yo soy, no lo dudes; entré sin prepararte, porque dicen que la alegría no mata. Ea,
sonríe, y no me mires con esos ojos tan asustados. Ya me tienes de vuelta y vamos a ser fe lices.
-¡Ah!, ¿conque es verdad? -replicó el anciano-: ¿conque vamos a ser muy felices? ¿Conque no me
dejarás otra vez? Cuéntamelo todo.
-Dios me perdone -dijo el joven-, si me alegro de una desgracia que ha llenado de luto a una familia,
pues el mismo Dios sabe que nunca anhelé esta clase de felicidad; pero sucedió, y confieso que no lo
lamento. El capitán Leclerc ha muerto, y es probable que, con la protección del señor Morrel, ocupe yo su
plaza... ¡Capitán a los veinte años, con cien luises de sueldo y una parte en las ganancias! ¿No es mucho
más de lo que podía esperar yo, un pobre marinero?
-Sí, hijo mío, sí -dijo el anciano-, ¡eso es una gran felicidad!
-Así pues, quiero, padre, que del primer dinero que gane alquiles una casa con jardín, para que puedas
plantar tus propias enredaderas y tus capuchinas..., pero ¿qué tienes, padre? parece que lo encuentras mal.
-No, no, hijo mío, no es nada.
Las fuerzas faltaron al anciano, que cayó hacia atrás.
-Vamos, vamos -dijo el joven-, un vaso de vino lo reanimará. ¿Dónde lo tienes?
-No, gracias, no tengo necesidad de nada -dijo el anciano procurando detener a su hijo.
-Sí, padre, sí, es necesario; dime dónde está.
Y abrió dos o tres armarios.
-No te molestes -dijo el anciano-, no hay vino en casa.
-¡Cómo! ¿No tienes vino? -exclamó Dantés palideciendo a su vez y mirando alternativamente las
mejillas flacas y descarnadas del viejo-. ¿Y por qué no tienes? ¿Por ventura lo ha hecho falta dinero,
padre mío?
-Nada me ha hecho falta, pues ya lo veo -dijo el anciano.
-No obstante -replicó Dantés limpiándose el sudor que corría por su frente-, yo le dejé doscientos
francos... hace tres meses, al partir.
-Sí, sí, Edmundo, es verdad. Pero olvidaste cierta deudilla que tenías con nuestro vecino Caderousse;
me lo recordó, diciéndome que si no se la pagaba iría a casa del señor Morrel... y yo, temiendo que esto lo
perjudicase, ¿qué debía hacer? Le pagué.
-Pero eran ciento cuarenta francos los que yo debía a Caderousse... -excla mó Dantés-. ¿Se los pagaste
de los doscientos que yo lo dejé?
El anciano hizo un movimiento afirmativo con la cabeza.
-De modo que has vivido tres meses con sesenta francos... -murmuró el joven.
-Ya sabes que con poco me basta -dijo su padre.
-¡Ah, Dios mío, Dios mío! ¡Perdonadme! -exclamó Edmundo arrodillándose ante aquel buen anciano.
-¿Qué haces?
-Me desgarraste el corazón.
-¡Bah!, puesto que ya estás aquí -dijo el anciano sonriendo-, todo lo olvido.
-Sí, aquí estoy -dijo el joven-, soy rico de porvenir y rico un tanto de dinero. Toma, toma, padre, y
envía al instante por cualquier cosa.
Y vació sobre la mesa sus bolsillos, que contenían una docena de monedas de oro, cinco o seis escudos
de cinco francos cada uno y varias monedas pequeñas.
El viejo Dantés se quedó asombrado.
-¿Para quién es esto? -preguntole.
-Para mí, para ti, para nosotros. Toma, compra provisiones, sé feliz; mañana, Dios dirá.
-Despacio, despacito -dijo sonriendo el anciano-; con lo permiso gastaré, pero con moderación, pues
creerían al verme comprar muchas cosas que me he visto obligado a esperar tu vuelta para tener dinero.
-Puedes hacer lo que quieras. Pero, ante todo, toma una criada, padre mío. No quiero que lo quedes
solo. Traigo café de contra bando y buen tabaco en un cofrecito; mañana estará aquí. Pero, silencio, que
viene gente.
-Será Caderousse, que sabiendo tu llegada vendrá a felicitarte.
-Bueno, siempre labios que dicen lo que el corazón no siente -murmuró Edmundo-; pero no importa, al
fin es un vecino y nos ha hecho un favor.
En efecto, cuando Edmundo decía esta frase en voz baja, se vio asomar en la puerta de la escalera la
cabeza negra y barbuda de Caderousse. Era un hombre de veinticinco a veintiséis años, y llevaba en la
mano un trozo de paño, que en su calidad de sastre se disponía a convertir en forro de un traje.
-¡Hola, bien venido, Edmundo! -dijo con un acento marsellés de los más pronunciados, y con una
sonrisa que descubría unos dientes blanquísimos.
-Tan bueno como de costumbre, vecino Caderousse, y siempre dispuesto a serviros en lo que os plazca
-respondió Dantés disimu lando su frialdad con aquella oferta servicial.
-Gracias, gracias; afortunadamente yo no necesito de nada, sino que por el contrario, los demás son los
que necesitan algunas veces de mí (Dantés hizo un movimiento). No digo esto por ti, muchacho: te he
prestado dinero, pero me lo has devuelto, eso es cosa corriente entre buenos vecinos, y estamos en paz.
-Nunca se está en paz con los que nos hacen un favor -dijo Dantés-, porque aunque se pague el dinero,
se debe la gratitud.
-¿A qué hablar de eso? Lo pasado, pasado; hablemos de tu feliz llegada, muchacho. Iba hacia el puerto
a comprar paño, cuando me encontré con el amigo Danglars. « ¿Tú en Marsella? », le dije. « ¿No lo ves?
», me respondió. « ¡Pues yo lo creía en Esmirna! » «¡Toma! , si ahora he vuelto de allá.» « ¿Y sabes
dónde está Edmundo?» « En casa de su padre, sin duda», respondió Danglars. Entonces vine presuroso
-continuó Caderousse-, para estrechar la mano a un amigo.
-¡Qué bueno es este Caderousse! -dijo el anciano-. ¡Cuánto nos ama!
-Ciertamente que os amo y os estimo, porque sois muy honrados, y esta clase de hombres no abunda...
Pero a lo que veo vienes rico, muchacho -añadió el sastre reparando en el montón de oro y plata que
Dantés había dejado sobre la mesa.
El joven observó el rayo de codicia que iluminaba los ojos de su vecino.
-¡Bah! -dijo con sencillez-, ese dinero no es mío. Manifesté a mi padre temor de que hubiera necesitado
algo durante mi ausencia, y para tranquiliza rme vació su bolsa aquí. Vamos, padre -siguió diciendo
Dantés-, guarda ese dinero, si es que a su vez no lo necesita el vecino Caderousse, en cuyo caso lo tiene a
su disposición.
-No, muchacho -dijo Caderousse-, nada necesito, que a Dios gracias el oficio alimenta al hombre.
Guarda tu dinero, y Dios te dé mucho más; eso no impide que yo deje de agradecértelo como si me
hubiera aprovechado de él.
-Yo lo ofrezco de buena voluntad -dijo Dantés.
-No lo dudo. A otra cosa. ¿Conque eres ya el favorito de Morrel? ¡Picaruelo!
-El señor Morrel ha sido siempre muy bondadoso conmigo -respondió Dantés.
-En ese caso, has hecho muy mal en rehusar su invitación.
-¡Cómo! ¿Rehusar su invitación? -exclamó el viejo Dantés-. ¿Te ha convidado a comer?
-Sí, padre mío -replicó Edmu ndo sonriéndose al ver la sorpresa de su padre.
-¿Y por qué has rehusado, hijo? -preguntó el anciano.
-Para abrazaros antes, padre mío -respondió el joven-; ¡tenía tantas ganas de veros!
-Pero no debiste contrariar a ese buen señor Morrel -replicó Caderousse-, que el que desea ser capitán,
no debe desairar a su naviero.
-Ya le expliqué la causa de mi negativa -replicó Dantés-, y espero que lo haya comprendido.
-Para calzarse la capitanía hay que lisonjear un tanto a los patrones.
-Espero ser capitán sin necesidad de eso -respondió Dantés.
-Tanto mejor para ti y tus antiguos conocidos, sobre todo para alguien que vive allá abajo, detrás de la
Ciudadela de San Nicolás.
-¿Mercedes? -dijo el anciano.
-Sí, padre mío -replicó Dantés-; y con vuestro permiso, pues ya que os he visto, y sé que estáis bien y
que tendréis todo lo que os haga falta, si no os incomodáis, iré a hacer una visita a los Catalanes.
-Ve, hijo mío, ve -dijo el viejo Dantés-, ¡Dios te bendiga en tu mujer, como me ha bendecido en mi
hijo!
-¡Su mu jer! -dijo Caderousse-; si aún no lo es, padre Dantés; si aún no lo es, según creo.
-No; pero según todas las probabilidades -respondió Edmundo, no tardará mucho en serlo.
-No importa, no importa -dijo Caderousse-, has hecho bien en apresurarte a venir, mu chacho.
-¿Por qué? -preguntole.
-Porque Mercedes es una buena moza, y a las buenas mozas nunca les faltan pretendientes, a ésa sobre
todo. La persiguen a docenas.
-¿De veras? -dijo Edmundo con una sonrisa que revelaba inquietud, aunque leve.
-¡Oh! ¡Sí! -replicó Caderousse-, y se le presentan también buenos partidos, pero no temas, como vas a
ser capitán, no hay miedo de que lo dé calabazas.
-Eso quiere decir -replicó Dantés, con sonrisa que disfrazaba mal su inquietud-, que si no fuese
capitán...
-Hem... -balbució Caderousse.
-Vamos, vamos -dijo el joven-, yo tengo mejor opinión que vos de las mujeres en general, y de
Mercedes en particular, y estoy convencido de que, capitán o no, siempre me será fiel.
-Tanto mejor -dijo el sastre-, siempre es bueno tener fe, cuando uno va a casarse; ¡pero no importa!,
créeme, muchacho, no pierdas tiempo en irle a anunciar lo llegada y en participarle tus esperanzas.
-Allá voy -dijo Edmundo, y abrazó a su padre, saludó a Caderousse y salió.
Al poco rato, Caderousse se despidió del viejo Dantés, bajó a su vez la escalera y fue a reunirse con
Danglars, que le estaba esperando al extremo de la calle de Senac.
-Conque -dijo Danglars-, ¿le has visto?
-Acabo de separarme de él -contestó Caderousse.
-¿Y te ha hablado de sus esperanzas de ser capitán?
-Ya lo da por seguro.
-¡Paciencia! -dijo Danglars-; va muy de prisa, según creo.
-¡Diantre!, no parece sino que le haya dado palabra formal el señor Morrel.
-¿Estará muy contento?
-Está más que contento, está insolente. Ya me ha ofrecido sus servicios, como si fuese un gran señor, y
dinero como si fuese un capitalista.
-Por supuesto que habrás rehusado, ¿no?
-Sí, aunque bastantes motivos tenía para aceptar, puesto que yo fui el que le prestó el primer dinero que
tuvo en su vida; pero ahora el señor Dantés no necesitará de nadie, pues va a ser capitán.
-Pero aún no lo es -observó Danglars.
-Mejor que no lo fuese -dijo Caderousse-, porque entonces, ¿quién lo toleraba?
-De nosotros depende -dijo Danglars- que no llegue a serlo, y hasta que sea menos de lo que es.
-¿Qué dices?
-Yo me entiendo. ¿Y sigue amándole la catalana?
-Con frenesí; ahora estará en su casa. Pero, o mucho me engaño, o algún disgusto le va a dar ella.
-Explícate.
-¿Para qué?
-Es mucho más importante de lo que tú lo imaginas.
-Tú no le quieres bien, ¿es verdad?
-No me gustan los orgullosos.
-Entonces dime todo lo que sepas de la catalana.
-Nada sé de positivo; pero he visto cosas que me hacen creer, como lo dije, que esperaba al futuro
capitán algún disgusto por los alrededores de las Vieilles-Infirmeries.
-¿Qué has visto? Vamos, di.
-Observé que siempre que Mercedes viene por la ciudad, la acompaña un joven catalán, de ojos negros,
de piel tostada, moreno, muy ardiente, y a quien llama primo.
-¡Ah! ¿De veras? Y ¿te parece que ese primo le haga la corte?
-A lo menos lo supongo. ¿Qué otra cosa puede haber entre un muchacho de veintiún años y una joven
de diecisiete?
-¿Y Dantés ha ido a los Catalanes?
-Ha salido de su casa antes que yo.
-Si fuésemos por el mismo lado, nos detendríamos en la Reserva, en casa del compadre Pánfilo, y
bebiendo un vaso de vino, sabríamos algunas noticias...
-¿Y quién nos las dará?
-Estaremos al acecho, y cuando pase Dantés adivinaremos en la expresión de su rostro lo que haya
pasado.
-Vamos allá -dijo Caderousse-, pero ¿pagas tú?
-Pues claro -respondió Danglars.
Los dos se encaminaron apresuradamente hacia el lugar indicado, donde pidieron una botella y dos
vasos. El compadre Pánfilo acababa, según dijo, de ver pasar a Dantés diez minutos antes. Seguros de que
se hallaba en los Catalanes, se sentaron bajo el follaje naciente de los plátanos y sicómoros, en cuyas
ramas una alegre bandada de pajarillos saludaba con sus gorjeos los primeros días de la primavera.
Capítulo tercero
Los catalanes
A cien pasos del lugar en que los dos amigos, con los ojos fijos en el horizonte y el oído atento,
paladeaban el vino de Lamalgue, detrás de un promontorio desnudo y agostado por el sol y por el viento
nordeste, se encontraba el modesto barrio de los Catalanes.
Una colonia misteriosa abandonó en cierto tiempo España, yendo a establecerse en la lengua de tierra
en que permanece aún. Nadie supo de dónde venía, y hasta hablaba un dialecto desconocido. Uno de sus
jefes, el único que se hacía entender un poco en lengua provenzal, pidió a la municipalidad de Marsella
que les concediese aquel árido promontorio, en el coal, a fuer de marinos antiguos, acababan de dejar sus
barcos. Su petición les fue aceptada, y tres meses después aquellos gitanos del mar habían edificado un
pueblecito en torno a sus quince o veinte barcas.
Construido en el día de hoy de una manera extraña y pintoresca, medio árabe, medio española, es el
mismo que se ve hoy habitado por los descendientes de aquellos hombres que hasta conservan el idioma
de sus padres. Tres o cuatro siglos han pasado, y aún permanecen fieles al promontorio en que se dejaron
caer como una bandada de aves marinas. No sólo no se mezclan con la población de Marsella, sino que se
casan entre sí, conservando los hábitos y costumbres de la madre patria, del mismo modo que su idioma.
Es preciso que nuestros lectores nos sigan a través de la única calle de este pueblecito, y entren con
nosotros en una de aquellas casas, a cuyo exterior ha dado el sol el bello colorido de las hojas secas,
común a todos los edificios del país, y cuyo interior pule una capa de cal, esa tinta blanca, único adorno
de las posadas españolas.
Una bella joven de pelo negro como el ébano y ojos dulcísimos como los de la gacela, estaba de pie,
apoyada en una silla, oprimiendo entre sus dedos afilados una inocente rosa cuyas hojas arrancaba, y los
pedazos se veían ya esparcidos por el suelo. Sus brazos desnudos hasta el codo, brazos árabes, pero que
parecían modelados por los de la Venus de Arlés, temblaban con impaciencia febril, y golpeaba de tal
modo la tierra con su diminuto pie, que se entreveían las formas puras de su pierna, ceñida por una media
de algodón encarnado a cuadros azules.
A tres pasos de ella, sentado en una silla, balanceándose a compás y apoyando su codo en un mueble
antiguo, hallábase un mocetón de veinte a veintidós años que la miraba con un aire en que se traslucía
inquietud y despecho: sus miradas parecían interrogadoras; pero la mirada firme y fija de la joven le
dominaba enteramente.
-Vamos, Mercedes -decía el joven-, las pascuas se acercan, es el tiempo mejor para casarse. ¿No lo
crees?
-Ya lo dije cien veces lo que pensaba, Fernando, y en poco lo estimas, pues aún sigues preguntándome.
-Repítemelo, te lo suplico, repítemelo por centésima vez para que yo pueda creerlo. Dime que
desprecias mi amor, el amor que aprobaba lo madre. Haz que comprenda que te burlas de mi felicidad;
que mi vida o mi muerte no son nada para ti... ¡Ah, Dios mío, Dios mío!, haber soñado diez años con la
dicha de ser tu esposo, y perder esta esperanza, la única de mi vida.
-No soy yo por cierto quien ha alimentado en ti esa esperanza con mis coqueterías, Fernando
-respondió Mercedes -. Siempre lo he dicho: «Te amo como hermano; pero no exijas de mí otra cosa,
porque mi corazón pertenece a otro. ¿No lo he dicho siempre esto?
-Sí, ya lo sé, Mercedes -respondió Fernando-; hasta el horrible atractivo de la franqueza tienes
conmigo. Pero ¿olvidas que es ley sagrada entre los nuestros el casarse catalanes con catalanes?
-Te equivocas, Fernando, no es una ley, sino una costumbre; y, créeme, no debes de invocar esta
costumbre en lo favor. Has entrado en quintas. La libertad de que gozas la debes únicamente a la
tolerancia. De un momento a otro pueden reclamarte tus banderas, y una vez seas soldado, ¿qué harías de
mí, pobre huérfana, sin otra fortuna que una mísera cabaña casi arruinada y unas malas redes, herencia
única de mis padres? Hace un año que murió mi madre, y desde entonces, bien lo sabes, vivo casi a
expensas de la caridad pública. Tal vez me dices que lo soy útil, para partir conmigo tu pesca, y yo la
acepto, Fernando, porque eres hijo del hermano de mi padre, porque nos hemos criado juntos, y porque
además sé que lo disgustarías si la rehusase. Pero sé muy bien que ese pescado que yo vendo, y ese dinero
que me dan por él, y con el cual compro el estambre que luego hilo, no es más que una limosna, y como
tal la recibo.
-¿Y eso qué importa, Mercedes? Pobre y sola como vives, me convienes más que la hija del naviero
más rico de Marsella. Yo quiero una mujer honrada y hacendosa, y ninguna como tú posee esas
cualidades.
-Fernando -respondió Mercedes con un movimiento de cabeza-, no puede responder de ser siempre
honrada y hacendosa, la que ama a otro hombre que no sea su marido. Confórmate con mi amistad,
porque te repito que esto es todo lo que yo puedo prometerte. Yo no ofrezco sino lo que estoy segura de
poder dar.
-Sí, sí, ya lo comprendo -dijo Fernando-; soportas con resignación tu miseria, pero te asusta la mía.
Pero, oye, Mercedes, si me amas probaré fortuna y llegaré a ser rico. Puedo dejar el oficio de pescador;
puedo entrar de dependiente en alguna casa de comercio, y llegar a ser comerciante.
-Tú no puedes hacer nada de eso, Fernando. Eres soldado, y si permaneces en los Catalanes todavía es
porque no hay guerra; sigue con lo oficio de pescador, no hagas castillos en el aire, y confórmate con mi
amistad, pues no puedo dar otra cosa.
-Pues bien, tienes razón, Mercedes, me haré marinero, dejaré el trabajo de nuestros padres que tú tanto
desprecias, y me pondré un sombrero de suela, una camisa rayada y una chaqueta azul con anclas en los
botones. ¿No es así como hay que vestirse para agradarte?
-¿Qué quieres decir con eso? No lo comprendo...
-Quiero decir que no serías tan cruel conmigo, si no esperaras a uno que usa el traje consabido. Pero
quizás él no te es fiel, y aunque lo fuera, el mar no lo habrá sido con él.
-¡Fernando! -exclamó Mercedes-, ¡te creía bueno, pero me engañaba! Eso es prueba de mal corazón. Sí,
no te lo oculto, espero y amo a ese que dices, y si no volviese, en lugar de acusarle de inconstancia,
creería que ha muerto adorándome.
Fernando hizo un gesto de rabia.
-Adivino tus pensamientos, Fernando, querrás vengar en él los desdenes míos... querrás desafiarle...
Pero ¿qué conseguirás con esto? Perder mi amistad si eres vencido, ganar mi odio si vencedor. Créeme,
Fernando: no es batirse con un hombre el medio de agradar a la mujer que le ama. Convencido de que te
es imposible tenerme por esposa, no, Fernando, no lo harás, lo contentarás con que sea tu amiga y tu
hermana. Por otra parte -añadió con los ojos preñados de lágrimas-, tú lo has dicho hace poco, el mar es
pérfido: espera, Fernando, espera. Han pasado cuatro meses desde que partió... ¡cuatro meses, y durante
ellos he contado tantas tempestades!...
Permaneció Fernando impasible sin cuidarse de enjugar las lágrimas que resbalaban por las mejillas de
Mercedes, aunque a decir verdad, por cada una de aquellas lágrimas hubiera dado mil gotas de su
sangre..., pero aquellas lágrimas las derramaba por otro. Púsose en pie, dio una vuelta por la cabaña,
volvió, detúvose delante de Mercedes, y con una mirada sombría y los puños crispados exclamó:
-Mercedes, te lo repito, responde, ¿estás resuelta?
-¡Amo a Edmundo Dantés -dijo fríamente Mercedes-, y ningún otro que Edmundo será mi esposo!
-¿Y le amarás siempre?
-Hasta la muerte.
Fernando bajó la cabeza desalentado; exhaló un suspiro que más bien parecía un gemido, y levantando
de repente la cabeza y rechinando los dientes de cólera exclamó:
-Pero, ¿y si hubiese muerto?
-Si hubiese muerto... ¡Entonces yo también me moriría!
-¿Y si lo olvidase?
-¡Mercedes! -gritó una voz jovial y sonora desde fuera-. ¡Mercedes!
-¡Ah! -exclamó la joven sonrojándose de alegría y de amor-; bien ves que no me ha olvidado, pues ya
ha llegado.
Y lanzándose a la puerta la abrió exclamando:
-¡Aquí, Edmundo, aquí estoy!
Fernando, lívido y furioso, retrocedió como un caminante al ver una serpiente, cayendo anonadado
sobre una silla, mientras que Edmundo y Mercedes se abrazaban. El ardiente sol de Marsella penetrando a
través de la puerta, los inundaba de sus dorados reflejos. Nada veían en torno suyo: una inmensa felicidad
los separaba del mundo y solamente pronunciaban palabras entrecortadas que revelaban la alegría de su
corazón.
De pronto Edmundo vislumbró la cara sombría de Fernando, que se dibujaba en la sombra, pálida y
amenazadora, y quizá, sin que él mismo comprendiese la razón, el joven catalán tenía apoyada la mano
sobre el cuchillo que llevaba en la cintura.
-¡Ah! -dijo Edmundo frunciendo las cejas a su vez-; no había reparado en que somos tres.
Volviéndose en seguida a Mercedes:
-¿Quién es ese hombre? -le preguntó.
-Un hombre que será de aquí en adelante lo mejor amigo, Dantés, porque lo es mío, es mi primo, mi
hermano Fernando, es decir, el hombre a quien después de ti amo más en la tierra.
-Está bien -respondió Edmundo.
Y sin soltar a Mercedes, cuyas manos estrechaba con la izquierda, presentó con un movimiento
cordialísimo la diestra al catalán. Pero lejos de responder Fernando a este ademán amistoso, permaneció
mudo a inmóvil como una estatua. Entonces dirigió Edmundo miradas interrogadoras a Mercedes, que
estaba temblando, y al sombrío y amenazador catalán alternativamente. Estas miradas le revelaron todo el
misterio, y la cólera se apoderó de su corazón.
-Al darme tanta prisa en venir a vuestra casa, no creía encontrar en ella un enemigo.
-¡Un enemigo! -exclamó Mercedes dirigiendo una mirada de odio a su primo -; ¿un enemigo en mi
casa? A ser cierto, yo lo cogería del brazo y me iría a Marsella, abandonando esta casa para no volver a
pisar sus umbrales.
La mirada de Fernando centelleó.
-Y si te sucediese alguna desgracia, Edmundo mío -continuó con aquella calma implacable que daba a
conocer a Fernando cuán bien leía en su siniestra mente-, si te aconteciese alguna desgracia, treparía al
cabo del Morgión para arrojarme de cabeza contra las rocas.
Fernando se puso lívido.
-Pero te engañas, Edmundo -prosiguió Mercedes -. Aquí no hay enemigo alguno, sino mi primo
Fernando, que va a darte la mano como a su más íntimo amigo.
Y la joven fijó, al decir estas palabras, su imperiosa mirada en el catalán, quien, como fascinado por
ella, se acercó lentamente a Edmundo y le tendió la mano.
Su odio desaparecía ante el ascendiente de Mercedes. Pero apenas hubo tocado la mano de Edmundo,
conoció que había ya hecho todo lo que podía hacer, y se lanzó fuera de la casa.
-¡Oh! -exclamaba corriendo como un insensato, y mesándose los cabellos-. ¡Oh! ¿Quién me librará de
ese hombre? ¡Desgraciado de mí!
-¡Eh!, catalán, ¡eh! ¡Fernando! ¿Adónde vas? -dijo una voz.
El joven se detuvo para mirar en torno y vio a Caderousse sentado con Danglars bajo el emparrado.
-¡Eh! -le dijo Caderousse-. ¿Por qué no te acercas? ¿Tanta prisa tienes que no te queda tiempo para dar
los buenos días a tus amigos?
-Especialmente cuando tienen delante una botella casi llena -añadió Danglars.
Fernando miró a los dos hombres como atontado y sin responderles.
-Afligido parece -dijo Danglars tocando a Caderousse con la rodilla-. ¿Nos habremos engañado, y se
saldrá Dantés con su tema contra todas nuestras previsiones?
-¡Diantre! Es preciso averiguar esto -contestó Caderousse; y volviéndose hacia el joven le gritó-:
Catalán, ¿te decides?
Fernando enjugóse el sudor que corría por su frente, y entró a paso lento bajo el emparrado, cuya
sombra puso un tanto de calma en sus sentidos, y la frescura, vigor en sus cansados miembros.
-Buenos días: me habéis llamado, ¿verdad? -dijo desplomándose sobre uno de los bancos que rodeaban
la mesa.
-Corrías como loco, y temí que te arrojases al mar -respondió Caderousse riendo-. ¡Qué demonio! A los
amigos no solamente se les debe ofrecer un vaso de vino, sino también impedirles que se beban tres o
cuatro vasos de agua.
Fernando exhaló un suspiro que pareció un sollozo, y hundió la cabeza entre las manos.
-¡Hum! ¿Quieres que te hable con franqueza, Fernando? -dijo Caderousse, entablando la conversación
con esa brutalidad grosera de la gente del pueblo, que con la curiosidad olvidan toda clase de diplomacia-,
pues tienes todo el aire de un amante desdeñado.
Y acompañó esta broma con una estrepitosa carcajada.
-¡Bah! -replicó Danglars-; un muchacho como éste no ha nacido para ser desgraciado en amores: tú te
burlas, Caderousse.
-No-replicó éste-, fíjate, ¡qué suspiros!... Vamos, vamos, Fernando, levanta la cabeza y respóndenos.
No está bien que calles a las preguntas de quien se interesa por tu salud.
-Estoy bien -murmuró Fernando apretando los puños, aunque sin levantar la cabeza.
-¡Ah!, ya lo ves, Danglars -repuso Caderousse guiñando el ojo a su amigo-. Lo que pasa es esto: que
Fernando, catalán valiente, como todos los catalanes, y uno de los mejores pescadores de Marsella, está
enamorado de una linda muchacha llamada Mercedes; pero desgraciadamente, a lo que creo, la muchacha
ama por su parte al segundo de El Faraón; y como El Faraón ha entrado hoy mismo en el puerto... ¿Me
comprendes?
-Que me muera, si lo entiendo -respondió Danglars:
-El pobre Fernando habrá recibido el pasaporte.
-¡Y bien! ¿Qué más? -dijo Fernando levantando la cabeza y mirando a Caderousse como aquel que
busca en quién descargar su cólera-. Mercedes no depende de nadie, ¿no es así? ¿No puede amar a quien
se le antoje?
--¡Ah!, ¡si lo tomas de ese modo --lijo Caderousse-, eso es otra cosa! Yo te tenía por catalán. Me han
dicho que los catalanes no son hombres para dejarse vencer por un rival, y también me han asegurado que
Fernando, sobre todo, es temible en la venganza.
-Un enamorado nunca es temible -repuso Fernando sonriendo.
-¡Pobre muchacho! -replicó Danglars fingiendo compadecer al joven-. ¿Qué quieres? No esperaba, sin
duda, que volviese Dantés tan pronto. Quizá le creería muerto, quizás infiel, ¡quién sabe! Esas cosas son
tanto más sensibles cuanto que nos están sucediendo a cada paso.
-Seguramente que no dices más que la verdad -respondió Caderousse, que bebía al compás que
hablaba, y a quien el espumoso vino de Lamalgue comenzaba a hacer efecto-. Fernando no es el único
que siente la llegada de Dantés, ¿no es así, Danglars?
-Sí, y casi puedo asegurarte que eso le ha de traer alguna desgracia.
-Pero no importa -añadió Caderousse llenando un vaso de vino para el joven, y haciendo lo mismo por
duodécima vez con el suyo-; no importa, mientras tanto se casa con Mercedes, con la bella Mercedes... se
sale con la suya.
Durante este coloquio, Danglars observaba con mirada escudriñadora al joven. Las palabras de
Caderousse caían como plomo derretido sobre su corazón.
-¿Y cuándo es la boda? -preguntó.
-¡Oh!, todavía no ha sido fijada -murmuró Fernando.
-No, pero lo será -dijo Caderousse-; lo será tan cierto como que Dantés será capitán de El Faraón: ¿no
opinas tú lo mismo, Danglars?
Danglars se estremeció al oír esta salida inesperada, volviéndose a Caderousse, en cuya fisonomía
estudió a su vez si el golpe estaba premeditado; pero sólo leyó la envidia en aquel rostro casi trastornado
por la borrachera.
-¡Ea! -dijo llenando los vasos-. ¡Bebamos a la salud del capitán Edmundo Dantés, marido de la bella
catalana!
Caderousse llevó el vaso a sus labios con mano temblorosa, y lo apuró de un sorbo. Fernando tomó el
suyo y lo arrojó con furia al suelo.
-¡Vaya! -exclamó Caderousse-. ¿Qué es lo que veo allá abajo en dirección a los Catalanes? Mira,
Fernando, tú tienes mejores ojos que yo: me parece que empiezo a ver demasiado, y bien sabes que el
vino engaña mucho... Diríase que se trata de dos amantes que van agarrados de la mano... ¡Dios me
perdone! ¡No presumen que les estamos viendo, y mira cómo se abrazan!
Danglars no dejaba de observar a Fernando, cuyo rostro se contraía horriblemente.
-¡Calle! ¿Los conocéis, señor Fernando? -dijo.
-Sí -respondió éste con voz sorda-. ¡Son Edmundo y Mercedes!
-¡Digo! -exclamó Caderousse-. ¡Y yo no los conocía! ¡Dantés! ¡Muchacha! Venid aquí, y decidnos
cuándo es la boda, porque el testarudo de Fernando no nos lo quiere decir.
-¿Quieres callarte? --dijo Danglars, fingiendo detener a Caderousse, que tenaz como todos los que han
bebido mucho se disponía a interrumpirles-. Haz por tenerte en pie, y deja tranquilos a los enamorados.
Mira, mira a Fernando, y toma ejemplo de él.
Acaso éste, incitado por Danglars, como el toro por los toreros, iba al fin a arrojarse sobre su rival, pues
ya de pie tomaba una actitud siniestra, cuando Mercedes, risueña y gozosa, levantó su linda cabeza y
clavó en Fernando su brillante mirada. Entonces el catalán se acordó de que le había prometido morir si
Edmundo moría, y volvió a caer desesperado sobre su asiento.
Danglars miró sucesivamente a los dos hombres, el uno emb rutecido por la embriaguez y el otro
dominado por los celos.
-¡Oh! Ningún partido sacaré de estos dos hombres -murmuró-, y casi tengo miedo de estar en su
compañía. Este bellaco se embriaga de vino, cuando sólo debía embriagarse de odio; el otro es un imbécil
que le acaban de quitar la novia en sus mismas narices, y se contenta solamente con llorar y quejarse
como un chiquillo. Sin embargo, tiene la mirada torva como los españoles, los sicilianos y los calabreses
que saben vengarse muy bien; tiene unos puños capaces de estrujar la cabeza de un buey tan pronto como
la cuchilla del carnicero... Decididamente el destino le favorece; se casará con Mercedes, será capitán y se
burlará de nosotros como no... (una sonrisa siniestra apareció en los labios de Danglars), como no tercie
yo en el asunto.
-¡Hola! -seguía llamando Caderousse a medio levantar de su asiento-. ¡Hola!, Edmundo, ¿no ves a los
amigos, o lo has vuelto ya tan orgulloso que no quieres siquiera dirigirles la palabra?
-No, mi querido Caderousse -respondió Dantés -; no soy orgulloso, sino feliz, y la felicidad ciega
algunas veces más que el orgullo.
-Enhorabuena, ya eso es decir algo -replicó Caderousse-. ¡Buenos días, señora Dantés!
Mercedes saludó gravemente.
-Todavía no es ése mi apellido -dijo-, y en mi país es de mal agüero algunas veces el llamar a las
muchachas con el nombre de su prometido antes que se casen. Llamadme Mercedes.
-Es menester perdonar a este buen vecino -añadió Dantés-. Falta tan poco tiempo...
-¿Conque, es decir, que la boda se efectuará pronto, señor Dantés? -dijo Danglars saludando a los dos
jóvenes.
-Lo más pronto que se pueda, señor Danglars: nos toman hoy los dichos en casa de mi padre, y mañana
o pasado mañana a más tardar será la comida de boda, aquí, en La Reserva; los amigos asistirán a ella; lo
que quiere decir que estáis invitados desde ahora, señor Danglars, y tú también, Caderousse.
-¿Y Fernando? -dijo Caderousse sonriendo con malicia -; ¿Fernando lo está también?
-El hermano de mi mujer lo es también mío -respondió Edmundo-, y con muchísima pena le veríamos
lejos de nosotros en semejante momento.
Fernando abrió la boca para contestar; pero la voz se apagó en sus labios y no pudo articular una sola
palabra.
-¡Hoy los dichos, mañana o pasado la boda!... ¡Diablo!, mucha pris a os dais, capitán.
-Danglars -repuso Edmundo sonriendo-, dígo lo que Mercedes decía hace poco a Caderousse: no me
deis ese título que aún no poseo, que podría ser de mal agüero para mí.
-Dispensadme -respondió Danglars-. Decía, pues, que os dais demasiada prisa. ¡Qué diablo!, tiempo
sobra: El Faraón no se volverá a dar a la mar hasta dentro de tres meses.
-Siempre tiene uno prisa por ser feliz, señor Danglars; porque quien ha sufrido mucho, apenas puede
creer en la dicha. Pero no es sólo el egoísmo el que me hace obrar de esta manera; tengo que ir a París.
-¡Ah! ¿A París? ¿Y es la primera vez que vais allí, Dantés?
-Sí.
-Algún negocio, ¿no es así?
-No mío; es una comisión de nuestro pobre capitán Leclerc. Ya comprenderéis que esto es sagrado. Sin
embargo, tranquilizaos, no gastaré más tiempo que el de ida y vuelta.
-Sí, sí, ya entiendo -dijo Danglars. Y después añadió en voz sumamente baja-: A París... Sin duda, para
llevar alguna carta que el capitán le ha entregado. ¡Ah!, ¡diantre! Esa carta me acaba de sugerir una idea...
una excelente idea. ¡Ah! ¡Dantés!, amigo mío, aún no tienes el número 1 en el registro de El Faraón. -Y
volviéndose en seguida hacia Edmundo, que se alejaba:- ¡Buen viaje! -le gritó.
-Gracias -respondió Edmundo volviendo la cabeza, y acompañando este movimiento con cierto ademán
amistoso. Y los dos enamorados prosiguieron su camino, tranquilos y alborozados como dos ángeles que
se elevan al cielo.
Capítulo cuarto
Complot
Danglars siguió con la mirada a Edmundo y a Mercedes hasta que desaparecieron por uno de los
ángulos del puerto de San Nicolás; y volviéndose en seguida vislumbró a Fernando que se arrojaba otra
vez sobre su silla, pálido y desesperado, mientras que Caderousse entonaba una canción.
-¡Ay, señor mío -dijo Danglars a Fernando-, creo que esa boda no le sienta bien a todo el mundo!
-A mí me tiene desesperado -respondió Fernando.
-¿Amáis, pues, a Mercedes?
-La adoro.
-¿Hace mucho tiempo?
-Desde que nos conocimos.
-¿Y estáis ahí arrancándoos los cabellos en lugar de buscar reme dio a vuestros pesares? ¡Qué diablo!,
no creí que obrase de esa manera la gente de vuestro país.
-¿Y qué queréis que haga? -preguntó Fernando.
-¿Qué sé yo? ¿Acaso tengo yo algo que ver con...? Paréceme que no soy yo, sino vos, el que está
enamorado de Mercedes. «Buscad -dice el Evangelio-, y encontraréis.»
-Yo había encontrado ya.
-¿Cómo?
-Quería asesinar al hombre, pero la mujer me ha dicho que si lle gara a suceder tal cosa a su futuro, ella
se mataría después.
-¡Bah!, ¡bah!, esas cosas se dicen, pero no se hacen.
-Vos no conocéis a Mercedes, amigo mío, es mujer que dice y hace.
« ¡Imbécil! -murmuró para sí Danglars-. ¿Qué me importa que ella muera o no, con tal que Dantés no
sea capitán? »
-Y antes que muera Mercedes moriría yo -replicó Fernando con un acento que expresaba resolución
irrevocable.
-¡Eso sí que es amor! -gritó Caderousse con una voz dominada cada vez más por la embriaguez-. Eso sí
que es amor, o yo no lo entiendo.
-Veamos -dijo Danglars-; me parecéis un buen muchacho, y llé veme el diablo si no me dan ganas de
sacaros de penas; pero...
-Sí, sí -dijo Caderousse-, veamos.
-Mira -replicó Danglars-, ya lo falta poco para emborracharte, de modo que acábate de beber la botella
y lo estarás completamente. Bebe, y no lo metas en lo que nosotros hacemos. Porque para tomar parte en
esta conversación es indispensable estar en su sano juicio.
-¡Yo borracho -exclamó Caderousse-, yo! Si todavía me atre vería a beber cuatro de tus botellas, que por
cierto son como frascos de agua de colonia... -Y añadiendo el dicho al hecho, gritó:- ¡Tío Pánfilo, más
vino! -Caderousse empezó a golpear fuertemente la mesa con su vaso.
-¿Decíais?... -replicó Fernando, esperando anheloso la continuación de la frase interrumpida.
-¿Qué decía? Ya no me acuerdo. Ese borracho me ha hecho perder el hilo de mis ideas.
-¡Borracho!, eso me gusta; ¡ay de los que no gustan del vino!, tienen algún mal pensamiento, y temen
que el vino se lo haga re velar.
Y Caderousse se puso a cantar los últimos versos de una canción muy en boga por aquel entonces.
Los que beben agua sola
son hombres de mala ley,
y prueba es de ello... el diluvio de Noé.
-Conque decíais -replicó Fernando-, que quisierais sacarme de penas; pero añadíais...
-Sí, añadía que para sacaros de penas, basta con que Dantés no se case, y me parece que la boda puede
impedirse sin que Dantés muera.
-¡Oh!, sólo la muerte puede separarlos -dijo Fernando.
-Raciocináis como un pobre hombre, amigo mío -exclamó CaderOusse-; aquí tenéis a Danglars, pícaro
redomado, que os probará en un santiamén que no sabéis una palabra. Pruébalo, Danglars, yo he
respondido de ti, dile que no es necesario que Dantés muera. Por otro lado, muy triste sería que muriese
Dantés; es un buen muchacho; le quiero mucho, mucho; ¡a tu salud, Dantés! ¡A tu salud!
Fernando se levantó dando muestras de impaciencia.
-Dejadle -dijo Danglars deteniendo al joven-. ¿Quién le hace caso? Además, no va tan desencaminado:
la ausencia separa a las personas casi mejor que la muerte. Suponed ahora que entre Edmundo y
Mercedes se levantan de pronto los muros de una cárcel; estarán tan separados como si los dividiese la
losa de una tumba.
-Sí, pero saldrá de la cárcel -dijo Caderousse, que con la sombra de juicio que aún le quedaba se
mezclaba en la conversación-; y cuando uno sale de la cárcel y se llama Edmundo Dantés, se venga.
-¿Qué importa? -murmuró Fernando.
-Además -replicó Caderousse-, ¿por qué han de prender a Dantés si él no ha robado ni matado a
nadie?...
-Cállate -dijo Danglars.
-No quiero -contestó Caderousse-; lo que yo quiero que me digan es por qué habían de prender a
Dantés; yo quiero mucho a Dantés; ¡a tu salud, Dantés, a tu salud!
Y se bebió otro vaso de vino.
Danglars observó en los ojos extraviados del sastre el progreso de la borrachera, y volviéndose hacia
Fernando, le dijo:
-¿Comprendéis ya que no habría necesidad de matarle?
-Desde luego que no, si pudiéramos lograr que lo prendiesen. Pero ¿por qué medio...?
-Como lo buscáramos bien -dijo Danglars-, ya se encontraría. Pero ¿en qué lío voy a meterme? ¿Acaso
tengo yo algo que ver...?
-Yo no sé si esto os interesa -dijo Fernando cogiéndole por el brazo-; pero lo que sí sé es que tenéis
algún motivo de odio particular contra Dantés, porque el que odia no se engaña en los sentimientos de los
demás.
-¡Yo motivos de odio contra Dantés!, ninguno, ¡palabra de honor! Os vi desgraciado, y vuestra
desgracia me conmovió; esto es todo. Pero desde el momento en que creéis que obro con miras interesadas,
adiós, mi querido amigo, salid como podáis de ese atolladero.
Y Danglars hizo ademán de irse.
-No -dijo Fernando deteniéndole-, quedaos. Poco me importa que odiéis o no a Dantés; pero yo sí le
odio; lo confieso francamente. Decidme un medio y lo ejecuto al instante..., como no sea matarle, porque
Mercedes ha dicho que se daría muerte si matasen a Dantés.
Caderousse levantó la cabeza que había dejado caer sobre la mesa, y mirando a Fernando y a Danglars
estúpidamente:
-¡Matar a Dantés...! -dijo- ¿Quién habla de matar a Dantés?
¡No quiero que le maten... !, es mi amigo... esta mañana me ofreció su dinero..., del mismo modo que
yo partí en otro tiempo el mío con él... ¡No quiero que maten a Dantés... ! , no... , no...
-Y ¿quién habla de matarle, imbécil? -replicó Danglars-. Sólo se trata de una simple broma. Bebe a su
salud -añadió llenándole un vaso-, y déjanos en paz.
-Sí, sí, a la salud de Dantés -dijo Caderousse apurando el contenido de su vaso-; a su salud... a su
salud... a su...
-Pero ¿el medio...?, ¿el medio? -murmuró Fernando.
-¿No lo habéis hallado aún?
-No, vos os encargasteis de eso.
-Es cierto -repuso Danglars-, los franceses tienen sobre los españoles la ventaja de que los españoles
piensan y los franceses impro visan.
-Improvisad, pues -dijo Fernando con impaciencia.
-Muchacho -dijo Danglars-, trae recado de escribir.
-¡Recado de escribir! -murmuró Fernando.
-Puesto que soy editor responsable, ¿de qué instrumentos me he de servir sino de pluma, tinta y papel?
-¿Traes eso? -exclamó Fernando a su vez.
-En esa mesa hay recado de escribir -respondió el mozo señalando una inmediata.
-Tráelo.
El mozo lo cogió y lo colocó encima de la mesa de los bebedores.
-¡Cuando pienso -observó Caderousse, dejando caer su mano sobre el papel- que con esos medios se
puede matar a un hombre con mayor seguridad que en un camino a puñaladas! Siempre tuve más miedo a
una pluma y a un tintero, que a una espada o a una pistola.
-Ese tunante no está tan borracho como parece -dijo Danglars-. Echadle más vino, Fernando.
Fernando llenó el vaso de Caderousse, observándole atentamente, hasta que le vio, casi vencido por ese
nuevo exceso, colocar, o más bien, soltar su vaso sobre la mesa.
-Conque... -murmuró el catalán, conociendo que ya no podía estorbarle Caderousse, pues la poca razón
que conservaba iba a desaparecer con aquel último vaso de vino.
-Pues, señor, decía -prosiguió Danglars-, que si después de un viaje como el que acaba de hacer Dantés
tocando a Nápoles y en la isla de Elba, le denunciase alguien al procurador del rey como agente
bonapartista...
-Yo le denunciaré -dijo vivamente el joven.
-Sí, pero os harán firmar vuestra declaración, os carearán con el reo, y aunque yo os dé pruebas para
sostener la acusación, eso es poco; Dantés no puede permanecer preso eternamente; un día a otro tendrá
que salir, y en el día en que salga, ¡desdichado de vos!
-¡Oh! Sólo deseo una cosa -dijo Fernando-, y es que me venga a buscar.
-Sí, pero Mercedes os aborrecerá si tocáis el pelo de la ropa a su adorado Edmundo.
-Es verdad -repuso Fernando.
-Nada, si nos decidimos, lo mejor es coger esta pluma simple mente, y escribir una denuncia con la
mano izquierda para que no sea conocida la letra -contestó Danglars; y esto diciendo, escribió con la
mano izquierda y con una letra que en nada se parecía a la suya acostumbrada, los siguientes renglones,
que Fernando leyó a media voz:
Un amigo del trono y de la religión previene al señor procurador del rey que un tal Edmundo Dantés,
segundo de El Faraón, que llegó esta mañana de Esmirna, después de haber tocado en Nápoles y en
Porto-Ferrajo, ha recibido de Murat una misiva para el usurpador, y de éste otra carta para la junta
bonapartista de París.
Fácilmente se tendrá la prueba de su crimen, prendiéndole, porque la carta se hallará sobre su
persona, o en casa de su padre, o en su camarote, a bordo de El Faraón.
-Está bien -añadió Danglars-. De este modo vuestra venganza tendría sentido común, y de lo contrario
podría recaer sobre vos mis mo, ¿entendéis? Ya no queda sino cerrar la carta, escribir el sobre -y Danglars
hizo como decía-: Al señor procurador del rey, y asunto concluido.
-Sí, asunto concluido -exclamó Caderousse, quien con los últimos resplandores de su inteligencia había
escuchado la lectura, y comprendiendo por instinto todas las desgracias que podría causar tal denuncia; sí,
negocio concluido; pero sería una infamia.
Y alargó el brazo para coger la carta.
-Por supuesto -dijo Danglars, apartándole la mano-, lo que digo no es más que una broma; y soy el
primero que sentiría mucho que le sucediese algo a Dantés, a ese bueno de Dantés. Vamos, ¡no faltaba
más...! -y cogiendo la carta, la estrujó entre los dedos, y la tiró a un rincón.
-¡Muy bien! -exclamó Caderousse-. Dantés es mi amigo, y no quiero que le hagan ningún daño.
-¿Quién diablos piensa en hacerle daño? A lo menos no seremos ni Fernando ni yo -dijo Danglars
levantándose y mirando al joven, cuyos ojos estaban clavados en el papel delator tirado en el suelo.
-En tal caso -replicó Caderousse-, que nos den más vino, quiero beber a la salud de Edmundo y de la
bella Mercedes.
-Bastante has bebido, ¡borracho! -dijo Danglars-; y como sigas bebiendo lo verás obligado a dormir
aquí, porque seguramente no podrás tenerte en pie.
-¡Yo! -balbuceó Caderousse levantándose con la arrogancia del borracho-; ¡yo no poder tenerme!
¿Apuestas algo a que me atrevo a subir al campanario de las Accoules derechito, sin dar traspiés?
-Está bien -dijo Danglars-, hago la apuesta; pero la dejaremos para mañana. Ya es tiempo de que nos
vayamos; dame el brazo.
-Vamos allá -dijo Caderousse-; mas para andar no necesito de lo brazo. ¿Vienes, Fernando? ¿Vuelves a
Marsella con nosotros?
-No -respondió Fernando-; me vuelvo a los Catalanes.
-Haces mal; ven con nosotros a Marsella.
-Nada tengo que hacer en Marsella, y no quiero ir.
-Bueno, bueno, no quieres, ¿eh? Pues haz lo que lo parezca: libertad para todos en todo. Ven, Danglars,
y dejémosle que vuelva a los Catalanes, si así lo quiere.
Danglars aprovechó este instante de docilidad de Caderousse para llevarle hacia Marsella; pero para
dejar a Fernando más a sus anchas, en vez de irse por el muelle de la Rive-Neuve, echó por la puerta de
Saint-Victor. Caderousse le seguía tambaleándose, cogido de su brazo. Apenas anduvieron unos veinte
pasos, Danglars volvió la cabeza tan a tiempo, que pudo ver al joven abalanzarse al papel, que guardó en
su bolsillo, dirigiéndose en seguida hacia Pillon.
-¡Calla! ¿Qué está haciendo? -dijo Caderousse-. Nos ha dicho que iba a los Catalanes, y se dirige a la
ciudad. ¡Oye, Fernando, vas descaminado, oye!
-Tú eres el que no ves bien -dijo Danglars-. ¡Si sigue derecho el camino de las Vieilles Infirmeries.. . !
-Es cierto -respondió Caderousse-; pero hubiera jurado que iba por la derecha. Decididamente el vino
es un traidor, que hace ver visiones.
-Vamos, vamos -murmuró Danglars-, que la cosa marcha, y sólo cabe dejarla marchar.
Capítulo quinto
El banquete de boda
Amaneció un día magnífico: el tiempo estaba hermosísimo; el sol, puro y brillante, y sus primeros
rayos, de un rojo purpúreo, doraban las espumas de las olas.
La comida había sido preparada en el primer piso de La Reserva, cuyo emparrado ya conocemos. Se
componía aquél de un gran salón iluminado por cinco o seis ventanas; encima de cada una se veía escrito
el nombre de una de las mejores ciudades de Francia. Todas estas ventanas caían a un balcón de madera:
de madera era también todo el edificio.
Si bien la comida estaba anunciada para las doce, desde las once de la mañana llenaban el balcón
multitud de curiosos impacientes. Eran éstos los marineros privilegiados de El Faraón y algunos soldados
amigos de Dantés. Todos se habían puesto de gala para honrar a los novios. Entre los convidados
circulaba cierto murmullo ocasionado porque los consignatarios de El Faraón habían de honrar con su
presencia la comida de boda del segundo. Era tan grande este honor, que nadie se atrevía a creerlo, hasta
que Danglars, que llegaba con Caderousse, confirmó la noticia, porque aquella mañana había visto al
señor Morrel, y le dijo que asistiría a la comida de La Reserva.
Efectivamente, un instante después Morrel entró en la sala y fue saludado por los marineros con un
unánime viva y con aplausos. La presencia del naviero les confirmaba las voces que corrían de que
Dantés iba a ser su capitán; y como todos aquellos valientes marineros le querían tanto, le daban gracias,
porque pocas veces la elección de un jefe está en armonía con los deseos de los subordinados. No bien
entró Morrel, cuando eligieron a Danglars y a Caderousse para que saliesen al encuentro de los novios, y
les previniesen de la llegada del personaje que había producido tan viva sensación, para que se
apresuraran a venir pronto. Danglars y Caderousse se marcharon en seguida pero a los cien pasos vieron
que la comitiva se acercaba.
Esta se componía de cuatro jóvenes amigas de Mercedes, catalanas también, que acompañaban a la
novia, a quien daba el brazo Edmundo. junto a la futura caminaba el padre de Dantés, y detrás de ellos
venía Fernando con su siniestra sonrisa. Ni Mercedes ni Edmundo se dieron cuenta de esa sonrisa: los
pobres muchachos eran tan felices que sólo pensaban en sí mismos, y no tenían ojos más que para aquel
hermoso cielo que los bendecía.
Danglars y Caderousse cumplieron con su misión de embajadores, y dando después un fuerte apretón
de manos a Edmundo, Danglars se fue a colocar al lado de Fernando, y Caderousse al del padre de
Dantés, objeto de la atención general. El anciano vestía una casaca de tafetán, con grandes botones de
acero tallados. Cubrían sus delgadas, aunque vigorosas piernas, unas medias de algodón que a la legua
olían a contrabando inglés. De su sombrero apuntado pendían con pintoresca profusión cintas blancas y
azules; se apoyaba en fin, en un nudoso bastón de madera, encorvado por el puño como el pedum antiguo.
Parecía uno de esos figurones que adornaban en 1796 los jardines de Luxemburgo y de las Tullerías.
junto a él habíase colocado, como ya hemos dicho, Caderousse, a quien la esperanza de una buena
comida acabó de reconciliar con los Dantés; Caderousse conservaba un vago recuerdo de lo que había
sucedido el día anterior, como cuando al despertar por la mañana nos representa la imaginación el sueño
que hemos tenido por la noche.
Al acercarse Danglars a Fernando, dirigió una mirada penetrante al amante desdeñado. Este, que
caminaba detrás de los novios, completamente olvidado de Mercedes, que con ese egoísmo sublime del
amor sólo pensaba en Edmundo; Fernando, repetimos, pálido y sombrío, de vez en cuando dirigía una
mirada a Marsella, y entonces un temblor convulsivo se apoderaba de sus miembros. Parecía como si
esperase, o más bien previese algún acontecimiento.
Dantés vestía con elegante sencillez, como perteneciente a la marina mercante; su traje participaba del
uniforme militar y del traje civil; y con él y con la alegría y gentileza de la novia, parecía más ale gre y
más bonita.
Mercedes estaba tan hermosa como una griega de Chipre o de Ceos, de ojos de ébano y labios de coral.
Su andar gracioso y desenvuelto parecía de andaluza o de arlesiana. Una joven cortesana quizás hubiera
procurado disimular su alegría; pero Mercedes miraba a todos sonriéndose, como si con aquella sonrisa y
aquellas miradas les dijese: «Puesto que sois mis amigos, alegraos como yo, porque soy muy dichosa. »
Tan pronto como fueron divisados los novios desde La Reserva, salió el señor Morrel a su encuentro,
seguido de los marineros y de los soldados, a los cuales renovó la promesa de que Dantés sucedería al
capitán Leclerc. Al verle Edmundo dejó el brazo de su novia, y tomó el del naviero que con la joven
dieron la señal subiendo los primeros la escalera de madera que conducía a la sala del banquete.
-Padre mío --dijo Mercedes deteniéndose junto a la mesa-, vos a mi derecha, os lo ruego. A mi
izquierda pondré al que me ha servido de hermano -añadió con una dulzura que penetró como la punta de
un puñal hasta lo más profundo del corazón de Fernando. Sus labios palidecieron, y bajo el matiz de su
rostro fue fácil distinguir cómo se retiraba poco a poco la sangre para agolparse al corazón.
Dantés había hecho entretanto lo mismo con Morrel, colocándole a su derecha, y con Danglars, que
colocó a su izquierda, haciendo en seguida señas con la mano a todos para que se colocaran a su gusto.
Ya corrían de mano en mano por toda la mesa los salchichones de Arlés, las brillantes langostas, las
sabrosas ostras del Norte, los exquisitos mariscos envueltos en su áspera concha, como la castaña en su
erizo, y las almejas que las gentes meridionales prefieren a las anchoas; en fin, toda esa multitud de
entremeses delicados que arrojan las olas a la arenosa playa, y los pescadores designan con el nombre
genérico de frutos de mar.
-¡Qué silencio! -dijo el anciano saboreando un vaso de vino amarillo como el topacio, que el tío Pánfilo
acababa de traer a Mercedes-. ¿Quién diría que hay aquí treinta personas que sólo desean hablar?
-¡Bah!, un marido no siempre está alegre -dijo Caderousse.
-El caso es -dijo Dantés-, que soy en este momento demasiado feliz para estar alegre.
-Tenéis razón, vecino; la alegría causa a veces una sensación extra ña, que oprime el corazón casi tanto
como el dolor.
Danglars observaba a Edmundo, cuyo espíritu impresionable absorbía y devolvía toda emoción.
-Qué -le dijo -, ¿teméis algo? Me parece que todo marcha según vuestros deseos.
-Justamente es eso lo que me espanta -respondió Dantés -, paréceme que el hombre no ha nacido para
ser feliz con tanta facilidad. La dicha es como esos palacios de las islas encantadas, cuyas puertas guardan
formidables dragones; preciso es combatir para conquistar, y yo, a la verdad, no sé que haya merecido la
dicha de ser marido de Mercedes.
-¡Marido! ¡Marido! -dijo Caderousse riendo-; aún no, mi capitán. Haz de marido un poco, y ya verás la
que se arma.
Mercedes se ruborizó.
Fernando estaba muy agitado en su silla, estremeciéndose al menor ruido, y limpiándose las gruesas
gotas de sudor que corrían por su frente como las primeras gotas de una lluvia de tormenta.
-A fe mía, vecino Caderousse -dijo Dantés-, que no vale la pena que me desmintáis por tan poca cosa.
Mercedes no es aún mi mujer, tenéis razón -y sacó su reloj-; pero dentro de hora y media lo será.
Los presentes profirieron un grito de sorpresa, excepto el padre de Dantés, cuya sonrisa dejaba ver una
fila de dientes bien conservados. Mercedes sonrióse sin ruborizarse, y Fernando apretó convulsivamente
el mango de su cuchillo.
-¡Dentro de hora y medía! -dijo Danglars, palideciendo también-, ¿cómo es eso?
-Sí, amigos míos -respondió Dantés-; gracias al señor Morrel, al hombre a quien debo más en el mundo
después de mi padre, todos los obstáculos se han allanado; hemos obtenido dispensa de las amo -
nestaciones, y a las dos y media el alcalde de Marsella nos espera en el Ayuntamiento. Por lo tanto, como
acaba de dar la una y cuarto, creo no haberme engañado mucho al decir que dentro de una hora y treinta
minutos, Mercedes se llamará la señora Dantés.
Fernando cerró los ojos; una nube de fuego le abrasaba los párpados; apoyóse sobre la mesa, y a pesar
de todos sus esfuerzos no pudo contener un sordo gemido, que se perdió en el rumor causado por las risas
y por las felicitaciones de la concurrencia.
-A eso le llamo yo ser activo -dijo el padre de Dantés -. Ayer llegó y hoy se casa..., nadie gana a los
marinos en actividad.
-Pero ¿y las formalidades? -preguntó tímidamente Danglars- ¿el contrato... ?
-El contrato -le interrumpió Dantés riendo-, el contrato está ya hecho. Mercedes no tiene nada, yo
tampoco; nos casamos en iguales condiciones; conque ya se os alcanzará que ni se habrá tardado en escribir
el contrato, ni costará mucho dinero.
Esta broma excitó una nueva explosión de alegría y de enhorabuenas.
-Conque, es decir, que ésta es la comida de bodas -dijo Danglars.
-No -repuso Dantés -, no la perderéis por eso, podéis estar tranquilos. Mañana parto para París: cuatro
días de ida, cuatro de vuelta y uno para desempeñar puntualmente la misión de que estoy encargado; el
primero de marzo estoy ya aquí; el verdadero banquete de bodas se aplaza para el 2 de marzo.
La promesa de un nuevo banquete aumentó la alegría hasta tal punto, que el padre de Dantés, que al
principio de la comida se queja ba del silencio, hacía ahora vanos esfuerzos para expresar sus deseos de
que Dios hiciera felices a los esposos.
Dantés adivinó el pensamiento de su padre, y se lo pagó con una sonrisa llena de amor. Mercedes
entretanto miraba 1a hora en el reloj de la sala, haciendo picarescamente cierta señal a Edmundo. Reinaba
en la mesa esa alegría ruidosa y esa libertad individual que siempre se toman las personas de clase
inferior al fin de la comida. Los que no estaban contentos en sus sitios, se habían levantado para ocupar
otros nuevos.
Todos empezaban ya a hablar en confusión, y nadie respondía a su interlocutor, sino a sus propios
pensamientos.
La palidez de Fernando se comunicaba por minutos a Danglars. Aquél, sobre todo, parecía presa de mil
tormentos horribles. Había sido de los primeros en levantarse y se paseaba por la sala, procurando apartar
su oído de la algazara, de las canciones y del choque de los vasos.
Acercóse a él Caderousse en el momento en que Danglars, de quien parecía huir, acababa de reunírsele
en un ángulo de la sala.
-En verdad -dijo Caderousse, a quien la amabilidad de Dantés, y sobre todo el vino del tío Pánfilo,
habían hecho olvidar enteramente el odio que inspiró la repentina felicidad de Edmundo-; en verdad que
Dantés es un guapo mozo, y cuando le veo sentado junto a su novia, digo para mí, que hubiera sido una
lástima jugarle la mala pasada que intentabais ayer.
-Pero ya has visto -respondió Danglars- que aquello no pasó de una conversación. Ese pobre Fernando
estaba ayer tan fuera de sí, que me causó lástima al principio; pero, desde que decidió asistir a la boda de
su rival, no hay ya temor alguno.
Caderousse miró entonces a Fernando, que estaba lívido.
-El sacrificio es tanto mayor -prosiguió Danglars- cuanto que la muchacha es de perlas. ¡Diantre!,
miren si es dichoso mi futuro capitán. Quisiera llamarme Dantés, no más que por doce horas.
-¿Vámonos? -dijo en este punto con dulce voz Mercedes -; acaban de dar las dos, a las dos y cuarto nos
esperan.
-Sí, sí -contestó Dantés levantándose inmediatamente.
-Vamos -repitieron a coro todos los convidados.
Fernando estaba sentado en el antepecho de la ventana, y Danglars, que no le perdía de vista un
momento, le vio observar a Dantés con inquieta mirada, levantarse como por un movimiento convulsivo,
y volver a desplomarse en el sitio donde se hallaba antes.
Oyóse en aquel momento un ruido sordo, como de pasos recios, voces confusas y armas, ahogando las
exclamaciones de los convidados a imponiendo a toda la asamblea el silencio del estupor. El ruido se oyó
más cerca: en la puerta resonaron tres golpes...; cada cual mira ba a su alrededor con asombro.
-¡En nombre de la ley! -gritó una voz sonora.
La puerta se abrió al punto, dando paso a un comisario con su faja y a cuatro soldados y un cabo. Con
esto, a la inquietud sucedió el terror.
-¿Qué se ofrece? -preguntó Morrel avanzando hacia el comisario, a quien conocía-;sin duda venís
equivocado.
-Si ha sido así, señor Morrel -respondió el comisario-, creed que pronto se deshará la equivocación.
Entretanto, y por muy sensible que me sea, debo cumplir con la orden que tengo. ¿Quién de vosotros,
señores, se llama Edmundo Dantés?
Las miradas de todos se volvieron hacia el joven, que muy conmo vido, aunque conservando toda su
dignidad, dio un paso hacia delante y respondió:
-Yo soy, caballero, ¿qué me queréis?
-Edmundo Dantés -repuso el comisario-, en nombre de la ley, daos preso.
-¡Preso yo! -dijo Edmundo, cuyo rostro se cubrió de una leve palidez-. ¡Preso yo!, pero ¿por qué?
-Lo ignoro, caballero. Ya lo sabréis en el primer interrogatorio a que seréis sometido.
El señor Morrel comprendió que nada podía intentarse: un comisario con su faja no es ya un hombre, es
la estatua de la ley, fría, sorda, muda. El viejo, por el contrario, se precip itó hacia el comisario: hay ciertas
cosas que nunca podrá comprender el corazón de un padre o de una madre. Rogó, suplicó; pero ruegos y
lágrimas fueron inútiles. Sin embargo, su desesperación era tan grande, que el comisario al fin se
conmovió.
-Tranquilizaos, caballero -le dijo-, quizá se habrá olvidado vuestro hijo de algunos de los requisitos que
exigen la aduana o la sanidad. Yo así lo creo. Cuando se hayan tomado los informes que se desean, le
pondrán en libertad.
-¿Qué significa esto? -preguntó Caderousse frunciendo el entrecejo y mirando a Danglars, que
aparentaba sorpresa.
-¿Qué sé yo? -respondió Danglars-; como tú, veo y estoy perplejo, sin comprender nada de todo ello.
Caderousse buscó con los ojos a Fernando, pero éste había desaparecido.
Toda la escena de la víspera se le representó entonces con todos sus pormenores. Aquella catástrofe
acababa de arrancar el velo que la embriaguez había echado entre su entendimiento y su memoria.
-¡Oh! -dijo con voz ronca-, ¿quién sabe si esto será el resultado de la broma de que hablabais ayer,
Danglars? En ese caso, desgraciado de vos, porque es muy triste broma por cierto.
-Ya viste que rompí aquel papel -balbució Danglars.
-No lo rompiste; lo arrugaste y lo arrojaste a un rincón.
-¡Calla! Tú estabas borracho.
-¿Qué es de Fernando?
-¡Qué sé yo! Habrá tenido que hacer. Pero en vez de ocuparte de él, consolemos a esos pobres afligidos.
Efectivamente, durante la conversación, Dantés había dado la mano sonriendo a sus amigos, y después
de abrazar a Mercedes, se había entregado al comisario, diciendo:
-Tranquilizaos, pronto se reparará el error, y probablemente no llegaré a entrar en la cárcel.
-¡Oh!, seguramente -dijo Danglars, que, como ya hemos dicho, se acercaba en este momento al grupo
principal.
Dantés bajó la escalera precedido del comisario de policía y rodeado de soldados. Un coche los
esperaba a la puerta, y subió a él, seguido de los soldados y del comisario. La portezuela se cerró, y el
carruaje tomó el camino de Marsella.
-¡Adiós, Dantés! ¡Adiós, Edmundo! -exclamó Mercedes desde el balcón, adonde salió desesperada.
El preso escuchó este último grito, salido del corazón doliente de su novia como un sollozo, y
asomando la cabeza por la ventanilla del coche, le contestó:
-¡Hasta la vista, Mercedes!
Y en esto desapareció por uno de los ángulos del fuerte de San Nicolás.
-Esperadme aquí -dijo el naviero-; voy a tomar el primer carruaje que encuentre: corro a Marsella, y os
traeré noticias suyas.
-Sí, sí, id -exclamaron todos a un tiempo-; id, y volved pronto.
A esta segunda marcha siguió un momento de terrible estupor en todos los que se quedaban. El anciano
y Mercedes permanecieron algún tiempo sumidos en el más profundo abatimiento; pero al fin se
encontraron sus ojos, y reconociéndose por dos víctimas heridas del mismo golpe, se arrojaron en brazos
uno de otro.
En todo este tiempo, Fernando, de vuelta a la sala, bebió un vaso de agua y fue a sentarse en una silla.
La casualidad hizo que Mercedes, al desasirse del anciano, cayese sobre una silla próxima a aquélla
donde él se hallaba, por lo que Fernando, por un movimiento instintivo, retiró hacia atrás la suya.
-Ha sido él -dijo Caderousse a Danglars, que no perdía de vista al catalán.
-Creo que no -respondió Danglars-; es demasiado tonto. En todo caso, suya es la responsabilidad.
-Y del que se lo aconsejó -repuso Caderousse.
-¡Ah! Si fuese uno responsable de todo lo que inadvertidamente dice...
-Sí, cuando lo que se dice inadvertidamente trae desgracias como ésta.
Mientras tanto, los grupos comentaban de mil maneras el arresto de Dantés.
-Y vos, Danglars -dijo una voz-, ¿qué pensáis de este acontecimiento?
-Yo -respondió Danglars- creo que traería algo de contrabando en El Faraón...
-Pero si así fuera, vos lo sabríais, Danglars; ¿no sois vos el responsable?
-Sí, pero no lo soy sino de lo que viene en factura. Lo que sé es que traemos algunas piezas de algodón,
tomadas en Alejandría en casa de Pastret, y en Esmirna en casa de Pascal: no me preguntéis más.
-¡Oh!, ahora recuerdo -murmuró el pobre anciano al oír esto-, ahora recuerdo... Ayer me dijo que traía
una caja de café y otra de tabaco.
-Ya lo veis -dijo Danglars-, eso será sin duda; durante nuestra ausencia, los aduaneros habrán registrado
El Faraón y lo habrán descubierto. .
Casi insensible hasta el momento, Mercedes dio al fin rienda suelta a su dolor.
-¡Vamos, vamos, no hay que perder la esperanza! -dijo el padre de Dantés, sin saber siquiera lo que
decía.
-¡Esperanza! -repitió Danglars.
-¡Esperanza! -murmuró Fernando; pero esta palabra le ahogaba; sus labios se agitaron sin articular
ningún sonido.
-¡Señores! -gritó uno de los invitados que se había quedado en una de las ventanas -; señores, un
carruaje... ¡Ah! ¡Es el señor Morrel! ¡Valor! Sin duda trae buenas noticias.
Mercedes y el anciano saliéronle al encuentro, y reuniéronse con él en la puerta: el señor Morrel estaba
sumamente pálido.
-¿Qué hay? -exclamaron todos a un tiempo.
-¡Ay!, amigos míos -respondió Morrel moviendo la cabeza-, la cosa es más grave de lo que nosotros
suponíamos...
-Señor -exclamó Mercedes-, ¡es inocente!
-Lo creo -respondió Morrel-; pero le acusan...
-¿De qué? -preguntó el viejo Dantés.
-De agente bonapartista.
Aquellos de nuestros lectores que hayan vivido en la época de esta historia recordarán cuán terrible era
en aquel tiempo tal acusación. Mercedes exhaló un grito, y el anciano se dejó caer en una silla.
-¡Oh! -murmuró Caderousse-, me habéis engañado, Danglars, y al fin hicisteis lo de ayer. Pero no
quiero dejar morir a ese anciano y a esa joven, y voy a contárselo todo.
-¡Calla, infeliz! -exclamó Danglars agarrando la mano de Ca derousse-, ¡calla!, o no respondo de ti.
¿Quién lo dice que Dantés no es culpable? El buque tocó en la isla de Elba; él desembarcó, permaneciendo
todo el día en Porto-Ferrajo. Si le han hallado con alguna carta que le comprometa, los que le
defiendan, pasarán por cómplices suyos.
Con el rápido instinto del egoísmo, Caderousse comprendió lo atinado de la observación, miró a
Danglars con admiración, y retrocedió dos pasos.
-Esperemos, pues -murmuró.
-Sí, esperemos -dijo Danglars-; si es inocente, le pondrán en libertad; si es culpable, no vale la pena
comprometerse por un conspirador.
-Vámonos, no puedo permanecer aquí por más tiempo.
-Sí, ven -dijo Danglars, satisfecho al alejarse acompañado-; ven, y dejemos que salgan como puedan de
ese atolladero.
Tan pronto como partieron, Fernando, que había vuelto a ser el apoyo de la joven, cogió a Mercedes de
la mano y la condujo a los Catalanes. Los amigos de Dantés condujeron a su vez a la alameda de Meillán
al anciano casi desmayado.
En seguida se esparció por la ciudad el rumor de que Dantés acababa de ser preso por agente
bonapartista.
-¿Quién lo hubiera creído, mi querido Danglars? -dijo el señor Morrel reuniéndose a éste y a
Caderousse, en el camino de Marsella, adonde se dirigía apresuradamente para adquirir algunas noticias
directas de Edmundo por el sustituto del procurador del rey, señor de Villefort, con quien tenía algunas
relaciones-. ¿Lo hubierais vos creído?
-¡Diantre! -exclamó Danglars-, ya os dije que Dantés hizo escala en la isla de Elba sin motivo alguno,
lo cual me pareció sospechoso.
-Pero ¿comunicasteis vuestras sospechas a alguien más que a mí?
-Líbreme Dios de ello, señor Morrel -dijo en voz baja Danglars-; bien sabéis que por culpa de vuestro
tío, el señor Policarpo Morrel, que ha servido en sus ejércitos, y que no oculta sus opiniones, sospechan
que lamentáis la caída de Napoleón, y mucho me disgustaría el causar algún perjuicio a Edmundo o a vos.
Hay ciertas cosas que un subordinado debe decir a su principal, y ocultar cuidadosamente a los demás.
-¡Bien! Danglars, ¡bien! -contestó el naviero-, sois un hombre honrado. Hice bien al pensar en vos para
cuando ese pobre Dantés hubiese llegado a ser capitán del Faraón.
-Pues ¿cómo...?
-Sí, ya había preguntado a Dantés qué pensaba de vos y si tenía alguna repugnancia en que os quedarais
en vuestro puesto, pues, yo no sé por qué, me pareció notar que os tratabais con alguna frialdad.
-¿Y qué os respondió?
-Que creía efectivamente que, por una causa que no me dijo, le guardabais cierto rencor; pero que todo
el que poseía la confianza del consignatario, poseía la suya también.
-¡Hipócrita! -murmuró Danglars.
-¡Pobrecillo! -dijo Caderousse-,era un muchacho excelente.
-Sí, pero entretanto -indicó el señor Morrel-, tenemos al Faraón sin capitán.
-¡Oh! -dijo Danglars-, bien podemos esperar, puesto que no partimos hasta dentro de tres meses, que
para entonces ya estará libre Dantés.
-Sí, pero mientras tanto...
-¡Mientras tanto..., aquí me tenéis, señor Morrel! -dijo Danglars-. Bien sabéis que conozco el manejo de
un buque tan bien como el mejor capitán. Esto no os obligará a nada, pues cuando Dantés salga de la
prisión volverá a su puesto, yo al mío, y pax Christi.
-Gracias, Danglars, así se concilia todo, en efecto. Tomad, pues, el mando, os autorizo a ello, y
presenciad el desembarque. Los asuntos no deben entorpecerse porque suceda una desgracia a alguno de
la tripulación.
-Sí, señor, confiad en mí. ¿Y podré ver al pobre Edmundo?
-Pronto os lo diré, Danglars. Voy a hablar al señor de Villefort, y a influir con él en favor del preso.
Bien sé que es un realista furio so; pero, aunque realista y procurador del rey, también es hombre, y no le
creo de muy mal corazón.
-No -repuso Danglars-; pero me han dicho que es ambicioso, y entonces...
-En fin -repuso Morrel suspirando-, allá veremos. Id a bordo, que yo voy en seguida.
Y se separó de los dos amigos para tomar el camino del Palacio de Justicia.
-Ya ves el sesgo que va tomando el asunto -dijo Danglars a Ca derousse-; ¿piensas todavía en defender
a Dantés?
-No a fe; pero, sin embargo, terrible cosa es que tenga tales consecuencias una broma.
-¿Y quién ha tenido la culpa? No seremos ni tú ni yo, ciertamente; en todo caso, la culpa es de
Fernando. Bien viste que yo, por mi parte, tiré el papel a un rincón; y hasta creo haberlo roto.
-No, no -dijo Caderousse-; en cuanto a eso estoy seguro, lo vi en un rincón, doblado y arrugado; ojalá
estuviese aún allí.
-¿Qué quieres? Si Fernando lo cogió lo habrá copiado o hecho copiar, y aun sabe Dios si se tomaría esa
molestia. Ahora que caigo en ello, ¡Dios mío!, quizás envió mi propia carta. Afortunadamente yo
desfiguré mucho la letra.
-Pero ¿sabías tú que Dantés conspiraba?
-¿Qué había de saber? Aquello fue una broma, como ya lo dije. Pero me parece que, al igual que los
arlequines, dije la verdad al bromear.
-Lo mismo da -replicó Caderousse-. Yo, sin embargo, daría cualquier cosa por que no ocurriera lo que
ha ocurrido, o por lo me nos por no haberme metido en nada: ya verás como por esto nos sucede también a
nosotros alguna desgracia, Danglars.
-En todo caso, la desgracia caerá sobre el verdadero culpable, y el verdadero culpable es Fernando y no
nosotros. ¿Qué desgracia quieres que nos sobrevenga? Vivamo s tranquilos, que ya pasará la tempestad.
-¡Amén! -dijo Caderousse, haciendo una señal de despedida a Danglars y dirigiéndose a la alameda de
Meillan, moviendo la cabeza y hablando consigo mismo, como aquellas personas que están muy
preocupadas con sus pensamientos.
-¡Magnífico! -murmuró Danglars-, las cosas toman el giro que yo esperaba. De momento ya soy
capitán, y si ese imbécil de Ca derousse se calla, capitán para siempre... Sólo me atormenta el pensar que
si la justicia diera libertad a Dantés... ¡Oh...!, no -añadió, sonriendo con satisfacción-, la justicia es la
justicia, y en ella confío.
Y dicho esto saltó a una barca y dio orden al barquero para que le condujera a bordo del Faraón,
adonde, como ya recordará el lector, le había citado el señor Morrel.
Capítulo sexto
El sustituto del procurador del rey
En la calle de Grand-Cours, lindando con la fuente de las Medusas, en una de esas antiguas casas de
arquitectura aristocrática, edificadas por Puget, se celebraba también en el mismo día y en la misma hora
un banquete de bodas, con la diferencia de que en lugar de ser los personajes y anfitriones gente del
pueblo, marineros y soldados, pertenecían a la más alta sociedad de Marsella.
Tratábase de antiguos magistrados que habían dimitido sus empleos en tiempo del usurpador, antiguos
oficiales desertores de sus filas para pasarse a las del ejército de Condé, y jóvenes de ilustre alcurnia,
todavía poco elevados a pesar de lo que habían sufrido ya por el odio hacia aquel a quien cinco años de
destierro debían convertir en un mártir, y quince de restauración en un dios.
Se hallaban sentados a la mesa, y la conversación chispeaba a impulsos de todas las pasiones de la
época, pasiones tanto más terrible y encarnizadas en el Mediodía de Francia, cuanto que al cabo de quinientos
años, los odios religiosos venían a añadirse a los odios políticos.
El emperador rey de la isla de Elba, que después de haber sido soberano en una parte del mundo,
reinaba sobre una población de cinco a seis mil almas, y después de haber oído gritar ¡Viva Napoleón! por
ciento veinte millones de vasallos, en diez lenguas diferentes, era tratado allí como un hombre perdido sin
remedio para Francia y para el trono. Los magistrados anatematizaban sus errores políticos; los militares
murmuraban de Moscú y de Leipzig; las mujeres, de su divorcio de Josefina; y no parecía sino que aquel
mundo alegre y triunfante, no por la caída del hombre, sino por la derrota del príncipe, creyese que la vida
comenzaba de nuevo para él, que despertaba de un sueño penoso.
Un anciano condecorado con la cruz de San Luis se levantó brindando por la salud del rey Luis XVIII.
Era el marqués de SaintMeran. Con este brindis, que recordaba a la vez al desterrado de Hartwell y al rey
pacificador de Francia, se aumentó el barullo, los vasos chocaron unos con otros, las mujeres se quitaron
las flores de la cabeza y las esparcieron sobre el mantel; momento fue éste en verdad de entusiasmo casi
poético.
-Ya confesarían de plano si estuviesen aquí -dijo la marquesa de Saint-Meran, mujer de mirada dura,
labios delgados y continente aristocrático, mujer aún a la moda, a pesar de sus cincuenta años- ya
confesarían de plano todos esos revolucionarios que nos han secuestrado, a quienes dejamos a nuestra vez
conspirar tranquilamente en nuestros castillos antiguos comprados por un pedazo de pan en tiempo del
Terror; ya confesarían que el verdadero desinterés estaba de nuestra parte, puesto que nosotros nos
uníamos a la agonizante monarquía, mientras ellos, por el contrario, saludaban al sol que nacía, y
labraban sus fortunas, mientras que nosotros perdíamos la nuestra; confesarían que nuestro soberano era
verdaderamente Luis, el muy amado, mientras que su usurpador no fue nunca más que Napoleón el
maldito. ¿No es verdad, Villefort?
-¿Qué decís..., señora marquesa...? -respondió aquel a quien se dirigía esta pregunta-. Perdonadme, no
atendía a la conversación.
-Dejad a esos jóvenes, marquesa -replicó el viejo que había brindado-. Van a casarse, y naturalmente
tendrán que hablar de otra cosa que no de política.
-Dispensadme, mamá -dijo una preciosa joven de cabellos rubios y ojos azules-. Os devuelvo al señor
de Villefort, al que entretuve un instante. Señor de Villefort, mamá os preguntaba...
-Estoy pronto a responder a la señora marquesa, si se digna repetir su pregunta que antes no oí.
-Estáis dispensada, Renata -dijo la marquesa con una sonrisa de ternura que rara vez brillaba en su
rostro áspero y seco-; sin embargo, el corazón de la mujer es de tal naturaleza que aunque árido y endurecido
por las exigencias sociales, siempre guarda un rincón fértil y amable, el que Dios ha consagrado
al amor de madre.
-Estáis perdonada... Ahora oíd, Villefort: dije que los bonapartistas no tenían ni nuestra convicción, ni
nuestro entusiasmo, ni nuestro desinterés.
-¡Oh, señora! Por lo menos tienen algo que reemplace a eso: el fanatismo. Napoleón es el Mahoma de
Occidente; es para todos esos hombres vulgares, aunque ambiciosos como nunca los hubo, no sólo un
legislador, sino un tipo, el tipo de la igualdad.
-¡De la igualdad! -exclamó la marquesa-. ¡Napoleón, tipo de la igualdad! Y entonces, ¿qué es el señor
de Robespierre? Creo que le quitáis de su lugar para colocar en él al corso; bastábale con su usurpación.
-No, señora -repuso Villefort-, dejo a cada cual en su puesto: a Robespierre en la plaza de Luis XV
sobre el cadalso; a Napoleón, en la plaza de Vendôme sobre su columna; con la diferencia de que el uno
ha creado la igualdad que abate; el otro, la igualdad que eleva; el uno ha puesto a los reyes al nivel de la
guillotina; el otro ha elevado al pueblo al nivel del trono. Pero eso no impide -añadió Villefort riendo- que
los dos sean unos infames revolucionarios, y que el 9 de Termidor y el 4 de abril de 1814 sean dos días
felices para Francia, y dignos de ser igualmente celebrados por los amigos del orden y de la monarquía;
pero esto explica también cómo, aunque caído para no levantarse jamás, Napoleón ha conservado sus
adeptos. ¿Qué queréis, marquesa? Cromwell, que no fue ni la mitad de lo que Napoleón, tuvo también los
suyos.
-¿Sabéis, Víllefort, que lo que estáis diciendo presenta un matiz algo revolucionario? Pero os perdono:
le es imposible a un hijo de un girondino no conservar cierto apego al terror.
Villefort, sonrojándose, repuso:
-Es cierto que mi padre era girondino, señora, es verdad; pero mi padre no votó la muerte del rey;
estuvo proscrito por ese mismo terror que os proscribía, y poco le faltó para perder la cabeza en el mismo
cadalso en que la perdió vuestro padre.
-Sí -dijo la marquesa, sin alterarse por este horrible recuerdo-; con la diferencia que hubieran alcanzado
un mismo fin por diferentes medios, como lo demuestra el que toda mi familia haya permanecido siempre
unida a los príncipes desterrados, mientras que vuestro padre ha tenido a bien unirse al nuevo gobierno, y
tras haber sido girondino el ciudadano Noirtier, el conde Noirtier se haya hecho senador.
-¡Mamá! ¡Mamá! -balbució Renata-. Bien sabéis que hemos convenido en no renovar tristes recuerdos.
-Señora -respondió Villefort-, uno mis ruegos con los de la señorita de Saint-Meran para que olvidéis lo
pasado. ¿A qué echarnos unos a otros en cara cosas que el mismo Dios no puede impedir? Porque Dios
puede cambiar el porvenir, mas no el pasado. Lo que nosotros, los hombres, podemos solamente es
cubrirlo con un velo. ¡Pues bien!, yo me he separado no solamente de la opinión, sino del nombre de mi
padre. Mi padre ha sido o es aún bonapartista, y se llama Noirtier; yo soy realista y me llamo de Villefort.
Dejad que en el caduco tronco se seque un resto de savia revolucionaria, y no miréis, señora sino al retoño
que se separa de este mismo tronco, sin poder, y acaso diga... sin querer separarse enteramente.
-¡Muy bien, Villefort! -dijo el marqués-, ¡muy bien! ¡Buena respuesta! Yo suplico continuamente a la
marquesa que olvide lo pasado, sin poder conseguirlo: veremos si vos sois más afortunado.
-Sí, está bien -respondió la marquesa-; olvidemos lo pasado; no deseo otra cosa; mas, por lo menos, que
Villefort sea inflexible en adelante. No os olvidéis de que hemos respondido de vos a S. M.; que S. M. ha
tenido a bien olvidarlo todo, de la misma manera que yo lo hago accediendo a vuestra súplica. Pero si
cayese en vuestras manos un conspirador, cuenta con lo que hacéis, porque habéis de daros cuenta de que
se os vigila muy particularmente, por pertenecer a una familia que puede estar relacionada con los
conspiradores.
-¡Ay, señora! -dijo Villefort-; mi profesión, y sobre todo los tiempos en que vivimos me obligan a ser
muy severo. Pues bien, lo seré. He tenido que sostener algunas acusaciones políticas, y estoy ya como
quien dice probado. Por desgracia, todavía no hemos concluido.
-Pues ¿cómo? -dijo la marquesa.
-Tengo temores casi ciertos. Napoleón en la isla de Elba no está muy lejos de Francia; su presencia casi
a vista de nuestras costas sostiene la esperanza de sus partidarios. Marsella está llena de oficiales sin
colocación, que disputan todos los días con los realistas, de lo cual resultan duelos entre personas de clase
elevada, asesinatos entre el vulgo.
-A propósito -dijo el conde de Salvieux, antiguo amigo del señor de Saint-Meran y chambelán del
conde de Artois -; ¿ignoráis que la Santa Alianza desaloja a Napoleón de donde está?
-Sí, cuando salimos de París no se hablaba de otra cosa -respondió el señor de Saint-Meran-. ¿Y adónde
le envían?
-A Santa Elena.
-¿A Santa Elena? ¿Y eso qué es? -preguntó la marquesa.
-Una isla situada a dos mil leguas de aquí, más allá del Ecuador -respondió el conde.
-Gran locura era en verdad, como dice Villefort, dejar a seme jante hombre entre Córcega, donde ha
nacido, entre Nápoles, donde aún reina su cuñado, y enfrente de Italia, de la que iba a formar un reino
para su hijo.
-Por desgracia -dijo Villefort-, los tratados de 1814 impiden que se toque ni aun el pelo de la ropa de
Napoleón.
-Pues se faltará a esos tratados -repuso el señor de Salvieux ¿Tuvo él tantos escrúpulos en fusilar al
desgraciado duque le En ghien?
-Sí -añadió la marquesa-, está convenido. La Santa Alianza libra a Europa de Napoleón, y Villefort
libra a Marsella de sus partidarios. O el rey reina o no reina. Si reina, su gobierno debe ser fuerte y sus
agentes inflexibles; único medio de impedir el mal.
-Desgraciadamente, señora -dijo Villefort sonriendo-, un sustituto del procurador del rey acude siempre
cuando el mal está hecho.
-Entonces su deber es repararlo.
-También pudiera yo deciros, señora, que a él no le toca repararlo, aunque sí vengarlo.
-¡Oh, señor de Villefort! -dijo una hermosa joven, hija del conde de Salvieux y amiga de la señorita de
Saint-Meran-; procurad que se vea alguna causa de ésas mientras residimos en Marsella. Nunca he
asistido a un tribunal, y me han dicho que es cosa curiosa.
-¡Oh!, sí, muy curiosa en efecto, señorita -respondió el sustituto-, porque en lugar de una tragedia
fingida, lo que allí se representa es un verdadero drama; en lugar de los dolores aparentes, son dolores
reales. El hombre que se presenta allí, en lugar de volver, cuando se corre el telón, a entrar tranquilamente
en su casa, a cenar con su familia, a acostarse y conciliar pronto el sueño para volver a sus tareas al día
siguiente, entra en una prisión donde le espera tal vez el verdugo. Bien veis que para las personas
nerviosas que desean emociones fuertes no hay otro espectáculo mejor que ése. Descuidad, señorita, si se
presentase la ocasión, ya os avisaré.
-¡Nos hace temblar..., y se ríe! -dijo Renata palideciendo.
-¿Qué queréis? -replicó Villefort-; esto es como si dijéra mos... un desafío... Por mi parte he pedido ya
cinco o seis veces la pena de muerte contra acusados por delitos políticos... ¿Quién sabe cuántos puñales
se afilan a esta hora o están ya afilados contra mí?
-¡Oh, Dios mío! -dijo Renata cada vez más espantada-; ¿habláis en serio, señor de Villefort?
-Lo más serio posible -replicó el joven magistrado sonriéndose-. Y con los procesos que desea esta
señorita para satisfacer su curiosidad, y yo también deseo para satisfacer mi ambición, la situación no
hará sino agravarse. ¿Pensáis que esos veteranos de Napoleón que no vacilaban en acometer ciegamente
al enemigo, en quemar cartuchos o en cargar a la bayoneta, vacilarán en matar a un hombre que tienen por
enemigo personal, cuando no vacilaron en matar a un ruso, a un austriaco o a un húngaro a quien nunca
habían visto? Además, todo es necesario, porque a no ser así no cumpliríamos con nuestro deber. Yo
mismo, cuando veo brillar de rabia los ojos de un acusado, me animo, me exalto; entonces ya no es un
proceso, es un combate; lucho con él, y el combate acaba, como todos los combates, en una victoria o en
una derrota. A esto se le llama acusar; ésos son los resultados de la elocuencia. Un acusado que se
sonriera después de mi réplica me haría creer que hablé mal, que lo que dije era pálido, flojo, insuficiente.
Figuraos, en cambio, qué sensación de orgullo experimentará un procurador del rey cuando, convencido
de la culpabilidad del acusado, le ve inclinarse bajo el peso de las pruebas y bajo los rayos de su
elocuencia... La cabeza que se inclina caerá inevitablemente.
Renata profirió una exclamación.
-Eso es saber hablar -dijo uno de los invitados.
-Ese es el hombre que necesitamos en estos tiempos -añadió otro.
-Cuando estuvisteis inspiradísimo, querido Villefort -indicó un tercero- fue cuando... esa última
causa..., ¿no recordáis?, la de aquel hombre que asesinó a su padre. En realidad, primero lo matasteis vos
que el verdugo.
-¡Oh...!, para los parricidas no debe haber perdón -dijo Re nata-; para esos crímenes no hay suplicio
bastante grande; mas para los desgraciados reos políticos...
-¡Para los reos políticos, mucho menos aún, Renata -exclamó la marquesa-, porque el rey es el padre de
la nación, y querer destronar o matar al rey, es querer matar al padre de treinta y dos millones de almas!
-También admito eso, señor Villefort -repuso Renata-, si me prometéis ser indulgente con aquellos que
os recomiende yo.
-Descuidad -dijo Villefort con una sonrisa muy tierna-, sentenciaremos juntos.
-Hija mía-dijo la marquesa-, atended vos a vuestras fruslerías caseras y dejad a vuestro futuro esposo
cumplir con su deber. Hoy las armas han cedido su puesto a la toga, como dice cierta frase latina.. .
-Cedant arma togae -añadió Villefort inclinándose.
-No me atrevía a hablar en latín -prosiguió la marquesa.
-Me parece que estaría más contenta si fueseis médico -replicó Renata-. El ángel exterminador, aunque
ángel, me asusta mu cho.
-¡Qué buena sois! -murmuró Villefort con una mirada amorosa.
-Hija mía -añadió el marqués-, el señor Villefort será médico moral y político de este departamento. El
cargo no puede ser más honroso.
-Y así hará olvidar el que ejerció su padre -añadió la incorregible marquesa.
-Señora -repuso Villefort con triste sonrisa-, ya he tenido el honor de deciros que mi padre abjuró los
errores de su vida pasada; que se ha hecho partidario acérrimo de la religión y del orden, realista, y acaso
mejor realista que yo, pues lo es por arrepentimiento, y yo lo soy por pasión.
Dicha esta frase, para juzgar Villefort del efecto que producía, miró alternativamente a todos lados,
como hubiera mirado en la audiencia a su auditorio tras una frase por el estilo.
-Exactamente, querido Villefort -repuso el conde de Salvieux-, eso mismo decía yo anteayer en las
Tullerías al ministro que se admi raba de este enlace singular entre el hijo de un girondino y la hija de un
oficial del ejército de Condé: mis razones le convencieron. Luis XVIII profesa también el sistema de
fusión, y como nos estuviese escuchando sin nosotros saberlo, salió de repente y dijo: «Ville fort (reparad
que no pronunció el apellido Noirtier, sino que recalcó el de Villefort), Villefort hará fortuna. Además de
pertenecer en cuerpo y alma a mi partido, tiene experiencia y talento. Pláceme que el marqués y la
marquesa de Saint-Meran le concedan la mano de su hija, y yo mismo se lo aconsejaría de no habérmelo
ellos consultado y pedido mi autorización.»
-¿Eso dijo el rey? -exclamó Villefort lleno de gozo.
-Textualmente, y si el marqués es franco os lo confirmará. Una escena semejante le ocurrió con S. M.
cuando le habló de esta boda hace seis meses.
-Es verdad -añadió el marqués.
-¡Todo en el mundo lo deberé a ese gran monarca! ¿Qué no haría yo por su servicio?
-Así me gusta -añadió la marquesa-. Vengan ahora conspiradores y ya verán...
-Yo, madre mía -dijo al punto Renata-, ruego a Dios que no os escuche, y que solamente depare al
señor de Villefort rateros y asesinos. Así dormiré tranquila.
-Es como si para un médico deseara calenturas, jaquecas, sarampiones, enfermedades, en fin, de nonada
-repuso Villefort sonriendo-. Si deseáis que ascienda pronto a procurador del rey, pedid por el contrario
esos males agudos cuya curación honra.
En aquel momento, como si hubiese la casualidad esperado el deseo de Villefort para satisfacérselo, un
criado entró a decirle algunas palabras al oído. Inmediatamente se levantó de la mesa el sustituto,
excusándose, y regresó poco después lleno de alegría.
Renata le contemplaba amorosa, porque en aquel momento Ville fort, con sus ojos azules, su pálida tez
y sus patillas negras, estaba, en verdad, apuesto y elegante. La joven parecía pendiente de sus labios,
como en espera de que explicase aquella momentánea desaparición.
-A propósito, señorita -dijo al fin Villefort-, ¿no queríais tener por marido un médico? Pues sabed que
tengo siquiera con los discípulos de Esculapio (frase a la usanza de 1815) una semejanza, y es que jamás
puedo disponer de mi persona, y que hasta de vuestro lado me arrancan en el mismo banquete de bodas.
-¿Y para qué? -le preguntó la joven un tanto inquieta.
-¡Ay! Para un enfermo, que si no me engaño está in extremis. La enfermedad es tan grave que quizá
termine en el cadalso.
-¡Dios mío! -exclamó Renata palideciendo.
-¿De veras? -dijeron a coro todos los presentes.
-Según parece, se acaba de descubrir un complot bonapartista.
-¿Será posible? -exclamó la marquesa.
-He aquí lo que dice la delación -y leyó Villefort en voz alta-: «Un amigo del trono y de la religión
previene al señor procurador del rey que un tal Edmundo Dantés, segundo de El Faraón, que llegó esta
mañana de Esmirna, después de haber tocado en Nápoles y en Porto-Ferrajo, ha recibido de Murat una
carta para el usurpador, y de éste otra carta para la junta bonapartista de París.
»Fácilmente se tendrá la prueba de su delito, prendiéndole, porque la carta se hallará en su persona, o
en casa de su padre, o en su camarote, a bordo de El Faraón.»
-Pero esta carta -dijo Renata-, además de ser un anónimo, no se dirige a vos, sino al procurador del rey.
-Sí, pero con la ausencia del procurador, el secretario que abre sus cartas abrió ésta, mandóme buscar, y
como no me encontrasen, dispuso inmediatamente el arresto del culpable.
-¿De modo que está preso el culpable? -preguntó la marquesa.
-Decid mejor el acusado -repuso Renata.
-Sí, señora, y conforme a lo que hace unos instantes tuve el honor de deciros, si damos con la carta
consabida, el enfermo no tiene cura.
-¿Y dónde está ese desdichado? -le preguntó Renata.
-En mi casa.
-Pues corred, amigo mío -dijo el marqués-. No descuidéis por nuestra causa el servicio de S. M.
-¡Oh, Villefort! -balbució Renata juntando las manos-. ¡Indulgencia! Hoy es el día de nuestra boda.
Villefort dio una vuelta a la mesa, y apoyándose en el respaldo de la silla de la joven, le dijo:
-Por no disgustaros, haré cuanto me sea posible, querida Renata; pero si no mienten las señas, si es
cierta la acusación, me veré obligado a cortar esa mala hierba bonapartista.
Estremecióse Renata al oír la palabra cortar, porque la hierba en cuestión tenía una cabeza sobre los
hombros.
-¡Bah! -dijo la marquesa-, no os preocupéis por esa niña, Villefort; ya se irá acostumbrando.
Diciendo esto, presentó al sustituto una mano descarnada, que él besó, aunque con los ojos clavados en
Renata, como si le dijese:
“Vuestra mano es la que beso..., o la que quisiera besar ahora”.
-¡Mal agüero! -murmuró Renata.
-¿Qué bobadas son ésas? -le contestó su madre-. ¿Qué tiene que ver la salud del Estado con vuestro
sentimentalismo ni con vuestras manías?
-¡Oh, madre mía! -murmuró Renata.
-Disculpad a esa mala realista, señora marquesa -dijo Ville fort-. Yo, en cambio, os prometo cumplir
mis obligaciones de sustituto de procurador del rey a conciencia, es decir, con atroz severidad.
Pero al decir estas palabras, las miradas que a hurtadillas dirigía a su novia decíanle a ésta:
-«Tranquilizaos, Renata: por vuestro amor seré indulgente.»
Renata pagóle estas miradas con una tan dulce sonrisa, que Ville fort salió de la estancia lleno de
alborozo.
Capítulo séptimo
El interrogatorio
Apenas hubo salido del comedor, despojóse el sustituto de su risueña máscara, tomando el aspecto
grave de quien va a decidir la vida o la muerte de un hombre. Sin embargo, aunque obligado a mudar su
fisonomía, cosa que alcanzó el sustituto a fuerza de trabajo y tal vez ensayándose al espejo como los
cómicos, en esta ocasión le fue doblemente difícil fruncir las cejas y dar a sus facciones la gravedad
oportuna.
Puesto que, dejando a un lado el recuerdo de las opiniones políticas de su padre, que podían en lo
futuro impedirle su fortuna, Ge rardo de Villefort era completamente feliz en aquel momento. Rico de
suyo, además de gozar a los veintinueve años de una posición brillante en la magistratura, iba a casarse
con una joven hermosa, a quien amaba, si no con ciega pasión, por lo menos razonablemente, como puede
amar un sustituto del procurador del rey. Además de su belleza, notable sin duda alguna, la señorita de
Saint-Meran, su futura esposa, pertenecía a una de las familias más importantes por aquel entonces, y con
la influencia de su padre, que por ser hija única Renata pasaría al yerno enteramente, llevaba en dote
cincuenta mil escudos, que con las esperanzas -palabra horrible inventada por los que hacen del
matrimonio un juego de cubiletes- podía aumentarse un día hasta medio millón con una herencia. Todos
estos elementos reunidos componían, pues, para Villefort, una suma increíble de felicidad, de tal manera
que le faltaba poco para escupir al sol.
El comisario de policía le esperaba a la puerta. La vista de este hombre hízole caer de su cielo a nuestro
mundo material. Reformó su semblante de la manera que hemos dicho, y acercándose al oficial de
justicia:
-Ya me tenéis aquí -le dijo- He leído vuestra carta: hicisteis bien al prender a ese hombre. Referidme
ahora cuanto sepáis de él y de su conspiración.
-De la conspiración, señor, no sabemos nada todavía. En un legajo sellado tenéis sobre vuestro bufete
cuantos papeles le hemos encontrado. Del preso tan sólo podré deciros que, según reza la carta que habéis
visto, es un tal Edmundo Dantés, segundo de El Faraón, bergantín propio de la casa Morrel, que hace el
comercio de algodón con Alejandría y Esmirna.
-Antes de pertenecer a la marina mercante, ¿había servido quizás en la de guerra?
-No, señor. ¡Si es muy joven!
-¿Qué edad tiene?
-Diecinueve o veinte años, a lo sumo.
En este momento llegaba Villefort con el comisario a la parte de la calle Grande en que desemboca la
de los Consejos. Un hombre que estaba como esperándole, salió a su encuentro. Era el señor Morrel.
-¡Ah!, señor de Villefort -exclamó el buen hombre al ver al sustituto-. ¡Gracias a Dios que os
encuentro! Sabed que acaba de cometerse la más escandalosa, la más terrible arbitrariedad. Acaban de
prender al segundo de mi Faraón, al joven Edmundo Dantés.
-Ya lo sé, caballero -respondió Villefort-; y ahora voy a tomarle declaración.
-¡Oh, caballero! -prosiguió el naviero, llevado de su amistad hacia el joven-, vos no conocéis al
acusado, yo sí, yo le conozco. Es el hombre más honrado y digno, y aún diré más entendido en su oficio
que haya en toda la marina mercante. ¡Oh, señor de Villefort! ¡Os lo recomiendo encarecidamente!
Como ya habrán comprendido los lectores, pertenecía Villefort al partido noble de la ciudad, y Morrel
al plebeyo: con lo que el prime ro era ultrarrealista, y al segundo se le tildaba de bonapartista.
Miró Villefort desdeñosamente a Morrel, y le dijo con frialdad:
-Debéis comprender, caballero, que puede un hombre ser ama ble en su vida privada, honrado en sus
relaciones comerciales, y ser, sin embargo, un gran culpable en política. Lo comprendéis así, ¿no es
verdad?
Y recalcó el magistrado estas últimas palabras, como queriéndolas aplicar al armador, mientras con su
mirada escrutadora penetraba al fondo del corazón de aquel hombre, que se atrevía a interceder por otro,
necesitando él mismo de indulgencia. Morrel se sonrojó, porque en punto a cosas políticas no tenía muy
limpia la conciencia, y porque no se le apartaba de la memoria lo que Edmundo le había dicho de su
entrevista con el gran mariscal, y de las palabras del emperador. Sin embargo, añadió con el interés más
vivo:
-Suplícoos, señor de Villefort, que justo como debéis de serlo, y bondadoso como sois, nos devolváis
pronto al pobre Dantés.
Este nos devolváis resonó revolucionariamente en los oídos del sustituto.
-¡Vaya! ¡Vaya! -murmuró para su capote-: nos devolváis... ¿Si estará afiliado este Dantés en alguna
sociedad secreta? Cuando su protector usa sencillamente de la fórmula colectiva... Creo que el comisario
dice que le prendió en una taberna en medio de mucha gente... Esto merece la pena de pensarlo
seriamente.
Luego añadió en voz alta:
-Podéis, caballero, estar tranquilo, que no en vano apeláis a mi justicia si el preso es inocente; pero si es
culpable, me veré obligado a cumplir con mi obligación, pues en las circunstancias difíciles y azarosas en
que nos hallamos, sería la impunidad muy mal ejemplo.
Y habiendo llegado Villefort a la puerta de su casa, inmediata al Palacio de Justicia, entró en ella
majestuosamente, después de saludar con mucha ceremonia al desdichado naviero, que se quedó como
petrificado.
Estaba llena la antecámara de gendarmes y agentes de policía, y entre ellos el preso, de pie, inmóvil y
tranquilo, aunque todos le miraban con expresión rencorosa.
Atravesó Villefort la antecámara mirando a Dantés de reojo, y después de recibir un legajo de manos de
un agente, desapareció diciendo:
-Que conduzcan aquí al preso.
Por rápida que fuese, aquella mirada bastó a Villefort para formarse una idea del hombre a quien iba a
interrogar. En aquella frente despejada y ancha había adivinado la inteligencia, el valor en aquellos ojos
fijos y aquel fruncido entrecejo, y la franqueza en aquellos labios gruesos y entreabiertos, que dejaban ver
sus dientes, blancos como el marfil.
La primera impresión había sido favorable a Dantés; pero como Villefort había oído asegurar muchas
veces como máxima de profunda política, que es bueno desconfiar de nuestro primer impulso, aplicó a la
ocasión la máxima, sin tener en cuenta la diferencia que va del impulso a la impresión.
Por lo tanto, ahogó los sanos instintos que se despertaban en su corazón, compuso al espejo su
fisonomía como para caso tan grave, y sombrío y amenazador sentóse delante de su bufete.
Un instante después entró Edmundo, que estaba muy pálido, aunque tranquilo y sonriendo. Saludó a su
juez con cortés desembarazo, y se puso a buscar con los ojos una silla, como si estuviese en casa de su
armador.
Entonces sus ojos tropezaron con la mirada impasible de Villefort, con aquella impasible mirada propia
de los hombres de mundo, sin transparencia. Y esto hizo que el pobre joven reconociese cuál era su
verdadera situación.
-¿Quién sois, y cómo os llamáis? -le preguntó Villefort hojeando las notas que recibiera del agente al
entrar, notas que en una hora habían alcanzado más que mediano volumen: tanto obra la corrupción de los
espías en esto de prisiones.
-Me llamo Edmundo Dantés -respondió el joven con voz sonora y tranquila-; soy segundo de El
Faraón, buque perteneciente a los señores Morrel e hijos.
-¿Vuestra edad?
-Diecinueve años -respondió Dantés.
-¿Qué hacíais cuando os prendieron?
-Hallábame en la comida de mi boda, señor -repuso el joven con voz literalmente conmovida, por el
contraste que hacía aquel re cuerdo con su situación, y el sombrío rostro del sustituto, con la hermosa
figura de Mercedes.
-¡Comida de boda! -repitió Villefort, estremeciéndose a pesar suyo.
-Sí, señor; voy a casarme pronto con una mujer a quien amo hace tres años.
A pesar de su ordinario estoicismo, conmovió a Villefort esta coincidencia, que junto con la voz
melancólica de Dantés, despertaba en el fondo de su alma una dulce simpatía. El también, como aquel
joven, se casaba; él también era dichoso, y fueron a turbar su dicha para que él turbara a su vez la de
aquel joven.
«Esta homogeneidad filosófica -pensó interiormente- sorprenderá mucho a los convidados, cuando yo
vuelva a casa de Saint-Meran.»
En seguida, mientras Dantés esperaba que siguiese el interrogatorio, se puso a componer en su
imaginación el discurso que debía de pronunciar, lleno de antítesis sorprendentes, y de esas frases
pretenciosas que tal vez son tenidas por la verdadera elocuencia.
Terminada en su mente la elocuente perorata, sonrió Villefort seguro de su éxito, y encarándose con
Dantés:
-Proseguid -le dijo.
-¿Qué queréis que diga?
-Todo aquello que pueda ilustrar a la justicia.
-Dígame la justicia en qué quiere que la ilustre, y obedeceré de todo en todo: aunque le prevengo
-añadió con una sonrisa- que cuanto puedo decir es de poca monta.
-¿Habéis servido bajo el mando del usurpador?
-Su caída estorbó que me viese incorporado a la marina de guerra.
-Dicen que vuestras opiniones políticas son exageradas -prosiguió Villefort, que aunque nada sabía de
esto, quiso darlo por seguro, porque le sirviera de añagaza.
-¡Yo opiniones políticas, señor! ¡Ah!, casi me da vergüenza el decirlo, pero nunca he tenido opinión.
Con mis diecinueve años escasos, como ya os dije, ni sé nada, ni estoy destinado a otra cosa que a la
plaza que mis navieros quieran otorgarme. Así, pues, todas mis opiniones, no digo políticas, sino
privadas, se resumen en tres sentimientos: el cariño de mi padre, el respeto al señor Morrel y el amor de
Mercedes. Es cuanto puedo decir a la justicia. Supongo que no le debe de importar mucho.
A medida que Dantés hablaba, Villefort estudiaba aquel rostro tan franco y dulce a la vez, y recordaba
las palabras de Renata, que sin conocerle intercedió por aquel preso. Ayudado del conocimiento que ya
tenía de los crímenes y de los criminales, hallaba en cada frase de Dantés una prueba de su inocencia.
Aquel joven, o mejor dicho, aquel muchacho sencillo, natural, elocuente, con esa elocuencia del corazón
que jamás encuentra el que la busca, henchido de afectos para todos, porque era dichoso, cosa que trueca
en buenos a los hombres malos, contagiaba en su dulce afabilidad hasta a su mismo juez. A pesar de lo
severo que se le mostraba Villefort, ni en sus miradas, ni en su voz, ni en sus acciones, tenía Edmundo
para él más que bondad y dulzura.
-¡Cáspita! -exclamó para sí Villefort-. ¡Qué joven tan interesante! No me costará mucho trabajo
cumplir el primer deseo de Renata..., lo que me valdrá además un buen apretón de manos de todo el
mundo.
De tal modo serenó esta esperanza el ceño de Villefort, que cuando volvió a ocuparse de Dantés, el
joven, que había observado atentamente las mudanzas de su rostro, le sonreía también como su pensamiento.
-¿Tenéis enemigos? -le preguntó Villefort.
-¡Enemigos yo! -repuso Dantés-. Afortunadamente valgo poco para tenerlos. Aunque mi carácter es tal
vez demasiado vivo, procuro siempre refrenarlo con mis subordinados. Diez o doce marineros tengo a mis
órdenes. Que se les pregunte y os responderán que me aprecian y me respetan, no diré como a un padre,
que soy muy joven para eso, sino como a un hermano mayor.
-Si no enemigos, podéis tener rivales. Vais a ser capitán a los diecinueve años, lo que para los vuestros
es una posición elevada: ibais a casaros con una mujer que os quiere, felicidad rarísima en la tierra. Estos
favores del destino os pueden acaso granjear envidias.
-Sí, tenéis razón. Es muy posible, cuando vos lo decís: vos, que debéis conocer el mundo mejor que yo;
pero si estos rivales fuesen amigos míos, os declaro que no deseo conocerlos por no verme obligado a
aborrecerlos.
-Os equivocáis, Dantés. Importa mucho conocer el terreno que pisamos, y de mí sé decir que me
parecéis tan bueno, que por vos me separaré de las ordinarias fórmulas de la justicia, ayudándoos a descubrir
quién sea el que os denuncia. Aquí tenéis la carta que me han dirigido. ¿Reconocéis la letra?
Y sacando la denuncia de su bolsillo la presentó Villefort a Dantés. Al leerla éste pasó como una
sombra por sus ojos, y respondió:
-No conozco la letra, porque está de propósito disfrazada, aunque correcta y firme. De seguro la trazó
mano habilísima. ¡Cuán feliz soy -añadió, mirando a Villefort con gratitud-, cuán feliz soy en haber dado
con un hombre como vos, pues reconozco en efecto que el que ha escrito ese papel es un verdadero
enemigo!
Y en la fulminante mirada con que acompañó el joven estas frases, pudo comprender Villefort cuánta
energía se ocultaba bajo aquella apariencia de dulzura.
-Seamos francos -dijo el sustituto-, habladme no como preso al juez, sino como hombre en una posición
fals a a otro que se interesa por él. ¿Qué hay de verdad en esto de la acusación anónima?
Y Villefort arrojó con disgusto sobre su bufete la carta que Dantés acababa de devolverle.
-Todo y nada, señor: voy a deciros la pura verdad, por mi honor de marino, por el amor de Mercedes y
por la vida de mi padre.
-Hablad -dijo en voz alta Villefort.
Luego añadió para sí:
«Si Renata me viese, creo que quedaría contenta de mí, y no me llamaría ya corta-cabezas.»
-Oíd, señor. Al salir de Nápoles, el capitán Leclerc se sintió atacado de calentura cerebral. Como no
había médico a bordo, y el capitán se negaba a que desembarcásemos en cualquier punto de la costa,
porque tenía prisa en llegar a la isla de Elba, su enfermedad subió de punto hasta que a los tres días,
sintiéndose acabar, me llamó y me dijo:
«-Querido Dantés, juradme por vuestro honor que haréis lo que os voy a encargar ahora. De ello
dependen los mayores intereses.
»-Lo juro, capitán-le respondí.
»-Pues oíd. Como después de que yo muera os pertenece el mando del Faraón, en calidad de segundo,
lo tomaréis, y haciendo rumbo a la isla de Elba desembarcaréis en Porto-Ferrajo, preguntaréis por el gran
mariscal y le entregaréis esta carta. Acaso entonces os darán otra con una comisión, que me estaba
reservada a mí. La cumpliréis y todo el honor será vuestro.
»-Así lo haré, mi capitán; pero supongo que no será tan fácil como pensáis el llegar hasta el gran
mariscal.
»-Esta sortija os abrirá todas las puertas, y allanará todas las dificultades -respondió Leclerc.
»Y me entregó la sortija. Ya era tiempo, porque dos horas después deliraba, y a la mañana siguiente
había ya muerto.
-¿Qué hicisteis entonces?
-Lo que debía, señor, lo que otro cualquiera en mi lugar hubiera hecho. Siempre son sagrados los
deseos de un moribundo, y entre los marinos, órdenes. Hice, pues, rumbo a la isla de Elba, adonde llegué
a la mañana siguiente, desembarcando yo solo, después de mandar que nadie se moviese. Conforme había
previsto se me presentaron algunas dificultades para ver al gran mariscal, pero todas las allanó la sortija.
Tras rogarme que le refiriera los detalles de la muerte de Leclerc, como el pobre capitán había
sospechado, me entregó una carta encargándome que la llevara en persona a París. Prometíselo
resueltamente porque así cumplía también la última voluntad de mi capitán.
»Lo demás ya lo sabéis. Desembarqué en Marsella, arreglé todos los asuntos de aduana y sanidad, y
corrí por último a ver a mi novia, que he encontrado más bella y más encantadora que nunca. Gracias al
señor Morrel todas las diligencias eclesiásticas se apresuraron, de modo que cuando me prendieron asistía
como dije a la comida de boda. Una hora después pensaba casarme y partir mañana a París, cuando esta
maldita denuncia que parece despreciáis tanto como yo...
-Sí, sí -murmuró Villefort-, todo lo creo, y a ser culpable lo sois de imprudencia, aunque imprudencia
legítima, pues vuestro capitán os la impuso. Por consiguiente, dadme esa carta de la isla de Elba, y con
palabra de presentaros así que os llame, podéis volver al lado de vuestros amigos.
-¿Conque, es decir, que ya estoy libre, señor? -exclamó Dantés lleno de júbilo.
-Sí, pero dadme primero esa carta.
-Debe de estar en vuestro poder, porque en ese paquete reconozco algunos papeles de los que me
cogieron.
-Aguardad -dijo el sustituto a Dantés, que ya cogía su sombre ro y sus guantes -; ¿a quién iba dirigida?
-Al señor Noirtier, calle de Coq-Heron, París.
Un rayo que hiriera a Villefort no le trastornara más que este imprevisto golpe. Dejóse caer sobre su
asiento, del que se había separado un si es no es para asir el legajo, y ojeándolo precipitadamente,
entresacó la carta fatal, contemplándola con terror indescriptible.
-¡Al señor Noirtier, calle de Coq-Heron, número 13! -murmuró palideciendo cada vez más.
-Sí, señor -respondió Dantés-. ¿Le conocéis?
-No -respondió el sustituto vivamente-. Un fiel servidor del rey no conoce a los conspiradores.
-¿Es una conspiración? -le preguntó Edmundo, que después de haberse creído libre empezaba de nuevo
a asustarse-. De todos mo dos, os lo repito, señor, ignoraba el contenido de esa carta.
. -Sí -repuso Villefort con voz sorda-, pero no ignorabais el nombre de la persona a quien va dirigida.
-Era preciso que lo supiese para poder entregársela a él mismo.
-¿Y no se la habéis enseñado a nadie? -dijo Villefort leyendo y demudándose al mismo tiempo.
-A nadie; os lo juro por mi honor.
-¿Ignora todo el mundo que sois portador de una carta de la isla de Elba para el señor Noirtier?
-Todo el mundo, señor..., salvo la persona que me la entregó.
-Eso ya es mucho..., muchísimo -murmuró Villefort.
Su frente fruncíase cada vez más, a medida que proseguía la lectura de la carta: sus labios blancos, sus
manos temblorosas, sus ojos sanguinolentos, hacían cruzar por el cerebro de Dantés las más dolorosas
fantasías.
Terminada la lectura, el sustituto dejó caer la cabeza entre las manos, permaneciendo un instante como
fuera de sí.
-¡Dios mío! ¿Qué ocurre de nuevo? -preguntó tímidamente Dantés.
Villefort no respondió, y al cabo de un rato volvió a levantar su rostro descompuesto para releer la
misiva.
-¿Decís que no sabéis el contenido de esta carta? -volvió a preguntar a Edmundo.
-Os juro por mi honor -respondió Dantés -, que lo ignoraba, pero, ¡Dios mío!, ¿qué tenéis? ¿Estáis
malo? ¿Queréis que llame?
-No, señor -dijo el sustituto levantándose vivamente-; no abráis la boca, no digáis una palabra. Yo soy
quien manda aquí, no vos.
-Era, señor, no más que por ayudaros -dijo Dantés un tanto herido en su amor propio.
-De nada necesito; fue un mareo pasajero. Ocupaos de vos: dejadme a mí. Responded.
Dantés esperó el interrogatorio que auguraba este mandato; pero vanamente. Volvió el sustituto a caer
en el sillón, y pasándose por la frente su mano fría se puso a leer la carta por tercera vez.
-¡Oh! ¡Si sabe lo que contiene esta carta, si sabe que Noirtier es padre de Villefort, estoy perdido,
perdido para siempre!
Y de vez en cuando miraba de reojo a Dantés, como si quisiese penetrar ese velo impenetrable que
cubre en el corazón los secretos que no s uben a los labios.
-¡Oh! No vacilemos -exclamó de repente.
-Pero en nombre del cielo -exclamó el desdichado joven-, si dudáis de mí, si sospecháis de mi
honradez, interrogadme, que estoy dispuesto a contestaros.
Hizo Villefort un violento esfuerzo sobre sí mismo, y con un acento que en vano procuraba fuese firme:
-Caballero -le dijo-, resultan contra vos los más graves cargos. No está ya en mi poder, como creía
antes, el poneros en libertad ahora mismo. Antes de paso tan grave, debo consultar al juez de instrucción.
Mientras tanto, ya habéis visto de qué manera os traté...
-¡Oh!, sí, señor -exclamó Dantés-, y os lo agradezco en el alma que habéis sido para mí más un amigo
que un juez.
-Pues, amigo, voy a teneros preso algún tiempo todavía, lo menos que pueda. El principal cargo que
existe contra vos es esta carta, y ahora veréis...
Villefort se acercó a la chimenea, y arrojó la carta al fuego, sin apartarse de allí hasta verla convertida
en cenizas.
-Mirad..., ya no existe.
-¡Oh, señor! -exclamó Dantés-; no sois la justicia: sois la Pro videncia.
-Escuchadme -prosiguió Villefort-: con lo que acabo de hacer me parece que confiaréis en mí, ¿no es
verdad?
-¡Oh, señor! Mandad y seréis obedecido.
No -dijo Villefort, aproximándose al joven-; no son órdenes lo que quiero daros, sino consejos.
-Pues bien, los miraré como si fueran órdenes.
-Hasta la noche os tendré aquí en el palacio de justicia: si otra persona viniese a interrogaros, decidle
todo lo que me habéis dicho, excepto lo de la carta.
-Os lo prometo, señor.
Era como si el juez rogase y el preso concediese.
-Ya comprendéis -añadió mirando las cenizas que aún conservaban la forma de papel, y revoloteaban
en torno a la llama-; ya comprendéis que destruida esta carta y guardando el secreto por vos y por mí,
nadie os la volverá a presentar. Negad, pues, si os hablan de ella, negadlo todo, y os habréis salvado.
-Os lo prometo, señor -dijo Dantés.
-¡Bien! ¡Bien! -añadió Villefort llevando la mano al cordón de la campanilla; pero se detuvo al ir a
cogerlo.
-¿No teníais más carta que ésa? -le preguntó.
-No, señor, era la única.
-Juradlo.
-Lo juro -dijo Dantés extendiendo la mano.
Villefort llamó, y apareció un comisario de policía.
Acercóse Villefort al comisario para decirle al oído ciertas palabras, a las que respondió aquél con una
leve inclinación de cabeza.
-Seguidle -dijo Villefort a Dantés.
Hizo el joven una genuflexión, y con una postrera mirada de gratitud salió de la estancia.
Apenas se cerró tras él la puerta, cuando faltaron las fuerzas al sustituto, y cayendo en un sillón casi
desvanecido, murmuró:
-¡Oh, Dios mío! ¡De qué sirven la vida y la fortuna! Si hubiese estado en Marsella el procurador del
rey, si hubieran llamado al juez de instrucción en lugar mío, segura era mi ruina. Y todo por ese papel,
¡por ese papel maldito! ¡Ah, padre mío, padre mío! ¿Habéis de ser siempre un obstáculo para mi felicidad
en este mundo? ¿He de luchar yo siempre con vuestra vida pasada?
De repente, brilló en toda su fisonomía un fulgor extraordinario: dibujóse en sus labios contraídos aún
una sonrisa; sus ojos vagos parecían como si se fijasen con un solo pensamiento.
-Eso es, sí... -dijo -. Esa carta, que debía perderme, labrará acaso mi fortuna. Ea, Villefort, manos a la
obra.
Y asegurándose de que el reo no estaba ya en la antecámara, salió a su vez el sustituto del procurador
del rey, y se encaminó apresuradamente hacia la casa de su prometida.
Capitulo octavo
El castillo de If
Al atravesar la antecámara, el comisario de policía hizo una seña a dos gendarmes, que en seguida se
colocaron a la derecha y a la izquierda de Dantés. Abrióse una puerta que conducía desde la habitación
del procurador del rey al tribunal de Justicia, y echaron por uno de esos pasadizos sombríos que hacen
temblar a los que por ellos pasan, aunque no tengan por qué temblar.
Así como el despacho de Villefort comunicaba con el tribunal de Justicia, éste comunicaba con la
cárcel, edificio sombrío pegado al palacio. Por todas sus ventanas y balcones se ve el famoso campanario
de los Acoules, que se eleva enfrente.
Tras haber andado un sinnúmero de corredores, vio Dantés abrirse una puerta con un candado de hierro,
como en respuesta a tres golpes que dio el comisario con un martillo de hierro, y que sonaron lúgubremente
en el corazón del preso. Recelaba éste en entrar; pero los dos gendarmes le empujaron
ligeramente, y la puerta volvió a cerrarse. Ya respiraba otro aire, pesado y mefítico: ya estaba en los
calabozos.
Se le condujo a uno, aunque decente, bien guardado de barrotes y cerrojos; pero su aspecto no era para
infundir serios temores. Por otra parte, las palabras del sustituto del procurador del rey, que habían
parecido tan sinceras a Dantés, resonaban en sus oídos todavía como una promesa de esperanza.
Eran las cuatro cuando Dantés entró en su prisión, de manera que la noche llegó muy pronto. Corría,
como hemos dicho, el primero de marzo.
Falto de empleo el sentido de la vista, se le aumentó grandemente el del oído. Creyendo que venían a
ponerle en libertad al rumor más leve, se levantaba al punto encaminándose a la puerta; pero bien pronto
el rumor se perdía en otra dirección, y el preso volvía a caer desesperado sobre su banquillo.
A las diez de la noche, en fin, cuando iba ya perdiendo toda esperanza le pareció que un nuevo ruido se
acercaba en efecto a su prisión. Y así fue. Oyéronse en el corredor unos pasos, que junto a su puerta
cesaron; giró una llave, rechinaron los cerrojos, la pesada puerta de encina se abrió, inundando de luz
deslumbradora la estancia.
Al resplandor veía Edmundo brillar los sables y las alabardas de cuatro gendarmes.
Había dado ya un paso hacia la puerta; pero se detuvo al ver aquel inusitado aparato militar.
-¿Venís a buscarme? -inquirió.
-Sí -respondió uno de los gendarmes.
-¿De parte del sustituto del procurador del rey?
-Eso es lo que creo.
-Estoy pronto a seguiros -lijo entonces Dantés.
Persuadido de que le buscaban de parte de Villefort, no tenía ningún recelo. Adelantóse, pues, con
rostro tranquilo y paso firme, y se colocó él mismo en medio de su escolta.
En la puerta de la calle esperaba un coche. Junto al cochero estaba sentado un guardia municipal.
-¿Es para mí ese carruaje? -preguntó Dantés.
-Para vos -respondió un gendarme-, subid.
Quiso Dantés hacer algunas observaciones; pero la portezuela se abrió, sintiéndose empujado para que
subiese, y como no tenía ni posibilidad ni intención de resistirse, hallóse al punto en el fondo del carruaje,
sentado entre dos gendarmes. Ocuparon los otros dos el asiento de la delantera, y el pesado vehículo se
puso en marcha, causando un ruido sordo y siniestro.
El preso dirigió sus ojos a las ventanillas, pero todas tenían rejas: no había hecho sino mudar de prisión;
solamente que ésta se mo vía, transportándole a un sitio de él ignorado. A través de los barrotes, tan
espesos que apenas cabía la mano entre ellos, reconoció Dantés que pasaban por la calle de la Tesorería, y
que bajaban al muelle por la calle de San Lorenzo y la de Taramis.
Luego, a través de la reja del coche, vio brillar las luces de la Consigna.
El carruaje se paró, apeóse el municipal y se acercó al cuerpo de guardia, de donde salió al punto una
docena de soldados que se pusieron en fila, viendo Dantés relucir sus fusiles al resplandor de los
reverberos del muelle.
-¿Se desplegará para mí ese aparato de fuerza militar? -murmuró para sus adentros.
Al abrir el municipal la portezuela, que estaba cerrada con llave, respondió a la pregunta de Dantés sin
pronunciar una sola palabra, porque pudo ver entonces entre las dos filas de soldados un como camino
preparado para él desde el carruaje al puerto.
Los dos gendarmes que ocupaban el asiento delantero bajaron los primeros, haciéndole a su vez
apearse, en lo que le imitaron luego los dos que llevaba al lado. Dirigiéronse hacia una lancha que un
aduanero de la marina sujetaba a la orilla con una cadena, mientras los soldados contemplaban al preso
con aire de estúpida curiosidad. Inmediatamente encontróse instalado en la popa, siempre entre los cuatro
gendarmes, y el municipal a la proa. Una violenta sacudida separó el barco de la orilla, y cuatro remeros
vigorosos lo enderezaron hacia el Pillón. A un grito de los remeros bajó la cadena que cierra el puente, y
se encontró Edmundo en lo que se llama el freón, es decir, fuera del puerto.
Al salir al aire libre el primer impulso del preso fue de alborozo, porque el aire significa libertad. Así,
pues, respiró a sus anchas esa brisa ligera que lleva en sus alas los dulcísimos a incomprensibles misterios
de la noche y del mar. Pronto, sin embargo, exhaló un suspiro, porque pasaba por delante de aquella
Reserva donde tan feliz había sido aquella misma mañana, antes de su prisión. Para mayor dolor, a través
de las luminosas rendijas de dos ventanas, los alegres rumores de un baile llegaban a sus oídos.
Dantés, con las manos puestas en actitud de orar, levantó los ojos al cielo.
El bote proseguía su camino, y pasada ya la Téte-de-More, hallá base enfrente de la columna del Faro,
donde dobló. Esta maniobra era incomprensible para Dantés.
-Pero ¿adónde me lleváis? -preguntó a uno de los gendarmes.
-Ahora lo sabréis.
-Pero...
-Nos está prohibido dar ninguna explicación.
Tenía Dantés mucho de soldado, y calló por parecerle cosa absurda el preguntar a hombres a quienes
estaba prohibido responder, y entonces las más bizarras fantasías cruzaron por su imaginación. Como en
tal barco era humanamente imposible hacer una larga travesía, y como no se veía ningún otro buque
anclado por aquellos alrededores, se imaginó que le iban a desembarcar en algún punto lejano de la costa,
diciéndole que estaba libre. Todo contribuía a reforzar con buenos agüeros esta imaginación. Ni estaba
atado, ni intentaron siquiera ponerle grillos. Luego, el sustituto, que tan bien le tratara, ¿no le había dicho
que con tal de que nunca pronunciase aquel nombre fatal de Noirtier nada le sucedería? Ante sus mismos
ojos, ¿no había quemado Villefort aquella carta peligrosa, única prueba que había contra él?
Decidióse, pues, a esperar mudo y pensativo. Sus ojos, acostumbra dos a las tinieblas como los de todo
marino, devoraban la oscuridad y el espacio.
Habían dejado a la derecha la isla de Ratonmeau con su faro, y bordeando la costa llegaban a la sazón a
la altura de los Catalanes. Aquí fueron dobles y devoradoras las miradas del preso; porque estaba cerca de
Mercedes, y a cada instante creía ver dibujarse entre las tinieblas de la orilla la forma indecisa y vaga de
una mujer.
¿Cómo el corazón no decía a Mercedes que pasaba su amado a trescientos pasos de ella?
Una luz solamente brillaba en los Catalanes. Al buscar Dantés la posición de esta luz, llegó a
comprender que alumbraba a su novia: Mercedes era, a no dudar, la única que velaba en la colonia. Con
un solo grito que él diera podía oírle y reconocerle.
Un falso amor propio le detuvo, sin embargo. ¿Qué dirían los gendarmes oyéndole gritar como un
demente?
Silencioso y con los ojos clavados en la luz quedó, mientras el barco proseguía su camino, sin pensar ni
en el barco ni en el camino, sino sólo en Mercedes.
Un accidente topográfico hizo que la luz se perdiese de vista. Volvióse Dantés al punto, y conoció que
la embarcación entraba en alta mar.
A pesar de la repugnancia que experimentaba Dantés en dirigir nuevas preguntas al gendarme,
acercándose a él, y tomándole una mano:
-Camarada -le dijo-, suplícoos por vuestra conciencia y a fuer de soldado que tengáis piedad de mí y
me respondáis. Yo soy el capitán Edmundo Dantés, francés bueno y leal, aunque acusado de no sé qué
traición. ¿Adónde me lleváis? Decídmelo, que os doy mi palabra de marino de resignarme a mi suerte.
El gendarme se rascó la oreja mirando a su camarada, que hizo un ademán como si dijese:
-A la altura en que nos hallamos creo que ya no hay peligro.
Y volviéndose el primero a Edmundo:
-¡Siendo marino y marsellés preguntáis adónde vamos! -le dijo.
-Sí, puesto que lo ignoro, palabra de honor.
-¿No sospecháis nada?
-No lo sospecho.
-Es imposible.
-Os lo juro por lo más sagrado. Contestadme en nombre del cielo.
-Pero la consigna...
-La consigna no os prohíbe decirme lo que yo sabré dentro de diez minutos, o tal vez antes. Con
decírmelo me ahorráis siglos de incertidumbre. Os lo pregunto como si fueseis mi amigo. Mirad: ni puedo
ni quiero moverme ni huir. ¿Adónde vamos?
-Si no estáis ciego, como hayáis salido alguna vez por mar de Marsella, podréis adivinarlo.
-Pues no acierto.
-Mirad a vuestro alrededor.
Púsose Dantés de pie, y mirando hacia donde el barco parecía dirigirse, distinguió en la oscuridad, a
cien toesas, la negra y descarnada roca en que campea como una esfinge el sombrío castillo de If.
Esta mole informe, esta prisión terrorífica que provee a Marsella de consejas y tradiciones lúgubres,
como Dantés no pensaba en ella, le hizo al distinguirla aquel efecto que el cadalso hace al que va a morir.
-¡Dios mío! -exclamó -. ¡El castillo de If! ¿Qué vamos a hacer allí?
El gendarme se sonrió.
-No se me conducirá allí para dejarme preso -prosiguió Dantés-, porque el castillo de If es una prisión
de Estado donde entran sólo los grandes criminales políticos. ¿Hay allí quizá jueces o magis trado?
-Yo supongo -dijo el gendarme- que no hay sino murallas de piedra, gobernador, carceleros y
guarnición. Ea, ea, amiguito, no os hagáis el sorprendido, que no parece sino que me agradecéis con
burlas mi complacencia.
Dantés apretó la mano del gendarme.
-¿Sospecháis que me llevan a encerrar al castillo de If?
-Es probable, camarada; pero no sé a qué viene el apretarme tanto la mano.
-¿Sin más formalidades? ¿Sin más averiguaciones?
-Las formalidades están cumplidas, y las averiguaciones hechas.
-¿De modo que a pesar de la promesa del señor de Villefort...?
-Ignoro si el señor de Villefort os ha prometido algo -dijo el gendarme-, pero sé que vamos al castillo
de If. ¡Eh! ¿Qué hacéis? ¡Camaradas, a mí!
Rápido como el rayo, Dantés había querido arrojarse al mar; pero los ojos infatigables y peritos del
gendarme lo habían adivinado, y cuatro brazos vigorosos le sujetaron cuando ya sus pies iban a abandonar
el suelo de la barca, después de lo cual volvió a caer en el fondo de ésta, rugiendo de cólera.
-¡Muy bien! -exclamó el gendarme poniéndole sobre el pecho una rodilla-. ¡Muy bien! ¡Así cumplís
vuestras palabras de marino! ¡Quién se fía de moscas muertas! Ahora, amiguito, si os movéis tan siquiera,
os soplo una bala en el cráneo. Falté a la primera parte de mi consigna, pero os juro que no faltaré a la
segunda.
Y Dantés sintió, en efecto, apoyado en su sien el cañón del mosquetón.
De momento estuvo tentado de hacer el movimiento que se le prohibía para acabar de una vez con
aquella serie de inesperadas desgracias; pero por lo mismo que eran inesperadas, no pudo creerlas duraderas,
y con esto, y con recordar las promesas de Villefort, y con parecerle indigna, preciso es decirlo,
aquella muerte a manos de un gendarme en el fondo de una lancha, volvió a su sitio primero, sollozando
de ira y retorciéndose las manos con furor.
Casi en el mismo instante hizo temblar el barco un choque violentísimo. Saltó uno de los remeros a la
roca en que acababa de tocar la proa; crujió una maroma enroscándose en una polea, y pudo comprender
Edmundo que había llegado al término del viaje y amarraban el bote.
En efecto, sus guardias, que le sujetaban a la vez por los brazos y por el cuello, obligáronle a levantarse
y a saltar a tierra, impeliéndole hacia los escalones que conducían a la ciudadela, mientras que el
municipal los seguía detrás con la bayoneta calada.
Ya no hizo Dantés vanas resistencias. Su lentitud en el andar más le producía la inercia que la
resistencia, y daba traspiés como un borracho. Veía escalonarse soldados por el camino; conoció que
subía una escalera que le obligaba a alzar los pies, y que entraba por una puerta, y que esta puerta se
cerraba detrás de él; pero todo maquinalmente, como a través de una nube, sin distinguir nada con
claridad. Ya ni siquiera veía el mar, esa fuente de dolores para los presos, que contemplan su espacio
afligidos por no poderlo salvar.
En un momento que hicieron alto, procuró Edmundo recogerse en sí mismo, y darse cuenta de su
situación. Miró en derredor, y vio que se encontraba en un patio cuadrado de altísimas paredes; oíase a lo
lejos el paso acompasado de los centinelas, y tal vez cuando pasaban al resplandor proyectado en los
muros por dos o tres luces que había dentro del castillo, veía brillar el cañón de sus fusiles.
Aguardaron allí como por espacio de diez minutos. Seguros de que ya no podría escapárseles, los
gendarmes habían abandonado a Dantés. Parecía que esperasen órdenes, órdenes que al fin llegaron.
-¿Dónde está el preso? -preguntó una voz.
-Aquí -respondieron los gendarmes.
-Que venga conmigo, voy a llevarle a su departamento.
-Id -dijeron los gendarmes a Dantés.
Siguió el preso a su guía, que, en efecto, le condujo a una sala casi subterránea, cuyas paredes negras y
húmedas parecía que sudasen lágrimas. Una especie de lámpara, de fétida grasa en vez de aceite, ardía
sobre un banco iluminando aquella mansión horrible. Con su luz pudo reconocer Dantés a su conductor,
carcelero subalterno, mal vestido y de mala facha.
-He aquí vuestro cuarto para esta noche -le dijo- Es ya tarde y el señor gobernador está acostado.
Cuando mañana se levante, según las órdenes que tenga, acaso os mudarán de domicilio. Mientras tanto,
aquí tenéis pan, agua en ese cántaro, y paja allí en un rincón. Es cuanto puede un preso desear. Buenas
noches.
Y antes de que Dantés hubiera pensado en contestar, antes que reparase dónde ponía el pan el carcelero,
antes que comprendiese dónde estaba el cántaro ni en qué rincón la paja, había el carcelero cogido la
lamparilla, y cerrando la puerta, le había robado aquella mezquina luz, que como la de un relámpago hizo
distinguir al preso las grasientas paredes de su calabozo.
Por consiguiente, encontróse solo, en silencio y oscuridad, mudo y triste como aquellas paredes cuyo
frío glacial helaba el sudor de su frente.
Cuando el primer albor de la aurora envió a aquel antro un poco de claridad, volvió el carcelero con
orden de dejarle en el mismo cala bozo. Dantés ni siquiera había mudado de sitio, cual si una mano de
hierro le hubiese clavado en él la víspera. In móvil y con la cabeza baja, notábasele una alteración
solamente: casi cubiertos los ojos por una hinchazón producida por la humedad.
Así había pasado toda la noche: de pie, sin dormir un solo instante.
Acercósele el carcelero, y aún dio en torno suyo algunas vueltas: pero parecía que Dantés no le veía. Al
fin le dio un golpecito en la espalda, que le hizo estremecer.
-¿Habéis dormido? -le preguntó el carcelero.
-No lo sé -respondió Dantés.
El carcelero le miró sorprendido.
-¿Tenéis hambre? -prosiguió.
-No lo sé -respondió de nuevo Dantés.
-¿Queréis algo?
-Quisiera ver al gobernador.
El carcelero se encogió de hombros y se marchó.
Siguióle Dantés con la vista, extendiendo los brazos a la puerta entreabierta, pero ésta se cerró de
repente.
Entonces su pecho se desgarró, por decirlo así, en un interminable sollozo. Corrieron a torrentes las
lágrimas que hinchaban sus pupilas; púsose de hinojos con la frente pegada al suelo, y a rezar por largo
rato, repasando en su imaginación toda su vida pasada, y preguntándose qué crimen había cometido en
aquella vida tan corta aún para me recer tan duro castigo, y así pasó todo el día.
Algunos bocados de pan y algunas gotas de agua fueron todo su alimento. Ora se sentaba absorto en sus
meditaciones, ora giraba en torno de su cuarto como una fiera enjaulada.
Una idea le atormentaba sobre todas. Durante la travesía, ignorando su destino, permaneció tranquilo a
inmóvil, cuando pudo muchas veces arrojarse al mar, donde gracias a que era gran nadador y buzo de los
más célebres de Marsella, hubiera escapado por debajo del agua a la persecución de los gendarmes, y
ganada la costa, huido a una isla desierta, con la esperanza de que algún navío genovés o catalán le
llevase a Italia o a España. Desde allí escribiría a Mercedes que viniera a reunirse con él. Ni por asomo le
inquietaba la miseria en ninguna parte del mundo a que fuese, pues los buenos marinos en todas son raros,
sin contar que hablaba el italiano como un toscano, y el español como un castellano viejo. De este modo,
pues, habría vivido libre y feliz con Mercedes y con su padre, que también se les juntaría, mientras en la
presente situación, encerrado en el castillo de If, sin esperanzas, ni aun el consuelo tendría de saber de su
padre y de Mercedes. ¡Y todo por haberse fiado de las palabras de Villefort! Motivo era para perder el
juicio.
A la misma hora de la mañana siguiente volvió el carcelero.
-¿Seréis ya más razonable? -le preguntó.
Dantés no le respondía.
-Vamos, valor -prosiguió aquél-. ¿Deseáis algo que yo pueda proporcionaros? Decidlo.
-Deseo ver al gobernador.
-¡Ea!, ya os dije que es imposible -repuso el carcelero con impaciencia.
-¿Por qué?
-Porque el reglamento no lo permite a los presos.
-¿Qué es lo que les permite, entonces?
-Que coman mejor, si lo pagan, que salgan a pasear y tal vez lean.
-Ni quiero leer, ni pasear, ni comer mejor. Sólo quiero ver al gobernador.
-Si me fastidiáis repitiéndome lo mismo -prosiguió el carcele ro-, no os traeré de comer.
-Pues me moriré de hambre, no me importa -dijo Dantés.
El acento de estas palabras dio a entender al carcelero que no sería el morir desagradable a Edmundo; y
como por cada preso tenía diez cuartos diarios sobre poco más o menos, calculando el déficit que su falta
le ocasionaría, respondió en tono más dulce:
-Escuchad: ese deseo es imposible; desechadlo, porque no hay ejemplo de que haya bajado una sola vez
el gobernador al calabozo de un preso; pero si os portáis cuerdamente se os concederá pasear, con lo que
acaso algún día veáis al gobernador, y entonces podréis hablar con él.
-Pero ¿cuánto tiempo -dijo Edmundo- tendré que esperar a que se presente esa ocasión?
-¡Diantre! -respondió el carcelero-: Un mes, tres meses, medio año o quizás un año entero.
-Eso es mucho -exclamó Dantés-. Quiero verle en seguida.
-No seáis terco; no os empeñéis en ese imposible, o antes de quince días os habréis vuelto loco.
-¿Lo creéis así? -dijo Dantés.
-Sí, loco; así es como empieza la locura. Aquí tenemos un ejemplar. Con el tema de ofrecer un millón
al gobernador si le ponía en libertad, ha perdido el seso un abate que antes que vinierais ocupaba este
calabozo.
-¿Y cuánto tiempo hace que salió de aquí?
-Dos años.
-¿En libertad?
-No, se le ha trasladado al subterráneo.
-Escucha -dijo Dantés-; yo no soy abate ni loco, que por desdicha tengo aún completo mi juicio...; voy
a hacerte una proposición.
-¿Cuál?
-No voy a ofrecerte un millón, porque no podría dártelo, pero sí cien escudos, como quieras el primer
día que vayas a Marsella llegar a los Catalanes con una carta mía, para una joven que se llama Mercedes...
¿Qué digo carta? Cuatro letras.
-Si se descubriera que había llevado esas cuatro letras, perdería mi destino, que vale mil libras anuales,
sin contar las propinas y la comida. ¿No será imbecilidad que yo aventure mil libras por trescientas?
-Pues oye, y tenlo presente -dijo Edmundo-. Si te niegas a avisar al gobernador de que deseo hablarle;
si te niegas a llevar mi carta a Mercedes, o siquiera a notificarle que estoy preso aquí, te esperaré el día
menos pensado detrás de la puerta, y cuando entres te romperé el alma con ese banco.
-¡Amenazas a mí! -exclamó el carcelero retrocediendo y poniéndose en guardia-. Por lo visto se os
trastorna el juicio. Como vos principió el abate: dentro de tres días estaréis como él, loco de atar. Por
fortuna hay subterráneos en el castillo de If.
Dantés cogió el banco y lo hizo girar en ademán amenazador.
-¡Está bien! ¡Está bien! -dijo el carcelero-; vos lo habéis querido. Voy a prevenir al gobernador.
-¡Enhorabuena! -respondió Dantés colocando el banco en su sitio, y sentándose con la cabeza baja y la
mirada vaga, como si realmente se hubiera vuelto loco.
Salió el carcelero, y un momento después volvió con cuatro soldados y un cabo.
-De orden del gobernador -les dijo -, llevad a este hombre a los calabozos del piso bajo.
-¿Al subterráneo? -preguntó el cabo.
-Al subterráneo: los locos deben estar con los locos.
Los cuatro soldados se apoderaron de Dantés, que los seguía sin ofrecer resistencia.
Bajaron quince escalones, y se abrió la puerta de un subterráneo, en el que entró murmurando:
-Tienen razón: los locos, con los locos.
La puerta se cerró y Dantés caminó hacia delante hasta tropezar con la pared: entonces se acurrucó
inmóvil en un ángulo, mientras sus ojos, acostumbrados a la oscuridad, comenzaban a distinguir los
objetos.
El carcelero tenía razón. Poco le faltaba a Dantés para perder el juicio.
Capítulo noveno
La noche de bodas
Como hemos dicho, Villefort tomó el camino de la plaza del GrandCours, y de la casa de la marquesa
de Saint-Meran, donde encontró a los convidados tomando café en el salón, después de los postres.
Renata le aguardaba con una impaciencia de que participaban todos, por lo que la acogida que tuvo fue
una exclamación general.
-¡Hola, señor corta-cabezas, columna del Estado, moderno Bruto realista! -exclamó uno de los
presentes-; ¿qué hay de nuevo?
-¿Nos amenaza quizás otro régimen del Terror? -preguntó otro.
-¿Ha salido de su caverna el ogro de Córcega? -añadió un tercero.
-Señora marquesa -dijo Villefort acercándose a su futura suegra-,vengo a suplicaros que me perdonéis.
La necesidad me obliga a dejaros... ¿Tendré el honor, señor marqués, de hablaros un instante en secreto?
-¿Tan grave es el asunto...? -murmuró la marquesa al notar la nube que ensombrecía el rostro de
Villefort.
-Tan grave que me obliga a despedirme de vos para una corta ausencia. ¡Mirad si será grave! -añadió
volviéndose a Renata.
-¿Vais a partir? -exclamó Renata, sin poder ocultar la emoción que le causaba esta noticia inesperada.
-¡Ay, señorita!, es necesario- respondió Villefort.
-¿Adónde vais? -preguntó la marquesa.
-Es un secreto, señora; sin embargo, si alguno de estos señores tiene algo que mandar para París, sepa
que un amigo mío, que está a sus órdenes, partirá esta misma noche.
Todos se mi raron unos a otros.
-¿No me habéis pedido una entrevista? -preguntó el marqués.
-Sí, pasemos, si os place, a vuestro gabinete.
El marqués cogió del brazo a Villefort y salió con él.
-Vamos, hablad, ¿qué es lo que ocurre? -exclamó el marqués cuando llegaron al gabinete.
-Cosas que creo de alta importancia, y que exigen que me traslade a París inmediatamente. Ante todo,
marqués, y perdonadme lo indis creto de la pregunta que os hago, ¿tenéis papel del Estado?
-Tengo en papel toda mi fortuna. Unos seiscientos o setecientos mil francos.
-Pues vendedlo, vendedlo en seguida, o de lo contrario os vais a ver arruinado.
-¿Cómo queréis que desde aquí lo venda?
-¿Verdad que tenéis un corresponsal banquero?
-Sí.
-Dadme una carta para él, encargándole que venda esos créditos sin perder tiempo. Quizá llegaré tarde.
-¡Diablo! -exclamó el marqués-; entonces no perdamos ni un minuto.
Y sentándose a la mesa se puso a escribir a su banquero una carta, encargándole que vendiera a
cualquier precio.
-Ahora que tengo esta carta -dijo Villefort guardándola cuidadosamente en su camera-, necesito otra.
-¿Para quién?
-Para el rey.
-¿Para el rey?
-Sí.
-Pero yo no me atrevo a escribir directamente a Su Majestad.
-Tampoco os la pido a vos, sino que os encargo que se la pidáis al señor de Salvieux. Es necesario que
me dé una carta que me ayude a llegar hasta el rey sin las formalidades y etiquetas que me harían perder
un tiempo precioso.
-Pero ¿no podría serviros el guardasellos de intermediario? Tiene entrada en las Tullerías a todas horas.
-Sí, mas no quiero partir con otro el mérito de la nueva de que soy portador. ¿Comprendéis? El
guardasellos se lo apropiaría todo, hasta mi parte en los beneficios. Baste, marqués, con esto que digo. Mi
fortuna está asegurada si llego antes que nadie a las Tullerías, porque voy a prestar al rey un servicio que
jamás podrá olvidar.
-En ese caso, amigo mío, id a hacer vuestros preparativos, mientras hago yo que Salvieux escriba esa
carta.
-No perdáis tiempo. Dentro de un cuarto de hora tengo que estar en la silla de postas.
-Haced parar el carruaje en la puerta.
-Me disculparéis, ¿no es verdad?, con la señora marquesa y con Renata, a quien dejo en ocasión tan
grata con el más profundo sentimiento.
-En mi gabinete las encontraréis a la hora de vuestra partida.
-Gracias mil veces. No olvidéis la carta.
El marqués llamó y poco después se presentó un lacayo.
-Decid al conde de Salvieux que le espero aquí. Ya podéis iros -continuó el marqués dirigiéndose a
Villefort.
-Bueno; al instante estoy de regreso.
Y Villefort salió de la estancia apresuradamente; pero ocurriósele al llegar a la calle que un sustituto del
procurador del rey podría ocasionar la alarma de un pueblo con que se le viese andar muy de prisa.
Volvió, pues, a su paso ordinario, que era en verdad, digno de un juez.
Junto a la puerta de su casa parecióle distinguir una cosa como un fantasma blanco que le esperaba
inmóvil.
Era la linda catalana, que al no tener noticias de Edmundo, iba a enterarse por sí misma de la causa del
arresto de su amante.
Al acercarse Villefort salióle al paso, destacándose de la pared en que se apoyaba. Como Dantés le
había hablado ya de su novia, nada tuvo que hacer Mercedes para que la reconociera. Villefort, sorprendido
de la belleza y dignidad de aquella mujer, y cuando le preguntó el paradero de su amado, le pareció
que él era el acusado y ella el juez.
-El hombre de quien habláis -dijo Villefort - es un gran criminal, y en nada puedo favorecerle, señorita.
Mercedes lanzó un gemido, y detuvo a Villefort al ver que éste intentaba proseguir su camino.
-Pero decidme al. menos dónde está, para que pueda siquiera in formarme de si vive aún o ha muerto.
-Ni lo sé, ni eso me atañe a mí -respondió Villefort.
Y molestado por aquellos ojos penetrantes y aquel ademán de súplica, rechazó Villefort a Mercedes, y
entró en su casa cerrando apresuradamente la puerta y dejando a la joven entregada al dolor y a la
desesperación.
Pero el dolor no se deja rechazar tan fácilmente. Parecido a la fle cha mortal de que habla Virgilio, el
hombre herido por él lo lleva siempre consigo.
Aunque había cerrado la puerta, al llegar Villefort a su gabinete sintió que sus piernas flaqueaban, y
lanzando, más que un suspiro, un sollozo, dejóse caer en un sillón.
Entonces brotó en el fondo de aquel pecho enfermo el primer germen de una úlcera mortal. Aquel
hombre sacrificado a su ambición, aquel inocente que pagaba culpas de su propio padre, apareciósele
pálido y amenazador, acompañado de su novia, pálida como él, y seguido del remordimiento, no del
remo rdimiento que hace enloquecer al que lo sufre como en los antiguos sistemas fatalistas, sino de ese
sordo y doloroso golpear sobre el corazón, que a veces nos hiere como el recuerdo de un crimen casi
olvidado, herida cuyos dolores ahondan la llaga que nos conduce a la muerte.
El alma de Villefort todavía vaciló un instante. Había pronunciado muchas sentencias de muerte sin
otra emoción que la de la lucha mo ral del juez con los reos; y aquellos reos ajusticiados gracias a su terrible
elocuencia, que convenció al jurado y a los jueces, no puso en su frente una sola arruga, porque
aquellos hombres eran criminales, por lo menos en la opinión del sustituto. Mas ahora variaba la cuestión;
acababa de aplicar la reclusión perpetua a un inocente que iba a ser feliz, arrebatándole la felicidad y
además la libertad; ya no era juez, era verdugo. Y al pensar en esto empezaba a sentir ese sordo golpear
que hemos descrito, desconocido de él hasta entonces; oído en el fondo de su corazón, llenando su mente
de quimeras. De este modo un dolor instintivo y violento notifica a los que sufren que no deben sin
temblar poner el dedo en sus llagas antes que se cicatricen.
Pero la de Villefort era de esas que no se cicatrizan nunca, o que se cierran aparentemente para volver a
abrirse más enconadas y dolorosas.
Si en esta situación la dulce voz de Renata le hubiera recomendado clemencia; si entrara la bella
Mercedes a decirle: “En nombre de Dios que nos ve y nos juzga, devolvedme a mi prometido” ¡Oh!, sí,
aquella voluntad doblegada al cálculo hubiese cedido, y sin duda con sus manos frías, a riesgo de perderlo
todo, hubiera firmado inmedia tamente la orden de poner a Dantés en libertad; sin embargo, nin guna voz
le habló al oído, ni se abrió la puerta sino para el criado que vino a anunciarle que los caballos estaban ya
enganchados a la silla de posta.
El sustituto se levantó, o mejor dicho, saltó de la silla como aquel que triunfa de una lucha secreta, y
corriendo a su bufete puso en sus bolsillos todo el oro que encerraban sus cajones. Luego dio por la estancia
dos o tres vueltas con las manos en la frente, articulando palabras sin sentido, hasta que los pasos
del ayuda de cámara que venía a ponerle la capa, le sacaron de su éxtasis, y lanzándose al carruaje ordenó
lacónicamente que parara en la calle de Grand-Cours, en casa del marqués de Saint-Meran.
El infortunado Dantés estaba condenado.
Como le había prometido el señor de Saint-Meran, Renata y la marquesa estaban en su gabinete. Al ver
a la joven tembló el sustituto: porque pensaba que le pediría de nuevo la libertad del preso; pero, ¡ay!, que
es forzoso decirlo para afrenta de nuestro egoísmo, la linda joven sólo pensaba en una cosa: en el viaje
que Villefort iba a emprender.
Le amaba, y Villefort iba a partir en el mismo instante en que habían de enlazarse para siempre, y sin
anunciar cuándo volvería. En vez de compadecer a Edmundo, Renata maldijo al hombre que con su
crimen la separaba de su amado.
¿Qué era entretanto de Mercedes?
La pobre había encontrado a Fernando en la esquina de la calle de la Logia, a Fernando, que había
seguido sus huellas, y volviendo a los Catalanes se arrojó en su lecho moribunda y desesperada. De
rodillas y acariciando una de sus heladas manos, que Mercedes no pensaba en retirar, Fernando la cubría
de ardientes besos, ni siquiera sentidos de ella.
Así transcurrió la noche. Cuando no tuvo aceite se apagó la lámpara; pero Mercedes no advirtió la
oscuridad, como no había advertido la luz. Hasta la aurora vino sin que ella la advirtiese.
El dolor había puesto en sus ojos una venda que no la dejaba ver más que a Edmundo.
-¡Ah! ¿Estáis aquí? -exclamó al fin volviéndose a Fernando.
-Desde ayer no os he abandonado un momento -respondió éste lanzando un suspiro.
El señor Morrel, por su parte, no se había desanimado: supo que Dantés, después de su interrogatorio,
fue conducido a una prisión, y entonces corrió a casa de todos sus amigos, y con todas aquellas personas
de Marsella que gozaban de alguna influencia; pero ya corría el rumor de que Dantés había sido preso por
agente bonapartista, y como en esa época hasta los visionarios tenían por insensatez cualquier tentativa de
Napoleón para recobrar su trono, el buen Morrel, acogido con frialdad de todos, regresó a su casa
desesperado, aunque confesando que el lance era crítico, y que nadie podría dis minuir su gravedad.
Caderousse también se había inquietado mucho por su parte. En lugar de revolver el mundo como
Morrel, en vez de hacer algo por Edmundo, encerróse con dos botellas en su cuarto, a intentó ahogar su
inquietud por medio de la embriaguez.
Pero en la situación moral en que se hallaba era poco dos botellas para hacerle perder el juicio. Lo
perdió, sin embargo, lo suficiente para impedirle que fuese a buscar más vino, y demasiado poco para
borrar sus recuerdos; con lo que, puesta la cabeza entre las manos sobre la mesa coja, y al lado de sus dos
botellas, se quedó como si dijé ramos entre dos luces, viendo danzar a la de su candil aquellos espectros de
que ha henchido Hoffman sus libros empapados en ron.
Danglars era el único que no estaba inquieto ni atormentado, sino más bien alegre, por haberse vengado
de un enemigo, asegurando en El Faraón su empleo que temía perder. Danglars era uno de esos hombres
calculistas que nacen con una pluma detrás de la oreja y un tintero por corazón. Para él todas las cosas del
mundo eran sumas o restas, y un número de más importancia que un hombre, cuando el número podía
aumentar la suma que el hombre podía disminuir.
Danglars se había acostado a la hora de costumbre y durmió tranquilamente.
Después de recibir Villefort la carta del señor Salvieux, y besado a Renata en las dos mejillas y en la
mano a la marquesa de Saint-Meran, y de despedirse del marqués con un apretón de manos, corría la
posta por el camino de Aix.
El padre de Dantés se moría de dolor y de inquietud.
En cuanto a Edmundo, ya sabemos cuál era su suerte.
Capítulo diez
El gabinete de las Tullerías
Dejemos entretanto a Villefort camino de París, gracias a ir derramando dinero, y atravesando los dos o
tres salones que le preceden, penetremos en aquel gabinetito ovalado de las Tullerías, famoso por haber
sido la estancia favorita de Napoleón, de Luis XVIII y de Luis Felipe.
Sentado a una mesa, que procedía de Hartwel, y que por una de esas manías comunes a los altos
personajes tenía en particular estimación, el rey Luis XVIII escuchaba distraído a un hombre de cincuenta
a cincuenta y dos años, cabello cano y continente aristocrático y pulcro.
Sin dejar de escucharle iba haciendo anotaciones en el margen de un volumen de Horacio, de. la
edición de Griphins, que aunque incorrecta es la más estimada, y que se prestaba mucho a las sagaces
observaciones filosóficas del rey.
-¿Decíais, pues, caballero...? -murmuró el rey.
-Que estoy muy inquieto, señor.
-¿De veras? ¿Habéis visto acaso en sueños siete vacas gordas y siete flacas?
-No, señor, pues esto anunciaría solamente siete años de abundancia y otros siete de hambre, que con
un rey tan previsor como Vuestra Majestad no se deben de temer.
-Pues ¿qué otros cuidados os apenan, mi querido Blacas?
-Creo, señor, y lo creo fundamentalmente, que se va formando una tempestad hacia el lado del
Mediodía.
-Y bien, mí querido conde -respondió Luis XVIII-; os creo mal informado, y sé positivamente que hace
muy buen tiempo allá abajo.
Aunque hombre de talento, Luis XVIII gustaba a veces de burlarse.
-Señor -dijo el señor de Blacas-, aunque no fuese sino para tranquilizar a un fiel servidor, ¿no podría
Vuestra Majestad enviar al Languedoc, a la Provenza y al Delfinado hombres fíeles que informa ran sobre
la situación política de aquellas tres provincias.
-Canimus surdis -respondió el rey, prosiguiendo en sus notas a Horacio.
-Señor -repuso el cortesano, sonriéndose para dar a entender que comprendía el hemistiquio del poeta
de Venusa-; señor, Vuestra Majestad puede confiar en el espíritu público reinante en Francia; pero yo
creo tener también mis razones para temer alguna tentativa desesperada.
-¿De quién?
-De Bonaparte, o por lo menos, de sus partidarios.
-Mí querido Blacas -dijo el rey-, vuestros temores no me dejan trabajar.
-Y vos, señor, con vivir tan tranquilo, me quitáis el sueño.
-Esperad, esperad. Se me ocurre una excelente nota acerca de aquello del Pastor cum traheret. Ya
continuaréis luego.
Hobo un momento de silencio, durante el cual Luis XVIII escribió con una letra todo lo microscópica
que pudo, una nota nueva al margen de su Horacio, y dijo luego, levantándose con la satisfacción del que
se imagina haber concebido una idea, cuando no ha hecho sino comentar las de otro:
-Proseguid, querido conde, proseguid.
-Señor -dijo Blacas, que por un momento abrigó la esperanza de explotar a Villefort en su favor-,
obligado me veo a deciros que no son simples rumores lo que sin fundamento me inquieta. Un hombre
merecedor de mi confianza, un hombre de saber, a quien he dado el encargo de vigilar el Mediodía (el
conde vaciló al pronunciar estas palabras), llega en posta en este mismo instante a decirme: «El rey está
amenazado de un gran peligro.» Por eso he venido a advertiros, señor.
-Mala ducis avi domum -continuó anotando Luis XVIII.
-¿Me ordena Vuestra Majestad que no insista en eso otra vez?
-No, mi querido conde, pero alargad la mano.
-¿Cuál?
-La que queráis..., ahí a la izquierda...
-¿Aquí, señor?
-Dígoos que a la izquierda y buscáis a la derecha... guise decir a mi izquierda. Hallaréis ahí un informe
del ministro de policía con fecha de ayer. Pero, ¡calla!, aquí aparece en persona el señor Dandré... ¿No
habéis dicho que era el señor Dandré? --exclamó Luis XVIII dirigiéndose al ujier, que en efecto acababa
de anunciar al ministro de la policía.
-Sí, señor, el barón de Dandré-repuso el ujier.
-Justamente -repuso Luis XVIII con imperceptible sonrisa-. Entrad, barón, entrad, y decid al duque lo
que sepáis más reáente del señor de Bonaparte. No disimuléis la gravedad de la situación, si la tiene, sea
lo que fuere... Veamos: ¿es en efecto la isla de Elba un volcán pronto a vomitar sobre nosotros las llamas
de la guerra: bella, horrida bella?
El señor Dandré pavoneóse con gracia, apoyando las manos en el respaldo de un sillón, y contestó:
-¿Se ha dignado Vuestra Majestad pasar los ojos por mi informe de ayer?
-Sí, sí, pero decídselo al conde, decidle lo que reza este informe, que no puede encontrar. Explicadle lo
que hace el usurpador en su isla.
-Señor -dijo el barón al conde-, todos los vasallos de Su Majestad deben de regocijarse con las noticias
que tenemos de la isla de Elba. Bonaparte...
Y el señor Dandré fijó los ojos en Luis XVIII, que, ocupado en escribir una nota, no levantó la cabeza.
-Bonaparte -continuó el barón- se aburre mucho, y pasa los días de sol a sol viendo trabajar a los
mineros de Porto-Longonne.
-Y se rasca para distraerse -añadió el monarca.
-¿Se rascal -preguntó el conde-; ¿qué quiere decir Vuestra Majestad?
-¿Olvidáis, mi querido conde, que ese coloso, ese héroe, ese semidiós sufre de una enfermedad cutánea
que le consume?
-Y hay más, señor conde -continuó el ministro de policía-: estamos casi seguros de que dentro de poco
tiempo estará loco,
-¿Loco?
-De remate: su cabeza se debilita. Tan pronto llora a mares como ríe a carcajadas. Otras veces se pasa
las horas muertas arrojando al agua piedrecitas, y al verlas rebotar en la superficie se queda tan satisfecho
como si hubiera ganado otro Marengo a otro Austerlitz. No me negaréis que éstos son síntomas de locura.
-O de sobrado juicio, señor barón -dijo Luis XVIII riendo-; arrojando piedrecitas a la mar se solazaban
los grandes capitanes del tiempo antiguo. Leed si no en Plutarco la vida de Escipión el Africano.
A la vista de estos dos hombres tan tranquilos, el señor de Blacas vaciló unos instantes; porque
Villefort no había querido decirle todo lo que sabía, sino lo que bastaba a alarmarle, para no perder todo
el valor de su secreto.
-Vamos, vamos, Dandré --dijo Luis XVIII-, Blacas aún no está convencido. Contadle la conversión del
usurpador.
El ministro de policía se inclinó.
-¿Conversión del usurpador? -murmuró el conde mirando al rey y a Dandré-. ¿El usurpador se ha
convertido?
-Del todo, querido conde.
-Pero ¿a qué?
-A los buenos principios. Vamos, explicádselo, barón.
-Escuchad, pues... -dijo el ministro con mucha gravedad-. Hace unos días, ha pasado Napoleón una
revista, en que dos o tres de sus viejos gruñones, como él los llama, manifestaron deseos de volver a
Francia, en lo que consintió exhortándoles a servir a su buen rey. Tales fueron sus propias palabras, señor
conde, lo sé de buena tinta.
-Y ahora, Blacas, ¿qué diréis? -exclamó el triunfante monarca dejando de compulsar el volumen que
tenía abierto delante de él.
-Digo, señor, que o el ministro de policía o yo nos equivocamos; peso como es imposible que el
equivocado sea él, que tiene el cargo de velar por Vuestra Majestad, es más probable que yo lo sea. No
obstante, señor, yo en lugar vuestro interrogaría por mí mismo a la persona que aludo; y por mi parte
insistiré en que siga Vuestra Majestad este consejo.
-Enhorabuena, conde. Presentádmelo y lo recibiré; pero con las armas en la mano. Señor ministro,
¿tenéis algún parte de fecha más moderna que éste, que es del 20 de febrero y estamos a 3 de marzo?
-No, señor; pero lo estaba esperando de un momento a otro, cuando salí esta mañana, y es posible que
haya llegado durante mi ausencia.
-Id, pues, a la prefectura, y si no ha llegado..., ejem..., ejem... -dijo riendo Luis XVIII-, inventad uno.
¿Sería la primera vez...? ¿Eh?
-¡Oh, señor! --dijo el ministro-, a Dios gracias, nada hay que inventar en cuanto a eso; porque todos los
días nos llueven denuncias, y muy detalladas, de infelices que creen hacer un servicio y esperan que se les
pague. La mayor parte ven visiones; pero esperan que la casualidad las convierta hoy o mañana en
realidad.
-Está bien, id, y tened en cuenta que os espero -dijo el rey Luis XVIII.
-No haré sino it y volver. Antes de diez minutos estoy de vuelta.
-Yo, señor, voy en busca de mi mensajero -dijo el señor de Blacag.
-Aguardad, aguardad un instante -respondió Luis XVIII-. A decir verdad, conde, debo cambiaros las
armas del escudo: pondréis desde ahora un águila volando con una presa entre sus garras que pugna en
vano por escapársele, y esta divisa: Tenax.
-Ya escucho, señor-dijo impaciente el señor de Blacas.
-Quería consultaros sobre este pasaje: Molli fugies anhelitu..., ya sabéis..., se trata del ciervo que huye
del lobo. ¿No sois cazador, y de lobos? Entonces, ¿qué os parece el molli anhelitu?
-¡Admirable, señor!, pero mi hombre es como el ciervo de que habláis. En tres días escasos ha recorrido
doscientas veinte leguas, en silla de posta.
-Buena tontería, cuando el telégrafo sin cansarse nada gasta tres o cuatro horas solamente.
-¡Ah, señor!, qué mal pagáis a ese pobre joven, que viene tan apresurado a dar a Vuestra Majestad un
aviso útil. Aunque no sea sino por el señor de Salvieux que me lo recomienda, os ruego que le recibáis
bien.
-¿El señor de Salvieux, el chambelán de mi hermano?
-El mismo.
-Está efectivamente en Marsella.
-Desde allí me ha escrito,
-¿Os habla también de esa conspiración?
-No; pero me recomienda al señor de Villefort, encargándome que le traiga a la presencia de Vuestra
Majestad.
-¡El señor de Villefort! -exclamó el rey-. ¿Ese mensajero es el señor de Villefort?
-Sí, señor.
-¿Y es el que viene de Marsella?
-En persona.
-¿Por qué no me dijisteis su nombre desde un principio? -exclamó el rey, cuyo semblante reflejó de
repente cierto aire de in quietud.
-Creía que os era desconocido.
-No, no, Blacas; es un hombre de talento, de miras elevadas y sobre todo ambicioso. Me parece que vos
conocéis de nombre a su padre.
-¿A su padre?
-Sí, a Noirtier.
-¿Noirtier, el girondino? ¿Noirtier, el senador?
-Exacto.
-¡Y Vuestra Majestad emplea al hijo de semejante hombre!
-Blacas, amigo mío, vos no sabéis vivir. ¿No os dije que Villefort es ambicioso? Por medrar sacrificará
hasta a su padre.
-Conque ¿le traigo?
-En seguida, en seguida... ¿Dónde está?
-Debe de esperarme abajo, en su carruaje.
-Id a buscarle.
-Voy en seguida.
El conde salió de la cámara con la rapidez de un joven, porque su sincero realismo le prestaba el ardor
propio de los veinte años, y se
quedó Luis XVIII solo, volviendo a hojear el libro entreabierto y murmurando:
Justum et tenacem propositi virum.
Con la misma rapidez volvió el señor de Blacas; pero en la antecámara se vio obligado a invocar la
autoridad del rey, porque el traje empolvado y no conforme a la etiqueta de Villefort alarmó al señor de
Brezé, que no comprendía cómo un hombre pudiera atreverse a presentarse al rey de aquella manera.
Pero el conde allanó todos los obstáculos con esta sola frase: Por orden de Su Majestad; y a pesar de
cuantas reflexiones hizo el maes tro de ceremonias, penetró Villefort en la cámara regia.
El rey se hallaba sentado donde le dejara Blacas, por lo que al abrir la puerta Villefort hallóse frente a
frente del monarca. En el primer momento, el joven magistrado se detuvo, titubeando.
-Entrad, señor de Villefort -le dijo el rey-, entrad.
Saludó el sustituto adelantándose algunos pasos y esperando que le interrogaran.
-Señor de Villefort -continuó Luis XVIII-, asegura el señor de Blacas que tenéis que hacernos
importantes revèlaciones.
-Señor, el conde tiene razón, y espero que Vuestra Majestad se la dará también por su parte.
-Pero, ante todo, decidme, ¿es en vuestra opinión el mal tan gra ve como me lo quieren hacer creer?
-Señor, yo lo creo gravísimo, pero no irreparable, merced a mis precauciones. Así lo espero.
-Hablad, hablad todo lo que queráis, caballero -dijo el rey, que empezaba a contagiarse del temor del
señor Blacas y del que revelaba también la voz de Villefort-; hablad y, sobre todo, comenzad por el
principio, porque me gusta el orden en todas las cosas.
-Señor -dijo Villefort-, haré a Vuestra Majestad una relación muy fiel del asunto; pero suplicándole de
paso que disculpe la oscuridad que acaso ponga en mis palabras mi presente turbación.
Una mirada del rey después de este exordio insinuante, aseguró a Villefort de que se le escuchaba con
benevolencia.
-Señor -continuó-, he venido a París con toda la celeridad posible, a anunciar a Vuestra Majestad que
en el ejercicio de mis funciones he descubierto, no una de esas conspiraciones vulgares a insignificantes,
como las que se urden todos los días, así por el ejército como por las gentes del pueblo, sino una
verdadera conspiración que amenaza nada menos que al trono de Vuestra Majestad. Señor, el usurpador
se ocupa en armar tres navíos: medita un proyecto, insensato quizá, pero por esto mismo, terrible. En
estos momentos debe de
haber salido de la isla de Elba, ignoro en qué dirección, pero seguramente intentará un desembarco en
Nápoles, en las costas de Toscana, o quizás en nuestro mismo suelo. Vuestra Majestad no ignora que el
soberano de la isla de Elba mantiene aún relaciones con Italia y con Francia.
-Sí, lo sé, caballero -dijo el rey muy conmovido-, y hace poco nos avisaron de que en la calle de
Santiago se efectuaban reuniones bonapartistas. Pero continuad, os lo ruego. ¿Cómo obtuvisteis esas
noticias?
-Son el resultado de un interrogatorio que hice a un hombre de Marsella a quien de mucho tiempo atrás
vigilaba. Le hice prender el mismo día de mi marcha. Aquel hombre, marino revoltoso, y bonapartista
acérrimo, ha ido a la isla de Elba secretamente, donde el gran mariscal le encargó una misión verbal para
cierto bonapartista de París, cuyo nombre no he podido arrancarle: esta misión se reducía a encargar al
bonapartista que preparase los ánimos a una restauración (tened presente, señor, que copio el
interrogatorio), restauración que no puede menos de estar próxima.
-¿Y qué ha sido de ese hombre? -preguntó Luis XVIII.
-Está preso, señor.
-Así, pues, ¿os parece tan grave el asunto?
-Tan grave, señor, que la primera noticia me sorprendió en una fiesta de familia, el día de mi boda, y lo
he abandonado todo en el mismo momento para venir a demostrar a Vuestra Majestad mis temo res y mi
adhesión.
-Es cierto -dijo Luis XVIII-. ¿No existía un proyecto de matrimonio entre vos y la señorita de
Saint-Meran?
-Hija de uno de los más fieles servidores de Vuestra Majestad.
-Sí, sí; pero volvamos a ese complot, señor de Villefort.
-Temo que sea más que un complot, una conspiración.
-Una conspiración en estos tiempos -repuso sonriendo Luis XVIII-, es cosa muy fácil de proyectar,
pero difícil de llevar a cabo, porque restablecidos como quien dice ayer en el trono de nuestros abuelos,
estamos amaestrados por el presente, por el pasado y para el porvenir. De diez meses a esta parte redoblan
mis ministros su vigilancia en el litoral del Mediterráneo. Si desembarcara Napoleón en Nápoles, antes de
que llegase a Piombino, se levantarían en masa los pueblos coaligados; si desembarca en Toscana, aquel
país es su enemigo; si en Francia, ¿quién le seguiría?: un puñado de hombres, y fácilmente le haríamos
desistir de su intento, mayormente cuando tanto le aborrece el pueblo. Tranquilizaos pues, caballero; mas
no por eso estéis menos seguro de nuestra real gratitud.
-Aquí está el señor barón de Dandré -exclamó en esto el conde de Blacas.
En efecto, en este mismo instante asomaba en la puerta el ministro de policía, pálido y tembloroso: sus
miradas vacilaban como si estuviese a punto de desmayarse.
Villefort dio un paso para salir; pero le retuvo un apretón de manos del señor de Blacas.
Capítulo once
El ogro de Córcega
Al contemplar aquel rostro tan alterado, el rey Luis XVIII re chazó violentamente la mesa a que estaba
sentado.
-¿Qué tenéis, señor barón? -exclamó -. ¡Estáis turbado y vacilante! ¿Tiene alguna relación eso con lo
que decía el conde de Bla cas, y lo que acaba de confirmarme el señor de Villefort?
Por su parte el conde de Blacas se acercó también al barón; pero el miedo del cortesano impedía el
triunfo del orgullo del hombre. En efecto, en aquella sazón era más ventajoso para él verse humillado por
el ministro de policía, que humillarle en cosa de tanto interés.
-Señor... -balbució el barón.
-Acabad -dijo Luis XVIII.
Cediendo entonces el ministro de policía a un impulso de desesperación, corrió a postrarse a los pies
del rey, que dio un paso hacia atrás frunciendo las cejas.
-¿No hablaréis? -dijo.
-¡Oh, señor! ¡Qué espantosa desgracia! ¿No soy digno de lástima? Jamás me consolaré.
-Caballero -dijo Luis XVIII-, os mando que habléis.
-Pues bien, señor, el usurpador ha salido de la isla de Elba el 26 de febrero, y ha desembarcado el 1 de
marzo.
-¿Dónde? -preguntó el rey vivamente.
-En Francia, señor, en un puertecillo cercano a Antibes, en el golfo Juan.
-¡Cómo! El usurpador ha desembarcado en Francia, cerca de Antibes, en el golfo Juan, a doscientas
cincuenta leguas de París el día 1 de marzo, y hasta hoy, 3, no sabéis esta noticia... ¡Eso es imposible,
caballero! Os han informado mal o estáis loco.
-¡Ay, señor! Ojalá fuera como decís.
Hizo Luis XVIII un inexplicable gesto de cólera y de espanto, levantándose de repente como si este
golpe imprevisto le hiriese a la par en el corazón y en el rostro.
-¡En Francia! -exdamó-. ¡El usurpador en Francia!, pero ¿no se vigilaba a ese hombre? ¿Quién sabe si
estarían de acuerdo con él?
-¡Oh, señor! --exclamó el conde de Blacas-, a una persona como el barón de Dandré no se le puede
acusar de traición. Todos estábamos ciegos, alcanzando también nuestra ceguera al ministro de policía.
Este es todo su crimen.
-Pero... -dijo Villefort, y repuso al momento reportándose-. Perdón, señor, perdón, mi celo me hace
audaz. Dígnese Vuestra Majestad excusarme.
-Hablad, caballero, hablad libremente -contestó el rey Luis XVIII-. Ya que nos habéis prevenido del
mal, ayudadnos a buscarle el remedio.
-Todo el mundo, señor, aborrece a Bonaparte en el Mediodía; paréceme que si osa penetrar en su
territorio, fácilmente se logrará que la Provenza y el Languedoc se subleven contra él.
-Sin duda -dijo el ministro-; pero viene por Gap y Sisteron.
-¡Viene! -exclamó Luis XVIII-. ¿Viene a París?
El silencio del ministro equivalía a una confesión.
-¿Y creéis, caballero, que podamos sublevar el Delfinado como la Provenza? -preguntó el rey a
Villefort.
-Lamento infinito, señor, decir a Vuestra Majestad una verdad cruel; pero las opiniones del Delfinado
son muy diferentes de las de la Provenza y el Languedoc. Los montañeses, señor, son bonapartistas.
-Vamos -murmuró Luis XVIII-, bien sabe lo que se hace. ¿Y cuántos hombres tiene?
-Señor, me es imposible decirlo a Vuestra Majestad porque lo ignoro-dijo el ministro de policía.
-¡No lo sabéis! ¿No os habéis informado de esta circunstancia? En verdad que no es importante -añadió
el rey con una sonrisa irónica.
-No pude informarme, señor. El despacho anunciaba solamente el desembarco y el camino que trae el
usurpador.
-¿Por qué medio habéis recibido ese despacho?
El ministro bajó la cabeza, y el bochorno se pintaba en su semblante.
-Por el telégrafo, señor -dijo Dandré.
Luis XVIII dio un paso hacia atrás cruzándose de brazos, como Napoleón hubiera hecho, y dijo pálido
de cólera:
-¡Conque una coalición de siete ejércitos ha derrocado a ese hombre, conque un milagro de Dios me ha
restituido el trono de mis padres tras veintitrés años de exilio, conque he estudiado, sondeado y analizado
en ese destierro los hombres y las cosas de esta Francia, mi tierra de promisión, para que, al llegar al goce
de mis anhelos, el mismo poder de que dispongo se escape de mis manos para aniquilarme!
-Señor, es la fatalidad... -murmuró el ministro, aplastado por aquellas abrumadoras palabras.
-¿De modo que es verdad lo que murmuraban nuestros enemi gos? ¿Nada hemos aprendido? ¿Nada
hemos olvidado? Si me vendie sen como a él le vendieron, me consolaría; pero estar rodeado de personas
encumbradas por mí, que deben velar por mí, con más cuidado que por ellas mismas, porque mi fortuna
es su fortuna, porque no eran nada antes que yo subiese al trono, porque nada serán si yo caigo, y caer, y
por torpeza, y por incapacidad. ¡Ah! ¡Cuánta razón tenéis, señor mío, la fatalidad... !
El ministro se inclinaba bajo el peso de tan terrible anatema; Bla cas se limpiaba la frente cubierta de
sudor, y Villefort, viendo crecer su importancia, estaba satisfecho en su fuero interno.
-¡Caer...! -prosiguió Luis XVIII, que de una sola mirada sondeó el abismo que amenazaba tragar su
trono-. ¡Caer! ¡Y saber por el telégrafo la noticia! ¡Oh!, mejor quisiera subir al cadalso de mi hermano
Luis XVI, que bajar así las escaleras de las Tullerías, expuesto de ese modo al ridículo... ¿Sabéis,
caballero, lo que el ridículo puede en Francia? No lo sabéis, aunque debíais de saberlo.
-Señor, ¡señor! -murmuró el ministro-, ¡por piedad!
-Acercaos, señor de Villefort -continuó el rey encarándose con el joven, que de pie y un tanto retirado
observaba el desarrollo de esta conversación, en que se trataba el destino de un reino-, acercaos y decid a
este caballero que pudo saber antes lo que no supo.
-Señor, era materialmente imposible adivinar proyectos que el usurpador ocultaba a todo el mundo.
-¡Materialmente imposible! ¡Gran palabra! Desgraciadamente hay palabras tan grandes como grandes
hombres: ya conozco a ellas y a ellos. ¡Imposible a un ministro que cuenta con una administración, con
oficinas, con agentes, con gendarmes, con espías, con un mi llón y quinientos mil francos de fondos
secretos, imposible saber lo que pasa a sesenta leguas de las costas de Francia! Pues oíd: este caballero no
contaba con ninguno de tales recursos; este caballero, simple magistrado, sabía más que vos con toda
vuestra policía, y hubiese salvado mi corona a tener como vos el derecho de dirigir un telé grafo.
El ministro miró con una expresión de despecho a Villefort, que inclinó la cabeza con la modestia del
triunfo.
No lo digo por vos, Blacas -continuó Luis XVIII-, pues si bien nada habéis descubierto, tuvisteis al
menos la cordura de sospechar, y sospechar con perseverancia. Otro hombre, acaso hubiera tenido por
intrascendente la revelación del señor Villefort, o por hija de una innoble ambición.
Estas palabras aludían a las que el ministro de policía pronunció tan sobre seguro una hora antes.
Villefort comprendió perfectamente al rey. Otro en su lugar acaso se desvaneciera con el humo de la
alabanza; pero temió, crearse un enemigo mortal en el ministro de policía, aunque lo tuviese por hombre
perdido sin remedio. En efecto, aquel ministro que en la plenitud de su poder no supo adivinar el secreto
de Napoleón, podía en sus últimos instantes de vida política descubrir el de Villefort, solamente con
interrogar a Dantés. Por esto, en vez de cebarse en el caído le alargó la mano.
-Señor -dijo--, la rapidez de este suceso debe probar a Vuestra Majestad que sólo Dios podía impedirlo.
Lo que Vuestra Majestad achaca en mí a una perspicacia notable, es hijo del acaso pura y simplemente.
Lo he aprovechado como un servidor fiel, y nada más. No me concedáis mérito mayor que el que tengo,
para no veros obligado a recobrar la primera opinión que formasteis de mí.
El ministro de policía, agradecido, dirigió al joven una elocuente mirada, con lo que conoció Villefort
que había logrado su deseo, es decir, que sin perder la gratitud del rey, acababa de ganar un amigo con
quien podía contar siempre.
-Está bien -dijo Luis XVIII.
Y añadió luego, volviéndose al ministro de policía y al señor de Blacas:
-Podéis retiraros, señores. Lo que hay que hacer ahora atañe al ministro de la Guerra.
-Afortunadamente -dijo el señor de Blacas-, podemos contar con la marina, Vuestra Majestad sabe cuán
adicta es a su gobierno, según todos los informes.
-No me habléis, conde, de informes, que ya sé la confianza que puedo poner en ellos. Y a propósito de
informes, señor barón, ¿habéis sabido algo nuevo sobre el asunto de la calle de Santiago?
-¡El asunto de la calle de Santiago! -exclamó el sustituto sin poder reprimir una exclamación.
Pero en seguida repuso:
-Perdón, señor, si mi adhesión a Vuestra Majestad hace que me olvide, no del respeto que le debo, que
ése está grabado profundamente, en mi corazón, sino de la etiqueta de palacio.
-Decid y haced lo que queráis, caballero -respondió el rey Luis XVIII-; en esta ocasión habéis
adquirido el derecho de interrogar.
-Señor -respondió el ministro de policía-, venía justamente ahora a comunicar a Vuestra Majestad las
últimas noticias que he adquirido sobre el asunto que nos ocupa. La muerte del general Quesnel nos va a
dar el hilo de un gran complot.
El nombre del general Quesnel hizo estremecer a Villefort.
-En efecto, señor -prosiguió el ministro de policía-, todo induce a creer que esta muerte no ha sido
suicidio, como al principio creía todo el mundo, sino asesinato. Cuando desapareció, salía, al parecer, el
general Quesnel de un club bonapartista. Un hombre desconocido le fue a buscar aquella misma mañana,
citándole en la calle de Santiago: desgraciadamente el ayuda de cámara del general, que le estaba
peinando al entrar el desconocido en el gabinete, aunque recuerda bien que la calle era la de Santiago, no
se acuerda del número de la casa.
A medida que el ministro daba estos pormenores al rey, Vinefort, como pendiente de sus labios,
mudaba instantáneamente de color.
El monarca se volvió hacia él.
-¿No suponéis como yo, señor de Ville fort, que el general, a quien se tenía justamente por adicto al
usurpador, pero que en el fondo era todo mío, haya muerto víctima de una venganza bonapartista?
-Es probable, señor -respondió Villefort-; pero ¿no se conocen más detalles?
-Hemos dado con el hombre de la cita, y se le sigue la pista.
-¡Se le sigue la pista! -repitió el sustituto.
-Sí; el ayuda de cámara dio sus señas. Es un hombre de cincuenta a cincuenta y dos años; moreno, ojos
negros, cejas espesas y bigote. Lleva un levitón azul abotonado, y en un ojal la insignia de oficial de la
Legión de Honor. Ayer la policía siguió a un individuo exactamente igual en todo a ese sujeto; pero le
perdió de vista en la esquina de la calle de Coq-Heron.
Villefort tuvo que apoyarse en el respaldo de un sillón, porque a medida que el ministro hablaba,
negábanse sus piernas a sostenerle; pero cuando supo que el desconocido había escapado al agente que le
seguía, respiró a sus anchas.
-Buscad a ese hombre, caballero -dijo el rey al ministro de policía-, porque si es verdad, como todo
hace suponer, que el general Quesnel que tan útil nos hubiera sido en estas circunstancias, ha caído bajo
el puñal de un asesino, bonapartistas o no, quiero que los criminales sean castigados como se merecen.
Villefort necesitó de toda su sangre fría para no dejar traslucir los terrores que le inspiraban estas
palabras del rey.
-¡Cosa extraña! -prosiguió el rey, como bromeando-; la policía cree haberlo dicho todo cuando dice: se
ha cometido un asesinato; y haberlo hecho todo cuando añade: he encontrado la pista de los culpables.
-Señor, confío en que Vuestra Majestad quede completamente satisfecho esta vez.
-Ya veremos. No quiero deteneros más, barón; iréis a descansar, señor de Villefort, que debéis hallaros
muy fatigado del viaje. ¿Os alo jáis en casa de vuestro padre?
Villefort se turbó visiblemente.
-No, señor -dijo-. Me hospedo en el hotel de Madrid, situado en la calle de Tournon.
-Pero supongo que le habréis visto.
-Señor, en cuanto llegué fui a buscar al conde de Blacas.
-Pero ¿le veréis?
-Ni siquiera trataré de hacerlo.
-¡Ah!, es justo -dijo el rey sonriéndose como para probar que todas sus preguntas encerraban
intención-; olvidábame de que estáis algo reñido con el señor Noirtier, nuevo sacrificio a la causa real,
que debo recompensaros.
-La bondad con que me trata Vuestra Majestad es ya recompensa tan sobre todos mis desos, que nada
más tengo que pedir al rey.
-No importa, caballero, os tendremos presente, descuidad: entretanto, esta cruz...
Y quitándose el rey la cruz de la Legión de Honor que solía llevar en el pecho cerca de la cruz de San
Luis, y por encima de las placas de la orden de Nuestra Señora del Monte Carmelo y de San Lázaro, se la
dio a Villefort, que repuso:
-Señor, Vuestra Majestad se equivoca: esta cruz es de oficial.
-Tomadla, a fe mía, sea la que fuere -dijo el rey-, que no tengo tiempo para pedir otra. Blacas, haced
que extiendan el diploma al señor de Villefort.
Los ojos de éste se humedecieron con una lágrima de orgullosa ale gría; tomó la cruz y la besó.
-¿Qué órdenes -dijo- tiene Vuestra Majestad que darme en este momento?
-Descansad el tiempo que os haga falta, y tened presente que si en París no podéis servirme en nada, en
Marsella puede ser muy al contrario.
-Señor -respondió inclinándose Villefort-, dentro de una hora habré salido de París.
-Marchad, caballero -dijo el rey-, y si yo os olvidase, que los reyes son desmemoriados, no temáis el
hacer por recordaros... Señor barón, ordenad que busquen al ministro de la Guerra. Blacas, quedaos.
-¡Ah, señor! -dijo al magistrado el ministro de policía, cuando salieron de palacio-. ¡Entráis con buen
pie: vuestra fortuna es cosa hecha!
-¿Durará mucho? -murmuró el magistrado saludando al minis tro, cuya fortuna se deshacía, y buscando
con los ojos un coche para volver a su casa.
A una seña de Villefort se acercó un fiacre, a cuyo conductor dio las señas de su casa, lanzándose al
fondo en seguida, donde se entregó a sus sueños ambiciosos.
Diez minutos más tarde, el magistrado estaba ya en su casa, y mandó a par que le sirviesen el almuerzo
y que preparasen los caballos para dentro de dos horas.
Iba ya a sentarse a la mesa, cuando sonó fuertemente la campanilla, como agitada por una mano
vigorosa. El ayuda de cámara fue a abrir, y Villefort pudo oír que pronunciaban su nombre.
-¿Quién puede saber que estoy en París? -murmuró.
En este momento entró el ayuda de cámara.
-¿Y bien? -le dijo Villefort-. ¿Quién ha llamado? ¿Quién pre gunta por mí?
-Una persona que no quiere decir su nombre.
-¡Una persona que no quiere decir su nombre! ¿Y qué quiere?
-Desea hablaros.
-¿A mí?
-Sí, señor.
-¿Ha dado mis señas? ¿Sabe quién soy yo?
-Indudablemente.
-¿Qué trazas tiene?
-Es un hombre de unos cincuenta años.
-¿Alto? ¿Bajo?
-De la estatura del señor, sobre poco más o menos.
-¿Blanco o moreno?
-Muy moreno; de cabellos, ojos y cejas negros.
-¿Y cómo va vestido? -preguntó vivamente el magistrado.
-Un levitón azul, abotonado hasta arriba, con la roseta de la Legión de Honor.
-¡Él es! -murmuró Villefort palideciendo.
-¡Diantre! -dijo asomando en la puerta el hombre que hemos descrito ya dos veces -. ¡Diantre! ¡Qué
conducta tan extraña! ¿Así hacen en Marsella esperar los hijos a sus padres en la antecámara?
-¡Padre mío...! -exclamó el sustituto-, no me engañé..., sospechaba que fueseis vos.
-Si lo sospechabas -contestó el recién llegado dejando el bastón en un rincón y el sombrero en una silla-
, permíteme entonces, querido Gerardo, hacerte ver que has obrado mal haciéndome esperar.
-Dejadnos, Germán -dijo Villefort.
El criado se retiró, y veíase que le sorprendía lo ocurrido.
Capítulo doce
Padre a hijo
El señor Noirtier, porque, en efecto, era él quien acababa de llegar, siguió con la vista al criado hasta
que cerró la puerta, y luego, sin duda receloso de que se quedase a escuchar en la antecámara, la volvió a
abrir por su propia mano. No fue inútil esta precaución, y la presteza con que salía Germán de la
antecámara dio a entender que no estaba puro del pecado que perdió a nuestro primer padre. El señor
Noirtier se tomó entonces el trabajo de cerrar por sí mismo la puerta de la antecámara, y echando el
cerrojo a la de la alcoba, acercóse, tendiéndole la mano, a Villefort, que aún no había dominado la
sorpresa que le causaban aquellas operaciones.
-¿Sabes, querido Gerardo -le dijo mi rándole de una manera indefinible-, sabes que me parece que no lo
alegras mucho de verme?
-Padre mío -respondió Villefort -, me alegro con toda el alma; pero no esperaba vuestra visita y me ha
sorprendido.
-Mas ahora que caigo en ello -respondió el señor Noirtier-, que yo os podría decir otro tanto. Me
anunciáis desde Marsella vuestra boda para el 28 de febrero, ¡y estáis en Paris el 3 de marzo!
-No os quejéis, padre mío, de mi estancia en París -dijo Gerardo acercándose al señor Noirtier-. He
venido por vos, y mi viaje puede salvaros.
-¿De veras? -dijo el señor Noirtier acomodándose en un sillón-; ¿de veras? Contadme eso, señor
magistrado, que debe de ser cosa curiosa.
-¿Habéis oído hablar, padre mío, de cierto club bonapartista de la calle de Santiago?
-¿Número 53? ¡Ya lo creo! Como que soy su vicepresidente.
-Vuestra sangre fría me hace temblar, padre.
-¿Qué quieres? Quien ha sido proscrito por la Montaña, quien ha huido de París en un carro de heno,
quien ha corrido por las Landas de Burdeos perseguido por los sabuesos de Robespierre, se acostumbra a
todo en esta vida. Sigue. ¿Qué ha pasado en ese club de la calle de Santiago?
-Lo que ha pasado es que han citado a él al general Quesnel, y éste, que salió a las nueve de la noche de
su casa, ha sido hallado muerto en el Sena.
-¿Y quién os contó esa historia?
-El mismo rey, señor.
-Pues a cambio de ella voy a daros una noticia -prosiguió Noirtier.
-Supongo que ya sé de qué se trata.
-¡Ah! ¿Sabéis el desembarco de Su Majestad el emperador?
-¡Silencio, padre! Os lo suplico por vos y por mí. Ya sabía yo esa noticia, y aún antes que vos, porque
hace tres días que bebo los vientos desde Marsella a París, rabioso por no poder apartar de mi imaginación
esa idea que me la trastorna.
-¡Hace tres días! ¿Estáis loco? Hace tres días no se había embarcado todavía el emperador.
-No importa. Yo sabía su intento.
-¿Cómo?
-Por una carta que os dirigían a vos desde la isla de Elba.
-¿A mí?
-A vos: la he sorprendido, así como al mensajero. Si aquella carta hubiera caído en otras manos, quizás
estaríais fusilado a estas horas, padre mío.
El señor Noirtier se echó a reír.
-No parece -dijo - sino que la restauración haya aprendido del imperio el modo de dar remate pronto a
los asuntos. ¡Fusilado! ¿Adónde vamos a parar? ¿Y qué es de esa carta? Os conozco bastante bien para
temer que hayáis dejado de destruirla.
-La quemé, temeroso de que hubiese en el mundo un solo fragmento; porque aquella carta era vuestra
perdición.
-Y la pérdida de vuestra carrera -repuso fríamente Noirtie r-. Ya lo comprendo todo; pero no hay por
qué temer, pues me protegéis por vuestro interés.
-Más que eso aún: os salvo.
-¡Vaya, vaya! El interés dramático sube de punto. Explicaos.
-Volvamos a hablar del club de la calle de Santiago.
-Parece que el tal club ocupa mucho a la policía. Si lo buscasen mejor ya darían con él.
Ya han dado con la pista.
-Esa es la frase sacramental. Cuando la policía no ve más allá de sus narices en un asunto, asegura que
ha dado con la pista; y con esto espera el gobierno tranquilamente a que venga a decirle con las orejas
gachas: he perdido la pista.
-Sí, pero encontró un cadáver. El general ha sido muerto: en todas partes del mundo se llama eso un
asesinato.
-¿Un asesinato decís? ¿Quién prueba que el general ha sido víctima de un asesinato? Todos los días se
encuentran en el Sena cadáveres de desesperados o de personas que no saben nadar.
-Sabéis muy bien, padre mío, que el general no se ha suicidado, así como que en el mes de enero nadie
se baña. No, no, no os engañéis a vos mismo. Su muerte está bien calificada de asesinato.
-¿Y quién la califica así?
-El propio rey.
-¿El rey? Lo tenía por filósofo: ¿cómo cree que en política haya asesinatos? En política, querido mío, y
vos lo sabéis tan bien como yo, no hay hombres, sino ideas; no sentimientos, sino intereses; en política no
se mata a un hombre, sino se allana un obstáculo. ¿Queréis que os diga cómo ha acaecido lo del general
Quesnel? Pues voy a decíroslo. Creíamos poder contar con él, y aun nos lo habían recomendado de la isla
de Elba. Uno de nosotros fue a su casa a invitarle para que asistiera a una reunión de amigos en la calle de
Santiago. Accede a ello, se le descubre el plan, la fuga de la isla de Elba, el desembarco, todo en fin; y
cuando lo sabe, cuando ya nada le queda por saber, nos declara que es realista. Entonces nos miramos
unos a otros; le hacemos jurar, pero jura de tan mala gana que parecía como si tentase a Dios... Pues oye,
a pesar de esto, se le deja salir en libertad, en libertad absoluta... Si no ha vuelto a su casa..., ¿qué sé yo?
Habrá errado el camino, porque él se separó de nosotros sano y salvo. ¡Asesinato decís! Me sorprende en
verdad, Villefort, que vos, sustituto del procurador del rey, baséis una acusación en tan malas pruebas.
¿Me ha ocurrido nunca a mí, cuando cumpliendo vuestro deber de realista cortáis la cabeza a uno de los
míos, me ha ocurrido nunca el iros a decir: habéis cometido un asesinato? No, sino que os he dicho: bien,
muy bien; mañana tomaremos el desquite.
-Pero tened en cuenta, padre mío, que cuando nosotros la tome mos será terrible.
-No os comprendo.
-¿Vos contáis con la vuelta del usurpador?
-Confieso que sí.
-Pues os engañáis. No avanzará diez leguas al corazón de Francia, sin verse perseguido y acosado como
un animal fero z.
.-Mi querido amigo, el emperador está ahora camino de Grenoble; el día 10 ó 12 llegará a Lyon, y el 20
ó 25, a París.
-Los pueblos van a sublevarse en masa.
-En su favor.
-Sólo trae algunos hombres y se enviarán ejércitos numerosos contra él.
-Que le escoltarán el día de su entrada en la capital. En verdad, querido Gerardo, que sois un niño
todavía, pues os creéis bien informado porque el telégrafo dice con tres días de atraso: “El usurpador ha
desembarcado en Cannes con algunos hombres. Ya se le persigue”. Sin embargo, ignoráis lo que hace y la
posición que ocupa. Ya se le persigue, es el non plus de vuestras noticias. Si son ciertas se le perseguirá
hasta París sin quemar un cartucho.
-Grenoble y Lyon son dos ciudades fieles que le opondrán una barrera infranqueable.
-Grenoble le abrirá sus puertas con entusiasmo, y Lyon le saldrá al encuentro en masa. Creedme:
estamos tan bien informados como vosotros, y nuestra policía vale tanto como la vuestra... ¿Queréis que
os lo pruebe? Intentabais ocultarme vuestra llegada y sin embargo la he sabido a la media hora. A nadie
sino al cochero disteis las señas de vuestra casa, y no obstante yo las sé, pues que llego precisamente
cuando os ibais a sentar a la mesa. A propósito, pedid otro cubierto y almorzaremos juntos.
-En efecto -respondió Villefort mirando a su padre con asombro-; en efecto estáis bien informado.
-Es muy natural. Vosotros estáis en el poder, no disponéis de otros recursos que los que procura el oro,
mientras nosotros, que esperamos el poder, disponemos de los que proporciona la adhesión.
-¿La adhesión? -repuso riendo Villefort.
-Sí, la adhesión, que así en términos decorosos se llama a la ambición que espera.
Y esto diciendo Noirtier alargó la mano al cordón de la campanilla para llamar al criado, viendo que su
hijo no le llamaba; pero éste le detuvo, diciéndole:
-Esperad, padre mío, oíd una palabra.
-Decidla.
-A pesar de su torpeza, la policía realista sabe una cosa terrible.
-¿Cuál?
-Las señas del hombre que se presentó en casa del general Quesnel la mañana del día en que
desapareció.
-¡Ah! ¿Conque sabe eso? ¡Miren la policía! ¿Y cuáles son sus señas?
-Tez morena, cabellos, ojos y patillas negros, levitón azul abotonado hasta la barba, roseta de oficial de
la Legión de Honor, sombre ro de alas anchas y bastón de junco.
-¡Vaya! ¿Conque se sabe eso? -dijo Noirtier-. ¿Y por qué no le ha echado la mano?
-Porque ayer le perdió de vista en la esquina de la calle de CoqHeron.
-¡Cuando yo os digo que es estúpida la policía!
-Sí, pero de un momento a otro puede dar con él.
-Sí, si no estuviese sobre aviso -dijo Noirtier mirando a su alre dedor con la mayor calma -; pero como lo
está, va a cambiar de rostro y de traje.
Y levantándose al decirlo, se quitó el levitón y la corbata, tomó del neceser de su hijo, que estaba sobre
una mesa, una navaja de afeitar, se enjabonó la cara, y con mano firme quitóse aquellas patillas negras
que tanto le comprometían.
Su hijo le miraba con un terror que tenía algo de admiración.
Cortadas las patillas, peinóse Noirtier de modo diferente, cambió su corbata negra por otra de color que
había en una maleta abierta, su gabán azul cerrado, por otro de su hijo de color claro, observó ante el
espejo si le caería bien el sombrero de alas estrechas de Ville fort, y dejando el bastón de junco en el
rincón de la chimenea donde lo había puesto agitó en su nerviosa mano un ligerísimo junco del cual
Villefort se servía para presentarse y andar con desenvoltura, que era una de sus principales cualidades
distintivas.
-¿Y ahora crees que me reconocerá la policía? -preguntó volviéndose hacia su estupefacto hijo.
-No, señor -balbució el sustituto-. A lo menos, así lo espero.
-Encomiendo a la prudencia -prosiguió Noirtier- estos trastos que dejo aquí.
-¡Oh! Id tranquilo, padre mío -respondió Villefort.
-Ya lo creo. Oye: empiezo a comprender que en efecto puedes haberme salvado la vida; pero, anda, que
muy pronto te lo pagaré.
Villefort inclinó la cabeza.
-Creo que os engañáis, padre mío.
-¿Volverás a ver al rey?
-¿Quieres pasar a sus ojos por profeta?
-Los profetas de desgracias no son en la corte bien recibidos, padre.
-Pero a la corta o a la larga se les hace justicia. En el caso de una segunda restauración pasarás por un
gran hombre.
-¿Y qué he de decir al rey?
--«Señor, os engañan acerca del espíritu reinante en Francia, y en las ciudades y en el ejército. El que
en París llamáis el ogro de Córcega, el que se llama todavía en Nevers el usurpador, se llama ya en Lyón
Bonaparte, y el emperador en Grenoble. Os lo imagináis fugitivo, acosado, y en realidad vuela como el
águila de sus banderas. Sus soldados, que creéis muertos de hambre y de fatiga, dispuestos a desertar,
multiplícanse como los copos de nieve en torno del alud que cae. Partid, señor, abandonad Francia a su
verdadero dueño, al que no la ha comprado, sino conquistado; partid, señor, y no porque estéis en peligro,
que él es bastante poderoso para no tocaros el pelo de la ropa; sino porque sería una mengua para un nieto
de San Luis, deber la vida al hombre de Arcolea, de Marengo de Austerlitz.» Dile esto, Gerardo..., o
mejor será que no le digas nada. Disimula tu viaje a todo el mundo; no te vanaglories de lo que has
venido a hacer, ni de lo que hiciste en París; si has bebido los vientos a la venida, devóralos a la vuelta,
entra en tu casa de modo que nadie lo sospeche y en particular sé desde ahora humilde, inofensivo, astuto;
porque te juro que obraremos como aquel que conoce a sus enemigos y es fuerte de suyo. Andad, andad,
mi querido Gerardo, que con obedecer las órdenes paternales, o mejor dicho, si queréis, con atender a los
consejos de un amigo, os sostendremos en vuestro destino. Así podréis -añadió Noirtier sonriendo-,
salvarme por segunda vez si la rueda de la fortuna política vuelve a levantaros y a bajarme a mí. Adiós,
mi querido Gerardo: en el primer viaje que hagáis, venid a parar en mi casa.
Y con esto se marchó tranquilo, como no había dejado de estarlo un solo momento durante esta
conversación, mientras que Villefort, pálido y agitado, corrió a la ventana, desde donde le pudo ver pasar
impasible entre dos o tres hombres de mala traza, que emboscados detrás de la esquina, y en los portales,
esperaban quizás al de las patillas negras, el gabán azul y el sombrero de alas anchas, para echarle el
guante.
Villefort permaneció de pie y lleno de ansiedad, hasta que, viéndole desaparecer en la encrucijada de
Bussy, se precipitó sobre el malhadado traje, ocultó en el fondo de su maleta el levitón azul y la corbata
negra, aplastó el sombrero escondiéndolo debajo de un armario, hizo pedazos el bastón arrojándolos al
fuego, y poniéndose la gorra de viaje llamó al ayuda de cámara, vedándole con un gesto las mil preguntas
que éste ansiaba hacer; pagóle la cuenta y se precipitó al carruaje que ya le estaba aguardando. En Lyón
supo que Bonaparte acababa de entrar en Grenoble, y participando de la agitación que reinaba en los
pueblos del tránsito llegó a Marsella henchida el alma con las angustias con que la ambición y los
primeros medros suelen envenenarla.
Capítulo trece
Los cien días
El señor Noirtier resultó un profeta verídico. Tal cual los auguró pasaron los sucesos. Todo el mundo
conoce lo de la vuelta de la isla de Elba, suceso extraño, milagroso, que no tiene ejemplo en lo pasado ni
tendrá imitadores en lo porvenir probablemente.
Luis XVIII no trató parar golpe tan duro sino con mucha parsimonia. Su desconfianza de los hombres
le hacía desconfiar de los acontecimientos. El realismo, o mejor dicho, la monarquía restaurada por él
vaciló en sus cimientos mal afirmados aún; un solo gesto del emperador acabó de demoler el caduco
edificio, mezcla heterogénea de preocupaciones y de nuevas ideas. Villefort no alcanzó de su rey sino
aquella gratitud inútil a la sazón y hasta peligrosa, y aquella cruz de la Legión de Honor, que tuvo la
prudencia de no enseñar a nadie, aunque el señor de Blacas le envió el diploma a vuelta de correo,
cumpliendo la orden de Su Majestad.
Napoleón hubiera destituido a Villefort, de no protegerle Noirtier, que gozaba de mucha influencia en
la corte de los Cien Días, tanto por los peligros que había corrido, como por los servicios que había
prestado. El girondino del 93, el senador de 1806, protegió pues a su protector de la víspera; tal como se
lo había prometido.
Durante la resurrección del imperio, resurrección que hasta a los menos avisados se alcanzaba poco
duradera, se limitó Villefort a ahogar el terrible secreto que Dantés había estado en trance de divulgar.
El procurador del rey fue destituido de su cargo por sospechas de tibieza en sus opiniones
bonapartistas. Sin embargo, restablecido apenas el imperio, es decir, apenas habitó Napoleón en las
Tullerías que acababa de abandonar Luis XVIII, apenas lanzó sus numerosas y diferentes órdenes desde
aquel gabinete que conocemos, donde encontró abierta aún y casi llena sobre la mesa de nogal la caja de
tabaco del rey Luis XVIII, Marsella, a pesar del vigor de sus magistrados, empezó a dejar traslucir en su
seno las chis pas de la guerra civil, nunca apagadas enteramente en el Mediodía. Muy poco faltó para que
las represalias fuesen algo más que cencerradas a los realistas metidos en su concha, los cuales se vieron
obligados a no poder salir de su casa, porque en las calles los perseguían cruelmente si se dejaban ver.
Por un cambio natural, el naviero, que como dijimos pertenecía al partido del pueblo, llegó a ser en esta
ocasión, si no muy poderoso, porque Morrel era prudente y algo tímido, como aquel que con su laborioso
trabajo va amasando lentamente una fortuna, por lo menos, alentado por los bonapartistas furibundos que
criticaban su moderación, hallóse, repetimos, bastante fuerte para levantar la voz y hacer una
reclamación, que como ya se adivinará, fue en favor de Dantés.
Villefort continuaba siendo sustituto, a pesar de la caída del procurador: su boda, aunque resuelta,
habíase aplazado para mejores tiempos. Si el emperador se afianzaba en el trono, necesitaba Gerardo de
otra alianza, que su padre buscaría y ajustaría; pero como una segunda restauración devolviese Francia al
rey Luis XVIII, crecería la influencia del marqués de Saint-Meran, y la suya propia, con lo que llegara a
ser la proyectada unión más ventajosa que nunca.
El sustituto del procurador del rey era el primer magistrado de Marsella, cuando una mañana se abrió la
puerta de su despacho y le anunciaron al señor Morrel.
Otro cualquiera se hubiera alarmado con el solo anuncio de semejante visita; pero el sustituto era un
hombre superior, que tenía, si no la práctica, el instinto de todas las cosas. Hizo aguardar al señor Morrel
en la antecámara, tal como había hecho en otro tiempo, y no porque estuviera ocupado con alguien, sino
porque es costumbre que se haga antesala al sustituto del procurador del rey. Hasta después de un cuarto
de hora, pasado en leer tres o cuatro periódicos de diferentes colores políticos, no dio orden de que
entrase el naviero, que esperaba encontrar a Villefort abatido, y le halló como seis semanas antes, firme,
grave, y con esa ceremoniosa política que es la más alta de todas las barreras que separan al hombre
vulgar del hombre encumbrado.
Había entrado en el despacho de Villefort convencido de que el magistrado iba a temblar a su vista, y
como sucedió al revés, él fue quien se vio tembloroso y conmovido ante aquel personaje interro gador, que
le esperaba con el codo apoyado en la mesa y la barba en la palma de la mano.
El señor Morrel se detuvo a la puerta. Miróle Villefort como si le costase trabajo reconocerle, y después
de una larga pausa, durante la cual no hacía el digno naviero sino darle vueltas y más vueltas a su
sombrero entre las manos, el sustituto dijo:
-Si no me engaño..., sois... el señor Morrel.
-Sí, señor; el mismo -respondió Morrel.
-Acercaos, pues -prosiguió el juez, haciéndole con la mano un signo protector-; acercaos y decidme a
qué debo el honor de esta visita.
-¿No lo sospecháis, caballero? -le preguntó el señor Morrel.
-No, ni remotamente; aunque eso no impide que esté dispuesto a serviros en cuanto de mí dependa.
-Todo depende de vos -repuso el naviero.
-Explicaos, pues.
-Señor -prosiguió Morrel animándose a medida que iba hablando y conociendo así lo fuerte de su
posición, como la justicia de su causa-; señor, ya recordaréis que pocos días antes de saberse el desembarco
de Su Majestad el emperador, vine a recomendar a vuestra indulgencia a un desdichado joven,
segundo de mi barco, a quien se acusaba, como seguramente recordaréis, se acusaba de mantener relaciones
en la isla de Elba. Aquellas relaciones, entonces criminales, son hoy títulos de favor. Entonces
servíais a Luis XVIII y le castigasteis, caballero..., fue vuestro deber. Hoy servís a Napoleón, debéis
protegerle, porque también es vuestro deber. Vengo a preguntaros qué ha sido de aquel joven.
Villefort hizo un violento esfuerzo para decir:
-¿Cuál es su nombre? Tened la bondad de decírmelo.
-Edmundo Dantés.
De seguro Villefort hubiera preferido batirse en duelo a veinticinco pasos, que oír pronunciar este
nombre así a boca de jarro; pero ni pestañeó.
«Con esto -dijo para sí-, nadie me podrá acusar de haber hecho una cuestión personal de la prisión de
ese hombre.»
-¿Dantés? -repitió-: ¿Decís Edmundo Dantés?
-Sí, señor.
Abrió entonces Villefort un grueso libro que yacía en un cajón de su mesa, y después de hojearlo mil y
mil veces, se volvió a decir al naviero, con el aire más natural del mundo:
-¿Estáis bien seguro de no engañaros?
Si Morrel hubiese sido un hombre más versado en estas materias, le chocara que el sustituto del
procurador del rey se dignase responderle en cosas ajenas de todo en todo a su jurisdicción. Entonces se
hubiera preguntado por qué no le hacía Villefort recurrir al registro general de cárceles, a los
gobernadores de las prisiones, o al prefecto del departamento.
Pero Morrel, que había esperado encontrar a Villefort temeroso, creía hallarle condescendiente. El
sustituto lo había comprendido.
-No, caballero, no me equivoco -respondió Morrel-. Conozco hace diez años a ese joven, y hace cuatro
que le tengo a mi servicio. Hace seis semanas, ¿no os acordáis?, vine a rogaros que fuerais con él
clemente, así como hoy vengo a rogaros que seáis justo. ¡Harto mal me recibisteis entonces, y aún me
contestasteis peor; que los realistas entonces trataban a la baqueta a los bonapartistas!
-¡Caballero! -respondió Villefort parando el golpe con su acostumbrada sangre fría-, yo era entonces
realista porque creía ver en los Borbones no solamente los herederos legítimos del trono, sino los electos
del pueblo; pero las jornadas milagrosas de que hemos sido testigos pruébanme que me engañaba. El
genio de Bonaparte sale vencedor. El monarca legítimo es el monarca amado.
-Enhorabuena -exclamó Morrel con su natural franqueza-; me da gusto oíros hablar así, y ya pronostico
buenas cosas al pobre Ed mundo.
-Aguardad -repuso Villefort hojeando otro registro-: ya caigo..., ¿no es un marino que se iba a casar con
una catalana? Sí..., sí..., ya recuerdo. Era un asunto muy grave.
-¿Cómo?
-¿No sabéis que desde mi casa se le llevó a las prisiones del Palacio de Justicia?
-Sí; ¿y bien?
-Di cuenta a París, enviando los papeles que le hallé..., ¿qué queréis? Mi deber lo exigía. Ocho días
después de su prisión me arrebataron al reo.
-¿Os lo arrebataron? -exclamó Morrel-; ¿y qué han hecho con él?
-¡Oh, tranquilizaos! Seguramente habrá sido transportado a Fenestrelles, a Pignerol o a las islas de
Santa Margarita..., lo que se llama deportación en lenguaje jurídico, y el día menos pensado le veréis
volver a tomar el mando de su buque.
-Que venga cuando quiera, le reservo su puesto. Pero ¿cómo no ha venido ya? Paréceme que el primer
cuidado de la policía debió de ser poner en libertad a los presos de la justicia realista.
-Mi querido señor Morrel, ésa es una acusación temeraria -res pondió Villefort -. Para todo hay una
fórmula legal. La orden de prisión vino de arriba y de arriba ha de venir la de ponerle en libertad.
Ahora bien, como apenas hace quince días de la vuelta de Napoleón, todavía no es tarde.
-Pero habrá algún medio de activar el asunto, ahora que nosotros mandamos, ¿verdad? Tengo amigos y
alguna influencia: puedo lo grar que se eche tierra a la sentencia.
-No ha sido sentencia.
-Pues que le borren del registro general de cárceles.
-En materia de política tampoco hay registros. Muchas veces importa a los gobiernos que un hombre
desaparezca sin dejar rastro alguno. Las anotaciones del registro general podrían servir de hilo conductor
al que le buscara.
-Eso sucedería quizás en tiempo de los Borbones; pero ahora...
-En todos tiempos sucede lo mismo, mi querido señor Morrel. Los gobiernos se suceden unos a otros
imitándose siempre. La máquina penitenciaria inventada por Luis XIV sigue hoy en uso, y es muy
parecida a la Bastilla. El emperador ha sido más severo al reglamentar sus prisiones que el gran rey
mismo, y el número de los presos que no constan en el registro general de cárceles es incalculable.
Tanta benevolencia hubiese borrado hasta las sospechas más evidentes, que Morrel no tenía por otra
parte.
-Pero, en fin, señor de Villefort -le dijo -, ¿qué os parece que haga para apresurar la vuelta del pobre
Dantés?
-Una sola cosa: haced una solicitud al ministro de Justicia.
-¡Oh!, caballero, ya sabemos el destino de las solicitudes; el mi nistro recibe doscientas cada día y no
lee cuatro.
-Sí -respondió Villefort-, pero leería una dirigida por mi conducto, recomendada al margen por mí, y
remitida directamente por mí.
-¿De modo que os encargaríais de que llegara a sus manos esa solicitud?
-Con mucho gusto. Dantés podía ser entonces culpable; pero ahora es inocente, y es mi deber el
devolverle la libertad, como entonces lo fue quitársela.
Villefort evitaba así una requisitoria, aunque poco probable, posible; requisitoria que sin remedio le
perdería.
-¿Cómo se escribe al ministro?
-Sentaos ahí, señor Morrel -dijo Villefort levantándose y cediéndole su asiento-. Voy a dictaros.
-¿Tendríais tanta bondad?
-Desde luego. No perdamos tiempo, que ya hemos perdido demasiado.
-Sí, caballero. Pensemos en que el pobre muchacho aguarda, sufre y quizá se desespera.
Villefort tembló al recuerdo de aquel desgraciado que le maldeciría desde el fondo de su prisión; pero
había ya avanzado mucho para retroceder. Dantés debía desaparecer ante su ambición.
-Dictad -dijo el naviero sentado en la silla de Villefort y con la pluma en la mano.
Villefort dictó entonces una instancia, en la que exageraba el patriotismo de Dantés, sus servicios a la
causa bonapartista, y pintándole, en fin, como uno de los agentes más activos de la vuelta de Na poleón.
Era evidente que a tal solicitud el ministro haría al punto justicia, si ya no la había hecho.
Terminada la solicitud, Villefort la volvió a leer en voz alta.
-Así está bien -dijo- Ahora confiad en mí.
-¿Y partirá pronto esta solicitud, caballero?
-Hoy mismo.
-¿Recomendada por vos?
-La mejor recomendación que yo podría ponerle es certificar que es cierto cuanto decís en la solicitud.
Y sentándose a su vez, escribió Villefort al margen su certificado.
-Y ahora ¿qué hay que hacer, caballero? -le preguntó el armador.
-Esperar -repuso Villefort- yo me encargo de todo.
Esta seguridad volvió las esperanzas a Morrel; de modo que cuando dejó al sustituto le había ganado
enteramente. El naviero fue en seguida a anunciar al padre de Edmundo que no tardaría en volver a ver a
su hijo.
En cuanto a Villefort, guardó cuidadosamente aquella solicitud que para salvar en lo presente a Dantés
le comprometía tanto en lo futuro, caso de que sucediese una cosa que ya los sucesos y el aspecto de
Europa dejaban entrever: otra restauración.
Por lo tanto, Edmundo continuó en la cárcel. Aletargado en su calabozo no oyó el rumor espantoso de
la caída del trono de Luis XVIII, ni el más espantoso aún de la del trono del emperador.
Sin embargo, el sustituto lo había observado todo con ojo avizor. Durante esta corta aparición imperial
llamada los Cien Días, Morrel había vuelto a la carga insistiendo siempre por la libertad de Dantés; pero
Villefort le había tranquilizado con promesas y esperanzas. AI fin llegó el día de Waterloo.
Morrel había hecho por su joven amigo cuanto humanamente le había sido posible. Ensayar nuevos
medios durante la segunda restauración hubiese sido comprometerse en vano.
Luis XVIII volvió a subir al trono. Villefort, para quien Marsella estaba llena de recuerdos que eran
para él otros tantos remordimientos, solicitó y obtuvo la plaza de procurador del rey en Tolosa.
Quince días des pués de su instalación en esta ciudad se verificó su matrimonio con la señorita Renata
de Saint-Meran, cuyo padre tenía más influencia que nunca.
Y con esto Dantés permaneció preso, así durante los Cien Días como después de Waterloo, y olvidado,
si no de los hombres, de Dios a lo menos.
Danglars comprendió toda la extensión del golpe con que había perdido a Dantés, al ver volver a
Francia a Napoleón. Su denuncia acertó por casualidad, y como aquellos hombres que tienen cierta
aptitud para el crimen y un mediano arte de saber vivir, llamó a esta rara casualidad decreto de la
Providencia.
Pero cuando Napoleón volvió a París, y al resonar su voz imperiosa y potente, Danglars tuvo miedo, ya
que esperaba a cada instante ver aparecer a Dantés, a su víctima, enterado de todo, y amenazador y
terrible en la venganza. Manifestó entonces al señor Morrel su deseo de abandonar la vida marítima,
logrando que el naviero le re comendase a un comerciante español, a cuyo servicio entró a fin de marzo, es
decir, diez o doce días después de la vuelta de Napoleón a las Tullerías.
Partió, pues, para Madrid, y ninguno de sus amigos volvió a saber de su paradero.
Fernando no comprendió nada de lo sucedido. Dantés estaba ausente. Con esto se contentaba.
¿Qué le había sucedido?
No trató de averiguarlo; sólo con el respiro que le dejaba su ausencia se ingenió como pudo, ora para
engañar a Mercedes sobre las causas de la desaparición de Edmundo, ora para meditar planes de emigración
y robo. Quizás, y eran estos momentos los más tristes de su vida, se sentaba a la punta del cabo
Pharo, desde donde se distinguen a la par Marsella y los Catalanes, contemplándolos triste e in móvil
como un ave de rapiña, y soñando a cada instante ver venir a su rival vivo y erguido, y para él también
nuncio de terribles venganzas. Para entonces estaba tomada su decisión: mataba a Edmundo de un tiro, y
después se suicidaba; pero esto se lo decía a sí mismo para disculpar su asesinato.
Fernando se engañaba a sí mismo. Nunca se hubiera él suicidado, porque tenía esperanzas aún.
En medio de estos tristes y dolorosos acontecimientos, el imperio llamó a sus banderas la última quinta,
y todos cuantos podían empuñar las armas se lanzaron fuera del territorio francés a la voz del emperador.
Fernando fue de éstos; abandonó a Mercedes y su cabaña con doble dolor, pues temía que en su ausencia
volviese su rival y se casase con la que adoraba. Si alguna vez debió Fernando matarse fue al abandonar a
su amada Mercedes. Sus atenciones con ella, la compasión que demostraba a su desdicha, el cuidado con
que adivinaba sus menores deseos, habían producido el efecto que producen siempre las apariencias de
adhesión en los corazones generosos. Mercedes había querido mucho a Fernando como amigo; y su
amistad creció con el agradecimiento.
-Hermano mío -le dijo atando a la espalda del catalán la mochila del quinto- hermano mío, mi único
amigo, no lo dejes matar, no me dejes sola en este mundo en que lloro, y en el que estaré enteramente
abandonada si tú me faltas.
Estas palabras, dichas por despedida, fueron para Fernando un rayo de esperanza. Si Dantés no
regresaba, quizá Mercedes llegaría a ser suya.
Esta se quedó, pues, enteramente sola en aquella tierra árida, que nunca se lo había parecido tanto, con
el mar inmenso por único horizonte. Bañada en lágrimas, como aquella loca cuya doliente vida cuenta el
pueblo, veíasela de continuo errante en torno a los Catala nes; ora quedándose muda a inmóvil como una
estatua bajo el ardiente sol del Mediodía, para contemplar a Marsella; ora sentándose a la orilla del mar,
como si escuchara sus gemidos, eternos como su dolor, y preguntándose al propio tiempo a sí misma si no
le fuera mejor que esperar sin esperanza, inclinarse hacia delante y dejarse caer por su propio peso en
aquel abismo que la tragaría. Mas no fue valor lo que le faltó, sino que vino en su ayuda la religión a
salvarla del suicidio.
Caderousse fue, como Fernando, llamado por la patria; pero tenía ocho años más y era casado, con lo
que se le destinó a las costas. El viejo Dantés, a quien sólo la esperanza sostenía, la perdió con la caída
del imperio, y cinco meses más tarde, día por día de la ausencia de su hijo, y a la misma hora en que
Edmundo fue preso, expiró en brazos de Mercedes. El señor Morrel cubrió todos los gastos del entierro y
las mezquinas deudas que el pobre viejo había contraído durante su enfermedad. Esto, más que
filantropía, era valor, porque el país estaba en llamas, y socorrer, aunque moribundo, al padre de un
bonapartista tan peligroso como Dantés, podía ser tomado por un verdadero crimen político.
Capítulo catorce
El preso furioso y el preso loco
Al cabo de un año aproximadamente después de la vuelta de Luis XVIII, el inspector general de
cárceles efectuó una visita a las del reino.
Desde su calabozo, Dantés percibía el rumor de los preparativos que se hacían en el castillo, y no por el
alboroto que ocasionaban, aunque no era grande, sino porque los presos oyen en el silencio de la noche
hasta la araña que teje su tela, hasta la caída periódica de la gota de agua que tarda una hora en filtrarse
por el techo de su calabozo, y adivinó que algo nuevo sucedía en el mundo de los vivos: hacía tanto
tiempo que le habían encerrado en una tumba, que podía muy bien tenerse por muerto.
En efecto, el inspector iba visitando una tras otra las prisiones, calabozos y subterráneos. A muchos
presos interrogaba, particularmente a aquellos cuya dulzura o estupidez los hacía recomendables a la
benevolencia de la administración: sus preguntas se redujeron a cómo estaban alimentados y qué
reclamaciones tenían que hacer a su autoridad. Todos convinieron unánimemente en que la comida era
detestable, y pedían la libertad. El inspector les preguntó entonces si tenían otra cosa que decirle. Su
respuesta fue un ademán de cabeza. ¿Qué otra cosa que la libertad pueden pedir los presos?
El inspector se volvió sonriendo, y dijo al gobernador del castillo:
-No sé para qué nos obligan a estas visitas inútiles. Quien ve a un preso los ve a todos. ¡Siempre lo
mismo! Todos están mal alimentados y son inocentes por añadidura. ¿Hay algunos más?
-Sí, tenemos los peligrosos y los dementes, que están en los subterráneos.
-Vamos -dijo el inspector con aire de aburrimiento-. Cumpla mos nuestra obligación en regla. Bajemos
a los subterráneos.
-Aguardad por lo menos a que vayan a buscar dos hombres -respondió el gobernador- que los presos,
sea por hastío de la vida, sea para hacerse condenar a muerte, intentan tal vez crímenes desesperados, y
podríais ser víctima de alguno.
-Tomad, pues, precauciones -dijo el inspector.
En efecto, enviaron a buscar dos soldados, y comenzaron a bajar una escalera, tan empinada, tan infecta
y tan húmeda, que el olfato y la respiración se lastimaban a la par.
-¡Oh! ¿Quién diablos habita este calabozo? -dijo el inspector a la mitad del camino.
-Un conspirador de los más temibles: nos lo han recomendado particularmente como hombre capaz de
cualquier cosa.
-¿Está solo?
-Sí.
-¿Y cuánto tiempo hace?
-Un año, con corta diferencia.
-¿Y desde su entrada en el castillo está en el subterráneo?
-No, señor, sino desde que quiso matar al llavero encargado de traerle la comida.
-¿Ha querido matar al llavero?
-Sí, señor: a ese mismo que nos viene alumbrando. ¿No es cierto, Antonio? -le preguntó el gobernador.
-Como lo oye, señor -respondió el llavero.
-¿Está loco este hombre?
-Peor que loco, es el diablo.
-¿Queréis que demos cuenta a la superioridad? -preguntó el inspector al gobernador.
-Es inútil. Bastante castigado está. Ya raya en la locura, y según la experiencia que nuestras
observaciones nos dan, dentro de un año estará completamente loco.
-Mejor para él -dijo el inspector-, pues sufrirá menos.
Como se ve, era este inspector un hombre muy humano, y digno del filantrópico empleo que gozaba.
-Tenéis razón, caballero -repuso el gobernador- y vuestra reflexión da a entender que habéis estudiado
la materia a fondo. En otro subterráneo que está separado de éste unos veinte pies y al cual se desciende
por otra escalera, tenemos un viejo abate, jefe del partido de Italia in illo tempore, preso aquí desde 1811.
Desde fines de 1813 se le ha trastornado la cabeza, y ya nadie le podría reconocer físicamente. Antes
lloraba, ahora ríe; antes enflaquecía, ahora engorda. ¿Queréis verle antes que a éste? Su locura es
divertida y os aseguro que no os entristecerá.
-A uno y otro veré -respondió el inspector-. Hagamos las cosas como se deben hacer.
Era ésta la primera vez que el inspector hacía una visita de cárceles, por lo que deseaba dar a sus jefes
buena idea de sí.
-Entremos, pues, en éste -dijo.
-Bien -respondió el gobernador, haciendo una seña al llavero, el cual abrió la puerta.
A1 rechinar de las macizas cerraduras; al rumor de los pesados cerrojos, Dantés, que estaba acurrucado
en un rincón del calabozo re creándose deleitosamente en el exiguo rayo de luz que penetraba por un
tragaluz con gruesísimos barrotes, Dantés, repetimos, levantó la cabeza. Viendo a un desconocido
alumbrado por dos llaveros que llevaban antorchas encendidas, custodiado por dos soldados y respetado
por el gobernador de tal manera que le hablaba con el sombrero en la mano, comprendió Dantés el objeto
de su visita, y viendo en fin que se le presentaba coyuntura de hablar a una autoridad superior, saltó hacia
él con las manos en actitud de súplica. Los soldados calaron bayoneta, temiendo que el preso se dirigiese
al inspector con malas intenciones; éste retrocedió un paso, asustado. Dantés comprendió que le habían
pintado a sus ojos como un hombre temible. Procuró entonces poner en su mirada cuanto de humildad y
mansedumbre hay en el corazón humano, y con una elocuencia piadosa que admiró a todos los
circunstantes trató de conmover al recién llegado. Escuchó hasta el fin el inspector el discurso de Dantés,
y volviéndose al gobernador le dijo en voz baja:
-Ya va haciéndose humano, y los sentimientos dulces empiezan a dominarle. Observad cómo el temor
obra en él su efecto; retrocedió ante las bayonetas, y el loco no retrocede ante peligro alguno. Sobre este
síntoma he hecho ya en Charentón observaciones muy curiosas. Después, volviéndose al preso:
-En resumen-le dijo-, ¿qué pedís?
-Pido que me digan el crimen que he cometido; que se me nombren jueces; que se me juzgue; que se
me fusile si soy culpable, pero que me pongan en libertad si soy inocente.
-¿Coméis bien? -le preguntó el inspector.
-Sí, yo lo creo..., no lo sé; pero eso importa poco. Lo que debe importar, no solamente a mí, pobre
preso, sino a todos los que se ocupan en hacer justicia, y sobre todo al rey que nos manda, es que el
inocente no sea víctima de una delación infame, y no muera entre cerrojos maldiciendo a sus verdugos.
-¡Qué humilde estáis hoy! -le dijo el gobernador-. No siempre sucede lo mismo, de otra manera
hablabais el día que quisisteis asesinar a vuestro guardián.
-Es verdad, señor -respondió Dantés-, y por ello pido humildemente perdón a este hombre, que ha sido
siempre bondadoso conmigo. Pero ¿qué queréis? Yo estaba loco, yo estaba furioso.
-¿Y ahora, ya no lo estáis?
-No, señor; porque la prisión me doma, me anonada. ¡Hace tanto tiempo que estoy aquí!
-¡Mucho tiempo! ¿En qué época os detuvieron? -le preguntó el inspector.
-El 28 de febrero de 1815, a las dos de la tarde.
El inspector se puso a calcular.
-Estamos a 30 de julio de 1816; no hace más que diecisiete meses que estáis preso.
-¿No hace más? -repuso Dantés -. ¿Os parecen pocos diecisiete meses? ¡Ah!, señor, ignoráis lo que son
diecisiete meses de cárcel; diecisiete años, diecisiete siglos, sobre todo para un hombre como yo, que
estaba próximo a ser feliz; para un hombre que vela abierta una carrera honrosa, y que todo lo pierde en
aquel mismo instante, que del día más claro y hermoso pasa a la noche más profunda, que ve su carrera
destruida, que no sabe si le ama aún la mujer que antes le amaba, que ignora en fin si su anciano padre
está muerto o vivo. Die cisiete meses de cárcel para un hombre acostumbrado al aire del mar, a la
independencia del marino, al espacio, a la inmensidad, a lo infinito; caballero, diecisiete meses de cárcel
es el mayor castigo que pueden merecer los crímenes más horribles del vocabulario humano.
Compadeceos de mí, caballero, y pedid para mí no indulgencia, sino rigor, no indulto, sino justicia.
Justicia, señor, yo no pido más que justicia. ¿Quién se la niega a un preso?
-Está bien, ya veremos -dijo el inspector.
Y volviéndose hacia su acompañante añadió:
-En verdad me da lástima este pobre diablo. Luego me enseñaréis en el libro de registro su partida.
-Con mucho gusto -respondió el gobernador-, pero creo que hallaréis notas tremendas contra él.
-Caballero -prosiguió Edmundo-, bien sé que vos no podéis hacerme salir de aquí por vuestra propia
decisión, pero podéis transmitir mi súplica a la autoridad, provocar una requisitoria, hacer en fin que se
me juzgue. ¡Justicia es todo lo que pido! Sepa yo al menos de qué crimen se me acusa, y a qué castigo se
me sentencia. La incertidumbre es el peor de todos los suplicios.
-Contadme, pues, detalles del asunto -dijo el inspector.
-Señor -exclamó Dantés-, por vuestra voz comprendo que estáis conmovido. ¡Señor! ¡Decid me que
tenga esperanza!
-No puedo decíroslo -respondió el inspector-, sino solamente prometeros examinar vuestra causa.
-¡Oh! Entonces, caballero, estoy libre, ¡me he salvado!
-¿Quién os mandó detener? -preguntó el inspector.
-El señor de Villefort -respondió Edmundo Dantés-. Vedle y entendeos con él.
-Desde hace un año que el señor de Villefort no está en Marsella, sino en Tolosa.
-¡Ah! , no me extraña -balbució Dantés-. ¡He perdido a mi único protector!
-¿Tenía el señor de Villefort algún motivo para estar resentido con vos?
-Ninguno, señor; antes al contrario, fue muy bondadoso conmigo.
-¿Podré fiarme de las notas que haya dejado escritas sobre vos, o que me proporcione él mismo?
-Sí, señor.
-Pues bien: tened esperanza.
Dantés cayó de rodillas levantando las manos al cielo, y recomendándole en una oración aquel hombre
que había bajado a su calabozo como el Salvador a sacar almas del infierno. La puerta se volvió a cerrar,
pero la esperanza que acompañaba al inspector se quedó encerrada en el calabozo de Dantés.
-¿Queréis ver ahora el libro de registro -dijo el gobernador-, o bajamos antes al calabozo del abate?
-Acabemos la visita -respondió el inspector-. Si volviese a salir al aire libre quizá no tendría valor para
acabarla.
-Este preso no es por el estilo del otro, que su locura entristece menos que la razón de su vecino.
-¿Cuál es su locura?
-¡Oh!, muy extraña. Se cree poseedor de un tesoro inmenso. El primer año ofreció al gobierno un
millón si le ponía en libertad; el segundo año le ofreció dos millones; el tercero, tres, y así progresivamente.
Ahora está en el quinto año: es probable que os pida una entrevista, y os ofrezca cinco millones.
-Manía rara es, en efecto -dijo el inspector-. ¿Y cómo se llama ese millonario?
-El abate Faria.
-Número 27 -dijo el inspector.
-Aquí es. Abrid, Antonio.
El llavero obedeció, con lo que pudo el inspector pasear su mirada curiosa por el calabozo del abate
loco, que así solían llamar a aquel preso.
En mitad de la estancia, dentro de un círculo trazado en el suelo con un pedazo de yeso de la pared,
veíase agazapado un hombre casi desnudo, tan roto estaba su traje. Ocupábase en aquellos momentos en
hacer dentro del círculo líneas geométricas muy bien trazadas, y parecía tan preocupado con su problema
como Arquímedes cuando le mató el soldado de Marcelo. Ni siquiera pestañeó al rumor de la puerta que
se abría, ni dio muestra alguna de sorpresa cuando el res plandor de las antorchas iluminó con desusado
brillo el húmedo suelo en que trabajaba. Volvióse entonces y vio con gran sorpresa la numerosa comitiva
que acababa de entrar en su calabozo.
Acto continuo se puso en pie y cogió un cobertor que yacía a los pies de su miserable lecho para
envolverse y recibir con mayor decencia a los recién venidos.
-¿Qué es lo que pedís? -le dijo el inspector sin alterar la fórmula.
-¿Yo, caballero...?, no pido nada -respondió el abate como admirado.
-Sin duda no me comprendéis -dijo el inspector-. Yo soy un delegado del gobierno para visitar las
cárceles y atender las reclama ciones de los presos.
-¡Oh!, entonces es otra cosa, caballero -exclamó vivamente el abate- Espero que vamos a entendernos.
-¿Lo veis? -dijo el gobernador por lo bajo- El principio, ¿no os indica que va a parar a lo que yo os
decía?
-Caballero -prosiguió el preso-, yo soy el abate Faria, natural de Roma. A los veinte años era secretario
del cardenal Rospigliossi. Sin saber por qué, me detuvieron a principios de 1811, y desde entonces
suplico vanamente mi libertad a las autoridades italianas y francesas.
-¿Y por qué a las francesas? -le preguntó el gobernador.
-Porque me prendieron en Piombino, y supongo que, como Milán y Florencia, Piombino será
actualmente capital de un departamento francés.
El inspector y el gobernador se miraron sonriendo.
-¿Sabéis, amigo mío -le dijo el inspector-, que no son muy frescas vuestras noticias de Italia?
-Datan del día en que fui preso, caballero -repuso el abate Faria- y como Su Majestad el emperador
había creado el reino de Roma para el hijo que el cielo acababa de darle, supongo que, siguiendo el curso
de sus conquistas, haya realizado el sueño de Maquiavelo y de César Borgia, que era hacer de Italia entera
un solo y único reino.
-Caballero -dijo el inspector-, la Providencia, por fortuna, ha modificado ese gigantesco plan de que
parecéis partidario tan ardiente.
-Ese es el único medio de hacer de Italia un Estado fuerte, independiente y feliz -respondió el abate.
-Puede ser -repuso el inspector-; pero yo no he venido a estudiar un curso de política ultramontana, sino
a preguntaros, como ya lo hice, si tenéis algo que reclamar sobre vuestra habitación, trato y comida.
-La comida es igual a la de todas las cárceles, quiero decir, malísima -respondió el abate- la habitación
ya lo veis, húmeda a insalubre, aunque muy buena para calabozo. Pero no tratemos de eso sino de
revelaciones de la más alta importancia que tengo que hacer al gobierno.
-Ya va a su negocio -dijo en voz baja el gobernador al inspector.
-Me felicito, pues, de veros -prosiguió el abate-, aunque me habéis interrumpido un cálculo excelente
que a no fallarme cambia ría quizás el sistema de Newton. ¿Podéis concederme una entrevista secreta?
-¿Eh? ¿Qué decía yo? -dijo el gobernador al inspector.
-Bien conocéis a vuestra gente -respondió este último sonriéndose, y volviéndose a Faria le dijo:
-Caballero, lo que me pedís es imposible.
-Sin embargo, ¿y si se tratase, caballero -repuso el abate-, de hacer ganar al gobierno una suma enorme,
una suma de cinco mi llones?
-A fe mía que hasta la cantidad adivinasteis -dijo el inspector volviéndose otra vez hacia el gobernador.
-Vamos -prosiguió el abate, conociendo que el inspector iba a marcharse-, no hay necesidad de que
estemos absolutamente solos. El señor gobernador puede asistir a nuestra entrevista.
-Amigo mío -dijo el gobernador-, sabemos por desgracia de antemano lo que queréis decirnos. De
vuestros tesoros, ¿no es verdad?
Miró Faria a este hombre burlón con ojos en que un observador desinteresado hubiera leído la razón y
la verdad.
-Sin duda alguna -le respondió-. ¿De qué queréis que yo os hable, sino de mis tesoros?
-Señor inspector -repuso el gobernador-, puedo contaros esa historia tan bien como el abate, porque
hace cuatro o cinco años que no me habla de otra cosa.
-Eso demuestra, señor gobernador -dijo Faria -, que sois como aquellos de que habla la Escritura, que
tienen ojos y no ven, oídos y no oyen.
-Amigo -añadió el inspector-, el gobierno es rico, y a Dios gracias no necesita de vuestro dinero.
Guardadlo, pues, para cuando salgáis de vuestro encierro.
Dilatáronse los ojos del abate, y asiendo de la mano al inspector, le dijo:
-Pero, ¿y si no salgo nunca? ¿Y si contra toda justicia permanezco siempre en este calabozo? ¿Y si
muero sin haber legado a nadie mi secreto? ¡El tesoro se perderá! ¿No es preferible que lo poseamos el
gobierno y yo? Daré hasta seis millones, caballero, sí, le daré hasta seis millones, y me contentaré con el
resto si se me pone en libertad.
-A fe mía -dijo a media voz el inspector-, habla con tal acento de convicción, que se le creería a no
saber que está loco.
-No estoy loco, caballero, digo la verdad -repuso Faria, que con ese oído finísimo de los presos no
perdió una sola palabra-. El tesoro de que hablo existe ciertamente, y me comprometo a firmar con vos un
tratado por el cual me llevaréis adonde yo designe, se cavará en la tierra, y si yo miento, si no se
encuentra nada, si estoy loco como decís, consentiré en volver al calabozo, y en permanecer toda mi vida,
y en esperar la muerte sin volver a pedir nada ni a vos ni a nadie.
El gobernador se echó a reír.
-¿Y está muy lejos el lugar de vuestro tesoro?
-A cien leguas de aquí, sobre poco más o menos.
-No está mal imaginado -dijo el gobernador-. Si todos los presos se divirtiesen en pasear a sus guardias
por un espacio de cien leguas, y si los guardias consintiesen en tales paseos, sería un magnífico motivo
para que los presos tomaran las de Villadiego a la primera ocasión, que no dejaría de presentarse,
ciertamente, en tan larga correría.
-Es un ardid muy gastado -dijo el inspector-. Ni siquiera tiene el mérito de la invención.
Después, volviéndose al abate, le dijo:
-Ya os he preguntado si os dan bien de comer.
-Caballero -respondió Faria-, juradme por Cristo nuestro Señor que me pondréis en libertad si no
miento, y os diré dónde está el tesoro.
-¿Os dan buen alimento? -repitió el inspector.
-Nada aventuráis, caballero, y no será un truco para escaparme, pero consiento en permanecer aquí
mientras vos vayáis...
-¿No contestáis a mi pregunta? -repuso impaciente el inspector.
-¡Ni vos a mi solicitud! -respondió el abate-. ¡Maldito seáis como los insensatos que no han querido
creerme! ¿No queréis mi oro? Para mí será. ¿Me negáis la libertad? Dios me la dará. Idos. Ya nada tengo
que decir.
Y el abate tiró el cobertor sobre la cama, recogió su pedazo de yeso, y fue a sentarse en medio de su
círculo, donde continuó trazando sus figuras.
-¿Qué hace? -decía el inspector al irse.
-Cuenta sus tesoros -le contestó el gobernador.
Faria respondió a este sarcasmo con una mirada sublime de desprecio.
Salieron y el llavero cerró la puerta.
-¿Si habrá poseído, en efecto, algún tesoro? -decía el inspector subiendo la escalera.
-O habrá soñado que lo poseía, y despertó demente -repuso el gobernador.
-Si realmente fuera tan rico, no estaría preso -añadió el inspector con la sencillez del hombre
corrompido.
Así concluyó para el abate Faria esta aventura. Siguió preso sin que lograse con la visita otra cosa que
afirmar su fama de loco.
Caligula o Nerón, aquellos célebres rebuscadores de tesoros, que se dieron de cabezadas por todo lo
imposible, hubiesen atendido a este pobre hombre, le hubiesen concedido el aire que deseaba, el espacio
que en tanto tenía, la libertad que tan cara quería pagar; pero los reyes de ahora, encerrados en los límites
de lo probable, no tienen la audacia de la voluntad, temen el oído que escucha las órdenes que ellos
mismos dan, el ojo que ve sus acciones; no sienten en sí lo superior de la esencia divina, son hombres
coronados, en una palabra. En otro tiempo se creían o a lo menos se decían hijos de Júpiter, y
conservaban algo del ser de su padre; que no se plagian fácilmente las cosas de ultra-nubes. Ahora los
reyes se hacen muy a menudo vulgares. Sin embargo, como ha repugnado siempre al gobierno despótico
que se vean a la luz pública los efectos de la prisión y de la tortura; como hay pocos ejemplos de que una
víctima de la inquisición haya podido pasear por el mundo sus huesos triturados y sus sangrientas llagas,
así la locura, esta úlcera causada por el fango de los calabozos, se esconde casi siempre cuidadosamente
en el sitio en que ha nacido, o si sale de él es para enterrarse en un hospital sombrío, donde el médico no
puede distinguir ni al hombre ni al pensamiento entre las informes ruinas que el carcelero le entrega.
Vuelto loco en la prisión el abate Faria, por su misma locura, estaba condenado a no salir nunca de ella.
En cuanto a Dantés, el inspector le cumplió su palabra, examinando el libro de registro cuando volvió a
los aposentos del gobernador. Así decía la nota referente a él:
Edmundo Dantés: Bonapartista acérrimo. Ha tomado una parte muy activa en la vuelta de Napoleón.
Téngase muy vigilado y con el mayor secreto. Esta nota era de otra letra y de otra tinta que las demás del
registro, lo que prueba que no ha sido anotada de la prisión de Edmundo. La acusación era bastante
positiva para dudar de ella. El inspector escribió, pues, debajo:
«Nada se puede hacer por él.»
Esta visita había hecho revivir a Dantés. Desde su entrada en el calabozo se había olvidado de contar
los días; pero el inspector le había dado una fecha nueva, y no la olvidó esta vez, sino que arrancando de
la pared un pedazo de yeso escribió en el muro: «30 de julio de 1816.» Desde este momento señaló con
una raya cada día que pasaba para poder calcular el tiempo.
Transcurrieron días, semanas y meses, y Dantés seguía confiado. Empezó por fijar para su salida de la
cárcel un término de quince días, pues suponiendo que el inspector no tuviese en su asunto sino la mitad
del interés que él mismo tenía, le bastaba con ese plazo. Transcurrido también éste, pensó que era absurdo
creer que el inspector se ocupase en tal cosa antes de su regreso a París, y como su vuelta era imposible
sin terminar la visita, que debía durar lo menos un mes o dos, alargó Edmundo su plazo hasta tres meses.
Pasados éstos hizo otro cálculo, prolongándolos hasta seis; pero cuando éstos pasaron también, halló que
juntos los primeros días con los meses había esperado diez y medio.
Durante dicho tiempo en nada había mudado su situación; ninguna nueva de consuelo había tenido, y
seguía como siempre mudo su carcelero. Dantés empezó a dudar de sus sentidos, a creer que lo que
tomaba por un recuerdo no era sino una visión de su fantasía, y que aquel ángel consolador solamente
había bajado a su calabozo en alas de un sueño.
Al cabo de un año trasladaron al gobernador del castillo, obteniendo el antiguo el mando de la fortaleza
de Ham, a la que se llevó mu chos de sus dependientes, entre ellos el carcelero de Edmundo. Lle gó el
nuevo gobernador, y como le costase mucho trabajo recordar los nombres de los presos, se los hizo
representar por números. Este horrible hotel tenía unas cincuenta habitaciones, cuyos números respectivos
tomaron sus habitantes. ¡El desgraciado marino dejó de llamarse Edmundo Dantés, conociéndose tan sólo
por el número 34!
Capítulo quince
El número 34 y el número 27
Dantés pasó por todos los grados de desventura que experimentan los presos olvidados en el fondo de
sus calabozos. Comenzó por recurrir al orgullo, que es una consecuencia de la esperanza y un íntimo
convencimiento de la propia inocencia; después dudó de su inocencia, lo que no dejaba de justificar un
tanto las suposiciones de locura del gobernador, y por último cayó del pedestal de su orgullo, y no para
implorar a Dios, sino a los hombres. Dios es el último recurso. El desgraciado que debería comenzar por
él, no llega a implorarle sino después de haber agotado todas sus esperanzas.
Pidió, pues, que le sacasen de su calabozo para ponerle en otro, aunque fuese más negro y más oscuro.
Un cambio, aunque perdiendo, era siempre un cambio, y le proporcionaría por algún tiempo distracción.
Pidió asimismo que le concediesen el pasear, y el tomar el aire, y libros a instrumentos. Nada le fue
concedido; pero no por eso dejó de pedir, pues se había acostumbrado a hablar con su carcelero, que era
más mudo que el anterior si es posible. Hablar con un hombre, aunque no le respondiese, había llegado a
parecerle una gran felicidad. Hablaba para escuchar su propia voz, pues cierta vez que ensayó en hablar a
solas, su voz le dio miedo.
Muchas veces, cuando estaba en libertad, se había horrorizado Dantés al recuerdo de esas cárceles
comunes de las poblaciones, donde los vagabundos están mezclados con los bandoleros y con los asesinos,
que con innoble placer contraen horribles lazos, haciendo de la vida de la cárcel una orgía
espantosa. Pues, a pesar de todo, llegó incluso a sentir deseos de encontrarse en uno de estos antros, por
ver otras caras que la de aquel carcelero impasible y mudo; llegó a echar de menos el presidio con su
infamante traje, su cadena asida al pie, y la marca en la espalda. Los presidiarios al menos viven en
sociedad con sus semejantes, respiran el aire libre y ven el cielo: los presidiarios deben ser muy dichosos.
Un día suplicó a su guardián que pidiese para él un compañero, aunque fuese el abate loco de que había
oído hablar. Bajo la corteza de un carcelero, por más que sea muy ruda, queda siempre algo de
humanidad, y éste, a pesar de que nunca lo había demostrado ostensiblemente, en lo íntimo de su alma
compadeció muchas veces a aquel desgraciado joven, sujeto a tan dura cautividad, por lo que transmitió
al gobernador la solicitud del número 34; pero el gobernador, prudentísimo como si fuera un hombre
político, se figuró que Dantés quería insurreccionar a los presos, fraguar una conspiración, contar con
algún amigo para alguna tentativa; y le negó lo que pedía.
Habiendo agotado todos los recursos humanos, y no encontrando remedio de ninguna clase para sus
males, fue cuando se dirigió a Dios. Vinieron entonces a vivificar su alma todos esos pensamientos piadosos
que baten sus alas sobre los desgraciados. Recordó las oracio nes que le enseñaba su madre,
hallándoles una significación entonces de él desconocida, porque las oraciones para el hombre que es
dichoso son a veces palabras vacías de sentido, hasta que el dolor viene a explicar al infortunio ese
lenguaje sublime con que nos habla Dios.
Oró, pues, mas no con fervor sino con rabia. Rezando en alta voz no le asustaban sus palabras: caía en
una especie de éxtasis; a cada palabra que pronunciaba se le aparecía Dios; sacaba lecciones de todos los
hechos de su vida humilde y oscura, atribuyéndolos a Dios, imponiéndose deberes para el porvenir, y al
final de cada rezo intercalaba ese deseo egoísta que los hombres dirigen a sus semejantes más a menudo
que a Dios:
«... Y perdona nuestras deudas, así como nosotros perdonamos a nuestros deudores... »
Y esto le puso sombrío, y un velo cubrió sus ojos. Dantés era un hombre sencillo y sin educación. Lo
pasado permanecía para él envuelto en ese misterio que la ciencia desvanece. En la soledad de un
calabozo, en el desierto de su imaginación, no le era posible resucitar los tiempos pasados, reanimar los
pueblos muertos, restaurar las antiguas ciudades, que el pensamiento poetiza y agiganta, y que pasan
delante de los ojos alumbradas por el fuego del cielo, como los cuadros babilónicos de Martin. Dantés no
conocía más que su pasado, tan breve; su presente, tan sombrío, y su futuro tan dudoso. ¡A la luz de los
diecinueve años ver la oscuridad de una noche eterna! Como ninguna distracción le entretenía, su espíritu
enérgico, a cuyas aspiraciones bastara solamente el tender su vuelo a través de las edades, se veía
obligado a ceñirse a su calabozo como un águila encerrada en una jaula. Entonces se aferraba, por decirlo
así, a una idea, a la de su ventura, desvanecida sin causa aparente por una fatalidad inconcebible;
aferrábase, pues, a este pensamiento, le daba mil vueltas examinándolo bajo todas sus fases, devorándolo
como el impla cable Ugolino devora el cráneo del arzobispo Roger en el Infierno del Dante. Edmundo,
que sólo tenía una fe pasajera en el poder, la perdió como la pierden otros después del triunfo, con la
única dife rencia de que él no había sabido aprovecharla.
La rabia sucedió al ascetismo. Tales blasfemias decía Edmundo, que el carcelero retrocedía espantado:
se daba golpes contra las paredes, y con cuanto tenía a la mano, principalmente en sí mismo se vengaba
de las contrariedades que le hacía sufrir un grano de arena, una paja o una ráfaga de viento. Entonces
aquella carta acusadora que él había visto, que él había tocado, que le enseñó Villefort, volvía a clavársele
en el magín y cada línea brillaba en la pared como el Mane Thécel Pharés, de Baltasar. Decía para sí que
era el odio de los hombres, no la venganza de Dios el que lo hundió en aquella sima; entregaba aquellos
hombres desconocidos a todos los suplicios que inventaba su exaltada imaginación, y aún le parecían
dulces los más tremendos, y sobre todo livianos para ellos, porque tras el suplicio viene la muerte, y la
muerte es, si no el reposo, la insensibilidad, que se le parece mucho.
A fuerza de repetirse a sí mismo, a propósito de sus enemigos, que la calma es la muerte, y el que desea
castigar con crueldad necesita de otros recursos que no son los de la muerte, cayó en el horrible
ensimismamiento que ocasiona la idea del suicidio. ¡Pobre de aquel a quien detienen en la pendiente de la
desgracia estas tristes ideas! ¡Son como uno de esos mares muertos que reflejan el purísimo azul del cielo;
pero que si el nadador se arroja a ellos, siente hundirse sus pies en un suelo fangoso, que le atrae, le aspira
y le traga! En esta situación, sin auxilio d ivino, no hay remedio para él, y cada esfuerzo que hace le hunde
más, y le arrastra más y más a la muerte.
Esta agonía moral es, sin embargo, menos terrible que el dolor que la precede y el castigo que acaso la
sigue; es una especie de consuelo vertiginoso, que nos muestra la profundidad del abismo, pero que
también en su fondo nos muestra la nada. Edmundo se consoló, pues, un tanto con esta idea. Todos sus
dolores, todos sus sufrimientos, con su lúgubre cortejo de fantasmas, huyeron hacia aquel rincón del calabozo,
donde parecía que el ángel de la muerte pudiese fijar su silenciosa planta. Contempló ya con
tranquilidad su vida pasada, con terror su vida futura, y eligió ese término medio que le ofrecía un asilo.
-Tal vez en mis lejanas correrías, cuando yo era aún hombre, y cuando este hombre libre y potente daba
a otros hombres órdenes que eran ejecutadas en el acto, tal vez (decía para sí) he visto nublarse el cielo,
bramar las olas y encresparse, nacer la tempestad en un extremo del espacio, y como un águila gigantesca
venir llenando con sus alas los dos horizontes. Quizá conocía ya entonces que mi barco era un refugio
despreciable, puesto que parecía temblar y estreme cerse, ligero como una pluma en la mano de un
gigante. Después el terrible mugido de las olas, la vista de los escollos me anunciaban la muerte, y la
muerte me espantaba, y hacía inauditos esfuerzos para librarme de ella, y reunía en un punto todas las
energías del hombre y toda la inteligencia del marino para luchar con Dios. Y esto, porque yo entonces
era feliz; porque volver a la vida era para mí volver a la felicidad; porque aquella muerte yo no la había
llamado ni la había elegido; porque el sueño, en fin, me parecía intolerable en aquel le cho de algas y de
légamo..., era que me indignaba a mí, criatura, imagen de Dios, el servir de pasto a los albatros o a los
tiburones. Pero hoy ya es otra cosa: he perdido cuanto me encariñaba con la existencia; hoy la muerte me
sonríe como una nodriza al niño que va a amamantar; hoy muero como se me antoja; muero cansado,
como dormía en aquellas noches de desesperación y rabia después de haber dado tres mil vueltas en mi
camarote; es decir, treinta mil pasos; es decir, diez leguas sobre poco más o menos.
En cuanto esta idea germinó en la imaginación del joven, púsose un tanto más alegre, más risueño, se
conformó más con su pan negro y con su dura cama, comió menos, dejó de dormir, y comenzó a pare cerle
soportable aquel resto de existencia, que podría dejar cuando quisiese, como se deja un vestido viejo.
Dos maneras tenía de morir; una era sencilla: atar su pañuelo a un hierro de la ventana y ahorcarse; otra
era dejarse morir de hambre, sin que su carcelero se diera cuenta de ello. La primera repugnaba mucho a
Dantés, porque recordaba a los piratas que mueren ahorcados en las vergas de los navíos que los apresan:
tenía pues a la horca por un suplicio infamante y no quería aplicárselo a sí mismo, por lo que adoptó el
segundo medio, empezando desde aquel día a ponerlo en práctica.
Cerca de cuatro años habían transcurrido en las alternativas que hemos referido. A fines del segundo
dejó de contar los días, y había vuelto a esa ignorancia del tiempo, de que le sacara en otra época el
inspector.
Habiendo dicho Dantés «quiero morir», y habiendo elegido hasta la muerte que se daría, lo calculó bien
todo, y por temor de arre pentirse hizo juramento consigo mismo de morir de aquella manera. «Cuando me
traigan las provisiones las tiraré por la ventana -decíase-, y aparentaré que las he comido.»
Hízolo como se lo había prometido. Dos veces cada día tiraba su comida por la ventanilla con reja, que
apenas le dejaba ver el cielo, primeramente con alegría, después con reflexión, y por último con pesar.
Para fortalecerse en tan horrible lucha, necesitaba recordarse a cada instante el juramento que se había
hecho. Aquella comida que otras veces le repugnaba, gracias al aguijón del hambre, le parecía tentadora a
la vista, exquisita al olfato, y más de una vez pasó horas enteras con la cazuela en las manos
contemplando fija mente iba a cesar para él, hízole figurarse que Dios se compadecía al fin de aquella
carne nauseabunda, aquel pescado podrido, y aquel pan negro sus sufrimientos. Dominaban aún en él los
postreros instintos de la vida. Su calabozo de sus amigos, alguno de esos seres amados, en quien tantas
veces le parecía entonces menos sombrío, y su situación menos desesperada. pensó, siempre que pensaba,
no se ocuparía de él en aquellos mo mentos. Todavía era joven, puesto que debía contar veinticinco o
veintiséis años, y le quedaban con corta diferencia cincuenta que vivir, o sea el doble de lo que había
vivido. Pero no, sin duda Edmundo se engañaba; aquello no era más que una de esas visiones fantásticas
que se forjan a las puertas de lamentos, y no trataría de disminuir la distancia que los separaba?
Durante este tiempo, ¡cuántos acontecimientos podrían abrir las murallas del castillo de If, y romper las
puertas, y volverle a la libertad! Entonces aproximaba a su boca aquella comida que, Tántalo voluntario,
apartaba al punto con mano firme, pues con el recuerdo de su juramento, esta generosa naturaleza temía
despreciarse a sí mis mo si lo quebrantaba. Riguroso a implacable consigo mismo, gastó, pues, el asomo
de existencia que le quedaba, llegando un día en que no tuvo fuerzas para levantarse a arrojar la comida.
Al día siguiente ya no veía, y oía con mucha dificultad. El carcelero creyó que estaba enfermo de
gravedad, y Edmundo confió ya en su muerte próxima. Así pasó todo el día. Cierto aturdimiento vago y
un si es no es agradable, empezaba a apoderarse de él.
Ya se habían adormecido las convulsiones nerviosas de su estómago; se habían calmado los ardores de
su sed. Al cerrar los ojos veía una multitud de resplandores brillantes, como esos fuegos fatuos que
oscilan por la noche a flor de los terrenos fangosos: era el crepúsculo de ese ignoto país que se llama la
muerte.
De repente, a las nueve de aquella misma noche, oyó en la pared en que se apoyaba su cama un ruido
sordo y lento. Venían tantos animales inmundos a hacer ruido por aquel lado, que poco a poco se había
acostumbrado Dantés a no despertar siquiera de sus sueños por cosa tan común allí; pero esta vez, ya que
la abstinencia tuviese exaltados sus sentidos, ya que fuese el ruido, en efecto, extraordinario, o ya porque
en los momentos supremos todo tiene importancia, Edmundo levantó la cabeza para oír mejor. Era una
especie de frotamiento acompasado, que parecía provenir, o de unas enormes uñas o de unos dientes
fortísimos, o en fin, de un instrumento que chocara con la piedra. Aunque debilitada, en la imaginación
del joven bulló al punto esta idea falaz, fija constantemente en la de todo preso: ¡La libertad! La ocasión
en que escuchaba aquel ruido, justamente cuando todo ruido muere. El ruido seguía oyéndose, sin
embargo, y duró hasta tres horas sobre por más o menos, terminando en una especie de roce, como al
arrastrar una cosa.
Horas más tarde se repitió más fuerte y más cercano. Empezaba Edmundo a interesarse en aquel trabajo
que le hacía compañía, cuando entró el carcelero.
Habían pasado ocho días desde que decidió morir, y cuatro desde que empezó a poner en práctica su
proyecto, y en todo este tiempo no había Edmundo dirigido la palabra a aquel hombre, ni respondido a las
que él le dirigía preguntándole por su enfermedad, sino que por el contrario, siempre se volvía del otro
lado cuando el carcelero le contemplaba atentamente. Mas hoy podía el carcelero oír aquel sordo ruido y
alarmarse, y destruir acaso aquel yo no sé qué de esperanza, cuya idea deleitaba los últimos momentos de
Dantés.
El carcelero le traía el almuerzo y Edmundo se incorporó en su cama, y ahuecando la voz se puso a
hablar de todas las cosas posibles, de la mala calidad de su alimento, del frío que reinaba en el calabozo,
maldiciendo y gruñendo, para tener el derecho de gritar más fuertemente, y agotando la paciencia del
carcelero, que precisamente aquel día había pedido para el preso enfermo caldo y pan tierno, y le llevaba
ambas cosas. Por fortuna creyó que Dantés deliraba, y salió del calabozo, poniendo el almuerzo en la
mesilla coja donde lo solía dejar. Libre entonces Edmundo, volvió a escuchar con deleite. El ruido era ya
tan claro que el joven lo escuchaba sin trabajo alguno.
-¡No hay dada! -exclamó para sí-; puesto que, a pesar de la luz del día prosigue este ruido, lo ocasiona
algún desdichado preso para escaparse. ¡Oh! ¡Si yo estuviera con él, cómo le ayudaría!
De pronto, una nube sombría pasó eclipsando esta aurora de esperanza por aquella mente, sólo
habituada a la desgracia, y que no podía sin macho trabajo volver a concebir la felicidad. Era, pues, la
idea de que quizás aquel rumor lo ocasionaban algunos albañiles que se ocupasen por orden del
gobernador, en arreglar el calabozo inmediato.
Fácil era cerciorarse; pero ¿cómo se atrevía a preguntarlo? Nada más fácil, repetimos, que esperar la
llegada del carcelero, hacerle darse cuenta del ruido, y observar la impresión que le causaba; pero con esta
nimia satisfacción de su curiosidad, ¿no podría arriesgar intereses muy altos? Por desgracia, la cabeza de
Edmundo, como una campana vacía, estaba aturdida, y tan débil, que su cerebro, flotante como un vapor,
no podía condensarse para concebir una idea. No vio más que un medio para dar fuerza a su reflexión y
lucidez a su juicio; volvió los ojos hacia el caldo, humeante aún, que el carcelero acababa de poner sobre
la mesa, y levantándose como pudo tomó la taza y bebió de un sorbo, sintiendo al punto un indecible
bienestar. Y tuvo fuerzas para contenerse, aunque había ya cogido el pan para comerlo; pero el recuerdo
de que muchos náufragos, extenuados de hambre, habían muerto por comer mucho de repente, hízole
dejar el pan sobre la mesa y volver a acostarse. Edmundo ya no quería morir.
Pronto sintió penetrar la luz en su cerebro. Sus ideas vagas e in comprensibles empezaban a reflejarse en
ese espejo maravilloso cuya lucidez distingue al hombre del animal. Pudo, pues, pensar, fortificando su
pensamiento con el raciocinio.
-Puedo hacer una prueba -dijo entonces para sí-, pero sin comprometer a nadie. Si el ruido procede de
un albañil, en cuanto yo golpee la pared, cesará, porque él intentará saber quién llama y por qué llama;
pero como será su trabajo no solamente lícito sino obligatorio, al punto lo proseguirá. Si, por lo contrario,
es un preso, el ruido que yo haga debe sobresaltarle, y temiendo ser descubierto abandonará su trabajo
hasta la noche cuando todos duerman en el castillo.
Acto seguido volvió a levantarse Edmundo, y esta vez, ni sus piernas vacilaban ni sus ojos se
desvanecían. Dirigióse a un rincón del calabozo, arrancó una piedra, que con la humedad iba ya
desprendiéndose, y con ella dio tres golpes en la pared, donde parecía sentirse más cercano el ruido. Al
primer golpe, el ruido cesó como por ensalmo. Púsose a escuchar Edmundo con toda su alma, y pasó una
hora, y pasaron dos, sin que el ruido prosiguiese. Del otro lado de la pared respondía a sus golpes un
silencio absoluto. Lleno de esperanza, comió algunos bocados de pan, bebió unos sorbos de agua, y
gracias a la poderosa constitución de que le dotara la naturaleza, hallóse poco más o menos como antes.
Llegó la noche y no se oyó el ruido.
-¡Es un preso! -exclamó Dantés con indecible júbilo.
Desde entonces su cabeza fue un volcán, y se hizo su vida violenta a fuerza de ser activa. Pasó la noche
sin que él cerrara los ojos ni se oyera el más leve ruido. Con el alba llegó el carcelero a traer las
provisiones. Edmundo había agotado las del día anterior, y agotó también las nuevas, escuchando
incesantemente aquel ruido que no continuaba, temiendo que no volviese a repetirse, andando al día diez
o doce leguas en su calabozo, asiéndose a la reja de hierro de la ventanilla para recobrar la elasticidad de
sus miembros, y disponiéndose, en fin, a luchar cuerpo a cuerpo con el porvenir, al igual que los
gladiadores, que ejercitaban su cuerpo y lo frotaban con aceite antes de bajar a la arena. En los intervalos
de esta febril actividad, escuchaba por si volvía el ruido, impacientándose con la prudencia de aquel
preso, que no adivinaba que quien le había interrumpido en sus tareas de libertad era otro preso que
deseaba recobrarla tanto como él.
Transcurrieron tres días... setenta y dos horas mortales contadas minuto por minuto. A1 fin una noche,
cuando el carcelero acababa de hacerle su última visita, tenía Edmundo por centésima vez pegado el oído
a la pared, y le pareció que un rumor imperceptible vibraba sordamente en su cabeza, puesta en contacto
con la pared. Apartóse un poco para refrescar su cerebro exaltado, dio algunas vueltas por la habitación, y
volvió a colocarse en el mismo sitio. No había duda: algo pasaba en el otro lado. El preso había reconocido
lo arriesgado de su empresa y la proseguía de otro modo. Sin duda había sustituido el cincel por la
palanca. Animado por este descubrimiento, Edmundo decidió ayudar a aquel obrero infatigable.
Empezando por apartar su cama, pues detrás de ella creía que sonaba el rumor, buscó con los ojos un
objeto que le sirviese para rascar la pared y arrancar una piedra de sus húmedos cimientos. No tenía
cuchillo ni instrumento cortante alguno, sino sólo los barrotes de la reja, y como más de una vez se había
convencido de que era imposible arrancarlos, ni siquiera lo intentó. Todos sus muebles reducíanse a la
cama, una silla, una mesa, un jarro y un cántaro. La cama tenía los pies de hierro; pero los tenía unidos a
las tablas con tornillos. Para poder arrancarlos necesitaba de un destornillador.
Sólo le quedaba un recurso: romper el cántaro, y emprender su tarea con uno de los pedazos que
tuviesen forma puntiaguda. Dicho y hecho: dejó caer el cántaro al suelo, con lo que se hizo mil pedazos.
Eligió dos o tres de los más agudos y los ocultó en su jergón, dejando los otros en el suelo. El romperse el
cántaro era una cosa tan natural, que no le daba cuidado alguno. Edmundo tenía toda la noche para
trabajar; pero con la oscuridad no se daba mucha maña, pues tenía que trabajar a tientas, y conoció bien
pronto que su primitiva herramienta se embotaba contra un cuerpo más duro. Volvió, pues, a acostarse y
esperó que amanecie ra: con la esperanza había recobrado la paciencia, y durante toda la noche no dejó de
oír al zapador anónimo que continuaba su trabajo subterráneo.
Al amanecer entró el carcelero. Díjole el joven que bebiendo, la víspera, con el cántaro, se le había
caído de las manos, rompiéndose. El carcelero, refunfuñando, fue a traer otra vasija nueva, sin tomarse el
trabajo de llevarse los restos de la rota. Volvió con ella un instante después, encargando al preso que tuviese
más cuidado, y se marchó.
Dantés escuchó con alegría inexplicable rechinar la cerradura, que en otros tiempos cada vez que se
cerraba le oprimía el corazón. Oyó alejarse el ruido de los pasos, y cuando se extinguieron enteramente
corrió a retirar la cama de su sitio, con lo que pudo ver, al débil rayo de luz que penetraba en el calabozo,
lo inútil de su tarea de la noche anterior, ya que había rascado la piedra y no la cal que por sus extremos la
rodeaba y que la humedad había reblandecido bastante. Latiéndole con fuerza el corazón observó Dantés
que se caía a pedazos, y que aunque los pedazos eran átomos, en realidad, en media hora arrancó un
puñado poco más o menos. Un matemático hubiera podido calcular que con dos años de este trabajo, si no
se tropezaba con piedra viva, podría practicarse un boquete de dos pies cuadrados y veinte de
profundidad. Entonces el preso se reprendió a sí mismo por no haber ocupado en aquella manera las
largas horas que había perdido esperando, rezando y desesperándose. Eran cerca de seis años que llevaba
en el calabozo. ¿Qué trabajo no hubiera podido acabar por lento que fuese? Esta idea le infundió alientos.
A los tres días logró, con infinitas precauciones, arrancar todo el cimiento, dejando la piedra al aire. La
pared se componía de morrillos interpolados de piedras para mayor solidez. Una de estas piedras era la
que había casi desprendido y que ahora anhelaba arrancar de su base. Recurrió Dantés a sus dedos, pero
fueron insuficientes, y los pedazos del cántaro, introducidos a manera de palanca en los huecos, se
rompían cuando él apretaba. Después de una hora de inútiles tentativas se levantó con la frente bañada en
sudor, lleno de angustia el corazón, preguntándose si tendría que renunciar al principio de su empresa.
¿Tendría que esperar, inerte y pasivo, a que su compañero, que quizá se cansaría, lo hiciese todo por su
parte?
Pasó entonces por su imaginación una idea que le hizo quedarse parado y sonriendo. Su frente húmeda
de sudor se secó al punto. El carcelero le llevaba todos los días la sopa en una cacerola de cinc. Además
de su sopa, contenía esta cacerola seguramente la de otro preso, puesto que había observado Dantés que
unas veces estaba enteramente llena y otras hasta la mitad únicamente, según que su conductor empezaba
a distribuir por él o por su compañero.
La cacerola tenía un mango de hierro, que era justamente lo que Edmundo necesitaba, y lo que hubiera
pagado con diez años de su vida. El carcelero solía vaciar la cacerola en la cazuela de Dantés, quien
después de comerse la sopa con una cuchara de palo, lavaba la cazuela para que le sirviera al siguiente
día. Aquella noche Edmundo colocó la cazuela en el suelo entre la puerta y la mesilla, de modo que al
entrar el carcelero la pisó y la hizo mil pedazos sin que pudiese decir nada a Dantés: si éste había cometido
la torpeza de dejarla en el suelo, el carcelero había cometido la de no mirar dónde ponía los pies; por
lo que tuvo que contentarse con refunfuñar. Miró luego a su alrededor para hallar donde dejarle la
comida; pero Dantés no tenía más vasija que la cazuela.
-Dejadme la cacerola -dijo Edmundo-, mañana podréis recogerla cuando me traigáis el desayuno.
Este consejo convenía tanto a la pereza del carcelero, como que así no necesitaba subir y bajar otra vez
la escalera. Dejó pues la cacerola. Edmundo tembló de alegría, y comiendo esta vez a toda prisa la sopa y
el resto de sus provisiones, que, según costumbre de las cárceles, se juntaban en una sola vasija, esperó
más de una hora para cerciorarse de que el carcelero no volvería; separó la cama de la pared, cogió la
cacerola, a introduciendo el mango por la junta de piedra, sirvióse de él como de una palanca.
Una ligera oscilación de la piedra le probó que su ensayo tenía buen j resultado; al cabo de una hora, la
piedra había salido de la pared, dejando un hueco como de un pie de diámetro. Recogió con cuidado toda
la cal, y la esparció en los rincones del calabozo. Luego raspó el suelo con uno de los pedazos del cántaro
y mezcló aquella cal con tierra negruzca. Queriendo después aprovechar aquella noche, en que la casualidad,
o mejor dicho, su sabia combinación le proveyera de tan precioso instrumento, siguió cavando con
mucho afán. Al amanecer volvió a colocar la piedra en su agujero, colocó también la cama en su sitio y se
acostó. Su almuerzo consistía en un pedazo de pan, que poco después vino a traerle el carcelero.
-¡Cómo! ¿No me bajáis otra cazuela? -le preguntó Edmundo.
-No, porque todo lo rompéis -respondió aquél-. Habéis roto a un cántaro, y tenido la culpa de que yo
rompiese la cazuela. Si todos los presos hiciesen tanto gasto como vos, el gobierno no podría soportarlo.
Os dejaré la cacerola, y en ella os echaré la sopa de hoy en adelante: acaso no la romperéis.
Dantés levantó los ojos al cielo y cruzó las manos debajo de su cobertor porque aquel pedazo de hierro,
de que dispondría ya a todas horas, le inspiraba una gratitud al cielo, más viva que la que le habían
inspirado todas las venturas de su vida anterior. Había observado solamente que su compañero no
trabajaba desde que él había comenzado su tarea. Pero ni esto importaba, ni era razón para desmayar: si
su compañero no llegaba hasta él, él llegaría hasta su compañero. Todo el día trabajó sin descanso, de
manera que por la noche, gracias a su nuevo instrumento, había arrancado de la pared sobre diez puñados,
entre morrillos, cal y piedra del cimiento.
A la hora de la visita enderezó lo mejor que pudo el mango de su cacerola, colocándola en su sitio.
Vertió en ella el llavero su ordinaria ración de sopa y de provisiones, o por mejor decir de pescado,
porque aquel día, así como tres veces por semana, hacían comer de viernes a los presos. Este habría sido
un medio de calcular el tiempo, si Edmundo no hubiera renunciado a él desde hacía mucho.
Fuese el carcelero y esta vez quiso Dantés asegurarse de si su vecino había en efecto renunciado o no a
su empresa, y se puso a escuchar atentamente. Todo permaneció en silencio como durante aquellos tres
días en que los trabajos se habían interrumpido. Suspiró, convencido de que el preso desconfiaba de él.
Con todo, no por esto dejó de trabajar toda la noche; pero a las dos o tres horas tropezó con un obstáculo.
El hierro no se hundía, sino que resbalaba sobre una superficie plana. Metió la mano, y pudo cerciorarse
de que había tropezado con una viga que atravesaba, o, mejor dicho, cubría enteramente el agujero
comenzado por él. Era preciso cavar por debajo de ella o por encima. El desgraciado no había pensado en
este obstáculo.
-¡Oh, Dios mío! ¡Dios mío! -exclamó -, tanto os recé, que confié que me oyeseis. ¡Dios mío!, después
de haberme quitado la libertad en vida... ¡Dios mío!, después de haber hecho renunciar al reposo de la
muerte... ¡Dios mío!, que me habéis devuelto al mundo... ¡Dios mío! ¡Apiadaos de mí, no me dejéis morir
entregado a la desesperación!
-¿Quién es el que habla de Dios y se desespera? -murmuró una voz, que como salida del centro de la
tierra, llegaba a Edmundo opaca, por decirlo así, y con un acento sepulcral.
Erizáronsele los cabellos y retrocedió, aunque estaba de rodillas.
-¡Ah! -dijo -, oigo la voz de un hombre.
Ya hacía cuatro o cinco años que Edmundo no hablaba sino con el carcelero, y para los presos el
carcelero no es un hombre, es una puerta viva que se aumenta a la puerta de encina, es una barra de carne
sujetada a los hierros de su ventana.
-En nombre del cielo, quienquiera que seáis el que habló, imploro que sigáis hablando, aunque vuestra
voz me asuste: ¿quién sois?
-¿Y vos, quién sois? -le preguntó la voz.
-Un preso desdichado -respondió Edmundo, que no tenía ningún inconveniente en responder.
-¿De dónde sois?
-Francés.
-¿Os llamáis?
-Edmundo Dantés.
-¿Vuestra profesión?
-Marino.
-¿Cuánto tiempo hace que estáis preso?
-Desde el 28 de febrero de 1815.
-¿Cuál es vuestro delito?
-Soy inocente.
-Pero ¿de qué os acusan?
-De haber conspirado para que volviera el emperador.
-¿El emperador no está ya en el trono?
-Abdicó en Fontainebleau en 1814, y fue desterrado a la isla de Elba. Pero ¿desde cuándo estáis vos
aquí que ignoráis todo esto?
-Desde 1811.
Dantés se estremeció; aquel hombre estaba preso cuatro años antes que él.
-Está bien: no cavéis más -dijo la voz muy aprisa-. Decidme solamente: ¿a qué altura está vuestra
excavación?
-Al nivel del suelo.
-¿Y cómo puede ocultarse?
-Con mi cama.
-¿No os han mudado la cama desde que estáis preso?
Nunca.
-¿Adónde cae vuestro calabozo?
-A un corredor.
-¿Y el corredor?
-Al patio.
-¡Ay! -murmuró la voz.
-¡Dios mío! ¿Qué ocurre? -preguntó Dantés.
-Que me equivoqué; que lo imperfecto de mi croquis me engañó; que la falta de compás me ha perdido,
pues una línea equivocada en mi croquis equivale en realidad a quince pies. He creído que esta pared que
nos separa era la muralla.
-Pero entonces hubierais salido al mar.
-Era lo que yo quería.
-¿Y si lo hubieseis logrado?
-Nadaría hasta llegar a una de esas islas que rodean al castillo de If, la isla de Daume o la de Tiboulen,
o la costa, y me hubiera salvado.
-¿Habríais podido nadar tanto?
-Dios me habría dado fuerzas. Ahora todo está perdido.
-¿Todo?
-Sí, tapad muy bien ese agujero, no trabajéis más, no os ocupéis en nada, y esperad que yo os avise...
-¿Quién sois? Decidme quién sois, por lo menos.
-Soy... soy el número 27.
-¿Desconfiáis de mí? -le preguntó Dantés.
Y creyó oír por toda respuesta una risa amarga.
-¡Oh! Soy buen cristiano -exclamó en seguida, adivinando instintivamente que aquel hombre pensaba
abandonarle-. Os juro por Cristo que primero consentiré que me maten, que dejar entrever a vuestros
verdugos y a los míos un átomo de la verdad; pero, en nombre del cielo, no me privéis de vuestra
presencia, no me privéis de vuestra voz, porque, os lo juro, me van abandonando ya las fuerzas... porque
me estrellaría contra la pared y tendríais que reprocharos mi muerte.
-¿Qué edad tenéis? Vu estra voz parece la de un joven.
-No sé mi edad a punto fijo, como no sé el tiempo que he pasado aquí. Solamente sé que iba a cumplir
diecinueve años cuando me prendieron en 1815.
-No ha cumplido aún veintiséis años -murmuró la voz. A esa edad el hombre no es traidor todavía.
-¡Oh! No, no, os lo juro -repitió Dantés-. Os lo dije, consentiré que me despedacen antes que haceros
traición.
-Hicisteis bien en hablarme, hicisteis bien en rogarme, porque ya iba yo a trazar otro plan y a separarme
de vos. Pero vuestra edad me tranquiliza; esperadme, que me reuniré con vos.
-¿Cuándo?
-Antes calcularé nuestros recursos: dejad a mi cargo el avisaros.
-Pero no me abandonaréis, no me dejaréis solo, ¿verdad? Os vendréis a reunir conmigo o consentiréis
en que vaya a reunirme con vos. Huiremos juntos, y si no podemos huir, hablaremos, vos de las personas
a quienes améis, yo de aquellas a quienes amo. Vos debéis de amar a alguien.
-Estoy solo en el mundo.
-Entonces me amaréis a mí. Si sois joven seré vuestro amigo; si viejo, vuestro hijo. Mi padre debe de
contar ahora setenta años, si aún vive; yo sólo amaba a él y a una joven llamada Mercedes. Estoy seguro
de que mi padre no me ha olvidado; pero ella... sabe Dios si aún piensa en mí. Os amaré como amaba a
mi padre.
-Está bien -dijo el preso-. Hasta mañana.
Aunque pocas, el acento de estas palabras convenció a Dantés, que sin hacer ninguna pregunta más se
levantó, y tomando para ocultar los escombros las mismas precauciones de otros días, volvió a arrimar su
cama a la pared. Desde aquel instante se entregó en cuerpo y alma a su felicidad: ya no estaría solo,
quizás iba a ser libre; y lo peor que podría sucederle, si seguía preso, era tener un compañero, y como es
sabido, la prisión en compañía es sólo media prisión. Las quejas exhaladas en común son casi oraciones;
las oraciones en común son casi himnos de gratitud.
Dantés no hizo en todo el día más que pasear de un extremo al otro de su calabozo, saltándosele el
corazón de júbilo, júbilo que en algunos intervalos le ahogaba. Sentábase en la cama, apretándose el pecho
con las manos, y al menor ruido que se oía en el corredor lanzabase hacia la puerta; porque una o dos
veces le pasó por su imaginación la idea horrible de que le separasen de aquel hombre, a quien ya amaba
aún sin conocerle. Entonces tomó una resolución: si el carcelero separaba su cama de la pared, y veía la
excavación, y se inclinaba para examinarla, él le asesinaría al punto con la baldosa en que colocaba el
cántaro de agua.
Le condenarían a muerte, bien lo sabía; pero ¿no iba él a morir de fastidio y desesperación cuando
aquel ruido milagroso le volvió a la vida?
A la noche volvió el carcelero. Dantés estaba acostado, porque le parecía que así ocultaba mejor la
excavación. Con ojos muy extra ñados debió de mirar sin duda al inoportuno carcelero, porque éste le
dijo:
-Vamos, ¿vais a volveros loco otra vez?
Dantés no respondió, porque temía que lo conmovido de su acento le delatase. El carcelero se fue,
moviendo la cabeza. Al llegar la noche creyó Dantés que su vecino se aprovecharía del silencio y de la
oscuridad para reanudar la conversación; pero nada menos que eso: transcurrió la noche sin que ningún
ruido respondiese a su febril ansiedad; pero, por la mañana, después de la visita de costumbre, cuando ya
él había separado su cama de la pared, sonaron tres golpecitos acompasados, que le hicieron ponerse
apresuradamente de radillas.
-¿Sois vos? -dijo- ¡Aquí estoy!
-¿Se ha marchado ya el carcelero? -preguntó la voz.
-Sí, y no volverá hasta la noche -contestó Dantés -. Tenemos doce horas a nuestra disposición.
-¿Puedo, pues, trabajar? -preguntó la voz.
-Sí, sí, ¡al instante! ¡Al instante! Yo os lo suplico.
Y en el mismo momento la tierra en que apoyaba Dantés ambas manos, pues tenía la mitad del cuerpo
metido en el agujero, vaciló como si le faltara la base. Echóse hacia atrás Dantés, y una porción de tierra y
piedras se precipitó por otro agujero que acababa de abrirse debajo del que había abierto él. Entonces, en
el fondo de aquel lóbrego antro, cuya profundidad no podía calcularse a primera vista, apareció una
cabeza, unos hombros, y un hombre, por último, que salía con bastante agilidad.
Capítulo dieciséis
Un sabio italiano
Dantés recibió en sus brazos a aquel nuevo amigo, por tanto tiempo esperado, y lo llevó junto a su
ventana para que le alumbrase por entero la tenue luz del calabozo.
Era un hombre pequeño de estatura, encanecido más por las penas que por los años, ojos de mirada
penetrante ocultos por espesas cejas, también un tanto canas, y de larguísima barba que todavía se conservaba
negra. Lo demacrado de su rostro, que surcaban arrugas profundísimas, la línea atrevida de sus
facciones, todo en él, en fin, revelaba al hombre más acostumbrado a ejercer las facultades del alma que
las del cuerpo. La frente del recién llegado estaba bañada en sudor y en cuanto al traje, era imposible
distinguir la forma primitiva, porque se le caía a pedazos. Lo menos representaba sesenta y cinco años,
aunque cierto vigor en las acciones .demostraba que tal vez tenía menos edad que la que le hacía
representar su prolongado encierro.
Acogió el recién llegado las entusiastas protestas del joven con una especie de agrado, y parecía como
si su alma helada reviviese por un instante para confundirse con aquella alma ardiente. Agradecióle, pues,
efusivamente su cordialidad, aunque le había causado una impresión muy terrible hallar un segundo
calabozo donde creyó encontrar la libertad.
-Veamos primeramente -le dijo- si hay medio de que los carceleros no den con el quid de nuestras
entrevistas. Nuestra tranquilidad futura consiste en que ellos ignoren lo que ha pasado.
Y, al decir esto, se inclinó hacia la excavación, y alzando la pie dra en vilo, aunque era grande su peso,
la volvió a colocar en su sitio.
-Esta piedra ha sido arrancada con poca precaución -dijo al inclinarse-. ¿Tenéis herramientas?
-¿Y vos -le respondió Dantés admirado-, las tenéis acaso?
-He construido algunas. A excepción de lima, tengo todas las que necesito: escoplo, tenazas y palanca.
-¡Oh! Cuánta curiosidad tengo de ver esos productos de vuestra paciencia y de vuestra industria -dijo
Dantés.
-Mirad, aquí traigo el escoplo.
Y diciendo esto, le enseñó una hoja de hierro fuerte y aguda: el mango era de madera.
-¿Cómo habéis hecho esto? -le dijo Dantés.
-Con uno de los goznes de mi cama. Con esta herramienta he abierto todo el camino que me condujo
aquí: cerca de cincuenta pies.
-¡Cincuenta pies! -exclamó el preso con una especie de terror.
-Hablad más quedo, joven, hablad más quedo. Muchas veces hay detrás de las puertas quien escucha a
los presos.
-Saben que estoy solo.
-No importa.
-¿Y decís que habéis cavado cincuenta pies para llegar hasta aquí?
-Tal es, poco más o menos, la distancia que separa mi calabozo del vuestro. Empero, como me faltaban
instrumentos de geometría para tirar la escala de proporción, he trazado mal una curva, de modo que en
vez de cuarenta pies de elipse he hallado cincuenta. Mi intención, como ya os dije, era salir a la muralla
exterior, horadarla también y arrojarme al mar. En vez de pasar por debajo de vuestro calabozo, he
costeado el corredor a que sale, lo que hace que todo mi trabajo sea inútil, pues el corredor cae a un patio
lleno de centinelas.
-Es verdad -dijo Dantés-, pero ese corredor sólo pertenece a una de las paredes de este calabozo, y éste,
como veis, tiene cuatro.
-Desde luego; pero esta pared primera está edificada en la piedra viva: necesitarían para horadarla diez
mineros con buenas herramientas diez años: esta otra debe empalmar con los cimientos de las habitaciones
del gobernador; saldríamos a las cuevas, que están cerradas con llave: allí nos atraparían. La
pared cae..., esperad, esperad..., ¿adónde cae la otra pared?
Esta pared era la del tragaluz por donde entraba la luz. A imitación de laa troneras, este respiradero iba
estrechándose hasta el fin de un modo tal, que sin contar las tres hileras de hierros, capaces de hacer
dormir tranquilo al gobernador más pusilánime, no hubiera podido escaparse ni un niño por allí. Al hacer
esta pregunta el recién llegado, arrastró la mesa hasta colocarla debajo del tragaluz.
-Subid- dijo a Dantés.
Dantés obedeció, subió sobre la mesa, y adivinando el intento de su compañero apoyó la espalda en la
pared y le alargó ambas manos desde encima de la mesa. Entonces el hombre que se había llamado a sí
mismo con el núme ro de su calabozo, y cuyo verdadero nombre ignoraba Dantés aún, con más ligereza
que la que su edad hacía presumir, subió del suelo a la mesa, y luego, flexible como un gato o un reptil,
de la mesa a las ma nos de Dantés, y de las manos a las espaldas. De este modo, doblándose
extremadamente, porque no le permitía otra cosa el techo del calabozo, pudo meter la cabeza entre la
primera fila de hierros y mirar arriba y abajo, retirando al momento la cabeza con mucha prima a la vez
que exclamaba:
-¡Oh!, ¡oh! ¡Ya lo sospechaba yo!
Y volvió a bajar a la mesa, y de la mesa saltó al suelo.
-¿Qué sospechabais? -le preguntó ansioso el joven, saltando también.
El anciano se quedó meditabundo.
-Sí -dijo-, eso es... la cuarta pared del calabozo da a una galería exterior, a una especie de ronda por
donde pasan patrullas y donde hay centinelas.
-¿Estáis seguro de ello?
-He visto el morrión de un soldado y la boca de su fusil. Me retiré tan pronto por miedo de que él
también me viese.
-En resumen... -dijo Dantés.
-Ya veis que es imposible huir por vuestro calabozo.
-¿De modo que...? -preguntó el joven con acento interrogador.
-Conque ¡hágase la voluntad de Dios! -contestó. Y las facciones del anciano se cubrieron de un aspecto
de resignación.
Dantés no pudo menos de mirar con extrañeza que rayaba en admiración, a un hombre que con tanta
filosofía renunciaba a una esperanza alimentada tantos años.
-¿Queréis decirme ahora quién sois? -le preguntó.
-¡Oh!, sí, como os interese todavía, aunque no pueda ya serviros para nada.
-Podéis servirme de consuelo y de sostén, puesto que me parece sin igual vuestra fortaleza de espíritu.
-Yo soy -dijo el anciano sonriendo tristemente- el abate Faria, preso, como ya sabéis, desde 1811 en el
castillo de If; pero antes de esa fecha llevaba ya tres años en la fortaleza de Fenestrelle. En esa fecha me
trasladaron del Piamonte a Francia. Supe entonces que el destino, hasta allí su vasallo, había dado un hijo
al emperador Napoleón, hijo que en la misma cuna se llamaba ya rey de Roma. Estaba yo entonces muy
lejos de sospechar lo que me habéis dicho, a saber: que cuatro años más tarde el coloso se haría pedazos.
¿Quién reina ahora en Francia? ¿Es acaso Napoleón II?
-No; Luis XVIII.
-¿El hermano de Luis XVI? ¡Extraños y misteriosos decretos del Altísimo! ¿Cuál es el objeto de la
Providencia haciendo caer al hombre que había elevado, y elevar al que había hecho caer?
Dantés seguía con la vista a aquel hombre que olvidaba un momento su propio destino para ocuparse de
tal del mundo.
-Sí, sí -prosiguió-, lo mismo que en Inglaterra. Después de Carlos I, Cromwell; después de Cromwell,
Carlos II, y quizá después de Jacobo II, algún pariente, algún príncipe de Orange, algún Statuder que se
corone rey, y con él nuevas concesiones al pueblo, y ¡constitución y libertad! Vos lo veréis, joven -dijo
volviéndose hacia Dantés, y mirándole con ojos brillantes y profundos, como debían de tenerlos los
profetas. Vos lo veréis, puesto que todavía tenéis edad para verlo.
-¡Ay!, si salgo de aquí.
-Justamente -respondió el abate Faria-. Estamos presos aunque hay momentos en que lo olvido y que
me creo libre, atravesando mi vista por entre los muros que me encierran.
-Pero ¿por qué estáis preso?
-Por haber soñado en 1807 lo que Napoleón quiso realizar en 1811; porque como él, quise formar con
todos esos principados que hacen de Italia un nido de reyezuelos tiránicos y débiles, un imperio compacto
y fortísimo; porque creí hallar mi César Borgia en un bobo coronado que aparentó comprenderme para
engañarme mejor. Mi proyecto era el de Alejandro VI y el de Clemente VII; siempre fracasará, puesto
que ellos lo emprendieron inútilmente, y Napoleón no pudo acabar de realizarlo. No hay duda: ¡Italia está
maldita!
El anciano inclinó la cabeza... Dantés no comprendía cómo un hombre puede arriesgar su existencia por
semejantes intereses; bien que a decir verdad, si conocía a Napoleón por haberle visto y haberle hablado,
en cambio, ignoraba completamente quiénes fuesen Clemente VII y Alejandro VI. Con lo cual fue
contagiándose de la creencia de su carcelero, creencia general en el castillo de If, y dijo al anciano:
-¿No sois vos el eclesiástico a quien se cree... enfermo?
-A quien se cree loco, queréis decir, ¿no es verdad?
-No me atrevía -dijo sonriendo Dantés.
-Sí, sí -prosiguió el abate con amarga sonrisa- yo soy el que pasa por loco, soy el que divierte hace
tanto tiempo a los huéspedes de este castillo, y el que divertiría a los niños, si los hubiera en esta mansión
del duelo sin esperanza.
Quedóse Dantés un momento inmóvil y mudo.
-¿Conque renunciáis a huir? -dijo al cabo.
-Lo reconozco imposible. Es volverse contra Dios intentar lo que Dios no quiere.
-¿Por qué os desanimáis? También es pedir mucho a la Providencia querer a la primera tentativa, de
manera que ¿no podéis volver a la excavación por otro lado?
-Pero ¿así habláis de volver? ¿No sabéis lo que ya he hecho? ¿Ignoráis que he necesitado cuatro años
pare construir las herramientas que poseo? ¿No sabéis que hace diez años que pico y cavo una tierra tan
dura como el granito? ¿Sabéis que he necesitado desencajar piedras que en otro tiempo hubiera yo creído
imposible mover; que he pasado días enteros en esa empresa titánica, creyéndome dichoso por la noche
con haber minado una pulgada en cuadro de ese vetusto cimiento, que hoy está ya tan duro como la
misma piedra? ¿Ignoráis acaso que pare ocultar los escombros que sacaba, he necesitado horadar la
bóveda de una escalera, y que en ella los he ido depositando hasta el punto de que hoy no puede ya
contener un puñado de polvo más? ¿No sabéis, por último, que ya creía tocar al fin de mi tra bajo, que no
me quedaban más fuerzas que las precisas pare esto, cuando Dios no solamente lo aleja sino que lo alarga
indefinidamente? Así, os repito lo que os dije: nada haré desde ahora pare alcanzar mi libertad, puesto que
Dios quiere que por siempre la haya perdido.
Edmundo bajó la cabeza pare no reveler a aquel hombre que la alegría de tener un compañero le
impedía compartir como debiera el dolor que experimentaba el preso, de no haber podido salvarse. El
abate se dejó caer sobre la cama de Edmundo, que permaneció de pie. Jamás había pensado en la fuga el
joven. Tienen algunas cosas tal aire de imposibles, que no se nos ocurre la idea de intentarlas, y hasta las
evitamos instintivamente. Efectuar una mina de cincuenta pies, empleando tres años pare salir por todo
triunfo a un precipicio que cae al mar; arrojarse desde cincuenta, sesenta, setenta o acaso cien pies de
altura, pare hacerse pedazos en una roca, si antes la bala del centinela no ha hecho su oficio; verse
obligado, si se escape de tantos peligros, nada menos que a nadar una legua, era lo bastante pare que
cualquiera se resignara, y ya hemos visto que a Dantés le faltó poco pare llevar esta resignación hasta el
suicidio.
Pero ahora que el joven había visto a un anciano agarrarse a su vide con tanta energía, dándole ejemplo
de resoluciones desesperadas, se puso a reflexionar y hacer cuentas con su valor. Otro hombre había
intentado lo que él no se imaginó siquiera; otro, menos joven, menos fuerte, menos atrevido que él, a
fuerza de astucia y de paciencia, se había procurado cuantas herramientas necesitaba pare esta operación
increíble, que sólo pudo fracasar por una línea mal trazada; todo esto lo había hecho otro hombre, conque
nada era imposible a Dantés; Faria había minado cincuenta pies; él minaría ciento; Faria, con cincuenta
años de edad, había consagrado tres a su obra; él, que sólo tenía la mitad de los años de Faria, consagraría
seis; Faria, hombre de iglesia, abate y sabio, no había temido aventurarse a ir nadando desde el castillo de
If a la isla de Daume, de Ratonneau, o de Lamaire; ¿cómo él, Edmundo el marino, el hábil nadador que
tantas veces había bajado al fondo del mar a coger una rama de coral, vacilaría para pasar una legua a
nado? ¿Una hora solamente, cuando él había estado horas enteras en el mar sin hacer pie ni descanso
alguno? No, no, Dantés no tenía necesidad más que de ser estimulado por un ejemplo. Todo lo que
pudiese hacer otro hombre lo haría él. Se quedó pensativo diciendo al cabo al anciano:
-Ya encontré lo que buscabais.
Faria se conmovió.
-¿Vos? -exclamó levantando la cabeza, como si diera a entender a Edmundo que a decir verdad, su
desaliento no sería de gran duración-. Veamos, ¿qué encontrasteis?
-El túnel que hicisteis para llegar hasta aquí tiene la misma dirección que la galería exterior, ¿no es
verdad?
-Sí.
-¿Debe de estar a una distancia de cincuenta pasos?
-A lo sumo.
-Pues bien, hacia la mitad del túnel abrimos otro que forme como los brazos de una cruz. Esta vez
tomáis mejor vuestras medidas; salimos a la galería exterior, matamos al centinela y nos escapamos. Sólo
dos cosas se necesitan para llevar adelante este plan: ánimo, vos le tenéis; fuerzas, no me faltan a mí. No
hablo de paciencia, vos me habéis probado ya la vuestra, y yo os probaré la mía.
-Aguardad, que aún no sabéis, mi querido compañero, de qué especie son mis ánimos -respondió el
abate-, y qué use puedo hacer de mis fuerzas. En cuanto a la paciencia, creo que demostré bastante al
volver a empezar por la mañana la tarea de la noche, y por la noche la tarea del día. Pero cuando lo hice,
me imaginaba servir a Dios dando libertad a una de sus criaturas, que por ser inocente no podía ser
condenado.
-Y ¿no sucede lo mismo ahora que entonces? -le preguntó Dantés-. ¿O es que os reconocéis culpable
desde que me habéis encontrado?
-No; pero no quiero llegar a serlo. Hasta ahora no creí tener que habérmelas sino con las cosas, pero
según vuestro plan, tendré que habérmelas con los hombres. Yo he podido muy bien atravesar una pared y
destruir una escalera, pero no atravesaré un pecho ni destruiré una existencia.
-¡Cómo! -le dijo Dantés haciendo un leve ademán de sorpresa- ¡pudiendo escaparos, renunciaríais por
semejante escrúpulo!
-Y vos -repuso Faria-, ¿por qué no habéis asesinado a vuestro carcelero y habéis huido disfrazado con
su traje?
-Porque nunca se me ocurrió tal cosa.
-No; no lo hicisteis porque el crimen os inspira horror instintivo, por eso no se os ocurrió tal cosa
-replicó el anciano-. Nuestro mis mo instinto nos advierte que lo natural y lo sencillo es no apartarnos de
la línea del deber. El tigre que se alimenta de sangre, y cuyo destino es bañarse en sangre, sólo necesita
que le indique su olfato dónde hay una presa que devorar. Al punto se abalanza contra ella y la destroza.
Este es su instinto, obedece a él, pero al hombre, por el contrario, le repugna la sangre, y no creáis que
son las leyes sociales las que le prohiben el asesinato, no, que son las leyes de la Naturaleza.
Dantés se quedó confundido. Aquellas palabras eran en efecto la explicación de las ideas que habían
pasado por su cerebro, o dicho mejor, por su alma, porque hay ideas que brotan del cerebro a ideas que
brotan del corazón.
-Además -añadió Faria-, en los doce años que llevo de calabozo, he recordado las fugas célebres, y
aunque pocas, las que ha coronado el éxito fueron las meditadas a sangre fría y preparadas lentamente.
Así huyó de Vincennes el duque de Beaufort, así de Fort PEveque el abate de Buquoi, y así Latude de la
Bastilla. Ha habido además otras fugas deparadas por la casualidad, y ésas son las mejores. Creedme,
esperemos una ocasión, y si se presenta aprovechémosla.
-A vos os ha sido fácil esperar -dijo Dantés suspirando-. Vuestra continua tarea os ocupaba todos los
instantes, y cuando no, teníais esperanza para consolaros.
-Tened presente que no me ocupaba sólo en eso -dijo el abate.
-Pues ¿qué hacíais?
-Escribir o estudiar.
-¿Os dan papel, tinta y plumas?
No, pero yo me lo he hecho.
-¡Vos hacéis papel, tinta y plumas! -exclamó Dantés.
-Sí.
Dantés, admirado, miró a aquel hombre, aunque costándole trabajo creer lo que le decía. Faria notó esta
ligera duda y le dijo:
-Cuando vengáis a mí cuarto, os enseñaré una obra completa, resultado de todos los pensamientos,
reflexiones a indagaciones de toda mi vida. La había imaginado a la sombra del Coliseo, en Roma, al pie
de la columna de San Marcos, en Venecia, y a orillas del Arno, en Florencia. Entonces yo no sospechaba
siquiera que mis verdugos me obligarían a escribirla en un calabozo del castillo de If. Intitúlase mi libro
Tratado sobre la posibilidad de una sola monarquía italiana. Formará un volumen en cuarto muy
abultado.
-¿Y la habéis escrito...?
-En dos camis as. He inventado una preparación que pone al lienzo liso y compacto como el pergamino.
-¿Sois también químico?
-Poca cosa. He conocido a Lavoisier, y tratado amistosamente a Cabanis.
-Pero para esa obra habréis necesitado algunos apuntes históricos. ¿Tenéis libros?
-En Roma tenía una biblioteca de cerca de cinco mil volúmenes, y a fuerza de leerlos y releerlos
comprendí que con ciento cincuenta obras elegidas con inteligencia, se posee, si no el resumen completo
del saber humano, lo más útil tan siquiera. Dediqué tres años de mi vida a leer y releer esas ciento
cincuenta obras, de modo que cuando me prendieron las sabía casi de memoria, y con un leve esfuerzo las
he ido recordando todas en mi prisión. De cabo a rabo podría recitaros a Tucídides, Jenofonte, Plutarco,
Tito Livio, Tácito, Strada, Jornandés, Dante, Montaigne, Shakespeare, Espinosa, Maquiavelo y Bossuet.
Solamente os cito los más importantes.
-¿Sabéis muchos idiomas?
-Hablo cinco lenguas: el alemán, el francés, el italiano, el inglés y el español. Con ayuda del griego
antiguo comprendo el griego moderno; aunque lo hablo mal, lo estoy al presente estudiando.
-¿Lo estáis estudiando? -dijo Dantés.
-Sí, ciertamente. He hecho un vocabulario de las palabras que sé, combinándolas de todas las maneras
para que puedan expresar lo que pienso. Sé cerca de mil palabras, y en rigor no necesito de más, aunque
haya cien mil en los diccionarios, si no me equivoco. No seré quizás elocuente, pero me daré a entender, y
con esto me basta.
Cada vez más asombrado, Edmundo empezaba a juzgar sobrenaturales las facultades de aquel hombre.
Puso empeño en cogerle en descubierto en algún punto y continuó:
-Pero si no os han dado plumas, ¿cómo habéis podido escribir esta obra tan voluminosa?
-He hecho plumas excelentes que, a ser conocidas, las preferiría todo el mundo, con los cartílagos de la
cabeza de esas enormes pescadillas que algunas veces nos dan a comer los días de vigilia. Por lo cual, veo
con mucho placer llegar los miércoles, los viernes y los sábados, porque espero aumentar mi provisión de
plumas, y porque son mi tarea más dulce los trabajos históricos, yo lo confieso. Absorbiéndome en el
pasado me olvido del presente, volando libre y a mis anchas por la historia, me olvido de que no tengo
libertad.
-Pero ¿y la tinta? ¿Con qué hacéis la tinta? -dijo Dantés.
-En otro tiempo -contestó Faria- había en mi calabozo una chimenea, que sin duda estuvo tapiada antes
de mi venida, pero por espacio de muchos años han encendido en ella lumbre, puesto que todo el cañón
está cubierto de hollín. He disuelto este hollín en el vino que me dan todos los domingos, y he ahí una
tinta magnífica. Para las notas, y para aquellos pasajes que han de atraer poderosamente la atención de los
lectores, me pico los dedos con un alfiler y los escribo con mi sangre.
-Y ¿cuándo podré yo ver todo eso? -le preguntó Dantés.
-Cuando queráis -respondió Faria.
-¡Oh! ¡Ahora! ¡Ahora mismo! -exclamó el joven.
-Pues seguidme -dijo Faria, y se metió en el camino subterráneo. Dantés le siguió.
Capítul o diecisiete
El calabozo del abate Faria
Después de haber pasado encorvado, pero con bastante facilidad, por el camino subterráneo, llegó
Dantés al extremo opuesto, que lindaba con el calabozo del abate. Allí el paso era más difícil, y tan estrecho,
que apenas bastaba a un hombre.
El calabozo del abate estaba embaldosado, y levantando una de estas baldosas del rincón más oscuro
fue como empezó la maravillosa empresa cuyo término vio Dantés, y de pie todavía, púsose a examinar el
cuarto con suma atención. A primera vista no presentaba nada de particular.
-Bueno -dijo el abate-, no son más que las doce y cuarto, podemos disponer aún de algunas horas.
Dantés miró en torno suyo buscando el reloj, en que el abate había podido ver la hora con tanta
seguridad.
-Observad -le dijo Faria - ese rayo de luz que entra por mi ventana, y reparad en la pared las líneas que
yo he trazado. Gracias a esas líneas, combinadas con el doble movimiento de la Tierra, y la elipse que ella
describe en derredor del Sol, sé con más exa ctitud la hora que si tuviese reloj, porque el reloj se
descompone, y el Sol y la Tierra no se descomponen jamás.
Dantés no había comprendido nada de esta explicación. Al ver salir el Sol detrás de las montañas y
ponerse en el Mediterráneo, siempre había creído que era el Sol quien giraba, no la Tierra. Este doble
movimiento del globo que habitamos, y que él, sin embargo, no echaba de ver, se le antojaba casi
imposible, conque en cada una de las palabras de su interlocutor entreveía misterios profundos de ciencia
tan admirables, como las minas de oro y de diamantes que visitó años atrás en un viaje que hizo a
Guzarate y Golconda.
-Veamos -dijo al abate-. Estoy impaciente por examinar vuestros tesoros.
Dirigióse Faria a la chimenea, y levantó, con ayuda del cincel que tenía siempre en la mano, la piedra
que en otro tiempo sirvió de hogar, que ocultaba un hoyo bastante profundo. En este hoyo estaban
guardados todos los objetos de que habló a Dantés.
El abate le preguntó:
-¿Qué queréis ver primero?
-Enseñadme vuestra obra sobre Italia.
Faria sacó de su precioso armario tres o cuatro rollos de lienzo, semejantes a hojas de papiro. Eran
retazos de tela, de cuatro pulgadas sobre poco más o menos de ancho, por dieciocho de largo. Estaban
todos numerados y llenos de un texto que Dantés pudo leer porque era italiano, lengua materna del abate,
y que Dantés, como provenzal, conocía perfectamente.
-Ved, todo está aquí. Hace ocho días que he escrito la palabra fin en el lienzo sexagesimoctavo. Me he
quedado sin dos camis as y sin todos mis pañuelos, pero si algún día salgo de aquí, y si logro encontrar en
Italia un impresor que se atreva a imprimirla, tengo asegurada mi reputación.
-Sí -respondió Dantés-, bien lo veo. Enseñadme ahora, yo os lo suplico, las plumas con que habéis
escrito esta obra.
-Vedlas -dijo Faria.
Y enseñó al joven una varita como de seis pulgadas de largo, y coma el mango de un pincel de grueso,
a cuyo extremo había puesto y atado con un hilo uno de los tales cartílagos, aún manchado con la tinta de
que habló a Dantés. Era picudo y tenía puntos como una pluma ordinaria. Dantés lo examinó buscando
con la mirada por el cuarto el instrumento con que había sido cortado.
-¡Ah! Buscáis el cortaplumas, ¿no es cierto? -le preguntó Faria-. Esa es mi obra maestra. Lo he hecho,
así como este cuchillo, del hierro de un candelero viejo.
El cortaplumas cortaba como una navaja de afeitar, y en cuanto al cuchillo, reunía la ventaja de poder
servir de cuchillo y de puñal.
Dantés contempló estos diferentes objetos con la misma curiosidad con que en las tiendas de quincalla
de Marsella había examinado otras veces las chucherías construidas por los salvajes, y traídas de los
mares del Sur por marinos aventureros.
-En cuanto a la tinta -dijo Faria-, ya sabéis cómo me la proporciono; sabed además que la voy haciendo
a medida que la necesito.
-Pero lo que más me admira -dijo Dantés- es que los días os hayan bastado para trabajos tan grandes.
-Disponía también de las noches -respondió el abate.
-¿Sois como los gatos? ¿Veis a oscuras?
-No, pero Dios ha dado al hombre la inteligencia para remediar la pobreza de sus sentidos; la luz me la
procuré.
-¿De qué modo?
-De la comida que me traen, extraigo la grasa, la derrito y hago una especie de aceite muy espeso;
mirad mi luz.
Y el abate enseñó a Edmundo una especie de lamparilla, semejante a las que suelen emplear en los
festejos públicos.
-Pero ¿y el fuego?
-He aquí dos pedernales con su correspondiente yesca. Con pretexto de una enfermedad cutánea pedí
un poco de azufre, que me concedieron.
Dantés puso sobre la mesa los objetos que tenía en la mano, e inclinó la cabeza sintiéndose humillado
por tanta perseverancia y fortaleza de espíritu.
-Y esto no es todo -prosiguió Faria-, porque nadie debe ocultar sus tesoros en un mismo sitio; vamos a
otra cosa.
En seguida colocaron la baldosa en su sitio. Echó un poco de tierra por encima el abate, la pisoteó para
que desapareciese todo rastro de solución de continuidad, y en seguida separó su cama del sitio en que se
hallaba.
Detrás de la cabecera, oculto con una piedra que lo cerraba casi herméticamente, había un agujero que
contenía una escala de cuerda de veinticinco a treinta pies de largo.
Dantés la examinó y la encontró de una solidez a toda prueba.
-¿Quién os dio la cuerda que habréis necesitado para esta obra maravillosa?
-Al principio algunas camisas que yo tenía, y después la ropa de mi cama que he deshilachado en tres
años de mi prisión en Fenestrelle. Cuando me transportaron al castillo de If hallé medio para traerme las
hilas, y aquí continué mi trabajo.
-Pero ¿no advirtieron que las sábanas de vuestra cama se iban quedando sin dobladillos?
-No, que yo las cosía.
-¿Con qué?
-Con esta aguja.
Y de uno de los jirones de su vestido sacó Faria una espina larga y afilada que llevaba consigo.
-Sí -prosiguió Faria -, tuve primeramente intenciones de limar los hierros y huir por esa ventana, que
como veis, es más grande que la vuestra, y aún la hubiese agrandado para escaparme, pero descubrí que
caía a un patio interior y renuncié a mi proyecto por aventurado. Conservo, sin embargo, la escala para
cualquier caso imprevisto, para una de esas fugas que proporciona la casualidad, como antes os decía.
Aunque, al parecer, Dantés examinaba la escala, pensaba en realidad en otra cosa. Se le había ocurrido
de repente que aquel hombre tan ingenioso, tan sabio, tan profundo, quizás acertaría a ver claro en las
tinieblas de su propia desgracia, que él nunca había podido penetrar.
-¿En qué pensáis? -le preguntó el abate con una sonrisa, creyendo que el ensimismamiento de Dantés
procedía de su admira ción.
-Pienso, en primer lugar, en la inmensa inteligencia que habéis empleado para llegar a esta situación.
¿Qué no habríais hecho gozando de libertad?
-Quizá nada; acaso mi cerebro exuberante se hubiera evaporado en cosas pequeñas. Así como es
necesaria la presión para hacer estallar la pólvora, así el infortunio es necesario también para descubrir
ciertas minas misteriosas ocultas en la inteligencia humana. La prisión ha concentrado todas mis
facultades intelectuales en un solo punto, que por ser estrecho ha ocasionado que ellas choquen unas con
otras. Como ya sabéis, del choque de las nubes resulta la electricidad, de la electricidad el relámpago y
del relámpago la luz.
-Yo no sé nada -contestó Dantés humillado por su ignorancia-, casi todas las palabras que pronunciáis
carecen para mí de sentido. ¡Qué dichoso sois sabiendo tanto!
El abate se sonrió.
-¿No decíais ahora que pensabais en dos cosas?
-Sí.
-Sólo me habéis dicho la primera. ¿Cuál es la segunda?
-La segunda es que vos me habéis contado vuestra historia y yo no os he referido la mía.
-Vuestra historia, joven, es demasiado corta para encerrar sucesos de importancia.
-Sin embargo -repuso Dantés-, contiene una desgracia inmensa, una desgracia inmerecida, y quisiera,
para no blasfemar de Dios, como lo he hecho hartas veces, poder quejarme de los hombres.
-¿Os creéis inocente del crimen de que os acusan?
-Completamente. Lo juro por las únicas personas caras a mi cora zón, por mi padre y por Mercedes.
-Veamos, contadme vuestra historia -dijo Faria, cerrando su escondrijo y volviendo a poner la cama en
su lugar.
Dantés hizo la relación de todo lo que él llamaba su historia, que se limitaba a un viaje a la India, y dos
o tres a Levante, llegando al fin a su último viaje, a la muerte del capitán Leclerc, al encargo que le dio
para el gran mariscal, a su plática con éste, a la misiva que le confió para un tal señor Noirtier, a su
llegada a Marsella, a su entrevista con su padre, a sus amores, a su desposorio con Mercedes, a la comida
de aquel día, y por último, a su detención, a su interrogatorio, a su prisión provisional en el palacio de
justicia, y a su traslación definitiva al castillo de If. Desde este punto no sabía nada más, ni aun el tiempo
que llevaba encerrado. Acabada la relación, el abate se puso a reflexionar profundamente. Después de un
corto espacio, dijo:
-Hay en legislación un axioma profundísimo, que prueba lo que hace poco yo os decía, esto es, que a no
nacer los malos pensamientos de una organización mala también, el crimen repugna a la naturaleza
humana. Sin embargo, la civilización nos ha creado necesidades, vicios y falsos apetitos, cuya influencia
llega tal vez a ahogar en nosotros los buenos instintos, arrastrándonos al mal. De aquí es ta máxima: Para
descubrir al culpable, averiguad quién se aprovecha del crimen. ¿A quién podía ser provechosa vuestra
desaparición?
-A nadie, ¡Dios mío! ¡Yo era tan poca cosa!
-No respondáis así, que falta a vuestra respuesta lógica y filosofía. Todo es relativo, querido amigo,
desde el rey, que estorba a su futuro sucesor, hasta el empleado, que estorba a su supernumerario. Si el
rey muere, el sucesor hereda una corona; si el empleado muere, el supernumerario hereda su sueldo y sus
gajes. Este sueldo es su lista civil, su presupuesto, necesita de él para vivir, como el rey precisa de sus
millones.
»En torno a cada individuo, así en lo más alto como en lo más bajo de la escala social, se agrupa
constantemente un mundo entero de intereses, con sus torbellinos y sus átomos, como los mundos de Descartes.
»Volvamos, pues, a vuestro mundo. ¿Decís que ibais a ser nombra do capitán del Faraón?
-Sí.
-¿Podía interesar a alguno que no fueseis capitán del Faraón? Podía interesar a alguno que no os
casaseis con Mercedes? Contestad ante todo a mi primera pregunta, porque el orden es la clave de los
problemas. ¿Podía interesar a alguno que no fueseis capitán del Faraón?
-No, porque yo era muy querido a bordo. Si los marineros hubiesen podido elegir su jefe, estoy seguro
de que lo habría sido yo. Un solo hombre estaba algo picado conmigo, porque cierto día tuvimos una
disputa, le desafié, y él no aceptó.
-Veamos, veamos. ¿Cómo se llamaba ese hombre?
-Danglars.
-¿Cuál era su empleo a bordo?
-Sobrecargo.
-Si hubieseis llegado a ser capitán, ¿le conservaríais en su empleo?
-No; a depender de mí, porque creí encontrar en sus cuentas alguna inexactitud.
-Bien. Decidme ahora¿presenció alguien vuestra última entrevista con el capitán Leclerc?
-No, porque estábamos solos.
-¿Pudo oír alguien la conversación?
-Sí, porque la puerta estaba abierta y aún... esperad... sí... sí... Danglars pasó precisamente en el instante
en que el capitán Le derc me entregaba el paquete para el gran mariscal.
-Bien -murmuró el abate-, ya dimos con la pista. Cuando desembarcasteis en la isla de Elba ¿os
acompañó alguien?
-Nadie.
-¿Y os entregaron una misiva?
-Sí, el gran mariscal.
-¿Qué hicisteis con ella?
-La guardé en mi cartera.
-¿Llevabais vuestra cartera? ¿Y cómo una cartera capaz de contener una carta oficial podía caber en un
bolsillo?
-Tenéis razón. Mi cartera estaba a bordo.
-Luego fue a bordo donde colocasteis la carta en la cartera.
-Sí.
-Desde Porto-Ferrajo a bordo, ¿qué hicisteis de la carta?
-La tuve en la mano.
-Cuando abordasteis de nuevo al Faraón, ¿pudieron ver todos que
llevabais una carta?
.-Sí.
-¿Y Danglars también lo vio?
-También.
-Poco a poco. Escuchad bien: refrescad vuestra memoria. ¿Os acordáis de los términos en que estaba
concebida la denuncia?
-¡Oh!, sí, sí: la he leído y releído muchas veces, y tengo sus palabras muy presentes.
-Repetídmelas.
Dantés reflexionó un instante y repuso:
-Así decía textualmente:
«Un amigo del trono y de la religión previene al señor procurador del rey que un tal Edmundo Dantés,
segundo del Faraón, que llegó esta mañana de Esmirna, después de haber tocado en Nápoles y en
Porto-Ferrajo, ha recibido de Murat una carta para el usurpador, y de éste otra carta para la junta
bonapartista de París.
»Fácilmente se tendrá la prueba de su crimen prendiéndole, porque la carta se hallará en su poder, o
en casa de su padre, o en su camarote, a bordo del Faraón.»
El abate se encogió de hombros.
-Eso está claro como la luz del día -dijo -, y es necesario tener un alma muy buena, y muy inocente, para
no comprenderlo todo desde el principio.
-¿Lo creéis así? -exclamó Edmundo-. ¡Oh! ¡Sería una acción muy infame!
-¿Cuál era la letra ordinaria de Danglars?
-Cursiva, y muy hermosa.
-¿Y la del anónimo?
-Inclinada a la izquierda.
El abate se sonrió:
-Una letra desfigurada, ¿no es verdad?
-Muy correcta era para desfigurada.
-Esperad -dijo.
Y diciendo esto, cogió el abate su pluma, o lo que él llamaba plu ma, la mojó en tinta, y escribió con la
mano izquierda en un lienzo de los que tenía preparados, los dos o tres primeros renglones de la denuncia.
Edmundo retrocedió, mirando al abate con terror:
-¡Oh! ¡Es asombroso! -exclamó -. ¡Cómo se parece esa letra a la otra!
-Es que sin duda se escribió la denuncia con la mano izquierda. He observado siempre una cosa
-prosiguió el abate.
-¿Cuál?
-Todas las letras escritas con la mano derecha son varias, y semejantes todas las escritas con la mano
izquierda.
-¡Cuánto habéis visto! ¡Cuánto habéis observado!
-Continuemos.
-¡Oh!, sí, sí.
-Pasemos a mi segunda pregunta.
-Os escucho.
-¿Podía interesar a alguien que no os casaseis con Mercedes?
-Sí, a un joven que la amaba.
-¿Su nombre?
-Fernando.
-Ese es un nombre español.
-Era catalán.
-¿Y creéis que ése haya sido capaz de escribir la carta?
-No, lo que él hubiera hecho era darme una puñalada.
-Eso es muy español. Una puñalada sí, una bajeza, no.
-Además, ignoraba todos los pormenores que contiene la dela ción -indicó Edmundo. -¿No se los
habíais contado a nadie?
-A nadie.
-¿Ni a vuestra novia?
-Ni a mi novia.
-Pues ya no me cabe duda alguna: fue Danglars.
-¡Oh!, ahora estoy seguro.
-Esperad un poco... ¿Conocía Danglars a Fernando?
-No... sí... ahora me acuerdo...
-¿Qué?
-La víspera de mi boda los vi sentados juntos a la puerta de la taberna de Pánfilo. Danglars estaba
afectuoso y al mismo tiempo burlón, y Fernando pálido y como turbado. -¿Estaban solos?
-No; se hallaba con ellos otro compañero, muy conocido mío, y que fue sin duda el que los relacionó...,
un sastre llamado Caderousse; éste estaba ya borracho... Esperad, esperad... ¿cómo no he recordado esto
antes de ahora? Junto a su mesa había un tintero..., papel y pluma... -murmuró Edmundo llevándose la
mano a la frente-. ¡Oh! ¡Infames! ¡Infames!
-¿Queréis aún saber más? -le dijo el abate, sonriendo.
-Sí, sí; puesto que veis claro en todo, y todo lo adivináis, quiero saber por qué no he sido interrogado
más que una sola vez y por qué he sido condenado sin formación de causa.
-¡Oh!, eso es más difícil -dijo el abate-. La policía tiene mis terios casi imposibles de penetrar. Lo
averiguado hasta ahora en eso de vuestros dos enemigos es una bagatela. En esto de la justicia tendréis
que darme informes más exactos.
-Preguntadme, pues, porque a decir verdad, más claro veis vos en mis asuntos que yo mismo.
-¿Quién os tomó declaración? ¿El sustituto, el procurador del rey o el juez de instrucción?
-El sustituto.
-¿Era joven o viejo?
-Joven, como de veintisiete a veintiocho años.
-No estaría corrompido aún; pero ya podía tener ambición -dijo el abate-. ¿Que tal se portó con vos?
-Más bien amable que severo.
-¿Se lo contasteis todo?
-Todo.
-¿Y cambió de maneras durante el interrogatorio?
-Cuando leyó la denuncia, parecióme que sentía mi desgracia.
-¿Vuestra desgracia?
-Sí.
-¿Estabais seguro de que era vuestra desgracia lo que le apenaba?
-Por lo menos me dio una prueba muy grande de su simpatía hacia mí.
-¿Cuál?
-Quemó el único documento que podía comprometerme.
-¿Qué documento? ¿La denuncia?
-No, la carta.
-¿Estáis seguro?
-Lo vi con mis propios ojos.
-La cuestión varía. Este hombre puede ser más perverso de lo que vos creéis.
-¡Me hacéis estremecer! -dijo Dantés-. ¿No estará poblado el mundo sino de tigres y cocodrilos?
-Sí, con la diferencia de que los tigres y cocodrilos de dos pies son más temibles que los otros. ¿Conque
decís que quemó la carta?
-Sí, diciéndome por añadidura: «Ya lo veis, ésta es la única prueba que existe contra vos, y la
destruyo.»
-Muy sublime es esa conducta para ser natural.
-¿De veras?
-Estoy seguro. ¿A quién iba dirigida esa carta?
-Ál señor Noirtier, calle de Coq-Heron, número 13, en París.
-¿Y no sospecháis que el sustituto pudiera tener interés en que desapareciese esa carta?
-Quizá, porque diciéndome que por mi interés lo hacía, me obligó a jurarle dos o tres veces que a nadie
hablaría de la carta, ni menos de la persona a quien iba dirigida.
-¡Noirtier! ¡Noirtier! -murmuró el abate-. Yo he conocido un Noirtier en la corte de la antigua reina de
Etruria, un Noirtier que había sido girondino en tiempo de la revolución. ¿Cómo se llama el sustituto de
que habéis hablado?
-Villefort es su apellido.
El abate se echó a reír a carcajadas. Dantés lo miraba estupefacto.
-¿De qué os reís?
-¿Veis ese rayo de luz? -le preguntó Faria.
-Sí.
-Pues todo está tan claro como ese rayo transparente. ¡Pobre muchacho! ¡Pobre joven! ¿Conque era
muy bondadoso el magistrado?
-Sí.
-¿De modo que el digno sustituto quemó la carta?
-Sí.
-¿De modo que el honrado abastecedor del verdugo os hizo jurar que a nadie hablaríais de Noirtier?
-Sí.
-Pues ese Noirtier, ¡qué pobre ciego sois! Ese Noirtier, ¿no sabéis quién era? Ese Noirtier era su padre.
Un rayo caído a sus pies, que abriera la boca del infierno, para tragárselo, habría causado a Edmundo
menos impresión que aquellas palabras inesperadas. Como un loco recorría la habitación, sujetando se la
cabeza con las manos por temor de que estallara.
-¡Su padre! ¡Su padre! -exclamaba.
-Sí, su padre, que se llama Noirtier de Villefort -repuso el abate. Entonces un resplandor vivísimo
iluminó la inteligencia del preso. Todo lo que hasta entonces le había parecido oscuro, se le apareció con
la mayor claridad. Las bruscas alteraciones de Villefort durante el interrogatorio, la carta quemada, el
juramento que le exigió, el tono casi de súplica el magistrado, que en vez de amenazar parecía que
suplicase, todo le vino a la memoria. Profirió un grito, vaciló un instante como si estuviera borracho y
lanzándose al agujero que conducía a su calabozo, exclamó:
-¡Oh!, necesito estar a solas para pensar en todo esto.
Y al llegar a su calabozo se arrojó sobre la cama, donde le halló por la noche el carcelero, sentado, con
los ojos fijos, las facciones contraídas, a inmóvil y mudo como una estatua. Durante aquellas horas de
meditación que habían corrido para él unos segundos, tomó una resolución terrible a hizo un juramento
atroz.
Una voz sacó a Edmundo de sus reflexiones, era la del abate Faria, que habiendo recibido también la
visita del carcelero, venía a convidar a Edmundo a comer. Su calidad de loco, y en particular de loco
divertido, le proporcionaba algunos privilegios, como eran un pan más blando y una copa de vino los
domingos. Precisamente aquel día era domingo, y el abate brindaba a su joven compañero la mitad de su
pan y su vino.
Dantés le siguió. Se había serenado su rostro; pero al recobrar su ordinario aspecto le quedaba un no sé
qué de sequedad y firmeza, que demostraba una resolución invariable. El abate le miró fijamente.
-Siento -le dijo el abate- el haberos ayudado en vuestras averiguaciones de ayer y haberos dicho lo que
os díje.
-¿Por qué?
-Porque he engendrado en vuestro corazón un sentimiento que antes no abrigaba: la venganza.
Dantés se sonrió y dijo:
-Hablemos de otra cosa.
Contemplóle el abate un momento todavía, y bajó tristemente la cabeza. Después, como Dantés le había
exigido, se puso a hablar de otra cosa. El anciano era uno de esos hombres cuya conversación, como la de
todos aquellos que han sufrido mucho, a la par que sirve de enseñanza, interesa y conmueve, empero no
era egoísta, pues nunca hablaba de desgracias. Dantés escuchaba todas sus palabras con admiración, unas
le revela ban ciertas ideas, de que él ya tenía noción por rozarse con la marina, que profesaba, y otras,
referente a cosas desconocidas, le abrían horizontes nuevos, como esas auroras polares que alumbran a los
navegantes en las regiones australes. Dantés comprendió entonces cuánta felicidad sería para una
inteligencia bien organizada, seguir a la del abate en su vuelo por las esferas morales, filosóficas y
sociales, en que ordinariamente se cernía.
-Debíais de enseñarme algo de lo que sabéis, aunque no fuese sino para no cansaros de mí -le dijo una
vez-. Paréceme que la soledad os sería preferible a un compañero sin educación ni modales, como yo. Si
accedéis a lo que os pido, empeño mi palabra en no hablaros más de la fuga.
El abate se sonrió.
-¡Ay, hijo mío! -le contestó-. El saber humano es tan limitado que cuando os enseñe las matemáticas, la
física, la historia y las tres o cuatro lenguas que poseo, sabréis tanto como yo; ahora, pues, siempre
necesitaré dos años para enseñaros toda mi ciencia.
-¡Dos años! -exclamó Dantés-. ¿Creéis que podré aprender tantas cosas en dos años?
-En su aplicación, no; en sus principios, sí. Aprender no es saber, de aquí nacen los eruditos y los
sabios, la memo ria forma a los unos, y la filosofía a los otros.
-Pero ¿no se puede aprender la filosofía?
-La filosofía no se aprende. La filosofía es el matrimonio entre las ciencias y el genio que las aplica. La
filosofía es la nube resplandeciente en que puso Dios el pie para subir a la gloria.
-Veamos -dijo Dantés-. ¿Qué me enseñaréis primero? Tengo deseos de empezar, tengo sed de aprender.
-Todo -contestó el abate.
En efecto, aquella noche imaginaron los dos presos un sistema de educación, que desde el día siguiente
se puso en práctica. Tenía Dantés una memoria prodigiosa y una extremada facilidad en concebir las
ideas. La inclinación matemática de su inteligencia le predisponía a comprenderlo todo con ayuda del
cálculo, al paso que el instinto poético del marino corregía lo que hubiese de aridez sobrada y
materialismo en la demostración reducida a números o a líneas. Sabía ya, como se ha dicho, el italiano y
un poco del romanico o griego moderno, aprendido en sus viajes a Oriente. Estas dos lenguas le hicieron
comprender fácilmente el mecanismo de las demás, por lo que a los seis meses empezaba a hablar el
español, el inglés y el alemán.
Tal como le había prometido al abate Faria, bien que la distracción del estudio le sirviese como de
libertad, o que él fuese rígido cumplidor de su palabra, como hemos visto, Edmundo no hablaba ya de
escaparse, y los días pasaban para él tan rápidos como instructivos. Al año estaba convertido en otro
hombre.
En cuanto al abate Faria, reparaba Dantés que, a pesar de la distracción que en su cautividad le había
proporcionado su compañía, cada día se iba poniendo más taciturno. Como si le dominase un pensamiento
persistente a incesante, caía en profundas abstracciones, suspiraba involuntariamente, se
incorporaba de súbito, y cruzando los brazos se ponía muy meditabundo a dar vueltas por su calabozo.
Cierto día se paró de repente en medio de uno de esos círculos que sin tregua trazaba en derredor de la
estancia, y exclamó:
-¡Ah! ¡Si no hubiera centinela!
-Si vos queréis, no lo habrá -dijo Dantés, que había seguido el curso de su pensamiento a través de las
arrugas de su frente, como a través de un cristal.
-Ya os dije que el crimen me repugna -repuso el abate.
-Y, sin embargo, si cometiéramos ese crimen, sería por instinto de conservación, por un sentimiento de
defensa personal.
-No importa, yo sería incapaz de...
-Pero ¿pensáis en ello?
-A todas horas, a todas horas -murmuró el abate.
-Y habéis encontrado algún medio, ¿no es así? -dijo Edmundo.
-Sí, como pusieran en la galería un centinela ciego y sordo.
-Será ciego y sordo -respondió Dantés con una resolución que asustaba al abate.
-¡No!, ¡no!, ¡imposible! -exclamó éste.
Dantés quiso seguir hablando de aquello, pero Faria movió la cabeza y se negó a decir nada más.
Pasaron tres meses.
-¿Tenéis fuerza? -le preguntó el abate un día.
Dantés, sin responderle, cogió el escoplo, lo dobló como un cayado, y lo volvió a su forma primitiva.
-¿Me prometéis no matar al centinela, sino en el último extre mo?
-Bajo palabra de honor.
-Entonces podemos ejecutar nuestro plan -dijo el abate.
-¿Cuánto tiempo necesitaremos?
-Un año, por lo menos.
-Pero ¿cuándo podemos empezar nuestros trabajos?
-Al instante.
-Ya lo veis, hemos perdido un año -exclamó Dantés.
-¿Creéis que lo hayamos perdido? -le replicó el abate.
-¡Oh! ¡Perdonadme! -dijo Edmundo sonrojándose.
-¡Callad! El hombre siempre es hombre, y vos uno de los mejores que yo haya conocido. Oíd mi plan.
El abate mostró entonces a Dantés un plano que había trazado, conteniendo su calabozo, el de Dantés y
la excavación que juntaba uno con otro. En medio de este corredor estableció un ramal seme jante a los
que se abren en las minas; por él llegaban a la galería del centinela, y una vez allí desprendían del suelo
una baldosa, que en un momento dado se hundiría bajo el peso del centinela, que desaparecería en la
excavación. Edmundo se abalanzaba entonces a él, cuando aturdido por el golpe de la caída no pudiera
defenderse, le sujetaba, le ataba, y luego, saliendo por una de las ventanas de aquella gale ría, se
descolgaban ambos por la muralla exterior, para lo cual les serviría la escala del abate.
Este plan era tan sencillo, que no podía menos de salir bien, y Dantés lo aplaudió con entusiasmo.
Desde aquel instante se pusieron a trabajar los mineros con tanto más ardor cuanto que habían descansado
mucho tiempo, y aquel trabajo, según todas las probabilidades, no era sino continuación del pensamiento
íntimo y secreto de cada uno de ellos.
Sólo lo interrumpían en la hora en que se veían obligados a estar en su calabozo para recibir cada uno la
visita de su carcelero. Se habían además acostumbrado tanto a distinguir el rumor imperceptible de los
pasos de aquel hombre cuando bajaba la escalera, que nunca los sorprendió de improviso. La tierra que
sacaban de la nueva mina, que habría llenado sin duda la cavidad antigua, la arrojaban puñado a puñado
con precauciones inauditas por una a otra ventana, así del calabozo de Dantés como del abate,
pulverizándola con mucho esmero, y el viento de la noche se la llevaba sin dejar la menor huella.
Más de un año se pasó en este trabajo, ejecutado con un escoplo, un cuchillo y una palanca de madera.
En este período, y al mismo tiempo que trabajaban, el abate seguía instruyendo a Dantés, hablándole ora
en una lengua, ora en otra, enseñándole la historia de los pueblos y la de los grandes hombres que dejan
en pos de sí de siglo en siglo una de esas estelas brillantes que llaman la gloria. Hombre de mundo, Faria,
y del gran mundo, tenía además en sus maneras una como grandeza melancólica que Dantés, gracias al
espíritu de asimilación de que le había dotado la naturaleza, supo convertir en la finura elegante que le
faltaba, y en esas maneras aristocráticas que no se adquieren sino con las costumbres y el continuo trato
de las clases elevadas o de los hombres distinguidos.
Al cabo de quince meses, la excavación estaba terminada debajo de la galería. Oíanse los pasos del
centinela, y los dos obreros, precisados a esperar una noche sin luna para que su evasión tuviese más
probabilidades aún de buen éxito, tenían sólo un temor, y era que el suelo, falto de su base, se hundiera
por sí mismo bajo los pies del soldado. Este inconveniente se remedió un tanto, colocando una especie de
puntal que habían encontrado en sus excavaciones. Ocupado en asegurarlo estaba Dantés, cuando de
pronto oyó al abate Faria, que se había quedado en el calabozo del joven aguzando una clavija para
asegurar la escala, oyó, repetimos, que lo llamaba con acento de dolorosa angustia. Acudió Dantés al
punto y encontró al abate de pie en medio de la estancia, pálido, con las manos crispadas, e inundada la
frente de sudor.
-¡Oh, Dios mío! -exclamó Dantés-, ¿qué sucede? ¿Qué tenéis?
-¡Pronto! ¡Pronto! -respondió el abate-, escuchadme.
Fijóse Dantés en su rostro lívido, sus ojos rodeados de una aureola negruzca, sus labios blancos, sus
cabellos erizados, y lleno de terror dejó caer al suelo el escoplo que tenía en la mano.
-Pero ¿qué sucede?
-¡Estoy perdido! -dijo el abate-, escuchadme. Una enfermedad horrible y acaso mortal, va a
acometerme, ya la siento llegar, ya la siento. El año antes de mi prisión me acometió también. Sólo tiene
un remedio y os lo voy a decir: corred a mi calabozo, levantad el pie de mi cama, que está hueco, y allí
encontraréis un frasquito de cristal medio lleno de un líquido rojo, traédmelo... O si no... antes... es
verdad, podrían sorprenderme fuera de mi calabozo... ayudadme a volver, ahora que tengo algunas
fuerzas todavía. ¿Quién sabe lo que va a suceder y el tiempo que durará el acceso?
Sin aturdirse Dantés, aunque aquella desdicha fue inmensa, bajó a la excavación remolcando, por
decirlo así, a su desventurado compañero, y con muchísimo trabajo pudo llegar al calabozo del abate, al
cual depositó en su lecho.
-Gracias -dijo el anciano, estremeciéndose-. Siento que la enfermedad se acerca, voy a caer en un
estado de catalepsia, acaso no haré ni un movimiento siquiera, acaso no podré tampoco quejarme, pero
acaso también echaré espuma por la boca, y gritaré y batallaré en extremo. Procurad que no oigan mis
gritos, que es lo más importante, porque tal vez me trasladarían a otro calabozo, separándonos para
siempre. Cuando me veáis inmóvil, frío y como muerto, sólo entonces, tenedlo bien entendido, me
separaréis los dientes con el cuchillo, me echaréis en la boca ocho o diez gotas de ese licor, y acaso volveré
a la vida.
-¿Acaso? -exclamó Dantés, suspirando.
-¡Acudid...! ya... ahora -exclamó el abate-, yo... me... mue...
El acceso fue tan súbito y violento, que ni aun pudo el desgraciado preso terminar la frase, una nube
envolvió su frente, rápida y sombría como las tempestades del mar, la crisis hízole abrir
desmesuradamente los ojos, torció su boca y coloreó sus mejillas, rugió, forcejeó, vomitó espuma, pero
Dantés ahogó sus gritos con la ropa de la cama, tal como se lo había pedido. El ataque duró dos horas.
Después, inerte, más pálido y más frío que el mármol, y más destrozado que una caña que se pisotea, se
agitó violentamente en una postrera convulsión, y se puso lívido.
Esto era lo único que esperaba Edmundo, a que aquella muerte aparente se hubiese apoderado de todo
el cuerpo y helado el corazón. Cogió entonces el cuchillo, introdujo la punta entre los dientes, separó con
muchísimo trabajo las mandíbulas contraídas, le echó, contándolas con exactitud, diez gotas de aquel licor
rojo y esperó.
Dos horas pasaron sin que el viejo hiciera movimiento alguno. Temió Dantés haber acudido demasiado
tarde, y le contemplaba fija mente con las manos puestas en la cabeza. Al fin sus mejillas se colorearon un
poco, sus ojos constantemente abiertos a inmóviles volvieron a mirar, un débil suspiro salió de su boca, y
por último hizo un movimiento.
-¡Se ha salvado! ¡Se ha salvado! -exclamó Dantés.
El enfermo, que no podía hablar aún, extendió con ansiedad visible la mano hacia la puerta. Púsose
Dantés a escuchar, y oyó en efecto los pasos del carcelero. Iban a dar las siete; Dantés no había podido
ocuparse en calcular el tiempo.
A1 punto se precipitó por el agujero, volvió a colocar la baldosa sobre su cabeza y pasó a su calabozo.
Un instante después se abrió la puerta, y el carcelero, como siempre, encontró al joven sentado en su
cama.
No bien había vuelto la espalda, apenas se perdió en el corredor el ruido de sus pasos, cuando Dantés,
lleno de inquietud, sin pensar en la comida, tomó otra vez el camino que siguiera antes, y levantando la
baldosa con su cabeza, entró en el calabozo del abate.
Este había recobrado ya el conocimiento, pero seguía tendido inerte sobre su lecho.
-Ya creía no volveros a ver -dijo a Edmundo.
-¿Por qué? -le preguntó el joven-. ¿Pensabais morir?
-No, pero como todo está dispuesto para la fuga, creí que os escaparíais.
La indignación se pintó en el rostro de Dantés.
-¡Sin vos! ¡Me habéis creído capaz de escaparme solo! ¿De veras? -exclamó.
-Ya veo que estaba equivocado -dijo el enfermo -. ¡Qué débil y qué rendido estoy!
-¡Valor! Pronto recobraréis las fuerzas -le dijo Edmundo sentándose junto a la cama y cogiendo una de
sus manos.
El abate Faria movió la cabeza:
-La otra vez -le dijo- el ataque me duró una hora, y luego tuve hambre y pude andar solo. Hoy no puedo
levantar mi pierna ni mi brazo derecho, y mi cabeza está aturdida, lo que prueba un derrame cerebral. A la
tercera vez quedaré enteramente paralítico o tal vez moriré de repente.
-No, no, tranquilizaos; no moriréis. Cuando os dé, si os da, ese tercer ataque, ya estaremos libres,
entonces os salvaremos como ahora y mejor que ahora, porque tendremos todos los recursos necesarios.
-Amigo mío -le contestó el anciano-, no os engañéis a vos mis mo. La crisis que acabo de pasar me ha
condenado a prisión eterna. Para huir es preciso poder nadar.
-Pues bien, esperaremos ocho días, un mes, dos meses si es necesario. En ese intervalo recobraréis
vuestras fuerzas. Todo está preparado para nuestra fuga, y hasta podremos elegir la hora y la ocasión que
más nos convenga. El día que os sintáis capaz de nadar, aquel mismo día pondremos nuestro proyecto en
ejecución.
-Yo jamás podré nadar -dijo Faria -, este brazo está paralítico, y no para un día, sino para siempre.
Levantadlo vos mismo y veréis cuánto pesa.
El joven levantó aquel brazo, y volvió a caer inerte por su propio peso.
Edmundo suspiró.
-Ya estáis convencido, ¿no es cierto? -le preguntó Faria-. Creedme, sé bien lo que me digo. Desde que
sufrí el primer ataque de este mal, no he dejado un punto de pensar en él. Ya me lo esperaba, porque es
hereditario en mi familia. Mi padre murió al tercer ataque, y mi abuelo también. El médico que preparó
ese licor, que no es otro que el famoso Cabanis, me predijo la misma suerte.
-¡El médico se engaña! -exclamó Dantés-. Y tocante a la parálisis, no me importa. Cargaré con vos y
nadaré llevándoos a la espalda.
-Joven -repuso el abate-, sois marino y nadador, y debéis saber por consiguiente que con tal peso
ningún hombre es capaz de nadar cincuenta brazas. Dejad de alucinaros con quimeras, que no puede creer
ni vuestro mismo corazón, tan generoso. Yo permaneceré aquí hasta que suene la hora de mi libertad, que
será la de la muerte. Vos huid, huid. Sois joven, diestro y fuerte, no os cuidéis de mí, os devuelvo vuestra
palabra.
-¡Oh! Entonces -dijo Edmundo-, también yo permaneceré aquí.
Luego, levantándose y extendiendo su mano sobre Faria, añadió solemnemente:
-Por la sangre de Cristo, juro no abandonaros hasta la muerte.
El abate contempló a aquel joven tan noble y sencillo, tan grande, leyendo en sus facciones, animadas
con el fuego del entusiasmo más puro, la sinceridad de su afecto y la lealtad de su juramento.
-Lo acepto -contestó-. Gracias.
Y tendiéndole la mano añadió:
-Quizá seréis recompensado por ese afecto tan desinteresado, empero como yo no puedo escaparme y
vos no queréis, lo que importa es cegar el subterráneo que hemos hecho debajo de la galería. El soldado
puede advertir que el suelo repite el eco de sus pasos, y avisar al gobernador, con lo cual nos descubrirían.
Id, pues, a cegarlo vos, ya que desgraciadamente yo no puedo ayudaros. Emplead toda la noche si es
preciso, y no volváis a verme hasta mañana después de la visita del carcelero. Entonces acaso tendré que
deciros alguna cosa importante.
Dantés estrechó la mano del abate, que el pagó con una sonrisa, y salió de la prisión, obediente y
respetuoso, como era en todas ocasiones con su anciano amigo.
Capítulo dieciocho
El tesoro
Cuando Dantés entró a la mañana siguiente en el calabozo de su compañero, le encontró sentado y
tranquilo. Iluminándole el único rayo de luz que penetraba por su angosta ventana, tenía en su mano
derecha, única de que ya podía servirse, un pedazo de papel, que por haber estado arrollado mucho
tiempo conservaba la forma cilíndrica, que sería muy difícil quitarle. El abate se lo enseñó a Dantés, sin
decir una palabra.
-¿Qué es esto? -le preguntó el joven.
-Miradlo bien -repuso el abate sonriendo.
-Por más que miro -dijo Dantés-, no veo sino un papel me dio quemado, que contiene algunas letras
góticas, escritas con una tinta muy extraña.
-Este papel, amigo mío, ya puedo decíroslo todo, puesto que os he probado, este papel es mi tesoro; la
mitad os pertenece desde hoy.
Un sudor frío corrió por la frente de Dantés. Hasta entonces, ¡y ya hemos visto cuánto tiempo había
transcurrido entonces!, evitó cuidadosamente el hablar a Faria de aquel tesoro, ocasión de su pretendida
locura. Con su instintiva delicadeza, no había querido Edmundo herir esta fibra dolorosa; y por su parte
Faria también calló, haciéndole tomar aquel silencio por el recobro de la razón, pero ahora sus palabras,
justamente después de una enfermedad tan grave, anunciaban que recaía en la locura.
-¿Vuestro tesoro? -balbuceó Dantés.
-El abate se sonrió.
-Sí -le dijo. Vuestro corazón, Edmundo, es noble en todo y de vuestra palidez y vuestro temblor infiero
lo que os sucede en este instante. Pero tranquilizaos, que no estoy loco. Este tesoro existe, Dantés, y ya
que no he podido poseerlo, vos lo poseeréis. Nadie quiso escucharme ni creerme, teniéndome por loco,
pero vos que debéis saber que no lo soy, me creeréis después de lo que voy a deciros. Escuchadme.
-¡Ay! -murmuró Edmundo para sí. Ha vuelto a recaer; esa desgracia me faltaba únicamente.
Luego añadió en alta voz:
-Amigo mío, vuestra enfermedad os habrá fatigado, tal vez. ¿No queréis descansar? Mañana, si os
place, me contaréis vuestra historia, pero hoy quiero cuidaros. Además -prosiguió sonriéndose-, un tesoro,
¿qué prisa nos corre?
-¡Mucha! ¡Mucha, Edmundo! -prosiguió el viejo-. ¿Quién sabe si mañana o pasado me dará el tercer
ataque? Reflexionad que entonces todo se perdería. Sí, muchas veces he recordado con amargo placer
esas riquezas, que harían la felicidad de diez familias, perdidas para esos hombres que no han querido
atenderme. Esta idea me servía de venganza, y la saboreaba deliciosamente en la noche de mi calabozo y
en la desesperación de mi estado. Mas ahora que por vuestro cariño perdono al mundo, ahora que os veo
joven y rico de porvenir, ahora que pienso en la fortuna que puedo proporcionaros con esta revelación, me
asusta la tardanza, y temo no dejar seguras en manos de un propietario tan digno como vos, tantas
riquezas sepultadas.
Edmundo volvió la cabeza suspirando.
- Persistís en vuestra incredulidad, Edmundo -prosiguió Faria- mi voz no os ha convencido. Veo que
necesitáis pruebas. Pues bien, leed ese papel que a nadie he mostrado aún.
-Mañana, amigo mío -respondió Dantés, rehusando acceder a lo que él creía locura del anciano-. Creí
que estaba ya convencido que no hablaríamos de esto hasta mañana.
-No hablaremos hasta mañana, pero leed hoy este papel.
«No lo exasperemos», díjose Dantés.
Y tomando aquel papel, cuya mitad faltaba sin duda por haber sido consumida por algún accidente,
leyó:
que puede ascender a dos
manos con corta diferenci
tando la roca vigésima, a c
Este en linea recta. Dos
grutas: el tesoro yace en
segunda. Como a mi úni
clusiva propiedad el refe
25 de abril de 14
-¡Y bien! -dijo Faria cuando el joven acabó su lectura.
-Yo aquí no encuentro -respondió Dantés -sino renglones cortados, palabras sin sentido. El fuego,
además, ha puesto ininteligibles las letras.
-Para vos, amigo mío, que las leéis por primera vez, pero no para mí, que he pasado leyéndolas muchas
noches de claro en claro, reconstruyendo a mi modo cada frase, y completando cada pensamiento.
-¿Y creéis haber encontrado ese sentido interrumpido?
-Estoy seguro, y vos mismo lo conoceréis, pero ahora escuchad la historia de ese papel.
-¡Silencio! -exclamó Dantés-, oigo pasos... se acercan... me voy... Adiós.
Y Dantés, feliz por haberse librado de la historia y de la explicación que esperaba le confirmasen la
desgracia de su amigo, deslizóse ágilmente por el estrecho subterráneo, mientras Faria, con una especie
de actividad producida por el terror, colocaba en su sitio la baldosa, dándole con el pie, y cubriéndola con
un pedazo de estera, para que no se advirtiese la solución de continuidad que no había podido evitar con
la prisa.
Era el gobernador, quien, informado por el carcelero de la enfermedad del abate, venía por sí mismo a
asegurarse de su gravedad.
Recibióle Faria sentado, y evitando todo movimiento que pudiera comprometerle, logró ocultar al
gobernador la parálisis que había invadido la mitad del cuerpo. Y lo hizo porque temía que el gobernador,
compadecido de él, quisiese trasladarle a un calabozo más saludable, separándole de su joven compañero,
pero no sucedió así por fortuna, y el gobernador se retiró convencido de que su pobre loco, por quien
sentía cierta simpatía en el fondo de su corazón, no tenía más que una ligera indisposición.
En este intervalo, Edmundo, sentado en su cama, con la cabeza entre las manos, procuraba coordinar
sus ideas. Todo lo que había visto en Faria desde que le conoció, era tan razonable, tan lógico y tan
sublime, que no podía comprender tanta cordura en tantas cosas y la demencia en una sola. ¿Sería que
Faria se engañase con esto de su tesoro, o que todo el mundo se equivocase al juzgar a Faria?
Dantés permaneció todo el día en su calabozo sin atreverse a volver al de su amigo. Por este medio
esperaba retardar la hora en que adquiriese la certidumbre de la locura del abate. Esta creencia iba a serle
muy dolorosa.
Pero, por la noche, después de la visita ordinaria, viendo el anciano que Edmundo no venía, intentó
salvar el espacio que los separaba. Edmundo tembló de pies a cabeza al oír los dolorosos esfuerzos que
hacía para arrastrarse, porque una de sus piernas estaba paralítica, y el brazo no podía servirle de nada.
Edmundo, pues, viose precisado a ayudarle, porque de lo contrario nunca hubiera podido salir por la
estrecha boca del subterráneo que daba a su calabozo.
-Aquí me tenéis, persiguiéndoos con tenacidad -díjole con una sonrisa muy benévola. Sin duda creísteis
poder libraros de mi munificencia, pero no será así. Escuchadme, pues.
Edmundo comprendió que ya no le era posible retroceder. Hizo sentar al viejo en su cama, y se colocó
a su lado en el banquillo.
-Ya sabéis -dijo el abate- que yo era secretario, familiar y amig o del cardenal Spada, último de los
príncipes de este nombre. A aquel prelado dignísimo debo cuanta felicidad haya gozado en mi vida. A
pesar de que las riquezas de su familia eran proverbiales, y muchas veces oí decir: “Rico como un
Spada”, no era rico, pero vivía a costa de esta reputación de riquezas. Así viven de sí mismas casi todas
las reputaciones populares. Su palacio fue mi paraíso. Eduqué yo a sus sobrinos, que ya han muerto, y
apenas se quedó él solo en el mundo, le pagué en adhesión cuanto había hecho por mí durante diez años.
La casa del Cardenal no tuvo ya secretos de ninguna especie para mí. Muchas veces había yo visto
ocupado a monseñor en compulsar los libros antiguos y hojear ávidamente los manuscritos, olvidados
entre el polvo del archivo de la familia. Un día que yo le hice ver la inutilidad de sus afanes, pues no
conseguía como premio de ellos más que quedarse muy abatido, me miró sonriendo con amargura, y por
respuesta abrió un libro, que es la historia de la ciudad de Roma. En el capítulo XX de la vida del papa
Alejandro VI, leí las siguientes líneas, que desde entonces no pude olvidar:
«Terminadas las tremendas guerras de la Romaña, César Borgia, su conquistador, necesitaba dinero
para comprar el resto de Italia, y el Papa por su parte necesitaba también dinero para acabar con Luis
X11, rey de Francia, que a pesar de sus últimos reveses era un enemigo poderoso todavía. Resolvieron,
pues, de común acuerdo, hacer un buen negocio, lo que era muy difícil en aquella pobre Italia, exhausta
de recursos.
»Su Santidad concibió una idea muy feliz. Determinó crear dos cardenales.»
Al nombrar dos grandes personajes en Roma, es decir, a dos de los más ricos, hacía a la vez Su
Santidad dos buenos negocios: primera mente podía vender los altos cargos y los magníficos empleos que
aquellos dos cardenales poseían, y podía aprovecharse, en segundo lugar, del subido precio a que los dos
capelos se venderían. Otra tercera especulación resultaba de esto, que podremos conocer muy pronto.
Al momento encontraron el Papa y César Borgia Bus futuros cardenales. Uno era Juan Rospigliosi, que
ostentaba las más altas dignidades de la Santa Sede, y el otro César Spada, uno de los romanos más
notables y más ricos. Uno y otro podían apreciar en su verdadero valor el precio de semejante favor papal.
Los dos eran ambiciosos.
En cuanto ellos aceptaron, encontró César Borgia compradores para sus empleos. La consecuencia de
esto fue que Rospigliosi y Spada pagaron por ser cardenales, y otros ocho pagaron también por ser lo que
eran los cardenales antes de su creación. Ochocientos mil escudos ingresaron en las arcas papales.
Finalmente, ya es tiempo que pasemos a la última parte de la especulación. Rospigliosi y Spada se
vieron colmados de halagos por el Papa, que habiéndoles conferido por sí mismo las insignias del cardenalato,
estaba seguro de que ellos, por demostrar dignamente su gratitud, realizarían toda su fortuna para
fijar en Roma su residencia. Así en efecto sucedió, y el Papa y César Borgia los convidaron a comer.
Este convite dio ocasión a una grave disputa entre el Santo Padre y su hijo. César opinaba que se debía
recurrir a uno de esos medios que él solía emplear con sus amigos íntimos, a saber: la famosa llave con
que se rogaba a ciertas personas que abriesen cierto armario. Esta llave, sin duda por un olvido inocente
del cerrajero tenía una especie de púa pequeña de hierro, que al hacer fuerza la persona que abría el
armario, que era difícil de abrir, se clavaba en la mano, ocasionando la muerte al otro día. Había también
la sortija de cabeza de león: César se la ponía para dar la mano a ciertas personas, el león las mordía imperceptiblemente,
y a las veinticuatro horas..., requiescant in pace.
César propuso pues a su padre mandar abrir el armario a Rospiglio si y a Spada, o darles un cordial
apretón de manos, pero Alejandro VI le respondió:
-Tratándose de esos excelentes cardenales Spada y Rospigliosi, paréceme que no debemos rehuir los
gastos de un gran banquete, porque un presentimiento me dice que hemos de quedarnos con ese dinero.
Sin duda olvidáis, César, además, que una indigestión hace su efecto en el acto, mientras un mordisco o
una picadura tardan uno o dos días.
César se rindió a ese razonamiento y he aquí que los dos cardenales fueron invitados a comer. El
banquete se debía efectuar cerca de San Pedro ad Vincula, en una hermosa posesión del Papa, muy
conocida de los cardenales por su celebridad.
Envanecido Rospigliosi con su nueva dignidad, preparó su estómago para el banquete, pero Spada,
hombre prudentísimo y que amaba con extremo a su sobrino, un capitán joven de mucho porvenir, tomó
papel y pluma a hizo testamento.
En seguida envió un recado a su sobrino encargándole que le esperase por los alrededores de San
Pedro, pero, según parece, el mensajero no le encontró. Spada conocía la costumbre de aquellos convites.
Desde que el cristianismo, eminentemente civilizador, introdujo el progreso en Roma, no era un centurión
el que venía de parte del tirano a deciros: “César quiere que mueras”, sino que era un legado ad latere,
que con la sonrisa en los labios venía a deciros de parte del Papa: «Su Santidad quiere que comáis en su
compañía.»
Spada se dirigió a las dos a San Pedro ad Vincula; ya le estaba esperando el Papa allí. La primera
persona que vieron sus ojos fue a su sobrino el capitán, muy ataviado y muy tranquilo. César Borgia le
colmaba de halagos y caricias. Spada palideció, porque César, con una mirada irónica, le daba a entender
que todo lo había previsto y que estaba bien tendido el lazo. En el transcurso de la comida, el cardenal no
pudo hacer otra cosa que preguntar a su sobrino:
-¿Recibisteis mi recado?
El capitán respondió que no, pero había comprendido la pregunta. Sin embargo, ya era tarde, porque
acababa de beber un vaso de excelente vino, escanciado ex profeso para él por el copero del Papa. En el
mismo instante ofrecían liberalmente a Spada vino de otra botella. Una hora después un médico declaró
que ambos estaban envenenados con Betas. Spada murió allí mismo, y el capitán a la puerta de su casa,
haciendo una seña a su mujer, que no pudo comprenderle.
César Borgia y el Papa se apresuraron al punto a apoderarse de la herencia, a pretexto de registrar los
papeles de los difuntos, pero todo el caudal de Spada consistía en un pedazo de papel en que había escrito
él mismo:
«Lego a mi muy amado sobrino mis baúles y mis libros, entre los cuales se halla mi hermoso breviario
con cantos de oro, que deseo conserve en memoria de su querido tío.»
Sorprendidos los herederos de que Spada, el hombre poderoso, fuese en efecto, el más pobre de los tíos,
lo registraron todo, revolvieron los muebles, y admiraron el breviario. Ningún tesoro apareció, como no
se cuenten los tesoros científicos encerrados en la biblioteca y en los laboratorios. Esto fue todo. Las
pesquisas de César y de su padre fueron inútiles.
Nada se encontró, o a lo menos, poquísimo, es decir, unos mil escudos en alhajas, y otro tanto en
dinero. Su sobrino, sin embargo, había vivido bastante tiempo para decir a su mujer:
-Buscad entre los papeles de mi tío, porque sé que existe un testamento real y verdadero.
Con esto se hicieron más diligencias aún que las que habían hecho los augustos herederos; pero todo en
vano. Los dos palacios de Spada y la posesión que tenía detrás del Palatino, como los bienes inmuebles en
aquella época valían poco, quedaron a favor de la familia, por indig nos de la rapacidad del Papa y de su
hijo.
Los meses y los años fueron transcurriendo. Alejandro VI, como sabéis, murió envenenado por una
equivocación: César, envenenado también, se salvó, cambiando de piel como las culebras. En su nueva
piel el veneno había dejado unas manchas semejantes a las del tigre. Por último, obligado a abandonar
Roma, fue a hacerse matar oscuramente en una escaramuza nocturna, casi olvidada por la historia.
Tras la muerte del Papa y el destierro de su hijo César, todo el mundo esperaba que la familia volviera
al fausto que tenía en los tiempos del cardenal Spada; pero no fue así. Los Spada siguieron viviendo en
una dudosa medianía, un misterio eterno envolvió este asunto lúgubre. La opinión general fue que César,
mejor político que su padre, le había robado la fortuna de los dos cardenales, y digo los dos, porque
Rospigliosi, que no había tomado precaución alguna, fue despojado del todo.
-Hasta aquí -dijo Faria interrumpiéndose y sonriendo-, no os parece este cuento de loco, ¿es verdad?
-¡Oh, amigo mío! -le contestó Dantés-, paréceme, al contrario, que leo una crónica interesantísima.
Continuad, os lo suplico.
-Ya continúo: La familia se acostumbró a esta situación; pasaron años y años. Entre sus descendientes
unos fueron soldados; otros, diplomáticos; varios, eclesiásticos, y otros, banqueros. Enriqueciéronse
algunos, y otros se acabaron de arruinar. Vengamos ahora al último de esta familia, a aquel de quien fui
secretario, al conde de Spada.
Yo le había oído quejarse frecuentemente de la desproporción que guardaba con su rango su fortuna,
aconsejéle que la colocara a renta vitalicia, siguió mi consejo y dobló su renta.
El famoso breviario que no había salido de la familia, pertenecía a este conde Spada. Se lo habían ido
legando de padres a hijos, porque aquella rara cláusula que se encontró en el testamento hizo de él una
verdadera reliquia, mirada con supersticiosa veneración. Era un libro con magníficas iluminaciones
góticas, tan cargado de oro que en los días de grandes solemnidades lo llevada un criado delante del
cardenal.
Como todos los secretarios y administradores que me habían precedido, yo me dediqué también a
registrar los archivos de la familia, llenos de toda clase de títulos, papeles y pergaminos, pero a pesar de
mi actividad y esmero fueron inútiles mis pesquisas. Y hay que tener en cuenta que yo había leído y hasta
había escrito, una historia, o por mejor decir unas efemérides de la casa de Borgia, con idea de descubrir
si a la muerte del cardenal César Spada había tenido algún aumento la fortuna de aquellos príncipes, y no
encontré otro que el ocasionado por los bienes del cardenal Rospigliosi, su compañero de infortunio.
Yo estaba casi seguro de que ni los Borgias ni la familia Spada se habían aprovechado de la herencia,
que sin duda había quedado sin dueño, como esos tesoros de los cuentos árabes que yacen en las entrañas
de la tierra guardados por un genio. Mil y mil veces conté y rectifiqué los capitales, las rentas y los gastos
de la familia durante trescientos años: todo fue inútil. Permanecí en mi ignorancia y el conde Spada en su
miseria.
Por este tiempo murió él. De su renta vitalicia había exceptuado sus papeles de familia, su biblioteca,
compuesta de S 000 volúmenes, y su famoso breviario.
Esto y unos mil escudos romanos, que poseía en dinero, me lo legó, a condición de componer una
historia de su casa y un árbol genealógico, y de mandar decir misas en el aniversario de su muerte, lo cual
cumplí exactamente.
No os impacientéis, mi querido Edrnundo, que ya llegamos al fin.
En 1807, un mes antes de mi encarcelamiento y quince días después de la muerte del conde Spada, el
día 29 de diciembre (ahora comprenderéis por qué se me ha quedado tan fija esta fecha importante),
hallábame yo leyendo por centésima vez aquellos papeles, que iba coordinando, porque el palacio iba a
pasar a ser posesión de un extranjero. Yo pensaba salir de Roma y establecerme en Florencia con todo el
dinero que poseía, que eran unas doce mil libras, mi biblioteca y mi famoso breviario. Hallábame, pues,
como digo, fatigado por aquella tarea, y algo indispuesto por un exceso que había hecho en la comida, y
dejé caer la cabeza entre las manos y me quedé dormido.
Eran las tres de la tarde. Cuando desperté, el reloj daba las seis.
Al levantar la cabeza, halléme en la más profunda oscuridad. Llamé para que me trajesen luz, pero
nadie acudió. Entonces resolví servirme de mí mismo, que era además un hábito filosófico, que iba a serme
muy necesario. Con una mano cogí la bujía ya preparada, y con la otra busqué un papel para
encenderlo en la moribunda llama que quedaba en la chimenea, pero por miedo a que, debido a la
oscuridad, cogiera un papel interesante en vez de otro inútil, hallábame perplejo, cuando recordé haber
visto en el famoso breviario que estaba sobre la mesa un papel viejísimo, ya casi negro, que seguramente
servía de registro o seña, y sin duda había durado tantos años en aquel libro por la veneración con que los
herederos lo miraban. Busquélo, pues, a tientas, lo encontré, lo retorcí, y acercándolo a la llama lo
encendí.
Pero al mismo tiempo y como por encanto, a medida que el fuego se propagaba, vi aparecer una letras
negruzcas, que por momentos iban convirtiéndose en pavesa. Asustéme, estrujé en mis manos el papel
para apagarlo, encendí la bujía en la luz de la chimenea, examiné conmovido el papel quemado, y
comprendí que una tinta misteriosa y simpática había trazado aquellas letras, que sólo el fuego pudo hacer
inteligibes.
Lo quemado era como una tercera parte del papel, y el resto lo que habéis leído esta mañana. Volvedlo
a leer, Dantés, que luego, para que lo entendáis, yo completaré las frases y el sentido.
Y el abate, con aire de triunfo, presentó el papel al joven, que en esta ocasión leyó ávidamente estas
palabras, escritas con una tinta como herrumbrosa:
Hoy 25 de abril de 149
mer S. S. Alejandro Vl, co
contento con haberme hec
heredarme, y me reserve l
Caprara y Bentivoglio, qu
dos. Declaro pues a mi sobr
redero universal, que he esc
conoce por haberlo visitado
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rras de oro, dinero acuñado,
joyas. Yo sólo conozco la e
que puede ascender a dos
manos con corta diferenci
tando la roca vigésima, a c
Este en línea recta. Dos
grutas: el tesoro yace en
segunda. Como a mi úni
clusiva propiedad el refe
25 de abril de 14
CES
-Ahora -añadió el abate-, leed este otro.
Y presentó a Edmundo otro papel con otros fragmentos de renglones.
Tomólo Edmundo y leyó:
8 me ha convidado a con
que me presumo que no
ho pagar el capelo quiera
a suerte de los cardenales
e han muerto envenena
ino Guido Spada, mi he
ondido en un sitio que él
en mi compañía, en las
lo, cuanto poseo en ba
pedrería, diamantes y
xistencia de este tesoro,
millones de escudos ro
a, y se encontrará levan
ontar desde el ancón del
aberturas hay en estas
el ángulo más lejano de la
co heredero, le dejo en ex
rido tesoro.
98.
AR SPADA.
El abate observaba con ansia las impresiones de Dantés.
-Ahora -dijo, viendo que éste había llegado al último renglón-, ahora juntad los dos fragmentos, y
juzgad por vos mismo.
Dantés obedeció; de los fragmentos unidos resultaba lo siguiente:
Hoy 25 de abril de 149...8, me ha convidado a co
mer S. S. Alejandro VI, co...n que me presumo que no
contento con haberme hec...ho pagar el capelo quiera
heredarme, y me reserve l...a suerte de los cardenales
Caprara y Bentivoglio, qu...e han muerto envenenados.
Declaro pues a mi sobr...ino Guido Spada, mi he
redero universal, que he esc...ondido en un sitio que él
conoce por habeslo visitado... en mi compañía, en las
grutas de la isla de Monte-Cris...lo cuanto poseo en barras
de oro, dinero acuñado... pedrería, diamantes y
joyas. Yo sólo conozco la e...xistencia de este tesoro,
que puede ascender a dos... millones de escudos romanos
con corta diferenci...a, y se encontrará levantando
la roca vigésima, a c...ontar desde el ancón
del Este en línea recta. Dos... aberturas hay en estas
grutas: el tesoro yace en... el ángulo más lejano de la
segunda. Como a mi úni...co heredero, le dejo en exclusiva
propiedad el refe...rido tesoro.
25 de abril de 14...98.
CES...AR SPADA
-¿Lo comprendéis ahora? -dijo Faria.
-Esta era la declaración del cardenal Spada, el testamento tan buscado en vano -contestó Edmundo, sin
osar aún creerlo.
-Sí, mil veces sí.
-Pero ¿quién lo ha completado de este modo?
-Yo, con la ayuda del fragmento existente, adiviné el resto, calculando la longitud de las líneas por la
del papel, y deduciendo de lo no quemado lo que debía decir lo quemado, como un átomo de luz que
viene del cielo, guía a aquel que camina por un subterráneo.
-¿Y qué hicisteis cuando pensasteis haber adquirido esa convicción?
-Determiné marchar, y marché al instante, llevando conmigo el principio de mi grande obra sobre Italia,
pero hacía mucho tiempo que la policía imperial no me perdía de vista. Napoleón quería entonces dividir
el reino en provincias, al contrario de lo que quiso apenas tuvo un heredero. Mi precipitada marcha
despertó, pues, las sospechas de la policía, que estaba muy lejos de poder adivinar su verdadero objeto, y
me prendieron cuando iba a desembarcarme en Piombino.
-Ahora, amigo mío -prosiguió Faria mirando a Dantés con ternura casi paternal-, ahora sabéis tanto
como yo. Si nos escapamos juntos, la mitad del tesoro es vuestro, si muero aquí y os salváis solo, os
pertenece por entero.
-Pero ¿no tiene en el mundo ese tesoro dueño más legítimo? -preguntó Dantés vacilando.
-No, no, tranquilizaos. La familia se ha extinguido del todo. Además, el último conde Spada me hizo su
heredero. Legándome aquel breviario simbólico, me legó cuanto contenía. No, no, tranquilizaos. Si
llegamos a apoderarnos de esta fortuna, podemos gozarla sin remordimientos.
-¿Y decís que ese tesoro asciende...?
-Asciende a dos millones de escudos romanos, trece millones de nuestra moneda.
-¡Imposible! -exclamó Dantés, asustado ante lo enorme de la soma.
-¡Imposible! ¿Y por qué? -repuso el anciano-. La familia Spada era una de las más antiguas y poderosas
en el siglo XV. Además, en aquellos tiempos no se conocían ni especulaciones ni industria, esta
acumulación de dinero y joyas no es inverosímil. Todavía existen familias romanas que se mueren de
hambre, teniendo vinculado un millón en diamantes y pedrerías de que no pueden disponer.
Edmundo, vacilando entre la alegría y la incredulidad, creía estar soñando.
-Si os he ocultado este secreto tanto tiempo -prosiguió Faria-, ha sido para probaros y sorprenderos. Si
nos hubiéramos escapado antes de mi ataque de catalepsia, os habría llevado a la isla de MonteCristo,
pero ahora -añadió con un suspiro-, vos me llevaréis a mí. Ea, Dantés, ¿no me dais las gracias?
-Ese tesoro os pertenece, amigo mío -respondió el joven-, os pertenece a vos solo, yo no tengo ningún
derecho a él, ni siquiera soy pariente vuestro.
-¡Vos sois hijo mío, Dantés! -exclamó el anciano-. Sois el hijo de mi prisión. Mi estado me condenaba
al celibato, y Dios os envió a mí para consuelo juntamente del hombre que no podía ser padre, y del preso
que no podía ser libre.
Y el abate tendió el brazo que tenía libre y Dantés se arrojó a su cuello, sollozando.
Capítulo diecinueve
El tercer ataque
Ese tesoro tanto tiempo objeto de las meditaciones del abate, que podía asegurar la dicha futura del que
amaba en realidad como a un hijo, había ganado a sus ojos en valor. No hablaba de otra cosa todo el día
más que de aquella inmensa cantidad, explicando a Dantés cuánto puede servir a sus amigos en los
tiempos modernos el hombre que posee trece o catorce millones. Estas palabras hicieron que el rostro de
Dantés se contrajera, porque el juramento que había hecho de vengarse cruzó por su imaginación,
haciéndole pensar también cuánto mal puede hacer a sus enemigos en los tiempos modernos el hombre
que posee un caudal de trece o catorce millones.
El abate no conocía la isla de Montecristo, pero sí la conocía Dantés, que había pasado muchas veces
por delante y una hizo escala en ella; está situada a veinticinco millas de la Pianosa, entre Córcega y la
isla de Elba. Montecristo, que ha estado siempre y está todavía enteramente desierta, es una peña de
forma casi cónica, que parece lanzada por un cataclismo volcánico desde el fondo del mar a la superficie.
Dantés le hizo a Faria el plano de la isla, y Faria dio consejos a Dantés sobre los medios que había de
emplear para apoderarse del tesoro.
Pero estaba muy lejos de participar del entusiasmo y sobre todo de la confianza del anciano. Aunque ya
se hubiese convencido de que no estaba loco, y la manera con que adquirió este convencimiento
contribuyera a admirarle más y más, no podía creer humanamente que aquel tesoro, aún suponiendo que
en efecto hubiera existido, existiese todavía, y cuando no lo mirase como cosa quimérica, lo miraba a lo
menos como dudosa.
Parecía como si el destino se empeñase en quitar a los presos su última esperanza y darles a entender
que estaban condenados a prisión eterna. Una nueva desgracia les sobrevino por entonces. La galería que
daba al mar, ruinosa desde mucho tiempo antes, había sido reparada. Reforzáronse los cimientos, y se
rellenó con enormes bloques de granito la excavación que a medias había cegado Dantés. Sin esta
precaución, que el abate sugirió al joven, como se recordará, su desgracia hubiera sido mayor aún, porque
descubierta su tentativa de evasión los hubieran separado inevitablemente. Una nueva puerta, más maciza
y más inexorable que las otras, se había cerrado para ellos.
-Ya veis -decía Dantés con tristeza-, ya veis que Dios quiere quitarme hasta el mérito de lo que vos
llamáis adhesión. Os prometo permanecer aquí eternamente, y ahora ni aún libre soy para cumplir mi
promesa. Me quedaré sin el tesoro, como vos, y ni uno ni otro saldremos de este castillo. Por lo demás, mi
verdadero tesoro, amigo mío, no es el que esperaba hallar en los antros lúgubres de Montecristo, sino
vuestra presencia, nuestra unión de cinco o seis horas cada día, a pesar de nuestros carceleros, y sobre
todo estos torrentes de inteligencia que habéis derramado en la mía, estos idiomas que me habéis dado a
conocer con todas sus ramificaciones filológicas, estas ciencias que tan fácilmente me comunicasteis
gracias a la profundidad con que las conocéis y los sencillos principios a que las habéis reducido. Este es
mi verdadero tesoro, amigo mío, con esto sí que me habéis dado riqueza y felicidad. Creedme y
consolaos, esto vale más para mí que montes de oro y de diamantes, aunque no fuesen tan problemá ticos
como esas nubes que en las alboradas se ven flotar sobre el mar, que a primera vista las cree uno tierra
firme, y a medida que se va acercando a ellas se evaporan, se volatilizan y se esfuman. Teneros a mi lado
el tiempo mayor posible, oír vuestra elocuente voz, adornar mi inteligencia, fortalecer mi alma,
predisponer mi organización entera a grandes y terribles cosas para cuando goce de libertad, ejecutarlas
de manera que no vuelva a dominarme la desesperación, de que ya estaba casi poseído cuando os conocí;
ésta es la fortuna que os debo, y no quimérica, sino tan verdadera, que todos los soberanos del mundo,
aunque fuesen como César Borgia, no podrían arrebatármela.
Esto hizo que para los dos infelices fuesen los días, si no venturosos, menos largos y más tranquilos.
Faria, que en tantos años ni una palabra había dicho de su tesoro, hablaba de él a cada instante.
Según había previsto, se quedó enteramente paralítico del brazo derecho y la pierna izquierda, y casi
perdió toda esperanza de poder servirse de ellos, pero soñaba siempre con la libertad o la fuga de su
compañero, y gozaba por él con esta idea.
Temeroso de que el papel se perdiese o se extraviase algún día, obligó a Dantés a aprenderlo de
memoria, y lo aprendió en efecto desde la primera palabra hasta la última. Seguros entonces de que nadie
por el primer trozo podría adivinar su contenido completo, hicieron pedazos el segundo.
A veces pasaba Faria horas enteras dando instrucciones a Edmundo, instrucciones que debían servirle
al hallarse en libertad.
Desde el mismo día, desde la misma hora, desde el mismo instante que se viera libre, su único y
exclusivo pensamiento debía ser el de ir a Montecristo, de cualquier modo, idear un puesto que no
despertase sospechas para quedarse allí solo, y una vez solo, enteramente solo, buscar las maravillosas
grutas, y cavar en el sitio indicado.
El sitio indicado, como recordará el lector, era el ángulo más lejano de la segunda abertura.
Con esta esperanza se pasaban las horas, si no rápidas, a lo menos soportables.
Como ya hemos dicho, Faria, aunque sin volver al use de su pie y de su mano, había vuelto
completamente al de su inteligencia, enseñando poco a poco a su joven compañero, además de las
nociones mora les que hemos dicho, ese calmoso oficio de preso, que consiste en hacer algo de lo que no
es nada en el fondo. Así, pues, estaban constantemente ocupados, Faria por temor de envejecer y
Edmundo por temor de recordar su pasado, ya casi olvidado, y que no quedaba en su memoria sino como
una luz lejana, perdida en las tinieblas de la noche. Tal era su vida, semejante a la de esos hombres a
quienes la desgracia no ha herido nunca, y que vegetan tranquila y maquinalmente bajo la mano de la
Providencia.
Pero bajo esa calma aparente, había en el corazón del joven y en el del anciano tal vez, muchos ímpetus
reprimidos, muchos suspiros ahogados, que estallaban cuando Faria se quedaba solo y Edmundo volvía a
su prisión.
Una noche se despertó este último sobresaltado, figurándose haber oído que le llamaban. Abrió los ojos
y procuró saber de dónde procedía aquel sonido. Su nombre, o más bien una voz doliente que se
esforzaba en pronunciarlo, llegó hasta sus oídos. Incorporóse en la cama lleno de angustia y sudoroso, y
escuchó atentamente. No había duda. La voz venía del calabozo de su compañero.
-¡Gran Dios! -murmuró Edmundo-. Si será que...
Y separando su cama de la pared, retiró la piedra, lanzóse al subterráneo y llegó al extremo opuesto. La
baldosa estaba levantada.
A1 vacilante resplandor de aquella lámpara tosca de que ya hemos hablado, vio Dantés al abate pálido
en extremo, y aunque en pie, agarrado a su cama para poder sostenerse. Sus facciones estaban trastornadas
por aquellos horribles síntomas que Dantés ya conocía y que tanto le asustaran anteriormente.
-¿Comprendéis..., amigo mío? ¿No es verdad? -le dijo Faria re signado-. Nada tengo que deciros.
Edmundo lanzó un grito de dolor, y perdiendo completamente la cabeza se dirigió a la puerta gritando:
-¡Socorro!¡Socorro!
Faria tuvo suficientes fuerzas aún para detenerle.
-¡Silencio o estáis perdido! -le dijo- No pensemos sino en vos, amigo mío, en haceros soportable la
prisión y posible la fuga. Años enteros necesitaríais para volver a hacer lo que yo hasta aquí hice, y sería
vano en cuanto nuestros carceleros conociesen que estamos de acuerdo. Por otra parte, tranquilizaos,
amigo, que no estará vacío mucho tiempo este calabozo que yo voy a abandonar. Otro desgraciado vendrá
a ocupar mi puesto. Acaso él será joven, y fuerte, y sufrido como vos, y podrá ayudaros en vuestra fuga,
que yo impedía. Ya no tendréis un semicadávér adherido a vos, que paralizará todos vuestros esfuerzos.
Decididamente Dios se acuerda de vos, os da más que os quita, pues ya es tiempo de que yo muera.
Edmundo no pudo hacer otra cosa más que cruzar las manos y exclamar:
-¡Oh, amigo mío! ¡Amigo mío! ¡Callad!
Luego, recobrando su fortaleza, que le abandonó un instante por aquel golpe imprevisto, y su valor,
vencido por las palabras del viejo, repuso:
-¡Oh! Ya os salvé una vez, bien puedo salvaros otra.
Y levantó el pie de la cama, y sacó el frasco, que contenía aún una tercera parte del licor rojo.
-Mirad -le dijo -, aún nos queda esta medicina salvadora. Pronto, pronto, decidme lo que necesito hacer.
¿Se toman esta vez otras precauciones? Hablad, amigo mío, que ya os escucho.
-No hay esperanza -respondió el abate inclinando la cabeza-, pero no importa, la voluntad de Dios es
que el hombre que ha creado y en cuyo corazón ha puesto con tantas raíces el amor a la vida, haga cuanto
pueda por conservar esta vida, tan trabajosa algunas veces y siempre tan amada.
-¡Sí, sí! -exclamó Dantés-, os salvaré, sí, os lo repito.
-Pues ea, procuradlo, el frío me acomete, siento que la sangre se agolpa a mi cerebro, este horrible
temblor que hace rechinar mis dientes, y parece que disloca todos mis huesos, este espantoso temblor
invade mi cuerpo, dentro de cinco minutos me dará el ataque, dentro de un cuarto de hora no os quedará
de mí más que un cadáver.
-¡Oh! -exclamó Dantés con desesperado acento.
-Haced lo que la otra vez, con la diferencia de no esperar tanto tiempo. Todos los resortes de mi vida
están ahora muy gastados, y la muerte -prosiguió mostrándole su brazo y su pierna paralíticos-, la muerte
recorrió ya la mitad de su camino. Si después de haberme echado en la boca doce gotas, en lugar de diez,
vieseis que no vuelvo en mí, me echáis el resto. Ahora, llevadme a la cama, porque apenas puedo
sostenerme.
Edmundo cogió en sus brazos al viejo y lo puso en la cama.
-Ahora acercaos, amigo mío, único consuelo de mi triste vida -le dijo Faria- don del cielo, aunque algo
tardío, pero, en fin, don del cielo, y don inapreciable, de que le doy infinitas gracias..., en este momento
en que me separo de vos para siempre, os deseo todas las dichas, toda la prosperidad que merecéis. ¡Hijo
mío! ¡Yo os bendigo!
El joven se arrodilló, apoyando la cabeza en la cama de Faria.
-Sobre todo, hijo mío, escuchad bien lo que os digo en este instante supremo: el tesoro de los Spada
existe efectivamente. Dios me concede que en este momento no haya para mí ni obstáculo ni dis tancias.
Lo estoy viendo en el fondo de la segunda gruta, mis ojos penetran en las entrañas de la tierra y se
deslumbran con tantas riquezas. Si conseguís evadiros, recordad que el pobre abate, a quien todo el
mundo creía loco, no lo estaba. ¡Corred a Montecristo, apoderaos de nuestra fortuna, y gozadla, que
bastante sufristeis!
Una violenta sacudida interrumpió al anciano. Edmundo levantó la cabeza y vio que sus ojos se
enrojecían, parecía que una ola de sangre le subía desde el pecho a la frente.
-¡Adiós! ¡Adiós! -murmuró Faria, apretando convulsivamente la mano del joven-. ¡Adiós!
-¡Oh! ¡Todavía no! ¡Todavía no! -exclamaba éste-. No me abandonéis... ¡Oh, Dios mío! ¡Socorredle...!
¡Socorro! ¡Acudid...!
-¡Silencio! -murmuró el moribundo. ¡Silencio!, que luego nos separarán si me salváis.
-Es cierto. ¡Oh! Sí, sí, confianza; os salvaré. Además, aunque parece que sufrís mucho, no es tanto
como la otra vez.
-Desengañaos..., sufro menos porque tengo menos fuerzas para sufrir. A vuestra edad se tiene fe en la
vida; que es el privilegio de la juventud creer y esperar; pero los viejos ven la muerte con más claridad...
¡Oh...!, ya está aquí..., ya se aproxima... todo se acaba... pierdo la vista... ¡y la razón! Dadme la mano,
Dantés... ¡Adiós! ¡Adiós!
E incorporándose por un esfuerzo supremo, repuso:
-¡Montecristo...! ¡No os olvidéis de Montecristo!
Y volvió a caer en la cama.
La crisis fue terrible. Un cuerpo con los miembros retorcidos, las pupilas hinchadas, una espuma
sanguinolenta en la boca, fue lo que en aquel lecho de dolor ocupó el puesto del ser tan inteligente que se
había acostado pocos minutos antes.
Dantés tomó la lámpara, la colocó en la cabecera de la cama, sobre una piedra que sobresalía de la
pared, de modo que su trémula luz alumbraba con reflejos extraños y fantásticos aquella fisonomía desencajada,
aquel cuerpo inerte y aniquilado.
Con la mirada fija en él esperó valerosamente la ocasión de administrarle la medicina salvadora.
Cuando creyó que había llegado esta ocasión, cogió el cuchillo, separó los dientes, que le ofrecieron
menos resistencia que la vez anterior, contó las doce gotas y esperó. El frasco podría tener otro tanto de
licor que el gastado.
Esperó diez minutos, un cuarto de hora, media hora, ¡y nada! Tembloroso, con los cabellos lacios y la
frente inundada de sudor, contó los minutos por los latidos de su corazón. Entonces pensó que era ya
tiempo de arriesgar la última prueba, acercó el frasco a los labios sanguinolentos de Faria, y sin necesidad
de separarle las mandíbulas, que no habían vuelto a juntarse, echó en la boca el resto del líquido. El efecto
fue galvánico y una violenta contracción sacudió todos los miembros de Faria, sus ojos volvieron a
abrirse con una expre sión horrorosa, exhaló un suspiro que parecía un grito, y fue luego, poco a poco,
quedándose inmóvil; únicamente los ojos le quedaron abiertos.
Media hora, una y hasta hora y media pasaron, siendo de agonía para Edmundo. Inclinado hacia su
amigo con la mano sobre su pecho, sintió sucesivamente irse el cuerpo enfriando, y el latido del corazón
hacerse sordo y profundo. Todo acabó bien pronto, apagóse el último latido, la cara se puso lívida y
aunque los ojos seguían abiertos, ya no miraban.
Ya eran las seis de la mañana, y rayaba el día; su luz indecisa, penetrando en el calabozo, amenguaba la
de la lamparilla moribunda. Sus ráfagas extrañas y fantásticas daban tal vez al cadáver apariencias de
vida. En tanto duró la lucha del día con la noche, Dantés pudo dudar aún, pero cuando se hizo
enteramente de día llegó a comprender que se hallaba solo con un cadáver. Entonces se apoderó de él un
terror profundo a invencible. No osaba estrechar aquella mano que caía fuera de la cama, ni menos fijar
sus ojos en aquellos ojos blancos a inmóviles, que en vano trató de cerrar muchas veces. Apagó la
lamparilla, ocultóla con mucho cuidado, y desapareció, colocando como pudo la baldosa sobre su cabeza.
Por otra parte, ya era hora; el carcelero iba a venir de un momento a otro.
Nada indicó en el carcelero que tuviese ya conocimiento de la desgracia. Cuando salió, sintióse
Edmundo impaciente por saber lo que iba a pasar en el calabozo de su desgraciado amigo, y para saberlo
penetró en el subterráneo, llegando a tiempo de oír las exclamaciones del carcelero pidiendo auxilio.
Pronto acudieron los otros carceleros, se oyó después ese Paso regular y sordo que usan los soldados,
aunque no estén de servicio. Tras los soldados se presentó el gobernador.
Edmundo oyó rechinar la cama, como si diesen vuelta al cadáver, y la voz del gobernador que ordenaba
que le echasen agua a la cara y que viendo que ésta no le causaba efecto alguno, mandó a buscar al
médico.
El gobernador salió, y algunas frases compasivas llegaron a oídos de Dantés, mezcladas con risas
burlonas.
-Vamos, vamos, el loco ha ido a reunirse con su tesoro -decía uno- ¡Buen viaje!
-Con todos sus millones no tendrá para pagar la mortaja -añadía otro.
-¡Oh!, las mortajas del castillo de If no cuestan muy caras -respondía un tercero.
-Quizá como eclesiástico, hagan algunos gastos más por él -dijo uno de los primeros interlocutores.
-Este irá al saco.
Edmundo no perdió una sola palabra, pero apenas comprendía lo que decían.
A poco dejaron de oírse las voces, y juzgó que habían salido del calabozo. Sin embargo, no se atrevió a
entrar en él, porque era fácil que alguno se hubiera quedado a velar al muerto. Conteniendo su
respiración, permaneció mudo a inmóvil.
Transcurrida una hora, sobre poco más o menos, interrumpió el silencio un leve ruido que iba
aumentándose. Era el gobernador, que volvía acompañado del médico y de algunos oficiales. Hubo un
momento de silencio. Era evidente que el médico se acercaba a la cama y examinaba el cadáver. Pronto
comenzó la discusión.
El médico analizó la enfermedad de que había sido atacado el preso y declaró que estaba muerto. La
conversación tenía un tono de indiferencia que indignó a Dantés, pareciéndole que todo el mundo debía
profesar al pobre abate una parte de la afección que le profesaba él.
-Lo siento mucho -dijo el gobernador respondiendo a la declaración del médico-, mucho lo siento,
porque era un preso amable, inofensivo, que nos divertía con su locura, y sobre todo fácil de guardar.
-¡Oh! -repuso el llavero-, aunque no le hubiéramos guardado tan bien, hubiera permanecido aquí
cincuenta años, sin intentar una sola vez escaparse, yo lo aseguro.
-No obstante -indicó el gobernador-, creo que sería oportuno, a pesar de vuestra declaración, y no
porque yo dude de vuestra ciencia, sino para poner a cubierto mi responsabilidad, sería conveniente que
nos asegurásemos de que está efectivamente muerto.
Hubo otro intervalo de silencio absoluto, durante el cual Dantés, que seguía acechando, creyó que el
médico examinaba y tocaba el cadáver por segunda vez.
-Podéis estar tranquilo -dijo al gobernador-. Está bien muerto, os respondo de ello.
-Ya sabéis, caballero -repuso el gobernador con insistencia-, que en estos casos no nos contentamos con
un simple examen, conque dejando a un lado las apariencias, servíos cumplir las formalidades prescritas
por la ley.
-Que calienten los hierros -ordenó el doctor-, aunque es en verdad una precaución inútil.
Esta orden de calentar los hierros hizo estremecer a Dantés.
Oyéronse pasos precipitados, el rechinar la puerta, idas y venidas, y después entró un mozo diciendo:
-Aquí tenéis el basero con un hierro.
Hubo otro instante de silencio, oyóse después un chirrido como de carne quemada, y un olor
nauseabundo llegó hasta el horrorizado Dantés a través de la baldosa. Aquel olor de carne humana
carbonizada hizo que Edmundo estuviera a punto de desmayarse.
-Bien veis, caballero, que está muerto efectivamente -dijo el doctor-, esta quemadura en el talón es la
última prueba que podíamos hacer. Ya el pobre loco se curó de su locura, y se libró de su cautividad.
-¿No se llamaba Faria? -inquirió uno de los oficiales que acompañaban al gobernador.
-Sí, señor, y pretendía que su nombre era muy aristocrático. Por lo demás, le creía hombre muy
entendido y muy razonable en todas las cosas que no fuesen su tesoro, pero en esto debo confesar que era
intratable.
-Nosotros llamamos monomanía a esa enfermedad -observó el médico.
-¿No habéis tenido nunca queja de él? -preguntó el gobernador al carcelero encargado de llevar la
comida al abate.
-Nunca, señor gobernador -respondió el carcelero-. A1 contra rio, muchas veces me divertía
contándome historietas, y hasta una vez que mi mujer estuvo enferma me dio una receta que la hizo sanar
al momento.
-¡Vaya, vaya! ¡Y yo que ignoraba que me las había con un colega! -dijo el médico-. Espero, señor
gobernador -añadió sonriendo--, que le trataréis como a tal.
-Sí, sí, desde luego. Le meteremos decentemente en el saco más nuevo que se encuentre. ¿Estáis
contento?
-¿Tenemos que cumplir esa formalidad en vuestra presencia? -le preguntó el mozo.
-Sin duda alguna, pero daos prisa, que no pienso estar aquí todo el día.
Dantés volvió a oír nuevas idas y venidas, y poco después roce como de una tela, giró la cama sobre sus
goznes, y un pie pesado, como de un hombre que levanta una carga, conmovió la baldosa que ocultaba a
Dantés. Luego volvió a rechinar la cama como si el cadáver tornase a su sitio.
-Esta noche... -dijo el gobernador.
-¿Se le dirá misa? -preguntó uno de los oficiales.
-¡Imposible! -respondió el gobernador-. Precisamente ayer me pidió el capellán del castillo permiso
para ir a Hyeres por ocho días, y se lo concedí respondiéndole de todos mis presos. Si el pobre abate se
hubiera dado menos prisa, no se quedara sin su requiem.
-Bah, bah -dijo el médico con esa impiedad familiar a los de su profesión-, es sacerdote y Dios se lo
tomará en cuenta, por no dar al infierno el gusto de enviarle un sacerdote.
Una carcajada general acogió esta horrible burla. Entretanto seguían amortajando al abate.
-Esta noche... -dijo el gobernador, viendo la tarea acabada.
-¿A qué hora? -le preguntó el mozo.
-A eso de las diez o las once.
-¿Y se ha de velar al muerto?
-¿Para qué? Se cierra el calabozo como si estuviese vivo.
Las voces se fueron perdiendo y los pasos alejándose, crujió la cerradura de la puerta y sus pesados
cerrojos, y un silencio más medroso que el de la soledad, el de la muerte, invadió el calabozo y hasta el
alma petrificada del joven. Entonces levantó lentamente la baldosa con la cabeza, y echó una mirada
investigadora por el calabozo. Estaba desierto.
Edmundo salió de la galería.
Capítulo veinte
El cementerio del castillo de If
Sobre la cama, tendido a lo largo a iluminado débilmente por la claridad de la luz nebulosa que
penetraba por la ventana, se veía un saco de grosera tela, cuyos informes pliegues dibujaban los contornos
de un cuerpo humano: aquél era el sudario del abate, aquél era el sudario que, según decían los carceleros,
costaba tan poco. Todo había terminado. La separación material existía ya entre Dantés y su anciano
amigo. Ya no podría ver aquellos ojos que habían quedado abiertos como para mirar más allá de la
muerte, ni podría estrechar aquella mano industriosa que descorriera el velo a tantos misterios para que él
los penetrase. Faria, su útil y buen compañero, a cuya presencia tanto se había acostumbrado, no existía
ya más que en su memoria. Entonces se sentó a la cabecera de la cama, dominado de una triste y lúgubre
melancolía.
¡Solo! ¡Había vuelto a quedarse solo! ¡Había vuelto al silencio y la nada!
¡Solo! ¡Sin compañía y hasta sin la voz del único ser amigo que le quedaba en la tierra!
¿No sería mejor que fuera a resolver con Dios el problema de la vida, como había hecho el abate Faria,
aun pasando por tantos dolores como él?
La idea del suicidio, desterrada por la presencia y la amistad del abate, vino entonces a colocarse como
un fantasma al lado del cadáver de éste.
-Si pudiera morir iría adonde él va -dijo-, y volvería a encontrarle seguramente. Pero ¿cómo morir?
Bien fácil es -añadió sonriendo-. Me quedo aquí, me abalanzo al primero que entre, lo ahogo y me
guillotinan.
Sin embargo, como ocurre siempre, así en los grandes dolores como en las grandes tempestades, que
damos con el abismo al dar en los extremos, horrorizó a Dantés la idea de esta muerte infamante, y de
súbito pasó de esta desesperación a una sed ardiente de libertad.
-¡Morir! ¡Oh!, no -exclamó -, no valdría la pena de haber vivido tanto y sufrido tanto, para morir así.
Ahora sería verdaderamente conspirar en favor de mi destino miserable. No, quiero vivir, quiero luchar
hasta el fin, quiero recobrar la dicha que me han robado. Con la idea de la muerte me olvidaba de que
tengo verdugos que castigar, y quién sabe si recompensar amigos. Pero, ¡ay!; ahora van a olvidarme, y no
saldré ya de aquí sino como el abate Faria.
Al pronunciar estas palabras quedó petrificado, como aquel a quien se le ocurre una idea aterradora. De
pronto se incorporó, llevóse la mano a la frente como si le diera un vértigo, dio dos o tres vueltas por la
habitación, y fue a detenerse delante de la cama.
-¡Oh!, ¡oh! -murmuró-. ¿Quién me envía este pensamiento? ¿Sois vos, Dios mío? Pues que sólo los
muertos salen de aquí, ocupemos el lugar de los muertos.
Y sin vacilar un momento siquiera, por no cambiar aquella resolución desesperada, inclinóse sobre el
nauseabundo saco, lo abrió con el cuchillo que Faría había hecho, sacó el cadáver, lo llevó a su propio
calabozo, lo acostó en su cama, poniéndole en la cabeza el pañuelo de hilo que él acostumbraba llevar
puesto, lo cubrió con su cobertor, besó por última vez aquella frente helada, pugnó por cerrar aquellos
ojos rebeldes que seguían abiertos y horribles en su inmovilidad, le puso el rostro vuelto a la pared, para
que el carcelero al traerle la cena creyese que estaba acostado como solía, volvió al subterráneo, sacó de
su escondite la aguja y el hilo, se quitó sus harapos para que se sintiera por el tacto la carne desnuda,
metióse en el saco embreado, se colocó en la misma situación que el cadáver tenía, y sujetó por dentro la
costura. Si por desgracia hubiesen entrado en este momento, hubieran podido oír los latidos de su
corazón.
Habíale sido posible esperar que pasase la visita de la noche, pero temía que el gobernador cambiase de
idea, mandando sacar el cadáver. Con esto perdería su última esperanza. Ahora lo que tenía que temer era
muy poco. He aquí su plan:
Si por el camino los enterradores conocían que llevaban un vivo en lugar de un muerto, no les daba
tiempo para nada, con una cuchillada vigorosa abría de arriba abajo el saco, y se aprovechaba de su terror
para escaparse. Si querían apoderarse de él, ¿no llevaba un cuchillo? Si lo conducían hasta el cementerio
y le metían en una fosa, dejábase cubrir de tierra, y apenas los enterradores volviesen la espalda, se abría
paso a través de la tierra removida, y como era de noche, escapaba. Pensaba que el peso no sería tan
grande que no lo pudiera resistir.
Si se equivocaba, si, por el contrario, la tierra le pesaba mucho y le ahogaba, ¡tanto mejor para él!, todo
concluiría entonces.
No había comido desde la víspera, pero ni aquella mañana había pensado en el hambre, ni ahora
pensaba tampoco. Era demasiado precaria su situación para que pudiera ocuparse de otra cosa.
El primer peligro a que estaba expuesto era que el carcelero, al lle varle su comida a las siete, echase de
ver la sustitución verificada. Por fortuna, veinte veces había recibido Dantés acostado al carcelero, ya
fuese por misantropía, ya por cansancio, y en este caso generalmente aquel hombre dejaba sobre la mesa
el pan y la sopa y se iba sin hablarle.
Pero esa vez el carcelero podía hablarle y como Dantés no le respondería, acercarse a la cama y
descubrirlo todo.
Hacia las siete de la noche fue cuando empezaron, a decir verdad, las agonías de Dantés. Con una mano
apoyada en el pecho trataba de ahogar los latidos de su corazón mientras enjugaba con la otra el sudor de
su frente, que corría hasta por sus mejillas. De vez en cuando todo su cuerpo se estremecía con un temblor
convulsivo, oprimiéndosele el corazón como si estuviese sometido a la presión de un torno. Transcurrían
las horas sin que en el castillo se notase ningún movimiento por lo que comprendió que se había librado
del primer peligro. Esto era de buen agüero. Por último, a la hora señalada por el gobernador, se oyeron
pasos en la escalera. Edmundo conoció que el momento había llegado, y llamó en su ayuda todo su valor,
conteniendo su aliento. Feliz él si hubiera podido contener de igual modo los violentos latidos de su
corazón.
Los pasos, que iban en aumento, se detuvieron a la puerta. Dantés supuso que eran dos los enterradores
que iban a buscarle. Esta sospecha se trocó en certidumbre cuando oyó el ruido que hacían al poner en el
suelo las parihuelas.
Abrióse la puerta y una luz confusa hirió los ojos de Edmundo. A través del lienzo que le envolvía, vio
acercarse dos sombras a su cama, en tanto que otra, con un farol en la mano, se quedó a la puerta. Cada
uno de los que se acercaron a la cama cogió el saco por uno de sus extremos.
-Para ser viejo y tan flaco, pesa bastante -dijo uno de ellos levantando la cabeza de Dantés.
-He oído decir que el peso de los huesos aumenta media libra todos los años -contestó el otro asiéndole
por los pies.
-¿Has hecho el nudo? -preguntó el primero.
-Buena tontería fuera añadir un peso inútil. Allá lo haré.
-Tienes razón. Vamos.
« ¿Pare qué será ese nudo? », se preguntaba Dantés.
Desde la cama trasladaron a las angarillas al falso muerto. Edmundo se puso todo lo rígido que pudo
para desempeñar mejor su papel de cadáver. Pusiéronle, pues, en las angarillas, y alumbrados por el del
farol, que iba delante, empezaron a subir la escalera.
De súbito, el aire fresco de la noche, en el que Dantés reconoció al mistral, azotó su cuerpo. Esta súbita
sensación fué a la vez angustiosa y dulcísima.
A unos veinte pasos detuviéronse los que le llevaban, y pusieron en el suelo las angarillas. Uno de ellos
debió de alejarse un tanto, porque Edmundo oyó sus pisadas en las losas.
« ¿Dónde estoy? », se preguntó.
-¿Sabes que no pesa poco? -dijo el que había permanecido junto a Dantés, sentándose al borde de las
angarillas.
La primera idea de Dantés fué escaparse entonces, pero por fortuna se contuvo.
-Alúmbrame, animal -dijo el que se había separado-, alúmbrame o no podré encontrar lo que busco.
El hombre de la linterna obedeció a la demanda del enterrador, aunque, como se ha visto, no tenía nada
de cortés.
«¿Qué buscará? -dijo para sí Dantés-,sin duda un azadón.»
Una exc lamación dio a entender que el enterrador había encontrado al fin lo que buscaba.
-Menudo trabajo ha costado -dijo el otro.
-Sí, pero nada se ha perdido por esperar -contestó el primero.
Y dicho esto se acercó a Edmundo, que oyó poner a su lado una cosa pesada y sonora. Al mismo
tiempo una cuerda atada a sus pies le causó viva y dolorosa impresión.
-¿Está ya hecho el nudo? -preguntó el enterrador que no se había movido de allí.
-Y bien hecho -respondió el otro.
-Pues en marcha.
Y volviendo a coger las angarillas siguieron su camino.
A los cincuenta pasos sobre poco más o menos hicieron alto para abrir una puerta, y volvieron a
proseguir su camino.
El rumor de las olas, estrellándose en las peñas que sirven de base al castillo, iba llegando más
distintamente a Dantés a medida que iban avanzando.
-¡Mal tiempo hace! -dijo uno de los hombres-. No está el mar pare bromas esta noche.
-El abate corre peligro de fondear.
Y ambos soltaron una carcajada.
Aunque Dantés no los comprendió, sus cabellos se erizaron.
-Bien. Ya hemos llegado -dijo el primero.
-Más allá, más allá -repuso el otro-. ¿No te acuerdas que el último muerto se quedó en el camino,
destrozado entre las rocas, y que el gobernador nos regañó al día siguiente?
Subiendo constantemente, dieron cuatro o cinco pesos más, luego sintió Edmundo que le cogían por los
pies y por la cabeza y que le balanceaban.
-¡A la una! -dijeron los enterradores.
-¡A las dos!
-¡A las tres!
Dantés se sintió lanzado al mismo tiempo a un inmenso vacío, hendiendo los aires como un pájaro
herido de muerte, y bajando, bajando a una velocidad que le helaba el corazón. Aunque le atraía hacia
abajo una cosa pesadísima que precipitaba su rápido vuelo, parecióle como si aquella caída durase un
siglo, hasta que, por último, con un ruido espantable, se hundió en un ague helada que le hizo exhalar un
grito, ahogado en el mismo instante de sumergirse. Edmundo había sido arrojado al mar con una bala de
treinta y seis atada a sus pies. El cementerio del castillo de If era el mar.
Capítulo veintiuno
La isla de Tiboulen
Aunque aturdido y sofocado, tuvo Dantés sin embargo suficiente Presencia de ánimo pare contener su
respiración, y como llevaba de antemano preparada a todo evento su mano derecha, según dijimos, y
empuñado el cuchillo, rasgó de un solo come el saco, con lo coal Pudo sacar el brazo y la cabeza, pero a
pesar de todos sus esfuerzos pare levantar la bale, se sintió más y más agarrotado. Entonces se agachó
haste la cuerda que ataba sus piernas, y con un esfuerzo supremo Pudo cortarla cuando ya le iba faltando
la respiración. Hizo en seguida un hincapié vigoroso, y subió desembarazado a la superficie del
mar, mientras la bala hundía en sus profundos abismos aquella tela
grosera que, a poco más, se convierte en su mortaja.
No estuvo en la superficie más que el tiempo necesario, pues volvió a zambullirse acto continuo,
porque la primera precaución que debía de tomar era que no le viesen.
Cuando apareció sobre el agua la segunda vez, hallábase lo menos a cincuenta pasos del sitio en que
cayera. Sobre su cabeza veía un cielo tempestuoso y negro, en que el aire hacía rodar nubes ligeras,
descubriendo tal vez un pedazo azul en que brillaba una estrella. Ante sus ojos se extendía el mar sombrío
y rugiente, cuyas olas comenzaban a hervir como al principio de una tempestad, y a su espalda, más negro
que el cielo y que el mar, destacábase como un fantasma amenazador el gigante de granito cuya lúgubre
cúpula parecía un brazo extendido para recobrar su presa. En la roca más alta se veía brillar un farol
alumbrando a dos sombras.
A Edmundo le pareció que estas dos sombras se inclinaban hacia el mar, examinándolo con inquietud.
En efecto, aquellos enterradores de nueva especie debieron de oír el grito que exhaló al atravesar el espacio.
Zambullóse Dantés de nuevo, y nadando entre dos aguas anduvo bastante trecho. Esta maniobra le
había sido muy familiar en otro tiempo, y atraía a su alrededor en la ensenada del Faro a muchos admiradores
que le proclamaban el más hábil nadador de Marsella. Cuando volvió a salir a flor de agua, la
linterna había desaparecido.
Lo que importaba entonces era orientarse. De todas las islas que rodean el castillo de If, Pomegue y
Ratonneau son las más cercanas, pero Pomegue y Ratonneau están habitadas, así como la islilla de
Daume. Las que ofrecían más seguridades a Edmundo eran la isla de Tiboulen o la de Lemaire. Ambas
están a una legua del castillo de If.
Dantés resolvió dirigirse a una de las primeras islas, pero ¿cómo encontrarla en medio de la oscuridad
que le rodeaba? En aquel momento vio brillar como una estrella el faro de Planier. Dirigiéndose en
derechura al faro, dejaba un tanto a la izquierda la isla de Tiboulen, y torciendo aún más hacia aquel lado,
debía de hallar a Tiboulen en su camino.
Pero ya hemos advertido que desde el castillo de If a esta isla hay una legua a lo menos. Faria solía
repetir al joven en su prisión:
-Dantés, no os entreguéis de ese modo a la molicie. Si no ejercitáis las fuerzas, os ahogaréis el día que
queráis escaparos.
Estas palabras zumbaron en los oídos de Dantés, cuando cortaba por el fondo las saladas olas, y se dio
prisa a salir a flor de agua para convencerse de que no había perdido sus fuerzas. Efectivamente, lleno de
júbilo vio que su forzosa inacción nada le había quitado de vigor ni de agilidad, y que era todavía señor
del elemento con que había jugado siendo niño.
El miedo, por otra parte, ese rápido perseguidor, doblaba sus bríos; agazapado en la cúspide de las olas,
poníase a escuchar por si llegaba a sus oídos algún rumor. Cada vez que en brazos de una ola se levantaba
a los cielos, con una mirada rápida abarcaba todo el horizonte visible, tratando de penetrar en las densas
tinieblas. Cada ola que fuese un poco más elevada que las demás parecíale un barco que le perseguía, y
redoblaba sus esfuerzos, que aunque le alejasen sin duda del castillo iban a agotar muy pronto sus fuerzas.
Seguía, pues, nadando, y ya el terrible castillo se quedaba confundido entre los vapores nocturnos. No
lo distinguía ya, pero lo sentía.
De este modo transcurrió una hora, hora en que Dantés, exaltado por el sentimiento de libertad que tan
completa y vertiginosamente le dominaba, siguió hendiendo las olas en la dirección que se trazara.
-Vamos -se dijo-, pronto hará una hora que estoy nadando, pero como el viento me es contrario, he
debido adelantar una cuarta parte menos. Sin embargo, como no me equivoque en mis cálculos, no debo
de estar ahora muy lejos de Tiboulen. Pero ¡si me equivocase!
Un súbito temblor conmovió todo el cuerpo del nadador. Procuró sostenerse de espaldas sobre el agua
para descansar un poco, pero el mar cada vez se iba poniendo más alborotado, y comprendió que le era
imposible.
-Sea, pues -dijo- Seguiré nadando hasta que mis brazos se cansen, y los calambres me acometan, y
entonces... me iré al fondo.
Y continuó nadando con la fuerza y el brío de la desesperación. De repente parecióle que el
firmamento, ya oscuro, se ennegrecía más y más y que una nube espesa y compacta bajaba hasta él. Al
mismo tiempo sintió en la rodilla un dolor vivísimo. Con su rapidez incomparable hízole creer la
imaginación que aquello era la herida de una bala y que en seguida oiría la explosión del tiro, pero la
detonación no sonó. Dantés alargó la mano y halló un cuerpo resistente, encogió la otra pierna y tocó el
suelo, y reconoció entonces qué cosa era lo que se había figurado una nube.
A veinte pasos se elevaba una mole de peñascos, de extraña forma, que parecía un cráter inmenso
petrificado en el momento de su mayor combustión. Era la isla de Tiboulen. Levantóse Dantés, dio
algunos pasos adelante, y alabando a Dios, se tendió sobre aquellos guijarros, que entonces le parecieron
más blandos que los colchones del lecho más mullido.
Después, a pesar del viento y de la borrasca, y de la lluvia que empezaba a caer, rendido como estaba
de fatiga, se quedó dormido, con ese delicioso sueño que embarga al hombre cuya materia se aletarga,
pero cuya alma permanece despierta con la idea de una felicidad inesperada.
Al cabo de una hora, le despertó el espantoso ruido de un trueno. La tempestad se había desencadenado
y batía el aire con furia. De vez en cuando caía, como una serpiente de fuego, un rayo del cielo,
iluminando las olas y las nubes, que se perseguían las unas a las otras como en inmenso caos.
La vis ta perspicaz de marino no había engañado a Dantés, aquélla era, en efecto, la primera de las dos
islas, la de Tiboulen. Sabía que no ofrecía el menor asilo, pero cuando la tempestad cesase pensaba
volverse a echar al mar en dirección a la isla de Lemaire, que aunque no menos árida, era más grande, y
por consiguiente más hospitalaria.
Una peña cóncava prestó a Dantés abrigo momentáneo; casi al mis mo tiempo estalló la tempestad.
Edmundo sentía temblar bajo la peña en que se había guarecido, las olas, que azotando la base de aquella
pirámide gigantesca, saltaban hasta él. Aunque estaba en paraje seguro, con aquel ruido atronador, s y
aquellas ráfagas sulfúreas, experimentó una especie de vértigo. Cre yó que la isla temblaba debajo de sus
pies, y que de un mo mento a otro iba, como un navío anclado, a perder sus cables y a sepultarse en aquel
inmenso torbellino. Entonces recordó que hacía veinticuatro horas que no probaba bocado, tenía hambre y
sed. Extendió las manos y la cabeza, y bebió el agua de la tempestad recogida en el hueco de la roca.
Cuando se incorporaba, un relámpago que parecía rasgase el cielo hasta el trono del Altísimo iluminó el
espacio, mostrándole con su resplandor, entre la isla de Lemaire y el cabo de Croisille, a un cuarto de
legua de distancia, como un espectro que resbala al abismo desde la cima de una ola, un pequeño barco
pescador arrebatado a la vez por el viento y por el mar. Un minuto después volvió a aparecer el fantasma
encima de otra ola, acercándose con horrible rapidez. Quiso el joven gritarles, y aun buscó algún trapo
que tremolar para hacerles ver que estaban perdidos, pero bien lo conocían ellos. A la luz de otro
relámpago, Edmundo pudo vislumbrar a cuatro hombres agarrados a los palos y a los estayes, mientras
otro sujetaba el mástil del tronchado timón. Sin duda, hubieron de verle también aquellos hombres, como
él los veía, porque llegaron a sus oídos gritos lastimeros en alas del vendaval que silbaba furiosamente.
En la punta del palo mayor hecho trizas azotaban el aire los jirones de una vela, que de pronto se acabó de
romper y desapareció en los abismos tenebrosos del espacio, semejante a uno de esos enormes pájaros
blancos que se dibujaban sobre las nubes negras. Al mismo tiempo, sonó un ruido espantoso, mezclado
con gritos de angustia que llegaron hasta Dantés. Asido como una esfinge de las rocas, abarcaba con sus
ojos todo el abismo, y a la luz de otro relámpago pudo ver al barco irse a pique, y flotar entre sus restos
cabezas de expresión desesperada y brazos levantados hacia el cielo.
Luego todo volvió a quedar sumergido en la oscuridad más completa. Aquel terrible drama había
durado lo que un relámpago. Corriendo el peligro de caer al mar, lanzóse Dantés a la pendiente
resbaladiza de las rocas a mirar y a escuchar, pero nada vio y nada oyó. Ni gritos ni cosas humanas,
solamente la tempestad seguía azotando los vientos y las olas. Poco a poco fue calmándose el viento y
rodaron a Occidente las preñadas nubes rojas, que parecían detenidas por la mano de la tempestad.
Volvieron a centellear las estrellas en el cielo con su luz vivísima. Luego por el Este una ráfaga azulada,
algo negruzca, coloreó el horizonte, y saltaron las ondas tranquilamente, trocando su espumosa superficie
en crines de oro. Era el alba.
Edmundo se quedó inmóvil ante aquel gran espectáculo, como si lo viese por primera vez. Lo había
olvidado en efecto, desde su entrada en el calabozo. Volvióse hacia el castillo, escudriñando con una
penetrante mirada la tierra y el mar. El sombrío edificio se recostaba entre las olas con esa imponente
majestad de las cosas inmóviles, que parece que tengan ojos para vigilar y acento para ordenar.
Serían ya las cinco de la mañana y el mar continuaba calmándose.
«Dentro de dos o tres horas -se dijo Edmundo-, el carcelero irá a mi cuarto, hallará el cadáver de mi
desdichado amigo, le reconocerá, me buscará en vano, y dará el grito de alarma. Descubrirán el subterráneo
y la galería, preguntarán a los que me arrojaron al mar, que han debido oír mi grito, saldrán en
seguida mil barcas llenas de soldados en persecución del fugitivo, que saben que no puede estar muy
lejos, el cañón anunciará a toda la costa que nadie dé asilo a un hombre desnudo y hambriento que andará
errante, y saldrán de Marsella los alguaciles y los espías a perseguirme por tierra, mientras el gobernador
me persigue por mar. ¿Qué será entonces de mí? Tengo hambre, tengo frío, a incluso he perdido el
cuchillo salvador, que me estorbaba para nadar. Estoy a merced del primero que quiera ganarse veinte
francos entregándome. Ya no me quedan ni fuerzas, ni resolución, ni ideas. ¡Oh Dios mío! Mirad si he
sufrido bastante, y si podéis hacer por mí más de lo que yo puedo.»
Cuando Edmundo, en una especie de delirio, ocasionado por su abatimiento y el vacío de su
inteligencia, pronunciaba tan ardiente plegaria, vuelto con ansiedad a Marsella, vio aparecer en la punta
de la isla de Pomegue, dibujando en el horizonte su vela latina, semejante a una gaviota que vuela
rozando la superficie de las aguas, un barquichuelo en el que sólo el ojo de un marino podía reconocer
una tartana genovesa, estando como estaba el mar todavía un tanto nebuloso. Salía del puerto de Marsella,
y entraba en alta mar cortando las espumas con su aguda proa, que abría a sus costados redondos un
camino más fácil.
« ¡Oh! -exclamó Edmundo-. ¡Pensar que si no temiese que me reconocieran por fugitivo y me llevasen
a Marsella, podría yo alcanzar aquel barco dentro de media hora! ¿Qué he de hacer? ¿Qué he de decir?
¿Qué fábula inventaré para engañarlos? Esas gentes, que son contrabandistas y casi piratas, y que con
pretexto del comercio de cabotaje merodean por las costas, preferirán venderme a hacer una buena acción
que no les produzca nada.
»Esperemos.
»Pero esperar es cosa imposible, me estoy muriendo de hambre, dentro de pocas horas perderé las
escasas fuerzas que me quedan, se acerca además la hora de la visita del carcelero, todavía no han dado la
señal de alarma, acaso no sospecharán nada aún, puedo pasar por uno de los marineros de esa barca
pescadora que ha naufragado esta noche. Esto no es inverosímil, ninguno de ellos vendrá a contradecirme,
porque todos han muerto.
»Vamos.
Al decir estas palabras, Dantés volvió los ojos hacia el sitio en que la barca se había hecho pedazos, y
se es tremeció. En la punta de una roca se había quedado agarrado el gorro frigio de uno de los marineros,
y flotando cerca de allí los restos de la carena, tablas insignificantes que el mar arrojaba contra el
cimiento granítico de la isla.
Dantés se determinó al instante a volver a echarse al mar, nadó hacia el gorro, se lo puso, y cogiendo
una de las tablas, preparóse a salir al paso a la tartana.
-¡Ya me he salvado! -murmuró.
Y esta esperanza le infundió nuevas fuerzas.
El barco se dejó ver muy pronto, iba contra viento, entre el castillo de If y la torre de Planier. Dantés
llegó a sospechar y temer que en vez de seguir costeando entrase de lleno en alta mar, como de seguro lo
hubiese hecho si navegara con rumbo a Córcega o Cerdeña, mas luego dedujo el nadador, de sus
maniobras, que iba a pasar entre las islas de Jaros y Calaseraigne, como suelen todos los barcos que van a
Italia.
Entretanto, nadador y buque se aproximaban uno a otro insensiblemente. En una de sus bordadas, el
barco llegó a estar un cuarto de legua de Dantés, que sacó entonces el cuerpo fuera del agua, agitando su
gorro en señal de apuro, pero sin duda no lo vio ningún marinero, puesto que el buque viró de bordo.
Dantés pensó dar gritos, pero calculando la distancia, comprendió que su voz no llegaría hasta el buque,
perdida y ahogada por las brisas marinas y el rumor de las olas.
Entonces comprendió lo útil que le había sido coger una de las mu chas tablas que arrojó el mar
pertenecientes al barco que naufragó y se felicitó a sí mismo por su precaución de extenderse sobre una
de ellas. Débil como estaba ya, acaso no hubiese podido sostenerse a flor de agua hasta que la tartana
pasase, y de seguro que si ésta pasaba sin verle, cosa muy posible, no podría volver a la isla.
Aunque estuviese casi cierto del camino que seguía, los ojos de Edmundo acompañaban a la tartana con
cierta ansiedad, hasta que la vio amainar y volverse hacia él. Entonces siguió avanzando hacia su
encuentro, pero antes de llegar empezó el barco a virar de bordo. En aquel momento, Dantés, por un
esfuerzo supremo, se puso casi de pie sobre el agua, tremolando su gorro y lanzando uno de esos gritos
lastimeros que solamente lanzan los marineros cuando están en peligro, gritos que parecen el lamento de
algún genio del mar. Esta vez le vieron y le oyeron. Interrumpió la tartana su maniobra, torciendo el
rumbo hacia él, y hasta distinguió Edmundo al propio tiempo que se preparaban a echar una lancha al
agua.
Un instante después, la lancha con dos hombres se dirigió a su encuentro, cortando con sus dos remos
el agua. Abandonó entonces Dantés la tabla, que ya no creía necesitar, y nadó con toda su fuerza por
ahorrar al barco la mitad del camino.
Sin embargo el nadador contaba con fuerzas ya casi nulas, y conoció entonces cuán útil le era aquella
tabla que flotaba ahora a cien Pasos de allí. Empezaron a agarrotarse sus brazos, perdieron la flexibilidad
sus piernas, sus movimientos eran forzados y vanos, y dificultosa su respiración. A un segundo alarido
que lanzó, los remeros redoblaron sus esfuerzos y uno de ellos le gritó:
-¡Anímo!
Esta palabra llegó a su oído en el momento en que una oleada pasaba par encima de su cabeza,
cubriéndole de espuma.
Cuando volvió a salir a la superficie, Dantés azotaba el agua con esos ademanes desesperados del
hombre que se ahoga. Después exhaló otro grito, y se sintió atraído hacia el fondo del mar coma si aún
llevara a los pies la bala mortal. A través del agua, que pasaba par encima de su cabeza, veía un cielo
lívido con manchas negruzcas. Otro esfuerzo violento volvió a llevarle a la superficie.
Parecióle aquella vez que le agarraban por los cabellos, y luego perdió la vista y el oído. Se había
desmayado. Al abrir de nuevo los ojos, hallóse Dantés en el puente de la tartana, que seguía su camino, y
su primera mirada fue para ver cuál seguía; iba alejándose del castillo de If.
Tan debilitado estaba Dantés, que la exclamación de júbilo que hizo pareció un suspiro de dolor.
Como dejamos dicho, estaba acostado en el puente; un marinero le frotaba los miembros con una
manta; otro, en quien reconoció al que le había gritado « ¡Ánimo! », le acercaba a los labios una
cantimplora, y otro, en fin, marinero viejo, que era a la par piloto y patrón, le mira ba con ese sentimiento
de piedad egoísta que inspira generalmente a los hombres un desastre del que se han librado la víspera, y
que puede sobrevenirles al día siguiente.
Algunas gotas de ron que contenía la cantimplora reanimaron el desfallecido corazón del joven, al paso
que las friegas que seguía dándole el marinero, de rodillas, contribuían a que sus miembros recobrasen la
elasticidad.
-¿Quién sois? -le preguntó en mal francés el patrón.
-Soy -respondió Edmundo en mal italiano-, un marinero maltés. Veníamos de Siracusa con cargamento
de vino, cuando la tormenta de esta noche nos sorprendió en el cabo Morgión, estrellándonos en esas
rocas que veis allá abajo.
-¿De dónde venís?
-De aquellas rocas, donde tuve la fortuna de agarrarme, mientras nuestro pobre capitán se hacía
pedazos, los otros tres compañeros se ahogaron y creo que soy el único que me salvé. Vislumbré vuestro
barco, y temeroso de tener que esperar mucho tiempo en esta isla desierta, me atreví a saliros al encuentro
en una tabla, resto del naufragio. Gracias, gracias -prosiguió Dantés-, me habéis salvado la vida. Si uno de
estos camaradas no me coge par los cabellos, era ya hombre muerto.
-Yo fui -dijo un marinero de rostro franca y abierto, sombreado por grandes patillas negras-. Yo fui el
que os saqué, y a tiempo, que ya os ibais al fondo.
-Sí, amigo mío, sí; os doy las gracias por segunda vez -dijo Edmundo tendiéndole la mano.
-A fe mía que anduve perplejo y dudoso -dijo el marino-, porque con vuestra barba de seis pulgadas de
largo y vuestros cabellos de un pie, más bien parecíais un bandido que no un hombre honrado.
Esto hizo recordar a Dantés que, en efecto, desde su entrada en el castillo de If, ni se había cortado el
pelo ni afeitado tampoco.
-Esto -dijo-, es un voto que hice en un momento de grave peligro, a nuestra Señora del Pie de la Grotta,
de estar diez años sin afeitarme ni cortarme el pelo. Hoy justamente cumple el voto, y por cierto que a
poco más me ahogo en el aniversario.
-¿Y qué hacemos con vas ahora? -le preguntó el patrón.
-¡Ay! -respondió Dantés -, haced lo que os parezca. El falucho que yo tripulaba se ha perdido, el patrón
ha muerto, y como veis, me he librado de la misma desgracia absolutamente en cueros. Por fortuna soy un
marino bastante bueno, dejadme en el primer puesto en que abordéis, que no dejaré de encontrar acomodo
en algún barco mercante.
-¿Conocéis el Mediterráneo?
-Navego en él desde que era niño.
-¿Y conocéis también los buenos fondeaderos?
-Pocos puertos hay, aún entre los peores, en los que yo no pueda entrar y salir con los ojos cerrados.
-Pues bien, patrón -dijo el marinero que había gritado ¡ánimo! a Dantés-, si el camarada dice verdad,
¿por qué no había de quedarse con nosotros?
-Si dice verdad, sí -contestó el patrón con un cierto aire de duda-, pero en el estado en que se encuentra
el pobre diablo, se promete mu cho, y luego...
-Cumpliré más de lo que he prometido -repuso Dantés.
-¡Oh, oh! -murmuró el patrón riéndose-. Ya veremos.
--Cuando queráis lo veréis -repuso Dantés levantándose-. ¿Adónde os dirigís?
-A Liorna.
-Entonces, en vez de contraventar, perdiendo un tiempo precioso, ¿por qué no cargáis velas
simplemente?
-Porque iríamos derechos a la isla de Rion.
-Pasaréis a veinte brazas de ella.
-Tomad, pues, el timón -dijo el patrón-, y juzgaremos de vuestros conocimientos.
El joven fue a sentarse al timón, y asegurándose con una ligera ma niobra de que el barco obedecía bien,
aunque no fuese de primera calidad, gritó:
-¡A las vergas y a las bolinas!
Los cuatro marineros que componían la tripulación corrieron a sus puestos. El patrón los observaba a
todos.
-¡Halad! -continuó gritando Dantés.
Los marineros obedecieron con bastante exactitud.
-¡Amarrad ahora! ¡Está bien!
Ejecutada esta orden como las dos primeras, el barco, en vez de seguir contraventando, empezó a
dirigirse a la isla de Rion, cerca de la cual pasó, como Dantés había dicho, dejándola a unas veinte brazas
a estribor.
-¡Bravo! -gritó el patrón.
-¡Bravo! -repitieron los marineros.
Y todos contemplaban admirados a aquel hombre, cuya mirada había recobrado una inteligencia y cuyo
cuerpo había recobrado un vigor que estaban muy lejos de sospechar en él.
-Ya veis -dijo Dantés apartándose del timón-, que podré serviros de algo, a lo menos durante la
travesía. Si no os convengo, me dejáis en Liorna, que con el primer dinero que gane pagaré la comida que
me deis hasta allá, y las ropas que vais a prestarme.
-Está bien, está bien, sí sois razonable nos arreglaremos.
-Un hombre vale lo que otro hombre -contestó Dantés -. Dadme el sueldo que deis a mis camaradas, y
negocio concluido.
-Eso no es justo, porque vos sabéis más que nosotros -dijo el marinero que le había salvado.
-¿Quién te mete a ti en esto, Jacobo? -repuso el patrón-. Cada uno puede ajustarse por lo que le
convenga.
-Exacto -repuso Jacobo-, pero esto no es más que una observación. ..
-Mejor harías prestando a este bravo camarada, que está desnudo, un pantalón y una chaqueta, si los
tienes de repuesto.
-No los tengo -contestó Jacobo-, pero sí una camisa y un pantalón.
-Es cuanto me hace falta -contestó Dantés-. Gracias, amigo mío.
Jacobo bajó por la escotilla, y al poco rato volvió a subir con las prendas ofrecidas, que se puso Dantés
con alegría extraordinaria.
-¿Necesitáis ahora algo más? -le preguntó el patrón.
-Un pedazo de pan, y otro trago de ese ron tan excelente que ya probé, porque hace mucho tiempo que
no he tomado nada.
Trajeron a Dantés el pedazo de pan, y Jacobo le presentó la cantimplora.
-¡El mástil a babor! -gritó el capitán volviéndose hacia el timo nero.
Al llevarse la cantimplora a la boca, los ojos de Dantés se volvieron hacia aquel lado, pero la
cantimplora se quedó a la mitad del camino.
-¡Toma! -preguntó el patrón-, ¿qué es lo que pasa en el castillo de If?
En efecto, hacia el baluarte meridional del castillo, coronando las almenas, acababa de aparecer una
nubecilla blanca, nube que ya había llamado la atención de Edmundo. Un momento después, el eco de
una explosión lejana retumbó en el puente del navío.
Los marineros levantaron la cabeza mirándose unos a otros.
-¿Qué quiere decir eso? -preguntó el patrón.
-Se habrá escapado algún preso esta noche y dispararán el cañonazo de alarma -repuso Dantés.
El patrón miró de reojo al joven, que cuando dijo esto se llevó la calabaza a la boca, pero viole saborear
el ron con tanta calma, que si alguna sospecha tuvo se des vaneció al momento.
-¡He aquí un ron bastante fuerte! -dijo Dantés limpiando con la manga de la camisa su frente bañada en
sudor.
-Después de todo..., si él es, tanto mejor -murmuró el patrón mirándole-. He hecho una gran
adquisición.
Con pretexto de que estaba fatigado, pidió Dantés sentarse en el timón. El timonel, gozoso de verse
relevado en su tarea, consultó con una mirada al patrón, que le hizo con la cabeza una seña afirmativa.
Así sentado, Dantés pudo observar atentamente las cercanías de Marsella.
-¿A cuántos estamos del mes? -preguntóle a Jacobo, que vino a sentarse junto a él cuando ya se perdía
de vista el castillo de If.
-A 28 de febrero -respondió éste.
-¿De qué año? -volvió a preguntar el joven.
-¡Cómo!, ¿de qué año? ¿Me preguntáis de qué año?
-Sí -repuso el joven-, os lo pregunto.
-Pero ¿habéis olvidado el año en que vivimos?
-¿Qué queréis? -repuso Dantés sonriendo--, he tenido esta noche tanto miedo, que a poco me vuelvo
loco, y lo que es la memoria se me ha quedado turbadísima. Pregunto, pues, que de qué año es hoy el 28
de febrero.
-Del año de 1829 -contestó Jacobo.
Hacía catorce años, día por día, que Dantés había sido preso.
Entró en el castillo de If de diecinueve años, y salía de treinta y tres.
Una dolorosa sonrisa asomó a sus labios.
« ¡Mercedes! -se preguntó a sí mismo -. ¿Qué habrá sido de Mercedes en tantos años teniéndome por
muerto? »
Una ráfaga de odio acompañó luego su mirada, al pensar en aquellos tres hombres que le ocasionaron
tan duro y prolongado cautiverio.
Y renovó contra Danglars, Fernando y Villefort aquel juramento de venganza implacable que había ya
pronunciado en su calabozo.
Ahora este juramento no era una vana amenaza, porque el barco más velero del Mediterráneo no
hubiera podido alcanzar en aquel momento a la tartana, que a toda vela hacía rumbo a Liorna.
Capítulo veintidós
Los contrabandistas
Dantés había pasado escasamente un día a bordo, y ya sabía perfectamente a qué casta de pájaros
pertenecía aquella gente. Aunque no hubiese aprendido en la escuela del abate Faria, el digno patrón de
La joven Amelia (tal era el nombre de la tartana), sabía casi todas las lenguas que se hablan en torno a ese
gran lago llamado Mediterrá neo, desde el árabe hasta el provenzal. Con ello se ahorraba intérpretes,
gentes fastidiosas de suyo y tal vez indiscretas, y le era más fácil y directo entenderse, ya con los buques
que encontraba a su paso, ya con las barquillas con las que tropezaba en las costas, ya en fin con esos
seres sin nombre, sin patria y sin oficio aparente, que nunca faltan en esos barrios bajos de los puertos de
mar, y que se alimentan de ese maná misterioso y oculto atribuido a la Providencia, de quien efectivamente
debe venir, pues el observador más perspicaz no descubriría en ellos medio alguno visible de
ganarse la vida.
Ya se adivinará fácilmente que Dantés se hallaba a bordo de un barco contrabandista.
Por esto le recibió el patrón al principio con cierta desconfianza. Como se hallaba en tan malas
relaciones con los aduaneros de la costa, y como entre él y ellos porfiaban a quién engañaba a quién,
pensó al principio que Dantés era simplemente un espía de la Hacienda que empleaba tan ingenioso
medio para penetrar los secretos del oficio, pero el modo brillante con que Dantés se defendió cuando
trató de sonsacarle, le dejó casi enteramente convencido. Cuando vio flotar después aquella columna de
humo sobre el baluarte del castillo de If, y cuando oyó el estampido remoto del cañonazo, se imaginó por
un instante que acababa de recibir a bordo a uno de esos por quienes se disparan cañonazos a la entrada y
a la salida, como por los reyes. En honor de la verdad, justo es decir que esto le importaba menos que si
fuese un aduanero el recién venido, pero también esta segunda suposición desvanecióse como la primera,
gracias a la impasible serenidad de Edmundo. Alcanzó, pues, éste la ventaja de saber quién era su patrón,
sin que su patrón supiera quién era él. No le atacaba ni el patrón ni marinero alguno por lado que no
defendiera perfectamente, ya hablando de Nápoles, ya de Malta, que conocía tan bien como Marsella, y
todo con una exactitud que hacía mucho honor a su memoria.
Así, pues, el genovés fue quien se dejó engañar por Edmundo, al cual favorecía su dulzura, su pericia
náutica y en particular su refinado disimulo.
¿Quién sabe, además, si el genovés era uno de esos hombres que tienen bastante talento para no saber
nunca más que lo que deben saber, ni creer nunca más que aquello que les importa creer? En esta
recíproca situación les sorprendió la llegada a Liorna.
Allí debía intentar Edmundo otra prueba, que era saber si se reconocería a sí mismo, al cabo de catorce
años que no se veía. Conservaba una idea muy exacta de lo que había sido cuando joven, a iba a ver lo
que era cuando hombre. En concepto de sus camaradas, ya estaba cumplido su voto, y entró en la calle de
San Fernando, en casa de un barbero a quien conocía de sus anteriores viajes.
El barbero vio con asombro a aquel hombre de larga cabellera y de espesa y negra barba, semejante a
esas cabezas tan hermosas que pintó Ticiano. En aquella época no se usaban la barba ni el cabello tan
largos.
Cuando Edmundo sintió perfectamente afeitada su barba, cuando sus cabellos quedaron como los
llevaban todos comúnmente, pidió un espejo para mirarse.
Corno ya dejamos dicho, tenía treinta y tres años, y los catorce que pasó en el castillo de If habían
cambiado su fisonomía.
Entró en el castillo con ese rostro risueño e infantil del joven que es feliz, y que da sin trabajo ni pena
sus primeros pasos en el sendero de la vida, fiando en lo porvenir, como consecuencia natural de lo pasado.
Todo eso había desaparecido. Su cara ovalada era ahora angulosa; su boca risueña formaba esos
pliegues tirantes que indican firmeza y resolución, sus cejas se juntaban debajo de una arruga, que aunque
única, declaraba la actividad de su pensamiento, sus ojos se habían como impregnado de profundísima
tristeza, y a veces emitían fulminantes destellos de odio y de misantropía; su tez, por tanto tiempo privada
de la luz del día y de los rayos del sol, había tomado ese color mate que cuando va unido a cabellos
negros constituye la belleza aristocrática de los hombres del Norte. La profunda ciencia que había
aprendido ceñía su rostro como una aureola de inteligente superioridad.
Además, aunque de estatura bastante elevada, tenía el vigor de un cuerpo que vive siempre
concentrando sus fuerzas. La elegancia de sus formas, nerviosas y enjutas, había adquirido muscular
solidez; los sollozos, las oraciones y las blasfemias habían cambiado tanto su voz, que unas veces era de
exquisita dulzura y otras tenía un acento agreste y casi bronco.
Como acostumbrados a la oscuridad y a la luz opaca, sus ojos habían adquirido esa rara facultad que
tienen los de la hiena y el lobo de distinguir los objetos en medio de la oscuridad. Edmundo sonrió al
contemplar su imagen en el espejo. Era imposible que su mejor amigo, si le quedaba algún amigo todavía,
le reconociese, puesto que apenas se conocía a sí mismo.
El patrón de La joven Amelia, a quien importaba mucho tener en su tripulación un hombre del temple
de Dantés, le propuso algunos adelantos a cuenta de sus ganancias futuras, y aceptó. Lo primero que hizo
al salir de la barbería donde había sufrido su primera me tamorfosis, fue entrar en una tienda de ropas a
comprarse un vestido de marinero. Este vestido, como todo el mundo sabe, es muy sencillo y se compone
de un pantalón blanco, una camisa rayada y un gorro frigio.
Cuando volvió Dantés al barco, llevando a Jacobo la camisa y el pantalón que le había prestado, viose
en la precisión de repetir su historia, pues el patrón no acertaba a reconocer en aquel elegante marinero al
hombre de espesa barba que desnudo y moribundo había recogido en La Joven Amelia, con los cabellos
llenos de algas y el cuerpo empapado en agua de mar.
Seducido por su buena planta, renovó a Dantés sus proposiciones de enganche, pero como éste tenía
otros proyectos, no las quiso aceptar sino por tres meses. Pocas tripulaciones se habrán visto tan activas
como la de La Joven Amelia, ni pocos patrones como el suyo tan, amigos de aprovechar el tiempo. A los
ocho días escasos de su estancia en Liorna, estuvieron los redondos costados de la tartana llenos de
muselinas pintadas, algodones de contrabando, pólvora inglesa, y tabaco que no quería pagar derechos a
la aduana. Tratábase de sacar Codas estas mercancías de Liorna, puerto franco, y desembarcarlo en las
costas de Córcega, desde donde se encargarían ciertos especuladores de introducirlo en Francia.
Edmundo volvió a cruzar aquel mar azulado, primer horizonte de su juventud, objeto de todos sus
sueños en el calabozo, y dejando a la derecha a la Gorgona, y a la Pianosa a la izquierda, se dirigió a la
patria de Paoli y de Napoleón.
Al día siguiente, al subir como acostumbraba todos los días muy temprano, el patrón encontró a Dantés
apoyado en la borda, mirando con extraña atención una mole de rocas que el sol coloreaba con su rosada
luz. Era la isla de Montecristo. La Joven Amelia la dejó a tres cuartos de legua a estribor, y siguió su ruta
a Córcega.
Dantés pensaba, al mirar aquella isla de tan dulce nombre para él, que con echarse al agua llegaría en
media hors a la tierra prometida, pero ¿qué haría allí, sin herramientas para sacar su tesoro, y sin armas
para defenderlo? ¿Qué dirían, además, los marineros? ¿Qué pensaría el patrón? Era preciso esperar.
Por fortuna sabía esperar. Había esperado catorce años la libertad, de manera que ahora que era libre
podía esperar mejor seis meses o un año la riqueza. Si le hubieran brindado la libertad sin riqueza, ¿no la
habría aceptado? Además, ¿no era aquella riqueza enteramente fantástica? Nacida en la imaginación
enferma del pobre abate Faria, ¿no habría muerto con él? Aunque, en realidad, la carta del cardenal Spada
era una prueba concluyente. Y repetía la carta en su memoria de cabo a rabo, sin olvidar una letra.
Por fin llegó la noche. Edmundo vio pasar a su isla por todas las gradaciones de las tintas del
crepúsculo, y perderse para todos en la oscuridad, menos para él, que, acostumbrado a las tinieblas de su
prisión, continuó viéndola sin duda, puesto que fue el último que quedó sobre cubierta.
El día siguiente les amaneció a la altura de Aleria, y se pasó todo en contraventear. Por la noche
aparecieron unos hombres en la costa, lo que indudablemente constituía la señal de que podía efectuarse
el desembarco, puesto que se puso un fanal en el asta-bandera de la tartana, que llegó a tiro de fusil de la
orilla. Dantés había observado que al aproximarse a la orilla, el patrón de La Joven Amelia se había
pertrechado, sin duda para las circunstancias solemnes, con dos culebrinas, que sin hacer mucho ruido por
su tamaño podían arrojar a mil pasos balas de a cuarterón. Pero aquella noche fue inútil semejante
precaución, porque todo salió a pedir de boca. Arrimáronse a la sordina cuatro chalupas a la tartana, que
sin duda, para hacerles los honores botó al mar su propia chalupa, portándose tan bien las cinco, que a las
dos de la mañana estaba en tierra todo el cargamento de La Joven Amelia.
Tan hombre de orden era el patrón, que aquella misma noche se repartieron las ganancias, tocándole a
cada uno cien libras toscanas o lo que es lo mismo, ochenta francos sobre poco más o menos en moneda
francesa.
Pero aún no se había concluido la expedición, sino que hicieron rumbo a Cerdeña, donde tenían que
emplear el dinero que acababan de recoger.
Esta segunda operación fue tan afortunada como la primera. Es taba de suerte la tartana.
Componíase el nuevo cargamento casi todo él de cigarros habanos, vinos de Jerez y Málaga, con
destino al ducado de Luca. Pero allí tuvieron que sostener una refriega con los aduaneros, eternos
enemigos del patrón de La Joven Amelia. Aquellos tuvieron un muerto, y dos heridos la tripulación.
Dantés era uno de estos dos heridos; una bala le había atravesado la carne del hombro derecho.
Aquella escaramuza y aquella herida dejaron a Dantés muy satis fecho de sí mismo, pues le
demostraron, aunque con la dureza acostumbrada, la influencia que podrían tener los dolores sobre su
corazón. Sonriendo había arrostrado el peligro, y al recibir el balazo había dicho como aquel filósofo de
Grecia: “Dolor, no eres un mal”.
Además había contemplado al aduanero moribundo, y bien porque le hiciese la lucha sanguinario, bien
porque sus sentimientos humanitarios estuviesen ya muy fríos, aquel espectáculo no le causó sino pasajera
impresión. Ya estaba Dantés templado como deseaba, ya el objeto de todos sus afanes se realizaba...,
ya el corazón se le iba petrificando en el pecho. En desquite, Jacobo, que al verle caer en la acción le tuvo
por muerto, se había apresurado a levantarle del suelo, y a curarle como un excelente camarada.
Este mundo no era tan bueno como el doctor Pangloss suponía, pero tampoco era tan malo como se lo
figuraba Dantés, puesto que un homb re que si algo podía esperar de su compañero era sólo la mezquina
herencia de la suma que había ganado, se afligía de tal modo con su desgracia.
Por fortuna, como ya hemos dicho, Dantés no estaba más que herido. Gracias a ciertas hierbas cogidas
en épocas determinadas, que venden a los contrabandistas las viejas sardas, la herida se cerró muy pronto.
Entonces trató Edmundo de probar a Jacobo, ofreciéndole dinero en recompensa de sus atenciones, pero
Jacobo lo rehusó con indignación. La consecuencia de esta simpatía que Jacobo demostró a Edmundo
desde el primer momento, fue que Edmundo experimentase también por Jacobo cierto afecto, pero el
marinero no exigía más, adivinando instintivamente que el discípulo del abate Faria era muy superior a su
posición y a aquellos hombres, superioridad que Edmundo sólo de él dejaba traslucir. El pobre marino se
contentaba, pues, con esto, aunque era bien poco. En esos días, que tan largos resultan a bordo, cuando la
tartana paseaba tranquilamente por aquel mar azul, sin necesitar de otra ayuda que la del timonel, gracias
al viento favorable que henchía sus velas, Edmundo, con un mapa en la mano, hacía con Jacobo el papel
que con él había desempeñado el pobre abate Faria. Le explicaba la situación de las costas, las
alteraciones de la brújula, y enseñándole, en fin, a leer en ese gran libro abierto sobre nuestras cabezas,
escrito por Dios con letras de diamantes, en páginas azules.
Y al preguntarle Jacobo:
-¿Para qué ha de aprender todas esas cosas un pobre marino como yo?
Edmundo le respondía:
-¿Quién sabe? Acaso llegues un día a ser capitán de barco. ¿No ha llegado a ser emperador tu
compatriota Bonaparte?
Nos habíamos olvidado de decir que Jacobo era corso.
Dos meses y medio pasaron en estos viajes. Edmundo llegó a ser tan excelente costeño, como en otro
tiempo había sido hábil marino, trabando amistad con todos los contrabandistas de la costa y aprendiendo
los signos masónicos que sirven a estos semipiratas para entenderse entre sí. Veinte veces habían pasado a
la ida o a la vuelta por delante de la isla de Montecristo, pero ni una sola tuvo ocasión de desembarcar en
ella.
Había tomado su resolución. Tan pronto como terminara su ajuste con La Joven Amelia, alquilaría una
barquilla (que bien lo podría hacer, pues había ahorrado unas cien piastras en sus viajes), y con un
pretexto cualquiera se encaminaría a la isla de Montecristo. Allí haría libremente sus pesquisas. Y, con
todo, no con libertad entera, pues de seguro le espiarían los que le hubiesen conducido; pero, a la larga, en
este mundo es preciso arriesgar algo. La prisión había hecho al joven tan prudente, que hubiera deseado
no arriesgar nada. Pero por más que ponía a prueba su resignación, que era tan fecunda, no encontraba
otro medio de arribar a la deseada isla.
Dantés luchaba con tales incertidumbres cuando el patrón, que tenía en él mucha confianza, y deseaba
retenerle a su servicio, le cogió una noche del brazo y le condujo a una taberna de la calle del Oglio,
donde acostumbraba a reunirse la flor de los contrabandistas de Liorna.
Era allí donde generalmente se fraguaban todos los alijos de la Costa. Ya en dos o tres ocasiones había
entrado Edmundo en esa bolsa marítima, y al ver reunidos a aquellos audaces marineros, que domi nan
como señores absolutos en un litoral de dos mil leguas a la redonda, se había preguntado a sí mismo cuán
poderoso no sería el hombre que llegara a imponer su voluntad a todas aquellas diferentes voluntades.
Tratábase a la sazón de un gran negocio. Se trataba de encontrar un terreno neutral, donde pudiera un
barco cargado de tapices turcos, telas de Levante y cachemiras, trasladar su cargamento a los barcos
contrabandistas, que se encargarían de despacharlo en Francia.
La ganancia era enorme si el negocio salía bien, cuando menos tocarían cincuenta o sesenta piastras a
cada marinero. El patrón de La Joven Amelia propuso para este objeto la isla de Montecristo, que,
desierta, sin aduaneros ni soldados, parece colocada a propósito en medio del mar allá por los tiempos
olímpicos por el mismo Mercurio, dios de los comerciantes y de los ladrones, oficios que nosotros hemos
hecho diferentes, pero en la antigüedad, según parece, eran hermanos gemelos.
El nombre de Montecristo hizo estremecer a Dantés. Para ocultar su emoción, tuvo que ponerse de pie
y dar una vuelta por la taberna, donde se hablaban todos los idiomas del mundo conocido. Cuando volvió
a reunirse con sus compañeros, estaba ya resuelto el desembarco en Montecristo, y la partida para la
noche siguiente.
La opinión de Dantés, al que consultaron, fue que la isla ofrecía todas las seguridades posibles, y que
las grandes empresas, para salir bien, se han de llevar a cabo sobre la marcha. En nada se alteró el
programa. A la noche siguiente se aparejaría, y como el viento era favorable, al amanecer se hallarían en
las aguas de la isla designada.
Capítulo veintitrés
La isla de Montecristo
Por uno de esos azares inesperados, que tal vez suceden a aquellos que la fortuna se ha cansado de
perseguir, iba Dantés al fin a realizar sus ilusiones de una manera sencilla y natural, arribando a la isla sin
inspirar sospechas a nadie. Una noche le separa solamente del viaje tan esperado.
Esta fue una de las noches más agitadas que Dantés pasó en su vida. Todas las probabilidades buenas y
malas, todas las dudas y todas las certidumbres, se disputaban el dominio de su fantasía. Si cerraba los
ojos, veía en la pared, escrita con letras de fuego, la carta del cardenal Spada; si un instante se rendía al
sueño, las más insensatas visiones trastornaban su imaginación.
Ora se creía andando por grutas cuyo suelo eran esmeraldas, las paredes rubíes y las estalactitas
diamantes. Como se filtra por lo común el agua subterránea, caían las perlas gota a gota. Absorto y maravillado,
se llenaba los bolsillos de piedras preciosas, que al salir fuera se convertían en pedernales.
Intentaba volver entonces a las maravillosas grutas, que apenas había registrado, pero perdía el camino en
un dédalo de espirales infinitas. La entrada se había hecho invisible. En vano revolvía su fatigada
memoria para recordar aquella palabra mágica y misteriosa que abría al pescador árabe las espléndidas
cavernas de Alí Babá. Todo en vano. El tesoro desaparecía, el tesoro había vuelto a ser propiedad de los
seres de la tierra, a quienes tuvo esperanzas de quitárselo.
El amanecer le sorprendió tan febril como había estado la noche entera, pero le hizo pensar con lógica y
arreglar su proyecto, que hasta entonces vagaba en su cerebro.
Con la llegada de la noche comenzaron los preparativos del viaje, proporcionando a Dantés un medio
de ocultar su turbación.
Poco a poco había ido adquiriendo sobre sus compañeros el derecho de mandar como jefe, y como sus
órdenes eran siempre claras y facilísimas de ejecutar, le obedecían, no sólo con prontitud, sino hasta con
alegría.
El patrón le dejaba obrar a su antojo, porque también había reconocido la superioridad de Dantés sobre
los marineros, y aun sobre él mismo. Miraba a aquel joven como a su natural sucesor, y sentía no tener
una hija para casarla con él.
Los preparativos terminaron a las siete de la noche; a las siete y media doblaba la tartana el faro, en el
momento en que se encendía.
El mar estaba tranquilo. Navegaban con un vientecillo fresco de Sudeste, bajo un cielo azul, tachonado
de estrellas. Dantés declaró que todos los marineros podían acostarse, puesto que él se encargaba del
timón. Semejante declaración del Maltés (así le llamaban a Edmundo Dantés los marineros) era suficiente
para que todos se acostaran tranquilos.
Había ya sucedido esto algunas veces. Lanzado el joven desde la soledad al mundo, sentía de cuando en
cuando deseos de estar solo. Ahora bien, ¿qué soledad más inmensa y más poética que la de un buque que
boga aislado en alta mar, entre las tinieblas de la noche, en el silencio de lo infinito, bajo la mano de
Dios?
Y entonces la soledad se poblaba con sus pensamientos, las tinieblas se desvanecían ante sus ilusiones,
y el silencio se turbaba con sus votos y sus proyectos.
Cuando despertó el patrón, el navío navegaba a toda vela, parecía que tuviese alas; más de dos leguas y
media avanzaba por hora. La isla de Montecristo se dibujaba en el horizonte.
Dantés entregó al patrón el mando de su barco, y fue a su vez a reclinarse en la hamaca, pero a pesar
del insomnio de la noche anterior no pudo cerrar los ojos ni un instante.
Dos horas después volvió a subir al puente. El barco iba a doblar la isla de Elba, y hallábase a la altura
de la Mareciana, por encima de la verde y llana Pianosa. En el azul del cielo se recortaban los contornos
del pico brillante de Montecristo.
Con el objeto de dejar la Pianosa a la derecha, mandó Dantés al timonero que pusiese el mástil a babor,
porque calculaba que con esta maniobra se abreviaría un tanto el camino.
A las cinco de la tarde se veía ya la isla clara y distintamente. Hasta sus menores detalles saltaban a la
vista, gracias a esa limpidez atmosférica que produce la luz poco antes del crepúsculo de la noche.
Edmundo devoraba con sus miradas aquella mole de rocas áridas y secas que iba tiñéndose con todos
los colores crepusculares, desde el rosa más vivo hasta el azul más oscuro. Tal vez un fuego incomprensible
le subía en llamaradas a su semblante y se enrojecía su frente, y una nube purpúrea pasaba por sus
ojos.
Nunca jugador que arriesga a un golpe todo su caudal, ha sentido las angustias que Edmundo
experimentaba en aquel momento.
Llegó la noche. A las diez abordó a la isla la tartana, siendo la primera en acudir a la cita. A pesar del
dominio que tenía sobre sí mismo, Dantés no pudo contenerse. Saltó el primero a tierra, y a no faltarle
valor la hubiera besado cual otro Bruto.
La noche estaba bastante oscura, pero hacia las once la luna surgió de en medio del mar, plateando sus
olas, y a medida que subía por el cielo sus rayos caían en cascadas de luz sobre los informes peñascos de
aquella segunda Pelión.
La tripulación de La Joven Amelia conocía muy bien la isla de Montecristo, que era una de sus
estaciones ordinarias, pero Dantés, aunque la había visto en cada uno de sus viajes a Levante, nunca había
desembarcado en ella.
Esto le decidió a sonsacar a Jacobo.
-¿Dónde pasaremos la noche? -le preguntó.
-¡Toma! , a bordo -respondió el marinero.
-¿No estaríamos mejor en las grutas?
-¿En qué grutas?
-En las de la isla.
-No sé yo que tenga gruta alguna -dijo Jacobo.
Un sudor frío inundó la frente de Dantés.
-¿Pues no hay en Montecristo unas grutas? -le volvió a pre guntar.
-No
Dantés quedó por un momento aturdido, mas después se le ocurrió la idea de que cualquier accidente
podía haberlas cegado, o el mismo cardenal Spada para mayor precaución.
Todo cuanto tendría que hacer en este caso era encontrar la abertura tapada, y pareciéndole vano el
buscarla por la noche, lo dejó para el día siguiente.
Además, una señal hecha como media legua mar adentro, señal a la que La Joven Amelia respondió con
otra semejante, indicaba que había llegado el momento de poner manos a la obra.
El barco, que se había retardado, convencido por la señal de que no había temor ni peligro alguno, se
deslizó silencioso como un fantasma, viniendo a echar el ancla a unas ciento veinte brazas de la ribera.
En seguida empezó el transporte.
En medio de su trabajo, pensaba Dantés en el hurra de júbilo que podría levantar entre aquellas gentes,
sólo con manifestar en alta voz el pensamiento que sin cesar bullía en su cabeza y resonaba en sus oídos.
Pero en lugar de revelar el grandioso secreto, temía haber dicho ya demasiado y haber despertado
sospechas con sus idas y venidas, sus numerosas preguntas y sus observaciones minuciosas. Por fortuna
(que en esta ocasión era fortuna), su doloroso pasado reflejaba en su fisonomía una tristeza indeleble, y
los arranques de su alegría, envueltos en esta nube de tristeza, no eran en verdad sino relámpagos.
Por consiguiente, nadie sospechó nada, y cuando a la mañana siguiente Dantés, tomando su fusil,
pólvora y balas, manifestó que quería matar una de las numerosas cabras salvajes que se veían saltar de
roca en roca, no se atribuyó su deseo sino a afición a la caza o amor a la soledad. Sólo Jacobo se empeñó
en acompañarle, y Dantés no quiso oponerse, temiendo inspirar sospechas con esta repugnancia en ir
acompañado, pero apenas recorrieron como un cuarto de legua, cuando disparó y mató una cabra, y
ocurriósele enviarla con Jacobo a sus compañeros, invitándoles a cocerla y rogándoles que cuando estuviese
cocida le avisaran con un tiro de fusil para ir a comerla. Algunas frutas secas y una botella de vino
de Monte-Pulciano debían completar el festín.
Dantés prosiguió su camino, volviendo de vez en cuando la cabeza. En el pico de una peña se paró a
contemplar a mil pies debajo de él a sus compañeros, ocupados en preparar el desayuno, aumentado, gracias
a su destreza, con la cabra que acababa de llevarles Jacobo. Edmundo los contempló un instante con
esa sonrisa dulce y melancólica del hombre superior.
-Dentro de dos horas -dijo-, esas gentes se volverán a hacer a la vela, ricas con cincuenta piastras, para
ir a ganar otras cincuenta exponiendo su vida. Luego, con seiscientas libras por toda riqueza, irán a
derrocharlas en cualquier población, con el orgullo de los sultanes y la arrogancia de los nababs. La
esperanza me obliga hoy a despreciar su riqueza y a tenerla por miseria, pero quizá mañana el desengaño
me obligue a tener esa misma miseria por la suprema felicidad. ¡Oh, no! -exclamó para sí-. No puede ser.
El sabio, el infalible Faria, no se habrá engañado. No, sería preferible para mí la muerte a esta vida
miserable y humillada.
Así aquel hombre, que tres meses antes sólo aspiraba a la libertad, no tenía ya bastante con la libertad, y
ambicionaba las riquezas. La culpa no era de Dantés, sino de la naturaleza, que haciendo tan limi tado el
poder del hombre, le ha puesto deseos infinitos.
Entretanto se acercaba al sitio donde suponía que debían de estar las grutas, siguiendo una vereda
perdida entre rocas y cortada por un torrente. Según todas las probabilidades, nunca planta humana había
hollado aquellos parajes. Siguiendo la orilla del mar, y examinando minuciosamente todos los objetos,
creyó advertir en algunas rocas señales hechas por la mano del hombre.
El tiempo, que cubre con su pátina todas las cosas físicas, así como las cosas morales con su manto de
olvido, parecía que hubiese respetado estas señales, trazadas con cierta regularidad y con el objeto evidente
de indicar una especie de camino. Sin embargo, desaparecían a intervalos bajo el follaje de los
mirtos, que extendían sobre las rocas sus ramas cargadas de flores, o bajo parásitas matas de líquenes. A
cada paso, Edmundo tenía que apartar las ramas o levantar el musgo, para encontrar las señales
indicadoras que le guiaban en aquel nuevo laberinto. Pero estas señales le habían llenado de esperanza.
¿Por qué no había de ser el cardenal Spada quien las hubiese trazado, para que sirviesen de guía a su
sobrino, en caso de una catástrofe que no pudo prever tan completa? Aquel lugar solitario era sin duda el
conveniente a un hombre que iba a ocultar su tesoro. Sólo tenía una duda: ¿Aquellas señales no habrían
llamado la atención de otros ojos que de aquellos para quien se grabaron? La isla maravillosa ¿habría
guardado fielmente su magnífico secreto?
A sesenta pasos del puerto, más o menos, figurósele a Dantés, siempre oculto a sus amigos por las
vueltas y revueltas de las rocas, parecióle que las señales terminaban sin que guiasen a gruta alguna. Un
gran peñasco redondo, asentado en una base sólida, era el único objeto a que al parecer conducían. Con
esto se imaginó que en vez de haber llegado al término, estaba quizás al principio de sus pesquisas, lo que
le obligó a volverse por el mismo camino por el que había venido.
Y durante este intervalo, los marineros preparaban la merienda lle vando agua, pan y fruta del barco, y
cocían la cabra. En el momento en que la sacaban de su improvisado asador, vieron a Dantés saltando de
roca en roca, ligero como un gamo y dispararon un tiro para indicarle que viniera a comer. En el mismo
momento cambió el cazador de dirección, viniendo corriendo hacia ellos, pero cuando todos contemplaban
asombrados la especie de vuelo que tendía sobre sus cabezas, tachándole de temerario, se le
fue a Edmundo un pie, viósele vacilar en la punta de una peña y desaparecer exhalando un grito de
espanto. Todos corrieron en su auxilio como un solo hombre, porque todos le apreciaban. Jacobo fue, sin
embargo, el primero que llegó.
Hallábase Edmundo tendido en el suelo, ensangrentado y casi sin conocimiento; debió haber rodado
una altura de doce a quince pies. Hiciéronle tragar algunas gotas de ron, y este remedio, tan eficaz en él
anteriormente, ahora le produjo el mismo efecto.
Abrió los ojos, quejándose de un dolor muy vivo en la rodilla, de pesadez muy grande en la cabeza, y
punzadas horribles en los riñones. Intentaron llevarlo a la orilla, pero aunque fue Jacobo el director de la
operación, declaró Edmundo con dolorosos gemidos que no se sentía con fuerzas para soportar el
traqueteo del transporte.
Ya se comprenderá con esto que Dantés no pudo almorzar, pero exigió que sus camaradas, que no
estaban en el mismo caso, volviesen a su puesto. En cuanto a él, dijo que sólo necesitaba reposo, y que a
su vuelta le encontrarían mejorado. No se hicieron mucho de rogar los marineros; tenían hambre, y
llegaba hasta allí el olor de la cabra; la gente de mar no suele gastar cumplidos.
Una hora después volvieron. Todo lo que, había podido hacer Ed mundo era arrastrarse como cosa de
diez pasos para buscar apoyo en una roca cubierta de musgo.
Pero lejos de calmarse sus dolores, eran al parecer más violentos. El viejo patrón, que tenía que salir
aquella mañana a desembarcar su contrabando en las fronteras del Piamonte y de Francia, entre Niza y
Frejus, insistió en que Dantés probara de levantarse, pero los esfuerzos del joven para conseguirlo fueron
infructuosos. A cada esfuerzo caía más pálido, profiriendo gemidos.
-¡Se ha roto el espinazo! -dijo el patrón en voz baja-. No importa, es un buen compañero, y no debemos
abandonarle. Procuremos llevarle a la tartana.
Pero Edmundo declaró que prefería exponerse a la muerte que a los atroces dolores que le ocasionaría
cualquier movimiento, por pequeño que fuese.
-Pues bien, suceda lo que suceda -repuso el patrón-, no se dirá que hemos dejado de socorrer a un
compañero tan valeroso como tú. Hasta la noche no partiremos.
Esta decisión sorprendió mucho a los marineros, aunque ninguno la combatiese, sino todo lo contrario,
pero el patrón era un hombre tan rígido, que era aquélla la primera vez que se le veía renunciar a una
empresa o retardar su ejecución. Por lo mismo, Dantés se opuso a que por su causa se faltara a la
disciplina establecida a bordo.
-No, no -le dijo al patrón-. He sido torpe, y es justo que sufra el resultado de mi torpeza. Dejadme
provisión de galleta, un fusil, pólvora y balas, para matar cabras o para defenderme en caso de apuro, y
una azada para construirme una choza, si tardáis mucho en volver por mí.
-Pero vas a morirte de hambre -le dijo el patrón.
-Lo prefiero al horrible dolor que me produce cualquier movimiento -respondió Edmundo.
El patrón a cada instante se volvía a contemplar su tartana ya medio aparejada, que se mecía
graciosamente en el puerto, pronta a lanzarse al mar cuando su toilette estuviese concluida.
-¿Qué quieres que hagamos, Maltés? -le dijo-. No podemos abandonarte así, y no podemos tampoco
permanecer en la isla.
-Que os vayáis -respondió Dantés.
-Mira que vamos a tardar ocho días por lo menos, y que luego tendremos que apartarnos de nuestro
camino para venir a buscarte.
-Escuchad -repuso Dantés-, si dentro de dos o tres días os topáis con algún barquichuelo pescador que
se dirigiese hacia aquí, recomendadme a él. Le daré veinticinco piastras para que me lleve a Liorna. Si no
le encontráis, volved vos mismo.
El patrón movió la cabeza.
-Existe un medio que todo lo concilia, patrón Baldi -dijo Jacobo-. Marchaos, y yo me quedaré a cuidar
el herido.
-¿Renunciarás por mí a lo parte en las ganancias, Jacobo? -le dijo Edmundo.
-Sin duda alguna.
-Eres un excelente muchacho, Jacobo, y Dios lo tendrá en cuenta, pero gracias..:, gracias..., no necesito
a nadie. Con un día o dos de reposo me aliviaré, y espero además hallar entre estas rocas ciertas hierbas
excelentes para contusiones.
Una sonrisa extraña asomó a los labios de Dantés, mientras apretaba con efusión la mano de Jacobo,
pero seguía tenaz en su intento de quedarse solo.
Dejáronle sus compañeros lo que les había pedido, y se separaron de él, no sin volver la cara muchas
veces, haciéndole signos de cordial despedida, que contestaba Edmundo con la mano solamente como si
no pudiera mover el resto del cuerpo. Así que hubieron desaparecido, murmuró sonriéndose:
-Es extraño que sólo se encuentre la amistad y el desinterés entre hombres semejantes.
Arrastrándose con precaución hasta el pico de una peña que le ocultaba el mar, vio a la tartana acabarse
de disponer, levar anclas, balancearse graciosamente como una gaviota que tiende su vuelo y partir.
A la hora ya había desaparecido completamente, o por lo menos resultaba imposible verla desde el sitio
en que yacía el herido.
Entonces se levantó más ágil que las cabras que moraban en aquellos bosques agrestes, cogió con una
mano su fusil, su azada con la otra, y corrió a la peña en que remataban las señales o hendiduras que con
tanta alegría había advertido.
-Ahora -exclamó, recordando la historia del pescador árabe que Faria le había contado--, ahora...
¡Sésamo, ábrete!
SEGUNDA PARTE
SIMBAD EL MARINO
Capítulo primero
Fascinación
El sol había recorrido ya la tercera parte de su carrera y sus ardientes rayos quebrábanse en las rocas,
que parecían sentir su calor. Miles de cigarras ocultas entre el ramaje producían su monótono chirrido; las
hojas de los mirtos y de los acebuches se mecían temblorosas, produciendo un sonido casi metálico. Cada
paso que daba Edmundo en la roca calcinada ahuyentaba una turba de lagartos, verdes como la esme ralda;
las cabras salvajes, que atraen tal vez cazadores a Montecristo, se veían a lo lejos saltar por los
despeñaderos; la isla, en resumen, estaba habitada y viva, y Dantés sin embargo se sentía solo bajo la
mano de Dios.
Sentía una extraña emoción, muy parecida al miedo: era esa desconfianza que inspira la luz del día,
haciéndonos creer, aun en medio del desierto, que nos miran atentamente unos ojos escrutadores.
Era tan fuerte esta emoción, que al ir a emprender Edmundo su tarea, soltó la azada, cogió su fusil y
subió por última vez a la roca más elevada de la isla, para examinar con nuevo cuidado sus contornos.
Pero lo que más le llamó su atención no fue ni la poética Córcega, ni esa Cerdeña, casi desconocida,
que a continuación la sigue, ni la isla de Elba, con sus grandes recuerdos, ni aquella línea imperceptible,
en fin, que se distribuía en el horizonte, y que al ojo experto de un marinero hubiera revelado la soberbia
Génova y la comercial Liorna. No, lo que llamó la atención de Dantés fue el bergantín que había salido de
Montecristo al amanecer, y la tartana que acababa de hacerse a la mar:
El bergantín estaba a punto de perderse de vista en el estrecho de Bonifacio; la tartana, con opuesto
rumbo, costeaba la isa de Córcega, que se disponía a doblar.
Edmundo se tranquilizó, volviéndose para contemplar los objetos que más de cerca le rodeaban, vióse
en el punto más elevado de la isla cónica, estatua puntiaguda de aquel inmenso zócalo, ni un hombre, ni
una barca en torno suyo, nada más que el mar azulado que batía la base de la isla, adornándola con un
cinturón de plata.
Entonces bajó con paso rápido, aunque precavido. En tal ocasión temía que le sucediera un accidente
como el que con tanta habilidad había fingido.
Como hemos dicho, Dantés había retrocedido en el camino indicado por las señales hechas en las rocas,
y había visto que este camino guiaba a una especie de ancón oculto como el baño de una ninfa de la
antigüedad. La entrada era bastante ancha, y por el centro tenía bastante profundidad para que pudiese
anclar en él un pequeño buque de guerra y permanecer oculto. De este modo, siguiendo el hilo de las
inducciones, ese hilo, que en manos del abate Faria era un guía tan seguro y tan ingenioso en el dédalo de
las probabilidades, se le ocurrió que el cardenal Spada, conviniéndole no ser visto, había abordado a este
ancón, y ocultando allí su barco había tomado luego el camino que las señales indicaban, para esconder su
tesoro en el extremo de esa línea. Esta suposición era la que llevaba a Dantés junto a la roca circular.
Solamente una cosa le inquietaba, por ser opuesta a sus conocimientos sobre dinámica. ¿Cómo habían
podido, sin emplear fuerzas considerables, levantar aquella enorme roca? De repente se le ocurrió una
idea.
-En vez de subirla-dijo-, la habrán hecho bajar.
Y acto seguido trepó por encima del peñasco, en busca del sitio que antes ocupara.
En efecto, pronto reparó en una leve pendiente, hecha sin duda alguna intencionadamente. La roca
había caído de su bas e al sitio que ahora ocupaba; otra piedra, del tamaño común a las que suelen emplearse
en las paredes, le había servido de cala, y pedruscos y pedernales aquí y allí sembrados
cuidadosamente ocultaban toda solución de continuidad, habiendo sembrado en las inmediaciones hierbas
y musgo, de manera que entrelazándose con los mirtos y los lentiscos, parecía la nueva roca nacida en
aquel mismo lugar. Dantés arrancó con precaución algunos terrones y creyó descubrir, o descubrió
efectivamente, todo este magnífico artificio. Y se puso inmediatamente a destruir con su azada esta pared
intermediaria, endurecida por el tiempo.
Al cabo de diez minutos de estar trabajando, la pared se desmoronó, abriéndose un agujero en que cabía
el brazo. Corrió en seguida Edmundo a cortar el olivo más grueso de los alrededores, y despojándole de
las ramas, lo introdujo a guisa de palanca por el agujero. Pero la peña era bastante grande y estaba lo
suficientemente adherida a su cimiento artificial, para que la pudiesen arrancar fuerzas humanas, ni aun
las del mismo Hércules. Entonces reflexionó Dantés que lo que había que hacer era destruir este cimiento,
pero ¿cómo? Tendió los ojos en torno suyo, con aire perplejo, y reparó en el cuerno de oveja griega que,
lleno de pólvora, le había dejado su amigo Jacobo. Una sonrisa vagó por sus labios. La invención infernal
iba a producir su efecto.
Con ayuda de la azada abrió Dantés entre el peñasco y su base un conducto, como suelen hacer los
mineros cuando quieren ahorrarse un trabajo demasiado grande, lo llenó de pólvora hasta arriba, y luego,
deshilachando su pañuelo y mojándolo en salitre, hizo una mecha de él. Luego lo encendió y en seguida
se apartó de allí. La explosión no se hizo esperar, la roca vaciló, conmovida por aquel impulso
incalculable, y la base voló hecha añicos. Por el agujero que antes hizo Dantés salió atropellándose una
multitud de amedrentados insectos, y una serpiente enorme, guardián de aquel misterioso sendero se
deslizó entre el musgo y desapareció.
Acercóse Dantés; la roca, ya sin cimiento, se inclinaba sobre el abismo. Dio la vuelta el intrépido joven,
eligió el punto menos firme e introduciendo su palanca de madera entre el suelo y la roca se apoyó con
todas sus fuerzas, semejante a Sísifo.
Vaciló la roca con el empuje, y redobló Dantés su impulso. Cualquiera le habría tomado en aquellos
momentos por uno de los Titanes que arrancaban las montañas de cuajo para hacer la guerra a Júpiter. Al
fin cedió la roca, y ora rodando, ora rebotando, fue a sepultarse en el mar.
Dejaba descubierta una hondonada circular, en que brillaba una argolla de hierro en medio de una
baldosa cuadrada.
Edmundo profirió un grito de admiración y alegría. Ninguna primera tentativa se vio jamás coronada de
resultado tan grande a inmediato.
Quiso proseguir su obra, pero le temblaban las piernas de tal modo, y le latía el corazón tan
fuertemente, y pasó tal nube por sus ojos, que se vio obligado a contenerse.
Esta vacilación duró, sin embargo, poquísimo. Pasó Edmundo su palanca por la argolla y abrióse con
poco trabajo la baldosa, descubriendo una especie de escalera, que se perdía en una gruta, a cada escalón
más oscura.
Otro que no fuera él, hubiese bajado en seguida, lanzando gritos de alegría, pero Dantés se detuvo,
palideció y dudó.
-Ea, hay que ser hombre -dijo- Acostumbrado a la adversidad, no nos dejemos abatir por un desengaño.
Si no para eso, ¿para qué he sufrido tanto? Si el corazón padece es porque, dilatado en demasía al fuego
de la esperanza, entra a ver cara a cara el hielo de la realidad. Faria soñó. Nada ha guardado en esta gruta
el cardenal Spada. Tal vez jamás vino a ella, o si vino, César Borgia, el aventurero intrépido, el ladrón
infatigable y sombrío, vino también tras él, descubrió su huella y las mismas señales que he descubierto
yo, levantó la roca como yo la he levantado, y no dejó nada, absolutamente nada al que venía detrás de él.
Inmóvil, pensativo, con la mirada fija en el lúgubre agujero, permaneció un instante.
-Ahora que ya no cuento con nada, ahora que ya me he dicho a mí mismo que toda esperanza sería
vana, el proseguir esta aventura excita solamente mi curiosidad...
Y volvió a quedar inmóvil y meditabundo.
-Sí, sí; es una aventura digna de figurar en la vida de aquel regio ladrón, mezcla heterogénea de sombra
y de luz en el caos de sucesos extraños que componen el tejido de su existencia. Este suceso fabuloso ha
debido encadenarse insensiblemente a los demás. Sí, Borgia ha venido aquí una noche, con una antorcha
en una mano y la espada en la otra, mientras a veinte pasos de él, quizá junto a esta roca, dos esbirros
amenazadores espiaban la tierra, el aire y el mar, mientras su dueño entraba, como voy a entrar yo,
ahuyentando las tinieblas con agitar la antorcha en su temible brazo.
-Sí, pero ¿qué habría hecho César Borgia con los esbirros que conociesen su secreto? -se preguntó
Dantés a sí mismo.
-Lo que hicieron con los enterradores de Alarico -se respondió-, que los enterraron con el enterrado.
-Sin embargo -prosiguió Dantés-, en caso de haber venido se habría contentado con apoderarse del
tesoro. Borgia, el hombre que comparaba la Italia a una alcachofa que se iba comiendo hoja por hoja,
sabía muy bien cuánto vale el tiempo, para haber perdido el suyo volviendo a colocar la roca sobre su
base. Bajemos.
Y bajó con la sonrisa de la duda en los labios, murmurando estas últimas palabras de la humana
sabiduría:
-¿Quién sabe?
Pero en vez de las tinieblas que creía encontrar, en vez de una atmósfera opaca y enrarecida, halló
Dantés una luz suave, azulada. Ella y el aire penetraban no solamente por el agujero que él acababa de
abrir, sino también por hendiduras imperceptibles de las rocas, a través de las cuales se veía el cielo y las
ramas juguetonas de las verdes encinas.
A los pocos momentos de su permanencia en esta gruta, cuyo ambiente, más bien templado que
húmedo, antes aromático que nauseabundo, era a la temperatura de la isla lo que el resplandor al sol A los
pocos instantes, Dantés, que estaba acostumbrado a la oscuridad, como ya hemos dicho, pudo reconocer
hasta los más ocultos rincones. La gruta era de granito, cuyas facetas relucían como diamantes.
-.¡Ay! -dijo sonriéndose al verlas-. Estos son seguramente los tesoros que ha dejado el cardenal; y el
buen abate, que veía en sueños las paredes resplandecientes, se alimentó de quimeras.
Mas no por esto dejaba de recordar el testamento, que sabía de memoria: «En el ángulo más lejano de
la segunda gruta», decía. Dantés sólo había penetrado en la primera; era pues necesario buscar la entrada
de la segunda.
Empezó a orientarse. La segunda gruta debía internarse en la isla. Examinando la capa de las piedras,
púsose a dar golpes en una de las paredes, donde le pareció que debía de estar la abertura, cubierta para
mayor precaución. La azada resonó un instante, y este sonido hizo que la frente de Edmundo se bañara en
sudor. Al fin parecióle que una parte de la granítica pared producía un eco más sordo y más profundo.
Aproximó sus ojos febriles y con ese tacto del preso, pudo adivinar lo que nadie quizás hubiera conocido:
que allí debía de haber una abertura.
No obstante, para no trabajar en balde, Dantés, que como César Borgia, conocía el valor del tiempo,
golpeó con su azada las otras paredes, y el suelo con la culata de su fusil, púsose a cavar en los sitios que
le infundían sospechas y viendo en fin que nada sacaba en limpio, volvió a la pared que sonaba un tanto
hueca. De nuevo, y más fuertemente, volvió a golpear. Entonces vio una cosa extraña, y es que a los
golpes de la azada se despegaba y caía en menudos pedazos una especie de barniz, semejante al que se
pone en las paredes para pintar al fresco, dejando al descubierto las piedras blanquecinas, que no eran de
mayor tamaño que el común. La entrada, pues, estaba tapiada con piedras de otra clase, que luego se
habían cubierto con una capa de este barniz, imitando el color de las demás paredes.
Con esto volvió Dantés a dar golpes, pero con el pico de la azada, que se introdujo bastante en la pared.
Allí estaba, indudablemente, la entrada. Por un extraño misterio de la organización humana, cuando más
pruebas tenía Dantés de que Faria le había dicho la verdad, más y más su corazón desfallecía, y más y
más le dominaban el desaliento y la duda. Este éxito, que debió de conferirle nuevas energías, le quitó las
que le quedaban. Se escapó la herramienta de sus manos, dejóla en el suelo, se limpió la frente y salió de
la gruta dándose a sí mismo el pretexto de ver si le espiaba alguien, pero en realidad porque necesitaba
aire, porque conocía que se iba a desmayar.
La isla estaba desierta. El sol, en su cenit, la abarcaba toda con sus miradas de fuego. Las olas
juguetonas parecían barquillas de zafiro
No había comido nada en todo el día, pero en aquel momento no pensaba en comer. Tomó algunos
tragos de ron y volvió a la gruta más tranquilo.
La azada, que le parecía tan pesada, antojósele entonces una pluma y prosiguió su tarea.
A los primeros golpes advirtió que las piedras no estaban encaladas, sino sobrepuestas, y luego
enjalbegadas con el barniz consabido. Introdujo la punta de la azada entre dos piedras, se apoyó en el
mango y vio lleno de júbilo rodar la piedra, como si tuviera goznes a sus pies. A partir de aquel momento
ya no tuvo que hacer otra cosa sino ir sacando con la azada piedra a piedra. Por el espacio que dejó la
primera hubiera podido Edmundo introducir su cuerpo, pero dando tregua a la realidad por algunos
instantes, conservaba la esperanza. Finalmente, tras una momentánea perplejidad, atrevióse a pasar a la
segunda gruta. Era ésta más baja, más oscura y de peor aspecto que la primera. No recibiendo aire sino
por el agujero que acababa de practicar Ed mundo, estaba su atmósfera impregnada de los gases mefíticos
que extrañó no hallar en la primera. Para entrar en ella tuvo que dar tiempo a que el aire del exterior
renovase aquel ambiente malsano. A la derecha del portillo había un ángulo oscurísimo y profundo.
Ya hemos dicho, empero, que para los ojos de Dantés no había tinieblas. Al primer golpe de vista
conoció que la segunda gruta estaba vacía como la primera. El tesoro, si es que lo contenía, estaba
enterrado en aquel rincón oscuro. Había llegado la hora de zozobra; dos pies de tierra, algunos golpes de
azada, era lo que separaba a Dantés de su mayor alegría o de su mayor desesperación. Acercóse al ángulo,
y como si tomara una determinación repentina, se puso a cavar desaforadamente. Al quinto o sexto golpe,
el hierro de la azada resonó como si diera contra un objeto también de hierro.
Nunca el toque de rebato, ni el lúgubre doblar de las campanas causaron mayor impresión en el que los
oye. Aunque Dantés hubiera encontrado vacío el lugar de su tesoro, no habría palidecido más intensamente.
Púsose a cavar a un lado de su primera excavación, y halló la misma resistencia, aunque no el
mismo sonido.
-Es un arca forrada de hierro -exclamó.
En este momento, una rápida sombra cruzó interceptando la luz que entraba por la abertura. Tiró
Edmundo su azada, cogió su fusil, y lanzóse afuera. Una cabra salvaje había saltado por la primera
entrada de las grutas y triscaba a pocos pasos de allí.
Buena ocasión era aquélla de procurarse alimento, pero Edmundo temió que el disparo llamase la
atención de alguien. Reflexionó un momento, y cortando la rama de un árbol resinoso, fue a encenderla
en el fuego humeante aún donde los contrabandistas habían guisado su almuerzo, y volvió con aquella
antorcha encendida. No quería dejar de ver ninguna cosa de las que le esperaban.
Con acercar la luz al hoyo, pudo convencerse de que no se había equivocado. Sus golpes dieron
alternativamente en hierro y en madera. Ahondó en seguida por los lados unos tres pies de ancho y dos de
largo, y al fin logró distinguir claramente un arca de madera de encina, guarnecida de hierro cincelado. En
medio de la tapa, en una lámina de plata que la tierra no había podido oxidar, brillaban las armas de la
familia Spada, es decir, una espada en posición vertical en un escudo redondo como todos los de Italia,
coronado por un capelo.
Dantés lo reconoció muy fácilmente. ¡Tanta era la minuciosidad con que se lo haba descrito el abate
Faria! No cabía la menor duda, el tesoro estaba allí seguramente. No se hubieran tomado tantas
precauciones para nada.
En un momento arrancó la tierra de uno y otro lado, lo que le permitió ver aparecer primero la
cerradura de en medio, situada entre dos candados y las asas de los lados, todo primorosamente cincelado.
Cogió Dantés el arcón por las asas, y trató de levantarlo, mas era imposible. Luego pensó abrirlo, pero la
cerradura y los candados estaban cerrados de tal manera que no parecía sino que guardianes fidelísimos se
negaran a entregar su tesoro.
Introdujo la punta de la azada en las rendijas de la tapa, y apoyándose en el mango la hizo saltar con
grande chirrido. Rompióse también la madera de los lados, con lo que fueron inútiles las cerraduras, que
también saltaron a su vez, aunque no sin que los goznes se resistieran a desclavarse.
El arca se abrió. Estaba dividida en tres compartimientos.
En el primero brillaban escudos de dorados reflejos. En el segundo, barras casi en bruto, colocadas
simétricamente, que no tenían de oro sino el peso y el valor. El tercer compartimiento, por último, sólo
estaba medio lleno de diamantes, perlas y rubíes, que al cogerlos Edmundo febrilmente a puñados, caían
como una cascada deslumbra dora, y chocaban unos con otros con un ruido como el de granizo al chocar
en los cristales.
Harto de palpar y enterrar sus manos en el oro y en las joyas, levantóse y echó a correr por las grutas,
exaltado, como un hombre que está a punto de volverse loco. Saltó una roca, desde donde podía distinguir
el mar, pero a nadie vio. Encontrábase solo, enteramente solo con aquellas riquezas incalculables,
inverosímiles, fabulosas, que ya le pertenecían. Solamente de quien no estaba seguro era de sí mis mo.
¿Era víctima de un sueño, o luchaba cuerpo a cuerpo con la realidad? Necesitaba volver a deleitarse con
su tesoro, y, sin embargo, comprendía que le iban a faltar las fuerzas. Apretóse un instante la cabeza con
las manos, como para impedir a la razón que se le escapara, y luego se puso a correr por toda la isla, sin
seguir, no diré camino, que no lo hay en Montecristo, sino línea recta, espantando a las cabras salvajes y a
las aves marinas, con sus gestos y sus exclamaciones. Al fin, dando un rodeo, volvió al mismo sitio, y
aunque todavía vacilante, se lanzó de la primera a la segunda gruta, hallándose frente a frente con aquella
mina de oro y de diamantes.
Cayó de rodillas, apretando con sus manos convulsivas su corazón, que saltaba, y murmurando una
oración, inteligible sólo para el cielo. Esto hizo que se sintiese más tranquilo y más feliz, porque empezó
a creer en su felicidad.
Acto seguido, se puso a contar su fortuna. Había mil barras de oro, y su peso como de dos a tres libras
cada una. Hizo luego un montón de veinticinco mil escudos de oro, con el busto del Papa Alejandro VI y
sus predecesores; cada uno podía valer ochenta francos de la actual moneda francesa. Y el departamento
en que estaban no quedó, sin embargo, sino medio vacío. Finalmente, contó diez puñados de sus dos
manos juntas de pedrería y diamantes, que montados por los me jores plateros de aquella época poseían un
valor artístico casi igual a su valor intrínseco.
Entretanto, el sol iba acercándose a su ocaso, por lo que temiendo Dantés ser sorprendido en las grutas
durante la noche, cogió su fusil y salió al aire libre. Un pedazo de galleta y algunos tragos de vino fueron
su cena. Después colocó la baldosa en su sitio, se acostó encima de ella y durmió, aunque pocas horas,
cubriendo con su cuerpo la entrada de la gruta. Esta noche fue deliciosa y terrible al mismo tiempo, como
las que había pasado ya dos o tres en su vida.
Capítulo segundo
El desconocido
Al fin amaneció. Hacía muchas horas que Dantés esperaba el día con los ojos abiertos. A los primeros
rayos de la aurora se incorporó, y subiendo como el día anterior a la roca más elevada a espiar las
cercanías, pudo convencerse de que la isla estaba desierta.
Levantó entonces la baldosa que cubría su gruta, llenó sus bolsillos de piedras preciosas, volvió a
componer el arca lo mejor que pudo, cubriéndola con tierra, que apisonó bien, le echó encima una capa de
arena, para que lo removido se igualase al resto del suelo, y salió de la gruta volviendo a colocar la
baldosa y cubriéndola de piedras de tamaños diferentes. Rellenó de tierra las junturas, plantó en ellas malezas
y mirtos y las regó para que pareciesen nacidas allí, borró las huellas de sus pasos, impresas en todo
aquel circuito, y esperó con impaciencia la vuelta de sus compañeros.
Efectivamente; no era cosa de permanecer en Montecristo guardando como un dragón de la mitología,
sus inútiles tesoros. Tratábase de volver a la vida y a la sociedad, recobrar entre los hombres el rango, la
influencia y el poder que da en este mundo el oro; el oro, la mayor y la más grande de las fuerzas de que
la criatura humana puede disponer.
Los contrabandistas volvieron al sexto día y, desde lejos reconoció Dantés por su porte y por su marcha
a La Joven Amelia. Acercóse a la orilla arrastrándose, como Filoctetes herido, y cuando desembarcaron
sus compañeros les anunció con voz quejumbrosa que estaba algo me jor.
A su vez los marineros le dieron cuenta de su expedición. Habían salido bien, es verdad, pero apenas
desembarcado el cargamento, tuvieron aviso de que un bric guardacostas de Tolón acababa de salir del
puerto y se dirigía hacia ellos. Entonces se pusieron en fuga a toda vela, echando muy de menos a Dantés,
que sabía hacer volar a la tartana. En efecto, bien pronto divisaron al guardacostas que les daba caza, pero
con ayuda de la noche, doblando el cabo de Córcega, consiguieron eludir su persecución.
En suma, el viaje no había sido malo del todo y los camaradas, en particular Jacobo, lamentaban que
Dantés no hubiera ido, con lo cual tendría su parte en las ganancias, que eran nada menos que cincuenta
piastras.
Edmundo los escuchaba impasible. Ni una sonrisa le arrancó siquiera la enumeración de las ventajas
que le hubiera reportado el dejar a Montecristo, y como La Joven Amelia sólo había venido a buscarle,
aquella misma tarde volvió a embarcar para Liorna.
Al llegar a Liorna fue en busca de un judío, y le vendió cuatro de sus diamantes más pequeños, por
cinco mil francos cada uno. El mercader hubiera debido informarse de cómo un marinero podía poseer
semejantes alhajas, pero se guardó muy bien de hacerlo, puesto que ganaba mil francos en cada una.
Al día siguiente, compró una barca nueva, y diósela a Jacobo con cien piastras, a fin de que pudiese
tripularla, con encargo de ir a Marsella a averiguar qué había sido de un anciano llamado Luis Dantés,
que vivía en las alamedas de Meillan, y de una joven llamada Mercedes, que vivía en los Catalanes.
Jacobo creyó que soñaba, y entonces Edmundo le contó que se había hecho marino por una calaverada
y porque su familia le negaba hasta lo necesario para su manutención, pero que a su llegada a Liorna se
había enterado de la muerte de un tío suyo, que le dejaba por único heredero. La cultura de Dantés daba a
este cuento tal verosimilitud, que Jacobo no tuvo duda alguna de que decía la verdad su antiguo
compañero.
Además, como había terminado ya el período de enrolamiento de Edmundo con La Joven Amelia,
despidióse del patrón, que hizo mu chos esfuerzos por retenerle, pero que habiendo sabido, como Jacobo,
la historia de la herencia, renunció desde luego a la esperanza de que su antiguo marinero alterara su
resolución.
A la mañana siguiente, Jacobo emprendió su viaje a Marsella para encontrarse con Edmundo en la isla
de Montecristo. El mismo día ma rchó Dantés, sin decir adónde, habiéndose despedido de la tripulación de
La Joven Amelia, gratificándola espléndidamente, y del patrón, ofreciéndole que cualquier día tendría
noticias de él. Edmundo se fue a Génova.
Precisamente el día en que llegó estaba probándose en el puerto un yate encargado por un inglés, que
habiendo oído decir que los genoveses eran los mejores armadores del Mediterráneo, quería tener el suyo
construido en Génova. Lo había ajustado en cuarenta mil francos. Dantés ofreció sesenta mil, bajo la
condición de tenerlo en propiedad aquel mismo día. Como el inglés había ido a dar una vuelta por Suiza,
para dar tiempo a que el barco se concluyera, y no debía volver hasta dentro de tres o cuatro semanas,
calculó el armador que tendría tiempo de hacer otro.
Edmundo llevó al genovés a casa de un judío, que conduciéndole a la trastienda le entregó sus sesenta
mil francos. El armador ofreció al joven sus servicios para organizar una buena tripulación, pero Dantés
le dio las gracias, diciéndole que tenía la costumbre de navegar solo, y que lo único que deseaba era que
en su camarote, a la cabecera de su cama, se hiciese un armario oculto con tres departamentos o
divisiones, secretas también.
Dos horas después salía Edmundo del puerto de Génova, admirado por una muchedumbre curiosa,
ávida de conocer al caballero español que acostumbraba navegar solo.
Se lució Dantés a las mil maravillas. Con ayuda del timón, y sin necesidad de abandonarlo, hizo
ejecutar a su barco todas las evoluciones que quiso. No parecía sino que fuese el yate un ser inteligente,
siempre dispuesto a obedecer al menor impulso, por lo que Dantés se convenció de que los genoveses
merecían la reputación que gozan de primeros constructores del mundo.
Los curiosos siguieron con los ojos la pequeña embarcación hasta que se perdió de vista, y entonces
empezaron a discutir adónde se dirigiría. Unos opinaron que a Córcega, otros que a la isla de Elba,
apostaron algunos que al África, otros que a España, y ninguno se acordó de la isla de Montecristo. No
obstante, era a Montecristo adonde se dirigía Dantés.
Llegó en la tarde del segundo día. El barco, que era muy velero, efectuó el viaje en treinta y cinco
horas. Dantés había reconocido minuciosamente la costa, y en vez de desembarcar en el puerto de costumbre,
desembarcó en el ancón que ya hemos descrito.
La isla estaba desierta. Nadie, al parecer, había abordado a ella después de Edmundo, que encontró su
tesoro tal como lo había dejado.
A la mañana siguiente toda su fortuna estaba ya a bordo, guardada en las tres divisiones del armario
secreto.
Permaneció Dantés ocho días, haciendo maniobrar a su barco en tomo a la isla, y estudiándolo como un
picador estudia un caballo. Todas sus buenas cualidades y todos sus defectos le fueron ya conocidos, y
determinó aumentar las unas y remediar los otros.
Al octavo día vio Dantés acercarse a la isla a velas desplegadas un barquillo que era el de Jacobo. Hizo
una señal convenida, respondióle el marinero y dos horas después el barco estaba junto al yate.
Cada una de las preguntas del joven obtuvo una respuesta bien triste. El viejo Dantés había muerto.
Mercedes había desaparecido. Dantés escuchó ambas noticias con semblante tranquilo, pero en el acto
saltó a tierra, prohibiendo que le siguiesen. Regresó al cabo de dos horas, ordenando que dos marineros
de la tripulación de Jacobo pasasen a su yate para ayudarle, y les ordenó que hiciesen rumbo a Marsella.
La muerte de su padre la esperaba ya, pero ¿qué le habría sucedido a Mercedes?
No podía Edmundo, sin divulgar su secreto, comisionar a un agente para hacer indagaciones, y aun
algunas de las que estimaba necesarias, solamente él podría hacerlas. El espejo le había demostrado en
Liorna que no era probable que nadie le reconociera, y esto sin contar que tenía a su disposición todos los
medios de disfrazarse. Una mañana, pues, el yate y la barca anclaron en el puerto de Marsella, precisamente
en el mismo sitio donde aquella noche de fatal memoria embarcaron a Edmundo para el castillo de
If.
No sin temor instintivo, Dantés vio acercarse a un gendarme en el barco de la sanidad, pero con la
perfecta calma que ya había adquirido, le presentó un pasaporte inglés que había comprado en Liorna, y
gracias a este salvoconducto extranjero, más respetado en Francia que el mismo francés, desembarcó sin
ninguna dificultad.
Al llegar a la Cannebière, la primera persona que vio Dantés fue a uno de los marineros del Faraón,
que habiendo servido bajo sus órdenes parecía que se encontrase allí para asegurarle del completo cambio
que había sufrido. Acercose a él resueltamente, haciéndole mu chas preguntas, a las que respondió sin
hacer sospechar siquiera, ni por sus palabras ni por su fisonomía, que recordase haber visto nunca aquel
desconocido.
Dantés le dio una moneda en agradecimiento de sus buenos oficios, y un instante después oyó que
corría tras él el marinero. Dantés volvió la cara.
-Perdonad, caballero, pero sin duda os habréis equivocado, pues creyendo darme una pieza de cuarenta
sueldos, me habéis dado un napoleón doble.
-En efecto, me equivoqué, amigo mío --contestó Edmundo--, pero como vuestra honradez merece
recompensa, tomad otro napoleón, que os ruego aceptéis para beber a mi salud con vuestros camaradas.
El marinero miró a Edmundo con tanto asombro, que incluso se olvidó de darle las gracias, y
murmuraba al verle alejarse:
-Sin duda es algún nabab que viene de la India.
Dantés prosiguió su camino, oprimiéndosele el corazón a cada mo mento con nuevas sensaciones.
Todos los recuerdos de la infancia, recuerdos indelebles en su memoria, renacían en cada calle, en cada
plaza, en cada barrio. Al final de la calle de Noailles, cuando pudo ver las Alamedas de Meillán, sintió
que sus piernas flaqueaban y poco le faltó para caer desvanecido entre las ruedas de un coche. Al fin llegó
a la casa de su padre. Las capuchinas y las aristoloquias habían desaparecido de la ventana en donde la
mano del pobre viejo las había plantado y regado con tanto afán.
Permaneció algún tiempo meditabundo, apoyado en un árbol, contemplando los últimos pisos de
aquella humilde vivienda. Al fin se determinó a dirigirse a la puerta, traspuso el umbral, preguntó si había
algún cuarto desocupado, y aunque sucedía lo contrario, insistió de tal modo en ver el del quinto piso, que
el portero subió a pedir a las personas que lo habitaban, de parte de un extranjero, permiso para visitar la
habitación. Los inquilinos eran un joven y una joven que acababan de casarse hacía ocho días. Al verlos,
exhaló Dantés un profundo suspiro.
Nada le recordaba el cuarto de su padre. Ni era el mismo el papel de las paredes, ni existían tampoco
aquellos muebles antiguos, compañeros de la niñez de Edmundo, presentes en su memoria con toda
exactitud. Sólo eran las mismas... las paredes.
Dantés se volvió hacia la cama , que estaba justamente en el mismo sitio que antes ocupaba la de su
padre. Sin querer sus ojos se arrasaron de lágrimas. Allí había debido expirar el pobre anciano, nombrando
a su hijo.
Los dos jóvenes contemplaban admirados a aquel hombre de frente severa, en cuyas mejillas brillaban
dos gruesas lágrimas, sin que su rostro se alterase, pero como la religión del dolor es respetada por todo el
mundo, no sólo no hicieron pregunta alguna al desconocido, sino que se apartaron un tanto de él para
dejarle llorar libremente, y cuando se marchó le acompañaron, diciéndole que podría volver cuando
gustase, que siempre encontraría abierta su pobre morada.
En el piso de abajo, Dantés se detuvo delante de una puerta a preguntar si habitaba allí todavía el sastre
Caderousse, pero el portero respondió que habiendo venido muy a menos el hombre de que hablaba, tenía
a la sazón una posada en el camino de Bellegarde a Beaucaire.
Acabó de bajar Dantés, y enterándose de quién era el dueño de la casa de las Alamedas de Meillán,
pasó en el acto a verle, anunciándose con el nombre de lord Wilmore (nombre y título que llevaba en el
pasaporte), y le compró la casa por veinticinco mil francos; sin duda valía diez mil francos menos, pero
Dantés, si le hubiera pedido por ella medio millón, lo hubiera dado.
Aquel mismo día notificó el notario a los jóvenes del quinto piso que el nuevo propietario les daba a
elegir una habitación entre todas, sin aumento alguno de precio, a condición de que le cedieran la que
elloso cupaban.
Este singular acontecimiento dio mucho que hablar durante unos días a todo el barrio de las Alamedas
de Meillán, dando origen a mil conjeturas a cual más inexacta.
Pero lo que sorprendió y admiró sobre todas las cosas fue ver a la caída de la tarde al mismo hombre de
las Alamedas de Meillán pasearse por el barrio de los Catalanes, y penetrar en una casita de pescadores,
donde estuvo más de una hora preguntando por personas que habían muerto o desaparecido quince o
dieciséis años antes.
A la mañana siguiente, los pescadores en cuya casa había entrado para hacer todas aquellas preguntas,
recibieron en agradecimiento una barca catalana, armada en regla, para la pesca.
Bien hubieran querido aquellas pobres gentes dar las gracias al generoso desconocido, pero al separarse
de ellos le habían visto dar algunas órdenes a un marinero, montar a caballo y salir por la puerta de Aix.
Capítulo tercero
La posada del puente del Gard
El que como yo haya recorrido a pie el Mediodía de Francia, habrá visto seguramente entre Bellegarde
y Beaucaire, a la mitad del cami no que separa las dos poblaciones, aunque un tanto más cercana a
Beaucaire que a Bellegarde, una sencilla posada que tiene como por rótulo sobre la puerta, en una plancha
de hierro tan delgada que el menor vientecillo la zarandea, una grotesca vista del puente del Gard. Esta
posada se encuentra al lado izquierdo del camino, volviendo la espalda al río. Decórala eso que se llama
huerto en el Languedoc, pero que consiste en lo siguiente: La fachada posterior cae a un cercado donde
vegetan algunos olivos raquíticos y algunas higueras de hojas blanquecinas, a causa del polvo que las
cubre. Aquí y allá crecen pimientos, tomates y ajos, y en uno de sus rincones, por último, como olvidado
centinela, un gran pino de los llamados quitasoles, eleva melancólicamente su tronco flexible, mientras su
copa, abierta como un abanico, se tuesta a un sol de treinta grados.
Estos árboles, así los grandes como los pequeños, se inclinan todos naturalmente en la dirección que
lleva el mistral cuando sopla. El mistral es una de las tres plagas de la Provenza; las otras dos, como sabe
todo el mundo, o como todo el mundo ignora, eran Duranzo y el parlamento.
Esparcidas en la cercana llanura, que parece un lago inconmensurable de polvo, vegetan algunas matas
de trigo, sembradas por los horticultores del país, sin duda por curiosidad, pues sólo sirven de asilo a las
cigarras, que aturden con su canto agudo y monótono a los viajeros extraviados en aquella Tebaida.
Hacía seis o siete años que este mesón pertenecía a un hombre y una mujer que tenían por criada a una
muchacha llamada Antoñita, y un mozo llamado Picaud, pareja que por lo demás basta para cubrir el
servicio que pudiera necesitarse, desde que un canal abierto desde Beaucaire a Aiguesmortes sustituyó
victoriosamente las barcas por los carros, y las sillas de postas por las diligencias.
Este canal, como para hacer más deplorable aún la suerte del posadero, pasaba entre el Ródano, que le
alimenta, y el camino, a cien pasos de la posada de que acabamos de dar una breve pero exacta descripción.
Tampoco olvidaremos un perro, antiguo guardián de noche, y que ladraba ahora a todos los
transeúntes, tanto de día como durante las tinieblas, porque ya había perdido la costumbre de ver viajeros.
El posadero era un hombre de cuarenta y dos años, alto, seco y nervioso, verdadero tipo meridional,
con sus ojos hundidos y brillantes, su nariz en forma de pico de ave de rapiña, y sus dientes blancos como
los de un animal carnicero; sus cabellos, que parecían no querer encanecer a pesar de los años, eran como
su barba, espesos, crespos y sembrados apenas de algunos pelos grises; su tez, naturalmente tostada, se
había cubierto aún de una nueva capa morena, debido a la costumbre que tenía el pobre diablo de
mantenerse desde la mañana hasta por la noche en el cancel de la puerta, para ver si pasaba alguno, ya
fuese a pie ya en coche, pero casi siempre esperaba en vano. Durante este tiempo, y para sustraerse a los
ardores del sol, no usaba de otro objeto preservador que un pañuelo encarnado atado a la cabeza a la
manera de los carreteros españoles.
Este hombre es nuestro antiguo conocido Gaspar Caderousse. Su mujer, que se llamaba Magdalena
Radelle, era pálida, delgada y enfermiza. Nacida en los alrededores de Arlés, conservando las señales
primitivas de la belleza tradicional de sus compatriotas, había visto destruirse lentamente su rostro en el
acceso casi continuo de una de esas fiebres sordas tan comunes en las poblaciones vecinas a los estanques
de Aiguesmortes y a los pantanos de la Camargue. Siempre estaba sentada y tiritando en su cuarto,
situado en el primer piso, ya tendida en un sillón o apoyada contra su cama, mientras su marido se ponía a
la puerta a continuar su perpetua centinela, lo que prolongaba con tanta mejor gana, cuanto que cada vez
que se encontraba con su áspera mirada, ésta le perseguía con sus quejas eternas contra la suerte, quejas a
las cuales su marido respondía, como de costumbre, con estas palabras filosóficas:
-Cállate, Carconte. ¡Dios quiere que sea así!
Este sobrenombre provenía de que Magdalena Radelle había nacido en el pueblo de la Carconte,
situado entre Salon y Lambese.
Así, pues, siguiendo la costumbre del país que es la de llamar siempre a la gente con un apodo en lugar
de llamarla por su nombre, su marido había sustituido con éste al de Magdalena, demasiado dulce tal vez
para su rudo lenguaje.
No obstante, a pesar de esta fingida resignación a los decretos de la Providencia, no se crea que nuestro
posadero dejara de sentir profundamente el estado de pobreza a que le había reducido el miserable canal
de Beaucaire, y que fuese invulnerable a las incesantes quejas con que le acosaba su mujer
continuamente.
Era, como todos los habitantes del Mediodía, un hombre sobrio y sin grandes necesidades, pero se
pagaba mucho de las apariencias.
Así, pues, en sus tiempos prósperos, no dejaba pasar una feria ni una procesión de la Tarasca, sin
presentarse en ella con la Carconte, el uno con ese traje pintoresco de los hombres del Mediodía, y que
participa a la vez del gusto catalán y del andaluz; la otra con ese vestido encantador de las mujeres de
Arlés que recuerda los de las de Grecia y de Arabia.
Pero poco a poco, cadenas de reloj, collares, cinturones de mil colores, corpiños bordados, chaquetas de
terciopelo, medias de seda, botines bordados, zapatos con hebillas de plata, todo había desaparecido, y
Gaspar Caderousse, no pudiendo ya mostrarse a la altura de su pasado esplendor, renunció por él y por su
mujer a todas esas pompas mundanas, cuya alegre algazara llegaba a desgarrarle el corazón, hasta en su
pobre vivienda, que conservaba aún, más bien como un asilo que como lugar de negocio.
Caderousse había permanecido, como tenía por costumbre, parte de la mañana delante de la puerta,
paseando su mirada melancólica desde una lechuga que picoteaban algunas gallinas, hasta los dos extremos
del camino desierto, que por un lado miraba al Norte y por el otro al Mediodía, cuando de repente
la chillona voz de su mujer le obligó a abandonar su puesto. Entró gruñendo y subió al primer piso,
dejando la puerta abierta de par en par, como para invitar a los viajeros a que no se olvidasen de entrar si
su mala estrella les hacía pasar por allí. En aquellos momentos, el camino de que ya hemos hablado continuaba
tan desierto y tan solitario como siempre, extendiéndose entre dos filas de árboles secos, y fácil es
comprender que ningún viajero, dueño de escoger otra hora del día, iría a aventurarse en aquel horrible
Sáhara.
Sin embargo, a pesar de todas las probabilidades, si Caderousse se hubiese quedado en su puesto,
hubiera podido ver, por el lado de Bellegarde, a un caballero y un caballo, marchando con ese continente
sosegado y amistoso, que indicaba las buenas relaciones que mediaban entre el hombre y el animal. Este
era, al parecer, muy manso; el caballero era un sacerdote vestido de negro y con un sombrero de tres
picos. A pesar del excesivo calor del sol, marchaba el animal a trote bastante largo.
Al llegar a la puerta, el grupo se detuvo, pero difícil hubiera sido decir si fue el caballo el que detuvo al
jinete, o el jinete el que detuvo al caballo. En fin, el caballero se apeó, y tirando por la brida del animal, lo
amarró a una argolla que había al lado de la puerta. Adelantóse en seguida hacia ésta, limpiándose el
sudor que inundaba su frente con un pañuelo de algodón encarnado y dio tres golpes en una de las hojas
de la puerta con el puño de hierro del bastón que llevaba en la mano.
El enorme perro negro se levantó al punto y dio algunos pasos ladrando y enseñando sus dientes
blancos y agudos, doble demostración hostil, prueba de lo poco hecho que estaba a la sociedad. Entonces
se oyeron unos pasos recios, bajo los cuales se estremeció la escalera de madera; era el posadero que
bajaba dando traspiés, para darse más prisa a satisfacer la curiosidad de saber quién sería el que llamaba.
-¡Allá va! -decía Caderousse, asombrado-. ¡Allá va! ¿Quieres callarte, Margotín? No temáis nada,
caballero; ladra, pero no muerde. Sin duda querréis vino, porque hace un calor inaguantable. ¡Ah!
Perdonad -interrumpió Caderousse, al ver qué especie de viajero era el que recibía en su casa-. ¿Qué
deseáis? ¿Qué queréis, señor abate? Estoy a vuestras órdenes.
El eclesiástico miró a aquel hombre dos o tres segundos con atención extraña, y aun pareció procurar
atraer la del posadero sobre sí; después, viendo que las facciones de éste no expresaban ningún otro
sentimiento que la sorpresa de no recibir una respuesta, juzgó que ya era tiempo de que aquélla cesase y
dijo con un acento italiano muy pro nunciado:
-¿No sois vos el señor Caderousse?
-Sí, caballero -dijo el posadero casi más asombrado de la pregunta que lo había estado en el silencio-.
Yo soy, en efecto, Gaspar Caderousse, para serviros.
-¿Gaspar Caderousse? Sí, creo que ésos son el nombre y el apellido. ¿Vivíais en otro tiempo en la
alameda de Meillán, en un cuarto piso?
-Precisamente.
-¿Y ejercíais el oficio de sastre?
-Sí, pero no prosperaba, y además -añadió para justificarse-, como hace tanto calor en ese demonio de
Marsella, creo que acabarán por no vestirse. Pero, a propósito de calor, ¿no queréis refrescar, señor abate?
-Sí. Dadme una botella de vuestro mejor vino y seguiremos hablando.
-Como queráis, señor abate -dijo Caderousse.
Y para no perder la ocasión de despachar una de las últimas botellas de vino de Cahors que le
quedaban, Caderousse se apresuró a levantar una trampa practicada en el pavimento de esta especie de
cuarto bajo, que hacía las veces de cocina y de sala. Cuando volvió a aparecer al cabo de cinco minutos,
encontró al abate sentado sobre un banquillo, con el codo apoyado sobre una mesa larga, mientras que
Margotín, que parecía haber hecho las pares con él, al oír que contra la costumbre este viajero iba a tomar
algo, apoyaba su hocico sobre el muslo de aquél, y le dirigía una lánguida mirada.
-¿Estáis loco? -preguntó el abate a su posadero, mientras éste ponía delante de él la botella y un vaso.
-¡Ah! Dios mío, sí, solo, o poco menos, señor abate, porque tengo una mujer que no me puede ayudar
en nada, a causa de hallarse siempre enferma: ¡pobre Carconte!
-¡Ah! ¡Estáis casado! -dijo el sacerdote con cierto interés y echando a su alrededor una mirada que
parecía expresar la lástima que le inspiraba la pobreza de aquella habitación.
-Adivináis que no soy rico, ¿no es verdad, señor abate? -dijo Caderousse sonriendo-. Pero ¿qué
queréis? No basta ser hombre honrado, para prosperar en este mundo.
El abate clavó en él una mirada penetrante:
-Sí, señor: honrado, puedo vanagloriarme de ello, caballero -dijo el posadero, arrostrando la mirada del
abate, poniendo una mano sobre el corazón y mirándole de pies a cabeza-, y en estos tiempos, no todos
pueden decir otro tanto.
-Tanto mejor, si de lo que os jactáis es cierto-añadió el abate- porque tarde o temprano, yo estoy
firmemente convencido de que el hombre de bien será recompensado, y el malo, castigado.
-Vos debéis decir eso, señor abate; vos debéis decir eso -replicó Caderousse con una expresión
amarga-, pero uno es dueño de creer o no creer lo que decís.
-Hacéis mal en hablar así -repuso el abate-, porque acaso muy en breve voy a ser yo mismo una prueba
de lo que pronostico.
-¿Qué queréis decir? -preguntó Caderousse asombrado.
-Quiero decir que es necesario que me asegure de si sois vos el que yo busco. .
-¿Qué prueba queréis que os dé?
-¿Habéis conocido en 1814 o en 1815 a un marino que se llamaba Dantés?
-¡Que si lo he conocido! ¡Que si he conocido a ese pobre Edmundo! Vaya, ya lo creo, como que era
uno de mis mejores amigos -exclamó Caderousse, cuyo rostro se cubrió de una tinta purpúrea, mientras
que la mirada fija y tranquila del abate parecía dilatarse para cubrir enteramente a aquel a quien
interrogaba.
-Sí, me parece que, en efecto, ése era su nombre.
-¡Que si se llamaba Edmundo! Bien lo creo, tan cierto como yo me llamo Gaspar Caderousse. ¿Y qué
ha sido de ese pobre Edmundo? -continuó el posadero-. ¿Lo habéis conocido? ¿Vive aún? ¿Está libre?
¿Es dichoso?
-Ha muerto más desesperado y más miserable que los presidiarios que arrastran su cadena en el presidio
de Tolón -respondió el abate.
Una mortal palidez sucedió en el rostro de Caderousse, al vivo encarnado que se había apoderado antes
de él; volvióse, y el abate vio que enjugaba una lágrima con su pañuelo.
-¡Pobrecillo! -murmuró Caderousse-. ¡Y bien! Ahí tenéis una prueba de lo que yo os decía antes, señor
abate, que Dios sólo es bueno para los malos. ¡Ah! -continuó Caderousse con ese lenguaje particular a los
naturales del Mediodía-, este mundo va de mal en peor. Llueva pólvora dos días y fuego una hora, y
acabemos de una vez.
-A1 parecer amabais a ese muchacho de corazón, ¿no es verdad? -preguntó el abate.
-Sí, mucho -dijo Caderousse-, aunque tenga que echarme en cara el haberle envidiado por un momento
su dicha. Pero, después, os lo juro a fe de Caderousse, compadezco su deplorable suerte.
Hubo una pausa, durante la cual la mirada fija del abate no cesó un instante de interrogar la fisonomía
movible del posadero.
-¿Y vos le habéis conocido? -continuó Caderousse.
-He sido llamado a su lecho de muerte para procurarle los socorros de la religión -respondió el abate.
-¿Y de qué ha muerto? -preguntó Caderousse con una angustia mortal.
-¿De qué se muere en la prisión, cuando se muere a los treinta años, sino de la prisión misma?
Caderousse se enjugó el sudor que corría por su frente.
-Lo que más me sorprende en todo esto es que Dantés, en sus últimos momentos, me juró por el Santo
Cristo, cuyos pies besaba, que no sabía la verdadera causa de su cautiverio.
-Es verdad, es verdad -murmuró Caderousse-, no podía saberla, no, señor abate, el pobre muchacho no
mentía.
-Por consiguiente me encargó que descubriese la causa de su desgracia, que él no pudo descubrir, y
vindicara su buen nombre, por si acaso había sido mancillado.
Y la mirada del abate, cada vez más fija y más penetrante, devoró la expresión casi sombría que se
había pintado en el rostro de Caderousse.
-Un rico inglés -continuó el abate-, compañero suyo de infortunio, y que salió de la cárcel al verificarse
la segunda restauración, poseía un diamante de un valor inmenso, y habiéndole cuidado Dantés como un
hermano, en una enfermedad que tuvo, quiso darle una prueba de reconocimiento y le dejó el diamante.
En lugar de servirse de él para seducir a los carceleros que, por otra parte, podían tomarlo y después
hacerle traición, Edmundo lo conservó siempre preciosamente para el caso de que saliese en libertad,
porque si llegaba a salir, su fortuna estaba asegurada con sólo la venta de aquel diamante.
-¿Y, era como decía -preguntó Caderousse con los ojos inflama dos por la codicia-, un diamante muy
valioso?
-Todo es relativo -replicó el abate-. Lo era para Edmundo: estaba tasado en cincuenta mil francos.
-¡Cincuenta mil francos! -dijo Caderousse-. ¡Entonces sería tan grueso como una nuez!
-No, pero poco le faltaba -dijo el abate-. Pero vos mismo vais a juzgarlo porque lo tengo conmigo.
Caderousse pareció buscar bajo los vestidos del abate el depósito de que hablaba. Éste sacó de su
bolsillo una cajita de tafilete negro, la abrió a hizo brillar a los ojos atónitos de Caderousse la
deslumbrante maravilla, montada en una sortija de un trabajo admirable.
-¿Y esto vale cincuenta mil francos? -preguntó Caderousse.
-Sin el engaste, que vale otro tanto -dijo el abate.
Y cerró la cajita y volvió a colocar en su bolsillo el diamante que, no obstante, continuaba brillando en
el pensamiento de Caderousse.
-Pero ¿cómo es que poseéis ese diamante, señor abate? -preguntó Caderousse-. ¿Os ha hecho Edmundo
heredero suyo?
-No, pero sí su ejecutor testamentario: Yo tenía tres buenos ami gos y una muchacha con quien estaba
para casarme -me dijo-, los cuatro, estoy seguro, sintieron mi suerte amargamente; ttno de estos cuatro
amigos se llama Caderousse.
Este se estremeció.
-El otro -continuó el abate, haciendo como que no advertía la emoción de Caderousse-, el otro se
llamaba Danglars; el tercero -añadió-, porque mi rival me amaba también...
Una diabólica sonrisa brilló en el rostro de Caderousse, que hizo un movimiento para interrumpir al
abate.
-Esperad -dijo éste-. Dejadme acabar, y si tenéis alguna observaci6n que hacerme, pronto os escucharé.
El otro, porque mi rival me amaba también, se llamaba Fernando; en cuanto a mi prometida, su nombre
era...
-Mercedes -dijo Caderousse.
-¡Ah! Sí, eso es -replicó el abate con un suspiro ahogado-. Mercedes.
-¿Y bien? -preguntó Caderousse.
-Dadme un poco de agua -dijo el abate.
Caderousse se apresuró a obedecer. El abate llenó el vaso y bebió algunos sorbos.
-¿Dónde estábamos? -inquirió, colocando el vaso sobre la me sa-. La prometida se llamaba Mercedes,
sí, eso es. Iréis a Marsella... Dantés es quien habla, ¿comprendéis?
-Perfectamente.
-Venderéis ese diamante, haréis cinco partes y las repartiréis entre esos buenos amigos, los únicos que
me han amado en la tierra.
-¿Cómo cinco partes? -dijo Caderousse-. ¡No habéis nombrado más que cuatro personas!
-Porque, según me han dicho, la quinta ha muerto... La quinta era el padre de Dantés.
-¡Ay! Sí -dijo Caderousse, conmovido por las pasiones que combatían en él-. ¡Ay! Sí, ¡el pobre hombre
ha muerto!
-Me enteré de ello en Marsella -respondió el abate haciendo un esfuerzo por parecer indiferente-. Pero
ha tanto tiempo que murió que no he podido adquirir más detalles... ¿Sabríais vos algo del fin que tuvo
ese anciano?
-¡Ah! -dijo Caderousse-, ¿quién puede saberlo mejor que yo...? Vivía al lado de él... ¡Ah, Dios mío! Sí,
un año casi después de la desaparición de su hijo murió el pobre anciano.
-Pero ¿de qué murió?
-Los médicos dijeron que de una gastroenteritis... Otros aseguran que murió de dolor, y yo, que casi le
he visto morir, digo que ha muerto...
Caderousse se detuvo.
-¿Muerto de qué? -preguntó el sacerdote con ansiedad.
-De hambre...
-¡De hambre! -exclamó el abate saltando sobre su banquillo-, ¡de hambre! ¡Los animales más viles no
mueren de hambre, los perros que vagan por las calles encuentran una mano compasiva que les arroja un
pedazo de pan! ¡Y un hombre, un cristiano, ha muerto de hambre en medio de otros hombres que como él
se creían cristianos! ¡Imposible! ¡Oh, eso es imposible!
-Vuelvo a repetir lo que he dicho -dijo Caderousse.
-Y haces muy mal -dijo una voz en la escalera -. ¿Para qué lo mezclas en cosas que nada lo importan?
Los dos hombres se volvieron y vieron a través de las barras de la escalera, la cabeza de la Carconte,
que había conseguido arrastrarse hasta allí, y escuchaba la conversación sentada en el último escalón, con
la cabeza apoyada sobre sus rodillas.
-¿Y tú por qué lo metes en esto, mujer? -dijo Caderousse-. El señor me pide informes, la cortesía exige
que yo se los dé.
-Sí, pero la prudencia exige que se los rehúses. ¿Quién lo ha dicho con qué intención lo quieren hacer
hablar, imbécil?
-Muy excelente, señora, os respondo a ello -dijo el abate-. Vuestro marido nada tiene que temer con tal
que hable francamente.
-Nada que temer..., sí, siempre se empieza por muy buenas promesas, después se añade que nada hay
que temer, luego se deja por cumplir lo prometido, y de la noche a la mañana le cae a uno encima una
desgracia, sin saber por dónde ni cómo vino.
-Descuidad, buena mujer -respondió el abate-, no os sucederá ninguna desgracia por parte mía, os lo
aseguro.
La Carconte murmuró algunas palabras que no se pudieron oír, dejó caer la cabeza sobre sus rodillas, y
continuó tiritando, dejando a su marido libre de continuar su conversación. Pero colocada de manera que
no perdía una sola palabra. Durante este tiempo, el abate había bebido algunos sorbos de agua, y se había
repuesto algún tanto.
-Pero -replicó-, ¿ese infeliz anciano estaba tan abandonado de todo el mundo, que haya muerto de
semejante muerte?
-¡Oh! , caballero -replicó Caderousse-, no fue porque Mercedes, la catalana, ni M. Morrel le hubiesen
abandonado, pero el pobre ancia no había cobrado una gran antipatía hacia Fernando, ese mismo -continuó
Caderousse con una sonrisa irónica-, que Dantés os ha dicho ser uno de sus amigos.
-¿Es que no lo era? -dijo el abate.
-¡Gaspar, Gaspar! -murmuró la mujer desde lo alto de la escalera -. ¡Mira lo que dices!
Caderousse hizo un movimiento de impaciencia, y sin conceder otra respuesta a la pregunta que le
hacían más que:
-¿Se puede ser amigo de aquel cuya mujer se desea? -respondió al abate-. Pero Dantés, que tenía un
corazón de oro, llamaba a todos amigos suyos... ¡Pobre Edmundo... ! En fin, mejor es que no haya sabido
nada, porque le hubiese costado algún trabajo perdonarlos al morir... Y digan lo que quieran -continuó
Caderousse, en su lenguaje, que no carecía de cierta ruda poesía-, más miedo tengo aún a la maldición de
los muertos que al odio de los vivos.
-¡Imbécil! -murmuró la Carconte.
-¿Sabéis lo que hizo Fernando contra Dantés?
-¿Que si lo sé? ¡Ya lo creo que lo sé!
-Hablad, pues.
-Gaspar, haz lo que quieras, eres dueño -dijo su mujer-, pero deberías creerme y no decir una palabra.
-Me parece que tienes razón, mujer -dijo Caderousse.
-¿Conque no queréis decir nada? -replicó el abate.
-¿Para qué? -dijo Caderousse-. Si el chico estuviese vivo y viniese a preguntarme, no digo que no, pero
ya está debajo de tierra, según decís, y de consiguiente no puede odiar, no puede vengarse, dejemos la
conversación.
-¿Entonces queréis -dijo el abate- que yo dé a esas personas, que vos consideráis enemigos, una
recompensa destinada a la fidelidad?
-Es cierto, tenéis razón -dijo Caderousse-. Por otra parte, ¿de qué les serviría lo que les deja
Edmundo...? Lo mismo que una gota de agua que cae en el mar.
-Sin contar que esa gente puede aniquilarte con un solo ademán -dijo la mujer.
-Pues ¿cómo? ¿Han llegado a ser ricos y poderosos?
-¿Entonces no sabéis su historia?
-No; contádmela.
Caderousse pareció reflexionar un instante.
-No, porque sería muy largo.
-Haced lo que más os convenga, amigo mío -dijo el abate con el acento de la más profunda
indiferencia-, yo respeto vuestros escrúpulos; por otra parte, lo que hacéis es propio de un hombre
verdaderamente bueno, no hablemos más de ello. ¿De qué estaba yo encargado? De una simple
formalidad. Venderé este diamante -y lo sacó de su bolsillo, abrió la cajita y lo hizo brillar por segunda
vez a los deslumbrados ojos de Caderousse.
-Ven a verlo, mujer --dijo éste con voz ronca.
-¡Un diamante! -dijo la Carconte, levantándose y bajando con paso bastante firme la escalera-. ¿Qué
diamante es ése?
-¿No lo has oído, mujer? -dijo Caderousse-. Es un diamante que nos ha legado el pobre chico a su
padre, a sus tres amigos Fernando, Danglars y yo, y a Mercedes, su prometida. Este diamante vale
cincuenta mil francos.
-¡Oh, qué joya tan preciosa! -dijo ella.
-¿Conque nos pertenece la quinta parte de esta suma? -dijo Ca derousse.
-Sí, caballero -respondió el abate-. Además, la parte del padre, que me creo autorizado a repartir entre
vosotros cuatro.
-¿Y por qué cuatro? -preguntó la Carconte.
-Porque cuatro son los amigos de Edmundo.
-No son amigos los que hacen traición -murmuró sordamente la mujer.
-Sí, sí -dijo Caderousse-, y esto es lo que yo decía. Es casi una profanación, casi un sacrilegio,
recompensar la traición, el crimen tal vez.
-Vos lo habéis querido -replicó tranquilamente el abate, volviendo a colocar el diamante en el bolsillo
de su sotana-. Ahora dadme las señas de los amigos de Edmundo, a fin de que pueda ejecutar su última
voluntad.
La frente de Caderousse estaba inundada de sudor; vio que el abate se levantó, se dirigió hacia la puerta
como para echar una ojeada a su caballo, y volvió.
Marido y mujer se miraban con una expresión indescriptible.
-¡Sería para nosotros el diamante entero! -dijo Caderousse.
-¿Lo crees así? -respondió la mujer.
-Un eclesiástico no querría engañarnos.
-Haz lo que quieras -dijo la mujer-. En cuanto a mí, no quiero meterme en nada.
Y volvió a subir la escalera, tiritando y dando diente con diente, a pesar del excesivo calor que hacía.
En el último escalón se detuvo un instante.
-Reflexiónalo bien, Gaspar -dijo.
-Ya estoy decidido -respondió Caderousse.
La Carconte entró en su cuarto arrojando un suspiro, oyóse el ruido de sus pasos al pasar por el
pavimento hasta que hubo llegado al sillón, donde cayó sentada.
-¿A qué estáis decidido? -preguntó el abate.
-A decíroslo todo -respondió.
-Me parece que eso es lo mejor que pudierais hacer -dijo el sacerdote-. No porque yo quiera saber lo
que vos queréis ocultarme, pero, en fin, si podéis ayudarme a distribuir las mandas según la voluntad del
testador será mejor.
-Así lo espero -respondió Caderousse con las mejillas inflamadas por la esperanza y la ambición.
-Os escucho -dijo el abate.
-Aguardad un momento; podrían interrumpirnos en lo más interesante de mi relación, lo cual sería algo
desagradable; por otra parte, es inútil que nadie sepa que habéis venido aquí.
Se dirigió a la puerta de su posada, la cual cerró y a la que, para mayor precaución, echó la barra, que
sólo debía poner por la noche. Durante este tiempo, el abate eligió un lugar para escuchar con toda la
comodidad. Se había sentado en un rincón, de manera que quedaba sumergido en la penumbra, mientras
que la luz daba de lleno en el rostro de su interlocutor, disponiéndose con la cabeza inclinada, las manos
cruzadas o más bien crispadas, a escuchar con todos sus cinco sentidos.
Caderousse acercó un banquillo y colocóse delante de él.
-Acuérdate de que yo no lo he inducido a que hables -dijo la temblorosa voz de la Carconte, como si a
través del pavimento de su cuarto hubiese podido ver la escena que se preparaba.
-Está bien, está bien -dijo Caderousse-. No hablemos más de ello, déjalo todo a mi cargo.
Capítulo cuarto
Declaraciones
-Ante todo -dijo Caderousse-, debo rogaros, caballero, que me prometáis una cosa.
-¿Cuál? -preguntó el abate.
-Que si llegáis a hacer use de los detalles que voy a daros, nadie debe saber jamás que los habéis
adquirido de mí, porque aquellos de quienes voy a hablaros son ricos y poderosos, y conque me tocaran
solamente con la punta de un dedo, me harían pedazos como si fuera de cristal.
-Tranquilizaos, amigo mío -dijo el abate- soy sacerdote y las confesiones mueren en mi seno. Acordaos
de que no tenemos otro fin más que cumplir dignamente la última voluntad de nuestro ami go. Hablad,
pues, sin temor y sin odio; decid la pura verdad. Yo no conozco, y probablemente no conoceré ja más, a
las personas de que vais a hablarme; por otra parte, soy italiano, y no francés, pertenezco a Dios, y no a
los hombres, y pronto volveré a entrar en mi convento, del que no he salido más que para cumplir con la
última voluntad de un moribundo. Esta promesa positiva pareció tranquilizar algún tanto a Caderousse.
-¡Pues bien! En ese caso -dijo Caderousse-, quiero, o más bien debo desengañaros acerca de esas
amistades que el pobre Edmundo creía sinceras y desinteresadas.
-Empecemos hablando de su padre, si os parece -dijo el abate-. Edmundo me ha hablado mucho de ese
anciano, a quien profe saba un amor profundo.
-La historia es triste, señor -dijo Caderousse inclinando la cabeza-. ¿Probablemente sabréis el
principio?
-Sí -respondió el abate- Edmundo me lo contó todo, hasta el momento en que fue preso en una taberna
cerca de Marsella.
-En la Reserva. ¡Oh, Dios mío! Sí, me acuerdo como si lo estuviera viendo.
-¿No fue en la comida de sus bodas?
-Sí, y la comida que tan bien empezó, tuvo un fin bastante triste. Un comisario de policía, seguido de
cuatro soldados armados, entró, y Dantés fue preso.
-Hasta ese suceso es lo que yo sé -dijo el sacerdote-. Dantés mismo no sabía más que lo que le era
absolutamente personal, porque no volvió a ver ninguna de las personas que os he nombrado, ni oído
hablar de ellas.
-¡Pues bien! Cuando hubieron detenido a Dantés, el señor Morrel corrió a tomar informes, que fueron
bien tristes. El anciano volvió solo a su casa, dobló su vestido de bodas llorando, pasó todo el día dando
paseos por su cuarto, y no se acostó; porque yo vivía debajo de él, y escuché sus pasos toda la noche. Yo
mismo he de confesar que tampoco dormí, el dolor de aquel pobre padre me causaba mucho mal, y cada
uno de sus pasos me estrujaba el corazón como si hubiese puesto el pie sobre mi pecho. Al día siguiente,
Mercedes fue a Marsella para implorar la protección de M. Villefort, pero nada obtuvo; en seguida fue a
hacer una visita al anciano. Cuando le vio tan sombrío y tan abatido, cuando supo que había pasado la
noche sin acostarse, y que no había comido desde el día anterior, quiso llevárselo a su casa para
prodigarle los cuidados de una hija a un padre, pero el anciano no quiso consentir en ello: «No -decía-, no
saldré de esta casa, porque a mí es a quien más ama mi desgraciado hijo, y si sale de la prisión a quien
primero correrá a ver será a mí. Y entonces, ¿qué diría si no me viese aquí esperándole? »
Yo escuchaba todo esto desde mi cuarto, y hubiera querido que Mercedes determinase al anciano a
seguirla, porque aquellos pasos día y noche sobre mi cabeza no me dejaban descansar.
-Pero ¿no subíais vos a consolar al anciano?
-¡Ah!, caballero -respondió Caderousse-, no se puede consolar al que no quiere ser consolado, y él era
de esta especie; además, no sé por qué, pero me parecía que tenía repugnancia en verme. Pero una noche
que oía sus sollozos, no pude resistir por más tiempo, y subí; pero cuando llegué a la puerta, ya no
sollozaba, oraba.
La elocuencia y ternura de sus palabras, yo no sabré describirla, caballero; aquello era más que piedad,
era más que dolor; así, pues, yo, que no soy muy santurrón y que no gusto mucho de los jesuitas, dije para
mí ese día: «Ahora me alegro de ser solo y de que Dios no me haya enviado ningún hijo, porque si fuera
padre y sintiese un dolor semejante al de ese anciano, no pudiendo hallar en mi memoria ni en mi corazón
todo cuanto él dice al Señor, me precipitaría al mar por no sufrir tanto tiempo.»,
-¡Pobre padre! -murmuró el sacerdote.
-Cada vez vivía más solo y aislado. El señor Morrel y Mercedes venían a verle a menudo, pero su
puerta seguía cerrada y aunque yo tenía completa seguridad de que estaba en su habitación, él no respondía.
Un día que, contra su costumbre recibió a Mercedes, y la pobre joven igualmente desesperada,
procuraba socorrerle: «Créeme, hija mía -le dijo-, ha muerto... y, en lugar de esperarle nosotros, él es
quien nos espera... de este modo yo soy muy feliz; porque soy el más viejo y, de consiguiente, le veré
primero que nadie... »
Por bueno que uno sea, pronto cesa de visitar a las personas que le entristecen; el viejo Dantés acabó
por quedarse completamente solo. Yo no veía subir a su casa más que a personas desconocidas, que
bajaban con algún paquete mal encubierto; comprendí después lo que eran aquellos paquetes. Iba
vendiendo poco a poco, para vivir, lo que tenía. Finalmente se agotaron los recursos del pobre anciano...,
debía tres plazos, le amenazaron con echarle de la casa; entonces pidió ocho días de término y le fueron
concedidos. Supe estos pormenores, porque el casero entró en mi casa después de haber salido de la suya.
Durante los tres primeros días oía sus pasos como de costumbre, pero al cuarto ya no oía nada. Me atreví
a subir, la puerta estaba cerrada y a través del agujero de la llave, le vi tan pálido y tan demudado que,
juzgándole muy enfermo, hice avisar al señor Morrel y corrí a casa de Mercedes. Los dos se apresuraron a
ir a socorrerle. El señor Morrel llevaba consigo un médico, el cual reconoció que aquella enfermedad era
una gastroenteritis, y le mandó que guardase dieta. Yo estaba allí, caballero, y nunca olvidaré la sonrisa
del anciano al oír aquella orden. Desde entonces abrió su puerta, ya tenía una excusa para no comer,
puesto que el médico le había mandado guardar rigurosa dieta.
El abate lanzó un gemido.
-Esta historia os interesa, ¿no es verdad, caballero? -dijo Ca derousse.
-Sí -respondió el abate-, me enternece mucho.
-Mercedes volvió y le halló tan demudado, que como la primera vez quiso llevarle a su casa. Tal era la
opinión del señor Morrel, pero el anciano gritó y se desesperó tanto, que tuvieron que dejarle. Mercedes
se quedó a la cabecera de su cama. El señor Morrel se alejó, haciendo señal a la catalana de que dejaba
una bolsa sobre la chimenea. Pero, escudado en el mandato del médico, el anciano no quiso tomar nada.
En fin, después de nueve días de desesperación y de abstinencia, expiró maldiciendo a los que habían
causado su desgracia, y diciendo a Mercedes:
-Si volvéis a ver a Edmundo, decidle que mu ero bendiciéndole.
El abate se levantó, dio unos cuantos pasos por el cuarto, llevándose ambas manos a la cabeza.
-¿Y vos creéis que ha muerto...?
-De hambre, caballero, de hambre -dijo Caderousse-, os lo aseguro, tan cierto como que los dos somos
cristianos.
El abate cogió el vaso de agua medio lleno con una mano convulsiva, lo bebió de un solo sorbo, y se
volvió a sentar con los ojos inflamados y las mejillas pálidas.
-Confesad que es una desgracia -dijo con voz ronca.
-Tanto mayor cuanto que Dios no se ha mezclado en nada; los hombres únicamente tienen la culpa de
todo.
-Pasemos, pues, a hablar de esos hombres -dijo el abate- pero pensad que os habéis comprometido a
decírmelo todo; veamos, ¿qué hombres son esos que han hecho morir al hijo de desesperación y al padre
de hambre?
-Dos hombres celosos de él, caballero. El uno por amor, el otro por ambición: Fernando y Danglars.
-Y, decidme, ¿cómo se manifestaron esos celos?
-Denunciaron a Edmundo como agente bonapartista.
-Pero ¿quién de los dos le denunció? ¿Quién de los dos fue el verdadero culpable?
-Ambos, caballero; el uno escribió la carta, el otro la echó al correo.
-¿Y dónde se escribió la carta?
-En la misma Reserva, la víspera del casamiento.
-Eso es, eso es -murmuró el abate-. ¡Oh! ¡Faria! ¡Faria! ¡Qué bien conocíais los hombres y las cosas!
-¿Qué decís, caballero? -preguntó Caderousse.
-Nada -replicó el sacerdote-. Proseguid.
-Danglars fue quien escribió la denuncia con la mano izquierda, para que su letra no fuese conocida, y
Fernando quien la envió.
-Pero-exclamó de repente el abate-, vos estabais allí...
-¿Yo? -dijo Caderousse asombrado-. ¿Quién os ha dicho que yo estaba?
El abate comprendió que se había adelantado demasiado.
-Nadie -dijo-, pero para estar tan al corriente de todos esos detalles, es preciso que hayáis sido testigo
de ellos.
-Es verdad -dijo Caderousse con voz ahogada-, allí estaba.
-¿Y no os opusisteis a esa infamia? -dijo el abate-. Entonces sois su cómplice.
-Caballero -dijo Caderousse-, me habían hecho beber los dos hasta el punto que perdí la razón. Todo lo
veía como a través de una nube. Dije cuanto puede decir un hombre en ese estado, pero me dijeron que
sólo era una chanza lo que habían intentado hacer y que esta chanza no tendría consecuencias.
-Al día siguiente... al día siguiente... ya visteis que tuvo consecuencias; sin embargo, no dijisteis nada, y
estabais allí cuando le prendieron.
-Sí; estaba allí, y quise hablar, quise decirlo todo, pero Danglars me contuvo: «Y si es culpable, por
casualidad, si verdaderamente ha arribado a la isla de Elba, si está encargado de una carta para la Junta
bonapartista de París, si le encuentran esa carta, los que le hayan sostenido pasarán por cómplices suyos.»
Tuve miedo de la policía tan rigurosa que había en aquel tiempo. Me callé, lo confieso; fue una cobardía,
convengo en ello, pero no fue un crimen.
-Comprendo, dejasteis obrar.
-Sí, caballero -respondió Caderousse- y eso me causa día y noche espantosos remordimientos. Muchas
veces pido perdón a Dios, os lo juro, tanto más, cuanto que esta acción, la única que tengo que echarme
en cara en mi vida, es sin duda alguna la causa de mis adversidades. Estoy expiando un instante de
egoísmo; así, pues, eso es lo que yo digo siempre a la Carconte cuando me viene con quejas: “Cállate,
mujer, Dios lo quiere así.”
Y Caderousse bajó la cabeza, dando todas las muestras de un verdadero arrepentimiento.
-Bien, bien -dijo el abate-. Habéis hablado con franqueza, acusarse de ese modo es merecer el perdón.
-Por desgracia -dijo Caderousse-, Edmundo ha muerto y no me ha perdonado.
-Sin duda lo ignoraba -dijo el abate.
-Pero ahora lo sabrá tal vez -replicó Caderousse-, dicen que los muertos todo lo saben.
Hubo una pausa. El abate se había levantado y se paseaba pensativo. Después se dirigió al sitio que
ocupaba antes y se volvió a sentar con abatimiento.
-Me habéis nombrado ya por dos o tres veces a un tal Morrel -le dijo- ¿Quién es ese hombre?
-Era armador del Faraón, y principal de Dantés.
-¿Y qué especie de papel ha hecho ese hombre en todo este triste suceso? -preguntó el abate.
-¡Ah!, el papel de un hombre de bien, de un hombre honrado, caballero. Veinte veces intercedió por
Edmundo, y cuando el empera dor volvió a ocupar el trono, escribió, suplicó, amenazó, en fin, hizo tanto
para salvar a aquel desgraciado, que en la segunda restauración fue perseguido como bonapartista. Veinte
veces, como ya os he dicho, fue a casa del padre de Dantés para llevarle a la suya, y la víspera o
antevíspera de su muerte, como ya os he dicho, también, dejó sobre la chimenea un bolsillo, con el cual
pudieran pagarse las deudas de aquel buen hombre y atender a los gastos de su entierro, de suerte que
aquel desgraciado anciano llegó a morir como había vivido, sin causar ningún perjuicio a nadie; yo
mismo conservo aún aquel bolsillo, un bolsillo de seda encarnada.
-¿Y vive aún ese señor Morrel... ? -preguntó el abate.
-Sí, señor-dijo Caderousse.
-En ese caso -continuó el abate- a ese hombre le habrá bendecido el cielo... y será rico... feliz...
Caderousse se sonrió con amargura.
-Sí, feliz, tan feliz como yo-dijo.
-¡Pues qué! ¡El señor Morrel es tan desgraciado! -exclamó el abate.
-Se halla ya a las puertas de la miseria, caballero, y lo que es peor aún, a las del deshonor.
-¿Pues cómo es eso?
-¿Qué queréis...? -continuó Caderousse- de esas cosas que suceden; después de veinticinco años de un
continuo trabajo, después de haber adquirido un honroso lugar entre los comerciantes de Marsella, el
desgraciado señor Morrel se ha arruinado completamente. Ha perdido cinco buques en dos años, ha
sufrido tres quiebras espantosas, y todas sus esperanzas están cifradas ahora en ese mismo Faraón que
mandaba el pobre Dantés, que, según dicen, debe volver de las Indias con un cargamento de cochinilla y
de añil. Si El Faraón naufraga también como los otros, el señor Morrel estará perdido.
-¿Y tiene mujer..., tiene hijos ese desgraciado?
-Sí, señor; tiene una mujer que ha sobrellevado las desgracias de su esposo como una santa, tiene una
hija que estaba para casarse con un hombre a quien amaba, y cuya familia no quiso consentir en que se
casase con la hija de un comerciante en quiebra; y tiene, además, un hijo teniente de no sé qué cuerpo,
pero comprenderéis muy bien, todo esto aumenta el dolor en vez de dulcificarlo, a ese infeliz y honrado
señor Morrel. Si fuese solo, es decir, si no tuviese familia, se levantaría la tapa de los sesos y asunto
concluido.
-Pero eso es espantoso -interrumpió el abate.
-He aquí cómo recompensa Dios la virtud, caballero -dijo Caderousse-. Mirad, yo, que nunca he hecho
ninguna mala acción, excepto la que ya os he contado, me encuentro en la miseria más deplorable.
Después de ver morir a mi pobre mujer de una fiebre, sin poder hacer nada por ella, moriré de hambre,
como el padre de Dantés, mientras que Fernando y Danglars nadan en oro.
-¿Cómo es eso?
-Porque todo les sale bien, al paso que a mí, que soy un hombre honrado, todo me sale mal.
-¿Qué ha sido de Danglars, el más culpable; no es así?
-¿Qué ha sido de él? Abandonó Marsella, entró por recomendación de M. Morrel, que ignoraba su
crimen, de primer dependiente en casa de un banquero español. Durante la guerra de España se encargó
de una parte de las provisiones del ejército francés, a hizo fortuna con ese primer dinero, jugó sobre los
fondos públicos, y triplicó, cuadru plicó sus capitales, y viudo después de la hija de su principal, se casó
con otra viuda llamada madame Nargonne, hija de M. Servieux, canciller del rey actual, y que goza de la
mayor influencia. Había llegado a ser millonario, le hicieron barón, de modo que ahora es barón Danglars,
y posee un magnífico palacio en la calle de Mont-Blanc, diez soberbios caballos, seis lacayos en la
antesala, y no sé cuántos millones en sus cajas.
-¡Ah! -exclamó el abate con un acento singular-, ¿y es feliz?
-¡Ah!, feliz, ¿quién puede decir eso? La desgracia o la felicidad es secreto de las paredes, las paredes
oyen, pero no hablan, de manera que si para ser feliz sólo se necesita tener una gran fortuna, Danglars
goza de la más completa felicidad.
-¿Y Fernando?
-Fernando es también un gran personaje, aunque por otro estilo.
-Pero ¿cómo ha podido hacer fortuna un pobre pescador catalán, sin educación y sin recursos? Estoy
asombrado, lo confieso.
-A todo el mundo le sucede lo mismo. Preciso es que en su vida haya algún extraño misterio de todos
ignorado.
-Pero, en fin, decidme por qué escalones visibles ha subido a esa fortuna o a esa alta posición social.
-¡A ambas!, tiene fortuna y posición.
-Se diría que me estáis contando un cuento.
-Y lo parece, en verdad. Pero escuchadme y lo comprenderéis.
-Pocos días antes de la vuelta del emperador, Fernando había entrado en quintas. Los Borbones le
dejaron tranquilo en los Catalanes, pero Napoleón decretó a su vuelta una leva extraordinaria, y se vio
obligado a marchar. También yo marché, pero como tenía más edad que Fernando, y acababa de casarme,
me destinaron a las costas.
»Agregado Fernando al ejército expedicionario, pasó la frontera con su regimiento y asistió a la batalla
de Ligny.
»La noche que siguió a la batalla, hallábase Fernando de centinela a la puerta de un general que
mantenía con el enemigo relaciones secretas, y debía de juntarse con los ingleses aquella misma noche.
Propuso a Fernando que le acompañase, y Fernando aceptó abandonando su puesto.
»Lo que hubiera hecho que se le formara consejo de guerra si Bonaparte hubiera permanecido en el
trono, fue para los Borbones recomendación, de manera que entró en Francia con la charretera de
subteniente, y como no perdió la protección del general, que gozaba de mu cha influencia, era ya capitán
cuando la guerra de España en 1823, es decir, cuando Danglars hacía sus primeras especulaciones.
»Fernando era español; fue enviado a Madrid a explorar la opinión pública; allí encontró a Danglars,
renovaron las amistades, ofreció a su general el apoyo de los realistas de la corte y de las provincias, le
comprometió, comprometiéndose a su vez, guió a su regimiento por sendas de él sólo conocidas en las
montañas atestadas de realistas, e hizo, en fin, tales servicios en esta corta campaña, que después de la
acción del Trocadero fue ascendido a coronel, con la cruz de oficial de la Legión de Honor y el título de
conde.
-¡Lo que es el destino! -murmuró el abate.
-¡Sí!, pero escuchad, que no es esto todo. Concluida la guerra de España, la carrera de Fernando se
hallaba interrumpida por la larga paz que prometía reinar en Europa. Solamente Grecia, sacudiendo el
yugo de Turquía, principiaba entonces la guerra de la independencia. Los ojos del mundo entero se
fijaban en Atenas. Estuvo de moda compadecer a los griegos y ayudarlos, y el mismo gobierno francés,
sin protegerlos abiertamente, como ya sabréis, toleraba las emigraciones parciales. Fernando pidió y
obtuvo el permiso de it a servir a Grecia, sin dejar por eso de pertenecer al ejército francés.
»Algún tiempo después se supo que el conde de Morcef, que éste era el título de Fernando, había
entrado como general instructor al servicio de Alí-Bajá.
»Como ya sabréis, Alí-Bajá fue asesinado, pero antes de morir re compensó los servicios de Fernando
con una suma considerable, con la cual volvió a Francia, donde se le revalidó su empleo de teniente
general.
-¿De manera que hoy...? -preguntó el abate.
-Hoy -respondió Caderousse- posee una casa magnífica en París, calle de Helder, número 27.
El abate permaneció un instante pensativo y como vacilando, y dijo, haciendo un esfuerzo:
-¿Y Mercedes? Me han asegurado que desapareció.
-Desapareció, sí -repuso Caderousse-, como desaparece el sol para volver a salir más esplendoroso al
otro día.
-¿También ella ha hecho fortuna? -preguntó el abate con una sonrisa irónica.
-Mercedes es en la actualidad una de las más aristocráticas damas de París.
-Seguid, que me parece un sueño todo lo que oigo --dijo el abate-. Pero he visto yo también cosas tan
extraordinarias, que ya no me asombran tanto las que me referís.
-Mercedes se desesperó por la pérdida de Edmundo. Ya os he contado sus instancias a Villefort, y su
afecto al padre de Dantés. En esto vino a herirla un nuevo dolor, la ausencia de Fernando, de Fernando,
cuyo crimen ignoraba, y a quien miraba como a su hermano.
»Con esta ausencia quedó Mercedes completamente sola.
-Sí -respondió Caderousse-, del niño Alberto.
-Pero, ¿tenía ella educación para dársela a su hijo? -prosiguió el abate-. Creo que le oí decir a Edmundo
que era hija de un simple pescador, hermosa, pero ignorante.
-¡Oh! ¡Tan mal conocía a su propia novia! -dijo Caderousse-. Si la corona hubiera de adornar sólo las
cabezas más lindas a inteligentes, Mercedes habría podido ser reina. A medida que su fortuna crecía, iba
creciendo ella moralmente. El dibujo, la música, todo lo aprendía. Creo además (aquí para entre nosotros)
que esto lo hacía por distraerse, para olvidar, y que solamente llenaba su cabeza con tantas cosas por
combatir el vacío de su corazón. Sin embargo, ahora -continuó Caderousse-, será sin duda otra mujer. La
fortuna y los honores la habrán consolado. Ahora es rica, es condesa, y sin embargo...
El posadero se contuvo.
-Sin embargo, ¿qué? -le preguntó el abate.
-Estoy seguro de que no es feliz -dijo Caderousse.
-¿Y por qué lo creéis así?
-Escuchad: cuando más hostigado me vi por la miseria, ocurrió seme que no dejarían de ayudarme un
tanto mis antiguos amigos, y me presenté a Danglars, que no quiso recibirme, y a Fernando que me entregó
cien francos por mediación de su ayuda de cámara.
-¿Luego no visteis ni a uno ni a otro?
-No, pero la señora de Morrel sí que me vio.
-¿Cómo?
-Al salir de su casa cayó a mis pies una bolsa que contenía veinticinco luises. Levanté en seguida la
cabeza, y pude ver a Mercedes, que cerraba la ventana.
-¿Y el señor de Villefort? -inquirió el abate.
-Ni había sido mi amigo, ni yo le conocía tan siquiera, por lo cual nada tenía que pedirle.
-Pero ¿no sabéis qué ha sido de él, ni sabéis la parte que tomó en la desgracia de Edmundo?
-No. Sólo sé que algún tiempo después de la prisión del pobre chico se casó con la señorita de
Saint-Meran, y luego se marcharon de Marsella. Sin duda, la fortuna les habrá sonreído como a los otros;
sin duda Villefort es rico como Danglars y considerado como Fernando. Yo sólo permanezco pobre y
olvidado de Dios, como veis.
-Os equivocáis, amigo -dijo el abate-. Dios tal vez mientras prepara los rayos de su justicia, aparente
olvidar, pero llega un día en que recuerda y así os lo prueba.
Esto diciendo el abate sacó de su bolsillo la sortija.
-Tomad, amigo mío -dijo a Caderousse. Tomad este diamante, que es vuestro.
-¡Cómo! ¡Mío! ¡Mío solo! -exclamó Caderousse-. ¡Ah, señor!, ¿no os burláis?
-El precio de este diamante había de repartirse entre sus amigos; de manera que teniendo Edmundo uno
solo, es imposible la repartición. Tomad este diamante y vendedlo. Os repito que vale cincuenta mil
francos. Con semejante cantidad saldréis de la miseria.
-¡Oh, señor! -dijo Caderousse alargando la mano tímidamente y enjugándose con la otra el sudor que le
bañaba el rostro-. ¡Oh, señor, no toméis a chanza la felicidad o la desesperación de un hombre!
-Bien sé lo que es felicidad y lo que es desesperación, para que en esto nunca me chancee. Tomad,
pues, el diamante, pero en cambio...
Caderousse retiró su mano, que tocaba ya la sortija.
El abate se sonrió.
-En cambio -repuso-, podéis darme ese bolsillo de seda encarnada que dejó el señor Morrel sobre la
chimenea del anciano Dantés, y que vos poseéis, según me habéis dicho.
Cada vez más sorprendido Caderousse, se dirigió a un armario de encina, lo abrió y entregó al abate un
bolsillo largo de torzal encarnado, que adornaban dos anillos de cobre, dorados en otro tiempo.
Cogiólo el abate, y en su lugar entregó al posadero el diamante.
-¡Oh, señor! Sois un hombre bajado del cielo -exclamó Caderousse-. Nadie sabía que Edmundo os dio
este diamante, y hubierais podido quedaros con él.
-¡Vaya! -dijo para sí el abate-. Según eso tú lo hubieras hecho.
Y cogió su sombrero y sus guantes y se levantó.
-¡Ah! -dijo de repente-, ¿eso que me habéis contado es la pura verdad? ¿Puedo creerlo al pie de la letra?
-Esperad, señor abate -respondió Caderousse-, en este rincón hay un Santo Cristo de madera, bendito, y
sobre aquel baúl el devocionario de mi mujer. Abridlo y colocando una mano sobre él y la otra extendida
hacia el crucifijo, os juraré por la salvación de mi alma y por mi fe de cristiano, que os he contado todo tal
como pasó, y como el ángel de los hombres lo repetirá al oído de Dios el día del juicio final.
-Bien -repuso el abate, convencido por su acento de que decía Caderousse verdad-. Está bien. Adiós.
Me voy lejos de los hombres, que tanto mal se hacen unos a otros.
Y librándose a duras penas de los transportes de entusiasmo de Caderousse, quitó el abate por sí mismo
la tranca a la puerta, volvió a montar a caballo, saludó por última vez al posadero, que le despedía con
ruidosas señales de agradecimiento, y partió en la misma dirección que había seguido a la ida.
Cuando Caderousse se volvió vio detrás de él a la Carconte, más pálida y más temblorosa que nunca.
-¿Es cierto lo que he oído? -le dijo.
-¿Qué? ¿Que nos daba el diamante para nosotros solos? -respondió Caderousse loco de júbilo.
-Sí.
-Ciertísimo, y si no, míralo.
La mujer lo contempló un instante y luego dijo, con voz sorda:
-¡Si fuera falso...!
Caderousse palideció y estuvo a punto de caerse.
-¡Falso... ! -murmuró-. ¡Falso! ¿Y por qué ese hombre me había de dar un diamante falso?
-Por hacerte hablar sin pagarte, imbécil.
Al peso de esta suposición, Caderousse se quedó como aturdido.
-¡Oh! -dijo después de un instante, cogiendo su sombrero, que se puso sobre el pañuelo encarnado que
tenía a la cabeza-, pronto lo sabremos.
-¿Cómo?
-Hoy es la feria de Beaucaire, habrá plateros de París, voy a mostrárselo. Guarda tú la casa, mujer, que
dentro de dos horas estoy de vuelta.
Y salió Caderousse precipitadamente de la posada, tomando el camino opuesto al que seguía el
desconocido.
-¡Cincuenta mil francos! -murmuró la Carconte al verse sola-, es dinero..., pero no es ningún tesoro.
Capítulo quinto
Los registros de cárceles
Al día siguiente de aquel en que se desarrolló en la posada del camino de Bellegarde a Beaucaire la
escena que acabamos de narrar, un hombre de treinta y dos años con frac azul, pantalón de Nankin,
chaleco blanco y aire y acento muy inglés, se presentó en casa del alcalde de Marsella.
-Caballero -le dijo -, yo soy el comisionista principal de la casa Thomson y French, de Roma. Diez años
ha que estamos en relaciones con la de Morrel a hijos, de Marsella, y hasta le tenemos confiados unos
cien mil francos sobre poco más o menos. Lo que se dice de que amenaza ruina tal casa, nos pone
actualmente en suma inquietud, por lo cual vengo de Roma a pediros noticias sobre este asunto.
-Caballero -respondió el alcalde-, sé efectivamente que de cuatro o cinco años acá parece que persigue
la desgracia al señor Morrel. Ha perdido cuatro o cinco barcos, y ha sufrido tres o cuatro quiebras, pero
no me corresponde a mí, aunque soy su acreedor por unos diez mil francos, referiros la situación de su
casa. He aquí todo lo que puedo deciros, caballero. Si queréis saber más, id al señor de Boville, inspector
de cárceles, que vive en la calle de Noailles, número 15. Según creo, tiene colocados doscientos mil
francos en la casa de Morrel, y si realmente hay ocasión de que temamos, como su cantidad es ma yor que
la mía, serán también más exactas sus noticias probablemente.
Al parecer apreció mucho el inglés esta delicadeza del alcalde y saludándole se encaminó a la calle
indicada, con ese paso peculiar de los hijos de la Gran Bretaña.
E1 señor de Boville se encontraba en su despacho. Al verle, hizo el inglés un movimiento de sorpresa,
como si no fuera la primera vez que viese a la persona que venía a visitarle. En cuanto al señor de Boville,
estaba tan desesperado, que evidentemente el pensamiento que ahora le absorbía todas sus facultades no
dejaba a su memoria ni a su imaginación ocasión para retroceder a tiempos pasados.
Con la flema de los de su raza, abordó el inglés la cuestión casi en los mismos términos en que acababa
de hablar al alcalde.
-¡Oh, caballero! -exclamó el señor de Boville -, no pueden ser más fundados vuestros temores, por
desdicha. Aquí me tenéis sumido en la desesperación. Yo tenía colocados doscientos mil francos en la
casa de Morrel; doscientos mil francos que eran la dote de mi hija, y pensaba casarla dentro de quince
días, puesto que de esa cantidad, cien mil francos eran reembolsados el 15 de este mes, y los otros cien el
15 del próximo. Ya tenía avisado al señor Morrel que deseaba que fuera exacto en el reembolso, y he aquí
que viene él mismo a decirme hace una media hora, que si su barco, El Faraón, no ha vuelto para el 15,
no le será posible pagarme.
-Pero eso parece tan sólo un aplazamiento -observó el inglés.
-¡Decid mejor que parece una quiebra! -exclamó desesperado el señor de Boville.
El inglés reflexionó un instante y luego dijo:
-¿Tantos temores os inspira ese crédito?
-Lo considero perdido.
-Pues yo os lo compro.
-¡Vos!
-Sí, yo.
-Pero ¿con un descuento enorme, sin duda?
-No, a la par; por doscientos mil francos. Nuestra casa -añadió el inglés sonriendo-, no hace negocios
de esa clase.
-¿Y pagáis...?
-Al contado.
Y sacó el inglés de su bolsillo un fajo de billetes de banco, que podrían importar el doble de la suma
que temía perder el señor de Boville. Un destello de alegría iluminó el semblante de éste, pero haciendo
un esfuerzo añadió:
-Es mi deber advertiros, caballero que es muy probable que no recobréis ni el seis por ciento de esa
suma.
-Eso no es cuenta mía, sino de la casa de Thomson y French, en cuyo nombre estoy actuando
-respondió el inglés-. Acaso tenga ella empeño en apresurar la ruina de otra casa rival; lo que sé, caballero,
es que estoy pronto a pagaros el endoso que vais a hacerme, y que sólo os exigiré un mínimo
corretaje.
-¡Cómo, caballero!, nada más justo -exclamó el señor de Bovine-. El derecho de comisión suele ser un
uno y medio por ciento, ¿queréis el dos? ¿Queréis el tres? ¿Queréis el cinco? ¿Queréis más? Decidme si
queréis más.
-Caballero -repuso sonriendo el inglés-, yo, como mis principales, no hago negocios de esa clase; mi
corretaje es de otra epsecie.
-Hablad, pues.
-¿Sois inspector de cárceles?
-Hace más de catorce años.
-¿Tenéis libros de entradas y salidas?
-Sin duda alguna.
-¿En esos libros deben constar las notas relativas a los presos?
-Cada preso tiene las suyas.
-Pues oíd, caballero: me eduqué en Roma por un abate, un pobre diablo, que desapareció de la noche a
la mañana. Después supe que estuvo preso en el castillo de If, y quisiera enterarme de los detalles de su
muerte.
-¿Cómo se llamaba?
-El abate Faria.
-¡Ah! le recuerdo muy bien -exclamó el señor de Boville-, Es taba loco.
-Eso decían.
-¡Oh!, sí que lo estaba.
-Es posible. ¿Y cuál era su manía?
-Se imaginaba tener noticia de un tesoro inmenso, y ofrecía al gobierno sumas incalculables si accedían
a ponerle en libertad.
-¡Pobre diablo! ¿De modo que ha muerto?
-Hace cinco o seis meses; en febrero último.
-Buena memoria tenéis, caballero, pues así recordáis las fechas.
-Recuerdo ésta, porque la muerte del abate fue seguida de un extraño suceso.
-¿Se puede saber qué suceso fue ése? -preguntó el inglés con tal expresión de curiosidad que hubiera
sorprendido a un observador el hallarla en su rostro flemático.
-¡Oh!, sí, caballero. Figuraos que el calabozo del abate distaba cuarenta y cinco o cincuenta pasos del
de un antiguo agente bonapartista, uno de aquellos que más habían contribuido a la vuelta del usurpador
en 1815, hombre muy audaz y muy peligroso. ..
-¿De veras? -inquirió el inglés.
-Sí -respondió el señor de Boville-. Yo mismo tuve ocasión de verle en 1816 ó 1817; por cierto que
sólo con un piquete de soldados me atreví a bajar a su calabozo. ¡Qué impresión tan profunda me causó
aquel hombre! Jamás olvidaré su rostro.
El inglés se sonrió imperceptiblemente. Luego preguntó:
-¿Decíais, caballero, que los dos calabozos...?
-Sólo distaban cincuenta pies uno del otro; pero, según parece, el tal Edmundo Dantés...
-¿De modo que aquel hombre peligroso se llamaba...?
-Edmundo Dantés. Pues parece que el tal Edmundo Dantés se había procurado herramientas, o las había
construido él mismo, pues se descubrió una galería subterránea, por donde los dos presos se
comunicaban.
-Ese subterráneo tendría un objeto, sin duda, ¿el de escaparse?
-Justamente; pero, por desdicha de los presos, el abate Faria fue acometido de una catalepsia y murió.
-Comprendo. Eso debió frustrar los proyectos de fuga.
-Para el mu erto, sí, mas no para el vivo -repuso el señor de Boville -. En esta desgracia halló, por el
contrario, Dantés un medio de apresurar su fuga. Se imaginó, sin duda, que los presos que mueren en el
castillo de If se entierran en un cementerio como los comunes, y trasladó al difunto a su calabozo, ocupó
su lugar en el saco en que se le había metido, esperando la hora del entierro.
-Era un medio que indicaba valor -repuso el inglés.
-¡Oh!, ya os dije, caballero, que era un hombre muy peligroso. Por fortuna, él mismo libró al gobierno
de los temores que le inspiraba.
-¿Cómo?
-¿No lo comprendéis?
-No.
-El castillo de If no tiene cementerio, sino que sencillamente arrojan los muertos al mar, atándoles a los
pies una bala de a treinta y seis.
-¿Y qué..? -añadió el inglés, como si no acabara de entender.
-Que le arrojaron al mar con una bala de a treinta y seis.
-¿De veras? -exclamó el inglés.
-Sí, caballero. Ya os podéis figurar cuánta debió de ser la sorpresa del fugitivo al sentirse precipitado
desde aquella altura. Cualquier cosa daría por haber visto su cara en aquel momento.
-No habría sido fácil.
-No importa -contestó el señor de Boville, a quien la idea de recobrar sus doscientos mil francos ponía
de buen humor-. No importa; me la estoy imaginando.
Y se echó a reír.
-Yo también -añadió el inglés.
Y también se echó a reír, pero como ríen los ingleses, de dientes a fuera.
-Según eso -añadió el inglés, que fue el primero en recobrar su sangre fría-, según eso, ¿el fugitivo se
ahogó?
-¡Toma!
-De suerte que el gobernador del castillo de If se libró al mismo tiempo del preso furioso y del preso
loco.
-Exacto.
-¿Ese suceso debe constar por algún documento?
-Sí, sí, por un acta de defunción. Ya comprenderéis que a la familia de Dantés, caso de que la tenga,
podría interesarle averiguar si estaba muerto o vivo.
-De modo que si le heredan, pueden gozarlo tranquilamente. Está muerto y bien muerto.
-¡Vaya! Hasta se les expedirá certificación el día que la quieran.
-Desde luego -respondió el inglés-. Pero volvamos a los re gistros.
-Es verdad. Esta historia nos ha hecho divagar un tanto. Dispensadme.
-¿Por qué? ¿Por la historia? Al contrario, me ha parecido curiosísima.
-Y lo es, en efecto. ¿De modo que deseáis, caballero, examinar todo lo relativo a vuestro pobre abate,
que era la dulzura personificada?
-Tendré mucho gusto.
-Pasemos a mi despacho y os complaceré.
Ambos pasaron al despacho del señor de Boville. En él todo respiraba orden y arreglo. Cada libro tenía
su número, cada nota ocupaba su lugar. El inspector hizo que el inglés se sentase en su propio sillón,
poniéndole delante el libro y las notas referentes al castillo de If, y dejándole en completa libertad de
examinarlas, y él se sentó en un rincón a leer un periódico.
El inglés encontró en seguida lo que buscaba, pero sin duda le habría interesado mucho la historia que
le contó el señor de Boville, pues habiendo recorrido muy por encima el registro de Faria, prosiguió
hojeando hasta dar con el de Edmundo Dantés. Allí también cada documento lo halló en su sitio. La
denuncia, el interrogatorio, la solicitud de Morrel y el informe de Villefort. Dobló con cuidado la
denuncia, la guardó en el bolsillo, llegó al interrogatorio, y viendo que no se nombraba siquiera al señor
Noirtier, examinó la solicitud de 10 de abril de 1815, en que por consejos del sustituto, Morrel exageraba,
con la mejor intención, pues reinaba entonces Napoleón, los servicios de Dantés a la causa imperial,
corroborados por la certificación de Villefort. Ahora lo comprendió todo claramente. Guardando Villefort
la solicitud de Morrel había hecho de ella un arma poderosa bajo la segunda Restauración.
Ya no tuvo, pues, ninguna sorpresa al hallar esta nota en el registro, al margen de su nombre:
Edmundo Dantés: Bonapartista acérrimo. Ha tomado una parte muy activa en la vuelta de Napoleón.
Téngasele muy vigilado y bajo la más rigurosa incomunicación.
Debajo de estas líneas había escrito, con diferente clase de letra:
«Vista la nota anterior, nada se puede hacer por él.» Sólo comparando la letra del margen con la de la
recomendación puesta a la solicitud de Morrel, pudo convencerse de que las dos eran iguales, es decir,
ambas de Villefort.
Respecto a la última nota, comprendió el inglés que habría sido escrita por algún inspector, a quien
Edmundo inspirara un interés pasajero, interés que se desvaneció ante lo terminante y expresivo de la nota
marginal.
Ya hemos dicho que, por discreción, el inspector se había puesto a leer aparte La Bandera Blanca, por
no molestar al discípulo del abate Faria, y por esto no pudo verle doblar y guardarse la denuncia, escrita
por Danglars bajo el emparrado de la Reserva, con un sello del correo de Marsella del 27 de febrero, a las
seis de la tarde.
Sin embargo, hemos de añadir que aunque lo hubiera visto, daba tan poca importancia a aquel papel, y
tanta a sus doscientos mil francos, que no se hubiera opuesto a que se lo llevara.
-Gracias -dijo el inglés, cerrando el libro de repente-. Ya he terminado y ahora debo cumplir mi
promesa. Hacedme un simple endoso de vuestro crédito, declarando haber recibido el importe, y voy a
contaros el dinero.
Y cediendo su sillón al señor de Boville, que se apresuró a hacer el endoso y el recibo, el inglés empezó
a contar billetes de banco en el otro extremo de la mesa.
Capítulo sexto
Morrel a hijos
El que hubiera abandonado Marsella algunos años antes, conociendo a fondo la casa de Morrel, y
hubiese vuelto en la época a que hemos llegado con nuestros lectores, la habría encontrado muy
cambiada.
En vez de ese aroma de vida, de felicidad y de holgura que exhalan, por decirlo así, las casas en estado
próspero, en lugar de aquellos alegres rostros que se veían detrás de los visillos de los cristales, en vez de
aquellos corredores atareados que cruzaban por los pasillos con la pluma detrás de la oreja, en vez de
aquel patio lleno de fardos, retumbando a los gritos y a las carcajadas de los mozos, hallara a primera
vista un no. sé qué de triste, un no sé qué de muerto.
En aquellas oficinas sólo quedaban dos de los numerosos empleados. Uno era un joven de veintitrés o
veinticuatro años, llamado Manuel Raymond, que enamorado de la hija de Morrel, permanecía en el
escritorio, a pesar de todos los esfuerzos que hacía en contrario su familia. El otro era un viejo empleado
en la caja; llamábase por apodo Cocles, apodo que le habían dado los jóvenes que en otro tiempo henchían
aquella casa poco menos que desierta, y apodo en fin, que había sustituido tan por completo a su
propio nombre, que según todas las probabilidades no habría vuelto ahora la cabeza si le llamaran por
aquél. .
Cocles permanecía al servicio del señor Morrel, habiéndose verificado en la situación de aquel hombre
un cambio muy singular. Había ascendido a cajero y descendido a criado. No por esto dejaba de ser
siempre el mismo Cocles, bueno, leal, sufrido, pero inflexible en cuanto a la aritmética, en lo cual se las
tenía tiesas hasta con el mismo señor Morrel, aunque no conociese otra teoría que su tabla de Pitágoras,
que se sabía de memoria, ya de corrido, ya salteado, y a pesar de cuantas artimañas se emplearan para
hacerle cometer un error.
Cocles era el único que se mostraba impertérrito en medio de la general desgracia que pesaba sobre la
casa de Morrel, pero no se juzgue mal de esta impasibilidad, que no era falta de cariño, sino todo lo contrario,
una convicción invencible.
Así como las ratas, que según dicen, van abandonando poco a poco el buque sentenciado de antemano
por las borrascas a irse a pique, así como estos animales egoístas cuando leva el ancla ya lo han abandonado
del todo, así la turba de agentes y corredores que vivía de la casa del armador, habían ido poco a
poco desertando del despacho y de los almacenes como ya se ha dicho, pero Cocles los vio marcharse sin
pensar siquiera en la causa. Todo en él, repetimos, se reducía a cuestión de números, y como en los veinte
años que llevaba en el escritorio de Morrel había visto siempre efectuarse los pagos con tanta exactitud,
no comprendía que pudiera faltar aquella exactitud, ni suspenderse aquellos pagos, como el molinero que
posee un molino en un río muy caudaloso no comprende que pueda secarse el río. Hasta la fecha, en
efecto, nada había podido destruir la creencia de Cocles. Los pagos del fin del mes anterior se efectuaron
con rigurosa puntualidad. Cocles había rectificado una equivocación de ochenta sueldos cometida por el
naviero contra su bolsillo, y el mismo día se los había devuelto. Morrel, con una sonrisa melancólica, los
tomó y los echó en un cajón casi vacío, diciéndole:
-Bien, Cocles: sois el non plus ultra de los cajeros.
Y Cocles se marchó reventando de orgullo, porque un elogio del señor Morrel, el non plus ultra de los
hombres honrados de Marsella, lo apreciaba más que una gratificación de cincuenta escudos.
Pero desde ese fin de mes tan glorioso, había pasado el señor Morrel
horas muy crueles. Para atender a aquellos pagos agotó todos sus recursos, y hasta había hecho
personalmente un viaje a la feria de Seaucaire a vender algunas alhajas de su mujer y de su hija y una
parte de su plata, temeroso de que el recurrir en Marsella a tales extremos hiciera dar por segura su ruina.
Con tal sacrificio pudo salir del apuro la casa de Morrel, pero la caja quedó completamente exhausta.
Con su habitual egoísmo, el crédito iba alejándose de ella por los rumores que circulaban, y para hacer
frente a los cien mil francos del señor de Boville a mediados del mes actual, y a otros cien mil que iban a
vencer el 15 del mes siguientes, no contaba en verdad el señor Morrel sino con la vuelta del Faraón, cuya
salida había anunciado un buque que acababa de llegar, y que había salido al propio tiempo que él.
Pero la llegada de este buque, procedente, como El Faraón, de Calcuta, fue quince días atrás, mientras
que del Faraón no se tenía noticia alguna.
Este era el estado de la casa de Morrel a hijos, cuando en la misma mañana en que hemos dicho ajustó
con el señor de Boville su importantísimo negocio el agente de Thomson y French, de Roma, se presentó
en casa del señor Morrel.
Manuel salió a recibirle, y como toda cara nueva le asustaba, porque en cada cara nueva veía un nuevo
acreedor que inquieto por la fortuna de la casa venía a sondear al comerciante, Manuel, repetimos, quiso
evitar esta visita al señor Morrel, a hizo mil preguntas al recién venido, el cual le manifestó que nada
podía decir al señor Manuel, pues necesitaba entenderse con el señor Morrel en persona.
Llamó el joven suspirando a Cocles, que apareció al punto, recibiendo la orden de llevar al extranjero al
gabinete del naviero. Cocles salió y el extranjero le siguió.
En la escalera tropezaron con una joven muy linda, de dieciséis a diecisiete años, que miró al extranjero
con visible inquietud. Cocles no reparó en esta mirada, pero sí, al parecer, el extranjero.
-El señor Morrel está en su despacho, señorita Julia, ¿no es verdad? -le preguntó el cajero:
-Sí..., creo que sí -respondió la joven vacilando-. Cercioraos antes, Cocles, y si está, anunciad a este
caballero.
-Será inútil anunciarme, señorita; el señor Morrel no conoce mi nombre -respondió el inglés-. Este
caballero sólo tiene que decir que soy el comisionista principal de la casa Thomson y French, de Roma,
con la cual está en relaciones la de vuestro padre.
La joven se puso pálida y siguió bajando, mientras Cocles y el extranjero seguían subiendo. Ella entró
en el despacho de Manuel, y Cocles, con una llave que poseía para entrar a todas horas en el de su amo,
abrió una puerta situada en un rincón del rellano del piso segundo, condujo al extranjero a una antesala,
abrió otra puerta, que volvió a cerrar detrás de sí, y dejando un instante a solas al comisionado de la casa
de Thomson y French, regresó al punto, haciéndole señas de que podía entrar.
Halló el inglés al señor Morrel sentado delante de una mesa, palideciendo al contemplar las columnas
de números de su pasivo.
Al ver al extranjero, cerró el señor Morrel el libro de caja y se levantó para acercar una silla; luego que
le vio sentado, se volvió él también a sentar.
Catorce años habían cambiado al digno negociante a quien conocimos de edad de treinta y seis al
principio de esta historia. Ahora frisaba en los cincuenta; sus cabellos habían encanecido, su frente,
poblada de melancólicas arrugas, y su mirada, en otro tiempo tan firme, era a la sazón irresoluta y vaga,
como si temiera a cada momento verse obligado a bajarla ante una idea o ante un hombre.
El inglés lo contempló con un sentimiento de curiosidad mezclado de interés.
-Caballero -le dijo Morrel, a quien parecía molestar el examen de que estaba siendo objeto-. Caballero,
¿deseáis hablarme?
-Sí, señor. Sabéis de parte de quién vengo, ¿no es verdad?
-De parte de la casa Thomson y French, según me ha dicho mi cajero.
-Os ha dicho la verdad. En todo este mes y el próximo necesita la casa de Thomson y French pagar en
Francia unos cuatrocientos mil francos, y conociendo vuestra probidad, ha reunido todo el papel que
corría vuestro, encargándome que lo hiciera efectivo a medida que venciera.
Morrel exhaló un profundo suspiro y se pasó la mano por la frente, cubierta de sudor.
-¿Entonces tenéis pagarés míos? -preguntóle al inglés.
-Sí, caballero, pagarés que importan una suma considerable.
-¿Cuánto? -preguntó Morrel con acento que en vano quería que pareciese firme.
-Ahí los tenéis -respondió el inglés sacando un legajo de su bolsillo-. Aquí tenéis un endoso de
doscientos mil francos hecho a nuestra casa por el señor de Boville, inspector de cárceles. ¿Reconocéis
deber esta cantidad al señor de Boville?
-Sí, caballero. Son unos fondos que colocó en mi casa al cuatro y medio por ciento hará pronto cinco
años.
-¿Y debéis reembolsársela...?
-La mitad el 15 de este mes, y la otra mitad el 15 del próximo.
-Muy bien. Ved ahora valores importantes: treinta y dos mil quinientos francos, pagaderos a fin de este
mes. Son pagarés vuestros que nos han traspasado sus tenedores.
-.Los reconozco -dijo Morrel, poniéndose colorado de vergüenza al pensar que por primera vez en su
vida no podría hacer honor a su firma -. ¿Es esto todo?
-No, caballero, que tengo aún unos cincuenta y cinco mil francos, traspasados a nuestra casa por las de
Pascal y Wild y Turner de Marsella. Importan estas sumas doscientos ochenta y siete mil quinientos
francos.
Era indescriptible lo que estaba sufriendo en aquellos momentos el pobre Morrel.
-¡Doscientos ochenta y siete mil quinientos francos! -repitió maquinalmente.
-Sí, señor -repuso el comisionista-. Ahora, pues -prosiguió después de una breve pausa-, no debo
ocultaros, señor Morrel, que aun reconociendo vuestra probidad sin tacha hasta el presente, dícese por
Marsella que no estáis en disposición de hacer frente a vuestros créditos.
A esta salida casi brutal, palideció Morrel.
-Caballero -dijo-, hasta el presente, y hace ya veinticuatro años que recibí la casa de manos de mi
padre, que a su vez la había regentado treinta y cinco, hasta el presente ni una firma de Morrel a hijos se
ha desairado en mi caja.
-Ya lo sé -respondió el inglés-, pero habladme de hombre honrado a hombre honrado: ¿pagaréis éstas
con la misma exactitud?
Morrel se estremeció, mirando al que le hablaba así con una firmeza que antes no había tenido.
-A preguntas hechas con tal franqueza hay que responder necesariamente de la misma manera.
Caballero, pagaré si mi buque llega sano y salvo, como espero, pues con su llegada recobraré el crédito
que me han quitado las desgracias de que he sido víctima, pero si me faltase El Faraón, si me faltase mi
último recurso...
Las lágrimas se agolparon a los ojos del desdichado armador.
-¿De modo que si os faltase ese último recurso...? -le preguntó su interlocutor.
-Pues bien -repuso Morrel-, mucho me cuesta decirlo..., pero acostumbrado ya a la desgracia, necesito
acostumbrarme también a la vergüenza... Pues bien..., me parece que me vería en la precisión de
suspender los pagos...
-¿No contáis con amigos que puedan ayudaros en esta ocasión?
Morrel se sonrió con tristeza.
-Bien sabéis, caballero -contestó-, que en el comercio no hay amigos, sino socios.
-Es cierto -murmuró el inglés-. ¿Luego no tenéis más que una esperanza?
-Una sola.
-¿Que es la última?
-La última.
-De suerte que si os sale defraudada...
-¡Estoy perdido, caballero, completamente perdido!
-Cuando yo me dirigía a vuestra casa, entraba un buque en el puerto.
-Ya lo sé. Un joven que me ha permanecido fiel, a pesar de mi desgracia, pasa mucha parte del día en
un mirador de esta casa, con la idea de poder traerme alguna buena noticia. Por él me enteré de que había
llegado ese navío.
-¿Y no es el vuestro?
-No, es La Gironda, buque bordelés, que viene también de la In dia, como el mío.
-Tal vez haya visto al Faraón y os traiga noticias suyas.
-¿Queréis que os diga una cosa, caballero? Casi tanto temo saber noticias de mi bergantín, como estar
en incertidumbre... la incertidumbre encierra algo de esperanza.
Luego añadió el señor Morrel con voz sorda:
-Esta tardanza no es natural. El Faraón salió de Calcuta el 5 de febrero, hace más de un mes que debía
haber llegado.
-¿Qué es eso? -dijo el inglés aplicando el oído- ¿Qué es ese barullo?
-¡Oh, Dios mío, Dios mío! ¿Qué ocurrirá ahora? -exclamó Morrel, palideciendo.
En efecto, en la escalera se oía un ruido extraordinario, gentes que iban y venían y hasta lamentos y
suspiros. Levantóse Morrel para abrir la puerta, pero le faltaron las fuerzas, y volvió a caer sobre su
sillón. Los dos hombres estaban frente a frente. Morrel temblando de pies a cabeza, el extranjero
mirándole con profunda compasión. Aunque había cesado el ruido, Morrel al parecer aguardaba alguna
cosa. En efecto, el ruido debía tener su causa y además un resultado. A1 extranjero le pareció oír que
subían muy quedito la escalera, y que los pasos, que eran como de muchas personas, se paraban en el
descansillo.
Alguien introdujo una llave en la cerradura de la primera puerta, cuyos goznes se oyeron rechinar.
-Sólo dos personas tienen la llave de esa puerta: Cocles y Julia _murmuró el naviero.
Al mismo tiempo abrióse la segunda puerta, apareciendo la joven, pálida y bañada en llanto. Morrel se
levantó temblando de su asiento, teniendo que apoyarse en el brazo de su sillón para no caer. Quería
preguntar, pero le faltaba la voz.
-¡Oh, padre mío! -dijo la joven juntando las dos manos-, perdonad a vuestra hija el ser portadora de una
triste nueva.
Morrel palideció intensamente y Julia se echó en sus brazos.
-¡Oh, padre mío! ¡Padre mío! -murmuraba-. ¡Valor!
-¿De modo que El Faraón se ha perdido? -balbució Morrel.
La joven no respondió, pero con la cabeza, que reclinaba en el seno de su padre, hizo una señal
afirmativa.
-¿Y la tripulación? -inquirió Morrel.
-Se ha salvado -respondió la joven-. La ha salvado el navío bordelés que acaba de llegar.
El bueno del señor Morrel levantó las manos al cielo, con un sublime ademán de gratitud y resignación.
-¡Gracias, Dios mío! -exclamó -. A1 menos sólo me herís a mí con este golpe.
No obstante su impasibilidad, el inglés se sintió afectado por la escena; una lágrima humedeció sus
ojos.
-Entrad -añadió Morrel-, entrad, pues me presumo que estáis todos a la puerta.
En efecto, pronunciadas apenas estas palabras, apareció sollozando la señora Morrel, seguida de
Manuel. En el fondo de la antecámara se percibían las rudas facciones de siete a ocho marineros medio
desnudos.
La vista de estos hombres hizo estremecerse al inglés. Dio un paso como para salirles al encuentro,
pero se detuvo, ocultándose, por el contrario, en el rincón más oscuro del gabinete. La señora Morrel fue
a sentarse en el sillón, cogiendo una de las manos de su marido, mientras Julia reclinaba la cabeza sobre
el pecho de su padre. Manuel se había quedado en medio de la estancia, como lazo que uniese a la familia
de Morrel y a los marineros de la puerta.
-¿Cómo sucedió? -preguntó el naviero.
-Acercaos, Penelón --dijo el joven-, y contadnos cómo ocurrió la desgracia.
Un marinero viejo, tostado por el sol del ecuador, adelantóse dando vueltas entre sus manos a los restos
de su sombrero.
-Buenos días, señor Morrel -dijo, como si hubiera salido de Marsella la víspera o si llegase de Aix o de
Tolón.
-Buenos días, amigo -contestó Morrel, no pudiendo menos de sonreírse, a pesar de sus lágrimas-. Pero
¿dónde está el capitán?
-Por lo que al capitán se refiere, señor Morrel, se ha quedado enfermo en Palma, pero si Dios quiere,
aquello no será nada, y dentro de pocos días le veréis volver tan bueno y sano como vos y como yo.
-Está bien.. . Hablad ahora, Penelón.
Penelón mudó la mascada de tabaco del carrillo derecho al carrillo izquierdo, púsose la mano sobre la
boca, volvió la cabeza para arrojar a la antesala una gran dosis de saliva negruzca, adelantó una pierna y
contoneándose dijo:
-Poco antes del naufragio, señor Morrel, estábamos así como quien dice entre el cabo Blanco y el cabo
Bojador, con una buena brisa sudsudoeste tras ocho días de calma y contraventeo, cuando el capitán
Gaumard se me arrima, porque yo estaba en el timón, y me dice: «Compadre Penelón, ¿qué me dices de
aquellas nubes que se van formando allá abajo?»
»Justamente yo las atisbaba en aquel momento.
-¿Lo que yo os digo, capitán? Pues creo que suben más de prisa que lo que deben y que son más negras
que lo que conviene a nubes de buena intención.
-Yo también opino lo mismo -me respondió el capitán-, y voy a tomar mis precauciones. Tenemos
muchas velas para el viento que correrá pronto... ¡Atención! ¡Eh! ¡Cerrad las escotillas! ¡Halad los
foques!
»Ya era tiempo. No bien se había ejecutado la orden, cuando el aire se nos echó encima, poniendo al
buque de costado.
-Bueno -dijo el capitán-, todavía tenemos mucha vela. ¡Carga la grande!
-Seis minutos más tarde estaba cargada la vela mayor, y navegábamos con la mesana, las gavias y los
juanetes.
-¿Qué es eso, compadre Penelón? -me dijo el capitán-. ¿Por qué mueves la cabeza?
-Porque en vuestro lugar, es un decir, yo no haría tan poca cosa.
-Me parece que tienes razón, perro viejo -me contestó-; vamos a tener una bocanada de aire.
-¡Ah, capitán! -le respondí-. El que cambiara una bocanada de aire por aquello que pasa allá abajo, no
saldría perdiendo, a buen seguro. Es una tempestad en regla, o yo soy un topo.
»Es como si dijéramos que se veía venir el viento como se ve venir el polvo en Montedrón.
Afortunadamente se las había cara a cara con un hombre bien templado.
-¡Cada cual a su puesto! -gritó el capitán-. ¡Coged dos rizos a las gavias! ¡Largad las bolinas! ¡Brazas al
aire! ¡Recoged las gavias! ¡Pasad los palanquines por las vergas!
-Poco era eso aún para aquellos sitios -dijo el inglés-. En su lugar yo habría cogido cuatro rizos, y me
habría deshecho de la mesana.
Aquella voz firme, inesperada y sonora, estremeció a todo el mundo. El marino miró al que con tanto
aplomo criticaba las maniobras de su capitán.
-Hicimos otra cosa, caballero -le contestó con algún respeto-. Cargamos la mesana y pusimos el timón
al viento, para dejarnos llevar de la borrasca. Diez minutos más tarde, cargadas también las gavias,
navegábamos a palo seco.
-Muy viejo era el buque para atreverse a tanto -dijo el inglés.
-Eso fue precisamente lo que nos perdió. Hacía ya doce horas que andábamos de aquí para allá dados a
los demonios, cuando el barco empezó a hacer agua.
-Penelón, viejo mío -me dijo el capitán-, me parece que nos vamos a fondo. Dame el timón, y baja a la
sentina.
-Dile el timón, bajé en efecto... ya había tres pies de agua... Vuelvo a subir gritando: ¡A las bombas! ¡A
las bombas! -aunque era ya un poco tarde. Pusimos manos a la obra, pero cuanta más agua sacábamos
más entraba.
»¡Ah! -dije al cabo de cuatro horas de trabajo-, puesto que nos vamos a fondo, dejémonos ir, que sólo
una vez se muere.
-¿De ese modo das el ejemplo, maese Penelón? -me dijo el capitán-. Espera, espera un poco.
-Y se fue a su camarote a coger un par de pistolas y salió diciendo:
-Al primero que se aparte de la bomba le pego un tiro.
-Bien hecho -dijo el inglés.
-Nada hay que reanime tanto como las buenas razones -prosiguió el marinero-,sin contar que en este
intervalo el tiempo se había ido aclarando y calmándose el aire. Sin embargo, el agua no cesaba de subir,
poco, es verdad, unas dos pulgadas por hora, pero subía. Dos pulgadas por hora, ya veis, parece cosa
despreciable, pues a las doce horas suman veinticuatro pulgadas, y veinticuatro pulgadas hacen dos pies.
Dos pies, con tres que ya teníamos, sumaban cinco..., ¿eh? ¿Si podrá pasar por hidrópico un buque que
tiene en el estómago cin co pies de agua?
-Vamos -dijo el capitán-, me parece que el señor Morrel no se quejará. Hemos hecho por salvar el barco
cuanto estaba en nuestro poder. Pensemos ahora en salvar a los hombres. Muchachos, a la lancha,¡pronto!
-Habéis de saber, mi amo -dijo Penelón-, nosotros queríamos mucho al Faraón, pero por mucho que el
marinero quiera a su barco, quiere más a su pellejo. Conque no nos lo dijo dos veces. Y reparad que
también el buque, lamentándose, parecía que nos dijese: «¡Idos pronto, pronto! » No se engañaba el pobre
Faraón. Materialmente lo sentíamos hundirse bajo nuestros pies.
»En un instante echamos la chalupa al mar, y nosotros saltamos a ella.
»El capitán fue el último, o por mejor decir no lo fue, pues que no quería abandonar el navío. Yo, yo fui
el que le cogí a brazo partido, y se lo eché a mis camaradas, saltando detrás de él. Ya era tiempo. No bien
había yo saltado, cuando el puente se abrió con un ruido semejante al de las bordadas de un navío de a
cuarenta y ocho.
» Diez minutos después se hundió por delante, luego por detrás, púsose a dar vueltas como un perro que
quiere morderse la cola, y por último..., ¡adiós, mundo...! ¡Prrrrrrum...! ¡Adiós, Faraón!
»En cuanto a nosotros, estuvimos tres días sin comer ni beber..., como que ya hablábamos de echar
suertes a ver a quién le tocaba servir de alimento a los otros, cuando vislumbramos a La Gironda. Le
hicimos las señales consabidas, nos vio, se dirigió a nosotros y nos echó su chalupa y nos recogió. Este es
el caso, señor Morrel, tal como ha pasado, a fe de marino, bajo la palabra de honor. ¿No es verdad,
muchachos?
Un murmullo general de aprobación manifestó que el orador reunía todos los sufragios, así por lo
verdadero del fondo, como por lo pintoresco de la forma.
-Bien, amigos míos -dijo el señor Morrel-, fuisteis valientes y muy bien me figuraba yo que no tendríais
la culpa de esta desgracia, sino mi destino. Es voluntad de Dios y no culpa de los hombres. De cidme
ahora, ¿cuánto se os debe de sueldo?
-¡Bah!, no hablemos de eso, señor Morrel.
-Al contrario, hablemos -repuso el naviero con una triste sonrisa.
-Pues bien se nos deben tres meses -añadió Penelón.
-Entregad doscientos francos a cada uno de esos valientes, Cocles. En otros tiempos, amigos míos
-prosiguió Morrel-, hubiera yo añadido: Dad a cada uno doscientos francos de gratificación, pero estos
tiempos son muy malos, amigos míos, y no me pertenece el poco dinero que me queda. Perdonad, y no
por eso me queráis menos.
Penelón hizo un gesto de enternecimiento y volviéndose a sus compañeros, cambió con ellos algunas
frases.
-En cuanto a eso, señor Morrel -añadió luego, trasladando al otro carrillo su mascada de tabaco, y
arrojando a la antesala otro salivazo, que fue a hacer compañía al primero-, en cuanto a eso...
-¿A qué?
-Al dinero...
-Y bien, ¿qué?
_-Que dicen los camaradas, señor Morrel, que por lo de ahora les bastan cincuenta francos a cada uno,
que esperarán por lo demás.
-¡Gracias, amigos míos, gracias! -exclamó el naviero, conmovido hasta el fondo del alma -. ¡Qué gran
corazón tenéis todos! Pero tomad los doscientos francos, tomadlos, y si encontráis un buen empleo,
aceptadlo, porque estáis sin ocupación.
Esta última frase causó una impresión singular a aquellos dignos marineros, que se miraron unos a
otros con aire de espanto. Falto de respiración el viejo, por poco se traga el tabaco, pero por fortuna acudió
a tiempo con su mano a la garganta.
-¿Cómo, señor Morrel, nos despedís? -murmuró con voz ahogada-. ¿Estáis descontento de nosotros?
-No, hijos míos -contestó Morrel-, sino todo lo contrario. No os despido..., pero... ¿qué queréis?, ya no
tengo barcos, ya no necesito marineros.
-¿Que no tenéis barcos? -dijo Penelón-. Pues construiréis otros..., esperaremos. Gracias a Dios, ya
sabemos lo que es esperar.
-No tengo dinero para construir otros, Penelón -repuso Morrel con su melancólica sonrisa-; por lo tanto
no puedo aceptar vuestra oferta, aunque me sea muy satisfactoria.
-Pues si no tenéis dinero, no debéis pagarnos. Haremos como el pobre Faraón, navegar a palo seco.
-Callad, callad, amigos míos -respondió Morrel con voz entrecortada por la emoción-. Os ruego que
aceptéis ese dinero. Ya nos volveremos a ver en mejores circunstancias. Manuel, acompañadlos -añadió-,
y haced que se cumplan mis deseos.
-¿Volveremos a vernos, señor Morrel? -dijo Penelón.
-Sí, amigos míos, por lo menos así lo espero. Id.
E hizo una señal a Cocles, que salió delante, seguido de los marineros y de Manuel.
-Ahora -dijo el armador a su mujer y a su hija -, dejadme solo un instante, que tengo que hablar con este
caballero.
Y con la mirada indicaba al comisionista de la casa de Thomson y French, que durante la escena había
permanecido inmóvil y de pie en un rincón, sin tomar otra parte en ella que las palabras que ya hemos
dicho.
Las dos mujeres miraron al extranjero, de quien ya se habían olvidado completamente, y al retirarse la
joven le dirigió una mirada de súplica, mirada a la que él contestó con una sonrisa que parecía imposible
en aquel semblante de hielo.
Los dos hombres quedaron a solas.
-Ea, caballero -dijo Morrel dejándose caer de nuevo en su sillón-, ¡ya lo habéis visto! ¡Ya lo habéis
oído! Nada tengo que añadir.
-Ya he visto, caballero -respondió el inglés-, que os viene otra desgracia, tan inmerecida como las
anteriores. Esto me afirma más y más en mi propósito de seros útil.
-¡Oh, caballero! -murmuró Morrel.
-Veamos -prosiguió el comisionista-. Yo soy uno de vuestros principales acreedores, ¿no es cierto?
-Sois al menos el que posee créditos a plazo más corto.
-¿Deseáis una prórroga para pagarme?
-Una prórroga me podría salvar el honor, y por lo tanto la vida -repuso Morrel.
-¿De cuánto tiempo la queréis?
Morrel, vacilante, dijo:
-De dos meses.
-Os concedo tres -respondió el extranjero.
-¿Pero creéis que la casa de Thomson y French...?
-Eso corre de mi cuenta. Hoy estamos a 5 de junio.
-Sí.
-Renovadme entonces todo ese papel para el 5 de septiembre a las once de la mañana. A esa hora
vendré a buscaros. (El reloj marcaba en aquel momento las once de la mañana.)
-Os esperaré, caballero -dijo Morrel-, y, o vos quedaréis pagado..., o muerto yo.
Renováronse los pagarés, rompiéronse los antiguos, y el desgraciado naviero tuvo por lo menos tres
meses de respiro para allegar sus últimos recursos.
Acogió el inglés sus muestras de gratitud con la flema peculiar a los de su nación, y despidióse de
Morrel, que le acompañó hasta la puerta, bendiciéndole.
En la escalera encontró a Julia, que hizo como si bajara, pero que en realidad estaba esperándole.
-¡Oh, caballero! -dijo juntando las manos.
-Señorita -respondió el inglés-, si en alguna ocasión recibís
una carta... firmada por... por Simbad el Marino..., efectuad al pie de la letra lo que os encargue, aunque
os parezca extraño mi consejo.
-Lo haré, caballero -respondió Julia.
-¿Me prometéis hacerlo?
-Os lo juro.
-Bien. Adiós, entonces, señorita. Proseguid como hasta ahora, siendo tan buena hija, que confío que
Dios os recompensará dándoos a Manuel por marido.
Julia exhaló un grito imperceptible y púsose encarnada como una cereza, apoyándose en la pared para
no caer.
El inglés prosiguió su camino, haciéndole un ademán de despedida.
En el patio halló a Penelón con un paquete de cien francos en cada mano, como dudando si debía
llevárselos o no.
-Seguidme, amigo mío, tengo que hablaros -le dijo.
Capítulo séptimo
El 5 de septiembre
El plazo concedido a Morrel por la casa de Thomson y French cuando menos lo esperaba, se le antojó
al pobre naviero uno de esos vislumbres de felicidad que vienen a anunciarnos que el infortunio se ha
cansado de acosarnos. Contó el mismo día el suceso a su hija, a su esposa y a Manuel, con lo que tornó al
seno de la triste familia un tanto de esperanza, si no de tranquilidad, mas, por desgracia, Morrel no tenía
deudas sólo con la casa de Thomson y French, tan fácil de contentar. Como él mismo había dicho, en el
comercio no hay ami gos, sino socios.
Al pensar en aquella acción de los comerciantes de Roma, sólo podía explicársela como un cálculo
egoísta a inteligente a la par. Thomson y French habrían dicho para sí: «Más nos conviene sostener a un
hombre que nos debe cerca de trescientos mil francos, más nos conviene cobrarlos dentro de tres meses,
que no apresurar su quiebra, cobrando solamente el siete o el ocho por ciento del capital.»
Desgraciadamente no pensaron de la misma manera los otros corresponsales de Morrel, sea por
ceguedad, sea por envidia, y aun los hubo que obraron completamente al contrario. Con nimia exactitud
fue presentándose en la caja todo el papel que tenía Morrel en circulación, y gracias al respiro concedido
por el inglés, pudo pagarlos el cajero. Con esto prosiguió Cocles en su fatídica impasibilidad, pero no
Morrel, que calculó con terror que, a pesar del plazo, era hombre perdido cuando tuviese que abonar los
pagarés del comisionista.
La opinión de todo el comercio de Marsella era que el naviero no podría resistir tantos desastres, por lo
que causó grandísima admiración ver que se habían cumplido fielmente las obligaciones de fin de mes.
Con todo, no por esto volvió la casa a recobrar su crédito, pues unánimemente el público aplazó para fin
del mes siguiente la quie bra.
Morrel pasó todo el mes haciendo esfuerzos increíbles para allegar todos sus recursos. En otro tiempo
sus pagarés, aunque fuesen a fecha larga, eran tomados en la plaza y hasta pedidos. Procuró ahora
negociar algunos de aquellos a noventa días, y halló cerradas todas las cajas. Podía contar
afortunadamente con algunos ingresos suyos propios, que se verificaron exactamente, lo que le puso en
disposición de cumplir sus obligaciones de fin de julio.
Al agente de la casa de Thomson y French no se le había vuelto a ver en Marsella desde la mañana
siguiente o la otra posterior a su visita al señor Morrel, y como no había tenido en Marsella relaciones
sino con el alcalde, el señor Boville y el naviero, no dejó otros recuerdos que los de estas tres personas.
En cuanto a los marineros del Faraón, sin duda habían encontrado acomodo, porque también desaparecieron.
Repuesto ya de la enfermedad que le detuvo en Palma, volvió a Marsella el capitán Gaumard, temeroso
de presentarse en casa de Morrel, pero éste supo su llegada y fue en persona a buscarle. El digno naviero
conocía de antes, por la revelación de Penelón, la conducta valerosa del capitán en aquella desgracia, y él
fue quien precisando de consuelos, tuvo que consolar al marino. Llevábale además su sueldo, que el
capitán no se hubiera atrevido a ir a cobrar.
Al bajar la escalera, encontró el señor Morrel a Penelón, que la subía. A1 parecer había empleado
bravamente sus doscientos francos, porque estaba enteramente vestido de nuevo. La presencia del naviero
embarazaba un poco al digno timonel. Retiróse al rincón más apartado del descansillo, pasó
alternativamente su mascada de tabaco de un carrillo a otro con ojos espantados, y no aceptó, sino muy
tímidamente, el apretón de manos que le ofrecía el señor Morrel con su acostumbrada cordialidad. A la
elegancia de su traje atribuyó Morrel la turbación del marinero. Sin duda que no habría costeado él atavío
tan lujoso. Tal vez estaba ya enrolado en otro buque, y se avergonzaba de no haber llevado más largo
tiempo el luto del Faraón, si se nos permite la frase. Quizás habría también venido a anunciar su nuevo
empleo al capitán Gaumard, o a hacerle alguna proposición de su nuevo amo.
-¡Buenas gentes! -dijo Morrel alejándose-. Ojalá vuestro nuevo dueño os ame como yo os amaba y sea
más feliz que yo.
Morrel pasó el mes de agosto haciendo mil tentativas para recobrar su crédito antiguo, o ganarse otro
nuevo. El 20 de agosto se supo en Marsella que había tomado un asiento en el correo, y se dijo que
decididamente se declararía en quiebra a fin de mes, y partía anticipadamente para no asistir a este acto
cruel, encomendado sin duda a su oficial primero, Manuel, y a su cajero, Cocles. Pero, contra todos los
agüeros, el 31 de agosto se abrió la oficina, como de costumbre, apareciendo detrás de la verja Cocles,
tranquilo como el justo de Horacio, examinando con su escrupulosidad característica el papel que se le
presentaba y pagándolo todo con la misma escrupulosidad. Hasta giros se presentaron que pagó el cajero
con la misma exactitud que si fueran pagarés. Los murmuradores se hacían cruces, y con esa tenacidad
común a los profetas de desgracias, aplazaban la quiebra para fin de septiembre.
El día primero llegó Morrel. Esperábale toda su familia, presa de la mayor ansiedad, porque aquel viaje
a París era su último recurso. Morrel se había acordado de Danglars, entonces millonario, y en otro
tiempo su protegido, puesto que por su recomendación entró en casa del banquero español, donde había
empezado a labrar su fortuna. Danglars tenía, al decir de la gente, siete a ocho millones, y un crédito
ilimitado, con que habría podido salvar a Morrel sin gastar un escudo, sólo con garantizarle un empréstito.
Hacía mucho tiempo que Morrel pensaba en Danglars, pero existen antipatías instintivas, imposibles de
vencer, y mientras le alentaron otras esperanzas, renunció a este supremo recurso. Tuvo razón Morrel,
porque volvía de París humillado con una negativa.
Sin embargo no exhaló una queja. Abrazó llorando a su mujer y a su hija, tendió a Manuel una mano, y
se encerró con Cocles en su gabinete del piso segundo.
-¡Ahora sí que nuestro mal no tiene remedio! -dijeron las dos mujeres a Manuel.
Entonces trataron en un conciliábulo de que Julia escribiese a su hermano pidiéndole que viniera al
instante. Se hallaba en Nimes de guarnición.
Las pobres mujeres comprendían instintivamente cuán necesarias les eran todas sus fuerzas para resistir
el golpe que les amenazaba.
Maximiliano, además, aunque apenas contaba veintidós años, ejercía ya sobre su padre una gran
influencia. Maximiliano Morrel era un joven de carácter firme y recto. Cuando llegó a la edad de elegir
carrera, como su padre no había querido imponerle ninguna para que siguiese su inclinación, eligió la
militar, efectuando por lo tanto muy notables estudios preparatorios, y entrando por oposición en la
Escuela Politécnica, de la cual salió siendo subteniente del regimiento 53 de Línea. Hacía un año de esto,
y ya le tenían prometido el ascenso a teniente a la primera ocasión que se presentara. En el regimiento era
tenido Maximiliano por muy rígido, no sólo en cuanto a los deberes militares, sino también en cuanto a
los humanos, de suerte que le llamaban el estoico. No hay que decir que le llamaban así de oídas, pues sus
compañeros no sabían lo que significaba esta palabra. Tal era el joven a quien llamaban su madre y su
hermana en los trances que estaban presintiendo. Y no se equivocaban, porque un instante después de
haber entrado el cajero en el gabinete del armador, vio Julia salir a aquél, pálido, tembloroso y fuera de sí.
Al pasar a su lado intentó preguntarle, pero el buen hombre siguió bajando la escalera con extraordinaria
celeridad, contentándose con exclamar, levantando las manos al cielo:
-¡Oh, señorita! ¡Señorita! ¡Qué desgracia tan horrible! ¿Quién lo hubiera creído?
Poco después viole subir Julita con dos o tres libros muy gruesos, una cartera y un saco de dinero.
Consultó Morrel los registros, abrió la cartera y contó el dinero. Sus existencias en caja consistían en
seis a ocho mil francos, que con cuatro o cinco mil que esperaba de diversas entradas, componían,
sumando muy por lo largo, un activo de catorce mil francos, para pagar doscientos ochenta y siete mil
quinientos. Tampoco había medio de ofrecer ningún crédito a cuenta. Cuando subió a comer parecía estar
más tranquilo, aunque esta tranquilidad asustó más a las dos mujeres que si le vieran muy abatido.
Morrel acostumbraba después de comer ir a tomar café y a leer el periódico El Semáforo al círculo de
los Focios, pero el día de que hablamos volvió a subir a su despacho.
El pobre Cocles estaba completamente alelado. Casi toda la ma ñana la pasó en el patio, sentado en una
piedra, con la cabeza descubierta, aunque hacía un sol de treinta grados.
Si bien Manuel se afanaba por tranquilizar a las mujeres, le faltaban palabras y elocuencia. Estaba muy
al corriente de los negocios de la casa para no conocer que amenazaba a ésta una gran catástrofe.
Por la noche no se acostaron ni la madre ni la hija, con la esperanza de que Morrel entrase en su cuarto
al bajar al despacho, pero oyéronle pasar por delante de la puerta acelerando el paso, sin duda temeroso
de que le llamaran. Aplicaron el oído y pudieron comprender que había entrado en su cuarto, cerrando la
puerta detrás de sí. La señora Morrel mandó a Julia que se acostara, y media hora después, quitándose los
zapatos, se deslizó por el corredor para ver por la cerradura lo que hacía su marido. Una sombra salía del
corredor cuando ella entraba. Era Julia, que, sobresaltada también, había precedido a su madre con el
mismo objeto.
La joven se unió a su madre.
-Está escribiendo -le dijo.
Las dos mujeres se habían comprendido sin hablar.
La señora Morrel se inclinó a mirar por la cerradura. Morrel escribía, en efecto, pero lo que no había
advertido la hija lo advirtió la madre, y fue que el naviero escribía en papel sellado. Y esto hizo que le
asaltase la terrible idea de que hacía testamento, y aunque tembló de pies a cabeza, tuvo suficiente valor
para no despegar sus labios.
Al día siguiente, Morrel estaba al parecer muy tranquilo, pues fue a su despacho, como acostumbraba,
bajó a almorzar como solía también y solamente después de comer fue cuando hizo a su hija sentarse a su
lado, le cogió la cabeza y la estrechó fuertemente contra su corazón. Aquella tarde dijo Julia a su madre
que, aunque tranquilo en apáriencia, había reparado que el corazón de Morrel latía violentamente.
Los otros dos días pasaron del mismo modo. El 4 por la noche pidió Morrel a Julia la llave de su
gabinete. Esto hizo temblar a la joven, pues le pareció de mal agüero. ¿Por qué le pedía su padre aquella
llave, que ella había tenido siempre, y que desde su niñez no le quitaba nunca sino para castigarla?
-¿Qué he hecho yo, padre mío -le dijo, mirándole de hito en hito-, para que así me pidáis esa llave?
-Nada, hija mía -respondió el desgraciado Morrel, saltándosele las lágrimas-, nada, pero la necesito.
Julia hizo como si buscara la llave.
-La habré dejado en mi cuarto-murmuró.
Y salió, pero no fue a su cuarto, sino a consultar a Manuel.
-No le des la llave a lo padre -dijo éste-, y si puedes, no le abandones un solo instante mañana por la
mañana.
En vano trató la joven de sonsacar a Manuel; o no sabía más o no quiso decirle más.
Toda la noche, del 4 al 5 de septiembre, la pasó la señora Morrel con el oído en la cerradura del
despacho de su esposo. Hacia las tres de la mañana oyó a éste pasear muy agitado por su habitación. A
aquella hora fue solamente cuando se reclinó sobre la cama.
Las dos mujeres pasaron la noche juntas; esperaban a Maximiliano desde la tarde anterior. Entró a
verlas Morrel a las ocho, sosegado en apariencia, pero re. velando con su palidez y su abatimiento la
agitación en que había pasado la noche. Ninguna de las dos mujeres se atrevió a preguntarle si había
dormido bien. Nunca había es tado Morrel tan bondadoso con su mujer, ni tan paternal con su hija. No se
hartaba de contemplar y abrazar a la pobre niña. Recordando Julia el consejo de Manuel, quiso seguir a su
padre cuando salía de la estancia, pero él, deteniéndola con dulzura, le dijo:
-Quédate con lo madre.
Julia insistió.
-Vamos, lo ordeno-añadió Morrel.
Era la primera vez que Morrel decía a su hija «lo ordeno», pero lo decía con tal acento de paternal
dulzura, que la joven no se atrevió a dar un paso más.
Muda a inmóvil permaneció en el mismo sitio. Un instante después volvióse a abrir la puerta y sintió
que la abrazaban y besaban en la frente.
Alzó los ojos, y con una exclamación de júbilo dijo:
-¡Maximiliano! ¡Hermano mío!
A estas voces acudió la señora Morrel a arrojarse en brazos de su hijo.
-Madre mía -dijo el joven mirando alternativamente a la madre y a la hija-, ¿qué sucede? Vuestra carta
me asustó muchísimo.
-Julia -repuso la señora Morrel haciendo una señal a la joven-, ve a avisar a lo padre la llegada de
Maximiliano.
La joven salió corriendo de la habitación, pero al ir a bajar la escalera la detuvo un hombre con una
carta en la mano.
-¿Sois la señorita Julia Morrel? -le dijo con un acento italiano de los más pronunciados.
-Sí, señor -respondió-, pero ¿qué queréis? ¡Yo no os conozco!
-Leed esta carta -dijo el hombre presentándosela.
Julia no se atrevía.
-Va en ella la salvación de vuestro padre -añadió el mensajero.
Julia arrancóle la carta de las manos, y la leyó rápidamente:
Id en seguida a las Alamedas de Meillán, entrad en la casa número I5, pedid al portero la llave del
piso quinto, entrad, y sobre la chimenea encontraréis una bolsa de torxal encarnado; traédsela a vuestro
padre.
Conviene mucho que la tenga antes de las once.
Me habéis prometido obediencia absoluta, os recuerdo vuestra promesa.
Simbad El Marino
La joven dio un grito de alegría, y al levantar los ojos al hombre que le había traído la carta, vio que
había desaparecido. Entonces quiso leerla por segunda vez, y advirtió que tenía una posdata.
Es importantísimo que vayáis vos misma, y Bola, pues a no ser vos quien se presentase, o a ir
acompañada, responderá el portero que no sabe de qué se trata.
Esta posdata hizo suspender la alegría de la joven. ¿No tendría nada que temer? ¿No sería un lazo
aquella cita? Su inocencia la tenía ignorante de los peligros que corre una joven de su edad, pero no es
necesario conocer el peligro para temerlo. Hasta hemos hecho una observación, y es que los peligros
ignorados son justamente los que infunden mayor terror. Julia resolvió pedir consejo, pero por un
sentimiento extraño no recurrió a su madre, ni a su hermano, sino a Manuel.
Bajó a su despacho, y contóle cuanto le había sucedido el día que el comisionista de la casa de
Thomson y French se presentó en la suya, y la escena de la escalera y la promesa que le había hecho, y le
mostró la carta que acababa de recibir.
-Es necesario que vayáis, señorita -dijo Manuel.
-¡Que vaya! -murmuró Julia.
-Sí, yo os acompañaré.
-Pero ¿no habéis visto que he de ir Bola?
-Iréis Bola -respondió el joven-. Os esperaré en la esquina de la calle del Museo, y si tardaseis lo
bastante a parecerme sospechoso, iré a buscaros, y os aseguro que ¡ay de aquellos de quienes os quejéis a
mí!
-¿De modo que vuestra opinión, Manuel, es que acuda a la cita? -añadió la joven, vacilante aún.
-Sí; ¿no os ha dicho el portador que de ello depende la salvación de vuestro padre?
-Pero decidme siquiera qué peligro corre.
Manuel vacilaba, pero el deseo de decidir al punto a la joven, pudo más que sus escrúpulos.
-Escuchad -le dijo- Hoy estamos a 5 de septiembre, ¿no es verdad?
-Sí.
-¿Hoy a las once tiene que pagar vuestro padre cerca de trescientos mil francos?
-Sí, ya lo sabemos.
Manuel dijo:
-¡Pues bien! En caja apenas hay quince mil.
-¿Y qué sucederá?
-Sucederá que si antes de las once no ha encontrado vuestro padre alguno que le ayude a salir del apuro,
tendrá que declararse en quiebra al mediodía.
-¡Oh! ¡Venid! ¡Venid! -exclamó la joven arrastrando a Manuel tras ella.
Mientras tanto la señora Morrel se lo había contado todo a su hijo.
El joven sabía muy bien que de resultas de las desgracias sucedidas a su padre, se habían modificado
mucho los gastos de la casa, pero ignoraba que se viesen próximos a tal extremo. La revelación le
anonadó. De pronto salió del aposento y bajó la escalera, creyendo que estaría su padre en el despacho,
pero en vano llamó a la puerta.
Después de haber llamado inútilmente, oyó abrir una puerta de la planta baja. Era su padre, que en vez
de volver directamente a su despacho, había entrado antes en su habitación, y salía ahora. A1 ver a su hijo
lanzó un grito, pues ignoraba su llegada, quedándose como clavado en el mismo sitio, ocultando con su
brazo un bulto que llevaba debajo de su gabán. Maximiliano bajó en seguida la escalera, arrojándose al
cuello de su padre, pero de pronto retrocedió, dejando, sin embargo, su mano derecha sobre el pecho de
su padre.
-¡Padre mío! -le dijo, palideciendo intensamente-. ¿Por qué lleváis debajo del abrigo un par de pistolas?
-¡Esto es lo que yo temía! -exclamó Morrel.
-¡Padre mío! ¡Padre mío! ¡Por Dios! ¿Qué significan esas armas?
-Maximiliano -respondió Morrel, mirando fijamente a su hijo-, tú eres hombre, y hombre de honor.
Ven, que voy a contártelo.
Y subió a su gabinete con paso firme. Maximiliano le seguía vacilando.
Morrel abrió la puerta, y cerróla detrás de su hijo, luego atravesó la antesala y poniendo las pistolas
sobre su bufete, señaló con el dedo al joven un libro abierto.
En este libro constaba exactamente el estado de la caja.
Antes de que pasase una hora tenía que pagar doscientos ochenta y siete mil quinientos francos.
-Lee -dijo simplemente.
El joven lo leyó, quedándose como petrificado.
Morrel no decía una palabra. ¿Qué hubiera podido añadir a la inexorable elocuencia de los números?
-¿Y para evitar esta desgracia hicisteis todo lo posible, padre mío? -inquirió Maximiliano después de un
instante.
Morrel respondió:
-Sí.
-¿No contáis con ninguna entrada?
-Con ninguna.
-¿Agotasteis todos los recursos?
-Todos.
-¿Y dentro de media hora... -prosiguió Maximiliano con acento lúgubre-, dentro de media hora quedará
deshonrado nuestro nombre?
-La sangre lava la deshonra -dijo Morrel.
-Tenéis razón, padre mío; os comprendo.
Y alargando la mano a las pistolas, añadió:
-Una para vos, otra para mí. Gracias.
Morrel le contuvo.
-¿Qué será de lo madre... y de lo hermana?
Un temblor involuntario se adueñó del joven.
-¡Padre mío! -repuso-, ¿pensáis lo que decís? ¿Me aconsejáis que viva?
-Sí; lo aconsejo, porque es lo deber. Tú tienes, Maximiliano, una inteligencia vigorosa y fría, tú no eres
un hombre vulgar, Maximiliano. Nada lo mando, nada lo aconsejo, lo digo únicamente: estudia la
situación como si fueras extraño a ella, y júzgala por ti mis mo.
Tras un instante de reflexión, animó los ojos del joven un fuego sublime de resignación. Con ademán
lento y triste se arrancó la charretera y la capona, insignias de su grado.
-Está bien, padre mío -dijo tendiendo a Morrel la mano-, mo rid en paz; yo viviré.
Morrel hizo un movimiento para arrojarse a los pies de su hijo, que se lo impidió abrazándole, con lo
que aquellos dos corazones nobles confundieron sus latidos.
-Bien sabes que no es mía la culpa -dijo Morrel.
Maximiliano se sonrió.
-Sé que sois el hombre más honrado que yo haya conocido nunca, padre mío.
-Todo está dicho ya. Regresa ahora al lado de lo madre y de lo hermana.
-Padre mío -dijo el joven hincando una rodilla en tierra-, bendecidme.
Cogió Morrel con ambas manos la cabeza de su hijo, y acercándola a sus labios la besó repetidas veces.
-Sí, sí -exclamaba a la par-, yo lo bendigo en mi nombre y en el de tres generaciones de hombres sin
tacha. Escucha lo que con mi voz lo dicen: El edificio que la desgracia destruye, la Providencia puede
reedificarlo. Viéndome morir de tan triste manera, los más inexorables lo compadecerán; quizá lleguen a
concederte a ti treguas que a mí me habrían negado. Trata entonces que nadie pronuncie la palabra pillo.
Trabaja, joven, trabaja, lucha con valor y ardientemente. Procura vivir tú y que vivan lo madre y lo
hermana con lo estric tamente necesario, a fin de que día por día aumente la fortuna de mis acreedores con
tus ahorros. Piensa que no habría día más hermoso, ni más grande, ni más solemne, que el día de la
rehabilitación, aquel día que puedas decir en este mismo despacho: «Mi padre murió porque no pudo
hacer lo que yo hago hoy; pero murió tranquilo y resignado, porque esperaba de mí esta acción.»
-¡Oh, padre mío, padre mío! -exclamó el joven-. ¡Si pudierais vivir a pesar de todo!
-Si vivo todo se ha perdido. Viviendo yo, el interés se cambia en duda, la piedad en encarnizamiento.
Viviendo yo, no soy más que un hombre que faltó a su palabra, que suspendió sus pagos; soy, en fin, un
comerciante quebrado. Si muero, piénsalo bien, Maximiliano, sí, por el contrario, muero, seré un hombre
desgraciado, pero honrado. Vivo, hasta mis mejores amigos huyen de mi casa; muerto, Marsella entera
acompañará mi cadáver al cementerio; vivo, tienes que avergonzarte de mi apellido; muerto, levantas la
cabeza y dices: «Soy hijo de aquel que se mató porque tuvo una vez en su vida que faltar a su palabra.»
El joven exhaló un gemido, aunque estaba al parecer resignado. Era la segunda vez que el
convencimiento se apoderaba, si no de su corazón, de su espíritu.
-Ahora -dijo Morrel-, déjame solo, y procura alejar de aquí a las mujeres.
-¿No queréis ver por última vez a mi hermana? -le preguntó Maximiliano.
El joven fundaba en esta entrevista una esperanza sombría y postrera.
Morrel movió la cabeza.
-Ya la he visto esta mañana, y me he despedido de ella.
-¿No tenéis que hacerme ningún encargo particular, padre mío? -le preguntó Maximiliano con voz
alterada.
-Sí, hijo: un encargo sagrado.
-Decid, padre mío.
-La casa de Thomson y French es la única que por humanidad o acaso por egoís mo, que no me es dado
leer en el corazón humano, ha tenido compasión de mí. Su representante, que se presentará dentro de diez
minutos a cobrar los doscientos ochenta y siete mil quinientos francos, no diré que me concedió, sino que
me ofreció tres meses de plazo. Hijo mío, lo encargo que sea esta casa la primera que cobre, y que sea ese
hombre sagrado para ti.
-Sí, padre -respondió Maximiliano.
-Y ahora, adiós otra vez -dijo Morrel-. Vete, vete, que necesito estar solo. Encontrarás mi testamento en
el armario de mi alcoba.
El joven permaneció de pie a inmóvil.
-Escucha, Maximiliano -dijo su padre-. Suponte que soy soldado como tú, que me han mandado tomar
un reducto, y que sabes que han de matarme ciertamente: ¿No me dirías como hace unos instantes: «Id,
padre mío, id, porque de otro modo os deshonráis, y más vale la muerte que la deshonra» ?
-Sí, sí -dijo el joven- sí.
Y estrechando convulsivamente a su padre entre sus brazos, añadió:
-Id, padre mío, id.
Y salió del gabinete precipitadamente.
Después de la marcha de su hijo permaneció el naviero en pie, con los ojos fijos en la puerta. Entonces
alargó la mano y tiró del cordón de la campanilla.
Al cabo de unos momentos apareció Cocles. Ya no era el mismo hombre. Aquellos tres días le habían
transformado. El pensamiento de que la casa Morrel iba a suspender sus pagos le inclinaba a la tierra más
que otros veinte años sobre los que tenía de edad.
-Mi buen Cocles -le dijo Morrel con un acento imposible de describir-. Mi buen Cocles, vas a quedarte
en la antecámara, y cuando venga aquel caballero de hace tres meses, ya le conoces, el representante de la
casa de Thomson y French, cuando venga... me lo anuncias.
Cocles no respondió: hizo con la cabeza una señal de asentimiento y fue a sentarse en la antesala.
Morrel se dejó caer en una silla, sus ojos se fijaron en la esfera del reloj. ¡Sólo le quedaban siete minutos!
El minutero andaba con una rapidez increíble. Imaginábase que la sentía.
Lo que en aquel supremo instante pensó aquel hombre, que joven aún iba a abandonar el mundo, la
vida y las dulzuras de la familia, fundado en un razonamiento falso quizá, pero al menos especioso, lo que
pensó, repetimos, es imposible de describir. Estaba resignado, a pesar de que su frente estaba bañada en
sudor, aunque sus ojos se bañaran de lágrimas, estaba resignado.
El minutero seguía avanzando siempre, las pistolas estaban cargadas, alargó la mano y tomó una,
murmurando el nombre de su hija. Después dejó el arma mortal, cogió la pluma y se puso a escribir
algunas palabras. Le parecía entonces que no se había despedido de su querida hija. Luego se volvió a
mirar el reloj. Ya no contaba los minutos, sino los segundos. Con la boca entreabierta y los ojos fijos en el
minutero, volvió a coger el arma, estremeciéndose al ruido que él mismo al montarla hacía. El minutero
iba a señalar las once. Morrel no se movió, esperando únicamente que Cocles pronunciase estas palabras:
«El representante de la casa de Thomson y French.»
Y ya tocaba su boca con el arma.
De pronto sonó un grito..., era la voz de su hija... Al volverse y ver a Julia, la pistola se escapó de sus
manos.
-¡Padre mío! -exclamó la joven jadeante y dando muestras de alegría-. ¡Salvado! ¡Os habéis salvado!
Y se arrojó en sus brazos, mostrándole una bolsa de seda encarnada.
-¡Salvado, hija mía! -murmuró Morrel-. ¿Qué quieres decir?
-Sí; mirad, mirad-repuso la joven.
Morrel cogió la bolsa temblando, porque tuvo un vago recuerdo de que le había pertenecido.
A un lado estaba el pagaré de doscientos ochenta y siete mil quinientos francos, finiquitado.
Y del otro un diamante tan grueso como una avellana, con un pedazo de pergamino en que se leía esta
frase: «Dote de Julia.»
Morrel se pasó la mano por la frente, creía estar soñando. En este momento daba el reloj las once. El
son de la campana vibraba en su interior como si la campana sonase en su propio corazón.
-Veamos, hija mía -le dijo- cuéntame lo ocurrido. ¿Dónde has hallado esta bolsa?
-En una casa de las Alamedas de Meillán, número 15, sobre la chimenea de un quinto piso muy pobre.
-¡Pero esta bolsa no es tuya! -exclamó Morrel.
Julia alargó a su padre la misiva que tenía en la mano.
-¿Y has ido sola a esta casa? -le preguntó Morrel después de haberla leído.
-Manuel me acompañaba, padre mío. Debía de esperarme en la esquina de la calle del Museo, pero
¡cosa extraña!, ya no estaba cuando volví.
-¡Señor Morrel! -gritó una voz en la escalera -. ¡Señor Morrel!
-Es su voz -murmuró Julia.
Al mismo tiempo entró Manuel fuera de sí por efecto del júbilo y la emoción.
-¡El Faraón! -exclamó -. ¡El Faraón!
-¿Qué es eso? ¿El Faraón? ¿Estáis loco, Manuel? Ya sabéis que se ha perdido.
-¡El Faraón, señor...!, lo señala el vigía del puerto..., está entrando ahora mismo.
Morrel volvió a caer sobre su silla, le faltaron las fuerzas. Su inteligencia se negaba a dar crédito a
tantos sucesos increíbles, maravillosos.
Pero entonces llegó también su hijo exclamando:
-¡Padre mío! ¿Cómo decíais que El Faraón se ha perdido? El vigía lo señala, y dicen que está entrando
en el puerto.
-¡Amigos míos! -exclamó el naviero-, si eso fuera cierto, tendríamos que atribuirlo a milagro palpable.
¡Imposible! ¡Imposible!
Pero lo que era verdadero y no menos maravilloso, era aquella bolsa que tenía en la mano, aquel pagaré
inutilizado, y aquel magnífico dia mante.
-¡Ah, señor! -dijo Cocles entrando a su vez. ¿Qué significa todo esto? ¿El Faraón?
-Vamos, hijos míos -dijo Morrel levantándose-. Vamos a verlo, y que Dios se apiade de nosotros si es
mentira.
En medio de la escalera los estaba esperando la pobre señora Morrel, que no se había atrevido a subir.
Como por encanto llegaron a la Cannebière. En el puerto había mucha gente congregada. Y la
muchedumbre se abría para dejar paso a Morrel.
-¡El Faraón! ¡El Faraón! -exclamaban todas las voces.
En efecto, ¡cosa maravillosa!, ¡increíble!, un buque con estas palabras escritas en la popa en letras
blancas: El Faraón, de Morrel a hijos, de Marsella, completamente igual al Faraón, y cargado asimismo
de cochinilla y añil, echaba el ancla y cargaba sus velas enfrente del fuerte de San Juan. Desde el puente
daba sus órdenes el capitán Gaumard, y maese Penelón hacía señas al señor Morrel.
Ya no era posible dudarlo. El Faraón estaba allí, a la vista, y diez mil personas confirmaban con sus
voces tan inesperado suceso.
Cuando Morrel y su hijo se abrazaban, con aplauso de toda la ciudad, presente a ese prodigio, un
hombre de larguísima barba negra que se ocultaba detrás de la garita de un centinela, contemplaba enternecido
la escena murmurando:
-Que seas feliz, noble corazón; que Dios lo bendiga por el bien que has hecho y que harás todavía, y
quede mi gratitud tan ignorada como lo beneficio.
Y con una sonrisa en que brillaba la alegría y la felicidad, abandonó su escondite, sin que nadie
reparase en él, tan preocupada estaba la multitud con lo que ocurría, y bajando los escalones que sirven de
desembarcadero, gritó tres veces:
-¡Jacobo! ¡Jacobo! ¡Jacobo!
Se aproximó una lancha, que le condujo a un yate ricamente aparejado, a cuyo puente subió con la
ligereza de un marinero. Desde allí se puso otra vez a contemplar a Morrel, que llorando de alegría, repartía
a todos apretones de manos, mirando a la par al cielo, como si buscase, para darle gracias, a su
desconocido protector.
-Ahora -murmuró el desconocido-, adiós, bondad, humanidad y gratitud..., adiós, todos los sentimientos
que ennoblecen el alma. He querido ocupar el puesto de la Providencia para recompensar a los buenos...,
ahora cédame el suyo el Dios de las venganzas para castigar a los malvados.
Y al decir esto, hizo una señal, que parecía que el barco no esperase otra cosa para hendir la superficie
de las aguas.
Capítulo octavo
Italia. Simbad El Marino
A comienzos del año 1838 hallábanse en Florencia dos jóvenes de la más alta sociedad de París; el
vizconde Alberto de Morcef era el uno, y el barón Franz d'Epinay el otro. Ambos habían convenido que
irían a pasar aquel año el carnaval en Roma, donde Franz, que hacía cuatro años que vivía en Italia,
serviría a Alberto de cicerone.
Pero como no es tan fácil pasar el carnaval en Roma, sobre todo para el que no quería vivir en la Plaza
del Popolo o en el Campo Vaccino, escribieron a maese Pastrini, dueño del Hotel de Londres, en la Plaza
de España, que les guardase para entonces una habitación confortable.
Maese Pastrini les respondió que no tenía disponibles más que dos salas y un gabinete del secondo
piano, que les ofrecía por el módico precio de un luis diario. Los jóvenes aceptaron y queriendo Alberto
aprovechar el tiempo que le quedaba, partió para Nápoles, y Franz quedóse en Florencia.
Cuando hubo gozado largo tiempo de la vida que se hace en la corte de los Médicis, luego que se paseó
a su sabor por ese edén que se llama los Casinos; cuando, finalmente, gozó de las magníficas tertulias de
Florencia, diole el capricho de ir a ver la isla de Elba, ese gran puerto de amparo de Napoleón, puesto que
ya había visto Córcega, cuna de Bonaparte.
Una tarde, pues, mandó desatar una barchetta de la argolla que la detenía en el puerto de Liorna, y
acostándose en el fondo, embozado en su capa, dijo sencillamente a los marineros:
-¡A la isla de Elba!
La barca salió del puerto como abandonan su nido las aves marinas, y a la mañana siguiente
desembarcaba Franz en Porto-Ferrajo.
Atravesó la isla imperial, después de haber seguido todas las huellas que a11í dejó el Gigante, y fue a
embarcarse en la Marciana.
Dos horas más tarde desembarcó en la Pianosa, donde le aseguraban que podría divertirse matando
perdices coloradas, que abundan mucho.
La caza fue mala. Con mucho trabajo mató algunas perdices muy flacas y, como todo cazador que se ha
fatigado en balde, tornó a su barca muy malhumorado.
-¡Ah!, si vuestra excelencia quisiera, ¡qué gran cacería podría hacer! -le dijo el patrón.
-¿Dónde?
-¿Ve esa isla? -dijo el patrón, señalando con el dedo al mediodía, en cuya dirección se distinguía en
medio del mar una masa cónica de hermoso color añil.
-¿Y qué isla es ésa? -preguntó Franz.
-La isla de Montecristo -respondió el liornés.
-Pero no tengo permiso para cazar en ella.
-Vuestra excelencia no lo necesita. La isla está desierta.
-¡Diantre! -exclamó el joven-. ¡Qué cosa tan curiosa es una isla desierta en medio del Mediterráneo!
-Y cosa natural, excelencia. Esa isla es una masa de peñascos. Tal vez en toda ella no hay una fanega
de tierra cultivable.
-Y ¿a qué país pertenece esa isla?
-A Toscana.
-Y ¿qué podré cazar?
-Millares de cabras salvajes?
-¿Se alimentan de lamer las piedras? -dijo Franz con sonrisa de incredulidad.
-No, sino paciendo musgo, y despuntando mirtos y lentiscos, que crecen en las hendiduras.
-Pero ¿dónde paso la noche?
-En las grutas de la isla, o a bordo, envuelto en vuestra capa. Además, si quiere vuestra excelencia,
podremos volvernos así que termine la cacería, pues muy bien sabe que navegamos tan bien de noche
como de día, y que a falta de velas tenemos remos.
Como todavía le quedaba a Franz tiempo suficiente para juntarse con su compañero, y no tenía que
ocuparse en buscar vivienda en Roma, aceptó la proposición, que iba a desquitarle de su primera cacería.
Al oír su respuesta afirmativa, los marineros cambiaron entre sí algunas palabras en voz baja.
-¿Qué ocurre ahora? -les preguntó-. ¿Ha surgido alguna dificultad?
-No, pero debemos advertir a vuestra excelencia que la isla está en estado de sitio.
-¿Qué queréis decir?
-Que como la isla de Montecristo no está habitada, sirve de escala muchas veces a los contrabandistas y
a los piratas que vienen de Córcega, de Cerdeña o de Africa. Si a nuestra llegada a Lisboa llegara a
saberse que hemos estado en Montecristo, nos veremos obligados a hacer una cuarentena de seis días.
-¡Diablo!, ya varía la cuestión. ¡Seis días! justamente el tiempo que Dios necesitó para crear el mundo.
El plazo es largo, hijos míos.
-Pero ¿quién iría a decir que su excelencia ha estado en MonteCristo?
-¡Oh! , no seré yo -exclamó Franz.
-Ni menos nosotros -añadieron los marineros.
-Pues a Montecristo.
El patrón empezó a maniobrar y poniendo proa a Montecristo, comenzó el barco a bogar.
Dejó Franz que la operación acabara, y cuando se entró en el nuevo camino, cuando henchidas las velas
por la brisa volvieron los marineros a sus respectivos puestos, tres adelante y uno en el timón, renovó su
plática.
-Mi querido Gaetano -dijo al patrón-, acabáis de decirme, según creo, que la isla de Monte-Crísto es un
nido de piratas, que me parece caza muy distinta de la de cabras.
-Es cierto, excelencia.
-Yo no ignoraba que existen contrabandistas, pero creía que desde la toma de Argel y la destrucción de
la Regencia no existían los piratas sino en las novelas de Cooper y del capitán Marryat.
-Pues vuestra excelencia se engañaba. Existen piratas, como exis ten bandidos, que aunque fueron
exterminados por el Papa León XII, roban todos los días a los viajeros a las mismas puertas de Roma.
¿No ha oído decir su excelencia que apenas hace seis meses fue robado a quinientos pasos de Velletri, el
encargado de Negocios de Francia cerca de la Santa Sede?
-Desde luego que sí.
-Pues bien; si, como nosotros, viviese en Liorna vuestra excelencia, de vez en cuando oiría contar que
un barquichuelo cargado de mercancías o un lindo yate inglés que se esperaba en Bastía, PortoFerrajo o
Civita-Vecchia, no ha llegado, y que se ignora su paradero: debió de estrellarse contra alguna roca. Pues
esa roca es una barquilla estrecha y chata, tripulada por seis o siete hombres, que lo sorprendieron y
robaron en una noche oscura, en las inmediaciones de algún islote desierto, como los ladrones detienen y
roban una silla de posta en la espesura de un bosque.
-Pero ¿cómo las víctimas no se quejan? -repuso Franz, siempre tendido en su barca-. ¿Cómo no atraen
sobre esos piratas la venganza del gobierno francés, del sardo o del toscano?
-¿Por qué? -repuso Gaetano sonriéndose.
-Sí, ¿por qué?
-Porque, en primer lugar, transportan del yate o del navío a su barca cuanto hay que valga la pena, y
luego atan a la tripulación de pies y manos, y al cuello de cada uno una bala de cañón, y hacen un agujero
en la quilla del barco robado, y suben al puente, y cierran las escotillas y se pasan a su barca. A los diez
minutos empieza a quejarse la embarcación y a gemir, y poco a poco se hunde uno de los costados
primero, después el otro, luego vuelve a salir a flor y a hundirse, y más y más cada vez. De pronto suena
un ruido semejante a un cañonazo: es el aire que rompe el puente. El barco se revuelve entonces como un
hombre que se ahoga. Pronto el agua, demasiado comprimida en las cavidades, inunda todo el barco,
saliendo por sus agujeros, como los torrentes de humor que arroja por sus poros un gigantesco cetáceo.
»A fin lanza su último gemido, da sobre sí mismo la última vuelta, y se hunde, formando en el abismo
un círculo inmenso, que gira y gira un instante, se calma poco a poco, y acaba por desvanecerse tan
completamente que a los cinco minutos se precisaría el ojo de Dios para buscar en el fondo de las
tranquilas aguas el buque agujereado.
-¿Comprendéis ahora -añadió el patrón sonriendo-, cómo el buque no vuelve al puerto y por qué los
robados no se quejan?
Si Gaetano hubiera contado esto antes de proponer la expedición, es probable que Franz lo pensara con
más madurez, pero ya que la habían emprendido parecióle cobardía el renunciar. Franz era uno de esos
hombres que no corren al peligro, pero que sí se presenta la ocasión, se enfrentan a él con imperturbable
sangre fría. Era uno de esos hombres de voluntad inflexible, que no miran el peligro sino como en un
duelo al adversario, calculando hasta sus movimientos, estudiando su fuerza, y que al primer golpe de
vista se dan cuenta de todas las ventajas y matan de un solo golpe.
-¡Bah! -respondió-, he atravesado la Sicilia y la Calabria, he navegado por el Archipiélago dos meses, y
ni la sombra he visto de un bandido o de un pirata.
-Es que yo no se lo he dicho a su excelencia para hacerle renunciar a su proyecto -añadió Gaetano-. Me
preguntó y le respondí.
-Sí, mi caro Gaetano, y vuestra conversación es de las más interesantes, por lo que quiero gozar de ella
el mayor tiempo posible. A Montecristo.
Entretanto se iban acercando al término del viaje, y con un vientecillo fresco hacía el barco seis o siete
millas por hora. La isla pare cía que brotase del centro del mar a medida que la distancia se acortaba, y a
través de la clara atmósfera del crepúsculo se distinguía, como las balas amontonadas en un arsenal,
aquella masa de rocas, en cuyos intersticios se veían las matas y los árboles surgir. En cuanto a los
marineros, aunque estaban al parecer completamente tranquilos, era evidente que habían redoblado su
vigilancia, y que sus mira das escudriñaban aquel mar, terso como un espejo, poblado sólo de algunas
barcas pescadoras que con sus velas blancas se deslizaban como las gaviotas de ola en ola.
Once millas distaban de Montecristo cuando el sol empezó a ocultarse detrás de la de Córcega, cuyas
montañas se vislumbraban a la derecha, dibujando en el cielo sus picos sombríos. Delante de la barca,
ocultándole el sol, que ya sólo doraba sus últimas rocas, se elevaba amenazador aquel gigante de piedra,
parecido a Adamastor. Lentamente subieron las sombras desde el mar, ahuyentando aquel rayo de luz que
iba ya a apagarse. Al fin subió aquella estela luminosa hasta la cima del cono, donde se detuvo un instante
flameando como el penacho de un volcán, hasta que la sombra invasora se apoderó gradualmente de las
alturas, reduciéndose la isla a una nube rojiza que iba por momentos ennegreciéndose. Una hora después
se hizo completamente de noche.
En medio de la oscuridad profunda que los envolvía, Franz no dejaba de experimentar alguna
inquietud, pero por fortuna los marineros conocían muy bien hasta los puntos más ignotos del
archipiélago toscano. La Córcega había desaparecido enteramente, y casi la isla de Montecristo, pero los
marineros tenían, como los linces, la facultad de ver en las tinieblas, y el piloto que iba al timón no
señalaba ningún obstáculo.
Una hora habría transcurrido desde la puesta del sol, cuando Franz creyó percibir a un cuarto de milla a
la derecha una sombra confusa, aunque era imposible el distinguirla bien, y temiendo que se le burlasen
los marinos si tomaba por tierra firme algunas nubes flotantes, no dijo ni una palabra, pero de pronto
apareció en la orilla un resplandor muy grande. La tierra parecía una nube, pero el fuego no era un
meteoro.
-¿Qué luz es aquélla? -inquirió.
-¡Chist! -dijo el patrón-. Es una lumbre.
-Pero ¿no decíais que la isla estaba deshabitada?
-Dije que no tiene población fija, pero dije también que es un nido de contrabandistas.
-¿Y de piratas?
-Y de piratas -añadió Gaetano repitiendo las palabras de Franz-, Por eso di orden de que pasáramos más
allá de la isla, y ya lo veis, la lumbre cae detrás de nosotros.
-Pero ese fuego -prosiguió Franz- me parece más bien un mo tivo de seguridad que de inquietud. No lo
hubieran encendido gentes que temiesen ser descubiertas.
-¡Oh!, eso nada quiere decir -repuso Gaetano-. Si pudieseis reconocer en medio de la oscuridad la
situación de la isla, veríais que es tal, que el fuego no se descubre desde la costa ni desde la Pianosa, sino
desde alta mar solamente.
-Conque, según eso, ¿teméis que sea de mal agüero?
-Es preciso orientarse -repuso Gaetano fijando los ojos en aquella estrella terrestre.
-¿Y cómo?
-Vais a verlo.
A estas palabras habló Gaetano en voz baja a sus compañeros, y después de cinco minutos de
discusión, ejecutaron en silencio una maniobra, con la cual viró el barco de bordo como por ensalmo.
Volvieron entonces a tomar el camino que habían traído, y algunos segundos después desapareció el
resplandor, sin duda a causa de las alteraciones topográficas. El piloto dio entonces nueva dirección al
barquillo, que se acercó a la isla visiblemente, no distando más de cincuenta pasos. Amainó Gaetano y
quedó el barco inmóvil. Esto se había ejecutado con el mayor silencio, y hasta sin pronunciar una palabra,
sobre todo desde el cambio de dirección.
Gaetano, que había propuesto la expedición, tomó a su cargo la responsabilidad. Los cuatro marineros
no le perdían de vista, puestos al remo y en disposición de usarlos con todas sus fuerzas, lo que no era
difícil, gracias a la oscuridad. Con esa sangre fría que ya le conocemos, Franz aprestaba sus armas (que
eran dos escopetas de dos cañones y una carabina), las cargaba y les ponía el seguro.
En este intervalo el patrón se había quitado su marsellés y su cami sa, y asegurándose los pantalones en
las caderas, sin quitarse los zapatos ni medias, que no los usaba, se puso un dedo sobre la boca, como
dando a entender que guardasen profundo silencio, se deslizó al mar, nadando hacia la orilla con tanta
precaución, que era imposible oír el menor ruido. Sólo con ayuda de la fosfórica estela que dejaba en el
agua, se podía observar su camino. Esta estela pronto desapareció. Era evidente que el patrón había llegado
a la orilla. Todos los del barco permanecieron inmóviles por espacio de media hora, al cabo de la
cual vieron aparecer junto a la orilla la misma estela luminosa en dirección a ellos. Un instante después
Gaetano estaba en la barca.
-¿Y bien? -le preguntaron Franz y cuatro marineros al mismo tiempo.
-Son -dijo- contrabandistas españoles, aunque hay también con ellos dos bandidos corsos.
-¿Y qué hacen esos dos bandidos corsos con los contrabandistas españoles?
-¡Toma, excelencia! -repuso Gaetano con aire de sublime caridad-, es preciso ayudarse los unos a los
otros. Los bandidos se ven perseguidos con bastante frecuencia en tierra por los gendarmes o los
carabineros, y entonces encuentran una barca tripulada por buenos camaradas como nosotros, a quienes
pedir hospitalidad, y de quienes recibirla en su mansión flotante. ¿Quién niega protección a un pobre
hombre que se ve perseguido? Le recibimos a bordo, y para mayor seguridad nos metemos en alta mar.
Esto no nos cuesta nada, y le salva la vida, o la libertad por lo menos, a uno de nuestros semejantes, que
el día de mañana en pago del servicio que le hemos hecho, nos indica un buen sitio para desembarcar sin
que nos molesten los curiosos.
-¡Ah! ¡Ya! ¿De modo que vos mismo tenéis también algo de contrabandista, mi querido Gaetano? -le
dijo Franz.
-¿Qué queréis, excelencia? -contestó con una sonrisa imposible de describir-, bueno es saber algo de
todo, porque lo primero es vivir.
-Luego ¿conocéis a esa gente que ahora habita en Montecristo?
-Así, así. Los marinos somos como los francmasones, que nos reconocemos unos a otros por ciertas
señales.
-¿Y creéis que no ofrece peligro nuestro desembarco?
-Ninguno. Los contrabandistas no son ladrones.
-Pero esos bandidos corsos... -murmuró Franz calculando de antemano todas las posibilidades.
-¡Vaya por Dios! -dijo Gaetano-. Ellos no tienen la culpa de ser bandidos, sino la autoridad.
-¿Qué decís?
-Desde luego. Les persiguen por haber hecho una piel, y nada más. ¡Como si el vengarse no fuera en
Córcega lo más natural del mundo!
-¿Qué entendéis por haber hecho una piel? ¿Haber asesinado a un hombre? ---dijo Franz prosiguiendo
sus pesquisas.
-Haber matado a un enemigo, que es muy diferente -respondió el patrón.
-Pues bien -añadió el joven-. Vamos a pedir hospitalidad a esos contrabandistas y a esos bandidos.
¿Creéis que nos la concederán?
-De seguro.
-¿Cuántos son?
-Cuatro, excelencia, y con los dos bandidos, seis.
-Justamente el mismo número nuestro; somos seis para seis, por si esos señores se nos pusieran foscos
y tuviéramos que traerlos a ra zones. Por última vez, vamos a Montecristo.
-Corriente, excelencia, pero nos permitiréis tomar algunas otras precauciones.
-Desde luego, amigo mío. Sed sabio como Néstor, y astuto como Ulises. Hago más que permitíroslo, os
lo aconsejo.
-Pues entonces, ¡silencio! -murmuró Gaetano.
Todos se callaron.
Para un hombre observador como Franz, todas las cosas tienen su verdadero punto de vista. Esta
situación, sin ser peligrosa, no carecía de cierta gravedad. Hallábase en las tinieblas más profundas, en
medio del mar, rodeado de marineros que no le conocían, que no tenían ningún motivo para tenerle
afecto, que sabían que llevaba en el cinto algunos miles de francos, y que muchas veces habían
examinado, si no con envidia, con curiosidad al menos sus armas, que eran muy hermosas.
Por otra parte, iba a arribar, sin más ayuda que aquellos hombres, a una isla que, a pesar de su nombre
religioso, no le prometía al parecer otra hospitalidad que la del Calvario a Cristo, gracias a los bandidos y
a los contrabandistas. Después, la historia de aquellas barcas agujereadas en el fondo, que de día la creyó
exagerada, parecióle verosímil de noche. Fluctuando, pues, entre este doble peligro, quizás imaginario, no
abandonaba su mano el fusil, ni sus ojos se apartaban de aquellos hombres.
Entretanto, los marineros habían izado otra vez sus velas y vuelto a emprender su marcha. En medio de
las tinieblas, a las cuales estaba ya un tanto acostumbrado, distinguía Franz el gigante de granito que la
barca costeaba, y pasando en fin el ángulo saliente de una peña, pudo ver la lumbre más encendida que
nunca, y sentadas a su alrededor cinco o seis personas.
El resplandor del fuego iluminaba una distancia de cien pasos mar adentro, por lo menos. Costeó
Gaetano la luz, procurando que su barco no saliese un punto de la sombra, y cuando logró situarse
enfrente de la lumbre, lanzóse atrevidamente al círculo formado por el reflejo, entonando una canción de
pescadores, y haciéndole el coro sus compañeros. Al oír el primer verso de la canción habíanse levantado
los que se calentaban, aproximándose al desembarcadero con los ojos fijos en la barca, cuya fuerza a
intenciones se esforzaban indudablemente en adivinar. Pronto demostraron que el examen les satisfacía,
yendo a sentarse junto a la lumbre, en que asaban un cabrito entero, a excepción de uno, que se quedó de
pie en la orilla. Cuando la barca hubo llegado a unos veinte pasos de la orilla, el que estaba de pie hizo
maquinalmente con su carabina el ademán de un centinela ante la fuerza armada, y gritó en dialecto
sardo:
-¿Quién vive?
Franz preparó fríamente sus dos tiros.
Gaetano cruzó con aquel hombre algunas palabras, que el viajero no pudo comprender, pero que sin
duda se referían a él.
-¿Quiere vuestra excelencia dar su nombre o guardar el incógnito? -le preguntó el patrón.
-No quiero que mi nombre suene para nada -contestó Franz-. Decidle que soy un francés que viaja por
gusto.
Así que Gaetano hubo transmitido esta respuesta, dio una orden el centinela a uno de los hombres que
estaban sentados a la lumbre, el cual se levantó acto seguido y desapareció entre las rocas.
Hubo un instante de silencio. Cada uno pensaba en sus propias cosas. Franz en su desembarco, los
marineros en sus velas, los contrabandistas en su cabra, pero a pesar de este aparente descuido, se observaban
unos a otros.
De repente, el hombre que se había separado de la lumbre apareció, en opuesta dirección, haciendo con
la cabeza una señal al centinela, que volviéndose hacia el barco se contentó con pronunciar estas palabras:
-S'accommodi.
El s'accommodi italiano es imposible de traducir, porque significa al mismo tiempo: venid, entrad, sed
bienvenido, estáis en vuestra casa, todo es vuestro. Se parece a aquella frase turca de Molière que tanto
admiraba el paleto caballero (le bourgeois gentilhomme) por el sinnúmero de cosas que significaba.
Los marineros no se lo hicieron repetir y a los cuatro golpes de remo tocó la barca en la orilla. Saltó
Gaetano el primero, volviendo a hablar brevemente con el centinela en voz baja; saltaron los marineros
unos tras otros, hasta que le tocó a Franz hacer lo mismo.
Llevaba éste al hombro uno de los fusiles, Gaetano el otro, y un marinero su carabina, pero como su
traje era una mezcolanza del de los artistas y del de los dandys, no inspiró ninguna sospecha.
Tras amarrar el barco a la orilla dieron algunos pasos en busca de una especie de vivaque donde se
colocaron, pero sin duda el punto adonde se dirigían no era del gusto del que hizo el papel de centinela,
porque gritó a Gaetano:
-Por ahí no.
Balbució una disculpa Gaetano, y sin insistir dirigióse a la parte opuesta, mientras dos marineros iban a
encender en la hoguera antorchas para alumbrar el camino.
Anduvieron como unos treinta pasos y se detuvieron en una pequeña explanada de rocas, en que habían
labrado como unos asientos, que querían parecer garitas, donde el centinela pudiera sentarse. En torno
crecían en algunos trozos de tierra vegetal encinas enanas y mirtos de ramaje espeso. Por un montón de
cenizas, que vio al bajar al suelo una antorcha, comprendió Franz que no era el primero que reconociese
la excelencia de aquel sitio, y que debía de ser una de las guaridas habituales de los nómadas visitantes de
la isla de Montecristo.
Ya había dejado de estar en alarma y en acecho. Desde que puso el pie en tierra, desde que se dio
cuenta de las disposiciones, si no amis tosas, indiferentes de sus huéspedes, desapareció toda su
desconfianza, cambiándose en apetito con el olor de la cabra que asaban en la cercana lumbre.
Dijo algunas palabras acerca de este nuevo incidente a Gaetano, que le respondió que nada era más
sencillo que comer, para quien tra jese como ellos en su barco, pan, vino, seis perdices, y un buen fuego
para asarlas.
-Además -añadió-, si tanto incita a vuestra excelencia el olor de la cabra, puedo ofrecer a los vecinos
dos de nuestras aves por un pedazo de su asado.
-Sí, sí, Gaetano -contestó el joven-. Haced, que parecéis en verdad nacido para tratar esta clase de
negocios.
Entretanto los marineros habían arrancado un buen montón de musgo, y con mirtos y encina verde
encendieron una buena lumbre.
Franz, impaciente, esperaba a su negociador, olfateando la cabra, cuando aquél apareció con aire
pensativo.
-Ea, ¿qué hay de nuevo? -le preguntó-. ¿Rechazan nuestra oferta?
-Al contrario -dijo Gaetano-. Su jefe, a quien han dicho que sois un joven francés, os invita a cenar.
-¡Caramba! -exclamó Franz-. ¡Qué hombre tan civilizado debe de ser ese jefe! No tengo motivos para
negarme, tanto más cuanto que le llevo mi parte de bucólica.
-¡Oh!, no es eso: Tiene para cenar y aun algo más. Es que pone a vuestra entrada en su casa una
condición muy singular.
-¡En su casa! ¿Ha construido una casa aquí?
-No; pero no deja por eso de tener, según se asegura, al menos, un albergue bastante cómodo.
-¿Conocéis, pues, a ese jefe?
-Por haber oído hablar de él.
-¿Bien o mal?
-De las dos maneras.
-¡Diablo! ¿Y cuál es su condición?
-Que os dejéis vendar los ojos, y que no os quitéis la venda hasta que él mismo os lo diga.
Franz sondeó cuanto le fue posible la mirada de Gaetano para conocer lo que ocultaba esta proposición.
-¡Ah! -respondió el marinero adivinando su idea-. ¡Bien sé yo que merece reflexionarse!
-¿Qué haríais vos en mi lugar? -inquirió el joven.
-Como nada tengo que perder, iría.
-¿No rechazaríais el ofrecimiento?
-No, aunque no fuera más que por curiosidad.
-¿Hay algo curioso en casa de ese jefe?
-Escuchad -dijo Gaetano bajando la voz-. Yo no sé si es cierto lo que dicen...
Y se detuvo, mirando a su alrededor, por si lo escuchaban.
-¿Qué dicen?
-Dicen que ese jefe vive en una gruta que deja muy atrás al pala cio Pitti.
-¡Soñáis! -exclamó Franz volviendo a sentarse.
-No es sueño -contestó el patrón-, sino realidad. Cama, el pilo to del San Fernando, entró un día, y salió
maravillado, diciendo que sólo en los cuentos de las hadas hay tales tesoros.
Franz dijo:
-¿Sabéis que con esas palabras me haríais descender a las cavernas de Alí-Babá?
-Digo lo que me dicen, excelencia.
-¿De modo que me aconsejáis que acepte?
-No digo tanto. Vuestra excelencia hará lo que sea de su gusto. Yo no quisiera aconsejarle en semejante
ocasión.
Franz reflexionó un rato, y comprendiendo que si aquel hombre era tan rico no querría robarle a él, que
sólo llevaba algunos miles de francos, y como, además, entre todo esto veía en perspectiva una cena
excelente, se decidió. Gaetano fue a llevar su respuesta.
Como ya lo hemos dicho, Franz era, sin embargo, prudente, y quiso adquirir todas las noticias posibles
de su extraño y maravilloso anfitrión. Volvióse, pues, a un marinero que durante este diálogo se ocupaba
en desplumar las perdices con mucha gravedad, y le preguntó en qué habrían podido arribar a la isla los
contrabandistas, puesto que ni barca, ni tartana, ni canoa se veía.
-No os inquietéis por eso -dijo el marinero-, porque conozco la embarcación que tripulan.
-¿Es buena?
-Una igual deseo a vuestra excelencia para dar la vuelta al mundo.
-¿Es muy grande?
-De unas cien toneladas, sobre poco más o menos. Es un barco de capricho, un yate, pero construido de
manera que en todo tiempo anda por el mar.
-¿Dónde lo han construido?
-Lo ignoro, aunque lo tengo por genovés.
-¿Y cómo un jefe de contrabandistas -prosiguió Franz- se atreve a construir en Génova un yate con
destino a su comercio?
-Yo no he dicho que él sea contrabandista -respondió el marinero.
-No, pero me parece que Gaetano lo ha dicho.
-Gaetano habrá visto de lejos la tripulación, pero no habló con ninguno.
-Si ese hombre no es un jefe de contrabandistas, ¿qué es entonces?
-Un señor muy rico que viaja por placer.
«Vamos -pensaba Franz-, con ser las relaciones diferentes, se hace más y más misterioso el personaje.»
-¿Cuál es su nombre?
-Cuando se lo preguntan, responde que Simbad el Marino, pero yo dudo que ése sea su nombre
verdadero.
-¿Simbad el Marino?
-Sí.
-¿Y dónde habita ese señor?
-En el mar.
-¿De qué pueblo es?
-No lo sé.
-¿Le habéis visto?
-Algunas veces.
-¿Qué clase de hombre es?
-Vuestra excelencia juzgará por sí mismo.
-¿Y dónde va a recibirme?
-Sin duda en ese palacio subterráneo de que Gaetano os habló.
-Y al desembarcar en esta isla, encontrándola desierta, ¿no habéis tenido nunca la curiosidad de dar con
ese palacio encantado?
-Así es, excelencia -repuso el marino-, y más de una vez, pero
siempre fueron inútiles nuestras tentativas. Hemos examinado la gruta de arriba abajo, sin encontrar la
menor comunicación. ¡Si dicen que la puerta no se abre con llave, sino con una palabra mágica!
-Vamos, esto es un cuento de las Mil y una noches -murmuró Franz.
-Su excelencia os aguarda -dijo detrás de él una voz, que reconoció por la del centinela.
Al recién llegado le acompañaban dos hombres pertenecientes a la tripulación del yate.
Por toda respuesta, sacó Franz su pañuelo, presentándoselo al que le había dirigido la palabra.
Vendáronle los ojos sin decir nada, pero rnn una escrupulosidad que le daba a entender que no cometiese
ninguna indiscreción. Luego hiciéronle jurar que no trataría de destaparse. Franz juró. Hecho esto le
cogieron cada uno de ellos por un brazo, y echó a andar, conducido así y guiado por el centinela.
Después de unos treinta pasos, sintió, por el calor de la hoguera y el olor de la cabra, que pasaba por
delante del vivaque. Hiciéronle después dar como cincuenta pasos, evidentemente de la parte por donde
prohibieron a Gaetano que anduviera, prohibición que ahora se explicaba. Por el cambio de la atmósfera
comprendió pronto que entraba en un subterráneo, y a los pocos segundos de marcha oyó un estallido y
parecióle que cambiara otra vez la atmósfera, poniéndose perfumada y tibia. Cuando sus pies, por último,
resbalaron sobre una muelle alfombra, sus guías le abandonaron. Hubo un intervalo de silencio, hasta que
dijo una voz en buen francés, aunque con marcado acento extranjero:
-Seáis, caballero, bien venido a esta casa. Ya podéis quitaros el pañuelo.
Franz no se hizo repetir dos veces la invitación. Se quitó su pañuelo y hallóse cara a cara con un
hombre de unos treinta y ocho a cuarenta años, en traje tunecino, o para que se comprenda mejor, con un
casquete Colorado con borla de seda azul, una chaquetilla de paño negro bordada de oro, pantalones
largos y anchos de color de sangre, calzas del mismo color, bordadas asimismo de oro, Y pantuflas
amarillas. Llevaba en la cintura un magnífico chal de Cachemira, y sujeto en él un yatagán pequeño y
corvo.
El rostro de este hombre era de notable hermosura aunque pálido hasta degenerar en lívido. Sus ojos
vivos y penetrantes, su nariz recta y casi al nivel de la frente, como de tipo griego en toda su pureza; sus
dientes, blancos como perlas, resaltaban entre su negro bigote. Sólo aquella palidez era extraña. Parecía
un hombre encerrado mucho tiempo en un sepulcro, que no hubiese podido recobrar después el color de
los vivos. No era de alta estatura, pero sí bien formado, y con las manos y los pies muy pequeños, como
los meridionales. Pero lo que admiró a Franz, que había tenido por sueño las exageraciones de Gaetano,
fue la suntuosidad de los muebles.
Las paredes estaban cubiertas de seda turca carmesí, salpicada de flores de oro. A un lado se veía una
especie de diván coronado por un trofeo de armas arabescas con vainas de plata sobredorada incrustadas
de pedrería. Pendía del techo una lámpara de cristal de Venecia, preciosísima por su forma y su color, y
cubría el suelo un tapiz turco, tan blando, que hasta el tobillo se hundían los pies. Colgaban grandes
cortinajes delante de la puerta por donde había entrado Franz, y de la otra que daba paso a una habitación
magníficamente iluminada al parecer.
El jefe dejó un instante a Franz entregado a su sorpresa, examinándole con la misma atención con que
él lo examinaba todo, y sin perderle un punto de vista.
-Caballero -le dijo al fin-. Os pido mil veces que me dispenséis las precauciones tomadas para
introduciros aquí, pero como esta isla está casi desierta, conocido el secreto de esta morada, cualquier día
me la encontraría sin duda como Dios fuere servido, lo que me agradaría en verdad muy poco, no por la
pérdida de lo que vale, sino porque me quitaría la seguridad que ahora tengo de poder separarme del
mundo cuando me da la gana. Procuraré haceros olvidar ahora esa nimia molestia, ofreciéndoos lo que no
esperaríais encontrar aquí, esto es, una cena regular y una cama bastante buena.
-A fe mía, querido anfitrión, que no necesitáis ofrecerme dis culpas -repuso Franz-. Siempre he visto
que se vendaba los ojos a todos los que van a entrar en palacios encantados. Eso sucede a Raúl en Los
Hugonotes, y en verdad que no debo de quejarme, pues lo que veo paréceme una continuación de las
maravillas de las Mil y una noches.
-¡Ay! Tengo que deciros como Lúculo: «A esperar yo vuestra visita, hubiera hecho algunos
preparativos.» En fin, tal como es mi choza, tal como es mi colación, las pongo a vuestra disposición.
¿Estamos ya servidos, A1í?
Casi en el mismo instante levantóse el cortinón de la puerta, apareciendo un negro nubio, tan negro
como el ébano, vestido con una sencilla túnica blanca, el cual hizo a su amo una seña, que indicaba que
podía pasar al comedor.
-Ahora -dijo el desconocido a Franz-, no sé si seréis de mi opinión, pero me parece que nada hay más
desagradable que estar dos o tres horas hablando sin saber los interlocutores sus nombres respectivos. Y
cuenta que yo respeto demasiado las leyes de la hospitalidad para que os pregunte vuestro nombre ni
vuestro título. Os ruego únicamente que me digáis uno cualquiera, porque pueda dirigiros la palabra. Para
proporcionaros a vos iguales ventajas, os diré de mí que acostumbran a llamarme Simbad el Marino.
-Por mi parte debo deciros que como ya no me falta para estar en la misma situación de Aladino sino
poseer la famosa lámpara mara villosa, no encuentro dificultad alguna en que me llaméis Aladino interinamente.
Me siento tentado a creer que he sido transportado al Oriente por algún genio benéfico, con
lo que esta nueva ficción pro longará mis quimeras.
-Pues bien, señor Aladino -dijo el anfitrión-, habéis oído que podíamos pasar a la mesa, ¿no es verdad?
Entremos, pues, si os place. Vuestro humilde servidor pasa delante para enseñaros el camino.
Y, en efecto, a estas palabras, levantando la cortina, pasó Simbad delante del joven.
Estaba Franz cada vez más maravillado. El servicio de la mesa era espléndido. Seguro ya de este punto
tan importante, dirigió sus mi radas a otra parte. El comedor, menos suntuoso que el gabinete que acababa
de abandonar, era todo de mármol con bajorrelieves antiguos de gran mérito y valor. A ambos extremos
de esta habitación, que era oblonga, había dos magníficas estatuas con cestones en la cabeza, que
contenían frutas magníficas: ananás de Sicilia, granadas de Málaga, naranjas de las islas Baleares,
albérchigos franceses y dátiles de Túnez.
En cuanto a su cena, se componía de un faisán asado con mirlos de Escocia, un jamón de jabalí a la
gelatina, un pedazo de cabra a la tártara, un rodaballo magnífico y una langosta colosal. En los
intermedios circulaban entremeses delicados. La vajilla era de plata y los portavasos de porcelana.
Franz se frotaba los ojos para cerciorarse de que no soñaba.
Solamente Alí era admitido a servir a su dueño, y como lo hacía perfectamente, recibió Simbad por ello
muchas alabanzas de su convidado.
-Sí -contestó aquél haciendo con delicadeza los honores de la cena-, sí, es un pobre diablo que me
quiere mucho y se afana por agradarme. Recuerda que le he salvado la vida, y como la apreciaba mucho,
al parecer, me lo agradece bastante.
Se acercó A1í a su dueño, cogióle una mano y se la besó.
-¿Pecaré de indiscreto, señor Simbad, preguntándoos cómo y cuándo hicisteis esa bella acción? -le dijo
Franz.
-¡Oh, Dios mío! Es una acción muy vulgar -respondió Simbad el Marino-. Según parece, ese pillastre
había rondado el serrallo del bey de Túnez más de cerca de lo que convenía a un moro de su color, porque
el bey le sentenció a cortarle la lengua, la mano y la cabeza. La lengua el primer día, la mano el segundo y
la cabeza el tercero. Yo había deseado siempre tener un mudo a mi servicio, por lo que esperé a que le
hubiesen cortado la lengua para ir a proponer al bey que me lo diese, a cambio de una magnífica escopeta
de dos cañones que me había parecido la víspera agradar a su alteza bastante. Aun con esto vaciló, tanto
deseo tenía de acabar con ese pobre diablo, pero yo le di sobre la escopeta un cuchillo inglés de monte,
con el cual había yo mellado el yatagán de su alteza, y esto al fin le determinó a perdonarle la mano y la
cabeza, aunque a condición de que nunca volviera a Túnez. Tal exigencia era inútil. Por muy de lejos que
el infiel distinga cuando navegamos las costas de África, se esconde en seguida en la cala, y no hay medio
de hacerle salir de allí hasta que no se haya perdido de vista la tercera parte del mundo.
Franz permaneció un momento sin hablar y preguntándose qué debería pensar de la frialdad horrible
con que su anfitrión acababa de contarle aquella cruel historia.
Luego, cambiando de tema, dijo:
-¿Y pasáis vuestra vida viajando como el honrado marino cuyo nombre lleváis?
-Sí, es un voto que hice en cierta ocasión, cuando menos pensaba poderlo cumplir -dijo sonriendo el
desconocido-. Muchos tengo hechos como éste, que espero en Dios que se cumplan.
Aunque Simbad pronunció estas palabras con la mayor sangre fría, sus ojos despidieron un fulgor
extraño de ferocidad.
-¿Habéis sufrido mucho, caballero? -le dijo Franz.
Simbad se estremeció y le miró fijamente.
-¿Por qué lo sospecháis? -le preguntó.
-Por todo -contestó Franz. Por vuestra voz, por vuestras mira das, por vuestra palidez, y hasta por esta
clase de vida que lleváis.
-¡Yo! ¡Yo llevo la vida más feliz que haya gozado un hombre! ¡Una vida de pachá! Soy el rey del
mundo. Me agrada un sitio, permanezco en él; me desagrada, lo abandono. Soy libre como los pájaros, y
como ellos tengo alas. A una señal me obedecen todos los que me rodean. En ocasiones me entretengo en
burlar a la policía de los hombres, quitándole un bandido que busca o un criminal que persigue. Además,
tengo también mi justicia baja y alta, aunque sin papelotes
ni apelación, que absuelve o condena, y que nada tiene de común con ella. ¡Oh! ¡Si hubieseis probado
mi vida, no gustaríais de otra alguna, y nunca volveríais al mundo, a no ser que tuvieseis que realizar
algún proyecto gigantesco!
-Una venganza, por ejemplo -dijo Franz.
El desconocido clavó en el joven una de esas miradas que penetran hasta lo más profundo del
pensamiento y del corazón humano.
-¿Y por qué ha de ser precisamente una venganza? -le pre guntó.
-Porque me parecéis un hombre de esos que, perseguidos por la sociedad, tienen que arreglar cuentas
con ella-repuso Franz.
-Pues bien -repuso Simbad, sonriendo de aquella manera extraña que sólo dejaba entrever sus dientes
blancos y afilados-. Pues bien, no acertáis. Tal como me veis, soy un filántropo, sui géneris, y acaso un
día iré a París a hacer sombra al señor Appert y al hombre de la capa azul.
-¿Será la primera vez que hagáis ese viaje?
-¡Oh, sí! Denota poca curiosidad en mí, ¿no es cierto? Pero os aseguro que no he tenido la culpa de
tardar tanto, y que al fin el día menos pensado iré.
-¿Y pensáis hacerlo pronto?
-Todavía no lo sé. Depende de circunstancias y combinaciones muy inciertas.
-Quisiera estar allí cuando vos vayáis, para pagaros en la manera que me fuese posible esta hospitalidad
tan generosa que me dais en la isla de Montecristo.
-Con mucho gusto aceptaría vuestra invitación -repuso Simbad-, si no tuviera que guardar el incógnito
en París.
La cena entretanto proseguía. Como si hubiera sido ex profeso para Franz, que hacía razonablemente
los honores a ella, el marino apenas probaba los platos del espléndido festín. Al cabo Alí sirvió los
postres, o dicho mejor, las cestas que tenían en sus manos las estatuas.
Entre dos de éstas puso una copa pequeña de plata sobredorada con tapa del mismo metal. El respeto
con que Alí cogió esta copa chocó muchísimo a Franz, que levantando la tapa, halló que contenía una
especie de pasta verde, parecida al dulce de angélica y que él no había visto jamás. Cuando volvió a tapar
la copa, se hallaba tan ignorante de su contenido como al destaparla. Miró a su huésped y le vio sonreírse.
-¿No podéis adivinar qué es lo que contiene ese vaso? -le pre guntó éste.
-Os lo confieso.
-Pues bien, esa especie de dulce verde no es ni más ni menos que la ambrosia que Hebe servía a Júpiter.
-Pero esa ambrosia, sin duda -repuso Franz-, al pasar por la mano de los hombres, habrá perdido su
nombre divino para tomar otro humano. ¿Cómo se llama, pues, en lengua vulgar este ingrediente, que a
decir verdad no me inspira gran simpatía?
-Ahí tenéis precisamente lo que revela nuestro origen material -exclamó el marino-. ¡Cuántas veces
pasamos del mismo modo junto a la felicidad, sin verla, sin mirarla, o sin reconocerla, si la vemos o la
miramos! Si sois un hombre positivista, si vuestro Dios es el oro, probad esto, y se os abrirán las minas
del Perú, de Guzarate y de Golconda. Si sois hombre inteligente, si sois poeta, probad esto, y desaparecerán
para vos los límites de lo posible, y se os abrirán los campos de lo infinito, y en libertad
absoluta de pensamiento y de alma, volaréis a vuestro antojo por las inconmensurables esferas de la fantasía.
¿Tenéis ambiciones, suspiráis por las vanidades de la tierra?, pro bad esto, y dentro de una hora seréis
rey, no de un reino miserable, olvidado en un rincón de Europa, como Francia, España a Inglaterra, sino
rey del mundo, rey del universo, rey de la creación. Asentaréis vuestro trono en la montaña adonde llevó
Satanás a Jesucristo, y sin que le rindáis tributo, sin que os humilléis hasta besarle la pezuña, seréis el
soberano de todos los soberanos de la Tierra. ¿No es lo que os ofrezco tentador?, confesadlo; tanto más
tentador, cuanto que no hay nada más fácil que hacer esto. Mirad.
Al acabar estas palabras descubrió a su vez la copa de plata que contenía la sustancia tan alabada, llenó
de ella un cucharilla de café, la llevó a sus labios y la saboreó lentamente, con los ojos medio cerrados y
la cabeza echada hacia atrás.
Franz le dejó todo el tiempo necesario para tragarlo, y le dijo al verle ya vuelto, por decirlo así, a la
escena:
-Pero ¿en qué consiste este manjar tan precioso?
-¿Habéis oído hablar -le contestó el marino- del viejo de la Montaña, de aquel que quiso asesinar a
Felipe Augusto?
-Sí.
-Pues habéis de saber que reinaba en un valle fertilísimo, que dominaba la montaña de donde había
tomado su pintoresco nombre. Estaba aquel valle lleno de jardines, plantados por Hassen-ben-Sabad, con
pabellones aislados, donde hacía entrar a sus elegidos para darles a masticar, según dice Marco Polo,
cierta hierba que los transportaba al paraíso, entre plantas siempre en flor, frutas siempre maduras y
mujeres siempre vírgenes.
»Pues bien, lo que aquellos jóvenes bienaventurados tomaban por realidad era un sueño, pero un sueño
tan dulce, tan embriagador, tan voluptuoso, que se vendían en cuerpo y alma al que se lo proporcio naba, y
obedientes a sus órdenes como a las de Dios, iban a buscar hasta el fin del mundo la víctima indicada para
herirla, expirando en medio de sus torturas sin proferir una queja, alentados por la esperanza de que su
muerte no era sino una trasmigración a aquella vida de delicias que les daba a probar esta hierba santa,
que acaban de servirme en vuestra presencia.
-Entonces -exclamó Franz-, es el hachís, sí, yo lo conozco, a lo menos de nombre.
-Justamente; habéis acertado el nombre, señor Aladino, es el hachís, el hachís mejor y más puro que se
hace en Alejandría, el hachís de Abougor, el grande, el único, el hombre a quien se debería edificar un
palacio con esta inscripción:
«Al fabricante de la felicidad, el mundo agradecido.»
Tres meses pasaron, llenos para ella de aflicción. No recibía noticias de Dantés ni tampoco de
Fernando. Nada tenía presente a sus ojos sino un anciano, que pronto iba a morir también de
desesperación.
»A la caída de una tarde, que había pasado entera como de costumbre, sentada en la unión de los dos
caminos que van de Marsella a los Catalanes, Mercedes volvió a su casa más abatida que nunca. Ni su
prometido ni su amigo regresaban por ninguno de los dos cami nos, y ni de uno ni de otro sabía el
paradero.
»Parecióle oír de pronto unos pasos muy conocidos, volvió con ansiedad la cabeza, y abriéndose la
puerta vio aparecer a Fernando, con su uniforme de subteniente. No recobraba todo, pero sí una parte de
su vida pasada, de lo que tanto sentía y lloraba perdido.
»Mercedes cogió las manos de Fernando con un impulso que éste tuvo por amor, no siendo sino de
alegría, por verse ya en el mundo menos sola y con un amigo, tras tantas horas de solitaria tristeza.
Además, preciso es decirlo, nunca había odiado a Fernando, no le había amado, es verdad, porque era otro
el que ocupaba por entero su corazón. Este otro estaba ausente... había desaparecido... quizá muerto...
Esta idea hacía prorrumpir a Mercedes en sollozos y retorcerse los brazos; pero esta idea, rechazada
cuando otro se la sugería, estaba de suyo siempre fija en su imaginación. Por su parte, el ancia no Dantés
tampoco hacía otra cosa que decide: «Nuestro Edmundo ha muerto, porque de lo contrario él volvería.»
»El anciano murió, como ya os he dicho. Sin esto quizá nunca se casara Mercedes con otro, porque
habría sido un acusador de su infidelidad. Todo esto lo comprendió Fernando, que regresó a Marsella al
saber la muerte del padre de Dantés. Ya era teniente. Cuando su primer viaje, ni una palabra de amor
había dicho a Mercedes, pero esta vez le recordó ya cuánto la amaba.
»Mercedes le rogó que la dejase llorar todavía seis meses y esperar a Edmundo.
-El caso es -dijo el abate con sonrisa amarga-, que en total hacía dieciocho meses... ¿Qué más puede
exigir el amante más querido?
Y luego murmuró estas palabras del poeta inglés: Fragilty, thy name is woman (¡Fragilidad, tienes
nombre de mujer! ).
-Seis meses después -prosiguió el posadero- se efectuó la boda en la iglesia de Accoules.
-En la misma iglesia donde había de casarse con Edmundo -murmuró el sacerdote.
-Casose, pues, Mercedes -prosiguió Caderousse-, pero aunque tranquila en apariencia, al pasar por
delante de la Reserva le faltó poco para desmayarse. Dieciocho meses antes se había celebrado allí su
comida de boda con aquel a quien, si hubiera consultado a su propio corazón, habría conocido que aún
amaba.
»Más dichoso Fernando, pero no más tranquilo, que yo le vi en aquella época, sobresaltado a todas
horas, con pensar en la vuelta de Edmundo. Determinó irse con su mujer a otro lugar, pues eran los
Catalanes lugar de muchos peligros y recuerdos. Y por esto se marcharon a los ocho días de la boda.
-¿Habéis vuelto a ver a Mercedes? -le preguntó el abate.
-Sí, en Perpiñán, donde la había dejado Fernando para ir a la guerra de España. A la sazón se ocupaba
de la educación de su hijo.
El abate se estremeció.
-¿De su hijo?
-¿Sabéis -dijo Franz-, que me dan ganas de juzgar por mí mis mo de la verdad o exageración de vuestras
palabras?
-Juzgad por vos mismo, mi querido huésped, juzgad; pero no por la primera impresión que os produzca.
Es conveniente acostumbrar los sentidos a una nueva; como acontece en todas las impresiones, dulce o
violenta, triste o alegre, existe una lucha entre esta divina sustancia y la naturaleza, que no está
organizada para el placer, y que se aferra mucho al dolor. Es necesario que la naturaleza vencida muera
sobre el campo de batalla, es preciso que la realidad suceda al sueño, y entonces es el sueño el que
domina absolutamente, y la vida se hace sueño y el sueño se hace vida. ¡Pero qué diferencia en tal
transformación! Es decir, que comparando los dolores de la exis tencia real con los placeres de la
existencia ficticia, no querréis vivir nunca, porque querréis estar soñando siempre. Cuando abandonéis
vuestro mundo por el mundo de los demás, os parecerá que pasáis de una primavera de Nápoles a un
invierno de la Laponia, se os antojará que dejáis el paraíso por la tierra, y el cielo por el infierno. Probad
el hachís, mi querido huésped, probadlo.
Franz cogió por toda respuesta una cucharada de aquella pasta maravillosa, igual a la que había tomado
su anfitrión, y se la llevó a los labios.
-¡Diablo! -exclamó cuando se la hubo tragado-, no sé si la consecuencia será tan agradable como decís,
pero lo que es como manjar, no me parece tan suculento como a vos.
-Porque vuestro paladar no está acostumbrado a lo sublime de esa sustancia. Decidme, ¿os gustaron en
seguida las ostras, el té, las trufas, y todo lo que después habéis apreciado en tal manera? ¿Comprendéis
acaso a los romanos, que sazonaban los faisanes con asafétida, y a los chinos, que comen nidos de
golondrinas? No por cierto, no. Pues bien, lo propio sucede con el hachís. Tomadlo tan sólo por espacio
de ocho días seguidos, y ningún manjar del mundo os parecerá que reúne la delicadeza de éste, hoy soso y
nauseabundo para vos. Pasemos ahora a la habitación de al lado, es decir, a la vuestra, que va A1í a
servirnos el café y a darnos pipas.
Los dos se levantaron y mientras el que a sí mismo se había dado el nombre de Simbad y que nosotros
hemos mencionado de tiempo en tiempo, porque se le pudiera llamar de cualquier modo; mientras
Simbad, decimos, daba algunas órdenes a su criado, Franz entró en la pieza inmediata.
Estaba amueblada con sencillez en comparación a la otra, aunque no menos rica, y la forma de ella era
redonda. Un diván prolongado se extendía a su alrededor, pero diván, techo, paredes y suelo estaban
cubiertos de magníficas pieles, blandas como los más blandos tapices; eran de leones del Atlas, con sus
majestuosas crines; de tigres de Bengala, con rayas deslumbradoras, de panteras del Cabo, tachonadas de
oro, como la que se aparecía al Dante, y pieles, finalmente, de osos de la Siberia, y zorras de Noruega,
arrojadas todas con profusión unas sobre otras, de manera que parecía que se anduviese sobre la alfombra
más espesa, o se reposase en el más blando de los lechos.
Ambos se recostaron sobre el diván. Había a mano pipas con boquilla de ámbar y tubos de jazmín, y
preparadas para que no hubiese necesidad de fumar dos veces en una misma. Tomaron una de ellas cada
uno y Alí las encendió, saliendo luego a buscar el café.
Guardaron silencio, unos instantes, que Simbad pasó entregado a los pensamientos que al parecer le
dominaban sin tregua, aun en me dio de la conversación, y Franz, abandonado a esa especie de fascinación
vertiginosa que acomete siempre al que fuma excelente tabaco. No parece sino que el humo del tabaco
bueno tenga la propiedad de quitarnos todas las penas, dándonos ilusiones en cambio.
Alí sirvió el café.
-¿Cómo lo tomáis? -preguntó a Franz el desconocido-, ¿a la francesa o a la turca? ¿Cargado o claro?
¿Con azúcar o sin él? ¿Pasado o hirviendo? Podéis elegir, pues lo hay de todas las maneras.
-Lo tomaré a la turca -respondió Franz.
-Hacéis bien. Eso prueba que tenéis buenas disposiciones para la vida oriental. ¡Ah!, convendréis
conmigo en que los orientales son los únicos hombres que saben vivir. Por lo que a mí respecta -añadió
Simbad con una de aquellas singulares sonrisas que no se escapaban a la observación del joven-, tan
pronto como despache mis negocios de París iré a morir al Oriente, y si entonces queréis encontrarme, os
será preciso irme a buscar al Cairo, a Bagdad o a Ispaham.
-A fe mía que será la cosa más fácil -dijo Franz-, pues paréceme que tengo alas de águila, capaces de
dar la vuelta al mundo en veinticuatro horas.
-¡Vaya, vaya! ¡Ya empieza a actuar el hachís; abrid pues, esas alas, y volad a las regiones de la fantasía.
Nada os arredre, que hay quien vela por vos, y si vuestras alas se derriten al sol como las de Ícaro, aquí
estoy yo para recibiros.
Tras esto dijo a Alí algunas palabras árabes. El negro hizo un gesto de obediencia y se retiró, aunque
sin alejarse.
En cuanto a Franz, sufría una rara transformación. Todas sus fatigas físicas, toda la exaltación originada
en su cerebro por los sucesos de aquel día, iban desapareciendo, como en esos primeros instantes del
sueño en que se vive todavía. A1 parecer, su cuerpo cobraba una ligereza inmaterial y su razón se
despejaba de una manera maravillosa y parecían duplicarse las facultades de sus sentidos. Su horizonte
íbase ensanchando más y más, pero no ese horizonte sombrío y lleno de terrores en que se arrastraba antes
de su sueño, sino un horizonte azul, transparente y vasto, con todo lo que el mar tiene de tintas mágicas,
con todo lo que el sol tiene de luz, y todo lo que la brisa tiene de perfumes. Después, entre los cantos de
los marineros, cantos puros y claros, que a poder escribirlos compusieran una armonía divina, veía
aparecer la isla de Montecristo, no como un escollo terrible entre las olas, sino como un oasis perdido en
medio del desierto, y a me dida que la barca se acercaba, hacíase el canto más numeroso, porque también
la isla exhalaba a Dios una armonía misteriosa, ni más ni menos que si alguna hada, como Lorely, o algún
encantador como Anfión, quisiera atraer hacia aquella parte un alma o edificar una ciudad.
A1 fin la barca tocó a la orilla, aunque sin violencia, sin sacudidas, como toca un labio a otro labio, y
penetró en la gruta sin que dejase de sonar aquella música encantadora. Descendió, o mejor dicho, parecióle
que descendía algunos escalones, respirando un aire embalsamado y fresco, como el que debía de
soplar en torno a la gruta de Circe, aire lleno de esos perfumes que embriagan la fantasía, de ardores que
encienden los sentidos, y vio nuevamente todo cuanto había visto antes de su sueño, desde Simbad, el
fantástico marino, hasta Alí, el criado mudo. Luego todo parecía que se confundiese y se borrase a su
vista, como las últimas sombras de una linterna mágica que se apaga, hallándose de nuevo en la
habitación de las estatuas, iluminada totalmente por una de esas lámparas antiguas de luz pálida, que en
medio de la. noche acompañan al sueño o a la voluptuosidad.
Eran, en efecto, ricas de formas, en lujuria y poesía, de ojos magnéticos, sonrisa lasciva y larga
cabellera. Friné, Cleopatra y Mesalina, las tres cortesanas célebres. Entre aquellas sombras impúdicas
aparecía después como un ángel cristiano en medio del Olimpo, como un rayo de luz pura, una visión
dulce que se cubría la frente virginal ante aquellas impurezas de mármol.
Entonces le pareció que las tres estatuas habían fundido sus amo res en uno para un hombre solo, y que
este hombre era él, y que se acercaban a su lecho envueltas en largas túnicas blancas, desnuda la garganta,
destrenzados los cabellos, con una de esas actitudes que seducían a los dioses, pero que los santos
resistían, con esas miradas inflexibles y ardientes como la de la serpiente que atrae al pájaro, y que se
entregaba por último a aquellas caricias dolorosas como un abrazo, y voluptuosas como un beso.
Le pareció a Franz que cerraba los ojos, y que a través de la última mirada veía a la estatua púdica
cubrirse el rostro enteramente, y después de cerrados los ojos a las cosas materiales, se abrieron sus sentidos
a las fantásticas, gozando de una felicidad sin límites, de un amor incesante, como el que el profeta
prometía a sus elegidos.
Entonces, todas aquellas bocas de piedra se animaron y palpitaron aquellos pechos hasta tal punto que
para Franz, que por la primera vez conocía los efectos del hachís, este amor era casi dolor, esta
voluptuosidad casi tortura, sobre todo cuando sentía posarse en su boca ardiente los labios de las estatuas,
fríos y petrificados como los anillos de una serpiente. Sin emb argo, cuanto más se esforzaba en rechazar
aquel amor imaginario, más se engolfaban sus sentidos en el sueño misterioso, hasta que después de una
lucha en que tanto deseaba quedar victorioso como vencido, cedió del todo, abrasado de fatiga, hastiado
de voluptuosidad, con los besos de aquellas muje res de mármol y con los encantos de aquel sueño
inconcebible.
Capítulo noveno
Al despertar
Cuando Franz volvió en sí, los objetos exteriores le parecieron una segunda parte de su sueño.
Imaginóse en un sepulcro, donde apenas penetraba un rayo de sol como una mirada compasiva. Extendió
la mano y tocó la piedra, incorporóse y se halló acostado en un lecho de hojas secas, aromáticas y suaves.
Habían desaparecido las visiones, y como si fueran las estatuas sólo sombras salidas de sus sepulcros
durante su ensueño, habían huido al despertar. A toda la agitación del sueño sucedía la calma de la
realidad. Se encontró en una gruta, se adelantó hacia la abertura. A través de la puerta se veía el azul del
mar y del cielo. Aire y agua resplandecían a los primeros rayos del sol de la mañana; a la orilla estaban
sentados los marineros riendo y cantando. A diez pasos mar adentro se mecía graciosamente la barquilla
sobre sus andotes. Entonces aspiró largo tiempo aquella brisa fresca que le azotaba la frente, escuchó el
débil rumor de las olas que se estrellaban en la orilla, salpicando las rocas de blanca espuma, y entregóse
instintivamente a este divino éxtasis que la naturaleza produce, sobre todo, después de un sueño
fantástico.
La vida exterior, tan pura, tan grande, tan tranquila, recordóle poco a poco lo inverosímil de su sueño, y
su memoria empezó a llenarse de recuerdos. Se acordó de su llegada a la isla, y de su presentación a un
jefe de contrabandistas, de un palacio espléndido, y de una cena excelente y una cucharada de hachís.
Sólo que en medio de esta realidad palpable parecíale que todas aquellas cosas habían ocurrido por lo
menos hacía un mes, tan vivo era el pensamiento de su sueño, y tanta importancia tenía en su imaginación.
De vez en cuando, parecíale distinguir entre los marineros, o junto a una roca, o meciéndose
sobre el barco, una de aquellas sombras que con besos y miradas poblaron de estrellas el cielo de su
noche. Por otra parte, sentía la cabeza completamente despejada y el cuerpo tranquilo, sin peso en el
cerebro, sino todo lo contrario, un bienestar general, una predisposición más grande que nunca a absorber
el sol y el aire. Acercóse alegremente a sus marineros, que al verle se levantaron todos, y el patrón se le
aproximó diciéndole:
-El señor Simbad nos ha encargado de cumplimentar a vuestra excelencia en su nombre, y de
expresarle cuánto siente no poder despedirse de vuestra excelencia, mas confía que le dispenséis cuando
sepáis que un negocio importantísimo le obligó a marchar a Málaga.
-¡Ah!, oye, mi querido Gaetano, ¿es todo esto verdad? ¿Existe un hombre que me recibió en esta isla,
que me dio una hospitalidad regia, y se ha marchado mientras yo soñaba?
-Tan cierto es, que por allí va alejándose su yate a velas desplegadas; con vuestro anteojo de larga vista
quizá podréis aún reconocer a Simbad el Marino en medio de la tripulación sobre cubierta.
Y al decir estas palabras extendió Gaetano su brazo en dirección a un barquillo, que se dirigía al
extremo meridional de Córcega. Franz sacó su anteojo, lo graduó a su vista y se puso a mirar al sitio
indicado. No se engañaba Gaetano. A la popa del barco aparecía el misterioso extranjero, de pie, vuelto
hacia Franz, y con un anteojo en la mano como él. Iba vestido con el mismo traje con que se presentara a
su huésped, y para despedirse agitaba un pañuelo. Franz devolvióle el saludo de la misma forma. Un
momento después se divisó en la popa del barco una nubecilla de humo, elevándose al cielo graciosa y
lentamente. Una detonación llegó a oídos de Franz.
-¿Oís? -le dijo Gaetano-. Eso significa que se despide de vos.
El joven tomó su carabina y la descargó disparando al aire, pero sin esperanza de que la detonación
pudiese atravesar la distancia que separaba el yate de la costa.
-¿Qué ordena vuestra excelencia? -le preguntó Gaetano.
-Que me deis una luz.
-¡Ah!, ya entiendo -dijo el patrón-; para buscar la entrada de la mansión encantada. Buen provecho os
haga, excelencia, puesto que tenéis gusto de ello, voy a daros la antorcha que me pedís, pero sabed que yo
también tuve esa idea, que he tenido ese capricho tres o cuatro veces, y que siempre acabé por renunciar a
él. Giovanni -añadió-, enciende una tea y tráela a su excelencia.
Aquél obedeció, y tomando Franz la tea entró en el subterráneo seguido de Gaetano.
Reconoció el sitio en que se había despertado, y su lecho de hojas, hollado todavía, pero por más que
examinó con ayuda de la tea toda la superficie exterior de la gruta, nada vio, salvo algunos sitios que por
lo ahumados demostraban que otros habían hecho antes que él la misma investigación.
Sin embargo, no dejó de examinar ni un solo pie de aquella muralla granítica, impenetrable como el
porvenir; no vio una sola grieta sin introducir en ella su cuchillo de monte, no observó un solo ángulo
saliente de una piedra sin apoyarse en él, con la esperanza de que cedería; pero todo fue en vano, y en este
trabajo perdió dos horas sin resultado alguno.
Al cabo de este tiempo renunció a sus proyectos. Gaetano había triunfado.
Cuando Franz volvió a la playa, el yate no aparecía ya sino como un punto blanco en el horizonte.
Recurrió a su anteojo, pero ni aun así le fue posible distinguir nada.
Gaetano le recordó que había venido a cazar cabras, cosa de que él se había olvidado enteramente.
Tomó su escopeta y se puso a recorrer la isla más bien como un hombre que cumple una obligación, que
como aquel que procura divertirse, y transcurrido un cuarto de hora había muerto una cabra y dos
cabritillos. Pero aquellas cabras, aunque salvajes y ligeras como gamuzas, guardaban una gran semejanza
con nuestras cabras domésticas, y Franz no las consideraba como caza.
Otras ideas preocupaban, además, su imaginación. Desde la víspera se había constituido en héroe de un
cuento de Las mil y una noches, y un poder invencible le arrastraba a la gruta.
Entonces, pese a la inutilidad de sus primeras pesquisas, emprendió otras nuevas, mientras Gaetano, por
orden suya, asaba una de las cabras.
Mucho tiempo debió de durar esta segunda visita, pues cuando volvió estaba ya asada la cabra y
dispuesto el almuerzo. Sentado Franz en el mismo lugar en el que la víspera fueron a invitarle a cenar de
parte del misterioso desconocido, distinguió todavía, como una gaviota cerniéndose sobre las aguas, al
diminuto yate, que continuaba su camino a Córcega.
-¿Pero no me dijisteis que el señor Simbad iba a Málaga? -exclamó de repente encarándose con
Gaetano-. Paréceme que se dirige a Porto-Vecchio.
-¿No os acordáis -repuso el marinero-, que os dije también que entre su tripulación había casualmente
dos bandidos corsos?
-En efecto, irá a desembarcarlos a la costa -observó Franz.
-Eso mismo. ¡Ah! Simbad el Marino es un buen sujeto, que no teme al diablo y que por hacer un
servicio a un pobre, dicen que andaría diez leguas.
-Pero ese género de servicios le pueden malquistar con las autoridades del país donde los haga -repuso
Franz.
-¡Ah! -exclamó sonriéndose Gaetano-. Bastante le importan a él las autoridades. Se burla de ellas y
cuando le persiguen no es su yate un buque velero, sino un pájaro, sin contar con que para encontrar
amigos, sólo tiene que acercarse a la costa.
Lo único que resulta claro de todo esto es que el señor Simbad, el agasajador de Franz, honrábase con
estar relacionado con todos los contrabandistas y bandoleros del Mediterráneo, posición asaz excéntrica.
Como nada retenía ya a Franz en la isla de Montecristo, y como había perdido la esperanza de descubrir
el encanto de la gruta, apresuróse a almorzar, ordenando a los marineros que preparasen la barca para
dentro de una hora.
Media hora después estaba ya a bordo. Echó la última mirada al yate, que estaba a punto de perderse de
vista en el golfo de PortoVecchio. Cuando, dada la señal de partir, se ponía su barco en mo vimiento,
aquél desapareció enteramente.
Con el yate se desvanecía la postrera realidad de la noche anterior: la cena, Simbad, el hachís, las
estatuas, todo, en fin, empezaba a tomar para el joven el colorido de un sueño.
El día y la noche entera navegó la barca, y a la salida del sol a la mañana siguiente, había perdido
también de vista la isla de MonteCristo.
Tan pronto como puso Franz el pie en tierra firme, se olvidó, aunque sólo por un momento, de los
últimos acontecimientos, para terminar sus quehaceres políticos y juveniles en Florencia, y no pensar en
otra cosa que en reunirse con su compañero, que le esperaba en Roma.
Partió, pues, en el correo, y el sábado por la noche llegó a la plaza de la Aduana.
Como ya se ha dicho, la habitación la tenía de antemano preparada, no precisando de otra cosa que
dirigirse al hotel de maese Pastrini, cosa que no era muy fácil, pues una inmensa muchedumbre henchía
ya las calles, y se miraba aturdida Roma por el rumor febril y sordo que precede a las grandes
solemnidades.
Las grandes solemnidades de Roma son cuatro: el Carnaval, la Semana Santa, el Corpus y el día de San
Pedro. Todo el resto del año vuelve a caer la ciudad en esa triste apatía, punto medio entre la vida y la
muerte, entre este mundo y el otro, apatía sublime, característica y poética, que Franz había estudiado ya
cinco o seis veces, encontrándola cada vez más fantástica y maravillosa.
Atravesando, pues, aquella turba que crecía por momentos y se agitaba, llegó a la fonda.
A su primera pregunta, le respondieron con esa impertinencia propia de los cocheros de alquiler que
tienen ya viaje aparejado, y de los fondistas que tienen ya sus cuartos llenos, que no había para él habitación
en la fonda de Londres. Y por esto se vio obligado a enviar una tarjeta a maese Pastrini y a
preguntar por Alberto de Morcef. Este recurso fue excelente, pues maese Pastrini acudió personalmente
con toil excusas por haber hecho esperar a su excelencia, y tomando la bujía de mano de un cicerone que
ya se había apoderado del viajero, preparábasp a conducirle junto a su amigo, cuando éste apareció.
La habitación indicada se componía de dos piezas pequeñas y de un gabinete con ventanas que daban a
la calle, cualidad que exageró mucho maese Pastrini, añadiendo que era inapreciable su valor. El resto de
aquel piso lo tenía alquilado a un personaje muy rico, que pasaba por siciliano o maltés, aunque el
fondista no supo decir a ciencia cierta a cuál de las dos naciones pertenecía.
-Está bien, maese Pastrini -dijo Frank-. Necesitamos ahora por lo pronto una cena cualquiera para esta
noche, y un carruaje para mañana y los siguientes días.
-En lo de la cena -respondió el fondista-, seréis servidos en el acto; pero concerniente al carruaje...
-¿Cómo es eso, maese Pastrini? ¡Dudáis...! Ea, no os chanceéis, que necesitamos un carruaje.
-¡Oh, caballero!, todo lo imaginable se hará por proporcionároslo, y es cuanto puedo decir.
-¿Y cuándo sabremos la respuesta? -preguntó Franz.
-Mañana por la mañana -respondió el fondista.
-¡Qué diablo! -exclamó Alberto-. Con pagarlo bien, es negocio concluido. Ya sabemos a qué atenernos.
Un carruaje de Drake o de Aarón cuesta veinticinco francos los días de trabajo, y treinta o treinta y cinco
los domingos y días señalados, conque añadiendo cinco francos diarios de corretaje, suman cuarenta. No
se vuelva a hablar de esto.
-Sospecho que aun cuando ofrezcan los señores el doble, no logren proporcionárselo.
-Que pongan entonces caballos al mío, aunque del viaje está algo estropeado, pero no importa...
-No se encontrarán caballos.
Alberto miró a Franz, como a un hombre a quien se le da una respuesta incomprensible.
-¿Oís Franz? -le dijo- ¡No hay caballos! Pero de posta, ¿no podría haberlos?
-Están alquilados todos quince días ha, y sólo quedan los indispensables para el servicio.
-¿Qué es lo que decís?
-Digo que, cuando no comprendo una cosa, acostumbro a no detenerme mucho en ella y paso a otra.
¿Está dispuesta la cena, maese Pastrini?
-Sí, excelencia.
-Pues ante todo, cenemos.
-Pero ¿y el carruaje y los caballos? -dijo Franz.
-No os preocupéis, amigo mío, que ellos vendrán por su propio pie. El busilis está en el precio.
Y Morcef, con esa admirable filosofía del hombre que nada juzga imposible mientras tiene llenos los
bolsillos, cenó, se acostó y durmió a pierna suelta, soñando que paseaba las calles de Roma en un carruaje
tirado por seis caballos.

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