RATAS
M. R. James
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—Y si ahora tuvieses que atravesar los dormitorios, verías las sábanas, rasgadas y
mohosas, ondulando una y otra vez como si fueran mares.
—Pero... ¿a causa de qué? —dijo.
—Bueno, a causa de las ratas que hay debajo.
¿Pero se debía ese movimiento a las ratas? Lo pregunto porque en otra ocasión
no fue así. No puedo establecer la fecha de mi historia, pero yo era joven cuando la
escuché, y quien me la contó era un anciano. No lo puedo culpar por la escasa
armonía de su relato; por el contrario, yo asumo toda la responsabilidad.
Sucedió en Suffolk, cerca de la costa. En ese lugar el camino presenta un
repentino declive y luego, también repentinamente, se eleva; si uno se dirige hacia el
norte, sobre esa cuesta y a la izquierda del camino, se yergue una casa. Es un edificio
alto, estrecho en proporción, de ladrillo rojo; lo construyeron, tal vez, hacia 1770.
Corona el frente un tímpano triangular, con una ventana circular en el centro. En la
parte trasera se encuentran los establos y las dependencias de servicio; detrás de
ellos, el jardín. Descarnados abetos escoceses crecen cerca de la casa y la circundan
extensos campos de aulagas. A lo lejos, desde las ventanas frontales más altas, puede
distinguirse el mar. Frente a la puerta cuelga un cartel; o colgaba, pues aunque esta
casa fue en otro tiempo una famosa posada, creo que ya no lo es más.
Fue a esta posada donde llegó, un hermoso día de primavera, mi amigo Mr.
Thomson. Era entonces un joven que venía de la Universidad de Cambridge, deseoso
de pasar algunos días en habitaciones aceptables, a solas, y con tiempo para leer. Por
cierto, encontró lo que buscaba, pues el posadero y su mujer tenían la suficiente
experiencia en su oficio como para hacer sentir cómodo a un huésped y, además, no
había ningún otro visitante en el lugar. Le asignaron una amplia habitación en el
primer piso, desde la que podía verse el camino y el paisaje; estaba, lamentablemente,
orientada hacia el este, pero, en fin, nada es perfecto. La casa, por lo demás, era
cálida y de buena construcción.
Mi amigo pasó allí días tranquilos y apacibles: trabajaba toda la mañana; por la
tarde solía pasear por los alrededores, al anochecer conversaba un poco con los
campesinos o la gente de la posada, frente a un estimulante vaso de aguardiente con
agua; luego leía y escribía un poco antes de retirarse a dormir; le habría gustado
continuar esta rutina durante todo el mes que tenía a su disposición, tanto progresaba
su trabajo y tan hermoso era abril ese año, el cual tengo motivos para sospechar que
fue aquel que Orlando Whistlecraft registra en sus anotaciones meteorológicas como
el ''Año de las Delicias".
Uno de sus paseos lo condujo por el camino del norte que, elevándose, atraviesa
una amplia extensión desierta, convertida en brezal. Gracias a la nitidez de la tarde
pudo vislumbrar a varios cientos de yardas a la izquierda del camino, un objeto
blanco, e inmediatamente creyó necesario averiguar de qué se trataba. Al cabo de
pocos minutos, se halló frente a un bloque de piedra —algo así como la base de un
pilar— con un agujero cuadrado en su cara superior. Era similar al que hoy puede
apreciarse en Thetford Heath. Lo observó con detenimiento y contempló el paisaje
unos instantes: una o dos torres de iglesia, los techos rojos de algunas casitas cuyas
ventanas relumbraban al sol, y la superficie del mar, también sembrada de
ocasionales destellos; después prosiguió su camino.
La multiplicidad de temas inconexos que solían tratarse en las charlas
vespertinas le permitió esa tarde preguntar en el bar de la posada el porqué de esa
piedra blanca en el brezal.
—Es muy antigua esa piedra —dijo el posadero (Mr. Betts)—. Ninguno de
nosotros había nacido cuando la colocaron.
—Es cierto —afirmó otro.
—Está en un lugar bastante alto —observó Mr. Thomson—. Tal vez en otro
tiempo sirvió de sustento a una baliza.
—Oh, sí —asintió Mr. Betts—. Escuché decir que podía verse desde los barcos;
bueno, fuera lo que fuese, lo cierto es que se hizo pedazos hace mucho tiempo.
—Mejor —dijo un tercero—. Traía mala suerte, así decían los viejos; mala suerte
para la pesca, quiero decir.
—¿Y por qué? —preguntó Thomson.
—Bueno, yo nunca supe por qué —fue la respuesta— pero ellos, esos tipos de
antes, tenían algunas ideas raras, quiero decir extravagantes; no me asombraría que
ellos mismos la hubiesen destruido.
A Mr. Thomson le fue imposible obtener información más precisa al respecto; el
grupo —que nunca se había distinguido por su locuacidad —adoptó una actitud
taciturna y cuando alguien se atrevió a hablar fue para referirse a cuestiones locales y
a las cosechas. Ese alguien fue Mr. Betts.
Mr. Thomson no tenía tantas consideraciones a su salud como para resignarse a
una caminata diaria. Así, las tres de la tarde de un hermoso día lo sorprendieron
escribiendo activamente en su habitación. Entonces, desperezándose, se levantó y
salió al pasillo. Había, frente al suyo, otro cuarto; luego, el descanso de la escalera y
otras dos habitaciones; una miraba hacia la parte trasera, la otra hacia el sur. En el
extremo sur del pasillo había una ventana, y a ella se dirigió mientras pensaba que
realmente era una pena estar encerrado una tarde tan hermosa. Sin embargo, su
trabajo era lo principal en ese momento; así que decidió robarle no más de cinco
minutos y luego retomarlo; pensó en emplear esos cinco minutos —acaso los Betts no
tuvieran nada que objetar— en recorrer las otras habitaciones del pasillo, en las que,
por lo demás, nunca había estado. Nadie, al parecer, las ocupaba en ese momento;
probablemente, por ser día de mercado, todos habían ido a la ciudad, con la única
excepción, tal vez, de la criada que atendía el bar. Una absoluta quietud reinaba en
toda la casa, sobre la que se abatía pesadamente el calor del sol; las moscas
zumbaban contra los vidrios de los ventanales. Mr. Thomson inició su exploración.
Nada de especial había en el cuarto que enfrentaba al suyo, salvo un viejo grabado
que representaba Bury St. Edmunds; los dos restantes, que estaban a su lado en el
pasillo, eran limpios y alegres; lo único que los distinguía de su propio cuarto, que
tenía dos ventanas, era poseer sólo una. Quedaba por ver la habitación del sudoeste,
frente a la última a la que había entrado. Estaba cerrada, pero Thomson sentía una
curiosidad tan irresistible que, seguro de que no sorprendería ningún secreto
prohibido en un sitio de tan fácil acceso, fue a buscar las llaves de su propio cuarto, y
como éstas no le sirvieron, recogió luego las de los otros tres. Con una de ellas pudo
abrir la puerta. La habitación tenía dos ventanas —una hacia el sur, otra hacia el oeste
— y, por lo tanto, el persistente sol provocaba un calor sofocante. No había
alfombras, sólo el piso desnudo; tampoco cuadros, ni lavabo; veíase, en el rincón más
alejado, una cama. Era una cama de hierro, con colchón y almohadas, cubierta por
una colcha azul, hecha jirones. Era la habitación más anodina que pueda imaginarse;
sin embargo, había allí algo que obligó a Thomson a cerrar la puerta con suma
rapidez y cuidado, y a apoyarse, trémulo, contra la ventana del pasillo. Alguien yacía
bajo la colcha y además se agitaba. No cabía duda de que se trataba de alguien, no de
algo, pues sobre la almohada se destacaba la forma inconfundible de una cabeza. Sin
embargo, la colcha la tapaba por completo, y sólo un muerto yace con la cabeza
cubierta; pero este alguien no estaba muerto, no realmente muerto, porque jadeaba y
se estremecía. Si Thomson hubiese contemplado tal escena en el crepúsculo, o a la
incierta luz de una vela, nada le habría costado convencerse de que se trataba de una
fantasía. En esa tarde resplandeciente ello era imposible. ¿Qué debía hacer? Primero,
cerrar la puerta con llave, costara lo que costase. Se aproximó con cautela y se inclinó
para escuchar. Contuvo el aliento; acaso oyera el sonido de una pesada respiración, a
la que podía atribuirle una explicación prosaica. El silencio era total. Cuando, con
mano vacilante, introdujo la llave en la cerradura y la hizo girar, ésta rechinó y en el
acto escucháronse pasos tambaleantes y penosos, que avanzaban hacia la puerta.
Thomson huyó como un conejo hacia su habitación, donde se encerró con llave; sabía
que era en vano —¿de qué podían servir puertas y cerrojos ante lo que sospechaba?—
pero era todo cuanto se le ocurrió en ese momento y, de hecho, nada sucedió. Sólo lo
asaltaron el terror de la espera y las atroces dudas sobre la decisión a adoptar. Su
primer impulso fue, por supuesto, abandonar lo antes posible una casa que albergaba
huésped tan nefasto. Pero precisamente el día anterior había asegurado que se
quedaría por lo menos una semana más y, en caso de cambiar sus planes, de ningún
modo podría evitar que sospecharan su participación en asuntos que por cierto no le
concernían. Además, o bien los Betts conocían la existencia del extraño huésped (y sin
embargo no abandonaban la casa), o bien la ignoraban (lo cual también evidenciaba
que no había nada que temer), o bien sabían sólo lo suficiente como para cerrar la
habitación, pero demasiado poco como para alarmarse: en cualquiera de esos casos,
parecía obvio que no existía nada digno de temor; su propia experiencia, por lo
demás, no había sido tan terrible. Quedarse, en todo caso, implicaba menos esfuerzo.
En fin, permaneció allí la semana prevista. Nada advirtió al pasar junto a esa
puerta; deteníase con frecuencia, a una hora tranquila del día o de la noche, en el
pasillo, para escuchar, pero por más atención que prestara no percibía sonido alguno.
Habría sido lógico, tal vez, que Thomson intentara averiguar historias relacionadas
con la posada, no interrogando a Betts sino al párroco o a la gente más vieja de la
aldea; pero no lo hizo: era presa de esa reserva que suele dominar a la gente que
padeció experiencias extrañas y cree en ellas. Sin embargo, al acercarse el fin de su
estadía, la necesidad de una explicación se tornó más perentoria. Durante sus paseos
solitarios se dedicó a forjar un plan que le permitiera, del modo más discreto posible,
indagar una vez más ese cuarto a la luz del día. Concibió, finalmente, este ardid:
debía marcharse por la tarde, en el tren de las cuatro; cuando el cabriolé lo aguardara
con el equipaje, haría una última incursión al piso alto para examinar su propio
dormitorio y verificar si no olvidaba nada; luego, con esa misma llave, previamente
aceitada —。como si eso valiera de algo!— abriría una vez más, sólo por un instante,
la puerta de la otra habitación, y la volvería a cerrar.
Así lo hizo. Pagó la cuenta. Toleró una charla breve y convencional mientras
trasladaban su equipaje al cabriolé.
—Un hermoso lugar, por cierto... estuve muy cómodo, gracias a usted y a Mrs.
Betts... espero volver en otra oportunidad.
—Encantados de que esté satisfecho, señor. Hicimos todo lo posible...
encantados de recibir sus elogios... El tiempo, en realidad, nos ayudó mucho.
Y luego:
—Iré arriba a ver si olvidé un libro o alguna otra cosa; no, no se moleste, vuelvo
en un minuto.
Y tan silenciosamente como pudo, se deslizó hasta la puerta y la abrió. 。La
ruptura de una ilusión! Casi estalló en carcajadas. Apoyado, casi podría decirse que
sentado, sobre el borde de la cama, había... 。pues nada más que un espantapájaros!
Un espantapájaros que habían sacado del jardín, por supuesto, y arrinconado en esa
habitación en desuso... Sí, pero de pronto toda la comicidad de su hallazgo se
desvaneció. ¿Acaso los espantapájaros tienen pies calzados que, en su desnudez,
muestran los huesos? ¿Acaso sus cabezas cuelgan sobre los hombros? ¿Acaso tienen
grillos de hierro y trozos de cadenas alrededor del cuello? ¿Acaso pueden
incorporarse y avanzar, aunque sea con tanta rigidez, a través de una habitación,
meneando la cabeza, con los brazos caídos junto al cuerpo? ¿Y pueden, acaso,
temblar?
Dio un portazo, se precipitó hacia las escaleras, las bajó de un salto y,
finalmente, perdió el sentido. Al despertar, Thomson vio a Mr. Betts, que se inclinaba
sobre él con una botella de aguardiente y le dirigía una mirada de reconvención.
—No debería haberlo hecho, señor, de veras que no. No es ése el modo de tratar
a gente que hizo por usted todo lo que pudo.
Thomson escuchó otras frases similares, pero jamás pudo recordar qué
respondió. A Mr. Betts, y tal vez aún más a Mrs. Betts, le resultaba difícil aceptar sus
disculpas, por más que él alegaba que nada diría que pudiese perjudicar el buen
nombre de la casa. Debieron sin embargo aceptarlas. Como Thomson ya no podía
alcanzar el tren, se hicieron los arreglos necesarios para que esa noche durmiera en la
ciudad. Antes de que se fuera, los Betts le contaron lo poco que sabían.
—Dicen que era, hace mucho tiempo, el dueño de esta propiedad y que protegía
a los bandoleros que acechaban en el brezal. Al fin recibió su merecido: lo colgaron
con cadenas, según dicen; levantaron el cadalso allí donde está la piedra blanca. Los
pescadores se lo llevaron porque, según creo, lo veían desde el mar y les impedía
tener buena pesca, o por lo menos eso pensaban. A nosotros nos contaron los
anteriores propietarios. ''Mantengan cerrado ese cuarto", nos dijeron, "pero no saquen
la cama; entonces no tendrán ningún problema". Y nunca los tuvimos; ni una vez salió
de la habitación, aunque ahora no sé qué pasará. De todos modos, usted es el primero
que lo ha visto desde que estamos aquí; yo mismo no lo miré nunca, ni quiero
hacerlo. Como hicimos las habitaciones de los sirvientes junto al establo, no tuvimos
ningún problema con ellos. Lo único que espero, señor, es que mantenga la boca
cerrada. ¿Usted sabe lo perjudiciales que podrían ser ciertas habladurías...? —y
siguieron otros ruegos del mismo tenor.
Mr. Thomson mantuvo su promesa durante muchos años. Yo conocí esta
historia gracias a un incidente peculiar: cuando Mr. Thomson vino a visitar a mi
padre, se me encomendó que le indicara su habitación, pero él, en lugar de permitir
que le abriera la puerta, se me adelantó y la abrió por sí mismo; luego permaneció
varios minutos en el umbral y escudriñó con insistencia, a la luz de la vela, el interior
del cuarto. Al fin pareció recobrarse y se disculpó:
—Lo siento. Sé que es absurdo, pero jamás puedo evitar hacerlo, por un motivo
muy particular.
Días más tarde, conocí ese motivo tan particular, y ustedes acaban de conocerlo.
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