El Boogie Del Cementerio
Derek Rutherford
Tenéis que entenderlo: todos pensamos que el tipo estaba loco. Ahí estábamos, seis músicos que luchaban, es decir, que luchaban por seguir vivos. No luchábamos con la música... la teníamos lista, una espléndida mezcla de Shuffle y Cajun de Nueva Orleans, con un toque de blues por encima. ¡Comida para el alma, tío! Pero no podíamos comer la música, y la música jamás metía gasolina en la furgoneta o reemplazaba los amplificadores rotos, así que nos pasábamos los días y las noches yendo por la carretera de una actuación barata a otra, de cerveza y comida gratis en el local si teníamos suerte y los dioses tenían puestos sus sombreros de boogie. Hasta que, un día, ahí apareció él.
Se nos acercó con polvo en el abrigo y en las botas, el pelo plateado y escaso, los ojos oscuros y hundidos, y la piel consumida y tirante sobre los huesos. Tenía los dedos largos y deformes y encallecidos. Parecía contar unos cien años, pero se movía como si tuviera sólo setenta. Un hombre viejo. Sin embargo, podía cantar como un pájaro que volara por primera vez. Estábamos tocando en un barco, una de esas viejas barcas del Támesis rehabilitadas como restaurante. Había quizá unas cincuenta o sesenta personas allí metiéndose chile en la boca y moviendo los pies al ritmo de la música. Era el 4 de julio, y a pesar de que había todo un océano entre nosotros y los Estados Unidos de América, la mayoría se lo pasaba en grande y lo celebraba como si hubieran sido los Brits los que hubieran ganado esa guerra.
Había unos escalones que bajaban hasta el barco —estábamos tocando por debajo de la línea de flotación—, viejos escalones de madera que eran un poco peligrosos para un joven, más aún para un tipo viejo con las suelas de los zapatos mojadas y apoyado en un bastón. Se detuvo a mitad de camino y nos miró, con los ojos profundamente escondidos en sus cuencas, haciendo que nos fuera imposible aguantarle la mirada. ¡Qué grima! Bajé la vista a las cuerdas e inicié torpemente unos acordes. Al acabar el primer pase nos habíamos olvidado por completo de él. Estábamos sentados preparando el orden de las canciones que tocaríamos en el segundo pase cuando de repente apareció justo detrás de mí y preguntó con voz suave y cálida (habría apostado pelas que esa voz no podía salir de nadie que no fuera él) si nos gustaría conseguir una actuación.
—Olvídalo, abuelo —dijo Mark, aunque se rió al hablar para no irritar al viejo.
—Lo digo en serio —afirmó el anciano polvoriento, y nosotros nos reímos y volvimos a dedicarnos al orden de las canciones—. ¿Cuánto vais a cobrar por esta noche?
Nadie contestó, y como sentí compasión por él me di la vuelta. De cerca, su piel era como la corteza de un árbol. Sus dientes del color del maíz.
—No mucho —repuse—. Pero nos dan de comer, ¿entiendes lo que quiero decir?
Asintió y supe que lo entendía. Él también había pasado por ello.
—Entonces, ¿qué os parecen quinientas libras? —preguntó.
Sonreí, porque escuchas ese tipo de cosas cada noche: “Yo mismo estoy metido en el negocio y tengo algunos contactos, ¿qué os parecería una actuación?” “Mi hermano conoce al guitarrista de tal o cual grupo, quizá os pueda conseguir una actuación” “Me llamo Elvis Presley, ¿quizá queráis una actuación?” Las habíamos oído todas. Escuchas a esos tipos porque quieres que vayan a tu siguiente actuación... En nuestro nicho del mundo del rock’n’roll quieres que cualquier tía tatuada y su hermano colgado asistan a tu siguiente actuación. Más cuerpos, más cerveza. Más cerveza, más dinero. Así que sonreí y él supo lo que yo estaba pensando, porque, como he dicho, él mismo ya había pasado por ello. Pero aún no se rindió.
—Lo único que tenéis que hacer es tocar una de mis canciones —me dijo—. Sólo una. Las demás las elegís vosotros. Quinientas libras.
Mark levantó la vista de la lista.
—¿Qué ha dicho?
—Quiere darnos quinientas libras por cantar una de sus canciones.
Mark escrutó al viejo y enarcó las cejas como para preguntar si era verdad o si el tipo estaba loco.
El viejo asintió.
—¿Cuándo sería esa actuación?
El viejo se encogió de hombros.
—Aceptad, y ya arreglaré algo.
Miré a Mark. Él también se alzó de hombros. Miré de nuevo al viejo.
—La tocaremos —dije.
Quinientas libras. Era un montón de dinero por entonces. Como he dicho, pensamos que el viejo estaba loco.
Se quedó hasta el final de la actuación, y cuando todos los felices comensales se hubieron marchado y las sillas empezaban a colocarse del revés sobre las mesas, nos mostró su canción. Tío, cualquiera sabía de dónde había salido ese cabrón, pero el hijo de puta tenía un clásico en la manga. Rock del pantano que palpitaba al ritmo del corazón, acordes sencillos que atravesaban unos ritmos sentidos, más que oídos. Palabras de vudú. Algo salido del profundo Sur. Un latido que se acoplaba al flujo de la sangre que corría por nuestras venas. Un coro que crecía de ninguna parte y subía y subía cada vez más hasta que sólo la luna era más brillante.
Sí, cantaba como un pájaro en vuelo. Tocó esa canción una y otra vez, y en cada ocasión era exactamente igual. Pero nunca se hacía pesada, jamás aburrida. Cada vez despertaba un nervio. Quizá la había tocado mil veces (y después empecé a preguntarme si se la había tocado a todos los grupos que hubiera visto nunca y si nosotros éramos los primeros que alguna vez habían sido capaces de tocársela a él) y la había trabajado hasta dejarla en su forma perfecta. Nunca olvidaré la expresión de sus ojos cuando empezamos a cuajar su canción. Por supuesto, a él se la tocamos de manera distinta. Nosotros teníamos guitarra y piano, bajo y batería. Él usaba sólo una guitarra. Pero captamos el espíritu y el alma y la esencia. Se le iluminaron los ojos, el color fluyó a sus mejillas. Sonrió, y no daba la impresión de ser la clase de tipo que lo hacía muy a menudo. Y luego, lo mejor de todo, sacó un fajo de billetes de esas viejas ropas de carretera que parecían haberse caído de una caravana y haber sido arrastradas por la tierra, y desenrolló una cantidad equivalente a doscientas cincuenta libras.
—El cincuenta por ciento ahora. El cincuenta por ciento la noche de la actuación.
Entonces se fue y nos dejó ensayando su canción, y maldita sea si no era la mejor que había tocado en mi vida.
La actuación reforzó la idea que teníamos de lo loco que estaba el viejo. Nos consiguió una desvencijada sala de pueblo en mitad de ninguna parte y no se lo dijo a nadie hasta la noche anterior. Nosotros se lo dijimos a unos amigos, pero a las nueve en punto, cuando Mark dio la entrada a la primera canción, ni siquiera había la suficiente gente como para formar un equipo de rugby. Humillante. Pero por doscientas cincuenta libras nos aguantamos la vergüenza.
Guardamos su canción para el final. Todos habíamos acordado que no teníamos nada mejor que meter detrás. Llegó el descanso, y le pregunté al viejo cómo se llamaba.
Se mostró suspicaz.
—¿Cuándo vais a tocar mi canción? —preguntó.
—Es la última de la noche —le dije.
—Si no la tocáis no cobráis.
—Tranquilo —comenté—. Es la canción condenadamente mejor que he oído en mucho tiempo. No sólo queremos tocarla esta noche, queremos tocarla todas las noches.
Se relajó y volvió a sonreír.
—Os gusta mi canción, ¿eh?
—Es el motivo por el que necesito tu nombre —indiqué—. Algún día... nunca se sabe, algún día quizá podamos grabarla.
La sonrisa estalló en una carcajada.
—Algún día pueden pasar muchas cosas.
—Hablo en serio —dije—. Tenemos planes.
—Sois bastante buenos —reconoció—. Pero a veces eso no basta.
Mirándole, supe cuán cierto era. Una canción, lo único que habíamos oído de él, y podría haber sido otro Hank Williams, otro Jimmie Rogers. Una leyenda. Sin embargo, era un vagabundo. Un tipo sin hogar, un alma perdida. Un errabundo. De costa a costa, de ciudad en ciudad. El genio dentro. El frío fuera.
—Bueno, ¿cómo te llamas? —pregunté de nuevo.
—Olvídalo.
—No. Quiero saberlo.
—Robert —contestó por último.
—¿Robert qué?
—Sólo Robert.
—Vamos.
Sacudió la cabeza.
—Si ganáis dinero con mi canción, quedáoslo.
—¿Qué sucede, estás huyendo o algo parecido?
—Puedes ponerlo así.
Lo dejé correr. El tipo estaba loco.
Unas pocas personas más entraron cuando ya había empezado el segundo pase. Probablemente, clientes habituales, atraídos por los sonidos como una polilla a la luz. Para cuando llegamos a la canción del viejo, la multitud era casi respetable. Se trataba de la clase de actuación que había hecho gratis cuando tenía catorce años, y luego, catorce años después, un viejo estaba pagando cientos de libras por escuchar su canción en vivo.
Mark dio la entrada. La habíamos llamado El Boogie del Cementerio, porque el viejo no tenía título para ella. La batería y la guitarra introdujeron el ritmo. El bajo y el piano incorporaron los acordes. Se estableció la onda y Mark empezó a cantar. Las cabezas se volvieron. Las conversaciones se detuvieron. Todo el mundo supo que esta canción era un número uno.
Empezamos funky. Gruñendo con esos registros bajos. Aullando en los altos. Melodías de contrapunto, armonías, y todo el tiempo el latido que se acoplaba con el flujo de nuestra sangre, la batería con los latidos de nuestros corazones. Una marcha fúnebre de Nueva Orleans, con un ritmo alto y toques de jazz. Una danza de guerra africana, oscura y peligrosa. Un blues de Chicago gritando por ayuda. La guitarra de Hendrix buscando allá arriba vida entre las estrellas. Y todo el tiempo, el latido. Vislumbré al hombre en la parte de atrás de la sala. Estaba sonriendo y moviendo el pie. Deseé haber puesto una grabadora. Había algo en el aire esa noche. Llegamos a la mitad como si fuera una canción que hubiéramos practicado toda nuestra vida. Vi a Pete y a Marty, nuestra sección rítmica, sonriéndose. Y qué importaba que casi no hubiera nadie. Éste era el Paraíso. Con una canción como ésa podíamos llegar. Otro verso. El coro. Baja, crea un poco de tensión, una vez que has rodeado las casas ahí abajo, grave y funky, y luego vuelve a subir. Más y más alto, la guitarra sacando los acordes un microsegundo antes para dar la impresión de acelerar sin cambiar el ritmo. Una cosa muy profesional. Otro coro. Un falso final y luego el de verdad. El Boogie del Cementerio, chicos. Sufrid.
Aplaudieron como si en el escenario estuvieran los Beatles. Nos miramos. Esa canción era de otro mundo.
Hicimos un bis, una versión caliente de Let’s Twist Again, porque no había nada más que una canción acelerada que se pudiera acercar a la atmósfera de El Boogie del Cementerio. Al terminar, miré al viejo.
Tenía compañía. Un tío joven. Atractivo, alto y delgado. Vestido con un traje de ejecutivo. Pelo oscuro. Buena piel. Pómulos que las cámaras amarían. Apuesto a que las mujeres se morían por ese tipo.
Mientras observaba, Robert le dio un fajo de dinero. Con la cabeza señaló en nuestra dirección como si le dijera “¿Puedes dárselo al grupo?”, y luego dio media vuelta y se dirigió hacia la puerta, caminando tan rápidamente como nunca antes había visto. En la puerta, juro que se detuvo y nos lanzó una última mirada, una mirada de tristeza. Una mirada de disculpa. Luego, desapareció.
El otro tipo no perdió tiempo. Vino directamente hacia el escenario, con el dinero en la mano. Incluso era más atractivo de cerca: le brillaban los dientes, la piel tenía un tono saludable, los ojos le centelleaban.
—Buena actuación, chicos —dijo.
—Gracias.
—Escuchad, Robert tuvo que marcharse. Me pidió que os diera esto —alargó el dinero y yo lo cogí sin pensarlo. Además, ¿qué se suponía que tenía que pensar? Pero en el instante en que lo tuve en la mano, un frío gélido estrujó mi corazón. Temblé. Algo más que dinero había pasado entre nosotros—. Me encantó El Boogie del cementerio —añadió.
No estaba seguro, pero, ¿el viejo no había estado solo cuando tocamos la canción? Quizá el tipo se encontraba en otra parte de la sala. Aunque en realidad no había muchos asistentes como para haber ocultado a alguien, y seguro que no noté la presencia de este tío.
—Es una de las canciones del viejo —comenté.
El tipo atractivo sonrió.
—¿Eso es lo que os contó?
—¿Qué quieres decir?
Sacudió la cabeza, descartando el tema.
—Seguid tocando, chicos. Ya os volveré a ver.
Y se fue. ¿Qué pasaba con nosotros? Atraíamos a todos los tocados.
. . . . . . . . . .
Uno: repartí el dinero con los muchachos, y cada vez que les pasaba un billete juro que temblaban.
. . . . . . . . . .
Dos: volviendo a casa recordé de repente que Mark había presentado la canción del viejo como “una canción que nos mostró la noche pasada un extraño”. Jamás mencionó el título que le habíamos dado.
No puedo decir que las cosas fueran cuesta abajo a partir de ese momento. Tampoco puedo decir que mejoraran, aunque cada vez que tocábamos El Boogie del Cementerio hasta el público más muerto cobraba vida. Seguimos en la carretera y los promotores agarrados nos siguieron robando. Con el tiempo, el grupo se separó. Eso fue hace mucho tiempo y no puedo recordar las causas. No creo que volviéramos a sentirnos a gusto entre nosotros.
Y alguien nos estaba siguiendo.
Nunca vimos a nadie. De hecho, nunca mencionamos en voz alta la idea, pero todos lo sabíamos. Muchas veces capté a uno de los chicos mirando por encima del hombro como si alguien le hubiera llamado o le hubiera pasado un dedo por la columna vertebral. A mí también me pasó. Al conducir la furgoneta, mirando por el espejo retrovisor en busca de algo que no estaba ahí. Ruidos de pasos en salas de ensayo vacías. Sombras donde no debía haber sombras. Puede haber sido la imaginación. Pero, ¿en todos nosotros? Empezó a atacarnos los nervios. Y, así, al final el grupo se separó.
Después de aquello toqué la guitarra para millones de grupos, una semana aquí, un mes allí. Siempre tratando de mantener el cuerpo y el alma juntos y, poco a poco, fracasando. Nunca volví a conseguir esa sensación que experimentamos con El Boogie del Cementerio. A lo largo de los años se lo toqué a varios grupos, pero ninguno pareció encenderse como lo habíamos hecho nosotros. En una ocasión, en la parte norte de Londres, un grupo de tíos jóvenes casi lo consiguió. Yo sentí que mi alma se animaba, que mis pulsaciones se hacían ligeras, pero no pudieron mantener el tiempo. Empezó a hacerse una obsesión... encontrar una banda que fuera capaz de tocar El Boogie. Fui abandonando mis propias actuaciones y me pasé los días vagando por bares y clubes en busca de los tipos que pudieran aguantarlo. No había nada complicado con la canción, ningún acorde difícil o notas inusuales, sólo el latido de la sangre a través de las venas que debía ser el correcto. Y sin embargo nadie podía tocarla.
Me encontraba a unos setecientos kilómetros del lugar al que una vez había llamado hogar, cuando conocí a Crazy Montgomery Jones y sus Alabama Playboys. Estaban tocando en la parte de atrás de un pub apagado ante menos de cuarenta personas. Canciones de blues y soul conocidas que ya habían sido viejas en mi época y que ahora eran veinte años más viejas. Me quedé de pie en el fondo bebiendo una pinta de cerveza negra que se iba recalentando cada vez más, y en el descanso les pregunté qué estaban ganando.
—No mucho. Pero la cerveza es gratis —me contó el batería.
Sonreí. Yo ya había pasado por ello antes. Sólo que entonces había sido yo el que iba a ser seducido por una canción.
—¿Queréis una actuación por quinientas libras? —pregunté.
Se rió. Tuve la impresión de que pensaba que estaba loco.
. . . . . . . . . .
El tiempo es algo raro. No creo que la tocaran tan bien como solíamos hacerlo nosotros. Le dieron un tratamiento moderno. Compases estridentes y distorsión sónica. Más notas. Pero consiguieron el latido. Temblé, y durante un momento pensé que fuera lo que fuere lo que me había estado siguiendo todos estos años, se había acercado y se hallaba a mi lado. Miré a mi izquierda. Nadie. A mi derecha. Nadie.
A Montgomery Jones, o como se llamara de verdad, le encantó la canción. Me dijo que era lo mejor que habían oído jamás. Yo habría dicho lo mismo por quinientas libras, pero creo que lo sentían.
Contraté la noche de un viernes en un centro de la comunidad local. Recordé aquella actuación que hicimos tantos años atrás, a la que, debido a la inexistente publicidad, no asistió nadie. Me tomé la libertad de gastarme veinte libras en un anuncio en la prensa local. Qué demonios, además no era mi dinero. Le debía a un tipo del sur un montón de pelas. Con los intereses, ahora más. Apuesto que si alguna vez daba conmigo el pago podría involucrar un par de piernas rotas. Pero necesitaba el dinero para una ocasión como ésta, y las probabilidades de que el prestamista se topara con un tipo de carretera como yo eran muy reducidas. En cualquier caso, dos piernas rotas parecían una visión jodidamente mejor que tener a lo que fuera que iba detrás de mí siguiéndome el resto de mi vida.
Tocaron bien. Si no espléndida, la multitud era respetable, y al final de la noche, cuando los Alabama Playboys se lanzaron a El Boogie del Cementerio, la mayoría se levantó y se puso a bailar. La canción seguía siendo un número uno.
Entonces algo me pasó a mí.
No puedo decir qué. No fue nada específico. Quizá un aligeramiento de las preocupaciones. Una relajación del alma. Hacia la mitad de la canción empecé a sentirme bien. Como si hubiera pensado en algo agradable y luego olvidara por completo qué era, sabiendo únicamente que vendrían cosas placenteras. Cuando el guitarrista tocó el solo, me descubrí sonriendo. Empecé a mover el pie. Tenían el ritmo, el latido. Los ocho del grupo. Ahora tenían todo el latido. Vudú. Algo me hizo pensar en el vudú.
Metí la mano en el bolsillo del abrigo, era viejo, del ejército austríaco de los años 50, grueso y cálido, y barato. Me protegía bien en las noches frías. Un dinero bien gastado en la tienda de excedentes del ejército. No me había sentido tan bien en años.
—¿Quieres que le entregue el dinero al grupo?
Miré a la izquierda. No había cambiado nada. Seguía siendo alto y de pelo oscuro y atractivo, tal como lo recordaba. Nos había dicho que volvería a vernos.
Asentí. El hijo de puta ni siquiera había envejecido. Cogió el dinero de mi mano. Intenté mirarle a los ojos, pero no pude. Se rió, y, me avergüenza decirlo, yo me escabullí como un gato asustado, casi derribando a varias personas en mi camino hacia la puerta. Con alguna distancia entre nosotros, me paré y le eché un último vistazo a la banda. El guitarrista me miraba de forma rara. ¿Qué podía hacer? Esbocé una sonrisa débil, me encogí de hombros en una especie de disculpa y me fui. Era la primera vez que había estado solo en muchos años.
Fuera, me vi reflejado en la ventanilla de un coche. Ahora tenía una barba salpicada de gris. Llevaba el pelo largo y revuelto. El abrigo estaba polvoriento. Las botas gastadas. Un verdadero hombre de la carretera. Un verdadero hombre viejo. Pero por lo menos era libre.
Me encaminé hacia el oeste. Por primera vez en mucho tiempo me puse a pensar en el grupo. Me pregunté si algún otro había encontrado a alguien que pudiera tocar El Boogie del Cementerio igual que nosotros. Sabía una cosa, que si no lo habían encontrado, nunca dejarían de buscarlo.
Y nunca dejarían tampoco de mirar por encima del hombro.
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