Capítulo séptimo
La madre y el hijo
Montecristo saludó a los cinco jóvenes con una sonrisa llena de me lancolía y dignidad, y montó en su
coche con Maximiliano y Manuel.
Alberto, Beauchamp y Chateau-Renaud quedaron solos en el cameo.
El joven dirigió a sus dos testigos una tímida mirada, que parecía pedirles su parecer sobre lo que
acababa de ocurrir.
-Por vida mía, mi querido amigo -dijo Beauchamp el primero, sea que tuviese más sensibilidad o menos
disimulo-, permitidme que os felicite; he aquí un magnífico fin para una desagradable aventura.
Alberto permaneció silencioso, y como concentrado en su pensamiento. Chateau-Renaud se contentó
con dar en su bota con su flexible bastón.
-¿No nos vamos? -dijo después de un instante de silencio.
-Cuando gustéis -dijo Beauchamp -, dejadme solamente el tiempo necesario para cumplimentar al señor
de Morcef, que ha dado pruebas hoy de una generosidad tan rara.
-¡Oh!, sí -dijo Chateau-Renaud.
-Es magnífico -continuó Beauchamp - poder conservar sobre sí mismo tanto dominio.
-Seguramente; en cuanto a mí, habría sido incapaz de ello –dijo Chateau-Renaud con una frialdad de
las más significativas.
-Señores -interrumpió Alberto-, creo que no habéis comprendido que entre el conde de Montecristo y
yo ha ocurrido algo muy grave
-Sí, sí -dijo al instante Beauchamp -; pero hay muchos majaderos que no están en el caso de comprender
vuestro heroísmo, y tarde o temprano os veréis forzado a explicárselo de un modo no muy conveniente a
la salud de vuestro cuerpo y a la duración de vuestra vida.
¿Queréis que os dé un consejo de amigo? Partid para Nápoles, La Haya o San Petersburgo, países
tranquilos, y donde son más inteligentes en cuanto al honor que nuestros anticuados parisienses. Una vez
allí, entreteneos en tirar mucho a la pistola y al florete, y haceos olvidar para volver a Francia dentro de
algunos años, tranquilo o bastante ejercitado en las armas para haceros respetar y conquistar vuestra
tranquilidad. ¿Es verdad que tengo razón, Chateau-Renaud?
-Soy de vuestro mismo parecer; nada llama tanto los duelos serios como uno sin resultado.
-Gracias, señores; seguiré vuestro consejo -dijo Alberto con una fría sonrisa-, no porque me lo dais,
sino porque mi intención era salir de Francia; os las doy asimismo por el servicio que me habéis prestado
sirviéndome de testigos; está profundamente grabado en mi
-¿Por qué? corazón, puesto que después de las palabras que acabo de oír sólo me acuerdo de él.
Chateau-Renaud y Beauchamp se miraron: la impresión era igual en ambos; el acento con que Morcef
había pronunciado aquellas palabras era de una resolución tal, que la posición de todos habría sido muy
embarazosa si la conversación se hubiera prolongado.
-Adiós, Alberto -dijo de repente Beauchamp, alargando negligentemente la mano al joven, sin que éste
saliese por ello de su letargo, y en efecto, no respondió al ofrecimiento de la mano.
-Adiós -dijo Chateau-Renaud, saludándole con la mano derecha.
Los labios de Alberto apenas murmuraron adiós; su mirada era más explícita, encerrábase en ella todo
un poema de ira concentrada, fiero desdén y generosa indignación.
Cuando sus dos testigos hubieron montado en el carruaje, perma neció inmóvil por algún tiempo; pidió
en seguida su caballo; saltó ligero sobre la silla y tomó a galope el camino de París, y al cuarto de hora
entraba en el palacio de la calle de Helder.
Al apearse, le pareció ver tras las cortinas del dormitorio del conde el pálido rostro de su padre. Alberto
volvió la cabeza a otra parte; al llegar dio una última mirada á todas aquellas riquezas que le habían hecho
tan agradable la vida; fijó los ojos por última vez en aquellas cuyas imágenes parecían sonreírse y cuyos
paisajes parecían animarse.
En seguida abrió el medallón que contenía el retrato de su madre, sacó éste dejando vacío el cerco de
oro y la cadena de oro también con que lo suspendía; puso en orden sus armas turcas, sus escopetas
inglesas, sus porcelanas del Japón y sus juguetes de bronce hechos por los mejores artistas; examinó los
armarios y colocó las llaves en los cajones, echó en uno, que dejó abierto, todo el dinero que tenía, y
además todas sus joyas, hizo un inventario exacto de todo, y lo puso en el sitio más visible, sobre su
mesa, de la que quitó los muchos libros y papeles que la ocupaban. Al empezar a ejecutar estas
operaciones entró su criado, a pesar de la orden formal que para lo contrario le había dado.
-¿Qué queréis? ¿No recordáis mis órdenes? -le preguntó Alberto, más triste que enojado.
-Dispensadme, señor; es cierto que me ordenasteis que no entrara, pero el señor conde de Morcef me ha
llamado.
-¿Y bien? -preguntó Alberto.
-Y si me pregunta qué ha ocurrido allá abajo, ¿qué debo responder?
-La verdad.
-Entonces diré que el duelo no se ha efectuado.
-Diréis que he dado una satisfacción al conde de Montecristo.
Al concluir de arreglar sus cosas, llamó la atención de Alberto el ruido de los caballos en el peristilo;
asomóse y vio a su padre que subía en el carruaje, y salió.
Tan pronto como se cerró la puerta del palacio, Alberto se dirigió a la habitación de su madre, y como
no había criado alguno que le anunciase, llegó hasta su dormitorio y con el corazón oprimido por lo que
veía y por lo que adivinaba, se detuvo a la puerta.
Todo estaba en orden; los encajes, los adornos, las joyas, el dinero se encontraban colocados en sus
respectivos cajones, cuyas llaves juntó con cuidado la condesa.
Alberto vio todos estos preparativos, comprendió lo que significaban y entró exclamando:
-¡Madre mía! -arrojándose en los brazos de Mercedes.
El pintor capaz de plasmar la expresión de aquellas dos caras, hubiese pintado un magnífico cuadro.
En efecto, aquella resolución enérgica que no había atemorizado a Alberto por sí, le espantaba por su
madre.
-¿Qué hacéis, pues? -inquirió.
-¿Qué hacíais vos? -respondió ella.
-¡Oh, madre mía! -dijo Alberto, tan conmovido que apenas podía hablar-; hay gran diferencia de vos a
mí; no podéis haber resuelto lo que yo he determinado, porque vengo a deciros que voy a dar el último
adiós a esta casa..., y a vos.
-Yo también, Alberto -respondió Mercedes -, yo también parto; había contado con que mi hijo me
acompañaría. ¿Me he equivocado?
-Madre mía- respondió Alberto con firmeza - no puedo haceros participar del destino a que yo mismo
me he condenado; es preciso que viva desde ahora sin nombre y sin fortuna; es necesario que para
empezar esta penosa existencia pida a un amigo el pan que comeré de aquí a que lo gane. Así, pues, mi
buena madre, voy ahora mismo a casa de Franz a rogarle me preste la cantidad que he calculado.
-¡Tú, sufrir hambre! ¡Tú, padecer miseria! ¡Oh, no digas eso, mi pobre hijo! Cambiarías todas mis
resoluciones.
-Pero no las mías -respondió Alberto-. Soy joven, soy robusto, creo que soy valiente, y desde ayer creo
que he aprendido lo que vale una firme voluntad. ¡Madre mía! ¡Son tantos los que han sufrido, y no
solamente no han muerto, sino que han amasado una nueva fortuna sobre las ruinas de sus anteriores
esperanzas! Yo lo sé, madre mía; he visto esos hombres que desde el fondo del abismo donde les había
sepultado su enemigo, se han levantado con tanto vigor y gloria, que han dominado a su antiguo
vencedor, precipitándole a su vez. No, madre mía, no; he renunciado a contar desde hoy con lo pasado, y
no acepto nada, ni siquiera mi nombre, porque vos comprendéis, madre mía, que vuestro hijo no puede
llevar un nombre del que deba abochornarse ante otro hombre.
-Hijo mío, Alberto -dijo Mercedes-, si hubiese tenido un corazón más fuerte, ése sería el consejo que lo
hubiera dado; lo conciencia ha hablado al callar mi voz; escúchala, hijo mío; tenías amigos, Alberto;
rompe de momento con ellos, pero no desesperes, no; lo madre lo ruega. La vida es aún hermosa a lo
edad, mi querido Alberto, porque apenas tienes veintidós años, y como a un corazón tan puro como el
tuyo le es preciso un nombre sin tacha, toma el de mi padre; se llamaba Herrera. Te conozco, Alberto
mío; sea cualquiera la carrera que sigas, pronto, pronto darás lustre a este nombre. Preséntate entonces en
el mundo, más brillante aún con el lustre de tus desgracias pasadas, y si así no debiese ser a pesar de mis
previsiones, déjame al menos esta esperanza, déjamela a mí, que no tendré más que esta sola idea, este
solo porvenir, y para quien el sepulcro empieza a la puerta de esta casa.
-Haré como deseáis, madre -respondió el joven-; sí, mis esperanzas son iguales a las vuestras; la cólera
del cielo no perseguirá a vos tan pura, a mí tan inocente; mas ya que estamos resueltos, obremos
rápidamente. El señor de Morcef ha salido hace media hora, poco más o menos; la ocasión, como veis, es
favorable para evitar el ruido y una explicación.
-Os espero, hijo mío -dijo Mercedes.
Alberto corrió en seguida al paraje más inmediato y tomó un carruaje de alquiler que debía conducirlos
fuera del palacio: acordábanse de una casa amueblada en la calle de Santos Padres, donde su madre
hallaría un alojamiento modesto, pero decente, y volvió a buscar a la condesa.
Al parar el carruaje ante la casa, en el momento en que Alberto se apeaba, un hombre se acercó y le
entregó una carta.
Alberto reconoció al intendente.
-Del conde -dijo Bertuccio.
Alberto tomó la carta, la abrió y leyó; concluida, buscó con los ojos a Bertuccio, pero mientras leía, el
hombre había desaparecido.
Con los ojos llenos de lágrimas entró en la habitación de Mercedes, y sin pronunciar una palabra le
presentó la carta.
Mercedes leyó:
Alberto:
Al haceros ver que he penetrado vuestro proyecto, creo revelaros que comprendo vuestra delicadeza.
Sois libre, vais a abandonar la casa del conde y retiraros con vuestra madre libre como vos; pero reflexionad,
Alberto, que le debéis más de lo que podéis pagarle con vuestro noble y pobre corazón. Guardad
para vos la lucha, reclamad para vos los padecimientos, pero evitadle la primera miseria que acompañará
sin duda a vuestros primeros esfuerxos; porque no merece ni aun la sombra de la desgracia que
hoy la persigue, y la Providencia no quiere que pague el inocente por el culpable.
Sé que vais a dejar los dos la casa de la calle de Helder sin llevaros nada: el cómo, no tratéis de
averiguarlo; lo sé y basta.
Escuchad, Alberto.
Veinticuatro años atrás volvía yo contento y alegre a mi patria; tenia una prometida, Alberto, una
joven santa a la que adoraba, y le traía ciento cincuenta luises que había juntado penosamente con un
trabajo sin descanso: este dinero era para ella, se lo había destinado y conociendo cuán pérfido es el
mar, enterré nuestro tesoro en el jardín de la casa que mi padre habitaba en Marsella, en la alameda de
Meillán.
Vuestra madre, Alberto, conoce bien aquella humilde y querida casa. Ultimamente, al venir de París,
he pasado por Marsella, he ido a ver aquella casa de tan dolorosos recuerdos, y por la noche, con un
axadón en la mano, he cavado en el rincón en que había escondido mi tesoro. La caja de hierro se
encontraba todavía en el mismo sitio; nadie había tocado en el ángulo que cubre con su sombra una
hermosa higuera plantada por mi padre el día de mi nacimiento.
Pues bien, Alberto, ese dinero que en otra ocasión debió servir para ayudar a la vida y tranquilidad de
aquella mujer a quien yo adoraba, hoy por un axar desgraciado encuentra igual empleo. ¡Oh!, comprended
bien mi idea: y que podía ofrecer millones a esa mujer, y sólo le devuelvo el pedaxo de pan
negro, olvidado bajo mi pobre techo, desde el día en que me separé de ella para siempre.
Sois un hombre generoso, Alberto; pero es posible que os ciegue el orgullo o el resentimiento; si
rehusáis, si pedís a otro lo que yo tengo derecho a ofreceros diré que es poco generoso rehusar la vida
de vuestra madre, ofrecida por un hombre a quien vuestro padre hixo morir al suyo entre los horrores
del hambre y de la desesperación.
Terminada esta lectura, Alberto permaneció pálido a inmóvil, esperando la decisión de su madre.
Mercedes levantó los ojos al cielo con una expresión inefable.
-Acepto -dijo-, tiene el derecho de pagar el dote que llevaré a un convento.
Y poniendo la carta sobre el corazón, tomó el brazo de su hijo, y con un paso más firme de lo que creía
se dirigió a la escalera.
Montecristo también había vuelto a la ciudad con Manuel y Maximiliano.
El regreso fue alegre. Manuel no disimulaba su contento al ver suceder la paz a la guerra, y confesaba
altamente sus gustos filantrópicos. Morrel en un rincón del carruaje dejaba que la alegría de su cuñado se
manifestase en sus brillantes palabras, y conservaba para sí una alegría más pura, pero que sólo se
traslucía en sus miradas.
En la barrera del Troue se encontró a Bertuccio, que le estaba aguardando allí, inmóvil como un
centinela en su puesto.
Montecristo sacó la cabeza por la portezuela, le dijo algunas palabras en voz baja, y el intendente
desapareció.
Señor conde -dijo Manuel al llegar a la plaza Real-, os agra dezco que me dejéis a la puerta de casa, para
que mi mujer no tenga un momento de inquietud, ni por vos ni por mí.
-Si no fuese ridículo vanagloriarse de su triunfo, rogaría al conde que entrase en casa; pero él también
tendrá corazones a quienes tranquilizar. Hemos llegado, Manuel. Saludemos a nuestro amigo, y bajemos.
-Un momento -dijo Montecristo-, me priváis de una vez de mis dos compañeros; entrad a ver a vuestra
encantadora mujer, a la que os ruego presentéis mis respetos, y luego acompañadme vos hasta los
Campos Elíseos.
-Con mucho gusto -dijo Maximiliano-, tanto más cuanto que tengo que hacer en vuestro barrio, conde.
-¿Esperamos para almorzar? -preguntó Manuel.
-No-dijo el joven.
La puerta del coche se cerró, y éste continuó su camino.
-Veis como os he traído la dicha -dijo Morrel cuando se quedó solo con el conde-, ¿no habéis pensado
en ello?
-Sí -respondió el conde-, y por eso quisiera teneros siempre cerca de mí.
-¡Es milagroso! -continuó Maximiliano Morrel, respondiéndose a sí mismo.
-¿El qué? -dijo Montecristo.
-Lo que acaba de suceder.
-Sí -respondió el conde sonriéndose-, decís bien, Morrel, es milagroso.
-Porque, después de todo -respondió éste-, Alberto es valiente.
-Muy valiente -respondió el conde-, le he visto dormir tranquilo con el puñal suspendido sobre su
cabeza.
-Y yo sé que se ha batido dos veces muy bien; comparad eso con lo de esta mañana.
-Siempre vuestra influencia -repitió sonriéndose Montecristo. -Es una dicha para Alberto no ser militar.
-¿Por qué?
-¡Excusas sobre el terreno! ¡Bah! -dijo el joven capitán mo viendo la cabeza.
-Vamos, no incurráis en los prejuicios de los hombres vulgares, Morrel; convendréis en que, puesto que
Alberto es valiente, no puede ser cobarde, que debe haber habido alguna razón que le haya mo vido a
obrar como lo ha hecho esta mañana, y por lo tanto su conducta es más heroica que otra cosa.
-Sin duda, sin duda -repuso Morrel-, pero diría como el español: Ha sido hoy menos valiente que ayer.
-¿Almorzáis conmigo? -dijo el conde para cortar la conversaci6n.
-No; os dejo a las diez.
-¿Vuestra cita era, pues, para almorzar?
Morrel se sonrió y movió la cabeza.
-Pero, después de todo, preciso es que almorcéis en alguna parte.
-¿Y si no tengo hambre? -dijo el joven.
-Sólo conozco dos sentimientos que quiten el apetito: el dolor, y dichosamente os veo muy alegre, y el
amor; ahora bien: según lo que me dijisteis de vuestro corazón, me es permitido creer...
-No digo que no, conde.
-¿Y no me contáis eso, Maximiliano? -replicó el conde con un tono tan vivo que revelaba todo el
interés que tenía en conocer aquel secreto.
-Ya os he hecho ver esta mañana que tengo un corazón. ¿No es verdad, conde?
Por respuesta, Montecristo alargó la mano al joven.
-Entonces, ya que este corazón no está con vos en el bosque de Vicennes, está en otra parte, y voy a
buscarlo.
-Id -dijo el conde-, id, amigo querido; pero si encontráis algún obstáculo, acordaos que puedo algo en
este mundo, y que sería dichoso si pudiese ser útil a las personas que amo como a vos, Morrel.
-De acuerdo, me acordaré como los niños egoístas se acuerdan de sus padres cuando los necesitan;
cuando os necesite, me acordaré de vos, conde.
-Bien, acepto vuestra palabra.
-Hasta la vista, conde.
Habían llegado a la puerta de la casa de los Campos Elíseos; Montecristo y Morrel se apearon.
Bertuccio los esperaba a la puerta.
Morrel desapareció por el lado de Marigny, y Montecristo dirigió se hacia Bertuccio.
-¿Y bien? -le preguntó.
-Ella va a abandonar la casa.
-¿Y su hijo?
-Florentín, su criado, piensa que va a hacer otro tanto.
-Venid.
Montecristo llevó a Bertuccio a su despacho, escribió la carta que ya conocemos, y la entregó a su
intendente.
-Id, y despachad pronto; a propósito; haced que avisen a Haydée de mi regreso.
-Heme aquí --dijo la joven, que había bajado al oír el ruido del coche, y cuya cara rebosaba alegría al
ver al conde sano y salvo.
Bertuccio salió.
Todos los transportes de una hija que vuelve a ver a su padre querido, los delirios de una amante que
vuelve a ver a su amado, Haydée los sintió en los primeros momentos de aquella vuelta que esperaba con
tanta ansiedad.
La alegría de Montecristo no era tan expansiva, pero no por eso no era ciertamente menos grande; el
gozo para los corazones que han sufrido mucho tiempo es lo que el rocío para las tierras abrasadas por los
ardores del sol; corazones y tierra absorben aquella lluvia bienhechora que cae sobre ellos y no se pierde
una gota.
Hacía algunos días que Montecristo conocía lo que no se atrevía a creer hacía mucho tiempo, es decir,
que había aún dos Mercedes en el mundo, y que podía aún ser dichoso.
Sus ojos, en los que se traslucía la dicha, buscaban ávidamente
las miradas humedecidas de Haydée, cuando de pronto se abrió la puerta.
El conde se incomodó.
-El señor de Morcef -dijo Bautista, como si aquella sola palabra envolviese su disculpa.
En efecto, la cara del conde se serenó.
-¿Cuál? -preguntó-, ¿el conde o el vizconde?
-El conde.
-¡Dios mío! -dijo Haydée-, ¿no ha terminado aún?
-No sé si ha terminado, querida hija -dijo Montecristo tomando las manos de la joven-, pero sé que
nada tienes que temer.
-¡Sin embargo, es el miserable...!
-Ese hombre no tiene poder sobre mí, Haydée; cuando tenía que habérmelas con su hijo, era otra cosa.
-Y tampoco sabrás tú jamás lo que he sufrido, mi señor.
Montecristo se sonrió.
-¡Por la tumba de mi padre! -dijo Montecristo poniendo las manos sobre la cabeza de la joven-, lo juro,
Haydée, que si sucediese una desgracia no será a mí.
-Te creo como si fuera Dios quien me estuviese hablando -dijo la joven presentando su frente al conde.
Montecristo imprimió en aquella frente pura y hermosa un beso que hizo latir dos corazones a la vez; el
uno con violencia, y el otro sordamente.
-¡Oh, Dios mío! -murmuró el conde-, ¡permitiríais aún que yo pudiese amar! Haced entrar al señor
conde de Morcef en el salón -dijo a Bautista, acompañando a la hermosa griega hacia una escalera
secreta.
Permítasenos unas palabras para explicar esta visita que Montecristo esperaba quizá, pero inesperada
para nuestros lectores.
Mientras Mercedes, como hemos dicho, hacía la misma especie de inventario que había hecho Alberto,
colocaba sus alhajas, cerraba sus cajones, y reunía las llaves para dejarlo todo en un orden perfecto, no
reparó en que un rostro pálido y siniestro había aparecido a la vidrie ra de su cuarto, desde la que se podía
ver y oír. El que así miraba, sin ser visto, vio y oyó cuanto ocurría y se hablaba en el cuarto de Mercedes.
Desde aquella puerta, el hombre pálido se dirigió al dormitorio del conde de Morcef, levantó las
cortinas y vio lo que sucedía en el patio de entrada, permaneció allí diez minutos inmóvil, mudo, y
escuchando los latidos de su corazón: entonces fue cuando Alberto, que volvía de su cita, vio a su padre
tras los cortinajes y volvió la cabeza a otro lado.
Las pupilas del conde se dilataron: sabía que el insulto de Alberto a Montecristo había sido terrible, y
que en todos los países del mundo era consiguiente un duelo a muerte. Alberto volvió sano y salvo; el
conde, pues, estaba vengado.
Un rayo de indecible alegría iluminó aquella lúgubre cara, como el último rayo del sol al acostarse en
las nubes que más parecen su tumba que su lecho.
Pero ya hemos dicho que en vano estuvo esperando que su hijo se presentase a darle cuenta de su
triunfo: que éste antes del combate no hubiese querido ver al padre cuyo honor iba a vengar, se comprende;
pero vengado el honor del padre, ¿por qué el hijo no iba a arrojarse en sus brazos?
Entonces el conde, no pudiendo ver a Alberto, mandó llamar a su criado, y ya saben nuestros lectores
que éste le autorizó para contar la verdad.
Diez minutos después, el conde de Morcef estaba en el peristilo, vestido con una levita negra, corbatín
militar, pantalón y guantes negros.
Según parece, había dado sus órdenes con anterioridad, porque apenas bajaba el último escalón cuando
llegó el coche para recibirle; su criado puso en el coche un gabán militar, en el que iban envueltas dos
espadas, cerró la puerta y fue a sentarse al lado del cochero.
Este se inclinó para recibir la orden.
-A los Campos Elíseos -dijo el general-, a casa del conde de Montecristo. ¡Pronto!
Los caballos salieron a escape, y cinco minutos después se detuvieron a la puerta del palacio del conde.
El señor de Morcef abrió él mismo la portezuela, saltó al suelo con la agilidad de un joven, llamó y
entró seguido de un criado.
Un segundo después Bautista anunciaba al señor de Montecristo al conde de Morcef, y éste,
acompañando a Haydée a la escalera, daba orden para que se le hiciera pasar al salón.
El general daba la tercera vuelta por la sala, cuando vio a Montecristo en pie a la puerta.
-¡Ah, es el señor de Morcef... ! Creí haber entendido mal.
-Sí, yo soy -dijo el conde con una espantosa contracción en los labios que le impedía articular
claramente.
-Lo único que me falta saber es lo que me proporciona ver al señor de Morcef tan temprano.
-¿Habéis tenido esta mañana un lance con mi hijo, caballero? -dijo el general.
-¿Os habéis enterado? -respondió el conde.
-Y sé que mi hijo tenía excelentes razones para desear batirse con vos, y hacer cuanto pudiera para
mataros.
-En efecto, las tenía -dijo el conde-, pero veis que a pesar de ellas no sólo no me ha matado, sino que ni
aun se ha batido.
-Y, con todo, os creía la causa de la deshonra de su padre, y de las desgracias que en este momento
abruman su casa.
-Es verdad -dijo Montecristo con su inalterable tranquilidad-, causa secundaria y no principal.
-Seguramente le habéis dado alguna excusa o explicación.
-No le he dado ninguna explicación, y él es el que me ha presentado sus excusas.
-¿Pero a qué atribuir esta conducta?
-A la convicción de que había en esto un hombre más culpable que yo.
-¿Y quién es ese hombre?
-Su propio padre.
-Sea -dijo el conde palideciendo-, pero sabéis que aun el más culpable no gusta de verse convencido de
culpabilidad.
-Lo sé, y por eso esperaba lo que sucede en este momento.
-¡Esperabais que mi hijo fuera un cobarde... ! -gritó el conde.
-Alberto de Morcef no es ningún cobarde -dijo Montecristo.
-Un hombre que tiene una espada en la mano y a su punta ve a un enemigo y no se bate, es un cobarde.
¡Ah! ¿Por qué no está aquí para poder decírselo?
-Caballero -dijo Montecristo-, no pienso que hayáis venido a contarme vuestros asuntos de familia; id a
decir esto a Alberto, él sabrá responderos.
-¡Oh!, no, no -replicó el general con una sonrisa que en seguida se desvaneció-, tenéis razón, no he
venido para eso, y sí para deciros que yo también os miro como a mi enemigo, que os odio por instinto,
que me parece que os he conocido siempre y siempre os he aborrecido, y que en fin, puesto que los
jóvenes de este siglo no se baten, debemos batirnos nosotros... ¿Sois de mi opinión?
-Completamente; por eso cuando os dije que había previsto lo que sucedería, quería hablar del honor de
vuestra visita.
-Mejor. ¿Entonces tendréis hechos vuestros preparativos?
-Lo están siempre.
-¿Sabéis que nos batiremos a muerte? -preguntó el general apre tando los dientes de rabia.
-Hasta que muera uno de los dos -dijo Montecristo mirando de pies a cabeza al señor de Morcef.
-Partamos, no necesitamos testigos.
-En efecto es inútil; nos conocemos muy bien.
-Al contrario -dijo Morcef- no os conozco.
-¡Bah! -dijo Montecristo con aquella flema desesperadora-. ¿No sois vos el soldado Fernando que
desertó la víspera de la batalla de Waterloo? ¿El teniente Fernando que sirvió de guía y espía al ejército
francés en España? ¿No sois el capitán Fernando que traicionó y asesinó a su bienhechor Alí? ¿Y todos
esos Fernandos reunidos no son el teniente general conde de Morcef, par de Francia?
-¡Oh! -dijo el general herido por estas palabras como por un hierro candente-, ¡oh!, miserable, que me
echas en cara mis faltas en el instante en que quizá vas a matarme; no, no he dicho que lo era
desconocido; has penetrado en la noche de lo pasado, y tú has leído a la luz de una lámpara que ignoro,
cada página de mi vida; pero tal vez hay más honor en mí, en medio de mi oprobio, que en ti bajo ese
aspecto pomposo; tú me conoces, lo sé, pero yo no lo conozco, aventurero lleno de oro y pedrerías. Tú
que lo haces llamar en París el conde de Montecristo, en Italia Simbad el Marino, y en Malta qué sé yo,
ya lo he olvidado. Tu nombre es lo que lo pido, lo verdadero
nombre, quiero saber, en medio de tus cien nombres, con objeto de pronunciarlo sobre el terreno del
combate en el momento en que mi espada parta en dos lo corazón.
Montecristo palideció terriblemente; sus ojos parecían de fuego; de un salto entró en el despacho
inmediato al salón, y en menos de un segundo, quitándose la corbata, levita y chaleco, se vistió una chaqueta
y se puso un sombrero de marino, bajo el cual se dejaban ver sus negros cabellos.
Salió así, implacable y avanzando con los brazos cruzados ante el general, que le esperaba y que
retrocedió espantado hasta encontrar una mesa, en la que se apoyó.
-Fernando -le dijo-, de mis cien nombres basta uno solo para herirte como un rayo, pero éste lo adivinas
o por lo menos lo acuerdas de él, porque a pesar de mis penas, de mis martirios, puedo hoy mostrarte un
rostro que la dicha de la venganza rejuvenece, que muchas veces debes haber visto en sueños después de
lo matrimonio... con Mercedes, que era mi novia.
El general, con la cabeza caída hacia atrás, las manos extendidas y la vista fija, devoraba en silencio
este terrible espectáculo; buscando en seguida la pared para apoyarse en ella, se dejó ir hasta la puerta,
por la que salió andando de espaldas, pronunciando con acento lúgubre:
-¡Edmundo Dantés!
Luego, con unos suspiros que nada tenían de humanos, bajó hasta el peristilo de la casa, llegó a la
entrada y cayó en brazos de su criado, pronunciando con voz muy débil:
-A casa, a casa.
Por el camino, el aire fresco y la vergüenza de que sus criados vieran el estado en que se hallaba, le
permitieron coordinar sus ideas; pero el camino era corto, y al llegar a su casa, todos sus dolores se renovaron.
Antes de llegar hizo parar el carruaje y bajó.
La puerta estaba abierta; un coche de alquiler, que el conde miró con espanto, estaba esperando. No
quiso preguntar a nadie y se dirigió a su habitación.
En aquel instante, Mercedes, apoyada en el brazo de su hijo, salía de su casa.
Pasaron a un palmo del desgraciado, que detrás de una mampara de damasco sintió el roce del vestido
de seda de Mercedes, y oyó estas palabras pronunciadas por su hijo:
-¡Valor, madre mía! Venid, venid, no estamos ya en nuestra casa.
El general, sosteniéndose en la puerta, ahogó el más triste suspiro que jamás haya salido del pecho de
un padre abandonado a la vez por su mujer a hijo.
Al poco rato, oyó la voz del cochero y el ruido del pesado carruaje; entró en su cuarto para mirar por
última vez cuanto más había amado en el mundo, pero el coche salió sin que la cabeza de Mercedes o la
de Alberto se asomasen a la portezuela para dar la última mirada al padre, al esposo abandonado, para
otorgarle el perdón.
En el momento en que pasaron las ruedas por la puerta, y el ruido del coche resonó en la calle, se oyó
un tiro: una espesa humareda salió por uno de los cristales del dormitorio del conde, que se rompió por
efecto de la explosión.
Capítulo octavo
Valentina
El lector habrá adivinado seguramente dónde tenía Morrel quehacer y en dónde le esperaban; así es que al
dejar a Montecristo se encaminó lentamente a casa de Villefort.
Cuando decimos lentamente es porque Morrel tenía media hora aún para andar quinientos pasos, y sin
embargo, se había separado de Montecristo para poder pensar con libertad.
Bien sabía a la hora que podía hallar a Valentina, que era cuando ésta hacía compañía al señor Noirtier,
mientras éste estaba desayunando. El anciano y la joven le habían permitido viniese dos veces a la
semana.
Llegó; Valentina le esperaba inquieta; casi fuera de sí, le cogió por la mano y le llevó delante de su
abuelo.
Aquella inquietud extremada provenía del ruido que la aventura de Morcef había hecho en el mundo
elegante; nadie dudaba que un duelo se produciría, y Valentina, con el instinto de la mujer, había
adivinado que Morrel sería el testigo del conde de Montecristo; conociendo además el valor del joven y
su gran amistad con el conde, temía que no se contentase con la parte pasiva que le correspondía. Cuando
le vio fueron infinitas las preguntas, innumerables los detalles dados, y Morrel pudo leer una indecible
alegría en los ojos de su amada, cuando supo que el lance había terminado de un modo no menos dichoso
que inesperado.
-Ahora -dijo Valentina, haciendo señas a Morrel para que se sentase al lado del anciano, y colocándose
ella en el taburete en que éste apoyaba sus pies- hablemos algo de nuestros asuntos. ¿Sabéis, Morrel, que
mi abuelo quiso dejar esta casa para que fuésemos a vivir separados del señor Villefort?
-Sí, ciertamente, me acuerdo de aquel proyecto, y lo celebré grandemente.
-Pues bien -dijo Valentina-, celebradlo de nuevo, Maximiliano, porque hemos vuelto a pensar en ello.
-¡Bravo! -exclamó Maximiliano.
-¿Y sabéis la razón que da para salir de casa?
Noirtier miró a su hija para imponerle silencio, pero ésta no lo advirtió, porque sus ojos, sus miradas,
sonrisas, todo, todo era para Morrel.
-¡Oh!, cualquiera que sea la razón que dé el señor Noirtier -dijo Morrel-, creo que ha de ser muy buena.
-Excelente: pretende que el aire del arrabal San Honoré no es bueno para mí.
-Y tiene razón, Valentina -dijo Morrel-, hace quince días que vuestra salud se ha alterado.
-Sí, un poco, es verdad -respondió Valentina-; por eso mi abuelo se ha constituido en mi médico, y
como sabe de todo, tengo gran confianza en él.
-Pero, en fin, ¿es verdad que sufrís, Valentina? -preguntó vivamente Morrel. .
-¡Oh, Dios mío!, no puede llamarse sufrir; experimento un ma lestar general, eso es todo; he perdido el
apetito y me parece que mi estómago sostiene una lucha como para acostumbrarse a alguna cosa.
Noirtier no perdía una palabra de cuanto decía Valentina.
-¿Y qué método seguís para esa enfermedad desconocida?
-Es muy sencillo -dijo Valentina-, todas las mañanas tomo una cucharada de la poción que traen para
mi abuelo; cuando digo una cucharada quiero decir que he empezado por una; ahora ya tomo hasta cuatro.
Valentina se sonrió, pero había algo de tristeza y sufrimiento en aquella sonrisa.
Ebrio de amor, Maximiliano la miraba en silencio; era muy hermo sa, pero su palidez había aumentado,
sus ojos brillaban con un fuego más ardiente que de costumbre, y sus manos, blancas como el nácar,
parecían de cera que una tinta pajiza se apodera de ella con el tiempo.
El joven apartó sus ojos de Valentina y los fijó en el señor Noirtier. Este, con su extraña y profunda
inteligencia, contemplaba a la joven absorta en su amor; pero al igual que Morrel, seguía la huella de un
sufrimiento secreto y tan poco visible que sólo se revelaba a los ojos del padre y del amante.
-Pero -dijo Morrel-, esa poción de la que habéis llegado a lo. mar cuatro cucharadas, la creo preparada
para el señor Noirtier.
-Sé que es muy amarga; tanto, que cuanto bebo después me parece que tiene el mismo gusto.
Noirtier miró a su nieta con ojos interrogadores.
-Sí, abuelo -dijo Valentina-, así es; hace un instante, antes de bajar a vuestro cuarto, bebí un vaso de
agua con azúcar; pues bien tuve que dejar la mitad, tan amarga me pareció.
Noirtier palideció, a hizo señas de que quería hablar.
Valentina se levantó para ir a buscar el diccionario: Noirtier la seguía con la vista con una angustia
indecible.
En efecto, la sangre subía a la cabeza de la joven. Sus mejillas se enrojecieron.
-Es singular -dijo-, me mareo, parece que el sol ha herido mis ojos.
Y se apoyó en la ventana.
-No hay sol -dijo Morrel, más inquieto aún por la expresiva cara de Noirtier que por la indisposición de
Valentina, y corrió hacia ella.
Valentina se sonrió.
-¡Tranquilízate, abuelo mío! -dijo a Noirtier-. No os inquietéis, Maximiliano, no es nada, ya pasó; pero
escuchad..., ¿no oís el ruido de un carruaje en el patio de entrada?
Abrió la puerta del cuarto de Noirtier, se asomó a la ventana del corredor y regresó precipitadamente.
-Sí -dijo-, la señora Danglars y su hija que vienen a visitarnos; adiós, me marcho, porque vendrían a
buscarme aquí, o mejor dicho, hasta la vuelta; permaneced aquí, Maximiliano, os prometo no tardar.
Maximiliano la siguió con la vista, la observó mientras cerraba la puerta, y la oyó subir por la escalera
que conducía al mismo tiempo al cuarto de la señora de Villefort y al suyo.
Cuando la joven hubo salido, Noirtier hizo señas a Morrel de que tomase el diccionario.
Morrel obedeció; guiado por Valentina se había acostumbrado a comprender las señas del anciano, mas
como era preciso recorrer las letras del alfabeto y buscar palabra por palabra en el diccionario, sólo al
cabo de diez minutos pudo traducir el pensamiento de Noirtier.
-Buscad el vaso de agua y la botella que están en el cuarto de Va lentina.
Morrel tiró de la campanilla y se presentó el criado que había sustituido a Barrois, al que dio esta orden
en nombre de Noirtier.
El criado volvió al instante; la botella y el vaso estaban vacíos. Noirtier hizo señal de que quería hablar.
-¿Por qué el vaso y la botella están vacíos? -preguntó-. Va lentina dijo que no había bebido más que la
mitad del vaso.
-No sé -respondió el criado-, pero la camarera está en el cuarto de la señorita Valentina, y ella quizá los
habrá vaciado.
-Preguntadle -dijo Morrel, adivinando esta vez el pensamiento del señor Noirtier por su mirada.
El criado salió y volvió en seguida.
-La señorita Valentina ha pasado por su cuarto para ir al de la señora de Villefort -dijo-, y teniendo sed
bebió lo que quedaba del vaso; la botella la vació el señorito Eduardo para hacer un estanque para sus
pájaros.
Noirtier levantó los ojos al cielo, como hace el jugador que aventura a un solo golpe toda su fortuna.
A partir de aquel momento, los ojos del anciano se fijaron en la puerta y no se apartaron de aquella
dirección.
Eran la señora Danglars y su hija las que vio Valentina; las hicie ron pasar a la habitación de la señora
de Villefort, que dijo recibiría en ella y he aquí por qué Valentina había pasado por su cuarto que
comunicaba con el de Eduardo y el de la señora de Villefort.
Las dos mujeres penetraron en el salón con aquella seria frialdad que anunciaba una comunicación
oficial.
Entre las personas del gran mundo, pronto se conoce y se adopta un sistema: la señora de Villefort tomó
una actitud igual a la de sus visitas; Valentina se presentó en aquel momento y empezaron de nuevos los
cumplidos.
-Querida amiga -dijo la baronesa, mientras las jóvenes se daban las manos-, vengo con Eugenia a
anunciaros su próximo enlace con el príncipe Cavalcanti.
Danglars daba siempre a éste el título de príncipe; al banquero le parecía que sonaba mejor que el de
conde.
-Permitidme, pues, que os dé mis sinceros parabienes -respondió la señora de Villefort -. El príncipe
Cavalcanti parece un joven dotado de excelentes cualidades.
-Si hablamos como dos amigas -dijo sonriéndose la baronesa-, debo deciros que el príncipe no es aún lo
que será: hay todavía en él algunas de aquellas rarezas que hacen que los franceses reconozcamos a
primera vista al gentilhombre italiano o alemán. Parece, con todo, que tiene muy buen corazón, bastante
talento, y en cuanto a lo demás, dice Danglars, que su fortuna es majestuosa: estas son sus palabras.
-Y además -añadió Eugenia, pasando las hojas del álbum de la señora de Villefort-, añadid, señora,
que tenéis una inclinación particular a ese joven.
-Y -dijo la señora de Villefort- considero inútil preguntaros si participáis de esa inclinación.
-¡Yo! -respondió Eugenia con serenidad imperturbable-, ¡oh!, nada de eso, señora, mi vocación no es la
de encadenarme, sujetándome a los cuidados de una casa y a los caprichos de un hombre, sea el que
quiera: mi vocación es la de artista, y tengo siempre libre el corazón, mi persona y mi pensamiento.
Eugenia dijo estas palabras con un tono tan enérgico y resuelto que Valentina se sonrojó; la tímida
joven no podía comprender aquella naturaleza vigorosa que parecía no participar en nada de la timidez de
la mujer.
-Por lo demás -continuó-, puesto que estoy destinada al ma trimonio, debo dar gracias a la Providencia,
que me ha procurado los desdenes del señor Alberto de Morcef, porque sin eso me vería hoy convertida
en la esposa de un hombre perdido.
-Es cierto -dijo la baronesa, con aquella extraña sencillez que se encuentra a veces en las señoras, y que
el trato con personas de otra esfera no les hace perder- A no ser por las dudas de Morcef, mi hija se
casaba con Alberto; el general tenía mucho empeño en ello, y había venido expresamente a ver a
Danglars para que consintiese: de buena nos hemos librado.
-Pero --observó Valentina-, ¿la deshonra del padre recae sobre el hijo? Alberto me parece muy inocente
de la traición del general.
-Escuchadme, mi buena amiga -dijo la implacable Eugenia-. Alberto recibirá y merece su parte;
después de haber provocado ayer en la Opera al conde de Montecristo, hoy le ha presentado sus excusas
sobre el terreno.
-¡Eso es imposible! -dijo la señora de Villefort.
-¡Ay!, amiga mía --dijo la señora Danglars, con aquella sencillez que ya hemos visto en ella-, es cierto,
lo sé por Debray que se halló presente.
Valentina también sabía la verdad, pero guardó silencio. Aquella conversación llevó su pensamiento a
la habitación de Noirtier, adonde la esperaba Morrel.
Absorta en estas ideas hacía ya un momento que no tomaba parte en la conversación, y aun le hubiera
sido imposible el decir de lo que hablaban hacía rato, cuando de pronto la mano de la señora de Danglars,
que se apoyaba en su brazo, la sacó de su ensimismamiento.
-¿Qué hay, señora? -dijo Valentina, como si hubiese recibido una descarga eléctrica.
-Hay, mi querida Valentina -dijo la baronesa-, que sufrís sin duda alguna.
-¿Yo? -dijo la joven pasando la mano sobre su frente, que ardía.
-Sí; miraos en ese espejo. Os habéis puesto encarnada y pálida dos veces en menos de un minuto.
-Realmente, estáis muy pálida -dijo Eugenia.
Por poco que lo estuviese, aprovechó la ocasión para retirarse; además, la señora de Villefort vino en su
ayuda.
-Retiraos, Valentina -dijo-, sufrís realmente, y estas señoras tendrán la bondad de excusaros; tomad un
vaso de agua pura, que os hará bien.
Valentina abrazó a Eugenia, saludó a la señora de Danglars, que estaba ya en pie para retirarse, y salió.
-Esta pobre niña me tiene con cuidado y no me admiraría que le sucediese algún accidente -dijo la
señora de Villefort.
Entretanto Valentina, con una especie de exaltación desconocida para ella, sin responder a unas
palabras que le dijo el niño, salió a la escalera. Bajó todos los escalones, menos los tres últimos; oyó la
voz de Morrel, cuando de repente perdió la vista, su pie perdió el escalón, sus manos no tuvieron fuerza
para sujetarse al pasamano y rodó por la escalera.
Morrel abrió la puerta, dio un salto y halló a Valentina en el suelo; ésta abrió los ojos.
-¡Oh! ¡Qué torpe soy! ---dijo -, ya no sé andar, ¡había olvidado que aún me faltaban tres escalones!
-¿Os habéis lastimado, Valentina? --exclamó Maximiliano--, ¡Dios mío! ¡Dios mío!
-No, no; os digo que todo ha pasado, no ha sido nada; ahora dejadme que os diga una cosa: dentro de
tres días hay un banquete, una comida de boda; todos estamos invitados, mi padre, la señora de Villefort y
yo, según he oído.
-¿Cuándo nos ocuparemos nosotros de esos preparativos? ¡Oh! ¡Valentina! Vos que tanto ascendiente
tenéis sobre vuestro abuelo, procurad que diga: muy pronto.
-Entonces, ¿contáis conmigo para estimular la lentitud y avivar la memoria de mi abuelo?
-Sí, pero haced que sea pronto; hasta que no seáis mía, Valentina, tengo miedo de perderos.
-¡Oh! -respondió Valentina con un movimiento convulsivo-. ¡Oh!, de veras, Maximiliano, resultáis muy
miedoso para ser oficial; vos de quien se dice que jamás conocisteis el miedo. ¡Ah!, ¡ah!, ¡ah!
Y prorrumpió en una risa dolorosa, sus brazos se enderezaron retorciéndose, su cabeza cayó sobre el
sillón y quedó sin movió. El grito de terror que Dios había quitado de los labios del anciano salió de su
mirada.
Morrel comprendió que se trataba de llamar para que la socorrie sen.
El joven tiró fuertemente del cordón de la campanilla. La camarera que estaba en el cuarto de Valentina
y el criado que reemplazó a Ba rrois acudieron al mismo tiempo.
Valentina estaba tan pálida, fría a inmóvil, que sin escuchar lo que les decían, salieron por el corredor,
pidiendo socorro; tal era el mie do que reinaba en aquella casa maldita.
La señora de Danglars y Eugenia, que salían, pudieron enterarse de la causa de aquel rumor.
-Ya os lo había dicho -dijo la señora de Villefort-, ¡pobre cria tura!
En el mismo instante, oyóse la voz del señor de Villefort, que gritaba desde su despacho:
-¿Qué ocurre?
Morrel consultó con una mirada a Noirtier, que había recobrado su serenidad, y con la vista le indicó el
despacho en el que otra vez, en circunstancia semejante, se había refugiado. Apenas tuvo tiempo para
coger el sombrero y entrar en el despacho, ya se oían los pasos del procurador del rey en el pasillo.
Villefort entró precipitadamente en la estancia, corrió hacia Valentina y la tomó en sus brazos.
-¡Un médico! ¡Un médico!, el señor d'Avrigny... Pero será mejor que vaya yo mismo -y salió del
cuarto. Por la otra puerta se escapó Morrel.
Su corazón acababa de ser herido por un recuerdo terrible. Aquella conversación que oyó entre el
doctor y Villefort, la noche en que falleció la señora de Saint-Merán, acudió a su imaginación. Aquellos
síntomas, aunque en un grado más espantoso, eran también los que precedieron a la muerte de Barrois.
Al mismo tiempo, parecióle que resonaba en su oído la voz de Montecristo que le había dicho no hacía
aún dos horas:
-Cualquier cosa que necesitéis, Morrel, acudid a mí, puesto que yo puedo mucho.
Más veloz que el pensamiento, corrió desde el arrabal San Honoré a la calle de Matignón, y desde allí a
la entrada de los Campos Elíseos.
Al mismo tiempo, el señor de Villefort llegaba en un carruaje de alquiler a la puerta de la casa del
doctor d'Avrigny. Llamó con tanta energía que el portero salió asustado; subió la escalera sin fuerzas
para hablar; el portero, que le conocía, le dejó pasar gritándole solamente:
-En su despacho, señor procurador del rey, en su despacho.
Villefort empujaba ya, o más bien forzaba la puerta.
-¡Ah! -dijo el doctor-. ¿Sois vos?
-Sí -dijo Villefort, cerrando la puerta-; sí, doctor, soy yo, que vengo a preguntaros a mi vez si estamos
solos. Doctor, mi casa es una casa maldita.
-¿Qué ocurre? -dijo éste fríamente en apariencia, pero con grande conmoción interior-. ¿Tenéis algún
enfermo?
-Sí, doctor -gritó Villefort mesándose los cabellos con mano convulsiva-; sí, doctor.
La mirada de d'Avrigny significaba:
-Os lo había predicho.
En seguida sus labios pronunciaron lentamente estas palabras:
-¿Quién va a morir? ¿Qué nueva víctima va a acusaros ante Dios de vuestra debilidad?
Un suspiro doloroso salió del corazón de Villefort. Se acercó al mé dico y le agarró por un brazo.
-¡Valentina! -dijo-. ¡Ha tocado el turno a Valentina!
-¡Vuestra hija! -exclamó d'Avrigny lleno de dolor y de sorpresa.
-¿Veis como estabais equivocado? -dijo el magistrado-, venid a verla, y junto a su lecho de dolor
pedidle perdón por haber sospechado de ella.
-Cada vez que me habéis avisado ha sido ya tarde -dijo el doctor-; no importa, voy, pero démonos prisa,
no puede perderse tiempo con los enemigos que atacan vuestra casa.
-¡Oh!, esta vez no me echaréis en cara mi debilidad. Esta vez conoceré al asesino y le castigaré.
-Tratemo s de salvar la vida a la víctima antes de pensar en vengar su muerte. Vamos.
Y el carruaje en que había ido Villefort le condujo de nuevo rápidamente acompañado de d'Avrigny, al
mismo tiempo en que por su parte Morrel llamaba a la puerta de Montecristo.
El conde se hallaba en su despacho, y pensativo leía dos renglones que Bertuccio acababa de escribirle.
Al oír anunciar a Morrel, del que no hacía dos horas que se había separado, el conde levantó la cabeza.
Para él como para el conde, habían ocurrido muchas cosas durante aquellas dos horas, porque el joven
que le dejó con la risa en los la bios, se presentaba con la fisonomía alterada. El conde se levantó y salió al
encuentro de Morrel.
-¿Qué ocurre, Maximiliano? Estáis pálido y con la frente bañada en sudor.
Morrel cayó en un sillón.
-Sí -dijo -; he venido corriendo, tenía necesidad de hablaros.
-¿Todos están bien en vuestra casa? -preguntó el conde con un tono tan afectuoso que nadie podía
dudar de su sinceridad.
-Gracias, conde, gracias -dijo el joven visiblemente perplejo sobre el modo de iniciar la conversación-.
Sí, mi familia está bien.
-Tanto mejor. ¿Y sin embargo, tenéis algo que decirme? -le dijo el conde cada vez más inquieto.
-Sí -dijo Morrel-, acabo de salir de una casa en que la muerte ha entrado, para correr a vos.
-¿Venis de casa de Morcef? -dijo Montecristo.
-No -dijo Morrel-; ¿es que ha muerto alguien en casa de Morcef?
-El general se ha saltado la tapa de los sesos -respondió fríamente Montecristo.
-¡Pobre condesa! -dijo Maximiliano-, es a ellos a quien compadezco.
-Compadeced también a Alberto, Maximiliano; porque, creedme, es un hijo digno de la condesa. Sin
embargo, volvamos a vos: ¿veníais para decirme algo? ¿Tendría la dicha de que necesitaseis de mí?
-Sí; necesito de vos. Es decir, he creído como un insensato que podríais socorrerme en unas
circunstancias en que sólo Dios puede hacerlo.
-Hablad -respondió Montecristo.
-¡Oh! -dijo Morrel-, no sé si me será permitido revelar seme jante secreto a oídos humanos, pero la
fatalidad me conduce y la necesidad me obliga a ello, conde...
Morrel se detuvo vacilante.
-¿Creéis que os quiero? -le preguntó Montecristo, cogiéndole cariñosamente la mano.
-Vos me animáis, y además hay algo aquí -y puso la mano sobre el corazón- que me dice que no debo
tener secretos para vos...
-Tenéis razón, Morrel; Dios habla por vuestro corazón, seguid sus impulsos.
-Conde, ¿me permitís que mande a Bautista a preguntar de parte vuestra por una persona a quien
conocéis?
-Me he puesto completamente a vuestra disposición, y con mucha mayor razón mis criados.
-¡Ahl, es que no puedo vivir hasta que no sepa que está mejor. -¿Queréis que llame a Bautista?
-No; voy a hablarle yo mismo.
Morrel salió, llamó a Bautista, le dijo en secreto algunas palabras, y el criado salió corriendo.
-Y bien, ¿le habéis enviado ya? -preguntó Montecristo, viendo entrar a Morrel.
-Sí; y voy a estar algo más tranquilo.
-Sabéis que estoy esperando -dijo Montecristo sonriéndose.
-Sí, y yo hablo: escuchad. Una tarde que estaba en un jardín oculto entre las flores, y que nadie podia
pensar que yo me hallaba allí, pasaron dos personas tan cerca, permitid que calle por ahora sus nombres,
que pude oír toda su conversación, sin perder una palabra, aunque hablaban en voz baja.
-Me vais a contar algo terrible, a juzgar por vuestra palidez y vuestro temblor.
-¡Oh!, sí, muy terrible, amigo mío; acababa de morir uno en la casa del amo del jardín en que yo me
hallaba: una de las dos personas cuya conversación oía era el amo del jardín, la otra el médico: el primero
confiaba al segundo sus temores y sus penas, porque era la segunda vez en un mes que la muerte, rápida a
inesperada, se presentaba en aquella casa que se creería designada por algún ángel extermi nador, a la
cólera del Señor.
-¡Ah!, ¡ah! -dijo Montecristo mirando fijamente al joven y volviéndose en su sillón, de modo que su
cara quedó en la sombra, mientras la de Morrel quedaba de lleno inundada por la luz.
-Sí -continuó éste-, la muerte había entrado dos veces en esta casa en un mes.
-¿Y qué respondía el doctor? -inquirió Montecristo.
-Respondía... que aquella muerte no era natural, y debía atribuirse...
-¿A qué?
-Al veneno.
-¿De veras? -dijo Montecristo, con aquella tos ligera que en los momentos de gran emoción le servía
para disimular, ya sea lo sonrosado o pálido de su rostro, ya la atención misma con que escuchaba-, ¿de
veras, Maximiliano, habéis oído todas esas cosas?
-Sí, querido conde, las he oído, y el doctor añadió que si un suceso como éste se repetía, se creería
obligado a dar parte a la justicia.
Montecristo escuchaba o parecía escuchar con la mayor calma y serenidad.
-Y bien, la muerte se ha presentado por tercera vez -dijo Maximiliano-, y ni el amo de la casa, ni el
doctor han hecho nada. La muerte va a asestar su cuarto golpe, conde, ¿a qué creéis que me obliga el
conocimiento de este secreto?
-Querido amigo -le respondió Montecristo-, me parece que contáis una aventura que todos conocemos.
La casa en que habéis oído eso yo la conozco, o al menos una igual, en que hay jardín, padre de familia,
doctor y tres muertes extrañas a inesperadas; pues bien, yo que no he interceptado secretos, pero lo sabía
como vos, ¿tengo escrúpulos de conciencia? No, nada tengo que ver en todo ello. Decís que un ángel
exterminador parece que ha señalado esa casa a la cólera del Señor; ¿y quién os dice que vuestra
suposición no es una realidad? No veáis las cosas que no ven los que tienen un interés en ello. Si es la
justicia y no la cólera de Dios, la que está en esa casa, Maximiliano, volved la cabeza y dejad paso a la
justicia de Dios.
Morrel tembló: había un no sé qué de terrible, lúgubre y solemne en las palabras de conde.
-Además -continuó con un cambio de voz tan marcado que habríase dicho que aquellas palabras no
salían de la boca del mismo hombre-, ¿quién os ha dicho que volverá a empezar?
-Empieza de nuevo, conde, y he aquí por qué he venido a buscaros.
-Y bien, ¿qué queréis que haga, Morrel? ¿Quisierais, por casualidad que avisara al procurador del rey?
Montecristo articuló estas últimas palabras con tanta claridad y una acentuación tan marcada, que
Morrel se levantó gritando:
-¡Conde!, ¡conde! sabéis de quién quiero hablar, ¿no es verdad?
-Desde luego, mi buen amigo, y voy a probároslo indicándoos las personas; os paseasteis una tarde, en
el jardín del señor de Villefort, y según lo que me habéis dicho, presumo que fue la tarde de la muerte de
la señora de Saint-Merán; habéis oído a Villefort hablar con d'Avrigny, de la muerte del señor de
Saint-Merán y de la no menos espantosa de la baronesa. El doctor decía que creía ver en aquello un
envenenamiento, y he aquí vos, hombre de bien por excelencia, hace dos meses ocupado en sondear
vuestro corazón para saber si debéis revelar este secreto o callarlo. No nos encontramos en la Edad
Media, amigo querido, y no hay Santa Vehma, ni jueces francos: ¿qué diablos queréis con esa gente?
Conciencia, ¿qué me quieres?, como dice Sterne. ¡Eh!, querido mío, dejadles dormir, si duermen; dejadles
palidecer en sus insomnios, si tienen insomnios, y por el amor de Dios, dormid vos, que no tenéis
remordimientos que os impidan el hacerlo.
Un dolor espantoso reflejóse en el rostro de Morrel; cogió la mano de Montecristo.
-¡Pero empieza de nuevo, os he dicho!
-¡Y bien! -dijo el conde, admirado de aquella tenacidad que no comprendía, y mirando con atención a
Maximiliano--, dejad que empiece: es una familia de Atridas. Dios les ha condenado, y sufrirán su
sentencia. Todos desaparecerán, como frailes que los niños hacen con las cartas, y que caen con un soplo
aunque sean doscientos. Hace tres meses fue el señor de Saint-Merán; poco después, su mujer. Hace
pocos días, Barrois; hoy será el viejo Noirtier o la joven Va lentina.
-¡Vos lo sabíais! -exclamó Morrel con un terror tal, que el pro pio Montecristo, que si hubiese visto
hundirse el cielo hubiera permanecido impávido, tuvo que estremecerse y temblar-. ¿Lo sabíais, y nada
me habéis dicho?
-¿Y qué importa? -respondió Montecristo-, ¿conozco yo acaso a esa gente? ¿Y es preciso que pierda a
uno por salvar a otro? Por vida mía que entre el culpable y la víctima no sé a quién dar la pre ferencia.
-¡Pero yo! ¡Yo! -gritó Morrel fuera de sí-. ¡Yo la amo!
-¿Vos amáis? ¿A quién? -dijo Montecristo, cogiendo las dos manos que Morrel elevaba hacia el cielo.
-Amo como un insensato, locamente, como un hombre que daría toda su sangre por evitar que
derramase una lágrima; amo a Valentina de Villefort, a quien asesinan en este instante. ¿Lo oís?, la amo,
y pido a Dios y a vos que me ayuden a salvarla.
Montecristo dio un grito parecido al rugido del salvaje, y exclamó:
-¡Desdichado! ¡Amas a Valentina! ¡A esa hija de una raza maldita!
Jamás había visto Morrel semejante expresión. Jamás mirada tan terrible se había presentado ante sus
ojos; ni el genio del terror, que tantas veces apareciera en los campos de batalla y en las noches homi cidas
de Argelia, se le había presentado con fulgor más siniestro. Quedóse aterrado.
Montecristo, después de pronunciar aquellas palabras, cerró un momento los ojos, como alucinado por
una revelación interior; durante un instante permaneció recogido en sí, con tal poder que poco a poco
viose sosegarse su alterado pecho; aquel silencio, aquella lucha duraron unos veinte segundos.
En seguida, el conde, levantando su pálida frente, dijo:
-Ya veis, querido amigo, cómo Dios sabe castigar a los hombres más fanfarrones, a los más indiferentes
con los terribles espectáculos que presenta a su vida; yo, que miraba, espectador impasible y curioso, el
desenlace de esa lúgubre tragedia; yo, que parecido al ángel malo, reía del mal que hacen los hombres al
abrigo del secreto, y el secreto es fácil para los ricos y poderosos, he aquí que a mi vez me siento mordido
por la serpiente, cuya tortuosa marcha observaba, y mordido en el mismo corazón.
Morrel dio un suspiro.
-Vamos, vamos -continuó el conde-, basta de quejas. Sed hombre, sed fuerte y esperad, porque estoy yo
aquí y velo por vos.
Morrel meneó tristemente la cabeza.
-Os digo que esperéis, ¿me comprendéis? Habéis de saber que jamás miento y nunca me engaño. Son
las doce, querido amigo; dad gracias al cielo que habéis venido a esta hora, en lugar de esta tarde o de
mañana por la mañana. Prestad atención a lo que voy a deciros, Morrel: si Valentina no ha muerto a la
hora presente, no morirá.
-¡Oh, Dios mío! ¡Dios mío! -exclamó Morrel-, ¡yo que la dejé expirando!
El conde puso una mano sobre su frente. ¿Qué ocurriría dentro de aquella cabeza llena de tan
espantosos secretos? ¿Qué dijo a aquel espíritu implacable y humano a la vez el ángel de la luz o el de las
tinieblas? Dios sólo lo sabe. Montecristo levantó la cabeza, y su fisonomía estaba tranquila como el niño
que se despierta.
-Maximiliano -dijo-. Regresad tranquilamente a vuestra casa; os recomiendo que no deis un paso, que
nada intentéis, que no dejéis ver en vuestro semblante la más pequeña sombra de precaución; yo os daré
noticias, id.
-¡Dios mío! -dijo Morrel-, me asustáis, conde, con vuestra sangre fría. ¿Podéis algo contra la muerte?
¿Sois algo más que un hombre? ¿Sois un ángel o-un dios?
Y el joven, a quien ningún peligro había hecho dar un paso atrás, retrocedió ante el conde, lleno de
terror indecible.
-Puedo bastante, amigo mío -respondió el conde-; id, tengo necesidad de estar solo.
El pobre joven, fascinado por el ascendiente que el conde ejercía sobre cuantos le rodeaban, no procuró
sustraerse a él. Estrechóle la mano y salió.
Detúvose a la puerta, esperando a Bautista, al que vio venir corriendo por la calle de Matignón.
Entretanto Villefort y d'Avrigny, que habían llegado, encontraron a Valentina desmayada aún; el
médico examinó a la enferma con el cuidado que reclamaban las circunstancias y con la profundidad que
le daba el conocimiento del secreto. Villefort, pendiente de sus miradas y de sus labios, esperaba el
resultado de aquel examen; Noirtier, más pálido que la joven y más ansioso de una solución que el
mismo Villefort, esperaba también, y todo era en él impaciencia y ansiedad.
Al fin, d'Avrigny dijo lentamente estas palabras.
-Aún vive.
-¡Aún! -dijo Villefort -, ¡oh!, doctor, ¡qué palabras tan dulces acabáis de pronunciar!
-Sí -dijo el médico-; repito mi frase; aún vive, y me sorprende mucho.
-¿Pero se salvará? -preguntó el padre.
-Sí, puesto que vive aún.
En aquel momento, la mirada de d'Avrigny se encontró con la de Noirtier; sus ojos brillaban con una
alegría extraordinaria; leíase en su vista un pensamiento tan profundo que llamó la atención del
facultativo.
Dejó caer de nuevo en el sillón a la joven, cuyos blanquecinos la bios apenas se distinguían de su rostro,
y permaneció inmóvil, mirando a Noirtier, por el que todos los movimientos del médico eran comentados
y comprendidos.
-Caballero -dijo d'Avrigny a Villefort-, llamad a la doncella de Valentina, os lo ruego.
Villefort dejó la cabeza de su hija que sostenía en sus manos, y fue él mismo a llamar a la doncella. En
el momento se cerró la puerta; d'Avrigny se acercó a Noirtier.
-¿Queréis decirme algo? -le preguntó.
El anciano cerró y abrió prontamente los ojos; era la única señal afirmativa que podía hacer.
-¿A mí solo?
-Sí -dijo Noirtier.
-Bien, entonces me quedaré con vos.
Villefort entró seguido de la doncella, y tras ésta, la señora de Villefort.
-¿Pero qué le ocurre a esta niña querida? -dijo-, salió de mi cuarto, se quejaba, decía que estaba
indispuesta, pero nunca creí que fuese cosa tan seria.
Y con los ojos llenos de lágrimas y con todas las señales de amor de una verdadera madre, se acercó a
la joven, cuyas manos cogió.
El médico continuaba mirando a Noirtier. Vio los ojos del anciano dilatarse, abrirse redondos, sus
mejillas ponerse cárdenas y temblar, y el sudor inundar su frente.
-¡Ah! -exclamó involuntariamente, siguiendo la dirección de la mirada de Noirtier, es decir, fijando sus
ojos en la señora de Villefort, que repetía:
-¡Pobre niña! Mejor estará en su cama; venid, Fanny, la acostaremos.
D'Avrigny, que vio en aquella proposición un medio de quedarse a solas con Noirtier, hizo señal con la
cabeza de que efectivamente era lo mejor que podía hacerse, pero prohibió expresamente que tomase
nada sin que él lo mandase.
Lleváronse a Valentina, que había vuelto en sí, pero que no podía moverse ni casi hablar, tal era el
estado en que la había dejado aquel ataque.
Saludó con la vista a su abuelo, al que parecía que le arrancaban el alma al verla salir.
D'Avrigny siguió a la enferma, terminó sus recetas, mandó a Ville fort que tomase un coche, y fuese en
persona a la botica a hiciese preparar a su vista los medicamentos recetados, que los trajese él mismo, y le
esperase en el cuarto de su hija. Y renovando la prohibición de darle nada, bajó al cuarto de Noirtier,
cerró la puerta, y después de asegurarse de que no podía ser oído por nadie de fuera, le dijo:
-Veamos, ¿sabéis algo de la enfermedad de vuestra nieta?
-Sí -hizo el anciano.
-Escuchad, no podemos perder tiempo; voy a preguntaros, vos me responderéis.
Noirtier hizo señal de que estaba pronto a responder.
-¿Habíais previsto el accidente que ha sucedido hoy a Valentina?
-Sí.
El doctor reflexionó un instante, y luego se acercó a Noirtier.
-Perdonad lo que voy a deciros, pero en las terribles circunstancias en que estamos, no debe descuidarse
el menor indicio. ¿Visteis morir al pobre Barrois?
Noirtier levantó los ojos al cielo.
-¿Sabéis de qué murió? -preguntó d'Avrigny, apoyando una ma no sobre el hombro de Noirtier.
-Sí -respondió el anciano.
-¿Pensáis que su muerte fue natural?
Algo parecido a una sonrisa quiso asomarse a los inertes labios de Noirtier.
-¿Entonces habéis creído que Barrois fue envenenado?
-Sí.
-¿Creéis que el veneno de que fue víctima se había preparado para él?
-No.
-¿Creéis que sea la misma mano que envenenó a Barrois, queriendo hacerlo con otro, la que ha
envenenado a Valentina?
-Sí.
-¿Entonces va a sucumbir? -preguntó d'Avrigny, fijando en Noirtier una profunda mirada y esperando
el efecto que producirían en él estas palabras.
-¡No! -respondió con un aire de triunfo que hubiese bastado a desbaratar las conjeturas del más hábil
adivino.
-¿Esperáis? -dijo sorprendido d'Avrigny.
-Sí.
-¿Qué es lo que esperáis?
El anciano dio a entender con los ojos que no podía responder.
-¡Ah!, sí; es verdad -dijo d'Avrigny, y volviéndose a Noirtier, dijo-; ¿Esperáis que el asesino se
cansará?
-No.
-¿Esperáis que el veneno resulte ineficaz para Valentina?
-Sí.
-No creo enseñaros nada de nuevo, si os digo que han tratado de envenenarla, ¿verdad? -añadió
d'Avrigny.
El anciano le hizo seña de que no le quedaba duda de ello.
-¿Cómo esperáis entonces que Valentina se libre de la muerte?
Noirtier mantuvo los ojos obstinadamente fijos en el mismo sitio. D'Avrigny siguió la dirección de los
ojos del anciano, y vio que se dirigían a una botella que contenía la poción que tomaba todas las mañanas.
-¡Ah!, ¡ah! -dijo d'Avrigny iluminado por aquella señal-, ¿habéis tenido la idea... ?
Noirtier no le permitió acabar la frase.
-Sí -expresó con la mirada.
-De precaverla contra el veneno.
-Sí.
-¿Acostumbrándola paulatinamente?
-Sí, sí, sí -hizo Noirtier con los ojos, encantado de que le comprendiesen.
-En efecto, ¿me habéis oído decir que entraba en la composición de las pociones que os daba?
-Sí.
-Y acostumbrándola a ese veneno, ¿habéis querido neutralizar los efectos de otro semejante?
La misma alegría del triunfo se dejó ver en el semblante de Noirtier.
-Y lo habéis conseguido -dijo el doctor-; sin esa precaución, Valentina moriría hoy, sin remedio. El
ataque ha sido terrible, pero al menos de este golpe Valentina no morirá.
Una alegría sobrenatural brillaba en los ojos del anciano, le vantados al cielo con una indecible
expresión de reconocimiento.
En aquel momento entró Villefort.
D'Avrigny tomó la botella, vertió algunas gotas del contenido en su mano, y las bebió.
-Bien, subamos al cuarto de Valentina -dijo-; daré mis instrucciones a todo el mundo, y cuidad vos
mismo, señor de Villefort, de que nadie se aparte de ellas.
En el instante en que d'Avrigny entraba en el cuarto de Valentina acompañado de Villefort, un
sacerdote italiano, con su aire severo, palabras dulces y tranquilas, alquilaba para habitarla la casa inmedita
a la de Villefort.
Ignorábase en virtud de qué transacción se mudaron a las dos horas los tres inquilinos que la ocupaban,
pero se dijo en el barrio que la casa no estaba segura y amenazaba ruina, lo cual no fue obstáculo para que
el nuevo arrendatario se estableciese en ella la misma noche con sus modestos muebles.
El arrendamiento fue por tres, seis o nueve años, que según la costumbre establecida por los
propietarios, pagó seis meses adelantados el nuevo arrendatario, que se llamaba Giaccomo Busoni.
En seguida llamaron a unos obreros, y en la misma noche los que se acostaron tarde vieron a los
carpinteros empezando las reparaciones necesarias.
Capítulo nueve
El padre y la hija
Ya vimos en capítulos anteriores que la señora de Danglars fue a anunciar oficialmente a la de Villefort
el próximo enlace matrimonial de Eugenia con Cavalcanti.
Este anuncio, que indicaba o parecía indicar que se trataba de una decisión tomada por todos los
interesados, había sido precedido de una escena de la que vamos a dar cuenta a nuestros lectores.
Y retrocediendo un poco, volvamos a la mañana mis ma de aquel día de grandes desastres, al hermoso
salón dorado que ya conocemos y que era el orgullo de su propietario, el barón Danglars.
En aquel salón, hacia las diez de la mañana, se paseaba el banquero, pensativo y visiblemente inquieto,
mirando a todas las puertas
y deteniéndose al menor ruido; apurada ya la paciencia, llamó a un criado.
-Esteban -le dijo-, ved por qué la señorita Eugenia me ha rogado la espere en el salón y cuál es la causa
de su tardanza.
Con esto se mitigó un poco su malhumor y recobró en parte su tranquilidad.
Al despertarse, la señorita Danglars había hecho pedir a su padre una entrevista, para lo cual había
señalado el salón dorado. La singularidad de aquel paso y su carácter oficial sobre todo habían sorprendido
al banquero, que desde luego accedió a los deseos de su hija, y llegó el primero al salón.
Esteban volvió de cumplir su encargo.
-La doncella de la señorita -dijo- me ha encargado diga al señor que la señorita está en el tocador y no
tardará en venir.
Danglars hizo una señal con la cabeza, que indicaba que estaba satisfecho. Para con el mundo y aun con
sus criados, Danglars afectaba ser el buen hombre y el padre débil; era un papel que repre sentaba en la
comedia de su popularidad, una fisonomía que había adoptado por conveniencia.
Preciso es decir que en la intimidad de la familia, el hombre débil desaparecía, para dar lugar al marido
brutal y al padre absoluto.
-¿Por qué diantre esa loca que quiere hablarme, según dice -murmuraba Danglars-, no viene a mi
despacho, y sobre todo, por qué quiere hablarme?
Por la vigésima vez se presentaba a su imaginación aquella idea, cuando se abrió la puerta y apareció
Eugenia, con un traje de raso negro, sin adornos en la cabeza y con los guantes puestos, como si se tratase
de ir a sentarse en una butaca del teatro Italiano.
-Y bien, Eugenia, ¿qué hay? -dijo el padre-, ¿y por qué esta entrevista en el salón cuando podríamos
hablar en mi despacho?
-Tenéis razón, señor -respondió Eugenia haciendo señal a su padre de que podía sentarse-, y acabáis de
hacerme dos preguntas, que resumen toda la conversación que vamos a tener; voy a contestar a las dos, y
contra la costumbre, antes a la segunda como a la menos compleja. He elegido este salón a fin de evitar
las impresiones desagradables y las influencias del despacho de un banquero: aquellos libros de caja, por
dorados que sean; aquellos cajones cerrados, como puertas de fortalezas; aquellos billetes de banco que
vienen, ignoro de dónde, la multitud de cartas de Inglaterra, Holanda, Es paña, las Indias, la China y el
Perú, ejercen un extraordinario influjo en el ánimo de un padre y le hacen olvidar que hay en el mundo un
interés mayor y más sagrado que la posición social y la opinión de sus comitentes; he elegido este salón
que veis tan alegre, con sus magníficos cuadros, vuestro retrato, el mío, el de mi madre y toda clase de
paisajes. Tengo mucha confianza en el poder de las impresiones externas; tal vez me equivoque con
respecto a vos, pero ¿qué queréis?, no sería artista si no tuviese ilusiones.
-Muy bien -respondió Danglars, que había escuchado aquella relación con una imperturbable sangre
fría, pero sin comprender una palabra, absorto en sí mismo, como todo hombre lleno de pensamientos
serios, y buscando el hilo de su propia idea en la de su interlocutor.
-Ahí tenéis explicado el segundo punto -dijo Eugenia sin turbarse y con aquella serenidad masculina
que la caracterizaba-, me parece que estáis satisfecho con esta explicación. Ahora volvamos al primer
punto: me preguntáis por qué os he pedido esta audiencia: os lo diré en dos palabras. No quiero casarme
con el conde Ca valcanti.
Danglars dio un respingo en el sillón y levantó los ojos y los brazos al cielo.
-¡Oh! ¡Dios mío! Sí, señor -continuó Eugenia con la misma calma -, os admiráis , bien lo veo, porque
desde que se planeó este asunto no he manifestado la más pequeña oposición, porque estaba determinada,
al llegar la hora, a oponer francamente a las personas que no me han consultado y a las cosas que me
desagradan una voluntad firme y absoluta. Esta vez la tranquilidad, la posibilidad, como dicen los
filósofos, tenía otro origen; hija sumisa y obediente... -y una ligera sonrisa asomó a los sonrosados labios
de la joven-, quería acostumbrarme a la obediencia.
-¿Y bien? -preguntó Danglars.
-Lo he intentado con todas mis fuerzas -respondió Eugenia-, y ahora que ha llegado el momento, a
pesar de los esfuerzos que he hecho sobre mí misma, me siento incapaz de obedecer.
-Pero, en fin -dijo Danglars, que con un talento mediocre parecía abrumado bajo el peso de aquella
implacable lógica, cuya calma reflejaba tanta premeditación y firmeza de voluntad-, ¿la razón de vuestra
negativa, Eugenia?
-La razón -replicó la joven- no es que ese hombre sea más feo, tonto o desagradable que otro
cualquiera, no. El señor conde Cavalcanti puede pasar entre los que miran a los hombres por la cara y el
talle por un buen modelo. No es porque mi corazón esté menos interesado por ése que por otro. Ese sería
motivo digno de una chiquilla, que considero como indigno de mí. No amo a nadie, lo sabéis, ¿no es
cierto? No veo por qué sin una necesidad absoluta
iré a obstaculizar mi vida con un compañero eterno. ¿No dice el sabio: nada de más, y en otra parte:
Llevadlo todo con vos mismo? Me enseñaron estos dos aforismos en latín y en griego, el uno creo es de
Fedro y el otro de Bias. Pues bien, mi querido padre, en el naufragio de la vida, porque no es otra cosa el
naufragio eterno de nuestras esperanzas, arrojo al mar el bajel inútil, me quedo con mi voluntad, dispuesta
a vivir perfectamente sola, y por lo tanto, completamente libre.
-¡Desgraciada! -dijo Danglars palideciendo, porque conocía por experiencia la fuerza del obstáculo que
encontraba.
-¿Desgraciada decís, señor? -repitió Eugenia-, al contrario, y la exclamación me parece teatral y
afectada. Más bien dichosa, porque os pregunto, ¿qué me falta? El mundo me encuentra bella, y esto basta
para que me acoja favorablemente; me gusta que me reciban bien, eso hace tomar cierta expansión a las
fisonomías, y los que me rodean me parecen entonces menos feos. Tengo algo de talento y cierta
sensibilidad relativa, que me permite aproveche lo que considero bueno de la existencia general, para
hacerlo entrar en la mía como el mono cuando rompe una nuez para sacar lo que contiene. Soy rica,
porque poseéis una de las mayores fortunas de Francia, y soy vuestra única hija, y no sois tenaz hasta el
punto en que lo son los padres de la Puerta de San Martín y de la Gaité, que desheredan a sus hijas porque
no quieren darles nietos. Además, la previsora ley os ha quitado el derecho de desheredarme, al menos del
todo, como os ha arrebatado la facultad de obligarme a casarme con éste o con el otro. Así, pues, bella,
espiritual, dotada de algún talento, como dicen en las óperas cómicas, y rica, siendo esto la dicha, ¿por
que me llamáis desgraciada, señor?
Viendo Danglars a su hija risueña y altanera hasta la insolencia, no pudo contener un movimiento de
brutalidad, que se manifestó con un grito, pero fue el único. Bajo el poder de la inquisitiva mirada de su
hija, y ante sus hermosas cejas negras un poco fruncidas, se volvió con prudencia y se calmó, domado por
la mano de hierro de la circunspección.
-En efecto, hija mía, sois todo lo que acabáis de decir excepto una cosa; no quiero deciros bruscamente
cuál, prefiero que la adivinéis.
Eugenia miró a su padre, sorprendida de que quisiese quitarle una flor de las de la corona de orgullo
que acababa de poner sobre su cabeza.
-Hija mía -continuó el banquero--, me habéis explicado muy bien cuáles son los sentimientos que
presiden a las descripciones de una joven como vos, cuando ha decidido que no se casará. Ahora voy a
deciros los motivos que tiene un padre como yo para decidir que su hija se case.
Eugenia se inclinó, no como hija sumisa, sino como adversario dispuesto a discutir y que se mantiene a
la expectativa.
-Hija mía -continuó Danglars-, cuando un padre pide a su hija que se case, siempre tiene alguna razón
para desear su matrimo nio. Los unos tienen la manía que decíais ha un momento, verse renacer en sus
nietos. Empezaré por deciros que no tengo esa debilidad, los goces de familia me son casi indiferentes.
Puedo confesarlo así a una hija bastante filósofa para comprender esta indiferencia, sin reprocharme por
ello como si se tratara de un crimen.
-Sea en buena hora -dijo Eugenia-, hablemos francamente, así me gusta.
-¡Oh!, veis que sin participar en tesis general de vuestra simpatía por la franqueza, me someto a ella
como creo que las circunstancias lo requieren. Proseguiré, entonces. Os he propuesto un marido, no por
vos, porque en verdad era lo que menos -pensaba en aquel mo mento. Amáis la franqueza, pues ya veis.
Os lo propuse, porque tengo necesidad de que toméis ese esposo, lo más pronto posible, para ciertas
combinaciones comercia les que pienso efectuar en estos momentos.
Eugenia hizo un movimiento.
-Como os lo digo, hija mía, y no debéis tomarlo a mal, porque vos misma me obligáis a ello. Es bien a
pesar mío que entro en estas explicaciones aritméticas con una artista como vos, que teme penetrar en el
despacho de un banquero, por no recibir impresiones desagradables o antipoéticas; pero en aquel
despacho de banquero donde entrasteis anteayer para pedirme los mil francos que os entrego mensualmente
para vuestros caprichos, sabed, mi querida, que se aprenden mochas cosas útiles, hasta las
jóvenes que no quieren casarse. Se aprende, por ejemplo, y os lo diré en este salón por miedo de vuestros
nervios, se aprende que el crédito de un banquero es su vida moral y física; que ese crédito sostiene al
hombre como el alma anima al cuerpo, y el señor de Montecristo me hizo ayer un discurso que no
olvidaré jamás. Se aprende que, a medida que el crédito se retira, el cuerpo llega a ser un cadáver, y eso le
sucederá dentro de poco al banquero que se precia de ser padre de una hija de tan buena lógica.
Eugenia alzó la cabeza con orgullo.
-¡Arruinado! -dijo.
-Vos decís la expresión exacta -dijo Danglars metiendo la mano
por entre el chaleco, conservando, sin embargo, en su ruda fisonomía la sonrisa de un hombre sin
corazón, pero que no carecía de talento-. Arruinado; sí, eso es.
-¡Ah! -dijo Eugenia.
-Sí, arruinado; y bien: he aquí conocido ese secreto lleno de horror, como dice el poeta trágico. Ahora
escuchad cómo esta desgracia puede no ser tan grande, no diré para mí, sino para vos.
-¡Oh! -repuso Eugenia-, sois muy mal fisonomista, si os figuráis que siento por mí el desastre que
acabáis de contarme. Arruinada yo, ¿y qué me importa? ¿No me queda mí talento? ¿No puedo, como la
Pasta, la Malibrán y la Grisi, adquirir lo que vos jamás podríais darme, fuese cual fuese vuestra fortuna?
Ciento o ciento cincuenta mil libras de renta, que deberé únicamente a mis propios esfuerzos, y que en
lugar de llegar a mis manos como esos miserables dote mil francos que me dais, reprochándome mi
prodigalidad, lle garán acompañados de aclamaciones, aplausos y flores. Y aun cuando no tuviese ese
talento, del que dudáis, según vuestra sonrisa, ¿no me quedará aún ese furioso amor de independencia,
que vale para mí más que todas las riquezas, y que domina en mí hasta el instinto de conservación? No,
no lo siento por mí; sabré siempre salir del paso; mis libros, mis pinceles y mi piano, cosas que no cuestan
caras, y que podré comprar siempre, me bastan. Pensaréis quizá que me aflijo por la señora Danglars:
desengañaos; o estoy muy equivocada, o mi madre ha tornado sus precauciones contra el desastre que os
amenaza y que pasará sin alcanzarle; se ha puesto al abrigo, y sus cuidados no le han impedido el pensar
seriamente en su fortuna; a mí me ha dejado toda mi independencia, bajo el pretexto de mi amor a la
libertad; mochas cosas he visto desde que era niña, y todas las he comprendido; la desgracia no hará en
mí más impresión que la que merece; desde que nací no he conocido que me amase nadie, y así a nadie
amo; he aquí mi profesión de fe.
--Conque, entonces, señorita, ¿os empeñáis en querer consumar mi ruina? -dijo Danglars, pálido de una
cólera, que no provenía de la autoridad paterna ofendida.
-¿Consumar vuestra ruina? ¿Yo...? -dijo Eugenia-, no lo entiendo.
-Tanto mejor; eso me da alguna esperanza. Escuchad.
-Os escucho -dijo Eugenia, mirando tan fijamente a su padre, que fue necesario que éste hiciese un
esfuerzo para no bajar los ojos ante la poderosa mirada de la joven.
-El señor de Cavalcanti se casa con vos, y al casarse os trae tres millones que coloca en mi banco.
-¡Ah!, muy bien -dijo Eugenia con olímpico desdén, jugando con sus dedos, y alisando uno contra otro
sus guantes.
-¿Pensáis que os haré un mal si tomo esos tres millones? No; están destinados a producir más de diez;
he obtenido con otro banquero, un compañero y amigo, la concesión de un ferrocarril, única industria
cuyos resultados son fabulosos hoy día; dentro de ocho días debo depositar cuatro millones, y, os lo
repito, me producirán diez o doce.
-Pero durante la visita que os hice anteayer, y de la que tenéis la bondad de acordaros -dijo Eugenia -, os
vi poner en caja cinco millones y medio en dos bonos del Tesoro; y por cierto, os admirabais de que no
me llamase la atención un papel que tanto valía.
-Sí, pero esos cinco millones y medio no son míos únicamente, y sí una prueba de confianza que se
tiene en mí; mi título de banquero popular me ha valido la de los hospitales, y a ellos pertenecen los cinco
millones y medio; en otro tiempo no hubiera titubeado en emplearlos, pero hoy se saben las grandes
pérdidas que he sufrido; y, como os he dicho, el crédito empieza a alejarse de mí. De un mo mento a otro
puede la administración reclamar este depósito, y si lo he empleado, me veo en el caso de hacer una
bancarrota vergonzosa. Yo desprecio las bancarrotas, creedlo; pero no las que enriquecen, sino las que
arruinan. Si os casáis con Cavalcanti y tomo los tres millones de dote, o si al menos se cree que voy a
tomarlos, mi crédito se restablecerá, y mi fortuna, que desde hace uno o dos meses se hunde en un abismo
abierto bajo mis pies, por una fatalidad inconcebible, vuelve a consolidarse. ¿Me entendéis?
-Perfectamente: ¿me empeñáis por tres millones?
-Cuanto mayor sea la suma, más lisonjero debe ser ello para vos, pues da una idea de vuestro valor.
-Gracias. Una palabra aún: ¿me prometéis serviros de la dote que debe llevar Cavalcanti, pero sin tocar
a la cantidad? No lo hago por egoísmo, sino por delicadeza. Os ayudaré a reedificar vuestra fortuna, pero
no quiero ser cómplice en la ruina de otros.
-Pero si os digo que esos tres millones...
-Creéis salir adelante sólo con el crédito, y sin tocar a esos tres millones?
-Así lo espero, pero con la condición de que el matrimonio habrá de consolidar mi crédito.
-¿Podéis pagar a Cavalcanti los quinientos mil francos que me dais por mi dote?
-Al volver de la municipalidad los tomará.
-Bien.
-¿Qué queréis decir con ese «bien»?
-Que al pedirme mi firma me dejáis dueña absoluta de mi persona. ¿No es eso?
-Exacto.
-Entonces, bien, como os decía, estoy pronta a casarme con Ca valcanti.
-¿Pero cuáles son vuestros proyectos?
-¡Ah!, es mi secreto: ¿cómo podría mantenerme en superioridad sobre vos si conociendo el vuestro os
revelase el mío?
Danglars se mordió los labios.
-Así, pues -dijo-, haced las visitas oficiales que son absolutamente indispensables: ¿Estáis dispuesta?
-Sí.
-Ahora me toca deciros: ¡Bien!
Y Danglars tomó la mano de su hija, que apretó entre las suyas; pero ni el padre osó decir «gracias, hija
mía», ni la hija tuvo una sonrisa para su padre.
-¿La entrevista ha terminado? -preguntó Eugenia levantándose.
Danglars indicó con la cabeza que no tenía más que decir.
Cinco minutos después el piano sonaba bajo los dedos de la señorita de Armilly, y Eugenia entonaba «
La maldición de Brabancio a Desdémona».
Al final entró Esteban, y anunció que los caballos estaban enganchados y la baronesa esperaba.
Hemos visto a las dos ir a casa de Villefort, de donde salieron a proseguir sus visitas.
Tres días después de la escena que acabamos de referir, es decir, hacia las cinco de la tarde del día
fijado para firmar el contrato de la señorita Eugenia Danglars y el conde Cavalcanti, que el banquero se
empeñaba en llamar príncipe, una fresca brisa hacía mover las hojas de los árboles del jardín que daba
acceso a la casa del conde de Montecristo, y cuando éste se disponía a salir, y sus caballos le esperaban
piafando, refrenados por el cochero, sentado hacía ya un cuarto de hora en su sitio, el elegante faetón, que
ya conocen nuestros lectores, arrojó, más bien que dejó bajar, al conde de Cavalcanti, tan dorado y
pagado de sí mismo como si fuese a casarse con una princesa.
Preguntó por la salud del conde con aquella franqueza que le era habitual, y subiendo en seguida al
primer piso, se encontró con él al fin de la escalera.
Al ver al joven, se detuvo Montecristo, pero Cavalcanti estaba llamando, y ya nada le detenía.
-¡Eh!, buenos días, mi querido señor de Montecristo- dijo al conde.
-¡Ah! -exclamó éste con su voz medio burlona-, señor mío, ¿cómo estáis?
-Perfectamente, ya lo veis: vengo a hablaros de mil cosas; pero, ante todo, ¿salíais o entrabais?
-Salía.
-Entonces, para no deteneros subiré en vuestro carruaje, y Tom nos seguirá conduciendo el mío.
-No -dijo con una leve sonrisa de desprecio el conde, a quien no gustaba sin duda que el joven le
acompañara-, no; prefiero daros audiencia aquí: se habla mejor en un cuarto, y no hay cochero que
sorprenda vuestras palabras.
El conde entró en uno de los salones del primer piso, se sentó y, cruzando sus piernas, hizo señas a
Cavalcanti para que acercase un sillón. El joven asumió un aire risueño.
-¿Sabéis, querido conde -dijo-, que la ceremonia se celebra esta noche? A las nueve se firma el contrato
en casa del futuro suegro.
-¡Ah! ¿De veras? -dijo Montecristo.
-¡Cómo! ¿No lo sabíais, no os ha prevenido el señor Danglars?
-Sí; recibí ayer una carta, pero me parece que no indica la hora.
-Es posible que se le haya olvidado.
-Y bien -dijo el conde-, ya sois dichoso, señor Cavalcanti; es una de las mejores alianzas, y además, la
señorita de Danglars es bonita.
-Sí -respondió Cavalcanti con modestia.
-Y, sobre todo, es muy rica; al menos, según creo.
-¡Muy rica! ¿Vos lo creéis? -repitió el joven.
-Sin duda; se dice que el señor Danglars oculta por lo menos la mitad de su fortuna.
-Y confiesa que posee de quince a veinte millones -dijo Cavalcanti, en cuyos ojos brillaba la alegría.
-Sin contar -añadió Montecristo- que está en vísperas de entrar en una negociación, ya muy usada en
los Estados Unidos y en Inglaterra, pero que en Francia es completamente nueva.
-Sí, sí; sé de lo que queréis hablar, del camino de hierro, cuya adjudicación acaba de obtener, ¿no es
eso?
-Exacto. Ganará en ella por lo menos diez millones.
-¡Diez millones!, es magnífico -decía Cavalcanti, a quien embriagaban las doradas palabras del conde.
-Aparte de que toda esa fortuna será vuestra un día, y que es
justo, pues la señorita de Danglars es hija única: vuestra fortuna, al menos vuestro padre me lo ha
dicho, es casi igual a la de vuestra futura; pero dejemos por un momento las cuestiones de dinero; ¿sabéis,
señor Cavalcanti, que habéis conducido admirablemente este asunto?
-Sí, no muy mal -respondió el joven-; yo había nacido para ser diplomático.
-Pues bien, entraréis en la diplomacia. Ya sabéis que no es cosa que se aprenda, es instintiva... ¿Tenéis
interesado el corazón?
-En verdad, lo temo -respondió el joven con tono teatral.
-¿Y os ama?
-Preciso es que me ame un poco cuando se casa; sin embargo, no olvidemos una cosa esencial.
-¿Cuál?
-Que me han ayudado eficazmente en ese asunto.
-¡Bah!
-De veras lo digo.
-¿Las circunstancias?
-No; vos mismo.
-¡Yo! Dejadme en paz, príncipe -dijo Montecristo recalcando singularmente el título-. ¿Qué he hecho
yo por vos? ¿Vuestro nombre y vuestra posición social no bastan?
-No -dijo el joven-; no, y por más que digáis, señor conde, yo sostendré que la posición de un hombre
como vos ha hecho más que mi nombre, mi posición social y mi mérito.
-Os equivocáis -dijo con frialdad Montecristo, que conocía la perfidia del joven, y adónde iban a parar
sus palabras- mi pro tección la habéis adquirido merced al nombre de la influencia y fortuna de vuestro
padre; jamás os había visto, ni a vos ni a él, y mis dos buenos amigos, lord Wilmore y el abate Busoni,
fueron los que me procuraron vuestro conocimiento, que me ha animado, no a serviros de garantía, pero sí
a patrocinaros, y el nombre de vuestro padre, tan conocido y respetado en Italia; por lo demás, yo personalmente
no os conozco.
Aquella calma, aquella libertad tan completa, hicieron comprender a Cavalcanti que estaba cogido por
una mano fuerte y no era fácil quebrar el lazo.
-¿Pero mi padre es dueño en realidad de esa gran fortuna, señor conde?
-Así parece -respondió Montecristo.
-¿Sabéis si ha llegado la dote que me ha prometido?
-He recibido carta de aviso.
-¿Pero los tres millones?
-Los tres millones están en camino, con toda probabilidad.
-¿Pero los recibiré efectivamente?
-Me parece que hasta el presente el dinero no os ha faltado.
Cavalcanti se sorprendió tanto que permaneció un momento pensativo; luego dijo:
-Me falta solamente pediros una cosa, y ésa la comprenderéis aun cuando deba no seros agradable.
-Hablad -dijo Montecristo.
-Gracias a mi posición, estoy en relaciones con muchas personas de distinción, y en la actualidad tengo
una porción de amigos; pero al casarme, como lo hago ante toda la sociedad parisiense, debo ser
sostenido por un hombre ilustre, y a falta de mi padre, una mano poderosa debe conducirme al altar; mi
padre no vendrá a París, ¿verdad?
-Es viejo, está cubierto de llagas, y sufre una agonía en un viaje.
-Lo comprendo; y ¡bien!, vengo a pediros una cosa.
-¿A mí?
-Sí, a vos.
-¿Y cuál? ¡Dios mío!
-Que le sustituyáis.
-¡Ah!, mi querido joven; ¿después de las muchas conversaciones que he tenido la dicha de tener con
vos, me conocéis tan mal que me pedís semejante cosa? Decidme que os preste medio millón, y aunque
sea un préstamo raro, os lo daré. Sabed, y me parece que ya os lo he dicho, que el conde de Montecristo
no ha dejado de tener jamás escrúpulos; mejor, las supersticiones de un hombre de Oriente en todas las
cosas de este mundo; ahora bien, yo que tengo un serrallo en El Cairo, otro en Constantinopla y otro en
Esmirna, ¿que presida un matrimonio?; eso no, jamás.
-¿De modo que rehusáis?
-Claro, y aunque fueseis mi hijo, aunque fueseis mi hermano, rehusaría lo mismo.
-¡Ah! ¡Dios mío! -dijo Cavalcanti desorientado-, ¿cómo haré entonces?
-Tenéis cien amigos, vos mismo lo habéis dicho.
-Sí; pero el que me presentó en casa de Danglars, fuisteis vos.
Nada de eso; rectifiquemos los hechos: os hice comer en mi casa un día en que él comió también en
Auteuil, y después os Presentasteis solo; es muy diferente.
-Sí; pero habéis contribuido a mi bolo.
-¡Yo!, en nada, creedlo, y acordaos de lo que os respondí cuando
vinisteis a rogarme que pidiese a la joven para vos; jamás contribuyo a ningún matrimonio; es un
principio del que nunca me aparto.
Cavalcanti se mordió los labios.
-Pero, al fin --dijo-, ¿estaréis presente al menos?
-¿Todo París estará?
-Desde luego.
-Pues estaré como todo París -dijo el conde.
-¿Firmaréis el contrato?
-No veo ningún inconveniente; no llegan a tanto mis escrúpulos.
-En fin, puesto que no queréis condecerme más, preciso me será contentarme; pero una palabra aún,
conde.
-¿Qué más?
-Un consejo.
-Cuidado, un consejo es más que un favor.
-¡Oh!, éste podéis dármelo sin comprometeros.
-Decid.
-¿El dote de mi mujer es de quinientos mil francos?
-Eso es lo que me dijo el propio Danglars.
-¿Debo recibirlo o dejarlo en las manos del notario?
-Os diré lo que sucede generalmente cuando esas cosas se hacen con delicadeza. Los dos notarios
quedan citados el día del contrato para el siguiente; en él cambian los dotes y se entregan mutuamente
recibo; después de celebrado el matrimonio los ponen a vuestra disposición, como jefe de la comunidad.
-Es que yo -dijo el joven con cierta inquietud mal disimulada he oído decir a mi suegro que tenía
intención de colocar nuestros fondos en ese famoso negocio del camino de hierro de que me hablabais
hace poco.
-Y bien -repuso el conde-, según asegura todo el mundo, es un medio de que vuestros capitales se
tripliquen en un año. El barón Danglars es buen padre y sabe contar.
-Vamos, pues, todo va bien, excepto vuestra negativa, que me parte el corazón.
-Atribuidla solamente a mis escrúpulos, muy naturales en estas circunstancias.
-Vaya -dijo Cavalcanti-, de todos modos, sea como queréis: hasta esta noche a las nueve.
-Hasta luego.
Y a pesar de una ligera resistencia de Montecristo, cuyos labios palidecieron, pero que conservó su
sonrisa, el joven cogió una de sus manos, la apretó, montó en su faetón y desapareció.
Las cuatro o cinco horas que faltaban hasta las nueve, las dedicó Cavalcanti a visitar a sus numerosos
amigos, invitándolos a que se hallasen presentes a la ceremonia, y tratando de deslumbrarles con la
promesa de acciones, que volvieron locos después a tantos, y cuya iniciativa pertenecía a Danglars.
En efecto, a las ocho y media de la noche, el gran salón de Danglars, las galerías y tres salones más
estaban llenos de una multitud perfumada, a la que no atraía la simpatía, sino la irresistible necesidad de
la novedad.
No hace falta decir que los salones resplandecían con la claridad de mil bujías y dejaban ver aquel lujo
de mal gusto que sólo tenía en su favor la riqueza.
Eugenia Danglars estaba vestida con la sencillez más elegante: un vestido de seda blanco, una rosa
blanca medio perdida entre sus cabellos más negros que el ébano, componían todo su adorno, sin que la
más pequeña joya hubiese tenido entrada en él. En sus ojos un mentís dado a cuanto podía tener de
virginal y sencillo aquel cándido vestido.
La señora de Danglars, a treinta pasos de su hija, hablaba con Debray, Beauchamp y Chateau-Renaud.
Debray había vuelto a entrar en la casa para aquella solemnidad, pero como otro cualquiera y sin ningún
privilegio especial.
Cavalcanti, del brazo de uno de los más elegantes dandys de la Opera, le explicaba impertinentemente,
en atención a que era necesario ser bien atrevido para hacerlo, sus futuros proyectos y el progreso de lujo
que pensaba hacer con sus ciento setenta y cinco mil libras de renta.
La multitud se movía en aquellos salones como un flujo y reflujo de turquesas, rubíes y esmeraldas;
como sucede siempre, las más viejas eran las más adornadas, y las más feas las que se exhibían con más
obstinación. Si había algún blanco lirio o alguna rosa suave y perfumada, era preciso buscarlas en un
rincón apartado, custodiadas por una vigilante madre o tía.
A cada instante, en medio de un tumulto y risas se oía la voz de un servidor, que anunciaba un nombre
conocido en la Hacienda, respetado en el Ejército o ilustre en las Letras: veíase entonces un ligero
movimiento en los grupos; pero para uno que fijase la atención, cuántos pasaban inadvertidos o burlados.
En el momento en que la aguja del macizo reloj de bronce, que representaba a Endimión dormido,
señalaba las nueve, y la campana daba aquella hora, el nombre del conde de Montecristo resonó también,
y como impelida por un rayo eléctrico, toda la concurrencia se volvió hacia la puerta.
El conde venía vestido de negro, con su sencillez habitual; su chaleco blanco destacaba perfectamente
las formas de su hermoso y noble pecho, su corbata negra hacía resaltar la palidez de su rostro; llevaba
sobre el chaleco una cadena de oro sumamente fina.
Formóse inmediatamente un círculo alrededor de la puerta. De una ojeada divisó el conde a la señora de
Danglars en un lado del salón, a Danglars en el opuesto, y delante de él a Eugenia.
Acercóse a la baronesa, que hablaba con la señora de Villefort, que había venido sola, porque Valentina
aún no se hallaba restablecida; y sin variar de camino, porque todos le abrían paso, se dirigió de la
baronesa a Eugenia, a quien cumplimentó en términos tan rápidos y reservados, que llamaron la atención
de la orgullosa artista. Encontrábase a su lado Luisa de Armilly, que dio gracias al conde por las cartas de
recomendación que había tenido la bondad de darle para Italia, y de las que pensaba muy pronto hacer
uso. Al separarse de aquellas señoras, se encontró con Danglars, que se había acercado para darle la
mano.
Cumplidos aquellos tres deberes de sociedad, se detuvo Montecristo , paseando a su alrededor aquella
mirada propia de la gente del gran mundo y que parece decir a los demás: he hecho lo que debía; ahora,
que los demás hagan lo que deben.
Cavalcanti, que se hallaba en un salón contiguo, oyó el murmullo que la presencia de Montecristo había
suscitado, y vino a saludar al conde. Hallóle rodeado por la muchedumbre, que se disputaba sus palabras,
como sucede siempre con aquellos que hablan poco y jamás dicen una palabra en vano.
En aquel momento entraron los notarios, y fueron a situarse junto a la dorada mesa cubierta de
terciopelo, preparada para firmar el contrato. Sentóse uno de ellos y permaneció el otro a su lado en pie.
Iban a leer el contrato que la mitad de París presente a aquella solemnidad debía firmar: colocáronse
todos; las señoras formaron círculo alrededor de la mesa, mientras los hombres, más indiferentes al estilo
enérgico, como dice Boileau, hacían sus comentarios sobre la agitación febril de Cavalcanti, la atención
de Danglars, la impasibilidad de Eugenia, y la manera frívola y alegre con que la baronesa trataba aquel
importante asunto.
Leyóse el contrato en medio del silencio más profundo, pero concluida la lectura empezó de nuevo el
murmullo, doble de lo que antes era: aquellas inmensas sumas, aquellos millones, que venían a completar
los regalos de la esposa y las joyas exhibidas en una sala destinada a aquel objeto, habían doblado la
hermosura de Eugenia a los ojos de los jóvenes, y el sol se oscurecía entonces ante ella.
Las mujeres, codiciando aquellos millones, consideraban, con todo, que no tenían necesidad de ellos
para ser bellas.
Cavalcanti, rodeado de sus amigos, agasajado, adulado, empezaba a creer en la realidad del sueño que
se había forjado: poco le faltaba para perder el juicio.
El notario tomó solemnemente la pluma, se levantó y dijo:
-Señores, va a firmarse el contrato.
El barón debía firmar el primero, en seguida el apoderado del señor Cavalcanti padre, la baronesa, los
futuros esposos, como se dice en ese lenguaje que es corriente en el papel sellado.
El barón tomó la pluma y firmó. En seguida lo hizo el apoderado de Cavalcanti padre.
La baronesa se asió del brazo de la señora de Villefort.
-Amigo mío -dijo tomando la pluma-, ¿no es algo muy triste que un incidente imprevisto ocurrido en la
causa de asesinato y robo de que faltó poco fuese víctima el señor de Montecristo, nos prive del placer de
ver al señor de Villefort?
-¡Oh! ¡Dios mío! -dijo Danglars, de un modo que equivalía a decir: «me es absolutamente indiferente».
-Tengo motivos -dijo Montecristo acercándose -para temer que soy la causa involuntaria de esta
ausencia.
-¡Cómo! ¿Vos, conde? -dijo la señora Danglars firmando--, cuidado, que si es así no os perdonaré.
Cavalcanti tenía el oído listo y atento.
-No será mía la culpa -dijo el conde-, y por esto quiero ma nifestarla.
Escuchaban ávidamente a Montecristo, cuyos labios raras veces se desplegaban.
-¿Recordáis -dijo el conde en medio del más profundo silencio- que el desgraciado que había venido a
robarme y murió en mi casa fue asesinado al salir de ella por su cómplice, según creo?
-Sí -dijo Danglars.
-Pues bien, al querer auxiliarle, le desnudaron y arrojaron sus vestidos no sé dónde; la justicia los
recogió; pero al tomar la chaqueta y el pantalón, olvidó el chaleco.
Cavalcanti palideció visiblemente; veía formarse una nube en el horizonte, le parecía que la tempestad
que en ella se escondía iba a descargar sobre él.
-Pues bien, aquel chaleco se ha encontrado hoy, todo lleno de sangre y agujereado en el lado del
corazón.
Las señoras dieron un grito; dos o tres se dispusieron a desmayarse.
-Me lo trajeron, nadie podía adivinar de dónde provenía aquel harapo; solamente yo pensé que sería
probablemente el chaleco de la víctima. Dé repente, registrando mi camarero con repugnancia y
precaución aquella fúnebre reliquia, encontró un papel en el bolsillo y lo sacó; era una carta dirigida a
vos, barón.
-¿A mí? -dijo Danglars.
-¡Oh!, a vos; llegué a leer vuestro nombre, a pesar de las manchas de sangre que tenía el papel
-respondió Montecristo, en medio de la general sorpresa.
-Pero -preguntó la señora Danglars mirando a su marido--, cómo impide eso al señor de Villefort...
-Es muy sencillo, señora -respondió Montecristo-; el chaleco y la carta constituyen lo que se llama
piezas de convicción, y los he enviado al procurador del rey. Bien conocéis, mi querido barón, que en
materias criminales, las vías legales son las seguras. Quizá sería alguna trama urdida contra vos.
Cavalcanti miró fijamente a Montecristo y pasó al segundo salón.
-Es posible -dijo Danglars-; ¿el hombre asesinado, no era un antiguo presidiario?
-Sí -respondió el conde-, un antiguo presidiario llamado Ca derousse.
Danglars palideció levemente. Cavalcanti salió del segundo salón, y fue a la antecámara.
-Pero firmad, firmad -dijo Montecristo--. Veo que mis palabras han conmovido a todo el mundo; os
pido perdón, señora baronesa, y a vos, señorita Danglars.
La baronesa, que acababa de estampar su firma, entregó la pluma al notario.
-El señor príncipe de Cavalcanti -dijo el Tabelión-. Señor príncipe de Cavalcanti, ¿dónde estáis?
-¡Cavalcanti! ¡Cavalcanti! -repitieron los jóvenes, que habían llegado a tal intimidad con el italiano, que
le llamaban por el apellido sin nombrarle por su título.
-Llamad, pues, al príncipe, advertidle que le toca firmar -dijo Danglars a un criado.
Pero, en aquel momento, la multitud de amigos retrocedió espantada hacia el salón principal, como si
un espantoso monstruo hubiese invadido la habitación. Había motivo para huir, espantarse y gritar.
Un oficial de gendarmería colocaba a la puerta dos gendarmes, y se dirigía a Danglars precedido de un
comisario de policía con su faja puesta.
La señora Danglars lanzó un grito y se desmayó.
Danglars, que se creía amenazado, porque ciertas conciencias jamás están tranquilas, ofreció a la vista
de sus convidados un rostro descompuesto por el terror.
-¿Qué ocurre, caballero? -preguntó Montecristo dirigiéndose al comisario.
-¿Cuál de ustedes, señores -preguntó el magistrado sin responder al conde-, se llama Andrés
Cavalcanti.
Un grito de estupor se dejó oír por doquier.
Buscaron, preguntaron.
-¿Pero quién es ese Cavalcanti? -inquirió Danglars casi fuera de sí.
-Un presidiario escapado de Tolón.
-¿Y qué crimen ha cometido?
-Se le acusa --dijo el comisario con su voz impasible- de haber asesinado al llamado Caderousse, su
antiguo compañero de cadena, en el instante en que salía de robar en casa del señor conde de Montecristo.
El conde dio una rápida ojeada alrededor.
Cavalcanti había desaparecido.
Unos instantes después de la escena de confusión producida en los salones del señor Danglars por la
inesperada aparición del oficial de gendarmería y por la revelación que había seguido, el inmenso palacio
se había ido quedando vacío con la misma rapidez que habría ocasionado el anuncio de un caso de peste o
de cólera morbo que se hubiera producido entre los invitados. En algunos minutos, por todas las puertas,
por todas las escaleras, por todas las salidas, se apresuraron todos a retirarse o, mejor dicho, a huir;
porque ésa era una de aquellas circunstancias en que incluso están de más aquellas palabras de consuelo
que tan importunos hacen hasta a los mejores amigos en las grandes desgracias.
En la casa del banquero no había quedado más que el propio Danglars, encerrado en su despacho y
prestando su declaración entre las manos del oficial de gendarmería. La señora de Danglars, aterrada en el
tocador que ya conocemos, y Eugenia, que con la mirada altanera se había retirado a su cuarto, con su
inseparable compañera, la señorita Luisa de Armilly.
En cuanto a los numerosos criados, todavía más numerosos en esta noche que de costumbre, porque se
les había agregado con motivo de la fiesta los encargados de los helados, los cocineros y los reposteros
del café de París, formaban corros en las cocinas y en sus cuartos, acusando a sus amos de lo que ellos
llamaban su afrenta, cuidándose muy
poco del servicio, que por otra parte se encontraba naturalmente interrumpido.
En medio de todas las personas a quienes hacían estremecer dis tintos intereses, únicamente dos
merecen que nos ocupemos de ellas: Eugenio Danglars y Luisa de Armilly.
Como hemos dicho, Eugenia retiróse con aire altanero, y con el paso de una reina ultrajada, seguida de
su compañera, más pálida y más conmovida que ella. Al llegar a su cuarto, cerró la puerta por dentro,
mientras Luisa cayó en su silla.
-¡Oh! ¡Dios mío! ¡Qué horror! --dijo la joven filarmónica-. ¿Quién lo habría imaginado? El señor
Cavalcanti..., un asesino.... un desertor de presidio..., un presidiario...
Una sonrisa irónica contrajo los labios de Eugenia.
-Estaba predestinada -dijo- ¡Me escapo de un Morcef para caer en manos de un Cavalcantí!
-¡Oh!, no confundas a uno con el otro, Eugenia.
-Calla, todos los hombres son unos niños, y me alegro de tener motivo para hacer algo más que
aborrecerlos, ahora los desprecio.
-¿Qué vamos a hacer? -preguntó Luisa.
-¿Qué vamos a hacer?
-Sí.
-Lo que habíamos de hacer dentro de tres días..., marchar.
-¡Cómo!, a pesar de que no lo cases, ¿quieres...?
-Escucha, Luisa: detesto esta vida ordenada, acompasada y sujeta a reglas como nuestro papel de
música. Lo que siempre he deseado, querido y ambicionado, es la vida de artista, la vida libre,
independiente, en que una no depende más que de sí misma, y en que a nadie debe dar cuenta de sus
actos. ¿Para qué me he de quedar? ¿Para qué tratar de nuevo de aquí a un mes de casarme? ¿Y con quién?
¿Con el señor Debray, quizá, como ya se pensó en ello? No, Luisa, no; la aventura de esta noche me
servirá de pretexto.
-Qué fuerte y animosa eres -dijo la rubia y delicada joven a su morena compañera.
-¿No me conocías aún? Vamos. Veamos, Luisa, hablemos de todos nuestros asuntos. La silla de posta.
-Por suerte, hace tres días que se ha comprado.
-¿La has hecho llevar al sitio donde debemos tomarla?
-Sí.
-¿Nuestro pasaporte?
-Helo aquí.
Y Eugenia, con su natural aplomo, desdobló un papel impreso y leyó:
aEl señor León de Armilly, edad veinte años; profesión artista, pelo negro, ojos negros, viaja con su
hermana.»
-¡Magnífico! ¿Quién lo ha facilitado ese pasaporte?
-Cuando fui a pedir al conde de Montecristo cartas para los directores de los teatros de Roma y
Nápoles, le manifesté mis temores de viajar en calidad de mujer. El conde los comprendió perfectamente,
y se puso a mi disposición, para facilitarme un pasaporte de hombre, y dos días más tarde recibí éste, en el
que he añadido de mi letra: viaja con su hermana.
-¡Bravo! -dijo Eugenia alegremente-, ya sólo se trata de hacer nuestras maletas.
-Piénsalo bien, Eugenia.
-¡Oh!, todo está reflexionado. Estoy cansada de oír hablar de fines de mes, de alza, de baja, de fondos
españoles, de cuentas, etcétera. En lugar de todo eso, Luisa, el aire, la libertad, el canto de los pájaros, las
llanuras de Lombardía, los canales de Venecia, los palacios de Roma y la playa de Nápoles. ¿Cuánto
tenemos?
Luisa sacó de su bolsillo una cartera, que abrió, y que contenía veintitrés billetes de banco.
-¿Veintitrés mil francos? -dijo.
-Y por lo menos otro tanto en perlas, diamantes y alhajas -añadió Eugenia-. Somos ricas. Con cuarenta
y cinco mil francos tenemos para vivir por espacio de dos años como princesas, o discretamente por
espacio de cuatro. Pero antes de medio año habremos doblado nuestro capital, tú con lo música y yo con
mi voz. Vamos, encárgate del dinero, yo me encargo de las alhajas. De modo que si una de las dos tuviese
la desgracia de perder su tesoro, la otra conservaría el suyo. Ahora las maletas, sin pérdida de tiempo.
-Aguarda -dijo Luisa, yendo a escuchar a la puerta de la señora de Danglars.
-¿Qué es lo que temes?
-Que nos sorprendan.
-La puerta está cerrada.
-Que nos manden abrirla.
-Que lo manden. No obedeceremos.
-Eres una verdadera amazona, Eugenia.
Y las dos jóvenes se pusieron con una prodigiosa actividad a colocar en una maleta todos los objetos
que creían necesitar.
-Cierra tú la maleta mientras yo me cambio de vestido -dijo Eugenia.
Luisa apoyó sus pequeñas y hermosas manos sobre la tapa de la maleta.
-No puedo -dijo-, no tengo bastante fuerza; ciérrala tú.
-¡Ah!, verdad -dijo riendo Eugenia-, olvidaba que yo soy Hércules y que tú eres la pálida Onfala.
Y la joven Eugenia, apoyando la rodilla sobre la maleta, engarrotó sus blancos y musculosos brazos
hasta que juntó las dos divisiones de la maleta y la señorita de Armilly echó el candado a la cadena.
Concluida esta operación, Eugenia abrió una cómoda, cuya llave llevaba siempre consigo, sacó una
mantilla de viaje de seda color violeta y dijo:
-Toma, con esto no tendrás frío. Ya ves que he pensado en todo.
-Pero ¿y tú?
-¡Yo! jamás tengo frío, bien lo sabes, y luego con mis vestidos de hombre...
-¿Vas a vestirte aquí?
-Desde luego.
-¿Tendrás tiempo?
-No temas, cobarde. Todos están ocupados del ruidoso suceso. Además, ¿es extraño que permanezca
encerrada, cuando deben suponerme en un estado fatal?
-Tienes razón, con ello me tranquilizas.
-Ven, ayúdame.
Y del mismo cajón de donde sacó la mantilla que acababa de dar a la señorita de Armilly, y que ésta
tenía ya puesta, sacó un vestido completo de hombre, desde las botas hasta la levita, con provisión de ropa
blanca, y si bien no se veía nada superfluo, tampoco se echaba de menos lo necesario.
Con una rapidez que indicaba que no era la primera vez que por broma se había puesto los vestidos del
sexo contrario, Eugenia se calzó las botas, se puso un pantalón, anudó la corbata, abrochó hasta arriba su
chaleco y se puso una levita que dejaba ver su fino talle.
-Estás muy bien, de veras, muy bien -dijo Luisa contemplándola con admiración-, pero y esos hermosos
cabellos negros, y esas trenzas magníficas que hacen respirar de envidia a todas las mujeres, ¿se
disimularán en un sombrero de hombre como el que veo allí?
-Voy a comprobarlo -respondió Eugenia.
Y cogiendo con la mano izquierda la espesa trenza que no cabía entre sus dedos, tomó con la derecha
unas largas tijeras. Pronto rechinó el acero entre aquella hermosa cabellera, que cayó a los pies de la
joven.
Cortada la trenza superior, pasó a las de las sienes, que cortó sucesivamente sin la menor señal de
pesar. Sus ojos, por el contrario, brillaron con más alegría que de costumbre, bajo sus negras pestañas.
-¡Oh! ¡Qué lástima de cabellos tan hermosos! -dijo Luisa.
-¿Y qué, no estoy cien veces mejor así? -dijo Eugenia alisando sus bucles-, ¿no me encuentras más
bonita?
-Siempre lo eres -respondió Luisa-. ¿Ahora, adónde vamos?
-A Bruselas, si lo parece. Es la frontera más próxima. De allí iremos a Lieja, a Aquisgrán, subiremos al
Rin hasta Estrasburgo, y atravesando Suiza bajaremos a Italia por San Gotardo. ¿Te parece bien así?
-Sí.
-¿Qué miras?
-Te miro; estás adorable así. Diríase que me estás raptando.
-Y, por Dios, tienes razón.
-¡Oh! Creo que has jurado, Eugenia.
Y las dos jóvenes, a las que creían anegadas en llanto, la una por sí misma y la otra por amor a su
amiga, prorrumpieron en una risa estrepitosa, al mismo tiempo que hacían desaparecer las señales más
visibles del desorden que naturalmente había acompañado a sus preparativos de fuga.
Después apagaron las luces, y con el ojo alerta y el oído atento, las dos fugitivas abrieron la puerta del
tocador, que daba a una escalera interior y conducía hasta el patio de entrada. Eugenia iba delante,
sosteniendo con una mano la maleta que por el asa opuesta Luisa apenas podía sostener con las dos.
Estaban dando las doce, y el gran patio estaba solitario. El portero velaba aún, o por lo menos estaba
levantado.
Eugenia se acercó poco a poco y vio al suizo que dormía en su cuarto, tendido en un sillón. Volvióse a
Luisa, tomó el pequeño baúl que habían dejado un instante en el suelo, y las dos siguieron la sombra del
muro y se dirigieron al arco de entrada.
Eugenia hizo ocultar a Luisa en el ángulo de la puerta, de modo que el conserje, si se despertaba no
viese más que una persona. Luego, colocándose ella en el sitio que daba de lleno el farol que alumbraba la
entrada:
-La puerta -dijo con su bella voz de contralto, tocando al vidrio.
El conserje se levantó y dio algunos pasos para reconocer al que salía, como Eugenia había previsto, y
viendo un joven que golpeaba impaciente su pantalón con el bastón, abrió al momento.
Luisa se escabulló como una culebra por la puerta entreabierta y saltó fuera. Luego salió Eugenia,
tranquila en apariencia, aunque es
probable que su corazón latiese con más violencia que de costumbre.
Pasaba un mandadero y le cargaron con el baúl, le indicaron el sitio adonde debía dirigirse, calle de la
Victoria, número 3, y marcharon tras aquel hombre cuya compañía daba ánimo a Luisa. Eugenia era tan
fuerte como Judit o Dalila.
Llegaron al número indicado y Eugenia dio orden al mandadero de que dejase el baúl en el suelo.
Pagóle, retiróse aquél, y entonces llamó a una ventanilla. Vivía en el cuarto una costurera que estaba
avisada de antemano y no se había acostado todavía.
-Señorita -dijo Eugenia-, haced sacar por el portero mi silla de posta y enviadle a buscar caballos.
Dadle esos cinco francos por su trabajo.
-De veras lo admiro respeto.
La costurera miraba asombrada, pero como le dieron veinte luises no hizo observación alguna.
Al cuarto de hora volvió el conserje con el postillón y los caballos, que éste enganchó, mientras aquél
colocaba el baúl en la parte trasera.
-He aquí el pasaporte -dijo el postillón-, ¿qué camino toma mos, mi joven señor?
-El de Fontaineblau -respondió Eugenia con una voz casi masculina.
-¿Qué dices? -preguntó Luisa.
-Le doy unas señas falsas -respondió Eugenia-. Esa mujer a quien damos veinte luises puede vendernos
por cuarenta. Al llegar al Boulevard, tomaremos otra dirección.
Y la joven subió al carruaje casi sin tocar el estribo.
-Siempre tienes razón -dijo la maestra de canto, colocándose junto a su amiga.
Al cuarto de hora el postillón, puesto ya en el camino que debían seguir, pasaba la barrera de San
Martín, haciendo resbalar su látigo.
-¡Ah! -dijo Luisa respirando-, ya estamos fuera de París.
-Sí, querida mía, el rapto es bello y bien consumado -respondió Eugenia.
-Sí, pero sin violencia.
-Lo haré valer como circunstancia atenuante.
Estás palabras se perdieron en medio del estrépito de las ruedas sobre el camino de La Villete.
El barón Danglars ya no tenía hija.
-Dijo Luisa-, y casi diría que me inspiras
Capítulo diez
La fonda de la Campana y la Botella
Dejemos de momento a la señorita de Danglars y su amiga, camino de Bruselas, y volvamos al pobre
Cavalcanti, tan desgraciadamente detenido al empezar su fortuna.
A pes ar de sus pocos años, era un joven listo a inteligente, y así es que a los primeros rumores que
penetraron en el salón, le vimos ir ganando gradualmente la puerta. Olvidamos una circunstancia que no
debe omitirse, y es que en uno de los salones que atravesó Cavalcanti estaban los regalos de la novia:
diamantes, chales de Cachemira, encajes de Valenciennes, velos ingleses, y en fin, todos aquellos objetos
que sólo el nombrarlos basta para hacer saltar de alegría a una joven.
Ahora bien, al pasar por aquel cuarto, y esto prueba que Cavalcanti era no solamente un joven diestro a
inteligente, sino también previsor, se apoderó del mejor aderezo. Reconfortado con aquel viático, se sintió
la mitad más ligero para saltar por una ventana y escaparse de entre las manos, de los gendarmes.
Alto, bien formado como un gladiador antiguo, y musculoso como un espartano, Cavalcanti corrió un
cuarto de hora sin saber adónde iba, y con el solo fin de alejarse del sitio en que faltó muy poco para que
le prendiesen. Salió de la calle de Mont-Blanc, y por el instinto que los ladrones tienen a las barreras,
como la liebre a su madriguera, se halló sin saber cómo al extremo de la calle de La fayette.
Allí se detuvo jadeante. Estaba completamente solo, tenía a su izquierda el campanario de San Lázaro y
a su derecha París en toda su profundidad.
-¿Estoy perdido? -se preguntó a sí mismo -. No, si mi actividad es superior a la de mis enemigos.
Vio que subía por el arrabal Poissonnière un cabriolé de alquiler, cuyo cochero, fumando su pipa,
parecía querer ganar la extremidad del arrabal San Dionisio, donde debía sin duda parar ordinariamente.
-¡Eh! ¡Amigo! -le gritó Benedetto.
-¿Qué hay, señor? -preguntó el cochero.
-¿Vuestro caballo está muy cansado?
-¿Cansado? ¡Bah! Si no ha hecho nada en todo el santo día. Cuatro miserables viajes, y un franco para
beber, siete francos en total, y debo llevar diez al patrón.
-¿Queréis agregar a esos siete francos otros veinte que veis aquí?
-Con mucho gusto. Veinte francos no son de despreciar; ¿qué he de hacer para ello? Veamos.
-Una cosa muy fácil, si vuestro caballo no está cansado.
-Os aseguro que irá como el viento; basta que me digáis por dónde debo marchar.
-Por el camino de Louvres.
-¡Ah! ¡Ah! ¡PaU de ratafía!
-Exacto. Se trata solamente de alcanzar a uno de mis amigos, con el que debo cazar mañana en la
Chapelle -en-Serva; debía esperarme aquí a las once y media con su cabriolé. Son las doce, se habrá
marchado solo, cansado de esperar.
-Es probable.
-Y bien, ¿queréis ver si lo alcanzamos?
-¿Có mo no?
-Pero si no lo alcanzamos hasta Bourget, os daré veinte francos; si tenéis que ir a Louvres, treinta.
-¿Y si lo alcanzamos?
--Cuarenta -dijo Cavalcanti, que había reflexionado un instante y comprendió que con prometer no
arriesgaba nada.
-Está bien -dijo el cochero-, subid y adelante. Porrrrruuuu...
Cavalcanti montó en el cabriolé, atravesaron a la carrera el arrabal San Dionisio, costearon el de San
Martín, pasaron la barrera y tomaron el camino de la interminable Villete.
No se preocupaba de alcanzar al quimérico amigo, pero, con todo, Cavalcanti se informaba al paso ya
de los viajeros, ya de las ventas que estaban aún abiertas; preguntaba por un cabriolé verde tirado por un
caballo castaño oscuro, y como en el camino de los Países Bajos circulaban siempre millares de cabriolés
y las nueve décimas partes son verdes, llovían señales a cada paso. Acababan de verlo pasar, sólo llevaría
de ventaja quinientos pasos, doscientos, ciento solamente. Finalmente, lo alcanzaban, pasaban delante, y
veían que no era él.
Una vez le tocó también que pasaran delante de él, pero fue una magnífica silla de posta tirada por
cuatro caballos a galope.
-¡Ah! -dijo entre sí Cavalcanti-, ¡si yo tuviera esa silla, sus buenos caballos, y sobre todo, el pasaporte
que ha sido preciso sacar para viajar de ese modo! -y lanzó un profundo suspiro.
En ella iban las señoritas Danglars y Armilly.
-Vamos, vamos -dijo Cavalcanti-, no podemos tardar en alcanzarle.
Y el pobre caballo volvió a emprender el trote veloz que había traído desde la barrera y llegó a Louvres
lleno de espuma.
-Está visto -dijo Cavalcanti- que no alcanzaré a mi amigo y mataré vuestro caballo. Así, es mejor que
me detenga aquí. Ahí tenéis vuestros treinta francos, yo me voy a acostar a la fonda del Caballo Rojo, y
en la primera diligencia en que halle un asiento lo tomaré. Buenas noches, amigo mío.
Y poniendo seis piezas de cinco francos en la mano del cochero saltó con presteza del carruaje.
El auriga metió su dinero en el bolsillo y tomó alegremente, al paso, el camino de París.
Cavalcanti hizo como que iba a la fonda del Caballo Rojo. Paróse un instante a la puerta, y cuando ya el
ruido del carruaje no se oía emprendió el camino, y con paso bastante acelerado anduvo aún dos leguas.
Paróse al fin y calculó que debía estar ya muy cerca de la Chapelle-en-Serval, adonde había dicho que
iba...
No se detuvo por cansancio, sino porque convenía tomar una resolución, adoptar un plan. Subir en
diligencia era imposible; tomar la posta, todavía más. Para viajar, de uno a otro modo, es preciso un
pasaporte. Tampoco era posible quedarse en el departamento del Oise, es decir, en uno de los más
descubiertos y vigilados de Francia, sobre todo a un hombre como Cavalcanti, tan experimentado en
materia criminal.
Sentóse al borde de una cuneta, dejó caer la cabeza entre sus manos y reflexionó; a los diez minutos se
levantó: había tomado ya su resolución.
Llenó de polvo un lado de su paletó, que tuvo tiempo de descolgar de la antecámara, y abotonárselo por
encima de su traje de baile, y entrando en la Chapelle-en-Serval, fue a llamar resueltamente a la puerta de
la única posada que hay en la región. Abrióle el posadero.
-Amigo -dijo Cavalcanti-, iba de Morfontaine a Sculis, y mi caballo, que es asombradizo, emprendió la
fuga, arrojándome a diez pasos; me precisa llegar esta noche a Compiègne, so pena de causar sumo
cuidado a mi familia; ¿tenéis un caballo que alquilarme?
Bueno o malo, un posadero dispone siempre de un caballo. El de la Chapelle-en-Serval llamó al mozo
de cuadra, y le dijo que ensillara el Blanco; despertó a su hijo, chico de siete años, que debía montar en
grupa y volver a traer el cuadrúpedo.
Cavalcanti dio veinte francos al posadero, y al sacarlos del bolsillo dejó caer una tarjeta; era la de uno
de sus amigos del café de París, de suerte que el posadero, cuando Cavalcanti se marchó y recogió la
tarjeta que vio en el suelo, se convenció de que había alquilado
su caballo al señor conde de Mauleón, calle de Santo Domingo, 25. Era el nombre que había
visto en la tarjeta.
El Blanco no iba ligero, pero llevaba un paso igual y constante. En tres horas y media anduvo
Cavalcanti las nueve leguas que le separaban de Compiègne. Daban las cuatro en el reloj del Ayuntamiento
cuando llegó a la plaza adonde paran las diligencias.
Hay en Compiègne una fonda excelente que no olvidan los que en ella se han alojado una vez.
Cavalcanti, que había hecho alto allí en una de sus correrías por los alrededores de París, se acordó de la
fonda de la Campana y la Botella. Orientóse y vio a la luz de un re verbero la muestra indicadora, y
habiendo despedido al chico, al que dio cuanta moneda menuda tenía, llamó a la puerta, pensando con
razón que aún disponía de tres o cuatro horas, y que lo mejor que podía hacer era prepararse con un buen
sueño y una buena cena para las fatigas del viaje.
Abrióle un camarero.
-Amigo -le dijo Cavalcanti-, vengo de Saint-Jean-du-Bois, donde he comido. Creía tomar la diligencia
que pasa a medianoche, me he desorientado como un imbécil, y hace cuatro horas que me paseo a la
ventura. Dadme uno de esos lindos cuartos que dan al patio y subidme un pollo frito y una botella de
Burdeos.
El camarero no sospechó nada. Cavalcanti hablaba con la mayor tranquilidad. Tenía el cigarro en la
boca y las manos en los bolsillos del paletó. Su vestido era elegante y calzaba botas de charol. Parecía un
vecino que llegaba un poco tarde.
Mientras el mozo preparaba el cuarto, se levantó el ama. El joven la recibió con su más lisonjera
sonrisa, y le preguntó si no podría darle el número tres, que había ocupado ya otra vez en su último viaje a
Compiègne. Desgraciadamente el número tres lo ocupaba un joven que viajaba con su hermana.
Cavalcanti pareció desesperado, pero se consoló cuando el ama le dijo que el número siete, que le
preparaban, tenía absolutamente las mismas condiciones que el número tres, y calentándose los pies y
hablando de las últimas carreras de caballos de Chantilly, esperó a que le avisasen que el cuarto estaba
preparado.
No sin razón había hablado Cavalcanti de los lindos cuartos que daban al patio de entrada. Este, con su
triple orden de galerías, que le hacen parecer un teatro, con sus jazmines y sus clemátides, que suben
enredadas en las delgadas columnas como una decoración natural, es una de las entradas de fonda más
encantadoras que existen en el mundo.
El pollo estaba tierno, el vino era añejo, y en la chimenea ardía un buen fuego. Cavalcanti se quedó
sorprendido al ver que cenaba con tan buen apetito, como si nada le hubiese sucedido. Acostóse
inmediatamente, y se durmió con aquel sueño que el hombre tiene siempre a los veinte años, aun cuando
tenga remordimientos.
Nos vemos precisados a confesar que Cavalcanti podía haber tenido remordimientos, pero no los tenía.
He aquí el plan que le había dado la mayor parte de su seguridad.
Levantarse tan pronto como amaneciese. Salir de la fonda después de haber pagado rigurosamente su
cuenta, internarse en el bosque; comprar, bajo el pretexto de hacer estudios de pintura, la hospitalidad de
un campesino, procurarse un traje de leñador y un hacha, despojarse del traje del elegante para vestir el
del obrero; luego, con las manos llenas de tierra, oscurecidos los cabellos con un peine de plomo, y
ennegrecido el rostro con una receta que le habían dado sus compañeros, ir de bosque en bosque hasta la
frontera más cercana, caminando de noche y durmiendo de día, sin acercarse a lugares habitados más que
de vez en cuando para comprar un pan.
Cuando hubiere pasado la frontera, reduciría a dinero sus diamantes, y juntando su importe a unos diez
billetes de banco que llevaba siempre consigo para caso de apuro, se hallaba aún con cincuenta mil libras,
lo que según su filosofía, no era malo del todo.
Contaba además con el interés que Danglars tenía en echar tierra a aquel asunto. Por estas razones y por
el cansancio, Cavalcanti se durmió en un momento.
Para despertarse temprano, dejó abierta la ventana, pasó el cerrojo de la puerta y dejó abierto sobre la
mesa de noche un cuchillo de aguda punta y excelente temple que llevaba siempre consigo.
Serían las siete cuando un brillante rayo de sol hirió su rostro, despertándose al mismo tiempo.
En todo cerebro bien organizado, la idea dominante, y siempre hay una, es la primera que se presenta al
despertarse, como es también la última que se tiene al dormirse. Cavalcanti no había aún abierto bien los
ojos cuando ya conoció que había dormido más tiempo del que debía. Saltó de la cama y se dirigió a la
ventana.
Un gendarme cruzaba por el patio.
El gendarme es el objeto que más llama la atención hasta del hombre que no tiene que temer, pero para
una conciencia intranquila, y con motivo para estarlo, el pajizo, azul y blanco de que se compone su
uniforme, toman unas tintas espantosas.
-¿Por qué un gendarme? -se preguntó Cavalcanti.
En seguida se respondió a sí mismo con aquella lógica que el lector ha debido ya observar en él:
=Un gendarme nada tiene que deba espantar en una fonda. No nos espantemos, pues, pero vistámonos.
Y el joven se vistió con una rapidez que no había perdido con la costumbre de servirse del ayuda de
cámara, durante el tiempo que como un gran señor vivía en París.
-Bueno -dijo Cavalcanti vistiéndose-, esperaré, y cuando se marche me iré.
Diciendo estas palabras, acababa de vestirse, se acercó a la ventana y levantó la cortina de muselina.
No sólo no se había marchado el primer gendarme, sino que el joven vio un segundo uniforme azul,
pajizo y blanco, al pie de la escalera, única por donde él podía bajar, mientras que otro tercero, a caballo y
con la carabina en la mano, estaba de centinela en la puerta de entrada, única por la que podía salir.
Este tercer gendarme era muy significativo, pues delante de él había formado un semicírculo por una
turba de curiosos que sitiaban la puerta de la fonda.
«Me buscan a mí -pensó Cavalcanti-, ¡diablo! »
La palidez se apoderó de su frente, miró en derredor con ansiedad. Su cuarto, como todos los de aquel
piso, no tenía más salida que la galería exterior, que estaba precisamente a la vista de todos.
«Estoy perdido», fue su segundo pensamiento.
Efectivamente, para un hombre en la situación de Cavalcanti, la prisión significa el jurado, el juicio, la
muerte; pero la muerte sin misericordia y sin dilación.
Durante un momento oprimió su cabeza entre sus manos, y poco le faltó para enloquecer de miedo;
pero en seguida, en medio de aquella multitud de ideas contrarias, se dejó ver una, llena de esperanza.
Dejóse ver una triste sonrisa sobre sus cárdenos labios. Miró nuevamente a su alrededor, y vio sobre
una mesa los objetos que necesitaba, pluma, tinta y papel.
Con mano bastante segura trazó las siguientes líneas:
No tengo dinero para pagar, peso joy hombre de bien, y dejo empeñado mi alfiler, que vale diez veces
más que el gasto que he hecho: He salido al ser de día, porque me daba vergüenza hacer esta declaración
personalmente al ama.
Quitóse el alfiler de la corbata y lo puso sobre el papel. Luego, en lugar de dejar corridos los cerrojos,
los abrió, y aun dejó la puerta entornada como si hubiese salido del cuarto olvidándose de cerrar. Encaramóse
a la chimenea como hombre acostumbrado a esta suerte de acrobacias, borró las pisadas con
anticipación y se preparó a escalar el cañón que le ofrecía el único medio de salvación en que esperaba.
Tuvo el tiempo preciso para esconderse, pues el primer gendarme subía la escalera, acompañado del
comisario de policía, sostenido por el segundo, que estaba al pie de ella, al que a su vez sostenía el colocado
en tercera línea a la puerta de la fonda.
Veamos ahora a qué circunstancia debía Cavalcanti aquella visita que con tanto trabajo trataba de
evitar.
Al despuntar el día el telégrafo había empezado a funcionar en todas direcciones, y cada localidad,
prevenida instantáneamente, había despertado a las autoridades y lanzado la fuerza pública en busca del
asesino de Caderousse.
Compiègne, residencia real, pueblo de caza, ciudad de guarnición, está ampliamente provista de
autoridades y gendarmes. Las visitas habían empezado tan pronto como llegó la orden telegráfica, y siendo
la fonda de la Campana y la Botella la primera de la ciudad, naturalmente fue la primera que visitaron.
Además, según el parte dado por el centinela que había estado de guardia en la casa del Ayuntamiento,
que está junto a la fonda, constaba que muchos viajeros habían llegado durante la noche.
El centinela que había sido relevado a las seis de la mañana recordaba que en el momento en que
acababan de dejarle en su puesto, es decir a las cuatro y algunos minutos, había visto un hombre montado
en un caballo blanco, con un chico a la grupa, que se apeó en la plaza, despachó al chico y llamó a la
fonda de la Campana, en la que se quedó. Sospechaban, pues, de aquel joven que llegó tan tarde, y éste
era precisamente Cavalcanti.
Con tales antecedentes, el comisario de policía y el gendarme, que era un sargento, se dirigieron al
cuarto de Cavalcanti. La puerta estaba entreabierta.
-¡Vaya! -dijo el sargento, perro viejo y acostumbrado a todos los ardides del oficio-, mal indicio da una
puerta abierta. Hubiera pre ferido verla con tres cerrojos.
En efecto, el alfiler y la carta, dejados por Cavalcanti encima de la mesa, confirmaron, o mejor dicho,
apoyaron esta triste verdad. El sujeto había huido.
Merced a las precauciones que tomó, no se conocían sus pisadas en las cenizas, pero como era una
salida, en aquellas circunstancias debía ser objeto de una seria investigación.
El sargento hizo traer un manojo de sarmientos y paja, llenó la chimenea y la encendió. El fuego hizo
crujir los ladrillos, una espesa columna de humo se levantó hacia el cielo, igual a la que sale de un volcán,
pero no vio caer al que buscaba, contrariamente a lo que había pensado.
Es que Cavalcanti, que desde su infancia había estado en lucha con la sociedad, valía tanto como un
gendarme, aunque éste hubiese llegado al respetable grado de sargento. Y previendo lo que había de
suceder, había salido al tejado y se escondió junto al cañón.
Durante un instante conservó la esperanza de escapar, porque oyó al sargento llamar a los gendarmes y
gritarles: «No está.» Pero estirando un poco el cuello vio que los gendarmes en lugar de retirarse como
era natural a semejante anuncio, vio, decimos, que por el contrario redoblaban su atención.
Miró a su alrededor, vio a su derecha la casa del Ayuntamiento, edificio colosal, desde cuyas
claraboyas se distinguía perfectamente el tejado, como desde una elevada montaña se divisa el valle.
Comprendió que muy pronto iba a ver asomarse por alguna de las claraboyas la cabeza del sargento. Si
le descubrían, estaba perdido; una caza sobre el tejado no le ofrecía favorables perspectivas. Resolvió,
pues, bajar, no por el mismo camino por el que había venido, sino por otro parecido.
Buscó una chimenea que no humease, dirigióse a ella andando a gatas, y se deslizó por ella sin haber
sido visto por nadie.
En el mismo instante, una ventanilla de la casa del Ayuntamiento se abría, y por ella asomaba la cabeza
del sargento de gendarmería. Permaneció inmóvil un momento como uno de los relieves de piedra que
adornan el edificio, y dando en seguida un gran suspiro, desapareció.
-¿Y bien? -le preguntaron los dos gendarmes.
-Hijos míos -respondió el sargento-, preciso es que el tunante se haya marchado esta mañana muy
temprano. Vamos a enviar al camino de Villers-Coterete y de Nogon para registrar el bosque, y le hallaremos
indudablemente.
Apenas había pronunciado aquellas palabras el honrado funcionario, cuando un grito, acompañado del
agudo sonido de una campanilla tirada con fuerza, dejóse oír en el patio de la fonda.
-¡Oh! , ¡oh! ¿Qué es eso? -preguntó el sargento.
-He ahí un viajero que lleva mucha prisa -añadió el amo - ¿En qué número llaman?
-En el tres.
-Corre, muchacho, pronto.
En aquel momento, los gritos y los campanillazos redoblaron, y el mozo echó a correr.
-No -dijo el sargento deteniendo al criado-, el que llama necesita sin duda algo más que un criado.
Vamos a mandarle un gendarme. ¿Quién se aloja en el número tres?
-Un joven que llegó anoche con su hermana en una silla de posta y pidió un cuarto con dos camas.
La campanilla resonó por tercera vez, como si la agitase una persona llena de angustia.
-Venid conmigo, señor comisario -gritó el sargento-, seguidme, y acelerad el paso.
-Un momento -dijo el amo -, en el cuarto número tres hay dos escaleras, una interior y otra exterior.
-Bueno -dijo el sargento-, yo tomaré la interior, es mi departamento. ¿Están cargadas las carabinas?
-Sí, sargento.
-Pues bien, vigilad vosotros la exterior, y si quiere huir, haced fuego. Es un gran criminal, según dice el
telégrafo.
El sargento, seguido del comisario, desapareció por la escalera in terior, acompañado del rumor que sus
revelaciones sobre Cavalcanti habían hecho nacer en la multitud de ociosos que presenciaban aquella
escena.
He aquí lo que había sucedido:
Cavalcanti había bajado diestramente hasta dos tercios de la chime nea; pero al llegar allí le falló un pie,
y a pesar del apoyo de sus manos, bajó más rápido, y sobre todo con más ruido del que hubiera querido;
nada hubiese importado esto si el cuarto no estuviera ocupado como estaba.
Dos mujeres dormían en una cama, y el ruido las despertó. Sus mi radas se fijaron en el sitio en que
habían oído el ruido, y por el hueco de la chimenea vieron aparecer un hombre.
Una de las dos, la rubia fue la que dio aquel terrible grito que se oyó en toda la casa; mientras que la
otra, que era pelinegra, corrió al cordón de la campanilla, y dio la alarma tirando de ella con toda su
fuerza.
Cavalcanti jugaba la partida con desgracia.
-¡Por piedad! -decía pálido, fuera de sí, sin ver a las personas a las que estaba hablando-, ¡por piedad!
¡No llaméis! ¡Salvadme!, no quiero haceros daño.
-¡Cavalcanti, el asesino! -gritó una de las dos mujeres.
-¡Eugenia, señorita Danglars! -dijo Cavalcanti, pasando del mie do al estupor.
-¡Socorro! ¡Socorro! -gritaba la señorita de Armilly, cogiendo el cordón de la campanilla de manos de
Eugenia, y tirando con más fuerza que antes.
-¡Salvadme, me persiguen! ¡Por piedad! ¡No me entreguéis!
-Es tarde, ya suben -respondió Eugenia.
-Pues bien, ocultadme en cualquier parte. Diréis que tuvisteis miedo sin motivo. Haréis desaparecer las
sospechas, y me salvaréis la vida.
Las dos jóvenes, arrimadas la una a la otra y tapándose completamente con las colchas, permanecieron
mudas ante aquella voz que les suplicaba. Mil ideas contrarias y la mayor repugnancia se leía en sus ojos.
-Pues bien, sea -dijo Eugenia-, tomad el camino por el cual habéis venido, y nada diremos. ¡Marchaos,
desgraciado!
-¡Aquí está! ¡Aquí está! -gritó una voz casi ya junto a la puerta-, ¡aquí está!, ya le veo.
En efecto, mirando el sargento por el ojo de la cerradura, había visto a Cavalcanti en pie y suplicando.
Un fuerte culatazo hizo saltar la cerradura; otros dos los cerrojos, y cayó la puerta al suelo.
Cavalcanti corrió a la otra puerta que daba a la galería, y la abrió para precipitarse por ella. Los dos
gendarmes que estaban allí se prepararon para hacer fuego.
Cavalcanti se detuvo, en pie, pálido, con el cuerpo un poco echado hacia atrás, y con su inútil cuchillo
en la mano.
-Huid -le dijo la señorita de Armilly, en cuyo corazón empezaba a entrar la piedad a medida que se
retiraba el miedo-. Huid, pues, si podéis.
-¡Oh!, mataos -dijo Eugenia con un tono semejante al que usaban las vestales al mandar en el circo al
gladiador que concluyese con su enemigo vencido.
Cavalcanti tembló, miró a la joven con una sonrisa de desprecio, que demostraba que su corrupción le
impedía conocer la sublime fe rocidad del honor.
-¿Matarme? -dijo, arrojando su cuchillo-, ¿y por qué?
-¿Pues no habéis dicho -replicóle Eugenia- que os condenarán a muerte y que os ejecutarán
inmediatamente como al último de los criminales?
-¡Bah! -respondió Cavalcanti cruzando los brazos-, de algo servirán los amigos.
El sargento se dirigió a él sable en mano.
-Vamos, vamos -dijo Cavalcanti-, guardad ese sable, buen hombre, no hay necesidad de tanto ruido; me
rindo.
Y alargó las manos a las esposas.
Las jóvenes miraban con terror aquella espantosa metamorfosis que se efectuaba ante su vista. El
hombre de mundo, despojándose de su traje y volviendo a ser el hombre de presidio.
Cavalcanti se volvió hacia ellas y con la sonrisa de la imprudencia les dijo:
-¿Queréis algo para vuestro padre, señorita Eugenia? Porque según todas las probabilidades vuelvo a
París.
Eugenia ocultó su rostro entre sus manos.
-¡Oh! ¡Oh!, no hay por qué avergonzarse. No tiene nada de particular que hayáis tomado la posta para
correr tras de mí. ¿No era yo casi vuestro marido?
Después de su burla, Cavalcanti salió, dejando a las dos fugitivas entregadas a la vergüenza y a los
chismes de la gente.
Una hora después, vestidas ambas con su traje de señora, subían a la silla de posta.
Habían cerrado la puerta de la fonda para librarlas de las primeras miradas, pero con todo fue necesario
pasar por medio de dos hileras de curiosos que murmuraban.
-¡Oh! ¿Por qué el mundo no es un desierto? -dijo Eugenia bajando las persianas de la silla para que no
la viesen.
Al día siguiente se apeaban en la fonda de Flandes, en Bruselas.
Desde el día anterior, Cavalcanti se hallaba en la cárcel de la Conserjería.
Hemos visto la tranquilidad con que las señoritas de Danglars y de Armilly habían hecho su
transformación y emprendido su fuga. De bieron esta tranquilidad a que cada cual estaba bastante ocupado
en sus asuntos para no mezclarse en los de los demás.
Dejaremos al banquero, con la frente bañada de sudor, alinear, a la vista de la bancarrota, las inmensas
columnas de su pasivo, y seguiremos a la baronesa, que después de haber permanecido un instante
aterrada con la violencia del golpe que la hiriera, había ido en busca de su consejero ordinario, Luciano
Debray.
Contaba la baronesa con que aquel matrimonio la libraría de una tutela que con una muchacha del
carácter de Eugenia no dejaba de ser incómoda, porque en la especie de contrato tácito que sostiene los
lazos de la jerarquía social, la madre no es verdaderamente dueña de su hija, sino con la condición de ser
continuamente para ella un ejemplo de moralidad y un tipo de perfección.
Ahora bien, la señora Danglars temía la perspicacia de Eugenia y los consejos de Luisa de Armilly.
Había observado ciertas miradas desdeñosas lanzadas por su hija a Debray, las que parecían significar que
su hija conocía todo el misterio de sus relaciones amorosas y Pecuniarias con el secretario íntimo,
mientras que una interpretación más sagaz y más profunda hubiese, por el contrario, demostrado a la
baronesa que Eugenia la detestaba, no porque era la piedra de escándalo de la casa paterna, sino porque la
colocaba en la categoría de los bípedos que Platón no llama hombres, y Diógenes designa con la denominación
de animales de dos pies y sin plumas.
La señora Danglars, a su modo de ver, y desgraciadamente todos en el mundo tenemos nuestro modo
de ver que nos impide conocer el de los demás, la señora Danglars, decimos, lamentaba infinitamente que
el matrimonio de Eugenia se hubiese desbaratado; no porque fuese o dejase de ser conveniente, sino
porque la privaba de su entera libertad.
Corrió, pues, como hemos dicho, a casa de Debray, que después de haber asistido como todo París a la
firma del contrarto y al escándalo que hubo en ella, se retiró a su club, donde con algunos amigos hablaba
del suceso que era tema de todas las conversaciones en las tres cuartas partes de la ciudad eminentemente
chismosa, llamada la capital del mundo.
Cuando la señora Danglars, vestida de negro y cubierta con un velo, subía la escalera que conducía a la
habitación de Debray, a pesar de haberle dicho el conserje que no estaba, se ocupaba él en rechazar las
insinuaciones de un amigo que procuraba demostrarle que después del suceso escandaloso que se había
producido, era su deber, como amigo íntimo de la casa, casarse con Eugenia y sus dos millones.
Debray se defendía como hombre que quiere ser vencido, porque aquella idea se había presentado
muchas veces a su imaginación. Mas como conocía a Eugenia, y sabía su carácter independiente y
altanero, tomaba de vez en cuando una actitud defensiva diciendo que aquella unión era imposible,
dejándose con todo dominar interiormente por aquella mala idea que, según todos los moralistas,
preocupa incesantemente al hombre más puro y honrado, velando en el fondo de su alma cual tras la cruz
el diablo.
El té, el juego y la conversación, interesante como se ve, pues se discutían graves intereses, duraron
hasta la una de la madrugada.
Entretanto, la señora Danglars, introducida por el criado de Luciano en su habitación, esperaba con el
velo echado sobre el rostro y con el corazón palpitante, en el pequeño salón verde, entre dos grandes
floreros que ella misma le envió por la mañana, y que Debray había arreglado tan cuidadosamente que
hizo que la pobre mujer le perdonara su ausencia.
A las once y cuarenta minutos la señora Danglars, cansada de esperar inútilmente, montó en un carruaje
y se hizo conducir a su casa. Las mujeres de cierto rango tienen de común con las grisetas, que no
vuelven jamás después de medianoche, cuando van a alguna aventura. La baronesa entró en su casa con la
misma precaución con que Eugenia había salido de ella. Subió pronto y con el corazón oprimido la
escalera de su cuarto, contiguo, como se sabe, al de Eugenia. Temía dar lugar a comentarios, y creía
firmemente la pobre mujer, respetable al menos en este punto, en la inocencia de su hija y en su fidelidad
al hogar paterno.
Cuando llegó a su cuarto, escuchó a la puerta de Eugenia, y no oyendo ruido, quiso entrar, pero estaba
corrido el pestillo. Creyó que Eugenia, fatigada de las terribles emociones de la tarde, se había acostado y
dormía. Llamó a la camarera y le preguntó:
-La señorita -respondió ésta- ha entrado en su cuarto con la señorita Luisa, han tomado el té juntas, y
me han despedido en seguida, diciéndome que no me necesitaban.
La camarera había estado desde entonces en la repostería, y creía a las dos jóvenes acostadas.
La señora Danglars se retiró sin la menor sospecha, pero tranquila en cuanto a las personas, su espíritu
se fijó en el hecho mismo. A me dida que sus ideas eran más claras, las proporciones de la escena del
contrato se engrandecían. Era ya algo más que un escándalo, era no una vergüenza, y sí una ignominia.
A pesar suyo, la baronesa recordó que no había tenido piedad de la pobre Mercedes, que tanto sufrió
con lo ocurrido a su marido y a su hijo.
-Eugenia -dijo- está perdida y nosotros también. El suceso, tal cual va a contarse, nos cubre de oprobio,
porque en una sociedad como la nuestra ciertos ridículos son llagas vivas, sangrantes a incurables. ¡Qué
dicha que Dios haya dado a Eugenia ese carácter extra vagante que tantas veces me ha hecho temblar!
Y elevó al cielo una mirada de gratitud hacia aquella Providencia misteriosa que lo dispone todo, según
los sucesos que deben tener lugar, y hace que un defecto o un vicio sirvan a veces para nuestra dicha.
Luego, su imaginación tomó un rápido vuelo, y se detuvo en Cavalcanti.
Ese era un miserable, un ladrón, un asesino, y con todo, sus maneras indicaban una mediana educación,
si no completa. Cavalcanti había hecho su aparición en el mundo con las apariencias de una gran fortuna
y el apoyo de hombres ilustres.
¿Cómo orientarse en aquel inmenso dédalo? ¿A quién dirigirse para salir de aquella situación?
Debray, a quien había ido a buscar en el primer impulso de la mujer que ama y quiere ser socorrida y
ayudada por el hombre a quien dio su corazón y muchas veces le pierde, Debray no podía darle más que
un consejo; debía, pues, dirigirse a persona más poderosa.
Pensó en Villefort. Este era quien había hecho prender a Cavalcanti y quien sin piedad había venido a
turbar la paz en el seno de su familia como si hubiera sido una familia ext raña.
Mas, pensándolo bien, no era un hombre sin piedad el procurador del rey; era un magistrado esclavo de
sus deberes, un amigo leal y firme, que brutalmente, pero con mano segura, había dado el golpe de
escalpelo en la parte enferma; no era un verdugo, era un cirujano que había visto perder ante el mundo el
honor de los Danglars por la ignominia del joven que había presentado al mundo como su yerno.
Puesto que Villefort, amigo de la familia Danglars, obraba así, era de suponer que el banquero nada
sabía de antemano, y era inocente, no teniendo participación alguna en los manejos de Cavalcanti. Reflexionándolo
bien, la conducta del procurador del rey se explicaba ventajosamente.
Pero hasta allí debía llegar su inflexibilidad. Se propuso ir a verle al día siguiente y obtener de él, si no
que faltase a sus deberes de ma gistrado, al menos que tuviera la mayor indulgencia posible.
La baronesa invocaría el tiempo pasado, rejuvenecería sus recuerdos; suplicaría en nombre de un
tiempo culpable, pero dichoso. El señor de Villefort atajaría el asunto, o por lo menos, y para eso le
bastaba volver los ojos a otra parte, dejaría escapar a Cavalcanti, y no perseguiría al criminal sino en
contumacia. Entonces durmióse más tranquilizada.
El día siguiente a las nueve se levantó, y sin llamar a su camarera, y sin dar señal de que existía en el
mundo, se vistió con la misma sencillez que el día anterior, bajó la escalera, salió de casa, marchó hasta la
calle de Provenza, tomó allí un carruaje de alquiler y se dirigió a casa de Villefort.
Desde hacía un mes, aquella casa maldita presentaba el aspecto lúgubre de un lazareto, en el que se
hubiese declarado la peste. Una parte de las habitaciones estaban cerradas por dentro y por fuera, las
ventanas encajadas de continuo, sólo se abrían para dejar entrar un poco el aire. Veíase entonces asomarse
a ellas la figura de un lacayo, y en seguida se cerraban como la losa que cae sobre el sepulcro. Los
vecinos se preguntaban: ¿Veremos salir hoy otro cadáver de la casa del procurador del rey?
Un temblor se apoderó de la señora Danglars al contemplar aquella casa desolada. Bajó del coche,
acercóse a la puerta, que estaba cerrada, y llamó.
Cuando con lúgubre sonido resonó la campanilla por tres veces, apareció el conserje, entreabriendo la
puerta lo suficiente sólo para ver quién llamaba.
Vio una señora elegantemente vestida, perteneciente, por lo visto, a la alta sociedad, y sin embargo, la
puerta permaneció cerrada.
-Abrid -dijo la baronesa.
-Ante todo, señora, ¿quién sois? -inquirió el conserje.
-¿Quién soy? Bien me conocéis.
-No conocemos ya a nadie, señora.
-Pero ¿estáis loco? -dijo la baronesa.
-¿De parte de quién venís?
-¡Oh!, eso ya es demasiado.
-Señora, es orden expresa, excusadme. ¿Vuestro nombre?
-La baronesa de Danglars, a quien habéis visto veinte veces.
-¡Es posible, señora! Ahora, ¿qué queréis?
-¡Oh! ¡Qué cosa tan rara!, me quejaré al señor de Villefort de la impertinencia de sus criados.
-Señora, no es impertinencia, es precaución. Nadie entrará aquí sin una orden del doctor d'Avrigny, o
sin haber hablado al señor de Villefort.
-Pues bien, precisamente quiero ver para un asunto al procurador del rey.
-¿Es urgente?
-Bien debéis conocerlo, cuando no he vuelto a tomar el coche, pero concluyamos; he aquí una tarjeta,
llevadla a vuestro amo.
-La señora aguardará mi vuelta.
-Sí, id.
El portero cerró, dejando a la señora Danglars en la calle.
Verdad es que no esperó mucho tiempo; un momento después se abrió la puerta lo suficiente solamente
para que entrase la baronesa, cerrándose inmediatamente.
Una vez hubieron llegado al patio, el conserje, sin perder de vista la puerta un momento, sacó del
bolsillo un pito y lo tocó.
Presentóse a la entrada el ayuda de cámara del señor Villefort.
-La señora excusará a ese buen hombre -dijo presentándose a la baronesa-, pero sus órdenes con
categóricas, y el señor de Ville fort me encarga decir a la señora que le ha sido imposible obrar de otro
modo.
Había en el patio un proveedor introducido del mismo modo, y cuyas mercancías examinaban.
La baronesa subió. Sentíase profundamente impresionada al ver aquella tristeza, y conducida por el
ayuda de cámara llegó al despacho del magistrado sin que su guía la perdiese de vista un solo instante.
Por mucho que preocupase a la señora Danglars el motivo que la conducía, empezó por quejarse de la
recepción que le hacían los criados, pero Villefort levantó su cabeza inclinada por el dolor, con tan triste
sonrisa, que las quejas expiraron en los labios de la baronesa.
-Excusad a mis criados de un terror que no puede constituir delito; de sospechosos, se han vuelto
suspicaces.
La señora Danglars había oído hablar varias veces del terror que causaba el magistrado; pero si no lo
hubiese visto, jamás hubiera podido creer que llegase hasta aquel extremo.
-¿Vos también -le dijo- sois desgraciado?
-Sí -respondió el magistrado.
-¿Me compadeceréis, entonces?
-Sí, señora, sinceramente.
-¿Y comprendéis el motivo de mi visita?
-¿Vais a hablarme de lo que os ha sucedido?
-Sí; una gran desgracia.
-Es decir, un desengaño.
-¡Un desengaño! -exclamó la baronesa.
-Desgraciadamente, señora, he llegado a no llamar desgracias más que a las irreparables.
-¿Y creéis que se olvidará?
-Todo se olvida -respondió Villefort-; mañana se casará vuestra hija; dentro de ocho días, si no mañana.
Y en cuanto al futuro que ha perdido Eugenia, no creo que lo echéis mucho de menos.
Admirada de aquella calma casi burlona, la señora Danglars miró a Villefort.
-¿He venido a ver a un amigo? -le preguntó con un tono lleno de dolorosa dignidad.
-Sabéis que sí -respondió Villefort, cuyas pálidas mejillas se cubrieron de un vivo rubor al dar aquella
seguridad que hacía alusión a otros sucesos muy distintos de los que los ocupaban en el momento.
-Pues bien, entonces sed más afectuoso, mi querido Villefort, y al verme tan desdichada, no me digáis
que debo estar contenta.
Villefort se inclinó.
-Cuando oigo hablar de desgracias, señora, hace tres meses que he adquirido el vicio, si queréis, de
hacer una comparación egoísta con las mías, y al lado de ellas la vuestra no es nada. Ahí tenéis por qué
vuestra posición me parece envidiable. ¿Decíais, señora?
-Venía a saber de vos, amigo mío, ¿en qué estado se halla el asunto de ese impostor?
-¡Impostor! -repitió Villefort-, estáis resuelta a disminuir ciertas cosas y exa gerar otras. ¡Impostor el
señor Cavalcanti, o mejor Benedetto! Os engañáis, señora, el señor Benedetto es un hermoso ejemplar de
asesino.
-No niego la rectitud de vuestra enmienda, pero mientras más severo seáis con ese desgraciado, más
haréis contra nosotros. Olvidadle un momento, y en lugar de seguirle, dejadle huir.
-Llegáis tarde, señora, ya están dadas las órdenes.
-Y si lo prenden... ¿Creéis que lo prenderán?
-Así lo espero.
-Si lo prenden, considerar esto, entonces: siempre he oído decir que las prisiones no se desocupan; pues
bien, dejadle en ella.
El procurador del rey hizo un signo negativo.
-Por lo menos, hasta que esté casada mi hija -añadió la baro nesa.
-Imposible, señora, la justicia tiene sus trámites.
-¿Los tiene también para mí? -dijo la baronesa medio seria, medio risueña.
-Para todos -respondió Villefort-, y para mí como para los demás.
-¡Ah! -exclamó la baronesa, sin añadir con palabras el pensamiento que encerraba esta exclamación.
Villefort se puso a contemplarla con aquella mirada con que solía sondear el pensamiento de sus
interlocutores.
-Ya; comprendo lo que queréis decir -le dijo-, aludís a esos terribles rumores esparcidos por ahí, de que
todas esas muertes que hace tres meses me visten de negro, que esa muerte de que Valentina ha escapado
como por milagro, no son naturales, ¿no es eso lo que queréis decir?
-No pensaba en eso -dijo vivamente la señora Danglars.
-¡Sí!, pensabais, señora, y con razón, porque no podía ser de otra manera, y decíais para vos misma:
«Tú, que persigues el crimen, responde: ¿por qué hay a lo alrededor crímenes que permanecen impunes?»
Eso es lo que os decíais, ¿no es así, señora?
-Verdad es, lo confieso.
-Ahora voy a contestaros.
Villefort acercó su sillón a la silla de la señora Danglars, y luego, apoyando ambas manos en su pupitre,
y tomando una entonación más sorda que de costumbre, añadió:
-Hay crímenes que quedan impunes, porque se desconoce a los criminales, y porque se teme herir en
una cabeza inocente, en vez de herir en una cabeza culpable; pero cuando sean conocidos esos criminales
-Villefort extendió la mano hacia un crucifijo de gran tamaño colocado delante del pupitre-, cuando esos
criminales sean conocidos -repitió-, por Dios vivo, señora, morirán, sean quienes fueren. Ahora, pues,
después del juramento que acabo de hacer, y que cumpliré, ¡atreveos, señora, a pedirme gracia para ese
miserable!
-¿Y estáis seguro de que sea tan culpable como se dice? -pre guntó la señora Danglars.
-Escuchad, escuchad su registro. Benedetto, condenado primero a cinco años de presidio por
falsificador a la edad de dieciséis años: el mozo prometía, según veis. Luego prófugo, después asesino.
-Pero ¿quién es ese desgraciado?
-¿Quién lo sabe? Un vagabundo, un corso.
-¿Y nadie se ha presentado a reclamar por él?
-Nadie, no se conoce a sus padres.
-Pero ¿ese hombre que había venido de Luques?
-Otro tal; su cómplice quizá.
La baronesa cruzó las manos.
-¡Villefort! -exclamó con el tono más dulce y cariñoso.
-¡Por Dios, señora! -respondió el procurador del rey con una firmeza que no carecía de sequedad-, ¡por
Dios! jamás me pidáis gracia para un criminal. ¿Qué soy yo?: la ley. ¿Y tiene ojos la ley para ver vuestra
tristeza? ¿Tiene oídos la ley para oír vuestra dulce voz? ¿Tiene memoria la ley para comprender con
delicadeza vuestro pensamiento? No, señora, la ley manda, y cuando manda la ley, hiere en seguida. Me
diréis que yo soy un ser viviente, y no un código, un hombre, y no un libro; pero miradme, mirad, señora,
a mi alrededor: ¿me han tratado a mí los hombres como hermano? ¿Me han tenido consideración? ¿Me
han perdonado? ¿Ha pedido nadie gracia para Villefort, ni se le ha concedido a nadie esa gracia?
» No, no; lastimado, siempre lastimado. Todavía insistís vos, que sois ahora una sirena más bien que
una mujer, en mirarme con esa mirada encantadora y expresiva que me recuerda que debo avergonzarme.
Entonces, sea; sí, ¡avergonzarme de lo que vos sabéis, y tal vez de otra cosa más! Pero al fin, después de
que yo he sido culpable, y acaso más culpable que otros, desde que yo he sacudido los vestidos del
prójimo para buscar detrás de ellos la llaga, y siempre he encontrado, siempre con gozo, con alegría, ese
sello de la debilidad o de la perversidad humana. ¡Cada hombre culpable que hallaba y cada criminal que
yo castigaba, me parecía una demostración viva, una nueva prueba de que no era yo una repugnante
excepción! ¡Ay!, ¡ay!, ¡ay!, ¡todo el mundo es malo, señora; demostrémoslo, y castiguemos al malo!
Villefort dijo estas últimas palabras con una rabia nerviosa que confería a su lenguaje una feroz
elocuencia.
-¿Pero decís -continuó la señora Danglars intentando el último esfuerzo-, decís que ese joven es
vagabundo, huérfano y desamparado?
-Sí, y tanto peor, o mejor dicho, tanto mejor; la Providencia lo ha permitido así para que nadie llore por
él.
-Es encarnizarse contra el débil, señor procurador del rey.
-El débil que asesina.,
-Su deshonor repercute sobre mi casa.
-¿No tengo yo la muerte en la mía?
-¡Oh! -dijo la baronesa-, no tenéis piedad para los demás; pues bien, no la tendrán de vos.
-¡Así sea! -dijo Villefort levantando al cielo su rostro amenazador.
-Dejad la causa de ese desgraciado para los jurados venideros; eso nos dará seis meses para que lo
olviden.
-No -dijo Villefort-; todavía me quedan cinco días; la instrucción está terminada; me sobra tiempo.
Además, conocéis, señora, que yo también necesito olvidar; pues bien, cuando trabajo noche y día, hay
momentos en que nada recuerdo, y soy dichoso como los muertos, pero aún vale más esto que sufrir.
-Si se ha fugado, dejadle huir; la inercia es una clemencia fácil.
-Os he dicho que era demasiado tarde, que al ser de día funcionó el telégrafo, y...
-Señor -dijo el ayuda de cámara entrando-, un soldado trae este despacho del ministro del Interior.
Villefort tomó la carta y la abrió.
-Preso, le han apresado en Compiègne. Esto ha terminado.
-Adiós -dijo la señora Danglars levantándose.
-Adiós, señora -respondió el procurador del rey, acompañándola hasta la puerta.
Luego, volviendo a su despacho, añadió:
-Vamos; tenía un delito de falsificación, tres robos, dos incendios; me faltaba un asesinato, y hele aquí;
la sesión será interesante.
Como había dicho el procurador del rey a la señora Danglars, Va lentina no estaba aún restablecida;
quebrantada por la fatiga, se hallaba en cama, y en ella, y por la señora de Villefort, supo los sucesos que
acabamos de contar, es decir, la huida de Eugenia y la prisión de Cavalcanti o Benedetto y la acusación de
asesinato intentada contra él. Pero Valentina se hallaba en un estado tan débil, que no le causó aquélla
noticia el efecto que hubiera producido en ella en su estado
habitual. En efecto, algunas ideas vagas, algunos fantasmas fugitivos se presentaron al cerebro de la
enferma, o pasaron ante su vista, pero bien pronto se borraron, dejando tomar toda su fuerza a las
sensaciones personales.
Durante el día, Valentina se mantenía en la realidad por la presencia del señor Noirtier que se hacía
conducir al cuarto de su nieta, y permanecía en él protegiendo a Valentina con su paternal mirada.
Después, cuando regresaba del tribunal, era Villefort quien pasaba una hora entre su padre y su hija. A las
seis se retiraba el señor de Villefort a su despacho, a las ocho llegaba el señor d'Avrigny, quien preparaba
por sí mismo la poción nocturna para la joven. En seguida se llevaban a Noirtier. Una enfermera escogida
por el médico reemplazaba a los demás, y no se retiraba hasta las diez o las once, hora en que Valentina
quedaba ya dormida. Al bajar, daba las llaves del cuarto al señor Villefort, de suerte que no podía nadie
entrar en la habitación de la enferma sin atravesar por la habitación de la señora de Villefort y por el
cuarto del pequeño Eduardo.
Todas las mañanas iba Morrel a la habitación de Noirtier para saber de Valentina, y, ¡cosa
extraordinaria!, cada día parecía menos inquieto. Primeramente, porque Valentina, aunque en medio de
una grande exaltación, estaba cada día mejor; y después, ¿no le había dicho Montecristo cuando fue a
verle que si dentro de dos horas Va lentina no había muerto, se salvaría? Valentina vivía, y ya habían
transcurrido cuatro días.
La exaltación nerviosa a que hemos hecho alusión perseguía a Va lentina hasta durante el sueño, o más
bien en el estado de somnolencia que sucedía a la vigilia. Entonces, en medio del silencio de la noche, y a
la débil luz de la lámpara de alabastro puesta sobre la chimenea, veía pasar esas sombras que pueblan el
cuarto de los enfermos y que sacude con sus alas la fiebre. Tan pronto se le aparecía su madrastra que la
amenazaba, como Morrel que le tendía sus brazos. Veía otras veces extraños a su vida habitual, como el
conde de Montecristo. Hasta los muebles parecían animados y errantes; duraba aquel estado hasta las dos
o las tres de la madrugada, y entonces un sueño de plomo se apoderaba de la joven y duraba hasta que era
de día.
La noche del día en que supo Valentina la fuga de Eugenia y la prisi6n de Benedetto, y en que después
de mezclarse a las sensaciones de su existencia, empezaban a borrarse de su imaginación aquellos
sucesos, retirados ya Villefort, Noirtier y d'Avrigny, dando las once en San Felipe de Roul, y que
habiendo colocado la enfermera cerca de la cama la poción preparada por el doctor y cerrado la puerta, se
retiró a la antecámara, a juzgar por los lúgubres comentarios que en ella se oían desde hacía tres meses,
una escena inesperada tenía lugar en aquella habitación tan cuidadosamente cerrada.
Hacía diez minutos poco más o menos que se había retirado la enfermera. Valentina, atacada de aquella
fiebre que se presentaba todas las noches, dejaba que su imaginación, que no podía dominar, continuase
aquel trabajo monótono, ímprobo a implacable de un cerebro que reproduce incesantemente los mismos
pensamientos o crea las mismas imágenes. Mil y mil rayos de luz, todos llenos de significaciones
extrañas, se escapaban de la lámpara, cuando de repente a su reflejo incierto, creyó ver Valentina que su
bliblioteca, colocada al lado de la chimenea en un rincón de la pared, se abría poco a poco sin que los
goznes hiciesen el menor ruido.
En cualquier otra ocasión Valentina hubiese tirado de la campanilla, pidiendo ayuda, pero de nada se
admiraba en su actual situación. Sabía que todas aquellas visiones que la rodeaban eran hijas de su delirio,
y esta convicción se afianzó en ella, porque por la mañana no se veía traza alguna de aquellos fantasmas
de la noche que desaparecían con la aurora.
Detrás de la puerta apareció una figura humana.
Valentina, merced a su fiebre, estaba demasiado familiarizada con aquellos fantasmas para espantarse
de ellos; abrió solamente los ojos esperando ver a Morrel.
La figura continuó avanzando hacia su cama, detúvose, y pareció escuchar con una atención profunda.
Un rayo de luz dio entonces de lleno en el rostro de la nocturna visita.
-No es él-dijo Valentina
Esperaba, convencida de que soñaba, que aquel hombre, como sucede en los sueños, desapareciese o se
cambiase en otro.
Solamente tocó su pulso, y sintiéndolo latir con violencia, recordó que el mejor medio para hacer
desaparecer aquellas visiones imp ortunas era beber: la frescura de la bebida, compuesta con el fin de
calmar las agitaciones de Valentina, que se había quejado de ellas al doctor, haciendo disminuir la
calentura, renovaba las sensaciones del cerebro, y después de haber bebido se sentía durante un rato más
sosegada.
Extendió el brazo con el fin de coger el vaso que estaba junto a la cama, y en aquel instante y con
bastante viveza la aparición dio dos pasos hacia la cama, y llegó tan cerca de la joven, que le pareció oír
su respiración, y creyó sentir la presión de su mano.
Esta vez la ilusión, o mejor dicho la realidad, sobrepujaba a cuanto Valentina había experimentado
hasta entonces. Sintió que estaba despierta y viva, vio que gozaba de toda su razón y se echó a temblar.
La presión que Va lentina había sentido tenía por objeto detenerle el brazo, y ella lo retiró lentamente.
Entonces aquella figura, de la que no podía apartar su vista, y que más bien parecía protegerla que
amenazarla, tomó el vaso, se acercó a la lámpara y examinó el contenido, como si hubiese querido juzgar
su colorido y transparencia.
Pero aquella primera prueba no fue suficiente. Aquel hombre o fantasma, porque caminaba de un modo
que sus pasos no resonaban en la alfombra, tomó una cucharada de la poción y la tragó.
Valentina contemplaba lo que ocurría ante sus ojos con una sensación indefinible. Creía que todo
aquello iba a desaparecer para dar lugar a otra escena, pero el hombre, en lugar de desvanecerse como una
sombra, se acercó a ella y alargándole la mano con el vaso le dijo con una voz en la que vibraba la
emoción:
-Ahora, bebed.
Valentina tembló. Era la primera vez que una de sus visiones le hablaba de aquel modo. Abrió la boca
para dar un grito. El hombre puso un dedo sobre sus labios.
-¡El conde de Montecristo! -murmuró Valentina.
Al miedo que se pintó en los ojos de la joven, al temblor de sus manos y al movimiento que hizo para
ocultarse entre las sábanas, se reconocía la última lucha de la duda contra la convicción. Con todo, la
presencia de Montecristo en su cuarto a semejante hora, su entrada misteriosa, fantasmagórica a
inexplicable, a través de un muro, parecía imposible a la quebrantada razón de Valentina.
-No llaméis a nadie, ni os espantéis -le dijo el conde-, no tengáis el menor recelo ni la más pequeña
inquietud en el fondo de vuestro corazón. El hombre que veis delante de vos, porque esta vez tenéis
razón, Valentina, y no es una ilusión, es el padre más tierno y el más respetuoso amigo que podáis desear.
Valentina no respondió. Tenía un miedo tan grande a aquella voz que le revelaba la presencia real del
que hablaba, que temió asociar a ella la suya, pero su mirada espantada quería decir: «Si vuestras intenciones
son puras, ¿por qué estáis aquí?»
El conde, con su maravillosa sagacidad, comprendió cuanto sucedía en el corazón de la joven.
-Escuchadme -le dijo-, o mejor, miradme: ¿veis mis ojos enrojecidos y mi cara más pálida aún que de
costumbre? Es porque desde hace cuatro noches no he podido dormir un instante. Hace cuatro noches que
velo sobre vos, que os protejo y os conservo a nuestro amigo Maximiliano.
La sangre coloreó rápidamente las mejillas de la enferma, porque el nombre que acababa de pronunciar
el conde desvanecía el resto de desconfianza que le había inspirado.
-¡Maximiliano... ! -repitió Valentina; tan dulce le era pronunciar aquel nombre -. ¡Maximiliano! ¿Os lo
ha contado todo?
-Todo: me ha dicho que vuestra vida era la suya, y le he prome tido que viviríais.
-¿Le habéis prometido que viviría?
-Sí.
-En efecto, señor, acabáis de hablar de vigilancia y protección. ¿Sois médico, acaso?
-Sí, y el mejor que el cielo pudiera enviaros en este momento, creedme.
-¿Decís que habéis velado? -preguntó Valentina, inquieta-. ¿Adónde? Yo no os he visto.
Montecristo señaló la biblioteca.
-He estado escondido tras esa puerta que da a la casa inmediata que he alquilado.
Valentina, por un movimiento de púdico orgullo, apartó sus ojos con terror.
-Caballero -dijo -, lo que habéis hecho es de una demencia sin ejemplo, y la protección que me
concedéis se asemeja mucho a un in sulto.
-Valentina -dijo ---, durante esta larga vigilia, esto es lo único que he visto: qué personas venían a
vuestro cuarto, qué alimentos os preparaban, qué bebidas os he dado, y cuando éstas me parecían
peligrosas, entraba, como acabo de entrar, vaciaba vuestro vaso, y sustituía el veneno por una poción
bienhechora, que en lugar de la muerte que os habían preparado, hacía circular la vida en vuestras venas.
-¡El veneno! ¡La muerte! -dijo Valentina, creyéndose de nuevo bajo el poder de alguna fiebre
alucinadora-. ¿Qué estáis diciendo, caballero?
-Silencio, hija mía -dijo Montecristo, volviendo a poner un dedo sobre sus labios-; he dicho el veneno,
sí, he dicho la muerte, y repito, la muerte; pero ante todo, debed esto -y el conde sacó de su bolsillo un
fresco de cristal que contenía un licor rojo, del que vertió algunas gotas en el vaso-, y cuando hayáis
bebido esto no toméis nada más en toda la noche.
La joven alargó la mano; pero apenas tocó el vaso, cuando volvió a retirar la mano llena de miedo.
Montecristo tomó el vaso, bebió un poco y lo presentó a Valentina, que tragó sonriendo el licor que
contenía.
-¡Oh!, sí -dijo-; reconozco el gusto de mis bebidas nocturnas,
de aquella agua que refrescaba un poco mi pecho y calmaba mi cere bro. Gracias, señor, gracias.
-Considerad cómo habéis vivido hace cuatro noches, Valentina -dijo el conde.
»Yo, en cambio, ¿cómo vivía? ¡Ah!, ¡qué horas tan crueles me habéis hecho pasar! ¡Qué tormentos no
he sufrido al ver verter en vuestro vaso el mortífero veneno, temblando siempre de que tuvieseis tiempo
para beberlo antes que yo pudiese derramarlo en la chimenea!
-Decís, señor -respondió Valentina en el colmo del terror-, ¿que habéis sufrido mil martirios viendo
derramar en mi vaso un mortífero veneno? Pero si lo habéis visto, ¿también debisteis ver quién lo
derramaba?
-Sí.
Valentina se incorporó en la cama, y echando sobre su pálido pecho la batista bordada, mojada aún con
el sudor del delirio, al que se mezclaba ahora el del terror, repitió:
-¿Lo habéis visto?
-Sí -repitió el conde.
-Lo que me decís, señor, es horroroso; queréis hacerme creer en algo infernal. ¡Cómo! ¡En la casa de
mi padre! ¡En mi cuarto! ¡En el lecho del dolor continúan asesinándome! ¡Oh!, retiraos, tentáis mi
conciencia; blasfemáis de la bondad divina. Es imposible, no puede ser.
-¿Sois la primera a quien ha herido esa mano, Valentina? ¿No habéis visto caer junto a vos al señor y la
señora de Saint-Merán y a Barrois? ¿No hubiera sucedido lo mismo al señor Noirtier sin el mé todo que
sigue hace tres años? En él la costumbre del veneno le ha protegido contra el veneno.
-¡Ay! ¡Dios mío! -dijo Valentina-, ahora comprendo por qué mi abuelo exigía de mí hace un mes que
tomase de todas sus bebidas.
-Y tenían un sabor amargo como el de la cáscara de naranja medio seca, ¿es verdad?
-Sí, Dios mío, sí.
-¡Oh!, todo lo explica eso -dijo Montecristo-, él sabe que aquí envenenan y quizá quién: ha querido
preservaros a vos, su hija amada, contra la mortal sustancia, y ésta ha venido a estrellarse contra ese
principio de costumbre. Ved por lo que vivís aún, cosa que me admiraba habiéndoos envenenado hace
cuatro días con un veneno que por lo general no tiene remedio.
-Pero ¿quién es el asesino?
-Dejadme que os pregunte: ¿No habéis visto entrar a nadie de noche en vuestro cuarto?
-Sí; muchas veces he creído ver pasar como unas sombras, acercarse, retirarse, y finalmente
desaparecer; pero creía que eran visiones de mi calentura, y hace un instante, cuando entrasteis, creía estar
soñando o delirando.
-Así, ¿no conocéis a la persona que atenta contra vuestra vida?
-No. ¿Por qué desea mi muerte?
-Vais a conocerla entonces -dijo Montecristo aplicando el oído.
-¿Cómo? -preguntó Valentina, mirando con terror a su alre dedor.
-Porque esta noche no tenéis fiebre ni delirio, estáis bien despierta, son las doce, y es la hora de los
asesinos.
-¡Dios mío! ¡Dios mío! -dijo Valentina enjugando el sudor que inundaba su frente.
En efecto, las doce daban lenta y tristemente. Podía decirse que cada golpe del martinete sobre el
bronce daba en el corazón de la joven.
-Valentina -continuó el conde-, llamad todas vuestras fuerzas en vuestro socorro, comprimid vuestro
corazón en vuestro pecho, detened vuestra voz en vuestra garganta, fingid que dormís, y veréis.
Valentina tomó la mano del conde.
-Me parece que oigo ruido -le dijo-, retiraos.
-Adiós. Hasta más ver -le dijo el conde.
Luego, con una sonrisa tan triste y paternal que llenó de gratitud el corazón de la joven, se dirigió el
conde a la puerta de la biblioteca; pero volviéndose antes de cerrarla, dijo:
-No hagáis un gesto, no digáis una palabra, que os crea dormida; si no, os mataría antes que tuviese
tiempo para socorreros.
El conde desapareció en seguida, cerrando la puerta tras de sí.
Valentina se quedó sola. Otros dos relojes más atrasados que el de San Felipe de Roul dieron aún las
doce a repetidos intervalos, y aparte el lejano ruido de tal o cual carruaje, todo quedó de nuevo sumido en
silencio.
Toda la atención de Valentina se fijó en el reloj de su cuarto, cuya aguja marcaba hasta los segundos.
Empezó a contarlos, y notó que eran dobles, doblemente más lentos que los latidos de su corazón.
Y con todo, dudaba aún. La inocente no podía figurarse que nadie desease su muerte. ¿Por qué? ¿Con
qué fin? ¿Qué mal había hecho que pudiese suscitarle un enemigo?
No había que temer que se durmiese. Una sola idea, una idea terrible la tenía despierta. Existía una
persona en el mundo que había intentado asesinarla y lo intentaría aún. Si esta vez aquella persona,
cansada de ver la ineficacia del veneno, recurría, como lo había insinuado Montecristo, al hierro: ¡si
habría llegado su último momento!, ¡si no debía ver más a Morrel!
Ante aquella idea, que la cubrió a la vez de una palidez lívida y de un sudor helado, le faltó poco para
coger el cordón de la campanilla y pedir socorro. Pero le pareció que por entre la cerradura de la biblioteca
veía el ojo del conde, que velaba sobre su porvenir, y que cuando pensaba en ello le causaba tal
vergüenza, que se preguntaba a sí misma si su gratitud llegaría a borrar el penoso efecto que producía la
indiscreta amistad del conde.
Veinte minutos, veinte eternidades pasaron de este modo, y otros diez en seguida; finalmente, el reloj
dio las doce y media. En aquel momento, un ruido casi imperceptible de la uña que rascaba la puerta de la
biblioteca, le dio a entender que el conde velaba, y le recomendaba que velase.
En efecto, por la parte opuesta, es decir, hacia el cuarto de Eduardo, le pareció que oía pisadas; prestó
oído atento reteniendo su respiración. Levantóse el pestillo y se abrió la puerta.
Valentina, que se había incorporado sobre el corazón, apenas tuvo tiempo para volverse a acostar y
ocultar sus brazos.
Temblando, agitada y con el corazón oprimido, esperó.
Acercóse una persona a la cama y entreabrió las cortinas.
Valentina hizo un esfuerzo, y dejó oír el murmullo acompasado de la respiración que anuncia un sueño
tranquilo.
-Valentina -dijo muy bajo una voz.
La joven tembló hasta el fondo de su corazón, pero no respondió.
-Valentina -repitió la misma voz.
El mismo silencio. Valentina había prometido no despertarse.
Todo volvió a quedar inmóvil. Solamente Valentina oyó el ruido casi imperceptible de un licor que caía
en el vaso que acababan de vaciar.
Atrevióse entonces a entreabrir sus párpados, poniendo sobre ellos su brazo. Vio a una mujer con un
peinador blanco que vaciaba en su vaso un licor preparado de antemano que tenía en un frasco.
Durante aquel breve instante, Valentina detuvo su respiración e hizo algún pequeño movimiento,
porque la mujer se detuvo inquieta, y se puso de bruces sobre su lecho para ver si dormía. Era la esposa
del procurador del rey.
Valentina, al reconocer a su madrastra, tembló de tal modo que debió comunicar algún movimiento a su
cama. La señora de Ville fort desapareció en seguida a lo largo de la pared, y allí, escondida en la
colgadura de la cama, muda y atenta, espiaba el menor movimiento de Valentina.
Esta se acordó de las terribles palabras de Montecristo. Parecióle que en una mano tenía el frasco y en
la otra un largo y afilado cuchillo.
Haciendo entonces un extraordinario esfuerzo, Valentina procuró cerrar los ojos, pero aquella
operación tan sencilla del más temeroso de nuestros sentidos, aquella operación tan común, era en aquel
mo. mento imposible. Tales eran los esfuerzos de la ávida curiosidad para rechazar aquellos párpados y
observar lo que ocurría en realidad.
Sin embargo, asegurada por el ruido acompasado de la respiración de Valentina, de que ésta dormía, la
señora de Villefort extendió de nuevo el brazo, y medio oculta por las cortinas, acabó de vaciar el
contenido del frasco en el vaso de la enferma.
Retiróse en seguida, sin que el menor ruido advirtiese a ésta de que se había marchado. Vio desaparecer
el brazo, nada más, aquel brazo fresco y torneado de una mujer de veinticinco años, joven y bella, y que
derramaba la muerte.
Es imposible describir lo que Valentina sufrió durante el minuto y medio que permaneció en su cuarto
la señora de Villefort.
El ruido de la uña que rascaba a la puerta sacó a la joven de aquel estado de abatimiento. Levantó con
trabajo la cabeza; la puerta siempre silenciosa se abrió de nuevo, y apareció por segunda vez el conde de
Montecristo.
-¿Y bien? -preguntó el conde-, ¿todavía dudáis?
-¡Oh! ¡Dios mío! -murmuró la joven.
-¿La habéis visto?
-¡Desdichada!
-¿La habéis conocido?
Valentina lanzó un gemido.
-Sí -dijo -, pero no puedo creerlo.
-¿Entonces, preferís morir y hacer que muera también Maximiliano... ?
-¡Dios mío! ¡Dios mío! -repitió la joven fuera de sí-, ¿pero no podría yo salir de casa? ¿Salvarme?
-Valentina, la mano que os persigue os alcanzará en todas partes, a fuerza de oro seducirán a vuestros
criados, y la muerte se os aparecerá disfrazada bajo todos aspectos. En el agua que bebiereis, en la fuente
y en la fruta que cogiereis del árbol.
-Sin embargo, ¿no me habéis dicho que la precaución de mi abuelo me preservó del veneno?
-Contra un veneno, y no empleado en fuerte dosis. Cambiarán de veneno o aumentarán la dosis.
Tomó el vaso y lo acercó a sus labios.
-Mirad -dijo-, ya lo han hecho: ya no es la brucina: es con un simple narcótico con lo que os envenenan.
Reconozco el sabor del alcohol en que lo han disuelto. Si hubieseis bebido lo que la señora de Villefort ha
echado en vuestro vaso, Valentina, ¡estabais perdida!
-¡Pero Dios mío! -dijo la joven-, ¿por qué me persigue así?
-¡Cómo! ¿Sois tan ingenua, tan dulce, tan buena, creéis tan poco en el mal, que no lo habéis
comprendido, Valentina?
-No -dijo la joven-, jamás he hecho mal a nadie.
-Pero sois rica, Valentina, tenéis doscientas mil libras de renta, y se las quitáis al hijo de esa mujer.
-¿Y cómo es eso? Mi fortuna no es la suya, proviene de mis abuelos maternos.
-Sin duda, y he ahí por qué el señor y la señora de Saint-Merán han muerto; para que los heredaseis
vos; he ahí por qué el día que el señor de Noirtier os constituyó su heredera, fue condenado a muerte: ved
por qué vos debéis morir, Valentina, para que vuestro padre herede de vos, y vuestro hermano, siendo hijo
único, herede a vuestro padre.
-¡Eduardo!, pobre niño. ¿Y por él se cometen tantos crímenes?
-¡Ah!, veo que comprendéis al fin.
-¡Ay! ¡Dios mío!, con tal que todo esto no caiga sobre él.
-Sois un ángel, Valentina.
-¿Pero han renunciado a matar a mi abuelo?
-Han pensado que muerta vos, si no invalidan el testamento, la fortuna era de vuestro hermano; y han
reflexionado que el crimen al fin era inútil y doblemente peligroso al cometerlo.
-¡Y de la cabeza de una mujer ha salido semejante combinación! ¡Dios mío! ¡Dios mío!
-¿Os acordáis de Perusa, de la fonda de postas, del hombre con capa oscura a quien vuestra madrastra
preguntaba sobre el agua tofana? Pues desde entonces meditaba este infernal proyecto.
-¡Oh!, señor -dijo la joven-, veo bien que si es así, estoy condenada a morir.
-No, Valentina, no, porque he previsto todos los complots; porque nuestra enemiga está vencida, puesto
que se la conoce. No, Valentina, viviréis para amar y ser amada; viviréis para ser feliz y para hacer feliz a
un noble corazón, pero para vivir, Valentina, es preciso que tengáis en mí ilimitada confianza.
-Mandad, señor, ¿qué debo hacer?
-Es necesario que toméis ciegamente lo que yo os dé.
-¡Oh!, Dios es testigo -dijo Valentina-, de que si estuviese sola preferiría dejarme morir.
-No os confiaréis a nadie, ni aun a vuestro padre. No, y sin embargo, vuestro padre, hombre
acostumbrado a las acusaciones criminales, debe sospechar que todas estas muertes no son naturales. El
era el que debía velar sobre vos y encontrarse en el sitio que yo estoy ocupando. E1 debía haber vaciado
ya ese vaso y levantándose contra el asesino. Espectro contra espectro -añadió muy bajo.
-Señor -dijo Valentina-, haré cuanto sea preciso para vivir, porque hay dos seres en el mundo que me
aman más que la vida, y morirían si yo muriese: ¡mi abuelo, y Maximiliano!
-Velaré sobre ellos como sobre vos.
-Pues bien, señor, disponed de mí -dijo Valentina, y añadió muy bajo:- ¡Dios mío! ¿Qué va a
sucederme?
-Suceda lo que suceda, Valentina, no tengáis miedo. Si sufrís, si perdéis la vista, el oído, el tacto, no
temáis. Si os despertáis sin saber donde estáis, no tengáis miedo, aunque os halléis en un sepulcro o encerrada
en una caja mortuoria. Recordad en seguida y decid: En este instante, un amigo, un padre, un
hombre que quiere mi felicidad y la de Maximiliano, vela sobre mí.
-¡Desdichada! ¡A qué terrible extremo es preciso llegar!
-¡Valentina! ¿Preferís denunciar a vuestra madrastra?
-Preferiría morir cien veces, ¡oh!, sí, morir.
-No; no moriréis, y sea lo que quiera lo que os suceda, no os quejaréis, esperaréis: ¿me lo prometéis,
Valentina?
-Pensaré en Maximiliano.
-Sois mi hija querida, Valentina; solamente yo puedo salvaros, y os salvaré.
En el colmo del terror, Valentina juntó las manos, porque conoció que había llegado el momento de
pedir a Dios valor. Incorporóse para orar, pronunciando palabras inconexas, y olvidándose de que sus largas
espaldas no tenían más velo que sus largos cabellos y que se veía latir su corazón bajo el delicado
encaje de su bata de noche.
El conde apoyó ligeramente su mano en el brazo de la joven, estiró hasta taparle el cuello la colcha de
terciopelo, y con una sonrisa paternal le dijo:
-Hija mía, creed en mis promesas y en mi afecto, como creéis en Dios, en su bondad y en el amor de
Maximiliano.
Valentina fijó en él una mirada de gratitud, y se prestó a todo, dócil como una niña.
El conde sacó del bolsillo del chaleco una cajita de esmeralda, le vantó la tapa de oro, y puso en la mano
de Valentina una pastilla del tamaño de un garbanzo.
La joven la ,tomó con la otra mano, y miró atentamente al conde.
Había en la fisonomía de aquel intrépido protector un reflejo de la majestad y el poder divino. Era
evidente que Valentina le estaba interrogando con su mirada.
-Sí -dijo él.
Valentina llevó la pastilla a sus labios y la tragó.
-Y ahora, hasta que nos veamos, hija mía. Voy a descansar, porque ya os he salvado.
-Id -dijo Valentina-, ocurra lo que ocurra, os prometo no tener miedo.
Montecristo tuvo sus ojos fijos en la joven, que se dormía poco a poco, vencida por el poder del
narcótico que el conde acababa de darle.
Tomó entonces el vaso, vació las tres cuartas partes en la chimenea, para que creyesen que la enferma
había bebido lo que faltaba, volvió a ponerlo sobre la mesa de noche, y se dirigió a la puerta de la biblioteca,
no sin antes dar una mirada a Valentina, que se dormía con la confianza y el candor de un ángel
acostado a los pies del Señor.
La lámpara continuaba ardiendo sobre la chimenea del cuarto, apurando las últimas gotas de aceite que
flotaban aún sobre el agua; ya un círculo rojo coloreaba el alabastro del globo y ya la llama más viva
dejaba escapar aquellos últimos reflejos que en los seres inanimados son las últimas convulsiones de la
agonía, que tantas veces se han comparado a las de las pobres criaturas humanas; una claridad siniestra
teñía con un triste reflejo opaco la colgadura blanca y las sábanas de la cama de la joven.
El ruido de la calle había cesado, y el silencio interior de la casa era completo.
Abrióse la puerta del cuarto de Eduardo y apareció una cabeza que ya conocemos y que se reflejó en el
espejo de enfrente. Era la señora de Villefort que volvía para ver el efecto de la bebida.
Detúvose a la entrada, y escuchó el chisporroteo de la lámpara que se apagaba, ruido sólo perceptible
en aquella estancia que se hubiera creído desierta; avanzó después poco a poco hasta la mesa de noche
para ver si el vaso de Valentina estaba vacío; estaba aún con la cuarta parte de la bebida, como hemos
dicho.
Lo tomó y fue a vaciarlo en las cenizas, que procuró remover bien para facilitar la absorción del licor;
limpió en seguida cuidadosamente el cristal y lo enjugó con su mismo pañuelo, colocándolo sobre la mesa
de noche.
Cualquiera que hubiese podido observar el interior de la cámara, habría visto las dudas que tenía la
señora de Villefort para fijar su vista en la enferma y acercarse a la cama.
La enferma no respiraba ya; sus dientes entreabiertos no dejaban escapar el pequeño átomo que revela
la vida. Todo movimiento había cesado en sus blanquecinos labios. Sus ojos, anegados en un vapor
violeta que parecía haber penetrado bajo la piel, presentaban como un punto blanco en el sitio en que el
glóbulo hacía resaltar el párpado, y sus largas cejas negras parecían puestas sobre una figura de cera.
La señora de Villefort contempló aquel rostro tan elocuente en su inmovilidad. Más animada entonces,
levantó la colcha y puso la mano sobre el corazón de la joven. No latía, y el movimiento que sentía bajo
su mano era la circulación de la propia sangre; retiró la mano con un ligero temblor.
El brazo de Valentina pendía fuera de su lecho. De una perfección completa, aquel brazo se veía un
poco crispado, como igualmente los dedos que se apoyaban sobre la caoba; las uñas estaban azuladas
hacia su nacimiento.
La envenenadora, que nada tenía ya que hacer en aquella habitación, se retiró con tanta precaución que
veíase claramente que temía que el ruido de sus pasos se dejara sentir sobre la alfombra; pero retirándose
tenía aún la colgadura levantada en aquel espectáculo de la muerte, que tiene una irresistible atracción
mientras la muerte es la inmovilidad y no la corrupción.
Los minutos pasaban, y la señora de Villefort no podía, al parecer, dejar aquella colgadura que tenía
suspendida como una mortaja. Sobre la cabeza de Valentina pagaba su tributo a la meditación; la meditación
del crimen debe ser el remordimiento.
En aquel instante aumentaron los chisporroteos de la lámpara.
La señora de Villefort al oír aquel ruido tembló y dejó caer la colgadura. Apagóse la lá mpara y quedó la
habitación en la oscuridad más profunda. En medio de ella dio el reloj las cuatro y media.
La envenenadora, espantada, buscó a tientas la puerta y entró en su cuarto con el sudor y la angustia en
la frente.
La oscuridad continuó aún durante dos horas.
Poco a poco fue penetrando la claridad en la habitación, pero sin que pudiera permitir aún reconocer los
objetos; aumentó y dióles entonces forma sensible.
En la escalera resonó la tos de la enfermera, que entró en el cuarto de Valentina con una taza en la
mano.
La primera mirada de un padre o de un amante hubiera sido decisiva. Valentina había muerto. Para
aquella mercenaria, Valentina dormía.
-Bueno -dijo acercándose a la mesa de noche-, ha bebido una parte de la poción, el vaso está vacío en
sus dos terceras partes.
Fue a la chimenea, encendió fuego, se instaló en un sillón, y aunque salía del lecho, aprovechóse del
sueño de Valentina para dormir otras dos horas.
El reloj, que daba las ocho, la despertó.
Extrañada del obstinado sueño en que permanecía la joven, espantada de aquel brazo que colgaba fuera
de la cama y que permanecía siempre en la misma postura, se acercó a la cama, y entonces notó que sus
labios estaban fríos y helado su pecho.
Trató de levantar el brazo y ponerlo junto al cuerpo, pero el brazo no obedeció; tan tieso estaba ya que
no le quedó duda a la enfermera. Dio un espantoso grito y corrió a la puerta.
-¡Auxilio! -gritaba-. ¡Auxilio!
-¡Cómo! ¿Auxilio? -respondió desde abajo la voz de d'Avrigny.
Era la hora en que el doctor tenía costumbre de venir.
-¡Cómo! ¿Auxilio? -gritaba Villefort saliendo precipitadamente de su despacho-. Doctor, ¿habéis oído
gritos de socorro?
-Sí, sí, subamos -respondió d'Avrigny-; es en el cuarto de Va lentina.
Pero antes de que el padre y el doctor Regasen, los criados que estaban en el mismo piso, en los
corredores o aposentos inmediatos, entraron todos, y viendo a Valentina pálida a inmóvil sobre su lecho,
levantaron sus manos al cielo y temblaron como azogados.
-Llamad a la señora de Villefort, despertadla -gritaba el procurador del rey desde la puerta, sin atreverse
a entrar.
Pero los criados, en lugar de responder, miraban al doctor, que había entrado y corrido hacia Valentina,
a la que sostenía en sus brazos.
-¡Aun ésta! -murmuró, dejándola caer-. ¡Dios mío! ¡Dios mío. .. ! ¿Cuándo os daréis por satisfecho?
Villefort entró en el cuarto.
-¡Qué decís! ¡Dios mío! -dijo, levantando las manos al cielo -. ¡Doctor!, ¡doctor!
-Digo que vuestra hija ha muerto -repuso el médico con voz solemne y terrible en su solemnidad.
El procurador del rey cayó cual si le hubiesen quebrado las piernas y su cabeza se posó sobre el lecho
de Valentina.
A las palabras del doctor, al grito del padre, los criados huyeron despavoridos, profiriendo sordas
imprecaciones. Oyéronse en las escaleras y corredores sus precipitados pasos. En seguida un gran mo -
vimiento en el patio extinguióse al poco tiempo. Todos habían abandonado la casa maldita.
En aquel instante, la señora de Villefort, con un peinador a medio ningún sonido. Vaciló y se sostuvo
contra la puerta. Señaló en seguida a la puerta.
-Sí, sí -continuó el anciano.
Maximiliano se lanzó a la escalera, cuyos escalones subió de dos en dos, mientras le parecía que el
anciano le decía con los ojos:
-Más de prisa, más de prisa.
Un minuto le bastó para atravesar varias habitaciones solitarias como el resto de la casa, y llegar hasta
la de Valentina.
No tuvo necesidad de abrir la puerta, pues estaba abierta de par en par.
Un suspiro fue lo primero que oyó. Vio una figura arrodillada y medio oculta entre la blanca colgadura.
El temor y el espanto le clavaron junto a la puerta.
Entonces fue cuando oyó una voz que decía: ¡Valentina ha muerto!, y otra que repetía como un eco:
-¡Muerta! ¡Muerta!
El señor de Villefort levantóse casi avergonzado de haber sido sorprendido en aquel exceso de dolor.
La terrible posición que ocupaba hacía veinticinco años había llegado a hacer de él más o menos un
hombre. Su mirada, un instante incierta, se fijó en Morrel.
-¿Quién sois -le dijo-, que olvidáis que no se entra así en una casa en que habita la muerte? ¡Salid,
caballero, salid!
Pero Morrel permaneció inmóvil, incapaz de apartar los ojos del espantoso espectáculo que presentaba
aquella cama en desorden y de la pálida mujer que estaba acostada en ella.
-¡Salid! ¿No oís? -gritaba Villefort, mientras d'Avrigny se adelantaba por su parte para hacer que
Morrel se marchase.
Este miraba con aire espantado aquel cadáver, aquellos dos hombres y toda la habitación. Pareció
titubear un instante, abrió la boca, y finalmente, no hallando qué responder, a pesar de la multitud de
ideas que se agolpaban en su cerebro, volvió atrás cogiéndose los cabellos de tal suerte que Villefort y
d'Avrigny, distraídos un momento de su preocupación, le siguieron con la vista y se miraron el uno al otro
como diciendo:
-¡Está loco!
Pero no habían transcurrido aún cinco minutos cuando oyeron ruido en la escalera, y vieron a Morrel,
que con fuerza sobrenatural traía en brazos el sillón de Noirtier avanzando hacia la cama de Valentina. El
rostro de aquel anciano, en el que la inteligencia desplegaba todos sus recursos, cuyos ojos reunían todo el
poder del alma para suplir a las demás facultades; la aparición de aquel pálido semblante y de aquella
ardiente mirada fue aterradora para Villefort.
-¡Ved lo que han hecho! -gritó Morrel teniendo aún una mano apoyada en el respaldo del sillón que
acababa de aproximar al lecho, y la otra extendida hacia la cama de Valentina-. ¡Ved, padre mío, ved!
Villefort retrocedió espantado y miró a aquel joven que le era casi desconocido y que llamaba padre a
Noirtier.
En aquel momento, el alma del anciano pasó toda a sus ojos, que inmediatamente se llenaron del rojo
de la sangre. Después se le hincharon las venas del cuello, una tinta azulada como la que invade la piel
del epiléptico cubrió sus mejillas y sus sienes.
A aquella violenta explosión interior de todo su ser sólo le faltaba un grito.
Este salió, por decirlo así, de todos los poros, horrible en su mutis mo, desgarrador en su silencio.
D'Avrigny se precipitó hacia el anciano y le hizo aspirar un violento revulsivo.
-¡Señor! -dijo entonces Morrel tomando la mano inerte del paralítico--, me preguntan quién soy y con
qué derecho estoy aquí. ¡Oh!, decidlo, vos, que lo sabéis -y los sollozos ahogaron la voz del joven.
La respiración intensa y jadeante del anciano levantaba su pecho. Al verle parecía sufrir una de aquellas
convulsiones que preceden a la agonía.
Al fin, sus ojos se llenaron de lágrimas, más feliz en esto que el joven, que sollozaba sin poder llorar.
No pudiendo inclinar la cabeza, cerró los ojos.
-Decid -continuó Morrel con voz ahogada-, ¡decid que yo era su prometido! ¡Decid que ella era mi
noble amiga! ¡Mi único amor sobre la tierra! ¡Decid, decid, decid... que ese cadáver me pertenece!
Y el joven, dando el terrible espectáculo de una gran energía que de pronto se desploma, cayó
pesadamente de rodillas ante aquel lecho que sus crispados dedos apretaron con fuerza.
Aquel dolor era tan agudo que d'Avrigny se volvió para ocultar su emoción, y Villefort, sin pedir
ninguna explicación, atraído por el magnetismo que nos impele hacia aquellos que aman a los que lloramos,
alargó la mano al joven.
Pero Morrel nada veía. Había cogido la helada mano de Valentina, y no pudiendo llorar mordía la
colcha dando rugidos.
Durante algún tiempo no se oyeron en aquella habitación más que suspiros, lágrimas, imprecaciones y
oraciones.
Y sin embargo, un ruido dominaba a los demás. El de la tarda y ronca respiración de Noirtier, en quien
cada aspiración parecía que iba a romper dentro de su pecho los resortes de la vida.
En fin, Villefort, más dueño de sí que los demás, después de haber cedido durante algún tiempo su
lugar a Maximiliano, tomó la pala bra.
-Caballero -le dijo-, ¿amabais a Valentina, decís? ¿Erais su prometido? Ignoraba este amor, no tenía
noticia de semejante compromiso, y con todo, yo, su padre, os lo perdono, porque veo que vuestro dolor
es grande, real y verdadero. Además, el mío es muy grande para que quede en mi corazón lugar para otro
sentimiento. Sin embargo, como veis, el ángel que esperabais ha abandonado la tierra, y nada tiene que
hacer ya de las adoraciones de los hombres, la que a esta hora adora ella misma al Señor. Decid, pues,
adiós a esos tristes restos. Tomad por última vez esa mano que esperabais, y separaos de ella para
siempre. Valentina sólo necesita ya al sacerdote que la ha de bendecir.
-Os equivocáis, señor -dijo Morrel, quedándose con una rodilla en tierra, y atravesado el corazón con
un dolor más agudo que cuantos había sentido-, os equivocáis. Valentina, muerta como ha muerto,
necesita no sólo el sacerdote que la bendiga, sino también un vengador. Enviad a buscar el sacerdote, el
vengador seré yo.
-¿Qué queréis decir, caballero? -murmuró Villefort, temblando ante esta nueva inspiración del delirio
de Morrel.
-Quiero decir -prosiguió Maximiliano- que hay dos hombres en vos, señor. El padre ha llorado
bastante; que el procurador del rey empiece a cumplir su deber.
Los ojos de Noirtier se animaron y d'Avrigny se acercó.
-Señor -prosiguió el joven, recorriendo de una mirada los sentimientos que se retrataban en los
semblantes de todos-, sé lo que digo, y sabéis tan bien como yo lo que quiero decir. ¡Valentina ha muerto
asesinada!
Villefort bajó la cabeza. D'Avrigny avanzó un paso. Noirtier hizo sí con los ojos.
-Ahora bien -dijo Morrel-, en nuestros días, una criatura aunque no fuese joven, bella, adorable, como
era Valentina, no desaparece violentamente del mundo sin que se pida cuenta de su desaparición.
¡Vamos!, señor procurador del rey -añadió Morrel con una vehemencia que cada vez iba en aumento-, ¡no
haya piedad! Os denuncio el crimen. Buscad al asesino.
Y sus ojos implacables interrogaban a Villefort, quien a su vez solicitaba con sus miradas tan pronto a
d'Avrigny como a Noirtier, pero en lugar de hallar socorro en las miradas de su padre o del doctor,
Villefort encontró en ellos la misma inflexibilidad que en Maxi miliano.
-Sí -expresó el anciano con los ojos.
-Cierto-dijo el doctor.
-Caballero -repuso Vi llefort, procurando luchar aún contra aquella triple voluntad y hasta contra su
propia emoción-, os engañáis. No se cometen crímenes en mi casa. La fatalidad me persigue. Dios me
prueba, ¡es horroroso pensarlo! , pero no se asesina a nadie.
Los ojos de Noirtier relampaguearon. D'Avrigny abrió la boca para hablar, pero Morrel, extendiendo el
brazo, hizo señal de que callasen todos.
-Y yo afirmo que aquí se asesina -gritó Morrel, cuya voz bajó sin perder nada de su vibración
acostumbrada-. Os digo: ¡ved aquí la cuarta víctima en cuatro meses! Afirmo que intentaron hace cuatro
días envenenar a Valentina, y que no lo consiguieron, gracias a las precauciones que tomó el señor
Noirtier.
»Afirmo que esta vez han doblado la dosis o cambiado el veneno, y han conseguido su objeto. Añadiré
en fin, que sabéis esto tan bien como yo, pues el señor os ha prevenido como médico y como amigo.
-¡Oh!, deliráis, caballero -dijo Villefort, procurando evadirse del círculo en que se encontraba
encerrado.
-¡Que estoy delirando! -gritó Morrel-. Apelo al señor d'Avrigny. Preguntadle si se acuerda de las
palabras que pronunció en vuestro jardín la noche de la muerte de la señora de Saint-Merán, cuando los
dos, creyéndoos solos, os ocupabais de ella, y en la que esa fatalidad de quien habláis, y Dios, a quien
acusáis injustamente, no tuvieron más parte que haber criado al asesino de Valentina.
Villeford y d'Avrigny se miraron.
-Sí, sí -dijo Morrel-. Recordadlo, porque aquellas palabras que creíais pronunciadas en el silencio de la
soledad, cayeron en mis oídos. Ciertamente, al ver aquella noche la culpable condescendencia del señor
de Villefort para con los suyos, debía haberlo puesto todo en conocimiento de la autoridad, y no sería
cómplice como lo soy en este momento de lo muerte, Valentina, ¡mi Valentina querida! Pero el cómplice
será el vengador, porque esta cuarta muerte es in fraganti, visible a los ojos de todos, y si lo padre lo
abandona, ¡oh, mi Valentina!, lo juro, yo perseguiré a lo asesino.
Y esta vez, como si la naturaleza se apiadase de aquel vigoroso organismo próximo a destrozarse por su
excesiva fuerza, las últimas palabras de Morrel expiraron en sus labios, mil suspiros lanzó su pecho, y sus
lágrimas, tanto tiempo rebeldes, corrieron en abundancia. Cayó de nuevo, llorando amargamente cerca del
lecho de Valentina.
Entonces tomó la palabra d'Avrigny.
-Y yo también -dijo con voz fuerte-, yo también me uno al señor Morrel para pedir justicia contra el
crimen, porque mi corazón se levanta contra mí, a la sola idea de que mi cobarde complacencia ha
alentado al asesino.
-¡Dios mío! ¡Dios mío! -murmuró Villefort aterrado.
Morrel levantó la cabeza, leyendo en los ojos del anciano que lanzaban chispas.
-Mirad, mirad -dijo -, el señor Noirtier quiere decirnos algo. -Sí -hizo Noirtier con una expresión tanto
más terrible, cuanto que todas las facultades de aquel pobre anciano impotente se concentraban en su
mirada.
-¿Conocéis al asesino? -dijo Morrel.
-Sí.
-¿Y vais a guiarnos? -dijo-; escuchemos, señor d'Avrigny, escuchemos.
Noirt ier miró a Morrel con una melancólica sonrisa, una de aquellas que tantas veces habían hecho feliz
a Valentina, y fijó con esto sus ojos.
Después, mirando fijamente a su interlocutor, señaló hacia la puerta.
-¿Queréis que salga? -dijo dolorosamente Morrel.
-Sí -hizo Noirtier.
-No me mandéis eso, ¡tened piedad de mí!
Los ojos del anciano permanecieron fijos en la puerta.
-¿Podré volver, al menos? -preguntó Morrel.
-Sí.
-¿Debo irme solo?
-No.
-¿Quién ha de venir conmigo, el procurador del rey?
-No.
-¿El doctor?
-Sí.
-¿Queréis quedaros a solas con el señor de Villefort?
-Sí.
-¿Podrá entenderos?
-Sí.
-¡Oh! -dijo Villefort casi contento, porque la conversación iba a tener lugar solamente entre los dos-,
estad tranquilo, comprendo muy bien a mi padre.
Y al hablar con esta expresión de alegría, sus dientes daban unos contra otros.
D'Avrigny tomó del brazo a Morrel y salieron juntos.
Un silencio más profundo que el de la muerte reinaba entonces en aquella casa. Al cabo de un cuarto de
hora se oyeron pasos, y Ville fort apareció a la puerta del salón donde se encontraban Maximiliano y
d'Avrigny, absorto éste, sofocado aquél.
-Venid -les dijo.
Y les llevó junto al sillón de Noirtier.
Morrel miró atentamente a Villefort.
La cara del procurador del rey estaba lívida. Varias manchas azules se veían en su frente. Tenía en la
mano una pluma, que torcida en mil sentidos diferentes, chillaba al hacerse pedazos.
-Señores -dijo con voz ahogada al médico y a Morrel-, señores, ¿me dais vuestra palabra de honor de
que este secreto permanecerá sepultado entre nosotros?
Los dos hicieron un movimiento.
-Os lo suplico... -continuó Villefort.
-Pero... -dijo Morrel-, el culpable..., el matador..., el asesino...
=Tranquilizaos, caballero, se hará justicia -dijo Villefort-, mi padre me ha revelado el nombre del
culpable, mi padre tiene sed de venganza como vos, y sin embargo, mi padre os conjura también a que
guardéis el secreto del crimen. ¿No es cierto, padre?
-Sí -hizo Noirtier.
Morrel dejó escapar un movimiento de horror y de incredulidad.
-¡Oh! -dijo Villefort, deteniendo a Maximiliano por el brazo-, si mi padre, hombre inflexible como
conocéis, os lo pide, es porque sabe que Valentina será terriblemente vengada. ¿Es verdad, padre?
-Sí -dijo Noirtier.
Villefort prosiguió:
-El me conoce, y le he dado mi palabra. ¡Tranquilizaos, señores, sólo tres días! ¡Os pido tres días!, es
menos de lo que pediría la justicia, y la venganza que tome de la muerte de mi hija hará temblar hasta lo
íntimo del corazón al más indiferente de los hombres. ¿No es verdad, padre mío?
Al decir estas palabras rechinaba los dientes, y sacudió con fuerza la muerta mano del anciano.
-¿Cumplirá todas sus promesas el señor de Villefort? -preguntó Morrel, mientras d'Avrigny le
interrogaba con su mirada.
-Sí -dijo Noirtier con una mirada de siniestra alegría.
-¿Juráis, pues, caballeros -dijo Villefort juntando las manos de d'Avrígny y de Morrel-, juráis apiadaros
del honor de mi casa, y que me dejaréis el cuidado de vengarlo?
D'Avrigny se volvió, y pronunció un sí muy débil; pero Morrél arrancó sus manos de las del
magistrado, se precipitó hacia la cama, imprimió un beso en los helados labios de Valentina y huyó con el
profundo gemido de un alma consumida por la desesperación.
Hemos dicho que todos los criados habían desaparecido. El señor de Villefort se vio obligado a rogar a
d'Avrigny que se encargase de las numerosas y delicadas comisiones que acarrea la muerte en nuestras
grandes poblaciones, sobre todo cuando acompañan a la muerte circunstancias tan sospechosas.
Era terrible ver aquel dolor sin movimiento de Noirtier, aquella desesperación sin gestos y aquellas
lágrimas sin voz.
Villefort entró en su despacho. D'Avrigny fue a buscar al médico de la ciudad, que desempeñaba las
funciones de inspector de muertos, y a quien con bastante razón llaman el médico de los muertos.
Noirtier no quiso apartarse de su nieta.
A la media hora, d'Avrigny volvió con su compañero. Habían cerrado la puerta de la calle, y como el
portero había desaparecido con los demás criados, Villefort fue a abrir, pero se detuvo después en la
escalera. Le faltaba valor para entrar en el cuarto mortuorio.
Los dos doctores llegaron solos hasta Valentina.
Noirtier permanecía junto a la cama, inmóvil como la muerte, pálido y mudo como ella.
El médico de los muertos se acercó con la indiferencia del hombre que pasa la mitad de su vida con los
cadáveres, levantó la sábana que cubría a la joven y le entreabrió los labios.
-¡Oh! -dijo d'Avrigny suspirando-, ¡pobre joven!, está bien muerta.
-Sí -dijo lacónicamente el médico, dejando caer las sábanas.
Noirtier respiró intensamente, se volvió d'Avrigny y vio que los ojos del anciano estaban encendidos y
fijos en la cama. El buen doctor comprendió que Noirtier quería ver a su nieta. Acercóle a la cama, y
mientras el otro médico mojaba en agua clorurada los dedos que habían tocado los labios de la joven
muerta, descubrió aquel tranquilo y pálido rostro que parecía el de un ángel dormido.
Una lágrima que se asomó a los ojos del anciano fueron las gracias que recibió el doctor.
El médico extendió el acta en la misma habitación de Valentina, y cumplida aquella formalidad se
retiró acompañado de d'Avrigny.
Villefort los oyó bajar, asomóse a la puerta de su despacho, dio las gracias al médico en pocas palabras,
y dirigiéndose a d'Avrigny le dijo:
-¿Y ahora, el sacerdote?
-¿Conocéis a algún eclesiástico a quien queráis encargar con preferencia que vele cerca de Valentina?
-preguntó el doctor.
-No -dijo Villefort-, id al más próximo.
-El más próximo -dijo el doctor- es un buen abate italiano que ha venido a vivir a la casa inmediata a la
vuestra. ¿Queréis que le avise al pasar?
-D'Avrigny -dijo Villefort-, os ruego que acompañéis a este caballero. Aquí tenéis la llave para que
podáis entrar y salir. Traeréis al sacerdote, y os encargaréis de instalarlo en el cuarto de mi pobre hija.
-¿Deseáis hablarle, amigo mío?
-Deseo estar solo. Me disculparéis, ¿verdad? Un sacerdote debe comprender todos los dolores, hasta el
de un padre.
Y Villefort dio una llave a d'Avrigny, saludó al otro médico y entró en su despacho, poniéndose en
seguida a trabajar.
Para ciertos organismos, el trabajo es el remedio de todos los males. Al bajar a la calle vieron un
hombre con sotana que estaba a la puerta de la casa inmediata.
-Ved al eclesiástico de que os he hablado -dijo el médico de los muertos a d'Avrigny.
Este se acercó al sacerdote.
-Caballero -le dijo-, ¿estáis dispuesto a hacer un gran favor a un desgraciado padre que acaba de perder
a su hija, al señor procurador del rey, Villefort?
-¡Ah! -respondió el eclesiástico con un acento italiano sumamente marcado-, sí; lo sé, la muerte está en
esa casa.
-Entonces no tengo necesidad de deciros qué clase de favor se espera de vos.
-Iba a ofrecerme, caballero; nuestra misión es ir al encuentro de nuestros deberes.
-Es una joven.
-Sí, lo sé; lo he oído decir a los criados que huían de la casa. Lla mábase Valentina, y ya he rogado a
Dios por ella.
-Gracias, gracias -respondió d'Avrigny-, y puesto que habéis empezado a ejercer vuestro santo
ministerio, dignaos continuarlo. Ve nid a sentaros junto a la difunta, y toda una familia sumida en el dolor
os estará agradecida.
-Voy en seguida, caballero, y me atrevo a decir que jamás votos más fervientes subieron al trono del
Altísimo.
D'Avrigny tomó por la mano al abate, y sin encontrar a Villefort, que permanecía encerrado en su
despacho, le condujo hasta el cuarto de Valentina, de la que los sepultureros no debían encargarse hasta la
noche siguiente. Al penetrar en el despacho, la mirada de Noirtier se encontró con la del abate, y sin duda
creyó leer algo de particular en ella, porque no se separó de él. D'Avrigny le recomendó no solamente la
muerta, sino también el vivo. El sacerdote ofreció rogar por la una y cuidar al otro. Se comprometió
solemnemente a hacerlo, y sin duda para que no le estorbasen en el momento en que d'Avrigny salió,
corrió el cerrojo de la puerta por la que se marchó el doctor, y el de la que daba a la habitación de la
señora de Villefort.
Capítulo once
La firma de Danglars
La mañana siguiente presentóse triste y nebulosa. Durante la nothe los sepultureros habían cumplido su
fúnebre oficio. Habían cosido el cuerpo de la joven en el sudario que envuelve a los que dejaron de
existir, dándoles lo que se llama la igualdad ante la muerte. Aquel sudario no era otra cosa más que una
pieza de batista que la joven había comprado quince días antes.
Al comenzar la noche, hombres llamados al efecto, llevaron a Noirtier del cuarto de Valentina al suyo,
y contra lo que era de esperar, el anciano no opuso resistencia al alejarlo del cadáver de su nieta querida.
El abate Busoni, que había velado hasta el amanecer, se retiró sin llamar a nadie. A las ocho de la
mañana regresó el médico, y encontró a Villefort que pasaba al cuarto de Noirtier, y le acompañó para
saber cómo había pasado la noche el anciano. Halláronle en el gran sillón que le servía de cama,
durmiendo con un sueño tranquilo y casi sonriendo. Detuviéronse los dos admira dos.
-Mirad -dijo d'Avrigny a Villefort, que observaba a su padre dormido-, mirad cómo la naturaleza sabe
calmar los más agudos dolores, y ciertamente nadie podía afirmar que el señor Noirtier no amaba a su
nieta, y sin embargo duerme.
-Tenéis razón -respondió Villefort con sorpresa-, duerme, y es muy extraño, porque la menor
contrariedad le hace pasar en vela noches enteras.
-El dolor le ha rendido -replicó d'Avrigny. Y ambos volvieron pensativos al despacho del magistrado.
-Ved, doctor, yo no he dormido -dijo Villefort mostrando a d'Avrigny su lecho intacto-. El dolor no me
rinde a mí. Hace dos noches que no me he acostado, pero en cambio mirad mi mesa. He escrito, ¡Dios
mío!, durante dos días y dos noches..., ¡he anotado esa causa, he preparado el acta de acusación del
asesino Benedetto... ! ¡Oh!, trabajo, trabajo, mi pasión, mi alegría, mi furor, tú sí, ¡me haces sobrellevar
todas las penas!
Y apretó la mano del doctor convulsivamente.
-¿Tenéis necesidad de mí? -le preguntó éste.
-No; solamente os ruego que volváis a las once, a mediodía es cuando... se la llevarán... ¡Dios mío! ¡Mi
pobre hija! ¡Mi pobre hija!
Y el procurador del rey, volviendo por un instante a ser humano, levantó los ojos al cielo y dio un
suspiro.
-¿Estaréis en el salón de recepción?
-No; tengo un primo que se encarga de ese triste honor; yo trabajaré, doctor; cuando trabajo, todo
desaparece.
En efecto, antes que el doctor llegase a la puerta, el procurador del rey se había puesto a trabajar.
Al salir, d'Avrigny encontró a aquel pariente del que le había hablado Villefort, personaje tan
insignificante en esta historia como en su familia. Uno de aquellos seres destinados desde su nacimiento a
representar el papel de útiles en el mundo.
Había sido puntual. Iba vestido de negro, y llevaba un lazo de crespón en el brazo. Pasó a la casa de su
primo, habiendo estudiado primero la fisonomía que debía tener mientras fuese necesario, bien resuelto a
dejarla en seguida.
A las once se oyó en el patio de entrada el ruido del coche fúnebre. La calle del arrabal Saint-Honoré se
llenó de gente, ávida de las ale grías y de los duelos de los ricos, de aquella gente que corre con igual prisa
a un entierro suntuoso que al matrimonio de una duquesa.
Poco a poco fue llenándose la casa mortuoria, y llegaron al prin cipio parte de nuestros antiguos
conocidos, es decir, Debray, Chateau-Renaud, Beauchamp. Después todas las notabilidades de la curia, de
la literatura y del ejército, porque el señor de Villefort ocupaba, menos aún por su posición social que por
su mérito personal, uno de los primeros puestos en el mundo parisiense.
El primo habíase apostado a la puerta del salón, y hacía entrar a todo el mundo, y era un gran alivio
para los invitados ver allí una figura indiferente que no exigía de ellos una fisonomía engañosa o falsas
lágrimas, como hubiese sucedido siendo un padre, un hermano o un esposo.
Los que se conocían se llamaban con la vista y formaban en grupos. Uno de éstos se componía de
Debray, Chateau-Renaud y Beauchamp.
-¡Pobre joven! -dijo Debray, pagando como cada cual su tributo a aquel doloroso suceso-, ¡pobre
joven!, ¡tan bella y tan rica! ¿Habríais pensado en esto, Chateau-Renaud, cuando nos vimos...? ¿Cuánto
hará? ¿Tres semanas o un mes a lo sumo, para firmar el contrato, que no se firmó?
-Yo no -dijo Chateau-Renaud.
-¿La conocíais?
-Había hablado una o dos veces con ella en el baile de la señora de Morcef. Me pareció encantadora,
aunque de carácter un poco me lancólico. ¿Y su madrastra, dónde está? ¿Lo sabéis?
-Ha ido a pasar el día con la mujer de ese digno caballero que nos atiende.
-¿Quién es ése?
-¿Quién?
-El caballero que nos recibe, ¿es un diputado?
-No -dijo Beauchamp -; estoy condenado a ver a nuestros honorables todos los días, y esta facha me es
enteramente desconocida.
-¿Habéis comentado esta muerte en vuestro periódico?
-El artículo no es mío, pero se ha hablado, y dudo mucho que sea agradable al señor de Villefort. Se
dice, según creo, que si hubiesen ocurrido cuatro muertes sucesivas en cualquiera otra parte que en casa
del procurador del rey, ciertamente hubiera llamado algo la atención de este magistrado.
-Además -dijo Chateau-Renaud-, el doctor d'Avrigny, que es el médico de mi madre, dice que su dolor
es inmenso. ¿Pero a quién buscáis, Debray?
-Busco a Montecristo -respondió el joven.
-Le he encontrado en el boulevard, viniendo yo hacia aquí. Creo que estará de viaje, porque iba a casa
de su banquero -dijo Beauchamp.
-¿A casa de su banquero? ¿Su banquero no es Danglars? -preguntó Chateau-Renaud a Debray.
-Creo que sí -respondió el secretario íntimo con alguna turbación-. Pero el conde de Montecristo no es
sólo el que falta aquí. Tampoco veo a Morrel.
-¡Morrel! ¿Acaso la conocía? -preguntó Chateau-Renaud.
-Había sido presentado a la señora de Villefort solamente.
-No importa, hubiera debido venir -dijo Debray-. ¿De qué hablaré esta noche? Este entierro es la noticia
del día. ¡Pero chitón!, dejadnos, he ahí el ministro de justicia y de Cultos, va a creerse obligado a hacer su
discurso al lagrimoso y triste primo.
Y los tres jóvenes aproximáronse a la puerta para oír el discurso del ministro de justicia y de Cultos.
Beauchamp había dicho la verdad. Al venir él al entierro había encontrado a Montecristo que se dirigía
a casa de Danglars, calle de la Chaussée d'Antin.
Desde su ventana el banquero vio el carruaje del conde que entraba en el patio, y le salió al encuentro
con una fisonomía triste, pero afable.
-Y bien, conde -le dijo alargándole la mano-, ¿venís a condoleros conmigo? En verdad que la desgracia
está en mi casa a tal punto, que cuando entrasteis me preguntaba a mí mismo si no habría yo deseado mal
a esos pobres Morcef, lo que hubiera justificado el proverbio: Al que desea mal a otro, a ése le sucede.
Era un poco orgulloso para un hombre salido de la nada como yo, pero jamás le deseé mal alguno, y
después de todo, todo lo debía a su trabajo, lo mismo que yo, pero todos tenemos nuestros defectos. ¡Ah!,
conde, las personas de nuestra generación... Pero no, vos no sois de la nuestra; sois joven aún... Las
personas de mi tiempo no son felices este año; testigo de ello es nuestro puritano procurador del rey, el
señor de Ville fort, que acaba de perder a su hija. Recapitulemos: Villefort perdiendo toda su familia de un
modo extraño. Morcef, deshonrado y muerto; yo, cubierto de ridículo por la iniquidad de Benedetto, y
después...
-¿Después, qué? -preguntó el conde.
-¡Cómo! ¿No lo sabéis todavía?
-¿Alguna nueva desgracia?
-Mi hija...
-¿La señorita Danglars?
-Eugenia nos abandona.
-¡Oh!, Dios mío, ¿qué decís?
-La verdad, mi querido conde. ¡Cuán dichoso sois vos, que no tenéis mujer ni hijos!
-¿Lo creéis?
-¡Ah! ¡Dios mío!
-Y decíais que la señorita Danglars...
-No ha podido soportar la afrenta que nos ha hecho ese misera. ble, y me ha pedido permiso para viajar.
-¿Y se marchó?
-La otra noche.
-¿Con la señora Danglars?
-No, con una parienta... Pero no por eso dejamos de perder a mi querida Eugenia, porque yo que
conozco su carácter, dudo que quiera regresar a Francia.
-¡Qué queréis, mi querido barón! Disgustos de familia que serían fatales para otro cualquier pobre
diablo, cuya fortuna fuese solamente su hija, pero soportables para un millonario. Por más que sobre esto
digan los filósofos, los hombres prácticos les demostrarán en cuanto a eso que no tienen razón. El dinero
consuela de muchas cosas, y vos debéis consolaros más pronto que otro cualquiera si admitís la virtud de
este bálsamo soberano, vos, el rey de la hacienda, el punto de intersección de todos los poderes.
Danglars lanzó una mirada oblicua al conde para ver si se burlaba o hablaba en serio.
-Sí -dijo -, es cierto que si la fortuna consuela, debo consolarme, porque soy rico.
-Tan rico, mi querido barón, que vuestra fortuna es semejante a las Pirámides. Quisieran demolerlas,
pero no se atreven; si se atreviesen, no podrían.
Danglars se sonrió de aquella confiada honradez del conde.
-Eso me hace recordar que cuando entrasteis estaba haciendo cinco bonos, tenía ya firmados dos, ¿me
permitís que concluya los otros tres?
-Concluid, mi querido barón, concluid.
Hubo un instante de silencio, durante el cual sólo se oyó la pluma del banquero, y mientras tanto
Montecristo miraba las doradas molduras del techo.
-¿Son bonos de España, de Haití o de Nápoles? -dijo el conde.
-No -respondió Danglars sonriendo-; son bonos al portador sobre el Banco de Francia. Mirad, señor
conde, vos que sois el emperador de la hacienda, como yo soy el rey, ¿habéis visto pedazos de papel de
este tamaño y que valga cada uno un millón?
Montecristo tomó en la mano, como para sopesarlos, los cinco pedazos de papel que le presentaba
orgullosamente el banquero, y leyó:
El señor regente del Banco de Francia hará pagar a mi orden y sobre los fondos por mí depositados, la
cantidad de un millón de francos, valor en cuenta.
Barón Danglars.
-Uno, dos, tres, cuatro, cinco -dijo Montecristo-, ¡cinco millones! ¡Demonio! ¡Y cómo vais, señor
Creso!
-Ved de qué modo hago yo mis negocios -dijo Danglars.
-Es maravilloso, y sobre todo si, como no dudo, esa suma se gaga al contado.
-Se pagará -dijo Danglars.
-Es algo magnífico tener semejante crédito. En verdad, sólo en Francia sé ven estas cosas, cinrn
miserables pedazos de papel valer cinco millones, es preciso verlo para creerlo.
-¿Dudáis?
-No.
-Es que decís eso con un acento... Haced una cosa, daos el placer de acompañar a mi dependiente al
Banco, y le veréis salir con bonos sobre el tesoro por igual cantidad.
-No -dijo Montecristo doblando los cinco billetes-, el asunto es demasiado curioso, y quiero hacer yo
mismo la experiencia. Mi crédito en vuestra casa era de seis millones. He tornado novecientos mil
francos. Tomo vuestros cinco billetes, que creo pagables solamente con la vista de vuestra firma, y he
aquí un recibo general de seis millones que regulariza vuestra cuenta. Lo había preparado de antemano,
porque es preciso deciros que tengo hoy gran necesidad de dinero.
Y con una mano metió los billetes en su bolsillo y con la otra alargó su recibo al banquero.
Un rayo que hubiese caído a los pies de Danglars no le hubiera causado mayor espanto.
-¡Qué! -balbució-, señor conde, ¿tomáis ese dinero? Pero dispensad, es dinero que debo a los hospicios,
y he ofrecido pagarlo hoy por la mañana.
-¡Ah! -dijo Montecristo-, no importa. No tengo empeño precisamente en que me paguéis con esos
billetes, dadme otros valores. Solamente por curiosidad tomé éstos, para poder decir en el mundo que sin
aviso alguno, sin pedirme cinco minutos de tiempo, la casa Danglars me había pagado cinco millones al
contado. ¡Habría algo notable! Pero tomad vuestros valores, dadme otros.
Y presentó los cinco billetes a Danglars, que, lívido, alargó el brazo para recogerlos, como el buitre
alarga la garra por entre los hierros de la jaula para detener la carne que le quitan. De repente mudó de
modo de pensar, hizo un esfuerzo violento y se contuvo.
En seguida la sonrisa dibujóse poco a poco en sus labios.
-Después de todo -dijo-, vuestro recibo es dinero.
-¡Oh!, Dios mío. ¡Sí!, y si estuvieseis en Roma, la casa de Thomson y French no os pondría la menor
dificultad en pagaros con un recibo mío.
-Perdonad, señor conde, perdonad.
-¿Puedo, pues, guardar este dinero?
-Sí, guardadlo -dijo Danglars enjugando el sudor de su frente.
-Bien; pero reflexionad. Si os arrepentís, todavía estáis a tiempo.
-No -dijo Danglars-; guardad mis firmas, pero, como sabéis, nadie es tan amigo de formalidades como
el hombre de negocios. Destinaba esa suma a los hospicios, y hubiera creído robarles no dándoles
precisamente ésa. ¡Como si un escudo no valiese tanto como otro! ¡Dispensadme!
Y empezó a reír estrepitosamente.
-Ya estáis dispensado -respondió amablemente el conde de Montecristo.
Y colocó los billetes en su cartera.
-Pero -dijo Danglars-, tenemos aún una cantidad de cien mil francos.
-¡Oh!, bagatelas -dijo Montecristo-. El corretaje debe ascender poco más o menos a esa suma.
Guardadla y estamos en paz.
-Conde-dijo Dangla rs-, ¿habláis en serio?
-Jamás me chanceo con los banqueros -dijo el conde con una seriedad que rayaba en impertinencia.
Y se dirigió a la puerta en el momento en que el ayuda de cámara anunciaba:
-El señor de Boville, receptor general de hospitales.
-¡Por vida mía! -dijo Montecristo-, parece que llegué a tiempo para gozar de vuestras firmas. Se las
disputan.
Danglars palideció otra vez y dióse prisa a separarse de Montecristo .
El conde saludó muy cortésmente al señor de Boville, que aguardaba en el salón y fue introducido
inmediatamente en el despacho del banquero.
El rostro grave del conde se iluminó con una rápida sonrisa al ver la cartera que tenía en la mano el
receptor de hospitales.
Encontró en la puerta su carruaje y se hizo conducir inmediatamente al banco.
Danglars, entretanto, reprimiendo su emoción, salió al encuentro del receptor general.
No es necesario decir que le recibió con la sonrisa en los labios y un semblante el más halagüeño.
-Buenos días -dijo-, mi querido acreedor, porque creo que tal es el que ahora se presenta.
-Habéis adivinado, señor barón -dijo el señor de Boville -, los hospitales acuden a veros en mi persona.
Las viudas y los huérfanos vienen por mis manos a pediros una limosna de cinco millones.
-¡Y dicen que los huérfanos son dignos de lástima! -respondió Danglars, prolongando la broma-,
¡pobres niños!
-Pues heme aquí en su nombre -dijo Boville-. ¿Recibisteis mi carta de ayer?
-Sí.
-Pues aquí tenéis mi recibo.
-Mi querido Boville -dijo el banquero-, vuestras viudas y vuestros huérfanos tendrán, si queréis, la
bondad de aguardar veinticuatro horas, porque el señor de Montecristo, que habéis visto salir de aquí
ahora..., ¿le habéis visto?
-Sí, ¿y qué?
-El señor de Montecristo se lleva sus cinco millones.
-¿Cómo es eso?
-Es que el conde tenía un crédito ilimitado sobre mí. Crédito abierto por la casa de Thomson y French,
de Roma. Ha venido a pedirme cinco millones de un golpe, y le he dado un bono sobre el banco, donde
tengo depositados mis fondos, y comprenderéis que temo, retirando de las manos del regente diez
millones en el mismo día, que le pareciese una cosa extraordinaria. En dos días -añadió Danglars
sonriéndose- no digo lo contrario.
-Vamos, pues -exclamó el señor de Boville con el tono de la más perfecta incredulidad-, ¡cinco
millones a aquel caballero que acaba de salir ahora y que me saludó sin conocerme!
-Tal vez os conoce sin que vos le conozcáis. El conde de Montecristo conoce a todo el mundo.
-¡Cinco millones!
-Ved aquí su recibo. Haced como santo Tomás: ved y tocad.
El señor de Boville tomó el papel que le presentaba Danglars, y leyó:
Recibidos del señor barón Danglars cinco millones cien mil francos, de que se reembolsará a su
voluntad sobre la casa de Thomson y French de Roma.
-¡Luego es cierto! -exclamó.
-¿Conocéis la casa Thomson y French de Roma?
-Sí -dijo el señor de Boville-, hice una vez un negocio de doscientos mil francos en ella, pero no la
había vuelto a oír nombrar.
-Es una de las mejores casas de Europa -dijo Danglars, poniendo sobre su mesa el recibo que acababa
de tomar de manos del señor Boville.
-¿Y tenía nada menos que un crédito de cinco millones sobre vos? ¿Pues sabéis que es un nabab el tal
conde de Montecristo?
-No sé lo que es, pero tiene tres créditos ilimitados, uno sobre mí, otro sobre Rothschild y otro sobre
Laffitte, y como veis me ha dado la preferencia, dejándome cien mil francos por el corretaje.
El señor de Boville dio todas las muestras de una gran admiración.
-Será preciso que vaya a visitarle y que obtenga alguna piadosa fundación para nosotros.
-¡Oh!, es como si la tuvieseis. Solamente sus limosnas ascienden a más de veinte mil francos todos los
meses.
-Es magnífico. Además le citaré el ejemplo de la señora de Morcef y su hijo.
-¿Qué ejemplo?
-Han dado toda su fortuna a los hospicios.
-¿Qué fortuna?
-La suya, la del difunto general Morcef.
-¿Y con qué razón?
-Porque dicen que no quieren bienes adquiridos tan miserable mente.
-¿Y de qué van a vivir?
-La madre se ha retirado a una provincia, y el hijo ha entrado en el servicio.
-¡Toma!, ¡toma! -dijo Danglars-, eso sí que son escrúpulos.
-Ayer hice registrar el acta de donación.
-¿Y cuánto poseían?
-No mucho, un millón doscientos o trescientos mil francos. Pero volvamos a nuestros millones.
-Con mucho gusto -dijo el banquero con la mayor naturalidad-. ¿Ese dinero os urge mucho?
-Sí, el arqueo se efectúa mañana.
-Mañana, ¿y por qué no me lo dijisteis antes? ¿Y a qué hora es ese arquco?
-Alas dos.
-Enviad a las doce -dijo Danglars con amable sonrisa.
El señor de Boville apenas respondía. Decía que sí con la cabeza y daba vueltas a la cartera.
-Pero, ahora que recuerdo, haced más.
-¿Qué queréis que haga?
-El recibo del señor de Montecristo es dinero contante. Pasadle a Rothschild o Laffitte y os lo tomarán
al instante.
-¡Cómo! ¿Pagadero en Roma?
-Desde luego, os costará sólo un descuento de cinco o seis mil francos a lo sumo.
El receptor dio un salto atrás.
-¡Porvida mía! Prefiero esperar a mañana. ¿Cómo vais a...?
-He creído por un momento, perdonadme -dijo el banquero con una imprudencia sin igual-, he creído
que tendríais algún pequeño déficit que llenar.
-¡Ah! -dijo Boville.
-Escuchad. No sería la primera vez que tal cosa ocurriera, y en ese caso se hace un sacrificio.
-Gracias a Dios, no.
-Entonces, hasta mañana, ¿no es verdad, mi querido receptor?
-Sí; hasta mañana, pero sin falta.
-¡Qué! ¿Os burláis? Enviad a mediodía, y el banco estará ya avisado.
-Vendré yo mismo.
-Mejor aún, porque eso me proporcionará el placer de volver a veros.
Y se estrecharon la mano.
-A propósito. ¿No habéis ido al entierro de esa pobre señorita de Villefort, que en este momento tiene
lugar?
-No ---dijo el banquero-, pesa sobre mí el ridículo del suceso de Benedetto, y no salgo.
-¡Bah!, no tenéis razón. ¿Qué culpa tenéis de ello?
-Amigo mío, cuando se lleva un nombre sin tacha como el mío, se es muy susceptible.
-Todo el mundo os compadece, creedlo, y más aún, a la señorita, vuestra hija.
-¡Pobre Eugenia! -dijo el banquero, dando un profundo suspiro-. ¿Sabéis que ingresa en un convento?
-No.
-Pues desgraciadamente es así. Al día siguiente se decidió a partir con una amiga suya, religiosa ya, y
va a buscar un convento severo en Italia o España.
-¡Oh! Es terrible.
Y el séñor de Boville se retiró al hacer esta exclamación, cumplimentando al barón.
Mas apenas hubo salido, cuando Danglars, con un gesto enérgico, que comprenderán solamente los que
hayan visto a Frederik repre sentar el Robert Hacaire, exclamó:
- ¡Imbécil!
Y guardando el recibo del conde en su cartera, añadió:
-Ven a mediodía, que yo estaré ya lejos.
Encerróse, vació todos los cajones de su caja, reunió unos cincuenta mil francos en billetes de banco,
quemó diferentes papeles, puso otros a la vista, y escribió una carta que cerró y cuyo sobre dirigió:
A la señora baronesa de Danglars.
-Esta noche -murmuró- yo mismo la colocaré en su tocador.
Sacando en seguida un pasaporte de otro cajón, dijo:
-Bueno, aún puede servir dos meses.
Capítulo doce
El cementerio del Padre Lachaise
E1 señor de Boville había encontrado en efecto el fúnebre cortejo que conducía a Valentina a la
mansión de los muertos.
El tiempo estaba sombrío y nebuloso, un viento cálido aún, pero mortal para las hojas ya secas, las
arrancaba, arrojándolas sobre la muchedumbre que ocupaba el boulevard, dejando desnudas las ramas.
El señor de Villefort, parisiense genuino, consideraba el cementerio del Padre Lachaise como el único
digno de recibir los restos mortales de una familia de París. Los demás le parecían cementerios rurales,
indignos de recibir los restos mortales de una familia parisiense.
Había comprado cierta porción de terreno, en el que erigió un magnífico monumento que se llenó en
poco tiempo con los miembros de la primera familia. Leíase en el frontispicio del mausoleo: “Familias
Saint-Merán y Villefort”. Porque tal fue el último voto de la pobre Renata, madre de Valentina.
Hacia el cementerio del Padre Lachaise, pues, se encaminaba el pomposo entierro que salió del arrabal
Saint-Honoré, atravesó todo París por el arrabal del Temple, pasó en seguida al boulevard exterior, y de
allí al cementerio. Más de cincuenta coches de particulares seguían a otros veinte de duelo, y más de
quinientas personas componían el acompañamiento.
Eran todos jóvenes, para quienes la muerte de Valentina repre sentaba una gran desgracia, y que a pesar
dei vapor glacial del siglo y el prosaísmo de la época, sentían vivamente la pérdida de aquella hermosa,
casta y adorable joven, muerta en la primavera de su vida.
Al salir de París vieron llegar un carruaje tirado por cuatro fogosos caballos que pasó a la cola. Era el
coche de Montecristo, que se apeó y fue a mezclarse con los demás que seguían el coche fúnebre.
Chateau-Renaud y Beauchamp que le vieron llegar se acercaron a él inmediatamente.
El conde miraba con atención a todas partes. Buscaba con mucho interés a alguien. Finalmente, no
pudo aguantar más.
-¿Dónde está Morrel? -preguntó-. ¿Alguien lo sabe?
-Ya nos hemos hecho esa pregunta en la casa mortuoria -contestó Chateau-Renaud-, porque nadie le ha
visto.
El conde calló, pero continuó observando a su alrededor. Llegaron por fin al cementerio; la penetrante
mirada de Montecristo registró de un golpe el bosque de sauces llorones y pinos que rodean las rumbas, y
perdió toda inquietud. Una sombra atravesó los árboles, y el conde reconoció al que buscaba.
Todos saben a lo que se reduce un entierro en aquel magnífico palacio de la muerte. Un silencio
profundo, el ruido de tal cual rama que se desgaja de los árboles, el triste canto de los sacerdotes y algún
suspiro que se escapa de entre un bosquecillo de flores que cubren una rumba, junto a la cual se ve una
mujer arrodillada y con las ma nos juntas. La sombra que había visto Montecristo cruzó rápidamente por
detrás del sepulcro de Abelardo y Eloísa, y fue a colocarse junto a los caballos del coche fúnebre,
llegando así hasta el sitio destinado para la sepultura. Montecristo no perdía de vista aquella sombra en la
que los demás apenas habían reparado. Dos veces se separó Montecristo del acompañamiento para observar
si las manos de aquel hombre buscaban algún arma oculta bajo su ropa.
Cuando el acompañamiento se detuvo, viose que aquella sombra era Morrel, que con su levita
abotonada hasta arriba, la frente lívida, los pómulos salientes y el sombrero estropeado por sus manos
convulsas, se había arrimado a un árbol colocado en un alto desde donde dominaba el mausoleo, de modo
que no le estorbaban ver hasta la más pequeña ceremonia del fúnebre suceso que iba a consumarse.
Todo sucedió como de costumbre. Algunos hombres, y como siempre los menos impresionados,
pronunciaron discursos. Los unos compadeciendo aquella muerte prematura, los otros extendiéndose
sobre el dolor de su padre, y los hubo tan ingeniosos que incluso averiguaron que aquella infortunada
joven había solicitado del señor de Ville fort en varias ocasiones un poco de misericordia para los
culpables, sobre cuya cabeza estaba suspendida la espada de la justicia. Apuraron las metáforas y
períodos sentimentales, comentando de mil maneras a Malherbe y Dupérier.
El conde nada escuchaba, nada veía, o por mejor decir, solamente veía a Morrel, cuya tranquilidad a
inmovilidad formaban un espectáculo espantoso para el que podía leer lo que sucedía en el fondo del
corazón del joven.
-Mirad -dijo Beauchamp a Debray-, mirad a Morrel. ¿Por qué se habrá metido allí?
Y se lo hicieron observar a Chateau-Renaud.
-¡Qué pálido está! -dijo aquél, estremeciéndose.
-Tendrá frío -replicó Debray.
-No; yo creo que está conmovido. Es un joven muy impresionable.
-¡Bah!, apenas conocía a Valentina, según vos mismo habéis dicho.
-Es cierto. No obstante, recuerdo que en el baile de la señora de Morcef bailó tres o cuatro veces con
ella. Vos lo sabéis, conde. Aquel baile en el que tanto efecto causasteis.
-No lo sé -respondió Montecristo, sin saber a lo que respondía, pues sólo le ocupaba Morrel, a quien
observaba atentamente y cuyas mejillas se colorearon como les sucede a los que comprimen y retienen la
respiración.
-Los discursos han terminado. Adiós, señores -dijo bruscamente el conde.
Y dio la señal de marcha, desapareciendo sin que se supiese por dónde había ido. Terminado todo, los
asistentes tomaron el camino de París.
Sólo Chateau-Renaud buscó un instante a Morrel, pero mientras había seguido al conde con la vista,
Maximiliano había dejado su sitio, y no encontrándolo, se unió a Beauchamp y Debray. El conde habíase
ocultado detrás de un mausoleo y espiaba hasta el menor mo vimiento de Morrel, que poco a poco se había
acercado a la tumba, abandonada primero por los curiosos, después por los operarios.
Morrel miró alrededor lenta y vagamente, y aprovechando el mo mento en que su vista se dirigía a la
parte opuesta, el conde se acercó a unos diez pasos sin que lo notara.
El joven se arrodilló.
El conde, alargando el cuello, con la vista fija y dilatada, y dispuesto a lanzarse a la primera señal,
continuaba acercándose a Morrel.
Este inclinó su frente hasta tocar la fría losa, y cogiéndola con ambas manos, exclamó:
-¡Oh! ¡Valentina!
Aquellas dos palabras destrozaron el corazón del conde, dio un paso más y tocando a Morrel en el
hombro, le dijo:
-Os buscaba, mi querido amigo.
El conde esperaba un escándalo, reconvenciones, quejas, en fin, cuanto debía presumirse, y se engañó.
Morrel se volvió hacia él, y tranquilo en apariencia, le dijo:
-Ya veis que estaba rezando.
La mirada penetrante del conde examinó al joven de pies a cabeza, y concluida aquella observación
quedó más tranquilo.
-¿Queréis que os conduzca a París en el carruaje?
-No, gracias.
-¿Deseáis alguna cosa?
-Dejadme rezar.
El conde se alejó sin hacer ninguna observación, pero fue para colocarse en otro sitio, desde donde veía
hasta el menor movimiento de Morrel. Levantóse éste al poco rato, limpió las rodillas de su pantalón y
tomó el camino de París sin volver atrás la cabeza.
Descendió lentamente por la calle de la Roquette.
El conde mandó retirar su carruaje y le siguió a unos cien pasos de distancia.
Maximiliano atravesó el canal y entró en la calle de Meslay por el boulevard.
Cinco minutos después de haberse cerrado la puerta para Morrel, se abrió para Montecristo.
Julia estaba sentada a la entrada del jardín, adonde miraba trabajar a Penelón, que tomando en serio su
profesión de jardinero se entretenía arreglando unos rosales de Bengala.
-¡Ah!, señor conde de Montecristo -exclamó con aquella ale gría que solía manifestar cuando el conde
hacía una visita a la calle de Meslay.
-Maximiliano acaba de entrar, ¿es verdad, señora? -preguntó el conde.
-Creo que le he visto pasar, sí -respondió la joven-, pero lla mad a Manuel, por favor.
-Perdonad, señora, es preciso que suba al cuarto de Maximiliano al instante, tengo que decirle una cosa
de la mayor importancia.
-Id, pues -le dijo, acompañándole con una dulce sonrisa hasta dejarle en la escalera.
Montecristo subió rápidamente al segundo piso, llegó al cuarto de Maximiliano, escuchó, pero no se
percibía ningún ruido.
Como la mayor parte de las casas habitadas por una sola familia, el cuarto tenía solamente una puerta
de cristales, y ésa carecía de llave. Maximiliano estaba encerrado por dentro, y las cortinas de seda encarnada
no dejaban ver lo que hacía. La ansiedad del conde se dejaba ver en el color sonrosado de sus
mejillas, síntoma de emoción poco común en aquel hombre impasible.
-¿Qué haré? -dijo, y reflexionó un instante.
«¿Llamar? ¡Oh!, ¡no!, muchas veces el ruido de una campanilla, es decir, el anuncio de una visita,
acelera la resolución de los que se encuentran en el caso de Maximiliano; y entonces al ruido de la campanilla
responde otro ruido.»
El conde tembló de pies a cabeza, y como sus decisiones tenían la rapidez del relámpago, dio con el
codo a uno de los cristales, que se hizo pedazos, y levantando la cortina vio a Morrel que, sentado ante la
mesa y escribiendo, acababa de dar una media vuelta al ruido del cristal roto.
-No es nada -dijo Montecristo-, mi querido amigo; resbalé y di con el codo en la puerta, y puesto que
está roto, voy a aprovecharme para abrir sin que tengáis necesidad de incomodaros. -Y pasando el brazo,
el conde abrió la puerta.
Morrel se levantó visiblemente contrariado, y fue al encuentro del conde, menos para recibirle que para
impedir que pasara más adelante.
-La culpa es de vuestros criados -dijo el conde-, tienen el suelo tan lustroso como un espejo.
-¿Os habéis lastimado, señor? -preguntó fríamente Morrel.
-No sé. ¿Pero qué hacíais? ¿Estabais escribiendo?
-¿Yo?
-Sí. Tenéis los dedos manchados de tinta.
-Es verdad. Me ocurre algunas veces al escribir mucho; es cosa que me gusta, a pesar de que soy
militar.
Montecristo dio algunos pasos por el cuarto, y Maximiliano se vio obligado a dejarlo pasar, pero lo
siguió.
-¿Escribíais? -repitió Montecristo mirándole fijamente.
-Creo que ya he tenido el honor de deciros que sí.
El conde miró en derredor.
-¿Vuestras pistolas al lado de la escribanía? -dijo, señalando a Morrel-. ¿Las armas puestas sobre la
mesa?
-Voy de viaje-respondió con despecho Maximiliano.
-¡Amigo mío! -le dijo el conde de Montecristo con una dulzura infinita.
-¿Señor?
-Amigo mío, mi querido Maximiliano, nada de decisiones extre madas, os lo ruego.
-¡Yo! -respondió Morrel encogiéndose de hombros-, pues qué, ¿mi viaje es una resolución extremada?
-Maximiliano, dejemos a un lado la máscara que llevamos, no me engañáis con vuestra fingida calma,
como tampoco os engaño yo con mi frívola solicitud. Bien conocéis que para haber roto los cristales y
violado el secreto de vuestro cuarto, conocéis, digo, que es necesario tenga una inquietud verdadera o
mejor una convicción terrible. Morrel, ¿vos queréis suicidaros?
-¡Bueno! -dijo Morrel-. ¿Qué idea es la vuestra?
-Os digo que queréis mataros -continuó el conde con la misma voz-, y he aquí la prueba -y acercándose
a la mesa levantó un pliego blanco que el joven había puesto sobre lo que escribía, y tomó la carta
empezada.
Morrel se abalanzó hacia él para arrancársela de las manos, pero Montecristo, adivinando el
movimiento, cogió el brazo de Maximiliano y le detuvo con mano de hierro.
-Bien veis que queríais mataros, Morrel, ¡está escrito!
-¡Y bien! -dijo Morrel pasando de repente de la apariencia de la tranquilidad a la expresión de
violencia-, ¡y bien!, aun cuando así fuera, aun cuando volviese contra mí el cañón de una pistola, ¿quién
me lo impediría? ¿Quién tendría valor para impedírmelo? Cuando diga: todas mis esperanzas se han
concluido, mi corazón está muerto, aborrezco la vida, no hay más que duelos y disgustos alrededor de mí,
la tierra se ha convertido en cenizas, una voz humana es cosa que desgarra mi alma. Al decir: es piedad
dejarme morir, porque si no perderé la razón, me volveré loco; decidme, cuando diga esto y vean que lo
digo con las angustias y lágrimas del corazón, me responderán: no tenéis razón, ¿o me impedirán el dejar
de ser desgraciado? Decidme, ¿tendríais valor para ello?
-Sí, Morrel -dijo Montecristo, cuya voz sosegada formaba un singular contraste con la exaltación del
joven.
-Vos -dijo Morrel con una expresión infinita de cólera-, vos que habéis alimentado en mí una esperanza
absurda, que me habéis alentado con vuestras vanas promesas, cuando por algún golpe o una resolución
violenta yo hubiera podido salvarla, o al menos verla mo rir en mis brazos. Vos que afectáis poseer todos
los recursos de la inteligencia, todo el poder de la materia, que pretendéis desempeñar en la tierra el papel
de la Providencia, y que no habéis podido dar un contraveneno a la infeliz... ¡Ah!, en verdad que me dais
lástima, ¡me causáis horror! Morrel...
-Sí; me dijisteis que me quitase la máscara, pues bien, me la quito: cuando me seguisteis al cementerio
y me hablasteis os respondí, porque mi corazón es bueno; cuando entrasteis os dejé llegar hasta aquí. Sin
embargo, puesto que abusáis, que venís a desafiarme hasta en este cuarto adonde me había retirado como
en la tumba, puesto que me dais un nuevo tormento cuando creí haberlos apurado todos, ¡conde de
Montecristo, mi pretendido bienhechor, el salvador universal, estad satisfecho, vais a ver morir a vuestro
amigo...!
Y con la risa del delirio, Morrel se lanzó por segunda vez sobre las pistolas. Montecristo, pálido como
un espectro, con los ojos despidiendo relámpagos y alargando las manos a las pistolas, dijo:
-Y yo os repito que nos os mataréis.
-Impedídmelo, pues -replicó Morrel, haciendo el último esfuerzo, que vino a estrellarse contra el brazo
de acero del conde.
-Os lo impediré.
-¿Pero quién sois, en fin, para arrogaros ese derecho tiránico sobre criaturas libres a independientes?
-¿Quién soy? -repitió Montecristo-, soy el único en el mundo que tiene derecho para decirte: Morrel, no
quiero que el hijo de lo padre muera hoy.
Montecristo, transfigurado, sublime y cruzando los brazos, se adelantó hacia el joven, que palpitante y
vencido a su pesar por la majestuosa divinidad de aquel hombre, dio un paso atrás.
-¿Por qué me habláis de mi padre? -balbució-. ¿Por qué mezcláis su recuerdo a lo que hoy me sucede?
-Porque yo soy el que salvé la vida a lo padre un día que quería matarse como tú lo quieres hoy, porque
soy el hombre que envió la bolsa a lo joven hermana y el Faraón al anciano Morrel. ¡Porque soy, en fin,
Edmundo Dantés, que cuando niño lo hacía jugar sobre sus rodillas!
Morrel dio un paso atrás, vacilante, sofocado, aterrado. Sus fuerzas le abandonaron y cayó prosternado
a los pies de Montecristo.
En seguida hubo un movimiento de regeneración en su hermosa naturaleza; se levantó, dio un salto, y
se precipitó a la escalera gritando fuertemente:
-¡Julia! ¡Julia! ¡Manuel! ¡Manuel!
Montecristo quiso salir, pero hubiera sido más fácil matar a Maximiliano que hacerle abandonar la
puerta que tenía entreabierta para no dejar salir al conde.
Julia, Manuel, Penelón y algunos criados acudieron asustados al oír los gritos de Maximiliano.
-¡De rodillas! -gritó con una voz ahogada por los sollozos-, ¡de rodillas!, es el bienhechor, el salvador
de nuestro padre; es...
Iba a decir Edmundo Dantés, pero el conde le detuvo agarrándole por un brazo.
Julia se arrojó sobre la mano del conde. Manuel le abrazaba como a un dios tutelar; Morrel cayó por
segunda vez en tierra, arrodillado ante el conde.
Aquel hombre de bronce sintió que el corazón se dilataba en su pecho. Una llama abrasadora subió a su
garganta y a sus ojos, inclinó la cabeza y lloró.
Apenas se hubo recobrado Julia de la fuerte emoción que acababa de sufrir, cuando salió
precipitadamente del cuarto, bajó al primer piso, corrió al salón con una alegría infantil, y alzó el globo de
cristal que protegía la bolsa dada por el desconocido de las alamedas de Meillán.
Entretanto, Manuel decía al conde con una voz sofocada por los sollozos:
-¡Oh!, señor conde, cómo oyéndonos hablar tantas veces del bienhechor desconocido, cómo viéndonos
acatar su memoria con tanto reconocimiento y adoración, ¿cómo habéis esperado hasta hoy para daros a
conocer?
-Escuchadme, amigo -dijo el conde-, y puedo llamaros así, porque sin que lo supieseis, sois mi amigo
hace ya once años. El descubrimiento de este secreto lo ha producido un gran suceso que debéis ignorar.
Dios me es testigo de que deseaba sepultarlo en lo más recóndito de mi alma durante toda mi vida.
Vuestro hermano Maximiliano me lo ha arrancado con violencias, de las que estoy seguro se arrepiente.
En seguida, viendo que Maximiliano, permaneciendo aún de rodillas, se había recostado sobre un
sillón:
-Velad sobre él -añadió, apretando la mano de Manuel de un modo significativo.
-¿Por qué? -preguntó admirado el joven.
-No puedo decíroslo. Mas vigilad, cuidad de él.
Manuel miró por todas partes, y vio las pistolas de Morrel sobre la mesa. Sus ojos se fijaron espantados
en aquellas armas que señaló a Montecristo levantando el dedo hasta la altura de la mesa.
Montecristo bajó la cabeza.
Manuel hizo un movimiento hacia las pistolas.
-Dejad-dijo el conde.
En seguida, acercándose a Morrel, le tomó la mano. Los movimientos tumultuosos que agitaron el
corazón del joven habían cedido el lugar al desaliento.
Julia subió trayendo en la mano la bolsa de seda, y dos lágrimas brillantes y alegres caían por sus
mejillas como dos gotas de rocío matinal.
-He aquí la reliquia -dijo-, no penséis que me es menos querida después que he conocido al salvador.
-Hija mía -dijo el conde sonrojándose-, permitidme que vuelva a recoger esa bolsa, pues que ya me
conocéis, no quiero estar presente a vuestro recuerdo más que por el cariño que os suplico me concedáis.
-¡Oh! -dijo Julia poniendo la bolsa sobre su corazón-, no, no, os lo ruego, porque un día podréis
dejarnos, un día desgraciadamente os separaréis de nosotros, ¿no es verdad?
-Habéis adivinado -dijo Montecristo sonriéndose-, dentro de ocho días abandonaré este país, en el que
tantas personas que mere cían la venganza del cielo vivían contentas y dichosas, mientras mi padre
expiraba de hambre y de dolor.
En el instante de anunciar su próximo viaje, Montecristo fijó sus ojos en Morrel, y notó que las palabras
ya habré dejado este país, no le habían sacado de su letargo. Conoció que necesitaba aún la última lucha
con el dolor de su amigo, y tomando por la mano a Julia y a Manuel, les dijo con la autoridad de un padre.
-Mis buenos amigos, os ruego que me dejéis a solas con Maximi liano.
Era el momento favorable para que se llevase Julia la reliquia, como ella la llamaba, y de la que se
había olvidado el conde.
-Dejémosle -dijo, y salió precipitadamente con su marido.
Montecristo se quedó con Morre estatua.
-Vamos -dijo el conde, tocándole en un hombro con su dedo de fuego-, ¿vuelves a ser hombre,
Maximiliano?
-Sí, porque empiezo a sufrir otra vez.
La frente del conde se contrajo. Parecía entregado a una profunda meditación.
-¡Maximiliano, Maximiliano! -le dijo-, ¡las ideas que lo embargan son indignas de un cristiano!
-¡Oh!, tranquilizaos, amigo -dijo Morrel levantando la cabeza, y mostrando al conde una sonrisa de
inefable tristeza-, ya no seré yo el que busque la muerte.
-Así -dijo Montecristo-, nada de armas, nada de desesperación.
-No, porque tengo algo que vale más que el cañón de una pistola o la puma de un puñal.
-¡Pobre loco! ¿Qué es, pues, lo que tenéis? -preguntó el conde con profunda tristeza.
-El dolor, que concluirá con mi existencia.
-Amigo -dijo Montecristo, con una melancolía igual a la suya-, escuchadme. Un día, y en un momento
de desesperación igual al tuyo, puesto que me conducía a una idéntica resolución, yo quise matarme. Un
día lo padre, desesperado, lo quiso también. Si hubiesen dicho a lo padre en el momento en que apoyaba
contra su frente el cañón de una pistola, si me hubiesen dicho a mí cuando separaba de mi cama el pan del
prisionero, al que no había tocado en tres días, si a los dos nos hubieran dicho en aquel momento
supremo: ¡vivid!, vendrá un día en que seáis dichosos y bendigáis la vida, fuera quien fuera el que nos lo
hubiera dicho, su dicho lo hubiéramos recibido con la sonrisa de la duda o la angustia de la incredulidad,
y sin embargo, ¡cuántas veces lo padre, abrazándote, bendijo la vida! ¡Cuántas veces he hecho yo lo
mismo!
-¡Ah! -dijo Morrel, interrumpiendo al conde-, vos habíais perdido solamente la libertad, y mi padre su
fortuna, ¡pero yo he perdido a Valentina!
-Mírame, Morrel -dijo el conde con aquella solemnidad que en ciertas ocasiones le hacía tan grande y
tan persuasivo-, mírame. Yo no tengo lágrimas en los ojos, ni fiebre en las venal, ni palpitaciones
fúnebres en el corazón. No obstante, lo veo sufrir, Maximiliano, a ti, ¡a quien amo como amaría a mi hijo!
Pues bien, ¿esto no lo dice, Morrel, que el dolor es como la vida, que hay algo después de ella? Ahora
bien, si yo lo ruego, si lo mando que vivas, es porque tengo la convicción de que un día me darás las
gracias por haberte conservado la vida.
-¡Dios mío! ¡Dios mío! ¿Qué me decís, conde? Pensadlo, quizá nunca habéis amado.
-Niño -repuso Montecristo.
-De amor -replicó Morrel-, yo me entiendo. Soy soldado desde que fui hombre, y he llegado a
veintinueve años sin amar porque ninguna de las pasiones que he sentido antes merece este hombre. Pues
bien, a los veintinueve años vi a Valentina, y hace dos años que la amo, que he podido leer en su corazón
las virtudes de la joven y de la mujer escritas por la mano del Señor, en aquel corazón abierto para mí
como un libro. Conde, mi felicidad con Valentina era infinita, inmensa, desconocida. Demasiado
completa, demasiado grande, demasiado divina para este mundo, puesto que este mundo no me la ha
dado. Esto es deciros, conde, que sin Valentina no hay para mí en la tierra más que tristeza y
desesperación.
-Os he dicho que esperéis, Morrel -dijo el conde.
-Cuidado, repetiré yo -dijo Morrel-, porque si queréis persuadirme, si lo conseguís creeré que puedo
volver a ver a Valentina.
Montecristo se sonrió.
-Amigo mío, padre mío -exclamó Morrel exaltado-, cuidado. Os repetiré por tercera vez: el ascendiente
que tomáis sobre mí me espanta. Cuidado con el sentido de vuestras palabras, porque ved que mis ojos se
reaniman, mi corazón renace a la esperanza, y en él late la vida, porque me haríais creer en cosas
sobrenaturales. Obedeceré si me mandáis que levante la losa que cubre a la hija de Jairo. Caminaré sobre
las ondas como el apóstol, si me hacéis señal con la mano de caminar sobre ellas, obedeceré en todo. ..
-Espera, amigo -dijo el conde.
-¡Ah! -dijo Morrel, pasando del extremo de la exaltación al abismo de la tristeza-, ¡ah!, me engañáis.
Hacéis como aquellas madres que calman con palabras dulces a los chicos, cuyos gritos les incomodan.
No, amigo mío. Enterraré mi dolor en lo más hondo de mi pecho, le ocultaré tanto que no me veréis
sufrir. Adiós, amigo mío, adiós.
-Al contrario -dijo el conde-, desde ahora, Maximiliano, vivirás conmigo, no lo apartarás de mí un solo
instante, y dentro de ocho días saldremos de Francia.
-¿Y me decís aún que espere?
-Te lo digo, porque conozco un medio para curarte.
-Conde, me entristecéis más, veis solamente en mi dolor un dolor vulgar, y queréis curarme con un
remedio igual, el de hacerme viajar.
Y Morrel movió la cabeza con desdeñosa incertidumbre.
-¿Qué quieres que lo diga? Tengo confianza en mis promesas, déjame hacer el experimento.
-Conde, prolongáis mi agonía, y he aquí todo.
-Así -dijo el conde-, lo débil corazón no quiere conceder unos días a un amigo para la prueba que
intenta hacer. ¿Sabes tú de lo que el conde de Montecristo es capaz? ¿Sabes que da órdenes a muchos
poderosos de la tierra? ¿Sabes que tiene bastante confianza en Dios para obtener un milagro de aquel que
ha dicho que con la fe puede el hombre mover una montaña? Pues bien, ese milagro, yo lo espero, o si
no...
-Si no -repitió Morrel.
-Cuidado, Morrel, lo llamaría ingrato.
-Tened piedad de mí, conde.
-Escúchame, Maximiliano. Tengo tanta, que si no lo curo dentro de un mes, día por día, hora por hora,
yo mismo lo colocaré delante de dos pistolas cargadas y de una copa del más sutil veneno de Italia, de un
veneno, créeme, más pronto y más seguro que el que ha muerto a Valentina.
-¿Me lo prometéis?
-Sí, porque soy hombre, porque he sufrido, y porque, como lo he dicho también, he querido morir, y
muchas veces, después que el infortunio se ha alejado de mí, he soñado con las delicias del sueño eterno.
-¡Oh!, ¿me prometéis esto ciertamente, conde?
-Te lo prometo y lo juro -dijo Montecristo alargando el brazo.
-Dentro de un mes, si no me he consolado, ¿me dejáis en libertad para disponer de mi vida, y haga lo
que hiciere, no me llamaréis ingrato?
-En un mes, día por día, hora por hora, y la fecha es sagrada, Maximiliano, no sé si has pensado en ello,
pero estamos en 5 de septiembre, y hace diez años que salvé a lo padre, que también quería
morir.
Morrel cogió las manos del conde y las besó. Este le dejó hacer como si comprendiese que aquella
muestra de adoración se le debía.
-Dentro de un mes tendrás en una mesa, a la que estaremos sentados los dos, buenas armas y una
muerte dulce, pero hasta entonces prométeme esperar y vivir.
-¡Oh! -dijo Morrel-, os lo juro.
Montecristo atrajo al joven sobre su pecho y le estrechó contra su corazón.
-Desde ahora -le dijo- vienes a vivir conmigo, ocuparás la habitación de Haydée, mi hijo reemplazará a
mi hija.
-Haydée -dijo Morrel-, ¿pues qué es de ella?
-Ha partido esta noche.
-¿Para separarse de vos?
-Para esperarme... Prepárate a venir a la casa de los Campos Elíseos, y haz que yo salga de aquí sin que
me vean.
Maximiliano bajó la cabeza y obedeció como un niño o como un apóstol.
Capítulo trece
La partición
En la casa de la calle de San Germán de los Prados, que había escogido para su madre y para sí Alberto
de Morcef, el primer piso estaba alquilado a un personaje misterioso.
Era un hombre a quien el conserje no había podido nunca ver la cara, entrase o saliese, porque en el
invierno la cubría con una bufanda encarnada, como los cocheros de casas grandes que esperan a sus
amos a la salida del espectáculo, y en verano se sonaba siempre en el momento de pasar por delante de la
portería.
Preciso es decir que contra las costumbres establecidas, nadie espiaba a aquel vecino, y que la noticia
de que era un gran personaje poderoso a influyente había hecho respetar su incógnito y sus misteriosas
apariciones.
Sus visitas eran ordinariamente fijas, aunque algunas veces se adelantaban o retrasaban, pero casi
siempre, lo mismo en invierno que en verano, a las cuatro de la tarde, tomaba posesión de su cuarto y
jamás pasaba en él la noche.
La discreta criada, a la que estaba confiado el cuidado de la habitación, encendía la chimenea en el
invierno a las tres y media, y a la misma hora en verano subía helados y refrescos.
Como hemos dicho, a las cuatro llegaba el misterioso personaje.
Veinte minutos más tarde un coche se detenía a la puerta de la casa, y una mujer vestida de negro o de
azul muy oscuro, pero cubierta siempre con un espeso velo, se apeaba, pasaba como un relámpago por
delante de la portería y subía sin que se sintiesen en la escalera sus ligeras pisadas.
jamás le preguntaron adónde iba.
Sus facciones, como las del caballero, eran completamente desconocidas a los guardianes de la puerta,
conserjes modelos, solos quizás en la inmensa cofradía de porteros de la capital, capaces de semejante
discreción,
Inútil es decir que jamás pasaba del primer piso, llamaba a la puerta de un modo particular, abríase ésta,
se cerraba en seguida herméticamente, y he aquí todo.
Para salir tomaban las mismas precauciones que para entrar.
Primero salía la desconocida, cubierta siempre con el velo, y tomaba el coche, que desaparecía tan
pronto por un lado de la calle como por el otro. A los veinte minutos bajaba el desconocido cubierto con
su bufanda o tapándose con el pañuelo.
Al día siguiente a aquel en que el conde de Montecristo hizo la visita a Danglars y tuvo lugar el entierro
de Valentina, el misterioso inquilino entró hacia las diez de la mañana en lugar de las cuatro de la tarde.
Casi inmediatamente y sin aguardar el intervalo ordinario, llegó un coche de alquiler, y la señora
cubierta con el velo subió rápidamente la escalera.
La puerta se abrió y se cerró, pero antes que estuviese del todo cerrada, la señora había exclamado:
-¡Oh! ¡Luciano! ¡Oh!, ¡amigo mío!
De modo que el conserje, que sin quererlo había oído aquella exclamación, supo por primera vez que su
inquilino se llamaba Luciano; pero como era un portero modelo, se propuso no decirlo ni aun a su mujer.
-Y bien, ¿qué hay, amiga querida? -respondió éste, pues la turbación y prisa de la señora le habían
hecho conocer quién era-, hablad, decid.
-¿Puedo contar con vos?
-Desde luego, ya lo sabéis. Pero ¿qué ocurre? Vuestro billete de esta mañana me ha producido una
terrible preocupación. La precipitación, el desorden de vuestra carta, vamos, tranquilizaos, o acabad de
espantarme de una vez. ¿Qué hay?
-¡Luciano, un gran acontecimiento! -dijo la señora, fijando en él una mirada investigadora-, el señor
Danglars se ha fugado la pasada noche.
-¡Danglars! ¿Y dónde ha ido?
-Lo ignoro.
-¡Cómo! ¿Lo ignoráis? ¿De modo que es para no volver más?
-¡Sin duda! A las diez su carruaje le condujo a la barrera de Charentón. Allí encontró una silla de posta,
subió con su ayuda de cámara, diciendo a su cochero que iba a Fontainebleau.
-Entonces, ¿qué decís?
-Esperad, amigo mío. Me había dejado una carta.
-¿Una carta?
-Sí; leed.
Y la baronesa sacó del bolsillo una carta abierta que presentó a Debray.
Se detuvo un momento antes de leerla, como si hubiese querido adivinar el contenido, o más bien,
como si hubiera ya tomado un partido decisivo, cualquiera que fuese el contenido. Firme en su resolución
sin duda, empezó a leer al cabo de algunos segundos. He aquí lo que contenía la carta que tal turbación
produjera en el ánimo de la señora Danglars.
«Señora y muy cara esposa.»
Sin pensar en lo que hacía, Debray miró fijamente a la baronesa, y ésta se puso encendida.
-Leed-le dijo.
Debray prosiguió:
«Cuando recibáis esta carta, ya no tendréis marido. ¡Oh!, no os alarméis, no tendréis marido, como no
tenéis hija; es decir, que estaré en uno de los treinta o cuarenta caminos que conducen a la frontera de
Francia.
»Os debo algunas explicaciones, y como sois mujer que las comprendéis perfectamente, voy a
dároslas.
»Escuchad, pues:
»Esta mañana tuve que rembolsar cinco millones y los he pagado; casi inmediatamente he debido
pagar igual suma. La he aplazado para mañana, y me marcho hoy para evitar ese mañana, que me sería,
creédmelo, muy desagradable.
»Comprendéis perfectamente, ¿no es cierto, señora y muy querida esposa?
»Digo que comprendéis, porque conocéis tan bien como yo el estado de mis negocios, y aun mejor que
yo, puesto que si debiese decir dónde ha ido a parar una gran parte de mi fortuna, antes tan bella, no
sería capaz de hacerlo, mientras que vos, por el contrario, lo sabéis perfectamente.
»Porque las mujeres tienen un instinto infalible, y explican por un álgebra de su invención hasta lo
maravilloso. Yo, que no conozco más que mis números, nada sé desde el día en que ellos me engañaron.
»¿Habéis admirado alguna vez la prontitud de mi caída, señora? ¿No os ha llamado la atención la
pronta fusión de mis barras? Yo solamente he visto el fuego, preciso será que hayáis encontrado algún
oro entre las cenizas.
»Me alejo de vos, señora y prudente esposa, con esta consoladora esperanza, sin tener el menor
remordimiento de conciencia al abandonaros. Os quedan amigos, las cenizas en cuestión, y para colmo
de dicha, la libertad que me apresuro a devolveros.
»Con todo, señora, ha llegado el momento de colocar en este párrafo una palabra de explicación
íntima. Mientras creí que trabajabais por el bienestar de nuestra casa y la felicidad de nuestra hija, he
cerrado filosóficamente los ojos, pero como habéis hecho de la casa
una vasta ruina, no quiero servir de fundamento a la fortuna de otro. Os he tomado por mujer rica,
mas no por mujer honrada. Disculpadme si os hablo con esa franqueza, pero como creo no hablar más
que para los dos, no veo que nada me obligue a disimular mis palabras. He aumentado nuestra fortuna,
que durante quince años ha ido siempre creciendo hasta el momento en que catástrofes desconocidas a
ininteligibles hasta para mí han venido a destrozarla, sin culpa de mi parte.
»Vos, señora, habéis trabajado para aumentar la vuestra, y estoy moralmente convencido de que lo
habéis conseguido. Os dejo, pues, como os tomé, rica, pero con poca honra.
» Adiós, me marcho, y desde hoy trabajaré por mi cuenta. Creed en mi eterno agradecimiento por el
ejemplo que me habéis dado y que voy a seguir.
»Vuestro afectísimo marido,
Barón Danglars.»
La baronesa seguía con la vista a Debray durante aquella larga y penosa lectura, y vio que el joven, a
pesar de su conocido dominio sobre sí, mudó de color dos o tres veces.
Cuando concluyó, cerró lentamente la carta y volvió a su estado pensativo.
-¿Y bien? -le preguntó la señora Danglars con una ansiedad fácil de comprender.
-¡Y bien!, señora-repitió maquinalmente Debray.
-¿Qué idea os inspira esa carta?
Una idea muy sencilla, señora. Me inspira la idea de que el señor Danglars ha partido con sospechas.
-Sin duda, ¿pero es eso cuanto tenéis que decirme?
-No comprendo -dijo Debray con una frialdad glacial.
-¡Se ha marchado!, sí, para no volver más.
-¡Oh! -dijo Debray-, no creáis nada de eso, baronesa.
-Os digo que no volverá, es un hombre de resoluciones invariables y que sólo mira su interés. Si me
hubiese juzgado útil para alguna cosa me hubiera llevado consigo. Me deja en París porque nuestra
separación puede servir para sus proyectos. Es, pues, irre vocable y está perfectamente libre para siempre
-añadió la señora Danglars con el mismo acento de súplica.
Pero en lugar de responder, Debray la dejó en aquella penosa ansiedad producida por una interrogación
entre la mirada y el pensamiento.
-¡Qué! -dijo al fin-, ¿no me respondéis, caballero?
-Sólo tengo una cosa que preguntaros. ¿Qué pensáis hacer?
-Eso mismo iba a preguntaros -respondió la baronesa, cuyo corazón palpitaba aceleradamente.
-¡Ah! -dijo Debray-, ¿me pedís un consejo?
-Sí, os lo pido -dijo la baronesa con el corazón oprimido.
-Pues entonces -respondió el joven con frialdad-, os aconsejo que viajéis.
-¿Que viaje? -murmuró la señora Danglars.
-Eso es. Es cierto, como ha dicho Danglars, que sois rica y perfectamente libre, una ausencia de París
os es necesaria, según creo, después del doble escándalo del frustrado matrimonio de Eugenia y la fuga de
Danglars. Lo que importa es que todo el mundo sepa que os han abandonado y os crea pobre, porque
difícilmente se perdonaría a la mujer del bancarrotero la opulencia y el gran tren de vida. Para lo primero
basta que permanezcáis quince días en París, repitiendo a todos que os han abandonado, contando el
cómo a vuestras mejores amigas, que lo repetirán en todas partes. En seguida dejaréis vuestra casa,
abandonaréis alhajas, dinero, muebles, cuanto haya en ella, y todos alabarán vuestro desinterés y
generosidad. Todos os creerán entonces abandonada y pobre, menos yo, que conozco vuestra posición, y
que estoy pronto a presentaros mis cuentas como un socio leal.
La baronesa, pálida y aterrada, había escuchado aquel discurso con tanto espanto y desesperación,
como con calma a indiferencia lo había pronunciado Debray.
-¡Abandonada...! ¡Oh!, sí, tenéis razón, Luciano, y bien abandonada.
Tales fueron las únicas palabras que aquella mujer altiva y tan perdidamente enamorada pudo
responder a Debray.
-Pero rica y mu y rica -prosiguió él sacando una cartera y extendiendo sobre la mesa los papeles que
contenía.
La señora Danglars le dejó hacer, sin ocuparse más que de ahogar sus suspiros y retener sus lágrimas,
que a pesar suyo se asomaban a sus ojos.
Sin embargo, al fin pudo más en ella el sentimiento de su dignidad, y si no logró sofocar su corazón,
logró al menos contener sus lágrimas.
-Señora -dijo Debray-, hará seis meses o poco más que nos asociamos. Habéis puesto un capital de
treinta mil francos.
»En el mes de abril de este año empezó precisamente nuestra asociación.
»En mayo hicimos las primeras operaciones.
»En el mismo mes ganamos cuatrocientos mil francos.
»En junio el beneficio subió a novecientos mil.
»En julio agregamos un millón setecientos mil francos. Vos lo sabéis, el mes de los bonos en España.
» En el mes de agosto perdimos al principio del mes trescientos mil francos, pero al quince los
habíamos vuelto a ganar. Ayer ajusté nuestras cuentas desde el día de nuestra asociación, y me dan un
activo de dos millones cuatrocientos mil francos, es decir un millón doscientos mil francos para cada uno.
-¿Pero qué quieren decir esos intereses, si jamás habéis hecho valer ese dinero?
-Estáis en un error -dijo fríamente Debray-, tenía vuestros poderes y he usado de ellos. Tenemos, pues,
cuarenta mil francos de intereses por vuestra parte, más cien mil francos de la primera remesa de fondos,
es decir, vuestra parte asciende a un millón trescientos mil francos.
Ahora bien, anteayer tuve la precaución de movilizar vuestro dinero. No hace mucho tiempo, como
veis, y se diría que adivinaba lo que iba a suceder. Vuestro dinero está aquí: la mitad en billetes de banco,
la otra mitad en bonos al portador. Cuando digo aquí es porque es verdad, pues no creyendo mi casa
bastante segura, y rehuyendo la indiscreción de los notarios, lo he guardado en un cofre sellado, oculto en
aquel armario.
-Ahora -dijo Debray, abriendo el armario y sacando un cofrecito pequeño-, he aquí ochocientos billetes
de banco de mil francos, un cupón de rentas de veinticinco mil francos y un bono a la vista de ciento diez
mil francos, sobre mi banquero, y como éste no es el señor Danglars, podéis estar segura de que se pagará
a su presentación.
La señora Danglars tomó maquinalmente el bono, el cupón de ventas y los billetes de banco. Aquella
enorme fortuna parecía bien poca cosa puesta sobre la mesa. La señora Danglars, con los ojos secos, pero
con el pecho oprimido por mil suspiros, encerró en su bolso los billetes de banco, puso en su cartera el
bono y el cupón de rentas, y en pie, pálida a inmóvil, esperó una palabra de amor que la consolase de ser
tan rica.
Pero la esperó en vano.
-Ahora tenéis una existencia magnífica -dijo Debray-, sesenta mil libras de renta, suma enorme para
una mujer que no podrá tener casa abierta hasta dentro de un año por lo menos. Estáis en el caso de poder
contentar todos vuestros caprichos, sin contar con que si vuestra parte os parece insuficiente, podéis tomar
de la mía cuanto queráis, pues estoy pronto a ofreceros, a título de préstamo, se entiende, todo lo que
poseo, es decir, un millón sesenta mil francos.
-Gracias, caballero, me dais mucho más de lo que necesita una mujer que está resuelta a no presentarse
en el mundo, al menos en muchos años.
Debray se admiró por un momento, mas volviendo en sí rápidamente, hizo un gesto que podría
traducirse por...
-Como gustéis.
La señora Danglars había esperado hasta entonces, pero al ver la acción de Debray, la mirada oblicua
que la acompañó, la reverencia profunda y el silencio significativo que se siguió, levantó la cabeza, abrió
la puerta, y sin cólera, sin odio, pero con decisión, encaminóse a la escalera sin dignarse saludar por
última vez al que así la dejaba marchar.
-¡Bah! -dijo Debray-, proyectos y nada más. Permanecerá en su casa, leerá novelas y jugará al whist, ya
que no puede jugar a la bolsa.
Tomó su cartera, y señaló con cuidado las cantidades que acababa de pagar.
-Me quedan un millón sesenta mil francos -dijo-, ¡lástima que la señorita de Villefort haya muerto! Esa
mujer en todos sentidos me convenía y me hubiera casado con ella.
Y flemáticamente, según su costumbre, esperó que transcurrieran veinte minutos después de la salida
de la señora Danglars para marcharse.
Los empleó en hacer números con el reloj sobre la mesa.
Aquel personaje diabólico que cualquier imaginación aventurera hubiera creado si Lesage no se hubiera
adelantado a ello, Asmodeo, que levanta los tejados de las casas para ver lo que pasa en el interior,
gozaría siquiera de un singular espectáculo, si levantase en el momento a que nos referimos, y en el cual
Debray hacía sus cuentas, el techo de la casa de la calle de San Germán de los Prados.
Encima del cuarto en que Debray acababa de partir con la señora Danglars dos millones y medio, había
otra habitación ocupada por personas que ya conocemos, las cuales han representado un papel demasiado
importante en los sucesos que hemos contado, para que no las veamos de nuevo con interés.
En aquella habitación estaban Mercedes y Alberto.
Mercedes había cambiado mucho en pocos días, no porque en los tiempos de su mayor auge hubiese
ostentado el fausto orgulloso que separa todas las condiciones y hace que no se reconozca la misma mujer
cuando se presenta más sencillamente vestida, ni tampoco porque
hubiese llegado a aquel estado en el que es preciso volver a vestir la librea de la miseria, no;
Mercedes había cambiado, porque el brillo de sus ojos se había amortiguado, y se había desvanecido su
sonrisa, porque, en fin, una perpetua cortedad de ánimo retenía en sus labios aquella palabra rápida que
lanzaba otras veces una imaginación siempre pronta y activa.
La pobreza no había marchitado la imaginación de Mercedes, tampoco la falta de valor le hacía
insoportable su pobreza; habiendo bajado de la altura en que vivía, y perdida en la nueva esfera que había
escogido, su vida era cual el estado de aquellas personas que salen de un salón brillantemente iluminado
para pasar a una habitación completamente oscura; parecía una reina que salía de su palacio para entrar en
una cabaña, y que reducida a lo estrictamente necesario, no se la reconocía ni en la vajilla ordinaria que
ella misma colocaba sobre su mesa, ni en el catre que sustituyera a su magnífico lecho.
En efecto, la bella catalana, o la noble condesa, no tenía ni su mirada altiva ni su encantadora sonrisa,
porque al fijar sus ojos sobre cuanto la rodeaba, sólo veía objetos de tristeza: un cuarto tapizado con papel
sobre fondo gris, que los propietarios económicos buscan con preferencia como más duradero; el suelo
sin alfombra y los muebles todos llamaban la atención y obligaban a fijarse en la pobreza de un falso lujo,
cosas todas que rompían la armonía tan necesaria a las personas acostumbradas a un conjunto elegante.
La señora de Morcef vivía allí desde que había abandonado su palacio. Trastornábale la cabeza aquel
silencio monótono, cual a un viajero al llegar al borde de un horrendo precipicio, y viendo que Alberto la
miraba disimuladamente a cada momento para sondear el estado de su corazón, se esforzaba en sonreír
con los labios, ya que le faltaba el dulce fuego de la sonrisa en los ojos, sonrisa que causa el mismo efecto
que la reverberación de la luz, es decir, la claridad sin calor.
Alberto, por su parte, estaba preocupado, hallábase impedido por un resto de lujo que no le permitía
presentarse según su condición actual. Quería salir sin guantes, y hallaba sus manos demasiado blancas
para caminar a pie por toda la ciudad, y sus botas eran de charol y demasiado lujosas.
Con todo, aquellas dos criaturas, tan nobles a inteligentes, reunidas indisolublemente con los lazos del
amor maternal y filial, habían llegado a comprenderse sin hablar y a ahorrarse todos los preámbulos que
se deben entre amigos para establecer la verdad material de que depende la vida.
Alberto, en fin, había podido decir a su madre sin hacerla palidecer:
-Madre mía, no tenemos dinero.
Jamás Mercedes había conocido la miseria, muchas veces en su juventud había hablado ella misma de
pobreza, pero no es lo mismo necesidad y pobreza; son dos sinónimos, entre los cuales media todo un
mundo. Entre los catalanes, Mercedes tenía necesidad de mil cosas, pero nunca le faltaban otras mil,
mientras las redes cogían bastante pescado y éste se vendía. Y después, sin amigas, con sólo un amor que
no tenía relación alguna con los detalles materiales de la situación, no pensaba más que en sí, y Mercedes,
con lo poco que poseía, era aún generosa cuanto podía. Hoy debía pensar en dos y sin poseer nada.
Acercábase el invierno. En aquel cuarto ya frío, Mercedes no tenía fuego, cuando un calorífero del que
salían mil ramales calentaba otras veces su casa desde la antecámara al tocador; no tenía ni aun una flor,
cuando su habitación estaba antes llena de ellas a peso de oro. ¡Pero tenía a su hijo!
La exaltación de un deber quizás exagerado les había sostenido hasta entonces en las esferas superiores.
La exaltación se aproxima mucho al entusiasmo y el entusiasmo nos hace insensibles a las cosas de la
tierra. Era preciso al fin hablar de lo positivo después de haber apurado todo lo ideal.
-Madre mía -decía Alberto en el momento en que la señora Danglars bajaba la escalera-, contemos un
poco nuestras riquezas. Tengo necesidad de un total para trazar bien mis planes.
-Total, nada -dijo Mercedes con dolorosa sonrisa.
-Sí, madre mía; total, primero tres mil francos. Pretendo que con esos tres mil francos pasemos los dos
una vida envidiable.
-¡Niño! -respondió Mercedes suspirando.
-Sí, mi buena madre; os he gastado, por desgracia, mucho dinero, y conozco ya su valor: es enorme.
Con esos tres mil francos he edificado un porvenir milagroso y de eterna seguridad.
Mercedes dijo ruborizándose:
-¿Pensáis eso, hijo mío? ¿Pero ante todo aceptaremos esos tres mil francos?
-Es cosa convenida, me parece -dijo Alberto con un tono fume-, los aceptaremos, tanto más, cuanto no
los tenemos, pues se encuentran, como sabéis, enterrados en el jardín de la pequeña casa
de la alameda de Meillán en Marsella. Con doscientos francos, iremos ambos a Marsella.
-¡Con doscientos francos! -dijo Mercedes-. ¿Pensáis lo que decís, Alberto?
-¡Oh!, en cuanto a eso estoy perfectamente informado por las diligencias y los vapores, y mis cálculos
están ya hechos. Tomáis vuestro asiento para Chalons, treinta y cinco francos.
Alberto tomó la pluma y escribió:
Berlina, treinta y cinco francos 35 francos
De Chalons a Lyon vais por el vapor, seis francos 6 »
De Lyon a Avignon, lo mismo, dieciséis francos 16 »
De Avignon a Marsella, ídem, siete francos . 7 »
Gastos durante el viaje, cincuenta francos 50 »
_______
Total 114 »
-Pongamos ciento veinte. Veis que soy generoso, ¿verdad, madre mía? -añadió sonriéndose.
-¿Pero y tú, mi pobre hijo?
-¡Yo!, no os preocupéis. Me reservo ochenta francos. Un joven, madre mí a, no tiene necesidad de
tantas comodidades, y además sé lo que es viajar.
-Sí, con lo silla de posta y lo ayuda de cámara.
-No importa, madre mía.
-Pues bien, sea -dijo Mercedes-, ¿pero y esos doscientos francos?
-Helos aquí, y otros doscientos más. He vendido mi reloj y mis sellos en cuatrocientos francos. Somos
ricos, pues en lugar de ciento catorce francos que necesitáis para vuestro viaje, tenéis doscientos
cincuenta.
-¿Pero debemos algo en esta casa?
-Treinta francos, que voy a pagar de mis ciento cincuenta, y puesto que sólo necesito ochenta para el
camino, veis que estoy nadando en la abundancia.
Y Alberto sacó una pequeña cartera con broches de oro, restos de su anterior opulencia, o quizá tierno
recuerdo de una de aquellas mujeres misteriosas, que cubiertas con un velo llamaban a la puerta
escondida. La abrió y mostró un billete de mil francos.
-¿Qué es eso? -inquirió Mercedes.
-Mil francos, madre mía. ¡Oh!, es muy bueno.
-Pero ¿de dónde tienes tú mil francos?
-Escuchad y no os conmováis.
Alberto se levantó, besó a su madre en ambas mejillas, y se puso a mirarla fijamente.
-No tenéis idea, madre mía, de cuán hermosa os encuentro -dijo el joven con un profundo sentimiento
de amor filial-, sois la más bella, como la más noble de cuantas mujeres he conocido.
-¡Hijo querido! -dijo Mercedes, procurando retener una lágrima que asomaba a sus ojos.
-En verdad, sólo os faltaba ser desgraciada para cambiar mi amor en adoración.
-No soy desgraciada, puesto que tengo a mi hijo -dijo Mercedes -, y no lo seré mientras siga teniéndolo.
-¡Ah!, precisamente, ved donde empieza la prueba, ¡madre mía!, sabéis que es cosa convenida.
-¿Hemos convenido algo? -preguntó Mercedes.
-Sí; en que viviréis en Marsella, y yo iré a África, donde en lugar del nombre que he dejado, me crearé
uno, honrando, el que he escogido.
Mercedes exhaló un suspiro.
-Pues bien, querida madre, desde ayer que estoy enganchado en los spahis -añadió el joven bajando los
ojos con cierta vergüenza, porque ignoraba cuán sublime era rebajándose-, o más bien he creído que mi
cuerpo era mío y que podía venderlo. Desde ayer reemplazo a uno. Me he vendido, como dicen, más caro
de lo que yo creía valer -añadió procurando sonreírse-, es decir, por dos mil francos.
-¿Así esos mil francos...? -dijo temblando Mercedes.
-Constituyen la mitad de la suma; la otra la entregarán dentro de un año.
Mercedes levantó los ojos al cielo con una expresión que nadie sería capaz de pintar, y las dos lágrimas
que hacía rato estaban detenidas en sus párpados, corrieron por sus mejillas.
-¡El precio de su sangre! -murmuró.
-Sí, si me matan -dijo sonriéndose Morcef-; pero os aseguro, mi buena madre, que por el contrario,
tengo intención de defender encarnizadamente mi existencia. Jamás he tenido tantas ganas de vivir como
ahora.
-¡Dios mío! ¡Dios mío! -dijo Mercedes.
-Además, ¿por qué creéis que he de morir? ¿La Moricière, ese Rey del Mediodía, ha muerto?
Changarnier, Bèdau, Morrel, a quienes conocemos, ¿no viven? Pensad, madre mía, ¡cuál será vuestra
alegría cuando me veáis volver con mi uniforme bordado! Os confieso que
creo estar muy bien, y he escogido ese regimiento por coquetería.
Mercedes suspiró. procurando sonreírse. Aquella santa madre comprendió que no debía permitir que su
hijo sufriese solo todo el peso del sacrificio.
-Pues bien -replicó Alberto-, ¡me comprendéis, madre mía!, tenéis ya cuatro mil francos; con ellos
viviréis bien dos años.
-¿Lo crees? -dijo Mercedes.
A la condesa se le escaparon estas dos palabras con un dolor tan verdadero que no se le ocultó a
Alberto: oprimiósele el corazón, y tomando la mano de su madre la apretó entre las suyas.
-Sí, viviréis --dijo.
-Viviré, sí, pero tú no partirás, ¿verdad, hijo mío?
-Madre mía, partiré -dijo Alberto con voz tranquila y firme -, me amáis demasiado para dejar que
permanezca ocioso a inútil, y además he firmado.
-Obrarás según lo voluntad, hijo mío, pero yo obraré según la de Dios.
-No según mi voluntad, madre mía, sino según la razón y la necesidad. Somos dos criaturas sin nada,
¿es verdad? ¿Qué es la vida para vos hoy?, nada. ¿Qué es para mí?, poca cosa sin vos, madre mía.
Creedme, bien poca cosa, porque sin vos hubiera cesado desde el día en que dudé de mi padre y rechacé
su nombre. En fin, viviré si me prometéis esperar aún, si me confiáis el cuidado de vuestra dicha futura,
duplicáis mis fuerzas. Luego iré a ver al gobernador de Argelia, cuyo corazón es leal y enteramente de
soldado; le contaré mi lúgubre historia y le rogaré vuelva de vez en cuando la vista hacia mí, y si me
cumple su palabra, y si observa mis acciones, antes de seis meses seré oficial o habré muerto. Si soy
oficial, tendréis vuestra suerte asegurada, madre mía, porque tendré dinero para vos y para mí, y además
un nuevo nombre que ambos llevaremos con orgullo porque será el vuestro. ¡Si muero...!, bien, entonces
morid si queréis, y vuestras desgracias tendrán un término en su exceso mismo.
-Bien -respondió Mercedes con noble y elocuente mirada-, tienes razón, hijo mío, probemos a ciertas
personas que nos observan y esperan nuestros actos para juzgarnos. Probémosles que somos dignos de
compasión.
-Pero nada de ideas tristes, querida madre -dijo el joven-, os juro que somos dichosos en lo que cabe.
Sois una persona de talento y resignación. Yo he simplificado mis gustos y no tengo necesidades; una vez
en el servicio, ya soy rico. Cuando hayáis llegado a casa del señor Dantés, estáréis tranquila. ¡Probemos!
¡Os lo ruego, madre mía! ¡Probemos!
-Sí, hijo mío, porque tú debes vivir para ser aún dichoso -respondió Mercedes.
-Así, he aquí nuestras particiones hechas -dijo el joven afectando gran serenidad-. Podemos partir hoy
mismo. Retengo, como he dicho, vuestro asiento.
-Pero ¿y el tuyo, hijo mío?
-Debo permanecer dos o tres días aquí, madre mía. Esto será un principio de separación, y debemos
acostumbrarnos a ella. Pre ciso de algunas recomendaciones y adquirir ciertas noticias sobre África. Nos
veremos en Marsella.
-Pues bien, sea -dijo Mercedes poniéndose un chal, único que había traído y que por casualidad era un
cachemira negro de gran precio -, partamos.
Alberto recogió sus papeles, llamó para pagar los treinta francos que debía al amo de la casa, y
ofreciendo el brazo a su madre bajó la escalera.
Alguien bajaba delante de ellos, y esa persona, al oír el crujido de un vestido de seda, volvió la cabeza.
-¡Debray! -murmuró Alberto.
-Vos, Alberto -respondió el secretario del ministro deteniéndose en el escalón en que estaba.
Pudo más en él la curiosidad que el deseo de guardar el incógnito, a más de que ya le habían conocido.
Parecía curioso, en efecto, encontrar en aquella casa ignorada al joven cuya aventura había hecho tanto
ruido en París.
-Morcef -repitió Debray.
Y viendo en la oscuridad el talle, joven aún, y el velo negro de la señora de Morcef:
-¡Oh!, disculpadme-añadió-, os dejo, Alberto.
Este conoció la idea.
-¡Madre mía! -dijo volviéndose a Mercedes -, es el señor Debray, secretario del ministro del Interior y
mi ex amigo.
-¡Cómo! -balbució Debray-, ¿qué queréis decir con eso?
-Digo esto porque hoy ya no tengo amigos y no debo tenerlos; os doy gracias por haber tenido la
bondad de reconocerme, caballero.
Debray subió dos escalones y fue a dar afectuosamente la mano a su interlocutor.
-Creedme, mi querido Alberto -dijo con toda la emoción de que era capaz-, creedme, he sentido mucho
vuestras desgracias, y en todo y por todo estoy a vuestra disposición.
-Gracias -dijo Alberto sonriéndose-, pero en medio de todas
nuestras desgracias somos aún bastante ricos para no tener necesidad de incomodar a nadie. Salimos de
París, tenemos nuestro viaje pagado, y aún nos quedan cinco mil francos.
Debray, que llevaba un millón en el bolsillo, se sonrojó, y por poco práctico que fuese no pudo menos
de reflexionar que la misma casa contenía hacía poco dos mujeres: una, justamente deshonrada, se iba
pobre con un millón y quinientos mil francos bajo su capa, y la otra, injustamente perseguida, pero
sublime en su desgracia, salía rica con poco dinero.
Tales comparaciones echaron por tierra sus combinaciones políticas. La filosofía del ejemplo le aterró,
balbució algunas palabras de urbanidad general y bajó rápidamente.
Aquel día, los empleados del ministerio, sus subordinados, tuvieron que sufrir su malhumor.
Por la tarde compró una hermosa casa en el boulevard de la Magdalena, que le producía de renta
cincuenta mil libras.
Al día siguiente y a la hora en que Debray firmaba el contrato, es decir, sobre las cinco de la tarde, la
señora Morcef, después de haber abrazado tiernamente a su hijo y recibido los abrazos de éste, montaba
en una berlina de la diligencia.
En las mensajerías Laffitte, un hombre estaba oculto tras una ventana del entresuelo que hay encima del
despacho. Vio subir a Mercedes, salir la diligencia y alejarse a Alberto.
Pasó la mano por su frente y murmuró:
-¡Cómo haré para devolver a dos inocentes la dicha de que les he privado! Dios me ayudará.
Capítulo catorce
El foso de los leones
Una de las divisiones de la cárcel de la Fuerza, en donde se custodian los presos más peligrosos, lleva
el nombre de patio de San Bernardo.
En su lenguaje enérgico, los presos le han dado el sobrenombre de Foso de los Leones, probablemente
porque los cautivos muerden frecuentemente los hierros y muchas veces a los guardianes.
Es una prisión dentro de otra. Los muros tienen doble espesor que los demás de la cárcel. Todos los
días un guardián registra cuidadosamente las rejas, y es fácil conocer, al observar su estatura hercúlea y
sus miradas frías a inquisidoras, que los alcaides han sido escogidos para reinar sobre su pueblo por el
terror y la actividad de la inteligencia .
El patio de aquella división está rodeado de muros enormes sobre los que resbala oblicuamente el sol
cuando se decide a penetrar en aquel abismo de fealdades morales y físicas. En aquel patio, desde la hora
de levantarse, vagan pensativos, espantados y pálidos como espectros, aquellos hombres que la justicia
tiene bajo el peso de su aguda cuchilla.
Se les ve arrimarse, formar grupos a lo largo de la pared que recibe y conserva mayor parte de calor.
Permanecen allí hablando dos a dos, las más veces solos, con la vista fija en la puerta, que se abre para
llamar a alguno de los habitantes de aquella lúgubre mansión, para vomitar en aquel golfo una acerba
escoria expulsada del seno de la sociedad.
El patio de San Bernardo posee su locutorio particular, un cuadrílongo dividido en dos partes por dos
rejas de hierro colocadas a distancia de tres pies la una de la otra, de suerte que el que visita aquel local no
puede dar la mano al preso. Aquel locutorio es sombrío, húmedo y horroroso, sobre todo cuando se tienen
en cuenta las espantosas confidencias de que han sido testigos aquellas enmohecidas rejas.
Sin embargo, por espantoso que sea aquel sitio, es el paraíso donde vienen a gozar de una sociedad
esperada con impaciencia aquellos hombres cuyos días están contados, pues rara vez sale uno del Foso de
los Leones que no vaya a la barrera de Santiago o a presidio perpetuamente.
En el patio que acabamos de describir, y que estaba sumamente húmedo, se paseaba con las manos en
los bolsillos del frac un joven a quien examinaban con curiosidad los habitantes de la Fuerza.
Habría podido pasar por hombre elegante, gracias a sus ropas, si éstas no hubiesen estado hechas
pedazos. Con todo, no eran viejas. El paño fino y sedoso en los sitios intactos, recobraba fácilmente su
brillo al pasarle la mano el joven, que procuraba rehacer su frac.
Con el mismo cuidado, dedicábase a abrocharse una camisa de batista, que había cambiado
considerablemente de color desde su entrada en la cárcel, y pasaba sobre sus botas barnizadas un pañuelo
de holanda, en cuyos picos estaban bordadas unas iniciales y encima una corona heráldica.
Algunos de los pupilos del Foso de los Leones contemplaban con un interés particular los manejos del
preso.
-¡Toma!, mira, mira cómo se compone el príncipe -dijo uno de los ladrones.
-Tiene un aire muy distinguido -respondió otro-, y seguro que si tuviese un peine y pomada, eclipsaría a
todos los elegantes de guante blanco.
-Su frac no es aún viejo, y sus botas relucen lindamente. Es muy lisonjero para nosotros tener
compañeros de buen tono, y esos tunos de gendarmes son bien villanos. ¡Los envidiosos! ¡Pues no han
destrozado tan hermoso traje!
-Parece que es un sujeto famoso -dijo otro-, ha hecho de todo... y en gran estilo..., ¡viene de allá abajo
tan joven! ¡Oh! ¡Eso es magnífico... !
Y el que era objeto de aquella vergonzosa admiración parecía saborear los elogios o los vapores de los
elogios, porque no oía las palabras.
Cuando hubo dado fin a su aseo, se acercó a la reja de la cantina, contra la que estaba recostado el
guardián.
-Veamos -le dijo-, prestadme sólo veinte francos, que pronto os los devolveré. Conmigo no arriesgáis
nada. Pensad que tengo parientes que poseen más millones que cuantos tenéis vos. Pronto, prestadme esos
veinte francos, necesito comp rar algunas cosas, padezco horriblemente de verme todo el día con frac y
botas... ¡Qué frac para un príncipe Cavalcanti!
E1 guardián le volvió la espalda y se encogió de hombros. No se rió de aquellas palabras, que habrían
hecho gracia a otro cualquiera porque aquel hombre había oído muchas semejantes, o mejor dicho,
siempre oía las mismas cosas.
-Idos de aquí -dijo Cavalcanti-, sois hombre de cruel corazón y os haré perder vuestro destino.
Aquellas palabras hicieron volver la cara al guardián, que soltó una carcajada.
Los presos se acercaron y formaron un corro.
-Os aseguro que con esa pequeña cantidad podría comprar una bata y obtener un cuarto particular para
recibir dignamente la ilustre visita que espero de un día a otro.
-¡Tiene razón! ¡Tiene razón! -exclamaron los demás presos-, bien se ve que es hombre de importancia.
-Prestadle, entonces, los veinte francos -dijo el guardián apoyándose contra la reja-. ¿Por ventura no
debéis hacer ese favor a un camarada?
-Yo no soy camarada de esas gentes -dijo con altivez el joven-, no me insultéis, porque no tenéis ese
derecho.
-¿Lo oís? -dijo el guardián con una maligna sonrisa-, os trata bien, prestadle los veinte francos..., ¿eh?
Los presos se miraron con un murmullo - sordo, y una tempestad levantada por la provocación del
guardián más aún que por las palabras de Cavalcanti empezó a formarse contra el preso aristócrata.
El guardián, seguro de poder hacer el Quos ego, cuando las olas fuesen demasiado fuertes, las dejó
crecer poco a poco, representando el papel del pretendiente importuno para divertirse luego un buen rato.
Los ladrones se acercaban ya a Cavalcanti, y los unos decían:
-¡El zapato!, ¡el zapato!
Cruel operación, que consiste en azotar, no con una chinela, sino con un zapato lleno de clavos, al que
cae en desgracia.
Otros eran de opinión que sufriese la anguila, género de diversión que consiste en llenar de arena, de
chinas y monedas, cuando las tienen, un pañuelo, torcerlo, y descargar golpes en la cabeza y en las
espaldas de la víctima.
-Azotemos al hermoso caballero -dijeron otros-, ¡al hombre de bien!
Pero Cavalcanti se volvió hacia ellos, guiñó los ojos, infló la mejilla con la lengua, a hizo oír un sonido
con los labios, que equivale a mil signos de inteligencia entre los bandidos y les obliga a callarse.
Aquel signo masónico lo aprendió de Caderousse.
Reconocieron en seguida a uno de los suyos.
En seguida estuvieron todos a favor del preso. Se oyeron algunas voces que decían: ¡tiene razón!,
¡puede ser hombre de bien a su modo!, y los presos querían dar el ejemplo de la libertad de conciencia.
La tempestad se apaciguó. El guardián, atónito, tomó las manos de Cavalcanti, las sujetó y empezó a
registrarle, atribuyendo aquel repentino cambio de los habitantes del Foso de los Leones a alguna otra
señal mucho más significativa.
Cavalcanti le dejó hacer, aunque protestando.
De pronto se oyó una voz en la reja.
-¡Benedetto! -gritaba un inspector.
El guardián le dejó.
-¡Al locutorio! -dijo la voz.
-Ya lo veis, vienen a visitarme... ¡Ah!, pronto veréis si se puede tratar a Cavalcanti como a un hombre
cualquiera.
Y Cavalcanti salió del patio como una sombra negra, se precipitó por la reja entreabierta, dejando
admirados a sus compañeros y hasta al guardián.
Llamábanle al locutorio, y no debemos admirarnos menos que él, porque el tuno, desde su entrada en la
cárcel, en vez de escribir para hacerse reclamar como otros, había guardado el más obstinado silencio.
«Estoy protegido por algún poderoso -pensaba-; todo me lo prueba. Mi improvisada fortuna, la
facilidad con que he allanado todos los obstáculos, una familia improvisada, un nombre ilustre,
magníficas alianzas prometidas a mi ambición, todo, todo está en mi favor. Una mala hora en mi suerte, la
ausencia de mi protector quizá, me ha perdido, pero no del todo y para siempre. La mano se ha retirado
por un momento, pero pronto llegará de nuevo hasta mí, y me salvará cuando ya me crea yo hundido en el
abismo.
»¿Por qué arriesgaré un paso imprudente? Tal vez perdería con ello la confianza de mi protector. Hay
dos medios para salir adelante: la evasión misteriosa comprada a peso de oro, o comprometer a los jueces
en términos que obtenga la absolución. Esperemos para hablar y para obrar a estar seguro de que me han
abandonado, y entonces...»
Cavalcanti había edificado un plan que podría calificarse de hábil. El miserable era fuerte en el ataque y
obstinado en la defensa.
Había soportado las privaciones y escasez de la prisión común, y sin embargo, la costumbre le hacían
insoportable el verse mal vestido, sucio y hambriento. El tiempo le parecía eterno.
En aquellos instantes insoportables fue cuando la voz del inspector le llamó al locutorio.
El corazón de Cavalcanti saltó de alegría. No podía ser la visita del juez de Instrucción, ni tampoco
podían llamarle el director de Prisiones o el médico. Por consiguiente, sólo podía ser la esperada visita.
A través de la reja del locutorio en que fue introducido, distinguió Cavalcanti la cara sombría a
inteligente de Bertuccio, que le miraba con dolorosa admiración, observando cuidadosamente las rejas,
las puertas y el triste sitio en que le encontraba.
-¡Ah! -dijo Cavalcanti con el corazón oprimido.
-Buenos días, Benedetto -dijo Bertuccio con voz profunda y sonora.
-¡Vos!, ¡vos! -continuó el joven mirando espantado alrededor.
-¿Me conoces? -dijo Bertuccio -, ¡joven desgraciado!
-¡Silencio!, ¡silencio! -respondió Cavalcanti, que sabía cuán fino era el oído de aquellas paredes -. ¡Dios
mío! ¡Dios mío!, ¡no habléis tan alto!
-Tú desearías hablar conmigo a solas, ¿no es cierto? -dijo Bertuccio.
-Sí, sí -respondió Cavalcanti.
-Está bien.
Y Bertuccio metiendo la mano en el bolsillo, hizo señas al guardián, que se veía a través de la reja.
-Leed -le dijo.
-¿Qué es eso? -preguntó Cavalcanti.
-La orden de ponerte en un cuarto solo y dejarte comunicar conmigo.
-¡Oh! -dijo Cavalcanti rebosando alegría, y volviendo sobre sí, pensó: «El protector misterioso no me
olvida, el secreto es lo que ante todo se han propuesto obtener, puesto que quieren hable en un cuarto
solo..., mi protector es el que ha enviado a Bertuccio.»
El guardián habló un momento con el superior, abrió las dos rejas, y condujo al preso a un cuarto del
primer piso, que daba al patio. La alegría de Cavalcanti era indescriptible.
La habitación estaba blanqueada según es costumb re en las cárceles. Su aspecto pareció muy alegre al
preso; una estufa, una cama, una silla y una mesa; estaba amueblada con lujo.
Bertuccio se sentó en la silla, Cavalcanti se echó sobre la cama y el guardián se retiró.
-Veamos -dijo el intendente del conde- lo que tienes que decirme.
-¿Y vos? -respondió Cavalcanti.
-Pero habla tú primero.
-¡Oh, no; a vos corresponde, puesto que venís a visitarme.
-Pues bien, sea. Has continuado el curso de tus crímenes. Has robado y asesinado.
-Bueno; si me habéis mandado poner en un cuarto aparte únicamente para decirme esto, tanto valía que
no os hubieseis molestado. Esas cosas ya me las sé; hay otras que ignoro. Hablemos de ellas, si gustáis.
¿Quién os ha enviado?.
-¡Oh! ¡Oh! Muy ligero andáis, Benedetto.
-No es verdad; solamente voy derecho al fin. Pero excusémonos palabras inútiles. ¿Quién os envía?
-Nadie.
-¿Cómo supisteis que estaba preso?
-Hace mucho que lo he reconocido en el elegante insolente que paseaba a caballo por los Campos
Elíseos.
-¡Los Campos Elíseos...!, los Campos Elíseos... No nos apartemos de lo principal. Hablemos de mi
padre, ¿queréis?
-¡Qué soy yo, a fin de cuentas!
-Vos, buen hombre, vos sois mi padre adoptivo, pero no pienso que seáis vós quien ha dispuesto en mi
favor de cien mil francos, que
he devorado en cuatro o cinco meses. No sois vos el que me ha forjado un padre italiano y noble, ni el
que me ha presentado en el mundo y convidado a cierta comida en Auteuil, en la que se hallaba reunida la
mejor sociedad de Paris y cierto procurador del Rey, cuya amistad he hecho mal en no cultivar, pues me
sería muy útil en este momento. No sois vos, finalmente, el que respondió de dos millones cuando me
ocurrió el accidente fatal de la descubierta. Vamos, hablad, estimable corso, hablad...
-¿Qué quieres que diga?
-Yo os ayudaré.
-Hablabais de los Campos Elíseos hace un instante, mi digno padre postizo.
-¡Y bien!
-En los Campos Elíseos hay un caballero muy rico, muy rico.
-En cuya casa has robado y asesinado, ¿verdad?
-Me parece que sí.
-El señor conde de Montecristo.
-Vos le habéis nombrado, como dice Racine... Pues bien, debo arrojarme en sus brazos, estrecharle
contra mi corazón, y exclamar: ¡padre mío!, como dice el señor Pixérécourt.
-Dejemos a un lado las chanzas -respondió gravemente Bertuccio-, y que semejante nombre no se
pronuncie jamás como os habéis atrevido a hacerlo.
-¡Bah! -dijo Cavalcanti, algo desconcertado por la solemnidad de Bertuccio-, ¿por qué no?
-Porque el que lleva ese nombre es demasiado favorecido del cie lo para ser padre de un miserable como
vos.
-¡Bah!, ¡monsergas!
-Os aconsejo que andéis con cuidado.
-¡Amenazas...!, no las temo, diré...
-¿Creéis que tratáis con pigmeos de vuestra especie? -dijo Bertuccio con un tono tan tranquilo y firme
que removió hasta las entrañas del joven-. ¿Creéis que tratáis con vuestros malvados compañeros de
presidio o con vuestros imbéciles del gran mundo? Benedetto, estáis bajo un poder terrible. Una mano
protectora tiene a bien llegar hasta vos, aprovechaos de la ayuda que os ofrece. No juguéis con el rayo,
que deja por un instante, pero que volverá a tronar si hacéis la menor demostración para detener su noble
curso.
-Mi padre..., yo quiero saber quién es mi padre..., pereceré si es necesario, pero lo sabré. ¿Qué me
importa a mí el escándalo? Bie nes..., «reclamaciones», como dice el señor de Beauchamp, el periodis ta.
Pero vosotros, los del gran mundo, siempre tenéis algo que perder con el escándalo, a pesar de vuestros
millones y vuestros escudos de armas... ¿Quién es mi padre?
-He venido para decírtelo.
-¡Ah! -dijo Benedetto rebosando alegría.
En aquel instante, abrióse la puerta, presentóse el carcelero, y dirigiéndose a Bertuccio, le dijo:
-Escuchadme, caballero. El juez de Instrucción espera al reo.
-Es el final de mi interrogatorio -dijo Benedetto-. Llévese el diablo al importuno.
-Volveré mañana -le dijo Bertuccio.
-¡Bien! -repuso el joven-. Señores gendarmes, estoy a vuestra disposición. ¡Ah!, mi estimable señor,
dejad algún dinero en la escribanía para que me den lo que me haga falta.
-Lo haré -dijo Bextuccio.
Benedetto le alargó la mano, Bertuccio metió la suya en el bolsillo e hizo sonar dinero.
-Eso es lo que quería decir -dijo el reo tratando de esbozar una sonrisa; pero subyugado por la extraña
impasibilidad de Bertuccio: -¿Me habré engañado? -se dijo al subir en el carruaje que debía conducirle al
gabinete del juez-. Hasta mañana, pues -añadió volviéndose a Bertuccio.
-Hasta mañana-respondió éste.
Capítulo quince
El juez
Seguramente recordará el lector que el abate Busoni había quedado solo con Noirtier en el cuarto
mortuorio, y que el anciano y el sacerdote se encargaron de velar el cuerpo de Valentina.
Acaso las exhortaciones cristianas del abate, su dulce caridad, su palabra persuasiva, devolvieron el
valor al anciano, porque desde el momento en que pudo entrar en relación con el sacerdote, en vez de la
desesperación que se había apoderado de él, todo en Noirtier anunciaba una gran resignación, una calma
bien sorprendente para todos los que recordaban la afección profunda que profesaba a Valentina.
El señor de Villefort no había vuelto a ver al anciano desde la ma ñana en que murió su hija. Toda la
casa se había renovado. Tomóse otro criado para él, otro para Noirtier. Entraron dos mujeres al servicio
de la señora de Villefort. Todos, hasta el mayordomo, el cochero, ofrecían un aspecto distinto
entre los diferentes señores de esta casa maldita, interponiéndose entre las frías relaciones que entre ellos
existían. Por otra parte, el jurado se abría dentro de dos o tres días, y Villefort, encerrado en su gabinete,
trabajaba febrilmente en los procedimientos contra el asesino de Caderousse. Este asunto, como aquellos
en que el conde de Montecristo se hallaba envuelto, había promovido gran ruido en el mundo parisiense.
Las pruebas no eran convincentes, puesto que se basaban en algunas palabras escritas por un presidiario
moribundo, antiguo compañero de reclusión de un hombre a quien podía acusar por odio o por venganza.
El convencimiento sólo existía en la conciencia del magistrado. El señor de Villefort había acabado por
adquirir la terrible convicción de que Benedetto era culpable, y debía sacar de esta difícil victoria una de
las satisfacciones de amor propio, únicas que conmovían un poco las fibras de su helado corazón.
Instruíase, pues, el proceso, gracias al trabajo incesante de Villefort, que quería inaugurar el próximo
jurado. Veíase precisado a ocultarse para evitar el responder al prodigioso número de demandas de
billetes de audiencia que se le hacían.
Hacía poco tiempo que la pobre Valentina había sido depositada en el sepulcro, estaba aún tan reciente
el dolor de la casa, que nadie se admiraba de ver al padre tan sumamente absorbido por sus deberes, es
decir, en la única distracción que podía hallar a sus pesares.
Una sola vez, la víspera del día en que Benedetto recibió la segunda visita de Bertuccio, en que éste
debía haber dado el nombre de su padre, la víspera de este día, que era domingo, una sola vez, decimos,
Villefort había visto a su padre. Era un momento en que el magis trado, rendido de fatiga, había bajado al
jardín de su casa, y sombrío, encorvado bajo el peso de un tenaz pensamiento, parecido a Tarquino dando
con su vara en las cabezas de las adormideras más altas, el señor de Villefort daba con su bastón en los
largos y macilentos tallos de las enredaderas que se enlazaban por los pilares como los espectros de estas
flores tan brillantes en la estación que conducía. Más de una vez había llegado al fondo del jardín, es
decir, a la fa mosa valla que daba al huerto abandonado, volviendo siempre por el mismo punto, y
emprendiendo su paseo del propio modo y con igual semblante, cuando sus ojos se dirigieron
maquinalmente hacia la casa, en la cual oía jugar alegremente a su hijo, que había vuelto del colegio para
pasar el domingo y el lunes cerca de su madre.
A este movimiento, vio en una de las ventanas abiertas al señor Noirtier, que se había hecho arrastrar en
su silla de mano hasta ella, para gozar de los últimos rayos del sol, aún tibio, que venían a saludar las
flores mustias de las enredaderas y las hojas de las parras que tapizaban el edificio. Los ojos del paralítico
estaban clavados, por decirlo así, sobre un punto que Villefort distinguía imperfectamente. Esa mirada de
Noirtier era tan repugnante, tan salvaje, tan ardiente de impaciencia, que el procurador del rey, hábil en
aprovechar todas las impresiones de un rostro que tan bien conocía, dirigió a otro punto la vista por si dis -
tinguía la casa o persona a que aquélla se dirigía.
Entonces vio bajo un bosque de tilos, cuyas ramas estaban ya casi sin hojas, a la señora de Villefort,
que sentada y con un libro en la mano interrumpía de vez en cuando su lectura para sonreír a su hijo y
devolverle una pelota de goma que lanzaba obstinadamente desde el salón al jardín.
Villefort palideció, porque comprendió lo que quería decir el anciano con su mirada. Noirtier tenía los
ojos fijos en el mismo objeto, pero de pronto separó la vista de la mujer para fijarla en el marido, y
Villefort tuvo que sufrir el ataque de aquellos ojos aterradores, que al cambiar de objeto habían también
cambiado de lenguaje, sin perder nada de su expre sión amenazadora.
La señora de Villefort, ignorante de la tempestad que se formaba sobre su cabeza, retenía en aquel
momento la pelota del niño y le hizo señas de que viniese a buscarla con un beso, pero Eduardo se hizo
rogar por mucho tiempo. La caricia maternal no le parecía suficiente recompensa para el.trabajo que iba a
tomarse. Finalmente se decidió, saltó por la ventana y corrió hacia su madre con la frente cubierta de
sudor. Enjugósela ésta, puso en ella sus labios y le dejó ir con la pelota en una mano y en la otra un
puñado de caramelos.
Villefort, atraído como el pájaro por la serpiente, se acercó a la casa, y a medida que se acercaba a ella,
la mirada del anciano descendía, siguiéndole de tal modo que le penetraba hasta lo más recóndito del
corazón. Aquella mirada era un sangriento vituperio al mismo tiempo que una terrible amenaza. Los ojos
de Noirtier se levantaron al cielo como recordando a su hijo el olvido de su juramento.
-Está bien, señor, está bien. Tened paciencia siquiera un día; lo dicho, dicho.
Pareció como si aquellas palabras hubieran tranquilizado a Noirtier, cuya mirada se volvió con
indiferencia a otra parte.
La noche fue como de costumbre, todos se acostaron y durmieron. Sólo Villefort no lo hizo, y trabajó
hasta las cinco de la mañana, re visando los interrogatorios hechos la víspera por los magistrados
instructores y compulsando las declaraciones de los tes tigos que debían esclarecer una de las actas de
acusación más difíciles y bien combinadas que hubiese hecho jamás.
Al día siguiente, lunes, debía celebrarse la primera sesión de los jurados. Villefort vio amanecer aquel
día nublado y siniestro. Su azu lada luz se reflejó sobre el papel y las líneas que en él trazara con tin ta roja.
El magistrado se había dormido por un instante, y le despertó el ruido que hacía su lámpara
chisporroteando al apagarse. Sus dedos llenos de tinta encarnada parecían mojados en sangre.
Abrió del todo la ventana, una faja anaranjada dividía el horizonte. Un ruiseñor dejaba oír su canto
matinal. El aire húmedo de la mañana refrescó la cabeza del magistrado.
-En el día de hoy -dijo con esfuerzo-, el hombre que tiene la espada de la justicia la hará caer en todas
partes sobre los culpables.
Sus ojos buscaron ávidamente la ventana en que viera a Noirtier el día antes.
La cortina estaba corrida.
Y sin embargo, tenía tan presente la imagen de su padre, que sus ojos se dirigieron a aquella ventana
cerrada como si estuviera abierta, y viese en ella la imagen amenazadora del anciano.
-Sí -murmuró-; sí, vive tranquilo.
Dejó caer la cabeza sobre el pecho y dio unas cuantas vueltas por el despacho. Finalmente, se arrojó
vestido sobre un sofá, menos para dormir que para que descansasen sus fatigados miembros.
Poco a poco se despertaron todos. Villefort oyó desde su despacho los diferentes ruidos que
constituyen, por decirlo así, la vida de una casa, las puertas, puestas en movimiento, y el sonido de la
campanilla de la señora de Villefort, que llamaba a su doncella, y los primeros gritos del niño, que se
levantaba alegre, como sucede siempre a su edad.
Villefort tiró de su campanilla. Su nuevo ayuda de cámara entró y le trajo los periódicos.
Al mismo tiempo, le presentó también una taza de chocolate.
-¿Qué me traes ahí? -preguntó Villefort.
-Una taza de chocolate.
-No la he pedido. ¿Quién se ha ocupado de mí?
-Ha dicho la señora que el señor debería hablar mucho hoy ante el jurado, y que necesitaba tomar
fuerzas.
Y puso sobre una mesa que había junto al sofá, llena de papeles como todas las demás, la taza de plata.
Villefort contempló un momento la taza con aire sombrío, tomóla en seguida con un movimiento
nervioso, y bebió de una sola vez su contenido. Hubiérase dicho que esperaba contuviese el mortal veneno,
que llamando a la muerte, le libertara de cumplir con un deber más penoso aún que morir. Levantóse
en seguida, y empezó a pasear por el despacho con una sonrisa que hubiera espantado al que lo hubiera
estado contemplando.
El chocolate era inofensivo, y el señor Villefort nada sintió.
Llegó la hora del almuerzo, y el señor Villefort no se presentó a la mesa.
El ayuda de cámara entró en el despacho.
-La señora dice que son las once, y la audiencia empieza a mediodía.
-Y bien -dijo Villefort -, ¿y luego?
-La señora está vestida, y pregunta si acompañará al señor.
-¿Adónde?
-Al Palacio de Justicia.
-¿Para qué?
-Dice la señora que desea asistir a esta sesión.
-¡Ah! -dijo Villefort con un acento espantoso-, ¿lo desea?
El criado dio un paso atrás y dijo:
-Si el señor quiere salir solo, iré a decirlo a la señora.
Villefort permaneció un instante silencioso; con sus uñas rascaba su pálida mejilla y retorcía su barba
de ébano.
-Decid a la señora que deseo hablarle, y que le ruego me espere en su cuarto.
-Sí, señor.
-Después volveréis para afeitarme y vestirme.
-Al instante.
El ayuda de cámara fue a cumplir su encargo, y volvió al momento, afeitó a Villefort, y le vistió
completamente de negro.
Cuando concluyó le dijo:
-La señora ha dicho que esperaba.
-Voy.
Villefort, con los extractos bajo el brazo y el sombrero en la mano, se dirigió a la habitación de su
mujer.
La señora de Villefort se hallaba sentada en una otomana, hojeando con impaciencia los periódicos y
folletos que Eduardo se entretenía en hacer pedazos antes de que su madre hubiese acabado su lectura.
Estaba completamente vestida para salir. Tenía el sombrero sobre una silla y puestos los guantes.
-¡Ah!, ¿estáis aquí? --dijo con una voz natural y tranquila-. ¡Dios mío!, ¡estáis muy pálido! ¿Habéis
trabajado toda la noche?
¿Por qué no habéis venido a almorzar con nosotros? ¡Y bien!, ¿voy con vos, o sola con Eduardo?
La señora de Villefort había multiplicado las preguntas para obtener una respuesta, pero el señor de
Villefort estaba mudo y frío como una estatua.
-Eduardo -dijo Villefort fijando en el niño una mirada imperio sa-, id a jugar al salón, amigo mío, es
preciso que hable a vuestra madre.
La señora de Villefort, viendo aquella frialdad y tono resuelto, tembló sin saber la causa de aquellos
preámbulos.
Eduardo levantó la cabeza, miró a su madre, y viendo que no confirmaba la orden de Villefort, volvió a
jugar con sus soldados de plomo.
-Eduardo -dijo el señor de Villefort tan ásperamente que el chico saltó sobre la silla -, ¿me oís?, id.
El niño, que no estaba acostumbrado a que le tratasen con tanta severidad, se levantó pálido, no
sabríamos decir si de cólera o de miedo.
Su padre se acercó a él, le tomó por un brazo y le dio un beso en la frente.
-Vete, hijo mío-dijo-, vete.
Eduardo salió de la estancia.
El señor de Villefort se dirigió a la puerta y pasó el cerrojo.
-¡Oh, Dios mío! -dijo la joven mirando a su marido, y procurando esbozar una sonrisa que heló sobre
sus labios la impasibilidad de Villefort-. ¿Qué ocurre?
-Señora, ¿dónde guardáis el veneno de que os servís comúnmente? -dijo claramente y sin preámbulos el
magistrado, colocándose entre su mujer y la puerta.
La señora de Villefort sintió lo que una tórtola a la que un milano hinca las garras en la cabeza.
De su pecho brotó un sonido ronco, que no era tú grito ni suspiro, y palideció hasta ponerse lívida.
-Señor-dijo-, yo... no os comprendo.
Y como herida por un accidente mortal, se dejó caer sobre el sofá.
-Os pregunto -repitió Villefort con una voz completamente tranquila-, en qué sitio ocultáis el veneno
con el que habéis matado a mi suegro, el señor de Saint-Merán, a mi suegra, a Barrois y a mi hija
Valentina.
-¡Ah!, señor -dijo la señora de Villefort-, ¿qué decís?
-No os corresponde preguntar, sino responder.
-¿Al juez o al marido? -balbució la señora de Villefort.
-¡Al juez!, señora, ¡al juez!
Espantosa era la palidez de aquella mujer, la angustia de su mirada y el temblor de todo su cuerpo.
-iAh!, ¡señor! -dijo-, ¡señor! -y no pudo continuar.
-¿No respondéis? -prosiguió el terrible inquisidor, y añadió en seguida con una risa más espantosa aún
que su cólera:- ¿es verdad que no negáis?
Ella hizo un movimiento.
-Y no podríais negar -añadió Villefort extendiendo el brazo como para cogerla en nombre de la
justicia-, consumasteis estos críme nes con impúdica desvergüenza, pero no han podido engañar más que a
las personas cuyo afecto hacia vos las cegaba. Desde la muerte de la señora de Saint-Merán, he sabido
que existía en mi casa un envenenador; después de la de Barrois, Dios me perdone, mis sospechas recayeron
sobre un ángel. Mis sospechas, que aun sin necesidad de crimen están siempre despiertas en el
fondo de mi alma; pero después de la muerte de Valentina ya no hay duda para mí, señora, y no solamente
para mí, sino ni aun para otros. Así, vuestro crimen, conocido de dos personas y sospechado por
muchas, va a hacerse público, y como os dije hace un momento, no habláis, señora, al marido, sino al
juez.
La mujer escondió el rostro entre las manos.
-¡Oh!, señor-dijo-, os suplico..., no creáis en apariencias.
-¡Seríais tan cobarde! -gritó Villefort con tono de desprecio-. En efecto, he notado siempre que los
envenenadores son cobardes. ¿Seréis cobarde vos, que habéis tenido valor para ver expirar a dos ancianos
y una joven asesinados por vos?
-¡Señor! ¡Señor!
-¿Seréis tan cobarde, vos que habéis contado uno a uno los minutos de cuatro agonías? -continuó
Villefort con una exaltación que aumentaba a cada instante-. ¿Vos, que habéis combinado vuestros planes
infernales y preparado vuestras bebidas con una precisión y habilidad milagrosas? Vos, que todo lo habéis
calculado tan bien, habéis olvidado una cosa, es decir, adónde podía conduciros el descubrimiento de
vuestros crímenes. ¡Oh!, esto es imposible, sin duda habéis reservado algun veneno más duke, más sutil y
más mortífero que los demás para escapar al castigo que merecéis... Lo habéis hecho, al menos yo así lo
espero.
La señora de Villefort retorcióse las manos y cayó de rodillas.
-¡Lo sél ¡Lo sé! -dijo el magistrado-, confesáis; pero la confesión hecha a los jueces, la confesión en el
último trance, cuando ya es imposible negar, no disminuye el castigo.
-¡El castigo!, ¡el castigo!, ¡señorl, ¡es la segunda vez que pronunciáis esa palabra!
-Sin duda. ¿Creíais escapar porque habéis sido cuatro veces culpable? ¿O porque sois la esposa del que
pide la aplicación de la pena, pensasteis sustraeros a ella? No, señora, no. Sea cual fuere la envenenadora,
el cadalso la espera, si, como os lo decía hace un momento, no ha tenido cuidado de conservar para ella
algunas gotas de su veneno, el más activo.
La señora de Villefort lanzó un grito horrible, un terror espantoso se dejó ver en sus desencajadas
facciones.
-¡Oh!, no temáis el cadalso. No quiero deshonraros, porque sería deshonrarme. Al contrario, si me
habéis entendido, debéis comprender que no estáis destinada a morir en el patíbulo.
-No os comprendo, ¿qué queréis decir? -balbució la desgraciada mujer, completamente aterrada.
-Quiero decir que la mujer del primer magistrado de la capital no cubrirá de oprobio un nombre sin
mancilla, y no deshonrará a la vez a su marido y a su hijo.
-¡No!, ¡oh!, ¡no!
-Pues bien, haréis una buena acción, y os doy por ello las gracias.
-Me dais las gracias, ¿de qué?
-De lo que habéis dicho.
-¿Y qué he dicho? Yo me vuelvo loca. No comprendo nada. ¡Dios mío! ¡Dios mío!
Y se levantó con el cabello suelto y los labios llenos de espuma.
-¿Habéis respondido, señora, a la pregunta que os hice al entrar aquí, dónde está el veneno de que os
servís corrientemente?
La señora de Villefort levantó los brazos al cielo y juntó convulsivamente las manos.
-No -vociferó-, no queréis eso...
-Lo que no quiero, señora, es que acabéis en el cadalso, ¿me oís?
-¡OhL, señor, piedad.
-Lo que quiero es que se haga justicia. Estoy en el mundo para castigar, señora -añadió con una mirada
encendida-. A cualquier otra mujer, aunque fuese una reina, la enviaría al verdugo. Pero con vos quiero
ser misericordioso, y os digo, señora, habéis guardado algunas gotas del veneno más seguro?
-¡Oh!, perdonadme, dejadme vivir.
-¡Cobarde! -dijo Villefort.
-Pensad que soy vuestra esposa.
-¡Sois una envenenadora!
-En nombre del cielo!
-¡No!
-¡Por el amor que me habéis profesado siempre!
-¡No!, ¡no!
-iPor mi hijo, por nuestro hijo, dejadme vivir!
-No, no, no, os digo; si os dejase vivir le envenenaríais algún día como a los demás.
-¡Yo! ¡Matar a mi hijo! -gritó aquella madre salvaje arrojándose sobre Villefort-, ¡matar a mi Eduardo!
¡Ah!, ¡ah!, ¡ah!
Una sonrisa infernal, de demonio, de demente, terminó la frase y se perdió en un ronco suspiro.
La señora de Villefort cayó a los pies de su marido.
Escuchaba temblando, aterrada. Sólo había vida en sus ojos, y éstos ocultaban un fuego terrible.
-Pensad en ello, os digo. Si a mi vuelta no lo habéis hecho, os denuncio con mis propios labios, os
prendo con mis propias manos.
Villefort se acercó aún más a ella.
-¿Me entendéis? -le dijo-, voy allá abajo a pedir la pena de muerte contra un asesino... Si os encuentro
viva a la vuelta, dormiréis esta noche en la Conserjería.
La señora de Villefort lanzó un suspiro. Sus nervios se crisparon y cayó sobre la alfombra.
El procurador del rey sintió un instante de piedad, la miró menos severamente, a inclinándose un poco
ante ella:
-Adiós, señora -dijo lentamente-, ¡adiós!
Aquel adiós cayó sobre ella como la mortífera cuchilla.
Cayó al suelo sin sentido.
El señor de Villefort salió y cerró la puerta dando doble vuelta a la llave.
El caso Benedetto, como se decía entonces en el Palacio de justicia y en la sociedad, había producido
una enorme sensación. Parroquiano del café de París, del boulevard de Gante y del bosque de Bolonia, el
falso Cavalcanti había hecho una porción de amistades y relaciones durante los tres meses de esplendor
que había vivido en París. Los diarios habían contado las diversas vicisitudes del acusado, tanto durante
su vida elegante, como la de presidiario. Aquello suscitó una curiosidad muy viva. Sobre todo entre los
que habían conocido al príncipe Cavalcanti personalmente, y éstos estaban decididos a no perdonar medio
para ir a ver en el banquillo de los acusados a Benedetto, asesino de su compañero de cadena.
A los ojos de muchas personas, Benedetto no era una víctima, sino una equivocación de la justicia.
Habían visto al señor Cavalcanti padre, en París, y esperaban verle aparecer de nuevo para reclamar a su
ilustre descendiente. Los que no habían oído hablar jamás de la famo sa polaca, con la que llegó a casa
de Montecristo, se hallaban prevenidos a su favor por el aire de dignidad, nobleza y conocimiento del
mundo del anciano patricio, el que, preciso es decirlo, parecía completamente un gran señor cuando no
hablaba o se ocupaba de aritmé tica.
En cuanto al acusado, muchos recordaban haberle visto tan amable, apuesto y liberal, que preferían
creer que se había urdido contra él alguna trama por parte de alguno de aquellos enemigos que encuentran
en el mundo las personas extraordinariamente ricas, y que poseen los medios de hacer el bien o el mal de
un modo maravilloso.
Todo el mundo se apresuró a asistir a la sesión del tribunal del Ju rado, unos para divertirse con el
espectáculo, otros para comentarlo. Desde las siete de la mañana acudió gente a la reja, y la sala de las
sesiones estaba ya llena de privilegiados.
En los días de los procesos famosos, antes de que se constituya el tribunal, y muchas veces aun
después, la sala de Audiencia se parece a un salón particular, en el que muchas personas se reconocen, se
juntan unas con otras cuando están cerca y se hablan por señas, temiendo perder su sitio, cuando están
separadas por el pueblo, los abogados y los gendarmes.
Hacía uno de aquellos magníficos días de otoño que varias veces vienen a consolarnos de la ausencia
del estío. Las nubes que el señor de Villefort viera al despuntar la aurora, se disiparon como por arte de
magia al rayar el sol, y dejaron lucir con toda su brillantez uno de los días más hermosos de septiembre.
Beauchamp, uno de los magnates de la prensa diaria, tenía su sitio seguro en el tribunal, como en todas
partes, lo había ocupado y miraba con sus gemelos a derecha a izquierda. Vio a Chateau-Renaud y a
Debray, que habían merecido las consideraciones de un guardia mu nicipal, el cual les cedió su sitio,
colocándose detrás para no impedirles la vista. El digno agente había conocido al millonario y secretario
del ministro, y se mostró muy cortés con sus nobles vecinos, permitiéndoles se acercasen a Beauchamp, y
prometiéndoles guardarles sus sitios.
-Y bien -dijo Beauchamp -, ¿venimos a ver a nuestro amigo?
-Sí, ¡Dios mío!, sí, ¡al digno príncipe! Llévese el diablo a todos los príncipes italianos, ¡bah... !
-Un hombre que tenía a Dante por genealogista, y cuyo origen se remontaba hasta la Divina Comedia.
-Nobleza de cuerda -dijo con sorna Chateau-Renaud.
-Será condenado, ¿no es cierto? -preguntó Debray a Beauchamp
-¡Eh!, querido mío, no sois vos el que debéis preguntarnos eso. ¿Ayer visteis al presidente a la salida
del baffle del ministro?
-Sí.
-¿Y qué os dijo?
-Una cosa que os dejará maravillado.
-¡Ah!, entonces hablad pronto, mi querido amigo. Hace mucho tiempo que no me sucede tal cosa.
-Pues bien, me ha dicho que Benedetto, al que suele considerarse como un fénix de sutileza y astucia,
es un pillo de orden muy subalterno, a indigno de los experimentos frenológicos que se harán con su
cabeza después de guillotinado.
-¡Bah! -dijo Beauchamp -, no representaba del todo mal el papel de príncipe.
-Para vos, Beauclíamp, que detestáis a los príncipes, y que estáis encantado cuando les halláis maneras
poco finas, pero para mí, que a la legua descubro el noble, y deduzco el origen de una familia aristocrática,
en seguida le conocí.
-¿Así, jamás creísteis en su principado?
-Creí en que era principal, sí; príncipe, no.
-No está mal -dijo Debray-, pero para cualquier otro podría pasar por tal, yo le he visto en casa de los
ministros.
-¡Ah!, sí -dijo Chateau-Renaud-, ¡como si vuestros ministros conociesen a los verdaderos nobles!
-Hay mucho de verdad en lo que acabáis de decir, Chateau-Renaud -respondió Beauchamp echándose a
reír-; la frase es corta, pero agradable. Os pido permiso para usar de ella cuando dé cuenta a mis lectores
de lo que ha sucedido.
-Como gustéis, Beauchamp -dijo Chateau-Renaud-, os doy mi frase por lo que vale.
-Pero -dijo Debray a Beauchamp -, si yo he hablado al presidente, vos debéis haber hablado al
procurador del rey.
-Imposible. Hace ocho días que el señor de Villefort se oculta, y es muy natural. Tantas desgracias
domésticas, coronadas por la extra ña muerte de su hija...
-¡La extraña muerte! ¿Qué decís?
-¡Ah!, sí; haceos el ignorante bajo el pretexto de que eso sucede en casa de la nobleza de toga -dijo
Beauchamp llevando su lente a los ojos.
-Permitidme, amigo mío, que os diga que para los gemelos no valéis tanto como Debray. Y vos,
Debray, dad una lección al señor Beauchamp.
-Toma -dijo Beauchamp -, no me equivoco.
-¿Qué es, pues?
-Es ella.
-¿Quién?
-Decían que se había marchado.
-¿La señorita Eugenia? -preguntó Chateau-Renaud-, ¿habrá regresado ya?
-No, pero su madre...
-¿La señora Danglars?
-¡Cómo! -dijo Chateau-Renaud-, ¡es terrible, diez días después de haberse fugado su hija, y tres después
de la quiebra de su ma rido!
Debray se sonrojó un poco y miró hacia el sitio que señalaba su amigo Beauchamp.
-Vaya, pues. Es una mujer cubierta con un velo, una desconocida, quizá la madre del príncipe
Cavalcanti. ¿Pero decíais o ibais a decir cosas muy interesantes, Beauchamp?
-¿Yo?
-Sí; hablabais de la extraña muerte de Valentina.
-¡Ah!, sí; es verdad. Pero ¿por qué la señora de Villefort no está presente?
-¡Pobre mujer! -dijo Debray-, estará ocupada en destilar agua de melisa para los hospitales, o en
preparar cosméticos para ella y sus amigas. ¿Sabéis que gásta en esa diversión dos o tres mil escudos al
año? Y en efecto, tenéis razón. ¿Por qué no está aquí la señora del procurador del rey? La habría visto con
gran placer. Me gusta mucho esa mujer.
-Y yo la detesto -dijo Chateau-Renaud.
-¿Por qué?
-No lo sé. ¿Por qué amamos? ¿Por qué aborrecemos? La detesto por antipatía.
-O, al menos, por instinto.
-No lo creo. .. pero volvamos a lo que decíais, Beauchamp.
-¡Y bien! -respondió éste-, ¿tenéis curiosidad por saber cómo hay con frecuencia tantos muertos en casa
de Villefort?
-Con frecuencia, ésta es la expresión exacta -dijo Chateau-Renaud.
-Querido, es la que usa San Simón.
-Y la muerte en casa del señor de Villefort es donde se la encuentra. Volvamos, pues, a ella.
-¡Por vida mía!, confieso que hace tres meses tengo fija mi atención en esa casa, y precisamente
anteayer la señora me hablaba de ella con motivo de la muerte de Valentina.
-¿Y quién es la señora? -preguntó Chateau-Renaud.
-La mujer del ministro.
-¡Ah!, disculpad mi ignorancia, yo no frecuento las casas de los ministros. Eso queda para los príncipes.
-Erais magnífico y os volvéis divino, barón. Tened piedad de nosotros. Vuestras palabras van a
abrasarnos como los rayos de Júpiter.
-No volveré a decir nada. ¡Pero que el diablo tenga piedad de mí! ¡No me deis lugar para replicar!
-Vamos, ¿podremos llegar al fin de nuestro diálogo, Beauchamp? Os decía que la señora me
preguntaba anteayer sobre las muertes de Villefort; informadme, y podré satisfacerla.
-Pues bien, señores, en casa de Villefort hay un asesino.
Ambos jóvenes temblaron, porque más de una vez se les había ocurrido la misma idea.
-¿Y quién es el asesino? -preguntaron a una.
-El pequeño Eduardo.
Una risotada de los jóvenes no fue bastante para turbar al orador, que prosiguió:
-Sí, señores; un niño que es un fenómeno, y que mata ya como padre y madre.
-¿Es una broma?
-No. Ayer recibí un criado que sale de casa de Villefort, y ahora escuchad con atención.
-Escuchemos.
-Mañana voy a despedirlo, porque come enormemente para reponerse de los ayunos que se había
impuesto voluntariamente en aquella casa. Pues bien. Parece que el niño se sirve de vez en cuando de un
frasco de drogas contra los que le desagradan. Primero la tomó con el señor y la señora de Saint-Merán, y
les dio tres gotas de su elixir. Después a Barrois, el criado de Noirtier, que le regañó en varias ocasiones,
le suministró otras tres gotas, y últimamente, a Valentina, a la que tenía envidia, le suministró también la
dosis, y la suerte de ella fue la misma de los demás.
-¿Pero qué diablos nos contáis? --dijo Chateau-Renaud.
-¡Bah!, os cuento una cosa del otro mundo, ¿verdad?
-Eso es absurdo -dijo Debray.
-¡Ah! -dijo Beauchamp -, buscáis medios dílatorios. Preguntad a mi criado qué era lo que se decía en la
casa.
-¿Pero ese elixir dónde está? ¿Qué cosa es?
-El chico lo oculta.
-¿De dónde lo ha tomado?
-Del laboratorio de su madre.
-Su madre, pues, ¿tiene venenos en su laboratorio?
-¡Qué sé yo!, me estáis interrogando como si fueseis procuradores del rey. Os repito lo que me han
dicho, y he aquí todo. Os cito al autor, no puedo hacer más. Lo cierto es que el pobre diablo no comía de
miedo.
-¡Parece increíble!
-Pero no, querido, nada tiene de increíble. Ya visteis el año pasado a un niño de la calle de Richelieu
que se entretenía en matar a sus hermanos, introduciéndoles mientras dormían un alfiler en los oídos.
¡Querido, la generación que va a reemplazarnos es muy precoz!
-¡Apuesto a que no creéis una palabra de cuanto decís, pero no veo al conde de Montecristo. ¿Cómo es
que no ha venido?
-Tendrá vergüenza de presentarse ante el público, habiendo sido el juguete de los Cavalcanti, que se le
presentaron, según parece, con cartas de recomendación que eran falsas, y que hoy tienen unos cien mil
francos hipotecados sobre el principado.
-A propósito, Chateau-Renaud, ¿cómo se encuentra Morrel? -preguntó Beauchamp.
-Tres veces he estado en su casa y no he podido verle. Su herma na me ha dicho, sin embargo, que
estaba bien.
-¡Ah!, ahora que recuerdo. ¡Montecristo no puede presentarse en la sala! -dijo Beauchamp.
-¿Por qué?
-Porque es actor en el drama.
-¡Cómo! ¿Ha asesinado a alguien? -dijo Debray.
-No, al contrario, querían asesinarle. Sabéis que al salir de su casa fue cuando Benedetto asesinó a su
amigo Caderousse; en ella se encontró el famoso chaleco que vino a turbar el contrato, y que está allí
sobre la mesa, como una pieza de convicción.
-¡Ah!, ¡es verdad!
-Silencio, señores, he aquí la sala. A vuestro sitio.
En efecto, oíase gran ruido en el pretorio. El agente llamó a sus protegidos y un ujier gritó desde la
puerta con aquella entonación que tenían ya en tiempo de Beaumarchais:
-¡Señores, la sala!
Los jueces entraron en sesión en medio del más profundo silencio. Los jurados ocuparon sus asientos.
El señor de Villefort, objeto de la atención general, y aun mejor diremos de la admiración, ocupó su sillón,
manteniéndose cubierto, y dejó correr una mirada tranquila a su alrededor. Todos contemplaban con
admiración aquella cara grave y severa, sobre cuya impasibilidad no tenían dominio los disgustos
personales. Consideraban con una especie de terror a aquel hombre tan insensible a las conmociones de la
humanidad.
-Gendarmes, introducid al acusado -dijo el presidente.
Al oír aquellas palabras creció la atención del público, y todos los ojos se fijaron en la puerta por donde
debía entrar Benedetto. Abrióse ésta poco después y apareció el acusado. La impresión fue igual en todos
los asistentes, y ninguno se engañó en la expresión de su fisonomía.
Su fisonomía no presentaba las señales de emoción profunda que detiene la circulación de la sangre y
hace palidecer. Llevaba el sombrero en una mano y metida la otra graciosamente en el chaleco, que era de
piqué blanco. Sus ojos estaban serenos y hasta brillantes. Tan pronto como entró en la sala, paseó la vista
por todas las filas de los jueces y de los asistentes, y se detuvo en el presidente, y muy particularmente en
el procurador del rey.
Al lado de Benedetto se colocó el abogado, nombrado de oficio, porque él no había querido ocuparse
de aquellos detalles a los cuales parecía no dar importancia. Aquél era joven, rubio, y su fisonomía
parecía estar mucho más conmovida que la del acusado.
El presidente ordenó la lectura del acta de acusación, redactada como se sabe, por la pluma hábil a
implacable del señor Villefort. Durante la lectura, que fue larga y para cualquier otro hubiera sido
aterradora, la atención pública permaneció fija en Benedetto, quien sostuvo aquella prueba con la
serenidad de un espartano.
Jamás había estado Villefort tan elocuente. Presentaba el crimen con los colores más vivos. Los
antecedentes del acusado, su transfiguración, la reseña de sus acciones desde su primera edad, se pintaban
con el talento que la práctica de la vida y el conocimiento del corazón humano daban a un hombre de tan
buena imaginación como el procurador del rey.
Con sólo aquel preámbulo, Benedetto estaba perdido para siempre en la opinión pública, en tanto que
se acercaba el castigo más material aún que la ley.
Cavalcanti no prestó la menor atención a los cargos sucesivos que contra él se elevaban. El señor de
Villefort, que le examinaba cuidadosamente, y que sin duda proseguía en él los estudios psicológicos que
había empezado a la vista de otros acusados, no pudo hacerle bajar los ojos una sola vez, por más que
fijase en él su profunda mirada.
Terminóse la lectura.
-Acusado -dijo el presidente-, ¿vuestro nombre y apellido?
Cavalcanti se puso en pie.
-Dispensadme, señor presidente -dijo el reo, cuyo timbre de voz
vibraba perfectamente puro-, pero veo que vais a empezar el interrogatorio de un modo que no puedo
seguiros. Tengo la pretensión, que justificaré a su tiempo, de que no soy un acusado ordinario. Tened la
bondad, os ruego, de permitirme responder siguiendo un orden distinto, sin que por esto deje de contestar
a todo.
El presidente, sorprendido, miró a los jurados, y éstos al procurador del rey.
Un gran asombro se manifestó en toda la asamblea, pero Cavalcanti no se conmovió.
-¿Vuestra edad? -dijo el presidente-, ¿responderéis a esta pregunta?
-A ésa, como a las demás, responderé, señor presidente, pero cuando llegue el caso.
-¿Vuestra edad? -repitió el magistrado.
-Tengo veintiún años, o más bien los cumpliré dentro de algunos días, pues nací en la noche del 27 al
28 de septiembre de 1817.
El señor de Villefort, que estaba escribiendo una nota, levantó la cabeza al oír aquella fecha.
-¿Dónde nacisteis? -continuó el presidente.
-En Auteuil, cerca de París.
El señor de Villefort levantó por segunda vez la cabeza, miró a Be nedetto como si hubiese mirado la
cabeza de Medusa y se puso lívido.
Benedetto pasó por sus labios la punta de un fino pañuelo de batista bordado.
-¿Vuestra profesión? -preguntó el presidente.
-Primero he sido falsario -dijo Cavalcanti con la mayor tranquilidad del mundo--, después ascendí a
ladrón, y recientemente he sido asesino.
Un murmullo, o por mejor decir, una tempestad de indignación y de sorpresa estalló en la sala. Los
jueces se miraron asombrados, los jurados expresaron el disgusto que les causaba un cinismo que no esperaban
en un hombre elegante.
El señor de Villefort apoyó una mano sobre su frente, pálida al principio, encarnada y abrasadora en
seguida. Levantóse de pronto, y miró alrededor como un hombre espantado. Parecía que le faltaba el
aliento.
-¿Buscáis algo, señor procurador del rey? -preguntó Benedetto con graciosa sonrisa.
El señor de Villefort no respondió, se sentó, o por mejor decir, se dejó caer sobre su sillón.
-¿Consentís ahora, acusado, en decir vuestro nombre? –preguntó el presidente-. La afectación brutal
que habéis puesto en enumerar vuestros crímenes, que calificáis de profesión, la especie de importancia
que dais a esas acciones, que en nombre de la moral y de la huma nidad el tribunal debe reprenderos
severamente, he ahí la causa quizá que ha hecho retardéis el nombraros. Queréis enaltecer vuestro hombre
con los títulos que le preceden.
-Señor presidente -dijo Benedetto con el tono de voz más gracio so y con las maneras más distinguidas-,
pares increíble el modo con que habéis leído en el fondo de mi corazón. En efecto, por eso os he rogado
que invirtieseis el orden de las preguntas.
El estupor había llegado a su colmo. No había en las palabras del acusado ni altanería, ni cinismo, y se
presentía algún terrible rayo en el fondo de aquella oscura nube.
-¡Y bien! --dijo el presidente-, ¿vuestro nombre?
-No puedo deciros mi hombre, porque no lo sé. En cambio conozco el de mi padre, pero no puedo
decirlo.
Una alucinación dolorosa cegó a Villefort. Viéronse caer de sus mejillas varias gotas de sudor que
borraban sus papeles, que revolvió con mano convulsa.
-Decidnos el hombre de vuestro padre -dijo entonces el presidente.
Ni una respiración fuerte, ni el menor aliento turbaba el silencio de aquella asamblea. Todos esperaban.
-Mi padre es procurador del rey -respondió con calma imperturbable Cavalcanti.
-¡Procurador del rey! -.dijo estupefacto el presidente sin notar el trastorno que aquellas palabras
causaron al señor de Villefort-, ¡procurador del rey!
-Sí, y ya que me preguntáis su hombre, os lo diré: se llama de Villefort.
La explosión, tanto tiempo contenida por respeto a la justicia, estalló como un trueno del pecho de
todos los asistentes. El tribunal mismo no pensó en reprimir aquel simultáneo movimiento. Las exclamaciones,
las injurias dirigidas a Benedetto, que permanecía impasible, los gestos enérgicos, el
movimiento de los gendarmes, las rechiflas de la parte del pueblo bajo que hay en toda reunión pública, y
que sale a la luz en los momentos de tumulto y escándalo, duraron cinco minutos, antes que los
magistrados y los ujieres lograsen restablecer el orden y el silencio.
En medio de aquella confusión se oía la voz del presidente que gritaba:
-¿Queréis jugar con la justicia, acusado? ¿Os atrevéis a dar a
vuestros conciudadanos el espectáculo de una corrupción que no tiene igual ni siquiera en una época
tan relajada como la presente?
Diez personas se apresuraron a acercarse al procurador del rey, que medio aterrado permanecía en su
asiento; ofreciéndole consuelos, procuraron animarle, y le hicieron protestas de celo y símpatía.
Decían que una mujer se había desmayado, hiciéronla respirar varias sales, y se repuso.
Durante el tumulto, Benedetto había vuelto la cara sonriéndose hacia la asamblea, y apoyando en
seguida una mano en el respaldo de su banco y en la postura más graciosa:
-Señores -dijo-, no permita Dios que procure insultar al tribunal, y dar un escándalo inútil en presencia
de tan honorable reunión. Me han preguntado qué edad tengo, he respondido. No puedo decir de dónde
soy ni ruál es mi apellido, porque mis padres me abandonaron. Sin embargo, puedo muy bien, sin deter
mi hombre, puesto que no lo tengo, decir el de mi padre, y lo repito, mi padre se llama el señor de
Villefort, y estoy pronto a probarlo.
Tanta verdad, tanta convicción y energía había en el acento del joven que redujo el tumulto al silencio.
Las miradas se dirigieron todas en el momento al procurador del rey, que conservaba en su asiento la
inmovilidad de un hombre que el rayo acaba de convertir en cadáver.
-Señores --continuó Benedetto exigiendo el silencio con el gesto y con la voz-, os debo la prueba y la
explicación de mis palabras.
-¡Pero... -dijo el presidente, irritado-, en la instrucción dijis teis que os llamaban Benedetto, habéis dicho
que erais huérfano y natural de Córcega!
-En la instrucción dije lo que me convenía decir, porque no quería que se debilitase o detuviese, lo que
no podia menos de suceder, el eco solemne que quería dar a mis palabras.
»Os repito ahora que nací en Auteuil, en la noche del 27 al 28 de septiembre de 1817, y que soy hijo de
Villefort, procurador del rey. ¿Queréis saber más detalles? Os los contaré.
»Vine al mundo en el primer peso de la casa número 28, de la calle de la Fontaine, en una habitación
tapizada de damasco encarnado. Mi padre me tomó en los brazos diciendo a mi madre que estaba muerto.
Me envolvió en un paño, marcado H. N., y me llevó al jardín, donde me enterró vivo.»
Los presentes temblaron cuando vieron crecer la seguridad del acusado con el espanto del señor de
Villefort.
-¿Pero cómo conocéis esos detalles? -preguntó el presidente.
-Voy a decíroslo, señor presidente. En el jardín en que mi padre acababa de sepultarme se había
introducido aquella noche un hombre que le odiaba mortalmente, y quería vengarse del modo que lo hace
un corso. El hombre que estaba oculto vio a mi padre enterrar algo, y le asestó una puñalada por la
espalda cuando estaba a la mitad de su operación; creyendo en seguida que lo que había ocultado era un
tesoro, abrió la fosa y me halló vivo aún. Ese hombre me llevó al hospicio de los expósitos, donde me
inscribieron con el número treinta y siete. Tres meses más tarde, su mujer hizo el viaje de Rogliano a París
para venir a buscarme. Me reclamó como hijo suyo, y me llevó consigo.
»He aquí por qué, aunque nacido en Auteuil, me crié en Córcega.»
Hubo un instante de silencio, pero tan profundo, que se hubiera creído que la sala estaba desierta.
-Continuad -dijo la voz del presidente.
-En verdad --continuó Benedetto-, hubiera podido ser dichoso en casa de aquellas buenas gentes que
me adoraban, pero mi natural perverso pudo más que todas las virtudes que procuraba infundir en mi
corazón mi madre adoptiva. Fui creciendo en el mal, y he llegado hasta el crimen. Finalmente, un día que
maldecía a Dios por haberme hecho tan malo y dado tan odioso destino, mi padre adoptivo se acercó a mí
y me dijo:
»" ¡No blasfemes, desgraciado!, porque Dios lo ha dado la vida sin cólera. El crimen es de lo padre, y
no tuyo; de lo padre, que lo entregaba al infierno si hubieses muerto, a la miseria, si un milagro lo volvía
a la vida."
» A partir de aquel instante, cesé de blasfemar a Dios, pero he maldecido a mi padre, y he aquí por qué
he pronunciado las palabras que me habéis reprochado, señor presidente. He aquí por qué he causado el
escándalo que aún hace temblar a todos. Si es un crimen más, castigadme, pero si os he convencido de
que desde el día de mi nacimiento mi destino era fatal, doloroso, amargo, lamentable, tened entonces
compasión de mí.»
-¿Pero vuestra madre? -preguntó el presidente.
-Mi madre me creía muerto, y no era culpable; no he querido saber el nombre de mi madre, no la
conozco.
En aquel momento un grito agudo que terminó en un suspiro salió del grupo que, como hemos dicho,
rodeaba a una mujer.
Desplomóse con un violento ataque de nervios, y tuvieron que sacarla del pretorio; separóse el velo que
ocultaba su rostro: era la señora Danglars.
A pesar de su postración, del rumor que había en sus oídos y la especie de locura que trastornaba su
cerebro, Villefort la reconoció y se levantó.
-¡Las pruebas! ¡Las pruebas! -dijo el presidente-, recordad, acusado, que ese tejido de horrores necesita
apoyarse en las pruebas más evidentes.
-¿Las pruebas? ¿Las pruebas queréis? -dijo Benedetto riéndose-, vais a verlas.
-Sí.
-Pues bien, mirad al señor de Villefort, y pedidme aún las pruebas.
Todos volvieron los ojos hacia el procurador del rey, que bajo el peso de aquellas mil miradas avanzó
hacia el medio del tribunal, vacilante, con los cabellos desordenados y la cara sanguinolenta por la
presión de sus uñas. Oyóse un murmullo de admiración.
-Me piden las pruebas, padre mío -dijo Benedetto-, ¿queréis que las dé?
No, no -balbució el procurador del rey con voz ahogada-, no; es inútil.
-¡Cómo! ¿Inútil? -inquirió el presidente-. ¿Pero qué queréis decir?
-Quiero decir que en vano intentaría sustraerme al golpe mortal
que me aterra, señores. Conozco que estoy entre las manos de un Dios vengador. Nada de pruebas, no
hay necesidad; todo lo que ese joven ha dicho es verdad.
Un silencio análogo al que precede a las grandes catástrofes de la naturaleza se apoderó de los
asistentes, sus cabellos se erizaron.
-¿Y qué?, señor de Villefort -dijo el presidente-, ¿no cedéis a una alucinación? ¡Cómo! ¿Gozáis de la
plenitud de vuestras facultades intelectuales? ¿Se concebiría que una acusación tan extraordinaria, tan
imprevista y terrible os hubiese turbado la razón? ¡Vamos, serenaos!
El procurador del rey movió la cabeza, sus dientes daban uno contra otro como los de un hombre
devorado por la fiebre, y su palidez era mortal.
-Estoy en pleno use de todas mis facultades -dijo--; solamente mi cuerpo es el que sufre, y esto se
concibe. Me reconozco culpable de todo lo que ese joven acaba de decir contra mí, y me pongo desde
ahora a la disposición del señor procurador del rey, mi sucesor.
Dichas estas palabras con una voz ronca y casi sofocada, el señor
de Villefort se dirigió vacilante a la puerta, que le abrió maquinalmente el ujier de servicio.
La asamblea entera permaneció silenciosa y consternada con aquella revelación que tan terrible
desenlace daba a las peripecias que durante quince días habían ocupado a la alta sociedad de París.
-¡Y bien! -dijo Beauchamp -. ¡Que vengan luego a decirnos que el drama no existe en la naturaleza!
-¡Por mi vida! -dijo Chateau-Renaud-, mejor quisiera concluir como el señor de Morcef; un tiro es
dulce en comparación de seme jante catástrofe.
-Y luego mata -dijo Beauchamp.
-Y yo que había pensado en casarme con su hija -dijo De bray-, ¡bien ha hecho en morirse! ¡Dios mío!
¡Pobre muchacha!
-Se levanta la sesión, señores -dijo el presidente-; la causa queda para la sesión próxima, pues debe
empezarse de nuevo la instrucción y confiarla a otro magistrado.
Cavalcanti, siempre sereno y mucho más interesante, salió de la sala escoltado por los gendarmes, que
voluntariamente le manifestaban cierta consideración.
-¡Y bien! ¿Qué pensáis de esto, buen hombre? -preguntó Debray al guardia municipal poniéndole un
luis en la mano.
-Que habrá circunstancias atenuantes -respondió éste.
El señor de Villefort vio abrirse ante él las filas de la multitud, aunque muy compactas. Los grandes
dolores son de tal modo venerables que no hay ejemplo ni aun en los tiempos más desgraciados, de que el
primer movimiento de la multitud reunida no haya sido un movimiento de simpatía hacia una gran
desgracia. Muchas gentes odiadas han sido asesinadas en un tumulto. Raras veces un desgraciado, aunque
fuese criminal, ha sido insultado por los que asisten a su proceso de muerte.
Villefort atravesó, pues, las filas de los espectadores, de los guardias, de los agentes de policía, y se
alejó, confesado culpable por sí mismo, pero protegido por su valor.
Existen en la vida situaciones que los hombres comprenden por instinto, pero que no pueden
desentrañar con la reflexión. El mayor poeta en este caso es el que sabe expresar la queja más vehemente
y más natural. La multitud toma este grito por una relación entera, y hace bien en contentarse con él, y
mejor aún, en encontrarlo sublime si es verdadero.
Por lo demás, sería difícil decir el estado de estupor en que Ville fort se hallaba al salir del palacio,
pintar la fiebre que estremecía sus arterias, que helaba sus fibras, que hinchaba hasta reventar sus venas y
aniquilaba cada punto de su cuerpo mortal con millares de sufrimientos.
Villefort se dirigía a lo largo de los pasillos, guiado solamente por
la costumbre. Quitóse la toga magistral, no por conveniencia, sino porque era para él una carga
insoportable, una túnica de Nesso, fecunda en torturas.
Llegó vacilante al patio Dauphine, vio su carruaje, despertó al cochero abriendo él mismo, y se dejó
caer sobre los cojines señalando con el dedo la dirección del barrio de San Honorato.
El cochero partió.
Todo el peso de su fortuna fracasada acababa de desplomarse sobre su cabeza; este peso le abrumaba,
no sabía sus consecuencias, no las había calculado y las sentía; no razonaba su código como el frío asesino
que comenta un artículo conocido. Tenía a Dios en el fondo del corazón.
-¡Dios! -murmuraba sin saber lo que decía-. ¡Dios! ¡Dios!
No veía más que a Dios en medio del trastorno que por él pasaba.
El carruaje corrió precipitado. Villefort, agitándose sobre los cojines, sentía algo que le molestaba.
Llevó la mano al objeto. Era un abanico olvidado por la señora de Villefort entre el cojín y el respaldo
del carruaje. Este abanico despertó un recuerdo, y este recuerdo fue como un rayo en las tinieblas de la
noche.
Villefort pensó en su esposa.
-¡Oh! -exclamó, como si un hierro ardiendo le perforase el corazón.
En efecto, hacía una hora que no tenía a la vista más que un lado de su miseria, y he aquí que de
repente se ofrecía otro a su espíritu, y otro no menos terrible.
< ¡Esa mujer! » Acababa de portarse con ella como un juez severo e inexorable, la había condenado a
muerte, y ella, ella, aterrorizada, llena de remordimientos, abismada con el oprobio que acababa de causarle
con la elocuencia de su intachable virtud, pobre mujer débil e indefensa contra un poder absoluto y
supremo, se preparaba acaso a morir en aquellos instantes.
Había transcurrido una hora desde su condenación. Tal vez entonces repasaba en su memoria todos sus
crímenes, pedía perdón a Dios, escribía una carta para implorar de rodillas el perdón de su virtuoso
esposo, perdón que compraba con la muerte.
Villefort lanzó otro quejido de dolor y de rabia.
-¡Ah! -exclamó agitándose sobre el raso del carruaje-, ¡esa mu jer no es criminal más que por haberme
tocado! ¡Yo soy el crimen, yo! ¡Y ha adquirido el crimen como se adquiere el tifus, como se adquiere el
cólera, como se adquiere la peste, y yo la castigo! ¡Oh!,
¡no!, ¡no!, vivirá..., me seguirá... Huiremos, abandonaremos Francia, correremos por la tierra mientras
nos sostenga. ¡Le hablaba de cadalso... ! ¡Gran Dios! ¡Cómo osé pronunciar esta palabra! ¡Y a mí también
me espera el cadalso... ! Huiremos. .. Sí, me confesaré a ella, sí; todos los días le diré humillándome que
yo también he cometido un crimen... ¡Oh! ¡Alianza del tigre y de la serpiente! ¡Oh! ¡Digna esposa de un
marido como yo...! ¡Es preciso que viva, es necesario que mi infamia haga palidecer la suya!
Y Villefort hundió, más que bajó, el vidrio del coche.
-¡Más aprisa! -exclamó con una voz que hizo estremecer al cochero en su asiento.
Los caballos, avivados por el miedo, volaron hasta llegar a la casa.
-¡Sí!, ¡sí! -repetía Villefort a medida que se acercaba-, sí; es preciso que esta mujer viva, es preciso que
se arrepienta y que eduque a mi hijo, mi pobre hijo, único que con el indestructible anciano sobrevive a la
ruina de la familia. Le amaba, por él lo ha hecho todo. No hay que desesperar jamás del corazón de una
madre que ama a su hijo. Se arrepentirá. Nadie sabrá que ha sido culpable; los crímenes cometidos en mi
casa y de que el mundo se entera ya, serán olvidados con el tiempo, y si algunos enemigos se acuerdan,
les anotaré en la lista de mis crímenes. Uno, dos o tres más, ¡qué importa! Mi mujer se salvará llevando el
oro, y sobre todo llevando su hijo, lejos del abismo en donde me parece ver caer el mundo conmigo.
Vivirá, aún será dichosa, puesto que todo su amor está en su hijo, y su hijo no la abandonará. Habré hecho
una buena acción.
Y el señor de Villefort respiró más libremente de lo que lo había hecho en mucho tiempo.
El carruaje se detuvo en el patio de la casa.
El procurador del rey se lanzó del estribo y halló a los criados sorprendidos de verle volver tan pronto.
No leyó otra cosa en su fisonomía. Nadie le dirigió la palabra. Paráronse ante él como de costumbre, para
dejarle paso. Esto fue todo.
Pasó por la cámara de Noirtier, y por la puerta entreabierta percibió como dos sombras, pero no se
preocupó de la persona que estaba con su padre. Su inquietud le trastornaba.
-Vamos -dijo subiendo la escalerilla que conducía al descansillo, donde estaba la habitación de su
mujer y la cámara vacía de Valentina-,vamos, nada ha cambiado aquí.
Antes de todo, cerró la puerta del descansillo.
-Es conveniente que nadie nos interrumpa -dijo Villefort-, conviene que pueda hablarle libremente,
acusarme a ella, decírselo todo.
Acercóse a la puerta, puso la mano en el botón de cristal, y cedió.
-¡Paso libre! ¡Oh!, ¡bien, muy bien! -murmuró.
Y entró en el pequeño salón en donde todas las noches se ponía el lecho de Eduardo, porque aunque en
pensión, Eduardo venía todas las noches. Su madre no había querido nunca separarse de él.
Recorrió con una mirada todo el salón.
-Nadie -dijo-, está en su alcoba, sin duda.
Y se dirigió a la puerta.
El cerrojo estaba corrido.
Se detuvo estremecido.
-¡Eloísa! -exclamó.
Parecióle oír mover un mueble.
-Eloísa -repitió.
-¿Quién es? -preguntó la voz de la que llamaba.
Parecióle que esta voz era más débil que otras veces.
-¡Abrid! ¡Abrid! -exclamó Villefort-, ¡soy yo!
Sin embargo, a pesar de esta orden, a pesar del tono angustiado con que era proferida, no abrieron.
Villefort abrió la puerta de una patada.
A la entrada de su dormitorio, la señora de Villefort estaba en pie, pálida, con las facciones contraídas,
mirándole con ojos de una inmo vilidad espantosa.
-¡Eloísa! ¡Eloísa! --dijo-, ¿qué os ocurre? ¡Hablad!
La joven extendió hacía él su mano crispada y lívida.
-Esto se ha acabado, señor -dijo con un quejido que parecía desgarrar su garganta-, ¿qué más queréis?
Y cayó sobre la alfombra. Villefort corrió a ella y la cogió de la mano. Esta mano oprimía convulsivamente
un frasco de cristal con tapón de oro. La señora de Villefort estaba muerta. El procurador
del rey, sobrecogido de horror, retrocedió hasta la puerta, mirando el cadáver.
-¡Hijo mío! -exclamó de repente-, ¿dónde está mi hijo? ¡Eduardo! ¡Eduardo!
Y se precipitó fuera de la habitación, gritando:
-¡Eduardo! ¡Eduardo!
Con tal acento de angustia era pronunciado este nombre, que acudieron los criados.
-¡Hijo mío! ¿Dónde está mi hijo? -preguntó Villefort-. Que le saquen de casa, que no la vea. -El
señorito Eduardo no está abajo -respondió un criado. -Jugará sin duda en el jardín. Mirad si está allí.
¡Buscadle! -No, señor. La señora llamó a su hijo hará media hora aproximadamente. El señorito Eduardo
entró con la señora, y no ha vuelto a bajar.
Un sudor helado inundó la frente de Villefort, sus pies vacilaron sobre las baldosas, sus ideas
comenzaron a trastornar su cabeza como las ruedas desordenadas de un reloj que se rompe.
-¡Con la señora! -murmuró-, ¡con la señora! -Y volvió lentamente sobre sus pasos, enjugándose la
frente con una mano y apoyándose con la otra en las paredes.
Al volver a entrar en la estancia, era preciso ver de nuevo a aquella desgraciada.
Para llamar a Eduardo, era preciso despertar el eco del aposento convertido en féretro mortuorio.
Hablar, era violar el silencio de la tumba.
Villefort sintió su lengua paralizada en la garganta.
-¡Eduardo! ¡Eduardo! -balbució.
El niño no contestó. ¿Dónde estaba el niño que, al decir de los criados, había entrado con su madre, sin
volver a salir?
Villefort dio un paso adelante.
El cuerpo exánime de la señora de Villefort estaba tendido a través de la puerta del salón en donde se
hallaba necesariamente Eduardo. Este cadáver parecía velar sobre el umbral con ojos fijos y abiertos, con
una espantosa y misteriosa sonrisa irónica en los labios.
En derredor del cadáver, la mampara dejaba ver una parte del salón, un piano y el extremo de un diván
de raso azul.
Villefort avanzó tres o cuatro pasos y vio a su hijo acostado en el sofá.
El niño dormía, sin duda.
El infeliz tuvo un rapto de alegría, un rayo de luz pura bajó al in fierno en el cual estaba luchando.
Tratábase de pasar por encima del cadáver, de entrar en el salón, de tomar el niño en los brazos y de
huir con él lejos, ¡muy lejos!
Villefort no era el hombre cuya refinada corrupción le hacía el tipo de hombre civilizado; era un tigre
herido de muerte que deja los dientes rotos en su última herida.
No temía las preocupaciones, sino los fantasmas. Tomó aliento y saltó por encima del cadáver como si
se hubiera tratado de saltar por un brasero encendido. Tomó al niño en sus brazos, estrechándole,
sacudiéndole, llamándole. El niño no le respondió. Unió sus ávidos labios a sus mejillas, a sus mejillas
lívidas y heladas, palpó sus miembros ateridos, apoyó la mano en su corazón; su corazón no palpitaba. El
niño estaba muerto. Un papel doblado en cuatro pliegues cayó del pecho de Eduardo. Como herido de un
rayo, Villefort se dejó caer sobre las rodillas. El niño se escapó de sus brazos inertes y rodó al lado de su
madre. Villefort cogió el papel, conoció la letra de su mujer y lo leyó ávidamente. He aquí su contenido:
¡Vos sabéis si yo era buena madre, puesto que por mi hijo me hice criminal!
¡Una buena madre no parte sin su hijo!
Villefort no podía dar crédito a sus ojos. No podía creer a su ra zón. Arrastróse hacia el cuerpo de
Eduardo, que examinó una vez todavía con la atención minuciosa de la leona que mira a su cachorro
muerto. Después brotó un grito desgarrador de su pecho.
-¡Dios! -murmuró-. ¡Siempre Dios!
Estas dos víctimas le espantaban, sentía en sí el horror de aquella soledad solamente ocupada por dos
cadáveres.
De pronto se veía sostenido por la rabia, por la inmensa facultad de los hombres fuertes, por la
desesperación, por la virtud suprema de la agonía que impulsó a los Titanes a escalar el cielo, a Ayax a
amenazar a los dioses.
Villefort dobló la cabeza bajo el peso de los dolores, levantóse sobre las rodillas, sacudió los cabellos
húmedos de sudor, erizados de espanto, y el que jamás había tenido piedad de. nadie, se fue a encontrar a
su anciano padre para tener en su debilidad alguien a quien contar su desgracia, alguien con quien llorar.
Bajó la escalera que ya conocemos, y entró en la habitación de Noirtier.
Este parecía escucharle atentamente, tan afectuosamente como lo permitía su inmovilidad. El abate
Busoni estaba allí con la calma y frialdad de costumbre.
Al ver al abate, Villefort llevó la mano a la frente. El pasado vino a él como una de esas olas, en las
cuales se levanta doble espuma que en las demás.
Recordó la visita que le hiciera el abate dos días antes de la comida de Auteuil, y de la visita que le
había hecho el mismo abate el día de la muerte de Valentina.
-¡Vos aquí, señor! ---dijo -, ¿pero vos no me aparecéis jamás que no sea para escoltar la muerte?
Busoni se levantó. Viendo la alteración del rostro del magistrado, el brillo feroz de sus ojos,
comprendió o debió comprender que la escena de los jurados había concluido. Ignoraba el resto.
-Vine para orar sobre el cuerpo de vuestra hija -respondió Bu soni.
-Y hoy, ¿qué venís a hacer?
-Vengo a deciros que me habéis pagado suficientemente vuestra deuda, y que desde este momento voy
a rogar a Dios que se contente como yo.
-¡Dios mío! -dijo Villefort retrocediendo asustado-, ¡esta voz no es la del abate Busoni!
-No.
E1 abate arrancó su falsa tonsura, sacudió la cabeza, y sus largos cabellos negros, sueltos ya, cayeron
sobre sus espaldas rodeando su varonil semblante.
-Es el rostro del conde de Montecristo -exclamó Villefort con los ojos inciertos.
-No es esto todo, señor procurador del rey, mirad mejor y más lejos.
-¡Esta voz!, ¡esta voz! ¿Dónde la oí por primera vez?
-La oísteis por primera vez en Marsella, hace veintitrés años, el día de vuestro matrimonio con la
señorita de Saint-Merán. Buscad en vuestros papeles.
-¿No sois Busoni? ¿No sois Montecristo? ¡Dios mío, sois el enemigo oculto, implacable, mortal! ¿Rice
algo contra vos en Marsella? ¡Oh, desgraciado de mí!
-Sí, tienes razón, es bien cierto -dijo el conde cruzando los brazos sobre el pecho-, ¡busca!, ¡busca!
-Mas, ¿qué lo he hecho? -exclamó Villefort, cuyo espíritu luchaba ya en el límite donde se confunden
la razón y la demencia en aquellos momentos en que no puede decirse que dormimos ni que estamos
despiertos-. ¿Qué lo he hecho? ¡Di, habla!
-Me condenasteis a una muerte lenta y horrorosa, matasteis a mi padre, me robasteis el amor con la
libertad, y la fortuna con el amor.
-¿Quién sois? ¿Quién sois? ¡Dios mío!
-Soy el espectro de un desgraciado al que sepultasteis en las mazmorras del castillo de If; a este
espectro, salido entonces de la tumba, Dios ha puesto la máscara del conde de Montecristo, y le ha
cubierto de diamantes y oro para que no le reconozcáis hoy.
-¡Ah, le reconozco, le reconozco! -dijo el procurador del rey-, tú eres...
-¡Soy Edmundo Dantés!
-¡Tú, Edmundo Dantés! -exclamó el señor de Villefort, asiendo al conde por el puño-, ¡entonces ven!
Y le llevó por la escalera, en donde Montecristo le seguía asombrado, ignorando a qué parte le
conducía el procurador del rey, y presintiendo algún desastre.
-¡Espera!, Edmundo Dantés -dijo mostrando al conde los cadáveres de su esposa y de su hijo-, ¡atiende,
mira! ¿Está bien vengado?
Montecristo palideció ante tan espantoso espectáculo. Comprendió que acababa de traspasar los
derechos de la venganza, que no podía decir más que:
-Dios está por mí y conmigo.
Arrojóse con angustia inexplicable sobre el cuerpo del niño, abrió sus ojos, tocó su pulso, y pasó con él
al cuarto de Valentina, que cerró con doble llave.
-¡Hijo mío! -exclamó Villefort-, ¡se lleva el cadáver de mi hijo! ¡Oh!, ¡maldición!, ¡desgracia!, ¡muerte
para mí!
Y quiso lanzarse en pos de Montecristo, pero como por un sueño, sintió clavarse sus pies, dilatarse sus
ojos hasta salir de las órbitas, encorvarse sus dedos contra la carne del pecho, y hundirse en él gradualmente,
hasta que la sangre enrojeció sus uñas. Sintió las venas de las sienes llenarse de espíritus
ardientes que pasando hasta la estrecha bóveda del cráneo inundaron su cerebro de un diluvio de fuego.
Tal situación duró algunos minutos, hasta que se completó un trastorno espantoso en su razón.
Entonces profirió un grito seguido de una prolongada carcajada, y se precipitó por las escaleras.
Un cuarto de hora después se abrió la habitación de Valentina y volvió a presentarse el conde de
Montecristo.
Pálido, los ojos apagados, el pecho oprimido, todos los rasgos de esta figura extraordinariamente
reposada y noble, estaban trastornados por el dolor. Tenía en sus brazos el niño, al cual ningún socorro
había bastado para devolverle la vida. Puso una rodilla en tierra y le depositó religiosamente cerca de su
madre, con la cabeza colocada sobre su pecho. Luego, levantándose, salió, y se halló con un criado en la
escalera.
-¿Dónde está el señor de Villefort? -inquirió.
El criado, sin responder, extendió la mano hacia el jardín.
Montecristo bajó la escalera, se dirigió al sitio designado y vio en medio de sus criados que formaban
corro en su derredor, a Villefort, con una azada en la mano, cavando la tierra con una especie de furor.
-¡No está aquí! -decía-, ¡no está aquí!
Y volvía a cavar en otra parte.
Montecristo se acercó a él, y muy bajo, y con un tono casi humilde le dijo:
-Habéis perdido un hijo, pero...
Villefort le interrumpió: ni le había escuchado, ni comprendido.
-¡Oh!, le encontraré -dijo-, ¿estáis seguros de que no está aquí? Le encontraré, aunque hubiera de
buscarle hasta el día del juicio.
Montecristo se retiró horrorizado.
-¡Oh! -dijo -, está loco.
Y como si hubiera creído que las paredes de la casa maldita se desplomaran sobré él, se lanzó a la calle,
dudando por primera vez del derecho que pudiera tener para hacer lo que había hecho.
-¡Oh!, basta, basta con esto -dijo-, salvemos lo que queda.
Y entrando en su casa, Montecristo encontró a Morrel, que andaba por la fonda de los Campos Elíseos
silencioso como una sombra que espera el momento señalado por Dios para entrar en la tumba.
-Preparaos, Maximiliano -le dijo sonriendo-, mañana saldre mos de París.
-¿No tenéis nada que hacer? -preguntó Morrel.
-No -respondió Montecristo-, y Dios quiera que no haya hecho demasiado.
Al día siguiente, en efecto, partieron, acompañados de Bautista por toda comitiva. Haydée había llevado a
Alí, y Bertuccio quedó con Noirtier.
Capítulo dieciséis
La partida
Los sucesos que acababan de ocurrir preocupaban a todo París. Manuel y su esposa hablaban de ellos
con una sorpresa bien natural en el salón de la calle de Meslay. Enlazaban entre sí las tres catástrofes, tan
repentinas como inesperadas, de Morcef, de Danglars y de Villefort.
Maximiliano, que había venido a visitarles, les escuchaba, o más bien asistía a su conversación, sumido
en su acostumbrada insensibilidad.
-En verdad -decía Julia- que podría creerse, Manuel, que todas esas gentes tan ricas, tan dichosas ayer,
habían olvidado en el cálculo sobre el que establecieron su fortuna, su ventura y su consideración, la parte
del genio malo, y que éste, como las hadas malditas de los cuentos de Perrault, a quienes se deja de
convidar a alguna boda o algún bautizo, se ha aparecido de repente para vengarse de un fatal olvido.
-¡Cuántos desastres! -decía Manuel, pensando en Morcef y en Danglars.
-¡Cuántos sufrimientos! -decía Julia, recordando a Valentina, a quien por un instinto de su sexo, no
quería mentar delante de su hermano.
-Si es Dios quien les ha castigado -decía Manuel-, es porque Dios, bondad suprema, no ha hallado nada
en el pasado de estas gentes que merezca la atenuación de la pena, es porque esas gentes estaban malditas.
-¿No eres muy temerario en tus juicios, Manuel? -dijo Julia -. Cuando mi padre, con la pistola en la
mano, estaba dispuesto a saltarse
la tapa de los sesos, si alguien hubiese dicho como tú ahora: “Este hombre ha merecido su pena” ,
¿no se habría equivocado?
-Sí; pero Dios no ha permitido que nuestro padre sucumbiera, como no permitió que Abraham
sacrificase a su hijo. Al Patriarca, como a nosotros, envió un ángel que cortase en la mitad del camino las
alas de la muerte.
No bien acababa de pronunciar estas palabras cuando se oyó el sonido de la campana. Era la señal dada
por el conserje de que llegaba una visita. Casi al mismo tiempo se abrió la puerta del salón, y el conde de
Montecristo apareció en el umbral. Dos gritos de alegría salieron al mismo tiempo de los dos jóvenes.
Maximiliano levantó la cabeza y la dejó caer abatida sobre el pecho.
-Maximiliano -dijo el conde, sin parecer notar las diferentes impresiones que su presencia causaba en
los huéspedes -, vengo a buscaros.
-¿A buscarme? -dijo Morrel, como saliendo de un sueño.
-Sí -dijo Montecristo-; ¿no habíamos convenido en que os llevaría, y no os previne ayer que estuvieseis
preparado?
-Heme aquí -dijo Maximiliano-, había venido a decirles adiós
-Y ¿dónde vais, señor conde? -dijo Julia.
-A Marsella, primero, señora.
-¿A Marsella? -repitieron a la vez ambos jóvenes.
-Sí, y me llevo a vuestro hermano.
-¡Ay!, señor conde -dijo Julia-, devolvédnoslo ya restablecido.
Morrel se volvió para ocultar una viva turbación.
-¿Estabais advertida de que se hallaba malo? -dijo el conde.
-Sí -respondió la joven-, y temo se enoje con nosotros.
-Le distraeré -siguió el conde.
-Estoy dispuesto -dijo Maximiliano--. ¡Adiós, mis buenos amigos; adiós, Manuel, adiós, Julia!
-¿Cómo, adiós? -exclamó Julia -, ¿partís así, de repente, sin preparativos, sin pasaporte?
-Esas son las dilaciones que aumentan el pesar de las separaciones -dijo el conde-, y Maximiliano estoy
seguro de que ha debido prevenirse de todo, ya se lo había encargado.
-Tengo mi pasaporte y están hechas las maletas -dijo Morrel con su monótona calma.
-Muy bien -dijo Montecristo sonriéndose-; con esto ha de conocerse la exactitud de un buen soldado.
-¿Y nos dejáis ahora? -dijo Julia -, ¿al instante?, ¿sin darnos un día?, ¿una hora siquiera?
-Mi carruaje está a la puerta, señora. Es necesario que me halle en Roma dentro de cinco días.
-¡Pero Maximiliano no va a Roma! -dijo Manuel.
-Voy donde quiera el conde llevarme -dijo Morrel con triste sonrisa-, le pertenezco todavía un mes.
-¡Oh, Dios mío!, ¿qué significa eso, señor conde?
-Maximiliano me acompaña -dijo el conde con su persuasiva afabilidad-, tranquilizaos sobre vuestro
hermano.
-¡Adiós, hermana! -dijo Morrel-, ¡adiós, Manuel!
-Siento una angustia... -dijo Julia-; ¡oh, Maximiliano, Maximiliano!, ¡tú nos ocultas algo!
-¿Vamos? -dijo Montecristo-; le veréis volver alegre, risueño, gozoso.
Maximiliano lanzó a Montecristo una mirada casi desdeñosa, casi irritada.
-¡Partamos! -dijo el conde.
-Antes de que partáis, señor conde -dijo Julia-, permitidnos deciros todo lo que el otro día...
-Señora -replicó el conde, tomándole ambas manos-, todo lo que me diríais no equivaldría nunca a lo
que leo en vuestros ojos, lo que vuestro corazón ha pensado, lo que el mío ha comprendido. Como los
bienhechores de novela, debería haber partido sin volver a veros, pero esta virtud superaba todas mis
fuerzas, porque soy hombre débil y vanidoso, porque la mirada húmeda, alegre y tierna de mis seme jantes
me produce un bien. Ahora parto, y llevo mi egoísmo hasta deciros: No me olvidéis, amigos míos, porque
no me volveréis a ver.
-¿No volveros a ver? -exclamó Manuel, mientras rodaban dos gruesas lágrimas por las mejillas de
Julia -. ¡No volver a veros! ¡Pero no es un hombre, es un dios quien nos deja, y este dios va a subir al cielo
después de haberse presentado en la tierra para hacer el bien!
-No digáis eso -repuso con vehemencia Montecristo-, no digáis eso, amigos míos. Los dioses no hacen
jamás el mal. Los dioses se detienen donde quieren detenerse, la casualidad no es más fuerte que ellos, y
ellos son por el contrario los que sujetan la suerte. No, yo soy un hombre, Manuel, y vuestra admiración
es tan injusta como vuestras palabras son sacrílegas.
Apretando contra sus labios la mano de Julia, que se precipitó en sus brazos, tendió la otra mano a
Manuel. Después, arrancándose de esta casa, dulce nido cuyo huésped era la felicidad, llevó tras sí, con
una señal, a Maximiliano, pasivo, insensible y consternado, como lo estaba desde la muerte de Valentina.
-¡Devolved la alegría a mi hermano! -dijo Julia al oído de Montecristo .
Montecristo le estrechó la mano como lo había hecho once años antes en la escalera que conducía al
despacho de Morrel.
-¿Confiáis siempre en Simbad el Marino? -preguntó sonriéndose.
-¡Sí!, ¡sí!
-Pues bien, descansad en la paz y confianza del Señor.
Como hemos dicho, esperaba la silla de posta. Cuatro caballos vigorosos erizaban las crines y
golpeaban con impaciencia el pavimento.
Alí estaba esperando abajo con el rostro reluciente de sudor. Pare cía llegar de una larga carrera.
-¡Y bien! -le preguntó el conde en árabe-, ¿estuviste en casa del anciano?
Alí hizo señal afirmativa.
-¿Y desplegaste la carta a sus ojos tal como lo dije?
-Sí -dijo respetuosamente el esclavo.
-¿Y qué ha dicho, o por mejor decir, qué ha hecho?
Alí se puso a la luz de modo que su señor pudiera verle, a imitando con su delicada inteligencia la
fisonomía del anciano, cerró los ojos como hacía Noirtier cuando quería decir: ¡sí!
-¡Bien!, es que acepta--dijo Montecristo-, ¡partamos!
Apenas había pronunciado esta palabra, cuando ya el carruaje corría y los caballos hacían estremecer el
empedrado despidiendo multitud de chispas.
Maximiliano se acomodó en su rincón sin decir una palabra.
Transcurrió media hora. Detúvose el carruaje repentinamente. El conde acababa de tirar del cordón de
seda que estaba sujeto a un dedo de Alí. El nubio bajó y abrió la portezuela.
La noche estaba hermoseada por millares de estrellas. Estaban en lo alto del monte de Villejuif, sobre el
plano donde París, como una mar sombría, agita los millares de luces que parecen olas fosforescentes,
olas en efecto, olas más bulliciosas, más apasionadas, más movibles, más furiosas, más áridas que las del
Océano irritado, olas que no conocen la calma como las del vasto mar, olas que chocan siempre, que
espumean siempre, que sepultan siempre...
El conde quedó solo y a una señal de su amo, el carruaje avanzó un trecho.
Entonces estuvo un rato con los brazos cruzados, contemplando la fragua en donde se funden, retuercen
y modelan todas las ideas que se lanzan como desde un centro hirviente para correr a agitar el mundo.
Después de posar su mirada sobre aquella Babilonia de poetas religiosos y de fríos materialistas:
-¡Gran ciudad! -exclamó inclinando la cabeza y juntando las manos como para orar-, no hace seis
meses que crucé tus umbrales. Creo que el espíritu de Dios me había traído, y que me vuelve triunfante.
El secreto de mi presencia en tus muros se lo he confiado al Dios que solamente puede leer en mi
corazón. El solo conoce que me alejo de aquí sin odio ni orgullo, pero no sin recuerdos. Sólo El sabe que
no he hecho use ni por mí ni por vanas causas del poder que me había confiado. ¡Oh, gran ciudad!, ¡en lo
seno palpitante he hallado lo que buscaba; minero incansable, he removido tus entrañas para extraer de
ellas el mal; al presente mi obra está cumplida, mi misión terminada; al presente no puedes ofrecerme
alegrías ni dolores! ¡Adiós, París, adiós!
Sus ojos se extendieron aún por la vasta llanura como la mirada de un genio nocturno. Después,
pasando la mano por la frente, subió al carruaje, que se cerró tras él, y que desapareció bien pronto por el
otro lado de la pendiente entre un torbellino de polvo y ruido.
Anduvieron diez leguas sin pronunciar una sola palabra. Morrel dormía, Montecristo le miraba dormir.
-Morrel -le dijo el conde-, ¿os arrepentís de haberme seguido?
-No, señor conde, pero dejar París... En París es donde Valentina reposa, y perder París es perderla por
segunda vez.
-Los amigos que perdemos no reposan en la tierra, Maximiliano
-dijo el conde-, están sepultados en nuestro corazón, y es Dios quien lo ha querido así para que siempre
nos acompañen. Yo tengo dos amigos que me acompañan siempre también. El uno es el que me ha dado
la vida, el otro es el que me ha dado la inteligencia. El espíritu de los dos vive en mí. Les consulto en mis
dudas, y si hago algún bien, a sus consejos lo debo. Consultad la voz de vuestro corazón, Morrel, a
inquirid de ella si debéis continuar poniendo tan mal semblante.
-La voz de mi corazón es bien triste, amigo mío -dijo Maximilia no-, y no me anuncia más que
desgracias.
-Es propio de los espíritus débiles el ver todas las cosas a través de un velo. El alma se forma a sí
misma sus horizontes. Vuestra alma es sombría, y os presenta un cielo borrascoso.
-Quizás esto sea cierto -dijo Maximiliano.
Y cayó de nuevo en su estupor.
El viaje se hizo con aquella maravillosa rapidez, que era una de las propensiones del conde. Las
ciudades se presentaban como sombras en su camino. Los árboles, sacudidos por los primeros vientos de
otoño, parecían ir delante de ellos como gigantes desgreñados, y huían rápidamente cuando eran
alcanzados. A la mañana siguiente llegaron a Chalons, donde les esperaba el vapor del conde. Sin perder
un instante, el carruaje fue transportado a bordo. Los dos viajeros quedaron embarcados.
El buque estaba cortado de tal modo que parecía una piragua India. Sus dos ruedas parecían dos alas,
con las cuales cortaba el agua como un ave viajera. Morrel mismo sentía una especie de desvanecimiento
con la celeridad, y a veces el viento, que hacía flotar sus cabellos,
parecía disipar por un momento las nubes de su frente.
En cuanto al conde, a medida que se alejaba de París, parecía rodearse como de una aureola con una
serenidad casi sobrehumana. Hubiérasele tenido por un desterrado que regresaba a su patria.
Bien pronto Marsella, blanca, erguida, airosa. Marsella, la hermana menor de Tiro y de Cartago, y que
las sucedió en el imperio del Mediterráneo. Marsella, más joven cuanto más envejece, presentóse ante sus
ojos. Eran para ambos aspectos fecundos en recuerdos, la torre re donda, el fuerte de San Nicolás, la fonda
de la ciudad de Puget, el puerto del muelle de ladrillo en donde los dos habían jugado en la niñez.
Así, de común acuerdo, se detuvieron ambos sobre la Cannebière.
Un navío partía para Argel. Los fardos, los pasajeros agolpados
sobre el puente, la multitud de parientes, de amigos que se decían adiós, que gritaban y lloraban,
espectáculo siempre conmovedor, aun para los que asisten diariamente a él. Este movimiento no pudo dis -
traer a Maximiliano de una idea que se había apoderado de él, desde el instante en que puso el pie sobre el
muelle.
-Mirad -dijo, tomando por el brazo a Montecristo-, he aquí el punto donde se detuvo mi padre cuando el
Faraón entró en el puerto. Aquí el bravo, a quien salvasteis de la muerte y del deshonor, se arrojó a mis
brazos; siento aún la impresión de sus lágrimas sobre mi rostro, y no lloraba solo, mucha gente lloraba al
vernos.
Montecristo se sonrió.
-Allí estaba yo -dijo, mostrando a Morrel el ángulo de una calle.
Al decir esto, y en la dirección que indicaba el conde, se oyó un gemido doloroso, y se vio a una mujer
que hacía una señal a un pasajero del navío que partía. Esta mujer estaba cubierta con un velo.
Montecristo la siguió con los ojos con tal emoción que Morrel habría visto fácilmente si no hubiese tenido
los ojos fijos sobre el navío, en dirección opuesta a aquella en que miraba el conde.
-¡Oh!, ¡Dios mío! -exclamó Morrel-; no me engaño, ese joven que saluda con el sombrero, ese joven de
uniforme, con una charretera de subteniente, ¡es Alberto de Morcef!
-Sí -dijo Montecristo-; lo había conocido.
-¿Cómo?, ¡si miráis al lado opuesto!
El conde se sonrió, como hacía cuando no quería responder. Y sus ojos se dirigieron a la mujer
embozada, que desapareció a la vuelta de la calle. Entonces se volvió.
-Caro amigo -dijo Montecristo-, ¿no tenéis nada que hacer en este lugar?
-Tengo que llorar sobre la tumba.
-Está bien. Id y esperadme allá abajo, me reuniré con vos.
-¿Me dejáis?
-Sí..., tengo también una piadosa visita que hacer.
Morrel dejó caer la mano sobre la que le tendía el conde. Después, con un movimiento de cabeza, cuya
melancolía sería imposible describir, le dejó y se dirigió al Este de la ciudad.
El conde dejó alejarse a Maximiliano, permaneciendo en el mismo sitio hasta que desapareció.
Dirigióse luego hacia las alamedas de Meillán, a fin de hallar la casita que al principio de esta historia ha
debido hacerse familiar a nuestros lectores.
Levántase aún a la sombra de la gran alameda de tilos, que sirve de paseo a los marselleses ociosos,
tapizada de extensos vástagos de parra que crecen sobre la piedra amarilla por el ardiente sol del mediodía,
con sus brazos ennegrecidos y descarnados por la edad. Dos filas de piedras gastadas por el rote
de los pies conducían a la puerta de entrada, puerta formada de tres planchas, que nunca, a pesar de su
separación anual, habían reconocido pintura alguna, y esperaban pacientemente que la humedad las
reuniese.
Esta casa, encantadora a pesar de su vejez, ris ueña, a pesar de su mísera apariencia, era la misma que
habitaba en otro tiempo el padre de Dantés. El anciano habitaba sólo el piso superior, y el conde había
puesto toda la casa a disposición de Mercedes.
Allí entró la mujer de largo velo que Montecristo había visto alejarse del navío que zarpaba, cerrando la
puerta en el momento mismo en que él doblaba la esquina, de suerte que la vio desaparecer en el
momento de encontrarla. Para él todos los pasos eran desde antiguo conocidos. Sabía mejor que nadie
abrir aquella puerta, cuyo pestillo interior se levantaba con un clavo largo. Así entró, sin llamar, sin el
menor aviso, como un amigo, como un huésped. Al fin de un sendero enladrillado veíase, rico de luz y de
rnlores, un pequeño jardín, el mismo donde, en el plazo designado, Mercedes había hallado la suma, cuyo
depósito el conde con su delicadeza había hecho subir a veinticuatro años. Desde el umbral de la puerta
de la calle se distinguían los primeros árboles del jardín.
Al entrar el conde de Montecristo percibió un suspiro parecido a una queja. Este suspiro atrajo su
mirada, y sobre una tuna de jazmín de Virginia de follaje espeso y de largas flores purpúreas, vino a
Mercedes inclinada y llorando.
Había levantado su velo, y la faz del cielo, el rostro oculto entre las manos, dando curso a sus suspiros
y sollozos, por tanto tiempo contenidos en presencia de su hijo. El conde avanzó unos pasos, y pudieron
oírse sus pisadas. Mercedes levantó la cabeza y lanzó un grito de esparto al ver a un hombre ante sí.
-Señora -dijo Montecristo-, no está en mí poder traeros la ventura, pero os ofrezco un consuelo. ¿Os
dignaréis aceptarlo como de un amigo?
-Soy, en efecto, muy desventurada -respondió Mercedes -, sofá en el mundo..., no tenía más que un hijo
y me ha dejado.
-Ha hecho bien, señora -replicó el conde-, y tiene un noble corazón. Ha comprendido que todo hombre
debe un tributo a la patria. Unos su talento, otros su industria, éstos sus vigilias, aquellos su sangre.
Permaneciendo a vuestro lado, habría consumido una vida inútil. No habría podido acostumbrarse a
vuestros dolores. Se hubiera hecho ocioso por indolencia. Se hará grande y fuerte luchando contra su
adversidad, que cambiará en fortuna. Dejadle reconstituir vuestro porvenir para los dos, señora. Me atrevo
a asegurar que está en manos seguras.
-¡Oh! -dijo la mujer, moviendo tristemente la cabeza-, esta fortuna de que me habláis, y que ruego a
Dios le conceda desde el fondo de mi alma, no la gozaré yo. Han fracasado tantas cosas en mí y a mi
alrededor, que me siento cerca de la tumba. Habéis hecho bien, señor conde, en traerme al punto donde
era dichosa; donde una ha sido dichosa debe morir.
-¡Ay! -dijo el conde-, todas vuestras palabras, señora, caen amargas y abrasadoras sobre mi corazón,
tanto más amargas y abrasadoras cuanto que vos tenéis razón para odiarme. He causado todos vuestros
males, no me lloréis en vez de acusarme. Me haríais aún más desdichado.
-¿Odiaros, acusaros a vos, Edmundo? ¿Odiar, acusar al hombre que salvó la vida de mi hijo, porque era
vuestra intención fatal y sangrienta, no es verdad? ¿Matar al señor de Morcef, el hijo de que estaba tan
orgullosa? ¡Oh!, miradme, y veréis si hay en mí la apariencia de una reconvención.
El conde levantó la mirada y la posó en Mercedes, que medio en pie, extendía sus dos manos hacia él.
-¡Oh!, miradme -continuó, con un sentimiento de profunda melancolía-, puede resistirse hoy el brillo de
mis ojos; no es éste el tiempo en que yo venía a sonreír a Edmundo Dantés, que me esperaba allá arriba,
en la ventana del tejado, bajo la cual habitaba su anciano padre... Desde entonces, cuántos días dolorosos
han pasado abriendo un abismo de pesares entre él y yo. ¡Acusaros, Edmundo, odiaros, amigo mío, no! A
mí es a quien acuso y odio. ¡Oh!, ¡miserable de mí! -exclamó juntando las manos y levantando los ojos al
cielo-. He sido castigada... Tenía religión, inocencia, amor, estas tres venturas de los ángeles, y, miserable
de mí, dudo de Dios.
Montecristo dio un paso hacia ella, y le tendió la mano en silencio.
-No --dijo ella, retirando suavemente la suya-, no, amigo mío, no me toquéis. Me habéis perdonado, y
sin embargo, de todos aquellos a quienes habéis herido, yo era la más culpable. Todos los demás han
obrado por odio, por codicia, por egoísmo; yo, por maldad. Ellos deseaban, yo he tenido miedo. No, no
estrechéis mi mano, Edmundo; meditáis alguna palabra afectuosa, lo siento, no la digáis, guardadla para
otra, ¡yo no soy digna, yo.. . ! Mirad -descubrió de repente su rostro-, ved, la desgracia ha puesto mis
cabellos grises. Mis ojos han vertido tantas lágrimas que están rodeados de venas violáceas, mi frente se
arruga. Vos, por el contrario, Edmundo, vos sois siempre joven, siempre hermoso, siempre altivo. Es que
habéis tenido fe, es que habéis tenido fuerza, es que habéis descansado en Dios, y Dios os ha sostenido.
Yo he sido malvada; he renegado, Dios me ha abandonado y aquí veis el resultado.
Mercedes rompió en lágrimas. El corazón de la mujer se despedazaba al choque de los recuerdos.
Montecristo asió su mano, y la besó respetuosamente, pero Mercedes notó que este beso carecía de ardor,
como el que el conde pudiera haber estampado en la mano de mármol de la estatua de una santa.
-Hay -continuó- existencias predestinadas, cuya primera falta destroza todo su porvenir. Os creía muerto,
¡y debería haber muerto yo también!, porque ¿para qué ha servido que yo llevase eternamente vuestro
duelo en mi corazón?, para convertir a una mujer de treinta y nueve años en una mujer de cincuenta. He
aquí todo. ¿De. qué sirve que sola entre todos, habiéndoos reconocido, haya salvado únicamente a mi
hijo? ¿No debía también salvar al hombre, por culpable que fuese, a quien había aceptado por esposo? No
obstante, le he dejado morir, ¿qué digo? ¡Dios mío! ¡He contribuido a su muerte con mi torpe
insensibilidad, con mi desprecio, no recordando, no queriendo recordar que por mí se hizo traidor y
perjuro! ¿De qué sirve en fin que haya acompañado a mi hijo hasta aquí, cuando aquí le abandono,
cuando aquí le dejo partir solo, cuando le entrego a la devoradora tierra de África? ¡Oh!, he sido malvada,
¡os lo aseguro!, he renegado de mi amor, y como los renegados, comunico la desgracia a cuanto me
rodea.
-No, Mercedes -dijo Montecristo-, no; tened mejor opinión de vos misma. No, vos sois una noble y
santa mujer, y me habíais desarmado con vuestro dolor; pero tras de mí, invisible, desconocido, irritado,
estaba Dios, de quien yo no era más que mandatario, y que no ha querido contener el rayo que yo mismo
había arrojado. ¡Oh!, juro ante el Dios a cuyos pies hace diez años me prosterno diariamente, juro a Dios
que os había hecho el sacrificio de mi vida, y con mi vida, de los proyectos a ella encadenados. Pero lo
digo con orgullo, Mercedes, Dios tenía necesidad de mí, y he vivido. Examinad el pasado y el presente,
tratad de adivinar el porvenir, y ved que soy el instrumento. del Señor. Las más terribles desventuras, los
más crueles sufrimientos, el abandono de todos los que me amaban, la persecución de los que no me
conocen, he aquí la primera parte de mi vida. Luego, inmediatamente después, el cautiverio, la soledad, la
miseria. Después el aire, la libertad, una fortuna tan brillante, tan fastuosa, tan desmesurada, que a no ser
ciego he debido pensar que Dios me la enviaba en sus grandes designios. Tal fortuna me pareció un
sacerdocio, y no hubo un pensamiento en mí para esta vida, de que vos, pobre mujer, vos habéis acaso
saboreado la dulzura; ni una hora de calma, ni una sola, me sentía lanzado como la nube de fuego,
pasando desde el cielo a abrasar las ciudades malditas. Como los aventureros capitanes que se embarcan
para un viaje peligroso, para una osada expedición, preparé víveres, cargué las armas, reuní los medios de
ataque y defensa, habituando mi cuerpo a los ejercicios más violentos, mi alma a las cosas más rudas,
ejercitando mi brazo en dar muerte, mis ojos en ver sufrir, mis labios a la sonrisa ante los aspectos más
terribles. De bueno, confiado y olvidadizo que era, me hice vengativo, disimulado, perverso, o más bien
impasible como la sorda y ciega fatalidad. Entonces me arrojé por el sendero que me estaba abierto,
franqueé el espacio, llegué al término. ¡Horror para los que he hallado en mi camino!
-¡Basta! -dijo Mercedes-, ¡basta, Edmundo! Creed que la única que ha podido reconoceros, sólo ella ha
podido también comprenderos. ¡Oh, Edmundo!, ¡la que ha sabido reconoceros, la que ha podido
comprenderos, ésta, aunque la hubieseis encontrado en vuestro camino y la hubieseis estrellado como un
vaso, ésta ha debido admiraros, Edmundo! Como hay un abismo entre mí y el pasado, hay un abismo
entre vos y los demás hombres; y mi más dolorosa tortura, os lo digo, es la de comparar, porque no hay
nada en el mundo que equivalga a vos, que a vos se asemeje. Ahora decidme adiós, y separémonos,
Edmundo.
-Antes de que os deje, ¿qué es lo que deseáis, Mercedes? -inquirió Montecristo.
-No deseo más que una cosa, Edmundo: que mi hijo sea dichoso.
-Rogad al Señor, que tiene la existencia de los hombres entre sus manos, que aleje de él la muerte, yo
me encargo dé lo demás.
-Gracias, Edmundo.
-¿Pero vos, Mercedes?
-¡Yo! No tengo necesidad de nada, vivo entre dos tumbas: una de Edmundo Dantés, muerto hace
bastante tiempo; ¡le amaba! Esta palabra no sienta bien a mi labio helado, pero mi corazón recuerda
constantemente, y por nada del mundo querría borrar de él este recuerdo. La otra es la de un hombre
muerto por Edmundo Dantés. Aplaudo al matador, pero debo rogar por el muerto.
-Vuestro hijo será dichoso, señora-repitió el conde.
-Entonces seré tan dichosa como puedo llegar a ser -aseguró Mercedes.
-Pero..., en fin..., ¿qué haréis?
Mercedes sonrió tristemente.
-Deciros que viviré en este país como la Mercedes de otro tiempo, es decir, trabajando, no lo creeréis.
No sé más que orar, pero no necesito trabajar. El pequeño tesoro por vos escondido ha sido hallado en el
lugar que designasteis. Se indagará quién soy, se preguntará qué hago, se indagará cómo vivo. ¿Qué
importa?? Es un asunto guardado entre Dios, vos y yo.
-Mercedes -dijo el conde-, no os hago una reconvención, pero habéis exagerado el sacrificio
abandonando la fortuna acumulada por el señor Morcef, y cuya mitad correspondía de derecho a vuestra
economía y desvelos.
-Comprendo lo que vais a proponerme, pero no puedo aceptar, Edmundo; mi hijo me lo prohibiría.
-Así me guardaré bien de hacer nada por vos que no merezca la aprobación del señor Alberto de
Morcef. Sabré sus intenciones y me someteré a ellas. Pero si acepta lo que deseo hacer, ¿le imitaréis sin
repugnancia?
-Ya sabéis, Edmundo, que no soy una criatura pensadora. Resoluci6n no la hay en mí más que para no
determinarme nunca. Dios me ha atormentado tanto en sus borrascas, que he perdido la voluntad. Me
hallo entre sus manos como una avecilla en las garras del águila. No quiere que muera, puesto que vivo.
Si me envía auxilio, es porque querrá, y yo lo recibiré.
-¡Pensad, señora -dijo Montecristo-, que no es así como se adora a Dios! Dios quiere que se le
comprenda y que se le discuta su poder. Por esto nos ha dado el libre albedrío.
-¡Desventurado! -exclamó Mercedes-, no me habléis así. Si yo creyese que Dios me ha dado el libre
albedrío, ¿qué me quedaba para librarme de la desesperación?
El conde palideció ligeramente, y bajó la cabeza, agobiado por la vehemencia de este dolor.
-¿No queréis decirme hasta la vuelta? -exclamó, tendiéndole la mano.
-Sí, Edmundo, os digo hasta la vuelta -replicó Mercedes señalando hacia el cielo con ademán solemne-;
esto es probaros que espero todavía.
Y después de tocar la mano del conde con la suya temblorosa, Mercedes descendió apresuradamente la
escalera, y desapareció a los ojos de Edmundo.
Montecristo salió entonces lentamente de la casa y tomó el camino del puerto. Pero Mercedes no le vio
alejarse, aunque se hallaba ante la ventana de la habitación del padre de Dantés. Sus ojos buscaban a lo
lejos el buque que llevaba a su hijo por los vastos mares. Verdad es, sin embargo, que su voz, a pesar
suyo, murmuró muy quedo:
-¡Edmundo! ¡Edmundo! ¡Edmundo!
Capítulo diecisiete
Lo pasado
Edmundo salió con el alma acongojada de aquella casa, en la que dejaba a Mercedes para no volverla a
ver jamás, según todas las probabilidades.
Desde la muerte del pequeño Eduardo, habíase operado una gran transformación en el conde de
Montecristo. Llegado a la cima de su venganza por la pendiente lenta y tortuosa que había seguido, se
encontraba al otro lado de la montaña con el abismo de la duda.
Había más. La conversación que acababa de tener con Mercedes había despertado tantos recuerdos en
su corazón, que en sí mismos necesitaban ser combatidos.
Un hombre del temple del conde de Montecristo no podía estar mucho tiempo sumergido en la
melancolía que suele reinar en las almas vulgares, dándoles una originalidad aparente, pero que aniquila
las almas superiores. El conde se decía que para que llegase a vituperarse él mismo era bastante el que se
introdujese un error en sus cálculos.
-Miro mal lo pasado -dijo-, y no puedo haberme engañado así. ¡Cómo! -continuó-, ¡el objeto que me
había propuesto sería un objeto insensato! ¡Cómo!, ¡habría andado un camino equivocado por espacio de
diez años! ¡Cómo!, ¡una hora bastaría para probar al arquitecto que la obra de todas sus esperanzas era, si
no imposible, al menos sacrílega!
» No quiero habituarme a esta idea, me volvería loco. Lo que falta a mis razonamientos de hoy es la
apreciación exacta de lo pasado, porque veo este pasado del otro lado del horizonte. En efecto, a medida
que se avanza, lo pasado, parecido al paisaje a cuyo través se marcha, se borra a medida que nos
alejamos. Me ocurre lo que a los que se hieren durmiendo, ven y sienten la herida, y no recuerdan haberla
recibido.
»¡Ea, pues, hombre degenerado! ¡Ea, rico extravagante! ¡Ea, vos que dormís despierto! ¡Ea, visionario
omnipotente! ¡Ea, millonario invencible!, recuerda por un instante la funesta perspectiva de lo vida
miserable y hambrienta. Repasa los caminos por donde la fatalidad lo ha lanzado, o la desgracia lo ha
conducido, o la desesperación lo ha recibido. Bastantes diamantes, oro y ventura brillan hoy en los
cristales del espejo en donde Montecristo mira a Dantés. Oculta esos diamantes, pisa ese oro, borra esos
rayos. Rico, vuelve a hallar al pobre; libre, vuelve a encontrar al preso; resucitado, vuelve a reconocer al
cadáver.»
Y diciéndose a sí mismo todas estas cosas, Montecristo seguía por la calle de la Caissierie. Era la
misma por donde hacía veinticuatro años había sido llevado por una guardia silenciosa y nocturna; sus
casas, de un aspecto risueño, estaban aquella noche sombrías, silenciosas y cerradas.
-No obstante, son las mismas -murmuró Montecristo-, sólo que entonces era de noche; hoy es de día, el
sol lo alumbra todo y llena de alegría.
Descendió al muelle por la calle de Saint-Laurent, y avanzó hacia la Consigna, punto del puerto en
donde había embarcado. Distinguió un barco de paseo, y Montecristo llamó al patrón, quien se dirigió al
punto hacia él.
El tiempo estaba magnífico, el viaje fue una fiesta. El sol descendía hacia el horizonte, rojo y
resplandeciente, y se dibujaba entre las olas. La mar, tersa como un espejo, se rizaba a veces con el movimiento
de los peces, que perseguidos por algún enemigo oculto, salían fuera del agua en busca de otro
elemento. En fin, por el horizonte veíanse pasar blancas y graciosas, como mudas viajeras, las barcas de
los pescadores que van a las Martigues, o los buques mercantes cargados para Córcega o para España.
A pesar de tan hermoso cielo, de las barcas de graciosos contornos, de los dorados rayos que inundaban
el paisaje, el conde, envuelto en su capa, recordaba uno por uno todos los pormenores del terrible viaje.
La luz única y aisl'ada que alumbraba a los Catalanes, la vista del castillo de If, que le reveló dónde se le
llevaba; la lucha con los gendarmes cuando quiso arrojarse al mar, su desesperación cuando se sintió
vencido, y la fría sensación de la boca del cañón de la carabina, apoyada sobre su sien como un anillo de
hierro. Y poco a poco, como las fuentes secadas por el estío, cuando se amontonan las nubes del otoño,
que se humedecen paulatinamente y comienzan a caer gota a gota, el conde de Montecristo sintió igualmente
caer sobre su pecho la antigua hiel extravasada que había otras veces inundado el corazón de
Edmundo Dantés.
Para él no hubo desde entonces nada de bello cielo, de barcas graciosas, de luz ardiente. El cielo se
cubrió de un fúnebre crespón, y la aparición de la negra y gigantesca mole del castillo de If le hizo
estremecerse, como si se le hubiese aparecido de repente el fantasma de un enemigo mortal.
Llegaron. Instintivamente el conde retrocedió hasta la extremidad de la barca. El patrón creyó deber
decirle con la voz más cariñosa:
-Hemos llegado, señor.
Montecristo recordó que en aquel mismo punto, sobre la misma roca, había sido violentamente
arrastrado por sus guardias, y que se le había obligado a subir aquella pendiente con la punta de una
bayoneta.
El camino le había parecido en otro tiempo muy largo a Dantés. Montecristo le encontraba muy corto.
Cada golpe de remo le había hecho brotar, con la húmeda espuma del mar, un millar de pensamientos y
recuerdos. Desde la revolución de julio no había prisioneros en el castillo de If. Un puesto destinado a
impedir el contrabando ocupaba sólo sus cuerpos de guardia. A la puerta del castillo se hallaba un
conserje aguardando a los curiosos para mo strarles aquel monumento de terror, convertido en un
monumento de curiosidad. Y no obstante, aunque enterado de todos esos pormenores, cuando entró bajo
su bóveda, cuando bajó la negra escalera, cuando fue conducido a los calabozos que deseaba ver, una
palidez mortal cubrió su frente, y un sudor helado refluyó hasta su corazón.
El conde preguntó si quedaba algún antiguo carcelero del tiempo de la Restauración. Todos habían sido
despedidos, o pasado a ocupar otros puestos.
El conserje que le guiaba estaba sólo desde 1830. Fue conducido a su propio calabozo.
Vio la luz opaca del día entrar por el estrecho ventanuco. El sitio donde estaba su lecho, sacado
después, y detrás, aunque cerrada, visible aún por su piedra más nueva, la abertura hecha por el abate
Faria.
Montecristo sintió debilitarse sus piernas. Tomó un asiento de madera y se sentó.
-¿Se refieren algunas historias de este castillo, a más de la prisión de Mirabeau? -preguntó el conde-,
¿hay alguna tradición en esta mansión lúgubre que haga creer que los hombres han encerrado en ella
algún viviente?
-Sí, señor -dijo el conserje-, y de este mismo calabozo me ha transmitido una el carcelero Antonio.
El conde se estremeció. Ese carcelero Antonio era el suyo. Había casi olvidado su nombre y su
fisonomía. Pero al oírle nombrar, le recordó tal cual era, con su poblada barba, su ropa parda y su manojo
de llaves, de las que le parecía oír aún el ruido.
Montecristo se volvió y creyó verle en la sombra del corredor, muy oscuro a pesar de la luz de la
antorcha que ardía en las manos del conserje.
-¿Queréis que os la cuente? -preguntó el conserje.
-Sí -contestó el conde-, empezad.
Y puso la mano sobre su corazón, para comprimir un violento la tido y conmovido al oír contar su
propia historia.
-Decid -repitió.
-Este calabozo -repuso el conserje- estaba ocupado hace mu cho tiempo por un prisionero, hombre muy
peligroso, a lo que parece, y tanto más cuanto que era industrioso a inteligente. Otro ocupaba este castillo
al mismo tiempo que él. Este no era malvado, era un pobre sacerdote loco.
-¡Ah!, sí, loco-repitió el conde-, ¿y cuál fue su locura?
-Ofrecía millones a cambio de la libertad.
Montecristo levantó los ojos al cielo, pero no lo veía. Existía una barrera impenetrable entre él y el
firmamento. Pensó en que había mediado otra no menos espesa entre los ojos de aquellos a quienes había
ofrecido el abate Faria sus tesoros, y entre estos mismos tesoros ofrecidos.
-¿Podían verse unos a otros? -preguntó Montecristo.
-¡Oh!, no, señor; estaba rigurosamente prohibido. Pero burlaron esta prohibición abriendo una galería
de un calabozo a otro.
-¿Y quién de los dos abrió esa galería?
-¡Oh!, fue ciertamente el joven -dijo el conserje-, el joven era diestro y fuerte, mientras el abate era
viejo y débil, y su inteligencia era además demasiado vacilante para seguir una idea.
-¡Ciegos! -murmuró Montecristo.
-El joven abrió, pues, la galería. ¿Con qué?, se ignora, pero la abrió, y la prueba es que pueden
observarse aún las señales. Mirad, ¿lo veis?
Y acercó la antorcha a la muralla .
-¡Ah!, sí, ciertamente -dijo el conde con una voz fuertemente conmovida.
-Resulta que los presos se comunicaron. ¿Cuánto duró esta comunicación? No se sabe. Un día, el preso
viejo cayó enfermo y mu rió. Adivinad lo que hizo el joven -dijo el conserje interrumpiéndose.
-Decid.
-Cogió el cadáver, y lo puso encima de su propio lecho, la nariz hacia la muralla. Después volvió al
calabozo vacío, abrió el agujero, y se metió en el saco mortuorio. ¿Habéis visto nunca una idea semejante?
Montecristo cerró los ojos, y se sintió agitado por todas las impresiones que había experimentado,
cuando la tela grosera del frío cadáver le tocó y le rozó con su semblante.
El carcelero prosiguió:
-Ved, ved aquí su proyecto. Creía que se enterraban los cadáveres en el castillo de If, y como dudaba
mucho de que se hicieran gastos de funeral para los presos, contó con levantar la tierra con sus espaldas,
pero había por desgracia una costumbre que frustró su intento. No se enterraba a los muertos, se les ataba
una piedra a los pies y se les arrojaba al mar, y esto es lo que se hizo. Nuestro hombre fue lanzado al agua
desde lo alto de la galería. Al día siguiente se halló el verdadero cadáver en su lecho, y se descubrió todo,
porque los sepultureros dijeron entonces lo que antes no habían osado decir. Que en el momento de lanzar
el cuerpo oyeron un grito terrible, ahogado en el instante mismo por el agua en la cual fue a desaparecer.
Montecristo respiraba fatigosamente. El sudor cubría su rostro. La angustia oprimía su corazón.
-¡No! -murmuró-, ¡no!, la duda que he experimentado era un principio de olvido, pero el corazón se
abre de nuevo, y vuelve a estar sediento de venganza.
-¿Y el preso? -preguntó ansioso-. ¿Se ha vuelto a oír hablar de él?
-Jamás. Se cree una de dos cosas, o que murió en el acto, o que se ahogó en el mar.
-Decís que se le ató una bala a los pies. Caería derecho.
-Caería tal vez así -repuso el conserje-, y el peso de la bala le llevaría al fondo, en donde debió de
quedar el pobre hombre.
-¿Le lloráis?
-Por vida mía que sí, aunque estuviese así en su elemento.
-¿Qué queréis decir?
-Que por aquel entonces se decía que aquel desgraciado había sido en su tiempo oficial de marina
detenido por bonapartista.
-¡Cierto! -murmuró Montecristo-. Dios lo ha hecho para sobrenadar en las aguas y en las llamas.
Así el pobre marino vio en sus recuerdos algunos contornos de la historia que se refería sin duda en el
hogar doméstico, estremeciéndose tal vez con la consideración de que había hendido el espacio para
sepultarse en lo profundo de los mares.
-¿No se supo nunca su nombre? -preguntó el conde en voz alta.
-¡Oh!, no -dijo el conserje-. No era conocido más que por el número treinta y cuatro.
-¡Villefort! ¡Villefort! -murmuró Montecristo-, he aquí lo que hartas veces has debido decirte cuando
mi espectro causaba tus insomnios.
-¿Queréis continuar la visita? -preguntó el conserje.
-Sí; sobre todo, si tenéis la bondad de mostrarme la morada del pobre abate.
-¡Ah! El número veintisiete.
-Sí, veintisiete -repitió Montecristo.
Y le parecía oír aún la voz del abate Faria, cuando le pedía su nombre, diciéndole aquel número a
través de la muralla.
-Venid.
-Esperad -dijo Montecristo- que eche la mirada sobre todas las fases de este calabozo.
-Bueno -dijo el guía-, ahora resulta que he olvidado la llave del otro.
-Idla a buscar.
-Os dejo la antorcha.
-No; lleváosla.
-Pero os vais a quedar a oscuras.
-Es que puedo ver en medio de la oscuridad.
-¡Lo mismo que él!
-¿Que quién?
-E1 número treinta y cuatro. Se dice que estaba tan habituado a la oscuridad, que hubiera distinguido
una espina en lo más oscuro del calabozo.
-Necesitó diez años para llegar a tal estado -murmuró el conde.
El guía se alejó, llevándose la antorcha.
El conde había dicho la verdad. Apenas estuvo algunos segundos en la oscuridad, cuando ya lo
distinguía todo como en medio del día. Entonces miró a su alrededor y reconoció palpablemente su calabozo.
-Sí -dijo--, ¡he aquí la piedra donde me sentaba, he aquí señaladas mis espaldas en el muro! ¡He aquí el
rastro de la sangre que corrió de mi frente el día que quise romperla contra la pared! ¡Oh!, estos
caracteres..., los recuerdo..., los escribí un día que calculaba la edad de mi padre para ver si lo volvería a
encontrar vivo, y la edad de Mercedes para ver si la encontraría libre... Tuve un momento de esperanza
después de efectuar el cálculo... ¡No tenía en cuenta el hambre y la infidelidad!
Y una amarga sonrisa se escapó de la boca del conde. Acababa de ver, como en un sueño, a su padre
llevado a la tumba... ¡A Mercedes caminando hacia el altar!
En la otra pared atrajo su mirada una inscripción. Veíase aún, en el verdoso muro.
-DIOS MIO -leyó Montecristo-, ¡CONSERVADME LA MEMORIA!
»¡Oh!, sí -exclamó -; he ahí la última plegaria de mis últimos tiempos. No pedía la libertad, pedía la
memoria, temiendo volverme loco y olvidar. Dios mío, me habéis conservado la memoria, y todo lo
recuerdo ahora, ¡gracias, gracias, Dios mío! »
En este momento la luz de la antorcha reflejó en el muro. Era el guía que bajaba.
El conde le salió al encuentro.
-Seguidme -dijo, y sin necesidad de la luz del día, le hizo seguir un corredor subterráneo que conducía a
otra entrada.
Aún allí fue asaltado Montecristo por un torbellino de pensamientos.
Lo primero que vio fue el meridiano trazado en la muralla, con cuyo auxilio sabía las horas el abate
Faria. Luego, los restos del lecho en que murió el pobre preso.
Al verlo, en vez de la angustia que el conde había experimentado en el calabozo, abrió su corazón a un
sentimiento dulce y tierno, un sentimiento de gratitud, y las lágrimas saltaron de sus ojos.
-Aquí es -dijo el guía- donde estaba el abate loco, por allí venía a encontrarle el joven -y señaló a
Montecristo la abertura de la galería aún no cerrada-. Por el color de la piedra -prosiguió- ha reconocido
un sabio que deba de hacer diez años poco más o menos que los dos presos se comunicaban en estos
sitios. ¡Pobres gentes, cuánto debieron de aburrirse en diez años!
Dantés sacó algunos luises de su bolsillo y tendió la mano hacia el hombre que por segunda vez le
compadecía sin conocerle.
El conserje los recibió, creyendo eran algunas monedas de poco valor, pero a la luz de la antorcha,
diose cuenta de la suma que se le entregaba.
-Señor -le dijo-, os habéis equivocado.
-¿En qué?
-Es oro lo que me dais.
-Ya lo sé.
-¡Cómo! ¿Lo sabéis?
-Sí.
-¿Teníais la intención de darme este oro?
-Sí.
-¿Y puedo guardármelo sin recelo alguno?
El conserje contempló lleno de admiración a Montecristo.
-¡Y honrosamente! -dijo el conde, como Hamlet.
-Señor -repuso el conserje, no atreviéndose a creer en su suerte-, señor, no comprendo vuestra
generosidad.
-Es fácil de comprender sin embargo -dijo el conde-. He sido marino, y vuestra historia me ha
conmovido extraordinariamente.
-Entonces, señor -dijo el guía-, puesto que sois tan generoso, merecéis que os ofrezca yo alguna cosa.
-¿Qué tenéis que ofrecerme, amigo mío? ¿Conchas, obras de paja?, gracias.
-No, señor, no. Alguna cosa que se refiere a la historia presente. -¿De veras? -exclamó el conde-, ¿y
qué es ello?
-Escuchad -dijo el conserje-, he aquí lo que pasó. Dije para mí, siempre se descubre algo en una morada
ocupada diez años por un preso, y me puse a registrarlo todo; observé que sonaba a hueco debajo del
lecho y en el hogar de la chimenea.
-Sí -dijo el conde-, sí.
-Levanté las piedras, y hallé...
-Una escala de cuerda, herramientas -exclamó el conde Montecristo .
-¿Cómo sabéis eso? -preguntó el conserje, sorprendido.
-No lo sé, lo adivino -dijo el conde-,son cosas que se hallan ordinariamente en los escondrijos de los
presos.
-Sí, señor, sí -dijo el guía-, una escala de cuerda y herramientas.
-¿Y las tenéis aún? -exclamó Montecristo.
-No, señor; vendí estos diferentes objetos, que eran muy curiosos a los visitantes, pero me queda otra
cosa.
-¿Qué? -preguntó el conde con impaciencia.
-Me queda una especie de libro escrito sobre tiras de tela.
-¡Oh! -exclamó el conde-, ¿conserváis ese libro?
-No sé si es un libro --dijo el conserje-, pero me queda lo que os digo.
-Ve a buscármelo, amigo mío, ve -dijo Montecristo-, y si es lo que presumo, estate tranquilo.
-Voy, señor.
Y el guía salió.
Edmundo fue a arrodillarse piadosamente ante los restos del lecho que la muerte había convertido para
él en altar.
-¡Oh!, mi segundo padre -dijo-, tú que me diste libertad, ciencia, riqueza; tú, que parecido a las
criaturas de una especie superior a la nuestra, tenías la ciencia del bien y del mal, si en el fondo de la
tumba queda de nosotros alguna cosa que se levante a la voz de los que moran sobre la tierra, si en la
transformación que sufre el cadáver alguna cosa animada flota en los lugares en donde hemos amado o
sufrido mucho, noble corazón, espíritu supremo, alma profunda, con una palabra, con un signo, con una
revelación cualquiera, líbrame, lo ruego, en nombre del amor paternal que me dispensabas, y del respeto
filial que lo profesé, del resto de duda, que vendrá a ser un remordimiento si no se cambia en mí en
convicción.
Montecristo bajó la cabeza y juntó las manos.
-Ved, señor -le dijo una voz a sus espaldas.
El conde tembló y se volvió.
El conserje le entregó las tiras de tela en donde el abate Faria había depositado todos los tesoros de su
ciencia. Este manuscrito era la gran obra del abate Faria sobre el reino de Italia.
El conde se apoderó de él con presteza, y sus ojos, mirando el epígrafe, leyeron:
«Arrancarás los dientes al dragón, y pisotearás los leones, ha dicho el Señor. »
-¡Ah! -exclamó -, ¡he aquí la respuesta! ¡Gracias, padre mío, gracias!
Y sacando del bolsillo una cartera que contenía diez billetes de banco de mil francos cada uno:
-Tómala -dijo al conserje.
-¿Me la dais?
-Sí, pero a condición de que no la mirarás hasta que yo haya partido.
Y guardando en el pecho la reliquia que acababa de encontrar, y que para él equivalía al más preciado
tesoro, salió del subterráneo y subió a la barca.
-¡A Marsella! -dijo.
Luego, alejándose, con los ojos fijos en la sombría prisión:
-¡Horror! -dijo -, ¡para los que me encerraron en ella, y para los que han olvidado que en ella estuve!
Al pasar otra vez por los Catalanes, el conde se volvió, y envolviendo la cabeza en la capa, murmuró el
nombre de una mujer.
La victoria era completa. Montecristo había vencido la duda por dos veces.
Ese nombre, que pronunció con una expresión de ternura que era casi amor, era el nombre de Haydée.
Al poner el pie en tierra, el conde se dirigió al cementerio, seguro de encontrar a Morrel.
También él, diez años antes, había buscado piadosamente una tumba en el cementerio, y la había
buscado inútilmente. Volviendo a Francia con millones, no había podido encontrar la tumba de su padre,
muerto de hambre. Morrel mandó poner en ella una cruz, pero esta cruz se cayó y el enterrador la quemó,
como hacen todos ellos, encendiendo lumbre en el cementerio. El honrado naviero había sido más
afortunado. Muerto en brazos de sus hijos, fue llevado por ellos a enterrar cerca de su mujer, dos años
antes entrada en la eternidad. Dos largas losas de mármol, con sus nombres inscritos en ellas, estaban
extendidas, una al lado de otra, en un pequeño recinto, rodeado por una balaustrada de hierro, y
sombreado por cuatro cipreses.
Maximiliano se apoyaba en uno de estos árboles, y tenía clavados sus ojos inciertos sobre las dos
tumbas.
Su dolor era profundo, casi le trastornaba.
-Maximiliano -le dijo el conde-, no es ahí donde se debe mirar, sino allí.
Y le señaló el cielo.
-Los muertos se encuentran en todas partes -dijo Morrel--, ¿no me lo dijisteis al hacerme abandonar
París?
-Maximiliano -dijo el conde-, me pedisteis durante el viaje deteneros algunos días en Marsella. ¿Es éste
aún vuestro deseo?
-No tengo deseos, conde. Aunque creo que esperaré menos penosamente en Marsella que otras veces.
-Tanto mejor, Maximiliano, porque os dejo, llevándome vuestra palabra, ¿no es verdad?
-¡Ah!, lo olvidaré, conde-dijo Morrel-, lo olvidaré.
-No, no lo olvidaréis, porque sois hombre de honor antes que todo, Morrel, porque lo habéis jurado,
porque vais a jurarlo de nuevo.
-¡Oh!, conde, ¡tened piedad de mí!, conde, ¡soy tan desgraciado!
-Conocí a un hombre más desgraciado que vos, Morrel.
-Es imposible.
-¡Ah! -dijo Montecristo-, es uno de los orgullos de nuestra pobre humanidad el creerse cada hombre
más desgraciado que cualquier otro que gime y llora a su lado.
-¿Qué mayor desgracia que la del que pierde el único bien que amaba y deseaba en el mundo?
-Escuchad, Morrel -dijo el conde-, y fijad un momento vuestro espíritu en lo que voy a deciros. He
conocido un hombre que, como vos, había depositado todas sus esperanzas de ventura en una mujer. Ese
hombre era joven, tenía un padre anciano al que amaba, una mujer que pronto iba a ser su esposa, y a la
cual idolatraba. Iba a casarse, cuando de repente, uno de esos caprichos de la suerte que haría dudar de la
bondad de Dios, si Dios no se revelase al cabo, mostrando que todo es para El un medio de guiar a su
unidad infinita, cuando de repente un capricho de la suerte le robó la libertad, la novia, el porvenir que
entreveía y que creía cierto, porque, ciego como estaba, no podía leer más que en lo presente, para
sumergirle en la lobreguez de un calabozo.
-¡Ah! -dijo Morrel-, ¡se sale de un calabozo al cabo de ocho días, de un mes, de un año!
-Estuvo en él catorce años, Morrel -dijo el conde poniendo la mano en el hombro del joven.
Maximiliano se estremeció.
-¡Catorce años! -murmuró.
-¡Catorce años! -repitió el conde-, y también durante ellos tuvo hartos momentos de desesperación.
También, como vos, Morrel, creyéndose el más desdichado de los hombres, pensó en suicidarse.
-¿Y bien? -preguntó Morrel.
-¡Y bien!, en el momento supremo, Dios se reveló a él por un medio humano, porque Dios hace
milagros. Acaso en el primer mo mento, es preciso tiempo para que los ojos anegados en lágrimas vean
claro, no comprendió la misericordia infinita del Señor, pero al fin, tuvo paciencia y esperó. Un día salió
milagrosamente de la tumba, transformado, rico, poderoso, casi un dios; su primer grito fue para su padre;
su padre había muerto.
-Y también el mío -dijo Morrel.
-Sí, pero vuestro padre murió en vuestros brazos, dichoso, honrado, rico, lleno de ilusiones. El otro
murió pobre, desesperado, dudando de Dios, y cuando, diez años después, el hijo buscaba su tumba, ésta
había desaparecido, y nadie ha podido decirle: «Aquí descansa en Dios el corazón que tanto lo ha
amado.»
-¡Oh! -dijo Morrel.
-Era, pues, más desventurado que vos, porque no sabía dónde hallar la tumba de su padre.
-Pero -dijo Morrel- restábale al menos la mujer amada.
-Os engañáis, Morrel; esa mujer...
-¿Había muerto? -exclamó Maximiliano.
-Peor aún. Era infiel, se había casado con uno de los perseguidores de su amante. Bien veis, Morrel,
que era más desgraciado amante que vos.
-¿Y ha enviado Dios -preguntó Morrel- consuelos a ese hombre?
-Le ha dado la calma, al menos.
-¿Y ese hombre podrá ser dichoso algún día?
-Lo espera, Maximiliano.
El joven dejó caer la cabeza sobre el pecho.
-Ya tenéis mi promesa -dijo, tras un momento de silencio, y tendiendo la mano a Montecristo-,
recordad únicamente. ..
-El 5 de octubre, Morrel, os espero en la isla de Montecristo. El 4 hallaréis una embarcación en el
puerto de Bastia, llamada el Eurus. Daréis el nombre al patrón, que os conducirá cerca de mí. ¿De
acuerdo, Maximiliano?
-De acuerdo, conde; así lo haré. Pero recordad que el 5 de octubre...
-Sois un niño que no sabe aún lo que vale la promesa de un hombre... Os he dicho veinte veces que ese
día, si aún queréis morir, os ayudaré a ello, Morrel. Adiós.
-¿Me dejáis?
-Sí; tengo que hacer en Italia. Os dejo solo, solo en lucha con la desgracia, solo con el águila de
poderosas alas que el Señor envía a sus elegidos para transportarlos a sus plantas. La historia de Ganimedes
no es una fábula, es una alegoría, Maximiliano.
-¿Cuándo partís?
-En seguida, el vapor me espera, dentro de una hora estaré lejos de vos, ¿me acompañaréis al puerto,
Morrel?
-Soy todo vuestro, conde.
-Dadme un abrazo.
Morrel acompañó al conde hasta el puerto. Ya el humo salía como un inmenso penacho del negro tubo
que lo lanzaba hasta el cielo. Pronto partió el buque, y una hora después, como había dicho Montecristo ,
esta misma cola de humo blanquecino cortaba apenas visible el horizonte oriental, sombreado por las
primeras brumas de la noche.
Capítulo dieciocho
Pepino
En el preciso instante en que el vapor del conde desaparecía detrás del cabo Morgion, un hombre que
viajaba en posta por el camino de Florencia a Roma, se presentaba en la villa de Aquapendente. Seguía
precipitadamente su camino para ganar tiempo sin hacerse sospechoso.
Vestido con una levita o más bien un sobretodo, sumamente deteriorado por el viaje, pero que dejaba
ver brillante y nueva aún una cinta de la Legión de Honor cosida al pecho. Este hombre, no solamente por
su aspecto, sino también por el acento con que hablaba a su postillón, debía ser tenido por francés. Una
prueba más de que había nacido en el país de la lengua universal, es que no sabía otras palabras italianas
que las músicas, que pueden, como el goddan de Fígaro, reemplazar todos los modismos de una lengua
particular.
-Allegro! -decía a los postillones a cada subida.
-Moderato! -a cada bajada.
¡Y Dios sabe si hay subidas y bajadas yendo de Florencia a Roma por el camino de Aquapendente!
Estas dos palabras, por otra parte, provocaban grandes risas en las gentes a quienes se dirigían.
A la vista de la Ciudad Eterna, es decir, al llegar a la Storta, punto desde donde se divisa Roma, el
viajero no experimentó el sentimiento de curiosidad entusiasta que lleva a cada extranjero a elevarse
desde el fondo del asiento para tratar de distinguir la famosa cúpula de San Pedro, que se remonta sobre
todos los demás objetos que la rodean.
No. Sacó una cartera del bolsillo, y de ella un papel plegado en cuatro dobleces, que desdobló y dobló
con una atención parecida a respeto, contentándose con decir:
-¡Bueno!, no me abandones.
El carruaje atravesó la puerta del Popolo, giró a la izquierda y se detuvo ante la fonda de España.
Nuestro antiguo conocido, el señor Pastrini, recibió al viajero en la puerta y con el sombrero en la
mano.
El viajero bajó, encargó una buena comida, y tomó las señas de la casa Thomson y French, que le fue
indicada en el instante mismo, y era una de las más conocidas de Roma, situada en la calle del Banchi,
cerca de San Pedro.
En Roma, como en todas partes, la llegada de una sills de posta
constituye un acontecimiento. Diez jóvenes, descendientes de Mario y de los Gracos, con los pies
desnudos, los codos rotos, un puño sobre la cadera, y el otro brazo pintorescamente encorvado alrededor
de la cabeza, miraban al viajero, la silla de posta y los caballos. A estos bodoques ,de la ciudad por
excelencia, se habían juntado unos cincuenta papamoscas de los Estados del Papa, de los que forman
corrillos escupiendo en el Tíber desde el puente de Santángelo, cuando el Tíber lleva agua.
Además, como los bodoques y los papamoscas de Roma, más dichosos que los de París, entienden
todas las lenguas, y sobre todo la lengua francesa, oyeron al viajero pedir una habitación y comida, y las
señas de la casa de Thomson y French.
Resultó de esto que cuando el nuevo viajero salió de la fonda con el cicerone de rigor, un hombre se
separó del grupo de los curiosos, y sin parecer ser notado por el guía, marchó a poca distancia del
extranjero, siguiéndole con tanta cautela como hubiera podido emplear un agente de la policía parisiense.
El francés estaba tan impaciente por efectuar su visita a la casa Thomson y French, que no había tenido
tiempo de esperar fuesen enganchados los caballos. El carruaje debía encontrarle en el camino, o
esperarle a la puerta del banquero. Llegó sin que el carruaje le alcanzase.
El francés entró, dejando en la antecámara su guía, que inmedia tamente trabó conversación con dos o
tres de esos industriales sin industria, o más bien de cien industrias, que ocupan en Roma las puertas de
los banqueros, de las iglesias, de las ruinas, de los museos y de los teatros. Al propio tiempo que el
francés, entró el hombre que se había separado del grupo de curiosos. El francés abrió la puerta y entró en
la primera pieza. Su sombra hizo lo mismo.
-¿Los señores Thomson y French? -preguntó el extranjero.
Una especie de lacayo se levantó a la señal de un encargado de confianza, guarda solemne de la primera
mesa.
-¿A quién anunciaré? -preguntó el lacayo preparándose a preceder al extranjero.
El viajero respondió:
-Al barón Danglars.
-Pasad-dijo el lacayo.
Abrióse una puerta. El lacayo y el barón entráron por ells.
El hombre que había seguido a Danglars se sentó a esperar en un banco.
El que le había recibido primero continuó escribiendo por espacio de cinco minutos aproximadamente,
durante los cuales el hombre sentado guardó profundo silencio y la más completa inmovilidad.
Luego, la pluma del primero dejó de chillar sobre el papel. Le vantó la cabeza, miró atentamente en
derredor suyo, y bien asegurado:
-¡Ah!, ¡ah! -dijo-, ¡tú aquí, Pepino!
-¡Sí! -respondió lacónicamente.
-¿Tú has olfateado algo de bueno en la cara de ese hombre gordo?
-No hay gran mérito en esto. Estamos prevenidos.
-¿Sabes lo que viene a hacer aquí, curioso?
-Pardiez, viene a tocar, aunque falta saber qué suma.
-En seguida lo sabrás, amigo.
-Muy bien, pero no vayas, como el otro día, a darme noticias falsas.
-¿Qué quieres decir? ¿Te refieres a aquel inglés que sacó de aquí tres mil escudos el otro día?
-No; ése tenía en efecto los tres mil escudos y nosotros los hemos hallado. Hablo del príncipe ruso.
-¿Y bien?
-¡Y bien! Nos habías dicho treinta mil libras, y no hemos hallado más que veintidós.
-Las habréis buscado mal.
-Luigi Vampa es el que hizo el registro en persona.
-En tal caso, tendría deudas y las pagaría.
-¿Un ruso?
-O gastaría su dinero.
-Después de todo, es posible.
-Es seguro, pero déjame ir a mi observatorio, el francés puede efectuar su negocio sin que yo sepa la
cantidad exacta.
Pepino hizo una señal afirmativa, y sacando un rosario del bolsillo se puso a rezar algunas oraciones,
mientras el empleado desapareció por la misma puerta que había dado paso al otro empleado y al bárón.
Al cabo de unos diez minutos, el empleado apareció gozoso.
-¿Y bien? -preguntó Pepino a su amigo.
-¡Alerta! ¡Alerta! -respondió-, la suma es respetable.
-Cinco o seis millones, ¿no es verdad?
-Sí; ¿cómo lo sabes?
-Por un recibo de su excelencia el conde de Montecristo.
-¿Conoces al conde?
-Se le acredita sobre Roma, Venecia y Viena.
-¿Es posible? -exclamó -, ¿cómo lo has informado tan bien? -Te he dicho que se nos había avisado de
antemano.
-Entonces, ¿por qué lo diriges a mí?
-Para estar seguro de que es el hombre a quien buscábamos.
-El es..., cinco millones. Una hermosa suma. ¿Eh, Pepino?
-Sí.
-No volveremos a ver otra parecida.
-Al menos -respondió filosóficamente Pepino-, recogeremos alguna tajada.
-¡Silencio! Ahí viene nuestro hombre.
El empleado tomó la pluma, y Pepino el rosario. El uno escribía, el otro oraba cuando volvió a abrirse
la puerta.
Danglars apareció radiante de satisfacción, acompañado del banquero, que le guió hasta la puerta.
Detrás de Danglars salió Pepino.
Según lo convenido, el carruaje que debía ir a buscar a Danglars esperaba delante de la casa Thomson y
French. El cicerone tenîa la portezuela abierta. El cicerone es un ser muy complaciente y que puede
destinarse a cualquier cosa.
Danglars montó en el carruaje, ligero como un joven de veinte años.
El cicerone cerró la portezuela y subió con el cochero.
Pepino se acomodó detrás.
-¿Quiere su excelencia ver San Pedro? -preguntó el cicerone. -¿Para qué? -repuso el barón.
-Pues... para ver.
-No he venido a Roma para ver -dijo en voz alta Danglars; después añadió en voz baja con una sonrisa
codiciosa:- he venido para tocar.
Y tocó en efecto su camera, en la cual acababa de guardar una letra.
-Entonces, ¿su excelencia va...?
-A la fonda.
-A casa de Pastrini -dijo al cochero el cicerone.
Y el carruaje partió rápido, como carruaje de gran señor.
Diez minutos más tarde, el barón había entrado en su aposento, y Pepino se instalaba en un banco
situado delante de la fonda, después de pronunciar unas palabras al oído de uno de aquellos descendientes
de Mario y de los Gracos que hemos designado al principio de este capítulo, mozo que tomó a todo correr
el camino del Capitolio.
Danglars estaba cansado, satisfecho, y tenía sueño. Se acostó, colocó su cartera bajo la ahnohada y se
quedó dormido.
Pepino tenía tiempo de más. jugó a la morra con los faquines, perdió tres escudos, y para consolarse
bebióse una botella de vino de Orvieto.
Al día siguiente, el banquero se levantó tarde, aunque se había acostado temprano. Hacía cinco o seis
noches que dormía muy mal, cuando dormía. Almorzó mucho, y poco deseoso, como había dicho, de ver
las bellezas de la Ciudad Eterna, pidió los caballos de posta para el me diodía.
Pero Danglars no había contado con las formalidades de la policía y con la pereza del maestro de
postas. Los caballos tardaron dos horas en estar enganchados, y el cicerone no trajo el pasaporte visado
hasta después de las tres. Todos estos preparativos atrajeron a la puerta del señor Pastrini a buen número
de curiosos. Tampoco faltaron los descendientes de los Gracos y de Mario.
El barón atravesó triunfalmente estos grupos, que le llamaban excelencia para obtener un bayoco.
Como Danglars, hombre muy popular, como sabemos, se había contentado con el dictado de barón
hasta entonces, sin ser tratado de excelencia, este título le lisonjeó, y distribuyó una docena de mo nedas a
toda aquella canalla, dispuesta por otras doce a tratarle de alteza.
-¿Adónde? -inquirió el postillón en italiano.
-Camino de Ancona -respondió el barón. El señor Pastrini tradujo la pregunta y la respuesta, y el
carruaje partió al galope.
Danglars quería, en efecto, trasladarse a Venecia a recoger una parte de su.fortuna, y después a Viena a
realizar el resto.
Su intención era fijarse en esta última ciudad, que se le había asegurado ser el vergel de los placeres.
Apenas anduvo tres leguas por las campiñas de Roma, cuando empezó a anochecer. Danglars no creía
haber salido tan tarde; de otro modo se habría quedado. Así preguntó al postillón cuánto faltaba para
llegar a la población cercana.
-Non capisco -respondió el postillón.
Danglars hizo un movimiento de cabeza que quería decir ¡muy bien!
El carruaje prosiguió la marcha.
-En la primera parada -dijo para sí Danglars- me detendré.
Danglars experimentó aún un resto de bienestar que había gozado la víspera, y que le proporcionó tan
buena noche. Estaba muelle mente extendido en una buena calesa inglesa de dos resortes, y se sentía
llevado al galope por dos buenos caballos. La parada era de siete leguas, lo sabía. ¿Qué hacer cuando se
es banquero, y se ha hecho con fortuna bancarrota?
Dedicó diez minutos a pensar en su mujer, que quedaba en París, otros diez en su hija, que recorría el
mundo en compañía de la señorita de Armilly. Otros diez minutos en sus acreedores y en la manera como
emplearía el dinero. Después, no teniendo en qué pensar, cerró los ojos y se quedó dormido.
Sin embargo, sacudido por un movimiento fuerte del carruaje, Danglars abrió un momento los ojos.
Entonces se sintió llevado con la misma celeridad a través de la misma campiña de Roma, toda sembrada
de acueductos rotos, que parecían gigantes de granito petrificados. Pero en una noche fría, sombría,
lluviosa, era mejor para un hombre medio dormido permanecer en el fondo de la silla con los ojos
cerrados, que asomar la cabeza a la ventanilla para preguntar dónde estaba a un postillón que no sábía
responder otra cosa que: non capisco!
Danglars continuó durmiendo, pensando que ya tendría tiempo de levantarse al llegar a la parada.
El carruaje se detuvo. Danglars pensó que llegaba por fin al término deseado. Abrió los ojos, miró a
través del vidrio, creyendo hallarse en medio de alguna ciudad, o por lo menos aldea, pero no vio más que
una casucha aislada y tres o cuatro hombres yendo y viniendo como sombras.
El banquero esperó un momento a que el postillón, que había acabado su parada, viniese a reclamarle el
coste de la posta. Creía poder aprovechar esta ocasión para pedir algunas noticias a su nuevo conductor,
pero se cambiaron los tiros sin que nadie pidiese nada al viajero. Danglars quedó asombrado, abrió la
portezuela, pero le rechazó bien pronto una mano vigorosa y la silla empezó a rodar.
El barón se levantó estupefacto.
-¡Eh! -dijo al postillón-. ¡eh!, mio caro!
Palabras italianas de una romanza que Danglars había retenido cuando su hija cantaba dúos con el
príncipe Cavalcanti.
Pero mio caro no respondió.
Danglars se contentó entonces con bajar el cristal.
-¡Eh!, amigo ¿dónde vamos? -dijo sacando la cabeza.
-Dentro la testa! -exclamó una voz grave a imperiosa, acompa.ñada de un grito de amenaza.
Danglars comprendió que dentro la testa quería decir: meted la cabeza. Hacía, como puede verse,
rápidos progresos en el italiano.
Obedeció, no sin inquietud, y como esta inquietud subía de punto a cada minuto que transcurría, al cabo
de algunos instantes su espíritu, en lugar del vacío que dijimos cuando se puso en camino, y que le
produjo el sueño, tenía pensamientos más propios unos y otros para despertar el interés del viajero, y
sobre todo de un viajero en la situación de Danglars. Sus ojos adquirieron en las tinieblas el brillo que les
confieren en el primer momento las emociones fuertes, y que se apaga al fin por haberse excitado
demasiado. Antes de tener miedo se ve claro. Mientras se tiene, se ve doble, después de haberle tenido se
ve turbio.
Danglars vio un hombre envuelto en una capa que galopaba junto a la portezuela de la derecha.
-Algún gendarme -dijo-. ¿Habré sido denunciado por los telégrafos franceses a las autoridades
pontificias?
Resolvió salir de esta ansiedad.
-¿Adónde me lleváis? -dijo.
-Dentro la testa! -repitió la misma voz con el propio acento de amenaza.
Danglars se volvió a la portezuela de la izquierda. Otro hombre a caballo galopaba al mismo lado.
-Evidentemente -se dijo Danglars con el sudor en el rostro-, he caído en una trampa.
Y se arrojó al fondo de la calesa, esta vez no para dormir, sino para soñar.
Poco después apareció la luna en el cielo.
Desde el fondo de la calesa echó una ojeada a la campiña. Volvió a ver entonces los grandes
acueductos, fantasmas de piedra que había notado al pasar, solamente que en vez de verlos a la derecha,
los tenía ahora a la izquierda. Creyó que habían dado media vuelta al carruaje, y que se le llevaba a Roma.
-¡Oh, desdichado de mí! -exclamó -, se habrá conseguido mi extradición.
El carruaje continuó corriendo con admirable velocidad. Pasó una hora terrible, porque a cada nuevo
indicio que se le ofrecía al paso, el fugitivo reconocía, a no dudarlo, que se le volvía atrás. En fin, no
volvió a ver la masa sombría contra la cual le pareció que el carruaje iba a estrellarse. Pero el carruaje se
ladeó, bordeando la masa sombría, que no era otra cosa que la cintura de muralla que envuelve a Ro ma.
-¡Oh!, ¡oh! -murmuró Danglars-, no entramos en la ciudad. Luego no es la justicia la que me detiene.
¡Gxan Dios!, otra idea, será posible...
Sus cabellos se erizaron. Acordóse entonces de las interesantes historias de los bandidos romanos, tan
poco creídas en París, y que Alberto de Morcef contaba a la señora Danglars y a Eugenia, cuando se
trataba de que el joven vizconde fuera yerno de una y marido de otra.
-¡Ladrones tal vez! -murmuró.
De repente, el carruaje rodó sobre alguna cosa más dura que el suelo de un camino enarenado. Danglars
aventuró una mirada a los dos lados del camino. Distinguió unos monumentos de una forma extraña, y su
pensamiento preocupado con la relación de Morcef, que al presente se le representaba en todos sus
pormenores, este pensamiento le dijo que debía estar sobre la vía Apia.
A la izquierda del carruaje, en un espacio del valle, distinguíanse unas ruinas de forma circular. Eran
las termas de Caracalla.
A una palabra del hombre que galopaba a la derecha del carruaje, éste se detuvo. Al mismo tiempo se
abrió la portezuela de la izquierda.
-¡Scendi! -dijo una voz.
Danglars se apeó inmediatamente. No hablaba todavía el italiano, pero lo entendía ya. Más muerto que
vivo, el barón miró en torno suyo. Cuatro hombres le rodeaban, sin contar el postillón.
-Di quá ---dijo uno de ellos bajando por un pequeño sendero que conducía de la vía Apia al medio de
las anfractuosidades de la campiña de Roma.
Danglars siguió a su guía, sin oponer resistencia, y no tuvo necesidad de volverse para saber que era
seguido por otros tres hombres. Sin embargo, parecióle que éstos se quedaban como de centinela a
distancias iguales.
Después de diez minutos de marcha aproximadamente, durante los cuales Danglars no cambió una sola
palabra con su guía, se halló entre un cerro y un matorral. Tres hombres en pie y mudos formaban un
triángulo de que él era el centro.
Quiso hablar. Su lengua se le trabó.
-Avanti -dijo la misma voz con acento breve a imperativo.
Esta vez el banquero comprendió de dos modos, por la palabra y por el gesto, porque el hombre que
marchaba detrás le empujó tan rudamente hacia adelante que casi tropezó con su guía.
Este guía era nuestro amigo Pepino, que se deslizó por los matorrales en medio de una sinuosidad que
sólo los lagartos podían tener por un camino expedito.
Pepino se detuvo ante una roca coronada de una espesa mata. Esta roca, entreabierta, abrió paso al
joven, que desapareció como desaparece el diablo en algunos de nuestros sortilegios. La voz y el gesto del
que siguió a Danglars obligaron al banquero a hacer otro tanto. No cabía la menor duda. El quebrado
banquero francés tenía que habérselas con bandidos romanos.
Danglars obró como un hombre colocado entre dos males terribles y cuyo valor es excitado por el
mismo miedo. A pesar de su vientre, que le dificultaba el atravesar las anfractuosidades de la campiña de
Roma, se colocó tras de Pepino, y dejándose resbalar con los ojos cerrados, cayó a sus pies. Al tocar la
tierra volvió a abrir los ojos. El camino era largo, pero oscuro. Pepino, poco cuidadoso de ocultarse,
estando ahora en su casa, hizo lumbre y encendió una luz. Otros dos hombres bajaron tras de Danglars,
formando la retaguardia, y empujando al banquero cuando éste se detenía casualmente, le hicieron tomar
una pendiente suave por medio de una encrucijada de siniestra apariencia.
En efecto, las paredes de murallas, formando nichos sobrepuestos unos a otros, parecían en medio de
piedras blancas, abrir los ojos negros y profundos que se observan en las calaveras. Un centinela hizo
sonar con su mano los arreos de su carabina.
-¿Quién vive? -dijo.
-¡Amigos! ¡Amigos! -contestó Pepino-. ¿Dónde está el capitán?
-Allí -dijo el centinela, señalando por detrás de su espalda una gran cavidad abierta en la roca y cuya
luz se reflejaba en la entrada por sus ovaladas aberturas.
-Buena presa, capitán, buena presa-dijo Pepino en italiano.
Y cogiendo a Danglars por el cuello de la levita le condujo hacia una entrada, semejante a una puerta, y
por la cual se penetraba al punto donde el capitán parecía haber hecho su alojamiento.
-¿Es éste el hombre? -inquirió el capitán mientras leía con la mayor atención la Vída de Alejandro, por
Plutarco.
-El mismo, capitán, el mismo.
-Muy bien, mostrádmelo.
A esta orden imperativa, Pepino acercó tan bruscamente la luz al rostro de Danglars, que éste retrocedió
vivamente para no quemarse las cejas.
Su rostro trastornado ofrecía todos los síntomas de un terror indescriptible.
-Este hombre está cansado -dijo el capitán-, llévesele a la cama.
-¡Oh! -murmuró el banquero-, esa cama es probablemente uno de los nichos de la muralla, ese sueño es
la muerte que va a darme uno de los puñales que veo resplandecer.
En efecto, en las profundidades lóbregas de aquella cavidad inmensa veíanse agitarse sobre hierbas
secas y pieles de lobo, los compañeros del hombre a quien Alberto de Morcef había hallado leyendo los
Comentarios de César, y a quien Danglars encontraba leyendo la Vida de Alejandro.
El banquero lanzó un sordo gemido y siguió a su guía. No profirió súplica ni queja alguna. No tenía
fuerza, ni voluntad, ni poder, ni sentimiento; dejábase llevar.
Emprendió la marcha, y comprendiendo que tenía una escalera ante sí, levantó maquinalmente los pies
cuatro o cinco veces. Entonces se abrió ante él una puerta baja. Inclinóse instintivamente para no
romperse la frente, y se halló en una cavidad abierta en la roca viva.
Era regularmente formada, aunque sin muebles. Seca, aunque situada bajo la tierra, a una profundidad
inconmensurable.
Una cama de hierba seca, cubierta de pieles de cabra, estaba no hecha, sino tendida en un rincón del
cuarto.
Danglars, al verla, creyó hallar un símbolo inequívoco de su salvación.
-¡Oh! Dios sea loado -murmuró-, es una cama verdadera.
Por segunda vez en el término de una hora invocaba el nombre de Dios. No le había sucedido otro tanto
en diez años.
-Ecco -dijo el guía.
Y metiendo a Danglars en el cuarto, cerró la puerta tras de sí. Sonó un cerrojo; el banquero se hallaba
prisionero. Además, aunque no hubiera habido cerrojo, sólo san Pedro y teniendo por guía un ángel del
cielo, pudiera pasar por medio de la guarnición que ocupaba las catacumbas de San Sebastián, y que
acampaba con un jefe en quien nuestros lectores habrán desde luego reconocido al famoso Luigi Vampa.
Danglars había también reconocido al bandido cuya existencia no quiso creer cuando Morcef trató de
naturalizarlo en Francia. No sólo le había reconocido a él, sino también la celda en donde Morcef estuvo
encerrado, y que según todas las probabilidades era el alojamiento de los extranjeros.
Estos recuerdos, campo de cierto deleite en medio de todo para Danglars, le devolvieron la
tranquilidad. No habiéndole dado muerte en el primer momento los bandidos, no deberían tener intención
de matarle.
Habíasele detenido para robarle, y como no tenía más que unos luises, se le pediría rescate.
Acordóse de que Morcef había tenido que aprontar unos cuatro mil escudos, y como él mismo se creía
de una apariencia de mayor importancia que Morcef, calculó que se le exigiría doble suma.
Ocho mil escudos equivalían a cuarenta y ocho mil libras. Le quedarían aún unos cinco millones
cincuenta mil francos. Con esto se salía del paso en cualquier parte.
Así, pues, quedó casi seguro de salir del paso, teniendo en cuenta que no había ejemplo de que se
hubiese tasado nunca un hombre en cinco millones cincuenta mil libras. Danglars se echó en la cama, en
donde después de dar algunas vueltas a un lado y a otro, se durmió con la tranquilidad del héroe cuya
historia Luigi Vampa estaba leyendo. De todo sueño, si no es del que temía Danglars, se despierta. Danglars
se despertó. Para un parisiense habituado a cortinajes de seda, a paredes adamascadas, al perfume
que sale de las maderas delicadas de la chime nea y se extiende y baja de los techos de raso, despertar en
una gruta de piedra debe de ser un momento poco apacible. Al tocar las cortinas de piel de cabra,
Danglars debía creer que se hallaba entre lapones o cosa parecida. En tales circunstancias, un segundo
basta para convertir la mayor de las dudas en palpable certeza.
-Sí -murmuró-; estoy en poder de los bandidos de que habló Alberto de Morcef.
Su primer movimiento fue respirar para asegurarse de que no estaba herido. Era un medio que había
aprendido en Don Quijote, único libro no que había leído, sino que conservaba alguna cosa en la memoria.
-No -dijo-, no me han matado ni herido, pero ¿me habrán robado acaso?
Y metió la mano en los bolsillos. Estaban intactos. Los cien luises que se había reservado para hacer el
viaje de Roma a Venecia se hallaban en el bolsillo de su pantalón, y la cartera con la letra de cinco
millones cincuenta mil francos estaba en el bolsillo de la levita.
-¡Qué bandidos tan raros -se dijo-, que me han dejado mi bolsa y mi cartera! Como pensé ayer al
acostarme, van a ponerme a rescate. ¡Veamos!, ¡conservo también el reloj! Veamos la hora que es.
El reloj de Danglars, obra de Breguet, al que había cuidado de dar cuerda la víspera de su viaje,
señalaba las cinco y media de la mañana. Sin él, Danglars hubiera ignorado completamente la hora que
era, penetrando ya la luz del día en el aposento.
¿Sería preciso exigir una explicación de los bandidos? ¿Convendría esperar pacientemente a que se la
diesen? En tal alternativa, lo último era más prudente. Danglars esperó. Esperó hasta el mediodía. Durante
todo este tiempo un centinela había velado a su puerta. A las ocho de la mañana fue relevado.
Apoderóse de Danglars el deseo de ver quién le custodiaba.
Había notado que los rayos, no del día, sino de una lámpara, se filtraban por las hendiduras mal unidas
de la puerta. Acercóse a una de ellas en el momento mismo en que el bandido echaba algunos tragos de
aguardiente, los cuales, debido al pellejo que lo contenía, esparcían un olor repugnante para Danglars.
-¡Puf! -exclamó retrocediendo hasta el fondo de la habitación.
A mediodía, el hombre del aguardiente fue reemplazado por otro funcionario. Danglars tuvo la
curiosidad de ver a su nuevo guardián, y se acercó otra vez a la hendidura. Era un bandido de complexión
atlética, un Goliat de grandes ojos, labios gruesos, nariz aplastada. Su cabellera roja pendía por las
espaldas en mechas retorcidas, como culebras.
-¡Oh!, ¡oh! -dijo Danglars-, éste parece más bien un ogro que una criatura humana. En todo caso soy
perro viejo, soy duro de mascar.
Como se ve, Danglars no había perdido todavía el buen humor. En el mismo instante, como para
probarle que no era un ogro, su guardián se sentó frente a la puerta del cuarto, y sacó de su zurrón pan
negro, cebolla y queso, y se puso in continenti a devorarlos.
-¡Que me lleve el diablo! -dijo Danglars, echando a través de las hendiduras de la puerta una mirada a
1a comida del bandido-, el diablo me lleve si comprendo cómo pueden comerse semejantes porquerías.
Y fue a sentarse sobre las pieles, recordando en ellas el olor de aguardiente del primer centinela. Sin
embargo, la situación de Danglars era crítica, y los secretos de la naturaleza son incomprensibles. Hay en
ellos harta elocuencia en ciertas invitaciones materiales que dirigen las más groseras sustancias a los
estómagos vacíos.
Danglars sintió de pronto que el suyo lo estaba en este momento, y así vio al hombre menos feo, al pan
menos duro, al queso más fresco. En fin, las cebollas crudas, sucia alimentación del salvaje, le recordaron
ciertas salsas Robert, y cierta ropa vieja que su cocinero preparaba de una manera superior cuando
Danglars le decía: «Señor Deniseau, hágame para hoy un buen platito de canalla.»
Se levantó y fue a llamar a la puerta. El bandido levantó la cabeza. Al ver Danglars que le había oído,
volvió a llamar.
-Che cosa? -preguntó el bandido.
-¡Hola, amigo! -dijo Danglars, dando con los dedos contra la puerta-, ¡me parece que será tiempo que
se piense en darme de comer también a mí!
Pero sea que no comprendiese, sea que no tuviese órdenes relativas a la comida de Danglars, el gigante
continuó comiendo. Danglars sintió humillado su orgullo, y no queriendo meterse con semejante bruto, se
echó sobre las pieles sin decir nada más.
Transcurrieron cuatro horas. El gigante fue reemplazado por otro bandido. Danglars, que sentía fuertes
movimientos de estómago, se levantó despacio, aplicó en seguida el ojo a las hendiduras de la puerta y
reconoció la figura inteligente de su guía. Era, efectivamente, Pepino, que se preparaba a entrar de
guardia del mejor modo posible, sentándose frente a la puerta, y colocando entre ambas piernas una
cazuela que contenía, calientes y olorosos, guisantes fritos con tocino. Cerca de estos guisantes, Pepino
colocó un canastillo de racimos de Velletri, y una botella de vino de Orvieto. Seguramente Pepino era
inteligente. Viendo estos preparativos gastronómicos, el hambre atormentaba a Danglars.
-¡Ah!, ¡ah! -dijo-, veamos si éste es más tratable que el otro. -Y tocó pausadamente la puerta.
-Allá van -dijo en mal francés el bandido, que, frecuentando la casa del señor Pastrini, había acabado
por aprender aquella lengua hasta en sus modismos.
Y abrió en efecto.
Danglars le reconoció por el que le había gritado de una manera harto furiosa: “Meted la cabeza”. Pero
no era aquella hora para recriminaciones, y adoptó, por el contrario, el ademán más agradable, y con
graciosa sonrisa:
-Perdonad -le dijo-, pero ¿no se me dará de comer a mí también?
-¡Cómo, pues! -exclamó Pepino-. ¿Vuestra excelencia tendrá hambre acaso?
-¡Acaso! ¡Es magnífico! -murmuró Danglars-, hace veinticuatro horas justas que no como. Sí, señor
-añadió, levantando la voz-, tengo hambre, sobrada hambre.
-¿Y vuestra excelencia quiere comer?
-Al instante, si es posible.
-Nada más fácil -dijo Pepino-, aquí se proporciona todo, pagando, por supuesto, como se hace entre
buenos cristianos.
-¡Ni que decir tiene! -exclamó Danglars-, aunque en realidad, las gentes que detienen y aprisionan
deberían al menos alimentar a los prisioneros.
-¡Ah!, excelencia-repuso Pepino-, eso ya no se estila.
-No es mala la razón -siguió Danglars, contando ganar a su guardián con su amabilidad-, yo me
satisfago con ella. Veamos qué es lo que se me sirve de comer.
-En seguida, excelencia, ¿qué deseáis?
Y Pepino puso su escudilla en el suelo, de tal manera que el vapor subía directamente a las narices del
banquero.
-Mandadme -dijo.
-¿Hay cocina aquí? -preguntó Danglars.
-¿Que si hay cocina? ¡Cocina perfecta!
-¿Y cocineros?
-¡Excelentes!
-¡Y bien!, un pollo, un pescado, un ave, cualquier cosa, con tal que yo coma.
-Como desee vuestra excelencia. Pediremos un pollo, ¿no es verdad?
-Sí, un pollo.
Pepino, levantándose y asomándose a la puerta, gritó con toda la fuerza de sus pulmones:
-¡Un pollo para su excelencia!
La voz de Pepino resonaba aún por las bóvedas, cuando se presentó un joven, hermoso, esbelto, y
medio desnudo como los antiguos pescadores, llevando en un plato de plata un pollo delicadamente colocado.
-Se creería uno en el Café de Paiís -murmuró Danglars.
-¡Helo aquí, excelencia! -dijo Pepino, cogiendo el pollo de ma nos del joven bandido, y colocándolo en
una mesa carcomida, que con un asiento y la cama de pieles, formaba todo el ajuar de la celda.
Danglars pidió un cuchillo y un tenedor.
-¡Helo aquí, exc elencia! -dijo Pepino, ofreciéndole un cuchillo pequeño de punta roma y un tenedor de
madera. Danglars tomó el cuchillo en una mano y el tenedor en la otra, y se puso a trinchar el ave.
-Dispensad, excelencia -dijo Pepino, pasando una mano por la espalda del banquero-, aquí se paga
antes de comer, para el caso de quedar luego descontentos.
-¡Ah!, ¡ah! -dijo para sí Danglars-, esto no es como en París. Me van a desollar probablemente, pero
hagamos las cosas en grande, veamos, he oído hablar del buen trato de la vida de Italia; un pollo debe de
valer doce sueldos en Roma. Tened -dijo en voz alta, y dio un luís a Pepino.
-Un momento, vuestra excelencia -dijo Pepino levantándose-, un momento, vuestra excelencia me
queda a deber aún alguna cosa.
-¡Cuando yo decía que habrían de desollarme! -murmuró Danglars. Luego, resuelto a sacar partido de
todo:- Veamos lo que se os debe por esa ave hética -prosiguió.
-Vuestra excelencia ha dado un luís a cuenta.
-¿Un luís a cuenta de un pollo?
-Claro está, a cuenta.
-Bien..., ¡veamos!, ¡veamos!
-No son más que cuatro mil novecientos noventa y nueve luises lo que me debe vuestra excelencia.
Danglars abrió espantado los ojos al oír tan pesada broma.
-¡Ah, bribón! -murmuró-, ¡bribón, por vida mía!
Y quiso ponerse a trinchar el pollo, pero Pepino le detuvo la mano derecha con la izquierda, y extendió
además la otra mano, diciendo:
-¡Vamos!
-¿Qué? ¿No os reís? -dijo Danglars.
-Aquí no reímos nunca, excelencia -contestó Pepino, serio como un cuáquero.
-¿Cien mil francos este pollo?
-Excelencia, es increíble el trabajo que cuesta criar aves en estas malditas grutas.
-¡Vamos!, ¡vamos! -dijo Danglars-, encuentro esto muy chistoso, muy divertido en verdad. Pero como
tengo hambre, dejadme comer. Tomad, he aquí otro luís para vos, amigo mío.
-Entonces no faltan más que cuatro mil novecientos noventa y ocho luises -dijo Pepino conservando la
misma sangre fría-, con paciencia todo se consigue.
-¡Oh!, lo que es eso -dijo Danglars, indignado de tan perseverante burla-, lo que es eso, jamás. Idos al
diablo, vos no sabéis quién soy yo.
Pepino hizo una señal, el criado echó las dos manos y llevóse en seguida el pollo. Danglars se tendió en
la cama de piel de lobo, Pepino cerró la puerta y se puso a comer los guisantes con tocino.
Danglars no podía ver lo que hacía Pepino, pero el ruido de sus dientes no debía dejarle duda acerca de
lo que estaba haciendo. Era evidente que comía, y que comía toscamente como un hombre mal criado.
-¡Avestruz! -dijo Danglars.
Pepino hizo que no oía nada, y sin volver la cabeza continuó comiendo con admirable calma. El
estómago de Danglars encontrábase en tal estado que no creía él mismo poder llegar a llenarlo nunca. Sin
embargo, tuvo paciencia por espacio de hora y media, que en realidad se le antojó un siglo. Levantóse y
fue de nuevo a la puerta.
-Vamos -siguió-, no me hagáis desfallecer más tiempo, y decidme al fin qué es lo que se quiere de mí.
-Decid más bien, excelencia, lo que queréis de nosotros... Dad vuestras órdenes y las ejecutaremos.
-Abridme primero.
Pepino abrió.
-¡Yo quiero-dijo Danglars-, por Dios! ¡Quiero comer!
-¿Tenéis hambre?
-De sobra lo sabéis.
-¿Qué quiere comer vuestra excelencia?
-Un pedazo de pan seco, puesto que los pollos están a tal precio en estas malditas cuevas.
-¡Pan!, sea-dijo Pepino-. ¡Eh!, pan-gritó.
El criado trajo un pedazo de pan.
-¡Helo aquí! -dijo Pepino.
-¿Qué vale? -preguntó Danglars.
-Cuatro mil novecientos noventa y ocho luises, estando ya otros dos pagados por anticipado.
-¡Cómo! ¡Un pan cien mil francos!
-Cien mil francos -dijo Pepino.
-¡Y no me pedíais más que cien mil francos por un pollo!
-No servimos por lista, sino a precio fijo. Cómase poco o mucho, pídanse diez platos o uno solo, el
coste es absolutamente igual.
-¡Una nueva burla! Querido amigo, os declaro que esto es absurdo, que esto es estúpido. Decid más
bien que al fin queréis que me muera de hambre, y es más sencillo.
-No, excelencia, vos sois quien queréis suicidaros. Pagad y comed, creedme.
-¿Conque he de pagar tres veces, bruto? -dijo Danglars exasperado-. ¿Crees que se llevan así cien mil
francos?
-Tenéis cinco millones cincuenta mil francos en vuestro bolsillo, excelencia -dijo Pepino-, que
equivalen a cincuenta pollos y me dio.
Danglars se estremeció. Cayóle la venda de los ojos. Continuaba la misma broma, pero por fin acababa
de comprenderla. Es fácil conocer que no la encontraba tan sencilla como antes.
-Veamos -dijo-, veamos. ¿Dando esos cien mil francos, quedaréis satisfecho al menos, y podré comer a
mi placer?
-Sin duda -dijo Pepino.
-Pero ¿cómo darlos? -dijo el banquero respirando más libre mente.
-Nada más fácil. Tenéis un crédito abierto en casa de Thonmson y French, calle de Banchi, en Roma.
Dadme un bono de cuatro mil novecientos noventa y ocho luises contra estos señores. Nuestro banquero
los recogerá.
Danglars quiso al menos asumir el aire de generoso. Tomó la pluma y el papel que le presentaba
Pepino, escribió la letra y firmó.
-Tened -dijo-, vuestro bono al portador.
-Y vos, el pollo.
Danglars trinchó el ave suspirando. Parecíale flaca para una suma tan crecida.
En cuanto a Pepino, leyó atentamente el papel, lo metió en el bolsillo y prosiguió comiendo sus
guisantes con tocino.
Al día siguiente Danglars volvió a tener hambre. El aire de aquella caverna despertaba a más no poder
el apetito. El prisionero creyó que en todo aquel día no tendría que hacer nuevos gastos. Como hombre
económico había ocultado la mitad del pollo y un pedazo de pan en un rincón del cuarto. Pero después de
comer tuvo sed. No había contado con ello. Luchó contra la sed hasta el momento en que sintió la lengua
reseca pegársele al paladar. Entonces llamó, no pudiendo resistir más tiempo el fuego que le consumía. El
centinela abrió la puerta; era una cara distinta. Pensó que mejor le sería entenderse con su antiguo
conocido y llamó a Pepino.
-Aquí me tenéis, excelencia -dijo el bandido presentándose con tal presteza que le pareció de buen
agüero a Danglars-, ¿qué queréis?
-Beber -contestó el prisionero.
-Excelencia -dijo Pepino-, ya sabéis que el vino no tiene precio en las cercanías de Roma.
-Dadme agua entonces -dijo Danglars, pensando salir del paso.
-¡Oh!, excelencia, el agua escasea aún más que el vino. ¡Hay tanta sequía!
-Vamos -dijo Danglars-, ¡volvéis a empezar, a lo que parece!
Y sonriéndose como en aire de broma, el desgraciado sentía humedecidas las sienes con el sudor.
-Vamos, vamos, amigo -dijo Danglars viendo que Pepino permanecía impasible -, os pido un vaso de
vino, ¿me lo negaréis?
-Os he dicho, excelencia -respondió gravemente Pepino-, que no vendemos al por menor.
-¡Y bien! , entonces dadme una botella.
-¿De cuál?
-Del menos caro.
-Todos son del mismo precio.
-¿Y cuál es?
-Veinticinco mil francos la botella.
-Decid -exclamó Danglars, con indescriptible amargura -, decid que queréis robarme y es más sencillo
que hacerlo así paso a paso.
-Es posible -dijo Pepino- que tal sea la intención del señor.
-¿Qué señor?
-Aquel a quien se os presentó anteayer.
-¿Dónde está?
-Aquí.
-Haced que lo vea.
-Es fácil.
Poco después, Luigi Vampa se hallaba ante Dangla rs.
-¿Me llamáis? -preguntó al prisionero.
-¿Sois el jefe de los que me han traído aquí?
-Sí, excelencia, ¿y qué?
-¿Qué queréis de mí por rescate? Decid.
-Nada más que los cinco millones que lleváis encima.
El banquero sintió oprimido el corazón con un pasmo terrible.
-No tengo más que eso en el mundo, resto de una inmensa fortuna. Si me lo quitáis, quitadme la vida.
-Tenemos prohibido derramar vuestra sangre, excelencia.
-¿Y quién os lo ha prohibido?
-El que manda en nosotros.
-¿Obedecéis a alguien?
-Sí, a un jefe.
-Creía que el jefe erais vos.
-Soy jefe de estos hombres, pero otro lo es mío.
-¿Y ese jefe obedece a alguien?
-Sí.
-¿A quién?
-A Dios.
Danglars permaneció un momento pensativo.
-No os comprendo -dijo.
-Es posible.
-¿Y es ese jefe el que os ha dicho que me tratéis de tal modo?
-Sí.
-¿Con qué objeto?
-Lo ignoro.
-Pero ¿desaparecerá mi bolsa?
-Es probable.
-Vamos -dijo Danglars-, ¿queréis un millón?
-No.
-¿Dos millones?
-No.
-¿Tres millones...?, ¿cuatro...?, veamos, ¿cuatro? Os lo doy a condición de que me pongáis en libertad.
-¿Por qué nos ofrecéis cuatro millones por lo que vale cinco? -dijo Vampa-, eso es una usura, señor
banquero, o no entiendo una palabra.
-¡Tomadlo todo! ¡Tomadlo todo!, os digo -exclamó Danglars-, o matadme.
-Vamos, vamos, calmaos, excelencia, os vais a alterar la sangre, y eso os dará apetito para comer un
millón por día, ¡sed más económico, demonio!
-¿Y cuando no tenga más dinero que daros? -exclamó Danglars exasperado.
-Entonces tendréis hambre.
-¿Tendré hambre? -dijo Danglars palideciendo.
-Probablemente -respondió Vampa con sorna.
-¿Decís que no queréis matarme?
-No.
-¿Y queréis dejarme morir de hambre?
-Sí, que no es lo mismo.
-¡Y bien, miserables! -exclamó Danglars-, haré fracasar vuestros infames planes. Morir por morir
prefiero acabar de una vez. Ha cedme sufrir, torturadme, matadme, pero no conseguiréis mi firma.
-Como queráis, excelencia -dijo Vampa. Y salió.
Danglars se arrojó rabiando sobre las pieles de lobo.
¿Quiénes eran esos hombres? ¿Quién era ese jefe visible? ¿Quién era el jefe invisible? ¿Qué proyectos
les animaban contra él?, y cuando todo el mundo podía rescatarse, ¿por qué no podía él hacerlo?
¡Oh! , seguramente que la muerte, una muerte pronta y violenta, era un buen medio de burlar a los
enemigos encarnizados que parecían perseguir contra él una incomprensible venganza.
-¡Sí, pero morir!
Acaso por primera vez en su larga carrera, Danglars pensaba en la muerte con el deseo y el temor a la
vez de morir, pero había llegado el momento para él de detener la vista en el espectro implacable que va
en pos de toda criatura, y a cada pulsación del corazón le dice: ¡Morirás!
Danglars parecía una bestia feroz, acosada por la montería, desesperada después, y que a fuerza de su
desesperación, consigue finalmente evadirse. Pensó en la fuga, pero los muros eran la roca viva, y a la
única salida de la cueva se hallaba un hombre leyendo, por detrás del cual veíanse pasar y repasar
sombras armadas de fusiles.
Duróle dos días la resolución de no firmar, después de los cuales pidió de comer y ofreció un millón.
Tomáronselo y le sirvieron una suculenta comida.
Desde entonces la vida del desgraciado prisionero fue una tortura perpetua. Había sufrido tanto que no
quería exponerse a sufrir más, y cedía a todas las exigencias. Al cabo de cuatro días, una tarde que había
comido como en los tiempos de su mejor fortuna, echó sus cuentas y notó que era tanto lo gastado que no
le restaban más que cincuenta mil francos.
Entonces sufrió una reacción extraña. Acabando de perder cinco millones, trató de salvar los cincuenta
mil francos que le quedaban; antes que entregarlos, se propuso una vida de privaciones y llegó a entrever
momentos de esperanza que rayaban en locura. Teniendo olvidado a Dios después de mucho tiempo,
comenzó a creer que había obrado milagros, que la caverna podía hundirse, que los carabineros
pontificios podían descubrir aquel odioso encierro y salvarle. Pensó en los cincuenta mil francos que le
restaban, que eran una suma suficiente para preservarle del hambre, y rogó a Dios se los conservara, y
orando lloró.
Tres días transcurrieron de este modo, durante los cuales el nombre de Dios estuvo constantemente, si
no en su corazón, en sus labios. A intervalos tenía instantes de delirio, durante los cuales creía ver desde
las ventanas en una pobre choza un anciano agonizando en el lecho. Este viejo también moría de hambre.
El cuarto día no era un hombre, era casi un cadáver. Había recogido hasta las últimas migajas de sus
comidas, y comenzaba a devorar la estera que cubría el piso de la cueva.
Suplicó entonces a Pepino, como a un ángel guardián, le diese algún alimento, y le ofreció mil francos
por un pedazo de pan. Pepino no contestó.
El quinto día se arrastró hasta la entrada de la celda.
-¿No sois cristiano? -dijo incorporándose sobre las rodillas-, ¿queréis asesinar a un hombre que es
hermano vuestro ante Dios? ¡Oh!, ¡mis amigos de otro tiempo, mis amigos de otro tiempo! -murmuraba.
Y cayó con la frente en el suelo.
Luego, levantándose, gritó con una especie de desesperación:
-¡El jefe!, ¡el jefe!
-Heme aquí -dijo Vampa, apareciendo de repente-, ¿qué queréis otra vez?
-Tomad el oro que me queda -balbució Danglars entregándole la cartera-, y dejadme vivir aquí, en esta
caverna. No pido la libertad, sólo pido la vida.
-¿Entonces, sufrís mucho? -preguntó Vampa.
-¡Oh!, sí; sufro, sufro cruelmente.
-Hay, sin embargo, hombres que han sufrido más que vos.
-No lo creo.
-Sí; ¡por mi vida!, murieron de hambre.
El banquero acordóse entonces del anciano que, durante sus horas de alucinamiento, veía a través de las
ventanas de la pobre cabaña llorar en el lecho. Golpeóse la frente contra el suelo, dando un gemido.
-Sí -dijo -, es verdad. Hay quienes han sufrido más que yo, pero al menos eran mártires.
-¿Es que al fin os arrepentís? -dijo una voz sombría y solemne, que hizo erizarse los cabellos en la
cabeza de Danglars.
Su mirada débil trató de distinguir los objetos, y vio detrás del bandido un hombre envuelto en una
capa, y oculto tras una pilastra de piedra.
-¿De qué tengo que arrepentirme? -balbució Danglars.
-Del mal que me habéis hecho -dijo la misma voz.
-¡Oh, sí; me arrepiento, me arrepiento! -exclamó el banquero. Y se golpeó el pecho con el puño
desfallecido.
-Entonces os perdono -dijo el hombre soltando la capa y dando algunos pasos para colocarse ante la
luz.
-¡El conde de Montecristo! -dijo Danglars, más pálido de terror, que lo que estaba un momento antes de
hambre y de miseria.
-Os engañáis, no soy el conde de Montecristo.
-¿Quién sois, entonces?
-Soy el que habéis vendido, entregado, deshonrado, cuya mujer amada habéis prostituído, al que habéis
pisoteado para poder encumbraros y alzaros con una gran fortuna, cuyo padre habéis hecho morir de
hambre, a quien condenasteis a morir del mismo modo, y que, sin embargo, os perdona, porque tiene
asimismo necesidad de ser perdonado: soy ¡Edmundo Dantés!
Danglars lanzó un grito y cayó de rodillas.
-¡Levantaos! -dijo el conde-, tenéis salvada la vida. No han tenido igual suerte vuestros dos cómplices.
Uno está loco, otro muerto. Quedaos con los cincuenta mil francos que os restan, os los doy. En cuanto a
los cinco millones robados a los hospicios, les han sido ya restituidos por una mano desconocida. Ahora
comed y bebed. Esta noche os doy hospedaje.
Después, el conde se volvió y dijo:
-Vampa, cuando ese hombre esté satisfecho, que se vaya libre mente.
Danglars permaneció prosternado mientras el conde se alejaba; cuando levantó la cabeza, solamente vio
una especie de sombra que desapareció por el corredor y ante la cual se inclinaban los bandidos.
Según había dispuesto el conde, Danglars se vio servido por Vampa, quien mandó traerle el mejor vino
y los más exquisitos manjares de Italia, y después, haciéndole montar en su silla de posta, le dejó en el
camino, arrimado a un árbol. Así permaneció sin saber dónde se hallaba. Entonces vio que estaba cerca de
un arroyo, y como tenía sed, se arrastró hasta él. Al bajarse para beber, vio en el espejo de las aguas que
sus cabellos se habían vuelto blancos.
Capítulo diecinueve
El 5 de octubre
Serían las seis de la tarde. Un horizonte de color de ópalo, matizado con los dorados rayos de un
hermoso sol de otoño, se destacaba sobre la mar azulada.
El calor del día había ido atenuándose poco a poco, y empezaba a sentirse la ligera brisa que parece la
respiración de la naturaleza exhalándose después de la abrasadora siesta del mediodía; soplo delicioso que
refresca las costas del Mediterráneo y lleva de ribera en ribera el perfume de los árboles, mezclado con el
acre olor del mar.
Sobre la superficie del lago que se extiende desde Gibraltar a los Dardanelos, y de Túnez a Venecia,
una embarcación ligera, de forma elegante, se deslizaba a través de los primeros vapores de la noche. Su
movimiento era el del cisne que abre sus alas al viento surcando las aguas. Avanzaba rápido y gracioso a
la vez, dejando en pos de sí un surco fosforescente.
Lentamente, el sol, cuyos últimos rayos hemos saludado, desapareció por el horizonte occidental, pero
como para secundar los sueños brillantes de la mitología, sus fuegos indecisos, reapareciendo en la cima
de cada ola, parecían revelar que el dios de la luz acababa de ocultarse en el seno de Anfítrite, quien
procuraba en vano guardar a su amante entre los pliegues de su azulado manto.
El barco avanzaba velozmente, aunque al parecer, apenas hacía viento para sacudir los rizados bucles
de una joven. En pie sobre la proa, un hombre alto, de tez bronceada, ojos dilatados, veía acercarse hacia
él la tierra bajo la forma de una masa sombría en forma de cono, y saliendo del medio de las olas como un
ancho sombrero catalán.
-¿Está ahí la isla de Montecristo? -preguntó con una voz gra ve, impregnada de profunda tristeza, el
viajero a cuyas órdenes parecía estar en aquel momento la embarcación.
-Sí, excelencia -respondió el patrón-; ya llegamos.
-¡Llegamos! -murmuró el viajero con un acento indefinible de melancolía.
Luego añadió en voz baja:
-Sí; éste será el puerto.
Y se sumergió en sus meditaciones, que se revelaban con una sonrisa más triste aún que lo hubiesen
sido las mismas lágrimas.
Unos minutos más tarde se distinguió en tierra una llama, que se apagó al instante, y el estampido de un
arma de fuego llegó hasta el barco.
-Excelencia -dijo el patrón-, he ahí la señal, ¿queréis responder vos mismo?
-¿Qué señal? -preguntó.
El patrón extendió la mano hacia la isla, desde cuyas orillas ascendía una larga y blanquecina columna
de humo, que se iba extendiendo sensiblemente en la atmósfera.
-¡Ah!, sí -dijo, como saliendo de un sueño-, dadme...
El patrón le entregó una carabina cargada. El viajero la tomó, apuntó hacia arriba y la disparó al aire.
Diez minutos después se amainaba la vela, y se echaba el ancla a quinientos pasos del puerto.
El bote estaba ya en el mar con cuatro remeros y el photo. El viajero bajó, y en vez de sentarse en la
popa guarnecida para él de un tapiz azul, se mantuvo en pie con los brazos cruzados.
Los remeros esperaban con los remos medio levantados, como aves que ponen a secar las alas.
-¡Avante! -dijo el viajero.
Los ocho remos cayeron al mar de un solo golpe, y sin hacer saltar una chispa de agua. Después la
barca, cediendo al impulso, se deslizó rápidamente.
En seguida entró en una pequeña ensenada, formada por una abertura natural. La barca tocó en un
fondo de arena fina.
-Excelencia -dijo el piloto-, subid a espaldas de dos de nuestros hombres, que os llevarán a tierra.
El joven respondió a esta invitación con un gesto de completa indiferencia. Sacó las piernas de la barca
y se dejó deslizar en el agua, que le llegó hasta la cintura.
-¡Ah, excelencia! -murmuró el piloto-, habéis hecho mal, y el señor os censurará por ello.
El joven continuó marchando hacia la ribera, detrás de dos marineros que habían encontrado el mejor
fondo.
A los treinta pasos llegaron a tierra. El joven sacudió los pies y comenzó a buscar el camino que se le
indicaba en medio de las tinieblas de la noche. En el momento en que volvía la cabeza, sintió una mano
sobre el hombro y una voz que le hizo estremecer.
-Buenas noches, Maximiliano -le d ijo la voz-, veo que sois puntual, gracias.
-¡Vos, conde! -exclamó el joven con un movimiento, expresión más que de otra cosa de alegría, y
estrechando entre sus dos manos la de Montecristo.
-Sí, ya lo veis, tan puntual como vos, pero estáis no sé cómo, caro amigo. Es preciso transformaros,
como diría Calipso a Telémaco. Ve nid, pues. Hay por aquí una habitación preparada para vos, y en la cual
olvidaréis las fatigas y el frío.
Montecristo vio que Morrel se volvía, y esperó.
El joven, en efecto, veía con sorpresa que ni una sola palabra le habían dicho sus conductores, a los
cuales no había pagado, y sin embargo, partían. Oíanse ya los movimientos de los remos del bote que
volvía hacia la embarcación.
-¡Ah, sí! -dijo el conde-, ¿buscáis a vuestros marineros?
-Sin duda, nada les he dado y no obstante han partido.
-No penséis en eso, Maximiliano -dijo sonriéndose Montecristo-, tengo un contrato con la marina para
que el acceso de mi isla quede libre de todo gasto de viaje. Soy su abonado, como se dice en los países
civilizados.
Morrel miró al conde con admiración.
-Conde -le dijo-, no sois el mismo aquí que en París.
-¿Cómo es eso?
-Sí; aquí os reís.
La frente de Montecristo se ensombreció.
-Tenéis razón en recordármelo, Maximiliano -dijo-, volveros a ver es una ventura para mí, y olvidaba
que toda ventura es pasajera.
-¡Oh!, no, no, conde -exclamó Morrel volviendo a asir las manos de su amigo-, reíd, por el contrario;
sed dichoso y probadme con vuestra indiferencia que la vida no es mala sino para los que sufren.
¡Oh!, sois benéfico, bueno, grande, amigo mío, y para darme valor afectáis esa alegría.
-Os equivocáis, Morrel -dijo el conde-, es que en efecto soy feliz.
-Vamos, os olvidáis de mí, ¡tanto mejor!
-¿Cómo?
-Sí, porque ya lo sabéis amigo. Como el gladiador cuando entraba en el circo decía al emperador, os
digo: «El que va a morir lo saluda. »
-¿No estáis consolado? -preguntó Montecristo, con una expresión particular.
-¡Oh! -dijo Morrel, con una mirada llena de amargura-, ¿suponéis acaso que puedo estarlo?
-Escuchad -prosiguió el conde-, comprendéis bien el sentido de mis palabras, ¿no es verdad,
Maximiliano? No me tenéis por un hombre vulgar, por una urraca que pronuncia frases vagas y vacías de
sentido. Al preguntaros si estáis consolado, os hablo como hombre para quien el corazón humano no tiene
secretos. Y bien, Morrel, bajemos juntos al fondo de vuestro corazón y sondeémosle. ¿Siente aún la
fogosa impaciencia del dolor que hace estremecer el cuerpo, como se estremece el león picado por el
mosquito? ¿O sufre esa sed devoradora que no se acaba hasta el sepulcro? ¿O la idealidad del re cuerdo ya
irrealizable que lanza al vivo en pos de la muerte? ¿O tan sólo la postración del valor agotado, el tedio
que apaga los rayos de esperanza que quisieran lucir de nuevo? ¿O la pérdida de la memoria junto con la
impotencia para el llanto? ¡Oh!, querido amigo, si esto es así, si no podéis llorar, si creéis muerto vuestro
corazón embotado, si no encontráis fuerza más que en Dios, miradas más que para el cielo, amigo,
dejemos a un lado las palabras harto mezquinas para la comprensión de nuestra alma. Maximiliano, estáis
consolado, dejad, pues de lamentaros.
-Conde -dijo Morrel con una voz dulce y firme al mismo tiempo-, conde, escuchadme, como se escucha
al hombre que habla con el dedo extendido hacia la tierra, con los ojos levantados al cielo. He venido
cerca de vos para expirar en brazos de un amigo. Hay, es cierto, personas a quienes amo. Amo a mi
hermana Julia, a su esposo Manuel, mss necesito que se abran unos brazos fuertes y se me estreche en
ellos en mis últimos instantes. Mi hermana se desharía en lágrimas y se acongojaría. La vería sufrir, y ¡he
sufrido yo tanto! Manuel me arrancaría el armx de las manos y atronaría la casa con sus destemplados
gritos. Vos, conde, cuya palabra me esclaviza, que sois más que hombre, a quien llamaría dios si no
fueseis mortal. Vos, vos meconduciréis dulcemente y con ternura, ¿no es verdad?, hasta las puertas de la
muerte.
-Amigo -repuso el conde-, me queda aún una duda: ¿tendréis tan poca fuerza que empeñéis vuestro
orgullo en exhalar vuestro dolor?
-No; mirad, soy sincero -dijo Morrel tendiendo la mano al conde-, y mi pulso no late más ni menos
débil que de costumbre. No; me siento al término del camino. No, no procederé más allá. Me habéis
hablado de aguardar, de esperar, ¿sabéis lo que habéis hecho, desventurado sabio? ¡He esperado un mes,
es decir, que he sufrido un mes! He esperado, ¡el hombre es pobre y miserable criatura! He esperado, ¿y
qué? No lo sé, ¡algo desconocido, absurdo, insensato!, un milagro..., ¿cuál? Dios sólo puede decirlo, que
ha envuelto nuestra razón con la locura que se llama esperanza. Sí; he estado esperando. Sí; he esperado,
conde, y en un cuarto de hora que hace que hablamos esta vez, me habéis, sin saber, partido, torturado el
corazón cien veces, porque cada una de vuestras palabras me prueban que no hay esperanza para mí. ¡Oh,
conde, cuán dulce y voluptuoso sería el descanso de la muerte!
Estas últimas palabras fueron pronunciadas por Morrel con una explosión de alegría que hizo
estremecer al conde.
-Amigo mío -continuó Morrel, viendo que el conde callaba-, me designasteis el 5 de octubre como
término del plazo definitivamente convenido... ; amigo mío, hoy es el 5 de octubre. ..
Y sacó el reloj.
-Son las nueve; todavía me quedan tres horas de vida.
-Sea -respondió el conde-, venid.
Morrel siguió maquinalmente al conde, y estaban ya en la gruta, sin que Maximiliano se hubiese dado
cuenta de ello. Vio alfombras bajo sus pies, y abierta una puerta de donde se exhalaban delicados
perfumes. Una luz resplandeciente hirió sus ojos. Morrel se detuvo dudoso sin seguir adelante.
Desconfiaba de las delicias mágicas que le rodeaban. Montecristo le atrajo dulcemente.
-¿Será preciso -dijo-, que empleemo s las tres horas que nos restan, como los antiguos romanos, que,
condenados por Nerón, su emperador y heredero, se sentaban a la mesa coronados de flores y aspiraban la
muerte con el perfume de los heliotropos y de las rosas?
-Como gustéis -respondió Morrel-, la muerte es siempre la muerte, es decir, el reposo, es decir, la
ausencia de la vida, y por consiguiente del dolor.
Sentóse, y Montecristo enfrente de él.
Estaban en el maravilloso comedor que hemos descrito, y en donde estatuas de mármol sostenían en la
cabeza canastillos siempre llenos de flores y de frutas. Morrel lo había mirado todo vagamente,
probablemente sin ver nada.
-Hablemos -dijo, mirando finalmente al conde.
-¡Hablad! -le respondió éste.
-Conde -repuso Morrel-, sois el compendio de todos los conocimientos humanos, y me parecéis bajado
de un mundo más adelantado y sabio que el nuestro.
-Hay algo de cierto en eso -dijo el conde, con la sonrisa melancólica que confería a su rostro destellos
de inefable bondad-, he bajado de un planeta que llaman el dolor.
-Creo todo lo que me decís, sin tratar de investigar su sentido, conde; y la causa de ello es porque me
habéis dicho que viva y he vivido, porque me habéis dicho que espere y he esperado. Osaré preguntaros
como si hubieseis muerto alguna vez: ¿Conde, es eso un mal?
Montecristo miraba a Morrel con una inefable expresión de ternura.
-Sí -dijo-, sí, sin duda; eso es un mal si rompéis brutalmente la capa mortal que os reclama
obstinadamente la vida. Si desgarráis vuestra carne con la imperceptible punta de un puñal, si abrís con
una bala siempre insegura vuestra cabeza, sensible al más leve dolor, ciertamente que sufriréis, y dejaréis
odiosamente la vida, hallándola en medio de una agonía desesperada, mejor que un reposo a tanta costa
comprado.
-Sí, lo comprendo -dijo Morrel-; la muerte, como la vida, tie ne secretos de dolor y de voluptuosidad.
Todo estriba en conocerlos.
-Exacto, Maximiliano. Acabáis de decir una gran verdad. La muerte es según el cuidado que tomamos
de ponernos bien o mal con ella: o una amiga que nos mece dulcemente como una nodriza, o una enemiga
que nos arranca con violencia el alma del cuerpo. Un día, cuando el mundo haya vivido un millar de años
más, y se haya hecho dueño de todas las fuerzas destructoras de la naturaleza para aprovecharlas en el
bienestar general de la humanidad, cuando el hombre conozca, como decíais no ha mucho, los secretos de
la muerte, será ésta tan dulce y voluptuosa como el sueño en los brazos de la mujer querida.
-Y si quisierais morir, conde, ¿sabríais hacerlo de ese modo?
-Sí.
Morrel le tendió la mano.
-Comprendo ahora -dijo- por qué me habéis citado aquí, en esta isla perdida en medio del Océano, en
este palacio subterráneo,
sepulcro que envidiaría Faraón. Es porque me queréis, ¿no es así, conde?, ¿es que me queréis lo
suficiente, para procurarme una de esas muertes de que me habláis, una muerte sin agonía, una muerte
que me permita desahogarme pronunciando el nombre de Valentina, y estrechándoos la mano?
-Sí; habéis adivinado, Morrel -dijo el conde con sencillez-, y así es como lo comprendo.
-Gracias, la idea de que mañana no sufriré más resulta consoladora para mi angustiado corazón.
-¿No dejáis a nadie? -preguntó Montecristo.
-¡No! -respondió Morrel.
-¿Ni siquiera a mí? -repuso el conde con emoción profunda.
Morrel quedó suspenso. Sus claros ojos se nublaron de pronto, y brillaron luego con vívida llama,
brotando de ellos una lágrima que rodó abriendo un surco plateado en su mejilla.
-¡Cómo! -dijo el conde-, ¡os queda un recuerdo en la tierra y morís...!
-¡Oh!, por favor -exclamó Morrel con voz apagada-, ¡ni una palabra más, conde, no prolonguéis mi
suplicio!
Montecristo creyó que Morrel iba a entrar en delirio.
Esta creencia de un instante resucitó en él la horrible duda sepultada ya una vez en el castillo de If.
Pensó devolver este hombre a la ventura, mirando tal restitución como un peso echado en la balanza
para compensación del mal que pudiera haber derramado.
«Ahora -pensó el conde-, si yo me equivocase, si este hombre no fuera tan desgraciado que mereciese
la ventura, ¡ay!, ¡qué sería de mí que no puedo olvidar el mal sino representándome el bien! »
-Escuchad, Morrel -dijo -, vuestro dolor es inmenso, me doy cuenta, pero, sin embargo, creéis en Dios,
y no querréis arriesgar la salvación del alma.
Morrel se sonrió con tristeza.
-Conde -dijo-, sabéis que no entro fríamente en los espacios de la poesía; pero, os lo juro, mi alma no es
mía.
-Escuchad, Morrel -dijo el conde-, no tengo pariente alguno en el mundo, ya lo sabéis. Me he
acostumbrado a miraros como hijo, ¡y bien!, por salvar a mi hijo, sacrificaría mi vida, cuanto más mi fortuna.
-¿Qué queréis decir?
-Quiero decir, Morrel, que atentáis a vuestra vida porque no conocéis todos los goces que ofrece una
gran fortuna. Morrel, poseo cerca de cien millones, os los doy. Con tal fortuna podéis esperar todo lo que
os propongáis. ¿Sois ambicioso?, todas las carreras os serán abiertas. Revolved el mundo, cambiad su faz,
entregaos a prácticas insensatas, sed criminal si es preciso, pero vivid.
-Conde, cuento con vuestra palabra -respondió fríamente Morrel, y añadió, sacando el reloj-,son las
nueve y media.
-¡Morrel! ¿Insistís?, ¿a mi vista?, ¿en mi casa?
-Dejadme marchar, entonces --dijo Maximiliano, profundamente sombrío-, o creeré que no me amáis
sino por vos.
Y se puso en pie.
-Está bien -dijo el conde, cuyo rostro pareció iluminarse-, lo queréis, Morrel, y sois inflexible. ¡Sí!, sois
profundamente desgraciado, y lo habéis dicho, sólo puede remediaros un milagro. Sentaos y esperad,
Morrel.
Morrel obedeció. Montecristo se levantó a su vez y fue a buscar a un armario cuidadosamente cerrado,
y cuya llave llevaba suspendida de una cadena de oro, un cofrecito de plata primorosamente cincela do,
cuyos ángulos representaban cuatro figuras combadas, parecidas a esas cariátides de formas ideales,
figuras de mujer, símbolos de ángeles que aspiran al cielo. Colocó el cofre encima de la mesa. Luego,
abriéndolo, sacó una cajita de oro, cuya tapa se levantaba apretando un resorte secreto.
Esta caja contenía una sustancia untuosa medio sólida, cuyo color era indefinible, a causa del reflejo del
oro bruñido, de los zafiros, rubíes y esmeraldas que la guarnecían, mezcla de azul, de púrpura y oro. El
conde tomó entonces una pequeña cantidad de esta sustancia con una cuchara de plata sobredorada, y la
ofreció a Morrel, mirándole fijamente largo tiempo. Pudo verse entonces que esta sustancia era de un
color verdoso.
-He aquí lo que me habéis pedido -dijo-. He aquí lo que os he prometido.
-Viviendo aún -dijo el joven, al tomar la cuchara de manos del conde-, os doy las gracias desde el
fondo de mi corazón.
El conde cogió otra cuchara y la metió también en la caja de oro.
-¿Qué vais a hacer, amigo? -inquirió Morrel, deteniéndole la mano.
-A fe mía, Morrel -le dijo sonriéndose-, creo, y Dios me lo perdone, que estoy tan cansado de la vida
como vos, y puesto que la ocasión se presenta...
-¡Alto! -exclamó el joven-. ¡Vos que amáis, que sois amado, que tenéis fe y esperanza! ¡Oh, no hagáis
lo que yo voy a hacer! ¡En vos sería un crimen! ¡Adiós, mi noble y generoso amigo, adiós! Voy a decir a
Valentina todo lo que habéis hecho por mí.
Y lentamente, sin otro movimiento que el de una contracción de la mano izquierda que tendía a
Montecristo, Morrel tomó o más bien saboreó la misteriosa sustancia que le había ofrecido el conde.
En este momento quedaron ambos silenciosos. Alí, también calla do y atento, les dio tabaco, sirvió el
café y desapareció.
Poco a poco, las lámparas palidecieron en las manos de las estatuas de mármol que las sostenían, y el
perfume de los pebeteros pareció menos penetrante a Morrel. Sentado frente a él, el conde le miraba
desde el fondo de la sombra, y Morrel no veía brillar más que los ojos de Montecristo.
Apoderóse del joven un dolor inmenso. Sentía caerse el servicio de café de las manos. Los objetos iban
perdiendo insensiblemente su forma y sus colores. Sus ojos turbados veían abrirse como puertas y cortinas
en las paredes.
-Amigo -dijo-, conozco que me muero. Gracias.
Realizó un esfuerzo por tenderle por segunda vez la mano, pero sin fuerza se dejó caer sobre él.
Entonces le pareció que Montecristo se sonreía, no con la risa extraña a impresionante que le había
dejado entrever muchas veces los misterios de su alma profunda, sino con la compasiva bondad que
tienen los padres para con sus hijos extraviados. Al mismo tiempo el conde crecía a sus ojos. Su estatura,
casi doble, se dibujaba sobre las pinturas rojas; había echado hacia atrás sus negros cabellos y se
presentaba alto a imponente como uno de esos ángeles que amenazarán a los pecadores el día del juicio
eterno.
Morrel, abatido, desconcertado, se tendió en un sofá. Advertíase entorpecimiento en la circulación de la
sangre, ya algo azulada. Su cabeza experimentaba un trastorno en las ideas.
Tendido, enervado, anhelante, Morrel no sentía en sí nada de vivo más que un sueño. Parecía entrar
decididamente en el vago delirio que precede al estado desconocido que llamamos muerte. Trató de
tender nuevamente al conde la mano, pero carecía ya de movimiento. Quería decirle ya un adiós supremo,
y su lengua se agitó sordamente en su garganta, como la losa al cerrar el sepulcro.
Sus ojos, llenos de languidez, se cerraron a pesar suyo; sin embargo, en derredor de sus párpados se
agitaba una imagen que reconoció a pesar de la oscuridad en que se creía envuelto. Era el conde que acababa
de abrir una puerta. De pronto, una claridad inmensa resplandeció en la cámara contigua, o más bien
en un palacio encantado, inundando la sala donde Morrel se abandonaba a una dulce agonía.
Entonces vio aparecer a la puerta de la cámara, en el límite de ambas estancias, una mujer de
maravillosa belleza. Pálida y sonriéndose dulcemente, parecía un ángel de misericordia, conjurando al
ángel de las venganzas.
«¿Será el cielo que se abre para mí? -pensó el moribundo-; este ángel se parece al que he perdido.»
Montecristo señaló con el dedo a la joven el sofá donde estaba Morrel. La joven dirigióse hacia él con
las manos juntas y la sonrisa en los labios.
-¡Valentina! ¡Valentina! -exclamó Morrel desde el tondo de su alma.
Pero su boca no articuló sonido alguno, y como si todas sus fuerzas se concentrasen en esta emoción
interior, dio un suspiro y cerró los ojos. Valentina se precipitó sobre él. Los labios de Morrel hicieron
todavía un movimiento.
-Os llama -dijo el conde- desde el fondo de su sueño aquel a quien habíais confiado vuestro destino y la
muerte ha querido separaros. Pero esto ha sido por vuestro bien. Yo he vencido la muerte. Valentina, en
lo sucesivo no debéis separaros más sobre la tierra, puesto que para encontraros se precipitaba en .el
sepulcro. Sin mí moriríais los dos. Os devuelvo el uno al otro. ¡Así Dios me tenga en cuenta las dos
existencias que ahora salvo!
Valentina asió la mano de Montecristo y en un irresistible impulso de alegría la llevó a sus labios.
-¡Oh, perdonadme! -dijo el conde-. ¡Oh, repetidme, sin cansaros de repetírmelo! ¡Repetidme que os he
hecho dichosa! No sabéis cuánta necesidad tengo de la seguridad de vuestras palabras.
-¡Oh, sí, sí, os lo agradezco con toda mi alma! -dijo Valentina-, y si dudáis de mis palabras, ¡ay!,
preguntádselo a Haydée, a mi querida hermana Haydée, que después de nuestra partida de Francia me ha
hecho esperar resignada, hablándome de vos, el venturoso día que hoy luce para mí.
-¿Conque amáis a Haydée? -preguntó Montecristo con una emoción que en vano se esforzaba en
disimular.
-¡Oh!, con toda mi alma.
-Escuchad entonces, Valentina -dijo el conde-; tengo una gracia que pediros.
-¡A mí, gran Dios! ¿Seré tan dichosa?
-Sí; habéis llamado a Haydée vuestra hermana; séalo en efecto. Valentina, dadle todo lo que creáis
deberme a mí. Protegedla, Morrel y vos, porque -la voz del conde pareció ahogarse en su garganta- en
adelante quedará sola en el mundo...
-¡Sola en el mundo! -repitió una voz detrás del conde-, ¿y por qué?
Montecristo se volvió.
Haydée estaba en pie, pálida y helada, mirando al conde con expre sión de profundo estupor.
-Porque mañana, hija mía, estarás libre -respondió el conde-, porque recobrarás en el mundo el puesto
que lo es debido, porque no quiero que mi destino oscurezca el tuyo. ¡Hija de príncipe, lo devuelvo las
riquezas y el nombre de lo padre!
Haydée palideció, abrió las manos diáfanas como hace la virgen que se encomienda a Dios y con una
voz trémula por las lágrimas:
-¿Veo, señor, que me abandonas? -dijo.
-¡Haydée! Haydée! Eres joven, eres bella, olvídate hasta de mi nombre y sé dichosa.
-Perfectamente -dijo Haydée-; tus órdenes serán cumplidas. Olvidaré hasta lo nombre y seré dichosa.
Y dio un paso atrás para retirarse.
-¡Oh, Dios mío! -exclamó Valentina, sosteniendo con su espalda la cabeza inmóvil de Morrel-, ¿no veis
su palidez, no comprendéis lo que sufre?
Haydée le dijo con una expresión desgarradora:
-¿Por qué quieres, hermana mía, que me comprenda? Es mi señor, soy su esclava; tiene derecho a no
ver, a no comprender nada.
El conde tembló a los acentos de esta voz que hizo vibrar hasta las fibras más secretes de su corazón.
Sus ojos se encontraron con los de la joven y no pudieron resistir su resplandor.
-¡Dios mío! ¡Dios mío! -dijo-, ¿será verdad lo que me habíais dejado sospechar? Haydée, ¿serías
dichosa en no abandonarme?
-Soy joven -respondió con dulzura-; amo la vida que me ha hecho siempre tan venturosa, y sentiría
morir.
-Lo cual quiere decir que si yo lo dejo, Haydée...
-¡Moriré, señor, sí!
-¿Conque me amas?
-¡Oh, Valentina, pregunta si le amo! ¡Valentina, dile tú si amas a Maximiliano!
Montecristo sintió desahogado el pecho y dilatado el corazón. Abrió los brazos: gaydée se lanzó en
ellos dando un grito.
-¡Oh, sí, lo amo! -dijo-, lo amo como se ama a un padre, a un hermano, a un esposo! ¡Te amo como se
ama a Dios, porque eres para mí el más bello, el mejor y el más grande de los seres creados!
-¡Sea como tú quieres, ángel querido! -dijo el conde-, Dios, que me levantó contra enemigos y me dio
la victoria; Dios, lo veo bien, no quiere que sea el arrepentimiento el término de mis triunfos. Yo quería
castigarme; Dios quiere perdonarme. Ama, pues, ¡Haydée! ¿Quién sabe? Tu amo r acaso logre hacerme
olvidar lo que es necesario que olvide.
-¿Y qué dices tú, señor? -preguntó la joven.
-Digo que una palabra tuya, Haydée, me ha enseñado más que veinte años de lenta experiencia. ¡No
tengo más que a ti en el mundo, Haydée; por ti vuelvo a la vida; por ti puedo sufrir, por ti puedo ser
dichoso!
-¿Lo oyes, Valentina? -exclamó Haydée-; dice que por mí puede sufrir, ¡por mí, que por él daría la
vida!
El conde quedó un instante pensativo.
-¿Habré entrevisto la verdad? -dijo-. ¡Oh! ¡Dios mí o! No importa: recompensa o castigo, acepto este
destino. Ven, Haydée, ven...
Y estrechando con su brazo el talle de la joven, apretó la mano a Valentina, y desapareció.
Transcurrió aproximadamente una hora, durante la cual, muda, anhelante, con los ojos fijos,
permaneció Valentina al lado de Morrel. Al cabo sintió que palpitaba su corazón; que un soplo
imperceptible abrió sus labios y advirtió el estremecimiento que anunciaba la vuelta a la vida en todo el
cuerpo del joven. Al fin, abriéronse sus ojos, pero fijos primero, recobró luego la vista clara, real y, con la
vista, la sensibilidad; con la sensibilidad el dolor.
-¡Oh! -exclamó con el acento de la desesperación-, vivo aún; ¡el conde me ha engañado!
Y su mano se tendió sobre la mesa y cogió un cuchillo.
-Amigo -dijo Valentina con su adorable sonrisa-, despierta ya y mira hacia mí.
Morrel dio un gran grito, y delirante, lleno de dudas, desvanecido como por una visión celeste, cayó
sobre las rodillas.
Al siguiente día, al despuntar la aurora, Morrel y Valentina se paseaban por la costa cogidos del brazo.
La joven le contaba cómo Montecristo se había presentado en su cámara, revelándoselo todo, cómo le
había hecho comprender el crimen y, finalmente, la salvó milagro samente del sepulcro, al propio tiempo
que la hacía creer que estaba muerta.
Hallando abierta la puerta de la gruta, salieron a dar un paseo. Lucían aún en el cielo las últimas
estrellas de la noche. Morrel percibió entre las sombras de un grupo de rocas un hombre que esperaba una
señal para acercarse a ellos y se lo mostró a Va lentina.
-¡Es Jacobo -dijo -, el capitán!
Y le llamó con una seña.
-¿Tenéis algo que decirnos? -le preguntó Morrel.
-Tengo que entregaros esta carta de parte del conde.
-¡Del conde! -murmuraron a la vez los dos jóvenes .
-Sí, leed.
Morrel la abrió y leyó:
Mi querido Maximiliano: Hay una falúa anclada para vos. Jacobo os llevará a Uorna, donde el señor
Noirtier espera a su hija para bendecirla antes de que os acompañe al altar. Todo cuanto hay en esta
gruta, amigo mío, mi casa de los Campos Elíseos y mi castillo de Treport, son el regalo de boda que hace
Edmundo Dantés al hijo de su patrón Morrel. La señorita de Villefort aceptará la mitad, pues le suplico
dé a los pobres de París toda la fortuna que adquiera de su padre, loco, y de su hermanó, fallecido en
septiembre último con su madrastra.
Decid al ángel que va a velar por vuestra vida, Morrel, que ruegue alguna vez por un hombre que,
semejante a Satanás, se creyó un instante igual a Dios, y ha reconocido con toda la humildad de un cristiano,
que sólo en manos de la Providencia está el poder supremo y la sabiduría infinita. Sus oraciones
endulzarán quizás el remordimiento que lleva en el fondo de su corazón.
En cuanto a vos, Morrel, he aquí el secreto de mi conducta. No hay ventura ni desgracia en el mundo,
sino la comparación de un estado con otro, he ahí todo.
Sólo el que ha experimentado el colmo del infortunio puede sentir la felicidad suprema. Es preciso
haber querido morir, amigo mío, para saber cuán buena y hermosa es la vida.
Vivid, pues, y sed dichosos, hijos queridos de mi corazón, y no olvidéis nunca que hasta el día en que
Dios se digne descifrar el porvenir al hombre, toda la sabiduría humana estará resumida en dos palabras:
¡Confiar y esperar!
Vuestro amigo,
Edmundo Dantés, Conde de Montecristo.
Durante la lectura de esta carta, que le revelaba la locura de su padre y la muerte de su hermano,
Valentina palideció; un suspiro doloroso se exhaló de su pecho y lágrimas que no eran menos amargas
por ser silenciosas, rodaron de sus mejillas. La ventura le costaba bien cara.
Morrel miró a su alrededor con inquietud.
-Pero -dijo- el conde exagera ciertamente su generosidad. Valentina se contentará con mi modesta
fortuna. ¿Dónde está el conde, amigo? Conducidme a él.
Jacobo extendió la mano y señaló en dirección al horizonte.
-¡Cómo! ¿Qué queréis decir? -preguntó Valentina-. ¿Dónde está el conde? ¿Dónde está Haydée?
-Mirad -dijo Jacobo.
Los ojos de los dos jóvenes se fijaron en la línea indicada por el marino, y sobre ella, en el horizonte
que separa el cielo del mar, dis tinguieron una vela blanca, grande como el ala de la gaviota.
-¡Partió! -exclamó Morrel-, ¡partió! ¡Adiós, amigo mío! ¡Adiós, padre mío!
-¡Partió! -murmuró Valentina-. ¡Adiós, amiga mía! ¡Adiós, hermana mía!
-¡Quién sabe si algún día le volveremos a ver! -dijo Morrel, enjugándose una lágrima.
-Cariño -repuso Valentina-, ¿no acaba de decirnos que la sabiduría humana se encierra toda ella en
estas dos palabras?:
¡Confiar y esperar!
FIN
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