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sábado, 3 de septiembre de 2011

Douglas Adams Dirk Gently Agencia de investigaciones holísticas I



Douglas Adams
Dirk Gently
Agencia de investigaciones
holísticas


a mi madre, a quien le gustó lo del caballo.
Dirk Gentil, Agencia de investigaciones holísticas Douglas Adams


Esta vez no habría testigos.
Esta vez sólo había la tierra muerta, un trueno y el inicio de la suave y
monótona llovizna del nordeste que parecía acompañar tantos acontecimientos
importantes del mundo.
Habían cedido las tormentas de la víspera y del día anterior, al igual que las
inundaciones de la semana precedente. El cielo aún seguía henchido de lluvia,
pero todo lo que caía ahora era una especie de chubasco monótono.
El viento barría la llanura en penumbra, vagaba por las bajas colinas y soplaba
por un estrecho valle en el que una estructura, una especie de torre solitaria, se
erguía en una pesadilla de fango e inclinación.
Era el muñón renegrido de una torre. Parecía una efusión de magma surgida
de uno de los más pestilentes pozos del averno, y se inclinaba formando un
ángulo extraño, como presionada por algo mucho más tremendo que su enorme
peso. Era como algo muerto, fenecido siglos atrás.
El único movimiento era el de un río de lodo que discurría perezosamente por
el fondo del valle junto a la torre. Un kilómetro más allá, el río caía por un
barranco y desaparecía bajo tierra.
Pero a medida que las sombras del atardecer se espesaban, resultó que la
torre no carecía por entero de vida. Una mortecina luz roja brillaba en sus
recintos más recónditos.
La luz apenas se distinguía; claro que no había nadie para verla, pero de todos
modos era una luz. Cada pocos minutos crecía y brillaba algo más, para luego
debilitarse gradualmente hasta casi desaparecer. El viento traía al mismo tiempo
un sonido bajo y agudo que, lastimero, llegaba a un punto culminante para luego
desvanecerse.
Pasó el tiempo y luego apareció otra luz más tenue, que se movía. Surgió de la
parte baja y ascendió a sacudidas por el fuste de la torre, haciendo alguna pausa
en el camino. Después, la luz y la vaga silueta que, según pudo observarse, la
portaba, desaparecieron de nuevo en el interior de la torre.
Transcurrió una hora y, al cabo, la oscuridad fue completa. El mundo parecía
muerto, la noche era un vacío.
Y el resplandor surgió de nuevo en lo alto de la torre, esta vez aumentando
decididamente su intensidad. Rápidamente llegó al punto de fulgor que había
alcanzado antes y siguió aumentando sin parar. El sonido agudo que la
acompañaba subió de tono hasta convertirse en un grito de queja. El chillido
continuó sin pausa antes de transformarse en un ruido cegador y la luz en un
resplandor ensordecedor.
Y entonces, bruscamente, ambos cesaron.
Durante una milésima de segundo reinó una silenciosa oscuridad.
Otra luz, pálida y sorprendente surgió ondulante de las profundidades del
fango, al pie de la torre. El cielo se encogió, tembló una montaña de barro, tierra
y cielo intercambiaron gritos, apareció un horrible color rosado, un verde súbito,
un prolongado naranja que manchó las nubes y, entonces, la luz desapareció y la
noche quedó por fin envuelta en una profunda, espantosa oscuridad. No se oía
más que un suave tintineo de agua.
Pero por la mañana el sol salió con un inusual brillo en un día que era, o se
anunciaba, si hubiera habido alguien para anunciarlo, más cálido, claro y
radiante: un día mucho más alegre que todos los que se habían conocido hasta
entonces. Un río de cristalinas aguas corría por los destrozados restos del valle. Y
el tiempo empezó a transcurrir en serio.

En lo alto de un promontorio rocoso se erguía el Monje Eléctrico a lomos de un
caballo aburrido. Bajo la capucha de áspera estameña, el Monje tenía la vista fija
en otro valle, el cual le planteaba un problema.
Hacía calor. En un cielo vacío y neblinoso, el sol se desplomaba sobre las rocas
grises y sobre el césped escaso y reseco. Nada se movía, ni siquiera el Monje. El
caballo agitaba el rabo azotando levemente el aire con ánimo de moverlo un
poco, pero eso era todo. Nada más se movía.
El Monje Eléctrico era una máquina para eliminar electrodomésticos, como un
lavaplatos o un vídeo. Los lavaplatos limpian aburridos platos, ahorrando las
molestias de lavarlos uno mismo; los vídeos ven aburridos programas de
televisión, evitándole a uno la tarea cada vez más tediosa de creerse todo lo que
el mundo espera que uno se crea.
Lamentablemente, aquel Monje Eléctrico tenía un defecto: había empezado a
creerse toda clase de cosas, más o menos al azar. Incluso empezaba a creerse
cosas que resultaban difícilmente creíbles en Salt Lake City. Por supuesto, nunca
había oído hablar de Salt Lake City. Tampoco había oído hablar del quinguiguillón,
que es aproximadamente el número de kilómetros que separaban aquel valle del
Gran Lago Salado de Utah.
Este era el problema que planteaba el valle. En aquel momento, el Monje creía
que el valle y todo lo que había en él y en sus alrededores, incluidos el propio
Monje y su caballo, tenían un uniforme tono rosa pálido. Esto explicaba cierta
dificultad para distinguir una cosa de otra y, por consiguiente, impedía que hiciera
algo o que se marchara a parte alguna, o al menos hacía difícil y peligrosa
cualquier actividad. De ahí la inmovilidad del Monje y el aburrimiento del caballo,
a quien le había tocado aguantar un montón de tonterías en su época pero que en
secreto mantenía la opinión de que aquélla era la más absurda de todas.
¿Desde cuándo creía el Monje tales cosas? Pues, por lo que se refería al Monje,
desde siempre. La fe que mueve montañas, o que al menos hace creer contra
toda evidencia que son de color rosado, era una fe sólida y permanente, una
inmensa roca contra la cual ya podía el mundo lanzar lo que fuese, que no se
conmovería. El caballo sabía que, en la práctica, la fe del Monje solía durar
veinticuatro horas.
Pero ¿qué pasaba con ese caballo, que podía tener opiniones y se mostraba
escéptico acerca de ciertas cosas? Extraño comportamiento para un cuadrúpedo,
¿verdad? ¿Acaso era un caballo raro?
No. Aunque era un bello y armonioso ejemplar de su especie, no por ello
dejaba de ser un caballo completamente normal, un producto convergente de la
evolución que se encuentra en muchos lugares donde hay vida. Los caballos
siempre se enteran de muchas más cosas de lo que dan a entender. Resulta difícil
que otra criatura los monte durante toda la jornada, cada día, sin que se forme
una opinión de ella.
Por otro lado, es perfectamente posible montar toda la jornada, día tras día,
sobre otra criatura y no pensar en ella ni un momento.
Cuando se construyeron los primeros modelos de aquellos monjes, se
consideró importante que se reconocieran a primera vista como objetos
artificiales. No hubiese habido peligro alguno en que tuvieran el aspecto de
personas de carne y hueso. Pero uno no querría que su vídeo estuviera todo el
día tirado en el sofá, viendo la televisión. No sería deseable que se hurgara en la
nariz, bebiera cerveza o mandase a alguien a buscar pizzas.
De manera que al construir los monjes se pensó en algo original y que en la
práctica fuese capaz de cabalgar. Esto era importante. Las personas, y también
las cosas, parecen más honradas a caballo. Así, se consideró que dos piernas
eran más convenientes y más baratas que diecisiete, diecinueve o veintitrés, los
números primos más normales; se dio a los monjes una piel rosácea en vez de
púrpura, lisa y suave en lugar de granulosa. Asimismo, se les limitó a una sola
boca y a una nariz, pero en cambio se les confirió otro ojo, con lo que sumaron
dos en total. Una criatura verdaderamente extraña, pero magnífica para creerse
las cosas más ridículas.
Aquel monje empezó a ir mal cuando le dieron demasiada información para
creer en un solo día. Por error, lo habían conectado con un vídeo que veía once
canales de televisión a la vez y eso le propulsó a un banco de circuitos ilógicos.
Claro que el vídeo sólo tenía que verlos. No debía creérselos también. Por eso son
tan importantes los manuales de instrucciones.
Así que, tras una febril semana de creer que la guerra era paz, que lo bueno
era malo, que la luna era queso azul y que Dios necesitaba que le enviasen un
montón de dinero a determinado apartado de correos, el Monje empezó a creer
que el treinta y cinco por ciento de todas las mesas eran hermafroditas y luego se
hundió en una depresión. El empleado de la tienda de monjes aseguró que le
hacía falta otro panel matriz, pero luego indicó que los nuevos modelos
mejorados Monk Plus tenían el doble de potencia; unas características
multifuncionales de capacidad negativa que les permitían retener
simultáneamente hasta dieciséis ideas enteramente diferentes y contradictorias
en la memoria, sin que se produjeran molestos errores de sistema; eran el doble
de rápidos y al menos el triple de locuaces; y podía adquirirse uno
completamente nuevo por menos de lo que costaba sustituir el panel matriz del
modelo antiguo.
Ya estaba. Hecho.
El Monje defectuoso fue desterrado al desierto, donde podía creer lo que
quisiera, incluida la idea de que no lo hablan tratado bien. Se le permitió
quedarse con el caballo, pues esos animales eran de fabricación bastante barata.
Durante muchos días y noches, que indistintamente calculaba en tres,
cuarenta y tres y quinientas noventa y ocho mil setecientas tres,
vagó por el desierto, depositando su sencilla fe en rocas, pájaros, nubes y en
una especie de inexistente mezcla de elefante y espárrago hasta llegar a la
elevada peña que, pese al hondo fervor del creyente Monje, no era de color
rosado. Ni siquiera un poquito.
Pasó el tiempo.


Pasó el tiempo.
Susan esperaba.
Y cuanto más esperaba, más tiempo pasaba sin que sonara el timbre de la
puerta. Ni el teléfono. Miró el reloj. Ya tenía un motivo justificado para enfadarse.
Claro que ya la habían puesto de mal humor, pero había sido en su tiempo libre,
por decirlo así. Ahora se encontraban verdaderamente en el tiempo de él, e
incluso considerando el tráfico, algún contratiempo y una imprecisión y tardanza
generales, ya había pasado más de media hora del momento en que, según
insistió él, empezaría a hacerse tarde para salir, así que era mejor estar
preparada.
Trató de inquietarse pensando que le había sucedido alguna tragedia, pero ni
por un instante lo creyó. Jamás le ocurrían cosas horribles, aunque empezaba a
pensar que ya sería hora de que algo así le pasase. Si no le ocurría algo malo, tal
vez se encargaría ella de que sucediese. Bueno, no era una mala idea.
Se tumbó de través en el sillón y vio el telediario. Las noticias la pusieron de
mal humor. Con el mando a distancia cambió de canal y vio otra cosa durante un
rato. No sabía de qué se trataba, pero también se sintió molesta.
Quizá debía telefonear. ¡Nada de eso! Si llamaba, a lo mejor él trataría de
hablar con ella y su teléfono estaría comunicando.
Se negó a admitir siquiera que se le había ocurrido semejante idea.
¡Maldita sea! ¿Dónde se habría metido? ¿Y a quién le importaba dónde
estuviera, a fin de cuentas? A ella no, desde luego.
Volvió a cambiar de canal. Más noticias. Todas malas. Ya estaba bien. Era
demasiado. Era la tercera vez que se lo hacía. Era el colmo. Y pensar que hasta
se habría ido a vivir con él si no se hubiese entrometido aquel estúpido sofá.
Furiosa, volvió a cambiar de canal. Había un programa sobre ordenadores que
hablaba de algunas innovaciones interesantes en el ámbito de la música por
ordenador.
Ya estaba bien. Se acabó. Era consciente de que sólo unos momentos antes se
había dicho que ya estaba bien, pero ahora iba en serio, era definitivo.
Se puso en pie de un salto y se dirigió al teléfono. Cogió una agenda, la hojeó
con rapidez y marcó un número.
-¿Oiga? ¿Michael? Sí, soy Susan. Susan Way. Dijiste que te llamara si estaba
libre esta tarde y yo te contesté que preferiría estar muerta y enterrada,
¿recuerdas? Bueno, pues acabo de darme cuenta de que estoy libre, entera,
absoluta y totalmente libre, y de que no hay una tumba en kilómetros a la
redonda. Te aconsejo que espabiles y aproveches la oportunidad. Estaré en el
Tangiers Club dentro de media hora.
Se puso los zapatos y el abrigo, hizo una pausa al recordar que era jueves y
que debía poner una cinta nueva de larga duración en el contestador automático,
y dos minutos después salía por ía puerta principal. Cuando por fin sonó el
teléfono, el contestador dijo con voz dulce que Susan Way no podía ponerse al
teléfono en aquel momento, pero que si el que llamaba quería dejar un recado,
ella estaría de vuelta lo más pronto posible para atender el asunto. Quizá.


Era una tarde fría de noviembre, de las de antes.
La luna estaba pálida y descolorida, como si no debiera haber salido en una
noche así. Subía con desgana y parecía un espectro enfermo. Recortándose
contra ella, sombrías y brumosas entre la humedad que emanaba de los
insalubres pantanos, se alzaban las torres y torretas de St. Ceddar's, en
Cambridge, una fantasmal profusión de edificios de diferentes estilos construidos
a lo largo de los siglos: medievales junto a Victorianos, Odeón al lado de Tudor.
Sólo al levantarse la niebla ofrecían una remota coherencia.
Entre ellas se atisbaban siluetas que se apresuraban de una tenue zona de luz
a otra, tiritando, dejando rastros de aliento que se fundían en la fría noche.
Eran las siete. Muchas de las siluetas se dirigían al comedor de la facultad que
separaba el primer patio del segundo; de allí procedía una luz cálida que se abría
paso a duras penas. Dos de las figuras parecían armonizar particularmente mal.
Una de ellas, un joven alto, delgado y anguloso, embozado en un gran abrigo
negro, caminaba como una garza ultrajada.
El otro era bajo, rechoncho, y se movía con desgarbada inquietud, como un
conjunto de ardillas que trataran de escapar de un saco. Era de edad
absolutamente indeterminada, tirando a viejo. Si se elegía una cifra al azar, él
probablemente fuese un poco mayor, pero, bueno, resultaba imposible decirlo.
Desde luego, tenía la cara llena de arrugas, y los pocos cabellos que sobresalían
de su gorro de esquiar, de lana roja, eran escasos, blancos, y tenían una idea
muy particular de cómo querían peinarse. También iba embozado en un abrigo
grande, pero encima llevaba una ondulante bata con un emblema de desvaído
color púrpura, la insignia de su único y peculiar cargo académico.
Sin dejar de andar, el hombre de más edad llevaba toda la conversación.
Señalaba detalles de interés por el camino, pese a que estaba demasiado oscuro
para distinguir alguno. El joven decía; "¿Ah, sí?", "¿De veras? ¡Qué interesante!"
y "¡Vaya, vaya! ¡Santo cielo!", haciendo breves y serios movimientos de cabeza.
No entraron por la puerta principal que conducía al vestíbulo, sino por una
puerta pequeña que se abría a un costado del patio y por la que se llegaba a la
sala de profesores y a una antecámara de paneles oscuros donde se reunían los
miembros del claustro de la facultad para palmearse las manos y emitir sonidos
del tipo de "brrrrrr" antes de pasar a la mesa presidencial por su entrada
particular.
Llegaban tarde y se quitaron aprisa los abrigos. Fue una operación complicada,
porque el hombre de más edad a la fuerza tenía que quitarse primero la bata de
profesor para luego volvérsela a poner una vez despojado del abrigo; después
debía guardar el gorro en el bolsillo, pensar dónde podría dejar la bufanda antes
de darse cuenta de que no la había traído, buscar el pañuelo en un bolsillo y
luego hurgar en el otro para ver si estaban allí sus gafas encontrándolas de
pronto envueltas en la bufanda que, después de todo, resultaba que sí habla
traído pero no la llevaba a pesar de la humedad y del viento que soplaba desde el
otro lado de los pantanos, tan desagradable como el aliento de una bruja.
Apresuró al joven para que pasara al vestíbulo delante de él y ambos se
sentaron a la mesa presidencial en las dos últimas sillas que quedaban libres,
afrontando una conmoción de ceños fruncidos y cejas enarcadas por haber
interrumpido los latines de la bendición.
El comedor estaba repleto aquella noche. En los meses más fríos siempre
había mayor afluencia de estudiantes. Sólo rarísimas veces, en ocasiones muy
especiales, estaba iluminado con velas. Ahora lo estaba. Había dos largas mesas
atestadas en la tenue penumbra. Al resplandor de las velas, los rostros parecían
más animados, más alegre el rumor de las apagadas voces y el tintineo de
cubiertos y vasos, y en los oscuros rincones del enorme comedor parecía sentirse
la presencia de todos los siglos que alumbraron su existencia. Colocada en un
extremo, como el travesaño de una cruz, la mesa presidencial se elevaba unos
treinta centímetros sobre el suelo. Como era la noche de los invitados, había
cubiertos a ambos lados de la mesa para acomodarlos a todos, y por lo tanto
muchos comensales se sentaban de espaldas al resto del comedor.
-Vaya, el joven MacDuff -dijo el profesor, ya sentado y desplegando la
servilleta-, me alegro de volverte a ver, querido amigo. Estoy contento de que
hayas podido venir. No tengo idea de a qué viene todo esto -añadió, lanzando
una mirada de consternación en torno al comedor-. Todo eso de las velas y los
cubiertos de plata. Normalmente significa una cena especial en honor a alguien o
a algo que todo el mundo desconoce, pero también quiere decir una noche en la
que comemos mejor.
Hizo una pausa, meditó un momento y prosiguió:
-Resulta curioso que la calidad de la comida sea inversamente proporcional a
la intensidad de la iluminación, ¿no te parece? Le hace a uno pensar en las
cumbres culinarias que el personal de la cocina podría alcanzar si se le confinara
a la oscuridad perpetua. Merecería la pena probarlo, creo yo. En la facultad hay
algunas criptas que podrían destinarse a este fin. Me parece que te las enseñé
una vez, ¿no? Espléndida obra de albañilería.
Todo aquello produjo cierto alivio al invitado. Era la primera señal que daba su
anfitrión de recordar ligeramente quién era. El profesor Urban Chronotis, Regio
Catedrático de Cronología, o "Reg" según insistía en que le llamasen, recordaba
que uno de sus colegas lo había comparado con la reina Alexandra Birdwing
Butterfly, en el sentido de que era pintoresco, revoloteaba de acá para allá y,
lamentablemente, ya estaba casi completamente acabado.
Cuando pocos días atrás le había llamado para invitarlo, parecía sumamente
deseoso de ver a su antiguo alumno, y aquella tarde, cuando Richard llegó, con
un poco de retraso, había que admitirlo, el profesor le abrió la puerta con
muestras de enfado, se sorprendió al verle, preguntó si tenía problemas
emocionales, mostró cierto fastidio cuando él le recordó que hacía diez años que
había dejado de ser su tutor, y por fin recordó que lo había invitado a la cena,
para iniciar seguidamente un rápido y detallado discurso sobre la historia
arquitectónica de la facultad, indicio seguro de que tenía la cabeza en otra parte.
En realidad, Reg nunca había dado clases a Richard, sólo había sido su tutor, lo
que en resumen significaba que debía ocuparse de su bienestar general, decirle
cuándo tenía los exámenes, que no tomara drogas y esas cosas. En efecto, no


estaba del todo claro si Reg había impartido clases algunas vez y de qué, en caso
de que las hubiera dado. Los orígenes de su cátedra eran oscuros, por no decir
algo peor, y como entre sus tareas didácticas se contaba la sencilla y antigua
técnica de presentar a todos sus pupilos una lista de libros agotados, según él
sabía perfectamente, desde hacía treinta años, para luego llevarse un berrinche si
no los encontraban, nadie había descubierto cuál era la naturaleza exacta de su
asignatura. Por supuesto, desde mucho tiempo atrás había tomado la precaución
de retirar de las bibliotecas universitarias los ejemplares que quedaban de los
libros de la lista, a consecuencia de lo cual tenia mucho tiempo para dedicarse...,
bueno, a lo que se dedicara.
Como Richard siempre se las había arreglado para llevarse razonablemente
bien con el viejo loco, un día se armó de valor para preguntarle qué era
exactamente la Regia Cátedra de Cronología. Fue en uno de esos luminosos días
de verano en que el mundo parece a punto de reventar de placer por el mero
hecho de existir, y Reg estaba de un humor raramente afable mientras cruzaban
el puente por donde el río Cam separa la parte más antigua de la facultad de la
más moderna.
-Una sinecura, mi querido amigo, una completa sinecura -contestó rebosante
de alegría-. Una pequeña suma de dinero por una cantidad muy pequeña, o
inexistente deberíamos decir, de trabajo. Lo que me otorga una permanente
ventaja y me proporciona una cómoda situación, aunque sobria, para pasar la
vida. La recomiendo.
Se inclinó sobre el pretil del puente y señaló un ladrillo concreto que le parecía
interesante.
-Pero ¿qué asignatura se supone que es? -insistió Richard-. ¿Historia, física,
filosofía? ¿Qué?
-Pues -contestó Reg, despacio-, ya que muestras interés, la cátedra fue creada
en un principio por el rey Jorge III que, como sabes, albergaba una serie de ideas
divertidas, entre ellas la creencia de que uno de los árboles del gran parque de
Windsor era en realidad Federico el Grande. La instituyó él, de ahí lo de "Regia".
También fue idea suya, lo que resulta un poco más insólito.
El sol se reflejaba en las aguas del río Cam. La gente que paseaba en barca se
mandaba alegremente a tomar por culo. Delgados biólogos que habían pasado
meses encerrados en el laboratorio volviéndose cada vez más pálidos y
adquiriendo aspecto de peces, salían a la luz parpadeando. Las parejas que
paseaban por la orilla se excitaban tanto por todas aquellas maravillas que tenían
que irse a casa por una hora.
-Qué inquieto era el pobrecillo -prosiguió Reg-. Me refiero a Jorge III que,
como sabes, estaba obsesionado por el tiempo. Llenó el palacio de relojes y
continuamente les daba cuerda. A veces se levantaba en plena noche y vagaba
en camisón por el palacio, para darles cuerda. Le preocupaba mucho que el
tiempo prosiguiera su marcha, ¿sabes? Le habían pasado tantas cosas horribles
en la vida que le aterrorizaba el hecho de que volviera a ocurrirle alguna de ellas
si dejaba retroceder el tiempo siquiera por un instante. Un miedo muy
comprensible, sobre todo si uno está loco de atar como indudablemente lo estaba
él, dicho sea con el mayor de los respetos hacia el pobrecillo. Me nombró, o más
Dirk Gentil, Agencia de investigaciones holísticas Douglas Adams

bien debería decir que designó mi cargo, la cátedra, ¿entiendes?, el puesto que
tengo el honor de ocupar..., ¿dónde estaba? Ah, sí. Creó esta, humm, cátedra de
cronología para ver si existía alguna razón especial por la cual las cosas ocurrían
una detrás de otra, y si había algún medio de interrumpir la sucesión. Como a
estas preguntas podía responderse, según tuve la inmediata certeza, con sí, no y
tal vez, comprendí que podía pasarme de vacaciones el resto de mi carrera.
-¿Y sus predecesores?
-Pues fueron más o menos de la misma opinión.
-Pero ¿quiénes fueron?
-¿Qué quiénes fueron? Pues unos tipos estupendos, desde luego. Recuérdame
que te hable de ellos algún día. ¿Ves ese ladrillo? Wordsworth vomitó ahí una vez.
Un gran hombre.
Todo aquello había tenido lugar diez años antes.
Richard echó una mirada por el enorme comedor para ver si había sufrido
cambios con el tiempo y, por supuesto, comprobó que no había variado en lo más
mínimo. En las sombras de las alturas, que apenas se veían a la temblorosa luz
de las velas, colgaban los fantasmales retratos de los primeros ministros,
arzobispos, poetas y reformistas políticos, cualquiera de los cuales, en su día,
podía haber vomitado sobre el mismo ladrillo.
-Bueno -dijo Reg en un sonoro murmullo confidencial, como si tratara el tema
de la perforación de pezones en un convento de monjas-, me he enterado de que
al fin te has colocado muy bien, ¿eh?
-Pues, bueno, en realidad sí -contestó Richard que, como a todo el mundo, le
había sorprendido mucho-, sí, claro.
Varios comensales, clavaron la mirada en él.
-Ordenadores -oyó musitar despectivamente a alguien sentado un poco más
allá. Las miradas perdieron su fijeza y se volvieron hacia otro lado.
-Espléndido -repuso Reg-. Me alegro mucho por ti. Me alegro mucho.
"Dime -prosiguió, y pasó un momento antes de que Richard comprendiera que
ya no estaba hablando con él, sino que se dirigía a su otro vecino-, ¿a qué viene
todo esto? -preguntó con un gesto ceremonioso, señalando las velas y los
cubiertos de plata.
Su vecino, un marchito personaje de avanzada edad, se volvió muy despacio y
le miró como si le molestara mucho que le volvieran a la vida de aquel modo.
-Coleridge -dijo en tono áspero-. Es la Cena Coleridge, viejo estúpido.
Se volvió despacio otra vez hasta quedar de nuevo de cara a la sala. Se
llamaba Cawley, era catedrático de arqueología y antropología y, a sus espaldas,
solía decirse que no consideraba su asignatura importante desde el punto de vista
académico, sino sólo como una oportunidad de recordar su infancia.
-Ah, sí, es verdad -murmuró Reg, con aire de estar bien informado y
dirigiéndose de nuevo a Richard-. Es la Cena Coleridge. Coleridge era miembro de
la facultad, ¿sabes? -añadió al cabo de poco-. Coleridge. Samuel Taylor. Poeta.
Espero que hayas oído hablar de él. Esta es su cena. Bueno, no en sentido literal,
claro está. Ya estaría fría. -Silencio-. Toma la sal.
-Pues, gracias, pero me parece que voy a esperar -repuso Richard, confuso.
Aún no habían servido ningún plato.


-Vamos, cógela -insistió el profesor, ofreciéndole el pesado salero de plata.
Richard pestañeó de sorpresa y alargó la mano. Pero en el instante en que
abrió y cerró los ojos, el salero desapareció como por ensalmo.
-Muy bueno, ¿eh? -dijo Reg mientras recuperaba el desaparecido salero de
detrás de la oreja de su fantasmal vecino de la derecha, lo que provocó una risita
sorprendentemente femenina en alguna parte de la mesa.
-Sé que es una costumbre muy irritante -dijo Reg, sonriendo picaramente-. La
tengo en la lista de cosas que debo dejar de hacer, después de fumar y de
ponerme sanguijuelas.
Bueno, eso tampoco había cambiado. Unos se hurgan la nariz, a otros les
gusta golpear a ancianas por la calle. El vicio de Reg era inofensivo, aunque
extraño: una infantil adicción a los juegos de manos. Richard recordó la primera
vez que fue a ver a Reg para consultarle un problema; sólo se trataba de la
angustia normal que periódicamente se apodera de los estudiantes, sobre todo
cuando tienen que redactar trabajos, pero entonces parecía una carga siniestra y
brutal. Reg escuchó sus quejas con aire de intensa atención y al fin, tras
reflexionar con expresión grave, se frotó la barbilla un buen rato, se inclinó hacia
adelante y le miró fijamente.
-Sospecho -dijo- que tu problema consiste en que te has metido muchos clips
por la nariz.
Richard lo miró fijamente.
-Permíteme que te lo demuestre -dijo Reg.
Se inclinó sobre el escritorio y extrajo de la nariz de Richard una cadena de
clips junto con una pequeña goma de borrar en forma de cisne.
-¡Ah! El verdadero culpable -anunció, manteniendo en alto la goma-. Vienen en
los paquetes de cereales y dan un sinfín de problemas, ¿sabes? Bueno, me alegro
de que hayamos tenido esta pequeña charla, querido amigo. Si tienes más
problemas de este estilo, no tengas reparo en volverme a molestar, por favor.
No es preciso decir que Richard no volvió a consultarle.
Richard miró en torno a la mesa para ver si reconocía a alguien de sus tiempos
de estudiante.
A la izquierda, dos sillas más allá, estaba su catedrático de inglés, que no daba
muestras de reconocerle. No le sorprendía en absoluto, ya que Richard había
pasado tres años tratando de evitarlo asiduamente, hasta el punto de dejarse
barba y hacerse pasar por otro.
A su lado había alguien a quien nunca había logrado identificar. En realidad,
nadie lo había conseguido. Era delgado, tenía aspecto de rata de río y una nariz
larga y huesuda de lo más extraordinario; verdaderamente era larguísima y muy
huesuda. En realidad, se parecía mucho a la polémica quilla que ayudó a los
australianos a ganar la Copa de las Américas en , y tal semejanza había sido
muy comentada en la época, aunque no delante de él, claro está. Nadie le había
dicho nada directamente. Nadie. Nunca. El que le veía por primera vez se
quedaba demasiado pasmado y desconcertado como para hacer algún
comentario, y el segundo encuentro era peor debido a que habla habido un
primero, y así sucesivamente. Ya habían pasado los años, diecisiete en total. En
todo ese tiempo le habían hecho tácitamente el vacío. Entre los camareros del
Dirk Gentil, Agencia de investigaciones holísticas Douglas Adams

comedor se había establecido desde tiempo atrás la costumbre de colocar un
juego de sal, pimienta y mostaza a su derecha y otro a su izquierda, porque nadie
podía pedirle que se lo pasase, y pedírselo a quien se sentara frente a él no sólo
resultaba grosero, sino completamente imposible dado que su nariz se interponía.
Tenía otra rareza, una serie de gestos que repetía continuamente todas las
noches. Consistían en darse golpecitos en cada uno de los dedos de la mano
izquierda y, después, en uno de la mano derecha. En algún momento se golpeaba
otra parte del cuerpo, un nudillo, el codo o la rodilla. Siempre que se veía
obligado a interrumpir su actividad por las exigencias de la comida, se ponía a
guiñar los ojos y, de cuando en cuando, asentía con la cabeza. Desde luego,
nadie se había atrevido nunca a preguntarle por qué lo hacía, aunque a todos les
consumía la curiosidad.
Richard no alcanzaba a ver quién estaba sentado al otro lado de ese personaje.
En la otra dirección, más allá del fantasmal vecino de Reg, estaba Watkin, el
catedrático de clásicas, un hombre muy raro, tremendamente seco. Sus pesadas
gafas sin montura eran cubos de vidrio casi macizos dentro de los cuales sus ojos
parecían llevar una existencia independiente, como peces de colores. La nariz era
bastante recta y corriente, pero llevaba la barba al estilo Clint Eastwood. Sus ojos
parecían nadar en torno a la mesa mientras elegía a su interlocutor de la noche.
Había proyectado que su presa fuera uno de los invitados, el recién nombrado
director de Radio Tres, que se sentaba frente a él, pero lamentablemente ya lo
hablan atrapado el profesor de música y un catedrático de filosofía. Ambos se
afanaban en explicar a la acosada víctima que la expresión "demasiado Mozart",
fuera cual fuese la explicación lógica que se le diera, constituía un modismo
contradictorio en sí mismo y que, por lo tanto, cualquier frase que lo contuviera
carecería de sentido y, en consecuencia, no podía esgrimirse como argumento en
favor de ninguna estrategia de programación. El pobre invitado comenzaba a
apretar con demasiada fuerza sus cubiertos. Escudriñó rápidamente en busca de
alguien que le rescatara y cometió la torpeza de iluminar la mirada cuando se
encontró con los ojos de Watkin.
-Buenas noches -saludó Watkin con una sonrisa encantadora, asintiendo con la
cabeza en un gesto de lo más amistoso y posando finalmente la vidriosa mirada
en el tazón de sopa que le acababan de servir, postura de la cual no pensaba
apartarse. De momento.
Que sufriera un poco aquel tipo. Quería que su rescate le valiese unos
honorarios de al menos media docena de charlas radiofónicas.
De pronto, al otro lado de Watkin, Richard descubrió el origen de la risita
femenina que había celebrado el juego de manos de Reg. Por sorprendente que
pareciese, era una niña. Tenía unos ocho años, pelo rubio y aspecto triste. De
cuando en cuando, daba displicentes patadas a la mesa.
-¿Quién es ésa? -preguntó Richard a Reg, sorprendido. -¿Quién es quién?
Richard señaló disimuladamente con el dedo en aquella dirección.
-La niña -musitó-. Aquella niña. ¿Es la nueva catedrática de matemáticas, o
algo así?
Reg la miró detenidamente.


-No tengo la menor idea, ¿sabes? -dijo asombrado-. Nunca he visto nada
parecido. Qué cosa más rara.
En aquel momento, el director de la BBC resolvió la incógnita al liberarse de la
seminelson lógica en que lo tenían atrapado cuando le dijo a la niña que dejara
de dar patadas a la mesa. La niña obedeció y, en vez de dar a la mesa, se puso a
patalear al aire con redoblado vigor. El de la radio le dijo que tratara de
divertirse, de manera que la niña le asestó un puntapié. Aquello introdujo un
breve destello de placer en la triste velada, pero no duró mucho. Su padre explicó
con detalle lo que pensaba de los canguros que dejaban plantada a la gente, pero
nadie se sintió capaz de profundizar en el tema.
-Una temporada principalmente dedicada a Buxtehude -prosiguió el profesor
de música- es algo que se espera desde hace mucho. Estoy seguro de que estará
deseando remediar esa situación a la primera oportunidad.
-Pues..., sí, claro -repuso el padre de la niña, derramando la sopa-. Es decir,
hummm. Ese no es Gluck, ¿verdad?
La niña volvió a dar otra patada a la mesa. Cuando su padre le lanzó una
mirada severa, le formuló una pregunta con los labios.
-Ahora no -insistió el padre, con voz tan queda como pudo.
-Entonces, ¿cuándo?
-Luego. A lo mejor. Más tarde, ya veremos.
Malhumorada, volvió a acurrucarse en la silla.
-Siempre dices que más tarde -le dijo mohína.
-Pobrecita -murmuró Reg-, en esta mesa no hay un solo catedrático que no se
comporte así de puertas adentro. ¡Ah!, muchas gracias.
Llegó la sopa, distrayendo su atención y la de Richard.
-Bueno, explícame a qué te dedicas -continuó Reg después de que ambos
tomaran un par de cucharadas y llegaran cada uno por su cuenta a la misma
conclusión, es decir, que no se había producido una explosión del sentido del
gusto-. He oído decir que tiene algo que ver con los ordenadores y la música.
Pensaba que habías hecho inglés mientras estuviste aquí, aunque sólo, según
comprendo ahora, en tu tiempo libre.
Lanzó a Richard una mirada significativa por encima de su cuchara.
-Espera -prosiguió antes de que Richard tuviese siquiera oportunidad de
contestar-, recuerdo vagamente que tenías una especie de ordenador cuando
estuviste aquí. ¿Cuándo fue? ¿En ?
-Bueno, lo que en llamábamos ordenador era una especie de ábaco
eléctrico, pero...
-Vamos, vamos, no le quites valor al ábaco -repuso Reg-. En manos
experimentadas es una máquina de calcular muy refinada. Además, no necesita
energía, puede construirse con cualquier material que se tenga a mano y nunca
se estropea en medio de un trabajo importante.
-De modo que uno eléctrico sería especialmente inútil -repuso Richard.
-Exacto -concedió Reg.
-En realidad, esa máquina no hacía mucho más de lo que uno puede hacer por
su cuenta en la mitad de tiempo y con menos esfuerzo -prosiguió Richard-; pero
por otro lado, el aparato era muy bueno como alumno lento y de corta
inteligencia.
Reg lo miró sin comprender.
-No tenía idea de que escasearan tanto. Daría con una docena sólo con tirar un
panecillo sin moverme del asiento.
-No lo dudo. Pero mírelo así: ¿qué sentido tiene tratar de enseñar algo a
alguien?
Esa pregunta pareció suscitar un murmullo de simpática aprobación a todo lo
largo de la mesa.
-Lo que quiero decir es que si de verdad se quiere entender algo -continuó
Richard-, lo mejor es tratar de explicárselo a otro. Eso obliga a ordenar las ideas.
Y cuanto más lento y torpe sea el alumno, más se tendrá que reducir el tema a
ideas cada vez más simples. Y ése es el verdadero fundamento de la
programación. Cuando una idea se estructura paso a paso de tal modo que hasta
una estúpida máquina llega a comprenderla, uno ya ha aprendido algo de la
misma. El profesor siempre aprende más que el alumno, ¿no es cierto?
-Sería difícil aprender mucho menos que mis alumnos -dijo alguien con un
murmullo lento en alguna parte de la mesa-, a menos que me sometieran a una
lobotomía prefrontal.
-Así que me pasaba los días tratando de hacer en aquella máquina de K los
trabajos que podía terminar en un par de horas con una máquina de escribir, pero
lo que me fascinaba era el proceso de explicar a la máquina lo que yo quería que
hiciese. Prácticamente escribí mi propio tratamiento de textos en BASIC. Una
simple operación de búsqueda y sustitución me llevaba unas tres horas.
-Se me olvidaba, ¿lograste terminar algún trabajo?
-Pues, bueno, no. Trabajos propiamente dichos, no. Pero los motivos de por
qué no los terminaba eran absolutamente fascinantes. Por ejemplo, descubrí
que...
Se interrumpió, riéndose de sí mismo.
-También tocaba los teclados en un grupo de rock, claro -añadió-. Eso no me
ayudaba mucho.
-Vaya, eso no lo sabía -observó Reg-. En tu pasado hay cosas más oscuras de
lo que imaginaba. Virtud, añadiría yo, que esta sopa comparte.
Con mucho cuidado, se limpió los labios con la servilleta.
-Algún día tengo que ir a decir unas palabras al jefe de cocina. Me gustaría
asegurarme de que se quedan con los restos adecuados y tiran los que no valen.
Bueno. Así que un grupo de rock. Vaya, vaya, vaya. ¡Santo cielo!
-Sí -dijo Richard-. Nos llamábamos "La banda medianamente buena", pero en
realidad no lo éramos. Pretendíamos llegar a ser los Beatles de la década de los
ochenta, pero contábamos con un asesoramiento financiero y jurídico mucho
mejor del que los Beatles tuvieron jamás y que fundamentalmente consistía en
"no os preocupéis", así que no nos preocupábamos. Salí de Cambridge y pasé
tres años muñéndome de hambre.
-Pero ¿no me encontré contigo en aquella época y me dijiste que te iba muy
bien? -preguntó Reg.


-Como barrendero, sí. En las carreteras había muchísimo que hacer, más que
suficiente para toda una vida profesional, o eso creía. Sin embargo, me
despidieron por quitar la porquería de un lado y echarla en la zona de otro
barrendero.
Reg meneó la cabeza.
-Esa carrera no es para ti, estoy seguro. Hay muchas profesiones donde ese
comportamiento conllevaría una rápida promoción.
-Probé con unas cuantas, aunque ninguna de gran importancia. No seguí
mucho tiempo con ninguna porque siempre estaba demasiado cansado para hacer
las cosas bien. Me encontraban dormido encima de comederos de pollos o de
archivadores, según cuál fuese el trabajo. Mire, estar toda la noche delante del
ordenador para enseñarle a tocar "Tres ratones ciegos" era una meta importante
para mí.
-Estoy seguro -convino Reg-. Gracias -dijo al camarero que le retiraba el plato
de sopa a medio terminar-, muchísimas gracias. Así que "Tres ratones ciegos",
¿eh? Bien, bien. De modo que al final lo conseguiste, claro, y eso es lo que
explica tu distinguida situación actual, ¿no?
-Bueno, hay alguna cosita más.
-Me lo temía. Aunque es una lástima que no lo hayas traído. Habría animado a
la pobre señorita que se ve obligada a soportar nuestra aburrida y grosera
compañía. Un súbito estallido de "Tres ratones ciegos" seguramente la pondría de
buen humor.
Se inclinó hacia adelante para mirar a la niña que, dos sillas más allá, seguía
removiéndose en su asiento.
-Hola -la saludó. La niña lo miró sorprendida, bajó los ojos tímidamente y
conti-nuó balanceando las piernas. -¿Qué te parece peor -le preguntó Reg-, la
sopa o la compañía? La niña rió sin ganas, débilmente, se encogió de hombros y
siguió con la cabeza baja.
-Considero que eres prudente al no comprometerte a estas alturas -prosiguió
Reg-. En cuanto a mí, espero a ver las zanahorias antes de emitir juicio alguno.
Las llevan cociendo desde el fin de semana, pero me temo que no será suficiente.
Lo único que podría ser peor que las zanahorias es Watkin. Es el señor con esas
gafas tan absurdas que está sentado entre tú y yo. A propósito, me llamo Reg.
Cuando tengas un momento, acércate y dame una patada.
La niña emitió una risita entrecortada y miró a Watkin, que se puso rígido e
hizo un intento pasmosamente infructuoso por sonreír de buen grado.
-Bueno, niñita -le dijo torpemente, y la niña hizo un esfuerzo desesperado por
no soltar una carcajada ante la vista de sus gafas.
Por lo tanto, después de eso no hubo mucha conversación, pero la niña tenía
un aliado y empezó a divertirse un poquito. Su padre le dirigió una sonrisa de
alivio.
Reg se volvió hacia Richard, que le preguntó de pronto:
-¿Tiene usted familia?
-Pues..., no -repuso Reg, despacio-. Pero dime, ¿qué vino después de "Tres
ratones ciegos"?
-Pues, para abreviar, Reg, acabé trabajando para Tecnologías WayForward...
Dirk Gentil, Agencia de investigaciones holísticas Douglas Adams

-¡Ah, sí! El famoso mister Way. Dime, ¿qué tal es?
A Richard siempre le molestaba un poco esa pregunta, quizá porque se la
hacían a menudo.
-Mejor y peor de como le presentan en la prensa. En realidad, me cae muy
simpático. A veces puede resultar un poco cargante, como todo hombre de
negocios, pero lo conozco desde los primeros tiempos de la compañía, cuando ni
su nombre ni el mío valía un céntimo. Es un buen tipo. Aunque lo mejor es no
darle tu número de teléfono, a menos que tengas un contestador automático de
tipo industrial.
-¿Cómo? ¿Por qué?
-Bueno, es una de esas personas que sólo pueden pensar cuando hablan.
Cuando se le ocurre una idea, tiene que contársela a quien sea. Pero si no tiene a
nadie a mano, los contestadores automáticos le sirven igual. Llama y les habla.
Tiene una secretaria exclusivamente dedicada a recoger cintas de gente a quien
él ha llamado; las transcribe, hace una selección y, al día siguiente, le entrega el
texto resultante en una carpeta azul.
-Azul, ¿eh?
-No me pregunte por qué no utiliza simplemente una grabadora -agregó
Richard, encogiéndose de hombros.
-Supongo que no utiliza grabadora -dijo Reg, tras considerarlo un pocoporque
no le gusta hablar solo. En cierto modo es lógico.
Tomó un bocado de su recién servido porc au poivre y lo rumió un rato antes
de dejar con suavidad cuchillo y tenedor por un momento.
-¿Y cuál es el cometido del joven MacDuff en todo esto? -preguntó al fin.
-Pues Gordon me encargó que escribiera un programa importante para Apple
Macintosh. Hoja de cálculo, contabilidad, esas cosas, que fuese eficaz y fácil de
manejar, con muchos gráficos. Le pregunté qué quería exactamente y se limitó a
contestar: "Todo. Para esa máquina quiero el mejor programa de contabilidad, el
que mejor cante los números, el que mejor los baile." Y como es de natural un
poco antojadizo, lo tomé al pie de la letra.
"Con una combinación de números se puede representar lo que se quiera,
utilizarla para describir una superficie, modular cualquier proceso dinámico,
etcétera. Y en el fondo, la contabilidad de empresas no es más que eso, una
combinación de números. Así que me senté a escribir un programa que
representara los números como a uno le diese la gana. Si se querían en forma de
gráfico musical, la máquina lo organizaba así; si se los quería agrupar en figuras
grandes o pequeñas, el ordenador las proporcionaba. Si se deseaba que de los
cuadros grandes saliesen bailarinas para distraer la atención de las cifras que
componían las figuras, el programa también lo hacía. O podían transformar las
figuras que formaban los cuadros en, por ejemplo, una bandada de gaviotas, y su
formación de vuelo y el modo en que cada gaviota movía las alas venía
determinado por los resultados de cada departamento de la empresa. Estupendo
para crear logotipos animados de la compañía con verdadero significado.
"Pero lo más absurdo de todo era que, si querías representar la contabilidad de
la empresa como una partitura musical, también se podía hacer. Bueno, yo pensé
que era absurdo. El mundo empresarial se volvió loco con ello.


Reg lo miró con gravedad por encima de un trozo de zanahoria que mantenía
con delicadeza en el tenedor delante de él, pero no lo interrumpió.
-Cada aspecto de la melodía puede expresarse mediante una secuencia o
combinación de números, ¿comprende? -prosiguió Richard, entusiasmado-. Las
cifras pueden representar el tono y la duración de las notas, secuencias de tono y
duración...
-¿Quieres decir armonías? -preguntó Reg.
La zanahoria seguía sin moverse.
Richard sonrió.
-Armonías es un término muy adecuado. Debo recordarlo.
-Te ayudaría a expresarte mejor -repuso Reg, que devolvió la zanahoria al
plato, sin probarla; preguntó-: Entonces, ¿el programa funcionó bien?
-Aquí, no mucho. La contabilidad anual de la mayoría de las empresas
británicas terminaron sonando como la Marcha de la Muerte de Saúl, pero en
Japón se lanzaron tras él como una manada de ratas. Produjo montones de
alegres himnos de empresas que empezaban bien, pero desde un criterio musical,
cabría decir que al final resultan un poco chillones. En los Estados Unidos tuvo
unas ventas espectaculares, lo que desde el punto de vista comercial era lo
principal. Aunque lo que más me interesa ahora es lo que ocurrirá si se prescinde
de la contabilidad. Transformar directamente en música los números que
representa el movimiento de las alas de una golondrina. ¿Qué se oiría? No el
sonido de las cajas registradoras, según asegura Gordon.
-Fascinante, enteramente fascinante -comentó Reg, llevándose al fin la
zanahoria a los labios. Se volvió, inclinándose para hablar con su nueva amiga.
-Watkin pierde -sentenció-. Las zanahorias han logrado un nuevo récord de
todos los tiempos. Lo siento Watkin, pero por detestable que seas, me temo que
las zanahorias son las campeonas del mundo.
La niña rió con mayor soltura que la última vez y dedicó una sonrisa a Reg.
Watkin trató de tomárselo con buen humor pero, mientras sus ojos nadaban en
dirección a Reg, resultaba evidente que estaba más acostumbrado a desconcertar
que a que lo desconcertasen.
-Por favor, papá, ¿puedo ya?
Además de la nueva, aunque ligera, confianza, la niña había encontrado la voz.
-Más tarde-, insistió el padre.
-Ya es más tarde. Lo he calculado.
-Bueno... -repuso el padre, que se interrumpió desconcertado.
-Hemos estado en Grecia -anunció la niña con voz débil pero llena de respeto.
-¿Ah, sí? -repuso Watkin, con un leve movimiento de la cabeza-. ¿En algún
sitio en particular, o sólo en Grecia en general?
-En Patmos -contestó la niña con decisión-. Es precioso. Creo que Patmos es el
sitio más bonito del mundo. Sólo que el ferry nunca llega a su hora. Nunca,
jamás. Lo comprobé. Perdimos el avión, pero no me importó.
-¡Ah, Patmos! Ya veo -repuso Watkin, claramente animado por la noticia-.
Bueno, jovencita, lo que debes entender es que los griegos, no satisfechos con
ser la cultura predominante del mundo clásico, también son los autores de la
mayor, algunos dirían la única, verdadera obra de imaginación creadora que se
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ha producido en este siglo. Me refiero, claro está, al horario de los
transbordadores griegos. Una obra de la más sublime ficción. Todo aquel que
haya viajado por el Egeo se lo confirmará. Hmmm, sí. Ya lo creo.
La niña lo miró con el ceño fruncido.
-Me encontré una crátera -anunció.
-Probablemente no lo sea -se apresuró a interrumpir su padre-. Todos los que
van a Grecia por primera vez creen que han encontrado una crátera, ¿no es
cierto? Ja, ja.
Hubo un asentimiento general. Era verdad. Molesto, pero cierto,
-La encontré en el puerto -insistió la niña-. En el agua. Mientras esperábamos
el puñetero transbordador.
-¡Sarah! Te he dicho...
-Así es como lo llamaste tú. Y algo peor. Dijiste palabras que no creía que
conocieras. De todos modos, he pensado que si todas las personas aquí presentes
eran tan listas, alguien podría decirme si se trataba verdaderamente de una
antigüedad griega o no. Yo creo que es muy antigua. Por favor, papá, ¿me dejas
que se la enseñe?
Su padre, rendido, se encogió de hombros y empezó a buscar algo bajo la silla.
-¿Sabía usted, señorita -preguntó Watkin-, que el libro del Apocalipsis se
escribió en Patmos? Pues sí. Lo escribió san Juan el Divino, como bien sabe usted.
En mi opinión, ello demuestra claramente que escribió dicho libro mientras
esperaba un transbordador. Ah, sí, ya lo creo. Empieza con esa especie de
ensoñación que uno tiene cuando está aburrido y trata de matar el tiempo, ¿no es
verdad?, inventando cosas que poco a poco van creciendo hasta llegar a una
especie de desesperación alucinatoria. Eso me parece muy sugestivo. Tal vez
debería usted escribir un ensayo sobre eso.
La niña lo miró como si estuviera loco.
-Bueno, aquí está -dijo el padre, arrojando el objeto sobre la mesa-. Como
verán, no es más que un jarrón. Sólo tiene seis años -añadió con una sonrisa
triste-, ¿no es verdad, cariño?
-Siete -contestó Sarah.
La vasija era muy pequeña, de unos veinte centímetros de alto por quince en
su punto más ancho. De volumen casi esférico, tenía un cuello muy estrecho que
ascendía unos dos centímetros sobre el cuerpo. El cuello y casi la mitad de la
superficie estaban llenos de barro endurecido, pero las partes descubiertas
poseían una textura áspera, de color rojizo.
Sarah la cogió y la puso en las manos del decano, que se sentaba a su
derecha.
-Tú pareces listo -afirmó-, dime qué te parece.
El decano cogió el recipiente y le dio la vuelta con aire desdeñoso.
-Estoy seguro -observó ingeniosamente- de que si raspamos el barro del
fondo, probablemente se leerá: Hecho en Birmingham.
-¿Tan antiguo? -dijo el padre de Sarah con una risa forzada-. Hace mucho
tiempo que no se fabrica nada allí.
-De todos modos -anunció el decano-, no es mi especialidad; yo soy biólogo
molecular. ¿Alguien quiere echarle un vistazo?


La pregunta no fue recibida con salvajes alaridos de entusiasmo, pero la vasija
fue pasando de mano en mano hasta el otro extremo de la mesa de manera un
tanto vaga. Fue observada a través de lentes de cristal de roca, atisbada a través
de gafas con montura de carey, mirada fijamente por encima de monturas de
media luna, y de soslayo por alguien que mucho se temía haber dejado las gafas
en un traje que había enviado al tinte. El rostro de la niña empezó a recobrar de
nuevo una expresión abatida.
-Qué gente más rancia -dijo Reg a Richard, volviendo a coger el salero de plata
y manteniéndolo en alto.
-Jovencita -dijo a la niña, inclinándose para hablar con ella.
-¡Oh, no, viejo estúpido! Otra vez, no -murmuró Cawley, el viejo arqueólogo,
echándose hacia atrás en el asiento y ocultándose las orejas con las manos.
-Jovencita -repitió Reg-. Observa este sencillo salero de plata. Fíjate en este
simple sombrero.
-Tú no llevas sombrero -repuso la niña, malhumorada.
-¡Ah!, un momento, por favor -dijo Reg, que fue a buscar su gorro de lana
roja.
-Mira este sencillo salero de plata -repitió-. Observa este simple gorro de lana.
Pongo el salero en el gorro, así, y te paso el sombrero a ti. La siguiente parte del
truco, querida señorita, es cosa tuya.
Le tendió el sombrero pasándolo por delante de Cawley y Watkin, que estaban
entre los dos. La niña lo cogió y miró dentro.
-¿Dónde está? -preguntó, mirando fijamente al interior del gorro.
-Donde lo hayas puesto tú -contestó Reg.
-Ah, ya entiendo -dijo Sarah-. Pues..., no es muy bueno.
-Un truco modesto -repuso Reg, encogiéndose de hombros-, pero me gusta
hacerlo.
-Bueno, ¿de qué estábamos hablando? -preguntó a Richard.
Richard lo miró con una ligera sensación de pasmo. Sabía que el profesor
siempre había tenido tendencia a cambiar de humor súbitamente, pero fue como
si de pronto se hubiese quedado sin vitalidad.
Ahora ostentaba la misma expresión de despiste que Richard había observado
en su rostro la noche en que llamó a su puerta de manera, al parecer,
completamente inesperada. Reg pareció notar entonces que Richard estaba
desconcertado y, rápidamente, esbozó una sonrisa.
-¡Mi querido amigo! -exclamó-. ¡Mi querido amigo! ¡Mi muy querido amigo!
¿Qué estaba diciendo?
-Pues, estaba diciendo: "Mi querido amigo."
-Sí, pero estoy seguro de que era el preludio de algo. Una especie de breve
tocata sobre el tema de qué tipo tan estupendo que eres, antes de abordar el
tema principal de mi discurso, cuya naturaleza suelo olvidar. ¿No tienes idea de lo
que estaba a punto de decir?
-No.
-Vaya. Bueno, supongo que debería estar contento. Si todo el mundo supiera
exactamente lo que voy a decir, entonces no tendría sentido que lo dijera,
¿verdad? Bueno, ¿cómo va la vasija de nuestra joven invitada?
Dirk Gentil, Agencia de investigaciones holísticas Douglas Adams

En realidad había llegado a Watkin, que no se declaró un experto en los
recipientes que los antiguos habían fabricado para beber, sino sólo en lo que
habían escrito como consecuencia. Afirmó que Cawley era una persona ante
cuyos conocimientos y experiencia todos debían inclinarse y trató de darle la
vasija.
-He dicho -repitió- que tú poseías los conocimientos y la experiencia ante los
cuales deberíamos inclinarnos. Venga, por amor de Dios, quítate las manos de los
oídos y echa una mirada a esto.
Con suavidad, pero firmemente, le apartó la mano derecha de la oreja, volvió
a explicarle la situación y le tendió la vasija. Cawley la examinó superficialmente
pero con mirada de experto.
-Sí -dictaminó-, diría que es un jarrón de unos doscientos años de antigüedad.
Muy tosco. Un ejemplo muy basto en su especie. Por supuesto, carece
absolutamente de valor.
Lo depositó sobre la mesa con aire imperioso y miró hacia la antigua galería de
los juglares, que, por algún motivo, parecían mirarle con reprobación.
El dictamen surtió un efecto inmediato en Sarah. Si ya estaba desanimada,
aquello la deprimió por completo. Se mordió el labio y se echó hacia atrás en la
silla, sintiéndose de nuevo enteramente infantil y desplazada. Su padre le dirigió
una mirada de advertencia sobre su mal comportamiento y luego volvió a pedir
disculpas en su nombre.
-Bueno, Buxtehude -se apresuró a añadir-. Sí, el bueno de Buxtehude.
Veremos qué podemos hacer. Dígame...
-Señorita -interrumpió con asombro una voz ronca-, es usted una hechicera,
una maga de poderes extraordinarios.
Todas las miradas se volvieron hacia Reg, el viejo farolero. Tenía la vasija
entre las manos y la miraba con enloquecida fascinación. Se volvió hacia la niña,
como evaluando por primera vez el poder de un adversario temido.
-Me inclino ante usted -musitó-. Aunque indigno de hablar en presencia de
tales poderes, permítame felicitarla por una de las proezas más delicadas en el
arte del malabarismo que he tenido privilegio de presenciar.
Sarah lo miró con ojos como platos.
-¿Puedo mostrar a estas personas el objeto que ha traído usted? -preguntó con
seriedad.
La niña asintió sin convicción, y Reg asió la vasija, antes preciosa pero ya
tristemente desacreditada, dándole un golpe seco contra la mesa.
Se rompió en dos pedazos regulares, y la capa de arcilla que la recubría se
disgregó en puntiagudas escamas sobre la mesa.
Sarah miró con expresión aturdida el deslucido y manchado, aunque
claramente reconocible, salero de plata, que había surgido entre los restos del
jarrón.
-¡Viejo estúpido! -masculló Cawley.
Tras el menosprecio y la condena general suscitados por aquel truco barato,
que no llegaron a eclipsar la admiración de Sarah, Reg se volvió hacia Richard y,
como si no le diera importancia, preguntó:


-¿Cómo se llamaba aquel amigo que tenías cuando estabas aquí, le has vuelto
a ver? Un individuo con un extraño nombre de la Europa del Este. Svlad no sé
qué. Svlad Cjelli. ¿Lo recuerdas?
Richard lo miró perplejo durante un momento.
-¿Svlad? -repitió-. ¡Ah!, te refieres a Dirk. Dirk Cjelli. No, no hemos mantenido
la amistad. Pero me lo encontré un par de veces por la calle. Eso es todo. Creo
que cambia de nombre de cuando en cuando. ¿Por qué lo pregunta?
Dirk Gentil, Agencia de investigaciones holísticas Douglas Adams


En lo alto del promontorio rocoso, el Monje Eléctrico seguía a lomos de un
caballo que, poco a poco, sin quejarse, empezaba a estar de más. Bajo la
capucha de áspera estameña, el Monje miraba sin parpadear al valle, que le
planteaba un problema nuevo y espantoso, porque se trataba de la Duda. No la
sufría a menudo, pero cuando le atacaba, le carcomía los fundamentos mismos de
su ser.
Hacía calor, el sol recorría un cielo vacío y brumoso, cayendo a plomo sobre las
rocas grises y la escasa y agostada hierba. Nada se movía, ni siquiera el Monje.
Pero extrañas cosas empezaban a bullir en su mente, como alguna vez sucedía
cuando los datos no estaban bien dirigidos y le pasaban por el buffer de entrada.
Pero entonces el Monje empezó a creer algo, esporádica y nerviosamente al
principio, luego con una ardiente llamarada blanca de fe que eliminó todas las
creencias anteriores, incluida la estúpida idea de que el valle era rosa; muy
pronto, en alguna parte del valle, a unos mil quinientos metros de donde él se
encontraba, se abriría una puerta misteriosa que daba a un mundo extraño y
remoto, una puerta que podría franquear. Pasmosa idea.
Pero por asombroso que pareciese, aquella vez tenía toda la razón.
El caballo notó que pasaba algo. Irguió las orejas y meneó la cabeza con
suavidad. Al mirar durante tanto rato el mismo montón de rocas, había caído en
una especie de trance, y estaba a punto de imaginar también que eran de color
rosa. Sacudió la cabeza con un poco más de energía.
Con un leve movimiento de riñones y un talonazo del Monje, se pusieron en
marcha bajando con cuidado por la rocosa pendiente. El camino era difícil. En su
mayor parte se componía de placas sueltas de pizarra marrones y grises,
interrumpidas aquí y allá por plantas verdes que se aferraban a ellas para
preservar su precaria existencia. El Monje observó aquello con turbación. Ahora
era un Monje más viejo y más sabio, y había dejado atrás los infantilismos. Valles
de color rosa, mesas hermafroditas: etapas naturales por las que había que pasar
en el camino hacia el verdadero conocimiento.
El sol caía a plomo. El Monje se limpió la cara de sudor y polvo e hizo una
pausa, inclinándose sobre el cuello del caballo. Atisbo entre la trémula neblina
que el calor levantaba y distinguió un montón de rocas en pleno lecho del valle.
Allí, tras las rocas, era donde el Monje pensaba o, mejor dicho, creía
apasionadamente desde lo más hondo de su ser, que surgiría la puerta. Trató de
ajus-tar mejor la imagen, pero los detalles se difuminaban confusamente en los
remolinos de aire caliente.
Montado en la silla y a punto de aguijonear al caballo, de pronto notó algo muy
curioso.
En la lisa pared de una roca que había cerca, tan cerca, en realidad, que se
sorprendió de no haberla visto antes; había una gran pintura. Torpemente
ejecutada, aunque no desprovista de elegancia en los trazos, parecía muy
antigua, probablemente muy, pero que rnuy antigua. Oscurecida, agrietada y


desigual, resultaba difícil distinguir con claridad lo que representaba. Se acercó
más. Parecía una primitiva escena de caza.
Evidentemente, el grupo de criaturas de múltiples miembros y color morado
eran cazadores primitivos. Portaban toscas lanzas y perseguían ferozmente a un
animal armado de largos cuernos que ya parecía herido. En realidad, lo único que
se apreciaba claramente eran los blancos dientes de los cazadores, que parecían
brillar con una blancura cuyo fulgor no había palidecido con el paso de los muchos
milenios transcurridos. De hecho, el Monje hasta se avergonzó de sus propios
dientes, aunque acababa de lavárselos por la mañana.
El Monje ya había visto pinturas parecidas, pero sólo en cuadros o en la
televisión, nunca en la vida real. Solían hallarse en cavernas al abrigo de los
elementos, de lo contrario no habrían sobrevivido. El Monje observó con más
detenimiento los aledaños de la roca y observó que, si bien no se encontraba en
una caverna, la pared estaba protegida del viento y de la lluvia por una amplia
repisa. Sin embargo, era extraño que hubiese aguantado tanto tiempo. Y más
raro aún era que, según parecía, no la hubieran descubierto todavía. Todas las
pinturas rupestres eran famosas y le resultaban familiares, pero aquélla no la
había visto nunca.
A lo mejor se trataba de un hallazgo histórico espectacular. Tal vez si volviera
a la ciudad para anunciarlo sería bien recibido, al fin le pondrían un nuevo panel
matriz, y le permitirían creer..., ¿creer en qué? Hizo una pausa, parpadeó y agitó
la cabeza para deshacer un momentáneo error de sistema.
Se repuso.
Creía en una puerta. Debía encontrarla. Era el camino hacia.., hacia...,
La Puerta era el Camino.
Bien.
Las letras mayúsculas siempre constituían la mejor manera de tratar las cosas
para las que se carecía de una respuesta adecuada.
Bruscamente, hizo que el caballo volviese la cabeza y le instó a proseguir la
marcha ascendente. Al cabo de unos minutos de difíciles maniobras, llegó al
fondo del valle y quedó momentáneamente desconcertado al descubrir que la fina
capa de polvo que se había aposentado sobre la agrietada tierra rojiza era de un
color rosáceo muy pálido, sobre todo en las orillas del lento reguero de barro que,
en la estación cálida, constituía los últimos restos del río que discurría por el valle
en la época de las lluvias. Desmontó y se inclinó para tocar el polvo rosado,
dejándolo correr entre los dedos. Era suave y muy fino, y le produjo una
sensación agradable al contactar con su piel. Era casi del mismo color, quizá algo
más clara.
El caballo le estaba mirando. El Monje comprendió, tal vez con cierto retraso,
que debía de tener mucha sed. El también estaba sediento, pero trataba de no
pensar en ello. Desató la cantimplora de la silla. La sintió patéticamente ligera.
Desenroscó el tapón y dio un solo trago. Luego vertió un poco en el hueco de la
mano y se lo ofreció al caballo, que lo sorbió con ansia de golpe.
El caballo volvió a mirarle.
El Monje meneó la cabeza con tristeza, volvió a tapar la cantimplora y la
guardó en su sitio. En la pequeña parte de su mente donde almacenaba
Dirk Gentil, Agencia de investigaciones holísticas Douglas Adams

información lógica y fáctica, era consciente de que no duraría mucho y que, sin
ella, ellos tampoco aguantarían. Sólo su Fe le impulsaba a seguir adelante; su Fe,
que ahora se centraba en la Puerta.
Se sacudió el polvo rosado del áspero hábito y miró al amasijo de rocas, a sólo
unos cien metros de distancia. Lo observó no sin un tenue, ligerisimo temblor.
Aunque la parte más importante de su mente se mantenía firme en la eterna e
inconmovible Fe en que la Puerta estaría tras las rocas y que la Puerta sería el
Camino, la porción más pequeña de su cerebro que comprendía lo de la
cantimplora no podía dejar de recordar pasadas decepciones y emitía una nota
muy baja, pero estridente, de advertencia.
Si decidía no acercarse a ver la Puerta por sí mismo, seguiría creyendo en ella
para siempre. Se convertiría en la meta de su vida..., de lo poco de vida que le
quedaba, dijo la parte de su mente que comprendía lo de la cantimplora.
Por otro lado, si se dirigía a presentar sus respetos a la Puerta y resultaba que
no existía..., entonces, ¿qué?
El caballo relinchó impaciente.
Desde luego, la respuesta era muy sencilla. Disponía de todo un tablero de
circuitos para abordar precisamente este problema; en realidad, constituía el
verdadero meollo de su función. Seguiría creyendo en ello, fuera lo que fuese lo
que los hechos revelasen. ¿Qué otra cosa significaba la Fe? La Puerta seguiría
estando allí, aunque no existiese. Se dominó. La Puerta estaba allí y debía ir hacia
ella, porque la Puerta era el Camino.
En vez de volver a montar, llevó el caballo de la brida. El Camino no estaba
lejos, iría con humildad al encuentro de la Puerta.
Valeroso y erguido, avanzó con solemne lentitud. Se fue aproximando al grupo
de rocas. Llegó. Lo rodeó. Miró.
Allí estaba la Puerta.
Hay que señalar que el caballo se llevó una buena sorpresa.
El Monje cayó de rodillas, lleno de asombro y respeto. Tan preparado estaba
para llevarse una decepción, que era lo que solía llevarse aunque nunca lo
admitía, que le pilló completamente desprevenido. Observó la Puerta con un
rotundo y absoluto error de sistema.
Era una puerta como nunca había visto antes. Todas las puertas que conocía
eran enormes objetos de acero reforzado, debido a los vídeos y lavaplatos que
había tras ellas, aparte, claro está, de todos los costosos monjes eléctricos que se
necesitaban para creer en todo ello. Aquélla era sencilla, de madera, pequeña,
más o menos de su mismo tamaño. Una puerta a la medida de un monje, pintada
de blanco, con un pomo de bronce un poco abollado a un lado, a media altura.
Estaba empotrada en la cara de la roca, y no había explicación alguna de su
origen ni de su finalidad.
Sin saber cómo se atrevía, el pobre Monje asustado se tambaleó y, llevando el
caballo de la brida, avanzó nervioso hacia ella. Al llegar, la tocó. Se sorprendió
tanto al no oír alarma alguna, que retrocedió de un salto. La volvió a tocar, esta
vez con más firmeza.
Despacio, bajó la mano hacia el pomo; tampoco entonces sonó la alarma. Notó
que se accionaba un mecanismo. Contuvo el aliento. Nada. Empujó la Puerta, que


cedió suavemente. Miró al interior, pero estaba tan oscuro en contraste con el
desértico sol del exterior, que no vio nada. Al fin, casi muerto ante tanta
maravilla, entró llevando al caballo tras él.
Pocos minutos después, un hombre que había estado sentado fuera del alcance
de la vista junto al siguiente grupo de rocas terminó de quitarse el polvo de la
cara, se levantó, estiró las piernas y regresó hacia la puerta mientras se
palmeaba la ropa.
Dirk Gentil, Agencia de investigaciones holísticas Douglas Adams


"En Xanadú construyó Kubla Khan
Una lujosa mansión de recreo:"
Era evidente que el lector pertenecía a la escuela de pensamiento cuya teoría
mantiene que la seriedad o grandeza de un poema se comunicaba mejor
leyéndolo con voz de estúpido. Subía y bajaba de tono hasta que las palabras
parecían ocultarse y salir corriendo a buscar refugio.
"Donde corría el sagrado río Alf
Entre cavernas sin humana medida
Hasta un mar sin sol."
Richard volvió a apoyarse en el respaldo de la silla. Las palabras le resultaban
muy familiares, tal como correspondía a un licenciado en inglés de la Facultad de
Saint Cedd's, y se acomodaban fácilmente en su mente. La relación que la
universidad mantenía con Coleridge se consideraba muy seria pese a la afición del
famoso autor a determinados productos farmacéuticos que recrean el espíritu y
bajo cuya influencia compuso su obra más importante, en un sueño.
El manuscrito se guardaba en la caja fuerte de la biblioteca de la facultad y, en
la Cena Coleridge el poema siempre se leía directamente del manuscrito.
"Y así dos veces ocho kilómetros de tierra feroz
Circundada de torres y murallas:
Y manantiales sinuosos que brillaban en jardines
De múltiples árboles de esencias;
Y había bosques tan antiguos como las colinas,
Que albergaban soleados claros de verdura."
Richard se preguntó cuánto duraría. Miró a un lado, a su antiguo jefe de
estudios, y le molestó la firme determinación de la postura que adoptaba para
leer. La cantarína voz le irritó al principio, pero al rato empezó a adormecerle y se
puso a contemplar un reguero de cera que se escurría por el borde de una vela,
ya casi consumida, que ahora arrojaba una luz mortecina sobre los restos de la
cena.
"Pero ¡ah! ¡Aquel hondo y embrujado abismo
Que se abría por la verde colina a través del refugio de cedros!
¡Primitivo paisaje! ¡Más santo y encantado
Que nunca bajo la luna menguante cuando el femenino
Fantasma gemía por su demoníaco amante!"
Las pequeñas cantidades de clarete que se había permitido durante la comida
corrían cálidamente por sus venas y, dejando vagar la mente, recordó la pregunta


que Reg le había formulado durante la cena y sintió curiosidad por lo que habría
hecho últimamente su amigo... ¿Era ésa la palabra, amigo? Más que una persona,
parecía una sucesión de acontecimientos extraordinarios. La idea de que Dirk
tuviese amigos, más parecía remitirse a una serie de conceptos mal encadenados,
como pensar que la crisis de Suez iba a estallar de nuevo por un panecillo.
Svlad Cjelli. Popularmente conocido como Dirk, aunque la palabra ¿popular?,
otra vez, no parecía adecuada. Famoso, desde luego; solicitado,
interminablemente comentado, cierto. Pero ¿popular? Sólo en el sentido en que
puede serlo un grave accidente en la autopista: todo el mundo aminora la
velocidad para verlo bien, pero nadie se acerca demasiado a las llamas. Infame
era más conveniente. Svlad Cjelli, infamemente conocido como Dirk.
Era más rollizo que el resto de los estudiantes y tenía más sombreros. Es
decir, sólo tenía el que llevaba normalmente, pero lo lucía con una pasión que
resultaba extraña en alguien tan joven. El sombrero era redondo, de color rojo
oscuro y con alas rectas, y parecía moverse como suspendido en un soporte
cardánico que en cualquier ocasión le aseguraba una posición perfectamente
horizontal por mucho que su propietario sacudiese la cabeza.. Como sombrero
resultaba notable, aunque como ornamento personal no acababa de convencer.
Habría sido una prenda fina y elegante, bien proporcionada y favorecedora, si el
dueño hubiese sido una lamparilla de mesilla de noche, pero no otra cosa.
La gente gravitaba a su alrededor atraída por las historias que se negaba a
contar de sí mismo, aun cuando nunca estuvo claro que el origen de tales
historias no fuese su postura de negarse a contarlas.
Las historias estaban relacionadas con poderes psíquicos que supuestamente
había heredado por parte de madre, cuya familia, según aseguraba, había vivido
en la parte más elegante de Transilvania. Es decir, él no lo aseguraba en
absoluto, llegando a afirmar que se trataba de una tontería sin sentido. Negaba
enérgicamente que hubiese murciélagos de ninguna clase en su familia y
amenazaba con querellarse con cualquiera que lanzase aquellos maliciosos
infundios, pero hacía gala de llevar un amplio abrigo de piel de grandes faldones,
y en su habitación tenía uno de esos aparatos que se supone curan los dolores de
espalda cuando uno se cuelga boca abajo de ellos. Dejaba que la gente le
sorprendiera colgado de esa manera del aparato a las horas más raras del día y,
sobre todo, por la noche, para afirmar enérgicamente que aquello carecía de
implicación alguna.
Mediante una ingeniosa serie de negativas estratégicamente desplegadas
sobre las cosas más exóticas y emocionantes, logró crear el mito de que era
profeta, místico, telépata, visionario, clarividente y vampiro psicopástico.
¿Qué quería decir "psicopástico"?
Era un término de su cosecha, y enérgicamente negaba que tuviese
significación alguna.
"Y de aquel abismo, bullendo en incesante torbellino,
Como si la tierra respirase a raudos y grandes borbotones,
Una fuente brotaba vigorosa:
Entre sus rápidos chorros, casi discontinuos,
Dirk Gentil, Agencia de investigaciones holísticas Douglas Adams

Enormes fragmentos se arqueaban..."
Dirk también había estado siempre sin un céntimo. En eso hubo cambios.
Los inició un compañero de habitación, un crédulo individuo llamado Mander
que probablemente, si se llegara a conocer la verdad, fue escogido por Dirk
debido a su credulidad.
Steve Mander observó que cuando Dirk se acostaba borracho, hablaba en
sueños. Y no sólo eso, sino que, dormido, decía cosas del tipo: "La apertura de
rutas comerciales hacia el parloteo mascullante constituyó el momento crucial
para la expansión del imperio en la estúpida cháchara de ronquidos. Comentario."
"Como granizo al rebotar,
O el brozoso grano bajo el mayal."
La primera vez, Steve Mander se incorporó en la cama con un sobresalto. Fue
poco antes de los exámenes trimestrales de segundo curso, y lo que Dirk acaba
de decir, o de murmurar sensatamente, se parecía mucho a una pregunta de la
asignatura de Historia de la Economía. Mander se levantó despacio, se acercó a la
cama de Dirk y se esforzó por escuchar, pero aparte de unos murmullos
enteramente inconexos sobre Schleswig-Holstein y la guerra francoprusiana, que
Dirk dirigía sin tregua a la almohada, no se enteró de nada más.
Sin embargo, la noticia se extendió con calma y discreción, como un reguero
de pólvora.
"Y entre las rocas danzantes, súbitamente precipitado
Caía imponente el río sagrado."
Durante el mes siguiente, Dirk recibió continuas invitaciones a beber y a comer
con la esperanza de que se durmiera profundamente y soñara en voz alta con
preguntas del examen. Lo raro fue que, cuanto mejor era la comida y más
refinada la cosecha del vino a que le invitaban, menos tendencia mostraba a
dormir con la cara sobre la almohada.
Pero su plan consistía en explotar sus pretendidos poderes sin admitir
formalmente que los poseía. En realidad, a las historias sobre sus supuestas
aptitudes solía reaccionar con franca incredulidad, y aun con cierta hostilidad.
"Serpenteando ocho kilómetros entre bosques y valles,
Con intrincado movimiento, el río sagrado va,
Entre cavernas sin humana medida.
Se hunde fragoroso en un mar sin vida:
¡Y en medio del tumulto, Kubla oye de lejos
Ancestrales voces que gritan guerreras profecías!"
Dirk también era, aunque lo negaba, clariaudiente. A veces, en sueños,
tarareaba melodías que dos semanas después se convertían en números uno. Lo
que en realidad no resultaba muy difícil de organizar.


De hecho, siempre llevaba a cabo el mínimo de investigaciones posibles para
apoyar tales mitos. Era perezoso y, en el fondo, lo que hacía era fomentar el
crédulo entusiasmo de la gente para que le hiciesen trabajos. La desidia era
fundamental; si sus supuestas proezas paranormales se hubiesen explicado de
manera detallada y precisa, la gente habría sospechado y buscado otros
razonamientos. Por otro lado, cuanto más imprecisas y ambiguas eran sus
"predicciones", más firme se hacía la credulidad de la gente.Dirk nunca dio mucha
importancia a tal situación; al menos, no parecía dársela. En realidad, el provecho
que como estudiante sacaba de las continuas invitaciones de otra gente a beber y
comer era más considerable de lo que nadie podía imaginar, a menos que se
dedicase a hacer cuentas.
Y por supuesto jamás afirmó -en realidad, lo negaba enérgicamente- que nada
de aquello fuese verdad ni en lo más remoto.
Por lo tanto, se hallaba en buena situación para realizar un espléndido y
sabroso negocio cuando llegaran los exámenes finales.
"La sombra de la mansión de recreo
Flotaba en medio de las olas;
Allí se oía la combinada medida
De las grutas y la fuente.
Era un milagro de raro artificio,
¡Una soleada mansión de recreo en cavernas de hielo!"
-¡Santo cielo...!
Reg pareció despertar de pronto con un sobresalto de la leve modorra en que
había caído bajo el influjo del vino y la lectura, y miró a su alrededor con absoluta
sorpresa, pero nada había cambiado. Los versos de Coleridge resonaban en el
silencio cálido y satisfecho que se había apoderado del enorme comedor. Tras
fruncir de nuevo el ceño con rápido gesto, Reg inició otra siestecita, pero
permaneció un poco más atento esta vez.
"Una doncella con una dulzaina
En una visión contemplé una vez:
Era una virgen abisinia,
Y con su dulzaina tocaba
Y cantaba al Monte Abora."
Sometido a hipnosis, Dirk permitió que lo convencieran para hacer una firme
predicción sobre las preguntas que iban a caer en el examen final de aquel curso.
Sugirió la idea explicando exactamente lo que jamás estaría dispuesto a hacer,
aunque en muchos aspectos, comentó, le hubiese gustado hacerlo sólo para tener
la posibilidad de refutar sus supuestas habilidades tan enérgicamente negadas.
Y tras preparar cuidadosamente el terreno de ese modo, al fin aceptó, sólo
para acabar de una vez por todas con aquella cuestión, tan enormemente
absurda y aburrida. Formularía sus predicciones con el método de la escritura
Dirk Gentil, Agencia de investigaciones holísticas Douglas Adams

automática bajo un control adecuado; el resultado se guardaría en un sobre
lacrado y se depositaría en el banco hasta después de los exámenes.
Luego lo abrirían para comprobar su exactitud una vez realizados los
exámenes.
No es de extrañar que una buena cantidad de gente le ofreciera fuertes sumas
para que le dejara ver las predicciones escritas, pero él se escandalizó ante tal
idea que, según afirmó, sería deshonesta...
"Si pudiera revivir en mí
Su armonía y su canción,
Hasta inundarme de un gozo tal,
Que con música fuerte y alta
Construyera esa mansión en el aire,
¡Esa mansión soleada! ¡Esas cavernas de hielo!"
Luego, poco tiempo después, Dirk se dejó ver por la ciudad con una especie de
expresión grave y humillada. Al principio no hizo caso de las preguntas sobre lo
que le preocupaba, pero después dio a entender que iban a someter a su madre a
una operación dental sumamente cara que, por razones que se negó a comentar,
debía hacerse en una clínica privada, sólo que no disponía del dinero.
Desde entonces, la tendencia para aceptar donativos destinados a los
supuestos gastos médicos de su madre a cambio de rápidas ojeadas a sus
predicciones escritas sobre los exámenes demostró ser lo bastante suave y fácil
como para seguirla con la mínima dificultad posible.
Luego resultó que el único dentista que podía realizar la misteriosa operación
era un cirujano de la Europa del Este que ahora vivía en Malibú y, por lo tanto,
fue necesario incrementar el nivel de los donativos de manera bastante brusca.
Por supuesto, seguía negando que sus dotes fuesen lo que se suponía que
eran, y llegó a afirmar su inexistencia insistiendo en que no se habría embarcado
en el asunto si no fuese para refutarlas; y aparte de eso, como la gente parecía
tener en sus capacidades una fe de la que él mismo carecía, pues allá ellos,
estaba satisfecho de complacerlos hasta el punto de permitirles que pagasen la
operación de su santa madre.
Aquella situación sólo podría reportarle beneficios.
O eso creía.
"Y todos los que oyeran los verían allí,
Y todos gritarían, ¡Cuidado! ¡Cuidado!
¡Sus ojos destellantes, sus cabellos al viento!"
Las preguntas que Dirk escribió sometido a hipnosis mediante la escritura
automática, las había recopilado limitándose a efectuar la mínima cantidad de
investigación que cualquier estudiante habría llevado a cabo mediante el análisis
de exámenes anteriores para comprobar si había series repetidas y deducir, a
través de hipótesis inteligentes, lo que podrían preguntar. Como cualquiera en su


caso, estaba bastante seguro de lograr un índice de aciertos lo bastante elevado
como para contentar a los crédulos y lo suficientemente bajo como para que todo
el asunto pareciese inocente por completo.
Y así fue.
Lo que provocó su caída, causando un frenesí que terminó con su expulsión de
Cambridge en el asiento trasero de un coche celular, fue que todos los exámenes
que vendió resultaron ser exactamente los mismos que pusieron.
Iguales. Palabra por palabra. Hasta la última coma.
"Traza tres círculos a su alrededor
Y cierra los ojos en santo temor,
Porque él ha probado la ambrosía
Y bebido la leche del Paraíso..."
Y aparte de una lluvia de artículos aparecidos en periódicos sensacionalistas
donde le denunciaban por farsante, eso fue lo que proclamó a bombo y platillo su
autenticidad, así que ya podían denunciarlo de nuevo como farsante para después
volver a proclamar su autenticidad hasta que se aburrieran y encontrasen algún
sabroso jugador de billar con quien meterse.
Desde entonces Richard se había encontrado varias veces con Dirk, que le
saludaba con la sonrisita recelosa del que desea saber si debe dinero antes de
adoptar una expresión de simpatía que revela la esperanza de dar un sablazo. A
Richard, los continuos cambios de nombre de Dirk le sugerían que no era el único
a quien dispensaba ese trato.
Sintió una punzada de tristeza al pensar que alguien que irradiaba tanta
brillantez en los estrechos confines de una colectividad universitaria se hubiese
diluido de tal manera en la vida corriente. Y se extrañó de que Reg le preguntara
por él, de buenas a primeras, de una manera que parecía tan casual e
indiferente.
Volvió a mirar a su alrededor, a Reg, que roncaba suavemente a su lado; a la
pequeña Sarah, absorta en silenciosa concentración; el enorme comedor, bañado
por una macilenta y temblorosa luz; los retratos de antiguos primeros ministros y
poetas colgados de lo alto de las sombrías paredes, con algún destello de las
velas reflejándose en sus dientes; al jefe de estudios de inglés que, en pie, leía
con voz de recitar poesía; el libro de "Kubla Khan", que el jefe de estudios de
inglés tenía en las manos; y por último, subrepticiamente, el reloj. Volvió a
retreparse en la silla.
La voz proseguía con la lectura de la segunda parte del poema, enteramente
desconocida.
Dirk Gentil, Agencia de investigaciones holísticas Douglas Adams


Era la víspera del último día de su vida, Gordon Way se preguntaba si la lluvia
aguantaría hasta el fin de semana. El informe metereológico anunciaba un
cambio: niebla por la noche y un viernes y sábado con sol y frío, tal vez
acompañados por algunos chubascos dispersos en la tarde del domingo, cuando
todo el mundo regresara a la ciudad.
Es decir, todo el mundo menos Gordon Way.
El informe del tiempo no lo mencionaba, claro está, no era cosa suya, pero su
horóscopo se había equivocado bastante. Se había referido a una desusada
actividad planetaria en su signo, instándole a distinguir entre sus deseos y
necesidades, por lo que le sugería que abordase los problemas emocionales o
laborales con decisión y absoluta honradez; pero, inexplicablemente, no
mencionaba que estaría muerto antes de que acabase el día.
Cerca de Cambridge salió de la autopista y se detuvo en una pequeña estación
de servicio para echar gasolina.
-Muy bien, te llamaré mañana -dijo-, o esta noche. O llámame tú. Dentro de
media hora estaré en la casa de campo. Sí, sé lo importante que es el proyecto
para ti. Muy bien, sé lo que significa para ti, punto y aparte. Tú lo quieres y yo
también. Claro que sí. Y no digo que no vayamos a seguir apoyándolo. Lo único
que digo es que es muy costoso y que deberíamos considerar el asunto con
decisión y absoluta honradez. Escucha, ¿por qué no vienes a la casa de campo y
lo discutimos? De acuerdo, sí, vale, lo sé. Comprendo. Ya pensaremos en ello,
Kate. Después hablaremos. Hasta luego.
Colgó y siguió sentado en el coche durante un rato.
Era un coche grande, un Mercedes plateado de los que salen en los anuncios, y
no sólo en los de los Mercedes. Gordon Way, hermano de Susan y jefe de Richard
MacDuff, era un hombre acaudalado, fundador y propietario de Tecnologías
WayForward II. Por supuesto, la empresa había quebrado por las razones
acostumbradas arrastrando consigo su primera fortuna.
Afortunadamente, ya había labrado otra.
Las "razones acostumbradas" eran que se había metido en el negocio de los
ordenadores justo cuando todos los doceañeros del país súbitamente se habían
hartado de trastos que se estropeaban. En cambio, su segunda fortuna la había
hecho en el campo de los programas informáticos. Como resultado de dos
programas importantes, uno de los cuales era Anthem (el otro, más útil, no se
había comercializado), Tecnologías WayForward II se había convertido en la única
compañía británica de microinformática que solía citarse junto a empresas
norteamericanas tan serias como Microsoft o Lotus. Esa cita diría probablemente
algo así: "A diferencia de las grandes empresas estadounidenses, como Microsoft
y Lotus, Tecnologías WayForward..." pero no era más que un comienzo.
WayForward estaba ahí. Y le pertenecía.
Metió una cinta en la ranura de la cadena estéreo. El aparato la aceptó con un
decoroso ruidito metálico y unos momentos después el Bolero de Ravel fluyó por
ocho altavoces perfectamente ajustados y tapizados con una fina rejilla en negro


mate. El estéreo era tan suave y espacioso, que casi se percibía la pista de hielo.
Golpeó levemente con los dedos en el almohadillado borde del volante. Miró al
salpicadero. Vio unas cifras graciosamente iluminadas, lucecitas tenues e
inmaculadas. Al cabo de un rato recordó que se encontraba en una gasolinera y
que tenía que bajar para llenar el depósito.
Tardó un par de minutos. Hasta que dejó la pistola del surtidor no paró de dar
patadas al suelo para combatir el frío aire de la noche, y luego se dirigió a la
mugrienta caseta, pagó la gasolina, recordó que debía comprar unos mapas de la
región y se quedó unos minutos hablando animadamente con el cajero sobre las
orientaciones que la industria de la microinformática adoptaría al año siguiente.
Sugirió que el tratamiento paralelo sería la clave de una producción
verdaderamente intuitiva de programas, pero mostró serias dudas de que la
investigación sobre la inteligencia artificial per se y, en particular, la que se
basaba en el lenguaje ProLog, lograra producir cualquier artículo serio y
comercialmente viable en un futuro próximo, al menos en lo que se refería a la
burótica, tema que no fascinaba en absoluto al cajero.
-A ese hombre le gustaba hablar -diría más tarde a la policía-. ¡Vaya que sí! Si
me hubiese ido a los servicios durante diez minutos, se lo habría explicado todo a
la caja. Y si hubiese tardado quince minutos, la caja también se habría ido. Sí,
estoy seguro de que es él -añadiría a la vista de una fotografía de Gordon Way-.
Al principio no estaba seguro porque aquí tiene la boca cerrada.
-¿Y puede asegurar que no observó nada sospechoso? -insistió el policía-
¿Nada que le pareciese raro?
-No. Como le he dicho, no era más que un cliente como cualquier otro en una
noche como las demás. El policía lo miraba perplejo.
-Sólo una pregunta más. Si yo hiciera de pronto esto... -prosiguió, poniéndose
bizco, sacando la lengua por la comisura de los labios, agitándose de un lado a
otro y metiéndose los dedos en las orejas, ¿le parecería raro?
-Bueno..., pues, sí -contestó el cajero, retrocediendo asustado-. Creería que se
ha vuelto loco de atar.
-Bien -dijo el policía, guardándose el cuaderno-, es que a veces hay personas
que tienen una idea peculiar de lo que significa "raro", ¿comprende usted,
caballero? Si la de ayer fue una noche como las demás, exactamente igual que
cualquier otra, entonces yo soy un grano en el culo de la tía de la Marquesa de
Queensbury. Más tarde le necesitaremos para que haga una declaración, señor.
Gracias por dedicarnos su tiempo.
Pero aún no había pasado nada.
Aquella noche, Gordon se guardó los mapas en el bolsillo y volvió al coche.
Bajo las luces, el relente lo había cubierto con una fina capa de húmedas perlas
de color mate y parecía, bueno, parecía un Mercedes Benz sumamente caro. Por
una décima de segundo Gordon se sorprendió deseando poseer algo semejante,
pero ya estaba bastante acostumbrado a desechar ese tipo de pensamientos que
sólo conducían a un círculo vicioso y le dejaban confuso y deprimido. Le dio unas
palmaditas como correspondía a su calidad de propietario y, al dar la vuelta, vio
que el maletero no estaba bien cerrado y empujó la tapa de un golpe hasta que
quedó encajada con un sólido chasquido. Bueno, esa solidez demostraba algo,
Dirk Gentil, Agencia de investigaciones holísticas Douglas Adams

¿no? Los anticuados valores de la calidad y el buen hacer. Pensó en una docena
de cosas que tenía que decir a Susan y subió al coche, conectando el código
automático del teléfono en cuanto enfiló hacia la carretera.
-"... así que si quiere dejar un recado, estaré con usted en cuanto sea posible.
Tal vez." Bip.
-Hola, Susan, soy Gordon -dijo, poniéndose el teléfono en difícil equilibrio
sobre el hombro-. Voy de camino a la casa de campo. Es, humm, el jueves por la
noche y son las, humm, ocho cuarenta y siete. Hay un poco de niebla en la
carretera. Escucha, este fin de semana viene esa gente de los Estados Unidos
para discutir a fondo la distribución del Anthem versión ., llevar la campaña
publicitaria y todo eso, y oye, ya sabes que no me gusta pedirte este tipo de
cosas, pero también sabes que siempre lo hago de todos modos, así que ahí va.
Sencillamente necesito saber si Richard se ocupa del asunto. Quiero decir que si
está en ello de verdad. Podría preguntárselo a él, pero me diría que sí, que todo
va bien, pero la mayoría de las veces..., ¡cono con ese camión, qué luces tan
fuertes lleva!, ningún camionero cabrón las baja, es un milagro si no acabo
muerto en la cuneta. Sería algo extraordinario, ¿verdad?, dejar tus últimas
palabras en un contestador automático. No veo razón para que los camiones no
tengan interruptores automáticos para bajar los faros. Escucha, hazme el favor
de escribir una nota a Susan, no me refiero a ti, claro, sino a Susan, la secretaria
de la oficina, y pedirle que envíe una carta de mi parte a ese individuo de la
Secretaría de Medio Ambiente y le asegure que podemos aportar la tecnología si
él aporta el asesoramiento legal. Es por el bien público y de todos modos me
debe un favor y, además, ¿qué sentido tiene poseer un CBE si no se puede dar
una patadita en el culo de alguien? Puedes decirle que llevo toda la semana
hablando con los norteamericanos. Por Dios, eso me recuerda..., espero haberme
acordado de traer las escopetas de caza. ¿Qué les pasa a esos norteamericanos,
que se vuelven locos por matar mis conejos? Les he comprado unos mapas para
ver si puedo convencerlos de que den largos y saludables paseos y quitarles de la
cabeza lo de disparar a los conejos. Me dan muchísima pena los animalitos. Me
parece que cuando vengan los norteamericanos voy a poner uno de esos letreros
en el césped, ya sabes, como los que ellos tienen en Beverly Hills, que diga
"Respuesta armada". Haz el favor de enviarle una nota a Susan para que
encargue un letrero que diga "Respuesta armada" con un pincho afilado en la
parte de abajo, a la altura adecuada para que lo vean los conejos. Me refiero a
Susan, la secretaria de la oficina, no a ti, claro.
"¿Dónde estaba?
"Ah, sí. Richard y Anthem .. Susan, eso tiene que estar en prueba beta
dentro de dos semanas. Richard me dice que va muy bien. Pero cada vez que le
veo, en la pantalla del ordenador tiene un sofá dando vueltas en el vacío. Asegura
que es un concepto importante, pero yo lo único que distingo es un mueble. La
gente que quiere que la contabilidad de su empresa les cante una canción, no
quiere comprar un sofá giratorio. Y a estas alturas, tampoco creo que deba
convertir las pautas de erosión del Himalaya en un quinteto de flauta. Y en cuanto
a lo que esté tramando Kate, Susan, pues no puedo ocultar que estoy inquieto
por los salarios y el tiempo de ordenador que eso consume. Podría significar una


importante investigación y un proceso a largo plazo, pero también existe la
posibilidad, sólo una posibilidad, digo, pero una posibilidad a pesar de todo, de
que nos debamos por entero a nosotros mismos para evaluar y explorar, y ahí
está el intríngulis. Qué raro, oigo un ruido en el maletero, creí que lo había
cerrado bien.
"De todos modos, lo principal es Richard. Y el caso es que sólo hay una
persona que esté verdaderamente en posición de saber si está llevando adelante
el trabajo importante, o si no hace más que soñar, y me temo que esa persona es
Susan. Me refiero a ti, claro está, no a Susan, la secretaria de la oficina. No me
gusta pedírtelo, de verdad que no, pero ¿podrías tomar cartas en el asunto?
¿Hacerle comprender lo importante que es? Sólo tienes que asegurarte de que
comprende que Tecnologías WayForward está destinada a ser una empresa
comercial en expansión, y no un terreno de juego para chalados. Ese es el
problema con los chalados: se les ocurre una gran idea que funciona de verdad y
luego esperan que les financies durante años mientras ellos se dedican a estudiar
la topografía de su ombligo. Lo siento, tengo que parar y arreglar el maletero, me
parece que no lo he cerrado bien. Vuelvo en seguida.
Dejó el teléfono en el asiento de al lado, paró en la hierba de la cuneta y bajó
del coche. Al acercarse a la parte trasera, el maletero se abrió y apareció un
hombre que le disparó en el pecho los dos cañones de una escopeta de caza y
luego se dedicó a sus asuntos.
La sorpresa de Gordon Way al ver que lo mataban a tiros no fue nada
comparada con lo que sucedió después.
Dirk Gentil, Agencia de investigaciones holísticas Douglas Adams


-Pasa, querido amigo, pasa.
Las habitaciones de Reg en la facultad estaban en lo alto de unas escaleras
barridas por el viento en la esquina del segundo patio, y no tenían buena
iluminación o, mejor dicho, estaban perfectamente bien iluminadas cuando
funcionaba la luz, que no era el caso en aquel momento, por lo que la puerta se
hallaba en penumbra y además cerrada. A Reg no le resultaba fácil encontrar la
llave entre una serie de objetos con los que un ninja en buena forma podría
atravesar el tronco de un árbol.
En las partes más antiguas de la Facultad, las habitaciones tenían puertas
dobles, como esclusas neumáticas, y como las esclusas neumáticas, eran difíciles
de abrir. La puerta exterior era una robusta plancha de roble pintada de gris, sin
otras características que un estrecho buzón y una cerradura cuya llave al fin
encontró Reg.
Tras utilizarla, abrió la primera puerta de un tirón. La otra era una puerta
corriente de color blanco con un pomo de bronce.
-Pasa, pasa -repitió Reg, abriendo la segunda puerta y buscando a tientas el
interruptor de la luz.
Por un momento sólo las ascuas agonizantes de la chimenea de piedra
arrojaron unas sombras rojas que brincaron como fantasmas por la habitación,
pero en seguida brotó la luz eléctrica extinguiendo aquella magia. Reg vaciló un
momento en el umbral, extrañamente tenso, como si quisiera asegurarse de algo
antes de entrar, y luego se apresuró a dar al menos la impresión de estar de
buen humor.
Era una habitación amplia, adornada con paneles, a la que una serie de
muebles mansamente raídos lograba dar un aspecto bastante acogedor. Contra la
pared del fondo había una antigua mesa de caoba, grande y maltratada, de patas
gruesas y feas, cargada de libros, ficheros, carpetas y tambaleantes montones de
papeles. Richard observó divertido que, en un lugar destacado, había un abaco
viejo y deteriorado. Y más allá, un pequeño escritorio de estilo Regencia parecía
bastante valioso, y lo habría sido de no tener tantos golpes. La habitación
también contenía un par de elegantíl sillones georgianos, una portentosa librería
victoriana y cosas por el estilo. En resumen, era la vivienda de un catedrático. En
las paredes había mapas académicos y fotografías enmarcadas; en el suelo, una
alfombra raída de colores deslucidos. Parecía como si la casa apenas hubiese
cambiado en decenios, y tal vez fuese así porque en ella vivía un profesor.
A cada lado de la pared de enfrente se abrían dos puertas y, por anteriores
visitas, Richard sabía que una daba al estudio, que tenía el aspecto de ser una
versión más reducida y recargada que la habitación donde se encontraba:
mayores montones de libros, pilas de papeles que corrían un peligro más
inminente de derrumbarse y muebles que, por antiguos y valiosos que fuesen,
ostentaban la marca de miles de tazas calientes de té o café, en muchos de cuyos
círculos probablemente seguían asentándose las tazas causantes de ellos. La otra
puerta daba a una pequeña cocina equipada con lo imprescindible, y a una
escalera de caracol en cuya cima se hallaban el dormitorio y el cuarto de baño del
catedrático.
-Intenta ponerte cómodo en el sofá -invitó Reg, inquieto como buen anfitrión-.
No sé si lo lograrás. Siempre me da la impresión de que está relleno con hojas de
repollo y cubiertos.
Escudriñó a Richard con aire grave.
-¿Tú tienes un buen sofá? -inquirió.
-Pues sí -contestó Richard, riendo alegremente ante lo absurdo de la pregunta.
-Pues, entonces -repuso Reg en tono solemne-, me gustaría que me dijeras
dónde lo has conseguido. Los sofás me han causado continuos problemas,
interminables. No he encontrado uno cómodo en toda mi vida. ¿Cómo encuentras
el tuyo?
Con una leve expresión de sorpresa tropezó con un pequeño cenicero de plata
que había dejado junto a una botella de oporto y tres vasos.
-Pues es curioso que me pregunte eso -dijo Richard-, nunca he llegado a
sentarme en él.
-Muy sensato -Reg insistió con seriedad-, pero que muy sensato.
Soltó una perorata parecida a la que anteriormente había dedicado al abrigo y
al gorro.
-No es que no quiera hacerlo -explicó Richard-, pero está encajado a mitad de
un largo tramo de escaleras que conducen a mi piso. Los de la casa de muebles lo
subieron hasta que no pudieron seguir, lo volvieron en todas las direcciones
posibles, se quedaron atascados y, por curioso que parezca, comprobaron que
tampoco podían volver a bajarlo. A estas alturas, resulta imposible.
-Qué raro -convino Reg-. Desde luego, nunca me he encontrado con un
irresoluble problema matemático relacionado con los sofás. Podría ser un nuevo
campo. ¿Has hablado con algún geómetra espacial?
-He hecho algo mejor que eso. Visité al hijo de un vecino que resolvía el cubo
de Rubik en diecisiete segundos. Se sentó en un escalón y lo miró durante una
hora antes de sentenciar que no había manera de sacarlo de ahí. Hay que
reconocer que ya tiene unos años más y ha descubierto las chicas, pero su
opinión me dejó perplejo.
-Cuenta, cuenta, mi querido amigo, estoy muy interesado, pero primero dime
si quieres que te sirva algo. ¿Oporto, quizá? ¿O coñac? Creo que el oporto es lo
mejor, conservado en las bodegas de la facultad desde , una de las mejores
cosechas que pueden encontrarse y, por otra parte, no tengo coñac. ¿O café?
¿Otro poco de vino, tal vez? Tengo un excelente Margaux y he estado buscando
una excusa para abrirlo, aunque naturalmente debería dejarse abierto una hora o
dos, lo que no quiere decir que no se pueda..., no -se apresuró a añadir-,
probablemente lo mejor será no abrir el Margaux esta noche.
-Lo que más me apetecería es una taza de té -dijo Richard-, si tiene.
-¿Estás seguro? -inquirió Reg con las cejas levantadas.
-Tengo que conducir.
-Claro. Voy a la cocina y en seguida vuelvo. Por favor, prosigue, desde allí
también te oigo. Continúa hablándome de tu sofá y, mientras tanto, siéntate en
el mío si quieres. ¿Y está atascado desde hace mucho?
-Bueno, sólo tres o cuatro semanas -contestó Richard, sentándose- . ^Podría
aserrarlo y tirarlo, pero me niego a creer que no existe una respuesta lógica. Y
también me hizo pensar que, antes de comprar un mueble, sería muy útil saber si
cabe por la vuelta de las escaleras. Así que he planteado el problema en tres
dimensiones, en el ordenador; y hasta ahora, me dice que no hay manera.
-¿Que dice qué? -gritó Reg por encima del ruido que hacía al llenar la tetera.
-Que es imposible. Le di instrucciones para que calculara las maniobras
necesarias para desatascar el sofá, y me contestó que no hay solución. Luego, y
esto es lo verdaderamente misterioso, le pedí que trazara los movimientos que
dejaron encajado el sofá en su actual posición, y me contestó que es imposible
que haya quedado así. A menos que se efectuase una reestructuración básica de
los muros. De modo que, o bien hay algún error en la estructura básica de los
muros, o bien -añadió con un suspiro- hay algún error en el programa. ¿Qué diría
usted?
-¿Y estás casado? -gritó Reg.
-¿Cómo? Ah, ya veo a lo que se refiere. Un sofá atascado en las escaleras
durante un mes. Pues no, lo que se dice casado, no, pero sí, hay una chica en
concreto con la que no estoy casado.
-¿Qué aspecto tiene? ¿A qué se dedica?
-Es violonchelista profesional. Tengo que reconocer que el sofá ha sido motivo
de alguna discusión. A decir verdad, se ha mudado de nuevo a su piso hasta que
lo solucione. Ella, bueno...
De pronto le acometió la tristeza, se levantó y paseó por la habitación sin
rumbo fijo hasta acabar delante del moribundo fuego. Lo atizó un poco y echó
otros dos troncos para protegerse del frío que reinaba en la estancia.
-En realidad es la hermana de Cordón -explicó al fin-. Pero son muy diferentes.
No estoy seguro de que le gusten los ordenadores. Y no le parece bien la actitud
de su hermano hacia el dinero. Me parece que no se lo reprocho del todo, y eso
que ella no sabe ni la mitad.
-¿Cuál es esa mitad que no conoce?
Richard suspiró.
-Pues está relacionada con el proyecto que hizo rentable la dedicación de la
empresa a los programas de informática. Se llamaba Razón y, a su modo, era
sensacional.
-¿De qué se trataba?
-Pues era una especie de programa que funcionaba al revés. Es curioso la
cantidad de ideas geniales que nacen de un viejo proyecto al que se le da la
vuelta. Mire, ya se han escrito varios programas que ayudan a tomar decisiones
ordenando todos los hechos significativos de manera adecuada y analizándolos de
modo que apunten lógicamente hacia la decisión óptima. El inconveniente es que
la decisión hacia la que apuntan todos los hechos adecuadamente organizados y
analizados no coincide necesariamente con la que uno quiere.
-Siiií -dijo Reg desde la cocina.
-Bueno, pues Cordón tuvo la gran intuición de concebir un programa que
permitía especificar de antemano a qué decisión se deseaba llegar, y sólo
después se le suministraban los datos. La función del programa, que podía


realizarse con suma facilidad, consistía sencillamente en elaborar una serie
plausible de pasos con sentido lógico para relacionar las premisas con el objetivo
a lograr.
"He de decir que funcionaba de maravilla. Cordón pudo comprarse un Porsche
casi de inmediato, pese a estar completamente arruinado y ser un pésimo
conductor. Ni su banquero fue capaz de encontrar un solo fallo en su
razonamiento. Ni siquiera cuando lo dejó hecho chatarra tres semanas después.
-¡Santo cielo! ¿Y se vendió bien el programa?
-No. No llegó a venderse un solo ejemplar.
-Me sorprendes. Daba la impresión de ser un éxito seguro. -Y así era -aseguró
Richard, en tono vacilante-. El proyecto lo compró el Pentágono, que a
continuación lo puso a buen recaudo. La operación proporcionó a WayForward
una base financiera muy sólida. Por otro lado, su fundamento moral no es algo
sobre lo que yo me apoyaría. Hace poco he estado analizando los argumentos
esgrimidos en favor del proyecto de la Guerra de las Galaxias, y si uno sabe lo
que está buscando, la configuración de los algoritmos resulta muy clara.
"Tan clara, en realidad, que examinando la política del Pentágono de los dos
últimos años, creo estar bastante seguro de que la Marina de los Estados Unidos
está utilizando la versión . del programa, mientras que, por el motivo que
sea, la Fuerza Aérea sólo posee la versión . probada en beta. Es muy raro. -
¿Tienes una copia?
-Desde luego que no -contestó Richard-. No me gustaría tener nada que ver
con ello. De todos modos, cuando el Pentágono lo adquirió, lo compró todo. Hasta
el último vestigio de código, cada disco, cada folio de notas. Me alegré de ver el
final del asunto. Y no sé si lo logramos. Yo estoy muy ocupado con mis propios
proyectos. Volvió a atizar el fuego y se preguntó qué hacía allí con todo el trabajo
que tenía pendiente. Gordon estaba continuamente incitándole a que terminase la
nueva y más potente versión del Anthem para aprovechar el nuevo Macintosh II,
y estaba muy atrasado. Y en cuanto al módulo propuesto para convertir en
tiempo real la información de llegada del índice Dow Jones en datos MIDI, él lo
interpretó como una broma, pero Gordon, lógicamente, se entusiasmó con la idea
e insistió en su puesta en práctica. Eso también debía estar acabado, pero no lo
estaba. De pronto se le ocurrió por qué estaba precisamente allí.
Bueno, había sido una velada agradable, aunque no comprendía por qué Reg
había mostrado tanto interés en verle. Cogió un par de libros de la mesa que,
evidentemente, también se utilizaba para comer, porque si bien los libros
llevaban semanas allí, la ausencia de polvo a su alrededor revelaba, que los
habían desplazado no hacía mucho. Quizá, pensó, la necesidad de charlar
amistosamente con alguien distinto era tan imperiosa como cualquier otra cuando
se vivía en una comunidad tan cerrada como la de una facultad de Cambridge,
incluso hoy en día. Era un viejo simpático, pero en la cena resultó claro que
muchos de sus colegas consideraban sus excentricidades como una dieta
demasiado fuerte y monótona. Sobre todo cuando tenían que enfrentarse a las
suyas propias. Pensó en Susan y sintió irritación, pero ya estaba acostumbrado a
eso. Hojeó los libros que había cogido.
Dirk Gentil, Agencia de investigaciones holísticas Douglas Adams

Uno de ellos, antiguo, relataba las apariciones de Borley Rectory, la mansión
más llena de fantasmas de Inglaterra. Tenía el lomo hecho jirones, y las
fotografías estaban tan descoloridas y borrosas que eran prácticamente
indescifrables. Contempló una instantánea que le pareció una toma muy acertada
(o falsa) de un fantasma, pero cuando leyó el epígrafe comprobó que se trataba
de una fotografía del autor. El otro libro era más reciente y, por casualidad, era
una guía de las islas griegas. Empezó a hojearlo al azar y entonces cayó un trozo
de papel.
-¿Earl Grey o Lapsang Souchong? -preguntó Reg, gritando-. ¿O Darjeeling? ¿O
Pg Tips? De todos modos, me temo que sólo tengo bolsitas. Y ninguna de ellas es
muy fresca.
-Darjeeling está muy bien -contestó Richard, agachándose a recoger el papel.
-¿Leche?
-Sí, por favor.
-¿Un terrón o dos?
-Uno, por favor.
Richard volvió a guardar el papel en el libro, observando que había una nota
escrita con caracteres apresurados. Por extraño que pareciese, la nota decía:
"Mira este sencillo salero de plata. Observa este simple gorro."
-¿Azúcar?
-¡Eh! ¿Cómo? -preguntó Richard, sorprendido. Se apresuró a colocar el libro en
su pila correspondiente.
-Sólo una bromita de las mías -explicó Reg, jovial-, para ver si me escucha la
gente.
Salió sonriente de la cocina, sostenía una pequeña bandeja con dos tazas que
arrojó de pronto al suelo. El té se derramó por la alfombra. Una taza se rompió y
la otra fue a parar bajo la mesa. Reg se inclinó sobre el marco de la puerta,
pálido y con los ojos desencajados.
-¿Se encuentra bien? -preguntó Richard, sin saber qué hacer-. ¿Quiere que
llame a un médico?
Reg le hizo gestos tranquilizadores.
-Estoy bien -contestó-. Me encuentro perfectamente. Me pareció oír, bueno, un
ruido que me sobresaltó. Pero no era nada. Sólo estoy un poco mareado por los
vapores del té, supongo. Deja que recupere el aliento. Creo que un poco de,
hmm, de oporto me sentará bien. Lo siento mucho, no pretendía asustarle.
Hizo un gesto hacia la botella de oporto. Richard se apresuró a ^llenar una
copita y se la ofreció.
-¿Qué clase de ruido? -inquirió, preguntándose por qué demonios se habría
descompuesto de aquel modo.
En aquel momento se oyó ruido en el piso de arriba y luego un rumor como de
una respiración sumamente agitada.
-Esto... -musitó Reg.
La copa de oporto yacía hecha añicos a sus pies. Arriba, al parecer alguien
pataleaba.
-¿Lo oyes?
-Pues, sí...


Esa respuesta pareció animar al anciano.
Richard miró nervioso al techo.
-¿Hay alguien arriba? -inquirió, sintiendo que era una pregunta tonta pero que
tenía que hacerla de todos modos.
-No... -contestó Reg con un susurro cuyo tono aterrorizado sorprendió a
Richard-, nadie. Ahí no debería haber nadie...
-Entonces...
Reg luchaba tembloroso por ponerse en pie. De pronto adoptó un aire de firme
resolución.
-Tengo que subir -anunció despacio-. Debo hacerlo. Espérame aquí, por favor.
-Oiga, ¿qué ocurre? -preguntó Richard, interponiéndose entre Reg y la puerta-.
¿Es un ladrón? Mire, ya iré yo. Estoy seguro de que no es nada, el viento o algo
así.
Richard no sabía por qué decía aquello. Era evidente que no se trataba del
viento ni nada parecido, porque si es posible que el viento haga ruidos
semejantes a una respiración agitada, rara vez pataleaba de aquel modo.
-No -repuso el anciano, apartándole con un gesto cortés pero firme-, tengo
que hacerlo yo.
Impotente, Richard le siguió al pasillo que daba a la pequeña cocina. De allí
arrancaban unos oscuros peldaños de madera que parecían deteriorados y
arañados.
Reg pulsó un interruptor. Se encendió una bombilla de luz macilenta que
colgaba desnuda en lo alto de la escalera, y la miró con torva aprensión.
-Espera aquí -dijo.
Subió dos escalones, se volvió y miró a Richard con aire muy serio.
-Siento que te hayas visto envuelto en... lo que representa el aspecto más
difícil de mi existencia. Pero ya estás metido en ello y, por lamentable que pueda
ser, debo pedirte algo. No sé exactamente lo que me espera allá arriba. Ignoro si
es algo que me he buscado tontamente con mis... mis aficiones, o si sólo soy una
víctima inocente. Si se trata de lo primero, el único culpable seria yo, porque soy
como un médico que no puede dejar de fumar o, quizá peor aún, como un
ecologista que no puede prescindir del coche. Si se trata de lo segundo, entonces
espero que no te pase a ti también.
"Lo que debo pedirte es lo siguiente. Cuando vuelva a bajar las escaleras, en el
supuesto de que así sea, claro está, si mi comportamiento te parece un poco
raro, si no parezco yo mismo, debes saltar sobre mí y arrojarme al suelo.
¿Comprendes? Debes evitar que llegue a hacer cualquier cosa.
-Pero ¿cómo lo sabré? -preguntó Richard, incrédulo-. Lo siento, no quería
expresarlo así, pero es que no sé de qué...
-Lo sabrás -afirmó Reg-. Ahora espérame en la sala de estar, por favor. Y
cierra la puerta.
Moviendo la cabeza con expresión de asombro, Richard dio media vuelta e hizo
lo que le habían dicho. Desde la amplia y desordenada habitación oyó el ruido que
hacía el profesor al subir la escalera, peldaño a peldaño. Subía con grave
deliberación, como el lento tictac de un gran reloj. Richard le oyó llegar al rellano.
Reinó el silencio. Pasaron los segundos; cinco, quizá diez, veinte. Luego se oyó el
Dirk Gentil, Agencia de investigaciones holísticas Douglas Adams

movimiento y la agitada respiración del principio, que tanto había perturbado al
profesor.
Richard se acercó deprisa a la puerta, pero no la abrió. El frío de la estancia le
oprimía e inquietaba. Sacudió la cabeza para librarse de la sensación y luego
contuvo el aliento: de nuevo se oían pasos que cruzaban despacio los dos metros
del rellano para detenerse otra vez.
Sólo segundos después oyó Richard el largo y lento chirrido de la puerta que
se abría centímetro a centímetro, cautelosamente, hasta que al fin debió de
quedar abierta de par en par. Durante mucho, mucho rato no pasó nada más.
Luego la puerta volvió a cerrarse, despacio.
Los pasos cruzaron el rellano y cesaron de nuevo. Richard retrocedió sin
apartar la mirada de la puerta. Los pasos iniciaron otra vez el descenso por la
escalera, despacio, pausadamente, silenciosos, hasta llegar abajo. Luego, al cabo
de unos segundos más, el pomo de la puerta empezó a girar. Se abrió la puerta y
Reg entró tranquilamente.
-Todo va bien, no es más que un caballo en el cuarto de baño -dijo con voz
queda.
Richard saltó sobre él y lo arrojó al suelo con una llave de lucha libre.
-No -jadeó Reg-, no, quita, déjame, ¡estoy perfectamente bien, maldita sea!
No sin gran dificultad, se desprendió de Richard y se incorporó jadeando,
resoplando y pasándose las manos por los escasos cabellos. Richard, de pie frente
a él, mantenía una actitud cautelosa aunque cada vez se sentía más perplejo.
Retrocedió y dejó que Reg se sentara e" un sillón.
-Sólo un caballo -repitió-. Pero, humm, gracias por haberme hecho caso al pie
de la letra.
Se sacudió el polvo.
-Un caballo -dijo Richard.
-Sí.
Richard salió de la estancia, miró por las escaleras y volvió.
-¿Un caballo? -repitió.
-Sí, eso es -confirmó el profesor, haciendo un gesto a Richard, que se disponía
a salir de nuevo para investigar-. Espera, "déjalo, no durará mucho".
Richard lo miró fijamente, incrédulo.
-¿Dice que hay un caballo en su cuarto de baño y lo único que se le ocurre es
citar canciones de Los Beatles?
El profesor le miró desconcertado.
-Escucha -dijo-, si te he... alarmado antes, lo siento, sólo fue un ligero
sobresalto. Estas cosas pasan, mi querido amigo, no te preocupes por ello. ¡Santo
cielo, en mis tiempos vi cosas más raras! Muchas. Bastante más raras. Sólo es
una yegua, por amor de Dios. Luego subiré y la dejaré salir. No te preocupes, por
favor. Recobremos el ánimo con un poco de oporto.
-Pero... ¿cómo se ha metido ahí?
-Bueno, pues la ventana del baño estaba abierta. Espero que salga por el
mismo sitio.
"Let it be. It won't be long." Se refiere a la canción de Los Beatles Leí it be.
(N. del T.)


No era la primera vez, aunque no iba a ser la última, que Richard se quedaba
mirándole con ojos empequeñecidos por la sorpresa.
-Lo está haciendo a propósito, ¿no?
-¿Haciendo qué, mi querido amigo?
-No creo que haya caballo alguno en su cuarto de baño -afirmó Richard de
pronto-. No sé lo que habrá, no sé lo que pretende, ignoro qué clase de velada es
ésta, pero no me creo que haya un caballo en su cuarto de baño.
Y desechando las protestas de Reg, subió a investigar.
No era un baño grande.
Las paredes estaban cubiertas de antiguos paneles de roble que, dadas la edad
y las características del edificio, probablemente tenían un valor incalculable, pero
por lo demás el mobiliario era austero e institucional. Había un suelo de
deteriorado linóleo a cuadros blancos y negros, una bañera pequeña, bien limpia
pero con manchas muy viejas y rasguños en el esmalte, y un lavabo también
pequeño con un cepillo y pasta de dientes en un vaso de Duralex cerca de los
grifos. Atornillado en el posiblemente inestimable panel de encima del lavabo,
había un armarito metálico con un espejo en la parte frontal. Parecía haber sido
repintado muchas veces, y el espejo estaba picado en las esquinas. La taza
estaba equipada con una cisterna de hierro forjado que se accionaba tirando de
una cadena. En un rincón había un armario de madera pintado de color crema
con una silla vieja al lado sobre la cual se amontonaban unas toallas pulcramente
dobladas pero pequeñas y deshilacliadas. En el cuarto de baño, ocupando la
mayor parte del espacio, también había un caballo.
Richard lo miró con los ojos en blanco, el cuadrúpedo se fijó en él con una
especie de expresión apreciativa. Richard se tambaleó un poco. El caballo
permaneció absolutamente quieto. Al cabo de un momento, se puso a mirar el
armario. Parecía si no contento, al menos enteramente resignado a estar allí
hasta que lo trasladaran a otra parte. También parecía... ¿qué era aquello?
Le bañaba el resplandor de la luna que entraba por la ventana que, abierta
pero pequeña y situada además en el segundo piso, sugería que la teoría de que
el caballo hubiera entrado por ella era absolutamente fantástica. El caballo tenía
algo raro, pero Richard no acertaba a decir qué. Bueno, desde luego, había una
cosa muy rara: el hecho de que estuviera en un cuarto de baño universitario. A lo
mejor eso era todo.
Con cierta cautela, extendió la mano para darle unas palmaditas en el cuello.
Tenía un tacto normal, firme y lustroso, indicativo de buena salud. El efecto de la
luz de la luna sobre su pelo resultaba un tanto desconcertante, pero todo parece
un poco raro bajo el resplandor lunar. El caballo sacudió la crin cuando le tocó,
pero no pareció importarle mucho.
Tras el éxito de las palmaditas, Richard lo acarició repetidas veces y le rascó
suavemente la quijada. Luego vio que el baño tenía otra puerta al otro extremo.
Avanzó con cautela en torno al caballo y se acercó a la otra entrada. Se apoyó
contra ella y la entornó. Daba al dormitorio del profesor, un cuarto pequeño
atestado de libros y zapatos con una cama estrecha. La habitación tenía otra
puerta, que comunicaba con el rellano.
Dirk Gentil, Agencia de investigaciones holísticas Douglas Adams

Richard observó que en el suelo del descansillo habla rasguños y arañazos
recientes, como en las escaleras, y las marcas confirmaban la idea de que, como
fuese, habían empujado al caballo escaleras arriba. No le hubiese gustado
ocuparse de la tarea, y menos aún que el caballo hubiera hecho lo mismo con él,
pero no dejaba de ser posible.
Pero ¿por qué?
Lanzó una última mirada al caballo, que se la devolvió y bajó las escaleras.
-Hay un caballo en el cuarto de baño -anunció- y, después de todo, tomaré un
poco de oporto.
Se sirvió una copa y otra para Reg, que contemplaba tranquilamente el fuego y
tenía la suya vacía.
-Afortunadamente saqué tres copas -comentó Reg en tono despreocupado-.
Antes no sabía por qué, pero ahora recuerdo. Preguntaste si podías traer una
amiga, pero al parecer no lo has hecho. Por culpa del sofá, claro. No importa,
esas cosas pasan. Basta, no tanto, vas a derramarlo.
Richard se olvidó de pronto de todas las preguntas relacionadas con el caballo.
-¿Ah, sí?
-Sí, ahora me acuerdo. Volviste a llamar para preguntarme si no había
inconveniente, según recuerdo. Te contesté que me encantaría y que esperaba
que la trajeras. Si estuviera en tu lugar, me ocuparía del sofá. No sacrificaría mi
felicidad por un sofá. O quizá ella pensó que una velada con tu viejo tutor sería
enormemente aburrida y se decidió por la alternativa más placentera de lavarse
la cabeza. ¡Válgame Dios!, yo hubiese hecho lo mismo en su lugar. Sólo la falta
de pelo es lo que me obliga estos días a frecuentar una compañía tan excitante.
Ahora le tocaba a Richard estar pálido y con los ojos desorbitados. Sí, había
supuesto que Susan no querría venir. Sí, le había dicho que sería tremendamente
aburrido. Pero ella insistió en que quería ir porque sería la única manera de verle
durante unos minutos sin la cara bañada por la luz del monitor de un ordenador,
así que él consintió y aceptó traerla.
Sólo que lo había olvidado. No había ido a recogerla.
-¿Puedo llamar por teléfono? -preguntó.



Gordon Way yacía en el suelo sin saber qué hacer.
Estaba muerto. No parecía haber muchas dudas al respecto. Tenía un horrendo
agujero en el pecho, aunque los borbotones de sangre que de él manaban se
habían convertido en un lento goteo. Aparte de eso, no se observaba ningún
movimiento en su pecho ni, en realidad, en ninguna otra parte de su cuerpo.
Miró hacia arriba y a los lados y comprobó que fuera cual fuera la parte de él
que se estaba moviendo, no era ninguna parte de su cuerpo. La niebla le envolvía
suavemente y no le explicaba nada. A unos pasos vio la escopeta, humeando
levemente en la hierba.
Continuó allí tendido, como el que se despierta a las cuatro de la mañana,
incapaz de relajarse pero sin saber qué hacer con sus pensamientos. Comprendió
que se encontraba un tanto conmocionado, lo cual explicaría su incapacidad de
pensar claramente pero no justificaba en absoluto el hecho de que no pudiera
pensar.
En la gran polémica que ha hecho furor durante siglos sobre lo que ocurre, si
es que sucede algo, después de la muerte, ya sea cielo, infierno, purgatorio o
extinción, jamás se puso en duda un aspecto: que al morir se conocería la
respuesta.
Gordon Way estaba muerto, pero no tenía la menor idea de cómo actuar al
respecto. Era una situación de la que carecía de experiencia.
Se incorporó. El cuerpo que se sentó le pareció tan real como el que seguía en
tierra, enfriándose lentamente, rindiendo el calor de la sangre en estelas de vapor
que se mezclaban con la niebla en el aire frío de la noche.
Siguió con el experimento, tratando de levantarse despacio, perplejo y
tambaleante. Parecía que el suelo le daba apoyo, lo sostenía. Pero entonces
resultó que carecía de peso que pudiera sustentarse en parte alguna. Al inclinarse
a tocar el suelo, no sintió nada aparte de una remota resistencia elástica, como la
que se percibe al recoger algo con el brazo dormido. Tenía el brazo dormido. Y las
piernas, y el otro brazo, el pecho y la cabeza.
Tenía el cuerpo dormido. No sabía por qué, no tenía la mente dormida.
Se quedó de pie, inmerso en un terror paralizante, insomne, mientras la niebla
se enroscaba despacio en su interior.
Volvió a mirar el cuerpo, el cosificado cuerpo con expresión pasmada que yacía
quieto y desfigurado en el suelo, y su carne deseó sentir un hormigueo. O mejor
dicho, deseó carne que pudiera sentir hormigueos. Quería carne. Quería cuerpo.
No tenía ni una ni otro. Un súbito alarido de terror se le escapó de los labios, pero
no se oyó nada. Se estremeció y no sintió nada.
Del coche surgía música y un chorro de luz. Intentó caminar con firmeza, pero
sus pasos eran débiles y apagados, inseguros y, en fin, incorpóreos. El suelo
parecía endeble bajo sus pies.
La puerta del conductor seguía abierta, como la había dejado al bajar para
ocuparse del maletero, pensando que sólo tardaría un momento. Ya habían
transcurrido dos minutos desde que estaba vivo. Desde que era una persona.
Dirk Gentil, Agencia de investigaciones holísticas Douglas Adams

Desde que pensó que volvería a subir en seguida al coche y seguir su camino.
Hacía dos minutos y toda una vida.
Aquello era un disparate, ¿verdad?, pensó de pronto. Paseó alrededor del
coche y se inclinó a mirar en el retrovisor exterior. Era él exactamente, aunque
parecía haber recibido un tremendo susto, que era lo que podía esperarse, pero
era él, estaba normal. Debían ser imaginaciones suyas, una horrenda pesadilla.
Soñaba despierto. Se le ocurrió la idea y echó el aliento en el retrovisor.
Nada. No se empañó ni pizca. Eso dejaría satisfecho a un médico, como
siempre pasaba en la televisión: si no se empañaba el espejo, no había aliento. A
lo mejor, pensó inquieto, tal vez se debía a la calefacción de los retrovisores. ¿No
tenían calefacción los retrovisores exteriores de su coche? ¿No le había insistido el
vendedor en que esto tenía calefacción, aquello dispositivo eléctrico y lo otro
dirección asistida? Eso era. Digital, con calefacción, dirección asistida, controlado
por ordenador, retrovisores resistentes al aliento...
Comprendió que no se le ocurrían más que tonterías. Despacio, se dio la vuelta
y volvió a mirar temeroso el cuerpo tendido en el suelo con medio pecho
desgarrado. Desde luego, eso dejaría satisfecho a un médico. El espectáculo sería
insoportable si se tratase de otro, pero siendo su propio cadáver...
Estaba muerto. Muerto..., muerto... Intentó que la palabra resonase
dramáticamente en su mente, pero no lo logró. No era la banda sonora de una
película, estaba muerto.
Mirando su cadáver con pasmada fascinación, le angustió la expresión de
suprema estupidez que reflejaba su rostro. Claro que era perfectamente
comprensible. Era pura y simplemente la expresión que puede esperarse en una
persona a la que, con su propia escopeta, alguien escondido en el maletero de su
coche acaba de disparar. De todos modos, le desagradaba la idea de que lo
encontraran con ese aspecto. Se arrodilló junto al cadáver con la esperanza de
dar a sus facciones una apariencia de dignidad o, cuando menos, de inteligencia
normal.
Resultó ser una tarea difícil, casi imposible. Trató de estirar la piel,
desagradablemente familiar, pero no podía tocarla ni hacer nada con los dedos.
Era como modelar algo con plastilina con las manos dormidas, aunque la mano no
resbalaba por el material, sino que lo atravesaba. En este caso, la mano
atravesaba su cara. El horror y la rabia lo atenazaron ante su maldita impotencia,
y de pronto se sorprendió estrangulando y sacudiendo su propio cuerpo en una
sólida y furiosa tenaza. Dio un paso atrás, estupefacto. Sólo logró añadir una
mirada bizca y un labio torcido a la expresión de absurda sorpresa del cadáver. Y
unos cardenales que empezaban a florecer en el cuello.
Se puso a llorar y esta vez pareció surgir ruido, un extraño lamento que
procedía de lo más hondo de lo que fuese aquella cosa en que se había
convertido. Con las manos sobre la cara, retrocedió tambaleándose y volvió al
coche. Se derrumbó en el asiento del conductor, que lo recibió con aire distante y
relajado, como una tía que desaprueba la vida que uno ha llevado durante los
últimos quince años y te ofrece la obligada copa de jerez pero se niega a mirarte
a los ojos.
¿Podría ir al médico?

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