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sábado, 3 de septiembre de 2011

Douglas Adams Dirk Gently Agencia de investigaciones holísticas III



Douglas Adams 
  Dirk Gently Agencia de investigaciones holísticas

                               III


Las palabras le resultaban muy familiares y, sin embargo, al seguir leyéndolas
le despertaban extrañas sensaciones y recuerdos espantosos que estaba seguro
de que no eran suyos. Le causaban una impresión de pérdida y desolación de una
tremenda intensidad que, aun consciente de que no era suya, poseía una
resonancia tan perfecta, ahora, en medio de sus aflicciones, que no pudo sino
entregarse a ella por entero.
"Y miles, miles de seres viscosos
Continuaron su existencia, igual que yo."
La persiana se enrolló con un ruido brusco y Richard pestañeó.
-Pareces haber pasado una tarde fascinante- dijo Dirk Gently-, aunque es
posible que los detalles más interesantes hayan escapado por completo a tu
curiosidad.
Volvió a sentarse, se retrepó en el asiento y juntó las manos presionando las
yemas de los dedos.
-Por favor, no me decepciones preguntando "¿dónde estoy?" Una mirada
bastará.
Richard, levemente atontado, miró alrededor y sintió como si volviera
súbitamente de una larga estancia en otro planeta donde todo fuese paz, luz,
felicidad y música inacabable. Se sentía tan distendido que apenas se molestaba
en respirar. El remate de madera de la cuerda de la persiana golpeó varias veces
contra la ventana, pero aparte de eso reinaba el silencio. El metrónomo estaba
quieto. Miró el reloj. Era algo más de la una.
-Has estado hipnotizado casi una hora -explicó Dirk-, y en ese tiempo me he
enterado de muchas cosas interesantes y no he entendido otras que ahora
quisiera discutir contigo. Quizá te venga bien un poco de aire fresco para
reanimarte, te propongo un paseo tonificante por el canal. Allí nadie te buscará.
Janice!
Silencio.
Richard seguía sin tener claras un montón de cosas y adoptó una expresión
ceñuda. Cuando recuperó la memoria del pasado inmediato se incorporó de
golpe en el asiento como si por la puerta hubiese irrumpido un elefante.
-¡Janice! -volvió a gritar Dirk-. ¡Miss Pearce...! Puñetera chica.
Se dirigió a la puerta tras la cual se sentaba Janice Pierce con la mirada fija en
un lapicero.
-Venga -dijo Dirk-, Vámonos. Larguémonos de este podrido agujero. Creamos
lo increíble. Hagamos lo imposible. Preparémonos para luchar contra el inefable
yo, a ver si al final no podemos destruirlo. Venga, Janice...
-Cierre el pico.
Dirk se encogió de hombros y luego cogió de la mesa el libro que Janice había
estropeado al tratar de cerrar el cajón de golpe. Lo hojeó, frunció el ceño y, con
un suspiro, volvió a ponerlo donde estaba. Janice se dedicó de nuevo a la
operación a la que, evidentemente, estaba entregada momentos antes, que
consistía en escribir una larga nota con el lapicero.
Richard lo observaba todo en silencio, con la sensación de no encontrarse allí.
Meneó la cabeza.
-Ahora los acontecimientos pueden parecerte envueltos en una gran confusión.
Pero tenemos algunos elementos interesantes para desenredar la maraña -dijo
Dirk-. Porque de todos los hechos que me has contado, sólo dos son físicamente
imposibles.
-¿Imposibles? -repitió Richard con el ceño fruncido.
-Sí -repuso Dirk-, completa y absolutamente imposibles. -Sonrió y prosiguió-:
Afortunadamente has venido al sitio adecuado para exponer tu interesante
problema, porque en mi diccionario no figura la palabra "imposible". En realidad -
añadió blandiendo el maltratado libro-, ha desaparecido todo entre "arenque" y
"mermelada". Gracias, miss Pierce, una vez más ha vuelto usted a prestarme un
inestimable servicio, por lo que le quedo agradecido y, en el caso de que esta
empresa tenga un feliz resultado, hasta trataré de pagarle. Entretanto, tenemos
muchas cosas en qué pensar y dejo la oficina en sus capaces manos.
Sonó el teléfono y Janice contestó.
-Buenas tardes -dijo-. Emporio Frutero Wainwright. Mister Wainwright no
puede ponerse al aparato porque no está bien de la cabeza y cree que es un
pepino. Gracias por llamar.
Colgó bruscamente. Alzó la vista y vio cerrarse la puerta tras su ex jefe y su
perplejo cliente.
-¿Imposible? -dijo Richard, sorprendido.
-Todo ello -insistió Dirk-. Completa y absolutamente, cómo decir, inexplicable.
Es absurdo utilizar la palabra "imposible" para describir algo que evidentemente
ocurrió. Pero nada de lo que conocemos puede explicarlo.
El aire fresco que corría por el Grand Union Canal volvió a aguzar los sentidos
de Richard. Había recuperado sus facultades normales y, aunque el hecho de la
muerte de Gordon continuaba sobresaltándole, al menos ya era capaz de pensar
con mayor claridad. Pero por extraño que parezca, de momento eso era lo último
en la mente de Dirk, que se preocupaba de los detalles más insignificantes de la
secuencia de extraños incidentes de la noche anterior y sobre los cuales no
dejaba de interrogarle.
Un corredor y un ciclista que iban en sentidos opuestos se cruzaron y, tras los
gritos con que ambos pretendían apartar al otro del camino, estuvieron a punto
de chocar escapando por poco a las oscuras y lentas aguas del canal.
Contemplaba la escena con mucha atención una anciana de movimientos
lentísimos que tiraba de un perro aún más lento. En la otra orilla había grandes
fábricas vacías con los cristales de todas las ventanas rotos y brillantes. Una
barcaza quemada se mecía débilmente en el canal. En su interior, en un charco
de agua nauseabunda, flotaban un par de envases de detergente. Por el puente
más cercano circulaban con estruendo camiones pesados que hacían vibrar los
cimientos de las casas, emitiendo gases por el tubo de escape y asustando a una
señora que intentaba cruzar la calle con su prole.
Dirk y Richard caminaban por la orilla del South Hackney, a kilómetro y medio
de la oficina del detective, en dirección al centro de Islington, donde Dirk sabía
que estaban los salvavidas más próximos.
-Pero si sólo fue un juego de manos, por amor de Dios –dijo Richard-. Los hace
continuamente. No es más que un truco. Parece imposible, pero estoy seguro de
que si le preguntas a cualquier prestidigitador te dirá que, en cuanto se aprende
el truco, es muy fácil. En Nueva York vi una vez a uno en la calle que...
-Mira, esas cosas son fáciles -explicó Dirk a Richard, que seguía perplejo-. Lo
de aserrar por la mitad a una señora es fácil. Aserrar a una señora por la mitad y
luego volverla a unir es menos fácil, pero puede hacerse con práctica. El truco
que me has descrito con el jarrón de doscientos años de antigüedad y el salero de
la facultad es -hizo una pausa para dar énfasis a sus palabras- completa y
absolutamente imposible.
-Bueno, a lo mejor se me escaparon un par de detalles, pero...
-Claro, sin duda. Pero la ventaja de interrogar a alguien bajo hipnosis consiste
en que el interrogador ve la escena con más detalles de los que el sujeto percibió
en el momento de los hechos. Esa niña, Sarah, por ejemplo. ¿Recuerdas cómo iba
vestida?
-Pues no -dijo Richard vagamente-. Supongo que con un vestido de alguna
clase...
-¿Color? ¿Tejido?
-Pues no recuerdo, no había mucha luz. Se sentaba varias sillas más allá.
Apenas la distinguía.
-Llevaba un vestido de algodón azul oscuro tirando a violeta ceñido a la
cintura, con manga ranglán, cuello blanco tipo Peter Pan y seis pequeños botones
nacarados en la parte delantera; del tercer botón colgaba un hilo. Era morena y
llevaba el pelo recogido en la nuca con una peineta en forma de mariposa.
-Si me vas a decir que sabes todo eso sólo con mirar a un arañazo que tengo
en los zapatos, como Sherlock Holmes, me temo que no te creeré.
-No, no -protestó Dirk-, es mucho más sencillo. Tú mismo me lo dijiste bajo
hipnosis.
Richard meneó la cabeza.
-No es cierto. Ni siquiera sé qué es un cuello Peter Pan.
-Pero yo sí, y me lo describiste con todo detalle. Igual que el juego de manos.
Y ese truco es imposible en la forma en que se desarrolló. Créeme. Sé de lo que
estoy hablando. Hay otras cosas que me gustaría averiguar de ese profesor,
como por ejemplo, quién escribió la nota que descubriste sobre la mesa y cuántas
preguntas hizo realmente Jorge III, pero...
-¿Qué?
-Pero creo que sería mejor preguntárselo directamente a ese individuo. A
menos que... -se interrumpió, frunciendo el ceño con aire de concentración, y
prosiguió-: A menos que me tomara estos asuntos con frivolidad y prefiriese
saber las respuestas antes que las preguntas. Y no es así. Desde luego que no.
Miró abstraído a la lejanía y efectuó un cálculo aproximado de la distancia que
aún quedaba para llegar al próximo salvavidas.
-Y la otra cosa imposible -prosiguió, justo cuando a Richard se le ocurrió decir
una palabra-, o al menos la segunda cosa absolutamente inexplicable es, claro
está, el asunto de tu sofá.
-¡Dirk! -exclamó Richard con irritación-. ¿Puedo recordarte que han asesinado
a Gordon Way y que por lo visto yo soy el sospechoso? Nada de eso tiene la más
mínima conexión con el asesinato,
y yo...
-Pero me siento sumamente inclinado a creer que existe una relación.
-¡Es absurdo!
-Yo creo en la fundamental interre...
-Sí, sí -le interrumpió Richard-. La fundamental interrelación de todas las
cosas. Oye, Dirk, yo no soy una crédula anciana y a mí no me vas a sacar un
viaje a las Bermudas. Si me vas a ayudar, limítate a los hechos.
-Creo que todas las cosas están fundamentalmente interrelacio-nadas -repuso
Dirk, irguiendo la cabeza con aire ofendido-, como todo aquel que siga los
principios de la mecánica cuántica hasta sus últimas consecuencias lógicas no
podrá negar, si es que es honesto. Pero también creo que unas cosas están más
íntimamente relacionadas que otras. Y cuando dos hechos aparentemente
imposibles y una secuencia de otros hechos de características muy peculiares
ocurren a la misma persona, y si esa persona se convierte de pronto en el
sospechoso de un asesinato sumamente curioso, entonces me parece que la
solución hay que buscarla en el eslabón que relaciona todos esos
acontecimientos. Tú eres el elemento de conexión y, además, te has comportado
de forma extraña y anormal.
-No es así. Bueno, me han pasado algunas cosas raras, pero... -Anoche te vi
trepar por la fachada de un edificio y penetrar en el piso de tu novia, Susan Way.
-Quizá fuese algo anormal -se justificó Richard-, y puede que ni siquiera fuese
sensato. Pero sí fue enteramente lógico y racional. Quería rectificar un error que
había cometido para que nadie saliera perjudicado.
Dirk reflexionó un instante y apretó un poco el paso. -Y lo que hiciste fue
solucionar de una forma enteramente razonable y normal el problema del
mensaje que habías dejado en la cinta... Sí, me lo contaste todo durante nuestra
pequeña sesión. ¿Crees que cualquier otro lo hubiese solucionado así?
Richard frunció el ceño como para decir que no sabía a qué venía todo aquel
alboroto.
-No sé si cualquiera lo habría solucionado así -dijo-. Puede que yo tenga una
mentalidad más lógica y precisa que la mayoría de la gente, y a eso se debe que
sepa hacer programas informáticos. Solucioné el problema con lógica y precisión.
-¿Y no fue algo desproporcionado, quizá? -Para mí era muy importante no
decepcionar otra vez a Susan. -De modo que estás enteramente satisfecho de los
motivos que tuviste para hacerlo, ¿no?
-Sí -insistió Richard, molesto.
-¿Sabes lo que solía decirme mi tía solterona, la que vivía en Winnipeg? -No.
Richard se quitó la ropa y se tiró al canal. Dirk se precipitó hacia el salvavidas,
al que acababan de llegar, lo sacó del soporte y lo arrojó hacia Richard que, con
aire de estar completamente perdido y desorientado, a duras penas se mantenía
a flote en medio del canal.
-Agárrate a esto -gritó Dirk- y yo te arrastraré hasta aquí. -No te preocupes -
contestó Richard-, sé nadar.
-No, no sabes -aulló Dirk-. Cógete a eso.
Richard trató de nadar decididamente hacia la orilla, pero desistió en seguida
y, abatido, se agarró al salvavidas. Dirk tiró de la cuerda hasta acercar a Richard
a la orilla, y luego se agachó y le tendió la mano. Richard salió del agua
resoplando y escupiendo, y se sentó en la orilla temblando y con las manos en el
regazo.
-¡Qué agua tan pestilente! -exclamó, volviendo a escupir-. Es de lo más
desagradable. ¡Vaya! ¡Uf! Normalmente nado bastante bien. Me ha debido dar un
calambre. ¡Qué coincidencia tan afortunada que estuviéramos tan cerca de un
salvavidas! Ah, gracias.
Lo último lo dijo en respuesta a la amplia toalla que le había dado Dirk. Con
ella se frotó enérgicamente, casi despellejándose, para quitarse la suciedad del
agua. Se puso en pie y miró alrededor.
-¿Sabes dónde están mis pantalones?
-¡Joven! -exclamó la anciana del perro, que acababa de llegar a su altura.
Se detuvo frente a ellos mirándolos con severidad, y estaba a punto de
reprenderles cuando Dirk se le adelantó.
-Le pido mil excusas, señora mía, por cualquier ofensa que mi amigo pueda
haberle causado sin querer. Le ruego que acepte esto, con mis respetos.
Le tendió un puñado de anénomas que recogió a los pies de Richard. La
anciana se las quitó de la mano con un bastonazo y, llena de horror, siguió su
camino tirando del perro.
-No has sido muy amable -le recriminó Richard, poniéndose la ropa por debajo
de la toalla, que ahora tenía estratégicamente
ceñida al cuerpo.
-No me parece una señora muy amable -repuso Dirk-. Siempre anda por aquí,
tirando de su pobre perro y echando reprimendas a la gente. ¿Has disfrutado del
baño?
-Pues no mucho -confesó Richard, frotándose brevemente el pelo-. No me
había dado cuenta de lo pestilente y frío que es el canal. Toma, gracias. -Le
devolvió la toalla-. ¿Siempre llevas una toalla en la cartera?
-¿Siempre te das un baño por la tarde?
-No, suelo bañarme por la mañana en la piscina de Highbury Fields, para
despertarme y refrescar las ideas. Sólo que recordé que esta mañana no había
ido.
-Y ésa fue la única razón por la que te tiraste al agua, ¿verdad?
-Pues sí. Pensé que un poco de ejercicio me ayudaría a enfrentarme a la
situación.
-¿Y no te parece un poco desproporcionado el hecho de desnudarte y tirarte al
canal?
-No, quizá no haya sido muy prudente, dado el estado del agua, pero estoy
completamente satisfecho de...
-Estás completamente satisfecho de los motivos que te han impulsado a
hacerlo.
-Sí.
-Entonces, ¿no ha tenido nada que ver con lo de mi tía?
-¿De qué demonios estás hablando? -dijo Richard, receloso y con el ceño
fruncido.
-Te lo explicaré -contestó Dirk.
Fue a sentarse a un banco y volvió a abrir la cartera. Dobló la toalla, la guardó
y sacó una grabadora Sony. Hizo señas a Richard para que se acercase y puso en
marcha el aparato. En el pequeño altavoz se oyó a Dirk que, con un sonsonete
monótono, decía: "Dentro de un momento chasquearé los dedos, te despertarás y
lo olvidarás todo salvo las instrucciones que ahora te daré. Dentro de poco iremos
a dar un paseo por el canal y cuando me oigas decir mi "tía solterona, la que vivía
en Winnipeg"..."
Dirk sujetó a Richard del brazo.
-"... te quitarás la ropa y te tirarás al canal" -prosiguió la cinta-. "Comprobarás
que no puedes nadar, pero ni tendrás miedo ni te ahogarás, simplemente te
limitarás a mantenerte a flote hasta que yo te lance el salvavidas..."
Dirk paró la cinta y observó el rostro de Richard, que por segunda vez en aquel
día estaba pálido por la conmoción.
-Me interesaría saber exactamente qué te pasó para que anoche treparas por
la fachada del edificio de miss Way y penetrases en su casa -dijo Dirk-. Y por qué
lo hiciste.
Richard no contestó. Continuó mirando la cinta con aire perplejo.
-En la cinta de Susan había un mensaje de Cordón -dijo al cabo con voz
trémula-. Llamó desde el coche. La cinta está en mi casa. Dirk, de pronto tengo
mucho miedo de todo esto.
Dirk vigilaba al oficial de guardia ante la puerta de la casa de Richard desde
detrás de una camioneta aparcada a unos metros de distancia. El agente retenía
e interrogaba a todos los que pretendían pasar al callejón por donde se entraba
en la casa, incluidos, para gran satisfacción del detective, los policías que no
reconocía inmediatamente. Llegó otro coche patrulla y Dirk se puso en
movimiento.
Del automóvil oficial salió un policía con un serrucho y se dirigió a la puerta.
Con autoritarias zancadas, Dirk dejó atrás al agente colocándose a unos pasos
delante de él.
-Está bien, viene conmigo -dijo Dirk, pasando rápidamente en el momento
exacto en que el guardia paraba al policía recién llegado.
Ya estaba dentro y subiendo las escaleras cuando el policía del serrucho, que
seguía detrás de él, le dijo:
-Oiga, disculpe, señor.
Dirk acababa de llegar al sitio donde el sofá obstruía el paso. Se detuvo y dio
media vuelta.
-Quédese ahí y vigile el sofá -ordenó-. Que nadie lo toque. ¿Entendido? Nadie.
El agente pareció confundido durante un momento.
-Tengo órdenes de serrarlo.
-¡Contraorden! -vociferó Dirk-. Vigílelo como un halcón. Quiero un informe
completo.
Se dio la vuelta y pasó por encima del sofá. Unos momentos después se
encontraba en una amplia zona despejada. Era el nivel más bajo de los dos pisos
de que se componía el apartamento de Richard.
-¿Ha registrado eso? -preguntó bruscamente a otro agente que estaba sentado
a la mesa del comedor de Richard estudiando unas
notas.
Sorprendido, el agente alzó la vista y empezó a ponerse en pie.
Dirk señalaba la papelera. -Pues... sí. -Regístrelo otra vez. Siga registrando.
¿Quién está aquí?
-Bueno, pues...
-No dispongo de todo el día.
-El detective inspector Masón acaba de marcharse, con...
-Bien, lo voy a sustituir. Estaré arriba si me necesitan, pero no quiero que me
interrumpan a menos que sea muy importante. ¿Entendido?
-Y ¿quién es...?
-No veo que registre la papelera.
-Sí, muy bien, señor. Yo...
-Quiero un registro minucioso. ¿Entiende?
-Pues...
-Manos a la obra,
Dirk se precipitó escaleras arriba y entró en el despacho de Richard.
Vio la cinta exactamente donde Richard le había dicho, sobre la enorme mesa
donde estaban los seis Macintosh. Iba a guardársela en el bolsillo cuando le llamó
la atención la imagen del sofá de Richard que giraba lentamente en la pantalla del
Macintosh mayor. Se sentó al teclado y exploró durante un rato el programa que
Richard había confeccionado, pero en seguida comprendió que en su forma actual
poco explicaba por sí solo y no se enteró de mucho. Al fin logró desatascar el sofá
y moverlo escaleras abajo, pero luego se dio cuenta de que para hacerlo bien
tenía también que desplazar un trozo de pared. Con un gruñido de irritación, lo
dejó.
Miró el otro ordenador, que exhibía una curva sinusoidal. En torno a los bordes
de la pantalla se veían pequeñas imágenes de otras formas ondulantes que
podían seleccionarse y añadirse a la curva principal o utilizarse para modificarla
de otra manera. Pronto descubrió que se podían construir curvas muy complejas
a partir de las simples, y se distrajo un rato haciéndolo. Añadió una curva
sinusoidal simple, cuya consecuencia fue la duplicación de la altitud de las crestas
y senos de la espiral. Luego colocó una de las curvas ligeramente por debajo de
otra y sus cotas y senos se borraron dejando una línea completamente plana.
Luego introdujo pequeñas modificaciones en la frecuencia de una de las curvas
con el resultado de que algunos puntos de la curva sinusoidal compleja se
reforzaron mutuamente y otros se eliminaron. Añadiendo una tercera curva
simple de otra frecuencia, resultó una espiral compleja en la que era difícil
distinguir configuración alguna. La línea osciló hacia arriba y hacia abajo con
caprichosa apariencia, permaneciendo inmóvil durante cierto período para luego
describir amplias crestas y senos mientras las tres curvas entraban brevemente
en una fase continua.
Dirk supuso que entre todo aquel equipo habría algún medio de traducir
efectivamente a música la secuencia de curvas que oscilaban en la pantalla del
Macintosh, y empezó a examinar los menús que ofrecía el programa. Encontró un
apartado que le invitó a transferir la muestra de curva a un SIMU. Desconcertado,
miró por la habitación en busca de un gran pájaro sin alas, pero no encontró nada
parecido. De todas formas, activó el proceso y luego siguió el cable que partía de
la parte posterior del Macintosh, seguía al otro lado de la mesa, por el suelo,
detrás de un archivador y debajo de una alfombra hasta ir a parar a una toma
situada en la parte trasera de un amplio teclado gris que llevaba el hombre de
Simulator II.
Dedujo que allí era donde acababa de llegar su curva experimental.
Indeciso, pulsó una tecla.
El desagradable pedo que al instante retumbó de los altavoces fue tan fuerte
que de momento no oyó el grito de "¡Svlad Cjelli!" que partió al mismo tiempo de
la puerta. Sentado en el despacho de Dirk, Richard arrojaba arrugadas bolitas de
papel a la papelera, que ya estaba llena de teléfonos. Rompía lápices ejecutando
sobre las rodillas fragmentos de un antiguo solo de Ginger Baker.
En una palabra, estaba inquieto.
En una hoja de Dirk había tratado de escribir todo lo que podía recordar de la
noche anterior, los detalles y la hora en que ocurrieron los hechos. Se quedó
pasmado de lo difícil que era y lo endeble que parecía su memoria consciente en
comparación con su memoria inconsciente, tal como le había demostrado Dirk.
"Puñetero Dirk", pensó.
Necesitaba hablar con Susan. Pero Dirk le había insistido en que no debía
hacerlo de ninguna manera porque tendrían el teléfono intervenido y podían
localizar la llamada.
-Puñetero Dirk -dijo en voz alta y poniéndose bruscamente de pie-. ¿Tiene una
moneda de diez peniques? -preguntó a una Janice resueltamente melancólica.
Dirk se volvió.
En la puerta había un hombre alto envuelto en la sombra.
Aquel individuo no parecía contento con lo que vela, sino bastante molesto. En
realidad, estaba algo más que disgustado. Parecía capaz de retorcer el pescuezo
a una docena de pollos y seguir enfadado después.
Dio un paso hacia la luz y resultó ser el sargento Gilks, de la comisaría de
Cambridgeshire.
-¿Sabes una cosa? -dijo el sargento Gilks de la comisaría de Cambridgeshire,
parpadeando en un intento de refrenar la cólera-. Cuando vuelvo aquí y me
encuentro a un agente de policía vigilando un sofá con un serrucho y a otro
desarmando una inocente papelera, no tengo más remedio que hacerme ciertas
preguntas. Y tengo que hacérselas a ellos con la alarmante sensación de que no
van a gustarme las respuestas. Luego me encuentro subiendo las escaleras con
una horrible premonición, Svlad Cjelli, un presentimiento absolutamente
desagradable. Presentimiento, debería añadir, que ahora encuentro
horrorosamente justificado. Supongo que tampoco podrás arrojar luz alguna
sobre el asunto de un caballo que encontramos en un cuarto de baño, ¿verdad?
Parecía guardar cierta relación contigo.
-No -contestó Dirk-. Todavía no. Aunque me interesa singularmente.
-Ya lo creo que sí, joder. Y también te habría interesado singularmente si
hubieras tenido que bajar el puñetero caballo por una maldita escalera de caracol
a la una de la madrugada. ¿Qué cono estás haciendo aquí? -preguntó con fastidio
el sargento Gilks.-He venido a buscar justicia.
-Bueno, yo no me meto en eso, y tampoco me meteré en el terreno de la
Metropolitana. ¿Qué sabes de MacDuff y Way?
-¿De Way? Nada, aparte de lo que sabe todo el mundo. A MacDuff lo conocí en
Cambridge.
-Así que le conoces, ¿eh? Descríbemelo.
-Alto. Alto y ridiculamente delgado. Buena persona. Un poco como una mantis
religiosa que no fuese creyente; una mantis religiosa atea, si lo prefieres. Una
especie de mantis religiosa simpática y agradable que ha renunciado a la religión
y se dedica a jugar al tenis.
-Hummm -gruñó malhumorado Gilks, mirando la habitación de espaldas a
Dirk, que aprovechó para guardarse la cinta en el bolsillo-. Parece el mismo.
-Y, desde luego -prosiguió Dirk-, absolutamente incapaz de asesinar a nadie.
-Eso nos toca a nosotros decidirlo.
-Y a un jurado, por supuesto.
-¡Bah! Jurados!
-Aunque las cosas no llegarán tan lejos, evidentemente, porque los hechos
hablarán por sí solos mucho antes de que a mi cliente lo cite un tribunal.
-Tu puñetero cliente, ¿eh? Muy bien, Cjelli, ¿dónde está?
-No tengo ni la menor idea.
-Apuesto a que tienes una dirección para pasar la factura.
Dirk se encogió de hombros.
-Mira, Cjelli, ésta es una investigación de asesinato completamente normal, sin
importancia, y no quiero que la estropees. De modo que considérate advertido
desde este momento. En cuanto vea una sola prueba levitando, te sacudiré tan
fuerte que no sabrás el día en que vives. Ahora lárgate y dame la cinta de paso.
Alargó la mano y Dirk pestañeó con auténtica sorpresa.
-¿Qué cinta? -preguntó.
-Eres listo, Cjelli, lo reconozco -observó Gilks, suspirando-, pero cometes el
mismo error de muchas personas inteligentes que consideran estúpidos a todos
los demás. Si te volví la espalda fue por una razón, para ver qué habías cogido.
No necesitaba ver si lo cogías, sólo comprobar lo que faltaba después. Estamos
entrenados, ¿sabes? Los martes por la tarde nos daban media hora de "Ejercicios
de observación". No era más que una pausa después de cuatro horas de "Bárbara
brutalidad".
Dirk ocultó la ira que le dominaba tras una débil sonrisa. Metió
la mano en el bolsillo de su abrigo de cuero y le entregó la cinta.
-Ponía -ordenó Gilks-. Veamos qué es lo que no querías que
oyera.
-No es que no quisiera que lo oyese -dijo Dirk, encogiéndose de
hombros-, sino que yo quería oírlo primero.
Se dirigió al armario donde estaba instalado el equipo de música de Richard e
introdujo la cinta en el cassette.
-¿Querrías ponerme un poco en antecedentes?
-Es una cinta del contestador automático de Susan Way. Al parecer, Way solía
dejar largos...
-Sí, lo sé. Y su secretaria tenía que escuchar toda su verborrea por la mañana,
pobrecilla.
-Bueno, pues creo que en la cinta hay un mensaje enviado anoche desde el
coche de Gordon Way.
-Ya. Vale, ponió.
Con una gentil inclinación, Dirk pulsó la tecla de Play.
"Hola, Susan, soy Gordon -repitió la cinta-. Voy de camino a la
casa de campo..."
-¡La casa de campo! -exclamó Gilks, con sarcasmo.
"Es el jueves por la noche y son, vamos a ver...., las ocho cuarenta y siete.
Hay un poco de niebla en la carretera. Oye, esa gente de Estados Unidos viene
este fin de semana..."
Gilks enarcó las cejas, miró el reloj y anotó algo en su cuaderno.
Tanto Dirk como el sargento sentían escalofríos al oír la voz del muerto en la
habitación.
"... es un milagro si no acabo muerto en la cuneta. Sería algo extraordinario,
¿verdad?, dejar tus últimas palabras en un contestador automático. No hay
razón..."
Escucharon todo el mensaje en un silencio lleno de tensión. "Ese es el
problema de los tipos con talento, se les ocurre una gran idea que da resultado y
luego esperan que les financies durante años mientras se quedan sentados
estudiando la topografía de su ombligo. Lo siento, tengo que parar y arreglar el
maletero, me parece que no lo he cerrado bien. Vuelvo en seguida."
A continuación se oyó el acolchado ruido del teléfono al caer sobre el asiento
del copiloto y unos segundos después la puerta que se abría. La radio del coche
proporcionaba música de fondo.
Unos instantes después, apagado pero inconfundible, llegó el estampido de
una escopeta de caza de dos cañones.
-Para la cinta -dijo Gilks bruscamente, mirando el reloj-. Han pasado tres
minutos y veinticinco segundos desde que mencionó que eran las ocho cuarenta y
siete. -Volvió a mirar a Dirk-. Quédate aquí y no te muevas. No toques nada. He
anotado la posición de cada partícula de aire de esta habitación, de modo que
hasta sabré cómo has respirado.
Se dio la vuelta y salió con movimientos enérgicos. Bajó las escaleras y Dirk le
oyó decir:
-Tuckett, ve a la oficina de WayForward, investiga los detalles del teléfono del
coche de Way, número, compañía...
La voz se disipó escaleras abajo.
Sin perder tiempo, Dirk bajó el volumen del equipo de alta fidelidad y puso de
nuevo la cinta en funcionamiento. La música siguió durante un rato.
Dirk tamborileó con los dedos, frustrado. Dio un momento a la tecla de
rebobinado hacia adelante. Seguía la música. Pensó que buscaba algo, pero no
sabía qué. Esa idea le dejó seco.
Era evidente que buscaba algo.
Estaba claro que no sabía qué.
La conciencia de que no sabía exactamente por qué hacía lo que hacía le dejó
helado y electrizado. Se dio la vuelta despacio, como la puerta de un frigorífico al
abrirse.
En la habitación no había nadie; al menos, nadie que pudiera ver. Pero
reconocía el escalofrío que le recorría la piel y lo detestaba por encima de todas
las cosas.
-Si alguien puede oírme -dijo en un feroz murmullo-, que escuche bien esto. Mi
mente es el centro de mi ser y todo lo que en ella ocurra es cosa mía. Otras
personas quizá crean lo que quieren creer, pero yo no hago nada sin saber
claramente por qué. Si quiere algo, dígamelo, pero no se le ocurra dirigir mi
voluntad.
Temblaba con una rabia honda y primaria. Poco a poco, con cierto patetismo,
el escalofrío fue abandonándole y pareció desplazarse por la habitación. Trató de
seguirlo con los sentidos, pero en seguida le distrajo una voz que sonó de pronto
casi fuera del alcance de su oído, entre un lejano aullido del viento.
Era una voz profunda, perpleja, aterrorizada, apenas un murmullo etéreo, pero
presente, audible, que salía de la cinta del contestador automático.
"¡Susan! -decía- ¡Socorro, Susan! ¡Ayúdame, por amor de Dios! Estoy muerto,
Susan..."
Dirk giró en redondo y paró la cinta.
-Lo siento -dijo entre dientes-, pero tengo que ocuparme de los intereses de
mi cliente.
Rebobinó muy poco la cinta, justo hasta donde empezaba la voz, giró el botón
del volumen hasta la posición cero y pulsó la tecla Record. Dejó que la cinta
corriera, borrando la voz y lo que viniese a continuación. Si la grabación tenía que
servir para establecer la hora de la muerte de Gordon Way, Dirk no quería que el
asesinado diera luego muestras de una embarazosa presencia en la cinta, aun
cuando fuera para confirmar que estaba muerto.
De pronto pareció brotar una gran emoción en el ambiente. Una oleada de
energía barrió la estancia haciendo vibrar los muebles a su paso. Dirk observó
que se dirigía hacia un armario cercano a la puerta sobre el cual, según descubrió
de pronto, estaba el contestador automático de Richard. La máquina empezó a
dar sacudidas sin desplazarse de su sitio, pero se inmovilizó en cuanto Dirk se
aproximó a ella. Despacio, con suavidad, Dirk alargó la mano y pulsó la tecla que
ponía el aparato en posición Contestar.
La turbulencia en el ambiente volvió entonces a atravesar la habitación hasta
la mesa de Richard, donde los anticuados teléfonos de disco casi se ocultaban
entre montones de papeles y disquetes flexibles. Dirk adivinó lo que iba a pasar,
pero prefirió observar que actuar.
Uno de los teléfonos se descolgó. Dirk oyó la señal de línea. Luego, despacio y
con evidente dificultad, el disco empezó a girar. Se movía poco a poco, a
sacudidas, cada vez más despacio y luego, de pronto, volvía al principio.
Hubo una pausa momentánea. Luego el teléfono volvió a colgarse y
descolgarse y se oyó una nueva señal de línea. El disco empezó a girar otra vez
con más chirridos y sacudidas que antes. Y de nuevo volvió atrás. Esta vez hubo
una pausa más larga y todo el proceso se repitió de nuevo. Cuando el disco volvió
atrás por tercera vez se produjo una súbita explosión de furia: el teléfono entero
saltó por el aire y se precipitó por la habitación. El cordón se enrolló en torno a
una lámpara de pie que se interponía en su camino y la estrelló contra el suelo en
una maraña de cables, tazas de café y disquetes. Una pila de libros cayó
precipitadamente de la mesa.
La silueta del sargento Gilks se recortó impasible en el umbral.
-Voy a entrar otra vez -anunció-, y cuando lo haga no quiero que
siga pasando nada de eso. ¿Queda entendido?
Dio media vuelta y desapareció.
Dirk se precipitó de un salto al cassette y pulsó el rebobinado. Luego se volvió
y masculló:
-No sé quién eres, pero lo supongo. Si quieres que te ayude no vuelvas a
meterme en esos líos.
Gilks volvió a aparecer poco después.
-¡Ah, ya estás otra vez! -dijo, observando los destrozos con mirada impasible-
. Haré como si no viese nada, para no hacer preguntas cuyas respuestas, estoy
seguro, no harían sino irritarme. Dirk lo miró encolerizado.
En el momentáneo silencio que siguió, un leve zumbido llamó la atención del
sargento Gilks, que miró bruscamente al magnetófono.
-¿Qué hace esa cinta? -Rebobinándose. -Dámela.
La cinta llegó al principio y se paró justo cuando Dirk alargaba la mano hacia
ella. La sacó y se la entregó a Gilks.
-Por molesto que sea, esto parece limpiar a tu cliente de toda sospecha -
anunció el sargento-. La compañía del teléfono del coche ha confirmado que la
última llamada que se ha hecho desde el mismo fue a las . de la noche de
ayer, momento en el cual tu cliente dormitaba ligeramente ante varios cientos de
testigos. Digo testigos, aunque en realidad eran estudiantes, pero quizá nos
veamos obligados a suponer que no todos mienten.
-Bueno -repuso Dirk-, pues me alegro de que todo se haya
aclarado.
-Nosotros nunca pensamos que fuese verdaderamente culpable, por supuesto.
Sólo que había hechos que no encajaban. Y ya nos conoces, nos gusta obtener
resultados. Pero dile que todavía queremos hacerle algunas preguntas.
-Si por casualidad me encuentro con él, se lo diré.
-No te olvides de hacerlo, ¿eh?
-Bueno, sargento, ya no le entretengo más -dijo Dirk, señalando la puerta con
desenvoltura.
-No, Cjelli, pero yo te entretendré a ti si no te largas dentro de treinta
segundos. No sé qué coño andas buscando, pero preferiría no enterarme para
dormir más tranquilo en el despacho.
Largo.
-Entonces le deseo que tenga un buen día, sargento. No diré que ha sido un
placer, porque no lo ha sido.
Dirk salió a paso ligero de la habitación y luego del apartamento, observando
con pena que donde antes había un magnífico sofá suntuosamente atascado en
medio de las escaleras, ahora sólo había un pequeño y triste montón de serrín.
Michael Wenton-Weakes levantó bruscamente la vista del libro.
De pronto se sentía lleno de resolución. Ideas, imágenes, recuerdos,
intenciones, todo se le agolpaba y, cuantas más contradicciones surgían, más
parecía encajar la situación, más casaban los detalles. Al fin, después de limar
asperezas y ajustarlos poco a poco, la conjunción era perfecta. Aunque la espera
le había parecido una eternidad donde imperaba el fracaso, la debilidad, la
soledad y la oscura impotencia; ahora todo se había convertido en realidad. Todo
había pasado. Se. rectificaría el desastroso error.
¿Quién lo había ideado? No importaba, el ajuste se había realizado y era
perfecto.
Miró por la ventana a la bien cuidada calle Chelsea y no le importaba si lo que
veía eran seres viscosos con patas o si todos eran mister A. J. Ross. Lo que
importaba era lo que habían robado y lo que se verían obligados a devolver. Ross
ya era el pasado. Y lo que ahora le interesaba estaba más allá del pasado.
Sus grandes y tiernos ojos de vaca volvieron a los últimos versos de Kubla
Khan. El ajuste estaba hecho, todo casaba.
Cerró el libro y se lo guardó en el bolsillo.
Ya estaba despejado su camino de vuelta. Sabía lo que tenía que hacer. Sólo
tenía que comprar algo antes de hacerlo.
-¿Tú? ¿Buscado por asesinato? ¿De qué estás hablando, Richard?
El teléfono temblaba en la mano de Richard. Lo tenía a unos centímetros de la
oreja porque parecía que alguien lo había pringado recientemente de chow mein,
pero eso no era un inconveniente; se trataba de un teléfono público y,
evidentemente, funcionaba por descuido. Richard empezaba a tener la sensación
de que el mundo entero se había apartado unos centímetros de él, como en el
anuncio de un desodorante.
-Gordon... -dijo Richard, vacilante-, Gordon ha sido asesinado, ¿verdad?
Susan hizo una pausa antes de contestar.
-Sí, Richard -confirmó con voz abatida-. Pero nadie cree que lo hicieses tú. Te
quieren hacer algunas preguntas, claro, pero...
-Así que ¿la policía no está ahora contigo?
-No, Richard -insistió la muchacha-. Mira, ¿por qué no vienes a mi casa?
-¿Y no me están buscando?
-¡No! ¿De dónde demonios has sacado la idea de que te buscaban por..., de
que pensaban que tú eras el culpable?
-Pues..., bueno, me lo dijo un amigo mío.
-¿Quién?
-Se llama Dirk Gently.
-Nunca me has hablado de él. ¿Quién es? ¿Te ha dicho algo más?
-Me hipnotizó y... hummm..., me hizo tirarme al canal y, bueno, eso fue todo.
Hubo una tremenda pausa al otro lado del hilo.
-Ven, Richard -dijo Susan con la especie de calma que se apodera de uno
cuando comprende que, por muy mal que se pongan las cosas, no hay
absolutamente ninguna razón para que no empeoren todavía más-. Iba a decirte
que necesito verte, pero creo que eres tú quien necesita verme.
-Quizá debería ir a la policía.
-A la policía ve después. Richard, por favor. Unas horas de más no importan.
Yo... apenas puedo pensar. ¡Es tan horroroso, Richard! Tu presencia me
confortaría. ¿Dónde estás?
-De acuerdo. Estaré contigo dentro de veinte minutos.
-¿Dejo la ventana abierta o quieres probar por la puerta? -dijo Susan,
sorbiendo una lágrima.
-No, por favor -rogó Dirk sujetando la mano de miss Pierce para evitar que
abriese una carta de Hacienda-, hay cielos más desolados que éste.
Acababa de pasar un período de tensa meditación en su oscuro despacho y
desprendía un halo de excitada concentración. Había hecho falta su auténtica
firma al pie de un cheque de verdad para convencer a miss Pierce de que le
perdonara por su última e injustificable extravagancia, por lo que al volver y verla
allí sentada, abriendo cartas del fisco, pensó que Janice había interpretado su
magnánimo gesto de forma equivocada.
La secretaria dejó el sobre a un lado.
-¡Venga! -dijo Dirk-. Quiero que vea una cosa. Observaré sus reacciones con el
mayor interés.
Volvió apresuradamente a su despacho y se sentó al escritorio.
Ella lo siguió pacientemente y se colocó frente a él, ignorando a propósito la
nueva e injustificable extravagancia que había sobre la mesa. La brillante placa
metálica de la puerta la había sacado de sus casillas, pero el absurdo teléfono de
grandes teclas rojas que tenía ante la vista no merecía siquiera el desprecio. Y
desde luego no iba a hacer nada precipitado, como esbozar una sonrisa, hasta
estar segura de que el cheque no se esfumaría. La última vez que le firmó un
cheque, lo canceló antes de acabar el día para evitar, según le explicó, que
"cayese en malas manos". Era de suponer que las malas manos serían las del
empleado del banco.
Le pasó un papel por encima de la mesa.
Ella lo cogió y lo miró. Luego lo volvió del revés y lo examinó de nuevo. Miró la
otra cara y lo dejó sobre el escritorio.
-Bueno -masculló Dirk-. ¿Qué le parece? ¡Dígamelo!
Miss Pierce suspiró.
-Es un montón de garabatos sin sentido trazados con rotulador azul en una
hoja de papel de máquina -afirmó ella-. Parece obra suya.
-¡No! -gritó Dirk, aunque admitió-: Bueno, sí, pero sólo porque creí que era la
solución del problema. -¿De qué problema?
-¡El problema del juego de manos! -insistió Dirk-. ¡Ya se lo he dicho!
-Sí, mister Gently, repetidas veces. Creí que sólo se trataba de un truco de
prestidigitación. De esos que se ven en la tele.
-¡Con la diferencia de que éste era completamente imposible!
-No puede ser imposible; si no, no lo habrían podido hacer. Es lo lógico.
-¡Exactamente! -reconoció Richard, excitado-. ¡Eso es! Es usted una mujer
muy intuitiva y de rara percepción.
-Gracias, señor, ¿me puedo marchar ya?
-¡Espere! ¡Todavía no he terminado! ¡Ni muchísimo menos! ¡Usted me ha
demostrado su gran capacidad intuitiva y sus dotes de penetración, permítame
que ahora le demuestre las mías!
Miss Pierce se acomodó pacientemente en el asiento.
-Se va a quedar atónita -prosiguió Dirk-. Atienda bien. Un problema difícil.
Para buscar la solución no hice sino darle vueltas y más vueltas a la cabeza,
siempre con el mismo resultado exasperante. Era evidente que no sería capaz de
pensar en nada más, pero también estaba claro que si quería encontrar la
solución tenía que pensar en otra cosa. ¿Cómo romper ese círculo vicioso?
Pregúnteme cómo.
-¿Cómo? -preguntó obedientemente miss Pierce, aunque sin ningún
entusiasmo.
-¡Anotando la respuesta! -exclamó Dirk-. ¡Y ahí la tiene! Exultante, dio unas
palmaditas sobre el papel y volvió a retreparse en el asiento con una sonrisa
satisfecha.
Miss Pierce lo miró con estupor.
-Con el resultado -prosiguió Dirk- de que ahora puedo dedicarme a pensar en
nuevos e intrigantes problemas, como por ejemplo...
Cogió el papel lleno de garabatos y garambainas y se lo puso delante de la
vista.
-¿En qué lenguaje está escrito esto? -inquirió en voz baja y amenazadora.
Miss Pierce siguió mirándole con estupor.
Dirk dejó caer el papel, puso los pies encima de la mesa, echó la cabeza atrás
y se llevó las manos a la nuca.
-¿Ha visto lo que he hecho? -preguntó mirando al techo, que pareció
estremecerse un poco al ver que súbitamente le metían en la conversación-. He
transformado un problema de compleja dificultad y probablemente insoluble en
un simple rompecabezas lingüístico. Aunque, desde luego, entraña una compleja
dificultad y probablemente es insoluble.
Pronunció las últimas palabras tras una pausa de honda meditación, después
de lo cual volvió a mirar fijamente a Janice Pierce.
-¡Vamos -la instó-, diga que es de locos! Pero podría dar resultado.
Janice Pierce se aclaró la garganta.
-Es de locos -dijo-, créame.
Dirk se volvió de lado, aflojó los músculos y casi se cayó del asiento, como
debía pasarle al modelo de "El pensador" cuando Rodin salía al excusado. De
pronto parecía tremendamente cansado y deprimido.
-Sé que hay un gran error en algún sitio -dijo en voz baja, abatido-. Y sé que
tengo que ir a Cambridge a comprobarlo. Pero sentiría menos temor si supiese de
qué se trata.
-Entonces, ¿me puedo ir ya, por favor?
Dirk la miró con aire sombrío.
-Sí, pero dígame -le pidió, acariciando el papel con la yema de los dedos-,
¿qué piensa de esto?
-Pues me parece pueril -dijo Janice Pierce, con franqueza.
-¡Pero..., pero...! -exclamó Dirk, frustrado y dando un golpe en la mesa-. Pero
¿no comprende que para entender las cosas debemos ser como niños? Sólo un
niño ve las cosas con absoluta claridad, porque todavía no se le han formado
todos esos filtros que a nosotros nos impiden comprender lo inesperado.
-Entonces, ¿por qué no se lo pregunta a un niño?
Dirk Gentil, Agencia de investigaciones holísticas Douglas Adams
-Gracias, miss Pierce -dijo Dirk, yendo a por el sombrero-. Una vez más me ha
prestado un servicio inestimable por el que le estoy sumamente agradecido.
Salió pitando.
El cielo empezó a nublarse mientras Richard iba de camino a casa de Susan.
El día, que había empezado con una mañana tan animosa y jovial, empezaba a
perder el impulso y a volver a la situación normal en Inglaterra, la de un paño de
cocina húmedo y rancio.
Richard cogió un taxi, que lo llevó a su destino en pocos minutos.
-Deberían deportarlos a todos -dijo el taxista cuando paró.
-¿A quién se refiere? -preguntó Richard, dándose cuenta de que no había
escuchado una palabra del discurso del taxista.
-Pues -repuso el taxista, que comprendió que él tampoco se había enterado de
nada-, bueno, a todos ellos. Librarse de todo el mogollón, eso es lo que digo. Y de
sus puñeteros mocosos -añadió para completar la cosa.
-Supongo que tiene razón -concluyó Richard, apresurándose hacia la casa.
Al llegar al portal oyó el violonchelo de Susan, que tocaba una lenta y
majestuosa melodía. Se alegró. Cuando podía tocar su instrumento, controlaba
sus emociones y era muy dueña de sí.
Había observado algo raro y extraordinario en la relación de Susan con la
música que interpretaba. Cuando estaba emocionada o inquieta, se sentaba a
tocar con una concentración absoluta y después tenía una apariencia fresca y
tranquila. Si a continuación volvía a tocar lo mismo, todo se le escapaba y ella
misma se hacía pedazos.
Entró con el mayor sigilo que pudo, para no distraerla.
Pasó de puntillas frente al cuarto donde ensayaba, pero la puerta estaba
abierta y se detuvo a mirarla haciéndole una breve seña para que no lo dejase.
Parecía pálida y ojerosa, pero le obsequió con el destello de una sonrisa y
prosiguió los movimientos del arco con súbita intensidad.
Con un impecable sentido de la oportunidad del que muy raramente hace gala,
el sol escogió aquel momento para restallar brevemente entre las densas nubes y
una luz de tormenta bañó a Susan y a la oscura madera del antiguo instrumento.
Richard quedó paralizado. La agitación del día se paralizó durante un momento y
mantuvo una respetuosa distancia.
Richard no conocía el fragmento, pero le parecía Mozart y recordó que Susan le
había dicho que tenía que aprender algo de ese compositor. Entró en silencio y se
sentó a escuchar.
Susan terminó al fin la pieza y hubo un minuto de silencio hasta que se
recuperó. Parpadeó, sonrió, le dio un prolongado y trémulo abrazo y luego se
retiró y colgó el teléfono. Solía descolgarlo cuando ensayaba.
-Lo siento, no quería parar -dijo, enjugándose una lágrima como quien se
alivia de una ligera irritación-. ¿Cómo estás, Richard?
El se encogió de hombros y la miró con expresión perpleja. Esa parecía ser una
buena respuesta.
-Y me temo que tendré que seguir -dijo ella, suspirando y meneando la
cabeza.-. Lo siento. Es que he estado... ¿Quién haría una cosa así?
-No sé. Algún loco. Me parece que no importa mucho quién lo hiciese.
-No -convino Susan-. Oye, hummm, ¿has comido? -No. Sigue tocando, Susan,
yo miraré qué hay en la nevera. Ya hablaremos de eso mientras comemos. -De
acuerdo -asintió ella-, pero... -¿Sí?
-Pues de momento preferiría no hablar de Cordón. Sólo hasta que me haga a
la idea. Estoy como perpleja. Habría sido más fácil si hubiésemos estado más
unidos, pero no era así y me siento un poco molesta de no haber reaccionado con
espontaneidad. Hablar de ello estaría bien si no hubiese que emplear el pretérito,
y eso es lo que...
Se abrazó a Richard, tranquilizándose con un suspiro.
-Me parece que no tengo mucha cosa en la nevera. Algún yogur, creo, y un
frasco de arenques enrollados que puedes abrir. Estoy segura de que los
estropearás si lo intentas, pero están bastante frescos. Lo fundamental es no
tirarlos al suelo o dejar que les caiga mermelada encima.
Le abrazó, le besó, le dirigió una melancólica sonrisa y volvió a su sala de
música.
Sonó el teléfono y Richard lo cogió.
-¿Diga?
No oyó nada, sólo como un susurro.
-¿Había alguien al teléfono? -preguntó Susan.
-No, nadie.
-Ya ha pasado un par de veces. Creo que es una especie de minimalista que
respira fuerte.
Susan siguió tocando y Richard se dirigió a la cocina y abrió la nevera. Se
preocupaba menos que Susan de la comida sana y por eso no se sintió nada
entusiasmado de lo que vio, pero logró colocar sin dificultad unos arenques
enrollados, yogur, arroz y naranjas en una bandeja y se esforzó por no pensar en
un par de gruesas hamburguesas con patatas fritas que constituirían un colofón
perfecto. Descubrió una botella de vino blanco y lo llevó todo a la pequeña mesa
del comedor. Susan se reunió allí con él al cabo de un par de minutos. Estaba de
lo más tranquila y sosegada y, una vez iniciada la comida, le preguntó por lo del
canal.
Richard meneó la cabeza con aire confuso y trató de explicárselo hablándole de
Dirk.
-¿Cómo has dicho que se llama? -dijo Susan con el ceño fruncido cuando él
llegó a una pobre conclusión.
-Pues, bueno, en cierto modo Dirk Gently.
-¿En cierto modo?
-Pues sí -repuso Richard, suspirando con dificultad.
Pensó que cualquier cosa que se dijera respecto a Dirk debería estar sujeta a
esa especie de evasivas cautelas. Incluso en el membrete de sus cartas había una
serie de vagas y un tanto ambiguas calificaciones detrás de su nombre. Sacó el
papel en el que horas antes había intentado organizar vanamente sus ideas.
-Yo... -empezó a decir, pero llamaron a la puerta.
Se miraron.
-Es la policía -dijo Richard-. Será mejor que los vea. Terminemos de una vez.
Susan retiró su silla, se dirigió a la puerta y cogió el interfono.
-¿Quién es? -preguntó.
-¿Quién? -repitió al cabo de un momento.
Escuchó con las cejas fruncidas, luego se dio media vuelta y miró a Richard
con expresión ceñuda.
-Será mejor que vengas -le dijo en un tono de voz menos que amable antes de
pulsar el botón que abría el portal.
Volvió al comedor y se sentó.
-Es tu amigo -dijo con voz queda-. Mister Gently.
El Monje Eléctrico tenía un día sumamente bueno y se lanzó a un animado
galope. Es decir que, animado, picó espuelas y, sin ninguna animación, su caballo
se lanzó al galope.
Qué bueno era este mundo, pensó el Monje. Le encantaba. No sabía qué era ni
de dónde había surgido, pero, desde luego, se trataba de un lugar lleno de
satisfacciones para alguien que tuviese sus extraordinarias y únicas dotes.
Lo apreciaban. Aquel día había hablado con todas las personas con las que se
había encontrado, conversado con ellas y escuchado sus problemas para después
pronunciar aquellas dos palabras mágicas: "Te creo." De modo invariable, el
efecto había sido electrizante. No es que los habitantes de aquel mundo no las
pronunciaran de cuando en cuando, pero parecía que rara vez lograban el tono de
honda sinceridad con que el Monje las reproducía después de haberlo programado
tan soberbiamente.
En su propio mundo, no le prestaban la debida atención. Esperaban que
creyese cosas por ellos y que no los molestara. Si alguien venía con alguna gran
idea o propuesta nueva, o incluso con una religión, se le respondía: "Bueno, ve a
decírselo al Monje." Y el Monje se sentaba pacientemente a escuchar y a
creérselo todo, pero nadie le mostraba mayor interés.
En aquel mundo excelente, sólo parecía suscitarse un problema. Con
frecuencia, después de pronunciar las palabras mágicas, el tema cambiaba
rápidamente al del dinero, y el Monje, claro está, no tenía. Un fallo que había
ensombrecido una serie de encuentros que, en caso contrario, habrían sido muy
prometedores.
Quizá debería conseguir un poco. Pero ¿dónde?
Embridó el caballo, que se detuvo agradecido y empezó a darle a la hierba de
la cuneta. El animal no tenía ni idea de para qué servía todo aquel galopar de
aquí para allá, pero no le importaba. Todo lo que le preocupaba era que lo habían
hecho galopar de un lado para otro entre lo que parecía un perpetuo restaurante
de carretera. Aprovechó lo mejor que pudo aquel momento, por lo que pudiese
durar.
El Monje atisbo con atención en ambas direcciones de la carretera. Le
resultaba vagamente familiar. Trotó un poco para echar un vistazo más adelante.
El caballo prosiguió su comida a unos metros de la primera parada.
Sí, el Monje había estado anoche allí. Lo recordaba claramente, bueno, con
cierta claridad. Creía recordarlo claramente y, al fin y al cabo, eso era lo principal.
Habla llegado aquí en un estado mental más confuso que de costumbre, y justo a
la vuelta del primer cruce, si no se equivocaba otra vez de medio a medio, estaba
la pequeña gasolinera frente a la cual había subido al coche de aquel señor tan
amable, del hombre que había reaccionado de tan mala manera
cuando le disparó.
A lo mejor tenían dinero en aquel sitio y le darían un poco, aunque lo dudaba.
Bueno, probaría. Volvió a apartar al caballo de su festín y galopó hacia la
gasolinera.
Al acercarse observó un coche arrogantemente aparcado en ángulo. La
posición en que se encontraba indicaba muy a las claras que no estaba allí para
algo tan trivial como para llenar el depósito y que era importante como para
aparcar justamente en medio del paso. Los coches que llegaban tenían que
maniobrar en torno a él lo mejor que podían para poner gasolina. Era blanco, con
franjas y placas, y llevaba unos faros que le parecieron impresionantes.
Al llegar frente al área de servicio, el Monje desmontó y ató el caballo a un
surtidor. Se dirigió a la pequeña tienda y en su interior vio a un hombre de
espaldas que llevaba un uniforme azul oscuro y una gorra de plato. El hombre
brincaba de un lado para otro metiéndose los dedos en las orejas, lo que
claramente causaba una profunda impresión al cajero.
El Monje lo miraba con temor reverente. Con una instantánea falta de esfuerzo
que habría impresionado a un adepto a la cientología, creyó que aquel hombre
debía de ser un dios para despertar fervor semejante. Conteniendo la respiración,
esperó el momento de adorarlo. Al cabo de unos instantes el hombre dio media
vuelta, salió de la tienda, vio al Monje y se detuvo en seco.
El Monje comprendió que el hombre esperaba que le hiciese algún gesto de
veneración, de modo que se puso a bailar con aire reverente metiéndose los
dedos en las orejas.
Su dios le clavó por un instante la mirada, lo agarró, le dio la vuelta, le dio un
empujón contra el coche, lo mantuvo con las piernas abiertas y le registró en
busca de armas.
Dirk irrumpió en el piso como un pequeño tornado regordete.
-Miss Way -dijo, estrechando la mano un tanto reticente de Su-san y
quitándose el absurdo sombrero-, conocerla representa un inefable placer, pero
es también muy de lamentar que la ocasión de nuestro encuentro esté revestida
de un gran dolor, por el que le expreso mi más honda simpatía y compasión. Le
ruego me crea si le digo que por nada del mundo me entrometerla en su
particular aflicción de no ser por un asunto de la más grave importancia y
magnitud. Richard, he resuelto el problema del truco de prestidigitación y es
extraordinario.
Cruzó en tromba la habitación y se sentó en una silla de la mesa del comedor,
donde depositó el sombrero.
-Tendrás que disculparnos, Dirk -dijo Richard en tono seco.
-No, me temo que sois vosotros quienes tendréis que disculparme a mí -replicó
Dirk-. El rompecabezas está resuelto y la solución es tan asombrosa que me la
dio por la calle un niño de siete años. Pero indudablemente es la correcta, no me
cabe duda alguna. "¿Pues cuál es la solución?", me preguntas, o me preguntarías
si fueses capaz de articular palabra, que no lo eres, de modo que te evitaré la
molestia y haré la pregunta por ti, y además la contestaré diciendo que no te la
diré porque no me vas a creer. En cambio, te la mostraré esta misma tarde. No
obstante, ten el convencimiento de que lo explica todo. El truco de
prestidigitación. La nota que encontraste tenía que haberme resultado
absolutamente clara, pero fui un estúpido. Y explica cuál era la tercera pregunta
que faltaba, o mejor dicho..., y éste es el detalle más importante, ¡explica cuál
era la primera pregunta que faltaba!
-¿Qué pregunta faltaba? -exclamó Richard, confundido por la súbita pausa y
saltando con la primera frase que se le ocurrió. Dirk pestañeó como ante la
presencia de un idiota. -La pregunta que faltaba y que hizo Jorge III, por
supuesto. -¿Que hizo quién?
-Pues, el profesor -dijo Dirk, impaciente-. ¿Es que no escuchas nada de lo que
dices? ¡Todo era evidente! -exclamó, dando una palmada sobre la mesa-. Tan
evidente que lo único que me impidió ver la solución fue el hecho insignificante de
que era absolutamente imposible. Sherlock Holmes observó que una vez
eliminado lo imposible, lo que queda, por improbable que sea, debe ser la
respuesta. Pero a mí no me gusta eliminar lo imposible. Venga, Vámonos.
-No.
-¿Cómo?
Dirk miró a Susan, de quien procedía la inesperada oposición; o
al menos él no se la esperaba.
-Mister Gently -dijo la muchacha en un tono con el que podía romperse un
bastón-. ¿Por qué hizo creer deliberadamente a Richard que le buscaba la policía?
Dirk frunció el ceño.
-Pero es que la policía le buscaba. Y sigue buscándole.
-¡Sí, pero sólo para hacerle unas preguntas! No como sospechoso de
asesinato.
-Miss Way -repuso Dirk, mirando al suelo-, la policía tiene interés en saber
quién asesinó a su hermano. Con el mayor respeto, yo no. Admito que quizá
resulta que tiene relación con el caso, pero también es probable que, a la postre,
sea un loco cualquiera. Lo que yo quería saber, lo que aún necesito
desesperadamente saber, es por qué se introdujo Richard anoche en este piso. -
Ya te lo he contado -protestó Richard.
-¡Lo que ya me has dicho no tiene la menor importancia! Sólo revela el hecho
crucial de que ni siquiera tú sabes el motivo. ¡Por amor de Dios, creí habértelo
demostrado claramente en el canal! Richard tiritó.
-Te estuve observando y me di perfecta cuenta -prosiguió Dirk- de que no eras
muy consciente de lo que estabas haciendo ni del peligro físico que corrías.
Cuando te vi, al principio pensé que se trataba de un estúpido ladrón en su
primer y posiblemente último robo con escalo. Pero el intruso se dio la vuelta y te
reconocí, y yo sé que eres una persona inteligente, sensata y racional. ¿Richard
MacDuff? ¿Jugándose despreocupadamente el cuello y trepando de noche por los
canalones? Me pareció que no te hubieras comportado de aquella manera tan
precipitada y temeraria de no estar desesperadamente preocupado por algo de
tremenda importancia. ¿No es cierto, miss Way?
Lanzó una severa mirada a Susan, que se sentó despacio, observándolo con
una expresión de alarma que confirmaba que Dirk había dado en el blanco.
-Y sin embargo, cuando viniste a verme esta mañana estabas tranquilo y
sereno. Discutiste conmigo con argumentos totalmente lógicos cuando yo te dije
un montón de tonterías sobre el Gato de Schródinger. Ese no era el modo de
comportarse de alguien que la noche anterior había cometido actos temerarios
impulsado por algún motivo desesperado. Confieso que en aquel momento me
sentí inclinado a, bueno, a exagerar tu situación con el fin de tenerte controlado.
-No lo conseguiste. Me marché.
-Con ciertas ideas en la cabeza. Sabía que volverías. Te pido humildemente
excusas por haberte despistado, hummm, un poco, pero sabía que lo que yo tenía
que averiguar superaba con mucho el ámbito de las preocupaciones de la policía.
Y si se trataba de eso..., de que no eras enteramente tú mismo cuando anoche
escalaste la fachada..., entonces, ¿quién eras, y por qué lo hacías? Richard se
estremeció. Hubo una larga pausa. -Pero ¿qué tiene que ver todo eso con los
trucos de prestidigitación? -preguntó al fin.
-Hay que averiguarlo, y por eso tenemos que ir a Cambridge. -Pero ¿por qué
estás tan seguro...?
-Me molesta... -empezó a decir Dirk adoptando una expresión sombría. Para
ser tan locuaz, de pronto parecía extrañamente reacio a hablar, pero prosiguió-:
Me molesta sobremanera descubrir que sé cosas y no sé por qué las sé. Quizá sea
el mismo proceso de información instintivo que te permite atrapar un globo casi
antes de verlo. Tal vez se deba al más hondo y menos explicable instinto que te
advierte de que alguien te está observando. Es una enorme... ofensa para mi
intelecto el hecho de que me ocurran las mismas cosas que a las personas que
desprecio por crédulas. Ya recordarás la... desgracia que envolvió a ciertas
preguntas de los exámenes...
De pronto pareció afligido y desolado. Tuvo que escarbar muy hondo en su
interior para seguir hablando.
-Una cosa es la capacidad de multiplicar dos por dos y llegar automáticamente
al resultado de cuatro. Y otra muy distinta la de sumar la raíz cuadrada de
quinientos treinta y nueve coma siete con el coseno de veintiséis coma cuatro
tres dos y llegar al resultado de..., bueno, lo que sea. Y yo..., yo...
"Mira -prosiguió, inclinándose resueltamente hacia adelante-, anoche te vi
escalar la fachada de la casa y penetrar en este piso. Sa-bía que algo andaba
mal. Hoy he hecho que me cuentes hasta el último detalle de lo que pasó anoche
y, como resultado, únicamente con la ayuda de mi intelecto, he descubierto lo
que posiblemente constituya el mayor secreto que encierra este planeta. Te juro
que es cierto y puedo demostrarlo. Y debes creerme si te digo que sé
positivamente que pasa algo muy grave, terrible e inimaginable que tenemos que
averiguar. ¿Vendrás conmigo ahora a Cambridge? Richard asintió en silencio.
-Bien. ¿Qué es eso? -dijo Dirk.
-Arenques en escabeche. ¿Quieres uno?
-No, gracias -repuso Dirk, levantándose y abrochándose el cinturón del abrigo.
Se dirigió a la puerta, arrastrando a Richard con él, y añadió-: En mi diccionario
no viene la palabra "arenque". Buenas tardes, miss Way, que Dios nos dé
rapidez.
Se oyó un trueno y comenzó esa interminable llovizna del nordeste que parece
acompañar a tantos acontecimientos importantes
del mundo.
Dirk se alzó el cuello del abrigo de cuero para protegerse de la lluvia, pero
nada podía mitigar su diabólica exuberancia cuando Richard y él se acercaban a
los grandes portones del siglo XII.
-Saint Cedd's College, Cambridge -exclamó, contemplándolo por primera vez
en ocho años-. Fundado en el año tal o cual por alguien que no recuerdo, en
honor de alguien cuyo nombre se me escapa.
-¿San Cedd? -sugirió Richard.
-¿Sabes que me parece muy probable? Uno de los santos más insípidos de
Northumbria. Su hermano Chad era todavía más soso. Hay una catedral en su
honor en Birmingham, para que te hagas
una idea.
Se dirigió al portero, que en aquel momento también entraba en
la facultad.
-Hola, Bill, me alegro de verte.
El portero se dio la vuelta.
-¡Míster Cjelli! Me alegro de que haya vuelto, señor. Lamento que tuviese
algún problema y espero que se haya solucionado.
-Efectivamente, Bill, así es. Aquí me tiene, floreciente. ¿Y la señora Roberts,
qué tal está? ¿Le sigue molestando el pie?
-No desde que se lo amputaron, gracias por interesarse, señor. Entre usted y
yo, señor, habría preferido que le dejaran el pie y la hubiesen amputado a ella.
Tenía un sitio reservado en la repisa de la chimenea, pero bueno, tenemos que
tomar las cosas como vienen. Hola, míster MacDuff -añadió dirigiendo a Richard
una breve inclinación de cabeza-. ¡Ah, señor! Respecto al caballo que usted
mencionó cuando estuvo aquí la otra noche, me temo que tuvimos que retirarlo.
Molestaba al profesor Chronotis.
-Sólo fue por curiosidad, Bill -repuso Richard-. Espero que no le molestara a
usted.
-Nada me molesta nunca, señor, siempre que no vaya con traje. No soporto a
los jovencitos emperifollados, señor.
-Si el caballo vuelve a molestarle, Bill -le interrumpió Dirk, dándole una
palmadita en el hombro-, mándemelo a mí, que hablaré con él. Y a propósito del
profesor Chronotis, ¿está en este momento? Venimos a consultarle algo.
-Supongo que sí, señor. Pero no lo puedo comprobar porque tiene el teléfono
estropeado. Le sugiero que pase y lo vea usted mismo. La última esquina a la
izquierda, en el segundo patio.
-Conozco bien el camino, gracias, Bill. Y dé recuerdos a lo que queda de la
señora Roberts.
Cruzaron deprisa el primer patio o, mejor dicho, Dirk cruzó deprisa el primer
patio mientras Richard lo seguía con su paso de garza y la cara arrugada contra
la miserable llovizna. Evidentemente, Dirk se creía un guía turístico. -¡Saint
Cedd's -exclamó-, la universidad de Coleridge, donde estudió Sir Isaac Newton,
famoso inventor de la moneda acordonada y de la gatera! -¿La qué?
-¡La gatera! Un invento de la mayor lucidez, astucia e imaginación. Es una
puerta hecha en una puerta, ¿entiendes?, un... -Sí, también había algo sobre la
gravedad. -La gravedad -repitió Dirk, desechando el tema con un leve
encogimiento de hombros-. Sí, supongo que también había algo de eso. Aunque,
por supuesto, eso sólo fue un hallazgo. Estaba ahí para que la descubrieran.
Sacó un penique del bolsillo y lo lanzó con displicencia a los guijarros que
enmarcaban el camino empedrado.
-¿Has visto? Funciona hasta los fines de semana. Alguien tenía que notarlo
antes o después. Pero la gatera... ¡Ah! Esa es otra cuestión. Un invento, pura
invención creadora.
-A mí me parece muy sencillo. Podría habérsele ocurrido a cualquiera.
-¡Ah! -repuso Dirk-. Se necesita una inteligencia muy especial para convertir
en un hecho deslumbrante lo que hasta entonces no existía. La expresión
"también se me podría haber ocurrido a mí" es muy popular y muy engañosa,
porque la cuestión es que a nadie se le ocurre, y un hecho significativo y
revelador también lo es. Si no me equivoco, ésta es la escalera que buscamos.
¿Subimos?
Sin esperar respuesta acometió los escalones. Richard, que lo seguía vacilante,
lo encontró de pronto llamando a la puerta interior. La exterior estaba abierta.
-¡Pase! -gritó una voz desde dentro.
Dirk empujó la puerta y entraron a tiempo para ver la blanca cabeza de Reg
que desaparecía en la cocina.
-Estoy haciendo té -dijo desde allí-, ¿Quiere una taza? Pero siéntese,
acomódese, quienquiera que sea.
-Es muy amable -repuso Dirk-. Somos dos.
Se sentó y Richard siguió su ejemplo.
-¿Indio o chino? -preguntó Reg.
-Indio, por favor.
Hubo un movimiento de tazas y platillos.
Richard observó la habitación. De pronto le pareció vulgar. En la chimenea el
fuego ardía lentamente, pero la luz era gris como la tarde. Aunque todo estaba
igual, el viejo sofá, la mesa atestada de libros, nada parecía relacionarla con los
turbulentos y extraños acontecimientos de la noche pasada. La habitación parecía
mirarle con las cejas enarcadas y aire inocente y decirle: "¿Sí?"
-¿Leche? -preguntó Reg, todavía en la cocina.
-Por favor -contestó Dirk.
Dirigió una sonrisa a Richard, que parecía a punto de volverse loco de tanto
contener los nervios.
-¿Un terrón o dos?
-Uno, por favor -dijo Dirk-..., y dos cucharadas de azúcar, si no le importa.
En la cocina hubo una interrupción de actividad. Al cabo de unos momentos,
Reg asomó la cabeza por la puerta.
-¡Svlad Cjelli! -exclamó-. ¡Santo cielo! El joven MacDuff ha trabajado deprisa,
bien hecho. ¡Mi querido amigo, cómo me alegro de verte, qué estupendo que
hayas venido!
Se limpió las manos en una toallita de té y se apresuró a saludar. -Mi querido
Svlad.
-Dirk, por favor, si no le importa -sugirió, dándole un firme apretón de manos-.
Lo prefiero. Me parece que ese nombre suena más escocés. Dirk Gently es el
nombre que ahora utilizo profesionalmente. Me temo que en el pasado hay ciertos
acontecimientos de los que desearía desligarme.
-Por supuesto, sé qué quieres decir. La mayor parte del siglo XIV, por ejemplo,
fue bastante triste -convino Reg con aire grave.
Dirk estuvo a punto de corregir el malentendido, pero pensó que sería un tanto
fatigoso y lo dejó.
-¿Y qué tal le ha ido, mi querido profesor? -preguntó en cambio, colocando
decorosamente el sombrero y la bufanda sobre el brazo del sofá.
-Pues últimamente han pasado cosas interesantes o, mejor dicho, aburridas.
Pero aburridas por causas interesantes. Bueno, sentaos junto al fuego y calentaos
mientras yo voy a por el té. Luego os explicaré.
Volvió a salir de la habitación, canturreando atareadamente, dejando que se
acomodaran frente a la chimenea.
-No tenía ni idea de que lo conocieses tan bien -observó Richard, señalando a
la cocina con un movimiento de la cabeza.
-No tanto -repuso Dirk-. Me lo encontré por casualidad en una cena, pero en
seguida se estableció entre nosotros una relación de afinidad y simpatía. ^
-Y entonces, ¿cómo es que no has vuelto a verlo? -Me evitaba
deliberadamente, claro. Unas relaciones estrechas son peligrosas si se tiene un
secreto que ocultar. Y hablando de secretos, me parece que éste es de
campeonato. Si en el mundo hay un secreto más importante -dijo Dirk en voz
baja-, me gustaría mucho saberlo.
Lanzó a Richard una mirada significativa y extendió las manos hacia el fuego.
Como Richard ya había intentado sonsacarle el significado exacto del secreto,
se negó a tragar de nuevo el anzuelo. Se retrepó en la butaca y miró alrededor.
-¿Os he preguntado si queríais té? -dijo Reg, volviendo al cabo de un
momento.
-Pues sí -contestó Richard-, hablamos de ello en detalle. Creo que al final
aceptamos, ¿no?
-Bien -repuso Reg-. Por una afortunada casualidad parece que hay té
preparado en la cocina. Tendréis que disculparme, tengo una memoria como
un..., como un... ¿cómo se llaman esas cosas por donde se escurre el arroz? Pero
¿de qué estoy hablando?
Con expresión perpleja, dio media vuelta y se dirigió diligente a la cocina,
donde desapareció de nuevo.
-Muy interesante -comentó Dirk en voz baja-. Me preguntaba si su memoria
estaba enflaqueciendo.
Dirk Gentil, Agencia de investigaciones holísticas Douglas Adams
De pronto se puso en pie y echó a andar por la habitación. Su mirada recayó
en el abaco, que resaltaba en el único espacio libre que había sobre la amplia
mesa de caoba.
-¿Esta es la mesa donde encontraste la nota sobre el salero? -preguntó Dirk en
voz baja.
-Sí -dijo Richard, levantándose y acercándose a la mesa-, metida en este libro.
Cogió la guía de las islas griegas y la hojeó.
-Sí, sí, claro. Eso ya lo sabemos. Ahora sólo me interesa el hecho de que la
mesa fuese ésta -dijo Dirk en tono impaciente mientras, con aire intrigado,
pasaba los dedos por el borde.
-Si crees que entre Reg y la niña había una especie de colaboración previa,
debo decirte que me parece del todo imposible.
-Pues claro que no. Creía que esto había quedado perfectamente claro -dijo
Dirk irritado.
Richard se encogió de hombros en un esfuerzo por no enfadarse y volvió a
poner el libro en su sitio.
-Pues es una extraña coincidencia que el libro estuviese... -¡Extraña
coincidencia! -bufó Dirk-. Ja! Ya veremos hasta qué punto. Y sabremos
exactamente lo rara que fue. Richard, me gustaría que le preguntaras a nuestro
amigo cómo hizo el juego de manos.
-Creía que lo sabías.
-Lo sé -insistió Dirk con afectación-. Me gustaría que me lo confirmara él
mismo.
-¡Ah! Ya entiendo, sí, es muy fácil, ¿verdad? -dijo Richard-. Que lo explique él
y luego tú dices: "¡Sí, eso es exactamente lo que yo pensaba!" Muy agudo, Dirk.
¿Acaso hemos venido hasta aquí para que nos explique cómo hizo el juego de
manos? Creo que debo de haberme vuelto loco.
Dirk se contuvo.
-Haz lo que te he pedido, por favor -dijo bruscamente-. Tú le viste hacer el
truco, y eres tú quien tiene que preguntarle cómo lo hizo. Créeme, esto encierra
un asombroso secreto. Yo lo sé, pero quiero que él te lo cuente.
Dio media vuelta al entrar Reg con una bandeja que llevó hasta el sofá y
depositó en la mesita que había delante de la chimenea.
-Profesor Chronotis -dijo Dirk.
-Reg, por favor.
-Muy bien, Reg...
-¡Escurridera! -exclamó Reg.
-¿Cómo?
-Eso por donde se escurre el arroz. Una escurridera. Trataba de acordarme de
la palabra, aunque ahora no sé para qué. No importa. Dirk, querido amigo,
parece que vayas a explotar por algo. ¿Por qué no te sientas y te pones cómodo?
-No, gracias, preferiría caminar de un lado para otro para calmar la inquietud,
a poder ser. -Se volvió hacia Reg, lo miró de frente y, alzando un dedo, añadió-:
Reg, debo decirle que conozco su secreto.
-¿Ah, sí, de veras? -masculló el profesor, bajando la vista y manipulando
torpemente la tetera y las tazas, que resonaron con violencia-. Sí, me lo temía.
-Y nos gustaría hacerle unas preguntas. Debo advertirle que espero las
respuestas con el mayor temor.
-Efectivamente, claro -murmuró Reg-. Bueno, quizá sea ésta la última vez...,
no sé qué pensar de los últimos acontecimientos y yo también... tengo miedo.
Muy bien. Pregunta lo que quieras.
Alzó la vista bruscamente, con los ojos brillantes.
Dirk hizo un leve gesto a Richard con la cabeza, dio media vuelta y se puso a
pasear con la vista fija en el suelo.
-Pues... -empezó Richard-, bueno, me... interesaría saber cómo hizo anoche el
truco de pretidigitación con el salero.
Reg pareció sorprendido y un tanto confuso por la pregunta.
-¿El truco de prestidigitación?
-Pues sí, el truco de pretidigitación -repitió Richard.
-¡Ah! -repuso Reg, desconcertado-. Pues lo de la desaparición, no estoy seguro
de que deba..., las normas del Club de los Magos, ¿sabes?, son muy estrictos
sobre lo de revelar estos secretos. Muy estrictos. Pero es un truco impresionante,
¿no crees?
-Pues sí -convino Richard-. En aquel momento todo pareció muy natural, pero
ahora que... lo pienso, tengo que admitir que fue un tanto sorprendente.
-Ah, sí. Es la destreza. La práctica, ¿comprendes? Hace que todo parezca
natural.
-Pareció muy natural -insistió Richard, tanteando el terreno-. Casi me dejo
engañar.
-¿Te gustó?
-Fue impresionante.
Dirk empezaba a impacientarse. Para demostrarlo lanzó una mirada a Richard.
-Y no acabo de entender por qué no puede decírmelo -dijo Richard en tono
firme-. Sólo tenía curiosidad, eso es todo. Lamento haberlo preguntado.
-Pues supongo que... -repuso Reg en un súbito tono de duda-, bueno, con tal
de que me prometas no contárselo absolutamente a nadie. Creo que podrás
deducir por ti mismo que utilicé dos saleros del juego que había en la mesa.
Nadie notaría la diferencia entre uno y otro. Como sabes, la mano es más rápida
que la vista y, en particular, más que las vistas que habla en torno a aquella
mesa. Mientras manipulaba mi gorro de lana dando una astuta, o eso creía,
representación de torpeza y confusión, me guardé el salero en la manga.
¿Comprendes?
Su nerviosismo inicial había desaparecido por completo ante el placer que
sentía al demostrar su talento.
-En realidad es el truco más viejo del mundo -prosiguió-, pero a pesar de todo
requiere mucha destreza y habilidad. Luego volví a dejar el salero en la mesa con
el pretexto de pasárselo a alguien. Claro que para que parezca natural hacen falta
años de práctica, pero lo prefiero a dejar caer el objeto al suelo. Eso es cosa de
aficionados. No lo puedes recoger, y el servicio de limpieza tarda por lo menos
quince días en verlo. Una vez tuve un tordo muerto debajo del asiento durante un
mes. Claro que ahí no había truco que valiese. Lo había matado el gato. Tuve un
gato una temporada. Luego desapareció también. No sé cómo. Estuve una
semana rebuscándome entre las mangas.
Reg rebosaba de alegría.
Richard comprendió que había hecho su trabajo, pero no tenía idea de adonde
les había llevado aquello. Miró a Dirk, que no le brindó ayuda alguna, de manera
que prosiguió a ciegas.
-Sí, sí, comprendo que eso pueda hacerse teniendo habilidad manual. Lo que
no entiendo es cómo el salero acabó metido en el jarrón.
Reg volvió a parecer confundido, como si estuviesen hablando de cosas
diferentes. Miró a Dirk, que dejó de pasear y clavó en él una mirada luminosa y
expectante.
-Pero... si eso fue muy sencillo. No se necesitaba habilidad para hacer truco
alguno. Lo saqué del gorro, ¿recuerdas?
-Sí -convino Richard en tono de duda.
-Bueno, pues cuando salí del comedor fui a ver al artesano que había hecho el
jarrón. Me llevó algún tiempo, claro. Unas tres semanas de investigación para
saber dónde vivía y un par de días más para quitarle la borrachera, y luego, con
cierta dificultad, le convencí de que pusiera el salero dentro del jarrón antes de
meterlo en el horno... Después me paré en un sitio para buscar, hummm, unos
polvos que disimularan el bronceado y, por supuesto, tuve que calcular con
cuidado el momento de la vuelta para que todo pareciese natural. Tropecé
conmigo mismo en el recibidor, lo que siempre me resulta molesto porque no sé
adonde mirar, pero..., bueno, pues eso es todo.
Esbozó una sonrisa débil y nerviosa.
Richard trató de asentir con la cabeza, pero acabó renunciando.
-¿De qué demonios está hablando? -dijo.
Reg lo miró sorprendido.
-Creí que conocíais mi secreto.
-Yo sí -anunció Dirk con una sonrisa de triunfo-. Richard no lo conoce todavía,
aunque aportó toda la información que me hacía falta para descubrirlo.
Permítame colmar un par de pequeñas lagunas. Con el fin de encubrir el hecho de
que en realidad se había ausentado durante semanas, mientras que por lo que se
refería a los demás comensales sólo habían transcurrido unos segundos, tuvo que
anotar para su propia referencia las últimas palabras que había dicho para
retomar el hilo de la conversación de la manera más natural posible. Un detalle
importante si su memoria ya no es lo que era. ¿No?
-Lo que era -repitió Reg, moviendo despacio la canosa cabeza-. Apenas
recuerdo lo que era. Pero sí, has sido muy agudo al darte cuenta de ese detalle.
-Y luego está lo de las preguntas de Jorge III. Las que le hizo a usted.
Eso pareció pillar a Reg completamente por sorpresa.
-Le preguntó -prosiguió Dirk, consultando un cuadernito de notas que había
sacado del bolsillo- si había alguna razón especial para que una cosa ocurriera
después de otra, y si había algún medio de interrumpir la secuencia. ¿No le
preguntó también, en primer lugar, si era posible viajar hacia atrás en el tiempo,
o algo parecido?
Reg dirigió a Dirk una larga y apreciativa mirada. -Tenía razón respecto a ti.
Posees una inteligencia muy notable, muchacho.
Se dirigió despacio a la ventana que daba al segundo patio. Observó las pocas
siluetas que lo cruzaban precipitadamente, encogidas bajo la lluvia o señalando
cosas.
-Sí, eso es precisamente lo que me preguntó -confesó Reg al fin con voz
queda.
-Bien -dijo Dirk, cerrando de golpe el cuaderno de notas con una sonrisita la
cual revelaba que vivía para aquel tipo de alabanzas-. Entonces eso explica por
qué las respuestas fueron "sí, no y quizá", en este orden. Venga. ¿Dónde está?
-¿Dónde está qué?
-La máquina del tiempo.
-Estás dentro -dijo Reg.
Un grupo de gente bulliciosa subió al tren en Bishop's Stortford. Algunos iban
vestidos de boda, con claveles un tanto agostados por el día de festejo. Las
mujeres llevaban elegantes vestidos y sombreros, y charlaban animadamente de
lo guapa que había estado Julia con su tafetán de seda, de que Ralph seguía
pareciendo un palurdo acicalado aun vestido de gala y, en general, no les daban
más de dos semanas.
Uno de los hombres sacó la cabeza por la ventanilla e interpeló a un empleado
del ferrocarril para comprobar si aquél era el tren que paraba en Cambridge. El
empleado confirmó que aquél era el puñetero tren. El joven sugirió que a nadie le
gustaría averiguar que iban en dirección contraria, ¿verdad?, y emitió un sonido
como el de un pez que ladrara para indicar que era una observación de lo más
divertida. Luego volvió a meter la cabeza, dándose un golpe de paso.
El contenido alcohólico de la atmósfera del vagón subió bruscamente.
Parecía flotar en el ambiente la impresión general de que la mejor manera de
mantener el ánimo para seguir festejando la boda por la noche era hacer una
escapada al bar, para que los miembros del grupo que no estaban totalmente
ebrios pudiesen rematar la faena. Ruidosas aclamaciones saludaron la idea, el
tren arrancó con una sacudida y muchos de los que no se habían sentado cayeron
al suelo.
Tres jóvenes cayeron en los tres asientos vacíos que había en torno a una
mesa cuya cuarta silla estaba ocupada por un hombre corpulento y de aspecto
blando que llevaba un traje pasado de moda. Tenía un rostro lúgubre y sus
grandes y húmedos ojos de vaca miraban a la lejanía.
Poco a poco, su mirada empezó a volver del infinito y a fijarse en su entorno
más inmediato, en sus nuevos y entrometidos compañeros de viaje. Sintió una
necesidad, como la había sentido antes.
Los tres hombres discutían en voz alta si debían ir todos al bar, si sólo debían
ir algunos para llevar copas a los demás, si los que fuesen a la cafetería se
animarían tanto a la vista de la bebida que se quedarían allí olvidando a sus
compañeros, los cuales estarían ansiosos esperando su vuelta, o si tras recordar
que debían volver inmediatamente con las copas serían capaces de llevarlas y no
se les caerían por el camino, vertiéndolas por todo el vagón e incomodando a los
pasajeros.
Se llegó a una especie de consenso, pero al cabo de un segundo casi nadie
recordaba sus términos. Dos de ellos se levantaron y volvieron a sentarse cuando
el tercero se puso en pie. Luego éste se sentó. Los dos primeros volvieron a
incorporarse, manifestando la idea de que sería preferible que compraran todo el
bar.
Estaba el tercero a punto de levantarse a su vez y seguir a sus compañeros,
cuando de pronto, con imparable determinación, el hombre de los ojos de vaca se
inclinó hacia adelante y le cogió firmemente del antebrazo.
El joven en traje de fiesta alzó la vista tan bruscamente como se lo permitió su
burbujeante cerebro y, sobresaltado, preguntó:
-¿Qué quiere usted?
Michael Wenton-Weakes lo miró a los ojos con tremenda intensidad y, con voz
queda, le informó:
-Yo estaba en una nave...
-¿Cómo?
-En una nave...
-¿En qué nave, pero de qué habla? ¡Quite! ¡Suélteme!
-Recorrimos una distancia monstruosa -prosiguió Michael en voz baja, casi
inaudible, pero en un tono apremiante-. Fuimos a construir un paraíso. Un
paraíso. Aquí.
Sus ojos recorrieron brevemente el vagón, se fijaron un momento en las
salpicadas ventanillas y en la densa penumbra de una tarde lluviosa en East
Anglia. Con clara expresión de hastío, apretó la mano sobre el brazo del otro.
-Oiga, voy a por una copa -dijo el invitado de la boda, aunque débilmente,
porque estaba claro que no iba a por nada.
-Dejamos atrás a todos los que se destruyeron mutuamente con la guerra -
murmuró Michael-. El nuestro era un mundo de paz, de música, de arte, de luces.
Todo lo mezquino, lo vulgar, lo despreciable no tenía cabida en nuestro mundo...
El inmovilizado juerguista miró a Michael con curiosidad. No tenía aspecto de
un hippy viejo. Claro que nunca se sabe. Su propio hermano mayor había pasado
dos años en una comuna druídica, comiendo rosquillas llenas de LSD y
creyéndose un árbol, pero después se hizo director de un banco mercantil. La
diferencia, desde luego, residía en que su hermano apenas seguía creyéndose un
árbol, salvo en raras ocasiones, y hacía ya tiempo que había aprendido a evitar
aquel rosado que a veces le provocaba una recaída en las alucinaciones.
-Había quienes aseguraban nuestro fracaso -prosiguió en un tono bajo que se
distinguía con claridad entre el tumulto que llenaba el vagón-, quienes
profetizaban que dentro de nosotros llevábamos la semilla de la guerra, pero
estábamos resueltamente decididos a
que sólo florecieran el arte y la hermosura, la forma más elevada del arte, la
mayor belleza: la música. Únicamente llevamos con nosotros a los que creían, a
los que deseaban convertir el sueño en realidad.
-Pero ¿de qué habla? -preguntó el invitado a la boda, pero sin poner en duda
el discurso de Michael porque había caído bajo su mesmérica fascinación-.
¿Cuándo fue? ¿Dónde ocurrió eso?
Michael respiró fuerte.
-Antes de que usted naciese. Quédese quieto y se lo contaré.
Hubo un largo y alarmante silencio durante el cual la penumbra de la tarde
pareció crecer e inundar la habitación. Un efecto luminoso sumía a Reg entre las
sombras.
Con toda la prolífica y exuberante locuacidad que le caracterizaba, Dirk, por
una vez, estaba mudo. Sus ojos relucían de sorpresa infantil mientras recorrían
nuevamente los desvencijados y feos muebles de la habitación, las paredes
tapizadas, las alfombras deshilacliadas. Le temblaban las manos.
Richard frunció un momento el ceño, como si fuese a calcular de memoria una
raíz cuadrada y miró de frente a Reg.
-¿Quién es usted? -preguntó.
-No tengo la menor idea -contestó Reg en tono jovial-. He perdido mucho la
memoria. Soy muy viejo. Asombrosamente viejo. Sí, creo que si pudiera decirte
lo viejo que soy, sería justo advertirte que te asustarías. Puede que yo también,
porque no me acuerdo. He visto mucho, ¿sabes? Y lo he olvidado casi todo,
gracias a Dios. El problema de cuando se llega a mi edad que, como creo que
mencioné antes, es un poco alarmante..., ¿dije eso?
-Sí, lo mencionó.
-Bien. Había olvidado si lo dije o no. El caso es que la memoria no se
incrementa y, en cambio, se pierde. Así que, mira, la principal diferencia entre
uno de mi edad y alguien que tenga la vuestra no reside en cuántos
conocimientos posea yo, sino en cuánto he olvidado. Y al cabo del tiempo, hasta
se olvida lo que se ha olvidado, y después incluso se olvida que había algo que
recordar. Luego se tiende a olvidar lo... lo que uno estaba diciendo.
Miró la tetera con expresión perdida.
-Las cosas que recuerda... -le incitó Richard en tono suave.
-Olores y pendientes.
-¿Cómo ha dicho?
-Por alguna razón, esas cosas se quedan -explicó Reg, moviendo la cabeza con
aire perplejo. De pronto se incorporó en el asiento y prosiguió-: Los pendientes
que llevaba la reina Victoria en el aniversario de sus veinticinco años en el trono.
Unos objetos muy curiosos. Claro que en los cuadros de la época aparecen con
matices más suaves. El olor de las calles antes de que hubiese coches. Es difícil
decir cuál es peor. Por eso es por lo que Cleopatra permanece tan vivida en la
memoria. Una combinación absolutamente demoledora de olores y pendientes.
Me parece que probablemente eso será lo único que se mantenga cuando todo lo
demás haya desaparecido. Me sentaré a solas en una habitación a oscuras, sin
dientes, sin ojos, sin gusto, sin nada salvo una vieja cabecita gris en cuyo interior
haya una extraña visión de unos horrorosos objetos colgantes de color azul y oro
que destellan a la luz, y el olor a sudor, comida de gato y muerte. Me pregunto
qué me parecerá...
Dirk, que apenas respiraba, empezó a recorrer despacio la habitación, pasando
con suavidad la punta de los dedos por las paredes, el sofá, la mesa.
-¿Cuánto tiempo -preguntó- lleva esto...?
-¿Aquí? -dijo Reg-. Unos doscientos años. Desde que me jubilé.
-¿Desde que se jubiló de qué?
-No lo sé. Pero debió de ser algo muy bueno, ¿tú qué crees?
-¿Quiere decir que lleva en esta misma casa desde hace... doscientos años? -
murmuró Richard-. ¿No se le ocurrió que alguien podría notarlo o considerarlo un
poco raro?
-¡Ah! Esa es una de las delicias de las más antiguas facultades de Cambridge.
Todo el mundo es muy discreto. Si empezáramos a hablar de las rarezas de unos
y otros, no acabaríamos ni en Navidad. Svlad, humm, Dirk, querido amigo, no
toques eso ahora, por favor.
Dirk alargaba la mano hacia el ábaco que destacaba en el único espacio libre
que había sobre la amplia mesa.
-¿Qué es esto? -preguntó Dirk con brusquedad.
-Pues lo que parece, un antiguo ábaco de madera. Te lo enseñaré dentro de un
momento, pero antes debo felicitarte por tus poderes de percepción. ¿Puedo
preguntarte cómo llegaste a la solución?
-Tengo que reconocer que no fui yo -observó Dirk con rara humildad-. Al final
se lo pregunté a un niño. Le conté la historia del truco, le pregunté cómo creía
que se había hecho y me dijo textualmente: "Está muy claro, ¿no?, debía de
tener una de esas puñeteras máquinas del tiempo." Le di las gracias al mocoso y
un chelín por la molestia. Me respondió con una buena patada en la espinilla y se
fue a sus cosas. Pero fue él quien lo resolvió. Mi única contribución a este asunto
ha sido la de comprobar que el niño estaba en lo cierto. Incluso me evitó la
molestia de darme la patada yo mismo.
-Pero tuviste la agudeza de preguntárselo a un niño -insistió Reg-. Bueno,
pues te felicito por eso.
Dirk seguía observando el ábaco con aire receloso.
-¿Cómo... funciona? -preguntó, como si tal cosa.
-Bueno, pues en realidad es tremendamente sencillo. Funciona del modo que
quieras. Mira, el computador que lo gestiona, es de lo más avanzado. De hecho,
es más potente que la suma total de los ordenadores de este planeta, él incluido;
y ésa es la única complicación. Para ser franco, nunca he entendido esto último.
Pero alrededor del noventa y cinco por ciento de su potencia la emplea en saber
qué es lo que quieres hacer. Yo me limito a dejar el ábaco ahí y él entiende el
modo en que lo uso. Supongo que me educaron para utilizar un ábaco cuando
era..., bueno, cuando era niño. Por ejemplo, Richard quizá quiera utilizar su
propio ordenador personal. Si lo pones ahí, donde está el ábaco, el ordenador de
la máquina se hace cargo de él y te ofrece montones de espléndidas aplicaciones
de viajes en el tiempo acompañadas, si así lo deseas, de menús a desarrollar y
otros accesorios. Salvo que si tecleas , en la pantalla te sale la batalla de
Hasting librándose a la puerta de tu casa, si eso es lo que te interesa, claro está.
-Su tono indicaba que a él le interesaban otras cosas-. Bueno, pues resulta muy
divertido, en cierto modo. Desde luego mucho más que la televisión y bastante
más fácil de manejar que un vídeo. Si me pierdo un programa, no tengo más que
regresar en el tiempo y verlo. Soy un inútil para manejar todos esos botones.
Dirk reaccionó horrorizado.
-¿Tiene usted una máquina del tiempo y la utiliza para ver televisión?
-Bueno, no la utilizaría si me enterase de cómo funciona el vídeo. Viajar en el
tiempo es un asunto muy delicado, ¿sabes? Está lleno de trampas y peligros
espantosos: si una vez en el pasado cambias algo de forma incorrecta, alteras
todo el curso de la historia. Y además desbarajusta el teléfono. Lamento que
anoche -dijo a Richard en tono avergonzado- no pudieses llamar a tu novia.
Parece haber algo fundamentalmente inexplicable en la red telefónica británica, y
a mi máquina del tiempo no le gusta. Nunca hay problema alguno con las
cañerías ni la electricidad, ni siquiera con el gas. Las interfaces de conexión se
ocupan de ello a un nivel cuántico que no alcanzo a entender, y nunca dan
problemas.
"En cambio, el teléfono sí los da. Siempre que utilizo la máquina del tiempo, es
decir, casi nunca, debido en parte a ese mismo problema, el teléfono se vuelve
loco y tengo que llamar a la compañía para que venga a arreglarlo algún patán
que se pone a hacer preguntas cuyas respuestas no tiene ni la más remota
esperanza de entender. De todos modos, el caso es que tengo que cumplir una
norma muy estricta, y es que no debo introducir absolutamente ninguna
modificación en el pasado... -suspiró-, por fuerte que sea la tentación.
-¿Qué tentación? -dijo Dirk en tono brusco.
-Bueno, no es más que, humm, una cosa sin importancia en la que estoy
interesado -dijo Reg en tono vago-. Es completamente inocua, porque me atengo
muy estrictamente a la norma. Pero me entristece.
-¡Pero usted ha quebrantado su propia norma! -insistió Dirk-. ¡Anoche!
Modificó algo del pasado.
-Pues sí -repuso Reg con cierta incomodidad-, pero eso fue diferente. Muy
diferente. Si hubieras visto la cara de la pobrecilla. Tan desgraciada. Creía que el
mundo iba a ser un sitio maravilloso, y todos esos horribles y viejos catedráticos
echándole encima su marchito desprecio porque para ellos había dejado de ser
maravilloso. Me refiero a Cawley -añadió, dirigiéndose a Richard-, ¿te acuerdas?
Un cabronazo sin sensibilidad ninguna. Tendrían que inocularle un poco de
humanidad, aunque fuese a ladrillazos. No, eso estuvo completamente
justificado. De otro modo, suelo observar una norma muy estricta...
Richard lo miró con expresión de haber reconocido algo.
-Reg -dijo amablemente-, ¿podría darle un pequeño consejo?
-Por supuesto, querido amigo, me encantaría.
-Si nuestro mutuo amigo aquí presente le invita a dar un paseo por la orilla del
río Cam, no vaya.
-¿A qué demonios te refieres?
-Se refiere -se apresuró a explicar Dirk- a que piensa que puede haber cierta
desproporción entre lo que se hace realmente y los motivos que impulsan a
hacerlo.
-Ya. Qué forma tan rara de decirlo...
-Es que es un chico muy raro. Pero a veces puede haber otros motivos de los
que no se es plenamente consciente, ¿comprende? Como en el caso de la
sugestión hipnótica o de la posesión.
Reg se puso muy pálido.
-Posesión -repitió.
-Profesor..., Reg..., creo que quería verme por alguna razón. ¿Cuál era
exactamente?
"¡Cambridge! ¡Esto es... Cambridge!", graznaba monótonamente el sistema de
megafonía de la estación.
Multitudes de bulliciosos juerguistas inundaron el andén vociferando y dando
gritos.
-¿Dónde está Rodney? -dijo uno que salía a gatas del vagón del bar.
Tambaleándose, él y su compañero miraron por todo el andén. La corpulente
figura de Michael Wenton-Weakes pasó silenciosa a su lado y desapareció por la
salida.
A empellones, volvieron a acercarse al tren y miraron por las sucias ventanillas
del vagón. De pronto vieron a su perdido compañero, que seguía sentado, como
en trance, en el ya medio vacío compartimento. Golpearon la ventanilla y le
llamaron a gritos. Al principio no respondió y unos instantes después, cuando lo
hizo, pareció despertar súbitamente con la perpleja expresión de quien no sabe
dónde se encuentra.
-¡Está como una cuba! -gritaron sus compañeros, llenos de alegría.
Subieron de nuevo al tren y, sin ceremonias, sacaron a Rodney, que aterrizó
en el andén con expresión confusa y sacudiendo la cabeza. Al levantarla, vio el
voluminoso contorno de Michael Wenton-Weakes que, al otro lado de la barrera,
se introducía en un taxi junto con una bolsa grande y pesada.
Rodney quedó paralizado.
-Qué individuo tan extraordinario -dijo-. Me ha contado una larga historia
sobre una especie de naufragio.
-Vaya, vaya -dijo uno de sus compañeros-. ¿Te ha sacado dinero?
-¿Qué? -repuso Rodney, confundido-. No, no. No creo. Sólo que no era un
naufragio, sino más bien un accidente..., ¿una explosión? El piensa que la causa
fue una explosión. O quizá hubo un accidente y él provocó la explosión para
minimizar los daños, y mató a todo el mundo. Luego dijo que durante años y
años no hubo más que un montón de fango podrido y luego seres viscosos con
patas. Todo era un poco raro.
-¡Nadie como Rodney! ¡Nadie como Rodney para conocer locos!
-Me parece que estaba loco. De pronto se salió por la tangente y empezó a
hablar de un pájaro. Dijo que lo del pájaro era una tontería, y que ojalá pudiera
librarse de lo del pájaro. Pero luego añadió que lo iba a arreglar. Que todo se
arreglaría. Pero cuando dijo eso no me gustó, no sé por qué.
-Tenía que haberse venido al bar con nosotros. Qué divertido, nosotros...
-Tampoco me gustó cuando me dijo adiós. Eso no me gustó nada en absoluto.
-¿Recordáis que cuando llegasteis esta tarde os dije que últimamente las cosas
habían sido aburridas por... razones interesantes?
-Lo recuerdo muy bien -afirmó Dirk-, fue hace sólo diez minutos. Usted estaba
exactamente donde está ahora. Llevaba la misma ropa que suele ponerse y...
-Cierra el pico, Dirk -le espetó Richard-. Deja que el pobre hombre se explique,
¿quieres?
A modo de disculpa, Dirk hizo una leve inclinación.
-Así es -dijo Reg-. Lo cierto es que durante muchas semanas, incluso meses,
no he utilizado la máquina del tiempo porque tenía la extraña impresión de que
algo o alguien me incitaba a hacerlo. Empezó como un estímulo muy tenue que
luego dio paso a impulsos cada vez más fuertes. Era muy molesto. Tuve que
luchar con todas mis fuerzas, porque aquello, lo que fuese, trataba de obligarme
a hacer algo en contra de mi voluntad. Creo que no me habría dado cuenta de
que aquella presión la provocaba algo externo a mí y que no eran sólo mis
propios deseos que intentaban afirmarse, de no haber sido porque yo me
mostraba muy reacio a hacer una cosa así. En cuanto empecé a comprender que
era algo que intentaba apoderarse de mí, las cosas se pusieron muy mal y los
muebles empezaron a volar por la habitación. Mi pequeño escritorio georgiano
sufrió bastantes daños. Mirad las marcas en...
-¿De eso es de lo que tenía miedo anoche, arriba? -preguntó Richard.
-¡Ah, sí! -confesó Reg en tono apagado-. Un miedo de lo más terrible. Pero
sólo era aquel simpático caballo, así que no pasó nada. Supongo que se coló
cuando fui a buscar los polvos para disimular mi bronceado.
-¿Ah, sí? ¿Y adonde fue a buscarlos? -inquirió Dirk-. No sé de muchos
farmacéuticos a los que pueda visitar un caballo.
-Pues hay un planeta que está en lo que aquí se conoce como las Pléyades,
donde el polvo es exactamente igual...
-¿Fue a otro planeta a buscar polvos para la cara? -dijo Dirk en un murmullo.
-Bueno, no está lejos -afirmó alegremente Reg-. Mira, en todo el continuo
espacio temporal la distancia real entre dos puntos es casi infinitamente inferior a
la distancia aparente entre las órbitas adyacentes de un electrón. En realidad,
está mucho más cerca que la farmacia, y no hay que esperar a pagar en la caja.
Nunca llevo el dinero justo, ¿y tú? Yo siempre prefiero el salto cuántico. Salvo
que, claro, entonces es cuando se dan todos esos problemas con el teléfono. Las
cosas nunca son tan fáciles, ¿verdad?
Pareció molesto un momento.
-Me parece que tienes razón en lo que creo que estás pensando -añadió con
voz queda.
-¿Y qué estoy pensando?
-Que me tomé un trabajo bastante complicado para lograr un resultado muy
pobre. Animar a una niñita encantadora, deliciosa y triste, aunque no parecezca
ser una explicación suficiente para..., bueno, es una operación sumamente
importante en ingeniería temporal, ahora que me fijo en ello. Sin duda habría
sido más fácil hacerle algún cumplido por su vestido. Quizá el fantasma...,
estamos hablando de un fantasma, ¿verdad?
-Creo que sí -dijo Dirk, espaciando las palabras.
-¿Un fantasma? -repitió Richard-. Pero bueno...
-¡Espera! -le ordenó bruscamente Dirk que, dirigiéndose a Reg, añadió-:
Continúe, por favor.
-Es posible que el... fantasma me pillara desprevenido. Estaba luchando tan
penosamente para no hacer una cosa, que le resultó fácil hacerme caer en otra...
-¿Y ahora?
-Ya se ha ido. El fantasma se marchó anoche.
-¿Y adonde?, nos preguntamos nosotros -dijo Dirk, volviendo la mirada hacia
Richard.
-No, por favor, eso no -protestó Richard-. Ni siquiera estoy seguro de haber
aceptado la conversación sobre máquinas del tiempo..., y de pronto resulta que
hablamos de fantasmas.
-Entonces, ¿qué es lo que te impulsó a escalar la fachada? -preguntó Dirk
entre dientes.
-Pues según me has sugerido, yo estaba bajo los efectos hipnóticos a los que
alguien me había sometido.
-¡Yo no he dicho eso! Yo te demostré el poder de la sugestión hipnótica. Pero
estoy convencido de que la hipnosis y la posesión funcionan de modo muy, muy
semejante. Puedes verte obligado a hacer toda clase de cosas absurdas y luego
inventar alegremente las más lúcidas explicaciones para justificar tus actos. ¡Pero
no pueden obligarte a hacer algo que esté totalmente reñido con las bases de tu
carácter! Lucharás. ¡Resistirás!
Richard recordó entonces la sensación de alivio que experimentó la noche
pasada al sustituir impulsivamente la cinta en el contestador automático de
Susan. Fue el desenlace de una lucha en la cual resultó súbitamente vencedor.
Con la impresión de estar librando otro combate que ya estaba perdiendo, suspiró
y contó sus reflexiones a los otros.
-¡Exactamente! -exclamó Dirk-. ¡No lo harías! ¡Ahora estamos llegando a
alguna parte! Mira, la hipnosis funciona mejor cuando el sujeto siente alguna
afinidad fundamental con lo que le piden que haga. Si encuentras al sujeto
adecuado para tu tarea, el hipnotismo surtirá mucho, pero que mucho efecto. Y
creo que de la posesión se puede decir lo mismo... Muy bien. ¿Qué es lo que
tenemos?
"Tenemos un fantasma que quiere que se haga algo y está buscando a la
persona adecuada de la cual tomar posesión para obligarle a que lo haga.
Profesor...
-Reg...
-Reg, ¿puedo hacerle una pregunta que quizá sea demasiado personal? Si se
niega a contestar lo entenderé perfectamente, pero seguiré importunándole hasta
que lo haga. Son mis métodos, ¿comprende? Ha dicho que descubrió algo que
constituía una tremenda tentación para usted. Que deseaba caer en ella pero que
no cedía y que el fantasma trataba de forzar su voluntad, ¿verdad? Quizá le
resulte difícil, pero creo que sería muy útil si nos dijera de qué se trata.
-No os lo diré.
-Ha de comprender lo importante que...
-En cambio, os lo mostraré -dijo Reg.
Contra los portones de Saint Cedd's se recortaba una voluminosa silueta que
llevaba una amplia y pesada bolsa de nailon negro. La silueta era de Michael
Wenton-Weakes, la voz que preguntó al portero si el profesor Chronotis estaba en
sus habitaciones era la de Michael Wenton-Weakes, los oídos que escucharon
decir al portero que le dieran por culo si lo sabía porque el teléfono estaba otra
vez estropeado eran los de Michael Wenton-Weakes, pero el espíritu que veía a
través de sus ojos ya no era el de Michael Wenton-Weakes. Se había rendido por
completo. Había cesado toda lucha, incongruencia y confusión. Una nueva
inteligencia lo poseía plenamente.
El espíritu que no era Michael Wenton-Weakes inspeccionó el edificio de la
facultad que tenía delante, a la que se había habituado durante las últimas
semanas de rabia y frustración.
¡Semanas! Meros parpadeos, microsegundos.
Aunque el espíritu -el fantasma- que ahora habitaba el cuerpo de Michael
Wenton-Weakes había conocido largos períodos de olvido, a veces durante siglos
seguidos, el tiempo que había vagado por la tierra era tal, que le parecían haber
transcurrido sólo unos minutos tras la aparición de los hombres que levantaron
aquellos muros. Había pasado la mayor parte su personal eternidad -que no era
verdaderamente una eternidad, pero unos cuantos billones de años podían
parecerlo fácilmente- errando a través de cienos interminables, vadeando mares
incesantes, contemplando con pasmado horror cómo los seres viscosos con patas
habían empezado a surgir de aquellos mares de fango, y ahí estaban de pronto,
comportándose como si el mundo les perteneciese y quejándose de los teléfonos.
En lo más profundo de su ser, en una parte oscura y silenciosa, sabía que no
estaba en sus cabales, que se había vuelto loco inmediatamente después del
accidente al comprender lo que había hecho y la existencia que le esperaba, al
pensar en los compañeros muertos cuyo recuerdo no había dejado de vagar por
su mente al igual que él había deambulado sin cesar por la tierra. Sabía que lo
que ahora se veía impulsado a hacer habría repugnado a su ser anterior, del que
sólo recordaba una parte infinitesimal, pero era el único medio de terminar con la
inacabable pesadilla en la que cada segundo de billones de años era peor que el
anterior.
Cargó la bolsa y echó a andar.
En el corazón del bosque de lluvia pasaba lo que suele pasar en los bosques de
lluvia: llovía. De ahí su nombre. Era una lluvia suave y persistente, distinta del
fuerte aguacero que caería, más adelante, en el verano. Las gotas formaban una
niebla fina atravesada de cuando en cuando por algún rayo de sol que, tamizado,
llegaba hasta la húmeda corteza de un árbol donde se asentaba reluciente. A
veces repetía esa operación con una mariposa o un lagarto inmóvil, diminuto y
destellante, y entonces el efecto resultaba casi insoportable.
Arriba, en la alta copa de los árboles, una idea absolutamente extraordinaria
se le ocurría súbitamente a un pájaro, que aleteaba frenéticamente entre las
ramas para instalarse al fin en otro árbol mejor y diferente a fin de considerar las
cosas con más calma hasta que le volvía la misma idea o se hacía la hora de
comer.
El aire estaba lleno de perfumes, la leve fragancia de las flores y el fuerte olor
del estiércol pastoso que alfombraba el suelo del bosque. Entre el estiércol
asomaba una maraña de raíces sobre la cual crecía musgo y se arrastraban
insectos.
En un claro del bosque, en un espacio vacío de húmedo terreno entre un
círculo de estirados árboles, apareció tranquilamente y sin complicaciones una
puerta pintada de blanco. Al cabo de unos momentos se abrió rechinando un
poco. Un hombre alto y delgado miró hacia fuera, parpadeó de sorpresa y volvió a
cerrar la puerta.
Segundos después volvió a abrirse y Reg miró al exterior.
-Es real -dijo-. Os lo prometí. Venid a comprobarlo.
Salió al bosque e hizo señas a los otros dos para que lo siguieran.
Dirk cruzó valientemente la puerta, pareció desconcertado durante el tiempo
que se tarda en pestañear dos veces y anunció que sabía exactamente cómo
había funcionado aquello, que evidentemente tenía algo que ver con los números
imaginarios entre las distancias mínimas cuánticas y los contornos fractales
definidos de la cúpula del universo, y que únicamente le extrañaba no haberlo
imaginado por sí solo.
-Como la gatera -observó Richard a su espalda, desde el umbral.
-Pues sí, exactamente -convino Dirk, quitándose las gafas y apoyándose en un
árbol para limpiarlas-. Por supuesto, te diste cuenta de que mentía. Un reflejo
completamente natural dadas las circunstancias, tendrás que reconocerlo.
Enteramente lógico.
Entornó un poco los ojos y volvió a ponerse las gafas. Empezaron a empañarse
casi inmediatamente.
-Asombroso -admitió.
Con aire menos resuelto, Richard dio un paso adelante y osciló un momento
con un pie en la habitación de Reg y otro en el húmedo suelo del bosque. Luego
se comprometió del todo y salió. Sus pulmones se llenaron al instante de los
embriagadores hálitos y su mente se colmó de la maravilla del bosque. Dio media
vuelta y miró a la puerta por la que había salido. Vio un marco enteramente
corriente y una puerta blanca normal por entero que estaba abierta en medio del
bosque y, tras ella, la habitación en la que había estado hasta hacía un momento.
Recorrió perplejo los aledaños de la puerta poniendo el pie con cuidado en el
fangoso terreno, no tanto por temor a resbalar como por miedo a no encontrarse
realmente allí. Seguía siendo una puerta de lo más normal, de las que por lo
habitual no se encuentran en un bosque de lluvia. Volvió a entrar y de nuevo vio,
como si acabara de salir de ellas, las habitaciones del profesor Urban Chronotis
de Saint Cedd's College, Cambridge, que debía estar a miles de kilómetros.
¿Miles? ¿Dónde estaban?
Atisbo entre los árboles y creyó distinguir un leve destello a lo lejos.
-¿Es eso el mar? -preguntó.
-Lo verás mejor desde aquí -dijo Reg, que había ascendido una cuesta
resbaladiza y se encontraba ahora descansando, sin aliento, apoyado en un árbol.
Señaló con el dedo.
Los otros dos le siguieron, abriéndose camino ruidosamente entre las ramas y
provocando los gritos y quejas de invisibles pájaros en lo alto.
-¿El Pacífico? -sugirió Dirk.
-El Océano Indico -dijo Reg.
Dirk se limpió de nuevo las gafas y echó otra mirada.
-Ah, sí, claro.
-¿No es Madagascar? -preguntó Richard-. Yo he estado allí...
-¿Sí? Uno de los lugares más asombrosos del mundo, que está lleno de
horribles tentaciones... al menos para mí. No -explicó con voz temblorosa Reg,
que se aclaró la garganta-. No, Madagascar está..., déjame ver, ¿en qué dirección
nos encontramos, dónde está el sol? Sí. Por ahí. Al oeste. Madagascar está a unos
ochocientos kilómetros al oeste. La isla de la Reunión está más o menos en
medio.
-¿Cómo se llama ese sitio? -preguntó Richard, golpeando en el árbol con los
nudillos y asustando a un lagarto-. El sitio de donde viene ese sello, hummm,
Mauricio.
-¿Sello? -dijo Reg.
-Sí, ya sabes -explicó Dirk-, un estampado muy famoso. No recuerdo nada de
eso, pero procede de aquí, de Mauricio. Es famoso por su sello tan extraordinario,
todo tiznado y marrón, y con él se puede comprar Blenheim Palace. ¿O estoy
pensando en la Guayana inglesa?
-Sólo tú sabes lo que estás pensando -apuntó Richard.
-¿Esto es Mauricio?
-Sí, es Mauricio -dijo Reg.
-Pero tú no coleccionas sellos, ¿verdad?
-No.
-¿Qué demonios es eso? -preguntó de pronto Richard.
Pero Dirk seguía su conversación con Reg.
-Es una lástima, porque podías conseguir espléndidos sobres del primer día de
emisión, ¿no?
-No me interesa mucho -dijo Reg, encogiéndose de hombros.
Tras ellos, Richard volvió a bajar resbalando por la cuesta.
-Entonces, ¿cuál es la gran atracción de aquí? -inquirió Dirk-. Debo decir que
no es lo que me esperaba. Es muy bonito a su modo, sí, toda esta naturaleza,
pero me temo que soy un chico urbano.
Se limpió las gafas otra vez y volvió a ponérselas sobre la nariz.
Miró hacia atrás al oír la risita ahogada de Reg. Frente a la puerta de la
habitación del profesor se desarrollaba una confrontación de lo más
extraordinario.
Un irascible pajarraco contemplaba a Richard que, inmóvil, le devolvía la
mirada. Richard lo observaba como si fuese lo más extraordinario que hubiese
visto en la vida, y el pájaro observaba a Richard como desafiándole a pensar que
su pico era divertido incluso remotamente.
Cuando el pájaro quedó convencido de que Richard no iba a soltar una
carcajada, lo miró con una especie de colérica tolerancia y se preguntó si iba a
quedarse allí parado o a hacer algo útil y darle de comer. Dio un par de pasos
atrás y otros dos a un lado para luego adelantarse otra vez con sus grandes patas
amarillas. Entonces volvió a mirarle, con irritación, y soltó un graznido de
impaciencia. Se inclinó hacia delante y empezó a escarbar el suelo con el absurdo
pico rojo, como para dar a Richard la idea de que aquélla era una buena zona
para buscar algo que darle de comer.
-¡Se alimenta de nueces del árbol calvaría! -gritó Reg a Richard.
Molesto, el enorme pájaro lanzó una mirada severa a Reg, como para decirle
que cualquier idiota sabía lo que él comía. Luego volvió a mirar a Richard y movió
la cabeza a un lado como si de pronto se le hubiese ocurrido que tal vez tenía que
vérselas con un idiota y que, por lo tanto, tenía que reconsiderar su estrategia de
acuerdo con las nuevas circunstancias.
-¡Encontrarás un par de ellas en el suelo, detrás de ti! -insistió Reg, gritando
menos.
Petrificado, como en trance, Richard se volvió torpemente y vio unas enormes
nueces en el suelo. Se agachó, cogió una y miró a Reg, que asintió con la cabeza.
Inseguro, ofreció la nuez al pájaro, que se inclinó hacia adelante y, de un brusco
picotazo, se la arrebató de la mano. Luego, corno Richard seguía tendiéndosela,
la apartó con un gesto de irritación.
Una vez que Richard se hubo situado a una distancia respetuosa, alargó el
cuello, cerró los grandes ojos amarillos y efectuó unas groseras gárgaras al pasar
la nuez por el cuello hasta el buche. Adoptó entonces un aire parcialmente
satisfecho.
Si antes habla sido un dodo irascible, ahora era al menos un dodo irascible que
habla comido, lo que probablemente constituía la mayor finalidad de su vida.
Giró sobre sí mismo con un movimiento como de pato y se adentró en el
bosque por donde había venido, como desafiando a Richard a que encontrara
incluso remotamente divertido el penacho de ensortijadas plumas que sobresalían
de su lomo.
-Sólo he venido a mirar -dijo Reg en un murmullo.
Dirk lo observó y se desconcertó al ver que, con un rápido gesto, el anciano se
enjugaba los ojos rebosantes de lágrimas.
-Verdaderamente no puedo interferir...
Richard llegó junto a ellos, resbalando y sin aliento.
-¿Era un dodo? -exclamó.
-Sí -dijo Reg-, uno de los tres que quedaban en esta época. Estamos en el año
. Dentro de cuatro años todos habrán muerto y después nadie los verá.
Venga, vamonos.
Tras la voluminosa puerta exterior que se cerraba sobre la escalera de la
esquina en el segundo patio de Saint Cedd's College, donde sólo un milisegundo
antes hubo un leve resplandor cuando desapareció la puerta, se produjo otro leve
destello ahora, en el instante de su vuelta.
La corpulenta silueta de Michael Wenton-Weakes, que se acercaba a la
esquina, alzó la vista hacia las ventanas. Si se hubiese producido algún leve
destello habría pasado inadvertido entre el resplandor que las macilentas llamas
de la chimenea lanzaban por los cristales.
La silueta alzó la cabeza al oscuro cielo, buscando lo que allí se escondía aun
sabiendo que no había la más remota posibilidad de verlo, ni siquiera en una
noche clara, que no era el caso. Las órbitas terrestres estaban ya tan atestadas
de trastos y basura que una pieza más, aun cuando fuera tan voluminosa como
aquélla, pasaría eternamente inadvertida. Y así había sido, aunque de cuando en
cuando ejerciese su influencia. Alguna vez. Cuando las ondas eran fuertes. Hacía
casi doscientos años que las ondas no eran tan intensas como ahora.
Y, al fin, todo estaba ya en su sitio. Había encontrado el transportador
perfecto.
El transportador perfecto avanzaba por el patio.
Hasta el profesor había parecido al principio la elección adecuada, pero el
intento acabó en frustración, rabia y luego... ¡en una inspiración! ¡Traer un Monje
a la Tierra! Estaban concebidos para creer cualquier cosa, eran por completo
maleables. Se les podía sobornar para que acometiesen la tarea con la mayor
facilidad.
Lamentablemente, sin embargo, aquél había resultado ser un caso
completamente perdido. Hacerle creer algo era muy fácil. Hacer que siguiera
creyendo lo mismo durante más de cinco minutos era una labor más imposible
que obligar al profesor a realizar su más íntimo deseo en contra de su voluntad.
Luego se produjo otro fracaso y al fin, milagrosamente, habla aparecido el
transportador perfecto, que ya había demostrado su falta de escrúpulos para
hacer lo que había que hacer.
Húmeda, envuelta en niebla, la luna pugnaba por salir en un rincón del cielo.
En la ventana se agitó una sombra.
Desde la ventana que daba al segundo patio, Dirk contemplaba la luna.
-No tendremos que esperar mucho -dijo.
-¿Esperar qué? -preguntó Richard.
Dirk se volvió.
-Que el fantasma vuelva a nosotros -dijo Dirk que, dirigiéndose al profesor,
sentado con aire inquieto frente al fuego, añadió-: ¿Tiene aquí coñac, cigarrillos
franceses o algún rosario oriental?
-No.
-Entonces descargaré la impaciencia sin ayuda -dijo Dirk, volviendo a mirar por
la ventana.
-Todavía tienes que convencerme de que no hay otra explicación que la del...
fantasma -dijo Richard.
-Igual que necesitaste ver una máquina del tiempo en acción antes de que
pudieras aceptarlo -replicó Dirk- Alabo tu escepticismo, Richard, pero incluso una
mente escéptica debe estar dispuesta a aceptar lo inaceptable cuando no hay
alternativa. Si tiene aspecto de pato y grazna como un pato, al menos tenemos
que considerar la posibilidad de que estamos ante una pequeña ave acuática de la
familia de los anatidae.
-Entonces, ¿qué es un fantasma?
-Creo que un fantasma... es alguien que murió de forma violenta o inesperada
con un asunto pendiente entre manos. Que no puede descansar hasta que lo
haya acabado o solucionado.
Se volvió a mirarlos de nuevo.
-Es por eso -prosiguió- por lo que una máquina del tiempo debe de resultar tan
fascinante para un fantasma que la haya localizado. Esa máquina aporta los
medios para solucionar lo que, a juicio del fantasma, salió mal en el pasado. Para
liberarle. Y por eso va a volver. Primero intentó tomar posesión de Reg, que se
resistió. Luego se produjo el incidente de la desaparición, los polvos para la cara
y el caballo en el cuarto de baño que... -hizo una pausa-, que ni siquiera yo
entiendo, pero que tengo la intención de comprender aunque sea lo último que
haga. Y luego apareces tú en escena, Richard. El fantasma deja a Reg y se
concentra en ti. Casi inmediatamente sobreviene un hecho insignificante pero
lleno de importancia. Haces algo de lo que luego te arrepientes. Me refiero,
evidentemente, a la llamada que hiciste a Susan y que dejaste grabada en su
contestador.
"E fantasma aprovecha la oportunidad y trata de inducirte a rectificar lo que
ya has hecho. A volver al pasado, por así decirlo, y borrar el mensaje; a arreglar
la equivocación que cometiste. Sólo para comprobar si lo hacías. Para ver si no
iba contra tu carácter. Si hubiese sido así, habrías caído completamente bajo su
control. Pero justo en el último segundo tu naturaleza se rebeló y no lo hiciste. De
modo que el fantasma comprueba que no le sirves y te abandona también. Debe
encontrar a otro. ¿Cuánto lleva buscando? No lo sé. ¿Tiene esto ahora algún
sentido para ti? ¿Reconoces que lo que digo es la verdad?


Y SIGUE 2:

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