¡Esta noche se rebelan las
estrellas!
Gardner F.
Fox
En los pozos negros encontró la
sabiduría de los ancianos perdida hacía cincuenta mil años. Durante un día,
Angus el Rojo tuvo la victoria en su mano derecha. Pero fue demasiado corta la
mirada, demasiado vago un pensamiento como para sostener a la multitud
alborotada de las estrellas contra la guardia de hierro de la Ciudadela.
I
Los pozos eran iguales a la bostezante boca del espacio
mismo, oscuros e insondables, extendiéndose en cavidades sin fondo, la
profundidad de las cuales la gente de Karr sólo podía adivinar. Algunos decían
que el dios Stasor moraba en las centelleantes y negras profundidades. Otros
declaraban que la vaciedad era el hueco interior del planeta. Ninguno tenía
razón.
Todos los hombres temían los pozos. Sólo un hombre de
cincuenta mil años conocía su increíble secreto, y él vivía en una ciudad
invisible...
Angus el Rojo huía como un galgo asustado a través de las
retorcidas callejuelas de la Ciudad Más Baja. Una apagada luz artificial que
provenía de las blancas paredes de las torres de la Ciudadela arrojaba un
brillo resplandeciente a lo largo de su desnudo pecho, se reflejaba en los
adornos metálicos de su ancho cinturón de cuero y en los pliegues musculares de
sus largas piernas. Patinó en un charco, se enderezó y se zambulló en la
oscuridad de un portal en forma de arco. Se volvió a las sombras, sintiendo
abiertamente la quemazón de la nueva marca en su hombro que lo señalaba como un
pirata.
Vagamente, oyó los gritos y los golpes repetidos de los pies de
la policía de Diktor mientras buscaban su presa por las calles, cazándole. Su
corazón se agitó sorda y velozmente bajo el alto arco de sus costillas. Angus
sonrió torcidamente.
Era un buscado pirata del espacio, recién liberado de las celdas
que había debajo de palacio. Pero era algo más que eso para el Diktor de Karr.
Era un noble de Karr, que había huido al espacio y establecido un nido de
águilas en un asteroide abandonado, que se había convertido a sí mismo en una cruzada.
de un solo hombre contra Stal Tay, gobernador de Karr por la gracia del
dios Stasor.
—Encontraré un camino —juró el pirata en las sombras, escuchando
los gritos y las corridas de los guardias, los agudos y desollantes disparos de
sus armas calóricas.
Hubo un tenue sonido detrás de la gruesa puerta de roble. Angus
apartó su espalda desnuda, que aún tenía cicatrices y verdugones de la madera
húmeda. Apretó uno de sus grandes puños y se mantuvo en silencio, esperando.
Era un hombre alto, de cintura estrecha y anchos hombros. Su
boca era fina, pero curvada en las comisuras como si estuviera acostumbrada a
sonreír. Cabellos rojizos y muy cortos que le daban a su dura y curtida cara
una expresión fiera. Sus ojos azul oscuro brillaban entornados de la forma
habitual en un hombre del espacio.
La puerta de roble se abrió. Una forma encapuchada estaba en la
oscuridad de la arcada extendiendo una delgada y vieja mano hacia él. En el
lugar de donde colgaba la capucha sólo había una tenue penumbra blanca en el
lugar de la cara.
—El Jerarca te verá y te salvará, Angus —dijo el anciano—.
Entra. El espera que escuches a la razón.
—¿El Jerarca? —resopló el hombre delgado, con incredulidad—. El
es carne y uña con Stal Tay. Me hará volver con las muñecas cargadas de
grilletes.
El encapuchado movió la cabeza y susurró:
—Rápido, rápido... ¡No hay tiempo para discutir!
Un grito en una calle a menos de dos metros de distancia decidió
al semidesnudo y herido Angus. Movió sus hombros en un amargo encogimiento y se
deslizó atravesando la puerta. La aldaba golpeó en la puerta y una mano cogió
la suya. Una voz, gentil por la edad, dijo suavemente:
—Sígueme.
A una distancia de unos cincuenta metros de la puerta, las
paredes comenzaron a brillar. Angus miró a su guía y vio a un anciano, un
miembro de la Jerarquía, un culto sacerdotal de científicos que eran honrados y
protegidos por el Diktor. Treinta años antes, cuando la gente de la Ciudad Más
Baja había sido diezmada por la enfermedad, habían tomado por asalto el bloque
de edificios en los cuales trabajaban los científicos.
Habían destruido máquinas y matado hombres.
La gente de la Ciudad Más Baja no eran más que salvajes y las
supersticiones paganas que ostentaban eran fomentadas por Stal Tay. Le placía
al Diktor creer que la ciencia era algo sólo reservado a los ricos. Por lo
tanto, Stal Tay intervino. Separó a los científicos del mundo de los hombres v
les dio un pequeño mundo que se llamaba la Ciudadela.
Angus v el científico atravesaron corredores que se doblaban v
retorcían en forma delicada. Todo estaba en silencio en este túnel subterráneo.
Una vez Angus oyó el apagado murmullo de un río escondido buscando una salida
al gran Mar Car Carolan. El agua se condensaba en exudadas gotas en las frías
paredes de piedra.
Luego fueron yendo hacia arriba a través de unos escalones de
piedra labrados a mano hacia una arcada en la cual se estaba abriendo una
pesada y ennegrecida puerta. Las luces brillaban detrás del pórtico en una gran
habitación con un alto techo en forma de arco.
Vio a Tandor, de pie, grande y macizo entre los encapuchados
sacerdotes; las luces de la pared brillaban en su cabeza calva. Les había
costado su trabajo traerlo desde la Ciudad Más Baja, vio Angus. Tenía marcas de
cortes, y la sangre aquí y allá se había secado sobre su burda túnica de lana.
Un hombre alto con una capucha blanca bordeada de púrpura se
acercó hacia ellos. Dijo:
—He salvado a tu hombre de las torturas del Diktor. El dinero
puede mucho en la Ciudadela. Incluso el primer capitán de un pirata no
es más valioso que un puñado de sestetins.
Angus se encogió de hombros.
—¿Qué quiere de mí? El Jerarca asintió.
—Me han dicho que eres un hombre sensible. Esta noche liberaré a
Tandor después de que me hayas prestado un servicio.
—¿Qué servicio?
El Jerarca lo estudió cuidadosamente,,
—¡Matar al Diktor!
Angus soltó una risa burlona.
—Igual me podía pedir que le trajera el Obro del Nardo. ¡Tendría
las mismas posibilidades!
—Quizá te pueda pedir eso también, después de que hayamos
acabado.
—¿Y si me niego?
El Jerarca suspiró. Sus negros ojos brillaron en la sombra de su
capucha.
—Romperé tus piernas para que no puedas correr, y dejaré
que Stal Tay mande sus hombres por ti. Pondré dagas calentadas al rojo vivo en
los ojos de Tandor hasta que él confiese vuestros crímenes» Yo...
Angus frunció el ceso.
—Creía que el Diktor era su amigo.
—Nos mantiene encerrados en la Ciudadela como si fuéramos sus
esclavos. Los descubrimientos científicos que hacemos dice que son suyos. Ha
enviado las plagas de las que luego la gente culpa a los científicos.
—Le mataré —dijo Angus. Pero pensó para sí: «Sólo jugaré durante
un tiempo. O lo prometo o me rompen las piernas.»
Guiaron a Angus hasta una pequeña habitación en la que le
esperaba un hombre encapuchado con vestidos que eran de vivos colores rojos y
ocres, entrelazados de oro y adornados con joyas. El científico dijo fríamente:
—Tomarás el lugar del Embajador de Nowk. Es pelirrojo y grande,
con una cicatriz en la cara como la tuya.
El aire nocturno era tonificante cuando Angus salió con el encapuchado
científico a través de un portal de piedra y hacia un largo y bruñido carruaje.
Recogió su capa de negro satén a su alrededor y se zambulló en la acolchada
suavidad del carruaje.
El encapuchado murmuró:
—Todo está arreglado. Una bailarina, de nombre Berylla, bailará
para el Diktor. Justo después de esto, él planea llamarte a su lado para
discutir el nuevo tratado de comercio con Nowk. La bailarina te dará la señal
cuando ella termine. Cuando seas convocado golpea en el cuello del Diktor. Ha
sido preparada una maniobra de distracción bajo la forma de borrachos
revoltosos. En la excitación podrás huir.
Angus tocó la esbelta daga en su costado y asintió.
El Diktor de Karr era un hombre grande. Era sólido de espaldas y
delgado en la cintura. Su cabeza estaba calva, y tenía una dentada cicatriz a
lo largo de su sien derecha. Estaba sentado en su trono cubierto de joyas y
tamborileaba con sus dedos sin descanso sobre el brazo labrado a mano del
trono.
A su lado estaba sentada una mujer de ojos negros y de cabello
del color del ala de cuervo. La suave materia de su vestido colgaba para
suavizar las caderas y los orgullosos senos. Observaba al nuevo Embajador de
Nowk, que pasaba entre los invitados, incapaz de decidir si el hombre era feo o
reciamente atractivo. Pero era grande, con largos y enormemente musculosos
brazos y piernas, y tenía la mirada de un luchador.
Moana se rió suavemente. Había música en su voz y arte en la
forma de sus movimientos mientras que él se iba acercando. Los ojos de ella
recorrieron la gran figura de él lenta y sosegadamente.
Angus se detuvo al pie del estrado y se inclinó, saludándoles.
Era un pirata, pero había estado en las grandes capitales de los Seis Mundos.
—¿Su primera visita a Karr? —sonrió Stal Tay.
—La primera, excelencia.
—¿Le agrada la corte que mantenemos?
Angus conocía las tabernas y las inundadas, y húmedas calles de
la Ciudad Más Baja. Sabía que sus habitantes eran esclavos de la Jerarquía y
del Diktor y de su pequeña tertulia. Las mujeres danzaban y alcahueteaban siguiendo
los deseos de los ricos... de lo contrario, les hacían en secreto ciertas
cosas. Sabía que los hombres envejecían antes de tiempo, trabajando para pagar
las raras joyas que Moana y otras como ella ostentaban.
Pero murmuró:
—Plegasston de Nowk ha dicho: «Para el bien del Estado, el mayor
número posible debe disfrutar de la mayor cantidad de sus más altas
recompensas.» Pero Plegasston de Nowk era un soñador.
Moana le indicó con un gesto la silla de oro que había a su
lado. Ella dejó que las puntas de sus dedos tocaran la mano de él cuando se
sentó.
—Cuénteme acerca de usted, Ben Tal. Angus sonrió con sarcasmo.
—Soy un pariente de su Eminencia de Nowk. Eso lo explica todo
acerca de mí. Pero usted... Es sacerdotisa del dios Stasor. Ha ido al pozo
negro para encararse con él. Ha oído sus pronunciamientos.
Moana puso cara de desagrado y se encogió de hombros. Melodías
de música bajaron del estriado techo y se difundieron a través de la
habitación. Los negros ojos de ella brillaron.
—No me hable de religión, Ben Tal. Cójame en sus brazos y
bailemos.
Ella era tibia y fragante, siguiendo los movimientos de él. Los
negros ojos de ella lo seducían mientras que sus manos iban de su brazo al
hombro y de allí a su cuello. Hacía que los momentos volaran. Sentado con ella
en una mesa y dejando que ella le alimentara juguetonamente, casi olvidó su
misión.
Y entonces...
La habitación se oscureció. Los escondidos músicos hicieron que
sus instrumentos danzaran con un ritmo salvaje. Y en un círculo de luz dorada,
su blanca piel brillando caprichosamente a través de un vestido de diamantes,
una mujer se cimbreó hacia el suelo enfocado.
Y Angus recordó. Estaba allí para matar a un hombre.
La mujer que estaba al servicio de los Jerarcas . era una llama
de fuego, con el enjoyado vestido que la poblaba de vivos rayos girando
alrededor de ella. Hizo piruetas, se cimbreó y brincó. Estaba quieta... y era
una tormenta de movimientos. Se reía. Lloraba. Insultaba y hacía zalamerías.
Era todo lo que cualquier mujer había sido.
Angus vio sus ojos disparándose, cazándole. Se deslizaron sobre
su amplio pecho y sobre sus largas piernas, sobre su mandíbula cuadrada y sobre
su, corto cabello pelirrojo muchas veces sin reconocerle. Sólo cerca del final,
cuando el reflejo del foco de luz que seguía su danza lo tocó a él también,
ella le reconoció,
Su sorpresa hizo que tropezara, pero se recuperó rápidamente.
Giró alrededor de la habitación, los diamantes tintineando suavemente. Se lanzó
en la Danza de la Guirnalda de Gemas, e hizo de ella una cosa viva. Cuándo se
acercó a las negras cortinas se detuvo un instante, movió su brazo con la señal
convenida, y se fue.
El Diktor levantó una mano e hizo un gesto. Angus se inclinó
frente a Moana y se levantó. Con todo su inmenso control, que había
desarrollado en las solitarias sendas de las estrellas, combatió el deseo de su
mano de tocar la daga.
Se agachó para tomar asiento. Ahora su mano derecha estaba
escondida por su cuerpo y la puso sobre la daga.
La fina hoja murmuró, saliendo de su funda. Angus se inclinó
hacia delante y la lanzó hacia la garganta que tenía enfrente.
Cuatro manos salieron del aire y se cogieron a su puño. Lo
tiraron hacia abajo debido a la sorpresa y por el peso de sus cuerpos.
Se cayó de su silla rodando, golpeando al hombre de su izquierda,
haciéndolo caer sobre Stal Tay.
Log hombres gritaban. Una mujer chillaba. Angus elevó su fuerte
puño izquierdo en un pequeño arco y pegó con él en los músculos del estómago
del hombre que estaba a su derecha. El hombre gruñó y retrocedió. Angus se
mantuvo libre, su limpia y aún desnuda daga en la mano.
Brincó sobre Stal Tay, pero otros guardias venían corriendo. Uno
se abalanzó sobre la daga, cogiéndola con ambas manos. Otro golpeó al pirata en
las piernas con su hiriente cuerpo. Un tercer hombre se colocó a horcajadas
sobre su espalda, enganchando su mandíbula con el antebrazo. Esto fue cuando el
resto de ellos le pegaron.
Angus cayó dentro de una masa de carne que luchaba y maldecía.
Los guardias gritaban triunfalmente, pero Angus había peleado en tabernas
vociferantes de la Ciudad Más Baja, había luchado con esclavistas de sal en las
dunas del desierto, había mantenido peleas desde Karr a Rimeron. Se levantó.
Sus puños iban de arriba abajo. Su mano derecha se disparó, golpeando la muñeca
de un guardia. El guardia gritó y se cavó, quejándose.
Angus respiró a través de la distendida nariz, saltando hacia
atrás; sus puños golpeaban en costillas y mandíbulas. Peleaba para ganar
terreno y casi lo había logrado. Pero un guardia levantó su pie en un golpe
salvaje antes de que el pirata pudiera evitarlo. El hombre golpeó sus piernas y
lo hizo caer. Angus cayó bajo una docena de saltarines soldados. Sucio y
ensangrentado, Angus movió la cabeza v se rindió.
Moana estaba de pie por encima de él, riendo con desprecio a
través de la curiosa y asombrada luz en sus ojos. Sus blancos senos se elevaban
y descendían rápidamente bajo su escasa ropa.
—La pequeña bailarina te conocía, Ben Tal. He notado eso. Pero
ella nunca ha estado fuera de la Ciudad de Karr. Y ésta es tu primera visita.
¿Quién eres?
Angus se encogió de hombros mientras que un guardia le levantaba
y le sentaba rudamente en una silla ante el Diktor. Tenía una mueca en la cara.
Tenía un gesto parecido a amargas cenizas que se prolongaba desde las comisuras
de sus labios. Su vientre temblaba bajo la brillante tela de sus calzones. Le
parecía escuchar la lenta voz del Jerarca.
«Si fallas, morirás.»
El Diktor movió una mano. Los guardias lo levantaron, lo
arrastraron a través de los adornos de terciopelo y a lo largo de un corredor
de piedra, hacia una pequeña habitación. El Diktor y Moana le siguieron,
pisándole los talones. Fue el Diktor el que cerró la puerta con el cerrojo.
—¿Quién te ha enviado? —preguntó suavemente el rechoncho
dictador—. ¿Quién ha pagado por mi muerte? Dime eso, y saldrás de aquí como un
hombre libre.
Angus movió la cabeza. Se encontró con los ojos color avellana
del Diktor, que tenían una mirada torva.
Stal Tay sonrió.
—Berylla, la bailarina, te conoce. Siempre puedo enviar por
ella, ya lo sabes.
Moana había estado caminando alrededor de Angus. Se acercó, puso
una mano en la túnica que rodeaba su pecho como un guante y la rasgó. Sus
hombros musculosos quedaron al descubierto, en el lugar en el que los inflamados
y entrelazados triángulos brillaban.
—¡Un pirata! —gritó Moana. El Diktor abrió mucho los ojos.
—Por supuesto. Ahora le reconozco. Angus el Rojo. Mis hombres le
capturaron hace una semana. Pero ¿cómo, en el nombre de Stasor, has podido
huir?
Angus dijo brevemente:
—¿Importa cómo?
—No. —Stal Tay se alejó y se sentó en una silla torcida y cruzó
sus pesadas piernas. Sus poderosos dedos tamborilearon brevemente sobre el
brazo de madera de la silla—. Pero el hecho de que volvieras después de huir...
eso es importante.. No te hubieses quedado en la Ciudad de Karr a no ser que
tuvieras que hacerlo. ¿Quién ha hecho que te quedaras? Ciertamente no me odias
tanto como para arriesgar tu cuello con tan escasas probabilidades.
Angus sonrió sarcásticamente a través de su miedo.
—Un millón de personas te odian, por si te interesa
saberlo. Mantienes a los hombres y a las mujeres de la Ciudad Más Baja en una
enorme pobreza para vosotros poderos comprar joyas y lujos. Subvencionas a la
Jerarquía usando su ciencia para que vuestra vida sea más fácil y más segura.
¿Por qué negarles a esos pobres diablos que están debajo lo que les podrías dar
de forma tan barata? Calor. Luz. Energía para poder operar con algunas pocas
máquinas. Déjales que prueben algo de la vida que no sea lodo y ropas húmedas y
camas duras.
—Oh —rió suavemente el Diktor—. Plegasston de Nowk ha ganado un
adepto. ¿Qué más ha dicho él, Angus?
—Dijo que el gobierno y la ciencia deben servir al pueblo, y no
esclavizarle. ¿No e»seña Stasor eso también?
Moana rió lentamente. Sus ojos negros se mofaban de él. Ella
dijo:
—¿Quieres oír lo que Stasor dice acerca del gobierno, de la
ciencia y del pueblo. Angus el Rojo? Déjeme que le lleve a través del Velo,
Eminencia. Deje que sea el dios el que hable con el incrédulo.
El Diktor apenas sonrió, mirando desde el hombre a la mujer.
Movió la cabeza. Moana se puso al lado del robusto dictador. Sus negros ojos
miraron directamente a Angus. El trató de entender su expresión.
El Diktor se levantó.
—He usado la razón, Angus. Tú eres un pirata. Has asaltado mis
caravanas del espacio. Me has robado y saqueado. Lo repito, lo olvidaré todo,
incluso te recompensaré, si me dices quién te ha enviado aquí esta noche.
Los negros ojos de Moana quemaron, mirándole desde su pálido y
blanco rostro. Ella tocó su carnoso labio superior con la punta de su roja
lengua.
—Si pudiera ver a Stasor —murmuró Angus, tratando de comprender
lo que Moana quería que él dijera. Cuando ella asintió casi imperceptiblemente,
continuó—: Quizá él haga que cambie mi decisión. Si Stasor dice que he sido un
tonto, entonces todo en lo que he creído se habrá deshecho. En ese caso
desearía servir a su Eminencia.
Los negros ojos de Moana rieron, aplaudiéndole silenciosamente.
El Diktor frunció el ceño pensativamente. Se volvió hacia la chica.
—¿Serás tú su compañera de súplica?
Angus sabía lo que eso significaba. Si él encontraba una forma
de escapar, el Diktor tendería ese encantador y blanco cuerpo en el tormento en
su lugar, pondría las tenazas calentadas al rojo vivo en esos muslos, en esos
pechos y en esa cara, usaría clavos y ganchos con púas. El nunca podría dejar
que ella sufriera esa desdicha.
Quizás el Diktor sabía eso. Sonrió un poco mientras que Moana
prometía. Se fue, sin volver a mirar a Angus.
Moana dijo suavemente:
—Era todo lo que podía hacer, Angus... Te hubiese llevado al
foso esta noche si no hubiese podido posponerlo.
—No me debes nada —le contestó él, encrespado.
—Sin embargo, sí que te debo. Mi hermano enfureció al Diktor
hace un año. Fue enviado a los pantanos de sal de Ptixt. Tú tomaste a la fuerza
la caravana que le llevaba y lo liberaste. Mi hermano vive a salvo escondido en
una de tus ciudades piratas. Recuerdo eso, Angus. Algunas veces las buenas
obras se pagan. ¿Qué dice Plegasston de Nowk acerca de esto?
Ella pasó por delante de él y a través del arco de la puerta.
El siguió su cuerpo cimbreante a lo largo de corredores llenos
de colgaduras, hacia pequeñas habitaciones, y pasaron por puertas de madera de
roble. Ella llegó a una pared desnuda, se acercó y presionó con las rosadas puntas
de sus dedos sobre la piedra de color rojo.
—Las circunvoluciones de las puntas de mis dedos encienden el
mecanismo de un interruptor dentro de la piedra —explicó ella—. Es mejor que
cualquier llave.
En algún lugar, un motor ronroneó desganadamente y la pared de
roca comenzó a moverse. Se abrió hacía un lado y dejó a la vista un corredor
que se perdía en las profundidades. Las paredes estaban provistas de una
luminiscencia azulada que brillaba intensamente, alumbrando el camino.
Angus vio el pozo mucho antes de que llegara a él. Un cerco de
metal bordeaba la brillante negrura, que parecía empujar hacia arriba, como si
tratara de liberarse de lo que fuera que le amarraba. Brillaba débilmente y
temblaba. Vibraba y palpitaba con algo cercano a la vida misma.
Angus se detuvo, mirándolo fijamente. Puso una mano fuera y la
empujó hacia la oscuridad. Se sentía ligero y punzante, pensó que aquello
sabría como un vino pesado.
Moana cogió su otra mano. Murmuró:
—Ven —y dio un paso hacia el pozo.
La oscuridad se zambulló todo alrededor de Angus. La sintió en
su piel, en los poros de sus brazos y manos y piernas. Le hacía sentir mareado,
por lo que quería reír. Era como caminar en el aire, andar en esta cosa.
Bajaron en el pozo y se quedaron de pie en un espacio extraño,
en el cual sólo había oscuridad, no mitigada por luz alguna. Hacía frío.
Desganadamente, Angus pudo oír lo que pensó que era música.
—Desea ir hacia delante —oyó que una voz musical susurraba.
Flotó sin esfuerzo.
——(Dónde estamos? —preguntó en voz alta.
—Fuera del espacio. Fuera del tiempo. En la moda del dios.
Pronto veremos a Stasor.
Un brillante punto rojo ardió, y envió arroyos de llamas
en la oscuridad.
En el lugar en el que había estado el punto rojo estaba Stasor.
Su cara flotaba en una niebla blanca, anciana, sabia y apenada.
Sus vagamente veteados párpados estaban cerrados. La frente era alta,
redondeada, recubierta de blanquísimo cabello. A cada lado de la gran nariz
aguileña, tenía altos y sobresalientes pómulos. Los párpados temblaron y se
elevaron lentamente.
Angus miraba mudamente a la viva sabiduría. Se preguntaba muy
dentro de sí cómo debería ser Stasor, para saber lo que esos ojos sabían;
cuántos mundos debía de haber visto, cuántos pueblos tendría que haber visto
crecer hasta la grandeza, la degeneración y la muerte.
—Has entrado en el pozo. He sentido tus emanaciones. ¿Qué
quieres? Moana dijo:
—Soy vuestra sacerdotisa, Stasor. He traído un hombre a veros.
—Deja que hable el hombre. Angus humedeció sus labios. Frunció
el ceño, tratando de encontrar las palabras. Musitó:
—He sido sentenciado a morir por intentar asesinar al Diktor de
Karr. Es un hombre malo.
—¿Qué es el mal, hijo mío? ¿Es un hombre malo porque se opone a
tus deseos? Angus gruñó:
—Es una maldición para su raza. Envía la muerte y las
enfermedades sobre su gente cuando le desobedecen. Mantiene el progreso alejado
de ellos. Los esclaviza cuando podrían ser dioses.
—Eso es lo que tú crees. ¿Qué dice el Libro del Nardo?
Moana murmuró:
—El Libro del Nardo está perdido, Gran Señor. Stasor se mantuvo
en silencio durante un largo rato. Finalmente, dijo:
—El Libro debe ser encontrado. En él están los secretos de la
Gran Raza. Id a la Ciudad de los Ancianos. Allí encontraréis el Libro.
—Tampoco nadie sabe hoy dónde está la Ciudad.
Está perdida con todos los secretos de la Gran Raza.
—La Ciudad está más allá del Mar Car Carolan, más allá de
las Tierras Llameantes. Id allí.
Los labios se cerraron. Los párpados cayeron. Rápidamente la
anciana cara cayó en la nada. Sobrevino la negrura y les presionó a su
alrededor.
Angus se giró lentamente, como en un sueño. Aún en ese trance
parecido al sueño se encontró a sí mismo mirando a tres altas y encapuchadas
figuras que se mantenían como centinelas.
Moana gritó.
Una de las figuras encapuchadas levantó un brazo e hizo un gesto
de confianza.
—No hay ningún motivo para temer. El Jerarca nos ha enviado para
que os llevemos a su presencia.
Moana se estremeció. Angus sintió su fría mano buscando la suya,
tratando de esconderla en su mano. Cogidos de la mano se obligaron a seguir a
las encapuchadas formas. Se zambulleron juntos a través de la negrura,
moviéndose sobrenaturalmente, sin movimientos musculares.
Una cortina semicircular de temblorosas motas azuladas enfrente
de ellos era como una brillante mancha en la oscuridad. Una de las formas
encapuchadas se giró y esperó. Dijo:
—Otro pozo, Moana. El pozo de la Jerarquía. Nosotros, también,
conocemos el camino a este mundo.
—¿Qué es la negrura? —preguntó Angus.
—¿Qué sabe el hombre? Fue pensado y construido por la Gran Raza
antes de que se fueran.
Estaban en el pozo, yendo hacia arriba a través de su extraña
superficie. Chisporroteaba y burbujeaba todo a su alrededor, vibrando en toda
la piel.
Pasaron el pozo y se encontraron en una habitación desnuda, de
bajo techo.
Un encapuchado abrió una puerta para ellos y se mantuvo a un
lado.
El Jerarca estaba sentado en una silla labrada y adornada de
terminaciones de oro. Su pálida y ascética cara se oscurecía bajo la sombra de
su gran capucha. Los miró fijamente; tenía una tenue sonrisa en sus labios. Los
miró durante tanto tiempo que Angus preguntó impacientemente:
—¿Qué es lo que quiere de nosotros? ¿Está Tandor libre?
Moana abrió la boca asombrada, el repentino conocimiento
despertó su mente. El Jerarca la barrió con sus ojos y suspiró.
—Tandor está libre. Cumplo mis promesas. Has intentado y has
fallado, pero aun así has intentado. Ahora...
Hizo una pausa, las puntas de sus dedos estaban apretadas,
meditaba mirando a Angus.
—Hace muchos miles de eones, antes de que nuestra raza
existiera, todo Karr pertenecía a la Gran Raza. Vivió mucho tiempo en este
mundo antes de irse.
Angus hizo una mueca.
—Su sacerdote ha dicho eso. Quiere decir... El Jerarca habló
pacientemente, como si le estuviera enseñando a un niño.
—No ha muerto. Ha continuado, en otro plano de la existencia.
Todo debe progresar. Esa es una ley inmutable de la naturaleza. La Primera Raza
progresó, mucho más lejos de nuestro entendimiento, más allá de las leyes
naturales tales como las conocemos nosotros. Ellos existen hoy. . en algún
lugar fuera.
»Stasor, por ejemplo. —El Jerarca dirigió sus negros y ardientes
ojos hacia Moana—. Algunos piensan que es un dios. Es un miembro de la Gran
Raza.
Moana exclamó rudamente:
—¡Blasfemia! Dice blasfemias acerca de Stasor. El Jerarca se
encogió de hombros.
—Digo que vuestro Stasor es un hombre cuadridimensional, que no
está atado por nuestra tres dimensiones. El y sus semejantes se han ido a ese
otro mundo. Han dejado leyes tras ellos para que guíen a los que vengan detrás.
Han dejado los pozos. Eran una gran raza, los Mayores, y los pozos negros son
su más grande descubrimiento. Esas leyes que han dejado están contenidas en el
Libro del Nardo. ¡Quiero ese libro!
—¿Qué?
El Jerarca sonrió gentilmente.
—¿Con los secretos de los Mayores en las puntas de mis dedos
piensas que el Diktor nos puede mantener encerrados en la Ciudadela?
Una débil esperanza ardió en el pecho de Angus.
—¿Quiere decir que no estarán más enclaustrados? ¿Significa que
darán la ciencia al pueblo y les ayudarán?
—¡Bah! —respondió bruscamente el Jerarca—, ¿El pueblo? ¡Cerdos!
Se revuelcan en su miseria y la aman. —Sus quemantes ojos negros brillaron
fanáticamente—. No. Quiero decir que yo, y no el Diktor, ¡gobernaré a Karr!
«El también está loco —pensó Angus—. El y el Diktor, locos por
la ambición de poder. Si el Diktor muere y el Jerarca gobierna, no cambiará
nada. Incluso las estrellas se rebelarán contra eso».
II
La calle estaba oscura, excepto por la luz de la luna que
brillaba débilmente a través de los dentados techos y se reflejaba gris y
levemente en los redondeados bordes de los guijarros. Angus y un hombre
encapuchado hicieron una corta carga, corrieron hacia las sombras, y trotaron a
paso lento.
Por encima de ellos una señal crujía en herrumbrosas cadenas.
Angus miró hacia atrás al inmenso bulto de piedra de la Ciudadela en el lugar
en que se elevaba desde la roca sólida. Detrás de la Ciudadela las delgadas y
delicadas cúspides de los palacios descollaban sobre la limpia y fragantemente
perfumada Ciudad Más Elevada. Allí arriba, no había humedad. No había olor de
basura podrida. Los patricios no sabían lo que parecían los residuos cocidos en
un plato grasiento, o cómo olían las coles asadas o qué horrible mezcla vendían
los vinateros en el gran Centro Comercial.
Angus dijo:
—Aún no veo por qué el Jerarca se molesta en enviarme a mí a la
búsqueda del Libro. Tiene un montón de científicos que podrían hacer un trabajo
mucho mejor que yo para encontrarlo.
Los labios del hombre se movieron en la oscuridad de la capucha.
—¿Cómo piensas que el Diktor nos mantiene encerrados en la
Ciudadela, pelirrojo? Tiene el espectrograma de cada uno de nosotros en el
palacio, unido a los controles centrales. Cada tiempo determinado, hace que sus
capitanes comprueben nuestra ubicación. Cuando los impactos vibratorios nos
tocan reflejan en las pantallas nuestros espectros. Si alguno de nosotros está
fuera de lugar—más allá de los límites de la Ciudad de Karr, significa eso—
envía una patrulla para que nos encuentre y nos capture. Hemos perdido muchos
buenos hombres de esta forma antes de que nos resignáramos. Una vez que un
científico es capturado por el Diktor es destruido. Instantáneamente.
—¿No hay nadie más que os pueda ayudar? El científico mostró su
desdén con un movimiento de sus labios.
—¿Quién? ¿Alguien del pueblo? Han corrido tan rápido para
traicionarnos que ni siquiera un theto-galgo podría alcanzarles. Odian al
Diktor, pero creo que más nos odian a nosotros.
Detrás de ellos, la sombra de un hombre con una cicatriz en zigzag
en su cara se despegó desde debajo de una cornisa sobresaliente y,
silenciosamente, los siguió.
Angus y el científico atravesaron calles estrechas, bajaron
escalones de piedra y a través de un gran cuadrado. A un lado las rojas luces
de la taberna del Ciervo Manchado brillaban y los gritos y las risas
fanfarronas de los hombres se mezclaban con las penetrantes y excitadas risas
de las mujeres.
El científico miró a su alrededor nerviosamente, mojó sus labios
con la lengua.
—No me gusta esta sección. Está demasiado cercana a los muelles.
Hay otras ratas aparte de las de cuatro patas.
Un negruzco y romo instrumento en la mano de un hombre
semidesnudo golpeó por detrás la cabeza del encapuchado. Angus se adelantó, su
puño izquierdo apretado. Le dio al hombre grande en un lado de la boca y la
cabeza giró violentamente. Su mano derecha ya estaba en movimiento mientras que
la izquierda golpeaba. Alcanzó al hombre con su mano derecha y éste retrocedió
hacia la pared de ladrillos.
—Tranquilo, Angus —gruñó una voz a sus espaldas, con un dejo de
risa en ella.
Angus giró rápidamente, con los dientes al descubierto. Cuando
vio la calva cabeza del gigante que estaba enfrente de él se rió rudamente.
—¡Por los dioses, Tandor! ¡Entonces el Jerarca realmente ha
mantenido su palabra!
—Hemos oído que ha faltado sólo unas pulgadas para que mataras a
ese canalla que vive en el palacio. ¡Tsk! El Jerarca lo sintió; con suerte,
Stal Tay podría estar ya muerto. Sí, él me ha dejado ir. Tan pronto como se
enteró de que tú y la sacerdotisa estabais entrando en el pozo negro.
Angus se arrodilló y retiró la capucha del científico. Había una
hinchazón apelotonada en la parte de atrás de su cabeza. Angus dijo:
—Pensé que le habías roto el cráneo cuando le golpeaste. —Miró
al hombre que estaba recostado en la pared de ladrillo—. Lo lamento, amigo.
Creí que eras un salteador de caminos.
—Tandor me dijo que eras rápido. No me mentía. —El hombre hizo
una triste mueca, sintiendo la mandíbula.
Tandor le dio un empujón con el hombro a Angus, y cogió al
encapuchado. Guió el camino a través de las calles; los brazos y piernas del
hombre que había sido golpeado se balanceaban inertes. Tandor preguntó:
—¿Adonde te estaba llevando?
—A una nave-globo escondida. Se supone que debo encontrar el
Libro del Nardo. El Jerarca tiene a Moana como rehén.
Tandor silbó suavemente, con los ojos muy abiertos.
—Me cambió a mí por la chica. ¡Es un hombre listo el Alto
Sacerdote!
La risa llegó a ellos desde él interior mal iluminado de la
taberna, al mismo tiempo que el seco olor a vino y el tufo de la carne
sudorosa. Tandor le dio un golpe a la puerta de roble para abrirla y caminó a
lo largo de la pared con su carga. Una chica con un harapo a su alrededor
corrió hacia Angus, apretando ebriamente sus labios húmedos contra los de él.
Ella arrojó una copa de vino de madera, el rojo vino saltando por los bordes,
gritando :
—¡El Yunque! ¡Para Angus el Yunque, el único amigo que tenemos!
El rugido hizo eco en sus oídos mientras que Angus entraba en la
pequeña habitación que había a un lado. Tandor empujó una silla hacia Angus,
acercándose hacía un jarro de madera. Gruñó:
—¿Irás a la búsqueda del Libro?
Angus extendió las piernas y acercó una copa llena hacia él.
Miró fijamente hacia el negro líquido. Finalmente dijo;
—Sí, lo haré.
—¿Por qué?
—Porque yo he visto cómo viven en la Ciudad Más Elevada. He
visto la vida que llevan y he visto la vida de esa gente que está ahí fuera, en
la gran habitación.
Tandor hizo un extraño sonido con su garganta.
—No pensarás que apreciarán el que les cambies la vida, ¿verdad?
Angus miró pensativamente. Sonrió.
—Sé hacia dónde se dirige nuestra raza, ahora. Seremos como
Stasor, el hombre detrás del Velo, algún día. Cuanto más se quede el Diktor u
oíros como él en el poder, más tiempo tardaremos en acercarnos a esa meta.
Tandor hizo una mueca que le hacía parecer un
—A algunos hombres les gusta ser mártires. Es una debilidad del
cerebro. —Frunció el ceño, y golpeó con la palma de la mano la parte superior
de la mesa de madera—. Digo que es una locura. Deja que el Jerarca y el Diktor
se apuñalen el cuello el uno al otro. Volvamos a las sendas de las estrellas,
Angus. Fuera, donde el hombre pueda respirar y estirarse.
Angus movió la cabeza.
—Toma la nave tú. Sigue haciendo correrías, si quieres. Yo me
quedo. Quiero encontrar respuesta a una pregunta.
—¿Qué pregunta?
—¿Qué es la ciencia?
—Qué es... Estás loco. Yo lo sé. De todas las preguntas, es la
más estúpida. La ciencia es un arte concebido para mejorar el nivel de vida de
la clase patricia. Ahí está. ¿Eso te responde?
—Digo que la ciencia debe de ser algo que beneficie a todos.
¿Por qué tenemos antorchas mientras que la Jerarquía utiliza lámparas y paredes
incandescentes para la iluminación? ¿Por qué no tenemos hornos en lugar de
chimeneas o electronizadores en lugar de armas de percusión?
Tandor sonrió con afectación.
—Es más seguro.
Angus se levantó y caminó en la ahumada habitación de roble.
Bajo la luz rojiza su pecho y sus brazos enormemente musculosos parecían
recubiertos de rojo. Los mechones de rojo cabello en su cráneo redondo, de
mandíbula cuadrada, reforzaban la ilusión. Puso sus manos en las caderas y se
plantó frente a su lugarteniente.
—Me volví pirata cuando el último Diktor ejecutó a mi padre por
indulgencia con sus criados. El Diktor dijo que él estaba rompiendo la
disciplina gubernamental. Tomé a mí madre y huí al espacio. Encontré un lugar
seguro en Yassinan. He construido un imperio pirata con tu ayuda. Ofrecería
todo eso, toda la fortuna que hemos amasado en Yassinan, ¡para desmontar este
tinglado!
Tandor se dio una palmada y rascó su palma en lo liso de su
calva. Dijo secamente:
—Me haces volverme loco, Angus. No estás satisfecho con las
cosas. Siempre tienes que cambiarlas. ¿Es que la vida no está suficientemente
llena para ti ahora?
Angus le ignoró.
—Si pudiera conseguir el Libro del Nardo y liberar a Moana y
alejarla hacia la seguridad, quizá podamos tener una posibilidad. Si pudiéramos
desarrollar la ciencia en Yassinan lo podríamos hacer.
—¿Por qué preocuparnos por Moana?
—Porque ella se convirtió en mi compañera de súplica. Sabes lo
que eso significa para alguien como el Diktor. —Angus dio una palmada en su
ancho cinturón de cuero con decisión—. Lo haré. Iré en su nave-globo y trataré
de encontrar el Libro. Tandor, te quedarás aquí. Reclutarás hombres que peleen
por nosotros.
El hombre grande de la cabeza calva asintió sombríamente. Se
sirvió vino de la jarra de madera, y vació la copa que estaba llena hasta los
bordes de un largo trago. Se secó los labios en la palma de la mano y ésta se
la secó rascándose la cabeza.
—Te he oído. Pienso que estás loco, pero te escucho. ¿Qué vas a
hacer con eso?
Su pulgar apuntó al cuerpo desmayado del científico con la larga
ropa y la capucha. Angus se encogió de hombros.
—Volverá en sí. Cuando lo haga le contaré que he peleado con el
asaltante. Mientras tanto, averigua qué nave-globo pretende darme. ¿Puedes
hacer eso?
El hombre grande rugió:
—Tandor puede hacer cualquier cosa. Lo averiguaré sin moverme de
esta habitación. —Levantó la voz y vociferó. Cuando la puerta se abrió y una
cara se asomó, Tandor hizo una mueca—. Encuentra a Plisket, esa rata de los
muelles, y envíalo aquí.
Plisket entró cojeando, haciendo una mueca a Angus y agachando
la cabeza. Se abrieron mucho sus ojos cuando oyó lo que Tandor quería. Rió
entre dientes.
—La Jerarquía intriga como un montón de tontos. Todos fuera de
la Ciudadela les odian. Lo que sucede es que yo odio más al Diktor. Me dieron
oro para que les construyera una nave.
—¿La Espumadera? —preguntó Tandor—. ¿Esa maravilla de nave que
me estabas describiendo?
—Es una maravilla de nave. Incorpora el...
—No importan los detalles —reconvino Angus, apoyando las palmas
de sus manos en la mesa—. ¿Es ésa la nave que la Jerarquía quiere que use?
—Puede serlo. Es la única que está libre. Y, Angus, si vas a
utilizarla, recuerda que se puede sumergir. Y también tiene cuatro velocidades,
dos más que...
Tandor golpeó la mesa con sus manos, haciendo que las copas
bailotearan.
—Suficiente, suficiente. Plisket, tu lengua se mueve tanto como
la cola de un galgo. Angus, ¿estás listo?
Angus estiró su alto y musculoso cuerpo. Se levantó y dobló su
delgada estatura sobre la superficial respiración del científico y se lo colgó
a las espaldas al estilo de los bomberos. Caminó firmemente y sin interrupción,
mientras se dirigía hacia la puerta de roble.
El hombre con la cicatriz en zigzag en su mejilla se escondió en
la oscuridad que proyectaba una segunda planta sobresaliente, mientras que una
puerta crujía y se abría. Sus ojos brillaron observando a Angus emerger con el
cuerpo encapuchado sobre un hombro. El hombre escondido tocó una perilla
brillante que estaba unida a su muñeca, hizo girar la perilla y la llevó a su
boca.
Angus no le vio ni le oyó murmurar en el transmisor de voz. Se
elevó, acomodando el cuerpo sobre su hombro. Comenzó a trotar, con
enormes zancadas que parecían devorar el espacio. Fue al lugar en el cual el
matón de Tandor había golpeado a un científico. Llegó a unos diez pasos detrás
del sitio y se detuvo. Bajó al hombre a tierra y comenzó a zarandearlo.
—Despierte..., no le ha golpeado tan fuerte. Hombre, muévase...,
así está mejor... ¿Me ve? ¿Quién soy yo? Angus. Bien. ¿Está mejor? Muy bien...,
levántese... Le echaré una mano.
El científico se balanceó débilmente, trató de sonreír.
—Le dije que era un lugar para ratas. ¿Qué ha sucedido?
—Le he pegado. Le he llevado a usted un poco, pensando en que él
podría regresar. Hemos perdido algún tiempo.
—Lo lamento. Haré un informe para el Jerarca. Le agradará saber
que no huiste con él. Angus cortó fríamente:
—No dejaré a Moana en manos de ese demonio de Diktor. El Jerarca
sabe eso. El encapuchado asintió:
—Es igual, se lo diré. Me gustas, Angus. Si alguna vez puedo
ayudarte, recuérdame, Thordad.
—¿Está realmente bien? ¿Podrá continuar?
—Sí, puedo. De prisa. No te preocupes por mí. Me las arreglaré.
Vieron la esfera sobresaliente de la nave-globo en el instante
en que emergían de la calle flanqueada de achaparrados edificios enfrente del
agua. Era una esfera de dorado brillo, cabalgando suavemente sobre las olas del
mar, pese a su tamaño; ocasionalmente rozaba contra las suaves cuerdas que la
mantenían atada al muelle. A la luz de la luna brillaba majestuosa, e inspiraba
temor sobre las mojadas y redondeadas piedras del muelle. Su suave movimiento de
slip-slup sobre las olas la hacía parecer viva bajo la brisa cargada de sal que
llegaba desde el mar.
El científico se detuvo.
—Te dejo aquí. ¿Sabes cómo ir hasta las Tierras Llameantes?
Bien.
Thordad extendió su mano huesuda. Angus hizo una mueca y la cogió.
Le dijo sarcásticamente:
—Dígale al Jerarca que le vaya sacando el polvo a un estante de
su biblioteca. Lo llenaré con el Libro del Nardo.
Thordad se sonrió, se giró y se internó en la oscuridad de una
callejuela. Angus quedó allí, los ojos brillándole ante el armatoste de la
nave. Oyó el viento silbando en los techos y en las esquinas de las calles.
Teniendo los ojos y los oídos ya ocupados no pudo oír el grito sofocado de
Thordad cuando una mano se le cerraba en la garganta, ni tampoco pudo ver la
daga chorreando carmesí en la mano del hombre con la cicatriz en forma de
zigzag, elevándose para caer una y otra vez en el cuerpo de Thordad.
Angus atravesó la pasarela y avanzó hacia la puerta curvada.
Presionó un botón y la puerta se deslizó en su lugar. Las luces se
desparramaron hasta la completa iluminación, revelando temblorosos brillos
metálicos y abrazaderas en cruz, un resplandeciente suelo rojizo y largos
bancos de paneles de control. Tubos brillantes, calentándose lentamente,
inundaban la gigantesca habitación con un suave color azulado.
Angus estudió los medidores. Bajó una palanca que tenía el mango
rojo. A lo lejos, debajo, los motores recubiertos de plástico vibraron,
ronroneando, mostrando su poder. Lentamente, el gran casco de la nave-globo
comenzó a moverse, circundando la bola interior. El fino margen de
aire-espacio, cargado con magnetos regulados electrónicamente, hizo un suave y
ronroneante sonido cuando la bola exterior comenzó a rotar cada vez con mayor
rapidez. La bola interior, un gigantesco giroscopio suspendido en un campo
magnético, se mantenía firme mientras que el globo exterior giraba rápidamente.
La nave-globo parecía una gran bola que una mano gigante
estuviera impeliendo a través del agua. A medida que aumentaba la velocidad, el
agua iba siendo lanzada con mayor rapidez hacia los costados, abriendo camino a
la nave. Su forma, diseñada para que tuviera la mínima fricción con el agua,
danzaba a lo largo de las olas con terrorífica velocidad. Angus observaba la
gran cantidad de oscilante e inquieta agua que habla delante de él, vio pasar
grandes olas encrespadas y largas, observó el ir y venir de inmensos oleajes,
hendidos por el casco globular. Se dedicó al mapa de luz y estudió su progreso,
haciendo cambios en la aguja indicadora de la dirección.
Se dirigió hacia afuera a través del difícil Mar Car Carolan,
hacia las Tierras Llameantes, las cuales ningún hombre vivo había visitado con
anterioridad.
El Diktor se giró, dejando la contemplación de las espesas
bandas de luz brillando a través de la adornada pantalla de espectrogramas. Un
joven asistente con chaqueta dorada y calzones tocó un botón cuando se le
ordenó y la pantalla se oscureció.
Las colgaduras sobre el arqueado vano de la puerta al final de
la habitación se levantaron cuando entró un oficial, juntó los talones e hizo
una reverencia. Su voz era áspera:
—Teoman ha regresado, Eminencia. Trae noticias del pirata.
El Diktor se acercó a grandes zancadas, barriendo hacia atrás su
capa con un brazo corto pero extremadamente musculoso. Hizo un gesto perentorio
y las ondulantes cortinas se levantaron. Un hombre con una cicatriz en forma de
zigzag en su mejilla, meneando su cabeza hacia abajo y hacia arriba,
entró con timidez en la habitación.
—El pirata se ha ido en una nave-globo a través del Mar Car
Carolan, Altísimo Señor. Un científico de la Clase Dragón le estaba asistiendo.
Apuñalé al científico, pero no pude alcanzar a Angus a tiempo.
El Diktor se mordió el labio.
—¿Moana?
El espía movió su cabeza casi calva.
—Ningún signo de ella, Eminencia. Ella no estaba con él.
El Diktor le arrojó una bolsa de monedas a Teoman e hizo un
gesto de despedida. Dio bruscamente una orden y comenzó a recorrer la
habitación a grandes zancadas, mientras el oficial se apresuraba a salir a
cumplirla.
El oficial regresó con dos asistentes vestidos de rojo, quienes
llevaban sobre ruedas una máquina achaparrada, las lámparas y los engranajes
dentro de una caja transparente. En lo alto del resplandeciente tope de metal
de la máquina había un micro.
El Diktor se dobló y puso sus labios sobre el micro. Dijo
irritadamente:
—Asunto: el Mar Car Carolan y el territorio anexo. Pregunta:
¿Qué hay, si es que hay algo, de valor científico, que se, pueda encontrar en
esa zona?
Hubo un leve zumbido de los engranajes y de los pistones. Una
suave y gentil voz respondió:
—Por el oeste bordean al Mar Car Carolan las Tierras Llameantes
y el Desierto de las Muertas Piedras Blancas. En el este está el continente de
Karr Mayor. En el sur las masas de hielo, que son estériles. Al norte las
regiones polares. Más allá de las Tierras Llameantes hay un mar interior
alimentado por debajo por las aguas del Mar Car Carolan. Más allá de ese mar
está el desierto. Es una tierra deshabitada. No hay nada de interés científico
en esa región, exceptuando la zona volcánica de las Tierras Llameantes.
La máquina dio un golpecito seco y calló. El Diktor suspiró.
Tendría que ir a ver al dios Stasor. No deseaba hacer eso porque tenía el
sentimiento de que los miembros de la Gran Raza no le aprobaban ni a él ni sus
métodos.
Incluso muy lejos en el mar, Angus sintió el calor que venía
hacia él en agitadas olas. Neblinas, formadas por el agua calentada hasta el
punto de ebullición, se elevaban como blancos palios para ocultar a sus ojos
las Tierras Llameantes. Pero aquí y allá, a través de las fisuras hechas por la
brisa,, podía ver inmensas lenguas de fuego, rojas y hoscas, levantándose desde
la tierra.
Angus condujo la nave-globo hacia la blanca neblina. Burbujas
gigantescas se rompían bajo ella, arrojando vaho y vapor sobre la nave. Dentro
del globo el calor era feroz.
Angus estaba pegajoso, con el sudor que le corría por el rostro
y el cuerpo. Estaba minando sus energías. Cuando los controles comenzaron a
nublarse en sus ojos, supo que ya había tenido suficiente. Sus dedos tocaron la
caliente palanca de control y tiró de ella hacia delante.
Navegó a varios kilómetros de la neblina y se detuvo, galopando
sobre el oleaje del mar. Murmuró:
—Estoy acabado. Terminado. No puedo pasar por arriba y no puedo
pasar por debajo... ¿o puedo? ¿No dijo Plisket algo acerca de esto? ¡Espera...,
espera..., seguro! Dijo que esta cosa se podía sumergir.
Angus se levantó y cruzó la habitación. Había un pequeño estante
en la pared de metal con información. Hizo correr sus ojos sobre los títulos,
se elevó y alcanzó un libro de geofisiología.
Se dobló consultando las páginas que hablaban de la oceanografía
subterránea. Su dedo señaló un párrafo: «Desde el Mar Car Carolan un río
subterráneo alimenta el mar interior que hay entre las Tierras Llameantes y el
Desierto de las Muertas Piedras Blancas.»
Le llevó un largo tiempo, buscando a ciegas en el agua caliente
que había a su alrededor. Fue hacía las profundidades rodando sobre el dentado
fondo del mar. Los generadores de oxígeno estaban trabajando cuando encontró el
gran y oscuro orificio destacando delante, bajo sus luces de mar.
Fue un duro trabajo el de maniobrar el globo a través del túnel
submarino. Todo a su alrededor estaba lleno de las mudas estampidas de los
fuegos volcánicos, enviando hacia arriba chorros de lava fundida, llamas y
cenizas. Agua arremolinada, negra y espesa pasaba sobre el redondeado casco.
Cuando el agua se aligeró, supo que estaba fuera del túnel.
Angus envió el globo hacia arriba a toda velocidad. Irrumpió a través del agua
hacia el aire limpio. Las Tierras Llameantes quedaban detrás. Delante, a través
de la azulada extensión del mar interior, se extendía una vasta zona de arena y
rocas.
Angus ancló la nave-globo. Se arrojó sobre la borda y se
zambulló hacia la blanquísima arena. El sol estaba tibio arriba y la arena
caliente frenaba sus botas. Angus puso una cantimplora en su hombro y ató un
paquete de pastillas de comida en su cintura.
Caminó durante dos días y una noche, antes de encontrar un
camino semiescondido que formaba un arco sobre el desierto. El camino terminaba
cuatro días después, en las tierras yermas. El agua se le había acabado y el
bolsillo de piel que contenía sus pastillas de comida estaba vacío.
«No puedo regresar—pensó—, He estado caminando una semana entera
desde que dejé el mar interior.»
Angus se giró y tropezó. El sol golpeaba en sus hombros
desnudos, en lo que quedaba de su vestimenta destrozada. Con cada soplo de
arena sus pies se levantaban, y algo huía de su espíritu.
Vio una roca marrón, con su dentado extremo sobresaliendo de la
arena. Corrió torpemente hacia ella, esperando que desde su extremo pudiera ver
las cúspides de una distante y nebulosa ciudad. Pero sólo había más arena y más
movedizas y curvas dunas, y el desganado tinte azul del horizonte.
Se quedó en el desnudo dedo de roca y juró. Invocó los dioses
antiguos: la fecunda Ashtal, diosa del amor y del sexo; Grom, que peleaba con
los soldados; Jethad, que amaba la sabiduría. Les llamó para que le prestaran
atención y los maldijo, hacia arriba y hacia abajo, hacia delante y hacia
atrás.
En su furia, cogió la cantimplora vacía y la arrojó con fuerza.
Ahogándose, se detuvo a mitad de una maldición.
¡La cantimplora había desaparecido en medio del aire!
El Jerarca cerró los puños de sus manos como garras. El
encapuchado, que estaba arrodillado ante su labrada silla, tembló. El Jerarca
murmuró:
—¿Estás seguro?
—Hemos seguido su espectrograma en la pantalla, Excelencia. ¡Lo
hemos seguido hasta que ha desaparecido!
Las negras esferas en el delgado y blanco rostro del jefe de los
científicos brillaron con fanático ardor. A través de, sus finos labios,
profirió con voz ronca:
—Me ha engañado. Ha tenido a sus piratas esperando para que le
recogieran una vez que estuviese seguro, lejos de mí.
—Ha penetrado a través de las Tierras Llameantes —dijo con voz
trémula el encapuchado—. Le hemos visto hacer eso. ¿Pasaría a través de todos
esos problemas para que le recogieran en el desierto? Podría haber escapado
desde el Mar Car Carolan.
—Es una evidencia de su ingenio. Quería estar seguro de estar
completamente alejado del poder del Diktor.
—¿El Diktor?
—¡Tonto! Iré al Diktor y le daré a Moana para que pruebe sus
torturas. Le diré que Angus planeó con Moana su asesinato. ¡Ah! Los
torturadores trabajarán sobre ella durante largo tiempo; creo. Cuando Angus
oiga eso...
El Jerarca meditó. Sonrió.
—Incluso podré hacer de eso una trampa para él. Cuando él
regrese, habiendo oído lo que le ha sucedido a Moana, le estaré esperando.
Angus se deslizó, bajándose de la roca con e! corazón en la
boca. «La cantimplora ha desaparecido en el aire —pensó—. ¡Se elevó y cuando
bajaba, desapareció!»
Había algo enfrente de él. Quizá fuera un campo de fuerza
escondido en las movedizas y arremolinadas nieblas que se elevaban de las
desérticas tierras.
Sí pudiera encontrar la cantimplora y descubrir qué era lo que
le permitía volverse invisible...
Angus estaba débil. Sus rodillas le fallaron cuando intentó dar
otro paso. Intentó reunir la fuerza de los músculos y los nervios de su gran y
descarnado cuerpo. Dio un paso hacia delante, luego otro.
Al tercero, cayó. Extendió sus manos.
Sus manos partieron las grises neblinas que había enfrente de
él, pero no evitaron su caída. Sus desnudas piernas se golpearon contra
redondas piedras y entonces sus palmas se alargaron y tocaron el gastado
pavimento de una calle de ciudad.
—¡Dioses! —murmuró el pirata, levantando su cabeza, sus azules
ojos brillando como carbones en su bronceado rostro.
La gris neblina se movió, debilitándose. A través de sus
jirones, al igual que la carne de una mujer desnuda se revela detrás de velos
de humo, brillaron extrañamente redondeadas y suavísimas paredes labradas de
amaranto y ocre, rojo y junquillo amarillo. Aquí y allá una cúpula de perlado
champaña se mantenía inclinada con un toque de bermellón. Las casas en el borde
de la ciudad eran bajas, pareciendo que se volvían cada vez más altas hacia el
centro, en donde un alto y esbelto edificio elevaba su cúspide.
Angus respiró profundamente, haciendo correr sus manos a lo
largo de los rígidos músculos de sus muslos. Se giró y miró fijamente detrás de
él, en donde se suponía que debían estar las calientes arenas. Vio sólo
neblina, movediza y temblorosa.
Angus bajó por la calle, pasó por edificios en los que las
ventanas estaban vacías, a través de desiertas intersecciones; sus pisadas
sonaban fuertemente en la quietud de la ciudad muerta.
Caminó hasta que la entrada de la torre central estuvo frente a
él. Adornada con heráldicas divisas —Angus reconoció a Stallion, el de los ojos
llameantes, de la olvidada Shallar, y el rampante Dragón de Domeer— la inmensa
puerta era una masa brillante de esmeraldas incrustadas en los labrados, tan
delicados que parecían haber sido hechos sobre papel.
Las puertas se abrieron ante un toque, revelando cuadrados de
metal rojo y amarillo extendiéndose hacía delante, debajo de una brillante
cúpula de reluciente jade. En el centro del vestíbulo había un bajo reborde de
metal, cerca de una burbuja de una iridiscencia verde grisácea. Se acercó al
reborde, se dobló sobre él y miró hacia abajo.
—¡Uno de los pozos negros! —murmuró Angus.
A través de la luminiscente burbuja sólo podía ver la negrura,
un chorro de la nada que parecía vivo.
Un paso sonó en el enlosado metálico, detrás de él.
Angus se giró.
Un hombre estaba allí, recostado en una torcida pértiga,
sonriendo gentilmente. Estaba vestido con una floja prenda de lana, blanca como
la nieve que cae. Sus brazos y piernas estaban desnudos y bronceados. Su
rostro, aunque arrugado y marcado, parecía casi juvenil.
—He esperado muchos años —dijo él suavemente— y nadie había
venido nunca. Ahora, al fin, hay alguien que ha encontrado la ciudad. ¡Bien
venido! ¡Te doy la bienvenida a la Torre de los Ancianos!
—¡Stasor! —gritó Angus, reconociéndolo súbitamente.
—El Stasor que tú conoces, sí. Uno de mi raza es escogido para
que pase cien años como Guardián de la Ciudad, para que espere a cualquiera que
venga a buscar sus tesoros. Tú eres el primero que lo ha encontrado.
Angus dijo:
—Una vida de soledad. ¿Valemos tanto? El anciano, rió.
—Nosotros no morimos, al menos no como vuestra raza conoce la
muerte. Es uno de nuestros logros. Como la negrura en la que me viste por vez
primera.
—¿La negrura? —Angus se giró, mirando el reborde de metal que
rodeaba el surtidor del pozo negro—. ¿Qué es? Debe de haberlos en todo el
planeta. Nadie sabe lo que son.
—Es el más grande producto de nuestra raza. Hace muchos eones,
un científico descubrió que un átomo puede ser dividido para crear una
devoradora energía. Durante años, los más grandes científicos de los Mayores
estudiaron el hecho. Eventualmente construyeron máquinas que podían albergar
tan increíble poder. Finalmente, después de muchos siglos, desarrollaron los
pozos.
»Los pozos no son más que la radiación atómica, energía pura,
embotellada en vastas cámaras revestidas de stalabasil. Lista para usar
en todo momento.
»En los primeros días, los hombres morían de tal radiactividad.
A medida que el tiempo pasó y que manipulamos más y más, nuestros cuerpos
evolucionaron, de tal forma que las dolorosas quemaduras que causaban la muerte
se convirtieron en meros picores a lo largo de la terminación de los nervios.
Vuestra propia raza, que evolucionó en Karr después de que los Mayores se
fueran, también es inmune a ella.
—Reservas de energía —murmuró Angus, rascando la mano en el
muslo—. Si se pudiera captar esa energía y llevarla a canales de producción...
Sus azules ojos se agrandaron mientras que la respiración se le
cortaba en la garganta. Stasor sonrió; su vieja cabeza asentía.
—Eso es lo que usamos los Mayores. Cargábamos nuestras máquinas
con ella. No necesitábamos combustible, no había que recargar depósitos ni
tanques. Siempre estaba allí, lista para usar.
—¿Lo menciona el Libro del Nardo? El anciano asintió,
—Todos nuestros secretos están contenidos en el Libro del Nardo.
¿Quieres verlo?
Subieron por unos escalones en forma de espira! y hacia una
habitación en la cual pesadas colgaduras de oro brillaban espléndidas. En un
soporte de madera yacía un libro cerrado; sus tapas eran de oro sólido, sus
hojas de pergamino eran de un pálido rosa.
—Ábrela —dijo el Guardián.
Angus se dobló y levantó la tapa. Dio una ojeada a la arcaica
escritura grabada al aguafuerte en el grueso pergamino.
«Cada hombre tiene en sí mismo la semilla de su propia
inmortalidad. Debe progresar o morir. Y la raza es como el hombre. ¿Quién puede
decir qué camino tomará el progreso? Un hombre no puede saber su propio futuro.
Tampoco lo puede saber la raza. Este es el Libro del Nardo, primero de la Raza
Mayor. Como estímulo para todos los pueblos que vengan después de nosotros,
dejamos esta corta transcripción de nuestro pasado.»
Angus levantó los ojos. Miró fijamente al Guardián, quien
asintió. Rápidamente, el pirata tocó e! pergamino, pasando las páginas. Sus
agudos ojos azules examinaron detenidamente los grabados mientras leía la
historia de aquellos que se habían ido. Examinó fórmulas matemáticas y
astronómicas, ecuaciones químicas, gráficos biológicos.
Susurró:
—¡La historia entera de la raza, contada en los avances de sus
científicos!
—Es todo lo que vive.
—No lo entiendo, por supuesto. Cojo un pensamiento, aquí y allá.
Pero la ecuación entera...
—¿No la entiendes?
—No.
El anciano sonrió. Dijo repentinamente;
—¿Te gustaría ver algunos de estos logros en acción? ¿Te
gustaría ver los mundos en un espacio tridimensional, las islas del universo,
las galaxias, las estrellas y los planetas?
Angus dijo:
—He estado entre los Seis Mundos. He visto otros sistemas a
través de telescopios.
El anciano se rió. Era un tipo de risa espontáneo y feliz.
—No me refería a verlos de esa manera. Ven, déjame que te
muestre lo que mi raza es capaz de hacer—, Angus le vio sonreír extrañamente,
las comisuras de sus labios bajándose, como si compartiera una extraña broma
consigo mismo.
No usaron la escalera esta vez. Entraron en una habitación
desnuda en la cual las paredes, el techo y el suelo eran de acero
resplandeciente. El anciano tocó un botón en la puerta.
La habitación en la que estaba el Libro desapareció.
En su lugar había una cámara redonda con una cúpula transparente
que revelaba las estrellas titilando incontables kilómetros más arriba. En el
medio de la habitación, que de otra forma hubiese estado sin muebles, había un
bajo y liso estrado con sillas remachadas mediante sus curvadas patas de metal
dentro del estrado. Un panel de controles estaba nivelado en el suelo de la
plataforma.
El anciano le guió hasta el estrado. Se sonrió, doblándose sobre
el panel de controles.
—Este es el tipo de observatorio que tu raza tendrá algún día.
No tendrán que depender de pulidos espejos y luz y gruesas lentes. Básicamente
el principio de esto es el mismo que el de la habitación teleportadora que
hemos usado para llegar hasta aquí. Lo que hacemos es usar los factores
espacio y tiempo coordinados. Es igual que pilotar una nave en un océano sin
cartas marítimas. Si se sabe dónde está la Estrella Polar se puede ir a donde
se quiera. Se giró y se acercó a una silla.
—Ahora estamos listos. Quédate tranquilo, no importa lo que
veas, o lo que piensas que ves. Sólo relájate.
La reflejada luz de la habitación estaba menguando. La negrura
cayó a través de la cúpula transparente y los rodeó. Era similar al
Observatorio de Estrellas que Angus había visitado en Mawk... o lo era, hasta
que Angus vio estrellas a su lado y por debajo de él.
Una nebulosa que estaba a incontables años luz de lejanía se
acercó rápidamente hacia ellos. Era una rueda tejida de plata en la lejanía,
pero se rompió en grandes manchas de negro espacio para disolverse en otro
sistema estelar sin forma o nebulosidad notable.
Se precipitaron sobre un planeta rojizo y se dejaron caer en su
atmósfera. Estudiaron grandes edificios de piedra y metal que se elevaban a
gran altura entre las nubes. Pequeños artefactos voladores y grandes cargueros
volantes poblaban los cielos. El anciano dijo:
—Este pueblo sabe usar la ciencia sabiamente. Han construido una
civilización que le da a cada hombre todo lo que necesita.
Dejaron el planeta rojo, barrieron años luz a través de pesadas
neblinas hacia un globo verdoso que giraba majestuosamente en la luz de su sol
distante. Debajo de ellos, exuberantes y tropicales junglas levantaban frondas
y ramas hacia las humeantes nieblas. En algún lugar de esa masa compacta de
vegetación un animal gritaba en agonía. A través de una hendidura en los
árboles, Angus vio a un hombre desnudo achaparrado y peludo, con una lanza con
punta de piedra en la mano, huyendo de la saltarina furia de un tigre gigante.
Él gran gato acababa de dar su último brinco, hundiendo sus garras en la
temblorosa carne del hombre, cuando la niebla los separó y escondió.
—Un mundo joven —dijo Stasor, suavemente—, con toda la vida por
delante para encontrar su propio destino.
Salieron otra vez al espacio y encontraron un planeta en el que
gobernaban insectos gigantes, en donde una torpe criatura bajo la forma de un
hombre, pero desprovisto de mente, era usado para las tareas pesadas. Otro
planeta mostraba lagartos morando en mansiones extrañamente labradas. Un
tercero mostraba seres inteligentes que parecían rojizas medusas colgando en
medio del aire mediante algún tipo de suspensión mental.
—Todo esto —explicó Stasor con un movimiento de su mano— son
sólo rarezas. La vida a través de todo el universo, a lo largo de sus
incontables años-luz, sigue un modelo como el nuestro. Criaturas que nosotros
llamamos hombres, con dos brazos, dos piernas, dos ojos, una nariz y una boca,
respirando a través de pulmones, han sido las razas dominantes a causa de
circunstancias como la gravedad y la atmósfera, sobre las cuales ellos mismos
no tienen control. Un ejemplo más, y terminamos...
Volaron a través de galaxias estelares, a través del
desparramado universo en el cual las estrellas binarias y enanas y las gigantes
roías alternaban contra el negro vacío como una cortina adornada con
lentejuelas. Pasaron por el Grupo Magallánico y por la Nebulosa de Andrómeda.
Se precipitaban a tanta velocidad que las estrellas se nublaban un poco, incluso
a las increíbles distancias espaciales, hacia otra galaxia.
Stasor encontró una pequeña estrella. Estaba rodeada por nueve
planetas. Escogió el tercero a partir de la estrella, y llevó su plataforma de
observación a través de la ionosfera.
Angus se inclinó hacia delante. Le gustaba este mundo. Le
recordaba vagamente a Karr, con sus verdes pastos y sus oscilantes océanos.
—Sus habitantes lo llaman Tierra. Un pacífico lugar. Mira hacia
allí, podrás ver la ciudad más claramente ahora.
Tenía graciosas espirales y redondas y acogedoras moradas. Naves
gigantes descansaban al lado de los blancos y relucientes muelles. La gente
caminaba de un lado a otro vestida con ropajes claros y ligeros. Había un aire
de radiante contento.
Stasor dijo:
—Esta es la edad de oro de esta gente. Durará durante largo
tiempo. Pronto colonizarán otros planetas cercanos. Al final, dentro de algunos
millones de años, esta gente gobernará casi todos los universos conocidos. Y
aun así su ciencia, comparada con la nuestra, es un juego de niños.
Angus sintió un toque de celos.
—¿Por qué deberán ellos gobernar los mundos? Nosotros, la gente
de Karr...
—Espera. Quiero mostrarte este mundo hace trescientos años.
Tocó una palanca. El mundo que había debajo de ellos se alejó,
disparado hacia atrás en el espacio. Angus gritó maravillado.
—Se está alejando de nosotros.
—Estoy yendo hacía atrás en el tiempo. Recuerda, éste es un
universo expansivo. Ha recorrido un largo camino en los pasados trescientos
años, yendo hacia la estrella fija Vega. Tenemos que seguirlo.
Esta vez, no había mundo encantador. Sólo había tierra
ennegrecida, achicharrada y chamuscada. Grandes montículos de acero se elevaban
desde la tierra, como las costillas ennegrecidas de algún gigante caído en un
pantano de estiércol. Desde el oeste venían siete finas y delgadas formas, a
gran velocidad por el aire. Desde el ennegrecido suelo venían formas más
pequeñas y más finas para interceptarlas. Las más pequeñas eran como avispas en
su lanzamiento y velocidad. Las formas no tenían ninguna posibilidad. Cayeron
en masas de rojas llamas, velozmente.
Stasor anunció:
—Esta es su última Guerra. Durará aún diez años más. Las siete
formas que has visto eran bombarderos cargados hasta en las alas de bombas
atómicas. Las naves más pequeñas eran cazas, su armamento estaba compuesto de
armas de fisión, una invención de un científico americano.
—¡Diez años más! —se asustó Angus—. Sólo tienen tierra
ennegrecida en la que vivir.
—Viven bajo tierra —explicó Stasor» Angus musitó:
—Hay una diferencia tan aguda entre este mundo j lo que
será dentro de trescientos años a partir de ahora.
—El americano que Inventó el arma de fisión —explicó Stasor—
guiará a su mundo al pináculo. El organizará los restos de lo que quede de la
civilización después de la Ultima Guerra, impulsará los casamientos
interraciales y nacimientos. El resultado biológico de eso será, naturalmente,
una nueva y diferente raza en el curso de los años. Será ésa la raza que irá
desde la Tierra hacia las estrellas.
Angus observó a Stasor pensativamente.
—Está pensando que lo que el americano ha hecho con su gente lo
podría hacer yo con la mía.
El anciano se encogió de hombros. Se acercó y giró los diales.
Murmuró:
—Karr tiene entablada una lucha tan mortal como la que has
visto, excepto que los enemigos con los que pelea son el estancamiento y la
degeneración.
—Si pudiera lograr que el Diktor le diera al pueblo la ciencia
de la Jerarquía... —musitó Angus.
—Donde hay esperanza hay nueva vida —sonrió Stasor gentilmente—.
Sin ciencia que beneficie sus vidas el pueblo de Karr no tiene ninguna
esperanza.
Angus se desató amargamente:
¾El
Diktor es demasiado poderoso. No hay ninguna manera de derrocarle.
¾Te
enseñaré una forma ¾murmuró
el anciano.
Stal Tay mantenía a la corte delante de su trono de rubí. Estaba
sentado con la mano derecha en su rodilla, doblado hacia delante, los finos
labios curvados en una sonrisa. Delante de él estaba el Jerarca, rígido de
rabia; sus negros ojos ardían bajo la sombra de su blanca capucha. A la
izquierda del Jerarca una casi desnuda Moana estaba encogida en el frío suelo
de piedra; en sus muñecas y en los tobillos tenía grilletes, su blanca carne
brillaba a través de los rotos ropajes. Stal Tay se mofó:
—Ha venido demasiado tarde, Jerarca, Sé adonde fue Angus el
Rojo, a lo que fue, y quién le ha enviado.
—Fue hecho por vuestros intereses —profirió con voz ronca el
científico—. La he traído a ella para que le pueda decir la verdad.
Stal Tay lanzó una breve mirada sobre la llorosa Moana.
—Tantas cosas extrañas son hechas en mi nombre hoy en día. En
eso, estoy casi inclinado a creeros; pero lo que realmente me interesa es saber
si Angus encontró...
El Diktor cortó su discurso abruptamente. Se levantó casi la
mitad de su trono, los dedos fuertemente agarrados a los enjoyados brazos del
trono. El Jerarca se giró rápidamente. Incluso Moana giró su cabeza para mirar;
los sollozos aún sacudían su cuerpo.
Un brillo amarillo se estaba formando en medio del aire, un
palmo más arriba de las losas de la Cámara de Audiencias. El amarillo
resplandeció, centelleó y desapareció. En el lugar en el que estaba el color
había ahora una negra plataforma con tres sillas, cuyas patas curvadas estaban
remachadas al piso de la plataforma, un hombre se giró desde el panel de
control que se elevaba entre las sillas, un hombre de cabellos rojos y cuerpo
bronceado. El hombre les miró y se rió,
—Angus —gimió
Moana.
—Captúrenlo —se enfureció Stal Tay.
Angus se dobló, levantó algo y lo mantuvo en alto. Brillaba a la
luz que se filtraba a través de las arqueadas ventanas de la Cámara de
Audiencias. Angus dijo:
—Este es el Libro del Nardo. He venido a comerciarlo contigo,
Stal Tay.
El Diktor se volvió a sentar en su trono, haciendo un gesto a
sus guardias de que se mantuvieran al margen. Dijo:
—¿Qué quieres a cambio del Libro?
—A Moana.
—Moana —repitió el Diktor sorprendido—. ¿Es eso todo? Cógela..,
pero espera. ¿Cómo sé que no es un truco? ¿Cómo sé que me darás el Libro?
Angus dio un paso de la plataforma hacia el suelo de la
habitación. Puso el Libro con sus tapas de oro en el suelo.
—He ido a la Ciudad de los Ancianos. Me encontré con Stasor y
tomé el Libro del Nardo de él. He venido a traéroslo. Veo que he llegado justo
a tiempo de salvar a Moana.
Stal Tay se levantó.
—Esa cosa que conduces. ¿Qué es? Dime su secreto y te perdonaré.
Angus se rió en su cara.
—Stasor lo llama un teleportador. Cambia de posición en el
espacio, junta sectores del espacio en un instante. En él, un hombre puede
moverse desde aquí hasta cualquier lugar de Karr. Stasor sabe muchas cosas,
Stal Tay. ¡Una de las cuales es cómo hacerte salir de ese trono!
El rostro del Diktor se puso violeta. Comenzó a hablar, pero sus
ojos se detuvieron en las cubiertas de oro del Libro del Nardo y pudo controlar
su furia.
—¡Llévatela —dijo—, antes de que piense que el Libro del Nardo
no vale lo que tus insultos!
Con los hierros de sus grilletes sonando, la chica se puso al
lado de Angus y dejó que él la levantara hacia la plataforma. Entonces, Angus
se giró y estudió al Diktor a través de sus estrechos párpados.
—Te estoy dando el Libro ahora, Stal Tay. Pero es justo que te
advierta: ¡Regresaré por él!
Se subió a la plataforma, giró un botón en el panel de control.
La plataforma desapareció y la dorada burbuja reapareció, y luego también
desapareció.
Moana sollozaba mientras la plataforma volaba a través de
movedizas nieblas blancas. Angus se arrodilló a su lado y usó su desintegrador
en las cadenas de sus grilletes. Ella dijo:
—El Diktor enviará hombres para que te capturen. Nunca te dejará
huir con esto. Sólo has ganado una victoria temporal.
Angus se rió entre dientes.
—Estará demasiado ocupado con el Jerarca y el Libro del Nardo
como para perseguirme en seguida. —Dejó caer los restos de las cadenas en el
suelo de la plataforma—. Ninguno de los científicos de la Ciudadela entenderá
las ciencias que contiene el Libro. Le dirán eso a Stal Tay, que no les creerá.
Entonces habrá una pequeña guerra entre el Diktor y ¡a Jerarquía. Una vez que
haya una brecha entre ellos, entraremos nosotros.
La plataforma se asentó sobre algo sólido. Los velos dorados se
disiparon como a causa de un viento, para dejar al descubierto los brillos
ennegrecidos por el humo de una habitación de taberna. Tandor estaba allí, una
jarra de madera en una mano, extendiéndose hacia delante desde un lado de la
mesa, con la otra mano tenía fuertemente asido el borde de la mesa, mirándoles
fijamente a ambos.
Angus ayudó a bajar a Moana. Tandor se bebió de un trago el
jarro y lo arrojó sobre la mesa. Demandó :
—¿Y bien? ¿Os habéis dado la gran panzada? ¿Listos para las
sendas de las estrellas?
—Aún no, Tandor.
Tandor gruñó y se rascó la calva cabeza con la palma de su mano.
Rezongó:
—Aún serás un mártir. Ya verás. Angus el Rojo, ¡que murió para
salvar nada!
El pirata le hizo una mueca, apoyando las palmas de sus manos
abiertas sobra la mesa.
—Si gano, sabes lo que pasará, ¿no es así? Tú y yo tendremos que
gobernar en Karr. Serás mi mayordomo. Usarás finas ropas y tomarás decisiones y
escucharás a la gente quejarse.
Tandor aulló, saltando tan rápidamente que su silla salió
rodando. Golpeó la mesa con sus roanos.
—¡Yo, no! —vociferó—. No quiero una oficina ni gentes que se
estén quejando para arruinarme la vida. Yo...
Angus movió una mano y la aplastó sobre el pecho de Tandor y la
mantuvo allí. El gigante calvo se mordió los labios. Y se volvió tan silencioso
como una almeja y tan quieto como ella.
La puerta se estaba abriendo.
Algo que parecía un hombre, que estaba sumergido en blancos
vendajes desde la punta de los dedos hasta la cabeza, con dos pequeñas ranuras
para los ojos y un agujero por boca, estaba entrando en la habitación. La mano
de Tandor desapareció y se elevó provista de un desintegrador.
—Angus —susurró la aparición—, ¡Angus el Rojo! Necesito ayuda.
El pirata cruzó la habitación, cogiendo en sus brazos a la
vendada criatura, bajándola hasta el lecho. Murmuró:
—Esta es la segunda vez que estás en este lecho, Thordad. ¿Qué
te ha sucedido?
—Cuando te dejé en el muelle con la nave-globo, uno de los
espías de Stal Tay me apuñaló y me dejó por muerto. El Jerarca envió hombres
por mí. Me curaron y me estaban llevando a la Ciudadela cuando el Diktor nos
encontró. Me envió a sus cámaras de tortura.
El hombre tembló debajo de sus vendajes. Los ojos, a través de
las ranuras, estaban enormemente abiertos con horror, ante el recuerdo de los
dolores.
—El Diktor quería saber qué era lo que buscaba e! Jerarca. Yo no
debía decírselo. Antes de eso, el Diktor me confrontó con el Jerarca, quien se
deshizo de mí. ¡Le dijo a Stal Tay que hiciera de mí lo que quisiera!
El rabioso odio se sintió en la voz de Thordad. Envió un frío
mensaje a lo largo de la columna vertebral de Angus. El pirata se acercó más a
la boca vendada.
—El Diktor dejó durante tres días a sus bestias sobre mí. Fue
horrible. Pero salí. Creo que me volví loco de dolor. Pude llegar hasta la casa
de mí primo, en la cual fui vendado y parcialmente curado. Luego he venido
aquí. Tú eres la única esperanza que nos queda. ¡Tienes que hacer algo, lo que
sea, para detener a ese loco y al Jerarca!
Angus escondió las manos en su chaqueta.
—Tú, Tandor. ¿Qué noticias tienes?
—Yo también he estado ocupado —gruñó Tandor, mirando con
curiosidad a Thordad—. He levantado a los hombres y mujeres de la Ciudad Más
Baja. He enviado por los piratas de Yassinan, he enviado por soldados a las
ciudades de Streeth y Fayalat. Tenemos un conjunto de luchadores con espadas y
lanzas y con algunos desintegradores. Pero con el conocimiento científico de
Stal Tay y de la Jerarquía, estamos derrotados antes de empezar.
Angus se rió.
—Aún no. Stasor me ha prometido ayuda. Tenemos que encontrarle y
tomar las armas que me ha prometido. Subamos todos al teleportador.
Cuando estaban sentados en las sillas unidas a la plataforma,
Angus levantó la palanca. Una neblina dorada se formó alrededor de ellos,
espesándose. Hubo un instante de frialdad...
La niebla dorada desapareció. El teleportador estaba delante de
la fuente, en la Torre de los Ancianos. Angus gritó desde la máquina:
—¡Stasor, he regresado!
No hubo respuesta. Sólo el silencio de las muertas paredes de la
ciudad muerta respondió.
Fue Moana quien encontró el pequeño trozo de seda manchado de
sangre que había sido desgarrado de la ropa de Stasor. Sin una palabra, se lo
tendió a Angus.
El estómago le dio vueltas cuando lo vio. Miró a la chica y
luego a Tandor.
—El Diktor ha venido por él. Si Stasor le revela los secretos
del Libro del Nardo, ¡Stal Tay no puede ser vencido!
Tandor encogió sus inmensos hombros.
—Yo sabía eso hace tiempo. Todos moriremos. Es sólo un problema
de dónde y cuándo.
En el tiempo que Angus le había dado, Tandor había creado una
pequeña ciudad de tiendas a lo largo de los bordes de piedra de los Riscos
Sangrientos. Aquí llegaron los piratas de Yassinan, la soldadesca hambrienta de
las ciudades estelares de Fayalat y Kor. Aquí había gitanas semidesnudas y
seguidores de campo, luchadores y sujetos soeces. Aquí había capitanes
deshonrados y juventudes sin estrenar que poseían espadas y un ardiente deseo
de usarlas.
En el rojo fuego de una forja de armero, Angus el Rojo le
alcanzaba un arma de cañones en forma de anillos que obtenía el poder de una
dinamo portátil puesta en un pequeño carro de dos ruedas.
El armero dijo:
—Es débil y tosca, pero es lo mejor que puedo hacer. El rayo
eléctrico obtiene su fuerza de la dinamo que está en el carro. La energía viaja
a lo largo de la línea de conducción hacia la brecha. Un pequeño transformador
lo traduce en un delgado chorro de fuerza. Los he visto en los museos. He hecho
esquemas. Con más tiempo, lo podría hacer mejor.
Angus puso una sonrisa en sus labios y la mantuvo mediante su
poderosa voluntad. Su mano golpeó la espalda del hombre. Le dijo:
—¡Lo has hecho muy bien, Yoth! Sigue así. ¡Haz todas las que
puedas!
El armero movió su cabeza sombríamente.
—No serán nada al lado de los desintegradores que Stal Tay
tendrá. ¡Incluso sus rayos sonoros harán más daño que esto!
Tandor llegó contoneándose a través de los hombres semidesnudos
y velludos que peleaban con sables romos y lanzas de guerra. Había polvo en su
cara y canales de sudor bajaban por su amplio pecho. Se abrió de piernas, y
miró ceñudamente a Angus.
—Estás tan loco como un sacerdote de Grom. Nos mantienes aquí
cuando sería mejor que nos desparramáramos por los Seis Mundos.
Angus dijo:
—Estos son los hombres más rudos de la galaxia. Si ellos no
pueden tomar la Ciudadela, nadie podrá. Una vez que hayamos barrido con la espada
a los hombres del Diktor...
Tandor rugió. Se levantó de puntillas y movió sus brazos, y en
su calva cabeza las venas le sobresalían.
—¡Igualmente podríamos barrer con nuestras espadas a Ashtal el
Sinvergüenza! —rugió—. El Diktor barrerá las calles con sus rayos
desintegradores cuando nos vea acercarnos. Quizá quieres ser mártir, pero yo
tengo mejores cosas en las que emplear mi vida. Iré con esa gitana...
Angus le cogió por la piel de su capa y le movió.
—Olvida a tus gitanas. Iremos a la Ciudad Más Baja por la noche.
Todos nosotros, con una semana de anticipación. Dormiremos en diferentes casas
leales. Dentro de dos semanas en la Noche de la Serpiente. La gente bailando y
cantando en las calles. Vino. Mujeres.
Tandor hizo una mueca.
—Eso suena bien.
—A la hora del Perro tomaremos la Ciudadela. Habrá tanto ruido
por las calles que sacaremos a latigazos a cada hijo de su madre a las calles
esa noche, y les haremos gritar para que cubran nuestros movimientos. ¡Nadie
notará nuestro avance!
Atacaremos la Ciudadela desde cada calle. Algunos de nosotros
entrarán. Diez calles, diez compañías, cada una de ellas será una cuña volante
para entrar y matar a Stal Tay. Ese es nuestro primer trabajo. Después de
eso...
Angus siguió hablando, haciendo esquemas en la arena caliente.
No vio al vendado Thordad, que salió dé una tienda, se puso al lado de ellos,
observándoles y escuchándoles. Thordad se giró después de un rato, luego volvió
a la tienda, en la cual se sentó temblando y mirándose fijamente las manos.
Tampoco lo vio Angus esa noche cuando apuñaló al guardia y huyó
en un haml a través del desierto hacia la ciudad de Karr. Encontraron al
guardia, pero pensaron que era la víctima de un amante celoso, ya que tenía
reputación de seductor.
Los días se convirtieron en semanas, y los fuegos ardieron y los
metales centellearon y las forjas y los yunques nunca descansaron. Espadas y
escudos y lanzas, dagas y torpes rayos eléctricos, fueron forjados para manos
ansiosas.
Abandonaron el campamento en la desganada neblina de un temprano
amanecer. En hamls de cuellos de oveja y a pie, en carros o en robados coches a
propulsión, dejaron la base de los Riscos Sangrientos. Llegaron a Karr de a dos
o de a tres y se escondieron en las tabernas y en las casas de techos de paja.
La ciudad les conocía y la ciudad se los tragó y la ciudad dormitó, esperando.
En la taberna del Ciervo Manchado, Angus el Rojo caminaba
inquieto. Tandor, con un brazo alrededor de su gitana, estaba tragando un nuevo
tonel de vino importado. Moana estaba blanca de rostro, pálida y silenciosa en
una mesa.
Angus dijo:
—No me gusta. No me gusta. Tengo la sensación de ser un lobo
olisqueando en las mandíbulas de una trampa.
Tandor quitó sus labios del cuello de la gitana, lo suficiente
como para decir:
—Todo está tranquilo. ¿Qué más quieres?
—Es justamente eso. Está demasiado tranquilo. No hay guardias de
la Ciudadela intentando capturarme. No hay arrestos para cinco días. ¡Ni
siquiera patrullas por las calles!
—Bien. Entonces dejémoslo y volvamos a Yassinan. Te gustará
Yassinan, cariño. —Tandor se acurrucó en el cuello de la chica—. Tengo una gran
casa allí. Mucho vino. ¡Mucho mejor que éste!
La ciudad se mantuvo tranquila durante cinco días. En la mañana
de la Noche de la Serpiente, explotó con energía. Hombres y mujeres, con
máscaras y disfraces, se paseaban y cantaban. Bebían y bailaban y la Ciudadela
tramaba sobre ellos.
El día pasó. Tandor y Angus estaban ocupados, manteniendo algún
tipo de orden entre sus luchadores, manteniéndoles alejados de los toneles de vino,
alistándolos para sus tareas: Tandor fue pasando revista en las tabernas y en
las tiendas de vinos con mano pesada, golpeando a medida que caminaba, a menudo
metiendo a algún infortunado en un tonel de vino, después de haberle golpeado
contra la cabeza del otro que tenía sostenido boca abajo en sus manos.
Angus iba más circunspectamente, deteniendo las peleas de las
mujeres ebrias y armando a sus seguidores, quienes aumentaron a la luz de las
antorchas durante la larga Noche de la Serpiente. Reunió a sus tropas y les
encontró las armas.
—¡Esta noche se rebelan las estrellas!
A la hora del Perro, diez compañías de luchadores de fiera
mirada salieron de las sombras de las diez calles cubiertas de guijarros y
comenzaron a marchar...
Y entonces el Diktor golpeó.
Los rayos de sonido vinieron primero, cortando las filas
delanteras, convirtiéndolas en sangrienta pulpa. Los disintores entraron en
acción. Los hombres caían silenciosamente bajo el rápido relampagueo de los
rayos purpúreos.
Era una matanza.
Aquí, un desnudo mercenario de Fayalat podía hundir su hoja en
unos pocos cuellos mientras que se mantenía detrás de una pared de carne
muerta. Allí, un soldado de Kor podía tomar a tres soldados de Stal Tay con él,
antes de que fuera a visitar a sus antepasados. Pero los fogonazos y los rayos
brillaban en la oscuridad y la multitud alborotada era echada atrás.
En el lugar en el que Angus el Rojo peleaba con un carro de
electrorrayos barriendo con la redondeada punta de su arma dentro y fuera de
las sombras, los hombres de la Ciudad Más Baja se mantenían un rato más.
Peleaban con la ferocidad de atrapados thots, porque los fosos de Stal Tay
clamaban por ellos.
—¡Manteneos firmes! —rugía Tandor; su espada era una línea de
barrido mortal en los lugares en que circulaba y caía.
—Hacia atrás —gritaba Angus—. ¡Hacía atrás para rehacernos! Nos
han atrapado, los asquerosos perros.
Un hombre con la cara vendada se mantuvo un rato fuera de las
sombras, apuntando. Gritó:
—¡Cincuenta oblis para el hombre que me traiga a Angus el
Rojo!
—¡Thordad! —gritó Angus, y supo cómo le habían traicionado.
Thordad había visto una ocasión para ser recompensado y la había aprovechado.
Había visto la chusma que servía a Angus y conocía el poder de disciplina de
los guardias del Diktor. Se había ido llevándose los planes de Angus. Y esta
trampa era el resultado.
Angus se olvidó de los otros. Apuntó cuidadosamente el
electrorrayo. Un fino fulgor salió de él. Tocó a Thordad en la cara y en el
cuello. Un cadáver sin cabeza rodó a los pies de los guardias cuando avanzaban.
Su avance cogió a Angus y a los hombres que estaban con él. Les
hicieron retroceder a través de las calles, rodeando los flancos. Aporrearon el
centro con los rayos de sonido hasta que los hombres gritaron en la agonía de
las piernas trituradas y los pechos hundidos.
Angus luchó como un enloquecido grifo. Usó el electrorrayo como
una escoba, barriendo delante de él. Empujó frente a sí el carro de dos ruedas,
sin el cual el electrorrayo era inútil porque no tenía la dinamo.
Una repentina acometida de los guardias cogió a Angus en una
vorágine de hombres que maldecían y chillaban.
Le golpearon y le arrastraron hacia atrás, hacia el
resplandeciente reborde de metal de uno de los pozos negros, que se abría torvo
y silencioso en la calle cubierta de guijarros. Le martillearon con las hojas
de las espadas y rompieron el carro con hachas de cabeza metálica.
Angus trastabilleó y cayó. Se levantó lentamente, su espalda
apretada contra el reborde del pozo, la barra redonda del electrorrayo aún
estaba en sus manos.
«Todo ha terminado —se dijo a sí mismo, mirando las espadas que
venían hacia él—. He fracasado y moriré, al igual que Moana y Tandor, y todo el
resto de esta abigarrada multitud que intentó elevarse por sus medios.»
Angus aporreó con su barra redonda y un hombre cayó rodando a
sus pies.
—¡Venid! —rugió el pirata—. ¡Aquí está mi última parada, aquí,
al borde del pozo! Habéis vencido a Angus el Rojo. Ved cómo muere un hombre
libre.
Angus se detuvo, los ojos muy abiertos.
¡El pozo!
Uno de los negros pozos de Karr...»
¿Qué era lo que Stasor había dicho de estos pozos? «Los pozos no
son más que una radiación atómica, energía pura, embotellada en vastas cámaras
revestidas de stalabasil. Lista para usar en cualquier momento.»
Lista para usar.
Con la furia salvaje de los bárbaros, Angus dejó caer el tubo
redondo sobre los rostros de los que le presionaban. Lo querían vivo y eso le
daba el precioso momento que necesitaba.
Hizo restallar el electrorrayo alto en e! aire, lo balanceó de
forma que el pesado cordón que lo unía al carro volara alto y lejos sobre el
reborde de metal del pozo. Cayó abajo y abajo hacia las negras profundidades.
Angus apretó el botón.
Un devorador arroyo de negra niebla salió disparado de la
redondeada punta. Tocó a los soldados del Diktor que se lanzaban ya a su
captura, los tocó y...
¡Los devoró!
Cuando las negras neblinas desaparecieron también los soldados
del Diktor desaparecían. Desaparecían en la desolación de las abiertas calles y
paredes deshechas.
Tandor rugió.
Los piratas de las estrellas rugieron su gozo.
Angus movió el arma y tocó el botón otra vez. Las negras nieblas
volaron hacia fuera, subieron por una calle y bajaron por otra. Cuando acabó,
ya no había soldados que le hicieran frente. Las calles de la Ciudadela yacían
vacías, invitadoras.
Avanzaron en una devoradora ola de furia, la furia de los
luchadores que han mirado las órbitas vacías del cráneo de la Muerte y aún
viven. La noche ya no tenía más terrores para ellos, sino que ya estaban
sintiendo la fragancia de la victoria. Otros hombres vinieron de la Ciudad Más
Baja, hombres que llevaban armas de fabricación casera, torpes cachiporras y
hachas.
Angus cogió a un Tandor cubierto de sudor por un brazo.
—¡Esta arma! El cordón de fuerza que cayó en el pozo negro. Eso
es lo que lo ha hecho. Es un arma de los Mayores. El pozo la alimenta, le da
fuerza...
—¿Qué importa eso? —rugió Tandor, moviendo una nueva espada en
su mano—. ¡Ha funcionado!
—Pero no podrá trabajar si no consigo dejar el cordón de fuerza
en el pozo.
Tandor parpadeó, gruñendo mientras el entendimiento venía a su
mente.
—Huh. Eso es diferente. Pask. Gatl. Sonal. A mí. Dio órdenes crispadamente, luego se
volvió hacia Angus.
—Recorrerán la Ciudad Más Baja buscando alambre de cobre. Acoplaremos
una extensión al cable para que puedas llevarlo donde quieras.
Angus asintió.
—Pon una fila de hombres a ambos lados de él. Mantenlos allí.
Haz que luchen por ese cable con sus vidas. Si fallan, moriremos.
Tandor escogió a sus hombres, grandes todos ellos, con las
cicatrices de muchas batallas en sus caras, que certificaban su experiencia. El
cordón fue alargado con resplandecientes longitudes de cable de cobre, aislado
y sólidamente acoplado.
Con el arma en las manos, Angus gritó a su multitud armada desde
los escalones de las calles, hacia arriba, desde la miseria y pobreza de la
Ciudad Más Baja, hacia las limpias y blancas cercanías de la Ciudadela.
La guardia personal del Diktor hizo una salida contra ellos,
pero la negra neblina les barrió. Cuando el Jerarca envió sus tropas para que
se unieran a las del Diktor, la neblina se cernió sobre ellos una vez y luego
se evaporó, dejando los jardines de la Ciudadela libres de oposición.
Había terminado.
Caminaron a través de los jardines, por los corredores y en los
vestíbulos del palacio. Los hombres se mantenían sin armas, el miedo endurecía
las líneas de sus rostros.
Tandor rugió:
—El Diktor, perros estúpidos. ¿Dónde está?
Los hombres apuntaban y al final sus dedos señalaron el gran
bulto dorado de la Cámara de Audiencias.
El Diktor y el Jerarca estaban de pie frente al trono de rubí.
Eran hombres derrotados, esperando la muerte, sus mejillas tenían un tinte
verde ceniciento.
Angus dijo:
—Si le habéis hecho daño a Stasor tardaréis un año en morir.
El Diktor hizo un gesto de cansancio.
—Está encadenado, en los fosos más bajos. No le hemos hecho
daño. No quería traducir el Libro del Nardo. Pero aun así, su muerte no nos era
de ninguna utilidad. Está vivo. Podía haber cambiado de idea.
Entonces comenzó a explicarle a Angus cómo había trazado su
itinerario mediante el espectrograma, cómo sus hombres habían seguido la ruta
de Angus para traer al dios de Karr a la Ciudadela, utilizando las naves-globo.
Dijo:
—Estabas vencido. Barrido. Mis mensajeros me dijeron que estabas
acorralado, tus hombres destrozados. Y aún..., aún has llegado hasta aquí...
La locura brillaba en los ojos del Diktor. Su mano derecha se
movió con la rapidez de la luz, y el metal azul de un desintegrador hizo fuego
desde la suave luminiscencia de las paredes.
El Diktor fue rápido, pero lo fue más Tandor. Su mano se hizo
borrosa y una resplandeciente espada larga cruzó el metro y medio que les
separaba. El impacto empujó el cuerpo muerto del Diktor tres escalones hacia el
trono de rubí. Cayó en su base y una fuente de sangre comenzó a manar.
El Jerarca se encogió de hombros y se puso una píldora en la
boca. El veneno actuó con increíble rapidez. Estaba cayendo mientras que la
puerta de la cámara se abría para dejar paso a un sonriente Stasor, apoyado en
su báculo.
Angus y Moana estaban en las alturas de la Ciudadela y miraban
hacia abajo, hacia la Ciudad Más Baja. Y no veían los techos de paja, en su
lugar había pulcras casas, calles limpias y niños saludables. Hombres y mujeres
caminaban orgullosos, sus cuerpos limpios, disfrutando de la nueva vida que
Stasor y el Libro del Nardo les podían traer. Todo llevaría su tiempo. Pero
llegaría.
Moana se movió gentilmente. Su mano cogió la de él. El la cogió
de la barbilla, levantó su cabeza y sus labios se posaron sobre los de ella.
Unos cientos de pasos más lejos, Tandor hizo una mueca.
—Un mártir, ya lo decía yo —le dijo a la noche.
Pensó en una mujer morena de la nobleza que había quedado viuda
en la pelea de la noche. Tandor se rascó la cabeza y se rió. Salió de puntillas
de los jardines.
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