Madre De Serpientes
Robert Bloch
El vuduísmo es algo muy raro. Hace cuarenta años era un tema desconocido, salvo en ciertos círculos esotéricos. En la actualidad existe una sorprendente cantidad de información al respecto debido a la investigación... y una sorprendente cantidad de información errónea.
Recientes libros populares sobre el tema son, en su mayor parte, fantasías puramente románticas, elaboradas con las incompletas teorizaciones de los ignorantes.
Sin embargo, quizá esto sea lo mejor. Pues la verdad sobre el vudú es tal que a ningún escritor le interesaría o se atrevería a imprimirla. Parte de ella es peor que sus más descabelladas fantasías. Yo mismo he visto algunas cosas de las que no quiero discutir. Además, sería inútil contárselo a la gente, pues no me creería. Y una vez más quizá sea lo mejor. El conocimiento puede ser mil veces más aterrador que la ignorancia.
No obstante, yo lo sé porque he vivido en Haití, la isla oscura. He aprendido mucho por las leyendas, he tropezado con muchas cosas por accidente, y casi todo mi conocimiento proviene de la única fuente de verdad auténtica: las declaraciones de los negros. Por lo general, esos viejos nativos del país de la colina negra no son gente habladora. Hizo falta paciencia y un trato prolongado con ellos antes de que se abrieran y me contaran sus secretos.
Ésa es la razón por la que muchos de los libros de viaje son tan palpablemente falsos... ningún escritor que permanece en Haití durante seis meses o un año podría ganarse la confianza de aquellos que conocen los hechos. Hay tan pocos que en realidad los conocen... tan pocos que no tienen miedo de relatarlos.
Pero yo los he descubierto. Dejad que os hable de los viejos días; los viejos tiempos en que Haití se levantó en un imperio transportado en una ola de sangre.
Fue hace muchos años, poco después de que los esclavos se hubieran rebelado. Toussaint l’Ouverture, Dessalines y el Rey Christophe los liberaron de sus amos franceses, los liberaron después de sublevaciones y masacres y establecieron un reino basado en una crueldad más fantástica que el despotismo que imperaba antes.
Por entonces no había negros felices en Haití. Habían conocido demasiado la tortura y la muerte; la vida despreocupada de sus vecinos de las Indias Occidentales era por completo ajena a estos esclavos y descendientes de esclavos. Floreció una extraña combinación de razas: salvajes hombres tribales de Ashanti, Dambalalah y la costa de Guinea; caribeños hoscos; vástagos morenos de franceses renegados; mezclas bastardas de sangre española, negra e india. Mestizos y mulatos taimados y traicioneros gobernaban la costa, pero había moradores aún peores en las colinas de allende.
Había selvas en Haití, junglas impenetrables, bosques rodeados de montañas e infestados de ciénagas llenas de insectos venenosos y fiebres pestilentes. Los hombres blancos no se atrevían a entrar allí, pues eran peores que la muerte. Plantas chupadoras de sangre, reptiles venenosos y orquídeas enfermas atiborraban los bosques, que escondían horrores que África jamás había conocido.
Pues es en aquellas colinas donde floreció el vudú verdadero. Se dice que allí vivían hombres, descendientes de los esclavos fugados, y facciones proscritas que habían sido expulsados de la isla. Rumores furtivos hablaban de pueblos aislados que practicaban el canibalismo, mezclado con oscuros ritos religiosos más terribles y pervertidos que cualquier cosa que hubiera salido del mismo Congo. La necrofilia, la adoración fálica, la antropomancia y versiones distorsionadas de la Misa Negra eran corrientes. La sombra de Obeah estaba por todas partes. El sacrificio humano era común, las ofrendas de gallos y cabras cosas aceptadas. Había orgías alrededor de los altares vudú, y se bebía sangre en honor de Barón Samedi y los otros dioses negros traídos desde tierras antiguas.
Todo el mundo lo sabía. Cada noche los tambores rada resonaban desde las colinas, y los fuegos centelleaban por encima de los bosques. Muchos papalois y hechiceros conocidos residían en el linde mismo de la costa, pero jamás se los molestó. Casi todos los negros “civilizados” aún creían en los hechizos y los filtros; incluso los que iban a la iglesia se entregaban a los talismanes y encantamientos en tiempos de necesidad. Los así llamados negros “educados” de la sociedad de Port—au—Prince eran abiertamente emisarios de las tribus bárbaras del interior, y a pesar de la muestra exterior de civilización, los sangrientos sacerdotes todavía gobernaban detrás del trono.
Desde luego había escándalos, desapariciones misteriosas y protestas esporádicas de los ciudadanos emancipados. Pero no era sabio meterse con aquellos que se inclinaban ante la Madre Negra, o provocar la ira de los terribles ancianos que moraban a la sombra de la Serpiente.
Ése era el rango de la hechicería cuando Haití se convirtió en una república. La gente a menudo se pregunta por qué existe aún la magia hoy en día; quizá sea más secreta, pero todavía sobrevive. Se pregunta por qué los espantosos zombis no son destruidos, y por qué el gobierno no ha intervenido para erradicar los demoníacos cultos de sangre que aún acechan en la penumbra de la jungla.
Tal vez esta historia proporcione una respuesta: este cuento secreto y antiguo de la nueva república. Los funcionarios, al recordar el relato, todavía tienen miedo a interferir demasiado, y las leyes que han sido promulgadas se hacen cumplir con poca fuerza.
Porque el Culto de la Serpiente de Obeah jamás morirá en Haití... en Haití, esa isla fantástica cuya sinuosa costa se parece a las fauces abiertas de una monstruosa serpiente.
Uno de los primeros presidentes de Haití era un hombre culto. Aunque nacido en la isla, fue educado en Francia, y cursó extensos estudios durante su estancia en el extranjero. En su acceso al cargo más alto de la tierra se le vio como un cosmopolita ilustrado y sofisticado del tipo moderno. Por supuesto que aún le gustaba quitarse los zapatos en la intimidad de su despacho, pero nunca exhibió sus pies desnudos en capacidad oficial. No me malinterpretéis, el hombre no era un Emperador Jones; sencillamente, era un caballero de ébano instruido cuya natural barbarie en ocasiones atravesaba su lustre de civilización.
De hecho, era un hombre muy astuto, Tenía que serlo con el fin de llegar a presidente en aquellos tempranos días; sólo los hombres extremadamente astutos alcanzaron alguna vez ese rango. Quizá os ayude un poco que os diga que en aquellos tiempos el término “astuto” era para un haitiano educado sinónimo de “deshonesto”. Por lo tanto, resulta fácil darse cuenta del carácter que tenía el presidente cuando se sabe que se lo consideraba uno de los políticos de más éxito que jamás haya dado la república.
En su corto reinado pocos enemigos se le opusieron; y aquellos que trabajaban contra él por lo general desaparecían. El hombre, alto y negro como el carbón, con la conformación física de cráneo de un gorila albergaba un cerebro notablemente capaz bajo su frente prominente.
Su habilidad era fenomenal. Tenía una perspicacia para las finanzas que le benefició mucho; es decir, le benefició tanto en su vida oficial como personal. Siempre que consideraba necesario subir los impuestos, también incrementaba el ejército y lo enviaba a escoltar a los recaudadores. Sus tratados con los países extranjeros eran obras maestras de ilegalidad legal. Este Maquiavelo negro sabía que debía trabajar deprisa, ya que los presidentes tenían una manera peculiar de morir en Haití. Parecían particularmente sensibles a la enfermedad... “envenenamiento por plomo”, como podrían decir nuestros modernos amigos gángsters. Así que el presidente actuó deprisa en verdad, y realizó un trabajo magistral.
Realmente fue notable, a la vista de su pasado humilde. Pues la suya fue una saga de éxito al estilo del buen Horatio Alger. No conoció a su padre. Su madre era una bruja en las colinas, y aunque bastante famosa, había sido muy pobre. El presidente había nacido en una cabaña de madera; todo un entorno clásico para una futura y distinguida carrera. Sus primeros años habían sido plácidos, hasta que a los trece años lo adoptó un benevolente ministro protestante. Durante un año vivió con ese hombre amable, realizando las tareas de un criado en la casa. De repente, el pobre ministro murió a causa de un oscuro mal; fue de lo más lamentable, pues había sido bastante rico y su dinero aliviaba gran parte del sufrimiento de esa zona en particular. En cualquier caso, ese rico ministro murió, y el hijo de la pobre bruja partió a Francia para recibir una educación universitaria.
En cuanto a ella, se compró una mula nueva y no dijo nada. Su habilidad con las hierbas le había proporcionado a su hijo una posibilidad en el mundo, y estaba satisfecha.
Pasaron ocho años antes de que el muchacho regresara. Había cambiado mucho desde su partida; prefería la sociedad de los blancos y la de los mulatos de piel clara de Port—au—Prince. Se sabe que también le prestaba poca atención a su anciana madre. Su melindrez recién adquirida le hacía ser dolorosamente consciente de la ignorante simpleza de la mujer. Además, era ambicioso, y no le interesaba publicitar su relación con una bruja tan famosa.
Porque ella era bastante famosa a su manera. De dónde había venido y cuál era su historia original, nadie lo sabía. Pero durante muchos años su cabaña en las montañas había sido el punto de encuentro de adoradores extraños e incluso de emisarios extraños. Los oscuros poderes de Obeah se evocaban en su sombrío altar de las colinas, y un grupo furtivo de acólitos residía allí con ella. Sus fuegos rituales siempre brillaban en las noches sin luna, y se entregaban bueyes en bautismos sangrientos al Reptil de la Medianoche. Pues era una Sacerdotisa de la Serpiente.
Ya sabéis, el Dios—Serpiente es la deidad real de los cultos a Obeah. Los negros adoraban a la Serpiente en Dahomey y Senegal desde tiempos inmemoriales. Veneran a los reptiles de forma peculiar, y existe cierto vínculo oscuro entre la serpiente y la luna creciente. ¿Curiosa, verdad, esa superstición de la serpiente? El Jardín del Edén tuvo a su tentador, ya sabéis, y la Biblia habla de Moisés y su báculo de serpientes. Los egipcios reverenciaban a Set, y los antiguos hindúes tenían un dios cobra. Da la impresión de estar generalizado por todo el mundo ese odio y adoración por las serpientes. Siempre parecen ser reverenciadas como criaturas del mal. Los indios americanos creían en Yig, y los mitos aztecas siguen el modelo. Y, por supuesto, las danzas ceremoniales de los Hopi son del mismo orden.
Pero las leyendas de la Serpiente Africana son especialmente terribles, y las adaptaciones haitianas de los ritos sacrificales son peores.
En la época de la que hablo se creía que algunos de los grupos vudú criaban en realidad serpientes; pasaban a los reptiles de contrabando desde Costa de Marfil para usarlos en sus prácticas secretas. Había rumores de pitones de unos seis metros que se tragaban bebés que les eran ofrecidos en los Altares Negros, y de envíos de serpientes venenosas que mataban a los enemigos de los maestros del vudú. Es un hecho conocido que un peculiar culto que adoraba a los gorilas había introducido furtivamente en el país a unos simios antropoides; por lo que las leyendas de la serpiente podrían haber sido igualmente verdad.
Sea como fuere, la madre del presidente era una sacerdotisa, y tan famosa, a su manera, como su distinguido hijo. Él, justo después de su regreso, había ascendido poco a poco al poder. Primero había sido recaudador de impuestos, luego tesorero, y por último presidente. Varios de sus rivales murieron, y aquellos que se le opusieron no tardaron en descubrir que era oportuno eliminar su odio; pues aún era un salvaje de corazón, y a los salvajes les gusta torturar a sus enemigos. Se rumoreaba que había construido una cámara de torturas secreta bajo el palacio, y que sus instrumentos estaban oxidados, aunque no por el desuso.
El abismo entre el joven estadista y su madre comenzó a ensancharse justo antes de su subida al poder presidencial. La causa inmediata fue su matrimonio con la hija de un rico plantador mulato de piel clara de la costa. No sólo la anciana se vio humillada porque su hijo contaminó la estirpe familiar (ella era negra pura, y descendiente de un rey—esclavo de Nigeria), sino que se mostró más indignada debido a que no fue invitada a la boda.
Se celebró en Port—au—Prince. Los cónsules extranjeros asistieron, y la crema de la sociedad haitiana estuvo presente. La hermosa novia había sido educada en un convento y sus antecedentes se consideraban en la más alta estima. Sabiamente, el novio no se dignó a profanar la celebración nupcial incluyendo a su desagradable madre.
Sin embargo, ella fue y observó la celebración desde la puerta de la cocina. Y estuvo bien que no revelara su presencia, ya que habría avergonzado no sólo a su hijo, sino también a unos cuantos más... dignatarios que a veces la consultaban de manera no oficial.
Lo que vio de su hijo y de su prometida no fue agradable. El hombre era ahora un dandy afectado, y su esposa una coqueta tonta. La atmósfera de pompa y ostentación no la impresionó; detrás de sus máscaras festivas de educada sofisticación, sabía que la mayoría de los presentes eran negros supersticiosos que habrían ido corriendo a verla en busca de encantamientos o consejos oraculares en cuanto tuvieran problemas. No obstante, no hizo nada; sólo sonrió con amargura y volvió a casa cojeando. Después de todo, todavía amaba a su hijo.
Sin embargo, la siguiente afrenta no pudo pasarla por alto. Fue en la toma del cargo de nuevo presidente. Tampoco a ese acontecimiento se la invitó, pero ella fue. Y en esta ocasión no se quedó en las sombras. Después de que el juramento de posesión fuera recitado, marchó con decisión ante la presencia del nuevo gobernante de Haití y lo abordó delante de los mismos ojos del cónsul de Alemania. Era una figura grotesca: una vieja pequeña y fea que apenas medía un metro y medio, negra, descalza y vestida con harapos.
Naturalmente, el hijo ignoró su presencia. La bruja marchita se pasó la lengua por sus encías desdentadas en terrible silencio. Luego, con tranquilidad, comenzó a maldecirlo... no en francés, sino en el dialecto nativo de las colinas. Invocó la ira de sus sangrientos dioses sobre su cabeza desagradecida, y le amenazó tanto a él como a su esposa con venganza por su relamida ingratitud. Los invitados quedaron conmocionados.
También el nuevo presidente. No obstante, no perdió la compostura. Con calma llamó con un gesto a los guardias, quienes se llevaron a la ahora histérica bruja. Trataría con ella después.
La noche siguiente, cuando consideró adecuado bajar a la mazmorra a razonar con su madre, ella no estaba. Había desaparecido, le dijeron los guardias, moviendo los ojos misteriosamente. Hizo que fusilaran al carcelero y regresó a sus aposentos oficiales.
Estaba un poco preocupado respecto a la maldición. Veréis, él sabía de lo que era capaz la mujer. Tampoco le gustaron las amenazas que profirió contra su mujer. Al día siguiente hizo que le fabricaran unas balas de plata, igual que el Rey Henry en los viejos días. También compró un encantamiento ouanga de un hechicero que conocía. La magia lucharía contra la magia.
Aquella noche, una serpiente le visitó en sueños; una serpiente de ojos verdes que le susurró a la manera de los hombres y le siseó con aguda y burlona risa cuando él la golpeó en su sueño. Por la mañana había un olor reptilesco en su dormitorio, y un légamo nauseabundo sobre su almohada que emitía un olor similar. Y el presidente supo que sólo su encantamiento le había salvado.
Aquella tarde su esposa echó en falta uno de sus vestidos parisinos, y el presidente interrogó a los sirvientes en su cámara de torturas. Descubrió algunos hechos que no se atrevió a contarle a su mujer, y a partir de ese momento dio la impresión de estar muy triste. Ya había visto trabajar a su madre con figuras de cera antes: pequeños maniquíes que se parecían a hombres y mujeres, vestidos con partes de sus prendas robadas. A veces les clavaba agujas o los asaba sobre un fuego bajo. Siempre las personas reales enfermaban y morían. Ese conocimiento hizo al presidente bastante desdichado, y estuvo más preocupado cuando regresaron unos mensajeros y le dijeron que su madre había desaparecido de su vieja cabaña en las colinas.
Tres días después su esposa murió de una herida dolorosa en el costado que los médicos no pudieron explicar. Estuvo en agonía hasta el final, y justo antes de morir se rumoreó que su cuerpo se puso azul y se hinchó hasta el doble de su tamaño normal. Sus rasgos estaban carcomidos como con lepra, y sus extremidades dilatadas se parecían a las de una víctima de elefantiasis. En Haití hay horribles enfermedades tropicales, pero ninguna mata en tres días...
Después de eso, el presidente enloqueció.
Como Cotton—Matters antaño, inició una cruzada de caza de brujas. Se envió a los soldados y a la policía a peinar todo el campo. Los espías fueron a los cobertizos de las cimas de las montañas, y las patrullas armadas se agazaparon en campos lejanos donde trabajan los hombres—muertos vivientes, con sus vidriosos ojos mirando incesantemente a la luna. Se interrogó a las mamalois sobre los fuegos, y se asó a los poseedores de libros prohibidos sobre llamas alimentadas con esos mismos volúmenes que guardaban. Los sabuesos ladraron en las colinas, y los sacerdotes murieron en los altares donde solían realizar sacrificios. Sólo se había dado una orden especial: la madre del presidente debía ser capturada con vida y sin recibir daño alguno.
Mientras tanto, él permaneció sentado en palacio con las brasas de la lenta locura en sus ojos: brasas que ardieron con llama demoníaca cuando los guardias trajeron a la bruja marchita, a quien habían capturado cerca de aquella terrible arboleda de ídolos que hay en la ciénaga.
La llevaron abajo, aunque se debatió y arañó como un gato salvaje, y luego los guardias se fueron y dejaron a su hijo a solas con ella. Solo, en la cámara de torturas, con una madre que le maldijo desde el potro. Solo, con un fuego frenético en los ojos, y un gran cuchillo de plata en la mano...
El presidente pasó muchas horas en su cámara de torturas secreta durante los siguientes días. Rara vez se lo vio por el palacio, y sus sirvientes recibieron órdenes de que no debía molestársele. Al cuarto día subió por la escalera oculta por última vez, y la titilante locura de sus ojos se había desvanecido.
Qué sucedió en la mazmorra subterránea jamás se sabrá con certeza. Sin duda es lo mejor. El presidente era un salvaje de corazón, y para el bárbaro la prolongación del dolor siempre aporta éxtasis...
Sin embargo, se sabe que la vieja bruja maldijo a su hijo con la Maldición de la Serpiente en su último aliento, y ésa es la maldición más terrible de todas.
Se puede obtener cierta idea de lo que pasó conociendo la venganza del presidente, ya que tenía un sentido del humor lúgubre y la noción de la retribución de un salvaje. Su esposa había sido asesinada por su madre, quien creó una imagen de cera de ella. Él decidió hacer lo que sería exquisitamente apropiado.
Cuando subió por la escalera aquella última vez, sus sirvientes vieron que llevaba con él una vela grande, hecha de grasa de cadáver. Y como nadie vio nunca más el cuerpo de su madre, hubo conjeturas curiosas respecto a cómo había conseguido la grasa de cadáver. Pero también la mente del presidente se inclinaba hacia las bromas macabras...
El resto de la historia es muy sencilla. El presidente fue directamente a su despacho en el palacio, donde depositó la vela sobre su escritorio. Había descuidado el trabajo en los últimos días, y tenía muchos asuntos oficiales que atender. Permaneció sentado en silencio un rato, mirando la vela con una sonrisa curiosa y satisfecha. Luego ordenó que le llevaran los documentos y anunció que se ocuparía de ellos de inmediato.
Trabajó toda la noche, con dos guardias estacionados en el exterior junto a la puerta. Sentado a su mesa, se dedicó a su tarea a la luz de la vela... esa vela hecha con grasa de cadáver.
Era evidente que la maldición lanzada por su madre al morir no le molestaba en absoluto. Una vez satisfecho, su ansia de sangre saciada descartó toda posibilidad de venganza. Ni siquiera era lo suficientemente supersticioso como para creer que la bruja pudiera volver de la tumba. Permaneció bastante tranquilo allí sentado, todo un caballero civilizado. La vela proyectaba sombras ominosas sobre el cuarto en penumbra, pero él no lo notó... hasta que fue demasiado tarde. Entonces, alzó la vista... para ver la vela de grasa de cadáver retorcerse hasta adquirir una vida monstruosa.
La maldición de su madre...
¡La vela —la vela hecha con grasa de cadáver— estaba viva! Era una cosa sinuosa, y que se retorcía, moviéndose en su candelabro con un propósito siniestro.
El extremo de la llama pareció brillar con intensidad y adquirir un súbito y terrible parecido. El presidente, sorprendido, vio la cara ígnea de su madre; una cara diminuta y arrugada de fuego, con un cuerpo de grasa de cadáver que se lanzó hacia el hombre con espantosa facilidad. La vela se estiraba como si estuviera derritiéndose; se estiraba y extendía hacia él de un modo terrible.
El presidente de Haití aulló, pero era demasiado tarde. La resplandeciente llama del extremo se apagó, quebrando el hechizo hipnótico que mantenía en trance al hombre. Y en ese momento la vela saltó, mientras la habitación desaparecía en la temida oscuridad. Era una oscuridad horrible, llena de gemidos y el sonido de un cuerpo debatiéndose que se hizo cada vez más y más débil...
Estaba inmóvil cuando los guardias entraron y encendieron las luces de nuevo. Sabían lo de la vela de grasa de cadáver y la maldición de la madre—bruja. Ésa es la razón por la que fueron los primeros en anunciar la muerte del presidente; los primeros en meterle una bala en la nuca y afirmar que se había suicidado.
Le contaron la historia al sucesor del presidente, y éste dio órdenes de que se abandonara la cruzada contra el vudú. Era mejor así, pues el nuevo gobernante no deseaba morir. Los guardias le explicaron por qué le habían disparado al presidente y dicho que había sido suicidio, y su sucesor no quiso arriesgarse a caer en la Maldición de la Serpiente.
Pues el presidente de Haití había sido estrangulado por la vela de grasa del cadáver de su madre... una vela de grasa de cadáver que estaba enroscada alrededor de su cuello como una serpiente gigantesca.
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