El Gris Gris En El Escalón De Su Puerta Le Volvió Loco
Raymond J. Martínez
Muchas de las casas viejas de Nueva Orleans fueron construidas cerca de la acera, y se accedía a ellas por una escalera, por lo general de tres o cuatro tramos. En la actualidad los foráneos se preguntan por qué se mantienen esos escalones tan limpios, pero eso es una costumbre respetada desde hace tiempo. Se los lava todos los días, y a veces, cuando no están perfectamente limpios, se extiende sobre ellos ladrillo en polvo. Nunca ha habido una explicación satisfactoria para que se eche ladrillo en polvo sobre escalones del todo limpios. El interior de la casa puede estar polvoriento y sucio, pero los escalones han de encontrarse relucientes, pues ello le da la impresión a los transeúntes de que toda la casa está igual de limpia. (Es la mejor explicación que puedo dar sobre los escalones limpios de Nueva Orleans; puede que haya una mejor, pero yo no la conozco.)
Había un hombre de moral dudosa que tenía dos nombres, J. D. Rudd y J. B. Langrast. Hacia 1850 era el propietario de una casa que tenía un gran patio, situada en la calle Dumaine, y en ella se ganaba la vida vendiendo chatarra que almacenaba en su terreno, tanto en el interior de la casa como en el patio. Sin embargo, sus escalones siempre estaban limpios, y cualquier persona que entraba en la morada se quedaba asombrada al ver la suciedad: las ropas viejas, las sábanas que no habían sido cambiadas en semanas, y los diversos artículos, como garrafones, muebles rotos, ruedas de carreteras y pajareras. No obstante, ganaba bastante dinero, pues la mitad de la chatarra que vendía era robada, y una buena parte la recogía gratis. Compraba muy poco. Sin embargo, no había día en que no realizara ventas que ascendieran a una suma próxima a los cien dólares, en aquella época una cantidad considerable.
El motivo por el que utilizaba dos nombres se debía a que tenía dos mujeres, una en la parte alta de la ciudad y la otra en la parte baja. Ninguna conocía la existencia de la otra, y, como una hablaba sólo francés y la otra sólo español, no resultaba probable que se llegaran a conocer y compararan notas. En la zona alta era conocido como Langrast, y en la baja como Rudd; y cuando estaba en la parte alta vestía un excelente traje a medida y camisa limpia, de hecho, se vestía como un caballero, mientras que en la parte baja llevaba ropas de trabajo, pues su esposa de allí, habiendo sido criada en una choza, no era muy exigente. Hasta hoy en día no se sabe por qué quería dos mujeres, ya que pasaba la mayor parte del tiempo en su cuartel general de la chatarra en la calle Dumaine, y dormía en una cama apenas apta para animales, y menos aún para un hombre que a veces se vestía como un caballero y asumía modales adecuados. Vivió feliz de esa manera durante varios años, y se consideró como un genio del engaño.
Marie Laveau se hallaba en la cúspide de su fama y gloria por esa época, y asombraba a la gente con sus increíbles logros, pero Langrast la odiaba, a ella y a su culto, y a todos los individuos que profesaran el vudú. Decía que eran “la escoria de la tierra, y ladrones que preferían matar y robar.” Siempre que había un asesinato misterioso en la ciudad él le atribuía el crimen a algún “vudú”. Pero una mañana, al abrir la puerta delantera de la casa, vio en los lustrosos escalones una cruz y una bolsa pequeña que contenía la cabeza de un gallo. Eso le enfureció, y fue de inmediato a informar del asunto a la policía; sin embargo, sólo había recorrido unas calles cuando se le ocurrió que no se hallaba en posición de atraer publicidad sobre su persona, ya que estaba usando dos nombres y estaba casado con dos mujeres. Una vez que se hubo calmado, también pensó que la policía poco podía hacer al respecto. Cuanto más discretamente viviera, mejor. Dio la vuelta y se preguntó qué podía hacer con la cabeza de gallo que llevaba con él para mostrársela a la policía, y al ser incapaz de decidirse se metió en un bar y pidió una copa de whisky. De pie a su lado, en la barra, había un hombre de aspecto lamentable que parecía estar emborrachándose adrede, pues no paraba de pedir una copa tras otra.
Cuando Langrast se disponía a marcharse, el hombre le encaró y dijo:
—¿Me ve? Míreme, en una ocasión fui un caballero próspero. Pero míreme ahora. Soy un mendigo. ¿Por qué? ¿Le gustaría saberlo? Es una historia interesante, y yo se la voy a contar. Los seguidores del vudú me lanzaron una maldición. Yo estaba enamorado de una muchacha; pero no voy a hablar de eso... por motivos que conozco muy bien, motivos sagrados, muy sagrados. El amuleto aparecía cada mañana en el escalón de mi puerta —cada mañana— y entonces mi suerte empezó a cambiar. Un sinsonte que venía a cantar a mi ventana todas las mañanas desapareció; mi pececillo de colores se murió; mi perro, Rex, el animal más bueno que haya vivido alguna vez, recibió un tiro, y murió en mis brazos, despidiéndose de mí como lo haría un ser humano. —En ese momento le saltaron las lágrimas—. Yo estaba en el negocio del tabaco y vendía tabaco cultivado aquí, en el distrito de St. James, y ganaba dinero. Iba camino de convertirme en millonario, a pesar de que gastaba el dinero a raudales.
Langrast no deseaba oír la historia, y reanudó la marcha, pero el hombre lo agarró del brazo.
—No tenga prisa; podría sucederle a usted, y le aconsejo que lo escuche para que pueda estar en guardia. Me llamo John Spiker, y soy de Kentucky.
Langrast estaba asustado. Parecía como si el amuleto ya empezara a actuar sobre él.
—Le invito a una copa —dijo—, y eso es todo.
Mientras John Spiker le indicaba con un gesto al camarero que les llevara dos copas, Langrast le deslizó la cabeza de gallo en el bolsillo.
Les sirvieron las bebidas y Spiker se puso a hablar de nuevo.
—Sí, como iba diciendo, tenía un carruaje y los mejores hombres de la ciudad me estrechaban la mano en la calle; pero ahora no me conocen, ni siquiera saben ya mi nombre, no reconocen mi cara... como si nunca me hubieran visto. Pero deje que le muestre mi cheque de diez mil dólares anulado, calderilla que...
Metió la mano en el bolsillo, y cuando sintió la cabeza de gallo la cara se le puso lívida, y pareció incapaz de mover un músculo. Se volvió para ver si había alguien detrás de él, con la mano aún en el bolsillo apretando la cabeza de gallo. Al rato la sacó, la examinó y la arrojó con todas sus fuerzas contra el espejo del bar, rompiendo dos botellas de whisky.
El camarero se dirigió al cuarto trasero del bar y regresó con una escopeta de doble cañón que apuntó en dirección de Langrast y Spiker cuando dijo:
—Y ahora largaos, los dos.
—¿Por qué yo? —preguntó Langrast.
—Porque te vi meter esa cabeza de gallo en el bolsillo de Spiker.
Al oírlo, Spiker recordó todas las imprecaciones que había escuchado alguna vez en el viejo Kentucky y se las soltó a Langrast, jurando que si tuviera un revólver lo mataría, y declarando que si se encontraba cuando lo tuviera le dispararía en el acto, pues ese incidente había renovado la maldición lanzada sobre él, prolongándola “ni se sabe cuánto”.
El camarero, ya calmado, soltó la escopeta y, habiendo disfrutado de los magníficos insultos de Spiker, dijo que los muchachos podían tomar una copa por invitación de la casa, y para mostrarles que el amuleto no significaba nada para él, conservaría la cabeza de gallo en un vaso de su mejor whisky y la mantendría en el estante de los licores.
Spiker no se movió durante un momento; luego, con lágrimas frescas cayéndole por las mejillas, le estrechó la mano a Langrast. Una vez acabada la copa a cuenta de la casa, decidieron que se emborracharían juntos, y juraron que “limpiarían Nueva Orleans del vudú”, y que lo desenmascararían “como el fraude más sucio que existiera jamás o regresarían a un país civilizado, como Tennessee o Kentucky, donde un hombre podía dispararte cara a cara, pero que jamás se agacharía para ponerte un amuleto en el escalón de la puerta, causándote la muerte por una lenta humillación e inanición.”
Casi agotaron el licor del bar, todo a cuenta de Langrast, pues era un hombre próspero. En algún momento del amanecer se fueron trastabillando a casa, y cuando Langrast llegó a la suya vio una cruz nueva y otra cabeza de gallo en los escalones. Eso le volvió loco. Entró en la casa, cogió su escopeta y se puso a destrozar los escalones a balazos, al tiempo que maldecía el vudú y juraba que iba a matar hasta el último de sus seguidores que “infestaban esta ciudad”. Los vecinos llamaron a la policía y Langrast fue encerrado.
Cuando le soltaron, después de pagar una fuerte multa, malvendió su negocio, abandonó a sus dos esposas y dejó la ciudad.
Treinta años después llegó un anciano a Nueva Orleans procedente del Perú, y se registró en el Hotel St. Louis como J. B. Langrast. Hablaba español con fluidez y era muy rico, ya que provocó un impacto en los círculos bancarios depositando medio millón de dólares en un banco de Nueva Orleans. Pasado un tiempo, se puso a buscar a la mujer de J. D. Rudd y a la mujer de J. B. Langrast. Descubrió que la señora Rudd estaba muerta y que la señora Langrast, ahora de cincuenta años, trabajaba como camarera en el Hotel St. Louis. Se dirigió al restaurante y la reconoció. Pero ella no le reconoció a él; había envejecido mucho, y como ya casi había olvidado el inglés ella no pudo recordar su voz... su entonación había cambiado. Pero al final la convenció de que era su marido y la llevó a Tennessee, que para él era un civilizado en el que deseaba pasar el resto de su vida... donde un hombre nunca te disparaba por la espalda, ni te torturaba con amuletos ni te lanzaba una maldición.
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